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MILITARIZACIÓN DE LA SEGURIDAD PÚBLICA

La victoria electoral de Morena en las urnas, en julio de 2018, otorgó a Andrés Manuel
López Obrador (AMLO) un sólido mandato para atender la profunda crisis de seguridad y
violencia que enfrenta México. Con una participación ciudadana de 63.42%, Morena y su
candidato a la presidencia de la república lograron asegurar 53.19% de los votos
emitidos. De esta forma, la coalición Juntos Haremos Historia, integrada por Morena, el
Partido del Trabajo (PT) y Encuentro Social (PES), logró afianzar una amplia mayoría,
tanto en la Cámara de Diputados, como en la Cámara de Senadores. Aunque por debajo
del umbral de mayoría calificada para poder asegurar la aprobación de reformas a la
Constitución, el resultado electoral y la mayoría asegurada por Morena en ambas
cámaras del Poder Legislativo colocaron a la nueva administración en una posición
relativamente cómoda para presentar y lograr la aprobación de iniciativas de ley
relativas a la seguridad.1 En efecto, el control de ambas cámaras dotó a la nueva
administración de un recurso político clave para enfrentar la crisis de seguridad y
violencia. Sin embargo, las experiencias de los gobiernos previos permiten aventurar que
el éxito o fracaso de los esfuerzos del nuevo gobierno dependerán, en última instancia,
de la eficacia de su estrategia de seguridad.

López Obrador asumió el poder en medio de una crisis descomunal de seguridad y de


violencia. A lo largo de meses y años en campaña, Andrés Manuel debió advertir algunos
de los síntomas más graves de la crisis de seguridad. De hecho, poco más de seis meses
antes de la elección, en lugares como Chilapa, Guerrero, la violencia y las amenazas
contra políticos locales habían impedido a López Obrador y a Morena confirmar
candidatos a puestos de elección popular.2 En el periodo de transición -entre el resultado
de la elección y el inicio del nuevo gobierno, el primero de diciembre de 2018-, AMLO y
su equipo no sólo pudieron identificar los desafíos que se perfilaban en el horizonte, sino
también el tamaño de los obstáculos que se interpondrían a sus esfuerzos para
restablecer la paz en el país.

La propuesta de la Guardia Nacional es la pieza central del último eje del Plan Nacional
de Paz y Seguridad 2018-2024. El fundamento de la propuesta, esbozada bajo el rubro
plan de seguridad pública, es repensar la seguridad nacional y reorientar a las Fuerzas
Armadas y creación de Guardia Nacional. Esto es un diagnóstico crítico, por no decir
catastrófico, del estado de la Policía Federal, así como de los agentes ministeriales
estatales y una lectura sumamente grave de la situación de inseguridad, percibida ya
como una verdadera emergencia nacional. Aunque, como con otras iniciativas, Andrés
Manuel ofreció someter a consulta su propuesta para una guardia nacional, a nadie se le
escapó que la decisión estaba ya tomada.

PODER CORRUPTOR DEL CRIMEN ORGANIZADO


El México del siglo xxi se caracteriza por un desconcertante aumento en la violencia. Si
bien entre 1997 y mediados de la década de 2000 se había asistido a una disminución
constante y regular de la tasa de homicidios, esta experimentó un gran aumento de
2008 a 2011, y luego un ligero descenso en 2012 y 2013. Desde 1992 la tasa de
homicidios había disminuido de manera constante y regular –pasando de 22 asesinatos
anuales por cada 100.000 habitantes a 8–, pero entre 2008 y 2011 se triplicó, hasta
alcanzar la cifra de 24 homicidios por cada 100.000 habitantes1 . Este aumento de la
violencia se ha visto además acompañado en muchos casos por fenómenos de crueldad
que apenas han retrocedido desde 2011 hasta hoy. La renovación de la violencia está sin
duda ligada al aumento del poder y de las actividades de los grupos criminales dedicados
al tráfico de drogas y otras actividades ilícitas, que van desde la extorsión y el secuestro
hasta el contrabando y la industria de la falsificación, pasando por la trata de personas.
La violencia también se debe a la «guerra» contra el narcotráfico y el crimen organizado
declarada por Felipe Calderón (2006-2012) al inicio de su mandato. El clima de terror e
impunidad que reina en el país ha abierto el camino a una banalización de la violencia
corriente, que se ha multiplicado. Por último, cabe destacar que la violencia y el abuso
de poder de la Policía y el Ejército crecieron en proporciones alarmantes.
El crimen organizado ha dado un importante salto cualitativo en América Latina. Ejemplo
de ello son los índices de criminalidad, que han hecho de las ciudades latinoamericanas
las más inseguras del mundo. En los años 90, un 74,5% de los habitantes de las grandes
urbes latinoamericanas fueron víctimas de algún tipo de acto delictivo. Con sólo tener el
8% de la población mundial, la región registró el 75% de los secuestros ocurridos en el
mundo en 2003. Y el narcotráfico ha contribuido sustancialmente al aumento de la
criminalidad, generando corrupción, violencia y desestabilización política. En 10 de 13
países que ofrecen datos fiables, las tasas de delincuencia aumentaron de 4 a 6 veces
desde los años 90. Todo ello se agrava debido a las disfunciones que sufren los Estados y
que fundamentalmente se pueden constatar en tres ámbitos: un Estado de Derecho
débil, incapaz de garantizar el imperio a la ley; un Estado incapaz de asegurar los bienes
públicos para el conjunto de la población, y en una importante erosión de sus sistemas
políticos, especialmente en las jóvenes democracias de la región. La debilidad
institucional de las democracias posibilita una mayor erosión del Estado por parte del
crimen organizado.
La “penetración” del Estado por parte del crimen organizado —por ejemplo por medio de
la contratación o elección en cargos públicos de asociados o seguidores o simpatizantes
con los intereses del crimen organizado. Esta misma estrategia a menudo fue
denominada “infiltración,” y en alguna ocasión como la “criminalización” del Estado. En
otros momentos, estas prácticas, junto con la realización de pagos selectivos a
individuos concretos, calzaban genéricamente más como “corrupción” que como un
esfuerzo deliberado por introducirse en las instancias de toma de decisión estatales. Las
similitudes de estos fenómenos con aquellos que se originaron en la penetración de
intereses privados en el sector público a través del nombramiento o elección de líderes
empresariales en posiciones de mando en ámbitos cercanos a sus intereses privados, no
son en realidad accidentales. Ciertamente, las prácticas de condescendencia y la
incapacidad del Estado se entrecruzan. Los patrocinadores del crimen organizado en
posiciones públicas, tal como un ex fiscal lo aseveró, son capaces de organizar el
“bloqueo” de ciertas acciones estatales a fin de evitar que éstas terminen afectando al
crimen organizado. Tal podría ser el caso, por ejemplo, de contaminar evidencia, divulgar
datos a los medios de comunicación, o festinar el procesamiento de encartados con el fin
de que prescriban los plazos de ley para juzgarlos. No obstante, apuntar la distinción
resulta importante. La condescendencia revela una relación simbiótica entre el Estado y
el crimen organizado, con beneficios, si bien no recíprocos, al menos sí proporcionados
en beneficio de algunos de los participantes de manera activa y explícita. La
“incapacidad”, en contraste, es parasitaria y se produce la más de las veces de forma
involuntaria.

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