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Dicionario San Agustin - Letra J - N

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J

Jansenio, Cornelio (Jansenius, Cornelius) (1585-1638). Cornelio Jansenio nació el 3 de


noviembre de 1585 en Leerdam (en el sur de Holanda) en el seno de una familia católica que
residía en una región predominantemente protestante. Después de terminar sus estudios de
enseñanza media en el Colegio de San Jerónimo en Utrecht, el joven Jansenio, que contaba 17
años de edad, viajó a Lovaina para proseguir sus estudios teológicos con la intención de hacerse
sacerdote. Después de terminar sus estudios de humanidades y de ganar el primer puesto en un
certamen organizado entre cuatro colegios para los estudios de las artes liberales en Lovaina,
Jansenio comenzó su formación teológica en el Colegio Pontificio, donde entabló amistad con
Henricus Calenus y Libert Froidmond, que más tarde publicaron su obra principal, titulada
Agustinus. Tanto Calenus como Froidmont fueron los primeros en apoyarle. Después de obtener
el grado de bachiller en teología, Jansenio se trasladó a París, donde comprobó que el sistema de
enseñanza de la teología positiva era mejor que en Lovaina. En París trabó conocimiento con
Jean Duvergier, que sería más tarde abad de Saint-Cyran. Aquí (1609-1611), y más tarde en
Bayona (1611-1616), Jansenio y Duvergier se adentraron en el estudio de la antigüedad cristiana,
especialmente de San Agustín.
El motivo de que enfermara su padre (a principios del año 1617) impulsó a Jansenio a
regresar al norte, donde fue nombrado presidente del recién fundado Colegio de Santa Pulqueria
en el año 1617. En ese mismo año obtuvo la licenciatura y el doctorado en teología por la
Universidad de Lovaina, y al año siguiente pudo asegurarse un puesto (modesto) de docente en
esa ciudad. A partir de entonces se dedicó con gran intensidad al estudio de las obras
antipelagianas de San Agustín, que él leyó por entero no menos de treinta veces.
Siguiendo las instrucciones de la universidad ende Lovaina, Jansenio emprendió con
éxito dos viajes a España, entre los años 1624 y 1627, con el fin de defender los derechos de la
universidad contra las pretensiones de los jesuitas que trataban asentarse ellos mismos en la
universidad en Lovaina. En el año 1628 pronunció un célebre discurso en la abadía de Affligem
titulado Oratio de interioris hominis reformatione in qua virtutum christianarum fundamenta ex
D. Augustini doctrina jaciuntur, que fue traducido y frecuentemente reeditado. Cuando
’Hertogenbosch (Brabante, Países Bajos) cayó en manos de los protestantes en el año 1630, se
invitó a Jansenio a aceptar el desafío de representar la postura católica en un debate con los
protestantes, para cuya ocasión él escribió dos obras tituladas Alexipharmacum y Spongia. Las
dos tuvieron gran aceptación en círculos católicos.
En el mismo año fue nombrado profesor de exégesis en la facultad de teología. A sus
clases acudía gran número de estudiantes, y sus lecciones fueron publicadas con éxito en forma
de tratados, después de su muerte. Su Tetrateuchus sive Commentarius in Sancta Evangelia
(1639) fue reimpreso más de veinticinco veces, y eso sólo en latín, mientras que su Pentateuchus
sive Commentarius in quinque libros Moysis (1649) tuvo seis reimpresiones. Su prestigio fue
aumentando en Lovaina, y en el año 1635 fue nombrado rector de la universidad. Durante aquel
mismo año organizó la resistencia, en el asedio de Lovaina, contra tropas francesas y holandesas,
y terminó su obra Mars gallicus, una crítica virulenta contra las medidas políticas del cardenal
Richelieu, que explicaría en parte la postura antijansenista del cardenal francés. En el mismo año
fue nombrado por el rey de España obispo de Ypres (Ieper), nombramiento que fue confirmado
por Roma en el año 1636.
En Ypres, donde era considerado por todos un buen obispo, dio los toques finales a su
extraordinaria monografía Augustinus, un monumento a la teología positiva. Basado en una
completa y original investigación y escrito en excelente latín, el Augustinus se proponía refutar
las opiniones del Molinismo, basándose en Agustín mismo. La obra constaba de tres volúmenes:
el volumen primero trataba de la historia del Pelagianismo; el volumen segundo estudiaba la
gracia de la primera pareja de seres humanos, y estudiaba también los ángeles, la naturaleza
caída y el concepto de pura natura; el volumen tercero presentaba un examen exhaustivo de la
esencia y de las diversas forma de la gracia, la condición de la libre voluntad y su relación con la
gracia, los electi y los rejecti. Fue deseo de Jansenio el que su obra ofreciese una respuesta al
problema de la gracia y a las cuestiones colindantes.
Puesto que Jansenio sucumbió a causa de la peste el 6 de mayo del año 1638, el
Augustinus fue publicado póstumamente en el año 1640. La obra y su autor serían objeto de
persistente oposición, que no atendía al verdadero propósito de su estudio histórico de la doctrina
de Agustín sobre la gracia.
–› Gracia; Libertad; Pelagio, Pelagianismo; Voluntad
BIBLIOGRAFÍA
L. Ceyssens, Sources relatives aux débuts du jansénisme et de l’antijansénisme 1640-1643
(Louvain, 1957); M. Lamberigts, “Voetius versus Jansenius,” in De onbekende Voetius.
Voordrach ten wetenschappelijk sym posium, ed. J. van Oort et al., Utrecht, March 3, 1989
(Kampen, 1989), 148-67 (sobre la disputa con los protestantes; con amplia bibliografía); M.
Lamberigts and L. Kenis, eds., L’augustinisme à l’ancienne Faculté de théologie de
Louvain, BETL 111 (Louvain, 1994) (con una exhaustiva bibliografía de los años 1977- 92; cf .
pp. 435-37); J. Orcibal, Les origines du Jansénisme (Louvain and Paris, 1947-48); J. Orcibal,
Jansénius d’Ypres (Paris, 1989) (la mejor biografía con una buena bibliografía); J. van Bavel and
M. Schrama, eds.Jansénius et le jansénisme daus les Pays-Bas. Melanges Lucien Ceyssens,
BEIL 56 (Louvain, 1982); E. J. M. van Eijl, ed., L’image de C. Jansénius jusqu’a lafin du
XVIIIe siècle, BEIL 79 (Louvain, 1987).
MATHIJS
LAMBERIGTS
Jerónimo (hacia 347-420). Nació, probablemente en el año 347, en Estridón, cerca del límite
entre las provincias romanas de Dalmacia y Panonia, en el seno de una familia cristiana
acomodada. Se educó en Roma y experimentó una conversión ascética en Tréveris hacia el año
370. Desde entonces buscó la compañía y el patrocinio de personas que compartieran sus
mismos ideales en Aquileya, en Antioquía (hacia los años 374-380), donde fue ordenado
presbítero, y en Constantinopla (hacia los años 379-382). En el año 382 regresó a Roma.
Combinando un raro dominio de los textos latinos, griegos y hebreos con un elevado sentido
personal de la vocación monástica, Jerónimo improvisó una carrera literaria y pastoral, de la cual
no había precentes en el Occidente. Sus primeras traducciones y adaptaciones de la exégesis
bíblica de Orígenes, la Crónica (basada en Eusebio) y la Vida de Pablo, el primer ermitaño (una
obra que emula la Vida de Antonio, escrita por Atanasio) corresponden a su tiempo de estancia
en Antioquía y en Constantinopla. En Roma, durante el pontificado de Dámaso († 384), trabajó
como consejero espiritual de un grupo de mujeres cristianas aristocráticas y anunció una revisión
del Nuevo Testamento latino, para la cual quería tener un encargo pontificio. Su noticia de una
visión en la que un juez celestial le mandó azotar por su excesiva dedicación a la literatura
romana (“Tú eres un ciceroniano, no un cristiano”) aparece en una carta de este período dirigida
a la joven virgen Eustoquia (Jerónimo, ep. 22.30) y sería un punto de referencia para futuros
expositores teóricos de la cultura literaria cristiana; su contexto original es una apasionada
campaña en favor de los valores ascéticos, desarrollada también en el folleto contemporáneo
titulado Contra Helvidio, en el que Jerónimo defiende que la madre de Jesús permaneció virgen
durante toda su vida. La violenta retórica de estas producciones literarias y la exclusividad de los
ideales espirituales mantenidos en ellas hicieron que su autor no fuera bien visto por algunos y
contribuyeron quizás a su expulsión de Roma en el año 385. Después de viajar por Egipto y
Palestina, se asentó (386) en Belén como superior de una comunidad monástica fundada con la
ayuda de su amiga y patrocinadora, la rica viuda romana Paula (madre de Eustoquia), y allí
permaneció hasta su muerte en el año 420. En Belén compuso sus principales obras literarias: las
traducciones latinas del Antiguo Testamento a partir de la recensión hexaplar de la Versión de
los Setenta, hecha por Orígenes (nunca completada; se conservan pocos fragmentos), y del
hebreo (la base de la “Vulgata” latina), y extensos comentario sobre los profetas. Otros escritos
son menos programáticos. Jerónimo, que se sentía ofendido con facilidad y que era experto en
invectivas, se vio arrastrado frecuentemente a la controversia. El tratado Contra Joviniano (393),
que refuta argumentos que defendían la igualdad espiritual de todos los cristianos bautizados y
que proclama la superioridad de los que se contienen sexualmente, causó escándalo. Agustín
intentaría ofrecer una visión menos unilateral de este tema en su obras De bono conjugali y De
sancta virginitate. Durante un decenio, a partir del año 393, Jerónimo se vio metido en
discusiones sobre sobre la ortodoxia de Orígenes, cuya erudición bíblica él emulaba y cuyas
enseñanzas sobre temas controvertidos había repetido él en sus obras de los primeros tiempos;
este debate se halla reflejado principalmente en sus libros apologéticos Contra Rufino. Su
oposición pública a Pelagio se anticipa ligeramente a la de Agustín (véase infra). La mayoría de
las fases principales de la carrera de Jerónimo como erudito y controversista cristiano se hallan
delineadas en su correspondencia, que él puso mucho empeño en ordenar y publicar. Aclamado
en el siglo VIII como uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina, fue tema favorito de
artistas y hagiógrafos a fines de la Edad Media. Como sucede con otros doctores, se la
atribuyeron muchas cosas que no procedían de él. La primera edición crítica y la primera
biografía (1516) son la obra de un humanista y reformador holandés, Desiderio Erasmo, que fue
– él mismo – “revisor” del Nuevo Testamento de la Vulgata y una persona que estimaba a
Jerónimo como teólogo por encima de Agustín, una valoración que fue invertida marcadamente
por Martín Lutero. Los especialistas modernos reconocen al león de Belén como un brillante
estilista, un crítico bíblico y comentarista ingenioso y un extremoso – algunos dirían desastroso –
e influyente campeón en la defensa de la espiritualidad ascética.
Aunque ambos estuvieron en Roma en los años 383-384, Agustín y Jerónimo no tuvieron
nunca un contacto personal. Ya en el año 391 varias de las obras de Jerónimo se hallaban
divulgadas en el norte de África (Agustín, ep. 27*), y Alipio le visitó en Belén ya en el año 394.
En el año 395 (ep. 40), Agustín trató de iniciar una correspondencia epistolar, pero sus cartas no
fueron entregadas o se extraviaron. Jerónimo se sintió ofendido y no hubo contacto real entre
ellos hasta el año 402 (epp. 67-68; pero véase ya s. Mainz [Dolbeau] 27, de los años 397-398).
(Los números de las cartas se refieren al orden moderno de la correspondencia de Agustín, a
menos que se indique lo contrario.) La epistula 71 marca el comienzo de un concertado
intercambio epistolar que duró dos años y que culminó en las epistulae 75 (la última palabra de
Jerónimo) y 82 (la contestación de Agustín, omitida en la edición de Jerónimo de estas cartas).
La discusión entre ambos, que llegó a ser famosa más tarde por su contenido teológico y por el
espectáculo de discordia que se ofrecía entre dos Padres eminentes, surgió por la oposición de
Agustín a dos elementos de la actividad de Jerónimo como erudito bíblico: su decisión de
traducir al latín el Antiguo Testamento, partiendo del texto original hebreo (y arameo), y su
interpretación de Gálatas 2,11-14. Agustín, que consideraba que la Versión de los Setenta (que
constituía la base de las antiguas traducciones latinas) era el texto que gozaba de autoridad en la
Iglesia cristiana, dudaba del valor de regresar al texto hebreo y manifestó dificultades en el uso
litúrgico de la traducción, nada familiar, que hace Jerónimo de la planta mencionada en Jonás 4,6
(epp. 28.2; 71.3-6). Cuando Jerónimo defendió su proyecto (ep. 75.19-22), Agustín admitió el
valor científico de la nueva traducción pero siguió resistiéndose a introducir cambios en el texto
aceptado que pudieran perturbar a los fieles (ep. 82.34-35: para su veredicto final y para un
generoso tributo a Jerónimo, véase civ. Dei 18.43). En su Comentario a la Carta a los Gálatas
(386) Jerónimo había seguido a Orígenes y a otros exegetas griegos al presentar la reprensión
que Pablo hizo a Pedro en Antioquía (Gal 2,11-14) como una ficción (simulatio), escenificada
para impedir que los gentiles convertidos pensaran que tenían necesidad de observar las
ceremonias judías, al mismo tiempo que preservaba el buen nombre de Pedro ante los judíos
convertidos. A los ojos de Agustín, esta interpretación (concebida originalmente para refutar las
acusaciones gnósticas y anticristianas de que hubo conflicto entre los apóstoles o en el interior
del canon) comprometía la veracidad de la Escritura y amenazaba la historicidad de otros
acontecimientos que en ella se referían: un peligro al que las relaciones de Agustín con los
maniqueos le habían hecho especialmente sensible). Prefiriendo la idea de que Pedro se había
equivocado y de que había sido corregido (cf. su Expositio epistulae ad Galatas) a la de que la
Escritura pudiera mentir, Agustín pidió a Jerónimo que se retractase (epp. 28.3-5; 40.3-7).
Dolido por la crítica, Jerónimo enumeró las autoridades griegas en las que se basaba y sugirió
que la opinión de Agustín sobre el comportamento de los apóstoles equivalía a una actitud
judaizante (ep. 75.4-18). En respuesta, Agustín explicó que él se refería a un período
inmediatamente posterior a la muerte de Cristo, en el cual los judíos convertidos podían
conservar legítimamente sus tradiciones ancestrales, pero insistió en que tales observancias no
eran ya tolerables (ep. 82.4-30). Se abordaron más brevemente algunos otros temas. Agustín
respondió al catálogo ofrecido por Jerónimo de escritores cristianos, Sobre hombres famosos, y
pidió que ese catálogo fuera acompañado de una guía sobre herejías (ep. 40.2 y 9; 75.3). Alabó
sus traducciones de Orígenes y pidió que se dieran detalles sobre los errores doctrinales de este
escritor (ep. 28.2; 40.9). Cuando Jerónimo envió una sección de su apología Contra Rufino,
Agustín deploró la riña entre viejos amigos y hermanos en Cristo e instó a la reconciliación (epp.
68.3; 73-6-10; 81; 82.1). La significación de estas cartas sobrepasa el contenido que puede leerse
en ellas. En las discrepancias que había entre estos dos personajes y en parte como reacción al
poderoso ejemplo de su corresponsal, puede verse cómo Agustín afinó su sensibilidad hacia lo
que se requería de un intérprete público de la Biblia y de la tradición cristiana. A este respecto,
su embarazoso diálogo con Jerónimo corre paralelo con lo que se dice en De doctrina Christiana
(obra que se dejó sin terminar hacia el año 397) y las Confessiones.
Cuando Jerónimo y Agustín volvieron a intercambiar ideas un decenio después,
ofrecieron como vivo contraste un espectáculo de consenso y de mutua buena voluntad. La
cuestión que se hallaba en juego por aquel entonces eran las doctrinas de Pelagio, quien se había
trasladado a Jerusalén después de ser condenación por el Concilio de Cartago en el año 411, y
rápidamente hizo causa común con los críticos locales de Jerónimo. La epistula 130 de Jerónimo,
dirigida a Demetria, menciona ya la carta de instrucción de Pelagio, dirigida a esa misma dama
joven. Su epistula 133 a Ctesifonte (414) aborda directamente sus ideas sobre la gracia y la
posibilidad de vivir sin pecado. Cuando Orosio llegó a Tierra Santa a principios del año 415 para
insistir en las acusaciones contra Pelagio, trajo consigo dos cartas de Agustín para Jerónimo. En
la epistula 166 Agustín preguntaba cómo podría reconciliarse una idea creacionista sobre el
origen del alma con una doctrina del pecado original. (Tratando acerca del origen del alma en
una carta dirigida a Marcelino y Anapsiquia, Jerónimo, por su parte, había sugerido que se
consultara a Agustín [Jerónimo, ep. 126.1].) En la epistula 167 Agustín procuró hacer una
exégesis de Santiago 2,10, un texto favorito de Pelagio, y aclamó a Jerónimo como el gran
benefactor de la “literatura eclesiástica en lengua latina” (ep. 167.21: CSEL 44, 609). Jerónimo,
declarando que no era capaz de mejorar la exposición de Agustín sobre ambos temas, remitió
como contestación un ejemplar de su Diálogo contra los pelagianos (ep. 172.1), cuyo último
libro estudia el bautismo, la predestinación y el pecado original, y termina con una calurosa
recomendación de los escritos antipelagianos de Agustín. (Al rechazar la idea de que las
personas ordinarias pudieran vivir sin pecado, Jerónimo adoptó eventualmente la opinión de
Agustín sobre la corrección que Pablo hace de Pedro en Gálatas 2,11-14 [Dialogus adversus
Pelagianos 1.22: CCL 80, 29].) Una carta posterior de Agustín hace constar la favorable
recepción del Diálogo en la corte imperial de Ravena (ep. 19*.2: BA 46B, 286), mientras que
Jerónimo (¿hacia el año 418?) celebra a Agustín como “segundo fundador de la antigua fe” por
su éxito en extirpar el Pelagianismo (ep. 195: CSEL 57, 215). Sus propios esfuerzos en esta
causa le cuestan caros: con posterioridad al Concilio de Dióspolis (415), que había rehabilitado
temporalmente a Pelagio, su monasterio de Belén fue saqueado por una muchedumbre
encolerizada, compuesta probablemente por partidarios del monje británico. Su última carta a
Agustín, escrita en el año 419, lamenta la reciente muerte de Eustoquia y proyecta dar una
respuesta al pelagiano Aniano de Celeda, que había publicado un ataque contra la epistula 133 de
Jerónimo a Ctesifonte; pero sería preferible, sugiere Jerónimo, que Agustín emprendiera esta
tarea en vez de hacerla él. Cuando Agustín, tres años más tarde, escribió contra Juliano de
Eclana, vemos que el Comentario a Jonás, de Jerónimo, se contaba entre los textos citados por él
para establecer cuál era el consenso ortodoxo (c. Jul. 1.7.34: PL 44, 665; cf. 2.10.33).
–› Influencias cristianas en Agustín
BIBLIOGRAFÍA
A.Bastiaensen, “Augustin et ses prédécesseurs latins”, in Augustiniana Trajectina:
Communications présentées au Colloque International d’Utrecht 13-14 novenibre 1986, ed. J.
den Boeft and J. van Oort (Paris: Études Augustiniennes, 1987), 42-44; E. A. Clark, The Origeist
Controversy: The Cultural Construction of an Early Christian Debate (Princeton: Princeton
University Press, 1992); Y.-M. Duval, ed., Jérôme entre l’Occident et l’Orient: Actes du
colloque de Chantilly (septembre 1986) (Paris: Études Augustiniennes, 1988); R. Hennings, Der
Briefwechsel zwischen Augustinus und Hieronymus und ihr Streit um den Kanon des Alten
Testaments und die Auslegung von Gal. 2,11-14, Supplements to “Vigiliae Christianae” 21
(Leiden: E. J. Brill, 1994); A. Kamesar, Jerome, Greek Scholarship, and the Hebrew Bible: A
Study of the “Quaestiones Hebraicae in Genesim” (Oxford: Clarendon Press, 1993); J. N. D.
Kelly, Jerome: His Life, Writings, and Controversies (London: Duckworth, 1975); R. Markus,
The End of Ancient Christianity (Cambridge: Cambridge University Press, 1990), chaps. 3-5; S.
Rebenich, Hieronymus und sein Kreis: Prosopographische und sozialgeschichtlche
Untersuchungen, Historia-Einzelschriften 72 (Stuttgart: Franz Steiner Verlag, 1992); E. E Rice,
Jr., Saint Jerome in the Renaissance (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1985); C.
White, The Corre-spondence (394-419) between Jerome and Augustine of Hippo (English
transiation) (Lewiston, N.Y.: Edwin Mellen Prfess, 1990)
MARK VESSEY

Jerusalén. Agustín hace referencia a Jerusalén (“Ierusalem” o “Hierusalem”) más de


novecientas veces en varios contextos. Jerusalén es mencionada más veces en las Enarrationes in
Psalmos que en cualquier otra obra. La primera referencia aparece en De Genesi adversus
Manicheos (año 388), y la última aparece en la obra final de Agustín, Contra Julianum opus
imperfectum. Las referencias proceden de textos bíblicos, entre los que hay que incluir Gálatas
4,26 y Lucas 10,30).
Agustín traduce sistemáticamente “Jerusalén” por su significación en hebreo que es la de
“visión de paz” (Gn. adv. Man. 2.10.13). Los especialistas bíblicos contemporáneos creen que
esto es una etimología popular de escaso valor (véase, no obstante, Heb 7,2) y prefieren el
significado de “fundamento”. La fuente inicial de Agustín para este etimología pudiera ser una
obra anónima, titulada Onomasticon. En cualquier caso, esta interpretación fue confirmada más
tarde por Jerónimo en su obra Liber interpretationum Hebraicorum nominum. La etimología de
“Jerusalén” se asocia a menudo en los escritos de Agustín con otras etimologías, como las de
“Sión” (speculatio, mirada, contemplación – algunos especialistas prefieren “colina desolada” o
“fortaleza”), “Israel” (“los que ven a Dios” – algunos especialistas prefieren “Dios es soberano”
o “Dios se manifiesta”). Y lo contrapuesto a este nombre, en De civitate Dei y en otros lugares,
es “Babilonia” (“confusión” – algunos especialistas prefieren “puerta santa” o “puerta de Dios”).
Jerusalén es la ciudad terrenal, que se encuentra en Israel (en. Ps. 105). Dios dijo a
Moisés y al pueblo judío, cuando salieron de la esclavitud en Egipto, que ocuparan la Tierra
Prometida, conquistándola a los jebuseos (en. Ps. 61). Así lo hicieron bajo el caudillaje de Josué.
En realidad, Jerusalén se hallaba tan bien fortificada, que resistió durante más de dos siglos a los
invasores israelitas (Jue 1,21; 19,10-12). Finalmente, bajo el reinado de David, Jerusalén fue
arrebatada a los amorreos, y se convirtió en la capital de Israel y en su centro religioso y
litúrgico. Salomón, hijo de David, edificó el templo en Jerusalén, que fue destruido durante el
destierro babilónico. Pero Jerusalén era también el lugar donde se dio muerte y se apedreó a los
profetas (en. Ps. 108; cf. Mt 23,37). Cristo padeció, sufrió la crucifixión, murió y resucitó de
entre los muertos en esa ciudad (en. Ps. 78). Finalmente, desde Jerusalén comenzó a predicarse
el evangelio de la penitencia y de la remisión de los pecados (s. 116; Lc 24,47).
La exégegis que hace Agustín de Jerusalén es ejemplo de allegoria sacramenti, uno de
los tres tipos de alegorías mencionados en De vera religione. Para Agustín, la realidad es
sacramental, un signo visible de algo que está más allá de él mismo, un signo visible de una
realidad invisible (en. Ps. 105). Agustín no contrapone el significado histórico al significado
sacramental. Sino que los encuentra armoniosos y a menudo piensa que una significación
sacramental depende de un significado histórico, siguiendo mucho en todo ello a su mentor,
Pablo (Gal 4,22.24). La Jerusalén terrenal es tal sacramento y, por eso, posee un significado
espiritual (s. 4). Jerusalén, como “visión de paz”, se refiere a una Jerusalén celestial, siendo la
terrenal una mera sombra de la celestial (Jo. ev. tr. 11.8; en. Ps. 119 y 121).
Agustín describe de varias maneras a la Jerusalén celestial. Ella es la “madre libre” de
todos los creyentes (Gal 4,26). Los miembros de la Jerusalén celestial son los ángeles buenos que
adoran a Dios cara a cara (en. Ps. 146), los hombres que murieron y que ahora están adorando a
Dios de la misma manera, y los que están predestinados, los que han sido llamados a reunirse
con ellos, y ahora están justificados, mientras viven todavía en esta tierra (en. Ps. 136; cf. Rom
8,30). Están redimidos por la sangre de Cristo (en. Ps. 64; cf. Ef 1,7; Col 1,14). Por tanto, la
Jerusalén celestial no sólo existe en el más allá, sino que es la Iglesia (en. Ps. 136) en todos sus
miembros, ya estén en el cielo o en la tierra. La Jerusalén celestial está integrada por todos los
que aman a Dios. El amor de Dios constituye a Jerusalén; el amor del mundo constituye a
Babilonia. La Jerusalén terrenal es también un símbolo de la ciudad de Dios (en. Ps. 124), una
ciudad de la que Cristo es rey (en. Ps. 36). Por ser una ciudad celestial, Jerusalén tiene también a
Cristo como su fundamento (en. Ps. 121). Jerusalén es el cuerpo de Cristo (en. Ps. 127). Por ser
la congregación de los que son salvos, Jerusalén afirma que Abel es su primer ciudadano, aunque
la ciudad fue edificada mucho más tarde. Ahora bien, en la tierra tenemos una ecclesia permixta
(en. Ps. 136). Algunos ciudadanos de Babilonia administran Jerusalén (en. Ps. 61). Los
ciudadanos de Jerusalén tienen que tolerar esta situación de cautivos, como los judíos toleraron
su propia cautividad babilónica. Al igual que los antiguos judíos, la Iglesia aguarda la liberación,
siendo un signo de ella el regreso a Jerusalén. Tan sólo al final de los tiempos, los ciudadanos de
Jerusalén serán separados de los ciudadanos de Babilonia (en. Ps. 64). Jerusalén no se halla
ahora enteramente cautiva, ya que los ángeles adoran a Dios cara a cara. El templo de Jerusalén
representa el cuerpo de Cristo (en. Ps. 74). Jerusalén es un signo de inmortalidad (en. Ps.
88.10.2; cf. Lc 10,29-37 y la interpretación que hace Agustín del buen samaritano). Para llegar a
ser miembro de la Jerusalén celestial hay que renunciar a este mundo, al igual que los judíos no
pudieron recibir la Tierra Prometida hasta que hubieron abandonado Egipto (en. Ps. 113). La
paz, la tranquilidad y el reposo son elementos constitutivos de esta ciudad celestial (en. Ps. 121 y
124; s. 268). Jerusalén es el pináculo de la ascensión a Dios (en. Ps. 125). Es nuestra patria (s.
16A; cf. Plotino, enn. 1.6.8).
–› Civitate Dei, De
BIBLIOGRAFÍA
E. Lamirande, L’Eglise celeste selon saint Augustin (Paris, 1963); J. van Oort, Jerusalem and
Babylon: A Study into Augustine’s “City of God” and the Sources of His Doctrine of the Two
Cities (Leiden, 1991).
FREDERICK VAN FLETEREN

Jesucristo (Jesús el Cristo). La cristología de Agustín (su idea acerca de Jesucristo) ha sido
tema de amplios y continuados diálogos, especialmente durante el siglo XX. Agustín no escribió
un tratado único y sistemático sobre esta materia, y los especialistas señalan que su comprensión
de la persona y de la obra de Cristo se desarrolló y cambió, especialmente durante sus primeros
años como cristiano bautizado y como sacerdote. Algunos han creído encontrar en él una
sorprendente falta de énfasis en Cristo, por centrarse más en la aprehensión directa de Dios por el
alma. Sin embargo, hay acuerdo universal en que Agustín afirmó a Cristo como la singularísima
encarnación del Verbo de Dios en Jesús, haciéndolo así, según parece, en el pensamiento de sus
primeros tiempo, y haciéndolo así, con toda certeza, en su período de madurez.
A pesar de que hay puntos que se prestan a incertidumbre y debate, algunas posturas en la
cristología de Agustín están claras: Agustín vio, probablemente desde el tiempo de su conversión
(aunque posiblemente más tarde) que Cristo era el singular Mediador entre Dios y el mundo,
plenamente humano y plenamente divino – la Persona misma de la verdad (conf. 7.19.25). Llegó
a esta manera de ver las cosas, no sin pasar por luchas juveniles. Durante nueve años, desde sus
estudios en Cartago, había sostenido la opinión de que Cristo era un ser enteramente espiritual y
que no era, en modo alguno, verdaderamente humano (Docetismo), y desde luego que no había
nacido de una virgen humana (5.10.20). La secta maniquea le había enseñado estas cosas. Más
tarde, después de leer a los filósofos neoplatónicos (Plotino y posiblemente Porfirio), Agustín
sacó la conclusión de que Jesús era en efecto el sabio neoplatónico ideal; que él no era un ser
divino, sino un ser humano que participaba plenamente de la Sabiduría divina. Tal idea,
comprendió Agustín “algo más tarde”, era la postura de Fotino, obispo de Sirmio (344-351),
considerada herética por la Iglesia Católica (7.19.25).
En algún momento, probablemente antes de su conversión (verano del año 386) y de su
bautismo (Pascua del año 387), Agustín se apartó del Fotinianismo y afirmó que el Verbo
inmutable y eterno de Dios estaba plenamente unido con un hombre mudable y mortal, una unión
que al parecer era inconcebible – ¡pero la inmutable Escritura lo declaraba así! (7.19.25). A lo
largo de los años Agustín fue empleando diferentes imágenes para expresar esta admirable
unidad de lo eterno y de lo mortal en Cristo. Habló de la humildad de Dios al efectuar tal
encarnación (por ejemplo, Trin. 4.2.4). Nuevamente, habló algunas veces de Jesús como de un
ser humano que se hallaba bajo la gracia predestinadora, elegido especialmente para ser el Cristo
(praed. sanct. 15.31). A veces adoptó un modelo tomado de los neoplatónicos, que hablaban de
la unión “substancial” del alma humana y del cuerpo humano en un solo hombre; sin embargo,
¡el alma es espiritual y el cuerpo es carnal! De manera semejante, decía Agustín, Dios el Verbo
divino y el humano Jesús son una sola unión substancial en la encarnación (ench. 11.36).

Cristo y la salvación
Las reflexiones de Agustín sobre la unión del Verbo y del ser humano en Cristo no eran
reflexiones meramente teóricas, ni mucho menos. Él vio la encarnación desde una perspectiva
práctica, es decir, como la singularísima iniciativa de Dios para la salvación humana. El
considerar la encarnación no era únicamente reflexionar filosóficamente sino también
estremecerse de temor al ponderar las relaciones de uno mismo con Dios (conf. 7.21.27). Agustín
contempla retrospectivamente su conversión y declara que únicamente cuando “yo me abracé al
Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, [fui capaz] de adquirir fuerzas para
disfrutar de ti [¡oh Dios!]” (7.18.24). Así, pues, el Mediador rectamente concebido, divino y
humano, era el Mediador salvador para él, que era un espíritu profundamente turbado con riesgo
para su alma (5.9.16). El conocer verdaderamente la encarnación, sin tener en cuenta para nada
modelos especulativos, es conocer la propia salvación y vivir dentro de un nuevo conjunto de
relaciones espirituales. Por tanto, Cristo encarnado es característicamente salvador y redentor.
El Salvador como Maestro
La idea más antigua de Agustín acerca de la obra de Cristo como salvador era la de su
actividad como maestro y ejemplo. No es simplemente la labor de un sabio neoplatónico que
enseña, porque, en sus primerísimos escritos como convertido, Agustín señala el acto especial
del Dios uno y único para iluminar a la humanidad perdida e ignorante: el que “el altísimo Dios
haga descender y someta la autoridad del entendimiento divino enteramente a un mismísimo
cuerpo humano” (es decir, la encarnación) incita, persuade y encamina “las almas cegadas por
múltiples tinieblas de error” (c. Acad. 3.19.42 [386]). Por tanto, la salvación por la enseñanza y
el ejemplo tiene el especial poder de la divinidad de Dios que desciende y viene a estar entre la
gente – un “maestro” absolutamente único. Si el filósofo Platón, afirma Agustín, hubiera previsto
una persona tan “grande y divina” como Cristo, capaz de “persuadir a los pueblos” para que
creyeran en una verdad ideal, entonces le habría esperado “con el máximo amor y autoridad para
convertir al género humano a tan bien fundada fe” (vera rel. 3.3-4). Aunque había también otros
elementos en su comprensión de la obra salvífica de Cristo, Agustín no atenuó nunca su énfasis
en Jesús como maestro y ejemplo. No, sino que esta idea llegó, con él, a hacerse sólo más rica y
profunda, incluso durante sus primeros diez años (387-397) como cristiano bautizado.
Durante este tiempo Agustín desarrolló de tres maneras su concepción de la obra de Jesús
como maestro (McWilliam 1984). En primer lugar, cuando llegó a ver la muerte y el temor de la
muerte como un castigo universal por el pecado de Adán (Gn. adv. Man. 2.21.32 [389]), el
acontecimiento de la muerte de Cristo se convirtió para Agustín en un modelo de valentía (vera
rel. 3.3; 16.31 [391]). Asimismo, tal temor de la muerte conduce a la humanidad a caer en el
orgullo (superbia, autonomía arrogante), a causa de la angustiosa inseguridad; pero la muerte de
Cristo enseña humildad (mus. 6.4.7 [389]). En segundo lugar, ordenado ya sacerdote, Agustín se
enfrentó más directamente con el hábito asentado del pecado, “costumbre carnal”, mezcla de
temor y orgullo con aguda distracción de adoptar resoluciones y con vacilación de la voluntad
(duab. an. 13.19). Aquí Agustín se hace eco de Pablo, que declara “que no hacemos lo que
queremos [hacer]” (c. Fort. 22; cf. Rom 7,19 [392]). En respuesta, la obra de Cristo tiene un
efecto interno y psicológico cada vez mayor. “[Cristo], con su nacimiento y sus acciones
admirables, ganó el amor, y con su muerte y resurrección desterró el temor” (util. cred. 15.33
[391]) (la cursiva es nuestra). En tercer lugar, ya para el año 394, la distracción egoísta habitual
había evolucionado convirtiéndose en la ideade un conjunto de deseos desordenados ¡tan
implantados en la humanidad, que más que hábitos arraigados son ya como una segunda
naturaleza! – “hasta tal punto que lo que fue voluntario en [Adán – su elección de pecar – ] ha
llegado a ser natural en nosotros” (c. Adim. 21.3). Ahora el impacto de la enseñanza de Cristo es
que “somos curados de esos deseos mortales mediante la fe en la cruz del Señor, por la cual cruz
la muerte quedó colgada del madero” (21.3). Así como la cruz venció a la muerte, así también
nuestra fe en ella cura nuestro caos de deseos. Lo que se hallaba implícito en su primera
concepción de Cristo como maestro y ejemplo, un impacto interior sobre la mente y la voluntad,
fue enfocándose cada vez más hacia desesperados conflictos con la volición humana. Los
sufrimientos agudos de Cristo y su victoria responden a agonías humanas más profundamente
comprendidas.

El Salvador como Redentor


En el período de los seis años que siguieron a su conversión, Agustín comenzó a hablar
de Cristo como redentor (alguien que “vuelve a comprar” lo que se había perdido) y, en
particular, como rescate (“precio”) ofrecido al diablo. Aunque Agustín utiliza el lenguaje de
pagar por algo, el nervio de su argumento se refiere a la justicia. La humanidad injusta y errante
se encontraba desde hacía mucho tiempo en poder del mal (el diablo) por haber consentido
libremente en hacer el mal. El poder del mal dominaba justamente a la humanidad “hasta que él
[el diablo] dio muerte al Único Hombre justo [Cristo], en quien él no pudo señalar nada que
mereciera la muerte” (lib. arb. 3.10.31). Según el Derecho Romano, un falso acusador se hacía,
él mismo, culpable; así fue como el diablo perdió su condición de torturador. Toda la humanidad,
creyendo en Cristo, el justo que fue muerto, e identificándose con Él, puede encontrar en Él la
restauración en la vida eterna. Cristo entró en los dominios del mal y quebrantó el poder del
mismo.
Más tarde Agustín preguntaba por qué Dios no derrotó simplemente de manera
omnímoda, con su propio gran poder, el poder del diablo – en vez de hacerlo por medio de la
justicia de Dios en el caso de alguien que sufrió siendo inocente. La respuesta es que el poder
omnímodo es el método de acción del diablo, un método al que Dios no quiso recurrir en este
caso, posiblemente porque Dios no quiso que su acción se asemejara de alguna manera a la
forma en que actuaba el mal (Trin. 13.13.17).
Sacerdote y sacrificio
Además de considerarle como maestro y redentor, Agustín habló de la obra de Cristo
como del ofrecimiento de un sacrificio por nuestro Verdadero Sacerdote, que era a su vez la
Víctima sacrificial. Ya un año después de su ordenación sacerdotal (392), Agustín habla de
Cristo “que se ofreció a sí mismo como sacrificio en lugar de todos los sacrificios” (en. Ps. 2.7).
Unos cuantos años más tarde, en las Confesiones (397-400), Agustín dice de su madre Mónica:
“Ella sabía que [en tu altar] se inmola la Víctima santa, con cuya sangre fue borrada la escritura
que había contra nosotros” (9.13.36). El otro sacramento primordial de la Iglesia, el bautismo,
aparece en una imagen distinta del ofrecimiento sacrificial de Cristo: Él es nuestro caudillo, que
nos libera de las cargas y penalidades de Egipto, “y que, cuando escapamos, nuestros pecados,
que nos persiguen, son sepultados por [las aguas de] el sacramento del bautismo”, de la misma
manera que el ejército de Faraón fue anegado por las aguas (div. qu. 61.2).
Agustín empleó también la idea de una deuda que teníamos para con Dios, idea que él
relacionó íntimamente con el tema del sacrificio de Cristo. Cuando escribió a Simpliciano (396),
comentando los capítulos 7 y 9 de la Carta a los Romanos, dice que “toda la humanidad... es una
masa de pecado, que tiene la deuda de recibir el castigo impuesto por la suprema justicia divina”
(Simpl. 1.2.16). Y, no obstante, “tú estás muerto a los castigos de la ley gracias al cuerpo de
Cristo, por medio del cual son perdonados los pecados que nos hacían reos de ser castigados por
la ley” (1.1.17). Y en aquel mismo año escribe Agustín: “[Cristo] murió por nuestros pecados,
asumidos en su carne para sufrir nuestro castigo” (c. Faust. 14.6). Algunos han debatido acerca
de si, en el uso que Agustín hace de la “deuda” y del “castigo”, se anticipa a Anselmo de
Canterbury (1033-1109), quien afirmaba que la humanidad tenía una deuda infinita para con el
honor de Dios, una deuda que sólo Cristo, el Dios hecho hombre, podía pagar (Anselmo, ¿Por
qué Dios se hizo hombre?, libro 2, capítulo 6). Ya en el año 395 Agustín había dicho que cierta
reparación de las cosas mal hechas es necesaria en el mundo, “para que la belleza de la creación
no quede mancillada” (lib. arb. 3.15.44). A su vez, un año más tarde afirma que ningún acreedor
hace mal “cuando desea [simplemente] perdonar lo que se le debe” (Simpl. 1.2.16). Sin embargo,
esta última afirmación aparece en un contexto que cita en seguida los acontecimientos fructíferos
de la muerte de Cristo (1.2.14), como si Dios, al venir y sufrir en Cristo, decretara la propia
libertad de Dios para perdonar.
Entonces el pensamiento de Agustín acerca de la obra de Cristo ¿tiende hacia una
transacción interior dentro de Dios mismo, y se aleja del mundo de la humanidad y del mal?
Algunos especialistas sugieren, más bien, una mezcla de temas, una obra de Cristo con impacto
1) en la humanidad, 2) en el poder del mal, y 3) en Dios, como vemos que sucede en las
Confesiones: “El verdadero Mediador... a quien tú enviaste... para que aprendieran humildad... ,
el hombre Cristo Jesús apareció,... mortal con la humanidad, justo con Dios, para que... despojara
a la muerte, una muerte que Él quiso compartir con los hombres... Somo salvados por la fe en
su... pasión... Por nosotros, ante ti, [¡oh Dios!], Él es Vencedor y Víctima... Por nosotros, ante ti,
Él es sacerdote y sacrificio... Él, tu Hijo unigénito, me redimió con su sangre” (10.43.68-70).
Para Agustín, Cristo – además de todo lo que se ha dicho antes – hace también de
salvador al desempeñar su oficio como Cabeza de la Iglesia, a la que Él impulsa hacia el final de
la historia, marcado por Dios, la ciudad de Dios (véase infra).
La controversia del siglo XX
Desde fines del siglo XIX, algunas opiniones de especialistas sobre la cristología de
Agustín comenzaron a cuestionar su ortodoxia, especialmente durante sus primeros años de
convertido. Estas dudas comenzaron con una cuestión suscitada por A. von Harnack, protestante
alemán e historiador de la doctrina, quien se sentía un profundo admirador de Agustín. En el año
1888 propuso la idea de que la conversión de Agustín (386) había sido intelectual y gradual,
sugerida – al parecer – por sus primeros diálogos, mientras que las Confesiones, escritas más
tarde, describían una sumisión espiritual y moral a Cristo como Mediador en y por medio de la
Iglesia Católica (Harnack 1913, 140-141, 166-167). Esta propuesta desencadenó durante algunas
décadas un debate sobre si el joven Agustín se convirtió al cristianismismo, especialmente a la fe
en la encarnación de Cristo, o en realidad se convirtió al Neoplatonismo, y sólo a lo largo de los
años fue adoptando creencias cristianas, tomándolas de la tradición de la Iglesia. A quienes
siguieron la sugerencia de Harnack, llegó a llamárselos “revisionistas” o “críticos”; a los que
defendían la autenticidad cristiana de la conversión de Agustín, se los llamó “tradicionalistas”.
Uno de los primeros proponentes de la idea “tradicionalista” fue E. Portalié (1902). Aducía
numerosas citas tomadas de los diálogos, con el fin de demostrar que Agustín fue incluso
entonces un cristiano creyente (Portalié 1960, 16-19).
Un giro importante en el debate se produjo con la obra de P. Courcelle (1950), quien
opinaba que las dos partes que se oponían tajantemente, se basaban sobre todo en presupuestos y
preferencias doctrinales (Courcelle 1950, 7-12). Haciendo cuidadosas comparaciones lingüísticas
entre los pasajes pertinentes, él trató de demostrar que el Agustín del año 386, a pesar de estar
imbuido de Neoplatonismo, podía muy bien haber afirmado específicamente la doctrina de la
encarnación de Cristo, esencial según declaran las Confesiones (7.18.24), y esencial también
como parecen confirmar incluso los diálogos (por ejemplo, c. Acad. 3.19.42). En efecto, él
propuso cierta combinación de elementos cristianos y neoplatónicos en las ideas que Agustín
tenía en su conversión.
La controversia y la persona de Cristo
Los revisionistas habían sostenido que el Agustín recién convertido no afirmaba la
naturaleza plenamente divina y plenamente humana de Jesucristo. Juzgaban que su
“Fotinianismo” (o doctrina humanística acerca de Cristo) había continuado posiblemente durante
unos cuantos años, hasta bastante después de su conversión. Courcelle propugnó la otra opción, a
saber, que esta fase duró tan sólo unas pocas semanas o meses; que Agustín, ya en tiempo de sus
diálogos, había abandonado su concepción humanística de Jesús y confesaba ya la encarnación
del Verbo divino en Cristo.
Pero, así y todo, continuó la discusión acerca de cómo entendía Agustín la unión de la
naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona de Cristo, en el caso de que él
aceptara tal unión. Harnack, por ejemplo, reconocía de buena gana que Agustín, a la larga, llegó
a afirmar la encarnación en Jesús, como lo demuestran muchas obras posteriores. Al mismo
tiempo, Harnack favorecía aquellos pasajes que acentúan al HOMBRE-Dios más bien que al
DIOS-hombre, manteniendo que la persona humana subjetiva de Jesús era central para la unión,
en vez de serlo la Persona divina del Verbo. El profundísimo interés de Agustín hacia la
cristología, afirmaba Harnack, se centraba en el alma humana de Jesús, porque él había
rechazado enérgicamente el Apolinarismo (la doctrina de que Jesús no tenía ninguna mente-alma
humana ordinaria) (Harnack 1898, 5, 128). Si está centrada en lo humano, entonces la unidad de
la persona de Cristo reside en la singularísima receptividad de la mente y alma de Jesús a la
unión del Verbo con él. Desde luego, esta receptividad de Jesús fue, con seguridad, una obra del
don divino de gracia que le eligió. Sin embargo, la gracia que movía a Jesús era del mismo orden
que la gracia que mueve a la voluntad de cualquier hombre a amar a Dios. Harnack cita incluso
una obra tardía de Agustín: “Los hombres entenderán que son justificados de los pecados por
medio de la misma gracia por la cual Cristo fue hecho hombre incapaz en absoluto de pecar”
(ench. 11.36, la cursiva es nuestra). Tal énfasis en la subjetividad de Cristo indujo a Portalié
(1960, 155) a considerar como nestoriana (que no afirmaba la unidad de lo humano y de lo
divino en Cristo) la lectura que Harnack hacía de Agustín. Otros revisionistas (por ejemplo,
Dorner s.a., 3, 79) pensaron que Agustín parecía docetista (que no atribuía a Cristo una
naturaleza y una voluntad plenamente humanas).
Por otro lado, hay especialistas que han señalado pasajes en los que Agustín acentúa al
DIOS-hombre, siendo la persona de Cristo la Persona misma del Verbo (la segunda persona de la
Trinidad). “Él no tiene precisamente el don de la sabiduría, sino que es la Sabiduría misma en
Persona” (agon. 20.22). En este caso, el Mediador, hablando en sentido estricto, es – como tal –
hombre, un hombre que hace que el Verbo sea accesible. “Porque en tanto es Mediador en
cuanto es Hombre; pues en cuanto Verbo no puede ser intermediario por ser igual a Dios, Dios
en Dios y juntamente con él un solo Dios” (conf. 10.43.68). Por tanto, la persona de Cristo es la
Persona del Verbo eterno, que asumió para sí una naturaleza pleamente humana. En este caso, la
historia de Cristo, para Agustín, no trata primerísimamente del movimiento de un sujeto humano,
sino de la acción del Verbo de Dios; es decir, la realización de la encarnación no es el acto de la
receptividad de Jesús (sin que importe hasta qué punto fue un don de gracia), sino el acto de
autohumillación de Dios-el-Verbo que asume una humanidad. Portalié, desde luego, se opuso a
Harnack, citando otras declaraciones que dan prioridad a la persona del Verbo divino: “Nosotros
afirmamos que el Hijo de Dios sufrió y murió en la humanidad que él llevaba” (agon. 23.25, la
cursiva es nuestra). Aquí, claramente, el centro de la persona es el Verbo divino (Hijo de Dios),
no el alma de Jesús. Otro enfoque que Agustín hace repetidas veces de la unión de lo divino y de
lo humano en Cristo, da prioridad claramente a la Persona del Verbo: la denominada unión
substancial de las dos naturalezas (véase supra). En tal modelo el Verbo es claramente el sujeto
que rige sobre el hombre, exactamente igual que el alma humana, por analogía, rige el cuerpo.
Harnack conocía este modelo en Agustín, pero se negó a reconocerlo: “Es absolutamente
inadecuado. Agustín lo tomó de la antigüedad sin comprender que, en realidad, se hallaba en
conflicto con su propia concepción”. De este modo Harnack desvela audazmente cuáles son los
textos que él prefiere entre los textos de Agustín (1898, 5, 129 n. 1). Otra analogía más de la
encarnación, que concede prioridad al Verbo es una analogía lingüística: “Así como, cuando
hablamos, ... la palabra que llevamos en el corazón se hace sonido y es denominada lenguaje...:
así también el Verbo de Dios, sin alteración, se hizo carne a fin de poder morar entre nosotros”
(doc. Chr. 1.13). Aquí, la palabra interna personal de un individuo asume un sonido como
lenguaje a fin de llegar a la mente de otro individuo; de la misma manera el Verso asumió la
carne para comunicarse con todas las mentes humanas.
La misma tensión entre el HOMBRE-Dios y el DIOS-hombre estimuló el diálogo del
siglo XX acerca de la frecuente descripción agustiniana de Jesús como “el hombre asumido” o
“tomado” por el Verbo (homo assumptus o susceptus). Tanto en sus primeras obras como en sus
obras más tardías, Agustín habla del “Verbo por el cual el hombre fue asumido” (por ejemplo, s.
214.6). Los revisionistas preguntaban si este uso sugiere una simple unidad moral entre lo
humano y lo divino, semejante en su género a cualquier persona sabia dedicada a Dios. Por otro
lado, Agustín declara que el hombre Jesús nunca existió para sí mismo, a fin de ceder más tarde
por elección al Verbo; lejos de eso, desde el instante de su concepción el Verbo lo asumió en
unidad (ench. 11.36). Agustín tampoco quiere oír a quienes dicen que Jesús “estaba unido a la
Sabiduría eterna de la misma manera que lo están aquellos ... que son humanamente perfectos
como personas sabias” (agon. 20.22). Sin embargo, algunos han afirmado que la concesión
agustiniana del homo assumptus permitía un reconocimiento más libre del pleno ser humano en
la encarnación y de la gracia que lo eligió.
En la primera obra general sobre la cristología de Agustín durante más de cincuenta años,
T. van Bavel reconocía en Agustín una unión por gracia, pero también una unión substancial, y
se sintió movido a moderar las partes opuestas. Lo hizo señalando en Agustín una unidad de
persona en Cristo que podía abarcar los énfasis HOMBRE-Dios y DIOS-hombre. Hace notar que
el primer uso del término “persona” en Agustín tuvo lugar en los años 394-395, unos ocho años
después de su conversión (van Bavel 1954, 13-14). Van Bavel encuentra en este uso la
designación de la segunda persona de la Trinidad y una persona como una máscara de las que se
llevan en el teatro (ex. Gal. 27), sugiriendo la primera la acción de “asumir” por parte del Verbo,
y la segunda, la persona “receptiva”, que lleva la persona. El término persona no había llegado
aún a significar un “individuo racional que subsiste”, un desarrollo al que Agustín contribuirá.
En realidad, él hablará más tarde (en la Navidad de 411-412) de Cristo como divino y humano,
“no por confusión de naturaleza[s], sino por unidad de persona” (s. 186.1), anticipándose en
veinte años al Concilio de Éfeso. La dificultad para expresar la unidad de Cristo se debe en parte
en las claras declaraciones conciliares de su plena divinidad (Nicea, 325) y de su plena
humanidad (Constantinopla, 381), mientras que la época de Agustín esperaba todavía la clara
insistencia de Éfeso en la unidad de persona (431). Sin embargo, tal unidad estaba clara en la
mente y en la intención de Agustín, aunque lo de HOMBRE-Dios y DIOS-hombre seguía
estando un poco en tensión en su pensamiento. Él podía hablar en términos equivalentes a la
communicatio idiomatum (“intercambio de propiedades”) del Oriente. (La naturaleza humana y
la naturaleza divina se hallan tan profundamente unidas, que cada una asume las características
de la otra; la humana llega a estar exaltada; la divina es capaz de sufrir.) Desde luego, una vez
que él había propuesto la distinción clara entre la naturaleza divina y la naturaleza humana,
entonces empleó libremente un lenguaje pasmoso para afirmar la paradójica unidad de persona
que había entre las dos naturalezas, por ejemplo, “Dios crucificado”, “la muerte de Dios”, “El
Creador ... creado”, “Dios ... nacido” (Trin. 1.13.28; c. Faust. 26.6; s. 192.1.1; c. Max. 1.7).
Ofrecía un criterio simple: “La forma de un siervo [la naturaleza humana] debe distinguirse [de
la naturaleza divina], pero no debe separarse y alienarse y ser constituida en otra persona (s.
47.11.20).
La controversia y la obra de Cristo
No es sorprendente que los modernos revisionistas acentuarancomo la esencia de la obra
de Cristo, según el pensamiento de Agustín, las cualidades morales y espirituales de Cristo y el
impacto de las mismas en los creyentes. Harnack sostenía que, en Agustín, el bien de la
encarnación consistía en probar el amor de Dios hacia los hombres, en enseñar humildad y en
hacer que se entendiera la verdad eterna (1898, 5, 131). Harnack se negaba en absoluto a
considerar que la “obra” de Cristo era parte de las “concepciones fundamentales” de Agustín,
desechando el tema en una nota al pie de página juntamente con “la redención [que rescataba]
del poder del diablo”, “el sacrificio” y “la eliminación del pecado original por la muerte [de
Cristo]”: temas que él señalaba de paso (5, 131 n. 2). Nuevamente, en otra nota, relaciona
primariamente la muerte de Cristo con la abolición del diablo, y no tanto con lograr que Dios sea
propicio (204-205 n. 2). Portalié, en una reacción tradicionalista, expone de manera bien
documentada el carácter central del sacrificio sustitutorio en la cruz, sólo para admitir luego,
como consecuencia del mismo sacrificio, la liberación del poder del diablo (1960, 162-170).
Indica que la atracción revisionista hacia la derrota del diablo en Agustín pudiera haber sido
precisamente un medio de evitar la teoría sustitutoria que aparece en sus obras.
Después de tan agudo conflicto hacia el año 1900, la reflexión sobre la soteriología de
Agustín (sus ideas acerca de la labor salvífica de Cristo) se fueron moderando a lo largo del
siglo, aunque se mantuvieron algunos perfiles de la antigua controversia. Algunos especialistas
han seguido estudiando temas del sacrificio y de la muerte, recordando a los tradicionalistas,
mientras que otros han acentuado una imagen humana restaurada que asciende a un
conocimiento amante y participativo de Dios – con Cristo como el Camino hacia ese
conocimiento. Ven la encarnación como el medio cristiano hacia un final y una meta
neoplatónicos – especialmente claros en los primeros diálogos de Agustín. Algunos de estos
especialistas (como los revisionistas) mantienen también un interés en la derrota del diablo, la
cual es símbolo de la acción de Dios para derrocar las estructuras del mal. Por otro lado, los
especialistas que estudian los temas del sacrificio y de la muerte en la cruz han señalado la
creciente preocupación de Agustín por las malignas distracciones y distorsiones dentro de la
voluntad humana, que exigen una acción divina más penetrante a fin de entrar en tales
condiciones y curarlas (véase supra, tercera sección).
Estas continuadas alternativas – la más neoplatónica (participación) y la más ortodoxa
(propiciación) – se han centrado recientemente en estudio de las Confesiones. Algunos estudios
(por ejemplo, O’Connell 1969) han hablado en favor de un pecado preexistente (anterior al
nacimiento) o de una caída del alma humana, la cual descendía de un ámbito ideal a nuestra
existencia: una lectura sumamente neoplatónica de las Confesiones. En ese caso, Agustín
considera que la obra del Cristo encarnado consiste en enseñar y proclamar la verdad ideal, pero
de una manera simple y terrenal (como alimento para los pequeñuelos espirituales) a fin de
promover su crecimiento ascendente hacia la visión celestial (7.18.24A). Por otro lado, algunos
estudios (por ejemplo, Mallard 1944) encuentran en las Confesiones la caída adamítica bíblica,
es decir, el orgullo, con la respuesta de Dios en “el Jesús humilde”, que hace que la orgullosa
humanidad se abaje a la humildad y a la curación (7.18.24B). Una ulterior consideración hará ver
que en las Confesiones estas dos cosas no se excluyen mutuamente, sino que armonizan en una
rica mezcla: el amplio marco del fragmento presentará quizás una caída neoplatónica
acompañada por una obra de Cristo que alimenta al alma para que se eleve de nuevo a una visión
celestial. Sin embargo, si esa misma ascensión se tradujera en orgullo espiritual (como sucedía
con los neoplatónicos mismos – 7.9.13-15; 7.18.24–7.21.27), entonces la humilde obra de Dios
en la carne (24b) hace que el alma inflada descienda para lograr una renovación espiritual. La
Iglesia, con su vida ordenada y sus ocasiones, es de importancia decisiva para esto último, al
ofrecer los beneficios de la encarnación, crucifixión y resurrección, no sólo para una ascensión
espiritual interna, sino también para una peregrinación humilde y disciplinada con el pueblo de
Dios (según hace ver claramente la historia de Victorino, conf. 8.2.3-5).
Totus Christus, el Cristo total
La idea de la Iglesia como el marco absolutamente indispensable para el pensamiento
cristológico de Agustín puede esclarecer más sus pensamientos y moderar el debate acerca de los
mismos. La expresión de Agustín totus Christus (el Cristo total) se refiere a Cristo y a la Iglesia,
considerando a Cristo no sólo como la Cabeza sino también como el cuerpo total, que incluye a
sus miembros (Jo. ev. tr. 28.1). Cristo, en tal Iglesia, integra a los creyentes incorporándolos a sí
mismo. Y tan sólo en esta incorportación, Cristo es “total”. Sin embargo, él sigue siendo la
Cabeza singular y el singular Maestro de la Iglesia. Así como los modelos especulativos de
Agustín referentes a la persona de Cristo están vacíos, si se los considera aparte de la captación
activa que el individuo hace de la salvación, así también la obra salvífica de Cristo no es
inteligible, si se la separa de su actualización en la comunidad viviente, la Iglesia, el Cristo
“total”. Una fuente del pensamiento agustiniano sobre Cristo en la Iglesia y por medio de la
Iglesia son, inevitablemente, sus sermones, su instrucción pastoral, donde todos los asuntos
relativos a la salvación son cuestiones inmediatas y vitales. Los sermones, especialmente después
del año 410, presentan a menudo a Cristo como un “Cristo del intercambio”, es decir, como un
milagroso comercio de trueque en el que Cristo asume la condición humana para que la
humanidad pueda asumir la condición celestial. “El Hijo de Dios participó de la mortalidad para
que el hombre mortal participe de la divinidad” (en. Ps. 52.6). El resultado fue una profunda
identificación mutua entre Cristo y la comunidad en el “Cristo total”. Así enfocó Agustín el
concepto cristológico de la kenosis (“vaciamiento” – Flp 2,7: “Él se vació de sí mismo y tomó la
forma de un siervo”). Agustín entiende por ello una autohumillación del Verbo divino que llega
al mundo, no en majestad sino en pobreza, para que la debilidad humana no se sienta abrumada.
(Cf. conf. 7.18.24B: “[Vemos] a [nuestros] pies su divinidad, débil por haber participado de
nuestra túnica pelícea...”.) Sin embargo, a pesar de todo esto, la naturaleza divina del Verbo no
quedó alterada; sino que lo divino asume las condiciones de la vida humana. El intercambio es
tan íntimo, que Agustín puede declarar a su comunidad: “Vosotros le crucificasteis, le azotasteis,
... le coronasteis de espinas, ... le clavasteis en el madero ... ¡Este mismo [Señor] es Dios!” (en.
Ps. 99.15). No obstante, el resultado de esta humillación es la vida celestial del cuerpo mismo de
Cristo, la Iglesia, anticipando el poder resucitado. Agustín declara a un grupo de recién
bautizados que están a punto de recibir su primera comunión, mientras les señala hacia el pan y
la copa: “Allí estáis vosotros sobre la mesa, y allí estáis vosotros en el cáliz, porque sois uno solo
con nosotros” (s. 229). El intercambio se ha efectuado: él se hizo débil para que la humanidad
(con él) llegara a ser fuerte.
Aunque el “Cristo del intercambio” señala hacia el Verbo, en debilidad humana, que
llega a ser el “Cristo total”, sin embargo Agustín limita el papel de la naturaleza humana de
Cristo en el proceso real de divinizar a las almas humanas. En buena parte del Oriente (por
ejemplo, Atanasio en To Adelphi 4) la humanidad glorificada de Cristo actúa (no sin su
divinidad) para asimilar la vida humana creada y divinizarla. Para Agustín, por el contrario, el
propio cuerpo humano glorificado de Cristo está en el cielo (ep. 187.3.10), sirviendo de prenda e
instrumento de la resurrección corporal de sus adoradores, en el último día. Mientras tanto, el
Hijo humilde y divino proporciona acceso a él por vía de las Escrituras, los sacramentos, el
sacerdocio y la comunión santa mediante la obra del Espíritu, que continúa la gracia de la
encarnación. “Dios hace que nuestras almas vivan de nuevo por medio de Cristo, el Hijo de Dios
[su divina naturaleza]; y [también] nuestros cuerpos [en el último día] ... por medio del mismo
Cristo, Hijo de Hombre [su naturaleza humana]” (Jo. ev. tr. 19.15, la cursiva es nuestra). Cristo
efectúa su obra salvífica en sus miembros, no por la incorporación de los mismos al Verbo y a la
carne, sino enviando su Santo Espíritu amante para incorporarlos a su Verbo divino. A pesar de
que aquí se hace alguna distinción entre la divinidad y la humanidad de Cristo, el resultado es, no
obstante, una profunda incorporación de Cristo a su cuerpo eclesial: la Iglesia, en la Eucaristía,
es “un solo Cristo que se ama a sí mismo” (ep. Jo. 10.3). Los temas del “Cristo entero” y del
“Cristo del intercambio”, de Cristo que se vacía de sí mismo (kenosis) y que reúne y redime a su
cuerpo en todos sus miembros, favorecen el énfasis cristológico DIOS-hombre, más bien que el
del HOMBRE-Dios. En el marco pastoral y litúrgico, el sujeto activo que une, el “Yo” de la obra
y de la historia salvífica de Cristo, es el Verbo divino, no la subjetividad humana de Jesús.
Agustín presenta vívidamente a Dios actuando por la salvación de su pueblo en la humildad
amante de la encarnación. Dios entra íntimamente en la vida humana, sufre y redime. El dilema
obvio aquí es cómo Jesús, en cuanto Deidad, puede estar hambriento (Mc 11,12), ignorar cierta
información (Mc 13,32) y sufrir agonía (Lc 22,44), ¡y, sin embargo, seguir siendo Dios! Agustín
no puede sugerir separación alguna entre la naturaleza humana y la naturaleza divina para
facilitar la solución de este dilema (véase supra, el concepto de la “unidad de persona” en
Cristo). Por eso, él decide cualificar el sentido en que la plena divinidad, unida con la
humanidad, queda sometida a la agitación común. Los momentos de la debilidad humana de
Cristo – el hambre, la tristeza – eran reales, pero sólo por que él quiso voluntariamente tenerlos a
fin de instruir a quienes le rodeaban (en. Ps. 87.3). Su divinidad-humanidad, después de todo, no
quedaba sujeta a dificultades sufridas al azar, como le ocurre a la nuestra. “Habiéndose hecho el
Señor débil por ti, ... no te compares a Dios ... Tampoco te compares con el Hombre mediador”
(en. Ps. 29.4). Sin embargo, Cristo se identificó profundamente con su pueblo que sufría. En
respuesta al clamor de Jesús: “¡Oh Dios, Dios mío! ¿Por qué te has olvidado de mí?” (Sal 22,1;
cf. Mc 15,34), Agustín predica que Dios no pudo olvidarse de Cristo, porque él es Dios. Más
bien, Cristo pudo declararse a sí mismo olvidado, únicamente porque él estaba incluyendo en sí
mismo a su pueblo, “porque allí estábamos nosotros [en él] ... [nosotros,] la Iglesia, el Cuerpo de
Cristo; ... [y él] hizo que nuestros pecados fueran sus pecados...” (en. Ps. 21.2.3). Él realizó el
primer movimiento en su intercambio – el vaciarse a sí mismo – prometiendo el segundo
movimiento del gozo de la resurrección de su pueblo.
–› Cristología; Dios; Espíritu Santo; Gracia; Historia; Redención; Trinitate, De
BIBLIOGRAFÍA
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WILLIAM MALLARD

Johannis evangelium tractatus, In (Tratados sobre el Evangelio de San Juan). Aunque se


discute mucho la fecha de la composición de estos tratados, no cabe duda de que fueron escritos
entre los años 408 y 420. Son 124 tratados. Basándose en ep. 23A*, los tratados 55-124 sobre Jn
13-21 se han fechado en el año 419 (Berrouard 1993). Se está de acuerdo en que los tratados 1-
16 fueron predicados durante el invierno del año 406/407 (Jn 1-4), y en que los tratados 17-19 y
23-54 sobre Jn 5-12 lo fueron en el año 414 (BA 72, 18-46). Los tratados 20-22, muestran un
conocimiento del Arrianismo que depende del Sermo Arianorum, que fue pronunciado en el
otoño del año 419 (Berrouard 1983, 310).
Se discute sobre cómo habrá que clasificar los tratados 55-124, es decir, si fueron
predicados a una comunidad o fueron dictados (Trin. 15.27.48; Madec 1996, 64; Berrouard, BA
46B, 542-543). De hecho, hay diferencias de estilo y extensión entre los primeros cincuenta y
cuatro tratados y los últimos setenta. Como parte de la investigación necesaria para esclarecer el
problema, Berrouard traza un paralelo con los treinta y dos sermones sobre el salmo 118, que
fueron descritos por Agustín como sermones u homilías (en. Ps. 118 proemium), y que fueron
dictados con la intención de que pudieran servir para la predicación. Parece que ocurre lo mismo
con los tratados 55-124. Las diferencias entre el comentario sobre el Evangelio y el comentario
sobre el salmo 118 deben explicarse por la índole del texto que era examinado (BA 74B, 63-64),
no por los títulos que Agustín les da.
El término tractatus puede significar para Agustín lo mismo que sermón u homilía (ep.
224.2; en. Ps. praef.). En su calidad de comunicación verbal, ambos se ponen en contraste con
los libri (doc. Chr. 4.18.37; Doyle 1976-1977, 214). Por tanto, los tratados sobre Juan son
comunicaciones verbales, ya fueran predicados al pueblo, o ya fueran dictados (doc. Chr.
4.30.63). Estos comentarios tenían la intención de completar las explicaciones del Evangelio de
Juan y del salmo 118; ambos fueron reclamados insistentemente por otras personas.
El comentario sobre el Evangelio de Juan tiene un carácter marcadamente pastoral, al
reflexionar sobre el Evangelio del Verbo hecho carne, un pasaje que desempeñó un papel
importante en la conversión de Agustín (conf. 7.9.13-14: 8.2.3). El misterio de Cristo como
Verbo hecho carne era un misterio de humildad (tr. ev. Jo. 45.13). Sin embargo, “la dimensión
más importante para Agustín es hacer que los cristianos comprendan que Cristo es plenamente
Dios, lo mismo que es verdaderamente hombre” (Berrouard 1988, 22). Consciente del hecho de
que se necesitaba más que una simple afirmación de pertenecer a Cristo (tr. ev. Jo. 45.5),
Agustín predicaba la necesidad de imitar la humildad de Cristo (tr. ev. Jo. 45.5) y de ser partícipe
así de su resurrección (tr. ev. Jo. 19.9-10.13) actuando por amor a la justicia (tr. ev. Jo. 41.10).
–› Cánones de la Escritura; Predicación
BIBLIOGRAFÍA
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ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Joviniano (siglo IV). Joviniano era un monje que vivía en Roma a fines del siglo IV y que se
oponía a la doctrina ortodoxa predominante de que los actos ascéticos conseguían méritos
especiales ante Dios. Joviniano acentuaba especialmente la igualdad entre el celibato y la vida de
casado, aunque discutía también el ayuno ascético. A Joviniano se opuso ferozmente Jerónimo,
cuya obra Adversus Jovinianum fue considerada por muchos cristianos como excesiva en la
denuncia que hacía del matrimonio. A principios de la década de los años 390, unos sínodos
celebrados en Roma bajo el papa Siricio y en Milán bajo Ambrosio condenaron las opiniones de
Joviniano. Siguió en el año 398 un edicto imperial que decretaba la pena de azotes y de destierro
para Joviniano y sus seguidores (CT 16.5.53). A pesar de estas medidas, las ideas de Joviniano
siguieron difundiéndose durante el siglo V, cuando se opusieron a ellas Agustín, Pelagio y otros
diversos maestros de ascética.
Según Jerónimo, Joviniano sintetizaba sus posturas en las cuatro tesis siguientes
(Adversus Jovinianum 1.3):
1. Las vírgenes, viudas y mujeres casadas, que fueron lavadas una vez en Cristo, poseen
el mismo mérito, si no se diferencian en otras obras.
2. Los que han nacido de nuevo en el bautismo con plena fe, no pueden ser vencidos por
el diablo.
3. No hay diferencia entre el abstenerse de alimentos y el aceptarlos con acción de
gracias.
4. Hay una sola recompensa en el reino de los cielos para todos aquellos que han
preservado su bautismo.
El principio teológico clave en el sistema de Joviniano era la eficacia del bautismo. Él
acentuaba intensamente que el bautismo creaba una comunidad redimida en la que las
consideraciones del mérito ascético eran irrelevantes. Contra maestros ascéticos como Jerónimo
y Ambrosio, que exaltaban a los cristianos célibes como “esposas de Cristo”, Joviniano afirmaba
que la Escritura describe a la verdadera esposa virgen de Cristo como la Iglesia entera integrada
por los cristianos creyentes, no como una clase selecta de ascetas (Adversus Jovinianum 1.37;
2.19 y 30).
Se sabe también que Joviniano rechazó la doctrina de la virginitas de María in partu, es
decir, la idea de que María permaneció físicamente intacta durante el nacimiento de Jesús.
Aunque este punto no era mencionado por Jerónimo o por Siricio, fue señalado por Ambrosio,
uno de los más antiguos defensores de esta doctrina en Occidente. Según Ambrosio, Joviniano
enseñaba que María “concibió como virgen pero que no dio a luz como virgen” (ep. 42.4.
Agustín explicaba que Joviniano negaba la virginidad de María in partu porque esto significaría
que Jesús no tuvo un nacimiento normal y humano. Tal cosa, afirmaba Joviniano, implicaría una
cristología maniquea y docetista, según la cual Jesús era una simple imagen fantasmal y no un
ser verdaderamente humano (c. Jul. 2.2.4).
Varias fuentes antiguas sugieren que la fuerza de los argumentos de Joviniano residía en
su abundante uso de la Escritura (Siricio, ep. 2.2.3; Vicente de Lérins, Commonitorium 35). Gran
parte de la extensa respuesta de Jerónimo a Joviniano se ocupa de las numerosas citas bíblicas
aducidas por Joviniano. Por ejemplo, Joviniano acentuaba especialmente la bondad del
matrimonio, tal como se halla atestiguada en el Antiguo Testamento (Gn 1,28; 2,24; 9,1) y está
confirmada por Cristo (Mt 19,5). Citaba la aprobación dada por Pablo al matrimonio en 1 Cor 7
y en las Cartas Pastorales (Adversus Jovinianum 1.5). Joviniano recurría también al hecho de que
Pedro y otros primeros apóstoles fueran casados y que nombraran a hombres casados para
desempeñar las funciones de obispos, sacerdotes y diáconos (1.26.34). Joviniano desarrollaba
argumentos parecidos con respecto al ayuno ascético. Citaba las Cartas Pastorales, por ejemplo,
señalando que “nada debe ser rechazado, si se recibe con acción de gracias” (1 Tim 4,4, citado en
Adversus Jovinianum 2.5).
Parece que las doctrinas de Joviniano tocaron un nervio sensible en el cristianismo
occidental. Sus ideas resultarían atractivas para quienes temían la influencia de movimientos
ascéticos radicales, como el Maniqueismo y el Priscilianismo. Su oposición a cualquier forma de
elitismo ascético tenía atractivo para la gran mayoría de cristianos que vivían vida ordinaria.
Agustín informa que hubo incluso vírgenes consagradas y monjes que fueron convencidos por
Joviniano para que abandonaran el celibato y contrajeran matrimonio (haer. 82). El continuado
éxito de las doctrinas de Joviniano fue lo que indijo a Agustín, en el año 401, a escribir sus
propios tratados De bono conjugali y De sancta virginitate (retr. 2.22). En estas obras Agustín
trató de defender la superioridad del celibato sobre el matrimonio (contra Joviniano), al mismo
tiempo que afirmaba la genuina bondad del matrimonio (contra los maniqueos y otros ascetas
cristianos).
–› Jerónimo; Matrimonio
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DAVID G. HUNTER
Juan Casiano –› Casiano, Juan
Judíos y Judaísmo
Principales escritos
Agustín dedicó señaladamente pocos escritos a tratar específicamente de la cuestión de
los judíos y del judaísmo, en comparación con otros grupos religiosos que vivían en su tiempo.
Escribió a menudo acerca de ellos en sentido metafórico, como un símbolo de grupos heréticos.
Raveaux sugiere que el uso del término “judío” en Contra Faustum Manicheum podría haberse
hecho también para referirse a los maniqueos, y que el término “judío” en la carta 196 a Ascello
es siemplemente una designación de los pelagianos. Algunos especialistas, como L. Ginzberg,
afirman que las enseñanzas de Agustín carecían de originalidad. Sin embargo, sus escritos acerca
de los judíos influyeron en siglos sucesivos de escritos cristianos occidentales.
Al determinar qué escritos compuso Agustín específicamente acerca de los judíos,
Posidio enumeró cuatro obras como dirigidas contra los judíos (Indiculum, ed. A. Wilmart, MA,
2, 164). Los especialistas modernos han determinado que tan sólo dos de esas obras son
auténticas: la carta 196 y Adversus Judaeos. No obstante, cualquier estudio del desarrollo del
pensamiento de Agustín sobre el judaísmo debe centrarse en dos campos de los escritos de
Agustín. El primero serían sus comentarios bíblicos, algunos sermones y obras sobre
hermenéutica bíblica. Las Enarrationes in Psalmos tienen muchas referencias a los judíos, el
judaísmo y la sinagoga. Contienen también el más extenso estudio de Agustín sobre la idea de
los judíos como un “pueblo testigo” que confirma la verdad de la fe cristiana. Entre los escritos
homiléticos de Agustín, el texto más significativo es Adversus Judaeos (PL 42, 51-64). El sermo
91 (PL 38, 567-571) demuestra en contra de los judíos la validez de la afirmación de Jesús de
que él era el Mesías. Un sermón sobre la parábola del hijo pródigo (s. 112A = s. Caillau 2.11 con
el texto paralelo de Quaestiones evangeliorum, PL 35, 1344-1348) presenta un estudio
sumamente irénico y comprensivo de las relaciones del pueblo judío con Dios.
El segundo campo de investigación del corpus agustiniano son aquellos tratados y cartas,
como la epistula 196 a Ascelo, donde Agustín examina la relación de los cristianos con la
herencia de Abrahán y defiende la continuada validez de la ley judía; la obra Contra Faustum
Manicheum, en la que Agustín indica la relación tipológica entre la marca de Caín y el papel de
los judíos después de Cristo; y De civitate Dei, especialmente el pasaje 18.46, que es un texto
significativo para darnos cuenta del lugar que ocupan los judíos en la teología agustiniana de la
historia. Las cartas entre el obispo de Hipona y San Jerónimo son también significativas. En las
epistulae 40, 75 y 82 Jerónimo y Agustín discuten acerca de la exégesis de Gálatas 2,11-14 en
relación con la continuada observancia de la Ley Mosaica por parte de los convertidos al
cristianismo. En el curso de estas conversaciones, tanto Jerónimo como Agustín hacen referencia
a grupos heréticos judeocristianos, entre ellos, los ebionistas, los sinmaquianos y los nazorenos.
Aunque Agustín no conoció probablemente a personas que pertenecieran a ninguno de estos dos
últimos grupos, sin embargo algunos gropúsculos de ambos podían encontrarse todavía a fines
del siglo IV (cf. W. Kinzig, en VigChr 45 [1991] 49 n. 56). Tanto Jerónimo como Agustín dan la
impresión de que “prácticas judaizantes de una u otra clase siguen siendo una amenaza para la fe
cristiana” (cf. R. Hennings, Der Briefwechsel zwischen Augustinus und Hieronymus und ihr
Streit um den Kanon des Alten Testaments und die Auslegung von Gal 2,11-14, Brill [Leiden
1994]).
Dos tratados pseudo-agustinianos tuvieron importante influencia en la tradición literaria
del cristianismo occidental: Sermo de symbolo (PL 24, 1117-1130) y Altercatio ecclesiae et
synagogae (PL 42, 1130-1140).

Temas principales
Las opiniones de Agustín sobre los judíos y el judaísmo se derivan de su atento estudio
de la Escritura, especialmente de los escritos del apóstol Pablo (Fredriksen). Al igual que la obra
de sus predecesores en el Occidente latino, los escritos agustinianos dan testimonio de una larga
preocupación por las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo. Esta concentración en el
judaísmo procede de una profunda necesidad de definir las fronteras entre la “nueva” religión y
la “antigua” religión. La diversidad de las referencias al judaísmo a través de los escritos de
Agustín revela un amplio espectro de opiniones que se extienden desde una feroz oposición hasta
una irénica reconciliación (Schreckenberg).
Según Agustín, el pueblo judío perdió su condición de ser los únicos beneficiarios del
pacto con Dios, cuando cometieron el fallo de no creer en Jesucristo. Sin embargo, su fallo no
suprimió su relación singularísima con el Dios del Antiguo Testamento. Los judíos exigen un
continuado escrutinio por parte de los cristianos. Agustín afirmaba que sólo los judíos, y no los
romanos, son responsables de la muerte de Cristo (civ. Dei 20.20; adv. Jud. 8.11). De igual
modo, los judíos tienen que admitir que había paganos que creían en Jesús, aunque no le habían
visto, mientras que ellos, los judíos, le vieron y no creyeron en él (s. 62). Sin embargo, los judíos
no son culpables de deicidio sino únicamente de asesinato, porque no habrían dado muerte nunca
a Dios, si le hubieran reconocido (en. Ps. 65.5). Los judíos, mientras no se conviertan, siguen
siendo enemigos de Cristo y de la Iglesia (en. Ps. 43.14 y 58.1). Los escritos de Agustín
recapitulan y refuerzan la imagen negativa de los judíos presentada en anteriores escritos de la
Iglesia desde el Nuevo Testamento y los autores patrísticos (Blumenkranz). Se acentúan en
particular las actitudes de ceguera y obstinación, porque el fallo en no reconocer a Jesús impide a
los judíos la debida lectura de la Biblia hebrea (adv. Jud. 1.2; 9.14; Jo. ev. tr. 53.6).
Para Agustín, la Iglesia se convirtió en el verdadero Israel, porque los judíos no creyeron
en Cristo. Esta fe permite que la Iglesia se apropie todo el acervo de las profecías del Antiguo
Testamento (s. 196.3.9ss). Por tanto, el criterio para pertenecer a Israel es la fe en Cristo, que es
el verdadero Israel (adv. Jud. 5.6; en Ps. 75.1). Todo ha cambiado en Cristo, quien sublimó la
Torá y la trasformó esencialmente creando una nueva realidad. El lugar central de Cristo para
una iluminada comprensión del Antiguo Testamento significa que, después de la destrucción del
templo y de la dispersión de los judíos entre los gentiles, las leyes de los judíos no quedaron
anuladas sino que adquirieron un nuevo sentido. La ley se convirtió en una serie de
prefiguraciones de los acontecimientos salvíficos futuros: el descanso del Sábado se convierte en
la paz en Cristo; el cordero pascual es Cristo; el ritual de la Pascua es una profecía de la pasión
de Cristo (c. Faust. 6.5; adv. Jud. 2.3; 9.12). Por eso, las Escrituras hebreas permanecen como
los libros de la Iglesia, que hablan especialmente de Cristo y de la Iglesia (c. Faust. 12.7; en. Ps.
147.16). La doctrina de que los dos Testamentos no se contradicen el uno al otro sino que
concuerdan entre sí es un tema que vemos que está desarrollado en todos los escritos de Agustín
(c. Faust. 11; s. 125.9; civ. Dei 16.26).
El tema más original con que Agustín contribuye a la tradición cristiana es la “doctrina
del testimonio”. La raíz de esta doctrina se encuentra en Rom 11,26-27. Sin embargo, Agustín
desarrolla la idea paulina de la conversión de los judíos al fin de los tiempos convirtiéndola en un
lugar constante que el pueblo judío ocupa en el plan divino para la salvación humana. El cambio
en el mundo después de Cristo significaba que la Ley aceptada por los judíos seguía siendo
válida. Sin embargo, lo que había sido para ellos una señal de bendición se convirtió en su
maldición. Dios no quería que la Ley se cumpliera literalmente, sino espiritualmente. Los judíos
no llegaron a comprender que todo lo que había en su Ley señalaba hacia Cristo (c. Faust. 12.2-
3). Como resultado, entendieron erróneamente su propia Escritura, y su templo fue destruido y
ellos fueron castigados con el destierro y la dominación extranjera. Por eso, como Caín, llevan la
marca de la vergüenza que asegura su supervivencia. “La nación de los judíos carnales impíos no
morirá una muerte corporal. Pues cualquiera que los destruya, sufrirá un castigo siete veces
mayor... Cualquier emperador o rey que los haya encontrado en sus dominios, al ver que ellos
llevan esa marca, no los ha matado” (c. Faust. 12.12-13). Más aún, los judíos son como Cam, el
hijo rebelde de Noé, que ahora está esclavizado a la Iglesia de los apóstoles (prefigurada en Sem)
y a los gentiles (un tipo de Jafet) (c. Faust. 12.21). La historia bíblica de Jacob y Esaú
proporcionaba otra ocasión para explicar el sometimiento del pueblo judío (Esaú) a la Iglesia
(Jacob) (ep. 196.3.12; civ. Dei 16.35).
El empeoramiento de la condición del pueblo judío sirve para un designio mayor en favor
de la Iglesia, porque los judíos se han convertido ahora en testigos de la victoria de la fe
cristiana. La “doctrina del testimonio” (Haynes, Cohen, Fredriksen) afirma que por medio del
pueblo judío la salvación llegó a los paganos que reconocieron a Cristo. Como Orígenes y otros
escritores anteriores, Agustín defendía que las Escrituras hebreas, conservadas por los judíos,
eran prueba de la veracidad de que Jesús era el salvador. “Los judíos son ‘scrinaria’, un archivo
para los cristianos que contiene la Ley y los Profetas, que dan testimonio de la doctrina de la
Iglesia al desvelar en la letra lo que los cristianos honran en los sacramentos. Por los manuscritos
hebreos nosotros demostramos que esas cosas no fueron escritas por nosotros para acomplarlas al
acontecimiento, sino que habían sido publicadas hacía ya mucho tiempo y conservadas como
profecías por la nación judía (c. Faust. 12.23 y 13.10).
En La Ciudad de Dios Agustín confirma su creencia en que Dios demuestra a la Iglesia la
gracia de su compasión porque no dio muerte a los judíos. Analizando el salmo 59,10, afirma:
“Porque si con este testimonio de la Escritura estuvieran sólo en su tierra, no en todas partes, no
podría la Iglesia, que está en todas partes, tenerlos como testigos, entre todas las naciones, de las
profecías que se anunciaron de Cristo” (civ. Dei 18.46). La doctrina del testimonio judío recibe
su formulación más completa en las Enarraciones in Psalmos 58.2-10. Agustín amplía la
doctrina sobre la naturaleza beneficiosa del testimonio judío en su dispersión entre las naciones,
afirmando que los judíos se convertirán al fin del tiempo, sufriendo humillación como perros, y,
al unirse a las filas de los incircuncisos, formarán parte de la grey de la Iglesia. En Adversus
Judaeos, a pesar de su orientación negativa hacia los judíos, Agustín insta a los cristianos a que
les hablen con humildad y amor, porque al fin del tiempo los judíos entrarán en la Iglesia. En la
doctrina del testimonio, Agustín fue más allá de la explicación tipológica de la Escritura y
aseguró a los judíos un puesto dentro de la sociedad cristiana hasta el fin del tiempo.
Cohen afirma que la doctrina agustiniana del testimonio consta de seis temas principales:
1) La supervivencia de los judíos, dispersos en el destierro y oprimidos hasta la esclavitud,
atestigua cuál es su castigo por rechazar y crucificar a Jesús, y cuál es la recompensa de los
cristianos fieles. 2) La ceguera e incredulidad de los judíos cumple las predicciones bíblicas de
su repudiación y sustitución, así como la supervivencia de los judíos confirma la verdad del
cristianismo. 3) Los judíos están esclavizados dentro del mundo cristiano, cumpliendo la tarea de
conservar y mantener los libros del Antiguo Testamento. Adondequiera que ellos van, ofrecen a
todos los pueblos la prueba de que los cristianos no inventaron las profecías bíblicas acerca de
Jesús. Los judíos prestan servicio a los cristianos como custodios de sus libros, bibliotecas y
escritorios, y como siervos que trasportan los libros de los hijos de los amos, cuando van a la
escuela, pero que tienen que aguardar fuera a que terminen las clases. Según va avanzando la
historia de la salvación, los judíos informan al lector “como los jalones que hay a lo largo del
camino, aunque ellos se quedan insensibles e inmóviles”. 4) Por cuanto los judíos perseveran en
la continuada observancia de la ley judía, siguen dando testimonio. Por cuanto permanecen
firmemente conservando su distintiva identidad religiosa, a pesar de la opresión de que son
objeto por los gobernantes gentiles, los judíos son objeto de admiración. 5) Las palabras del
salmo 59,12 son una formulación profética sobre el trato apropiado que reciben los judíos en el
cristianismo. La “conservación de los judíos” se refiere a a su observancia de la ley judía y a la
protección de su bienestar físico. 6) La continuada refutación del judaísmo contribuye
directamente a la defensa del cristianismo. La conversión de los judíos se producirá a su debido
tiempo, como declaró Pablo en Rom 11,26.
Desarrollo de la doctrina
Los especialistas en la doctrina de Agustín acerca de los judíos y del judaísmo difieren en
cuanto al modo y al lugar en que se desarrollaron las ideas agustinianas sobre los judíos y el
judaísmo. Blumenkranz, que hizo de la obra Adversus Judaeos el texto central de su
investigación, afirmó que las interacciones con la comunidad judía en el norte de África
proporcionaron los antecedentes adecuados. Compartía con Marcel Simon la idea de la
existencia de una activa comunidad judía en el norte de África. H. Castritus indica que hay por lo
menos una carta de Agustín que confirma que se vio envuelto en un pleito en el que estaba
implicado un judío (ep. 8*). Sin embargo, LeBohec indica que nuestro conocimiento acerca del
tamaño de las comunidades judías en el norte de África se basa en testimonios muy escasos.
Autores más recientes, como Fredriksen, Schreckenberg, Cohen y Raveaux, consideran que no es
convincente el testimonio de que existiera una presencia judía activa en el norte de África.
Afirman que el pensamiento de Agustín acerca de los judíos y del judaísmo se deriva de temas
más amplios en su desarrollo de una hermenéutica cristiana de la Escritura y de su refutación de
los maniqueos y los pelagianos. Recientemente R. Stark y J. Lieu aseguran que, aunque son
escasos y confusos los informes sobre las categorías y los números de diversos grupos de
“judíos” y “judeocristianos”, ofrecidos por autores de los siglos IV y V, no debemos deducir de
ahí que tales informes no sean fiables.
Tanto Fredriksen como Cohen tratan de ir siguiendo el desarrollo de los escritos de
Agustín acerca de los judíos, basándose en los antecedentes de su carrera como teólogo. Según
Fredriksen, el período decisivo para el pensamiento de Agustín acerca de los judíos y del
judaísmo aparece durante la composición de sus escritos antimaniqueos. En Contra Faustum
Manicheum ella descubre los elementos más significativos de la doctrina del testimonio, con
mucha anterioridad a la obra Adversus Judaeos (escrita entre los años 425-429), la cual había
constituido el centro de las investigaciones anteriores efectuadas por Blumenkranz.
Cohen mantiene que las reflexiones de Agustín acerca de los judíos y del judaísmo son
coherentes con el desarrollo de su pensamiento acerca de la exégesis bíblica, sus ideas sobre la
filosofía de la historia y su doctrina sobre el cuerpo y la sexualidad humana. En cada uno de
estos campos, Agustín se va trasladando desde una jerarquía, más platonizada, del espíritu sobre
el cuerpo hacia un pensamiento basado en una valoración más positiva de la experiencia humana.
Estas trayectorias del pensamiento agustiniano conducen a Cohen ir más allá de la obra Contra
Faustum Manicheum y llegar a los escritos de los años de madurez de Agustín, especialmente
Enarrationes in Psalmos 58, De civitate Dei, De fide rerum invisibilium y Adversus Judaeos,
obras en las que la doctrina del testimonio aparece en sus formulaciones más refinadas.
Influencia
Puesto que Agustín fue uno de los autores más venerados del período patrístico, su
doctrina acerca de los judíos y del judaísmo ejerció extensa influencia desde la Edad Media hasta
la Edad Moderna y la contemporánea (Haynes, Schreckenberg). La ambivalencia de la doctrina
del testimonio, con su énfasis en la conservación y en la humillación, influyeron en escritos
jurídicos y teológicos de la Edad Media. Esta influencia aparece en las cartas de Gregorio Magno
y penetra en el ámbito del derecho canónico y de los documentos pontificios sobre el privilegio y
la protección de los judíos durante la Edad Media. Podemos descubrir temas de los escritos de
Agustín que aparecen en cartas de papas del siglo XIII como Inocencio III, cuya carta al conde
de Nevers describe a los judíos como personas que llevan la marca de Caín y que necesitan
protección. Es probable que los escritos agustinianos animaran a Bernardo de Claraval a pedir la
protección de los judíos durante la Segunda Cruzada, o a Tomás de Aquino a instar a la duquesa
de Brabante a que protegiera la vida y los bienes de los judíos. La doctrina de Agustín acerca de
la importancia del sentido literal y de la interpretación histórica influyeron en la interpretación
bíblica durante el período medieval. Comentarios sobre la Escritura por Ruperto de Deutz y por
canónigos de la Abadía de San Víctor en París, como Hugo, Ricardo y Andrés, se centran en la
continuidad de revelación que hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en la importancia
de estudiar la lengua hebrea (Signer). A fines de la Edad Media y comienzos de la Edad
Moderna, la doctrina del testimonio aparece en Martín Lutero, Johannes Reuchling e incluso en
los restauracionistas de Inglaterra que acentuaban la significación del destierro y de los judíos
como castigo por su incredulidad e instaban a los judíos a la conversión.
Una visión de conjunto de los teólogos católicos y protestantes de los siglos XIX y XX
revela también el alcance de la formulación agustiniana del lugar que ocupa el judaísmo en la
economía cristiana de la salvación. Entre los pensadores protestantes, la “Teología de Israel”, de
Karl Barth, debe mucho a Agustín con sus tendencias ambivalentes que afirman el carácter judío
de Jesús y de los apóstoles y que condenan la naturaleza obstinada de la incredulidad judía. En su
Dogmática Eclesial III/3 acentuaba lo inevitable del antisemitismo, a la vez que afirmaba el
amor de Dios hacia Israel (Haynes).
Los escritos católicos posteriores al Concilio Vaticano II subrayan los aspectos más
positivos de la teología de Agustín sobre el judaísmo. Dada la larga tradición de la formulación
negativa de la doctrina de Agustín acerca de los judíos, las interpretaciones posteriores al
Vaticano II recibieron una respuesta cautelosa y crítica por parte de los especialistas y teólogos
judíos (Cohen, Signer).
–› Abrahán; Civitate Dei, De; Iglesia; Jesucristo; La Iglesia y el Estado
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
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Origenistas, Sermo aduersus Iudaeos, Líber de haeresibus ad Quodvultdeum” (diss., Wien,
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s. 91: PL 35:567-71; Tractatus Adversus Judaeos: PL 42:51-64.
Traduccions
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herejías, dedicado a Quodvuldeo;FC 27, trans. Marie Liguori (1955), 385-414.
Estudios
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Congress of Jewish Studies Division B 1 (1986): 31-37; H. Castritius, “Seid weder den Juden
noch den Heiden noch der Gemeinde Gottes ein Ärgernis: zur socialen und rechlichen Stellung
der Juden im Spätrömischen Nordafrika”, in Antisemitismus und Jüdische Gemeinde, ed. R.
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Justitia Dei: Augustine on Jews and Judaism,” JECS 3, no. 3 (1995): 299-324; S. Haynes,
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seiner Zeit,” REtAug 28 (1982) 213-24; T. Raveaux, ‘Adversus Iudaeos: Antisemitismus bei
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and the Exegesis of Andrew of St. Victor,” in Reading and Wisdom: The “De Doctrina
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University of No-tre Dame Press, 1995), 84-98; R. Stark, The Rise of Christianity: A Sociologist
Reconsiders History (Princenton: Princeton University Press, 1996), 49-71, esp. 65-9; G. G.
Stroumsa, “From Anti-Judaism to Anti-semitism in Early Christianity in ‘Contra Iudaeos” in
Ancient and Medieval Polemics between Christians and Jews, O. Limor and G. G. Stroumsa
(Tübingen:J. C. B. Mohr, 1996), 1-26

MICHAEL SIGNER
Juicio Final (Parusía). La época de Agustín sintió gran interés por la segunda venida de
Cristo, conocida como Parusía, que traerá consigo el Juicio Final y el fin del mundo. El estudio
más completo de Agustín sobre este tema se encuentra en el libro 20 de La Ciudad de Dios.
Comienza diciendo:

“Vamos a hablar del día del juicio definitivo de Dios... Lo que la Iglesia entera del verdadero
Dios afirma en su confesión es... que Cristo ha de venir desde el cielo a juzgar a vivos y muertos;
a esto lo llamamos el día último del juicio divino, es decir, el tiempo final. Desconocemos
cuántos días durará ese juicio... Nosotros, al citar el día del juicio, añadimos ‘último’ o ‘final’,
puesto que también ahora juzga Dios, y ha juzgado desde el comienzo del género humano... Se
verá claramente cómo la auténtica y colmada felicidad será la de todos los buenos y solamente de
los buenos, y, en cambio, la desgracia suma y merecida será para todos los malos y solamente
para los malos” (según la traducción – ligeramente corregida – de S. Santamaría y M. Fuertes,
B.A.C., tomo 2 [Madrid 41988] 632-634).
Agustín y otros no sólo se ocupan de la naturaleza de la Parusía, sino también, en
particular, de su fecha. Según muchos cálculos, el final se hallaba realmente muy cercano.
Los cronógrafos cristianos dividían generalmente la historia humana en siete edades,
basándose en los siete días de la creación, y cada una de las edades duraba mil años (basándose
en la creencia de que, para Dios, cada día es como mil años). Sus cálculos parecían confirmar
esta cronología: Sexto Julio Africano estimaba que el mundo había sido creado hacia el año 5500
a.C. Eusebio lo situaba alrededor del año 5200. Esto habría situado el mundo de los días de
Agustín en la sexta edad, y entonces la séptima edad comenzaría al cabo sólo de unos cien años o
algo menos. Surgían, como es natural, algunas cuestiones. ¿Cuál sería la naturaleza de la
“séptima edad”? ¿Y qué ocurriría, cuando se acabara el tiempo?
Algunos cristianos, denominados milenaristas o quiliastas, creían que el Apocalipsis de
Juan describía esta séptima edad: en un “Sábado” resucitarían los muertos para reinar con Cristo
que habra regresado a la tierra, y Satanás estaría atado durante “mil años”. Entendían también al
pie de la letra los períodos de mil años y creían que la séptima edad comenzaría en el annus
mundi 6000. A esta opinión se ajustaría mucho el Apocalipsis. El cronista Hidacio, por ejemplo,
situaba este comienzo en el día 27 de mayo del año 482.
Agustín adoptó igualmente la idea de las seis edades del pasado humano, seguida por un
séptimo “día de reposo” (o Sábado) y la Parusía (Gn. adv. Man. 23.35–24.42). Hizo su
exposición más clara a este respecto en La Ciudad de Dios 22.30:
“Ése será realmente el sábado supremo que no tiene ocaso, el que recomendó Dios en las
primeras obras del mundo, al decir: ‘Y descansó Dios el día séptimo de toda su tarea. Y bendijo
Dios el día séptimo y lo consagró...’ También nosotros seremos ese día séptimo... Restaurados por
Él y llevados a la perfección con una gracia más grande, descansaremos para siempre... Si el
número de edades, como el de días, se computa según los períodos de tiempo que parecen
expresados en las Escrituras, aparece ese reposo sabático con más claridad, puesto que resulta el
séptimo. La primera edad, como el día primero, sería desde Adán hasta el diluvio; la segunda,
desde el diluvio hasta Abrahán... La sexta edad se desarrolla al presente... Después de ésta, el
Señor descansará como en el día séptimo, cuando haga descansar en sí mismo, como Dios, al
mismo día séptimo, que seremos nosotros... A esta séptima [edad]... podemos considerarla
nuestro sábado, cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno, que
ha sido consagrado por la resurrección de Cristo...” (según la traducción de S. Santamaría y M.
Fuertes, B.A.C., tomo 2 [Madrid 41988] 955-957).

