El Matadero y Otros Escritos - Esteban Echeverria
El Matadero y Otros Escritos - Esteban Echeverria
El Matadero y Otros Escritos - Esteban Echeverria
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Esteban Echeverría
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Título original: El matadero y otros escritos
Esteban Echeverría, 2014
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La cautiva
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ADVERTENCIA[1]
El principal designio del autor de «La cautiva» ha sido pintar algunos rasgos de la
fisonomía poética del desierto, y para no reducir su obra a una mera descripción ha
colocado, en las vastas soledades de la pampa, dos seres ideales o dos almas unidas
por el doble vínculo del amor y el infortunio. El suceso que poetiza, si no cierto, al
menos entra en lo posible; y como no es del poeta contar menuda y
circunstanciadamente a guisa de cronista o novelador, ha escogido sólo, para formar
su cuadro, aquellos lances que pudieran suministrar más colores al pincel de la
poesía; o más bien, ha esparcido en torno de las dos figuras que lo componen,
algunos de los más peculiares ornatos de la naturaleza que las rodea. El desierto es
nuestro, es nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su
seno, no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar, sino también poesía
para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional.
Nada le compete anticipar sobre el fondo de su obra, pero hará notar que por una
parte predomina en «La cautiva» la energía de la pasión manifestándose por actos, y
por otra el interno afán de su propia actividad, que poco a poco consume y al cabo
aniquila de un golpe, como un rayo, su débil existencia.
La marcha y término de todas las pasiones intensas, se realicen o no, es idéntica.
Si satisfechas, la eficacia de la fruición las gasta, como el rozo los muelles de una
máquina: si burladas se evaporan en votos impotentes o matan, porque el estado
verdaderamente apasionado es estado febril y anormal, en el cual no puede nuestra
frágil naturaleza permanecer mucho tiempo y que debe necesariamente hacer crisis.
De intento usa a menudo de locuciones vulgares y nombra las cosas por su
nombre, porque piensa que la poesía consiste principalmente en las ideas, y porque
no siempre, como aquéllas, no logran los circunloquios poner de bulto el objeto ante
los ojos; si esto choca a algunos acostumbrados a la altisonancia de voces y al
pomposo follaje de la poesía para sólo los sentidos, suya será la culpa, puesto que
buscan, no lo que cabe en las miras del autor, sino lo que más con su gusto se aviene.
Por desgracia esa poesía facticia, hecha toda de hojarasca brillante, que se fatiga por
huir el cuerpo al sentido recto, y anda siempre como a caza de rodeos y voces
campanudas para decir nimiedades, tiene muchos partidarios; y ella sin duda ha dado
margen a que vulgarmente se crea que la poesía exagera y miente; la poesía ni miente
ni exagera. Sólo los oradores gerundios y los poetas sin alma toman el oropel y el
rimbombo de las palabras por elocuencia y poesía. El poeta, es cierto, no copia sino a
veces la realidad tal cual aparece comúnmente en nuestra vista, porque ella se
muestra llena de imperfecciones y máculas, y aquesto sería obrar contra el principio
fundamental del arte que es representar lo bello: empero él toma lo natural, lo real,
como el alfarero la arcilla, como el escultor el mármol, como el pintor los colores; y
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con los instrumentos de su arte lo embellece y artiza conforme a la traza de su
ingenio, a imagen y semejanza de las arquetípicas concepciones de su inteligencia. La
naturaleza y el hombre le ofrecen colores primitivos que él mezcla y combina en su
paleta; figuras bosquejadas, que él coloca en relieve, retoca y caracteriza; arranques
instintivos, altas y generosas ideas, que él convierte en simulacros excelsos de
inteligencia y libertad, estampando en ellos la más brillante y elevada forma que
pueda concebir el humano pensamiento. Ella es como la materia que transforman sus
manos y anima su inspiración; el verdadero poeta idealiza. Idealizar es sustituir a la
tosca e imperfecta realidad de la naturaleza el vivo trasunto de la acabada y sublime
realidad que nuestro espíritu alcanza.
La belleza física y moral, así concebida, tanto en las ideas y afectos del hombre
como en sus actos, tanto en Dios como en sus magníficas obras: he aquí la inagotable
fuente de la poesía, el principio y meta del arte y la alta esfera en que se mueven sus
maravillosas creaciones.
Hay otra poesía que no se encumbra tanto como la que primero mencionamos;
que más humilde y pedestre viste sencillez prosaica, copia lo vulgar porque no ve lo
poético, y cifra todo su gusto en llevar por únicas galas el verso y la rima. Una y otra
separan y embelesan en la contemplación de la corteza; no buscan el fondo de la
poesía porque lo desconocen y jamás, por lo mismo, ni sugieren una idea ni mueven
ni arrebatan. Ambas, careciendo de meollo o sustancia, son insípidas como fruto sin
sazón. El público dirá si estas Rimas tienen parentesco inmediato con alguna de ellas.
La forma, es decir, la elección del metro, la exposición y estructura de «La
cautiva», son exclusivamente del autor, quien no reconociendo forma alguna normal
en cuyo molde deban necesariamente vaciarse las concepciones artísticas, ha debido
escoger la que mejor cuadrase a la realización de su pensamiento.
Si el que imita a otro no es poeta, menos será el que, antes de darlo a luz, mutila
su concepto para poderlo embutir en un patrón dado, pues esta operación mecánica
prueba carencia de facultad generatriz. La forma artística está como asida al
pensamiento, nace con él, lo encarna y le da propia y característica expresión. Por no
haber alcanzado este principio los preceptistas han clasificado la poesía, es decir, lo
más íntimo que produce la inteligencia, como el mineralogista los cristales, por su
figura y apariencia externa, y han inventado porción de nombre que nada significan,
como letrillas, églogas, idilios, etcétera, y aplicándolo a cada uno de los géneros
especiales en que la subdividieron. Para ellos y su secta la poesía se reduce a
imitaciones y modelos y toda la labor del poeta debe ceñirse a componer algo que,
amoldándose a algún ejemplar conocido, sea digno de entrar en sus arbitrarias
clasificaciones, so pena de cercarle, si contraviene, todas las puertas y resquicios de
su Parnaso. Así fue como, preocupados con su doctrina, la mayor parte de los poetas
españoles se empeñaron únicamente en llenar tomas de idilios, églogas, sonetos,
canciones y anacreónticas, y malgastaron su ingenio en lindas trivialidades que
empalagan y no dejan rastro alguno en el corazón o el entendimiento.
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En cuanto al metro octosílabo en que va escrito este tomo, sólo dirá: que un día se
apasionó de él, a pesar del descrédito a que lo habían reducido los copleros, por
parecerle uno de los más hermosos y flexibles de nuestro idioma; y quiso hacerle
recobrar el lustre de que gozaban en los más floridos tiempos de la poesía castellana,
aplicándolo a la expresión de ideas elevadas y de profundos afectos. Habrá
conseguido su objeto si el lector al recorrer sus Rimas no echa de ver que está
leyendo octosílabos.
El metro, o mejor, el ritmo, es la música por medio de la cual la poesía cautiva los
sentimientos y obra con más eficacia en el alma. Ora vago y pausado, remeda el
reposo o las cavilaciones de la melancolía; ya sonoro y veloz, la tormenta de los
afectos: con una disonancia hiere, con una armonía hechiza, y hace, como dice
F. Schlegel, fluctuar el ánimo entre el recuerdo y la esperanza, pareando o alternando
sus rimas. El diestro tañedor modula con él en todos los tonos del sentimiento, y se
eleva al sublime concierto del entusiasmo y de la pasión.
No hay, pues, sin ritmo poesía completa. Instrumento del arte, debe en manos del
poeta armonizar con la inspiración y ajustar sus compases al vario movimiento de los
afectos. De aquí nace la necesidad de cambiar a veces de metro, para retener o
acelerar la voz, y dar, por decirlo así, al canto las entonaciones conforme al efecto
que se intenta producir.
El «Himno al dolor» y los «Versos al corazón» son de la época de Los consuelos,
o melodías de la misma lira. Aun cuando parezcan desahogos del sentir individual,
las ideas que contienen pertenecen a la humanidad, puesto que el corazón del hombre
fue formado de la misma sustancia y por el mismo soplo.
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—Female hearts are such a genial soil
For kinder feelings, whatsoe’er their nation,
They naturally pour the «wine and oil»,
Samaritans in every situation;
[En todo clima el corazón de la mujer es tierra
fértil en afectos generosos —ellas en cualquier
circunstancia de la vida saben, como la Samaritana,
prodigar el «óleo y el vino».]
Byron
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LA CAUTIVA[1]
PRIMERA PARTE
EL DESIERTO
Hugo
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y pasa; o su toldería[2]
sobre la grama frondosa
asienta, esperando el día
duerme, tranquila reposa,
sigue veloz su camino.
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del campo que parecía
como un piélago ondear.
Y la tierra contemplando
del astro rey la partida
callaba, manifestando,
como en una despedida,
en su semblante pesar.
El crepúsculo entretanto,
con su claroscuro manto,
veló la tierra; una faja
negra como una mortaja
el occidente cubrió:
mientras la noche bajando
lenta venía; la calma
que contempla suspirando
inquieta a veces el alma,
con el silencio reinó.
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que suele hacer el tronido
cuando retumba lejano,
se oyó en el tranquilo llano
sordo y confuso clamor;
se perdió… y luego violento,
como baladro espantoso
de turba inmensa, en el viento
se dilató sonoroso,
dando a los brutos pavor.
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¿Dónde va? ¿De dónde viene?
¿De qué su gozo proviene?
¿Por qué grita, corre, vuela,
clavando al bruto la espuela,
sin mirar alrededor?
¡Ved!, que las puntas ufanas
de sus lanzas, por despojos,
llevan cabezas humanas,
cuyos inflamados ojos
respiran aún furor.
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su silencio pavoroso,
su sombría majestad.
SEGUNDA PARTE
EL FESTÍN
orribili favelle,
parole di dolore, accenti d’ira,
voci alte e fioche, e suon di man con elle
facevano un tumulto…
Dante
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la estrepitosa carrera;
y campo tiene fecundo
al pie de una loma extensa,
lugar hermoso do a veces
sus tolderías asienta.
Feliz la maloca[6] ha sido;
rica y de estima la presa
que arrebató a los cristianos:
caballos, potros y yeguas,
bienes que en su vida errante
ella más que el oro precia;
muchedumbre de cautivas,
todas jóvenes y bellas.
Sus caballos, en manadas,
pacen la fragante yerba;
y al lazo, algunos prendidos,
a la pica, o la manea,
de sus indolentes amos
el grito de alarma esperan.
Y no lejos de la turba,
que charla ufana y hambrienta,
atado entre cuatro lanzas,
como víctima en reserva,
noble espíritu valiente
mira vacilar su estrella;
al paso que su infortunio,
sin esperanza, lamentan,
rememorando su hogar,
los infantes y las hembras.
Arden ya en medio del campo
cuatro extendidas hogueras,
cuyas vivas llamaradas,
irradiando, colorean
el tenebroso recinto
donde la chusma hormiguea.
En torno al fuego sentados
unos lo atizan y ceban;
otros la jugosa carne
al rescoldo o llama tuestan,
aquél come, éste destriza,
más allá alguno degüella
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con afilado cuchillo
la yegua al lazo sujeta;
y a la boca de la herida,
por donde ronca y resuella,
y a borbollones arroja
la caliente sangre fuera,
en pie, trémula y convulsa,
dos o tres indios se pegan
como sedientos vampiros;
sorben, chupan, saborean
la sangre, haciendo mormullo,
y de sangre se rellenan.
Baja el pescuezo, vacila,
y se desploma la yegua
con aplauso de las indias
que a descuartizarla empiezan.
