Hobsbawm HistoriadelSiglo XX
Hobsbawm HistoriadelSiglo XX
Hobsbawm HistoriadelSiglo XX
DEL SIGLO
XX
HISTORIA
DEL SIGLO
XX
CRÍTICA
GRIJALBO MONDADORI
BUENOS AIRES
Todos los derechos reservados.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del cop) right,
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esi obra
por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamient
informático.
Título original:
EXTREMES. THE SHORT TWENTIETH CENTURY 1914-1991
Michael Joseph Ltd, Londres
Esta traducción se publica por acuerdo con Pantheon Books, una división de Randon
House, Inc.
© 1994: E. J. Hobsbawm
© 1998 de la traducción castellana para España y América:
CRÍTICA (Grijalbo Mondadori, S.A.), Av. Belgrano 1256,
(1093) Buenos Aires - Argentina
ISBN 987-9317-03-3
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
Impreso en la Argentina
1999 - Imprenta de los Buenos Ayres S.A.I, y C.
Carlos Berg 3449 (1437) Buenos Aires.
PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS
Nadie puede escribir acerca de la historia del siglo xx como escribiría sobre la
de cualquier otro período, aunque sólo sea porque nadie puede escribir sobre su
propio período vital como puede (y debe) hacerlo sobre cualquier otro que conoce
desde fuera, de segunda o tercera mano, ya sea a partir de fuentes del período o de
los trabajos de historiadores posteriores. Mi vida coincide con la mayor parte de la
época que se estudia en este libro y durante la mayor parte de ella, desde mis
primeros años de adolescencia hasta el presente, he tenido conciencia de los
asuntos públicos, es decir, he acumulado puntos de vista y prejuicios en mi
condición de contemporáneo más que de estudioso. Esta es una de las razones por
las que durante la mayor parte de mi carrera me he negado a trabajar como
historiador profe sional sobre la época que se inicia en 1914, aunque he escrito
sobre ella por otros conceptos. Como se dice en la jerga del oficio, «el período al
que me dedico» es el siglo xix. Creo que en este momento es posible considerar con
una cierta perspectiva histórica el siglo xx corto, desde 1914 hasta el fin de la era
soviética, pero me apresto a analizarlo sin estar familiarizado con la bibliografía
especializada y conociendo tan sólo una ínfima parte de las fuentes de archivo que
ha acumulado el ingente número de historiadores que se dedican a estudiar el siglo
xx.
Es de todo punto imposible que una persona conozca la historiografía del presente
siglo, ni siquiera la escrita en un solo idioma, como el historia dor de la
antigüedad clásica o del imperio bizantino conoce lo que se escri bió durante esos
largos períodos o lo que se ha escrito después sobre los mismos. Por otra parte, he
de decir que en el campo de la historia contem poránea mis conocimientos son
superficiales y fragmentarios, incluso según los criterios de la erudición histórica.
Todo lo que he sido capaz de hacer es profundizar lo suficiente en la bibliografía
de algunos temas espinosos y controvertidos —por ejemplo, la historia de la
guerra fría o la de los años treinta— como para tener la convicción de que los
juicios expresados en este libro no son incompatibles con los resultados de la
investigación especiali zada. Naturalmente, es imposible que mis esfuerzos hayan
tenido pleno éxito
8 HISTORIA DEL SIGLO XX
y debe haber una serie de temas en los que mi desconocimiento es patente y sobre
los cuales he expresado puntos de vista discutibles.
Por consiguiente, este libro se sustenta en unos cimientos desiguales. Además
de las amplias y variadas lecturas de muchos años, complementadas con las que
tuve que hacer para dictar los cursos de historia del siglo xx a los estudiantes de
posgrado de la New School for Social Research, me he basado en el conocimiento
acumulado, en los recuerdos y opiniones de quien ha vivido en muchos países
durante el siglo xx como lo que los antropólogos sociales llaman un «observador
participante», o simplemente como un viaje
ro atento, o como lo que mis antepasados habrían llamado un kibbitzer. El valor
histórico de esas experiencias no depende de que se haya estado pre sente en los
grandes acontecimientos históricos o de que se haya conocido a personajes u
hombres de estado preeminentes. De hecho, mi experiencia como periodista
ocasional en uno u otro país, principalmente en América Latina, me permite
afirmar que las entrevistas con los presidentes o con otros responsables políticos
son poco satisfactorias porque las más de las veces hablan a título oficial. Quienes
ofrecen más información son aquellos que pueden o quieren hablar libremente, en
especial si no tienen grandes responsabilidades. De cualquier modo, conocer
gentes y lugares me ha ayu
dado enormemente. La simple contemplación de la misma ciudad —por ejemplo,
Valencia o Palermo— con un lapso de treinta años me ha dado en ocasiones idea
de la velocidad y la escala de la transformación social ocu rrida en el tercer cuarto
de este siglo. Otras veces ha bastado el recuerdo de algo que se dijo en el curso de
una conversación mucho tiempo atrás y que quedó guardado en la memoria, por
razones tal vez ignoradas, para utilizarlo en el futuro. Si el historiador puede
explicar este siglo es en gran parte por lo que ha aprendido observando y
escuchando. Espero haber comunicado a los lectores algo de lo que he aprendido
de esa forma.
El libro se apoya también, necesariamente, en la información obtenida . de
colegas, de estudiantes y de otras personas a las que abordé mientras lo escribía.
En algunos casos, se trata de una deuda sistemática. El capítulo sobre los aspectos
científicos lo examinaron mis amigos Alan Mackay FRS, que no sólo es
cristalógrafo, sino también «enciclopedista», y John Maddox. Una parte de lo que
he escrito sobre el desarrollo económico lo leyó mi colega Lance Taylor, de la New
School (antes en el M1T), y se basa, sobre todo, en las comunicaciones que leí, en
los debates que escuché y, en general, en todo lo que capté manteniendo los ojos
bien abiertos durante las conferencias sobre diversos problemas macroeconómicos
organizadas en el World Institute for Development Economic Research of the U.N.
University (UNU/-WIDER) en Helsinki, cuando se transformó en un gran centro de
investigación y debate bajo la dirección del doctor Lal Jayawardena. En general,
los veranos que pasé en esa admirable institución como investigador visitante
tuvieron un valor inapreciable para mí, sobre todo por su proximidad a la URSS y
por su interés intelectual hacia ella durante sus últimos años de existencia. No
siempre he aceptado el consejo de aquellos a los que he consul-
PREFACIO Y AGRADECIMIENTOS 9
todo, e incluso, cuando lo he hecho, los errores sólo se me pueden imputar a mí.
Me han sido de gran utilidad las conferencias y coloquios en los que tanto tiempo
invierten los profesores universitarios para reunirse con sus colegas y durante los
cuales se exprimen mutuamente el cerebro. Me resulta imposible expresar mi
gratitud a todos los colegas que me han aportado algo o me han corregido, tanto
de manera formal como informal, y reconocer toda la información que he
adquirido al haber tenido la fortuna de enseñar a un grupo internacional de
estudiantes en la New School. Sin embargo, siento la obligación de reconocer
específicamente lo que aprendí sobre la revolución turca y sobre la naturaleza de
la emigración y la movilidad social en el tercer mundo en los trabajos de curso de
Ferdan Ergut y Alex Juica. También estoy en deuda con la tesis doctoral de mi
alumna Margarita Gie secke sobre el APRA y la insurrección de Trujillo de 1932.
A medida que el historiador del siglo xx se aproxima al presente depen de cada
vez más de dos tipos de fuentes: la prensa diaria y las publicaciones y los informes
periódicos, por un lado, y los estudios económicos y de otro tipo, las
compilaciones estadísticas y otras publicaciones de los gobiernos nacionales y de
las instituciones internacionales, por otro. Sin duda, me siento en deuda con
diarios como el Guardian de Londres, el Financial Times y el New York Times. En
la bibliografía reconozco mi deuda con las inapre ciables publicaciones del Banco
Mundial y con las de las Naciones Unidas y de sus diversos organismos. No puede
olvidarse tampoco a su predecesora, la Sociedad de Naciones. Aunque en la
práctica constituyó un fracaso total, sus valiosísimos estudios y análisis, sobre
todo Industrialisation and World Trade, publicado en 1945, merecen toda nuestra
gratitud. Sin esas fuentes sería imposible escribir la historia de las
transformaciones económicas, so ciales y culturales que han tenido lugar en el
presente siglo.
Para una gran parte de cuanto he escrito en este libro, excepto para mis
juicios personales, necesito contar con la confianza del lector. No tiene sen tido
sobrecargar un libro como éste con un gran número de notas o con otros signos de
erudición. Sólo he recurrido a las referencias bibliográficas para mencionar la
fuente de las citas textuales, de las estadísticas y de otros datos cuantitativos —
diferentes fuentes dan a veces cifras distintas— y, en ocasio nes, para respaldar
afirmaciones que los lectores pueden encontrar extrañas, poco familiares o
inesperadas, así como para algunos puntos en los que las opiniones del autor,
siendo polémicas, pueden requerir cierto respaldo. Dichas referencias figuran
entre paréntesis en el texto. El título completo de la fuente se encontrará al final de
la obra. Esta Bibliografía no es más que una lista completa de las fuentes citadas
de forma textual o a las que se hace referencia en el texto. No es una guía
sistemática para un estudio pormeno rizado, para el cual se ofrece una breve
indicación por separado. El cuerpo de referencias está también separado de las
notas a pie de página, que sim plemente amplían o matizan el texto.
Sin embargo, no puedo dejar de citar algunas obras que he consultado
ampliamente o con las que tengo una deuda especial. No quisiera que sus
10 HISTORIA DEL SIGLO XX
autores sintieran que no son adecuadamente apreciados. En general, tengo una
gran deuda hacia la obra de dos amigos: Paul Bairoch, historiador de la
economía e infatigable compilador de datos cuantitativos, e Ivan Berend, antiguo
presidente de la Academia Húngara de Ciencias, a quien debo el concepto del
«siglo xx corto». En el ámbito de la historia política general del mundo desde la
segunda guerra mundial, P. Calvocoressi (World Politics Since 1945) ha sido una
guía sólida y, en ocasiones —comprensiblemente—, un poco acida. En cuanto a la
segunda guerra mundial, debo mucho a la soberbia obra de Alan Milward, La
segunda guerra mundial, 1939-1945, y para la economía posterior a 1945 me han
resultado de gran utilidad las obras Prosperidad y crisis. Reconstrucción,
crecimiento y cambio, 1945- 1980, de Herman Van der Wee, y Capitalism Since
1945, de Philip Arms
trong, Andrew Glyn y John Harrison. La obra de Martin Walker The Cold War
merece mucho más aprecio del que le han demostrado unos críticos poco
entusiastas. Para la historia de la izquierda desde la segunda guerra mundial me
he basado en gran medida en el doctor Donald Sassoon del Queen Mary and
Westfield College, de la Universidad de Londres, que me ha permitido leer su
amplio y penetrante estudio, inacabado aún, sobre este tema. En cuanto a la
historia de la URSS, tengo una deuda especial con los estudios de Moshe Lewin,
Alee Nove, R. W Davies y Sheila Fitzpatrick; para China, con los de Benjamin
Schwartz y Stuart Schram; y para el mundo islá mico, con Ira Lapidus y Nikki
Keddie. Mis puntos de vista sobre el arte deben mucho a los trabajos de John
Willett sobre la cultura de Weimar (y a mis conversaciones con él) y a los de
Francis Haskell. En el capítulo 6, mi deuda para con el Diaghilev de Lynn
Garafola es manifiesta.
Debo expresar un especial agradecimiento a quienes me han ayudado a
preparar este libro. En primer lugar, a mis ayudantes de investigación, Joan na
Bedford en Londres y Lise Grande en Nueva York. Quisiera subrayar parti
cularmente la deuda que he contraído con la excepcional señora Grande, sin la
cual no hubiera podido de ninguna manera colmar las enormes lagunas de mi
conocimiento y comprobar hechos y referencias mal recordados. Tengo una gran
deuda con Ruth Syers, que mecanografió el manuscrito, y con Mar lene
Hobsbawm, que leyó varios capítulos desde la óptica del lector no aca démico que
tiene un interés general en el mundo moderno, que es precisa mente el tipo de
lector al que se dirige este libro.
Ya he indicado mi deuda con los alumnos de la New School, que asistie ron a
las clases en las que intenté formular mis ideas e interpretaciones. A ellos les
dedico este libro.
ERIC HOBSBAWM
Londres-Nueva York, 1993-1994
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX
Isaiah Berlin (filósofo, Gran Bretaña): «He vivido durante la mayor parte del siglo
xx sin haber experimentado —debo decirlo— sufrimientos personales. Lo
recuerdo como el siglo más terrible de la historia occidental».
Julio Caro Baroja (antropólogo, España): «Existe una marcada contradicción entre
la trayectoria vital individual —la niñez, la juventud y la vejez han pasado
serenamente y sin grandes sobresaltos— y los hechos acaecidos en el siglo xx ...
los terribles acontecimientos que ha vivido la humanidad».
Primo Levi (escritor, Italia): «Los que sobrevivimos a los campos de concen tración
no somos verdaderos testigos. Esta es una idea incómoda que gra dualmente me he
visto obligado a aceptar al leer lo que han escrito otros supervivientes, incluido yo
mismo, cuando releo mis escritos al cabo de algunos años. Nosotros, los
supervivientes, no somos sólo una minoría pequeña sino también anómala.
