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José Luis Peñalver Paret - El Codigo Sinaptico

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A dos jóvenes informáticos expertos en criptografía se les asigna un nuevo proyecto.

Trabajarán para una importante corporación farmacéutica y de investigación,


integrados en un equipo de científicos que estudia la actividad eléctrica neuronal,
concretamente los impulsos motores.
El propósito final del equipo será diseñar prótesis robóticas: brazos o piernas
artificiales que operen interpretando fielmente las órdenes del cerebro. Se les
encomienda el desarrollo de una herramienta informática, un programa que sea capaz
de descifrar esas señales eléctricas del cerebro, que permita clasificarlas y asociarlas
con sus respectivos movimientos musculares.
Sin embargo, su aplicación logra casualmente un objetivo bien diferente: extrae la
información digital correspondiente a imágenes difusas contenidas en la memoria. Lo
mantienen en secreto, puesto que sueñan con publicarlo y gozar de la fama y el
prestigio en cuanto concluya el proyecto oficial.
Pero las imágenes pertenecientes al primer paciente que se somete al tratamiento, un
adinerado empresario que perdió un brazo en un accidente, darán un vuelco a sus
intenciones, y a sus vidas.

ebookelo.com - Página 2
José Luis Peñalver Paret

El código sináptico
ePub r1.0
Titivillus 07-11-2018

ebookelo.com - Página 3
Título original: El código sináptico
José Luis Peñalver Paret, 2014

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.0

ebookelo.com - Página 4
Prefacio

—SÍ, seguro. Los tengo delante y el código coincide.


Apenas podía oírlo. El operario se hallaba inmerso en el maremágnum de
contenedores y cerca de la vorágine de grúas que bregaban con la carga de los
enormes navíos atracados en el muelle Príncipe Felipe.
—Vale, gracias —contestó Andreu Valdés y colgó el teléfono, resignado.
De los once dígitos impresos en cada contenedor, los tres primeros identificaban
al propietario. Eran los suyos, los que había hecho traer él desde muy lejos.
Desde el gran ventanal del Departamento de Servicios Marítimos abarcaba con la
vista, al fondo, la terminal de contenedores al completo. Como si se tratara de piezas
de Lego, se alineaban y apilaban en varias alturas los recipientes de acero corten,
muy resistente a la corrosión atmosférica. De colores variados, predominaban los
rojos y amarillos, pero siempre desvaídos y mates, rendidos al sol. Entre las torres de
bloques cruzaban calles anchas y una gran avenida de tres carriles bordeaba todo el
conjunto. En el horizonte se divisaba el mar, detrás de la zona de atraque, donde los
buques cargados hasta los topes de contenedores quedaban empequeñecidos por las
colosales grúas que se descolgaban sobre ellos, desde el muelle. Un laberinto de
carreteras y vías de tren confluían en el extremo de la gran explanada de hormigón, y
una hilera de grandes camiones hacía cola para entrar y salir por el control de acceso
y aduanas. En primer plano, antes del inmenso paisaje de cajas de colores,
contrastaba el encantador y armonioso puerto deportivo, abarrotado de blancos y
relucientes veleros y yates.
Aquella mañana Andreu Valdés debería haberse sentido complacido y de buen
humor porque los estibadores habían descargado a tiempo, algo cada vez más inusual.
Si el buque hubiera tenido que pasar otra jornada en puerto, las pérdidas habrían
resultado cuantiosas. Sin embargo, un sentimiento de culpabilidad lo carcomía por
dentro.
Antes de llamar y de que se confirmaran sus peores sospechas ya había tenido
casi total certeza de su error. Había revisado la documentación enviada por él mismo
al secretario del consignatario del puerto de Colón, en Panamá, y no había encontrado
por ningún lado la reseña. Si no se les indicaba expresamente el tipo de contenedor,
los panameños despachaban por defecto con el Dry Van de veinte pies, cerrado
herméticamente y sin ventilación. Era el modelo estándar, pero en este delicado
transporte habría supuesto un desastre. El operario, al constatar el tipo de

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contenedores que se habían desembarcado, había dilapidado el resquicio de esperanza
que albergaba Andreu.
Era ya hora de marcharse a casa a comer. Rutinariamente se despidió de los
compañeros que quedaban y, antes de llegar al ascensor, ya había decidido que iría a
pie en lugar de coger el coche, como acostumbraba. De esa manera, durante el largo
camino hasta el barrio de Nazaret, aprovecharía para llamar a Espinosa y darle las
malas noticias. Necesitaba reflexionar, estudiar bien lo que le diría y cómo encauzarlo
para que no se lo tomara demasiado mal. Aunque hacía algo de fresco, tal vez
excesivo para el mes de abril, el sol de mediodía y la brisa marina le ayudarían a
despejarse y pensar con lucidez.
Se trataba de un paseo agradable, bordeando el perímetro interior del puerto y
pasando junto a la dársena del Turia, donde a menudo se oteaban colosales petroleros
atracados a ambos flancos. Más adelante, cuando llegase el calor, habría más
posibilidades de ver algún ferry de los que van o vienen de las Baleares. Para alguien
como él, a quien le gustaba respirar el ambiente portuario, todo aquello era un deleite
para los sentidos.
Desde niño había crecido rodeado de barcos, olor a gasoil y grasa de motor. Hasta
que restringieron el paso, había pescado mújoles con sus amigos, desde el muelle,
descolgando a mano sedal y anzuelo con miga de pan. Ya siendo muchacho trabajó
de cualquier cosa que le ofrecieran, pero nunca lejos del puerto. Durante un par de
veranos se dedicó a limpiar la lonja de pescado, la de la dársena interior, que
sustituyó a la original del Cabanyal. Ocasionalmente hacía suplencias de estibador y
más adelante trabajó de mecánico en un taller náutico, encomendado a las tareas más
sucias y ordinarias, como cambiar el aceite a los motores fueraborda de los turistas,
durante el estío. Fue una suerte que lo recomendaran, años atrás, nada más terminar
los estudios, para aquel trabajo de oficina que le había permitido establecerse y
formar una familia. Había que dominar la burocracia y a veces era monótono, pero le
mantenía cerca del mar, su hábitat, y frente a los espigones que le habían visto crecer.
Aunque tras la construcción del circuito de Fórmula 1 se había perdido parte del
encanto, pensaba mientras observaba los antiguos tinglados del puerto, en la recta de
meta, que alojaban ahora los boxes de los equipos durante las carreras.
El señor Valdés cruzaba el puente de Astilleros, ya en el tramo final de la
caminata, todavía con el teléfono móvil en la mano, sin haber iniciado aún la
comunicación. Quería pensar bien qué le diría a Espinosa. Nunca le había fallado de
esa manera, y se reprochaba una y otra vez el haber cometido un descuido en el
papeleo, su especialidad. Lo achacaba a un exceso de confianza, o a una relajación en
su trabajo, pero poco importaba ya. Tantos años gestionándole los cargamentos…
tanto los oficiales y limpios como los que venían con contrabando… Toda la
confianza acumulada se había ido al garete. Ahora probablemente elegiría a otro para
sus chanchullos, y no tendría problemas para encontrarlo: cualquiera de su sección
dispuesto a correr un pequeño riesgo aceptaría encantado. Se conseguían unos

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pingües ingresos extra y bastaba con mantener buenos contactos y colaboradores,
tanto entre las navieras como entre el personal del puerto, y llevar el asunto con
diligencia y discreción.
Se lo diría sin tapujos: había sido un error suyo, y no buscaría excusas. Había
olvidado especificar el tipo de contenedor, y sin ventilación, durante una larga
travesía bajo el sol, la carga se habría echado a perder dentro de aquellos hornos de
metal. Aunque se había esfumado un montón de dinero, esperaba que tuviera en
cuenta su larga trayectoria colaborando con él y todo lo que había ganado gracias a su
esmero. Habían sido ya, al menos, una veintena de remesas con «valor añadido»,
como solían llamarlo, traídas desde el otro lado del océano y sin el menor problema.
Por no hablar de las importaciones legales para la empresa de Espinosa, que eran pura
rutina, y Valdés gestionaba los trámites como al cliente le gustaba, como le había
instruido el propio Espinosa durante largos años.