Arden en medio del campo,
con viva luz, las hogueras;
sopla el viento de la pampa,
y el humo y las chispas vuelan.
A la charla interrumpida,
cuando el hambre está repleta,
sigue el cordial regocijo,
el beberaje y la gresca,
que apetecen los varones
y las mujeres detestan.
El licor espirituoso
en grandes bacías echan,
y, tendidos de barriga
en derredor, la cabeza
meten sedientos, y apuran
el apetecido néctar,
que bien pronto los convierte
en abominables fieras.
Cuando algún indio, medio ebrio,
tenaz metiendo la lengua
sigue en la preciosa fuente,
y beber también no deja
a los que aguijan furiosos,
otro viene, de las piernas
lo agarra, tira y arrastra
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y en lugar suyo se espeta.
Así bebe, ríe, canta,
y al regocijo sin rienda
se da la tribu: aquel ebrio
se levanta, bambolea,
a plomo cae, y gruñendo
como animal se revuelca.
Este chilla, algunos lloran,
y otros a beber empiezan.
De la chusma toda al cabo
la embriaguez se enseñorea
y hace andar en remolino
sus delirantes cabezas.
Entonces empieza el bullicio,
y la algazara tremenda,
el infernal alarido
y las voces lastimeras.
Mientras, sin alivio lloran
las cautivas miserables,
y los ternezuelos niños
al ver llorar a sus madres.
Las hogueras entretanto
en la oscuridad flamean,
y a los pintados semblantes
y a las largas cabelleras
de aquellos indios beodos
da su vislumbre siniestra
colorido tan extraño,
traza tan horrible y fea,
que parecen del abismo
precita, inmunda ralea,
entregada al torpe gozo
de la sabática fiesta.[7]
Todos en silencio escuchan;
una voz entona recia
las heroicas alabanzas,
y los cantos de la guerra:
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devore el fuego sus ranchos,
que en su vientre los caranchos
ceben el pico voraz».
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en el hierro agudo,
con brazo forzudo,
Brian lo levantó.
Funeral sangriento
ya tuvo en el llano;
ni un solo cristiano
con vida escapó.
¡Fatal vencimiento!
Lloremos la muerte
del indio más fuerte
que la pampa crió.
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humildes preces elevan.
Sus mujeres entretanto,
cuya vigilancia tierna
en las horas de peligro
siempre cautelosa vela,
acorren luego a calmar
el frenesí que los ciega,
ya con ruegos y palabras
de amor y eficacia llenas,
ya interponiendo su cuerpo
entre las armas sangrientas.
Ellos resisten y luchan,
las desoyen y atropellan,
lanzando injuriosos gritos;
y los cuchillos no sueltan
sino cuando, ya rendida
su natural fortaleza
a la embriaguez y al cansancio,
dobla el cuello y cae por tierra.
Al tumulto y la matanza
sigue el llorar de las hembras
por sus maridos y deudos,
las lastimosas endechas
a la abundancia pasada,
a la presente miseria,
a las víctimas queridas
de aquella noche funesta.
Pronto un profundo silencio
hace a los lamentos tregua,
interrumpido por ayes
de moribundos, o quejas,
risas, gruñir sofocado
de la embriagada torpeza.
Al espantoso ronquido
de los que durmiendo sueñan,
los gemidos infantiles
del ñacurutú[11] se mezclan;
chillidos, aúllos tristes
del lobo que anda a la presa.
De cadáveres, de troncos,
miembros, sangre y osamentas,
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entremezclados con vivos,
cubierto aquel campo queda,
donde poco antes la tribu
llegó alegre y tan soberbia.
La noche en tanto camina
triste, encapotada y negra;
y la desmayada luz
de las festivas hogueras
sólo alumbra los estragos
de aquella bárbara fiesta.
TERCERA PARTE
EL PUÑAL
Calderón
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libres despuntan la grama,
y a la moribunda llama
de las hogueras se ve,
se ve sola y taciturna,
símil a sombra nocturna,
moverse una forma humana,
como quien lucha y se afana,
y oprime algo bajo el pie;
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Ella va, y aun de su sombra,
como el criminal, se asombra,
alza, — inclina la cabeza;
pero en un cráneo tropieza
y queda al punto mortal.
Un cuerpo gruñe y resuella,
y se revuelve; — mas ella
cobra espíritu y coraje,
y en el pecho del salvaje
clava el agudo puñal.
Su corazón de alegría
palpita; — lo que quería,
lo que buscaba con ansia
su amorosa vigilancia
encontró gozosa al fin.
Allí, allí está su universo,
de su alma el espejo terso,
su amor, esperanza y vida;
allí contempla embebida
su terrestre serafín.
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descansa, como en su lecho,
sin esperar ni temer.
Y el amor y la venganza
en su corazón alianza
han hecho, y sólo una idea
tiene fija y saborea
su ardiente imaginación.
Absorta el alma, en delirio
lleno de gozo y martirio
queda, hasta que al fin estalla
como volcán, y se explaya
la lava del corazón.
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inmoble, sin fuerza, inerme
yace su brazo invencible:
de la pampa el león terrible
presa de los buitres es.
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ángel de tu guarda soy;
y mientras cobra pujanza,
ebria la feroz venganza
de los bárbaros, segura,
en aquesta noche oscura,
velando a tu lado estoy:
Y en labios de su querida
apura aliento de vida,
y la estrecha cariñoso
y en éxtasis amoroso
ambos respiran así;
mas, súbito él la separa,
como si en su alma brotara
horrible idea, y la dice:
«María, soy infelice,
ya no eres digna de mí.
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tu corazón orgulloso;
diómelo amor poderoso,
diómelo para matar
al salvaje que insolente
ultrajar mi honor intente;
para, a un tiempo, de mi padre,
de mi hijo tierno y mi madre,
la injusta muerte vengar.
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—«Sí, el anchuroso desierto
más de un abrigo encubierto
ofrece, y la densa niebla
que el cielo y la tierra puebla,
nuestra fuga ocultará.
Brian, cuando aparezca el día,
palpitantes de alegría,
lejos de aquí ya estaremos,
y el alimento hallaremos
que el cielo al infeliz da.»
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participar con María
yo quiero; huyamos, ven, ven.»
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mas ellos vivir anhelan.
Brian desmaya caminando
y, al cielo otra vez mirando,
dice a su querida así:
CUARTA PARTE
LA ALBORADA
Manzoni
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la variada melodía,
música que al alba da;
y solo, al ronco bufido
de algún potro que se azora,
mezclaba su voz sonora
el agorero yajá.
En el campo de la holganza,
sola techumbre del cielo,
libre, ajena de recelo,
dormía la tribu infiel;
mas la terrible venganza
de su constante enemigo
alerta estaba, y castigo
le preparaba crüel.
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sus almas conturba la tribulación;
los unos pasmados al peligro horrendo,
los otros huyendo,
corren, gritan, llevan miedo y confusión.
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ni hembra, ni varón, ni cría
de aquella tribu quedó.
La inexorable venganza
siguió el paso a la perfidia,
y en no cara y breve lidia
su cerviz al hierro dio.
QUINTA PARTE
EL PAJONAL[12]
… e lo spirito lasso
conforta e ciba di speranza buona
[… y el ánimo cansado,
de esperanza feliz nutre y conforta]
Dante
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ambos a pie divagaron
por la lóbrega llanura,
y al salir la luz del día,
a corto trecho se hallaron
de un inmenso pajonal.
Brian debilitado, herido,
a la fatiga rendido
la planta apenas movía;
su angustia era sin igual.
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boqueando moribundos,
como del cielo implorando
agua y aire: — aquí se vía
al voraz cuervo, tragando
lo más asqueroso y vil;
allí la blanca cigüeña,
el pescuezo corvo alzando,
en su largo pico enseña
el tronco de algún reptil;
más allá se ve el carancho,
que jamás presa desdeña,
con pico en forma de gancho
de la expirante alimaña
sajar la fétida entraña.
Y en aquel páramo yerto,
donde a buscar como a puerto
refrigerio, van errantes
Brian y María anhelantes;
sólo divisan sus ojos,
feos, inmundos despojos
de la muerte. — ¡Qué destino
como el suyo miserable!
Si en aquel instante vino
la memoria perdurable
de la pasada ventura
a turbar su fantasía,
¡cuán amarga les sería!,
¡cuán triste, yerma y oscura!
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los espíritus vitales
de Brian a tanto sufrir;
y en los brazos de María,
que inmóvil permanecía,
cayó muerto al parecer.
¡Cómo palabras mortales
pintar al vivo podrán
el desaliento y angustias
o las imágenes mustias
que el alma atravesarán
de aquella infeliz mujer!
Flor hermosa y delicada,
perseguida y conculcada
por cuantos males tiranos
dio en herencia a los humanos
inexorable poder.
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al puerto de salvamento
aquella preciosa carga.
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recoge agua, y diligente,
de sus miembros con esmero,
se aplica a lavar primero
las dolorosas heridas,
las hondas llagas henchidas
de negra sangre cuajada,
y a sus inflamados pies
el lodo impuro, y después
con su mano delicada
las venda. — Brian silencioso
sufre el dolor con firmeza,
pero siente a la flaqueza
rendido el pecho animoso.
SEXTA PARTE
LA ESPERA
Moreto
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como la luz vespertina
entre sombra funeral.
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que pone a raya el destino,
ángel poderoso y tierno
a quien no haría el infierno
vacilar y estremecer.
De su querido no advierte
el mortal abatimiento,
ni cree se atreva la muerte
a sofocar el aliento
que hace vivir a los dos;
porque de su llama intensa
es la vida tan inmensa,
que a la muerte vencería,
y en sí eficacia tendría
para animar como Dios.
El amor es fe inspirada,
es religión arraigada
en lo íntimo de la vida.
Fuente inagotable, henchida
de esperanza, su anhelar
no halla obstáculo invencible
hasta conseguir victoria;
si se estrella en lo imposible
gozoso vuela a la gloria
su heroica palma a buscar.
María no desespera
porque su ahínco procura
para lo que ama, ventura,
y al infortunio supera
su imperiosa voluntad.
«Mañana, el grito constante
de su corazón amante
la dice, mañana el cielo
hará cesar tu desvelo;
la nueva luz esperad.»
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ambos perdidos se ven.
Parda, rojiza, radiosa,
una faja luminosa
forma horizonte no lejos;
sus amarillos reflejos
en lo oscuro hacen vaivén.
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SÉPTIMA PARTE
LA QUEMAZÓN
Lamartine
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El pueblo de lejos
contempla asombrado
los turbios reflejos;
del día enlutado
la ceñuda faz.
El humilde llora,
el piadoso implora;
se turba y azora
la malicia audaz.
Sutil se difunde,
camina, se mueve,
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penetra, se infunde;
cuanto toca, en breve
reduce a tizón.
Ella era, —y pastales,
densos pajonales,
cardos y animales,
ceniza, humo son.
Raudal vomitando
venía de llama,
que hirviendo, silbando,
se enrosca y derrama
con velocidad.
Sentada María
con su Brian la vía:
«¡Dios mío!, decía,
de nos ten piedad».
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están, su hervidero oyendo,
y las llamaradas viendo
subir en penachos rojos.
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brota, en su faz la belleza
estampando y fortaleza
de criatura celestial,
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el tesoro sin mancilla,
celeste, inefable unción;
sale en lágrimas deshecho
su heroico amor satisfecho.
Y su formidable cresta
sacude, enrosca y enhiesta
la terrible quemazón.
OCTAVA PARTE
BRIAN
Antar[13]
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inmoble está, y en su pecho
arde fuego inextinguible;
brota en su rostro visible
abatimiento mortal.