Formamos parte de aquellos que, gracias a la prevaricación, la habilidad o la
suerte, no llegamos a tocar fondo. Quienes lo hicieron y vieron el rostro de la
Gorgona, no regresaron, o regresaron sin palabras».
Rita Levi Montalcini (premio Nobel, científica, Italia): «Pese a todo, en este siglo
se han registrado revoluciones positivas ... la aparición del cuarto esta do y la
promoción de la mujer tras varios siglos de represión».
William Golding (premio Nobel, escritor, Gran Bretaña): «No puedo dejar de
pensar que ha sido el siglo más violento en la historia humana».
12 HISTORIA DEL SIGLO XX
Ernst Gombrich (historiador del arte, Gran Bretaña): «La principal caracte rística
del siglo xx es la terrible multiplicación de la población mundial. Es una catástrofe,
un desastre y no sabemos cómo atajarla».
Yehudi Menuhin (músico, Gran Bretaña): «Si tuviera que resumir el siglo xx, diría
que despertó las mayores esperanzas que haya concebido nunca la humanidad y
destruyó todas las ilusiones e ideales».
Severo Ochoa (premio Nobel, científico, España): «El rasgo esencial es el progreso
de la ciencia, que ha sido realmente extraordinario ... Esto es lo que caracteriza a
nuestro siglo».
Raymond Firth (antropólogo, Gran Bretaña): «Desde el punto de vista tecno lógico,
destaco el desarrollo de la electrónica entre los acontecimientos más significativos
del siglo xx; desde el punto de vista de las ideas, el cambio de una visión de las
cosas relativamente racional y científica a una visión no racional y menos
científica».
Leo Valiani (historiador, Italia): «Nuestro siglo demuestra que el triunfo de los
ideales de la justicia y la igualdad siempre es efímero, pero también que, si
conseguimos preservar la libertad, siempre es posible comenzar de nuevo ... Es
necesario conservar la esperanza incluso en las situaciones más desesperadas».
(Agosti y Borgese, 1992, pp. 42, 210, 154, 76, 4, 8, 204, 2, 62, 80, 140 y 160).
I
El 28 de junio de 1992, el presidente francés François Mitterrand se des plazó
súbitamente, sin previo aviso y sin que nadie lo esperara, a Sarajevo, escenario
central de una guerra en los Balcanes que en lo que quedaba de año se cobraría
quizás 150.000 vidas. Su objetivo era hacer patente a la opinión mundial la
gravedad de la crisis de Bosnia. En verdad, la presencia de un es tadista distinguido,
anciano y visiblemente debilitado bajo los disparos de las armas de fuego y de la
artillería fue muy comentada y despertó una gran admiración. Sin embargo, un
aspecto de la visita de Mitterrand pasó práctica mente inadvertido, aunque tenía una
importancia fundamental: la fecha. ¿Por qué había elegido el presidente de Francia
esa fecha para ir a Sarajevo? Por que el 28 de junio era el aniversario del asesinato
en Sarajevo, en 1914, del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría, que
desencadenó, pocas
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 13
II
¿Cómo hay que explicar el siglo xx corto, es decir, los años transcurridos desde el
estallido de la primera guerra mundial hasta el hundimiento de la URSS, que,
como podemos apreciar retrospectivamente, constituyen un perío do histórico
coherente que acaba de concluir? Ignoramos qué ocurrirá a con tinuación y cómo
será el tercer milenio, pero sabemos con certeza que será el siglo xx el que le habrá
dado forma. Sin embargo, es indudable que en los años finales de la década de
1980 y en los primeros de la de 1990 termi nó una época de la historia del mundo
para comenzar otra nueva. Esa es la información esencial para los historiadores del
siglo, pues aun cuando pue den especular sobre el futuro a tenor de su comprensión
del pasado, su tarea no es la misma que la del que pronostica el resultado de las
carreras de caba llos. Las únicas carreras que debe describir y analizar son aquellas
cuyo resultado —de victoria o de derrota— es conocido. De cualquier manera, el
éxito de los pronosticadores de los últimos treinta o cuarenta años, con inde
pendencia de sus aptitudes profesionales como profetas, ha sido tan especta
cularmente bajo que sólo los gobiernos y los institutos de investigación eco nómica
siguen confiando en ellos, o aparentan hacerlo. Es probable incluso que su índice
de fracasos haya aumentado desde la segunda guerra mundial.
En este libro, el siglo xx aparece estructurado como un tríptico. A una época de
catástrofes, que se extiende desde 1914 hasta el fin de la segunda guerra mundial,
siguió un período de 25 o 30 años de extraordinario creci miento económico y
transformación social, que probablemente transformó la sociedad humana más
profundamente que cualquier otro período de dura ción similar.
Retrospectivamente puede ser considerado como una especie de edad de oro, y de
hecho así fue calificado apenas concluido, a comienzos
16 HISTORIA DEL SIGLO XX
de los años setenta. La última parte del siglo fue una nueva era de descom posición,
incertidumbre y crisis y, para vastas zonas del mundo como Áfri ca, la ex Unión
Soviética y los antiguos países socialistas de Europa, de catástrofes. Cuando el
decenio de 1980 dio paso al de 1990, quienes refle xionaban sobre el pasado y el
futuro del siglo lo hacían desde una perspec tiva fin de siécle cada vez más sombría.
Desde la posición ventajosa de los años noventa, puede concluirse que el siglo xx
conoció una fugaz edad de oro, en el camino de una a otra crisis, hacia un futuro
desconocido y pro blemático, pero no inevitablemente apocalíptico. No obstante,
como tal vez deseen recordar los historiadores a quienes se embarcan en
especulaciones metafísicas sobre el «fin de la historia», existe el futuro. La única
generali zación absolutamente segura sobre la historia es que perdurará en tanto en
cuanto exista la raza humana.
El contenido de este libro se ha estructurado de acuerdo con los conceptos que
se acaban de exponer. Comienza con la primera guerra mundial, que mar có el
derrumbe de la civilización (occidental) del siglo xix. Esa civilización era
capitalista desde el punto de vista económico, liberal en su estructura jurí dica y
constitucional, burguesa por la imagen de su clase hegemónica carac terística y
brillante por los adelantos alcanzados en el ámbito de la ciencia, el conocimiento y
la educación, así como del progreso material y moral. Ade más, estaba
profundamente convencida de la posición central de Europa, cuna de las
revoluciones científica, artística, política e industrial, cuya economía había
extendido su influencia sobre una gran parte del mundo, que sus ejérci tos habían
conquistado y subyugado, cuya población había crecido hasta constituir una tercera
parte de la raza humana (incluida la poderosa y creciente corriente de emigrantes
europeos y sus descendientes), y cuyos principales estados constituían el sistema
de la política mundial.1
Los decenios transcurridos desde el comienzo de la primera guerra mun dial hasta
la conclusión de la segunda fueron una época de catástrofes para esta sociedad, que
durante cuarenta años sufrió una serie de desastres sucesi vos. Hubo momentos en
que incluso los conservadores inteligentes no habrían apostado por su
supervivencia. Sus cimientos fueron quebrantados por dos guerras mundiales, a las
que siguieron dos oleadas de rebelión y revolución generalizadas, que situaron en
el poder a un sistema que reclama ba ser la alternativa, predestinada históricamente,
a la sociedad burguesa y capitalista, primero en una sexta parte de la superficie del
mundo y, tras la segunda guerra mundial, abarcaba a más de una tercera parte de la
población
1. He intentado describir y explicar el auge de esta civilización en una historia, en tres volúmenes, del
«siglo xix largo» (desde la década de 1780 hasta 1914). y he intentado analizar las razones de su
hundimiento. En el presente libro se hace referencia a esos trabajos. The Age of Revolution, I789-1H4H, The
Age of Capital. 1848-1875 y The Age of Empire 1875-1914, cuando lo considero necesario. (Hay trad, cast.:
Las revoluciones burguesas. Labor, Barcelona, 1987", reeditada en 1991 por la misma editorial con el título
La era de la revolución; La era del capitalismo. Labor, Barcelona, 1989; La era del imperio. Labor.
Barcelona, 1990; los tres títulos serán nuevamente editados por Crítica a partir de 1996.)
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 17
del planeta. Los grandes imperios coloniales que se habían formado antes y
durante la era del imperio se derrumbaron y quedaron reducidos a cenizas. La
historia del imperialismo moderno, tan firme y tan seguro de sí mismo a la muerte
de la reina Victoria de Gran Bretaña, no había durado más que el lapso de una vida
humana (por ejemplo, la de Winston Churchill, 1874-1965).
Pero no fueron esos los únicos males. En efecto, se desencadenó una cri sis
económica mundial de una profundidad sin precedentes que sacudió incluso los
cimientos de las más sólidas economías capitalistas y que pareció que podría poner
fin a la economía mundial global, cuya creación había sido un logro del
capitalismo liberal del siglo xix. Incluso los Estados Unidos, que no habían sido
afectados por la guerra y la revolución, parecían al borde del colapso. Mientras la
economía se tambaleaba, las instituciones de la democracia liberal desaparecieron
prácticamente entre 1917 y 1942, excepto en una pequeña franja de Europa y en
algunas partes de América del Norte y de Australasia, como consecuencia del
avance del fascismo y de sus movi
mientos y regímenes autoritarios satélites.
Sólo la alianza —insólita y temporal— del capitalismo liberal y el comu nismo para
hacer frente a ese desafío permitió salvar la democracia, pues la victoria sobre la
Alemania de Hitler fue esencialmente obra (no podría haber sido de otro modo) del
ejército rojo. Desde una multiplicidad de puntos de vista, este período de alianza
entre el capitalismo y el comunismo contra el fascismo —fundamentalmente las
décadas de 1930 y 1940— es el momento decisivo en la historia del siglo xx. En
muchos sentidos es un proceso para dójico, pues durante la mayor parte del siglo —
excepto en el breve período de antifascismo— las relaciones entre el capitalismo y
el comunismo se caracterizaron por un antagonismo irreconciliable. La victoria de la
Unión Soviética sobre Hitler fue el gran logro del régimen instalado en aquel país
por la revolución de octubre, como se desprende de la comparación entre los
resultados de la economía de la Rusia zarista en la primera guerra mundial y de la
economía soviética en la segunda (Gatrell y Harrison, 1993). Probable mente, de no
haberse producido esa victoria, el mundo occidental (excluidos los Estados Unidos)
no consistiría en distintas modalidades de régimen par lamentario liberal sino en
diversas variantes de régimen autoritario y fascis-, ta. Una de las ironías que nos
depara este extraño siglo es que el resultado más perdurable de la revolución de
octubre, cuyo objetivo era acabar con el capitalismo a escala planetaria, fuera el de
haber salvado a su enemigo acé rrimo, tanto en la guerra como en la paz, al
proporcionarle el incentivo —el temor— para reformarse desde dentro al terminar la
segunda guerra mundial y al dar difusión al concepto de planificación económica,
suministrando al mismo tiempo algunos de los procedimientos necesarios para su
reforma.
Ahora bien, una vez que el capitalismo liberal había conseguido sobrevi vir —
a duras penas— al triple reto de la Depresión, el fascismo y la guerra, parecía
tener que hacer frente todavía al avance global de la revolución, cuyas m fuerzas
podían agruparse en torno a la URSS, que había emergido de la segunda guerra
mundial como una superpotencia.
18 HISTORIA DEL SIGLO XX
comenzó de nuevo a tambalearse abrumado por los mismos problemas del período
de entreguerras que la edad de oro parecía haber superado: el desem pleo masivo,
graves depresiones cíclicas y el enfrentamiento cada vez más encarnizado entre los
mendigos sin hogar y las clases acomodadas, entre los ingresos limitados del
estado y un gasto público sin límite. Los países socia listas, con unas economías
débiles y vulnerables, se vieron abocados a una ruptura tan radical, o más, con el
pasado y, ahora lo sabemos, al hundimiento. Ese hundimiento puede marcar el fin
del siglo xx corto, de igual forma que la primera guerra mundial señala su
comienzo. En este punto se interrumpe mi crónica histórica.
Concluye —como corresponde a cualquier libro escrito al comenzar la década
de 1990— con una mirada hacia la oscuridad. El derrumbamiento de una parte del
mundo reveló el malestar existente en el resto. Cuando los años ochenta dejaron
paso a los noventa se hizo patente que la crisis mundial no era sólo general en la
esfera económica, sino también en el ámbito de la polí
tica. El colapso de los regímenes comunistas entre Istria y Vladivostok no sólo dejó
tras de sí una ingente zona dominada por la incertidumbre política, la inestabilidad,
el caos y la guerra civil, sino que destruyó el sistema inter nacional que había
estabilizado las relaciones internacionales durante cua renta años y reveló, al mismo
tiempo, la precariedad de los sistemas políticos nacionales que se sustentaban en
esa estabilidad. Las tensiones generadas por los problemas económicos socavaron
los sistemas políticos de la democracia liberal, parlamentarios o presidencialistas,
que tan bien habían funcionado en los países capitalistas desarrollados desde la
segunda guerra mundial. Pero socavaron también los sistemas políticos existentes
en el tercer mundo. Las mismas unidades políticas fundamentales, los «estados-
nación» territoriales, soberanos e independientes, incluso los más antiguos y
estables, resultaron desgarrados por las fuerzas de la economía supranacional o
transnacional y por las fuerzas infranacionales de las regiones y grupos étnicos
secesio nistas. Algunos de ellos —tal es la ironía de la historia— reclamaron la con
dición —ya obsoleta e irreal— de «estados-nación» soberanos en miniatura. El
futuro de la política era oscuro, pero su crisis al finalizar el siglo xx era patente.