Apagó el ordenador al terminar la jornada, algo más animado. Durante la comida su


esposa, notándolo muy callado, le había preguntado si había algo que le inquietase.
Con premura Valdés lo negó y disimuló buscando algún tema de conversación
alternativo, pero la realidad era que había estado sumido en sus reflexiones, sacando
conclusiones sobre lo que había hablado con Espinosa. Tras la conversación
telefónica se llevó la impresión de que no se lo había tomado muy mal, al fin y al
cabo. Fue parco en palabras y finiquitó la conversación rápidamente, pero nada más
allá, no hubo una explosión de furia, como había vaticinado en sus peores augurios.
De vuelta a la oficina, por la tarde, le habían informado de que los grandes trailers
habían comenzado a llevarse toda la mercancía, sin distinción. El procedimiento era
el de siempre. Espinosa no había tomado medidas extraordinarias, seguramente para
no levantar sospechas. La única diferencia era que esta vez no habría «valor
añadido».
Se dirigió a por su coche al aparcamiento del edificio, un solar contiguo
toscamente encementado que ponía la empresa a disposición de los empleados,
siendo el orden de llegada por la mañana la única regla a la hora de decidir quién
tenía plaza y quién no. Por esas fechas ya solía haber algo de claridad cuando salía y
ponía el pie en la acera, pero en aquella ocasión, por unas cosas y otras, se había
retrasado y era ya prácticamente de noche: apenas se atisbaba el crepúsculo por
poniente, entre los edificios de la ciudad.
Ya en su vehículo, Valdés iba a incorporarse a la calle desde el rudimentario
aparcamiento de la empresa, pero frenó al ver las luces de un coche grande de color
claro, al que tendría que ceder el paso. En un principio pensó que circulaba, pero
realmente se hallaba parado, probablemente esperando que algún compañero saliera
del edificio, por lo que continuó. Unas cuantas manzanas más adelante, al entrar en la
rotonda para salir del recinto portuario, observó por el espejo retrovisor que le seguía

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de cerca el mismo turismo. Sin concederle importancia, prosiguió por la avenida
hacia su querido barrio de Nazaret.
Le sonó el móvil, lo llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. Pensó que se
trataría de su mujer, que estaría de compras en el Mercadona, según le había
anunciado a mediodía, y llamaría para saber si quería algo en especial; sin embargo,
el número que aparecía en la pantalla no pertenecía a ningún contacto conocido.
Descolgó, no sin antes comprobar que no hubiera luces que delataran a una patrulla
de la Guardia Civil.
—Te vamos a adelantar —sonó una voz que le resultaba familiar—. Síguenos, el
jefe quiere hablar contigo.
Parecía Joan, con quien trataba a menudo los detalles sobre envíos y cargamentos,
sobre todo cuando Espinosa no podía hacerse cargo de ellos por algún motivo. Miró
por el espejo y comprobó que era el mismo automóvil grande que le había estado
siguiendo. Gracias a la buena iluminación de la avenida, observó que se trataba de un
sedán, un Audi color gris plata, y que había al menos dos personas en su interior.
Aceptó y el interlocutor colgó sin despedirse. Supuso que le guiarían hasta algún
bar o cafetería. El señor Espinosa acostumbraba a tratar sus negocios ilícitos por
correo electrónico, utilizando una cuenta con nombre de usuario falso. No era de su
agrado discutir los pormenores de las operaciones de contrabando en persona ni por
teléfono, temeroso quizás de ser grabado o traicionado de alguna manera. Aunque sí
se reunían ocasionalmente en el edificio del puerto para tratar asuntos oficiales,
limpios, como las gestiones de las importaciones que realizaba el departamento de
Valdés, o para revisar o firmar los contratos. Los temas que quedaban al margen de la
ley los llevaba Valdés exclusivamente para Espinosa, a escondidas del resto de la
plantilla, y en las contadas ocasiones en que era imprescindible tratar algo en persona,
nunca se citaban ni en su oficina ni en la empresa de Espinosa, sino en algún bar o
lugar público donde pudieran hablar de forma anónima.
Lo adelantaron por el carril izquierdo y Valdés aprovechó para echar una mirada,
con la intención de saludar con la mano, escueta pero cordialmente. Sin embargo,
para su desazón, el señor Espinosa, que iba de copiloto, ni siquiera se dignó a girar
mínimamente la cabeza a su derecha. Con gesto serio miraba al frente, imperturbable,
mientras el vehículo pasaba raudo y se colocaba delante. Valdés aceleró para
seguirles, empezando a ponerse un poco nervioso. Espinosa nunca había sido muy
amigable, pero por el semblante que había vislumbrado, iluminado vagamente por las
farolas de la avenida, era probable que el empresario se sintiera realmente
contrariado. Valdés se tranquilizó aferrándose a la idea de que todo se podía negociar,
dialogando se entenderían. Estaría dispuesto a renunciar a sus abultadas comisiones
en el próximo despacho, para compensar, al menos parcialmente, las recientes
pérdidas.
Pasaron de largo el desvío que tomaba siempre Valdés para adentrarse en su
barrio y se encaminaron por otra avenida de reciente construcción, con el asfalto

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nuevo, pero aún sin alumbrado. Atravesaron urbanizaciones a medio terminar y
solares oscuros con montones de escombros desperdigados. Más adelante, a ambos
lados de la calle, las parcelas se encontraban desiertas, pero urbanizadas, divididas en
cuadrados, con aceras, alcorques para árboles y contadores de luz delimitando
oscuros terrenos baldíos de tierra y arbustos. Parecía que fueran a construir en
próximas fechas, pero más bien llevarían años así, y permanecerían tal cual otros
cuantos, tras el desplome del mercado inmobiliario. Observó, a mano derecha, las
luces de la autopista del Saler, de la que se alejaban.
Valdés no conocía muy bien esa zona, pero no le sonaba que hubiera zonas
residenciales habitadas, ni bares o locales similares donde reunirse. Una sospecha
terrible afloró en su cabeza, e hizo un esfuerzo ímprobo para aplacarla y conservar la
serenidad.
La avenida degeneró en lo que aparentaba ser una vía agrícola mal asfaltada y
llegaron a una zona rural, con cortijos salteados en los que brillaban débiles luces y
resaltaban los contornos de algunas palmeras en la oscuridad. Se veía cada vez más
campo y menos edificaciones o zonas habitadas. Pasaron amplias extensiones de
cultivos protegidos del relente con plásticos, dispuestos en filas paralelas, que
relumbraban bajo los focos de los vehículos. Dejaron atrás alguna finca vallada con
árboles frutales en su interior, probablemente cítricos, especulaba Valdés, porque la
oscuridad no permitía saberlo. Se dio cuenta de que procuraba entretener su mente
con banales adivinanzas. El resplandor artificial de la gran ciudad quedaba cada vez
más alejado. Aún distinguía, al otro lado de la autopista, las luces del puente de
Monteolivete y las demás construcciones de la Ciudad de las Artes y las Ciencias,
cada vez más difuminadas. Angustiado, Valdés notó que le sudaban las manos sobre
el volante.
Súbitamente el coche de delante señalizó con el intermitente del lado derecho y se
detuvo, colocando las ruedas del exterior fuera de la calzada, entre gravilla y malas
hierbas. Valdés frenó y se quedó detrás, a la expectativa. La oscuridad era casi total,
excepto por el trozo de carretera y campo colindante que iluminaban los haces
luminosos de ambos vehículos.
Intentó sosegarse pensando que quizás solo quisieran exigirle explicaciones y
echarle una pequeña reprimenda, lo cual no llevaría mucho tiempo, no haría
necesario introducirse en ningún establecimiento para tomar algo. Claro que, en ese
caso, reconsideró Valdés, también podían habérselo dicho nada más salir de la
oficina, haciéndole parar en la siguiente bocacalle.
No entendía por qué lo habían guiado hasta ese recóndito lugar. Se estremeció en
el asiento. La sospecha crecía en su interior y le bloqueaba las ideas. Mientras
aguardaba algún movimiento por parte de los ocupantes del automóvil de delante, que
permanecía detenido con el motor en marcha, se vio atenazado por los nervios.
Experimentaba escalofríos y sintió que el labio inferior le palpitaba. Ahora se
preguntaba por qué habría tenido que aceptar aquel sucio trabajo. Probablemente

