Antología de Ética 2024-1
Antología de Ética 2024-1
Antología de Ética 2024-1
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Trabajo en proceso, no distribuir.
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Índice
1. Eutifrón
Platón
3. Apología o declaración y defensa universal de los derechos del hombre y de los pueblos,
Capítulo IV
Bartolomé de las Casas
5. Ética Nicomaquea
Aristóteles
Referencias Bibliográficas
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1. Eutifrón
Platón
En el s. V a.C., bajo la tiranía de Pericles, tuvo lugar en la Grecia antigua una de las épocas
más asombrosas en la historia de la humanidad: el llamado ‘Siglo de oro ateniense’. En este
periodo histórico se dio un gran empuje a la construcción de gimnasios, escuelas, templos, y
edificios públicos; además, coincidieron grandes escultores, pintores, cómicos, dramaturgos,
políticos y pensadores. Entre estos últimos se encontraban los llamados “sofistas”: pensadores
que decían tener la verdad y cobraban por enseñarla. Los sofistas hicieron importantes
aportaciones al estudio del hombre, de la política y de las artes retóricas. Sin embargo, sus
métodos de enseñanza indignaron mucho a quien, según el oráculo de Delfos, era el sabio más
grande de la Hélade: Sócrates. Este último no podía concebir la idea de pagar por la verdad pues
todos, argumentaba, tenemos acceso a ella. La indignación de Sócrates con los sofistas lo llevó
a popularizar su propio método de enseñanza que es, a la vez, uno de los métodos más
importantes de la filosofía hasta nuestros días: la mayéutica. La lectura que hoy harás te permitirá
conocer de primera mano dicho método.
Seguramente has escuchado la famosísima frase socrática “yo sólo sé que no sé nada.”
Dicha frase fue recogida por el más famoso discípulo de Sócrates, Platón, en su obra Apología de
Sócrates. La frase encapsula maravillosamente el espíritu del método socrático para enseñar y
hacer filosofía. Sócrates fue hasta su muerte un ávido indagador sobre la realidad. Tenía el hábito
de pasearse por las calles atenienses preguntando a sabios e ignorantes su comprensión sobre
determinadas realidades importantes y profundas. Para su mala fortuna, no encontró entre sus
conciudadanos quién pudiera dar buenas definiciones de las realidades exploradas. Ello no
evitaba que todos hablaran y hablaran como si realmente supieran, sin saber en realidad.
Su forma de preguntar era muy particular pues lo que buscaba no era tanto encontrar en
sí la definición de la realidad indagada, sino que sus interlocutores reflexionaran y se dieran
cuenta de cuánto no sabían o de sus errores de pensamiento y, con ello, se decidieran a buscar
la verdad en diálogo con él. Mayéutica proviene del griego y significa “asistencia en el parto”. Al
método de Sócrates se le llamaba así precisamente porque no buscaba “enseñar” ideas a sus
interlocutores, sino “ayudarles a parirlas” al dialogar. Sócrates buscaba encontrar y vivir en
función de un código de conducta que perfeccionara al hombre y lo llevara a ser feliz. Quería,
además, ayudar a los otros a descubrirlo y vivirlo, sin importar su condición.
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terminaría por costarle la vida. Se le condenó a morir bebiendo cicuta por “corromper a los
jóvenes”, debido a sus esfuerzos por ayudarlos a pensar por sí mismos.
Sócrates tuvo muchos discípulos, entre ellos el que más se destaca es Platón. Gracias a
él tenemos conocimiento de la filosofía de Sócrates, pues la preservó a manera de diálogos. La
palabra ‘diálogo’ viene del griego ‘día’, que significa “a través de” o “entre”, y ‘logos’, que significa
discurso o razonamiento. Los diálogos escritos por Platón tienen por lo general a Sócrates como
protagonista y a algún interlocutor importante. El nombre de los diálogos de Platón suele
tomarse de dicho interlocutor.
En el caso del texto concreto del que leerás un fragmento a continuación, el interlocutor
de Sócrates es Eutifrón. Eutifrón era una especie de profeta o sabio religioso de la antigua
Atenas, según se puede ver en el texto. El diálogo toma lugar fuera de las cortes atenienses (el
‘pórtico del rey’) donde Sócrates y Eutifrón se encuentran. Sócrates se dirigía a las cortes para
comparecer tras su acusación de ser un ‘corruptor de la juventud’. Eutifrón, por otro lado, está
ahí para acusar a un familiar de asesinato. No diremos más en este momento para que tú mismo
lo descubras al leer el fragmento del diálogo a continuación. Basta decir que la situación en la
que se encuentra constituye un caso moral muy complejo. Sócrates, como verás, buscará hacerlo
reflexionar sobre si realizar dicha acusación es lo moralmente bueno (o lo piadoso o santo), o es
más bien todo lo contrario.
Eutifrón parece estar muy seguro de que es lo correcto, pues cree ser una de las pocas
personas de Atenas que conoce lo que es lo piadoso o moralmente correcto en una situación
como la que él enfrenta. Sócrates, sin embargo, no quita el dedo del renglón y (no sin algo de
ironía) le plantea una serie de preguntas que lo llevan a analizar aquello que entiende por
‘moralmente bueno’ (o piadoso o santo). El caso que presenta Eutifrón al acusar a su padre de
homicidio, lo lleva a hacer una investigación de lo que sucedió la noche del crimen, en este
cuestionamiento se puede ver cómo Sócrates aplica los 3 elementos necesarios para jugar la
moralidad del acto concreto: objeto, fin y circunstancias. Este es un preámbulo a lo que más
tarde Aristóteles comenzará a establecer como elementos necesarios para juzgar los casos éticos
y que, como veremos más adelante en el curso, Tomás de Aquino formalizará en una de sus
obras principales muchos siglos después.
Notarás también que Sócrates termina atendiendo el tema de la piedad o rectitud moral
no sólo como una necesidad religiosa (para agradar a los dioses), ni mucho menos sólo como un
ejercicio teórico vano. La pregunta tiene para Sócrates una dirección eminentemente práctica:
busca saber qué es lo que implican la piedad y la justicia (darle a cada quien lo que le corresponde)
para su actuar concreto y el de su contrincante. Así, la ética es una ciencia práctica. La teoría ética
está necesariamente vinculada a la propia acción, no puede quedarse solo en ideas, sino que exige
coherencia con la propia vida.
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Preguntas para guiar la reflexión
- ¿Por qué podemos decir que la situación que enfrenta Eutifrón es una situación
moral compleja?
- ¿En qué medida el razonamiento y la argumentación sobre lo que hace que una
acción sea buena es necesario para solucionar casos morales complejos como el que
enfrenta Eutifrón?
1. Eutifrón
1.2. Texto
Eutifrón
o de la santidad
Eutifrón
¿Qué novedad, Sócrates? ¿Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del
Rey? Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan a aquí.
Sócrates
Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman negocio de
Estado.
Eutifrón
¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que tú acuses
a nadie.
Sócrates
Seguramente que no.
Eutifrón
¿Es otro el que te acusa?
Sócrates
Sí.
Eutifrón
¿Y quién es tu acusador?
Sócrates
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Yo no le conozco bien; me parece ser un joven, que no es conocido aún, y que creo se llama
Meleto, del demo de Piteo. Si recuerdas algún Meleto de Piteo de pelo laso, barba escasa y nariz
aguileña ese es mi acusador.
Eutifrón
No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusación que intenta contra ti?
Sócrates
¿Qué acusación? Una acusación que supone no ser un hombre ordinario; porque en los
pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que sabe lo
que hoy día se trabaja para corromper la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores. Sin
duda este joven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene a acusarme
de que corrompo sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre común.
Y es preciso confesarlo; es el único que me parece conocer los fundamentos de una buena
política; porque la razón quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educación
de la juventud, para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; a la manera que un buen jardinero
fija su principal cuidado en las plantas tiernas, para después extenderlo a las demás. Sin duda
Meleto observa la misma conducta, y comienza por echarnos fuera a nosotros, los que dice que
corrompemos la flor de la juventud. Y después que lo haya conseguido extenderá
indudablemente sus cuidados benéficos a las demás plantas más crecidas, y de esta manera hará
a su patria los más grandes y numerosos servicios; porque no podemos prometernos menos de
un hombre que comienza con tan favorables auspicios.
Eutifrón
¡Ojalá sea así, Sócrates! Pero me temo que ha de ser todo lo contrario; porque atacándote a
ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado. Pero te suplico me digas qué
es lo que dice que tú haces para corromper la juventud.
Sócrates
Cosas que, por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que fabrico
dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. He aquí de lo que
me acusa.
Eutifrón
Ya entiendo; es porque tu supones tener un demonio familiar que no te abandona. Bajo
este principio él te acusa de introducir en la religión opiniones nuevas, y con eso viene a
desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto a recibir
esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede a mí mismo, cuando en las asambleas hablo de cosas
divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no
es porque no se hayan visto realizadas las cosas que he predicho, sino porque tienen envidia a
los que son como nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no curarse de ello
y seguir uno su camino.
Sócrates
Mi querido Eutifrón; no es un gran negocio el verse algunas veces mofado, porque al cabo
los atenienses, a mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal que no se mezcle
en la enseñanza. Pero si se mezcla, entonces montan en cólera, ya sea por envidia. como tú dices,
o por cualquiera otra razón.
Eutifrón
En estas materias, Sócrates, no tengo empeño en saber cuáles son sus sentimientos
respecto a mí.
Sócrates
He aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas voluntariamente
tu ciencia a los demás; pero respecto a mí, temo no creen que el amor que tengo por todos los
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hombres me arrastra a enseñarles todo lo que sé; no sólo sin exigirles recompensa, sino
previniéndoles y estrechándoles a que me escuchen. Que, si se limitasen a mofarse de mí, como
dices se mofan de ti, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversión; pero
si toman la cosa seriamente, sólo vosotros los adivinos podréis decir lo que sucederá.
Eutifrón
Espero que ningún mal te suceda, y que llevarás a buen término tu negocio, como yo el
mío.
Sócrates
¿Luego tienes aquí algún negocio? ¿Y eres defensor o acusador?
Eutifrón
Acusador.
Sócrates
¿A quién persigues?
Eutifrón
Cuando te lo diga me creerás loco.
Sócrates
¡Cómo! ¿Acusas a alguno que tenga alas?
Eutifrón
El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.
Sócrates
¿Quién es?
Eutifrón
Mi padre.
Sócrates
¡Tu padre!
Eutifrón
Sí, mi padre.
Sócrates
¡Ah! ¿De qué le acusas?
Eutifrón
De homicidio, Sócrates.
Sócrates
De homicidio, ¡por Hércules! He aquí una acusación que está fuera del alcance del pueblo,
que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos que un hombre ordinario tendría
mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha
llegado a la cima de la sabiduría.
Eutifrón
Sí, ¡por Hércules!, a la cima de la sabiduría.
Sócrates
¿Es alguno de tus parientes a quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe ser
así, porque por un extraño no habías de acusar a tu padre.
Eutifrón
¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un
extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o
injustamente. Si es justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado
a perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte
cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único
que puede absolver a ambos. Mas voy a ponerte al corriente del hecho que motiva la acusación.
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El muerto era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando
habitábamos en Naxos.
Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno
de nuestros esclavos, que le mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo sumió en una
profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exegetas para saber lo que debía
hacer, sin curarse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca
importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas le mataron
antes que el hombre, que mi padre envió, volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la
familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio,
que ellos pretenden que no ha cometido, y aun dado caso de que le hubiera cometido,
sostienen que yo no debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y
que por otra parte es una acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos
están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío
de lo que es santo!
Sócrates
Pero, ¡por Júpiter!, ¿crees, Eutifrón, tú que conoces tan exactamente las cosas divinas, y que
distingues con precisión lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las cosas de la
manera que dices, puedas perseguir a tu padre, sin temor de cometer una impiedad?
Eutifrón
Me estimaría bien poco, y Eutifrón no tendría ventaja sobre los demás hombres, si no
conociese todas estas cosas perfectamente.
Sócrates
¡Oh maravilloso Eutifrón! Estoy convencido de que el mejor partido que yo puedo tomar
es hacerme tu discípulo y hacer saber a Meleto, antes del juicio de mi proceso, que hasta aquí he
mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy día, viendo
que me acusa de haber caído en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas sobre
la divinidad, me he pasado a tu escuela. Así, pues, le diré: Meleto, si confiesas que Eutifrón es
hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos
sentimientos que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que
Eutifrón no es ortodoxo, emplaza al maestro antes de tomarla con el discípulo, puesto que él es
el que pierde a los dos ancianos, su padre y yo; a mí por enseñarme una religión falsa, y a su
padre por perseguirle, fundado en los principios de esta misma religión. Pero si se desentiende
de mi petición y continúa en perseguirme, o dejándome se dirige a ti, tú no dejarás de comparecer
y decir lo mismo que yo le hubiera significado.
