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Pedagogia Comprometida

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Pedagogía comprometida

Hooks, B., & Malo, M. (2021). Enseñar a transgredir. Capitán


Swing Libros. (Cap. 1)
Educar como práctica de libertad es una manera de educar que cualquiera puede aprender.
Este proceso de aprendizaje resulta más sencillo para aquellos enseñantes que también creemos
que hay un aspecto de nuestra vocación que es sagrado; que creemos que nuestro trabajo no es solo
compartir información, sino participar en el crecimiento intelectual y espiritual de nuestros y
nuestras estudiantes. Enseñar de una manera que respeta y cuida las almas de nuestro estudiantado
es esencial si queremos crear las condiciones necesarias para que el aprendizaje pueda ponerse en
marcha en sus dimensiones más hondas e íntimas.

A lo largo de mis años como estudiante y profesora, las y los profesores que más me han
inspirado han sido aquellos que han tenido el coraje de transgredir esas fronteras que confinan a
cada alumno, a cada alumna, en una forma de aprendizaje memorística y en serie. Estos profesores
se acercan a los estudiantes con la voluntad y el deseo de responder a nuestra singularidad, aunque
la situación no permita el pleno surgimiento de una relación basada en el reconocimiento mutuo. No
obstante, la posibilidad de este reconocimiento siempre está presente.

Paulo Freire y el monje budista vietnamita Thich Nhat Hanh son dos de los «maestros» que
me han conmovido profundamente con su trabajo. Cuando empecé la universidad, el pensamiento
de Freire me dio el apoyo que necesitaba para desafiar el «sistema bancario» 37 de la educación, ese
planteamiento de la enseñanza enraizado en la idea de que lo único que tienen que hacer las y los
estudiantes es consumir información suministrada por un profesor y ser capaces de memorizarla y
almacenarla. Al principio, la insistencia de Freire en que la educación podía ser una práctica de
libertad fue lo que me animó a crear estrategias para lo que él llamaba «concienciación» en el aula.
Traduciendo este término como conciencia crítica y compromiso, entraba en las aulas con la
convicción de que era decisivo que tanto yo como todos y cada uno de los estudiantes fuéramos
participantes activos, no consumidores pasivos. La educación como práctica de libertad se veía una y
otra vez socavada por profesores con una actitud activamente hostil contra la noción de
participación estudiantil. La obra de Freire afirmaba que la educación solo podía ser liberadora
cuando todo el mundo reclamaba el saber como un campo en el que trabajamos todos y todas. Esta
idea de trabajo recíproco también aparece en la filosofía de Thich Nhat Hanh de budismo
comprometido, la concentración en la práctica en conjunción con la contemplación. Su filosofía
recuerda el énfasis que pone Freire en la «praxis»: acción y reflexión sobre el mundo para cambiarlo.

En su obra, Thich Nhat Hanh siempre habla del profesor como sanador. Al igual que Freire,
tiene un enfoque del saber en el que se pide a las y los estudiantes que sean participantes activos,
que conecten la conciencia con la práctica. Mientras que Freire se ocupa principalmente de la
cabeza, Thich Nhat Hanh ofrece una manera de pensar la pedagogía que hace hincapié en la
totalidad, una unión de mente, cuerpo y espíritu. La importancia que otorga al enfoque holístico del
aprendizaje y de la práctica espiritual me permitió superar años de socialización en los que me
habían enseñado a creer que el aula se menoscababa si estudiantes y profesores se consideraban
mutuamente seres humanos «integrales» que no solo buscaban el conocimiento de los libros, sino
también conocimiento sobre cómo vivir en el mundo.