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pudo con su conciencia la ambición por el dinero y por ser capaz de proporcionar a su
familia un nivel de vida superior. Durante años todo había ido bien, pero juntarse con
ese tipo de gente no podía desembocar en nada bueno, y se recriminó por no haberlo
previsto.
La puerta del conductor se abrió y efectivamente se apeó Joan, el tipo con el que
había tratado ya los detalles de algún contrabando de parte de Espinosa. Era vigoroso
y más joven que él y, por supuesto, más que Espinosa, que debía de rondar los
cincuenta. Hablando de temas de trabajo, Joan nunca exteriorizaba ningún tipo de
sentimiento ni emoción, simplemente comunicaba las directrices de Espinosa o
negociaba con las cifras que su jefe manejaba, y gozaba de autoridad para hacerse
imponer.
Se acercó, despacio, con una media sonrisa en el rostro, sobre el que una bien
cuidada barba pretendía compensar su prematura calvicie. Las luces de cruce lo
iluminaban perfectamente. Llevaba unos vaqueros oscuros y cazadora de cuero.
Valdés bajó la ventanilla, sin parar el motor. Se percató de que Joan ocultaba la mano
derecha tras la espalda, fingiendo que se remetía la camisa por dentro del pantalón.
Espinosa permanecía en el coche.
—¿Qué tal, Andreu? —preguntó sin apenas agacharse hacia la ventanilla.
Intentaba sonar amistoso y tranquilizador, pero a Valdés le mosqueó que utilizara su
nombre, cuando nunca le había tratado de esa manera—. Baja, el jefe quiere hablar
contigo.
Joan debió de verle dubitativo y tiró de la manija para apremiarle, pero el cierre
estaba conectado. Valdés se propuso meter primera, acelerar a fondo y largarse, pero
eso solo podría empeorar las cosas. Suponiendo que consiguiera huir, tarde o
temprano lo encontrarían; y si no, irían a por su mujer o a por su hijo. Quizá
realmente Espinosa solo quisiera reprenderle, y él, presa del pánico o engañado por
sus elucubraciones, lo estaba exagerando todo.
Abrió vacilante la puerta y Joan dio un paso atrás para dejarle hueco. Echó pie a
tierra y al incorporarse miró al secuaz de Espinosa, queriendo adivinar sus
intenciones; pero los ojos de Joan, con la complicidad de la oscuridad, resultaban
inescrutables. Se encaminó hacia el lado del copiloto del Audi, oyendo los pasos del
otro, que le seguía de cerca, como su sombra. Las piernas le temblaban, pero intentó
disimular los nervios andando con paso firme. Se detuvo frente a la puerta y vio a
Espinosa sentado, inmutable, mirando al frente. Se planteó dar un par de toquecitos
en el cristal con los nudillos, tal vez no había advertido su presencia, aunque su
impaciencia podría irritarlo aún más, por lo que aguardó unos segundos. Entretanto se
percató de que Joan se posicionaba detrás de él, pisoteando los hierbajos de la cuneta.
—Señor Espinosa… —dijo Valdés finalmente, sin elevar demasiado el tono para
no sonar impertinente.
No se movió ni un milímetro. Puede que el habitáculo estuviera bien insonorizado
o la radio encendida, de modo que se disponía a golpear sutilmente en el cristal

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cuando el sigiloso Joan, con un gesto ágil e impetuoso, le puso una capucha en la
cabeza. Comprendió al momento que aquello debía de ser lo que antes había
escondido. Valdés, instintivamente, reaccionó llevándose las manos a la cara para
intentar librarse de ella, que en un segundo Joan había bajado hasta el cuello, e
inmediatamente notó que un cordón le oprimía la nuez.
Presa del pánico e incapaz de quitársela, asumió que iba a morir allí mismo,
asfixiado; pero se dio cuenta con alivio de que aún podía respirar, lo que le apretaba
podría tener como única finalidad sujetar la capucha. Intentó forcejear, pero el
corpulento atacante, situado detrás, lo contuvo con facilidad y le retorció el brazo
derecho tras la espalda, obligándole a agacharse para mermar el intenso dolor, al
tiempo que un grito de angustia se le escapaba de los pulmones. Debía de tratarse de
alguna llave de reducción, como las que aprenden los policías, aunque poco
importaba ya; estaba a su merced.
Joan aprovechó que Valdés se hallaba en cuclillas para empujarle contra la puerta
del coche e inmovilizarlo. Lo abrió de piernas de una patada y le ató las muñecas por
detrás con algo fino y de plástico, que produjo al cerrarse un ruido de cremallera.
Había ocurrido todo muy rápido. Se recriminó que su respuesta no hubiera sido la
adecuada. Tenía que haberle propinado un fuerte codazo en las costillas mientras le
colocaba aquel capuchón, en lugar de entretenerse tirando de la tela. Había caído en
la trampa y ya no podía hacer nada.
Tenía la cara apoyada en el cristal, pero la capucha le impedía ver a Espinosa. Lo
imaginaba girando mínimamente la cabeza y dando el visto bueno. Aterrado, Valdés
empezó a farfullar desconsolado, intentando disculparse, apelando al diálogo y al
raciocinio. Joan abrió con una mano la puerta de atrás y con la otra lo empujó
bruscamente, desde la cabeza hacia abajo, para que entrara. En cuanto tomó asiento
continuó suplicando, explicándose e implorando el perdón de Espinosa, quien,
aunque no lo veía, sabía que se situaba justo delante; pero no obtenía respuesta. El
corazón le palpitaba con violencia, como si quisiera salirse. Se temía lo peor. Se
acordó de su familia, preguntándose cómo sacaría adelante el hogar su mujer sola.
Tenía que haber huido cuando aún estaba a tiempo, haber llamado a su esposa con el
móvil para que se escondiera en algún sitio con el crío, para ir después a buscarlos y
desaparecer de Valencia; pero ya de nada valían los lamentos.
Joan se montó y el coche arrancó. No podía ver nada, pero trató de intuir hacia
dónde se encaminaba el vehículo fijándose en los cambios de dirección. Tras unos
pocos giros se halló confuso y abandonó el propósito. Sin esperanza, volvió a intentar
comunicarse con ellos, aunque esta vez cambió de estrategia y alegó razones por las
que Espinosa lo necesitaba. Conocía mejor que nadie el negocio y tenía sólidos
contactos de confianza, forjados en los últimos años tras muchas operaciones
cerradas con éxito. Poco a poco sus argumentos, desoídos y cada vez más
desesperados, se fueron convirtiendo en un sollozo de miedo e impotencia.
—Despacio, que te pasas —oyó decir a Espinosa por primera vez.

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No habían pasado más de cinco minutos cuando sintió una deceleración y un giro
brusco a la derecha. Por el firme irregular y la reducida velocidad, daba la impresión
de que se habían internado por un camino.
—Para aquí detrás, pero apunta la luz hacia esa zona —mandó Espinosa,
lacónico, poco después.
Tras un par de maniobras y correcciones hacia delante y hacia atrás, percibió el
seco sonido del freno de mano, y una vez desaparecido el ronroneo del motor, un
silencio sepulcral envolvió el ambiente. En esos segundos de tránsito pudo
recapacitar y una luz de esperanza se encendió en su cabeza: si fueran a matarlo,
podrían haberlo hecho antes, en el lugar donde se habían detenido, donde no se veía
un alma ni lugares habitados alrededor. Además, no le habrían puesto la capucha,
porque en ese caso poco les importaría que viera adónde lo llevaban; y por otro lado
no habrían dejado allí abandonado su coche, no tenía sentido.
Empezó a consolarse creyendo que Espinosa solo quería darle un buen
escarmiento para asegurarse de que no se repitiera una negligencia semejante. A lo
sumo, Joan le daría un par de puñetazos y lo dejarían allí tirado, obligándole a
buscarse la vida para encontrar su vehículo y poder regresar, bajo la amenazante
noche del extrarradio. En otras palabras, querrían que le quedara bien claro de lo que
eran capaces si volvía a fallar, pero también puede que ese razonamiento fuese una
treta, una vía de escape inculcada por su propio subconsciente para lograr sosegarse,
a modo de autodefensa.
No se iba a quedar para comprobarlo, había que intentar algo. Ideó un plan.
Saldría corriendo en cuanto Joan abriera la puerta y se escondería. Sin ver nada, la
clave estaría en no tropezar y ganar una distancia suficiente que le permitiera
ocultarse echando el cuerpo a tierra, lejos del coche, donde la falta de luz jugaría en
su favor. Para ello había que retrasar al matón de alguna manera, tal vez propinándole
una patada o un cabezazo cuando menos se lo esperase, porque si no lo apresaría
enseguida, y más yendo a ciegas y con las manos atadas a la espalda. Espinosa no
correría más rápido que él, y dudaba que se molestase en perseguirlo.
En cuanto escuchó que Joan se apeaba, se preparó. Levantó las piernas,
flexionándolas sigilosamente para no despertar sospechas en Espinosa, que
permanecía en su asiento, y las orientó hacia la puerta, ladeando ligeramente el torso
hacia el lado opuesto para coger impulso. Tan pronto como percibió el chasquido de
apertura, golpeó con todas sus fuerzas el interior de la puerta con las plantas de los
pies, en un movimiento de extensión de ambas piernas. Por el estampido infirió que
se había abierto violentamente golpeando a Joan, que lanzó un bramido, más de
sorpresa que de dolor.
Aprovechando el desconcierto saltó de inmediato fuera del coche, con la cabeza
por delante, dispuesto a embestir y tirarle al suelo. Joan recibió el testarazo en lo que
supuso que era el vientre, y Valdés lo empujó a continuación, forzándolo a retroceder
varios pasos bajo su ímpetu. Sin embargo, no oyó que cayera al suelo, ni siquiera que