En algunas de sus obras anteriores Agustín mismo había mostrado algunas tendencias
quiliastas, pero a partir aproximadamente del año 400 rompió decididamente con los
milenaristas. En primer lugar, él consideraba los períodos de mil años – incluidos los mil años
del Apocalipsis – como expresiones puramente figuradas, que no significaban que cada uno de
esos períodos fuera de mil años (Gn. adv. Man. 1.25.42; div. qu. 83.58.2). Agustín tampoco creía
que el Apocalipsis fuera acompañada sea por la resurrección de los muertos o bien por la
Parusía. En realidad, en vez de suponer que el Apocalipsis era una descripción de los
acontecimientos que acompañaban a la Parusía, Agustín creía que el Apocalipsis se estaba
realizando ahora y que el relato de Juan describía la sexta edad, no la séptima (por ejemplo, civ.
Dei 20.6-7). Creía que el Apocalipsis comenzaba con la primera venida y duraría hasta la
Segunda Venida, con el intervalo denominado de mil años, pero que no equivalía numéricamente
a un período de mil años (20.9.17). En opinión suya, los santos estaban reinando ya con Cristo, y
la ciudad celestial se encontraba ya en el proceso de manifestarse en la tierra (20.9.17). Sin
embargo, Agustín estaba de acuerdo con los quiliastas en que la séptima edad era el Sábado final,
que vería la Segunda Venida, el Juicio final y la resurrección de los muertos.
Por tanto, en lo que respecta a si la Parusía podía predecirse o no, parecería que Agustín
era completamente anti-milenarista. Pero una idea más matizada de su pensamiento puede
obtenerse examinando su manera de pensar acerca de la duración del tiempo que quedaba hasta
el final del mundo. Como ya se ha hecho notar, Agustín aceptaba la cronología cristiana que
afirmaba que la edad del mundo era de aproximadamente cinco mil o seis mil años (por ejemplo,
civ. Dei 12.11). Por tanto, él aceptaba, en principio y salvo indicación en contrario, que cada
edad pasada constaba aproximadamente de mil años. Pero negaba que la sexta edad y que los
“mil años” del Apocalipsis fueran ni siquiera aproximadamente de mil años de duración.
Agustín expuso muy específicamente sus ideas sobre la Parusía en un intercambio
epistolar que mantuvo con el obispo Hesiquio de Salona en los años 418 y 419 (epp. 197-199).
En la primera de esas cartas Agustín declaraba: “Pero en lo que respecta a la venida del Salvador
al fin del mundo, yo no me atrevo a calcular la fecha”. Admitía que era concebible que el fin
llegara “no, quizás, durante la vida de los que somos ya personas mayores, sino ciertamente
durante la vida de los jóvenes que irán haciéndose mayores”.
Esto parece que alentó a Hesiquio, quien respondió que, aunque “nadie es capaz de
deducir la duración exacta del tiempo”, tal vez “observando y dando crédito a las actuales
señales de la venida..., podamos saber que la venida está muy cerca”. Agustín respondió en la
epistula 199, subtitulada De fine saeculi, con su más detallada exégesis acerca del fin del mundo.
Después de considerar varias profecías, afirmaba: “Todo eso suena como si no pudiéramos saber
en qué año Él ha de venir, pero que sí pudiéramos saber en qué semana o década de años, como
si fuera posible asignar con certeza esa fecha a tal o cual período de siete años, a tal o cual
período de diez años... Si es así como lo entiendes tú, es una gran cosa entenderlo. Yo te suplico
que hagas el favor de comunicarnos tu conocimiento, citando las fuentes apropiadas de las que te
has servido para llegar a entenderlo así. Entonces tu opinión será la misma que la mía” (capítulo
16).
Agustín siguió exponiendo ideas generales acerca del problema de tratar de calcular
cualquier clase de fecha específica. Sugería:

“Aquel que dice que el Señor va a venir en seguida, habla con esperanza, pero puede estar
peligrosamente descaminado: ¡ojalá que diga la verdad, porque sería fastidioso que tal cosa no
fuera la verdad! El que dice que el Señor va a venir más tarde, aunque se equivoque acerca de la
tardanza... vive felizmente en el error... El que admite que no sabe cuál de estas opiniones es la
verdadera, espera que una de ellas lo sea, y se resigna a que lo sea la otra. Pero no se equivoca a
causa de ninguna de ellas. Te suplico que no me desprecies por ser uno de éstos, porque te tengo
afecto, cuando afirmas lo que yo quiero que sea verdadero”.

Parecería, entonces, que lejos de negar que el fin estuviera muy cerca, Agustín esperaba
que lo estuviera.
La creencia de Agustín de que la Parusía pudiera estar próxima era congruente con su
teoría de la acumulación del tiempo. Reflexionaba sobre la afirmación que se hace en 1 Jn 2,18:
“Es la última hora”. Y razonaba de la siguiente manera: “Si hubiéramos vivido entonces y
hubiésemos escuchado tal cosa, ¿cómo habríamos creído que pasaran tantos años después de
aquello, y no hubiéramos esperado más bien que el Señor viniera mientras Juan se hallaba
todavía presente en el cuerpo?... ¡Ved qué larga es esa hora! Sin embargo, él no mentía, pero
nosotros debemos entender que él empleaba la palabra “hora” en el sentido de “tiempo”.
Agustín concluía: “No sabemos lo larga que será esa hora... aunque conocemos
ciertamente esa última hora mucho mejor que los que nos han precedido, desde el tiempo en que
comenzó a ser la última hora del día (capítulo 18). Lo que Agustín quería enseñar es que el
futuro se iba abreviando cada vez más, y que la Parusía se halla “más y más cerca cada día...”
Opinaba: “¡Cuánto más probable es decir ahora que la venida del Señor está cerca, ya que se ha
acumulado tanto el tiempo trascurrido que debe preceder a la llegada del fin!” (capítulo 24). Así
que, para Agustín, la Segunda Venida se iba aproximando más y más en cada momento.
–› Cielo, Paraíso; Cristología; Escatología; Infierno, Condenación; Predestinación
BIBLIOGRAFÍA
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RALPH W. MATHISEN

Juliano de Eclana (hacia 380-454). Juliano de Eclana fue hijo del obispo Mémor o Memorio
y nació hacia el año 380 en Apulia. Contrajo matrimonio con Titia, que debió de ser la hija del
obispo Beneventum. Como se haría patente en su controversia con Agustín, Juliano tuvo una
excelente formación en retórica y dialéctica. En el año 408/409, en respuesta a una petición de
Memorio, Agustín envió un ejemplar del libro sexto de su obra De musica, para que sirviera para
la instrucción de Juliano. Por aquel mismo tiempo Juliano visitó Cartago, donde conoció a
Honorato el Maniqueo. Con anterioridad al año 417 fue nombrado obispo de Eclana bajo el
pontificado de Inocencio I, y parece que prestó ayuda generosa a los pobres que había en su grey
(Genadio, De vir. ill. 46).
Juliano se vio involucrado en la controversia pelagiana, cuando, junto con otros dieciocho
obispos, se negó a añadir su firma a la Epistula Tractoria del papa Zósimo (una condenación de
Pelagio y de Celestio, promulgada a comienzos del verano del año 418). Juliano defendió sus
actuaciones en Roma, en Ravena (Príncipe Valerio) y en contra de Rufo de Tesalónica, pero en
vano.
Cuando Juliano acusó a Agustín de que, con sus doctrinas acerca del pecado original,
condenaba el matrimonio, Agustín le respondió con su obra De nuptiis et concupiscentia
(418/419). El contraataque de Juliano llegó en forma de la obra Ad Turbantium (cuatro
volúmenes), que trataba de demostrar que la idea del pecado original era de origen maniqueo.
Juliano personalmente defendía la bondad de Dios como creador – incluso de la concupiscentia –
y su justicia como juez. En los volúmenes 2 y 3 se centraba en la relación interior entre la
concupiscentia y el matrimonio “físico”. El deseo, para Juliano, era condición previa para la
unión sexual y la procreación: la finalidad del matrimonio físico. El volumen 4 estaba dedicado a
una refutación de la doctrina sobre el tradux peccati.
En el segundo volumen de la obra De nuptiis et concupiscentia, Agustín respondía a una
versión resumida de Ad Turbantium (con fecha 420/421), un hecho que, a la vista de su
contraataque, Ad Florum, disgustó evidentemente a Juliano. Además, Agustín reaccionaba a dos
cartas pelagianas (una enviada por Juliano a Roma, y la otra enviada por diecinueve obispos
disidentes a Rufo de Tesalónica) en su obra Contra duas epistulas Pelagianorum (420/421). El
volumen primero de esta obra refuta la carta de Juliano, mientras que los volúmenes segundo al
cuarto están dedicados a una refutación de la carta a Rufo. Por aquel tiempo Agustín recibió del
obispo Claudio un ejemplar con el texto completo de la obra de Juliano Ad Turbantium. Ofreció
una respuesta a este escrito, en el año 421/422, con su obra Contra Julianum.
Juliano, después de haber sido entretanto condenado y desterrado, encontró refugio
temporal con Teodoro de Mopsuestia. Es posible que, durante este tiempo, escribiera su obra Ad
Florum, de ocho volúmenes (fecha probable: 421/422). En su mayor parte, esta obra es una
reacción contra De nuptiis et concupiscentia 2. En el volumen primero, Juliano define conceptos
tales como la justicia de Dios, el pecado humano y la libre voluntad. Su premisa básica es que un
Dios justo no imputaría nunca el pecado de otra persona a niños nacidos sin pecado. El pecado es
siempre la acción defectuosa de un ser adulto y racional que actúa independientemente. El
volumen segundo está dedicado por completo a la exégesis de Rom 5,12-21. En el libro tercero,
Juliano utiliza las Escrituras para defender su idea acerca de la justicia. Al mismo tiempo afirma
que la creencia en un Creador bueno es irreconciliable con la doctrina del pecado original.
Intenta demostrar también que la idea que Agustín tiene del deseo es acorde con la que se
encuentra en una carta escrita por Mani a Menoc. El volumen cuarto estudia la naturaleza de
Cristo. El volumen quinto está dedicado al tema de la libre voluntad: Juliano afirma que la idea
que Agustín tiene del pecado original excluye la libertad de acción de una persona virtuosa. El
volumen sexto contiene un estudio extenso sobre la naturaleza de Adán, la caída, la antítesis
Adán-Cristo y las consecuencias para la resurrección corporal de los hombres, que se derivan de
una diferencia en cuanto a la corporeidad entre Cristo y los demás hombres. Agustín respondió
en los años 428-430 con su obra Contra Julianum opus imperfectum.
Es posible que por ese tiempo Juliano escribiera sus comentarios bíblicos, entre otros,
sobre los libros de Job y de los Profetas Menores, comentarios que se ajustaban al enfoque
exegético antioqueno, y es posible que hiciera también una traducción del comentario de
Teodoro sobre los Salmos.
En el año 428 Juliano busó el apoyo de Nestorio y del emperador de Constantinopla.
Pero, debido principalmente a la intervención de Mario Mercator, acabó por ser desterrado. Fue
condenado nuevamente en el Concilio de Éfeso (431), y, en parte bajo la presión del futuro papa
León, fue rechazada una petición de clemencia dirigida en el año 439 al papa Sixto. Juliano
murió hacia el año 454.
–› Duas epistulas Pelagianorum, Contra; Herejía, Cisma; Inocencio I; Julianum, Contra;
Julianum opus imperfectum, Contra; Nuptiis et concupiscencia, De; Pelagio, Pelagianismo;
Predestinación
BIBLIOGRAFÍA
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Origin of the Soul,” Augustiniana 46 (1996): 243-60; M. Lamberigts, “Augustine and Julian of
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Divine Equity in the Controversy between Augustine and Julian of Eclanum,” Downside Review
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42-84, 233-47.

MATHIJS LAMBERIGTS

Julianum, Contra (Réplica a Juliano). Los seis libros, dirigidos contra Juliano de Eclana,
compuestos en el año 421 o un poco más tarde, representan la tercera composición en el debate
de Agustín con Juliano, que fue iniciado por la obra de este último titulada Cuatro libros a
Turbancio, en la que atacaba el escrito de Agustín, De nuptiis et concupiscentia 1. Un ejemplar
de la obra fue enviado a Agustín por un obispo llamado Claudio (según se reconoce en la ep.
207). Cuando leyó el texto completo de la obra de Juliano, Agustín descubrió que no todas las
citas sacadas de él por el Conde Valerio (véase nupt. et conc. 2) eran exactas (ep. 207: c. Jul.
imp. 1.17), de tal manera que De nuptiis et concupiscentia 2 había representado una réplica al
transcriptor anónimo, más bien que a Juliano mismo (nupt. et conc. 2.2.2). En consecuencia,
Agustín elaboró ahora una réplica en seis volúmenes a los cuatro volúmenes de Juliano. La base
del ataque de Juliano era que la idea de Agustín sobre la trasmisión del pecado original por
medio de la concupiscencia era una idea maniquea y contraria a la doctrina católica. En
consecuencia, Agustín proyectó sus seis libros como una demolición total de los cuatro libros de
Juliano (c. Jul. 6.26 y 83). En el libro primero citaba una lista de autores católicos, incluidos
Ireneo, Cipriano, Hilario, Ambrosio, Basilio de Cesarea, Juan Crisóstomo y los catorce obispos
que habían juzgado a Pelagio en Dióspolis en el año 415 (1.3.5–1.7.32), como testigos en favor
de su propia doctrina. En el libro segundo refutaba las que él afirmaba ser las principales
objeciones pelagianas contra su doctrina (2.1.2), citando textos de algunos Padres que él había
mencionado ya en el libro primero. En el libro tercero, dirigido contra el libro primero de
Juliano, Agustín defendía la bondad del matrimonio, negaba la substancialidad del mal enseñada
por los maniqueos, y afirmaba la trasmisión del pecado original por medio de la concupiscencia.
En el libro cuarto atacaba el libro segundo de Juliano y negaba que entre los paganos hubiera
existido verdadera virtud (4.3.16-17). En el libro quinto, dirigido contra el libro tercero de
Juliano, Agustín reafirmaba su condenación de la concupiscencia como un mal que hacía que
todos los hombres pertenecieran a la massa damnationis y que, por tanto, no había que alabar la
concupiscencia, en contra de lo que hacía Juliano (5.8.31–5.9.40). Agustín negaba que su
doctrina significara que hubiese sido mejor para los niños no bautizados el no haber nacido, y
declaraba que tales niños, que habían heredado únicamente el pecado original y que no tenían
sobre sí el peso de haber cometido pecados propios, sufrirían sólo – después de esta vida – la
condenación más suave (“damnatione omnium mitissima futura” – 5.11.44). Finalmente, en el
libro sexto, Agustín se ocupaba del ataque de Juliano contra De nuptiis et concupiscentia 2 en su
propio libro cuarto, y repetía su afirmación de la universalidad de la culpa humana por medio de
la caída de Adán y la necesidad de la gracia de Cristo, trasmitida por el bautismo, para todas las
edades y condiciones de la humanidad (6.24.79-80).
–› Celestio; Juliano de Eclana; Pelagio, Pelagianismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
NBA 18 (1985), 399-981; PL 44:641-874; retr. 2.62 (88).
Traducciones
BAC XXV, Contra Juliano;FC 35; WSA 1/24, 221-536.
Estudios
E. A. Clark, “Vitiated Seeds and Holy Vessels,” in Ascetic Piety and Women’s Faith (Lewiston,
N.Y., 1986), 291-349; Merlin, 1931, 197-237.

GERALD BONNER
Julianum opus imperfectum, Contra (Réplica a Juliano [obra inacabada]). Juliano de
Eclana, al verse atacado por el libro segundo de De nuptiis et concupiscentia, compuso una
réplica en seis libros, dirigidos a un obispo pelagiano llamado Floro, que había descubierto en
Constantinopla una supuesta carta de Mani a una dama persa, Menoc (c. Jul. imp. 3.166), en la
que el autor afirmaba que Dios era el creador (auctor) de las almas y que el diablo era el creador
de los cuerpos por medio de la concupiscencia (3.174). Esta comprensión maniquea de la
concupiscencia, la igualaba Juliano con la de Agustín (3.184 y 187), y trataba de demostrar que
el traducianismo era una teología maniquea enmascarada como verdad católica (3.123 y 154). En
contra de esto, enunciaba su propia comprensión del instinto sexual como voluptas sexuum
(2.122), instituida por Dios, no por el diablo, en los seres humanos y en los animales a fin de
lograr la unión sexual y la reproducción, y estaba dispuesto a afirmar que esta clase de virilidad
existía en el cuerpo humano de Cristo (4.45-64). Para Agustín, la voluptas de Juliano era
simplemente la libido carnalis – “la libido que tanto te gusta” – y que no existía en el paraíso
antes de la caída (2.122; cf. 1.62; 4.41).
Este desacuerdo radical brotaba de una oposición más fundamental entre Agustín y
Juliano acerca del pecado original, un pecado que Juliano, por ser pelagiano, negaba. ¿Cómo
podía existir pecado en niños que carecían del uso de razón? El Dios de Agustín es “un
perseguidor de niños recién nacidos, que destina a niños pequeños a los fuegos del infierno a
causa de una mala voluntad: niños de los que él sabe muy bien que con incapaces de tener buena
o mala voluntad” (1.48). Juliano defendía su argumento repitiendo unas palabras de Agustín,
tomadas de De duabus animabus 11.15: “El pecado es la voluntad de abandonar o de retener
algo contra la prohibición de la justicia: una acción de la que uno es libre de abstenerse” (c. Jul.
imp. 1.44; cf- 1-78, 82, 104; 2.38.80, 187). Puesto que, según Juliano, no había caída, la libertad
de elección, “por la que un hombre se emancipa de Dios, consiste en la posibilidad de cometer o
de evitar el pecado” (1.78) y sigue siendo tan plena después de cometer un pecado como lo había
sido antes (1.91 y 96). Esta idea la contrapuso a la idea de Agustín (c. ep. Pel. 1.3.7) de que: la
voluntad humana caída es libre para hacer el mal, pero no para hacer el bien, si no es ayudada (c.
Jul. imp. 3.118).
Para hacer frente a este largo y sostenido ataque, Agustín empleó el método que había
utilizado contra Fausto el Maniqueo de Milevi, hacía más de treinta años: fue citando la obra de
Juliano, sección por sección, replicando por turno a cada una de ellas. Al hacerlo así, aunque no
hacía ninguna concesión a los argumentos de Juliano, estaba obligado a desarrollar y profundizar
en sus propios argumentos. Julián sostenía que Adán fue creado mortal, con un entendimiento
semejante al de sus descendientes (1.79); Agustín le consideraba más sabio que ninguno de los
hombres que habían venido al mundo después de él (5.1). Para Juliano, el pecado de Adán le
perjudicó únicamente a él y no afectó a sus descendientes, los cuales pecaron al imitarle (2.56).
Para Agustín, la superioridad de la naturaleza creada y no viciada de Adán hizo que su caída
fuera mayor y más desastrosa. Esta caída trajo sobre él y sobre sus descendientes la muerte
espiritual y física. “Y, así, todos los hijos de Adán quedaron manchados en él con la
contaminación del pecado y quedaron sujetos a la condición de tener que morir” (6.22).
Agustín murió si haber terminado esta réplica a Juliano.
–› Celestio; Juliano de Eclana; Pelagio, Pelagianismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
CSEL 85/1 (1974), 3-506 (bks. 1-111); NBA 19/1-2 (1993-94); PL 45:1049-1608, BAC
XXXVI-XXXVII: Réplica a Juliano (obra inacabada)
Estudios
E. A. Clark, “Vitiated Seeds and Holy Vessels,” in Ascetic Piety and Women’s Faith (Lewiston,
N.Y., 1986), 291-349; Merlin, 1931, 238-59; Rist, 1994; A. Solignac, “La condition de l’homme
pécheur d’après Saint Augustin”, NRTh 78 (1956): 359-87; A. Trapè, “Un celebre testo di sant
Agostino sull’ ignoranza e la difficoltà (Retr. 1.9.6), et I’Opus imperfectum contra Iulianum”,
AugMag, 2:795-803.

GERALD BONNER

Justicia. Sin abandonar jamás enteramente la filosofía clásica, (Aristóteles, eth. Nic. 1129a,
1130a; rh. 13666b9; Cicerón, inv. rhet. 2.160; fin. 5.65) o las ideas del Derecho Romano
(Digesta 1.1 [Ulpiano] = Justiniano, Institutiones 1.1) sobre la justicia, enraizadas en su
concepción de que la justicia es el hábito del alma o la virtud por la cual una persona “da a cada
uno lo que le es debido” (ord. 1.19; 2.22; div. qu. 2; 31.1; lib. arb. 1.27; en. Ps. 83.11; civ. Dei
19.4; 19.21), Agustín acentúa su comprensión de las ideas que exponen el Nuevo Testamento y
los Padres latinos acerca de la justicia (en particular, Cipriano, De opere et eleemosynis;
Lactancio, div. inst. 5; Epitome 54-55; Ambrosio, De officiis ministrorum 1.20-23; 1.252; 1.130-
136; 1.142; 1.188; 2.49; Expositio Psalmi CXVIII 35.7; De Nabuthae historia 47-48)
identificando la virtud con el amor que es debido a Dios y al prójimo (div. qu. 61.4).
Este desplazamiento está indicado en De Trinitate 8.9-10 en relación con lo que se dice
en Rom 13,8: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros” (cf. en. Ps. 83.11). La idea
filosófica clásica de la justica, que se concibe en términos de justicia distributiva natural, “dar a
cada persona lo que le es debido”, se trasforma así en términos cristianos, expresándose como
dar a Dios y al prójimo el amor que se les debe en virtud del doble mandamiento del amor, tal
como está expresado en Mateo 22,40 (Trin. 8.10). Esta idea cristiana de la justicia garantiza que
el amor del prójimo no se halle en competencia ni con el amor de sí mismo (cf. Marcos 12,33) ni
con el amor de Dios, porque el “verdadero amor” consiste en “amar a los otros porque son justos
o para que sean justos” (Trin. 8.9). Por tanto, el vivir justamente (juste vivere) significa amar a
nuestros semejantes de una manera que les ayude a vivir justamente permitiéndoles amarse a sí
mismos, amar a sus semejantes y amar a Dios de la manera prescrita por la ley divina y por el
ejemplo de Cristo (8.10).
Así, pues, la justicia se entiende en conexión con la idea que Agustín tiene del orden, en
particular con el “orden del amor” (ordo amoris), que ofrece una jerarquía de bienes establecidos
por Dios como objetos de amor y deseo (div. qu. 36.1-3: lib. arb. 1.11-15: c. Faust. 22.27; cat.
rud. 14.1-2; ep. 140.4; Trin. 9.14; civ. Dei 11.17; 15.22). La justicia, concebida con arreglo a esta
debida ordenación del amor, armoniza el aspecto volitivo del amor con el orden creado de la
naturaleza (conf. 13.9.10; s. 335C.13). Como tal, la justicia expresa una serie de relaciones rectas
que van ascendiendo en valor de manera proporcional al orden querido por Dios. En este
contexto, Agustín define la justicia como el “amor que sirve a solo Dios y que de este modo
gobierna bien aquellas cosas que están sujetas a los hombres” (mor. 1.25). Pueden detectarse
influencias platónicas y neoplatónicas detrás de esta vinculación entre la justicia y un concepto
ordenado del universo (Platón, Ti. 29e-30b; Plotino, enn. 3.2.13-14: Porfirio, abst. 2.45; ad
Marcellam 21).
Este sentido de la “recta relación” según un amor ordenado divinamente marca también
el modo en que Agustín entendía la idea paulina de la dikaiosyne (traducida correctamente por
“justicia” o por “rectitud”). Para Agustín son de particular importancia las Cartas a los Romanos
y a los Gálatas, en las que Pablo habla de la justicia de Dios (justitia Dei) por la cual Dios
recompensa o castiga con arreglo a los méritos humanos (Rom 2,6). Agustín entiende
correctamente que, para Pablo, la justicia de Dios posee también un aspecto positivo, porque la
voluntad divina quiere que los hombres se salven. Por tanto, aunque los hombres pudieran ser
condenados justamente por desobedecer a la voluntad divina (Rom 3,23), sin embargo la
justificación, es decir, el ser restaurados en la recta (dikaioûn) relación con Dios, es un don libre
de Dios “por medio de nuestra redención en Cristo Jesús (Rom 3,24).
Agustín, al basar únicamente su lectura de las Cartas Paulinas en la traducción que la
Vetus Latina hace del griego, no pudo darse cuenta de lo lejos que quedaba el sentido de
dikaioûn de la conotación del término latino empleado para traducirlo, justificare, un término
que él entiende correctamente por el significado de “hacer justo” (Simpl. 1.3; cat. rud. 17.28; s.
109.33; 131.9; 292.6; en. Ps. 34.14; spir. et litt. 26.45: epp. 160.52; 214.4; gr. et lib. arb. 6.13;
praed. sanct. 18.36). McGrath señala que el uso que Pablo hace del término griego no depende
del sentido clásico del mismo (que normalmente significa “castigar”), sino primordialmente del
uso que se hace de este término en la Versión de los Setenta, donde adquirió la significación,
más positiva, de “absolver”. Dependiendo de la traducción latina, Agustín entendió erróneamente
que Pablo quería decir que se hacía justo a aquel que era injusto. Y, con arreglo a este
malentendido, Agustín interpretó la expresión paulina “justicia de Dios” como una referencia a
aquella justicia por la cual Dios hace justos a los hombres, y no como una referencia a la justicia
propia de Dios cuando juzga a los hombres (Jo. ev. tr. 26.1; Trin. 14.15). Para Agustín, la
justificación es un proceso activo por el cual Dios restaura en la justicia a los hombres, es decir,
los restaura en la debida relación de obediencia a Dios.
Lo que está en juego para Agustín es la naturaleza de la redención obrada por Cristo. Con
anterioridad a su pecado, Adán y Eva disfrutaban de una condición a la que más tarde se hizo
referencia, en teología, con el nombre de “justicia original”. En este estado, ellos vivían en paz y
bienaventuranza, porque su total obediencia a la voluntad divina les garantizaba la “justicia”, una
recta relación con Dios (civ. Dei 12.22). A causa de su desobediencia, del pecado original, Dios
los privó justamente de la condición en que vivían, y ellos dejaron de disfrutar de su estado de
paz y bienaventuranza (civ. Dei 13.14). Como consecuencia de esa pérdida de la justicia,
experimentaron lo que todos los hombres experimentan desde entonces y a causa de ellos: la
rebelión de la “carne” contra el “espíritu” (Gal 5,17-22) y una doble muerte, la del cuerpo y la
del alma (pecc. mer. 2.23; civ. Dei 13.3 y 13-15; 14-2).
Pero, como la “justicia de Dios” se expresa, no en la voluntad de que los hombres sean
condenados justamente a un castigo eterno, sino en la voluntad de que los hombres se salven,
vemos que la justicia de Dios se revela como misericordiosa. Esta misericordia se compendia en
la redención por la sangre de Cristo, un rescate por los pecados humanos (Rom 3,24-25). Agustín
mantiene que la idea de la justicia divina, concebida como misericordia, se halla en tensión con
el sentido clásico de justicia, que obligaría a castigar los pecados. La muerte de Cristo reconcilia
a los hombres con Dios. Para Agustín, tiene una importancia central en esta idea el hecho de que
la muerte de Cristo muestre y presente la verdadera justicia como una completa obediencia a la
voluntad de Dios. Al someterse voluntariamente a una muerte que él no merecía, por estar libre
de pecado original y de pecado personal, Cristo restauró la “recta relación” entre Dios y los
hombres, que había quedado violada por Adán y Eva (Trin. 4.6, 16-19). Los hombres no merecen
esa redención, sino que se les concede gratuitamente como una gracia (Trin. 13.13-17). La
justicia humana (justitia hominis) describe un proceso dinámico por el cual el hombre es sanado
por el don gratuito de la justicia concedida por Dios en Cristo y por la fe en Cristo (Rom 5,10-
11) por medio de la cual los hombres dan su consentimiento a este proceso de curación y
participan en él (perf. just. 6.6–7.7). Así, pues, Agustín afirma que “el justo vive por la fe” (Hab
2,4; Rom 1,17; Gal 3,11; Heb 10,38), y entiende por esto que la fe activa en la redención
salvífica obrada por Cristo entrena de tal modo al alma humana, que ésta es atraída hacia el
debido amor a Dios y al prójimo (rectus amor), con el resultado de que cada alma va haciendo
progresos graduales en santidad (spir. et litt. 9.15; perf. just. 8.19; Trin. 13.26).
Por tanto, la “justicia de Dios” por la cual los hombres son hechos justos, es un objeto del
amor, y, por tanto, puede ser también un objeto de la investigación especulativa. “¿Qué es eso de
que amemos, cuando amamos la justicia?” Agustín pregunta, entendiendo por “justicia” la
“razón eterna” (ratio aeternalis) que es la “forma de la justicia” (forma justitiae), es decir, una
inmutable norma o medida, contigua con la mente divina, según la cual se hacen juicios rectos al
nivel de la realidad cotidiana y contingente (Trin. 8.9-13; div. qu. 46; cf. retr. 1.3.2). Empleando
el ejemplo de la admiración universal que se siente hacia el apóstol Pablo, Agustín sugiere que
esta atracción está dirigida hacia la justicia del apóstol, una condición de su alma, afín a la
santidad, que resplandece a través de sus escritos (Trin. 8.9). Incluso los no bautizados tienen, al
menos, un vestigio de conciencia de lo que es la justicia, porque la imagen divina en la que todos
los hombres fueron creados no se deformó totalmente en la naturaleza humana a consecuencia
del pecado original (spir. et litt. 27.48–28.48). Ahora bien, el conocimiento de lo que es la
justicia, de su “forma”, es proporcional a la medida en que se la ama. Cuanto más grande es el
amor correcto de una persona hacia Dios y hacia el prójimo, tanto más clara será la comprensión
de la justicia en el contexto de la realidad contingente. Pero el crecimiento en el amor correcto de
Dios y del prójimo, por ser correlativo con la “justicia de Dios” por la cual los hombres son
hechos justos, es consecuencia de la gracia, y no de un esfuerzo humano sin ayudas. Agustín
concibe (en el mejor de los casos) el progreso en el conocimiento y el amor de la justicia como
describiendo una asíntota, de tal manera que – incluso en el caso de una persona bautizada – ni el
amor a la justicia ni el fenómeno (íntimamente relacionado) de aprehender lo que es ese amor,
pueden ser jamás perfectos con anterioridad a la muerte. Así, pues, el conocimiento de lo que la
justicia exige que una persona haga en una situación ética particular, depende – según Agustín –
de la comprensión que esa persona tenga, por la gracia, de las consecuencias prácticas de la
caridad (amor a Dios y al prójimo), incluidos los mandamientos divino y el ejemplo de Cristo.
Sin embargo, la seguridad de que lo que una persona está haciendo es justo, no puede
garantizarse en esta vida, aunque se cumplan las condiciones para el correcto amor de Dios y del
prójimo.
El estudio que Agustín hace de la justicia en la esfera política sintetiza y relaciona entre sí
los elementos filosóficos, bíblicos, soteriológicos y epistemológicos que aparecen en sus estudios
más teológicos sobre el tema. Por tanto, la justicia en la sociedad política y en sus dirigentes es
siempre – en el mejor de los casos – una justicia parcial, contingente, sujeta a reforma a base
de la experiencia y de una constante conversión del corazón obrada por la gracia. Ninguna
sociedad puede ser calificada de justa, ni siquiera la Iglesia, si por ello se entiende que se ha
realizado plenamente el correcto amor a Dios y al prójimo. La verdadera justicia política exige
que a cada persona se le “dé lo que le es debido”, un principio que exige que una sociedad
practique también la verdadera adoración o piedad (vera pietas) para “dar a Dios lo que le es
debido (civ. Dei 19.21). Esta verdadera adoración, que es constitutiva de la justicia, requiere
también que los dirigentes políticos y los ciudadanos reconozcan públicamente sus fallos morales
y oren pidiendo el perdón de sus pecados, al mismo tiempo que perdonen a sus enemigos (civ.
Dei 19.27; cf. 5.24 y 26). Tan sólo Cristo, que es el único que es justo (solus justus) y justificante
(justificans), es capaz de establecer y regir justamente la sociedad (civ. Dei 17.4; cf. 2.21; 10.24;
20.6). Los dirigentes políticos que quieran actuar justamente, deberán imitar el ejemplo de Cristo
– en particular su misericordia hacia los pecadores (s. 13; ep. 153; en. Ps. 50). Por tanto, la
comunidad política justa practica de manera primordial la crítica de sí misma; sus dirigentes
reconocen, de manera análoga a como lo hacen el hombre o la mujer justos, que ellos actúan de
manera sumamente justa, cuando se dan cuenta de lo mucho que dista de la perfección la justicia
que ellos practican (civ. Dei 5.19; cf. spir. et litt. 36.64).
–› Amor; Ética
BIBLIOGRAFÍA
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ROBERT DODARO, O.S.A.

Kierkegaard, Søren Aabye (1813-1855). Filósofo danés y autor religioso, considerado por la
mayoría como el padre del existencialismo moderno. Su obra se lee ordenariamente como una
respuesta al dominante sistema hegeliano, que era extensamente leído y discutido durante la
juventud filosófica de Kierkegaard. Muchos le han considerado como encuadrado en la misma
línea de pensamiento religioso que comenzó con Pablo y Agustín y que se extendió hasta Pascal
y Lutero. Y esto ha sido ocasión de que algunos vean a Agustín como el primer existencialista.
Sus años más productivos fueron entre 1842 y 1846, cuando se escribieron bajo seudónimos sus
obras más importantes como: O lo Uno o lo Otro, Temor y temblor, Las migajas filosóficas y
Apostilla no científicaconclusiva a las migajas filosóficas. En 1848 escribió El punto de vista de
mi obra como autor, pero no publicó esta obra durante su vida. Muchos intérpretes leen a
Kierkegaard a través de los lentes facilitados por esta intención manifestada por él como autor.
La más sorprendente coincidencia de pensamiento entre Agustín y Kierkegaard se
produce en su mutua creencia en que la felicidad exige una ordenación debida de los bienes a los
que nos sentimos atraídos y que buscamos en este mundo. Agustín dice a sus lectores en las
Confesiones lo difícil que resultaba darse cuenta de que los bienes se este mundo no son más que
pálidos trasuntos y reflejos de ese bien que es Dios. Con muchísima frecuencia Agustín nos dice
que somos desviados por los placeres inmediatos de este mundo, y dejamos de entender que los
bienes que deseamos, la pasión y el amor que experimentamos, no son más que manifestaciones
de un impulso más profundo por conocer lo que es verdaderamente bueno.
Kierkegaard vuelve a referirnos este mismo tema, cuando desarrolla su explicación sobre
lo que un verdadero cristiano ha de creer y cómo ese cristiano debe actuar, si ha de sobreponerse
a los bienes finitos de este mundo. En la obra O lo Uno o lo Otro, Kierkegaard va siguiendo el
desarrollo del alma, según ésta se traslada de los bienes terrenos al desarrollo moral requerido en
el cual la persona asume los deberes del mundo, a la suspensión teleológica de aquel deber
universal que traduce la sumisión ética al impulso totalmente abarcante que mueve a buscar lo
infinito.
Para Kierkegaard, no es que los bienes de este mundo no sean seductores, sino que
debemos desprendernos de ellos (Regina, a quien él había cortejado y con quien se había
comprometido, fue abandonada a causa del proyecto), si hemos de hacer verdaderamente la
decisión que es decisiva para los cristianos. En su dramática descripción de cómo un cristiano
debe considerar esas cosas del mundo, Kierkegaard se acerca a los argumentos de Agustín en La
Ciudad de Dios, especialmente en el libro 19, y a la vez se aparta de ellos.
Por un lado, Kierkegaard sigue la idea agustiniana de que los bienes de la paz terrena son
insuficientes para satisfacer a la naturaleza humana. Pero, lo que es más importante, Kierkegaard
rechaza la idea agustiniana de que seamos peregrinos en esta tierra, e insiste en que el
cristianismo es un lugar terrorífico, donde ninguna cantidad de seguridad puede salvarnos,
porque la seguridad es el pecado del cristianismo. Kierkegaard seguirá quizás la psicología social
agustiniana, al afirmar que no se puede dar ninguna explicación del “sí-mismo” (la interioridad),
si no existe una perspectiva teológico-moral. Pero el mundo que Kierkegaard ve (inventa) es un
mundo en el que el terror del pecado y nuestra incapacidad para salvarnos a nosotros mismos
sobrepujan a la capacidad para dar un asentimiento racional por medio de la fe.
El cristianismo comienza con la doctrina del pecado, y el pecado es lo que nos “divide”
convirtiéndonos en individuos desnudos ante Dios y no en individuos con él (La enfermedad
mortal). Para Kierkegaard la doctrina institucional de la salvación mediante los continuos efectos
de la gracia de Cristo socava la diferencia radical entre el hombre y Dios, y esta acción de
socavar es la que le mueve a desencadenar su polémica contra el cristianismo contemporáneo y
contra la Iglesia.
Para Agustín, la Iglesia nos proporciona un hogar a nosotros los peregrinos, mientras que
para Kierkegaard la Iglesia institucional hace que sea fácil lo que es, y debiera ser, lo más difícil.
Nuevamente, para Agustín la búsqueda humana es la búsqueda de la paz (verdadera dicha; La
Ciudad de Dios, libro 19) porque la paz es la meta instintiva de todas las criaturas. Observemos
que este énfasis en la búsqueda de la verdadera paz es lo que hace que algunos intérpretes
modernos equiparen las ideas de Agustín a los argumentos de Thomas Hobbes en su obra
Leviathan.
Sin embargo, para Agustín la paz del cuerpo es un elemento templador de las partes
componentes; la paz entre los mortales y Dios es una obediencia ordenada que está sometida a
una ley eterna. Esta ley permite a Agustín sacar la conclusión de que todo el uso que hagamos de
las cosas terrenas debe estar regido por la fe de que esos bienes son apoyos que nos ayudan a
soportar más fácilmente las cargas propias de ser peregrino en tierra extraña (La Ciudad de Dios,
libro 17). Véase también la carta 138 a Marcelino, donde Agustín repite el argumento de que las
virtudes civiles son postes indicadores y guías que conducen hacia la verdadera religión y la
ciudad celestial.
Tal vez la incomprensión de las exigencias del cristianismo tenga una oposición
dialéctica más intensa que el consuelo dado por Agustín a un mundo inseguro de su compromiso
con una cosmovisión cristiana y la duda que Kierkegaard crea en Temor y temblor, cuando
vuelve a contar la historia de Abrahán e Isaac. Agustín y Kierkegaard llegaron, ambos, a la
misma conclusión de que los bienes terrenos son proporcionales a los bienes celestiales, pero
difieren mucho en lo que ellos entienden por esa proporción.
Agustín cree en el orden y utiliza sus Confesiones para guiarnos hacia ese mismo orden.
Su confesión está vinculada a un asentimiento racional. Kierkegaard quiere exponer la faceta
negativa de la confrontación entre el pecado y la verdad. Ambos afirman la finitud de la
experiencia y de la razón humanas, pero Agustín es en grado muy alto el heredero de la tradición
metafísica clásica, mientras que Kierkegaard lo es en su reacción contra los argumentos
consoladores de la teología especulativa y del cristianismo institucional.
Como otros han señalado, Kierkegaard es más profético dentro de la tradición cristiana,
mientras que Agustín aspiraba a desempeñar la función de médico dentro de la Iglesia que estaba
emergiendo. Agustín necesitaba combatir la idea de que la Iglesia tenía la culpa de la decadencia
del imperio, y de que sus virtudes no eran las virtudes que habían engrandecido a Roma.
Kierkegaard no tenía tales preocupaciones. Su mundo era un mundo en el que resultaba
demasiado fácil ser cristiano, porque todos eran ya cristianos. Su tarea consistía en reinventar la
dificultad de llegar a ser cristiano. A fin de llevar a cabo este proyecto, él tenía que subrayar las
dificultades con que se encuentra un peregrino cristiano. Mientras que Agustín trataba de
asegurar la fe, Kierkegaard trataba de socavar la fácil convicción proporcionada por el
cristianismo institucional.
Sin embargo, hay que sacar la conclusión de que la descripción poética y aterrorizada que
hace Kierkegaard del drama que se desarrolla entre los hombres y Dios es quizás la
recapitulación moderna más auténtica de la búsqueda autobiográfica que Agustín hace de la
verdadera felicidad. Mientras que Agustín escribía como si él hubiera encontrado esa paz
interior, Kierkegaard murió dejándonos en la incertidumbre de si él había encontrado jamás esa
serenidad interior.
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
A.B. Drachmann, J. L. Heiberg, H. O. Langes, and P.Rohde, Samlede Vaeker, 3rd ed., 20 vols.
(Copenhagen, 1962-64); P. A. Heiberg, V. Kuhr, E. Torsting, and N. Thulstrup, Papier, 13 vols.
(Copenhagen, 1968-70).
Traducciones
Soren Kierkegaard, Obras y papeles, 11 vols, Guadarrama, Madrid 1961-1969Soren
Kierkegaard’s Journals and Papers, trans. Howard V. Hong and Edna H. Hong, assisted by
Gregor Malantschuk, 7 vols. (Bloomington: Indiana University Press, 1967-78); Princeton
University Press is completing the publication of a twenty-six volume collection of
Kierkegaard’s works under the aegis of Howard V. Hong and Edna H. Hong.
Estudios
International Kierkegaard Commentary, ed. Robert L.Perkins (Macon, Ga.: Mercer University
Press, 1984-); Kierkegaard Studies Yearbook, ed. the Soren Kierkegaard Research Centre (New
York: de Gruyter, 1996-); W.Barrett, Irrational Man (New York: Anchor Books, 1958); H.
Bloom, ed., Soren Kierkegaard: Modern Critical Views (New York: Chelsea House, 1989); J. D.
Caputo, Radical Hermeneutics (Bloomington: Indian University Press, 1987); A. L. Cochrane,
Existentialists and God: Being and the Being of God in the Thought of Soren Kierkegaard
(Philadelphia: Westminster Press, 1956); C. Stephen Evans, Kierkegaard’s Fragments and
Postscript: The Religious Philosophy of Johannes Climacus (Atlantic Highlands, N. J.:
Humanities Press, 1983); L. K. Dupre, Kierkegaard as Theologian (London: Sheed & Ward,
1963); P. Gardiner, Kierkegaard (Oxford: Oxford University Press, 1988); A. Hannay,
Kierkegaard (London: Routledge and Kegan Paul, 1982); M. H. Hartshorne, Kierkegaard:Godly
Deceiver (New York: Columbia University Press, 1990); W. Lowrie, A Short Life of
Kierkegaard (Princeton: Princeton University Press, 1942); L. Mackey, Kierkegaard: A Kind of
Poet (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1971); C. Malantschuk, Kierkegaard’s
Thought, trans. Howard V. and Edna H. Hong (Princeton: Princeton University Press, 1979); G.
D. Marino and A. Hannay, eds., Cambridge Com-panion to Kierkegaard (Cambridge:
Cambridge University Press, 1997); M. J. Matustik and M. Westphal, eds., Kierkegaard in
Post/Modernity (Bloomington: Indiana University Press, 1995); G. Pattison, Kierkegaard: The
Aesthetic and the Religious (London: Macmillan, 1992); M. C. Taylor, Kierkegaard’s
Pseudonymous Authorship (Princeton: Princeton Universíty Press, 1975); J. Thompson, ed.,
Kierkegaard: A Collec-tion of Critical Essays (New York: Anchor Books, 1972); M. Westphal,
Kierkegaard’s Critique of Reason and Society (Macon, Ga.: Mercer University Press, 1987).

JOHN A. DOODY

L
Lactancio (hacia 250 – hacia 325). Nació en el norte de África. Fue discípulo de Arnobio (el
Viejo) de Sicca, cuando ambos eran paganos. Consiguió que el emperador Diocleciano le
nombrara para desempeñar una cátedra de retórica latina en Nicomedia de Bitinia. Se han
perdido sus primeras obras, que debieron de asentar su reputación y que le merecieron el
nombramiento de catedrático. Sólo las conocemos por sus títulos. En Nicomedia se hizo cristiano
(¿hacia el año 300?). Obligado a dimitir (303) durante la Gran Persecución de Diocleciano, se
marchó de la ciudad (hacia el año 305). Aparece (hacia el año 317) en la corte imperial de
Tréveris en Galia, como preceptor de Crispo, el hijo mayor del emperador Constantino. No se
conoce la fecha de su muerte.
El primer tratado que se conserva de Lactancio lleva por título: Acerca de la obra de Dios
(hacia 303-304). Es una defensa de la providencia de Dios, basada en la estructura y
organización del cuerpo humano. Es muy probable que esta obra se debiera al paro forzoso de su
autor, después de la pérdida de su cátedra de retórica. Muestra considerable dependencia de
Varrón y Cicerón, y tiene algún interés por el estudio que hace de las opiniones de su época en
materia de biología y psicología.
El principal tratado apologético de Lactancio, Las instituciones divinas (hacia 205-310),
es la más antigua exposición latina de las principales doctrinas cristianas. La obra, que se
compuso para responder a un ataque contra el cristianismo, lanzado por Hierocles, filósofo
neoplatónico y gobernador de Bitinia, está dirigida a los intelectuales paganos. Por este motivo
presenta argumentos tomados de Cicerón y de los estoicos, recurre a los Oráculos Sibilinos y cita
a los poetas clásicos, especialmente a Virgilio. Los tres primeros libros, de los siete que integran
la obra, están dirigidos contra la falsa religión y la falsa filosofía. Los cuatro últimos libros
exponen la verdadera religión y el verdadero culto. “Aunque la obra carece a veces de exactitud
y profundidad, resulta esencial estudiarla para formarse una idea adecuada de la situación en que
se hallaba el pensamiento religioso durante los primeros años del siglo IV” (McDonald 1964, 3).
La dedicación de Las instituciones divinas al emperador Constantino exigió una revisión
de la obra, que se llevó a cabo quizás hacia el año 313, en cuyo caso Lactancio debió de
encontrarse por aquella fecha en la corte imperial en Galia. Pero se afirma también que la
revisión se hizo mucho más tarde, hacia el año 324. El Epítome (hacia el año 317), que es una
síntesis y exposición abreviada de Las instituciones divinas, muestra una dependencia más
amplia de la Escritura, probablemente con el fin de ampliar el círculo de sus lectores a los
cristianos comprometidos.
La cólera de Dios (hacia 313-314), un tratado prometido ya en Las instituciones divinas
(2.17), afirma, en contra de los epicúreos, que Dios no puede estar inerte, porque vivir es
funcionar. Por tanto, pasiones como la ira son congruentes con la naturaleza de Dios. En contra
de los estoicos, que creían que Dios podía ser benigno pero no encolerizarse, Lactancio mantiene
que el amor del bien y el odio del mal son inseparables, y que, por tanto, hay que admitir que
ambos existen en Dios.
La muerte de los perseguidores, obra compuesta (hacia 314-315) después del triunfo de
Constantino (313), es un ejemplo de apologética popular. Trata de demostrar la justa venganza
de Dios sobre perseguidores tales del cristianismo como Diocleciano y Galerio. A pesar de su
evidente partidismo y tenor apologético, la obra es un valioso recurso histórico, especialmente
para conocer el período de la Gran Persecución (hacia 300-313).
El ave Fénix, un poema de fecha incierta compuesto en pareados elegíacos, es atribuida
generalmente, pero no universalmente, a Lactancio (sobre la bibliografía acerca de este
particular, véase Colish 1985, 38 n. 97). El poema se basa en un mito, muy difundido en la
literatura antigua, que aparece en los escritores clásicos, desde el historiador griego Herodoto
(hacia 480 – hacia 425 a.C.). Su historia del ave fabulosa que resucitó a nueva vida después de
pasar por la muerte, tenía mucho atractivo para los cristianos por ser un símbolo de Cristo
resucitado. Aunque la obra podía interpretarse en sentido puramente pagano, y podía proceder,
por tanto, de un período anterior y precristiano de Lactancio, sin embargo se la considera
generalmente como cristiana.
Las instituciones divinas y la obra de Agustín La ciudad de Dios están dirigidas, ambas,
hacia públicos semejantes de intelectuales de lengua latina, y las dos proceden conforme a un
plan algo semejante, atacando primeramente los fundamentos del paganismo y presentando luego
la defensa de la fe cristiana. Además, Agustín tuvo ocasión de mencionar nominalmente a
Lactancio (civ. Dei 18.23 en un estudio de la Sibila de Eritrea como profetisa de Cristo, lugar
donde Agustín reorganiza en un conjunto continuo un pasaje de los Oráculos Sibilinos que
Lactancio había dispersado en seis unidades, insertando su propio comentario (div. inst. 4.18-19).
Más aún, la defensa que hace Lactancio de la ira justa de Dios como necesaria para mantener la
autoridad divina (Cólera de Dios 23), puede considerarse como no muy alejada de la idea de
Agustín acerca de la ira divina como un juicio en el que se impone un castigo al pecado (civ. Dei
15-25; véase McDonald 1965, 60).
Ahora bien, Lactancio menciona escasas veces el concepto de la gracia. Para él no se
trata simplemente de una cuestión. Su pensamiento está centrado en la idea de la divina
providencia y de un cristianismo basado en una libertad responsable. Rechaza el traducianismo,
la teoría de que las almas pudieran derivarse de las almas de los progenitores, en el acto de la
generación, lo mismo que los cuerpos se derivan de los cuerpos de los progenitores. Las almas
son dadas únicamente por Dios (La obra de Dios 19). Agustín estaría abierto, más tarde, a la
teoría del origen de las almas de una especie de sustrato espiritual derivado de las almas de los
progenitores, pero vacilaría a la hora de dar su asentimiento a esta teoría, a falta de decisivas
pruebas racionales o bíblicas (Gn. litt. 10; epp. 166; 190; De origine animae; retr. 1.1.3).
En su escatología, Lactancio espera un fin del mundo en su condición actual en el período
de unos doscientos años, y la iniciación de un reinado milenario de Cristo en la tierra (div. inst.
7.14-26).
Agustín se sentiría inseguro acerca del tiempo de la segunda venida de Cristo (ep. 199);
después de haber aceptado una vez (s. 259) la postura milenarista, mantenida por Lactancio y por
muchos otros, llegaría finalmente a rechazarla (div. Dei 20.27).
–› (La) Iglesia norteafricana; Influencias cristianas en Agustín
BIBLIOGRAFÍA
G. L. Creed, ed. and trans., Lactantius: “De Mortibus Persecurorum” (Oxford: Clarendon
Press, 1984); M. F. McDonald, trans., Lactantius: “The Divine Institutes” Books 1-7, FC 49
(1964); M. F. McDonald, trans., Lactantius: The Minor Works, FC 54 (1965).M.L. ColishThe
Stoic Tradition from Antiquity to the Middle Ages, vol. 2, Studies in Christian Latin Thought
through the Sixth Century (Leiden: Brill, 1985), chap. 1, “The Latin Apologists’ VI:
“Lactantius,” 37-47; E. DePalma Digeser, “Lactantius and Constan-tine’s Letter to Arles:
Dating The Divine Institutes,” JECS 2 (1994): 33-52; E. Heck, “Lactanz und die Klassiker:
Zu Theorie und Praxis der Verwendung heidnischer Apologetik bei Lactanz”, Philologus
132 (1988): 160-79; O. P. Nicholson, “The Source of the Dates in Lactantius’ Divine
Institutes,” JTS 36 (1985): 291-310; C. Ocker, “Unius Arbitrio Mundum Regi Necesse Est:
Lactantius’ Concern for the Preservation of Roman Society’ VigChr 40 (1986): 348-64; R.
M. Ogilvie, The Librar>’ of Lactantius (Oxford: Clarendon Press, 1978); P. A. Roots, “The
‘De Opificio Dei’: The Workmanship of God and Lactantius” CQ 37 (1987): 466-86.

MICHAEL P. MCHUGH

Lapsi. Durante la persecución de Decio a mediados del siglo III o de la de Diocleciano a


comienzos del siglo IV se crearon términos para describir a los que no habían permanecido
fieles: libellatici, sacrificatores, traditores y lapsi. Sin embargo, en tiempos ya de Agustín, el
contexto histórico inicial había cambiado, de tal modo que el interés no se centraba en los lapsi,
sino en las divisiones causadas por disputas anteriores. Aunque Agustín tuvo que ocuparse de la
acusación de traditio que los donatistas formulaban contra la Iglesia Católica, sin embargo el
verdadero foco de la cuestión estaba en definir lo que significa pertenecer o no pertenecer a la
Iglesia Católica. Véase Contra duas epistulas Pelagianorum 1.2.2; 1.3.4; 2.1.2; Contra
Cresconium 2.37.46.
–› Disciplina; Donato, Donatismo; Herejía, Cisma; Pecado; Penitencia
BIBLIOGRAFÍA
A.Fitzgerald, Conversion through Penance in the Italian Church of the Fourth and Fifth
Centuries: New Approaches to the Experience of Conversion from Sin, Studies in the Bible and
Early Christianity, no. 15 (Lewiston, N.Y: Edwin Mellen Press, 1988); A. Martin,“Reconiliation
des Lapsi en Egypte,” Rivista di Storia e Letteratura Religiosa 22 (1986): 256-69; A. Portolano,
Il dramma dei “lapsi” nell’epistolario di Cipriano (Naples, 1972); H. J. Vogt, “Lapsi, problem
of,” EEChurch, 473.

ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Lérins. Lérins comprende dos islas del Mediterráneo a poca distancia de Cannes, la más
pequeña de las cuales se conoce hoy día con el nombre de Saint-Honorat. Durante el primer
decenio del siglo V, Honorato, que sería más tarde obispo de Arlés, fundó una comunidad
monástica en la menor de las dos islas. Con anterioridad había viajado, llegando por lo menos
hasta Grecia, y el monasterio fundado por él llevaba el sello de la tradición monástica oriental.
Las Institutiones y las Collationes de Juan Casiano, que influyeron enormemente en San
Honorato, intensificaron aún más la orientación oriental del monacato lériniano. Esta forma de
ascetismo, que se inspiraba en el ascetismo de Orígenes y de los padres del desierto, tal como
había sido interpretado y sistematizado por Evagrio Póntico, era notable por su refinado análisis
psicológico de la restauración del alma en Dios. La posibilidad de un volición y actuación
humanas, iniciadas por uno mismo, en cuanto asistidas por la gracia, era una posibilidad que
constituía un principio central del monacato lériniano.
A pesar de un énfasis ascético intenso en la adhesión a la autoridad, parece que el ethos
del monasterio fue favorable a un debate doctrinal animado. San Honorato comenzó pronto a
atraer a galos cultos y aristocráticos, y de entre sus monjes salieron muchos dirigentes de la
Iglesia de Galia durante el siglo V, por ejemplo, Hilario de Arlés, Euquerio de Lyón, Lupo de
Troyes, Valeriano de Cimiez, Salviano de Marsella y Máximo de Riez.
La importancia destacada de Lérins militó contra la difusión de un Agustinismo pleno en
la Iglesia de Galia. Cuando llegaron al sur de Galia las obras De gratia et libero arbitrio y De
correptione et gratia, la explicación que dio Agustín a los monjes de Hadrumeto acerca de sus
enseñanzas sobre la gracia, estas doctrinas encontraron considerable resistencia. La ulterior
elaboración que hizo Agustín de sus puntos de vista en los dos tratados De praedestinatione
sanctorum y De dono perseverantiae no lograron calmar las inquietudes. De manera semejante,
la defensa que hizo Próspero de Aquitania de las doctrinas de Agustín tuvieron poco efecto
duradero. Se discutía la doctrina de Agustín sobre una gracia puramente gratuita y soberana que
predestina enteramente sin referencia al mérito humano.
Dos de las más notables expresiones de la resistencia al predestinacionismo, de Agustín o
de época más tardía, y que eran versiones distorsionadas del mismo, procedían de círculos
lérinianos: el Commonitorium de Vicente, un sacerdote de Lérins, y De gratia Dei de Fausto,
obispo de Riez y que anteriormente había sido abad de Lérins. Tal resistencia ha sido calificada
frecuentemente de “semipelagiana” o “antiagustiniana”. Sin embargo, ambos términos no hacen
justicia a esos documentos en particular ni, de manera más general, al variado carácter de la
recepción de Agustín en la Iglesia de Galia.
A Agustín se le apreciaba mucho, especialmente en el sur de Galia, donde la influencia
lériniana era más fuerte. Las enseñanzas de Agustín sobre la necesidad de la gracia, en oposición
a Pelagio, fueron bien recibidas. Las objeciones se centraban en la doctrina de la predestinación:
en su carácter novedoso, su denigración de la intervención humana en el proceso salvífico y su
limitación del carácter universal de la voluntad divina de salvación, en contradicción con lo que
se dice en 1 Timoteo 2,4. Tal vez lo más elocuente es que un antiguo monje lériniano, Cesáreo,
obispo de Arlés, habría de ejercer la máxima influencia para establecer en Galia una forma
modificada de Agustinismo, desprovisto de su lenguaje explícitamente predestinacionista.

BIBLIOGRAFÍA
Editions
Juan Casiano, Collationes, CSEL 13; Juan Casiano, Conferences, ed. E. Pichery, 3 vols., SC 42,
54, 64; Juan Casiano, De institutis coenobiorum, CSEL 17; Juan Casiano, Institutions
cenobitiques, ed. J.-C. Cuy, SC 109; Faustus, De gratia, CSEL 21:3-96; Hilaire de Arles, Vie de
Saint Honorat, ed. M-D. Valentin, SC 235, ET, “A Discourse on the Lífe of St. Honoratus,
Bishop of Arles’ in The Western Fathers, ed. F. H. Hoare (New York: Sheed & Ward, 1954);
Sulpicius Severus, Vincent of Lérins, and John Cassian, trans. A. Roberts, C. A. Heurtley, and
Edgar C. S. Gibson, NPNF, 11 (reprint, Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1978);
Vincent of Lérins, Commonitorium, PL 50:630-
Estudios
O. Chadwick, John Cassian, 2nd ed. (Cambridge: Cambridge University Press, 1968; reprint,
1979); A. C. Cooper-Marsdin, The History of the Islands of the Lerins: The Monastery,
Saints, and Theologians of S. Honorat (Cambridge: Cambridge University Press, 1913); P.
Courcelle, “Nouveaux aspects de la culture lérinienne,” REtLat 46 (1968): 379-409; L. Cristiani,
Lérins et ses fondateurs (Abbaye S. Wandrille, 1946); R. A. Markus, “The Legacy of Pelagius:
Orthodoxy, Heresy, and Conciliation,” in The Making of Orthodoxy ed. R. D. Williams
(Cambridge: Cambridge University Press, 1989), 214-34; R. W. Mathisen, Ecclesiastical
Factionalism and Religious Controversy in Fifth-Centuvy Gaul (Washington, D.C.: Catholic
University Press, 1989); W. O’Connor, “Saint Vincent of Lérins and Saint Augustine,” Doctor
Communis 16 (1963): 125-257; F. Prinz, Frühes Mönchtum im Frankenreich (Munich:
Oldebourg, 1988); P. Riché, Education and Culture in the Barbarian West, trans. J. J. Contreni
(Columbia: University of South Carolina Press, 1976); J. A. Smith, “De Gratia”: Faustus’s
Treatise on Grace and Its Place jo the History of Theology (Notre Dame, Ind.: University of
Notre Dame Press, 1990); Weaver, 1996.

REBECCA H. WEAVER

Ley natural. Como era de esperar, la concepción y la doctrina de San Agustín acerca de la ley
natural se basa en la exposición bíblica del principio. Aunque hay algún asomo de una doctrina
sobre la ley natural entre los estoicos y otros predecesores – descontando las referencias
nominales al término en Platón y en Aristóteles – , sin embargo en San Agustín descubrimos el
florecimiento de la concepción de la ley natural en el sentido cristiano, una concepción que
comienza con una consideración de la naturaleza personal de Dios, juntamente con la definición
de un estricto código moral que en ninguna circunstancia puede violarse sin recibir por ello una
retribución.
La Escritura misma, particularmente el Nuevo Testamento, contempla generalmente de
manera limitada la función de la ley natural. El término se usa tan sólo escasamente, y en tales
casos se emplea fundamentalmente como una referencia a los requisitos mínimos para cumplir lo
que exige una vida cristiana (por ejemplo, Mt 23,23). La distinción entre los que son anomos
theou y ennomos theou (1 Cor 9,21; véase el comentario en op. mon. 11.12) indica la
significación atribuida a la adhesión formal a la ley; pero la ley – en varios sentidos – debe ser
obedecida, aunque no ha de proporcionar la salvación (Gal 2,16). O, como indica Agustín, aquel
que permanece en la ley no necesita la ley (“ama y haz lo que quieras”: ep. Jo. 7.8; véase Rom
7,1-6).
En vano se buscará en el corpus de San Agustín un estudio extenso o sistemático acerca
de la función de la ley. Sin embargo, en De libero arbitrio 1, una obra de los primeros tiempos,
hay un diálogo frecuentemente citado entre Agustín y Evodio sobre dos tipos de ley, la ley eterna
y la ley temporal. La ley temporal es aquella ley que, aunque sea justa, puede ser modificada
justamente en el curso del tiempo (1.6.14-15). Pero hay otra ley, la “suprema razón” (summa
ratio), a la que hay que obedecer siempre, por medio de la cual los malos sufren y los buenos
prosperan, y que es una ley que sirve como la norma por la cual la ley temporal es plasmada y
modificada (véase vera rel. 31.58). En todos los tempranos libros de las Confessiones se llama la
atención sobre el carácter de esta ley como norma para la conducta humana, que obliga también
a las naciones. En ellos Agustín reconoce la constancia de la ley (conf. 3.7.13), su poder
(1.14.23; 2.2), su justicia (3.7.13; 5.9.16), y la aversión que él sintió al principio hacia ella
(1.7.12; 2.5–2.6; 3.7–3.8). En las Confessiones Agustín señala también la importancia de la ley
revelada (a la que se hace referencia simplemente como “ley”), que él desea meditar (11.2) y que
tiene como finalidad la edificación, porque su fin es la caridad (12.18.27; 12.25.35; véase 1 Tim
1).
En el notable pasaje del libro 8 de De civitate Dei, Agustín se maravilla de la
coincidencia entre las enseñanzas de Platón y el cristianismo, sugiriendo incluso que Platón
debió de haber tenido algún contacto con la Escritura durante sus viajes; pero luego sugiere que
la mejor explicación podría ser la de que él aprendió tales cosas de la naturaleza, en la forma en
que se hace referencia a esto en Romanos 1,20 (véase s. 241.1). En De civitate Dei 19.12 se
explica que la “naturaleza”, en este sentido, sirve como guía para los hombres. En este pasaje
Agustín se refiere a naturae suae legibus, y posteriormente, en 19.15, se hace referencia a un
naturalis ordo; la constancia y el orden de la naturaleza no queda borrada ni siquiera por los
fallos humanos, según Agustín (19.12; c. dom. mon. 2.9.32). Ciertamente, los dones de la
naturaleza, tanto espirituales como corporales, son dones que sirven de ayuda en la vida presente,
pero que abundarán en la vida futura (civ. Dei 19.10).
La “ley natural” aparece de muchas maneras en los escritos de Agustín, extendiéndose
desde la ley eterna de Dios, o Providencia, hasta las leyes físicas de la naturaleza. Como la ley
eterna, es presentada como una ley “escrita en los corazones de los piadosos”, como la voluntad
del Dios Creador, como el orden de la naturaleza, o como la ley por la cual Dios gobierna toda la
creación (c. Faust. 22.27, 30, 33; s. 81.2; quant. 36.80; div. qu. 53.2). Como una “ley racional”,
la ley natural es presentada como conocible por medio de la razón humana (ep. 157.3.15; véase
civ. Dei 11.27), implantada en la conciencia (conf. 2.4.9; Trin. 12.15.24-25), y es distinta de la
ley humana o temporal que es modificable (conf. 3.7.13; Trin. 14.15.21; ep. 138.1.4.8). Pero, por
por otro lado, la ley aparece como universal por cuanto su autoridad no depende de la razón
humana, y por tanto rige por igual a los hombres y a las bestias (doc. Chr. 1.26.27). Como una
ley que determina la senda de todas las cosas desde sus orígenes (Gn. litt. 9.17.32), la ley
gobierna los cuerpos físicos, pero Dios no está ligado por la ley (civ. Dei 21.8). En todos los
casos, la ley natural – o, puesto que Agustín emplea de manera intercambiable el término en
estos textos, la ley eterna – se distingue de la ley humana, que se funda en la costumbre o en lo
establecido (div. qu. 31.1) y que se limita a la reglamentación de los asuntos humanos (civ. Dei
15.16; doc. Chr. 2.25.38).
Tal vez el estudio más conocido acerca de la ley es el que aparece en Contra Faustum
Manicheum 22.27, donde la ley eterna es la “divina razón o voluntad de Dios”, una voluntad que
se goza del orden natural “y que prohíbe quebrantarlo” (22.30). Aquí y en 15.8 parece como si la
ley eterna abarcara lo que se ha dado en llamar la ley divina y la ley natural, en cuanto son
distintas de la ley “humana” o “temporal”. La ley divina y la ley natural no se contemplan aparte
de la ley eterna, sino como parte y parcela de ella. No hay, pues, ningún ámbito completamente
independiente para que la filosofía o la razón lleguen a conocer la ley eterna (admitiéndose
además la distinción entre la ley y la gracia; 15.8).
En De spiritu et littera 26.43–28.49 podemos penetrar realmente en la concepción de
Agustín acerca de la naturaleza y la ley. Lo vemos en su análisis del pasaje paulino de Romanos
2,14-15, donde se habla de los gentiles que “no tienen la ley” pero que hacen “por naturaleza
aquellas cosas que son de la ley”. Este texto probatorio es utilizado por Santo Tomás como
introducción a su estudio de la ley natural, pero la interpretación de Agustín da un matiz distinto
al tema. Sosteniendo que Pablo distingue aquí entre los judíos y los gentiles, Agustín hace notar
que los gentiles no habrían podido tener mayor acceso – por medio de la naturaleza – a la
salvación que el acceso que tenían los judíos, que poseen la ley revelada. Por tanto, afirma
Agustín, Pablo se refiere aquí, no a los gentiles no religiosos, sino precisamente a aquellos
griegos que han llegado ahora a conocer el evangelio, pero no por medio de la Ley de Moisés;
estos gentiles hacen “por naturaleza” las cosas de la ley porque han sido restaurados, por el
evangelio, en la condición en que se hallaban antes de la caída (c. Jul. 4.25). Entonces, la
“naturaleza” no se refiere aquí a la condición de los hombres en su búsqueda filosófica sin
dirección alguna, sino que se refiere a la condición en que los hombres son restaurados por la
gracia en su condición anterior (véase Trin. 8.9.13).
Durante los siglos siguientes, la ley natural es definida de múltiples maneras, como
sucede también en Agustín, pero comienza también a mostrar la la influencia de los Digesta y de
las Instituciones de Justiniano, la última de las cuales obras comienza con un estudio del jus
naturale. Isidoro de Sevilla (en sus Etymologiae) se refiere al jus naturale como la a ley común a
todos los pueblos, una definición adoptada posteriormente por Graciano. Importantes desarrollos
de la doctrina fueron aportados luego por autores como Rufino, Guillermo de Auxerre y
Alejandro de Hales.
La falta de precisión que hemos visto entre lo que es lo eterno (o divino) y lo que es lo
natural, se hace patente también, hasta cierto punto, en Anselmo e incluso en autores posteriores.
Pero un deslinde claro lo encontramos en la tradición escolástica, donde se hace explícita y se
define una vigorosa teoría acerca de la ley natural; el ejemplo más notable y más influyente de
esto se encuentra en la Summa theologica de Santo Tomás de Aquino (véase I.1). Al exponer los
cuatro tipos diferentes de ley – la eterna, la natural, la humana y la divina – , Tomás presenta lo
que llega a ser el estudio más famoso de la ley natural (ST I-II.94). Lo que nos interesa
especialmente es la falta de referencias a Agustín que hay en este pasaje. Al principio de su
estudio de la ley natural (91.2), Tomás se refiere al estudio de la ley eterna en De libero arbitrio
1, y dice que la ley natural no es diferente de la ley eterna; aquí incluye a la ley natural en la ley
eterna. Luego, en 91.3, hace notar que Agustín mismo estudia la diferencia entre la ley eterna y
la ley temporal o humana. Sin embargo, en las, por lo menos, dieciséis referencias que se hacen a
Agustín en esta sección de la Summa, no hay referencias a la doctrina de Agustín sobre la ley
natural. Eso sí, cuando se llega a las distinciones filosóficas, que constituyen para Santo Tomás
el núcleo de la cuestión, él cita a Boecio y a Aristóteles (véase especialmente 94.2).
Las líneas divisorias claras y definitivas trazadas por Santo Tomás son aquellas a las que
se adhieren primordialmente hoy día los defensores y los detractores de la idea de la ley natural.
La cuestión, no obstante, se complica por las ulteriores modificaciones, incrementos y esclerosis
de la doctrina sobre la ley natural, como pueden verse principalmente en Grocio, Pufendorf,
Hobbes y Locke, cuya influencia se siente palpablemente en el pensamiento político moderno.
La ley natural llega de nuevo a destacar hasta cierto punto en la era contemporánea,
precisamente por la negación de la naturaleza que vemos en movimientos como el positivismo y
el nihilismo. Tan sólo cuando se cuestiona o se rechaza la existencia misma de la naturaleza,
entonces hay que recurrir a principios fundamentales con la frecuencia que observamos en el
mundo moderno. Así sucede también con Agustín; él tiene que afrontar pronto este tema, cuando
se la ve con la denigración maniquea de la naturaleza.
El concepto de la ley natural – se ha afirmado – ha muerto mil veces, pero ha tenido
también mil resurrecciones. Tal vez el aspecto más difícil de entender en esta doctrina es la idea
del castigo por la violación de la ley natural; tales castigos no son admisibles en todos los casos,
como reconoce el mismo Santo Tomas (I-II.94.4). Ésta, ciertamente, puede decirse que es la
cuestión planteada en la República de Platón, donde Sócrates y sus interlocutores tratan de dar
respuesta a la cuestión de por qué una persona debe ser justa; el argumento depende, en parte, de
que se persuada a los participantes de que, en el orden de la naturaleza, la persona injusta es
infeliz. Pero también sabemos que el diálogo termina con el relato, o el mito, de Er, de la tribu
panfilia, un relato que proporciona al lector una vívida exposición del castigo que tiene lugar en
la otra vida (613b-621d).
BIBLIOGRAFÍA
A. .-H. Chroust, “The Philosophy of Law of St. Augusne,” Philosophical Review 53 (1944): 195-
202; A.-H. Chroust, “The Philosophy of Law from St. Augustine to St. Thomas Aquinas”, New
Scholasticism 20 (1946):6-71; A.-H. Chroust, “The Fundamental Ideas of St. Augustine’s
Philosophy of Law,” American Journal of Jurisprudence (1973): 57-79; A. P. d’Entreves,
Natural Law: An Introduction to Legal Philosophy (London:Hutchinson University Library,
1951); J. Finnis, Natual Law and Natural Rights (Oxford: Clarendon Press, 980); E. L. Fortin,
Classical Christianity and the Political Order: Reflections on the Theologico-Political Problem,
ed. Brian Benestad (Lanham, Md.: Rowman & Littlefield, 1996); J. Fuchs, TheNatural Law:A
Theological Investigation (New York: Sheed & Ward, 1965); H. de Lubac, Augustinianism and
Modern Theology, trans. L. Sheppard (New York: Herder and Herder, 967); H. Rommen, The
Natural Law: A Study in Legal and Social History and Philosophy (St. Louis: B. Herder Co.,
1964); L. Strauss, Natural Right and History (Chicago: University of Chicago Press, 1953).

RICHARD J. DOUGHERTY

Leyes romanas. El emperador Teodosio II publicó el 15 de febrero del año 438 el Codex
Theodosianus (= CT), que entró en vigor el 1 de enero del año 439. Este código fue aceptado
también en Occidente, y por tanto las leyes del código tuvieron validez en todas las provincias
del Imperio Romano. Consecuencia de ello fue que esas leyes tuvieran un carácter universal que
varió a menudo por la condición de las mismas en el tiempo de su promulgación, a causa de su
carácter bastante heterogéneo.
Sin embargo, el concepto de codex (“código”) empleado aquí no era el mismo que en los
tiempos modernos, es decir, un conjunto coherente de leyes procedentes de un solo legislador. El
CT es a menudo un mosaico de normas parciales procedentes de constituciones imperiales,
establecidas para diversos tiempos, lugares y fines. Algunas veces las leyes se desglosaban en
partes separadas, que eran situadas entonces en secciones diferentes del código. Sin embargo,
cada una de ellas tenía su propia inscriptio y subscriptio, como si fuera ella misma una ley
completa. Sucedía también algunas veces que una misma ley se encontraba en más de un lugar o
había sido enmendada por los recopiadores. De este modo, cada una de las leyes o constituciones
situada en el codex llegó a tener una importancia muy diferente del valor que había tenido
cuando se promulgó por primera vez. No obstante, el CT es una importante antología de las leyes
o partes de leyes promulgadas por los emperadores romanos entre los años 312 y 437.
Habrá que señalar que muchas leyes no quedaron incluidas, porque algunas quedaban
situadas en otras colecciones y porque muchas se habían perdido. Además, los recopiadores
dejaron de dar cabida a algunas, porque eran obsoletas o no se encontraban. En esta recopilación
no hay armonía interna ni se encuentra siquiera un desarrollo mínimo de principios generales.
Sin embargo, es la primera vez que una legislación llegó a recopilarse, tratándose tanto de leyes
de derecho público como de leyes de derecho privado, ofreciéndose así un cuadro de la actividad
jurídica de los emperadores desde el tiempo de Constantino. De hecho, el texto completo del CT
se perdió, y de lo que disponemos ahora es de una reconstrucción incompleta y con lagunas que
se han rellenado a base de diversas fuentes.
Gracias al CT nos hallamos actualmente en mejores condiciones para conocer la
legislación del siglo IV y de comienzos del siglo V, de lo que hubieran podido estarlo un
gobernador o los juristas de aquel tiempo. Nadie estaba en condiciones de conocer todas las leyes
que se habían promulgado. La existencia de leyes, repetidas a veces con tediosa monotonía, no
significa que tales leyes se aplicaran. Por tanto, las constituciones promulgadas que se han
conservado, dan testimonio de la política religiosa de la corte, más bien que de su
funcionamiento práctico. De hecho, son a menudo un testimonio concreto y realista de todo lo
contrario: del fallo de un plan político, desarrollado muy lejos, allá en la capital, y que se
pretendía que tuviera aplicación en diversos territorios o mentalidades en contra de paganos o de
grupos de herejes o cismáticos. A los “potentes inimicos ecclesiae” (Agustín, ep. 91.9) se les
podía permitir incluso que organizaran revueltas contra los cristianos, como sucedió en Calama
(Numidia) en los años 408-409.
Para que una ley fuera conocida y aplicada, se necesitaban varias condiciones diversas y
relacionadas entre sí.
1. En primer lugar y sobre todo, en lo que respecta a su distribución geográfica:
a) Puesto que no había ningún codex o colección de leyes, era muy difícil conocer las
leyes existentes sobre una determinada materia. Incluso la corte imperial no disponía de una
colección completa.
b) Las copias de las leyes se distribuían con arreglo a una manera ordenada
jerárquicamente, de tal modo que había una laguna (cf. CT 16.10.19; Constitutio Sirmondiana 12
del 407) entre el tiempo de la publicación y la promulgación en las provincias. Algunas veces
pasaban varios meses, como en el caso de la constitución que acaba de citarse: fue promulgada
en Roma el 25 de noviembre; su publicación en cartago tuvo lugar el 5 de junio del año
siguiente. ¿Por qué tanta demora? La causa pudo haber sido de origen burocrático o, más
probablemente, el resultado de una moratoria diplomática dispuesta por el procónsul Porfirio en
Cartago, que no quería crearse enemigos entre los donatistas o los paganos.
c) Muchas leyes eran promulgadas para una sola región o para una sola provincia, y no
eran conocidas en otras partes. Por ejemplo, las leyes contra los donatistas, promulgadas en el
Occidente y no en el Oriente, eran válidas únicamente para el norte de África.
d) Las leyes de carácter general era válidas teóricamente para todo el imperio. Si había un
solo emperador, las leyes eran publicadas con amplitud; pero, si había dos emperadores, entonces
las leyes tenían que ser trasmitidas a la otra parte del imperio. Después del año 395 era necesario
contar con la aceptación del otro emperador (CT 12.1.58 del año 398). Muchas veces las leyes no
se conocían. Y, así, en un concilio de Cartago (16 de junio del 401) en el que Agustín estuvo
presente, se pidió que en los días de las festividades cristianas se abolieran el teatro y los juegos
(Registri Ecclesiae Carthaginensis Excerpta 61: Munier, CCL 149, 147). Pero semejantes leyes
existían ya, por ejemplo, desde el año 292 (CT 2.8.20), desde el año 399 (CT 2.8.23)
promulgadas por Arcadio en el Oriente, y una ley de Honorio (CT 2.8.24) del año 400. Ninguna
de esas leyes eran conocidas para los obispos africanos o no habían sido aplicadas. La primera
solicitud hecha en África para que se aplicara una ley del año 392 (CT 16.5.21) fue formulada
únicamente en el año 395 (c. litt. Pet. 2.83.184), y pedía que a los donatistas se los considerara
como herejes; pero este resultado se consiguió tan sólo en el año 405 (CT 16.6.4; cf. Posidio, v.
Aug. 12; Agustín, Cresc. 3.46.51).
e) No menos importante era la interpretación de las leyes, bien se tratara de la lengua
utilizada, que a menudo no era un lenguaje técnico, o bien de la duración de dichas leyes. Incluso
Agustín tenía dificultad para entender algunas constituciones imperiales (ep. 24*.2).
f) Sin un codex, aun los expertos tenían dificultad para saber qué leyes estaban en vigor.
Agustín preguntó a Alipio acerca de una ley, precisamente para estar seguro: “quizás fuera más
fácil encontrarla en Roma” (ep. 10*.4). Y añadía que esa ley necesitaba ser promulgada más
extensamente, porque no era conocida (“tal vez es necesario que esta ley sea dada a conocer al
público”).
g) Las constituciones se repetían a menudo después de breve tiempo, y a veces eran
enviadas a la misma persona, quizás para insistir en que se oyeran las ideas del legislador, porque
las constituciones eran dadas a conocer en carteles fijados en el foro de la ciudad.
2. ¿Quién estaba obligado a aplicar las leyes? En primer lugar, los gobernadores de cada
provincia. Sin embargo, cuando se hablaba de la no aplicación de una ley que se refería a
cuestiones religiosas, es probable que la dificultad se hallara en varios niveles, porque afectaba a
muchas personas, en diferentes tiempos y lugares.
a) En primer lugar, la autoridad central misma podría no preocuparse en absoluto o no
preocuparse demasiado de la aplicación de una ley promulgada por ella. Asimismo, la política
religiosa de los emperadores era desigual, dependiendo de sus respectivas convicciones y de las
circunstancias (por ejemplo, Juliano, Valentiniano I, etc.).
b) Los gobernadores no disponían de una gran fuerza policial sino tan sólo de una
guarnición de soldados, más o menos numerosa, que ellos apostaban en algunos lugares de la
ciudad. Esos soldados tenían que depender de la autoridad civil local, la cual era a veces hostil
por razones religiosas; por tanto, los gobernadores tenían que tener en cuenta la oposición
procedente de paganos o de herejes.
c) La falta de serio interés por la aplicación de las leyes se hallaba muy frecuentemente a
nivel provincial. Un gobernador, si era un pagano convencido, no tenía el más mínimo interés en
aplicar una ley contra los que profesaban la misma religión que él. El vicario pagano de África,
Virio Nicómaco Flaviano, se puso del lado de los donatistas, quizás porque su antipatía hacia los
católicos. La ley del año 405 sobre la unión de los donatistas (CT 16.6.4 y 5), promulgada en
Cartago al cabo de varios meses, fue aplicada inmediatamente. En Hipona seguía sin ser aplicada
dos años más tarde, y Agustín tuvo dificultad para lograr que se aplicara (epp. 86 y 89; s. 299b.9;
en. Ps. 21.2 del 10 de abril del año 407). La actitud personal de los magistrados influía en sus
acciones políticas. Agustín se quejaba de la negligencia de los magistrados (c. litt. Pet. 2.43.102;
2.58.132; 2.92.205; 2.107.224).
d) En otras ocasiones era difícil eliminar costumbres que existían desde hacía mucho
tiempo y estaban sólidamente arraigadas en la vida de los ciudadanos – por ejemplo, los
sacrificios cruentos y otras manifestaciones del culto pagano en Calama durante los años 408-
409 (epp. 90, 91, 108). Más importante todavía fue lo que sucedió en Sufetula (actualmente
Sbeïtla), en Bizacena, donde fueron asesinados sesenta cristianos. Agustín protestó ante la
autoridad local: “Vosotros estáis destruyendo las leyes de Roma y habéis pisoteado con el terror
los procesos regulares” (ep. 50).
e) En otros casos, la falta de aplicación de las leyes podía deberse a la corrupción de los
gobernadores o de otros funcionarios. Primeramente el emperador Constantino (CT 9.20.16) y
luego Honorio promulgaron leyes contra el robo de niños para ser vendidos como esclavos (ep.
10*.3). En realidad, el robo y la venta de niños y de otras personas era frecuente, y no estaba
castigado. Agustín se queja acerca de este hecho: “Las autoridades públicas y los funcionarios,
cuyo empeño podría hacer que se cumpliera esta ley o cualquier otra sobre el tema, tienen la
obligación de cuidar de que África no siga siendo vaciada de sus habitantes” (ep. 10*.3). La
Constitutio Sirmondiana 14 del año 409 (una parte está citada en CT 16.2.31, la otra en CT
16.5.46) describe extensamente las numerosas negligencias de toda clase cometidas por
autoridades provinciales y locales en África. Una constitución del año 407 (CT 16.10.19;
Constitutio Sirmondiana 12) habla también de negligencia culpable en la aplicación de leyes
contra el paganismo (cf. ep. 66).
f) En general era necesario presionar a las autoridades, las cuales actuarían únicamente si
se sentían constreñidas a hacerlo. Era necesario invocar y mostrar una copia auténtica de la ley
que estaba siendo quebrantada, como en el caso de Crispino. “No faltaban las leyes, pero estaban
dormidas en nuestras manos, como si no existieran; sin embargo, se recurrió entonces a ellas en
contra de Crispino” (Cresc. 3.47.51; cf. 3.43.48; c. ep. Parm. 1.13.20).
g) La misma autoridad civil no sabía a menudo contra quién iban dirigidas las leyes, y
tenía que preguntar a las autoridades eclesiásticas. Una constitución en favor de los católicos y
en contra de los donatistas era invocada y aplicada por los donatistas contra un grupo disidente
en el interior de ellos mismos; incluso los cismáticos y los herejes podían ser confundidos con
los católicos (Cresc. 3.56.62; 4.4.5; 4.47.57; c. litt. Pet. 1.18.20; 2.58.132; 3.39.45; cath. 20.54;
en. Ps. 21.2.31).

