Virgilio, Eneida, Trad de Ochoa
Virgilio, Eneida, Trad de Ochoa
Virgilio, Eneida, Trad de Ochoa
V I R G I L I O
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eligen solar para labrarse casa y acotarla con una zanja; éstos
atienden a la elección de jueces y magistrados y del venerado
senado. Unos aquí cavan un puerto, otros allí disponen los
hondos cimientos de los teatros y arrancan de las canteras
enormes columnas, alto ornamento de los futuros espectá-
culos. Tal en la primavera ejercitan las abejas su trabajo al sol
por los floridos campos, cuando sacan los enjambres ya cre-
cidos, o cuando labran la líquida miel, o llenan sus celdillas
con el dulce néctar, o reciben las cargas de las que llegan, o
en batallón cerrado embisten a la indolente turba de los zán-
ganos y los ahuyentan de las colmenas. Hierve la faena; la
fragante miel esparce un fuerte olor de tomillo. “¡Oh, afor-
tunados aquéllos, cuyas murallas se están ya levantando!”
exclama Eneas, y contempla las cimas de la ciudad naciente;
luego se entra por medio, encubierto con la niebla, y se mez-
cla entre la multitud (¡oh maravilla!) sin que ninguno le vea.
Hubo en medio de la ciudad un bosque de muy apacible
sombra, que fue el sitio en que los Penos, después de sus
grandes trabajos por las olas y los temporales, hallaron una
primera señal que les mostrara la regia Juno, y era la cabeza
de un fuerte caballo, para indicar que aquella nación había de
ser en todo tiempo ilustre en la guerra y rica de manteni-
mientos. Allí la sidonia Dido hacía labrar un gran templo,
consagrado a Juno, riquísimo con sus dones y con la presen-
cia de la diosa. Ya se levantaban en las gradas los dinteles de
bronce y las vigas ensambladas con el mismo metal; los qui-
cios rechinaban con las puertas de hierro. En este bosque
fue donde por primera vez se le ofreció un objeto que mitigó
sus temores; allí fue donde por primera vez se atrevió Eneas
a esperar alivio a sus males y a confiar en mejor suerte, por-
que mientras, aguardando a la Reina, lo examina todo cosa
por cosa en el gran templo; mientras admira la rara fortuna
de aquella ciudad y el primor de las obras y la habilidad de
los artífices, ve representadas por su orden las batallas troya-
nas y toda aquella gran guerra que la fama ha divulgado ya
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deadero poco seguro para las naves. Allí avanzan los Griegos
y se ocultan en la desierta playa, mientras nosotros creíamos
que habían levantado el campo y enderezado el rumbo a
Micenas: con esto, toda Troya empieza a respirar tras su
largo luto. Abrense las puertas; para todos es un placer salir
de la ciudad y ver los campamentos dóricos, los lugares ya
libres de enemigos y la abandonada playa; aquí acampaba la
hueste de los Dólopes; allí tenía sus tiendas el feroz Aquiles;
en aquel punto fondeaba la escuadra, por aquel otro solía
embestir el ejército. Unos se maravillan en vista de la funesta
ofrenda consagrada a la virginal Minerva, y se pasman de la
enorme mole del caballo, siendo Timetes el primero en
aconsejar que se lleve a la ciudad y se coloque en el alcázar,
ya fuese traición, ya que así lo tenían dispuesto los hados de
Troya; pero Capis, y con él los más avisados, querían, o que
se arrojase al mar aquella traidora celada, sospechoso don de
los Griegos, o que se le prendiese fuego por debajo, o que se
barrenase el vientre del caballo y registrasen sus hondas ca-
vidades. El inconstante vulgo se divide en encontrados pare-
ceres.
"Baja entonces corriendo del encumbrado alcázar, segui-
do de gran multitud, el fogoso Laoconte, el cual desde lejos,
" ¡Oh miserables ciudadanos!" empezó a gritarles: ¿Qué
increíble locura es ésta? ¿Pensáis que se han alejado los ene-
migos y os parece que puede estar exento de fraude don
alguno de los Dánaos? ¿Así conocéis a Ulises? O en esa
armazón de madera hay gente aquiva oculta, o se ha fabrica-
do en daño de nuestros muros, con objeto de explorar
nuestras moradas y dominar desde su altura la ciudad, o al-
gún otro engaño esconde. ¡Troyanos, no creáis en el caballo!
