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El Castillo de Otranto - Horace Walpole

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Bécquer

concluía El beso con un inmóvil guerrero que, de una espantosa


bofetada de su guantelete de piedra, derribaba al sacrílego que intentó besar la
estatua de su esposa. En El castillo de Otranto también Walpole introduce
una gigantesca mano enguantada de hierro, y un gigantesco yelmo que
interrumpe unas bodas aplastando al novio, y un gigantesco espectro que a
fuerza de crecer no cabe en el castillo y lo derrumba. Y, en medio,
envenenamientos, usurpaciones, repudios, raptos, cárceles, conventos y
asesinatos equivocados. Pese a su brevedad, todo es desmesurado en esta
obra, que sin embargo mereció iniciar un género tan estimulante como el de la
novela gótica.

Página 2
Horace Walpole

El castillo de Otranto
Tus libros - 107

ePub r1.0
Karras 14.04.2020

Página 3
Título original: The Castle of Otranto
Horace Walpole, 1764
Traducción, Apéndice y notas: María Engracia Pujals
Ilustraciones: Julio Gutiérrez Mas

Editor digital: Karras
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido
Prólogo a la primera edición
Prólogo a la segunda edición
Soneto a la muy ilustrísima señora Lady Mary Coke
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Apéndice
Bibliografía
Sobre el autor

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Página 6
La presente obra es traducción directa e íntegra del original inglés en su primera
edición, publicada en Londres en 1765.
Las ilustraciones, originales de Julio Gutiérrez Mas, han sido realizadas
expresamente para esta edición.

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Prólogo a la primera edición

La obra que viene a continuación se encontró en el norte de Inglaterra,


en la biblioteca de una antigua familia católica. Fue impresa en Nápoles en
caracteres góticos en el año 1529, sin que se especifique cuándo fue escrita.
Los principales acontecimientos están en la línea de aquellos en los que se
creía durante los períodos más oscuros del cristianismo, pero ni el lenguaje
ni la conducta reflejan el mínimo atisbo de barbarie. Su estilo está dentro de
la más pura línea italiana. Si la historia se escribió alrededor de la época en
que se cree que pudo ocurrir, debió ser entre 1095, época de la primera
Cruzada, y 1243, fecha de la última, o poco después. No hay otros indicios en
la obra que puedan llevamos a averiguar en qué período transcurre la
escena; los nombres de los actores son evidentemente ficticios y
probablemente hayan sido desfigurados a propósito. Sin embargo, los
nombres españoles de los criados parecen indicar que la obra no se escribió
hasta que el dominio en Nápoles de los reyes de Aragón[1] hubo familiarizado
a las gentes de aquel país con estos términos. La bella dicción y el
entusiasmo del autor, moderado, sin embargo, por un singular sentido
común, concurren para inducirme a pensar que la fecha de composición es
poco anterior a la de impresión. Las letras por aquel entonces florecían en
Italia y contribuían a desvanecer la superstición dominante, tan atacada en
aquel momento por los reformistas. No es improbable que un clérigo astuto
intentara volver contra los innovadores sus propias armas y aprovechara sus
dotes de autor para reafirmar a las gentes en sus antiguos errores y
supersticiones. Si tal fue su punto de vista, actuó con especial acierto. Una
obra como la que sigue convencería a cientos de mentes vulgares mucho
mejor que la mitad de los libros de controversia que se han escrito desde los
tiempos de Lutero hasta hoy.
Sin embargo, esta solución a los motivos del autor se ofrece como una
simple conjetura. Cualesquiera que fueran sus intenciones, cualesquiera que
fueran los resultados de exponerlos, su obra sólo se puede presentar hoy al

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público como un medio de entretenimiento. Aun así, es preciso justificarla.
Hoy en día ni siquiera en la novela sentimental podemos encontrar milagros,
visiones, nigromancia, sueños u otros sucesos sobrenaturales. No era éste el
caso en los tiempos en que escribía nuestro autor, y mucho menos en aquellos
en que se supone transcurrió la historia. En aquellas oscuras épocas, la
creencia en todo tipo de prodigios estaba tan arraigada, que un autor no
hubiera sido fiel a la costumbre de la época si hubiera omitido mencionarlos.
No estaba obligado a creer en ellos, pero debía presentar a sus actores como
si los creyeran.
Si se disculpa esta atmósfera de milagrería, el lector no encontrará nada
más que refrene su lectura. Acéptese la verosimilitud de los hechos, y los
personajes se comportarán como lo haría cualquier persona en su lugar. No
hay ampulosidad, símiles, florituras, digresión o descripción superflua. Todo
tiende directamente a la catástrofe. Jamás se permite que vague la atención
del lector. A lo largo de la obra se observan casi las reglas del drama. Los
personajes están bien trazados y aún mejor sostenidos. El terror, motor
principal del autor, impide que la historia languidezca; a menudo está tan
contrarrestado por la piedad, que una constante alternancia de interesantes
pasiones mantiene nuestro interés.
Habrá, quizá, quienes piensen que los criados tienen una personalidad
demasiado trivial para el marco general de la obra. Pero, aparte de su
función de oposición a los personajes principales, la conducta de los
subalternos refleja muy bien el arte del autor. Corren a cargo de éstos
numerosos pasajes indispensables para la historia, que, de no ser por la
naïveté[2] y sencillez de los criados, no podrían salir a la luz. En especial el
terror tan femenino y las manías de Bianca en el último capítulo sirven
esencialmente para anunciar la catástrofe.
Es lógico que un traductor esté predispuesto a favor de su obra adoptiva.
Puede que lectores más imparciales no queden tan cautivados como yo por la
belleza de esta historia. Pero no estoy ciego ante los defectos de mi autor.
Podría desear que hubiese cimentado su plan sobre una moraleja más útil
que ésta: los pecados de los padres recaen sobre sus hijos hasta la tercera y
cuarta generaciones[3]. Dudo de que en aquellos tiempos, ni en éstos, la
ambición frenara el ansia de poder por miedo a tan lejano castigo. Y, sin
embargo, la moraleja queda atenuada por esa insinuación indirecta de que
incluso semejante anatema puede ser esquivado merced a la devoción a san
Nicolás. Aquí, claramente, el interés del monje prima sobre el buen juicio del
autor. No obstante, y a pesar de todos los fallos, no tengo ninguna duda de

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que al lector inglés le placerá la visión de esta representación. La piedad que
impera en todo momento, las lecciones de virtud que se inculcan y la severa
pureza de sentimientos, eximen a esta obra de la censura que con demasiada
frecuencia hay que aplicar a la novela sentimental. De obtener el éxito que
espero, quizá me animara a imprimir el original en italiano, aunque ello
ensombreciera mi propia labor. Nuestro idioma carece con mucho del
encanto del italiano, tanto en variedad como en armonía, siendo este último
especialmente idóneo para la narración sencilla. En inglés es difícil narrar
sin bajar el nivel demasiado o elevarse en exceso, fallo sin duda ocasionado
por el poco cuidado que nos tomamos para hablar con rigor durante una
conversación normal. Todo italiano o francés, cualquiera que sea su rango,
se precia de hablar correcta y esmeradamente su propia lengua. A este
respecto no puedo vanagloriarme de haber hecho justicia a mi autor; su
estilo es tan elegante como magistral su forma de conducir los sentimientos.
Es una pena que no aplicara sus talentos a aquello para lo que evidentemente
eran idóneos: el teatro.
No entretendré más al lector, sino para hacer un pequeño comentario.
Aunque el argumento sea inventado y los nombres de los autores
imaginarios, no puedo menos de pensar que el fondo de la historia se basa en
un hecho real. La escena transcurre indudablemente en un castillo auténtico.
El autor parece describir inconscientemente partes determinadas de él: la
cámara de la derecha, la puerta de la izquierda, la distancia entre la capilla y
las habitaciones de Conrad. Estos y otros pasajes parecen indicar claramente
que el autor describía un determinado edificio. Los curiosos con tiempo
suficiente para dedicarse a semejantes investigaciones quizá descubran en
autores italianos los cimientos sobre los que ha construido nuestro autor. Si
se cree que una catástrofe parecida a la que narra pudo haber dado lugar a
esta obra, contribuirá a interesar al lector y hará de El Castillo de Otranto
una historia aún más conmovedora.

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Prólogo a la segunda edición

La acogida favorable de esta pequeña obra por parte del público obliga
al autor a explicar los motivos que le llevaron a escribirla. Pero, antes de
entrar en ellos, conviene que se excuse ante sus lectores por haberles
ofrecido su obra bajo la personalidad prestada de un traductor. Como fueron
la poca fe en su propia capacidad y la novedad del intento lo que le indujeron
a adoptar ese disfraz, confío en que será perdonado. Ofreció su labor al
juicio imparcial del público, decidido a dejarla morir en la oscuridad si era
rechazada, sin intención de admitir la paternidad de semejante fruslería,
salvo que jueces más sabios que él estuvieran conformes con que la
reconociera sin rubor.
Fue un intento de aunar dos tipos de novela sentimental: la antigua y la
moderna. En la primera todo era imaginación e inverosimilitud; en la
segunda siempre intenta imitar a la naturaleza, cosa que a veces se ha
conseguido con éxito. No ha faltado la inventiva, pero los grandes recursos
de la fantasía se han visto bloqueados por un riguroso apego a la vida
normal. Pero si en el segundo tipo la naturaleza ha ahogado a la
imaginación, no ha hecho sino vengarse, ya que había sido excluida del todo
de las antiguas novelas sentimentales. Las acciones, sentimientos y
conversaciones de los héroes y heroínas de antaño eran tan poco naturales
como la maquinaria utilizada para incorporarlos a la acción.
El autor de estas páginas creyó posible reconciliar ambos tipos. Deseoso
de dejar vagar libremente los poderes de la fantasía por los ilimitados reinos
de la inventiva y desde allí crear situaciones más interesantes, quiso conducir
los agentes mortales de su drama de acuerdo con las reglas de la
verosimilitud. En resumen, hacerlos pensar, hablar y actuar tal y como
pudieran hacerlo hombres y mujeres corrientes en situaciones
extraordinarias. Había observado que, en todas las obras inspiradas, los
personajes sometidos a milagros, testigos de los fenómenos más portentosos,
jamás pierden de vista su propio carácter humano, mientras que en las

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historias románticas un acontecimiento improbable siempre iba acompañado
de un diálogo absurdo. Los actores parecen perder el juicio en el momento en
que las leyes de la naturaleza pierden el tono. Dado que el público ha
aplaudido el intento, el autor debe admitir que basta cierto punto estaba
preparado para la empresa que acometió. Sin embargo, si la nueva ruta que
ha abierto puede preparar el camino para hombres de mayor talento,
confesará con modestia y placer que era consciente de que la idea podía
recibir mejor tratamiento del que su imaginación o maestría podían dotarla.
Respecto al comportamiento de los criados, del cual ya bable en el
prólogo anterior, ruego me sea permitido añadir algunas palabras. La
sencillez de su conducta, rayana en la provocación de sonrisas, que en un
principio parece desentonar con la seriedad de la obra, no sólo no me
pareció propia, sino que la ideé expresamente así. Mi norma fue la
naturaleza. Por muy graves, importantes o incluso melancólicas que sean las
sensaciones de príncipes y héroes, éstas no suscitan los mismos efectos en sus
criados; o al menos éstos no expresan, o no debieran expresar, sus pasiones
con la misma dignidad de tono. En mi humilde opinión, el contraste entre lo
sublime, por un lado, y la naïveté, por el otro, hace destacar más el patetismo
de lo primero. La misma impaciencia que siente el lector cuando las amables
rudezas de los personajes más vulgares le impiden llegar a conocer la
importante catástrofe que se avecina, quizás aumente, y ciertamente prueba,
que el desarrollo de los acontecimientos han hecho presa hábilmente en su
interés. Garantizaba la validez de mi enfoque otra autoridad mayor que mi
propia opinión. Shakespeare[4], ese gran maestro de la naturaleza, fue el
modelo que copié. Permítaseme preguntar si sus tragedias Hamlet y Julio
César no perderían una parte considerable de su espíritu y belleza si se
eliminasen el humor de los enterradores, las chanzas de Polonia y las toscas
gracias de los ciudadanos romanos, o si se revistieran de heroísmo. ¿Acaso
la elocuencia de Antonio, o la plegaria más noble y conmovedoramente
sencilla de Bruto, no vienen artificialmente reforzadas por los groseros
griteríos que profieren sus auditorios? Estos detalles nos recuerdan al
escultor griego que, para dar idea del tamaño de un coloso dentro de las
dimensiones de un sello, insertó a un niño que medía lo que el pulgar del
gigante.
Voltaire[5], en su edición de Corneille[6], nos dice que esta mezcla de
chanza y solemnidad es intolerable. Voltaire es un genio, pero no de la talla
de Shakespeare. Sin recurrir a autoridades discutibles, apelo a Voltaire desde
él mismo. No me valdré de sus anteriores alabanzas hacia nuestro gran

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poeta, aunque el crítico francés haya traducido en dos ocasiones el mismo
discurso de Hamlet, años atrás con admiración, últimamente con mofas.
Lamento comprobar que su juicio se debilita en lugar de ir madurando. Pero
utilizaré sus propias palabras, acerca del teatro en general, cuando no
pensaba ni en alabar ni en desmerecer la técnica de Shakespeare; es decir,
en el momento en que Voltaire era imparcial. En el prólogo a esa su exquisita
obra, Enfant Prodigue, por la cual declaro mi admiración, y que, aunque
pasen veinte años más, confío en que jamás intentaré ridiculizar, escribe
estas palabras referidas a la comedia (pero igualmente aplicables a la
tragedia si ésta es, como debe ser, un retrato de la vida; tampoco comprendo
por qué la broma ocasional debería quedar excluida de la escena trágica si
no se elimina la seriedad patética de la comedia): «On y voit un mélange de
sérieux et de plaisanterie, de comique et de touchant; souvent même une seule
aventure produit tous ces contrastes. Rien n’est si commun qu’une maison
dans laquelle un père gronde, une fille occupée de sa passion pleure; le fils se
moque des deux, et quelques parents prennent part différemment à la scène,
etc. Nous n’inferons pas de là que toute comédie doive avoir des scènes de
bouffonerie et des scènes attendrissantes: il y a beaucoup de très bonnes
pièces où il ne règne que de la gaieté; d’autres toutes sérieuses; d’autres
mélangées; d’autres où l’attendrissement va jusqu’aux larmes: il ne faut
donner l’exclusion à aucun genre: et si l’on me demandait quel genre est le
meilleur, je répondrais: celui qui est le mieux traité»[7]. Si la comedia, pues,
puede ser toute sérieuse, ¿no podrá la tragedia de cuando en cuando
permitirse sobriamente una sonrisa? ¿Quién lo prohibirá? ¿Será el crítico
que en defensa propia declara que ningún género debería excluirse de la
comedia el que dicte leyes a Shakespeare?
Reconozco que el prólogo del cual he citado estas palabras no lleva el
nombre del señor Voltaire, sino el de su editor, mas ¿hay quién dude de que
autor y editor eran la misma persona? ¿Dónde está el editor que tan
felizmente se apropió del estilo y brillante facilidad de argumento de su
autor? Estos párrafos eran, sin duda, el sentimiento genuino de ese gran
autor. En su epístola a Maffei[8], que precede al Merope, expresa casi la
misma opinión, aunque sospecho que con cierta ironía. Repetiré sus palabras
y luego explicaré por qué las cito. Después de traducir un párrafo del
Merope de Maffei, el señor Voltaire añade: «Tous ces traits sont naïfs: tout y
est convenable à ceux que vous introduisez sur la scène, et aux moeurs que
vous leur donnez. Ces familiarités naturelles eussent été, à ce que je crois,
bien reçues dans Athènes; mais Paris et notre parterre veulent une autre

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espèce de simplicité»[9]. Sospecho, digo, que hay atisbos de sarcasmo en este
y otros párrafos de esa epístola; sin embargo, la fuerza de la verdad no se ve
dañada por el tinte ridiculizante. Maffei iba a representar una historia
griega; bien serían los atenienses jueces tan competentes en materia de
costumbres griegas y de lo correcto de su exposición como el público de
París. Al contrario, dice Voltaire (y no puedo dejar de admirar su
razonamiento), sólo había diez mil ciudadanos en Atenas, mientras que París
tiene casi ochocientos mil habitantes, entre los cuales se pueden calcular
treinta mil jueces de obras dramáticas. ¡Seguro! Pero, aun admitiendo un
tribunal tan numeroso, creo que éste sería el único caso en que se
pretendiera que treinta mil personas, que viven casi dos mil años después de
la época en cuestión, fueran consideradas, por razones estrictamente
numéricas, jueces más competentes que los propios griegos en materia de las
supuestas costumbres de una tragedia escrita sobre un tema griego.
No entraré en la discusión sobre la espèce de simplicité que exige el
público de París, ni sobre los grilletes con que los treinta mil jueces han
encadenado su poesía, cuyo mayor mérito, según entiendo de la lectura de
repetidos párrafos de El nuevo comentario sobre Corneille, consiste en saltar
por encima de esas trabas; mérito que, de ser cierto, dejaría a la poesía, que
es elevado esfuerzo de la imaginación, reducida a una labor pueril y
despreciable, difficiles nugae[10], ¡y encima en público! Sin embargo, no
puedo dejar de mencionar un pareado que, a mi oído inglés, siempre sonó
como el ejemplo más ramplón de corrección circunstancial, pero que
Voltaire, que tan duramente ha tratado a Corneille en nueve de cada diez
ocasiones, ha escogido para defender a Racine:

De son appartement cette porte est prochaine,


Et cette autre conduit dans celui de la reine[11].

¡Pobre Shakespeare! Si hubieras hecho que Rosencrantz informara a su


compañero Guildenstern de la iconografía[12] del palacio de Copenhague en
lugar de ofrecemos un diálogo moral entre el príncipe de Dinamarca y el
enterrador, se le hubiera recomendado al ilustre público de París que por
segunda vez aplaudiera tu talento.
El resultado de todo lo que he dicho es amparar mi propia osadía bajo el
canon del mayor genio que, este país al menos, ha producido. Podía haber
argumentado que, puesto que he creado un nuevo tipo de novela sentimental,
tenía derecho a imponer las reglas que me parecieran adecuadas. Pero me

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sentiría más orgulloso de haber imitado, aunque sea débilmente y
manteniendo la distancia, modelo tan admirable, que de disfrutar del mérito
absoluto de inventar, a menos que hubiera podido marcar mi obra con el
sello del genio además del de la originalidad. Sea como fuere, el público la
ha alabado suficientemente, cualquiera que sea el lugar que le otorguen sus
votos.

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Soneto a la muy ilustrísima señora
Lady Mary Coke

La gentil doncella, cuya desventurada historia


Relatan estas páginas melancólicas,
Decid, graciosa dama, ¿dejará de hacer
correr las lágrimas por vuestras mejillas?

No, jamás vuestro pecho compasivo
Al dolor humano fue insensible;
Tierno, aunque firme, se conmueve afligido
Ante debilidades que desconoce.

¡Oh, guarda las maravillas que relato
De la cruel ambición, por el hado azotada,
Del ataque impaciente de la razón!

Feliz con tu sonrisa, mi intrépida vela
Despliego al viento de la fantasía,
Seguro de que es fama tu sonrisa.

H. W.

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Capítulo I

Manfred, príncipe de Otranto[13], tenía un hijo y una hija; ésta,


hermosísima doncella de dieciocho años, se llamaba Matilda. El hijo, Conrad,
tres años menor, era un joven enfermizo, apocado y poco prometedor; sin
embargo, era el favorito de su padre, el cual nunca mostró síntomas de afecto
por Matilda. Manfred había concertado el matrimonio de su hijo con Isabella,
hija del marqués de Vicenza[14]. Ésta había sido ya entregada por sus tutores a
Manfred con el fin de que la boda se celebrase en cuanto lo permitiera el débil
estado de salud de Conrad. La impaciencia de Manfred por llevar a cabo la
ceremonia no había pasado desapercibida entre su familia y sus vecinos.
Ciertamente, los primeros, conociendo la irascibilidad del príncipe, no osaban
manifestar sus conjeturas ante tal precipitación. Su esposa, Hippolita, dama
afable, se atrevía a veces a comentar el peligro que suponía casar a su hijo
único tan pronto, alegando su extremada juventud y su falta de salud. Pero
nunca obtuvo otra respuesta que los comentarios sobre su propia esterilidad,
que le había dado tan sólo un heredero. Sus súbditos y arrendatarios eran
menos cautos en sus observaciones. Atribuían esta boda precipitada al terror
del príncipe a ver cumplida una antigua profecía, según la cual, al parecer, la
familia actual perdería el castillo y el señorío de Otranto cuando el
verdadero dueño se hiciera demasiado grande para habitarlo. Era difícil
encontrar algún sentido a la profecía y aún más ver la relación que guardaba
con la boda en cuestión. No obstante, estos misterios o contradicciones no
disminuían el fervor con el que el pueblo mantenía su opinión.
Se fijó el cumpleaños del joven Conrad como fecha para los esponsales.
Los invitados se encontraban reunidos en la capilla del castillo y todo estaba
dispuesto para el comienzo del oficio religioso, cuando se vio que faltaba el
propio Conrad. Manfred, que no había visto marcharse a su hijo, e impaciente
ante el mínimo retraso, mandó a uno de los criados en busca del joven
príncipe. El sirviente no se había ausentado tan siquiera el tiempo necesario
para cruzar el patio hasta los aposentos de Conrad, cuando regresó corriendo,

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sin aliento y alteradísimo, con los ojos desorbitados y arrojando espuma por la
boca. Sin decir palabra, señaló hacia el patio. Los invitados estaban presos de
asombro y terror. La princesa Hippolita, sin saber lo que ocurría, pero
temiendo por su hijo, se desmayó. Manfred, no tan asustado como irritado
ante la dilación de los esponsales y la estupidez del criado, preguntó
imperiosamente qué sucedía. El hombre no respondía y seguía señalando
hacia el patio; pero al cabo contestó a las numerosas preguntas que le hacían,
gritando:
—¡El yelmo! ¡El yelmo!
Entretanto, algunos de los invitados habían corrido hacia el patio, de
donde provenía un ruido confuso de gritos, terror y sorpresa. Manfred, que
empezaba a inquietarse ante la ausencia de su hijo, fue a enterarse del motivo
de tan extraña confusión. Matilda se quedó, con el fin de ayudar a su madre, y
lo mismo hizo Isabella, que además deseaba evitar dar muestras de
impaciencia por el novio, por quien, en realidad, sentía poco afecto.
Lo primero que distinguió Manfred fue un grupo de criados esforzándose
por levantar lo que parecía una montaña de plumas negras. Se quedó mirando
sin dar crédito a sus ojos.
—¿Qué hacéis? —gritó enfurecido—. ¿Dónde está mi hijo?
Un coro de voces le contestó:
—¡Ay, señor! ¡El príncipe! ¡El yelmo, el yelmo!
Sobresaltado ante tan tremendos gritos y temiéndose cualquier cosa, se
acercó apresuradamente. ¡Qué escena para un padre! Allí yacía su hijo,
despedazado, medio sepultado bajo un inmenso yelmo, cien veces mayor que
cualquier casco hecho jamás para uso humano y cubierto de numerosas
plumas negras.

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El horror del espectáculo, la ignorancia de los presentes acerca de cómo
había ocurrido aquella desgracia y, sobre todo, lo tremendo del fenómeno que
tenía ante sí, dejaron al príncipe sin habla. Su silencio se prolongó más de lo
que hubiera durado el producido por el dolor. Con los ojos clavados en
aquello que en vano quería creer que era una visión, parecía menos afectado
por la pérdida sufrida que sumido en meditación sobre el fabuloso objeto que
la había ocasionado. Tocó, examinó el yelmo fatídico. Ni siquiera los restos
sanguinolentos y destrozados del joven príncipe lograban desviar los ojos de
Manfred del fenómeno que tenía ante él. Todos los que habían conocido su
predilección por el joven Conrad se encontraban tan sorprendidos por la
frialdad de su príncipe como atónitos ante el milagro del yelmo. Sin
indicación alguna de Manfred llevaron el cadáver desfigurado hasta la sala
principal. Tampoco prestó atención a las damas que habían permanecido en la
capilla. Es más, sin mencionar siquiera a su esposa e hija, las afligidas
princesas, las primeras palabras que brotaron de los labios de Manfred fueron:
—Cuidad a lady Isabella.
Los criados, sin darse cuenta de lo insólito de la orden y guiados por el
cariño que profesaban a su ama, la consideraron referida a ella y corrieron en
su ayuda. La llevaron a su cámara más muerta que viva, ajena a todas las
extrañas cosas de que oía hablar y atenta sólo a la muerte de su hijo. Matilda,

Página 19
que adoraba a su madre, ocultó su propio asombro y dolor y sólo pensaba en
asistir y reconfortar a su desconsolada madre. Isabella, a quien Hippolita
había tratado como a una hija, devolvía ese cariño con igual respeto y afecto y
se encontraba igualmente pendiente de la princesa. Se esforzaba por compartir
y aliviar el dolor que Matilda, por quien sentía una profunda simpatía y
amistad, intentaba controlar. Sin embargo, no podía dejar de pensar en su
propia situación. Salvo conmiseración, no tenía otros sentimientos ante la
muerte del joven Conrad. Tampoco le apenaba el verse libre de un
matrimonio que le había augurado poca felicidad, tanto por parte de su novio
como por el mal carácter de Manfred; éste, aunque la había tratado con gran
consideración, la tenía atemorizada a causa de su injustificado rigor con
princesas tan amables como Hippolita y Matilda.
Mientras las damas llevaban a la afligida madre a la cama, Manfred
permaneció en el patio, sus ojos fijos en el ominoso yelmo, ajeno a la
muchedumbre que lo insólito del suceso había reunido a su alrededor. Las
escasas palabras que profería se referían exclusivamente a saber si alguien
podía dar cuenta de la procedencia del yelmo. Nadie pudo darle la más
mínima información. Pero, como esto parecía constituir el único objeto de su
curiosidad, pronto pasó a serlo también para el resto de los espectadores,
cuyas conjeturas eran tan absurdas e improbables como la catástrofe, que
asimismo tampoco tenía precedentes. En medio de sus absurdas suposiciones,
un joven campesino, a quien los rumores habían atraído desde un pueblecito
cercano, observó que el yelmo milagroso era exactamente igual al de la
estatua de mármol negro de Alfonso el Bueno, uno de los príncipes anteriores,
la cual se encontraba en la iglesia de san Nicolás.
—¡Villano! ¿Qué dices? —gritó Manfred saliendo de su trance con un
ataque de cólera y cogiendo al joven por el cuello—. ¿Cómo osas proferir
semejantes palabras de traición? Pagarás por ello con tu vida.
Los espectadores, que ni comprendían el porqué de la irritación del
príncipe ni el resto de las cosas que habían visto, se encontraban impotentes
para aclarar esta nueva situación. Más atónito aún estaba el propio joven, que
no entendía en qué había ofendido al príncipe. A pesar de ello, recuperándose
con una mezcla de gracia y humildad, se desembarazó del puño de Manfred y,
con una mesura que delataba más interés por demostrar su inocencia que
miedo, preguntó respetuosamente de qué se le acusaba. Manfred, más
enfurecido por el discreto vigor con que el joven se había liberado que
apaciguado por su cortesía, ordenó a sus servidores que lo apresaran y, de no

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ser porque los amigos que había invitado a las nupcias se lo impidieron,
hubiera apuñalado al campesino allí mismo.
Durante este altercado, parte de la plebe había corrido hasta la iglesia
cercana, y volvía sobrecogida declarando que a la estatua de Alfonso le
faltaba el yelmo. Ante estas noticias Manfred se irritó sobremanera y, como si
buscase un blanco contra el cual descargar la tempestad que bullía en su
interior, se abalanzó hacia el joven campesino gritando:
—¡Villano! ¡Monstruo! ¡Hechicero! ¡Tú lo has hecho! ¡Has asesinado a
mi hijo!
La muchedumbre, que necesitaba una víctima sobre la cual descargar su
desconcierto, se hizo eco de las palabras de su señor y repitió:
—Cierto, cierto, ¡es él! Ha robado el yelmo de la tumba de nuestro buen
Alfonso y con él le ha aplastado los sesos a nuestro príncipe.
No pensaron en la diferencia de tamaño entre el yelmo de mármol que
había estado en la iglesia y el de acero que tenían antes los ojos; ni en la
dificultad que supondría para un muchacho de apenas veinte años el blandir
una pieza de armadura de peso tan prodigioso.
Lo descabellado de estas exclamaciones hizo que Manfred entrara en
razón. Pero, bien fuera porque le irritaba que el campesino hubiera observado
el parecido entre los dos yelmos, con lo cual se había descubierto que faltaba
el de la iglesia, o bien porque quisiera acallar cualquier nuevo rumor implícito
en tan impertinente suposición, dijo solemnemente que el muchacho era, con
toda seguridad, un nigromante y que, en tanto la iglesia no se hiciera cargo
del asunto, mantendría al mago recién descubierto prisionero bajo el mismo
yelmo. A este efecto ordenó a sus sirvientes que lo levantaran y que metieran
al muchacho debajo, declarando que no debía proporcionársele alimento
alguno, ya que sin duda podía recurrir para ello a sus propias artes infernales.
En vano se defendió el joven contra esta disparatada sentencia; en vano se
esforzaron los amigos de Manfred para disuadirle de esta decisión cruel y
carente de fundamentos. La mayoría estaba encantada con la resolución de su
amo, que, a su entender, tenía todos los visos de justicia, ya que al mago se le
debía castigar con el mismo instrumento con el que había delinquido.
Tampoco sintieron ninguna compasión ante la posibilidad de que el
muchacho muriera de inanición, pues creían firmemente que podría
procurarse sus alimentos mediante sus diabólicas artes.
Así, Manfred vio que sus órdenes se cumplían hasta con alegría y, dando a
un guardia órdenes tajantes de impedir que le llegara al prisionero comida
alguna, despidió a sus amigos y sirvientes y se retiró a sus aposentos, tras

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cerrar las puertas del castillo, en el cual no consintió que permanecieran más
que los criados.
Entretanto, los cuidados y desvelos de Matilda e Isabella habían
conseguido que Hippolita recobrara el sentido; ésta, en medio de sus arrebatos
de dolor, preguntaba a menudo por su señor; rogaba a los que la atendían que
cuidaran de él y finalmente convenció a Matilda para que la dejase y fuera a
consolar a su padre. La joven, que no carecía de afecto hacia Manfred, aunque
temía su severidad, obedeció las órdenes de Hippolita encomendándole
tiernamente a Isabella que la cuidara. Tras preguntar a los criados por su
padre, le informaron que se había retirado a sus aposentos dando órdenes de
que nadie le molestara. Suponiendo que le embargaba el dolor por la muerte
de su hermano y temiendo que la vista de su única hija viva volviese a
provocar sus lágrimas, Matilda vacilaba ante la idea de interferir en su
aflicción. Pero su solicitud por él, respaldada por las órdenes de su madre, la
animo a aventurarse a desobedecer las de su padre, falta en la que hasta
entonces jamás había incurrido. La dulce timidez de su carácter la hizo
detenerse unos instantes ante la puerta. Lo oyó cruzar la estancia de un lado a
otro con paso irregular, estado de humor que no hizo sino aumentar los
temores de Matilda. Estaba, sin embargo, a punto de llamar, cuando de
repente Manfred abrió la puerta. La oscuridad del crepúsculo, unido al
desorden en que se encontraba su mente, le impidieron reconocerla y
preguntó irritado que quién era.
Temblando, Matilda respondió:
—Querido padre, soy yo, vuestra hija.
Manfred, retrocediendo bruscamente, gritó:
—Márchate, no quiero una hija.
Y, volviéndose precipitadamente, cerró la puerta de golpe ante la
aterrorizada Matilda.
Conocía ella demasiado bien la impetuosidad de su padre para intentar
una segunda intrusión. Cuando se hubo recuperado un poco del golpe que esta
amarga recepción le había producido, se secó las lágrimas para evitar a
Hippolita el disgusto que el conocimiento del hecho le hubiera ocasionado. Su
madre la interrogó angustiada por el estado de Manfred y por cómo llevaba la
pérdida de su hijo. Matilda le aseguró que se encontraba bien y que
sobrellevaba su dolor con gran entereza.
—¿No permitirá que lo vea? —preguntó Hippolita con tristeza—. ¿No
permitirá que una mis lágrimas a las suyas y derrame mi dolor de madre sobre
el pecho de mi señor? ¿O es que me engañas, Matilda? Sé cuánto idolatraba

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Manfred a su hijo. ¿No habrá sido el golpe asestado demasiado duro? ¿No le
habrá destrozado? No me respondes. ¡Temo lo peor! Ayudadme. Quiero ver a
mi señor. Llevadme ante él. ¡Me es más querido aún que mis propios hijos!
Matilda le hizo señas a Isabella para que impidiera que Hippolita se
levantara y, cuando las dos gentiles jóvenes empleaban su dulce firmeza para
detener y calmar a la princesa, llegó un criado de parte de Manfred y le dijo a
Isabella que su amo quería hablar con ella.
—¡Conmigo! —exclamó Isabella.
—Ve —dijo Hippolita, aliviada ante cualquier mensaje de su marido—.
Manfred no tolera la presencia de su propia familia. Te debe creer menos
afectada que nosotras y teme la intensidad de mi dolor. Consuélale, querida
Isabella, y hazle saber que sofocaré mi pena antes que aumentar la suya.
Como anochecía, el criado que acompañó a Isabella portaba una antorcha
delante de ella. Cuando llegaron ante Manfred, que paseaba inquieto por la
galería, éste se sobresaltó y dijo bruscamente:
—Llévate esa luz y márchate.
Luego, cerrando la puerta con ímpetu, se echó en un banco que había
junto a la pared e indicó a Isabella que se sentara junto a él. Ésta le obedeció
temblando.
—Os he mandado llamar, señora… —empezó a decir, cuando de pronto
calló dando muestras de gran confusión.
—¡Señor!
—Sí, os he mandado llamar por un asunto de gran importancia —continuó
—. Secaos las lágrimas, joven. Habéis perdido a vuestro prometido. ¡Destino
cruel! Y yo he perdido las esperanzas de mi linaje. Pero Conrad no era
merecedor de vuestra belleza.
—¡Pero, mi señor! —dijo Isabella—. Espero que no pensaréis que no
siento el dolor que debiera. Mi respeto y mi afecto siempre hubieran…
—¡No penséis más en él! —interrumpió Manfred—. Era un muchacho
enfermizo y enclenque. Quizá el cielo se lo ha llevado para impedir que
confiara los honores de mi casa a cimientos tan endebles. El linaje de
Manfred exige mejor soporte. El irracional cariño que sentía por él cegó mi
prudencia, pero es mejor así. Espero que dentro de pocos años tendré motivos
para alegrarme de la muerte de Conrad.
No hay palabras para describir el asombro de Isabella. En un principio
pensó que el dolor había trastornado la mente de Manfred. Seguidamente
pensó que este extraño parlamento iba destinado a confundirla. Temió que
Manfred hubiera percibido su indiferencia hacia Conrad, así que replicó:

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—Mi buen señor, no dudéis de mi ternura; mi corazón habría acompañado
mi mano. Conrad hubiera tenido todos mis cuidados y, sean cuales sean los
designios del destino, siempre respetaré su memoria y os consideraré a
vuestra alteza y a la virtuosa Hippolita como mis padres.
—¡Maldita sea Hippolita! —gritó Manfred—. Desde este momento
olvidadla como lo haré yo. En suma, señora, habéis perdido un marido que no
merecía vuestros encantos. Encontrarán ahora quien los disfrute mejor. En
vez de un chiquillo enfermizo, tendréis un marido en la flor de la vida, que
sabrá valorar vuestra belleza y confía en poder tener una descendencia
numerosa.
—Señor —dijo Isabella—, la reciente catástrofe de vuestra familia me
aflige demasiado y me impide pensar en un nuevo matrimonio. Si alguna vez
mi padre volviera y éste fuera su deseo, le obedecería como lo hice cuando
accedí a darle mi mano a vuestro hijo; pero en tanto no regrese, permitidme
que me quede bajo vuestro techo hospitalario y emplee las horas de
melancolía en aliviar vuestro dolor, el de Hippolita y el de la hermosa
Matilda.
—Os he pedido ya —dijo Manfred irritado— que no mencionarais a esa
mujer. A partir de ahora será, tanto para vos como para mí, una desconocida.
En resumen, Isabella, ya que no puedo daros a mi hijo, me ofrezco yo mismo.
—¡Santo cielo! —exclamó Isabella comprendiendo todo de golpe—.
¿Qué oigo? ¡Vos, mi señor! ¡Vos! ¡Mi suegro, el padre de Conrad, el marido
de la virtuosa y tierna Hippolita!
—Os digo —gritó Manfred imperiosamente— que Hippolita no es ya mi
esposa. Descíe este momento me divorcio de ella. Me lleva atormentando con
su esterilidad demasiado tiempo. Mi destino depende de que tenga hijos
varones y esta noche confío en poder poner una fecha a mis esperanzas.
Con estas palabras cogió la fría mano de Isabella, que, medio muerta de
miedo y de horror, profirió un grito y huyó de él. Manfred se puso en pie para
ir tras ella, cuando la luna, que ya había salido y se reflejaba en el ventanal
opuesto, iluminó las plumas del yelmo fatídico, que, a la altura de la ventana,
cimbreaban impetuosamente al son de un ruido sordo y monótono. Isabella,
sacando fuerzas de la propia situación y temiendo sobre todo que Manfred
intentara proseguir su declaración, gritó:
—¡Mirad, señor! ¡Ved cómo el cielo se levanta contra vuestras impías
intenciones!
—Ni el cielo ni el infierno impedirán mis designios —dijo Manfred
adelantándose de nuevo hacia la princesa.