3. ¿Hasta qué punto conoció Agustín las leyes romanas?


a) Cada ciudadano con cierto nivel de cultura tenía que conocer las leyes necesarias para
vivir en una ciudad romana, y Agustín se refiere frecuentemente a esas leyes (epp. 34; 35.3; 91.8:
publica jura negata sunt). En la epistula 115 Agustín demuestra que conoce bien las leyes acerca
de la libertad personal y de los procesos judiciales y las cita casi palabra por palabra (CT 9.2.6) y
critica a la autoridad civil por no observarlas. En la epistula 83 indica que conoce también las
leyes acerca de la propiedad privada.
b) El Derecho se estudiaba como parte del plan de estudios de las escuelas de retórica. En
el siglo IV – y no anteriormente – existían también algunas escuelas especializadas para el
estudio del Derecho. Puesto que el conocimiento del Derecho era muy importante para hacer
carrera en la militia imperialis (o burocracia), todo aquel que no había asistido a una escuela
especializada, se veía obligado a estudiar Derecho privadamente. Agustín había adquirido en sus
estudios algunas nociones jurídicas, pero fue ante todo su estudio personal el que le permitió
ejercer su ministerio episcopal. Manifiesta un gran conocimiento del Derecho Romano, citando a
veces algunas leyes que no nos son conocidas por otro conducto (por ejemplo, ep. 24*.10).
c) Según Agustín, el obispo debe ejercer la audientia episcopalis, una responsabilidad
que debe desempeñarse con arreglo al vigente Derecho Romano, y no con arreglo a la moralidad
cristiana. Por tanto, tenía que estar bien informado sobre él, y necesitaba a veces la ayuda de
expertos: porque “hemos de tratar de aprender incluso las leyes terrenas, especialmente las que
se refieren a la condición temporal de las personas” (ep. 24*.1). Agustín es quien nos
proporciona la mejor descripción del procedimiento para la “manumissio in ecclesia” (s. 21.6;
185).
d) Agustín sabía mucho acerca de la legislación imperial vigente en el Occidente sobre
asuntos religiosos (por ejemplo, sobre el Donatismo, el paganismo y diversas herejías), pero
sabía poco sobre la legislación oriental.
e) La administración de la justicia eclesiástica se ajustaba a las normas canónicas y al
Derecho civil (ep. 20*). Agustín escribe a Alipio que, en los juicios eclesiásticos (ecclesiasticis
judiciis), ha de observarse “la justicia establecida con arreglo a las prudentísimas leyes civiles”
(ep. 9*.4)-
–› Disciplina; Herejía, Cisma; La Iglesia y el Estado
BIBLIOGRAFÍA
M.Bianchini, “Aspetti della repressione criminale agli inizi del V secolo: riflessioni su Aug., Ep.
9*”, Atti dll’Accademia Romanistica Costantiniana 10 (1995):585-602; J. Gaudemet, Le droit
romain dans la littérature chrétienne occidentale du IIIe au VIe siècle (Milan, 1978), 127-66; C.
Gebbia, “Pueros vendere vel locare: Schiaviù e realtà africana nelle nuove lettere di S.
Agostino,” in Africa romana, ed. A. Mastino, vol. 4 (Sassari, 1987), 215ff.; C. Gebbia,
“Sant’Agostino e l’episcopalis audientia,” in Africa romana, vol. 1 (Sassari, 1989), 683-95; A.
Houlou, “Le droit pénal chez Saint Augustin,” Revue d’Histoíre Droit 52 (1974):5-29; P.
Lardone, “Roman Law in the Works of St. Augustine,” Georgetown Law Journal 21(1933): 435-
51; Lettres de saint Augustin découvertes par J. Divjak, Colloque: 20-21 sept 1982 (Paris, 1983);
F. Martroye, “Saint Augustin et la compétence de la jurisdiction ecclésiastique au Ve siècle,” in
Mélanges de la Societé des Ant. (Paris, 1910), 1-78; D. Nonnoi, “Saint’Agostino e il diritto
romano,” Rivista Ital. di Scienze Giuridiche 9 (1934): 531-692; K. K. Raikas, “St. Augustine on
Juridical Duties: Some Aspects of the Episcopal Office in Late Antiquity,” in CollAug, 1990,
467-83; K. K. Raikas, “Audientia Episcopalis: Problematik zwischen Staat und Kirche bei
Augustin,” Augustinianum 37 (1997): 459-81; R. Seve, “La loi civile dans la pensée de saint
Augustin,” Cahiers de Philosophie Politique et Juridique 12 (1988): 31-42.

ANGELO DI BERARDINO, O.S.A.

Libero arbitrio, De (El libre albedrío). Agustín comenzó a escribir De libero arbitrio en
Roma entre el otoño del año 387 y el otoño del año 388, fecha en que regresó a África. Por aquel
entonces completó la mayor parte del libro primero. Los dos libros siguientes fueron escritos en
Hipona, después de la ordenación sacerdotal de Agustín en el año 391, probablemente hacia el
año 395, fecha en que él envió un ejemplar de la obra terminada a Paulino de Nola (ep. 31.7). De
libero arbitrio presenta la primera exposición relativamente extensa de Agustín sobre los
hombres en sus relaciones con Dios. Comienza como un diálogo con Evodio, amigo de Agustín
y futuro obispo de Uzala, pero la forma de diálogo está casi enteramente sustituida por un
discurso continuado después de diez párrafos del libro tercero. Aunque los manuscritos no hacen
constar que Evodio fuera interlocutor de Agustín en el diálogo, la epistula 62 muestra que lo fue
en efecto.
El libro primero comienza con la pregunta de Evodio: ¿De dónde procede el mal?
Después de distinguir entre el mal que sufrimos y el mal del pecado, el libro explora una serie de
intentos por definir el pecado, primeramente por medio de ejemplo, y luego considerándolo
como un mal deseo. El estudio del asesinato conduce a un estudio de la ley civil y de la ley
eterna. Al final del libro, Agustín ha hecho ver ya a su amigo que pecar es descuidar las
realidades eternas y volverse hacia realidades que son inciertas y temporales.
En el libro segundo Agustín comienza con lo que los contemporáneos consideraron como
una defensa de la libre voluntad o teodicea. Evodio pregunta por qué Dios nos concedió una libre
elección por la cual nosotros hacemos el mal. Para responder a esa pregunta, Agustín aborda tres
cuestiones: la de si nosotros sabemos o simplemente creemos que hay un Dios; la de si todas las
cosas buenas proceden de Dios, y la de si la libre elección es un bien. La mayor parte del libro
está dedicada a responder a la primera cuestión, mostrando, más por medio de una elevación
anagógica de la mente a Dios que por medio de una demostración estricta, que Dios existe
verdaderamente. La finalidad de Agustín consiste, por lo menos en igual grado, en conducir a sus
lectores a una debida concepción de Dios como Verdad incorpórea e inmutable, que en probar
que hay un Dios. Partiendo de la jerarquía existente entre las cosas que simplemente existen, las
cosas que existen y viven y las cosas que además tienen entendimiento, Agustín pasa a hablar de
una jerarquía que hay dentro de los hombres entre los sentidos externos, el sentido interno y la
razón. Afirma que, si hay algo que sea superior a la mente humana – por lo menos, si es
inmutable y eterna – entonces ese algo es Dios, y muestra que las verdades de las matemáticas y
de la sabiduría son superiores a la mente que no juzga tales verdades, sino que juzga con arreglo
a ellas. Trasladándose de tales verdades a la Verdad por la que aquéllas son verdaderas, Agustín
llega a Dios, la Verdad inmutable que está por encima de nuestra mente. Luego afirma que todas
las cosas buenas proceden de Dios y que la libre elección es un bien. Sin embargo, ésta libre
elección no es uno de los bienes más excelsos que poseemos, como la justicia, por la cual no
podemos pecar, ni tampoco es uno de los bienes más bajos, como los bienes del cuerpo, sin los
cuales podemos vivir rectamente. No es sino un bien intermedio, superior a los bienes del cuerpo
pero inferior a los bienes más excelsos, porque, aunque podemos pecar por la libre elección, no
podemos vivir rectamente sin ella. El libro segundo termina con una definición revisada del
pecado considerándolo como el hecho de que la voluntad se aparte de los bienes comunes e
inmutables para dirigirse a su propio bien privado movida por el orgullo, o a bienes externos
movida por la curiosidad, o a bienes inferiores movida por la concupiscencia, y termina también
con la afirmación de que tal movimiento de la voluntad, por ser una privación de orden, no es
nada y no tiene ninguna causa.
El libro tercero regresa al movimiento por el cual nos apartamos de Dios, y pregunta
cómo es que nosotros no pecamos necesariamente, si Dios conoce anticipadamente lo que hemos
de hacer. Agustín afirma que la presciencia divina de nuestros actos libres garantiza la libertad de
los mismos en vez de destruirla. El libro tercero prosigue con la teodicea agustiniana, tratando de
mostrar que a Dios no se le puede censurar por el mal que hay en el mundo. El tenor de la obra
cambia en 3.18.50 con la introducción de las condiciones penales de la ignorancia y la dificultad
bajo la cual los hombres pasan fatigas actualmente a causa del pecado de Adán. En 3.19.54
Agustín distingue entre la naturaleza con la que actualmente nacemos, y la naturaleza con la que
Adán fue creado. El estudio que se hace en 3.20.55–3.21.59 de las cuatro hipótesis sobre el
origen de las almas humanas después de Adán y Eva, a saber, la propagación, la creación
individual, la misión divina o una caída voluntaria en cuerpos, tiene la finalidad de mostrar que
hay que alabar a Dios, cualquiera que sea la hipótesis verdadera. Los ulteriores intentos de
Agustín por justificar ante nosotros los caminos de Dios, incluso en lo que respecta a los
sufrimientos de niños y de animales, son valientes esfuerzos, pero distan mucho de ser
convincentes. Finalmente, habrá que señalar que años más tarde, en las Retractationes 1.9.3-6,
Agustín defendió sus enseñanzas expuestas en De libero arbitrio contra los herejes pelagianos,
ya que Pelagio, en su obra De natura, había apelado a De libero arbitrio como testimonio de que
el mismo Agustín había estado de acuerdo una vez con la postura pelagiana acerca de la libre
voluntad.
–› Libertad; Voluntad
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
RA 6 (1952), 136-471; CCL 29 (1970), 211-321; CSEL 74 (1956); NBA 3/2 (1976), 135-
377.BAC III, El libre albedrío
Estudios
G. Madec, “Introduction” et “Notes”, BA 6, 3e ed. (Paris: Desclée de Brouwer, 1976); R. J.
O’Connell, “‘De libero arbitrio’ I, Stoicism Revisited,” AugStud 1 (1970): 49-68; P. Séjourné,
“Les conversions de saint Augustin d’après de ‘De libero arbitrio” RevSR 25 (1951): 243-64 et
333-63; R. J. Teske, “The Aim of Augustine’s Proof That God Truly Is”, International
Philosophical Quarterly 26 (1986): 253-68; F. J.
Thonnard, “Introduction” et “Notes,” BA 6, 2e ed. (Paris: Desclée de Brouwer, 1952).
ROLAND J. TESKE, S.J.

Libertad (Libertas). Agustín emplea el término “libertad” en dos formas importantes: en


sentido político y en sentido religioso. En general, ambas categorías abarcan una pluralidad de
significados que aparecen en todas las obras de Agustín en diversos contextos, algunos de ellos
polémicos, y otros, no polémicos. Agustín no realiza ningún esfuerzo por proporcionar una
explicación sistemática de la idea de la libertad en ambas categorías, aunque a veces, durante la
controversia pelagiana, llega muy cerca de darnos lo que podría considerarse como una
definición no estrictamente científica del término.
Libertad política
Los comentarios de Agustín sobre la libertad política aparecen primordiamente en el
contexto de su estudio sobre la ciudad terrena en De civitate Dei. Al estudiar las cualidades
morales de los antiguos romanos, Agustín establece un contraste entre el amor de la libertad
(amor libertatis) y el deseo de dominar (cupiditas dominationis). Mientras que la consecución de
la libertad política permitió a los ciudadanos romamos aspirar a la felicidad temporal en
provecho propio, privando a otras sociedades de la libertad mediante la dominación que tenía sus
raíces en un vicioso deseo de alabanza y gloria (cupiditas laudis et gloriae), esto causó el efecto
opuesto en aquellas otras sociedades (civ. Dei 5.12). Cuando se practica una dominación injusta
sobre otros, la libertad de movimientos quedará suprimida, la libertad de pensamiento y de
palabra quedará cercenada, se perderá la libertad de nivel social, y quedará disminuida la libertad
que libre de los conflictos y de la muerte (civ. Dei 1.4; 3.21; 6.10; 18.26; ep. 204). Incluso las
sociedades pacíficas pueden ser impulsadas a defender la vida y la libertad de sus ciudadanos,
recurriendo a veces a la guerra, ante las provocaciones injustas de un enemigo encaminadas a
subyugarlos o a esclavizarlos (civ. Dei 3.10; 3.30; 5.22).
Sin embargo, el sufrimiento ocasionado por la pérdida de la libertad política tiene el
beneficio moral de ejercitar a los cristianos en la práctica de la libertad religiosa, que los libera
de la dominación de la muerte, de la concupiscencia y del diablo (civ. Dei 5.18). Semejante
anhelo caritativo, por ejemplo, puede alentar a los cristianos a una mayor libertad de palabra,
como hizo Agustín al responder a las críticas paganas contra el cristianismo después de la caída
de Roma (civ. Dei 3.17).
Ahora bien, cuando la libertad está presente en una sociedad, florecen junto a ella otras
formas de libertad, como son la libertad para dedicarse a actividades de ocio, para usar la
imaginación, para adquirir conocimientos o para renunciar a la herejía (por ejemplo, al
Donatismo) (lib. arb. 1.2.4; c. ep. Man. 23; conf. 9.3.5; orig. an. 4.1.1; ep. 185). Por tanto, la
presencia de la libertad política en la sociedad asegura que los ciudadanos de un Estado terreno
sean capaces de perseguir los fines que sean material y moralmente ventajosos para ellos en la
vida presente (lib. arb. 1.5.11; civ. Dei 1.31).
Libertad religiosa
La forma de libertad que recibe la máxima atención en el pensamiento de Agustín es la
libertad religiosa. Agustín se refiere a este tipo de libertad en sus escritos anteriores y posteriores
al año 396. Pero en los años siguientes a la composición de Ad Simplicianum en el año 396,
Agustín ofrece su más vigorosa defensa del origen divino de esta libertad, especialmente contra
los pelagianos, que mantenían que, para que los hombres fueran capaces de ejercer la libre
elección en sus actos de voluntad, la libertad tenía que ser inherente a la naturaleza humana
creada. Por eso, los pelagianos creían que, puesto que la libertad es un bien natural, no puede
perderse nunca. Pues si tal bien pudiera separarse de la naturaleza humana, esa naturaleza dejaría
de existir (nat. et gr. 62.72; 64.76: perf. just. 11.23; gr. et pecc. or. 1.22.24; 24.25; 46.51; c. ep.
Pel. 4.2.2; 3.3; ep. 217; c. Jul. imp. 1.81).
En sus escritos antipelagianos y en otras partes Agustín rechaza esta particular idea de la
libertad. Hablando en términos generales, él asocia la libertad religiosa con la fuerza del carácter
moral de la voluntad, que dispone el ejercicio de la libre elección en la buena dirección y en la
mala y que facilita el movimiento de la voluntad hacia los fines próximos y últimos (grat. et
pecc. or. 1.18.19–1.21.22). Puesto que Agustín integra la idea platónica de la ascensión del alma
hacia la bondad en la comprensión cristiana de la vida moral, él concibe la voluntad como una
fuerza apetitiva que mueve a un ser racional hacia atrás y hacia adelante entre los órdenes
inteligibles y sensibles, es decir, entre Dios y el mundo. Cuando la voluntad ejercita la libre
elección, lo hace así con arreglo a la fuerza moral que está presente en ella, ya sea rectamente o
bien injustamente. La presencia o ausencia de rectitud moral en la voluntad explica entonces el
movimiento ascendente o descendente de la voluntad. Más aún, puesto que Agustín identifica la
voluntad con el amor (amor), el movimiento de la voluntad hacia un lado y hacia otro dependerá
del modo y grado de amor que los seres racionales tengan para con Dios. Dado que todos los
seres humanos están hechos a imagen de Dios, y dado que la imagen incluye a la voluntad,
además de incluir a la memoria y al entendimiento, los amores y afectos de la voluntad reflejan
en grado mayor o menor el amor de Dios hacia la humanidad (Trin. 11.5.8; 14.7.10; 14.8.11).
Libertad prelapsaria
Agustín ofrece una explicación más específica de los diversos tipos de libertad religiosa
en relación con el tiempo anterior y posterior a la caída. Con anterioridad a la caída, Dios no sólo
infundió en las naturaleza racionales el poder (potentia) de libre elección de la voluntad, sino que
además creó las voluntades angélicas y humanas en condición de rectitud. Puesto que los ángeles
y los hombres poseían desde el momento de la creación una voluntad recta, se adherían a Dios
con el amor que es propio de un ser creado. Juntamente con una voluntad recta, ambos poseían la
capacidad de no pecar (posse non peccare) como don gratuito de Dios situado en la voluntad.
Esta gracia o libertad primera (prima libertas), si era utilizada debidamente, les permitía seguir
en bondad mientras ellos quisieran actuar rectamente. Al mismo tiempo, esa gracia constituía el
requisito previo para una vida moralmente buena, por cuanto era una ayuda sin la cual
(adiutorium sine quo) ellos no podían obrar el bien. Pero, como ellos no poseían la incapacidad
de pecar (non posse peccare), que es la segunda ayuda, más poderosa, por la cual (adiutorium
quo) ellos habrían sido capaces de perseverar en la bondad, podían escoger el mal en vez del
bien. Al escoger el mal, los ángeles malos y Adán cayeron de la bondad. Su caída de la bondad
ocasionó la pérdida de la rectitud de la voluntad juntamente con la primera libertad para hacer el
bien. De ahí en adelante, sin la ayuda de Dios, ellos no pueden ser perfectos ni adquirir de nuevo
la bondad mediante el ejercicio de la libre elección de la voluntad (c. Fort. 22; perf. just. 4.9; civ.
Dei 13.15; 22.30; ep. 186; corrept. 10.26–12.37; c. Jul. imp. 1.94; persev. 7.13).
Libertad postlapsaria
Ahora bien, a diferencia de los ángeles malos, Adán y todo el género humano que cayó
en Adán, siguen teniendo la posibilidad de salvación a causa de la gracia liberadora de Cristo. En
ausencia de esta gracia, que fortalece las voluntades de los elegidos mediante la dispensación de
la incapacidad para pecar, la libre elección sigue existiendo en la naturaleza humana, aunque
debilitada a causa de la falta de rectitud que hay en la libertad. Esta característica injusta dispone
de tal modo hacia el mal la acción de la voluntad, que, cuando se ejercita la libre elección, ésta
da origen a actos injustos. Puesto que lo mismo procede de lo mismo, las voluntades malas
producen invevitablemente actos malos (nat. et gr. 55.65; c. ep. Pel. 1.2.5). Al producir tales
actos, la voluntad manifiesta una falsa libertad que tiene una pálida semejanza con la divina
libertad, porque la imagen de Dios existe incluso en la humanidad caída. Pero esta imagen refleja
tan sólo una semejanza perversa y distorsionada de lo que debiera ser la acción humana (Trin.
11.5.8).
Falsa libertad
Agustín caracteriza de varias maneras la falsa libertad. Cuando narra el incidente del
peral en las Confesiones, se refiere a él como a una defectuosa libertad (manca libertas) reflejada
en sus esfuerzos por realizar impunemente actos malos bajo la apariencia de poderlo todo (conf.
2.6.12). Cuando amó sus propios caminos, en vez de amar los caminos de Dios, Agustín recuerda
lo que fue la naturaleza enfermiza de esa fugitiva libertad (fugitiva libertas) (conf. 3.3.5). Cuando
antepuso el amor del provecho personal al amor del bien común, la libertad servil (servilis
libertad) que él buscaba era meramente el libertinaje para hacer lo que le viniese en gana, sin
tener en cuenta para nada la voluntad de Dios (c. Acad. 3.19; conf. 3.8.15; doc. Chr. 3.19; Trin.
11.5.8). Pero la libertad que se independiza de la justicia divina es servidumbre al pecado, como
Agustín observa que se produce en la desobediencia de la mente y del cuerpo. Tal desobediencia
aflige a la naturaleza humana como el castigo por el pecado y por el pecado personal (vera rel.
40.76; ep. 173; civ. Dei 11.16; 13.13; 14.15; c. ep. Pel. 2.4.6; nupt. et conc. 1.6.7; 1.8.9). En lo
que respecta a la operación de la voluntad, Agustín identifica el castigo del pecado con la fuerza
de la concupiscencia carnal que carga con su peso sobre la voluntad y la inclina hacia el mal. La
pérdida sufrida por Adán de la libertad para hacer el bien, origina entonces la adquisición de una
necesidad habitual (consuetudo) que impulsa a la voluntad caída a ir de un acto malo a otro acto
malo, yendo así por el camino de la condenación (Trin. 11.5.8–11.6.10; nat. et gr. 66.79; perf.
just. 4.9). La voluntad vacía (vana libertas) que Adán y sus descendientes poseen, implica como
una consecuencia el que toda su manera de vivir (conversatio), y no precisamente algunos actos
particulares realizados de vez en cuando, consista en una serie de deficientes elecciones que
están viciadas de una u otra manera a causa de la privación de la bondad (nupt. et conc. 2.3.8).
Vemos en las Confesiones que Agustín encuentra en su propia vida, con anterioridad a su
conversión, el ejemplo clásico de la voluntad errante que actúa bajo la pretensión de una falsa
libertad.
Verdadera libertad
Agustín establece un contraste entre esta falsa libertad y la verdadera libertad (vera
libertas) de elección que permite que la voluntad funcione debidamente cuando hay rectitud (c.
Acad. 1.1; lib. arb. 1.15.32; civ. Dei 2.29). La verdadera libertad es un don sobrenatural de Dios,
concedido a las voluntades de los elegidos en virtud del amor redentor de Cristo. Su presencia en
la voluntad restaura la rectitud de la voluntad mediante la dispensación de la incapacidad para
pecar, que asegura que la voluntad de los elegidos sea fiel firmemente y de manera inseparable
(indeclinabiliter et inseparabiliter) al bien hasta el final (corrept. 12.38). Puesto que la verdadera
libertad es don gratuito del amor divino, Agustín se refiere a ella denominándola libertad
cristiana (Christiana libertad) y la identifica con la libertad producida por el Espíritu Santo en el
corazón humano (c. Faust. 8.2; doc. Chr. 3.8; pecc. mer. 2.3; 16.28; spir. et litt. 30.52; nat. et gr.
57.67; ep. 167). A este respecto, la libertad cristiana actúa dentro de la voluntad fortaleciéndola
en la bondad, de tal manera que ésta se deleita verdaderamente en la realización de actos buenos
(grat. et pecc. or. 1.24.25). La delicia espontánea de la voluntad en el bien la libera de los
constreñimientos del temor y de la concupiscencia asociados con los hábitos carnales que dictan
una dura servidumbre al mal (spir. et litt. 16.28; 18.31; 19.34; 32.56; nat. et gr. 57.67; 61.71). A
diferencia de la ley del pecado, que ata la voluntad al mal, la ley de la libertad libra a la voluntad
de la necesidad de pecar (lib. arb. 2.13.37; c. Faust. 19.13; c. Fort. 22; en. Ps. 18.1; 30.1; conf.
8.5.10; perf. just. 4.9; ep. 167; civ. Dei 5.10). Cuando la fe obra así por el amor, los elegidos
viven conforme a los caminos de Dios, sometiéndose humildemente a la orientación divina y
confiando en la bondad de Dios (civ. Dei 15.21). La plenitud de su libertad los impulsa hacia
Dios por medio de una serie de elecciones suficientes en bondad para que marchen por el camino
de la salvación (nat. et gr. 55.66; 58.68; 65.78; 66.79; correp. 8.17). Con voluntades consagradas
completamente a Dios, no experimentan ya la desdicha de una voluntad caída, que está escindida
por el deseo concupiscente (conf. 8.5.10–8.11.25).
Agustín identifica la posesión de la verdadera libertad con la capacidad para vivir una
vida cristiana. Lo que quiere decir con eso podemos verlo a veces por sus comentarios sobre las
maneras en que los cristianos experimentan esta libertad. La experimentan, por ejemplo, como
una liberación del poder del orgullo, del amor concupiscente, de la muerte corporal y del amor a
los bienes mudables (sol. 1.10.17; lib. arb. 2.13.37; vera rel. 48.93). O podemos verlo por la
descripción que Agustín hace de la forma milagrosa en que la libertad aparece de repente en la
voluntad, convirtiéndola a la bondad (conf. 4.4.7). En pasajes de esta índole, Agustín capta la
gran variedad de maneras en que la libertad de la gracia se insinúa a sí misma en la voluntad
humana acompasándose a la capacidad de la voluntad para participar en el amor a Dios y al
prójimo. Cuando la voluntad queda restablecida de este modo en su salud espiritual, la imagen de
Dios se manifiesta a sí misma en las acciones humanas como el espejo que son de la divina
bondad (Trin. 14.15.21–14.19.25; en. Ps. 67.13; Jo. ev. tr. 112.5; spir. et litt. 30.52; nat. et gr.
58.68; perf. just. 4.9; praed. sanct. 5.10).
–› Antropología; Gracia; Libero arbitrio, De; Voluntad
BIBLIOGRAFÍA
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Religious Philosophy: A Group of Essays (Cambridge, Mass.: The Belknap Press of Harvard
University Press, 1961), 158-76.

MARIANNE DJ

Litteras Petiliani, Contra (Réplica a las cartas de Petiliano). Uno de los compañeros de
Agustín en el episcopado señaló a su atención una carta escrita por Petiliano, obispo de
Constantina/Cirta (Ksantina, Argelia), a los presbíteros y diáconos de la diócesis de Petiliano.
Éste había sido ordenado obispo hacia el año 394 y era contemporáneo de Agustín. Su ciudad
había sido durante generaciones un baluarte del Donatismo. Como los donatistas vivían muy
encerrados en sí mismos, Agustín no pudo conseguir sino una porción de la carta, pero pensó que
dicha carta tenía tanta fuerza para persuadir a los incultos, que era preciso darle una réplica
inmediata. Escribió su respuesta (libro primero) a comienzos del año 400. Recogía las
alegaciones de los donatistas contra los católicos y las retorcía lanzándolas a su vez contra los
donatistas. Había tres acusaciones importantes. En primer lugar, decían que los católicos eran
traditores, es decir, personas que habían entregado las Escrituras para ser quemadas durante la
persecución de los años 303-305. La respuesta de Agustín fue mostrar lo absurdos que eran los
donatistas al confiar en que sus propios sacerdotes estaban “libres de pecado”, a pesar de que no
eran menos culpables que los católicos. La segunda acusación era que los católicos perseguían a
la verdadera Iglesia, es decir, a la iglesia de los donatistas. La réplica de Agustín subrayaba los
malos tratos que los donatistas habían dado a sus propios cismáticos. Agustín se enfrentó con la
acusación final, a saber, que los católicos no poseían el verdadero bautismo, con la débil réplica
de que, si los católicos no lo poseían, entonces ninguna de las iglesias de fuera lo poseían.
Desarrollaría más plenamente su defensa del bautismo católico en el segundo libro de este
tratado.
A fines del año siguiente, después de leer la carta entera, Agustín efectuó una refutación
frase por frase de toda la carta de Petiliano: una refutación tan completa que permitió que
Monceaux reconstruyera la carta original. La refutación se ocupaba primeramente de la
interpretación de varios textos bíblicos. Así, cuando Petiliano aconsejaba que uno se mantuviera
físicamente separado de los pecadores, Agustín ponía en guardia contra los que daban su
consentimiento a los pecados de otros. En este libro Agustín desarrolló su idea de la distinción
entre la validez y la eficacia de los sacramentos. Aceptó también que el Estado pudiera
promulgar leyes en materia religiosa. El Estado creaba las condiciones para que la persona
pudiera escuchar eficazmente el evangelio y pudiera dejarse persuadir por él.
Petiliano publicó su propia réplica, a la que Agustín dio una respuesta final (libro
tercero), probablemente en el verano del año 403. Agustín dirigía el último libro de su obra a los
católicos y se centraba en una sola cuestión: Si los donatistas confían en la santidad del ministro
del bautismo para la remisión del pecado, ¿cómo podrán recibir la salvación los que reciben el
bautismo de manos de un ministro indigno?
En los libros segundo y tercero, Agustín sacaba partido de las inconsecuencias que él veía
en la práctica sacramental de los donatistas. La primera inconsecuencia era la tendencia cada vez
mayor de los donatistas a relativizar la función del ministro del sacramento. La teología donatista
de los primeros tiempos parece que acentuaba las condiciones que debía reunir el ministro del
sacramento para que éste fuera válido; es decir, el ministro del sacramento no tenía que haber
sido un traditor ni debía haber sido ordenado por un traditor. En el ardor de la controversia, los
católicos se centraron en la bondad/maldad general del ministro, no en los puntos específicos que
los donatistas valoraban. Parmeniano, reconociendo que era matizar demasiado el valorar la
responsabilidad potencial de la actitud personal del promedio de los miembros de la Iglesia
norteafricana, dejó de centrarse en la virtud del ministro para fijarse en la pureza de la Iglesia
como condición sine qua non para la validez del sacramento. La segunda inconsecuencia era la
práctica de los donatistas de rebautizar a los que se convertían al Donatismo procedentes de
sectas que habían roto los lazos con ellos. Los donatistas rebautizaban a los católicos que habían
sido bautizados por sucesores eclesiales de los traditores originales, pero no rebautizaban a los
que regresaban del cisma maximianista. Agustín proporcionaba de este modo a los católicos las
réplicas para que respondieran al programa educativo de Petiliano para su clero.
–› Donato, Donatismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
CSEL 52 (1909), 3-227 = RA 30 (1967), 129-745, BAC XXXIII, Réplica a las cartas de
Petiliano
Estudios
Véanse art. “ Anti-Donatistas, Escritos”; A. C. De Veer, “L’exploitation du schisme
maximianiste par Saint Augustin dans la lutte contre le Donatisme RechAug 3 (1965):219-37;
Monceaux, 5:3-86, 309-28 (una reconstrucción de la carta de Petiliano), y 7:98-105; B. Quinot,
“C. Litteras Petiliani III, xl, 48 et le monachisme en Afrique,” REtAug 13, nos. 1-2 (1967): 15-
25; B. Quinot, “Introduction” et “Notes complémentaires,” BA 30:9-128 et 747-812.

MAUREEN A. TILLEY
Liturgia –› Culto cristiano; Eucaristía
Liturgia eucarística (La ) en la Basílica Mayor de Hipona en tiempo de
Agustín
I. Descripción del espacio
La Basílica Mayor era la catedral para una diócesis que contenía también cierto número
de iglesias urbanas y suburbanas, incluidas las capillas funerarias construidas por San Teógenes
(para los Veinte Mártires) y la del sacerdote Leporio (o de los Ocho Mártires). Aunque se conoce
también como Basílica Pacis y Basílica Leontianus, la denominación de “Maior” es quizás la
más apropiada para el edificio, teniendo en cuenta su tamaño y su importancia en la región. Es
también la denominación que se halla más frecuentemente atestiguada en la literatura.
Esta basílica se edificó en el lugar donde habían existido varias viviendas, y en su
primera fase fue notablemente más pequeña y se extendía a lo largo de un eje perpendicular al
edificio, representado por las actuales ruinas. En la última fase de su edificación, con
probabilidad exactamente antes de la llegada de Agustín a Hipona, la basílica se hallaba
orientada al noroeste y medía 37,5 metros de longitud y 18,5 metros de anchura. El cuerpo
principal del edificio estaba dividido en una nave central y en dos naves laterales, separadas por
columnatas de diez columnas en cada fila. La nave central tenía 9 metros de anchura, y cada
nave lateral tenía 4,75 metros de anchura. El ábside semicircular medía 8,5 metros de anchura y
7 metros de profundidad.
Tres puertas al lado opuesto del ábside, en la alta fachada, constituirían la entrada
principal al edificio. La puerta central (quizás más alta que las laterales) debía de estar reservada
para el clero, mientras que las otras dos servirían para la separación de la comunidad por sexos
(las mujeres entraban por una de las puertas y los hombres por la otra).
Reconstrucción por Robin Jenssen a base de la obra de E. Marec, Monuments chrétiens
d’Hippone, ville épiscopal de saint Augustin, Arts et métiers graphiques (París 1958). Dibujo de
Erik Magnus. Utilizado con permiso.
Dos puertas en el muro oriental daban acceso a los locales adjuntos, en uno de los casos al
espacio anterior en forma de ábside (al que se hace referencia de ordinario con el nombre de
consignatorium) anexo al baptisterio. La proximidad de la fachada del edificio al cardo (o
camino principal que se extendía en dirección norte-sur) y a las murallas de la ciudad parece que
impidió la construcción de un pórtico; no se han hallado pruebas arqueológicas de que tal pórtico
existiera.
El piso de la basílica, en la nave central y en las naves laterales, estaba pavimentado con
mosaicos, muchos de los cuales tenían inscripciones funerarias sobre tumbas. Aunque el piso del
ábside debió de estar decorado también con mosaicos, todos los vestigios de ello han
desaparecido; las ruinas muestran una cubierta de losas de mármol. El centro de la nave contiene
un mosaico rectangular que debió de marcar el lugar de enterramiento de dos obispos; parece que
originalmente fue el lugar de emplazamiento del altar en la primera fase de existencia del templo.
Además de los mosaicos polícromos que decoraban el suelo, hay vestigios de pinturas murales
en la zona del ábside, que pretendían imitar la apariencia del mármol.
El ábside se alzaba sobre el nivel de la nave a una altura de medio metro, y a lo largo de
su pared circular había un asiento corrido para los presbíteros a ambos lados de la cathedra para
el obispo. El presbyterium se extiende sobrepasando el ábside y penetrando en la nave central
mediante una plataforma rectangular cerrada por dos lados por tabiques bajos que conectaban las
últimas columnas de la nave con el ábside. La parte frontal de esta plataforma habría estado
cerrada por una mampara de madera, y se accedería a ella mediante uno o varios escalones de
madera.
En el centro de la superficie del ábside estaría un altar de madera que estaba cubierto con
un paño o protegido quizás por otra mampara decorativa. Las velas y los elementos eucarísticos
estarían sobre el altar desde el principio del culto religioso. En Hipona no se han encontrado
pruebas de que hubiera un ciborio sobre el altar. La configuración de este espacio corresponde a
la planta clásica de un coro o bema en las basílicas de aquel período en otros lugares de la
cuenca del Mediterráneo.
Detrás del ábside o anexos a él había otros locales a los que se accedía por puertas
abiertas por ambos lados. Estos locales servían probablemente de diaconicum o sacristía, para el
almacenamiento de artículos que se iban a distribuir entre los pobres o para guardar utensilios
litúrgicos. Un pequeño pozo exagonal o cisterna parece que fue anterior a la basílica, aunque
siguió siendo utilizado probablemente por el templo.
Directamente enfrente de este antealtar o zona del ábside (a metro y medio) los
arqueólogos han encontrado vestigios de una subestructura rectangular de albañilería que medía
3,8 metros por 3 metros, y que sugiere la existencia de un espacio para un facistol de madera o
ambón que se utilizaba para las lecturas bíblicas. Descubrieron que este facistol revelaba cierto
número de enterramientos de niños y de un adulto, que era posiblemente el mismo Agustín.
La nave estaba iluminada probablemente por ventanales lobulados (rellenados con mica
fijada en un entramado de yeso). El techo tanto de la nave central como de las naves laterales
estaba formado por vigas de madera revestidas de placas de terracota.
El espacio permitía la separación entre hombres y mujeres entre distintas clases de fieles.
La nave central debía de estar reservada normalmente para el clero, o quizás se mantenía libre
para las procesiones. Los hombres se situaban a un lado de la iglesia, quizás en la nave lateral,
mientras que las mujeres se situaban al lado opuesto o o en la nave lateral opuesta. A los fieles se
les asignaban los asientos de las “filas delanteras”, y a los penitentes y los catecúmenos se los
acomodaba por clases en las filas de atrás. Aunque es posible que existieran galerías en el lado
oriental, su existencia no está probada y parece improbable.
II. La liturgia eucarística en su marco
La presente reconstrucción de la liturgia eucarística en el recinto de la basílica de Agustín
en Hipona debe comenzar reconociendo que en muchos casos los detalles del ritual son
necesariamente inciertos a causa de la falta de información escrita específica o por el estado en
que se encuentran los restos arquitectónicos. Por tanto, la omisión de un elemento en la
descripción no indica necesariamente su ausencia del ritual mismo, sino tan sólo la falta de
testimonios que se hayan conservado.
La norma seguida en Hipona era la de predicar y celebrar diariamente la Eucaristía.
Aunque no todos los miembros de la comunidad asistían diariamente a los actos de culto, sin
embargo había algunos, por lo menos, que acudían diariamente a escuchar los sermones y a
recibir la Eucaristía. Otros actos religiosos dedicados a la oración tenían lugar por la mañana
temprano y al atardecer.
A. Entrada
La comunidad iba llegando por las puertas principales (a la izquierda o a la derecha del
portón central de atrás) y se separaban los hombres y las mujeres, situándose a lados opuestos de
la nave central (civ. Dei 2.28). Los de categorías más altas, como las viudas, las vírgenes
consagradas, los monjes y el clero de órdenes inferiores al diaconado, debían de situarse más
cerca de la parte frontal de la iglesia, seguidos por los fieles, los penitentes y luego los
catecúmenos. Con el fin de dejar despejada la nave central para uso del clero y para permitir la
visibilidad, la gente se situaba en las naves laterales, vueltos ligeramente hacia el centro. La
comunidad no disponía de bancos ni de sillas, y los fieles tenían que permanecer de pie durante
el culto, y salían del templo si necesitaban un poco de descanso o tomar un poco de aire fresco
(cat. rud. 13.19).
La procesión de entrada debía de pasar por la puerta central situada en la pared suroeste y
se dirigía por la nave central hasta el ábside, en torno al facistol elevado, y entraba quizás por
una puerta situada en la mampara de madera que separaba la zona del presbiterio, en torno al
altar de madera, y finalmente se encaminaba a los sitios reservados para los presbíteros y para el
obispo a lo largo de la pared del ábside. Es posible que el clero entrara también por las puertas de
los locales anexos al ábside. El obispo ocupaba su lugar en la cátedra que se alzaba en el centro
del ábside, mientras que presbíteros se sentaban en los bancos que en forma de arco rodeaban la
pared del ábside o estaban situados a ambos lados de la cátedra. Parece que los diáconos
permanecían en pie, lo mismo que el resto de los fieles. No se ha conservado ninguna indicación
de que se entonaran cánticos durante la ceremonia de entrada.
El obispo saludaba al pueblo: “El Señor esté con vosotros”. La comunidad respondía: “Y
con tu espíritu”.

B. Lecturas y sermón
Cuando el lector subía al ambón, era saludado por el pueblo, “La paz sea contigo”, pero
él no respondía (ep. 43-8.21; breu. Hippo brevis stat. 1.a). Una o dos lecturas, tomadas de los
Apóstoles y de los Profetas, según el día y a discreción del que presidía el acto de culto, iban
seguidas por un salmo cantado o recitado, al cual la comunidad respondía utilizando como
responsorio uno de los versículos. Venía luego la lectura de una porción del Evangelio (s. 176.1;
45.1; en. Ps. 40.7). Los acta de los mártires eran leídos también en los días de sus respectivas
festividades (s. 259.2.6). No se conserva testimonio alguno de que hubiera una procesión que
acompañara la lectura del Evangelio, ni se conoce el número de lectores, la identidad del lector
del Evangelio, o el lugar donde se situaba a los lectores durante el resto del acto de culto. El libro
(o libros) debían de estar sobre el facistol.
El obispo predicaba sentado en su cátedra elevada (s. 355.2), con uno de los libros abierto
sobre sus rodillas, mientras explicaba el texto (s. 37.1). El obispo necesitaría hablar bien alto
para que le oyera la gente que estaba de pie en las naves laterales o en la nave central (s. 274).
Cuando el predicador no era el que presidía el acto de culto – como vemos que Agustín mismo
predicó siendo presbítero en Hipona o como invitado en Cartago – entonces el sermón debía de
predicarse desde el ambón (s. 23.1).
C. Despedida
Al terminar el sermón, los ostiarios (o porteros) hacían salir a los catecúmenos, cerraban
luego las puertas y montaban guardia junto a ellas. Al resto del ritual sólo podían asistir los
bautizados, aunque parece que los penitentes se quedaban, quizás en la parte de atrás de la nave
central (s. 49.8).
D. Oraciones
El obispo bajaba los escalones de la cátedra y se quedaba de pie junto al altar. Durante la
Cuaresma, la comunidad se arrodillaba, pero en las demás temporadas permanecía de pie. El
diácono, situado quizás de pie al lado del altar, presentaba luego cada una de las intercesiones.
Después que la comunidad había orado en silencio, el obispo compendiaba las oraciones y se las
presentaba a Dios (ep. 55.15.28; 55.18.34). Las oraciones incluían de ordinario peticiones por la
conversión de los paganos, la inspiración de los catecúmenos que querían recibir el bautismo y la
preservación de los creyentes (ep. 217.1.2). A estas oraciones se añadirían intenciones
particulares propias de la correspondiente temporada.
E. Presentación y preparación de los dones
El vino y en pan – en forma de varias hogazas – estarían sobre el altar desde el comienzo
del acto de culto (s. Guelf. 7.1). No se han conservado testimonios textuales de que hubiera una
“gran entrada” o procesión de ofertorio. Los fieles traían dones de diversas clases para
presentárselos a Dios; la mayoría de ellos iban destinados a los que dependían de la iglesia (conf.
5.9.17; en. Ps. 129.7). El intervalo entre las oraciones y el comienzo de la plegaria eucarística
debió de llenarse con el canto de salmos (retr. 2.11).
F. La plegaria eucarística y la distribución de la Eucaristía
El obispo se hallaba de pie en el presbiterio, asistido por el diácono o los diáconos. El
diálogo inicial y las respuestas seguían el modelo tradicional (s. Guelf. 7.3):

Obispo: El Señor esté con vosotros.


Pueblo: Y con tu espíritu.
Obispo: Elevad vuestro corazón (en singular).
Pueblo: Lo hemos elevado al Señor.
Obispo: Demos gracias al Señor nuestro Dios.
Pueblo: Es digno y justo.

La plegaria de consagración seguía una fórmula fija que incluía el relato de la institución
tomado del Nuevo Testamento, el acto de trazar la señal de la cruz sobre los elementos y el
ofrecimiento del pan y del vino a Dios (c. litt. Pet. 2.30.68; s. 227; Jo. ev. tr. 118.5). A estas
ceremonias se añadían la conmemoración de los mártires (s. 159.1), la oración por los fieles que
habían fallecido (s. 172.2), por el clero de la iglesia local y por los demás obispos que se
hallaban en comunión (s. 359.6; ep. 78.4). El pueblo respondía al final, diciendo: “¡amén!”
La fracción del pan en la preparación para su distribución seguía a la plegaria eucarística.
Se recitaba el Padrenuestro. Tal vez lo recitaba únicamente el que presidía el acto de culto. Pero
se oían los golpes de pecho que todos se daban, cuando se pronunciaba la petición del perdón de
los pecados (ep. 149.2.16; s. 58.12; 351.6; en. Ps. 140.18).
El que presidía el culto iniciaba el beso de paz: “La paz sea con vosotros”; a lo cual la
comunidad respondía: “Y con tu espíritu”. Parece que el beso que se daban los miembros de la
comunidad era en los labios (s. 227).
La distribución del pan y del vino se efectuaba en la barandilla del presbiterio, adonde los
fieles se acercaban para permanecer en pie y recibir los elementos de manos del obispo y/o de los
diáconos. El pan se depositaba en las manos juntas de los fieles, diciéndose las palabras: “El
Cuerpo de Cristo”, a lo cual el que lo recibía contestaba: “¡amén!” (c. ep. Parm. 2.7.13; s. 272).
La copa era ofrecida a cada fiel por otro ministro, con un intercambio de palabras similar (en. Ps.
32.2.1.4). No todos los miembros de la comunidad se acercaban a la barandilla para recibir los
elementos consagrados: a los penitentes se les impedía el acceso a la Eucaristía durante el tiempo
de su purificación; a otras personas que eran culpables de un pecado no confesado, se les
advertía que se abstuvieran de participar (s. 392.5). Durante la distribución del pan y de la copa,
la comunidad cantaba salmos (retr. 2.11).
G. Bendición
Al terminar el ritual, el que presidía invocaba la bendición de Dios sobre el pueblo,
orando para que todos fueran fortalecidos en la fe y en las buenas obras (ep. 149.2.16; 179.4).
Luego el que presidía y el clero salían de la iglesia en procesión, a través de la nave central, lo
mismo que habían entrado.
H. Observancias generales
La Eucaristía se ofrecía diariamente en Hipona, y algunos fieles asistían y la recibían
diariamente (ep. 54.2.2. y 3.4). Exceptuada la liturgia vespertina del Jueves de la Semana Santa,
la Eucaristía se celebraba durante la mañana temprano, y los participantes recibían en ayunas el
pan y el vino, como su primer alimento del día (ep. 54.6.8; 54.7.9).
–› Culto cristiano; Sacramentos
BIBLIOGRAFÍA
La descripción del espacio está tomada del informe de las excavaciones elaborado por E.
Marec, Monuments chrétiens d’Hippone, ville épiscopale de saint Augustin, Arts et métiers
graphiques (París 1958). Véase también: O. Perler, Église principal et les autres sanctuaries
chrétiens d’après les textes de saint Augustin, REtAug 1 (1951) 299-343. El ritual se ha
reconstruido a base de las referencias proporcionadas en Wunibal Roetzer, Des heiligen
Augustinus Schriften als liturgie-geschichtliche Quelle, Mas Hueber (Múnich 1930) 95-135, [...]
F. Van der Meer, ,San Agustín, Pastor de Almas. Herder, Barcelona 1965, F. Van Der Meer,
Augustine the Bishop (New York: Harper, 1961),388-402, y A. Zumkeller, Augustine’s Ideal of
1986), 46-51.

ROBIN M. JENSEN
J. PATOUT BURNS

Locutionum in Heptateuchum (Expresiones del Heptateuco). Esta obra fue escrita en el


año 419 al mismo tiempo que las Cuestiones sobre el Heptateuco) y cuando Agustín estaba
preparándose para escribir los libros 15 y 16 de La Ciudad de Dios. Estudia los siete primeros
libros de la Biblia, señalando algunas expresiones que a él le parecen poco usuales, y les ofrece
un paralelo latino. Para una descripción más completa del contexto de estas dos obras, véase el
artículo sobre las Quaestiones in Heptateuchum.
–› El Génesis y los relatos de la creación
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
PL 34, 485-546; CSEL 28/1, 507-629, ed. J. Zycha (1894); CCL 33, 381-465, ed. I. Fraipont
(1958); NBA 11/1, 51-279, ed. A. Pollastri (1997); “Introduzione generale,” 9-49, BAC XXVIII,
Cuestiones sobre el Heptateuco (en siete libros).

Estudios
B. Altaner, “Augustinus und die biblisehen Onomastica,” Kleine patristische Schriften (Berlin,
1967), 312-15; G. Bardy, “Les Locutiones et les quaestiones,” BA12 (Paris, 1950), Note compl.
70, 590-91; G. Bardy, “Commentaires patristiques de la Bible’ Dictionnaire de la Bible, supp. 2
(1934), 73-104; Ch.-H. Beeson, “Insular Influence in the Quaestiones and Locutiones of
Augustine’s Mélanges Mandonnet,” Etudes d’histoire littéraire et doctrinale du moyen âge, vol.
2 (Paris: Vrin, 1930), 7-13; F. Cavallera, “Les quaestiones hebraicae in Genesim de s. Jérôme et
les quaestiones in Genesim de s. Augustin,” MA, vol. 2 (Rome, 1931), 359-72; O. Garcia de la
Fuente, “Itala y Vulgata en las Quaestiones in Heptateucum de San Agustin,” Anuario Jurídico
Escurialense 19/20 (1987/88): 539-50; O. Garcia de la Fuente, “Cuestiones sobre el
Heptateuco,” in Obras completas de San Agustín, 28. Escritos biblicos, BAC 504 (Madrid,
1989); C. Douais, “Saint Augustin et la Bible”, Revue biblique 3 (1884): 123ff.; A.-M. A. La
Bonnardière, Saint Augustin et la Bible (Paris, 1986); G. Madec, Introduction aux ‘révisions’ et à
la lecture des oeuvres de Saint Augustin (Collection des Études Augustiniennes: Série antiquité
150) Institut d’Études Augustiniennes (Paris, 1996), 56-57. Publicación en Francés de la
introducción, ampliamente revisada, de la edición en italiano de Retractationes, NBA 2
(1994); A. Pollastri, “Agostino d’Ippona,” in Bibbia e storia nel cristianesimo latino (Roma,
1988), 11-93; W. Ruting, Untersuchungen über Augustins ‘Quaestiones’ und ‘Locutiones’ in
Heptateuchon (Paderborn, 1916); M. A. Sanehez Manzano, “Comentario semántico de mandato
en las Quaestiones in Heptateuchum,” Augustinus 37 (1992): 353-62.
ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.
Los Capadocios - - - - Capadocios (Los)
Lugar natural (pondus). El concepto de lugar natural tiene su origen en la filosofía griega
precristiana. Empédocles fue el creador de la doctrina de los cuatro elementos: tierra, aire, fuego
y agua. Todas las cosas tenían una forma gaseosa, líquida o sólida, o eran energía. En todo el
Timeo (por ejemplo, 33c), Platón sostuvo que esos elementos existían y podían trasformarse unos
en otros (49c). Como su mentor Platón, Aristóteles enseñaba la existencia de esos elementos,
pero, yendo más allá de Platón, afirmaba que cada uno de ellos tenía su lugar natural en el
universo, un lugar determinado por su peso. Así, el fuego pertenecía a los cielos, el aire tenía su
lugar por debajo del fuego, el agua por debajo del aire, y la tierra en el fondo. Cada elemento
buscaba continuamente su lugar natural. En él, y sólo en él, podía tener reposo. Puesto que la
doctrina parecía explicar muchos fenómenos naturales, prevaleció a lo largo de toda la Edad
Media y del Renacimiento hasta el descubrimiento de la mecánica moderna por Sir Isaac
Newton. Según la física newtoniana clásica, cada cuerpo en el universo ejerce una atracción
sobre cualquier otro cuerpo. El efecto preciso de esta atracción está en proporción directa con la
masa de cada cuerpo y en proporción inversa con el cuadrado de la distancia entre esos cuerpos.
Esta proposición es conocida como la ley newtoniana de la gravitación. Pero, según Aristóteles,
un cuerpo busca su lugar natural a causa de un impulso interno, producido por su peso. Tal vez la
idea de un doble peso del alma deba algo a Porfirio o a Jámblico. En el Timeo de Platón, el lugar
natural no se enseña como una doctrina científica. Sin embargo, en la República de Platón cada
individuo humano tiene un lugar natural en la sociedad, un lugar determinado por sus talentos. El
individuo no encontrará descanso y la sociedad no tendrá paz hasta que cada ciudadano haya
encontrado el lugar correcto.
El término locus naturalis o sus afines no aparecen en Agustín. Pero Agustín aceptaba el
lugar natural como parte de la ciencia física de su tiempo. El aceite, por ejemplo, busca
continuamente su lugar natural por encima del agua (conf. 7.10.16; 13.9.10; en. Ps. 29; s. 10).
Agustín empleaba con frecuencia el concepto de lugar natural en sus comentarios al Génesis. El
lugar natural crea un problema para interpretar las aguas que están por encima de los cielos, que
se distinguen de las aguas que están por debajo de los cielos, según Génesis 1,7 (Gn. litt. 2.1ss).
Agustín sabía que algunos comentaristas interpretaban en sentido alegórico las aguas que están
encima de los cielos, entendiendo por ellas a los ángeles, a fin de evitar así la contradicción entre
la física conocida entonces y la Biblia. Sin embargo, Agustín observaba agudamente los
fenómenos naturales y señalaba ejemplos de elementos que no se hallaban en sus – así llamados–
lugares naturales, como las finas partículas de agua que hay suspendidas en el aire en las
cumbres de las montañas. La lluvia se explica como la caída de esas partículas, que buscan su
lugar natural (Gn. litt. 2.4). (Agustín, aunque utiliza extensamente la exégesis alegórica, sin
embargo trata primero de hallar en el texto bíblico su sentido literal e histórico. Frecuentemente,
el sentido alegórico exige la existencia histórica del símbolo.) Cuando todas las cosas encuentran
sus lugares naturales, se origina la paz en la naturaleza (civ. Dei 19.12). Según Agustín, el lugar
natural encuentra una justificación bíblica en Sabiduría 11,21: “Tú [oh Dios] has dispuesto todas
las cosas con arreglo a medida, número y peso” (por ejemplo, c. Faust. 22.78). Exégesis
parecidas de este texto se encuentran en varios autores medievales.
Lo del lugar natural constituye el antecedente para la sentencia de Agustín, que con toda
razón ha llegado a hacerse famosa: “pondus meum amor meus; eo feror quocumque feror” [Mi
amor es mi peso; por él soy llevado adonde soy llevado]. Esta frase precisa se encuentra
únicamente en las Confessiones 13.9.10; pero la idea aparece en varios otros lugares (por
ejemplo, ep. 55.10; s. 65a). Así como los cuatro elementos encuentran sus lugares naturales a
causa de su peso (pondus), así también los seres con libre voluntad encuentran sus lugares en el
universo por las cosas que ellos aman (Gn. litt. 4.18). Allí es donde hallan reposo. El pecado no
perturba el orden natural, pero está permitido por Dios, que lo ordena hacia el bien de la totalidad
(c. Faust. 22.78). Los individuos encuentran sus lugares en la Ciudad de Dios o en la Ciudad del
Hombre, según lo que ellos amen: el amor de las cosas naturales hasta el desprecio de Dios; el
amor de Dios hasta el desprecio de las cosas materiales (civ. Dei 14.28). La idea de Agustín
acerca de los hombres que encuentran su lugar en la sociedad con arreglo a las cosas que ellos
aman (el voluntarismo agustiniano) se sitúa a menudo en contraste con la idea platónica de la
sociedad tripartita, dividida según el talento intelectual (rep. 3.414d ss; el intelectualismo
platónico). Sin embargo, la concepción de Agustín no es muy diferente de la que se expone en
República 8.544e, donde Platón divide a las sociedades y a los individuos con arreglo a lo que
desean. En otra línea, la exégesis que Agustín hace de Sabiduría 9,15 (“El cuerpo corrupto es un
peso para el alma y la hace pensar en muchas cosas”) es un ejemplo de exégesis bíblica influida
por lo del lugar natural (por ejemplo, en Ps. 82.9). Si amamos a Cristo, él nos llevará hasta sí (s.
65a).
–› Medida, número y peso
BIBLIOGRAFÍA
O’Connell, 1986, 16ff.; O’Donnell, 1992, 3:336ff.; W. Roche, “Measure, Number and Weight in
Saint Augustine,” New Scholasticism 15 (1941): 350-76.
FREDERICK VAN FLETEREN

Lutero, Martín. Aunque es proverbial la influencia de Agustín en Martín Lutero, el gran


reformador del siglo XVI (1483-1540), sin embargo se necesitan estudios más intensos acerca de
la ifluencia de Agustín en él durante las distintas fases del desarrollo teológico de Lutero, y
acerca de cómo, en un contexto histórico diferente y desde una perspectiva histórica diferente,
Lutero leyó, citó, se asimiló y criticó los escritos de Agustín. No cabe duda de que leyó,
investigó y memorizó buena parte de los escritos de Agustín. Sin embargo, los contextos
históricos en que ambos vivieron eran muy diferentes. El obispo cosmopolita norteafricano, que
vivió en la tardía Edad Antigua, es considerado como el arquitecto de una tradición teológica y
eclesiológica latina que, con adaptaciones, informó el pensamiento y las instituciones medievales
católicas del Occidente. Lutero fue un alemán, sacerdote agustino mendicante y profesor de
teología bíblica de fines de la Edad Media. Se educó en la forma tardía de esa tradición teológica
y eclesiológica católica, trató de reformar la teología y la Iglesia, tal como él las había recibido, y
las escindió. La comprensión bíblica y el genio religioso de cada uno de estos personajes fue un
barómetro de su tiempo y creó una nueva era.
Hubo influencias agustinianas indirectas en Lutero. Siendo un joven fraile en Erfurt,
Lutero vivió la regla agustiniana y efectuaba citas de ella. Cuando los eremitas cantaban en el
coro, tenían ante su vista una vidriera de colores que representaba a Agustín. “Gran Padre
Agustín”, el himno de la orden, era cantado por los frailes durante su noviciado y cuando hacían
la profesión religiosa pronunciando sus votos. La orden estudiaba a Agustín según la tradición
nominalista occamista de fines de la Edad Media, y en la historia de la orden hubo figuras como
Gregorio de Rímini († 1368) y contemporáneos como Staupitz (1468-1524), superior de Lutero,
que dedicaban especial atención al estudio de Agustín (véase Brecht, vol. 1, cap. 3). Lutero leyó
también directamente a Agustín a lo largo de toda su vida, y encontró en Agustín un espíritu
similar que luchaba de manera muy profunda por entender las mismas cuestiones teológicas, el
pecado y la enemistad humana hacia la ley de Dios, la justicia de Dios, la gracia, la experiencia
de la fe, la predestinación, las ataduras de la elección humana, la autoridad, la relación entre la
Iglesia y el mundo y la debida interpretación de las Escrituras. En su espíritu y en su teología se
sentía más cerca del penetrante Agustín que del erudito lingüísta Jerónimo. Como fraile que fue
durante quince años de la orden mendicante de los agustinos, Lutero se asimiló los elementos
básicos de la teología agustiniana. Sus primeras contribuciones teológicas importantes como
profesor en Wittenberg, los Comentarios de los Salmos (1513-1515), el Comentario a la Carta a
los Romanos (1515-1516), los primeros sermones, La Disputa contra la Teología Escolástica
(otoño de 1517) y la Disputa de Heidelberg (mayo de 1518) demuestran una lectura atenta de
Agustín y una asimilación de su teología del amor de Dios y de la humildad como respuesta
humana. En la Disputa contra la Teología Escolástica, véanse especialmente las tesis 1,62-97. Y
en la Disputa de Heidelberg véase especialmente el pregfacio y las tesis teológicas y sus
respectivas pruebas 1, 3, 5, 13-18 y 26, donde a Agustín se le llama “El intérprete del Apóstol”.
Lutero y sus colegas de Wittenberg disponían de una amplia gana de obras auténticas de
Agustín y de algunas supuestas obras suyas, según hizo ver Hans-Ulrich Delius en su colección
de citas y paráfrasis, Augustin als Quelle Luthers. Eine Materialsammlung. Lutero y los primeros
reformadores leían más que los escritos antipelagianos; disponían de la edición de Amerbach de
las obras de Agustín, impresa en Basilea (1550). Pero, aunque Agustín participaba en el
avivamiento del estudio de San Pablo, Lutero y sus colegas se hallaban en medio de un
renacimiento agustiniano católico para la interpretación de Pablo. En la temprana carta (octubre
de 1516) a su fiel amigo y patrocinador Spalatino, Lutero señala su deseo de que Eramo lea los
escritos antipelagianos de Agustín a fin de entender mejor y apreciar más a Agustín. Esta crítica
se haría mucho más aguda en el famoso debate sobre la esclavitud de la libertad en 1525 (LW
33, 3,72). En la Universidad de Wittenberg, recién fundada, cuyo santo patrón era Agustín,
Lutero animó a otros, como a su colega Andreas Carlstadt (1480-1541), a que leyeran a Agustín,
y ellos formulaban enunciados basándose en las obras espúreas y auténticas de Agustín. Lutero
sostuvo con razón que el tratado Verdadera y falsa penitencia, atribuido en otros tiempos a San
Agustín y citado en las Sentencias de Lombardo, era una obra espúrea. (En ese mismo año
compró también para Nicolás de Amsdorf una edición de Agustín.) En abril del año 1517
Carlstadt presentó un compendio de tesis augustinianas, fijándolo a la puerta de la Iglesia de la
Ciudad en Wittenberg, y en 1518 editó y comentó la obra El espíritu y la letra (Brecht, 1,161-
174). En mayo de 1517 Lutero escribe acerca del plan de estudios en en Wittenberg: “Nuestra
teología y San Agustín progresan bien...” Sigue narrando cómo nadie puede atraer estudiantes
para que asistan a las clases, a menos que se impartan cursos sobre la Biblia, sobre San Agustín o
sobre algún otro líder eclesiástico eminente (LW 48,42).
Sin embargo, como han hecho ver los especialistas, incluso en este período temprano y en
todos los escritos acerca de la Reforma, Lutero no se limita a reproducir el pensamiento de
Agustín. En un microestudio de las fuentes agustinianas de la obra de Lutero titulada Comentario
a la Carta a los Romanos (de 1515-1516), Leif Grane demuestra cómo Lutero citaba algunas
veces pasajes de Agustín al margen y después exponía algo enteramente diferente en su propia
glosa; algunas veces citaba a Agustín sacándolo de su contexto; algunas veces hacia una
interpretación. En su comentario de los primeros tiempos, utilizaba activamente la Expositio
quarundam propositionum ex epistula apostoli ad Romanos, que Agustín escribió en el año 394
antes decidir que el capítulo 7 de la Carta a los Romanos hablaba acerca del cristiano bautizado,
no acerca del incrédulo. Lutero utilizó el comentario desde el capítulo 5 en adelante, como si
necesitara un comentario de referencia, haciendo caso omiso – al parecer – de los capítulos
anteriores que estudian las cuatro fases de la ley – ante legem, sub lege, sub gratia, in pace – y
que no se ajustan a su desarrollo de la antropología. Lutero no describe en términos agustinianos
a la persona en estado de gracia como una persona que progresa y puede guardar la ley, sino
como una persona que se halla aún bajo el pecado. Lo que dice Agustín de que el hombre es en
parte santo y en parte pecador, lo desarrolla Lutero convirtiéndolo en su soctrina del
“simultáneamente santo y pecador”. De manera parecida, en este comentario, en lo que respecta
a uno de los pasajes favoritos de Agustín, Romanos 5,3-5, Lutero se siente obligado a tener en
cuenta la interpretación de Agustín, pero no está de acuerdo con el proceso que Agustín expone,
según el cual el creyente va progresando gradualmente, por el derramamiento del Espíritu, y pasa
del sufrimiento al amor. Para Lutero, el amor de Dios en el Espíritu está presente precisamente
en el sufrimiento y en la agitación interna, o Anfechtung (Grane, 313).
Según va madurando la teología de Lutero, algunos de sus contemporáneos – como
Staupitz y Carlstadt – se acercan más a las posturas de Agustín que a las de él. No obstante,
algunas veces las semillas de las ideas de Lutero se hallan presentes en Agustín, por ejemplo,
cuando Lutero convierte “la Letra y el Espíritu” (como hermenéutica bíblica) en la Ley y el
Evangelio (véase LW 26,313). Esto se encuentra implicado ya en el análisis que hace Agustín de
Ticonio y su “Tercera regla para la interpretación del Antiguo Testamento acerca de las
promesas y de la Ley” (doc. Chr. 3.33 y 46; Oberman, 351). Está insinuado también en el
comentario de Agustín sobre el salmo 17, que Lutero cita en el tratado contra Emser (1478-
1527), Acerca de la Letra y del Espíritu: “La letra, sin la gracia, no es nada más que ley (LW
39,189 y Agustín, Enarrationes in Psalmos: PL 36,448-454). En este tratado contra Emser
(1521), Lutero, al igual que muchos intérpretes medievales, apela habitualmente a la autoridad de
Agustín, citando Sobre la unidad de la Iglesia 1.5 y 8 (PL 43, 296) y El espíritu y la letra a fin
de acentuar el sentido literal para la teología (LW 39,180-181).
Aunque Lutero ensalzará a Agustín durante toda su vida, sin embargo su propia teología
se va haciendo cada vez más independiente (como es comprensible) según se va
comprometiendo con su propio contexto y según se va considerando a sí mismo como una
autoridad en la Iglesia (consúltese Müller-Streisand para una visión de conjunto). Mientras que
Agustín encontró certeza en la autoridad de la Iglesia, para Lutero la autoridad de la Iglesia en
relación con su magisterio, con los concilios y con el dogma estaba en conflicto con las propias
ideas exegéticas y teológicas de Lutero. En las circunstancias de un imperio que se derrumbaba,
Agustín, quien de ningún modo excluía de la Ciudad del Hombre (Babilonia) el reinado de Dios,
vio a la Iglesia, signo proléptico de la Ciudad de Dios, como el instrumento para la reforma del
mundo. Lutero recurría al reinado de Dios entre las autoridades temporales del Sacro Imperio
Romano para lograr la reforma de la Iglesia (Babilonia), que él pensaba que había incurrido en
error teológico y en corrupción. Mientras que el obispo-monje de Hipona valoraba la vida
religiosa por encima de la vida temporal, vemos que en su teología de las vocaciones el antiguo
agustino eremita sacralizaba la obra secular de todos los bautizados. Así como Agustín consideró
al cristiano convaleciente en estado de gracia como liberado para cumplir de buena gana la ley de
Dios, la experiencia monástica de Lutero le condujo a ver que los pecados más peligrosos se
producían entre los religiosos y sus buenas obras. La definición de Agustín del pecado original
como un volverse hacia sí mismo y hacia la concupiscencia, fue recogida por Lutero y
desarrollada hasta convertirla en una definición más radical en la que el pecado original es la
incredulidad (LW 35,369). Finalmente, la famosa interpretación agustiniana de Cristo como
sacramento y ejemplo, que para el joven Lutero llegó a ser el vínculo entre la justificación y la
santificación, entre la fe y la obediencia, y llegó a constituir su ética en la teología de la cruz, esta
interpretación – digo – es abandonada por el Lutero posterior. En el el magistral Comentario a la
Carta a los Gálatas (1535; LW 26,313-316 y 372-373), por ejemplo, se establece un vivo
contrastre entre la ley y el evangelio, en el cual la única función de la ley con respecto a Cristo
consiste en impulsar a la persona hacia Cristo, y los usos éticos de la ley quedan incluidos en la
categoría de un uso primordial o cívico de la ley.
Como ya se hizo notar, la autoridad de Agustín es frecuentemente el punto de partida
para las reflexiones aun del más maduro Lutero. En Los Artículos de Esmalcalda (1537), la
definición de un sacramento en el Artículo sobre el Bautismo es la misma que da Agustín en el
Tratado 80, acerca de Juan 3, aunque la comprensión de Lutero acerca de la presencia corporal
de Cristo fue más allá de la concepción de Agustín (Book of Concord, Smalcald Articles [trad.
inglesa de “La Fórmula de Concordia” y de “Los Artículos de Esmalcalda”] 310). En su famoso
prefacio a las obras latinas, escrito en el año 1545, poco antes de su muerte, Lutero atribuye a su
lectura de El espíritu y la letra el hecho de verse confirmado en el desarrollo de su pensamiento
reformador acerca de la justicia de Dios, entendida como una justicia pasiva por medio de la cual
el Dios misericordioso justifica por la fe a los hombres (LW 34, 4,337). Su antigua familiaridad
con escritos de Agustín acerca de la justicia no le ayudaron, al parecer, para establecer las
conexiones necesarias para este desarrollo de su pensamiento. Pero relatos posteriores en las
Conversaciones de sobremesa indican que tanto San Pablo como la obra agustiniana El espíritu y
la letra ocuparon la mente de Lutero durante el acontecimiento de la Reforma y el tenso
conflicto con el papado que siguió a continuación (véase Staats, 47). Es difícil imaginarse que
Lutero no reflexionara sobre los relatos que Agustín ofrece acerca de sí mismo en las
Confesiones, que son otro modelo de lectura de las Escrituras, cuando Lutero, siendo ya anciano,
explicaba cómo las Escrituras abrieron su mente para su evolución reformadora, y entonces entró
por las puertas del paraíso. (Staats afirma que algunas de las frases latinas del relato están
tomadas de las Confesiones, 40.)
–› Reforma
BIBLIOGRAFÍA
Luther’s Works, 55 vols., ed. Jaroslav Pelikan and Helmut T. Lehmann (Saint Louis, Mo.:
Concordia; Philadelphia: Fortress, 1958-86). Igualmente The Book of Concord:The Confessions
of the Evangelical Lutheran Church, trans. and ed. Theodore G. Tappert (Philadelphia: Fortress,
1959)., Cito a Lutero por las ediciones americanas. Para un análisis del texto los lectores pueden
localizar los pasajes en las diferentes secciones de la edición crítica: Dr. Martin Luthers Werke.
Kritische Gesamtausgabe (Weimar: Hermann Bölhaus Nachfolger, 1883-).Lutero, Obras I,
Sígueme, Salamanca 1977;Lutero, Antología, Pleroma, Barcelona 1986;Lutero, Escritos
políticos, Tecnos Madrid 1986.
Estudios
M. Brecht, Martin Luther: His Road to Reformation (1483-1 521), trans. J. L. Schaaf
(Philadelphia: Fortress, 1985); M. Brecht, Martin Luther: Shaping and Defining the Reformation
(1521-1 532), trans. J. L. Schaaf (Philadelphia: Fortress, 1990); M. Brecht, Martin Luther: The
Preservation of the Church (1532-1546), trans. J. L. Schaaf (Philadelphia: Fortress, 1993); H.-U.
Delius, Augustin als Quelle Luthers. Eine Materielsammlung (Berlin: Evangelische
Verlagsanstalt, 1984) (véase tambien las importantes adiciones y correciones metodológicas de
P. Maier ZKG 98, no. 1 [1987]: 117-23); R. García –Villoslada, Martín Lutero,2 vols. BAC
Madrid 1973;L. Grane, “Augustins Expositio quarundam propositionum ex epistola apostoli ad
Romanos in Luthers Römerbriefvorlesung,” ed. E. Grotzinger, ZThK 69, no. 3 (1972): 304-30; B.
Lohse, “Zum Wittenberger Augustinismus: Augustins Schrift De Spiritu et littera in der
Auslegung bei Staupitz, Luther and Karlstadt,” in Augustine: The Harvest and Theology, ed. K.
Hagen, 89-109; A. E. McGrath, “Augustinianism: A Critical Assessment of the So-Called
‘Medieval Augustinian Tradition’ on Justification”, Augustiniana 31, nos. 3-4 (1981): 247-67;
H. J. McSorley, Luther: Right or Wrong?An Ecu-menical-Theological Study of Luther’s Major
Work, The Bondage of the WilI (New York: Newman; Minneapolis: Augshurg, 1969); R. Möller-
Streisand, “Zur Rezeption Augustins bei Luther,” Evangelische Theologie 22, no. 11 (1962):
602-15; H. A. Oberman, “Wittenbergs Zweifrontenkrieg gegen Prierias und Eck: Hintergrund
und Entscheidungen des Jahres 1518”, ZKG 80 (1969): 331-58; R. Staats, “Augustins De spiritu
et littera in Luthers reformatischer Erkenntnis,” ZKG 98, no. 1 (1987): 28-47 (véase igualmente
las importantes notas sobre el método y la bibliografía en pp. 28-31).

PHILIP D. KREY

M
Madauros (nombre moderno: Mdaourouch). Localidad situada en Argelia, a unos veinticinco
kilómetros de distancia de Tagaste y a unos novecientos metros de altitud sobre el nivel del mar.
Madauros es muy conocida como la ciudad natal de Apuleyo. Fue originalmente una fundación
númida del siglo III, pero en tiempo de los Flavios se estableció allí una colonia de veteranos
romanos. Más tarde se convirtió en centro intelectual que atraía a estudiosos como Agustín,
aunque siguió siendo una ciudad pequeña. Durante el período bizantino fue fortificada por el
patricio Salomón. Después de la conquista árabe el lugar fue ocupado de nuevo por los
bereberes.
Aunque en la ciudad se han realizado sólo ligeras excavaciones, se conocen varios
monumentos: el foro, el teatro, una basílica romana, termas, arcos, santuarios, iglesias cristianas
y mausoleos. Parece que la ciudad fue restaurada ampliamente en tiempo de los Severos, durante
el siglo III. El foro, que tenía columnatas en sus cuatro costados, recibió luego un bonito
pavimento de piedra caliza. Al mismo tiempo, frente al pórtico occidental del foro, se construyó
un pequeño teatro, sufragado en gran parte por el flamen, M. Gabinio Sabino. La cavea de este
teatro no fue edificada sobre la pendiente natural de una colina, sino sobre escombros de relleno
trasportados allí desde otras partes. La era de los Severos contempló también la edificación de
dos complejos de balnearios bien construidos. El complejo mayor, que tenía un frigidarium, un
caldarium, dos piscinas y otros locales abovedades, todos ellos revestidos por una monumental
fachada decorativa, ha sido definido como los Baños de Invierno; el complejo menor, como los
Baños de Verano. Detrás de uno de los pórticos del foro había una basílica romana de una sola
nave, con techumbre de madera, que pudiera ser la Basilica Vetus mencionada en inscripciones
que se encuentran en el lugar.
Se conocen dos basílicas cristianas. Una de ellas está situada a unos 120 metros al sudeste
de los Baños de Invierno, y la otra se encuentra extramuros. Ninguna de ellas es anterior al siglo
V.
La fortaleza bizantina fue edificada con material sacado del foro y de otros monumentos
romanos. Está bien conservada, elevándose a una altura de diez metros en algunos lugares.
–› Arqueología; Vida, cultura y controversias de Agustín
BIBLIOGRAFÍA
M. Bovis, Algerie antique (Paris: Arts et Metiers Graphiques, 1952); French Army,
Geographic Service, Atlas archeologique de l’Algerie, text by S. Gsehl (Algiers: A. Jourdan,
1911); S. GseIl, Inscriptions latines de Algerie recueillies and publiées, par Stephane Gsell
(Paris: Champion, 1922-57); C. A. JoIy, Khamissa,Mdaudaourouch, Annauna: fouilles executée
par le service des manuments historiques de l’Algerie, 3 vols. (Algiers:Carbonel, 1914-22).
NAOMI J. NORMAN

Magistro, De (El maestro). Esta obra pertenece al conjunto de los primeros diálogos de
Agustín. Basándose en lo que se dice a propósito de esta obra en las Confesiones (9.6.14) y en
las Retractationes (1.12), suele fecharse en el año 389, o en todo caso en época no muy posterior
al regreso de Agustín a África. Los únicos interlocutores del diálogo son Agustín y su hijo
Adeodato, que murió en África hacia el mismo tiempo en que fue escrito el diálogo. Según el
pasaje de las Confesiones, el diálogo se basa en las conversaciones mantenidas por Agustín y su
hijo adolescente. Sin embargo, el diálogo está cuidadosamente construido y no muestra el
carácter desordenado de una conversación histórica. El período durante el cual Agustín escribió
sus diálogos, fue también el período en que él se sintió más interesado por las artes liberales
como instrumento útil para apartar la mente de su habitual apego a lo material y volverla hacia
un apropiado interés por lo inmaterial. Este interés por las artes liberales – especialmente por la
gramática – resulta muy evidente en De magistro. Esta obra es singularísima entre los diálogos
de Agustín, porque es el único de los diálogos conservados que se menciona expresamente en las
Confesiones. Es el único acerca del cual Agustín no efectúa correcciones en las Retractationes.
Es el único en el que Adeodato es el interlocutor primordial. Y es el único que parece tener sus
raíces en conversaciones que tuvieron lugar en África y no en Italia. Más aún, aunque no parece
ser el último diálogo que Agustín terminó, parece ser el último que empezó.
La mayoría de los comentaristas dividen el diálogo en tres secciones. Las dos primeras
expresan un problema fundamental que surge con el empleo de signos para impartir enseñanzas a
otras personas acerca de cualquier realidad. Por otro lado, los hombres no pueden entender el
significado de aquellos signos empleados por los maestros, a menos que conozcan ya las
realidades a las que los signos se refieren. Esta paradoja se resuelve en la tercera parte del
diálogo mediante la introducción de la doctrina agustiniana del “maestro interior”. La realidad a
la que los signos se refieren, es conocida, no por medio del signo mismo, sino mediante la
consulta con el maestro interior, Cristo, que resulta ser el fundamento o la posibilidad sobre la
que se basa el conocer humano. A causa de su extenso tratamiento de los signos, De magistro es
situado a la par con el tratado De doctrina Christiana por algunos especialistas en Agustín.
Durante la Edad Media, los problemas epistemológicos planteados por el diálogo fueron de
notable interés. En época contemporánea, y de nuevo a causa del tratamiento de los signos, el
diálogo atrajo el interés de filósofos del lenguaje.
–› Conocimiento; Cristología; Mente
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
CC 29, ed. K. D. Daur (1970); CSEL 77, ed. G. Weigel (1961); PL 32:1193-1220.
Traducciones
BAC III, El maestro;(Con introducción y anotaciones): J. Colleran, ACW 9 (1950) (English);
P. King (Indianapolis: Hackett Press, 1995) (Inglés); G. Madec, BA 6, 3e ed. (1976) (Francés);
R. P. Russell, FC 59 (1968) (Inglés).
Estudios
P. Baker, “Liberal Arts as Philosophical Liberation: St. Augustine’s ‘De Magistro,”’ in Arts
libéraux et philosophie au moyen âge: Actes du quatrième cogrés international de philosophie
médiévale (Montreal: Institut d’Études Médiévales, 1969); J. Collaert, “Saint Augustin
grammairien dans le De magistro,” REtAug 17 (1971): 279-92; F. Crosson, “The Structure of the
‘De Magistro” REtAug35 (1989): 120-27;J. García Alvarez, “La conversión de San Agustín
como fundamento de su diálogo ‘De Magistro’, Cuadernos Salmantinos de Filosofía XIII
(1986)123-151;J. García Alvarez, “Uno solo es vuestro Maestro, Cristo. El diálogo ‘De
Magistro’ de San Agustín, Communio 14(1992)251-258; D. Kries, “Vergil, Daniel, and
Augustine’s Dialogic Pedagogy in ‘De Magistro,”’ in Nova Doctrina Vetusque: Essays on Early
Christianity in Honor of Fredric W Schlatrer, S.J., ed. Catherine Brown Tkacz and Douglas
Kries (New York: Peter Lang, 1999); G. Madec, “Analyse du De magistro,” RetAug 2l (1975):
63-71; R. A. Markus, “St. Augustine on Signs,” Phronesis 2 (1957): 60-83, reprinted in Markus,
1972; G. Wijdeveld, Aurelius Augustinus De magistro, ingeleid, vertaald en toegelicht door. . .
(Amsterdam, 1937).