¡Sea de él lo que fuere, temo a los griegos hasta en sus do-
nes!" Dicho esto, arrojó con briosa pujanza un gran venablo
contra los costados y el combo vientre del caballo, en el cual
se hincó retemblando y haciendo resonar con hondo gemido
sus sacudidas cavidades; y a no habernos sido adversos los
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dicha allí cerca un túmulo, que cubría con sus espesas ramas
un cerezo silvestre y un enorme arrayán. Lleguéme a él, y
queriendo arrancar del suelo algunas verdes malezas para
esparcir sus hojas sobre los altares, se aparece a mis ojos un
horrendo prodigio: del primer arbusto que descuajo, destilan
gotas de negra sangre, con que se empapa el suelo; un frío
horror paraliza mis miembros; helada de espanto, se me
cuaja la sangre en las venas. Segunda vez pruebo a arrancar
el flexible tallo de otro arbusto para descubrir la causa de
aquel misterio, y otra vez chorrea sangre la corteza. Revol-
viendo en mi mente mil pensamientos, invocaba a las ninfas
de las selvas y al padre Gradivo, que protege los campos de
los Getas, a fin de que trocasen aquella triste aparición en
próspero agüero; pero cuando con mayor empuje pruebo a
arrancar la tercera mata, y forcejeo, apoyada una rodilla en la
arena (¿lo diré o no?), sale de lo más hondo del túmulo un
gemido lastimero, y llegan a mis oídos estas palabras: "¿Por
qué, ¡Oh Eneas!, despedazas a un infeliz? Deja en paz al que
yace en el sepulcro; no manches con un crimen tus piadosas
manos. Hijo de Troya como tú, no soy para ti un extranjero;
esa sangre que ves, no mana de los arbustos. ¡Ah! huye de
este despiadado suelo, huye de estas avaras playas. Yo soy
Polidoro; aquí me encubre, clavado en tierra, una férrea mies
de dardos, cuyas aceradas puntas han ido botando sobre mi
cuerpo acribillado." Oprimido entonces el ánimo de un in-
quieto terror, quédeme yerto, mis cabellos se erizaron y la
voz se me pegó a la garganta.
Era aquel Polidoro el mismo a quien el desventurado
Príamo, cuando llegó a desconfiar del triunfo de las armas
troyanas, viendo estrechamente cercada su ciudad, envió
tiempo antes, con gran cantidad de oro, al Rey de Tracia
para que cuidase de su crianza. El Rey, tan luego como vio
mal paradas las cosas de los Troyanos, y que los abandonaba
la fortuna, siguió el partido de Agamenón y de sus armadas
vencedoras, y atropellando todos los deberes, degüella a Po-
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avanzan las dos, juntas las proas, y con sus largas quillas sur-
can las salobres olas. Ya se acercaban al peñasco y llegaban
casi a la meta, cuando Gías, que era el que llevaba más ven-
taja, grita a su piloto Menetes: "¿Por qué tuerces tanto a la
derecha? Endereza por aquí el rumbo; acércate a la playa, y
haz que los remos rasen las peñas de la izquierda; deja a los
otros la alta mar." Dijo; pero Menetes, temeroso de los ba-
jíos, tuerce la proa en dirección a la mar. "¿A dónde tuerces?
¡A las peñas, Menetes!" le gritaba nuevamente Gías, cuando
he aquí que ve a sus espaldas a Cloanto, que le va al alcance
y está ya más cerca que él de las peñas. Cloanto, en efecto,
metido ya entre la nave de Gías y las sonoras peñas, va ra-
sando el derrotero de la izquierda, coge de súbito la delantera
a su rival, y dando la espalda a la meta, boga seguro por el
piélago. Inflama entonces el pecho del mancebo un profun-
do dolor, baña el llanto sus mejillas, y olvidando su propio
decoro y la salvación de sus compañeros, arroja de cabeza en
el mar, desde la alta popa, al tardío Menetes, y poniéndose
de piloto en su lugar, dirige la faena y endereza el timón ha-
cia la playa. Entretanto Menetes, quebrantado ya por los
años, logra, en fin, a duras penas salir del hondo abismo, y
todo empapado y chorreando agua sus vestiduras, trepa a la
cima del escollo y se sienta en la seca piedra. Riéronse de él
los Teucros, viéndole caer y nadar, y de nuevo se rieron
viéndole luego arrojar por la boca las amargas olas. Entonces
los dos que estaban últimos, Sergesto y Mnesteo, arden en
alegre esperanza de adelantarse al retrasado Gías. Avanza
Sergesto y se acerca al peñasco, pero no logra llevarle de
ventaja todo el largo de su nave; sólo una parte le adelanta, y
la otra va acosada por la proa de su rival, la Priste. En tanto
Mnesteo, recorriendo su nave, excita así a los remeros:
"Ahora, ahora es la ocasión de hacer fuerza de remos, ¡Oh
compañeros de Héctor, a quienes por tales elegí en el su-
premo trance de Troya! ¡Desplegad ahora aquel esfuerzo,
aquellos bríos que demostrasteis en las sirtes gétulas y en el
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dio para ello (pues no creo que sin especial favor de los dio-
ses te prepares a surcar la terrible laguna Estigia), tiende la
diestra a este infeliz y llévame contigo por esas aguas, para
que en muerte a lo menos descanse en plácidas moradas!"
