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Entre Visillos

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SELLO Ediciones Destino

COLECCIÓN Áncora y Delfín


FORMATO 13,3 x 23
Rústica con solapas
no voy a Madrid. Si mi padre no me En los años cincuenta, en plena SERVICIO xx
lleva, ¿qué querrá que haga yo?»; dictadura franquista, los afectos entre
«a ésta con novio, la mataba, fíjese»; hombres y mujeres jóvenes estaban

Carmen Martín Gaite Entre visillos


«las de quince años sois las peores». enrarecidos, marcados por unos roles CORRECCIÓN: PRIMERAS
excesivamente rígidos. A ellos nadie les
Martín Gaite es una figura fundamental enseñaba a ponerse en el lugar de las DISEÑO 13 / 2 sabrina
de la literatura española del siglo xx. Se chicas. Y ellas, vigiladas por sus
consolidó como novelista con Entre familias, debían emplearse a fondo en REALIZACIÓN
visillos. La seguirían otras obras de encontrar marido, desdeñando otras
ficción como Fragmentos de interior «Ayer vino Gertru. No la veía desde antes del verano. ambiciones y cayendo a menudo en la EDICIÓN

Carmen
(1976), Nubosidad variable (1992) o Salimos a dar un paseo. Me dijo que no creyera que perversa trampa de la competición
porque ahora está tan contenta ya no se acuerda de 4
Lo raro es vivir (1997), además femenina. CORRECCIÓN: SEGUNDAS
mí; que estaba deseando poder tener un día para

Martín Gaite Entre


de ensayos y novelas para el público
juvenil. Entre los reconocimientos que contarme cosas. Fuimos por la chopera del río DISEÑO 6/3 sabrina
Carmen Martín Gaite (Salamanca,
paralela a la carretera de Madrid. Yo me acordaba del
recibió destacan el Premio Nacional 1925 – Madrid, 2000) captó con

visillos
verano pasado, cuando veníamos a buscar bichos para REALIZACIÓN
de Narrativa, el Premio Príncipe brillantez este asfixiante ambiente de
la colección con nuestros frasquitos de boca ancha
de Asturias, el Premio Nacional de provincias en Entre visillos, una novela CARACTERÍSTICAS
llenos de serrín empapado de gasolina. Dice que ella
las Letras y la Medalla de Oro en la que un grupo de muchachas charla
este curso por fi n no se matricula, porque a Ángel no
del Círculo de Bellas Artes. sobre todo y sobre nada: sobre ir al IMPRESIÓN 4/0
le gusta el ambiente del Instituto. Yo le pregunté que cmyk
por qué, y es que ella por lo visto le ha contado lo de Casino, sobre chicos, sobre qué hacen
Otros títulos de la colección Fonsi, aquella chica de quinto que tuvo un hijo el año las demás. La llegada de un nuevo
Destino Clásicos pasado. En nuestras casas no lo habíamos dicho; no profesor al instituto servirá de revulsivo
PAPEL Estucado brillo doble cara
sé por qué se lo ha tenido que contar a él.» para el destino de estas jóvenes. Muchas
Nada harán lo que se espera de ellas, pero en
PLASTIFÍCADO Brillo
Carmen Laforet otras se encenderá la chispa de la
curiosidad y de la esperanza de un UVI -
Primera memoria futuro distinto.
Ana María Matute RELIEVE -
Se cumple el 60 aniversario del Premio
Fin de semana en Nueva York Nadal 1957, que ganó Entre visillos por BAJORRELIEVE -
Josep Pla su lucidez, su inteligencia y el realismo
de sus diálogos, con algunos que, STAMPING -
La familia de Pascual Duarte de oírlos hoy, nos harían llevarnos las
Camilo José Cela manos a la cabeza: «Se enfada porque FORRO TAPA -

PVP 18,00 € 10181726 (Sigue en la otra solapa.)


