Resumen Tema 1 Ok
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Resumen Tema 1 Ok
Buena parte de la autoridad moral de los movimientos democráticos proviene de que ofrecen la esperanza de suprimir
los órdenes sociales injustos. Esto refleja el hecho de que en la imaginación política moderna las promesas de
democracia y las de justicia social se encuentran ligadas. En el siglo XX, mucha gente echa la culpa de la injusticia social a
la falta de democracia, y asume que es un arma importante para sustituir relaciones sociales injustas por otras más
justas.
Sin embargo, esta expectativa popular es distinta de la académica, que reconoce que alcanzar la democracia política no
garantiza nada acerca de la obtención de la justicia social. En países donde prevalecen las instituciones democráticas
fundamentales, con gobiernos elegidos por el pueblo mediante sufragio universal, la riqueza puede redistribuirse, o no;
las minorías pueden respetarse, o no; las oportunidades pueden extenderse a todos, o no; y la diversidad religiosa
puede ser tolerada, o no. Así, lejos de promoverla, la democracia puede en realidad minar cualesquiera condiciones
que se piense que la justicia social requiere, y es por ello que se sostiene que las declaraciones de derechos y otras
restricciones constitucionales impuestas sobre la política democrática valen la pena. Esas restricciones limitan las
posibilidades de injusticia social, al constreñir lo que pueden hacer quienes, en nombre de la democracia, detentan el
poder del Estado.
Se ha sostenido que la democracia debe limitarse por las exigencias de la justicia social. Para Shapiro, aunque la
democracia no es suficiente para asegurar la justicia social, la dependencia mutua entre estos dos ideales viene señalada
por el hecho de que, la mayoría de los argumentos a favor de la democracia en el fondo descansan en intuiciones acerca
de lo que es justo; y, si profundizamos lo suficiente en los argumentos acerca de la justicia social, descubrimos que
descansan en referencias a intuiciones morales democráticas.
Shapiro tiene una visión de la justicia social en la que las consideraciones democráticas juegan un triple papel
fundacional:
1) en la definición de los bienes sociales;
2) en la determinación de los principios mediante los cuales deben resolverse los conflictos sobre bienes; y
3) en la postura adecuada para implementar los principios de justicia en el mundo real de la política cotidiana.
Estas tres formas de ser demócrata establecen los términos básicos de la concepción de justicia democrática, en
oposición a las perspectivas liberal, socialista, conservadora y comunitarista.
Considera su visión como una alternativa a esas perspectivas. Y aclara que:
a) la democracia, tal y como la defiende, es un bien subordinado; es decir, no es suficiente; no es el máximo bien
humano; ni debe dominar todas las actividades en las que participamos. La democracia funciona mejor cuando establece
los términos de nuestras interacciones civiles, sin determinar su curso. Nuestras vidas requieren mucho más para ser
satisfactorias y es equivocado esperar que la democracia provea esas otras cosas. Si bien debemos aspirar a vivir
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nuestras vidas colectivas en formas democráticas, debemos, ante todo, aspirar a vivirlas. El reto a la creatividad política
es encontrar mecanismos institucionales de gobierno que hagan que ello sea posible.
b) mi argumento a favor de la justicia democrática es semicontextual, en el sentido en que varía en parte, pero sólo en
parte, con el tiempo y las circunstancias.
c) al desarrollar mi argumentación a favor de la justicia democrática, mi interés se centra en un análisis en el nivel de los
procedimientos y de las instituciones, y no en asuntos relativos a intereses humanos de orden superior ni en cuestiones
de justificación última. Su enfoque es similar al de Rawls en su actitud «política, no metafísica».
Su tesis es que, dado que la neutralidad respecto a nuestros compromisos filosóficos últimos es imposible, la
concepción democrática de la justicia social es el compromiso político fundacional más apropiado.
