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Enganchado - Angelika Mechtel

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Está en la página 1de 92

Andy, junto a sus amigos Michi y Anna, se inicia en el peligroso mundo de la

bebida y la droga. Un día, en el colegio, le descubren con hachís, que Michi


había conseguido, y le expulsan. A partir de este momento la vida de Andy
se irá complicando cada vez más, pero su hermana Simone, menor que él,
intentará por todos los medios ayudarle a salir de sus problemas.
«En la habitación de Andy, Simone se sienta sobre la alfombra café, como lo
habían hecho siempre que estaban juntos, y abre la tapa. La caja está llena
de notas escritas, de hojas arrancadas de cuadernos escolares y de trozos
de papel. Sorprendida, Simone saca un montón. Hasta el más pequeño
pedacito de papel está escrito. Andy no había escrito un diario, pero había
anotado y conservado pensamientos sueltos. Simone necesita algún tiempo
para comprender que, con aquella caja de notas, Andy le regalaba una parte
de su vida. Un rompecabezas. Solamente tenía que ordenarlo para recordar
lo ocurrido durante los últimos tres años. Encima de todo había una nota que,
probablemente, Andy había escrito al final. Simone lee: Cierro los ojos y la
desgracia me abandona».
En esta novela asistimos a la degradación de un personaje, Andy, inmerso
en un mundo casi sin sentido para él, pero por encima se eleva la figura de
su hermana, Simone, de menor edad, que lucha por recuperar a su hermano
y nunca pierde la esperanza. En definitiva, podemos decir que es una novela
realista sobre el mundo de las drogas, tratada de una manera clara y sin
tabúes.

www.lectulandia.com - Página 2
Angelika Mechtel

Enganchado
ePub r1.0
Titivillus 26.10.16

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Cold Turkey
Angelika Mechtel, 1992
Traducción: Elsa Alfonso Mori
Realización de cubierta: Fernando Ampudia

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRIMERA PARTE

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1

SIMONE ha ido en bicicleta hasta Ossendorf. Andy no quiso regresar a casa. Quería ir
directamente de la cárcel a la clínica de desintoxicación. No permitió que nadie fuera
a despedirlo excepto Simone.
Cuando se marchaba, Andy le entregó una bolsa de plástico. Después se subió al
coche que lo llevaría a Düsseldorf.
Hace mucho calor. Hace días que el sol brilla implacable sobre la ciudad; suben
los índices de ozono. Simone contempla el coche de policía que se aleja hacia la
autopista. No advierte el Volkswagen convertible de color verde oliva que se detiene
junto a ella.
—¡Hola, Simone! ¿Ése era Andy?
Simone se gira como si la hubiera picado una avispa. ¡Michi! ¿Qué hace Michi
aquí? ¿Cómo supo que hoy se llevaban a Andy a la clínica? ¡Pero si no quería ni
verlo!
Haciendo juego con la camiseta negra, Michi lleva una chamarra de seda verde
oliva, del mismo tono que la carrocería del coche. Del cuello y de la muñeca derecha
le cuelgan tres o cuatro cadenitas de oro.
—¡Déjame en paz! —grita Simone y, levantándose sobre el asiento de la
bicicleta, sale disparada.
El viento hace más soportable el calor pegajoso. Simone piensa en Michi otra vez.
Tenía buen aspecto, estaba moreno, como si acabara de volver de Mallorca o de
Canarias. En cualquier caso, no tenía el aspecto de alguien que tiene parte de su vida
sumergida en un pozo negro.
¡Qué raro suena eso! Como si la vida se pudiera tirar a la basura como un envase
vacío. ¿Qué quedaría entonces de valor?
Debería haberle preguntado si seguía fumando churros. Andy y él habían sido del
mismo grupo. Probablemente, Michi se encontraba entre aquellos que fumaban droga
del mismo modo que otros consumían alcohol. En cualquier caso, no estaba enfermo.
No tenía que luchar para sacar su vida de la basura, donde no le correspondía estar
porque, al fin y al cabo, no era un desperdicio.
¡Pero Andy lo conseguirá! ¡Seguro que lo conseguirá!
Una vez que haya dejado atrás la desintoxicación, habrá ganado la primera
batalla.

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La casa unifamiliar en la que vive Simone con sus padres parece oscura y vacía y,
a pesar del calor del verano, fría. Los padres tienen la costumbre de bajar todas las
persianas en los días de calor. No entra ni un solo rayo de sol. En la penumbra, los
pesados muebles se ven casi amenazadores. A los padres de Simone les gustan los
muebles pesados y los tapetes cafés. Hasta las siete están en la tienda. Venden
televisiones, estéreos y videos.
El cuarto de Andy está en perfecto orden. En él no ha cambiado nada desde hace
tres años.
Cuando Andy se fue de casa, la madre ordenó la habitación. Ya no hay casetes ni
libros esparcidos por el suelo, el edredón cubre perfectamente la cama y el bote de la
basura está vacío. Sobre el escritorio no hay tazas sucias ni se amontonan pantalones
de mezclilla o calcetines usados.
Simone siente la necesidad de pasar la tarde en el cuarto de Andy.
Durante un momento piensa en si debería cerrar la puerta desde dentro, pero
pronto desecha la idea. Sus padres se preocuparían sin motivo. Todavía tienen miedo
de que a Simone le de un ataque, como aquella vez, cuando le dijeron que iban a
denunciar a su hijo a la policía. Así que Simone deja la puerta entornada.
Después, abre la bolsa de plástico que Andy le dio al despedirse. Contiene una
caja de zapatos. «Para Colón» escribió Andy en la tapa con marcador verde.
Claro. ¡Colón! Así le llamaba él hace muchísimo tiempo. Ese apodo se lo puso
cuando ella tenía ocho años. Él tenía doce y se dedicaba fundamentalmente a
observar los caracoles que devoraban todo lo que encontraban en la huerta de
lechugas que tenía la madre en la parte de atrás del jardín. Simone le había dicho a
Andy que alguna vez sería una gran inventora y descubridora.
—Ajá —dijo Andy—. ¿Así que serás algo así como Colón?
En ese preciso momento acababa de colocar dieciséis caracoles sobre una lechuga
mediana.
—¿Colón?
—Descubrió América.
—Bien, entonces a partir de ahora soy Colón.
—No puede ser —bromeó Andy—. América está descubierta.
—¡Pues yo la descubriré por segunda vez! —declaró Simone, imperturbable.
Aquella tarde, los caracoles de Andy necesitaron dos horas, quince minutos y
trece segundos para devorar la lechuga. Andy los observó pacientemente.
El interés por los caracoles desapareció cuando conoció a Michi.
¡Hace una eternidad de todo eso!
Ahora, al despedirse ante la puerta de la cárcel de Ossendorf, le ha regalado una
caja de zapatos con algo en su interior.
En la habitación de Andy, Simone se sienta sobre el alfombra café, como lo
habían hecho siempre que estaban juntos, y abre la tapa.
La caja está llena de notas escritas, de hojas arrancadas de cuadernos escolares y

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de trozos de papel. Sorprendida, Simone saca un montón. Hasta el más pequeño
pedacito de papel está escrito. Andy no había escrito un diario, pero había anotado y
conservado pensamientos sueltos.
Simone necesita algún tiempo para comprender que, con aquella caja de notas,
Andy le regalaba una parte de su vida. Un rompecabezas.
Solamente tenía que ordenarlo para recordar lo ocurrido durante los últimos tres
años.
En aquel entonces, cuando todo comenzó, Andy tenía dieciséis años y ella doce.
Encima de todo había una nota que, probablemente, Andy había escrito al final.
Simone lee: «Cierro los ojos y la desgracia me abandona».

Todo comenzó hace tres años. Andy iba entonces a la escuela. Primero se había
hecho amigo de Anna, que tenía la misma edad que él y después de Michi, que era
dos años mayor.
Ambos, Andy y Michi, estaban locos por Anna. Era guapa, tenía el pelo castaño y
largo y grandes ojos oscuros.
Cuando Andy se hundió, Michi tuvo vía libre con Anna.
Él, Anna y, más tarde, Natalie, son los culpables de la desgracia de Andy. ¿Lo son
realmente? Y aunque así fuera, nada iba a cambiar para Andy.
Sólo una cosa era cierta: probablemente todo hubiera ocurrido de forma muy
distinta si no hubieran abandonado a Andy.
Fumar hierba juntos, sí. Pero, ¿también asumir juntos las consecuencias? ¡No,
gracias! Demasiado peligroso para ellos.
Lo dicho: Simone tenía entonces doce años y Andy dieciséis. Andy ya podía
tomar café por las mañanas y salir por las noches hasta las diez. Se afeitaba cada dos
días y se empeñaba en dejarse crecer una especie de bigotito.
Todo lo que hacía Andy era, para Simone, excitante, misterioso y de mayores.
Parte de ello era la amistad con Michi y Anna. Andy iba con ellos a la discoteca o se
encontraban en el «Flash», a unas cuadras de su casa.
El «Flash» era entonces un bar de mala muerte para gente joven. Hoy es un local
de jazz muy caro.
Cuando Andy volvía a casa los viernes o los sábados por la noche después de
haber estado en la discoteca o en el «Flash», Simone ya estaba dormida.
Una vez se despertó porque Andy tropezó con gran estruendo con el armario de
los zapatos del pasillo.
Simone oyó la voz de su madre, que estaba sentada delante de la caja boba en la
sala.
—¿Qué ha pasado, Andreas?
—Nada. Me tropecé en la oscuridad.

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—¡Acuéstate ya!
—Sí, mamá.
—¡Pero no te olvides de lavarte los dientes!
Siempre decía lo mismo, como si lavarse los dientes fuera una de las cosas más
importantes de la vida.
Simone esperó hasta que oyó cerrarse la puerta de la habitación de Andy y la casa
estuvo de nuevo en silencio. Después se deslizó de puntitas hasta el cuarto de Andy.
Ya había apagado la luz y estaba tumbado sobre la cama en ropa interior.
—¡Eh, oye, Andy…!
—Hmmm…
Simone dejó escapar una risita en la oscuridad.
—¿Qué hay que hacer para tropezar con un armario? ¡La verdad es que es
bastante grande!
Se sentó junto a su hermano mayor en el borde de la cama.
Olía como olían sus padres cuando volvían de jugar a los bolos.
—Oye, ¿a qué hueles? ¿Has bebido? ¡Apestas a cerveza!
—¡Acertaste, Colón! —murmuró Andy y dándose la vuelta se quedó dormido.
Cuando a la mañana siguiente Simone fue a despertarlo para ir a la escuela, el aire
de la habitación olía a rancio. Andy gemía. Se encontraba mal y la cabeza le dolía
espantosamente. Simone declaró sin piedad:
—¡Hueles como un bote de basura!
—¡Oh, no… mamá se dará cuenta de que he bebido!
Ante sus padres tampoco era tan grande como para que le permitieran beber así.
Pero allí estaba Simone. Desde la infancia siempre había podido contar con ella.
Y en esta ocasión también.
—Pensando un poquito —dijo Simone sonriendo—, pensando un poquito, se
puede evitar que mamá se dé cuenta.
Abrió de par en par la ventana, aconsejó a Andy que se cepillara otra vez los
dientes, entretuvo a su madre en la cocina hablándole de un examen de matemáticas
para que Andy pudiera desaparecer en el baño y, en un momento de descuido, se
bebió el café de Andy porque éste le había susurrado:
—¡Ay, Dios, me dan náuseas con sólo oler el café!
Camino de la escuela, Andy puso el brazo alrededor de los hombros de Simone:
—Colón, creo que hoy me has salvado la vida.
Y Simone aún hizo algo más para salvarle la vida, pues le metió en el bolsillo una
caja de Alka-Seltzer que se había volado de la mesita de noche de su madre.
—¡Es bueno contra el dolor de cabeza y la cruda, borrachín!
A principios del verano, Andy trajo a casa una noche una maceta con cannabis.
Simone se despertó cuando Andy, en cuclillas junto a su cama, le acariciaba
suavemente la nariz.
—Eh, Colón, despierta.

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Esta vez no olía a alcohol. Simone percibió por primera vez el suave aroma a
varitas de incienso.
—¿Encendieron varitas de incienso? —preguntó medio dormida.
—Algo parecido.
—¿Qué hora es?
—Casi medianoche. Los jefes ya están roncando. Dime, ¿te importa si te pido un
favor?
Sonaba muy misterioso.
—Mientras no me pidas que le dé parte de mi sangre a un vampiro…
Andy se rió bajito.
—Nada de vampiros, Colón, sólo una maceta. Y tampoco le tienes que dar
sangre, sino agua. ¿La cuidarías para nosotros?
—¿Para ustedes?
—Mejor dicho, para Anna. A su mamá se le ha zafado un tornillo y ha empezado
a hacer preguntas tontas. Por eso, Anna tiene que colocar la planta de cannabis en
otra parte. Tú la cuidarás bien. Ningún idiota preguntará lo que hay en la maceta.
—¿Y qué hay en realidad?
Ahora Simone distinguía bien la cara de Andy en la oscuridad. Estaba pensando.
Parecía además como si aquella noche hubiera vivido algo especialmente bonito.
¿Quizá porque Anna lo había escogido para salvar su maceta?
Escuchó cómo su hermano daba un profundo suspiro.
—Está bien, Colón —dijo—, en realidad se trata de un secreto. Pero creo que
puedo confiar en ti…
—¡Al cientocincuenta por ciento!
—Lo sé. A pesar de todo, tienes que jurar que no dirás nada a nadie,
absolutamente a nadie, de lo que yo te diga ahora.
Simone se sentó ceremoniosamente en la cama, puso la mano izquierda sobre la
colcha como muestra de que no invalidaba a escondidas el juramento y levantó la
mano derecha.
—¡Lo juro! Lo juro por todas las descubridoras e inventoras del mundo.
—Ok, Colón. Escucha: del cannabis se saca el hachís y la mariguana. ¿Tengo que
decirte más?
No tenía que decir nada más, aunque Simone no sabía que se podía cultivar en
una maceta.
—¿Así que van a fabricar hachís y mariguana?
Andy asintió y se puso el índice sobre los labios. Era una sensación muy excitante
la de compartir el secreto con él. La planta que le había encargado tenía las hojas
verdes y se parecía más bien una mala hierba que a algo prohibido. Y Andy tenía
razón. Su madre se sorprendió del repentino interés de Simone por las plantas de
interior, pero no sospechó en lo más mínimo.

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3

Entre las muchas notas que había encontrado en la caja de cartón de Andy, en algunas
de las cuales no había escrito más que una frase, Simone encontró una hoja de papel
reciclado doblada. Procedía de un cuaderno de apuntes. Andy lo había escrito por
ambas caras. Podía tratarse de una pieza del rompecabezas correspondiente a los
comienzos. En la parte de adelante Simone pudo leer:

Está prohibido emborracharse.


Está prohibido tomar videos pornos del cajón secreto de papá.
Está prohibido fumar hachís.
Está prohibido cultivar cannabis.
Está prohibido soñar.
Está prohibido mentir.
Está prohibido reprobar matemáticas.
Está prohibido fracasar.

En la parte de atrás, Andy había escrito:

Está prohibido dejar que fallen las centrales nucleares


Y, sin embargo, ellos lo hacen.
Está prohibido convertir el mar en un tiradero
y, sin embargo, ellos lo hacen.
Está prohibido envenenar mis cereales
y, sin embargo, ellos lo hacen.
Está prohibido incendiar pozos de petróleo
y, sin embargo, ellos lo hacen.
Está permitido fabricar bombas,
hacer guerras.
Está permitido matarse trabajando,
emborracharse hasta morir,
fumar hasta morir,
irse de putas hasta morir,
una vez que has cumplido los dieciocho.
¡¡¡Qué absurdo!!!

Simone tiene una imagen en la cabeza. Andy en su primer día de escuela, sonriendo

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orgulloso a la cámara. Estaba orgulloso de su primer día de escuela, de su mochila y
de su ropa nueva. Sus padres lo habían vestido con pantalones de mezclilla. Esa foto
existe. Podría bajar a la sala y sacar el álbum de la repisa. Lleva la etiqueta de
«ANDREAS».
La madre ha organizado cuatro álbumes: uno para Andy, otro para Simone, otro
en el que aparecen los dos niños y otro para ella y el papá. Así la vida familiar está
ordenada, encerrada entre páginas de fotografías.
No necesita abrir el álbum. Conoce la fotografía. Hasta recuerda el momento en el
que fue tomada. Andy tenía entonces siete años y ella tres. Camino a la escuela, en el
coche, Andy le había puesto en la mano un caracol vivo.
—Cuida de Tommy hasta la salida —le susurró.
El caracol se escondió atemorizado en su concha. Simone cerró cuidadosamente
la mano. Cuando le tomaron la foto a Andy, la madre dijo:
—Ven, Simone, pediremos a los fotógrafos que les tomen una foto a los dos
juntos —cogió de la mano a Simone—. ¿Qué tienes en la mano? ¡Aj! ¡Un caracol!
¡Qué asco! ¿De dónde lo sacaste?
Y quitándole el caracol de la mano, lo tiró.
Inmediatamente Andy dejó de sonreír a la cámara.
—¡No! ¡No! —gritó disgustado—. ¡Es Tommy!
Se echó a llorar amargamente y la madre se sorprendió. No lo había hecho con
mala intención.
La verdad es que nunca hacía nada con mala intención.
Otra foto que Simone tiene en la cabeza no está en ningún álbum. Es sólo un
recuerdo de hace tres años.
Es Andy con dieciséis años, vestido con una camisa hawaiana y unos pantalones
de mezclilla muy caros, sobre el labio superior la sombra de un bigotito rubio, el
cabello liso muy corto, lavado y peinado con gracia hacia la derecha. Está sentado
con las piernas cruzadas sobre la alfombra de su habitación, bajo la ventana, con la
espalda apoyada contra la pared y sonríe con el mismo orgullo que en su primer día
de escuela.
—¡Eh, Colón! ¡Creo que jamás había volado tan alto!
Era verano. Pocos días antes del comienzo de las clases. Andy había pasado el
curso. A pesar de las malas calificaciones en matemáticas y física, no había tenido
que repetir curso porque su padre había regalado a la escuela un aparato de video
muy caro. A precio de compra, se entiende, de la propia tienda. Ésa era su forma de
superar las dificultades.
Después, los cuatro se fueron dos semanas de vacaciones a España, a la costa. El
resto de las vacaciones lo pasaron Simone y Andy en casa. Para los padres había
comenzado de nuevo la rutina diaria. Salían de casa todas las mañanas alrededor de
las siete y media para ir a la tienda. Volvían a casa por la tarde hacia las siete.
Durante ese tiempo, Andy tenía que estudiar mate. Mínimo cuatro horas diarias;

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había que amortizar la video.
Mientras él estudiaba, Simone se reunía con su amiga Katrin. Deambulaban
juntas por los centros comerciales, se probaban ropas extravagantes sin comprar nada
y, de vez en cuando, Katrin robaba alguna pieza. Simone no se atrevía a hacerlo.
Por las tardes, Andy recibía a menudo la visita de Michi y Anna. Escuchaban
música en su habitación, encendían velas y bebían Coca-Cola. No había otra cosa en
el refrigerador. Los padres mantenían el mueble bar de la sala siempre cerrado.
A mediados de agosto se murió el cannabis de la maceta. Algún bicho lo había
minado por dentro.
Simone estaba disgustada. Al fin y al cabo, había prometido cuidar bien de la
planta.
—Esperemos que Anna no se enoje conmigo por esto —le dijo a Andy por la
mañana.
—Bueno, no creo que le haga mucha gracia.
Cuando Michi y Anna aparecieron aquella tarde, a Simone no le quedó más
remedio que comunicar la muerte del cannabis.
Anna, de dieciséis años, que entonces era una cabeza más alta que Simone, le
lanzó una mirada despreciativa.
—¡Qué chinga! —dijo.
—¡No pude evitarlo! ¡De verdad que no! —aseguró Simone.
Anna se dio la vuelta sin decir una palabra y desapareció con Michi en el cuarto
de Andy.
Media hora después llamaron a Simone. La habitación estaba en penumbra. Andy
había bajado las persianas y encendido unas velas. El aparato de música tronaba.
Andy, Michi y Anna estaban sentados con las piernas cruzadas en el suelo. En el
centro, entre ellos, humeaban varitas de olor que dejaban montoncitos de ceniza sobre
la alfombra café.
Los tres fumaban de un único cigarro.
Era el turno de Michi. Sostenía el cigarro sin filtro entre sus dedos pulgar y el
índice, presionándolo un poco en la parte de adelante, se lo llevó a los labios, puso la
mano derecha protegiendo la punta encendida, como si una ráfaga de aire pudiera
apagarla y, con los ojos muy abiertos dio un único y prolongado jalón.
Se quedó inmóvil con los ojos fijos en la pared y mantuvo mucho tiempo el aire
en los pulmones.
Sólo cuando expulsó el humo le pasó el cigarro a Anna. Ella hizo los mismos
movimientos, pero cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
Andy también fumó con los ojos cerrados.
Entonces Anna dijo respecto a la planta de cannabis:
—Quería decirte que no me importa —hablaba suavemente, como el ronroneo de
un gatito—. Es algo que le puede pasar a cualquiera.
Michi intervino:

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—Tampoco estábamos seguros de que fuera la planta adecuada. El hachís sólo se
puede hacer con las plantas hembras.
Michi actuaba como si a sus dieciocho años lo supiera todo sobre el tema. Andy
asintió y declaró conmovido:
—Ya lo ves, Colón, la desgracia no existe si tienes buenos amigos.
Simone no dijo nada.
—¿Sabes lo que estamos haciendo? —preguntó Michi.
—¡Fumamos hachís!
Simone abrió por fin la boca:
—¡Caray, Andy! Como se enteren nuestros papás va a haber bronca.
—¡Aguafiestas! —le espetó Anna.
Andy se apresuró a proteger a Simone.
—Tranquilos, Colón no nos delatará. Pueden confiar en ella al cien por ciento.
Michi asintió y sonrió amistosamente a Simone.
—¿Sabes? —dijo haciéndose el importante—. Incluso para mí es difícil conseguir
hachís cuando no hay clases. Normalmente se consigue en el patio. Si hoy tengo algo
es por pura casualidad, así que tenemos que celebrarlo.
Después le explicó a Simone por qué la habían invitado a entrar en la habitación:
—Tienes que corrernos de aquí a las seis y cuarto. Puede ser que después del
segundo churro perdamos la noción del tiempo. Y no se me antoja para nada tener
bronca con sus papás. ¿Lo comprendes?
Estaba claro. Simone se sentó con el despertador de Andy en un rincón del cuarto
y observó que los demás armaban un segundo y un tercer churro.
Después de la última fumada al tercer churro, Anna, de repente, lanzó un gemido:
—¡Qué mal me siento!
Se incorporó y corrió al baño. Simone oyó como vomitaba.
A Michi y a Andy les dio hambre. Simone se ofreció a preparar una montaña de
pan con mermelada.
A las seis y cuarto apagaron juntos las velas, levantaron las persianas y abrieron
las ventanas. Michi guardó el tabaco, el papel de liar y la bolsita con el resto del
hachís; tomó a la abatida Anna de la mano y se despidió.
Andy estaba sentado bajo la ventana y sonreía a Simone orgulloso y feliz, del
mismo modo que había sonreído siendo un niño pequeño.
—¡Eh, Colón! ¡Nunca había volado tan alto!
Cuando Simone quiso saber cómo era eso de volar alto, Andy respondió que era
como estar en un buen sueño.
—Te sientes muy relajado y, de pronto, ya no tienes miedo. A nada. Ni a las
personas ni a las cosas.
—¡Pero fumar droga está mal! ¡Te convertirás en un drogadicto y en algún
momento la droga acabará contigo!
—¡Tonterías, Colón! El hash no me va a hacer más adicto que fumar cigarros o

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empinar el codo.
Simone dudaba.
—Entonces, ¿por qué está prohibido? Los cigarros y la cerveza no están
prohibidos. Hasta los anuncian por todas partes. Solamente en la publicidad del
tabaco aparece una advertencia. ¡Me parece que te estás inventando lo que dices!
—¡No invento nada! No tienes más que leer el periódico. En Holanda, por
ejemplo, no está prohibido el hachís y eso es porque no es más peligroso que el
alcohol. El alcohol te come el hígado, el hachís no lo hace. De verdad, hay cosas
mucho peores. Créeme.
—¿Y qué cosas son ésas?
Lo estaba sacando de quicio con tanta pregunta. Protestó:
—¡Vaya por Dios! ¿De verdad lo quieres saber? Estar colgado de la aguja es
mucho peor, o el crack o qué sé yo… —reflexionó durante un momento, se le
iluminó la cara con una amplia sonrisa y extendió los brazos de forma teatral—. O el
que se chupa a diario una botella de aguardiente; eso es, por ejemplo, mucho peor.
Seguro que acaba tumbado, incluso antes que un adicto.
—¿Eres un adicto?
—¿Yo? Por favor… ¡Sólo fumo churros! ¡Nunca seré un adicto! No estoy
chiflado. ¿O es que lo parezco?
No. No lo parecía. Más bien parecía un hermano mayor satisfecho, al que su
hermana pequeña ponía nervioso.

