Cuentos de La Selva
Cuentos de La Selva
Cuentos de La Selva
Horacio Quiroga
Publicado: 1918
Fuente: Feedbooks
Acerca Quiroga:
Cuentos de amor,
de locura y de muerte (1917)
Pasado de
amor (1929)
Anaconda
(1921)
Antología
(1907)
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II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar
a beber,
para estar seguro de que no hay yacarés.
III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y
oler el
viento, para sentir el olor del tigre.
IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes
los
yuyos, para ver si hay víboras.
E n el río Yabebirí,
que está en Misiones, hay muchas rayas, porque
«Yabebirí» quiere
decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas,
que a veces es
peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre
a quien
lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando
media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y
cayéndose de
dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede
sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos
hombres
van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al
río, matando
millones de peces. Todos los peces que están cerca
mueren, aunque sean
grandes como una casa. Y mueren también todos
los chiquitos, que no
sirven para nada.
Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que
tiraran
bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos.
Él no se oponía
a que pescaran en el río para comer; pero no quería
que mataran inútilmente
a millones de pececitos. Los hombres que
tiraban bombas se enojaron al
principio, pero como el hombre tenía
un carácter serio, aunque era muy
bueno, los otros se fueron a
cazar a otra parte, y todos los peces quedaron
muy contentos. Tan
contentos y agradecidos estaban a su amigo que había
salvado a los
pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y
cuando
él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose
por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía
nada, y
vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta
el
Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
— ¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes,
herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le
preguntaron
al zorro:
— ¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
— ¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un
tigre! ¡El
tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la
isla! ¡Denle paso,
porque es un hombre bueno!
— ¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron
las
rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar!
— ¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es
el
tigre!.
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas
y
apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía
por la cara y
el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del
pantalón, la sangre caía a
la arena. Avanzó tambaleando hacia la
orilla, porque estaba muy herido, y
entró en el río. Pero apenas
puso un pie en el agua, las rayas que estaban
amontonadas se
apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al
pecho hasta
la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó
desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que
había
perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a
su
amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un
brinco en el
agua.
— ¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una
flecha a la
orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo
venía
persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal
estaba también
muy herido, y la sangre le corría por todo el
cuerpo. Vio al hombre caído
como muerto en la isla, y lanzando un
rugido de rabia, se echó al agua, para
acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo
hubieran
clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio
un salto atrás: eran
las rayas, que defendían el paso del río, y le
habían clavado con toda su
fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al
ver toda el
agua de la orilla turbia como si removieran el barro
del fondo, comprendió
que eran las rayas que no lo querían dejar
pasar. Y entonces gritó
enfurecido:
— ¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan
del
camino!
— ¡No salimos! —respondieron las rayas.
— ¡Salgan!
— ¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para
matarlo!
— ¡Él me ha herido a mí!
— ¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el
monte!
¡Aquí está bajo nuestra protección!… ¡No se pasa!
— ¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
— ¡NI NUNCA! —respondieron las rayas. (Ellas dijeron "ni nunca"
porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.)
—¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar
impulso y
dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y
pensaba que
si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más
rayas en el medio
del río, y podría así comer al hombre
moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio
del río,
pasándose la voz:
— ¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la
canal!
¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a
defender
el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía
en medio del
agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer
momento no sintió ninguna
picadura, y creyó que las rayas habían
quedado todas en la orilla,
engañadas…
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos,
como
puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las
rayas, que le
acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan
atroz, que
lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la
orilla. Y se echó en
la arena de costado, porque no podía más de
sufrimiento; y la barriga subía
y bajaba como si estuviera
cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de
las
rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban
tranquilas
porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros
tigres, y otros muchos
más… Y ellas no podrían defender más el
paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se
puso loca
de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena.
Ella vio también el
agua turbia por el movimiento de las rayas, y
se acercó al río. Y tocando
casi el agua con la boca, gritó:
— ¡Rayas! ¡Quiero paso!
— ¡No hay paso! —respondieron las rayas.
— ¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió
la tigra.
— ¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron
ellas.
— ¡Por última vez, paso!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el
agua, y una
raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el
aguijón entre los
dedos. Al rugido de dolor del animal, las rayas
respondieron, sonriéndose:
— ¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido
una idea,
y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí,
costeando el río aguas
arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de
su
enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra
parte, donde
las rayas no sabían que había que defender el paso. Y
una inmensa ansiedad
se apoderó entonces de las rayas.
— ¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos
que
mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el
río.
— ¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero…
¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que
defender
el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo
de
pronto:
— ¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos
nuestros!
¡Ellos nadan más ligero que nadie!
— ¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o
diez filas
de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban
a toda velocidad
aguas arriba, y que iban dejando surcos en el
agua, como los torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de
cerrar el paso
a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya
por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la
tigra hizo pie,
las rayas se abalanzaron contra sus patas,
deshaciéndoselas a aguijonazos.
El animal, enfurecido y loco de
dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar
nubes de agua a
manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose
contra sus
patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta,
nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro
patas
monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía ir a
comer al
hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el
tigre y
la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el
monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y
tuvieron una
larga conferencia. Al fin dijeron:
— ¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y
van a
venir todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían
tanta
experiencia.
— ¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más
viejas
—. Si son muchos acabarán por pasar… Vamos a consultar a
nuestro
amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún
de
hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha
sangre,
pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las
rayas le
contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el
paso a los tigres
que lo querían comer. El hombre herido se
enterneció mucho con la amistad
de las rayas que le habían salvado
la vida y dio la mano con verdadero
cariño a las rayas que estaban
más cerca de él. Y dijo entonces:
— ¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar,
pasarán…
— ¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro
amigo y
no van a pasar!
— ¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió,
hablando en
voz baja—: El único modo sería mandar a alguien a casa
a buscar el
winchester con muchas balas… pero yo no tengo ningún
amigo en el río,
fuera de los peces… y ninguno de ustedes sabe
andar por la tierra.
— ¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
— A ver, a ver… —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por
la
frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo… un
carpinchito que se
crió en casa y que jugaba con mis hijos… Un día
volvió otra vez al monte y
creo que vivía aquí, en el Yabebirí…
pero no sé dónde estará…
Las rayas dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos!
¡Nosotras
lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla!
¡Él nos habló una
vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en
seguida! Y dicho y hecho: un
dorado muy grande voló río abajo a
buscar al carpinchito; mientras el
hombre disolvía una gota de
sangre seca en la palma de la mano, para hacer
tinta, y con una
espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja
seca, que
era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito
el
winchester y una caja entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con
un sordo
rugido; eran todos los tigres que se acercaban a entablar
la lucha. Las rayas
llevaban la carta con la cabeza afuera del agua
para que no se mojara, y se
la dieron al carpinchito, el cual salió
corriendo por entre el pajonal a
llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se
acercaban
velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados
que estaban
esperando órdenes, y les gritaron:
— ¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de
alarma!
¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se
encuentren todas
alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río
abajo, haciendo
rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de
concentrarse
en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas
partes, de entre las
piedras, de entre el barro, de la boca de los
arroyitos, de todo el Yabebirí
entero, las rayas acudían a defender
el paso contra los tigres. Y por delante
de la isla, los dorados
cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua
misma
de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran
allí.
Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se
lanzaron a la orilla,
dispuestas a defender a todo trance el
paso.
— ¡Paso a los tigres!
— ¡No hay paso! —respondieron las rayas.
— ¡Paso, de nuevo!
— ¡No se pasa!
— ¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no
dan paso!
— ¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni
los
hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres
del mundo van a
pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por
última vez:
— ¡Paso pedimos!
— ¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se
lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas.
Las
rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida
los tigres
lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a
zarpazos manoteando
como locos en el agua. Y las rayas volaban por
el aire con el vientre abierto
por las uñas de los tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a
centenares…
pero los tigres recibían también terribles heridas, y
se retiraban a tenderse y
rugir en la playa, horriblemente
hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas
por las patas de los
tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso.
Algunas
volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de
nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora,
todos los
tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y
rugiendo de dolor;
ni uno solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas,
muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
— No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados
vayan a
buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas
que haya en el
Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban
tan ligeros
que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
— ¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las
rayas.
Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar
a su
amigo.
— ¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo!
¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres
pasen!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras
haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río,
defenderemos al
hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
— ¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero
yo les
aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener
farra para largo
rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!
— ¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero
no
pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En
efecto: los
tigres, que ya habían descansado se pusieron
bruscamente en pie, y
agachándose como quien va saltar,
rugieron:
— ¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
— ¡Ni NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla.
Pero los
tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la
terrible lucha. Todo el
Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba
rojo de sangre, y la sangre hacía
espuma en la arena de la playa.