Durante mis veinte años como docente, he sido testigo de la grave sensación de mal-estar
que se genera entre el profesorado (con independencia de su filiación política) cuando las y los
estudiantes quieren que los veamos como seres humanos integrales, con vidas y experiencias
complejas, en lugar de como meros rastreadores de trozos compartimentados de conocimiento.
Cuando estudiaba el grado, los Estudios de las Mujeres estaban apenas encontrando su lugar en el
mundo académico. Aquellas aulas eran las únicas donde las profesoras estaban dispuestas a
reconocer una conexión entre las ideas aprendidas en el ámbito universitario y aquellas aprendidas
en las prácticas de vida. Y, a pesar de aquellas ocasiones en las que las estudiantes hacían un mal uso
de la libertad en el aula y se extendían hablando de su experiencia personal, las aulas feministas
eran, en su conjunto, un lugar donde las profesoras se esmeraban en crear espacios participativos
donde compartir conocimiento. En la actualidad, las profesoras de Estudios de las Mujeres no están
en su mayoría tan comprometidas con la exploración de nuevas estrategias pedagógicas. A pesar de
este cambio, muchas estudiantes siguen buscando entrar en aulas feministas, porque todavía creen
que allí, más que en ningún otro lugar en el mundo universitario, tendrán la oportunidad de vivir la
educación como práctica de libertad.

La educación holística, progresista, la «pedagogía comprometida», es más exigente que la


pedagogía crítica o feminista convencionales. Porque, a diferencia de estas dos prácticas docentes,
hace hincapié en el bienestar. Esto significa que las y los profesores deben comprometerse
activamente con un proceso de autorrealización que promueva su propio bienestar para poder
enseñar de una manera que infunda poderío a las y los estudiantes. Thich Nhat Hanh recalca: «La
práctica del sanador, el terapeuta, el maestro o cualquier profesional de la ayuda debería ir dirigida
en primera instancia a sí mismo, porque si quien ayuda es infeliz, no puede ayudar a muchas
personas». En Estados Unidos, es muy poco habitual que alguien hable de los profesores en
contextos universitarios como sanadores. Y es aún menos habitual oír a alguien sugerir que los
maestros tienen la responsabilidad de ser individuos autorrealizados.

Mientras iba descubriendo, durante los años previos a la universidad, la obra de


intelectuales y académicos de la ficción y la no ficción, principalmente del siglo XIX, estaba
convencida de que la tarea para quienes eligiéramos la vocación docente sería buscar la
autorrealización en términos holísticos. Lo que rompió esta imagen fue la experiencia real en la
universidad. Mi paso por ella me hizo sentir que había sido terriblemente ingenua sobre «la
profesión». Descubrí que, lejos de un espacio de autorrealización, la universidad se consideraba más
bien un refugio para aquellos con inteligencia para el saber libresco, pero por lo demás
incapacitados para la interacción social. Por fortuna, durante mis años de grado, empecé a
establecer una distinción entre la práctica de ser una intelectualprofesora y mi papel como miembro
del cuerpo académico.

Resultaba difícil seguir fiel a la idea de la intelectual como una persona que busca ser íntegra
y tener sólidas raíces, cuando estabas en un contexto en el que apenas se hacía hincapié en el
bienestar espiritual, en el cuidado del alma. De hecho, la deshumanización del profesor dentro de las
estructuras educativas burguesas parecía denigrar ideas de integridad y ratificar una 40 escisión
mente-cuerpo que promueve y respalda la compartimentación.

Este respaldo refuerza la separación dualista entre público y privado, propiciando que ni
profesores ni estudiantes vean la conexión entre las prácticas de vida, las formas de ser y el rol de las
y los profesores. La idea de la búsqueda intelectual de una unión de mente, cuerpo y espíritu había
dado paso a nociones que asociaban la inteligencia a una inestabilidad emocional inherente, donde
lo mejor de uno mismo aparecía en el propio trabajo académico. Esto suponía que nosotros, los
académicos, ya podíamos ser drogadictos, alcohólicos, maltratadores o abusadores sexuales, el
único aspecto importante de nuestra identidad venía determinado por lo bien que funcionasen
nuestras cabezas, por nuestra capacidad para hacer nuestro trabajo en el aula. Supuestamente,
nuestro ser se vaciaba en el momento en que cruzábamos el umbral, dejando solo una mente
objetiva, libre de experiencias y prejuicios. Había miedo a que las condiciones de nuestro ser
interfirieran en el proceso de enseñanza. Parte del lujo y del privilegio del papel del profesor-
catedrático hoy es la ausencia de ningún requisito de autorrealización. No es de extrañar que
aquellos profesores menos interesados en el bienestar interno sean los que más amenazados se
sienten por la demanda por parte del estudiantado de una educación liberadora, de procesos
pedagógicos que los ayuden en su propia lucha por la autorrealización.
No cabe duda de que fue ingenuo por mi parte imaginar durante mi educación secundaria
que encontraría orientación espiritual e intelectual en el ámbito universitario de escritores,
pensadores e investigadores. Encontrarla habría supuesto tropezar con un raro tesoro. Aprendí,
junto a otros y otras estudiantes, a considerarme afortunada si daba con un profesor interesante
que hablara con capacidad de persuasión. La mayoría de mis profesores no tenían ni el más mínimo
interés en iluminarnos. Parecían ante todo embelesados por el ejercicio del poder y de la autoridad
dentro de su minirreino, el aula.