La mala suerte de Andy comenzó cuatro semanas después de las vacaciones de


verano. De un día para otro lo echaron de la escuela.
Nadie explicó a Simone las razones de la expulsión. Sus padres guardaron un
amargo silencio, incluso el padre, habitualmente tan irritable, permanecía
amenazadoramente tranquilo. Andy se encerró durante dos días en su cuarto. El
ambiente en casa estaba muy tenso.
A Simone no le quedó más remedio que dirigirse a Michi durante el recreo. Michi
se encogió de hombros.
—¡Eso te lo tendrá que contar Andy!
Pero la tomó del brazo y la llevó a un rincón del patio.
—Escucha, Colón —le dijo en voz baja y ronca—, ya sé que podemos confiar en
ti al cien por ciento. Pero más vale que tú también tengas cuidado. Si esto sale a la
luz, si se enteran de que tú también estabas allí, podría suceder que te llevaran a un
reformatorio. ¡Nadie va a creer que no fumaste!
Simone se asustó. Creyó al pie de la letra todo lo que le dijo Michi. Después del
recreo se enteró por Katrin de la causa de la expulsión de Andy: lo habían agarrado
con hachís.

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En pocas horas se había extendido el rumor de que Andy era un dilher.
—Un dilher es uno que trafica con drogas.
Katrin sólo tenía doce años pero parecía muy enterada.
A última hora de la tarde, Andy permitió que Simone entrara en su cuarto. Allí el
desorden era absoluto. Parecía que hubiera pasado un huracán: había libros y casetes
esparcidos y amontonados en el suelo, entre ellos tres pares de calcetines sucios,
calzoncillos y unos jeans. Sobre el escritorio, hojas de papel escritas, papeles
arrugados, una caja de zapatos y tres tazas sucias de café.
—¿Eres un dilher?
—¡Qué estupidez! —Andy buscaba un casete entre el desorden—. Tampoco soy
un drogadicto, por si te interesa saberlo. Sólo fumo churros cuando tengo ganas.
—¿Y por eso te expulsaron de la escuela?
Andy dejó de buscar, se sentó en la cama revuelta y se pasó, nervioso, una mano
por el pelo:
—¡Chingada, Colón! Me apañaron con hachís. Michi lo había conseguido y yo
tenía que guardarlo.
Como Simone no paraba de preguntar, Andy le contó toda la historia. Alguien
debía de saber que él tenía el hachís. Le llamaron a la oficina del director y tuvo que
poner el contenido de sus bolsillos sobre la mesa.
El paquetito de papel blanco que Michi le había entregado en el recreo contenía
diez gramos de hachís. Suficiente para veinte churros.
Si Andy sólo hubiera tenido uno o dos gramos, hubiera pasado por fumador. Pero
el director sacó la conclusión de que Andy traficaba con droga en el recreo.
Diez gramos valen por lo menos doscientos marcos en el mercado. Andy debería
haber delatado a Michi para salvar su pellejo pero, como no lo hizo, no tenía ninguna
posibilidad.
Simone estaba indignada.
—¿Y Michi? ¡Creí que eran buenos amigos! ¡Yo nunca dejaría colgada a Katrin si
la descubriera un policía de los grandes almacenes!
Andy se encogió de hombros.
—¿Sabes? En realidad, hace tiempo que se me quitaron las ganas de ir a la
escuela. Y a Michi sólo le falta un año para terminar. Entre amigos es normal. De
todas maneras, algún día desapareceré y viviré mi propia vida.
—¿Y yo?
—¿Qué quieres decir?
—¡Pues que no puedes desaparecer así como así y dejarme aquí sola!
Andy se echó a reír con una risa franca y alegre.
—¡Claro que no, Colón, no te voy a dejar colgada!
Dos semanas después, su padre había encontrado un puesto de aprendiz para
Andy en Electro-Neuber, una gran tienda de electrodomésticos.
Recomendó encarecidamente a sus hijos que no hablaran con nadie de la causa de

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la expulsión de Andy.
—¡Podría perder a mis mejores clientes si supieran que mi hijo tiene algo que ver
con drogas!

Una nota de la caja de escritos de Andy:

¡Es lógico que nuestros viejos nos quieran mantener en jaque!


¡Realmente, Nosotros podríamos ponerlos fuera de juego!

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SEGUNDA PARTE

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1

DURANTE DOS MESES Andy estuvo estrechamente vigilado por sus padres. Estaban
pendientes de cuándo salía de casa y de cuándo volvía. No le estaba permitido
encender varitas de olor, encontrarse con ninguno de sus amigos y no podía salir por
las noches ni siquiera los fines de semana.
—Queremos —le exigían los padres de común acuerdo—, que te mantengas
alejado de todo lo que remotamente pueda tener que ver con ese asunto.
Era evidente que las varitas de olor formaban parte de ello. Así pues, Andy iba
cada mañana puntualmente a la tienda o a la escuela técnica y, por exigencia de sus
padres, depositaba una parte del dinero que recibía por su trabajo en una cuenta de
ahorros.
Simone recordaba también dos domingos lluviosos y grises de octubre y
noviembre en los que jugó con Andy al parchís y al Scrabble. Visto así, todo parecía
ir bien de nuevo, aunque no era así.
Andy se sentía presionado por sus padres, pero no hablaba de ello. Era su estilo.
Siempre había sido más bien callado, muy diferente al padre y más parecido a la
madre. Simone no recordaba haberlo visto nunca discutir acaloradamente, ni en casa,
ni en la escuela.
Antes, cuando aún era un niño, se retiraba a su habitación siempre que se sentía
tratado injustamente. Allí lloraba y solamente Simone se enteraba.
A principios de diciembre, el padre aflojó a Andy la prohibición de no salir.
—De todas maneras, con una condición —dijo—. Simone te acompañará en tus
salidas y volverán como muy tarde a las ocho; no quiero que anden de noche por ahí.
Estaban sentados a punto de cenar; cena que, después de ocho horas de trabajo en
la tienda, la madre preparaba cuidadosamente. Simone todavía recuerda que Andy y
ella dejaron al mismo tiempo de masticar un trozo de carne, y se miraron
sorprendidos. Simone advirtió de paso que el bigote de Andy había adquirido ya una
forma considerable. Le sonrió. Él asintió casi imperceptiblemente.
—¿Entendido? —preguntó el padre y no esperó ninguna protesta.
La madre sonrió cansada y abatida:
—Creo que la sugerencia de papá es aceptable. Ustedes dos se llevan bien…
—O sea, que si comprendí bien, lo que quieren es que me lleve de chaperona a mi
hermana pequeña.

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La madre insistió apaciguadora:
—Simone no es cualquier persona…
Ahora también Andy sonrió.
—Simone es estupenda… ¡De acuerdo, comprendido!
Ante los padres no la llamaba nunca Colón. Eso y un montón de cosas más no les
incumbía en absoluto a sus padres.
Al domingo siguiente, Andy organizó una salida al cine con Simone y con Michi
y Anna. Una cita de la que, naturalmente, sus padres no se enteraron.
Michi y Anna estaban muy poco habladores. Tampoco tenían ningunas ganas ni
de ir con Andy al cine, ni después al «Flash».
—Hace mucho que ya no vamos ahí —dijo Anna—. Está fuera de onda.
—¿Y adónde van ahora? —quiso saber Andy.
—A veces aquí, otras allá —contestó vagamente Michi.
Andy no comprendía aún adónde quería ir a parar Michi.
—¡Estoy de nuevo en el equipo! —anunció alegremente.
Anna le lanzó una mirada fría y despectiva. Simone pensó que Michi y Anna
estaban tan distantes porque ella estaba ahí de chaperona.
—Bueno —aseguró ansiosa—, por mí no tienen que preocuparse. Andy puede
reunirse con ustedes tranquilamente. Yo me iré a casa de mi amiga Katrin. Puedo
confiar en ella.
Simone vio como Michi sacudía la cabeza. Decidida y duramente dijo:
—¡No es por eso!
—¿Por qué, entonces? —preguntó Andy.
Anna rió sonoramente:
—¿De verdad que no lo sabes?
—¿Qué tengo que saber?
—¡Por favor!, ¿te han operado del cerebro o qué? ¡Es por ti! ¡Eres demasiado
peligroso para nosotros! —parecía que a Michi le daba exactamente igual herir a
Andy o no—. Si quedamos contigo, quiere decir automáticamente que tenemos algo
que ver con drogas, puesto que a ti te agarraron. Y entonces estamos jodidos.
Anna aún añadió algo más.
—Que hace dos meses no te denunciaran a la policía se lo tienes que agradecer a
tus papás. Esta vez no fue un video, sino una cantidad en mano. Al contado.
—Así que se acabó. No más contacto. Aceptamos vernos en el cine sólo para
aclarar las cosas.
Andy, atónito, miró a Michi y después a Anna, luego se dio la vuelta sin decir una
palabra y salió corriendo. Simone tuvo que correr a toda velocidad tras él.
Una vez en casa, Andy se encerró en su cuarto y encendió el aparato de música.
Al cabo de dos horas dejó entrar a Simone. Al principio ella se limitó a sentarse
en el suelo junto a él en silencio y tuvo la sensación de estar tan furiosa y triste como
Andy.

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Cuando inesperadamente Andy gritó más alto que el sonido de los altavoces,
Simone se sobresaltó.
—Pero, ¡qué se han creído! —bramó.
Simone le gritó a su vez:
—¿Te refieres a Michi y a Anna?
La verdad es que era muy difícil entenderse con el hard rock sonando a todo
volumen. Andy lo comprendió y bajó la música.
—¡Exacto! ¡Michi, el rey del recreo! ¡Me muero de risa! ¡Se hace el importante
sólo porque nos pasa hachís!
Simone estaba de acuerdo.
Después Andy volvió a encerrarse en un hosco silencio.
—Oye, Andy… —Simone le golpeó suavemente con el codo—. ¿Puedo
preguntarte algo?
Andy asintió.
—Eso de la denuncia a la policía… ¿es verdad? ¿Por diez gramos?
Andy volvió a asentir sin decir una palabra.
—¿Por qué? No lo entiendo. El hachís no es lo mismo que la heroína. La heroína,
tú mismo lo has dicho, es mucho peor.
Andy hizo un esfuerzo por salir de su mutismo.
—No se trata de eso. A los polis les importa muy poco lo que es malo o menos
malo. Cualquier droga es ilegal para ellos, hachís o heroína. En cuanto llevas en el
bolsillo más de lo necesario para el propio consumo, te meten en el bote. ¡Así de
sencillo!
—¡Pero eso es injusto!
—Pero, ¿a quién le interesa la justicia? —Andy sonrió con sarcasmo.
Simone no había visto nunca así a su hermano.
Al día siguiente, Andy se afeitó el bigote que con tanta paciencia se había dejado
crecer.

De la caja de notas de Andy.

¡Olvídala!
¡Olvida a Anna!
¡Olvida al mundo entero! Es asqueroso.

Simone sabe hoy que entonces Andy todavía no era drogadicto. Y que ni siquiera era

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adicto al hachís. No lo necesitaba. No de la misma manera que su padre necesitaba
sus cigarros. También sabe que quizás nunca habría llegado a Natalie si ella no
hubiera colaborado.
En aquel momento, a Andy no le importaba otra cosa que demostrarse a sí mismo
que no necesitaba a Michi.
Todo el mundo en la ciudad sabía donde tenía lugar el encuentro entre los
traficantes y los compradores de droga. La policía observaba, llevaba a cabo redadas
y detenciones, aunque sin mucho éxito. La gente del mundillo de la droga desaparecía
durante algunas semanas para después volver a aparecer. Y, en cuanto aparecían,
llegaba la unidad móvil de «Ayuda al drogadicto», se estacionaba en la Plaza Nueva y
ofrecía consejo y ayuda a los adictos.
Como Andy todavía no tenía permiso para andar solo por la ciudad, aquel sábado
por la tarde Simone fue a recogerlo a Electro-Neuber. A los padres les dijeron que
iban a ir de compras por el centro.
Tomaron el tranvía hasta la Plaza Nueva y desde allí entraron en la plaza cerrada
que formaban los edificios de la biblioteca, la universidad popular y el centro de
salud.
La alborotada melena roja de Natalie llamó inmediatamente la atención de
Simone. La pelirroja les lanzó una mirada rápida, pero aparentemente desinteresada.
Hacía frío, estaba nublado y lloviznaba. El típico tiempo de diciembre.
—En cualquier caso, tú te mantendrás al margen —le advirtió Andy a Simone—.
De esto me encargo yo solo, ¿de acuerdo?
En la escalera de entrada a la universidad popular había dos tipos sentados y
fumando. Una parejita se besaba bajo los desnudos árboles de la plaza. La
tranquilidad era absoluta.
En aquel ambiente triste, Natalie brillaba como una alegre mancha de color.
Además del pelo color rojo fuego, llevaba leotardos lilas y una gastada chamarra de
cuero negro. Era mayor que Andy. Simone le calculó unos veinte años.
De pie, ante una boutique, contemplaba aburrida el aparador.
—¡Espérame aquí, Colón!
Con exagerada indiferencia, Andy se acercó a la pelirroja y se puso a su lado.
Durante un minuto o dos parecía que ambos se interesaban exclusivamente por el
aparador.
Simone no podía oír, pero tampoco podía ver si los dos estaban hablando en voz
baja. Esperó como si estuviera echando raíces bajo la llovizna y de nuevo tuvo
aquella hormigueante sensación de estar tomando parte en una aventura.
Pero, ¿qué pasaría si Andy se equivocaba? ¿Si la pelirroja le daba una cachetada?
No parecía ser del tipo de gente dispuesta a permitir que un niñito le tomara el pelo.
No pasó nada por el estilo.
Andy volvió y la aventura parecía haber terminado.
—Respuesta negativa —dijo—. ¡No es extraño con este tiempo de perros!

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Cogió del brazo de Simone. A ella le gustaba ir así porque podía imaginarse que
no era su hermana pequeña, sino más grande y que era su novia.
—Quizá lo intente mañana otra vez.
Después deambularon durante media hora por la zona peatonal, que también
estaba desierta.
Por un instante, Simone creyó ver la melena roja de Natalie junto a una zapatería.
Pero no estaba segura.
Para volver a casa tomaron el metro. Allí sucedió.
De repente, la pelirroja estaba sentada detrás de ellos.
—Si tienes veinte marcos —susurró—, te paso un gramo. No te des la vuelta.
Simplemente tira el dinero por debajo del asiento.
El corazón de Simone latía con fuerza en las venas del cuello. Andy se puso
colorado hasta las orejas.
Nervioso, sacó torpemente un billete de veinte marcos del bolsillo de la chamarra,
lo estrujó en el puño, se inclinó hacia adelante en su asiento, puso los brazos en las
rodillas, como si dormitara y dejó caer el billete bajo el asiento. Después se rascó la
pierna y empujó inadvertidamente el billete hacia atrás.
—En el periódico —susurró la pelirroja—. ¡Pero espera a que yo me haya bajado!
La chica se puso de pie. El bolso que llevaba al hombro se cayó al suelo. Se
inclinó. Con el bolso recogió también el dinero. En la siguiente estación se bajó.
—¡Ven, Colón, vamos a sentarnos más atrás!
Simone ya no tenía sólo taquicardia, no, tenía las manos húmedas de nerviosismo
y las rodillas le temblaban ligeramente.
Se cambiaron de sitio y Andy se metió el periódico doblado, que estaba como por
casualidad en uno de los asientos, debajo de la chamarra.
—¿Y si lo único que quería era timarte veinte marcos?
—No lo creo.
Cuando Andy desdobló el periódico en su cuarto, encontró, pegado con chicle, un
pequeño envoltorio de papel blanco en las páginas culturales.
—¡Eh, Colón! —Andy sonreía feliz y orgulloso—. ¡Lo he conseguido!
Abrió el paquetito y le enseñó a Simone el contenido. Parecía un chicle masticado
tres veces y secado al aire, del tamaño de una uña y plano.
—¡Lo ves! ¡No necesito al miserable rey del recreo! ¡Consigo lo que quiero
incluso sin él!
Andy estaba triunfante.
—¿Te lo vas a fumar ahora?
—¡No estoy loco! Papá lo olería enseguida. No, esperaré hasta que los jefes estén
durmiendo.
Aquella noche Simone durmió de un tirón. Cuando al día siguiente entró en la
habitación de Andy, flotaba un vago aroma a varitas de olor en el cuarto. Simone
abrió la ventana de par en par.

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—Bien, ¿qué tal? —preguntó y se sintió grande porque creía saberlo todo y
porque se tomaba con mucha naturalidad el churro que se había fumado Andy.
Andy parecía pensativo y algo decepcionado.
—No sé… de alguna manera, no funcionó. Quizá el hachís tenga más sentido
cuando uno está con amigos. A lo mejor es lo mismo que con la bebida: no se puede
decir que beber en solitario sea lo mejor del mundo.
Durante una semana no pasó nada interesante. Al parecer, Andy no tenía ningunas
ganas de conseguir hachís.
Lo que Simone aún no sabía es que un gramo daba para hacerse un segundo y
solitario porro de medianoche.
Tres días antes de Navidad se encontraron con Natalie en el metro.
Entonces Simone pensó que el encuentro era casual. Hoy ya no está tan segura de
ello.
Natalie les saludó con entusiasmo, como a viejos amigos.
—¿Qué hay pareja? ¡Hace tiempo que no se dejan ver!
Andy se puso colorado y se pellizcó confuso el lóbulo de la oreja.
—No ha habido ocasión.
—¿Van al centro?
—Es por la Navidad —Simone se apresuró a ayudar a Andy en aquella situación
—. A Andy le falta todavía el regalo para nuestra abuela.
—¿Para su abuela? —repitió Natalie.
—¿Te parece mal? —Andy lo dijo con un tono insolente.
Natalie se rió.
—¿Por qué me lo iba a parecer? —se volvió a Simone—. Pero si es su abuela,
entonces tú no eres su novia… ¿no?
—¿Creíste que era la novia de Andy? —Simone tuvo la sensación de haber
crecido dos centímetros por lo menos—. ¡Soy su hermana!
—¡Ajá! Y, ¿cómo te llamas?
—Simone… pero Andy me llama Colón.
—La verdad es que Colón me parece divertido. Por cierto, yo me llamó Natalie.
Díganme… —se interrumpió y lanzó una mirada escrutadora a través del vagón—,
¿necesitan algo? Claro que también podríamos encontrarnos en mi casa. Allí siempre
tengo algo. Han dado con una buena fuente. Y, por lo que veo, ustedes dos no
dominan mucho el asunto.
—¿Ah, no? —gruñó Andy.
—¡Por supuesto! Y por mí puedes encabronarte lo que quieras. Pero la última vez
hubiera sido mejor que bajaras al metro en lugar de hacerme tantas preguntas. ¡Abajo
pasan muchas más cosas que arriba!
—¡Como si no lo supiera! —respondió Andy, insolente, volvió a ponerse
colorado y miró fijamente por la ventanilla la oscuridad del túnel que el tren
atravesaba en aquel momento.

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Al parecer, Natalie no tenía ganas de seguir escuchando sus estúpidos
comentarios.
—¡Bueno! Me bajo en la próxima. —Se levantó con decisión—. Quizá volvamos
a vernos por ahí…
Simone vio que Andy tragaba saliva. Su nuez se movió con fuerza. Finalmente se
dio el empujón que necesitaba:
—Bueno… —dijo—. Bueno, para ser sincero, tengo que decir que tu invitación
me parece bien. Sólo necesito saber dónde vives.
Natalie sonrió.
—¡Dame la mano!
Obediente, Andy le tendió la mano.
—¡El dorso de la mano! —ordenó Natalie mientras sacaba un marcador de su
bolsa.
Cuando el tren entró en la siguiente estación y Natalie descendió despidiéndose
alegremente, Andy llevaba su dirección escrita en el dorso de la mano izquierda.
Simone y Andy visitaron a Natalie al día siguiente. Vivía en el ático de un
edificio antiguo, en un departamento compartido, y no pareció sorprendida de volver
a verlos tan pronto.
Estaba haciendo galletas cuando recibió a los dos visitantes en una cocina grande
y no muy confortable.
—Seguro que piensan que estoy loca —dijo riéndose—, pero encuentro que una
Navidad sin galletas hechas en casa no es una verdadera Navidad. Muy sentimental,
¿no?
—¡A mí me gustan las galletas! —aseguró Simone—. En casa las hace nuestra
abuela porque nuestra madre no tiene tiempo. En la tienda, los clientes siempre se
amontonan por Navidad.
Después, cortaron la masa con los moldes, formando estrellas, medias lunas,
ángeles y árboles de navidad. Los rociaron con granillo de chocolate y bolitas de
azúcar de colores mientras reían y platicaban.
De vez en cuando alguien del departamento asomaba la cabeza por la puerta o iba
al refrigerador y sacaba algo de comer. A nadie le extrañó ver a Simone y a Andy.
Nadie preguntó.
Un joven patilargo y vestido de arriba abajo con ropa de piel se inclinó sobre la
masa de galletas, olfateó y le preguntó a Natalie:
—¿Estás segura de que no pusiste demasiado hachís?
Natalie se rió:
—¡Pero bueno! ¡Desaparece! ¡Si alguien sabe de esto, ésa soy yo!
—¿Hachís? —preguntó Simone inocentemente.
Andy le dio un codazo en las costillas.
—¡Hachís, claro! ¿Qué no sabes que el hachís también se puede comer?
Después de dorar las galletas y apagar el horno, Natalie llevó a Simone a su

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cuarto.
Era el más pequeño del departamento. A través de la ventana se veía la
ennegrecida pared de ladrillo de la fachada trasera de un edificio. En los agujeros que
dejaban los ladrillos rotos habían anidado unas palomas.
En el suelo de el cuarto había un colchón con sábanas. Enfrente había un espejo
viejo y grande, con manchas en el cristal y tres sillones de paja cubiertos con ropa.
Sobre la mesa, restos de ceniza y un cenicero lleno de colillas. Bajo la ventana, un
aparato de música.
Ni siquiera en el cuarto de Andy había visto Simone tanto desorden.
—Bueno, pónganse cómodos.
Natalie recogió con ambos brazos la ropa de los sillones y la tiró sobre la cama.
—Bien —dijo—, la cuestión es que de momento sólo tengo hierba.
Era la primera vez que Simone oía el término «hierba». ¿Sabía Andy lo que era?
Andy contestó con suficiencia:
—O sea, mariguana…
—Exacto. Pero también es más barata. ¿Tienes dinero?
Andy se puso rojo una vez más, asintió y sacó ceremoniosamente dos billetes de
diez marcos del bolsillo de sus jeans. Simone vio la mano de Andy con los dos
billetes. Andy extendió la mano hacia Natalie; Natalie tomó sólo uno y lo metió
debajo de la almohada.
—Con uno alcanza. ¿Quieren probar una mezcla?
—¿Qué clase de mezcla?
—Hierba con opio. Apuesto a que todavía no lo conocen.
Andy sacudió la cabeza desconcertado.
—Por el mismo precio… a pesar de que el opio es mucho más caro. El opio es a
la hierba, en cuanto al precio, más o menos como el visón a la piel de conejo.
—No sé… —Andy dudaba, pero intentaba dar a su voz un tono desinteresado.
Simone se sentía incómoda sin saber por qué.
—Bueno, tú sabes. No te quiero agobiar.
—¿Quizás en otra ocasión?
Natalie se echó a reír. Parecía que se reía muy a menudo y que le gustaba hacerlo.
A veces, sonaba un poco exagerada y nerviosa.
—Oye Andy, ¿siempre dices que no tan educadamente?
Andy se encogió de hombros, confuso.
Probablemente entonces ya estaba enamorado de Natalie.
Natalie sacó de alguna parte, de entre sus trastos, un paquetito de papel café.
Sobre la mesa, Simone vio una cajetilla de cigarros rota y papel de fumar. Natalie se
puso a buscar unos cerillos, los encontró finalmente y encendió una vela. Después
metió un casete en el aparato.
—Los Beatles. ¿Les gustan?
Simone se concentró en la música y observó cómo Natalie hacía el primer churro.