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www.edestino.es Ilustración de la cubierta: © Miguel Gallardo GUARDAS -
www.planetadelibros.com Áncora y Delfín 9 788423 352258 Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño

INSTRUCCIONES ESPECIALES
-

18 mm
Entre
visillos
Carmen
Martín Gaite

Premio Nadal 1957

Ediciones Destino
Colección Destino Clásicos
Volumen 17
© Herederos de Carmen Martín Gaite, 2001

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© Editorial Planeta, S. A. (2017)
Ediciones Destino es un sello de Editorial Planeta, S.A.
Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona
www.edestino.es
www.planetadelibros.com

Primera edición en Ediciones Destino: 1957


Primera edición en esta colección: abril de 2017

ISBN: 978-84-233-5225-8
Depósito legal: B. 5.860-2017
Impreso por Black Print
Impreso en España-Printed in Spain

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro
y está calificado como papel ecológico.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema


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mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del
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I

«Ayer vino Gertru. No la veía desde antes del vera-


no. Salimos a dar un paseo. Me dijo que no creyera
que porque ahora está tan contenta ya no se acuerda
de mí; que estaba deseando poder tener un día para
contarme cosas. Fuimos por la chopera del río para-
lela a la carretera de Madrid. Yo me acordaba del
verano pasado, cuando veníamos a buscar bichos
para la colección con nuestros frasquitos de boca an-
cha llenos de serrín empapado de gasolina. Dice que
ella este curso por fin no se matricula, porque a Án-
gel no le gusta el ambiente del Instituto. Yo le pre-
gunté que por qué, y es que ella por lo visto le ha
contado lo de Fonsi, aquella chica de quinto que
tuvo un hijo el año pasado. En nuestras casas no lo
habíamos dicho; no sé por qué se lo ha tenido que
contar a él. Me enseñó una polvera que le ha regala-
do, pequeñita, de oro.
—Fíjate qué ilusión. ¿Sabes lo que me dijo al
dármela? Que la tenía guardada su madre para
cuando tuviera la primera novia formal. Ya ves tú;
ya le ha hablado de mí a su madre.
Que si no me parecía maravilloso. Me obligaba a

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mirarla, cogiéndome del brazo con sus gestos im-
pulsivos. Se había pintado un poco los ojos y a mí me
parecía que se iba a avergonzar de que se lo notase.
Luego me contó que se pone de largo dentro de po-
cos días en una fiesta que dan en el Aeropuerto, que
ella ya sabe cómo lo van a adornar todo, porque Án-
gel es capitán de aviación y uno de los que lo organi-
zan; que han estado juntos comprando bebidas, fa-
rolillos y colgantes de colores. Me explicó con
muchos detalles cómo es su traje de noche; se soltaba
de mí entre las explicaciones, y daba vueltas de vals
por la orilla, sorteando los árboles y echando la cabe-
za hacia atrás. Se paró en un tronco y me fue haciendo
con el dedo una especie de plano de la entrada al Ae-
ropuerto y de los hangares donde van a dar la fiesta.
Quería que me lo imaginara exactamente para que
le diera alguna idea original de cómo lo adornaría
yo, por si le sirve a Ángel lo que yo diga. No com-
prendía que no hubiera convencido a mis hermanas
para ir yo también, tan fantástico como será. No le
quise contar que he tenido que insistir para conven-
cerlas precisamente de lo contrario. Le dije sólo que
soy pequeña todavía. Quería que hablara ella y me
dejara a mí.
—Tú me llevas dos meses, Natalia. ¿Es que ya
no te acuerdas? —‌dijo. Y se reía—. ¿Tan mayor te
parezco ahora?
Estábamos en el sitio de las barcas y hacía una
tarde muy buena. Yo quise que remáramos un poco,
pero Gertru tenía prisa por volver a las siete, y ade-
más no quería arrugarse el vestido de organza ama-
rilla. Yo me senté en la hierba, contra el tronco de un

