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Plan Lector - Sesión 3 - 3° El Sexto

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EL SEXTO

La luz del crepúsculo iluminaba los inmensos nichos. Porque la prisión del Sexto es
exactamente como la réplica de algún cuartel del viejo cementerio de Lima.
El japonés observó, anhelante, que los huecos de los antiguos wáteres estaban
desocupados; buscó con la vista a Puñalada, a Maraví, al "Colao" y a Pate'Cabra. No
estaban afuera, en el pasadizo.
La luz del día, un inusitado sol de invierno, era ya triste ahí abajo, en el primer piso, sobre la
humedad, los escupitajos, las manchas verdes de la coca masticada, y más aún junto a los
huecos de los excusados.
El japonés corrió hacia uno de los huecos, se bajó el trapo que le servía de pantalón y; sin
atreverse a quedar en cuclillas, agachado a medias, se puso a defecar. Los otros presos
comunes que lo vieron le dejaron hacer. Algunos miraron hacia las celdas casi con el mismo
terror que el japonés y se agruparon, como formando una cortina; otros se reían y volvían
la vista de los wáteres a las celdas. Pero no aparecieron Puñalada ni Maraví ni Pate'Cabra,
El japonés defecó en pocos segundos; dejó parte de sus excrementos sobre el piso; no podía
tener la puntería que los otros, a causa del miedo. Luego se amarró los pantalones, anudando
algunas de las muchas puntas de las roturas del trapo.

Lo vi casi feliz. Sonrió en la sombra, entre el vaho que empezaba a brotar de la humedad y
la porquería acumulada en las esquinas de los antiguos tabiques. Quienes observaron
las celdas, a la expectativa, con la esperanza de que Puñalada apareciera, aplaudieron.

El japonés se buscó los sobacos, hurgó con los dedos su cuerpo, y empezó, con su
costumbre habitual, a echar piojos al suelo. Se apagó el relámpago de dicha que animó su
rostro; empezó a caminar con la torpeza, como fingida, con que solía andar. Avanzó
sonriendo hacia quienes aplaudieron. Con esa sonrisa fija, humildísima, aplacaba a sus
camaradas de prisión; aun, a veces, a Puñalada.

En algo, en algo se parecía el rostro de este japonés, así opacado por la suciedad, al sol
inmenso que caía al mar cerca de la isla de San Lorenzo.
"¿Qué tienen de semejante, o estoy empezando a enloquecer?", me preguntaba.
En los inviernos de Lima el crepúsculo con sol es muy raro. Los inviernos son nublados y
fúnebres, y cuando, repentinamente se abre el cielo, al atardecer, algo queda de la triste
humedad en la luz del crepúsculo. El sol aparece inmenso sin fuerzas; se le puede
contemplar de frente, y quizá por eso su resplandor llega tan profundamente a los seres
anhelantes. Nosotros podíamos verlo desde lo alto del tercer piso del Sexto; lo veíamos
hundirse junto a las rocas de la isla que ennegrecía. Era un sol cuya triste sangre dominaba
a la luz, y despertaba sospechas irracionales; yo lo encontraba semejante al rostro del
japonés que se arrastraba sonriendo por los rincones de la prisión.

El rostro del japonés del Sexto, con su sonrisa inapagable, trascendía una tristeza que
parecía venir de los confines del mundo, cuando Puñalada, a Puntapiés, no le permitía
defecar. '
-¡Hirohito carajo; baila! -le gritaba el negro.
Lo empujaba. El japonés pretendía acomodarse sobre algún hueco de los exwáteres, y el
negro lo volvía a tumbar con el pie. No eran puntapiés verdaderos, porque con uno habría
sido suficiente para matar a ese desperdicio humano. Jugaba con él.