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En aquel momento, el retrato de su abuelo, que pendía sobre el banco
donde había estado sentado, exhaló un suspiro y movió el pecho. Isabella, que
estaba de espaldas al cuadro, no pudo ver el movimiento ni saber de dónde
provenía el susurro, pero se asustó y dijo, al tiempo que se encaminaba hacia
la puerta:
—Escuchad, señor, ¿qué ha sido ese ruido?
Manfred tenía dividida la atención entre la huida de Isabella, que ya había
llegado a las escaleras, y la imposibilidad de apartar la vista del cuadro, que
empezaba a moverse. Sin embargo, ya había dado unos pasos hacia ella,
aunque todavía seguía mirando el retrato, cuando vio que la figura se salía del
cuadro y descendía hasta el suelo con aire triste y melancólico.
—¿Estoy soñando? —exclamó Manfred dándose la vuelta—. ¿O se
confabulan todos los demonios contra mí? ¡Habla, espectro infernal! Si eres
mi antepasado, ¿por qué conspiras también en contra de tu desdichado
descendiente que paga muy cara…?
Antes de que pudiera concluir, la visión suspiró de nuevo e hizo una
indicación a Manfred para que lo siguiera.
—¡Adelante! —gritó Manfred—. Te seguiré hasta los infiernos.

El espectro avanzó, sereno, pero apesadumbrado, hasta el fondo de la


galería, y entró en una estancia a la derecha. Manfred lo seguía a una corta

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distancia, decidido, aunque lleno de espanto y ansiedad. Cuando iba a entrar
en la estancia, una mano invisible cerró la puerta violentamente. El príncipe,
tomando valor ante esta demora, hubiera forzado la puerta con el pie, pero
ésta se resistía a todos sus esfuerzos.
—Ya que el infierno se niega a satisfacer mi curiosidad —dijo Manfred—
utilizaré los medios humanos a mi alcance para preservar mi linaje; Isabella
no se me escapara.
La joven, cuya entereza había dejado paso al terror en cuanto se hubo
alejado de Manfred, continuó su huida hasta el pie de la escalera principal.
Allí se detuvo sin saber hacia dónde encaminarse ni cómo escapar de la
impetuosidad del príncipe. Sabía que las rejas del castillo estaban cerradas y
que había guardias en el patio. En caso de que ella fuese a avisar a Hippolita
del destino cruel que la aguardaba, tal y como lo aconsejaba su corazón, no
tenía ninguna duda de que Manfred la buscaría allí. También sabía que su
violencia le empujaría a redoblar las injurias que planeaba sin proporcionarle
la posibilidad de esquivar la fogosidad de su pasión. Tal vez una demora le
diera tiempo para reflexionar sobre las horrendas medidas que había
concebido, o quizá surgiera alguna circunstancia favorable para ella si
conseguía, al menos esa noche, evitar los odiosos propósitos del príncipe.
Mas ¿dónde podría ocultarse? ¿Cómo eludir la persecución que Manfred sin
duda llevaría a cabo por todo el palacio? Mientras estos pensamientos
cruzaban por su mente, recordó de pronto un pasadizo subterráneo que
llevaba desde los sótanos del castillo hasta la iglesia de san Nicolás. De poder
llegar al altar antes de que la encontrara, sabía que ni siquiera la violencia de
Manfred osaría profanar el lugar, y decidió que, si no se ofrecía otro medio de
liberación, se encerraría para siempre con las religiosas, cuyo convento estaba
contiguo a la catedral. Habiendo tomado esta resolución, tomó una lámpara
que ardía al pie de la escalera y se dirigió con rapidez hacia el pasadizo
secreto.
La parte inferior del castillo la componían varios claustros intrincados y
no era fácil para alguien en su estado de angustia encontrar la puerta que daba
a la caverna. Un imponente silencio reinaba en aquellas regiones
subterráneas: sólo se oía de cuando en cuando alguna ráfaga de viento que
sacudía las puertas a su paso, las cuales, rechinando en sus herrumbrosos
goznes, devolvían eco tras eco en aquel largo laberinto de oscuridad. Cada
murmullo le infundía un nuevo terror, pero la atemorizaba aún más la
iracunda voz de Manfred instando a sus soldados a perseguirla. Caminaba con
toda la cautela que le permitía su impaciencia y con frecuencia se detenía a

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escuchar si la perseguían. En una de esas paradas creyó oír un suspiro. Se
estremeció y retrocedió unos pasos. A los pocos momentos le pareció oír
pisadas. Se le heló la sangre en las venas suponiendo que era Manfred. Por la
mente le pasaron todas las imágenes que el temor puede inspirar. Se reprochó
aquella precipitada huida, que la exponía a su ira en un lugar donde los gritos
no atraerían la ayuda de nadie. Mas el ruido no parecía proceder de detrás de
ella; si Manfred sabía dónde estaba, la iría siguiendo; todavía estaba en uno
de los claustros, y los pasos que había oído eran demasiado nítidos para venir
del camino recién recorrido. Animada por la reflexión y esperando hallar un
amigo en cualquiera que no fuera el príncipe, iba a proseguir, cuando, de
pronto, vio que se abría suavemente una puerta entornada a su izquierda; mas
antes de que la luz de la lámpara que mantenía en alto pudiera descubrirle
quién era la persona, ésta se retiró precipitadamente al ver el resplandor.
Isabella, a quien cualquier incidente bastaba para desanimarla, dudó en
proseguir; pero pronto el terror que sentía por Manfred venció sus otros
miedos. El mismo hecho de que la persona hubiera intentado esquivarla le dio
una especie de valor. Pensó que sólo se podía tratar de algún criado del
castillo. La bondad de Isabella jamás le había procurado enemigos y una
consciente inocencia la hacía confiar en que, de no tener órdenes de Manfred
para capturarla, los criados más bien la ayudarían antes que impedir su huida.
Alentada por esos pensamientos y creyendo, por lo que podía observar, que se
encontraba próxima a la cueva subterránea, se acercó a la puerta recién
abierta. Al abrirla, una ráfaga de viento apagó la lámpara, sumiéndola en una
total oscuridad.
No hay palabras para describir la terrible situación de la princesa. Se
encontraba sola en un lugar siniestro, con la mente llena de los horribles
acontecimientos del día, sin esperanzas de escapar, temiendo a cada momento
que apareciera Manfred e intranquila al saberse cerca de un desconocido,
alguien que por alguna razón se ocultaba. Todos estos pensamientos se le
agolparon en la cabeza y estuvo a punto de sucumbir. Invocó a todos los
santos del cielo e imploró su ayuda íntimamente. Durante cierto tiempo
permaneció en una agonía desesperada. Finalmente, con el mayor sigilo
posible, tanteó la puerta y, temblando, entró en la galería de donde había oído
que procedían el suspiro y los pasos. Le produjo una alegría momentánea
percibir un rayo de luna desdibujado y nebuloso procedente del techo de la
bóveda hendida, de donde pendía no se sabía si una porción de tierra o
edificio que parecía haberse derrumbado. Avanzaba anhelante hacia la grieta,
cuando distinguió una figura humana de pie junto a la pared.

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Profirió un grito al creer que era el fantasma de Conrad, su prometido. La
figura avanzó unos pasos y dijo con voz sumisa:
—No os alarméis, señora, no os haré daño.
Isabella, animada por las palabras y el tono de voz del desconocido y
recordando que aquella debía de ser la persona que había abierto la puerta, se
recobró lo suficiente para responder:
—Señor, quienquiera que seáis, apiadaos de una desamparada princesa al
borde de la destrucción. Ayudadme a escapar de este fatídico castillo, de lo
contrario en pocos minutos la desgracia caerá eternamente sobre mí.
—¡Ah! —dijo el desconocido—. ¿Cómo podría ayudaros? Estaría
dispuesto a morir por ayudaros, mas no conozco el castillo y desearía…
—No tenéis más —le interrumpió precipitadamente Isabella— que
ayudarme a encontrar una puerta secreta que debería estar aquí. Ese sería el
mayor favor que me pudierais hacer, pues no tengo un solo momento que
perder.
Con estas palabras comenzó a palpar el suelo indicando al desconocido
que buscara igualmente una pieza de bronce pulido incrustada en una de las
piedras.
—Es el candado que se abre con un resorte —dijo Isabella—, cuyo
secreto conozco. Si logramos encontrarlo, tal vez escape. De lo contrario, me
temo, cortés desconocido, que os habré involucrado en mis infortunios.
Manfred sospechará que sois cómplice de mi fuga y caeréis víctima de su
resentimiento.
—No valoro en mucho mi vida —dijo el desconocido—, y para mí será
un consuelo morir, si con ello os libero de su tiranía.
—Sois muy generoso —dijo Isabella—. ¡Cómo podré recompensar…!
En ese instante un rayo de luna se filtró por una grieta de las ruinas y
alumbró directamente el cierre que buscaban.
—¡Qué alegría! —exclamó Isabella—. ¡Aquí está la puerta secreta!
Y tocó el resorte que, al correrse, descubrió una anilla de hierro.
—Levantad la puerta —dijo la princesa.
El desconocido obedeció y debajo aparecieron unos escalones de piedra
que se perdían en la oscuridad de un pasadizo.
—Debemos bajar por ahí —dijo Isabella—: seguidme. Aunque esté
oscuro y lóbrego, no podemos perdernos, pues conduce directamente a la
iglesia de san Nicolás. Pero tal vez —añadió la princesa con modestia— vos
no tengáis motivo para abandonar el castillo, ni yo más necesidad de vuestros

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servicios. En pocos minutos estaré a salvo de la cólera de Manfred. Pero
quisiera saber con quién estoy tan en deuda.
—Jamás os abandonaré —dijo el desconocido con ardor— hasta que os
deje en lugar seguro. Tampoco me creáis más generoso de lo que soy, aunque
vuestra suerte es mi principal preocupación.

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Un repentino murmullo de voces que se aproximaban interrumpió al
desconocido y pronto se pudieron distinguir estas palabras:
—No me habléis de nigromantes. Os digo que debe estar en el castillo. La
encontraré a pesar de todas las brujerías.
—¡Dios mío! —exclamó Isabella—. ¡Es la voz de Manfred! Daos prisa o
estamos perdidos. Cerrad la puerta tras de vos.
Con estas palabras empezó a descender precipitadamente los escalones,
pero, cuando el desconocido se apresuraba a seguirla, la puerta se le escurrió
de entre las manos, cayó y el resorte se cerró. Trató en vano de abrirla, ya que
no había observado cómo Isabella apretó el resorte y tenía ahora poco tiempo
para intentar averiguarlo. Manfred había oído el ruido de la puerta al caer y,
siguiendo el eco, se precipitaba hacia el lugar seguido de sus criados con
antorchas.
—Debe de ser Isabella —gritó Manfred antes de penetrar en la galería—
que escapa por el pasadizo subterráneo, pero no puede haberse alejado
mucho.
Cuál no sería el asombro del príncipe cuando, en lugar de Isabella, la luz
de las antorchas alumbraron al joven campesino, al que creía apresado bajo el
yelmo fatídico.
—¡Traidor! —gritó Manfred—. ¿Cómo llegaste hasta aquí? Te creía
cautivo arriba en el patio.
—No soy un traidor —contestó el joven valientemente—. Ni responsable
de vuestras creencias.
—¡Presuntuoso villano! —gritó Manfred—. ¿Te atreves a provocar mi
ira? Dime, ¿cómo has logrado escapar de allá arriba? Has sobornado a los
guardias y responderán de ello con sus vidas.
—Mi pobreza —dijo el campesino con tranquilidad— los eximirá de toda
culpa. A pesar de ser los agentes de la ira de un tirano, os son fieles y están
deseosos de cumplir las órdenes que vos injustamente les dais.
—¿Eres tan valiente como para desafiar mi venganza? —dijo el príncipe
—. Pero las torturas te arrancarán la verdad. Habla. Lograré saber quiénes han
sido tus cómplices.
—Ahí tenéis a mi cómplice —contestó el joven sonriendo y señalando el
techo.
Manfred ordenó que levantaran las antorchas y vio que uno de los lados
del yelmo encantado había abierto un hueco en el pavimento del patio cuando
los criados lo habían dejado caer sobre el campesino, y había traspasado la

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bóveda, abriendo un agujero por el cual el joven se había deslizado momentos
antes de que Isabella lo encontrara.
—¿Fue por ahí por donde bajaste? —preguntó Manfred.
—Así fue —repuso el joven.
—¿Pero cuál fue el ruido —insistió Manfred— que oí al entrar en el
claustro?
—Se cerró una puerta —dijo el campesino—. Yo también lo oí.
—¿Qué puerta? —dijo Manfred apresuradamente.
—No conozco vuestro castillo —dijo el campesino—. Es la primera vez
que estoy en él. Y este sótano es el único lugar en el que he estado.
—Te digo —continuó Manfred tratando de averiguar si el joven había
encontrado la puerta secreta— que el ruido procedía de aquí. Mis criados
también lo oyeron.
—¡Señor! —interrumpió uno de ellos solícitamente—. Seguro que era la
puerta secreta y que pretendía escapar por ahí.
—Calla, inútil —dijo el príncipe airado—. Si pensaba escapar, ¿cómo es
que está a este lado de la puerta? Sabré de su propia boca qué ruido fue el que
oímos. Di la verdad, tu vida depende de ello.
—Amo la verdad más que a mi propia vida —dijo el campesino—; no
compraría la una a costa de falsear la otra.
—¡Vaya con el filósofo! —dijo Manfred, despectivamente—. Dime, pues,
¿qué fue el ruido que escuché?
—Preguntadme aquello a lo que os pueda responder —dijo él—, y dadme
muerte si os digo una mentira.
Manfred, impacientándose ante el sostenido valor e indiferencia del joven,
gritó:
—Bien, pues, hombre de verdades, ¡contesta! ¿Fue la puerta de la
trampilla lo que oí caer?
—Eso es —dijo el joven.
—¡Eso es! —dijo el príncipe—. ¿Y cómo sabías que aquí había una
trampilla?
—Vi la chapa de bronce a la luz de un rayo de luna —contestó.
—¿Y qué te hizo pensar que era un cierre? —dijo Manfred—. ¿Cómo
descubriste el mecanismo secreto que la abre?
—La Providencia que me libró del yelmo me guió hasta el resorte secreto
del candado.
—La Providencia debía haber ido un poco más lejos y haberte puesto
fuera del alcance de mi resentimiento —dijo Manfred—. Si la Providencia te

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enseñó a abrir el candado, luego te abandonó como a un idiota que no sabe
beneficiarse de su profesión. ¿Por qué no seguiste el camino que se te
indicaba para huir? ¿Por qué cerraste la puerta de la trampilla antes de bajar?
—Quisiera preguntaros, señor —dijo el campesino—, ¿cómo iba yo, que
ignoro totalmente los recovecos de vuestro castillo, a saber que aquellos
escalones conducían a una salida? Pero no dejaré de contestar a vuestras
preguntas. Quizá hubiera intentado descubrir adónde llevaban esos escalones;
de todas formas, mi situación no hubiera podido ser peor de lo que era. Pero
lo cierto es que se me escurrió la puerta instantes antes de vuestra llegada.
Había dado la alarma. ¿Qué importancia iba a tener, pues, para mí, el que me
apresaran un minuto antes o un minuto después?
—Eres un villano demasiado atrevido para tu edad —dijo Manfred—,
pero, bien pensado, sospecho que intentas burlarte de mí. Aún no me has
dicho cómo abriste el candado.
—Os lo mostraré, señor —dijo el campesino.
Y, tomando una de las piedras que habían caído con el desprendimiento,
se tumbó sobre la trampa y empezó a golpear la chapa de bronce que la
cubría, con la intención de ganar tiempo para que la princesa pudiera huir.
Esta presencia de ánimo, unida a la franqueza del muchacho, sorprendió a
Manfred. Incluso se sintió inclinado a perdonar a alguien que era inocente de
todo crimen. Manfred no era uno de esos tiranos salvajes que disfruta con la
crueldad gratuita. Los avatares de un destino habían teñido su carácter, de
natural bondadoso, de cierta aspereza, y siempre que sus pasiones no cegaran
su razón, sus virtudes surgían con presteza.
Mientras el príncipe se encontraba en este estado de vacilación, se oyó el
eco de un confuso murmullo de voces procedente de otros sótanos más
distantes. A medida que el ruido se aproximaba, distinguió los clamores de
algunos de sus criados, a quienes había enviado en busca de Isabella.
—¿Dónde está el señor? ¿Dónde está nuestro príncipe? —gritaban.
—Aquí —dijo Manfred cuando estuvieron cerca—. ¿Habéis encontrado a
la princesa?
—¡Qué suerte que os hayamos encontrado, señor! —contestó el primero
en llegar.
—¿A mí? —dijo Manfred—. ¿Y la princesa?
—¡Ay, señor! Creíamos haberla encontrado —dijo el hombre con voz
asustada—, pero…
—¿Pero qué? —gritó el príncipe—. ¿Se ha escapado?
—Jaquez y yo, señor…

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—Sí, yo y Diego —interrumpió el segundo, que se acercó con aspecto aún
más consternado.
—Hablad de uno en uno —dijo Manfred—. Os he preguntado dónde está
la princesa.
—No lo sabemos —contestaron a la par—, pero estamos aterrorizados.
—Ya lo veo, imbéciles —dijo Manfred—. ¿Qué fue lo que tanto os
asustó?
—¡Señor! —dijo Jaquez—. Diego ha visto algo tan espantoso… ¡Vuestra
señoría no se lo podría creer!
—¿Qué nueva tontería es ésta? —gritó Manfred—. Dadme una respuesta
clara o por todos los cielos que…
—Señor, si vuestra señoría tiene a bien escucharme —dijo el pobre
hombre—, Diego y yo…
—Sí, yo y Jaquez… —exclamó su compañero.
—¿No os he prohibido hablar a la vez? —dijo el príncipe—. Habla tú,
Jaquez; este tonto parece estar aún más confundido. ¿Qué sucede?
—Bondadosísimo señor —dijo Jaquez—, si vuestra alteza tiene la bondad
de escucharme, Diego y yo, siguiendo las órdenes de vuestra alteza, fuimos en
busca de la joven dama; pero, temiendo que pudiéramos encontrarnos con el
espectro de nuestro joven señor, el hijo de vuestra señoría, Dios lo tenga en su
gloria, que como todavía no ha recibido cristiana sepultura…
—¡Borracho! —gritó Manfred, enfurecido—. ¿No es más que un
espectro, pues, lo que habéis visto?
—¡Huy, señor! ¡Mucho peor! —exclamó Diego—. ¡Ojalá hubiéramos
visto diez fantasmas!
—¡Que Dios me dé paciencia! —dijo Manfred—. Estos memos me
vuelven loco. Aléjate de mi vista, Diego, y tú, Jaquez, respóndeme con una
sola palabra: ¿estás sobrio?, ¿tienes alucinaciones? Solías tener sentido
común: ¿es que el otro borracho te ha hecho perder el juicio a ti también?
¿Qué es lo que imagina haber visto?
—Veréis, señor —contestó Jaquez, temblando—. Iba a decirle a vuestra
alteza que, desde la desgraciada calamidad de nuestro joven amo, que Dios
acoja su alma, ni uno de nosotros, fieles siervos de su señoría, porque en
verdad lo somos señor, aunque seamos pobres, ni uno de nosotros, digo, se ha
atrevido a ir solo por el castillo; vamos de dos en dos. Así que, Diego y yo,
pensando que la joven lady Isabella podría estar en la galería principal,
fuimos allí a buscarla para decirle que vuestra señoría tenía algo que
comunicarle.

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—¡Necios! —exclamó Manfred—. ¡Y, mientras tanto, ella se escapaba
porque vosotros teníais miedo de los duendes! ¡Bribón! ¡Si ella me dejó en la
galería! ¡Si yo mismo vengo de allí!
—Pues lo mismo sigue allí —dijo Jaquez—, pero que me lleve el diablo si
vuelvo a buscarla a la galería. ¡Pobre Diego! No creo que jamás lo recupere.
—¿Recuperar el qué? —exclamó Manfred—. ¿Es que nunca voy a llegar
a saber qué es lo que tanto ha asustado a estos granujas? Pero pierdo el
tiempo. Sígueme, siervo, y yo mismo veré si está en la galería.
—¡Por todos los santos, señor! —gritó Jaquez—. ¡No vaya a la galería!
Creo que el mismo Satanás está en la cámara contigua.
Manfred, que hasta ese momento había tomado el miedo de sus criados
como un pánico irracional, se sorprendió ante esta nueva circunstancia.
Recordó la aparición del retrato y la puerta del fondo de la galería que se
había cerrado de improviso. La voz le tembló y preguntó alteradamente:
—¿Qué es lo que hay en la cámara grande?
—Señor —dijo Jaquez—, cuando Diego y yo entramos allí, él iba delante
porque decía que era más valiente que yo. Entonces, cuando entramos no
había nadie. Miramos debajo de cada banco y de cada silla. No había nadie.
—¿Estaban todos los cuadros colocados en su sitio? —preguntó Manfred.
—Sí, señor —respondió Jaquez—, pero no se nos ocurrió mirar detrás de
ellos.
—Bien, bien. Continúa.
—Cuando llegamos a la puerta de la cámara grande —prosiguió Jaquez
—, la encontramos cerrada.
—¿Y no pudisteis abrirla? —preguntó Manfred.
—¡Claro que sí, señor! ¡Y ojalá no lo hubiéramos hecho! —respondió
Jaquez—. No fui yo, fue Diego, que se había envalentonado y quería seguir
adelante, aunque yo le advertí que no lo hiciera. No seré yo el que vuelva a
abrir alguna vez una puerta cerrada.
—Al grano —dijo Manfred, mientras le recorría un escalofrío—. Dime lo
que visteis al abrir la puerta de la cámara grande.
—¿Yo? ¡Señor! ¡Pero si yo no vi nada! ¡Yo iba detrás de Diego, pero oí el
ruido!
—Jaquez —dijo Manfred, con tono de voz solemne—, te ordeno que me
digas qué viste y qué oíste.
—Fue Diego el que lo vio, señor, no fui yo —contestó Jaquez—. Yo sólo
oí el ruido. Diego no había hecho más que abrir la puerta, cuando pegó un
grito y salió corriendo. Yo también corrí y le dije: «¿Es el fantasma?». «¡El

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fantasma! No, no —dijo Diego, con los pelos de punta—. Es un gigante, creo.
Lleva armadura porque le vi el pie y parte de la pierna, y son tan grandes
como el casco que hay en el patio». Mientras decía esto, señor, oímos un
movimiento violento y el resonar de la armadura, como si el gigante se
estuviera levantando, pues Diego me dijo luego que creía que el gigante
estaba tumbado porque tenía el pie y la pierna completamente estirados en el
suelo. Antes de que pudiéramos llegar al fondo de la galería oímos cerrarse la
puerta de la cámara grande; no nos atrevimos a mirar hacia atrás a ver si el
gigante nos seguía. Pero, ahora que lo pienso, lo hubiéramos oído si nos
hubiera seguido. Pero, por lo que más queráis, señor, llamad al capellán y que
exorcice el castillo, porque seguro que está embrujado.

—¡Ay, señor! ¡Hacedlo —gritaron todos los criados a coro—, o nos


veremos obligados a dejar de estar al servicio de vuestra señoría!
—Tranquilizaos, insensatos —dijo Manfred—, y seguidme. Quiero saber
lo que significa todo esto.
—¿Nosotros, señor? —exclamaron al unísono—. No nos acercaríamos a
la galería por nada del mundo.
En aquel momento el joven campesino, que había permanecido en
silencio, tomó la palabra.

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—¿Me permitiría vuestra alteza intentar esta aventura? Poco le importa a
nadie mi vida; no temo a ningún ángel malo, ni he ofendido a ninguno bueno.
—Tu apariencia no hace honor a tu conducta —dijo Manfred,
observándolo con admiración y sorpresa—. Recompensaré tu valentía, pero
en este momento —continuó, dejando escapar un suspiro— mis
circunstancias me obligan a fiarme de mí mismo; sin embargo, te permitiré
acompañarme.
Manfred, cuando salió por primera vez de la galería en pos de Isabella,
había ido directamente a los aposentos de su mujer, suponiendo que la
princesa se habría refugiado allí. Hippolita, que conocía el sonido de sus
pasos, se levantó, afectuosa, para recibir a su señor, a quien no había visto
desde la muerte de su hijo. Con una mezcla de dolor y alegría se hubiera
arrojado en sus brazos, de no ser porque éste la rechazó con rudeza y le
preguntó:
—¿Dónde está Isabella?
—¿Isabella, señor? —preguntó Hippolita, sorprendida.
—Sí, Isabella —contestó Manfred imperiosamente—. Quiero ver a
Isabella.
—Señor —dijo Matilda, que había notado lo mucho que la conducta de
Manfred había herido a su madre—, no ha vuelto aquí desde que vos la
mandasteis llamar a vuestros aposentos.
—Decidme dónde se encuentra —dijo el príncipe—, no dónde ha estado.
—Mi buen señor —dijo Hippolita—, vuestra hija os dice la verdad.
Isabella se fue cuando la llamasteis y no ha regresado. Pero os ruego que os
calméis; retiraos a descansar, este día os ha alterado. Isabella aguardará
vuestras órdenes por la mañana.
—De modo que sabéis dónde está —exclamó Manfred—. Decídmelo al
instante; no quiero perder ni un minuto; y vos, mujer —dijo a su esposa—,
ordenad a vuestro capellán que venga a verme de inmediato.
—Supongo —dijo Hippolita con serenidad— que Isabella se habrá
retirado a sus habitaciones. No está acostumbrada a acostarse tan tarde. Pero,
mi querido señor —continuó—, decidme qué os ha disgustado. ¿Acaso
Isabella os ha ofendido?
—No me molestéis con preguntas —dijo Manfred—, y decidme dónde
está.
—Matilda irá a buscarla —dijo la princesa—; sentaos, señor, y recobrad
vuestra habitual fortaleza.

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—¡Cómo! ¿Tan celosa estáis de Isabella que pensáis presenciar nuestra
entrevista?
—¡Dios mío, señor! —dijo Hippolita—. ¿Qué queréis decir?
—Pronto lo sabréis —respondió cruelmente el príncipe—. Enviadme a
vuestro capellán y esperad mis órdenes aquí.
Y con estas palabras salió precipitadamente de la estancia en busca de
Isabella, dejando atónitas a las damas con sus palabras y su desconcertante
conducta y perdidas en vanas conjeturas sobre lo que maquinaba.
Ahora, Manfred regresaba de la galería subterránea seguido del
campesino y de algunos criados a quienes había obligado a acompañarle.
Subió precipitadamente las escaleras hasta la galería, y en la puerta se
encontró con Hippolita y su capellán. Cuando Manfred había ordenado que
Diego se retirase, éste se había dirigido directamente a los aposentos de la
princesa para comunicarle lo que había visto. La bondadosa dama, que creía
tanto como Manfred en la realidad de la visión, simulaba, no obstante, que era
una alucinación de los criados. Sin embargo, dispuesta a evitarle a su marido
cualquier otro sobresalto y acostumbrada como estaba a no desfallecer ante el
dolor, decidió ser ella misma la que hiciera el primer sacrificio, si es que el
destino había señalado aquella como la hora final de ambos. Obligó a
Matilda, que en vano intentaba persuadir a su madre de que le permitiese
acompañarla, a que se fuera a acostar, y, acompañada tan sólo por su capellán,
Hippolita visitó la galería y la cámara grande; y ahora, con más tranquilidad
de espíritu de la que había sentido en muchas horas, salía al encuentro de su
marido, asegurándole que la visión de la pierna y el pie gigantes no era más
que una fábula y, sin duda, el producto de la imaginación de los criados
provocado por el miedo, y de la tétrica y oscura hora de la noche. Ella y el
capellán acababan de examinar la sala y todo estaba como de costumbre.
Manfred, aunque convencido, al igual que su esposa, de que la visión no
había sido fruto de la fantasía, se recobró en parte del tormentoso estado en
que los extraños incidentes le habían sumido. Avergonzado además del trato
inhumano que había tenido para con la princesa, que respondía a cada injuria
con renovadas muestras de cariño y lealtad, sintió que su amor por ella
renacía. Pero aún más avergonzado al sentir remordimiento hacia la persona
contra quien internamente planeaba un agravio aún mayor, sofocó los
incipientes sentimientos de su corazón sin ni siquiera atreverse a inclinarse
por la piedad. El siguiente paso fue de una refinada maldad. Dando por
sentado la inquebrantable sumisión de Hippolita, se jactaba de que no sólo
aceptaría el divorcio resignadamente, sino que, si él lo deseaba, se prestaría a

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convencer a Isabella de que le concediera su mano. Pero se dio cuenta de que,
antes de que pudiera acariciar esta horrenda esperanza, había que encontrar a
la joven. Saliendo de su ensueño, dio órdenes para que se vigilaran
estrechamente todos los accesos al castillo, y encargó a sus criados, bajo pena
de muerte, que impidiesen la salida a nadie. Al joven campesino, a quien
había hablado en términos tan favorables, le ordenó quedarse en una pequeña
habitación al final de la escalera, en la que había un camastro, cuya llave se
llevó consigo, diciéndole que hablaría con él por la mañana. Después despidió
a los criados y, haciéndole una hosca semiinclinación de cabeza a Hippolita,
se retiró a sus aposentos.