DOUGLAS KRIES

Mal, El. La explicación que da Agustín del problema del mal llega finalmente a abarcar casi
toda la extensión de sus escritos, porque él fue percatándose cada vez más de las ramificaciones
de este tema. Su interés comenzó durante su juventud, durante su largo recorrido por diversos
sistemas religiosos en busca de uno que pudiera satisfacerle con respuestas a las cuestiones que
persistentemente se le planteaban, entre las cuales predominaba especialmente la relativa al mal.
Su madre era cristianas, pero era una mujer inculta con una fe sencilla, mientras que la formación
de Agustín apreciaba en mucho la elegancia en el uso del latín. Así que, cuando Agustín se puso
a examinar las Escrituras cristianas, le costó mucho trabajo no despreciarlas por la forma en que
estaban escritas. En particular, él pensaba que la crudeza con que se narran los acontecimientos
en el libro del Génesis, no era digna de admiración. Por eso, volvió su mirada a otra parte,
buscando una fe religiosa que situara el mal en su lugar apropiado. Se sintió atraído hacia la
filosofía, pero le parecía difícil captar la idea misma de una abstracción, o, desde luego,
sobrepasar la impresión de que lo espiritual no era más que una materia de textura
extraordinariamente fina. Pronto estas primeras decepciones le prepararon, avivando su
receptividad en el encuentro con los maniqueos. Esta secta dualística y gnóstica, creación
inmediata de un líder denominado Mani, sostenía que la materia es mala. Esa explicación
resolvía las dificultades que Agustín había encontrado en su anterior lectura de la Escritura. La
explicación maniquea de que el Antiguo Testamento refiere la historia del gobierno del poder del
mal en el mundo, le ayudó a hacerse una idea de lo que había leído en el Génesis. La separación
tajante que los maniqueos establecían entre la materia y el espíritu le ayudaba a entender el
problema que él había tenido anteriormente con la filosofía (cf. conf. 5.10.18; 4.3.4; en. Ps.
140.9-10). Los astrólogos y los maniqueos están “conectados”, ya que ambos favorecen una
comprensión del pecado que sitúa la culpa “en otra parte”, y ésta era quizás otra razón de peso
para que Agustín se sintiera a gusto con los maniqueos: él no tenía que ocuparse ya de indagar
sus propias culpas.
La paradoja central del problema del mal puede enunciarse brevemente. Si Dios es
perfecta bondad y si es omnipotente, entonces el mal no puede existir. Ahora bien, el mal es
manifiestamente una realidad de alguna índole, y una realidad formidablemente poderosa. Así
que, si tenemos que admitir su existencia, entonces uno de los otros dos “polos” ha de
desplazarse. O hemos de afirmar que Dios no es completamente bueno, y que él permite el mal o
es incluso el autor del mal. O bien hemos de afirmar que Dios no es omnipotente, y que, a pesar
de que él es completamente bueno y quiere evitar el mal, es impotente para refrenarlo. Éstos eran
los términos en que el dilema se presentaba en los días de Agustín. Pero había algo más, algo que
resultaba familiar para la cultura filosófica de la época. Una tradición ascética que impregnaba el
cristianismo primitivo vinculaba la materia con el mal y el espíritu con el bien. Por ejemplo, en
el Platonismo tardío, vemos que Porfirio escribía un tratado sobre la abstinencia de alimentos
animales, en el cual escrito conecta explícitamente el hecho de comer carne con un proceso de ir
sintiéndose más y más arrastrado hacia abajo por el peso de la materia mala, y encontrando, por
tanto, cada vez más difícil el pensar claramente acerca de las cosas más elevadas, que él da por
supuesto que son las cosas espirituales e intelectuales.
La explicación maniquea del problema del mal mantenía aparte los tres “polos” de la
bondad divina, de la omnipotencia dina y de la presencia del mal, separando la bondad y la
omnipotencia de Dios. Aceptaba plenamente la realidad del mal y lo consideraba por sí mismo
como un poder en el universo, como uno de los dos primeros principios, que se hallaba
eternamente en guerra con el poder del bien. El poder del mal podía identificarse con la materia,
y el poder del bien, con el espíritu. Así que a los cuerpos había que considerarlos como malos, y
a las almas como buenas. En los seres humanos, compuestos de cuerpo y alma, se luchaba en el
microcosmos la guerra eterna entablada en el universo. Con esto se recorría un gran camino para
explicar los males observables de la condición humana, y la propia conciencia que Agustín sentía
de su guerra interior. Esto hacía posible, igualmente, entender las almas humanas como chispas
del buen espíritu atrapadas en cuerpos materiales malos. Entonces, la salvación de esas almas
consistiría naturalmente en librarse a sí mismas de esos cuerpos, negándose a sí mismas los
placeres físicos y los alimentos que acrecentaban la parte corporal, y aspirando siempre hacia lo
espiritual e intelectual. De esta manera, el sistema maniqueo racionalizaba el ascetismo.
La secta maniquea – como otras de su especie – sostenía que algunos de su comunidad
eran los elegidos. Estos “perfectos” tenían poderes especiales para convertir la materia en
espíritu. Se rodeaban a sí mismos de seguidores, cuyos servicios ayudaban a la “causa del bien”
en el universo. Agustín llegó a ser un seguidor de ésos, y siguió siendo maniqueo durante nueve
años, mientras se hallaba en su edad de los veinte.
Sin embargo, comenzó a sentir alguna insatisfacción intelectual con la explicación
maniquea, y a aguardar con impaciencia la llegada del líder maniqueo Fausto al norte de África,
para que le respondiera a sus preguntas. Cuando Fausto llegó, Agustín pudo darse cuenta en
seguida de que se trataba de un hombre menos culto y, desde luego, menos inteligente que él, y
rápidamente se sintió desilusionado por la secta maniquea. Pero sus ideas se quedaron todavía
con él. El Agustín cristiano no fue nunca suficientemente capaz de librarse a sí mismo de ciertas
herencias maniqueas en su propia explicación del problema del mal: cierto sentido de dicotomía
entre el cuerpo y el alma y, desde luego, de la incompatibilidad eterna entre ambos; cierto
sentido de la lucha eterna que hay en el interior de los seres humanos; cierto sentido de
desconfianza hacia las cosas materiales, aunque en la profundidad de su fe Agustín encontraba
maneras cristianas de abordar estos dilemas.
Cuando Agustín rompió con los maniqueos y se vio libre de ellos, tuvo que volverse a
otra parte para encontrar una explicación al problema del mal. Durante este período de renovada
búsqueda, él se sintió inquieto en todas las esferas de su vida. Abandonó el norte de África,
donde había estado enseñando retórica en Cartago, para dirigirse a Italia, donde esperaba
encontrar una colocación de mayor prestigio. Se estableció a su debido tiempo en Milán. Allí
acudió a escuchar la predicación del obispo Ambrosio, con el propósito de juzgarla únicamente
desde el punto de vista de la retórica. Se sintió como paralizado. Ambrosio estaba predicando
sobre el libro del Génesis, inspirándose en los comentarios de los Padres Capadocios, que a su
vez se habían inspirado en las explicaciones de los neoplatónicos sobre exactamente el mismo
conjunto de problemas acerca de la materia y el espíritu, el bien y el mal, con los que había
estado luchando Agustín en su interior. Agustín, que se creía entendido en cuestiones
intelectuales, se sintió impresionado. A él se le había atravesado siempre el griego. Y ahora veía
cómo se desplegaba ante él, con elegancia y convicción, un buen conocimiento del griego. Su
mente se sintió nutrida por aquellas disertaciones como no lo había estado nunca al oír otras
explicaciones.
Experimentó una gran frustración en sus intentos por conversar personalmente con
Ambrosio sobre cuestiones que le interesaban, porque siempre había una larga cola de personas
que aguardaban para verle. En medio de su situación de hambre intelectual y de turbación,
experimentó también otros motivos de tensión. Su madre, que había acudido a Italia para
reunirse con él, estaba ansiosa de que Agustín consiguiera el puesto de gobernador provincial. Y
con este fin organizó para él el matrimonio con una muchacha jovencísima. Para dar seriedad a
su compromiso, Agustín tuvo que despedir a la amante con quien había vivido fielmente durante
diez años y que era la madre de su hijo Adeodato. Se sintió muy afligido al dar este paso, y la
consiguiente ruptura de su vida afectiva le hizo especialmente receptivo para la conversión,
como había sucedido con otras personas. Escuchó al niño en el jardín de Milán que cantaba:
“¡Toma y lee!”. Leyó el texto de la Carta a los Romanos y se hizo cristiano. Esto sucedió en la
conyuntura crítica de su búsqueda de una solución al problema del mal.
El resultado fue una reorientación radical no sólo de su vida y de sus creencias, sino
también de sus ideas acerca del problema del mal. Puesto que ahora tenía que aceptar que Dios
es enteramente bueno y todopoderoso, tuvo que sacar la conclusión de que el mal no existe,
porque su existencia sería incompatible con la existencia de semejante Dios. Esto le originó la
nueva dificultad de indagar cómo algo que no existe puede ejercer tan poderosa influencia en el
mundo. Llegó a creer que el mal lo conseguía limitando la libertad de la voluntad. Una voluntad
inficionada por el mal no puede escoger ya el bien y, por tanto, se siente inhibida en lo más
hondo.
En este punto es donde Agustín hizo su más original contribución a la teología del mal.
Como cristiano, llegó a ver el pecado como el acto de la voluntad que yerra y, por tanto, como un
producto – en sí mismo – del mal. Así que el pecado y el mal se convierten en aspectos de un
solo problema. La creencia de que el mal era el resultado de un acto errado efectuado por una
criatura racional se ajustaba bien al caso de Satanás y al de la humanidad. Proporcionó a Agustín
una causa del mal, que no residía en un Dios enteramente bueno y que, por tanto, era incapaz del
mal.
Agustín había observado en sí mismo tendencias a una manera confusa de pensar, que
ahora había disipado en lo que respecta al pecado. Los ángeles caídos, llegó a creer, habían
perdido también su claridad y verdad, y, en la medida en que esto es posible entender incluso
para una criatura racional, habían perdido de este modo lo que constituye la suprema felicidad
para el conocimiento, el conocer al mismo Dios.
Llegó también a pensar que su antigua dificultad para aceptar la idea de que el espíritu es
precisamente una materia muy refinada era, a su vez, un síntoma de su propia condición de
pecador. Para decirlo con otras palabras, el mal en el pecador estimula siempre “imaginaciones
corporales” – una herencia maniquea. Había también en todo ello algún eco de la tradición
hermética, porque el Pseudo-Hermes Trisméguistos había descrito una jerarquía del ser en la que
la humanidad se hallaba en una situación intermedia entre la bestia y Dios. Al permitirse a sí
misma el encenagarse en placeres carnales, una persona se hace más semejante a la bestia. Al
tratar de emanciparse de ellos, va haciéndose más semejante a un dios, o, en términos de
Agustín, regresa a una semejanza con Dios, a cuya imagen y semejanza había sido creado.
Otro aspecto de las consecuencias del mal es la distorsión de la percepción intelectual,
que llega a ser una alteración de la forma, de tal manera que el pecador no es capaz ya de ver las
cosas tal como son. El mundo se llena de mentiras, de apariencias engañosas. Agustín trata de
afrontar los problemas potenciales que hay en esta esfera en sus dos tratados sobre la mentira, De
mendacio y Contra mendacium. Por ejemplo, puede surgir una situación en la que el único modo
de salvar la propia vida sea el de decir una mentira. ¿Estará justificada semejante mentira? La
respuesta de Agustín era más generosa en el primero de estos dos tratados que en el segundo,
porque llegó a adoptar una postura cada vez más dura con la mentira, según iba encontrando
cristianos que estaban dispuestos a sacrificar la sinceridad con el fin de ganar almas. El mentir es
decir cosas diferentes de lo que esas cosas son, y, por tanto, se halla en pugna con la verdad, la
realidad y el bien.
Las interferencias del pecado y del mal con la comprensión intelectual son lógicamente
las que se producen primero, porque ningún pensador que esté impedido por ellas, podrá ver cuál
es su camino para resolver el problema del mal. Fueron también los primeros aspectos abordados
por Agustín después de su conversión, durante el período que pasó en Casiciaco con su madre, su
hijo y un grupo de amigos, enseñándose a sí mismo y enseñando a sus compañeros una filosofía
cristiana por medio de un “diálogo socrático”. Pero en ese tiempo se le impuso con fuerza otro
aspecto más del problema. Se sintió molestado una noche por la parada y reanudación de ruidos
en las conducciones que abastecían de agua a la casa. Al examinarlas detenidamente por la
mañana, se vio que los ruidos habían sido causados por hojas caídas. Éstas, por la presión del
agua, habían atascado las conducciones. Y una vez que el empuje del agua las desatascaba,
volvía a formarse un nuevo atasco, y de este modo el sonido del agua cambiaba. Este hecho
obligó a Agustín a reflexionar sobre el orden del universo. Parecía que este orden estaba
producido al azar y, sin embargo, estaba regido ordenadamente por fuerzas y factores
reconocibles. Él y su grupo de filósofos aficionados exploraron las formas en que los sucesos que
parecían producirse desordenadamente en el universo, mostraban estar determinados por una
providencia. Así tenía que ser, si Dios era todopoderoso y, por tanto, omnisciente. Pero, para que
así fuera, los sucesos que parecían malos tenían que trasformarse de alguna manera en buenos, o
él no podría aceptarlos. De este modo Agustín elimina el “azar” como forma del mal y trata de
poner supremamente todos los sucesos bajo el control divino y de considerar últimamente a
todos ellos como buenos, si es que Dios los permite.
Agustín formuló la doctrina del pecado original en la forma en que ésta se había
trasmitido sustancialmente al Occidente durante gran número de años. Su argumento era que el
pecado de Adán y Eva afectó de tal modo a su misma naturaleza humana, que tenía que
trasmitirse a sus hijos. Agustín no fue capaz nunca de resolver el debate entre los que sostenían
la idea traducianista de que el alma misma es trasmitida en el acto de generación de los hijos, y
los que mantenían la idea creacionista de que el alma de cada niño es creada por Dios en el
instante mismo de la generación; estos últimos, por tanto, se veían obligados a situar la
trasmisión del pecado original en la parte corporal del individuo.
Agustín abordó extensamente por vez primera el tema del pecado y del mal en su obra De
libero arbitrio, comenzada por él en Roma, mientras él y sus compañeros aguardaban una nave
que los llevara de regreso a África. Durante esta fase, Agustín se hallaba aún muy cerca del
período en que había estado trabajando en los diálogos de Casiciano, y su interés residía
principalmente en las cuestiones filosóficas. Dice en sus Retractationes (1.9.4) que en esta obra
no había mencionado el tema de la gracia, porque no había entendido aún su interés central.
Este llegó a verlo claramente más tarde, cuando tuvo que vérselas con los pelagianos.
Estos seguidores de un predicador de moda en la sociedad opinaban que lo de abandonar el
pecado era sencillamente cuestión de proponérselo. Requería esfuerzo por parte del cristiano,
pero era algo que podía hacerse. Pelagio afirmaba que los hombres habían sido creados buenos
por un Dios bueno; así que no podía haber culpa inherente a su naturaleza. La objeción
formulada a esto por Agustín era primeramente que tal doctrina animaba a los cristianos a
confiar demasiado en sí mismos y les ocultaba su absoluta dependencia de Dios para su
salvación. Además, iba en contra de la experiencia común de que cualquiera fuese realmente
virtuoso sencillamente por sus propios esfuerzos. Así que Agustín pensó que no tenía ninguna
utilidad pastoral y que resultaba ciertamente desastroso el permitir que tal escuela de
pensamiento floreciera. La doctrina tenía cierto número de implicaciones, y la menor de ellas no
era que reducía la función de los sacramentos en la vida de la gente, porque un pelagiano
consecuente no vería necesidad alguna de recibir el bautismo para lavar sus pecados, si él fuera
capaz de lograrlo por sí mismo. (Sin embargo, los pelagianos solían hacer que sus hijos fueran
bautizados, exactamente para estar seguros.)
Así que Agustín escribió muchísimo en contra de los pelagianos, insistiendo en que el
pecado de Adán había quebrantado hasta tal punto las voluntades humanas, que éstas no eran ya
capaces de estar de acuerdo con algo que no fuera el mal. Las voluntades dependen ahora de la
asistencia de la gracia, incluso para comenzar a formar la intención de obrar el bien, y sobre todo
para realizarlo. Más aún, un acto bueno, realizado de esta manera, no puede acreditársele al
individuo que lo realiza, porque no es un acto suyo sino que es un acto de Dios en él.
Pelagio estaba de acuerdo con Agustín en que el mal es nada; no era ése el problema.
Ciertamente, este hecho parecía fortalecer su postura, porque era posible argumentar que una
cosa que no existe no es capaz de haber dañado tan radicalmente a la naturaleza humana (nat. et
gr. 91.12).
En su obra De natura et gratia Agustín examina dos distintos dones gratuitos de Dios,
que él concedió a la naturaleza humana al crearla y que sigue concediendo en actos de gracia que
ayudan al pecador a evitar o resistir al mal. Agustín creía que la gracia actúa para contrarrestar el
daño que el pecado ha hecho a la naturaleza humana, y que lo hace cooperando con el bien que
sigue habiendo en la naturaleza creada, a fin de lograr que una persona vuelva a ser
completamente buena (nat. et gr. 20.21).
Si hay que mantener que esto es así, entonces de ello se siguen ciertas cosas. La primera
es que, detrás de la gracia, hemos de vislumbrar la divina presciencia y predestinación. Dios es
omnipotente, y esto significa que él es omnisciente. Para él todas las cosas están presentes. Él
conoce lo que ha de suceder. Si él conoce lo que ha de suceder, entonces eso tendrá que suceder.
Y, por tanto, ningún acto de la libre elección de las criaturas podrá frustrar los designios divinos.
Por tanto, el don gratuito (en el sentido de inmerecido y generoso) de la gracia, por el cual Dios
nos capacita para hacer el bien, puede considerarse como un imperativo al que no podemos
resistir.
Pero la libertad de elección es también un don divino, y Agustín está completamente
seguro de que una criatura con libre voluntad es un ser más elevado que otra criatura sin ella. Por
eso, la intención original, tanto en lo que respecta al hombre como al ángel, tiene que haber sido
que cada criatura racional hiciera en realidad libremente lo que tiene que hacer, y que en ello
residiera su felicidad, su bienestar en el cielo, y su realización de su semejanza con su Creador.
En su obra De libero arbitrio Agustín afirma que la presciencia divina no es una fuerza
que impulse irresistiblemente, porque cuenta con la voluntad de la criatura racional (3.3.8). En
época más tardía de su vida, Agustín fue cambiando gradualmente hacia la opinión de que la
gracia divina elige a aquellos a quienes quiere rescatar de lo que les ocurriría de lo contrario, a
consecuencia del pecado de Adán. Por tanto, ése tiene que ser, de alguna manera, el resultado
dirrecto.
Agustín, como sus contemporáneos, nunca mantuvo una doctrina de la doble
predestinación. Él, a pesar de llegar a ser predestinacionista extremo, adoptó la opinión de que
Dios predestina únicamente a los elegidos para la salvación; él no predestina a los que se pierden
para que vayan al infierno. Son ellos mismos los que se sitúan en la perdición y, por tanto,
merecen plenamente su destino, de tal modo que será un acto virtuoso de los elegidos el dar
gracias a Dios eternamente, cuando bajan su mirada y ven a los que están sufriendo allá abajo.
Lo que el pecador hace cuando peca, equivale a un apartarse del bien. Por tanto, es
nuevamente una negación del bien. Puesto que todo cuanto existe es bueno, eso equivale a un
movimiento hacia la no-existencia. No hay, pues, causa positiva en el hecho de que la voluntad
se incline hacia el mal, porque ese volverse hacia el mal es en realidad una deserción, una
negación. Es obvio que Dios no puede ser el autor de esa nada, porque cualquier cosa de la que
él es autor, es algo (lib. arb. 3.1.1).
Agustín no creía que fuera jamás posible el ser completamente bueno en esta vida,
incluso con la ayuda de la gracia, porque la pecaminosidad de la condición humana calaba muy
hondo. Cristo era el único que había sido un hombre bueno y perfectamente justo. La base, pues,
de la doctrina madura de Agustín sobre el mal es que el mal es “nada”. Pero, como el ser nada es
apartarse de Dios, que es el Ser Supremo, eso significa que el mal absorbe en su negatividad a
todo lo bueno, a todo el gozo, a toda la claridad, a toda la reaconciliación con Dios, a toda la
esperanza del cielo, en lo que respecta al pecador que está infectado por él.
–› Bondad; Confessiones; Mani, Maniqueísmo; Pecado; Pecado original
BIBLIOGRAFÍA
D.A. Cress, “Augustine’s Privation Account of Evil: A Defense,” AugStud 20 (1989): 109-28; G.
R. Evans, Augustine on Evil (Cambridge, 1983); J. Hick, Evil and theGod of Love (London:
Collins, 1979); K. Surin, Theology and the Problem of Evil, Signposts in Theology (London:
Basil Blackwell, 1986).

G. R. EVANS
Mani, Maniqueísmo
Vida de Mani
Los detalles personales sobre la vida de Mani son escasos, y los informes acerca de él
ofrecidos por los enemigos del Maniqueísmo son en algunos casos contraditorios, si es que no
son simplemente productos de la invención. Sin embargo, tenemos la suerte de poseer
documentos maniqueos, gracias a algunos descubrimientos, especialmente los realizados en el
noroeste de China (Turquestán) a comienzos del siglo XX y en Egipto (Medinet Madi) en la
década de los años 1930. Hay que mencionar también un texto latino del siglo IV descubierto en
las cercanías de Tabessa (Argelia) y que actualmente se halla en París, y de un manuscrito griego
del siglo IV o del siglo V procedente de Egipto (conocido como el Códice Mani de Colonia y
titulado “Sobre el devenir de su cuerpo”) que refiere los primeros años de la vida de Mani, y de
escritos en varias lenguas procedentes de un asentamiento maniqueo, también del siglo IV, por
excavaciones realizadas en Ismant el-Kharab (Egipto) desde mediados de la década de 1980.
Mani nació en Babilonia, que se hallaba entonces bajo dominio persa, el 14 de abril del
año 216. Su familia pertenecía a los Eljasaítas, una rama del judeocristianismo que debió de
familiarizarse (además de con el cristianismo) con algunas de las ideas gnósticas que hallamos en
su sistema. A la edad de 12 años recibió una revelación divina, y otra nueva revelación a la edad
de 24 años. Estas revelaciones le dejaron convencido de que las revelaciones de anteriores
fundadores religiosos, principalmente Buda, Zoroastro y Jesús, a pesar de ser auténticas, eran
incompletas, y de que la tarea de Mani consistía en llevar al mundo la plenitud de la revelación
por medio de lo que él llamaba “la Religión de la Luz”. Por esta razón, los seguidores de Mani se
referían a él como la persona en quien reside el Paráclito. Mani solía designarse a sí mismo como
“apóstol de Jesucristo”.
Después de la segunda revelación, en el año 242 ó 243, Mani emprendió un viaje que le
llevó hasta la India. Regresó a Persia y se presentó ante Shapur, rey de Persia, para anunciar
públicamente su divina misión. El rey le alentó (hasta tal punto, que Mani le dedicó su primer
escrito), y a la nueva revelación se le permitió difundirse durante los treinta años siguientes. Pero
en el año 274, indudablemente por presión del mazdeísmo, que era la religión oficial, Mani cayó
en desgracia ante el nuevo monarca, Bahram I, quien le mandó ejecutar el 25 de febrero del año
277.
Mani había enviado ya misioneros (llegarón, entre otros países, a Egipto), pero, cuando
su muerte provocó una oleada de persecuciones contra sus seguidores, la difusión del
Maniqueísmo hacia el este y el oeste se hizo más pronunciada. En el este, los sucesores de Mani
al frente de la religión pusieron su sede en Ctesifonte. El Maniqueísmo se convirtió en la religión
oficial de los Uigures en el Turquestán chino desde el año 762 hasta aproximadamente el año
840. Desde allí siguió difundiéndose hacia el este, llegando a China, Siberia y Manchuria. En su
movimiento hacia el oeste, pasó por Siria y Capadocia y llegó hacia fines del siglo III hasta
Cartago, Roma y Egipto. Desde ellí penetró en el norte de África.
En territorio romano el Maniqueísmo encontró pronto oposición por parte de sucesivos
gobiernos, comenzando por el de Diocleciano (284-305). Parece que la objeción primordial
contra el movimiento desde el punto de vista de las autoridades civiles fue la de haberse
originado en Persia, que era desde hacía mucho tiempo la archienemiga de Roma. El primer
ataque literario contra las doctrinas maniqueas procedía de un filósofo pagano, Alejandro de
Licópolis (en Egipto). Pero no fue mucho antes de que los cristianos orotodoxos proclamaran
también su oposición a los escritos, creencias y prácticas de los maniqueos. Entre esos opositores
destacan Efrén (el Diácono) de Nisibi en Siria, el autor (¿Hegemonio?) de los “Hechos de
Arquelao”, Serapión de Thmuis (Egipto), Tito de Bostra (Chipre) y los africanos Mario
Victorino y Agustín. Todos éstos son del siglo IV o comienzos del siglo V. Vendrían luego otros
escritores antimaniqueos, especialmente los sirios Severo de Antioquía (siglo VI) y Teodoro ban
Khoni (siglo VIII) y los árabes Ibn Wadih al-Ya’qubi (siglo IX), al-Beruni (siglo XI) y al-
Sharastani (siglo XII). No hay testimonios de la existencia de Maniqueismo en Occidente
después del siglo VI, pero algunas de sus ideas sobrevivieron en grupos “neomaniqueos” como
los paulicianos, los bogomilos y los albigenses.
La religión de Mani
Durante los doscientos cincuenta años pasados se discutió mucho acerca de la relación
exacta del Maniqueísmo con el Cristianismo. Agustín mismo se refiere en diversas ocasiones a
los maniqueos, llamándolos unas veces una secta, y considerándolos otras veces como herejes o
cismáticos, lo cual significa que él concebía el Maniqueísmo como una distorsión del
Cristianismo. Sus adversarios maniqueos se refieren constantemente a sí mismos, llamándose
cristianos, aunque, eso sí, como pertenecientes a la única forma auténtica de Cristianismo.
Durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX predominó la opinión de que el
Maniqueísmo estuvo inspirado principalmente por religiones orientales como el Budismo y el
Zoroastrismo. Sin embargo, desde el descubrimiento de documentos maniqueos como el Códice
Mani de Colonia, los especialistas se inclinan actualmente a pensar que el Maniqueísmo y el
mismo Mani estuvieron influidos más intensamente por alguna forma de ideas cristianas que por
cualquier otra fuente. Ahora bien, los elementos cristianos fueron acentuados en mayor o menor
grado por los defensores de esta religión según fueran las tradiciones religiosas de la región
geográfica en la que ellos querían conseguir prosélitos.
El Maniqueísmo perduró desde el siglo III hasta – por lo menos – el siglo XVII, y
terminó difundiéndose por una zona que se extendía desde el norte de África hasta China.
Aunque su sistema de creencias es sumamente complejo y está expresado a través de alegorías y
símbolos, sin embargo parece que sus principales dogmas fueron mantenidos por los maniqueos
en todas partes, aunque había diferencias sobre puntos menos esenciales, atribuibles al paso del
tiempo, a adaptaciones regionales o a ambos factores. Para los fines de la presente obra, será útil
describir los elementos esenciales del Maniqueísmo en la forma en que Agustín llegó
probablemente a conocerlo.
La doctrina de esta religión comienza con una cuestión que es fundamental para todos los
sistemas religiosos: ¿Por qué existe el mal? La respuesta dada por el Maniqueísmo se expresa en
forma de un dualismo radical. Propone una cosmogonía o explicación de los orígenes del mundo,
en tres momentos o fases. En la primera de estas fases, dos principios coeternos existen
completamente separados el uno del otro. Uno de ellos, el bueno, muestra tan sólo cualidades
agradables (paz, inteligencia, etc.) y mora en el ámbito de la luz, que está constituido por la
substancia de este principio. Este principio es Dios o el “Padre de la Grandeza”. El otro principio
es intrínsecamente malo y desagradable. A menudo se le llama “materia” o Satanás, y es el
principio que mora en el ámbito de su propia substancia, que son las tinieblas. En tres facetas los
dos ámbitos son infinitos, pero una cuarta faceta de cada uno de ellos toca el otro ámbito.
El momento segundo (o medio) se refiere a la actual condición de todas las cosas.
Comenzó cuando, durante la agitación que tiene lugar constantemente en el ámbito de las
tinieblas, el principio malo se levantó hasta la zona que limita con el ámbito de luz. Como
defensa, el principio bueno evocó (es el término maniqueo preferido y significa “proyectar a
partir de sí mismo”) a la “Madre de la Vida”. Ésta evocó a su vez al “Hombre Primordial”, que
estaba encargado de defender el ámbito de la luz. Ambas entidades estaban compuestas de la
substancia de luz propia del principio bueno. Después de una larga batalla, el principio malo
venció al Hombre Primordial y capturó su luz, aunque algunas de las fuerzas del principio malo
(demonios masculinos y femeninos) fueron capturadas a su vez por las fuerzas del ámbito de la
luz. De esta manera la luz y las tinieblas, el bien y el mal, se mezclaron por primera vez.
Esta explicación proporcionaría al arsenal de los adversarios del Maniqueísmo una
espada de dos filos: en primer lugar, dio pábulo al argumento de que Dios, el principio bueno,
pudiera ser amenazado y finalmente reducido, porque toda luz, dondequiera que se encuentre, es
en esencia la substancia divina; y, en segundo lugar, hizo aparecer como ridícula la idea de dos
primeros principios absolutamente opuestos, uno de los cuales (el malo) tenía que tener algo en
común con el otro principio (el bueno) para explicar su atracción. Por tanto, el mal no podía ser
enteramente malo, ni el bien (por su vulnerabilidad) podía ser enteramente bueno.
Entonces el principio bueno envió otros seres para liberar al Hombre Primordial. En esta
empresa tuvieron éxito, pero algunas partículas de luz quedaron mezcladas con las tinieblas. De
esta mezcla de elementos de luz y de elementos de tinieblas está constituido nuestro mundo
actual y visible, de tal manera que todo lo que encontramos agradable en él es atribuible a la
presencia de luz atrapada, y lo que encontramos desagradable es debido a las tinieblas que
constituyen la prisión de la luz.
Para proporcionar un medio de liberar a esa luz aprisionada, el principio bueno dio dos
pasos. En primer lugar, el Padre de la Grandeza creó un mecanismo para la liberación de la luz.
Este mecanismo incluye la luna y el sol, que fueron considerados que contenían la substancia de
luz incontaminada y que debían servir como estaciones colectoras (“naves de luz”) para la luz
que debía ser liberada. Debían hacer que esa luz regresara al ámbito de la luz. La creación
material fue, por tanto, un acto de necesidad, un medio para que la substancia de luz volviera a
conseguir lo que había perdido.
El segundo paso fue enviar el “Tercer Mensajero” a los demonios capturados en la batalla
cósmica y seducirlos para que liberaran las partículas de luz capturadas por ellos, apareciéndose
a cada uno de ellos en la forma de un ser deseable del sexo opuesto. La luz liberada de este modo
fue enviada por su camino al ámbito de luz por medio de la luna y del sol. A las partículas de la
substancia de las tinieblas que salieron de los demonios, se les permitió que cayeran sobre la
tierra visible.
Al ver este curso de los acontecimientos y la finalidad que se proponían, el principio
malo se vengó creando un rival para el Hombre Primordial. Esto se realizó por medio de una
pareja de demonio varón y de demonio hembra, y la unión de ambos produjo a Adán, el primer
hombre terreno. Adán era el mundo en miniatura, un microcosmos, porque contenía dentro de sí
mismo tanto la luz (alma) como la materia (cuerpo). Más tarde los demonios se aparearon de
nuevo y produjeron a Eva, la primera mujer. Ella era un compuesto semejante al de Adán,
aunque parece que contenía menos luz que él. Por tanto, los primeros progenitores humanos,
lejos de ser una creación de Dios, fueron resultado de la iniciativa del mal, y estaban destinados a
retener la mayor cantidad posible de luz atrapada en el mundo visible, principalmente
engendrando descendientes.
Para contrarrestar la nueva táctica del mal, “Jesús” fue enviado desde el ámbito de la luz
para que revelara a Adán y Eva el conocimiento divino (gnosis). Este Jesús no es precisamente la
figura central del Cristianismo ortodoxo, porque parece que el Maniqueísmo propone varias
entidades denominadas “Jesús” o “Cristo”. Agustín conocía por lo menos tres (c. Faust. 20.11):
Jesús el Esplendor, identificado con la luz liberada y depositada en la luna y el sol (que, por
tanto, eran objeto de veneración); el Jesús sufriente, que es la luz atrapada en nuestro mundo
material, y el Jesús, “Hijo de Dios”, que vino a la tierra con apariencia humana y que sólo se
manifestó para sufrir y morir a manos de Pilato. Ninguno de esos Cristos es en realidad un
salvador, excepto en la medida en que uno u otro es el portador del conocimiento salvífico. Por
otro lado, el Jesús de la ortodoxia cristiana era considerado un ser falso, el diablo disfrazado. Él
fue realmente quien fue clavado en la cruz, porque tenía un cuerpo físico – algo inconcebible
para un ser enviado desde el ámbito de la luz en misión salvadora. Puesto que la carne humana
tiene orígenes malos y surge mediante la procreación (un acto que emula el origen demoníaco de
Adán y Eva), el “verdadero Jesús” del Maniqueísmo no podía haber nacido de María, ni si quiera
podía haber nacido en absoluto. Esta doctrina fue, desde luego, uno de los principales puntos de
disputa entre el Maniqueísmo y el Cristianismo ortodoxo.
La liberación de la luz atrapada en la materia proseguiría en este mundo mediante la
actividad de los miembros plenos de la religión maniquea. Éstos eran los “elegidos” (los
perfectos o los santos). Entre sus filas había tanto hombres como mujeres. Sin embargo, parece
que sólo los varones pertenecían a los niveles jerárquicos superiores de los presbíteros (como
Fortunato), de los obispos (como Fausto), a los que posiblemente se hace referencia también con
el nombre de diáconos, y a los maestros (entre los que figuraba probablemente Adimanto).
Algunos documentos maniqueos orientales mencionan también otros títulos, como cantores y
escribas, pero éstos debían de tener funciones limitadas, en relación con el culto o con la tarea de
disponer lo necesario para la manutención de la comunidad. La otra sección principal en el
Maniqueísmo era la de los oyentes, o catecúmenos, entre los que había también hombres y
mujeres.
El tercer momento, el momento cosmogónico final, implica el retorno al orden del primer
momento. Sucederá cuando la mayor cantidad posible de luz haya sido liberada de la materia por
medio de la actividad de los elegidos. En un tiempo futuro se producirá la erupción de un gran
fuego que completará el proceso. Entonces desaparecerá el universo, y el principio malo y toda
su substancia serán forzados a retirarse al ámbito de las tinieblas y quedarán de nuevo
completamente separados del ámbito de la luz. Pero el orden restaurado no será exactamente lo
que había sido al principio, porque algo de luz quedará atrapada en el ámbito de las tinieblas y,
por tanto, estará perdida para siempre. Esto, como señalaban de buena gana los adversarios,
supone la condición eternamente herida o reducida del principio bueno.
Ascetismo
Según la perspectiva maniquea, cada uno de los seres que viven en la tierra es un
microcosmos de la prístina batalla, porque cada uno de ellos contiene materia y substancia de
luz. Esto sucede especialmente en los seres humanos, como hace ver claramente la refundición
maniquea del mito de la creación. Todos los hombres están llamados a distanciarse lo más
posible de las consecuencias de esta condición mixta. Desde luego, no todos ellos responden al
llamamiento, o llegan incluso a conocerlo. Los maniqueos son los que han oído claramente el
llamamiento y saben cuál es la verdadera respuesta. Entre estos afortunados miembros del género
humano, algunos, los elegidos, son también los instrumentos por medio de los cuales se efectúa
la liberación de la luz atrapada en su prisión material. Ésta es su tarea más sagrada, que ellos
realizan por medio de la digestión, porque una de las paradojas de la religión es que, aunque
todos los cuerpos humanos tienen un origen demoníaco, sin embargo algunos son instrumentos
inmediatos de salvación, es decir, de liberación de la luz. Como se pensaba que esta luz se
hallaba en grados diversos en todas las cosas (la carne y el vino, por ejemplo, no contenían
ninguna luz), la dieta prescrita para los elegidos consistía principalmente en algunos cereales,
verduras y frutas, así como en algunas especias y zumos, identificados, todos ellos, por su color
brillante que delataba un mayor contenido de luz. (Agustín menciona algunos de esos alimentos
en mor. 2.13.29–2.16.53 y c. Faust. 5.10.)
Así que, en lo esencial, los verdaderos salvadores – según el Maniqueísmo – son los
elegidos (un punto señalado varias veces por Agustín). Por este motivo se les exigía que
practicaran un riguroso ascetismo, porque ellos, más que todos los demás miembros del género
humano, tenían que estar involucrados lo menos posible en la materia, al mismo tiempo que
llevaban a cabo su tarea de liberar la mayor cantidad posible de luz. El código ascético de los
elegidos debían observar, constaba de tres “sellos” y cinco “mandamientos”. Los mandamientos
eran: no mentir, no matar, no comer carne, permanecer puros (esencialmente, abstenerse de
relaciones sexuales) y no deber nada a nadie. El “sello de la boca” ordenaba la vigilancia sobre
los propios sentidos, la abstención de blasfemar, y la evitación de alimentos prohibidos. El “sello
de las manos” imponía vigilancia sobre las propias acciones y prohibía matar cualquier cosa viva
(cuyas partículas de luz se identificaban con el “Jesús sufriente” suspendido en la “cruz de la
luz”), ni siquiera para recoger su propio alimento. El “sello del pensamiento” significaba que no
había que pensar nada que no estuviera en armonía con el ámbito de la luz y del proceso de
liberación de luz.
Puesto que tenían que ser modelos de actitud distanciada hacia este mundo, los elegidos
tenían que practicar la oración frecuente (siete veces al día) y el ayuno (una cuarta parte de los
días del año, incluido el mes que precedía a la principal festividad del Maniqueísmo). Dado que
no podían tener lazos familiares ni poseer nada en propiedad, se suponía (al menos en las formas
occidentales de Maniqueísmo) que debían estar perpetuamente de camino. Y puesto que no
podían matar nada, ni siquiera para recoger sus propios alimentos, otros tenían que hacerlo por
ellos. Esta tarea recaía sobre los oyentes y constituía el primer deber religioso de estos últimos.
Así que los oyentes estaban sujetos a un código de conducta menos riguroso. Debían evitar la
mentira, el homicidio, el robo, el adulterio y el descuido de sus tareas religiosas; pero podían
realizar trabajos manuales, podían poseer bienes y se les permitía “matar”, es decir, cosechar y
preparar los alimentos que ofrecían a los elegidos. Su propia dieta era menos restrictiva. Tenían
que observar menos ayunos (cincuenta días al año, probablemente los domingos) y orar con
menor frecuencia (cuatro veces al día). Podían también casarse (aunque incluso a ellos se les
desaconsejaba la procreación).
Al llegar la muerte, el destino de los elegidos era que su propia substancia de luz
emprendiera el camino de regreso al ámbito de la luz; el destino de los oyentes era el de
reencarnarse como elegidos, y llegar a ser aptos de este modo para la salvación. Todos los
cuerpos físicos, así como la luz atrapada en los que no eran maniqueos, estaban destinados al
infierno.
Escritos sagrados
Una de las pretensiones de Mani de ser un revelador era que él había sido el primer
fundador religioso que legaba escritos suyos propios. Varias fuentes atribuyen siete obras a su
autoría: Shapurakan, Libro de los Gigantes, Gran Evangelio (o Evangelio viviente), Tesoro,
Pragmateia (posiblemente la misma obra que la Gran Carta a Pattik), Misterios y Cartas. Estas
obras constituían el canon maniqueo, pero parece que sólo las últimas cinco obras eran conocidas
por los maniqueos con los que se asoció Agustín. A Mani se le atribuye también el haber
preparado un libro ilustrado con dibujos que explicaba sus doctrinas a los analfabetos. Ninguna
de estas obras se ha conservado en su totalidad, aunque poseemos extractos de algunas de ellas.
El Maniqueísmo, por considerar que la materia era sinónimo de mal y por ver la creación
como una obra de la necesidad y no del amor, repudiaba el relato de la creación que se hace en el
Génesis y repudiaba también al Dios creador (identificado con el principio del mal). Proseguía
rechazando el Antiguo Testamento y todo lo que él consideraba que eran “interpolaciones
judías” en el Nuevo Testamento. La prueba del origen malo de las escrituras rechazadas consistía
en su contenido, porque esas escrituras presentaban un Dios que estaba sujeto a la ira, a los celos,
a la venganza y a otras cosas por el estilo, y que incitaba a comentar actos de inmoralidad, como
era el matar a los enemigos, la poligamia y la procreación.
Sin embargo, los maniqueos atribuían un carácter revelador (aunque imperfecto) a lo que
quedaba del Nuevo Testamento después de su “descontaminación”. Sentían especial simpatía por
Pablo, y probablemente participaron en el renovado interés por los escritos paulinos que se
produjo en el Imperio Romano durante el siglo IV. El Maniqueísmo utilizaba también algunos de
los pseudoepígrafos, especialmente los que eran usados entre los gnósticos, como los Hechos de
Tomás y los Hechos de Pedro, que ellos revisaban a veces para adaptarlos a sus propios fines.
Prácticas cultuales
Poseemos gran cantidad de textos litúrgicos maniqueos (salmos, oraciones, lecturas),
pero poca información acerca de cómo se realizaban los actos de culto. Sabemos que los
maniqueos repudiaban el bautismo de agua, pero que practicaban frecuentes ritos penitenciales,
tal vez todos los lunes. Durante el culto semanal parece que los oyentes y los elegidos se reunían
por separado. La principal fiesta litúrgica del Maniqueísmo era el Bema, que se celebraba en el
día de la muerte de Mani. Parece que la celebración del Bema se centraba en una sillón o trono
(bema en griego), de ordinario con el retrato de Mani situado sobre él. Según una fuente copta (el
noveno Kephalaion), la fiesta del Bema era también la ocasión en que los nuevos elegidos y
oyentes eran admitidos en la comunidad. La ceremonia de iniciación de los elegidos constaba de
cinco pasos (que reflejaban la importancia general de esta clase de personas en la religión): se
daba un signo de paz al candidato, que luego tomaba en sus manos la mano derecha de cada uno
de los elegidos presentes. A continuación, el presidente conducía al candidato al centro del
espacio ceremonial (ekklesia) que representaba la universal Iglesia maniquea. Allí el candidato
intercambiaba un beso con cada elegido y le tributaba una señal de veneración. Finalmente se
realizaba la cheirotonia, la imposición de la mano derecha del presidente sobre la cabeza del
candidato, el acto que convertía oficialmente al candidato en un elegido. El mismo rito se
realizaba esencialmente para la admisión de un elegido a un grado jerárquico. No tenemos
información sobre el rito para la admisión de oyentes.
Según la misma fuente copta, el énfasis en la mano derecha pretendía recordar elementos
del mito cosmogónico: antes de que el Hombre Primordial entrara en batalla, la “Madre de la
Vida” pone su mano derecha sobre él, y entonces él da una palmada con su mano y la de ella. El
Espíritu Viviente hace lo mismo después del rescate y regreso del Hombre Primordial. Por tanto,
la finalidad del rito era escatológica: significaba el envío del electo para que llevara a cabo su
tarea de liberar la luz, y la acogida del electo en el ámbito de la luz, después de su muerte.
Aunque esta descripción del rito y su interpretación se derivan de una sola fuente, sin embargo
no hay razón para pensar que no se aplicara a los maniqueos de otros tiempos y lugares.
–› Escritos antimaniqueos; Herejía, Cisma
BIBLIOGRAFÍA
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versión ampliada de Religion and Society in the Age of Augustine (London:Faber, 1972), 94-118;
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Scholars Press, 1979); Corpus Fontium Manichaeorum (Turnhout: Brepois, 1996-); F. Decrel,
Aspects du manichéisme dans l’Afrique romaine. Les controverses de Fortunatus, Faustus et
Félix avec saint Augustin (Paris: Études Augus-tiniennes, 1970); F. Decret, Mani et la tradítion
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manichéenne (1Ve-Ve siècles). Étude historique et doctrinale, 2 vols. (Paris: Études
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Klimkeit, Gnosis on the Silk Road: Gnostic Texts fro Central Asia (San Francisco: Harper,
1993); S. N. C,. Lieu, Manichaeism in the Later Roman Empire and Medieval China: A
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(Flammarion, 1979 J. Ries, “Introduction aux études manichéenne Quatre siécles de recherches,”
EThL 1, no. 33 (1957 453-82 (reprinted in Universitas Catholica Lovaniense Sylloge... ,vol.
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manichéenne du Nouveau Testament,” in Les règles de l’interprétation, ed. M. Tardieu (Paris:
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1966), 118-29.

J. KEVIN COYLE
Manuscritos
1. El proceso de la actividad literaria
La comprensión de la tradición manuscrita de las obras de Agustín debe comenzar por
comprender el proceso mismo de la actividad literaria. Aunque Agustín no dejó ninguna
descripción completa de su método de escribir, sin embargo es evidente que él no habría podido
ser un autor tan prolífico, si no hubiera procedido de manera sistemática en su labor literaria.
Como era costumbre, Agustín dictaba frecuentemente a un noterarius, o taquígrafo, que iba
consignando sus palabras según el sistema antiguo de taquigrafía, que se denominaba
ordinariamente “notas tironianas”, así denominado según el secretario de Cicerón, que se
llamaba M. Tulio Tirón, quien supuestamente desarrolló el sistema. El dictado se trascribía luego
a escritura normal, se corregía y preparaba para su publicación. Alusiones de pasada en los
escritos de Agustín revelan que él seguía este procedimiento. Por ejemplo, Agustín menciona
que se disgustó tanto con los hermanos que publicaban su obra De Trinitate, antes de la
preparación final de la misma para su edición, que estuvo tentado de abandonar todo el proyecto.
Sin embargo, Agustín no se limitaba a un solo método. Cuando trabajaba en un comentario
bíblico, seguía tal vez un procedimiento diferente, escribiendo notas en los márgenes del texto
bíblico. Agustín mismo o los hermanos volvían a escribir las notas en renglones seguidos, que
constituían la base de un comentario completo. Sus Adnotationes in Job, que son esencialmente
una colección de notas marginales desorganizadas sobre el libro de Job, se han conservado en su
forma original, sin revisar ni preparar para su edición. En realidad, Agustín confesaba que sus
copias del texto eran defectuosas y que las notas eran escasamente comprensibles. Más aún,
Agustín no vacilaba en publicar en forma de entregas sus obras un tanto extensas. El texto de De
civitate Dei indica claramente que la obra fue publicada en fascículos a lo largo de un período de
trece años. Varias obras de Agustín se designan como “imperfectas” o incompletas. Para decirlo
con otras palabras: por una razón o por otra él nunca terminó de escribir la obra. Por ejemplo, De
Genesi ad litteram liber imperfectus termina en el punto en que Agustín sintió una gran
dificultad ante el texto bíblico de Génesis 1,27 que habla de que: “Los creó varón y hembra”.
Contra secundam Juliani responsionem imperfectum opus fue una obra que quedó interrumpida
por la muerte de Agustín. Las obras incompletas se publicaban también y se distribuían, pero, si
la obra quedaba completada posteriormente, entonces la versión acabada llegaba a ser la
normativa. De doctrina Christiana es una obra especialmente inusual, porque Agustín decidió
completarla después de una interrupción de unos treinta años. Finalmente, C. Hammond Bammel
ha hablado con cautela de la posibilidad de que el códice nº 383 de la Bibliothèque Municipale
de Lyón contenga un autógrafo (es decir, un espécimen de la caligrafía real) de Agustín. El
manuscrito contiene la tradución hecha por Rufino del comentario de Orígenes a la Carta a los
Romanos, con anotaciones marginales correspondientes a la controversia pelagiana, que fueron
añadidas por un lector posterior. Puesto que Agustín leyó esta obra cuando estaba escribiendo De
peccatorum meritis et remissione, tal vez las anotaciones posteriores fueran obra suya. En
resumen, el proceso de actividad literaria, que era complejo y variado, tenía repercusiones
directas sobre la tradición manuscrita.

2. Publicación
Las obras de Agustín y las de sus contemporáneos se difundían originalmente en códices
manuscritos y se trasmitían de la misma manera a las generaciones siguientes. La producción de
un libro en la antigüedad era un proceso de gran intensidad de trabajo, en el que se utilizaban
productos animales, minerales y vegetales. El pergamino se preparaba con pieles de reses
bovinas o cabrías. La tinta usada para escribir y los pigmentos para decorar se obtenían de
plantas y de otros materiales. Por los costes que suponía, el proceso de publicación o difusión
difícilmente se hacía de manera fortuita. Parece que Agustín utilizó los servicios de Romaniano,
un amigo de la familia y adinerado patrocinador, oriundo de Tagaste, que hacía de “agente
literario” suyo. En la epistula 27, a Paulino de Nola, Agustín señala que había entregado sus
obras a Romaniano para su general destribución. Hacia el fin de su vida, Agustín catalogó sus
obras en su Retractationes, ofreciendo un resumen descriptivo de cada una de ellas y haciendo
correcciones, cuando era necesario. Esto indica que él mantenía un archivo sistemático de sus
obras en Hipona, donde vivía. Posidio, el biógrafo y amigo de Agustín, señala que ejemplares
autoritativos de las obras de Agustín se conservaban en la biblioteca de la iglesia en Hipona. El
Indiculus de Posidio o catálogo de las obras de Agustín, que figura como apéndice a su biografía
de Agustín, se basaba probablemente en el catálogo de la biblioteca de Hipona. Posidio señala
además que las personas que querían obtener un ejemplar de alguna de las obras de Agustín
debían solicitarlo allí. Desde luego, la biblioteca contenía también las obras de otros autores
cristianos y no cristianos. Aunque las ciudades de provincias debieron de tener respetables
bibliotecas, parece que la de Hipona era probablemente más completa que la mayoría de las
demás bibliotecas, a causa de los trabajos de erudición de su obispo. La producción y
distribución sistemática de libros se hacía probablemente desde Cartago, una gran ciudad
portuaria y centro cultural que contaba con un scriptorium. Por ejemplo, Paulino de Nola
menciona explícitamente que envió a Cartago la Historia ecclesiastica de Eusebio para que la
copiaran. Los libros se producían según la demanda que había de ellos, no por motivos de
especulación. Y los autores no recibían pagos en concepto de derechos de autor. Una vez que un
autor publicaba una obra, ésta llegaba a ser de “dominio público” y el autor perdía todo control
sobre ella. Cualquiera podía hacer copias en cualquier parte. La publicación de obras cristianas
en tiempo de Agustín no era empresa comercial sino empresa privada. Desde luego, las obras de
Agustín se distribuyeron mucho después de su muerte, porque eran utilizadas o bien citadas en
gran diversidad de zonas geográficas, durante un extenso período de tiempo, por autores tan bien
conocidos como Gregorio Magno, Isidoro de Sevilla y Beda el Venerable.
3. Florilegios y epítomes
En la antigüedad era popular la práctica de publicar florilegios o antologías. Se
publicaban también selecciones o extractos de textos cristianos, y varios florilegios de las obras
de Agustín se se elaboraron durante el período patrístico. Cada compositor de un florilegio tenía
su propio programa para la producción de una antología. El florilegio más antiguo de Agustín,
escrito menos de diez años después de su muerte, son los Excerpta de Vicente de Lérins, que
constituyen una colección de pasajes de las obras de Agustín acerca de la Trinidad y de la
encarnación, con la finalidad de ser utilizados como una declaración antiherética,
específicamente antiarriana. Las Sententiae de Próspero de Aquitania no son ni sistemáticas ni
polémicas. No obstante, la defensa contra la herejía y la importancia de los sacramentos eran los
temas dominantes que surgían de un contexto intensamente eclesial y monástico. Los Excerpta
de Eugipio son el florilegio antiguo más importante y extenso, con más de mil cien páginas en su
edición impresa. En contraste con los intereses prácticos de Vicente y de Próspero, parece que
Eugipio trató de componer una enciclopedia religiosa de problemas teológicos de naturaleza
teórica. Beda escribió su Collectio in Apostolum extrayendo pasajes paulinos de las obras de
Agustín, tal vez como prolegómeno a una obra exegética original suya. Finalmente, hay también
algunos florilegios anónimos de Agustín que datan de la Edad Antigua.
Los florilegios medievales son más numerosos. Entre los antologías anónimas, no
editadas, se hallan la de París, Bibliothèque Nationale, lat. 2987, siglos XI-XII, que es una
colección de pasajes correspondientes a la Eucaristía; la Baltimore, Walters Art Gallery, W2,
siglo IX; y la de Bamberg, Staatsbibliothek, Can. 90, siglo XIII. Produjeron también florilegios
Floro de Lyón y Hadoardo de Corbie, cuyo florilegio ha llegado hasta nosotros en una copia
autógrafa, que se halla en París, Bibliothèque Nationale, lat. 13381, siglo IX. Se elaboraron
también epítomes o resúmenes de las obras de Agustín. Se preparaban de ordinario con fines
pedagógicos o como instrumentos de consulta. El de Múnich, Bayerische Staatsbibliothek, Clm
6368, del siglo IX, es un fragmento de un epítome de De Genesi ad litteram, que consta de dos
bifolios que servían de guardas de un manuscrito posterior. Entre otros epítomes anónimos se
encuentran el de Tréveris, Stadbibliothek-Stadtarchiv 137/50, siglos IX-X, folios 1-74, y el de
Boulogne-sur-Mer, Bibliothèque Municipale 51, siglo IX, folios 1-53.
4. Tradiciones manuscritas
La descripción de la tradición manuscrita de una obra concreta de Agustín se encontrará
de ordinario en la introducción a su edición crítica. Es posible que el editor haya publicado
estudios de los manuscritos y de su tradición como prolegómeno a su edición. Aquí he intentado
realzar algunos manuscritos notables e importantes tendencias. Listas y descripciones extensas se
hallan en artículos escritos por E. A. Lowe, A. Wilmart y M. M. Gorman, así como en los
diversos volúmenes de la obra Die handschriftliche Überlieferung der Werke des heiligen
Augustinus.
De la aproximadamente media docena de manuscritos y fragmentos del siglo V, dos son
de particular interés e importancia. El de San Petersburgo (la antigua Leningrado), Saltikov-
Xcedrin Q.v.I.3, s.v., el más antiguo manuscrito conocido de una obra de Agustín, fue elaborado
probablemente en vida misma de Agustín. El códice de San Petersburgo contiene cuatro obras de
Agustín en el mismísimo orden en que fueron escritas: De diversis questionibus ad
Simplicianum, Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, De agone Christiano y De
doctrina Christiana en su versión más breve no revisada. En realidad, es el único manuscrito que
se conoce de la versión más breve de De doctrina Christiana. En el proceso de escribir sus
Retractationes, Agustín señaló que él no había completado aún la obra De doctrina Christiana.
Decidió terminar la obra en aquel tiempo, antes de continuar con sus Retractationes. Puesto que
ningún copista hubiera utilizado la versión anterior, más breve, si estuviese disponible la versión
completa, deducimos que el manuscrito de San Petersburgo debió de producirse antes de que
Agustín revisara De doctrina Christiana, es decir, antes del año 426. El códice de Verona,
Biblioteca Capitolare XXVIII (26), s.v., que contiene los libros 11-16 de De civitate Dei, es el
segundo códice más antiguo de Agustín. Estos dos códices, producidos en el norte de África,
presentan obras de Agustín en su formato original, es decir, sin divisiones en capítulos y sin
títulos de los capítulos, aunque éstos fueron añadidos parcialmente al códice de Verona durante
el siglo IX.
Muchos manuscritos del siglo VI son de origen italiano. El tercer manuscrito más
antiguo, de Roma, Biblioteca Nazionale Centrale, Sessorianus 13, siglo VI, procede
posiblemente del scriptorium del monasterio de San Severino en Nápoles, cuando Eugipio fue su
abad, y contiene De Genesi ad litteram. El códice Vaticano lat. 3375, siglo VI ex., el manuscrito
más antiguo de los Excerpta de Eugipio, procede de la misma región, si no del mismo
scriptorium. Puesto que el florilegio que Eugipio hizo de las obras de Agustín es antiguo y
extenso, con una fuerte tradición manuscrita propia, se ha tenido en cuenta a menudo al
estudiarse la tradición manuscrita de diversas obras. El códice de París, Bibliothèque Nationale
lat. 12214 + San Petersburgo, Saltykov-Xcedrin Q.v. I.4, s. VI, que contiene los libros 1-10 de
De civitate Dei es el primer códice conocido que incluye la sección de las Retractationes
correspondiente al texto del manuscrito, una práctica que luego se hizo más común.
La principal fuente de manuscritos del siglo VII de las obras de Agustín es la Galia
Merovingia, especialmente Luxeuil. El códice de Nueva York, Pierpont Morgan Library 334, del
año 669, contiene In epistulam Johannis ad Parthos tractatus decem. El inusual “Papyrus
Augustine”, de París, Bibliothèque Nationale lat. 11641 + San Petersburgo, Saltykov-Xcedrin
F.pap.I.1, siglo VII, es una antología de Agustín.
Durante el siglo VIII Tours fue un famoso centro de erudición y de producción de libros.
Su manuscrito de Agustín más importante se halla en París, Bibliothèque Nationale Nouv. acq.
lat. 1575, siglo VIII. Contiene la antología de Eugipio. Los manuscritos visigóticos de las obras
de Agustín aparecen por vez primera durante este tiempo, pero son escasos. Por ejemplo, el
manuscrito de Monte Cassino 19, siglos VIII-IX, es copia de De Trinitate y fue escrito en
España. Los manuscritos celtas y anglosajones de las obras de Agustín, durante este período, son
virtualmente inexistentes.
El siglo IX fue un período de avivamiento. El legado literario de la antigüedad romana y
de la literatura patrística latina, incluido Agustín, llegan a nosotros a través del período
carolingio. Carlomagno, además de ser un consumado político, se interesó personalmente por los
libros y por la erudición. Alcuino consideraba a Carlomagno el felix imperator, el soberano ideal
según el concepto de Agustín. Einhardo, biógrafo de Carlomagno, refiere que De civitate Dei era
el libro favorito de Carlomagno. La copia completa más antigua de De civitate Dei se encuentra
en Bruselas, Bibliothèque Royale 9641, siglos VIII-IX, y fue escrito durante este tiempo. B.
Bischoff identificó dos manuscritos como pertenecientes antaño a la biblioteca de Carlomagno:
el manuscrito Vaticano Pal. lat. 189, siglo IX in., que contiene De doctrina Christiana, y el
manuscrito Vaticano Pal. lat. 210, siglos VI-VII, que contiene varias obras de menor
importancia, sermones y cartas. Ambas obras fueron encontradas más tarde en la biblioteca de
Luis el Piadoso, sucesor de Carlomagno. Bischoff atribuye también al scriptorium de la corte de
Luis el Piadoso los manuscritos que se hallan en Berlín, Deutsche Staatsbibliothek Phill. 1651,
siglo X, y en Múnich, Bayerische Staatsbibliothek Clm 3824, siglo X.
La difusión de textos durante el renacimiento carolingio abasteció abundantemente de
textos clásicos y patrísticos a muchas bibliotecas de toda Europa. Existen copias manuscritas de
los catálogos de muchas bibliotecas medievales, y estos catálogos demuestran que las obras de
Agustín disfrutaban de amplia difusión. Por ejemplo el catálogo de Múnich, Bayerische
Staatsbibliothek Clm 8107, siglo IX, folios 1-3v, contiene una lista de cuarenta y ocho obras de
Agustín que se hallaban en la biblioteca de Maguncia durante el siglo IX. A pesar de una breve
declive a comienzos del siglo X, siguieron capiándose manuscritos en las escuelas de las
catedrales y en los centros monásticos de toda Europa, siendo el siglo XII un segundo período de
avivamiento. De hecho, varios catálogos muestran que en ese tiempo se confeccionaban
colecciones de las obras de Agustín. De Ghellinck lo demostró con respecto a Claraval
(Clairvaux), al que no considera un ejemplo aislado. Se conservan numerosos manuscritos de las
obras de Agustín, escritos entre el siglo X y el siglo XV. A pesar de su fecha tardía, esos
manuscritos ofrecen a menudo valiosos testimonios del texto de Agustín y algunas veces pueden
ser los únicos manuscritos disponibles. Sin embargo, queda todavía por hacerse un estudio de los
manuscritos de las obras de Agustín que fueron utilizadas por las órdenes mendicantes y las
universidades durante los siglos XIII y XIV.
5. Recepción
La tradición manuscrita de cualquier obra de la antigüedad cristiana es más que la
trasmisión textual de esa obra, porque el manuscrito mismo es un producto histórico del período
durante el cual se elaboró el manuscrito. Además de conservar y trasmitir el texto, un manuscrito
puede proporcionar también ideas indispensables sobre el proceso real o percibido de la autoría
de un tratado, carta o sermón concreto. El recopilador de un códice particular puede interpretar
consciente o inconscientemente una obra literaria al agruparla con otros escritos. Los
manuscritos pueden proporcionar constancia escrita de la recepción de una determinada obra,
porque cada manuscrito se confeccionó por una razón y, como tal, estaba destinado a prestar
servicio a una comunidad específica o a cumplir una función particular. Por ejemplo, M. M.
Gorman, en su obra sobre la tradición manuscrita de Agustín, fue más allá de los intereses
filológicos, al utilizar la tradición manuscrita para reconstruir, al menos parcialmente, la difusión
de las obras de Agustín durante la Edad Media.
Los marginalia (las observaciones escritas en los márgenes de los códices después de su
producción) pueden proporcionar ulteriores informaciones valiosas sobre el uso de un
manuscrito y sobre la subsiguiente interpretación de las obras contenidas en ellos. Algunos
manuscritos de Agustín fueron anotados por eruditos carolingios. Por ejemplo, el manuscrito de
Orleans, Bibliothèque Municipale 162 (139), siglo IX (fechado en el catálogo como del siglo
XI), contiene notas escritas por Lupo de Ferrières, y los manuscritos de Lyón, Bibliothèque
Municipale 478, siglo VI, y el de Lyón, Bibliothèque Municipale 607, siglo VII, contienen
anotaciones escritas por Floro de Lyón.

6. Manuscritos iluminados
Los manuscritos iluminados (o miniados) de las obras de Agustín aparecen por vez
primera durante el siglo X. El manuscrito de Orleans, Bibliothèque Municipale 46, siglo X, folio
1, presenta una ilustración que pinta a Agustín dictando a un escriba. Esta copia iluminada de la
obra agustiniana Enarrationes in Psalmos contiene la primera representación pictórica conocida
de Agustín en un manuscrito. Los ilustraciones que representan la persona de Agustín son las
más antiguas miniaturas existentes en los manuscritos iluminados de las obras agustinianas, y
estas ilustraciones tendían a realzar la función de Agustín como maestro. Agustín aparece a
menudo instruyendo a un discípulo o dirigiendo la palabra a un grupo de monjes o de laicos.
Algunas veces Agustín aparece discutiendo con filósofos o herejes. Otras veces está dictando su
regla. Con frecuencia está siendo inspirado por un ángel, como en el manuscrito de Bruselas,
Bibliothèque Royale 10.791, siglo XI, folio 2. Narraciones biográficas pictóricas, desarrolladas
con posterioridad a las ilustraciones que representaban a la persona de Agustín, y escenas en las
que aparece el bautismo de Agustín constituyen el tema más frecuente. La primera iluminación
de esta clase es una “O” inicial miniada al comienzo del libro 9 de las Confessiones de Agustín,
que se encuentra en el manuscrito de Douai, Bibliothèque Municipale 280, siglo XII, folio 41v.
Finalmente, la iconografía interpretativa es evidente en algunos manuscritos ingleses de la
Escuela de Canterbury. Por ejemplo, en De civitate Dei 12.16 y 13.16 Agustín cita el libro
bíblico de la Sabiduría: “El cuerpo corruptible es una carga pesada para el alma” (9,15). El
iluminador de Florencia, Biblioteca Medicea Laurenziana, Plut. 12, Cod. 17, hacia el año 1120,
convirtió este pasaje en el tema que orienta su interpretación de la totalidad de la obra, en la cual
el folio IV ofrece una escena en la que se hallan representados ángeles y demonios con una una
balanza que pesa las almas de los difuntos. Una narración pictórica del mismo tema continúa en
las iniciales miniadas de todo el códice. Otro manuscrito iluminado de De civitate Dei, a saber, el
manuscrito de Oxford, Bodleian Library MS. Laud. Misc. 469, hacia los años 1130-1140, fol.
7v., representa también en una ilustración que ocupa toda la página el tema de ángeles y
demonios que luchan por la posesión de las almas de los difuntos.

7. La imprenta
Con la llegada de la imprenta cambió el proceso de trasmisión y conservación. Las obras
de Agustín sobrevivieron bien a la transición e incluso llegaron a florecer. En toda Europa se
produjeron incunables (de la palabra latina incunabulum, que significa “cuna” y se refiere a los
libros impresos en la fase inicial [o “cuna”] de la imprenta, es decir, antes del año 1501) de
muchas de las obras de Agustín. La primera obra de Agustín en imprimirse fue De civitate Dei,
publicada en Subiaco en las cercanías de Roma por Conradus Sweynheym y Arnoldus Pannartz
en el año 1467. Fue en realidad uno de los primeros libros que se imprimieron en Italia. La
primera edición de los opera omnia fueron impresos por Johannes Amerbach en Basilea entre los
años 1505 y 1517. La edición de Amerbach fue reimpresa con pocos cambios, si es que hubo
algunos, por Erasmo en los años 1527-1528, y tuvo a continuación nueve ediciones. Thomas
Gozaeus, un teólogo de Lovaina, decidió publicar una edición de los Padres de la Iglesia
comenzando por Agustín. Y, así, en los años 1576-1577, publicó en Amberes las obras de
Agustín. Se imprimieron también ediciones de diversas obras de Agustín y colecciones
temáticas, algunas de las cuales reflejan intereses, situaciones o problemas contemporáneos. Por
ejemplo, una edición relativamente rara de las obras antipelagianas de Agustín, publicada en
Roma en el año 1622, fue censurada por el Santo Oficio durante la crisis jansenista.
Las primeras ediciones impresas se basaban en manuscritos medievales tardíos, y
frecuentemente se utilizaba un solo manuscrito. La edición de los Maurini, en once volúmenes,
de los opera omnia de Agustín, que deriva su nombre de la comunidad benedictina de San
Mauro que se encargó de hacer la edición, fue publicada en París en los años de 1679 al 1700. Se
cotejaron muchos manuscritos existentes en bibliotecas francesas, y se recopilaron listas de
lecturas variantes. Los textos de las obras fueron revisados, pero fueron pocos los cambios
introducidos en el texto aceptado tradicionalmente. La edición de los Maurini sigue siendo la
última edición de las obras completas de Agustín. Fue reimpresa en la Patrologia Latina (PL) de
Jacques-Paul Migne, vols. 32-47 (París 1841-1849), y con algunas revisiones posteriores siguió
siendo el texto estándar hasta entrado el siglo XX, especialmente en lo que respecta a aquellas
obras que no habían sido reeditadas desde entonces. Pocos textos, exceptuados los sermones,
podrán reclamar un valor científico. Los eruditos Maurini no pudieron fechar con exactitud los
manuscritos que examinaban, y no se hallaban en condiciones de entender mucho acerca de la
trasmisión textual de las obras. Fueron modestas las mejoras que ellos ofrecieron, además de una
presentación tipográfica moderna y mejorada del texto, cosa que no debe subestimarse. Muchos
detalles de la historia de las ediciones impresas de Agustín fueron estudiados por G. Folliet, P.
Petitmengin, P. Gasnault, J. de Ghellinck y otros. Y en estas últimas décadas contamos ya con
una imagen más clara de muchos aspectos de esa historia.
8. La edición crítica
Las ediciones modernas son llamadas críticas porque el encargado de la edición debe
juzgar (en griego, krinein) acerca de las variantes textuales que aparezcan en diversos
manuscritos, y debe escoger la mejor lectura. La finalidad de la crítica textual, que es una ciencia
asentada con técnicas y procedimientos tradicionales, consiste en la creación de una edición
crítica. Idealmente la edición crítica debe reproducir en la medida de lo posible el texto original,
tal como quiso ofrecerlo su autor. Hacer una edición crítica supone dar varios pasos. Hay que
cotejar y examinar todos los manuscritos conocidos de una determinada obra. Los críticos
textuales trabajan de ordinario con copias en microforma facilitadas por las bibliotecas donde se
hallan los manuscritos. Luego los manuscritos son fechados y agrupados en familias. La
paleografía o caligrafía es una norma extraordinriamente fiable para determinar la fecha y el
lugar de la producción de un manuscrito. De importancia central para la tarea de la crítica textual
es captar la relación mutua entre diversos testimonios manuscritos de la misma obra. Si es
posible, se construye un stemma o árbol genealógico de los manuscritos que se conservan. Una
edición crítica contendrá normalmente una breve introducción que identifique y describa los
manuscritos de la obra y que explique sus relaciones mutuas. Para ser funcional, una edición
crítica contendrá también un aparato crítico que enumere, al pie de cada página, las lecturas
alternativas y las citas tomadas de la Biblia y de otras obras de la antigüedad. Los índices
detallados de nombres propios y de lugares y las citas de la Biblia y de otras obras aumentan la
utilidad de la edición crítica. Actualmente las ediciones críticas de las obras de Agustín siguen
publicándose en dos series: Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (CSEL), editada en
Viena (Austria), y Corpus Christianorum (CC), editada en Turnhout (Bélgica).
Faltan todavía ediciones críticas de muchas de las obras de Agustín. Aunque la mayoría
de los especialistas en Agustín se han concentrado en los aspectos teológicos, filosóficos e
históricos de la vida y del pensamiento agustinianos, son poquísimos los que se han dedicado a
estudiar los manuscritos de las obras de Agustín. La edición de B. Dombart de De civitate Dei,
publicada en la Bibliotheca Teuberiana en Leipzig en 1853 y revisada posteriormente por A.
Kalb, fue la primera edición verdaderamente crítica de una obra agustiniana. La edición de P.
Knöll de las Confessiones en CSEL en Viena en el año 1896 fue la segunda. Durante el siglo
XIX CSEL y, posteriormente, CC se fijaron la meta de producir ediciones críticas que tuvieran
en cuenta toda la tradición manuscrita de una obra. Esto no se puede lograr sino después de hacer
un examen de todo el material manuscrito y de determinar las familias de los manuscritos más
antiguos que se conservan. Antes de la aparición de los volúmenes de Die hanschriftliche
Überlieferung der Werke des heiligen Augustinus, esta tarea resultaba abrumadora y casi
imposible, y hasta el momento se ha llevado a cabo en relación con muy pocas obras. Por
ejemplo, con respecto a las ediciones de De doctrina Christiana publicadas por J. Martin en
1962 y por G. M. Green en 1963, M. Simonetti ha señalado que ninguno de los dos editores
informa fiablemente acerca de las lecturas variantes ni determina cuáles son los manuscritos más
antiguos de la obra. Las ediciones impresas antes y durante la década de los años 1970 se
basaban necesariamente en un examen incompleto de los manuscritos. Y pocas ediciones han
aparecido desde entonces. Pasarán muchas décadas antes de que las obras de Agustín estén
disponibles en ediciones fiables y realizadas con criterios científicos, como las ediciones que
tenemos de los textos clásicos. Se han publicado artículos por J. K. Coyle sobre De moribus
ecclesiae, por M. M. Gorman sobre De Genesi ad litteram, por A. Primmer sobre Enarrationes
in Psalmos, y otros artículos que son preludios de nuevas ediciones de las obras agustinianas,
que serán muy bien recibidas cuando aparezcan

9. Obras perdidas
A causa de las incertidumbres inherentes a la trasmisión de obras de Agustín a lo largo de
más de mil años por medio de manuscritos caligrafiados en diversos centros eclesiásticos y
monásticos de África y Europa, cabría esperar que algunas de sus obras hubiesen desaparecido
arbitrariamente. Debido a la tremenda importancia y popularidad de Agustín, se han perdido
poquísimas obras auténticas. De las obras enumeradas en las Retractationes, tan sólo cuatro son
las que no se conservan ya: Contra epistulam Donati heretici, Contra partem Donati, Contra
Hilarum y Expositio epistulae Jacobi ad duodecim tribus. Agustín señala que, cuando estaba
escribiendo las Retractationes, sus obras sobre las artes liberales se habían perdido ya, incluida
una obra completa sobre la gramática y los comienzos de obras sobre la dialéctica, la retórica, la
geometría, la artimética y la filosofía. Aunque en realidad no lo supiera Agustín, parece que sus
Principia dialecticae se han conservado. A pesar de que el texto se haya atribuido explícitamente
a Agustín en Berna, Bürgerbibliothek 363, siglo XII, los Maurini lo rechazaron por considerarlo
inauténtico. El consenso actual de los especialistas está claramente a favor de su autenticidad. De
pulchro et apto, una obra de su juventud, mencionada en las Confessiones, se había perdido ya
probablemente, cuando Agustín estaba escribiendo su autobiografía. Los sermones de Agustín
sobre los seis días de la creación, que él predicó durante la Semana Santa, se conservan tan sólo
en extractos. Otros sermones y cartas puede que se hayan perdido igualmente, aunque se han
conservado grandes colecciones de sermones y cartas.
10. El pseudo-Agustín
Las Retractationes, una obra de testimonio autobiográfico tan importante como las
Confessiones, certifican la autenticidad de todas las obras enumeradas allí y refutan la
autenticidad de escritos pseudónimos ausentes. Por desgracia, Agustín no completó sus
Retractationes, dejando así en manos de sus discípulos la labor de catalogar sus sermones y
cartas. Posidio trató de proporcionar en su Indiculus una lista completa de las obras de Agustín,
catalogando muchos sermones y cartas que están ausentes de las Retractationes. Cabría esperar
que las Retractationes de Agustín y el Indiculus de Posidio hubieran eliminado la posibilidad de
que existieran obras espúreas. Pero no sucede así. Las obras espúreas son importantes, porque, al
haber sido aceptadas como auténticas en muchos sectores, contribuyeron a la recepción histórica
real de Agustín y de su pensamiento. Por ejemplo, los Maurini omitieron con razón los pseudo-
agustinianos Sermones ad fratres in eremo, que habían sido impresos por Johannes Amerbach en
la primerísima edición de los sermones de Agustín, efectuada en Basilea en el año 1494. Los
sermones, atribuidos antaño a Geoffroy Babion, predicador del siglo XII, se consideran
actualmente como obra de un autor belga anónimo. Sin embargo, dos sermones de la colección
parecen ser auténticos. La gran cantidad de testimonios que existen en la tradición manuscrita
demuestran que esta obra pseudo-agustiniana disfrutó de igual, si no de mayor popularidad, que
algunas obras genuinas de Agustín. Lo mismo podrá decirse de otras obras pseudo-agustinianas
que tratan de la espiritualidad, como el Manuale y las Meditationes. Aquí me limitaré a
mencionar tan sólo las obras inauténticas más importantes. Varias obras pseudo-agustinianas, de
carácter dogmático y polémico, nacidas de las controversias arrianas y pelagianas, son dignas de
tenerse en cuenta: De fide ad Petrum, escrita por Fulgenio de Ruspe; De unitate Trinitatis contra
Felicianum, escrita por Virgilio de Tapso; Altercatio cum Pascentio Ariano, Hypomnesticon
contra Pelagianos et Caelestianos, y De Praedestinatione et gratia. Entre las obras exegéticas
pseudo-agustinianas se encuentran las siguientes: Quaestiones Veteris et Novi Testamenti, obra
atribuida al Ambrosiaster; un comentario sobre el Apocalipsis escrito por Cesáreo de Arlés;
Testimonia divinae scripturae et patrum, y Liber de divinis scripturis sive Speculum. Hay
también obras filosóficas espúreas – por ejemplo, Categoriae X ex Aristotele deceptae.
11. Recientes descubrimientos
Abundan los sermones y colecciones de sermones pseudo-agustinianos. Identificar los
sermones auténticos de Agustín puede ser una tarea problemática, pero se han realizado muchos
progresos. Aunque la edición de los Maurini ofrecía 398 sermones y fragmentos de sermones
genuinos de Agustín, conocemos actualmente más de 550 gracias a la labor acumulada de G.
Morin. A. Wilmart, C. Lambot, P. P. Verbraken, F. Dolbeau y otros. Más aún, muchos sermones
pseudo-agustinianos han sido atribuidos correctamente a autores antiguos, especialmente a
Cesáreo de Arlés y Fulgenio de Ruspe. Algunos sermones atribuidos a Agustín deben ser
identificados todavía, por ejemplo, los que se encuentran en Chicago, Newberry Library 67.3,
año 1460, folios 168v-171. Agustín dictó algunos de sus sermones, pero parece que su
predicación fue espontánea en la mayoría de los casos. Los noterarii ecclesiae consignaban por
escrito muchos sermones y los distribuían. Agustín conservaba copias de los diversos sermones,
que él llegaba incluso a revisar, pero no hacía recopilaciones. Sin embargo, sus seguidores sí las
hicieron. Basándose en los testimonios de múltiples manuscritos, Verbraken identificó tres
categorías de colecciones con subdivisiones. Las colecciones antiguas o africanas se
confeccionaron en vida de Agustín o poco después. Las colecciones arlesianas fueron
confeccionadas por Cesáreo y los monjes de Arlés. Las colecciones medievales posteriores se
organizaron en torno a temas bíblicos o litúrgicos. A base de un inventario existente en el
Vaticano, Pal. lat. 1877, siglo IX, folios 17-17v, Verbraken identificó una colección perdida de
sermones de Agustín, a la que él denominó colección de Lorsch. F. Dolbeau descubrió
recientemente que Maguncia, Stadtbibliothek I 9, siglo XV, contiene tres grupos de sermones de
Agustín. El primero y el segundo son semejantes a la colección – perdida – de Lorsch, mientras
que el tercer grupo se parece a la colección cartujana. Los tres grupos contienen sermones no
editados anteriormente.
Las cartas pseudónimas son mucho menos frecuentes que los sermones pseudónimos. A
causa de la naturaleza de la carta como género literario, destinada de ordinario a una persona
histórica concreta y tratando de un tema específico, la pseudonimia sería menos apropiada.
Además, la piedad medieval popular originó una mayor demanda de sermones que de cartas. Sin
embargo, existen cartas falsificadas dirigidas a personajes históricos o ficticios, y hay varias
colecciones pseudo-agustinianas. La carta de Agustín a su hermana, después de la muerte de la
madre de ambos, es una obra hagiográfica que prodiga alabanzas a Mónica. Una colección
espúrea de cincuenta y cinco cartas fue editada por F. Römer. La colección de la correspondencia
epistolar de Agustín con el Conde Bonifacio es también espúrea. Desde luego, en la tradición
manuscrita se encuentran también colecciones de cartas auténticas. Gran parte de la labor de A.
Goldbacher, D. de Bruyne, H. Leitzmann, J. Divjak y otros se ocupa de estudiar la estructura de
esas diversas colecciones y de llenar los aparentes vacíos que hay en la correspondencia
conocida de Agustín con personas concretas. El descubrimiento de dos manuscritos importantes
en París, Bibliothèque Nationale lat. 16861, siglo XII, y en Marsella, Bibliothèque Municipale
209, siglo XV, y la resultante publicación de veintinueve cartas de Agustín, antes desconocidas y
ahora identificadas positivamente por J. Divjak, ha originado notable labor de investigación.
12. Recursos para los especialistas
La abrumadora mayoría de los manuscritos de las obras de Agustín se conservan en
bibliotecas nacionales, universitarias, eclesiásticas y locales de toda Europa. El Institut de
Recherche et d’Histoire des Textes (IRHT) en París tiene copias en microforma de manuscritos,
incluidos muchos manuscritos de Agustín, procedentes de bibliotecas locales de toda Francia. El
IRHT publica también una base informatizada de datos sobre los “incipits” de textos latinos: In
Principio: Incipit Index of Latin Texts, Brepols (Turnhout 1993-). En los Estados Unidos, tres
universidades conservan importantes colecciones de manuscritos en microfilme, cada una de las
cuales contiene numerosos manuscritos de las obras de Agustín. El Hill Monastic Manuscript
Library, de la St. John’s University en Collegeville, Minnesota, ha fotografiado extensamente en
Alemania, Austria, España y Portugal y sigue fotografiando manuscritos medievales. La Notre
Dame University tiene los manuscritos de la Biblioteca Ambrosiana de Milán. La Vatican Film
Library de la Saint Louis University tiene los manuscritos de la Bibliotea Apostolica Vaticana de
Roma.
La Kommission zur Heraugabe des Corpus der lateinischem Kirchenväter de Viena viene
publicando catálogos de manuscritos de las obras de Agustín. Hasta la fecha se han publicado
seis volúmenes de Die hanschriftliche Überlieferung der Werke des heiligen Augustinus. Los
catálogos publicados anteriormente en la serie incluyen lo siguiente: volúmenes I/1 (1969) y I/2
(1970) sobre las bibliotecas de Italia, por M. Oberleitner; volúmenes II/1 (1972) y II/2 (1972)
sobre Gran Bretaña e Irlanda, por F. Römer; volumen III (1973) sobre Polonia con un apéndice
sobre Dinamarca, Finlancia y Suecia, también por F. Römer; volumen IV (1974) sobre España y
Portugal, por J. Divjak; volúmenes V/1 (1976) y V/2 (1979) sobre la República Federal de
Alemania, por R. Kurz, y finalmente los volúmenes VI/1 y VI/2 (1993) sobre Austria, por D.
Weber. Otros volúmenes se hallan actualmente en preparación.
Finalmente, el desarrollo de los medios electrónicos constituye otra revolución más en el
proceso de trasmisión y conservación. Además de proporcionar una concordancia instantánea,
cada base de datos puede servir para diversos usos, según sean sus características particulares.
Las obras de Agustín están disponibles en tres bases de datos informatizados: Patrologia Latina
Database, Chadwyck-Healey (Alexandria 1992-), The Cetedoc Library of Christian Latin Texts
on CD-ROM, Brepols (Turnhout 1991-), y Corpus Augustinianum Gissense auf CD-ROM,
Schwabe (Basilea 1995-).
–› Florilegia
BIBLIOGRAFÍA
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C. Hammond Bammel, “Rufinus’ Translation of Origen’s Commentary on Romans and the
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2. Publicación
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de l’édition á l’époque patristique”, VigChr 3 (1949): 217-24.
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Manuscript Traditions of St. Augustine’s Major Works,” Atti, 1986, 1:381-412; E. A. Lowe, “A
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Guide to Latin Manuscripts Prior to the Ninth Century (Oxford: Clarendon, 1934-71); F.
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Augustin: Sa diffusion avant 900 d’après les caractères externes des manuscrits antérieurs á cette
date et les catalogues contemporains,” RechAug 19 (1984): 185-202; A. Wilmart, “La tradition
des grands ouvrages de Saint Augustin,” MA, 2:257-315; D. F. Wright, “The Manuscripts of St.
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5. Recepción
H. M. Gorman, “The Diffusion of the Manuscripts of Saint Augustine’s De Doctrina Christiana
in the Early Middle Ages,” RevBen 95 (1985): 11-24.
6. Manuscritos iluminados
J. Courcelle and P. Courcelle, “Scènes anciennes de l’iconographie Augustinienne,” REtAug 10
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Observations on Florence, Laurenziana, Plut. 12, Cod. 17,” in Augustine in Iconography:
History and Legend (New York: Peter Lang, de pronta aparición).
7. Imprenta
G.Folliet, “Le chiffre de tirage des grandes éditions de saint Augustin: Amerbach (Bâle) —
Lovanienses (Anvers) — Mauristes (Paris),” in Memoriam Sanctorum Venerantes: Miscellanea
in onore di Monsignor Victor Saxer, Studi di Antichità Cristiana 48 (Vatican City: Pontificio
Istituto di Archeologia Cristiana, 1992), 425-41; G. Folliet, “L’édition des Opera insigniora S.
Augustini c. Pelagianos publiée a Rome en 1652 et censurée par le Saint-Office,” REtAug 39
(1993): 425-39; J. de Ghellinck, “Une édition patristique célèbre,” in Patristique et Moyen Age:
Etudes d’histoire littéraire et doctrinale, Museum Lessianum, section historique 9 (Gembloux:
Duculot, 1948), 3:339-484; P. Petitmengin, “A propos des éditions patristiques de la Contre-
Réforme: Le ‘saint Augustin’ de la Typographie Vaticane,” RechAug 4 (1966): 199-251.

8. La edición crítica
B. Bischoff, Latin Paleography: Antiquity and the Middle Ages, trans. D. O’Cróinin and D. Ganz
(Cambridge: Cambridge University Press, 1989); A. Primmer, “Die Mauriner-Handschriften der
Enarrationes in Psalmos,” in Troisième centenaire de l’édition Mauriste de saint Augustin:
Communications présentées au colloque des 19 et 20 avril 1990, Collection des Études
Augustiniennes, Série Antiquité 127 (Paris: Études Augustiniennes, 1990), 169-201; M.
Simonetti, “Novant’anni di filologia patristica,” La filologia medievale e umanistica greca e
latina nel secolo XX: Atti del Congresso Internazionale, Roma, Consiglio Nazionale delle
Ricerche, Università La Sapienza, 11-15 dicembre 1989, Testi e Studi Bizantino-Neoellenici 7
(Roma: Università di Roma “La Sapienza,” 1993), 1:17-46.
9. Obras perdidas
C. Lambot, “Une série pascale de sermons de saint Augustin sur les jours de la création,” RevBen
79 (1969): 206-14.
10.El pseudo-Augustín
B. Blumenkranz, “La survie médiévale de saint Augustin à travers ses apocryphes,” AugMag,
2:1003- 18; E. Dekkers, “Le succés étonnant des écrits pseudo-augustiniens au Moyen Age,” in
Fälschungen im Mittelalter: Internationaler Kongress der Monumenta Germaniae Historica,
München, 16-17. September 1986, Schriften der Monumenta Germaniae Historica 33 (Hannover:
Hahnsche Buchhandlung, 1988), 5:361- 68; E. Dekkers, CPL, nos. 36 1-86; J. Machielsen,
Clauis Patristica Pseudepigraphorum Medii Aeui, vol. IA, nos. 450-3387; vol. IIA, nos. 115-
303; vol. IIB, 3060-3 150; F. Stegmuller, Repertorium Biblicum Medií Aeui, nos. 1480-97.
11. Recientes descubrimientos
J. Divjak, “Zur Struktur augustinischer Briefkorpora,” in Les lettres de saint Augustin
découvertes par Johannes Divjak: Communications présentées au colloque des 20 et 21
septembre 1982 (Paris: Études Augustiniennes, 1983), 13-27; J. Divjak, “L’étabissement de
l’édition critique des ‘Lettres’ de saint Augustin par les Mauristes,” in Troisième centenaire,
203-13; F. Dolbeau, “Sermons inédits de S. Augustin dans un manuscrit de Mayence
(Stadtbibliothek 1 9),” REtAug 36 (1990): 355-59; E Dolbeau, “Nouveaux sermons de saint
Augustin pour la conversion des païens et des donatistes (I-VII),” REtAug 37 (1991): 37-78, 261-
306; 38 (1992): 50-79; RechAug 26 (1992): 69-141; RetAug 39 (1993): 57-108, 371-423; 40
(1994): 143-96; E Dolbeau, “Mentions de textes perdus de saint Augustin extraites des archives
mauristes,” Revue d’Histoire des Textes 23 (1993): 143-58; Epistolae ex duobus codicibus super
in lucem prolatae, ed. J. Divjak, CSEL 88 (Vienna: Hoelder-Pichler-Tempsky, 1981); A. G.
Hamman, “La transmission des sermons de saint Augustin: Les authentiques et les apocryphes,”
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utilisés par les Mauristes,” RevBen 79 (1969): 98-114; F. Rómer, “A Late Mediaeval Collection
of Epistles Ascribed to Augustine,” AugStud 2 (1971): 115-54; 3 (1972): 147-89; R P.
Verbraken, Etudes critiques sur les sermons authentiques de saint Augustin, Instrumenta
Patristica 12 (Steenbrugge: In abbatia S. Petri, 1976); P. P. Verbraken, “Les éditions successives
des ‘Sermons’ de saint Augustin,” in Troisième centenaire, 157-67.
12. Recursos para los especialistas
C. J. Ermatinger et al., Guide to Microfilms of Vatican Library Manuscript Codices Available for
Study in the Vatican Film Library at Saint Louis University (St.
Louis: Saint Louis University, 1993); Die hand-schriftliche Überlieferung der Werke des
heiligen Augustinus (Vienna: Verlag der österreichischen Akademie der Wissenschaften, 1969-);
G. Sebastian, A Repertory of Microfilmed Manuscripts at Hill Monastic Manuscript Library
(Collegeville, Minn.: Hill Monastic Manuscript Library, 1995).