El japonés acababa por ensuciarse, echado como estaba, sobre sus harapos. El negro se
tapaba las narices, y reía a carcajadas, mientras sus "paqueteros" lo aplaudían. Luego el y
su grupo se iban a las celdas o continuaban conversando cerca de la reja.
-Este japonés. ¿Por qué no se ensuciará en cualquier otra parte? ¿A qué tiene que venir
donde lo ven? -me preguntó un preso político. · ·
-¿A qué? A defecar. ¿En dónde no lo verían? Además, cholo, es la disciplina que tienen estos
japoneses. Se morirá todo en él, sobrevivirá la disciplina. ¡Eso es! -dijo Prieto, un líder
aprista.
-No lo creo -dije yo-. Se defiende así, simplemente se defiende. Tiene que darle gusto a
Puñalada y a los otros. ·
-Hay más de una teoría para esto. Yo diría que es el Perú que da lugar a que suceda -dijo
Mok'ontullo, un empleado arequipeño, aprista, que no conocía Lima. Lo trajeron preso, de
noche, directamente al Sexto.
-¿El Perú? ¿Qué tiene qué ver? -replicó indignado el preso que había iniciado la
conversación.
-¡Estamos pues, en el Perú, cholito! -contestó Mok'ontullo- Puñalada y el General, ¿de
donde crees que han venido? ¿Del cielo? ¿Quién los ha engendrado?
-Tú dirías también, con ese criterio, que Dios los ha hecho.
-¡Dios! ¿Entonces quién? -alegó Prieto con vehemencia- ¿El diablo creador de todas las
cosas, del cielo y de la tierra? ¿Tú no te acuerdas que el obispo le entrega las llaves del
Tabernáculo, el Jueves Santo, a nuestro General Presidente? Y él nos manda aquí, a
hermanarnos con Puñalada y con Rosita, y con este japonés que para maldita su suerte
atravesó el Pacífico en busca del Perú ¡que era de oro hace 500 años!
- Y eso que éste no vio cuando Puñalada obligó al Pianista a tocar sobre el japonés.
-Sí, hermano. Tú tampoco lo viste -se dirigió a mí, Prieto-. Les contaré, conviene que lo sepan;
así comparan y justiprecian. Puñalada tumbó al japonés junto a los huecos de los wáteres;
y cuando vio que ya se hacía, llamó a gritos al Pianista. "¡Ven, mierda; ven, huerequeque!” le
gritó. Lo arrastró junto al japonés. "¡Toca sobre su cuerpo, carajo!" -le ordenó-. "¡Toca un
valse! 'Idolo'. Aunque sea la Cucaracha'. ¡Toca, huerequeque". Lo hizo arrodillar. Y el Pianista
tocó sobre las costillas del japonés, mientras el desgraciado se ensuciaba. El negro se tapó
las narices: "¡Toca hasta que acabe!", gritaba. El pobrecito siguió recorriendo las costillas
del japonés, moviendo la cabeza, llevando el compás, con entusiasmo, como has visto que
toca el filo de las barandas. Puñalada y sus socios se reían. Yo tengo en el hígado esas
risas, como al buitre de nuestro buen padre Prometeo. ¿No es cierto?
Prieto miró a Mok'ontullo.
-¡Hay que aguantar, hermano! -dijo éste-. A todos los buitres, hasta la hora exacta. En
Arequipa está más cerca.
Se persignó Mok'ontullo, y se fue hacia su celda, junto al segundo puente. Era alto, de pelo
muy castaño, casi dorado en la nuca. El vigor de su cuerpo, y sus ojos, transmitían esperanza,
aun cuando la emoción lo rendía y se persignaba. ·
Se fueron también los otros, y quedé solo en el ángulo donde el angosto corredor del piso
terminaba, casi sobre la gran reja y los huecos de los excusados, frente a la isla.
La luz del crepúsculo iluminaba la torre de la iglesia de María Auxiliadora. La isla flotaba entre
un vapor rojizo de nubes. La fetidez de los excusados y del botadero subía desde el patio.
La alta torre de María Auxiliadora, con su reloj, nos recordaba la ciudad. En la mañana, el
repique de sus campanas que el ruido de los cláxones ensordecía, y la propia cúpula gris
pero aguda que parecía tan próxima, casi al alcance de nuestras manos, nos transmitía el
ritmo de la ciudad, su pulso. Pero en las tardes, a la hora puñal, y más, cuando se abría un
crepúsculo con sol, esa torre nos laceraba.
La hora puñal era la última del día, la del encierro. A las siete en punto venían las guardias a
meternos en las celdas. Mirábamos, muchos, hacia la ciudad a esa hora, especialmente los
que no habíamos podido acostumbrarnos a la rutina de la prisión y vivíamos cada día como
si fuera el primero del secuestro.
“¡Si estuviera allí siquiera la torre de Santo Domingo o de la Catedral! -decía- ¡Y no ésta de
cemento, sin alma, sin lengua, nada más que con alarde de tamaño!”
Valía únicamente porque estaba cerca de Azcona, donde los provincianos levantaban casas
o chozas junto a los algodonales, o metiéndose en los cercados.
- ¡Hierve Azcona! -exclamaba-. ¡Hierve! ¡Se harán dueños los serranos, como Raúl que ha
criado chanchos clandestinamente!
De tanto mirar la torre, a esa hora en que empezaba a arreciar el hedor de los excusados y
del botadero, ambas cosas se confundieron en mi memoria: la pestilencia del Sexto y la torre
de cemento.
Y a esa hora precisamente, antes de la hora puñal, se atrevían a bajar al patio algunos
presos políticos, para caminar a lo largo de la prisión, charlando. Porque no había luz
eléctrica en las celdas, y en el patio podíamos ver, en la penumbra del opaco alumbrado, el
cuerpo de los vagos, ya fatigados aunque buscando siempre algún desperdicio en el sucio.