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Lo hacía de forma diferente a Michi, ponía mucho menos tabaco, sólo un pellizco. Lo
repartió a lo largo del papelito doblado, abrió el paquetito de papel café, sacó con el
pulgar y el índice un montoncito de mariguana. Parecía hierba seca cortada muy fina,
era de color verdoso y, al parecer, no había que calentarla primero en la llama de la
vela.
Natalie esparció la cosa verdosa formando una gruesa capa sobre el tabaco, lo
envolvió todo en el papel de fumar, humedeció el borde con la lengua, lo pegó,
moldeó el cigarro entre el pulgar y el índice y, al final, aplastó uno de los extremos.
Era la boquilla.
Después encendió el churro. Se lo pasó a Andy para que diera la primera fumada.
Simone, sentada a su lado, sentía que no formaba parte de aquello. Dejó que su
imaginación volara un poco.
La suave voz de Natalie le devolvió a la realidad.
—¡Eh, Colón! Te toca a ti —le tendía el churro y actuaba como si el que una niña
de doce años fumara droga fuese algo absolutamente normal.
Simone sacudió la cabeza, sorprendida.
—¿Yo?
—¿Por qué no? No te vas a quedar mirando.
Andy intervino.
—Espera un poco, Natalie, ella no ha fumado nunca. No sé si estaría bien…
—Pero si ni siquiera sé fumar —aseguró Simone, franca.
Natalie se rió nerviosa.
—Quizás sea mejor así, pequeña.
A Simone le dolió que Natalie la llamara pequeña.
Cuando hoy piensa en aquello, no puede explicarse por qué no comenzó a fumar
droga en aquel momento. Tuvo la posibilidad de hacerlo.
A veces piensa si será verdad que existe algo así como un ángel de la guarda. ¿La
protegió él de hacerlo? Pero entonces, ¿por qué no protegió también a Andy?

La Navidad la celebraron como todos los años. Con la abuela, el árbol, los dulces, los
villancicos y regalos caros (entre otras cosas, Andy y Simone recibieron cada uno un
reproductor de CD), las galletas y el obligado pavo de Navidad.
Los padres encontraban siempre la Navidad como una época muy armoniosa.
A Andy le parecía vomitiva.
¿Y a Simone? A ella le gustaba la Navidad porque olía a canela y a azúcar y tenía
algo mágico.
Después de la Navidad, acompañó otras dos veces a Andy a casa de Natalie.
Un sábado por la tarde, Andy le pidió que no subiera al departamento con él.
—¿Podrías pasar dos o tres horas con Katrin?

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Andy se puso rojo como un semáforo.
—¡Claro que sí! —Simone había comprendido.
A partir de entonces, Andy se encontraba a solas con Natalie, mientras los padres
creían que estaba con Simone en la ciudad, o en el cine o en cualquier otro sitio.
Simone y Katrin volvían a divertirse con ropas extravagantes en los
departamentos de ropa juvenil de los grandes almacenes. La relación de Andy con
una mujer mayor les parecía muy emocionante y romántica.
Una vez, recuerda Simone, Andy le contó que había probado la mezcla de piel de
visón y piel de conejo de Natalie. No le pareció mal el efecto y comenzó a hablarle
entusiasmado de Natalie. Hacía tiempo que se había enamorado como un loco de ella.
Anna estaba olvidada.

Una nota de la caja de notas de Andy:

Con Natalie no tengo miedo.


De nada ni de nadie.
¡De repente soy alguien!

A principios de febrero los padres se enteraron de la relación que Andy mantenía con
Natalie. Natalie fue a recoger a Andy a la tienda una noche y el señor Neuber informó
inmediatamente al padre.
Simone recuerda la cena de aquella noche como si fuera la escena de una película.
Había chuletas con coliflor y papas asadas.
Observó como sus padres se miraban en varias ocasiones y, por primera vez,
permanecían en silencio, cortaban la carne en pequeños pedacitos y los masticaban
durante un tiempo sospechosamente largo.
Andy preguntó de forma totalmente casual:
—¿Tienen problemas en la tienda?
El padre levantó de golpe la cabeza y tensó la espalda como si Andy le hubiera
golpeado. La madre puso el tenedor y el cuchillo a un lado y dejó de comer. Puso la
mano derecha sobre la izquierda del padre. Un gesto de apaciguamiento.
Ella quería intentarlo a su estilo, suave y tranquilo.
—Bien, pues ya que lo preguntas, Andreas —dijo—, se trata de la chica con la
que, al parecer, sales desde hace ya bastante tiempo sin habernos dicho una palabra.
¿No te parece que es un poco mayor para ti? Y… —aquí la madre dudó, pero
continuó sujetando la mano del padre—. Y… ya lo sabes: con gente que puede tener

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el SIDA nunca se es lo suficientemente precavido. O sea que tu padre y yo pensamos
que la chica no te conviene.
Andy acababa de meterse un bocado de coliflor en la boca y dejó de masticar,
sorprendido:
—¿Cómo saben que no me conviene? —preguntó con la boca llena.
—¡Jovencito! —el padre se sacudió irritado la mano de la madre. Simone y Andy
ya lo sabían: ahora no había quien lo parara. Estaba muy alterado.
—¡Jovencito! Vamos a hablar claro. En primer lugar, tu madre tiene razón y en
segundo lugar, nosotros no nos chupamos el dedo. Esa bruja pelirroja no es en
absoluto tan inocente como tú nos quieres hacer creer. Pon las cartas sobre la mesa.
¡Has fumado droga con ella! ¡Admítelo!
Andy se quedó mirando tercamente a su padre y luego tragó la coliflor.
Simone se puso de su parte.
—Natalie es muy linda —aseguró—, y yo no creo que vaya a pegarle el SIDA a
nadie. ¡Seguro que no!
El padre subió un poco más el tono:
—Tú mantente al margen. Estoy hablando con tu hermano. Bien, dime ¿has
fumado o no? ¿Sí o no?
Andy se mantuvo sorprendentemente tranquilo.
—Y si lo hubiera hecho, ¿qué? Eso no te da ningún derecho a insultar a mi amiga
sólo por que no te gusta su pelo rojo.
En ese instante Andy se creció. Hasta entonces nunca se había atrevido a dar tan
abiertamente una opinión ante su padre y, mucho menos, a ponerse en su contra.
—¿Qué sabes tú de mujeres a tus dieciséis años? ¡No tienes ninguna experiencia!
Simone percibió en la voz de su padre algo parecido a un triunfo altanero.
Andy respondió en voz muy baja y con gesto serio.
—No, claro que no… ¿con cuántas pelirrojas has estado tú?
Era la respuesta más descarada que jamás le había dado al padre y lo hizo como si
hubiera dicho la cosa más inocente del mundo.
—¡Andreas! —la madre estaba indignada. Simone contuvo la respiración. El
padre levantó furioso la mano derecha y zanjó la discusión con una cachetada.
Andy metió la servilleta blanca en el plato, en medio de restos de chuleta, coliflor
y papas apachurradas.
—¡Me dan asco!
—¡Discúlpate inmediatamente!
Andy salió de la habitación sin responder, dio un portazo y se encerró, como
siempre, en su habitación.
Los padres sometieron a Simone a un lamentable interrogatorio. Le pidieron que
les dijera cómo había conocido Andy a Natalie y lo que había visto y oído en el
departamento en el que vivía.
Simone se negó rotundamente a soltar prenda. De lo que se trataba era de evitar

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que los mayores estropearan el amor de Andy por Natalie.
Ni siquiera la amenaza de castigarla sin televisión y sin salir de casa la indujo a
hablar. Solamente hizo una concesión y aseguró a sus padres por lo más sagrado que
nunca jamás había fumado droga.
De alguna manera, los padres se habían enterado de que Natalie fumaba droga.
—Apuesto —gritó el padre furioso— a que no sólo fuma droga. Seguro que ese
mal bicho es una adicta que nos está destrozando al chico.
Esa noche, Andy le dio a Simone una carta para Natalie.
—¿Puedes entregársela mañana después de la escuela? ¡Es importante!
Al día siguiente los padres llevaron a Andy al médico. Tenía que someterse a una
prueba de SIDA.
Simone se llevó la carta de Andy a la escuela. Pero sólo se la enseñó a Katrin.
—Pero, ¡qué romántico! —susurró Katrin—. Seguro que Andy le jura amor
eterno.
Por un instante, Simone se sintió tentada a abrir la carta a escondidas con vapor
de agua. Le hubiera gustado tanto saber cómo era una auténtica carta de amor. Pero,
al final, fue lo bastante leal como para no hacerlo.
Después de la escuela fue a llevar la carta. Natalie abrió.
—¿Dónde está Andy? —preguntó decepcionada y le arrancó a Simone la carta de
la mano. Simone quería contarle lo que había pasado, pero Natalie ya había abierto el
sobre y leía con avidez. Ya no veía ni oía nada a su alrededor.
Simone se quedó indecisa en el pasillo. Ya se iba cuando, de pronto, Natalie se
echó a reír alegremente.
—¡Eh, Simone! ¿Por qué no entras?
Incluso tenía una Coca-Cola en el refrigerador para ella.
—No tardo nada —le aseguró Natalie—. Pero, por favor, espera hasta que te haya
dado la respuesta para Andy, ¿sí?
Tardó media hora.
«Para Andy», había escrito Natalie en el sobre. Su letra era pequeña y quebrada.
Simone guardó la respuesta de Natalie hasta que Andy llegó por la tarde con sus
padres, que habían decidido mantenerlo en casa, esta vez bajo una vigilancia mucho
más estrecha. Estaban dispuestos a llevarlo cada mañana al Electro-Neuber y
recogerlo allí por las noches. Otra salida con Andy a la ciudad era impensable.
Ante sus padres, Simone había abusado de su confianza.

De la caja de notas de Andy:

¿Por qué actúan los padres como si su vida fuera perfecta, cuando, en realidad, es
una mierda? ¡No pienso llegar a estar jamás tan jodido como ellos!

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8

Esa misma noche Simone se despertó cuando Andy, acuclillado junto a su cama, le
acarició suavemente la nariz.
—¡Eh, Colón! ¡Despierta!
Llevaba la camisa hawaiana y sus pantalones de mezclilla favoritos y se había
lavado el pelo.
—¿Qué pasa? —Simone necesitó un minuto para despertarse del todo—. ¿Qué
hora es?
—Poco más de medianoche. Los viejos duermen. Quiero despedirme de ti. ¡Me
largo!
Simone se sentó asustada en la cama, mirándolo.
—Lo siento por ti. ¡Pero seguro que lo comprendes! ¡Eres estupenda, Colón!
—¿Adónde vas? —preguntó por fin.
Él se rió bajito y satisfecho.
—¿Adónde va a ser? A casa de Natalie. Te lo dije una vez: algún día viviré mi
propia vida. ¡Y ese día es hoy!
¡No! A Simone le hubiera gustado gritar: «¡No! ¡No quiero que te vayas!». Tenía
miedo de que la dejara sola. No quería perder a Andy. No quería quedarse allí sin él.
Pero no fue capaz de decir ni una sola palabra. Tenía un gran nudo de lágrimas en la
garganta.
Andy le acarició la mano tranquilizadoramente.
—No voy a desaparecer, Colón; puedes ir a visitarme siempre que quieras. Irás a
visitarme, ¿verdad? —preguntó con cariño—. No me vas a olvidar sólo porque ya no
estoy en el cuarto de al lado.
Simone hubiera querido contestarle: «Naturalmente que no. Claro. Para mí es una
cuestión de honor no dejarte en la estacada». Pero únicamente asintió con la cabeza.
Si hubiera abierto la boca se habría echado a llorar sin remedio.
Andy se marchó en silencio por la noche. Aparte de una maleta con algo de ropa,
algunos casetes y unos libros, no se llevó nada más. Tampoco dejó ninguna carta de
despedida.
A la mañana siguiente, la madre estaba petrificada. El padre hacía esfuerzos para
no ponerse a gritar.
Inmediatamente descubrieron adónde había ido Andy. Cómo consiguieron sus
padres la dirección de Natalie es algo que aún hoy Simone no sabe.
No tuvieron ningún reparo en visitar a Andy en el departamento compartido de
Natalie.
Andy contó después que habían pasado más de una hora en la cocina intentando,
con razonamientos, amenazas y promesas, llevárselo de nuevo a casa.
Pero Andy había tomado una decisión y se mantuvo firme.

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Durante la cena el padre amenazó con avisar a la policía.
—¡Al fin y al cabo, es menor de edad!
Pero no lo hizo.
La madre dedicó el domingo siguiente a recoger la habitación de Andy. Cuando
terminó parecía como si Andy jamás hubiera tocado nada allí. Ya no había casetes
por el suelo, ni libros. La ropa de cama estaba recogida, el bote de basura vacío.
Sobre el escritorio ya no había tazas de café ni se veían pantalones de mezclilla
sucios o calcetines amontonados en una esquina.

De la caja de notas de Andy:

De repente el mundo vuelve a tener algo de valor.

10

Esa misma primavera cacharon a Katrin robando. Simone no se había llevado nada,
pero no se movió del lado de Katrin mientras a su amiga la interrogaban, la retenían y
finalmente era entregada a su madre.
Por supuesto hubo bronca.
Los padres establecieron como castigo dos días sin salir, una semana sin ver la
televisión y cuatro semanas sin tener contacto con Katrin, lo cual le pareció a Simone
una ridiculez porque se veían todos los día en la escuela.
Con Andy habían actuado con mucha más dureza. Al parecer, robar no era tan
malo como fumar droga.

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TERCERA PARTE

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1

SIMONE encontró en la caja de notas de Andy una nota que Andy podía haber escrito
al comienzo de su relación con Natalie:
Te sientes fuerte y nadie vuelve a romperte la boca.

Así que era eso: ¡Algún día! Había llegado.


Andy se había lanzado a la vida. A la suya. Y seguro que no tenía intención de
tirarla por la borda. No era una basura. Al contrario.
Cuando Simone lo visitó por primera vez, estaba preparando la comida para
todos. Feliz y satisfecho, estaba de pie ante la cocina eléctrica, que la verdad es que
parecía a punto de derrumbarse, y revolvía espaguettis en agua salada, calentaba salsa
de jitomate y lucía orgulloso la promesa de un bigote.
De alguna manera, Andy ya era grande.
—¡Eh, Colón! ¡Qué bien que hayas venido! Ponte un plato, hay bastante para
todos.
—No puedo quedarme mucho tiempo, nuestros papás me esperan para cenar.
—Pues entonces cenarás dos veces. A tu edad no hace daño. ¡Aún tienes que
crecer y hacerte grande, fuerte y guapa! —se echó a reír con ganas.
Los cuatro del departamento se sentaron alrededor de una mesa de madera que
había en la cocina, bebían vino o cerveza y platicaban.
Todos debían tener como veinte años: Natalie, el patilargo, que parecía que no se
había quitado su ropa de piel desde Navidad, una chica con el pelo largo y rubio y un
tipo que parecía mediterráneo, con una melena negra rizada que le llegaba hasta los
hombros y unos grandes ojos negros que parecían de mujer.
El ambiente era maravilloso.
—¡Ven, siéntate a mi lado!
Natalie quitó unas bolsas de plástico de encima de una silla. Los ojos le brillaban
alegres, en el pelo tenía gotas de pintura blanca. Le puso a Simone el brazo
amistosamente sobre los hombros.
—¡Atención, raza! ¡Allá voy! —Andy sacó la olla de espaguettis del fuego, lo
echó en un escurridor y se levantó una nube de vapor. Abrió la llave y dejó correr el

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agua fría sobre los espaguettis.
—Bueno, ya está. ¡Listos para comer!
Mientras comían, Natalie contó con la boca llena que tenía un encargo para todos
los del departamento.
—¡Nos van a dar una lana!
Simone se enteró de que los cuatro ganaban dinero de vez en cuando con trabajos
de pintura y albañilería. Mucki, el patilargo, y Natalie eran los especialistas del
grupo. La rubia, que se llamaba Claudia, iba a la universidad, era la amiga de Mucki
y ayudaba a pintar, igual que Selim, que era turco y conducía camiones. A veces
estaba una semana entera de viaje en Turquía.
Andy era el «niño» del grupo, el único que tenía que cubrir, como aprendiz, un
trabajo de ocho horas. Sus espaguettis eran los mejores que Simone había comido
jamás.
—¡No tenía ni idea de que supieras cocinar!
—Y no sé —Andy succionaba espaguettis de su tenedor—. Simplemente he
intentado hacerlo.
Natalie le dio un beso en los labios pringosos de jitomate.
Sí, Andy estaba bien. Era feliz.
Y Natalie también. Su risa ya no sonaba tan histérica como antes.

Simone cumplió trece años durante las vacaciones de Semana Santa. Sus padres le
regalaron una bicicleta de montaña de mil marcos. Andy le regaló un corazón de
neón. Era del tamaño de un plato, brillaba y era de color verde claro.
«¡Feliz Cumpleaños, Colón!» había escrito Andy en una tarjeta que por detrás
decía: «Un corazón para la mejor hermana menor del mundo».
Iba a ser el último regalo de cumpleaños de los próximos años. Pero Simone aún
no podía imaginarlo y se alegró mucho.
Por su cumpleaños, Andy incluso apareció en su casa. Simone había organizado
una fiesta aquella tarde. Fue la fiesta en la que se enamoró de Tobías.
A la visita de Andy los padres reaccionaron de forma diferente: la madre se
alegró, el padre pareció alegrarse también, pero hizo lo posible por no demostrar su
alegría.
Andy comió tres medios huevos duros con mayonesa y catsup y cinco saladitas
con sucedáneo de caviar, se bebió una copa de vino y desapareció.
Los padres habían permitido a los invitados de Simone que bebieran una copa de
vino cada uno y vigilaron que nadie se pasara.
—Pues, sí —el padre contemplaba orgulloso a Simone—, con trece años se puede
decir que ya te estás haciendo grande. Así que un poco de vino para ir
acostumbrándose no hace daño a nadie.

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También encontró que aquel día estaba muy guapa.
—¡Casi una señorita!
Tobías era el típico «cara de ángel y pelo rubio». Había apuestas respecto a sus
cuidados rizos rubios. Unos opinaban que los rizos eran naturales y otros se
inclinaban por el permanente. Iba en octavo grado y las chicas de séptimo, e incluso
las de sexto, estaban tras él. Lo invitaban a casi todas las fiestas.
Cuando comenzaron a bailar, Tobías se puso inmediatamente al lado de Simone y
sólo se apartó cuando el padre dijo que él también quería bailar con su única hija.
Katrin, que se había maquillado de manera especialmente llamativa para la fiesta de
Simone, aprovechó la oportunidad e intentó echar el lazo a Tobías.
No tuvo suerte con él. En cuanto el padre de Simone, bastante jadeante, dejó de
bailar, Tobías plantó a Katrin y volvió junto a Simone.
Así empezó todo.
A partir de entonces, Simone y Tobías se veían en el recreo y, una o dos veces a la
semana, también fuera de la escuela.
En aquel momento, Simone creía que se había enamorado de Tobías tan loca y
perdidamente como Andy de Natalie.
Ahora recuerda con un movimiento de cabeza y una sonrisa divertida cómo
esperaba muerta de ansiedad cada recreo. No deseaba otra cosa que pasear lentamente
por el patio de la mano de Tobías.
Eso sí que la hacía sentirse importante.
Pensaba en Tobías cuando estaba a punto de dormirse y pensaba en él cuando se
despertaba por la mañana.
No quedaba mucho espacio para pensar en Andy. Por eso las visitas a Andy y
Natalie se fueron haciendo cada vez menos frecuentes.
Un jueves, a finales de abril, Michi y Anna esperaban a Simone antes de entrar a
la escuela.
—¡Hola Simone! —dijo Michi y ella recuerda perfectamente que ya no la llamó
Colón—. Queríamos saber qué tal le va a Andy.
Simone se detuvo asombrada. Hacía casi medio año que Michi y Anna habían
desaparecido de su vida. Y, cuando los había encontrado, habían actuado como si
nunca la hubieran conocido.
—¿Cómo es que de pronto se interesan otra vez por Andy?
—Bueno, sabemos que ahora vive en un departamento compartido en donde
consigue las drogas que quiere, quiero decir, no sólo hachís, sino también coca, opio
e incluso heroína… es así, ¿verdad? —dijo Anna y se rió. Su risa sonaba un tanto
histérica.
¿Coca, opio y heroína?
Sonaba como si Andy viviera en un supermercado de drogas. ¡Qué estupidez! Al
fin y al cabo, Simone lo había visto: un poco de visón, un poco de piel de conejo, sí.
¡Pero nada más!

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—¿Podrías saludarlo de nuestra parte? —preguntó Michi.
—¡Quizá! —contestó Simone, insolente, y dándoles la espalda, entró en el
edificio de la escuela.
Cuando pocos días más tarde fue a visitar a Andy y a Natalie y les dio el saludo
de Anna, Natalie preguntó:
—¿Quién es Anna?
Andy se pellizcó confuso el lóbulo de la oreja, después se pasó ambas manos por
el pelo.
—Son de la pandilla de la que te he hablado.
—¿Y? ¿Qué quieren? ¿Seguro que sólo quieren mandarte un cariñoso saludo?
Natalie entornó pensativa sus ojos verdosos.
Simone contó todo el encuentro desde el principio y pensó que, quizás, Natalie
estaba celosa de Anna. De pronto tenía una arruga en el entrecejo y parecía mayor de
lo que era. Finalmente decidió que la toma de contacto de Michi con Simone no era
más que una forma solapada de interrogatorio.
—Selim me contó hace poco que un cargamento de hachís procedente de Turquía
no había podido pasar. Así que la droga es un tanto escasa en este momento.
—Anna también habló de otras cosas…
Simone sentía curiosidad y sólo quería una confirmación de que no había que
tomar en serio las palabras de Anna.
Natalie reaccionó con reservas y negándolo. Breve y firmemente dijo:
—¡Tonterías!
El mismo Andy se sobrasaltó ante su dureza.
—Pero, Selim… —se le escapó. Una sola mirada de Natalie bastó para callarlo.
Simone se sentía incómoda.
Pareció que Natalie advertía la incomodidad de Simone. Le pasó el brazo por los
hombros y adoptó un tono más conciliador:
—Ahora no vayas a preocuparte por nada, pequeña, todo está bien. Lo mejor es
que evites a esos dos, ¿comprendido?
Cuando Andy la acompañó a la puerta, le dio un beso en la frente.
—¡Cuídate mucho, Colón!
—¡Lo haré!
Con ello la incomodidad se le pasó como por encanto. Todo, la vida entera,
parecía ser de nuevo sencilla y fácil.