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trastabillara, algo que desafortunadamente menoscababa la credibilidad de la
escapatoria. Pese a ello, no quedaba más remedio que correr, aprovechando los pocos
segundos que poseía de ventaja hasta que se recuperara su contrincante.
Rodeó el coche a tientas hacia la parte posterior y se aventuró a la carrera en esa
dirección, buscando la zona menos iluminada por el vehículo, puesto que cuanta más
oscuridad reinara, más fácil le sería esconderse, y además su desventaja por falta de
visión con respecto a su perseguidor se reduciría. El tejido que le envolvía la cabeza
dejaba pasar un resquicio de luz, permitiéndole discernir vagamente entre la
oscuridad total y el ángulo esclarecido por los faros.
Recorrió los primeros metros en línea recta, temeroso de salirse del camino y
adentrarse en lo desconocido, pero era consciente de que debía abandonarlo, a pesar
del riesgo mayor de tropezar y desplomarse. Si se internaba en algún campo de
cultivo tendría más oportunidades de esconderse, tumbado en algún surco o bajo los
plásticos que colocaban sobre las plantas, para el frío, si los hubiera.
Reunió valor y cambió de rumbo, sobrepasando con cuidado una zanja no muy
profunda que sería la cuneta, y pronto sintió bajo sus zapatos que la superficie dura y
con gravilla del camino había mudado a una con un tacto más esponjoso y poblada de
matas dispersas, seguramente silvestres, que sonaban al ser aplastadas. Estaba fuera
del camino y se obligó a acelerar el paso. Rezaba, aterrado, por no darse de bruces
contra una valla, un árbol o cualquier otro obstáculo, pero había que correr el riesgo.
Por detrás escuchó las voces de Espinosa abroncando a su esbirro, apremiándolo
para que le persiguiese. Valdés hizo oídos sordos y se concentró en pisar con cuidado
para no perder el equilibrio, sin ralentizarse en exceso. Su única orientación era el
cada vez más débil resplandor, provocado por los faros del coche, y que intentaba
mantener por detrás, a fin de guardar una dirección constante y no correr en círculos.
Tras superar un pequeño tramo con arbustos que le entorpecieron, haciéndole
tropezar y casi caer en varias ocasiones, se vio atravesando una zona despejada donde
se hundía a cada zancada y sentía grandes terrones de tierra golpeándole en las
espinillas. Debía de tratarse de un campo labrado, pero sin cultivar, porque no intuyó
que hubiera surcos ni caballones, ni percibía el roce de plantas. Por allí no podía ir
tan rápido porque trastabillaba constantemente, clavando los pies en la desigual e
inestable tierra. Ya oía por detrás las veloces pisadas de Joan, que aun de noche
podría ver lo suficiente como para atinar a plantar los pies en los puntos más
adecuados del terreno. Desgraciadamente parecía que se acercaba siguiendo su
misma dirección. No sabía si Joan podría discernir su silueta negra, resaltada contra
el horizonte, o bien escucharía sus pisadas y tropiezos, pero era necesario esconderse
antes de que la distancia se acortase más y se esfumaran sus ya escasas posibilidades
de escapatoria. Se planteó tirarse al suelo allí mismo y no moverse ni un ápice, pero
lo reconsideró: no había regueras, ni surcos, ni zanjas, ni nada que pudiera servirle de
parapeto, y tarde o temprano lo encontraría.

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Notó una súbita elevación que pronto dio paso una superficie aparentemente lisa
y dura. En dos o tres zancadas sintió que se quebraba y descendía bruscamente, por lo
que se refrenó por miedo a caer a un canal o acequia. Bajó con tacto el terraplén,
esperanzado, porque podría tratarse de un buen escondite; sin embargo, la pendiente
murió en otro terreno llano y esponjoso. Presumiblemente acababa de atravesar un
camino agrícola que separaría dos zonas de cultivo, elevado ligeramente sobre el
nivel de ambas.
Podría tirarse allí, al abrigo del desnivel, aunque no le proporcionaba muy buena
cobertura, por lo que decidió adentrarse en el campo colindante. Con un poco de
fortuna, en el terreno de este otro lado sí que hallaría plantas y surcos donde
agazaparse. Recordó los agradables fines de semana que pasaba en el pueblo de sus
suegros, ayudándoles en el huerto familiar. Afligido por el contraste de aquellos
relajantes momentos con su acuciante situación actual, hizo memoria y concluyó que
en esa época primaveral podría encontrar patatas tempranas o coliflores tardías, unas
matas frondosas que le ofrecerían un decente cobijo; o mejor aún, algún cultivo más
delicado, protegido con plásticos donde poder ocultarse.
Prosiguió con esas perspectivas, ya casi agotado. Sintió que la vegetación, escasa,
le rozaba las piernas, alcanzando a veces la altura de las rodillas, pero los matojos
parecían distribuidos de forma aleatoria, porque había tramos en que ni pisaba ni
contactaba con ninguno. Maldijo para sus adentros, porque debían de ser plantas
silvestres, aisladas e insuficientes para ocultarle. Para colmo de males, súbitamente
algo se le enganchó a un pie y le hizo caer al suelo de cara. Tras el susto por el
desplome hacia lo desconocido, concluyó que estaba indemne. Supuso que se trataba
de algo así como un cable grueso, o más bien un tubo hueco, de plástico y liviano, del
que se liberó sin dificultad levantando la pierna. Sería una manguera de riego por
goteo abandonada. Antes de incorporarse escuchó allí tumbado unos segundos, en
silencio, y aprovechó para coger aire.
Con desolación percibió que Joan se hallaba próximo, pareciéndole que pronto
llegaría al camino que acababa de cruzar. Debía pensar rápido. Su cuerpo no
contactaba con la suficiente maleza como para pensar en quedarse allí, no era buen
sitio para camuflarse. Tampoco merecía la pena incorporarse y seguir huyendo: para
cuando se consiguiese levantar ya se le habría echado encima Joan. Era consciente
además de que apenas le restaban fuerzas para seguir corriendo a ese endiablado
ritmo. Se le ocurrió entonces que podría arrastrarse de vuelta al cercano camino y
quedarse recostado, inmóvil, en la vertiente de este lado. Como Joan vendría por el
campo contrario, la propia elevación del camino podría ocultarle de su campo de
visión y pasaría de largo. Resignado, admitió que sería cuestión de suerte, pues habría
de confiar en que Joan cruzara la vía a unos cuantos metros de donde yaciese él. En
cambio, si bajaba a escasa distancia…
Se arrastró a duras penas, sin poder ayudarse con los brazos, por entre las malas
hierbas. Dio una media vuelta aproximada, pues ya no veía ni la claridad de las luces