Más evidente aún que las incertidumbres de la economía y la política mundial
era la crisis social y moral, que reflejaba las convulsiones del perío do posterior a
1950, que encontraron también amplia y confusa expresión en esos decenios de
crisis. Era la crisis de las creencias y principios en los que se había basado la
sociedad desde que a comienzos del siglo xvm las mentes modernas vencieran la
célebre batalla que libraron con los antiguos, una cri sis de los principios
racionalistas y humanistas que compartían el capitalismo liberal y el comunismo y
que habían hecho posible su breve pero decisiva alianza contra el fascismo que los
rechazaba. Un observador alemán de talante conservador, Michael Stiirmer, señaló
acertadamente en 1993 que lo que estaba en juego eran las creencias comunes del
Este y el Oeste:
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 21
III
y por la infinita variedad de los mismos. De no haber sido así habría resulta do
imposible mantener una población mundial varias veces más numerosa que en
cualquier otro período de la historia del mundo. Hasta el decenio de 1980, la mayor
parte de la gente vivía mejor que sus padres y, en las econo mías avanzadas, mejor
de lo que nunca podrían haber imaginado. Durante algunas décadas, a mediados
del siglo, pareció incluso que se había encon trado la manera de distribuir entre los
trabajadores de los países más ricos al menos una parte de tan enorme riqueza, con
un cierto sentido de justicia, pero al terminar el siglo predomina de nuevo la
desigualdad. Ésta se ha en señoreado también de los antiguos países «socialistas»,
donde previamente reinaba una cierta igualdad en la pobreza. La humanidad es
mucho más ins truida que en 1914. De hecho, probablemente por primera vez en la
historia puede darse el calificativo de alfabetizados, al menos en las estadísticas ofi
ciales, a la mayor parte de los seres humanos. Sin embargo, en los años fina les del
siglo es mucho menos patente que en 1914 la trascendencia de ese logro, pues es
enorme, y cada vez mayor, el abismo existente entre el míni mo de competencia
necesario para ser calificado oficialmente como alfabeti zado (frecuentemente se
traduce en un «analfabetismo funcional») y el domi nio de la lectura y la escritura
que aún se espera en niveles más elevados de instrucción.
El mundo está dominado por una tecnología revolucionaria que avanza sin
cesar, basada en los progresos de la ciencia natural que, aunque ya se pre veían en
1914, empezaron a alcanzarse mucho más tarde. La consecuencia de mayor
alcance de esos progresos ha sido, tal vez, la revolución de los siste mas de
transporte y comunicaciones, que prácticamente han eliminado el tiempo y la
distancia. El mundo se ha transformado de tal forma que cada día, cada hora y en
todos los hogares la población común dispone de más información y oportunidades
de esparcimiento de la que disponían los empe radores en 1914. Esa tecnología
hace posible que personas separadas por océanos y continentes puedan conversar
con sólo pulsar unos botones y ha eliminado las ventajas culturales de la ciudad
sobre el campo.
¿Cómo explicar, pues, que el siglo no concluya en un clima de triunfo, por ese
progreso extraordinario e inigualable, sino de desasosiego? ¿Por qué, como se
constata en la introducción de este capítulo, las reflexiones de tan tas mentes
brillantes acerca del siglo están teñidas de insatisfacción y de des confianza hacia el
futuro? No es sólo porque ha sido el siglo más mortífero de la historia a causa de la
envergadura, la frecuencia y duración de los con flictos bélicos que lo han asolado
sin interrupción (excepto durante un breve período en los años veinte), sino
también por las catástrofes humanas, sin parangón posible, que ha causado, desde
las mayores hambrunas de la histo ria hasta el genocidio sistemático. A diferencia
del «siglo xix largo», que pareció —y que fue— un período de progreso material,
intelectual y moral casi ininterrumpido, es decir, de mejora de las condiciones de la
vida civili zada, desde 1914 se ha registrado un marcado retroceso desde los niveles
que se consideraban normales en los países desarrollados y en las capas medias
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX 23
de la población y que se creía que se estaban difundiendo hacia las regiones más
atrasadas y los segmentos menos ilustrados de la población. Como este siglo nos ha
enseñado que los seres humanos pueden aprender a vivir bajo las condiciones más
brutales y teóricamente intolerables, no es fácil calibrar el alcance del retorno (que
lamentablemente se está produciendo a ritmo acelerado) hacia lo que nuestros
antepasados del siglo xrx habrían calificado como niveles de barbarie. Hemos
olvidado que el viejo revolucio nario Federico Engels se sintió horrorizado ante la
explosión de una bomba colocada por los republicanos irlandeses en Westminster
Hall, porque como ex soldado sostenía que ello suponía luchar no sólo contra los
combatientes sino también contra la población civil. Hemos olvidado que los
pogroms de la Rusia zarista, que horrorizaron a la opinión mundial y llevaron al
otro lado del Atlántico a millones de judíos rusos entre 1881 y 1914, fueron
episodios casi insignificantes si se comparan con las matanzas actuales: los
muertos se contaban por decenas y no por centenares ni por millones. Hemos
olvidado que una convención internacional estipuló en una ocasión que las
hostilida des en la guerra «no podían comenzar sin una advertencia previa y
explícita en forma de una declaración razonada de guerra o de un ultimátum con
una declaración condicional de guerra», pues, en efecto, ¿cuál fue la última gue rra
que comenzó con una tal declaración explícita o implícita? ¿Cuál fue la última
guerra que concluyó con un tratado formal de paz negociado entre los estados
beligerantes? En el siglo xx, las guerras se han librado, cada vez más, contra la
economía y la infraestructura de los estados y contra la pobla ción civil. Desde la
primera guerra mundial ha habido muchas más bajas civiles que militares en todos
los países beligerantes, con la excepción de los Estados Unidos. Cuántos de
nosotros recuerdan que en 1914 todo el mundo aceptaba que
No pasamos por alto el hecho de que la tortura o incluso el asesinato han lle gado a
ser un elemento normal en el sistema de seguridad de los estados modernos, pero
probablemente no apreciamos hasta qué punto eso constituye una flagrante
interrupción del largo período de evolución jurídica positiva, desde la primera
abolición oficial de la tortura en un país occidental, en la década de 1780, hasta
1914.
Y sin embargo, a la hora de hacer un balance histórico, no puede compa rarse
el mundo de finales del siglo xx con el que existía a comienzos del período. Es un
mundo cualitativamente distinto, al menos en tres aspectos.
En primer lugar, no es ya eurocéntrico. A lo largo del siglo se ha produ cido la
decadencia y la caída de Europa, que al comenzar el siglo era todavía
2 4 HISTORIA DEL SIGLO XX
industrial basada en la empresa privada era utilizar conceptos que nada tenían que
ver con la lógica del libre mercado, por ejemplo, la ética protes tante, la renuncia a la
gratificación inmediata, la ética del trabajo arduo y las obligaciones para con la
familia y la confianza en la misma, pero desde luego no el de la rebelión del
individuo.
Pero Marx y todos aquellos que profetizaron la desintegración de los viejos
valores y relaciones sociales estaban en lo cierto. El capitalismo era una fuerza
revolucionaria permanente y continua. Lógicamente, acabaría por desintegrar
incluso aquellos aspectos del pasado precapitalista que le había resultado
conveniente —e incluso esencial— conservar para su desarrollo. Terminaría por
derribar al menos uno de los fundamentos en los que se sustentaba. Y esto es lo que
está ocurriendo desde mediados del siglo. Bajo los efectos de la extraordinaria
explosión económica registrada durante la edad de oro y en los años posteriores, con
los consiguientes cambios sociales y culturales, la revolución más profunda ocurrida
en la sociedad desde la Edad de Piedra, esos cimientos han comenzado a
resquebrajarse. En las postrimerías de esta centuria ha sido posible, por primera vez,
vislumbrar cómo puede ser un mundo en el que el pasado ha perdido su función,
incluido el pasado en el presente, en el que los viejos mapas que guiaban a los seres
humanos, individual y colectivamente, por el trayecto de la vida ya no reproducen el
paisaje en el que nos desplazamos y el océano por el que navegamos. . Un mundo en
el que no sólo no sabemos adonde nos dirigimos, sino tampoco adonde deberíamos
dirigirnos.
Esta es la situación a la que debe adaptarse una parte de la humanidad en este
fin de siglo y en el nuevo milenio. Sin embargo, es posible que para entonces se
aprecie con mayor claridad hacia dónde se dirige la humanidad. Podemos volver la
mirada atrás para contemplar el camino que nos ha con
ducido hasta aquí, y eso es lo que yo he intentado hacer en este libro. Igno ramos
cuáles serán los elementos que darán forma al futuro, aunque no he resistido la
tentación de reflexionar sobre alguno de los problemas que deja pendientes el
período que acaba de concluir. Confiemos en que el futuro nos depare un mundo
mejor, más justo y más viable. El viejo siglo no ha termi nado bien.
Primera parte
ciones futuras los tiempos que nos ha tocado vivir que estas jóve nes
cabezas encanecidas, privadas ya de la despreocupación de la juventud.
Que al menos estas breves palabras sirvan para perpetuar su
recuerdo.
Signs by the Roadside
(Andric, 1992, p. 50)
islas Malvinas y las campañas decisivas, que enfrentaron a submarinos ale manes
con convoyes aliados, se desarrollaron en el Atlántico norte y medio. Que la
segunda guerra mundial fue un conflicto literalmente mundial es un hecho que no
necesita ser demostrado. Prácticamente todos los estados independientes del mundo
se vieron involucrados en la contienda, volunta ria o involuntariamente, aunque la
participación de las repúblicas de Améri ca Latina fue más bien de carácter
nominal. En cuanto a las colonias de las potencias imperiales, no tenían posibilidad
de elección. Salvo la futura repú blica de Irlanda, Suecia, Suiza, Portugal, Turquía y
España en Europa y, tal vez, Afganistán fuera de ella, prácticamente el mundo
entero era beligeran te o había sido ocupado (o ambas cosas). En cuanto al escenario
de las bata llas, los nombres de las islas melanésicas y de los emplazamientos del
norte de África, Birmania y Filipinas comenzaron a ser para los lectores de
periódicos y los radioyentes —no hay que olvidar que fue por excelencia la guerra
de los boletines de noticias radiofónicas— tan familiares como los nombres de las
batallas del Ártico y el Cáucaso, de Normandía, Stalingrado y Kursk. La segunda
guerra mundial fue una lección de geografía universal. Ya fueran locales, regionales
o mundiales, las guerras del siglo xx ten drían una dimensión infinitamente mayor
que los conflictos anteriores. De un total de 74 guerras internacionales ocurridas
entre 1816 y 1965 que una serie de especialistas de Estados Unidos —a quienes les
gusta hacer ese tipo de co sas— han ordenado por el número de muertos que
causaron, las que ocupan los cuatro primeros lugares de la lista se han registrado en
el siglo xx: las dos gue rras mundiales, la que enfrentó a los japoneses con China en
1937-1939 y la guerra de Corea. Más de un millón de personas murieron en el
campo de batalla en el curso de estos conflictos. En el siglo xix, la guerra
internacional docu mentada de mayor envergadura del período posnapoleónico, la
que enfrentó a Prusia/Alemania con Francia en 1870-1871, arrojó un saldo de
150.000 muer tos, cifra comparable al número de muertos de la guerra del Chaco de
1932- 1935 entre Bolivia (con una población de unos tres millones de habitantes) y
Paraguay (con 1,4 millones de habitantes aproximadamente). En conclusión, 1914
inaugura la era de las matanzas (Singer, 1972, pp. 66 y 131). No hay espacio en este
libro para analizar los orígenes de la primera gue rra mundial, que este autor ha
intentado esbozar en La era del imperio. Comenzó como una guerra esencialmente
europea entre la Triple Alianza, constituida por Francia, Gran Bretaña y Rusia, y
las llamadas «potencias centrales» (Alemania y Austria-Hungría). Serbia y Bélgica
se incorporaron inmediatamente al conflicto como consecuencia del ataque
austríaco contra la primera (que, de hecho, desencadenó el inicio de las
hostilidades) y del ataque alemán contra la segunda (que era parte de la estrategia
de guerra ale mana). Turquía y Bulgaria se alinearon poco después junto a las
potencias centrales, mientras que en el otro bando la Triple Alianza dejó paso
gradual mente a una gran coalición. Se compró la participación de Italia y también
tomaron parte en el conflicto Grecia, Rumania y, en menor medida, Portugal.
Como cabía esperar, Japón intervino casi de forma inmediata para ocupar
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 33
la batalla). No es sorprendente que para los británicos y los franceses, que lucharon
durante la mayor parte de la,primera guerra mundial en el frente occidental, aquella
fuera la «gran guerra», más terrible y traumática que la segunda guerra mundial.