Ahora, dos años más tarde, Simone lee una nota de la caja de Andy que confirma
aquella sensación de incomodidad:

¡Increíble! ¡Mucki jala coca! Y Natalie fue adicta una vez. Pero lo ha dejado

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definitivamente. Es un encanto. Dice que también lo hubiera hecho por mí.

En mayo o junio, Andy recibió una invitación de sus padres para que fuera a comer.
Al parecer, tenían intención de restablecer el contacto. Simone le comunicó la
invitación. A sus padres no les gustaban sus visitas al departamento de Andy pero las
permitían.
La mesa estaba puesta con esmero y con cariño. Había sopa de estrellitas, que a
Andy le gustaba mucho cuando era niño y, de postre, helado con nata.
Andy se sentó en su sitio, como si nunca se hubiera marchado. La madre había
puesto las servilletas impecablemente blancas en los servilleteros esmaltados.
El padre habló con Andy sobre temas del negocio de los electrodomésticos. Andy
estaba relajado. Únicamente en sus ojos… en sus ojos había una mirada distante. La
madre lo animaba constantemente a servirse un poco más.
Ni una palabra sobre Natalie.
Nada sobre fumar hachís o sobre adictos.
Ahora, dos años más tarde, Simone se pregunta qué había en realidad tras ese
comportamiento de sus padres.
¿Es que no querían saber nada?
¿O quizá habían confiado en que el propio Andy diera marcha atrás si ellos se
mostraban especialmente amables con él?
Era un domingo de postal. El sol brillaba en un cielo azul claro y calentaba como
en un día de verano.
Después de comer, los padres se sentaron en la terraza y tomaron café y coñac. El
padre se puso a fumar.
Andy y Simone se retiraron al jardín. Cuando eran pequeños solían hacerlo cada
domingo.
El jardín no era grande. Había una pequeña huerta que cuidaba la madre y una
estrecha franja de pasto y flores. En la parte de atrás del jardín, junto a la hilera de
lechugas, había un columpio en que Simone se columpiaba de vez en cuando.
Andy se sentó sobre el pasto, que estaba seco y cálido, y Simone en el columpio.
—¿Sigues sin fumar? —preguntó sacando un cigarro sin filtro y liado por él del
bolsillo de su camisa de verano.
Simone dijo que sí. La mirada soñadora de Andy le parecía un velo tras el que se
mantenía escondido el auténtico Andy.
Él se extrañó.
—Pensé que ahora que andas con un chico… A esa edad fuman todos los chicos.
—Tobías está en el equipo juvenil de futbol. Por eso no fuma.
Andy encendió el cigarro, dio una profunda fumada y mantuvo mucho tiempo el
humo en los pulmones. Cuando lo expulsó, apareció de nuevo el leve aroma de las

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varitas de olor.
Se atrevía a fumar un churro, estando sus padres cerca.
—¡Cuidado, Andy! ¡Como se dé cuenta papá!
Andy sonrió complacido.
—¿Y qué? Ya no puede correrme. ¡Me fui yo!, ¿sabes?, ¡voluntariamente!
Se tumbó en la hierba y se quedó como soñando con los ojos abiertos,
contemplando las nubes que aparecía en el inmenso cielo azul.
—¡Carajo, Colón! —dijo entre dos fumadas—. ¿Es que no te das cuenta? Estoy
completamente pasado. Si no, no podría soportar a los viejos.
—¿Pasado? ¿Quieres decir de hachís o algo así?
Él hizo como si no hubiera oído su pregunta.
—O sea… —comenzó a decir y continuó hablando más para sí mismo—. O sea,
yo también estuve una vez en el equipo de futbol, pero fumaba de todas maneras.
¡Qué tiempos aquéllos! En el recreo, nos metíamos cuatro en el baño de hombres con
un solo cigarro. Eso era en séptimo. ¡Y cuidado si te cachaban! Hacían de todo una
cuestión de estado. El peor era el Grasmüller. Y eso que tenía manchas amarillas de
nicotina en los dedos. ¡Seguro que se fumaba veinte o treinta cigarros diarios, el muy
hipócrita! ¡Hipocresía miraras donde miraras!
Simone escuchaba, se columpiaba suavemente y observaba a su hermano. En
julio cumpliría diecisiete años. El bigotito ya no era sólo una sombra. ¡Realmente
había crecido!
—En séptimo —continuó Andy—, en séptimo andas de verdad perdido, no tienes
ni idea y te dejas atrapar. Fumando churros no nos pasó eso. Y si ese cabrón no me
hubiera delatado…
Andy se interrumpió, dio una fumada al churro, cerró los ojos y guardó silencio
mientras mantenía el humo en los pulmones. Fumaba el churro con la misma
naturalidad que su padre un cigarro.
Simone tenía ganas de hablar con Andy sobre Tobías. Normalmente sólo podía
hacerlo con Katrin. Andy ya tenía experiencia y quizás le daría algunos consejos.
—Oye Andy…
—Hmm.
—¿Tenías una amiga entonces?
Andy asintió.
—¿De verdad? ¿Ya en séptimo? ¿Y cómo era? ¿Qué hacían?
—Pues, ¿tú qué crees? —gruñó Andy. Al parecer le molestaban las preguntas de
Simone. Ella aún no se daba cuenta.
—¿Hicieron algo más que pasear y besarse?
La cuestión es que Andy parecía estar muy lejos, a pesar de que estaba allí,
tumbado en la hierba.
—¡Por Dios, cuánto preguntas!
Se incorporó, aplastó la colilla contra la hierba y la dejó allí descuidadamente.

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—¿No quieres hablar sobre ello?
Andy se puso de pie, se sacudió unas briznas de hierba del pantalón.
—¡Ya te lo dije! ¡Estoy pasado!
Por primera vez, Simone tuvo la impresión de que Andy se alejaba de ella. Se
puso triste.

Una nota de la caja de Andy:

Estar pasado es como el cielo + el infierno. La Tierra = en ayunas. La vida aburrida.


El aburrimiento apesta.

Cuatro semanas antes de las vacaciones de verano, Simone y Tobías fueron por la
tarde al cine de la calle Schilder. Al salir, dieron un paseo antes de tomar el metro a
las siete para volver a casa. La pasaron bien. La película les había gustado y además
habían aprovechado la oscuridad del cine para besarse y acariciarse. Simone había
pasado el brazo izquierdo por la cintura de Tobías. Tobías llevaba el brazo derecho
sobre el hombro de Simone. En la escalera del andén del metro había un grupo de
gente joven bastante pasada. Tobías quiso demostrar que estaba al tanto.
—Yonquis —le explicó a Simone—. No sé si sabes lo que es. Gentuza bastante
corriente, si quieres saber mi opinión.
En el mismo instante Simone descubrió a Natalie. Estaba sentada en un escalón,
con la espalda apoyada contra el barandal.
Su bonita melena roja estaba toda enmarañada. Parecía desorientada. Simone se
soltó de Tobías y corrió hacia Natalie.
—¡Eh, Simone! —le gritó Tobías.
Simone ya estaba junto a Natalie. Miraba indiferente al frente.
—Natalie, ¿qué te pasa?
A Andy no se le veía por ninguna parte. Un yonqui que llevaba una chamarra de
cuero con flecos soltó una risita.
—¿Pues qué le va a pasar? Se ha metido un arponazo. ¿Es que no lo ves?
Simone se acuclilló junto a Natalie. No se dio cuenta de que, aunque Tobías había
corrido tras ella, ahora se mantenía a una distancia respetable y la observaba
extrañado y sin comprender nada.
Simone apartó los mechones de pelo de la cara de Natalie que de pronto parecía
mucho mayor.
—¿Ha pasado algo? ¿Dónde está Andy?

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—¿Andy? —sólo ahora parecía Natalie darse cuenta de quién era la que le
hablaba y se preocupaba por ella—. ¿Dónde va a estar? En la tienda, trabajando.
—Son las siete, Natalie. La tienda está ya cerrada.
Simone hablaba como con un niño. Natalie sacudió tercamente la cabeza.
—No puede ser. ¿Las siete ya?
Con un movimiento de cabeza rechazó la mano de Simone e intentó ponerse de
pie. Se colgó torpemente del barandal.
Cuando Simone quiso ayudarla, Natalie se puso inesperadamente agresiva.
—¡Carajo, lárgate de aquí! ¡Puedo hacerlo sola!
—Está pasada —comentó el de la chamarra de flecos—. Lo que tienes que hacer
es dejarla en paz.
Tal y como estaban las cosas, no podía hacer mucho por Natalie. No lo entendía.
Se apartó aturdida.
Naturalmente, Tobías quería saber de dónde conocía a Natalie.
—De por ahí… —Simone eludió la pregunta.
—Una borracha, si quieres saber mi opinión —sentenció él—. O una yonqui. En
cualquier caso, bastante ida.
Simone no dijo nada.
Por la noche, después de las nueve, llamó al departamento de Andy. Tuvo suerte,
contestó Andy.
—¿Ha llegado a casa Natalie? —quiso saber Simone.
La voz de Andy al otro extremo del teléfono sonaba preocupada y bastante triste.
Natalie había llegado sólo hacía media hora.
Simone contó a su hermano el encuentro en el metro.
—¿Qué le pasa? —se produjo una larga pausa—. Eh, Andy, ¿estás ahí?
—Se ha hundido —respondió Andy y colgó.

De la caja de notas de Andy:

Natalie ha cambiado.
Nos hemos peleado.
Me ha dicho que la deje tranquila.

El domingo siguiente, Andy llegó a la hora de comer sin que lo hubieran invitado.
Sorprendida, la madre puso rápidamente otro cubierto en la mesa.
Andy estaba nervioso, inquieto y preocupado. Daba vueltas a la comida y parecía

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no advertir el mutismo de su padre. Simone advirtió que su padre observaba a Andy
receloso.
La madre, preocupada, quiso saber si Andy comía lo suficiente. Después de
comer, los padres se retiraron como de costumbre a la terraza. Andy y Simone se
fueron al columpio. Esta vez, Andy se sentó en el columpio y se balanceó agitado de
un lado al otro. Simone no tuvo que aguardar mucho hasta que se decidió a hablar.
—No te molestaría —dijo Andy—, si no fuera de verdad muy urgente. ¡Necesito
dinero! —se pellizcaba nervioso el lóbulo de la oreja y evitaba mirar a Simone—.
Queremos irnos de viaje ahora que me dan las primeras vacaciones.
—¡Estupendo! ¿Y a dónde van a ir?
—Todavía no lo sé. Quizás a España. Natalie tiene allí unos amigos. Pero sin lana
no hay nada que hacer.
—¿Cómo es eso? Creía que Natalie y Mucki tenían un asunto y que iba a ganar
un montón.
Andy dejó de balancearse. Ahora escarbaba con el pie izquierdo en la hierba que
había bajo el columpio.
—Ha pasado algo con el encargo… El tipo que se lo había dado se ha largado con
la lana. No le van a dar ni un marco.
¡Así que ésa era la razón por la que Natalie había estado tan disgustada hacía
poco! No es de extrañar, cuando se ha hecho el trabajo y alguien desaparece con el
dinero.
—¿Ésa fue la razón por la que se hundió Natalie?
Andy lanzó a Simone una rápida y desconfiada mirada y volvió a fruncir el ceño.
No tenía ganas de hablar del asunto.
—España es caro —dijo—. Y además tenemos que comprar una cocina nueva. La
vieja se ha arruinado del todo. Y a Selim parece que tampoco le van las cosas muy
bien… —ahora hablaba atropelladamente—. O sea, sin dinero no puede hacer nada.
Tampoco quiero que me des de tus ahorros. Yo tengo lana, pero tienes que ayudarme
a conseguirla.
—¿Y cómo?
—¡Mi libreta de ahorros! Está en la vitrina de la sala, en el segundo cajón de
arriba. La llave del armario del cuarto de los viejos sirve.
Simone se sobresaltó. De pronto sabía exactamente lo que Andy quería de ella.
—¡No, no me pidas eso, por favor! ¡Sería como robar! —se opuso Simone.
—No es robar.
Andy volvió a explicarle por qué necesitaba el dinero: la mala suerte de Natalie,
la cocina, Selim, lo caro que era España. Todo sonaba lógico. No parecía haber nada
malo en ello.
—Mira, Colón, no le estoy quitando nada a nadie. En esa cuenta está mi dinero.
En realidad, Andy tenía razón. Había ahorrado ese dinero, le pertenecía. Su padre
lo mantenía bajo llave, precisamente en el mismo cajón en el que guardaba la libreta

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de Simone.
Pero, ¿por qué necesitaba la ayuda de su hermana?
—¿Por qué no lo tomas tú mismo? —preguntó Simone y comenzó a arrancar
briznas de hierba. Tenía la sensación de que algo no encajaba en aquel asunto, aunque
todo sonara tan lógico.
—Mira, yo aquí sólo estoy de visita. Me parece que a los jefes les parecería
bastante extraño que subiera a su cuarto. Eso tienes que admitirlo, ¿o no, Colón?
—¿Quieres decir que ésta ya no es tu casa como antes? ¿Que eres algo así como
un extraño?
—Exactamente eso quiero decir. ¿Qué pasa, vas a ayudarme o me vas a dejar
colgado?
Simone se dio por vencida, aunque se sintió bastante miserable. Le consiguió la
libreta. Había dos mil marcos en ella.

10

Simone está sentada en la habitación de Andy, ante la caja de zapatos, y sabe lo que
entonces no podía saber: que aquel domingo Andy tenía ya un miedo salvaje por
Natalie.
Saca una de las notas de la caja:

Miedo.
Miedo a que Natalie me abandone.
Pero luego, cuando tiene suficiente visón, es casi como al principio. Ha
prometido mantenerse apartada de la aguja.

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CUARTA PARTE

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1

NO VOLVIÓ A VER a Andy hasta mediados de septiembre.


Tras dos semanas de vacaciones en Creta con sus padres, Simone pasó el resto del
verano en la alberca. Allí se reunía con Tobías y con Moritz el Gordo, con el que no
quería salir ninguna chica porque estaba como un tonel, y con Katrin y Thomas.
Thomas pasaría en otoño a noveno grado y desde julio salía con Katrin. En la
alberca ocupaban siempre el mismo lugar en la tribuna. Desde allí arriba dominaban
toda la alberca. A veces se les unían los de octavo o noveno grado. Unas veces venían
y otras no, dependiendo de las ganas y del humor.
Dormitaban al sol, las parejitas se besaban, jugaban a las cartas o chismorreaban
sobre los profesores, los padres o sobre otras parejas.
Si hacía demasiado calor se zambullían ruidosamente en la alberca. Las señoras
mayores, con sus gorros de baño, huían indignadas al borde de la alberca.
Una vez, Tobías hizo una sumergida a Simone y, cuando salieron de nuevo a la
superficie tosiendo, chocaron con el enorme pecho de una cincuentona. Del susto,
Tobías se tragó medio litro de agua con cloro. Simone se rió y se volvió a sumergir
rápidamente. Tobías fue tras ella y ambos salieron en el extremo opuesto de la
alberca.
—¿Por qué harán eso? —se preguntó Tobías—. ¡Deberían saber que durante las
vacaciones la alberca es nuestra!
Simone ya había olvidado el comentario de Tobías sobre la gentuza del metro. Le
parecía encantador, dijera lo que dijera.
—Si quieres saber mi opinión, durante las vacaciones, deberían prohibir la
utilización de la alberca a los mayores de veinte años.
—¿Qué tal una solicitud a la Secretaría de Albercas Públicas?
—¿A la Secretaría? —preguntó Tobías siguiendo la broma—. Yo iría
directamente a lo más alto… ¿Qué tal a nuestro presidente? ¡Al menos no es tan
idiota como para estar chapoteando por aquí mientras estamos nosotros!
Se echaron a reír y se salpicaron, salieron del agua y saltaron haciendo la bomba
desde el trampolín de un metro.
Ocasionalmente, Simone se encontraba también con Michi y Anna en la alberca.
Procuraba no cruzarse en su camino y los otros dos tampoco hacían ningún intento
por preguntar por Andy. Michi se había graduado en julio y seguramente iría a la

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Universidad.

A finales de agosto comenzó la escuela. Simone empezó el octavo grado.


Las vacaciones de Andy terminaban aproximadamente en la misma época. A
Simone le extrañó no saber nada de él durante las dos primeras semanas de
septiembre, pero ella misma estaba tan ocupada con el comienzo del curso; los
profesores nuevos y todo eso, que no tuvo tiempo de pasar por el departamento.
La iniciativa para hacerlo procedió de su madre. Era jueves. Simone lo recuerda
porque, desde principios de septiembre, iba todos los jueves en la tarde a clases de
ballet-jazz. Le había entusiasmado hacerlo y sus papás se lo permitieron.
Después de cenar, Simone estaba metiendo los platos en el lavavajillas. Su papá
estaba viendo la televisión y la madre también hasta que, de repente, apareció en la
cocina.
—¿Qué pasa? —preguntó Simone.
—Pues… —la madre dudaba—. El señor Neuber llamó a la tienda…
Simone echó el jabón en el dosificador, cerró el lavavajillas y lo prendió.
—¿Y?
—Se quejó. Andy trabaja mal y llega tarde. Ayer metió una caja entera de
calculadoras de bolsillo en el almacén y no la encuentra —la madre parecía
desconcertada—. No quiero que haya un escándalo otra vez. ¿Podrías pasar por la
casa de Andy? Quiero decir… sin que se entere tu padre. Debería esforzarse un poco
más ahora que está en el segundo año de aprendizaje.
Simone dijo que sí, sorprendida.
Aún era de día cuando llegó en bicicleta a la casa de Andy. En la puerta se había
estacionado un camión pequeño con placas de Turquía. Debía de ser uno de los
vehículos que conducía Selim.
Simone le puso el candado a su bicicleta y subió los cuatro pisos hasta el ático.
Natalie le abrió la puerta. Estaba pálida y demacrada.
—¡Ah… eres tú! —Natalie intentó esbozar una sonrisa. Al parecer esperaba a
otra persona.
—¡Hola! —dijo Simone alegremente e intentó entrar.
Natalie la detuvo.
—Ahora no. Espera aquí. Voy a avisar a Andy. Pero sólo puedes estar unos
minutos, ¿va?
Desapareció en el interior de la vivienda.
Mientras esperaba en la escalera, Simone oyó voces de hombre en la casa.
Hablaban en turco.
Entonces salió Andy.
—¡Hola! —lo saludó Simone—. Quería saber cómo estabas. ¿Cómo les fue en

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España? ¡No has sido capaz de mandarme ni una postal! ¿Has recibido la mía desde
Creta?
Andy sacudió la cabeza.
—Ahora no puede ser —dijo precipitadamente—. Lo mejor será que te largues
enseguida.
Simone tenía la clara sensación de estar el lugar equivocado en el momento
equivocado. También le pareció raro que Andy estuviera pálido y con mal aspecto.
Después de cuatro semanas en España, él y Natalie tendrían que encontrarse en plena
forma.
Andy puso su habitual cara de poker. Algo pasaba.
—¡Pero tengo que hablar contigo! —Simone insistía—. Me envía mamá…
Natalie interrumpió. Gritó desde dentro:
—¿Qué pasa? ¿Todavía está ahí?
Evidentemente, la estaba corriendo. La cara de Andy se descompuso. De nuevo se
puso muy nervioso.
—¡Sólo un segundo más! —gritó como respuesta.
Simone protestó.
—Neuber llamó a la tienda y se quejó de ti. He venido a decírtelo y mamá dice
que va a haber bronca si no te esfuerzas.
Andy asintió, se pasó la mano nerviosamente por el pelo.
—Ok, está bien —dijo y sonrió un tanto desesperado—. Ya oíste, Natalie me
llama. Hablaremos en otra ocasión.
Pero, ¿qué demonios le pasaba? ¿Acaso le tenía miedo a Natalie? ¡No podía
despacharla de aquella manera en la puerta sólo porque a Natalie se le había cruzado
un cable!
Simone no se movió ni un centímetro.
—Escucha, Andy…
Pero él no se dejó convencer.
—Te digo que no puede ser, de verdad. Tenemos gente importante ahí dentro. Y
simplemente no puedes pasar. ¡Natalie no me lo perdonaría jamás!
Ahora sí Simone advirtió algo así como miedo en sus ojos. Le dio lástima.
—Bien, de acuerdo…
No dijo más. Vio que Andy ponía cara de tristeza, después se dio la vuelta y
corrió escaleras abajo. Estaba decepcionada.
Hasta donde podía recordar, ella y Andy siempre se habían mantenido unidos,
contra todo y contra todos. Juntos habían sido fuertes. ¿Y ahora? De repente, alguien
se interponía entre ellos dos.
De pronto, Andy se mostraba cobarde, no estaba de su parte, tenía no se sabe qué
secretos turcos y obedecía a Natalie. Ella no tenía más que darle un grito para que él
dejara plantada a su hermana.
Aquella noche, Simone se sentó frente a la televisión y se echó dos películas de

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misterio antes de sentirse con ánimo para irse a dormir.
Se propuso esperar hasta que pudiera hablar con Andy. A él le correspondía dar el
primer paso.