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del coche, y avanzó deshaciendo el camino todo lo rápido que le permitían sus torpes
movimientos. Se impulsaba con los pies y las rodillas, destrozando el pantalón de
pinzas sin ningún remordimiento, angustiado por llegar antes de que asomara Joan.
Ya sospechaba que había elegido una dirección errónea cuando, por fin, se hizo
evidente que el terreno se inclinaba hacia arriba. Delante emergía por fin la planicie
levemente elevada, en torno a medio metro, que constituía aquel supuesto camino
agrícola. Las pisadas de Joan se intuían muy cercanas, pero ya no corría. Obviamente
al desaparecer su figura, que le hacía de faro, o al dejar de escuchar su alocado ritmo,
había reducido la marcha para aguzar los sentidos. Valdés quedó tumbado en el lecho
húmedo, paralelo al camino, inmóvil. Estaba exhausto. Reinaba un silencio sepulcral
y le dio la impresión de que hasta sus latidos retumbaban como tambores, que
guiarían irresolublemente a Joan hasta él. Inspiró hondo y consiguió tranquilizarse un
poco, pugnando por acallar su acelerada respiración.
Con el alma en vilo, escuchó con atención.
No tardó en percibir la fricción de sus zapatos contra el polvoriento camino, con
una cadencia interrumpida, como si se frenase cada dos o tres pasos. Joan se movía
despacio, inseguro. Se hallaba peligrosamente cerca y debía de estar oteando desde
allí ambas extensiones de terreno a los lados del camino, escrutando cada porción,
atento a cualquier mínimo rumor o movimiento. Lamentablemente no había pasado
de largo, como Valdés esperaba, sino que aprovechaba esa posición elevada para
intentar recuperar la pista.
Angustiado por su proximidad y con los nervios a flor de piel, se mantuvo quieto,
tumbado bocabajo, forzándose a aguantar la respiración para no dejar escapar el más
leve ruido. Llegó un momento en que las pisadas sonaron tan cerca que creyó tenerlo
justo encima y cuando Joan hizo una pausa prolongada se dio por descubierto. El
pecho le ardía exigiendo respirar, y a punto estuvo de tirar la toalla, pero se obligó a
resistir. Lo sentía a pocos centímetros sobre él, inmóvil, escudriñando la oscuridad en
pos de la presa que había perdido. Debía de estar centrando su atención en la lejanía,
porque simplemente tendría que mirar hacia abajo para encontrarlo. El rato se le hizo
eterno. Cuando estaba ya mareado, ahogado, las pisadas comenzaron a sonar más
lejos. Parecía que Joan había decidido seguir avanzando a lo largo del camino,
vigilando desde allí.
Expulsó aliviado el aire retenido y llenó los pulmones lentamente. Poco a poco
recuperó el resuello y la taquicardia le dio una tregua, pero de repente notó un
cosquilleo en su pecho; horrorizado advirtió que era el teléfono, que a pesar de los
azares se mantenía en el bolsillo interior de su chaqueta. En un instante le embargó de
nuevo el pánico, porque el primer tono era solo de vibración, pero con el segundo se
iniciaría la melodía, que en aquella calma lo delataría irremediablemente. Deseó que
quien quiera que fuese colgara, o incluso, por un milagro, que se acabase la batería en
ese preciso momento; pero no iba a ocurrir tal cosa. Seguramente sería su señora,
preocupada porque no había llegado aún a casa. Comenzó a sonar la canción, una con

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gaitas, instrumental, de una banda irlandesa de música celta, el único género de su
agrado. Su cuerpo, que oprimía el teléfono contra la tierra, atenuaba ligeramente el
soniquete, pero no lo suficiente.
Desesperado, con los ojos abiertos como platos dentro de la agobiante capucha,
comenzó a flexionar repetidamente la zona lumbar, haciendo un ejercicio que había
aprendido hacía ya tiempo en el gimnasio. Era similar a los abdominales, pero se
ejecutaba al revés, bocabajo, levantando el torso una y otra vez. Intentaba así golpear
el móvil contra el suelo, aplastándolo con cada bajada de su pecho, a fin de romperlo
o colgarlo al darle a algún botón.
Para mayor desolación, el efecto de su acción fue contraproducente; no solo no
impidió que dejara de sonar, sino que cada vez que se levantaba para coger impulso,
provocaba que las ondas sonoras se dispersaran, con brío renovado, liberadas de la
mitigación que causaba su cuerpo. La impotencia por no poder silenciarlo le condujo
a la histeria, incrementando inútilmente la cadencia y la violencia de los golpes
contra el suelo.
Con el frenesí apenas advirtió las zancadas de Joan, acudiendo presto y resuelto.
Solo fue plenamente consciente de su fatídica presencia cuando Joan dejó escapar
una carcajada, entre jadeos, al encontrarse con su grotesco e inservible vaivén.

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1.

UN año antes.
Germán Guerra se hallaba absorto leyendo la página web del diario deportivo
Marca. Todas las mañanas, antes de ponerse a trabajar, dedicaba casi media hora a
mirar su correo personal y leer la prensa en Internet. También echaba un vistazo a los
movimientos de su cuenta bancaria y consultaba la previsión del tiempo.
Algo le alertó de que había alguien rondando por detrás y escondió el navegador,
situando en primer plano la pantalla del Outlook.
—Tranquilo, que soy yo —dijo Marcos con una sonrisilla maliciosa—. Oye, a las
diez tenemos reunión con el gerente, me lo acabo de encontrar y me ha dicho que te
lo diga.
—Vaya, qué pocas ganas… —protestó Germán—. Buena forma de empezar la
semana… ¿Solo nosotros?
Marcos se sentó en su sitio, a la derecha de Germán.
—Ni idea, tío.
Acordaron con los otros compañeros adelantar el descanso para el café, por si
acaso la reunión se alargaba mucho. Después de un buen rato de charla en la sala de
las máquinas expendedoras, se acercaron Marcos y Germán al despacho del gerente.
Gerardo Gómez era el gerente del Departamento de I+D de la empresa Kryticos.
La mayoría de los proyectos de su área aplicaban de una u otra forma las nuevas
tecnologías en criptografía, tanto a las comunicaciones como a la informática. Un
equipo llevaba tiempo estudiando cómo fortalecer la clave de la señal para una
plataforma de televisión de pago; había consultores analizando aplicaciones
informáticas de clientes que requerían un acceso restringido; o había incluso algún
programador especializado en hacking cuya experiencia se utilizaba para encontrar
puntos débiles en páginas web y prevenir posibles ataques.
El proyecto en el que trabajaban Marcos y Germán era algo diferente. Habían
llegado a la empresa hacía poco más de un año, mediante una beca de colaboración
con su universidad.
—Sentaos, por favor —dijo el señor Gómez, apenas levantando la mirada de su
portátil.
Esperó a que tomaran asiento y se quitó las gafas, que probablemente solo usaba
para trabajar con el ordenador. Tendría cerca de cincuenta años, aunque los llevaba
muy bien. Era un hombre alto, con el pelo corto, canoso, y frente despoblada.

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Además de lucir una piel juvenil, casi sin arrugas ni flacidez, el traje y corbata de
excelente hechura contribuían a su buena presencia. En la empresa tenía fama de
simpático y mantenía buena relación con la gente del departamento; sin embargo, lo
criticaban porque solía rebajarse a las exigencias de la dirección. Normalmente
prodigaba sonrisas, atenciones y gestos de compañerismo a sus empleados, pero si le
apretaban las tuercas desde arriba cambiaba el guión y trasladaba la presión al
equipo, sin apenas interceder por los suyos para librarles de cargas excesivas de
trabajo.
Germán se sentía algo incómodo, deseaba no haberse puesto esa camiseta, ya un
poco vieja y raída y demasiado informal, por no hablar de las gruesas zapatillas,
herencia de su pasado skater, cuando no se separaba de su monopatín y atemorizaba a
las ancianas por las aceras del barrio. Si hubiera tenido constancia de la reunión se
habría vestido con algo más decente, se lamentaba, aunque admitía que no era la
primera vez que le ocurría.
Germán Guerra era un joven de estatura normal, tirando a alto, de pelo oscuro y
corto, de aspecto desaliñado, y se dejaba las patillas largas. Únicamente se afeitaba la
barba una vez a la semana, normalmente los domingos por la noche, más por
vagancia que por motivos estéticos. Sus ojos eran calculadores e irradiaban astucia.
Tenía un carácter social y despreocupado. Cuando era estudiante siempre era el
primero que se apuntaba a saltarse las clases para ir al césped y beber unas cervezas,
o para asistir a cualquier evento festivo de alguna facultad cercana. Desde los tiempos
del instituto había compensado el exceso de juerga con su sobrada inteligencia para
no quedarse atrás en los estudios.
Aún estaba digiriendo el cambio a la vida laboral. Solo hacía un par de meses que
había acabado la carrera y en la empresa le habían renovado el contrato, esta vez a
tiempo completo y ya independiente de la universidad. Se le hacían largas las horas,
no obstante debía considerarse afortunado por tener un trabajo tan pronto, y además
participaba en un proyecto bastante interesante. En cualquier caso, había procurado
conservar su esencia juvenil, manteniendo su modo de ser; en la oficina seguía siendo
el incitador, entre los compañeros, para tomar unas cañas por la tarde a la salida del
trabajo.
Marcos, al contrario que Germán, era un joven formal. Desde que se echara
novia, hacía más de dos años, se había asentado drásticamente y ya apenas salía sin
su pareja. Germán echaba de menos aquellas correrías nocturnas con él y los demás
camaradas de la facultad, especialmente los multitudinarios encuentros tras la época
de exámenes. De complexión mediana, regordete, no llevaba gafas a menudo, pero
era algo miope y para ver la tele o conducir las necesitaba. Se vanagloriaba de no
peinarse nunca porque se rapaba la cabeza cada mes y siempre llevaba el pelo muy
corto. En contraste, se afeitaba cada mañana.
Germán lo consideraba el arquetipo del informático, por sus gafas, buena
presencia y modales, escasa vida social y exceso de peso, y no dudaba en bromear a