Eutifrón
¡Por Júpiter!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto
encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.
Sócrates
Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan
atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Meleto; ese hombre que penetra hasta tal punto el
fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.
Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué
es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que
pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones?
Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma
idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?
Eutifrón
Seguramente, Sócrates.
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Sócrates
Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío.
Eutifrón
Llamo santo, por ejemplo, lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo hombre que
comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano o
cualquiera otro; y llamo impío no perseguirles. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero
darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se
lo he dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera
que él sea. Todo el mundo sabe que Júpiter es el mejor y el más justo de los dioses, y todos
convienen en que encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia;
y Saturno no trató con menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra
mí porque persigo a mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta
contradicción, juzgando de tan distinto modo la acción de los dioses y la mía.
Sócrates
¿No es esto mismo, Eutifrón, lo que motiva hoy mi acusación ante el tribunal, porque
cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy persuadido
que este será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religión, estás de
acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que nosotros
lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingenuamente no tener ningún conocimiento
de estas materias. Esta es la razón para pedirte, en nombre del dios que preside a la amistad, que
no me engañes, y que me digas: ¿Crees que todas estas cosas se hayan realmente verificado?
Eutifrón
No sólo éstas, sino también otras más sorprendentes, que el pueblo ignora.
Sócrates
¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas las demás
pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en sus
cuadros, de que se hace ostentación por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra
ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesión a la ciudadela del Acrópolis durante
las Panateneas? Eutifrón, ¿debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?
Eutifrón
No sólo éstas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije antes, que te explicaré si quieres,
y que te sorprenderán bajo mi palabra.
Sócrates
No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasión que estemos más despacio.
Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has satisfecho
plenamente a mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Sólo me has dicho, que lo
santo es lo que tú haces, acusando a tu padre de homicidio.
Eutifrón
Te he dicho la verdad.
Sócrates
Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?
Eutifrón
Sin duda.
Sócrates
Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una o dos cosas santas
entre un [18] gran número de otras que lo son igualmente; sino que me des una idea clara, y
distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas;
porque tú mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean
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santas; así como un solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te
acuerdas?
Eutifrón
Sí, me acuerdo.
Sócrates
Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que, teniéndolo siempre a la vista, y
sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros
hagan, que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.
Eutifrón
Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto a satisfacerte.
Sócrates
Seguramente es lo que quiero.
Eutifrón
Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los dioses, e impío lo que les es
desagradable.
Sócrates
Muy bien, Eutifrón. Me has contestado con precisión a lo que te había preguntado; mas, en
cuanto a saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero
indudablemente me convencerás de que lo es.
Eutifrón
Te satisfaré.
Sócrates
Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es una cosa,
es un hombre que es agradable a los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un hombre, es
una cosa que les es desagradable, [19] y de este modo lo santo y lo impío son directamente
opuestos; ¿no es así?
Eutifrón
Sin contradicción.
Sócrates
¿Te parece estar esto bien definido?
Eutifrón
Lo creo.
Sócrates
¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y
que muchas veces están discordes y divididos?
Eutifrón
Sí; sin duda.
Sócrates
Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce
entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber
cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más
bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?
Eutifrón
Es claro.
Sócrates
Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondríamos a
medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?
Eutifrón
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En el acto.
Sócrates
Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa por
medio de una balanza?
Eutifrón
Sin dificultad.
Sócrates
¿Pues qué es lo que podría hacernos enemigos irreconciliables, si llegáramos a disputar sin
tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna de estas
cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son
lo justo y lo injusto, lo honesto y lo deshonesto, el bien y el mal. Porque, ¿no son éstas las
que, por falta de una regla suficiente para ponernos de acuerdo en nuestras diferencias, nos
arrojan a deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.
Eutifrón
He aquí, en efecto, la causa de nuestros disentimientos.
Sócrates
Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre sí sobre cualquiera cosa, ¿no es
preciso que recaigan necesariamente sobre alguna de las mismas que dejo expresadas?
Eutifrón
Eso es de toda necesidad.
Sócrates
Por consiguiente, según tú, excelente Eutifrón, los dioses están divididos sobre lo justo y
lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden
tener otro objeto de disputa; ¿no es así?
Eutifrón
Como lo dices.
Sócrates
Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra honestas, buenas y justas las ama, y
¿aborrece las contrarias?
Eutifrón
Sin dificultad.
Sócrates
Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este disentimiento
es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?
Eutifrón
Sin duda.
Sócrates
Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les es al
mismo tiempo agradable y desagradable.
Eutifrón
Así parece.
Sócrates
Y por consiguiente, ¿lo santo y lo impío no son una misma cosa según tú?
Eutifrón
La consecuencia parece ser exacta.
Sócrates
Aún no has respondido a mi pregunta, incomparable Eutifrón; porque yo no te preguntaba
lo que es a la vez santo e impío, agradable y desagradable a los dioses; de manera que podrá
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suceder muy bien sin milagro que la acción que haces hoy persiguiendo en juicio a tu padre,
agrade a Júpiter y desagrade a Caelo y a Saturno; que sea agradable a Vulcano y desagradable a
Juno; y así a todos los demás dioses que no estén conformes en una misma opinión.
Eutifrón
Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que ninguno de
ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.
Sócrates
Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oído jamás que se haya atrevido nadie a
sostener que el que ha [22] cometido una muerte infamemente, o cometido cualquiera otra
injusticia, pueda quedar sin castigo?
Eutifrón
No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales: Dos que han cometido
injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.
Sócrates
¿Pero esas gentes, Eutifrón, confiesan que han cometido injustamente aquello de que se
los acusa? ¿O bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?
Eutifrón
No lo confiesan, Sócrates.
Sócrates
No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven a sostener ni suponer que
siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos
no han cometido injusticia. ¿No es así?
Eutifrón
Es cierto.
Sócrates
No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la cuestión es
saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.
Eutifrón
Eso es cierto.
Sócrates
¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, si es cierto, como antes has confesado, que los
dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son
injustos? Estos últimos, ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre
nosotros, no hay uno que se atreva a decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.
Eutifrón
Todo lo que dices es cierto, por lo menos en general.
Sócrates
Di también en particular, por qué las disputas de todos los días de los dioses y de los
hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa,
precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal acción es justa, y
diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?
Eutifrón
Seguramente.
Sócrates
Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifrón, y dime, para mi instrucción particular, qué
prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono; el
cual, de resultas de haber quitado la vida a palos a un esclavo, había sido cargado de hierros por
el dueño de éste, causándole la muerte, antes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta que
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esperaba. Hazme ver que en este suceso es una acción piadosa y justa, que un hijo acuse a su
padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una
manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Si consigues esto,
no cesaré toda mi vida de celebrar tu habilidad.
Eutifrón
Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.
Sócrates
Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque respecto a ellos,
les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los dioses
desaprueban la acción de tu padre.
Eutifrón
Se lo haré ver claramente, con tal que quieran escucharme.
Sócrates
¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal que les dirijas bellos discursos; pero he aquí una
reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun
cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono,
¿habré adelantado en la cuestión?, ¿conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?
La muerte del colono ha desagradado a los Dioses, según se pretende, y yo convengo en
ello; pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están
divididos, y lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. también doy por
sentado que los dioses encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero
corrijamos un poco nuestra definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos
los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos
y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que
nos atengamos a esta definición de lo santo y de lo impío?
Eutifrón
¿Quién lo impide, Sócrates?
Sócrates
No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él
me enseñarás mejor lo que me has prometido.
Eutifrón
Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, é
impío lo que todos ellos aborrecen.
Sócrates
¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin examen y
habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda suelta a nuestra
imaginación y a nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa
existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?
Eutifrón
Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar
es justo.
Sócrates
Eso es que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque
es santo, o es santo porque es amado por ellos?
Eutifrón
No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.
Sócrates
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Voy a explicarme. ¿No decimos, que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una
cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes
tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?
Eutifrón
Me parece que lo comprendo.
Sócrates
La cosa amada, ¿no es diferente de la cosa que ama?
Eutifrón
Vaya una pregunta.
Sócrates
Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra
razón?
Eutifrón
Porque se la lleva, sin duda. Sócrates
Sócrates
¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la
ve?
Eutifrón
Seguramente.
Sócrates
Luego no es cierto que se ve una rosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista
porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es
empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que
ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se
hace una cosa porque ella es hecha, que un ser, que padece, no padece porque es paciente, sino
que es paciente porque padece. ¿No es así?
Eutifrón
¿Quién lo duda?
Sócrates
Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente?
Eutifrón
Seguramente.
Sócrates
Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque
es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.
Eutifrón
Esto es más claro que la luz.
Sócrates
¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses,
como tú lo has sentado?
Eutifrón
Seguramente.
Sócrates
¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón?
Eutifrón
Precisamente porque es santo.
Sócrates
15
Luego es amado por los dioses porque es santo; mas, ¿no es santo porque es
amado?
Eutifrón
Así me parece.
Sócrates
Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman?
Eutifrón
¿Quién puede negarlo?
Sócrates
Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es
lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy
diferentes.
Eutifrón
¿Cómo es eso, Sócrates?
Sócrates
No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es
santo, y que, no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?
Eutifrón
Lo confieso.
Sócrates
¿No estamos también de acuerdo, en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque
ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?
Eutifrón
Eso es cierto.
Sócrates
Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una
misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían
lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es
amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino
porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos: amable a los dioses y santo son muy
diferentes; el uno no es amado sino porque los Dioses lo aman, y el otro es amado porque merece
serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has
hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser
amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a
mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con
exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede
haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.
16
2. La ética en los conflictos de la modernidad
Alasdair MacIntyre
Su obra más conocida, Tras la virtud (After Virtue: A Study in Moral Theory, 1981), ofrece
una explicación sugerente y persuasiva de la crisis moral de la modernidad desde un punto de
vista aristotélico. Otras de sus obras más influyentes son Justicia y racionalidad (1988), Tres versiones
rivales de la ética (1990) y Animales racionales y dependientes (1999). La lectura que leerás en esta
ocasión es parte del capítulo IV de su libro Ética en los Conflictos de la Modernidad (2016). Esta obra
es una de las más importantes en filosofía moral de los últimos años. El libro sintetiza y
profundiza las mayores aportaciones filosóficas del pensamiento del autor, que pretende resolver
las preguntas relevantes sobre la moral para las personas comunes, y no solo para los expertos.
En este libro, el autor explora de modo crítico algunas de las principales tesis éticas nacidas a
partir de la Edad Moderna.
A continuación leerás las últimas secciones del capítulo VI. en dicho capítulo MacIntyre
aborda la pertinencia para los lectores contemporáneos de la ética neoaristotélica. La sección 6,
donde comienza la lectura, trata sobre la idea moderna de felicidad, criticada por el autor por
concebirse sólo como un estado psicológico. En la sección 7 plantea la pregunta de si la felicidad
psicológica es de hecho siempre un bien para el ser humanas, o cuáles serían las condiciones
para que así lo sea. Además plantea la felicidad como un estado sustantivo con referentes
objetivos, cuyo contenido es una vida lograda. Esta segunda perspectiva es de corte aristotélico-
tomista, pero adaptada al lenguaje y la mentalidad modernas. En este sentido, MacIntyre busca
responder a problemáticas que vivimos en la actualidad y que sin duda te resultarán familiares.
Es importante que al ir leyendo te asegures de tener muy claro cuáles son las ideas que está
criticando el autor y cuáles son las que está defendiendo o proponiendo.
La noción de felicidad como el fin de la vida humana es una constante en teorías éticas
distintas. Sin embargo, como podrás reflexionar a partir de esta lectura, no todas las personas, ni
entre ellas todos los filósofos, tienen la misma concepción de lo que es la felicidad. Aristóteles
en su Ética a Nicómaco (¡de donde también leerás en este curso!) discute precisamente cómo de la
17
noción que tengamos de lo que es la felicidad depende en gran medida cómo pensemos que
hemos de vivir nuestra vida. Aprovecha esta lectura para indagar dentro de tus propias
convicciones y revisar a fondo la noción de felicidad como fin de la vida en la que basas tus
acciones.
18
2. La ética en los conflictos de la modernidad
2.2 Texto
1
Martin Seligman. Learned Optimism: How to Change Your Mind and Your Life. New York: A.A. Knopf, Inc. 1991 [Aprenda
optimismo: Haga de su vida una experiencia maravillosa. Madrid: Deblsillo, 2011)
2
E. Diener, E. Sandvik, L. Seidlitz, y M.Diener “The Relationship Between Income and Subjective Well-Being:
Relative or Absolute?” Social Indicators Research 28 (1993): 195-223-
19
la construcción de la Base de datos mundial sobre la Felicidad en la Universidad Erasmus de
Róterdam.