Las rayas volaban deshechas por el aire y
los tigres rugían de
dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En
balde el
ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y
río abajo, llamando
a las rayas: las rayas se habían concluido;
todas estaban luchando frente a la
isla y la mitad había muerto ya.
Y las que quedaban estaban todas heridas y
sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más,
y que
los tigres pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir
antes que entregar
a su amigo, se lanzaron por última vez contra
los tigres. Pero ya todo era
inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia
la costa de la isla. Las rayas,
desesperadas, gritaron:
— ¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a
nado, y en
un instante todos los tigres estuvieron en medio del
río, y no se veía más
que sus cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito
colorado
y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el
carpinchito, que
llegaba a la isla llevando el winchester y las
balas en la cabeza para que no
se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo
para
entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo
empujara con
la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no
podía; y ya en esta
posición cargó el winchester con la rapidez del
rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas,
aplastadas,
ensangrentadas, veían con desesperación que habían
perdido la batalla y
que los tigres iban a devorar a su pobre amigo
herido, en ese momento
oyeron un estampido, y vieron que el tigre
que iba delante y pisaba ya la
arena, daba un gran salto y caía
muerto, con la frente agujereada de un tiro.
— ¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento. ¡El
hombre
tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero
el
hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo
tigre muerto.
Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido,
las rayas respondían con
grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los
tigres fueron
muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos.
Uno tras otro se
fueron al fondo del río, y allí las palometas los
comieron. Algunos boyaron
después, y entonces los dorados los
acompañaron hasta el Paraná,
comiéndolos, y haciendo saltar el agua
de contento.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a
ser tan
numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan
agradecido a las
rayas que le habían salvado la vida, que se fue a
vivir a la isla. Y allí, en las
noches de verano le gustaba tender
se en la playa y fumar a la luz de la
luna, mientras las rayas,
hablando despacito, se lo mostraban a los peces,
que no le
conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre,
habían tenido una vez contra los tigres.
El loro pelado
E n un río muy
grande, en un país desierto donde nunca había estado el
hombre,
vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.
Comían peces,
bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo peces.
Dormían
la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua
cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde,
mientras
dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y
levantó la cabeza porque
creía haber sentido ruido. Prestó oídos, y
lejos, muy lejos, oyó
efectivamente un ruido sordo y profundo.
Entonces llamó al yacaré que
dormía a su lado.
—¡Despiértate! —le dijo—. Hay peligro.
—¿Qué cosa? —respondió el otro, alarmado.
—No sé —contestó el yacaré que se había despertado primero—.
Siento
un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento
despertaron a
los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado
para otro con la cola
levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía,
crecía. Pronto
vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y
oyeron un ruido de chas-
chas en el río como si golpearan el agua
muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un
viejo
yacaré a quién no quedaban sino dos dientes sanos en los
costados de la
boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el
mar, dijo de repente:
—¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua
blanca
por la nariz! El agua cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como
locos de
miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
—¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía
más cerca.
—¡No tengan miedo! —les gritó— ¡Yo sé lo que es la ballena!
¡Ella tiene
miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en
seguida
volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de
repente en humo
negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el
chas-chas-chas en el agua. Los
yacarés, espantados, se hundieron en
el río, dejando solamente fuera los
ojos y la punta de la nariz. Y
así vieron pasar delante de ellos aquella cosa
inmensa, llena de
humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas
que navegaba
por primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces
fueron
saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque
los había
engañado, diciéndoles que eso era una ballena.
—¡Eso no es una ballena! —le gritaron en las orejas, porqué era
un poco
sordo—. ¿Qué es eso que pasó?
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de
fuego, y
que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía
pasando. Pero los
yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el
viejo se había vuelto loco
¿Por qué se iban a morir ellos si el
vapor seguía pasando? ¡Estaba bien loco
el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre, se pusieron a buscar peces.
Pero no había ni un pez. No encontraron un solo pez. Todos se
habían
ido, asustados por el ruido del vapor. No había más
peces.
—¿No les decía yo? —dijo entonces el viejo yacaré— Ya no tenemos
nada que comer. Todos los peces se han ido. Esperemos hasta mañana.
Puede ser que el vapor no vuelva más, y los peces volverán cuando
no
tengan más miedo.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y
vieron
pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando
tanto humo que
oscurecía el cielo.
—Bueno —dijeron entonces los yacarés—; el buque pasó ayer, pasó
hoy,
y pasará mañana. Ya no habrá más peces ni bichos que vengan a
tomar
agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un
dique.