Una tarde en la que se encontraba sola en casa haciendo la tarea, sonó el teléfono. Era
Andy.
Simone reaccionó con reservas.
—¿Qué pasa?
—¿Puedo pasar a verte un momento?
—¿Ahora? ¿No tienes que trabajar hasta que cierren?
—Hoy tengo clase en la escuela técnica.
Había llamado desde el teléfono de la esquina. Cinco minutos después ya estaba
en la puerta. Simone lo dejó pasar.
Se esforzó por mostrarse fría y distante. Claro que se alegraba de verlo. Hacía una
eternidad que no hablaban a solas. Desde que se había embarcado en su propia vida,
Andy se alejaba cada vez más de ella. Paso a paso.
Hubiera querido darle un abrazo. Como antes. Pero se contuvo. Pensó en su
decepción y se esforzó por continuar enojada.
—¿Vamos arriba? —preguntó Andy.
Una vez más, sus movimientos eran bruscos, precipitados y nerviosos. Tropezó
con el armario de los zapatos.
—No vayas a tirarlo —se burló Simone—. ¿Andas pedo?
—Bobadas… todo lo contrario.
Subieron al primer piso. Andy desapareció rápidamente en el baño.
—Salgo enseguida.
Cuando salió parecía más tranquilo.
La puerta de su habitación estaba abierta. Andy le echó un vistazo. Todo estaba
en su sitio, perfectamente ordenado. Podía volver a ocuparla en cualquier momento.
Simone observó que sacudía la cabeza en un movimiento apenas perceptible,
como si se estuviera diciendo: Eso se acabó. Ya no es para mí.
—¿Vamos a tu cuarto? —preguntó Andy.
Durante un rato se entretuvo en la habitación de Simone, contemplando
atentamente los pósters que Simone había ido colgando durante los últimos meses.
Sobre la cama había dos pósters de futbol.
—¿Te va bien? —preguntó Andy—. Siento mucho lo que pasó el otro día, en
serio. Estaba entre dos aguas.
Sonrió. Hacía un cuarto de hora que había salido del baño y ya nada en él era
brusco, precipitado o nervioso.
A Simone le pareció de repente que trataba con tres Andys diferentes: el Andy

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«ciego» por haber fumado demasiado, el otro Andy, nervioso y brusco, y el Andy que
tenía ahora ante ella, tranquilo y encantador.
Simone ya no tenía que estar enojada. Él había dado el primer paso y se había
disculpado.
—¿Traigo Coca-Cola?
Simone no trajo solamente Coca-Colas. También sacó unas velas de olor del
cajón de su escritorio. Andy no se las había llevado al marcharse y Simone las había
guardado en un lugar seguro antes de que la madre pusiera orden.
Como siempre, se sentaron en el suelo, sobre el tapete, con las piernas cruzadas.
Las piernas de Andy eran más largas o, al menos, eso le parecía a Simone.
Andy se interesó por su vida, por la escuela, por Katrin y Tobías y, junto a él,
Simone se sintió protegida y querida.
Todo era como antes. O, casi como antes, ya que, de vez en cuando, Andy
preguntaba:
—¿Qué hora es?
La primera vez, Simone preguntó extrañada:
—¿Dónde está tu reloj?
El padre le había regalado un Rolex al cumplir quince años.
—Lo perdí.
Sonaba sincero y le creyó.
Pasadas más de dos horas, Andy empezó a ponerse nervioso de nuevo y empezó a
pellizcarse el lóbulo de la oreja.
—¿Qué te pasa? ¿Algo está mal?
Andy titubeó, como ya era costumbre en él.
—Mejor me voy —dijo y añadió—. Me llevó el compact.
—¿Tu compact?
Andy desvió la mirada.
—Bueno, es tuyo —opinó Simone, se sintió generosa y tuvo palpitaciones al
pensar que su padre podría descubrir algún día que la libreta de ahorros de Andy no
estaba en el cajón.
Lo vio tragar saliva. Su nuez se movió violentamente.
—Creo que debo decirte algo —se quedó con la mirada fija en el suelo y
lentamente comenzó a trazar líneas con el dedo sobre la alfombra café—. ¡Pero tienes
que prometerme que guardarás el secreto!
—¡Ya sabes que puedes confiar en mí!
Andy sonrió, pero su sonrisa era en cierta manera triste.
—Lo sé: al ciento cincuenta por ciento.
—¿Tengo que cuidar otra vez una planta de cannabis?
Andy sacudió la cabeza.
—Niñerías —dijo en voz baja. Después se lanzó—. Lo que te voy a contar es algo
que, en realidad, tú no deberías saber. Pero se lo tengo que contar a alguien. Me está

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comiendo por dentro. Natalie está enferma. Necesitamos mucho dinero. Dice que
tengo que traficar, pero a mí me da miedo. Si me apañan, acabaré en el bote,
¿comprendes? Me estoy cagando de miedo. Por eso prefiero vender el compact. Pero,
júramelo. ¿No se lo dirás a nadie?
Simone lo escuchaba conteniendo la respiración.
—¡A nadie! ¡Lo juro! —dijo levantando la mano derecha.
—Hay algo más —Andy dudaba—. Voy a tener que vender algunas de mis cosas
en los próximos días, y no quiero molestarte, es decir, no quiero enredarte en esto.
Por eso quiero preguntarte si… —otra vez se pellizcaba el lóbulo de la oreja—.
Quiero preguntarte si me darías tu llave de la casa. Los jefes me quitaron la mía. Sólo
tienes que decir que has perdido la tuya. ¿Eso pegaría, no?
Las cosas de su habitación le pertenecían. Los padres apenas se darían cuenta. El
padre no entraba nunca en la habitación de Andy y la madre muy de vez en cuando.
Simone sólo tenía que acordarse de mantener la puerta cerrada. Si le daba su llave,
evitaba que Andy se convirtiera en un traficante.
Así veía ella las cosas entonces.
—¿Natalie está muy grave?
—Muy grave —le aseguró Andy.
—¿Podría morir?
—Podría.
Por supuesto que le daría su llave.
Con el compact bajo el brazo, Andy le dio a su hermana un beso en la frente.
—¡Cuídate, pequeña! —dijo.
A Simone le dolió. ¿Por qué le había llamado pequeña? ¡Aquella tarde había sido
tan bonita!

¿Le habría ayudado aquel día si no le hubiera dado la llave de la casa? Simone sacó
pensativa otra nota de la caja de Andy:

¡Está claro! Así podría pensar yo: lo que hago es como enviar un SOS en morse.
Pero, ¿de qué sirve mi SOS si a mi alrededor no hay un solo barco que vaya a
rescatarme?

—Mierda —se dice Simone con rabia y en voz baja—. ¡Si yo hubiera tenido entonces
la más mínima idea de lo que estaba pasando!

El primer fin de semana de Adviento, Katrin dio una fiesta. Sus padres estarían de

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viaje todo el fin de semana. Katrin y Simone se pasaron el día haciendo los
preparativos. Ellas se ocupaban de la comida. Tobías llevó una caja de Coca-Colas,
Moritz seis refrescos de limón y una botella de salsa tabasco.
—El limón con tabasco es una bomba, se los aseguro —dijo.
Sólo Thomas, el amigo de Katrin, llevó seis latas de cerveza y afirmó:
—¡Bueno, ya no somos unos niños!
Durante las dos primeras horas todo fue estupendo. La vivienda de tres
habitaciones se transformó en una discoteca. Las dos parejas bailaban.
Moritz se tragó un kilo de ensalada de papas y cuatro salchichas de las grandes y
mezcló en cada bebida tres gotas de tabasco. Quería imitar a los barmans de mundo.
En ese momento Thomas abrió la primera lata de cerveza e hizo una
demostración a los demás de cómo se dejaba vacía una lata así, de un solo trago.
A continuación, Tobías le pidió al barman Moritz:
—¡Aviéntame una lata!
La lata voló a través de la sala. Tobías la atrapó.
—¡Eh, miren! —y abrió la lata. Se puso a beber y fue el primero en demostrar
que, a sus catorce años, era evidente que ya no era un niño.
—¡Eh! ¡Se te está cayendo! —protestó Katrin.
En efecto, una parte de la cerveza corría por la barbilla de Tobías, por su camiseta
y después también sobre la alfombra.
—¡Ten cuidado, hombre! ¡Si se mancha, tendré una bronca con mis padres!
Después de vaciar la lata, Tobías sonrió.
—¿Por qué se ponen así?
—¿Quién se pone así?
—¡Tus viejos! Si quieres saber mi opinión, las alfombras deberían estar
prohibidas en las salas.
Naturalmente, Moritz el Gordo también tuvo que demostrar su habilidad. Lo
consiguió y, además, sin derramar nada.
También Katrin y Simone bebieron cerveza. Y, sin saber cómo, una lata de
cerveza que el barman había lanzado a través de la habitación fue a estrellarse contra
la puerta de cristal del mueble bar.
El cristal saltó hecho pedazos. Todos se quedaron paralizados. A Katrin le entró el
pánico.
—¡Idiotas! —gritó histérica—. ¡Les dije que tuvieran cuidado! ¿Y ahora qué
hago?
—En primer lugar recogeremos los cristales —propuso Moritz. Simone fue a
buscar la escoba, el recogedor y el bote de la basura. Katrin no dejaba de gritar.
—¿Y qué le voy a decir a mis papás?
—¿Hay en esta casa algo parecido a un condón para los dedos? —Tobías
preguntó.
Los había. La madre de Katrin no hacía ningún trabajo doméstico sin guantes de

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plástico.
Tobías se los puso y los otros observaron admirados con cuánta destreza
desprendía del marco de la puerta los fragmentos de cristal que no habían caído al
suelo.
Thomas tuvo al fin la idea salvadora.
—Podría preguntarle a Rudi si puede poner un cristal nuevo mañana.
—¿Quién es Rudi?
—Uno que trabaja con mi padre en la obra. Es vidriero. A lo mejor se puede
encontrar un cristal en alguna parte.
Katrin dejó por fin de llorar.
—¡Si pudieras conseguirlo! ¡Sería genial, de verdad! —se echó sobre Thomas y
le dio un beso largo y apasionado. Moritz se puso rojo y miró a otro lado. El
problema estaba resuelto.
—¿Lo hará gratis el tal Rudi? —quiso saber Tobías.
—Algo tendríamos que pagarle… o sea, yo diría que lo mejor es hacer una
coperacha.
Todos estaban de acuerdo. Para ellos no era un grave problema pagar. Todos
recibían suficiente dinero para sus gastos.
En qué momento empezaron con la botella de licor de huevo que estaba en el
mueble bar que habían roto accidentalmente, no lo sabe Simone con exactitud. Lo
único que recuerda es que la botella estaba vacía hasta la última gota y que a ella y a
Katrin les había entusiasmado la bebida. Se acuerda de cómo Katrin y Thomas
retozaban en la recámara de los papás riendo sin parar. Moritz ya estaba roncando en
el sofá.
Entonces Simone se sintió terriblemente mareada. Los muebles se le venían
encima. Se sentó momentáneamente en el suelo. Pero la alfombra también se
balanceaba. Se dejó caer de espaldas. Era peor, como estar en una montaña rusa.
Tobías se tumbó junto a ella.
Recuerda los besos y la lengua de Tobías y sus manos sobre sus pechos. Una
sensación agradable. Lo último que recuerda es que Tobías se quejaba a su lado: ¡Qué
mal me siento!
Después debió dormir durante horas, como muerta.
Se despertó cuando ya era de día. La cabeza le estallaba, su estómago era un
carrusel.
Después olió a vómito. Tobías dormía sobre la alfombra, con la nuca sobre el
vómito seco.
Simone se incorporó como pudo y quiso ir al baño. Le costaba trabajo avanzar.
Las piernas le temblaban.
Moritz roncaba y eructaba en el sillón.
Simone consiguió llegar al baño y vomitó en el excusado. Un fina capa de sudor
le cubrió la piel de todo el cuerpo y le hizo tiritar. Por un instante, Simone deseó que

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Andy estuviera allí y que la ayudara, como ella le había ayudado aquella vez que
llegó borracho del «Flash» y tropezó con el armario de los zapatos. Si ahora estuviera
a su lado, todo sería mucho más fácil.
Pero esa época había pasado. Andy vivía su propia vida y también ella misma se
iba haciendo mayor.
«¡Pinche licor de huevo!» pensó Simone. Fue a la cocina y encendió la cafetera,
aunque de sólo pensar en el café le daban náuseas.
Por la tarde, Katrin y ella se ocuparon de quitar las manchas de vómito y de
cerveza de la alfombra.
Tobías y Moritz se fueron tambaleantes a casa después de despertarse con dolor
de cabeza.
Thomas necesitó horas para localizar al tal Rudi, pero, al final, lo consiguió.

De la caja de notas de Andy:

¡Natalie me ha mentido!
La aguja estaba debajo de su almohada.
Hemos peleado por eso.
Dice que la heroína turca es mejor que el visón. Después todo fue como antes.

Una semana más tarde desapareció la bicicleta de mil marcos de Simone.


Simone sabía que había dejado la bicicleta con el candado en el garaje. El padre
estaba muy enojado.
—Sabes muy bien que la puerta del garaje está asegurada electrónicamente.
Nadie puede abrirla tan fácilmente. El ladrón tendría que haber atravesado las
paredes.
No le creía e insistía en que, a pesar de lo que decía, Simone tenía que haber
dejado la bicicleta afuera, frente a la puerta.
Simone no podía demostrar lo contrario. El resto lo solucionó el seguro.
Una vez superado el disgusto, Simone no volvió a pensar en eso. Tenía otros
problemas. Desde la fiesta de Katrin, Tobías se comportaba de un modo
incomprensible. Cada vez que quedaban en ir al cine, tenía que ir, de improviso, a
visitar a su abuela o al médico o al entrenamiento de futbol.
Después de cancelar una cita tres veces, Simone decidió hablar con Tobías.
Quería saber qué pasaba.
—¿Quieres que terminemos?

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Tobías no respondió.
—¿Qué pasa? ¿Hay algo que no funciona?
—¿Por qué va a pasar algo? Sólo porque tengo que ir alguna vez al médico o a
ver a mi abuela.
—¡Cobarde! —exclamó Simone furiosa.
—¡Pendeja! —le espetó él—. ¡Lárgate ya!
Fue asqueroso.
A partir de entonces, Tobías la evitaba en los recreos.
Por la noche, en la cama, Simone permanecía mucho rato despierta y no pensaba
más que en Tobías. En su imaginación volvía a ser tan cariñoso y encantador como en
verano.
Se sentía sola y abandonada.
Por la mañana se levantaba cansadísima y deprimida. En la escuela estaba
completamente atontada. En la segunda hora, clase de mate, se quedó dormida. Se
despertó cuando Katrin le dio un codazo. La clase se reía y el señor Weissmüller, el
que tenía las manchas de nicotina en los dedos, le preguntó irónicamente:
—¿Te quedaste ayer hasta muy tarde delante de la caja boba?
—¿Qué te pasa? —le susurró Katrin.
En el recreo Simone se lo contó: todo había terminado.
—¡No lo entiendo! ¿A lo mejor está con otra y yo soy la última en enterarme?
A Katrin se le ocurrió la idea de que Thomas sonsacara a Tobías.
Pero lo único que Thomas pudo decirles es que posiblemente a Tobías le habían
prohibido en su casa seguir viendo a Simone, Katrin y Thomas.
—Por la borrachera del otro día. Algo así me ha dado a entender. Nada más.
Sorry.
Katrin consoló a su amiga.
—Lo mejor es que te olvides de ese güey. Olvídalo y tómate una «pasta» en la
noche.
—¿Pasta?
—¡Claro! Todas las mamás tienen en alguna parte pastillas para dormir.
¡Búscalas!
Y de hecho, Simone encontró una caja de pastillas para dormir y se tomó una. Al
día siguiente tenía la cabeza como rellena de algodón y los pies de plomo. No era eso
lo que necesitaba.
Al cabo de dos semanas, que a ella le parecieron una eternidad, se decidió a
actuar. No podía seguir así. Tenía que saber qué pasaba. Así que esperó a Tobías
después del entrenamiento.
—¡Quiero hablar contigo!
Estaban uno frente a otro en la acera. Tobías evitaba mirarle a la cara y
balanceaba nerviosamente su bolsa de deportes.
Simone propuso ir a tomar un helado al «Venecia». Tobías dejó de balancear la

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bolsa.
—¿Algo se rompió, verdad? —preguntó Simone.
—¡No se rompió nada! —Tobías pateó una piedra y continuó altanero—. ¡Sólo
que no quiero ir contigo al «Venecia»! ¡Se acabó!
Los nervios hicieron que se le quebrara la voz. Estaba a punto de cambiarle la
voz. Simone conocía aquello por Andy.
—¿Así que hemos terminado? —quiso saber Simone.
No sabía si soltarse a llorar o darle una cachetada. Le hubiera gustado hacer las
dos cosas a la vez. Pero en lugar de eso, imitó la cara de poker de Andy. Fríamente le
preguntó:
—¿Se puede saber por qué? ¿Andas con otra?
—¿Y qué si así es? ¡Eso es cosa que te viene valiendo madres!
Simone estaba furiosa. No. Ya no era furia. Era odio. De repente odiaba a Tobías.
—Un momento —dijo en un tono glacial—. ¡Conmigo, no, asqueroso cobarde!
Sé muy bien que tus papás te han prohibido salir conmigo por la borrachera que nos
pusimos en casa de Katrin. Deja que te diga una cosa, tus papás están locos si creen
que por pasarse una vez con el licor de huevo se es ya un borracho.
¡Aquello la animó! Sentaba bien dejar salir todo el odio.
Tobías la miraba con los ojos como platos. Simone estaba ganando, pero sólo
duró un instante. De pronto Tobías sonrió maliciosamente. En voz muy baja dijo:
—Si quieres saberlo, tú no me convienes. ¡Al fin y al cabo eres la hermana del
que expulsaron de la escuela por dilher!
Antes de que Simone pudiera contestar, el querubín de los rizos de oro echó a
correr a toda velocidad.
—¡Eh! —gritó Simone.
Explotó de rabia y de odio. ¡Ni rastro de lágrimas! ¡Nada de cara de poker!
—¡Espera, hijo de la chingada!
Lo alcanzó en la siguiente esquina de la calle, consiguió agarrarlo por el suéter, lo
sujetó con fuerza y lo golpeó en la cara con tanta fuerza que, media hora después, aún
le ardía la mano. Tobías le devolvió el golpe y quedaron oficialmente separados.

Simone consiguió superar todo aquello. Durante algún tiempo sintió una envidia
terrible de Katrin, porque estaba ahora con Thomas.
En una ocasión también de Anna, que poco antes de la Navidad empezó a salir
con un chico nuevo. Uno que tenía por lo menos veinte años y que la iba a recoger
por la tarde a la salida de la escuela.
Para que se distrajera, sus papás enviaron a Simone a esquiar a Baviera durante
las vacaciones de Navidad.
Allí se olvidó de Tobías y comenzó a suspirar por un instructor de esquí. Como

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Andy, el instructor tenía un bigotito y el pelo ondulado hacia la derecha.
Siempre que había que bajar una pendiente muy empinada, el instructor repartía
aguardiente de frutas entre los chicos y las chicas. El aguardiente quemaba en la
garganta y calentaba el estómago, pero hacía que todos bajaran estupendamente.
Las chicas no conseguían ligarse al profesor de esquí. Se llamaba Peter y
afirmaba que sólo le interesaban las de dieciséis años.
Con sus trece años y pico, Simone no tenía nada que hacer.
De vuelta a casa, su madre entró en la recámara una noche y se sentó en la cama.
Hacía mucho que no ocurría eso.
—¿Pasa algo? —preguntó Simone y observó las manos, pequeñas y regordetas,
que su madre mantenía sobre su regazo.
—Es por Andreas… No sé si ya has estado en su habitación. Primero faltó el
compact, después otras cosas y desde ayer la colección de sellos del abuelo. Es muy
valiosa.
El corazón de Simone latía con furia, pero no dijo nada.
—Ha tenido que estar entrando en casa sin que nosotros lo supiéramos.
La madre buscó los ojos de Simone y ella desvió la mirada.
—Está bien, no quiero echarte la culpa. Perdiste tus llaves y te dimos unas
nuevas… del garaje también… —hizo una pausa, como si reflexionara. En realidad,
Simone lo sabía, su silencio flotaba en la habitación como un reproche.
—¡Mi bicicleta no la robó él, seguro! —protestó Simone—. ¡Él no haría una cosa
así!
Ahora podía sostener la mirada de su madre. Creía en lo que decía. En aquel
momento para Simone era la verdad. Hoy sabe que entonces estaba ciega y era muy
infantil.
Pero también la madre estaba ciega. ¿O había cerrado los ojos y no quería ver lo
que era evidente?
¿Tenía miedo de la verdad? ¿Miedo de la desgracia en la que había caído Andy?
Unos días más tarde entregó a Simone, sin que el papá lo viera, un sobre con
trescientos marcos para Andy.
—Para que no haga tonterías si necesita dinero.

A cada uno de nosotros nos corresponde un trozo de culpa, piensa Simone con
tristeza, mientras recompone como un rompecabezas la vida de Andy durante los
últimos tres años.
En una de sus notas dice Andy:

¡Están ciegos y sordos! ¡Podría gritar y dar golpes a mi alrededor y no se darían


cuenta de nada!

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10

Cinco semanas más tarde desaparecieron de la habitación de Simone el compact, el


casete, la radio y el joyero con sus cadenitas de oro y sus aretes.
Esta vez Simone comprendió. Sólo podía haber sido Andy.
Estaba furiosa. ¡No era justo! Le traería problemas.
Fue hasta el departamento de Andy y tocó furiosa al timbre. Otra vez abrió
Natalie.
—¡Eh, pequeña! ¿Qué haces tú aquí?
Hablaba muy lentamente, como si le costara decir cualquier cosa. Su mirada era
apática.
—¡Quiero hablar con Andy!
Eran las cuatro de la tarde y Natalie parecía recién salida de la cama. Se rió sin
motivo aparente.
—Ahora no puede ser. Vuelve más tarde.
Natalie hizo el ademán de cerrarle la puerta en las narices.
De alguna manera Simone contaba con eso. Enérgicamente puso el pie en la
puerta y empujó con el cuerpo. No necesitó hacer mucha fuerza. Natalie, aunque era
mucho más alta y con seguridad mucho más fuerte, se dejó apartar con facilidad. La
puerta se abrió del todo y Natalie se tambaleó contra la pared del pasillo. Simone
pasó como una flecha delante de ella.
Encontró a Andy sobre el colchón en la habitación de Natalie, tumbado de
espaldas, con la cabeza a un lado. Aparte de un calzoncillo, no llevaba puesto nada
más.
A pesar del desorden, Simone descubrió enseguida sus aparatos. Andy los había
sacado de su habitación. Todo lo demás daba igual de momento. Simone sólo sentía
una rabia inmensa en el estómago.
—Dime, ¿estás loco o qué? —Simone gritaba a su hermano mayor. Él seguía
inmóvil en el colchón—. ¡No puedes robarme a mí! ¿Hasta dónde vas a llegar?
Andy ni siquiera volvió la cabeza.
—¡Estás completamente loco! —gritó Simone.
—¡No te reprimas! ¡Sigue gritando! —Natalie estaba apoyada en el marco de la
puerta—. Puedes gritar todo lo que quieras, pequeña. Está inconsciente.
Natalie tenía bajo los ojos profundas y oscuras ojeras.
¿Inconsciente?
Andy seguía tirado en el colchón y no se movía. Simone se asustó.
¿Qué le pasaba a Andy? ¿Estaba inconsciente?
El miedo le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica: ¿o estaba muerto?
Nunca en su vida había tenido Simone tanto miedo. El miedo era como un puño
pequeño y rígido en su estómago. De un salto se acercó al colchón y le tomó la mano.

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Estaba helada.
Pero respiraba. Podía ver como se le movía ligeramente el pecho.
Puso el oído sobre sus costillas. El corazón latía. Natalie la observaba con los
brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Por qué te pones así? En dos horas estará bien otra vez. ¡Sólo está pasado!
Tragó demasiado chapopote.
¿Chapopote? Simone lo conocía como una cosa pegajosa con la que asfaltaban las
calles.
—¿Cómo que chapopote?
—¡Caramba, niña! —Natalie se rió con burla—. ¿Eres así de ingenua o sólo lo
pareces? Heroína, tesoro, excelente heroína pura de Turquía. ¿No lo habías oído
nunca? Vaya, a tu edad yo estaba un poco más enterada.
En aquel momento a Simone le ocurrió con Natalie lo que hacía pocas semanas le
había ocurrido con Tobías. Comenzó a odiar a Natalie.
¡Así que era eso!
Andy ya no fumaba drogas. De pacheco ocasional había pasado a ser un adicto,
un yonqui. Uno de esos que aparecen en los periódicos casi a diario porque los
encuentran muertos en los baños de las estaciones, en el metro, en el parque o en sus
casas sobre un colchón. ¿Tan rápido podía suceder?… ¿Tan fácil?
Simone recordó que, de niño, Andy tenía pánico a las inyecciones. ¿Cómo había
podido convencerle Natalie para que se metiera una aguja en la piel?
¿Andy… un drogadicto?
¡Por eso odiaba a Natalie! El odio era un sentimiento bueno. La hacía más fuerte.
Fuerte y furiosa.
Entonces vio la jeringa desechable tirada junto al colchón, en el suelo, entre los
calcetines de Andy y unos calzones de Natalie.
—Órale —dijo con frialdad y odio—. ¡Gracias por la aclaración! A lo mejor
también puedes decirme por qué parece como si estuviera muerto. ¡Eso no puede ser
normal!
Natalie se encogió arrogante de hombros.
—Ya te lo he dicho: está durmiendo.
—¿Y por qué está tan frío?
—¡Porque tiene frío! ¡Por eso! ¡Y ahora más vale que te largues a casa!
Natalie se apartó del quicio de la puerta y se dirigió amenazadoramente hacia
Simone.
Simone se puso tensa. Si había que llegar a los golpes, quería estar preparada.
Terminantemente dijo:
—¡Me iré cuando me dé la gana!
Si de verdad había pelea, pensó, tengo pocas posibilidades. Natalie es siete años
mayor, más alta y más fuerte. Lo que no sabía era que Natalie no tenía ninguna
energía para pelear.