Era el turno de los economistas, que mostraron cómo los estudios empíricos sobre la
felicidad pueden contribuir a una comprensión más sofisticada de en qué consiste maximizar la
satisfacción de las preferencias y qué relaciones han de darse entre ciertos tipos de organizaciones
institucionales y sociales y la consecución de elevados niveles de felicidad en la población.3 Para
sus hallazgos resultó fundamental la construcción de escalas que permitieron que las medidas de
la felicidad derivadas de una fuente pudiesen compararse con las que provenían de otras fuentes.
Así, por ejemplo, se ha establecido que en el Reino Unido un incremento de mil libras en el
salario anual de una persona incrementa de media su felicidad en 0,0007 dentro de una escala de
siete puntos, mientras que ver a sus amigos con algo más de frecuencia incrementa dicha felicidad
en 0,161 puntos de la misma escala (Financial Times, 28 de agosto de 2010). Es digno de atención
el modo en que la felicidad se ha convertido en una empresa conjunta de psicólogos, sociólogos
y economistas que realizan referencias cruzadas entre sus respectivos trabajos. Reviste, por tanto,
cierta importancia que cuando usen la palabra «felicidad» y sus traducciones y términos similares
todos estén hablando de la misma cosa, del mismo significado. ¿Es así? ¿Y se refieren a lo mismo
de lo que hablan los publicistas, los terapeutas, los políticos y lo que recoge el lenguaje ordinario?
A primera vista parece que tenemos un problema. Diferentes investigadores ofrecen
definiciones distintas, y se han propuesto diferentes medidas de la felicidad que rivalizan entre
sí. Con todo, una lectura cuidadosa de la literatura disponible apunta a que son todos intentos
de captar una misma noción, la misma noción que está presente en el lenguaje y el pensamiento
corrientes. Es la noción que captura el sociólogo Ruut Veenhoven, profesor de Estudios sobre
la Felicidad en la Universidad Erasmus y director de la Base de Datos Mundial, cuando declara
que «en mis cincuenta años de investigación sobre el tema la definición sobre la felicidad no ha
sufrido cambios. Es una apreciación subjetiva de la vida» (Irish Times, 5 de junio de 2009). Y es
también la noción de Richard Layard, asesor económico del gobierno laborista del Reino Unido
entre 1997 y 2001, cuando escribe: «Entiendo por felicidad sentirse bien, disfrutar de la vida y
desear que ese sentimiento permanezca». 4Desmenucemos algo más esta noción.
Cuando los anteriores, como otros, hablan de la felicidad, entendida de esa manera, se
refieren a un estado psicológico, un estado consistente en estar a gusto, contento, satisfecho con
algún aspecto de la vida de uno, -la vida matrimonial de uno, las circunstancias financieras de
uno, el trabajo de uno- o con la vida de uno en su conjunto. No es solo que uno encuentre la
vida propia agradable en este o aquel aspecto, sino que a uno le resultan agradables los
pensamientos y sentimientos que depara contemplar esa vida. De tal modo que, si uno es feliz,
uno quiere seguir siendo feliz, y, si uno es infeliz, uno quiere pasar a ser feliz. La felicidad, así
entendida, se considera algo que uno desea. ¿Podríamos llegar a suponer que somos felices,
cuando en realidad no lo somos? Tal vez albergamos descontentos que nos negamos a reconocer,
insistiendo tanto ante nosotros mismos como ante otros que somos perfectamente felices,
engañándonos a nosotros mismos y al resto. No obstante, la mejor evidencia, de largo, de que
alguien es feliz, es que dice que lo es y no manifiesta insinceridad ni ofrece evidencias en sentido
contrario. Es partiendo de esta premisa que la mayoría de nuestros contemporáneos tratan
el tema a diario, y del mismo modo proceden los investigadores de las ciencias sociales cuando
exploran el asunto.
3
Véase Bruno S. Frey y Alois Stutzer. Happiness and Economics. Princeton University Press, 2002, y Happiness,
Economics and Politics. Cheltenham: Edward Elgar, 2009.
4
Richard Layard, Happiness: Lessons from a New Science. London: Penguin Books, 2005, p.12.
20
Resumiendo: la felicidad, así entendida, es un estado en el que solo hay sentimientos
positivos. Es por lo tanto un estado libre de deseos insatisfechos, un estado en el que tampoco
hay miedos y aprensiones graves. Se produce por grados, como la infelicidad, y desde esta
perspectiva resulta que todo el mundo quiere ser feliz en cuanto más aspectos de su vida sean
posibles. Los distintos individuos pueden, al declararse felices o atribuirse felicidad, dar más o
menos importancia a este aspecto o el de más allá. Pero todos están de acuerdo, y en esto los
agentes individuales en su día a día coinciden con los investigadores de las ciencias sociales, en
juzgar que la felicidad es un bien muy grande, tal vez el bien, sin más. De este acuerdo parte la
importancia política del asunto. ¿Es realmente un bien? ¿Cómo respondemos a esta cuestión
desde un punto de vista tomista aristotélico?
Comencemos con los verbos que usamos al declararnos felices o atribuirnos felicidad o
declarar que carecemos de ella en nuestro uso corriente del lenguaje. Decimos que estamos a
gusto o contentos o satisfechos con esto o lo otro, o que estamos a disgusto o descontentos o
insatisfechos por o a causa de esto o lo otro. Las preposiciones y locuciones prepositivas («con»,
«por», «a causa de») son importantes. Las utilizamos al expresar actitudes intencionales hacia algo
o alguien, y los objetos de tales actitudes son siempre tales que tiene sentido preguntar si nos
proporcionan o no buenas razones para nuestra actitud, para ser y sentirnos felices o infelices
del modo y hasta el punto en que lo somos, «¿Qué hay en esto que me satisface tanto?», nos
preguntamos, o «¿Es lo suficientemente importante como para hacerme sentir infeliz?». ¿En qué
consiste, entonces, que alguien tenga una buena razón para ser y sentirse feliz?
Primero, el objeto relevante debe ser tal y como el individuo considera que es. Si soy feliz
porque he aprobado el examen, entonces tengo una buena razón para ser feliz solamente si
aprobé el examen. Si lo que me pone contento es que la cosecha vaya a ser inusualmente buena,
entonces solo tengo una buena razón para estar contento si mis optimistas predicciones sobre la
cosecha están justificadas. Segundo, aquello que me place, aquello acerca de lo cual me siento
feliz, debe ser tal que contribuya directa o indirectamente a mi bien o al bien de otros de quienes
tengo razones para preocuparme. Para que alguien tenga una buena razón para ser y sentirse
infeliz, la primera de estas condiciones ha de darse, también la segunda, aunque replanteada,
sustituyendo la palabra «bien» por «daño o pérdida». Y por supuesto podemos tener una buena
razón para ser felices o infelices, pero no así de felices o así de infelices. Recordarnos a nosotros
mismos este puñado de verdades obvias nos permite plantear esta cuestión: «¿Es bueno ser
feliz?». Tomemos para ello el ejemplo de un profesor que tiene dos estudiantes muy diferentes.
Uno realiza una y otra vez un trabajo mediocre con una inmensa alegría, pese a ser capaz de
trabajar con estándares superiores. Contempla a sus esforzados contemporáneos con
displicencia y se vanagloria de hacer justo lo suficiente para salir del paso, acometiendo tan solo
aquello que le place hacer y valorando su vida y a sí mismo en términos muy satisfactorios. El
otro estudiante trabaja duro y le va bien, pero es constantemente presa de la ansiedad, y le inunda
siempre el pensamiento de que podría haberlo hecho mejor. El primero es un perezoso y
feliz holgazán, el otro un perfeccionista infeliz. Su profesor servirá al bien de estos estudiantes
haciendo que el estudiante feliz sea infeliz, y que el infeliz sea feliz.
Esto sugiere una primera tesis: que es bueno ser feliz si uno tiene buenas razones para
ser feliz, y bueno ser infeliz si y solo si uno tiene buenas razones para ser infeliz. ¿Por qué
21
decimos «si» en el primer caso y «si y solo si» en el segundo? Para tener en cuenta esos casos en
los que puede ser bueno ser feliz sin que existan buenas razones, como cuando nos levantamos
por la mañana y nos sentimos inexplicablemente felices, no felices por esto o lo otro, sino felices,
sin más. Esta tesis contempla el caso de que me levante sintiéndome triste y deprimido pese a
no tener razones para ello, y que eso se considere un mal en sí mismo. ¿Resulta, pues, irrelevante
la consideración de las razones, para nuestra evaluación de aquellos estados de alegría y contento
o de pesadumbre y depresión -llamémoslos estados de ánimo- en los que no tenemos ninguna
razón particular para sentirnos de ese modo? Sería una conclusión errónea. Imaginemos a alguien
cuyo estado de ánimo sea tranquilo, pacífico. Carece de razones concretas para sentirse en paz
consigo mismo y con el resto del planeta. Simplemente está así. Entonces recibe una noticia
devastadora. Alguien cercano ha muerto en circunstancias angustiosas. Esta persona tiene ahora
razones más que suficientes para no sentirse tranquilo y en paz. Si continuase sintiéndose así,
habría base para sospechar de la existencia de algún desorden psicológico grave. Lo mismo
podría decirse respecto a alguien que no estuviese alegre ni por asomo, pese a haber recibido
una noticia extraordinariamente buena.
Todos estos ejemplos proporcionan una base para una generalización: que siempre es
bueno ser infeliz cuando uno tiene buenas razones para ser infeliz y que es siempre malo ser feliz
cuando uno tiene buenas razones para ser infeliz, una conclusión que parece dramáticamente
contraria a la creencia popular contemporánea de que la felicidad es un bien incondicional,
creencia que es respaldada por muchos teóricos. La réplica a esto puede ser que la discrepancia
es solo aparente, que no es real. Porque cabe decir que quienes consideran su propia felicidad
como un bien tienen siempre razones para su felicidad. Cuando responden a encuestas diciendo
que son felices, ya sea con sus vidas en conjunto o con este o aquel aspecto de ellas, lo que nos
están diciendo es que existen facetas de dichas vidas que les proporcionan razones para ser
felices. Pero incluso si eso fuese cierto, existiría siempre una cuestión adicional, la de si quienes
se declaran así de felices tienen razones suficientemente buenas para ser felices. ¿Puede suceder
que su creencia de que tienen razones suficientemente buenas para ser felices sea un error, un
error que, tal y como están las cosas, ellos no pueden subsanar por faltarles los recursos para
hacerlo?
Aquí viene al caso una investigación empírica muy notable. Con anterioridad a 2006 y
durante unos treinta años, los daneses han ocupado el primer puesto entre los europeos en
cuanto a la felicidad autoatribuida, con más de dos tercios de sus habitantes, de acuerdo con los
resultados del Eurobarómetro, declarando estar muy satisfechos con sus vidas, mientras que la
mayoría del resto de países se movía en torno a un tercio en cuanto a esa medida. En 2006, otra
investigación aportó la respuesta a por qué sucedía esto. Los daneses tienen expectativas
desusadamente bajas.5 Los daneses, al parecer, esperan menos de la vida que los suecos y los
finlandeses, por ejemplo, y a causa de ello están más satisfechos con sus vidas. Los daneses,
debemos señalar, tienen una alta tasa de divorcios y una esperanza de vida menor a la media. Por
lo tanto, la pregunta es pertinente: ¿esperan los daneses demasiado poco de sus vidas? Es
una cuestión a responder no solo a propósito de los daneses, sino también de todos aquellos que
nos cuentan que son felices. Porque si son felices solamente porque sus expectativas son bajas
o erróneas, entonces no tienen buenas razones para ser felices.
Quienes albergan bajas expectativas pueden llegar a sufrir a causa de una merma en la
percepción de sus posibilidades o por falta de esperanza. Los primeros son incapaces de imaginar
cambios importantes en su condición. Los segundos no esperan nada positivo de esos cambios.
5
Kaare Christensen, Ann Maria Herskind, y James W. Vaupel, “Why Danes are Smug: A Comparative Study of
Life Satisfaction in the European Union”, British Medical Journal (23 de diciembre 2006): 333.
