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Cuentos de La Selva

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Cuentos de la selva

Horacio Quiroga

Publicado: 1918

Categoría(s): Ficción, Cuentos y Novelas cortas

Fuente: Feedbooks
Acerca Quiroga:

Horacio Quiroga was an Uruguayan playwright, poet and short


story
writer. He wrote stories which, in their jungle settings, use
the supernatural
and the bizarre to show the struggle of man and
animal to survive. He also
excelled in portraying mental illness
and hallucinatory states. His influence
can be seen in the Latin
American magic realism of Gabriel García
Márquez and the postmodern
surrealism of Julio Cortázar.

También disponible en Feedbooks


Quiroga:

Cuentos de amor,
de locura y de muerte (1917)
Pasado de
amor (1929)
Anaconda
(1921)
Antología
(1907)

Copyright: This work is


available for countries where copyright is Life+70
and in the USA.

Nota: Este libro le es ofrecido


por Feedbooks

http://www.feedbooks.com

Estricamente para uso personal. En ningún caso puede ser utilizado


con
fines comerciales.
La gama ciega

H abía una vez un


venado —una gama— que tuvo dos hijos mellizos,
cosa rara entre los
venados. Un gato montés se comió a uno de ellos,
y quedó sólo la
hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían
siempre
cosquillas en los costados.
Su madre le hacia repetir todas la mañanas, al rayar el día, la
oración de
los venados. Y dice así:

I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas,


porque
algunas son venenosas.

II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar
a beber,
para estar seguro de que no hay yacarés.

III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y
oler el
viento, para sentir el olor del tigre.

IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes
los
yuyos, para ver si hay víboras.

Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita


lo hubo
aprendido bien, su madre la dejó andar sola.
Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte
comiendo
las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco
de un árbol que
estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban.
Tenían un color oscuro,
como el de las pizarras.
¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era
muy
traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían
gotas. Habían
salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy
fina, que
caminaban apuradas por encima.
La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito,
entonces,
muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua,
y se relamió con
gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel
riquísima porque las bolas de
color pizarra eran una colmena de
abejitas que no picaban porque no tenían
aguijón. Hay abejas
así.
En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de
contenta fue a
contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió
seriamente. —Ten mucho
cuidado, mi hija —le dijo—, con los nidos de
abejas. La miel es una cosa
muy rica, pero es muy peligroso ir a
sacarla. Nunca te metas con los nidos
que veas.
La gamita gritó contenta: —¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y
las uras
sí pican; las abejas, no.
—Estás equivocada, mi hija —continuó la madre—. Hoy has tenido
suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija,
porque me vas a dar un gran disgusto.
—¡Sí, mamá! ¡Sí, mamá! —respondió la gamita. Pero lo primero que
hizo a la mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían
abierto los
hombres en el monte, para ver con más facilidad los
nidos de abejas.
Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas
oscuras, con una
fajita amarilla en la cintura, que caminaban por
encima del nido. El nido
también era distinto; pero la gamita pensó
que, puesto que estas abejas eran
más grandes, la miel debía ser
más rica.
Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas, creyó
que su
mamá exageraba, como exageraban siempre las madres de las
gamitas.
Entonces le dio un gran cabezazo al nido.
¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de
avispas,
miles de avispas que le picaron en todo el cuerpo, le
llenaron todo el cuerpo
de picaduras, en la cabeza, en la barriga,
en la cola; y lo que es mucho peor,
en los mismos ojos. La picaron
más de diez en los ojos.
La gamita, loca de dolor corrió y corrió gritando, hasta que de
repente
tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega, ciega
del todo.
Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se
quedó
quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y sólo podía
llorar
desesperadamente.
—¡Mamá!… ¡Mamá!…
Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho, la
halló al
fin, y se desesperó también con su gamita que estaba
ciega. La llevó paso a
paso hasta su cubil con la cabeza de su hija
recostada en su pescuezo, y los
bichos del monte que encontraban en
el camino, se acercaban todos a mirar
los ojos de la infeliz
gamita.
La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella?
Ella
sabía bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte
vivía un
hombre que tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba
también
venados, pero era un hombre bueno.
La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un
hombre que
cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió a
hacerlo. Pero antes
quiso ir a pedir una carta de recomendación al
oso hormiguero, que era gran
amigo del hombre.
Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y
atravesó corriendo
el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando
llegó a la guarida de su
amigo, no podía dar un paso más de
cansancio.
Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de
una
especie pequeña, cuyos individuos tienen un color amarillo, y
por encima
del color amarillo una especie de camiseta negra sujeta
por dos cintas que
pasan por encima de los hombros. Tienen también
la cola prensil porque
viven siempre en los árboles, y se cuelgan
de la cola.
¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el oso hormiguero y
el
cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de
llegar el motivo
a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso
hormiguero.
—¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! —llamó jadeante.
—¿Quién es? —respondió el oso hormiguero.
—¡Soy yo, la gama!
—¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
—Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador.
La
gamita, mi hija, está ciega.
—¿Ah, la gamita? —le respondió el oso hormiguero—. Es una buena
persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita
nada
escrito… Muéstrele esto, y la atenderá.
Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la
gama una
cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún
los colmillos
venenosos.
—Muéstrele esto —dijo aún el comedor de hormigas—. No se precisa
más.
—¡Gracias, oso hormiguero! —respondió contenta la gama—. Usted
también es una buena persona.
Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a
amanecer.
Al pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre,
y juntas
llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy
despacito y
arrimarse a las paredes, para que los perros no las
sintieran. Ya estaban ante
la puerta del cazador.
—¡Tan!, ¡tan!, ¡tan! —golpearon.
—¿Qué hay? —respondió una voz de hombre, desde adentro. —¡Somos
las gamas!… ¡TENEMOS LA CABEZA DE VÍBORA!
La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien
que ellas
eran amigas del oso hormiguero.
—¡Ah, ah! —dijo el hombre, abriendo la puerta—. ¿Qué pasa?
—Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.
Y contó al cazador toda la historia de las abejas.
—¡Hum!… Vamos a ver qué tiene esta señorita —dijo el cazador. Y
volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta,
e hizo
sentar en ella a la gamita para poderle ver bien los ojos
sin agacharse
mucho. Le examinó así los ojos, bien de cerca con un
vidrio redondo muy
grande, mientras la mamá alumbraba con el farol
de viento colgado de su
cuello.
—Esto no es gran cosa —dijo por fin el cazador, ayudando a bajar
a la
gamita—. Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta
pomada en los
ojos todas las noches, y téngale veinte días en la
oscuridad. Después
póngale estos lentes amarillos, y se curará.
—¡Muchas gracias, cazador! —respondió la madre, muy contenta y
agradecida—. ¿Cuánto le debo?
—No es nada —respondió sonriendo el cazador—. Pero tenga mucho
cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente
un
hombre que tiene perros para seguir el rastro de los
venados.
Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a
cada
momento. Y con todo, los perros las olfatearon y las corrieron
media legua
dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y
delante la gamita
iba balando.
Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero sólo la
gama
supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco
de un gran
árbol, durante veinte días interminables. Adentro no se
veía nada. Por fin
una mañana la madre apartó con la cabeza el gran
montón de ramas que
había arrimado al hueco del árbol para que no
entrara luz, y la gamita, con
sus lentes amarillos, salió corriendo
y gritando:
—¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de
alegría,
al ver curada su gamita.
Y se curó del todo. Pero aunque curada, y sana y contenta, la
gamita tenía
un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste:
ella quería a toda costa
pagarle al hombre que tan bueno había sido
con ella y no sabia cómo.
Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a
recorrer la
orilla de las lagunas y bañados buscando plumas de
garza para llevarle al
cazador. El cazador, por su parte, se
acordaba a veces de aquella gamita
ciega que él había curado.
Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto, muy
contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no
se
llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la
puerta, y vio
a la gamita que le traía un atadito, un plumerito
todo mojado de plumas de
garza.
El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía
que el
cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó
entonces
plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una semana
después volvió
con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído
la vez anterior de cariño,
no se rió esta vez porque la gamita no
comprendía la risa. Pero en cambio le
regaló un tubo de tacuara
lleno de miel, que la gamita tomó loca de
contento.
Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos.
Ella se
empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen
mucho dinero, y
se quedaba las horas charlando con el hombre. Él
ponía siempre en la mesa
un jarro enlozado lleno de miel, y
arrimaba la sillita alta para su amiga. A
veces le daba también
cigarros que las gamas comen con gran gusto, y no
les hacen mal.
Pasaban así el tiempo, mirando la llama, porque el hombre
tenía una
estufa de leña mientras afuera el viento y la lluvia sacudían el
alero de paja del rancho.
Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de
tormenta. Y
cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador
colocaba en la mesa el
jarrito con miel y la servilleta, mientras
él tomaba café y leía, esperando en
la puerta el ¡tan-tan! bien
conocido de su amiga la gamita.
La abeja haragana