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Capítulo II

Matilda, que a instancias de Hippolita se había retirado a sus habitaciones,


estaba poco predispuesta a descansar. El trágico destino de su hermano la
había afectado profundamente. Le sorprendía no encontrar a Isabella, pero las
extrañas palabras de su padre y la velada amenaza que dirigió a la princesa, su
esposa, junto con su irascible comportamiento, la habían llenado de inquietud
y terror. Aguardaba con impaciencia el regreso de Bianca, su joven doncella,
a la que había enviado a informarse de lo que había sucedido a Isabella.
Bianca no tardó en volver e informó a su ama de las noticias que había
recogido entre la servidumbre: Isabella no aparecía por ningún sitio. Contó la
aventura del joven campesino que había sido descubierto en el sótano, si bien
salpicada de sencillos aderezos, fruto de las incoherentes narraciones de los
criados, deteniéndose especialmente en el pie y la pierna gigantescos que se
habían visto en la galería principal. Esto último había impresionado tanto a
Bianca, que tuvo una inmensa alegría cuando Matilda le dijo que no se iría a
descansar, sino que aguardaría en vela hasta que la princesa se levantara.
La joven se deshacía en conjeturas sobre la huida de Isabella y las
amenazas de Manfred a su madre.
—¿Qué asuntos tan urgentes tendría con el capellán? —se pregunta
Matilda—. ¿Tendrá la intención de enterrar en privado a mi hermano en la
capilla?
—Huy, señora —dijo Bianca—, ya me lo imagino. Como ahora sois vos
su heredera, está impaciente por casaros. Siempre deseó tener más hijos
varones; y apuesto a que ahora está impaciente por tener nietos. Tan cierto
como que estoy aquí, finalmente os veré vestida de novia. Pero, señora, no
despediréis a vuestra leal Bianca, ¿no? Ahora que sois una gran princesa no
pondréis a doña Rossara en mi lugar, ¿verdad?
—Mi pobre Bianca —dijo Matilda—, con qué facilidad te vuela el
pensamiento. ¡Yo una princesa! ¿Qué has visto en la conducta de Manfred
desde la muerte de mi hermano que indique un mayor cariño hacia mí? No,

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Bianca, en su corazón nunca sintió nada por mí, pero es mi padre y no debo
quejarme. Aunque el cielo me cierre el corazón de Manfred, con la ternura de
mi madre recompensa ampliamente mis escasos méritos. ¡Madre querida! Sí,
Bianca, es ahí donde más me duele la aspereza del carácter de Manfred.
Puedo sufrir con paciencia su rudeza hacia mí, pero me parte el alma cuando
veo su injustificada severidad para con ella.
—Pero, señora —dijo Bianca—, todos los hombres tratan así a sus
mujeres cuando se cansan de ellas.
—¡Y, a pesar de ello, me felicitabas hace un instante cuando pensabas que
mi padre se proponía casarme!
—Pase lo que pase —dijo Bianca—, quiero veros convertida en una gran
dama. No os quiero ver encerrada en un convento como ocurriría si pudierais
hacer vuestra voluntad o si no os lo impidiera mi señora, vuestra madre, que
sabe que más vale un mal marido que ninguno. ¡Cielos! ¿Qué ruido es ése?
¡San Nicolás me perdone! ¡Sólo estaba bromeando!
—Es el viento —dijo Matilda— que silba entre las almenas de la torre. Lo
has oído mil veces.
—Bueno —dijo Bianca—, no había mala intención en lo que dije. No es
pecado hablar de matrimonio. Así que, como iba diciendo, si mi señor
Manfred os propusiera un apuesto y joven príncipe por novio, ¿le haríais una
reverencia y le diríais que preferiríais tomar los hábitos?
—¡Gracias al cielo que no corro semejante peligro! —dijo Matilda—.
Sabes cuántas solicitudes de matrimonio ha rechazado Manfred en mi
nombre.
—Y vos se lo agradecéis como una buena hija, ¿verdad, señora? Pero
vamos, señora, suponeos que mañana os hiciera ir al gran salón del consejo y
allí encontrarais, junto a él, a un joven y apuesto príncipe de grandes ojos
negros, frente despejada y pelo de azabache; en resumidas cuentas, señora, un
joven héroe que se pareciera al retrato de Alfonso el Bueno que hay en la
galería, y ante el cual os sentáis ensimismada durante horas.
—No hables con ligereza de ese retrato —interrumpió Matilda con un
suspiro—. Sé que la adoración con la que contemplo ese cuadro no es común,
pero no estoy enamorada de una tabla pintada. El carácter de ese príncipe
virtuoso, la veneración que hacia su memoria me ha hecho sentir mi madre,
las oraciones que, no sé por qué razón, me ha instado a que vertiera sobre su
tumba, todo contribuye a hacerme pensar que, de un modo u otro, mi destino
está vinculado a algo relacionado con él.

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—¡Por Dios, señora! ¿Cómo iba eso a ser posible? —dijo Bianca—.
Siempre he oído que vuestra familia no estaba emparentada con la de él. No
me explico por qué mi señora, la princesa, os envía en frías mañanas o
húmedas tardes a rezar ante su tumba: su nombre no está en el santoral. Si
debéis rezar, ¿por qué vuestra madre no os manda dirigir vuestras oraciones a
nuestro gran san Nicolás? A él le rezo yo para pedirle marido.
—Quizá si mi madre me explicara sus razones —dijo Matilda— estaría
menos tranquila; pero es el misterio con que rodea todo esto lo que me llena
de… no sé cómo expresarlo. Como nunca actúa de forma caprichosa, estoy
segura de que en el fondo yace algún fatal secreto, sé que lo hay. En su dolor
y agonía por la muerte de mi hermano dejó escapar algunas palabras que lo
insinuaban.
—Querida señora —gritó Bianca—, ¿cuáles fueron?
—No, Bianca —dijo Matilda—; si alguna vez nuestros padres dicen por
descuido algo de lo que más tarde se arrepienten, no deben sus hijos repetirlo.
—¡Qué decís, señora! ¿Es que luego se arrepintió de lo que había dicho?
—prosiguió Bianca—. Podéis confiar en mí.
—Sí puedo compartir mis pequeños secretos, cuando tengo alguno —dijo
Matilda—, pero nunca los de mi madre. Una hija no debe tener más ojos o
más oídos que aquellos que sus padres le indican.
—Bueno, señora, está claro que nacisteis para ser santa —dijo Bianca—,
y no se puede ir contra la vocación: acabaréis en un convento. Lady Isabella
jamás se mostraría tan reservada conmigo: me permite hablarle de los jóvenes
y, cuando alguna vez ha llegado algún apuesto caballero al castillo, me ha
confesado que ojalá vuestro hermano Conrad se le pareciera.
—Bianca —dijo la princesa—, no consiento que hables irrespetuosamente
de mi amiga. Isabella tiene un carácter alegre, pero su espíritu es tan limpio
como la virtud misma. Conoce tu naturaleza despreocupada y charlatana y
quizá de cuando en cuando la haya alentado para aliviar la monotonía y
alegrar la soledad en la que nos tiene sumidas mi padre.
—¡Virgen santa! —dijo Bianca de pronto—, ahí está otra vez. Señora, ¿no
oís nada? De seguro que este castillo está encantado.
—¡Silencio! —dijo Matilda—. ¡Escucha! Sí creí oír una voz, pero debe de
ser pura imaginación. Supongo que me has contagiado tus miedos.
—Pero, señora, ¡es verdad!, ¡es verdad! —dijo Bianca sollozando—.
Estoy segura de haber oído una voz.
—¿Duerme alguien en la habitación de abajo? —preguntó la princesa.

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—Nadie ha osado hacerlo desde que el gran astrólogo, el tutor de vuestro
hermano, se ahogó. Seguro que su espectro y el del joven príncipe se han
reunido allí ahora. Por Dios, corramos a los aposentos de vuestra madre.
—Te ordeno que no te muevas —dijo Matilda—. Si son almas en pena, tal
vez podamos aliviar su sufrimiento hablando con ellas. No pueden querer
hacernos daño, pues en nada las hemos ofendido, y si no fuera así, ¿íbamos a
estar más seguras en un sitio que en otro? Alcánzame el rosario. Diremos una
oración y luego hablaremos con ellas.
—¡Oh, señora! No hablaría con un fantasma por nada del mundo —gritó
Bianca.
No bien hubo pronunciado estas palabras, cuando oyeron que se abría la
ventana del cuartito que había debajo del de Matilda. Escucharon con
atención y a los pocos minutos creyeron oír cantar a alguien, pero no
consiguieron distinguir la letra.
—No puede ser éste un espíritu malo —dijo la princesa en voz baja—;
tiene que ser alguien de la casa, abre la ventana y reconoceremos la voz.
—No me atrevo, señora —dijo Bianca.
—Eres muy tonta —dijo Matilda abriendo la ventana suavemente.
Sin embargo, la persona de abajo oyó el ruido que hizo la princesa, y dejó
de cantar, concluyendo ellas que había descubierto su presencia.
—¿Hay alguien abajo? —dijo la princesa—. Si es así, hablad.

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—Sí —contestó una voz desconocida.
—¿Quién sois? —preguntó Matilda.
—Un desconocido —respondió la voz.
—¿Qué desconocido? ¿Y cómo entrasteis a esta hora intempestiva,
cuando todas las puertas del castillo están cerradas?
—No estoy aquí por voluntad propia —contestó la voz—, pero disculpad,
señora, si he interrumpido vuestro descanso. No sabía que alguien me pudiera
oír. Estoy desvelado, así que, cansado de dar vueltas en la cama, me dispuse a
matar las tediosas horas contemplando cómo avanza el amanecer, impaciente
por abandonar este castillo.
—Vuestro tono y palabras suenan tristes —dijo Matilda—. Os
compadezco si estáis apenado. Si os acecha la pobreza, decídmelo y hablaré
de vos a la princesa, cuya alma caritativa se apiada de los menesterosos; ella
os ayudará.
—Cierto que estoy triste —dijo el desconocido—, y que no sé lo que es la
riqueza. Pero no me quejo del destino que el cielo me ha deparado. Soy joven
y fuerte y no me avergüenzo de ganarme la vida con mi trabajo. Pero no me
creáis engreído o que desprecio vuestra oferta generosa. Os recordaré en mis
oraciones y rezaré para que caigan sobre vos y vuestra ama las mayores
bendiciones. Si suspiro, señora, es por otros, no por mí.
—Ya sé, señora —le susurró Bianca a la princesa—, tiene que ser el joven
campesino, y apuesto a que está enamorado. ¡Qué aventura! Sigámosle la
corriente. No os conoce y cree que sois una de las doncellas de lady
Hippolita.
—¿No te da vergüenza, Bianca? —dijo la princesa—. ¿Con qué derecho
podemos indagar en los secretos del corazón de este joven? Parece sincero y
honrado y nos dice que no es feliz. ¿Son ésas acaso circunstancias que nos
autorizan a abusar de su confianza? ¿Qué derecho tenemos a conocer su
intimidad?
—Por Dios, señora, ¡qué poco sabéis del amor! —contestó Bianca—.
¿Acaso ignoráis que para los amantes no hay placer alguno que iguale al de
hablar sobre sus amores?
—¿Y tú quisieras que me convirtiera en la confidente de un campesino?
—Bien, pues dejad que hable yo con él —dijo Bianca—. Aunque tengo el
privilegio de ser la dama de honor de vuestra alteza, no siempre tuve cargo
tan elevado. Además, si el amor iguala los rangos, también los eleva. Un
joven enamorado tiene todos mis respetos.

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—Calla, bobona —dijo la princesa—; aunque dijera que estaba triste, eso
no significa que esté enamorado. Piensa en todo lo que ha ocurrido hoy y
dime si no hay más sinsabores que los que causa el amor. Forastero —
prosiguió la princesa—, si vuestras desgracias no las han provocado vuestros
propios errores y está en poder de la princesa Hippolita el solucionarlas,
respondo por ella de que será vuestra protectora. Cuando os dejen salir de este
castillo, dirigíos al buen padre Jerome, en el convento que hay junto a la
iglesia de san Nicolás, y explicadle vuestras cuitas hasta el punto que juzguéis
propio. Él no dejará de comunicárselo a la princesa, que es la madre de todos
cuantos necesitan su ayuda. ¡Adiós! No es decoroso que converse con un
hombre a estas horas de la noche.
—Que el cielo os bendiga, señora —respondió el campesino—, pero, si
un pobre e indigno forastero pudiera suplicaros un minuto más de atención,
¿me sería dada tanta felicidad? La ventana aún está abierta. ¿Podría
preguntaros…?
—Apresuraos —dijo Matilda—, despunta el alba; si los trabajadores
llegaran al campo y nos vieran… ¿Qué queréis preguntar?
—No sé cómo…, no sé si atreverme —comenzó el joven titubeando—;
sin embargo, la bondad con la que me habéis hablado me da valor. Señora,
¿puedo confiar en vos?
—¡Cielos! ¿Qué queréis decir? —preguntó Matilda—. ¿Qué pretendéis
confiarme? Hablad con franqueza, si es que vuestro secreto es digno de
encomendárselo a un alma pura y honrada.
—Quisiera preguntaros —dijo el campesino tomando fuerzas— si lo que
les he oído a los criados es cierto: que la princesa se ha marchado del castillo.
—¿Qué importancia puede tener eso para vos? Vuestras primeras palabras
mostraban una prudente y digna seriedad. ¿Venís aquí a indagar los secretos
de Manfred? ¡Adiós! Me he equivocado con vos.
Con estas palabras cerró deprisa la ventana, sin darle tiempo al joven a
contestar.
—Me hubiera comportado con más sabiduría —dijo la princesa a Bianca
con cierta irritación—, si te hubiera dejado a ti hablar con el campesino. Su
curiosidad va pareja con la tuya.
—No soy quién para contradeciros, señora —contestó Bianca—, pero
quizá las preguntas que yo le hubiera hecho hubieran tenido más sentido que
las que vos habéis tenido a bien hacerle.
—¡Sin duda! —dijo Matilda—. ¡Eres tan discreta! ¿Podría saberse qué le
hubieras preguntado?

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—Con frecuencia un espectador ve mejor el juego que aquellos que lo
llevan a cabo —contestó Bianca—. ¿Acaso pensáis, señora, que su pregunta
acerca de la princesa Isabella era fruto de la simple curiosidad? No, no,
señora; entraña más de lo que los nobles como vos pudierais pensar. López
me dijo que todos los criados creen que este joven ayudó a la princesa a
escapar. Os lo ruego, atended. Vos y yo, señora, sabíamos que a la princesa
Isabella nunca le gustó mucho vuestro hermano: y, bueno, lo asesinan en un
momento crítico (no estoy acusando a nadie). Luego un yelmo cae del cielo,
al menos es eso lo que dice mi señor, vuestro padre. Pero López y todos los
criados dicen que ese jovenzuelo es un mago y que lo había robado él de la
tumba de Alfonso.
—Termina ya esa sarta de impertinencias —dijo Matilda.
—Como gustéis, señora —dijo Bianca—, pero es muy extraño que la
princesa Isabella desaparezca el mismo día y que encontraran al joven brujo
justo a la puerta de la trampilla. Yo no acuso a nadie, pero si el joven príncipe
murió de muerte natural…
—No te atrevas, por tu honor —dijo Matilda—, a mancillar ni con una
sola palabra de sospecha la pureza de la reputación de mi querida Isabella.
—Pureza o no pureza —dijo Bianca—, se ha ido. Encuentran a un extraño
que nadie conoce. Vos misma le habéis interrogado. Os dice que está
enamorado o triste, es lo mismo; es más, confesó que se sentía
apesadumbrado a causa de otros, ¿y quién sufre por otro si no está enamorado
de esa persona? Y a continuación pregunta inocentemente, ¡pobrecillo!, si la
princesa ha desaparecido.
—Ciertamente, tus observaciones no carecen del todo de fundamento —
dijo Matilda—. La huida de Isabella me desconcierta y la curiosidad de ese
forastero es muy extraña. Sin embargo, Isabella jamás tuvo un secreto para
mí.
—Eso es lo que os decía —continuó Bianca— para averiguar los vuestros.
¿Quién sabe, señora, si ese desconocido no es un príncipe disfrazado? Por
favor, señora, dejadme abrir la ventana y hacerle algunas preguntas.
—No —respondió Matilda—; lo haré yo misma. Si sabe algo de Isabella,
no es digno que continúe hablando con él.
Cuando se disponía a abrir la ventana, oyeron sonar la campana de la
portería del castillo, situada a la derecha de la torre en la que Matilda se
encontraba, lo cual impidió que la princesa reanudara la conversación con el
desconocido.
Tras un silencio le dijo a Bianca:

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—Estoy segura de que cualquiera que sea la causa de la desaparición de
Isabella, tendrá razones justificadas. Si ese desconocido la ayudó a ello, será
porque confía en su valor y lealtad. Me pareció observar, ¿a ti no, Bianca?, un
insólito tinte de piedad en sus palabras. No era el habla de un rufián, sus
palabras parecían delatar a un hombre de noble cuna.
—Ya os dije, señora, que estaba segura de que era un príncipe disfrazado
—dijo Bianca.
—Pero —dijo Matilda—, si era cómplice de su huida, ¿cómo explica que
no la acompañara? ¿Por qué se iba a exponer innecesariamente al
resentimiento de mi padre?
—En cuanto a eso, señora, si pudo escaparse de debajo del yelmo, ya
encontrará la manera de eludir la ira de vuestro padre. Seguro que lleva
consigo algún talismán o algo similar.
—Todo lo solucionas con la magia —dijo Matilda—, pero nadie que
tuviera algo que ver con el diablo se atrevería a pronunciar las palabras
tremendas y santas que él utilizó. ¿No viste con qué fervor prometió
encomendarme al cielo en sus oraciones? Sí, Isabella estaba, sin duda,
convencida de la piedad de este joven.
—¡Confiar en la piedad de un joven y una dama que se ponen de acuerdo
para fugarse! —dijo Bianca—. No, no, señora; lady Isabella es distinta de
como os la imagináis. Cierto que en vuestra presencia solía suspirar y levantar
los ojos al cielo, porque sabe que vos sois una santa, pero en cuanto os dabais
la vuelta…
—La estás difamando —dijo Matilda—; Isabella no es una hipócrita.
Tiene un sentido de la devoción adecuado, pero nunca fingió una vocación
que no sentía. Al contrario, siempre se oponía a mi inclinación por el
convento. Admito que este misterio que rodea su huida me confunde, pues no
parece estar de acuerdo con la amistad que nos unía, pero no puedo olvidar el
fervor desinteresado con el que siempre se opuso a que yo tomase los hábitos.
Me quería ver casada, pese a que mi dote hubiera mermado la herencia de los
hijos que tuviera con mi hermano. Por ella, creeré en la buena fe de este
campesino.
—Entonces, ¿creéis que hay una relación entre ellos?
Mientras decía esto, un criado entró en la habitación precipitadamente y le
dijo a Matilda que habían encontrado a la princesa Isabella.
—¿Dónde? —preguntó Matilda.
—Se ha acogido a sagrado[15] —contestó el criado—. El padre Jerome ha
traído la noticia. Está abajo con su alteza.

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—¿Y mi madre?
—En sus habitaciones, señora. Ha preguntado por vos.
Manfred se había levantado al alba, dirigiéndose a los aposentos de
Hippolita para ver si sabía algo de Isabella. Mientras interrogaba a su esposa,
le comunicaron que Jerome deseaba hablar con él. Manfred, sin sospechar la
razón de la visita del fraile y sabiendo que ayudaba a Hippolita en sus actos
de caridad, ordenó que entrara, con la intención de dejarlos solos mientras él
proseguía su búsqueda de Isabella.
—¿Tenéis que hablar conmigo o con la princesa? —preguntó Manfred.
—Con ambos —replicó el religioso—. Lady Isabella…
—¿Qué le ocurre? —interrumpió ansioso Manfred.
—Se encuentra ante el altar de san Nicolás —contestó Jerome.
—Entonces no es asunto de Hippolita —dijo Manfred con gran
perturbación—. Padre, retirémonos a mis habitaciones e informadme allí de
cómo llegó a la iglesia.
—No, señor —contestó el buen hombre con un aire de firmeza y
autoridad que intimidaron al decidido Manfred, el cual no pudo dejar de
admirar las santas virtudes del fraile—. Mi cometido os incumbe a ambos y
con la aprobación de vuestra excelencia lo expresaré ante los dos. Pero
primero, señor, debo preguntarle a la princesa si conoce la razón de la huida
de Isabella.
—No, en modo alguno —dijo Hippolita—. ¿Me acusa acaso Isabella de
complicidad?
—Padre —interrumpió Manfred—, tengo todo el respeto para con vuestra
sagrada profesión, pero soy el soberano de este lugar y no permitiré que
ningún cura entrometido interfiera en mis asuntos privados. Si tenéis algo que
decir, acompañadme a mis aposentos. No acostumbro a hacer a mi esposa
partícipe de los asuntos secretos de mi Estado. No son cosas propias de una
mujer.
—Mi señor —dijo el religioso—, no quiero inmiscuirme en los secretos
familiares. Mi deber es el de llevar la paz, reparar desavenencias, predicar el
arrepentimiento y enseñar a la humanidad a limar sus tozudas pasiones.
Perdono el apostrofe poco caritativo de su alteza. Conozco mis obligaciones y
soy el ministro de un príncipe más poderoso que Manfred. Prestad atención a
quien habla por mi boca.
Manfred temblaba de ira, de vergüenza. El rostro de Hippolita reflejaba su
asombro e impaciencia por saber adónde conduciría todo aquello. Su silencio
demostraba el respeto que tenía por Manfred.

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—La princesa Isabella —continuó Jerome— se encomienda a vuestras
señorías. Os agradece a ambos la bondad con que la habéis tratado en vuestro
castillo; lamenta la pérdida de vuestro hijo y su propio infortunio al no poder
llegar a ser la hija de príncipes tan sabios y nobles, a quienes siempre
respetará como a sus padres; reza por vuestra ininterrumpida unión y fidelidad
—el rostro de Manfred mudó de color—, pero, dado que no le es posible
seguir con vosotros, ruega vuestro consentimiento para permanecer acogida a
sagrado en tanto no reciba noticias de su padre o, de tener certeza de su
muerte, para ser libre de disponer su propia boda con el consentimiento de sus
tutores.
—No daré tal consentimiento —dijo el príncipe—, e insisto en que
regrese de inmediato al castillo. Respondo de ella ante sus tutores y no la
confiaré a ninguna otra mano más que a la mía.
—Vuestra señoría deberá pensar si eso sigue siendo conveniente —
contestó el fraile.
—No necesito ningún instructor —dijo Manfred ruborizándose—. El
comportamiento de Isabella da pie a extrañas sospechas; y ese joven bribón
que al menos fue su cómplice, cuando no la causa de su huida…
—¡La causa! —interrumpió Jerome—. ¿Fue un joven la causa?
—¡Esto es intolerable! —gritó Manfred—. ¿Voy a consentir que un monje
insolente me desafíe en mi propia casa? Sospecho que estáis al tanto de sus
amoríos.
—De no saber que la conciencia de vuestra señoría está segura de
acusarme injustamente —dijo Jerome—, rezaría al cielo para que
desvaneciera vuestras conjeturas impías. Mas lo que sí le pido a Dios es que
perdone vuestra falta de caridad. E imploro a vuestra alteza que deje a la
princesa en paz en aquel santo lugar, donde no llegarán a perturbarla vanas y
mundanas fantasías, tales como los discursos amorosos de ningún hombre.
—No me sermoneéis —replicó Manfred—; mas id y traed a la princesa
para que cumpla sus obligaciones.
—Es mi deber impedir su regreso aquí —dijo Jerome—. Está donde las
vírgenes y las huérfanas encuentran mayor protección contra las trampas y
peligros de este mundo; nada, salvo la autoridad de su padre, la sacará de allí.
—Yo soy su padre —exclamó Manfred—, y exijo que vuelva.
—Eso es lo que ella deseaba, que hubierais sido su padre —dijo el fraile
—, pero el cielo, que impidió ese vínculo, ha disuelto para siempre todos los
lazos entre vos y ella; y le hago saber a su excelencia que…
—¡Basta, insolente! —dijo Manfred—. Temed mi enojo.

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—Buen padre —dijo Hippolita—, es vuestro deber estar por encima del
respeto y hablar con la sinceridad que os dicta vuestra conciencia, pero es mi
obligación no escuchar aquello que mi esposo no quiere que oiga. Id con el
príncipe a sus aposentos. Yo me retiraré a mi oratorio y rezaré para que la
Virgen os ilumine con su consejo divino y le devuelva a mi esposo el sosiego
y la paz espiritual habitual en él.
—Sois una mujer excelente —dijo el fraile—. Mi señor, iré con vos.

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Manfred, seguido del fraile, se dirigió a sus aposentos, donde, cerrando la
puerta, dijo:
—Observo, padre, que Isabella os ha hecho saber mi propósito. Ahora
escuchad mi decisión y obedeced. Razones de Estado, razones poderosas y la
seguridad mía y la de mi gente exigen que tenga un hijo. Sería inútil esperar
que Hippolita me diera un heredero. He elegido a Isabella. No sólo debéis
hacer que vuelva, sino aun más. Conozco vuestra influencia sobre Hippolita,
tenéis su conciencia en vuestras manos. Admito que es una mujer intachable;
ha dedicado su alma a Dios y desprecia las pequeñas glorias de este mundo.
Vos podéis hacer que se retire de él por completo. Convencedla de que
consienta a la disolución de nuestro matrimonio y se retire a un monasterio.
Puede incluso fundar uno, si así lo desea, y disponer de cuantos medios para
vuestra orden deseéis, tanto vos como ella. Así disiparíais vos las calamidades
que penden sobre nuestras cabezas y tendríais el mérito de haber salvado al
principado de Otranto de la destrucción. Sois hombre prudente y, aunque la
fogosidad de mi temperamento me haya inducido a expresiones poco
decorosas, respeto vuestra caridad y deseo estar en deuda con vos por haber
proporcionado reposo a mi vida y salvaguardado mi familia.
—Hágase la voluntad del cielo —dijo el fraile—. Yo soy tan sólo su
desvalido instrumento. Y éste se sirve de mi lengua para avisaros de vuestros
injustificables deseos. Los agravios que padece la virtuosa Hippolita claman
al cielo. A través de mí se os recrimina vuestra adúltera intención de
repudiarla; a través de mí se os advierte que no prosigáis en el designio
incestuoso contra la hija que os han encomendado. La Providencia, que la
alejó de vuestra pasión en un momento en que los castigos que han caído
recientemente sobre vuestra casa debían haberos inspirado otros
pensamientos, seguirá velando por ella. Incluso yo, fraile pobre y
despreciado, puedo protegerla de vuestra violencia. Yo, pecador que soy, y
cruelmente tachado por vuestra alteza a ser cómplice de no sé qué amoríos,
desprecio las tentaciones con las cuales habéis intentado comprar mi
honestidad. Amo mi orden, respeto las almas devotas, la piedad de la
princesa; pero no traicionaré la confianza que tiene depositada en mí, ni
serviré la causa de la religión a base de alianzas espurias y pecadoras. Pero es
cierto que la continuidad del Estado depende de que tengáis un hijo. El cielo
se ríe de la poca visión de los hombres. Ayer por la mañana, ¿qué casa había
tan importante, tan floreciente como la de Manfred? ¿Dónde está ahora el
joven Conrad? Mi señor, respeto vuestras lágrimas, pero no tengo la intención
de hacer nada por evitarlas. ¡Que corran, príncipe! Pesarán más en el cielo

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para el bienestar de vuestros súbditos que un matrimonio que, cimentado
sobre la política o la lujuria, nunca prosperaría. No se puede preservar el cetro
que pasó de la dinastía de Alfonso a la vuestra, mediante una unión que la
Iglesia jamás permitirá. Si es voluntad del Altísimo que perezca el nombre de
Manfred, resignaos, señor, a sus decretos y haceos así merecedor de una
corona inmortal. Vamos, señor, me complace vuestro arrepentimiento.
Volvamos con la princesa; ella nada sabe de vuestras crueles intenciones y yo
sólo pretendía alarmaros. Visteis con qué tierna paciencia, con qué esfuerzo
de amor, escuchó y rehusó oír la magnitud de vuestra culpabilidad. Sé que
desea estrecharos entre sus brazos y confirmaros su afecto inalterable.
—Padre —dijo el príncipe—, mal interpretáis mi arrepentimiento. Cierto
es que admiro las virtudes de Hippolita, la considero una santa y ojalá le
conviniera a la salud de mi alma estrechar aún más ese nudo que nos ha
unido; pero, padre, no conocéis la amargura de mi dolor; hace ya tiempo que
me acechan escrúpulos sobre la legalidad de nuestro matrimonio: Hippolita es
pariente mía en cuarto grado. Es cierto que obtuvimos dispensa, pero me he
enterado de que también había estado prometida a otro. Esto es lo que pesa
sobre mi corazón. A este estado de matrimonio ilegal achaco la fatalidad que
ha recaído sobre mí con la muerte de Conrad. Liberadme la conciencia de este
peso, disolved nuestra unión y concluid el trabajo de bondad que vuestras
divinas exhortaciones han comenzado a labrar en mi vida.
¡Qué punzante fue la angustia que el buen hombre sintió cuando percibió
este cambio en el astuto príncipe! Sintió que se estremecía al pensar en
Hippolita, cuya ruina veía inminente, y temía que, si Manfred desesperaba de
recobrar a Isabella, su impaciencia por tener un hijo le dirigiera hacia otra
víctima que resultara más vulnerable a la tentación que suponía el rango de
Manfred. El religioso permaneció un tiempo sumido en la reflexión.
Finalmente, viendo una esperanza en el aplazamiento de cualquier decisión,
pensó que lo más prudente sería evitar que el príncipe desesperará de recobrar
a Isabella. Por el afecto que ésta le profesaba a Hippolita y por la aversión que
le había dicho sentir hacia los requiebros de Manfred, el fraile sabía que podía
contar con ella para apoyarle hasta que la censura de la Iglesia se pronunciara
contra el divorcio. Con esta intención y como si le hubieran impresionado los
escrúpulos del príncipe, dijo por fin:
—Señor, he estado meditando sobre lo que vuestra señoría ha dicho; y, si
el verdadero motivo del repudio de vuestra virtuosa esposa son los escrúpulos
de vuestra delicada conciencia, Dios me libre de querer endureceros el
corazón. La Iglesia es una madre indulgente, confiadle a ella vuestras penas;

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sólo ella puede consolar vuestra alma, ya sea satisfaciendo vuestra conciencia,
ya sea dejándoos los medios legales para continuar vuestro linaje. En este
último caso, si se puede convencer a lady Isabella…
Manfred, que pensó que había engañado al buen hombre, o que su primera
resistencia había sido el tributo necesario para mantener las apariencias, se
alegró sobremanera ante estas palabras y volvió a repetir su magnífica
promesa en caso de que, con la ayuda del fraile, tuviera éxito. El
bienintencionado religioso dejó que se engañara a sí mismo, decidido a
oponerse a sus planes en vez de secundarlos.
—Puesto que ahora nos entendemos —continuó el príncipe—, espero,
padre, que me explique una cosa. ¿Quién es el joven que encontré en el
sótano? Debía estar al tanto de la huida de Isabella. Decidme con sinceridad,
¿es su amante? ¿O acaso es el mensajero de la pasión de otro? Muchas veces
pensé que Isabella sentía indiferencia hacia mi hijo. Mil circunstancias que
confirman esta sospecha me vienen a la mente. Ella misma era tan consciente
de ello, que cuando le hablé en la galería se adelantó a mis suposiciones y se
esforzó por justificar su frialdad para con Conrad.
El fraile, que no sabía acerca del joven más que lo que
circunstancialmente le había dicho la princesa, desconociendo lo que le había
sucedido y sin reparar lo suficiente en la impetuosidad del carácter de
Manfred, pensó que quizá no fuera descabellado sembrar en su mente la
semilla de los celos; tal vez luego podría ser de utilidad, bien para que el
príncipe tuviera prejuicios contra Isabella, caso de persistir en la idea de esa
unión, bien para desviar su atención hacia un rumbo equivocado y, al
entretener sus pensamientos en una intriga imaginaria, impedir nuevas
andanzas. Con este propósito tan poco acertado respondió de manera que
confirmaba la creencia de Manfred de que existía alguna relación entre
Isabella y el joven. El príncipe, cuyo temperamento necesitaba poco fuego
para hacerlo arder, se enfureció ante la idea de lo que el fraile sugería.
—Penetraré hasta el fondo de esta intriga —exclamó, y abandonó a
Jerome abruptamente, ordenando que lo esperara allí hasta su regreso.
Se dirigió precipitadamente a la sala principal del castillo y mandó que
trajeran ante él al campesino.
—¡Impostor redomado! —dijo el príncipe en cuanto vio al joven—. ¿Qué
hay ahora de tus alardes de sinceridad? ¿Así que fue la Providencia y la luz de
la luna los que te descubrieron la trampilla? Dime, jovenzuelo audaz, quién
eres y desde cuándo conoces a la princesa. Y cuida de responder con más
exactitud que anoche, si no quieres que las torturas te arranquen la verdad.