Los franceses perdieron casi el 20 por 100 de sus hombres en edad militar, y si se
incluye a los prisioneros de guerra, los heri
dos y los inválidos permanentes y desfigurados —los gueules cassés («caras
partidas») que al acabar las hostilidades serían un vivido recuerdo de la gue rra—,
sólo algo más de un tercio de los soldados franceses salieron indemnes del
conflicto. Esa misma proporción puede aplicarse a los cinco millones de soldados
británicos. Gran Bretaña perdió una generación, medio millón de hombres que no
habían cumplido aún los treinta años (Winter, 1986, p. 83), en su mayor parte de
las capas altas, cuyos jóvenes, obligados a dar ejemplo en su condición de oficiales,
avanzaban al frente de sus hombres y eran, por tanto, los primeros en caer. Una
cuarta parte de los alumnos de Oxford y Cambridge de menos de 25 años que
sirvieron en el ejército británico en 1914 perdieron la vida (Winter, 1986, p. 98). En
las filas alemanas, el número de muertos fue mayor aún que en el ejército francés,
aunque fue inferior la proporción de bajas en el grupo de población en edad militar,
mucho más numeroso (el 13 por 100). Incluso las pérdidas aparentemente modestas
de los Estados Unidos (116.000, frente a 1,6 millones de franceses, casi 800.000
británicos y 1,8 millones de alemanes) ponen de relieve el carácter sanguinario del
frente occidental, el único en que lucharon. En efecto, aunque en la segunda guerra
mundial el número de bajas estadounidenses fue de 2,5 a 3 veces mayor que en la
primera, en 1917-1918 los ejércitos norteamericanos sólo lucharon durante un año
y medio (tres años y medio en la segunda guerra mun dial) y no en diversos frentes
sino en una zona limitada.
Pero peor aún que los horrores de la guerra en el frente occidental iban a ser
sus consecuencias. La experiencia contribuyó a brutalizar la guerra y la política,
pues si en la guerra no importaban la pérdida de vidas humanas y otros costes, ¿por
qué debían importar en la política? Al terminar la primera guerra mundial, la
mayor parte de los que habían participado en ella —en su inmensa mayoría como
reclutados forzosos— odiaban sinceramente la gue
rra. Sin embargo, algunos veteranos que habían vivido la experiencia de la muerte
y el valor sin rebelarse contra la guerra desarrollaron un sentimiento de indomable
superioridad, especialmente con respecto a las mujeres y a los que no habían
luchado, que definiría la actitud de los grupos ultraderechistas de posguerra. Adolf
Hitler fue uno de aquellos hombres para quienes la expe
riencia de haber sido un Frontsoldat fue decisiva en sus vidas. Sin embargo, la
reacción opuesta tuvo también consecuencias negativas. Al terminar la guerra, los
políticos, al menos en los países democráticos, comprendieron con toda claridad
que los votantes no tolerarían un baño de sangre como el de 1914-1918. Este
principio determinaría la estrategia de Gran Bretaña y Francia después de 1918, al
igual que años más tarde inspiraría la actitud de los Estados Unidos tras la guerra
de Vietnam. A corto plazo, esta actitud con
tribuyó a que en 1940 los alemanes triunfaran en la segunda guerra mundial
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 35
alcanzó la victoria total en el este, consiguió que Rusia abandonara las hosti
lidades, la empujó hacia la revolución y en 1917-1918 le hizo renunciar a una gran
parte de sus territorios europeos. Poco después de haber impuesto a Rusia unas
duras condiciones de paz en Brest-Litovsk (marzo de 1918), el ejército alemán se
vio con las manos libres para concentrarse en el oeste y así consiguió romper el
frente occidental y avanzar de nuevo sobre París. Aunque los aliados se
recuperaron gracias al envío masivo de refuerzos y pertrechos desde los Estados
Unidos, durante un tiempo pareció que la suerte de la gue rra estaba decidida. Sin
embargo, era el último envite de una Alemania exhausta, que se sabía al borde de
la derrota. Cuando los aliados comenzaron a avanzar en el verano de 1918, la
conclusión de la guerra fue sólo cuestión de unas pocas semanas. Las potencias
centrales no sólo admitieron la derrota sino que se derrumbaron. En el otoño de
1918, la revolución se enseñoreó de toda la Europa central y suroriental, como
antes había barrido Rusia en 1917 (véase el capítulo siguiente). Ninguno de los
gobiernos existentes entre las fronteras de Francia y el mar del Japón se mantuvo
en el poder. Incluso los países beligerantes del bando vencedor sufrieron graves
conmociones, aunque no hay motivos para pensar que Gran Bretaña y Francia no
hubieran sobrevi vido como entidades políticas estables, aun en el caso de haber
sido derrota das. Desde luego no puede afirmarse lo mismo de Italia y, ciertamente,
nin
guno de los países derrotados escapó a los efectos de la revolución. Si uno de los
grandes ministros o diplomáticos de periodos históricos anteriores —aquellos en
quienes los miembros más ambiciosos de los depar tamentos de asuntos exteriores
decían inspirarse todavía, un Talleyrand o un Bismarck— se hubiera alzado de su
tumba para observar la primera guerra mundial, se habría preguntado, con toda
seguridad, por qué los estadistas sensatos no habían decidido poner fin a la guerra
mediante algún tipo de compromiso antes de que destruyera el mundo de 1914.
También nosotros podemos hacernos la misma pregunta. En el pasado,
prácticamente ninguna de las guerras no revolucionarias y no ideológicas se había
librado como una lucha a muerte o hasta el agotamiento total. En 1914, no era la
ideología lo que dividía a los beligerantes, excepto en la medida en que ambos
bandos necesitaban movilizar a la opinión pública, aludiendo al profundo desafío
de los valores nacionales aceptados, como la barbarie rusa contra la cultura
alemana, la democracia francesa y británica contra el absolutismo alemán, etc.
Además, había estadistas que recomendaban una solución de compromiso, incluso
fuera de Rusia y Austria-Hungría, que presionaban en esa dirección a sus aliados
de forma cada vez más desesperada a medida que veían acercarse la derrota. ¿Por
qué, pues, las principales potencias de ambos bandos consideraron la primera
guerra mundial como un conflicto en el que sólo se podía contemplar la victoria o
la derrota total? La razón es que, a diferencia de otras guerras anteriores,
impulsadas por motivos limitados y concretos, la primera guerra mundial perseguía
objetivos ilimitados. En la era imperialista, se había producido la fusión de la
política y la economía. La rivalidad política internacional se establecía en función
del
38 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
una paz impuesta que establecía unas durísimas condiciones, dio al traste con las
escasas posibilidades que existían de restablecer, al menos en cierto gra do, una
Europa estable, liberal y burguesa. Así lo comprendió inmediata mente el
economista John Maynard Keynes. Si Alemania no se reintegraba a la economía
europea, es decir, si no se reconocía y aceptaba el peso del país en esa economía
sería imposible recuperar la estabilidad. Pero eso era lo últi
mo en que pensaban quienes habían luchado para eliminar a Alemania. Las
condiciones de la paz impuesta por las principales potencias vence doras
sobrevivientes (los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Italia) y que suele
denominarse, de manera imprecisa, tratado de Versalles, 1 respon dían a cinco
consideraciones principales. La más inmediata era el derrum bamiento de un gran
número de regímenes en Europa y la eclosión en Rusia de un régimen bolchevique
revolucionario alternativo dedicado a la subver sión universal e imán de las fuerzas
revolucionarias de todo el mundo (véa se el capítulo II). En segundo lugar, se
consideraba necesario controlar a Alemania, que, después de todo, había estado a
punto de derrotar con sus solas fuerzas a toda la coalición aliada. Por razones
obvias esta era —y no ha dejado de serlo desde entonces— la principal
preocupación de Francia. En tercer lugar, había que reestructurar el mapa de
Europa, tanto para debi litar a Alemania como para llenar los grandes espacios
vacíos que habían dejado en Europa y en el Próximo Oriente la derrota y el
hundimiento simultáneo de los imperios ruso, austrohúngaro y turco. Los
principales aspirantes a esa herencia, al menos en Europa, eran una serie de
movimien tos nacionalistas que los vencedores apoyaron siempre que fueran
antibol cheviques. De hecho, el principio fundamental que guiaba en Europa la
reestructuración del mapa era la creación de estados nacionales étnico-lin güísticos,
según el principio de que las naciones tenían «derecho a la auto determinación». El
presidente de los Estados Unidos, Wilson, cuyos puntos de vista expresaban los de
la potencia sin cuya intervención se habría perdido la guerra, defendía
apasionadamente ese principio, que era (y todavía lo es) más fácilmente sustentado
por quienes estaban alejados de las realidades étnicas y lingüísticas de las regiones
que debían ser divididas en estados nacionales. El resultado de ese intento fue
realmente desastroso, como lo atestigua todavía la Europa del decenio de 1990.
Los conflictos nacionales que desgarran el continente en los años noventa estaban
larvados ya en la obra de Versalles.2 La reorganización del Próximo Oriente se
realizó según
1. En realidad, el tratado de Versalles sólo establecía la paz con Alemania. Diversos par ques y
castillos de la monarquía situados en las proximidades de París dieron nombre a los otros tratados: Saint
Germain con Austria; Trianon con Hungría; Sévres con Turquía, y Neuilly con Bulgaria.
2. La guerra civil yugoslava, la agitación secesionista en Eslovaquia, la secesión de los estados
bálticos de la antigua Unión Soviética, los conflictos entre húngaros y rumanos a pro Pósito de
Transilvania, el separatismo de Moldova (Moldavia, antigua Besarabia) y el naciona lismo transcaucásico
son algunos de los problemas explosivos que o no existían o no podían
haber existido antes de 1914.
4 0 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
3. Las islas Áland. situadas entre Finlandia y Suecia. y que pertenecían a Finlandia, esta
ban, y están, habitadas exclusivamente por una población de lengua sueca, y el nuevo estado
independiente de Finlandia pretendía imponerles la lengua finesa. Como alternativa a la incor
poración a Suecia, la Sociedad de Naciones arbitró una solución que garantizaba el uso exclu
sivo del sueco en las islas y las salvaguardaba frente a una inmigración no deseada procedente
del territorio finlandés.
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 43
podía ser viable ningún tratado que no contara con el apoyo de ese país, que se
había convertido en una de las primeras potencias mundiales. Como se verá más
adelante, esta afirmación es válida tanto por lo que respecta a la economía como a
la política mundial. Dos grandes potencias europeas, y mundiales, Alemania y la
Unión Soviética, fueron eliminadas temporalmente del escenario internacional y
además se les negó su existencia como protago
nistas independientes. En cuanto uno de esos dos países volviera a aparecer en
escena quedaría en precario un tratado de paz que sólo tenía el apoyo de Gran
Bretaña y Francia, pues Italia también se sentía descontenta. Y, antes o después,
Alemania, Rusia, o ambas, recuperarían su protagonismo.
Las pocas posibilidades de paz que existían fueron torpedeadas por la negativa
de las potencias vencedoras a permitir la rehabilitación de los ven cidos. Es cierto
que la represión total de Alemania y la proscripción absolu ta de la Rusia soviética
no tardaron en revelarse imposibles, pero el proceso de aceptación de la realidad
fue lento y cargado de resistencias, especial mente en el caso de Francia, que se
resistía a abandonar la esperanza de man tener a Alemania debilitada e impotente
(hay que recordar que los británicos no se sentían acosados por los recuerdos de la
derrota y la invasión). En cuanto a la URSS, los países vencedores habrían
preferido que no existiera. Apoyaron a los ejércitos de la contrarrevolución en la
guerra civil rusa y enviaron fuerzas militares para apoyarles y, posteriormente, no
mostraron entusiasmo por reconocer su supervivencia. Los empresarios de los
países europeos rechazaron las ventajosas ofertas que hizo Lenin a los inverso res
extranjeros en un desesperado intento de conseguir la recuperación de una
economía destruida casi por completo por el conflicto mundial, la revo lución y la
guerra civil. La Rusia soviética se vio obligada a avanzar por la senda del
desarrollo en aislamiento, aunque por razones políticas los dos estados proscritos
de Europa, la Rusia soviética y Alemania, se aproximaron en los primeros años de
la década de 1920.
La segunda guerra mundial tal vez podía haberse evitado, o al menos retrasado,
si se hubiera restablecido la economía anterior a la guerra como un próspero
sistema mundial de crecimiento y expansión. Sin embargo, después de que en los
años centrales del decenio de 1920 parecieran superadas las per
turbaciones de la guerra y la posguerra, la economía mundial se sumergió en la
crisis más profunda y dramática que había conocido desde la revolución industrial
(véase el capítulo III). Y esa crisis instaló en el poder, tanto en Ale mania como en
Japón, a las fuerzas políticas del militarismo y la extrema derecha, decididas a
conseguir la ruptura del statu quo mediante el enfrenta miento, si era necesario
militar, y no mediante el cambio gradual negociado. Desde ese momento no sólo
era previsible el estallido de una nueva guerra mundial, sino que estaba anunciado.
Todos los que alcanzaron la edad adulta en los años treinta la esperaban. La
imagen de oleadas de aviones lanzando bombas sobre las ciudades y de figuras de
pesadilla con máscaras antigás, trastabillando entre la niebla provocada por el gas
tóxico, obsesionó a mi generación, proféticamente en el primer caso, erróneamente
en el segundo.