H abía una vez en


una colmena una abeja que no quería trabajar, es
decir, recorría
los árboles uno por uno para tomar el jugo de las
flores; pero en
vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del
todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol
calentaba
el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena,
veía que hacía buen
tiempo, se peinaba con las patas, como hacen
las moscas, y echaba entonces
a volar, muy contenta del lindo día.
Zumbaba muerta de gusto de flor en
flor, entraba en la colmena,
volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día
mientras las otras
abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de
miel, porque
la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el
proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay
siempre
unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no
entren bichos
en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas,
con gran experiencia de
la vida y tienen el lomo pelado porque han
perdido todos los pelos al rozar
contra la puerta de la
colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a
entrar,
diciéndole:
—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas
debemos trabajar.
La abejita contestó:
—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron—, sino de
que
trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde
siguiente
las abejas que estaban de guardia le dijeron:
—Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
—¡Uno de estos días lo voy a hacer!
—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le
respondieron—,
sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron
pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le
dijeran
nada, la abejita exclamó:
—¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le
respondieron
—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril.
Pues bien: trata de que
mañana veinte, hayas traído una gota
siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con
la
diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y
comenzó a soplar
un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando
en lo
calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar,
las abejas que
estaban de guardia se lo impidieron.
—¡No se entra! —le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le
contestaron
las otras—. No hay entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana para las que no trabajan— respondieron las
abejas,
que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la
noche caía y
se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al
suelo. Tenía el cuerpo
entumecido por el aire frío, y no podía
volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los
palitos y
piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de
la colmena, a
tiempo que comenzaban a caer frías gotas de
lluvia.
—¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a
morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le respondieron.
—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde aún.
—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el
descanso
ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando,
la abeja
se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un
agujero; cayó
rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al
fondo, y se
halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de
lomo color ladrillo,
que la miraba enroscada y presta a lanzarse
sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían
trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de
guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la
abejita, al
encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los
ojos:
—¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la
devoró sino
que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy
trabajadora para estar
aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la
culpa.
—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo
a
un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es
justo!
No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo.
Los hombres
saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees
que
los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos,
grandísima
tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la
abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír,
exclamando:
—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta
exclamó:
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó la abeja.
—Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos
pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te
como.
—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de pasar la
noche
aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido
una cosa
que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que
hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo
tiempo de
nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de
eucalipto, de un
eucalipto que estaba al lado de la colmena y que
le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les
llaman
trompitos de eucalipto.
—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien,
atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un
piolín la
desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el
trompito quedó
bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha
hecho
ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito,
que se había
quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos
de naranjo, cayó
por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que
nadie
hace.
—¿Qué es eso?
—Desaparecer.
—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa—.
¿Desaparecer sin salir de aquí?
—Sin salir de aquí.
—¿Y sin esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en la tierra.
—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo
la
culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había
tenido tiempo
de examinar la caverna y había visto una plantita que
crecía allí. Era un
arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas
del tamaño de una moneda de
dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no
tocarla, y dijo
así:
—Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de
darse
vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por
todas partes,
¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno… , dos…
, tres",
y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa:
allí no había nadie.
Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió
los rincones, la plantita, tanteó
todo con la lengua. Inútil: la
abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era
muy
buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria.
¿Qué se había
hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde
estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del medio
de la
cueva.
—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu
juramento?
—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre
una
hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en
cuestión era
una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires,
y que tiene la
particularidad de que sus hojas se cierran al menor
contacto. Solamente que
esta aventura pasaba en Misiones, donde la
vegetación es muy rica, y por lo
tanto muy grandes las hojas de las
sensitivas. De aquí que al contacto de la
abeja, las hojas se
cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse
cuenta de
este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se
aprovechaba de él
para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota,
tanto
que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la
promesa que
había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas
contra
la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había
desencadenado,
y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más
completa.
De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de
lanzarse sobre la abeja,
y ésta creía entonces llegado el término
de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan
fría, tan
larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior,
durmiendo noche tras noche
en la colmena, bien calentita, y lloraba
entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había
compuesto,
la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la
puerta de la colmena
hecha por el esfuerzo de la familia. Las
abejas de guardia la dejaron pasar
sin decirle nada, porque
comprendieron que la que volvía no era la
paseandera haragana, sino
una abeja que había hecho en sólo una noche un
duro aprendizaje de
la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto
polen ni
fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó
también el término de
sus días, tuvo aún tiempo de dar una última
lección antes de morir a las
jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace
tan
fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para
salvar mi vida.
No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera
trabajado como todas. Me
he cansado tanto volando de aquí para
allá, como trabajando. Lo que me
faltaba era la noción del deber,
que adquirí aquella noche. Trabajen,
compañeras, pensando que el
fin a que tienden nuestros esfuerzos —la
felicidad de todos— es muy
superior a la fatiga de cada uno. A esto los
hombres llaman ideal,
y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un
hombre y de
una abeja.
Historia de dos cachorros de coatí y de
dos cachorros de
hombre