Abrumados y rendidos
sus ojos, como adormidos,
la luz esquivan, o absortos,
en los pálidos abortos
de la conciencia (legión
que atribula al moribundo)
verán formas de otro mundo,
imágenes fugitivas,
o las claridades vivas
de fantástica región.
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la yerta inmovilidad.
Allí ya del desaliento
sufre el pausado tormento,
y abrumada de tristeza,
al cabo a sentir empieza
su abandono y soledad.
En el empíreo nublado
flamea el sol colorado;
y en la llanura domina
la vaporosa calina,
el bochorno abrasador.
Brian sigue inmoble, y María
en formar se entretenía
de junco un denso tejido
que guardase a su querido
de la intemperie y calor.
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en mano el puñal desnudo,
vivo el mirar, y un escudo
formó de su cuerpo a Brian.
Llegó la fiera inclemente,
clavó en ella vista ardiente,
y a compasión ya movida,
o fascinada y herida
por sus ojos y ademán,
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Se sienta, —extático mira,
como el que en vela delira;
lleva la mano a su frente
sudorífera y ardiente,
¿qué cosas su alma verá?
La luz, noche le parece,
tierra y cielo se oscurece,
y rueda en un torbellino
de nubes. —«Este camino
lleno de espinas está:
»y la llanura, María,
¿no ves cuán triste y sombría?
¿Dónde vamos? —A la muerte.
Triunfó la enemiga suerte»,
dice delirando Brian.
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su vigilante perfidia.
Obra es del inicuo bando,
¡qué dirá la torpe envidia!
Ya mi gloria se eclipsó.
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Se alzó Brian enajenado,
y su bigote erizado
se mueve; chispean, rojos
como centellas, sus ojos,
que hace el entusiasmo arder;
el rostro y talante fiero,
do resalta con viveza
el valor y la nobleza,
la majestad del guerrero
acostumbrado a vencer.
De cadáveres avara,
cual si muerte presagiara,
así la caterva estulta,
vil al heroísmo insulta,
que triunfante veneró.
María tiembla. —Él, alzando
la vista al cielo y tomando
con sus manos casi heladas
las de su amiga, adoradas,
a su pecho las llevó.
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»Resígnate; —bienvenida
siempre, mi amor, fue la muerte
para el bravo, para el fuerte,
que a la patria y al honor
joven consagró su vida:
¿qué es ella? —Una chispa, nada,
con ese sol comparada,
raudal vivo de esplendor.
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los Andes vieron mi acero
con honor resplandecer.
»Hoy es el aniversario
de mi primera batalla,
y en torno a mí todo calla…
Guarda en tu pecho mi amor,
nadie llegue a su santuario…
Aves de presa parecen,
ya mis ojos se oscurecen;
pero allí baja un cóndor,
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NOVENA PARTE
MARÍA
Anónimo
Petrarca
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Sobre ella hincada, María,
muda como estatua fría,
inclinada la cabeza,
semejaba a la tristeza
embebida en su dolor.
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como la última vislumbre
de la agonizante lumbre,
falta de alimento ya.
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El sol y la llama impía
marchitaron tu ufanía,
pero hoy tumba de un soldado
eres, y asilo sagrado:
pajonal glorioso, adiós.
Gózate, ya no se anidan
en ti las aves parleras,
ni tu agua y sombra convidan
sólo a los brutos y fieras:
soberbio debes estar.
El valor y la hermosura,
ligados por la ternura,
en ti hallaron refrigerio;
de su infortunio el misterio
tú sólo puedes contar.
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sin articular plegaria,
sin descansar ni dormir,
la ve. —En su planta desnuda
brota la sangre y chorrea;
pero toda ella, sin duda,
va absorta en la única idea
que alimenta su vivir.
Tremebundo precipicio,
fiebre lenta y devorante,
último efugio, suplicio
del infierno, semejante
a la postrer convulsión
de la víctima en tormento:
trance que si dura un día
anonada el pensamiento,
encanece o deja fría
la sangre en el corazón.
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tu poder ¡oh, Dios! se esconde?
¿Está, por ventura, exhausto?
¿Más dolor en holocausto
pide a una flaca mujer?
No; —de la quieta llanura
ya se remonta a la altura
gritando el yajá. —Camina,
oye la voz peregrina
que te viene a socorrer.
De la víctima el gemido,
el huracán y el tronido
ella busca, y deleite halla
en los campos de batalla;
pero tú la tempestad,
día y noche vigilante,
anuncias al gaucho errante;
tu grito es de buen presagio
al que asechanza o naufragio
teme de la adversidad.
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Pero nada ella divisa,
ni el feliz reclamo escucha;
y caminando va aprisa:
el demonio con que lucha
la turba, impele y amaga.
Turbios, confusos y rojos
se presentan a sus ojos
cielo, espacio, sol, verdura,
quieta, insondable llanura
donde sin brújula vaga.
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y funerales la hicieron
dignos de contarse aquí.
Embates y oscilaciones
de un mar de tribulaciones
ella arrostró, y la agonía
saboreó su fantasía,
y el punzante frenesí
de la esperanza insaciable
que en pos de un deseo vuela,
no alcanza el blanco inefable;
se irrita en vano y desvela,
vuelve a devorarse a sí.
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un amor, una esperanza,
un astro en la noche oscura,
un destello de bonanza,
un corazón que querer.
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y sonrisa angelical,
que destellan las facciones
de una virgen en su lecho
cuando las tristes pasiones
no han ajado de su pecho
la pura flor virginal.
EPÍLOGO
Lamartine
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en el desierto morir.
¡Cuál tu congoja sería!
¡Cuál tu dolor y amargura!
Y no hubo humana criatura
que te ayudase a sentir.
Se malogró tu esperanza;
y cuando sola te viste
también mísera caíste
como árbol cuya raíz
en la tierra ya no afianza
su pompa y florido ornato:
nada supo el mundo ingrato
de tu constancia infeliz.
El destino de tu vida
fue amar, amor tu delirio,
amor causó tu martirio,
te dio sobrehumano ser;
y amor, en edad florida,
sofocó la pasión tierna
que, omnipotencia de eterna,
trajo consigo al nacer.
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Hoy, en la vasta llanura,
inhospitable morada,
que no siempre sosegada
mira el astro de la luz;
descollando en una altura,
entre agreste flor y yerba,
hoy el caminante observa
una solitaria cruz.
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el fatídico árbol nombra;
ni a hollar se atreven su sombra
los que de camino van.
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El matadero
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ADVERTENCIA[1]
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cualidades del artista.
Aparte, pues, del valor histórico que tiene el presente trabajo, como lo notaremos
más adelante, la circunstancia que acabamos de recomendar le da, en nuestro
concepto, un mérito especial, en cuanto nos proporciona una oportunidad nueva para
comprender mejor al autor de «La cautiva» y del «Ángel caído», y para sorprenderle
en los secretos de la manera de componer o de «artizar», como él diría. Los iniciados
en este secreto del poeta, que él mismo no hubiera acertado a comunicar si lo hubiera
intentado de propósito, saben que sus obras son el resultado de serias reflexiones, de
ensayos comenzados y abandonados, de experimentaciones sobre la sociedad, sobre
el individuo, de exámenes prolijos de su propia conciencia, de indagaciones pacientes
acerca de los hechos que él mismo no había presenciado. Cuando rebosaba su paleta
de colores apropiados a su idea y ésta se le presentaba clara y luminosa en su mente,
entonces se entregaba a la labor con el ardimiento de un inspirado y en corto espacio
de tiempo arrojaba de sí algunos de esos fragmentos que son partes aisladas de la
vasta idea que había concebido su genio.
Como amigos del ilustre poeta y directores de la edición de sus Obras completas,
hemos tenido ocasión de examinar los papeles y borradores que dejó en gran cantidad
y en sumo desorden, y podemos justificar lo que decíamos un momento antes con
documentos fehacientes. El tipo de don Juan fue varias veces modelado por su autor
bajo diversos nombres, y la disposición definitiva del poema en donde hace papel
principal este personaje es resultado de muchos ensayos y pruebas que arrojaba al
fondo de su cartera cuando no respondían al relieve y a la perfección que aspiraba dar
a su obra.
Hemos encontrado una interesante serie de estudios en forma de correspondencia
epistolar sobre la naturaleza del terreno, el paisaje y los habitantes de nuestras
llanuras, que vemos utilizados más tarde en el poema «La cautiva», en el cual si el
lector se siente impresionado por la solemne melancolía del conjunto, es a causa de la
exquisita exactitud con que fueron observados los pormenores que sirven de fondo a
los desventurados personajes de aquel drama del desierto.
Para fines que pueden comprenderse leyendo el poema «Avellaneda»,
daguerrotipó su autor el cuadro que exponemos hoy al público. La casualidad y la
desgracia pusieron ante los ojos de Echeverría aquel lugar sui generis de nuestros
suburbios donde se mataban las reses para consumo del mercado, y a manera del
anatómico que domina su sensibilidad delante del cadáver, se detuvo a contemplar las
escenas que allí se representaban, teniendo el coraje de consignarlas por escrito para
ofrecerlas alguna vez con toda su fealdad ante aquellos que están llamados a influir
en la mejora de las costumbres. Conociendo de cerca los instintos y educación de
aquella clase especial de hombres, entre quienes fue a buscar el tirano los
instrumentos de su sistema de gobierno, pudo pintar con mano maestra los siniestros
caracteres que tejen la traición en que cae la noble víctima de su citado poema.
Aquella cuadrilla famosa que se llamó la Mazorca es hasta hoy mismo un curioso
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estudio, y aún hay quien pregunta: ¿quiénes la compusieron? ¿De dónde salió armada
del terror y la muerte? Después de la lectura del presente escrito quedarán absueltas
estas dudas. El matadero fue el campo de ensayo, la cuna y la escuela de aquellos
gendarmes de cuchillo que sembraban de miedo y de luto todos los lugares hasta
donde llegaba la influencia del mandatario irresponsable.
El poeta no estaba sereno cuando realizaba la buena obra de escribir esta
elocuente página del proceso contra la tiranía. Si esta página hubiese caído en manos
de Rosas, su autor habría desaparecido instantáneamente. Él conocía bien el riesgo
que corría; pero el temblor de la mano que se advierte en la imperfección de la
escritura, que casi no es visible en el manuscrito original, pudo ser más de ira que de
miedo. Su indignación se manifiesta bajo la forma de la ironía. En una mirada rápida
descubre las afinidades que tienen entre sí todas las idolatrías y todos los fanatismos,
y comienza por las escenas a que dan lugar los ritos cuaresmales, para descender por
una pendiente natural que los mismos hechos establecen, hasta los asesinatos
oficiales que son la consecuencia del fanatismo político inoculado en conciencias
supersticiosas.
Los colores de este cuadro son altos y rojizos; pero no exagerados, porque sólo
ellos remedan con propiedad la sangre, la lucha con el toro bravío, la pendencia
cuerpo a cuerpo y al arma blanca, las jaurías de perros hambrientos, las bandadas de
aves carnívoras, los grupos gárrulos de negras andrajosas, y el tumulto y la vocería de
los carniceros insolentes. El tono subido de este cuadro ni siquiera se atenúa con la
presencia del joven que aparece en él como víctima de su dignidad personal y de su
cultura; porque lejos de amedrentarse y palidecer delante de sus verdugos, despliega
toda la energía, toda la entereza moral, todo el valor físico que inspira en el hombre
de corazón el sentimiento del honor ofendido.
La escena del «salvaje unitario» en poder del «juez del matadero» y de sus
satélites, no es una invención sino una realidad que más de una vez se repitió en
aquella época aciaga: lo único que en este cuadro pudiera haber de la inventiva del
autor, sería la apreciación moral de la circunstancia, el lenguaje y la conducta de la
víctima, la cual se produce y obra como lo habría hecho el noble poeta en situación
análoga.