4 4 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
II
Los orígenes de la segunda guerra mundial han generado una bibliogra fía
incomparablemente más reducida que las causas de la primera, y ello por una razón
evidente. Con muy raras excepciones, ningún historiador sensato ha puesto nunca
en duda que Alemania, Japón y (menos claramente) Italia fueron los agresores. Los
países que se vieron arrastrados a la guerra contra los tres antes citados, ya fueran
capitalistas o socialistas, no deseaban la guerra y la mayor parte de ellos hicieron
cuanto estuvo en su mano para evitarla. Si se pregunta quién o qué causó la
segunda guerra mundial, se puede responder con toda contundencia: Adolf Hitler.
Ahora bien, las respuestas a los interrogantes históricos no son tan senci llas. Como
hemos visto, la situación internacional creada por la primera guerra mundial era
intrínsecamente inestable, especialmente en Europa, pero también en el Extremo
Oriente y, por consiguiente, no se creía que la paz pudiera ser duradera. La
insatisfacción por el statu quo no la manifestaban sólo los estados derrotados,
aunque éstos, especialmente Alemania, creían tener motivos sobrados para el
resentimiento, como así era. Todos los parti dos alemanes, desde los comunistas, en
la extrema izquierda, hasta los nacio nalsocialistas de Hitler, en la extrema derecha,
coincidían en condenar el tra tado de Versalles como injusto e inaceptable.
Paradójicamente, de haberse producido una revolución genuinamente alemana la
situación de este país no habría sido tan explosiva. Los dos países derrotados en los
que sí se había registrado una revolución, Rusia y Turquía, estaban demasiado
preocupados por sus propios asuntos, entre ellos la defensa de sus fronteras, como
para poder desestabilizar la situación internacional. En los años treinta ambos paí
ses eran factores de estabilidad y, de hecho, Turquía permaneció neutral en la
segunda guerra mundial. Sin embargo, también Japón e Italia, aunque inte grados en
el bando vencedor, se sentían insatisfechos; los japoneses con más justificación que
los italianos, cuyos anhelos imperialistas superaban en mucho la capacidad de su
país para satisfacerlos. De todas formas, Italia había obtenido de la guerra
importantes anexiones territoriales en los Alpes, en el Adriático e incluso en el mar
Egeo, aunque no había conseguido todo cuanto le habían prometido los aliados en
1915 a cambio de su adhesión. Sin embargo, el triunfo del fascismo, movimiento
contrarrevolucionario y, por tanto, ultranacionalista e imperialista, subrayó la
insatisfacción italiana (véase el capítulo V). En cuanto a Japón, su considerable
fuerza militar y naval lo convertían en la potencia más formidable del Extremo
Oriente, especialmente desde que Rusia desapareciera de escena. Esa condición fue
reconocida a nivel internacional por el acuerdo naval de Washington de 1922, que
puso fin a la supremacía naval británica estableciendo una proporción de 5:5:3 en
relación con las fuerzas navales de Estados Unidos, Gran Bretaña y Japón. Pero sin
duda Japón, cuya industrialización progresaba a marchas forzadas, aunque la
dimensión de su economía seguía siendo modesta —a finales de
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 45
los años veinte representaba el 2,5 por 100 de la producción industrial del mundo
—, creía ser acreedor a un pedazo mucho más suculento del pastel del Extremo
Oriente que el que las potencias imperiales blancas le habían concedido. Además,
los japoneses eran perfectamente conscientes de la vul
nerabilidad de su país, que carecía prácticamente de todos los recursos natu rales
necesarios para una economía industrial moderna, cuyas importaciones podían
verse impedidas por la acción de los navios extranjeros y cuyas exportaciones
estaban a merced del mercado estadounidense. La presión militar fJara forjar un
imperio terrestre en territorio chino acortaría las líneas
japonesas de comunicación, que de esa forma resultarían menos vulnerables. No
obstante, por muy inestable que fuera la paz establecida en 1918 y por muy
grandes las posibilidades de que fuera quebrantada, es innegable que la causa
inmediata de la segunda guerra mundial fue la agresión de las tres potencias
descontentas, vinculadas por diversos tratados desde mediados de los años treinta.
Los episodios que jalonan el camino hacia la guerra fue ron la invasión japonesa de
Manchuria en 1931, la invasión italiana de Etio pía en 1935, la intervención
alemana e italiana en la guerra civil española de 1936-1939, la invasión alemana de
Austria a comienzos de 1938, la mutila ción de Checoslovaquia por Alemania en
los últimos meses de ese mismo año, la ocupación alemana de lo que quedaba de
Checoslovaquia en marzo de 1939 (a la que siguió la ocupación de Albania por
parte de Italia) y las exigencias alemanas frente a Polonia, que desencadenaron el
estallido de la guerra. Se pueden mencionar también esos jalones de forma
negativa: la decisión de la Sociedad de Naciones de no actuar contra Japón, la
decisión de no adoptar medidas efectivas contra Italia en 1935, la decisión de Gran
Bretaña y Francia de no responder a la denuncia unilateral por parte de Ale mania
del tratado de Versalles y, especialmente, a la reocupación militar de Renania en
1936, su negativa a intervenir en la guerra civil española («no intervención»), su
decisión de no reaccionar ante la ocupación de Austria, su rendición ante el
chantaje alemán con respecto a Checoslovaquia (el «acuer do de Munich» de 1938)
y la negativa de la URSS a continuar oponiéndose a Hitler en 1939 (el pacto
firmado entre Hitler y Stalin en agosto de 1939). Sin embargo, si bien es cierto que
un bando no deseaba la guerra e hizo todo lo posible por evitarla y que el otro
bando la exaltaba y, en el caso de Hitler, la deseaba activamente, ninguno de los
agresores la deseaba tal como se produjo y en el momento en que estalló, y
tampoco deseaban luchar con tra algunos de los enemigos con los que tuvieron que
enfrentarse. Japón, a pesar de la influencia militar en la vida política del país,
habría preferido alcanzar sus objetivos —en esencia, la creación de un imperio en
el Asia oriental— sin tener que participar en una guerra general, en la que sólo
inter vino cuando lo hicieron los Estados Unidos. El tipo de guerra que deseaba
Alemania, así como cuándo y contra quién, son todavía objeto de contro versia,
pues Hitler no era un hombre que plasmara sus decisiones en docu mentos, pero dos
cosas están claras: una guerra contra Polonia (a la que apo yaban Gran Bretaña y
Francia) en 1939 no entraba en sus previsiones, y la
4 6 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
guerra en la que finalmente se vio envuelto, contra la URSS y los Estados Unidos,
era la pesadilla que atormentaba a todos los generales y diplomáti cos alemanes.
Alemania (y más tarde Japón) necesitaba desarrollar una rápida ofensiva por
las mismas razones que en 1914. En efecto, una vez unidos y coordina dos, los
recursos conjuntos de sus posibles enemigos eran abrumadoramente superiores a
los suyos. Ninguno de los dos países había planeado una guerra larga ni confiaban
en armamento que necesitase un largo período de gesta ción. (Por el contrario, los
británicos, conscientes de su inferioridad en tierra, invirtieron desde el principio su
dinero en el armamento más costoso y tec nológicamente más complejo y planearon
una guerra de larga duración en la que ellos y sus aliados superarían la capacidad
productiva del bando enemi go.) Los japoneses tuvieron más éxito que los alemanes
y evitaron la coali ción de sus enemigos, pues se mantuvieron al margen en la
guerra de Ale mania contra Gran Bretaña y Francia en 1939-1940 y en la guerra
contra Rusia a partir de 1941. A diferencia de las otras potencias, los japoneses se
habían enfrentado con el ejército rojo en un conflicto no declarado pero de notables
proporciones en la frontera chino-siberiana en 1939 y habían sufri do graves
quebrantos. Japón sólo participó en la guerra contra Gran Bretaña y los Estados
Unidos, pero no contra la URSS, en diciembre de 1941. Por desgracia para Japón,
la única potencia a la que debía enfrentarse, los Esta dos Unidos, tenía tal
superioridad de recursos que había de vencer con toda seguridad.
Alemania pareció correr mejor suerte en un principio. En los años trein ta, y a
pesar de que se aproximaba la guerra, Gran Bretaña y Francia no se unieron a la
Rusia soviética, que finalmente prefirió pactar con Hitler, y por otra parte, los
asuntos internos sólo permitieron al presidente de los Estados Unidos, Roosevelt,
prestar un respaldo verbal al bando al que apoyaba apa sionadamente. Por
consiguiente, la guerra comenzó en 1939 como un con flicto exclusivamente
europeo, y, en efecto, después de que Alemania inva diera Polonia, que en sólo tres
semanas fue aplastada y repartida con la URSS, enfrentó en Europa occidental a
Alemania con Francia y Gran Breta ña. En la primavera de 1940, Alemania derrotó
a Noruega, Dinamarca, Paí ses Bajos, Bélgica y Francia con gran facilidad, ocupó
los cuatro primeros países y dividió Francia en dos partes, una zona directamente
ocupada y administrada por los alemanes victoriosos y un «estado» satélite francés
(al que sus gobernantes, procedentes de diversas fracciones del sector más reac
cionario de Francia, no le daban ya el nombre de república) con su capital en un
balneario de provincias, Vichy. Para hacer frente a Alemania solamente quedaba
Gran Bretaña, donde se estableció una coalición de todas las fuer zas nacionales
encabezada por Winston Churchill y fundamentada en el rechazo radical de
cualquier tipo de acuerdo con Hitler. Fue en ese momento cuando la Italia fascista
decidió erróneamente abandonar la neutralidad en la que se había instalado
prudentemente su gobierno, para decantarse por el lado alemán.
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 47
no cabía esperar que los Estados Unidos de Roosevelt, tras haber visto las
consecuencias de la decisión de las potencias europeas de no resistir a Hitler y a
Mussolini, reaccionaran ante la expansión japonesa como lo habían hecho
británicos y franceses frente a la expansión alemana. En cualquier caso, la opinión
pública estadounidense consideraba el Pacífico (no así Euro
pa) como escenario normal de intervención de los Estados Unidos, conside ración
que también se extendía a América Latina. El «aislacionismo» de los Estados
Unidos sólo se aplicaba en relación con Europa. De hecho, fue el embargo
occidental (es decir, estadounidense) del comercio japonés y la con gelación de los
activos japoneses lo que obligó a Japón a entrar en acción para evitar el rápido
estrangulamiento de su economía, que dependía total mente de las importaciones
oceánicas. La apuesta de Japón era peligrosa y, en definitiva, resultaría suicida.
Japón aprovechó tal vez la única oportunidad para establecer con rapidez su
imperio meridional, pero como eso exigía la inmovilización de la flota
estadounidense, única fuerza que podía intervenir, significó también que los
Estados Unidos, con sus recursos y sus fuerzas abrumadoramente superiores,
entraron inmediatamente en la guerra. Era
imposible que Japón pudiera salir victorioso de este conflicto. El misterio es por
qué Hitler, que ya estaba haciendo un esfuerzo supre mo en Rusia, declaró
gratuitamente la guerra a los Estados Unidos, dando al gobierno de Roosevelt la
posibilidad de entrar en la guerra europea al lado de los británicos sin tener que
afrontar una encarnizada oposición política en el interior. Sin duda, a los ojos de
las autoridades de Washington, la Alemania nazi era un peligro mucho más grave,
o al menos mucho más general, para la posición de los Estados Unidos —y para el
mundo— que Japón. Por ello decidieron concentrar sus recursos en el triunfo de la
guerra contra Alema nia, antes que contra Japón. Fue una decisión correcta. Fueron
necesarios tres años y medio para derrotar a Alemania, después de lo cual la
rendición de Japón se obtuvo en el plazo de tres meses. No existe una explicación
plausi ble para la locura de Hitler, aunque es sabido que subestimó por completo, y
de forma persistente, la capacidad de acción y el potencial económico y tec
nológico de los Estados Unidos, porque estaba convencido de que las demo cracias
estaban incapacitadas para la acción. La única democracia a la que respetaba era
Gran Bretaña, de la que opinaba, correctamente, que no era ple namente
democrática.
Las decisiones de invadir Rusia y declarar la guerra a los Estados Unidos
decidieron el resultado de la segunda guerra mundial. Esto no se apreció de forma
inmediata, pues las potencias del Eje alcanzaron el cénit de sus éxitos a mediados
de 1942 y no perdieron la iniciativa militar hasta 1943. Además, los aliados
occidentales no regresaron de manera decidida al continente euro
peo hasta 1944, pues aunque consiguieron expulsar a las potencias del Eje del
norte de África y llegaron hasta Italia, su avance fue detenido por el ejér cito
alemán. Entretanto, la única arma que los aliados podían utilizar contra Alemania
eran los ataques aéreos que, como ha demostrado la investigación posterior, fueron
totalmente ineficaces y sólo sirvieron para causar bajas
5 0 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
entre la población civil y destruir las ciudades. Sólo los ejércitos soviéticos
continuaron avanzando, y únicamente en los Balcanes —principalmente en
Yugoslavia, Albania y Grecia— se constituyó un movimiento de resistencia
armada de inspiración comunista que causó serios quebrantos militares a Alemania
y, sobre todo, a Italia. Sin embargo, Winston Churchill no se equi
vocaba cuando afirmó después del episodio de Pearl Harbor que la victoria era
segura «si se utilizaba adecuadamente una fuerza abrumadora» (Ken nedy, p. 347).
Desde los últimos meses de 1942, nadie dudaba del triunfo de la gran alianza
contra las potencias del Eje. Los aliados comenzaron ya a pensar cómo
administrarían su previsible victoria.