KENNETH B. STEINHAUSER

María, Madre de Dios. Agustín revela una refinada y equilibrada apreciación del papel
singularísimo desempeñado por María en la historia de la salvación, a pesar del hecho de que él
nunca dedicó una obra específica al tema y no patrocinó una devoción mariana (cultus) en
ninguna de las obras suyas que poseemos. No había en aquel tiempo ninguna festividad mariana
establecida en el norte de África, a pesar de la predilección local de la gente por la celebración de
las fiestas de los mártires. Lo más que Agustín se acercaba a una celebración pública de María
era con ocasión de las homilías de Navidad, sermones 184-196. La Navidad no era sólo la fiesta
de la encarnación; era la fiesta de María. Tres ejemplos bastarán para demostrar el sabor mariano
de sus homilías de Navidad: “Celebremos con gozo el día en que María dio a luz al Salvador;
una mujer casada dio a luz al Creador del matrimonio; una Virgen, al príncipe de las vírgenes”
(s. 188.4). “¿Qué hay más maravilloso que el parto de la Virgen? Ella concibe, y es virgen. Él es
creado por aquella a quien Él había creado” (s. 189.2). “Consideremos quién es esta virgen, tan
santa, que el Espíritu Santo se dignó llegarse a ella; tan hermosa, que Dios la escogió para
Esposa suya; tan fecunda, que el mundo entero recibe de sus frutos; tan casta, que sigue siendo
virgen después del parto” (s. 121.5).
María es ante todo y sobre todo una mujer de fe: “María creyó y se cumplió en ella lo que
ella creía” [Credidit Maria, et in ea quod credidit factum est] (s. 215.4). El obispo no cayó en
algunos de los excesos que caracterizaron más tarde a la mariología, porque él se dejaba guiar
principalmente por los pertinentes textos bíblicos y por el credo, y no por los escritos apócrifos.
Agustín siguió siendo un teólogo bíblico par excellence, y la Escritura fue el almacén primordial
de donde él sacaba sus pensamientos sobre María: “La razón de que creamos que él nació de la
Virgen María no es porque él no pudiera existir en verdadera carne ni ser visto por los hombres
de cualquier otra manera, sino porque está escrito así en la Escritura, y, si no creemos en ella, no
podremos ser cristianos ni podremos salvarnos” (c. Faust. 26.7). La relativa limitación de sus
ideas marianas puede explicarse en parte por su muerte en el año 430, antes del Concilio de
Éfeso, el concilio que definió que María era la Theotokos y que impulsó la devoción mariana
haciéndola alcanzar nuevas alturas. Parece que Cipriano y Ambrosio fueron los que ejercieron la
máxima influencia sobre el pensamiento mariano de Agustín. Para explorar debidamente las
ideas de Agustín sobre María, habrá que considerarlas con arreglo a los siguientes apartados: 1)
maternidad divina, 2) virginidad perpetua, 3) santidad, 4) María, modelo de la Iglesia.
1. El interés de Agustín por la maternidad divina de María es esencialmente cristológico.
Es la clave para comprender la plena humanidad y la plena divinidad de Cristo. Agustín no se
refiere nunca a María como deipara o Dei genitrix (términos latinos equivalentes al griego
Theotokos) y prefiere hablar más bien de la “madre del Señor” (mater domini). Los africanos
preferían generalmente el término mater creatoris o mater salvatoris. Sin embargo, Studer
afirma de manera convincente que Agustín no negaba el título de “Madre de Dios”, si tenemos
en cuenta el concepto que él tenía de la communicatio idiomatum. El rasgo más sorprendente de
las ideas de Agustín sobre María es su reconomiento del papel singularísimo desempeñado por la
fe en la maternidad divina de María: “La que creyó por la fe, concibió por la fe” (s. 72A.7: “quae
fide credidit, fide concepit”). Ambrosio había aludido ya a esta “maternidad espiritual” en su
obra De virginibus 2.2.7, donde afirma que María era una virgen no sólo corporalmente sino
también mentalmente. Agustín afirma que el renombre de María como la madre de Cristo es
secundario en relación con su renombre como discípula creyente (s. 72A.7: “et ideo plus est
Mariae discipulam fuisse Christi quam matrem fuisse Christi: plus est felicius discipulam fuisse
Christi, quam matrem fuisse Christi”). El obispo reconoce dos nacimientos de nuestro Señor
Jesucristo, “uno de ellos divino, el otro humano; los dos, maravillosos; el uno sin una mujer
como madre; el segundo sin un varón como padre” (s. 196.1). En varias homilías de Navidad
Agustín repite la misma idea y la expresa en paráfrasis: Cristo nació, Dios del Padre, hombre de
una madre ... del Padre sin una madre, y de la madre sin un padre (s. 189.4; 190.2; 194.1). El
obispo no se vio envuelto en las sutilezas y complicaciones que preocupaban a la Iglesia Oriental
en sus debates sobre la Theotokos. Sin embargo, él habla francamente de que “Dios había nacido
de una mujer” (Trin. 8.3.7). La comprensión que Agustín tiene de la maternidad divina no pone
en peligro en modo alguno su pensamiento acerca del Logos preexistente: “Él se hizo para sí una
madre, mientras Él érase todavía con el Padre” (s. 186.1). De manera semejante, el obispo
declara que Jesucristo, “que érase con el Padre antes de que fuera nacido de su madre, no sólo
escogió la madre de la cual habría de nacer, sino también el día en que habría de nacer” (s.
190.1). Afirma además: “Veis que Aquel que la creó, fue creado de ella” (s. 189.2). De manera
parecida se refiere a Jesús el Verbo como al “creador de su madre” (s. 187.1) y al “hacedor de
María” (s. 187.4). La postura de Agustín queda muy bien compendiada en el sermo 188.2: “Él
fue creado de una madre a quien Él había creado, llevado en brazos que Él había formado,
alimentado a los pechos que Él había llenado”. En el sermo 189.4 el obispo instruye a los fieles
diciéndoles que no hay que asombrarse del nacimiento virginal: “Él es Dios ... Tened en cuenta
la divinidad, y desaparecerá cualquier razón para asombrarse”.
2. El nacimiento virginal es señal elocuente de la divinidad del hijo de María, indicium
majestatis eius (s. 184.1). La referencia constante de Agustín a la virginidad de María se debe
también indudablemente a su recitación habitual del enunciado del Credo “nacido de la Virgen
María”: “¿Cómo podríamos confesar en la regla de fe que creemos en el Hijo de Dios que nació
de la virgen María, si no fue el Hijo de Dios sino el hijo de un varón el que nació de la virgen
María?” (s. 186.2). Ciertamente, Agustín fue influido también en este punto por Tertuliano y por
Ambrosio, aunque el primero de ambos no aceptaba la virginidad de María in partu y creía que
ella había tenido otros hijos. Sorprendentemente, Agustín no concede particular importancia a
Isaías 7,14, un texto que era una prueba favorita de los autores patrísticos. Él reconoce
explícitamente la virginidad de María ante partum, in partu y post partum: “Ella le dio a luz
como una virgen y permaneció virgen” (s. 51.11.18). De manera parecida, en el sermo 196.1,
predicado el Día de Navidad, Agustín afirma inequívocamente: “La virgen concibió ... la virgen
dio a luz ... después de dar a luz siguió siendo virgen” [Virgo concepit ... virgo peperit ... post
partum, virgo permansit]. Aquel que la creó, no echó a perder la integridad de ella (s. 189.2). No
se puede acusar a Agustín de biologismo estricto; él está mucho más interesado en la dimensión
moral de la virginidad de María. El sermo 291.5-6 revela que él compartía la tradición
comúnmente sostenida de que María había hecho efectivamente voto de virginidad (“Virgo es,
sancta es, votum voluisti”; s. 225.2; virg. 4.4). Esta idea se remonta a la literatura apócrifa y a los
escritos de Ambrosio y Jerónimo. Comentando el texto de Lc 1,34, Agustín dice que la
incredulidad de la Virgen – “¿Cómo puede suceder eso?” – , después de oír el mensaje del ángel
Gabriel, se explica perfectamente por el hecho de que ella había hecho anteriormente un voto
santo. El obispo es bastante original al situar el testimonio bíblico de la virginidad perpetua de
María (virginitas in partu), no en la habitual referencia a Ezequiel 44,2 (que se refiere a la puerta
cerrada del santuario), sino en el poder del Señor resucitado, que es capaz de pasar a través de
puertas cerradas (s. 191.2).
No hay duda alguna de que las ideas de Agustín estuvieron muy influidas por las
enseñanzas de Jerónimo acerca de la perpetua virginidad de María, una doctrina que éste había
elaborado en su polémica contra Helvidio y Joviniano, los cuales defendían muy insistentemente
el valor del matrimonio y lo contraponían al concepto de la virginidad perpetua de María.
Helvidio había interpretado las diversas referencias del Nuevo Testamento a “los hermanos y
hermanas del Señor” como una prueba positiva de que María había tenido otros hijos. Y había
distribuido un folleto (que no se conserva) que negaba en realidad la virginidad perpetua de
María y atacaba indirectamente la virginidad como forma de vida consagrada. Había afirmado
igualmente que las referencias a Jesús como el hijo primogénito de María suponen que ella tuvo
necesariamente más hijos. J. N. D. Kelly interpreta el verdadero objetivo de Helvidio como un
deseo de reafirmar la igualdad entre el estado de vida conyugal y el estado de vida célibe. La
preocupación de Agustín era que el acentuar la virginidad perpetua de María pudiera dañar la
credibilidad del verdadero matrimonio que ella había contraído con José. Agustín apelaba al
hecho, nada infrecuente, de los matrimonios virginales que eran recomendados pastoralmente, y
afirmaba que la virginidad, lejos de debilitar el vínculo conyugal, podía elevarlo a nueva
perfección. En De nuptiis et concupiscentia 1.11.13, afirma: “Todo el bien del matrimonio se
cumplió en los padres de Cristo: la prole, la fidelidad y el sacramento [proles, fides,
sacramentum]”. Lo único es que no hubo coito conyugal. Nos recuerda en el sermo 52.13.21 que
el amor conyugal, no el deseo sexual (libido), es lo que constituye un matrimonio. La intuición
central de Agustín en lo que respecta a la concepción virginal es la idea de que María concibió a
Cristo por la fe: “Él [Cristo] procedía de esa carne, pero no era como esa carne, porque Él no
vino en virtud de la concupiscencia, sino que la virgen, en virtud de su fe, le concibió” (s. 69.3-4;
véase también pecc. mer. 2,24; s. 65A.6; 72A.7; 195.1; 196.1; 231.2; 233.4; 273.9; 291.5; 293.1).
La fe de María desempeñaba el papel que la concupiscencia desempeña y realiza normalmente
en el nacimiento de todos los demás seres humanos. La fe de María, y no el deseo sexual, fue la
condición de la posibilidad de que ella concibiera a Cristo. El obispo predica en el sermo 121.5
(y en otras partes) que, mientras que nosotros hemos nacido como hijos por la vía de la
concupiscencia, Cristo es el Hijo del hombre por la fe de la Virgen (“Nos filii hominum per
concupiscentiam carnis; ille filius hominis per fidem virginis”).
3. Agustín interpreta la santidad de María desde el punto de vista de su fe y de su
obediencia a la Palabra de Dios. Ella concibió primeramente a Cristo en su mente y en su
corazón, antes de concebirlo en su seno: Fides in mente, Christus in ventre” (s. 196.1; véase
también s. 215; 245.4). Ella es modelo de fe para todos los creyentes cristianos. El obispo no
pone nunca en tela de juicio la santidad de María y su inmunidad de pecado, aunque es incapaz
de explicar cómo es así. Su postura debe entenderse en el contexto de la controversia pelagiana.
Pelagio mismo había admitido ya que María, como las demás mujeres justas del Antiguo
Testamento, se había visto libre de tener cualquier pecado. Agustín no concede nunca que María
no tuviera pecado, pero prefiere pasar por alto la cuestión: “Dejemos, pues, a un lado a la santa
Virgen María. A causa del honor que debemos al Señor, yo no quiero suscitar aquí cuestiones
acerca de ella, cuando estamos hablando de los pecados” (nat. et gr. 36.42). Desde la Edad
Media, este pasaje se viene invocando algunas veces como prueba de la supuesta aceptación por
Agustín de la doctrina de la inmaculada concepción. Sin embargo, está claro que, dadas las
diversas teorías con respecto a la trasmisión del pecado original que circulaban en su tiempo,
Agustín en este pasaje no habría querido sacar la conclusión de que María estuviera inmune de
pecado. Juliano de Eclana le había acusado de ser peor aún que Joviniano por entregar a María al
diablo, basándose en la condición en que ella había nacido (conditio nascendi). Agustín, en
Contra Julianum opus imperfectum 4.1.22, replica diciendo que a María no se le hizo pasar por
ello en virtud de la gracia de su nuevo nacimiento (“ipsa conditio solvitur gratia renascendi”),
refiriéndose con ello a su bautismo. La comprensión que Agustín tenía de la concupiscencia
como parte integrante de todas las relaciones conyugales le hacía difícil aceptar, por no decir
imposible, que María hubiera sido concebida inmaculadamente. Agustín especifica además, en el
capítulo siguiente (5.15.52), que el cuerpo de María, “aunque procedía de esta [concupiscencia],
sin embargo no la trasmitió porque ella no concibió de esta manera”. Finalmente, De Genesi ad
litteram 10.18.32 afirma: “¿Y qué hay más incontaminado que el seno de la Virgen, cuya carne,
aunque vino por procreación mancillada por el pecado, sin embargo no concibió de esa fuente?”
4. Agustín considera a Cristo como el nuevo Adán, pero difiere de muchos de los Padres
por cuanto ve a la Iglesia, y no a María, como la nueva Eva. El apologeta Justino Mártir ofreció
el más antiguo testimonio conocido de este paralelo entre Eva y María; Ireneo de Lyón lo
desarrolló ulteriormente. Agustín, por otro lado, escribe: “Dos progenitores nos engendraron para
muerte ... Adán y Eva; [dos] progenitores nos engendraron para vida: Cristo y la Iglesia” (s.
22.10A). Ambrosio había visto ya que María y la Iglesia compartían una maternidad virginal,
porque la Iglesia engendra nuevos miembros por medio del bautismo. María es un modelo o tipo
de la Iglesia. La virginidad de María anticipaba y ponía el fundamento para la virginidad propia
de la Iglesia. En el sermo 188.4 Agustín escribe: “Por eso Cristo, queriendo asentar en el corazón
la virginidad de la Iglesia, primeramente preservó la virginidad de María en el cuerpo ... la
Iglesia, por otro lado, no podría ser una virgen, si no hubiera visto que el esposo que se le había
dado, era el hijo de una virgen”. La Iglesia, al igual que María, es madre y es virgen: “madre en
su seno de caridad, virgen en la integridad de su fe y de su piedad” (s. 192.2). En los sermones
72A.8 y 213.8 el obispo informa a sus oyentes que también la Iglesia da a luz a Cristo, porque da
a luz a los miembros que pertenecen al cuerpo de Cristo. Ahora bien, María es – en cierto sentido
– inferior a la Iglesia, porque ella es tan sólo una parte de la Iglesia: “María es santa, María es
bienaventurada, pero la Iglesia es cosa mejor que la Virgen María. ¿Por qué? Pues porque María
es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro muy excepcional, el miembro sumamente
maravilloso, pero, a pesar de todo, un miembro del cuerpo entero” (s. 72A.7). El cuerpo es
mayor que cualquier miembro particular. Las ideas matizadas de Agustín sobre el tema han de
contemplarse en el contexto de su minuciosa doctrina del totus Christus, que reconoce la
existencia de una unidad radical entre Cristo, que es la cabeza, y la Iglesia, que es su cuerpo.
La tipología mariana es importante para Agustín por cuanto dilucida su antropología,
elevando la dignidad de las mujeres. Cristo, con su propio nacimiento, quiso honrar a ambos
sexos: “El sexo masculino es honrado en la carne de Cristo; el sexo femenino es honrado en la
madre de Cristo” (s. 190.2). María es modelo para la Iglesia: “Así que la Iglesia imita a la madre
del Señor – no en el sentido corporal, lo cual sería imposible – sino en la mente, porque es a la
vez madre y virgen” (s. 191.3). Por influencia, no cabe duda, de Ambrosio, el obispo de Hipona
considera a María como discípula modelo y modelo especial para las vírgenes consagradas y
para las viudas. Las monjas deben imitar la virginidad de María, cuyas pisadas siguen. La
virginidad de ellas es, en cierto modo, un remedio para la enfermedad contraída desde Eva:
“Cuando él cura en ti el daño que te viene de Eva, desecha la idea de que él vaya a echar a perder
lo que has valorado en María” (s. 191.3). El obispo, en el sermo 192.2, recomienda
paradójicamente a María como compañera para las monjas y las viudas y como modelo de
castidad conyugal.
María sirve de rica fuente para la reflexión teológica y la exhortación pastoral del obispo.
Pero nunca se habla de ella como si fuera el sujeto de oración intercesora cristiana. La oración a
María está documentada en Egipto desde los primeros años del siglo II: “Sub tuum praesidium
confugimus sancta Dei genitrix”. Y, más tarde, en un panegírico en honor de Cipriano, vemos
que Gregorio Nacianceno menciona una oración que invoca a la Virgen para que proteja la
virginidad, en peligro, de un tal Justino. Agustín recomienda a María como paradigma para la
vida cristiana, y no como sujeto de oración intercesora.
Agustín guarda silencio sobre la cuestión de la muerte de María y, específicamente, sobre
la asunción. Sin embargo, al final de su vida, cuando Quodvultdeus pidió que le proporcionara
una lista de herejías contrarias a la vida cristiana, Agustín incluye entre las ochenta y tres
herejías expuestas por él, tres que pertenecían a grupos sectarios que distorsionaban las doctrinas
y/o las prácticas relativas a María: 1) Los antidicomaritae (56), que negaban la virginidad
perpetua de María, pretendiendo que ella había tenido relaciones sexuales con José después del
nacimiento de Jesús; 2) los jovinianistae (82), los cuales, siguiendo las enseñanzas de Joviniano,
negaban la virginidad de María in partu; y 3) los helvidiani (84), que aceptaban la opinión de
Helvidio de que María concibió de José otros hijos (una doctrina virtualmente idéntica a la del
primer grupo). Al final de su vida, Agustín no pudo enumerar herejías acerca de la Virgen María
que fueran importantes por aquel entonces.
Las ideas del obispo sobre María, en su orientación general, permanecen fieles a las
líneas generales de la tradición del Nuevo Testamento y se resisten a las interpretaciones, más
floridas, de la literatura apócrifa. El énfasis en Cristo como único mediador, que es un elemento
tan característico de su teología, difícilmente le habría permitido hacer suya la evolución
doctrinal que hablaba de María como mediatrix, una doctrina que luego fue haciéndose cada vez
más popular en la Iglesia Occidental. No podremos hablar de que en el obispo de Hipona
existiera la “alta mariología” que predominó en la Iglesia Católica desde los tiempos medievales
hasta el Concilio Vaticano II. Pero sí hallamos en él, ciertamente, un intenso aprecio de María,
teológicamente equilibrado, que alcanzó su nivel máximo en los documentos conciliares del
Vaticano II, especialmente en la Lumen Gentium, que exhala las ideas básicas y las intuiciones
centrales que caracterizaron a la predicación agustiniana.
–› Jesucristo
BIBLIOGRAFÍA
S. Alvarez Campo, Corpus Marianum Patristicum, 6 vols. Burgos 1970-1981;H. Barré, “Le culte
mariale en Afrique” REtAug 13 (1967): 285-317; B. Buby, Mary of Galilee, vol. 3, The Marian
Heritage of the Early Church (New York: Alba House, 1997), 140-203; J. Dietz, “Maria und die
Kirche nach dem hl. Augustinus”, in Maria et Ecclesia, vol. 3 (Roma, 1959), 201-39; R. Eno,
“Mary and Her Role in Patristic Theology”, in The One Mediator, the Saints and Mary
(Minneapolis: Augsburg, 1992), 159-76; Ph. Friedrich, Die Mariologie des Hl. Augustinus
(Cologne, 1907); A. F. R. González, “La mariología en los sermones de san Agustín,” Religión y
Cultura 39 (1993): 409-56; F. Hoffman, “Augustinus,” Marienlexikon, vol. 1 (St. Ottilien, 1988),
294-98; J. Huhn, “Ein Vergleich der Mariologie des Hl. Augustinus mit der des Hl. Ambrosius in
ihrer Abhängigkeit, Ähnlichkeit, in ihrem Unterschied,” in Congrés International Augustinien
(Paris, 1954), 221-39; E. Lamirande, “En quel sens peut-on parler de devotion mariale chez st.
Augustin?”, in De promordis cultus mariana, vol. 3 (Roma, 1970), 17-35; J. Morán, “Puede
hablarse de culto a Maria en san Augustín,” Augustinianum 7 (1967): 514-21; M. O’Carroll,
“Augustine,” in Theotokos: A Theological Encyclopedia of the Blessed Virgin Mary
(Wilmington, Del., 1982), 63-66; M. Pellegrino, Maria santissima nel pensiero di s. Agostino
(Roma: Centro Internazionale di Comparazione e Sintesi, 1954); J. G. Roten, “Mary and Woman
in Augustine,” University of Dayton Review 22, no. 3 (summer 1994):31-51; G. Söll, Mariologie,
Handbuch der Dogmengeschichte (Freiburg: Herder, 1978), 40-99; B. Studer, “Maria nel
Pensiero Teological di Cirillo di Allessandria e di Agostino d’Ippona,” in Atti del III Simposio di
Efeso su s. Giovanni Apostolo [Turchia: la Chiesa e la sua storia (Roma, 1993), 183-99.

DANIEL E. DOYLE, O.S.A.

Mario Victorino
Biografía y obras
Mario Victorino nació en la última década del siglo III y era de origen africano. Era un
brillante profesor de retórica en Roma y fue distinguido con el honor de erigirse una estatua suya
en el Foro romano. Hacia el año 355, a una edad ya un poco avanzada, se convirtió al
cristianismo. Anteriormente se había dedicado al estudio de la retórica y de la filosofía y había
publicado una Ars grammatica y comentarios sobre la obra De inventione y los Topica de
Cicerón. Entre sus publicaciones había también obras sobre la dialéctica y la lógica (De
definitionibus y De Syllogismis Hypoteticis). Tradujo igualmente las Categoriae y De
interpretatione de Aristóteles y la Eisagoge de Porfirio. En la primavera del año 386 tradujo
también algunos tratados de Plotino y de Porfirio que influyeron profundamente en Agustín.
Justamente después de convertirse al cristianismo y sin una adecuada preparación
teológica y bíblica, Mario Victorino quiso tomar parte activa en la controversia trinitaria contra
los arrianos, defendiendo el homoousios de Nicea con varios tratados que se escribieron entre los
años 359 y 363. Entre sus obras teológicas se cuentan: 1. Candidus ad Victorinum; 2. Victorinus
ad Candidum; 3. Candidus ad Victorinum; 4. Adversus Arium I/A; 5. Quod trinitas homousios
sit; 6. Et graece et latine de homoousio contra haereticos; 7. y 8. De honoousio; 9. De
homoousio recipiendo (P. Hadot, Marius Victorinus, 302). Escribió también tres himnos de
intenso contenido doctrinal, a la Trinidad.
Después del edicto del emperador Juliano en el año 362, y a causa de su fe cristiana,
Mario Victorino fue obligado a abandonar su cargo docente. Posteriormente escribió acerca de
las cartas de San Pablo, siendo el primer autor latino en hacerlo. Se conservan sus comentarios
sobre las cartas a los Efesios, a los Gálatas y a los Filipenses, pero se han perdido los
comentarios a la carta a los Romanos y a las dos cartas a los Corintios. Se desconoce el año de su
muerte.
Mario Victorino y San Agustín
Son bien conocidos el impacto que le causó a Agustín la lectura de algunos “libros
platónicos”, libros que habían sido traducidos al latín por Mario Victorino, y el impacto que le
causó la historia de la conversión de Mario Victorino, referida por Simpliciano al joven Agustín
(conf. 8.2.3–8.5.10). Sin embargo, sigue discutiéndose si el obispo de Hipona leyó alguna vez las
obras teológicas y exegéticas de Mario Victorino y, por tanto, si tales obras influyeron de alguna
manera en su pensamiento. La postura de P. Hadot es típica: después de señalar semejanzas y
diferencias en la doctrina trinitaria de los dos autores, y la falta de citas textuales específicas,
prefiere proponer una fuente neoplatónica común a ambos, en vez de admitir una influencia
directa de Mario Victorino sobre el joven Agustín (Hadot 1962, 433).
No obstante, Agustín menciona a Victorino juntamente con otros cuatro escritores latinos
cristianos que ya habían muerto y que sabían cómo utilizar la cultura pagana en beneficio de la
cultura cristiana (doc. Chr. 2.40.61): un juicio que presupone algún conocimiento de las obras de
todos ellos. De manera semejante, la doctrina trinitaria de los primeros diálogos conserva
vestigios nada despreciables de la lectura de tratados teológicos: el término tripotens para
designar a la Trinidad divina y el de Principium sine principio para referirse al Padre (ord.
2.5.16) se encuentran en los tratados de Mario Victorino, pero son desconocidos por autores
anteriores (Cipriani 1994, 264-265). Son también significativas las coincidencias en cuanto a la
idea, enseñada por Mario Victorino y expresada en varios pasajes de los diálogos de Casiciano,
de que el Espíritu Santo es generado por el Padre (Cipriani 1997, 432). Más seguro todavía, por
basarse en la correspondencia entre textos paralelos breves pero significativos, es el uso que hace
Agustín del comentario de Victorino a la carta a los Gálatas en su propio comentario sobre
Gálatas (Cipriani 1998, 414-416). Finalmente, es – por lo menos – probable que los mismos
comentarios paulinos fueran leídos ya por Agustín en Milán, porque pueden reconocerse
interesantes vestigios en algunas estructuras conceptuales de los primeros diálogos (Cipriani
1998, 414-416). Estas conclusiones explican el interés del autor de De Trinitate por profundizar
en las analogías psicológicas y las distinciones entre la generación y la procesión en Dios.
–› Diálogos de Casiciaco; Influencias cristianas en Agustín; Milán; Neoplatonismo;
Simpliciano; Trinitate, De
BIBLIOGRAFÍA
Vida y Obras
P. Hadot, Marius Victorinus. Recherches sur sa vie et ses oeuvres (Paris, 1971); R. Markus,
“Marius Victorinus and Augustine,” in The Cambridge History of Later Greek and Early
Medieval Philosophy, ed. A. H.-Armstrong (Cambridge: Cambridge University Press, 1970), 33
1-40; P. Séjourné, “Victorinus Afer,” DTC, XV/2 (1950), 2887-2954.
Cultura Filosófica
P. Hadot, Porphyre et Victorinus, 2 vols. (Paris, 1968);W. Steinmann, Die Seelenmetaphysik
des Marius Victorinus (Hamburg, 1991).
Escritos Teológicos
P. Henry—P. Hadot, Marius Victorinus. Traités Théologiques sur la Trinité (Paris, 1960) (SC
68-69); P. Henry, “The ‘Adversus Arium’ of Marius Victorinus,” JTS 1(1950): 42-55.
Comentarios a S. Pablo Cf. A. Souter, The Earliest Latin Commentaries on the Episties of St.
Paul (Oxford, 1927); A. Locher, Marii Victorini Afri Commentarii in epistulas Pauli ad Galatas,
ad Philippenses, ad Ephesios (Leipzig, 1972); W. Erdt, Manos Victorinus Afer, der erste
lateinische Pauluskommentator. Studien zu seinen Pauluskommentaren im Zusammenhang der
Wiederentdeckung des Paulus in den abendländischen Theologie des 4.Jahnhunderts (diss.
theol., Hamburg, 1979).
Influencia sobre Agustín
P. F. Beatrice, “Quosdam Platonicorum libros. The Platonic Readings of Augustine in Milan,”
VigChn 43 (1989): 248-81; E. Benz, Mariuss Victorinus und die Entwicklung der
abendländischen Willensmetaphysik (Stuttgart, 1932); N. Cipriani, “Le fonti cristiane della
dottrina trinitaria nei primi dialoghi di S. Agostino,” Augustinianum 34 (1994): 253-312; N.
Cipniani, “La retractatio agostiniana sulla processione-generazione dello Spirito Santo (Trin.
5,12,13)”, Augustinianum 37 (1997): 431-39; N. Cipriani, “Agostino lettore dei commentari
paolini di Mario Vittonino,” Augustinianum 38 (1998): 413-28; P. Hadot, “L’image de la Trinité;
dans l’âme chez Victorinus et chez saint Augustin,” SP 6 (1962): 409-42; R. Schmidt, Marius
Victorinus Rhetor und seine Beziehungen zu Augustin (Kiel, 1895).
NELLO CIPRIANI, O.S.A.
Traducido del italiano al inglés por ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Martín Lutero –› Lutero, Martín


Martirio. La definición que Agustín da del martirio podría considerarse como corporativa y
mística. La paradoja de la autoabnegación rige el pensamiento agustiniano: al morir, los mártires
viven; al perder sus almas, las ganan; al negarse a sí mismos, se encuentran a sí mismos (Mt
10,39; Jn 12,25; s. 331.1; 313C). “Cuando no tienes nada, lo tienes todo”, señala Agustín (s.
326.1). Subraya que la gracia de Dios es la que hace al mártir. Dios, que “concede la voluntad,
concede también la capacidad” para sufrir (s. 330.1). Él da la victoria y corona sus propios
dones (en. Ps. 102.3). Mediante la unidad con Dios, la voluntad del mártir (que a menudo es
reacia) se fortalece para someterse al agon. Se afirma que Dios “actúa dentro” del mártir (en. Ps.
59.13); Cristo “trasforma también a sus mártires convirtiéndolos en él mismo” (epp. 140.10.27;
140.13.35; en. Ps. 67.1.3). Cristo es caput y princeps de los mártires; ellos son sus miembros (Jo.
ev. tr. 43.12; s. 316.2; 335G; 335H.1). La unidad corporativa es tal, que Cristo muere de nuevo
en los mártires (en. Ps. 40.1); él sufre en la pasión de ellos (c. Faust. 12.28) y triunfa en ellos (s.
329.2; 280.4). Así como Cristo sufrió, así también la Iglesia sufre, porque el siervo no está por
encima del amo (en. Ps. 40.8). “‘Cristo sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo para que
sigamos sus pasos’”, escribe Agustín citando 1 Pe 2,21, y hace notar: “Eso lo hicieron los
mártires con su ardiente amor” (Jo. ev. tr. 80.1; cf. 105.4). Así como Cristo fue el grano de
mostaza que murió para producir fruto (Mt 13,31), así también sus miembros comparten la
pasión de Cristo (en. Ps. 68.1.1). Los mártires son también como los granos que han de morir
para producir fruto (Jn 12,24; s. 335E).
El martirio, al igual que es una continuación corporativa de la misión de Cristo, así
también es un acto de reciprocidad. Los mártires repiten y retornan el sacrificio de Cristo. “¿Qué
es lo que un hombre puede devolver al Señor por todo lo que Él le ha concedido?” Los cristianos
deben reembolsar el sacrificio de Cristo y deben estar dispuestos a compartir la “copa” de sus
sufrimientos y a devolver a Dios su propia imagen como una imagen consagrada a Él (en. Ps.
115.5; 102.3; s. 329.2; ep. Jo. 5.4). Tal reciprocidad es un principio, evidente por sí mismo, del
universo: “Así como Cristo murió por Pedro, así también Pedro murió por Cristo, como lo exige
el orden de las cosas” (s. 286.3). El reembolso no se efectúa solamente muriendo como testigo de
verdades. Puesto que ha pasado ya la era de las persecuciones, a Cristo se le reembolsa a través
de los miembros de Cristo. Agustín cita las palabras de 1 Jn 3,16: “Así como Cristo dio su vida
por nosotros, así nosotros debemos dar también nuestras vidas por nuestros hermanos”, y cita
también las de Jn 15,13: “No hay amor más grande que el dar la propia vida por sus amigos”,
para afirmar que los cristianos han de sacrificarse a sí mismos por otros (en. Ps. 102.3; 141.11;
51.9; s. 329.2; Jo. ev. tr. 47.11; en. Ps. 102.3; 141.11).
Los mártires son testigos (testes; en. Ps. 89.14; 118.9.2; Jo. ev. tr. 93.3). Por medio de la
dura prueba, el agon y certamen, “la causa de ellos es juzgada”. Son tratados y probados “como
el oro en el horno” (s. 315-10; 327.1). En las persecuciones, ellos luchan contra el diablo en una
batalla cósmica (Jo. ev. tr. 27.10). Puesto que los mártires testifican de una manera determinada,
por medio del sufrimiento (en. Ps. 118.9.2; 43.21; 117.23.3), han vencido con su humildad (Jo.
ev. tr. 116.1). Ganan una recompensa: con bravura y violencia entran en el reino de los cielos
(Jo. ev. tr. 113.2). Como testigos que son, los mártires confiesan y mueren por la verdad (s.
295.1); por el nomen Christi (en. Ps. 8.3; 40.1; s. 279.1; Jo. ev. tr. 6.23); por el mensaje de la
vida eterna y de la resurrección (ep. 157.3.19; en. Ps. 89.14). La muerte de ellos demuestra la
caridad que une a los miembros de la Iglesia. Desde luego, la prosperidad de la Iglesia es de
importancia central para la misión de los mártires. Los mártires mueren inflamamados por un
“amor tan fuerte como la muerte” (cf. Cant 8,6; en. Ps. 47.13). Las muertes de los mártires están
consagradas a Dios; esas muertes glorifican a Dios y le honran (ep. 140.10.27; s. 319.1). Sus
muertes incrementan el número de los fieles (en. Ps. 90.1.8) y propician con sus oraciones a Dios
(qu. Vet. 2.108). Como amigos que son de Cristo (s. 332.1; cf. 335H.2), los mártires interceden
por otros (en. Ps. 85.24). Este compromiso con la Iglesia distingue a los verdaderos mártires de
los falsos fanáticos. Los disidentes podrán morir por sus creencias, pero su separación de la
Iglesia revela una falta de caritas y los excluye, por tanto, del verdadero martirio (ep. 173.6.20).
Las ideas de Agustín acerca del martirio se desarrollan durante las diversas controversias
de su vida. El joven Agustín, profundamente influido por el Neoplatonismo, se preocupaba poco
de los mártires. En los diálogos de Casiciaco, Agustín no hace referencia a los mártires o al culto
de los mismos. Durante la década siguiente, la mayoría de las referencias son incidentales. Unas
cuantas son significativas y sugieren que las ideas de Agustín estaban bien desarrolladas, aunque
no expresadas sistemáticamente. Sólo podremos hacer especulaciones acerca de por qué fue así,
sobre todo porque Agustín tuvo desde muy pronto un sentido de lo que era el martirio espiritual.
En las Enarrationes in Psalmos 29.2.9 (escritas antes del año 392) vemos que los cristianos que
se hallan envueltos en el mundo sufren una prueba de tentación semejante al fuego de la
tribulación que puso a prueba a los mártires – un entrelazamiento bastante sutil de ideas que
Agustín expresará más tarde en sus sermones. De manera semejante, el tema de Esteban como
primer mártir se convertirá en tema favorito de su ulterior predicación. Sin embargo, ya en el año
394 Agustín habla de la oración de Esteban pidiendo que sus perseguidores sean perdonados (s.
dom. mon. 1.22.77). El énfasis que Agustín hace en que el mártir es una persona que sufre (y que
no sólo da testimonio), aparece ya a las claras en De agone Christiano, del año 396 (23.25). De
las tres referencias a los mártires que hay en las Confesiones (que datan del año 397 al 401), una
de ellas es incidental (6.2.2); una segunda referencia sugiere que la dura prueba del martirio es
parte del orden disciplinario de Dios (1.14.23). Las referencia final señala las curas que se habían
producido junto a las tumbas de Gervasio y Protasio, cuyos cuerpos habían sido descubiertos por
Ambrosio (9.7.16). El interés por tales milagros marcará más tarde la vida de Agustín, y se
anticipa ya aquí.
En el año 397/398 Agustín escribió su primer tratado extenso sobre los mártires, y las
demás obras escritas por él hacia este tiempo muestran ya más atención a los mártires. El
maniqueo Fausto había acusado a los cristianos de sustituir el culto a los ídolos paganos por el
culto a sus propios mártires, a quienes los cristianos ofrecían sacrificios de comida y bebida para
hacerlos propicios (c. Faust. 20.21). Agustín hizo varias distinciones. Los cristianos no ofrecen
sacrificios a los mártires, sino a Dios en memoria del mártir. Los mártires no son adorados (en
griego, latreia) como lo es Dios. Sino que a los mártires se los ama como ejemplos, y reciben la
misma devoción que la ofrecida a los santos varones vivos que (como los mártires) están
dispuestos a sufrir por la verdad del evangelio. Agustín considera el martirio como una
heroicidad, según vemos en las Quaestiones evangeliorum 1.9, donde atribuye a los martires un
“desprecio de la muerte”. Por aquel entonces Agustín deploraba también que se celebraran
fiestas bebiendo junto a las tumbas de los mártires: ésta es la primera cuestión relativa a los
mártires que aparece en sus primeras cartas (epp. 22.1.6; 29.9; 36.9.21). En este particular,
Agustín sigue el consejo de Ambrosio a Mónica (conf. 6.2.2), aunque las circunstancias a las que
Agustín se refiere son de carácter más extremo. Su preocupación por acabar con tales desórdenes
sigue apareciendo en sus obras posteriores.
Las ideas de Agustín sobre los mártires florecen durante los años 410 a 415, y todos los
temas que se encuentranen su predicación ulterior se desarrollan durante esos años. La
controversia donatista es la clave. El rechazo de Agustín hacia el rigorismo donatista comienza a
plasmar su idea del mártir humano y falible. La gran abundancia de mártires donatistas condujo a
Agustín a distinguir entre el verdadero y el falso martirio. Los donatistas, creyendo que los
“lapsos” no tenían ningún lugar en una Iglesia “pura”, creían igualmente que el martirio literal
era la medida del auténtico cristianismo. Los donatistas buscaban incluso el martirio provocando
a las autoridades paganas o lanzándose al vacío desde precipicios; preferían morir a reunirse con
la “impura” Iglesia Católica.
Al refutar a los donatistas, Agustín utilizó perspicazmente a Cipriano, porque los
donatistas pretendían que Cipriano era uno de los suyos. En De baptismo, escrito en el año 400,
Agustín exalta la unidad de caridad que define a la Iglesia, y condena a los donatistas por crear
un cisma que aparece evidentemente en la rebautización a que someten a sus miembros. Los que
se separan de la comunión con la Iglesia no encontrarán salvación. Ser mártir es “confesar y
morir por la verdadera fe en la unidad de la caridad”, como hicieron Cipriano y Pedro (bapt.
2.1.2). No puede haber mártires al margen de la Iglesia, porque la Iglesia representa la caridad,
que es la única causa válida que define al verdadero mártir (en. Ps. 115.6). Indudablemente, el
amor hace al mártir (Jo. ev. tr. 6.23). El castigo es insuficiente para conferir el título de mártir. Si
así fuera, todo el que muera al filo de la espada, podría pretender ser mártir (en. Ps. 34.2.13; c.
ep. Parm. 1.8.13). Lo que hay que valorar es la causa por la que una persona muere (non poena
sed causa; por ejemplo, ep. 89.2; Cresc. 3.47.51; en. Ps. 34.2.1; 68.1.9; s. 275.1; 327.2). El
pasaje de la Carta primera a los Corintios 13,3 se convierte en un texto importante para la
prueba: “Aunque entregara mi cuerpo para ser quemado, si no tengo amor, de nada me
aprovecha” (en. Ps. 118.30.7; 118.21.8). Sufrir la muerte no significa nada, si no se sufre por
amor. El amor implica una disposición de buena gana para morir. El amor significa
autoabnegación, paciencia y obediencia, creando una unidad con otros en el cuerpo de Cristo.
Los donaristas y otros cismáticos que atacan esa unidad, revelan una falta de caritas y no pueden
ser mártires. Como herejes, los donatistas mueren por vanagloria, por ser honrados a los ojos de
otras personas – son simples suicidas inpirados por el diablo (ep. 185.3.12).
Los donatistas no son los perseguidos, sino los perseguidores. Ellos desgarran el cuerpo
de Cristo, cuando van contra la unidad de la Iglesia. Hay una persecución injusta que los
malvados infligen a la Iglesia de Cristo, y una persecución justa que la Iglesia de Cristo inflige a
los malvados (ep. 185.2.11). Las muertes que los donatistas sufrieron a manos de las autoridades
son justos castigos (c. ep. Parm. 1.8.13). Los católicos deseaban en realidad la salvación de los
donatistas. Motivados por amor, los católicos esperan corregir a los donatistas y hacer que
regresen a la verdad (ep. 185.7). Si los católicos han de castigar a los donatistas, ese castigo no
constituye un martirio sino tan sólo una acción correctiva.
Si la experiencia de los donatistas condujo a Agustín a acentuar la caridad de los mártires
y su unidad con la Iglesia, los debates de Agustín con los paganos en De civitate Dei pusieron
bien en claro las amplias diferencias culturales existentes entre las doctrinas clásicas y las
enseñanzas cristianas sobre la muerte altruista. En último término, esta trayectoria separará a
Agustín de escritores cristianos anteriores como Orígenes, Eusebio, Jerónimo y Ambrosio, que
aceptaron buena parte de la tradición clásica sobre la muerte noble y la trasladaron sencillamente
al martirologio. De civitate Dei 1 (terminada ya en el año 431) esclarece la línea divisoria
existente entre el suicidio y el martirio. La experiencia de Agustín con respecto a los
circunceliones le convirtió en un enérgico adversario del martirio inducido por uno mismo.
Ahora bien, en el año 410 el saqueo de Roma había aterrorizado a la población. Temiendo ser
violadas, varias vírgenes cometieron suicidio. Tal acción era comprensible dentro de la tradición
clásica de la muerte por honor, como lo ilustraba el suicidio de Lucrecia. Y algunos escritores
cristianos, como Rufino y Jerónimo, habían aceptado tales actos. Pero Agustín se atiene al quinto
mandamiento y considera el suicidio como un acto criminal, como un homicidio (civ. Dei 1.17).
El argumento de Agustín de que la virtud es espiritual y no puede verse comprometida por la
fuerza física, le condujo a examinar los motivos de Lucrecia y el contexto amplio de la sociedad
romana. Agustín condena el suicidio de Lucrecia por su falso sentido del pudor y del honor
(1.19). De manera parecida, critica los romanos exempla virtutis – Mucio Escévola, Régulo,
Curtio, los Decios, etc. (5.14; 5.18; cf. también 1.24). Agustín rebaja el altruismo de ellos y
afirma que escogieron morir por una gloria mundana efímera y por conseguir la alabanza de
otros. Sin embargo, los mártires murieron por la vida eterna y por la gloria de Dios, y con ello
soprepasan con mucho a los paganos. Los paganos son valientes, pero los mártires vencen por las
virtudes divinas y tienen verdadera piedad (a la que él define en Contra Faustum Manicheum
19.12 como “caritas de corde puro et conscientia bona et fide non ficta”, haciéndose eco de 1
Tim 1,5.
La línea divisoria entre el martirio y el suicidio llega a estar clara. Catón no podría ser
nunca un modelo para los cristianos: su suicidio refleja no el honor y la valentía, “la grandeza de
alma”, como los romanos creen, sino la falta de coraje: Catón temía que Césa fuera a humillarle
(civ. Dei 1.22-23; 19.4). Agustín, al alejarse de la idea clásica, vuelve a definir la valentía y la
magnanimidad. La verdadera valentía no es cometer suicidio en la desgracia o en el “deshonor”.
Es sufrir pacientemente cualquier adversidad que Dios envíe, como hizo Job (civ. Dei 1.24 y 29;
19.4; cf. pat. 10.8). La caridad es la verdadera “grandeza de alma”, y permite a los cristianos
soportar todas las cosas (pat. 17.14). Este reajuste de los valores facilita la intensificación del
ideal de un martirio cotidiano: el martirio del ascetismo y de las buenas obras.
La controversia pelagiana aportó importantes ideas sobre la gracia y sobre el temor de la
muerte. Ya en sus primeros tiempos, Agustín había tenido ideas claras sobre el carácter central
de la gracia para hacer que hubiera mártires. Dios escogía y elegía a sus mártires, y hablaba por
ellos en los juicios a que eran sometidos. Al coronarlos a ellos, coronaba sus propios dones.
Ahora lo que llega a estar claro es el carácter humano fundamental de los mártires y su temor a la
muerte. R. Dodaro ve que tales cambios se producen ya en el año 411 (“Christus Iustus”, 356).
El mártir de Agustín dista mucho de ser el ansioso Pionio o el aterrador Ignacio, que
ardientemente deseaban sufrir insólitas torturas como sacrificios ofrecidos a Dios. Los mártires
de Agustín muestran temor a la muerte, se sienten reacios ante la dura prueba y experimentan la
agonía de la división en su propia voluntad. Al afrontar el martirio, Pedro “fue atado, siendo ya
anciano” y “fue llevado adonde él no quería ir” (cf. Jn 21,18-19). “Con tan gran perfección,
[Pedro] fue de mala gana adonde él no quería; murió a disgusto, pero fue coronado de buena
gana” (en. Ps. 30.2.1.3; ep. 140.10.27). Incluso Pablo no quería morir, si – de alguna manera que
no fuese la muerte – hubiera podido “verse libre para estar con Cristo” (s. 299.7-9). Tan sólo
Cristo sufrió porque él quería; los mártires sufrieron, aunque no querían (en. Ps. 68.1.1). Agustín
parece escéptico ante las bravuconadas que se encuentran en antiguos textos martirológicos. El
mártir que incita (con burlas) al verdugo para que le aplique más torturas, tendría poco atractivo
para Agustín, que consideraba perverso y diabólico el gusto que los donatistas sentían por sufrir
el castigo. “Si amáramos la muerte”, escribe Agustín, “no sería gran cosa padecerla por la fe... Si
hay personas que sucumben a sus deseos, ¿las alabaremos acaso por su valor o por su
paciencia?” Nosotros alabamos a los mártires, precisamente porque soportan lo que no les gusta:
el sufrimiento. Por naturaleza, no sólo los hombres sino todos los seres vivos temen la muerte y
protestan contra ella (s. 299.8). Precisamente porque los mártires aman esta dulce vida, necesitan
la gracia de Dios para ser capaces de despreciarla (s. 335D. 335B). La aceptación del martirio no
supone menosprecio del cuerpo. “Nada está tan cerca de tu alma como tu propia carne”, predica
Agustín en el sermo 299D. “Sientes hambre, sed y calor en el cuerpo. Ahí, mártir bueno, es
donde quiero que veas el testimonio de Dios”.
Agustín llegó a afirmar que la reticencia, el temor y el aborrecimiento del sufrimiento por
parte de los mártires eran cosa natural. La muerte era el resultado del mismo pecado original que
hizo que fuera imposible la perfección humana. Es muy comprensible que todo el mundo tema la
muerte, incluso los santos y los mártires, porque ellos son también humanos. Sin embargo, los
mártires son capaces de convertir ese castigo en un servicio a la justicia – “no se ha convertido
en un bien la muerte, que antes fue un mal; antes bien, Dios otorgó tal gracia a la fe, que la
muerte, que tan contraria es a la vida, se ha convertido en un medio de pasar a la vida” (civ. Dei
13.4). La muerte sigue siendo un mal, vncido por la gracia. Pero el mismo horror y temor de la
muerte es lo que da credibilidad al testimonio de los mártires. Al superar el temor de la muerte,
los mártires probaban que “la fe es únicamente fe, cuando aguarda en la esperanza lo que todavía
no se ve en la realidad” (Heb 11,1; civ. Dei 13.4). Tan sólo una fe fuerte en la resurrección es
capaz de vencer el miedo natural a la muerte.
La cuestión del temor a la muerte subraya la distancia ontológica entre Cristo y los
mártires, y la diferencia entre Agustín y la tradición anterior. Tan sólo Cristo fue verdaderamente
justo y, por tanto, sin temor (aunque en su humanidad el asumió un temor a la muerte a fin de
vencerlo en favor nuestro). La muerte de Cristo es muy diferente de la de los mártires. Tan sólo
la muerte de Cristo es redentora. Los mártires derramaron su sangre por sus hermanos,
mostrando amor, pero su sangre no fue derramada para la remisión de los pecados. Tan sólo
Cristo es inocente y capaz de vencer a la muerte y de redimir a la humanidad. Existe un abismo
ontológico entre el mártir y Cristo: los mártires son seres humanos y “muy inferiores a él [= a
Cristo]” (Jo. ev. tr. 84.2). Esta distancia contrasta con la tradición oriental, representada por
Eusebio y Orígenes, según la cual la santificación de los mártires es afín a la deificación de los
mismos: de ese modo se borra la línea divisoria entre Cristo y los mártires.
El martirio ocupa un lugar central en la teología pastoral de Agustín. Él acentúa la
humanidad de los mártires – su temor y pecaminosidad intrínseca: “Son mártires, pero son seres
humanos” (s. 335H.2). Sí, ellos pueden interceder, pero Dios no da la salvación a nadie por
medio de los mártires – Él promete (únicamente) la inmortalidad a quienes los imitan (s. 286.5).
Así como los mártires de Agustín son humildes, así también la gracia de Dios aparece en toda su
grandeza. Agustín presenta al mártir más cerca del común de los cristianos en su misma
humanidad. Pero esto hace que la imitación de los mártires sea una tarea mucho más apremiante
para todos los hombres. Aunque es precisamente la gracia de Dios la que hace al mártir, uno
debe tratar de imitarlos, porque Dios no envía ninguna tribulación que sea superior a la
capacidad de una persona para soportarla (1 Cor 10,13; en. Ps. 118.15.2).
El martirio literal será siempre la vocación más excelsa del cristiano. Si llega la ocasión,
habrá que soportar la muerte por amor a la justicia, y no habrá que evadirse de ella por medio del
pecado (civ. Dei 10.24). Pero no es siempre posible. Históricamente, la divina Providencia
permitió persecuciones; éstas eran necesarias “para que los números de los mártires o testigos de
la verdad pudieran completarse o consagrarse, y para que por ellos se nos diera la prueba de que
hemos de soportar todos los sufrimientos corporales por la causa de la fe santa y por la
recomendación de la verdad” (civ. Dei 10.32; 10.21). Pero en la actualidad la batalla del mártir
continúa en lo interior: no faltan duras pruebas, la batalla y la corona están preparadas. Ahora “el
alma cristiana está sometida a dura prueba; y, con la ayuda de Dios, vence y logra una gran
victoria, encerrada en el cuerpo, sin que nadie la observe. La persona lucha en el interior de su
corazón, y es coronada en el corazón, pero por Aquel que penetra en lo íntimo del corazón” (s.
328; cf. 335D). Los cristianos no pueden hacer nada mejor que vivir vidas virtuosas, imitando a
los mártires (s. 300.6). La abnegación de los mártires históricos se interpreta ahora de manera
más general como desprecio hacia la vida presente y deseo de la futura resurrección (335H.1).
Ahora las tentaciones son persecuciones. Los “buenos soldados” de hoy día merecen recompensa
“non saltando, sed orando; non potando, sed jejunando; non rixando, sed tolerando” (326.1).
Morir diariamente significa hacer obras caritativas (335C). Una persona puede ser mártir, aunque
muera en su propia cama (286.7; 335D). Sobre todo, los mártires enseñan paciencia y sacrificio
de sí mismos, “para que soportemos todas las cosas duras” (335C).
Agustín subraya la participación obediente de los mártires en Cristo y en la Iglesia. Un
mensaje constante tiene como su finalidad la armonía en la Iglesia: debemos imitar a Esteban,
que oró por sus enemigos (en. Ps. 108.4; ep. Jo. 5.4). Agustín llega incluso a situar al episcopado
al lado del martirio, por ser dos gracias confiadas por Dios: ambas defienden la unidad de la
Iglesia (s. 313E). Agustín va mucho más allá del individualismo heroico y del amor al honor, que
aparecen de manera evidente en la anterior literatura martirológica y que están más cerca de la
tradición clásica. Él se centra en la paciencia de los mártires, en su humildad y sumisión, y
acentúa así la trayectoria de la tradición occidental, retornando a San Juan, que define al mártir
como quien da testimonio por medio del sufrimiento. Pero, a pesar de su definición del mártir
como sufriente y como víctima, Agustín afirma la vida y el cuerpo. Rechaza cualquier
fascinación patológica por la muerte y por la tortura. Las ideas de Agustín son seguidas por los
posteriores escritores occidentales como Gregorio Magno, y se convierten en normativas en el
Occidente hasta la Contrarreforma.
–› Santos
BIBLIOGRAFÍA
J. den Boeft, “Martyres sunt, sed homines fuerunt”, in Fructus Centesimus. Mélanges offerts à
Gerard J. M. Bartelink à l’occasion de son soixante-cinquième anniversaire, ed. A. A. R.
Bastiaensen, A. Hilhorst, and C. H. Kneepkens (Steenbrugge, 1989), 115-24; R. Dodaro,
“‘Christus Iustus’ and Fear of Death in Augustine’s Dispute with Pelagius,” Signum, PP. 341-61;
Y. Duval, “Loca sanctorum Africa.” Le culte des martyrs en Afrique du IVe au VIIe siècles
(Paris, 1977); P.-A. Fevrier, “Martyrs, polémique et politique en Afrique IVe-Ve siècles’ Revue
d’Histoire et de Civilization du Maghreb 1 (1966): 8-18; W. H. C. Frend, “The North African
Cult of Martyrs: From Apocalyptic to Hero-Worship,” in Jenseitsvorstellungen in Antike und
Christentum. Gedenkschrift für Alfred Stuiber, JAC, vol. 9 (1982), 154-87; R. D. García,
“Mártires y martirio en el donatismo” (diss. ad Iauream, Pont. Univ. Greg. Fac. Hist. Eccl.
Roma, 1963-64); W. Gessel, “Reform von Martyrerkult und Totengedächtnis. Die Bemuhungen
des Presbyters Augustinus gegen die ‘laetitia’ und parentalia’ vom Jahr 395,” in Reformatio
Ecclesiae. Festschrift für E. Iserloh, ed. R. Baumer (Paderborn, 1980), 63-73; E. Lamirande,
“Church, State, and Toleration: An Intriguing Change of Mind in Augustine,” The Saint
Augustine Lecture 1974 (Villanova, 1975); G. Lapointe, La célébration des martyrs en Afrique
d’après les serinons de saint Augustin, Cahiers de Communauté Chrétienne 8 (Montréal, 1972);
C. Mayer, “‘Attende Stephanum servum tuum’ (Serm. 3 17,2,3),” in Fructus Centesimus, 217-
37; M. Pelle-grino, “Chiesa e martirio in Sant’Agostino,” Rivista di Storia e Letteratura
Religiosa 1 (1965): 191-227 = Richerche patristiche (1938-1980) (Turin, 1982), 1:597-633; M.
Pellegrino, “Cristo e il martire nel pensiero di Sant’Agostino,” Rivista di Storia e Letteratura
Religiosa 2 (1966): 427-60 = Richerche patristiche (1938-1980) (Turin, 1982), 1:635-68; J.
Quasten, “Die Reform des Märtyrerkutes durch Augustinus,” Theologie und Glaube 25 (1933):
318-31; V. Saxer, Morts, martyrs, reliques en Afrique chrétienne aux premiers siècles (Paris,
1980).

CAROLE STRAW

Massa. El término massa, que fue introducido como sinónimo de conspersio en el estudio que
Agustín hace de Romanos 9,20-21, experimentó un rápido e idiosincrásico desarrollo en las
obras de Agustín sobre Pablo que datan de mediados de la década de los años 390,
convirtiéndose finalmente en una imagen antropológica determinante del estado en que se
hallaba la humanidad después de Adán. Podemos ir siguiendo el desarrollo de la imagen en esta
serie de obras de fecha muy cercana.
Agustín, al comentar el capítulo 9 de la Carta a los Romanos, en contra de los maniqueos
y especialmente en defensa de la libre voluntad, había tenido que considerar el impacto de la
iniciativa divina sobre la libertad humana, específicamente en el caso en que Dios endureció el
corazón de Faraón (exp. prop. Rm. 62.1-7). Agustín afirmarba que Dios endureció justamente a
Faraón, como castigo por su anterior incredulidad (62.8-9). Siguiendo a Pablo, Agustín
continuaba diciendo que tal comprensión de la acción divina era patente tan sólo a quienes eran
espirituales: cuestionar la acción de Dios era tan absurdo como el que la vasija de barro
discutiera la labor del alfarero que la moldea. “¿Quién eres tú, oh hombre, para replicar a Dios?”
(Rom 9,20; 62.17-18). El hombre no espiritual es un “hombre de arcilla” (homo luti), una cosa
moldeada (figulus luti) que pide cuentas a quien le está dando forma (Rom 9,21). Pero el
alfarero, afirma Pablo, tiene derecho a dar la forma que quiera a ea conspersio – a “esa masa de
barro”, según el texto latino de Agustín. Luego emplea la palabra massa para expresar la misma
idea: “Mientras eres una cosa moldeada ... eres como esa masa de arcilla (massa luti), que no ha
sido conducida aún a cosas espirituales” (62.19). La piedad exige que los que viven todavía “con
arreglo a esa masa” (secundum hanc conspersionem – prudentes, es decir, conocedores de los
caminos de los hombres pero no de los caminos de Dios – no cuestionen la prerrogativa divina
(62.23).
Poco después Agustín retornó a Romanos 9 en la cuestión 68 de De diversis
quaestionibus. Comentando de nuevo el texto de Rom 9,21, que habla del alfarero que hace
diversas vasijas para uso decoroso e indecoroso a base de la misma conspersio, Agustín de
repente se refirió al pecado de Adán, por medio de quien, en el jardín, “nuestra naturaleza pecó”
(natura nostra peccavit; div. qu. 68.3). Como consecuencia, la Providencia moldea ahora seres
humanos, no con arreglo a un prototipo celestial, sino con arreglo a un prototipo terreno o carnal,
de tal manera que la humanidad procede ahora de esa “masa de arcilla” (massa luti), es decir, de
una “masa de pecado” (massa peccati).
En forma consecuente con el estudio efectuado en sus anotaciones anteriores sobre
Romanos, Agustín insistía en que el mérito de la fe es lo que distingue a un pecador de otro. La
decisión de Dios de elegir o condenar no es, por tanto, arbitraria, ya que se basa justamente en la
apreciación divina de los “más ocultos méritos” (occultissimis meritis) de un individuo. Así,
pues, el común origen de la humanidad en la massa peccati y la decisión de Dios basada en el
mérito “oculto” de la fe libremente aceptada protegen a Dios contra cualquier acusación de
injusticia (div. qu. 68.3-4; cf. exp. prop. Rm. 62.9).
Esta metáfora de la humanidad que está formada por una massa peccati llega a emplearse
de un modo mucho más literal en Ad Simplicianum (396). Pero Agustín, volviendo de nuevo a
Romanos 9, ponderando la elección que Dios hace de Jacob con preferencia a Esaú, y hablando
del endurecimiento del corazón de Faraón, afirmó entonces – contra su propia doctrina anterior –
que la fe, tanto el deseo de invocar a Cristo pidiendo ayuda como la buena voluntad con la que el
pecador quiere aceptar el llamamiento de Dios, es en sí misma un don de Dios. La humanidad no
tiene absolutamente ningún mérito propio, porque todos los hombres nacen de traduce peccati et
de poena mortalitatis, ligados por la condición de ignorancia y mortalidad heredadas de Adán
para que formen parte de la massa peccati, massa peccatorum, la una massa omnium (Simpl.
1.2.16; 19,20). Esta situación de castigo, que exactamente unos meses antes Agustín había
considerado como una condición impuesta por Dios para la corrección humana (lib. arb.
3.19.53), la consideró él ahora como las razones suficientes para la condenación de la
humanidad. La pregunta llegar a ser ahora la siguiente: ¿Por qué Dios redime a un pecador? La
única respuesta adecuada, encarecía Agustín, es afirmar que Dios es justo y alabarle por su
misteriosa misericordia al redimir al indigno (como a Saúl, Simpl. 1.2.22).
Los especialistas han conjeturado que alguna interpretación maniquea, o algún efecto del
comentario del Ambrosiaster a la Carta a los Romanos o del liber regularum de Ticonio,
influyeron en las ideas de Agustín sobre la massa, durante la década de los años 390. Tal vez.
Pero el lenguaje agustiniano puede considerarse como el indicador del desarrollo interno de sus
ideas sobre la libertad y la gracia, la justicia y la elección, tal como él las va elaborando mediante
un reiterado estudio de Pablo durante este período. Esta aparición de temas teológicos que marcó
sobre él una impronta, así como la ulterior batalla con Pelagio, tiene como su Norte
hermenéutico esta comprensión de la massa. Finalmente, en contra de los pelagianos y
encareciendo sus particulares ideas sobre el pecado original, Agustín citaba el texto de Romanos
5,12, basándose en la interpretación dada por el Ambrosiaster (que él piensa que es Hilario): “En
quien, es decir, en Adán, todos pecaron. De este modo queda claro que todos pecaron en Adán
como si fueran una sola masa (quasi in massa)” (c. ep. Pel. 4.7). En los ulteriores libros de La
Ciudad de Dios, después de haber ido siguiendo la historia de las dos ciudades, Agustín vuelve a
hablar de la massa damnata para referirse a Adán (por tanto, a Rom 5,12) y a la libertad absoluta
de la prerrogativa divina (por tanto, a Rom 9,21). Aquellos que son inescrutablemente escogidos,
a pesar de la condenación que ellos merecían, alcanzarán la salvación; pero al resto del género
humano, que son parte de la massa damnata, Dios, por el pecado del primer hombre, los
abandona a la condenación (15.2; 21.12).
–› Gracia; Infierno, Condenación; Jansenio, Cornelio; Juicio; Pelagio, Pelagianismo;
Predestinación
BIBLIOGRAFÍA
Sobre el paso de la idea de la massa luti a la de la massa peccati, véase A. Sage, “Péché originel.
Naissance d’un dogme,” REtAug 13 (1967): 211-48; M. Loebrer, Die Glaubensbegriff Augustins
(Benzinger, 1955); F. E. Cranz, “The Development of Augustine’s Ideas on Society before the
Donatist Controversy,” in Markus, 1972. Sobre el globus maniqueo como fuente de esta idea,
véase E. Buonaiuti, “Manichaeism and Augustine’s Idea of the Massa Perditionis,” HThR 20
(1927): 117-27; igualmente A. Pincherle, La formazione teologica di Sant’Agostin (Rome,
1947), 189; cf. Las notas de Jolivet en BA 17:789 n. 1. Sobre la lectura que hace el
Ambrosiaster de Rom 5,12 como una influencia, véase G. Bardy, BA 10:758; idea supuesta por
TeSelle, 1970, 158, en contra, B. Leeming, “Augustine, Ambrosiaster, and The Massa
Perditionis,” Gregorianum 11 (1930): 58-91; A. Vanneste, “S. Paul et la doctrine du péché
originel,” Studiorum Paulinorum Congressus, vol. 2 (1961), 514 n. 1; S. Lyonnet, “Augustin et
Rm 5,12 avant la controverse pélagienne,” NRTh 7(1967): 842-49. Véase igualmente W. S.
Babcock, “Augustine and Paul: The Case of Romans IX,” SP 16 (1985), 473-79; P. Fredriksen,
“Beyond the Body/ Soul Dichotomy: Augustine on Paul against the Manichees and the
Pelagians,” RechAug 23 (1988): 87-114, esp. 94-103; Burns, 1980; D. Marafioti, “Alle Origini
del Teorema della Predestinazione,” Atti, vol. 2 (1987), 257-77 a 269; P. Gorday, Principles of
Patristic Exegesis: Romans 9-11 in Origen, John Chrysostom, and Augustine (New York, 1983).
PAULA FREDRIKSEN

Materia. Entre los antiguos griegos, la materia (ûlh) era el principio de limitación en el mundo.
En el Timeo (49a ss), conocido por Agustín a través de la traducción latina hecha por Cicerón,
Platón designa a la materia como el receptáculo, la nodriza de toda generación, que el artífice
divino (dhmiourgó$) plasma con arreglo a las ideas (Ídéa). La materia es el principio receptivo
del ser, coeterno con las ideas. El mundo material es tan sólo una débil imitación del mundo
ideal. En la Física 2.3 y en la Metafísica 8.1.2, Aristóteles presenta a la materia como correlativa
de la forma (ejdo$) y como el principio de la limitación en el ser material. Está asociada
estrechamente con la potencia (dúnami$), que es el correlativo del acto (Énérgeia). La materia
desempeña también un papel clave en el panteísmo materialista de los estoicos y se encuentra en
las obras de Cicerón. Plotino (enn. 2.4) y Porfirio (Sententiae) utilizan de manera ecléctica las
anteriores concepciones de lo que es la materia. En algunos pasajes neoplatónicos la materia se
halla asociada con el mal; pero, de ordinario, la materia es asociada con el “no ser”. Entre los
griegos, Vlh está cerquísima de la pura potencia hallada en el universo. Agustín toma su
concepción de la materia de sus antecesores filosóficos y teológicos, aunque es difícil determinar
los textos precisos que él pudiera haber leído. Según las Confessiones 5.3.3, Agustín había leído
a filósofos, probablemente en resúmenes enciclopédicos. Ambrosio es una influencia directa
cierta sobre las ideas agustinianas acerca de la materia (Hexaemeron, passim). El término
aparece en algunas traducciones del texto de Sabiduría 11,8, citado por Agustín en Confessiones
12.8.8, De genesi ad litteram 5.17.35, De fide et symbolo 2.2 y Contra adversarium legis et
prophetarum 1.8.11, pero no citado nunca por Ambrosio.
En Agustín, la materia tiene una capacidad análoga a la posición que este término ocupa
en la filosofía griega. La “materia no formada” aparece en la lista más antigua de conceptos
filosóficos que Agustín juzga que los pensadores cristianos deben conocer (ord. 2.5.16). Aunque
la materia no se menciona como tal en las Confessiones 7.9.13–7.21.27, sin embargo forma parte
del marco filosófico que Agustín utiliza en su polémica contra los maniqueos, que rechazaban el
Génesis juntamente con los demás libros del Antiguo Testamento. Ridiculizaban también las
contradicciones que parece haber en el relato mismo de la creación. Agustín utiliza el concepto
de materia como “casi nada” (prope nihil) para ayudarse a refutar la idea maniquea del mal como
una substancia material. La inmensa mayoría de las referencias que hay en Agustín a la materia
son a la “materia informe” (materia informis), y aparecen en varios comentarios sobre el Génesis
(De Genesi adversus Manicheos; De Genesi ad litteram liber imperfectus; conf. 11.13; De
Genesi ad litteram; civ. Dei 12). Incluso en su ensayo más extenso de explicación de los
primeros capítulos del Génesis (De Genesi ad litteram), Agustín expresa dudas frecuentemente
sobre el significado preciso de varios textos. Aunque él no acepta siempre inequívocamente la
existencia real de la “materia informe”, aparece poco desarrollo en su idea sobre este concepto.
La “materia informe” es casi nada (prope nihil; conf. 12.6). Es el principio al que se le da forma
(species, forma) para que las criaturas sean creadas.
La “materia informe” es aquello de lo que Dios creó el universo. A diferencia de lo que
vemos en la filosofía griega, la ûlh no es un principio eterno, sino que fue creado, también él, por
Dios (haer. 59; nat. b. 27). Puesto que la materia informe carece de forma, no está sujeta al
tiempo (conf. 12.11.14). Agustín se enfrenta con el problema con el que tiene que vérselas
cualquier exegeta cristiano que exponga el relato de la creación: el escritor bíblico trata de
explicar la creatio ex nihilo, pero el hebreo no posee ningún termino para expresar la “nada”. En
todos sus escritos Agustín es consecuente en cuanto al significado de materia. Pero no es
consecuente en cuanto a la manera de interpretar alegóricamente diversos términos o figuras. En
Génesis 1,1-2, según Agustín, el autor bíblico utiliza diversas palabras para expresar varios
aspectos de la “materia informe”. Terra invisibilis atque incomposita se refiere habitualmente a
la materia informe en cuanto no tiene ninguna forma pero es capaz de recibir forma (Gn. litt.
imp. 10). La frase bíblica expresa también la naturaleza confusa y caótica de las cosas sin forma.
El “agua” expresa a veces la mutabilidad y maleabilidad de la naturaleza (Dulc. qu. 10). La
“noche” (nox o vespera) se explica a veces de la misma manera (Gn. litt. 2.14; Gn. litt. imp. 15).
El “abismo” expresa la naturaleza confusa, caótica e informe de la materia (Gn litt. imp. 4). Las
“tinieblas” expresan la misma idea (conf. 12.23). Aunque es posible que la Escritura hable de la
materia como existente con anterioridad a la forma, sin embargo con este modo de expresión los
autores bíblicos tratan únicamente de expresar la capacidad de la materia para recibir la forma.
La materia no es temporalmente anterior a la forma, sino que es un principio temporal creado
conjuntamente (Gn. litt. 1.15). En algunos contextos, la “materia” en Agustín se acerca a lo que
Aristóteles denomina la “materia prima”. Y Agustín mismo se aproxima a la teoría hilemórfica
de Aristóteles, aunque puede dudarse de que él supiera que esa teoría era aristotélica (1.15).
Aunque en Agustín la materia es el principio de la limitación, no es la fuente del mal,
como sucede en algunas versiones del Neoplatonismo (civ. Dei 10.30). Agustín sostiene algunas
veces que el cuerpo corrupto, es decir, el cuerpo después del pecado original, no el cuerpo en sí
mismo, constituye un peso para el alma (Sab 9,15). Sin embargo, tanto la materia misma como el
cuerpo corrupto impiden el conocimiento humano. La incapacidad humana para concebir
directamente la verdad es parte de la condición humana. Según va trasladándose Agustín de una
comprensión mas bien platónica a una apreciación más bíblica, el cuerpo corrumpto va
recibiendo mayor énfasis.
El término “materia” es vinculado a menudo con el “cuerpo” (corpus), pero los términos
tienen significados ligeramente diferentes. Agustín emplea a menudo la expresión aparentemente
redundante de “materia corporal” (Gn. litt. 2.11) a fin de distinguir la materia corporal de la
materia espiritual (1.4). Así, pues, el cuerpo es una clase de materia. Los ángeles no tienen
cuerpos corpóreos como tales; sin embargo, poseen materia “espiritual”. El alma humana tiene
también “materia espiritual”. A veces Agustín explica el “agua” en el Génesis como referida a la
materia espiritual en el estado que tenía antes de volverse hacia Dios (1.5). Es difícil averiguar
cuál es la naturaleza precisa de la materia espiritual, ya que por definición es una materia que no
aparece a los sentidos. No es inmediatamente inteligible. Agustín, como sus antecesores
neoplatónicos que suponían la existencia de demonios, se vio obligado a crear la hipótesis de la
materia espiritual a fin de explicar, entre otras cosas, la naturaleza limitada de los ángeles. La
exégesis que hace Agustín de Éxodo 3,14 (Ego sum qui sum) consiste en afirmar que Dios es
inmutable. Su exégesis no incluye una metafísica de la esencia y de la existencia. A causa de la
influencia neoplatónica en la ontología de Agustín, su angelología no pudo ser tan refinada como
la de Santo Tomás.
–› Bondad; Cosmología; Cuerpo; Mal; Mani, Maniqueísmo
BIBLIOGRAFÍA
A.H. Armstrong, “St. Ambrose’s Interpretation of the
Concept of Matter,” AugMag, 1:277-83; O. du Roy, L’Intelligence de la foi en la Trinité selon
Saint Augustin (Paris, 1966), 273ff.; O’Donnell, 1992, 3:305-6; A. Solignac, Les Confessions:
VIII-XIII, BA 14, Note compl.23, 599-603; J. Van Winden, “Spiritual or Intelligible Matter in
Plotinus and Augustine,” VigChr 16 (1962): 205-15 y 18 (1964): 144-45.

FREDERICK VAN FLETEREN

Mathematici. En Agustín, el término mathematicus significa astrólogo (haer. 70) en el sentido


que es corriente en la actualidad. Antes del tiempo de Agustín, mathematicus designaba a
quienes estudiaban los números en cuanto están relacionados con los movimientos de los cielos o
de los astros (div. qu. 45). En el mundo antiguo, el término astrologia equivalía a astronomia y
se refería al estudio científico de los cielos (ord. 2.15.42; cf. doc. Chr. 2.22.33); astrologia era un
término que se usaba más frecuentemente que astronomia.
De joven, Agustín consultaba más a los mathematici que a los haruspices, que ofrecían
sacrificios de animales o hacían conjuros a los demonios (conf. 4.3.4). Nebridio, amigo de
Agustín, y el inteligente anciano Vindiciano trataron de apartar a Agustín de la astrología.
Afirmaban que cualquier verdad que los mathematici enunciaban, eran aciertos por pura
casualidad. Sin embargo, en aquel tiempo Agustín no llegó a convencerse. Finalmente, Fermín,
un conocido, persuadió a Agustín de que la astrología era un fraude, al contarle una historia. Dos
niños nacieron en una misma hacienda. Uno de ellos era hijo del rico propietario; el otro, hijo de
una esclava. Los dos llevaban vidas notablemente diferentes, aunque ambos habían nacido
precisamente bajo el mismo signo, en la medida en que el entendimiento humano había podido
averiguarlo (conf. 7.6.8).
Más tarde, en su vida, Agustín llegó a considerar a los mathematici como locos (conf.
4.3.4). Consecuentemente los acusaba de tener pactos con los demonios (Gn. litt. 2.17). Siendo
obispo de Hipona, Agustín vio en ellos un constante problema, porque los católicos solían ir a
consultarlos. Sus feligreses daban dinero a los adivinos para que les revelaran sucesos futuros en
cuestiones de salud (s. 335D) o sobre la suerte que habrían de correr sus hijos (conf. 7.6.8). Esta
práctica se daba en todas las clases sociales. Agustín prohibió a su grey que consultara a los
mathematici (Jo. ev. tr. 10). Jn 2,4, “Mi hora no ha llegado todavía”, y versículos parecidos del
Evangelio de Juan presentaban un problema para Agustín en lo que respecta a los mathematici:
los astrólogos interpretaban el texto en el sentido de que Cristo vivía bajo un signo fatalístico
(Jo. ev. tr. 8). Al final de su vida, Agustín incluyó a los mathematici entre los herejes (haer. 70).
Otros términos latinos tienen significados parecidos al de mathematici. Se los llamaba
genethlaici porque tenían en cuenta el día del nacimiento (doc. Chr. 2.21), o sortilegi porque
leían la suerte (sortes) que habría de correr la gente. Tales personas no se diferenciaban mucho
de los que hoy día leen en las hojas de té o echan las cartas del tarot.
Ahora bien, Agustín diferencia a los mathematici de los que practican artes fraudulentas
parecidas. Un haruspex era un adivino etrusco que predecía sucesos futuros leyendo las entrañas
de los animales. A veces un haruspex sacrificaba animales a los demonios. De joven, Agustín se
negó a consultar o a servirse de tales personas (conf. 4.3.4). En Roma un augur era un miembro
de cierta clase de sacerdotes que trataban de averiguar el futuro examinando los fenómenos
naturales, por ejemplo, las tormentas eléctricas. Un vates era un profeta o adivino vinculado a un
templo. Un maleficus era un mago. Otros términos parecidos eran incantator (hechicero),
remediator (curandero) y divinator (adivino). Agustín incluye a los mathematici en la lista de
esos charlatanes, pero hace distinción entre ellos.
–› Astrología
BIBLIOGRAFÍA
O’Donnell, 1992, 2:209ff.; D. Pingree, “Astrologia-astronomia”, AugL ex, 1:482-90; A.
Solignac, “Introduction”, Les Confessions. BA 13:89-9 1.
FREDERICK VAN FLETEREN

Matrimonio. La doctrina de Agustín sobre el matrimonio y el divorcio influyó enormemente


en la historia del pensamiento cristiano. En este campo, como en muchos otros, su pensamiento
experimentó un importante desarrollo, por cuanto tuvo que vérselas con sucesivos adversarios
(por ejemplo, los maniqueos, los jovinianos y los pelagianos) y porque sus reflexiones sobre
otros temas teológicos fueron modificándose. Por tanto, cualquier exposición de la doctrina de
Agustín debe ser sensible a los contextos específicos y a las fases de su desarrollo.
Los primeros escritos
En los primerísimos escritos hasta las Confesiones (hacia el año 397) inclusive, Agustín
no abordó de manera sistemática la cuestión del matrimonio o del divorcio. En tiempo de su
bautismo en el año 387, parece que consideró esencialmente el sexo y el matrimonio como una
distracción que apartaba al filósofo cristiano de las indagaciones especulativas. Por ejemplo, en
los Soliloquios escribe: “He decidido que no hay nada que yo deba evitar tanto como el
matrimonio. No conozco nada que haga que la mente del varón descienda tanto de las alturas
como las caricias de una mujer y como esa unión de cuerpos sin la cual no es posible tener una
mujer” (1.10.17). Tal perspectiva sigue dominando en las Confesiones, donde Agustín describe
primordialmente el matrimonio como un puerto seguro para salvarse de los naufragios causados
por el deseo sexual juvenil (2.2.3). Aparte de unos cuantos comentarios acerca del valor de la
procreación (4.2.2; 6.12.22), en las Confesiones, Agustín dice pocas cosas positivas acerca del
matrimonio.
El cuadro es algo diferente en los escritos antimaniqueos de Agustín, correspondientes al
mismo período. En contra del rechazo maniqueo de las relaciones sexuales y de la procreación,
Agustín cita las sentencias de Jesús (Mt 19,3-9) y las cartas de Pablo (1 Cor 7; Ef 5) para probar
que el matrimonio fue instituido por Dios al comienzo de la creación y que su institución fue
confirmada por los fundadores del cristianismo (mor. 1.35.79; c. Adim. 3.1-3). En sus escritos
antimaniqueos de los primeros tiempos, Agustín defendía tambián a los patriarcas y matriarcas
del Antiguo Testamento contra la crítica que los maniqueos hacían de sus costumbres sexuales,
por ejemplo, de la poligamia. Abrahán y sus mujeres actuaban por obediencia a un mandamiento
divino, afirmaba Agustín; por tanto, “mantenían el orden natural buscando tan sólo en el
matrimonio la generación de un niño” (c. Faust. 22.30). Puesto que Abrahán y Sara iniciaron la
línea genealógica que condujo hasta Jesús, la actividad sexual de ambos era necesaria para
producir la carne de Cristo, como necesaria fue también la virginidad de María (c. Sec. 22).

La controversia jovinianista
Una nueva fase en las reflexiones de Agustín sobre el matrimonio comenzó hacia el año
401, cuando él componía De bono conjugali y De sancta virginitate. En estos escritos Agustín
empezó a enfrentarse con un nuevo adversario, el monje Joviniano (véase retr. 2.22.1). Joviniano
había sido condenado a principios de la década de los años 390 en Roma y en Milán por enseñar
que el matrimonio cristiano y el celibato eran igualmente agradables a Dios. Agustín respondía
afirmando que el celibato es superior al matrimonio. Pero, como algunos de los anteriores
adversarios de Joviniano (por ejemplo, Jerónimo) habían depreciado radicalmente el matrimonio
en su defensa del celibato, Agustín sintió que era necesario insistir en la genuina bondad de las
relaciones matrimoniales. Al hacerlo así, desarrolló la idea de los “tres bienes” del matrimonio,
una doctrina que llegaría a hacerse clásica en la teología católica.
En De bono conjugali Agustín considera el matrimonio como “el primer vínculo natural
de la sociedad humana” (1.1). Al engendrar hijos, los hombres y las mujeres crean la condición
necesaria para la amistad, es decir, la comunidad humana. Por tanto, la procreación es buena,
pero no es un bien que deba buscarse por sí mismo; sino que es un bien necesario a causa de algo
distinto, a saber, la “asociación amigable” del género humano (societas amicalis), que es un bien
en sí misma (9.9). En el pasado (es decir, antes de Cristo), afirma Agustín, la procreación era
necesaria para que se propagara el pueblo de Dios, pueblo del que había de nacer el Salvador.
Sin embargo, en la era después de Cristo, puesto que ya existen muchas personas (y puesto que
las personas malvadas continuarán procreando promiscuamente), hay amplias oportunidades para
la amistad espiritual. Por tanto, no existe ya la misma necesidad de que los cristianos se
propaguen. En esta razón basaba Agustín su defensa de la superioridad del celibato: dado que la
procreación no es ya estrictamente necesaria, es mejor practicar el bien mayor de la continencia
(9.9). Si los cristianos escogen casarse, afirmaba Agustín, lo hacen únicamente porque carecen
del dominio propio para practicar el celibato (10.10).
Además del bien de la procreación, Agustín enumera otros “bienes” del matrimonio. Está
la mutua fidelidad (fides) de la pareja. Para Agustín, la fidelidad es el compromiso de entablar
relaciones sexuales únicamente con el propio cónyuge, y, por tanto, el compromiso de evitar el
adulterio. Pero la fidelidad implica también la responsabilidad mutua de las personas casadas
para entablar relaciones sexuales entre sí a fin de aliviar la presión del deseo sexual: “Por esta
razón los esposos se casan, a saber, para que la concupiscencia misma pueda dirigirse hacia un
vínculo legítimo y no fluya de manera desordenada o fortuita. La concupiscencia lleva en sí una
debilidad de la carne que no puede ser refrenada, pero del matrimonio recibe un vínculo de
fidelidad que no puede ser disuelto” (5.5). En este sentido, la fidelidad es “una especie de
servidumbre mutua”, en la cual cada esposo soporta la flaqueza del otro (6.6).
El tercer bien específico del matrimonio cristiano es lo que Agustín denomina su
sacramentum, es decir, su función como símbolo o signo sagrado. Cuando habla del
“sacramento” en el matrimonio, Agustín no se refiere a una institución formal de la Iglesia, sino
más bien a una significación trascendente que se encuentra en las relaciones humanas. Más aún,
el significado particular del “sacramento” en el matrimonio varía según la situación del mismo
en la historia de la salvación.
Por ejemplo, en el Antiguo Testamento el divorcio y la poligamia estaban permitidos; en
el Nuevo Testamento y en la subsiguiente historia cristiana, la norma es una monogamia estricta.
En cada caso, afirma Agustín, las relaciones matrimoniales comportan un diferente “sacramento”
o significado sacro: “Así como el sacramento de matrimonios múltiples de ese tiempo [pasado]
significaba la multitud de personas que un día estarían sujetas a Dios en todos los pueblos de la
tierra, así también el sacramento de un solo matrimonio de nuestro tiempo significa la unidad de
todos nosotros que un día estaremos sujetos a Dios en la única Ciudad celestial” (18.21). Por eso,
para Agustín, la indisolubilidad del matrimonio es fundamental para su sacramentalidad o
significación en la era cristiana.
La comprensión que Agustín tenía de la indisolubilidad del matrimonio está defendida en
sus obras poteriores, notabilísimamente en la titulada Las uniones adulterinas (De adulterinis
conjugiis). Allí Agustín acentúa la fundamentación bíblica de la prohibición del divorcio y del
volver a casarse. Las perícopas sinópticas (Mt 19,9; Mc 10,11-12; Lc 16,18) y 1 Cor 7,10-12 se
aducen para demostrar que el volver a casarse, después del divorcio, está prohibido hasta la
muerte de uno de los cónyuges. Con arreglo a recientes estudios (por ejemplo, Reynolds), la idea
de un vínculo matrimonial que persiste hasta la muerte es un desarrollo peculiar de la Iglesia
Occidental de fines del siglo IV, desarrollo para el cual Agustín proporcionó el fundamento
teológico. La traducción latina de Ef 5,32, que se refería al matrimonio en Génesis 2,24 como un
“gran misterio” (magnum sacramentum) de Cristo y de la Iglesia, reforzaba este desarrollo.
Como declaraba Agustín en De nuptiis et concupiscentia, “aquello que es un ‘gran sacramento’
en Cristo y en la Iglesia es un sacramento muy pequeño en los matrimonios humanos
particulares, pero aun entonces es el sacramento de una unión inseparable” (1,23).
La controversia pelagiana
Comenzó una nueva fase en las reflexiones de Agustín sobre el matrimonio durante las
primeras décadas del siglo V, cuando él se vio envuelto en la controversia pelagiana. El conflicto
se centraba en torno a la idea de Agustín acerca del pecado original y, específicamente, sobre la
manera en que el pecado de Adán y Eva afectaba al carácter del deseo sexual humano. En su
Comentario literal al Génesis, compuesto entre los años 401 y 415, Agustín había expresado ya
la conexión entre el primer pecado y el deseo sexual humano. Después de violar el mandamiento
de Dios, Adán y Eva, “al mirar sus propios cuerpos, sintieron un movimiento de concupiscencia
que no habían conocido anteriormente” (Gn. litt. 11.31.41). Sus cuerpos no sólo se vieron sujetos
a la enfermedad y a la muerte, sino que también llegaron a estar “sujetos al mismo impulso
(motum) que proporciona a los animales el deseo de copular” (11.32.42). Como resultado de este
pecado, todos los siguientes seres humanos nacen con el mismo “moviminto bestial” en sus
miembros, que funciona independientemente del control racional por la mente o la voluntad
humana.
Era inevitable que las opiniones de Agustín sobre el matrimonio y la unión sexual fueran
impugnadas por los seguidores de Pelagio, cuya doctrina sobre el pecado original había sido
condenada por una serie de sínodos norteafricanos que comenzaron en el año 411. La repuesta
inicial de Agustín a las críticas pelagianas de sus ideas sobre el matrimonio se halla en el libro
primero de De nuptiis et concupiscentia, una obra dirigida al Conde Valerio (hacia el año 418).
En ella afirmaba Agustín que hay que hacer distinción entre el matrimonio bueno y el mal de la
concupiscencia: “La castidad conyugal hace un buen uso del mal de la concupiscencia mediante
la procreación de hijos” (retr. 2.53). Valerio envió luego a Agustín algunas respuestas a este
libro escritas por Juliano, obispo de Eclana y partidario de Pelagio. A partir de entonces hasta su
muerte en el año 430, Agustín continuó el debate con Juliano, según puede verse en el libro
segundo de De nuptiis et concupiscentia y en Contra duas epistulas Pelagianorum, Contra
Julianum y Contra Julianum opus imperfectum.
Juliano demostró ser un tenaz adversario. Acusó a Agustín de que su comprensión del
deseo sexual como un deseo corrompido por el pecado hacía que el matrimonio fuera en sí
mismo una cosa mala, y afirmó que tal comprensión era, por tanto, “maniquea”. Juliano,
personalmente, defendía que la concupiscencia era un impulso natural del cuerpo, un impulso
creado por Dios con miras a la procreación. En el curso de la controversia, Agustín aclaró sus
opiniones para tener en cuenta las críticas de Juliano. Por ejemplo, en una carta dirigida al obispo
Ático de Constantinopla (hacia el año 421), Agustín reconocía la posibilidad de que en esta vida
hubiera un deseo no pecaminoso, la “concupiscencia del matrimonio” (concupiscentia
nuptiarum), es decir, el deseo de tener hijos, que él distinguía de la “concupiscencia de la carne”
(concupiscentia carnis), es decir, del “deseo turbulento y desordenado que experimentamos en
contra de nuestra voluntad” (ep. 6*.7). Agustín concedía también la posibilidad de que el deseo
sexual, incluso la “concupiscencia de la carne”, hubiera existido en forma inocente en el paraíso,
si Adán y Eva no hubieran pecado (c. ep. Pel. 1.17.35). Sin embargo, insistía Agustín, tal deseo
habría estado sometido enteramente a la voluntad, algo que no sucede ya en la experiencia
humana después de la caída.
En los escritos de las décadas finales de su vida, Agustín mostró una gran sensibilidad
hacia la persistencia de la concupiscencia sexual y un anhelo palpable de la paz que caracterizará
a la vida de los bienaventurados en el cielo. Es difícil resistirse a la conclusión de que las propias
dificultades experimentadas por Agustín para resistir al deseo sexual, que tan patéticamente se
describen en las Confesiones, siguieron influyendo en su comprensión de la naturaleza humana
como una naturaleza viciada por el pecado original. Aunque su doctrina de los tres bienes del
matrimonio permaneció constante, la idea de Agustín acerca de la sexualidad y del matrimonio
quedó vinculada irrevocablemente con el problema de la concupiscencia sexual y del pecado
original.
–› Adulterio; Bono conjugali, De; Ética; Familia, Parientes
BIBLIOGRAFÍA
M.-F. Berrouard, “Saint Augustin et l’indissolubilité du mariage. Evolution de sa pensée,”
RechAug 5 (1968): 139-55; G. Bonner, “Libido and Concupiscentia in St. Augustine,” SP 6, TU
81 (1962), 303-14; E Brown, “Sexuality and Society in the Fifth Century A.D.: Au-gustine and
Julian of Eclanum,” in Tria corda. Scritti in onore di Arnaldo Momigliano, ed. E. Gabba (Como:
Edizioni New Press, 1983), 49-70; Brown, 1988; N. Cipriani, “Una teoria neoplatonica alla base
dell’etica sessuale di S. Agostino,” Augustinianum 14 (1974): 351-61; E. Clark, “‘Adam’s Only
Companion’: Augustine and the Early Christian Debate on Marriage,” RechAug 21(1986): 139-
62; E. Clark, “Vitiated Seeds and HoIy Vessels: Augustine’s Manichean Past” and “Heresy,
Asceticism, Adam and Eve: Interpretations of Genesis 1-3 in the Later Latin Fathers,” in her
Ascetic Piety and Women’s Faith: Essays in Late Ancient Christianity (Lewiston/Queenston:
Edwin Mellen Press, 1986), 29 1-349 and 353-85; E. Clark, ed., St. Augustine on Marriage and
Sexuality (Washington, D.C.: Catholic University of America Press, 1996); D. G. Hunter,
“Augustinian Pessimism? A New Look at Augustine’s Teaching on Sex, Marriage and Celibacy,
AugStud 25 (1994): 153-77; D. E Kelly, “Sexuality and Concupiscence in Augustine,” in Annual
of the Society of Christian Ethics (Dallas: Society of Christian Ethics, 1983), 81-116; A.-M. La
Bonnardière, “L’interprétation augustinienne du magnum sacramentum de Éphés. 5,32v
RechAug 12 (1977): 3-45;P. Langa, San Agustín y el progreso de la teología matrimonial,
Toledo 1984; R. Markus, “Augustine’s Confessions and the Controversy with Julian of Eclanum:
Manicheism Revisited,” in Collectanea Augustiniana. Mélanges T. J. Van Bavel (Louvain:
Leuven University Press/Peeters, 1990), 913-25; P. L. Reynolds, Marriage in the Western
Church: The Christianization of Marriage during the Patristic and Early Medieval Periods
(Leiden: Brilí, 1994); E. Scalco, “Sacrarnentum connubii et institution nuptiale. Une lecture du
De bono con iugali et du De sancta virginitate de saint Augustin,” EThL 69 (1993): 27-47; É.
Schmitt, Le mariage chrétien dans l’oeuvre de saint Augustin (Paris:Études Augustiniennes,
1983); F.-J. Thonnard, “La morale conjugale selon saint Augustin,” REtAug 15 (1969):113-3 1.
DAVID G.
HUNTER

Maximino Arianorum episcopo, Conlatio cum (Debate con Maximino, obispo arriano).
Esta obra es especialmente interesante por la presentación importante que hace de la teología
trinitaria homoyana, y por la visión que ofrece de la clase de contexto presupuesto por los
argumentos de Agustín en los libros – de los primeros tiempos – de De Trinitate. La Conlatio
cum Maximino Arianorum episcopo reproduce un debate mantenido efectivamente en Hipona
entre el obispo homoyano Maximino y Agustín. Aunque él mismo no era godo, Maximino llegó
a África con el ejército acaudillado por el godo Conde Sigiswulfo. Maximino solicitó de Agustín
un debate público, porque el conde le había mandado que tratara de establecer la paz entre las
dos partes en la controversia trinitaria. Desconocemos la carrera anterior de este tal Maximino.
Que sea el mismo Maximino que escribió el comentario sobre las Actas de Aquileya (y otras
obras en los Scholia), unos cuarenta años antes aproximadamente, es una deducción que puede
considerarse probable, pero no cierta. Finalmente, teniendo en cuenta que el retrato de Agustín
no es, ni mucho menos, tan halagador como cabría esperar de una trascripción hecha por su
ayudante, habrá que suponer que la exactitud del informe es esencialmente correcta.
Las raíces teológicas de Maximino se hallan en el Concilio de Arimino, del año 359.
Cuando le piden que haga declaración de su fe, Maximino invoca el credo formulado por ese
concilio. Después de negarse Agustín a que ese credo se leyera en voz alta (por razones que no
están del todo claras), Maximino recita un resumen doctrinal que algunos especialistas piensan
que se parece al de Ulfilas. A diferencia del “Sermón Arriano”, pero a semejanza del
Homoyanismo expresado en diversos documentos de los Scholia (incluido el “último credo” de
Ulfilas), las preocupaciones teológicas de Maximino se centraban primariamente en la Trinidad.
El Padre es el único que es el verdadero y “gran” Dios. Tan sólo el Padre es Dios, porque
únicamente el Padre es “incomparable, inmenso, infinito, no engendrado, e invisible”, un Ser que
permanece elevado por encima del contacto humano y de la carne. Puesto que el Hijo no posee
ninguno de esos atributos, él claramente no es el Dios verdadero y “grande”. Pero es un dios.
Agustín replica afirmando que el Hijo es tan invisible como lo es el Padre (y, si es
invisible, entonces posee los demás rasgos asociados y, por tanto, la naturaleza que posee tales
rasgos). Maximino mismo señala que el debate mantenido entre ellos no es la primera vez que
Agustín oía exponer una doctrina sobre la visibilidad del Hijo, y tiene razón al afirmar tal cosa.
A través de otras fuentes homoyanas occidentales, Agustín conocía el vínculo que se establecía
entre la visibilidad del Hijo y su reducida divinidad; su respuesta se halla en De Trinitate 2-4.
–› Arrio, Arrianismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
Patrología, 4:98; PL 42:709-42.
Traducciones
BAC XXXVIII, Debate con Máximo, obispo arriano;Arianism and Other Heresies, ed. R.
Teske, S.J. (New York: New City Press, 1995), 175-227.