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Natalie estaba como Andy, completamente drogada. Sólo que en ella hacía ya
tiempo que la droga no surtía el mismo efecto que en Andy. Simone hubiera podido
apartarla a un lado con toda facilidad, como a una borracha que va dando tumbos por
la calle.
—¡Me iré cuando me parezca! ¡Y no se te ocurra tocarme! Estoy dispuesta a
pelearme contigo si hace falta —Simone hablaba en voz baja, pero con dureza—. ¡Te
odio! ¡Para que lo sepas! ¡Te odio y te desprecio!
Natalie se echó atrás, se apoyó contra la pared y parecía que no le importaba nada
de lo que oía. Se encogió de hombros.
—¡Haz lo que quieras! Me vale madres.
—Lo mismo digo —a Simone le hubiera encantado restregarle a Natalie en la
cara—. ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú has obligado a Andy a hacer esto! ¡Por eso te odio!
Yo…
—¡Un momento! ¡Párale a tu tren, pequeña! Nadie ha obligado a Andy. Métete
eso de una vez por todas en la cabeza. ¡Y ahora déjame tranquila! Quédate aquí si te
quieres o lárgate… tú sabrás. ¡Pero déjame tranquila! —Natalie se dio la vuelta y
salió de la habitación.
Simone oyó cerrarse la puerta de otra habitación. Después la casa quedó en
silencio.
Durante media hora o más estuvo Simone vigilando el sueño de su hermano. Una
vez intentó despertarlo, pero Andy sólo gruñó y se dio la vuelta. Era imposible
despertarlo.
Finalmente Simone se dio por vencida. Natalie había dicho algo de dos horas.
¿Pero cómo se podía saber con exactitud? A lo mejor se pasaba horas durmiendo.
Dejó una nota para Andy.
«¡Hola Andy!», escribió, «¡Tengo que hablar contigo urgentemente! Además,
tienes que devolverme mis cosas antes de que nuestros papás se den cuenta. Nos
encontraremos mañana después de la escuela, en la hora que tienes para comer. Yo
te iré a buscar». Firmó «Colón» y añadió una posdata: «Me llevo el compact. El resto
me lo puedes devolver mañana».

11

A las dos en punto esperaba Simone delante de la tienda de Andy. ¿Se presentaría a la
cita? No estaba muy segura.
Pero apareció. Estaba pálido. Tenía la piel como grisácea.
—¡Hola, Andy!
—Hola —su voz sonaba apagada.
Andy sugirió que fueran al parque que había allí cerca. Pasó un buen rato hasta
que Simone comprendió que Andy había elegido aquel lugar por las muchas fuentes
que tenía. El chapoteo y el rumor de los surtidores y de las fuentes hacían imposible

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que nadie pudiera oír su conversación.
Se sentaron en el pretil de una de las fuentes. Andy sacó tabaco de liar y papel de
su chamarra vaquera y comenzó a hacerse un cigarro. ¿Pretendía darse un toque allí
mismo?
—No te preocupes, es sólo tabaco —dijo tratando de sonreír. Pero no lo
consiguió.
En realidad Andy tenía el mismo aspecto que solía tener de niño, cuando le
remordía la conciencia.
Encendió el cigarro con parsimonia. Con él entre los labios, murmuró:
—¡Lo mejor es que te olvides de mí! No valgo nada. Soy una mierda. No hace
falta que me lo digas. Lo sé perfectamente. —Andy se encogió de hombros—. Pero sí
quiero que sepas una cosa. No soy uno de esos adictazos de mierda. No estoy todo el
día colgado de la aguja. Sólo lo pruebo de vez en cuando. ¿Entiendes? De vez en
cuando necesito un arponazo.
—¿Desde cuándo…? —preguntó Simone sin atreverse a terminar la pregunta:
¿Desde cuándo te inyectas? ¿Desde cuándo eres un drogadicto?
Era como si todo fuera a ser peor si lo decía en voz alta.
Andy fumaba con ansiedad, con la mirada fija en la fuente, que habían
comenzado a funcionar hacía sólo unos días, después de su descanso invernal. El
agua era clara y estaba fría.
—¿Desde cuándo? ¿Importa eso? Ya te lo he dicho; sólo por probar y no más de
dos o tres arponazos a la semana. Es diferente a lo de Natalie. Ella lo necesita cada
veinticuatro horas. Y es caro.
—¿Y si no lo consigue?
—Le entra el erizo.
—¿El erizo?
—Cold Turkey: piel de gallina. Escalofríos. Diarrea. Calambres. Dolores
horribles. ¿Quieres saber más?
Simone calló. Calló y respiró despacio. Ahí estaba de nuevo el nudo en el
estómago. El miedo.
Aquello ya no era una aventura. Aquello era la realidad. Una realidad horrible y
peligrosa que no sabía hasta dónde llegaba.
—Andy… —Simone puso el brazo en el hombro de su hermano, como antes. Él
la dejó hacer, pero no la miró—. Andy… ¿por qué no intentas dejarlo de una vez?
¡Tengo mucho miedo por ti! ¡Dijiste que tú no caerías! —sintió que se le tensaban los
músculos del brazo. Ahora todo era rechazo en él—. Andy… ¿por qué empezaste?
Andy emitió un sonido, como un gemido entrecortado.
—Dios… ¿qué sabrás tú? Cuando Natalie se hundió aquella vez, me enteré
entonces de ya había pasado por dos desintoxicaciones y dos terapias para
desengancharse. Y entonces empezó toda la mierda. Cayó en su agujero negro y se
encerró en sí misma. ¿Crees que a mí me hizo gracia, eh?

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Simone sacudió la cabeza sin hablar. Andy, que normalmente era silencioso, se
expresaba con rabia. Estaba rabioso, furioso y confundido al mismo tiempo. Estaba
fuera de sí.
—¡He estado ciego y sordo! ¡No sospechaba nada! Mucki y la cocaína, ok, Selim
y el opio, ok, pero ¿Natalie y heroína? No me lo hubiera imaginado ni en un millón
de años. Me cayó encima como un satélite hecho pedazos. ¡Dios… no tienes ni idea!
Cuando la conocimos estaba en una buena etapa. Acababa de desengancharse de la
aguja. Así de fácil. Y te diré una cosa: lo voy a conseguir.
—¿Qué vas a conseguir? —preguntó Simone despacio y en voz baja.
—¡Voy a conseguir sacar a Natalie de la mierda! ¡Si no lo hago yo, no lo hará
nadie!
¡Un engrudo! Un maldito engrudo es lo que se había formado en el cerebro de
Andy.
—Andy —dijo Simone—, a lo mejor es demasiado difícil para ti. ¿Cómo quieres
salvar a Natalie si tú mismo estás dentro?
Andy le apartó el brazo.
—Le puede pasar a cualquiera. ¡A cualquiera! ¡También a ti! ¿No comprendes
que sólo puedo salvar a Natalie si sé qué es lo que la tiene tan enganchada?
—¿Y qué es?
—La chiva. ¿Qué si no?
Simone podría haber preguntado: ¿chiva? Pero se contuvo. Ahora se daba cuenta
de que no sabía nada. Se sintió pequeña, insignificante y tonta.
—La chiva —dijo Andy en voz baja, como si hubiera leído sus pensamientos—,
la chiva es como un relámpago en el cerebro, algo parecido al menos. Pasa un cuarto
de hora hasta que la cosa hace efecto. Pero entonces va de golpe al cerebro. La chiva
soluciona todos los problemas. Sencillamente te olvidas de todos ellos. Así me pasa a
mí. A Natalie simplemente le quita los dolores, arponazo para el bajón. Todo es una
mierda… ¡una mierda total! Pero tú no lo entiendes. ¡Sólo lo entiende quien está
dentro!
Simone lo oyó sorber por la nariz. ¿Estaba llorando? Intentó mirarle a la cara. Él
apartó la cabeza.
Durante un rato estuvieron sentados en silencio.
Luego Andy sacó de pronto las llaves de Simone de la bolsa de su chamarra.
—Siento mucho —dijo— haberte causado problemas. Aquí está la llave.
Simone estaba sorprendida. Cuando tomó la llave, sus dedos tocaron los de Andy.
Estaban helados.
—¿Y qué pasa con las otras cosas?
Andy se encogió de hombros.
—Natalie ya las había vendido. Sorry. Llegué tarde.
Simone tuvo de pronto la sensación de que le mentía. Le dolió. Andy no le había
mentido nunca hasta ahora. ¿O sí?

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¿Le había mentido todo el tiempo? ¿Era todo una mentira?
Podría haberle dicho a la cara: ¡Mientes! Pero no lo hizo. Temía que Andy se
levantara y se fuera corriendo.
—Bueno —dijo abatida y guardó la llave. Aun así, a Andy le quedaba suficiente
dignidad como para ponerse un cerrojo.
Volvieron juntos al Electro-Neuber.
Justo antes de desaparecer tras la puerta de cristal de la tienda, Andy miró a
Simone. Sólo un instante. Tenía una mirada especialmente triste. ¿O desconcertada?
¿O atemorizada?
—Bueno… —dijo y su voz sonó muy abatida—. Que te vaya bien. Y acuérdate
de lo que te dije antes. ¡Olvídame! Duele, pero se puede lograr.
Antes de que Simone pudiera contestar, ya estaba en la tienda. Él no volteó a
verla.

12

De la caja de notas de Andy:

No tiene sentido hablar sobre nada. ¡Ya no tiene ningún sentido! Estoy fabricando
mierda. ¿Acaso alguna vez he hecho otra cosa?

13

Simone se había convertido en cómplice y saberlo todo la asustaba y la atormentaba.


Le planteaba problemas que parecían sin solución. ¿Qué debía hacer? ¿Decir a
sus papás lo que pasaba con Andy? Se sentiría como una chismosa. Además tenía
miedo.
Un miedo miserable y cobarde. Miedo por ella. ¿Había callado demasiado
tiempo?
Michi le vino de nuevo a la mente. Aquella vez, cuando sólo se trataba de diez
gramos de hachís, ¿no le había dado a entender que la meterían en un reformatorio si
admitía saber algo?
Los padres denunciarían a Natalie a la policía en cuanto supieran lo que le pasaba
a Andy. Lo más probable es que Natalie acabara en la cárcel.
«Me da igual», pensó Simone con odio. No hizo ningún intento por acallar su
odio.
De pronto recordó el camión con placas de Turquía, y volvió a escuchar las voces
turcas en el departamento. ¡Selim! ¿Sería posible que Selim trajera la droga de
Turquía? ¿Que Natalie y Andy y Mucki y Claudia fueran sus colaboradores? ¿O es
que dependían de él porque les conseguía la droga que necesitaban?

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Y por fin, ¿había arrastrado Natalie a Andy a traficar?
Entonces él también acabaría en la cárcel. No quería correr ese riesgo. ¿Llevar a
su propio hermano a la cárcel? Diez días después de la despedida frente a la tienda
donde Andy trabajaba, Simone cumplió catorce años.
Apenas recuerda aquel cumpleaños, en realidad sólo que Andy ni apareció ni dio
señales de vida.
Un año más tarde, Simone se enteró de que el día de su cumpleaños, Andy se
había equivocado al inyectarse. Probablemente agarró un músculo. El veneno le
paralizó primero el brazo derecho, después la parálisis se extendió por la parte
superior del cuerpo y se aproximó al corazón. A Andy le entró pánico. Gritaba y
lloraba de miedo. Corría de un lado al otro de la casa. Pidió ayuda a Natalie. Pero ella
se rió de él y lo dejó solo en el departamento durante horas. Pasó mucho tiempo hasta
que los síntomas de la parálisis disminuyeron.

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QUINTA PARTE

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1

SIMONE necesitó semanas para comprender que Andy le había hablado en serio
cuando dijo que tenía que olvidarlo. Sencillamente no quería creerlo.
Intentó obstinadamente verlo. Llamaba al departamento y preguntaba por Andy o
se presentaba sin avisar.
Una vez tuvo mala suerte. Natalie abrió la puerta e, inmediatamente, se la volvió
a cerrar en las narices. Simone se vengó poniendo el dedo en el timbre y haciéndolo
sonar durante cinco minutos seguidos. Pero ni así consiguió que Natalie abriera de
nuevo la puerta.
Las otras veces abrieron Claudia, Mucki y también Selim. Simone se dio cuenta
de que Selim era el único de la casa que no parecía cansado, demacrado, amodorrrado
o hecho polvo. Al contrario: parecía tan sano como si se pasara todo el año de
vacaciones. En el cuello y en las muñecas llevaba cadenas de oro y vestía de forma
elegante.
Una vez Claudia la dejó entrar. Simone pudo convencerse por sí misma de que
aquella tarde Andy no estaba en casa.
Mucki, que hacía meses que llevaba el mismo uniforme de piel, le aseguró que,
sintiéndolo mucho, Andy le había encargado que le dijera que no volviera más.
Simone no se dio por vencida.
La cuarta o quinta vez que se encontró ante la puerta del departamento, Selim se
ablandó.
—¿Sabes dónde está el «Flash»?
Selim le guiñó un ojo.
—Pues entonces ya lo sabes… pero yo no te lo dije, ¿ok?
Cuando Simone entró en el «Flash», el local estaba lleno de humo. Sonaba
música de rock. Un tipo le chifló al pasar. Entonces Simone vio la melena roja de
Natalie. Ella y Andy estaban sentados en la mesa al fondo. Era evidente que habían
bebido mucho y que se estaban peleando.
Oyó como Andy decía claramente «¡Mierda!», y vio como se levantaba. Se
tambaleó despatarrado y le costó trabajo poner un pie delante del otro.
—¿Qué haces aquí?
Estaba agresivo y antipático, puso bruscamente una mano sobre el hombro de
Simone y la empujó fuera del local, a la calle.

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—¿Cómo supiste que estaba aquí? ¿Quién fue el bocón?
—¡No quiero que me alejes así, sin más! —respondió Simone obstinadamente—.
No puedes desentenderte de mí. ¡Eres mi hermano!
—¡Estás diciendo pendejadas!
—¿Qué no es verdad? Dijiste una vez que nunca me dejarías colgada. Cuando te
echaron de la escuela.
—¡Hace una eternidad de eso!
—¡De eso nada! ¿Desde cuándo dos años representan una eternidad?
—Ok. —¡Lo estaba consiguiendo! Andy empezaba a ceder—. Si quieres
podemos vernos de vez en cuando. Pero aquí no y tampoco en el departamento.
Afirmó que no quería meter a Simone aún más en todo aquel asunto.
Podía ser, era verdad.
—Bueno, entonces te recogeré después del trabajo —propuso Simone.
—No puedes —Andy sonrió de pronto—. Hoy lo dejé. ¡Que hagan lo que
quieran! Dentro de nada seré mayor de edad.
Pidió a Simone que le diera la mano. Ella recordó aquella vez que Natalie le
escribió a él la dirección en el dorso de la mano. Andy prefería escribir en la palma:
«J. 2h., exp. catedral».
—O sea, el jueves a las dos en la explanada de la catedral… ¿Lo prometes?
—Allí estaré —contestó Andy, se dio la vuelta y desapareció tambaleándose
hacia su rincón.
Simone volvió satisfecha a casa. Por fin se hacía un poco de luz en la relación con
su hermano. Pero, si Andy había tirado por la borda su trabajo, seguro que sus padres
estarían muy enojados a la hora de cenar.
No pasó nada. Los padres se mantuvieron simplemente en silencio.
¿Quizá Andy sólo la había engañado?
El jueves a las dos se encontraron en la explanada de la catedral. Se sentaron
sobre una tumba de piedra junto al museo románico. Hablaron de todo lo imaginable.
Andy fumaba un cigarro tras otro.
Cada vez que Simone comenzaba a decirle que tenía que intentar salir del
departamento compartido, él se quedaba callado.
Antes de separarse quedaron para la semana siguiente.
Excepto por el asunto de la heroína y Natalie, todo parecía ir bien entre los dos.
Simone se equivocaba. Ya para la siguiente cita, Andy no apareció. Cuando
Simone llamó al departamento para saber qué había pasado, Andy se mostró
dispuesto a quedar para otro día.
Simone no tenía otra cosa en la cabeza que poder convencerlo alguna vez de
terminara con Natalie y con la heroína. Si pudiera dejar a Natalie, pensó, también
terminaría con la aguja.
La situación se prolongó hasta las vacaciones de verano. A veces, Andy aparecía
cuando quedaban y otras veces no.

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Cuando cumplió dieciocho años, Simone le regaló una camisa hawaiana que era
por lo menos tan bonita como la que a él tanto le había gustado usar.
Andy le dio las gracias y le dijo que tenía prisa.
Durante todos sus encuentros, no la llamó Colón ni una sola vez. Tampoco le
volvió a dar un beso.
Simone tenía la sensación de que, entre ambos, había una pared invisible.
Al día siguiente del cumpleaños de Andy, la madre le preguntó a Simone cuando
estaban a solas en el jardín:
—¿Está Andy mejor o peor?
A Simone le sorprendió lo triste que sonaba su voz. Hacía meses que Andy no
aparecía por casa de sus padres. La madre sabía que Andy había perdido su puesto de
aprendiz en Electro-Neuber. Dio a entender que Andy se había llevado algunas cosas
de la tienda, probablemente también la caja de calculadoras de bolsillo que, en su
momento, creyeron que había almacenado mal. El padre había acallado el asunto y
había logrado evitar una denuncia a la policía, pero no la expulsión de su hijo.
¡Así que Andy le había mentido una vez más!
Simone estaba decepcionada.
En vacaciones se fue con sus padres a Creta.
Al parecer, Andy se iba con todos los del departamento a Turquía.
—Así que hasta finales de septiembre —le dijo a Simone la última vez que se
encontraron en la catedral— no estaremos de regreso.
Era un día lluvioso de julio. Rachas de viento levantaban velos de agua sobre las
piedras de la explanada de la catedral.

De la caja de notas de Andy:

Natalie ya sólo habla de conseguir dinero.


No quiero traficar.
Prefiero organizar la lana a mi manera.
¿Tiene algún sentido continuar junto a Natalie?
Pero, ¿si no?
El vacío.
¡Un asqueroso vacío!

A finales de agosto comenzó de nuevo la escuela. Simone entró al noveno grado.


A principios de septiembre fue a dar una vuelta por la zona peatonal. Sin más. Por

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puro aburrimiento.
Podría haberse encontrado con cualquier persona.
Que fuera precisamente Andy al que viera deambular en la perfumería no lo
hubiera imaginado ni remotamente.
Estaba a punto de ir a su encuentro cuando vio que estaba robando. Contuvo el
aliento.
Deslizó un producto caro dentro de su camisa. Simone miró a su alrededor
recelosa y lo más disimuladamente posible. ¿Lo había visto alguien?
No. Salió de la tienda sin ser molestado. Simone lo siguió.
La zona peatonal estaba llena de gente. Simone alcanzó a Andy junto a un puesto
callejero de baratijas.
Cuando le habló, vio que se sobresaltaba. Pero fue sólo un instante, después
volvió a poner su cara de poker.
Simone quiso tomarlo del brazo. Él la rechazó con brusquedad, se dio la vuelta e
intentó desaparecer entre un coche de niños y un grupo de gente mayor.
Simone no dejó que la apartara y corrió a su lado. No dejaba de hablarle. Le dijo
que le había mentido, que lo había visto robar, que seguro que no había estado en
Turquía.
Andy la dejó hablar un rato, luego se detuvo bruscamente, la miró con rabia y le
dijo fríamente:
—¡Déjame tranquilo de una vez! ¡Lárgate ya! ¿No te das cuenta de que estoy
harto de ti? ¡Me sacas de quicio! ¡Eres absolutamente insoportable!
El ataque la tomó desprevenida.
Se quedó como petrificada mientras Andy se alejaba a grandes zancadas. Apenas
lo vio un momento entre la gente y luego desapareció.
Aquél no era ya el Andy que ella conocía. A Simone le pareció como si su
hermano fuera otra persona. ¿Cómo podía suceder algo así?
En aquel momento no sabía aún que un adicto no podía ser nunca la misma
persona que fue una vez.
No sabía que la droga lo cambia. La droga y la tensión de tener que conseguir
cada día dinero para la siguiente dosis. De todas maneras, Simone sabía muy bien por
qué había robado.
Todo el mundo sabe por qué un drogadicto se convierte en ladrón.
Andy era un adicto. Ya no había ninguna duda. Simone estaba herida, estaba
triste. Estaba furiosa y desconcertada.
Comenzó a pensar y a dar vueltas a las cosas.
Igual que cuando Tobías la dejó de la noche a la mañana, otra vez volvió a pasar
las noches en blanco. A veces encendía el corazón de neón verde y esperaba que el
regalo de cumpleaños de Andy la consolara. Cuando se levantaba por las mañanas
después de tres o cuatro horas de sueño, sentía un cansancio insoportable en todo el
cuerpo. La cabeza le dolía terriblemente.

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Sus padres se dieron cuenta de su estado y la enviaron al médico. Ella le contó
que tenía problemas en la escuela y que padecía de insomnio. Él le creyó y le recetó
calmantes y vitaminas. Los calmantes los tomaba por las noches. Como por las
mañanas se levantaba tan abatida como tras una noche de insomnio, le permitieron
tomar café en el desayuno. Cuando tenía exámenes, su madre le ofrecía una pastilla
para espabilarse. Katrin llamaba «levantones» a las de la mañana y «sentones» a las
de la noche.
—¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Tienes problemas con las hormonas?
—Quizás —respondió Simone, evasiva.
Tenía miedo de revelar lo que sabía de Andy y convertirse en una soplona. Al
mismo tiempo, también tenía miedo de mentir. Y tenía que mentir cuando su madre le
preguntaba por Andy. Entonces se sentía miserable e infame.
Comenzó a retraerse. Se refugió en sí misma como un caracol en su concha.
Cuando era pequeña, Andy le contó una vez que los caracoles hibernaban. Para ello
extendían una fina membrana en la entrada de su concha. Así se protegían del frío.
Aquel otoño Simone se volvió introvertida y huraña. Sus notas cayeron en picada.
Siempre había sido una buena estudiante. No una matada, pero en los exámenes
siempre sacaba un ocho o, en el peor de los casos, un siete. Ahora sus notas tocaban
fondo: un reprobado en alemán, un aprobado en geografía, en mate hasta había
sacado un cero, en inglés un aprobado de panzaso. Sus exámenes aparecían teñidos
de correcciones en rojo.
Simone ocultó a sus padres sus malas notas, de la misma manera que les había
ocultado la desgracia de Andy.
Los padres, pensaba ella, no harían sino empeorar las cosas. Por las tardes, que
ahora pasaba sola en casa, sin amigos y sin Andy, tenía mucho tiempo para pensar.
Había una pregunta que la atormentaba: ¿Andy habría continuado siendo tan sólo
un fumador ocasional de hachís si no lo hubieran expulsado de la escuela?
En esa época no era un adicto.
¿O pertenecía Andy a la clase de gente que acaba metida en drogas tanto si les
dan el empujón como si no? ¿Era uno de esos tarados que no pueden con la vida?
No lo sabía.
Sólo sabía una cosa: algún día la droga lo mataría.

Durante semanas Simone no volvió a hacer ningún intento por ver a Andy contra su
voluntad. Era casi como si ya estuviera muerto.
Después de las vacaciones de otoño, a principios de noviembre, tomó parte, junto
con Katrin y otras cuatro chicas de la clase, en unas jornadas de la semana que la
Organización de Ayuda contra la Farmacodependencia había organizado en la
escuela.