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El joven, viendo que se había descubierto su papel en la huida de la
princesa y llegando a la conclusión de que, dijera lo que dijera, ya ni la
ayudaría ni la perjudicaría, contestó:
—No soy ningún impostor, señor, ni merezco lenguaje tan ultrajante.
Contesté anoche a las preguntas de vuestra excelencia con la misma veracidad
con que lo haré ahora. Y no será por miedo a vuestras torturas, sino porque mi
alma aborrece la mentira. Repetid vuestras preguntas, señor, que estoy
preparado para satisfacerlas todo cuanto pueda.
—Conocéis mis preguntas —respondió el príncipe—; sólo quieres ganar
tiempo para preparar una evasiva. Habla pronto. ¿Quién eres y cuánto tiempo
hace que conoces a la princesa?
—Soy un labrador del pueblo vecino —respondió el campesino—. Me
llamo Theodore. La princesa me encontró en el sótano anoche; antes de esa
ocasión jamás la había visto.
—Ya veré lo que me creo de todo eso —dijo Manfred—, pero oiré tu
relato antes de entrar en lo que tiene de verdad. Dime, ¿qué razón te dio la
princesa para su huida? Tu vida depende de la respuesta.
—Me dijo —respondió Theodore— que estaba al borde de la destrucción
y que si no lograba escapar del castillo corría peligro inmediato de ser
desgraciada para siempre.
—¿Y te aventuraste a incurrir en mi ira sobre esa base tan débil, sobre la
declaración de una niña tonta?
—No temo la ira de nadie —dijo Theodore—, cuando una mujer
desamparada se pone bajo mi protección.

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Mientras transcurría este interrogatorio, Matilda se dirigía hacia las
habitaciones de Hippolita. Al fondo de la sala donde estaba sentado Manfred
corría una galería superior, con ventanas de celosía, por la que Matilda y
Bianca debían pasar. Al oír la voz de su padre y ver a los criados reunidos en
torno a él, se detuvo para averiguar de qué se trataba. Pronto el prisionero
atrajo su atención: su forma de contestar segura y digna y la gallardía de su
última respuesta, que fueron las primeras palabras que distinguió con
claridad, la inclinaron a su favor. Su aspecto era noble, apuesto, y emanaba
autoridad incluso en esa situación, pero fue su rostro lo que la impresionó.
—¡Dios mío, Bianca! —susurró la princesa—. ¿Estoy soñando? ¿No es
ese joven la viva imagen del cuadro de Alfonso que está en la galería?
No pudo continuar, pues la voz de su padre subía de tono con cada
palabra.
—Esta bravata supera toda tu anterior insolencia. Padecerás la ira que has
osado provocar. Apresadlo —continuó Manfred— y atadlo. La primera
noticia que tendrá la princesa sobre su héroe será que éste perdió la cabeza
por su culpa.
—La injusticia de la que sois culpable hacia mí —dijo Theodore— me
convence de haber obrado bien al liberar a la princesa de vuestra tiranía.
Espero que sea feliz aunque yo muera.

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—¡Conque estás enamorado! —gritó Manfred encolerizado—. Ningún
campesino al borde de la muerte podría manifestar semejantes sentimientos.
Dime, dime, imprudente jovenzuelo, quién eres, o el potro te arrancará el
secreto.
—Ya me habéis amenazado con la muerte —dijo el joven— para obtener
la verdad que os he dicho. Si ése es el estímulo por mi sinceridad, no me
tienta a seguir satisfaciendo vuestra orgullosa curiosidad.
—¿No hablarás, pues? —preguntó Manfred.
—No —respondió.
—Llevadlo al patio —dijo Manfred—. Quiero ver rodar su cabeza al
instante.
Al oír estas palabras Matilda cayó desmayada, ante lo cual Bianca gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡La princesa ha muerto!
Sobresaltado por aquellos gritos, Manfred preguntó qué sucedía. El
campesino, que también oyó el alboroto, hizo, horrorizado, la misma
pregunta; pero Manfred ordenó que lo condujeran de inmediato al patio,
donde debía aguardar la ejecución hasta que él se hubiese informado de la
causa de los gritos de Bianca. Cuando supo lo ocurrido lo tomó como simple
pánico femenino y mandó que llevasen a Matilda a sus habitaciones. Luego
fue rápidamente al patio y, llamando a uno de sus guardias, hizo arrodillarse a
Theodore, encomendándole que se preparara para recibir el golpe mortal.
El valeroso joven escuchó la cruel sentencia con una resignación que
conmovió el corazón de todos los presentes menos el de Manfred. Estaba
inquieto por saber qué significaban las palabras que había oído con respecto a
la princesa, pero temía exasperar aún más al tirano en contra de ella y desistió
de intentar averiguarlo. La única gracia que se atrevió a pedir fue que le
permitieran hablar con un confesor y así hacer las paces con el cielo.
Manfred, que tenía esperanzas de obtener la historia íntegra del joven por
medio del confesor, accedió a su petición con presteza. Convencido de que el
padre Jerome estaba ahora de su parte, ordenó que le llamasen para que
confesara al prisionero.
El religioso, que poco había previsto la catástrofe que su imprudencia
provocaría, cayó de rodillas ante el príncipe y le exhortó solemnemente a que
no derramara sangre inocente. Se acusó amargamente a sí mismo por su
indiscreción, trató de exculpar al joven y esgrimió todos los argumentos para
aplacar la ira del tirano. Manfred, a quien la intervención de Jerome no había
calmado, sino incluso alterado aún más, y sospechando ahora por la
retractación de éste que había sido víctima del engaño de ambos, ordenó al

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fraile que cumpliera con su deber, comunicándole que no le iba a conceder
demasiados minutos al prisionero para confesarse.
—Tampoco los pido, señor —dijo el entristecido joven—. Mis pecados, a
Dios gracias, no son numerosos ni sobrepasan los que se pueden esperar a mi
edad. Secaos las lágrimas, padre, y acabemos. Es un mundo malo y no tengo
motivo para sentir pena al abandonarlo.
—¡Infeliz! —dijo Jerome—. ¿Cómo puedes soportar mi presencia con
resignación? ¡Soy tu asesino! ¡Yo soy el culpable de que te llegue esta
infortunada hora!
—Os perdono de todo corazón —dijo el joven—, como espero que el
cielo haga conmigo. Escuchadme mi confesión, padre, y dadme vuestra
bendición.
—¿Cómo puedo preparar tu tránsito como debiera? —dijo Jerome—. No
puedes salvarte sin perdonar a tus enemigos, ¿y podrás perdonar al hombre
impío que está ahí?
—Sí, puedo y lo hago —dijo Theodore.
—¿No os conmueve esto, príncipe cruel?
—Envié por vos para que le confesarais, no para interceder por él —
respondió severamente Manfred—. Fuisteis vos el primero que me indispuso
contra él. Sois responsable de su muerte.
—¡Lo soy! ¡Lo soy! Ni vos ni yo podemos abrigar ninguna esperanza de
ir al mismo lugar al cual se dirige este joven bienaventurado.
—¡Acabad! —dijo Manfred—. No me conmoverán más los sermones de
un fraile que los gemidos de una mujer.
—¡Cómo! —dijo Theodore—. ¿Es posible que mi sino haya ocasionado
lo que he escuchado? ¿Está, pues, la princesa de nuevo en vuestro poder?
—No haces más que recordarme el motivo de mi ira —dijo Manfred—.
Prepárate, pues éste es tu último momento.
El joven sintió que la indignación se iba apoderando de él. Estaba
conmovido por el dolor que veía que embargaba a los espectadores además de
al fraile, pero sofocó sus emociones, se quitó el jubón, se desabrochó el cuello
y se arrodilló para decir sus oraciones. Pero, al inclinarse, la camisa abierta le
dejó descubierto el hombro, en el cual se veía la cicatriz de una flecha
sanguinaria.
—¡Dios mío! —exclamó el religioso sorprendido—. ¿Qué es esto? ¡Es mi
hijo! ¡Theodore!
Hemos de imaginar la conmoción que crearon estas palabras, pues es
imposible describirlas. Las lágrimas de os espectadores se vieron frenadas

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más por el asombro que por la alegría. Todos parecían esperar una señal de su
señor que les indicara lo que debían sentir. La sorpresa, la duda, la ternura, el
respeto, se fueron sucediendo en el semblante del joven. Recibió con modesta
sumisión la efusividad de las lágrimas y abrazos del anciano. Pero, receloso
de abrigar vanas esperanzas y sospechando, por lo que había ya ocurrido, lo
inflexible del carácter de Manfred, dirigió al príncipe una mirada como
preguntándole si no le conmovía una escena como ésta.
El corazón de Manfred era capaz de ablandarse. El asombro le hizo
olvidar su ira, mas el orgullo le impidió mostrarse impresionado. Incluso llegó
a dudar si no sería este descubrimiento un ardid del fraile para salvar al
muchacho.
—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Cómo puede ser vuestro hijo? ¿Es
coherente con vuestra profesión o vuestra supuesta santidad reclamar como
fruto de vuestros amores desordenados a un campesino?
—¡Dios mío! —exclamó el religioso—. ¿Acaso dudáis que sea mío?
¿Podría sentir la angustia que siento de no ser yo su padre? ¡Perdonadle, buen
príncipe! Perdonadle la vida y haced conmigo lo que os plazca.
—¡Perdonadle! ¡Perdonadle! —gritaban los presentes—. ¡Hacedlo por
este buen hombre!
—¡Silencio! —dijo Manfred severamente—. Antes de decidirme a
perdonar he de saber más. El bastardo de un santo no tiene por qué ser
también santo.
—¡Injurioso señor! —dijo Theodore—. No añadáis insultos a vuestra
crueldad. Si soy el hijo de este hombre venerable, aunque no sea príncipe
como vos, sabed que la sangre que corre por mis venas…
—Sí —le interrumpió el fraile—, tiene sangre noble y no merece el
insulto que acabáis de dedicarle, señor. Es mi hijo legítimo. Y Sicilia puede
enorgullecerse de pocos linajes más rancios que el de Falconara. Pero, señor,
¿qué es la sangre?, ¿qué es la nobleza? Somos todos reptiles, criaturas
miserables y pecadoras. Solamente la piedad puede diferenciarnos del polvo
del cual surgimos y al cual irremisiblemente tenemos que volver.
—Terminad vuestro sermón —dijo Manfred—. Olvidáis que ya no sois el
fraile Jerome sino el conde de Falconara. Relatadme vuestra historia; tiempo
tendréis después de moralizar si es que no lográis obtener gracia para este
empedernido criminal.
—¡Virgen Santísima! —dijo el fraile—. ¿Es posible que mi señor pudiera
rehusarle a un padre la vida de su único hijo, perdido hace ya tanto tiempo?

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¡Pisoteadme, señor, despreciadme, castigadme, aceptad mi vida por la de él,
pero perdonad a mi hijo!
—¡Ahora podéis saber lo que significa perder a un hijo único! —dijo
Manfred—. Hace menos de una hora que predicabais resignación: mi linaje
podía extinguirse, si ello pluguiera al destino, pero el conde de Falconara…
—Confieso, señor, que os he ofendido, pero no aumentéis los sufrimientos
de un anciano. No me enorgullezco de mi familia, ni pienso en tales
vanidades; es la naturaleza misma la que suplica la vida de este muchacho, es
el recuerdo de la dulce mujer que le dio a luz. Theodore, ¿ha muerto?
—Su alma hace tiempo que descansa en paz —respondió Theodore.
—¿Cómo fue? —exclamó Jerome—. ¡Dímelo! No. ¡Ella es feliz! Ahora
tú eres lo único que tengo. Temible señor, ¿me concederéis la vida de mi
pobre hijo?
—Regresad a vuestro convento —contestó Manfred—. Traed aquí a la
princesa, obedecedme en lo que ya sabéis y os prometo la vida de vuestro
hijo.
—Señor, ¿es, pues, mi honradez el precio que ponéis a la vida de este
querido muchacho?
—¡Por lo que a mí respecta —exclamó Theodore—, dejadme morir cien
veces antes que mancillar vuestra conciencia! ¿Qué es lo que el tirano os
pide? ¿Sigue la princesa a salvo de su poder? Protegedla, anciano venerable, y
dejad que caiga sobre mí todo el peso de su ira.
Jerome intentó frenar la impetuosidad del joven, pero antes de que
Manfred pudiera responder se oyó el resonar de los cascos de unos caballos, y
de repente sonó el agudo clamor de la trompeta de bronce que pendía de la
puerta del castillo. Al mismo tiempo las negras plumas del yelmo hechizado
que estaba al fondo del patio se agitaron violentamente y asintieron tres veces
como movidas por una cabeza invisible.

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Capítulo III

El temor invadió el corazón de Manfred cuando vio el plumaje del casco


milagroso moverse al son del clamor de la trompeta de bronce.
—Padre —le dijo a Jerome, a quien ahora dejó de tratar de conde de
Falconara—, ¿qué significan estos fenómenos? Si he ofendido…
Las plumas se agitaron con mayor violencia.
—¡Desdichado de mí! —exclamó Manfred—. Buen padre, ¿no me
ayudaréis con vuestras oraciones?
—Señor —respondió Jerome—, sin duda al cielo no le gustan las burlas
que hacéis de sus servidores. Someteos a la Iglesia y dejad de perseguir a sus
ministros. Poned en libertad a este joven inocente y aprended a respetar los
hábitos sagrados que llevo. El cielo, como veis, no quiere burlas.
De nuevo resonó la trompeta.
—Reconozco que me he precipitado —dijo Manfred—. Padre, ¿iréis hasta
el portillo y preguntaréis quién está en la puerta?
—¿Me concedéis la vida de Theodore? —contestó el fraile.
—Lo haré —dijo Manfred—, pero preguntad quién está ahí fuera.
Jerome se abrazó al cuello de su hijo, anegándolo en lágrimas que
delataban su profunda emoción.
—Prometisteis ir a la puerta —dijo Manfred.
—Pensé que vuestra alteza me disculparía por antes agradecerle este
tributo tan querido.
—Id, señor —dijo Theodore—, obedeced al príncipe; yo no merezco que
retraséis su satisfacción.
Jerome fue y, tras preguntar quién había fuera, le contestaron:
—Un heraldo.
—¿De parte de quién?
—De parte del Caballero del Sable Gigante —respondió el heraldo—, y
debo hablar con el usurpador de Otranto.

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Jerome volvió junto al príncipe y repitió el mensaje palabra por palabra.
Los primeros vocablos le llenaron de terror, pero cuando se vio tachado de
usurpador su ira se reavivó y retornó todo su coraje.
—¿Usurpador? ¡Insolente villano! —gritó—. ¿Quién osa discutirme el
título? Retiraos, padre, no es este asunto para monjes. Yo mismo saldré al
encuentro de ese presuntuoso. Volved al convento y ocupaos del regreso de la
princesa. Vuestro hijo se quedará como rehén de vuestra fidelidad: su vida
depende de vuestra obediencia.
—¡Dios mío, señor! —exclamó Jerome—. Hace apenas un minuto que
vuestra excelencia perdonó libremente a mi hijo. ¿Tan pronto habéis olvidado
la interposición del cielo?
—El cielo no envía heraldos a cuestionar el título de un príncipe legítimo
—dijo Manfred—. Dudo incluso de que notifique sus designios por medio de
los frailes, pero ése es asunto vuestro, no mío. De momento, conocéis mi
voluntad y ningún heraldo descarado va a salvar a vuestro hijo si no regresáis
con la princesa.
En vano intentó responder el religioso. Manfred ordenó que fuera
conducido a la puerta de atrás y que lo echaran del castillo. Mandó que
llevaran a Theodore a la parte superior de la Torre Negra y lo vigilaran
estrechamente, sin apenas permitir que el padre y el hijo intercambiaran un
rápido abrazo al partir. Luego se retiró a la sala y, sentándose
principescamente en el trono, ordenó que trajesen al heraldo ante su
presencia.
—¡Bien, insolente! —dijo el príncipe—. ¿Qué asunto tenéis conmigo?
—Vengo a vos, Manfred —contestó—, usurpador del principado de
Otranto, de parte del conocido e invencible Caballero del Sable Gigante. En
nombre de su señor, Frederic, marqués de Vicenza, exige le devolváis a lady
Isabella, hija de ese príncipe, de quien os habéis apoderado vil y
traidoramente, sobornando a sus falsos tutores durante la ausencia de su
padre. También os exige que renunciéis al principado de Otranto, que le
habéis usurpado al mencionado lord Frederic, pariente más cercano por
sangre al último príncipe legítimo, Alfonso el Bueno. Si no satisfacéis al
instante estas justas exigencias, os desafía a un combate a muerte.
Con estas palabras el heraldo dejó caer su visera.
—¿Y dónde está el fanfarrón que os envía? —preguntó Manfred.
—A una legua de distancia se encuentra —dijo el heraldo—. Viene a
ejercitar el derecho de su señor, que es un verdadero caballero, contra vos,
que sois un usurpador y un raptor.

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No obstante lo injurioso del desafío, Manfred pensó que no le interesaba
provocar al marqués. Sabía cuán bien fundada estaba la reclamación de
Frederic y no era ésta la primera vez que la escuchaba. Los antepasados de
Frederic habían adoptado el título de príncipes de Otranto desde que Alfonso
el Bueno muriera sin descendencia, pero Manfred, su padre y su abuelo
habían sido demasiado poderosos para que la casa de Vicenza los
desposeyera. Frederic, príncipe joven y valeroso, se había casado con una
hermosa y joven dama de la que estaba enamorado, y que había muerto al dar
a luz a Isabella. Su muerte le afectó tanto que, tomando la cruz, partió a Tierra
Santa, donde le hirieron durante un combate contra los infieles. Fue hecho
prisionero y se dijo que había muerto. Cuando estas noticias llegaron a oídos
de Manfred, sobornó a los tutores de lady Isabella para que se la entregasen
como novia de su hijo Conrad, mediante cuya alianza se proponía unir los
derechos de ambas casas. Ésta era la razón que le había impulsado tan
repentinamente a desposarla él mismo al morir Conrad. Era este mismo
propósito el que le inducía ahora a intentar obtener el consentimiento de
Frederic para la boda. Una política parecida le inspiró la idea de invitar al
castillo al caballero enviado por Frederic, no fueran a llegarle noticias de la
huida de Isabella, acerca de la cual prohibió terminantemente a sus criados
que hablaran con alguien del séquito del caballero.
—Heraldo —dijo Manfred después de haberse hecho estas reflexiones—,
volved con vuestro señor y comunicadle que, antes de solucionar nuestras
diferencias con la espada, Manfred quisiera hablar con él. Decidle que será
bienvenido a mi castillo, donde, a fe mía, como verdadero caballero que soy,
será recibido con cortesía y disfrutará tanto él como sus acompañantes de
total seguridad. Si no podemos solventar nuestras desavenencias por medios
amistosos, juro que podrá partir sin sufrir daño alguno y obtendrá plena
satisfacción según la ley de las armas. ¡Dios y la Santísima Trinidad me
ayuden!
El heraldo hizo tres reverencias y se retiró.
Mientras tenía lugar esta conversación, Jerome se debatía entre mil
emociones contradictorias. Temía por la vida de su hijo y su primer
pensamiento fue tratar de persuadir a Isabella para que volviera al castillo,
pero no le preocupaba menos la idea de su unión con Manfred. Le asustaba la
ilimitada sumisión de Hippolita hacia su marido y, aunque no dudaba de
poderla convencer, en nombre de la religión, de que no consintiera el
divorcio, si podía llegar a su presencia, temía que, de descubrir Manfred que
los impedimentos partían de él, Jerome, esto resultara igualmente fatal para

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Theodore. Estaba impaciente por saber de dónde venía el heraldo que, con tan
poco séquito, había puesto en tela de juicio el título de Manfred. Sin embargo,
no se atrevía a ausentarse del convento por miedo a que Isabella se escapara y
le imputaran a él la huida. Volvió al monasterio apesadumbrado, indeciso
respecto de la actitud que tomar. Un monje con el que se encontró en el
porche, observando su abatimiento, le dijo:
—¡Hermano! ¿Es, pues, cierto que hemos perdido a nuestra bondadosa
princesa Hippolita?
El religioso, asombrado, dijo:
—¿Que queréis decir, hermano? Vengo del castillo en este instante y
cuando salí la dejé en perfecto estado de salud.
—Hace apenas un cuarto de hora que Martelli pasó por el convento —
respondió el otro religioso— de vuelta del castillo y dijo que su alteza había
muerto. Todos los hermanos han ido a la capilla para rezar por el feliz tránsito
de su alma a una vida mejor y me pidieron que esperara vuestra llegada.
Conocen los lazos sagrados que os unen a esa excelente dama y temen el
dolor que esta noticia os pueda infligir. En verdad que todos tenemos motivos
para llorar; era una madre para esta casa. Pero esta vida no es más que una
peregrinación; no debemos quejarnos, todos hemos de seguir sus pasos. ¡Que
nuestro fin sea como el de ella!
—Buen hermano, deliráis —dijo Jerome—. Os digo que vengo del
castillo y dejé bien a la princesa. ¿Dónde está lady Isabella?
—¡Pobrecilla! —respondió el fraile—. Le conté la triste noticia y le ofrecí
consuelo espiritual. Le recordé lo efímero de todo lo mortal y le aconsejé que
tomara los hábitos. Cité el ejemplo de la santa princesa Sancha de Aragón.
—Vuestro celo es encomiable —dijo Jerome con impaciencia—, pero
innecesario de momento. Hippolita está bien, al menos confío en Dios que así
sea. No he oído lo contrario. Sin embargo, la insistencia del príncipe…
Bueno, hermano, ¿dónde está lady Isabella?
—Lo ignoro; lloró mucho y dijo que se retiraba a su habitación.
Jerome abandonó a su cofrade precipitadamente y fue corriendo en busca
de la princesa, pero no la encontró en su habitación. Preguntó a los criados del
convento, pero no supieron darle noticia alguna. Buscó en vano por todo el
monasterio y la iglesia, envió mensajeros por el vecindario para averiguar si
alguien la había visto, pero todo fue inútil. Nada podía igualar la perplejidad
del buen hombre. Supuso que Isabella, sospechando que Manfred era el
responsable de la muerte de su esposa, se había alarmado y escondido en
algún lugar aún más resguardado. Esta nueva huida seguramente provocaría la

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cólera del príncipe hasta su límite. La noticia de la muerte de Hippolita,
aunque parecía casi increíble, aumentó su preocupación; y, aunque la huida de
Isabella delataba la aversión que sentía hacia Manfred como esposo, Jerome
no podía sentir consuelo por esto mientras supusiera peligro para la vida de su
hijo. Decidió regresar al castillo e hizo que lo acompañaran varios cofrades
para que atestiguaran su inocencia ante Manfred y, en caso de que fuera
necesario, unieran a las suyas sus plegarias por Theodore.
Entretanto, el príncipe había salido al patio ordenando que se abrieran las
puertas del castillo de par en par para recibir al extraño caballero y su séquito.
A los pocos minutos llegó la comitiva. Venían primero los alabarderos;
después un heraldo seguido de dos pajes y dos trompetas. Luego venían cien
guardias a pie con otros tantos caballeros. Tras ellos cincuenta soldados de
infantería vestidos de negro y escarlata, los colores del caballero. Detrás un
caballo de carga. Dos heraldos flanqueaban a un caballero montado que
portaba un estandarte con las armas de Vicenza y Otranto, circunstancia que
ofendió mucho a Manfred, aunque disimuló su rencor. Dos pajes más, el
confesor del caballero rezando el rosario, otros cincuenta soldados de
infantería, dos caballeros con armadura completa y las viseras bajas,
acompañantes del caballero principal, los escuderos de estos caballeros con
los escudos y las armas, el escudero del caballero y un centenar de
gentilhombres que llevaban una enorme espada y parecían doblarse bajo su
peso. El caballero, en un corcel castaño, con armadura completa, lanza en
ristre, el rostro oculto totalmente por una visera que coronaba un penacho de
plumas negras y escarlatas. Cincuenta guardias de a pie, con tambores y
trompetas cerraban la procesión, que fue abriéndose a derecha e izquierda
para dejar paso al caballero principal.
Tan pronto como éste llegó a la puerta, se detuvo, y el heraldo avanzó y
leyó de nuevo las palabras de desafío. Manfred tenía los ojos fijos en la
gigantesca espada y apenas parecía escuchar la lectura. Pero pronto una
ventolera que se levantó a sus espaldas atrajo su atención. Miró hacia atrás y
vio agitarse las plumas del yelmo encantado de la misma extraña manera que
antes. Se requería una osadía como la de Manfred para no desplomarse ante
una coincidencia tal de circunstancias que parecían anunciar su fin. Mas,
desdeñoso de traicionar ante extraños el valor que siempre había demostrado,
dijo con firmeza:
—Caballero, quienquiera que seáis, os doy la bienvenida. Si sois mortal,
vuestro valor encontrará su igual y, si sois un verdadero caballero, rechazaréis
el uso de la brujería para obtener vuestros propósitos. Vengan estos presagios

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del cielo o del infierno, Manfred confía en la justicia de su causa y en la
ayuda de san Nicolás, que siempre ha protegido esta casa. Desmontad,
caballero, y descansad. Mañana tendréis un honroso campo de batalla y que el
cielo se ponga de parte de la justicia.
El caballero desmontó sin contestar y Manfred lo condujo a la sala
principal del castillo. Cuando atravesaban el patio, el caballero se detuvo a
contemplar el yelmo milagroso y, arrodillándose, pareció orar unos instantes.
Al levantarse le indicó al príncipe que prosiguiera. En cuanto entraron en la
sala, Manfred le propuso al desconocido que se desarmara, pero el caballero
sacudió la cabeza con gesto negativo.
—Caballero —dijo Manfred—, esto es poco cortés, pero como muestra de
mi buena fe no os contrariaré; no os daré motivos para quejaros del príncipe
de Otranto. No tengo intención de traicionaros, espero que vos tampoco. Os
doy esto en señal de promesa —dijo, dándole su anillo—: vos y vuestros
amigos gozaréis de las leyes de la hospitalidad. Reposad aquí hasta que os
traigan un refrigerio. Voy a dar las órdenes oportunas para el alojamiento de
vuestro séquito y vuelvo con vos.
Los tres caballeros se inclinaron, aceptando su cortesía. Manfred hizo que
los acompañantes fueran conducidos a un hospital adyacente fundado por la
princesa Hippolita para hospedar peregrinos. Cuando éstos cruzaban el patio
para volver a salir por la puerta, la espada gigantesca saltó de las manos de los
portadores y, cayendo al suelo enfrente del yelmo, permaneció allí inmóvil.

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Manfred, ya casi acostumbrado a estos fenómenos sobrenaturales, encajó
impertérrito el susto de este nuevo prodigio y, volviendo a la sala, donde ya
estaba preparado el banquete, invitó a sentarse a sus silenciosos invitados.
Manfred, a pesar de lo tranquilo que se encontraba, se esforzó por alegrar a
sus huéspedes. Les hizo varias preguntas, pero ellos sólo respondieron con
señas, levantándose las viseras sólo lo justo para poder comer y, eso,
parcamente.
—Señores —dijo el príncipe—, sois los primeros invitados que honro en
mi palacio que no se dignan hablar conmigo; tampoco creo que sea muy
común que los príncipes arriesguen su Estado y dignidad contra extraños y
contra mudos. Decís venir en nombre de Frederic de Vicenza; siempre he
oído que era un caballero cortés y valiente; me atrevo a pensar que él no
creería indecoroso conversar con un príncipe que es su igual y que es,
además, bien conocido por sus gestas bélicas. Seguís en silencio. Bien, sea
como fuere, siguiendo las leyes de la hospitalidad y la hidalguía, sois dueños
de hacer lo que os plazca bajo este techo; haced vuestra voluntad, pero dadme
una copa de vino; no me rehusaréis un brindis a la salud de vuestras dulces
damas.
El caballero principal suspiró, hizo la señal de la cruz y se dispuso a
levantarse de la mesa.

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—Caballero —dijo Manfred—, lo que he dicho ha sido una broma. No os
obligaré a nada. Haced lo que gustéis. Puesto que no estáis de humor para
chanzas, estemos tristes. Quizá los negocios se acomoden más a vuestros
gustos. Retirémonos y veamos si lo que os tengo que decir tiene mejor
acogida que los esfuerzos inútiles que he hecho por entreteneros.
Entonces Manfred condujo a los tres caballeros a un aposento privado,
cerró la puerta e, invitándolos a sentarse, comenzó a hablar así, dirigiéndose
al personaje principal.
—Tengo entendido, caballero, que venís en nombre del marqués de
Vicenza con el fin de reclamar a lady Isabella, su hija, la cual, con el
consentimiento de sus legítimos tutores, ha sido prometida, ante la Santa
Iglesia, a mi hijo; y a pedir que entregue mis dominios a vuestro señor, que
dice ser el pariente consanguíneo más cercano del príncipe Alfonso, ¡cuya
alma Dios tenga en su seno! Me referiré primeramente a la última de vuestras
exigencias. Sabréis, y vuestro señor lo sabe, que recibí el principado de
Otranto de mi padre, don Manuel, del mismo modo que él lo había recibido
del suyo, don Ricardo. Don Alfonso, predecesor de ambos, al morir en Tierra
Santa sin haber tenido hijos, legó sus propiedades a mi abuelo, don Ricardo,
en consideración a sus leales servicios.
El desconocido movió la cabeza y Manfred continuó con vehemencia.
—Caballero, Ricardo fue un hombre valeroso y honrado, y además
piadoso, como lo atestigua su generosa fundación de la vecina iglesia y de los
dos conventos. Gozaba de la protección especial de san Nicolás. Mi abuelo
era incapaz…, digo, caballero, que don Ricardo era incapaz… Perdonadme,
vuestra interrupción me ha distraído. Venero la memoria de mi abuelo. En fin,
caballeros, él ostentó la soberanía de este Estado; la retuvo por la fuerza de su
buena espada y la ayuda de san Nicolas. Lo mismo hizo mi padre y lo mismo,
señores, haré yo, pase lo que pase. Pero Frederic, vuestro señor, está por
sangre más cercano a Alfonso. He consentido en poner mi título en litigio con
la espada: ¿implica ello acaso que sea un título ilegal? Podía haber
preguntado dónde está Frederic, vuestro señor. Las noticias le hacen muerto o
en cautiverio. Proclamáis, y vuestros actos lo proclaman, que vive; no lo
pongo en duda; podría, señores, podría hacerlo, mas no lo hago. Otros
príncipes le exigirían a Frederic que obtuviera su herencia por la fuerza, si es
que puede; no se jugarían su dignidad a un solo combate, no la someterían a
la decisión de mudos desconocidos. Disculpadme, caballeros, me acaloro
demasiado. Pero poneos en mi situación; como valerosos caballeros que sois,
¿no os encolerizaría el que se pusiera en duda vuestro propio honor y el de

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vuestros antepasados? Pero al grano. Me pedís que os entregue a lady
Isabella. Señores, debo preguntar si estáis autorizados para recibirla.
—El caballero asintió con la cabeza y Manfred continuó:
—Bien, estáis autorizados para recibirla, pero, caballero, ¿puedo
preguntar si tenéis plenos poderes?
El caballero volvió a asentir.
—Está bien —dijo Manfred—, entonces escuchad lo que he de deciros.
Contemplad, caballeros, ante vosotros, al más desdichado de los hombres —y
empezó a sollozar—. Otorgadme vuestra compasión, pues la merezco, en
verdad que sí. Sabed que he perdido mi única esperanza, mi alegría, el báculo
de mi casa: Conrad murió ayer por la mañana.
Los caballeros dieron muestras de sorpresa.
—Sí, señores, el destino se ha llevado a mi hijo. Isabella está en libertad.
—¿La devolveréis, pues? —exclamó el caballero principal rompiendo el
silencio.
—Concededme vuestra paciencia —dijo Manfred—. Me alegra ver, dado
este testimonio de vuestra buena voluntad, que el asunto se puede arreglar sin
derramamiento de sangre. Lo poco que tengo que añadir no me lo dicta
ningún interés personal. Tenéis ante vosotros a un hombre desilusionado del
mundo; la pérdida de mi hijo me ha curado de los intereses mundanos. El
poder y la grandeza ya no me atraen. Quería transmitirle a mi hijo el cetro que
con honor había recibido de mis antepasados, pero eso ha terminado. La vida
misma me resulta tan indiferente, que acepté gustoso vuestro desafío; un buen
caballero no puede ir a la tumba con mayor satisfacción que cuando sigue su
vocación. Me someto a cualquiera que sea la voluntad del cielo, pues,
señores, soy un hombre lleno de tristeza. Manfred no es de envidiar, pero sin
duda conocéis mi historia.
El caballero hizo gestos de ignorancia y pareció mostrar curiosidad por
que Manfred prosiguiera.
—¿Es posible, caballeros —continuó el príncipe—, que mi historia sea un
secreto para vosotros? ¿Nada habéis oído respecto a mí y a la princesa
Hippolita?
Movieron la cabeza en señal de negativa.
—¡No! Bien, señores, pues ésta es. Me creéis ambicioso. Mas la ambición
se compone de materiales más toscos. Si yo fuera ambicioso no hubiera sido
durante tantos años presa de infernales escrúpulos de conciencia (pero os
canso, seré breve). Sabed, pues, que desde hace largo tiempo me desasosiega
mi unión con la princesa Hippolita. Caballeros, ¡si conocierais a esa excelente