El autogobierno colectivo
Considerar que la democracia supone que el pueblo sea soberano respecto de sus fines colectivos es liberal en cuanto
ideología política. Liberales y los demócratas tienen una concepción antivanguardista del bien; sus partidarios no
aceptan la idea de que los valores deben imponerse a la gente contra su voluntad, en nombre de algún bien social
superior. Las razones para sostener esta postura antivanguardista pueden ser por escepticismo filosófico, pragmatismo y
antifundamentalismo, o la creencia en el valor psicológico de la contestación a la autoridad, o la convicción de que un
cierto grado de pluralismo sobre los valores es social o políticamente deseable. Los liberales y los demócratas no se
diferencian entre sí acerca de todas estas cuestiones.
Sin embargo, los liberales y los demócratas sí se dividen acerca de las consecuencias institucionales de su
antivanguardismo moral. Los liberales, que consideran a la libertad individual como el mayor bien, se centran
normalmente en los mecanismos para proteger al individuo frente al ámbito de la acción colectiva. Los demócratas, en
cambio, tratan de estructurar adecuadamente la acción colectiva de modo que incorpore las preferencias de los
gobernados. Los liberales se oponen a esta lógica argumentando que ningún procedimiento puede integrar
equitativamente las preferencias de todos los gobernados. Para los liberales, las reglas de decisión democráticas se
convierten fácilmente en instrumentos mediante los cuales mayorías fantasma tiranizan a los individuos.
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El argumento liberal tiene ciertos méritos pero descansa en presupuestos erróneos acerca de la naturaleza de la política
y de los límites de la acción colectiva. El error liberal típico es centrarse en las formas de tiranía ejercidas por y a través
del Estado como el único tipo de tiranía que debe preocupar a los teóricos de la política . El poder estatal es un escenario
potencial de dominación, pero hay muchos otros que permean los ámbitos de la vida «privada», y el gobierno puede ser
un instrumento para mitigar la dominación tanto como una fuente de su generación.
La visión liberal es errónea también porque tienden a pensar que la cuestión de si nuestras vidas deben o no gobernarse
por instituciones colectivas es una cuestión inteligible sobre la política. Nozick dice que la cuestión fundamental de la
teoría política «es si debe o no existir algún Estado». Esta perspectiva es errónea porque las instituciones fundamentales
que típicamente defienden, como la propiedad privada, los contratos y el monopolio público de la fuerza coactiva, han
sido creadas, sostenidas y financiadas por el Estado (en parte, por impuestos implícitos sobre quienes preferirían un
sistema alternativo). Los liberales naturalizan los órdenes institucionales liberales para enmascarar esta realidad.
Esto no quiere decir que el miedo liberal a la regla de las mayorías sea infundado, sólo que hay que darle una respuesta
distinta a la liberal convencional.
Esa respuesta se podría basar en que no hay razón para pensar que existe una regla de decisión colectiva que sea mejor .
Distintas reglas serán adecuadas para los distintos ámbitos de la vida social. Una actitud pluralista acerca de las reglas de
decisión surge de que la sociedad civil se compone de ámbitos de acción social que difieren cualitativamente entre sí.
Los liberales no negarían esto, pero consideran que la regla de la unanimidad es la mejor opción disponible porque
tiene mayor probabilidad de proteger a los individuos contra la violación de sus derechos. Los mercados encaman la
regla de la unanimidad, en cuanto que toda transacción requiere el consentimiento de ambas partes. En la visión liberal,
siempre son los alejamientos de la unanimidad los que conllevan la presunción de una necesidad de justificación.
Previendo que la acción colectiva puede «imponer costes muy onerosos sobre él», el individuo tenderá «a dar un gran
valor a la obtención de su consentimiento, y puede estar perfectamente dispuesto a soportar costes de decisión
considerables con tal de asegurar que él estará eficaz y razonablemente protegido ante la confiscación». El individuo
exigirá por tanto una regla de decisión que se aproxime a la unanimidad. En cuanto a la clase de acciones colectivas
llevadas a cabo típicamente por los gobiernos, «el individuo reconocerá que la organización privada le impondrá algunos
costes de interdependencia que podrían ser significativos, así que, como hipótesis, podemos suponer que aceptará
desplazar tales actividades hacia el sector público». Ejemplos de ello son la enseñanza pública, la imposición de
normativas sobre construcción o de protección contra incendios, y el mantenimiento de fuerzas policiales adecuadas.