Este precioso boceto aparecería descolorido si, llevados de un respeto exagerado
por la delicadeza del lector, suprimiéramos frases y palabras verdaderamente soeces
proferidas por los actores en esta tragedia. Estas expresiones no son de aquellas cuyo
ejemplo pudiera tentar a la imitación; por el contrario, hermanadas por arte del autor
con el carácter de quienes las emplean, quedan más que nunca desterradas del
comercio culto y honesto, y anatematizadas para siempre.
No sabemos por qué ha habido cierta especie de repugnancia a confirmar de una
manera permanente e histórica los rasgos populares de la dictadura. Hemos pasado
por una verdadera época de terrorismo que infundió admiración y escándalo en
América y Europa. Pero si se nos pidieran testimonios y justificativos escritos para
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dar autenticidad a los hechos que caracterizan aquella época, no podríamos
presentarlos, ni siquiera narraciones metódicas y anecdóticas, a pesar de oírlas referir
diariamente de boca de los testigos presenciales. Cuando éstos dejen de existir
estamos expuestos a que se crea que no hemos sido víctimas de un bárbaro
exquisitamente cruel, sino de una pesadilla durante el sopor de una siesta de verano.
Los pueblos que por cualquiera consideración se manifiestan indiferentes por su
historia y dejan pasar los elementos de que ella se compone, como pasan las hojas de
otoño, sin que mano alguna los recoja, están condenados a carecer de fisonomía
propia y a presentarse ante el mundo insulsos y descoloridos. Y si este olvido del
cumplimiento de una obligación es resultado intencional de un falso amor patrio que
silencia los errores o los crímenes, entonces es más de deplorarse, porque semejante
manera de servir a la honra del país, más que una virtud es un delito que se paga caro
porque inhabilita para el ejemplo y para la corrección.
Echeverría no pensaba así, y creía que si la mano de un hombre no puede eclipsar
al sol sino para sí mismo, el silencio de los contemporáneos no puede hacer que
enmudezca la historia, y ya que forzosamente ha de hablar, que diga la verdad. Su
escrito, como va a verse, es una página histórica, un cuadro de costumbres y una
protesta que nos honra.
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EL MATADERO[1]
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del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad,
vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre
nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará
malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era
natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando
el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por
orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los
libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver
tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya como de
cosa resuelta de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo
descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la
barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la
inundación debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo
efecto la ceremonia, porque bajando el Plata la inundación se fue poco a poco
escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación
estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y
que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el
abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y
gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La
abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la
bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de
indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro
reales y el pescado, carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones
ni excesos de gula, pero en cambio se fueron derechito al cielo innumerables ánimas
y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían
albergue. Todos murieron de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante
lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se
desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto
hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero,
emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en
consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el
fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el
desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se
fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo
caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y
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era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas
lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición
animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la
penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y
las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables
vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen
con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas, a lo que se agregaba el
estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los
porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración
de los sermones, y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la
ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmose un tanto el gobierno, tan paternal
como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario
y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los
predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina;
tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población y por último,
bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los
estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo
trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a
nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos
gordos, cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir
diariamente de doscientos cincuenta a trescientos, y cuya tercera parte al menos
gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya
estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga
la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo
y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una
máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno.
Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar
con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en
los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la
revolución de Mayo.
Sea como fuera, a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se
llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron
con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al
matadero.
—Chica, pero gorda —exclamaban.
—¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!
Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en
todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin
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Restaurador como no hay sermón sin san Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados
gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y
echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la
acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre
muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de
los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada
providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a
los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a
la arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los
correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que
el Restaurador tuviese permiso especial de Su Ilustrísima para no abstenerse de carne,
porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo
protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en
día santo.
Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban
tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El
espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco, aunque reunía todo lo
horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del
Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es
hacer un croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al sur de la ciudad,
es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las
cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el este. Esta playa con declive al sur
está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en cuyos
bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce recoge en
tiempo de lluvia toda la sangraza seca o reciente del matadero. En la junción del
ángulo recto hacia el oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas
de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a
cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas
puertas para encerrar el ganado.
Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal, en el cual los
animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi
sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se
cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero,
personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en
aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase
de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra
parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar
asociado su nombre al del terrible juez, y a no resaltar sobre su blanca cintura los
siguientes letreros rojos: «Viva la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína
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doña Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios». Letreros muy
significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero
algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador,
patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva
por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es
el caso que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la Mazorca[2] los
carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete a
que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran
concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal patrocinio,
por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero,
estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre
la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación.
Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas
personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno
de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La figura
más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y
pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de
sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos una
comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba
las harpías de la fábula, y entremezclados con ella algunos enormes mastines
olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas
toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la
playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por
entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo
indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire,
un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de
carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del
matadero, y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería.
Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían,
venían a formarse tomando diversas aptitudes y se desparramaban corriendo como si
en el medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún
encolerizado mastín. Esto era que ínter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe
de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste,
sacaba el sebo en aquél; de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de
achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarascón con el
cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera
del carnicero y el continuo hervidero de los grupos —dichos y gritería descompasada
de los muchachos.
—Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía —gritaba uno.
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—Aquél lo escondió en el alzapón —replicaba la negra.
—¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo —exclamaba el
carnicero.
—¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
—Son para esa bruja: a la m…
—¡A la bruja!, ¡a la bruja! —repitieron los muchachos—: ¡Se lleva la riñonada y
el tongorí! —y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas
de barro.
Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un
animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente
sobre un charco de sangre caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa.
Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las
faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero
había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas
y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la
achura.
Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se
tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que
columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo, a pesar
del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas,
vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de
nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a
la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de
otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones.
Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había
embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los
compañeros del rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre
ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes,
hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose
horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el
derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de
ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia empleaban el
mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en
pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones
y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el
matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero,
sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía
apariencias de toro y de novillo. Llegole su hora. Dos enlazadores a caballo
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penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada
sobre sus nudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo
varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armados del certero
lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo
a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal prendido ya al lazo por las astas bramaba echando espuma furibundo, y
no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado
y era imposible pialarlo. Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos
los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante
batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella
singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca
y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza, excitado por
el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
—Hi de p…, en el toro.
—Al diablo los torunos del Azul.
—Mal haya el tropero que nos da gato por liebre.
—Si es novillo.
—¿No está viendo que es toro viejo?
—Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c…, si le parece, c… o!
—Ahí los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la cabeza
de su castaño?; ¿o se ha quedado ciego en el camino?
—Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto
es barro?
—Es emperrado y arisco como un unitario.
Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron:
—¡Mueran los salvajes unitarios!
—Para el tuerto los h…
—Sí, para el tuerto, que es hombre de c… para pelear con los unitarios.
—El matambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
—¡A Matasiete el matambre!
—Allá va —gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos desahogos de la
cobardía feroz—. ¡Allá va el toro!
—¡Alerta! Guarda los de la puerta. ¡Allá va furioso como un demonio!
Y en efecto, el animal, acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas
que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta,
lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador
sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un áspero
zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral,
como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo
tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un
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largo chorro de sangre.
—Se cortó el lazo —gritaron unos—: allá va el toro —pero otros deslumbrados y
atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.
Desparramose un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza
y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en
su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe
se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:
—¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
—Enlaza, Sietepelos.
—¡Que te agarra, Botija!
—Va furioso; no se le pongan delante.
—¡Ataja, ataja morado!
—Dele espuela al mancarrón.
—Ya se metió en la calle sola.
—¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en
hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las
panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que
sin duda las salvó porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un
brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas
se fue de cámaras, otra rezó diez salves en dos minutos y dos prometieron a san
Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de
achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.
El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de
la punta más aguda del rectángulo anteriormente descrito, calle encerrada por una
zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y
en cuyo aposado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja.
Cierto inglés, de vuelta de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso,
en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el
tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azorose de
repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre
hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la
carrera de los perseguidores del loro, antes al contrario, soltando carcajadas
sarcásticas:
—Se amoló el gringo; levántate, gringo —exclamaron.
Y cruzando el pantano, amasando con barro bajo las patas de sus caballos su
miserable cuerpo, salió el gringo como pudo, después, a la orilla, mas con la
apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre
blanco pelirrubio. Más adelante al grito de «¡Al toro!, ¡al toro!» cuatro negras
achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua,
único refugio que les quedaba.
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El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas
direcciones azorando con su presencia a todo viviente se metió por la tranquera de
una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico
ceño, pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había
escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y
resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar
mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el matadero donde la poca
chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo
en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el
lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal, que brincaba haciendo hincapié y
lanzando roncos bramidos. Echáronle uno, dos, tres piales, pero infructuosos: al
cuarto quedó prendido de una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua
estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.
«¡Desjarreten ese animal!», exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del
caballo, cortole el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su
enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta, mostrándola
en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló
algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la
chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el
matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez, el brazo y el
cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarle con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto clasificado
provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de
la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda
exclamó: «Aquí están los huevos», sacando de la barriga del animal y mostrando a
los espectadores dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La
risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente
explicarse. Un toro en el matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según
reglas de buena policía, debió arrojarse a los perros, pero había tanta escasez de carne
y tantos hambrientos en la población, que el señor juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito
toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir.
La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado
hasta el fin se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas
carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: «¡Allí viene un unitario!», y al
oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una
impresión subitánea.
—¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el
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sombrero.
—Perro unitario.
—Es un cajetilla.
—Monta en silla como los gringos.
—La mazorca con él.
—¡La tijera!
—Es preciso sobarlo.
—Trae pistoleras por pintar.
—Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
—¿A que no te le animas, Matasiete?
—¿A que no?
—A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de
violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y
obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al
encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona
que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores
exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando,
empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa
maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa cuando una pechada
al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la
distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
—¡Viva Matasiete! —exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la
víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el
tigre.
Atolondrado todavía el joven fue lanzando una mirada de fuego sobre aquellos
hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar
en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete, dando un salto, le salió al
encuentro y con fornido brazo, asiéndolo de la corbata, lo tendió en el suelo tirando al
mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales!, siempre en pandilla
cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
—Degüéllalo, Matasiete, quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
—Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
—Tiene buen pescuezo para el violín.
—Tócale el violín.
—Mejor es la resbalosa.
—Probemos —dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por
la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la
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siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
—No, no le degüellen —exclamó de lejos la voz imponente del juez del matadero
que se acercaba a caballo.
—A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los
salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
—Viva Matasiete.
«¡Mueran! ¡Vivan!», repitieron en coro los espectadores y atándole codo con
codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz
joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no
salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas
de los sayones federales del matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica
con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que
resaltaba un sillón de brazos destinado para el juez. Un hombre, soldado en
apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra «La resbalosa»,
tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en
tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de
la sala.
—A ti te toca la resbalosa —gritó uno.
—Encomienda tu alma al diablo.
—Está furioso como toro montaraz.
—Ya le amansará el palo.
—Es preciso sobarlo.
—Por ahora verga y tijera.
—Si no, la vela.
—Mejor será la mazorca.
—Silencio y sentarse —exclamó el juez dejándose caer sobre su sillón. Todos
obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó con voz preñada de
indignación:
—Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
—¡Calma! —dijo sonriendo el juez—; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en
convulsión: su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el
movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego
parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello
desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y
la respiración anhelante de sus pulmones.
—¿Tiemblas? —le dijo el juez.
—De rabia, porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
—¿Tendrías fuerza y valor para eso?
—Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
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—A ver las tijeras de tusar mi caballo; túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un
minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa
de sus espectadores.
—A ver —dijo el juez—, un vaso de agua para que se refresque.
—Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Diole
el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el
asombrado rostro de los espectadores.
—Éste es incorregible.
—Ya lo domaremos.
—Silencio —dijo el juez—, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote.
Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas.
—¿Por qué no traes divisa?
—Porque no quiero.
—No sabes que lo manda el Restaurador.
—La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
—A los libres se les hace llevar a la fuerza.
—Sí, la fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas, infames. El lobo, el
tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en
cuatro patas.
—¿No temes que el tigre te despedace?
—Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las
entrañas.
—¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
—Porque lo llevo en el corazón por la patria, por la patria que vosotros habéis
asesinado, ¡infames!
—No sabes que así lo dispuso el Restaurador.
—Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y
tributarle vasallaje infame.
—¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
—Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien
atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el juez, cuatro sayones salpicados de sangre suspendieron al
joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
—Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Atáronle un pañuelo por la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase
el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la
flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de un
movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro, grandes
como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y
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frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de
sangre.
—Átenlo primero —exclamó el juez.
—Está rugiendo de rabia —articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando
su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual
soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven,
por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se
incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al
momento murmurando:
—Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron
la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la
boca y las narices del joven y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos
lados de la mesa. Los sayones quedaron inmobles y los espectadores estupefactos.
—Reventó de rabia el salvaje unitario —dijo uno.
—Tenía un río de sangre en las venas —articuló otro.
—Pobre diablo; queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa
demasiado a lo serio —exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre—. Es preciso dar
parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden, echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la
chusma en pos del caballo del juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del matadero eran los apóstoles que
propagaban a verga y puñal la Federación rosina, y no es difícil imaginarse qué
federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario,
conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que
no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de
corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y
por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la Federación estaba en
el matadero.
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Fondo y forma en las obras de imaginación
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NOTA ACLARATORIA[1]
Los siguientes fragmentos están tomados directamente de los primeros borradores del
autor, especie de bosquejos de ensayo, en los cuales, con la velocidad de un
pensamiento caudaloso, se derramaban las ideas para ajustarse más tarde al hecho
trazado con mayor detenimiento y estudio.
Estos ensayos[2] no son la exposición únicamente de una nueva estética, ni
tampoco las lecciones especiales de un preceptista dentro la limitada esfera del arte:
son, en realidad, el desarrollo de uno de los medios con que el autor se proponía
producir un sacudimiento y una transformación en el pueblo aletargado por la tiranía.
Y como para semejante obra necesitaba colaboradores y la fuerza de una opinión
activa, que no podía buscar ni hallar sino en la juventud, se propuso poner en manos
de ésta los instrumentos con que se remueven los escombros de un edificio derruido
para edificar otro nuevo. Y así como trató de iniciarla en los resortes del organismo
de la libertad política con el «Dogma de Mayo», intentó igualmente desasiría de los
lazos que entumecían su inspiración y la inhabilitaban para aplicar el sentimiento y la
fantasía, como fuerzas sociales, al renacimiento de las ideas de Mayo, que encontró
casi extinguidas en la patria a su vuelta de Europa.
Como todos saben, y lo prueban sus trabajos, Echeverría acompañó el ejemplo a
la doctrina en la parte que le fue dado realizar de su pensamiento reaccionario. No
era, por fortuna, bastante entendida la política gubernativa de aquel tiempo para
comprender que el libre ejercicio del pensamiento, en cualesquiera de sus numerosas
esferas, conduce a sublevarle contra todo género de sumisiones, y que emanciparse
en literatura es un ejercicio saludable del espíritu que le habilita para sacudir todo
yugo que pugne con los consejos de la razón. Así pudieron nacer y cundir entre los
lectores jóvenes los Consuelos y las Rimas, producciones que encarnaban bajo sus
formas inocentes las intenciones profundas del reformador. Ellas ahuyentan el
sensualismo de los corazones; daban a la pasión del amor direcciones serias y
profundas; abrían a la imaginación los horizontes patrios, hermoseados con galas
propias; enseñaban a quejarse y dolerse de una situación con que sólo las almas
muertas a la esperanza podían avenirse. Aquellos libros de versos armoniosos
contenían en la personalidad de un individuo la sensibilidad atormentada y herida de
un pueblo entero, y fueron por lo tanto eminentemente sociales.
El autor no vociferó, naturalmente, su secreto; pero en los estudios que hoy
publicamos por primera vez, así como en las notas y advertencias lacónicas con que
ilustró sus mencionadas producciones, nos dejó la clave con que pudiéramos penetrar
fácilmente en los disimulos de su nobilísima y profunda intención. En ellos se ve
cuán grande y vasta era para él la misión del arte, y cuán en armonía debe encontrarse
el verdadero con las condiciones nuevas de los tiempos presentes. Él pone a la mente
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en el rumbo de aquellas literaturas originales y viriles, hermanas del pensamiento que
nos ha legado la formula del mejor gobierno en las instituciones libres y el hábito de
ejercitar el juicio con independencia y equidad en la apreciación filosófica de los
hechos históricos. Así se adelantaba, preparándolos tal vez, a los progresos que sin
disputa ha hecho nuestra razón en el periodo que nos separa de aquellos lamentables
días sombríos en que su corazón se consolaba quejándose con la arrogancia
desesperada de Prometeo, como él mismo lo ha dicho en versos inmortales.
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FONDO Y FORMA EN LAS OBRAS DE IMAGINACIÓN[1]
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revestido de formas peculiares, y que éstas se alteran y varían en cada siglo con las
ideas, leyes y costumbres.
El mundo físico y el moral existen, es decir, la naturaleza y la humanidad: nada
puede quitar ni poner el hombre a lo que existe; pero su inteligencia observa,
examina, compara y se forma ideas erróneas o ciertas: estas ideas son su tesoro, su
ciencia; son hoy el resultado de su modo de ser y de sentir; un día pasa, un siglo, y
vuelve a observar y ya no ve del mismo modo: mil influencias opuestas, tanto
externas como internas, los sucesos de su vida que constituyen la historia, han
contribuido a modificar sus opiniones; la perspectiva de los objetos ha cambiado a
sus ojos. No piensa ya ahora como pensaba hace un siglo acerca de Dios, el alma, la
moral, la política, la filosofía; y al paso que lo que existe está perenne, su modo de
verlo, sentirlo y juzgarlo sólo cambia, y esas ideas, sentimientos y sucesos afectan
diversa fisonomía, aparecen bajo diferente forma en la sucesión de los tiempos.
La poesía sigue la marcha de los demás elementos de la civilización, y
nutriéndose, como principalmente se nutre, de principios filosóficos, de ideas morales
y religiosas, debe ceder al impulso que le dan las doctrinas dominantes en la época
sobre aquellos tres puntos centrales del mundo de la humana inteligencia.
La filosofía sensualista del siglo XVIII, reconociendo la necesidad de una religión,
y confesando la excelencia de la cristiana, tendía sin embargo a la impiedad y al
ateísmo; la espiritualista del XIX ensalza y glorifica al cristianismo.
A la poesía de aquella era convenían bien formas imitadas, puesto que no
hallando en el hombre y el universo sino materia, ni entusiasmo, ni pasión, ni fe, nada
íntimo ni sublime podía expresar: agotada estaba para ella la viva fuente de la
inspiración, así que sólo tuvo un poeta.
A la nuestra llena de entusiasmo y vigor que cree y espera, que ceba su espíritu en
el manantial de la vida, ninguna forma antigua le cuadra, y henchida de savia y
sustancia como la vegetación de los trópicos, debe brotar y crecer vigorosa y
multiforme, manifestando en la variedad, contraste y armonía de su externa
apariencia todo el vigor y fecundidad que en sí entraña.
Byron al leer algunas páginas de Walter Scott exclamaba: «¡Sublime,
maravilloso!, ¡pero todo se ha dicho ya!» Y, en efecto, el ingenio ha sondeado todos
los abismos; ha interrogado a la providencia, al universo; ha desentrañado del
corazón las pasiones vivas, sacando a luz sus llagas y miserias y pintando la intestina
lucha de la conciencia, y siempre activo e insaciable camina sin cesar en busca de
nuevas maravillas.
¿Qué hallaba el lord en las novelas del escocés que tanto le hechizaba? La forma,
es decir, el estilo, el lenguaje, la estructura, la exposición esencialmente dramática y
animada de sus ideas, la poesía y la erudición exhumando y animando el polvo
cadavérico de hombres y siglos que fueron.
Nosotros también al leer a Byron hemos exclamado desalentados muchas veces
¡sublime!, ¡extraordinario!, ¡pero todo se ha dicho ya! Son las formas poéticas las que
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varían principalmente en cada siglo, en el espíritu de cada pueblo y en las
renovaciones y faces del arte, y el espíritu esencial que la fecunda y anima pasa
inalterable de generación en generación, siguiendo en su marcha todas las vicisitudes,
retrocesos y adelantos del saber humano y de la civilización.
Pero la diferencia entre el arte antiguo y el moderno no sólo estriba en las formas
sino en el fondo. El primero bebió sus inspiraciones en la cultura moral de los griegos
y adoptó las formas que le convenían; el segundo las animó con el espíritu de su
creencia y de su civilización. El uno vacía cada género de poesía en un molde
peculiar; el otro no reconoce forma típica ninguna absoluta: en aquél los géneros no
se mezclan, en éste la imaginación libre campea, sin ceñirse a la limitada esfera de las
clasificaciones. En suma, en el arte antiguo la elegía se lamenta, la oda canta heroicas
virtudes, el idilio, pastores; la anacreóntica, vino, rosas y amores; la epopeya ensalza
el heroísmo y solemniza la historia; la tragedia representa la lucha del hombre con el
destino en una acción funesta.
La forma de toda obra de arte comprende la armazón o estructura orgánica, el
método expositivo, el estilo o la fisonomía del pensamiento, el lenguaje o el colorido,
el ritmo o la consonancia silábica y onomatopéyica de los sonidos, y el fondo son los
pensamientos o la idea generatriz que bajo esa forma se trasluce y da a ella completo
y característico ser. Así es que puede decirse que el fondo es el alma, y la forma el
cuerpo u organismo de las creaciones artísticas. Una obra sin fondo es un esqueleto
sin alma, hojarasca brillante, sombra chinesca para los ojos; una obra toda fondo es
hermosura descarnada y sin atavío que en vez de hechizar espanta. Así es que la
forma y el fondo deben identificarse y completarse en toda obra verdaderamente
artística. El estatuario, como el poeta, conciben una idea, pero esa idea está en
germen en su cerebro mientras no la representan al sentido; el uno revistiéndola de
mármol, el otro con las formas de la palabra. Todo pensamiento, pues, tiene su propia
y adecuada forma; cada artista original, una idea y expresión característica, y cada
siglo, una poesía, y cada pueblo o civilización, sus formas artísticas. Y debe ser así,
porque la civilización de cada pueblo sigue una marcha, si bien progresista, sujeta a
mil influencias opuestas, tanto físicas como morales, y a todos los accidentes y
sucesos tanto internos como exteriores, que constituyen su vida y su historia. En los
individuos se observa la misma ley de desarrollo moral que en los pueblos, y hasta en
los seres orgánicos de un mismo género varían las formas externas, según los lugares
y latitudes y modo de vivir y cultura. Vienen después las revoluciones milenarias
como las invasiones de los bárbaros y el cristianismo, la conquista de América, la
aparición de los hombres fáusticos como Alejandro, César y Napoleón, los cuales,
trastornando el orden regular de las sociedades, las impelen y regeneran y depositan
alguna nueva verdad moral, filosófica o política en el fondo común de la inmensa
inteligencia.