22
En cualquiera de ambos casos, si están contentos con sus vidas tienen buenas razones para ser
felices solo si está justificada su visión del mundo y su respuesta a esa visión. Si carecen de esa
justificación, su felicidad es ilusoria. Lo que importa es que deberían tener expectativas realistas
sobre los bienes que pueden conseguirse en la familia y el hogar, en la escuela, en el ámbito
laboral o donde sea, y tales expectativas se desarrollan en y a través del reconocimiento de las
posibles y necesarias transformaciones de sus actividades en movimientos compartidos hacia la
consecución tanto de los bienes comunes como de los individuales. De ahí se sigue que, si
queremos comprender, no digamos evaluar, las declaraciones y autoatribuciones de felicidad,
debemos ser capaces de identificar y entender las expectativas de quienes se consideran felices o
son considerados felices por otros.
Tenemos que ser capaces de identificar y entender sus deseos y aspiraciones. Ferdinand
Lassalle, el socialista del siglo diecinueve, habló de la «maldita falta de aspiraciones de los pobres»,
la falta de aspiraciones de quienes estaban tan hundidos por su pobreza y las adversidades
concomitantes que se les escapaba todo lo que sobrepasase sus necesidades perentorias, no
manifestando deseo alguno de nada que fuese más allá de eso. Lassalle supo ver que este es uno
de los efectos de la pobreza extrema, aunque no son solo los muy pobres quienes sufren por una
falta de deseo. Quienes han sido decepcionados con demasiada frecuencia, quienes han
aprendido a ser agradecidos por las satisfacciones pequeñas sin exigir nada más y quienes
padecen fatiga vital o aburrimiento o depresión también pueden ver mermados sus deseos, de
ahí que resulte sencillo satisfacerles. Las declaraciones de felicidad pueden referirse justamente a
esta clase de satisfacciones.
La felicidad, tal y como se la entiende comúnmente, no es por lo tanto necesariamente
un estado deseable, y la maximización de la felicidad es un ideal político frente al que tenemos
que estar en guardia. Lo que importan son las expectativas y deseos tanto de los que son felices
como de los que son infelices, e identificarlos e interpretarlos es una labor que entraña cierta
complejidad. Pero sin ese trabajo los estudios sobre la felicidad son, en el mejor de los casos,
engañosos. Es una tarea que requiere atender no solamente a cómo responden las encuestas
quienes son estudiados, sino también al vocabulario que emplean y a las sutilezas de ese uso del
vocabulario. Si a alguien se le pregunta, por ejemplo, por sus sentimientos acerca de su trabajo,
podría decir que está satisfecho con él, y eso puede significar desde que está muy contento hasta
que está satisfecho a secas, aunque sea un poco. Christensen y el resto de coautores demostraron
ser admirablemente conscientes de esto en su minuciosa discusión sobre la palabra danesa tilfreds,
que puede traducirse como «contento» o «satisfecho». Acertaron al concluir que en ese caso no
es decisivo lo que se escoja al traducir, pero no siempre ocurre así.
Hay otra complejidad que también merece nuestra atención. Entre las situaciones con
las que podemos estar contentos o descontentos están aquellas que consisten en que se nos
complazca o se nos perturbe. Si en un arrebato de Schadenfreude nos complace oír que a alguien
que detestamos le ha sobrevenido una desgracia, puede que nos incomode que eso nos
complazca. Si nos incomoda el comentario malicioso que alguien hace de un tercero, puede que
nos complazca que esa malicia nos incomode. Mill afirmaba que era mejor -y para Mill eso
quería decir que resultaba más placentero- ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho.
¿Por qué importa que seamos capaces de realizar, y efectivamente realicemos, estos juicios de
nivel superior? Considérese cierto grupo de personas que hasta la fecha no haya logrado
reconocer lo mala que es su situación, de modo que no haya sido capaz de movilizar y dirigir sus
energías para ponerle remedio. Ahora, tras calibrar su situación de un modo adecuado, estas
personas se disponen animosamente a emprender una serie de nuevas tareas. En cierto sentido
están bastante menos contentos de lo que estaban. Pero en un sentido distinto están mucho más
contentos consigo mismos. Y sería una tontería preguntar si son más felices o infelices, así, sin
23
más, como lo sería hacer la misma pregunta a muchos grupos humanos inmersos en transiciones
que comportan un nuevo nivel de conciencia moral y política.
Así pues, nunca está justificado que uno de nuestros objetivos sea hacer a los demás más
felices con independencia de que tengan razones o no para serlo. Que nos haga infeliz este o
aquel aspecto de nuestra condición es a menudo mejor para nosotros que ser felices. ¿Cómo es
entonces que muchos de nuestros contemporáneos piensan de otro modo? La respuesta
seguramente es que piensan en los agentes como si estuviesen orientados a la satisfacción de sus
deseos, y que los agentes racionales son quienes priorizan esos deseos, deseos que se expresan
como un conjunto de preferencias. Las instituciones impersonales son descritas por esos
individuos como proveedoras de oportunidades para la satisfacción de las preferencias bajo las
restricciones institucionales y de la Moral, en mercados competitivos, en sistemas políticos
competitivos, en la formación de lazos personales, esto es, proveedoras de oportunidades para
la consecución de la felicidad.
Es en el seno de órdenes sociales y culturales así concebidos que la concepción
contemporánea dominante de la felicidad adquiere su estatus indispensable. Ser feliz es haber
realizado elecciones que han resultado en la satisfacción, al menos en su mayor parte, de las
preferencias y deseos de uno, tal y como unas y otros se expresan en dichas preferencias. El
deber de la benevolencia, concebido en términos cuasi kantianos o utilitaristas, consiste en hacer
felices a otros. Así pues, no ha de parecer problemático a quienes se entienden a sí mismos de
esta manera que la meta del gobierno deba ser la maximización de la felicidad. No obstante, lo
hemos visto, esto es del todo problemático. Que lo sea queda sin duda fuera del alcance de
quienes se encuentran como en casa respecto a las concepciones económicas, políticas y morales
del orden social dominante. Con todo, cabe la posibilidad de entender este orden social de modo
que lo que esta concepción oculta salga a la luz -como la función que cubre ese ocultamiento-
como ocurre a veces para quienes entienden sus actividades y sus vidas en unos términos que
los sitúan en conflicto con la concepción dominante y con aquellas instituciones en las que esta
toma cuerpo, esto es, para quienes piensan en términos de los bienes comunes y cuyo
razonamiento práctico se corresponde más con la perspectiva neoaristotélica que con la de los
teóricos de la decisión. ¿Cómo entienden ellos la felicidad?
La historia de su concepción de la felicidad, como la de su comprensión de los bienes y
su modo de razonamiento práctico, es instructiva. Consideremos el sentido de «feliz» cuando
traducimos términos clásicos del latín. «Feliz (felix) aquel que puede investigar el orden de las
cosas», dijo Lucrecio. «Feliz (beatus) aquel que, apartado de los asuntos del mundo, trabaja la
tierra familiar con su propio buey», dijo Horacio. No estaban hablando de los sentimientos del
científico y el labriego, sino felicitándose por el hecho de tener buenas razones para pensar bien
de sí mismos. Así pues, ¿en qué consiste estar en ese estado en el que está justificado que uno
piense bien de sí mismo? Aristóteles había respondido a esta cuestión, y sus seguidores
medievales usan las mismas palabras para nombrar ese estado al que se refirieron Lucrecio
y Horacio, felix y felicitas, traducidos al inglés medieval tardío como «happy» y
«happiness», beatus y beatitudo traducidos sobre todo a «blessed» (bendito) y «blessedness» (beatitud).
Hay dos tesis aristotélicas detrás del uso de estas palabras.
La primera, que ser feliz es implicarse en ciertas actividades valiosas, llevar cierto tipo de
vida. ¿Qué tipo? Aquel en que las capacidades de uno, físicas, morales, estéticas e intelectuales,
se desarrollen y formen de modo que se dirijan a la consecución de los fines propios de un agente
racional. Ser feliz es, por lo tanto, desear y actuar como uno tiene buenas razones para desear y
actuar. La «felicidad» no es el nombre de un estado mental, aunque los estados mentales no sean
irrelevantes para la felicidad. La segunda tesis aristotélica en cuestión es esta: lo que disfrutas,
aquello que te complace, depende del tipo de agente que seas, de tus atributos de la mente y el
24
carácter. En la medida en que esos atributos se correspondan con las excelencias distintivas del
ser humano, disfrutarás justamente de esos tipos de actividad que conforman la vida feliz para
los animales racionales. Es por causa de que los agentes humanos sean humanos que la educación
de sus sentimientos biológicamente dados importa. Es a causa y en la medida en que sean
racionales que les importará tener o no buenas razones para sentirse como se sienten.
Al llamar a esta exposición de la felicidad «aristotélica» pudiera parecer que estoy
sugiriendo que se trata solo de la teoría de la felicidad de un filósofo. Pero el propio Aristóteles
asumió que la tarea del filósofo es ante todo identificar y elucidar conceptos que toman cuerpo
y se presuponen en las declaraciones y actividades de las personas normales y corrientes alejadas
de la filosofía, y sus seguidores medievales y post-medievales, al aproximarse a la felicidad,
hicieron otro tanto. Ciertamente, mucho de lo dicho en inglés ordinario -y en irlandés y en
francés y en polaco- es consistente con esta afirmación. Lo que digo es que, incluso en sociedades
en las que a los agentes se les enseña a pensar de sí mismos en términos muy distintos, la
comprensión aristotélica de la felicidad continúa a menudo expresándose y presuponiéndose en
un amplio espectro de actividades, respuestas y juicios, y ello porque consigue capturar -también
la red de conceptos de la que forma parte- ciertas verdades sobre los seres humanos, verdades
que asumimos en nuestras prácticas diarias incluso siendo inconsistentes con la forma en que
nos representamos nuestra propia imagen.
Si Aristóteles estaba en lo cierto respecto a cómo ha de entenderse la felicidad, entonces
la infelicidad es a menudo apropiada. Preocuparse de alguien o de algo es asumir una
vulnerabilidad, exponerse a la pérdida, a la infelicidad y la aflicción. Ser invulnerables a la aflicción
nos haría incapaces para la amistad. Realizar elecciones bajo condiciones de incerteza es siempre
ser vulnerable a un futuro arrepentimiento, a la infelicidad de constatar que la elección de uno
ha resultado en un daño o una pérdida para uno mismo o para otros. Pero hacerse invulnerable
a ese arrepentimiento equivaldría a vivir sin una asunción de riesgos creativa y valiente. Ser
consciente, de un modo realista, de los daños y peligros de los que uno se expone, requiere con
frecuencia aprender a vivir con miedo, y el miedo no es un estado feliz. Pero una vida sin miedos
sería una vida marcada o por una irresponsable bravuconería o por una cautela excesiva y
paralizante. Estos tipos varios de infelicidad, la infelicidad del pesar, la infelicidad del
arrepentimiento y la infelicidad del miedo, constituyen elementos inexcusables de las vidas en las
que están presentes la amistad, la valiente asunción de riesgos y la perspectiva realista de cómo
son las cosas. Pero esas son precisamente las vidas de quienes apuntan a la consecución de la
felicidad, tal y como Aristóteles la entendía. La buena vida, la vida realizada, puede ser y con
frecuencia es infeliz según los estándares de los estudios sobre la felicidad. Ni Wittgenstein ni
Rothko fueron felices a tenor de dichos estándares, pero sin su infelicidad no creo que
hubiesen llegado a ser Wittgenstein y Rothko. Fue, me parece, por haber entendido esto, que
Charles de Gaulle, al ser preguntado por algún imprudente si era feliz, replicó: «No soy
estúpido».
25
3. Apología o declaración y defensa universal de los
derechos del hombre y de los pueblos, Capítulo IV
Bartolomé de las Casas
Bartolomé de las Casas (1484-1566) fue uno de los más famosos cronistas de la conquista
española de Mesoamérica, y tuvo una vida como la de pocos. Si viviera en la actualidad, lo
reconoceríamos como un gran activista humanitario. Fue uno de los primeros españoles en llegar
a América y fue un encomendero en la isla de La Española (donde hoy se encuentran Haití y la
República Dominicana). Durante sus años de encomendero participó en la explotación de la
población nativa, y en muchos ataques, redadas e incluso masacres contra ésta. No obstante,
algunos años después de su llegada a la isla se ordenó sacerdote, lo que lo llevó pocos años
después a un fuerte proceso de arrepentimiento por su participación en dichas atrocidades. Esto
lo llevó a renunciar a su encomienda y a sus siervos (sus encomendados) y a exhortar a sus
compatriotas a hacer lo mismo. En esto último no tuvo mucho fruto.
Firmemente convencido y horrorizado de lo que ahora entendía como una gran injusticia
cometida en los territorios conquistados, Las Casas viaja varias veces a España para convencer
a las autoridades españolas de terminar con el sistema de encomiendas. El gobierno español en
general apoyó a Las Casas, sin embargo, sus enemigos se encargaron de que su plan fracasara.