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La participación era voluntaria y Simone se apuntó sin dudarlo cuando se
presentó el proyecto en clase.
Fue la única.
Katrin comentó extrañada:
—¿Estás loca? Quien se apunta es inmediatamente sospechoso de tener algo que
ver con drogas. Y precisamente tú, que todo el mundo sabe que a tu hermano lo
echaron de la escuela. ¿No será que tú estás…?
Katrin no terminó la pregunta.
—¡Yo no estoy nada! —respondió Simone.
No dijo nada más. No le dijo a Katrin nada sobre Andy y tampoco le dijo que a
veces pensaba que, al igual que Andy, ella también podía caer en toda aquella mierda.
Sólo cuando Katrin siguió insistiendo en el recreo y no quiso creer que Simone no
hubiera ni siquiera probado alguna vez el hachís, se puso furiosa.
—¡Tú sí que estás loca! Al fin y al cabo no creo que haga ningún daño enterarse
por alguien que sabe de qué se trata.
Al ver que, excepto Simone, nadie más se apuntaba a las jornadas, la maestra
titular eligió a unas cuantas participantes, entre las que también se encontraba Katrin,
aunque a ella no le hizo ninguna gracia.
Después de la escuela protestó furiosa:
—¡Está chiflada! ¡Como si yo fuera una drogadicta sólo porque de vez en cuando
me trago mis levantones y sentones!
También hubo protestas de algunos padres, que tenían una opinión semejante a la
de Katrin.
Pero, finalmente, seis de ellas viajaron con dos instructoras a un albergue juvenil
en las montañas.
Al principio, el ambiente era bastante lamentable y Katrin hizo lo posible por
fomentarlo. Aparte de Simone, nadie tenía ganas de participar.
—Les apuesto a que esas dos viejas están aquí sólo para sonsacarnos. Lo que
quieren saber es si alguna de nosotras se las truena o hace cualquier otra cosa.
Las dos monitoras no eran tan viejas. Una de ellas dijo que había estudiado
pedagogía del teatro y quería hacer juegos de roles. La otra había sido maestra. Ahora
trabajaba en la ayuda a la farmacodependencia. En realidad, no eran nada
desagradables.
A Simone le gustó especialmente Sara, la que trabajaba en la ayuda a la
farmacodependencia. Era tranquila y simpática y no las presionaba.
El primer día no pasó nada.
Katrin había conseguido desinteresar a todo el mundo, incluso a Simone.
El segundo día Sara propuso olvidarse de todo el proyecto.
—Si no tienen ningún interés, no tiene sentido.
Pero eso no le interesaba ni a la propia Katrin. Un abandono antes de tiempo
supondría problemas en la escuela.

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Se habían puesto de acuerdo.
Para sorpresa de todos, no se trataba de hablar de drogas. Las participantes tenían
que disfrazarse y maquillarse bajo el tema «La mujer ideal». Después discutieron
sobre la amistad entre chicas y la amistad con los chicos. Sobre el amor y sobre el
SIDA. Sobre problemas en la escuela y problemas en casa. Simone comenzó a
sentirse a disgusto. No veía ninguna posibilidad de hablar abiertamente sobre lo que
de verdad le preocupaba. Así que no le quedó otra opción que refugiarse una vez más
en su concha y volverse callada y silenciosa, como desde su último encuentro con
Andy. Se sentía terriblemente sola.
Posiblemente fue el silencio de Simone el motivo que llevó a Sara a sentarse
junto a ella en el viaje de vuelta. Platicaron sobre cosas sin importancia. Pero a
Simone le pareció que Sara intuía algo de sus problemas e incluso podía imaginar que
algún día hablarían juntas sobre ellos. Algún día.

Pocos días antes de las vacaciones de Navidad, corrieron por la escuela extraños
rumores acerca de Anna. Al parecer, ya no estaba en la escuela y había desaparecido
de modo misterioso. Katrin y Thomas contaron a Simone que había huido con un
drogadicto.
—A Thailandia o algo así. Ahora la busca la Interpol. Sus padres han avisado a la
policía.
Andy tampoco dio señales de vida en Navidad.
Los padres se esforzaron muchísimo para que Simone pasara una bonita Navidad.
No sólo le regalaron una televisión sino también una preciosa chamarra de cuero.
Pero, para Simone, la Navidad había perdido la magia de antes.
Cuando por la noche, ya tarde, se retiró a su habitación, su madre le puso dos
paquetitos en la mano.
—Para ti —le dijo, y sonrió un poco triste. Casi con timidez, le acarició el pelo.
En los paquetitos encontró Simone un walkman y el libro Los chicos del metro.
Se sentó en el suelo de su habitación y se echó a llorar. Así que hacía tiempo que su
madre había advertido la falta de su walkman y no había dicho nada.
¿Qué más sabía? ¡El libro que le había regalado no era una casualidad!
Por primera vez, Simone estuvo tentada a contarle todo a su madre. Pero no lo
hizo.
Siempre le había contado sus cosas a Andy, incluso de niña. Quizás porque no
quería agobiar a su madre con más problemas. Ya tenía bastante con la tienda y la
casa.
En Nochevieja entraron a robar en Electro-Neuber.
El padre habló de ampliar el seguro contra robos de su propio negocio. Al
parecer, no sospechaba nada.

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Simone apenas pudo tragar bocado. Sentía como si una mano le apretara la
garganta.
¡No podía seguir así!
Andy ya no sólo robaba en casa y en perfumerías. Comenzaba a actuar a lo
grande. Por ese camino acabaría en la cárcel.
Al día siguiente por la tarde llamó al departamento de Andy. No quería llegar sin
avisar. Le daba miedo que Andy le cerrara la puerta en las narices.
Como no le contestó nadie, decidió pasarse por el «Flash».
Era un frío día de enero. Caía una fina aguanieve del cielo gris y amenazador.
El «Flash» parecía cerrado, las persianas de la puerta principal y de las ventanas
estaban bajadas. Simone se volvía ya decepcionada cuando un Volkswagen verde
oliva se detuvo junto a ella. Bajaron el cristal de la ventanilla.
—¡Hola, Colón! ¡Me alegro de verte de nuevo! —Michi estaba al volante. Le
sonrió abierta y amistosamente. Simone se sobrecogió. ¿Por qué le llamaba de
repente Colón?
—¿Quieres que te lleve? —preguntó y añadió inmediatamente—. ¡Vamos, sube!
Estaba moreno, como si acabara de volver de esquiar, llevaba una chamarra de
lana de muy buena calidad y cadenitas de oro en la muñeca, igual que Selim.
Simone sacudió la cabeza en silencio. Michi continuó con su tono amistoso.
—¿Buscas hachís? Los tiras cerraron el «Flash» hace dos semanas. Pero a lo
mejor yo te puedo ayudar.
La palabra «hachís» tuvo en Simone el mismo efecto que si Michi la hubiera
amenazado con una navaja. Comenzaron a temblarle las rodillas. Quería gritarle a
Michi: ¡Lárgate de una vez!
No consiguió articular palabra. Pero logró darse la vuelta y echarse a correr.

Simone se enteró por la radio de que la policía había intervenido por sorpresa en el
mercado, en la estación de metro y en la plaza.
Era una de aquellas redadas que organizaban un par de veces al año. La llamaban
«operación limpieza». Detenían a dilhers y a drogadictos y dejaban escapar a otros.
Después de esas actuaciones, el mercado de la droga desaparecía brevemente para
luego surgir otra vez.
Simone escuchó al locutor conteniendo la respiración. Ahí estaba otra vez: ¡el
miedo! No podía hacer nada por evitarlo.
¿Qué pasaría ahora si también habían atrapado a Andy?
Se tomó un calmante y medio. No le sirvió de nada.
Tenía que ponerse en marcha, tenía que saber si a Andy le había pasado algo.
Cuando llamó a la puerta del departamento, abrió Mucki. Parecía aliviado de ver
a Simone.

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—¡Menos mal! ¡Ya creía que era la chota!
La dejó pasar sin muchas objeciones. En la cocina encontró a Andy sentado junto
a la mesa de madera, bebiendo cerveza.
Simone se quedó parada observando a su hermano. Se había dejado el pelo largo.
Le llegaba hasta los hombros y lo llevaba sucio y mal peinado. Andy parecía estar
destrozado y abandonado.
—Alguien pregunta por ti —dijo Mucki y los dejó solos.
Andy levantó la vista.
—¡Hola… Andy! —el saludo de Simone sonó apagado.
¿Qué le pasaba a su hermano? ¿Estaba llorando? Tenía los ojos vidriosos. ¿Estaría
enfermo?
—Ah, eres tú —fue todo lo que respondió.
Simone dio dos, tres pasos.
—¿Puedo sentarme contigo?
Andy se encogió de hombros, indiferente.
—Si quieres…
Andy volvió a concentrarse en su lata de cerveza. Apestaba como un mendigo,
advirtió Simone cuando se sentó frente a él. También tenía marcas de granos en la
cara.
—¿Tienes espinillas? —preguntó Simone suavemente.
—¡Bah! Es sólo un sarpullido. Desaparecerá.
Simone no podía saber que Andy sufría una de las típicas afecciones de la piel
que produce la heroína.
Simone miró a su alrededor. Todo estaba anormalmente recogido, como si
esperaran una visita importante.
—¿Esperan a alguien especial?
Andy levantó de golpe la cabeza y se quedó mirándola como si hubiera
preguntado algo totalmente fuera de lugar. Tenía los ojos vidriosos, irritados y con los
bordes enrojecidos.
—¡Me alegro de que la tira no te agarrara en la redada! —Simone confiaba en que
aquello tranquilizaría a su hermano.
De repente tembló como si tuviera frío. Pero, ¿qué era lo que le pasaba?
—¿Estás enfermo?
Él sacudió cansado la cabeza. Tenía gotas de sudor en la frente. Se sorbió los
mocos con fuerza.
—¡Han pescado a Natalie!
Simone no pudo evitar alegrarse por ello.
—¿Está en la cárcel?
—Encerrada en la comisaría —bostezó Andy.
Simone tuvo la impresión de que, en realidad, no quería bostezar, sino de que era
como un calambre. Andy no podía contenerlo.

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—¡Dios! —gimió—. ¡Dios, si supieras en qué asquerosa mierda estoy metido!
Entonces sí que comenzó a llorar. Eran unos sollozos secos y atormentados.
Debían de haber pasado muchos años desde que llorara delante de Simone.
Entonces era todavía un niño. En aquella cocina Simone oía sollozar a un hombre
adulto.
—Andy… —Simone carraspeó y se tragó sus lágrimas.
El llanto de Andy era contagioso. Simone extendió la mano por encima de la
mesa y tocó las puntas de los dedos de su hermano. Estaban húmedas de sudor. Un
nuevo escalofrío le hizo temblar.
Andy se levantó de un salto y salió corriendo. Simone oyó un portazo y se quedó
sentada sin saber qué hacer.
Mucki entró dando largas zancadas en la cocina y abrió el refrigerador.
—¿Dónde está Andy? —preguntó sacando una olla.
—No lo sé… empezó a llorar y después salió corriendo. ¿Es por Natalie?
Mucki se puso a comer cucharadas de verdura fría de la olla y soltó una
carcajada.
—Bueno… tiene el erizo. Ya lo has visto; Natalie había ido a conseguir arponazo
para el bajón cuando la apañaron. Si quieres saber la verdad, tu hermano necesita un
piquete urgente, porque si no, me temo que va a acabar con un delirium tremens.
Mucki se interrumpió, dejó de comer verdura y observó la chamarra de cuero de
Simone que estaba sobre la silla.
—Dime… —dijo pensativo—. ¿De verdad quieres ayudar a tu hermano?
Simone no entendía a dónde quería ir. ¡Pues claro que quería ayudar a su
hermano!
Mucki asintió satisfecho.
—Como te he dicho, necesita urgentemente un arponazo. No sé si sabes cómo es
el erizo: calambres de caballo, diarrea, dolores hasta quedarte sin sentido… —le
lanzó a Simone una mirada escrutadora.
Ella se limitaba a mirarle y tenía la sensación de estar viendo, sin querer, el
infierno. Le hubiera gustado salir corriendo.
—Para conseguir un arponazo, necesita lana —continuó Mucki. Hablaba con
mucha tranquilidad y muy suavemente—. Y podría conseguirla si le dejas tu
chamarra. Lo que consiga por ella le servirá para un rato. No quiero convencerte de
nada, sólo es una sugerencia.
Sonrió, puso la olla en el refrigerador y exclamó:
—Voy a ver. Lo más seguro es que esté con diarrea en el baño.
El estómago de Simone se encogió dolorosamente.
Oyó como Mucki hablaba con Andy desde el pasillo. Le decía que abriera una
puerta y que se controlara.
De repente a Simone le faltaba el aire. Corrió a la ventana de la cocina y la abrió
de par en par. Afuera estaba casi oscuro. El cielo gris de enero tocaba los tejados de

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las casas. El aire fresco le hizo bien.
¿Sería sensato regalar a Andy su chamarra? Desde luego, mejor que permitir que
soportara aquellos dolores tan horribles…
En casa podría decir que había perdido la chamarra, o que se la habían robado.
Una mentira. Pero durante los últimos meses había mentido tan a menudo.
¿Importaba algo? Una mentira más no iba a empeorar las cosas.
De pronto tuvo la sensación de haberlo hecho todo mal.
Andy se había hundido sin remedio. Era un adicto. Un yonqui. Estaba colgado de
la aguja y ella tenía la culpa. Estaba enfermo. ¿Lo estaba? ¿Es un enfermo el que se
pica?
Ella no le había detenido. No lo había impedido. Dependía de ella.
Simone se asomó por la ventana abierta. Abajo, entre la neblina gris, estaba la
calle y a esas horas pasaban muy pocos coches. El aire era frío y húmedo.
Respiró profundamente. Entonces descubrió los dos carteles de anuncios que
estaban en una pared desconchada y llena de ladrillos ennegrecidos de un edificio. En
la triste penumbra brillaban como alegres manchas de color. Simone no pudo evitar
recordar el primer encuentro con Natalie.
Si se creía en los anuncios de allí enfrente, entonces la vida era fácil y alegre. En
uno de los carteles, unas personas sonrientes brindaban. No tenían ningún problema.
En el otro, una mujer joven disfrutaba del sol, el mar y de un velero, con un cigarro
entre los dedos. Simone sintió un sabor amargo en la boca. Droga. ¿No era todo
aquello droga también?
En cualquier caso, ninguna de las encantadoras personas de los anuncios tenía que
terminar robando para conseguir la siguiente dosis.
Alguien tocó violentamente al timbre de la puerta. Eso la hizo volver en sí. Cerró
la ventana.
De nuevo se oyeron los timbrazos. Muy excitado, el patilargo empujó a su
hermano a la cocina.
—¡Contrólate, güey! —le susurró y después, volviéndose a Simone—. ¿Estás
limpia?
—¿Limpia? —preguntó a su vez Simone confundida.
—¡La tira! Seguramente es la tira la que está ahí. ¡No te quedes ahí! ¡Tíralo todo
por la ventana! ¡Vamos, házlo! ¡El departamento entero está limpio! ¡Selim y Claudia
se han deshecho de todo!
Simone comprendió. ¡Así que eso era! Mucki creía que era uno de ellos. ¡Qué
idea! No tenía más que mirar a ese Andy tembloroso, bañado en sudor, a ese ser
desgraciado, que se suponía era su hermano, para sentir repugnancia.
¡Sí, sentía repugnancia de su propio hermano!
—¡Date prisa! —la apremió Mucki. En la puerta, alguien había pegado el pulgar
al timbre. El estridente sonido llenaba toda la casa. Simone se echó a reír
histéricamente.

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—No creo que lleve nada encima —oyó la voz llorosa y afligida de Andy.
Mucki corrió a la puerta. Simone escuchó su grito de alivio y, al momento,
entraba Natalie dando tropezones.
La misma ropa que hacía dos años, advirtió Simone, y sintió como aumentaba su
asco: leotardos lilas, melena roja y la gastada chamarra de cuero.
Natalie tosió. Tenía la cara contraída por el dolor.
—¡Dios, esos maniáticos! Me han tenido cuarenta y ocho horas en la celda y, es
increíble, pero todos estaban limpios. Ni un gramo de droga.
Nerviosa y con movimientos descontrolados se arrancó la chamarra. Llevaba los
brazos desnudos. Sólo llevaba una camiseta de color amarillo chillón sin mangas. Los
pelos del sobaco estaban pegados y sudados, la piel parecía la de un pavo de Navidad
antes de entrar en el horno. Simone tenía un gran nudo en la garganta.
La repugnancia se transformó en náusea.
Natalie tiritaba como Andy.
—¡Dios! ¡Necesito algo! ¡Ya!
Gemía y se apretaba las manos contra el bajovientre, retorciéndose. Mucki la
sentó en una silla y le pasó la lata de cerveza medio vacía de Andy:
—Toma. Cálmate un poco con esto. Tenemos suficiente… esto no lo incautan en
una redada.
Andy estaba apoyado contra la pared, pálido y demacrado. Natalie bebió
ávidamente hasta vaciar la lata. Mucki sacó la siguiente del refrigerador.
Entonces Natalie descubrió a Simone. Sus ojos se llenaron inmediatamente de
odio.
—Ya me voy —se apresuró a decir Simone. Dos o tres minutos más en aquella
cocina y vomitaría.
Se dirigió hacia la puerta. Quería huir. Pero, entonces, se dio la vuelta una vez
más, dudó, observó a Andy y se sintió confusa e impotente. ¡Una última vez, tengo
que intentarlo por última vez!
—Andy —dijo en voz baja y suplicante—. Andy, ven conmigo. Juntos
encontraremos la manera de arreglar esto.
Natalie soltó una carcajada y empezó a gritar, como si le hubiera mordido un
mono rabioso.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Más te vale que salgas de aquí! ¡Cerda! ¡La princesa del
guisante! ¡Niñita mimada! ¡Te importa más tu aparato de música que tu hermano!
¡Lárgate de aquí y no vuelvas!
Los gritos de Natalie terminaron en un grito de dolor. Se dobló sobre sí misma
retorciéndose en la silla.
Simone huyó. ¡Sólo quería salir de allí! ¡Lejos!
Corrió dominada por el pánico.
Se olvidó completamente de la chamarra de cuero, que seguía colgada en la silla.

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7

De la caja de notas de Andy:

Cielo + tierra = infierno.


Nada es como antes.
Ni siquiera la chiva.
No es más que un relámpago cansado.
Natalie me deja.

Tendría que limitarse a contemplar la muerte lenta pero segura de Andy.


Todo le daba asco. Hasta ella misma. Ella misma se daba asco. Estaba sentada en
medio de una pesadilla y tenía la sensación de que no iba a salir nunca más. Nada
valía la pena. El mundo se había acabado.
Aquella misma noche Simone tuvo fiebre alta. Por la mañana le dolía la garganta
y tosía.
La fiebre continuó subiendo. En algún momento, Simone perdió la noción de la
realidad. Cayó en un sueño febril.
En uno de sus sueños, Andy sacaba una jeringa gigantesca y picaba con ella la
membrana de la concha de un diminuto caracol mientras se reía maliciosamente.
Simone gritaba: «¡No, no lo hagas! ¡Se morirá de frío!». Andy se reía. Después
aparecía Natalie y con su alborotada melena roja estaba tan guapa como hacía dos
años. Llevaba un camisón largo blanco y flotaba como un ángel por la habitación.
Pasaron veinticuatro horas hasta que la fiebre bajó y Simone volvió en sí. Cuando
regresó a la realidad vio a su madre sentada en su cama. Refrescaba la frente de
Simone con un pañuelo húmedo y le apartaba delicadamente los mechones de pelo de
la cara.
—¿Estás despierta?
Simone asintió débilmente. ¿Era domingo?
—¿Tienes hambre? ¿O quieres beber algo?
Simone tenía una sed terrible. La lengua pegada al paladar.
—Ahora te traigo algo.
La madre le trajo un jugo de naranja recién exprimido. Simone se sentó
trabajosamente en la cama. Se sentía muy débil.
—¿Qué día es hoy? —preguntó mientras se bebía el jugo de un trago.
—Martes —respondió su madre.
—¿No tendrías que estar en la tienda?

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La madre se encogió de hombros.
Por la noche fue también el padre. Pareció aliviado al ver que Simone había
mejorado. Pero, a pesar de todo, ella tuvo la sensación de que estaba intranquilo por
algo.
La madre se quedó en casa toda la semana y cuidó cariñosamente de su hija.
El viernes, Simone se levantó por primera vez. Aún tenía las piernas un poco
temblorosas, pero estaba mejor. Había tomado una decisión, durante tres días había
estado reflexionando, con tranquilidad y sin pánico y creía haber encontrado el
camino para salir de aquel enredo.
Iría a ver a Sara a la oficina de ayuda contra la droga y se lo contaría todo. Le
preguntaría lo que podía hacer por Andy. Quería saber si aún había alguna esperanza.
Y si la había, cómo podía ella ayudarle a aprovecharla.
El domingo por la noche estaba en el cuarto de estar con sus padres. Jugaban al
Scrabble una vez más, después de mucho tiempo de no hacerlo. Todo parecía estar en
orden.
Pero Simone había desarrollado un instinto especial para detectar cuando, bajo la
superficie, algo no iba bien.
El padre había formado la palabra «CARA» y la madre formó con ella la palabra
«CARACOL», suspirando ligeramente al hacerlo. Sin mirar a Simone, dijo:
—Creo que ya es hora de hablar de Andreas.
Inmediatamente, Simone tuvo la impresión de tener el corazón en la garganta.
—¿Andy? —preguntó precavida.
El padre asintió. También él evitó mirarla.
—Queríamos hablar contigo antes de hacer lo que tenemos que hacer. Y
queremos que lo comprendas —dijo.
Simone, con el corazón latiéndole en el cuello, miró primero a su padre y después
a su madre.
—¿Lo que tienen que hacer?
—Dijiste algunas cosas mientras tenías fiebre… por favor, no me malinterpretes.
¡Ninguno de nosotros pretendía espiarte! —ahora la madre la miró suplicante.
—¿Dije cosas de Andy?
—Seguro que ha sido terrible para ti… —el padre puso su mano grande y ancha
sobre la mano de Simone, en la que aún guardaba una pieza del Scrabble—. Y, ¡por
todos los santos, no debes hacerte ningún reproche! Si alguien es culpable de algo,
claramente no eres tú, sino nosotros. ¡No eres más que una niña! ¡Deberíamos
habernos dado cuenta de lo que pasaba!
Simone retiró la mano. El corazón ya no le martilleaba. De pronto se sintió
mayor, fría y también muy sola.
—¡Pero no lo hicieron! —dijo en voz baja, pero firme.
No quería compasión. Y si había algo que no podía soportar era esa repentina
dulzura que no formaba parte del carácter de su padre.

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—¿Y qué van a hacer? —preguntó mirando ahora a otro lado y poniendo la S que
tenía en la mano sobre el tablero.
La madre tomó aire y comenzó a explicar:
—Hemos pensado mucho sobre ello. También nos hemos dejado aconsejar por
alguien que sabe sobre el tema. Cuando un chico como Andreas cae en la droga, no
es posible sacarle tan sólo con buenas palabras…
—Lo único que sirve ya es la mano dura —le interrumpió el padre.
—¿Sí? —Simone les miró a la cara. Su madre estaba pálida.
—Queremos que nos comprendas. No hacemos esto para perjudicar a tu hermano
—el padre se aclaró la garganta y carraspeó—. Lo hacemos con el convencimiento de
estar dándole una oportunidad…
—¿Qué van a hacer?
—Vamos a denunciarlo mañana a la policía. Es la única manera de sacarlo de ahí.
Simone gritó como una loca. Gritaba una sola palabra: ¡No!
Gritaba todo el tiempo: ¡No!
Los padres se pusieron en pie de un salto, quisieron tomarla en brazos,
tranquilizarla, consolarla.
Simone se negó. Gritaba, agitaba los brazos y daba patadas a su alrededor.
Se liberó de las manos de sus padres, salió corriendo de la sala, subió a su
habitación y se encerró.

De la caja de notas de Andy:

¿Por qué está todo en mi interior tan vacío?


Mortalmente vacío.
Mortalmente callado.