Son las formas pues las que varían: toda la cuestión sobre la excelencia del arte
antiguo y el moderno estriba en la forma. La forma clásica es restricta y limitada;
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cada género se forma, se vacía en molde dispuesto en particular. La elegía llora, la
oda canta heroicidades, el idilio pastores. El romanticismo no reconoce forma
ninguna absoluta; todas son buenas con tal que representen viva y característicamente
la concepción del artista. En la lírica canta y dramatiza; es heroico, elegiaco, satírico,
filosófico, fantástico a la vez; en el drama ríe y llora, se arrastra y se sublima, idealiza
y copia la realidad en las profundidades de la conciencia; toca todas las cuerdas del
corazón y saca de ellas mil disonancias y armonías maravillosas: da cuerpo y
salientes sobrenaturales; es lírico, épico, cómico y trágico a un tiempo, y multiforme,
en fin, como un Proteo. Representa todo lo terrestre y lo divino, la vida y la muerte,
todos los misterios del destino humano, los accidentes de la vida en sus inmensos
cuadros. Si quiere y le conviene adopta la forma griega o francesa, se ajusta a las
proporciones de Calderón o Shakespeare; pero no de propósito, porque a nadie imita
sino cuando el natural desarrollo de sus creaciones lo requiere; escribe en fin Otelo,
Fausto, Atalía. En la poesía épica ni obra según los códigos de Aristóteles, Bateux o
Vida, ni sigue a Homero ni a Virgilio, sino traza en el frontis de sus gigantescas
creaciones: Divina comedia, El paraíso perdido, La mesiada, Las peregrinaciones de
Childe Harold.
Así pues, el romanticismo, fiel al principio inconcuso de que la forma es el
organismo de la poesía, deja al ingenio obrar con libertad en la esfera del mundo que
ha de animar con su fiat. Ni le corta las alas, ni lo mutila, ni le pone mordaza, y se
guarda muy bien de decirle: esto harás y no aquello, pues lo considera legislador y
soberano y reconoce su absoluta independencia; sólo le pide obras poéticas para
admirarlas, obras escritas con la pluma de bronce de la inspiración romántica y
cristiana.
Atendiendo sin embargo a la esencia misma de la inspiración poética, se pueden
determinar tres formas distintas en la expresión del verbo. Forma lírica, forma épica y
forma dramática. En la primera el poeta canta, con la segunda narra, con la tercera
pone en acción los personajes históricos o fantásticos con que forma sus cuadros. En
la primera las emociones del alma se exhalan en cantos, cuya entonación varía según
la mayor o menor intensidad de los afectos; en la segunda la narración poética, más o
menos extensa, remplaza al canto; en la tercera la acción, la narración y el canto se
reúnen y combinan para representar en un cuadro la vida con todos los accidentes,
peripecias y contrastes. Bajo estas tres formas distintas en sí, pero idénticas en
naturaleza, aparece en las diversas épocas de la historia de cada pueblo y en cada
latitud el verbo eterno de la poesía…
ESENCIA DE LA POESÍA
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Desde que la bondad de Dios creador y la inmortalidad del alma dejaron de ser un
vago presentimiento de la humana conciencia, o una noción confusa inspirada por el
genio de Platón; desde que las leyes morales tuvieron por base la revelación divina y
echaron honda raíz en las entrañas de la humanidad, las fuerzas intelectuales tomaron
distinto rumbo, ensancharon el poder del hombre y cambió a sus ojos la perspectiva
del universo. Todo fue grave y severo para él, ningún pensamiento frívolo concibe;
ningún acto indiferente pudo ejecutar; sus acciones tuvieron por pauta la justicia, sus
reflexiones por blanco la verdad, y su vida toda fue consagrada al ejercicio de
imperiosos deberes. Pero flaco de espíritu y de cuerpo, henchido de pasiones, en vez
de lo justo obró lo inicuo, y en lugar de oír la imperiosa voz de su conciencia siguió
el instinto e impulso de los animales apetitos. En vez de encontrar la verdad vagó sin
tino por las tortuosas sendas del error. Así marchó el hombre por el camino de la vida
y toda su existencia no fue más que el batallar perpetuo de sus deberes y apetitos, de
su inteligencia y sus extravíos. La ciencia pretendió encaminarlo, pero su antorcha
fue a menudo falaz. Por certidumbre diole muchas veces quimeras que lo alucinaron
y ensoberbecieron, inspirole el deseo de penetrar la esencia oculta de las cosas y
descifrar el enigma de su existencia y de la creación sin el auxilio de la revelación.
Entonces rodeáronlo las tinieblas; perdió su razón el punto de apoyo, y se abismó en
el caos de la incertidumbre.
Dudó de todo —del alma, de Dios, de la justicia y el deber, de sí mismo y del
universo— y los sistemas nacieron y las opiniones humanas se chocaron y agitaron
como las olas del mar cuando la tempestad rompe el equilibrio que en balanza las
sostiene.
¿Dios crió al universo e infundió al hombre, imagen suya, espíritu inmortal? ¿Su
providencia lo sustenta y vive por leyes invariables o no? ¿El mal es simplemente la
negación del bien o ley forzosa de la criatura? ¿La moral es ley divina y por
consiguiente invariable, innata o revelada, o ley humana y variable según los climas y
siglos? ¿La justicia tiene por base el interés o los preceptos morales? ¿Es libre el
hombre y responsable de sus actos, o no?…
La poesía debió seguir el rumbo y las excitaciones del espíritu humano…
Hemos llegado al punto de arranque de la civilización moderna; el tiempo nos
muestra la primera página de otra historia; pisamos en los umbrales de un nuevo
mundo compuesto de tres naciones cuya religión, leyes y costumbres son diferentes.
Echemos una mirada sobre él.
Roma decrépita está gangrenada por los vicios y abrumada bajo el peso de su
propia grandeza; pero su renombre la escuda y deja atónitos los pueblos al oír el
nombre de la ciudad eterna. El mal interno que la roe extiende y dilata entretanto su
veneno por sus enervados miembros; ella ríe, y se deleita, y ebria de regocijo mira
desde las gradas del circo palpitar en las garras de las fieras miembros humanos,
mientras sus dioses de oro y mármol nada dicen a su corazón depravado. Harta de
sangre y apeteciendo emociones nuevas, se convierte en concubina de los tiranos,
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prostituye sus hijares a la torpe lascivia y a los más inmundos y bestiales apetitos, y
sumida en el ciénago de las torpezas tiene coraje aún para deificar a los mismos que
la ultrajan y envilecen.
Aletargada vive así Roma, y de repente oye gritos y una voz de los cielos que le
dice: «¡Oh, Roma, Roma obcecada, escucha las palabras del Salvador, del hijo de
Dios vivo!»
No matarás, no fornicarás, vuestros dioses son vanos, mentirosos; amad a vuestro
prójimo como a vosotros mismos; no hay más que un solo Dios. Es la voz de los
profetas que predican el cristianismo. Roma ciega escarneció sus palabras y lavó sus
manos en la sangre de los mártires, y adornada con nuevos atavíos corrió frenética del
circo al teatro, de los banquetes a los inmundos lupanares o a servir de pasto a las
fieras y de escabel a los más imbéciles tiranos.
Entonces un ruido grande como el del océano tormentoso resonó en la redondez
de la tierra. De oriente y occidente, del septentrión al mediodía, levantáronse voces
desconocidas y viéronse caminar velozmente enjambres sobre enjambres de hombres
nunca vistos, los cuales se movían por fuerza irresistible, se impelían los unos a los
otros como las oleadas que impelen los huracanes. Suevos, vándalos, germanos,
godos, tártaros habíanse, por concierto misterioso, emplazado al Capitolio, y se
prepararon a repartirse los despojos del Imperio romano.
Roma al tronar de sus gigantescos alaridos salió de su letargo y se preparó a la
lucha y aunque por el prestigio de su nombre tuvo a raya algún tiempo al torrente
azotador, su hora había llegado, y las plagas de Dios debían vengar los ultrajes que su
ambición había inferido al universo. Lenta fue su agonía para ser más ruidosa y
espectable. Vencida cayó al fin cuando ya el cristianismo vestía la púrpura en
Constantinopla y la tiara se ostentaba en el Capitolio.
Consumose la regeneración del mundo, y el cuerpo de la sociedad antigua sintió
correr en sus venas la sangre pura y ardiente de las naciones bárbaras, animado por el
espíritu del cristianismo.
Los vencedores adoptaron la ley de los vencidos; pero en cambio les dieron
costumbres más puras, el respeto a las mujeres y la energía de la independencia
individual que habían heredado de su vida semisalvaje. El cristianismo fue poco a
poco domando la ferocidad natural de los bárbaros, extirpando los vicios y
supersticiones que fomentaba el paganismo en las entrañas de la sociedad romana y
amalgamando la sangre, el genio, el espíritu y las costumbres de los conquistadores y
conquistados, y reuniendo por medio del vínculo indisoluble de una nueva religión
esencialmente fraternal, para compaginar la sociedad moderna, aquellas tan diversas
como enemigas razas. La humanidad entonces rejuvenecida echó una mirada, vio
ante sí un nuevo y maravilloso porvenir y llena de entusiasmo y fe emprendió una
marcha progresiva al través del espacio y los siglos.
Roma vencida dominó por su literatura, sus leyes, su lengua, que atesoraban las
tradiciones de la antigua sabiduría, y las dio en herencia a las naciones que se
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repartieron los despojos de su imperio, y éstas, cuando salieron de las tinieblas de la
infancia, se encaminaron con su luz en busca de nuevas teorías.
Roma fue, pues, el eslabón que ligó al mundo antiguo con el mundo moderno. La
providencia quiso sin duda que dos fuerzas, una física y otra moral, se armasen para
la destrucción simultánea de su gigantesco poderío. Sin la aparición del cristianismo
antes de la invasión de los pueblos del norte, quizá la lengua latina desaparece, la
tradición se borra y la barbarie sumerge la ilustración del mundo romano y la
humanidad hubiera quedado otra vez envuelta en la noche primitiva.
Durante la Edad Media, época tenebrosa en la cual, como en el caos, luchan los
complejos y heterogéneos elementos de la civilización moderna, la ciencia solitaria
cavilaba en los claustros, mientras la fuerza heroica daba rienda en los campos a su
feroz energía. Sólo la religión reprimía sus ímpetus y daba a su pujanza una dirección
más noble, moral y justa. Ante la cruz o el sacerdote doblaban la rodilla aquellos
turbulentos y altivos barones que cifraban la ley en el arrebato de sus pasiones y el
derecho de su espada. El feudalismo, resultado necesario de la conquista, convirtió la
esclavitud personal antigua en servidumbre y vasallaje. El siervo de terrazgo, el
feudatario, prestaban su brazo al señor para la guerra, que era entonces la condición
forzosa de la sociedad, a causa de la coexistencia de tantos poderes y soberanías de
origen homogéneo, pero opuestos entre sí en intereses y ambiciones.
La flaqueza era oprimida, la inocencia ultrajada, porque era tiempo de lucha y
turbulencias y la justicia no era cimiento, ni la ley vínculo de la sociedad. Pero el
hombre llevaba ya estampado en su conciencia el sello de una realidad esencialmente
moral, equitativa y justa, y las fuerzas de su inteligencia, fecundizadas por el
espiritualismo cristiano, debían necesariamente manifestar una índole particular,
revestir su forma propia y desenvolver en tiempo toda su enérgica naturaleza.
Los afectos y pasiones tomaron un carácter más ideal y sublime, y uniéndose al
heroísmo grosero de los conquistadores del norte, produjeron la institución de la
caballería cuyos sagrados votos encaminaban a reprimir los desafueros del espíritu
militar, o de la violencia, a convertir el amor en una especie de culto y divinizar a la
mujer, a esa frágil criatura cuyas perfecciones simbolizan la belleza y candor que la
imaginación se deleita en reconocer en los ángeles.