No hay ninguna razón particular para considerar a la regla de la unanimidad como la mejor regla de decisión disponible.
La tiranía de la mayoría es algo que debemos racionalmente temer, aunque no tanto como a la tiranía de la minoría.
No existe una única regla de decisión para el gobierno democrático que sea la mejor . En los ámbitos de la vida social en
los que las relaciones sí se aproximan a la metáfora contractualista (porque son creadas por los participantes y porque
tienen un carácter básicamente cooperativo) es defendible la regla de la unanimidad. Por ej. el matrimonio: se crea
consensualmente, con la expectativa de que, en lo importante, el gobierno cotidiano también será consensual.
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Los órdenes políticos constitucionales a veces son considerados como presuntamente contractualistas, por su carácter
fundacional y por el lugar que ocupan en la tradición del contrato social. Puede que tales acuerdos constitucionales
fueran algún día consentidos por las partes relevantes, pero en realidad, sólo consintió una clase muy reducida, y aún así
no unánimemente. Cualquiera que fuera el elemento contractualista que estos arreglos pudieran haber tenido algún día,
generaciones después éste se ha perdido. Es decir, no hay ninguna razón evidente para considerar a la regla de la
unanimidad como la mejor sobre la base de que materializa el consentimiento de los gobernados.
Tampoco hay buenas razones para creer que alguna regla de decisión alternativa sería la adecuada para regir todas las
relaciones, cuando el elemento contractualista está ausente o queda desplazado por otros factores.
No toda forma de asociación no contractualista o mínimamente contractualista ha de ser gobernada por la regla de la
mayoría. Más que seguir el razonamiento de la democracia participativa (que tiene sus propias dificultades), el
argumento que aquí se sostiene es que la participación misma debe ser pensada de un modo sensible al contexto. En
algunas circunstancias la participación no es más que un coste que ha de ser minimizado, sujeto a que se logre o se
prevenga un cierto resultado. En algunas situaciones, puede ser razonable diseñar las instituciones de modo que se
maximice la participación, por ejemplo, los jurados. Las relaciones paterno-filiales son también relaciones no
contractualistas (ya que el niño no ha pedido nacer, ni ha elegido a sus padres) que no se prestan a ser regidas por la
regla de la mayoría, al menos no para muchas cuestiones. En estas relaciones se necesita más flexibilidad a la hora de
delinear el ámbito apropiado para la participación de las distintas partes, porque estas relaciones incluyen la total
dependencia de los niños pequeños respecto de sus padres. Para ser adecuadas, las reglas de decisión que regulen las
relaciones domésticas deben ser capaces de responder a esta compleja realidad.
Hay situaciones en las que ninguna regla de decisión local podrá funcionar eficazmente desde el punto de vista del
autogobierno democrático, siendo el caso más obvio cuando los obstáculos para salir son insuperables para algunos y
fácilmente salvables, para otros.
Las reglas de decisión apropiadas para los distintos aspectos de la vida varían en función de la actividad en cuestión y de
los objetivos en torno a los cuales se organiza. Pero decir esto es también plantear otro problema, ya que estas
actividades y objetivos nunca están establecidos y hay normalmente discrepancias respecto a ellos. ¿Cómo podemos
decir que la naturaleza de la actividad en cuestión hace que una regla de decisión sea más adecuada que otra,
habiendo admitido que esos objetivos y actividades están inevitablemente en conflicto? Los liberales dirían que todas
las relaciones sociales deberían diseñarse de nuevo, para aproximarnos lo más posible al ideal contractualista pero, el
carácter subordinado del compromiso democrático en el argumento a favor de la justicia democrática excluye una
pretensión semejante. Shapiro recomienda un enfoque más pragmático que es antivanguardista tanto en método como
en sustancia, porque no debemos ni aceptar las cosas tal y como han evolucionado, ni tampoco aspirar a diseñarlas de
nuevo, tabula rasa. Nuestro objetivo ha de ser tomar las relaciones sociales tal y como las encontramos, y descubrir
formas de democratizarlas a medida que las reproducimos. El reto creativo consiste en idear métodos de gobierno que
condicionen democráticamente las formas existentes de hacer las cosas, y que abran vías para su reevaluación.