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su costa al respecto. Por si fuera poco, detestaba el fútbol y cualquier competición
deportiva en general, interesándose más por tebeos, películas galácticas, videojuegos
y novedades electrónicas en general, aunque sobre esto Germán no se mofaba, porque
compartía algunos de sus gustos.
El señor Gómez les dio un poco de conversación amistosa antes de ir al grano.
Desvió la mirada a su pantalla por unos segundos y movió ligeramente el ratón,
haciendo un clic al final.
—Lleváis ya en torno a un año en mi departamento. —Levantó la cabeza y les
miró brevemente—. Estáis en el proyecto que lleva Félix, este de I+D de firma digital
para hacer compras con el DNI electrónico, en cooperación con no sé qué banco —
dijo con tono despectivo—. He hablado con él y otros jefes del proyecto. Creemos
que trabajáis bien en equipo y poseéis aptitudes suficientes para un nuevo cometido,
algo que supone un auténtico reto. Para esto la intuición y una mente despierta pesan
más que los conocimientos teóricos o la experiencia.
Hizo una pausa. No eran habituales los halagos en el gerente, algo tramaba, pensó
Germán.
—Olvidaos del I+D, todos sabemos que no es más que una forma de chupar del
bote de la administración. —Germán ahogó una pequeña carcajada—. Tenemos
discos duros llenos de proyectos finalizados que nunca se han usado ni se usarán.
Pero hay un encargo nuevo, de parte de una gran empresa farmacéutica; es también
un proyecto de investigación, pero esto es algo serio.
Se levantó y se dio la vuelta, dándoles la espalda, y se quedó unos segundos
mirando por la ventana. El edificio se asomaba sobre la autopista A-5, que ya
empezaba a recobrar un tráfico fluido en dirección a Madrid, después de las primeras
horas de más tránsito.
—¿Sabéis algo de biología, en concreto del cerebro, las neuronas y todo eso?
Apuesto a que no —vaticinó, volviéndose para mirarles inquisitivamente.
Germán negó con la cabeza y observó de reojo que Marcos se aprestaba a abrir la
boca. Lo conocía bien y sabía que iba a protestar porque, como estudiante modelo
que había sido siempre, no le agradaría que se diera por hecho que ignoraba algo;
más aún cuando no tenía por qué saber de esa materia más allá de lo que aprendiera
en el instituto. Pero el señor Gómez le interrumpió:
—No os preocupéis, es normal, sois informáticos. Yo tampoco sabía nada hasta
hace unas semanas y ahora solo sé lo básico para entender lo que se nos requiere y
asumir si el departamento puede aceptar formar parte de ese proyecto. Para que lo
entendáis, digamos que la información que hay en el cerebro se basa en impulsos
eléctricos entre las neuronas, que son las células del sistema nervioso. Supongamos
que se registra el voltaje, frecuencia, amplitud, fase, etc., de esas ondas eléctricas. —
Hizo una pausa y les miró levantando las cejas, como para cerciorarse de que lo
seguían.
—¿Y cómo se capturan esos datos de las neuronas? —preguntó Marcos.

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—Con electrodos pegados a la piel o al cuero cabelludo —repuso el gerente—.
Sí, como en las películas. No es fácil, porque las señales neuronales llegan ya muy
debilitadas después de atravesar el cráneo, por eso en la investigación con animales el
método es más invasivo… Pero no nos desviemos.
Volvió a sentarse y cruzó las piernas, como si fuera a ir para largo.
—Imaginad que grabamos esos datos característicos de las ondas eléctricas
durante los segundos en que alguien realiza un gesto, por ejemplo la acción de
levantar el brazo izquierdo. —Ejecutó el movimiento con su propia extremidad
superior, a modo de demostración—. Y que eso mismo lo repetimos cien veces.
Después se analizan todos esos datos grabados, las características de las ondas en
esas cien muestras, y se comparan. El objetivo es concluir que la orden del cerebro
para levantar el brazo izquierdo de ese individuo consiste en unas señales eléctricas
de tales características: tanto voltaje, o cómo varía la frecuencia, o lo que sea. Es
decir, debemos ser capaces de describir el patrón de comportamiento de las ondas
para ciertos movimientos —afirmó con solemnidad, y calló unos segundos,
mirándoles, esperando una reacción que no se produjo—. No entiendo mucho más
allá, pero ahí entraríais vosotros. Deberéis desarrollar un sistema informático que,
cogiendo un montón de registros de actividad eléctrica del cerebro, sea capaz de
descifrar pautas y buscar elementos comunes en las muestras, para así clasificar e
identificar los movimientos que ordena el cerebro a los músculos.
Germán consideró que sus caras traslucían una mezcla de interés y asombro.
—Os preguntaréis para qué se quiere saber eso —continuó—. Pensad en alguien
que haya perdido una pierna en un accidente. Si supiéramos el código de señales
eléctricas que emite el cerebro para ordenar cada movimiento, para modificar las
posiciones de los músculos, se le podría implantar una pierna robótica, programada
para ejecutar cada movimiento según la señal recibida directamente del cerebro.
El señor Gómez hablaba con grandilocuencia, dándose importancia, como
revelando un gran avance o descubrimiento, y abrió los ojos complacido, a la
expectativa.
—Pero esa persona tendría que llevar siempre conectados los electrodos en la
cabeza, y los cables terminarían en la pierna falsa, ¿no? —intervino Marcos,
reticente.
A Germán le había surgido la misma duda: si la prótesis iba a ser la encargada de
decodificar las señales cerebrales para resolver si debía ejecutar algún movimiento,
tendría que recibir esas señales por algún lado, y en tiempo real. Aquello, con cables
colgando de la cabeza, sería un engorro.
—Bueno… —contestó quedo el señor Gómez, al tiempo que esbozaba una tímida
sonrisa; sin duda el gerente no esperaba que comprendieran tan rápido la materia, ni
mucho menos que presentaran objeciones— no lo sé, era solo un ejemplo. Yo
tampoco entiendo mucho de esto —admitió, contrariado—. La ciencia, o el método,
se llama encefalografía, y no es algo tan simple como os lo he pintado, ni mucho

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menos; pero creo que sois buenos en temas de códigos, claves, criptografía, etcétera,
que es lo que más hace falta para las tareas que han pedido.
Les informó de que su trabajo lo iban a desarrollar en el propio edificio de
Kryticos, pero que el jefe de proyecto pertenecería a la empresa cliente, la
farmacéutica, cuyo nombre no mencionó. Pasarían a depender directamente de esa
persona, quien les daría todos los detalles en próximas reuniones. Comenzarían con el
nuevo proyecto en dos semanas, por lo que les instó a cerrar sus tareas actuales o
trasladarlas a quienes les sustituyeran en ese plazo. Añadió que por parte de Kryticos
solo iban a estar ellos dos, y que el grueso del equipo lo conformarían varias personas
de los laboratorios y oficinas del cliente.
El jefe de proyecto tendría libertad para presentarse en Kryticos cuando quisiera,
y además les iba a controlar bastante por teléfono y correo electrónico. Asimismo se
celebrarían reuniones allí de vez en cuando, con lo que tendrían que desplazarse hasta
sus instalaciones, situadas en un polígono industrial de San Fernando de Henares, un
municipio al noreste de Madrid. Sin duda, con esa advertencia pretendía que no se
relajaran por el hecho de no tener a nadie encima directamente.
Terminaron la reunión con algunas preguntas y dudas, y trataron de obtener datos
más precisos sobre sus cometidos. El señor Gómez conjeturaba que se encargarían de
diseñar y desarrollar un programa informático, el cual debería ser capaz de procesar
las muestras que les enviarían, resultantes de sus experimentos. Germán llegó a la
conclusión de que el gerente no sabía mucho más.
A modo de despedida les aduló enumerando sus cualidades y aseverando que
confiaba en que dejaran en buen lugar a la empresa, y en especial a su departamento.
Germán se sintió observado cuando regresaban a su sitio. Era lo normal después
de las reuniones en el despacho del gerente, los compañeros escudriñaban al saliente
con la esperanza de extraer alguna información de la expresión de la cara o capturar
un gesto o comentario revelador. Ignoraba qué aspecto tendría su rostro o qué estarían
pensando sus compañeros. Respecto al enigmático trabajo que les aguardaba, prefería
no formarse una opinión y mantenerse a la expectativa; el tiempo diría si habían
recibido buenas o malas noticias. A Marcos, por el contrario, se le veía muy contento,
irradiaba entusiasmo.
De vuelta en su mesa no tardaron en comentarlo.
—Por fin un proyecto serio —dijo Marcos, ilusionado—. No es que lo que
hayamos hecho hasta ahora no fuese interesante, pero a veces tengo la sensación de
estar perdiendo el tiempo. Al principio pensaba que era por ser becario, por aquello
de estar aprendiendo, pero después, ya de programador con contrato normal, los
proyectos en los que he participado tampoco se han puesto nunca en funcionamiento.
Su compañero estaba en lo cierto. Le vino a la memoria aquella aplicación para
móviles de turistas que, dependiendo de la localización geográfica de la persona,
obtenida por GPS, mostraba información del edificio, paisaje o lo que tuvieran
delante. Se podía escuchar con unos auriculares o simplemente leerlo en la pantalla.