Con ello, Las Casas toma por un tiempo un rumbo distinto. Decide ingresar a la orden de los
dominicos, y dedica los siguientes años a estudiar la filosofía de Tomás de Aquino y a escribir su
testimonio sobre la colonización de la Nueva España. Tiempo después regresa a España para
seguir defendiendo su causa frente a Carlos I de España (V de Alemania). Para ello preparó lo
que después sería una de las obras por las cuales es recordado: la Brevísima relación de la destrucción
de las Indias. El emperador fue convencido por sus argumentos y abolió formalmente el sistema
de encomiendas. Desafortunadamente, ello nunca entró en vigor dada la oposición de los
encomenderos y del mismo virrey de Nueva España. En este mismo periodo, Las Casas fue
nombrado Obispo de Chiapas (donde aún se le recuerda dentro del nombre de la capital cultural
del estado: San Cristóbal de Las Casas, considerada).
Como parte de su labor intelectual para defender a los pobladores originales de la Nueva
España, Las Casas participó en el famoso ‘debate de Valladolid’, contra Juan Ginés de Sepúlveda,
quien era el intelectual preferido de los encomenderos. Habrás ya intuido el porqué de esto
último: Ginés de Sepúlveda argumentaba que los pobladores nativos de América eran incapaces
de gobernarse a sí mismos y por ello era deber de los españoles someterlos por la fuerza. Las
Casas argumentó fuertemente en contra de ello. Ginés de Sepúlveda argüía que el sometimiento
de los nativos era lícito y justo por las faltas que consideraba que éstos cometían contra la ley
natural. También decía que éstos estaban en un estado de barbarie incivilizada que clamaba su
sometimiento a un pueblo civilizado y que debían ser convertidos al cristianismo por la fuerza.
26
Las Casas refutó a Ginés de Sepúlveda con los argumentos contenidos en el texto del
cual leerás un fragmento a continuación: la Apología (o defensa) de los indios. En ella, argumenta
que los nativos de América no eran incivilizados ni carecían de orden social. Todo lo contrario,
argumenta que eran seres racionales que debían ser convencidos de la religión cristiana, y no
obligados a convertirse por la fuerza. En es misma obra, Bartolomé de las Casas argumenta que
los españoles y nativos de América son iguales, pues ambos son seres racionales. Esto hoy tal
vez te parezca evidente pero, como hemos visto, en el siglo XVI no todos los europeos lo tenían
tan claro. Para Bartolomé de las Casas todos los hombres (incluyendo a los nativos de América),
en cuanto seres racionales, son capaces de virtud y de acción libre, voluntaria y consciente. En
otras palabras: españoles y nativos por igual son capaces de obrar con autonomía. Pueden tener
errores en su apreciación de las normas morales que se desprenden de la ley natural, pero no
tienen total ignorancia de esta última.
Incluso en los sacrificios humanos, que eran para Ginés de Sepúlveda una de las razones
claves para predicar la falta total de racionalidad y moralidad en los pobladores originarios de
Mesoamérica, Las Casas encuentra indicios de cierto conocimiento de la ley natural poseída por
los nativos pues hay en los sacrificios humanos un reconocimiento del grandísimo valor del ser
humano, tanto así que es la ofrenda máxima que el pueblo ofrece a sus dioses. Si bien la forma
en que se manifiesta ese conocimiento del valor del ser humano dista mucho de ser perfecta, es
un atisbo del orden de la razón (la ley natural) a la que todos los hombres sin distinción étnica
tienen acceso. No hay porqué erradicar por completo las culturas precolombinas de la faz de la
tierra, argumenta Las Casas contra lo que proponían muchos españoles, pues hay mucho en ella
de reconocimiento del bien en función de la ley natural.
En el texto a continuación, verás cómo Las Casas argumenta que los nativos de América
no son bárbaros en el sentido de carecer de autodominio frente a la ley natural (tal vez algunos
lo son, pero, dice Las Casas, también lo son algunos españoles), ni son bárbaros por no tener
ningún comportamiento virtuoso, civilización, religión, ni orden social. Así, los indios pueden
ser corregidos en lo que hagan de erróneo, pero ello debe hacerse por medio de la persuasión
que alumbra la inteligencia y mueve a la voluntad hacia el bien y la verdad.
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28
3. Apología o declaración y defensa universal de los
derechos del hombre y de los pueblos, Capítulo IV
3.2 Texto
Capítulo IV
Así pues, por lo que se ha explicado y aclarado se aprecia claramente la diferencia que
establece el Filósofo entre las dos especies de bárbaros mencionadas. Pues esos de los que habla
en el libro primero de los Políticos y hemos tratado últimamente, son bárbaros en sentido
absoluto, propio y estricto, es decir, necios y carentes de razón suficiente para gobernarse, sin
ley, sin rey, etcétera; por eso no son por naturaleza dignos de tener poder político. En cambio, a
la clase de bárbaros que explica en el libro tercero de la misma obra concede y afirma que tienen
un poder político legítimo, justo y natural: a estos ciertamente, aunque no hagan uso de las letras
y del arte literario, no les falta, sin embargo, habilidad y prudencia para regirse y gobernarse,
tanto pública como privadamente. Por eso tienen reinos, comunidades y ciudades que se rigen
con prudencia mediante leyes y derecho consuetudinario; de este modo, su principado es
legítimo y natural, aunque tenga alguna semejanza con la tiranía. De ello se deduce
necesariamente que sus reyes están dotados de razón y no faltan la justicia ni la paz en sus pueblos
ni en sus provincias, pues de otra forma no podrían subsistir ni permanecer en su ser político ni
mantenerse en él largo tiempo, como se ve claramente por lo que dicen el propio Filósofo y San
Agustín.
Por tanto, no todos los bárbaros carecen de razón ni son por naturaleza siervos o
indignos del poder político: algunos tienen justamente y según la naturaleza reinos y dignidades
reales, jurisdicciones y leyes buenas y existe entre ellos un poder político legítimo.
Y si enseñáramos que entre nuestros indios que habitan las regiones occidentales y
meridionales —valga llamarles bárbaros y que lo sean— hay reinos esplendorosos, grandes
muchedumbres de gentes en convivencia social y política, grandes ciudades, reyes, jueces, leyes,
comerciantes, compradores, vendedores, y personas que se sirven del alquiler y del resto de
relaciones institucionalizadas por el derecho de gentes, ¿quedará claramente probado que el
reverendo doctor Sepúlveda falseó de manera maliciosa y muy culpable la doctrina aristotélica,
en contra de este tipo de gentes, ya fuera por ignorancia, ya por malicia, y que así los difamó de
modo falso y quizá irreparable ante el mundo entero?
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prudencia, conforme al bien y la justicia, gobernados por leyes que superan a las nuestras en
muchos aspectos y podrían causar admiración a los sabios atenienses, como demostraré en su
lugar correspondiente, esto es, en la segunda parte de esta Apología.
Y si por carecer de literatura elegante deben ser domeñados a fuerza de guerras, que
Sepúlveda escuche a Trogo Pompeyo: Los hispanos no pudieron recibir el yugo de provincia conquistada
antes de que César Augusto, una vez que tenía sometido totalmente el mundo, volvió contra ellos sus armas
victoriosas y dio forma de provincia a aquel pueblo bárbaro y fiero, promoviendo su acceso a un modo de vida más
culto. He aquí que se llama a los hispanos “gente bárbara y fiera”, y bien querría oír a Sepúlveda
contestar, con esa inteligencia suya, a la pregunta de si considera justa la guerra de los romanos
contra los hispanos para librarlos de su barbarie, y a la de si los hispanos harían la guerra
injustamente al defenderse reciamente de ellos.
En segundo lugar apelo a los españoles, ladrones y torturadores de esta pobre gente.
¿Pensáis que, una vez sometida la fiera y bárbara gente de Hispania, los romanos podrían con
todo derecho repartiros a todos entre ellos, asignando a cada cual tantas cabezas de machos y
tantas de hembras? ¿Y también juzgáis que pudieron los romanos despojar a los gobernantes de
su jurisdicción y obligar a todos vosotros, privados de vuestra libertad, a trabajos duros,
empleándoos por cierto en buscar yacimientos de oro y plata, en extraer y refinar metales? Y si
en definitiva los romanos hicieron esto, como se conoce claramente por Diodoro, ¿no tenéis
vosotros derecho a defender vuestra libertad, y todavía más vuestra vida con la guerra?
¿Permitirás, Sepúlveda, que Santiago evangelizase de este modo a tus cordobeses? ¡Por Dios y la
fe de los hombres! ¿Esto es imponer el yugo de Cristo a los cristianos? ¿Esto es limpiar de fiera
barbarie las almas de los bárbaros? ¿O es más bien que ladrones, asesinos y bandidos crueles
actúen y suman a esta gente tan pacífica en la desesperación? Los indios no tienen ese tipo de
barbarie, ni son necios, ni estúpidos, sino dóciles y muy ingeniosos para todas las artes liberales,
y tienen una gran inclinación a recibir, venerar y observar la religión cristiana y a corregir sus
pecados, según enseña la experiencia: una vez que los sacerdotes les han iniciado en los sagrados
misterios, y han sido instruidos en la palabra de Dios, están dotados de las mejores costumbres.
Y antes de la llegada de los españoles —según hemos dicho— tenían estados bien constituidos
políticamente con leyes saludables.
[...]
Y si Sepúlveda, como correspondía a un hombre serio, hubiera querido conocer
plenamente la verdad antes de ponerse a escribir viciado por las mentiras de los tiranos, debería
haberse asesorado por hombres religiosos e íntegros, que han convivido durante muchos años
con estas gentes y conocían las dotes de estas gentes, tanto su talento y su saber hacer como
también el progreso que en religión y buenas costumbres habían conseguido. [...]
De esta manera se ve que el fundamento de Sepúlveda para enseñar que estas gentes son
salvajes y necias es más falso que falso.
Concedamos, no obstante, que esta gente no destacara por agudeza de ingenio y buen
saber hacer: ciertamente no están obligados a someterse a quienes saben más y a adoptar la
manera de pensar de ellos, de manera que si rehúsan hacerlo, puedan ser domeñados mediante
la guerra y reducidos a esclavitud, como hoy se hace.
Pues las personas tienen por ley natural muchas obligaciones, pero si no las quieren
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cumplir, no se les puede forzar a ello. Por ley natural debemos abrazar la virtud e imitar la
integridad de las personas piadosas; sin embargo, nadie es castigado por su maldad si no llega a
la rebelión. Todas las personas deben por ley natural abrazar la fe católica si les es predicada de
manera cristiana y como se debe; sin embargo, no se fuerza a nadie a aceptar la fe de Cristo.
Nadie es castigado porque esté cargado de vicios si no llega a la rebelión o a cometer delito
contra la propiedad o contra las personas. A nadie se fuerza a abrazar la virtud y a hacerse buena
persona. Quien recibe un beneficio está obligado por ley natural a corresponder con una
obligación que se llama “antidotal”; no obstante, nadie se ve forzado a ello ni se le castiga si no
lo cumple —según la tradición de los jurisconsultos—. Es una obra piadosa socorrer al hermano
que pasa necesidad, la naturaleza hizo a los hombres con tendencia a hacerlo y les obliga a ello;
sin embargo, nadie es forzado a dar limosna. Sobre este asunto véase lo que se dice luego más
ampliamente en el capítulo decimocuarto.
Por tanto, nadie que sea verdaderamente sabio puede obligar por la fuerza a un bárbaro
ignorante a que se le someta, sobre todo, perdiendo su libertad. Los pobres indios sufren todo
tipo de atropellos contra toda ley divina y humana y contra la misma ley natural. No hay que
hacer el mal para sacar un bien, como, por ejemplo, si alguien castrase a otro contra su voluntad:
aunque los castrados se ven libres del deseo carnal, que enloquece las mentes de los hombres,
quien castra a otro es castigado severísimamente.
[...]
Y cualesquiera que sean los reyes o gobernantes, si no gobiernan rectamente a sus
súbditos, sean bárbaros o griegos, fieles o infieles, transgreden la ley eterna y tienen en Dios a
un juez vengador de esa transgresión.
Por tanto, ya que cada pueblo tiene por ley eterna un gobernante o soberano, no hay
razón para que un pueblo, con el pretexto de tener una cultura superior, ataque a otro ni destruya
reinos ajenos, pues en tal caso actuaría contra la ley eterna que leemos en los Proverbios: No
violes las fronteras antiguas que pusieron tus padres. Esto no es un acto propio de quien posee una
cultura superior, sino de iniquidad y un falso pretexto para apoderarse de lo ajeno. En
consecuencia, cualquier pueblo, por bárbaro que sea, puede defenderse de un pueblo de cultura
superior que quiera someterle y privarle de libertad, más aún, puede castigar lícitamente al pueblo
más culto con la muerte, por la crueldad y violencia con que le maltrata contra todo principio de
ley natural; y esta guerra es ciertamente más justa que la que a ellos se les hace en nombre de una
cultura superior.