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Aunque no hay una única regla de decisión que sea la mejor para regir los diversos ámbitos de la sociedad civil, sí surge
de lo dicho hasta aquí una limitación general a la hora de pensar sobre las reglas de decisión: debe presumirse que
cualquiera que se vea afectado por el funcionamiento de un particular ámbito de la sociedad civil tiene algo que decir
respecto a su gobierno. Esto surge de la idea democrática básica de que la gente sabe gobernarse a sí misma.
También las propuestas que menoscaban la inclusión universal son sospechosas. En el caso límite de que alguien se
venda como esclavo, su consentimiento debe considerarse nulo desde el inicio. Evaluar las políticas y las prácticas que
limitan el carácter y la extensión de la participación de los gobernados en las decisiones que les afectan es algo mucho
más difícil (y controvertido), desde la perspectiva de la justicia democrática. Por ejemplo, en EEUU las empresas
sanitarias y compañías de seguros médicos gastaron en 1 año, más de 50 millones de dólares en ejercer presiones para
derribar el proyecto de reforma de la sanidad de Clinton.
La idea de autogobierno colectivo que aquí se defiende es de base causal: el derecho a participar proviene de que se
tenga un interés que pueda verse afectado por la acción colectiva particular en cuestión. En este sentido, el argumento
de la justicia democrática difiere de las perspectivas liberal y comunitarista, pues ambas consideran la pertenencia a
la comunidad relevante como un «triunfo» (los liberales asumen esto implícitamente, los comunitaristas lo argumentan
expresamente). Una vez destronada la forma de pensar contractualista, es difícil encontrar algún principio que sirva de
base para considerar que la pertenencia al grupo en cuestión tiene carácter primario.
Se objetará que hay serias dificultades para determinar quién debe considerarse afectado por una decisión particular y
quién ha de decidir qué pretensiones de estar entre los afectados deben ser aceptadas. Aunque determinar quién sea el
afectado por una decisión suscita controversias, esto apenas sirve para distinguir los argumentos causalmente basados
de los argumentos sobre la justicia social basados en la pertenencia a un grupo. Quién ha de decidir, y con qué
autoridad, qué persona deba considerarse miembro, es una cuestión tan conceptual e ideológica como la de quién debe
decidir, y con qué autoridad, qué persona resulta causalmente afectada por una determinada decisión colectiva. Estas
dificultades no deben ser decisivas contra la perspectiva basada en la causalidad.
Además, hay una considerable experiencia en otras áreas de la vida social que han desarrollado mecanismos
institucionales para evaluar y manejar reclamaciones en conflicto de estar causalmente afectado por acciones. Puede
que sean mecanismos imperfectos, pero deberían ser valorados por referencia a otros mecanismos imperfectos de torna
de decisiones colectivas que hoy prevalecen en el mundo real.
Institucionalizar la oposición
Barrington Moore sostiene que el criterio para definir la democracia es «la existencia de una oposición legítima y, hasta
cierto punto, efectiva». Es cierto que las instituciones que promueven una «leal» oposición son esenciales para la vida
democrática porque las instituciones de oposición cumplen la función de proporcionar espacios para que potenciales
liderazgos alternativos puedan organizarse, haciendo posible los cambios de poder periódicos que son necesarios
(aunque insuficientes) para el gobierno democrático y porque las instituciones de oposición ayudan a legitimar la
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democracia, al atraer el disenso social hacia fuerzas antigubernamentales dentro del régimen, en vez de dirigirlo contra
los fundamentos del régimen.