Pululaban de gente el patio y el pasadizo, sobre cuyo aire denso cruzaban los seis puentes
de los pisos altos de la cárcel.
De cuatro en cuatro, o de tres en tres, por lo menos, entre los presos comunes, ladrones y
vagos no penados ni convictos, paseaban los detenidos políticos. Los vagos nos miraban;
echaban sus piojos sobre el piso o al aire. Pero había que caminar, y los vagos no ofrecían
más peligro que el de sus piojos y su lloriqueo. Mendigaban. En el invierno temblaban de
frío. Uno de ellos, un negro, cobraba diez centavos por exhibir su miembro viril, inmenso como
el de una bestia de carga. "¿Se lo saco, señorcito? ¡Sólo diez centavos!", rogaba.
Los grandes asesinos y ladrones no salían sino rara vez al corredor; a esa hora permanecían
en sus celdas, rodeados de su séquito.
Yo no bajaba sino con Juan, a quien llamábamos Mok'ontullo, y con Torralba. Los dos tenían
una gran salud. Eran creyentes de ideas opuestas. Nos mirábamos y reíamos. Yo les había
puesto sus sobrenombres.
-Tienes ojos viperinos -le decía a Torralba.
Porque eran oblicuos sus ojos, negros y con ojeras que le daban aún más negrura.
Él y mi compañero de celda, Cárnac, eran comunistas. Mok'ontullo era aprista.
Entre la gran reja de acero y las celdas de la prisión había un patio. Cuando construyeron el
penal, instalaron los servicios de desagüe -seis wáteres y un botadero- al lado izquierdo del
patio. Pero los presos arrancaron poco a poco la madera que formaba una cortina delante
de las tres filas de tazas; luego desportillaron y rompieron los wáteres. Los guardias
demolieron los restos a golpe de martillo. Se creyó que los sustituirían con otros de cemento,
pero no pusieron nada; dejaron sólo los huecos abiertos. Allí defecaban los presos comunes,
a cuerpo limpio. Los políticos teníamos una ducha y un wáter en el tercer piso. Eramos más
de trescientos; y hacíamos cola todo el día ante la ducha y el wáter.

Pero Maraví, Puñalada, Rosita, Pate'Cabra y otros grandes del piso bajo, defecaban sobre
periódicos, en sus celdas, y mandaban vaciar los paquetes en los huecos con los vagos y
aprendices de ladrones que formaban el servicio de cada uno de ellos. Eran los "paqueteros";
otros les llamaban "chasquis", los correos del Inca.
III
Puñalada subió al segundo piso. Nunca lo había hecho antes. Dejó en la gran puerta a uno
de sus "paqueteros" charlando con el guardia.
Era casi el mediodía. La mayor parte de los presos estaba en los corredores. El asesino subió
lentamente las gradas: los presos se alarmaron; los del segundo piso lo esperaban en la
puerta de sus celdas; muchos políticos bajaron apresuradamente a ese piso; los demás se
acomodaron junto a las barandas de hierro de la nave opuesta.

