7.la Maestra de La Selva
7.la Maestra de La Selva
7.la Maestra de La Selva
A Ciro Alegría
Oh! —exclamó la maestra, temblando de susto.
Y su madre dijo:
Braceando difícilmente por las turbias e hinchadas agua del Amazonas llegó el niño hasta la
puerta de la escuela. La maestra y su madre lo recogieron. Chorreando agua el niño apenas
pudo decir:
—Nuestra canoa se ha voltiao… Mi ñaña Amelia se augau —y cayó en el piso de palos, sin
aliento.
Le hicieron oler “agua florida” y le friccionaron el cuerpo y los miembros entumecidos con
grasa de boa, para hacerle entrar en calor. La maestra le cubrió luego con una sábana.
Lo que acababa de suceder no era para perder tiempo con palabras inútiles.
—Nuestra canoa ha chocao con un tronco qui bajaba y nos caímos al agua… Mi ñaña se
hundió como piedra —siguió contando el niño, a medida que recobraba el conocimiento.
—¡Pobrecita! Que Dios haya recogido su alma —dijo doña Betsabé, la madre de la maestra.
—¿Y la canoa?
—Se ha bajau… Mi libro de primer año también li llevó el río —y sollozaba el niño.
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—Para esta desgracia sería que se ha reído la chicua1 ayer en los árboles del pan —habló
doña Betsabé—. Y que la lechuza también ha venido riéndose todas estas noches.
—¡Maldito río! —profirió la maestra, mirando con cólera al río, cuyas aguas en creciente
amenazaban tragarse a la escuela misma.
Ella y su madre, como siempre, aguardaban, de pie en la puerta de la escuela, a los niños que
llegaban en sus livianas canoas de los diferentes sitios de la Selva, de los contornos en que
vivían, cuando descubrieron al náufrago, al pobre Julián Curinari. Doña Betsabé no se había
equivocado al reconocer al muchacho a primera vista.
Las oscuras canoas de los niños se hallaban enfiladas como caballos de agua frente a la puerta
de la escuela. Era la temporada de lluvias y el río estaba creciendo. Sus aguas se habían
internado ya cuadras de cuadras en los bosques ribereños, principalmente en las hoyadas.
Enormes troncos, con sus raíces y ramas a flor de agua, bajaban lentamente como barcos
fantásticos. Las aguas, hediondas a barro, habían ceñido a la escuela como un ancho cinturón
rojizo. No existía ya puerto donde atracar, estaba borrado. Los árboles del pan que delante
de la escuela eran viva expresión de alegría, otrora con sus grandes hojas y sus pájaros
cantores, tenían agua hasta la cintura y parecían llorar la desolación del ambiente, desolación,
tristeza, que se hacía más aguda en la voz quejumbrosa de los tibis2 que volaban rasgando el
cielo sombrío a lo largo del río bravo y misterioso. La maestra y su madre estaban presas,
bloqueadas, por el agua. Ex profesamente construida la escuela para estos desbordamientos
de la naturaleza, resistía el empuje bárbaro del río. Era como un arca, con los gruesos
horcones de huacapú3 que la sostenían, sus paredes de tallos rajados de pona y techo de hojas
también de esta palmera. El piso, tejido de los mismos tallos, se encontraba como a tres
metros del suelo, al que se ascendía en tiempos buenos, de sol, por una pequeña escalera;
ahora las aguas se debatían bajo él, así como zancudos y fieras.
De repente, junto a la escuela, sacaba su fea cabeza un caimán o bien se peleaban debajo
manadas de estos animales, emitiendo sus gritos característicos. Las boas también aparecían
por allí, asustando más que los caimanes a la maestra y a doña Betsabé, algunas de esas
serpientes hasta metían la cabeza en la sala de la escuela o subían al techo. Pero en las noches
infundían más miedo a las dos mujeres esas fieras, con sus ruidos y peleas, no obstante que
Trifonio Pinchi, un indígena semicivilizado y compadre de ellas, que vivía a un kilómetro de
la escuela, iba a hacerles compañía, armado de una carabina Winchester. Los demás
moradores, cuyas chozas encontrábanse muy distantes unas de otras dentro del bosque, las
visitaban de cuando en cuando en sus canoas, llevándoles unas cuantas yucas y otros víveres,
de lo poco que tenían, pues en la selva baja, aunque parezca extraño, hay carestía grave de
1
Ave agorera
2
Gaviotas
3
Árbol de madera muy dura
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subsistencias y más en lo que se refiere a productos agropecuarios. Y es en los ríos, en las
riberas de estos, más que en las ciudades donde el hambre se enseñorea: ya porque la
naturaleza misma, con las tremendas crecientes de sus ríos y sus tempestades, destroza las
chacras, las haciendas, ya porque los nativos se dedican más a las industrias extractivas —
explotación de madera, barbasco, pieles de animales salvajes, oro, caucho, chicle— o por
cierta dosis de negligencia que el trópico infiltra como droga sutil en el espíritu de los
hombres, o porque estos van a vender sus escasos productos en las ciudades.