Esto no significa que no fueran dictadores benevolentes y convincentes, pero, en honor a


mis recuerdos, debo decir que era raro (absoluta y asombrosamente raro) dar con profesores que
tuvieran un compromiso profundo con prácticas pedagógicas progresistas. Aquello me consternaba;
la mayoría de mis profesores no eran individuos cuyos estilos de enseñanza quisiera emular.

Mi compromiso con el aprendizaje hizo que siguiera asistiendo a clase. No obstante, a pesar
de ello, como no me conformaba (no era una estudiante ni pasiva ni sumisa), algunos profesores me
trataban con desdén. Poco a poco me estaba distanciando de la educación. Encontrar a Freire en
medio de este distanciamiento fue decisivo para mi supervivencia como estudiante. Su obra ofrecía
tanto una manera de entender las limitaciones del tipo de educación que estaba recibiendo como de
descubrir estrategias alternativas de aprendizaje y enseñanza. Me resultó particularmente
decepcionante dar con profesores blancos que afirmaban seguir el modelo de Freire cuando sus
prácticas pedagógicas estaban atrapadas en las estructuras de dominación, reproduciendo los estilos
de profesores conservadores aun cuando abordaran los temas desde un punto de vista más
progresista.

La primera vez que vi a Paulo Freire estaba ansiosa por comprobar si su estilo docente
encarnaba las prácticas pedagógicas que describía con tanta elocuencia en sus obras. Durante el
poco tiempo que estudié con él, me sentí profundamente conmovida por su presencia, por la
manera en que su forma de enseñar ejemplificaba su teoría pedagógica. (No todos los estudiantes
interesados en Freire han tenido una experiencia parecida). Mi experiencia con él restauró mi fe en
la educación liberadora. Nunca había querido abandonar la convicción de que se podía enseñar sin
reforzar los sistemas existentes de dominación. Necesitaba saber que los profesores no tenían por
qué ser dictadores en el aula.

Al tiempo que quería dedicarme profesionalmente a la docencia, creía que el éxito personal
estaba íntimamente relacionado con la autorrealización. Mi pasión por este objetivo me llevó a
cuestionar una y otra vez la escisión mente-cuerpo que con tanta frecuencia se daba por sentada. La
mayoría de los profesores solían oponerse abiertamente e incluso desdeñar cualquier forma de
enseñanza nacida de una posición filosófica que hiciera hincapié en la unión de mente, cuerpo y
espíritu en lugar de recalcar la separación de estos elementos. Al igual que muchos de los
estudiantes a los que ahora enseño, tuve que escuchar de muchos profesores universitarios
influyentes que me había equivocado si esperaba encontrar esta perspectiva en el ámbito
académico. Durante mis años de estudiante sentí una profunda angustia interna. El recuerdo de
aquel dolor vuelve cuando oigo a las y los estudiantes manifestar la preocupación de que no van a
lograr desarrollar su profesión académica si quieren estar bien, si rehúyen el comportamiento
disfuncional o la participación en jerarquías coercitivas. Estos estudiantes temen a menudo, como yo
lo temí en su momento, que no haya espacios en el ámbito universitario donde pueda afirmarse la
voluntad de autorrealización.

Este miedo está presente porque muchos profesores tienen reacciones intensamente
hostiles ante la visión de la educación liberadora que conecta el deseo de conocer con el deseo de
devenir. En los círculos de profesores, a menudo hay personas que se quejan con amargura de que
los estudiantes quieren que las clases sean «grupos de encuentro». Aunque resulta del todo
excesivo que los estudiantes esperen que las clases sean sesiones de terapia, sí que es adecuado que
tengan la expectativa de que el conocimiento que reciben en estos ámbitos los enriquezca y haga
crecer.