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árbol, y ella se quedó de pie. Se agachaba a recoger
piedras planas y las echaba al río; brincaban dos o
tres veces antes de hundirse, parecían ranitas, y a mí
me gustaba mirar los círculos que dejaban en el
agua. Me dijo que por qué estaba tan callada, que le
contase alguna cosa, pero yo no sabía qué contar...»
Tenía las piernas dobladas en pico, formando un
montecito debajo de las ropas de la cama, y allí apo-
yaba el cuaderno donde escribía. Sintió un ruido en
el picaporte y escondió el cuaderno debajo de la al-
mohada; dejó caer las rodillas. Había voces en la ca-
lle, y una música de pitos y tamboril. Asomó una
chica con uniforme de limpieza.
—Pero señorita Tali, ¿no sale al balcón?
—¿Cómo? —‌Puso una voz adormilada.
—Que si no se asoma. Llevan un rato bailando
las gigantillas aquí mismo debajo; se van a marchar.
—Bueno, ya las vi ayer. Ahora voy, es que me he
despertado hace un momento.
—Pues su tía ha preguntado y le he dicho que ya
estaba levantada. No vaya a ser que se enfade como
el otro día.
—Gracias, Candela, ¿qué hora es?
—Ya han dado las nueve y cuarto.
—Ya me levanto.
Descalza se desperezó junto al balcón. Había ce-
sado la música y se oía el tropel de chiquillos que se
desbandaban jubilosamente, escapando delante de
las máscaras. Natalia levantó un poco el visillo. A los
gigantes se les enredaban los faldones al correr. Per-
seguían a los niños agarrándose la sonriente cabezo-
ta para que no se les torciese, y con la otra mano em-

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puñaban un garrote. Las manos era lo que daba más
miedo, arrugadas, pequeñitas, como de simio dise-
cado, contra los colores violentos de la cara. El tam-
boril volvió a tocar mientras se alejaban. Hacia la
calle del Sol se dirigían; por donde la riada de niños
los iba desviando, en torpes esguinces de una acera a
otra. Detrás, los hombrecitos de la música: uno le
daba al tambor y otros se agachaban a recoger perras
y pesetas dentro de la boina. Natalia vio venir entre
el barullo, sorteando chavales, a Mercedes y Julia
con otra chica de beige. Se separó del cristal y se puso
a vestirse.
—¡Bruto! —‌le gritó Mercedes a un niño que iba
haciendo estallar fulminantes.
—¿Qué te ha hecho? —‌preguntó la de beige vol-
viendo la cabeza. Y vio al niño que escapaba hacien-
do de avión, mientras Mercedes se miraba la media
junto al calcañal.
—Una bestia. Me ha tirado un petardo de esos.
Igual me ha hecho carrera.
—A ver. Carrera no parece. No la dejan a una ni
andar. Dichosas gigantillas.
Alcanzaron a Julia que había seguido andado
despacio y cruzaron la calle las tres juntas. El runrun
del tamboril se alejaba con las risas de los niños. La
amiga dijo:
—Pues oye, ¿sabes tú quién me ha parecido una
chica que venía de comulgar?
—¿Quién? No sé.
—Goyita.
—Me choca, lo sabríamos —‌dijo Mercedes.
—Pueden haber llegado anoche.

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—Claro que sí que sería ella —‌intervino Julia—.
¿Por qué no van a haber llegado? ¿Por que no lo se-
pas tú? No sé por qué lo tienes que saber todo tú.
La calle era fea y larga como un pasillo. Empeza-
ban a levantarse las trampas metálicas de algunos es-
caparates y se descubrían al otro lado del cristal obje-
tos polvorientos y amontonados. El dueño de la
pañería había salido a la puerta y estaba inmóvil con
dos dedos en el chaleco mirando al chico que allí de-
lante, bajo su vigilancia, sacudía en la luz una pieza
de tela. Cuando tocaron la acera, las saludó sin mo-
verse, con un gesto del mentón. Ellas se venían qui-
tando las rebecas.
—Buenos días, don José.
—Mujer, pues debíamos haber esperado a la sali-
da por si acaso era ella. ¿Cómo no te fijaste seguro?
—Es que vi cuando se metía en su banco, y luego
me la tapaba el púlpito casi del todo.
Llegaron al portal. Se pararon y la amiga bostezó.
—Me he levantado yo hoy con un dolor de cabe-
za... —‌Hizo un ademán de irse—. Bueno, chicas...
—Hija, qué prisa tienes.
—Claro; vosotras, como ya habéis llegado a casi-
ta...
Mercedes dobló la mantilla y le clavó en la mitad
una horquilla dorada. Dijo:
—Súbete a desayunar con nosotras.
—No, no que ya os conozco y me entretenéis
mucho.
—Bueno, y qué tienes que hacer. Que suba, ¿ver-
dad, Julia?
—Claro.