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4. Suma Teológica I-II q.18 a. 1
Tomás de Aquino
Según se cuenta, Tomás6 era de temperamento callado y taciturno por lo que sus
compañeros pensaban que era de lento pensamiento y lo llamaban “el buey mudo”. Alberto
Magno, sin embargo, viendo la valía de su alumno les replicaba que los mugidos de ese buey
mudo un día resonarían por el mundo entero. La metafórica predicción de su gran maestro
resultaría cierta pues la influencia de su pensamiento sigue teniendo un profundísimo impacto y
valor hasta el día de hoy.
Tomás de Aquino escribió varias obras, entre ellas sobresale la Suma teológica, de la cual
leerás un fragmento a continuación. La palabra ‘suma’ (que se traduce del latín summa) era
utilizada por los autores escolásticos para referirse a un tratado sobre algo. Esta obra, como la
segunda palabra en su título lo dice es, ante todo, una obra de teología. La teología, como su
etimología nos indica, es la ciencia encargada del estudio de Dios. Tal vez te preguntes, y con
justa razón, por qué estás por leer un texto extraído de un tratado de teología para tu estudio de
una materia filosófica. La justificación de esto viene del hecho de que la teología cristiana hunde
sus bases no sólo en datos revelados, sino también en la filosofía. Por ello, el texto que leerás, a
pesar de ser un texto con fuertes matices teológicos, tiene una riqueza filosófica extraordinaria
que podrás descubrir. Para fines de tu materia de Ética, no te distraigas demasiado con las
6
Notarás que podemos referirnos a Tomás de Aquino, incluso académicamente, por su nombre propio. Ello se
debe a que así lo adoptó la tradición. En el caso de autores contemporáneos, no obstante, si no quieres utilizar su
nombre completo, utiliza sus apellidos para referirte a ellos.
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alusiones teológicas, y céntrate en los argumentos que son inteligibles con la pura razón humana,
es decir, sin presuponer la fe en Dios que se revela a sí mismo al hombre.
Una de las cuestiones filosóficas más importantes del texto es la pregunta propia de la
ética sobre qué es lo que hace que una acción humana sea ‘buena’ o ‘mala’. Tomás hace una
importante aseveración metafísica: lo que hace que una acción sea buena o mala es lo mismo
que hace que cualquier otra cosa sea buena o mala. Que algo sea bueno o malo depende del
grado de ser de esa cosa, con base en la aseveración metafísica de que “el bien y el ser son
convertibles”. Las cosas son buenas en tanto que son (es decir, en tanto que tienen ‘ser’). Dios,
filosóficamente hablando, es aquello que ‘es’ de la manera más perfecta y absoluta. Todas las
demás cosas o seres ‘son’ (tienen ser), pero no ‘son perfectos’. Los seres imperfectos no sólo
son imperfectos si se les mide contra el ser que tiene perfección absoluta, sino que también son
imperfectos en relación a su propia esencia (es decir, en relación ‘al tipo de cosa’ que ‘son’). Es
decir, no sólo no ‘son perfectamente’ sino que tampoco ‘son perfectamente aquello que son’.
Tal vez esta explicación te parezca muy abstracta, por lo que te proponemos un ejemplo.
Piensa en un caballo. Llamémosle ‘Rocinante’, como el famoso corcel de Don Quijote.
Rocinante, por un lado, evidentemente no es el ser más perfecto que hay (no es Dios). Para no
irnos muy lejos, sabemos que Rocinante no es eterno. Un buen día morirá y no habrá más
Rocinante. Por otro lado, aunque Rocinante sea el caballo más maravilloso que jamás haya
existido, de todas formas sabemos que posiblemente haya o pueda haber un caballo que es aún
‘un mejor caballo’ (que sea un caballo más perfecto en tanto caballo). Tal vez Rocinante tiene la
pezuña lastimada o está un poco bajo de peso, y es imperfecto si lo comparamos con lo que sería
el caballo perfecto. Como el ser y el bien son convertibles, Rocinante es ‘malo’ porque, por un
lado, no es ‘el ser perfecto’, y por otro, tampoco ‘es el caballo perfecto’. A pesar de tanta crítica
Rocinante es también bueno, porque ‘es’ (tiene ser), explicaría Tomás de Aquino.
En esta explicación, al estar afirmando que Rocinante es malo, lo que puede estar
haciéndote ruido es que en el lenguaje cotidiano usualmente usamos la categoría “maldad” para
abarcar la categoría ética. Ejemplo de ello sería ‘sé que Hitler era malo por todo lo que hizo.’ No
obstante, considera lo siguiente: si tengo un mango malo, no estoy diciendo que sea éticamente
malo (un mango malvado), pero tampoco que es total y completamente malo. Simplemente estoy
diciendo que carece de algo que debería tener (muy posiblemente carece de dulzura, tiene algún
gusanillo, etc.). Igual Rocinante, cuando decimos que es malo metafísicamente, no estamos
diciendo que es un caballo perverso con ojos en llamas, simplemente que es deficiente en alguno
o varios aspectos de su ser. Así que, verás que el Aquinate está haciendo una aseveración muy
interesante cuando dice que una acción humana es mala de la misma manera que otras cosas son
metafísicamente malas. A una acción humana mala le falta algo para ser una acción como debería
ser. La categoría de ‘maldad ética’ es la categoría que atribuimos a la imperfección de algo cuando
ese algo es una acción humana, una acción procedente de la voluntad libre del hombre.
Antes de comenzar a leer es importante que conozcas el estilo del texto. La Suma teológica
está escrita en el más puro estilo de la escolástica. Escolástica es el nombre con que se le conoce
a la filosofía y la teología de la baja edad media, pues ésta se desarrolló en las grandes ‘escuelas’
o universidades, como la Universidad de París, donde estudió y dio clases Tomás de Aquino. La
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Suma teológica está compuesta por varios escritos que siguen un formato concreto conocido como
quaestio, que se traduce del latín como ‘pregunta’. Tú leerás la primera parte de una de estas
cuestiones. Como notarás, el texto a continuación comienza planteando una pregunta difícil. El
resto del texto busca articular una respuesta lo más clara y mejor argumentada posible.
La respuesta de Tomás para dicha pregunta se encuentra en la sección que dice respondo
o respuesta. No obstante, antes de dar su respuesta, verás que Tomás lista una serie de
objeciones. Las objeciones son razones que parecen apoyar una o más posturas contrarias a la
suya. Date cuenta del valor argumentativo que esto tiene: Tomás no sólo busca convencernos
de su respuesta simplemente porque lo dice él, sino que antes de darnos su respuesta considera
cuáles podrían ser las posturas contrarias a la misma. Finalmente, tras darnos su respuesta, nos
da respuestas concretas a cada una de las objeciones que planteó al comienzo. Así, cierra el texto
no solo diciéndonos cuál es su postura y cuál o cuáles son las posturas contrarias a la suya: nos
dice también por qué las posturas contrarias no pueden ser verdaderas. De este modo, su postura
queda perfectamente blindada contra sus oponentes. Es una manera excelente de argumentar.
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4. Suma Teológica I-II q.18 a. 1
4.2 Texto
Objeciones por las que parece que toda acción del hombre es buena y ninguna mala.
1. Dice Dionisio en el capítulo 4 de De div. nom. que el mal sólo obra en virtud del bien. Pero en
virtud del bien no se hace el mal. Luego ninguna acción es mala.
2. Además, nada obra sino en cuanto que está en acto. Pero no hay nada malo en cuanto que
está en acto, sino en cuanto que la potencia está privada de acto: la potencia en cuanto se
perfecciona por el acto es bien, como se dice en el XI Metaphys. Luego nada obra en cuanto es
mal, sino sólo en cuanto es bien. Luego toda acción es buena y ninguna mala.
3. Además, el mal sólo puede ser causa accidentalmente, como demuestra Dionisio en el capítulo
4 de De div. nom. Pero toda acción tiene de suyo un efecto. Luego ninguna acción es mala, sino
que toda acción es buena.
Contra esto: está lo que dice el Señor en Jn 3,20: Todo el que obra mal, odia la luz. Luego alguna
acción del hombre es mala.
Respondo: Hay que hablar del bien y del mal en las acciones igual que del bien y del mal en las
cosas, porque todas las cosas producen acciones semejantes a ellas. Ahora bien, en las cosas todo
tiene de bien cuanto tiene de ser, pues el bien y el ente se convierten, como se dijo en la primera
parte (q.5 a.1.3; q.17 a.4 ad 2). Pero sólo Dios tiene toda la plenitud de su ser en unidad y
simplicidad, mientras que todas las demás cosas tienen la plenitud de ser que les es conveniente
con diversidad. Por eso sucede en algunas cosas que en un aspecto tienen ser y, sin embargo, les
falta algo para la plenitud de ser que les es debida. Por ejemplo: para la plenitud del ser humano
se requiere que sea un compuesto de alma y cuerpo, que tenga todas las potencias e instrumentos
del conocimiento y del movimiento; por consiguiente, si algo de esto le falta a un hombre, le
falta algo integrante de la plenitud de su ser. Por tanto, tiene de bondad cuanto tiene de ser, y en
la medida en que le falta plenitud de ser, le falta bondad, que se llama mal; así, un hombre ciego
tiene de bondad que vive, y de mal, que carece de visión. Si, por el contrario, no tuviera nada de
bondad o de entidad, no podría decirse que fuera bueno ni malo. Pero porque pertenece a la
razón de bien la plenitud de ser, si a alguien le falta algo de la plenitud debida de ser, no se llamará
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absolutamente bueno, sino bajo algún aspecto, en cuanto es ente; aunque se podría decir que es
absolutamente ente y bajo algún aspecto no ente, como se dijo en la primera parte (q.5 a.1 ad 1).
Por consiguiente, hay que decir que toda acción tiene tanto de bondad cuanto tiene de ser, pero,
en la medida que le falta algo de la plenitud de ser que se debe a una acción humana, en esa
medida le falta bondad, y así se dice que es mala; por ejemplo, si le falta una cantidad determinada
según la razón o el lugar debido o algo similar.
A las objeciones:
1. El mal obra en virtud de un bien deficiente, pues, si no hubiera en él nada de bien, ni sería
ente ni podría obrar; pero si no fuera deficiente, no sería mal. Por tanto, también la acción
causada es un bien deficiente que, bajo algún aspecto, es bien, pero absolutamente es mal.
2. Nada impide que algo esté bajo algún aspecto en acto, y por eso pueda obrar, mientras que
bajo otro aspecto esté privado de acto, y por ello cause una acción deficiente. Por ejemplo, un
hombre ciego tiene en acto la virtud de andar, mediante la cual puede andar, pero en la medida
que carece de vista, que dirige el andar, padece un defecto al andar cuando anda tropezando.
3. Una acción mala puede tener de suyo algún efecto, por lo que tiene de bondad y de entidad.
Así, un adulterio es causa de generación humana en cuanto tiene unión de varón y mujer, pero
no en cuanto que carece del orden de la razón.
Respondo: Las cosas se disponen igual en la bondad que en el ser. En efecto, hay cosas cuyo
ser no depende de otra cosa, y en ellas basta considerar su mismo ser absolutamente. Pero hay
cosas cuyo ser depende de otra, por lo que es necesario considerarlas en relación con la causa de
la que dependen. Por otra parte, la bondad de una cosa depende del fin, igual que el ser de una
cosa depende del agente y de la forma. Por eso, en las divinas personas, que no tienen una
bondad que dependa de otra cosa, no se considera ninguna razón de bondad procedente del fin.
Pero las acciones humanas, y las otras cosas cuya bondad depende de otra, tienen razón de
bondad que procede del fin del que dependen, además de la bondad absoluta que hay en ellas.
Así, por consiguiente, en una acción humana puede considerarse la bondad en cuatro niveles: 1)
por el género, en cuanto es acción, pues tiene tanta bondad como acción y entidad, según se dijo
36
(a.1); 2) por la especie, que se recibe según el objeto conveniente; 3) por las circunstancias, como
accidentes que son; 4) por el fin, según su relación con la causa de la bondad.