H abía una vez un


coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte
comiendo frutas,
raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba
de los árboles
y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían
corriendo con la cola levantada.
Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los
reunió
un día arriba de un naranjo y les habló así:
—Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la
comida solos.
Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán
siempre solos, como
todos los coatís. El mayor de ustedes, que es
muy amigo de cazar
cascarudos, puede encontrarlos entre los palos
podridos, porque allí hay
muchos cascarudos y cucarachas. El
segundo, que es gran comedor de
frutas, puede encontrarlas en este
naranjal; hasta diciembre habrá naranjas.
El tercero, que no quiere
comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas
partes, porque en
todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca
a buscar
nidos al campo, porque es peligroso.
Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo.
Son los
perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo;
por eso tengo un
diente roto. Detrás de los perros vienen siempre
los hombres con un gran
ruido, que mata. Cuando oigan cerca este
ruido, tírense de cabeza al suelo,
por alto que sea el árbol. Si no
lo hacen así, los matarán con seguridad de
un tiro.
Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron,
caminando
de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si
hubieran perdido
algo, porque así caminan los coatís.
El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos
podridos y
las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió
hasta quedarse
dormido. El segundo, que prefería las frutas a
cualquier cosa, comió cuantas
naranjas quiso, porque aquel naranjal
estaba dentro del monte, como pasa
en el Paraguay y Misiones, y
ningún hombre vino a incomodarlo. El
tercero, que era loco por los
huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día
para encontrar
únicamente dos nidos; uno de tucán, que tenía tres huevos, y
uno de
tórtolas, que tenía solo dos. Total, cinco huevos chiquitos, que
era
muy poca comida; de modo que al caer la tarde el coaticito
tenía tanta
hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la
orilla del monte. Desde
allí veía el campo, y pensó en la
recomendación de su madre.
—¿Por qué no querrá mamá —se dijo— que vaya a buscar nidos en el
campo?
Estaba pensando así cuando oyó, muy lejos, el canto de un
pájaro.
—¡Qué canto tan fuerte! —dijo admirado—. ¡qué huevos tan grandes
debe tener ese pájaro!
El canto se repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por
entre el
monte, cortando camino, porque el canto había sonado muy a
su derecha. El
sol caía ya, pero el coatí volaba con la cola
levantada. Llegó a la orilla del
monte, por fin, y miró al campo.
Lejos vio la casa de los hombres, y vio a
un hombre con botas que
llevaba un caballo de la soga. Vio también un
pájaro muy grande que
cantaba y entonces el coaticito se golpeó la frente y
dijo:
—¡Qué zonzo soy! Ahora ya sé qué pájaro es ése. Es un gallo;
mamá me
lo mostró un día de arriba de un árbol. Los gallos tienen
un canto lindísimo,
y tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si
yo pudiera comer huevos de
gallina!…
Es sabido que nada gusta tanto a los bichos chicos de monte como
los
huevos de gallina. Durante un rato el coaticito se acordó de la
recomendación de su madre. Pero el deseo pudo más, y se sentó a la
orilla
del monte, esperando que cerrara bien la noche para ir al
gallinero.
La noche cerró por fin, y entonces, en puntas de pie y paso a
paso, se
encaminó a la casa. Llegó allá y escuchó atentamente: no
se sentía el menor
ruido. El coaticito, loco de alegría porque iba
a comer cien, mil, dos mil
huevos de gallina, entró en el
gallinero, y lo primero que vio bien en la
entrada fue un huevo que
estaba solo en el suelo. Pensó un instante en
dejarlo para el
final, como postre, porque era un huevo muy grande, pero la
boca se
le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.
Apenas lo mordió, ¡TRAC!, un terrible golpe en la cara y un
inmenso
dolor en el hocico.
—¡Mamá, mamá! —gritó, loco de dolor, saltando a todos lados.
Pero
estaba sujeto, y en ese momento oyó el ronco ladrido de un
perro.
Mientras el coatí esperaba en la orilla del monte que cerrara
bien la noche
para ir al gallinero, el hombre de la casa jugaba
sobre la gramilla con sus
hijos, dos criaturas rubias de cinco y
seis años, que corrían riendo, se caían,
se levantaban riendo otra
vez, y volvían a caerse. El padre se caía también,
con gran alegría
de los chicos. Dejaron por fin de jugar porque ya era de
noche, y
el hombre dijo entonces:
—Voy a poner la trampa para cazar a la comadreja que viene a
matar los
pollos y robar los huevos.
Y fue y armó la trampa. Después comieron y se acostaron. Pero
las
criaturas no tenían sueño, y saltaban de la cama del uno a la
del otro y se
enredaban en el camisón. El padre, que leía en el
comedor, los dejaba hacer.
Pero los chicos de repente se detuvieron
en sus saltos y gritaron:
—¡Papá! ¡Ha caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké está
ladrando!
¡Nosotros también queremos ir, papá!
El padre consintió, pero no sin que las criaturas se pusieran
las sandalias,
pues nunca los dejaba andar descalzos de noche, por
temor a las víboras.
Fueron. ¿Qué vieron allí? Vieron a su padre que se agachaba,
teniendo al
perro con una mano, mientras con la otra levantaba por
la cola a un coatí,
un coaticito chico aún, que gritaba con un
chillido rapidísimo y estridente,
como un grillo.
—¡Papá, no lo mates! —dijeron las criaturas—. ¡Es muy chiquito!
¡Dánoslo para nosotros!
—Bueno, se lo voy a dar —respondió el padre—. Pero cuídenlo
bien, y
sobre todo no se olviden de que los coatís toman agua como
ustedes.
Esto lo decía porque los chicos habían tenido una vez un gatito
montés al
cual a cada rato le llevaban carne, que sacaban de la
fiambrera pero nunca
le dieron agua, y se murió.
En consecuencia, pusieron al coatí en la misma jaula del gato
montés,
que estaba cerca del gallinero, y se acostaron todos otra
vez.
Y cuando era más de medianoche y había un gran silencio, el
coaticito,
que sufría mucho por los dientes de la trampa, vio, a la
luz de la luna, tres
sombras que se acercaban con gran sigilo. El
corazón le dio un vuelco al
pobre coaticito al reconocer a su madre
y sus dos hermanos que lo estaban
buscando.
—¡Mamá, mamá! —murmuró el prisionero en voz muy baja para no
hacer ruido—. ¡Estoy aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero quedarme,
ma… má!… —Y lloraba desconsolado.
Pero a pesar de todo estaban contentos porque se habían
encontrado, y se
hacían mil caricias en el hocico.
Se trató en seguida de hacer salir al prisionero. Probaron
primero cortar
el alambre tejido, y los cuatro se pusieron a
trabajar con los dientes; mas no
conseguían nada. Entonces a la
madre se le ocurrió de repente una idea, y
dijo:
—¡Vamos a buscar las herramientas del hombre! Los hombres tienen
herramientas para cortar fierro. Se llaman limas. Tienen tres lados
como las
víboras de cascabel. Se empuja y se retira. ¡Vamos a
buscarla!
Fueron al taller del hombre y volvieron con la lima. Creyendo
que uno
solo no tendría fuerzas bastantes, sujetaron la lima entre
los tres y
empezaron el trabajo. Y se entusiasmaron tanto, que al
rato la jaula entera
temblaba con las sacudidas y hacía un terrible
ruido. Tal ruido hacía, que el
perro se despertó, lanzando un ronco
ladrido. Mas los coatís no esperaron a
que el perro les pidiera
cuenta de ese escándalo y dispararon al monte,
dejando la lima
tirada.
Al día siguiente, los chicos fueron temprano a ver a su nuevo
huésped,
que estaba muy triste.
—¿Qué nombre le pondremos? —preguntó la nena a su hermano.
—¡Ya sé! —respondió el varoncito—. ¡Le pondremos Diecisiete!
¿Por qué Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre más
raro.
Pero el varoncito estaba aprendiendo a contar, y tal vez le
había llamado la
atención aquel número.
El caso es que se llamó Diecisiete. Le dieron pan, uvas,
chocolate, carne,
langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina,
lograron que en un solo día
se dejara rascar la cabeza; y tan
grande es la sinceridad del cariño de las
criaturas, que, al llegar
la noche, el coatí estaba casi resignado con su
cautiverio. Pensaba
a cada momento en las cosas ricas que había para comer
allí, y
pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre que tan alegres y
buenos eran.
Durante dos noches seguidas, el perro durmió tan cerca de la
jaula, que la
familia del prisionero no se atrevió a acercarse, con
gran sentimiento.
Cuando a la tercera noche llegaron de nuevo a
buscar la lima para dar
libertad al coaticito, éste les dijo:
—Mamá: yo no quiero irme más de aquí. Me dan huevos y son muy
buenos conmigo. Hoy me dijeron que si me portaba bien me iban a
dejar
suelto muy pronto. Son como nosotros. Son cachorritos
también, y jugamos
juntos.
Los coatís salvajes quedaron muy tristes, pero se resignaron,
prometiendo
al coaticito venir todas las noches a visitarlo.
Efectivamente, todas las noches, lloviera o no, su madre y sus
hermanos
iban a pasar un rato con él. El coaticito les daba pan por
entre el tejido de
alambre, y los coatís salvajes se sentaban a
comer frente a la jaula.
Al cabo de quince días, el coaticito andaba suelto y él mismo se
iba de
noche a su jaula. Salvo algunos tirones de orejas que se
llevaba por andar
muy cerca del gallinero, todo marchaba bien. Él y
las criaturas se querían
mucho, y los mismos coatís salvajes, al
ver lo buenos que eran aquellos
cachorritos de hombre, habían
concluido por tomar cariño a las dos
criaturas.
Hasta que una noche muy oscura, en que hacía mucho calor y
tronaba,
los coatís salvajes llamaron al coaticito y nadie les
respondió. Se acercaron
muy inquietos y vieron entonces, en el
momento en que casi la pisaban, una
enorme víbora que estaba
enroscada en la entrada de la jaula. Los coatís
comprendieron en
seguida que el coaticito había sido mordido al entrar, y
no había
respondido a su llamado porque acaso estaba ya muerto. Pero lo
iban
a vengar bien. En un segundo, entre los tres, enloquecieron a la
serpiente de cascabel, saltando de aquí para allá, y en otro
segundo, cayeron
sobre ella, deshaciéndole la cabeza a
mordiscones.
Corrieron entonces adentro, y allí estaba en efecto el
coaticito, tendido,
hinchado, con las patas temblando y muriéndose.
En balde los coatís
salvajes lo movieron; lo lamieron en balde por
todo el cuerpo durante un
cuarto de hora. El coaticito abrió por
fin la boca y dejó de respirar, porque
estaba muerto.
Los coatís son casi refractarios, como se dice, al veneno de las
víboras.
No les hace casi nada el veneno, y hay otros animales,
como la mangosta,
que resisten muy bien el veneno de las víboras.
Con toda seguridad el
coaticito había sido mordido en una arteria o
una vena porque entonces la
sangre se envenena en seguida, y el
animal muere. Esto le había pasado al
coaticito.
Al verlo así, su madre y sus hermanos lloraron un largo rato.
Después,
como nada más tenían que hacer allí, salieron de la jaula,
se dieron vuelta
para mirar por última vez la casa donde tan feliz
había sido el coaticito, y se
fueron otra vez al monte.
Pero los tres coatís, sin embargo, iban muy preocupados, y su
preocupación era ésta: ¿qué iban a decir los chicos, cuando, al día
siguiente,
vieran muerto a su querido coaticito? Los chicos le
querían muchísimo, y
ellos, los coatís, querían también a los
cachorritos rubios. Así es que los tres
coatís tenían el mismo
pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los
chicos.
Hablaron un largo rato y al fin decidieron lo siguiente: el
segundo de los
coatís, que se parecía muchísimo al menor en cuerpo
y en modo de ser, iba
a quedarse en la jaula en vez del difunto.
Como estaban enterados de
muchos secretos de la casa, por los
cuentos del coaticito, los chicos no
desconocerían nada;
extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.
Y así pasó en efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito
reemplazó
al primero, mientras la madre y el otro hermano se
llevaban sujetos de los
dientes el cadáver del menor. Lo llevaron
despacio al monte, y la cabeza
colgaba, balanceándose, y la cola
iba arrastrando por el suelo.
Al día siguiente los chicos extrañaron, efectivamente, algunas
costumbres raras del coaticito. Pero como éste era tan bueno y
cariñoso
como el otro, las criaturas no tuvieron la menor sospecha.
Formaron la
misma familia de cachorritos de antes, y, como antes,
los coatís salvajes
venían noche a noche a visitar al coaticito
civilizado, y se sentaban a su
lado a comer pedacitos de huevos
duros que él les guardaba, mientras ellos
le contaban la vida de la
selva.
Las medias de los flamencos