—¡Si, un dique! ¡Un dique gritaron todos, nadando a toda fuerza
hacia la
orilla—. ¡Hagamos un dique!
En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque
y
echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y
quebrachos,
porqué tienen la madera muy dura… Los cortaron con la
especie de
serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los
empujaron hasta el
agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a
un metro uno del otro.
Ningún buque podía pasar por allí, ni grande
ni chico. Estaban seguros de
que nadie vendría a espantar los
peces. Y como estaban muy cansados, se
acostaron a dormir en la
playa.
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del
vapor.
Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos
siquiera. ¿qué les
importaba el buque? Podía hacer todo el ruido
que quisiera, por allí no iba a
pasar.
En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo.
Los
hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa
atravesada en
el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que
les impedía pasar.
Entonces los yacarés se levantaron y fueron al
dique, y miraron por entre
los palos, riéndose del chasco que se
había llevado el vapor.
El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado
los
yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al
dique, y los
hombres del bote gritaron:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés, sacando la cabeza por
entre los
troncos del dique.
—¡Nos está estorbando eso! —continuaron los hombres.
—¡Ya lo sabemos!
—¡No podemos pasar!
—¡Es lo que queremos!
—¡Saquen el dique!
—¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y
gritaron
después:
—¡Yacarés!
—¿Qué hay? —contestaron ellos.
—¿No lo sacan?
—¡No!
—¡Hasta mañana, entonces!
—¡Hasta cuando quieran!
Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de
contentos, daban
tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a
pasar por allí y siempre,
siempre, habría peces.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés
miraron el
buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo
buque. Era otro,
un buque de color ratón, mucho más grande que el
otro. ¿Qué nuevo vapor
era ése? ¿Ése también quería pasar? No iba a
pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni
ningún otro!
—¡No, no va a pasar! —gritaron los yacarés, lanzándose al dique,
cada
cual a su puesto entre los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el
otro
bajó un bote que se acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron éstos.
—¿No sacan el dique?
—No.
—¿No?
—¡No!
—Está bien —dijo el oficial—. Entonces lo vamos a echar a pique
a
cañonazos.
—¡Echen! —contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un
acorazado con terribles cañones. El viejo yacaré sabio que había
ido una
vez hasta el mar se acordó de repente, y apenas tuvo tiempo
de gritar a los
otros yacarés:
—¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra!
¡Cuidado!
¡Escóndanse!
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron
hacia la
orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos
únicamente fuera
del agua. En ese mismo momento, del buque salió
una gran nube blanca de
humo, sonó un terrible estampido y una
enorme bala de cañón cayó en
pleno dique, justo en el medio. Dos o
tres troncos volaron hechos pedazos,
y en seguida cayó otra bala, y
otra y otra más, y cada una hacía saltar por el
aire en astillas un
pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni
un tronco,
ni una astilla, ni una cáscara.
Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los
yacarés,
hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente
afuera, vieron pasar
el buque de guerra, silbando a toda
fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
—Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con
troncos
inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y
estaban
durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de
guerra llegó otra
vez, y .el bote se acercó al dique.
—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
—¡Saquen ese otro dique!
—¡No lo sacamos!
—¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!…
—¡Deshagan… si pueden!
Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su
nuevo dique
no podría ser deshecho ni por todos los cañones del
mundo.
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con
un
horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque
esta vez
habían tirado con granada. La granada reventó contra los
troncos, hizo
saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes
vigas. La segunda reventó al
lado de la primera y otro pedazo de
dique voló por el aire. Y así fueron
deshaciendo el dique. Y no
quedó nada del dique; nada, nada. El buque de
guerra pasó entonces
delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas
tapándose
la boca.
—Bueno —dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua—. Vamos
a
morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los peces no
volverán.
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de
hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
—Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al
Surubí.
Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un
torpedo. El vio un
combate entre dos buques de guerra, y trajo
hasta aquí un torpedo que no
reventó. Vamos a pedírselo, y aunque
está muy enojado con nosotros los
yacarés, tiene buen corazón y no
querrá que muramos todos.
El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían
comido a
un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más
relaciones con los
yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a
ver al Surubí, que vivía en
una gruta grandísima en la orilla del
río Paraná, y que dormía siempre al
lado de su torpedo. Hay
Surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el
dueño del
torpedo era uno de ésos.