Como en la infancia del hombre, antes que las otras facultades, brotó lozana la
imaginación y el arte empezó a sembrar sus creaciones en el seno de la sociedad
moderna. Los arcos diagonales, las pilastras en haz de espigas y las bóvedas aéreas de
los templos góticos simbolizaron el pensamiento que libre de las ataduras terrestres,
ambicionando lo infinito, se levanta al cielo; y la gaya ciencia al paso que celebraba
las proezas de los caballeros traducía en versos armoniosos las leyendas, consejas y
fábulas populares, daba cuerpo a los entes de la nueva mitología y transformaba la
caballería, el amor, el honor y los más generosos y sublimes afectos en musas del
nuevo Parnaso.
Los trovadores ejercían además una especie de magistratura moral, y así como el
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papa era, en aquellos tiempos de tinieblas, el brazo visible de la justicia de Dios, la
voz de los trovadores era la justicia del pueblo que clamaba en favor de la inocencia y
estigmatizaba a reyes, barones, eclesiásticos y papas, cuya orgullosa prepotencia
ambicionaba dominar todas las jerarquías y cimentar su omnipotencia con el sudor de
los humildes.
Los idiomas vulgares formados de la mezcla del latín con los dialectos
septentrionales bárbaros, fueron la lengua natural de esa poesía guerrera, heroica,
vagabunda, que no desdeñaban cultivar los reyes, y cuyos acentos resonaban al pie de
los castillos, en los consistorios o justas poéticas, en los campos, y bajo las bóvedas
sombrías de los castillos góticos, y hasta en las tiendas de los cruzados en la
Palestina. Distinta de la antigua, en origen, esencia y formas, esta poesía floreció en
Francia, en Alemania, Italia y España, reflejando los rasgos característicos y
nacionales de la fisonomía de cada pueblo, y el espíritu caballeresco y cristiano que
animaba entonces a la sociedad europea.
Después que hubo cantado el amor y el honor, ensalzado al heroísmo, satirizado a
los poderosos, esta poesía aventurera, joven, entusiasta, se fue en pos de las enseñas
cruzadas a exhalar su fuego contra los infieles, y de allí volvió revestida de pompa y
majestad, reflejando los colores de la aurora, exhalando incienso y aromas, adornada
de nuevas y vistosas galas, embebida de las ficciones maravillosas de Oriente para
arrojar sus últimos cantos por boca de Ausias March, morir con la lengua provenzal,
y como el Fénix renacer más enérgica, grandiosa y sublime.
El cristianismo dio nuevas creencias, nuevas leyes, nuevas costumbres y ejercicio
distinto a la vida, al mundo civilizado de los romanos y a la Europa moderna, y por
esta causa, más tarde, un arte y un saber enteramente separados y distintos del arte y
saber antiguos, porque el arte y la ciencia deben necesariamente resultar del modo de
vivir y pensar y ligarse de ambos.
Rayó el decimotercio siglo y apareció el Dante. La poesía moderna o cristiana
tuvo su Homero y acabó de emanciparse de la antigua.
El espacio y el tiempo eran suyos; su vuelo infatigable, como el de los serafines:
ella debía recorrer el mundo de la inteligencia y fijar sus proféticas miradas en el
porvenir del género humano.
Brillante fue la aurora de la poesía moderna, pero antes de llegar al cenit
despareció con la lengua provenzal o lemosina exhalando en las melancólicas trovas
de Ausias March sus últimos y más penetrantes acentos.
La Divina comedia en nada se parece a las obras del arte antiguo. Estilo,
exposición, forma, estructura orgánica, no se amoldan a ninguno de los tipos
anteriores.
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CLASICISMO Y ROMANTICISMO
Fueron los críticos alemanes los que primero dieron el nombre de romántica a la
literatura indígena de las naciones europeas cuyo idioma vulgar, formado del latín y
dialectos septentrionales, se llamó romance. Pero la palabra romántica no dice sólo a
la lengua, sino al espíritu de esa literatura, por cuanto fue la expresión natural o el
espontáneo resultado de la creencia, costumbres, pasiones y modo de ser y cultura de
las naciones que la produjeron sin reconocerse deudora a la antigua. Por eso es que
con fundamento la aplicaron también a la literatura posterior que fiel a las primitivas
tradiciones europeas, envanecida de su origen y religión, enriquecida con la herencia
de sus mayores y la ilustración adquirida por el trabajo de los siglos, floreció lozana y
pomposa en Italia, España, Francia, Inglaterra y Alemania, y opuso a la Antigüedad
una serie de obras y de ingenios tan ilustres y grandes como los de Grecia y Roma.
La civilización antigua y la moderna, o el genio clásico y el romántico,
dividiéronse pues el mundo de la literatura y del arte. Aquél trazó en el frontis de sus
sencillos y elegantes monumentos: paganismo; éste en la fachada de sus templos
majestuosos: cristianismo. El uno ostenta aún las formas regulares y armónicas de su
sencilla y uniforme civilización; la otra los símbolos confusos, terribles, enigmáticos
de su civilización compleja y turbulenta. El uno, los partos de imaginación tranquila y
risueña, satisfecha de si porque nada espera; el otro, los de imaginación sombría
como su destino, que insaciable y no satisfecha, busca siempre perfecciones ideales y
aspira a ver realizadas las esperanzas que su creencia le infunde.
El uno divinizó las fuerzas de la naturaleza y la vida terrestre y pobló el universo
de dioses, sujetos a las pasiones y flaquezas terrestres; el otro se elevó a la
concepción abstracta, sublime de un solo Dios; el uno sensual, absorto en la
contemplación de la materia, se deleita en la armónica simetría de las formas y en la
sencillez de sus obras; el otro, ambicionando lo infinito, busca en las profundidades
de la conciencia el enigma de la vida y del universo.
El uno encontró el tipo primitivo y original de sus creaciones en Homero y la
mitología, el otro en la Biblia y las leyendas cristianas.
El uno puso en contraste la voluntad del hombre, el libre albedrío, luchando
contra un hado irrevocable, inexorable, y en esa fuente bebió las terribles peripecias
de sus tragedias; el otro no reconoció más fatalismo que el de las pasiones y la
muerte, más destino que la providencia, más lucha que la del alma y del cuerpo, o el
espíritu y la carne, moviendo los resortes del corazón y la inteligencia y
representando todos los misterios, accidentes, convulsiones y paroxismos de la vida
en sus terribles dramas…
Mientras la musa romántica pobló el aire de silfos, el fuego de salamandras, el
agua de ondinas, la tierra de gnomos y el cielo y el espacio de jerarquías de entes
incorpóreos, de genios, espíritus, ángeles, anillos invisibles que ligan la tierra al cielo,
o el hombre a Dios; la musa clásica dio forma corpórea, visible y carnal a las fuerzas
El espíritu del siglo lleva hoy a todas las naciones a emanciparse, a gozar la
independencia, no sólo política sino filosófica y literaria; a vincular su gloria no sólo
en libertad, en riqueza y en poder, sino en el libre y espontáneo ejercicio de sus
facultades morales y de consiguiente en la originalidad de sus artistas.
Nosotros tenemos derecho para ambicionar lo mismo y nos hallamos en la mejor
condición para hacerlo. Nuestra cultura empieza: hemos sentido sólo de rechazo el
influjo del clasicismo; quizá algunos lo profesan, pero sin séquito, porque no puede
existir opinión publica racional sobre materia de gusto en donde la literatura está en
embrión y no es ella una potencia social. Sin embargo debemos antes de poner mano
a la obra, saber a qué atenernos en materia de doctrinas literarias y profesar aquellas
que sean más conformes a nuestra condición y estén a la altura de la ilustración del
siglo y nos trillen el camino de una literatura fecunda y original, pues, en suma, como
dice Hugo, «el romanticismo no es más que el liberalismo en literatura…»
En suma, la poesía griega o clásica es original porque fue la expresión espontánea
del ingenio de sus poetas y presentó en sus distintas épocas el desenvolvimiento de la
civilización griega, pero fundada en costumbres, moral y religión que no son
nuestras, y sobre todo en fábulas mitológicas que consideramos quiméricas y
debemos, como dice Schlegel, considerarlas como juegos brillantes de la
imaginación, que entretienen y regocijan, mientras que la poesía romántica, que está
arraigada a lo más íntimo de nuestro corazón y de nuestra conciencia, que se liga a
nuestros recuerdos y esperanzas, debe necesariamente excitar nuestro entusiasmo y
hablar con irresistible y eficaz elocuencia a todos nuestros afectos y pasiones.
Los poetas modernos que se han arrogado el título de clásicos, porque, según
dicen, siguen los preceptos de Aristóteles, Horacio y Boileau y embuten en sus obras
centones griegos, latinos y franceses, no han advertido que en el mero hecho de
declararse imitadores dejan de ser clásicos porque esta voz indica lo acabado y
perfecto y por consiguiente lo inimitable.
Creo, sin embargo, que imitando se puede hasta cierto punto salvar la
originalidad; pero jamás se igualará al modelo, como lo demuestran ensayos de
ingenios eminentes. Pero este género de emulación no consiste, como en los
bastardos clásicos, en la adopción mecánica de las formas, ni en la traducción servil
de los pensamientos, ni en el uso trivial de los nombres, que nada dicen, de la
mitología pagana, que a fuerza de repetidos empalagan, sino en embeberse en todo el
espíritu de la Antigüedad, en transportarse por medio de la erudición y del profundo
Parece que el autor se propuso alguna vez escribir una introducción detenida a sus
obras poéticas, y echó en algunas hojas sueltas los siguientes apuntes, a manera de
índice, de los puntos que intentaba tratar en esa introducción. Después consideró que
sería mejor hacer una exposición de su doctrina literaria, aplicada a la poesía, bajo la
forma de un opúsculo suelto. De esta intención nacieron, probablemente, los
presentes apuntes que reproducimos en el mismo orden en que le encontramos en el
borrador autógrafo.
Siempre he creído que en materias controvertibles importa más un hecho que muchas
páginas de buenas teorías y esto me ha retraído hasta aquí de… Pero después me he
convencido que en países donde los principios del gusto, en materia de bellas artes,
no son comunes y no existe una opinión pública que sea capaz de formar juicio
racional sobre los partos de la imaginación, es conveniente y necesario que los
autores hagan marchar de frente la teoría y la práctica, la doctrina y los ejemplos,
para no dar cabe a los pedantes y tapar la boca a los resabidos, los cuales en los
desahogos de su impotencia se creen autorizados, por el silencio de los autores, a
desacreditar las obras del ingenio.
Además, bien puede permitírseme a mí teorizar sobre una materia en la cual he
dado pruebas de que soy capaz de producir algo, ya que otros, sin más títulos que el
de su fatua vanidad, se creen autorizados para hacerlo con todo el magisterio de los
primeros genios del arte.
No pretendo hacer prosélitos: doy mis opiniones por lo que son, y nada más,
como resultado de mis lecturas y reflexiones sobre un arte que ha inmortalizado a los
primeros ingenios con que puede vanagloriarse la humanidad, que he cultivado por
inclinación, y al cual, si me fuere dado, consagraría todas mis fuerzas.
Me he resuelto a publicar aparte este opúsculo porque al lado de mis versos tendría
visos de comentario o apología, y porque estoy convencido, sobre todo, que lo que
importa en nuestro país es arrancar de cuajo la preocupación, limpiar de maciega el
campo, señalar a la juventud el camino para que marche a recoger los lauros que la
posteridad le reserva, y para que no se crea que aspiro a conquistar por caminos
tortuosos una fama que ya no me es dado conseguir.