No es necesario continuar la crónica de los acontecimientos militares, excepto
para señalar que, en el oeste, la resistencia alemana fue muy difícil de superar
incluso cuando los aliados desembarcaron en el continente en junio de 1944 y que,
a diferencia de lo ocurrido en 1918, no se registró en Alemania ningún conato de
rebelión contra Hitler. Sólo los generales ale
manes, que constituían el núcleo del poder militar tradicional prusiano, cons piraron
para precipitar la caída de Hitler en julio de 1944, porque estaban animados de un
patriotismo racional y no de la Gotterdammerung wagneria na que produciría la
destrucción total de Alemania. Al no contar con un apo yo sustancial fracasaron y
fueron asesinados en masa por elementos leales a Hitler. En el este, la
determinación de Japón de luchar hasta el final fue toda vía más inquebrantable,
razón por la cual se utilizaron las armas nucleares en Hiroshima y Nagasaki para
conseguir una rápida rendición japonesa. La vic toria de 1945 fue total y la
rendición incondicional. Los estados derrotados fueron totalmente ocupados por los
vencedores y no se firmó una paz oficial porque no se reconoció a ninguna
autoridad distinta de las fuerzas ocupantes, al menos en Alemania y Japón. Lo más
parecido a unas negociaciones de paz fueron las conferencias celebradas entre 1943
y 1945, en las que las principa les potencias aliadas —los Estados Unidos, la URSS
y Gran Bretaña— deci dieron el reparto de los despojos de la victoria e intentaron
(sin demasiado éxito) organizar sus relaciones mutuas para el período de posguerra:
en Tehe rán en 1943, en Moscú en el otoño de 1944, en Yalta (Crimea) a principios
de 1945 y en Potsdam (en la Alemania ocupada) en agosto de 1945. En otra serie
de negociaciones interaliadas, que se desarrollaron con más éxito entre 1943 y
1945, se estableció un marco más general para las relaciones políticas y eco
nómicas entre los estados, decidiéndose entre otras cosas el establecimiento de las
Naciones Unidas. Pero estas cuestiones serán analizadas más adelante (véase el
capítulo IX).
En mayor medida, pues, que en la «gran guerra», en la segunda guerra mundial se
luchó hasta el final, sin que en ninguno de los dos bandos se pen sara seriamente en
un posible compromiso, excepto por parte de Italia, que cambió de bando y de
régimen político en 1943 y que no recibió el trato de territorio ocupado, sino de
país derrotado con un gobierno reconocido. (A ello contribuyó el hecho de que los
aliados no consiguieran expulsar a los alema nes, y a la «república social» fascista
encabezada por Mussolini y dependien-
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 51
III
Se da por sentado que la guerra moderna involucra a todos los ciudada nos, la
mayor parte de los cuales además son movilizados; que utiliza un armamento que
exige una modificación del conjunto de la economía para producirlo y que se
utiliza en cantidades ingentes; que causa un elevadísimo nivel de destrucción y que
domina y transforma por completo la vida de los países participantes. Ahora bien,
todos estos fenómenos se dan únicamente en las guerras del siglo xx. Es cierto que
en períodos anteriores hubo guerras terriblemente destructivas e incluso conflictos
que anticiparon lo que más tarde sería la guerra total, como en la Francia de la
revolución. En los Esta dos Unidos, la guerra civil de 1861-1865 sigue siendo el
conflicto más san griento de la historia del país, ya que causó la muerte de tantas
personas como todas las guerras posteriores juntas, incluidas las dos guerras
mundia les, la de Corea y la de Vietnam. Sin embargo, hasta el siglo xx las guerras
en las que participaba toda la sociedad eran excepcionales. Jane Austen escribió
sus novelas durante las guerras napoleónicas, pero ningún lector que no lo supiera
podría adivinarlo, ya que en las páginas de sus relatos no apa rece mención de las
mismas, aunque sin duda algunos de los jóvenes que aparecen en ellas participaron
en esos conflictos. Sería inconcebible que cual quier novelista pudiera escribir de
esa forma sobre Gran Bretaña durante el período de conflictos del siglo xx.
El monstruo de la guerra total del siglo xx no nació con esas proporcio nes,
pero lo cierto es que a partir de 1914 todos los conflictos eran guerras masivas.
Incluso en la primera guerra mundial, Gran Bretaña movilizó al 12,5 por 100 de la
población masculina, Alemania al 15,4 por 100, y Francia a casi el 17 por 100. En
la segunda guerra mundial, la proporción de la población activa total que se enroló
en las fuerzas armadas fue, en todas par tes, del orden del 20 por 100 (Milward,
1979, p. 216). Cabe señalar, de paso, que una movilización masiva de esas
características durante varios años no puede mantenerse excepto en una economía
industrializada moderna con una elevada productividad y —o alternativamente—
en una economía sustentada por la población no beligerante. Las economías
agrarias tradicionales no pue den movilizar a un porcentaje tan elevado de la mano
de obra excepto de manera estacional, al menos en la zona templada, pues hay
momentos durante la campaña agrícola en los que se necesitan todas las manos
(durante la recolección). Pero incluso en las sociedades industriales, una
movilización de esas características conlleva unas enormes necesidades de mano
de obra, razón por la cual las guerras modernas masivas reforzaron el poder de las
organizaciones obreras y produjeron una revolución en cuanto la incorpora ción de
la mujer al trabajo fuera del hogar (revolución temporal en la primera guerra
mundial y permanente en la segunda).
Además, las guerras del siglo xx han sido masivas en el sentido de que han
utilizado y destruido cantidades hasta entonces inconcebibles de produc-
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 53
aumentado. Por su parte, los alemanes se alimentaban peor y sus salarios rea les
habían descendido. Más difícil es realizar comparaciones en la segunda guerra
mundial, aunque sólo sea porque Francia no tardó en ser eliminada, los Estados
Unidos eran más ricos y se vieron sometidos a mucha menos presión, y la URSS
era más pobre y estaba mucho más presionada. La eco nomía de guerra alemana
podía explotar prácticamente todas las riquezas de Europa, pero lo cierto es que al
terminar la guerra la destrucción material era mayor en Alemania que en los
restantes países beligerantes de Occidente. En conjunto, Gran Bretaña, que era más
pobre y en la que el consumo de la población había disminuido el 20 por 100 en
1943, terminó la guerra con una población algo mejor alimentada y más sana,
gracias a que uno de los objetivos permanentes en la economía de guerra
planificada fue intentar con seguir la igualdad en la distribución del sacrificio y la
justicia social. En cambio, el sistema alemán era injusto por principio. Alemania
explotó los re cursos y la mano de obra de la Europa ocupada y trató a la población
no alemana como a una población inferior y, en casos extremos —los polacos, y
particularmente los rusos y los judíos—, como a una mano de obra esclava que no
merecía ni siquiera la atención necesaria para que siguiera con vida. En 1944, la
mano de obra extranjera había aumentado en Alemania hasta constituir la quinta
parte del total (el 30 por 100 estaba empleada en la indus tria de armamento). Pese a
todo, lo cierto es que el salario real de los traba jadores alemanes no había variado
con respecto a 1938. En Gran Bretaña, la tasa de mortalidad y de enfermedades
infantiles disminuyó progresivamente durante la guerra. En la Francia ocupada y
dominada, país de proverbial riqueza y que a partir de 1940 quedó al margen de la
guerra, declinó el peso
medio y la condición de salud de la población de todas las edades. Sin duda, la
guerra total revolucionó el sistema de gestión. ¿Revolucionó también la tecnología
y la producción? o, por decirlo de otra forma, ¿aceleró o retrasó el crecimiento
económico? Con toda seguridad, hizo que progresara el desarrollo tecnológico,
pues el conflicto entre beligerantes avanzados no enfrentaba sólo a los ejércitos
sino que era también un enfrentamiento de tec nologías para conseguir las armas
más efectivas y otros servicios esenciales. De no haber existido la segunda guerra
mundial y el temor de que la Alema nia nazi pudiera explotar también los
descubrimientos de la física nuclear, la bomba atómica nunca se habría fabricado
ni se habrían realizado en el si glo xx los enormes desembolsos necesarios para
producir la energía nuclear de cualquier tipo. Otros avances tecnológicos
conseguidos en primera instan cia para fines bélicos han resultado mucho más
fáciles de aplicar en tiempo de paz —cabe pensar en la aeronáutica y en los
ordenadores—, pero eso no modifica el hecho de que la guerra, o la preparación
para la guerra, ha sido el factor fundamental para acelerar el progreso técnico, al
«soportar» los cos tos de desarrollo de innovaciones tecnológicas que, casi con toda
seguridad, nadie que en tiempo de paz realizara el cálculo habitual de costos y
benefi cios se habría decidido a intentar, o que en todo caso se habrían conseguido
con mucha mayor lentitud y dificultad (véase el capítulo IX).
5 6 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
IV
Queda por hacer la evaluación del impacto de las guerras en la humani dad y
sus costos en vidas. El enorme número de bajas, al que ya se ha hecho referencia,
constituye tan sólo una parte de esos costos. Curiosamente —ex cepto, por razones
comprensibles, en la URSS— el número de bajas, mucho más reducido, de la
primera guerra mundial tuvo un impacto más fuerte que las pérdidas enormes en
vidas humanas de la segunda, como lo atestigua la proliferación mucho mayor de
monumentos a los caídos de la primera guerra mundial. Tras la segunda guerra
mundial no se erigieron equivalentes a los monumentos al «soldado desconocido»,
y gradualmente la celebración del «día del armisticio» (el aniversario del 11 de
noviembre de 1918) perdió la solemnidad que había alcanzado en el período de
entreguerras. Posiblemen te, los 10 millones de muertos de la primera guerra
mundial impresionaron mucho más brutalmente a quienes nunca habían pensado
en soportar ese sacrificio que 54 millones de muertos a quienes ya habían
experimentado en una ocasión la masacre de la guerra.
Indudablemente, tanto el carácter total de la guerra como la determinación de
ambos bandos de proseguir la lucha hasta el final sin importar el precio dejaron su
impronta. Sin ella es difícil explicar la creciente brutalidad e inhu manidad del siglo
xx. Lamentablemente no es posible albergar duda alguna respecto a la escalada
creciente de la barbarie. Al comenzar el siglo xx la tor tura había sido eliminada
oficialmente en toda Europa occidental, pero des de 1945 nos hemos acostumbrado
de nuevo, sin sentir excesiva repulsión, a su utilización al menos en una tercera
parte de los estados miembros de las Naciones Unidas, entre los que figuran
algunos de los más antiguos y más civilizados (Peters, 1985).
El aumento de la brutalidad no se debió sólo a la liberación del potencial de
crueldad y violencia latente en el ser humano que la guerra legitima, aun que es
cierto que al terminar la primera guerra mundial se manifestó en un sector
determinado de veteranos de guerra, especialmente en el brazo arma do o brigadas
de la muerte y «cuerpos francos» de la ultraderecha naciona lista. ¿Por qué unos
hombres que habían matado y que habían visto cómo sus amigos morían y eran
mutilados habrían de dudar en matar y torturar a los enemigos de una buena causa?
Una razón de peso era la extraña democratización de la guerra. Las gue rras
totales se convirtieron en «guerras del pueblo», tanto porque la pobla ción y la vida
civil pasó a ser el blanco lógico —a veces el blanco princi pal— de la estrategia
como porque en las guerras democráticas, como en la
política democrática, se demoniza naturalmente al adversario para hacer de él un
ser odioso, o al menos despreciable. Las guerras cuya conducción en ambos
bandos está en manos de profesionales, o especialistas, particular mente cuando
ocupan una posición social similar, no excluyen el respeto mutuo y la aceptación
de normas, o incluso el comportamiento caballeresco.
58 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
La violencia tiene sus reglas. Esto era evidente todavía entre los pilotos que
lucharon en las fuerzas aéreas en las dos guerras, y de ello da fe la película
pacifista de Jean Renoir sobre la primera guerra mundial, La gran ilusión. Los
profesionales de la política y de la diplomacia, cuando no les apremian ni los votos
ni la prensa, pueden declarar la guerra o negociar la paz sin experimentar
sentimientos de odio hacia el bando enemigo, como los boxea
dores que se estrechan la mano antes de comenzar la pelea y van juntos a beber una
vez que ha terminado. Pero las guerras totales de nuestro siglo no se atenían en
absoluto al modelo bismarckiano o dieciochesco. Una guerra en la que se
movilizan los sentimientos nacionales de la masa no puede ser limi
tada, como lo son las guerras aristocráticas. Además —es necesario decir lo—, en la
segunda guerra mundial la naturaleza del régimen de Hitler y el comportamiento de
los alemanes, incluido el del sector no nazi del ejército,
en Europa oriental fue de tal naturaleza que justificó su satanización. Otra de las
razones era la nueva impersonalidad de la guerra, que con vertía la muerte y la
mutilación en la consecuencia remota de apretar un botón o levantar una palanca.