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mujer! Si supierais que la venero como a una amante y la respeto como a una
amiga… Pero el hombre no nació para la felicidad perfecta. Ella comparte
mis escrúpulos y, con su consentimiento, he llevado este asunto a la Iglesia,
pues nuestro parentesco cae dentro de los límites de lo prohibido. Espero que
en cualquier momento llegue la sentencia definitiva que nos separará para
siempre. Estoy seguro de que comprenderéis mi aflicción. Veo que así es,
perdonadme estas lágrimas.
Los caballeros se miraban unos a otros preguntándose cómo terminaría
aquello. Manfred prosiguió:
—Con la muerte de mi hijo, ocurrida mientras mi alma estaba presa de
esta ansiedad, sólo pensaba en abdicar de mis demonios y retirarme del
mundo para siempre. Mi única dificultad consistía en nombrar un sucesor que
velara por mi pueblo, y solucionar la situación de Isabella, a quien quiero
como si llevara sangre mía. Estaba dispuesto a restaurar la dinastía de
Alfonso, incluso acudiendo a la línea de parentesco más distante, aunque,
disculpadme, estoy seguro de que era su voluntad que el linaje de Ricardo
ocupara el sitio de sus propios parientes. Pero ¿dónde iba a buscar a esos
parientes? No conozco a ninguno, salvo a Frederic, vuestro señor. Él estaba
cautivo de los infieles o muerto, y, en caso de que aún viviera y se encontrara
en su casa, ¿abandonaría el próspero estado de Vicenza por el insignificante
principado de Otranto? Si no lo hiciera, ¿podía yo soportar la idea de ver a un
cruel virrey sin escrúpulos gobernando a mi pobre y leal pueblo? Pues,
señores, amo a mi gente y, a Dios gracias, ellos me aman a mí. Pero os
preguntaréis adónde conduce este largo parlamento. En pocas palabras,
caballeros, con vuestra llegada el cielo parece indicar un remedio para estas
dificultades y para mis desgracias. Lady Isabella es libre, yo pronto también
lo seré. Estaría dispuesto a cualquier cosa por el bien de mi gente, si no viera
que el tomar a lady Isabella por esposa es el mejor, el único camino, para
terminar con los enfrentamientos entre nuestras familias. Os sorprendéis.
Mas, aunque las virtudes de Hippolita siempre me serán queridas, un príncipe
debe olvidarse de sí mismo, ha nacido para servir a su pueblo.
En aquel instante entró un criado en la estancia y avisó a Manfred que
Jerome y varios cofrades pedían que se los recibiera inmediatamente.
El príncipe, irritado por la interrupción, y temeroso de que el fraile les
descubriera a los desconocidos que Isabella había tenido que acogerse a
sagrado, estaba a punto de prohibirle la entrada. Pero recordó que
seguramente había llegado para notificarle el regreso de la princesa, de modo
que Manfred comenzó a pedir disculpas a los caballeros por tener que

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ausentarse unos instantes, cuando se vio interrumpido por la entrada de los
frailes. Furioso, les recriminó su intrusión y les habría echado de la estancia
de no haber estado Jerome demasiado agitado como para dejarse expulsar.
Anunció en voz alta la huida de la princesa, proclamando su propia inocencia.
Manfred, enloquecido por esta noticia y no menos por su divulgación ante los
extranjeros, sólo articulaba frases incoherentes, ora recriminando al fraile, ora
disculpándose con los caballeros, ansioso por saber lo que había sucedido con
Isabella y a la par temeroso de que ellos lo supieran, impaciente por ir en su
búsqueda, al tiempo que temía que se ofrecieran a acompañarle. Propuso
enviar mensajeros en su busca, pero el caballero principal, rompiendo su
silencio, recriminó duramente a Manfred sus oscuras y ambiguas
manipulaciones y preguntó el motivo de la primera huida de Isabella del
castillo. Manfred dirigió a Jerome una mirada severa que llevaba implícita
una orden de guardar silencio, e intentó hacerle creer que a la muerte de
Conrad la había enviado al convento hasta decidir su suerte. Jerome, que
temía por la vida de su hijo, no osó contradecir esta mentira, pero uno de los
cofrades, que no estaba bajo la misma presión, declaró con franqueza que se
había refugiado en la iglesia la noche anterior. En vano trató el príncipe de
impedir este descubrimiento que le llenaba de vergüenza y confusión. El
caballero principal, asombrado por las contradicciones que escuchaba y
sospechando que Manfred había secuestrado a la princesa, a pesar de la
preocupación que la huida de Isabella le producía, se precipitó hacia la puerta
y dijo:
—¡Príncipe traidor! ¡Encontraremos a Isabella!
Manfred trató de retenerlo, pero, al lanzarse los otros caballeros en su
ayuda, logró esquivar al príncipe y salir al patio, donde reclamó a sus criados.
Manfred, viendo la inutilidad de intentar desviarlo de su propósito, se ofreció
a acompañarle. Llamó a sus propios servidores y, con Jerome y algunos
frailes como guías, salieron del castillo, no sin antes haber dado órdenes
secretas de impedir la salida del séquito del caballero, mientras a éste le
engañaba con el pretexto de que enviaba un mensajero en busca de la
comitiva del visitante.

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No habían hecho más que salir del castillo, cuando los criados informaron
a Matilda, que se sentía profundamente interesada por el campesino desde que
presenciara su condena de muerte y había estado pensando en cómo salvarlo,
que Manfred había enviado a todos sus hombres en busca de Isabella. Con las
prisas había dado esta orden en términos muy imprecisos, sin la intención de
hacerla extensiva a la guardia que custodiaba a Theodore, pero sin acordarse
de hacer la salvedad. Los criados, deseosos de obedecer a príncipe tan
imperioso e impulsados por su propia curiosidad y afán de novedad a unirse a
la búsqueda, habían abandonado el castillo, todos sin excepción.
Desembarazándose de las doncellas, Matilda subió a la Torre Negra y,
abriendo el cerrojo de la puerta, se presentó ante el asombrado Theodore.
—Joven, a pesar de que el deber filial y la modestia femenina condenan el
paso que estoy dando, éste, sin embargo, viene justificado por la caridad, que
anula otras ataduras. Huid, las puertas de vuestra cárcel están abiertas; mi
padre y sus criados se han ausentado, pero pueden regresar pronto. ¡Poneos a
salvo; y que los ángeles del cielo guíen vuestros pasos!
—Sin duda vos sois uno de ellos —dijo Theodore—, sólo una santa
podría hablar, ser y actuar así. ¿Puedo conocer el nombre de mi dulce
protectora? Creí oíros nombrar a vuestro padre. ¿Es posible? ¿Puede la sangre
de Manfred inclinarse hacia la misericordia? Hermosa dama, guardáis
silencio, pero ¿cómo os encontráis en este lugar?, ¿por qué ponéis en peligro

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vuestra propia seguridad y malgastáis un solo pensamiento en un desdichado
como Theodore? Huyamos juntos, la vida que ahora salváis estará dedicada a
vuestra defensa.
—Os confundís —dijo Matilda con un suspiro—. Soy la hija de Manfred,
pero no me aguarda ningún peligro.
—¡Cómo! Pero si ayer mismo por la noche bendecía al cielo que me
permitía haceros el favor que vuestra compasión me devuelve hoy tan
generosamente.
—Seguís equivocado; pero no es este el momento para explicaciones.
Huid, joven, mientras está en mis manos el poderos ayudar. Si volviera mi
padre, ambos tendríamos, en verdad, razones para temblar.
—¡Cómo! ¿Pensáis acaso que aceptaré acaso salvarme a riesgo de que
alguna calamidad os pueda acaecer a vos? Antes sufriría mil muertes.
—No corro más riesgo —insistió Matilda— que el que pueda
ocasionarme vuestra demora. Marchad. No debe saberse que os ayudé a
escapar.
—Juradme por lo más sagrado —dijo Theodore— que la sospecha no
recaerá sobre vos. De lo contrario, aguardaré aquí mi destino.
—Sois demasiado generoso —dijo Matilda—, mas estad tranquilo, nadie
sospechará de mí.
—Dadme la mano como prueba de que no me engañáis —dijo Theodore
—, y permitidme derramar sobre ella mis ardientes lágrimas de gratitud.
—Guardaos de eso —dijo Matilda—. No puede ser.
—No conocí más que la desgracia hasta ahora —dijo Theodore—, quizá
siga sin conocer otra cosa. Permitidme expresar las castas emociones de mi
gratitud. Es mi alma la que quiere imprimir su afecto en vuestra mano.
—No lo hagáis. Marchad —dijo Matilda—. ¿Qué pensaría Isabella si os
viera a mis pies?
—¿Quién es Isabella? —preguntó sorprendido el joven.
—Me temo que estoy ayudando a un burlador. ¿Habéis olvidado vuestra
curiosidad de esta mañana?
—Vuestro semblante, vuestros actos, todo vuestro ser parece una emoción
divina, mas vuestras palabras son misteriosas y oscuras. Hablad, señora,
hablad para que vuestro servidor pueda entenderos.
—Demasiado bien entendéis —dijo Matilda—, pero una vez más os
ordeno que os vayáis. Vuestra sangre, que quiero proteger, caerá sobre mi
cabeza si pierdo más tiempo con esta charla inútil.

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—Me voy, señora —dijo Theodore—, porque ése es vuestro deseo y
porque no quiero que la canosa cabeza de mi padre vaya a la tumba llena de
pesar. Tan sólo decidme que gozo de vuestra piedad.
—Aguardad —dijo Matilda—, os llevaré hasta el pasadizo subterráneo
por el cual escapó Isabella. Os conducirá hasta la iglesia de san Nicolás,
donde podéis acogeros a sagrado.
—¡Cómo! —dijo Theodore—. ¿Entonces fue a otra persona y no a vos a
quien ayudé a encontrar el pasadizo subterráneo?
—Así es —dijo Matilda—, pero no hagáis más preguntas. Tiemblo de
veros aún aquí. Huid a la iglesia.
—¡Acogerme a sagrado! —exclamó Theodore—. No, princesa: eso es
remedio para damas indefensas o para criminales. El alma de Theodore está
libre de culpa y se niega a pasar por lo contrario. Dadme, señora, una espada
y vuestro padre sabrá que Theodore desdeña huir ignominiosamente.
—¡Imprudente! —dijo Matilda—. ¿Osaríais levantar vuestro brazo
presuntuoso contra el príncipe de Otranto?
—No, contra vuestro padre, no. No me atrevería —dijo Theodore—.
Disculpadme, lo había olvidado. ¿Cómo es posible miraros y recordar que
nacisteis del tirano Manfred? Pero es vuestro padre y desde este instante
entierro en el olvido mis ofensas.
Un gemido bronco y profundo que parecía venir de encima de ellos los
sorprendió.
—¡Dios mío! Nos han estado oyendo —dijo la princesa.
Escucharon atentamente, pero no hubo más ruidos, y ambos llegaron a la
conclusión de que había sido una corriente de aire. La princesa, seguida de
Theodore, se dirigió sigilosamente a la armería de su padre, donde lo equipó
con una armadura completa, conduciéndolo luego hasta la puerta de atrás del
castillo.
—Evitad el pueblo —dijo la princesa—, y el lado oeste del castillo. Allí
deben estar llevando a cabo la búsqueda Manfred y los visitantes; dirigíos al
lado contrario. Más allá de ese bosque, hacia el Este, hay una cordillera bajo
la cual se encuentra un laberinto de cavernas que llega hasta el mar. Allá
podéis esconderos y hacer señales a algún navío para que os recoja y os lleve.
¡Id y que el cielo guíe vuestros pasos! Acordaos alguna vez de Matilda en
vuestras oraciones.
Theodore se echó a sus pies y, tomándole una de las blancas manos, que
ella, tras cierta oposición, permitió que besara, prometió hacerse caballero a la
menor oportunidad y con fervor le pidió permiso para ser su caballero para

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siempre. Antes de que la princesa pudiera responder, se oyó un enorme trueno
que sacudió las almenas. Theodore, desoyendo la tormenta, habría insistido en
su petición, pero la princesa, asustada, se apresuró a entrar en el castillo y
ordenó al joven que se marchara, con una severidad que no admitía
desobediencia. Él se retiró con un suspiro, mas con los ojos fijos en la puerta
hasta que Matilda, al cerrarla, puso fin a un encuentro que encendía en ellos
una pasión que ambos sentían por vez primera.

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Theodore se dirigió pensativamente al convento para notificarle a su padre
que estaba libre. Allí le informaron de la ausencia de Jerome y de la búsqueda
que se estaba haciendo de Isabella, y supo por primera vez algunos detalles de
la historia de ésta. La generosa gallardía de su naturaleza le impulsó a querer
ayudarla, pero los monjes no pudieron darle ningún indicio que le permitiera
adivinar el camino que Isabella pudiera haber tomado. No le atraía la idea de
alejarse mucho en su búsqueda, pues la imagen de Matilda se había grabado
tan poderosamente en su corazón, que no se sentía tentado a apartarse
demasiado del castillo. La ternura que Jerome le había expresado contribuyó a
reafirmar ese sentimiento; incluso llegó a convencerse de que el amor filial
era la razón principal que le inducía a permanecer entre el castillo y el
monasterio hasta que Jerome regresara por la noche. Finalmente, Theodore
decidió encaminarse al bosque que Matilda había indicado. Al llegar allí
buscó la parte más sombría por armonizar mejor con la dulce melancolía que
reinaba en su mente. En este estado de ánimo vagó sin darse cuenta hasta las
cuevas que antaño habían servido de refugio de ermitaños y que ahora se
decía que habitaban los malos espíritus. Recordó haber oído esta leyenda y,
siendo de disposición aventurera y valiente, accedió con gusto a su curiosidad
por explorar los secretos recovecos de aquel laberinto. No se había adentrado
mucho cuando, delante de él, creyó oír los pasos de alguien que retrocedía.
Theodore, aunque sólidamente versado en todo lo que nuestra fe manda creer,
no pensaba que los hombres buenos estuvieran injustificadamente en manos
de la maldad de los poderes oscuros. Más probable le parecía que el lugar
estuviese habitado por ladrones que por los agentes infernales que se supone
molestan y perturban al viajero. Hacía tiempo que sentía impaciencia por
poner a prueba su valor: desenvainó la espada y siguió avanzando con
serenidad, guiado por el vago ruido que oía delante de él. La armadura de
Theodore igualmente lo delataba a quien intentaba esquivarlo. Convencido ya
de que no se equivocaba, redobló su marcha ganándole terreno a la persona
que huía, la cual también apresuró sus pasos, pero al fin Theodore le dio
alcance: entonces vio que era una mujer que caía agotada ante él. Se precipitó
a levantarla, pero ella estaba tan asustada que Theodore temió que se
desmayara en sus brazos. Trató con palabras cariñosas de disipar sus temores,
asegurándole que, lejos de hacerle daño, la protegería con su propia vida. La
dama recobró ánimos ante aquella actitud cortés y, mirando a su protector,
dijo:
—Estoy segura de haber oído esta voz antes.

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—Creo que no —contestó Theodore—, salvo que, como supongo, seáis
lady Isabella.
—¡Dios Santo! —exclamó—. ¿No os habrán enviado en mi busca?
Y con estas palabras se echó a sus pies, implorándole que no la entregara
a Manfred.
—¡A Manfred! —gritó Theodore—. ¡No! ¡Ya una vez, señora, os he
liberado de su tiranía y, aunque me sea difícil, os pondré de nuevo a salvo!
—¿Es posible que seáis el generoso desconocido que encontré anoche en
los subterráneos del castillo? Más que un mortal, debéis de ser mi ángel de la
guarda. Permitidme que de rodillas os agradezca…
—No, dulce princesa, no os rebajéis ante un joven pobre y falto de
amigos. Si el cielo me ha escogido para ser vuestro liberador, verá cumplidos
sus deseos y para ello fortalecerá mi brazo en vuestra defensa. Pero estamos
demasiado cerca de la entrada de la caverna, busquemos un lugar más
escondido. No estaré tranquilo en tanto no os encontréis en un lugar fuera de
peligro.
—¿Qué decís, señor? Aunque vuestras acciones son nobles y vuestros
sentimientos delatan una pureza de espíritu, ¿creéis que sería decoroso que os
acompañara sola por estos recovecos? ¿Qué pensaría de mí este censurante
mundo si nos hallaran juntos?
—Respeto vuestro pudor —dijo Theodore—, y no quisiera que
albergarais ninguna duda que hiriera mi honor. Pensaba llevaros a la parte
más recóndita de estas cuevas, para después, a riesgo de mi vida, impedir la
entrada a todo ser viviente. Además, señora —continuó con un suspiro—, si
bien sois hermosa y perfecta en grado sumo, y aunque mis deseos no están
exentos de aspiración, sabed que mi alma pertenece a otra mujer y, a pesar de
que…
Un repentino ruido interrumpió a Theodore. Pronto distinguieron las
palabras:
—¡Isabella! ¡Isabella! —y la princesa volvió a ser presa del miedo.
En vano trató Theodore de animarla, asegurándole que antes moriría que
permitir que cayera de nuevo en poder de Manfred. Rogándole que
permaneciera escondida, salió para impedir que se acercara la persona que la
buscaba.
A la salida de la cueva encontró a un caballero armado hablando con un
campesino que le aseguraba haber visto a una dama. El caballero se disponía
a hacer lo mismo, cuando Theodore, interponiéndose en su camino,

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desenvainó la espada, prohibiéndole resueltamente avanzar bajo peligro de su
vida.
—¿Y quién sois vos que osáis interceptar mi camino? —dijo el caballero
en tono altivo.
—Alguien que no promete lo que no puede cumplir —respondió
Theodore.
—Busco a lady Isabella —dijo el caballero—, y tengo entendido que se ha
refugiado en estas cuevas. No me impidáis el paso u os arrepentiréis de
haberme provocado.
—Vuestro propósito es tan odioso como despreciable es vuestra furia —
dijo Theodore—. Regresad al lugar de donde venís, si no queréis que veamos
pronto de quién es más temible la ira.
El desconocido, que era el caballero principal venido en representación
del marqués de Vicenza, se había despegado de Manfred mientras éste
intentaba recabar información sobre la princesa, a la par que emitía órdenes
para que no fuera entregada a los tres caballeros. Había sospechado que
Manfred sabía dónde se escondía Isabella y, al recibir este insulto de quien,
estaba seguro, la ocultaba por orden del príncipe, descargó sin más palabras
un golpe a Theodore con la espada. Pero éste, tomándole por un capitán de
Manfred, y dispuesto a mantener el reto que acababa de lanzar, paró con el
escudo un golpe que de otro modo hubiera hecho desaparecer cualquier
obstáculo. La valentía que durante tiempo había ido sofocando irrumpió de
pronto, y se lanzó con ímpetu y orgullo contra el caballero, cuya ira y
soberbia eran fuertes incentivos para valerosas hazañas. El combate fue duro,
si bien corto. Theodore hirió al caballero en tres sitios, desarmándolo
finalmente cuando éste se desmayaba debido a la pérdida de sangre. El
campesino, que había huido al iniciarse el combate, había dado la alerta a
algunos de los hombres de Manfred, los cuales, cumpliendo órdenes de éste,
se encontraban dispersos por el bosque en busca de Isabella.

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Se acercaron cuando caía el caballero, a quien pronto reconocieron como
el noble desconocido. Theodore, a pesar del odio que sentía por Manfred, no
podía contemplar la victoria obtenida sin sentimientos encontrados de
compasión y generosidad. Pero aún se conmovió más cuando supo la valía de
su adversario y le informaron de que no era un hombre de Manfred, sino su
enemigo. Ayudó a los criados del caballero a desarmarlo y a parar la
hemorragia que le producían las heridas. Al recobrar el habla, el caballero
dijo con voz débil y temblorosa:
—Generoso adversario, ambos estábamos equivocados. Os tomé por un
instrumento del tirano y veo que vois habéis cometido el mismo error. Es
tarde para excusas, pues estoy perdiendo el conocimiento. Si Isabella está
cerca llamadla. Tengo cosas importantes que…
—Se muere —dijo uno de los criados—. ¿No tiene nadie un crucifijo?
Andrea, rezad ante él.
—Traed agua —dijo Theodore— y dadle de beber mientras yo traigo a la
princesa.
Diciendo esto se fue en busca de Isabella y en pocas palabras le dijo con
modestia que había tenido la mala suerte de herir por error a un caballero de
la corte de su padre que quería, antes de morir, comunicarle algo de suma
importancia. La princesa, a quien la voz de Theodore indicándole que se
aproximaba había llenado de júbilo, se sorprendió al escuchar estas palabras.
Animada por la nueva prueba de valor que acababa de darle Theodore, se dejó
conducir por él hasta donde yacía el caballero, enmudecido y sangrando. Sus
temores se redoblaron al advertir la presencia de los criados de Manfred, y
hubiera huido de nuevo, de no ser porque Theodore le hizo ver que estaban
desarmados y que les había amenazado de muerte instantánea en caso de que
se atrevieran a capturar a la princesa. El desconocido entreabrió los ojos y, al
distinguir a una mujer, le dijo:
—¿Sois vos (ruego me digáis la verdad), sois vos Isabella de Vicenza?
—Lo soy —contestó ella—, y que el cielo haga que os recuperéis pronto.
—Entonces…, entonces aquí… —dijo el caballero esforzándose por
poder hablar—, contempláis a vuestro padre. Dadme un…
—¡Dios Santo! ¡Qué decís! ¡Qué veo! —exclamó Isabella—. ¡Mi padre!
¡Vos mi padre! ¿Cómo llegasteis hasta aquí? ¡Hablad, por todos los santos!
¡Buscad ayuda o morirá!
—Es cierto —dijo el caballero herido haciendo acopio de todas sus
fuerzas—, soy Frederic, vuestro padre. Vine para liberaros… No podrá ser…
Dadme un último beso y tomad…

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—Señor, no os canséis —dijo Theodore—. Permitid que os llevemos al
castillo.
—¡Al castillo! —dijo Isabella—. ¿Es que no hay posibilidad de ayuda
más cerca? ¿Expondríais a mi padre a la ira del tirano? Si lo lleváis allí, yo no
puedo acompañarlo. Y, sin embargo, ¿cómo abandonarlo?
—Hija —dijo Frederic—, poco importa dónde me lleves; dentro de unos
minutos estaré más allá de cualquier peligro, pero mientras tenga ojos para
mirarte, no me abandones, querida Isabella. Este valiente caballero, a quien
desconozco, protegerá tu inocencia. Señor, no abandonaréis a mi hija,
¿verdad?
Theodore, mientras derramaba abundantes lágrimas ante su víctima y le
prometía defender a la princesa con su propia vida, logró convencer a
Frederic de que se dejara llevar al castillo. Tras vendar sus heridas lo mejor
que pudieron, le colocaron sobre un caballo que pertenecía a uno de los
criados. Theodore caminaba a su lado y la desconsolada Isabella, que no
quería apartarse de él, los seguía afligida.

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Capítulo IV

No bien llegó la triste comitiva al castillo, fueron recibidos por Hippolita


y Matilda, alertadas por un criado que Isabella había mandado adelantarse.
Las damas, después de dejar a Frederic en la estancia más próxima, se
retiraron mientras los médicos examinaban sus heridas. Matilda se sonrojó al
ver a Theodore e Isabella juntos, pero intentó disimular su agitación
abrazando a su amiga y expresándole su dolor por la desgracia de su padre.
En breve los médicos informaron a Hippolita que ninguna de las heridas del
marqués revestía gravedad y que éste se encontraba ansioso por ver a su hija y
a las princesas. Theodore, bajo el pretexto de expresar el gozo que sentía por
no haberle causado a Frederic una herida mortal, no pudo resistir el impulso
de seguir a Matilda. Ésta se obstinaba tanto en no mirarle a los ojos, que
Isabella, que observaba a Theodore con la misma atención que éste miraba a
Matilda, no tardó en adivinar quién era el objeto de su afecto, al que se había
referido en la cueva. Mientras transcurría esta escena sin palabras, Hippolita
le preguntó a Frederic la razón de adoptar tan misteriosa manera de reclamar a
su hija, a la par que excusaba a su marido por la boda que se había concertado
entre sus hijos. Frederic, aunque irritado con Manfred, no era insensible a la
cortesía y benevolencia de Hippolita, pero aún más le impresionó Matilda.
Deseoso de tenerlas a su lado le narró a Hippolita su historia. Le dijo que,
cautivo de los infieles, soñó que su hija, de la cual no había tenido noticias
desde que le hicieran prisionero, estaba retenida en un castillo, donde corría
los más graves peligros, y que, si lograba escapar y llegar a un bosque
denominado Joppa, le darían más información. Alarmado por este sueño e
incapaz de obedecer las instrucciones que en él le habían sido dadas, las
cadenas que le aprisionaban se le hacían cada vez más intolerables. Pero,
mientras pensaba en cómo obtener la libertad, le llegó la grata noticia de que
los príncipes confederados, que guerreaban en Palestina, habían pagado su
rescate. Partió de inmediato hacia el bosque indicado en el sueño. Durante
tres días él y su comitiva habían errado por el bosque sin ver ser humano

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alguno, pero al atardecer del tercer día llegaron a una celda donde hallaron a
un vulnerable ermitaño al borde de la muerte. A base de estimularle con licor
consiguieron que el anciano santo recuperara el habla.
—Hijos míos —les dijo—, os agradezco vuestra caridad, pero es en vano.
Voy hacia el eterno descanso, pero muero con la satisfacción de haber
cumplido la voluntad del cielo. Cuando llegué a estas soledades, tras ver mi
país presa de los infieles (hace ya cincuenta años que presencié esa terrible
escena), san Nicolás se me apareció, revelándome un secreto que me pidió no
descubriera a ningún mortal sino en mi lecho de muerte. Ha llegado ese
tremendo momento y, sin duda, sois los guerreros elegidos a quienes me
ordenaron confiarme. En cuanto hayáis terminado los oficios para con este
miserable cuerpo mío, cavad bajo el séptimo árbol a la izquierda de esta
cueva y veréis recompensados vuestros… ¡Al cielo encomiendo mi alma!
Y con estas piadosas palabras exhaló su último suspiro.
—Al amanecer —continuó Frederic—, cuando le hubimos enterrado,
cavamos donde nos había indicado. Cuál no sería nuestro asombro, cuando a
unos seis pies de profundidad descubrimos una enorme espada, esa misma
que está ahora en el patio. En la hoja, que entonces asomaba fuera de la vaina,
aunque ahora está enfundada debido a los esfuerzos que hicimos para acabar
de sacarla, estaba escrito lo siguiente… No, perdonadme, señora —añadió el
marqués dirigiéndose a Hippolita—, si vacilo en repetirlo; respeto vuestro
sexo y condición y no quisiera ser culpable de ofender vuestros oídos con
palabras injuriosas para quien os es querido.
Se detuvo un instante. Hippolita se estremeció. No tenía ninguna duda de
que el cielo había destinado a Frederic para que cumpliera el presagio que
parecía amenazar su casa. Miró a Matilda con ternura, y una lágrima le rodó
por la mejilla. Recobrándose, dijo:
—Continuad, señor. El cielo no hace nunca nada en balde y los mortales
debemos recibir sus mandatos con humildad y sumisión. Es nuestra misión
aplacar su ira o inclinarnos ante sus mandatos. Repetid la frase, señor, que la
escucharemos con resignación.
Frederic se arrepintió de haber ido tan lejos. La dignidad y firme paciencia
de Hippolita le llenaron de respeto, y la dulce y silenciosa ternura con que la
princesa y su hija se miraban le llenaban de emoción. Pero, temiendo que su
demora las alarmara aún más, repitió los siguientes versos con voz débil y
temblorosa:

Donde se encuentra el yelmo que casa con la espada,

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allí está vuestra hija de peligros rodeada.
Por la sangre de Alfonso ella será salvada,
y acallará de un príncipe la sombra atormentada.

—¿Qué hay en esos versos —dijo Theodore con impaciencia— que pueda
afectar a estas princesas? ¿Por qué iban a alarmarse ante una misteriosa
delicadeza que tiene tan poco fundamento?
—Vuestras palabras son impertinentes, joven —replicó el marqués—, y
aunque la fortuna os ha favorecido en una ocasión…
—Mi honorable señor —dijo Isabella, a quien no le gustó el
acaloramiento de Theodore al percibir que era fruto de sus sentimientos hacia
Matilda—, no os alteréis por las palabras del hijo de un campesino; se olvidó
del respeto que os debe, pues no está acostumbrado…
Hippolita, preocupada por el tono que estaban tomando las cosas,
recriminó a Theodore su impertinencia, aunque con un ademán le indicó que
agradecía su interés, y, cambiando de conversación, preguntó a Frederic
dónde había dejado a su marido.
Cuando el marqués iba a responder, oyeron un ruido fuera y se disponían
a salir para ver la causa, cuando Manfred, Jerome y parte de la comitiva,
alertados por rumores de lo ocurrido, entraron en la estancia. Manfred se
dirigió de inmediato al lecho de Frederic para condolerse por lo sucedido e
informarse de las circunstancias del combate. De pronto se detuvo, lleno de
horror y sorpresa, y exclamó:
—¿Quién sois? ¡Terrible espectro! ¿Ha llegado, pues, mi hora?
—Pero, mi señor —gritó Hippolita rodeándolo con los brazos—. ¿Qué
veis? ¿Por qué tenéis esa mirada?
—¿Es que no veis nada, Hippolita? ¿Acaso me ha sido enviado a mí solo
este horrible fantasma, a mí que no…?
—Por lo que más queráis, señor —dijo Hippolita—, tranquilizaos y
serenaos. Aquí no hay nadie más que nosotros, tus amigos.
—¿No es ése Alfonso? —exclamó Manfred—. ¿Es que no lo veis? ¿O es
que deliro?
—¿Éste? Pero, señor —dijo Hippolita—, éste es Theodore, ese
desdichado joven.
—Theodore —repitió Manfred con aflicción y golpeándose la cabeza—.
Sea Theodore o un fantasma, ha trastornado el alma de Manfred. Pero ¿cómo
ha llegado aquí? ¿Por qué lleva armadura?
—Creo que buscaba a Isabella —dijo Hippolita.

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—A Isabella, sí —dijo Manfred encolerizándose de nuevo—, bien me lo
creo. Pero ¿cómo escapó de la Torre Negra, donde yo lo había encerrado?
¿Fue Isabella o este fraile hipócrita quienes lo liberaron?
—¿Acaso sería un criminal el padre que planeara la libertad de su hijo? —
preguntó Theodore.
Jerome, asombrado de verse, en cierto modo, acusado por su hijo, y
máxime cuando no había fundamento para ello, no sabía qué pensar. No
entendía cómo Theodore se había podido escapar, cómo había conseguido la
armadura, ni cómo se había encontrado con Frederic. Pero no osaba hacer
ninguna pregunta que pudiera provocar la ira de Manfred contra su hija, y su
silencio convenció al príncipe de que había maquinado la fuga de Theodore.
—¿Es así, ingrato anciano —dijo el príncipe dirigiéndose al fraile—,
como devolvéis a mí y a Hippolita nuestros favores? No contento con
contravenir mis deseos más queridos, dais armas a vuestro bastardo y le traéis
a mi propio castillo para que me insulte.
—Señor, agraviáis a mi padre —dijo Theodore—. Ni él ni yo somos
capaces de albergar un solo pensamiento que os pudiera perturbar: ¿es
insolencia el que me rinda a vuestros pies? —agregó, dejando
respetuosamente la espada ante Manfred—. Aquí tenéis mi pecho, señor,
hundid en él el acero si es que pensáis que escondo algún pensamiento
desleal. No hay ningún sentimiento en mi corazón que no os venere, a vos y a
los vuestros.
El fervor y la gracia con que Theodore pronunció estas palabras pusieron
a todos los presentes de su parte: incluso Manfred se conmovió, pero el
parecido que el muchacho guardaba con Alfonso impregnaba de cierto secreto
horror su admiración por él.
—Levántate —dijo—. De momento no me interesa quitarte la vida.
Cuéntame tu historia y cómo llegaste a relacionarte con este viejo traidor.
—Señor —exclamó Jerome.
—¡Calma, impostor! —dijo Manfred—. No dejaré que le apuntéis.
—No necesito ayuda, señor —dijo Theodore—. Mi historia es corta. A los
cinco años me llevaron a Argel con mi madre, que había sido hecha prisionera
por los corsarios en la costa de Sicilia. Murió de dolor antes de los doce
meses.
Jerome tenía los ojos anegados de lágrimas y su rostro reflejaba mil
angustiosos sentimientos.
—Antes de morir —continuó Theodore—, me ató al brazo, bajo la ropa,
unos papeles en donde se indicaba que yo era hijo del conde Falconara.