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—No, de verdad, me voy, que hoy dijo mi madre
que iba a hacer las galletas de limón y la tengo que
ayudar.
—Pues vaya cosa, llamamos a tu madre, total no
te retrasas más que un ratito. Ni que fuera tanto lo
que tiene que hacer.
—Que no, anda, que no empieces. ¿Vais a ir lue-
go por casa de Elvira?
Mercedes se salió del portal y la cogió por un bra-
zo. Se puso a tirar hacia dentro y la otra se debatía
riendo a pequeños chilliditos.
—Ay, ay, bueno, ya, que me tiras...
—Venga, déjanos en paz, si estás muerta de ga-
nas...
Julia, apoyada en la pared, las miraba sin intervenir.
—Anda, no hagáis el ganso —‌dijo—. Os mira la
gente.
La amiga, ya libre, se arregló las horquillas sofo-
cada.
—¿Pero tú ves las trazas que me has puesto? No
debía de subir.
Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la
escalera.
—Mira que eres faenista. Luego se me hace tar-
de. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador...
De aquel mirador verde decían las visitas que era
un coche parado, que allí sabía mejor que en ningu-
na parte del mundo el chocolate con picatostes.
—Candela, ponga otra taza para el desayuno.
Se queda la señorita Isabel. Si está caliente, nos lo
trae ya.
La doncella soltó el trapo del polvo y cerró una

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puerta que daba al pasillo; se veían dos camas a me-
dio hacer. Retiró el cogedor a lo oscuro.
—Ahora mismo.
En la habitación del mirador estaba todo muy
limpio. Allí se barría y se quitaba el polvo lo prime-
ro. Era grande y estaba separada en dos por un
biombo de avestruces. La parte del fondo era más
oscura. Había un piano y retratos ovalados. En la
consola brillaba un reloj con pastorcitas doradas de-
bajo de su fanal. El mirador quedaba en la parte de
acá que era donde se estaba, donde la radio, el costu-
rero y la camilla, donde la butaca de orejas y la lám-
para en forma de quinqué. Era un mirador de esqui-
na. Tenía en la pared un azulejo representando el
Cristo del Gran Poder de Sevilla, y debajo un baró-
metro.
—Siéntate, Isabel.
Isabel se había quedado de pie junto a la camilla
cubierta de tela rameada. Dijo:
—Nosotras ya hemos puesto las faldillas de in-
vierno. Dice mamá que estas de cretona le dan un
poco de frío por las tardes.
—Pues sí. Temprano empieza, con lo bueno que
hace. Si hace calor...
—Ya; es que es una friolera, ¿mi madre?, uh,
algo de miedo.
—Pues lo que es aquí hasta dentro de veinte días
por lo menos, ¿verdad?, no sacamos la ropa de la
naftalina. Es llamar al mal tiempo. Pero siéntate,
mujer. Yo ahora mismo vengo.
Julia miraba a la calle a través de los cristales. Se
volvió un instante hacia su hermana.

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—Toma, llévame el velo y la chaqueta si vas para
allá.
—Sí, voy un momento a ver qué hace Natalia.
Isabel se sentó. Se puso a mirar un pequeño fo-
lleto de papel anaranjado con orla de estrellitas
que estaba abierto en el costurero: «Día doce - Inau-
guración de la feria. A las nueve, dianas y albo-
radas. Las populares gigantillas recorrerán la ciu-
dad. A las once, solemne misa cantada en la Santa
Basílica Catedral con asistencia del Gobierno Ci-
vil y otras autoridades. A la una...». Lo cerró y se
puso a hacer con él un cucurucho. Se curvó el di-
bujo de un banderillero que aparecía en la portada
de atrás y las letras del anuncio «Coñac Veterano
Osbor...».
—Y a mí que este año no me parece que estemos
en ferias.
Julia no se volvió ni dijo nada. Daba el sol en la
casa de enfrente, en unos escudos que tenía la pie-
dra. Isabel vino y se acodó a su lado; le pasó un brazo
por los hombros.
—Qué callada estás, mujer.
—Sí, no sé qué me pasa, estoy como dormida.
—La viudita del Conde Laurel.
Delante del mirador se ensanchaba la calle en
una especie de plazuela triangular. Había un coche
de línea con el motor en marcha y lo rodeaban algu-
nas mujeres de oscuro que hablaban con los viajeros
por las ventanillas abiertas. Auparon a una niña para
que le diese un beso a uno de los de dentro. En un
cartel que había arriba, sujeto a la baca, ponía los
nombres de los pueblos.