MICHEL R. BARNES

Maximinum Arianum, Contra (Réplica al mismo Maximino, arriano). No cabe duda de


que Maximino se consideró a sí mismo y fue considerado por los oyentes de Hipona como el
ganador en el debate público mantenido con Agustín, y que queda transcrito en la obra Conlatio
cum Maximino Arianorum episcopo. Agustín, poco después del debate, escribió la obra Contra
Maximinum Arianum libri, para impugnar las pretensiones de Maximino de ser el ganador y
quizás para recuperar realmente el prestigio perdido. Por la trancripción del debate se ve
claramente que Maximino fue capaz de dominar el curso del debate y, lo que es igualmente
importante, acaparó lo que podríamos denominar “el tiempo” del mismo. El debate terminó con
gran brillantez por parte de Maximino, quien no dejó a Agustín tiempo suficiente para replicar.
El disponer de tiempo para replicar no habría ayudado al anciano Agustín, porque la obra Contra
Maximinum demuestra que sus habilidades oratorias habían disminuido con el tiempo: Agustín
es ahora lento para oponerse a la agilidad de Maximino en el manejo de la Escritura; anda con
sutilezas para esquivar las réplicas de Maximino a sus preguntas. Y trata de hacer que se detenga
la redacción de las actas, mientras el taquígrado (su propio secretario) busca en los apuntes el
tenor exacto de anteriores observaciones formuladas por Maximino. Su agilidad mental ha
disminuido con la edad. Y Agustín trata de compensar esta deficiencia con las técnicas de una
retórica en la que él se había ejercitado hacía ya más de cincuenta años. Tal vez Maximino
esperaba que sus oyentes entendieran que algo parecido a las limitaciones evidentes del propio
Agustín, podía aplicarse igualmente a las declaraciones formuladas por Nicea.
La obra Contra Maximinum Arianum libri consta de dos libros. El primero de los dos,
que es mucho más breve, vuelve a hablar de las ocasiones del debate en las que Maximino – en
opinión de Agustín – no fue capaz de responderle adecuadamente. El segundo libro es una
réplica al largo discurso de Maximino que no dejo a Agustín ninguna oportunidad para
responderle en el debate (ya que se había acabado el tiempo). Así que el tema de los dos libros
coincide en parte con la obra escrita sobre el debate, a saber, Conlatio cum Maximino Arianorum
episcopo. Sin embargo, a diferencia de la experiencia anterior, en Contra Maximinum
(especialmente en el libro segundo), Agustín es más capaz de expresar sus argumentos con la
profundidad y madurez con que se había expresado en De Trinitate. Parece incluso que, en
algunos casos, Agustín desarrolla ideas y argumentos que van incluso más allá de las que se
encuentran en su obra – anterior – De Trinitate, como ilustrarán dos ejemplos. En primer lugar,
el estudio que Agustín hace de 1 Cor 1,24 en los libros seis y siete de De Trinitate, se centra casi
totalmente en el título “Sabiduría”. Pero, en Contra Maximinum 2, Agustín se interesa por los
dos títulos que aparecen en 1 Cor 1,24: “Poder” y “Sabiduría”. En segundo lugar, dado que la
teología de Maximino sitúa al Espíritu Santo a gran distancia de la verdadera divinidad, Agustín
responde ofreciendo una descripción más atinada y vigorosa del Espíritu Santo como Dios, que
la descripción que aparece a menudo en De Trinitate.
–› Arrio, Arrianismo; Trinitate, De
BIBLIOGRAFÍA
Edición
PL 42:743-814.

Traducción
BAC XXXVIII, Contra el mismo Maximo , arriano;, Arianism and Other Heresies, ed. R.
Teske, S.J. (New York: New City Press, 1995), 231-336.

MICHEL R. BARNES

Máximo de Madaura. Máximo, gramático de la localidad de Madaura (actualmente


Mdaourouch, en Argelia, a unos 25 kilómetros al sur de Tagaste [Souk-Ahras]), una antigua
colonia militar y centro cultural, era un anciano (“senex invalidus”, ep. 16.4; cf. 16.1: “seniles
artus”) hacia el año 389 ó 390. Escribió a Agustín (ep. 16), que debió de haber sido un seguidor
suyo en otro tiempo (ep. 16.4: “a mea secta deviasti”). En realidad, Agustín estudió literatura y
retórica en Madaura (conf. 2.3.5). Hubo un intercambio epistolar anterior, pero esas cartas no se
han conservado.
Máximo admitía que los dioses proporcionan beneficios a la ciudad, pero él profesaba un
monoteísmo pagano. Creía en un dios único y supremo, y justificaba su pragmatismo de la
siguiente manera: los dioses no son más que manifestaciones difusas, y son invocados con
muchos nombres, porque no se conoce el verdadero nombre. Son como miembros de una sola
divinidad. Máximo criticaba el culto de los mártires con nombres extraños, comunes a
delincuentes (aunque, al parecer, se refería a mártires donatistas, según la manera en que Agustín
le responde). Invitaba a Agustín a que le demostrara que el verdadero Dios es el Dios cristiano.
Todo el tono de la carta y la respuesta de Agustín (ep. 17) nos induce a pensar que Máximo era
un modesto gramático local que adoptaba los aires de una persona de gran cultura.
BIBLIOGRAFÍA
C. Lepelley, Les cités de l’Afrique romaine au Bas Empire, vol. 2 (Paris, 1981), 127-39; P.
Mastrandea, Massimo di Madauros (Agostino, Epistuale 16 and 17), ed. Programma (Padua,
1985).

ANGELO DI BERNARDINO, O.S.A.

Medida, número y peso. Dice el libro de la Sabiduría (11,21): “... tú lo dispusiste todo con
medida, número y peso”. Este texto lo utiliza Agustín treinta y una veces, citándolo
directamente. Veintiuna de esas citas son anteriores al año 411 (La Bonnardière 1970, 90, 295-
296). En la traducción latina de Agustín el texto dice así “Omnia in mensura et numero et
pondere disposuisti”. Los elementos de este versículo se utilizan, o se alude a ellos, dentro de
una red de tríadas interrelacionadas y alternativas, algunas de las cuales Agustín acepta como
sinónimas de media, número y peso (véase, por ejemplo, Gn. litt. 4.3.7; modus, species y ordo
destacan especialmente, por ejemplo, en nat. b. 21-23). Los tres términos originales tienen largas
historias individuales dentro del pensamiento cristiano y no cristiano, y, por tanto, una cita de
uno o dos de estos tres términos que se hallan en estrecha proximidad puede ser una alusión a
este versículo, pero una identificación cierta resulta a veces imposible. El uso que Agustín hace
de Sab 11,21 no se ajusta al marco de una tradición exegética asentada: no hay paralelos
anteriores importantes de su utilización, y esta cita no fue copiada significativamente por sus
sucesores “agustinianos” inmediatos.
La tríada de medida, número y peso se emplea para describir la estructura fundamental de
la creación y lo que hay en la creación que le permite reflejar al Creador y señalar hacia Él. En
De Genesi ad litteram 4.3.7 Agustín explica que la “medida” indica la limitación de las cosas, el
“número” señala la forma que todas las cosas poseen, y el “peso” simboliza el orden de todas las
cosas. En De Genesi ad litteram 4.4.8 Agustín acentúa que la medida no debe entenderse
simplemente ni siquiera primariamente como parte de la estructura de las cosas materiales;
abarca también la naturaleza estructurada o controlada de una actividad medida y de un alma
“mesurada” y virtuosa (con alguna deuda a la psicología estoica; véase, por ejemplo, b. vita 33-
34) que es atraída hacia la belleza de la sabiduría. De manera semejante, el número o la forma
indica no simplemente una “forma” material, sino también la estructura o “forma” de las virtudes
que pueden dirigir el alma (Gn. litt. 4.4.8), y la “forma” hacia la cual las cosas tratan de crecer
(Trin. 3.9.16ss). El número o forma es también, y de manera inseparable, aquello por lo cual
Dios se hizo visible: originalmente por medio de la creación en el Verbo, y ahora también en la
encarnación (vera rel. 11.21; Jo. ev. tr. 1.13). El orden o peso indica el lugar de cada cosa en el
plan divino, y nosotros podemos llegar a conocer ese plan y crecer hacia la aceptación de nuestro
lugar dentro de él mediante la atención a la voluntad y la presencia de Dios en la creación (civ.
Dei 19.13; mus. 6.11.29-31; ep. 138.5).
Dios no sólo limita, forma y ordena todas las cosas hacia la suprema estabilidad y el
supremo descanso en Dios: Dios es también Aquel en quien esos tres términos encuentran su
verdadera referencia. El hecho de que todas las cosas posean medida, número y peso implica que
esas cualidades se hallan de algún modo anticipadas en el Verbo, y podemos hablar de que todas
las cosas están ordenadas “en Dios”, porque Dios es la fuente de las mismas (Gn. litt. 4.5.11–
4.6.13). Agustín insiste en la necesidad de esta anticipación, pero acepta que la naturaleza exacta
de la participación y de la anticipación implicada permanezca oscura (Gn. litt. 5.11.). Agustín
describe también a Dios como medida sin media, número sin número y peso sin peso (por
ejemplo, Gn. litt. 4.3.7).
En los primeros años de su carrera, Agustín utiliza el texto de Sab 11,21 como parte de su
polémica contra la denigración maniquea del orden creado. Allá donde vemos la creación
marcada por la medida, el número y el peso, deberíamos ver la obra del único Creador – y estas
cualidades se ven claramente en la creación material (por ejemplo, c. Faust. 21.6; cf. lib. arb.
2.20.54; véase también la obra (posterior) civ. Dei 12.19 sobre el conocimiento completo de Dios
de aquello que posee número). Al mismo tiempo, Agustín alude directamente al versículo en
Contra Faustum Manicheum 22.78, al afirmar que los designios y la providencia de Dios son
desconocidos. Las acciones supuestamente malas emprendidas por mandamiento divino por los
patriarcas tienen una finalidad dentro de la buena providencia divina. Así, Dios estructura la
creación con arreglo a la medida, el número y el peso, más allá de lo que nosotros
aprehendemos: reconocemos la mano del Creador en la existencia de esas cualidades, pero esa
mano permanece también inescrutable. Este uso del versículo se ve en otras partes en la
discusión acerca de la gracia y de la providencia (por ejemplo, Simpl. 1.2.22; cf. también en. Ps.
118.20.2), y ocasionalmente se ve también en la (posterior) polémica antipelagiana (c- Jul. imp.
2.87; 3.65).
Para Olivier du Roy, Sab 11,21 es un texto en el corazón del cual él sitúa la visión
trinitaria que Agustín tiene de la creación. Du Roy identifica un conjunto de terminologías
triádicas diferentes que Agustín utiliza para describir la triple estructura de las cosas creadas, y
afirma que este triple relato de la creación es el que proporciona la analogía básica para la
temprana teología trinitaria de Agustín, una teología que, por tanto, no está plasmada por la
atención prestada a la Trinidad tal como se revela en la “economía” o en la tradición teológica
anterior. Sab 11,21 es tratado como un texto central en esta teología (por ejemplo, Du Roy 1966,
421). Sin embargo, la tesis de Du Roy dice demasiado: en ninguna de las citas directas que
Agustín hace de Sab 11,21 se utilizan los tres términos como analogía de la Divinidad en cuanto
totalidad, ni tampoco cada una de las distintas personas trinitarias llega a equipararse con un
término de la tríada. Sab 11,21 se emplea en tres contextos que hemos identificados hasta ahora:
para describir la estructura de la creación y su capacidad para volverse hacia Dios; para plasmar
la polémica contra la denigración maniquea del orden creado, y para pulir una explicación de la
providencia en contra del Pelagianismo. Ahora bien, estas tríadas que Agustín ve como paralelas
con Sab 11,21, se emplean a veces como analogías trinitarias (por ejemplo, ep. 11; 14),
especialmente para ilustrar la doctrina de la operación inseparable de las tres personas. Parece
que lo más probable es que la utilidad de las diversas tríadas particulares para ilustrar esta
doctrina tradicional determinara su empleo como analogías de la Trinidad – y no una teología de
la creación triádica que permitiera que una tríada, que cualquier tríada, ilustrara y plasmara la
teología trinitaria de Agustín.
–› Amor; Lugar natural; Ser
BIBLIOGRAFÍA

W. Beierwalters, “Augustins Interpretation von Sapientia 11,21,” REtAug 15 (1969): 51-61;N.


Cipriani, “Le fonti Cristiane della dottrina Trinitaria nei primi dialoghi di S. Agostino,”
Augustinianum 34 (1994): 253-3 12; O. du Roy, Lintelligence de la foí en la Trinité selon saint
Augustin (Paris: Études Augustiniennes,(1966); C. Harrison, “Measure, Number and Weight in
Saint Augustine’s Aesthetics,” Augustinianurn 28 (1988): 591-602; A.-M. La Bonnardière,
Biblia Augustiniana. Le Livre de la Sagesse (Paris: Études Augustiniennes, 1970), 90-98, 125,
295-96, 327; W. Roche, “Measure, Number and Weight in Saint Augustine,” The New
Scholasticism 15 (1941): 350-76.
LEWIS AYRES

Melania Iunior (hacia 385-439). Melania Iunior es el tema de una de las más espléndidas
Vitae (escrita probablemente por su discípulo, el monje Geroncio) que se conservan de una mujer
cristiana de los tiempos antiguos. Nacida hacia el año 385 como hija de Valerio Publícola (hijo
de Melania Senior) y de Albina, aristócratas romanos cristianos, Melania se casó a la edad de 13
años con su primo Valerio Piniano, de 17 años de edad, que se negó a aceptar la vida ascética
con ella hasta que tuvieron dos hijos que habrían de heredar su vasta fortuna. Cuando los dos
hijos murieron, la pareja se dedicó a la renuncia ascética, a pesar de la ardiente oposición de sus
respectivas familias. Huyendo del ataque de los godos contra Roma, la pareja se asentó durante
siete años en el norte de África, donde fundaron monasterios. Melania se trasladó a Palestina,
donde edificó hacia el año 431, en el Monte de los Olivos, un monasterio para noventa monjas.
En el año 435 ó 436, después de la muerte de Piniano, Melania construyó también un monasterio
para hombres. A continuación aceptó una invitación para viajar a Constantinopla, donde su tío
materno Volusiano, que todavía era pagano, estaba ayudando a concertar un matrimonio
imperial. Gracias a los esfuerzos de Melania, Volusiano se convirtió al cristianismo (los
anteriores intentos de Agustín por lograr la conversión habían sido fallidos [Agustín, epp. 135-
138]). En la corte de Teodosio, Melania se granjeó el afecto de la emperatriz Eudocia, que al año
siguiente viajó a Jerusalén para visitarla (y visitar los Santos Lugares). Melania murió el 31 de
diciembre del año 439. Ella y Piniano poseían grandes riquezas y tenían extensas propiedades en
unas ocho provincias del Imperio Romano. Su palacio de Roma ha sido objeto de investigaciones
arqueológicas.
Las epistulae 125-126 de Agustín informan sobre sus relaciones con la pareja. Agustín y
los habitantes de Hipona trataron de forzar a Piniano a que se hiciera sacerdote de su diócesis. La
madre de Melania les acusó descaradamente de andar buscando el dinero de Piniano. Este
incidente nada edificante no se refiere en la Vita de Melania: ni Piniano ni Agustín aparecen en
ella de manera favorable. De todos modos, Piniano no había mostrado excesivo ardor por la vida
ascética. Agustín hace referencia a su “intensa capacidad natural para disfrutar de este mundo”
(ep. 126.7). A Melania Iunior la recuerda también Paladio, que experimentó la hospitalidad de
esta mujer, mientras se hallaba en Roma formando parte de una delegación (hacia el año 405)
para abogar en favor de la causa del obispo exiliado Juan Crisóstomo de Constantinopla
(Historia Lausíaca 61; Butler 1898-1904, 2,157).
–› Ascetismo; Mujeres
BIBLIOGRAFÍA
Augustine, epp. 125-26, in Epistulae, ed. Al. Goidbacher, CSEL 44 (Prague, Vienna, and
Leipzig, 1904); A. Chastagnol, “Le Sénateur Volusien et la conversion d’une famille de
l’aristocratie romaine au Bas-Empire,” Revue des Etudes Anciennes 58 (1956); E. A. Clark,
Ascetic Piety and Women’s Faith: Essays on Late Ancient Christianity, Studies in Women and
Religion 20 (Lewiston, N.Y.: Edwin Mellen Press, 1986); A. M. Colini, Storia e topographia del
Celio nell’ antichità (Roma, 1944); A. D’Alès, “Les Deux Vies de Sainte Mélanie le Jeune,”
Analecta Bollandiana 25 (1906); G. B. DeRossi, “La casa dei Valerii sul Cello et i1 monastero
di S. Erasmo,” Studi e Documenti di Storia e Diritto 7 (1886); [Gerontius], Vita Melaniae
Junioris, Gk. Vie de Sainte Mélanie, ed. Denys Gorce, SC 90 (Paris, 1962), Trad. lat: Santa
Melania Giuniore, senatrice romana: documenti contemporei e note, ed. Mariano del Tindaro
Rampolla (Roma, 1905), ET: The Life of Melania the Younger: Introduction, Translation, and
Commentary, trans. E. A. Clark, Studies in Women and Religion 14 (New York and Toronto,
1984); H. LeClercq, “Mélanie la Jeune (Sainte),” DACL, vol. XI.l (1933); N. Moine,
“Mélanie la Jeune (Sainte),” DSAM 10 (1980); Palladius, Historia Lausiaca 61, in The Lausiac
History of Palladius, ed. Cuthbert Butler, Texts and Studies VI.l-2 (Cambridge, 1898-1904), ET:
Palladius:The Lausiac History, trans. R. T. Meyer, ACW 34 (New York, 1964).

ELIZABETH A. CLARK
Melania Senior († antes del año 410). Melania Senior descendía de la gens Antonia; era nieta
de Antonio Marcelino, que fue cónsul en el año 341. Estaba casada con (probablemente) Valerio
Máximo, que fue prefecto de Roma a principios de la década de los años 360. Melania perdió
sucesivamente a su marido y a dos de sus tres hijos en el espacio de meses, cuando ella contaba
unos 22 años de edad. Jerónimo nos dice que esta mujer dio gracias a Dios por haberla librado de
una gran carga (ep. 39.5). Más tarde, durante la controversia origenista, Jerónimo denostó a esta
mujer tanto como la había alabado antes por sus renuncias ascéticas. Después de vender sus
bienes, Melania dejó Roma, viajó para visitar a los padres del desierto en Egipto (ella es una
importante fuente de información sobre estos ascetas para la Historia Lausíaca de Paladio), y se
asentó en Jerusalén con su compañero monástico, Rufino de Aquileya, donde edificó un
monasterio que albergaba a cincuenta vírgenes (Paladio, Historia Lausíaca 46; Butler 1898-
1904, 2,135-136). Algunos restos arqueológicos hallados en el Monte de los Olivos podrían ser
de los monasterio de Melania y de Rufino. Permaneció en Palestina hasta fines del año 399 o
principios del año 400, cuando regresó a Roma, quizás para defender la causa del Origenismo.
Permaneció en Occidente durante el resto de su vida. La carta 45 de Agustín a Paulino de Nola
revela que Melania estaba en el norte de África, cuando el hijo que le quedaba, el adinerado
aristócrata Valerio Publícola, padre de Melania Iunior, murió hacia el año 406. Paulino de Nola,
posiblemente pariente suyo, ofrece también una brillante descripción de la renuncia ascética
efectuada por este mujer (ep. 29). Además de su prolongada asociación con Rufino de Aquileya,
Melania mantuvo también lazos de amistad con Evagrio Póntico, el primer teórico del
Origenismo de fines del siglo IV, a quien ella recobró en Jerusalén para la vida monástica.
Probablemente el Espejo de Monjas (o, más exactamente, “para una Virgen”), de Evagrio, fue
una obra escrita para Melania y su monasterio. Melania vivió entre las mujeres ascéticas más
eruditas de la antigüedad tardía (dedicadas especialmente a los escritos de Orígenes) y dejó
fondos para dotar a su monasterio de Jerusalén después de su muerte, que sucedió probablemente
antes del año 410.
–› Ascetismo; Mujeres
BIBLIOGRAFÍA
A.Cameron, “Filocalus and Melania,” Classical Philology 87 (1982); E. A. Clark, “Melania the
Elder and the Origenist Controversy: The Status of the Body in a Late Ancient Debate’ in Vetera
& Nova: Patristic Studies in Honor of Thomas Patrick Halton, ed. John Petruccione
(Washington, D.C.: Catholic University Press, 1998); S. Elm, “Evagrius Ponticus’ Sententiae ad
Virginem,” DOP 45 (1991); Evagrius Ponticus, Ep. ad Melaniam, in Euagrius Ponticus,
AGWP.PH., n. f. 13 (1912), ET: “Evagrius of Pontus’ ‘Letter to Melania,”’ Bijdragen, Tijdschrift
voor Filosofie en Theologie 46 (1985); Evagrius Ponticus, Paraenesis ad virginem, TU 39,4
(1913), Trad. Lat. .: PG 40; N. Moine, “Melaniana,” RechAug 15 (1980); F. X. Murphy,
“Melania the Elder: A Biographical Note,” Traditio 5 (1947); Palladius, Historia Lausiaca 46,
54, 55, ed. Cuthbert Butler, Texts and Studies VI.1-2 (Cambridge, 1898-1904), ET: Palladius,
The Lausiac History, trans. R. 1. Meyer, ACW 34 (New York, 1964); Paulinus of Nola, ep. 29,
in Epistolae, ed. Wilhelm von Hartel, CSEL 29 (Prague, Vienna, and Leipzig, 1894), ET: Letters
of St. Paulinus of Nola, vol. 2, trans. P. G. Walsh, ACW 36 (New York, 1967); Hugues Vincent
and F.-M. Abel, Jérusalem. Recherches de topographie, d’archéologie et d’histoire, vol. 2,
Jérusalem nouvelle (Paris, 1914), fase. 1-2, p. 389; D. A. Wilmart, “Les Versions latines
des Sentences d’Evagre pour les vierges,” RevBen 28 (1911).

ELIZABETH A. CLARK

Memoria. Además de mostrar en sus obras un constante interés por la memoria, Agustín
demuestra poseer también una comprensión cada vez más profunda del tema. Al principio,
Agustín considera a la memoria como una potencia del alma sensitiva, utilizada por el sabio no
como objeto de contemplación, sino simplemente como medio para cumplir la obligación de
enseñar a otros la verdad (ord. 2.2.6-7). Los hombres, en común con los animales, poseen una
memoria que es como una potencia habitual para vincular imágenes con entidades corpóreas
conocidas a través de los sentidos. Ahora bien, la memoria tiene también la capacidad para
conservar otras cosas innumerables que son el fruto de la observación y de la interpretación y
que hacen posible la invención de las artes y el desarrollo de la cultura (quant. 33.71-72) Sin
embargo, Agustín rebasa muy pronto la perspectiva de la historia y, después de haber sido
influido por el Neoplatonismo, habla de la memoria que no está ligada simplemente a imágenes y
realidades temporales, sino que extiende también su campo a realidades permanentes e
inteligibles. De este hecho él saca una importante conclusión: “La eternidad dura para siempre y
no necesita imagen alguna de la imaginación por la cual llegue, como en un vehículo, a nuestras
mentes y, sin embargo, no pueda llegar allí, si no la recordamos” (ep. 7.1.2).
¿Cómo se las arreglan, entonces, los hombres para recordar lo que es eterno e inmutable,
es decir, Dios? En sus Confessiones y en De Trinitate Agustín tratará de responder a esta
cuestión en meditaciones que están llenas de interesates reflexiones antropológicas y teológicas.
El primer intento aparece en el libro 10 de las Confessiones. La belleza del mundo creado hace
que la mente se vuelva hacia un Principio trascendente, al que la mente humana no llega por
medio de sus facultades inferiores (las que dan vida y sensación al cuerpo) (10.6.8–10.7.11). El
autor continúa reflexionando sobre la memoria. Ahora bien, aquí hay que pasar igualmente por
varias etapas (gradus). En primer lugar, encuentra “los tesoros de innumerables imágenes de
toda clase acarreadas por los sentidos” y las creaciones imaginativas de la propia memoria
(10.8.12). Además de las imágenes que proceden de los sentidos, la memoria retiene y recuerda
ideas adquiridas por medio de la enseñanza (las definiciones de las disciplinas, las clases de
cuestiones, las distinciones, las relaciones y las innumerables leyes de números y medidas)
(10.0.16–10.13.20). Además, la memoria almacena estados emocionales y pasiones de la mente,
sus experiencias y sus opiniones; la memoria llega a ser, pues, lo mismo que la autoconciencia:
la memoria es la mente, es el verdadero “sí-mismo” (10.17.26). Pero en este punto surge un
problema: la mente no sólo se recuerda a sí misma, sino que recuerda también lo olvidadiza que
es. Pero, si la memoria no se recuerda a sí misma por medio de imágenes sino por medio de sí
misma, ¿cómo podrá registrar lo olvidadiza que es? “El misterio de la memoria”, dice J. Guitton,
“es simplemente el misterio de la persona espiritual (ego animus), o más bien es el misterio que
surge de la existencia de la persona en el tiempo” (1932, 206). En todo caso, a Dios no se le
encuentra entre las cosas almacenadas en la memoria. Él no es una imagen corpórea ni una
pasión del alma, y no debe identificarse siquiera con el alma misma. ¿Donde, pues, se le puede
hallar? Hallarle fuera de la memoria significa olvidarle. Por otro lado, si Él no puede ser hallado,
entonces no hay un recordar a Dios (10.17.26). En realidad, los hombres desean la felicidad y la
verdad, y esto los impulsa a buscar a Dios, la Verdad trascendente. En consecuencia, cuando los
hombres logran conocer la Verdad y disfrutarla, han conocido a Dios (10.24.35). Por eso, Dios
está en la memoria únicamente desde el momento en que Él es conocido, y no antes. Y Él puede
ser hallado y conocido únicamente en Dios mismo y más allá de la mente humana (10.28.37). Un
hombre tiene una memoria de Dios desde el día en que ha buscado y conocido la verdad. Por
tanto, no estaba presente en la memoria antes de ser conocido. En De Trinitate la finalidad de
Agustín es mostrar, dentro de la unidad substancial del espíritu humano, una trinidad de
potencias o actos que puedan ilustrar, por analogía, la distinción y la inseparable unidad de las
tres divinas personas. Las personas no aman lo que no conocen, señala Agustín, ni tratan de
conocer algo que les resulta completamente desconocido. Por tanto, cuando desean conocerse a
sí mismos, lo desean porque no se conocen a sí mismos, y, no obstante, no desearían tal cosa, al
menos que se conocieran ya a sí mismos en algún grado. En realidad, las personas se conocen ya
a sí mismas: saben que ellas desean y tratan de conocer; saben que existen y que están vivas. Por
tanto, la ignorancia del sí mismo es simplemente un olvido del sí mismo, y el conocimiento del sí
mismo es simplemente la memoria del sí mismo. El alma se conoce a sí misma, incluso cuando
no está pensando en sí misma. Por consiguiente, cuando piensa en sí misma, está recordándose
sencillamente a sí misma. Hay, pues, dos grados de automemoria: un conocimiento implícito y
un conocimiento que se hace explícito por el pensamiento. Pero el segundo no puede tener su
origen sino en el primero, y brota únicamente del primero a causa del deseo o del amor de
conocer. De este modo tenemos una imagen trinitaria de Dios: tres actos distintos dentro de la
unidad del espíritu humano, uno de los cuales (el conocimiento de sí mismo) se origina en el otro
(la memoria de sí mismo) y es en cierto modo su imagen porque es una reproducción de él; un
tercer acto (la voluntad) es entonces el vínculo que conecta a los otros dos. Pero el hombre no es
tanto la imagen de Dios porque se recuerda, se conoce y se ama a sí mismo, sino porque
recuerda, conoce y ama a Dios. Por tanto, la verdadera imagen de Dios es más o menos perfecta
en el recuerdo, en el conocimiento y en el amor de Dios.
Una cuestión final, suscitada ya por Plotino (enn. 4.4.5 [14-20]: En la eterna
bienaventuranza ¿retendrá el alma la memoria de su vida pasada? Una respuesta indirecta se da
en las Confessiones: Agustín dice que está seguro de que su amigo Nebridio, aunque esté
embriagado por la visión de Dios, no le olvidará a él, porque bebe de Dios, quien nos recuerda a
nosotros (9.3.6). En otra parte parece que Agustín explica el recuerdo de la vida pasada por
medio de una iluminación que procede del conocimiento de Dios (civ. Dei 22.30). En De
Trinitate, por otro lado, la memoria de la propia vida pasada se explica por la permanencia en el
alma bienaventurada de las imágenes almacenadas en la memoria (14.3.5).
–› Alma; Antropología; Conocimiento; Iluminación divina; Intellectus; Mente; Platón,
Platonismo; Trinitate, De
BIBLIOGRAFÍA
J. Guitton, Le temps et l’éternité chez Plotin et saint Augustin (Paris, 1932); J. A. Mourant, St.
Augustine on Memory (Villanova: Villanova University Press, 1979); G. O’Daly, Augustíne’s
Philosophy of Mind (Berkeley: University of California Press, 1987); A. Solignac, “Memoria
dans la tradition augustinienne,” Dictionnaire de Spiritualité, vol. 10 (1980), 995-99; K.
Winkler, “La théorie augustinienne de la memoire á son point de départ,”AugMag, 1:511-19.

NELLO CIPRIANI, O.S.A.


Traducido del italiano al inglés por MATTHEW O’CONNELL

Mendacio, De / Contra mendacium (La mentira y Contra la mentira). La moralidad de la


mentira está considerada más que de pasada por algunos escritores cristianos antiguos,
comenzando hacia al fin del siglo segundo por Clemente de Alejandría, Stromateis 7.8.50–
7.9.53. Sin embargo, Agustín fue el primero en estudiar esta cuestión en forma de un tratado
escrito en el año 395, con el título de De mendacio. Esta obra fue seguida en el año 420 por
Contra mendacium. Gracias a la inmensa autoridad de Agustín y al vigor de su razonamiento en
estas dos obras, ambas llegaron a ser normativas en Occidente en relación con el tema abordado
en ellas.
Agustín señala en las Retractationes 1.27 que él no estaba completamente satisfecho con
De mendacio, porque es una obra de estilo frecuentemente oscuro. Él, por tanto, no quiso
publicarla sino que ordenó incluso que la destruyeran, después de haber escrito Contra
mendacium. Pero, de hecho, la obra sobrevivió de alguna manera, a pesar de que Agustín había
ordenado destruirla. Sin embargo, las Retractationes no efectúan ninguna corrección en De
mendacio. Y, a pesar del desagrado que su autor sentía por ella, el tratado no es, ni mucho
menos, una obra despreciable.
Ya en los comienzos, en De mendacio 3, Agustín presenta lo que llegará a ser la
definición clásica del mentiroso: “Es mentiroso aquel que tiene una cosa en su mente pero
expresa otra cosa distinta por medio de palabras o por medio de cualesquiera otros signos”. Esta
definición, a la que él se adhiere sin vacilar (aunque en broma hace una excepción en 2),
determina la orientación emprendida por él en ambos tratados. Así lo vemos, cuando afirma en
De mendacio 3-4 que el que expresa una falsedad en la creencia de que se trata de una verdad, no
es un mentiroso. De manera semejante, el que dice la verdad para dañar a otra persona no es un
mentiroso, aunque sea pecador en otros aspectos, mientras que el que expresa una falsedad para
ayudar a otro es, en realidad, un mentiroso. Después de asentar esto, Agustín pasa a la cuestión
acerca de la mentira en la Escritura, ya que ambos Testamentos contienen ejemplos de engaño.
Explica que tales casos de engaño deben entenderse ya sea en sentido figurado, se mencionan
teniendo en cuenta una posibilidad peor, o bien son sencillamente reprobados. En todo caso, la
Escritura no da por buena la mentira, tal como ha sido definida por Agustín (cf. 5.8). Luego éste
estudia detenidamente el problema de si una mentira puede disculparse algunas veces – por
ejemplo, para librarse a sí mismo o a otra persona de sufrir daños corporales. Pero, contrastando
el daño que pudiera sufrir el cuerpo de una persona con el daño que una mentira inflige al
bienestar eterno del alma de quien miente, Agustín saca la conclusión de que la mentira no es
nunca una opción moral aceptable (cf. 9-24).
En 25 Agustín clasifica las mentiras con arreglo a ocho grados (decrecientes) de
gravedad, comenzando por el grado más grave. Son los siguientes: 1) La mentira en materias de
doctrina religiosa; 2) la mentira que se dice en perjuicio de una persona pero que no beneficia a
ninguna otra; 3) la mentira que beneficia a una persona, pero de modo que resulta perjudicial
para otra persona, pero sin envilecer físicamente a esa otra persona; 4) la mentira que se dice por
el simple placer de mentir; 5) la mentira que se dice para sazonar la propia conversación; 6) la
mentira que es beneficiosa para una persona pero sin ser pejudicial para nadie más (como cuando
una persona engaña a un ladrón acerca del lugar donde alguien tiene escondido el dinero); 7) la
mentira que es espiritualmente beneficiosa para una persona y no resulta perjudicial para otra
(como cuando alguien dice al juez que una persona es inocente de un delito concreto [aunque esa
persona sea realmente culpable], pero afirma que es inocente para darle ocasión de arrepentirse);
8) la mentira que no resulta perjudicial para nadie, pero que libra a alguien de una ignominia
física. Las cinco primeras categorías están prohibidas de la manera más rigurosa. La sexta y la
séptima, aunque son menos reprensibles, “deberán ser evitadas por las personas que sean buenas,
creyentes y sinceras”. Sin embargo, la octava, con su perspectiva de salvar a alguien de una
ignominia física que claramente horroriza a Agustín (él ofrece en 15 unos cuantos ejemplos de
tal ignominia), le remite a la Escritura para una investigación más intensa que la emprendida en
5-8, a fin de ver si en tal caso puede permitirse alguna vez una mentira.
Luego, la última sección del tratado, desde 26 a 43, se ocupa extensamente de hacer un
examen de las enseñanzas de ambos Testamentos sobre el asunto de la mentira. La conclusión de
Agustín es que, aunque algunas veces pueda aparecer lo contrario, la Escritura no permite nunca
la mentira en ninguna circunstancia. Incluso la mentira que se dice con un fin bueno, que es
humanamente comprensible, debe ser juzgada desde una perspectiva eterna y divina, y no desde
una perspectiva temporal que estrecha la visión humana (cf. 38). Por tanto, la evitación incluso
de una ignominia física, por nefanda que sea, es razón insuficiente para justificar una mentira.
Las palabras finales de Agustín, en 42-43, son una defensa de Pablo a la luz de dos pasajes (1
Cor 9,22 y Gal 2,14), utilizados por algunos para probar que el apóstol había mentido. Mientras
que De mendacio no se compuso al parecer con la intención de referirse a un problema particular
que no fuera el problema general de la práctica de la mentira, vemos que Contra mendacium fue
una obra ocasionada por una situación específica a la que Agustín se refiere en las Retractationes
2.60: “Entonces escribí también un libro sobre la mentira. La razón de esta obra reside en el
hecho de que, para descubrir a los herejes priscilianistas, que piensan que es correcto ocultar su
herejía no sólo negándola y mintiendo sino cometiendo incluso perjurio, algunos católicos creían
que podían hacerse pasar, ellos mismos, por priscilianistas a fin de infiltrarse en sus lugares
ocultos. Escribí esa obra como una prohibición de semejante manera de proceder”. En el pasaje
en el que habla sobre De mendacio en Retractationes 1.27, Agustín señala otra diferencia que
hay entre las dos obras, que queda indicada en sus mismos títulos. La primera obra se titula De
mendacio, o La mentira, porque gran parte de ella está dedicada a estudiar la cuestión de la
mentira, mientras que la segunda obra se titula Contra mendacium, o Contra la mentira, porque
arranca de la premisa de que el mentir es malo. Las palabras mismas con que se inicia De
mendacio sugieren un tono más desapasionado que el que es característico de Contra
mendacium: “Magna quaestio est de mendacio” [La mentira suscita una cuestión importante ...].
Contra mendacium fue una obra compuesta a petición de un tal Consencio, que había
enviado a Agustín, para conocer sus observaciones, algún material acerca de los herejes
españoles conocidos como priscilianistas y sobre los católicos que trataban de infiltrarse entre
ellos para desenmascararlos. Este tal Consencio es quizás la persona del mismo nombre cuya
carta a Agustín tiene el número 119 en la colección de cartas de Agustín, y a quien Agustín
mismo escribió las epistulae 120 y 205. En 120.1 Agustín se refiere a él como al autor de
algunos libros; era, evidentemente, una persona con conocimientos teológicos.
La doctrina sobre la mentira, contenida en Contra mendacium, añade relativamente poco
a la que se encuentra en De mendacio. Conviene señalar dos puntos que no se estudian en De
mendacio. En 18 Agustín habla de tres elementos constitutivos de un acto moral – es decir, la
causa (causa), el fin (finis) y la intención (intentio). Sin embargo, aunque todos esos elementos
sean buenos, no podrán hacer que sea bueno un acto como el mentir, que es malo en sí mismo.
Luego, en 23, Agustín distingue entre una mentira y un silencio con respecto a la verdad,
ofreciendo como ejemplo el caso de Abrahán, que se refirió a Sara como a su hermana, lo cual
era verdad a causa del parentesco que existía entre ambos. Pero no dijo que ella era también su
mujer (cf. Gn 20,2 y 12).
Estos dos tratados son importantes, porque Agustín introduce en ellos novedades
significativas. En efecto, había existido en la antigüedad cristiana toda una tradición que pensaba
que la mentira era aceptable en determinadas circunstancias, a algunas de las cuales Agustín se
refiere en su enumeración de las tres últimas clases graves de mentira en De mendacio 25. Esta
tradición favorable a un uso restringido del engaño se encuentra atestiguada en los escritos, entre
otros, de Clemente de Alejandría (strom. 7.8.50-51), Orígenes (ap. Jerome, c. Rufinum 1.18; c.
Cels. 4.18-19; hom. in Jeremiam 20.3-4), Hilario de Poitiers (tr. in Ps. 14.10), Sulpicio Severo
(v. s. Martini 9), Paulino de Nola (carm. 16.52-74) y Juan Crisóstomo (de sacerd. 1.6). La
“mentira piadosa” se menciona tantas veces en los relatos acerca de los monjes del desierto
egipcio, que es ya un lugar común. En ninguno de los escritos cristianos antiguos, anteriores al
tiempo de Agustín, se condena categórica e inequívocamente la mentira en todos sus aspectos,
aunque los Padres no vacilaban en condenar la mentira en forma general, aunque no exhaustiva.
La doctrina sobre la mentira que Agustín introdujo en estos dos tratados (y que se repite
en otras partes, especialísimamente en ench. 6.18–7.22) no fue recibida sin alguna resistencia
inicial. Juan Casiano, que había estado en desacuerdo en Conlationes 13 con la teología de
Agustín acerca de la gracia, parece que le tiene presente cuando expone en Conlationes 17 la
postura más tradicional, aunque no menciona expresamente a Agustín. Pero Casiano expresa
cierto grado de ambigüedad con respecto a la mentira, no expresado por escritores anteriores, lo
cual sugiere que la valoración negativa de la práctica de la mentira, hecha por Agustín, había
surtido algún efecto en él.
Ahora bien, Casiano parece que es el único Padre latino que se opone a Agustín en esta
materia. Con Gregorio Magno (véase, por ejemplo, mor. 18.3.5-7) parece que la nueva doctrina
se asentó ya firmemente, y cuando Tomás de Aquino llega a hablar de la mentira en Summa
Theologica 2a2ae, q. 110, cita casi veinte veces a Agustín y utiliza su clasificación de la mentira
en ocho categorías según queda expuesta De mendacio. Por otro lado, en el Oriente griego siguió
estando en vigor, según parece, la tradición más antigua, aunque con un toque ocasional de
ambigüedad, que había marcado ya la opinión de Casiano sobre el tema.
Hay que suscitar la cuestión sobre qué es lo que influyó en la postura de Agustín sobre la
mentira y la hizo tan inflexible. Desde luego, él tomó con considerable seriedad las prohibiciones
bíblicas de la mentira, mientras que al mismo tiempo trató como misterios o alegorías las
evidentes mentiras que el Antiguo Testamento cita con aprobación. (Aquí Agustín aplicó el
principio, común a cierto número de Padres y enunciado por él mismo en De doctrina Christiana
3.10.4, en el sentido de que los actos inmorales que la Escritura parece condonar, deben
entenderse en sentido figurado.) Otro factor en el rechazo absoluto de la mentira por parte de
Agustín era el concepto, extraordinariamente alto, que él tenía a la verdad, a la que él identifica a
menudo con Dios mismo (véase, por ejemplo, c. mend. 40; conf. 3.6.10; 7.10.16; 10.40.65). Por
tanto, el pecar contra la verdad era algo más que decir simplemente una mentira: era un rechazo
implícito de Dios. Finalmente, la teología de Agustín sobre la mentira es típica de su teología
moral en general, porque opera sub specie aeternitatis y no desde la perspectiva de la
temporalidad humana; esto significa, en efecto, que los sufrimientos humanos que pudieran
originarse por decir la verdad, deben contrastarse con valores eternos de trascendencia
inmensamente mayor, y que, por tanto, habrá que soportar siempre el sufrimiento humano por
amor a la verdad.
–› Ética
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
De mendacio: CSEL 41:413-66; Contra mendacium:
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Traducciones
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Estudios
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1969); L. Thomassin, Traité de la verité et du mensonge (Paris, 1691), 1-74.
BONIFACE RAMSEY, O.P.

Mente (mens). Para Agustín la mente no es un mero aspecto de su ser o de su relación con el
universo. La mente inmortal define al hombre, y es (y, por tanto, Agustín encuentra que él
mismo es) una infinitud terriblemente fascinante en la que él está inmerso (conf. 10.17.26), y en
la que él explora incesantemente con una continua sensación de ser cosa maravillosa. El conocer
llena al ser humano; supremamente le hace feliz. Buscamos la unión con el Bien divino en la
contemplación. La visión es la realización de lo que el amor busca; el amor está percibiendo
constantemente (Trin. 8.4.6; véase 11.6.10). El conocer a Dios y el conocernos a nosotros
mismos son cosas que se hallan indisolublemente unidas. El conocer a Dios depende de que se
llege a entender que la mente es inmaterial y que es imagen del Dios trinitario (conf. 7.1.1; Trin.
1.1.1; 2.18.54; 3.1.1; 10,10.15-16). La mente es común a Dios y al hombre, el medium infinito en
que ellos se encuentran.
La filosofía, en el mundo helenístico al que pertenece el pensamiento de Agustín, se
había vuelto hacia sí misma, y Agustín es esencial para comunicar al Occidente latino este giro.
Entender a Agustín es cosa que depende de la apreciación de lo decisivo que es este giro mental
hacia el interior. Tan sólo volviéndose hacia el interior, alejándose de lo sensible, será posible el
moverse ascensionalmente hacia la Verdad (conf. 7.7.11ss).
Propiamente nuestro comienzo y nuestro fin son con el conocimiento de sí mismo. La
mente se conoce siempre a sí misma, porque siempre está inmediatamente presente en sí misma,
y, por tanto, es mejor conocida para sí misma que lo que puede serlo cualquier otra cosa (Trin.
8.6.9; 9.3.3; 9.6.11; 10.7.10–10.10.16). La relación con Dios y con todo lo demás está contenida
en el verdadero conocimiento de sí mismo. No necesitamos añadirle nada. Más bien, debemos
sustraer lo que le hemos añadido erróneamente por nuestra auto-inmersión en lo sensual que está
por debajo de la mente. Cuando se sustraen las confusiones resultantes de esas adiciones
autooscurecedoras, a la mente le quedará un conocimiento de su propia naturaleza o substancia
(conf. 10.8.15; 10.9.16; Menn 1998, 252).
La mente, cuando llega al verdadero conocimiento de sí misma, llega a Dios. La Verdad
es la mente divina o Verbo (Trin. 1.10.20; 4.1.2; 4.18.24; 7.3.5; 12.14ss). Allí la mente humana
se encuentra con lo que es superior a ella (conf. 7.7.10; Trin. 8ss; en. Ps. 145.5). La auto-
reflexión es el medium en el que sucede la relación con todo lo demás, y, como opuesto a los
neoplatónicos paganos, esto sigue siendo verdad para Agustín, incluso en lo que respecta a la
unión con Dios. Para ningún otro pensador en la tradición platónica con la que Agustín se
identifica a sí mismo, el mundo mental es más inclusivo. Ningún pagano obedecía más
completamente que Agustín a la orden dada por el oráculo de Delfos: ¡Conócete a ti mismo!
(conf. 10.3.3). Agustín descubrió también las contradicciones y auto-decepciones que había en la
introspección mental (Dodaro). El papel decisivo de Agustín en la determinación del carácter
específico del Occidente latino es de importancia crítica para la formación de sus tendencias al
dualismo mente-cuerpo, al intelectualismo absolutivizador y a la introspección psicológica.
La mente como imagen trinitaria
Para que la mente sea el medium en el que Dios y el hombre se encuentran, tendrá que ser
más que conocer. La mente es ser interconectado, conocimiento y voluntad, o, mejor dicho, las
actividades totalmente interrelacionadas y autoreflexivas del recordar, entender y amar (conf.
10.10.16; 13.11.12; civ. Dei 11.26; Trin. 14.8.11). Así, por ejemplo, la mente no es sólo la
profundidad inconsciente en la que se da la unión con los principios de su operación (Trin.
8.9.13; 11.7.11; 12.2.2; 12.3.3; 12.15.24). Es igualmente una conceptualización comparable al
hablar una palabra, un concebir en el que el ser de la mente se expresa a sí mismo para sí mismo.
Es también un amor auto-movido pero auto-trascendente, comparable al peso de un cuerpo (civ.
Dei 11.28; conf. 4.14.22; 14.9.10). Cada uno de los tres aspectos de la mente contiene a los
demás (Trin. 14.6.8; 14.14.18; 15.21.40; 15.21.41). La tríada de la memoria, el entendimiento y
el amor se halla presente en cada una de las tres actividades de la mente. Así, por ejemplo, hay
un conocer y un amar dentro de la memoria antes de que el conocimiento sea proyectado a la
conciencia.
Cuando las actividades triádicas están plenamente dirigidas a Dios individualmente y
como una totalidad, Dios y el hombre están finalmente unidos en la suprema bienaventuranza
(Trin. 15.12.21). La capacidad de la mente se juzga por esta visión de sí y del destino y la
finalidad del hombre. Esto significa que la esencia de Dios está dada enteramente en el
pensamiento divino y en la voluntad divina, y también que la mente humana llega a la unión con
la esencia de Dios, tal como es dada así en el pensamiento y en el amor. La representación que
Agustín tiene del futuro teleológico de la mente humana y, por tanto, de su capacidad y de su
relación con el ser, se halla en vivo contraste con la que predominaba en la tradición cristiana
griega (véase, para la evaluación más temprana de la diferencia, Erígena, Periphyseon 1.446B) y
es determinante de la teología, filosofía y cultura del Occidente latino, incluida la estructura
ontológica y teológica de su metafísica (O’Leary).
Ahora bien, la conexión de dependencia en que se halla la mente humana en sus
actividades esenciales con respecto al Dios trinitario no queda reservada para la vida en el
mundo futuro. Está siempre presente. Las actividades de la mente dependen de la iluminación
divina.
La memoria depende de Dios para los principios innatos que ella puede evocar en la
conciencia. Mantiene la experiencia histórica de Agustín – en la memoria él retiene una relación
con lo que él ha olvidado (conf. 10.16.25) y con el subconsciente. Así, en el vasto y maravilloso
mundo de la memoria, la mente encuentra a Dios dentro de sí misma. La mente, al pensar, refleja
la concepción divina de una palabra interna. En el conocimiento verdadero, la mente toca y ve a
Dios por encima de ella. Todos sus juicios se hacen así en relación con la norma de la Verdad
divina, de tal manera que Agustín puede considerarse a sí mismo como siembre movido y
moviente en relación con ella. En el deseo de la felicidad, la mente – consciente o
inconscientemente – es movida por Dios (conf. 10.13.20ss). Cuando este amor entiende
debidamente la naturaleza del fin que la satisface, entonces llega a la unión con Dios.
La conciencia del tiempo y la mediación (conf. 11)
En la conciencia del tiempo, con su unión de la memoria, de la conciencia del pensar y de
la capacidad de la voluntad para la repulsión, la atracción y la anticipación, se manifiesta – en
cuanto a su actividad – la relación de la mente con Dios. En el presente de la conciencia, el
pasado es recordado. De igual manera, por el amor y la expectación, en el mismo presente, la
mente – en la esperanza o en el temor – llega al futuro temporal y eterno. La conciencia humana
del tiempo, nuestra conexión con el pasado, el presente y el futuro en el presente de la
conciencia, depende de y revela una mediación de lo divino y lo humano dentro de la mente. Por
su conciencia del tiempo, la mente humana participa del presente eterno de Dios, que contiene lo
que, por nuestra forma de actividad mental, está dividido en pasado, presente y futuro. En
nuestra conciencia del tiempo, con su presente del pasado y del futuro, nuestra mente tiende un
puente entre el tiempo y lo eterno. A consecuencia de la mediación de la mente entre lo divino y
lo humano, a pesar de la temporalidad divisora que es esencial para nuestra forma de razonar,
podemos alcanzar la perspectiva divina necesaria para interpretar el Génesis, donde el comienzo
es antes de la creación, y para entender lo que Dios nos habla en la Sagrada Escritura.
El poder mental por el cual Agustín es capaz de moverse hacia atrás y hacia delante entre
su búsqueda de Dios, por un lado, y el discurso de Dios y el conocimiento de Él, por el otro lado,
o entre sus propias palabras, por un lado, y las palabras de la Escritura, por el otro lado, permite a
Agustín situar su propia conversión particular no sólo dentro de la formación divina del universo,
sino también dentro de la estructura universal de la mente misma. En todo nivel, en cuanto es
una totalidad y en cada individuo, ya sea simplemente corpóreo, viviente o inteligente, ya sea
humano, angélico o divino, hay un salir triádico – o discurso o autoexpresión o caída – y una
restauración – o retorno a la fuente y a la unidad en el juicio o plenitud beatificante (conf. 12; 13;
esp. 12.28.38). La gracia y la revelación restauran y llevan a la autoconciencia la imagen divina
dañada pero nunca perdida (Trin. 14.8.11), de tal manera que el mediador histórico, Jesucristo,
restaura lo humano y representa también en ello una mediación siempre y necesariamente
presente en la actividad de la mente (conf. 7.9.13ss; 10.42.67ss; 11).
En resumen, la mente humana es mudable y temporal, pero – para su estructura y
operación – depende esencialmente de la Verdad inmutable y eterna, y está creada de tal manera
que, al recordarse, entenderse y amarse a sí misma y al recordar, entender y amar todo lo demás,
termina propiamente en el y por medio del ser, conocer y amar divino (conf. 113; Trin. 15). La
mente conoce su propia mutabilidad. Y, así, es inferior y no juzga a la eterna Verdad a la luz de
lo que ella ve que es su propia inferioridad. Sin embargo, la mente humana, en el conocimiento
por el cual se compara a sí misma con lo que está por encima de ella, contiene también la
mediación que la mediación histórica de Cristo muestra y establece.
El conocer humano en la jerarquía del ser y del conocimiento (De animae quantitate;
de libero arbirio; conf. 10; De Trinitate)
En su relación con el sentido, el sentido común y la imaginación, la mente es receptiva
con respecto a lo sensible que hay debajo de ella, lo conduce a la unidad y lo organiza y
reconstruye creativamente. Lo temporal y sensible es una realidad inferior que, por su
mutabilidad, existe escasamente (conf. 12.9.9–12.19.28). No obstante, por medio del sentido, la
mente recupera el autoconocimiento. Por la gracia de la encarnación, la mente, caída en el
ocuparse (con olvido de sí misma) de la externalidad sensible, tiene la revelación de su estructura
trinitaria y puede llegar a una suprema comunión con Dios.
La razón juzga las actividades de las potencias inferiores del alma. La razón, un término
muy global para Agustín, es la potencia que define a lo humano, que no sólo separa a los
animales de los hombres sino que además distingue a la mente humana del entendimiento
angélico y del entendimiento divino. En la scientia la razón conoce lo corpóreo y proporciona la
base para regirlo. Como entendimiento y sapientia, la mente se extiende hasta el ámbito del ser
verdadero que está por encima (conf. 7.9.10; Trin. 12).
Por tanto, la mente humana, que es mudable pero que toca lo inmutable que está por
encima de ella, se halla en relación con todas las formas de ser graduadas jerárquicamente (conf.
7.5.7ss; 9.10.24; 10.16.25ss; 13.11.12; Trin. 5.2.3). El “sí-mismo” humano y su destino están
determinados por el nivel de realidad hacia la cual la mente se vuelve a sí misma en el amor por
el cual se mueve (conf. 12.9.9ss; 13.9.10). Boecio y los agustinianos medievales como Erígena y
Buenaventura, desarrollarán esta doctrina agustiniana para reconciliar lo humano con el universo
o incluso para contruirlo y, como el mismo Agustín, para guiar al alma hacia Dios a través de los
niveles ordenados de la realidad. Así que el Platonismo cristiano repite el viaje ascensional hasta
la línea de Platón y para salir de la caverna (rep. 509ss; conf. 7.9.10; cons. phil. 4 y 5;
Periphyseon 2 y 4; Itinerarium mentis in Deum).

Relación con las fuentes


Agustín sigue a Platón cuando piensa que el alma es una substancia inmortal simple con
una existencia independiente del cuerpo. La mente, la mejor parte del alma, caracteriza a lo
humano y muestra su origen en Dios y su semejanza con Dios (quant. 1-2). Sin embargo, una
explicación completa de la idea agustiniana acerca de la mente exige comprender casi toda la
historia de la filosofía entre Platón y Agustín y requiere también un conocimiento de las
autoridades eclesiásticas y de la teología neoplatónica (cristiana y pagana) que afectan a la
doctrina de la Trinidad (Madec, Crouse).
Como sucede con Plotino y con Porfirio, hay relaciones, más o menos directas y tanto
positivas como negativas, con Platón, Aristóteles, los escépticos, los estoicos y los platónicos
medios. La postura particular de Agustín dentro de la síntesis neoplatónica del pensamiento
helénico no puede comprenderse, si se deja de ver cómo él trasformó a Plotino, Porfirio y Mario
Victorino (véase Beierwaltes, Booth, Cipriani, Crouse, Dillon, Hankey, Lilla). En esta
trasformación, es esencial la aceptación y comprensión por Agustín de la teología trinitaria de la
Iglesia. Como hemos visto, la mente, para Agustín, es trinitaria y es la mejor imagen de Dios.
Nada está tan cerca de lo divino como lo está la mente, ni hay nada mejor entre las
criaturas (quant. 34.77; div. qu. 51,2; Gn. litt. imp. 16.60; civ. Dei 10.2; 11.26). Hasta aquí
Agustín está con Plotino. Sobrepasando lo que dice Plotino, la memoria – para Agustín – es más
que la reminiscencia platónica, aunque ciertamente hay una relación con los principios innatos u
olvidados y con el origen del conocer y del amar de la mente. La memoria incluye y conserva la
experiencia histórica de la singular existencia histórica del alma. Quedan excluidas la
reencarnación platónica y la memoria de una vida anterior a nuestro descenso al mundo sensible.
El intelectualismo de Agustín es más completo que el mundo noético plotiniano. Aquí su
postura es más aristotélica o platónica media. No hay Uno más allá del intelecto, accesible
únicamente para un amor que vaya más allá del conocer. Por consiguiente, el conocimiento de sí
mismo y el conocimiento de Dios no se separan nunca, y el ser, el entendimiento y el amor no
están ordenados jerárquicamente desde lo inferior a lo superior, sino que están igualados como lo
están las personas de la Trinidad a las cuales corresponden (Booth, Crouse, Hankey). Así que el
conocimiento de sí mismo y el conocimiento de Dios se hallan ineludiblemente entrelazados, e
incluyen el conocimiento de todo lo demás (vera rel. 39.72; conf. 7.1.1-2; 7.6.10; en. Ps. 41.6-8;
145.5; sol. 1.2.7; Trin. 14.12.15ss).
Con Plotino, para llegar a su comprensión de la mente, Agustín ha de liberarse del
corporalismo estoico. Para Agustín, esta evasión es sobre todo una evasión del Maniqueísmo.
Ahora bien, para ambos pensadores el conocimiento de lo incorpóreo no es precisamente
negativo. Es un conocimiento metafísico positivo y llega a ver con la mente a Dios. Para
Agustín, la mente puede ver con su propio ojo interior la luz inmutable que está por encima de la
mente; es la luz y la verdad por la cual la mente conoce supremamente. Esta verdad, que es
conocida como norma, y en la cual todo lo demás es conocido y juzgado adecuadamente, es Dios
como Verdad (lib. arb. 2.3; conf. 10).
En su camino del Maniqueísmo al Platonismo, Agustín pasa por el Escepticismo (Contra
Academicos; conf. 5.10.19; 5.14.24; 6.11.18; 6.16.26). El resultado es su explicación de la mente
con su indubitable unión de ser, pensar y amar (conf. 13.9.12; Trin. 15.12; civ. Dei 11.26). Con
Plotino, los estoicos, los escépticos y los pensadores helenísticos en general, Agustín comienza
por el vivo deseo de paz, descanso o quietud (conf. 1.1.6-7; 6.16.26; 13.38.53), y con Plotino él
encuentra su camino hacia ello mediante un movimiento de reflexión hacia el sí mismo, como lo
que se halla en contraste con lo sensible. La diferencia fundamental entre Plotino y Agustín
consiste en que Agustín es capaz de llevar hasta el fin esta reflexividad acerca de sí mismo.
La inquebrantable unidad autorreflexiva del recordar, entender y amar, que es esencial
para la mente, no sólo implica una certeza indubitable (Trin. 10.10.14; 15.12.21), sino que el
dejar sentado que somos racionales es cosa que se requiere para conducirnos a Dios. Así, De
Trinitate es una profundización racional en lo que esto significa, en lo que esto hace posible y en
lo que esto exige (Trin. 2.16.27; 2.17.28; 3.2.8; 3.10.21; 4.1; 11.1; 12.15.24; 14, passim;
15.15.25). Si pudiera negarse la racionalidad incorpórea esencial del alma humana, se
derrumbaría todo el argumento teológico de Agustín (Trin. 15.12.21; véase 14.19.26).
En resumen
La mente es lo que nos hace capaces de la unión con Dios. Supremamente, esto se debe a
la forma trinitaria tanto de lo divino como de lo humano. Lo humano puede reiterar, por tanto, a
un nivel inferior la autorrelación infinita divina (conf. 13-11.12).
La meta humana es la bienaventuranza en la contemplación, la visión de todas las cosas
en el Verbo eterno, que es el bien de las mismas. La meta es un retorno a nuestro comienzo, a lo
que érase física y objetivamente antes de nuestro conocer autoconsciente. Lo anterior en este
conocer antes de conocer, que pertenece a la memoria, corresponde a nuestras mentes, y en
nuestro ser, a la prioridad del Principio divino en el universo. La contemplación final es un
retorno a ese mirar al ser eterno, que es lo que corresponde a la memoria y a la estructura
fundamental de nuestras mentes. El alcanzar esa finalidad en la relación con el Principio que
corresponde al antes de la memoria permite a la mente, en virtud de su acceso a su propia fuente
y fin, el poseer su propia autocompleción. Mediante la autorreflexión en y por medio de su
relación con la Trinidad como el comienzo y el fin de la mente humana, una Trinidad en la cual
cada relación divina o Persona es también una actividad de la mente, se da forma divina a lo
humano. En este acto final de recordar, entender y amar, la mente humana tiene lo divino como
su objeto y como su propia forma (Trin. 14.12.15 y 16).
–› Alma; Antropología; Conocimiento; Iluminación divina; Intellectus; Memoria; Platón,
Platonismo; Plotino
BIBLIOGRAFÍA
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WAYNE J. HANKEY

Milán (Mediolanum). La ciudad de Milán, fundada hacia el año 390 a.C. (Plinio, HN 3.125),
dependía de Roma desde el año 194 a.C. Fue primeramente un municipium, luego una colonia.
Hallándose en el punto central del sistema de calzadas del norte de Italia, Milán, por razones
militares, se convirtió en una de las capitales del Imperio Romano hacia el siglo III de nuestra
era, en tiempo del emperador Maximiano Ercúleo. A partir de entonces, el emperador residía a
veces en la ciudad, que era también la sede del praefectus praetorio de Italia. Maximiano amplió
la ciudad, construyendo nuevas murallas y mejorando su apariencia. La época en que Milán
adquirió mayor importancia fue entre los años 365 y 402, cuando fue en realidad la capital de
Occidente, porque los emperadores residían normalmente en ella. Acudían, pues, a esta ciudad
funcionarios, aristócratas e intelectuales de muchas provincias, incluso de África. Llegó, por
tanto, a convertirse en una ciudad activa y muy poblada (contaba con 130.000-150.000
habitantes), con doble cinturón de murallas, un palacio (la residencia del emperador) y una casa
de la moneda. La comunidad cristiana aumentó también.
Milán tuvo sus primeros mártires cristianos durante la persecución de Diocleciano (303-
304). En Milán fue donde Constantino y Licinio, a principios del año 313, acordaron promulgar
el famoso “edicto” de Milán, que concedía libertad religiosa a los cristianos. El obispo Ambrosio
(374-397) edificó cuatro iglesias, todas ellas extramuros: ad martyres (que más tarde se llamó
San Ambrosio), San Dionisio en la calzada hacia Bérgamo, la Basílica de los Apóstoles (que más
tarde se llamó San Nazaro) y, finalmente, la Basílica de las Vírgenes (que más tarse se llamó San
Simpliciano). Antes de San Ambrosio había ya en la ciudad tres iglesias: la basílica antigua
(Santa María, ahora bajo el Duomo) con su baptisterio, construida a comienzos del siglo IV; la
basílica nueva, edificada aproximadamente a mediados del siglo IV (que más tarse se llamó
Santa Tecla), a la que Ambrosio añadió un baptisterio – en el cual fue bautizado Agustín. En esta
basílica, no lejos de la residencia episcopal, es donde Ambrosio predicaba normalmente. La
tercera iglesia era la Basílica Portiana (que actualmente se llama San Lorenzo). Ambrosio, con su
actividad pastoral y diplomática, convirtió a Milán en el centro de la vida cristiana del norte de
Italia, en una metrópoli cristiana ortodoxa. Para Agustín, Milán se identifica con Ambrosio:
“Llegué a Milán y allí me encontré con Ambrosio” (conf. 5.13.23).
El emperador Arcadio, en vista de las invasiones de los bárbaros, eligió a Ravena como
capital (402), y Milán perdió algo de su importancia. Milán llegó a ser también centro de vida
intelectual y aristocrática. Ausonio escribía: “facunda virorum ingenia et mores laeti” (Ordo
nobilium urbium, ICI 1,272). Agustín, a petición de la corte, llegó a Milán para desempeñar el
cargo de rhetor imperial y vivió allí desde el otoño del año 384 hasta el verano del año 387. Allí
pronunció los elogia de Bautono (1 de enero del año 385), que se había convertido al
cristianismo y fue bautizado en la Pascua del año 387 (el 25 de abril).
–› Ambrosio; Conversión; Mónica; Simpliciano; Vida, cultura y controversias de Agustín
BIBLIOGRAFÍA
Agostino a Milano,il Battesimo, Agostino nelle Terre di Ambrogio (22-24 aprile 1987), ed.
Augustinus (Palermo, 1988); EEChurch, 1:559; F. Monfrin, “A propos de Milan chrétien: siège
épiscopal et topographie chrétienne IVe-VIe siècle,” Cah. Arch. 39 (1991): 7-46.

ANGELO DI BERARDINO, O.S.A.

Milevi, Concilio de. Dos concilios eclesiásticos se celebraron en Milevi, una ciudad de la
provincia romana de Numidia en el norte de África, en agosto del año 402 y en el año 416,
respectivamente. El arzobispo Aurelio de Cartago presidió la reunión del año 402, celebrada en
el “Secretarium” de la basílica de Milevi. Inició las sesiones con un discurso e hizo que se
leyeran en voz alta las decisiones de los sínodos de Hipona (393) y de Cartago (401?), que todos
los participantes, incluido Agustín, aceptaron y firmaron. El concilio acordó promulgar varios
cánones que estipulaban que los obispos jóvenes no pretendieran tener autoridad sobre los
obispos mayores ni actuaran sin escuchar el consejo de ellos. Esto exigía que se mantuvieran
registros eclesiásticos en los que constara la fecha exacta de la ordenación episcopal, a fin de
determinar la antigüedad de cada prelado. Además, el concilio se negó a deponer al obispo
Quodvultdeus sin proceder antes a una investigación, pero le impidió la participación en la
reunión por no haber contestado a ciertas preguntas del sínodo. El concilio aceptó la dimisión de
Maximiano de Vaga, que había sido donatista, y aprobó la elección de un sucesor.
El segundo sínodo provincial se reunió en el año 416 bajo la presidencia del obispo
Silvano. Agustín estuvo presente y redactó una carta, firmada por 59 obispos y dirigida al papa
Inocencio, pidiéndole que interviniera en la controversia pelagiana. Agustín acusaba a Pelagio y
a Celestio de enseñar que los hombres podían vencer el pecado sin la ayuda de la gracia divina y
que los niños pequeños no necesitaban el bautismo para disfrutar de la vida eterna. Después de
informar sobre las discutibles creencias de Pelagio, que habían sido examinadas por los dos
concilio del año 416, celebrados en Cartago y en Milevi, Agustín, en su obra titulada De natura
et gratia, envió a Inocencio una crítica hostil del libro de Pelagio titulado De natura. Aunque el
papa Inocencio condenó a Celestio y a Pelagio y a sus seguidores en el año 417, vemos que a
fines de aquel año, en septiembre, su sucesor, Zósimo, volvió a abrir el asunto reprendiendo a los
obispos africanos por sus ataques contra Celestio y Pelagio. Esto indujo, a su vez, a Agustín a
emprender una campaña para conseguir la censura imperial contra Pelagio. En abril del año 418,
el emperador condenó como herejes a Celestio y a Pelagio, y ya en el verano del año 419 ordenó
a todos los obispos africanos que estuvieran de acuerdo con la condenación de Pelagio y de sus
seguidores.
–› Concilios de los obispos norteafricanos; Donato, Donatismo
BIBLIOGRAFÍA
Augustine, Saint Augustine. Letters. 4 (165-203), trans. Sr. Wilfrid Parsons, FC 30 (1955);
“Augustine (354-430)”, in EEChris, ed. Everett Ferguson (New York: Garland Publishing,
1990); “Aurelius of Carthage”, “Carthage. V. Councils,” “Donatism — Donatists,” in EEChurch,
ed. Angelo di Berardino, trans. Adrian Walford, 2 vols. (New York: Oxford University Press,
1992); P. Brown, “Pelagius and His Supporters: Aims and Environment,” in Religion and Society
in the Age of Saint Augustine (New York: Harper & Row, 1972), 183-207; J. P. Burns,
“Augustine’s Role in the Imperial Action against Pelagius,” JTS, n.s., 30, no. 1 (April 1979): 67-
83; W. H. C. Frend, “The Early Christian Church in Carthage,” in Excavations at Carthage 1976
Conducted by the University of Michigan, ed. J. H. Humphrey (Ann Arbor: Kelsey Museum,
University of Michigan, 1977), 3:21-40; C. J. Hefele, A History of the Councils of the Church,
trans. and ed. Henry Nutcombe Oxenham, 5 vols. (Edinburgh: T. & T. Clark, 1896); J.-L. Maier.
L’Episcopat de L’Afrique Romane, Vandale et Byzantine. Bibliotheca Helvetica Romana 11
(Roma: lnstitut Suisse de Rome, 1973); G. D. Mansi, Sacrorrum Conci1iorum, 31 vols.
(Florence and Venice: A.Zatta, 1759-98); C. Munier, ed., Concilia Africae A. 345-A 525, CCL
259 (Turnhout: Brepols Editores Pontifici, 1974).

JAMES B. MCSWAIN

Milleloquium Sancti Augustini. El Milleloquium Sancti Augustini es indiscutiblemente el


punto más alto que alcanzó la erudición sobre Agustín, antes de que los Opera Omnia de Agustín
se imprimieran en el año 1508. Se conservan, por lo menos, treinta y un manuscritos que
contienen al menos parte del Milleloquium, recopilado por Bartolomé de Urbino. Esta
publicación consta de aproximadamente quince mil páginas, con textos tomados de las obras de
Agustín, dispuestos alfabéticamente en 1081 artículos temáticos (según aparecen en la edición de
Lyón de 1555). Bartolomé dedicó la obra al prior general de su orden, Dionisio de Módena.
Dionisio había sido elegido prior general en el capítulo general celebrado en el año 1343 en
Milán, y murió dos años más tarde. Ahora bien, en la carta en que hacía la dedicatoria,
Bartolomé indicaba que había empezado a trabajar mucho antes en el Milleloquium, cuando era
lector en Bolonia, comenzando en el año 1321. Aunque más tarde algunos agustinos, como Juan
de Basilea († 1392), señalaron que se habían deslizado unos pocos errores en el Milleloquium,
sin embargo Bartolomé se había esforzado en lograr la precisión. Tuvo buen cuidado de
presentar únicamente los pasajes que él afirmaba conocer personalmente, y daba la cita precisa o
se disculpaba por no haber podido hacerlo. Verificaba la autenticidad de las obras de Agustín con
referencia a las Retractationes, dando referencias específicas, íncipits y éxplicits. A veces ofrecía
lecturas variantes de los textos y expresaba sus dudas acerca de la autenticidad de algunas de las
obras atribuidas a Agustín. El Milleloquium no es una mera recopilación de los dicta
agustinianos, sino que es una obra crítica de erudición realizada por alguien cuyos
“conocimientos de los escritos de San Agustín no tuvieron igual en su época” (Arbesmann 1980,
171).
Bartolomé muestra un conocimiento de Agustín parecido al que tenían los teólogos
universitarios de su época. Sin embargo, el Milleloquium no procedía de un ambiente
universitario sino de la red – desatendida – de los studia no universitarios. Bartolomé no
ascendió nunca al magisterium. Son escasos los detalles de su vida que se conocen. Y, con
respecto a su carrera, sólo podemos afirmar con seguridad que era lector en Bolonia,
comenzando en el año 1321. Bartolomé, que en la carta-prefacio dirigida al papa Clemente VI,
confiesa ser pauper in scripturarum campo, afirma que recopiló como un ejercicio el
Milleloquium, una obra magis utilis quam subtilis. Lo hizo así como persona ajena al estamento
universitario de su orden (“... cum caream ordine tribunatus, velut gregalis alienigena insignia
gero...”, Milleloquium [edición de Lyón de 1555, fol. IIV). Por tanto, el mayor logro quizás de la
erudición sobre Agustín a fines de la Edad Media se realizó con independencia a la actitud
histórica existente entre los magistri agustinianos. Más aún, aunque Bartolomé, en el Index
Librorum, dividió las obras de Agustín entre las que se hallaban encaminadas a exponer la
verdad y las que pretendían combatir la herejía, sin embargo no hay pruebas de que el
Milleloquium se recopilara como una defensa agustiniana contra los “pelagianos modernos”. La
obra de Bartolomé es representativa de lo mucho que se apreciaba en la Orden Agustiniana el
retorno a las palabras auténticas de Agustín. Es un monumento a la atención que los eruditos
especializados concedían a la recepción y asimilación de la œuvre de Agustín a fines de la Edad
Media. Por desgracia, no se ha emprendido ninguna edición moderna del Milleloquium.
BIBLIOGRAFÍA
R.Arbesmann, Der Augustinereremitenordern und der Beginn der humanistischen Bewegung
(Würzburg, 1995); R. Arbesmann, “The Question of the Authorship of the Milleloquium
Veritatis Sancti Augustini,” Analecta Augustiniana 43 (1980): 165-86; E. L. Saak, “The
Reception of Augustine in the Later Middle Ages.” The Reception of the Church Fathers in the
West: From the Carolingians to the Maurists, ed. 1. Backus, 2 vols. (Leiden: E. J. Brill, 1997),
1:367-404.

E. L. SAAK

Ministerio. Según el empleo del término en los primeros tiempos del cristianismo,
“ministerio” podía designar cualquier clase de servicio prestado a los demás. Pero el término
adquirió pronto un significado más específico, a saber, la autoridad u oficio permanente en la
comunidad cristiana. Ministerio significaba normalmente las órdenes de obispo, presbítero y
diácono. En esta acepción, el “servicio” se entendía primordialmente como un servicio prestado
a Dios.
El término latino clásico minister significa “servidor” o “ayudante”. Está formado por el
adverbio minus (menos) y la terminación -ter, que a menudo designa a uno de un par (el
complemento de minister es magister, “maestro” o “docente”, del adverbio magis, “más”). De
minister se derivan ministerium (servicio), ministrare (servir) y otras formas.
Formas del grupo de palabras minister aparecen más de 120 veces en la versión Vulgata
del Nuevo Testamento, donde traducen tres grupos de palabras griegas: leitourgos (de ordinario,
un sacerdote del Antiguo Testamento), hyperetes (servidor en sentido profano) y diakonos (a
menudo, servidor en sentido cristiano). El término minister como traducción de diakonos
comenzó a convertirse en término técnico. Matías (Hechos 1,17-25) y los Siete (Hechos 6,1-4)
desempeñan un “ministerio”. Pablo habla de un “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18).
Lucas habla de “ministros de la palabra” (Lc 1,2); los apóstoles (Hechos 26,16) y sus
colaboradores (Hechos 13,5) son ministros. En Mc 9,35, Mc 10,43 = Mt 20,26, y Mt 23,11, Jesús
insta a aquellos de sus discípulos que quieran ser los primeros o los mayores, a que sean los
servidores de todos. Estas sentencias describen la actitud que deben adoptar los buenos cristianos
que desempeñen un oficio en la Iglesia.
El latín cristiano, desde sus comienzos al fin del siglo II, aplicaba el término ministerium
a todas las órdenes clericales (Cipriano, ep. 29; cf. Tertuliano, Sobre la monogamia 12.2),
aunque el término latino original minister se empleaba algunas veces para referirse únicamente al
diácono, en sustitución del préstamo lingüístico griego diaconus.
En el uso que hace Agustín, el término “ministerio” designa siempre una función
concreta: proporcionar un servicio a alguien o a algo. El término tiene un sentido general y
varios sentidos específicos.
Ministerium puede significar cualquier servicio que una persona preste a otra – el servicio
de un médico, por ejemplo (en. Ps. 87.10) o el “servicio de mi lengua” (conf. 9.2.2) en la
enseñanza de la retórica. Los sentidos corporales ejercen un servicio al conducir hacia el
conocimiento de Dios (conf. 10.6.9). El minister actúa siempre para alguien que es mayor que él
y pone en práctica la voluntad de este último; un médico, por ejemplo, puede actuar por medio
de sus ministri o ayudantes (vera rel. 17.34). Romaniano es ministro o instrumento de Dios (c.
Acad. 2.2.4). Los ángeles son también ministros de Dios (en. Ps. 8.1). Los escritores de las
Escrituras son “ministros henchidos del Espíritu Santo” (en. Ps. 8.7). Hubo ministros de la Ley,
especialmente Moisés (en. Ps. 50.8). Los apóstoles ejercían un ministerio (s. 266.3). Pablo en
particular era un ministro (Trin. 8.9.13; en. Ps. 35.9, citando a la Escritura). En las Confessiones
10.26.37 Agustín describe al ministro con las siguientes palabras: “Óptimo ministro tuyo es el
que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a querer aquello que de ti oyere”.
En un sentido más específico, Agustín aplica el término “ministerio” al servicio prestado
en la Iglesia. Él describe su propia función como ministerio (en. Ps. 118.32.8; Jo. ev. tr. 34.1; ep.
34.1). Concibe primordialmente su ministerio como predicación o proclamación, una actividad
que implica a todo su ser, de tal modo que Agustín puede hablar del “ministerio de nuestro
corazón y de nuestra lengua” (s. Guelf. 28.7).
Más específicamente todavía, Agustín utiliza con mucha frecuencia el término
“ministerio” para referirse el servicio prestado en la Iglesia por los que desempeñan un oficio
eclesiástico. Establece una distinción básica entre el laicado y los ministros (en. Ps. 8.13), y entre
los ministros y el pueblo (ep. 228.5). Son ministri las autoridades de la Iglesia (en. Ps. 67.34). La
ordenación se efectúa mediante la imposición de las manos (c. litt. Pet. 2.106.243). El verdadero
sacerdote necesita el sacramento y la justicia (2.30.69). Las órdenes consagran al sacerdote lo
mismo que el bautismo consagra al cristiano (c. ep. Parm. 2.13.28). El sacramento de las órdenes
permanece en el ordenado (b. conjug. 24.32) y no puede repetirse (c. ep. Parm. 2.13.28), según
explicaba la doctrina de Agustín acerca del carácter sacramental.
Agustín define clarísimamente al ministro en Contra litteras Petiliani 3.55.67: “El
ministro [es] el dispensador de la palabra evangélica y del sacramento”. Empleó esta definición a
lo largo de toda su vida sacerdotal. La definición aparece por vez primera en la epistula 21.3,
escrita justamente después que él fuera ordenado sacerdote en el año 391: “[El] sacerdote
administra el sacramento y la palabra de Dios al pueblo”. Vuelve a utilizar esta expresión en la
epistula 228.2, escrita un año antes de su muerte: “[Nosotros somos] los servidores de Cristo, los
ministros de su palabra y sacramento”. Véase también Ad Cresconium grammaticum partis
Donati 2.11.13 (“[Nosotros somos obispos] por el bien de aquellos a quienes administramos la
palabra y el sacramento del Señor”); epistula 69.1 (“La dispensación de los misterios de Dios”);
259.2 (“Un dispensador de esa salvación por medio de la palabra y el sacramento”).
Por “ministerio de la palabra” Agustín entendía primordialmente la predicación, una
actividad a la que él dedicó gran parte de su vida como sacerdote y como obispo. La
comprensión que Agustín tenía del “sacramento” no estaba fijada. Con muchísima frecuencia, lo
de sacramento se refería al bautismo, pero podía designar también otros sacramentos o misterios.
Agustín escribe frecuentísimamente acerca del ministerio del bautismo, pero también del
ministerio del altar (op. mon. 21.24), del ministerio del cuerpo del Señor (ep. 228.6) y de un
“ministerio de reconciliación” (en. Ps. 71.6; cf. 2 Cor 5,18). Tales ministerios son necesarios
para la perfección de los creyentes (conf. 13.34.49).
Los ministros son definidos según Aquel a quien sirven, porque el ministerio es
esencialmente servicio de Dios. Agustín habla de un “ministro de Dios” (en. Ps. 102.13), de los
“ministros de Cristo” (Jo. ev. tr. 51.12) y de los numerosos ministros del único Maestro Interior
(Jo. ev. tr. 18.10), que es Cristo. Habla también de un “ministro de la Iglesia” (ep. 134.4), del
“ministerio eclesiástico” (ep. 228.10) y del “ministerio de la Iglesia” (ep. 228.12). Agustín sabe
que algunos clérigos están al servicio de su propio bien, y no al servicio del bien de la Iglesia (s.
dom. mon. 2.17.56).
Agustín reconocía diferentes grados de ministerio (en. Ps. 67.19), de etapas o grados que
conducían al sacerdocio (s. 356.3). Conoce claramente las órdenes de acólito, lector, subdiácono,
diácono, presbítero y obispo. No sabemos si conocía también las órdenes de exorcistas y
ostiarios (sobre el ostiario, cf. s. 46.13.31).
Entre las órdenes menores, la de lector, cuya función consistía en leer las Escrituras y
cantar salmos en la Iglesia, destaca claramente en los escritos de Agustín (s. 17.1.1; en. Ps.
32.2.1.5; 138.1; cf. ep. 64.3).
Los acólitos de la iglesia de Roma llevaban cartas para Agustín (epp. 191.1; 192.1; 193.1;
194.1).
Los diáconos, a los que Agustín menciona con frecuencia, tenían importantes funciones
pastorales. Durante la liturgia, dirigían a los fieles en la oración (ep. 55.18.34). Deogracias, un
diácono de Cartago, estaba encargado de instruir a los catecúmenos, y Agustín le dirigió a él su
obra La catequesis a principiantes (De catechizandis rudibus). Agustín retenía a su lado al
diácono Lucilo, porque éste hablaba la lengua púnica (ep. 84.2), lo cual era una ayuda para
Agustín en su labor pastoral.
En tiempo de Agustín, el oficio de presbítero se hallaba en estado de transición.
Virtualmente cada ciudad importante tenía un obispo, que hacía las veces de pastor ordinario,
celebraba la liturgia, predicaba en la iglesia y dirigía a su grey. El presbítero seguía siendo
esencialmente el auxiliar y representante del obispo. Pero según las comunidades iban creciendo
de tamaño y los pueblos pequeños iban necesitando clérigos, los presbíteros fueron asumiendo
muchas funciones pastorales, como predicar, administrar una iglesia, impartir consejos. En el
norte de África no era extraño que un presbítero predicase. Agustín mismo predicó siendo
presbítero, a petición del obispo Valerio. Aurelio de Cartago hacía también que sus presbíteros
predicaran (ep. 41.1). Agustín, en diversas ocasiones, da testimonio de que había presbíteros que
predicaban (s. 20.5; 137.11.13; ep. 105.4). Agustín puso la Iglesia de Hipona a cargo de un
presbítero fiel. Los presbíteros eran consejeros y guías de los fieles, especialmente en ausencia
de los obispos (s. 196.4.4) y prestaban ayuda en las curaciones (civ. Dei 22-8). Un presbítero
podía gobernar un pequeño territorio (lo cual era como el primer paso para la creación del
sistema de parroquias; ep. 63). El presbítero, escribía Agustín, necesitaba estar firme en la fe y
llevar una vida moral; no todos reunían estas condiciones (ep. 65). Era posible que a un
presbítero le acusaran de delitos (ep. 251). Agustín tuvo que defender también la inocencia de un
presbítero (ep. 62.1-2).
Agustín quería que sus presbíteros vivieran en comunidad, sin poseer bienes personales;
los famosos sermones 355 y 356 dan testimonio del fracaso de su experimento.
Cuando Agustín fue ordenado obispo en el año 396, llegó a ser parte de una tradición que
había heredado de Cipriano una doctrina bien desarrollada y vigorosa sobre la autoridad y la
colegialidad episcopal. El obispo era de manera eminente el sacerdote (sacerdos) de su iglesia,
un modo de hablar que aparece claramente por vez primera en Cipriano. Agustín, de ordinario, se
dirigía a sus hermanos en el episcopado llamándoles consacerdotes, “compañeros en el
sacerdocio”- El obispo ordenaba presbíteros y diáconos, nombraba al clero menor, admitía a los
laicos o los excluía de la comunión, y participaba en la ordenación de otros obispos. Instruía
también a los catecúmenos, dirigía los ritos de iniciación y predicaba habitualmente, por lo
menos cada domingo. En tiempo de Agustín, el obispo era también una autoridad civil y social:
juez en pleitos civiles, protector de los que solicitaban su favor, defensor de los acusados. El
obispo tenía que ser a un mismo tiempo pastor y maestro (ep. 149.2.11).
Agustín (a diferencia de Jerónimo) sostenía claramente que el episcopado es superior al
presbiterado. El bautismo efectuado por un presbítero es válido y no debe ser repetido por un
obispo, aunque la jerarquía del obispo sea superior (ep. 93.11). Agustín se opuso a los heréticos
aerianos, que sostenían que no había diferencia entre un obispo y un presbítero (haer. 53; cf. ep.
82.4.33). Otro grupo herético rechazado por Agustín, los pepuzianos, concedía el presbiterado a
mujeres (haer. 27).
En el ejercicio de su oficio, el obispo tenía que hacer que la humildad fuera su principal
virtud. “Para vosotros soy un obispo, con vosotros soy un cristiano” (s. 340.1), escribía Agustín.
Su descripción más elocuente del oficio de obispo es la que lo califica de sarcina, o “carga”, el
término para designar la carga pesada que un soldado romano debía llevar sobre su espalda.
Escribía: “Más que desempeñar un cargo, lo que quiero es servir de ayuda” (ep. 134.1). A otros
obispos los llama sus “compañeros en el discipulado” (epp. 31.9; 95.1). Cuando Agustín pensaba
en el oficio que él estaba desempeñando, se refería a sí mismo como a un servus, “siervo” o
“esclavo”, “siervo de Cristo y, por medio de él, siervo de sus siervos” (ep. 217.1; cf. epp. 130.1;
231.1).
–› Clero norteafricano, el; Disciplina; Ordenación, Órdenes
BIBLIOGRAFÍA
L. E Bacchi, “The Theology of Ordained Ministry in the Letters of Augustine of Hippo” (diss.,
Marquette University, 1990); F. Genn, Trinität und Amt nach Augustinus, Sammlung Horizonte,
n.s., 23 (Einsiedeln, 1986); E. Lamirande, “The Priesthood at the Service of the People’ Furrow
15 (1964): 501-7; G. Lawless, “Augustine’s Burden of Ministry”, Angelicum 61 (1984): 295-3
15; J. T. Lienhard, Ministry (Wilmington, Del.: Michad Glazier, 1984); M. Pellegrino, The True
Priest: The Priesthood as Preached and Practised by St. Augustine, trans. Arthur Gibson (New
York, 1968); J. Pintard, Le sacerdoce selon s. Augustin. Le prêtre dans la Cité de Dieu (Tours,
1960); E. Sauser, “Gedanken zum priesterlichen Dienst in der Theologie des hl. Augustinus,”
Trierer theologische Zeitschrift 77 (1968): 86-103.