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—Es la verdad —dijo Jerome—. Yo soy ese desdichado padre.
—Os ruego de nuevo que guardéis silencio —dijo Manfred—. Prosigue.
—Permanecí en la esclavitud —dijo Theodore— hasta hace dos años,
cuando, en uno de los viajes en que acompañaba a mi amo, me salvó un navío
cristiano que asaltó al pirata. Al darme a conocer al capitán, éste,
generosamente, me dejó en las costas de Sicilia. Pero en vez de encontrar a mi
padre, supe que sus posesiones situadas en la costa habían sido destruidas
durante su ausencia por el mismo desaprensivo que nos había hecho
prisioneros a mí y a mi madre; que un incendio había reducido su castillo a
los cimientos y que, al regresar, mi padre había vendido lo que quedaba,
retirándose a Nápoles para acogerse a la vida religiosa. Nadie me pudo dar
más señas. Sin medios ni amigos, sin esperanza de poder abrazar jamás a mi
padre, partí rumbo a Nápoles a la primera oportunidad, desde donde, hace seis
días, llegué a esta provincia, ganándome la vida con el trabajo de mis manos.
Hasta ayer por la mañana no pensaba que el cielo me reservara mayor fortuna
que la paz espiritual y una resignada pobreza. Ésta, señor, es la historia de
Theodore. Veo satisfechas con creces todas mis esperanzas al encontrar a mi
padre; veo inmerecidas con creces todas mis desgracias al incurrir en la ira de
vuestra señoría.
Dejó de hablar. Un suave murmullo de aprobación surgió de los presentes.
—La historia está incompleta —dijo Frederic—. El honor me obliga a
añadir lo que él omite. Él es modesto y yo debo ser generoso. Es uno de los
jóvenes más valerosos que pisan tierra cristiana. Es también hombre de buena
voluntad y, a pesar de lo poco que lo conozco, testifico de su veracidad. Si lo
que cuenta no fuera cierto, no lo diría. Por lo que a mí se refiere, joven,
respeto una franqueza que hace justicia a vuestra cuna. Aunque me hayáis
ofendido, pienso que bien se puede dejar que hierva la noble sangre que corre
por vuestras venas cuando acaba de encontrar sus fuentes. Vamos, señor —
añadió, dirigiéndose a Manfred—, si yo puedo perdonarle, bien podéis vos
hacer lo mismo. No es culpa suya que le tomarais por un espectro.
Este amargo comentario emponzoñó a Manfred, que respondió con
altanería:
—Si hay seres de otro mundo capaces de llenarme de espanto, es más de
lo que puede lograr cualquier ser humano; y menos podría hacerlo el brazo de
un jovenzuelo…
—Señor —interrumpió Hippolita—, nuestro huésped debería descansar.
¿No sería mejor que nos fuéramos?

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Con esto, tomó a Manfred de la mano, se despidió de Frederic y salieron
todos. El príncipe, contento de dejar una conversación que ponía de
manifiesto sus más íntimos sentimientos, se dejó conducir hasta sus
dependencias, tras permitir que Theodore, aunque bajo promesa de regresar al
castillo a la mañana siguiente (condición que el joven aceptó gustoso), se
retirara con su padre al convento. Matilda e Isabella estaban demasiado
preocupadas con sus propias reflexiones, a la par que disgustadas la una con
la otra, como para querer continuar la conversación. Cada una se fue a su
estancia, con más ceremoniosidad y menos afecto del que jamás hubo entre
ellas desde la niñez.
Si la separación fue poco cordial, tan pronto como amaneció a la mañana
siguiente se reunieron con la mayor impaciencia. Sus mentes se encontraban
en un estado que impedía el sueño y cada una de ellas recordaba mil
preguntas que deseaba haberle hecho a la otra la noche anterior. Matilda
pensaba que en dos ocasiones, situaciones ambas tan críticas que no podía
creer fortuitas, Theodore había liberado a Isabella. Era cierto que en la
estancia de Frederic sólo había tenido ojos para ella, Matilda, pero quizá fuera
para disimular ante los padres de ambas sus sentimientos por Isabella. Mejor
sería aclararlo todo cuanto antes. Quería saber la verdad, no fuera a ofender a
su amiga albergando una pasión por el amante de Isabella. De esta forma, los
celos se escudaban en la amistad para justificar su curiosidad.
Isabella, no menos inquieta, tenía más fundamentos para sus sospechas.
Theodore le había dicho tanto con palabras como con sus miradas, que estaba
enamorado, cierto, pero quizá Matilda no le correspondía. Siempre se había
mostrado insensible al amor, y la religión absorbía todos sus pensamientos.
«¿Por qué la habré disuadido? —se preguntaba Isabella—. Este es el
castigo a mi generosidad. ¿Cuándo se conocerían? ¿Dónde? No puede ser,
debo de estar equivocada. Quizá se vieran anoche por primera vez. Debe de
ser otra la persona de la que está enamorado. Si es así, no tengo motivos para
entristecerme tanto. Y si no es mi amiga Matilda… Pero ¿cómo voy a
rebajarme a desear el afecto de un hombre que de forma gratuita y grosera me
hizo saber su indiferencia? ¿Y justo en el preciso momento en el que la más
común cortesía exigía al menos una educación? Iré a ver a Matilda, que me
reafirmará este sentimiento de orgullo (los hombres son falsos). Le aconsejaré
que tome los hábitos; se alegrará de que opine así, y le diré que no me opongo
a que entre en el convento».
En este estado de ánimo y decidida a abrirle su corazón a Matilda, se
encaminó hacia las habitaciones de la princesa, a quien encontró ya vestida,

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apoyándose en el brazo pensativamente. Esta actitud, tan acorde con lo que
ella misma sentía, reavivó la sospecha de Isabella y rompió la confianza que
había decidido depositar en su amiga. Ambas se sonrojaron al verse, pues
eran demasiado jóvenes para disimular sus emociones con palabrería. Tras
algunas preguntas y respuestas poco relevantes, Matilda le preguntó a Isabella
el motivo de su huida. Ésta, que casi había olvidado la pasión de Manfred, de
tan ocupada como estaba con la suya propia, suponiendo que Matilda se
referiría a su última escapada del convento, motivada por los sucesos de la
noche anterior, respondió:
—Martelli trajo al convento la noticia de que tu madre había muerto.
—Sí —dijo Matilda—, Bianca ya me ha explicado esa equivocación. Al
verme perder el conocimiento gritó: «La princesa ha muerto», y Martelli, que
había venido al castillo a recoger la limosna acostumbrada…
—Pero ¿por qué te desmayaste? —dijo Isabella, indiferente a todo lo
demás.
Matilda se ruborizó y dijo tartamudeando:
—Mi padre juzgaba a un criminal.
—¿A qué criminal? —preguntó Isabella con interés.
—Era un joven. Creo que era el mismo joven que…
—¿Quién, Theodore?
—Sí, jamás lo había visto antes —contestó Matilda—. No sé qué le había
hecho a mi padre, pero, puesto que te había ayudado a ti, me alegro de que le
haya perdonado.
—¿Ayudar? ¿Le llamas ayudar a herir a mi padre causándole casi la
muerte? Aunque hasta ayer no tuve la bendición de conocer a mi padre,
espero, Matilda, no pienses que soy tan ajena al amor filial como para que no
me duela la impertinencia de ese joven audaz y sepa que me resultaría
imposible sentir algún afecto por quien osa levantar el brazo contra quien me
dio la vida. No, Matilda, lo aborrezco y, si tú aún sientes por mí esa amistad
que me juraste en nuestra niñez, tú también odiarás al hombre que ha estado a
punto de entristecerme para siempre.
Matilda mantuvo la cabeza baja y contestó:
—Espero que mi querida Isabella no dudará de la amistad de Matilda.
Hasta ayer nunca había visto a ese joven; es casi un desconocido para mí.
Pero, puesto que los médicos dicen que tu padre está fuera de peligro, no
debieras tener sentimientos poco caritativos hacia quien, estoy convencida,
ignoraba que el marqués fuera pariente tuyo.

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—Defiendes su caso con gran compasión —dijo Isabella—, teniendo en
cuenta que apenas lo conoces. O estoy equivocada o él corresponde a tu
caridad.
—¿Qué quieres decir?
—Nada —respondió Isabella arrepintiéndose de haberle insinuado a
Matilda el interés de Theodore por ella. Luego cambió de tema y le preguntó
a Matilda qué hizo que Manfred tomase a Theodore por un espectro.
—¡Pero por todos los santos! ¿Es que no te diste cuenta del enorme
parecido que guarda con el retrato de Alfonso que hay en la galería? Se lo
mencioné a Bianca incluso antes de que llevara puesta la armadura, pero con
el casco es la viva imagen del cuadro.
—No me fijo mucho en los cuadros —dijo Isabella— y mucho menos me
he fijado en ese joven con tanta atención como tú pareces haber hecho. ¡Ay,
Matilda!, tu corazón está en peligro, pero déjame aconsejarte como a una
amiga: me ha confesado que está enamorado; no puede ser de ti, porque ayer
os visteis por primera vez, ¿no es así?
—Sí, así es —respondió Matilda—, pero ¿por qué concluyes de lo que he
dicho que…? —hizo una pausa y luego continuó—: Te vio a ti primero y no
tengo la vanidad de pensar que mis pocos encantos pudieran atraer a quien te
quiere a ti. Que seas feliz, Isabella, cualquiera que sea la suerte de Matilda.
—Mi querida amiga —dijo Isabella, cuyo corazón era demasiado honrado
para resistirse a esta generosidad—, es a ti a quien Theodore admira; lo noté,
estoy convencida de ello. Y no permitiré que ningún pensamiento de mi
propia felicidad se interponga ante la tuya.
Esta sinceridad emocionó a Matilda, y los celos, que por unos instantes
habían enfriado la amistad de las jóvenes, pronto dieron paso a la sinceridad y
al candor propio de su naturaleza. Ambas confesaron la impresión que les
había causado Theodore; y a esta confianza siguió una batalla generosa en la
que cada una insistía en ceder el lugar a su amiga. Finalmente, la dignidad de
Isabella le recordó la preferencia que Theodore había casi expresado por su
rival, lo cual impulsó a vencer sus sentimientos y renunciar a él en favor de su
amiga.
Durante esta competición amistosa Hippolita entró en la habitación de su
hija.
—Sientes tanto cariño por Matilda —le dijo a Isabella—, y te interesas
tanto por todo lo que ocurre en esta malhadada casa, que no puedo tener con
mi hija secreto que tú no puedas oír.
Las jóvenes esperaron llenas de ansiedad.

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—Sabe, pues, y tú también, mi querida Matilda, que estoy convencida, a
raíz de los acontecimientos de estos dos últimos días aciagos, que el cielo
desea que el cetro de Otranto pase de las manos de Manfred a las del marqués
Frederic. Tal vez me ha sido inspirada la idea de evitar nuestra total
destrucción mediante la unión de nuestras casas rivales. Con esto en la mente,
le he propuesto a Manfred que ofrezcamos la mano de nuestra querida hija a
Frederic, tu padre.
—¡Al marqués Frederic! —exclamó Matilda—. ¡Por Dios, madre! ¿Se lo
has dicho ya a mi padre?
—Sí —respondió Hippolita—, escuchó atentamente mi propuesta y ha ido
a comunicárselo al marqués.
—¡Desdichada princesa! —exclamó Isabella—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué
ruina ha preparado vuestra bondadosa ingenuidad para Matilda, para mí y
para vos misma?
—¿Qué ruina os puedo ocasionar yo a ti y a mi hija? ¿Qué quieres decir?
—¡Dios mío! La pureza de vuestro propio corazón os impide ver la
depravación en los demás. Manfred, vuestro esposo, ese hombre impío…
—¡Basta! —dijo Hippolita—. No debes referirte a Manfred
irrespetuosamente en mi presencia; es mi esposo y señor y…
—No lo será por mucho tiempo —dijo Isabella—, si puede llevar a cabo
sus malvados propósitos.
—Me sorprende tu lengua —dijo Hippolita—. Tu naturaleza, Isabella, es
impulsiva, pero nunca vi que te traicionara hasta el punto de la intemperancia.
¿Qué acción de Manfred te autoriza a referirte a él como si fuera un criminal
o un asesino?
—¡Qué buena y crédula sois! No atenta contra vuestra vida sino contra
vuestra unión, quiere divorciarse para…
—¿Divorciarse de mí? ¿Divorciarse de mi madre? —exclamaron
Hippolita y Matilda al unísono.
—Sí, y para completar su crimen, tiene la intención… ¡No puedo decirlo!
—¿Qué puede ser peor que lo que has dicho? —dijo Matilda.

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Hippolita guardaba silencio. El dolor ahogaba sus palabras y el recuerdo
de las recientes ambigüedades de Manfred confirmaba lo que acababa de oír.
—¡Bondadosísima señora! ¡Madre! —exclamó Isabella, echándose a los
pies de Hippolita en un arrebato de pasión—. Confiad en mí, creedme;
moriría mil veces antes que consentir en ofenderos, antes que acceder a algo
tan odioso.
—¡Es demasiado! ¡Cuántos crímenes sugiere un solo crimen! Levántate,
querida Isabella, no dudo de tu virtud. ¡Ay, Matilda! Este golpe es demasiado
cruel para ti. No llores, hija mía, y ni una palabra, te lo ruego. Recuerda que
todavía es tu padre.
—Pero vos sois mi madre también —dijo Matilda con ardor— y vos sois
buena e inocente, ¿no tengo acaso motivos para lamentarme?
—No —dijo Hippolita—, ven, todo se arreglará. Manfred, acuciado por el
dolor que le ha producido la muerte de tu hermano, no sabía lo que decía,
quizá Isabella le malentendió. Tiene buen corazón y tú, hija, no lo sabes todo.
Hay un destino que pende sobre nosotros, la mano de la Providencia se
extiende. ¡Si yo pudiera salvarte del desastre! Sí —continuó con voz más
firme—, tal vez el sacrificio mío puede expiar todo esto. Iré y le ofreceré yo
misma el divorcio, poco me importa lo que a mí me pueda ocurrir. Me retiraré
al monasterio vecino y dedicaré el resto de mi vida a rezar y llorar por mi hijo
y por… el príncipe.
—Sois tan buena para este mundo como Manfred es odioso —dijo
Isabella—, pero no penséis, señora, que vuestra debilidad va a decidir por mí.
Juro, y que los ángeles me escuchen…
—¡Calla, por Dios! —gritó Hippolita—. Recuerda que no dependes de ti
sólo, tienes un padre…
—Mi padre es demasiado noble y temeroso de Dios —interrumpió
Isabella— para obligarme a un acto indigno. Pero de hacerlo, ¿podría acaso
un padre ordenar un acto reprochable? Fui la prometida del hijo, ¿puedo
desposar al padre? No, señora, no; ninguna fuerza me puede arrastrar hasta el
detestable lecho de Manfred. Lo detesto, lo aborrezco y las leyes humanas y
divinas lo prohíben. ¿Y podría herir yo a mi amiga, a mi queridísima Matilda,
hiriendo a su adorada madre, a la mía propia, ya que jamás conocí otra?
—Es la madre de ambas —exclamó Matilda—. Jamás podremos quererla
demasiado.
—Hijas —dijo Hippolita conmovida—, vuestra ternura me emociona,
pero no debo ceder ante ella. No nos es dado elegir por nosotros mismos. El
cielo, nuestros padres y nuestros maridos deben decidir por nosotras. Tened

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paciencia hasta saber yo lo que Manfred y Frederic hayan determinado. Si el
marqués acepta la mano de Matilda, sé que mi hija estará dispuesta a
obedecer. Puede que el cielo intervenga para impedir lo demás. Pero ¿qué es
esto, Matilda? —añadió viendo que su hija se arrodillaba a sus pies y lloraba
en silencio—. Pero no, no me contestes, hija mía, no quiero escuchar nada en
contra de los deseos de tu padre.
—No dudes de mi obediencia, de mi terrible obediencia hacia ti y hacia él.
Pero ¿cómo puedo sentir toda esta ternura, todo este amor por la mejor de las
madres y sin embargo ocultarle un secreto?
—¿Qué vas a decir, Matilda? —dijo Isabella temblando—. Contrólate, no
lo hagas.
—No, Isabella, no me merecería esta madre incomparable si en lo más
íntimo de mi corazón guardara un pensamiento que no gozase de su
aprobación. La he ofendido, he permitido que entrara una pasión en mi
corazón sin su consentimiento. Pero aquí la rechazo y juro ante el cielo y ante
ella…
—¡Hija! ¡Hija! —exclamó Hippolita—. ¿Qué palabras son ésas? ¿Qué
nuevas desgracias nos depara el destino? ¡Tú, una pasión! ¡Tú, en esta hora de
destrucción!
—Veo mi culpa —dijo Matilda—, me aborrezco por ella, si te ha de dar
un solo disgusto. Eres lo que más quiero en este mundo. ¡Nunca, nunca más
lo miraré!
—Isabella —dijo Hippolita—, tú conoces este triste secreto. Sea cual sea,
¡habla!
—¡Qué! —exclamó Matilda—. ¿Tanto he traicionado el cariño de mi
madre, que ni siquiera me permite expresarle mi propia culpa? ¡Pobre, pobre
de mí!
—Sois demasiado cruel —le dijo Isabella a Hippolita—. ¿Podéis
contemplar la angustia de vuestra hija sin sentir misericordia?
—¿Cómo no voy a compadecer a mi hija? —dijo Hippolita abrazando a
Matilda—. Sé que es buena, obediente, virtuosa y llena de ternura. Te
perdono, eres mi única y auténtica esperanza.
Las princesas, entonces, revelaron a Hippolita su mutua inclinación por
Theodore y el propósito de Isabella de renunciar a él. Hippolita recriminó su
imprudencia, y les indicó cuán improbable era que cualquiera de los dos
padres consintiera en que su heredera se casara con un hombre tan pobre, si
bien de noble cuna. La reconfortó saber que sus sentimientos por el joven
eran tan recientes y que Theodore tendría pocas razones para pensar que

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cualquiera de ellas estaba enamorada de él. Les ordenó severamente que
evitaran todo trato con él. Matilda prometió obediencia, mas Isabella, que se
vanagloriaba de que sólo intentaría fomentar la unión de Theodore y su
amiga, no se decidía a no verlo, y, por tanto, no respondió.
—Iré al convento —dijo Hippolita— a encargar que se digan más misas
que logren librarnos de estas calamidades.
—Madre —dijo Matilda—, piensas dejarnos, piensas irte al convento y
darle a mi padre la oportunidad de proseguir sus fatídicas intenciones. De
rodillas te suplico que no lo hagas. ¿Me vas a dejar a merced de Frederic? Te
seguiré al convento.
—Estate tranquila —dijo Hippolita—. Volveré enseguida. Jamás te
abandonaré hasta que sepa que ésa es la voluntad del cielo y que es por tu
bien.
—No me engañes —dijo Matilda—. No me casaré con Frederic en tanto
tú no me lo ordenes. ¿Qué va a ser de mí?
—¿Por qué dices eso? Te he prometido que volveré.
—Madre —replicó Matilda—, quédate y sálvame de mí misma. Un gesto
de disgusto tuyo puede más que toda la severidad de mi padre. He entregado
mi corazón y sólo tú puedes hacer que lo recobre.
—¡Basta ya! —dijo Hippolita—. No puedes volverte atrás, Matilda.
—Puedo renunciar a Theodore, pero ¿he de casarme con otro? Déjame
acompañarte hasta el altar y retirarme del mundo para siempre.
—Tu suerte depende de tu padre. Mal he usado mi ternura si te he
enseñado a querer algo sin su consentimiento. Adiós, hija mía; voy a rezar por
ti.

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El verdadero propósito de Hippolita era preguntar a Jerome si de verdad y
en conciencia estaba obligada a oponerse al divorcio. A menudo le había
rogado a Manfred que renunciase al principado, pues su finura de conciencia
hacían de éste una carga cada vez más pesada. Estos escrúpulos la llevaban a
pensar que la separación de su esposo era algo menos terrible de lo que de
otro modo le hubiera parecido.
Jerome, al abandonar el castillo por la noche, le había preguntado a
Theodore severamente la razón de haberle acusado ante Manfred de colaborar
en su fuga. Theodore confesó que lo hizo con la intención de evitar que las
sospechas de Manfred recayeran sobre Matilda, añadiendo que la santidad de
carácter y la vida de Jerome le salvaguardaban contra la cólera del tirano. A
Jerome le disgustó profundamente saber el interés de su hijo por la princesa y
al marcharse para dejarlo descansar le prometió que por la mañana le daría
razones importantes para que desistiera de sus sentimientos. Theodore, al
igual que Isabella, hacía demasiado poco tiempo que conocía la autoridad
paterna para someterse a ella en contra de los dictados de su corazón. Sentía
poca curiosidad por saber las razones del fraile y aún menos inclinado estaba
a obedecerlas. La hermosa Matilda hacía más mella en él que el amor filial.
Durante toda la noche gozó soñando con su amor y no fue hasta bastante
después de los maitines cuando recordó que el fraile le había dicho que
acudiera a reunirse con él ante la tumba de Alfonso.
—Joven —dijo Jerome al verlo—, no me place este retraso. ¿Tan escaso
peso tienen las órdenes de un padre?
Theodore se excusó torpemente, atribuyendo su demora a haberse
quedado dormido.
—¿Y con quién soñabas? —dijo el fraile con severidad.
Su hijo se sonrojó.
—Vamos, vamos —continuó el fraile—, muchacho inconsiderado, esto no
puede ser; arráncate del pecho esa pasión culpable.
—¡Pasión culpable! —gritó Theodore—. ¿Puede la culpa convivir acaso
con la belleza inocente y la virtuosa modestia?
—Es pecado —contestó el fraile— codiciar a quienes el cielo ha
condenado. La descendencia de un tirano debe ser aniquilada de la faz de la
tierra hasta su tercera y cuarta generaciones.
—¿Ha de castigar el cielo a los inocentes por los crímenes de los
culpables? —dijo Theodore—. La dulce Matilda tiene cumplidas virtudes
para…

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—Para acarrear tu desgracia —interrumpió Jerome—. ¿Te has olvidado
que el fiero Manfred te ha condenado a muerte por dos veces?
—Tampoco he olvidado, señor —dijo Theodore—, que la caridad de su
hija me ha salvado. Puedo olvidar las injurias, mas nunca los favores.
—Las injurias que has recibido de la raza de Manfred —dijo el fraile—
son mucho mayores de lo que puedes imaginar. ¡No contestes, tan sólo mira
esta sagrada imagen! Bajo este marmóreo monumento reposan las cenizas del
buen Alfonso, un príncipe que poseía todas las virtudes, padre para su pueblo
y alegría para todos. Arrodíllate, testarudo joven, y escucha mientras tu padre
te descubre una historia de horror que arrancará de tu alma todo sentimiento,
salvo el de venganza divina. ¡Alfonso! ¡Príncipe vilipendiado! Que vuestra
sombra inquieta domine el aire turbulento, mientras yo con labios
temblorosos… Pero ¿quién viene?
—La más infeliz de las mujeres —dijo Hippolita, haciendo su entrada en
el claustro—. Padre, ¿tenéis tiempo? Mas ¿qué hace este joven de rodillas?
¿Qué significa el horror que veo reflejado en vuestros rostros? ¿Por qué estáis
ante esta tumba venerable? ¿Habéis visto algo?
—Elevamos nuestras plegarias al cielo —respondió confundido el fraile—
para terminar con las desgracias de esta triste región. Acompañadnos, señora;
vuestra alma inmaculada tal vez se salve de los males que los acontecimientos
de estos días indican claramente que se ciernen sobre vuestra casa.
—Rezo al cielo para que los aleje —dijo la piadosa princesa—. Sabéis
que ha sido el empeño de mi vida conseguir una bendición para mi esposo y
mis inocentes hijos. Uno ya me ha sido arrebatado. Que el cielo me escuche
cuando rezo por mi pobre Matilda. ¡Padre, interceded por ella!
—¡Todos la bendecirán! —exclamó Theodore con fervor.
—¡Calla, joven indiscreto! —dijo Jerome—. Y vos, estimada princesa, no
luchéis contra los designios del cielo. El Señor me lo dio, el Señor me lo
quitó: bendito sea el nombre del Señor[16], someteos a su voluntad.
—Lo hago con toda devoción —dijo Hippolita—, pero ¿no perdonará a
quien es mi único alivio? ¿Debe perecer Matilda también? Padre, vine… Pero
haced que se retire vuestro hijo. Nadie, salvo vos, debe oír lo que tengo que
decir.
—Que el cielo os otorgue todas vuestras peticiones, excelentísima
princesa —dijo Theodore marchándose.
Jerome frunció el ceño.
Hippolita entonces le explicó al fraile la sugerencia que le había hecho a
Manfred, que éste estaba de acuerdo y que había ido a proponer a Frederic su

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enlace con Matilda. Jerome no pudo ocultar su disgusto ante la propuesta,
disgusto que intentó disimular diciendo que era muy improbable que Frederic,
el pariente consanguíneo más cercano a Alfonso, y llegado para reclamar la
sucesión, accediera a una alianza con el usurpador de sus derechos. Pero nada
pudo igualar el desconcierto del fraile cuando Hippolita confeso que estaba
dispuesta a aceptar la separación y pedía su opinión acerca de la legalidad de
su consentimiento. El fraile se avino presto a dar su consejo y, sin explicar la
aversión por el casamiento de Manfred e Isabella, describió a Hippolita en los
términos más alarmantes lo pecaminoso de esta actitud, advirtiendo que el
cielo la castigaría si accedía a ello y suplicándole, en los términos más duros,
que respondiera a semejante propuesta con todas las muestras de indignación
y rechazo.
Manfred, entretanto, había hablado con Frederic y propuesto el doble
matrimonio. Aquel príncipe debilitado, a quien habían impresionado
vivamente los encantos de Matilda, escuchó la sugerencia con demasiada
satisfacción. Olvidó la enemistad con Manfred, a quien veía que sería muy
difícil arrebatarle el principado por la fuerza. Pensando que quizá su hija y el
tirano no tuvieran descendencia, veía que una boda con Matilda facilitaría su
propia sucesión al principado. Hizo una leve oposición al proyecto, alegando,
si bien tan sólo para guardar las formas, que no accedería en tanto Hippolita
no consintiera en el divorcio. Manfred aseguró que él se encargaría de eso y,
entusiasmado por el éxito, e impaciente por verse en situación de esperar
descendencia, se dirigió rápidamente a las habitaciones de su esposa, decidido
a forzar su aprobación. Con indignación recibió la noticia de que se había ido
al convento. Su mala conciencia le sugirió que probablemente Isabella le
habría comunicado las intenciones de su marido. Se preguntaba si esta visita
al convento no implicaría una intención de quedarse allí, en tanto recababa
impedimentos para el divorcio. Las sospechas que ya albergaba respecto de
Jerome le hacían temer que el fraile no sólo se opondría a sus planes, sino que
incluso podría llegar a sugerir a Hippolita que se acogiera a sagrado.
Impaciente por salir de dudas y por hacer fracasar los planes de Jerome,
Manfred se dirigió al convento, llegando allí en el momento en que el fraile
exhortaba con vehemencia a la princesa a que jamás accediera al divorcio.
—Señora —dijo Manfred—. ¿Qué asuntos os traen hasta aquí? ¿Por qué
no esperasteis a que volviera de hablar con el marqués?
—Vine a implorar la bendición para vuestros planes.
—Mis planes no necesitan de la intervención de un fraile —dijo Manfred
—. Además, de entre todos los seres vivos, ¿es ese viejo traidor el único con

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quien os place conversar?
—¡Príncipe blasfemo! —dijo Jerome—. ¿Es precisamente el altar el lugar
que escogéis para insultar a los siervos del altar? Pero, Manfred, vuestras
maquinaciones impías ya se conocen. El cielo y esta virtuosa dama saben de
ellas; no frunzáis el ceño, príncipe. La Iglesia desprecia vuestras amenazas, y
sus truenos se oirán por encima de vuestra cólera. Atreveos a proseguir con
vuestro siniestro propósito de divorcio antes de que la Iglesia se pronuncie y
yo, aquí mismo, lanzo su anatema sobre vuestra cabeza.
—¡Rebelde osado! —dijo Manfred intentando ocultar el miedo que le
inspiraban las palabras del fraile—. ¿Intentáis amenazar a vuestro príncipe
legal?
—No sois mi príncipe legal, no sois un príncipe. Id a discutir vuestro
derecho con Frederic, y cuando lo hayáis hecho…
—Ya lo he hecho —dijo Manfred—. Frederic acepta la mano de Matilda
y accede a desestimar su derecho. Salvo que yo no tenga hijos varones.
Al decir estas palabras cayeron tres gotas de sangre de la nariz de la
estatua de Alfonso. Manfred palideció y la princesa cayó de rodillas.
—¡Ved! —dijo el fraile—. Observad esta milagrosa indicación de que la
sangre de Alfonso jamás se mezclará con la de Manfred.
—Señor mío —dijo Hippolita—, sometámonos a la voluntad divina. No
penséis que vuestra obediente esposa se rebela contra vuestra autoridad. No
tengo más voluntad que la de mi marido y la de la Iglesia. Apelemos a ese
vulnerable tribunal. No depende de nosotros el romper los lazos que nos unen.
Si la Iglesia aprueba la disolución de nuestro matrimonio, que así sea. Me
quedan pocos años ya, y ésos de dolor. ¿Dónde pasarlos mejor que al pie de
este altar, rezando por vos y por Matilda?
—Pero no os quedaréis aquí hasta entonces —dijo Manfred—. Volved
conmigo al castillo, y allí os comunicaré las medidas apropiadas para el
divorcio. Pero este fraile entrometido no vendrá. Mi techo hospitalario no
volverá a cobijar a un traidor, y en cuanto al hijo de vuestra reverencia —
añadió— lo destierro de mis dominios. Él, creo, no es personaje sagrado, ni
está bajo la protección de la Iglesia. Quienquiera que sea el que se case con
Isabella, no será el hijo advenedizo del Padre Falconara.
—Advenedizos son aquellos que ocupan de súbito el lugar de los
príncipes legítimos, pero se marchitan pronto, como la hierba, y su memoria
se olvida pronto.
Manfred, con una mirada de desprecio al fraile, condujo fuera a Hippolita,
pero a la puerta de la iglesia le susurró a uno de sus criados que permaneciera

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escondido en los alrededores del convento y que le informara de inmediato si
alguien del castillo se acercaba hasta allí.

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Capítulo V

Todas las reflexiones que Manfred se hacía sobre la conducta del fraile
apuntaban a que éste era cómplice de los amores entre Isabella y Theodore.
Pero la reciente actitud de Jerome, tan distinta de su anterior sumisión, le
sugería temores aún más profundos. El príncipe incluso sospechaba que el
fraile contara con el apoyo secreto de Frederic, cuya llegada coincidía con la
sorprendente aparición de Theodore, lo cual parecía indicar claramente que
existía un vínculo. E incluso aún más le perturbaba el parecido de Theodore
con el retrato de Alfonso.
Sabía con seguridad que el último había muerto sin descendencia. Por otra
parte, Frederic había accedido a darle la mano de Isabella. Estas
contradicciones herían su mente con mil dolorosas punzadas y sólo veía dos
medios para librarse de sus dificultades. Una era renunciar a sus dominios en
favor del marqués, pero el orgullo, la ambición y su fe en las antiguas
profecías, que habían apuntado la posibilidad de que las conservaría hasta su
muerte, se oponían a ella. La otra era forzar su matrimonio con Isabella. Tras
un largo meditar sobre estas posibilidades, mientras marchaba con Hippolita
hacia el castillo, habló finalmente con la princesa sobre el tema que lo
inquietaba, y utilizó todos los argumentos imaginables para lograr que ésta
aceptara el divorcio e incluso le prometiera su colaboración. Hippolita no
necesitaba de gran persuasión para doblegarse a sus deseos. Intentó
convencerlo de que renunciara a sus posesiones, pero al ver que sus esfuerzos
eran inútiles, le aseguró que, en tanto lo permitiera su conciencia, no se
opondría a la separación, aunque, si él no esgrimía causas mejores, ella no se
comprometía a tomar parte activa en solicitarlo.
Esta sumisión, aunque no absoluta, bastaba para alentar las esperanzas de
Manfred. Confiaba en que su riqueza y su poder saldrían en su ayuda en el
tribunal de Roma, donde pensaba enviar a Frederic para arreglar el asunto.
Este príncipe había concebido tal pasión por Matilda, que Manfred esperaba
obtener todos sus deseos utilizando los encantos de su hija como señuelo,

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dependiendo de la cooperación que obtuviera del marqués. La misma
ausencia de Frederic sería un punto a su favor, pues le daría tiempo para
adoptar mayores medidas para su propia seguridad.
Envió a Hippolita a su aposento y él se encaminó hacia el del marqués,
pero al cruzar la sala principal, a través de la cual había de pasar, se encontró
con Bianca. Sabía que la doncella gozaba de la confianza de ambas jóvenes e
inmediatamente se le ocurrió tantearla con respecto a Theodore e Isabella. Se
retiró con ella hasta un entrante del mirador de la sala y, halagándola con
promesas y fina palabrería, le preguntó qué sabía acerca de los sentimientos
de Isabella.
—¿Yo, señor? Nada, señor; sí, señor, pobrecilla. Está muy asustada por
las heridas de su padre. Pero yo le digo que se repondrá. ¿Vuestra alteza no
piensa lo mismo?
—No te pregunto por lo que piensa de su padre —respondió Manfred—.
Tú conoces sus secretos, sé buena y dime. ¿Hay algún joven…? Bueno, tú ya
me entiendes.
—¡Dios me ampare si entiendo a su alteza! Le dije que algunas hierbas
curativas y mucho reposo…
—No me estoy refiriendo a su padre —dijo el príncipe con impaciencia
—. Ya sé que se repondrá.
—¡Cuánto me alegra oíros decir eso! Porque, aunque no creí adecuado
preocupar a mi ama, me pareció que no tenía buen aspecto y algo más que…
Me acuerdo que cuando el joven Ferdinand fue herido por el veneciano…
—Contesta a lo que te pregunto —interrumpió Manfred—, pero toma,
toma esta joya. Quizá eso fije tu atención. No, no me hagas reverencias, mis
favores no pararán ahí. Ahora, dime sinceramente: ¿qué siente el corazón de
Isabella?
—Bueno, su alteza es tan persuasivo que… Pero ¿sabréis guardar un
secreto? Si alguna vez saliera de vuestros labios…
—No saldrá, no saldrá —exclamó Manfred.
—Juradlo, señor. Si llegara a saberse que yo… Pero la verdad es la
verdad. No creo que mi señora Isabella sintiera gran afecto por vuestro hijo,
aunque era un joven encantador, si lo había… Si yo hubiera sido princesa…
Pero ¡Dios mío!, debo ir junto a lady Matilda. Se preguntará qué ha sido de
mí.
—¡Aguarda! No me has respondido. ¿Has llevado alguna vez alguna
carta, algún mensaje?