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5. Ética Nicomáquea
Aristóteles
Aristóteles es uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos. Nació en el 384 a.C. en
Estagira (por ello se le suele llamar “El Estagirita”). Creció dentro de la corte real de Macedonia
y estudió en la Academia de Platón, donde pronto destacó por su gran inquietud por el saber y
su gran capacidad intelectual. Se dice que gran parte del dinero que recibía lo gastaba en libros,
lo que le ganó el apodo de ‘el lector’ en la Academia. Posteriormente pasó a convertirse en
maestro dentro de dicha casa de estudio, en la que en total permaneció 20 años. Tiempo después,
y tras la muerte de Platón, Aristóteles sería invitado de nuevo a la corte Macedonia para educar
al heredero al trono del rey Filipo II: Alejandro, quien sería conocido como ‘el grande’ o ‘el
Magno’.
A los 50 años regresó a Atenas y fundó una nueva casa de estudio, misma que recibiría
el nombre de ‘El Liceo’, por encontrarse cerca del templo de Apolo Licio. En el Liceo se
impartían una gran variedad de materias, pero con énfasis en la filosofía. Los libros que hoy
leemos de Aristóteles fueron concebidos primariamente como apuntes de las clases impartidas
a sus alumnos. Entre sus obras encontramos muchas fuentes canónicas de la filosofía occidental,
y muchas otras son base indispensable del desarrollo de las ciencias exactas. Entre los temas
cubiertos por sus obras encontramos: lógica, física, meteorología, botánica y zoología,
astronomía, metafísica, política, retórica, estética, epistemología, psicología, y por supuesto, ética.
Indudablemente, Aristóteles fue un hombre como pocos: no sólo tuvo interés en gran
variedad de asuntos, sino que llegó a tener en prácticamente todos ellos el conocimiento más
desarrollado de su época. El valor de los aportes de Aristóteles en las diversas áreas en las que
trabajó, y que, afortunadamente, en su mayoría han llegado a nosotros, sigue impresionando a
muchos grandes filósofos y científicos contemporáneos. Si bien estos segundos han realizado
importantes avances empíricos y teóricos gracias al desarrollo de tecnologías que nos permiten
conocer el mundo material de manera más precisa que aquello con lo que contaba Aristóteles,
los primeros se han dedicado a aplicar sus postulados filosóficos al análisis de los problemas
contemporáneos. Esto es muestra de la importante universalidad y solidez teórica de los mismos.
A continuación, leerás un fragmento (libro 2, capítulos IV, V y VII) de una de sus obras
más famosas: la Ética a Nicómaco o Ética Nicomáquea (EN). Tanto el padre como el hijo de
Aristóteles se llamaron Nicómaco. Se dice que Aristóteles desarrolló esta obra con el segundo
en mente y de ahí el nombre con que la hemos recibido. La Ética a Nicómaco, es una obra de ética
filosófica o filosofía moral. Es la más importante de sus obras en esta área. En ella, como en sus
otras obras de madurez, Aristóteles propone una teoría que busca corregir los planteamientos
de su famoso maestro. Según Platón, y antes de él Sócrates, a un hombre le bastaba conocer el
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bien para actuar bien. Dicho de otro modo, si alguien obra mal es porque es ‘ignorante’ no
‘conoce intelectualmente’ el bien. A esta postura se le conoce como ‘intelectualismo ético’.
Aristóteles, en cambio, argumenta que el conocimiento intelectual no basta para actuar bien.
Hace falta también la disposición hacia lo bueno, esta disposición, como verás a continuación,
es lo que se conoce como virtud.
La EN parte del postulado de que toda acción humana se realiza en vistas a un fin (en
griego telos), es decir, lo que da razón a la acción es dicho fin. El fin de la acción es el bien que el
agente busca. Eso no quiere decir que un determinado fin no pueda al mismo tiempo ser un
medio para otro fin ulterior. Por ejemplo, nuestro fin puede ser conseguir dinero en función de
poder comprar ropa para vestirnos. Si hacemos el análisis de la cadena de medios y fines, nos
daremos cuenta, explica Aristóteles, de que hay un fin ‘final’, un fin último o razón última por la
que, en tanto seres humanos, hacemos todas las cosas. Dicho fin lo llama Aristóteles la
‘eudaimonía’ o vida humana buena o lograda. Este término suele traducirse al español por
‘felicidad’. No obstante, hay que tener cuidado porque, tal como resalta el filósofo
contemporáneo Alasdair MacIntyre, el término ‘felicidad’ es un término análogo y podemos
confundir la eudaimonía aristotélica con el concepto de felicidad como estado psico-anímico para
el cual dicho término también es utilizado.
Aquí es donde regresamos al tema de la virtud sobre el que leerás a continuación: aquello
que cumple con su ergon tiene la virtud (en griego areté) que le es propia. La palabra ‘areté’ la
traducimos al español por virtud. También podríamos traducirla por ‘excelencia’: los seres que
realizan su función cuentan con la excelencia que les es propia. Cuando el hombre actúa
conforme a su función propia, su ergon, será un ‘buen’ hombre. La felicidad o eudaimonía no es
otra cosa que actuar conforme a ello. Es decir, el hombre alcanza la eudaimonía cuando vive con
la virtud o excelencia que le es propia. Lo contrario a la virtud son los vicios, que lo alejan de su
naturaleza y, por tanto, de la felicidad.
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Preguntas para guiar la reflexión
5. Ética Nicomáquea
5.2 Texto
Explicación del principio, según el que se hace uno virtuoso ejecutando actos de virtud
Podría preguntarse qué es lo que entendemos cuando decimos que para ser justo es preciso
practicar la virtud, y para ser templado practicar la templanza; porque si se hacen actos justos,
actos de templanza, es porque ya es uno justo y templado, lo mismo que si se aplican las reglas
de la gramática y de la música, es porque ya es uno gramático o músico anteriormente.
¿Pero no es más exacto decir, que no es así, ni aun respecto de las artes vulgares? ¿No es
posible, por ejemplo, hacer una cosa muy correcta en gramática por casualidad o con auxilio
extraño o por sugestiones de otro? Pero no será uno verdaderamente gramático, si lo que hace
en gramática no lo hace gramaticalmente, es decir, según las leyes de la gramática que sabe y que
él mismo posee. Hay además una diferencia, que conviene señalar, entre las virtudes y las artes.
Las cosas, que producen las artes, llevan la perfección que les es propia en sí mismas, y basta por
consiguiente que aparezcan de una cierta manera. Pero los actos, que producen las virtudes, no
son justos ni moderados únicamente porque aparezcan de una cierta manera, sino que es preciso
además que el que obra se halle en cierta disposición moral en el momento mismo de obrar. La
primera condición es que sepa lo que hace; la segunda, que lo quiera así mediante una elección
reflexiva y que quiera los actos que produce a causa de los actos mismos; y, en fin, es la tercera
7
En la traducción original de Patricio de Azcárate se lee “Moral a Nicómaco”. Se ha cambiado a “Ética a
Nicómaco” en todos los casos.
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que al obrar, lo haga con resolución firme e inquebrantable de no obrar jamás de otra manera.
En las otras artes, no se tienen en cuenta todas estas condiciones; basta saber lo que se hace. Por
lo contrario, respecto de las virtudes, el saber es punto de poca importancia, y si se quiere, de
ninguna; mientras que las otras dos condiciones son de una importancia absoluta; porque las
virtudes sólo se conquistan mediante la constante repetición de actos de justicia, de templanza,
etc.
Y así pueden llamarse justos y templados los actos, cuando son de tal naturaleza que un
hombre templado y justo pueda ejecutarlos. Pero el hombre templado y justo no es simplemente
el que los ejecuta, sino el que los ejecuta como lo hacen los hombres verdaderamente justos y
templados. Razón ha habido, pues, para decir que se hace justo el hombre ejecutando acciones
justas, templado ejecutando acciones de templanza; y que si no se practican actos de este género,
es imposible que nadie llegue nunca a ser virtuoso. Pero el común de las personas no practica
estas acciones; y pagándose de vanas palabras, creen crear una filosofía y se imaginan que por
este método adquieren una verdadera virtud. Esto es poco más o menos lo mismo que hacen
los enfermos que escuchan muy atentos a los médicos, pero que no hacen nada de lo que los
mismos les ordenan; y así como los unos no pueden tener el cuerpo sano, cuidándose de esta
manera; lo mismo los otros no tendrán jamás muy sana su alma, filosofando de esta suerte.
Una vez fijados todos estos puntos, indicaremos lo que es la virtud. Como en el alma no
hay más que tres elementos: las pasiones o afecciones, las facultades y las cualidades adquiridas
o hábitos, es preciso que la virtud sea una de estas tres cosas.
De aquí se sigue, que ni las virtudes ni los vicios, hablando propiamente, son pasiones. En
realidad no se nos llama buenos o malos en vista de nuestras pasiones, sino teniendo en cuenta
nuestras virtudes y nuestros vicios. En segundo lugar, al hombre no se le alaba ni se le censura a
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causa de las pasiones que tiene; así que no se alaba ni se censura al que en general tiene miedo o
se encoleriza, sino que sólo es censurado el que experimenta estos sentimientos de cierta manera;
y, por el contrario, en razón de los vicios y virtudes que descubrimos, somos directamente
alabados o censurados. Además, los sentimientos de cólera y de temor no dependen de nuestra
elección y de nuestra voluntad, mientras que las virtudes son voliciones muy reflexivas, o por lo
menos, no existen sin la acción de nuestra voluntad y siendo objeto de nuestra preferencia.
Añadamos también, que respecto de las pasiones debe decirse que somos por ellas conmovidos,
mientras que respecto de las virtudes y de los vicios no se dice que experimentamos emoción
alguna; y sí sólo que tenemos una cierta disposición moral.
Por estas mismas razones las virtudes no son tampoco simples facultades; porque no se
dice de nosotros que seamos virtuosos o malos sólo porque tengamos la facultad de
experimentar afecciones, así como no es este motivo suficiente para que se nos alabe o se nos
censure. Además, la naturaleza es la que nos da la facultad, la posibilidad de ser buenos o viciosos;
pero no es ella la causa de que nos hagamos lo uno o lo otro, como acabamos de ver.
Concluyamos, pues, diciendo, que si las virtudes no son pasiones, ni facultades, no pueden
ser sino hábitos o cualidades; y todo esto nos prueba claramente lo que es la virtud, generalmente
hablando.
No basta en esta materia limitarse a generalidades. Es preciso además hacer ver cómo estas
teorías están de acuerdo con los casos particulares. En efecto, cuando se razona sobre las
acciones humanas, sirven de poco las generalidades, y los análisis especiales son más conformes
a la verdad, puesto que las acciones son siempre particulares y a ellas deben ajustarse las teorías.
Se verá más en claro lo que queremos decir en el cuadro que vamos a trazar.
Obsérvese que la virtud ocupa un término medio entre los dos sentimientos de temor y de
resolución. En cuanto a los dos excesos, el uno, que se refiere a la falta de todo temor, no ha
recibido nombre en nuestra lengua, porque hay muchas cosas que el uso ha dejado sin él; mas si
nos fijamos en el exceso de resolución, encontramos que el hombre, que da pruebas de ello, se
le llama temerario. El que adolece de un exceso de temor o de una falta de resolución, es un
cobarde.
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Para los placeres y para los dolores, no para todos sin excepción y menos aún para todos
los dolores que para todos los placeres, el medio es la templanza, el exceso es la incontinencia.
En cuanto a los que pecan por defecto en materia de placeres, son bien contados, y así no se les
ha dado nombre especial. Démosles, si se quiere, el de insensibles.
Con respecto a dar o recibir cosas o riquezas, el medio es la liberalidad; el exceso y el defecto
son la prodigalidad y la avaricia. Estas últimas cualidades por otra parte, exceso o defecto, son
contrarias completamente la una a la otra. Y así el pródigo peca de exceso cuando se trata de dar,
y de defecto cuando de recibir; el avaro, por lo contrario, por exceso cuando toma, por defecto
cuando da.
Nótese que aquí no hacemos más que trazar un ligero bosquejo y presentar como un
sumario. Por el momento debemos darnos por satisfechos con esto, sin perjuicio de que más
tarde tratemos todos estos puntos con más exactitud y extensión.
Pero volviendo a la riqueza, hay también otras disposiciones además de las que hemos
indicado. En este concepto, el medio puede ser igualmente la magnificencia, porque puede
establecerse una diferencia entre el hombre magnífico y el hombre liberal. El uno posee grandes
riquezas, el otro escasas; el exceso en el hombre magnífico consiste en la profusión con mal
gusto y en el fausto grosero; y el defecto consiste en la mezquindad mostrada en pequeñeces.
Estos matices extremos difieren de los que presenta la liberalidad; cómo difieren unos de otros,
se dirá más adelante.
Más adelante trataremos de explicar la causa de esta contradicción; por ahora continuemos
el estudio de las demás pasiones conforme al método anteriormente adoptado.