Dijo y al punto la habla así la Sibila: "¿De dónde te viene
¡Oh Palinuro! esa insensata aspiración? ¿Tú, insepulto, habías
de visitar las aguas estigias y el tremendo río de las Euméni-
des, y sin mandato de los dioses habías de pasar a la opuesta
orilla? Renuncia a la esperanza de torcer con tus ruegos el
curso de los hados, pero guarda en la memoria estas pala-
bras, como consuelo en tu cruel desventura. Sabrás que to-
dos los pueblos comarcanos, aterrados en vista de mil
prodigios celestes, aplacarán tus manes, depositando tus
huesos bajo un túmulo, instituirán en él solemnes sacrificios,
y aquel sitio conservará eternamente el nombre de Palinuro."
Estas palabras calmaron su afán y ahuyentaron un poco el
dolor de su triste corazón, complacido a la idea de que un
lugar de la tierra había de llevar su nombre.
Prosiguen, pues, Eneas y la Sibila el comenzado camino y
se acercan al río, cuando el barquero, al verlos desde la lagu-
na Estigia ir por el callado bosque, encaminándose hacia la
orilla, les ataja enojado el paso con estas palabras: "Quien-
quiera que seas, tú, que te encaminas armado hacia mi río,
ea, dime a qué vienes y no pases de ahí. Esta es la mansión
de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche; no me
es permitido llevar a los vivos en la barca Estigia, y a fe no
tengo motivos para congratularme de haber recibido en este
lago a Alcides, a Teseo y a Piritoo, aunque eran del linaje de
los dioses y de invicta pujanza; el primero amarró con su
mano al guarda del Tártaro, y le arrancó temblando del trono
del mismo Rey; los otros intentaron robar de su tálamo a la
esposa de Dite." Así le respondió brevemente la sacerdotisa
del Anfriso: "No abrigamos nosotros tales insidias; serénate;
estas armas no arguyen violencia; siga en buen hora el gran
Cerbero en su caverna espantando a las sombras con eterno
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veía sus hados, sus varias fortunas, sus hechos, sus proezas.
Apenas vio a Eneas, que se dirigía a él cruzando el prado,
tendióle alegre entrambas manos, y bañadas de llanto las
mejillas, dejó caer de sus labios estas palabras: "¡Que al fin
has venido, y tu tan probada piedad filial ha superado este
arduo camino! ¡Que al fin me es dado ver tu rostro, hijo mi,
y oír tu voz y hablarte como de antes! Yo en verdad, com-
putando los tiempos, discurría que así había de ser, y no me
ha engañado mi afán. ¡Cuántas tierras y cuántos mares has
tenido que cruzar para venir a verme! ¡Cuántos peligros has
arrostrado, hijo mío! ¡Cuánto temía yo que te fuesen fatales
las regiones de la Libia!" Eneas le respondió: "Tu triste ima-
gen, ¡Oh padre! presentándoseme continuamente, es la que
me ha impulsado a pisar estos umbrales. Mi armada está
surta en el mar Tirreno. Dame, ¡Oh padre! dame tu diestra y
no te sustraigas a mis brazos." Esto diciendo, largo llanto
bañaba su rostro: tres veces probó a echarle los brazos al
cuello; tres la imagen, en vano asida, se escapó de entre sus
manos como un aura leve o como lado sueño.