Así, la rabia y el descontento pueden encauzarse contra quienes detentan el poder, sin poner en peligro la legitimidad
del orden democrático. Además, las instituciones de oposición sirven al interés público porque aseguran que haya
grupos e individuos motivados para hacer preguntas molestas, echar luz sobre oscuros rincones, y denunciar los abusos
de poder. Pero hay una razón más básica por la cual la posibilidad de una oposición efectiva es un requisito esencial
de la justicia democrática: siempre debe haber mecanismos mediante los cuales pueda articularse la oposición. Los
procedimientos para expresar la oposición deben considerarse valiosos independientemente de los mecanismos de
decisión colectiva que prevalezcan; debemos buscar la reglas de gobierno democrático más apropiadas para cada
circunstancia. No obstante, la gente debe seguir teniendo libertad de oponerse a lo que se decida e intentar cambiarlo.
Parte del desafío de la justicia democrática es institucionalizar mecanismos para detener a los grupos dominantes , y las
garantías procedimentales de la libertad de oposición no aseguran este objetivo. Aunque las libertades son esenciales
para asegurar un espacio a la oposición y para fomentarla, no son suficiente. Por ejemplo, el lobby contra la sanidad
pública en EEUU; donde las libertades pueden en realidad debilitar la posibilidad de desafiar el statu quo. Las
desigualdades en el control de los recursos necesarios para hacer de las libertades una oposición eficaz pueden suponer
que los grupos estratégicamente fuertes, sean capaces de bloquear todo intento de alterarlos. Aunque las libertades son
valiosas por su propensión a permitir e incluso fomentar la oposición, no son la panacea.
Un sistema verdaderamente democrático de «justicia cualitativa» necesita previamente un sistema de «legislación
justa», ya que no se puede confiar en que el mero derecho de sufragio igualitario produzca resultados justos.
Quienes detentan el poder, incluso -y quizás especialmente cuando lo han obtenido legítimamente, se convencen muy
fácilmente de que su autoridad debe expandirse en el tiempo y en el espacio; de que los críticos son ignorantes o
irresponsables; y de que los subordinados carecen de la capacidad necesaria para ascender desde los roles inferiores.
La seducción que ejerce el poder puede hacer que quienes lo detentan en un marco de jerarquías se desvíen de sus fines
legítimos, reduciendo la, jerarquías a su mera dimensión de poder. El comparativamente limitado espacio para la
oposición hace difícil bloquear o controlar su degeneración en sistemas de dominación.
La justicia democrática sugiere desconfianza hacia las jerarquías predominantes, y nos invita a buscar mecanismos
institucionales y otros instrumentos estructuradores para limitarlas y para mitigar sus efectos innecesarios y corrosivos.
Estos instrumentos pueden verse como medios que contribuyen a la evolución de los marcos de restricciones
democráticas dentro de los cuales la gente debe ser libre para negociar y renegociar los términos de su cooperación y de
su conflicto.
La justicia democrática debe encontrar fórmulas para poner a prueba las jerarquías: primero, ver hasta qué punto son
inevitables. Si una relación no es inevitablemente jerárquica (a diferencia de las de padre-hijo, que sí lo son) ¿por qué ha
de ser jerárquica? Si una relación inevitablemente jerárquica es innecesaria, entonces se vuelve sospechosa desde la
perspectiva de la justicia democrática. Segundo, las relaciones jerárquicas existentes ¿son adecuadamente jerárquicas?
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Por ejemplo, las relaciones paterno-filiales puede que sean más jerárquicas de lo que necesitan serlo. Así pues, ante
relaciones jerárquicas alterables siempre debemos preguntamos: ¿en interés de quién se mantienen? Quienes quieren
sostener una jerarquía específica, o mantenerla por más tiempo del necesario, deben demostrar que ésta opera en
interés de quienes están sujetos a la jerarquía relevante.
La justicia democrática también nos insta a atender al grado en el que las jerarquías están fosilizadas o son fluidas.
Debemos distinguir entre las jerarquías que se autodestruyen (niños que se hacen adultos o estudiantes que se
gradúan), y las jerarquías que no se autodestruyen, como el sistema de castas o las jerarquías hereditarias de riqueza y
poder. También debemos distinguir entre los ordenes jerárquicos en los que, en principio, cualquiera puede ascender
hasta la cima, y aquéllos en los que eso no es posible (ninguna mujer puede aspirar a ser Papa). En términos generales,
deberíamos preferir las jerarquías fluidas a las fosilizadas. Las jerarquías fluidas no pueden crear clases
permanentemente subordinadas, mientras que las fosilizadas sí.