Para la cólera se pueden distinguir, como acabamos de hacer para la liberalidad, los tres
términos: exceso, defecto, medio. Pero como ninguno de estos matices, o casi ninguno, tiene
nombre especial, nos limitaremos a decir, que el hombre que en este género ocupa el medio
entre los dos extremos, se le llama hombre dulce, y la cualidad intermedia, dulzura. De los dos
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caracteres extremos, el que peca por exceso se llama carácter irascible, y al vicio que muestra se
llama irascibilidad. El que peca por defecto podemos decir que es el carácter flemático, que jamás
siente la cólera; y el defecto se llamará flema, que no permite nunca el encolerizarse.
Aquí cuadra hablar de otros tres medios, que no dejan de tener semejanza entre sí, pero
que sin embargo difieren en ciertos conceptos. Los tres se refieren igualmente a las relaciones
sociales y comunes, que crean entre los hombres sus palabras y sus actos; pero los tres difieren
en que el uno se refiere a la verdad, tal como se muestra habitualmente en las conversaciones de
los hombres, mientras que los otros dos medios se refieren al placer que producen las relaciones
sociales, aplicándose uno de ellos al placer que nos causa la buena y festiva sociedad, y
extendiéndose el otro a todas las cosas de la vida ordinaria. Necesitamos estudiar también estas
tres especies nuevas, para que veamos con más claridad aún que en todas las cosas el medio es
digno solamente de alabanza, mientras que los extremos no son buenos ni laudables, y no
merecen sino nuestra censura. Para la mayor parte de estos matices, lo mismo que para los
precedentes, la lengua no tiene nombre particular, pero es imprescindible, como acabamos de
hacerlo, forjar palabras nuevas que representen estos diversos caracteres, y que dando más
claridad a nuestras ideas, permitan seguirlas más fácilmente.
Con respecto a la verdad, el hombre que guarda en esta relación el medio, se llama hombre
veraz o verídico, y el medio mismo se llama veracidad. La ficción, que altera la verdad, se llamará,
si exagera las cosas, fanfarronería, y el que tenga este defecto será un fanfarrón; si, por lo
contrario, disminuye las cosas, se llamará disimulación, y el que lo haga, un hombre disimulado.
Paso a los otros dos medios, que se refieren al placer. El uno consiste en el gracejo, y el
hombre, que sabe guardar con mesura este medio delicado, es un hombre gracioso, y la
disposición moral que le distingue es la gracia. El exceso en este género se llama bufonería, y al
hombre que tiene este carácter se le llama bufón. El que en punto a gracejo tiene menos del
preciso es un rústico, y su manera de ser puede llamarse rusticidad. En cuanto al medio que se
refiere a la vida ordinaria recreativa, el hombre que sabe hacerse aceptable a sus semejantes,
como conviene serlo, es el amigo, y el medio que forma su carácter, es la amistad. El que presta
con exceso servicios a los demás, puede llamársele hombre que tiene manía de complacer,
siempre que lo haga sin ningún interés; pero si tales servicios nacen de cálculo y los presta en
vista de su provecho [50] personal, entonces es un adulador. El que en este concepto peca
completamente por defecto y no sabe hacerse agradable a los demás, es un ser oscuro y
excéntrico.
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La justicia, que juzga imparcialmente la conducta de otro, ocupa el medio entre la envidia
a la felicidad de los demás y el goce malévolo que provoca su sufrimiento. Estas tres afecciones
por otra parte se refieren al placer y al dolor que nos puede causar todo lo que sucede a nuestros
semejantes. El hombre imparcial y animado de cierto coraje se aflige y se indigna ante el
espectáculo de una prosperidad no merecida. El envidioso, que por exceso traspasa esta
imparcialidad, se aflige de todos los bienes que adquieren los demás hombres. En fin, el que
tiene complacencia en el mal ajeno está tan distante de afligirse en este caso, que llega hasta
regocijarse.
En otra parte habrá ocasión de hablar sobre esto con más oportunidad; y en cuanto a la
justicia, como no se la designa por un nombre simple y absoluto, sino que en ella se distinguen
dos matices diferentes, los analizaremos más adelante y haremos ver los medios que en cada uno
de ellos se dan. El mismo estudio haremos de las virtudes intelectuales.
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6. Homilías sobre la primera carta de San Juan a los
Partos
San Agustín
Cuando Agustín tenía alrededor de treinta años viajó a la península itálica y fue profesor
de retórica en la ciudad de Milán. Ahí conoció al obispo Ambrosio de Milán, quien era conocido
por sus trabajos que buscaban conciliar la filosofía de Platón con las enseñanzas del cristianismo.
Agustín heredaría de Ambrosio la pasión por compatibilizar el platonismo (o, con más precisión,
el neoplatonismo, dada la versión particular de la filosofía platónica que Agustín estudió) con la
teología cristiana.
La vida de Agustín se desarrolló durante las últimas décadas del Imperio Romano, y el
aire de decadencia de este último lo impactó profundamente. Agustín nació en el 354 d.C. y
murió en el 430 d.C., durante una de las múltiples invasiones germanas al imperio. Para que
tengas cierta perspectiva histórica, recuerda que, de acuerdo al consenso de la mayoría de los
historiadores, la Edad Media comenzó en el 476 d.C., cuando el Imperio Romano de Occidente
finalmente sucumbió ante sus invasores germanos. La ciudad de Dios, una de las obras más
famosas de Agustín, se desarrolla a partir de sus consideraciones sobre las causas del declive del
imperio.
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las Casas, y muchos otros pensadores cristianos influyentes, sus aportes filosóficos y teológicos
a menudo se encuentran mezclados. Por ello, mientras lees los extractos de su obra que aquí te
presentamos, trata de diferenciar entre ambas esferas del saber. Las ideas filosóficas desarrolladas
dentro del texto que leerás están desarrolladas dentro del contexto de una homilía de misa, misma
que se basa en las reflexiones de Agustín sobre la Primera Epístola de San Juan a los Partos.
Agustín desarrolló ideas importantes en diversas áreas de la filosofía. Entre éstas
sobresalen sus estudios sobre la política, la historia, la libertad, la voluntad, la emociones, y el
amor. No es exagerado decir que sus aseveraciones sobre dichos temas han tenido un profundo
impacto en el desarrollo del pensamiento occidental.
La noción del amor, foco principal del texto que leerás, es un concepto fundamental en
la ética agustiniana. Esta noción, en el pensamiento de Agustín, está profundamente relacionada
con la noción de virtud (pues es necesario ser virtuoso para amar verdaderamente), y se
encuentra al centro de sus análisis sobre la voluntad humana, y consecuentemente, de las
intenciones, decisiones y acciones humanas. El amor es, para Agustín, la dirección de la voluntad
hacia aquello que es bueno y bello. El amor hacia otras personas se funda en nuestra percepción
sensible de su bondad y su belleza, o, de un modo más profundo, de nuestro conocimiento del
bien que en sí mismas constituyen.
Para Agustín el amor recto o verdadero amor (la ‘caridad’ en la traducción del texto a
continuación) es, en última instancia, el criterio más importante de evaluación moral. Lo que
vemos de manera externa en las acciones humanas puede parecernos impresionante, o tal vez
terrible. Una persona dando limosna nos puede parecer moralmente laudable, mientras que un
padre gritándole a su hija nos puede parecer moralmente reprobable. Sin embargo, para la
evaluación moral lo que ha de mirarse primeramente es la vida interna del agente y no cómo se
percibe la acción de manera externa. Es posible que quien vemos dando limosna busque silenciar
los ruegos del necesitado, mientras que el padre que grita a su hija quiera advertirla de un peligro
inminente.
Cada acción, independientemente de que parezca buena o no, es resultado de la intención
de un agente. Si la intención es mala, la acción considerada globalmente será mala. En
consecuencia, las normas morales generales no pueden delinearse meramente desde el aspecto
de las acciones vistas desde fuera. En cambio, la norma moral general más certera e infalible
es para Agustín “ama y haz lo que quieras”. Si la intención de la voluntad humana se funda en el
amor y parte de un carácter virtuoso, las acciones que resulten serán moralmente buenas.
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- ¿Por qué para Agustín cuando tanto Dios Padre como Judas entregaron a Cristo a
su muerte sólo el segundo hizo un mal moral? ¿En qué fundamenta dicha
aseveración?
- ¿Hay alguna relación entre el amor y la virtud? Argumenta tu respuesta.
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6. Homilías sobre la primera carta de San Juan a los
Partos (Homilía 7, fragmentos)
6.2 Texto
Homilías sobre la primera carta de San Juan a los partos. Homilía séptima (fragmentos)
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en ello como motivo para entregar a Jesucristo? Dios pensó en nuestra salvación, razón por la
que fuimos redimidos; Judas tenía en mente el precio por el que vendió al Señor. El Hijo mismo
pensó en el precio que entregó por nosotros, Judas pensó en el precio que recibió por venderle.
Así, pues, la diversa intención hizo que fuesen diversas las acciones. Aun tratándose de un único
hecho, si le aplicamos el metro de las diversas intenciones, advertimos que hay que amar a uno
y que condenar a otro; que uno merece ser glorificado y otro ser detestado. ¡Tanto vale la caridad!
Ved que ella sola discierne, ella sola distingue las acciones de los hombres.
Ama y haz lo que quieras
8. Lo dicho se refiere a acciones semejantes. Pero lo mismo acontece cuando se trata de hechos
diferentes. Así hallamos que la caridad hace a un hombre duro y la maldad hace a otro afable: el
padre pega a su hijo, el traficante de esclavos se muestra afable. Si presentas una y otra acción,
los golpes y los gestos de afabilidad, ¿quién no elegirá a éstos y rehuirá aquéllos? Si pones los
ojos en los sujetos que realizan esas acciones, es la caridad la que pega y la maldad la que se
muestra afable. Ved lo que trato de meteros en la cabeza: la bondad de las acciones de los
hombres sólo se discierne examinando si proceden de la raíz de la caridad. En efecto, pueden
realizarse muchas que poseen una apariencia de bondad, pero no proceden de la raíz de la
caridad; también las zarzas tienen flores. Otras acciones, por el contrario, parecen duras y crueles,
pero se llevan a cabo para imponer la disciplina bajo el dictado de la caridad. Así, pues, de una
vez se te da este breve precepto: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita
por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la
raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien.
[...]
Si quieres ver a Dios: Dios es amor
10. [...] El que tiene caridad, lo ve todo y a la vez con la inteligencia. Habita en ella y ella habitará
en ti; permanece en ella y ella permanecerá en ti.
¿Quién, hermanos míos, ama lo que no ve? Sin embargo, ¿por qué os ponéis en pie, aclamáis y
alabáis, cuando os alabo la caridad? ¿Qué os he descubierto? ¿Os he presentado algunos colores?
¿Os he puesto ante los ojos oro y plata? ¿He desenterrado piedras preciosas de un tesoro? ¿He
mostrado a vuestros ojos algo semejante? ¿Acaso se modificó mi fisonomía al hablar? Sigo
teniendo carne, sigo siendo igual que entré, como vosotros seguís siendo igual que vinisteis; se
alaba la caridad y comenzáis a gritar. Sin duda no veis nada. Pero ¡ojalá os agrade para conservarla
en el corazón, como os agrada cuando la alabáis! Prestad atención a lo que voy a decir, hermanos;
en cuanto me lo concede el Señor, os exhorto a buscar un gran tesoro. Suponed que se os
muestra un pequeño jarrón cincelado, dorado, cuidadosamente labrado, que cautivase vuestros
ojos y arrastrase tras de sí la mirada de vuestro corazón, agradándoos las manos hábiles del
artista, la cantidad de plata y el brillo del metal, ¿no diría cada uno de vosotros: ¡si yo tuviera ese
jarrón!? Y carecería de sentido decirlo, pues no estaría a vuestro alcance poseerlo. O, si alguno
quisiera hacerse con él, tendría que pensar en robarlo de casa ajena. En vuestra presencia se alaba
la caridad; si os agrada, tenedla, poseedla; no tenéis necesidad de robarla a nadie, ni tenéis que
pensar en comprarla: se ofrece gratuitamente. Retenedla, abrazadla; nada hay más dulce que ella.
Si, cuando se la menciona, resulta dulce, ¿cómo resultará cuando se la posea?
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Referencias Bibliográficas
De las Casas, Bartolomé. (2000). Apología o Declaración y Defensa Universal de los Derechos
del Hombre y de los Pueblos. Junta de Castilla y León. Pp. 31-38.
Agustín, San. (1959). Obras de San Agustín Tomo XVIII. Biblioteca de autores cristianos.
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