JOSEPH T. LIENHARD, S.J.


Misericordia, obras de misericordia. Las obras o actos de misericordia hacia otras
personas son temas estudiados de diversas maneras durante el período patrístico. Los términos
opera (bona, misericordiae, justitiae) y eleemosyna (limosna) se referían a la decisión de dar
algo en beneficio de una persona necesitada (cf. s. 207.1: “eleemosyna quippe graece,
misericordia est”). Son numerosas las obras de misericordia citadas por Agustín, entre ellas el
dar cosas, el perdonar y el hacer bien a otros y el hacérselo a uno mismo (s. 106.4). Sin embargo,
el significado bíblico y espiritual de misericordia sugiere más que la realización de una acto. El
hablar de dar limosnas y de hacer buenas obras era uno de los elementos centrales del
pensamiento patrístico, porque, además de relacionarse con el cumplimiento de los
mandamientos bíblicos (Mt 5,7; Lc 11,41), se hallaba estrechamente conectado con la
interpretación del amor a Dios y al prójimo, un tema que adquirió nuevas dimensiones en
relación con la creciente preocupación por la pobreza y la riqueza durante el siglo IV. Además de
las obras mencionadas en Ramsey (1982, 226), entre los estudios de escritores contemporáneos
sobre las buenas obras o sobre la limosna habrá que incluir las obras de J. Budde, A. Fitzgerald,
A. Gillaume y H. Pétré. Entre los autores antiguos de especial significación por su relación con
Agustín se encuentran Cipriano (De opera et eleemosyna), Ambrosio y León Magno.
La misericordia de Dios
Dios es la fuente de la misericordia desde la perspectiva de la vida y conversión de
Agustín (mencionada a menudo en las Confessiones) o desde la perspectiva de la salvación a la
que todos los pueblos están llamados (retr. 1.23). Para Agustín, la desdicha humana originada
por el pecado es dominada únicamente por la misericordia de Dios, con la que uno debe cooperar
(ench. 32; civ. Dei 10.6) mediante el reconocimiento de la propia necesidad y por el ejercicio con
amor de obras de misericordia (s. 106.4; en. Ps. 32.2.3.11: “miseretur enim, considerat imaginem
suam, fragilitatem nostram et vocat; et conversis ad se donat peccata, non conversis non donat”).
La responsabilidad del cristiano no consiste únicamente en buscar la misericordia de Dios, sino
incluso en demandarla: “No dudemos en exigir (exigere) del Señor, nuestro Dios, la
misericordia. Quiere en absoluto que se le pida... ¿Quieres conocer de qué modo te dispense Dios
la misericordia? ¡Ofrécele tú amor! Veamos si limitas al ofrecer. Cuanta es la riqueza que hay en
la misma cumbre, haya tanta, si puede ser, en la imagen” (en. Ps. 32.2.2.28).
Cristo
Ninguna obra de misericordia fue mayor que la de Cristo, que tuvo compasión de nuestra
desdicha (s. 207.1; 106.4). A causa de la misericordia de Cristo, cada cristiano está llamado a ser
misericordioso con otros (s. 222.2). La contribución de Agustín a la interpretación de la
misericordia está profundamente centrada en Cristo; en el sermo 38.8, citando a Mt 25,40,
afirma: “Cristo es el que nutre, y él va hambriento a causa tuya; él es tu bienhechor, y es
indigente. Cuando él es el bienhechor, tú estás dispuesto de buena gana a recibir; cuando él es
indigente, tú no estás dispuesto de buena gana a dar. Cristo es indigente, cuando algún pobre es
indigente [eget christus, quando eget pauper]”. El amor al prójimo es la acción de Cristo; es
también el camino hacia Cristo: “Todos vosotros aguardáis agasajar a Cristo sentado en el cielo.
Atiéndele, cuando está bajo los porches; atiéndele, cuando está hambriento; atiéndele, cuando
tirita de frío; atiéndele, cuando está necesitado; atiéndele, cuando es un forastero” (s. 25.8). Y las
buenas obras han de hacerse por verdadero amor a nuestro prójimo (ep. Jo. 6.4; cf. Jo. ev. tr.
17.8). No sólo no se puede descuidar al prójimo por amor a Dios, sino que en el acto mismo de
amar al prójimo está presente Cristo (van Bavel 1986, 179-180), lo cual es una aplicación de la
interpretación que Agustín ofrece de Mt 25,31-46). De hecho, Agustín cita en su obra más de
275 veces el pasaje de Mateo (van Bavel 1986, 180). Y el versículo 40, acerca de lo que se hace
“al último de mis hermanos”, es un pasaje que conmovía profundamente a Agustín (“plurimum
movit”, s. 389.5). Por tanto, cuando Agustín exhorta a sus oyentes a hacer buenas obras, es un
mandamiento que se subraya no sólo en cuanto a su contenido externo, sino también en cuanto a
su contenido interno. La misericordia hacia uno mismo permite que el acto misericordioso esté
enraizado en Cristo y que sea una acción de Cristo (en. Ps. 142.3: “multa enim dicit ex persona
capitis, multa ex persona membrorum; et hoc totum tamquam una persona sit”), porque esa
acción está realizada con el mismo amor (en. Ps. 75.9; 86.5; 147.13; s. 38.8; 113B.4 [Mai 13.4];
239.6-7; civ. Dei 21.27).
La Iglesia
Varios elementos del enfoque que Agustín hace de las obras de misericordia están
relacionados con su comprensión de la condición de ser miembro de la Iglesia. Criticando a los
donatistas por separarse de la Iglesia, Agustín vincula el beneficio de las buenas acciones con la
unidad de la Iglesia: “Por tanto, está claro, hermanos míos, que ellos no obtienen ningún
beneficio poe conservar la virginidad, por ser continentes, por dar limosnas; todo lo que ellos
elogian en la Iglesia, no redunda en beneficio de ellos, porque han roto la unidad de la Iglesia, es
decir, han desgarrado la unidad de la túnica de la caridad” (Jo. ev. tr. 13.15 y 6.23; véase, no
obstante, en. Ps. 32.2.2.28 donde se considera a los donatistas como pertenecientes al cuerpo por
el bautismo). Aunque pudiera parecer egoísta el afirmar que únicamente los cristianos son
capaces de dar efectivamente limosnas, la afirmación de Agustín está enraizada en su lectura de
las Escrituras. La acción de Cornelio de dar limosnas (Hechos 10) fue descrita como una acción
conducente al bautismo (doc. Chr. 6) y a la Eucaristía (s. 149.7). Agustín afirma que el bien que
había en sus limosnas y oraciones no habría sido de ningún valor para Cornelio, “si él no hubiera
estado incorporado a la Iglesia por el vínculo de la comunión cristiana y de la paz. Se le ordenó
que mandara llamar a Pedro, por medio del cual él podía aprender acerca de Cristo y ser
bautizado y ser unido al pueblo cristiano por la fraternidad de la comunión” (bapt. 1.10 y 4.28;
prae. sanct. 12; s. 106.1s). “Anteriormente Cornelio estaba vinculado sólo con la Iglesia por una
semejanza en cuanto a las buenas obras”. Por eso, aunque sus limosnas y oraciones eran
aceptadas, era necesario además que Cornelio se convirtiera en miembro de la “Iglesia, es decir,
del Cuerpo de Cristo” (s. 149.7).
La misericordia cristiana es, por tanto, participación en Cristo y en la Iglesia, un medio y
un signo de la unidad de los cristianos. Ese tema se trataba especialmente durante la Cuaresma,
cuando se acentuaban las obras de oración, ayuno y limosna (s. 210.8: “Todo el cuerpo de Cristo
se halla esparcido por todo el mundo; esto se refiere a toda la Iglesia”; cf. Verheijen 1980, 199).
Los cristianos debían vivir en armonía, evitar las riñas, ir juntos por el camino que conduce a su
patria celestial (s. 205.2). Si el dar limosna era un camino para llegar a Cristo y a la Iglesia,
entonces no podía ser simplemente un medio para la salvación personal o individual, sino que era
un camino para manifestar que toda la Iglesia pertenecía a Cristo (s. 263A.1). En este sentido el
dar limosna es un sacramento de la fe en Cristo.
Signos de fe
La comprensión que Agustín tiene de las obras de misericordia no se limita a
consideraciones prácticas, sociales o económicas. Las obras de misericordia, como medios para
edificar la comunidad cristiana, eran signos de la fe en Cristo (Verheijen 1980, 199). La
misericordia, al celebrar y manifestar el amor de Cristo, es un sacramento de la fe en Cristo:
“Seamos amables con Cristo. Él está con nosotros en sí mismo, él está con nosotros en nosotros
mismos... Al hacerlo así, reconocemos a Cristo con buenas obras, no sólo materialmente sino en
el corazón, no con los ojos de la carne, sino con los ojos de la fe” (s. 239.7).
De manera parecida, Agustín traza un paralelo entre las obras cristianas de misericordia y
los sacramentos del bautismo y de la penitencia, aunque existan también diferencias:

“El dar limosnas externamente es como ser bautizado sin ser justificado. Recordemos que aquel
que dijo: ‘Si uno no nace de nuevo del agua y del Espíritu, no entrará en el reino de Dios’, declaró
también: ‘Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino
de los cielos’. ¿Por qué muchos, por miedo de lo primero, corren a bautizarse, y no hay muchos
que, por miedo a lo segundo, procuren la justificación? Cuando uno, enojado, llama ‘imbécil’ a su
hermano, no lo hace por ser su hermano, sino por el pecado de su hermano (Mt 5,22)... Y así, por
otro lado, quien da una limosna a un cristiano, no es al cristiano como tal a quien se la da, si en él
no está amando a Cristo. Ahora bien, no ama a Cristo quien rehúsa ser justificado en Cristo. Y a
uno que se viera sorprendido por la culpa de haber llamado ‘imbécil’ a su hermano, insultándolo
indebidamente, sin ánimo de corregir su pecado, no le es suficiente dar limosna para redimir su
culpa mientras no añada... el remedio de la justificación... (civ. Dei 21.27).

Así, pues, el valor del dar limosna depende del poder de Cristo. De la misma manera que
el bautismo no se entiende simplemente en relación con la persona que lo administra o que lo
recibe, así también el dar limosna no se entiende tampoco a no ser en relación con las palabras y
las acciones de Cristo. La intención de dar una limosna debe estar acorde con la preocupación
por lo que dicen los Evangelios.
Interpretaciones erróneas
Agustín vio también que era necesario refutar algunas opiniones sobre la misericordia, y
lo hizo especialmente explicando algunos pasajes de la Escritura. Algunos cristianos se
inclinaban a acentuar el acto de dar limosna de una manera que negaba cualquier castigo por el
pecado (cf. G. Bardy, nota complementaria 45 a La Cité de Dieu, en BA 37,807s). Por ejemplo,
algunos pretendían que a quienes daban limosna se les había prometido la salvación, aunque sus
vidas distaran mucho de ser ejemplares; tan sólo serían condenados aquellos que descuidaran su
deber de dar limosna. Al afirmar que sólo el hecho de no dar limosna era de importancia con
respecto a la salvación, esas personas ignoraban o negaban la importancia que tenía la gravedad
del pecado o la calidad del arrepentimiento. Y, así, “el único criterio...que Cristo aplicará,
cuando venga a separar a los que están a su mano derecha de los que están a su mano izquierda...
será: Esa persona ¿ha dado limosna o no?” (civ. Dei 21.27). De manera parecida, “piensan que
incluso aquellos que han llevado una vida escandalosa hasta el último momento, sin que importe
lo numerosos o lo graves que sean sus pecados, obtendrán el perdón de todos sus pecados
cotidianos, con tal que reciten a diario esta oración [el Padrenuestro] (Mt 6,12). Tan sólo se
impone una condición: que se acuerden de perdonar de todo corazón” (civ. Dei 21.22).
Agustín respondía con su interpretación de Mt 25,31-46: “Las limosnas se dan para que,
cuando oramos por los pecados pasados, seamos escuchados; pero no para seguir en ellos y creer
que con la limosna podremos comprar la licencia para continuar haciendo el mal... Lo que el
Señor pretendió, cuando predijo que alabaría a los de su mano derecha por las limosnas que
habían dado, y que censuraría a los de su mano izquiera por haber dejado de dar limosnas o por
haberlas descuidado, era mostrar el valor que tenían las limosnas para cancelar anteriores
pecados, pero no para fomentar impunemente el pecado” (civ. Dei 21.27). Por tanto, el dar
limosna es una manera de acercarse a Cristo, no un medio de evitar el castigo o de apaciguar a
Dios (21.27: “Aquel que ama a Cristo en el cristiano le da una limosna con la intención de
acercarse a Cristo, no con la de alejarse impune de Cristo”).
En todos sus escritos Agustín instruye a sus lectores y oyentes en los sentidos bíblicos y
prácticos de las buenas acciones que un cristiano debe realizar. La palabra “misericordia” tiene
una amplia gama de usos y significados, desde las riquezas de la misericordia de Dios en general
(por ejemplo, citando Rom 9,23, passim) hasta su relación con las obras humanas (ep. 157.1) y
con el perdón, la corrección y la curación (por ejemplo, ep. 33.3; lib. arb. 3.10; retr. 1.26). La
cita de Oseas 6,6 proporciona a Agustín la ocasión para acentuar la prioridad de la misericordia
sobre la justicia (cons. ev. 2.27.61; civ. Dei 10.5; en. Ps. 49.12; s. 386.1). Pero la lista de obras
que podían hacerse era larga (s. 339.3), y Mt 25,31-46 proporciona el marco más importante para
apreciar el pensamiento de Agustín.
Implícitamente, el énfasis de Agustín en las obras corporales de misericordia se hallaba
en oposición a los maniqueos, cuyo ascetismo prohibía toda actividad de ese tipo a los
“perfectos” que había entre ellos, como si de una falta se tratara (mor. 1.54; cf. Coyle 1978, 347;
cf. mor. 2.53: “quae cum ita sint, etiam panem mendicanti dare prohibetis: censetis tamen propter
misericordiam, vel potius propter invidiam nummos dari... homo egens ille fame moriturus est,
dum tu vir sapiens et benignus magis cucumerem quam hominem miseraris... falsa misericordia
et vera crudelitas”).
El perdón de los pecados
La invitación a cuidar del pobre dando limosna era una invitación constante en la era
patrística. Uno de los factores motivadores era el perdón de los pecados. La misericordia limpia
el corazón (ep. 171A.1). Y, así, además del bautismo, Agustín enumera la acción de dar limosna
como un medio de limpiar el pecado (Lc 11,41). Entre otros medios se incluyen: la palabra de la
verdad(Jn 15,3), el sacrificio de un corazón arrepentido (Sal 51,9) y la caridad (1 Pe 4,8; Cresc.
2.15). No era inusual que se hablara de los diversos medios de que disponen los cristianos para
expiar el pecado. Clemente Romano consideraba la oración, el ayuno y la limosna como medios
para el perdón del pecado (ep. 2.16.4). Orígenes enumeraba siete medios para obtener el perdón:
el bautismo, el martirio, la limosna, el perdón mutuo, la conversión de la vida, la caridad y la
penitencia (hom. Lev. 2.4). Cipriano incluía la limosna con el bautismo y la penitencia como
fuentes del perdón (de op. et eleem. 2 y 5).
Escritores como Jerónimo, Máximo de Turín y León I, cuando hablan sobre el valor de
dar limosna, no parecen poner límite alguno al número o clase de pecados perdonados por dar
limosna. En relación con el perdón del pecado e igualmente en la relación del dar limosna con el
bautismo y la penitencia, estos escritores prometen mucho. En Máximo de Turín y en Jerónimo,
al dar limosna se le atribuye la misma función que tiene la penitencia en relación con el
bautismo: el efecto de lavar los pecados cometidos después del bautismo (Máximo, s. 22a.3;
Jerónimo, tr. de Ps. 133). Lo mismo vemos en León Magno (s. 49.6; 7; cf. s. 20.3; 46.4; 74.5). El
poder del bautismo se expresa por medio del dar limosna, de tal manera que nadie debe dudar de
que la gracia de la regeneración es restaurada en aquel que ha tratado de limpiarse mediante la
purificación de las limosnas, incluso después de muchos pecados. Sin embargo, estos autores no
proporcionan información suficiente para lograr una comprensión clara del significado o del
alcance de las afirmaciones formuladas por ellos(véase Ramsey 1982, 242s, para otros
ejemplos).
La contribución de Agustín al debate sobre el valor de dar limosna para conseguir el
perdón del pecado es una contribución singularísima, porque define más cuidadosamente que los
demás los límites inherentes a esos medios. No sólo se habla de pertenecer a la Iglesia (véase la
sección anterior, “La Iglesia”), sino que además Agustín hace ver claramente que diferentes
pecados requieren diferentes medios y que el elemento clave no es una estructura legal sino el
arrepentimiento resultante (civ. Dei 21.27; cf. c. ep. Pel. 1.14.28; c. Jul. 2.212; ench. 18-19; bapt.
1.8). Insiste también en que el dar limosna es una manera de evitar el pecado, no precisamente
una manera de eludir el castigo o de permitir el pecado futuro (civ. Dei 21.27).
Los pecados denominados “delitos” no pueden perdonarse dando limosnas, ni siquiera
cuando la intención es apropiada y las limosnas son proporcionadas. Tres clases de pecados
exigen una penitencia formal (“paenitentia humiliore”): “la impureza, la idolatría y el homicidio”
(f. et op. 19.34; cf. c. ep. Pel. 1.28; civ. Dei 21.27). Ahora bien, lo importante es el hecho de que
el dar limosna era una manera privilegiada de vivir el propio compromiso bautismal, de mostrar
el sentido de la misericordia cristiana y de mostrar el verdadero carácter de una Iglesia que
trataba de vivir con arreglo al amor de Dios (c. ep. Parm. 2.20).
El dar limosna era también un medio de conseguir el perdón recíproco entre los cristianos
(s. 211.1-2; 210.12; La Bonnardière 1967, 49-53). Quizás por esta razón el Padrenuestro (la
“Oración del Señor”) figuraba de manera tan significativa en la obra de Agustín. Como una
oración cotidiana, como un diario lavado y remedio (s. 261.10), que debía recitarse con clara
conciencia (s. 208.2), el Padrenuestro exigía que cada cristiano perdonara también de corazón (s.
206.2; 208.2; 211.3-6; s. dom. mon. 2.14). Por tanto, Agustín afirmaba que una persona que no
pidiera perdón, no merecía el nombre de cristiano (s. 210.10) ni merecía ser miembro del
monasterio (reg. 6.2).
Si la Cuaresma era un tiempo especial para que Agustín predicara sobre la limosna, un
tiempo en que la vida cristiana debía vivirse más intensamente y un microcosmos del vivir
cristiano a lo largo de todo el año (s. 205.1), la Cuaresma proporcionaba también una imagen de
la existencia cristiana en la tierra (s. 206.1). En sus sermones de Cuaresma Agustín describe el
dar limosna como un dar y un perdonar (s. 205.3: “... si illud quod committitur, ignoscit
delinquenti, et donat egenti”). El dar limosna, un acto que estaba abierto a todos, no se limitaba
al intercambio de dinero o de bienes (s. 206.2: “In hoc genere eleemosynae, nullus est pauper”;
cf. s. 106.4).
Al hablar también del dar limosna como un acto de dar y de perdonar, Agustín ofrece una
manera de exponer la invitación a dar limosna (Mt 5,7; 25,34-40; 2 Cor 8,9) como algo que
podían poner en práctica por igual los ricos y los pobres.
La responsabilidad cristiana
Agustín define la relación entre la motivación y la acción, prestando atención a lo que
hay en el interior de quien da. Una motivación indebida puede convertir una cosa buena en algo
de lo que haya que responder (Mt 6,1-4; en. Ps. 126.14). Asimismo, una acción externa tiene un
efecto interno; los actos de misericordia no sólo expresan, sino que además nutren la compasión
cristiana. Por tanto, es esencial el dar limosna apropiadamente: “No se nos aconseja que demos
limosnas, sino que se nos aconseja con qué espíritu hemos de dar limosnas, porque la instrucción
se da acerca de la purificación del corazón” (s. dom. mon. 2.11; cf. 2.9).
El dar limosnas apropiadamente debe comenzar por uno mismo, porque el amor a otros
debe plasmarse con arreglo al amor a sí mismo (Mt 22,39). Agustín cita el texto de Eclesiástico
30,24 (“miserere animae tuae placens deo”) para precisarlo todo (bapt. 4.14.21; epp. 173.1;
247.2; s. 109.3; 161.6; ench. 20.76). Agustín dice: “Tu propia alma te pide limosna... Entra en tu
interior y verás que tu alma está mendigando... Pues, si está mendigando, es que el alma tiene
hambre de justicia. Si encuentras así a tu alma (esas calamidades se hallan dentro de ti, en tu
corazón), tu primera limosna sea para ella; dale pan” (s. 106.4). Sobre esa base un cristiano
puede dar limosna. “Hay dos personas a quienes das limosnas; dos personas que tienen hambre:
una de ellas tiene hambre de pan; la otra, de justicia... Tú has sido puesto entre esas dos personas
hambrientas como un buen trabajador. Si la caridad es activa, entonces es misericordiosa hacia
ambas personas y las ayuda. La primera pide algo de comer; la otra busca a alguien a quien
imitar. Alimenta a la una; sé un buen ejemplo para la otra. De este modo habrás dado limosna a
ambas: una de ellas estará agradecida porque ha desaparecido su hambre; a la otra le has dado un
ejemplo que puede seguir” (ep. Jo. 8.9). Por tanto, el dar limosna es un deber cristiano (s. 208.2),
parte de una interacción que se desarrolla entre el rico y el pobre y que no se limita al
intercambio de cosas (s. 14.1; 56.11; 209.2). El dar limosna era el compañero de la oración, no
una manera de comprar la libertad para hacer el mal. Era una fuente de perdón para el pecado,
una expresión y ampliación del compromiso bautismal de los cristianos, y una manera de edificar
la Iglesia como señal de ese compromiso con Cristo.
Refiriéndose a aquellos cristianos que han llegado a distanciarse de la Iglesia, Agustín
dice a los miembros de su comunidad que desarrollen relaciones saludables con ellos, porque
“para ti... no ha quedado cortado el puente hacia la misericordia de Dios” (em. Ps. 50.1).
“Vosotros lleváis la carga de Cristo para que podáis llevar vuestro propia carga juntamente con
la de otra persona. Hay otra persona que es pobre, tú eres rico: su carga es la pobreza, pero la
tuya no lo es...” (s. 164.7.9; cf. en. Ps. 144.11; doc. Chr. 1.30).
–› Ayuno; Amor; Oración
BIBLIOGRAFÍA
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Ecclesiastical Review 85 (1931): 561-79; Burnaby, 1938, 132f.; J. K. Coyle, Augustine’s “De
Moribus Ecclesiae Catholicae”: A Study of the Work, Its Composition, and Its Sources
(Fribourg: The University Press, 1978); E. Dassmann, Sündenvergebung durch Taufe, Büpe und
Martyrerfürbitte in den Zeugnissen früchristlicher Fromigkeit und Kunst (Münster, 1973); H. de
Lavalette, “L’interprétation du ps. 1, 5 chez les Pères ‘miséricordieux’ latins” RechSR 48 (1960):
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Centuries: New Approaches to the Experience of Conversion from Sin, Studies in the Bible and
Early Christianity, no. 15 (Lewiston, N.Y.: Edwin Mellen Press, 1988); A. Fitzgerald,
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Cristiana: prassi-ministero-tensioni, Piccola Biblioteca Agostiniana, no. 4 (Rome: Citta Nuova,
1983), 37-43; A. Guillaume, Jeûne et Charité dans l’Eglise latine des origines au XXe siècle en
particulier chez Saint Léon le Grand (Paris, 1954); A.-M. La Bonnardière, “Pénitence et
réconciliation des Pénitents d’après saint Augustin,” Etudes Augustiniennes 13 (1967): 49-53; H.
Pétré, Caritas: étude sur le vocabulaire latin de la chanté chrétienne (Louvain, 1948), esp. 222-
39; B. Ramsey, “Almsgiving in the Latin Church: the Late Fourth and Early Fifth Centuries,” TS
(1982): 226-59; T. van Bavel, “The Double Face of Love in Augustine,” AugStud 17 (1986):
169-81; L. Verheijen, “Les quaedam correptionum medicamenta dans De Fide et operibus 26
(48) et la Règle de saint Augustin,” Augustiniana 22 (1972): 29-34; L. Verheijen, “Le trés
difficile quatrième chapitre. Le célibat monastique et la sollicitude pour les pécheurs,”
Augustiniana 29 (1979): 43-86; L. Verheijen, “Les Sermons de saint Augustin pour le carême
(205-211) et sa motivation de la vie ascetique,” in Nouvelle Approche de la Regle de Saint
Augustin, Vie Monastique, no. 8 (Abbaye de Bellefontaine, 1980).

ALLAN FITZGERALD, O.S.A.

Misticismo. La idea de que el misticismo es un fenómeno experimentado por personas en


todos los tiempos, a través de diferentes culturas e incluso de diferentes tradiciones religiosas, es
una idea sugerida por Evelyn Underhill en su obra clásica Mysticism: A Study in the Nature and
Development of Man’s Spiritual Consciousness. En ella, la autora define el misticismo en
función de la experiencia generalizada de aquellas personas identificadas como “grandes
místicos”, experiencia que ella estudia a fondo en sus prolíficos escritos sobre variedades de
misticismo y sobre las personas que lo experimentan.
Las generalizaciones de Underhill son útiles, cuando se emplean para entender el
difundido fenómeno humano, pero son menos adecuadas cuando se aplican dentro del marco de
una tradición teológica particular o de un caso específico. Con referencia a la tradición
occidental, la New Catholic Encyclopedia cita a Jean Gerson (que vivió un milenio después de
Agustín) en su artículo sobre el “misticismo”: “La teología mística es el conocimiento de Dios
por experiencia, un conocimiento al que se llega mediante el abrazo de un amor unificador” (De
mystica theologia 1.6.6). La definición de Gerson – con sus términos clave: “conocimiento de
Dios” y “amor unificador” – se recoge en un ensayo reciente sobre el misticismo en Agustín, tan
sólo para ser rechazada en parte, basándose en que “sus visiones son primordialmente
intelectuales; la fuente de las mismas es el entendimiento, no la voluntad” (Van Fleteren 1994a,
317). Otro ensayo que aparece en el mismo volumen, cita la obra del biólogo Alister Hardy
titulada The Spiritual Nature of Man (1990), porque se piensa que su definición de lo
trascendental puede ser “la más segura que pueda emplearse en la investigación acerca de las
experiencias de Agustín”: “el sentimiento de que hay una realidad espiritual que aparece como
estando más allá de la conciencia misma, una realidad con la que el individuo puede tener
comunión de una manera o de otra” (Bonner 1994, 117). Esta definición evita las dificultades de
la especificación teológica, pero vuelve a dejarnos con el problema de la generalización.
El que Agustín – a quien se ha descrito como “la mayor figura de la era patrística y la
influencia incomparablemente más poderosa en la historia de la religión occidental durante los
mil años que siguieron a su muerte” (Burnaby 1938, 6) – tuviera un efecto definidor sobre los
místicos del período medieval y con posterioridad a él, eso es un hecho indiscutible. La cuestión
acerca del misticismo propio de Agustín es una cuestión más compleja y problemática. Pues, a
pesar de todo su interés por la vida espiritual, él no trata en ninguna parte, per se y de manera
plena y sistemática, acerca de la cuestión del misticismo. La dificultad queda realzada, como
observa Watkin, por el hecho evidente de que “la teología mística, entendida como el estudio
científico de la oración infusa, era todavía inexistente” (1930, 113). Por tanto, algunos críticos,
adoptando una definición “científica” basada en descripciones explícitas de fenómenos como los
de los místicos españoles del siglo XVI, o bien adheriéndose a una formulación estricta pero
anacronística como la de Gerson, han negado el genuino misticismo de las exposiciones hechas
por Agustín. Sin embargo, el editor de una reciente colección de ensayos que examinan la
cuestión, hace notar que los autores del volumen “que consideran directamente la cuestión están
de acuerdo en que Agustín fue un místico, aunque estén en desacuerdo acerca de qué eventos
fueron precisamente de naturaleza mística”, mientras que otros que estudian la influencia de
Agustín en escritores posteriores “mantienen uniformemente que Agustín fue un místico” (Van
Fleteren 1994, X).
Ciertos aspectos del problema quedan ilustrados por un gran campeón que en el siglo XX
defendió el carácter cristiano y verdaderamente místico de la experiencia de Agustín. En un
famoso pasaje de su estudio Western Mysticism, Cuthbert Butler escribía, en un tono algo
sentimental: “Agustín es para mí el Príncipe de los Místicos, que unió en sí mismo, de una
manera que no encuentro en ningún otro, los dos elementos de la experiencia mística, a saber, la
visión intelectual más penetrante de las cosas divinas, y un amor a Dios que era una pasión
consumidora” (1967, 20). Sin embargo, Butler mismo, preocupado por la intensa índole
neoplatónica de buena parte del lenguaje de Agustín, tiene que conceder: “Cuando consideramos
las expresiones que él emplea – ‘una mirada a Aquello Que Es’, ‘la percepción de algo
Inmutable’, ‘el contacto espiritual con la Luz Inmutable’ – , entonces nos preguntaríamos si, con
tales términos fríamente intelectuales y filosóficos, Agustín describe realmente la misma
experiencia religiosa que la que describen los místicos medievales y posteriores en tantos pasajes
que irradian exuberante emoción religiosa, cuando hablan de sus respectivas uniones con Dios”
(1967, 41).
El problema, entonces, es un problema de definición y de testimonios. Hay que examinar,
por tanto, los escritos de Agustín para reconocer que una conclusión definitiva o “científica”,
como la que pudiera deducirse en relación con ciertas figuras posteriores de la tradición mística,
sería probablemente difícil de alcanzar en este caso. Las principales fuentes para conocer el
misticismo de Agustín son de dos clases: los relatos personales, tal como se encuentran
principalmente en sus Confesiones, y el comentario teológico de sus demás escritos.
Agustín comienza así sus Confesiones: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse
en ti” (1.1.1) – “el principio rector de la teología mística de Agustín” (Louth 1981, 133-134) – y
desde el comienzo demuestra una inclinación a la abstracción y a la paradoja, que tanto
molestaba a Butler: “Sumo, óptimo, poderosísimo, omnipotentísimo, misericordiosísimo y
justísimo; secretísimo y potentísimo; hermosísimo y fortísimo; estable e incomprensible,
inmutable, mudando todas las cosas; nunca nuevo y nunca viejo, pero que renueva todas las
cosas...” (1.4.4). Testimonios del misticismo de Agustín, expresados en términos neoplatónicos o
en otros términos, se encuentran no sólo en su empleo de tal lenguaje con referencia a los
atributos divinos, sino también en el relato de sucesos específicos en su vida: dos episodios del
libro 7 descritos por Coucelle como “vaines tentatives d’extases plotinennes” [vanas tentativas
de éxtasis plotinianos], seguidos por un posible tercer episodio en el mismo libro (citado por
O’Donnell 1992, 434); la famosa “visión en Ostia” en el libro 9, después del bautismo de
Agustín (que se llamaría más adecuadamente una “audición”, como hace notar O’Donnell, p.
133), y lo que parece ser una reflexión sobre la experiencia en el libro 10.
Los relatos del libro 7 suceden en Milán con anterioridad al bautismo de Agustín, y
reflejan claramente la influencia de los libri Platonicorum en la descripción que hacen de la
ascensión de la mente, con poca o ninguna influencia directa de la doctrina cristiana. En el
primero, Agustín se describe a sí mismo volviéndose hacia el interior y viendo por encima de él,
con “el ojo de su alma”, “una luz inmutable”, definida por su diferencia de clase, no simplemente
de grado o de situación espacial, de la “luz común”. En este caso, Agustín encuentra que su
experiencia es incompleta e insatisfecha – la primera de las “vaines tentatives d’extases
plotinennes”, de Courcelle – y explica: “Cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para
que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver... Y advertí
que me hallaba lejos de ti en la región de la desemejanza...” (7.10.16). El segundo episodio, más
tarde en el mismo libro, sugiere, en contra de la afirmación de Courcelle, un ascenso plotiniano
que tiene éxito, aunque es transitorio. Aquí Agustín se describe a sí mismo pasando por una serie
de fases desde el cuerpo hasta el alma, desde la sensación hasta la razón – esa facultad “a la que
se trasfiere para juicio lo que es aprehendido por los sentidos corporales” – que conducen a la
propia autorreflexión de la razón y a una percepción de la luz y de lo inmutable. El relato
culmina así: “Y, finalmente, llegué a ‘lo que es’ en un golpe de vista trepidante. Entonces fue
cuando ‘vi tus cosas invisibles por la inteligencia de las cosas creadas’; pero no pude fijar en
ellas mi vista” (7.17.13).
El tercer pasaje del libro 7, citado a veces como otro relato de la ascensión plotiniana,
parecería, como señala O’Donnell, no un tercer episodio discontinuo sino “una recapitulación de
lo que se ha narrado en este libro” (1992, 471): “Entonces, leídos aquellos libros de los
platónicos, después que, amonestado por ellos a buscar la verdad incorpórea, percibí tus cosas
invisibles que ‘se entienden por la contemplación de las cosas creadas’, y, rechazado, sentí qué
era lo que no se me permitía contemplar por las tinieblas de mi alma, quedé cierto de que
existías; y de que eras infinito, sin difundirte, sin embargo, por lugares finitos ni infinitos; y de
que eras verdaderamente, tú que siempre eres el mismo, sin cambiar en otro ni sufrir alteración
alguna por ninguna parte ni por ningún accidente; y de que todas las cosas proceden te ti por la
sola razón firmísima de que eres”. Este pasaje proporciona un apropiado resumen de la
experiencia de Agustín en este libro y de toda su peregrinación intelectual hasta este punto,
aunque prosigue señalando la distinción crucial entre su estado actual y aquel que hará posible la
experiencia habida en Ostia: “Charlaba mucho sobre ellas [sobre esas verdades], como si fuera
instruido, y si no buscara el camino de la verdad en Cristo, salvador nuestro, no fuera instruido,
sino destruido” (7.20.26). Aunque estos episodios demuestran, por lo menos, una aptitud mística
o un potencial místico en el escritor, con algún grado de éxito en términos neoplatónicos, sin
embargo vemos que en su relato es de la máxima importancia y explicitación la experiencia de
Agustín y de su madre habida en Ostia, una experiencia que demuestra la continuidad y el
progreso habido desde los anteriores relatos. Volviendo a contar su conversación con Mónica
acerca de “cómo sería la vida eterna de los santos, ‘que ni el ojo vio ni el oído oyó ni entró en el
corazón de un hombre’” (citando el pasaje de 1 Cor 2,9, un texto que precede y da lugar a
aplicaciones místicas), Agustín describe la ascensión conjunta e imprevista de ambos a través de
la jerarquía cosmológica. Partiendo de devota conversación y meditación sobre las maravillas de
la creación, la madre y el hijo se elevan santamente hacia lo que es eterno y trascendente y está
más allá de todos los signos sensibles y verbales, hasta el Verbo [o la Palabra] que está más allá
de todas las palabras, y que no puede concebirse y mucho menos expresarse en términos
humanos: “Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos
hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia que
nunca falta...” Sin embargo, como con el segundo relato en Milán, la experiencia no se puede
mantener en esta vida: “Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella, llegamos a tocarla un
poco con todo el ímpetu de nuestro corazón. Y suspirábamos y dejábamos allí prisioneras ‘las
primicias de nuestro espíritu’...” El estudio que sigue a continuación se vuelve hacia el análisis
de la experiencia: Si todo enmudeciera – “toda lengua y todo signo” – , de tal modo que sólo
Dios “hablase, no por medio de tales cosas sino por sí mismo..., de modo que fuese la vida
sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspirábamos”, si la experiencia de lo
trascendente se perpetuara, tal sería la vida eterna de los santos (9.10.23-24).
Louth deduce del relato de Ostia tres notas características de la teología mística de
Agustín, que demuestran su síntesis de influencias neoplatónicas, vistas ya anteriormente, con su
fe católica recién abrazada: notas que relacionan claramente esta experiencia con sus ideas más
amplias sobre la vida espiritual: 1) “Se trata, a la vez, del relato de una experiencia personal y
que, sin embargo, no es una experiencia puramente solitaria”, sino que señala “la naturaleza
social de la bienaventuranza final”; 2) su “cumbre” es escatológica, “una experiencia transitoria
de rapto o éxtasis” – “un gusto anticipado del gozo del cielo”; 3) indica “un camino de acenso,
hacia lo alto y hacia el interior, que va más allá de las cosas materiales y llega a las
profundidades del alma” (1981, 136-141). Para Agustín, la peregrinación que parte de esta
“región de desemejanza” es la de una ardua trasformación que dura toda la vida, no un éxtasis
continuo, sino que es completado únicamente en la eternidad (el término éxtasis no aparece en
las Confesiones [O’Donnell 1992, 134]).
El relato de Ostia es el último suceso que se narra antes de la muerte de Mónica y el fin
de la parte personal de las Confesiones. Un pasaje final en el libro 10 – donde Agustín comienza
su reflexión sobre la memoria, seguida por ulteriores consideraciones teológicas y exegéticas en
los libros con que termina la obra – sugiere que Agustín, en algunas ocasiones, tuvo experiencias
como las de Milán y de Ostia, pero que tales experiencias eran para él fugaces y estaban
subordinadas a la peregrinación de la vida humana en la tierra: “Algunas veces me introduces en
un afecto muy inusitado, en una so sé qué dulzura interior, que si se completase en mí, no sé ya
que será lo que no es esta vida. Pero con el peso de mis miserias vuelvo a caer en estas cosas
terrenas... Aquí puedo estar y no quiero; allí quiero y no puedo. Infeliz en ambos casos”
(10.40.65). Nuevamente, para Agustín la significación suprema de tal experiencia es
escatológica.
Otra definición de la teología mística de Agustín, aunque no un testimonio explícito de su
propia experiencia, puede deducirse de ejemplos de sus escritos en los que aparecen dos temas
principales, reflejados ambos en el relato de las Confesiones y que proporcionan una dimensión
para interpretar las experiencias narradas allí: 1) escalones o niveles en la ascensión del alma a
Dios, y 2) tipos de visión.
El primero de estos dos temas se halla tratado en De animae quantitate 33.73-76, que
Butler considera como “la aproximación más cercana a una formulación de la Teología Mística”
(1967, 48, citado por Teske 1994, 287). Aquí Agustín habla de siete escalones en la ascensión
del alma desde sus funciones vitales y sensoriales que tienen relación con el cuerpo, y que son
comunes respectivamente al ámbito vegetativo y al ámbito animal de la creación; pasando por
los niveles que son propios de la humanidad y que están caracterizados por el ejercicio de la
razón, la bondad moral, la purificación y el avance “hacia Dios, es decir, hacia la contemplación
de la verdad”; y finalmente, en un giro escatológico, hasta llegar a una visión – que algunos
alcanzan en esta vida – de “aquella causa más alta, o autor más alto, o principio más alto de todas
las cosas, o cualquier nombre que sea más apropiado para tan gran realidad”. Este séptimo nivel
“no es tanto un escalón (gradus) sino una morada (mansio) y, como tal, anticipa lo que los
bienaventurados disfrutarán durante toda la eternidad” (Teske 1994, 288-289).
En De Genesi ad litteram 12 – “el primer escrito sistemático sobre el misticismo”, según
Matthias Korger (citado por Teske 1994, 287) – Agustín distingue tres tipos de visión, la
corpórea, la espiritual y la intelectual, refiriéndose a textos tomados del Antiguo y del Nuevo
Testamento, el más interesante de los cuales es quizás 2 Corintios 12,2-4, donde Pablo describe
que “fue arrebatado al tercer cielo”. La visión corpórea es la que emplean los sentidos corporales
mismos, y la visión espiritual es aquella a través de la cual el alma percibe o bien recuerda
imágenes, por debajo del nivel de la mente (citando a 1 Cor 14,14). Entre sus otras
características, la visión intelectual no requiere ni lo material ni lo imaginado; es la visión que
será perfecta en la vida futura, y por medio de la cual uno ve la substancia de Dios: “Allí el
esplendor del Señor es visto, no por una visión en signos, ya sea corporalmente, tal como fue
visto en el Monte Sinaí, o bien espiritualmente, como lo vio Isaías o como lo vio Juan en el
Apocalipsis, sino por intuición, no en imágenes oscuras, en la medida en que la mente humana
puede captarlo de acuerdo con la gracia de Dios que eleva a uno de tal manera que Dios habla a
aquel a quien ha hecho digno de tal conversación, boca a boca, no la boca del cuerpo, sino la de
la mente” (Gn. litt. 12.27.54; Teske 1994, 295; Van Fleteren 1994a, 322-323).
O’Donnell reflexiona sobre el relato de Ostia, diciendo que hay que ser prudentes a la
hora de intentar definir demasiado precisamente la historicidad de la experiencia, o de atribuirle
etiquetas precisas (1992, 127-128). Aunque la cuestión acerca del misticismo de Agustín no
quede quizás resuelta concluyentemente, si se hace referencia a definiciones “científicas” o a
fórmulas estrictas, cada una de las cuales pueda aplicarse retrospectivamente, sin embargo parece
cierto que la propia experiencia espiritual de Agustín, tal como aparece reflejada en sus
reflexiones teológicas y en sus relatos personales, tiene una clara relación con la experiencia de
quienes llegaron a estar influidos por él y que son considerados como místicos. La inefabilidad
de Dios es una preocupación dominante en todos los escritos de Agustín; el conocimiento de
Dios es per speculum et in aenigmate (1 Cor 13,12) y, por tanto, es inexpresable, una
preocupación compartida por otros que afirmar poseer una experiencia intelectual, extática o
imaginativa del trascendente y que intentan comunicar su respectiva intuición en términos
humanos (Van Fleteren 1994a, 332 n. 29, señala que Agustín emplea en sus escritos unas
noventa veces la frase paulina; véase la exégesis que hace Agustín del pasaje en Trin. 15.8.14–
15.9.15). Según la conclusión que O’Meara saca juiciosamente: “Quizás sea verdadero afirmar
que Agustín, como muchos otros, tuvo muchas potencialidades, sin que todas ellas pudieran
realizarse. Si no hubiera sido elegido – contra su voluntad – para la Sede de Hipona, se habría
manifestado más en él una vena mística [véase conf. 10.40.65]. Porque es difícil dudar de que en
él hubo un filón de misticismo” (1954, 203).
–› Acies mentis; Contemplación y Acción; Cristología; Deificación, Divinización; Gracia;
Neoplatonismo; Plotino
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones y traducciones
L. Cilleruelo, Confesiones, Ed. Cristiandad, Madrid 1987; J. Cosgaya, Confesiones BAC
minor, Madrid 1988; O. García de la Fuente, Confesiones, Ed. Akal, Madrid 1986; A. C.
Vega, Confesiones, BAC II, Madrid 1946; O’Donnell, 1992; The Confessions, trans. J. K.
Ryan (Garden City, N.Y.: Image-Doubleday, 1960); De doctrina Christiana libri iv, ed. J.
Martin, Opera, CCL 4.1 (Turnhout: Brepols, 1962); On Christian Doctrine, trans. D. W.
Robertson, Jr., Library of Liberal Arts 80 (Indianapolis: Bobbs-Merrill, 1958).

Estudios
G. Bonner, “Augustine and Mysticism,” CollAug, 1994; L. Bouyer, A History of Christian
Spirituality, vol. 1, The Spirituality of the New Testament and the Fathers (New York: Seabury,
1982); Burnaby, 1938; E. C. Butler, Western Mysticism: The Teachings of Augustine, Gregory,
and Bernard on Contemplation and the Contemplative Life, 3rd ed. (London: Constable, 1967);
M. L. Colish, The Mirror of Language: A Study in the Medieval Theory of Knowledge, rev. ed.
(Lincoln: University of Nebraska Press, 1983); V. Grossi, “Augustin,” in Dizionario di Mistica
(1998), 58-65; R. A. Herrera, “Augustine: Spiritual Centaur?” CollAug, 1994; A. Louth, The
Origins of the Christian Mystical Tradition: From Plato to Denys (Oxford: Oxford University
Press, 1981); New Catholic Encyclopedia (1967), s.v. “Augustine, St.,” and “Mysticism”; R. J.
O’Connell, S.J., “Action and Contemplation,” in Markus, 1972, 35-38; R. J. O’Connell, Art
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J. O’Donnell, Augustine (Boston: Twayne Publishers, 1985); J. J. O’Meara, The Young
Augustine: An Introduction to the “Confessions” of St. Augustine (London and New York:
Longman, 1954); J. J. O’Meara, “Mysticism,” in The Oxford Dictionary of the Christian
Church, 2nd ed.; The Oxford Dictionary of the Christian Church, 2nd ed., s.v.“Augustine, St.,
of Hippo”; J. M. Quinn, O.S.A., “Mysticism in the Confessiones: Four Passages
Reconsidered,” CollA ug, 1994; R. J. Teske, S.J., “St. Augustine and the Vision of God,”
CollAug, 1994; E. Underhill, The Mystics of the Church (Cambridge: James Clarke & Co., Ltd.,
1925); E. Underhill, Mysticism: A Study in the Nature and Development of Man’s Spiritual
Consciousness, l2th ed. (New York and Scarborough, Ont.: New American Library, 1974); F.
Van Fleteren, “Mysticism in the Confessiones — A Controversy Revisited,” CollA ug, 1994; F.
Van Fleteren, Preface and (et al.) Editors’ Introduction, CollAug, 1994; E. I. Watkin, “The
Mysticism of St. Augustine,” in A Monument to Saint Augustine, ed. M. C. D’Arcy et al.
([London]: Sheed & Ward, 1930), reprinted as Saint Augustine (New York: Meridian, 1957); R.
E. Wright, “Art and the Incarnate Word: Medieval Christologies and the Problem of Literary
Inexpressibility” (Ph.D. diss., Duke University, 1986); R. E. Wright, “Eye Hath Not Seen,” in
A Dictio-nary of Biblical Tradition in English Literature, ed. David Lyle Jeffrey (Grand
Rapids: William B. Eerdmans Publishing Co., 1992).
ROBERT E. WRIGHT

Monacato –› Ascetismo; Reglas monásticas; Regula


Mónica (331-387). Agustín habla a menudo de su madre como Mater mea, mater nostra, y en
una ocasión la menciona por su nombre (conf. 9.13.37). Mónica, nacida en el seno de una familia
católica de Tagaste, “en una familia creyente que era una rama sana de tu Iglesia” (conf. 9.8.17;
cf. ep. 93.17), fue criada por una anciana sirvienta de la casa y fue “educada en un ambiente de
pureza y templanza” (conf. 9.9.19), en el que la sirvienta cuidaba también del padre y de las
hermanas de Agustín. En una ocasión Mónica bebía vino furtivamente hasta que fue acusada por
una sirvienta de ser una borrachuza, momento en el cual ella corrigió este vicio (9.8.19). “Tan
pronto como llegó a la plenitud de la edad núbil, se le dio un marido (Patricio, un pagano) al que
sirvió como a su señor” (conf. 9.9.19). Éste era un modesto terrateniente de Tagaste (Posidio, v.
Aug. 1.1; s. 356.13), autoritario y de temperamento fuerte pero también generoso. “La hiciste
hermosa a los ojos de su marido y una persona amada, respetada y admirada” (conf. 9.9.19).
Patricio, además, gastaba más de lo que podía en la educación de su hijo (2.3.5). Mónica vivía
sirviendo devotamente a su marido, soportando amablemente sus infidelidades conyugales. Con
la misma paciencia amable se ganó a su suegra, que inicialmente estado en contra suya por las
habladurías de otras mujeres, pero que luego llegó a apreciarla mucho (9.9.20). Cuando vivía en
Tagaste, evitó los chismes y las insinuaciones contra otras personas y tan sólo prestaba atención
a lo que pudiera originar reconciliación (9.9.21), aunque era capaz también de tener refinadas
ironías (9.9.19). Agustín nació, cuando ella tenía 23 años de edad (354), y fue quizás su primer
hijo. Mónica dio a luz también a Navigio (b. vita 12) y a una hija. La hermana de Agustín, cuyo
nombre no conocemos, se casó y enviudó, llegando entonces a ser superiora de un monasterio
para mujeres (ep. 211.4; Posidio, v. Aug. 26.1). Navigio se casó igualmente y tuvo hijos (Posidio,
v. Aug. 26.1).
Mónica estaba dedicada a la educación cristiana de sus hijos (conf. 9.9.22; 1.11.17).
Inició a Agustín en el catecumenado (“Fui signado con la señal de la cruz y se me dio a gustar
sal”), pero no en el bautismo (1.11.17-18; c. Acad. 6.16.26). Agustín retuvo las enseñanzas
cristianas que había aprendido de su madre (conf. 5.14.25; 6.5.8; 6.16.26).
A Patricio le gustó observar que Agustín había llegado a la madurez sexual, pero Mónica
instó a su hijo a que evitara las relaciones con mujeres casadas (conf. 2.3.6-7). Sin embargo, no
logró concertar un matrimonio para él, por temor de que, impedido por los lazos matrimoniales,
se desvanecieran las esperanzas que él tenía de lograr éxitos académicos (2.3.8). Patricio, que
para entonces era cristiano (9.9.22), murió en los años 371-372, y Mónica, con ayuda de
Romaniano, logró que continuaran los estudios de Agustín en Cartago (3.4.7; c. Acad. 2.2.3).
Cuando Agustín se hizo maniqueo y puso en peligro a otros creyentes (conf. 3.11.19; duab. an.
9.11), Mónica le echó de casa, aunque, después de un sueño sobre la final conversión de él y
confortada por las palabras de un obispo (conf. 3.12.21), accedió a vivir con él y a “compartir mi
mesa, viviendo bajo el mismo techo”, a pesar de que, por aversión a los errores de su hijo, ella
había sido inicialmente reacia a hacerlo así (conf. 3.11.19). Mónica demostró que era una mujer
de fe (9.13.36), de coraje y de fidelidad (6.1.1), de piedad y de oración (1.11.17; 3.4.8; 6.2.2).
Acusó a su hijo de engaño y crueldad (5.8.15) por haber huido a Roma en el año 383,
dejándola en una capillita dedicada a San Cipriano y situada en el puerto de Cartago. Pero
Mónica “[le] siguió por tierra y por mar para estar con [él]” (cura mort. 13.16) y se reunió con él
en Milán en el año 385 (conf. 6.1.1.). Allí partició en la defensa de las iglesias en contra de los
arrianos y en defensa de Ambrosio y, para obedecer a Ambrosio, abandonó prácticas religiosas
africanas a las que hasta entonces se había dedicado (epp. 36.14.32; 54.2.3; conf. 6.2.2). Llegó
así a tener en gran estima a Ambrosio (6.2.2).
Mónica se retiró a Casiciaco con su hijo y con los amigos de éste durante el invierno del
386/387 y participó en los diálogos: “El poder de la mente de ella regresó a mí, y me di cuenta de
que aquello era lo más adecuado para el genunino filosofar. Decidí, por tanto, que, cuando ella
tuviera tiempo, participara en nuestras conversaciones” (ord. 2.1.1). “Mi madre no nos dejaba:
con su manera femenina de ser, su fe de varón, la paz de su edad avanzada, su amor materno y
toda su devoción cristiana” (conf. 9.4.8). Después del bautismo de Agustín, madre e hijo
decidieron regresar a África, pero, cuando los dos estaban aguardando para embarcar en Ostia,
ella tuvo una visión (9.10.23-25); a la edad de 56 años cayó enferma y murió (9.8.17; 9.11.27-
28). Aunque se le había preparado ya una tumba en Tagaste junto a su marido (9.11.28), ella
pidió que la enterraran en Italia. Anicio Auquenio Baso, cónsul en el año 408, hizo que se
colocara en su tumba una inscripción, parte de la cual fue hallada en 1945, cerca de la iglesia de
Santa Áurea en Ostia Antica.
–› Confessiones; Conversión; Diálogos de Casiciaco; Familia, Parientes; Milán; Patricio;
Vida, cultura y controversias de Agustín
BIBLIOGRAFÍA
Saint Augustine (of Hippo), My Mother, introduction and notes by A. Trapé, trans. M. J.
O’Connell (Villanova, 1987); E. Bougaud, History of St. Monica (1866; reprint, Devon, 1983);
M. O. Boyle, Divine Domesticity, Augustine of Thagaste to Teresa d’Avila (Leiden: Brill, 1996);
I. Cacciavillani, “Mamma fino a diventare santa. La vicenda umana di Monica alla ricerca del
figlio Agostino,” Gregoriana (Padua, 1986); A. Casamassa, “Ritrovamento di parte dell’elogio
di S. Monica,” in Scritti Patristici, 1 (Roma, 1955), 215-18; DACL, 11:2232-56; E. Lamirande,
“Quand Monique, la mère d’Augustin, prend la parole,” Signum, 3-19; C. Lepelley, “Spes
Saeculi, Le Milieu social d’Augustin et ses ambitions séculières avant sa conversion,” Atti,
1986,99-117; M. M. O’Farrell, “Monica, the Mother of Augustine: A Reconsideration”,
RechAug 10 (1975): 23-43; W. Wischmeyer, “Zum Epitaph der Monica”, RQ 70 (1975): 32-41.

ANGELO DI BERARDINO, O.S.A.

Moribus ecclesiae Catholicae et de moribus Manicheorum, De (Las costumbres de


la Iglesia Católica y las de los maniqueos). La obra De moribus ecclesiae, comenzada en Roma
en el año 387, es la primera respuesta, emprendida directamente por Agustín, contra los
maniqueos, aunque fue terminada en Tagaste en el año 389, después de componer De Genesi
adversus Manicheos. Después de enunciar los objetivos de la obra (mor. 1.1.1–1.2.3) –
defender el Antiguo Testamento y mostrar la superioridad del ascetismo cristiano sobre el
ascetismo maniqueo – Agustín se detiene a estudiar el deseo de felicidad y la ley del amor
(1.3.4–1-14-24). Presenta luego las virtudes cardinales y la doctrina moral de la Iglesia (1.15.46–
1.29.61). En la sección final del libro primero (1.30.62–1.35.80), ofrece ejemplos concretos de
ascetismo cristiano, tal como se practicaba en Egipto y en Italia, y explica que los abusos que
pudiera haber, no brotan de una tradicón ascética auténtica.
Aunque Agustín había comenzado en vena filosófica, aquí es donde se encuentra el
primer empleo suyo importante de la Escritura. Pero no se trata de una exégesis en sentido
estricto: su método consiste en presentar pasajes del Antiguo Testamento con intensos ecos
semánticos en el Nuevo Testamento (emplea por dos veces el verbo consonare, “sonar igual”),
aunque va más allá e insiste en una armonía básica (concordia) existente entre ambos
Testamentos (1.18.34), que se debe a la obra del Espíritu Santo (11.15.25). Este escrito revela
también la disposición mental del recién bautizado Agustín acerca de diversas cuestiones y
puntos, relativos a pasajes bíblicos que habrían sido favoritos de los maniqueos.
El tono del libro primero es conciliador y su idea central es positiva: que tanto la razón
como la Escritura (especialmente Pablo) indican cómo la verdadera felicidad se alcanza amando
a Dios. La finalidad del libro segundo, mucho más polémico, de De moribus ecclesiae consiste
en mostrar la inferioridad del ascetismo maniqueo. Comienza (2.1.1–2-9.19) con la cuestión, no
tanto de saber de dónde procede el mal, sino qué es el mal. Agustín niega al mal cualquier
substancia o naturaleza propia: el mal es una falta de algo que una cosa o un ser debiera tener.
Esto significa que el bien supremo es Dios, que es el único que no está sujeto a decrecer en
esencia. Agustín critica luego la idea del mal como substancia, y ataca (2.10.18–2.18.66) los tres
“sellos” de la conducta moral impuesta a los maniqueos “elegidos”. En la sección final ofrece
ejemplos de cómo los principios ascéticos maniqueos han llevado a la decadencia a quienes los
practicaban (2.19.67–2.20.75). La visión de la materia como cosa mala no sólo implica una
negación de la bondad de la creación, sino que además delata una contradicción interna, porque
los alimentos sagrados que se dan para su consumo e ingestión a los “elegidos”, son
considerados “buenos” únicamente por su color, y porque los “oyentes” tienen que vivir una
versión aguada del código moral, si es que han de cumplir su tarea de cuidar de los “elegidos”.
El aspecto más asombroso del libro segundo son sus alegaciones de inmoralidad
maniquea. Aunque son gráficos, todos los ejemplos ofrecidos se derivan de lo que se sabe de
oídas (y tiene intensos ecos en Ambrosio y Epifanio). El informe contradice también lo que
Agustín afirma en Acta contra Fortunatum Manicheum 3: que él no pudo observar
personalmente nada indecoroso durante los cultos de oración maniqueos destinados a los
“oyentes”, y que no tenía modo de saber lo que sucedía entre los “elegidos”. Sin embargo,
Agustín renueva sus acusaciones en De natura boni 45 y 47, y vuelve a formularlas en De
haeresibus 46.
–› Ética; Mani, Maniqueísmo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
CSEL 90; PL 32:1309-78.
Traducciones
BAC IV, Las costumbres de la Iglesia y las de los maniqueos;FC 56; NPNF, lst ser., vol. 4.

J. KEVIN COYLE

Mujeres. El perfil de Agustín como uno de los principales pensadores de la época del
desarrollo doctrinal del Cristianismo (los siglos IV y V) no aparece en ninguna parte más
claramen
te que en la esfera de la función en desarrollo de las mujeres cristianas. A causa de la
enorme influencia de Agustín en el desarrollo de las enseñanzas morales del Cristianismo
occidental, especialmente de las que tienen que ver con temas de la sexualidad, vemos que se
discute intensamente la cuestión acerca de las actitudes de Agustín hacia las mujeres y de sus
creencias sobre la naturaleza de la mujer. En segundo lugar, abunda la literatura sobre el tema, en
la que Agustín es caracterizado unas veces como villano y otras como héroe. Y referencias
hechas de paso a Agustín en numerosas obras acerca de las mujeres en la historia cristiana no
vacilan en cargar sobre él un grave peso de responsabilidad por los sufrimientos de las mujeres
cristianas en una Iglesia patriarcal. Para hacer justicia a las numerosas cuestiones complejas que
este tema suscita, el presente ensayo estudiará primeramente a las mujeres en la vida, las obras y
la teología de Agustín, y luego considerará la forma en que él ha sido invocado y entendido por
especialistas del siglo XX en la cuestión de las relaciones entre las mujeres y la religión.
Agustín sobre las mujeres
Lo primero que hay que comprender al abordar el estudio de las ideas de Agustín sobre
las mujeres, es la naturaleza de la sociedad en que él vivía. No cabe duda alguna de que Agustín
daba por supuesto, con toda naturalidad, que el orden de la creación suponía que las mujeres
estaban subordinadas a los hombres. Comienza con la afirmación de que la única finalidad
legítima de las relaciones sexuales es la procreación de hijos (nupt. et conc. 1.4.5; b. conj. 9). La
finalidad de una mujer en la vida es la de parir hijos para un hombre a quien ella está
subordinada en el matrimonio. Ciertamente, ésta es específicamente la “ayuda” que Eva, al ser
creada, iba a dar a Adán: “Si alguien rechaza que el parir hijos es la razón por la que la mujer fue
creada, yo no veo para qué otra ayuda del hombre fue creada la mujer” (Gn. litt. 9.5 [9]). La
dominación de las mujeres por los hombres es consecuencia de la caída (Gn. litt. 9.37 [50]; Gn.
adv. Man. 2.11; civ. Dei 14.23; c. Jul. imp. 6.26); desde luego, es consecuencia de la naturaleza
de las mujeres (Gn. litt. 11.42). La subordinación de las mujeres queda un poco mitigada dentro
del contrato matrimonial por la “mutua servidumbre” de la carne, el derecho que las esposas
pueden reclamar sobre el cuerpo de la pareja, según 1 Cor 7,4. Pero esta reclamación es un
derecho que queda empañado, porque la sexualidad para Agustín no es nunca un bien que
carezca de ambigüedad.
En algunos de sus escritos (Gn. litt. 11.42 [58]; div. qu. 83.11) Agustín habla acerca de la
debilidad física de las mujeres en comparación con los hombres; aunque en su sermón para la
fiesta de las Santas Perpetua y Felicidad (s. 282.2.2) Agustín hace ver claramente que esta
debilidad no inhibe la valentía y fortaleza ante el martirio, sin embargo señala que esas santas se
comportaron “viriliter” – como hombres. La Virgen María era también para Agustín un tipo de
mujer idealizada, continuando una idea que se remonta ya a los escritos de Justino Mártir (siglo
II) y que dice que María es la Nueva Eva. La obediencia de María al mandamiento divino
compensa y resarce la desobediencia de Eva en el Jardín de Edén (s. 51.3; 184.2; 190.2). María
es, por tanto, la perfecta figura de la mujer, como Cristo es la perfecta figura de un varón (f. et
symb. 4.9; div. qu. 83.11; agon. 22.24). En otros lugares (qu. Hept. 1.153; Gn. litt. 11.42) parece
que Agustín da por supuesta la inferioridad intelectual de las mujeres en comparación con los
hombres, aunque reconoce que algunas mujeres (concretamente, su madre) pueden alcanzar un
gran refinamiento filosófico (b. vita 2.10). Como norma, Agustín acepta la creencia general de su
mundo de que los hombres son la medida de la creación, y sólo toca de pasada la cuestión de la
naturaleza inferior de la mujer, considerándola como comprendida en el sometimiento de las
mujeres a los hombres.
El máximo punto de dificultad en las ideas de Agustín aparece en la definición que él da
de las relaciones entre los seres humanos y Dios. Si el hombre fue hecho a imagen de Dios, ¿lo
fue también la mujer? La manera en que Agustín estudia esta cuestión se tradujo en algunas
formulaciones teológicas que han sido tema de animados debates entre los especialistas del siglo
XX. El más perturbador de todos es un pasaje que se encuentra en De Trinitate, en el que
Agustín parece decir que las mujeres son imagen de Dios únicamente cuando son consideradas
como “seres humanos” juntamente con los varones: “la mujer juntamente con el varón es la
imagen de Dios, de tal modo que la substancia entera es una sola imagen. Pero cuando la mujer
es asignada como compañera y ayuda, cosa propia de ella sola, entonces la mujer no es la imagen
de Dios; sin embargo, en lo que concierne al varón solo, él es la imagen de Dios y lo es de
manera tan plena y completa como cuando se une a la mujer para formar uno solo” (12.7.10).
Agustín llegó a formular esta declaración inspirándose en Pablo, quien dice en 1 Cor 11,7 que a
los varones se les prohíbe cubrirse la cabeza porque son el reflejo de Dios, pero que las mujeres
deben cubrirse la cabeza porque ellas, en cambio, son el reflejo del varón. El comentario sobre
este pasaje de Agustín se ha centrado en la visible contradicción que existe entre la trayectoria
paulina seguida aquí y el primer relato de la creación, Gn 1,27-28, que declara que el varón y la
mujer fueron creados a imagen de Dios. ¿Podrá demostrarse que Agustín apoya ambos pasajes
bíblicos?
El debate entre los especialistas acerca de este problema ha conducido al acuerdo
sustancial de que la clave para entender este pasaje es la hipótesis de las divisiones de categorías
que hay en la existencia humana: primeramente entre el cuerpo y el espíritu; luego, entre los
niveles de la mente humana. En el nivel de la corporeidad, la categoría mujer (femina, mulier) no
participa de la imago Dei; pero la mujer como parte de la categoría homo, ser humano, sí que
participa. Además, la categoría mujer es igualada con la scientia, la mente activa, en contraste
con la parte masculina de la mente, simbolizada como sapientia, la mente meditativa de la
sabiduría de Dios (Trin. 12-13). La scientia conduce siempre a la mente hacia atrás, hacia la
creación; así que sólo la sapientia puede representarse verdaderamente a Dios. Esta distinción,
creía Agustín, es lo que Pablo tenía en su mente. Por eso, la particularidad misma de las mujeres,
no sólo con respecto a la sexualidad encarnada, sino también en cuanto al concepto de “mente
femenina”, significa que ellas participan de la imago Dei, pero solamente en su condición de
seres humanos, no como mujeres. Las mujeres, pues, son espiritualmente iguales a los hombres,
pero sólo sin hacerse referencia a las características particulares que las hacen ser mujeres,
porque esas cosas, por el orden de la creación, son inferiores y subordinadas a las características
de humanidad atribuidas a los varones. Esta idea general de que la naturaleza de la inferioridad
de la mujer es específicamente física, por tener que ver con la corporeidad femenina, es una idea
ampliamente mantenida en la antigüedad y se encuentra en otras partes de los escritos de Agustín
(s. dom. mon. 1.15), como se encuentra también la seguridad de que en el espíritu, y por tanto en
la resurrección, las mujeres son iguales a los varones en presencia de Dios (ep. 147).
Este análisis, desde luego, considera únicamente en su nivel más abstracto y teórico la
idea de Agustín sobre las mujeres. Sin embargo, a pesar de su claro subordinacionismo, Agustín
estuvo relacionado mucho, de manera sumamente viva e intensa, con mujeres durante su vida.
Cualquier estudio del tema “Agustín acerca de la mujer” debe tener en cuenta también a las
mujeres con quienes él interactuó de manera concreta y cotidiana.
Seguramente la mujer más importante en la vida de Agustín fue su madre, Mónica. Este
modelo de maternidad cristiana desempeña un gran papel en la meditación de Agustín sobre su
propia vida en los nueve primeros libros de las Confesiones. Mónica se esforzó muchísimo en
orientar a su brillante e inquieto hijo hacia la fe cristiana, incluso cuando éste se hallaba ocupado
examinando las religiones más filosóficas del imperio, especialmente las tradiciones religiosas de
los neoplatónicos y de los maniqueos. El tono de Agustín al hablar de su madre es a menudo
pesaroso, como cuando refiere la historia del obispo que, después de escuchar pacientemente los
lamentos y lágrimas de Mónica por su díscolo hijo, le dice un poco incomodado: “Anda, vete y
que vivas muchos años. Es imposible que se pierda el hijo de esas lágrimas” (conf. 3.12.21).
Mónica fue también la compañera intelectual de su hijo. Le siguió desde el norte de
África hasta la península italiana, y vivió con él en Roma y en Milán. En las primeras obras de
Agustín, que son diálogos escritos en su retiro de Casiciaco después de su conversión, participa
su madre junto con amigos, discípulos y con Adeodato, hijo de Agustín (De beata vita; De
ordine). Y en compañía de Mónica, estando ya cercano el fin de esta mujer, en una casa de la
ciudad portuaria de Ostia, Agustín tuvo su experiencia más claramente descrita de trasporte
místico (conf. 9.10.23-27). La “visión” de Ostia (o, más exactamente, la “audición”, ya que toda
la descripción se centra en torno a lo que ambos oyeron) es uno de los puntos culminantes, más
emotivos, de la autobriografía de Agustín; no sólo fue una experiencia compartida con su madre,
sino que el relato está integrado en una sección de la obra que detalla con cariño la vida y muerte
de su madre.
Agustín presenta la vida de Mónica como un modelo de buena cristiana y como un
contraste con sus propias deficiencias. Por ejemplo, refiere la historia de cómo ella se curó de
una costumbre pueril de beber a hurtadillas sorbos de vino de la bodega de la familia, cuando
acudía a ella con la criada, que en una ocasión la llamó “borrachina”. La burla hizo su efecto y
ella inmediatamente se reformó. El poder de la palabra dicha al azar es un tema importante en la
propia peregrinación espiritual de Agustín. Y, así, la rápida respuesta de su madre fue un ejemplo
para él en el mismo grado en que lo fue la infatigable devoción de esta mujer a la fe católica. El
interés de Mónica por el bien espiritual de su hijo se centró en dos deseos intensos: que él
aceptara el bautismo cristiano y que se casara con una mujer cristiana que le conviniese. En esta
segunda aspiración, Mónica entró en conflicto con la otra mujer más importante en la vida de
Agustín, su compañera, a la que ordinariamente se hace referencia como su concubina (aunque él
no le aplicó nunca este término).
A pesar de que Agustín habla varias veces en las Confesiones acerca de su compañera, no
la menciona nunca por su nombre. De hecho se refiere a ella con una expresión muy vaga,
denominándola una (“una [mujer]”, en femenino (4.2.2), o “aquella con la que yo solía compartir
mi lecho” (6.15.25). Sin embargo, la historia resalta como la de una de las más ardientes
relaciones de Agustín. Tuvo relaciones íntimas con esa mujer en Cartago durante sus años
maniqueos, en una época en que él se describe a sí mismo como en estado de deseo peregrinante.
Por inquieto que él se sintiera en aquellos días, dice claramente que aquella mujer fue su
compañera, y que él permaneció sexualmente fiel a ella (4.2.2).
Esta mujer siguió a Agustín a Italia, porque en Milán, mientras estaba a punto de hacerse
cristiano, se obliga a sí mismo a deshacerse de ella. Los convencionalismos, y no la moralidad,
motivan esta ruptura, especialmente la conveniencia de contraer un buen matrimonio con una
mujer cristiana, una meta a la que Mónica venía instándole durante años. La ruptura fue
dolorosa: Agustín dice que su corazón, que había estado ligado a esta mujer, quedó llagado y
manando sangre. Ella regresó llorando a África y prometió que nunca jamás volvería a convivir
con otro hombre (6.15.22). Dejó en Italia, con Agustín y Mónica, a su joven hijo. Después de
que esta mujer innominada abandonase la vida de Agustín, éste se sintió incapaz de permanecer
casto, incluso previendo su matrimonio, y al poco tiempo se echó otra amante, pero no mantuvo
con ella una relación sexual o afectiva tan intensa como la que había mantenido con su antigua
compañera. Agustín no llegó nunca a casarse; la naturaleza de su conversión fue tal, que terminó
viviendo una vida mucho más ascética de lo que él o Mónica habían previsto.
Después de su conversión y de su decisión de vivir en celibato, Agustín se mantuvo a
cierta distancia de las mujeres. Posidio, biógrafo de Agustín, dice que él, siendo obispo de
Hipona, no permitió nunca que ninguna mujer, ni siquiera su hermana, permaneciera en su casa,
por temor al escándalo (Posidio, Vida 102-104). Se ha señalado a menudo que Agustín no cultivó
nunca las relaciones intelectuales con mujeres ascéticas eruditas, de la forma en que Jerónimo
llegó a tener amistad con Paula y Eustoquia en Belén. Sin embargo, Agustín tuvo relación de
amistad con algunas mujeres; entre la gran colección de cartas que se conservan hay alguna
correspondencia importante con mujeres.
Algunas de las corresponsales femeninas de Agustín eran mujeres bien conocidas e
importantes, como Melania Senior y su nieta Melania Iunior (por el testimonio de cartas
dirigidas a Paulino de Nola y a Alipio, epp. 45, 124, 125, 126); Agustín escribió más tarde un
tratado acerca de la relación de Pelagio con la Iglesia ortodoxa, y lo hizo en respuesta a una carta
recibida de Melania Iunior (De gratia et libero arbitrio). Agustín mantuvo también
correspondencia con las viudas consagradas Proba y Juliana, madre y nuera de una noble familia
romana, la gens Anicii. Una carta dirigida a Proba es un estudio sobre la oración (ep. 130); otra
carta ofrece consejos para hacer frente a la adversidad (ep. 131). Agustín escribía a Juliana en
relación con su hija Demetria, que había asombrado a la nobleza romana consagrando su
virginidad a Dios y tomando el velo (ep. 188). Su tratado sobre la viudez consagrada (De
videndo Deo) fue dedicado a Juliana.
Entre otras vírgenes y viudas consagradas que recibieron cartas de Agustín con consejos
espirituales se hallan Sapidia, una virgen que lloraba la muerte de su hermano (ep. 213); Itálica,
enviudada recientemente, a quien Agustín escribió acerca de la visión de Dios en el mundo
futuro (ep. 99); Paulina, sobre la igualdad entre los hombres y las mujeres en la resurrección (ep.
147); Seleuciana, acerca del bautismo de San Pedro (ep. 265); Máxima y Felicia, sobre los
herejes (epp. 264, 208); Florentina, sobre el estudio (ep. 266), y Ecdicia, una mujer casada que
había hecho voto de continencia, sobre el difícil problema del adulterio de su marido (ep. 262).
Esta última carta es especialmente interesante como guía para conocer la opinión de Agustín
sobre las relaciones sexuales. Reprende a Ecdicia por obligar a su marido, en contra de su
voluntad, a hacer voto de continencia, y por desprenderse de gran parte de los bienes comunes
sin el consentimiento de su marido. Agustín, aunque deplora la infidelicad e incontinencia del
marido, hace ver claramente que los votos matrimoniales tienen prioridad sobre la vida cuasi-
monástica que Ecdicia había adoptado por decisión propia. Agustín no insta a Ecdicia a mantener
de nuevo relaciones sexuales con su marido, pero le aconseja que se disculpe ante él y le pida
que regrese a una vida de continencia en compañía suya.
Sabemos por una referencia de pasada en una carta (ep. 211) que Agustín tenía una
hermana viuda que se había convertido en la directora de una casa de mujeres consagradas en
Hipona. Cuando ella murió, se pidió a Agustín que ayudara a resolver varias disputas acerca de
la autoridad y de la vida monástica en la comunidad. Se conservan dos cartas de Agustín acerca
de la reglamentación de esta comunidad: una, dirigida a la abadesa Felicidad y al sacerdote
Rústico, amonesta a las monjas a que pongan fin a sus disensiones (ep. 210); la segunda contiene
dos partes: la primera, otro discurso acerca de los peligros de la controversia interna; y luego una
serie de reglas por las que debe regirse la vida de la comunidad (ep. 211.1-4, 5-16). La última
parte de la epistula 211 es la sustancia fundamental de la Regla monástica (Regula) de Agustín,
aunque la Regla tiene una tradución manuscrita muy complicada, incluidas la tradición epistolar
y la no epistolar y la versión masculina y la femenina. Desde Erasmo de Rotterdam en adelante,
algunos especialistas han sugerido que estas cartas forman el núcleo original de la Regla
monástica de Agustín; es decir, que esta Regla fue escrita primeramente para mujeres. Sin
embargo, el editor de la moderna edición crítica, Luc Verheijen, afirma que la Regla fue escrita
originalmente para hombres y que luego fue adaptada, como una carta y como un texto separado,
para mujeres. En cualquier caso, está claro que Agustín manifestó solicitud pastoral por la
comunidad monástica con la que había estado asociada su hermana.
Por tanto, las actitudes de Agustín hacia las mujeres son tan complejas y contradictorias
como cualquiera de los principales conceptos teológicos con los que él estuvo luchando en su
larga vida y llena de vicisitudes. Él aceptó ciertamente las ideas dominantes (tanto cristianas
como paganas) de su tiempo: que las mujeres, por el orden de la creación, estaban sometidas a
los varones, y que la corporeidad de las mujeres era el foco específico de inferioridad. Sin
embargo, él mantuvo también cierto tipo de igualdad espiritual entre los varones y las mujeres,
en virtud de la participación de las mujeres en la categoría de “seres humanos”, tal como era
definida por los hombres. En este sentido limitado, las mujeres están creadas igualmente a
imagen de Dios, y son igualmente capaces de estar en la divina presencia en la resurrección.
Durante el curso de su vida, Agustín mantuvo algunas relaciones importantes con
mujeres. Después de su conversión y de la renuncia a la sexualidad, y especialmente después de
la muerte de su madre, la relación de Agustín con las mujeres era más distante, pero seguía
incluyendo alguna correspondencia extensa de tipo de solicitud pastoral, especialmente con
vírgenes y viudas consagradas, y una preocupación por la vida de una casa de mujeres de vida
monástica en Hipona. Es una rica y variada herencia de actitudes acerca de las mujeres, que
Agustín legó a la tradición cristiana occidental.
Reacciones feministas a propósito de Agustín y las mujeres
No todo especialista feminista que haya estudiado el problema de las actitudes de Agustín
hacia las mujeres, le ha condenado. De hecho, algunos feministas explícitos, la mayoría de ellos
historiadores de la teología, han trabajado minuciosamente para investigar las raíces y los
matices de la relación y de la interacción de Agustín con las mujeres y han presentado una
imagen favorable y comprensiva. Estos especialistas han defendido en gran parte a Agustín a
base de su suprema afirmación de que las mujeres son espiritualmente equivalentes a los
hombres. Destaca entre estos especialistas Kari Elisabeth Børresen, cuyo trabajo sobre la
naturaleza y el papel de las mujeres en Agustín y en Tomás de Aquino ha creado una pauta para
los estudios especializados en materia de apologética feminista de la teología cristiana. El estudio
de Silvia Soennecken acerca de las resonancias filosóficas y teológicas (el campo semántico) de
los principales términos para designar a la “mujer” utilizados por Agustín (femina, mulier,
conjux, uxor, matrona, virgo, virago, sanctimonialis, castimonialis, vidua, concubina, praelex,
minista, ancilla, famula, serva, domina, mater, filia, soror, germana, sponsa), debe mucho al
enfoque dado por Børresen. Ambas especialistas sacan la conclusión de que el problema para
Agustín es la sexualidad, no las mujeres, y de que, para su cultura, Agustín poseyó de hecho una
actitud bastante positiva hacia las mujeres; el creía que las mujeres eran espiritualmente iguales
ante Dios, y trataba con respeto a las mujeres que él conocía.
Un énfasis en las exigencias del propio ascetismo y de la renuncia sexual de Agustín,
especialmente en vista de la historia de su compañera, constituye también el núcleo de los
ensayos escritos por Jean A. Truax y por F. Ellen Weaver y Jean Laporte. Todas estas
especialistas están básicamente de acuerdo en defender a Agustín contra las acusaciones de
misoginia formuladas por especialistas masculinos que sienten interés hacia los problemas de las
mujeres en la tradición cristiana, especialmente Gerald Bonner, Tarcisius Jan van Bavel y
Richard McGowan. La idea de fondo de esta línea de explicación es que de Agustín, como
hombre de su tiempo, no podía esperarse sino que diera por supuesta la subordinación de la
mujer; y lo es también, ciertamente, que él luchó contra las normas que flotaban en el ambiente,
y que afirmó que las mujeres participan también de la categoría homo (“ser humano”) y, por
tanto, de la condición de ser imagen de Dios. Después de su conversión, las relaciones de
Agustín con las mujeres estuvieron marcadas por la restricción que cabía esperar de un celibato
ascético.
Esta explicación no termina de convencer a otro grupo de historiadores y teólogos
feministas, que han tomado muy en serio las repercusiones que las ideas de Agustín acerca de las
mujeres han tenido sobre el lugar que ocupan las mujeres en la sociedad cristiana. Ya en el año
1977, en su manual de documentación sobre el feminismo en el pensamiento cristiano, Elizabeth
Clark y Herbert Richardson caracterizaron las ideas de Agustín acerca de las mujeres como
dependientes de su actitud negativa hacia la vida sexual. Su idea de fondo es que los escritos de
Agustín sobre la sexualidad y el matrimonio, tan intensamente influidos por su propia
experiencia personal, se convirtieron en la base para la teología católica romana sobre estos
temas. Ocho años más tarde, en una antología de escritos de los Padres sobre las mujeres, Clark
puso bien a la vista los textos obvios, con selecciones tomadas de De Genesi ad litteram, De
civitate Dei, De nuptiis et concupiscentia, De bono conjugali y de las epistulae 262 y 211. Las
palabras de Agustín son prologadas por breves observaciones que subrayan las maneras en que
tales palabras influyeron en la doctrina cristiana posterior.
Margate Miles ha sido también una voz autorizada en la crítica feminista de Agustín. Esta
mujer comenzó suavemente, con un estudio de lo que dice Agustín acerca del cuerpo (1979), que
sacaba la conclusión de que Agustín evitaba el dualismo metafísico (en parte como reacción a su
período maniqueo) y luchaba contra el dominante dualismo filosófico o existencial de su tiempo
que convertía el cuerpo en “la piedra angular de su teología” (131). Una década más tarde, en un
estudio sobre las relaciones entre el desnudo femenino y la teología cristiana occidental, Miles es
más severa con Agustín. En este estudio, que se centra en el arte cristiano, Miles acentúa el
disgusto de Agustín e incluso su temor hacia la corporeidad de las mujeres, y subraya el consejo
que da a las vírgenes consagradas de que eviten cualquier insinuación seductora (De civitate Dei;
ep. 211).
Pero ha sido quizás Elaine Pagels quien ha formulado la crítica de Agustín más
extensamente conocida. Su obra más divulgada, Adam, Eve, and the Serpent (“Adán, Eva y la
serpiente”, 1988), no trata específicamente acerca de las mujeres, pero se centra en los patrones
tradicionales del género (o sexo) y de la sexualidad en la cultura occidental. Pagels se interesa
por las implicaciones culturales de la doctrina del pecado original, especialmente por el papel
desempeñado por el relato de la caída. Critica firmemente a Agustín como causante de la
represión sexual y de la misoginia cristianas. Pagels da por supuesto que las ideas pesimistas de
Agustín acerca de la sexualidad, la política y la naturaleza humana predominarían en la cultura
occidental, y que “Adán, Eva y la serpiente” – nuestra historia ancestral – continuarían
afectando, a menudo en alguna versión de su forma agustiniana, a nuestras vidas hasta el
presente día” (150). En resumidas cuentas, para Pagels lo que realmente cuenta no es lo que
Agustín trató de decir, sino lo que él legó como una herencia.
Esta postura – lo más importante acerca de las ideas de Agustín sobre las mujeres es el
impacto que causaron sobre la tradición cristiana posterior – es compartida por críticas
feministas más radicales como Rosemary Radfort Ruether y Mary Daly. Ya en el año 1968, el
análisis efectuado por Daly de la condición de las mujeres como “sexo de segunda clase” en la
Iglesia, tenía como blanco a Agustín y citaba pasajes de De Trinitate, De Genesi adversus
Manicheos, De Genesi ad litteram y otros textos. Daly es muy dura con Agustín, acusándole de
cinismo en la forma en que critica los males del “hombre caído” (una categoría que, desde luego,
incluye a las mujeres). Rechaza de plano el argumento de que las mujeres puedan ser
espiritualmente iguales ante Dios, pero no en cuanto a su corporeidad, y afirma que tal
comprensión del género (o sexo) hace que las mujeres no lleguen a ser plenamente humanas (63,
85-87). El alto nivel de abstracción empleado por Daly no admite que las mujeres queden
excluidas bajo ningún aspecto de ser la imagen de Dios o de hallarse en la presencia de Dios a
causa del cuerpo femenino. Durante la década siguiente, este punto de vista la conduciría a
rechazar por completo la tradición cristiana.
La teología feminista sistemática de Ruether (1983) repite el estudio de las mujeres y de
la imagen de Dios en De Trinitate 12.7.10, sacando la conclusión de que Agustín es la fuente
suprema de la antropología patriarcal del Cristianismo occidental. El principal problema con el
patriarcado, afirma Ruether, es la jerarquía, que siempre conduce a la opresión de los
subordinados. La postura de Ruether está firmemente de parte de los oprimidos. Esta mujer cree
que el Cristianismo podrá realizar únicamente su potencial liberador, si rechaza la clase de
dualismo alma/cuerpo que – según ella – representa Agustín. Al igual que Pagels, Ruether ha
influido muchísimo en cuanto a generar otras críticas feministas contra Agustín, procedentes a
menudo de personas que sólo tenían un conocimiento de segunda mano de las obras de Agustín.
Por tanto, la crítica feminista de Agustín por sus ideas sobre las mujeres es muy variada.
Los críticos feministas tienen en común un vivo deseo de mostrar cómo las ideas de Agustín
sobre el cuerpo, el matrimonio y la concupiscencia, que llegaron a hacerse comunes durante el
siglo V, no representan adecuadamente el status de la mujer cristiana a fines del siglo II. Sin
embargo, algunos especialistas se sienten inclinados a explicar por qué Agustín pensaba así y,
por tanto, a absolverle de cualquier mala intención; mientras que otros le culpan de haber dejado
en herencia a la teología cristiana occidental un legado de subordinación de la mujer. El análisis
más reciente del tema, el estudio de Kim Power sobre Agustín y las mujeres, muestra hasta qué
punto ha madurado el estudio. Power comienza reconociendo que la teología de Agustín donde
tiene más sentido es en el cosmos en que él vivía. Esta mujer examina luego esmeradamente los
escritos de Agustín de manera muchísimo más detallada de lo que se había hecho hasta ahora,
teniendo en cuenta numerosas facetas pertinentes de la cultura en que vivió Agustín – por
ejemplo, el papel de los esclavos. Todas estas ideas nos ayudan a entender enigmas tales como el
consejo que da Agustín a Ecdicia (ep. 262) y que concluye diciendo que ella es la responsable
del adulterio de su marido, porque hizo voto de castidad por iniciativa propia. La teología de
Agustín, afirma Power, está construida dentro de un marco cultural como lo está cualquier otra
teología; la ironía final es que Agustín, el hombre que es responsable en gran medida de haber
introducido el sexo en el Edén y la distinción de género (o sexo) en el cielo, no permita nunca
que lo erótico simbolice a lo divino. Pero ésta es la crítica más sofisticada de la idea de Agustín
sobre las mujeres.
En el análisis final, habrá que entender a Agustín como un hombre de su propio tiempo,
no de nuestro tiempo. Sin embargo, como el papel de las mujeres continúa cambiando en el
Cristianismo occidental, la influencia de Agustín seguirá siendo cuestionada sin cesar, tanto por
sus amigos como por sus enemigos.
–› Ascetismo; Mónica
BIBLIOGRAFÍA
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Luc Verheijen OSA zu seinem 70. Geburtstag, ed. C. Mayer (Würzburg: Augustinus-Verlag,
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in Augustine and Thomas Aquinas, trans. Charles H. Talbot (Washington, D.C.: University Press
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Augustiniana, 1990, 411-28; E. A. Clark, Women in the Early Church, Message of the Fathers of
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and Religion: A Feminist Sourcebook of Christian Thought (New York: Harper & Row, 1977);
M. Daly, The Church and the Second Sex (New York:Harper & Row, 1968); G. Lawless,
Augustine of Hippo and His Monastic Rule (Oxford: Clarendon Press, 1987); R. J. McGowan,
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(Missoula: Scholars Press, 1979); M. R. Miles, Carnal Knowing: Female Nakedness and
Religious Meaning in the Christian West (Boston: Beacon Press, 1989); M. R. Miles, Desire and
Delight: A New Reading of Augustine’s “Confessions” (New York: Crossroad, 1992); E. Pagels,
Adam, Eve, and the Serpent (New York: Vintage, 1988); K. Power, Veiled Desire: Augustine on
Women (New York: Continuum, 1996); R. R. Ruether, Sexism and God-Talk: Toward a Feminist
Theology (Boston: Beacon Press, 1983); S. Soennecken, Misogynie oder Philologie?
Philologisch-theologische Untersuchungen zum Wortfeld “Frau” bei Augustinus, Kontexte:
Neue Beitrage zur Historischen und Systematischen Theologie 13 (Frankfurt am Main: Peter
Lang, 1993); J. A. Truax, “Augustine of Hippo: Defender of Women’s Equality?” Journal of
Medieval History 16 (1990): 279-99; T. J. van Bavel, “Augustine’s View on Women,”
Augustiniana 39(1989): 5-53; T. J. van Bavel, “Woman as the Image of God in Augustine’s De
Trinitate XII,”’ Signum, 267-88; T. J. Van Bavel, “La mujer en San Agustín”, Estudio
Agustiniano 29 (1994) 3-39;L. Verheijen, ed., La Règle de Saint Augustin I. Tradition
Manuscrite, II. Recherches Historiques (Paris: Études Augustiniennes, 1967); F. E. Weaver and
J. Laporte, “Augustine and Women: Relationships and Teachings,” AugStud 12 (1981): 115-31;
A. Zumkeller, Augustine’s “Rule”: A Commentary, ed. J. E. Rotelle, trans. M. J. O’Connell
(Villanova: Augustinian Press, 1987).