Eneas en tanto ve en una cañada un apartado bosque lle-
no de gárrulas enramadas, plácido retiro, que baña el río
Leteo. Innumerables pueblos y naciones vagaban alrededor
de sus aguas, como las abejas en los prados cuando, durante
el sereno estío, se posan sobre las varias flores, y apiñadas
alrededor de las blancas azucenas, llenan con su zumbido
toda la campiña. Ignorante Eneas de lo que ve, y estremeci-
do ante aquella súbita aparición, pregunta la causa, cuál es
aquel dilatado río y qué gentes son las que en tan grande
multitud pueblan sus orillas. Entonces el padre Anquises,
"Esas almas, le dice, destinadas por el hado a animar otros
cuerpos, están bebiendo en las tranquilas aguas del Leteo el
completo olvido de lo pasado. Hace mucho tiempo que de-
seaba hablarte de ellas, hacértelas ver, y enumerar delante de
ti esa larga prole mía, a fin de que te regocijes más conmigo
de haber por fin encontrado a Italia." "¡Oh padre! ¿Es creíble
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entre las llamas lograron abrirse camino. ¡Por quien soy, que
creo que ya mi numen se declara vencido y que he dado tre-
gua a la lucha, harta ya de aborrecer! Irritada contra esos
prófugos de su patria, he osado seguirlos por todos los ma-
res y contrastarlos en todos ellos; contra los Teucros se han
estrellado las fuerzas del cielo y del mar. ¿De qué me valie-
ron las Sirtes, ni Scila, ni la enorme Caribdis? Libres ya del
mar y de mis iras, van a poblar las suspiradas márgenes del
Tíber. Marte fue bastante poderoso para aniquilar el feroz
linaje de los Lapitas; el mismo padre de los dioses entregó la
antigua Calidonia a las iras de Diana, y ¿Cuál fue para tanto
castigo el crimen de los Lapitas, cuál el de Calidonia? ¡Yo
empero, yo, la poderosa consorte de Júpiter; yo, que, infeliz,
nada he dejado por intentar; yo, que a todo he acudido por
mí misma, soy vencida por Eneas! Pues bien; ya que mi nu-
men puede tan poco, no hay auxilio que titubee ya en implo-
rar; pues no alcanzo a doblegar a los dioses del cielo, acudiré
a los del Aqueronte. En buen hora que no pueda arrebatar a
Eneas el imperio del Lacio, en buen hora el irrevocable hado
le asegure por esposa a Lavinia; pero conseguiré a lo menos
poner trabas y dilaciones al cumplimiento de esos grandes
sucesos; pero conseguiré exterminar a fuerza de guerras los
pueblos de ambos reyes. Unanse en buen hora, a costa del
sacrificio de los suyos, el yerno y el suegro; tu dote será ¡Oh
virgen! la sangre de los Troyanos y de los Rútulos; Belona
será madrina de tus bodas. No será la hija de Ciseo la única
que haya concebido en sus entrañas una tea encendida; tam-
bién el hijo de Venus será otro Paris, y segunda vez las teas
de himeneo serán funestas a la nueva Troya."
Dicho esto, encamínase furiosa a la tierra y evoca de la
mansión de las tinieblas infernales, donde moran las horri-
bles hermanas, a la calamitosa Alecto, cuyo corazón sólo se
goza en tristes guerras, en iras, traiciones y atroces crímenes.
Su propio padre Plutón, sus mismas tartáreas hermanas abo-
rrecen a este monstruo: ¡Tantas y tan espantosas caras muda,
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lecho, buscando sus armas; sus armas busca por todo el pa-
lacio, respirando ansia insensata de hierro y lides y ardiendo
en ciega ira; no de otra suerte, cuando se enciende una reso-
nante lumbrada, de retamas debajo de una caldera llena de
agua, hierve ésta con estrépito y se levanta espumante, y
rebosa, y convertida en negro vapor, se exhala por los aires.
Declara, pues, a sus principales guerreros que, rota la paz, va
a marchar contra el rey Latino, y manda aprestar las armas,
fortificar a Italia y arrojar de sus confines al enemigo; él sólo
basta, dice, contra los Teucros y los Latinos. Dicho esto e
invocando los dioses, excítanse mutuamente y a porfía los
Rútulos a la guerra, movidos del amor que profesan a su rey,
unos por su gallardía y juventud, éstos por su regia prosapia,
aquéllos por sus preclaras hazañas.