En la actualidad, las y los estudiantes que me encuentro parecen tener muchas más
incertidumbres sobre el proyecto de autorrealización que las que mis compañeros y yo teníamos
hace veinte años. Tienen la sensación de que no hay directrices éticas claras que configuren las
formas de actuar. No obstante, aunque se desesperan, insisten en que la educación debería ser
liberadora. Quieren y exigen de las y los profesores más de lo que mi generación quería y exigía. En
ocasiones, entro en clases repletas de estudiantes que se sienten terriblemente dañados desde el
punto de vista psíquico (muchos de ellos van a terapia), pero no creo que quieran que yo les haga
terapia. Lo que quieren es una educación sanadora para el desinformado e ignorante espíritu.
Quieren conocimiento que sea significativo. Esperan, con todo el derecho del mundo, que mis
compañeros y yo no les ofrezcamos información sin abordar la conexión entre lo que están
aprendiendo y sus experiencias de vida en general.

Esta exigencia por parte de las y los estudiantes no significa que vayan a aceptar siempre
nuestras orientaciones. Esta es una de las alegrías de la educación como práctica de libertad, porque
permite que el estudiantado asuma la responsabilidad de sus decisiones. En un texto sobre nuestra
relación profesora-estudiante para The Village Voice, «How to Run the Yard. Off-Line and into the
Margins at Yale» (Cómo manejar el cotarro. Fuera de línea y en los márgenes en Yale), uno de mis
estudiantes, Gary Dauphin, comparte las alegrías de trabajar conmigo, pero también las tensiones
que surgieron entre nosotros cuando él empezó a dedicar su tiempo a iniciarse en una hermandad
en lugar de cultivar la escritura.

La gente cree que con profesores como Gloria [mi nombre de pila] todo gira en torno
a las diferencias; pero lo que aprendí de ella tenía que ver en su mayor parte con las
semejanzas, con lo que yo tenía en común como hombre negro con las personas de color,
con las mujeres, los gais, las lesbianas, los pobres y cualquier otra persona que quisiera
sumarse. Parte de esto lo aprendí leyendo, pero la mayoría lo aprendí pasando el rato en los
márgenes de su vida. Viví durante un tiempo así, en un vaivén constante entre los clímax en
clase y los malos momentos fuera. Gloria era un refugio seguro […]. Iniciarse en una
hermandad es probablemente el lugar más alejado de lo que ella transmitía en clase al que
se puede llegar, el extremo opuesto a la cocina amarilla donde ella solía compartir el
almuerzo con estudiantes necesitados de varias formas de alimento.

Esto es lo que escribe Gary sobre la alegría. La tensión surgió cuando discutimos sobre sus
motivos para querer unirse a una hermandad y mi desdén por esa decisión. Gary comenta: «[Las
hermandades] representan una visión de la masculinidad negra que ella aborrece, donde la violencia
y el maltrato constituyen el código principal del vínculo y de la identidad». Describiendo su
afirmación de autonomía con respecto a mi influencia, apunta: «Pero ella debería conocer los límites
incluso de su influencia sobre mi vida, los límites de los libros y de los profesores».

Finalmente, Gary sintió que su decisión de unirse a una hermandad no era constructiva, que
le «había enseñado apertura», mientras que la hermandad incentivaba una lealtad unidimensional.
Nuestro intercambio durante y después de la experiencia fue un ejemplo de pedagogía
comprometida.

A través del pensamiento crítico (un proceso que aprendió leyendo teoría y analizando
activamente textos), Gary experimentó la educación como práctica de libertad. Sus comentarios
finales sobre mí dicen así: «Gloria solo mencionó el episodio en una ocasión una vez que hubo
concluido y lo hizo para decirme sencillamente que hay muchos tipos de decisiones, muchos tipos de
lógica. Podía dar a esos acontecimientos el sentido que quisiese, siempre y cuando fuera honesto».
He citado fragmentos extensos de su artículo porque es un testimonio que refrenda la pedagogía
comprometida. Demuestra que mi voz no es la única que hay para narrar lo que sucede en el aula.