La tecnología hacía invisibles a sus víctimas, lo cual era imposible cuando las
bayonetas reventaban las visceras de los sol dados o cuando éstos debían ser
encarados en el punto de mira de las armas de fuego. Frente a las ametralladoras
instaladas de forma permanente en el frente occidental no había hombres sino
estadísticas, y ni siquiera estadísti cas reales sino hipotéticas, como lo pondrían de
relieve los sistemas de recuento de las bajas enemigas durante la guerra de
Vietnam. Lo que había en tierra bajo los aviones bombarderos no eran personas a
punto de ser que madas y destrozadas, sino simples blancos. Jóvenes pacíficos que
sin duda nunca se habrían creído capaces de hundir una bayoneta en el vientre de
una muchacha embarazada tenían menos problemas para lanzar bombas de gran
poder explosivo sobre Londres o Berlín, o bombas nucleares en Nagasaki. Y los
diligentes burócratas alemanes que habrían considerado repugnante conducir
personalmente a los mataderos a los famélicos judíos se sentían menos
involucrados personalmente cuando lo que hacían era organizar los horarios de los
trenes de la muerte que partían hacia los campos de extermi nio polacos. Las
mayores crueldades de nuestro siglo han sido las crueldades impersonales de la
decisión remota, del sistema y la rutina, especialmente cuando podían justificarse
como deplorables necesidades operativas. Así pues, el mundo se acostumbró al
destierro obligatorio y a las matanzas perpetradas a escala astronómica, fenómenos
tan frecuentes que fue necesario inventar nuevos términos para designarlos:
«apatrida» o «genocidio». Durante la primera guerra mundial Turquía dio muerte a
un número de armenios no contabilizado —la cifra más generalmente aceptada es
la de 1,5 millones— en lo que puede considerarse como el primer intento moderno
de eliminar a todo un pueblo. Más tarde tendría lugar la matanza —episodio mejor
conocido— de unos 5 millones de judíos a manos de los nazis, auiique el número
es toda vía objeto de controversia (Hilberg, 1985). La primera guerra mundial y la
revolución rusa supusieron el desplazamiento forzoso de millones de personas
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 59
mayor de la historia. Uno de los aspectos más trágicos de esta catástrofe es que la
humanidad ha aprendido a vivir en un mundo en el que la matanza, la tortura y el
exilio masivo han adquirido la condición de experiencias cotidia nas que ya no
sorprenden a nadie.
Los 31 años transcurridos entre el asesinato del archiduque de Austria en
Sarajevo y la rendición incondicional de Japón han de ser considerados en la
historia de Alemania como una era de destrucción comparable a la de la gue rra de
los Treinta Años, y Sarajevo —el primer Sarajevo— marcó, sin duda, el comienzo
de un período general de catástrofes y crisis en los asuntos del mundo, que es el
tema de este y de los cuatro próximos capítulos. Sin embar go, la guerra de los
Treinta y Un Años no dejó en las generaciones que vivie ron después de 1945 el
mismo tipo de recuerdos que había dejado la guerra de los Treinta Años, un
conflicto más localizado, en el siglo xvn.
En parte, ello es así porque sólo en la perspectiva del historiador consti tuye un
período ininterrumpido de guerra, mientras que para quienes lo vivieron hubo dos
guerras distintas, relacionadas entre sí pero separadas por un período de
«entreguerras» en el que no hubo hostilidades declaradas y cuya duración osciló
entre 13 años para Japón (cuya segunda guerra comen zó en Manchuria en 1931) y
23 años para los Estados Unidos (cuya entrada en la segunda guerra mundial no se
produjo hasta diciembre de 1941). Sin embargo, ello se debe también a que cada
una de esas guerras tuvo sus pro pias características y su perfil histórico. Ambas
fueron episodios de una car nicería sin posible parangón, que dejaron tras de sí las
imágenes de pesadilla tecnológica que persiguieron día y noche a la siguiente
generación: gases tóxicos y bombardeos aéreos después de 1918 y la nube de la
destrucción nuclear en forma de seta después de- 1945. Ambos conflictos
concluyeron con el derrumbamiento y —como veremos en el siguiente capítulo—
la revolución social en extensas zonas de Europa y Asia, y ambos dejaron a los
beligerantes exhaustos y debilitados, con la excepción de los Estados Unidos, que
en las dos ocasiones terminaron sin daños y enriquecidos, como domi nadores
económicos del mundo. Sin embargo, son enormes las diferencias que existen entre
las dos guerras. La primera no resolvió nada. Las expecta tivas que había generado,
de conseguir un mundo pacífico y democrático constituido por estados nacionales
bajo el predominio de la Sociedad de Naciones, de retorno a la economía mundial
de 1913, e incluso (entre quie nes saludaron con alborozo el estallido de la
revolución rusa) de que el capi talismo fuera erradicado en el plazo de unos años o
de tan sólo unos meses por un levantamiento de los oprimidos, se vieron muy
pronto defraudadas. El pasado era irrecuperable, el futuro había sido postergado y
el presente era una realidad amarga, excepto por un lapso de unos pocos años a
mediados de la década de 1920. En cambio, la segunda guerra mundial aportó
soluciones, válidas al menos para algunos decenios. Los tremendos problemas
sociales y económicos del capitalismo en la era de las catástrofes parecieron
desapare cer. La economía del mundo occidental inició su edad de oro, la
democracia política occidental, sustentada en n extraordinario progreso de la vida
mate-
LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL 61
rial, era estable y la guerra se desplazó hacia el tercer mundo. En el otro ban do,
incluso la revolución pareció encontrar su camino. Los viejos imperios coloniales
se habían desvanecido o estaban condenados a hacerlo. Un consor cio de estados
comunistas, organizado en torno a la Unión Soviética, conver tida ahora en
superpotencia, parecía dispuesto para competir con Occidente en la carrera del
crecimiento económico. Más tarde se vería que eso habría sido tan sólo una
ilusión, que sin embargo no empezó a desvanecerse has ta los años sesenta. Como
ahora se puede apreciar, incluso la situación internacional se estabilizó, aunque no
lo pareciera. Frente a lo que había ocurrido después de la gran guerra, los antiguos
enemigos —Alemania y Japón— se reintegraron a la economía mundial
(occidental) y los nuevos enemigos —los Estados Unidos y la URSS— no llegaron
a enfrentarse en el campo de batalla.
Incluso los movimientos revolucionarios que pusieron fin a ambos con flictos
fueron totalmente distintos. Como veremos, los que se produjeron después de la
primera guerra mundial surgieron de la repulsión que sentían casi todos los que la
habían vivido hacia lo que se veía, cada vez más, como una matanza sin sentido.
Eran revoluciones contra la guerra. En cambio, las revoluciones posteriores a la
segunda guerra mundial surgieron de la partici pación popular en una contienda
mundial (contra Alemania, Japón y, más en general, contra el imperialismo) que,
por terrible que fuera, casi todos consi deraban justa. Y sin embargo, las dos
guerras mundiales y los dos tipos de revolución de posguerra pueden ser
considerados, desde la óptica del histo riador, como un solo proceso. A él
dedicaremos ahora nuestra atención.
Capítulo II
LA REVOLUCIÓN MUNDIAL
Durante una gran parte del siglo xx, el comunismo soviético pretendió ser un
sistema alternativo y superior al capitalismo, destinado por la historia a superarlo.
Y durante una gran parte del período, incluso muchos de quienes negaban esa
superioridad albergaron serios temores de que resultara vencedor. Al mismo
tiempo, desde la revolución de octubre, la política internacional ha de entenderse,
con la excepción del período 1933-1945 (véase el capítulo V), como la lucha
secular de las fuerzas del viejo orden contra la revolución social, a la que se
asociaba con la Unión Soviética y el comunismo interna
cional, que se suponía que la encarnaban y dirigían.
A medida que avanzaba el siglo xx, esa imagen de la política mundial como un
enfrentamiento entre las fuerzas de dos sistemas sociales antagóni cos (cada uno de
ellos movilizado, desde 1945, al amparo de una superpo tencia que poseía las armas
de la destrucción del mundo) fue haciéndose cada vez más irreal. En los años
ochenta tenía tan poca influencia sobre la política internacional como pudieran
tenerla las cruzadas. Sin embargo, no es difícil comprender cómo llegó a tomar
cuerpo. En efecto, la revolución de octubre se veía a sí misma, más incluso que la
revolución francesa en su fase jacobina, como un acontecimiento de índole
ecuménica más que nacional. Su finalidad no era instaurar la libertad y el
socialismo en Rusia, sino llevar a cabo la revolución proletaria mundial. A los ojos
de Lenin y de sus camara das, la victoria del bolchevismo en Rusia era ante todo
una batalla en la cam paña que garantizaría su triunfo a escala universal, y esa era
su auténtica jus tificación.
Cualquier observador atento del escenario mundial comprendía desde 1870 (véase
La era del imperio, capítulo 12) que la Rusia zarista estaba madura para la
revolución, que la merecía y que una revolución podía derro car al zarismo. Y
desde que en 1905-1906 la revolución pusiera de rodillas al zarismo, nadie dudaba
ya de ello. Algunos historiadores han sostenido poste riormente que, de no haber
sido por los «accidentes» de la primera guerra mundial y la revolución
bolchevique, la Rusia zarista habría evolucionado hasta convertirse en una
floreciente sociedad industrial liberal-capitalista, y que de hecho ya había iniciado
ese proceso, pero sería muy difícil encontrar antes de 1914 profecías que
vaticinaran ese curso de los acontecimientos. De hecho, apenas se había
recuperado el régimen zarista de la revolución de 1905 cuando, indeciso e
incompetente como siempre, se encontró una vez más acosado por una oleada
creciente de descontento social. Durante los meses anteriores al comienzo de la
guerra, el país parecía una vez más al bor de de un estallido, sólo conjurado por la
sólida lealtad del ejército, la policía y la burocracia. Como en muchos de los países
beligerantes, el entusiasmo y el patriotismo que embargaron a la población tras el
inicio de la guerra enmascararon la situación política, aunque en el caso de Rusia
no por mucho tiempo. En 1915, los problemas del gobierno del zar parecían de
nuevo insu-
LA REVOLUCIÓN MUNDIAL 65
1. Como en Rusia estaba en vigor el calendario juliano, retrasado trece días con respec to al calendario
gregoriano vigente en el resto del mundo cristiano u occidentalizado. la revo lución de febrero ocurrió
realmente en marzo, y la revolución de octubre, el 7 de noviembre. P"e la revolución de octubre la que
reformó el calendario ruso, al igual que la ortografía. Eso demuestra la profundidad de su impacto, pues es
bien sabido que suele ser necesario un autén tico terremoto sociopolítico para implantar pequeños cambios
de esa índole. La consecuencia mas duradera y universal de la revolución francesa fue precisamente la
implantación del siste ma métrico.
6 6 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
sistía ese tipo de régimen y a los que tampoco les importaba) bajo la direc ción de
unos partidos revolucionarios que aspiraban a conseguir algo más, o —y esta
segunda hipótesis parecía más probable— las fuerzas revoluciona rias iban más allá
de la fase burguesa-liberal hacia una «revolución perma nente» más radical (según
la fórmula enunciada por Marx que el joven Trotsky había recuperado durante la
revolución de 1905). En 1917, Lenin, que en 1905 sólo pensaba en una Rusia
democrático-burguesa, llegó desde el principio a una conclusión realista: no era el
momento para una revolución liberal. Sin embargo, veía también, como todos los
demás marxistas, rusos y no rusos, que en Rusia no se daban las condiciones para
la revolución socia lista. Los marxistas revolucionarios rusos consideraban que su
revolución tenía que difundirse hacia otros lugares.
Eso parecía perfectamente factible, porque la gran guerra concluyó en medio
de una crisis política y revolucionaria generalizada, particularmente en los países
derrotados. En 1918, los cuatro gobernantes de los países derro tados (Alemania,
Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria) perdieron el trono, además del zar de Rusia,
que ya había sido derrocado en 1917, después de ser derrotado por Alemania. Por
otra parte, los disturbios sociales, que en Ita lia alcanzaron una dimensión casi
revolucionaria, también sacudieron a los países beligerantes europeos del bando
vencedor.
Ya hemos visto que las sociedades de la Europa beligerante comenzaron a
tambalearse bajo la presión extraordinaria de la guerra en masa. La exalta ción
inicial del patriotismo se había apagado y en 1916 el cansancio de la guerra
comenzaba a dejar paso a una intensa y callada hostilidad ante una matanza
aparentemente interminable e inútil a la que nadie parecía estar dis puesto a poner
fin. Mientras en 1914 los enemigos de la guerra se sentían impotentes y aislados,
en 1916 creían hablar en nombre de la mayoría. Que la situación había cambiado
espectacularmente quedó demostrado cuando el 28 de octubre de 1916. Friedrich
Adler. hijo del líder y fundador del partido socialista austríaco, asesinó a sangre
fría al primer ministro austríaco, conde Stürgkh, en un café de Viena —no existían
todavía los guardaespaldas— en un gesto público de rechazo de la guerra.
El sentimiento antibelicista reforzó la influencia política de los socialis tas, que
volvieron a encarnar progresivamente la oposición a la guerra que había
caracterizado sus movimientos antes de 1914. De hecho, algunos par tidos (por
ejemplo, los de Rusia, Serbia y Gran Bretaña —el Partido Laboris ta Independiente
—) nunca dejaron de oponerse a ella, y aun en los países en los que los partidos
socialistas la apoyaron, sus enemigos más acérrimos se hallaban en sus propias
filas.2 Al mismo tiempo, el movimiento obrero orga nizado de las grandes industrias
de armamento pasó a ser el centro de la mili tancia industrial y antibelicista en los
principales países beligerantes. Los
2. En 1917, los socialistas alemanes se enfrentaron a propósito del tema de la guerra. La mayoría del
partido (SPD) continuó apoyándola, pero una fracción importante, contraria a la gue rra, se escindió y
constituyó el Partido Socialdemócrata Alemán Independiente (USPD).