Mientras Turno infunde animoso brío a los Rútulos,
vuela Alecto, batiendo sus infernales alas, al campamento de
los Teucros, e ideando nuevas trazas, explora los sitios en
que el hermoso Iulo se entretenía en acosar las fieras con
lazos y a la carrera. Entonces la virgen del Cocito comunica a
sus perros súbita rabia, les lleva a la nariz el conocido olor de
un ciervo para que ardientes le persigan, lo cual vino a ser la
ocasión primera de tantos desastres y lo que inflamó en gue-
rrera saña a aquellas rústicas gentes. Había un hermosísimo
ciervo de gran cornamenta, al cual desde que aún mamaba
arrebataron a su madre y criaban los hijos de Tirreo, y éste
también, que era el mayoral de los ganados del Rey y el
guarda de sus dilatados campos. Criábale con particular amor
y le tenía acostumbrado a obedecerla Silvia, hermana de
aquellos mancebos; ella le adornaba las astas con guirnaldas,
le peinaba el cuerpo y le lavaba en cristalinas fuentes. Hecho
a que le pasaran la mano, a comer en la mesa de su ama,
vagaba de día por las selvas, y a la noche, aunque ya muy
entrada, se volvía por sí solo al conocido hogar. Sucedió por
dicha aquel día que errante, lejos de él, cuando acababa de
bañarse en un manso río y estaba descansando del gran calor
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cada vez más altas sus olas, hasta que alza al firmamento aun
las aguas de sus más profundos abismos. En esto el joven
Almón, el mayor de los hijos de Tirreo, que lidiaba en prime-
ra fila, cae herido de una estridente saeta, que, hincándosele
debajo de la garganta, ahogó con sangre sus labios la frágil
vida. A su lado sucumben otros muchos, y entre ellos,
mientras se estaba ofreciendo medianero para poner paz, el
anciano Galeso, varón el más justo y rico que tenía entonces
la Ausonia; cinco rebaños de ovejas y cinco vacadas volvían
casi de noche de sus dehesas, y en la labranza de sus hereda-
des empleaba cien arados.
Mientras con dudosa fortuna sigue trabada aquella lid en
los campos, la Furia, que ha cumplido ya su promesa ensan-
grentando la guerra y ocasionando muertes al primer cho-
que, abandona la Hesperia, y remontándose al aéreo espacio,
habla así ufana a Juno con arrogantes voces: "¡Allí tienes
suscitada con una sañuda guerra la discordia que apetecías;
prueba ahora a amistarlos de nuevo y a ponerlos en paz! Una
vez que ya he rociado a los Teucros con sangre ausonia, más
haré todavía si me aseguras que tal es tu voluntad; yo espar-
ciré rumores que subleven a los pueblos comarcanos e in-
flamaré los ánimos en insano furor guerrero para que de
todas partes acudan en auxilio de los Latinos; yo sembraré de
armas los campos." Juno le respondió: "Harto hay ya de
terrores y amaños. Ya hay ocasión bastante para la guerra, y
lidian cuerpo a cuerpo; esas armas que les dio la ventura
están ya bañadas de reciente sangre. Celebren ya, en buen
hora, tales bodas, júntense con tales lazos el ilustre hijo de
Venus y el rey Latino. Por lo que a ti toca, no consentirá el
sumo Padre, árbitro del Olimpo, que por más tiempo vagues
libre por los espacios etéreos. Vuélvete a tu morada; yo pro-
veeré por mí misma a cuanto pueda sobrevenir en esta tra-
bajosa empresa." Esto dijo la hija de Saturno. Alecto
entonces, batiendo sus estridentes alas, cuajadas de sierpes,
vuela a la mansión del Cocito, abandonando las celestes altu-
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medio del fuego, allí donde ondean las más densas humare-
das, donde más hierve la negra niebla que llena la vasta ca-
verna, allí agarra a Caco, que vanamente vomitaba llamas en
medio de la obscuridad, le enlaza con sus robustos brazos y
le comprime hasta hacerle saltar los ojos de sus órbitas y
arrojar por la seca garganta un chorro de sangre. Arrancada
de pronto la puerta, ábrese la negra cueva y descúbrense a la
luz del día las becerras robadas y todas las rapiñas que nega-
ba el perjuro. Acuden algunas gentes y sacan de la cueva,
arrastrándole por los pies, el informe cadáver, sin acertar a
saciarse de mirar aquellos terribles ojos, aquel rostro, el cer-
doso pecho de aquella especie de fiera y los fuegos apagados
en sus fauces. Desde entonces empezó a celebrarse esta
fiesta en honor de Hércules, perpetuada por las generaciones
agradecidas, habiendo sido Poticio su fundador, y la familia
Pinaria, custodia del sacro rito hercúleo, erigió en el bosque
ese altar, que siempre se denominará, siempre será el más
grande para nosotros. Así, pues, ¡Oh mancebos! tomad parte
en esta fiesta, ceñid de ramaje vuestras cabelleras en honor
de los grandes hechos que vamos a celebrar, levantad las
copas en las diestras, invocad a nuestro común numen y
libad vinos sin duelo." Dijo, y el álamo consagrado a Hércu-
les veló con sus hojas de dos colores la cabellera del héroe y
pendió en guirnaldas de sus sienes, la sagrada copa llenó su
mano y al punto todos alegres hacen en las mesas libaciones
y elevan preces a las deidades.