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—Porque tu novio no viene este año a las fe-
rias, ¿no?
Julia se encogió de hombros y puso un gesto de
fastidio.
—Hija, no sé. Que haga lo que quiera.
—¿Qué es? ¿Que estáis reñidos?
—No, no es que estemos reñidos. Estamos como
siempre.
—¿Entonces?
—Estamos siempre medio así —‌dijo Julia ha-
ciendo un gesto de desaliento con la mano—. Por las
cartas se entiende uno tan mal...
—Desde luego. Los noviazgos por carta son una
lata. Ya ves lo que me pasó a mí con Antonio. Dos
años, y total para dejarlo.
Julia se puso a morderse un padrastro con los ojos
bajos. Se le empezaron a caer lágrimas en la mano.
—Claro que fui yo la que le dejé. Me aburrí de
esperar, hija, y de calentarme la cabeza. Con un chi-
co de fuera, todo lo que no sea casarse en seguida...
¿Pero qué te pasa, mujer, estás llorando?
Había bajado la barbilla hasta apoyarla en el pe-
cho y lloraba con los ojos cerrados. Cuando oyó la
pregunta de Isabel y sintió que la presión de su brazo
se hacía más estrecha, se tapó la cara con las manos.
—Es que si vieras lo cansada que estoy —‌dijo con
la voz ahogada—, si vieras... ya no puedo estar así.
De pronto levantó la cara y se limpió los ojos
bruscamente. Dijo con urgencia, sin volver la cabeza:
—¿Viene Mercedes?
—No. ¿Por qué?
—No le digas nada de esto..., si no te importa.

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—No, mujer. Descuida. Pero dime, ¿qué es lo
que te pasa?
—Nada. —‌La voz se le había vuelto más tran-
quila—. Que nos entendemos mal, que me vuelve
loca en las cartas, con las ventoleras que le dan de
que le quiero poco, y siempre pidiéndome imposi-
bles, cosas que yo no puedo hacer. Que no se hace
cargo... Fíjate: por ejemplo se enfada porque no voy
a Madrid. Si mi padre no me lleva, ¿qué querrá que
haga yo? Pues con eso ya, que no le quiero.
—Ah, eso siempre, eso todos. ¿Por qué te crees
tú que reñimos Antonio y yo? Pues por eso, nada
más que porque no me daba la gana de hacer lo que
él quería.
—No, si nosotros no creo que terminemos. Si me
quiere mucho.
—Tú, de todas maneras, no seas tonta, no te dejes
avasallar. Yo por lo menos es lo que te aconsejo. Si te
pones blanda es peor. ¿Que riñes? Pues santas pas-
cuas. Ya ves yo, me pasé un berrinche horrible.
Acuérdate, la primavera pasada, que ni ganas de ir al
cine tenía; pero luego se alegra una, yo por lo menos...
Se oyó un chirrido cercano y luego las tres cam-
panadas de menos cuarto en el reloj de la Catedral.
Julia tenía los ojos fijos en la baca del coche de línea
atestada de bultos y cestas.
—Si pudiera venir por lo menos un día o dos
ahora por las ferias... Hablando es otra cosa. De car-
tas se harta una, cuando te contesta a una de enfada-
da, ya ni te acuerdas de por qué era el enfado, por-
que a lo mejor ya has recibido luego otra suya, y estás
contenta. Te aburres de escribir, te aseguro...

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—¿Pero y cómo viene tan poco a verte? ¿No
puede?
—No. Siempre tiene cosas que hacer. Ya te digo,
dice que es más lógico que vaya yo, que a él aquí no
se le ha perdido nada, y que en cambio yo allí podría
hacer muchas cosas y qué sé yo qué. Ayudarle, ani-
marle en lo suyo aunque sólo fuera.
—Pero y tú, ¿cómo vas a ir, mujer?
—No. Eso no. Podía ir a casa de los tíos como
otras veces que me he estado meses enteros. Pero
bueno es mi padre. Como que me va a dejar ahora,
como antes, sabiendo que está él allí.
—Él ¿qué hace?, ¿cosas de cine, no?
—Sí.
—¿Es director?
—No, director no. Ha estudiado en un Instituto
de Cine, que les dan el título y tienen mucho porve-
nir, una cosa nueva. Él escribe guiones, los argu-
mentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una no-
vela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la
novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso.
Pero también hace él argumentos que se le ocurren.
—Sí —‌resumió Isabel—. Son esos nombres que
vienen en las letras del principio de la película.
—Sí. Lo que pasa con ese trabajo es que hay que
esperar mucho para colocar los guiones y ver mucha
gente; conocer a unos y otros. Pero luego, cuando se
tiene un nombre, ya se gana muchísimo, fíjate.
Julia hablaba ahora con cierta superioridad y la
voz se le había ido coloreando.
—Y documentales y todo. Teniendo suerte...
Las cestas se bambolearon en el techo, cuando el