Cuando Puñalada llegó al pasadizo, su cabeza tocaba casi el techo. Andaba como si sus
piernas fueran demasiado grandes y débiles; se le iban.
-Señores -dijo ante un grupo que te cerraba el paso-, un permiso.
Los presos le dieron campo. Puñalada llevaba puesto el mugriento sombrero de paja que
raras veces usaba. Una llovizna con mucha luz caía al callejón, porque el cielo aparecía
despejado por el oriente; el sol lanzaba poderosos rayos muy cerca del Sexto, iluminaba los
puentes y aun el piso barroso del penal donde las moscas jugaban.

Mientras Puñalada avanzaba como desganado, el murmullo de todos los presos aumentaba.
Rosita salió al callejón. Vio al negro, y se echó a correr. Subió hacia el lado opuesto de la
celda del Sargento y en un instante estaba ya de pie, exactamente frente a la celda.

El negro parecía viejo y cansado; mascaba terrones de azúcar. Rosita lo miraba caminar,
detenidamente.
-Compañero estudiante, no va a pasar nada -me dijo Cámac,
Estábamos en un ángulo del corredor, junto a la pared que daba a la Avenida Bolivia.
-El negro va a su muerte o a nada -dijo Cámac-. La gente presiente, por eso lo han dejado
pasar. Los negros son faramallas.
-Este no -le dije.
Salió, por fin, el Sargento, a la puerta de su celda. Vio al negro. Alguien dijo en ese momento,
casi gritando:
-¡El Clavel está afuera!
Todos miraron hacia abajo.
Un muchacho de pelo largo estaba apoyado en la pared de enfrente. La luz hacía resaltar
su rostro blanco y sus cejas delgadas. Parecía un sonámbulo.
-¡Eh, Puñalada! -gritó un hombre achinado que tenía del brazo al muchacho-.¡Mira!
El negro ladeó un poco el rostro, volvió los ojos hacia el muchacho, sin detenerse. Y siguió
andando.
-Sargento -dijo en voz alta, cuando estuvo a un paso del ex guardia-, fácil se llega aquí.
Sacó del bolsillo de la sucia americana una chaveta muy angosta que parecía tener la hoja
quemada. La punta y el pequeño trozo afilado empezaron a brillar, porque el negro movió la
hoja.
Rosita permaneció tranquilo; en su rostro delgado, la boca engrasada de rouge y los ojos
resaltaban; miraba al negro con ironía. .
-¡Más fácil se regresa! -dijo desde el otro lado, ante la vacilación del Sargento.
-Así es. ¡Todo fácil, a su tiempo! -replicó Puñalada, sin mirar a Rosita. Sus enormes ojos
seguían detenidos en el Sargento, que estaba muy cerca de él.
-¡Llámalo! -dijo el hombre achinado al muchacho, en el piso bajo. Su voz pretendió ser
confidencial. El negro dio media vuelta y dejó al Sargento mudo, como en posición de firmes.
Cuando ya Puñalada había pasado frente a muchas celdas, el Sargento sacudió la cabeza
y se echó a correr, pero le cerraron el paso varios presos.
-¡Negro e'rnierda! -gritó-. Te sacaré las tripas de gallinazo. ¡Regresa!
-No está usté armado -le dijo un hombre alto y fornido a quien llamaban el Piurano-. Déjelo
para cuando vuelva.
Rosita dudaba; sus ojos iban del negro al ex sargento cuya frente se cubría de sudor.
Yo miré al Clavel, el muchacho que exhibieron ante Puñalada. Estaba llorando; la luz fuerte
hacía resaltar sus lágrimas. De sus ojos cerrados, desde sus pestañas contra la pared; su
piel parecía suave como la de una criatura. •
-¡Tráelo ya, carajo! -oímos que gritó Maraví.
El hombre achinado dudó un instante, luego rió, le dio un tirón del brazo al muchacho y lo
arrastró por el estrecho pasadizo hacia la celda del asesino.
-¿Viste que lloraba? -le pregunté a Cámac,
-Se lo trajeron donde Maraví, directamente de la calle, hace meses. No sale sino a ratitos,
siempre con el chino a su lado. ¡Me duele el pecho! -contestó Cámac,
Lo iba a llevar a nuestra celda; pero oímos gritos de Maraví. Rosita ya no se ocupaba del
Sargento; miraba hacia abajo.