C ierta vez las


víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los
sapos,
a los flamencos, y a los yacarés y a los peces. Los peces, como
no
caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del
río, los
peces estaban asomados a la arena, y aplaudían con la
cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el
pescuezo un
collar de plátanos, y fumaban cigarros paraguayos. Los
sapos se habían
pegado escamas de peces en todo el cuerpo, y
caminaban meneándose,
como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy
serios por la orilla del río,
los peces les gritaban haciéndoles
burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos
pies.
Además, cada una llevaba colgada, como un farolito, una
luciérnaga que se
balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin
excepción,
estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color
de cada víbora. Las
víboras coloradas llevaban una pollerita de tul
colorado; las verdes, una de
tul verde; las amarillas, otra de tul
amarillo; y las yararás, una pollerita de
tul gris pintada con
rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el
color de las
yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de que estaban
vestidas
con larguísimas gasas rojas, y negras, y bailaban como
serpentinas Cuando
las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en
la punta de la cola, todos
los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y
tienen ahora
como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los
flamencos estaban tristes,
porque como tienen muy poca
inteligencia, no habían sabido cómo
adornarse. Envidiaban el traje
de todos, y sobre todo el de las víboras de
coral. Cada vez que una
víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y
haciendo ondular
las gasas de serpentinas, los flamencos se morían de
envidia.
Un flamenco dijo entonces:
—Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas,
blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de
nosotros.
Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a
golpear en
un almacén del pueblo.
—¡Tan-tan! —pegaron con las patas.
—¿Quién es? —respondió el almacenero.
—Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y
negras?
—No, no hay —contestó el almacenero—. ¿Están locos? En ninguna
parte van a encontrar medias así. Los flamencos fueron entonces a
otro
almacén.
—¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
—¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en
ninguna parte. Ustedes están locos. ¿quiénes son?
—Somos los flamencos— respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
—Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron a otro almacén.
—¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó :
—¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras  ? Solamente a
pájaros
narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así.
¡Váyanse en
seguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas
partes los
echaban por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río se quiso
burlar de los
flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
—¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan.
No
van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en
Buenos
Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi
cuñada, la
lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a
dar las medias
coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la
cueva de la
lechuza. Y le dijeron:
—¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias
coloradas,
blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y
si nos ponemos esas
medias, las víboras de coral se van a enamorar
de nosotros.
—¡Con mucho gusto! —respondió la lechuza—. Esperen un segundo, y
vuelvo en seguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió
con las
medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de
coral, lindísimos
cueros. recién sacados a las víboras que la
lechuza había cazado.
—Aquí están las medias —les dijo la lechuza—. No se preocupen de
nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar
un
momento, bailen de costado, de cabeza, como ustedes quieran;
pero no
paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a
llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué
gran
peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se
pusieron los cueros de
las víboras como medias, metiendo las patas
dentro de los cueros, que eran
como tubos. Y muy contentos se
fueron volando al baile.
Cuando vieron a tos flamencos con sus hermosísimas medias, todos
les
tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos
únicamente, y como
los flamencos no dejaban un Instante de mover
las patas, las víboras no
podían ver bien de qué estaban hechas
aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a
desconfiar.
Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas,
se agachaban hasta
el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No
apartaban la
vista de las medias, y se agachaban también tratando
de tocar con la lengua
las patas de los flamencos, porque la lengua
de la víbora es como la mano
de las personas. Pero los flamencos
bailaban y bailaban sin cesar, aunque
estaban cansadísimos y ya no
podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a
las ranas
sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron
todas juntas a que los
flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía
más,
tropezó con un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. En
seguida las
víboras de coral corrieron con sus farolitos y
alumbraron bien las patas de!
flamenco. Y vieron qué eran aquellas
medias, y lanzaron un silbido que se
oyó desde la otra orilla del
Paraná.
—¡No son medias!— gritaron las víboras—. ¡ Sabemos lo que es!
¡Nos
han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y
se han
puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de
víboras de
coral
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban
descubiertos,
quisieron volar; pero estaban tan cansados que no
pudieron levantar una
sola pata. Entonces las víboras de coral se
lanzaron sobre ellos, y
enroscándose en sus patas les deshicieron a
mordiscones las medias. Les
arrancaron las medias a pedazos,
enfurecidas y les mordían también las
patas, para que murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin
que las
víboras de coral se desenroscaran de sus patas, Hasta que
al fin, viendo que
ya no quedaba un solo pedazo de medias, las
víboras los dejaron libres,
cansadas y arreglándose las gasas de
sus trajes de baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los
flamencos iban a
morir, porque la mitad, por lo menos, de las
víboras de coral que los habían
mordido eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua,
sintiendo
un grandísimo dolor y sus patas, que eran blancas,
estaban entonces
coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron
días y días, y siempre
sentían terrible ardor en las patas, y las
tenían siempre de color de sangre,
porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los
flamencos
casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el
agua, tratando de
calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra,
para ver cómo
se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en
seguida, y corren a
meterse en el agua. A veces el ardor que
sienten es tan grande, que encogen
una pata y quedan así horas
enteras, porque no pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas
blancas y
ahora las tienen coloradas. Todos los peces saben por qué
es, y se burlan de
ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en
el agua, no pierden ocasión
de vengarse, comiéndose a cuanto
pececito se acerca demasiado a burlarse
de ellos.
La tortuga gigante