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—¿Llevar una carta? ¡Por Dios! No lo haría ni aunque me hicieran reina.
Espero que sepáis, señor, que, aunque pobre, soy honrada. ¿Nunca se enteró
su alteza de lo que me ofreció el conde Marsigli cuando vino a cortejar a lady
Matilda?
—No tengo tiempo para escuchar tus historietas. No pongo en duda tu
honradez, pero es tu obligación no ocultarme nada. ¿Cuánto tiempo hace que
Isabella conoce a Theodore?
—Ay, ay, ay, ¡no se os escapa nada! Y no es que yo sepa nada sobre ese
asunto. Theodore, bien seguro, es un joven formal y, como dice lady Matilda,
la viva imagen del buen Alfonso. ¿No ha reparado su alteza en ello?
—Sí, sí. ¡No! Me impacientas —dijo Manfred—. ¿Dónde se conocieron?
¿Cuándo?
—¿Quién? ¿Lady Matilda?
—No, no, Matilda no. Isabella. ¿Cuándo conoció Isabella a Theodore?
—¡Virgen Santísima! ¿Cómo iba yo a saberlo?
—Sí lo sabes y yo debo saberlo y lo sabré —dijo Manfred.
—¡Dios mío! ¿No irá su alteza a tener celos del joven Theodore?
—¡Celos! ¿Por qué iba yo a estar celoso? Tal vez me propusiera casarlos
si supiera que Isabella no se oponía.
—¡Oponerse! De ninguna manera, os lo aseguro —dijo Bianca—. Es uno
de los jóvenes más apuestos que jamás pisó tierra cristiana. Todas estamos
enamoradas de él. No hay una sola dama en el castillo que no se alegraría de
tenerlo como príncipe. Quiero decir, cuando al cielo le plazca enviar por vos.
—¡Vaya! ¿Tan adelantado está el asunto? ¡Este maldito fraile! Mas debo
irme. Vete, Bianca, y atiende a Isabella. Pero ni una palabra de lo que hemos
hablado. Averigua lo que siente por Theodore. Tráeme buenas noticias, y ese
anillo tendrá compañero. Espérame al pie de la escalera de caracol. Voy a ver
al marqués, y cuando regrese seguiré hablando contigo.
Manfred, tras conversar sobre temas generales, le pidió a Frederic que
mandara retirarse a los dos caballeros, sus compañeros, dado que tenía que
departir con él de asuntos urgentes. En cuanto estuvieron a solas comenzó con
gran astucia a sondear al marqués respecto a Matilda y, encontrándole
dispuesto a acceder a sus deseos, apuntó las dificultades que habría para el
matrimonio, salvo que… En ese instante Bianca irrumpió en la estancia con la
mirada extraviada y gesticulando de un modo que denunciaba claramente su
terror.
—¡Ay, señor! ¡Señor! ¡Estamos perdidos! ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto!
—¿Qué es lo que ha vuelto? —preguntó Manfred sorprendido.

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—¡La mano! ¡El gigante! ¡La mano! ¡Ay, ayudadme! ¡Qué espanto! ¡No
quiero dormir en el castillo esta noche! ¿A dónde ir? Mañana me pueden
enviar las cosas. ¡Si me hubiera casado con Francesco! Este es el resultado de
mi ambición.
—¿Qué te ha aterrorizado tanto, joven? —preguntó el marqués—. Aquí
estás a salvo, no te asustes.
—Vuestra señoría es muy bueno, pero no, no me atrevo. Os lo ruego.
Dejadme marchar. Prefiero dejarme aquí todas mis cosas antes que quedarme
una hora más bajo este techo.
—¡Vete! ¡Vete! Has perdido el juicio —dijo Manfred—. No nos
interrumpas. Hablábamos de asuntos importantes. Marqués, a esta chica le
dan ataques. Ven conmigo, Bianca.
—¡Huy, no! ¡No, por todos los santos, no! —dijo Bianca—. Es seguro
que vino a advertiros. ¿Por qué iba a aparecérseme a mí si no? Rezo todas las
mañanas y todas las noches. ¡Si vuestra alteza hubiera creído a Diego! Es la
misma mano del pie[17] que él vio en la galería. El padre Jerome nos ha dicho
a menudo que la profecía se cumpliría un día de éstos: «Bianca —me dijo—,
fíjate en lo que te digo…».
—Estás delirando —gritó Manfred enfurecido—. Márchate y guárdate
esas tonterías para asustar a tus compañeros.
—Pero ¿es que creéis que no he visto nada? Id vos mismo al pie de la
escalera. Por mi vida que lo vi.
—¿Ver qué? Dinos qué viste —preguntó Frederic.
—¿Es que vais a escuchar los delirios de una tonta que ha oído tantas
historias de apariciones, que ha llegado a creérselas? —dijo Manfred.
—Esto son más que imaginaciones —dijo el marqués—. Su miedo es
demasiado natural y fuerte para ser fruto de la imaginación. Dinos, muchacha,
qué es lo que te ha asustado tanto.
—Sí, señor; gracias, alteza. Me encaminaba por orden del príncipe a las
habitaciones de lady Isabella…
—No queremos los detalles —interrumpió Manfred—. Puesto que su
alteza así lo desea, continúa, pero sé breve.
—Señor, me asustáis tanto, que el pelo se me va a poner… Bueno, como
decía, me dirigía por orden del príncipe a la estancia de lady Isabella. Es la
cámara azul, a la derecha de las escaleras. Bueno, pues cuando llegué a la
escalinata principal estaba mirando el regalo de su alteza aquí presente…
—¡Paciencia! ¡Dadme paciencia! —exclamó Manfred—. ¿No ha de ir
esta moza jamás al grano? ¿Qué le importa al marqués que yo te haya dado

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una nimiedad por tus servicios a mi hija? Queremos saber lo que viste.
—Iba a decírselo a su alteza, si me lo permitís. Bueno, estaba frotando el
anillo y no había dado ni tres pasos, cuando oí el ruido de una armadura, un
ruido tremendo, como el que Diego dice que oyó cuando se le apareció el
gigante en la cámara grande.
—Príncipe, ¿qué quiere decir esta chica? —dijo el marqués—. ¿Está
vuestro castillo embrujado de fantasmas y duendes?
—¡Ay, señor! ¿No ha oído vuestra alteza lo del gigante de la galería? —
exclamó Bianca—. Me asombra que su alteza no os lo haya dicho; lo mismo
ignoráis también que hay una profecía…
—Esta charlatanería es insoportable —interrumpió Manfred—. Que se
vaya esta boba. Tenemos asuntos más interesantes de qué tratar.
—Con vuestro permiso, esto no son tonterías —dijo Frederic—. El
enorme sable hacia el que me guiaron en el bosque, aquel yelmo compañero
suyo…, ¿son eso imaginaciones de la mente de esta pobre muchacha?
—Eso mismo piensa Jaquez, si me permiten que se lo diga —dijo Bianca
—. Dice que antes de que cambie la luna veremos cosas rarísimas. A mí no
me extrañaría que pasaran ya mañana, pues, como iba diciendo, cuando oí el
choque de la armadura me entró un sudor frío. Levanté la vista y, creedme,
alteza, vi, sobre la barandilla que hay en lo alto de la escalinata, una mano
cubierta con armadura, tan grande, tan grande… Creí que me desmayaba…
No paré de correr hasta llegar aquí. ¡Cómo quisiera verme lejos de este
castillo! Lady Matilda me dijo ayer mismo que la princesa Hippolita sabe
algo.

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—¡Eres una descarada! —gritó Manfred—. Marqués, mucho me temo que
han inventado toda esta escena para ofenderme. ¿Habrán sobornado a mis
propios criados para que divulguen historias que me deshonran? Proseguid
vuestro propósito con varonil valor o enterremos nuestras diferencias, como
habíamos pensado, con los matrimonios de nuestras hijas. Pero creedme, es
poco digno de un príncipe de vuestra categoría tratar con mozas pagadas.
—Desprecio vuestras insinuaciones —dijo Frederic—. Hasta este
momento jamás había visto a esta chica. ¡No he sido yo el que le ha dado una
joya! Señor, señor, vuestra conciencia, vuestra culpabilidad os acusa y
pretendéis desviar hacia mí las sospechas. Guardaos a vuestra hija y no
penséis más en Isabella. La condena que ha caído ya sobre vuestra casa me
impide vincularme a ella.
Manfred, alarmado ante el tono decidido con que Frederic pronunció estas
palabras, intentó tranquilizarlo. Diciéndole a Bianca que se retirara, hizo
tantas promesas al marqués y alabó tan hábilmente a Matilda, que de nuevo
Frederic titubeó. Mas, dado que su pasión era tan reciente, no tenía la
suficiente profundidad para salvar los escrúpulos que había concebido. Había
entendido lo bastante de las palabras de Manfred para persuadirse de que el
cielo se había declarado en contra del príncipe. Las bodas propuestas alejaban
de momento su aspiración al principado, y éste constituía para Frederic una
tentación más poderosa que una eventual restitución de las tierras en el caso
de que las heredara Matilda. Sin embargo, no rechazaba completamente su
compromiso y, con el fin de ganar tiempo, le preguntó a Manfred si era cierto
que Hippolita accedía al divorcio. El príncipe, encantado de ver que no había
otros obstáculos y contando con la influencia que ejercía sobre su esposa,
aseguró al marqués que así era, y que podría convencerse al oírselo decir a
ella misma.
Mientras conversaban, los avisaron de que el banquete estaba preparado.
Manfred condujo a Frederic al salón principal, donde los esperaban Hippolita
y las jóvenes princesas. Manfred sentó a Frederic junto a Matilda, y él mismo
se colocó entre Hippolita e Isabella. Hippolita se comportaba con tranquila
serenidad, pero las muchachas estaban tristes y silenciosas. Manfred, decidido
a convencer definitivamente al marqués durante el resto de la velada,
prolongó la fiesta hasta tarde, simulando una alegría desbordante y
obsequiando a Frederic con sucesivas copas de vino. Éste, más en guardia de
lo que Manfred hubiera deseado, rehusaba las reiteradas invitaciones del
príncipe, alegando su reciente pérdida de sangre. Manfred, entre tanto, para

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animar su propio espíritu desalentado y para aparentar una despreocupación
que no sentía, bebió generosamente, aunque sin llegar a embriagarse.
El banquete terminó muy avanzada ya la tarde. Manfred hubiese querido
retirarse con Frederic, pero éste, esgrimiendo su debilidad y necesidad de
reposo como excusa, se retiró a su estancia, diciendo galantemente que
confiaba en que Isabella entretuviera al príncipe en tanto no pudiera hacerlo él
mismo. Manfred aceptó el ofrecimiento y, para disgusto de Isabella, la
acompañó hasta su aposento. Matilda fue con su madre a disfrutar del frescor
del anochecer por las murallas del castillo.
En cuanto el grupo se hubo separado tomando diferentes direcciones,
Frederic preguntó si Hippolita se hallaba sola. Una de sus doncellas, que no la
había visto salir, le dijo que a esa hora solía retirarse a su oratorio, donde
probablemente la encontraría. Durante la fiesta, el marqués había observado a
Matilda con creciente interés y ahora deseaba encontrar a Hippolita en el
estado de ánimo que Manfred había prometido. Los fenómenos que tanto le
asustaran quedaron arrinconados por su deseo. Entró cautelosamente y sin que
nadie lo viera en los aposentos de Hippolita, decidido a animarla a acceder al
divorcio, ya que Manfred había puesto la posesión de Isabella como
condición inalterable para entregarle a Matilda.
El silencio que reinaba en la estancia de la princesa no sorprendió al
marqués. Suponiéndola, como le habían dicho, en el oratorio, continuó hasta
el fondo. La puerta estaba abierta. Era una tarde triste de cielo encapotado.
Abrió la puerta suavemente y vio a una persona arrodillada ante el altar. Al
acercarse le pareció que no era una mujer lo que le daba la espalda, sino
alguien cubierto con una larga prenda de lana. El marqués estaba a punto de
volverse, cuando la figura se levantó, y permaneció unos minutos sin verlo,
absorto en meditación. Frederic esperaba que la devota persona avanzara y,
con la intención de disculparse por haberle interrumpido, le dijo:
—Reverendo padre, buscaba a lady Hippolita.
—¡Hippolita! —respondió una voz cavernosa—. ¿Viniste a este castillo
en busca de Hippolita?
Entonces la figura se dio la vuelta y Frederic vio las mandíbulas
descarnadas y las cuencas vacías de un esqueleto, envueltas en la capucha de
un ermitaño.
—¡Ángeles del cielo, protegedme! —exclamó Frederic retrocediendo.
—Hazte merecedor de su protección —dijo el espectro.
Frederic, hincándose de rodillas, imploró al espectro que se apiadase de
él.

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—¿No me recuerdas? —dijo la aparición—. Recuerda el bosque de Joppa.
—¿Sois el santo ermitaño? ¿Qué puedo hacer por vuestra paz eterna? —
respondió Frederic temblando.
—¿Fuiste acaso liberado de la esclavitud para codiciar placeres carnales?
¿Has olvidado el sable enterrado y el mensaje del cielo grabado en él?
—No, no lo he olvidado —dijo Frederic—. Decidme, espíritu bendito,
¿cuál es vuestro mensaje? ¿Qué queda por hacer?
—Olvídate de Matilda —dijo el fantasma, y desapareció.
A Frederic se le heló la sangre en las venas y permaneció inmóvil durante
unos momentos. Entonces, postrándose ante el altar, imploró la ayuda de
todos los santos para lograr su perdón. Un torrente de lágrimas sucedió a su
fervor; sin quererlo, la imagen de la hermosa Matilda le vino a la mente y
permaneció en el suelo, postrado, debatiéndose entre el arrepentimiento y la
pasión. Antes de que pudiera recuperarse, entró en el oratorio la princesa
Hippolita portando una vela en la mano.
Al ver a un hombre tendido inmóvil en el suelo, lanzó un grito, creyéndole
muerto. El miedo de la princesa hizo que Frederic volviera en sí.
Levantándose apresuradamente, el rostro bañado en lágrimas, se disponía a
abandonar su presencia, cuando Hippolita lo detuvo, y con gran insistencia le
exhortó a que le explicase la razón de su angustia y el motivo de encontrarse
en esa postura.
—Bondadosísima princesa… —empezó a decir lleno de dolor el marqués,
y se detuvo.
—Por Dios, señor —dijo Hippolita—, decidme la causa de vuestro
sufrimiento. ¿Qué significan estos gemidos apesadumbrados y esa manera
alarmante de referirse a mí? ¿Qué nuevas desgracias le tiene el cielo
reservadas a la pobre Hippolita? Aún guardáis silencio. Por todos los cielos,
noble príncipe —dijo cayendo a sus pies—, os ruego me digáis el secreto que
guarda vuestro corazón. Sé que os condoléis, que sentís las agudas heridas
que me infligís. ¡Hablad, por piedad! ¿Es acaso algo que concierne a mi hija?
—¡No puedo hablar! ¡Ah, Matilda! —exclamó Frederic y, abandonando
su presencia bruscamente, se dirigió a sus habitaciones.
Al llegar a la puerta se le acercó Manfred, quien, ebrio por el vino y la
pasión, venía a buscarlo para proponerlo que se entretuvieran unas horas con
música y esparcimiento. Frederic, ofendido ante una proposición tan poco a
tono con su estado de ánimo, lo apartó a un lado con rudeza, y entrando en su
estancia cerró la puerta de un portazo y corrió el cerrojo. El altivo príncipe,
encolerizado por aquella conducta inexplicable, se alejó en un estado de

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ánimo capaz de llevarle a cometer cualquier exceso fatal. Al cruzar el patio,
se encontró con el criado a quien había apostado en el convento para vigilar a
Jerome y Theodore. Venía de allí sin aliento, e informó al príncipe que había
dejado a Theodore y a una de las damas del castillo hablando ante la tumba de
Alfonso, en la iglesia de san Nicolás. Había seguido al muchacho hasta allí,
pero la oscuridad de la noche le había impedido descubrir quién era la dama.
Manfred, que se encontraba muy alterado, y a quien Isabella había
rechazado bruscamente cuando él la había requerido de manera ya muy
directa, no dudó de que la inquietud que la muchacha había mostrado
obedecía a su impaciencia por reunirse con Theodore. Incitado por esta
conjetura y enfurecido por la actitud de Frederic, se dirigió en secreto a la
iglesia. Cruzó las naves con gran sigilo y, guiado por un borroso rayo de luna
que brillaba débilmente a través de las vidrieras, se acercó a la tumba de
Alfonso, de donde procedía el murmullo de las voces de aquellos a quienes
buscaba. Las primeras palabras que oyó con claridad fueron:
—¿Por ventura depende de mí? Manfred jamás permitirá nuestra unión.
—¡No! ¡Esto lo impedirá! —gritó el tirano, sacando una daga y
clavándola por encima del hombro en el pecho de la persona que había
hablado.
—¡Ay de mí, estoy herida! —exclamó Matilda al tiempo que caía al suelo
—. ¡Buen Dios, acoge mi alma!
—¡Salvaje! ¡Monstruo inhumano! ¿Qué habéis hecho? —gritó Theodore
abalanzándose sobre Manfred y arrebatándole la daga.
—¡Detente! ¡Detén tu mano impía! ¡Es mi padre! —gritó Matilda.
Manfred, como saliendo de un trance, se golpeaba el pecho, se mesaba
alocadamente los cabellos e intentó recuperar la daga de Theodore para darse
muerte. Éste, apenas más sereno, y sólo consiguiendo dominar su dolor con el
fin de poder ayudar a Matilda, había atraído con sus gritos a varios monjes en
su ayuda. Mientras algunos intentaban, junto con el desconsolado Theodore,
contener la sangre de la princesa moribunda, el resto sujetaba a Manfred para
impedir que pusiera fin a su propia vida.
Matilda, resignándose a su sino con paciencia, le agradeció a Theodore
sus esfuerzos con miradas de ternura. Sin embargo, cuando sus fuerzas le
permitían hablar, rogaba a los presentes que ayudasen a su padre.
Para entonces Jerome se había enterado de la terrible noticia y llegaba a la
iglesia. Su mirada reprochaba la conducta de Theodore, pero dirigiéndose a
Manfred dijo:

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—Ahora, tirano, contemplad la última de las desgracias que caen sobre
vuestra impía y obsesionada cabeza. La sangre de Alfonso clamó venganza al
cielo y el cielo ha permitido que su altar se manche con la sangre de un
asesinato y que vos derraméis vuestra propia sangre al pie del sepulcro de ese
príncipe.
—¡Hombre cruel! —dijo Matilda—. No agraves así la angustia de un
padre. ¡Que el cielo lo bendiga, bendiga a mi padre y lo perdone, como yo lo
hago! Señor, ¿perdonáis a vuestra hija? No vine aquí a reunirme con
Theodore. Lo encontré rezando ante la tumba, a donde me había enviado mi
madre para rogar por vos y por ella… Queridísimo padre, bendecid a vuestra
hija y decid que la perdonáis.
—¿Que yo te perdone? Soy un monstruo asesino —gritó Manfred—, ¿y
pueden acaso perdonar los asesinos? Te confundí con Isabella, pero el cielo
guió mi mano ensangrentada hasta el corazón de mi hija… Matilda, apenas
puedo decirlo…, ¿puedes perdonar la ceguera de mi ira?
—Puedo, y así lo hago. Que el cielo sea testigo. Pero mientras me resta
vida para preguntároslo, ¿qué será de mi madre? Padre, ¿la consolaréis? ¿No
la rechazaréis? Ella os quiere y… me desmayo… llevadme al castillo. ¿Podré
vivir hasta que ella me cierre los ojos?
Theodore y los monjes le rogaron que se dejara llevar al convento, pero
ella pidió con tal insistencia que la condujeran al castillo, que, poniéndola
sobre unas parihuelas, la transportaron donde pedía. Theodore le sostenía la
cabeza con su brazo e, inclinándose sobre ella con la agonía de un amor
desesperado, se esforzaba por infundirle esperanzas de vida. Al otro lado,
Jerome la reconfortaba con palabras de vida eterna. Colocó ante ella un
crucifijo que ella bañó de lágrimas inocentes y preparaba su tránsito de este
mundo. Manfred, sumido en una profunda aflicción, los seguía lleno de
desesperación.
Antes de que llegaran al castillo, Hippolita, que ya se había enterado de la
terrible catástrofe, salió a esperar a su hija asesinada. Cuando vio la triste
procesión, la fuerza de su dolor la privó del sentido y se desmayó. Isabella y
Frederic, que la acompañaban, sentían casi la misma pesadumbre. Tan sólo
Matilda parecía insensible a la situación, todos sus pensamientos eran para su
madre. Ordenó que se detuviera la litera en cuanto Hippolita se recuperó y
preguntó por su padre. Éste se acercó sin decir palabra. Matilda le tomó la
mano y la entrelazó con la de su madre, rodeó ambas con la suya y se las
llevó al pecho. Manfred no pudo soportar este acto de patética misericordia.
Se tiró al suelo y maldijo el día en que había nacido. Isabella, temiendo que

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Matilda no pudiese soportar estas expresiones de dolor, dio orden de que
condujeran a Manfred a sus aposentos e hizo llevar a Matilda a la habitación
más cercana. Hippolita, con apenas más vida que su hija, sólo se preocupaba
de ésta. Los tiernos cuidados de Isabella la hubieran apartado del lado de su
hija mientras los médicos examinaban la herida, pero ella exclamó:
—¡Nunca me alejaré de su lado! ¡Nunca, nunca! Viví por y para ella y
moriré con ella.
Matilda alzó la mirada ante la exclamación de su madre, pero volvió a
cerrar los ojos sin decir nada. El pulso cada vez más débil y las manos frías y
húmedas pronto excluyeron toda esperanza. Theodore, casi enloquecido,
siguió a los médicos hasta la estancia contigua, y los oyó pronunciar la
sentencia fatal.
—Si no puede vivir para ser mía —exclamó—, al menos lo será en el
lecho de muerte. ¡Padre! ¡Jerome! ¿Uniréis nuestras manos? —pidió al fraile
que junto con el marqués había acompañado a los médicos.
—¿Qué significa este apresuramiento? —dijo Jerome—. ¿Es este el
momento para una boda?
—¡Lo es! ¡Lo es! ¡No hay otro!
—Joven —dijo Frederic—, eres un insensato. ¿Crees que vamos a
escuchar tus arrebatos amorosos en esta Hora aciaga? ¿Con qué derecho
pretendes a una princesa?
—Con el de un príncipe —dijo Theodore—, el del soberano de Otranto.
Este hombre venerable, mi padre, me ha comunicado quién soy.
—Deliras —dijo el marqués—. Yo soy el único príncipe de Otranto, ahora
que Manfred con su asesinato sacrílego ha perdido todos sus derechos.
—Señor —dijo Jerome en tono de autoridad—, dice la verdad. No era mi
intención divulgar el secreto tan pronto, pero el destino impone sus leyes. Lo
que su arrebatada pasión ha revelado, mis labios lo confirman. Sabed,
príncipe, que cuando Alfonso puso rumbo a Tierra Santa…
—¿Es éste momento para explicaciones? —exclamó Theodore—. Padre,
unidme a la princesa, ella será mía. Luego, en todo lo demás os obedeceré.
¡Matilda! ¡Mi adorada Matilda! —continuó Theodore entrando de nuevo en la
habitación—. ¿Seréis mía? ¿Nos bendeciréis?
Isabella le hizo señas para que guardara silencio, viendo que la princesa
moría.
—¿Qué? ¿Ha muerto? ¿Es posible?
Las exclamaciones de Theodore hicieron que Matilda volviera en sí.
Levantando los ojos buscó a su madre con la mirada.

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—¡Alma mía! ¡Aquí estoy! ¡No te abandonaré! —dijo Hippolita.
—Sois demasiado buena —dijo Matilda—. Pero no lloréis por mí, madre.
Voy allá donde no existe el dolor. Isabella, me has querido bien. ¿Querrás
querer por mí a esta madre tan amada? Estoy muy débil.
—¡Hija! ¡Hija! —dijo Hippolita desconsolada—. ¿No puedo retenerte ni
un momento más?
—No puede ser. Encomiéndame al cielo. ¿Dónde está mi padre?
Perdónalo, madre querida, perdónale mi muerte, fue un error. Me había
olvidado, madre, prometí no volver a ver a Theodore, quizá eso haya
ocasionado esta desgracia. Pero fue sin querer, ¿me perdonas?
—¡No me atormentes! —dijo Hippolita—. Jamás me ofendiste. ¡Ah! ¡Se
desmaya! ¡Ayudadla!
—Quiero decir algo más —dijo Matilda casi sin aliento—. Pero no
puedo… Isabella… Theodore… por mí… ¡Oh! —y expiró.
Isabella y las mujeres apartaron a Hippolita del cadáver, pero Theodore
amenazó con matar a quien intentara alejarlo de él. Besó las manos heladas
mil veces y pronunció todas las expresiones que le dictó su amor desesperado.
Entretanto Isabella acompañaba a la desconsolada Hippolita a sus
habitaciones, pero en medio del patio se encontraron con Manfred, quien,
absorto de nuevo en sus pensamientos y deseoso de volver a ver a su hija, iba
camino de la estancia donde yacía Matilda. A la luz de la luna, ya muy alta,
leyó en los rostros de ambas mujeres la temida noticia.
—¿Ha muerto? —exclamó lleno de desesperación.
En ese instante sonó un trueno que hizo temblar todo el castillo. La tierra
se movió y se oyó el estruendo aún mayor de una armadura. Frederic y
Jerome pensaron que era el día del juicio final. Este último, forzando a
Theodore a acompañarlos, salió al patio. En el momento en que apareció
Theodore, las murallas del castillo se derrumbaron estrepitosamente detrás de
Manfred, y en medio de las ruinas apareció, gigantesca, la figura de Alfonso.
—¡Contemplad en Theodore al verdadero heredero de Alfonso! —dijo la
aparición.
Y, diciendo esto, subió al cielo acompañado por un inmenso trueno. Las
nubes se abrieron y se pudo ver la imagen de san Nicolás. Cuando el espíritu
de Alfonso llegó hasta él, ambos quedaron ocultos por un glorioso resplandor
a los ojos humanos. Todos los presentes cayeron de rodillas y reconocieron la
voluntad divina. La primera en romper el silencio fue Hippolita.

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—Mi señor —dijo dirigiéndose al abatido Manfred—, contemplad la
vanidad de la grandeza humana. ¡Conrad murió! ¡Murió Matilda! En
Theodore tenemos al verdadero príncipe de Otranto. Desconozco el milagro
que lo ha hecho así, pero bástenos saber que nuestra suerte está echada. ¿Qué
otra cosa podemos hacer que dedicar las pocas horas tristes que nos quedan
por vivir a aplacar la ira del cielo? El cielo nos rechaza, ¿dónde podemos ir
sino a las celdas piadosas que aún nos ofrecen un refugio?
—¡Inocente y desdichada mujer, desdichada por culpa de mis crímenes!
—respondió Manfred—. Por fin mi corazón se abre a tus piadosas
reprimendas. ¡Si pudiera…! ¡Mas no, estáis aturdidos con estos fenómenos!
Al menos dejadme hacer justicia en mi persona, pues acumular la vergüenza
sobre mi cabeza es la única satisfacción que me queda por ofrecer al cielo
ofendido. Mi vida ha acarreado estos acontecimientos: que mi confesión sirva
de expiación. Pero…, ¿qué hay que pueda servir de expiación por la
usurpación y el asesinato de una hija? Una hija asesinada en un lugar sagrado.
Escuchad, y que esta sangrienta historia sirva de advertencia a futuros tiranos.
»Como todos sabéis, Alfonso murió en Tierra Santa… Me queréis
interrumpir, queréis decirme que no murió limpiamente. Es cierto. ¿A qué
vendría si no este amargo cáliz que Manfred debe apurar hasta las heces?
Ricardo, mi abuelo, era su chambelán. Quisiera correr un velo ante los
crímenes de mis antepasados, pero sería en vano. Alfonso murió envenenado.
Un testamento falso declaraba a Ricardo su heredero. Sus crímenes le
persiguieron. Sin embargo, no fue él quien perdió a Conrad ni a Matilda. Yo
pago por todos el precio de la usurpación. Sorprendido en medio de una
tormenta y abrumado por los remordimientos, le prometió a san Nicolás
fundar una iglesia y dos conventos si llegaba con vida a Otranto. El sacrificio
fue aceptado; el santo se le apareció en un sueño y le prometió a Ricardo que
sus descendientes reinarían en Otranto hasta que el dueño verdadero creciera
demasiado para habitar el castillo y mientras la línea de Ricardo tuviera
descendientes masculinos. ¡Ay! ¡Ay! Ahora ni hembras ni varones, no queda
nadie de esta maldita familia, salvo yo. Termino. Las desgracias de estos tres
últimos días ya las sabéis. No sé cómo puede ser este joven el heredero de
Alfonso, mas no lo pongo en duda. Suyos son estos dominios. Renuncio a
ellos. Sin embargo, no sabía que Alfonso tuviera un heredero. No cuestiono la
voluntad del cielo. La oración y la pobreza llenarán el doloroso interregno
hasta que Manfred sea llamado para comparecer ante Ricardo.
—El resto me toca a mí declararlo —dijo Jerome—. Cuando Alfonso
partió para Tierra Santa, una tormenta lo llevó hasta las costas de Sicilia. El

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otro barco, en el que iba Ricardo y el resto de los acompañantes, como su
señoría sabrá, se separó de él.
—Cierto —dijo Manfred—, y el título que me dais es más de lo que puede
reclamar un proscrito. Pero proseguid.
Jerome se ruborizó y continuó.
—Alfonso tuvo que permanecer tres meses en Sicilia, pues los vientos no
eran favorables. Allí se enamoró de una hermosa doncella llamada Victoria.
Demasiado virtuoso para tentarla con placeres prohibidos, se casó con ella,
pero, considerando este amor incompatible con el sagrado voto de armas a
que estaba sujeto, decidió mantener su boda en secreto hasta que regresara de
la Cruzada, pensando entonces ir a buscarla y presentarla públicamente como
su legítima esposa. La dejó embarazada y ella tuvo una hija durante su
ausencia. Apenas hubo dado a luz, llegó a sus oídos el fatal rumor de la
muerte de su marido y de la sucesión de Ricardo. ¿Qué podía hacer una mujer
indefensa y sin amigos? ¿De qué serviría su testimonio? Sin embargo, señor,
tengo un documento auténtico…
—No es necesario —dijo Manfred—. Los horrores de estos días, las
apariciones que acabamos de ver, todo respalda, más que mil documentos,
vuestras palabras. La muerte de Matilda y mi expulsión…
—Tranquilizaos, señor —dijo Hippolita—, este buen hombre no tenía la
intención de reavivar nuestro dolor.
Jerome continuó:
—No me detendré en detalles. La hija de Victoria, de mayor, se casó
conmigo. Victoria murió, y el secreto quedó guardado en mi pecho. La
historia de Theodore aclara el resto.
El fraile dejó de hablar. El desolado grupo se retiró a la parte del castillo
que quedaba en pie. Por la mañana, Manfred firmó la renuncia al principado,
con la aprobación de Hippolita, y ambos tomaron los hábitos en los conventos
vecinos. Frederic ofreció al nuevo príncipe la mano de su hija, algo que el
cariño de Hippolita por Isabella había ayudado a promover.
Pero el dolor de Theodore era demasiado reciente para pensar en un nuevo
amor. Sólo tras numerosas conversaciones con Isabella acerca de Matilda se
convenció de que no podía encontrar la felicidad salvo en la compañía de
alguien con quien poder compartir la tristeza que se había adueñado de su
corazón.