Las jerarquías asimétricas también son cuestionables, mientras que las simétricas no lo son necesariamente (los
matrimonios poligámicos son asimétricos y, por tanto, sospechosos desde el punto de vista de la justicia democrática).
Estrechamente ligadas a las cuestiones de la fluidez y de la simetría de las jerarquías, se presentan cuestiones acerca del
grado en el que éstas se imponen. ¿Las personas sometidas a las jerarquías eligieron ellas mismas estar así sometidas?;
¿cuáles eran sus otras opciones factibles en ese momento?; aunque lo eligieran, ¿qué grado de libertad existe hoy para
salir de ellas? En términos generales, las jerarquías no impuestas son más aceptables que las impuestas, y entre éstas,
las jerarquías menos impuestas son más aceptables que las más impuestas.
Finalmente, el argumento general a favor de la justicia democrática nos lleva a preguntarnos acerca de la insularidad
relativa de las jerarquías. ¿Hasta qué punto las jerarquías conciernen a grupos autosuficientes de personas que se
ocupan de sus propios asuntos y que sólo quieren que las personas ajenas al grupo les dejen en paz? Las sectas o los
Amish, por ejemplo, no hacen proselitismo, ni buscan modificar el mundo fuera de sus comunidades (como hacen los
fundamentalistas religiosos). Aunque puedan ser jerárquicos y antidemocráticos, tienen poca influencia en el mundo
exterior. En cambio, una iglesia jerárquica consolidada, sí. Los grupos relativamente aislados pueden ser objetables
desde otros de los aspectos de la justicia democrática porque no tienen fuerza.
Una objeción al carácter internamente complejo de la justicia democrática consiste en señalar que ésta es
innecesariamente compleja. Shapiro propone, en concreto, la siguiente regla: cuanto más democráticamente se
comporten en la victoria quienes ganan batallas sobre decisiones colectivas, mayor es la obligación de los vencidos de
garantizar que su oposición sea leal y no desleal, y viceversa. Seguir procesos de consulta incluyente, escuchar de
verdad, plantearse de buena fe cómo mitigar los efectos externos de las decisiones, y estar dispuestos a considerar
soluciones alternativas, son fórmulas que contribuyen a edificar la legitimidad de la toma democrática de decisiones. Al
vincular la obligación de los perdedores de practicar una oposición leal con el grado en que se comporten
democráticamente quienes están en el poder, se recuerda a los protagonistas de ambos bandos la imperfección de las
reglas que les han llevado tanto a la victoria como a la derrota.
Esta paradoja es ineludible para los demócratas participativos, pero el argumento de la justicia democrática sugiere
algunas vías para tratarla. Para Shapiro, la participación no es valiosa en sí misma, sino que tiene valor únicamente si se
persigue conjuntamente con los bienes que ella misma condiciona. El autogobierno colectivo es importante en todos los
ámbitos de la sociedad civil, pero nunca es lo más importante; por lo tanto, los defensores de la justicia democrática
deben estar siempre dispuestos a ahorrar tiempo y a utilizar otros mecanismos innovadores para conservar los recursos
participativos. Por ejemplo, el uso de los llamados grupos deliberativos: grupos aleatoriamente seleccionados a los que
se les paga para que debatan sobre asuntos públicos La experiencia con estos grupos deliberativos sugiere que pueden
proporcionar mecanismos útiles tanto para ejercer el control democrático como para resolver la dificultad de que «el
conocimiento -la competencia y el control cognitivos- se convierte cada vez más en el problema, a medida que la política
se vuelve cada vez más complicada».
Desde la perspectiva de la justicia democrática, las posibilidades que ofrecen estos grupos deliberativos merecen ser
exploradas, ya que combinan el control ciudadano con la posibilidad de tomar decisiones sofisticadas en un mundo
complejo, y lo hacen de un modo que toma en consideración la economía del tiempo.