H abía una vez un


hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy
contento porque era
un hombre sano y trabajador. Pero un día se
enfermó, y los médicos
le dijeron que solamente yéndose al campo podría
curarse. Él no
quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de
comer; y
se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era
director del Zoológico, le dijo un día:
— Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso
quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire
libre para
curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la
escopeta, cace bichos
del monte para traerme los cueros, y yo le
daré plata adelantada para que
sus hermanitos puedan comer
bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más
lejos que
Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía
bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y
bichos
del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía
frutos. Dormía bajo
los árboles, y cuando hacía mal tiempo
construía en cinco minutos una
ramada con hojas de palmera, y allí
pasaba sentado y fumando, muy
contento en medio del bosque que
bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo
llevaba al
hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras
venenosas, y las
llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay
mates tan grandes como
una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía
apetito.
Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía
dos días que no
cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un
tigre enorme que quería
comer una tortuga, y la ponía parada de
canto para meter dentro una pata y
sacar la carne con las uñas. Al
ver al hombre el tigre lanzó un rugido
espantoso y se lanzó de un
salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una
gran puntería, le
apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después
le sacó
el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un
cuarto.
— Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una
carne
muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y
tenía la
cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi
de dos o tres hilos
de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la
pobre
tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada
y le vendó la
cabeza con tiras de género que sacó de su camisa,
porque no tenía más que
una sola camisa, y no tenía trapos. La
había llevado arrastrando porque la
tortuga era inmensa, tan alta
como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días
sin
moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos
con la
mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se
enfermó.
Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y
la
garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces
que
estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba
solo, porque
tenía mucha fiebre.
— Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo
levantarme
más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir
aquí de hambre y
de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el
conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador
decía. Y ella
pensó entonces:
— El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre,
y
me curó. Yo le voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita,
y
después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y
le dio de
beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se
moría de sed. Se
puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos
tiernos, que le llevó al
hombre para que comiera. El hombre comía
sin darse cuenta de quién le
daba la comida, porque tenía delirio
con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces
cada vez
más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse
a los árboles para
llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la
comida, y un
día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio
que estaba solo, pues
allí no había más que él y la tortuga, que
era un animal. Y dijo otra vez en
voz alta:
— Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy
a morir
aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para
curarme. Pero
nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
— Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay
remedios, y
tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como
piolas,
acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo
sujetó bien
con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas
pruebas para
acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con
víboras, y al fin
consiguió lo que quería, sin molestar al cazador,
y emprendió entonces el
viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de
noche.
Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de
ancho, y
atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre
con el hombre
moribundo encima. Después de ocho o diez horas de
caminar, se detenía,
deshacía los nudos, y acostaba al hombre con
mucho cuidado, en un lugar
donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre
enfermo.
Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería
dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador
tenía
tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!,
¡agua!, a cada
rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de
beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más
cerca
de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba
debilitando, cada
día tenía menos fuerza, aunque ella no se
quejaba. A veces se quedaba
tendida, completamente sin fuerzas, y
el hombre recobraba a medias el
conocimiento. Y decía, en voz
alta:
— Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos
Aires me
podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el
monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba
cuenta de
nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de
nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo
más.
Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No
había comido
desde hacía una semana para llegar más pronto. No
tenía más fuerza para
nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el
horizonte, un
resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era.
Se sentía cada vez
más débil, y cerró entonces los ojos para morir
junto con el cazador,
pensando con tristeza que no había podido
salvar al hombre que había sido
bueno con ella.
Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía.
Aquella luz
que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e
iba a morir cuando
estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez—
encontró
a los dos viajeros moribundos.
— ¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan
grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
— No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.
— ¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.
— Voy… voy… Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga
en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí,
porque
nunca llegaré…
— ¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una
tortuga
más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que
ves allá, es
Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque
aún tenía
tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín
Zoológico vio
llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que
traía acostado en su
lomo y atado con enredaderas, para que no se
cayera, a un hombre que se
estaba muriendo. El director reconoció a
su amigo, y él mismo fue
corriendo a buscar remedios, con los que
el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo
había
hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara
remedios, no quiso
separarse más de ella. Y como él no podía
tenerla en su casa, que era muy
chica, el director del Zoológico se
comprometió a tenerla en el Jardín, y a
cuidarla como si fuera su
propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le
tienen, pasea
por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que
vemos todos los días
comiendo el pastito alrededor de las jaulas de
los monos.
El paso del Yabebirí

E n el río Yabebirí,
que está en Misiones, hay muchas rayas, porque
«Yabebirí» quiere
decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas,
que a veces es
peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre
a quien
lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando
media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y
cayéndose de
dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede
sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos
hombres
van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al
río, matando
millones de peces. Todos los peces que están cerca
mueren, aunque sean
grandes como una casa. Y mueren también todos
los chiquitos, que no
sirven para nada.
Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que
tiraran
bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos.
Él no se oponía
a que pescaran en el río para comer; pero no quería
que mataran inútilmente
a millones de pececitos. Los hombres que
tiraban bombas se enojaron al
principio, pero como el hombre tenía
un carácter serio, aunque era muy
bueno, los otros se fueron a
cazar a otra parte, y todos los peces quedaron
muy contentos. Tan
contentos y agradecidos estaban a su amigo que había
salvado a los
pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y
cuando
él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose
por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía
nada, y
vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta
el
Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
— ¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes,
herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le
preguntaron
al zorro:
— ¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
— ¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un
tigre! ¡El
tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la
isla! ¡Denle paso,
porque es un hombre bueno!
— ¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron
las
rayas—. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar!
— ¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es
el
tigre!.
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas
y
apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía
por la cara y
el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del
pantalón, la sangre caía a
la arena. Avanzó tambaleando hacia la
orilla, porque estaba muy herido, y
entró en el río. Pero apenas
puso un pie en el agua, las rayas que estaban
amontonadas se
apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al
pecho hasta
la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó
desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que
había
perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a
su
amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un
brinco en el
agua.
— ¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una
flecha a la
orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo
venía
persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal
estaba también
muy herido, y la sangre le corría por todo el
cuerpo. Vio al hombre caído
como muerto en la isla, y lanzando un
rugido de rabia, se echó al agua, para
acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo
hubieran
clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio
un salto atrás: eran
las rayas, que defendían el paso del río, y le
habían clavado con toda su
fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al
ver toda el
agua de la orilla turbia como si removieran el barro
del fondo, comprendió
que eran las rayas que no lo querían dejar
pasar. Y entonces gritó
enfurecido:
— ¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan
del
camino!
— ¡No salimos! —respondieron las rayas.
— ¡Salgan!
— ¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para
matarlo!
— ¡Él me ha herido a mí!
— ¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el
monte!
¡Aquí está bajo nuestra protección!… ¡No se pasa!
— ¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
— ¡NI NUNCA! —respondieron las rayas. (Ellas dijeron "ni nunca"
porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.)
—¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar
impulso y
dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y
pensaba que
si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más
rayas en el medio
del río, y podría así comer al hombre
moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio
del río,
pasándose la voz:
— ¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la