Como entre nosotros no pasan por sabios los que no acuñan su doctrina con opiniones
ajenas, los que se atienen a los consejos de su entendimiento, los que no quieren
suicidar su razón ni atenerse en materias controvertibles a autoridad alguna, los que
no reconocen jurisdicción, ni poderío ante el cual humillarse, los que han preferido
siempre «armas a corazas», se ven obligados, y yo entre ellos, a robustecer sus ideas
y autorizarlas con la opinión de los más esclarecidos literatos que reconoce nuestro
siglo como tales. Así procederé.
La poesía filosófica debe ser cosmopolita, colocarse en el centro del universo, patria
común del género humano, e interpretar esas instintivas creencias que forman el
patrimonio común de la humanidad…
Yo, por mi parte, confieso que nada entiendo de esas clasificaciones con que han
obstruido los pedantes la espaciosa y florida senda del arte. ¿No es ridículo que los
señores preceptistas, que jamás han producido nada, digan al poeta: «Irás por aquí y
no por allí; escribirás sonetos, églogas, anacreónticas, elegías; no mezclarás lo que
nosotros llamamos géneros so pena de lesa poesía»? ¿No irrita ver que pretendan
dictar reglas de gusto al ingenio y trazarle el camino que haya de seguir?
Tómanse ellos licencias semejantes, y no quieren que el poeta, es decir, el
Creador, el verbo, campee libre por las esferas del mundo, ¡que debe animar con el
fecundo soplo de su pensamiento! ¡Descabellada pretensión!
Por mi parte yo no reconozco más que dos formas: forma lírica y forma
dramática…
Sabido es que las concepciones del hombre primitivo son espontáneas; que la
humanidad en su cuna es inspirada y no reflexiva; de ahí resulta que toda la poesía
primitiva sea parto del entusiasmo, de la fe, y por consiguiente eminentemente lírica.
Las pasiones entonces son un verdadero canto.
¿Sabe usted lo que es la reputación? Eche una mirada sobre la sociedad. El que quiere
consigue a esa impúdica ramera, que ofrece sonriendo sus hijares a la torpe lascivia y
a los más inmundos y bestiales apetitos. Reputado es el que la casualidad puso en el
albo; reputado el pedante; reputado el sabio; reputado el loco, el imbécil, el ladrón, el
asesino; reputados, en suma, todos los que ambicionan el vaho impuro de la estúpida
opinión. Entretanto, el tiempo da un paso y avienta como polvo todas esas
reputaciones efímeras. Reniego de la reputación. Gloria querría, sí, si me fuese dado
conseguirla, o al menos si a la eficacia de mis deseos correspondiesen mis fuerzas…
Nunca se me ha ocurrido que entre nosotros podría ganarse nada escribiendo
versos. Sólo la deplorable situación de nuestro país ha podido compelerme a
malgastar en rimas estériles la sustancia del cráneo. (Abril 8, 1850.)
Trabaje, amigo mío, prepárese para el porvenir, porque el reino del mal no puede ser
eterno. Sus temas favoritos, emigración, cristianismo, son también los míos; pero
agregando escuelas primarias, educación popular. (Párrafo de carta a don Félix
Frías, 1850.)
Si yo hubiera podido realizar lo que proyecté hace tiempo, y sin cuyas miras jamás
me hubiera ocupado de poesía, mi ambición se hallaría satisfecha, mis tareas
recompensadas y sería feliz. Pero lo que el genio concibe o imagina, la tenacidad sólo
puede animarlo, y la tenacidad es hija de la fuerza física.
La mano férrea que pesa sobre mí hace cuatro años, y contra la cual batallo
vanamente, ha sofocado poco a poco mis fuerzas vitales, casi agotado mi
sensibilidad, fuente fecunda de toda inspiración, y dado en tierra con todas mis
Se ha dicho que mis versos heroicos carecían de fuego, y aun se ha pretendido tachar
de prosaica a mi musa; y en lugar de ser para mí esta opinión una crítica, es un
elogio, pues estoy convencido que el poeta lírico moderno, cualquiera que sea el
género en que escriba, debe parecer más filósofo que profeta, más pensador que
oráculo o pitonisa. Nada de arrebatos frenéticos, nada de entonación robusta, nada de
entusiasmo ficticio admite la poesía lírica moderna. Su sublimidad estriba en las
ideas, en su movimiento o giro desordenado, en la variedad de éstos y de las
imágenes; su interés en la exposición dramática…
Digo esto únicamente, no con el ánimo de defender mis versos, cosa que
considero indigna, sino porque a menudo suelen hacer fortuna entre los ignorantes
opiniones cuyo único y exclusivo mérito es el atrevimiento con que se enuncian, y
porque no es nuevo en los países poco versados en las letras ver a un zoilo ignorante
y atrevido desacreditar las obras de un escritor de mérito y querer juzgar con
magisterio escritos que no entiende y que no sería capaz ni aun de imaginar. (Hoja de
papel suelta.)
Los favoritos de la fortuna son generalmente los más ineptos y despreciables, porque
el saber y la virtud desdeñan humillarse ante su impuro simulacro. (1825.)
No hay cosa más triste que emigrar. Salir de su país por satisfacer un deseo, por
realizar una esperanza, para estudiar la naturaleza y el hombre en una tierra distante
de aquella en que nacimos, es sentir una conmoción indefinible de dulce melancolía
en ese viaje voluntario. Dejamos atrás nuestros hogares, nuestra familia, nuestros
amigos; pero en cambio vemos una perspectiva lejana, una esperanza que nos alienta
y estimula, mil cosas nuevas que ocuparán aunque momentáneamente el vacío que ha
dejado la ausencia de nuestras afecciones queridas.
La vida no es más que una larga serie de pesares y un corto sueno de ilusiones y
esperanzas.
Las teorías son todo; los hechos por sí solos poco importan. ¿Qué es un hecho
político funesto? El resultado de una idea errónea. ¿Qué es otro, fecundo en bienes?
El de ideas maduras y ciertas. Las teorías ilustran, regeneran a los pueblos. Ellas son
las verdaderas fuerzas impulsivas de la sociedad, porque los seres de que ésta se
componen son inteligentes y racionales. No se trata, naturalmente, de teorías
fantásticas ni de falsos sistemas.
A falta de ingenio los hombres se revisten de un título para medrar y van a mendigar
a las universidades librea de ciencia para adquirir un vano e inmerecido prestigio.
(Hoja suelta.)
Para nosotros debe ser una verdad reconocida que la imitación en poesía es un
elemento infecundo; que sólo la originalidad es bella, grande y digna de ser admirada,
y que sólo ella importa progreso en el desarrollo de nuestra literatura nacional.
… Es necesario desengañarse, no hay que contar con elemento alguno extranjero para
derribar a Rosas. La revolución debe salir del país mismo, deben encabezarla los
caudillos que se han levantado a su sombra. De otro modo no tendremos patria.
Veremos lo que hacen Urquiza y Madariaga. (Párrafo de carta. Noviembre 10 de
1846.)
Examinar todas nuestras instituciones del punto de vista democrático; ver todo lo que
se ha hecho en el transcurso de la revolución para organizar el poder social, y deducir
de ese examen crítico vistas dogmáticas y completas para el porvenir, es la obra más
grande que pueda emprenderse por ahora. (Carta a sus amigos Alberdi y Gutiérrez en
Chile. Montevideo, octubre 1, 1846.)
Esta maldita cabeza anda maleando hace año y medio y ahora me hace más falta que
nunca, porque como creo que me voy a despedir del mundo, me ha dado la manía de
dejarle recuerdos. Estoy flaco como un esqueleto, o más bien, espiritado; pero ando
como viviente entre los vivientes. Dicen por ahí que tengo talento y escribo como
nadie y lo que nadie por acá: ¡zonzería! Yo tengo para mí que soy el más infeliz de
los vivientes porque no tengo salud, ni esperanza, ni porvenir y converso cien veces
al día con la muerte hace cerca de dos años. (Idem.)
LA FUERZA
La fuerza es también tan legítima como el derecho. ¿Creéis acaso que Dios dotó en
vano a algunos hombres de más valor, robustez y energía que a otros? No. Ningún
derecho primitivo, ninguna autoridad racional, ningún gobierno nuevo tuvo otro
fundamento que la fuerza. Si la fuerza entroniza el despotismo, la fuerza lo abate. Si
ella rompe constituciones, también proclama a la faz del mundo los derechos del
hombre. Sin la fuerza las sociedades permanecerían inertes y jamás llegaría el tiempo
del triunfo de la razón.
El derecho de la fuerza da, como dice un sabio, el imperio del mundo a los mejores.
Corren los tiempos; la razón se hermana con la fuerza y el derecho de la razón
impera. Cada cosa tiene su tiempo.
AFECTOS ÍNTIMOS
Septiembre 2 de 1835
Nací en septiembre de 1805 y hoy debo cumplir… ¿Y dónde están? ¿En qué los he
empleado?
Hasta la edad de dieciocho años fue mi vida casi toda externa: absorbiéronla
sensaciones, amoríos, devaneos, pasiones de la sangre, y alguna vez la reflexión; pero
triste como lámpara entre sepulcros. Entonces como caballo desbocado, pasaba yo
sobre las horas, ignorando a dónde iba, quién era, cómo vivía. Devorábame la
saciedad y yo devoraba al tiempo.
Desde los dieciocho hasta los veintiséis años, hiciéronse gigantes mis afectos y
pasiones, y su impetuosidad, salvando límites, se estrelló y pulverizó contra lo
imposible.
Sed insaciable de ciencia, ambición, gloria, colosales visiones de porvenir… todo
he sentido.
Mi orgullo ha roto y hollado todos los ídolos que se gozó en fabricar mi vanidad.
Cuando llamaba a mi puerta la fortuna yo le decía: vete, nada quiero contigo; yo
Septiembre 26
Septiembre 27
Va para cinco años que no me sonríe un día sereno; que sólo el dolor me da
testimonio de la vida; que no tengo un rato de descanso, ya que no de alegría; que
Septiembre 29
Octubre 2
Llego de verla: ¡qué sonrisa! Hijos son de la imaginación los ángeles: ella deifica e
idolatra lo que la hechiza y asombra. Con angélica sonrisa ella me mira, me dice:
¿cómo está usted don Esteban?, y baja la vista. Mudo, estático estoy en su presencia;
ni sé qué decirla; temo que mis palabras hagan sonrojar su pudor. Háblole de plantas,
de flores, de bordados, y después de un rato de silencio me retiro…
… Sin embargo yo no la amo aún; no la amo con todo el fuego de mi corazón,
porque el orgullo me enfrena. Amar a una mujer que no siente como yo, que no está
identificada con todo mi ser… ¡imposible!… Pero he puesto los ojos en ella; he
creído hallar en ella un tesoro. Ella me ha hecho ver en sueños la sombra de la
felicidad. Esto basta.
Nací en Buenos Aires… Hice mis estudios preparatorios en el Colegio de
Ciencias Morales hasta fines de 1823, en cuya época me separé de las aulas por
causas independientes de mi voluntad por dedicarme al comercio. Entonces en ratos
desocupados aprendí el francés, y leí algunos libros de historia y poesía. Mal avenido
con aquella carrera me embarqué para Francia en octubre del año 1825, con el fin de
continuar mis estudios interrumpidos. Estuve de recalada en Bahía y Pernambuco dos
meses, y llegué a El Havre de Grecia el 27 de febrero del año 26, y a París el 6 de
marzo.
Allí sentí la necesidad de rehacer mis estudios, o más bien de empezar a estudiar
de nuevo.
Filosofía, historia, geografía, ciencias matemáticas, física y química me ocuparon