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Se cobró la subvención, pero el Ministerio nunca lo puso en marcha ni lo
comercializó, aduciendo que la mayoría de los móviles, en aquellos tiempos, aún no
iban dotados de GPS.
—No te digo que no, tío —respondió Germán con displicencia. En el fondo,
mientras le pagasen, poco le importaba el destino que le deparase al fruto de su
trabajo. Le inquietaban más los posibles cambios que provocara aquello en la vida
laboral, en el día a día—. Pero eso de currar para otra empresa me da mal rollo.
Puede que sean más estrictos, que den más caña, y aquí la verdad es que estamos
bastante relajados.
—Bueno, seguiremos trabajando aquí. Puede ser incluso mejor, porque nuestro
jefe estará allí…
Marcos trataba de animarlo, como si pudieran elegir entre tomarlo o rechazarlo,
cuando en realidad la decisión ya la había tomado Gerardo por ellos.
Germán, de camino al metro para ir a casa a comer, iba cavilando sobre el nuevo
proyecto. Cierto era que suponía un reto, algo que si salía adelante les haría sentirse
orgullosos de su tarea, sin duda más que en los desarrollos actuales; pero esperaría
acontecimientos.
Lo que no hubiera querido de ninguna manera era que lo enviaran a trabajar a las
oficinas de esa otra empresa. Vivía en Móstoles, a solo una parada de metro de
Kryticos, en Alcorcón, de ahí que se permitiera ir y volver para almorzar. Ya le
habían enviado en una ocasión a un cliente, situado en Campo de las Naciones, en la
otra punta de Madrid. Fue durante solo un par de meses, para la suplencia de un
compañero, pero había resultado suficiente para decidir que trabajar tan cerca de casa
era un privilegio que debía conservar a toda costa.

El martes de la semana siguiente Marcos pasaba la tarde con Lorena, su novia,


paseando por el centro de Alcorcón. Él particularmente se hubiera decantado por
sentarse en alguno de los muchos parques de la ciudad, sobre todo ahora que llegaba
el buen tiempo, y preferiblemente en algún rincón apartado para gozar de cierta
intimidad. Pero a ella le gustaba mirar los escaparates de las tiendas, y en este caso lo
había arrastrado hasta la céntrica calle Mayor.
Marcos hojeaba un folleto que había cogido en una agencia inmobiliaria, mientras
ella se hallaba detenida frente a una tienda de zapatos. Lorena aún no trabajaba, pero
cursaba el último año de la carrera de Publicidad. Si acababa en junio, en verano
comenzaría la ardua tarea de encontrar algún tipo de empleo, aunque terminara
recalando en el Burger King, desesperada. Marcos ya había reunido algunos ahorros
y soñaban con adquirir una propiedad para irse a vivir juntos en, a lo sumo, un par de
años.
Lorena era una chica delgada, más de lo que a cualquier madre le gustaría. No
porque no comiera, sino simplemente porque no engordaba. Repudiaba las verduras,

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pero de patatas fritas, bollería o golosinas no se ponía límite. Cuando paseaba con
Marcos por la tarde nunca faltaba el comprar algo para picar en la tienda de los
chinos, acompañado de un refresco, o un helado si hacía calor. Lucía una melena de
pelo moreno y largo, liso y lustroso, aunque en cuanto hacía un poco de viento se
volvía estropajoso y cardado y no paraba de quejarse. Sus facciones eran bastas, poco
delicadas, que le daban aspecto de chica robusta a pesar de su delgadez. Pero con sus
ojos verdes y espléndida figura desprendía un aire atractivo y con personalidad. Era
casi de la misma estatura que Marcos, y temperamental, lo que inducía a que entre su
grupo de amigos se comentara, con maldad, que quien llevaba los pantalones en la
relación era ella.
—Hoy ha venido por fin el nuevo jefe, el de la otra empresa —comentó Marcos
mientras avanzaban hacia el siguiente escaparate.
—¿Qué tal es? ¿Es majo? —preguntó ella, sin desviar la vista de los precios y
ofertas.
—Sí, me cae bien. Es francés, pero vive en España y habla muy bien el español.
De hecho en todos los e-mails que nos hemos intercambiado hasta ahora no había
notado que fuera extranjero. Además se llama Eusebio Riol, debe ser descendiente de
inmigrantes o yo qué sé, pero no suena muy francés. Es moreno y de ojos oscuros.
Bueno, el caso es que ha venido hoy para reunirse con Germán y conmigo.
Ella debió de atisbar algo atractivo en la acera contraria de una bocacalle y lo
guio por ella, hasta un cruce cercano.
—¿Pero habéis empezado ya con el proyecto nuevo? —dijo mirándole,
mostrando un interés que Marcos sospechó que era simulado o por cortesía, mientras
esperaban a que se pusiera en verde el semáforo.
—Oficialmente no. Nos ha estado enviando documentación estos últimos días
para que la miráramos en los ratos libres, y hoy hemos estado resolviendo las dudas
que nos habían surgido —contestó Marcos, dándose importancia.
Visiblemente decepcionada por los precios de los modelitos de primavera
expuestos en una moderna boutique, sacó una bolsa de frutos secos de su bolso, miró
alrededor y gesticuló hacia un banco que había en una pequeña plazoleta, adonde se
dirigieron y tomaron asiento.
—¿Entonces ya lo tenéis todo claro? —inquirió Lorena.
Marcos percibió un matiz de arrepentimiento mientras formulaba la pregunta, ya
le soltó el rollo hacía unos días y suponía que la chica se temía tener que volver a
escucharlo. Esta vez sería más escueto, tendía a explayarse demasiado.
—Faltan muchos detalles que ya iremos viendo. Al menos ya sabemos que en su
empresa, que se llama Synphalabs, o algo así, tienen ya montado el tinglado para este
proyecto. Laboratorios, científicos, equipamiento de última tecnología… Llevan
tiempo trabajando en esto.
Según brotaban las palabras de su propia boca, notó la ilusión que le embargaba.