-¡Ya, mierda! ¡Se jodió todo, mierda! -vociferó Maraví.
En seguida oímos el llanto del muchacho. Y apareció después lanzado a punta piés, no por
el chino, sino por Maraví mismo. El muchacho cayó al sucio, de bruces.
Tenía amarrado un trapo azul en la cabeza. Maraví lo arrastró del cuello hasta cerca del
ángulo del penal e hizo que se apoyara en el muro.
-¡Déjamc ya, diositol -rogó el muchacho. La sangre le chorreaba hasta el cuello.
Maraví le dio un sopapo, agachándose, y como cayó de costado le enderezó el cuerpo con
el pie; escupió al suelo, y se marchó.
-¡Cuídalo! -le gritó al chino.
Un pequeño charco de sangre había quedado en el cemento y lucía sobre la mugre del piso,
en el sitio donde el muchacho cayó al ser arrojado de la celda. Tres de los vagos que
estuvieron cerca, se lanzaron al suelo y empezaron a lamer la sangre.
Nos fuimos. Yo me eché boca abajo, sobre mi colchón de paja. Sentía el mundo como una
náusea que trataba de ahogarme. Cámac puso sus manos sobre mi cabeza.
-No es la primera vez. -me dijo-. Esos pobrecitos siempre comen la sangre, cuando hay una
pelea. ¿No estás viendo? Nuestros gobiernos, nuestros jefes que vienen desde el Pizarro,
con los gringos que se aprovechan, nos convierten en perros. ¿Ves cómo engríen a su
Maraví? Le traen a su querida, le traen de frente hasta su celda. ¿Para qué, amiguito? Ahistá;
seguro ahora lo va negociar. ¿Tú crees que lo arroja por su gusto? Algo hay, algo hay, tan
sucio como el corazón de los que en este mundo no viven sino por la plata y para el negocio.
¿Dónde está la diferencia entre el negocio de esos, de afuera, y de éstos, aquí adentro?
Fatigado se recostó. Acezaba, estaba como asfixiándose. Me levanté yo, entonces.
-¿Tú también? me preguntó, viéndome-.No se trata de eso. Hay que fregar a los que hacen
del hombre eso que hemos visto. Con mi cuerpo reventado ¡yo voy a vivir! ¿Tú estás
sabiendo? Como a ese muchacho, peor los soplones de La Oroya me patearon, me bañaron,
me colgaron hasta que perdí el sentido. Así estamos. Mi cuerpo ha oía sido más fuerte que
una piedra, si no ¿cómo vencería el hombre a la injusticia? Aquí, en mi pecho, está brillando
el amor a los obreros y a los pobrecitos oprimidos. ¿Quién va a apagar eso? ¿la muerte? No
hay muerte, amiguito. Sábelo; que eso te consuele como a mí. ¡No hay muerte, sino para los
que tiran para atrás! Esos nos joden pero están muriendo. ¡Mañana empiezo a hacerte una
mesa y una guitarra! ¡Nos entretendremos! ¡Pensaremos! ¡Iremos adelante!
De su ojo sano, de veras, brotaba la vida. Su cuerpo apenas podía moverse, pero la luz de
ese único ojo volvió a hacerme sentir el mundo, puro, como el canto de los pájaros y el
comenzar del día en los altísimos valles fundan en el ser humano la dicha eterna, que es la
de la propia tierra.
-Cámac, hermanito -le dije-, sé ahora que podré aguantar la prisión-
Me dio la mano. Su ojo enfermo palpitaba un poco. La vehemencia con que habló, en vez de
agitarlo más, lo calmó, aunque uno de sus brazos temblaba.
-La corrupción hierve en Lima -dijo- porque es caliente; es pueblo grande. La suciedad
aumenta cada día; nadie limpia; aquí y en los palacios. ¿Tú crees que junto al Mantaro viviría,
habría este Maraví y esos lame sangres, el Rosita y ese pobre Clavel? Lo hubiéramos matado
en su tiempo debido, si hubiera sido. Allá no nacen. El alma no le hace contra a su natural
sino cuando la suciedad lo amarga. Aquí, en el Sexto, la mugre está afuera; es por la
pestilencia y por el hambre. En los palacios de los señores la mugre es de antiguo, es más
por adentro. Vendrá de la ociosidad, de la plata guardada, conseguida a costa de la
quemazón de medio mundo, de esta pestilencia que estamos sufriendo.