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coche de línea arrancó. Dobló la esquina y llegaron
al mirador algunas voces agudas de adiós. Las mu-
jeres de luto se quedaron quietas un momento hasta
que ya no lo vieron. Luego se dispersaron lenta-
mente.
—Pues Mercedes decía que os casabais este año
que viene para verano, ¿no? ¿No te estabas hacien-
do ya el ajuar?
—Sí. Me lo estoy haciendo poco a poco. Ya vere-
mos. A él todo eso de ajuar y peticiones y preparati-
vos no le gusta. Dice que casarse en diez días, cuan-
do decidamos, sin darle cuenta a nadie. Ya ves tú.
—Uy, por Dios, qué cosa más rara. Lo dirá de
broma.
Entró Candela con la bandeja del desayuno, y la
puso en la camilla. En el pasillo, Mercedes estaba
discutiendo con Natalia, sin entrar.
—Mentira, no has desayunado. En la cocina no
hay ninguna taza sucia. Te vienes al mirador con
nosotras, por Dios, qué manía de estar siempre en
otro lado, como la familia escocida.
Isabel y Julia se volvieron y se sentaron a la camilla.
—No le digas a Merche que estaba triste y eso
—‌dijo Julia deprisa en voz baja, mirando a la puer-
ta—. Son cosas que se dicen por decir, que unos días
te levantas de mejor humor que otros. Como ella a
Miguel no le tiene mucha simpatía...
—Por favor, mujer, qué bobada, yo qué le voy a
decir.
—No te vayas a creer que no le quiero por lo que
te he dicho. Yo no le cambiaba por ninguno.
—Pues claro.

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—Es que ella siempre está con que no le quiero.
A lo mejor a ti también te lo ha contado, se lo dice a
todo el mundo.
Entró Mercedes. Natalia entró detrás.
—Buenos días.
Vio el rostro de la chica de beige. No sabía si la
conocía o no. Se parecía a otras amigas de las herma-
nas. Todas le parecían la misma amiga.
—¿Conocías a Natalia?
Isabel miró el rostro pequeño, casi infantil.
—Pues creo que la he visto alguna vez en la calle,
de lejos. Me parecía que era mayor. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias —‌dijo ella, bajando los ojos.
Cogió el programa de las ferias y con una tijera
de bordar le empezó a hacer dientes y adornos por
todo el filo meticulosamente. Las briznas de papel se
le caían en la falda.
—También es raro, ¿verdad?, que nunca nos ha-
yamos conocido, con tantas veces como vengo a
vuestra casa.
—¿Ésta? —‌la señaló Mercedes con el pitorro de
la cafetera—. No me extraña; si nosotras la conoce-
mos de milagro. Esto es más salvaje...
Isabel se sonreía, sin quitarle ojo. Detallaba las
cejas espesas, los grandes ojos castaños.
—Uy por Dios, ¿no oyes lo que dicen? ¿A que
no es para tanto?
—Me da igual. No, no me pongas café. Si ya he
tomado.
—Bueno, pero estate quieta con esas tijeras, ¿qué
estás haciendo? Lo pones todo perdido de papelines.
—Ah, mira, las tijeritas pequeñas —‌dijo Julia—.