Las dicotomías medios/fines son sospechosas también por la razón normativa de que vulneran el espíritu de la justicia
democrática. Los medios democráticos tienen un valor meramente instrumental. Hay un valor en hacer las cosas
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democráticamente, y hay un valor en esforzarse por saber cómo hacer las cosas democráticamente y aún así lograr
también nuestros otros objetivos. Dewey plasmó, hace más de medio siglo, la regla de oro para alcanzar la justicia
democrática: «Nuestra primera defensa es darnos cuenta de que sólo se puede servir a la democracia a través de la
lenta adopción, día a día, y la difusión contagiosa en cada fase de nuestra vida común, de métodos que son idénticos a
los fines a alcanzar».
El rechazo, basado en principios, a imponer soluciones desde arriba puede provocar como respuesta el argumento de
que, a menos que se haga así, dichas soluciones jamás serán implementadas. Y hay tres clases importantes de
excepciones a la presunción inicial en contra del vanguardismo:
1) La primera se refiere a la provisión de bienes públicos. Cuando la provisión de bienes públicos está en juego y hay
capacidades diferentes para salirse, probablemente ninguna regla de decisión local será efectiva para disminuir la
injusticia. Esto equivale a reconocer que las políticas efectivas tendrán que ser impuestas desde arriba. Desde la
perspectiva de la justicia democrática, la cuestión crucial es si los reformadores realmente «saben qué es lo bueno» y de
hecho lo persiguen.
En los casos en que no hay duda de que lo que se está suministrando es un bien público, las acciones decisivas desde
arriba no son un problema para nuestras intuiciones morales democráticas. Por ejemplo, durante las negociaciones
constitucionales en Sudáfrica que desembocaron en las elecciones de Abril de 1994, quedó claro que las negociaciones
en una mesa redonda multipartidista, por más que sonaran deseables, no iban a conducir a un acuerdo sobre una
constitución democrática. Había muchos grupos con demasiados incentivos para perseguir sus agendas privadas a costa
del bien público. En consecuencia, resultó evidente que, si se quería instaurar un orden democrático, éste debía forjarse
a partir de un pacto entre las élites, que luego se impondría a la sociedad. Esto es lo que efectivamente sucedió.
Desde la perspectiva de la justicia democrática, la medida en que las políticas pueden ser impuestas legítimamente
desde arriba varía según el grado en que se suministran bienes públicos genuinos. Del argumento de la justicia
democrática cabe esperar que nos aconseje qué hacer cuando se da un cierto modelo de hechos, pero no podemos
esperar que nos diga si realmente se da o no dicho modelo de hechos . Sin embargo, el argumento general sí nos
aconseja que sospechemos de las afirmaciones de que se están suministrando bienes públicos, y que las sometamos a lo
que los juristas llaman un «estricto escrutinio».
2) La segunda clase de excepciones a la presunción general en contra del vanguardismo surge cuando las jerarquías
ilegítimas han sido mantenidas por el Estado. Por ejemplo, en los países occidentales la situación desventajosa de la
mujer en la vida familiar fue sostenida por el common law y otras políticas estatales durante siglos. Desde los 90, como
producto del feminismo, la violación dentro del matrimonio se ha tipificado como delito. Habría sido imposible que se
produjeran estos cambios sin la implicación activa de los Estados, ya que eran las políticas estatales las que se
encontraban en la raíz de esta injusticia.
En tales circunstancias será necesario, y justificable desde la perspectiva de la justicia democrática, que el Estado se
comprometa a fondo en el desmantelamiento del sistema injusto que él mismo ha creado. La tesis general aquí es que
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cuanto más haya suscrito el Estado las prácticas antidemocráticas, más fuertes son las razones para la implicación de las
instituciones estatales en remediar ese statu quo injusto.
3) La tercera clase de excepciones surge cuando la dominación en un determinado ámbito no es un producto directo de
la acción estatal, pero no obstante está sostenida por fuerzas externas a ese ámbito y que sólo pueden ser desplazadas
mediante la acción estatal. Una acción estatal que cruce las fronteras entre los distintos ámbitos puede estar justificada
cuando sea necesaria para alcanzar la justicia democrática dentro de un ámbito determinado.