Alzábase entre tanto por el inclinado cielo la estrella de la
tarde; ya iban andando los sacerdotes y delante de todos
Poticio, ceñidos de pieles conforme al rito, llevando en sus
manos el fuego sagrado. Empiezan los festines, y las segun-
das mesas se cubren de gratos dones; en bandejas llenas se
acumulan las ofrendas encima de los altares. Entonces co-
mienzan sus cánticos los Salios, ceñidas las sienes de guir-
naldas de álamo, en torno de las encendidas piras. Este coro
es de mancebos, aquél de ancianos; ambos cantan en sus
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a aquella raza indómita que vivía errante por los altos mon-
tes, y les dio leyes, y puso el nombre de Lacio a estas playas,
en memoria de haber hallado en ellas un sitio seguro donde
ocultarse. Es fama que en los años que reinó Saturno fue la
edad de oro: ¡De tal manera regia sus pueblos en plácida paz!
hasta que poco a poco llegó una edad inferior y descolorida,
a que siguieron el furor de la guerra y el ansia de poseer.
Entonces vinieron huestes ausonias y tribus sicanas, y mu-
chas veces cambió de nombre esta tierra de Saturno; enton-
ces también la dominaron reyes, y entre ellos el fiero Tíber,
terrible gigante, por quien, andando el tiempo, los Italos
denominaron Tíber a nuestro río; así el antiguo Albula per-
dió su verdadero nombre. Arrojado de mi patria y avezado a
todos los trabajos del mar, la omnipotente fortuna y el ine-
vitable hado me trajeron a estos sitios, a los que me impelían
los tremendos mandatos de mi madre la ninfa Carmenta y
los oráculos del dios Apolo." Dicho esto, prosigue su cami-
no y enseña a Eneas el ara y la puerta que los Romanos de-
nominan Carmental; antiguo monumento, levantado en
honor de la ninfa Carmenta, fatídica profetisa que la primera
vaticinó la futura grandeza de los hijos de Eneas y las glorias
del monte Palatino. Enseguida le enseñó el espacioso bosque
donde el valeroso Rómulo abrió un asilo, y bajo la fría roca
el Lupercal, así llamado a la usanza de los Arcades, que dan
al dios Pan el nombre de Liceo. Igualmente le enseña el bos-
que del sacro Argileto, y le refiere la historia de la muerte de
su huésped Argos, tomando a aquellos mismos lugares por
testigos de que no tuvo parte de ella. Desde allí le lleva a la
roca Tarpeya y al futuro Capitolio, hoy cubierto de oro, en-
tonces erizado de silvestre maleza. Ya en aquellos tiempos el
religioso horror que infunde este sitio aterraba a los medro-
sos campesinos; ya en aquellos tiempos temblaban a la vista
del bosque y de la roca. "En este bosque, dijo Evandro; en
este bosque de frondosa cumbre mora un dios, no sabemos
cuál. Los Arcades creen haber visto en él al mismo Júpiter en
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siente que peleen uno contra otro, pues los reservan sus ha-
dos a sucumbir cada cual a manos de más insigne enemigo.