-Esta pestilencia hay en los barrios de Lima. Yo he visto en un callejón una fila larga de
hombres y mujeres con sus bacinicas llenas y sus baldes, esperando, haciendo turno frente
a un caño de agua.
-El hombre, pues, sufre, pero lucha. Va adelante. ¿Qué es más grande, dices, el afán de los
gringos y de sus compadres peruanos para enriquecerse hasta los infiernos o el sufrimiento
de nosotros que acera nuestro cuerpo? ¿Quién va a ganar al fin? ¿El tercero o el primer piso
del Sexto?.
Se puso de pie; se acercó a un cajón que nos servía para sentarnos.
-De esto voy a hacer una guitarra y una mesa -dijo-¡Cantaremos en el Sexto! Entró Pedro a
la celda.
-Abusas, Cámac -le dijo-. Recuéstate. No eres un buen comunista porque no te has formado
una coraza. Oí cuando dijiste: "Me duele el pecho". Debes descansar. ¿Qué clase de ejemplo
le das a este muchacho? .
Cámac se recostó. Pedro acercó el cajón a la cama; se sentó y nos miró.
-Camarada Pedro -le dijo Cámac-. ¡Tantos años de lucha y no conoces, a veces, a la gente!
He dicho eso del pecho; hemos visto lo del Clavel, y hemos venido aquí, no a llorar, sino a
pensar. Los serranos pensamos corazón y todo.
-Los dos estamos quizá mejor que antes de la pesadilla que hemos visto -le dije.
Pedro tenía la expresión entre serena y cansada de siempre. Sus cejas canosas, algo
erizadas, acentuaban el color gris, un poco turbio de sus ojos.
-Todo ha sido una farsa -dijo.
-¿Todo? -le pregunté.
-Un negocio de Rosita, Maraví y los guardias. El Clavel ya está encerrado en una celda.
Hasta un trapo le han puesto de cortina. Sin embargo hubo una sorpresa: en la celda que
hicieron desalojar estaba agonizando un vago. Se lo han llevado al corral de afuera para
que muera allí. La misma historia. Muere de hambre. Clavel será entregado al negro, que ya
estaba decidido a romper el equilibrio de los grandes del primer piso.
-¿Y el Sargento? -pregunté,
-El piurano puede hacerlo cambiar. Viene de las quebradas de cabecera de costa de Piura,
por una intriga del subprefecto. Tiene una historia brava, Pertenece a la clase de pequeños
propietarios de la zona cañavelera. Hace moler su caña con un trapiche movido por bueyes.
Durante los días de fiesta, en las borracheras, esos hombres gritan como toros y se desafían
nada más que para demostrar su hombría y luchan a cuchillo. El piurano no ha querido
quedarse en el tercer piso y ha bajado al segundo. Lo tienen ya allí tres meses. Siente asco
por los maricones. Yo he hablado con él algunas veces. Él puede complicar las cosas. Es
muy sereno y valiente. "¿No hay por aquí ningunito para mí?", me contaba que dicen en su
pueblo quienes desean un duelo a cuchillo, y lanzan guapidos, imitando el mugido de desafío
de los toros. El tranquilo negocio de ron, coca y pichicata del Sexto puede alterarse, por
mucho que lo defiendan los guardias y el comisario. Debemos a provechar nosotros esta
coyuntura. Si se produce el escándalo denunciaremos al comisario como responsable.

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