RESUMEN: La intervención externa puede justificarse por tres clases principales de razones: 1) cuando la provisión de un
bien público está en juego, la imposición de soluciones puede ser justificable, siempre que se atenga a las advertencias
que he mencionado. A este tipo justificación podemos llamarlo «justificación del fracaso del mercado». 2) el Estado
puede tener a menudo una obligación positiva de ayudar a promover la democracia derivado de su culpabilidad histórica
al haber creado y apuntalado la injusticia. 3), cuando las fuentes externas de dominación en cierto ámbito sólo puedan
ser eliminadas mediante la acción estatal, está puede justificarse invocando el argumento de la legitimidad causal.
Estos autores articulan una respuesta institucional adecuada para la exigencia de que, más que imponer la democracia a
las actividades colectivas, el objetivo debe ser intentar estructurar las cosas de manera que la gente encuentre vías para
democratizarlas por sí misma. El enfoque de Ginsburg y Burt es atractivo porque es reactivo pero directo; ejemplifica el
pragmatismo creativo que motiva a la justicia democrática. Implica aceptar que existe una importante -aunque
circunscrita función para los tribunales en una democracia, pero deja fuera las inmanejables exigencias administrativas
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sobre los tribunales que acompañan a concepciones más activistas de la función judicial. Desde esta perspectiva, un
tribunal podría sostener razonablemente que una determinada política debe ser rechazada, sin establecer (quizá incluso
sin haber decidido) qué política sería admisible.
CONCLUSIONES
El objetivo de este ensayo ha sido hacer plausible la defensa de una concepción democrática de la justicia social.
Shapiro hace esto partiendo del punto de vista popular, en el cual las consideraciones de democracia y de justicia están
íntimamente ligadas, y no del punto de vista académico. Su concepción está basada en los compromisos recíprocos de
gobierno y de oposición en la teoría democrática, sugiriendo que siempre debe haber oportunidades para que los
afectados por la operación de una práctica colectiva puedan tanto participar en su gobierno como oponerse a sus
resultados cuando lo consideren oportuno. Cabe esperar que estas dos exigencias tengan implicaciones diferentes en
diferentes culturas y que, dentro de la misma cultura, evolucionen con el tiempo y se cumplan de modo diferente en
ámbitos diferentes. Es mejor considerarlas como restricciones condicionantes, más que como un plan completo
preconcebido para realizar la justicia social.
Esta concepción contiene tensiones internas, que son inherentes a toda reflexión relativa a la justicia de los órdenes
sociales, y ofrece algunas indicaciones sobre cómo hacer frente a estas tensiones de una manera consistente con el
espíritu del argumento general. Intenta esbozar las líneas principales de la visión del Estado que se sigue de esa
concepción, y desarrollar algunas de sus implicaciones en relación con la provisión de bienes públicos y, en general, con
la función apropiada del Estado en la promoción de la justicia democrática. Delinea los principios básicos que deben
guiar la acción del Estado y el lugar que ha de ocupar la revisión judicial en el argumento de la justicia democrática.
En 1918, Dewey señaló que toda filosofía animada por el reto de alcanzar la democracia «ha de entender la libertad
como un universo en el que hay verdadera incertidumbre y contingencia; un mundo que no existe, ni existirá, del todo;
un mundo que, en algunos aspectos, es incompleto y está haciéndose, y que en dichos aspectos puede hacerse de una
forma o de otra según cómo los hombres juzguen, valoren, amen y trabajen. Para esta filosofía cualquier noción de una
realidad perfecta o completa, acabada, que exista siempre igual cualesquiera que sean las vicisitudes del tiempo, será
aborrecible». La justicia democrática está concebida en un espíritu contingente y pragmático similar. Igual que no hay
modelos o planes que seguir, tampoco hay destinos finales. Las prácticas sociales evolucionan, como las técnicas de
gobierno y de oposición, presentando a menudo nuevas injusticias y posibilidades novedosas de tratarlas. El reto
consiste en afrontar las injusticias y en aprovechar las posibilidades de un modo satisfactorio y basado en principios. La
justicia democrática pretende ayudar en ese empeño.
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