La pedagogía comprometida necesariamente valora la expresión estudiantil. En su artículo


«Interrupting the Calls for Student Voice in Liberatory Education. A Feminist Poststructuralist
Perspective» (Interceptar el llamado a la voz estudiantil en la educación liberadora. Una perspectiva
feminista posestructuralista), Mimi Orner emplea un marco foucaultiano para sugerir:

Los mecanismos reguladores y punitivos y los usos de la confesión recuerdan las


prácticas curriculares y pedagógicas que instan al estudiantado a revelar públicamente, o
incluso confesar, información sobre su vida y de su cultura en presencia de figuras de
autoridad como el profesor.[14]

Cuando la educación es una práctica de libertad, las y los estudiantes no son los
únicos a los que se les pide compartir, confesar. La pedagogía comprometida no solo intenta
infundir poderío al estudiantado. Cualquier clase que utilice un modelo holístico de
aprendizaje será también un lugar donde el profesorado crezca y gane poderío en el
proceso. Este poderío no puede cultivarse si nos negamos a ser vulnerables a la par que
motivamos a nuestro estudiantado a arriesgarse. Las y los profesores que esperan que sus
estudiantes compartan historias íntimas pero no están dispuestos a hacer lo mismo están
ejerciendo el poder de un modo que podría ser coercitivo. En mis clases, no espero que las y
los estudiantes corran riesgos que yo misma no voy a correr, que compartan cosas que yo
misma no voy a compartir. Cuando los profesores aportamos a los debates de aula relatos de
nuestras propias experiencias, se elimina la posibilidad de que actuemos como inquisidores
silenciosos y omniscientes. De hecho, suele ser fructífero que el o la profesora dé el primer
paso, vinculando sus propias historias personales con los debates académicos para mostrar
cómo la experiencia puede iluminar y mejorar nuestra comprensión del material académico.
Pero la mayoría de los profesores deben practicar para mostrar su propia vulnerabilidad en
el aula, para estar plenamente presentes en mente, cuerpo y espíritu.

Las y los profesores que trabajan para transformar el currículo y que no refleje
prejuicios o refuerce sistemas de dominación son las más de las veces los mismos dispuestos
a correr el tipo de riesgos que la pedagogía comprometida requiere y hacer de sus prácticas
docentes un lugar de resistencia. En su artículo «On Race and Voice. Challenges for Liberal
Education in the 1990s» (Sobre la raza y la voz. Retos de la educación liberal en la década de
1990), Chandra Mohanty escribe: La resistencia está en el combate consciente de los
discursos y representaciones dominantes y normativos y en la creación activa de espacios
analíticos y culturales de oposición.

La resistencia aislada y al azar claramente no es tan eficaz como la que está


movilizada a través de prácticas politizadas sistemáticas de enseñanza y aprendizaje.
Descubrir y reclamar conocimiento subyugado es una manera de reivindicar historias
alternativas. Pero estos conocimientos tienen que entenderse y definirse
pedagógicamente, como cuestiones de estrategia y de práctica, así como de 47
investigación, a fin de transformar las instituciones educativas en términos radicales.
[15]

Las y los profesores que reciban con los brazos abiertos el desafío de la
autorrealización serán más capaces de crear prácticas pedagógicas que impliquen al
estudiantado, ofreciéndole modos de conocer que aumenten su capacidad de vivir con
plenitud y hondura.

[14] Mimi Orner, «Interrupting the Calls for Student Voice in Liberatory Education. A
Feminist Poststructuralist Perspective», en Carmen Luke y Jennifer Gore (eds.), Feminisms
and Critical Pedagogy, Nueva York: Routledge, 1992.

[15] Chandra Mohanty, «On Race and Voice: Challenges for Liberal Education in the
1990s», en Cultural Critique, 14, 1989-1990, p. 208.

Chandra Mohanty, «On Race and Voice: Challenges for Liberal Education in the
1990s», en Cultural Critique, 14, 1989-1990, p. 208.

Mimi Orner, «Interrupting the Calls for Student Voice in Liberatory Education. A
Feminist Poststructuralist Perspective», en Carmen Luke y Jennifer Gore (eds.), Feminisms
and Critical Pedagogy, Nueva York: Routledge, 1992. [15] [14

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