canal!
¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a
defender
el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía
en medio del
agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer
momento no sintió ninguna
picadura, y creyó que las rayas habían
quedado todas en la orilla,
engañadas…
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos,
como
puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las
rayas, que le
acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan
atroz, que
lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la
orilla. Y se echó en
la arena de costado, porque no podía más de
sufrimiento; y la barriga subía
y bajaba como si estuviera
cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de
las
rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban
tranquilas
porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros
tigres, y otros muchos
más… Y ellas no podrían defender más el
paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se
puso loca
de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena.
Ella vio también el
agua turbia por el movimiento de las rayas, y
se acercó al río. Y tocando
casi el agua con la boca, gritó:
— ¡Rayas! ¡Quiero paso!
— ¡No hay paso! —respondieron las rayas.
— ¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió
la tigra.
— ¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron
ellas.
— ¡Por última vez, paso!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el
agua, y una
raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el
aguijón entre los
dedos. Al rugido de dolor del animal, las rayas
respondieron, sonriéndose:
— ¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido
una idea,
y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí,
costeando el río aguas
arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de
su
enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra
parte, donde
las rayas no sabían que había que defender el paso. Y
una inmensa ansiedad
se apoderó entonces de las rayas.
— ¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos
que
mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el
río.
— ¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero…
¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que
defender
el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo
de
pronto:
— ¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos
nuestros!
¡Ellos nadan más ligero que nadie!
— ¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o
diez filas
de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban
a toda velocidad
aguas arriba, y que iban dejando surcos en el
agua, como los torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de
cerrar el paso
a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya
por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la
tigra hizo pie,
las rayas se abalanzaron contra sus patas,
deshaciéndoselas a aguijonazos.
El animal, enfurecido y loco de
dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar
nubes de agua a
manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose
contra sus
patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta,
nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro
patas
monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía ir a
comer al
hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el
tigre y
la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el
monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y
tuvieron una
larga conferencia. Al fin dijeron:
— ¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y
van a
venir todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían
tanta
experiencia.
— ¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más
viejas
—. Si son muchos acabarán por pasar… Vamos a consultar a
nuestro
amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún
de
hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha
sangre,
pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las
rayas le
contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el
paso a los tigres
que lo querían comer. El hombre herido se
enterneció mucho con la amistad
de las rayas que le habían salvado
la vida y dio la mano con verdadero
cariño a las rayas que estaban
más cerca de él. Y dijo entonces:
— ¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar,
pasarán…
— ¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro
amigo y
no van a pasar!
— ¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió,
hablando en
voz baja—: El único modo sería mandar a alguien a casa
a buscar el
winchester con muchas balas… pero yo no tengo ningún
amigo en el río,
fuera de los peces… y ninguno de ustedes sabe
andar por la tierra.
— ¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
— A ver, a ver… —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por
la
frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo… un
carpinchito que se
crió en casa y que jugaba con mis hijos… Un día
volvió otra vez al monte y
creo que vivía aquí, en el Yabebirí…
pero no sé dónde estará…
Las rayas dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos!
¡Nosotras
lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla!
¡Él nos habló una
vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en
seguida! Y dicho y hecho: un
dorado muy grande voló río abajo a
buscar al carpinchito; mientras el
hombre disolvía una gota de
sangre seca en la palma de la mano, para hacer
tinta, y con una
espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja
seca, que
era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito
el
winchester y una caja entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con
un sordo
rugido; eran todos los tigres que se acercaban a entablar
la lucha. Las rayas
llevaban la carta con la cabeza afuera del agua
para que no se mojara, y se
la dieron al carpinchito, el cual salió
corriendo por entre el pajonal a
llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se
acercaban
velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados
que estaban
esperando órdenes, y les gritaron:
— ¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de
alarma!
¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se
encuentren todas
alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río
abajo, haciendo
rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de
concentrarse
en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas
partes, de entre las
piedras, de entre el barro, de la boca de los
arroyitos, de todo el Yabebirí
entero, las rayas acudían a defender
el paso contra los tigres. Y por delante
de la isla, los dorados
cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua
misma
de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran
allí.
Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se
lanzaron a la orilla,
dispuestas a defender a todo trance el
paso.
— ¡Paso a los tigres!
— ¡No hay paso! —respondieron las rayas.
— ¡Paso, de nuevo!
— ¡No se pasa!
— ¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no
dan paso!
— ¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni
los
hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres
del mundo van a
pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por
última vez:
— ¡Paso pedimos!
— ¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se
lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas.
Las
rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida
los tigres
lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a
zarpazos manoteando
como locos en el agua. Y las rayas volaban por
el aire con el vientre abierto
por las uñas de los tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a
centenares…
pero los tigres recibían también terribles heridas, y
se retiraban a tenderse y
rugir en la playa, horriblemente
hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas
por las patas de los
tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso.
Algunas
volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de
nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora,
todos los
tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y
rugiendo de dolor;
ni uno solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas,
muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
— No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados
vayan a
buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas
que haya en el
Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban
tan ligeros
que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
— ¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las
rayas.
Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar
a su
amigo.
— ¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo!
¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres
pasen!
— ¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras
haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río,
defenderemos al
hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
— ¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero
yo les
aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener
farra para largo
rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!
— ¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero
no
pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En
efecto: los
tigres, que ya habían descansado se pusieron
bruscamente en pie, y
agachándose como quien va saltar,
rugieron:
— ¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
— ¡Ni NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla.
Pero los
tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la
terrible lucha. Todo el
Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba
rojo de sangre, y la sangre hacía
espuma en la arena de la playa.
Las rayas volaban deshechas por el aire y
los tigres rugían de
dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En
balde el
ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y
río abajo, llamando
a las rayas: las rayas se habían concluido;
todas estaban luchando frente a la
isla y la mitad había muerto ya.
Y las que quedaban estaban todas heridas y
sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más,
y que
los tigres pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir
antes que entregar
a su amigo, se lanzaron por última vez contra
los tigres. Pero ya todo era
inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia
la costa de la isla. Las rayas,
desesperadas, gritaron:
— ¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a
nado, y en
un instante todos los tigres estuvieron en medio del
río, y no se veía más
que sus cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito
colorado
y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el
carpinchito, que
llegaba a la isla llevando el winchester y las
balas en la cabeza para que no
se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo
para
entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo
empujara con
la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no
podía; y ya en esta
posición cargó el winchester con la rapidez del
rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas,
aplastadas,
ensangrentadas, veían con desesperación que habían
perdido la batalla y
que los tigres iban a devorar a su pobre amigo
herido, en ese momento
oyeron un estampido, y vieron que el tigre
que iba delante y pisaba ya la
arena, daba un gran salto y caía
muerto, con la frente agujereada de un tiro.
— ¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento. ¡El
hombre
tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero
el
hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo
tigre muerto.
Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido,
las rayas respondían con
grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los
tigres fueron
muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos.
Uno tras otro se
fueron al fondo del río, y allí las palometas los
comieron. Algunos boyaron
después, y entonces los dorados los
acompañaron hasta el Paraná,
comiéndolos, y haciendo saltar el agua
de contento.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a
ser tan
numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan
agradecido a las
rayas que le habían salvado la vida, que se fue a
vivir a la isla. Y allí, en las
noches de verano le gustaba tender
se en la playa y fumar a la luz de la
luna, mientras las rayas,
hablando despacito, se lo mostraban a los peces,
que no le
conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre,
habían tenido una vez contra los tigres.
El loro pelado