—¡Eh, Surubí! —gritaron todos los yacarés desde la entrada de la
gruta,
sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
—¿Quién me llama? —contestó el Surubí.
—¡Somos nosotros, los yacarés!
—No tengo ni quiero tener relación con ustedes —respondió el
Surubí,
de mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y
dijo:
—¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el
viaje
hasta el mar!
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
—¡Ah, no te había conocido! —le dijo cariñosamente a su viejo
amigo
—. ¿Qué quieres?
—Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa
por
nuestro río y espanta a los peces. Es un buque de guerra, un
acorazado.
Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro, y lo
echó también a
pique. Los peces se han ido, y nos moriremos de
hambre. Danos el torpedo,
y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
—Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre
de lo
que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer
reventar el
torpedo?
Ninguno sabía, y todos callaron.
—Está bien —dijo el Surubí, con orgullo—, yo lo haré reventar.
Yo sé
hacer eso.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos
con
otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste
al cuello de
aquél, formando así una larga cadena de yacarés que
tenía más de una
cuadra. El inmenso Surubí empujó el torpedo hacia
la corriente y se colocó
bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para
que flotara. Y como las lianas con
que estaban atados los yacarés
uno detrás del otro se habían concluido, el
Suburí se prendió con
los dientes de la cola del último yacaré, y así
emprendieron la
marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y los yacarés
tiraban,
corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las
piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba
olas
como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana
siguiente,
bien temprano, . llegaban al lugar donde habían
construido su último dique,
y comenzaron en seguida otro, pero
mucho más fuerte que los anteriores,
porque por consejo del Surubí
colocaron los troncos bien juntos, uno al lado
del otro. Era un
dique realmente formidable.
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco
del
dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote
con el oficial y
ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los
yacarés se treparon
entonces por los troncos y asomaron la cabeza
del otro lado.
—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
—¿Otra vez el dique?
—¡Sí, otra vez!
—¡Saquen ese dique!
—¡Nunca!
—¿No lo sacan?
—¡No!
—Bueno; entonces, oigan —dijo el oficial—. Vamos a deshacer este
dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer
después a
ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo, ni
grandes, ni
chicos, ni gordos, ni flacos, ni jóvenes, ni viejos,
como ese viejísimo yacaré
que veo allí, y que no tiene sino dos
dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y
se burlaba, le
dijo:
—Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos.
¿Pero
usted sabe qué van a comer mañana estos dientes? —añadió,
abriendo su
inmensa boca.
—¿Qué van a comer, a ver? —respondieron los marineros.
—A ese oficialito —dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su
tronco.
Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio
del dique,
ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado
y lo hundieran en
el agua hasta que él les avisara. Así lo
hicieron. En seguida, los demás
yacarés se hundieron a su vez cerca
de la orilla, dejando únicamente la nariz
y los ojos fuera del
agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer
cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del
dique,
hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero
en el dique,
gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando
el torpedo:
—¡Suelten el torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí
colocó el
torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando
con un solo ojo, y
poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo,
lo lanzó contra el
buque.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo
cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo
saltar en
astillas otro pedazo del dique.
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombres que estaban
en él lo
vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua
un torpedo. Dieron
todos un gran grito de miedo y quisieron mover
el acorazado para que el
torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque
bien en el
centro, y reventó.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el
torpedo.
Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó
por el aire, a
cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas,
cañones, lanchas,
todo.
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al
dique.
Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la
granada a los hombres
muertos, heridos y algunos vivos que la
corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos
lados
del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se
burlaban tapándose la
boca con las patas.
No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían.
Sólo
cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que
estaba vivo, el
viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac!
en dos golpes de boca se lo
comió.
—¿Quién es ése? —preguntó un yacarecito ignorante.
—Es el oficial —le respondió el Surubí—. Mi viejo amigo le había
prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya,
puesto
que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que
se había
enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió
que se los
regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al
viejo yacaré, pues
habían quedado enredados allí. El Surubí se puso
el cinturón, abrochándolo
bajo las aletas y del extremo de sus
grandes bigotes prendió los cordones de
la espada. Como la piel del
Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras
que tiene se parecen a
las de una víbora, el Surubí nadó una hora pasando y
repasando ante
los yacarés que lo admiraban con la boca abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta y le dieron las
gracias
infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los
peces volvieron
también, los yacarés vivieron y viven todavía muy
felices, porque se han
acostumbrado al fin a ver pasar vapores y
buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.
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