Ellas también —doña Betsabé y su hija— cuando necesitaban salir lo hacían en una canoa,
la que se hallaba sujeta a un horcón de la escuela. Se perdían por caminos de agua,
defendiéndose de las ramas. A los primeros indicios de la creciente, doña Betsabé empezó a
vender a los regatones4 las gallinas que criaba. Solo a algunas mantenía amarradas de las
patas en el interior de la escuela. A las que, al correr de los días, iba matando. El único cerdo
que poseían corrió la misma suerte. Las boas y caimanes merodeaban por la escuela, en busca
de esos animales domésticos.
En la Selva es difícil criar gallinas y cerdos, aún en tiempos normales, por la acechanza de
toda clase de fieras.
***
El jardincito que Alicia Rodríguez, la maestra, cultivaba con sus alumnos junto a la escuela,
había sido sepultado por las aguas.
—¡Pobres mis rosas, mis dalias! —decía ella con desesperación, estrujándose las manos. —
Así no vale la pena trabajar.
—Sí, hijita… Sí —recalcaba doña Betsabé—. Pero el sueldo que ganas nos da el pan de cada
día… Sirve para tus hermanos que están en el colegio, en Iquitos…
—¡Tanto sacrificio por 75 soles mensuales! —exclamó la maestra. Y calló. En su alma había
una tempestad de amargura y rebeldía, como esas furiosas tormentas que conmueven a la
Selva.
***
Para que mermen las aguas tienen que pasar días y días. Meses. Entonces viene la época del
barro, del lodo, de la pestilencia, de los zancudos. Los árboles muestran las señales del barro
de la creciente en sus troncos y las chozas en sus horcones por mucho tiempo todavía, casi
hasta la otra creciente que con regularidad matemática se produce cada año, con la diferencia
de que unas son más terribles, más monstruosas, según la cantidad de lluvias que cae por las
cabeceras de los ríos, en los Andes lejanos.
***
4
Comerciantes minoristas ambulantes de los ríos amazónicos
3
—Esta creciente del río es más fuerte que la de otros años —dijo Trifonio Pinchi.
—Ay, sí compadre —confirmó doña Betsabé, que cosía a mano—. Todo está alagado…
montes y pueblos.
—Oiga usted, compadre Trifonio —habló Alicia, que estaba trabajando el parte de asistencia
mensual de su escuela para enviarlo al inspector de educación de la Provincia lo más pronto,
con un mensajero y evitarse así una posible multa.
—¿Qué sabe usted de Julián? Desde ese día que lo llevaron sus padres, no ha vuelto a la
escuela. Yo no he podido ir a verlo, tengo miedo al río.
—El pobre está con fiebre, comadre… Enfermo de pena por su hermanita Amelia.
—Y dicen que no sanará… No quiere comer nada… Todo es timblar… suñar… dilirar…
llurar… ¡El mal del río!
—¡Qué alegres eran! Daba gusto verlos llegar al puerto en su canoíta, con su talega de
fiambre y sus libros… Julián en la proa y Amelia en la popa, bogando con sus ramos —
continuó recordando doña Betsabé.
Se hizo un silencio entre ellos. La noche era lóbrega, como toda noche lluviosa en la Selva.
La lluvia que caía por tandas, como ráfagas de metralla, el chapoteo de caimanes y boas en
las aguas debajo del piso de la escuela y uno que otro silbido de víbora, hacían crujir los
vidrios de la espantosa soledad.
—Julián —prosiguió Pinchi—, solo está pues delirando. Yo le he visto y le he oído. “Me
augo, me augo… ¡Mi ñaña Amelia, mi ñaña Amelia!”, dice y rumpe a llurar. Cuenta también,
como en sueños, que su hermanita vive dentro del río, con los yacurunas5.
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Yacurunas. “Gente del agua” (Del quechua, yacu, ‘agua’; runa, ‘hombre’)
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—Dicen, pues, que las mujeres que se ahogan siguen viviendo dentro del río, en los palacios
de oro de los yacurunas…. ¡Pobre Julián! ¡Pobre muchacho! —se condolió doña Betsabé,
lanzando un profundo suspiro.
—¡Julián morirá! —dijo Pinchi en tono misterioso, como si hablara con las sombras, con la
noche. El río lo llama. Así es este río maldito; no se contenta con la harta gente que come…
quiere más y más como caimán hambriento.
Un lúgubre grito, desde río adentro, perforó como un puñal el alma de la noche.
Alicia se levantó, angustiada, abrió la ventana y arrojó a las aguas, rompiéndolo antes en
pedazos, el parte de asistencia que estaba elaborando para enviar al inspector de educación.