En tanto persuade a Turno su divina hermana la ninfa
Iuturna que acuda en socorro de Lauso, y cruzando el Rey
por medio de las huestes en su veloz carro, exclama, en
cuanto ve a sus aliados: "Cesad en la pelea, yo solo quiero ir
contra Palante; Palante se me debe a mí solo. ¡Ojalá estuviese
su padre aquí presente!" Dice, y los aliados se apartan, de-
jándole el campo libre. Pásmase el mancebo de aquel arro-
gante mandato, de la retirada de los Rútulos y de la repentina
aparición de Turno; clava la vista en aquel cuerpo gigantesco,
lo reconoce todo en contorno con sañuda mirada, y replica
al tirano estas palabras: "Pronto me loarán, o por haber arre-
batado óptimos despojos, o por haber conseguido gloriosa
muerte; iguales son a mi padre uno u otro destino; cesa,
pues, en tus amenazas." Dicho esto, avánzase a la mitad del
campo; hiélase a los Arcades la sangre en las venas. Apéase
de su carro de dos caballos; a pie y de cerca se dispone a
lidiar. Cual se arroja un león cuando desde su alta guarida ve
a lo lejos en los campos un toro dispuesto a la pelea, tal se
precipita Turno. Luego que le juzgó bastante cerca para al-
canzarlo con su lanza, anticipóse Palante a arremeterle, pen-
sando si la fortuna y la audacia suplirán la desigualdad de sus
fuerzas, y en estos términos dirigió una plegaria al cielo: "Por
la hospitalidad que te dio mi padre, por su mesa, a la que
fuiste a sentarte, yo te ruego ¡Oh Alcides! que me asistas en
esta mi primera grande empresa; véame Turno, moribundo,
arrebatarle sus sangrientas armas, y clave en su vencedor los
moribundos ojos." Oyó Alcides al mancebo, y en lo más
hondo de su pecho reprimió un gran gemido y derramó inú-
tiles lágrimas. Júpiter entonces dirigió a su hijo estas palabras
amigas: "A cada uno le están señalados sus días, breve e irre-
parable es para todos el plazo de la vida; pero alcanzar con
grandes hechos fama duradera, obra es del valor. ¡Cuántos
hijos de dioses sucumbieron bajo las altas murallas de Troya!
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hondo del pecho estos lamentos: "¡Ah! con harto cruel casti-
go has pagado ¡Oh virgen! tu empeño de guerrear contra los
Troyanos. No te valió pasar la vida en la soledad de las sel-
vas, dada al culto de Diana, ni ceñir al hombro nuestras sae-
tas. Sin embargo, tu reina no te abandona sin gloria en este
último trance, ni tu muerte quedará desconocida y obscura
entre las gentes, ni pasarás por la ignominia de no haber sido
vengada, pues sea quien fuere el que ha herido tu sagrado
cuerpo, lo pagará con la muerte, que tiene merecida." A la
falda de un alto monte se alzaba un gran túmulo de tierra,
sepulcro de Derceno, antiguo rey Laurento, cubierto por una
sombría encina; allí fue donde se dirigió primero con rápido
vuelo la bellísima diosa, y buscando con los ojos a Arrunte
desde el alto túmulo, no bien le hubo visto, resplandeciente
con sus armas y muy engreído de su fácil proeza. "'Por qué
andas así tan huido? le dijo; encamina aquí tus pasos, ven
aquí a morir, ven a cobrar el premio debido al matador de
Camila. ¡Y que tú también hayas de sucumbir a los dardos de
Diana!..." Dijo así la ninfa tracia, y sacando de la áurea aljaba
una voladora saeta, tendió airada el arco, apartándolo de sí
gran trecho, hasta que dobladas sus dos empulgueras, vinie-
ron a juntarse, teniendo ella a la par asido con la mano iz-
quierda el casquillo, y sujeta la cuerda al seno con la diestra:
de súbito Arrunte oye a un tiempo mismo el crujir del dardo
y el son del aire, y va el hierro a hincarse en su cuerpo; sus
compañeros le abandonan, dando entre gemidos las últimas
boqueadas en el desconocido polvo de los campos. Opis se
remonta en sus alas al etéreo Olimpo.
Huye la primera, perdida su señora, la caballería ligera de
Camila; huyen los Rútulos, huye el impetuoso Atinas; des-
bandados, confundidos, caudillos y escuadrones sólo atien-
den a ponerse en salvo, y revuelven a escape sus caballos
hacia las murallas. Ninguno es poderoso a atacar ni a hacer
frente a los Troyanos, que los van acosando y causándoles
fiera mortandad; antes todos llevan pendientes de los desfa-
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