H abía una vez una


bandada de loros que vivía en el monte.
De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde
comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían
siempre un
loro de centinela en los árboles más altos, para ver si
venía alguien.
Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los
choclos
para picotearlos, los cuales, después se pudren con la
Lluvia. Y como al
mismo tiempo los loros son ricos para comerlos
guisados, los peones los
cazaban a tiros.
Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que
cayó herido
y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón
lo Llevó a la casa,
para los hijos del patrón; los chicos lo
curaron porque no tenía más que un
ala rota. El loro se curó muy
bien, y se amansó completamente. Se Llamaba
Pedrito. Aprendió a dar
la pata; le gustaba estar en el hombro de las
personas y les hacía
cosquillas en la oreja.
Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y
eucaliptos del
jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas.
A las cuatro o cinco de
la tarde, que era la hora en que tomaban el
té en la casa, el loro entraba
también en el comedor, y se subía
por el mantel, a comer pan mojado en
leche. Tenía locura por el té
con leche.
Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían
las
criaturas, que el loro aprendió a hablar.
Decía: "¡Buen día, lorito! "¡Rica la papa!" "¡Papa para
Pedrito!… " Decía
otras cosas más que no se pueden decir, porque
los loros, como los chicos,
aprenden con gran facilidad malas
palabras.
Cuando Llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una
porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba
entonces gritando como un loco.
Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre,
como lo
desean todos los pájaros, tenía también, como las personas
ricas, su five o
clock tea.
Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de
lluvia
salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y
Pedrito se puso a
volar gritando:
— ¡Qué lindo día, lorito!… ¡Rica, papa!… ¡La pata, Pedrito!… y
volaba
lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná,
que parecía una
lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió
volando, hasta que se asentó
por fin en un árbol a descansar.
Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las
ramas, dos
luces verdes, como enormes bichos de luz.
— ¿Qué será? —se dijo el loro— ¡Rica, papa!… ¿Qué será eso?…
¡Buen
día, Pedrito!… El loro hablaba siempre así, como todos los
loros,
mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces costaba
entenderlo. Y como
era muy curioso, fue bajando de rama en rama,
hasta acercarse.
Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un
tigre que
estaba agachado, mirándolo fijamente.
Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo
ningún
miedo.
— ¡Buen día, tigre! —le dijo— ¡La pata, Pedrito!…
Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, le
respondió:
— ¡Bu-en día!
— ¡Buen día, tigre! —repitió el loro—. ¡Rica, papa!… ¡rica,
papa!…
¡rica papa!…
Y decía tantas veces "¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de
la tarde, y
tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se
había olvidado de que
los bichos del monte no toman té con leche, y
por esto lo convidó al tigre.
— ¡Rico té con leche! —le dijo—. ¡Buen día, Pedrito!… ¿Quieres
tomar
té con leche conmigo, amigo tigre?
Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía
de él, y
además, como tenía a su vez hambre, se quiso comer al
pájaro hablador. Así
que le contestó:
— ¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sor-do!
El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara
mucho
para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en
el gusto que
tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té
con leche con aquel
magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más
cerca dei suelo.
— ¡Rica, papa, en casa! —repitió gritando cuanto podía.
— ¡Más cer-ca! ¡No oi-go! —respondió el tigre con su voz
ronca.
El loro se acercó un poco más y dijo:
— ¡Rico, té con leche!
— ¡Más cer-ca toda-vía! —repitió el tigre.
El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio
un terrible
salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta
de las uñas a Pedrito.
No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas
las plumas del lomo y la cola
entera. No le quedó una sola pluma en
la cola.
— ¡Tomá!—rugió el tigre—. Andá a tomar té con leche…
El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no
podía volar
bien, porque le faltaba la cola, que es como el timón
de los pájaros. Volaba
cayéndose en el aire de un lado para otro, y
todos los pájaros que lo
encontraban se alejaban asustados de aquel
bicho raro.
Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse
en el
espejo de la cocinera. ¡Pobre, Pedrito! Era el pájaro más
raro y más feo que
puede darse, todo pelado, todo rabón y temblando
de frío. ¿Cómo iba a
presentarse en el comedor con esa figura? Voló
entonces hasta el hueco que
había en el tronco de un eucalipto y
que era como una cueva, y se escondió
en el fondo, tiritando de
frío y de vergüenza.
Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:
— ¿Dónde estará Pedrito? —decían. Y llamaban—: ¡Pedrito! ¡Rica,
papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!
Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y
quieto.
Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció.
Todos creyeron
entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se
echaron a Llorar.
Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del
loro, y
recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té
con leche.
¡Pobre, Pedrito! Nunca más lo verían porque había
muerto.
Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva
sin
dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse
pelado como
un ratón. De noche bajaba a comer y subía en seguida.
De madrugada
descendía de nuevo, muy ligero, iba a mirarse en el
espejo de la cocinera,
siempre muy triste porque las plumas
tardaban mucho en crecer.
Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la
mesa a la
hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo,
balanceándose como si nada
hubiera pasado. Todos se querían morir,
morir de gusto cuando lo vieron
bien vivo y con lindísimas
plumas.
— ¡Pedrito, lorito! —le decían—. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué
plumas
brillantes que tiene el lorito!
Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no
decía
tampoco una palabra. No hacia sino comer pan mojado en té con
leche.
Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.
Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana
siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando
como un
loco. En dos minutos le contó lo que le había pasado; un
paseo al Paraguay,
su encuentro con el tigre, y lo demás; y
concluía cada cuento, cantando:
— ¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una
pluma!
Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.
El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar
una
piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy
contento de poderla
tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa
para tomar la escopeta,
emprendió junto con Pedrito el viaje al
Paraguay. Convinieron en que
cuando Pedrito viera al tigre, lo
distraería charlando, para que el hombre
pudiera acercarse
despacito con la escopeta.
Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y
charlaba,
mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía
al tigre. Y por fin
sintió un ruido de ramas partidas, y vio de
repente debajo del árbol dos
luces verdes fijas en él: eran los
ojos del tigre.
Entonces el loro se puso a gritar:
— ¡Lindo día!… ¡Rica, papa!… ¡Rico té con leche!… ¿Querés té con
leche?…
El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él
creía haber
muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró
que esta vez no se le
escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos
de ira cuando respondió con su
voz ronca:
— Acer-cá-te más! ¡Soy sor-do!
El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:
— ¡Rico, pan con leche!… ¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!…
Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se
levantó de un
salto.
— ¿Con quién estás hablando? —rugió—. ¿A quién le has dicho que
estoy al pie de este árbol?
— ¡A nadie, a nadie! —gritó el loro—. ¡Buen día, Pedrito!… ¡La
pata,
lorito!…
Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose.
Pero él
había dicho: está al pie de este árbol, para avisarle al
hombre, que se iba
arrimando bien agachado y con escopeta al
hombro.
Y Llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque
si no,
caía en la boca del tigre, y entonces gritó:
— ¡Rica, papa!… ¡ATENCIÓN!
— ¡Más cer-ca aún!—rugió el tigre, agachándose para saltar.
— ¡Rico, té con leche!… ¡CUIDADO, VA A SALTAR! y el tigre saltó,
en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al
mismo
tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese mismo
instante el
hombre, que tenia el cañón de la escopeta recostado
contra un tronco para
hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y
nueve balines del tamaño de un
garbanzo cada uno entraron como un
rayo en el corazón del tigre, que
lanzando un rugido que hizo
temblar el monte entero, cayó muerto.
Pero el loro,  !Qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de
contento,
porque se había vengado —¡y bien vengado!— del feísimo
animal que le
había sacado las plumas!
El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre
es cosa
difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del
comedor.
Cuando Llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había
estado
tanto tiempo oculto en el hueco del árbol, y todos lo
felicitaron por la
hazaña que había hecho.
Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba
de lo que
le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando
entraba en el comedor
para tomar el té se acercaba siempre a la
piel del tigre, tendida delante de la
estufa, y lo invitaba a tomar
té con leche.
— ¡Rica, papa!… —le decía—. ¿Querés té con leche?… ¡La papa para
el
tigre!…
Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.
La guerra de los yacarés