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Las estuve buscando ayer. Luego me arreglas un
poco las uñas, ¿eh, Isabel?
—Sí, mujer, encantada. Pero tengo que llamar a
mi madre. ¿Vas a ir al Casino a la noche?
—Creo yo que daremos una vuelta. ¿Tú qué di-
ces, Julia?
—A mí me da igual. Total, está siempre tan ful...
—Sí, es verdad, no sé qué pasa este año en el Ca-
sino. Y cuidado que la orquesta es buena, pero no sé.
—La mezcla —‌saltó Mercedes con saña—. La
mezcla que hay. Decíamos de la niña del wolfram.
La niña del wolfram, la duquesa de Roquefeler, al
lado de las cosas que se han visto este año. Hasta la
del Toronto, ¿para qué decir más?, si hasta la del
Toronto se ha vestido de tul rosa. Y por las mañanas
en el puesto. Así que claro, es un tufo a pescadilla...
—No, y que hay demasiadas niñas, y muchas de
fuera. Pero sobre todo las nuevas, que vienen pegan-
do, no te dejan un chico.
Isabel, al decir esto, volvió a mirar a Natalia y le
sonrió.
—Sí, vosotras, vosotras, las de quince años sois
las peores.
Ella desvió la vista.
—A ésta la pondréis de largo.
—No quiere.
—¿Que no quiere? Será que no quiere tu padre,
más bien.
—No. Soy yo, yo, la que no quiero —‌aclaró Na-
talia con voz de impaciencia.
—Hija, Tali, no hables así. Tampoco te han di-
cho nada. ¡Jesús! —‌se enfadó Mercedes.

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—Bueno, es que es pequeña. Tendrá catorce
años.
—Qué va. Ya ha cumplido dieciséis. Ella que se
descuide y verá. De trece años las ponen de largo
ahora. Pero se ha emperrado en que no, y como diga
que no... Fíjate, si ya le había traído papá la tela para
el traje de noche y todo, aquella que trajo de Bilbao,
¿no te la enseñé a ti?
—Uy, mujer, pues qué pena. ¿Es que no te hace
ilusión?
—Tiempo tiene, dejarla —‌dijo Julia, y Tali la
miró con agradecimiento—. Tiempo de bailar y de
aburrirse de bailar. Precisamente...
—Dieciséis años no los representa, desde luego.
De todas maneras, cuánta distancia entre vosotras.
¿O es que hubo hermanos en medio?
—No, sólo uno que nació muerto. Y desde ése
hasta Natalia, nueve años.
Mercedes se quedó mirando a Julia y le pesó el
silencio que se hizo. Sabía que Isabel podía estar cal-
culando los años de ellas.
—Mamá murió de este parto, lo sabías, ¿no? Eso
de los partos qué horrible, ¿verdad? —‌dijo apri-
sa—. Menos mal que ahora se muere menos gente.
—¿Qué es, que padecía del corazón?
—Sí. Del corazón. No llegó a conocerla a ésta.
—Gracias a tu tía. Es un sol vuestra tía, es como
madre, ¿no?
—Fíjate.
Natalia se quitaba uno por uno, a pequeños pe-
llizcos, los pedacitos de papel pegados a la falda.
Siempre que estaba ella hacían las mismas pregun-

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tas y contaban las mismas historias. Siempre este lar-
go silencio después de que se nombraba a mamá.
Este ruido de cucharillas. Hoy cogería la bici y se iría
lejos. Hoy iba a hacer muy bueno.
—¿Esta mermelada es la de pera?
—Sí, la ha hecho tía Concha.
—Os sale mejor que en casa. La de casa está de-
masiado espesa, y empalagosa; no sé en qué consiste.
—Ya ves tú. Y es la receta igual.
—Pues yo creo que sí voy a ir esta noche al Casi-
no —‌decidió Isabel—. Lo que es que me tendría
que lavar la cabeza. Se me pone en seguida incapaz.
Ya se me ha quitado casi toda la permanente.
Se exploraba el pelo con los dedos, por mechones.
Julia acercó su silla y se lo tocó por detrás.
—A ver. Con Dop. Nosotros tenemos Dop; ¿por
qué no te la lavas aquí?
—No. Iré a la tarde a la peluquería. Oye, que to-
davía no he llamado a mi madre, ¿qué hora es, tú?
Mercedes abrió las hojas del mirador y se asomó,
inclinando el cuerpo hacia la izquierda. Se veía, ce-
rrando la calle, la torre de la Catedral y la gran esfe-
ra blanca del reloj como un ojo gigantesco.
—Menos tres minutos —‌dijo metiéndose—. Me
vuelve a atrasar.
Y adelantó su relojito de pulsera, sacándole la
cuerda con las uñas, cuidadosamente.

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