A. ANN MATTER

Mundo. Agustín no hace una distinción nítida entre mundus y saeculum, aunque emplea más
frecuentemente el primero de estos dos términos para referirse al mundo espacial y a menudo
para referirse a aquellos que en el mundo se oponen a Cristo. Tiende a usar saeculum para
referirse al tiempo o a la historia. Puesto que también utiliza el término mundus para referirse a
aquello que se utiliza, pero que no se disfruta, parece que en esto coincide con una indiferencia
platónica hacia el mundo temporal. Por ejemplo, en su obra La doctrina cristiana dice: “Si
queremos regresar a nuestra patria, que es el único sitio en donde podemos ser verdaderamente
felices, entonces hemos de hacer uso de este mundo, pero no disfrutarlo” (1.4.4). Esto ha
inducido a algunos a pensar que Agustín tenía en poco aprecio al mundo. Sin embargo, en la
misma obra Agustín explica que lo que él quiere decir es que no hay que vivir “para este mundo”
haciendo de su disfrute la finalidad principal de nuestra vida (2.3.3). Más aún, él recomienda el
ascetismo a causa de la salud de la mente y del cuerpo (1.24.25). Y cuando San Juan dijo: “Y el
mundo no le conoció” (Jn 1,10), Agustín afirma que Juan se refiere a aquellos “hombres,
ansiosos de disfrutar de la criatura en vez del Creador, [y que] han adoptado el colorido de este
mundo” (configurati huic mundo) (1.12.12). El frecuente uso que hace Agustín del término
“mundo” en sentido peyorativo, se deriva de la Escritura, donde se dice que Satanás es el
príncipe de este mundo. Sin embargo, aunque el mundo en su maldad es el enemigo de Cristo,
éste vino “para reconciliar consigo al mundo” (2 Cor 5,19). Agustín apreciaba la belleza del
mundo natural y del mundo artístico: las flores, los animales, la música, la literatura; aconsejaba
a los cristianos que “no menospreciaran esas artes de institución humana y esas ciencias que son
valiosas para una apropiada vida social” (2-39.58). Se refiere en este caso al trivium y al
quadrivium.
Agustín utiliza el término saeculum para designar al mundo temporal, el lugar donde
todos los seres humanos viven con sus preocupaciones, sus actividades, acontecimientos e
instituciones. En este mundo los ciudadanos de la ciudad de Dios y los ciudadanos de la ciudad
impía conviven y actúan juntos en favor de la paz terrena, pero con diversas creencias y
esperanzas (civ. Dei 18.54.2; 19.17.1). La ciudad de Dios es denominada frecuentemente la
“ciudad celestial” para indicar que sus ciudadanos, aunque intervienen sinceramente en los
asuntos temporales, los consideran en relación con la suprema bienaventuranza de la paz eterna
prometida por Dios. La expresión “ciudad terrena” se emplea a menudo como sinónimo de
ciudad impía para acentuar que sus ciudadanos buscan su felicidad suprema en las realidades
humanas aquí y ahora.
Por tanto, saeculum pertenece a la historia del mundo, que incluye la historia bíblica y la
historia profana. La historia profana se distingue de la historia bíblica o historia de la salvación,
porque los actos de los hombres son distintos de los actos de Dios. Una expresión utilizada para
designar a la historia profana en cuanto distinta de la historia bíblica es la de historia temporalis
vitae (civ. Dei 19.17.1). En la mayoría de los casos se hace referencia a la historia profana,
hablando de los que actúan con el solo fin de conseguir la paz terrena.
La Escritura refiere las acciones de Dios. Es historia sagrada. Nos relata las únicas
acciones que pueden salvar a los pecadores del castigo eterno y restaurarlos en la comunidad del
amor a Dios y al prójimo: la ciudad de Dios. Todo lo demás es historia profana, y ninguno de sus
acontecimientos, acciones, instituciones pueden hacer que los hombres avancen hacia su destino
eterno. Éstos pueden crear, desde luego, condiciones favorables, pero el recto “orden del amor”
no puede ser establecido por ellos. Cristo únicamente es el Camino (conf. 7.20.26).
El mundo común donde los ciudadanos de ambas “ciudades” trabajan juntos para
satisfacer sus necesidades individuales y sociales, no es necesariamente ni profano ni sagrado. Es
un mundo marcado por el pecado y sus efectos. Pero es también un mundo que contiene personas
y cosas buenas. Al leer el Génesis, Agustín se sintió asegurado de la bondad del mundo; el
Verbo, que asume un cuerpo humano, aumentó esta seguridad. La resurrección corporal de
Cristo le hizo comprender que el ser humano total iba a ser salvado, exactamente igual que había
sido asumido. A diferencia de los maniqueos y de Porfirio, Agustín no consideraba la materia
como mala, ni rechazaba que el cuerpo fuera parte de la naturaleza humana (Gn. litt. 3.24.36; civ.
Dei 11.23.1; en. Ps. 145.3). Él enseñaba que el cuerpo y el alma humanos están unidos
naturalmente (civ. Dei 21.10.1; 13.24.2), aunque admitía que el cuerpo corruptible podía resultar
oneroso. Había aprendido de San Pablo que Dios podía liberar al cuerpo de las consecuencias del
pecado (1 Cor 15) y que “la creación misma será liberada de su esclavitud a la corrupción” (Rom
8,21). Este mundo, que estaba destinado para la eternidad, está siendo trasformado por aquellos
que participan en la vida divina de amor por medio de la gracia.
Las cualidades afectivas de Agustín le hicieron especialmente sensible a la belleza del
mundo. Sin embargo, era consciente – por experiencia – del poder de los bienes terrenos para
presentarse como capaces de proporcionar la felicidad buscada por el corazón inquieto. Agustín
sugería que esos bienes había que referirlos a su Fuente y que había que darse cuenta de que el
gozo que ellos prometían, podía encontrarse únicamente en Dios, de cuya bondad participan. La
tensión es normal y no se resuelve retirándose del mundo. Los cristianos necesitan comprender la
naturaleza y la utilidad del mundo, si es que han de ayudar a relacionarlo con los designios de
Dios. Las cosas buenas del mundo fomentan realmente la conciencia de Dios y conducen a
alabar y exaltar a Dios.
Para Agustín, la Iglesia visible – como institución temporal – es parte del mundo profano.
Pero la Iglesia – como la comunidad de los cristianos – es el mundo en cuanto reconciliado y
redimido (s. 96.6-8). En el interior del mundo, la Iglesia actúa para trasformarlo (doc. Chr.
2.25.39).
Hacia el año 400 Agustín revocó su antigua conformidad con aquellos (como Eusebio y
Orosio) que escribían que los imperios cristianos – como los de Constantino y Teodosio I –
constituían parte de la obra salvífica de Dios para establecer su reino. Agustín dejó de hablar de
“esos tiempos cristianos” y negó que las acciones de los emperadores cristianos formaran parte
de la historia sagrada (en. Ps. 72.11; cat. rud. 27.53; ep. 198.6). Cuanto más convencido estaba
de que la historia sagrada estaba descrita en la Escritura, tanto más enseñaba que la historia
profana deriva su significado y finalidad de la historia sagrada. El mundo (saeculum / mundus),
con sus agentes humanos, sus instituciones sociales y de gobierno, es el objeto de la obra
redentora de Cristo. “Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel
que en él crea, no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Los que realizan la obra de
Cristo en el mundo por medio del poder trasformador del amor son los miembros invisibles de la
ciudad de Dios. Tal es la teología de Agustín acerca del mundo temporal.
El poder civil existe, según Agustín, para fomentar la paz terrena. Este poder es capaz
incluso de ayudar a eliminar algunos efectos del pecado (ep. 153.6; Gn. litt. 9.9.14). Si la
humanidad no fuera propensa al egoísmo, a la fricción, a la hostilidad y a la violencia, no habría
necesidad de gobernantes. Los cristianos son, desde luego, seres animados sociales (civ. Dei
12.27.1). Tienen, por tanto, responsabilidades sociales. El amor a otros los insta a participar en el
gobierno y en diversas sociedades a fin de promover la paz terrena. Los gobernantes están
obligados a proporcionar la seguridad física y la satisfacción de las necesidades humanas básicas
(civ. Dei 19.17.1; ep. 153.6). El amor a Dios se manifiesta en la solicitud por todas sus criaturas.
Las necesidades y las preocupaciones compartidas por las dos “ciudades” forjan una comunidad
humana” (civ. Dei 19.26.1).
–› Católica: La Iglesia es Católica; Creación; Historia; Jesucristo; Redención

BIBLIOGRAFÍA
T.E. Clarke, “Saint Augustine and Cosmic Redemption,” TS 19 (1958): 133-64; C. Harrison,
Beauty and Revelation in the Thought of St. Augustine (Oxford: Oxford University Press, 1992)
(para una opinión opuesta sobre la actitud de Agustín sobre el mundo temporal, cf. R. O’Connell,
Art and the Christian Intelligence [Cambridge: Harvard University Press, 1978]); M. T.
Hollerich, “Augustine as a Civil Theologian?” CollAug, 1990, 57-69; Markus, 1970/1989;
Markus, 1972; H. Marrou, The Resurrection and Saint Augustine’s Theology of Human Values
(Villanova: Villanova University Press, 1966); J. van Oort, Jerusalem and Babylon (Leiden: E. J.
Brill, 1991); W. Pannenberg, Human Nature, Election, and History (Philadelphia: Westminster,
1977); L. Patterson, God and History in Early Christian Thought (New York: Seabury Press,
1967); B. Viviano, The Kingdom of God in History (Wilmington, Del.: Michael Glazier, 1988).

MARY T. CLARK, R.S.C.J.

Musica, De (La música). El tratado De musica, que nosotros sepamos, es una obra de los
primeros tiempos, comenzada sin duda alguna hacia el año 387, poco después del bautismo de
Agustín y poco antes de la muerte de su madre, Mónica. Por tanto, el tratado fue escrito en un
período en el que se escribían proyectos como De ordine y las dos obras que enmarcan el tratado
– De immortalitate animae y De animae quantitate. Así que hay que tener en cuenta las tres
obras, cuando se estudia el tratado De musica, porque todas ellas presentan, desde diferentes
puntos de vista, las mismas cuestiones – cuestiones que seguirían siendo importantes para
Agustín a lo largo de toda su vida. Son: las naturalezas de la particularidad, de la conexión, de la
moción y del tiempo. Al ir creando estas obras en sucesión, Agustín mismo siguió el orden
sugerido por él en De ordine, un orden que era esencial para la comprensión del lugar de la
música dentro de las disciplinas, y como preparación para describir y entender finalmente la
naturaleza de lo no visto.
En De musica 1.1 Agustín presenta el punto de vista de que, con respecto al sonido,
podemos observar dimensiones que la música tiene en común con la gramática – como el sonido
mismo – y aspectos que son propios únicamente de la música como disciplina (“Sonorum certas
dimensiones observare non ad grammatican spectat, sed ad musicam”). Aunque sonidos
particulares, individuales, describibles en el tiempo (tempora) son comunes a la música y a la
gramática, sin embargo la música es más directa que el sonido gramatical y, por tanto, puede ser
retenida más eficazmente en la memoria. En este capítulo como en lo que sigue, Agustín
proporcionó un vocabulario conceptual que sería utilizado durante el siguiente milenio y medio.
Está claro que él estaba interesado en proporcionar un vocabulario para estudiar lo que era la
música. Este vocabulario comprende términos omo modus, tempus, pulsus, modulatio,
modulando, concinnando, copula, siendo uno de los más importantes de éstos el equivalente de
pes = pulsus, un tañido contenido y particular de sonido. Comenzando en el capítulo 2, Agustín
no sólo trabaja en la elaboración de una terminología de la disciplina, sino que además presenta
una estructura para el estudio de esta disciplina. Con la cuestión: Musica quid sit, Modulari quid
sit, Agustín establece el campo disciplinar para escribir acerca de la música, no sólo con destino
a su propio ambiente intelectual sino también para el período de aproximadamente mil
quinientos años que siguió a continuación. Aunque De musica fue escrito poco después de un
reconocido período de proliferación y experimentación de diversos sistemas rítmicos, sin
embargo Agustín, con su especial elección del ritmo como el tema primario de estudio bajo el
concepto de musica, indica su comprensión de que en las diversidades de los modelos rítmicos o
de acentuación es donde se expresan también las variedades de la substancia emocional que se
traduce en vigor. Las passiones innatas del estado emocional encuentran expresión exterior en
modelos de acentuación. Además, la decisión de Agustín de dilucidar la división temporal y la
moción ejemplificada por la música y contenida dentro de la música por medio de ejemplos de
modelos rítmicos dentro del metro, más bien que de recoger proporciones interválicas – el tema
propuesto para la música, por ejemplo, por Macrobio en su Comentario sobre el suelo de
Escipión o por Mariano Capella en el Matrimonio de la Filología y de Mercurio – es una
decisión que refuerza el hecho de que la música ejemplifica y constituye una analogía con los
aspectos esenciales de todas las artes liberales, porque cada una de las artes contiene una
dimensión de moción. Es inmensa la influencia del estudio que Agustín hace del ritmo dentro del
metro. Rogelio Bacon, por ejemplo, refiriéndose al tema de las Matemáticas, escribe: Agustín
reduce el metro y los pies y las cuestiones de esta índole al tema de la música.
La música es una disciplina que, por su misma naturaleza, posee fuerza y razón. La
música es la ciencia de las conexiones (Musica scientia bene modulandi); estas conexiones han
de ser adjudicadas por el oído. Así, pues, el sentido y el discernimiento por obra de los sentidos,
así como la cuestión de la belleza, la deseabilidad y la atracción, entran desde muy pronto en el
estudio que Agustín realiza en De musica y siguen siendo en todo momento puntos de referencia.
La música es deleitable y, por tanto, es memorable; y el cantus es extraordinariamente dulce y
suave para los sentidos, cuando se realiza debidamente, escribe Agustín (en 1.4: “... nam et
numerosus est et suavissimus ille cantus ... sensu quodam ducti bene canunt”). Habiendo
estudiado unidades separables y discretas de sonido – atributos que son comunes a la aritmética y
a la gramática – Agustín procede a estudiar el senido dentro de la moción, o las discontinuidades
medibles del ritmo dentro del metro, lo cual proporciona la posibilidad de organizar versus. ¿Qué
es el versus?, pregunta Agustín (en el libro quinto). Responde que muchos han hablado acerca de
esto, pero con muy poco resultado. En el estudio que sigue a continuación, el escritor presenta la
opinión de que el versus es un bloque profundamente pensado, deliberadamente labrado, o
plasmado, para su uso en la composición.
Todos estos aspectos: 1) particularidad discreta, 2) unidades medibles dentro de la
sintaxis, 3) el paralelismo requerido por un concepto de belleza, 4) la función de los sentidos y
la capacidad del juicio para determinar la suavitas (libros primero y quinto) y 5) las mociones
protegidas por el tiempo, así como sus propiedades medibles (ordines; cf. libros tercero a
quinto), cuando son comprendidas, conducen a un entendimiento de la mente (anima) misma, y
supremamente conducen a Dios (libro sexto). El hecho de que el libro sexto fuera escrito sin
más, demuestra que Agustín, con este libro, consideró que él había terminado ya el proyecto. El
libro sexto ofrece un resumen de los otros cinco libros y termina con lo que, ciertamente, la
música ejemplifica. Por eso, De musica es una obra estructurada con arreglo a un estudio
jerárquico sucesivo de 1) la peculiaridad dentro del material de sonido, 2) la moción y 3) la
cognición de la mente – temas que, de una manera o de otra, ocuparán a Agustín durante el resto
de su vida. ¿Dónde está la música?, pregunta Agustín. La respuesta: en el sonido, en los oídos, en
el corazón o en las “partes más recónditas del interior”, en la mente, en la memoria y en función
de los números sonados y recordados. La música, en su deliberado logro de distanciarse de la
forma corpórea, es también una realidad espiritual.
De musica viene siendo una obra muy ignorada en tiempos recientes, sobre todo en
comparación con lo mucho que se ha escrito sobre obras tales como Las Confesiones, La ciudad
de Dios, La Trinidad, o sobre el comentario de Agustín al libro del Génesis. Pero no sucedió así
durante la Edad Media. La obra fue un almacén de vocabulario, conceptualización, materiales de
estudio o temas de discusión, así como – según declara el mismo Agustín – una base para el
estudio de la música misma. Se conservan aproximadamente setenta y nueve manuscritos de De
musica, que datan desde fines del siglo VIII hasta el siglo XV. Por lo menos, veintinueve de esos
manuscritos fueron copiados durante el siglo XIII, es decir, antes del año 1300. Todas estas
fuentes están relacionadas con centros importantes del saber durante el período medieval.
–› Artes liberales; Música, Ritmo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
Ediciones latinas De musica, De ordine, De immortalitate animae, et De animae quantitate,por
los Benedictinos de Saint Maur (1679-1700), reeditados en Migne in PL 32 (Paris, 1871); una
edicción crítica con traducción en inglés y comentario están siendo preparados por Nancy van
Deusen and Sabine G. MacCormack.
Traducciones
BAC XXXIX La música (en seis libros);Aurelii Augustini: De Musica, ed. G. Marzi, Collana di
Classici della Filosofia Cristiana 1 (Florence, 1969), una edición Latin/Italiana ; W. F. Jackson
Knight, St. Augustine’s “De Musica”: A Synopsis (London, 1947); Oeuvres de Saint Augustin
(354-430), le ser. Opuscules VII, Dialogues philosophiques IV: La Musique, ed. Guy Finaert et
F.-J. Thonnard (Bruges, 1947), una edición en latín y francés con notas; R. Catesby Taliaferro,
St. Augustine on Music (Annapolis, 1939); G. Vecchi, ed., Precepta artis musicae collecta ex
libris sex A. Augustini “De Musica,” Academia della Scienze dell’Ist. di Bologna, Classe de
Scienze morali, Mem ser vl, 1950 (Bologna, 1951), 91-153; cf. Grammatici latini, ed. H. Keil
(Leipzig, 1858-64).R.Bacon, Opus Majus, trans. R. B. Burke, vol. 1 (New York, 1962), 258; M.
Capella, Marriage of Philoso and Mercury, Latin ed. A. Dick (Leipzig, 1925); Martianus
Capella, The Seven Liberal Arts, vol. 2, The Marriage of Philology and Mercury, trans. William
Harris Stahl and Richard Johnson with E. L. Burge (New York, 1977); Macrobius, Commentary
on íhe Dream of Scipio, Latin ed. Ludwig von Jan, 2 vols. (Quedlinburg and Leipzig, 1848-52);
Macrobius, Commentary on the Dream of Scipio, translated, with introduction and notes, by
William Harris Stahl, Records of Civilization, Sources and Studies 48 (New York, 1952).

NANCY VAN DEUSEN

Música, Ritmo. Al evaluar las ideas de Agustín acerca de la naturaleza y función de la


música, así como sobre la manera en que la disciplina difiere de otras artes liberales en cosas
importantes, hemos de tener en cuenta sus exposiciones sobre el tema – por ejemplo, cuando en
la obra De ordine considera la música en conjunción con la poetica – , así como su extenso
estudio sobre la música, que encontramos de manera habitual y periódica en las Enarrationes in
Psalmos. Todos estos escritos contribuyen sustancialmente a ofrecernos una visión completa de
la idea de Agustín sobre la música, la cual, en resumen, es la siguiente: Agustín pensaba que la
música era extraordinariamente importante.
¿Qué es lo que Agustín tenía que decirnos sobre el tema de la música y, especialmente,
sobre el ritmo en la música? Al exponer los elementos internos de la música, Agustín estudia
también los límites del lugar específico de la música entre las disciplinas. Esos límites, así como
las cuestiones que los determinaban, permanecieron esencialmente los mismos durante todo el
período medieval: ¿Qué es la música? ¿Cuáles son los rasgos, propiedades, conjunciones y
movimientos particulares de la música? ¿Cómo puede medirse la música como material que es?
Y, finalmente, ¿cómo expone la música sus principios intrínsecos, como son la conexión y el
movimiento, que son también indicativos de la naturaleza de Dios? Además, hay un contraste
importante entre “la precipitada captación en la contemplación de la bienaventuranza” y la
manera gradual y paso a paso (de entender), determinada por “las posesiones y el orden” propios
de la música (“viam per suas possessiones ordinemque molita est”, como enuncia Agustín en
ord. 2.14, un pasaje que se titula: “Musica et poetica. Triplex sonus. Versus unde. Rhythmus”).
Estas propiedades de la música, por su orden, se pone a estudiarlas Agustín, especialmente en De
ordine y, de manera extensa, en De musica.
En estas dos obras Agustín investigó sucesivamente grandes porciones de material
musical, comenzando por la porción indivisible y singular, o simplex, pulsus, pes, todos ellos
comparables con la letra singular (en la gramática) y el número singular (en la aritmética).
Agustín señala que hay potencialmente una división que establece una distancia entre una
porción de sonido y su signo (ord. 2.14: “At ista potentissima secernendi cito vidit quid inter
sonum et id cujus signum esset, distaret”). Es obvio que existe una relación entre el sonido y el
signo, porque las letras del alfabeto designan sonidos discretos del lenguaje. Sin embargo, hay
que tener presente que esos enunciados aparecen en una sección titulada “Musica et poetica”,
que indica que los sonidos separados y variados dentro de la música estaban emparejados
igualmente – según la manera de pensar de Agustín – con signos correspondientes. Además,
de lo que se está tratando es esencialmente de “material animado”, o in voce animantis, como el
soplo que anima a un instrumento, “aut in eo quod flatus in organis faceret, aut in eo quod pulsu
ederetur” (ord. 2.14).
Es evidente el empleo de terminología material, como, por ejemplo, el “cuerpo material
de la voz”: corporea vocum materia. Esta analogía de la “voz material animada” con un
instrumento que emita pulsus será desarrollada detalladamente en aquellos comentarios de
Agustín a los salmos que exploran algunos aspectos del psalterium en contraste con la cithara.
Uno de los principales rasgos distintivos que separa la substancia musical de la de la gramática
es el simple número y, especialmente, la variedad de sonidos particulares que están disponibles
en la música, haciendo que la música sea más susceptible para la memoria. Entonces se sigue
lógicamente que, partiendo de una consideración del pulsus, o “tañido” indivisible del material
animado situado dentro del sonido y del tiempo, tratado en De ordine, Agustín pasaría a
considerar agrupaciones mayores de momentos singulares como conjunciones organizadas de
unidades discretas de sonido. Una vez que había establecido las unidades más pequeñas de
material de sonido, él procedió a estudiar sus conexiones dentro de unidades describibles y
delimitadas. Ésta es, al parecer, la finalidad de su tratado De musica, en el que abundan
expresiones de conexión.
En el libro primero de De musica Agustín habla de la moción misma, de las “mociones
racionales”, de mociones proporcionales complejas y medidas, y de “intervalos de moción, en los
que dos mociones, congruentes, efectuaban voluptuosidad” (1.13). En los libros segundo a quinto
Agustín trata de las copulationes (el término utilizado por él más frecuentemente) de sonidos
individuales discretos, como sílabas singulares que se agrupan, y que tienen como resultado
extensiones u organización métrica – aunque el escritor indica que ambos términos, ritmo y
metro, suscitan dificultades para su definición. Una indicación de que las consideraciones que él
presenta se hallaban en la primera plana de la disputa intelectual es que, como él declara, aunque
ha habido mucha discusión sobre términos tales como ritmo, metro y especialmente versus, no se
ha alcanzado un consenso de opinión (o “fruto”). Parece que la prioridad de Agustín es,
nuevamente, la naturaleza material (material en el tiempo y en la moción) de los grupos de
sonidos, el saber cómo se logra la conexión, por medio de la moción, entre grupos perceptibles, y
los caminos por los que se hace que el conocimiento recaiga sobre la comprensión de la parte y
la naturaleza de la parte misma. Los gramáticos adjudican las combinaciones de sílabas según se
dice que ellos las adjudican; la persona que entiende la música, utiliza – por otro lado – la razón
y los sentidos. Además, las sílabas, cuando son pronunciadas, se desvanecen rápidamente, pero
los tonos musicales mueven la facultad de oír, porque apelan a ella (2.2). Agustín describe luego
variadas disposiciones de las sílabas con respecto al número y a la cantidad de las mismas
(longa, longior, brevis), una sección (libro primero) que ofrece ejemplos demostrables al estudio
de la moción y de sus atributos en el libro segundo.
Las combinaciones de rhythmi, o emparejamiento de unidades rítmicas (“... utrum possint
copulari sibi pedes, quos copulari oportet”) comparable a una sucesión de números, son descritas
en el libro tercero, que conduce lógicamente al concepto de rhythmus continuus (capítulo 4).
Toda esta investigación tiene implicaciones mucho más extensas que las de una descripción de
los pies poéticos. Un estudio del formato rítmico junto con otra unidad rítmica formateada en el
tiempo, y ejemplificada por la música, introduce, como declara Agustín, una consideración de la
medida de diversos momentos dentro del tiempo, de la conexión entre unos momentos y otros, y
del movimiento que esta conexión hace patente. El hecho de que este estudio tenga lugar en la
disciplina de la música, hace que el estudio salga de los confines de la gramática y entre en un
estudio más amplio acerca del movimiento, la naturaleza de la moción, y la medida de la moción
y del tiempo en su interior. Lo que está unido por el oído, permanece voluptuosamente en él,
mantenido en perpetuidad, escribe Agustín, volviendo a señalar a la razón para explicar el lugar
especial de la música y su importancia. El autor hace notar los rasgos variados y diversos que
distinguen a los formatos rítmicos, la conexión o copulación de esos formatos en un metro, y la
importancia de los rasgos finales o de la sílaba finalizadora para la determinación del carácter de
esos formatos métricos variados. Vemos las siguientes prioridades dentro del estudio que
Agustín hace del rhythmus continuus: los conceptos de pes, copula y currere/cursus/tractus
como expresiones de la unidad particular reconocible; el agente conector, y la continuidad
medida. Todos estos temas son importantes y se hallan expresados con frecuencia. Finalmente,
para Agustín son importantes los nombres de los ritmos, porque al nombrarlos se es capaz de
estudiar las distinciones. Además, en el libro cuarto, capítulo 15, el silencio es también un factor
dentro de la continuidad rítmico-métrica.
En el libro quinto Agustín inicia un estudio de la unidad constructiva más extensa, o
versus. Este concepto, como se admite, no carece de dificultades. Muchos han sido los debates
sobre este mismo tema, escribe Agustín, con muy poco resultado. Sin embargo, Agustín
compendia la característica principal de este término escurridizo: un versus está formado por
partes en las que la totalidad amolda obviamente las divisiones, estableciendo por medio de la
belleza un paralelismo concordante (5,3). Estas partes pueden estar medidas, y podemos también
observar que una parte sigue a la otra, por cuanto una sección comienza, otra sección sigue.
Nuevamente, la conexión de los miembros, el orden establecido para esta conexión, así como las
relaciones entre las partes son, todos ellos, cuestiones importantes. La concordancia se expresa
de diversas maneras, como conciliantur membrum, collatione confici, concinentes, pero la
esencia de la concordancia es que “el equilibrio de las unidades temporales no sea perturbado”
(5.4: “... non perturbata temporum aequalitate”). En el libro quinto, así como en los libros
anteriores de De musica, Agustín se esfuerza por delinear las secciones cada vez más
perceptibles del material temporal, para su uso últimamente en la composición, así como en el
estudio de dicha composición. El versus es la más extensa de esas unidades.
Nos inclinaríamos a afirmar que Agustín, en su sola obra – sumamente extensa – acerca
de la música, se concentró en tan sólo un aspecto de la música, es decir, en las zonas que la
música tiene en común con la gramática, en su manipulación del tiempo, así como en el arte
matemático “cuadrivial” o afín de la física en su estudio de la moción. De musica estudia sobre
todo el ritmo, conduciendo finalmente al tema de la mente-espíritu. Pero esto se halla en plena
concordancia con la idea que Agustín tiene de la disciplina de la música, como disciplina y
scientia, no como operatio, en la que domina el espectáculo corpóreo. En la operatio uno esta
cautivado por la entrada visual de la música (o realización teatral) que se produce ante los
propios ojos. En calidad de tales, estas dos artes imitan y exhiben, en vez de ir a la búsqueda de
la verdad (mus. 1.4). En De musica, luego, el estudio se centra en los aspectos materiales,
medibles y describibles de la naturaleza polifacética de la música. El molde rítmico es un acceso
externo a una substancia afectiva intríseca de carácter interno – y esto es tanta verdad hoy día
como lo era en tiempos de Agustín. Al seleccionar variados y diversos formatos rítmicos para un
estudio a fondo, Agustín, aunque – desde luego – estuvo influido por ello, no estaba
respondiendo únicamente a un período de extensa descripción y uso de modelos métricos dentro
de su propio ambiente cultural e intelectual. Él también se centraba firmemente en el aspecto de
la música que más claramente indica su realidad estética interna; es decir, el material afectivo
intrínseco es responsable del profundo efecto de la música sobre el oyente. El fundamento
racional, el orden de estudio y el contenido mismo de De musica influyeron durante siglos en los
escritos que se realizaron en la disciplina de la música.
¿Qué fin tiene, entonces, la descripción y discusión de esta jerarquía de constructos que
se ocupan del material del sonido dentro del tiempo? Hay dos respuestas a esta cuestión. En
primer lugar, estos constructos son entidades perceptibles racionalmente para la comprensión
auditiva de las maneras en que los cántos son reunidos, o compuestos, y para juzgar si es un éxito
el resultado de este proceso. El éxito en colocar juntas diversas unidades constructivas puede
designarse como suavitas. Esto pertenece a los sentidos (ord. 2.11: “Ratio quid, et hujus in
sensibilibus vestigia: Quod vero ad aures, quando rationabilem concentum dicimus, cantumque
numerosum rationabiliter esse compositum; suavitas vocatur propio jam nomine”). Ahora bien,
lo que pertenece a los sentidos conduce directamente a la mente-espíritu, porque el sentido es
mente mezclada con cuerpo. Este aspecto de anima es, pues, el que Agustín estudia en su libro
final de De musica. Fue también el tema de dos obras De anima que enmarcan su tratado sobre la
música, a saber, De immortalitate animae y De animae quantitate.
Más bien que constituir un estudio derivado, bastante normal, de la teoría métrica,
popular en aquel tiempo, o, como también se ha sugerido, la preocupación de un joven Agustín,
que pronto iba a abandonar su estudio de las artes liberales para moverse en la dirección de su
verdadera vocación teológica, el extenso estudio de Agustín sobre un rhythmus, metrum y versus
ocupó un importante lugar disciplinar dentro del orden requerido para la erudición. Dios no era
simplemente creído ni buscado de una manera fortuita, sino con arreglo al acceso paulatino y
disciplinado, que proporciona cada una de las artes liberales en sus respectivas posiciones. Como
afirmó Agustín, todas estas diversas disciplinas pueden reducirse a una sola verdad cierta y
simple, a saber, la erudición “de que lo Divino no debe buscarse aleatoriamente, ni debe creerse
en ello simple y aisladamente, sino que la verdad ha de ser contemplada, entendida y retenida”
(ord. 2.16: “Disciplinae liberales efferunt intellectum ad divina”). La musica empleó substancia
sonora dentro de la moción y del tiempo. La musica disciplina procedía del simplex o pulsus (el
material singular considerado como discontinuo, pero también un momento singular dentro del
tiempo) para formar combinaciones de rhythmi percibidos racionalmente y recibidos
auditivamente (que constituyen una analogía de la moción medida en sí misma), los cuales
podían ser situados entonces en un consensus más global aún, el versus o compuesto. Todo podía
entenderse y recordarse racionalmente, porque la música contenía muchísimos sonidos variados
y diversos – y también (no menos) porque era dulce al gusto. Por tanto, la música proporcionaba,
como afirmaba también Agustín, un vocabulario de conceptos y analogías para estudiar lo que
era la escurridiza anima.
La experiencia de los sentidos, cuando se hacía buen uso de ella, era importante,
obviamente, para Agustín. De ordine y especialmente De musica abundan en expresiones de
placer de los sentidos, de deliciosidad e incluso de voluptuosidad. Las copulationes rítmicas
deben ser deleitosas, dulces al gusto, bien concebidas y ejecutadas. Lo que es más dulce es
también más claro, escribía Agustín (en ord. 2.18: “Illa nobis dulcior, ista clarior”, cf. Hugo de
San Víctor, Didascalion 4.1 (“Acerca del estudio de las Sagradas Escrituras”: Las Sagradas
Escrituras, por otro lado, son las que más adecuadamente se parecen a un panal de miel, porque
aunque parecen áridas por la sencillez de su lenguaje, dentro están llenas de dulzura [ET, Taylor
1961, 102]).Y lo que es deleitoso se confía por sí mismo a la memoria: un tema que aparece
repetidas veces en la obra de Agustín titulada De musica. Hay siempre vestigios de la razón en la
experiencia sensorial. La música demostró de manera particular esta verdad.
BIBLIOGRAFÍA
Brown, 1967; N. van Deusen, “The Cithara as Symbolum: Augustine vs. Cassiodorus on the
Subject of Musical Instruments,” in The Harp and the Soul : Studies in Medieval Music (New
York, 1989), 201-55 ; N,. van Deusen and S. G. MacCormack, Augustines De Musica”: An
Edition, Transiation, Cornmentary; cf. S. MacCormack, The Shadows of Poetry: Vergil in the
Mind of Augustine (Berkeley:University of California Press, 1998), 60ff.; The “Didascalicon”of
Hugh of St. Victor: A Medieval Guide to the Arts, trans. with introduction and notes by Jerome
Taylor (Ney York, 1961)
NANCY VAN DEUSEN

N
Natura boni, De (Naturaleza del bien). A pesar de su título, la Naturaleza del bien no trata de
un concepto metafísico general, sino que se ocupa del “bien”, en cuanto se refiere
(extensamente) a Dios como bien supremo, y de todos los demás seres en la disposición
jerárquica de los mismos con arreglo a su propia bondad innata o a su propio ser, y que para
llegar a ser tales o para continuar en la existencia dependen enteramente de Dios. Para llevar a
cabo este proyecto, Agustín recurre primeramente a argumentos filosóficos. Está de acuerdo con
la afirmación maniquea de que cualquier cosa buena tiene que derivarse de Dios. Pero está en
desacuerdo con la idea de que pueda haber algo que no sea Dios de lo cual pueda derivarse
últimamente cualquier otra naturaleza o de que, por otro lado, Dios y otros seres deban compartir
la misma naturaleza. Hay una distinción fundamental entre el creador y los creado; asimismo,
Dios es aquel bien hacia el que están ordenadas todas las demás criaturas, todos los demás
bienes. Más aún, este Dios es el autor de todos aquellos bienes (principalmente la medida, la
forma y el orden) que son compartidos por todas las cristuras. Las criaturas racionales pueden ser
corrompidas por el pecado, pero no cambian en cuanto a la esencia: las criaturas, sean pecadoras
o no, retienen la naturaleza que originalmente recibieron.
Volviéndose en De natura boni 16 a la Escritura, Agustín explica los siguientes puntos:
Dios, el solo Creador, es el autor de todo cuanto existe; y el pecado, que no puede afectar al ser
de Dios, consiste en la desobediencia a la voluntad divina y acarrea el castigo.
El estudio de estos puntos ocupa casi la totalidad de la obra (nat. b. 1-40), dejando tan
sólo los párrafos finales para la verdadera polémica, que tiene dos partes: la refutación de la
doctrina maniquea de los dos principios (41-44), y un retorno a los alegatos de degeneración
moral que se hicieron en De moribus ecclesiae 2 (45-47). Parece que estas acusaciones se basan
en gran parte en la premisa de que, puesto que la religión maniquea habla de asuntos tales como
la luz divina liberada mediante la copulación de demonios masculinos y femeninos, los
seguidores de Mani tienen que sentirse impelidos a emular lo más literalmente posible el mito. El
párrafo final (48) es una oración a Dios para que libere a los que están enzarzados en “ese error
maldito y horrible”.
Es difícil fijar con alguna precisión la fecha de la composición de la obra. En las
Retractationes 2.9 Agustín la sitúa entre Contra Felicem Manicheum y Contra Secundinum
Manicheum, lo cual significa que la obra no se comenzó antes de finalizado el año 404. Teniendo
en cuenta que en ella hay poca originalidad – sus puntos pueden contrarse, todos ellos, en
escritos anteriores, principalmente en De libero arbitrio, De moribus ecclesiae (2) y Contra
epistulam Manichaei quam vocant fundamenti – , nos preguntaremos cómo es que la obra llegó
siquiera a escribirse. Ni las Retractationes 2.9 ni la misma obra De natura boni nos aclaran por
qué Agustín se decidió a escribirla. En esta última Agustín dice únicamente que habla en nombre
de los cristianos católicos (nat. b. 3) y “a causa de los que son incapaces de comprender” (2).
Pero el tratado tiene el valor de conservar un extenso pasaje tomado del “Tesoro” de Mani y tres
citas de la “Carta de Fundación”.
–› Bondad; Creación; Mal; Mani, Maniqueísmo; Materia
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
EL 25/2, 855-89; PL 42:551-72.
Traducciones
BAC III, Naturaleza del bien;A.A. Moon, The “De Natura Boni” of Saint Augustine: A
Translation with an Introduction and Commentary, Catholic University of America Patristic
Studies 88 (Washington, D.C.: Catholic University of America, 1955); NPNF, lst ser., vol. 4.

J. KEVIN COYLE

Natura et gratia, De (La naturaleza y la gracia). Este tratado, escrito en el año 415, marcó
un cambio de rumbo en los escritos de Agustín, que de oponerse a Celestio pasó a oponerse al
mismo Pelagio. Dos antiguos discípulos de Pelagio, Timasio y Jacobo, habían comenzado a
poner en duda la teología de su maestro y enviaron un ejemplar de la obra de Pelagio De natura
a Agustín, pidiéndole a éste que la refutara. Agustín contestó en De natura et gratia, obra a la
que él se refiere en la carta 169.4.13, dirigida a Evodio: “He escrito una extensa obra contra la
herejía de Pelagio, viéndome constreñido a hacerlo por la solicitud de algunos hermanos, a
quienes él había persuadido de su idea sumamente perniciosa acerca de la gracia de Cristo”. A
pesar de este duro lenguaje, Agustín, en este tratado, no atacó nunca personalmente a Pelagio,
llamándole por su nombre, sino que atribuyó su error teológico a la indignación ante aquellos
cristianos que, cuando eran reprendidos por sus pecados, se excusaban alegando la flaqueza de la
naturaleza humana – una defensa que iba completamente en contra del dogma pelagiano de que
el pecado de Adán le dañó únicamente a él, y no a sus descendientes. Nosotros pecamos
imitando a Adán (9.10); la naturaleza humana no puede estar corrompida por el pecado, que es
una acción que carece enteramente de substancia (19.21–20.22). Pelagio reforzó su argumento
con una lista de hombres y mujeres santos, desde Enoc hasta la Virgen María, “de los que se
refiere no sólo que no pecaron sino también que vivieron rectamente”. A esto Agustín replicaba
que, exceptuada la Virgen María, “a la cual, por el honor del Señor, yo no quiero implicar
cuando se habla de pecado”, todos los santos, si se les preguntara, confesarían que habían pecado
(36.42). Pelagio, desde luego, hablaba de la gracia, pero refiriéndose esencialmente a la
naturaleza creada (10.11–11-12), de tal modo que la capacidad para evitar el pecado no reside
tanto en el poder de elección sino en la necesidad de la naturaleza, cuyo autor es Dios (51.59).
Pelagio apoyaba su teología recurriendo a varios autores católicos, incluidos Lactancio, Hilario,
Ambrosio y Jerónimo (61.71–65-78), y, lo que era más alarmante desde el punto de vista de
Agustín en De libero arbitrio, omitiendo pasajes desfavorables a sus argumentos, pasajes sobre
los que Agustín llamaba la atención en su réplica (68.81; cf. retr. 1.9 [8]).
La postura de Agustín contra Pelagio estaba expresada de manera sencilla y tajante: la
naturaleza humana, creada sana, había sido corrompida por el pecado (3.3). La gracia es la gracia
de Cristo, conferida en el bautismo, sin la cual nadie puede salvarse (4.4), y la totalidad de la
massa damnata merece castigo. No habría ninguna injusticia, si todos fueran condenados. Y
aquellos que son salvos, a quienes Dios podría haber condenado justamente con los demás,
deben dar gracias a Dios, que ha dejado libres a los vasos de misericordia (5.5).
Es probable que el hecho de leer y responder a la obra De natura, marcara un momento
crítico en las relaciones de Agustín con las doctrinas de Pelagio. Agustín, desde luego, pensó que
esa obra era una expresión importante de la teología de Pelagio, y se refirió a ella en cartas
dirigidas a Inocencio de Roma en el año 416 (ep. 177.6), a Juan de Jerusalén en el mismo año
(ep. 179.5) y a Paulino de Nola (ep. 186.1.1). Él, personalmente, recibió una carta de
agradecimiento de Timasio y Jacobo por haberlos librado del error (gest. Pel. 23.47; ep. 158).
–› Antropología; Gracia; Naturaleza; Pelagio, Pelagianismo

BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
BA 21:223-413; CSEL 60:233-99; NBA 17/1 (1981), 365-487; PL 44:247-90; retr. 2.42 (68).
Traducciones
BAC VI La naturaleza y la gracia;Dods 4 (1); FC 86; PN 5; WSA 1/23: 203-275.
Estudios
Merlin, 1931, 93-107.

GERALD BONNER

Naturaleza. El término latino natura se deriva del participio pasado (natus) del verbo nasci
(“ser nacido o engendrado”) y traduce ordinariamente el término griego physis o ousia, y es
vertido a nuestra lengua por el término “naturaleza”. Natura y todos sus términos afines aparecen
cinco mil veces en las obras de Agustín. Él se hallaba familiarizado con la palabra por la lectura
de varios autores latinos, incluidos Séneca y Varrón, pero especialmente Cicerón. En este último
autor, natura tiene dos significados amplios y parcialmente distintos: 1) las características físicas
de una cosa, lo que determina las actividades que una cosa es capaz de realizar, y 2) el poder o
los principios rectores del universo o el universo mismo. Las diversas naturalezas individuales
componen la Naturaleza (cf. conf. 12.19.28).
El vocabulario filosófico-teológico se estaba desarrollando todavía en tiempo de Agustín.
Desde el comienzo mismo de sus obras, Agustín es consciente de que existen varios nombres
para designar la constitución interna de una cosa (De moribus Manichaeorum; vera rel. 7.13).
Natura, essentia, ousia y substantia denotan la misma cosa (civ. Dei 12.2; Trin. 2.18). Natura es
el término más antiguo; essentia y substantia son los más modernos. Todos ellos designan la
constitución de una cosa, su ser y la fuente de su actividad: la naturaleza o esencia determina lo
que una cosa es y, consiguientemente, las actividades que puede realizar. La naturaleza de una
cosa constituye aquellas características que esa cosa tiene en común con otros miembros de la
misma clase (Trin. 7.6). En este sentido, la naturaleza de una cosa consiste en sus características
esenciales sin las cuales la cosa no sería lo que es. Los seres de la misma especie tienen la misma
naturaleza. Todas las cosas (naturalezas) están creadas por Dios. Dios es el único increado, de tal
manera que los seres forman una jerarquía óntica que va desde el Ser más alto (Dios) hasta el ser
más bajo (la materia informe). Esta idea de la “cadena del ser” pudo estar influida por Plotino y
Porfirio, y pudo influir, a su vez, en la famosa división cuatripartita de la naturaleza, enseñada
por Juan Escoto Erígena. Las naturalezas contienen las semillas de otras realidades que llegan a
existir en la plenitud del tiempo.
Agustín distingue vigorosamente entre la naturaleza y la gracia. Sin embargo, el primer
uso del término “sobrenatural” aparece en griego, y es realmente posterior a Agustín en unos
ciento cincuenta años. Todas las naturalezas revelan la obra de Dios. Lo opuesto a la natura es el
vitium (lib. arb. 3.13; vera rel. 23.44). El mal es una privación de bien y, por tanto, no tiene
existencia distinta en sí mismo y por sí mismo (vera rel. 23.44). La belleza y el orden en la
naturaleza pueden y deben conducir a los hombres hacia Dios. Agustín era estudioso de la
ciencia y conocía varias teorías científicas de su época. Pero no era un científico empírico en el
sentido en que los siglos XIX y XX entendieron el término.
La lucha por encontrar una terminología trinitaria apropiada había tenido lugar ya, en
Oriente y Occidente, antes del tiempo de Agustín. Agustín se atiene al uso eclesiástico común,
refiriéndose a las tres personas y a una sola naturaleza en Dios (s. 71). La herejía arriana sostenía
que el Hijo no era del mismo ser o naturaleza que el Padre (Contra sermonem Arianorum). Sin
embargo, el vocabulario empleado para Cristo y el misterio de la encarnación no había quedado
aún codificado. Agustín utiliza diversos términos para describir a Cristo, y de algunos de ellos,
por ejemplo, de homo dominicus (s. dom. mon. 2.20), él se lamentará más tarde (retr. 1.19). El
uso de la expresión “dos naturalezas vinculadas en la unidad de una sola persona” para describir
a Cristo, se encuentra en Agustín (s. 294.9); con este uso él prepara el camino para la cristología
de los concilios de Éfeso (431) y de Calcedonia (451).
El término “ley de la naturaleza” aparece también en Agustín. Algunas veces la ley
natural se refiere a las leyes que se encuentran en la naturaleza del lenguaje o de la música, pero
se refiere también no raras veces a la ley moral (ep. 157.3). Que existe una ley moral fundada en
la naturaleza de las cosas y que no es una mera convención, eso es una idea agustiniana, tomada
de la filosofía antigua (conf. 2.49), especialmente de Cicerón, y de la Escritura, especialmente de
Pablo (en. Ps. 118.25.4). Entre los estoicos, la ley natural se refería a un orden preestablecido por
Dios; era una idea fatalista y se hallaba asociada a menudo con el panteísmo. A la luz de la
Escritura divina, Agustín corrige y amplía la idea estoica de la ley natural; sin embargo, el uso
estoico del término puede explicar la aparente reticencia de Agustín con respecto al uso de este
término.
El término “naturaleza humana” o “naturaleza del hombre” se encuentra con frecuencia,
y más de ochocientas veces, en las obras de Agustín. No cabe duda de que, desde su conversión
hasta el final de su vida, Agustín consideró a la naturaleza creada como buena. Esta bondad es
especialmente verdadera en lo que se refiere a la naturaleza humana (b. conjug. 1.1), que está
creada a imagen de Dios (cat. rud. 18). Sin embargo, la naturaleza humana quedó viciada por el
pecado (por ejemplo, Trin. 13.12; nupt. et conc. 2.9.21; Jo. ev. tr. 42.10).
Las ideas de Agustín acerca de la relación entre la naturaleza, el pecado y la gracia van
evolucionando a lo largo de varias décadas. Especialmente durante la crisis pelagiana y la
revisión de sus obras en las Retractationes que revela esta crisis, la naturaleza humana se emplea
a menudo en conexión con el pecado original, y adquiere, por tanto, el significado de “naturaleza
caída”. Adán pecó por su propia voluntad. La naturaleza humana fue herida por la caída de
Adán, una tesis que se encuentra ya en De vera religione (390) pero que vuelve a subrayarse
durante la crisis pelagiana. Cristo es el único que está sin pecado (nupt. et conc. 1.24.27; en otros
textos Agustín dice explícitamente que no quiere incluir a María en lo que respecta al pecado).
Tan sólo Cristo, por medio del bautismo, puede librar a la naturaleza humana de los resultados
(poena peccati) del pecado original (nupt. et conc. 2.3.).
La teología de la naturaleza humana y su justificación es una doctrina clave adoptada por
los reformadores, incluidos Martín Lutero y Juan Calvino, y otros pensadores heterodoxos, como
Jansenio. Con frecuencia estos teólogos se refieren a Agustín, o se piensa que hacen referencia a
Agustín. Los textos y la terminología de Agustín varían. Él no era un teólogo científico en el
sentido de las universidades medievales o de las escuelas occidentales contemporáneas de
teología. Sus obras son casi exclusivamente ocasionales. No cabe duda de que él se refiere
frecuentemente a la naturaleza humana como viciada por el pecado, tanto por el pecado original
como por el pecado personal; e incluso se refiere a ella como a una naturaleza depravada. Esta
tendencia a referirse a la naturaleza humana como a una naturaleza caída se exagera más durante
la crisis pelagiana, porque Agustín pensó que su teología de la salvación – por la gracia de Dios
libremente concedida – de la naturaleza humana condenada estaba siendo puesta en peligro por
Pelagio y sus seguidores. A pesar de esta tendencia, Agustín se refiere frecuentemente a la
bondad de la naturaleza humana y a la regeneración de los hombres por medio del bautismo. La
expresión “hombre nuevo”, para referirse a los hombres en un estado regenerado, está difundida
en todas sus obras.
El pensamiento de Agustín acerca de las relaciones entre la gracia y la naturaleza, a
menudo sutil y matizado, no captado por las categorías de la Reforma ni por las de la
Contrarreforma, ha de entenderse según sus propios términos. Por eso, cometen injusticias
ciertas contra Agustín los que afirman que la Iglesia le condenó también a él con su anathema sit
fulminado contra los reformadores y contra Jansenio.
–› Antropología; Creación; Gracia
BIBLIOGRAFÍA
H.A. Armstrong, St. Augustine and Christian Platonism (Villanova, Penn.: Villanova University
Press, 1967);G. Bonner, “Augustine’s Doctrine of Man,” Louvain Studies 13 (1988): 41-
57; V. J. Bourke, Augustine’s Love of Wisdom: An Introspective Philosophy, Purdue University
Series in the History of Philosophy, ed. A. Kelkel et al. (West Lafayette, Ind.: Purdue University
Press, 1992); J. Callaban, Augustine and the Greek Philosophers (Villanova: Villanova
University Press, 1967);O.du Roy, L’intelligence de la du foi en la Trinité selon saint Augustin.
Genèse de sa théologie trinitaire jusqu’en 391 (Paris, 1966); J. J. Hugo, St. Augustine on
Nature,Sex and Marriage (Chicago: Scepter, 1969); R. R. La Croix, “Augustine on the
Simplicity of God”, New Scholasticism 51(1977): 453-69; G. Madec, “ Theologia: note
augustino-erigenienne,” in From Augustine to Eriugena:Essays on Neoplatonism and
Christianity in Honor of John O’Meara, ed. F. X. Martin and J. A. Richmond (Washington,
D.C.: Catholic University Press, 1991);J.P. Maher, “Saint Augustine and Manichean
Cosmogony, AugStud 10(1979): 91-104; J. McEvoy, “The Metaphysics of Light in the Middle
Ages,” Philosophical Studies 26 (1979): 126-45; A. Michel, “A propos de la nature et de la
grâce: quelques interprétations de l’augustinisme Fontaine,” in Mélanges offerts à Jacques
Fontaine á l‘occasion de son 70e anniversaire, par ses éleves, amis et collègues (Paris, 1992),
201-10; K. Riesenhuber, “Naturverständnis bei Augustinus. Lebendige Überlieferung: Prozesse
der Annäherung und Auslegung,” in Festschrift für H. J. Vogt zurn 60. Geburtstag, ed. N. El-
Khoury, H. Crouzel, and R. Reinhardt (Beirut-Ostfildern, 1992), 271-93; H. P. Santmire, “St.
Augustine’s Theology of the Biophysical World,” Dialogue 19 (1983): 174-85; C. Starnes,
“Augustinian Biblical Exegesis and the Origins of Modern Science,” CollA ug, 1990, 345-55; S.
Toulmin, “Nature and Nature’s God,” IRE 13 (1985): 37-52; T. van Bavel, “The Creator and the
Integrity of Creation in the Fathers of the Church, Especially in Saint Augustine,” AugStud2l
(1990): 1-33; T. van Bavel, Recherches su rla christologie de saint Augustin (Fribourg, Suisse:
Éditions Universitaires, 1954).

FREDERICK VAN FLETEREN

Navigio. El hermano de Agustín, Navigio (Navigius) nació en Tagaste y estuvo presente en


Casiciaco, donde partició en los diálogos (c. Acad. 1.2.5-14; b. vita 1.6-7; 2.14; y ord. 1-2-5).
Posidio menciona a sus hijas, que eran religiosas (v. Aug. 26.1: “Deo serviebant”). La salud de
Navigio era delicada (b. vita 2.14). Se hallaba presente, cuando murió Mónica en Ostia (conf.
9.11.17). Agustín habla de su sobrino Patricio (s. 356.3), pero no sabemos si era hijo de Navigio.
–› Familia, Parientes; Vida, cultura y controversias de Agustín.
BIBLIOGRAFÍA
W.H. C. Frend, “The Family of Augustine: A Microcosm of Religious Change in North Africa,»
Atti, 1986, 135-5 1.
ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Nebridio († antes del año 391). Nebridio (Nebridius) nació en las cercanías de Cartago y fue
desde la infancia un amigo íntimo y muy apreciado de Agustín. Le siguió a Milán (conf. 6.10.17;
7.2.3), pero no estuvo presente en los diálogos de Casiciaco. Sin embargo, mantuvo estrecha
amistad con Agustín, especialmente a través de cartas. Se conservan tres de sus cartas dirigidas a
Agustín (epp. 5, 6. 8 entre las cartas de Agustín) y nueve de las cartas de Agustín dirigidas a él.
Nebridio fue un buscador diligente y empeñado de la verdad religiosa (conf. 6.10.17), con un
interés centrado en las relaciones entre lo inteligible y lo sensible (epp. 6; 13.2-4: 9.2) y entre el
mundo natural y los seres humanos (ep. 14.2-3). Pero ayudó a convencer a Agustín de que
rechazara la adivinación, porque “no existe ningún arte para prever el futuro” (conf. 7.6.8; 4.3.6),
y de que abandonara el Maniqueísmo (7.2.3). Nebridio se convirtió poco después de Agustín y
regresó a África, donde guardó “perfecta castidad y continencia” (9.3.6). Movida por su ejemplo,
su familia abrazó el cristianismo. Murió antes del año 391 (9.3.6).
–› Neoplatonismo
BIBLIOGRAFÍA
Brown, 1969, 67f., 133-37; DCB, 4:9-10; J. J. Gavigan,O.S.A., “St. Augustine’s Friend,
Nebridius”, Catholic Historical Review 32 (1946): 47-58; PAC, 1:774-76; PRLE 1:620.

ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Neoplatonismo
Neoplatonismo pagano
Platón y Aristóteles sostenían que nuestras ideas más claras y distintas y las únicamente
ciertas son de universales, los cuales, al ser definidos única y completamente por sus atributos,
no pueden cambiar ni inducirnos a error. En el Timeo de Platón, una divinidad benévola o
Demiurgo crea las las clases naturales a imitación de las ideai o eide, que constituyen el
paradigna eterno del universo espaciotemporal (28ss). El tiempo es la “imagen moviente de la
eternidad” (37d), pero quizás una imagen eterna, y en el Fedro (245ss) hace al alma eterna,
asignándole una disposición natural para buscar las formas de virtud en el “lugar supercelestial”,
desde el cual cayó o fue enviada al cuerpo. La recuperación de la felicidad comienza con una
atracción espontánea hacia la belleza de los cuerpos terrenos; pero únicamente las almas
instruidas por la filosofía redescubrirán la belleza inmaterial. La dialéctica va produciendo un
descubrimiento gradual en nosotros mismos de las verdades innatas que nunca podrían ser
trasmitidas por un texto escrito. Y tan sólo con ayuda de las mismas podremos ascender
finalmente a la visión del Bien. Éste, en la República 59, es la fuente de cualquier otra forma,
superior al ser y, por tanto, superior quizás al Demiurgo y al paradigma. Informes sobre
“enseñanzas no escritas”, apoyadas parcialmente por el Parménides, sugieren que este primer
principio fue denominado también el Uno.
Aristóteles mantiene que lo particular material aspira a la perfección de la forma
inmaterial que le da ousia o ser, pero niega que las formas particulares o universales subsistan
solas. Síguese que el mundo, no simplemente su paradigma, es eterno, mientras que el alma,
como la forma específica del cuerpo, es mortal como lo es su substrato. Sin embargo, sus
principios teleológicos requieren, por lo menos, un ser en quien la forma sea ya actual. Si Dios
tuviera materia, algo quedaría por ser convertido; pero él es, en cambio, puro intelecto, inmutable
porque no tiene más objeto que él mismo, inspirando el amor que mueve a los seres potenciales
hacia la actualidad, e idéntico quizás con el estado más puro del entendimiento humano
(Metafísica lambda; De anima 3). La síntesis de Platón y Aristóteles, a principios de la era
cristiana, enseñaba que el universo es eterno; que sus ideas paradigmáticas son pensamientos de
Dios, y que este último, por ser una mente perfecta, es la razón de la virtud y su meta.
Plotino (204/205–270) hace al Uno superior al intelecto y afirma que, puesto que el Uno
es la fuente de la unidad y, por tanto, del ser, no tiene en sí mismo propiedades determinadas
(enn. 6.9, etc.). El entendimiento adquiere su carácter separado por procesión de esta fuente, y su
unidad por reversión a ella. Las ideas se identifican con el entendimiento (5.5), y, por tanto, el
Demiurgo no es ni el autor ni el servidor del paradigma. El alma procede del entendimiento y
crea el mundo generando materia como un espejo para las ideas. Los diversos cuerpos
individuales son únicamente vehículos de las almas que les dan forma; el alma cae, no tanto por
su descenso como por una atracción concomitante al cuerpo, y el alma del mundo mismo
permanece no caída (4.3, 8). Este arquetipo, del que nuestras almas no son tanto partes sino
expresiones (logoi), imprime la belleza del entendimiento en el kosmos (2.9), el cual, no
obstante, no está libre nunca de males (1.8), ya que la materia arrastra al alma apartándola de la
Vida del ámbito unido y eterno que está por encima de ella. El tiempo, como la imagen moviente
de la eternidad, es el producto del alma en esta condición (3.7), y la belleza de su entorno extraño
puede distraerla del Bien (5.5.12).
Plotino mostraba antipatía hacia la religión popular que sus discípulos y sucesores no
compartían. Se dice que Porfirio (nacido en el año 232) combinó el Uno con el entendimiento y
con la divinidad suprema revelada por los oráculos de los dioses inferiores. Su obra De regressu
animae sostenía que el alma irracional o caída puede ser purificada por rituales heredados de
varios pueblos antiguos. Él habría propuesto también una influyente definición de la “mezcla
inconfusa” de incorpóreos con corpóreos para explicar la unión del alma y del cuerpo. En su obra
De mysteriis, Jámblico (¿nacido en el año 245?) sostiene que incluso el alma superior está caída
y tiene que granjearse el favor de los dioses por medio de la oración y del sacrificio. Estas
prácticas “teúrgicas” están dirigidas primeramente a los seres de menor virtud, como los
demonios, cuya existencia fue postulada por Platón en el Banquete. En su obra De Deo Socratis,
Apuleyo, escritor del siglo II, habla del demonio como el medium principal de la relación entre
los dioses y los hombres. Platón había incluido a los astros entre las deidades inferiores, y parece
que incluso Plotino admitió que nuestros futuros están inscritos en los astros y que nuestros
cuerpos están sujetos a las influencias de los mismos (enn. 2.2-3: 4.4). Juliano, el último de los
emperadores paganos (361-363), utilizaba el Platonismo de Jámblico para justificar su
restauración de los antiguos cultos; los versos, mitos y oráculos tenían sólo que ser antiguos (o
aparecer como tales) para ser considerados como ocultaciones de filosofía inspirada. Ahora bien,
el cristianismo fue atacado por Porfirio en una obra que hizo que su nombre fuera sinónimo de
herejía: una obra que fue quemada por decreto de emperadores cristianos.
El Platonismo de Agustín en sus primeros tiempos
Agustín conoció primeramente el Platonismo por medio de quosdam libros Platonicorum
(conf. 8.2), quizás de Porfirio, traducidos por el retórico Mario Victorino. Con la ayuda de
cristianos platonizantes, como Ambrosio, estos libros hicieron que Agustín se fuera alejando de
los “fantasmas” de la herejía maniquea, que le habían enseñado a concebir a Dios como un ser
extenso cuyos fragmentos dispersos son los “elegidos”, atrapados en el ámbito de las tinieblas
por los males de los que es posible escapar, pero a los que no se puede vencer. Agustín descubrió
que el Dios de Platón y de los cristianos era, por contraste, un ser trascendente, libre e
incorpóreo, sin el cual nada, sea bueno o malo, podía perdurar (De Natura Boni). Afirma en De
musica que la belleza del mundo, como la de la música, será comprensible únicamente para el
entendimiento, que percibe que lo que falta en los elementos se halla presente en la armonía por
la cual estos elementos se reconcilian.
El mal es la obra de seres falibles, cuya existencia y autonomía son necesarias para la
plenitud de la creación divina. La salvación es primordialmente el objeto y logro del alma, de la
cual se dice – en los Soliloquios y en otras partes – que demuestra su naturaleza inmortal por su
capacidad para poseer conocimiento eterno. Sin esta percepción innata, no sería posible
describir, y mucho menos interpretar, la experiencia de los sentidos (De magistro). De libero
arbitrio se basa en las delicias que el alma siente en los atributos de la sabiduría para deducir que
los atributos de Dios, su objeto propio, deben ser aún más sublimes (2.6.13). La capacidad para
la experiencia sensorial es el resultado de la “mezcla indescriptible” del alma y del cuerpo. Fortin
demostró las afinidades entre la teoría de Agustín y la de Porfirio. Más bien que circunscribir la
libertad de la voluntad humana, De Genesi adversus Manicheos considera al Edén como un
símbolo del alma misma, representando entonces Adán y Eva sus inclinaciones superior e
inferior. Esta lectura, aunque quizás se derive inmediatamente de Ambrosio, puede deberse
también a Jámblico, que expone algunas porciones narrativas del Timeo como relatos arcanos de
acciones atemporales del alma.
La ascensión del alma a Dios por medio de siete etapas, en De animae quantitate 79, una
ascensión que lleva al alma desde la belleza en los fenómenos corpóreos hasta la belleza en lo
bello, parece liberar del cuerpo al alma. Y, por tanto, no es sorprendente que O’Connell impute
al joven Agustín una creencia en la preexistencia del alma. Sin embargo, Agustín se distancia
siempre de la doctrina del Fedro, al insistir en la necesidad que el alma tiene de revelación por
medio del texto escrito y de la aparición corporal del Verbo [o la Palabra]. Su obra De utilitate
credendi afirma en contra de los maniqueos que alguna fe en la autoridad es necesaria antes de
que aspiremos al conocimiento, e incluso su descripción de una comunión mística con Dios en
las Confesiones difiere de dos manera de pasajes comparables en autores neoplatónicos (Proclo,
thel. Platonica 2.11, etc.): esa comunión es algo compartido con otra persona, y no es tanto una
visión sino más bien una audiencia con Dios (conf. 9.10). No hay nada en la creación sensible
que nos conduzca tan prontamente a Dios como la voluntaria humillación de su Verbo en
Jesucristo: “El Dios dentro de sí a quien el hombre olvidó en orgullo, lo encontró fuera de él en
humildad” (lib. arb. 3.10.30). En la Vida de Antonio, Agustín encontró un ejemplo de esta
humildad que no le había sido ofrecida por los platónicos (conf. 7.9), y sólo algún tiempo
después de obedecer a una voz que le ordenaba “toma y lee” las Escrituras, pudo considerar
como completa su propia conversión (conf. 8.12).
Reacción madura
Agustín descubrió pronto que la fe que le había hecho ser más consciente del pecado, no
bastaba para arrancarle de él, y en una glosa de Romanos 7 él postuló en su naturaleza carnal la
existencia no sólo de una segunda ley sino también de una segunda voluntad (conf. 8.9). Él no
podía atribuir este mal al cuerpo, que en sí mismo no es libre de pecar ni fue creado pecaminoso.
Tampoco podía unirse a los platónicos en cuanto a echarle la culpa a la materia, que él pensaba
que había sido creada simultáneamente con el mundo. El mal, para él, era absolutamente nada, y
no, como dirían los platónicos, una imagen defectuosa de la realidad. La bondad y la
omnipotencia de Dios exigían de él que postulara la existencia de una perfección original en la
naturaleza humana. Puesto que tal cosa no podía verse en los niños pequeños, Agustín se vio
impulsado a interpretar en sentido literal el relato bíblico de la caída. Adán, si hubiera
perseverado en la virtud, habría hecho que él y su posteridad hubieran sido inmortales. Tal como
fue todo, el orgullo de su alma engendró desobediencia, que destruyó la subordinación de las
pasiones al entendimiento y aseguró que la luz de la razón quedara entenebrecida entre sus
descendientes por la inquieta concupiscencia de la carne. Cada alma, al ser traída al mundo por el
placer concupiscente, incurre en el castigo impuesto al pecado de Adán, y está predestinada a
conjuntar este castigo con el castigo suyo propio. Por tanto, el alma no debe su redención a sí
misma, sino a la obra de Cristo, e incluso esto, en su estado actual de ignorancia, debe serle
revelado por una gracia especial.
Incluso en De libero arbitrio, Agustín había admitido que no podemos querer el querer
(3.17.49). Él tenía nuevos motivos para afirmar la inevitabilidad del pecado en contra de los
donatistas, que aspiraban a una Iglesia perfecta, y en contra de los pelagianos, que sostenían que
los hombres son capaces de obrar su propia salvación. Un donatista llamado Víctor seguía a
Orígenes al afirmar que el alma había quedado esclavizada en el mundo presente por su unión
con el cuerpo. Agustín, en su réplica, está casi dispuesto a adoptar la teoría de Tertuliano de que
las propiedades del alma están en el esperma (De anima et eius origine). No obstante, Agustín
retiene las premisas platónicas, por cuanto asigna la primera trasgresión al acto del alma de
Adán, pero considera el cuerpo como la fuente de concupiscencia para los hijos de Adán. La
libertad que él contempla para los santos es precisamente la libertad que los neoplatónicos
atribuirían al Uno – el ser bueno por necesidad de la naturaleza, y el ser, por tanto, incapaz de
pecado (corrept. 12.34ss).
Las dos polémicas más graves que hay en La Ciudad de Dios están dirigidas contra los
astrólogos, que construyen erróneamente la predestinación divina (libro quinto). Los platónicos,
aquí, son corregidos tácitamente, como lo son también en los libros 21-22, que afirman que la
inherente corruptibilidad de nuestros cuerpos no puede impedir que el Hacedor omnipotente los
mantenga en perdurable tormento o bienaventuranza. Sin embargo, en otras cuestiones el
magnum opus de Agustín ataca nominalmente a los platónicos. El hecho de que el mundo tuviera
un comienzo temporal no significa que esté destinado a terminar en el tiempo (12.13); los dioses
de Apuleyo, que se sirven de demonios como mensajeros suyos, son deficientes en cuanto a
virtud y a sabiduría (libro noveno); Porfirio concede que las artes extranjeras que él recomienda,
no son capaces de redimir a las facultades superiores, pero niega personalmente el “camino
universal” que se nos ha revelado ahora en Cristo (libro décimo). Todas estas afirmaciones se
basan en el principio rector de la fe de Agustín, a saber, que, aunque no podemos descubrir
inmediatamente al Creador en sus criaturas, sin embargo podemos escucharle por medio de su
Verbo [o Palabra].
Filosofía madura
Mientras que los platónicos enseñaban que la belleza sensible es una imagen de la belleza
intelectual que ellos llamaban divina, la Biblia no encuentra en los hombres sino la imagen de
Dios, y los cristianos filosóficos del siglo IV identificaban esta imagen con la mente. Agustín no
cesó nunca de mantener que una mente informada por las verdades del dogma cristiano sería
capaz de conocerlas por contemplación inmediata. La teoría de los signos propuesta en su obra
De Genesi ad litteram parece que está basada en la interpretación que hace Porfirio de las
categorías de Aristóteles, un libro que él leyó durante la juventud “sin un maestro” (conf. 4.16).
El signo externo da origen a una concepción interior o espiritual, que el entendimiento despoja
luego de sus atributos fantásticos o imaginarios a fin de intuir una realidad suprasensible (Gn.
litt. 12.7.16ss). Por tanto, los “fantasmas” que engañan a los maniqueos, son engendrados no por
el espíritu de la Biblia, sino por una lectura equivocada de su letra; el espíritu de los hombres es
distinguido de su homónimo, la substancia del Dios incorpóreo (Gn. adv. Man. 2.8.10, etc.).
La capacitad del entendimiento para obtener verdades atemporales tomándolas de su
expresión material queda ilustrada por la comprensión que Agustín tiene de los primeros seis
días del Génesis. Incluso una exégesis completamente literal de aquellas secuencias de tarde y
mañana que tienen lugar antes del sol, tiene que leerlas como metáforas de la sustitución de la
ignorancia por el conocimiento, o como la prioridad lógica, en las cosas creadas, de lo informe
con respecto a la forma (Gn. litt. 1.17.32ss). El tiempo mismo, sostiene Agustín, no es ni un
corolario ni una medida antecedente de las regularidades externas, sino una regulación interna
que la mente misma impone a los fenómenos (conf. 11.28). Tanto el estudio de este tema como la
conclusión a que se llega recuerdan a Plotino (cf. enn. 3.5.9), pero no conducen a la misma
depreciación de lo temporal. Por tanto, los relatos de la Escritura que prefiguran misterios
sagrados no son a-históricos, sino que muestran que la historia está repleta también de signos de
Dios (doc. Chr. 2.28.42). El sentido más elevado no es, por definición, el más atemporal, sino el
que conduce más a la renovación del “hombre interior” (spir. et litt. 4.6, etc.): este último es el
alma, pero su tarea no es tanto la de elevarse por encima del cuerpo, sino la de gobernarlo con la
caridad impartida por el Redentor crucificado a través de su Iglesia.
Nygren acusó a Agustín de efectuar una síntesis ilegítima entre la agape desplegada por
Dios en Cristo y el eros adquisitivo y egocéntrico de los platónicos. Agustín, desde luego, cree
que el amor de Dios (dilectio) coincidirá con un amor iluminado de sí mismo, según vemos por
las declaraciones agustinianas de los primeros tiempos sobre la función directora de la belleza,
por la distinción que hace Agustín entre bienes usados y bienes disfrutados en De doctrina
Christiana 1.26, y por su famosa sentencia: “Nos hiciste para ti, y nuestros corazones están
inquietos hasta que descansen en ti” (conf. 1.1). Sin embargo, su polémica contra los donatistas
hace ver claramente que el amor de Dios origina un compartir el sacrificio de Cristo en
comunión con todo el cuerpo de los creyentes, no un plotiniano “vuelo del solitario al Solitario”
(enn. 6.9.11.51).
El amor, y no la caritas (cf. 1 Jn 4,8), es la esencia de la Divinidad, y explica la unidad
de substancia y la Trinidad de personas. El Padre amante y el Hijo amado están vinculados por el
Espiritu, que, como Amor, es por tanto un tercero, distinto de ambos, pero el fundamento de su
propia identidad y de la de ellos (Trin. 9.2.2). Así como los términos no son enteramente
joánicos, así el pensamiento no es platónico. Pero el verdadero principio platónico de que la
búsqueda que el alma hace de la sabiduría es un anhelo de la recordada visión constituye el
fondo de dos analogías que vienen a continuación. La tríada mens-notitia-amor ilustra la
necesaria unidad del amor y del entendimiento, lo cual impulsa a la mente a buscar la plena
posesión de ese conocimiento que contiene ya parcialmente (Trin. 9.4.4). Agustín da su
preferencia a una tríada en la que el Padre está representado por la memoria, el Hijo por la
intelligentia, y el Espíritu por la voluntas; la primacía concedida a la memoria ha de basarse en el
axioma de Platón de que todo conocimiento es un recordar (Trin. 10.11.17ss). Las “tres
hipóstasis” de Plotino (enn. 5.1) tienen poco que ver con cualesquiera ideas cristianas de la
Trinidad. Pero Theiler y Henry han pensado que la tríada de Agustín se deriva de la “tríada
intelectual” o “noética” de los neoplatónicos tardíos, que describe que la mente emana del ser a
través del medium de la vida. Los tres términos son equiparados (aunque no consecuentemente)
con las personas de la Trinidad en los tratados de Victorino contra los arrianos. Pero. en su única
cita de esos términos, Agustín considera a los tres indiferentemente como propiadades de toda la
Trinidad (9.10, 13). Otra tríada – medida, peso y orden (11.11.8) – podría pensarse que procede
de las tres categorías aristotélicas de la magnitud, pero Agustín no nos remitió con ella a
Sabiduría 11,21. Aquí, como en otras partes, podría decirse que, aunque Agustín no habría sido
un filósofo cristiano sin su formación en la escuela platónica, el rigor de su filosofía le impidió
ser fiel a cualquier escuela pagana.
–› Conocimiento; Dios; Las Enéadas; Platón, Platonismo; Plotino; Porfirio; Ser; Teúrgia;
Trinitate, De
BIBLIOGRAFÍA
A.H. Armstrong, Augustine and Christian Platonism (Villanova, 1967), reprinted in Markus,
1972, 3-37; P. F. Beatrice, “Quosdam Platonicorum Libros”, VigChr 43 (1989): 248-8 1; M. J.
Edwards, “Being, Mind and Life:A Brief Inquiry”, Syllecta Classica 8 (Iowa, 1998); T. Finan,
“Modes of Vision in ‘De Genesi ad Litteram’ XII,” in Finan-Twomey, 1992, 141-54; E. L.
Fortin, “Sainí Augustin et la doctrine neoplatonicienne de l’âme (Ep. 137,11),” AugMag, 3:371-
80; P. Hadot, Porphyre et Victorinus, 2 vols. (Paris, 1968); C. Harrison, Beauty and Revelation
in the Thought of Saint Augustine (Oxford, 1992); P. Henry, “The Adversus Arium of Marius
Victorinus”, JTS 1 (1950): 42-55; E. Ivanka, Plato Christianus (Einsiedeln, 1964); A. Nygren,
Agape and Eros, pt. II, vol. 2 (London, 1939); O’Connell, 1968; G. P. O’DaIy, “Did Augustine
Ever Believe in the Soul’s Pre-existence?” AugStud 5 (1974): 227-35; T. O’Loughlin, “The Libri
Philosophorum and Augustine’s Conversions’ in Finan-Twomey, 1992, 101-26; J. J. O’Meara,
Porphyry’s Philosophy from Oracles in Augustine (Paris, 1959); A. Smith, Porphyrii fragmenta
(Leipzig, 1995); W. Theiler, Porphyrios und Augustin (Halle, 1933).
MARK J. EDWARDS

Novaciano, Novacianismo. Agustín, desde luego, conocía bien a los novacianos, aunque
parece que fue la reputación de ellos, más bien que su presencia, lo que hizo que los mencionara
en sus escritos. Los describe como herejes por varias razones: se separaron de la Iglesia (haer.
38; b. vid. 4.6; ep. Jo. 6.12; Cresc. 2.3.4; 4.61.75); tratan de atraer hacia sí a los crédulos
pretendiendo conocer las Escrituras (en. Ps. 54.22); no admiten segundas nupcias (véase,
además, b. vid. 4.6); rechazan la penitencia, y no aceptan la comunión con los que poseen bienes
de fortuna o practican relaciones conyugales. Se llaman a sí mismos los “puros”, y son
denominados también angelici (inclinados a la adoración de los ángeles) e igualmente seguidores
de Novaciano (haer. 38).
En una carta dirigida a Seleuciana, que había preguntado acerca de la doctrina de un tal
Novaciano (ep. 265), Agustín sugiere que es posible que ella no haya formulado correctamente
sus preguntas y que compruebe sus informaciones. No obstante, a modo de respuesta, Agustín
dice que Pedro, al igual que los demás apóstoles, fue bautizado, pero que su arrepentimiento
después de su negación no fue igual que la experiencia de los “proprie paenitentes”, porque
Pedro no había recibido todavía el Espíritu Santo. Finalmente indicó que no conocía ninguna
doctrina novaciana que prefiriese la penitencia prebautismal al bautismo.
A los novacianos se los incluye en una breve lista de herejes en quienes Agustín contrasta
sus acciones, que niegan que Cristo vino en carne, con sus palabras que expresan fe (ep. Jo.
6.12), afirmando que las acciones son más significativas.
Agustín se refiere a la experiencia de Cipriano con los novacianos, en cuanto ésta
afectaba a la unidad de la Iglesia (c. Gaud. 2.9.10) o sobre la rebautización (bapt. 3.11.16). Cita
la obra de Ambrosio De paenitentia, escrita contra los novacianos (c. ep. Pel. 4.11.29; c. Jul.
2.3.4; gr. et pecc. or. 2.41.47).
Se refiere también a aquellos que niegan que la Iglesia tenga el poder de perdonar
pecados (agon. 30.32: “nec eos audiamos, qui negant ecclesiam dei omnia peccata posse
dimittere”), pero sin mencionarlos por su nombre.
–› Herejía, Cisma; Penitencia

BIBLIOGRAFÍA
C. B. Daly, “Novatian and Tertullian: A Chapter in the History of Puritanism”, Irish
Theological Quarterly 19 (1952): 33-43; R. J. DeSimone, The Treatise of Novatian the Roman
Presbyter on the Trinity, StEphAug 4 (Roma, 1970); S. L. Greenslade, Schism in the Early
Church (London, 1953); G. W. H. Lampe, “St. Peter’s Denial and the Treatment of the ‘Lapsi,”’
OCA 195 (“The Heritage of the Early Church: Essays in Honor of G. V. Florovsky”) (Roma,
1973), 113-33; P. Mattei, “L’Anthropologie de Novatien: affinités, perspectives et limites”,
REtAug 38 (1992): 235-59; H. J. Vogt, Coetus Sanctorum. Der Kirchenbegriff des Novatian und
die Geschichte seiner Sonderkirche, Theophaneia 20 (Bonn, 1968); H. J. Vogt, “Novatian’
EEChris, 819-20.

ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Nuptiis et concupiscentia, De (El matrimonio y la concupiscencia). Estos dos libros,


dirigidos al Conde Valerio, oficial de la corte imperial en Ravena, fueron escritos después de la
condenación de Pelagio y Celestio (c. ep. Pel. 1.5.9). Por el lugar que ocupan en las
Retractationes 2.53 (79), parece que fueron enviados a Valerio en los años 419-420 por tres
razones: su reputación por su castidad conyugal, su gran actividad antipelagiana (c. Jul. imp.
1.10) y por la idea que Agustín tenía de que ciertos escritos pelagianos habían llegado a manos
de aquél (nupt. et conc. 1.2.2). El libro primero recoge el tema de De gratia Christi et de peccato
originali 2: el matrimonio es bueno y fue instituido en el paraíso antes de la caída, pero se halla
contaminado ahora por la concupiscencia heredada, que aparece por la desobediencia de los
órganos sexuales (1.6.7), de tal modo que, aunque las relaciones sexuales mantenidas con el fin
de la procreación no sean pecaminosas (1.12.13), la concupiscencia hace que se engendren niños
que necesitan nacer de nuevo por el bautismo (1.19.21) a fin de verse libres del poder del diablo
– una creencia que los “nuevos herejes” (los pelagianos) niegan (1.20.22). La concupiscencia
permanece en los bautizados, de la misma manera que el olivo cultivado producirá olivas
silvestres (1.19.21; 1.32.37). Agustín insiste, no obstante, en que el matrimonio es bueno, cuando
está marcado por fides, proles et sacramentum – la descendencia, la fidelidad mutua y la imagen
de Cristo y su Iglesia (1.11.13; 1.17.19). Al igual que en De gratia Christi et de peccato originali
2, Agustín siguió siendo sensible al intento de Pelagio, en su obra Sobre la libre voluntad, libro
segundo, de recurrir a la autoridad patrística, y por este motivo citó una vez más el comentario de
San Ambrosio a Isaías para corroborar su propia doctrina (1.35.40).
Un ejemplar de De nuptiis et concupiscentia 1 llegó a manos de Juliano de Eclana, quien
escribió una réplica en cuatro libros, dirigida a Turbancio, que compartía como él las ideas
pelagianas. En esta obra afirmaba que las doctrinas de Agustín eran maniqueas en lo referente a
la naturaleza humana y, por tanto, a la sexualidad humana, y que eran de origen diabólico. Un
conocido de Valerio hizo extractos de la obra de Juliano y se los envió a éste. Valerio los
trasmitió a Agustín. Agustín, en su respuesta, distinguía entre la concepción católica de la
naturaleza humana, la cual está creada por Dios pero viciada por el pecado; la concepción
maniquea, que consideraba a la naturaleza humana como una mezcla de bien y mal, plasmada
por el Príncipe de las Tinieblas, y la concepción pelagiana, que confesaba la bondad de la
naturaleza humana, pero negaba que en los niños pequeños hubiera pecado original, no teniendo
éstos, por tanto, necesidad alguna del bautismo (2.3.9). Agustín señalaba lo impúdico del sexo en
la humanidad caída, ilustrada por los delantales hechos de hojas de higuera con que se cubrieron
Adán y Eva, lo cual prueba la realidad la concupiscencia (2.5.14). Agustín pensaba que la
necesidad del bautismo estaba prefigurada por la circuncisión, y afirmaba que los patriarcas del
Antiguo Testamento habían necesitado la gracia salvadora de Cristo (2.11.24). Nuevamente
Agustín recurría a San Ambrosio (2.5.15; 2.27.51) y también a San Cipriano (2.27.51) como
testigos de la catolicidad de su doctrina, y mencionaba como ilustración el caso del olivo
(2.34.58).
–› Concupiscencia; Juliano de Eclana; Matrimonio; Pelagio, Pelagianismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
BA 23 (1974), 41-289; CSEL 42 (1902), 211-319; NRA 18 (1985), 7-171; PL 44:413-74; retr.
2.53 (79).
Traducciones
BAC XXXV El matrimonio y la concupiscencia;Dods 12 (2); PN 5; WSA 1/24, 28-96.
Estudios
E. A. Clark, “Vitiated Seeds and Holy Vessels,” in Ascetic
Piety and Women’s Faith (Lewiston, N.Y, 1986), 291-349; Merlin, 1931, 165-80.

GERALD BONNER

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