10

Hoy sabe Simone que en aquel momento a sus padres no les resultó fácil denunciar a
su propio hijo. Ningún padre querría verse en esa situación.
Es posible que realmente no hubiera otro camino y, probablemente, tarde o
temprano hubieran atrapado a Andy robando. Sólo con robos y atracos podría
continuar cubriendo sus necesidades de droga.
La policía actuó con rapidez.
Armados con metralletas y con un perro policía, acompañados por dos
funcionarios del departamento de estupefacientes y provistos de una orden de cateo,
aparecieron en el departamento de Andy. Todos fueron sorprendidos por la operación,

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excepto Selim.
Los policías pusieron la casa patas arriba: en la habitación de Claudia encontraron
cien gramos de hachís, bajo el colchón de Mucki veinte gramos de cocaína, en la de
Andy y Natalie diez gramos de heroína metidos en una bolsita transparente y, en la
habitación de Selim, almacenados en grandes bolsas de papel café, cinco kilos de
mariguana, recién traída de Turquía.
Fueron encontrados también tres radios de coche, un aparato de video nuevo,
artículos de perfumería y otros objetos robados. La chamarra de cuero de Simone se
había vendido hacía tiempo.
Excepto a Selim, el inteligente traficante que había utilizado el departamento
como lugar cómodo y seguro para sus negocios, detuvieron a todos.
La policía los mantuvo en celdas separadas durante cuarenta y ocho horas, para
ponerlos después a disposición del juez encargado del caso, el cual los envió a la
prisión preventiva de Ossendorf.

11

De la caja de notas de Andy:

¡Quiero gritar!
¡Quiero gritarle al silencio!

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SEXTA PARTE

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1

SARA recordó inmediatamente a Simone cuando ésta la llamó por teléfono.


—¿Sabes una cosa, Simone? —dijo—. Lo mejor será que pases por aquí. A las
cuatro y media tengo un rato libre. Así podremos hablar.
La Asociación de Ayuda contra la Farmacodependencia tenía la oficina en una
vieja y ruinosa casa de la Avenida, a diez minutos andando del parque de las fuentes.
La oficina de Sara era amplia e iluminada. Junto a una de las altas ventanas había
un escritorio repleto de papeles y entre ellos un teléfono y una taza azul. En una
pared, una estantería con libros y ficheros y en la otra, varias sillas.
Cuando Simone entró, Sara estaba ocupada quitando unos montones de papeles
de encima de las sillas.
—Ven, siéntate —le invitó amablemente señalándole la silla que acababa de
desocupar—. ¿Quieres un jugo o prefieres un refresco?
—Jugo, por favor.
Sara no había cambiado nada desde las jornadas. Sus movimientos eran rápidos,
pero no precipitados. La voz tranquila y siempre un poco alegre. Parecía como si
emanara calor de ella.
Simone estaba segura de que Sara la atendería bien.
Después de dejar libre la segunda silla, se sentaron una frente a la otra. Sara se
interesó por Katrin y por las otras chicas. No preguntó: ¿Qué sucede? No quería
presionarla.
Habló de las jornadas. Se echó a reír. Tenía una risa muy agradable.
—¿Te acuerdas de Inés, la delgadita que apenas hablaba? ¡Con el tema «La mujer
ideal» se superó a sí misma!
Sí, Inés era muy divertida. Mientras las demás se maquillaron y se arreglaron con
toda seriedad, Inés se había puesto una ensaladera en la cabeza, se había colgado
perejil de las orejas y había aparecido en bikini.
Cuando Sara lo mencionó, también Simone se echó a reír.
—Pero de sus verdaderos problemas —continuó Sara en tono serio— no dijo ni
una palabra.
Simone respiró. Sara le había dado pie para comenzar.
—No sólo Inés. A mí me pasó lo mismo.
Entonces Sara le preguntó, aunque sabía que media hora era un tiempo demasiado

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breve para contarlo todo.
Sara escuchó atentamente; sólo la interrumpía ocasionalmente, para preguntar
algo que no tenía claro. A veces se limitaba a asentir con la cabeza y decía: «Sí, sí, así
ocurre a menudo».
A las cinco llamaron a la puerta. A Sara la esperaba la siguiente visita.
Simone se sobresaltó. ¡Todavía le quedaba mucho por contar! Y, sobre todo, aún
tenía mucho que preguntar. Sara tenía que ayudarla, tenía que enseñarle el camino
que Andy podía seguir, si para él aún quedaba una oportunidad. Por segunda vez,
llamaron a la puerta.
Una persona entró, se disculpó al ver a Simone y se retiró de nuevo al pasillo.
Sara suspiró bajito, de un modo apenas audible.
Simone había enmudecido. Tenía miedo de que Sara la despidiera sin más,
seguramente de la misma manera que despediría a otras visitas. Pensativa, Sara se
pasó una mano por el pelo castaño y corto.
—Creo —dijo— que tu historia es demasiado larga para mis horas de trabajo.
Simone tragó saliva decepcionada.
—¿Qué te parece —continuó Sara— si nos vemos mañana otra vez? Es sábado.
Podríamos ir por la tarde a dar un paseo y hablarlo todo con calma.
¡Dios mío! Hacía semanas que Simone no se sentía tan bien. Quedaron para el día
siguiente por la tarde y, al despedirse, Sara comentó como de pasada:
—Por cierto que, entonces, ya tuve la impresión de que cargabas con un
problemón.
Se encontraron en el parque.
Simone llegó un cuarto de hora antes. Cada dos minutos consultaba impaciente el
reloj. Sara llegó puntual. Vino en bicicleta, llevaba un grueso suéter negro de
invierno, con unos pantalones de mezclilla, guantes de lana rojos, gorro rojo y
bufanda.
Era un día de febrero, claro y frío. Sobre los árboles desnudos se extendía un cielo
de invierno azul pálido. El aliento formaba una fina nube de niebla delante de la boca.
Sara encadenó su bicicleta junto a la de Simone.
—Primero daremos un paseo por el parque —propuso Sara—, y después
necesitaré, seguro, un buen chocolate caliente, ¿te parece bien?
Dieron dos grandes vueltas al parque. Simone no tenía ni idea de lo fácil que
podía ser hablar de cosas complicadas mientras se caminaba.
Cuando pasaron por segunda vez junto a la orilla del lago artificial, que estaba en
parte helado, Sara dijo:
—Tu hermano tiene que querer hacerlo. Tiene que ser él quien quiera salir. Sólo
entonces es posible, Simone.
—¿Salir de dónde? ¿De la cárcel?
—Del lío en el que se ha metido.
Más tarde se sentaron en un café y tomaron chocolate en unas tazas enormes. Sara

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dijo que todas las personas eran capaces de hacer aquello que realmente querían.
—¡Si deseas algo con todas tus fuerzas, entonces puedes hacerlo! Y ése es
también el problema con los farmacodependientes. Sólo pueden salir del círculo
infernal en el que están metidos si lo desean ardientemente. La mayoría no lo
consigue. Algunos lo logran cuando han tocado fondo.
—Andy está en la cárcel —dijo Simone—. ¿No es lo suficientemente abajo?
Por primera vez desapareció totalmente la alegría de Sara. Parecía triste.
—Quizá Andy tenga aún una oportunidad —dijo—. Aún está al comienzo de la
llamada carrera de las drogas. Pero a muchos no les importa la cárcel. Es parte de
ello, ¿sabes, Simone? La verdad es que no conozco a Andy.
Cuando se despidieron aquella tarde quedaron para el sábado siguiente.
—Aún tengo que preguntarte un montón de cosas, Sara.
—No hay problema. Y si pasa algo, llámame a la oficina.

Los padres se habían informado. No podrían conseguir un permiso para visitar a


Andy antes de dos semanas.
El lunes se extendió por la escuela el rumor de que Anna había sido devuelta a
casa. Y que la policía la había encontrado en Amsterdam de puta.
—Yo sólo digo una cosa: ¡SIDA! —comentó Katrin.
—¿Qué sabes tú de eso? —la contradijo Simone.
—En cualquier caso, sus padres la han metido en una clínica muy cara, en
Francia. ¡Eso sí lo he oído! —respondió Katrin, triunfante.
Simone no dijo nada más. En el recreo, Katrin se puso inesperadamente a su lado.
Hacía mucho que no pasaban el recreo juntas.
—Dime —comenzó Katrin—. Tú conoces el mundo de las drogas ahora que tu
hermano está en la cárcel, ¿verdad?
Katrin se colgó del brazo de Simone, como solía hacer antes. Simone no se
sorprendió. Había contado con que la detención de Andy fuera rápidamente la
comidilla de toda la escuela.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
—Pues bueno —Katrin parecía verdaderamente preocupada. Al fin y al cabo,
Simone había sido su mejor amiga—. Alguien me dijo que tú sabías lo de Andy
desde el principio. ¿Es verdad? Quiero decir… ¡A mí no me dijiste nunca ni una sola
palabra!
Ahora sí que Simone estaba sorprendida. ¿Quién lo sabía además de Anna y
Michi? ¿Era posible que Michi continuara teniendo contacto con gente de la escuela?
En cualquier caso, todo lo que tuviera relación con Andy parecía interesar a Katrin.
Quería enterarse con todo detalle de la historia de Andy.
Simone no estaba muy dispuesta a contarle demasiado. Con Katrin no tenía ya la

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confianza que sentía ahora con Sara. Pero Katrin no se rindió.
—¡Qué emocionante! —exclamó, y a partir de entonces se colgaba todos los
recreos del brazo de Simone.
—¿Qué aspecto tiene el hachís? —preguntaba—. ¿Qué se siente con la
mariguana? ¿Cómo se hace con la heroína?
Para Katrin, Simone se había convertido en una experta en drogas. No le creía ni
una palabra cuando Simone le aseguraba que jamás había fumado un churro ni
ninguna otra cosa.
—Bueno, claro —decía Katrin comprensiva—, yo tampoco se lo diría a nadie.
Dos segundos más tarde quería saber a toda costa qué aspecto tenía la heroína.
—Polvo blanco —dijo Simone—. Se hace líquido de alguna manera, pero no sé
cómo. Yo nunca lo vi.
Aquello decepcionó a Katrin. A pesar de todo, habló largo y tendido sobre lo
peligrosas que eran las drogas, como todo el mundo sabe.
—Sólo un chiflado se metería ahí para no volver a salir.
—¡Andy no está chiflado!
—Bueno, a lo mejor él es la excepción.

El permiso de visita llegó a principios de marzo, pero Andy se negó a ver a sus
padres. Sólo quería que lo visitara Simone.
A través de Sara, Simone se enteró de que existía una posibilidad de, al menos,
sacar a Andy de la cárcel. Si se mostraba dispuesto por propia voluntad a someterse a
una terapia de desintoxicación, existía la posibilidad de levantar el arresto durante el
tiempo de la terapia.
Más tarde, una vez que hubiera sido juzgado, tenía incluso la oportunidad de
conseguir la libertad condicional. Todo era terriblemente complicado.
—Primero —le había explicado Sara a Simone durante su segundo encuentro—,
tiene que conseguir lugar para la desintoxicación en una clínica especializada. Si
aguanta la desintoxicación sin escaparse, habrá conseguido dar el primer paso.
Después viene la terapia.
Sara había pedido a Simone que hablara de ello con sus padres. Y como Simone
se fiaba de Sara, porque tenía la impresión de sentirse protegida por ella como antes
lo había estado por Andy, lo hizo.
Simone había temido que sus padres se negaran. Pero, para su sorpresa, el padre
estuvo de acuerdo en contactar con la Asociación e informarse.
—Si Andreas está dispuesto a ir a una clínica de desintoxicación —dijo—, haré
todo lo que pueda para conseguirle una cama lo más rápidamente posible.
Cuando Simone fue a visitar a Andy por primera vez, todo en aquella prisión
preventiva le dio miedo.

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En primer lugar tuvo que mostrar su permiso de visita y su documentación. Sólo
tenía una credencial juvenil.
Después le hicieron pasar por una puerta de control de seguridad, como en los
aeropuertos. Un oficial le revisó el cuerpo y le pasó el detector de metales desde el
cuello hasta los pies.
Simone tuvo que abrir su mochila y sacar todo su contenido. Al hacerlo
aparecieron también dos tampones que llevaba dentro. Le dio vergüenza.
Un funcionario de la prisión la llevó a una habitación grande e iluminada, llena de
mesas y de sillas. Había mucho movimiento. En cada una de las mesas había gente
sentada y platicando. Le dijeron a Simone que se sentara en una mesa vacía junto a la
ventana y que esperara. En ella iba aumentando la sensación de que en cualquier
momento la iban a detener.
Pero entonces dejaron entrar a Andy por una puerta lateral. Miró por encima de
las cabezas de la gente con cierta inseguridad y parecía que no tenía ningunas ganas
de entrar en la habitación.
Simone se puso en pie de un salto y, agitando los brazos, gritó:
—¡Andy! ¡Eh, Andy! ¡Estoy aquí!
Inmediatamente, una oficial se acercó y le advirtió:
—Señorita, aquí no se puede gritar así.
¿Por qué Andy no se daba prisa? Sólo tenían media hora para hablar. No se les
concedían más tiempo.
Simone corrió decidida hacia él, esquivando mesas y sillas. La gente la miraba
extrañada.
Cuando llegó junto a él, le echó los brazos al cuello. De nuevo sintió una mano
extraña sobre su hombro:
—¡Le acabo de decir que esto no puede ser! Haga el favor de comportarse o su
tiempo de visita se habrá acabado.
Simone se quedó mirando la cara de ratón de una mujer vestida con el uniforme
del personal de la prisión. Andy sonrió:
—Tiene razón.
Había adelgazado y tenía la cara inexpresiva y pálida. Llevaba el pelo muy corto.
Demasiado corto, le pareció a Simone, y ya no llevaba bigote.
—¡Caray, Andy! —dijo.
Él no dijo nada.
Según lo establecido, se sentaron en la mesa junto a la ventana y se miraron el
uno al otro durante un rato, como si fueran dos idiotas.
Simone vio una fina capa de sudor en la frente de Andy. Extendió la mano por
encima de la mesa, tocó las puntas de sus dedos y sintió el temblor de sus manos. De
nuevo tenía los ojos como encharcados. Esta vez Simone lo sabía todo.
—¿Tienes dolores?
—Más o menos —respondió Andy.

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La pared invisible que Andy había levantado hacía meses entre ambos parecía
haberse hecho aún más alta y más compacta.
Durante un rato permanecieron sentados, sin decirse nada. Andy miraba apático
por encima del hombro de Simone a algún punto indeterminado. Ella lo observaba.
La media hora que a ella le había parecido tan corta se prolongaba como una
eternidad.
A su alrededor, las voces de otras personas. Dos o tres niños se balanceaban en
sus sillas. Habían venido a visitar a su padre.
Inesperadamente Andy preguntó:
—¿Qué se siente tener un miserable por hermano?
Hasta la tercera o cuarta visita no le contó a Simone que aquella tarde se había
sentido sucio y miserable. Que se había sentido avergonzado. Que no creía valer más
que la basura de un tiradero.
Pero también había sido entonces cuando había comenzado a pensar qué salida
podría haber para él. Aunque aún no la había encontrado. En cualquier caso, aquella
primera tarde Simone tampoco le dijo nada al respecto.
Cuando en la segunda visita sólo faltaban cinco minutos para cumplir la media
hora, Andy se levantó de la mesa. Estaba completamente hundido.
—Lo siento —dijo—. Es mejor que me vaya. ¡Ya nada tiene sentido!
Simone vio como desaparecía, con los hombros caídos, por la puerta por la que
había entrado. Esperó junto a la mesa hasta que la puerta se cerró tras Andy.
Una semana después, Simone cumplió quince años. Se negó a celebrar el
cumpleaños y no quiso regalos.

De la caja de notas de Andy:

Agua en los oídos.


Fuego en el cerebro.
Un lobo en las tripas.
El paraíso, una mentira.
Pero en alguna parte tiene que haber una continuación.

Después de las vacaciones de Semana Santa, Simone volvió a encontrarse sola


durante el recreo.
Advirtió que Katrin y Thomas pasaban los recreos con Tobías y con Moritz el
Gordo.

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En una ocasión Katrin cruzó el patio y fue a su encuentro.
—¿Qué pasa? —dijo—. Vente con nosotros. A Tobías no le importa. ¡Al
contrario! ¡Creo que otra vez está absolutamente embobado contigo!
—¿Tobías? —Simone echó un somero vistazo al grupo. Los tres chicos miraban
espectantes. Moritz estaba tan gordo como hacía un año y Tobías se había convertido
en un yuppie en tamaño reducido.
—¡No, gracias!
—Como quieras —Katrin se encogió de hombros, dejó a Simone y se unió a los
demás.

A finales de abril, el padre había conseguido un lugar en una clínica para Andy.
También la relación de Simone con Sara se había transformado en aquellas pocas
semanas en algo parecido a una sólida amistad. Sara llevó a Simone a hacer
excursiones en bicicleta, al cine e incluso, una vez, a un cabaret. Iban juntas al sauna
y a la alberca cubierta.
A principios de mayo, Andy se declaró dispuesto a apartarse para siempre de la
aguja y se lo dijo a Simone cuando fue a verlo.
Simone se pasó por alto las normas de la cárcel, pegó un salto, rodeó la mesa y le
dio a Andy un beso en su cara sudorosa.
Hacía tiempo que sabía, por Sara, que, si Andy quería, podía conseguir drogas en
la cárcel. Sólo necesitaba dinero. Y como, al parecer, nunca tenía bastante, sufría
constantemente los síntomas de la abstinencia. Ése era el motivo del sudor y los
temblores.
Apenas había besado a Andy, ya estaba allí la «cara-de-ratón» protestando.
—¡Por favor! —gimió Simone con suficiencia—. ¡Es mi hermano! ¡Supongo que
puedo besar a mi hermano!
La cara-de-ratón insistió en que tenía que regresar a su silla.
—El querer —animó Simone a Andy en los tres minutos que faltaban para
terminar el tiempo de visita— es lo más importante. ¡Tienes que quererlo de verdad!
Tienes que decirte sin parar: ¡yo puedo! Y ¡yo quiero! Si lo deseas con todas tus
fuerzas, puedes conseguirlo.
Sí, también le había dicho una vez que podía confiar en ella al cientocincuenta
por ciento. En aquel momento lo había jurado sin reservas.
Pero Andy no juró.
—No garantizo nada —dijo—. Voy a intentarlo sólo porque quiero salir de este
bote de mierda.

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De la caja de notas de Andy:

Desde hace dos días ni un solo piquete.


El infierno.

Simone no sabe cuánto tiempo ha pasado. ¿Una hora? ¿Dos? ¿O sólo media? Tiene la
sensación de que, de tanto estar sentada en el suelo, se ha quedado entumida.
Tiene que ser por el tiempo transcurrido, no por la alfombra. Es de terciopelo
grueso y suave. De la mejor calidad. Sus padres jamás hubieran puesto otra cosa. Lo
que nunca admitirán es que el color es horroroso.
—¡Color caca! —lo definió Andy en su momento. Tenía doce años y Simone
ocho cuando los padres compraron y decoraron la casa.
—¡Color caca! —había corroborado Simone y se había sentido muy valiente
repitiendo las palabras de su hermano.
Pero el padre sólo había reaccionado a las palabras de Andy.
—En primer lugar, jovencito, no tolero ese lenguaje fecal y, en segundo, yo pago
la alfombra, así que también elijo el color.
La madre habló de elegancia. Por supuesto que se refería a la alfombra, no a
Andy.
Simone guarda de nuevo las notas en la caja de cartón. Así termina el
rompecabezas de la vida de Andy, al menos por el momento. Echa un vistazo a su
reloj. Sus padres no tardarán en volver a casa. Entretanto, hace tiempo que Andy
estará ya en la clínica.
El cuerpo de Andy tiene que ser desintoxicado. Los primeros días serán un
infierno para él. Bostezará, tiritará y sudará. De los ojos y de la nariz saldrá
constantemente porquería. Con todos los pelos de su cuerpo de punta y con la piel de
gallina parecerá un pavo frío… «cold turkey» se dice en la jerga de la droga. Los
intestinos se contraerán. Sufrirá calambres en los músculos. Eso y la diarrea que
Andy no podrá contener, le producirán terribles dolores. No podrá controlar ni un
solo músculo de su cuerpo.
En la clínica le ayudarán con calmantes, analgésicos y otras medicinas.
A pesar de todo, se sentirá miserablemente desgraciado y muy solo. Sara no le
ocultó nada cuando Simone quiso saber lo que le ocurriría a Andy.
Simone se levanta del suelo, estira los brazos y se sacude el entumecimiento de
las piernas.
Andy pasará dos semanas en la clínica. Después tendrá que esperar a que haya un
lugar para él en el centro de terapia «Punto de retorno». La espera durará tres meses.
Durante ese tiempo, los terapeutas de «Punto de retorno» le atenderán de manera

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ambulante.
Sara había conseguido reservar para Andy un lugar en un departamento
compartido de la Organización de Ayuda contra la Farmacodependencia. Andy no
quería regresar a casa. Le daba miedo. El ambiente de casa podía hacerlo caer de
nuevo. Simone oye el coche de sus padres en el garaje. El cuarto de Andy está en
penumbra. El sol ya no da directamente en las persianas bajadas.
—Simone, ¿estás en casa?
Es su madre. Llama desde el piso de abajo.
—¡Aquí estoy! —responde Simone.
Se pone la caja de Andy bajo el brazo y va a su habitación. Durante un instante
piensa en dónde podría esconder la caja de la vista de sus padres.
Él no le perdonaría nunca que sus padres leyeran sus notas.
Simone se decide por el cajón de su escritorio. Mete la caja, cierra con llave y
pone la llave en la cadenita que lleva al cuello.
Después baja y ayuda a su madre a preparar la cena.
A media noche se despierta bañada en sudor. Ha soñado con Andy. Estaba en el
tejado de un rascacielos y quería saltar. Simone enciende la luz. Tiene que conseguir
tranquilizarse. Andy no va a saltar de un rascacielos, se dice a sí misma, va a empezar
de cero. Ha dado el primer paso. Además, le dice una segunda voz, algo más amarga,
Andy conoce un método mucho más sencillo para despedirse de la vida; simplemente
con una sobredosis. Pero Sara le ha asegurado que son muy pocos los adictos que se
inyectan una sobredosis a propósito.
¿Y Andy?
¿No había una insinuación en la primera nota?
Andy había escrito:
Cierro los ojos y la desgracia me abandona.
Ahí está otra vez el puño en el estómago. ¡El miedo! Simone deja encendida la
luz de su lamparita de noche. Intenta dormir. No lo consigue.
Al día siguiente insiste para que su padre llame a la clínica. Quiere saber cómo
está Andy.
El padre llama por teléfono y se entera de que, como es lógico, su hijo la está
pasando mal.
¡Pero está vivo!
Simone respira aliviada.
Durante tres meses no podrá verlo. Y cuando, a mediados de agosto, vaya al
centro de terapia de Wesseling, no podrá tener contacto con el mundo exterior durante
las primeras seis semanas. Deberá pasar seis semanas en esa clínica. Sólo durante las
últimas dos semanas podrá reencontrarse con Simone y enfrentarse a la vida real.
Un tiempo muy largo.
¡Una eternidad! piensa Simone. Es doloroso plantearse la nueva situación, pero
sabe que sólo siguiendo ese camino tendrá Andy la oportunidad de librarse de la

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heroína.
En ese tiempo, también tendrá lugar el juicio contra él por tráfico de drogas y
robo.
Cuando Andy supere ambas cosas —el proceso y la desintoxicación— y si da con
un juez razonable, no tendrá que volver a la cárcel. Existe la posibilidad de conseguir
una libertad condicional y así lograr empezar de nuevo.
Tiene que empezar de nuevo. Desde el principio. Tiene que lanzarse otra vez a
vivir de lleno su propia vida. Una vida propia y diferente.

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ANGELIKA MECHTEL nació en Dresde y actualmente vive en Colonia donde
escribe novelas, narraciones cortas, poesía y series para televisión y radio. Aunque su
producción, al principio, iba destinada al público adulto, a partir de 1975 comienza su
trayectoria en el terreno infantil y juvenil. En sus obras plantea problemas e incita a la
reflexión sin dejar atrás el humor y la fantasía. Ha recibido numerosos premios por su
labor literaria.

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