El Matadero. Fragmentos
El Matadero. Fragmentos
El Matadero. Fragmentos
Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un
croquis de la localidad.
El matadero de la Convalescencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la
ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles
(…) En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla,
edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle
y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo (…)
es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar
asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los
siguientes letreros rojos: «Viva la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína
doña Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios».
(…)
Es el caso que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca
los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína,
banquete a que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en
presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne
brindis su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados
patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se
estará hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación.
Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas
personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En
torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La
figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano,
brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro
embadurnado de sangre.
(…)
el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los
cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél,
de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en
cuando una mugrienta mano a dar un tarazcón con el cuchillo al sebo o a los cuartos
de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo
hervidero de los grupos, -dichos y gritería descompasada de los muchachos.
-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.
-Aquel lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.
-¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo -exclamaba el
carnicero.
-¿Qué le hago ño, Juan?, ¡no sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
-Son para esa bruja: a la m...
-¡A la bruja! ¡a la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡se lleva la riñonada y el
tongorí! -y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas
de barro.
Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas
de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de
repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la
codiciada presa. (…)
El toro entre tanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte
de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por
una zanja y un cerco de tunas, que llaman soles por no tener mas de dos casas
laterales y en cuyo aposado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja
a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón,
paso a paso en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos
que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al
pantano. Azorose de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr
dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin
embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al
contrario, soltando carcajadas sarcásticas: -Se amoló el gringo; levántate, gringo -
exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus
caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más
con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un
hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro! ¡al toro! cuatro negras
achuradores que se retiraban con su presa se zabulleron en la zanja llena de agua,
único refugio que les quedaba.
El animal, entre tanto, después de haber corrido unas 20 cuadras en distintas
direcciones asorando con su presencia a todo viviente se metió por la tranquera de
una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico
ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había
escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y
resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que espiase su atentado en el
lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la
poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del
gringo en el pantano exitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño
degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estalla en
el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié
y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al
cuarto quedó prendido de una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua
estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas
encendidas -¡Desgarreten ese animal! exclamó una voz imperiosa. Matasiete se
tiró al punto del caballo, cortole el garrón de una cuchillada y gambeteando en
torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la
garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un
torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio
animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le
adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por
segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarle con otros
compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto clasificado
provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados
de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz
ruda exclamó: aquí están los huevos, sacando de la barriga del animal y mostrando
a los espectadores dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro.
La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron
fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aun vedada.
Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta
escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a
bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el
maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se
preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las 12, y la poca chusma que
había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o
tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: -¡Allí viene un unitario!, y
al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una
impresión subitánea.
-¿No le ven la patilla en forma de U? No traé divisa en el fraque ni luto en el
sombrero.
-Perro unitario.
-Es un cajetilla.
-Monta en silla como los gringos.
-La mazorca con él.
-¡La tijera!
-Es preciso sobarlo.
-Trae pistoleras por pintar.
-Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
-¿A que no te le animas, Matasiete?
-¿A que no?
-A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de
violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba
y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta
al encuentro del unitario.
Era este un joven como de 25 años de gallarda y bien apuesta persona que
mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores
exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno.
Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero,
echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una
pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo
tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la
víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el
tigre.
Atolondrado todavía el joven fue, lanzando una mirada de fuego sobre
aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy
distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un
salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en
el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estertorio volvió a victoriarlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales!, siempre en pandilla
cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
-Degüéllalo, Matasiete -quiso sacar las pistolas-. Degüéllalo como al Toro.
-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
-Tiene buen pescuezo para el violín.
-Tócale el violín.
-Mejor es resbalosa.
-Probemos -dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por
la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y
con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
-No, no le degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero
que se acercaba a caballo.
-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los
salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
-Viva Matasiete.
¡Mueran! ¡Vivan!, repitieron en coro los espectadores y atándole codo con
codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias arrastraron al infeliz
joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no
salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y
torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra
mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas
entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre,
soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la
resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma
llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario
hacia el centro de la sala.
-A ti te toca la resbalosa -gritó uno.
-Encomienda tu alma al diablo.
-Está furioso como toro montaraz.
-Ya le amansará el palo.
-Es preciso sobarlo.
-Por ahora verga y tijera.
-Si no, la vela.
-Mejor será la mazorca.
-Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos
obedecieron, mientras el joven de pie encarando al Juez exclamó con voz preñada
de indignación:
-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
-¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar
en convulsión: su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban
el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de
fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado8.
Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de
sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.
-¿Tiemblas? -le dijo el Juez.
-De rabia, por que no puedo sofocarte entre mis brazos.
-¿Tendrías fuerza y valor para eso?
-Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
-A ver las tijeras de tusar mi caballo; túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, vino de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en
un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa
estrepitosa de sus espectadores.
-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque.
-Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petizo púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano.
Diole el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo
salpicando el asombrado rostro de los espectadores.
-Éste es incorregible.
-Ya lo domaremos.
-Silencio -dijo el Juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote.
Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas.
-¿Por qué no traes divisa?
-Porque9 no quiero.
-No sabes que lo manda el Restaurador.
-La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
-A los libres se les hace llevar a la fuerza.
-Sí, la fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas; infames. El lobo,
el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas
en cuatro patas.
-¿No temes que el tigre te despedace?
-Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las
entrañas.
-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
-Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis
asesinado, ¡infames!
-No sabes que así lo dispuso el Restaurador.
-Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor
y tributarle vasallaje infame.
-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
-Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga,
bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre,
suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole
todos sus miembros.
-Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.
Atáronle un pañuelo por la boca y empezaron a tironear sus vestidos.
Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros
la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de un
movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes
como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello
y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de
sangre.
-Átenlo primero -exclamó el Juez.
-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa
volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos,
para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas
libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza
y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se
desplomó al momento murmurando: -Primero degollarme que desnudarme, infame
canalla.
Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y
empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó
borbolloneando de la boca y las narices del joven y extendiéndose empezó a caer
a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmobles y los
espectadores estupefactos.
-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.
-Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro.
-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa
demasiado a lo serio -exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar
parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la
chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles
que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse que
federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario,
conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el
que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de
corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y
por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba
en el Matadero.