E n un río muy
grande, en un país desierto donde nunca había estado el
hombre,
vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.
Comían peces,
bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo peces.
Dormían
la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua
cuando había noches de luna.
Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde,
mientras
dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y
levantó la cabeza porque
creía haber sentido ruido. Prestó oídos, y
lejos, muy lejos, oyó
efectivamente un ruido sordo y profundo.
Entonces llamó al yacaré que
dormía a su lado.
—¡Despiértate! —le dijo—. Hay peligro.
—¿Qué cosa? —respondió el otro, alarmado.
—No sé —contestó el yacaré que se había despertado primero—.
Siento
un ruido desconocido.
El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento
despertaron a
los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado
para otro con la cola
levantada.
Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía,
crecía. Pronto
vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y
oyeron un ruido de chas-
chas en el río como si golpearan el agua
muy lejos.
Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un
viejo
yacaré a quién no quedaban sino dos dientes sanos en los
costados de la
boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el
mar, dijo de repente:
—¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua
blanca
por la nariz! El agua cae para atrás.
Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como
locos de
miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
—¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía
más cerca.
—¡No tengan miedo! —les gritó— ¡Yo sé lo que es la ballena!
¡Ella tiene
miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en
seguida
volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de
repente en humo
negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el
chas-chas-chas en el agua. Los
yacarés, espantados, se hundieron en
el río, dejando solamente fuera los
ojos y la punta de la nariz. Y
así vieron pasar delante de ellos aquella cosa
inmensa, llena de
humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas
que navegaba
por primera vez por aquel río.
El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces
fueron
saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque
los había
engañado, diciéndoles que eso era una ballena.
—¡Eso no es una ballena! —le gritaron en las orejas, porqué era
un poco
sordo—. ¿Qué es eso que pasó?
El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de
fuego, y
que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía
pasando. Pero los
yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el
viejo se había vuelto loco
¿Por qué se iban a morir ellos si el
vapor seguía pasando? ¡Estaba bien loco
el pobre yacaré viejo!
Y como tenían hambre, se pusieron a buscar peces.
Pero no había ni un pez. No encontraron un solo pez. Todos se
habían
ido, asustados por el ruido del vapor. No había más
peces.
—¿No les decía yo? —dijo entonces el viejo yacaré— Ya no tenemos
nada que comer. Todos los peces se han ido. Esperemos hasta mañana.
Puede ser que el vapor no vuelva más, y los peces volverán cuando
no
tengan más miedo.
Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y
vieron
pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando
tanto humo que
oscurecía el cielo.
—Bueno —dijeron entonces los yacarés—; el buque pasó ayer, pasó
hoy,
y pasará mañana. Ya no habrá más peces ni bichos que vengan a
tomar
agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un
dique.
—¡Si, un dique! ¡Un dique gritaron todos, nadando a toda fuerza
hacia la
orilla—. ¡Hagamos un dique!
En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque
y
echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y
quebrachos,
porqué tienen la madera muy dura… Los cortaron con la
especie de
serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los
empujaron hasta el
agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a
un metro uno del otro.
Ningún buque podía pasar por allí, ni grande
ni chico. Estaban seguros de
que nadie vendría a espantar los
peces. Y como estaban muy cansados, se
acostaron a dormir en la
playa.
Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chas-chas-chas del
vapor.
Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos
siquiera. ¿qué les
importaba el buque? Podía hacer todo el ruido
que quisiera, por allí no iba a
pasar.
En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo.
Los
hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa
atravesada en
el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que
les impedía pasar.
Entonces los yacarés se levantaron y fueron al
dique, y miraron por entre
los palos, riéndose del chasco que se
había llevado el vapor.
El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado
los
yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al
dique, y los
hombres del bote gritaron:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés, sacando la cabeza por
entre los
troncos del dique.
—¡Nos está estorbando eso! —continuaron los hombres.
—¡Ya lo sabemos!
—¡No podemos pasar!
—¡Es lo que queremos!
—¡Saquen el dique!
—¡No lo sacamos!
Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y
gritaron
después:
—¡Yacarés!
—¿Qué hay? —contestaron ellos.
—¿No lo sacan?
—¡No!
—¡Hasta mañana, entonces!
—¡Hasta cuando quieran!
Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de
contentos, daban
tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a
pasar por allí y siempre,
siempre, habría peces.
Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés
miraron el
buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo
buque. Era otro,
un buque de color ratón, mucho más grande que el
otro. ¿Qué nuevo vapor
era ése? ¿Ése también quería pasar? No iba a
pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni
ningún otro!
—¡No, no va a pasar! —gritaron los yacarés, lanzándose al dique,
cada
cual a su puesto entre los troncos.
El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el
otro
bajó un bote que se acercó al dique.
Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
—¡Eh, yacarés!
—¡Qué hay! —respondieron éstos.
—¿No sacan el dique?
—No.
—¿No?
—¡No!
—Está bien —dijo el oficial—. Entonces lo vamos a echar a pique
a
cañonazos.
—¡Echen! —contestaron los yacarés.
Y el bote regresó al buque.
Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un
acorazado con terribles cañones. El viejo yacaré sabio que había
ido una
vez hasta el mar se acordó de repente, y apenas tuvo tiempo
de gritar a los
otros yacarés:
—¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra!
¡Cuidado!
¡Escóndanse!
Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron
hacia la
orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos
únicamente fuera
del agua. En ese mismo momento, del buque salió
una gran nube blanca de
humo, sonó un terrible estampido y una
enorme bala de cañón cayó en
pleno dique, justo en el medio. Dos o
tres troncos volaron hechos pedazos,
y en seguida cayó otra bala, y
otra y otra más, y cada una hacía saltar por el
aire en astillas un
pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni
un tronco,
ni una astilla, ni una cáscara.
Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los
yacarés,
hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente
afuera, vieron pasar
el buque de guerra, silbando a toda
fuerza.
Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
—Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con
troncos
inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y
estaban
durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de
guerra llegó otra
vez, y .el bote se acercó al dique.
—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
—¡Saquen ese otro dique!
—¡No lo sacamos!
—¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!…
—¡Deshagan… si pueden!
Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su
nuevo dique
no podría ser deshecho ni por todos los cañones del
mundo.
Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con
un
horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque
esta vez
habían tirado con granada. La granada reventó contra los
troncos, hizo
saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes
vigas. La segunda reventó al
lado de la primera y otro pedazo de
dique voló por el aire. Y así fueron
deshaciendo el dique. Y no
quedó nada del dique; nada, nada. El buque de
guerra pasó entonces
delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas
tapándose
la boca.
—Bueno —dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua—. Vamos
a
morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los peces no
volverán.
Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de
hambre.
El viejo yacaré dijo entonces:
—Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al
Surubí.
Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un
torpedo. El vio un
combate entre dos buques de guerra, y trajo
hasta aquí un torpedo que no
reventó. Vamos a pedírselo, y aunque
está muy enojado con nosotros los
yacarés, tiene buen corazón y no
querrá que muramos todos.
El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían
comido a
un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más
relaciones con los
yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a
ver al Surubí, que vivía en
una gruta grandísima en la orilla del
río Paraná, y que dormía siempre al
lado de su torpedo. Hay
Surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el
dueño del
torpedo era uno de ésos.
—¡Eh, Surubí! —gritaron todos los yacarés desde la entrada de la
gruta,
sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
—¿Quién me llama? —contestó el Surubí.
—¡Somos nosotros, los yacarés!
—No tengo ni quiero tener relación con ustedes —respondió el
Surubí,
de mal humor.
Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y
dijo:
—¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el
viaje
hasta el mar!
Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
—¡Ah, no te había conocido! —le dijo cariñosamente a su viejo
amigo
—. ¿Qué quieres?
—Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa
por
nuestro río y espanta a los peces. Es un buque de guerra, un
acorazado.
Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro, y lo
echó también a
pique. Los peces se han ido, y nos moriremos de
hambre. Danos el torpedo,
y lo echaremos a pique a él.
El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
—Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre
de lo
que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer
reventar el
torpedo?
Ninguno sabía, y todos callaron.
—Está bien —dijo el Surubí, con orgullo—, yo lo haré reventar.
Yo sé
hacer eso.
Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos
con
otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste
al cuello de
aquél, formando así una larga cadena de yacarés que
tenía más de una
cuadra. El inmenso Surubí empujó el torpedo hacia
la corriente y se colocó
bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para
que flotara. Y como las lianas con
que estaban atados los yacarés
uno detrás del otro se habían concluido, el
Suburí se prendió con
los dientes de la cola del último yacaré, y así
emprendieron la
marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y los yacarés
tiraban,
corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las
piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba
olas
como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana
siguiente,
bien temprano, . llegaban al lugar donde habían
construido su último dique,
y comenzaron en seguida otro, pero
mucho más fuerte que los anteriores,
porque por consejo del Surubí
colocaron los troncos bien juntos, uno al lado
del otro. Era un
dique realmente formidable.
Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco
del
dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote
con el oficial y
ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los
yacarés se treparon
entonces por los troncos y asomaron la cabeza
del otro lado.
—¡Eh, yacarés! —gritó el oficial.
—¡Qué hay! —respondieron los yacarés.
—¿Otra vez el dique?
—¡Sí, otra vez!
—¡Saquen ese dique!
—¡Nunca!
—¿No lo sacan?
—¡No!
—Bueno; entonces, oigan —dijo el oficial—. Vamos a deshacer este
dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer
después a
ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo, ni
grandes, ni
chicos, ni gordos, ni flacos, ni jóvenes, ni viejos,
como ese viejísimo yacaré
que veo allí, y que no tiene sino dos
dientes en los costados de la boca.
El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y
se burlaba, le
dijo:
—Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos.
¿Pero
usted sabe qué van a comer mañana estos dientes? —añadió,
abriendo su
inmensa boca.
—¿Qué van a comer, a ver? —respondieron los marineros.
—A ese oficialito —dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su
tronco.
Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio
del dique,
ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado
y lo hundieran en
el agua hasta que él les avisara. Así lo
hicieron. En seguida, los demás
yacarés se hundieron a su vez cerca
de la orilla, dejando únicamente la nariz
y los ojos fuera del
agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.
De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer
cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del
dique,
hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.
Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero
en el dique,
gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando
el torpedo:
—¡Suelten el torpedo, ligero, suelten!
Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí
colocó el
torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando
con un solo ojo, y
poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo,
lo lanzó contra el
buque.
¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo
cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo
saltar en
astillas otro pedazo del dique.
Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombres que estaban
en él lo
vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua
un torpedo. Dieron
todos un gran grito de miedo y quisieron mover
el acorazado para que el
torpedo no lo tocara.
Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque
bien en el
centro, y reventó.
No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el
torpedo.
Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó
por el aire, a
cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas,
cañones, lanchas,
todo.
Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al
dique.
Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la
granada a los hombres
muertos, heridos y algunos vivos que la
corriente del río arrastraba.
Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos
lados
del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se
burlaban tapándose la
boca con las patas.
No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían.
Sólo
cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que
estaba vivo, el
viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac!
en dos golpes de boca se lo
comió.
—¿Quién es ése? —preguntó un yacarecito ignorante.
—Es el oficial —le respondió el Surubí—. Mi viejo amigo le había
prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.
Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya,
puesto
que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que
se había
enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió
que se los
regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al
viejo yacaré, pues
habían quedado enredados allí. El Surubí se puso
el cinturón, abrochándolo
bajo las aletas y del extremo de sus
grandes bigotes prendió los cordones de
la espada. Como la piel del
Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras
que tiene se parecen a
las de una víbora, el Surubí nadó una hora pasando y
repasando ante
los yacarés que lo admiraban con la boca abierta.
Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta y le dieron las
gracias
infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los
peces volvieron
también, los yacarés vivieron y viven todavía muy
felices, porque se han
acostumbrado al fin a ver pasar vapores y
buques que llevan naranjas.
Pero no quieren saber nada de buques de guerra.
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