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Apéndice

La época

Circunstancias históricas, económicas e intelectuales


Una época
de humanismo hacen del siglo XVIII una época de humanismo práctico en
práctico Gran Bretaña. Cansado cíe las luchas y persecuciones
religiosas y de la Guerra Civil del siglo anterior,
políticamente el país parece optar por la armonía y la paz. En
el aspecto económico, y como lógica consecuencia, la Inglaterra del dieciocho
manifiesta un interés muy consciente por un planteamiento financiero serio y
moderno. Tras la creación en 1694 del Banco de Inglaterra, surgen poco a
poco compañías de seguros, compañías navieras y los principios de una
estructura industrial. Entra también en escena el hombre de negocios:
banqueros, industriales; florece la clase media como resultado de una
situación económica boyante.
Londres, corazón cultural y económico de Inglaterra, va
dejando de ser una ciudad medieval, convirtiéndose, para bien o Londres,
capital
para mal, en una capital moderna. Atrás van quedando los moderna
edificios de madera, presa fácil para el Gran Fuego de Londres
de 1666, viéndose sustituidos por los de ladrillo y piedra. Las
mejoras en materia sanitaria se reflejan en una disminución del índice de
mortandad y en un aumento del índice de natalidad. A lo largo del siglo, la
población pasa de los cinco millones y medio que tenía al subir al trono la
reina Ana en 1702 a tener nueve millones en 1801. La reducción en el
consumo de bebidas alcohólicas, paulatinamente desplazadas por el té y el
café, que llegan merced al comercio con la India, igualmente contribuyen a
mejorar las expectativas de vida.
La Inglaterra rural también prospera, equilibrando el
La
agricultura poderío de Londres. Cierto es que en 1696 una cuarta parte del
campo inglés sigue aún sin cultivar y que Daniel Defoe (1660-

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1731) en su Tour (1724-1727) califica de «yerma y desolada»
la región de los lagos, pero paralelamente señala una agricultura floreciente
en Kent, abundante ganadería en los Midlands y grandes extensiones de
frutales en el Sur. Igualmente satisfecho parece Horace Walpole en 1793, en
una carta a su primo George Montagu, al hablar de «felicidad y prosperidad
en cada pueblo y entre los más humildes… Calles nuevas y ciudades nuevas
aparecen de día en día…».
Ciertamente es una visión optimista, que contrasta
fuertemente con la que ofrecen novelistas como Oliver Dos
valoraciones
Goldsmith (1730-1774) en su Deserted Village (1770) y del nuevo
poetas como T. Crabbe (1754-1832) en The Village (1783), sistema
agrario
donde ponen de relieve la pobreza rural del período.
Economistas como Arthur Young (1741-1820) señalan la miseria del
proletariado urbano, consecuencia del nuevo sistema agrario que sustituía al
antiguo régimen comunal. Cierto también que la revolución agrícola e
industrial tuvo aspectos poco favorables para la sociedad y no trajo consigo
sólo felicidad y bienestar, pero sí abasteció mejor a la población, aunque la
distribución de comida y vestido fuera a menudo escandalosamente desigual.
Esta era filantrópica también fundó hospitales y dispensarios.
Reforma
legal Con Jeremy Bentham (1748-1832) comenzó la reforma legal,
sentando las bases del imperio de la Ley, y vio la unificación de
Escocia e Inglaterra.
Con las reservas que entraña toda
generalización, el siglo XVIII se aleja del medieval concepto Pragmatismo
y eficacia
teológico del mundo y del heroísmo de la época isabelina,
para enfocar la vida bajo el punto de vista de una aventura
más práctica y eficaz, sin olvidar por ello al individuo y sin
caer en el materialismo. Esto lo refleja de manera muy clara Adam Smith
(1723-1790) en su obra La riqueza de las naciones (1776), para quien todo
continúa siendo actividad personal: las «naciones», cuya riqueza es el tema de
su obra, son el conjunto de hombres y mujeres. Smith mantiene al individuo
en su papel tradicional en la sociedad, pero ligándolo a las oportunidades que
ofrece una economía expansionista.
Este planteamiento colaborador y conciliador, interesado en aunar lo
individual y lo social; esta ética de lo «normal», de lo «armonioso», que
literariamente corresponde al «Augustan Period» (neoclasicismo español) y
contra el que tan ardientemente se iban a revelar los Románticos a finales de
siglo, no se desarrolló sin vicisitudes.

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Vicisitudes La dura campaña conservadora contra el Duque de
políticas
Marlborough ocasionó la caída de éste en un solo mes de 1711;
hubo intrigas rayanas en guerra civil, culminando en la
sustitución de la dinastía Estuardo por la de Hanover en 1714,
invasiones jacobinas en 1715 y 1745, fuertes discrepancias en torno a Robert
Walpole durante su largo mandato como Primer Ministro (1721-1742). Pero
el atan por el orden prevaleció y, si bien a medida que avanza el siglo las
circunstancias reales de los estratos más indigentes de la sociedad se hacen
más patentes, lo que contribuye a que se evapore el sentimiento de
complacencia característico de esta época, Inglaterra prosigue en su camino
hacia el Imperialismo del siglo XIX.

La novela gótica

La novela gótica, género que inicia Horace Walpole en


1764 con El castillo de Otranto y que termina alrededor de El momento
de la novela
1820, fue sólo un aspecto de un movimiento mucho más gótica
amplio de reacción contra el orden clásico, regular y
equilibrado del siglo XVIII, de rechazo a la novela familiar de
Samuel Richardson y Henry Fielding, y de reincorporación a la literatura del
sentimiento y la fantasía. Corre paralelo al movimiento romántico, con el cual
tiene varios puntos en común.
En su momento, la novela gótica fue considerada como
Popularidad
lectura imprescindible para todo el que tuviera pretensiones de
persona culta, hasta el punto de que, de no estar familiarizado
con la obra de Anne Radcliffe, Los misterios de Udolfo
(1794), no se entienden ciertos comentarios irónicos de Jane
Austen (1775-1817) en Northanger Abbey (1818) que, si bien satirizan el
género, su mera inclusión demuestra la popularidad de que gozaba.
Con frecuencia la crítica literaria ha achacado a la novela
gótica el ser un género menor, tachándolo peyorativamente de Pros
y contras
«popular», término que no es necesariamente sinónimo de malo.
Cierto es que en su afán de satisfacer las exigencias de una trama
que incluyera lo misterioso, lo desconocido y lo terrorífico,
sacrificó a menudo la caracterización; cierto es también que los
emplazamientos, elementos, situaciones y todo lo que pueda suponer «miedo»
fue explotado y repetido hasta rayar a veces en la monotonía, y que se abusó
frecuentemente del sentimentalismo. Pero ofreció al lector, cansado del rigor

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cuadriculado clasicista, los elementos de entusiasmo, surrealismo y
emotividad que ansiaba y, en su búsqueda de manifestaciones sobrenaturales
que reemplazaran las apabullantes verdades y el racionalismo tajante del
Siglo de las Luces, desempolvó las ruinas, abadías y fantasmas medievales y
renacentistas, e incorporó a la novela elementos trágicos de la época clásica
únicamente utilizados en la dramática, ampliando así el horizonte novelístico
y sentando las bases para autores posteriores como E. Allan Poe (1809-1849),
Wilkie Collins (1824-1889), lord Dunsany (1878-1957) o A. Conan Doyle
(1859-1930).
Sus ingredientes de superstición, hechos sobrenaturales y
Ingredientes
terror quedaban enmarcados dentro de una arquitectura gótica
que desempeña un papel fundamental en el género, aportando
todos los elementos que pudieran impresionar y atemorizar al
lector: pasadizos subterráneos, oscuras galerías, puertas
batientes. Sus escenarios iban arropados por una naturaleza pintoresca y
romántica: hiedra tupida, bosques espesos, noches de luna, tormentas.
El gusto por lo mediterráneo —equivalente a exótico— es
también casi consustancial a este tipo de novela y se impone en Personajes

nombres —Isabella, Matilda, Ambrosio, Montoni—, en lugares


—Otranto, Madrid—, en descripciones personales
—«hermosos ojos negros, frente pálida y rizos de azabache»—,
y en temática —magia, brujería, Inquisición—. Abundan como personajes
centrales la joven desamparada, el usurpador desaprensivo y malvado, el
joven valiente que salva a la una y desenmascara al otro.
Escenas
No suelen faltar escenas en las que frías corrientes de aire
típicas apagan velas en momentos claves, coincidencias extrañísimas, y
y tópicas crímenes y conspiraciones con la finalidad de sobresaltar y
atemorizar al lector, si bien algunas de las obras pecan de una
ingenuidad que impide, al menos hoy día, que se llegue al
suspense verdadero, pues la linealidad suele ser tal, que permite ir sabiendo
de antemano lo que va a suceder. Ni siquiera la obsesiva aparición de la
muerte, cadáveres y calaveras consiguen atemorizar lo más mínimo al lector
contemporáneo, más sofisticado quizá, y que se ve más afectado por el terror
psicológico que por las manifestaciones externas de aquello que
supuestamente infunde miedo. Al público actual le impresionan mucho más,
por las soterradas implicaciones que contienen, obras como La semilla del
diablo de Ira Levin, Los pájaros de D. Du Maurier o El castillo de F. Kafka.
Pero conviene recordar que, incluso esta novelística, que pone el énfasis sobre

Página 122
los aspectos psicológicos del terror, está en deuda con obras como Vathek y
Frankenstein. La tan desprestigiada y olvidada novela gótica se dividió y
transformó, convirtiéndose en la fuerza impulsora de otros géneros como son
la novela detectivesca, la de ciencia ficción y la de ficción sobrenatural,
aparte, claro está, de la más evidente novelística de vampiros y hombres lobo.
Además de El castillo de Otranto, de Vathek y de
Frankenstein de Mary Shelley, hay otros tres nombres Nombres
imprescindibles
imprescindibles para el género: Anne Radcliffe (1764-
1823), que escribió Los misterios de Udolfo y El italiano;
Matthew Lewis (1775-1818), autor de El monje, y Charles
Maturin (1782-1824), cuya obra más representativa es Melmoth el errabundo.
Anne Radcliffe añadió al castillo de Walpole ruinas y poesía, y en El
italiano incorpora con moderación otro medio fascinante para el escritor
gótico: la Iglesia católica y la vida ritualista y secreta de los conventos y
monasterios. El monje de M. Lewis, publicada en 1796, gira en torno al tema
de la Inquisición, cuyos escándalos exagera con fines sensacionalistas y la
idea de horrorizar. Conviene señalar aquí que en el género gótico hay una
clara distinción entre el terror y el horror. Anne Radcliffe define el terror
como un sentimiento que implica «incertidumbre y oscuridad», que despierta
las facultades, mientras que el horror «las paraliza y casi aniquila»,
incluyendo también cierta dosis de aversión. Horror es lo que nos produce el
final de Vathek, la reacción del monstruo en Frankenstein y muchos pasajes
de Melmoth, y es el elemento que aflorará, remodelado y adaptado, en algunas
obras de escritores como Robert Louis Stevenson (1850-1894), el
norteamericano Henry James (1843-1916) u Oscar Wilde (1854-1900) en su
Retrato de Dorian Gray.
Influencias
Vemos, pues, que la novela gótica no sólo cumplió una
misión en un momento dado, sino que sus distintas
manifestaciones y elementos, reestructurados y adaptados al
paso del tiempo, han influido en numerosos autores, y muchas
de las obras que hoy día nos divierten, entretienen y gustan,
tienen un punto de arranque gótico.
Después de 1820 la novela gótica pierde popularidad y
calidad; se vuelve imitativa, repetitiva y monótona, hasta que Decadencia

finalmente desaparece como tal, en parte porque, como género,


queda absorbido por el romanticismo.
Romanticismo
Como se ha visto, el movimiento
y novela romántico en poesía y el gótico en la novela comparten
gótica

Página 123
algunos de sus orígenes y el trasvase de influencias del uno al
otro es frecuente. Anne Radcliffe, Lewis y Maturin incluyen
poesía en sus novelas, mientras que ecos inconfundibles de pasadizos góticos
resuenan en Manfred, de Lord Byron (1788-1824), y en The Eve of St. Agnes,
de John Keats (1795-1821); el judío errante de Maturin se encuentra en La
balada del viejo marinero, de S. T. Coleridge (1772-1834); en Endymion, de
Keats, y en Alastor, de P. B. Shelley (1792-1822). Los principios de la
novelística gótica expuestos por Walpole en la segunda edición de El castillo
de Otranto tienen también una fuerte afinidad con la receta que del
romanticismo dio Coleridge treinta años más tarde en su prólogo a las
Baladas Líricas; personajes reales puestos en situaciones extraordinarias o
sobrenaturales. Un punto, sin embargo, en el que estos dos movimientos son
dispares es en su concepto de la belleza. Para el romanticismo ésta va unida al
dolor, el sufrimiento y la tristeza, y abunda en reflexiones filosóficas sobre
este fenómeno. Para los góticos, el atractivo de sus demoníacos malvados
estaba claro y explotaban al máximo a sus personajes en busca de efectos
horripilantes.
Vemos, pues, que este género literario tan frecuentemente calificado como
de escasos valores no desembocó en un callejón sin salida, sino que, aparte de
los méritos propios que pueda tener, proporcionó unos elementos que
numerosos autores posteriores recogieron, recrearon y devolvieron de muy
distintas maneras para entretenimiento de un sinfín de lectores.

Horace Walpole (1717-1797)

Horace Walpole, cuarto conde de Oxford e hijo menor de


Robert Walpole, uno de los más eminentes primeros ministros Familia
acaudalada
de Inglaterra, nació en el seno de una familia acaudalada, y
influyente y aristocrática. Se educó en Eton y Cambridge, aristocrática
universidad que abandonó tras cuatro años de asistencia
irregular, para viajar por Europa en compañía de su amigo el poeta Thomas
Gray (1716-1771).
De las numerosas ciudades que visitó durante los dos años y
Viajes
medio que duró su gira por Europa, fue Florencia, en especial
durante la época de los carnavales, la ciudad que más le cautivó. En
Londres, Walpole había sido un joven inseguro, de poca salud. La
muerte de su madre en 1737, a quien quería enormemente, dejó en
él una profunda huella, reforzada por el precipitado matrimonio de su padre

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con Maria Skerret, seis meses después de su fallecimiento. Francia no le
satisfizo en demasía, pero en Florencia encontró justamente el tipo de
sociedad hecha a su medida, una sociedad alegre, jovial, comunicativa y
abierta.
Walpole regresa a Inglaterra en 1741. Su padre está pasando
por un difícil momento político. Enemigo acérrimo de entrar en La política
del padre
oposición contra España en nuestra Guerra de Sucesión por
considerarlo innecesario y absurdo, se había visto no obstante
obligado a declararla, presionado por la oposición. Diversos
motivos, entre los que sin duda prevaleció el afán y la costumbre de poder, le
decidieron a hacerse responsable de una guerra que desaprobaba, seguir al
frente de un gobierno dividido, y enfrentarse a una oposición cada vez más
poderosa y fuerte. Se abrió una moción contra él, hubo elecciones generales y
Robert Walpole siguió como primer ministro, aunque con escasa mayoría.
Horace Walpole era ya para entonces parlamentario. La
Un
parlamentario sociedad que ahora frecuentaba le resultaba lo bastante
lúcido acogedora y desenfadada como para no echar de menos la
ciudad del Arno, pero tenía plena conciencia de la
importancia histórica del momento. Percibía muy claramente
la inquietud latente bajo la brillantez social de los bailes, óperas y conciertos,
captaba la atmósfera de una inminente crisis política y se daba cuenta de su
propio drama, el del joven mundo que empieza a serlo en el justo momento en
que su padre perdía poder. Sabía que terminaba el período pacífico, que
Inglaterra se encontraba al borde de años difíciles, encaminándose hacia la
revolución industrial, y que él estaba destinado a ser un fiel narrador sin papel
activo.
Desde muy joven tuvo conciencia del mérito
inapreciable de las cartas que escribía a sus amigos, Correspondencia

rogándoles siempre que no las destruyeran. Durante su


estancia en Florencia había conocido a Horace Mann,
diplomático destinado allí, con quien pronto trabó una
amistad que duraría cuarenta y cinco años y que se mantendría
exclusivamente a base de una sorprendente correspondencia. Mann era el
destinatario ideal de una serie de cartas que llegarían a componer una
excelente historia política y social de la época. Vivía fuera, le interesaba el
panorama político inglés, gustaba del cotilleo social y, por su profesión,
seguía muy en contacto con Inglaterra. Junto con El castillo de Otranto, esta
faceta epistolar de Walpole es su mayor contribución a las letras inglesas.

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Dimisión A principios de 1742, el indomable Robert Walpole se vio
y muerte
del padre obligado a presentar su dimisión como jefe de gobierno. Durante
veintiún años había dirigido el destino de Inglaterra de Jorge I y
Jorge II y, con un auténtico sentido de la política, había
establecido las bases del verdadero sistema democrático inglés mediante el
sometimiento del poder ejecutivo al legislativo. No obstante, y hasta su
muerte en 1744, siguió siendo el personaje más influyente en política, pues
Jorge II continuó teniéndole como hombre de confianza.
El año 1747 es una fecha clave en la vida de Horace Walpole.
Hasta ese momento había llevado una existencia agradable, culta y El año
clave
refinada, pero un tanto descentrada. Sus intereses como político,
historiador, coleccionista y escritor de cartas continúan
dispersándose en todas direcciones, pero a partir de este momento
irradian de un punto común que las aúna —la casa que compra en las afueras
de Londres y que pronto se conocería como Strawberry Hill—. A ella se
dedicó afanosamente hasta convertirla por dentro y por fuera en un pequeño
castillo gótico, un auténtico castillo de Otranto en miniatura.
Un pequeño
La casa dio uniformidad y cohesión a los cincuenta años de
castillo vida que tenía por delante, canalizando sus actividades en tres
gótico grupos principales: el de historiador de su época, el de
coleccionista de antigüedades y el de escritor de cartas, las
cuales, revisadas, y a menudo corregidas, nos han llegado a
modo de crónica histórico-social. El estilo de su correspondencia estaba
modelado en el de Madame de Sevigné, a quien admiraba profundamente y
que, hasta cierto punto, había hecho por la Francia del Rey Sol lo que
Walpole pretendía hacer por la Inglaterra de Jorge II. Son cartas de estilo
fluido y llano, siempre elegantes, que demuestran una habilidad innata para
relatar anécdotas objetivas y carentes de cualquier nota personal.
El resto de la vida de Horace Walpole continuó en la triple
trayectoria iniciada en 1747, con Strawberry Hill como telón de Imprenta
gótica
fondo. Año tras año la casa se iba remodelando con galerías,
capilla, ventanas, patios, armería y claustro gótico, y llenando
con los innumerables objetos de arte que su dueño adquiría. Allí
fundó la imprenta de Strawberry Hill, que publicó dos odas del poeta T. Gray
y obras del propio Walpole, entre ellas la polémica tragedia The Mysterious
Mother (1768), Catalogue of the Royal and Noble Authors of England (1758)
y Catalogue of Engravers in England (1765).
Sinsabores

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El paso de los años en la larga vida de Horace Walpole fue
trayéndole disgustos y pesares. Su salud se debilitaba, un
sobrino se volvió loco y la mayoría de sus amigos fueron
muriendo. A pesar de ello, su vida continuó siendo en general privilegiada y
feliz, «mucho más de lo que me merezco y que merecen más millones de
seres». Acechado de gota, seguía escribiendo cartas a sus distintos amigos y
mantenía un vivo interés por la política y por los hombres de su tiempo,
restringiendo sus salidas pero en modo alguno anulándolas.
Horace Walpole murió en Londres el 2 de marzo de 1797,
dejando tras sí una voluminosa correspondencia, parte de la cual Muerte

compone el volumen V de sus Obras. Otras cartas suyas se fueron


publicando bajo el título de Letters a partir de 1820. La edición de
estas cartas, que a partir de 1937 realiza la Universidad de Yale, se
calcula que abarcará cincuenta volúmenes.

El castillo de Otranto

La importancia que para Horace Walpole tuvo Strawberry


Una pesadilla
y una novela Hill como eje centralizador y unificador ha sido ya puesta de
manifiesto, pero durante la primavera de 1764 cobró un
interés particular. Walpole atravesaba un momento de tensión
a causa de una serie de graves problemas en torno a la figura
de su primo Henry Conway, cuya carrera política y militar había seguido
siempre con enorme interés y afecto. La ansiedad que sufría, unida a la
atmósfera gótica de la casa, desembocarían en la extraña pesadilla que dio
lugar a El castillo de Otranto. Una noche de junio, cuando terminaba su
apasionado escrito en defensa de Conway y, según propias palabras, tuvo «…
un sueño del cual lo único que recordé fue que me encontraba en un antiguo
castillo y que al final de una gran escalinata vi una enorme mano enfundada
en su armadura. Empecé de inmediato a escribir sin tener ni la más remota
idea de lo que pensaba decir o relatar»[18].
Durante los dos meses siguientes trabajó febrilmente en la
obra, olvidándose de la política y reduciendo casi totalmente Escribiendo
El castillo
su correspondencia. El 6 de agosto de 1764 ponía fin a la de Otranto
novela. Se había lanzado a escribirla sin previa meditación,
pero la obra que surgió de tan extraño comienzo fue de hábil
construcción y enorme trascendencia. No se puede decir que consiguiera su
objetivo de fundir el antiguo género caballeresco y la novela contemporánea,

Página 127
pues aunque sus personajes hablan y se comportan como los de su época y se
mueven en el período de las Cruzadas, Walpole no sabía crear caracteres, y
los actores de El castillo de Otranto quedan reducidos a los términos más
elementales y sencillos: el malvado usurpador, el joven valeroso y altruista,
las castas doncellas.
Las dos
Temiendo el ridículo, e inseguro en cuanto a su acogida,
primeras Walpole en la primera edición no descubrió su paternidad,
ediciones haciéndola pasar por una traducción de un manuscrito italiano.
La obra tuvo un éxito inmediato y la segunda edición salía en
abril de 1765, con una nueva introducción en la que explicaba el
motivo del anterior procedimiento, pedía disculpas y se revelaba como su
autor.
Aunque muy original, la verdadera novedad de la novela
de Walpole radica más en la extraña combinación de Extraña
combinación
elementos que en éstos en sí. Los elementos caballerescos y la de elementos
piadosa heroína estaban ya en los romances y cuentos en
verso medievales, los parlanchines criados aparecen en
Shakespeare, que los introducía como escape cómico en sus tragedias, y
ciertas supersticiones delatan su familiaridad con Las mil y una noches.
Pese a todo, la obra es asombrosamente imaginativa e
Innovaciones
incluye tres innovaciones significativas: la incorporación del
castillo gótico y toda su correspondiente maquinaria de
fantasmas, calabozos, subterráneos y conventos; el uso de las
fuerzas de la naturaleza para crear ambientes determinados, y
en último lugar la descripción de Theodore como el bien parecido, misterioso
y melancólico precursor del héroe byroniano.
El fallo más notable que encuentra el lector contemporáneo
es la incapacidad de Walpole para crear una auténtica El fallo
más notable
atmósfera de misterio. La rapidez y claridad con que avanza la
novela van contra lo misterioso, que requiere cierta vaguedad y
oscuridad como estímulo de la imaginación. La trama está muy
forzada, los episodios se suceden unos a otros con excesiva velocidad, sin dar
tiempo a que surtan efecto, y los caracteres carecen de individualidad,
moviéndose casi como muñecos que tan pronto lloran amargamente como
lanzan estoicas parrafadas. No obstante, El castillo de Otranto merece pasar a
la historia por lo que de innovación supuso en su momento, por su
repercusión posterior y por haber sido, en palabras de Bonamy Dobreé, la
primera manifestación surrealista en la novelística inglesa.

Página 128
M.a Engracia Pujals

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Bibliografía

1 Algunos de los títulos anteriores aparecieron en esta colección que volvió a reeditarse en 1770.
2 Walpole escribió además versos y otras piezas de circunstancias, discursos, prólogos, comentarios de
obras de otros autores, memorias y diarios de los reinados de los reyes Jorge II y Jorge III, aparte de una
abundante correspondencia. Una selección de ésta se publicó en España con el título La época de los
tres Jorges a través de la correspondencia de Walpole (1943).

AÑO TÍTULO ORIGINAL TÍTULO CASTELLANO
1736 Latin verses in Gratulatio Academiae Versos latinos en agradecimiento a la
Cantabrigiensis. Academia de Cambridge.
1742 The lesson for the day. La lección del día.
1743- Essays contributed to Old England (19 Ensayos dedicados a la vieja Inglaterra (19
49 essays). ensayos).
1746 The beauties. Las bellezas.
1746 Epilogue to Tamerlane. Epílogo a Tamerlán.
1747 Aedes Walpolianae. Aedes Walpolianae.
1748 Three letters to the Whigs. Tres cartas a los Whigs.
1748- Remembrancer (4 essays). Recordatorio (4 ensayos).
49
1753- World (9 essays). Mundo (9 ensayos).
57
1756 Strawberry-Hill: a ballad. Strawberry-Hill: balada.
1758 Fugitive pieces in verse and prose.1 Piezas fugitivas en verso y prosa.
1758 Catalogue of the royal and noble authors Catálogo de los autores de familias nobles
of England. y de la casa real de Inglaterra.
1760 A dialogue between two great ladies. Diálogo entre dos grandes damas.
1760 Catalogue of pictures and drawings in the Catálogo de cuadros y dibujos de la cámara
Holbein Chamber. de Holbein.
1760 Catalogues of the pictures of the Duke of Catálogos de los cuadros del duque de
Devonshire. Devonshire.
1762- Anecdotes of painting in England. Anécdotas sobre la pintura en Inglaterra.
63
1764 The magpie and her brood. La urraca y sus crías.
1765 The Castle of Otranto. El castillo de Otranto (1946).
1765 Catalogue of Engravers in England. Catálogo de grabadores ingleses.
1766 An account of the giants lately discovered. Relación de los gigantes recientemente

Página 130
descubiertos.
1768 Historic doubts on Richard III. Dudas históricas sobre Ricardo III.
1768 The mysterious mother. La madre misteriosa.
1774 A description of the villa of Horace Descripción de la villa de Horace Walpole.
Walpole.
1785 Essay on modern gardening [in English Ensayo sobre jardinería moderna [en inglés
and French]. y francés].
1785 Hieroglyphic tales. Cuentos jeroglíficos.
1800 Notes to the portraits at Woburn Abbey.2 Notas sobre los retratos de Woburn Abbey.

Página 131
HORACE WALPOLE (Londres, Gran Bretaña, 24 de septiembre de 1717 -
Íbidem, 2 de marzo de 1797). Cuarto conde de Orford, novelista inglés nacido
en Londres. Tras estudiar en el Eton College y la Universidad de Cambridge,
viajó por Francia e Italia con el poeta inglés Thomas Gray. Walpole se
convirtió en Parlamentario en 1741, actividad que desempeñó hasta su
jubilación, en 1768. Su carrera política se limitó al ejercicio de cargos
menores, a los que accedió inicialmente gracias a la influencia de su padre, el
primer ministro Sir Robert Walpole.
En 1748, Walpole compró la villa de Strawberry Hill, en Twickenham, una
zona residencial situada al oeste de Londres. Esta finca se convirtió en un
lugar de interés público por su arquitectura pseudogótica, su espléndida
biblioteca y sus colecciones de arte y curiosidades. Walpole instaló allí una
imprenta en 1757 y editó libros exquisitos que influyeron en el desarrollo de
la impresión y la producción editorial en Inglaterra. Se interesó
esporádicamente por todas las artes literarias y realizó una importante
aportación a la historia del arte con su estudio en cuatro volúmenes Anécdotas
de los pintores ingleses (1762-1771). Sin embargo, Walpole es conocido ante
todo por su novela El castillo de Otranto (1764), repleta de elementos
sobrenaturales, es una de las primeras obras del género conocido como relato
gótico. Escribió también La madre misteriosa (1768), una tragedia sobre el

Página 132
tema del incesto. Su fama literaria reside igualmente en sus cartas, que
contienen ingeniosos e incisivos comentarios sobre las costumbres de la
época.

Página 133
Notas

Página 134
[1] Alfonso V de Aragón tomó Nápoles en 1442, pero a su muerte hubo una

serie de guerras con Francia en las que franceses y aragoneses se disputaron la


hegemonía sobre el reino de Nápoles. El Gran Capitán lo tomó
definitivamente en 1503, quedando en poder de España hasta el tratado de
Utrech (1713). <<

Página 135
[2] «Ingenuidad». (En francés en el original). <<

Página 136
[3] Alude a la frase del Antiguo Testamento: «Yo, Yavé, soy un Dios celoso,

que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta
generación» (Deut, 5, 9; cf. Ex, 34, 7). La dureza de este principio fue
suavizándose, y ya en el mismo Deuteronomio encontramos el siguiente
texto: «No morirán los padres por culpa de los hijos ni los hijos por culpa de
los padres. Cada cual morirá por su propio pecado» (24, 16). <<

Página 137
[4] William Shakespeare (1564-1616), dramaturgo y poeta inglés, entre cuyas

numerosas obras figuran las aquí citadas, Hamlet, príncipe de Dinamarca y


Julio César. En la primera aparece Polonia, padre de Ofelia, de quien está
enamorado Hamlet; Polonio, que ostenta un alto cargo en la corte de
Dinamarca, es un personaje de avanzada edad, algo ridículo y pretencioso.
Rosencrantz y Guildenstern (a los que más adelante se alude) son antiguos
compañeros de Hamlet, que posteriormente se pasan al bando del rey (tío de
Hamlet y asesino de su padre) para organizar el complot que hará desaparecer
a Hamlet. Pero éste consigue escapar y regresa a Dinamarca; entonces hay
una famosa escena en el cementerio, en la que conversa con los sepultureros,
gente vulgar pero de viva inteligencia, que hacen muy sabrosos comentarios
sobre la vida y sobre la muerte. En Julio César se narra la conspiración para
asesinar a César y la confrontación entre partidos políticos rivales. Hay un
famoso discurso de Marco Antonio, después del asesinato de César por Bruto
y sus camaradas, en el que, con gran retórica, aparentemente apoya a los
asesinos, pero en realidad hace un panegírico de Julio César. <<

Página 138
[5]
Pseudónimo de François Marie Arouet (1694-1778), escritor francés,
dramaturgo, filósofo e historiador, que en muchos aspectos se puede decir que
personificó el movimiento de la Ilustración. Son famosas entre otras obras sus
Cartas filosóficas (o Cartas inglesas), la colección de cuentos Zadig y su
novela Candide. Aquí se cita su comedia L’Enfant prodigue (El hijo pródigo).
<<

Página 139
[6] Pierre Corneille (1604-1684), dramaturgo francés, autor de tragedias como

Medea, Horacio y tal vez la que le dio mayor renombre: El Cid. <<

Página 140
[7]
«Vemos ahí una mezcla de lo serio y lo chistoso, de lo cómico y lo
conmovedor; con frecuencia, una misma aventura produce todos estos
contrastes. Nada más corriente que una casa donde el padre reniegue; la hija,
pensando en su pasión, llore; el hijo se burle de los dos, y algunos parientes
tomen parte de distinto modo en la escena, etc. No deducimos de aquí que
toda comedia deba tener escenas bufonescas y escenas tiernas: hay muchas
buenas obras donde sólo reina la alegría, otras totalmente serias, otras con
mezcla, y otras donde el enternecimiento puede llegar hasta las lágrimas. No
hay por qué excluir ningún género; y si me preguntan qué género es el mejor,
responderé que el mejor tratado». (En francés en el original). <<

Página 141
[8] Scipione Maffei (1675-1755), escritor italiano, autor de obras de historia

literaria y arqueológica; su tragedia Merope fue elogiada por Voltaire. <<

Página 142
[9] «Todos estos rasgos son ingenuos: todo es adecuado a los que usted
introduce en la escena y a las costumbres que usted les atribuye. A mí me
parece que todas esas familiaridades hubieran sido bien recibidas en Atenas;
pero París y nuestro público quieren otra clase de sencillez». (En francés en el
original). <<

Página 143
[10] «Bagatelas laboriosas». (En latín en el original). Expresión que se aplica a

personas que se afanan en cosas sin importancia. <<

Página 144
[11] Versos de la escena 1.a, acto I, de Bérénice, obra del dramaturgo francés

Jean Racine (1639-1699), muy admirada por Voltaire. Narra la tragedia de


Bérénice, reina de Palestina, amada por el emperador romano Tito, que se ve
obligado a renunciar a su amor por razones de estado. Estos dos versos
alejandrinos con hemistiquio constituyen un ejemplo típico de pura corrección
formal vacía de contenido poético. Por supuesto, Walpole, al aislar los dos
versos del resto de la tragedia, exagera su comentario crítico, pues Bérénice
es, sin duda, una de las obras más logradas de Racine. <<

Página 145
[12] Del griego «ichnos», trazado de una planta; término arquitectónico que

significa: dibujo de la planta de un edificio. <<

Página 146
[13] Ciudad de la Italia meridional junto al estrecho del mismo nombre (que

conecta el Mar Adriático con el Jónico), frente a las costas de Albania. Tiene
una catedral del siglo XI con portada del Renacimiento y restos de un castillo
construido por Alfonso V de Aragón. Fue puerto de gran importancia hasta
que los turcos la destruyeron en 1480. <<

Página 147
[14] Ciudad del norte de Italia, capital de la provincia del mismo nombre,

situada en la fértil llanura del Véneto, que en la primera parte del siglo XII
formó una pequeña república. <<

Página 148
[15] Acogerse a sagrado: Buscar asilo o protección en una iglesia o lugar

sagrado alguien que está amenazado de peligro, generalmente un delincuente


perseguido por la justicia. <<

Página 149
[16] Libro de Job, 1, 21. <<

Página 150
[17] Bianca está asustada, como dice Walpole en el prólogo, se expresa con la

incorrección propia de una criada. Está claro que quiere decir que ha visto la
mano del mismo ser cuyo pie había visto Diego en la galería. <<

Página 151
[18] Carta de Walpole al rey. William Cole, 9 marzo 1765. <<

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