LA REVOLUCION MUNDIAL 67
activistas sindicales de base en esas fábricas, hombres preparados que disfru taban
de una fuerte posición (shop stewards en Gran Bretaña; Betriebsobleu te en
Alemania), se hicieron célebres por su radicalismo. Los artificieros y mecánicos de
los nuevos navios dotados de alta tecnología, verdaderas fábri cas flotantes,
adoptaron la misma actitud. Tanto en Rusia como en Alemania, las principales
bases navales (Kronstadt, Kiel) iban a convertirse en núcleos revolucionarios
importantes y, años más tarde, un motín de la marinería fran cesa en el mar Negro
impediría la intervención militar de Francia contra los bolcheviques en la guerra
civil rusa de 1918-1920. Así, la oposición contra la guerra adquirió una expresión
concreta y encontró protagonistas dispuestos a manifestarla. No puede extrañar
que los censores de Austria-Hungría, que supervisaban la correspondencia de sus
tropas, comenzaran a advertir un cam bio en el tono de las cartas. Expresiones
como «si Dios quisiera que retornara la paz» dejaron paso a frases del tipo «Ya
estamos cansados» o incluso «Dicen que los socialistas van a traer la paz».
No es extraño, pues (también según los censores del imperio de los Habs
burgo), que la revolución rusa fuera el primer acontecimiento político desde el
estallido de la guerra del que se hacían eco incluso las cartas de las espo sas de los
campesinos y trabajadores. No ha de sorprender tampoco que, especialmente
después de que la revolución de octubre instalara a los bol cheviques de Lenin en el
poder, se mezclaran los deseos de paz y revolución social: de las cartas censuradas
entre noviembre de 1917 y marzo de 1918, un tercio expresaba la esperanza de
que Rusia trajera la paz, un tercio espe raba que lo hiciera la revolución y el 20 por
100 confiaba en una combina ción de ambas cosas. Nadie parecía dudar de que la
revolución rusa tendría importantes repercusiones internacionales. Ya la primera
revolución de 1905- 1906 había hecho que se tambalearan los cimientos de los
viejos imperios sobrevivientes, desde Austria-Hungría a China, pasando por
Turquía y Persia (véase La era del imperio, capítulo 12). En 1917, Europa era un
gran polvo rín de explosivos sociales cuya detonación podía producirse en
cualquier momento.
II
ción, mientras urgía a los obreros que mantuvieran la producción. No tenía otra
cosa que decirles.5
El nuevo régimen se mantuvo. Sobrevivió a una dura paz impuesta por
Alemania en Brest-Litovsk, unos meses antes de que los propios alemanes fueran
derrotados, y que supuso la pérdida de Polonia, las provincias del Bál tico, Ucrania
y extensos territorios del sur y el oeste de Rusia, así como, de peto, de
Transcaucasia (Ucrania y Transcaucasia serían recuperadas). Por su parte, los
aliados no vieron razón alguna para comportarse con más genero sidad con el
centro de la subversión mundial. Diversos ejércitos y regímenes
contrarrevolucionarios («blancos») se levantaron contra los soviets, financia dos
por los aliados, que enviaron a suelo ruso tropas británicas, francesas,
norteamericanas, japonesas, polacas, serbias, griegas y rumanas. En los peo res
momentos de la brutal y caótica guerra civil de 1918-1920, la Rusia soviética
quedó reducida a un núcleo cercado de territorios en el norte y el centro, entre la
región de los Urales y los actuales estados del Báltico, ade más del pequeño
apéndice de Leningrado, que apunta al golfo de Finlandia. Los únicos factores de
peso que favorecían al nuevo régimen, mientras crea ba de la nada un ejército a la
postre vencedor, eran la incompetencia y divi sión que reinaban entre las fuerzas
«blancas», su incapacidad para ganar el apoyo del campesinado ruso y la bien
fundada sospecha de las potencias occidentales de que era imposible organizar
adecuadamente a esos soldados y marineros levantiscos para luchar contra los
bolcheviques. La victoria de éstos se había consumado a finales de 1920.
Ar.í pues, y contra lo esperado, la Rusia soviética sobrevivió. Los bol cheviques
extendieron su poder y lo conservaron, no sólo durante más tiem po del que había
durado la Comuna de París de 1871 (como observó con orgullo y alivio Lenin una
vez transcurridos dos meses y quince días), sino a lo largo de varios años de
continuas crisis y catástrofes: la conquista de los alemanes y la dura paz que les
impusieron, las secesiones regionales, la con trarrevolución, la guerra civil, la
intervención armada extranjera, el hambre y el hundimiento económico. La única
estrategia posible consistía en escoger, día a día, entre las decisiones que podían
asegurar la supervivencia y las que podían llevar al desastre inmediato. ¿Quién iba
a preocuparse de las conse cuencias que pudieran tener para la revolución, a largo
plazo, las decisiones que había que tomar en ese momento, cuando el hecho de no
adoptarlas supondría liquidar la revolución y haría innecesario tener que analizar,
en el futuro, cualquier posible consecuencia? Uno tras otro se dieron los pasos
necesarios y cuando la nueva república soviética emergió de su agonía, se
descubrió que conducían en una dirección muy distinta de la que había pre visto
Lenin en la estación de Finlandia.
5. «Les dije: haced lo que queráis, tomad cuanto queráis, os apoyaremos, pero cuidad la producción,
tened en cuenta que la producción es útil. Haced un trabajo útil; cometeréis errores. Pero aprenderéis»
(Lenin, Informe sobre las actividades del consejo de los comisarios del pue blo, 11/24 de enero de 1918.
Lenin, 1970. p. 551).
72 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
III
6. La capital de la Rusia zarista era San Petersburgo. En la primera guerra mundial se consideraba que
ese nombre sonaba demasiado a alemán, y fue sustituido por el de Petrogrado. A la muerte de Lenin. pasó a
llamarse Leningrado (1924) y tras el derrumbamiento de la URSS recuperó su nombre original. La Unión
Soviética (seguida por sus satélites más serviles) mos-
LA REVOLUCIÓN MUNDIAL 73
escucharon en todos los lugares donde existían movimientos obreros y socia listas,
con independencia de su ideología, e incluso más allá. Hasta los traba jadores de las
plantaciones de tabaco de Cuba, muy pocos de los cuales sabían dónde estaba
Rusia, formaron «soviets». En España, al período 1917- 1919 se le dio el nombre de
«bienio bolchevique», aunque la izquierda espa ñola era profundamente anarquista,
que es como decir que se hallaba en las antípodas políticas de Lenin. Sendos
movimientos estudiantiles revoluciona rios estallaron en Pekín (Beijing) en 1919 y
en Córdoba (Argentina) en 1918, y desde este último lugar se difundieron por
América Latina generando líde res y partidos marxistas revolucionarios locales. El
militante nacionalista indio M. N. Roy se sintió inmediatamente hechizado por el
marxismo en México, donde la revolución local, que inició su fase más radical en
1917, reconocía su afinidad con la Rusia revolucionaria: Marx y Lenin se convir
tieron en sus ídolos, junto con Moctezuma, Emiliano Zapata y los trabajado res
indígenas, y su presencia se aprecia todavía en los grandes murales de sus artistas
oficiales. A los pocos meses, Roy se hallaba en Moscú, donde desem peñó un
importante papel en la formulación de la política de liberación colo nial de la nueva
Internacional Comunista. La revolución de octubre (en parte a través de socialistas
holandeses como Henk Sneevliet) dejó su impronta en la principal organización de
masas del movimiento de liberación nacional indonesio, Sarekat Islam. «Esta
acción del pueblo ruso —escribió un perió dico de provincias turco— será algún día
un sol que iluminará a la humani dad.» En las remotas tierras interiores de
Australia, los rudos pastores (muchos de ellos católicos irlandeses), que no se
interesaban por la teoría política, saludaron alborozados a los soviets como el
estado de los trabajado res. En los Estados Unidos, los finlandeses, que durante
mucho tiempo fue ron la comunidad de inmigrantes más intensamente socialista, se
convirtieron en masa al comunismo, multiplicándose en los inhóspitos
asentamientos mineros de Minnesota las reuniones «donde la simple mención del
nombre de Lenin hacía palpitar el corazón ... En medio de un silencio místico, casi
en un éxtasis religioso, admirábamos todo lo que procedía de Rusia». En suma, la
revolución de octubre fue reconocida universalmente como un acon tecimiento que
conmovió al mundo.
Incluso muchos de los que conocieron más de cerca la revolución, y que la
vieron, por tanto, sin sentirse llevados a estas formas de éxtasis religioso, se
convirtieron también, desde prisioneros de guerra que regresaron a sus países
como bolcheviques convencidos y futuros líderes comunistas, como el mecánico
croata Josip Broz (Tito), hasta periodistas que visitaban el país, como Arthur
Ransome, del Manchester Guardian, que no era una figura política destacada, sino
que se había dado a conocer como autor de delicio
traba una inclinación desusada a la toponimia política, complicada frecuentemente por los ava
lares de la política partidista. Así, Tsaritsyn, en el Volga, pasó a llamarse Stalingrado, escena
rio de una batalla épica en la segunda guerra mundial, pero a la muerte de Stalin se convirtió
en Volgogrado. En el momento de escribir estas líneas conserva todavía ese nombre.
7 4 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
7. Los socialdemócratas moderados obtuvieron algo menos del 38 por 100 de los votos
—el porcentaje más alto que nunca alcanzaron— y los socialdemócratas independientes,
revo lucionarios, aproximadamente el 7,5 por 100.
8. Su derrota desencadenó una diaspora de refugiados políticos e intelectuales por todo
el mundo. Algunos de ellos harían una sorprendente carrera, como el magnate
cinematográfico sir Alexander Korda y el actor Bela Lugosi, célebre sobre todo por ser el
primer protagonista del Drácula cinematográfico.
9. La llamada Primera Internacional era la Asociación Internacional de los Trabajadores
constituida por Marx, que estuvo vigente entre 1864 y 1872.
LA REVOLUCIÓN MUNDIAL 77
IV
misferio occidental, unida a Luis Carlos Prestes (con quien finalmente se casó),
líder de una larga marcha insurreccional a través de las zonas más remotas del
Brasil, que en 1935 pidió a Moscú que apoyara su levantamiento, gl levantamiento
fracasó y el gobierno brasileño entregó a Olga a la Alema
nia hitleriana, donde murió en un campo de concentración. Por su parte, Otto tuvo
más éxito en su actividad revolucionaria en Oriente como experto mili tar de la
Comintern en China y como único elemento no chino que participó en la célebre
«Larga Marcha» de los comunistas chinos, antes de regresar a Moscú para ir,
posteriormente, a la RDA. (Esa experiencia despertó en él escepticismo con
respecto a Mao.) ¿Cuándo, excepto en la primera mitad del
siglo xx, podían haber seguido ese curso dos vidas interrelacionadas? Así pues, en
la generación posterior a 1917, el bolchevismo absorbió a todas las restantes
tradiciones socialrevolucionarias o las marginó dentro de los movimientos
radicales. Hasta 1914 el anarquismo había sido una ideolo gía mucho más atractiva
que el marxismo para los activistas revolucionarios en una gran parte del mundo.
Fuera de la Europa oriental, Marx era conside rado como el gurú de los partidos de
masas cuyo avance inevitable, aunque no arrollador, hacia la victoria había
demostrado. Pero en los años treinta, el anarquismo ya no era una fuerza política
importante (salvo en España), ni siquiera en América Latina, donde los colores
negro y rojo habían inspirado tradicionalmente a muchos más militantes que la
bandera roja. (Incluso en España, la guerra civil acabó con el anarquismo y
revitalize a los comunis tas, que hasta ese momento detentaban una posición de
escasa significación.) En efecto, los grupos revolucionarios sociales que existían al
margen del co munismo de Moscú tomaron a partir de entonces a Lenin y a la
revolución de octubre como punto de referencia. Casi siempre estaban dirigidos o
ins pirados por algún disidente o expulsado de la Comintern que, una vez que
Stalin estableció y afianzó su dominio sobre el Partido Comunista soviético y sobre
la Internacional, se dedicó a una caza de herejes cada vez más implacable. Pocos
de esos centros bolcheviques disidentes tenían importan cia política. El más
prestigioso y célebre de los herejes, el exiliado León Trotsky —uno de los dos
líderes de la revolución de octubre y el arquitecto del ejército rojo—, fracasó por
completo en todos sus proyectos. Su Cuarta Internacional, que pretendía competir
con la Tercera, sometida a la influen cia de Stalin, no alcanzó importancia. En
1940, cuando fue asesinado por orden de Stalin en su exilio mexicano, había
perdido toda su influencia política.
En suma, ser un revolucionario social significaba cada vez más ser segui dor de
Lenin y de la revolución de octubre y miembro o seguidor de alguno de los partidos
comunistas alineados con Moscú, tanto más cuanto que, tras la victoria de Hitler en
Alemania, esos partidos adoptaron políticas de unidad antifascista, lo que les
permitió superar el aislamiento sectario y conseguir apoyo masivo entre los
trabajadores e intelectuales (véase el capítulo V). Los jóvenes que anhelaban
derrocar al capitalismo abrazaron el comunismo orto doxo e identificaron su causa
con el movimiento internacional que tenía su