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—¿Pero qué vais a hacer vosotros? —preguntó, con más ánimo, contagiada quizá
del entusiasmo de Marcos.
—Utilizan ratones, les someten a estímulos para que hagan algún movimiento y
miden sus ondas cerebrales durante ese tiempo. Nos irán enviando los datos de
ejemplo para ayudarnos a programar la aplicación informática.
Ella se apoyó en su hombro. Marcos apreció en su rostro que, aun sin entender
muy bien el tema, se sentía orgullosa de él. Continuó dándole más detalles. El
próximo jueves les habían invitado a conocer las instalaciones y al resto del equipo.
No ocultó que estaba impaciente, porque les iban a mostrar el método que usaban en
un experimento real y las trazas de señales eléctricas capturadas. Lorena debía de
encontrarse con mejor humor o disposición que en la otra ocasión, porque no parecía
aburrida y admitió además que, con sus historias, desconectaba de la universidad y
dejaba de pensar en todo lo que tendría que estudiar muy pronto para los exámenes.
—No veo muy bien qué tiene que ver eso con lo que estabas haciendo ahora —
manifestó ella, cuando hubo terminado, levantando la cabeza para mirarle—. ¿No
eran cosas de claves y códigos o algo así? Bueno, déjalo, me lo has contado muchas
veces y no me acabo de enterar. O se me olvida, no te voy a engañar; las cosas que no
me interesan mucho se me olvidan.
—A ver, te voy a poner un ejemplo. La seguridad de los programas informáticos
se basa en la contraseña. Necesitas una para entrar en la página web del banco, otra
para acceder a tu cuenta de correo, para usar tu DNI electrónico, etc. La contraseña
debe ser secreta, solo puedes conocerla tú. Si alguien la averiguara, podría entrar en
tu banco y operar con tus cuentas, ver tus correos electrónicos, enviar otros en tu
nombre…
—Eso es evidente, ¿me tomas por tonta? —le interrumpió Lorena, indignada. A la
mínima asomaba su fuerte carácter.
—Déjame que siga —respondió Marcos con tono de infinita paciencia—. Cuando
vas a entrar en tu página del banco, tienes que introducir la contraseña. Tú la escribes
y esta tiene que llegar desde tu ordenador hasta el servidor, o sea, un ordenador
grande del banco, que comprobará si es correcta; pero los datos que van por la red se
pueden ver muy fácilmente. Yo puedo conectarme al router de tu casa con mi portátil
y ver todo el tráfico de tu red, utilizando simplemente uno de los muchos programitas
de monitorización de redes, que se pueden bajar gratis. Vería los datos que envías a
las páginas web y los que ellas te devuelven, o sea, lo que te muestran en la pantalla.
En otras palabras, podría descubrir las contraseñas que envías —anunció, denotando
gravedad—. Y los datos viajan por la compañía que te suministra el ADSL, con lo que
también allí podría haber alguien aburrido mirando esa información, lo mismo que en
las oficinas de a quien sea que pertenezca la página web. ¿Quién te asegura que en el
departamento de informática de tu banco no hay un becario, aprendiz de pirata,
monitorizando el tráfico de la red para coger las contraseñas de los clientes? —La
miró y ella le devolvió la mirada, encogiéndose de hombros—. Por eso la

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información sensible, por ejemplo una contraseña, no viaja por la red tal cual la
escribimos; va cifrada, codificada… o como quieras llamarlo. Nosotros solemos decir
«encriptada», pero esa palabra viene del inglés y no existe en castellano, como
muchas otras que usamos los informáticos.
—Vale, eso es muy bonito, va codificada y tal, pero a mí me suena a chino. ¿Eso
es lo del código binario?
—No —se apresuró Marcos a corregirla, esbozando una vaga sonrisa y ahogando
una carcajada para que no se sintiera ofendida—. Todo lo que se envía o recibe en un
ordenador es binario, es decir, son ceros y unos, y cada uno se llama bit. Los bits,
para que sea más cómodo manejarlos, se agrupan en bytes, kilobytes, etc., que seguro
que has visto en un montón de sitios. Cada letra, número, color de un píxel, etcétera,
tiene su correspondencia. Por ejemplo, la letra «a» es el… —se detuvo, mirando al
cielo, calculando— 01100001, si no me equivoco, y así es como se transmite por la
red.
Lorena parecía aún más confusa.
—Pero ¿por los cables no va electricidad? ¿Cómo van a ir ceros y unos? —
protestó.
—Sí, tienes razón. Es una interpretación de la señal eléctrica, de los cambios en el
voltaje en ciertos momentos sincronizados. Justo en esos instantes, si la onda pasa de
un voltaje bajo a uno alto se considera un uno, y de uno alto a uno bajo es un cero.
Esta interpretación la hacen dispositivos hardware, por ejemplo la tarjeta de red de un
ordenador.
Lorena emitió un gemido abriendo la boca, comprendiendo.
Marcos estuvo unos segundos callado, pensando algún ejemplo para explicarle a
Lorena la criptografía o cifrado de los datos. Ella no decía nada, por lo que asumía
que, o bien había desconectado o bien estaba dándole vueltas a la cabeza intentando
asimilarlo. Marcos la consideraba más inteligente que él, pero para los asuntos que no
eran de su predilección exteriorizaba escaso entusiasmo y aportaba una limitada
disposición.
—Para que lo entiendas, una forma fácil de codificar, por ejemplo, una
contraseña, podría ser darle la vuelta al orden de las letras. Si tu contraseña es
«amapola», tu ordenador enviaría por la red, en binario, claro, «alopama». Así los
fisgones que pudiera haber por el camino no verían la contraseña correcta.
Obviamente, el destinatario de la contraseña, por ejemplo el ordenador del banco,
tendrá que saber que la contraseña va cifrada, y cómo, para así darle la vuelta a las
letras y usarla para la validación.
Ella hizo un tímido ademán de asentimiento, pero no despejó las dudas de Marcos
de si le estaba siguiendo o no.
—El mecanismo —continuó él—, que nunca es tan simple como ese, se llama
algoritmo de cifrado, y seguro que has oído hablar de algunos, como las claves WEP,
WPA, etc., que se usan para el caso particular de la comunicación entre el router, que

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cifra los datos antes de enviarlos por wifi, y el ordenador que los recibe y los descifra,
o viceversa.
Lorena ya suspiraba, pero Marcos se sentía en su salsa, disfrutaba explicando un
tema que le apasionaba, aunque tuviera que simplificar aspectos, soslayando detalles
técnicos y alejándose a veces de la realidad.
—Para que tanto el que cifra los datos que se envían como el que descifra los
datos recibidos usen el mismo tipo de codificación y puedan entenderse, se usan
protocolos o infraestructuras complejas. Todo eso hay que programarlo, ya sea en una
página web, en el servidor del banco que recibe las peticiones o en el router. Con
esos asuntos hemos estado trabajando hasta ahora.
Lorena volvió a apoyar la cabeza sobre su hombro y le cogió del brazo con las
dos manos, acurrucándose. Había caído el sol y empezaba a refrescar.
—Vaya, no pensaba que fuera tan complicado —dijo con voz adormecida.
Marcos lo achacó al cansancio, no creía estar aburriéndola, o al menos no lo
esperaba, pero ya albergaba dudas. Quedó pensativa unos segundos—. Pero ahora sí
que no veo por ningún lado la relación de tu curro con el proyecto nuevo.
—En parte estoy de acuerdo, no tiene mucho que ver; al menos hasta que nos den
más detalles en la reunión… —Se encogió de hombros—. Supongo que los de esta
empresa creen que existe un algoritmo de codificación que permite entender las
señales eléctricas de las neuronas. Eso es lo que tendremos que averiguar, usando la
informática y lo que sabemos de criptografía; en otras palabras, intentar decodificar
las ondas del cerebro para poder entenderlas: asociarlas a movimientos, reacciones,
estímulos…
Estuvieron un rato más sentados en el banco. Marcos se dio cuenta de que habían
hablado demasiado de él y de su trabajo, de modo que se interesó por sus clases, que
estaban tocando a su fin para dar paso a los exámenes de junio. Luego, como de
costumbre, poco antes de la hora de cenar la acompañó a su casa —un largo paseo
hasta la zona de Santo Domingo— y se despidieron cariñosamente, antes de doblar la
esquina de la calle donde se hallaba el chalé de sus padres.
Marcos caminó durante otro cuarto de hora hasta su casa, también en Alcorcón,
pero más céntrica que la de Lorena, en un barrio humilde. Escuchó por el camino,
como de costumbre, la música de su reproductor de mp3, aunque no prestaba mucha
atención porque iba embelesado, haciendo cábalas sobre lo que le depararía el
destino.

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2.

LLEGARON a la garita del vigilante de la entrada a Synphalabs poco antes de las


diez, después de andar unos veinte minutos desde la estación de tren de cercanías de
Torrejón de Ardoz. Era un largo camino, que requería salir del centro de Torrejón
para alcanzar un polígono industrial de las afueras, perteneciente ya al municipio
vecino de San Fernando de Henares, que había que atravesar casi por completo,
callejeando por anchas calles, adaptadas para las maniobras de grandes camiones.
Entre el trayecto en tren, trasbordo en Atocha incluido, y la ruta a pie, habían tardado
casi hora y media en el desplazamiento. En vista de lo mal comunicada que estaba la
zona, Marcos había decidido que en próximas reuniones se llevaría el coche, para
alegría de Germán. Era un viejo armatoste que evitaba coger a menudo para
prolongar su vida útil, además de por el precio del combustible, pero no iba a quedar
más remedio.
En el control de acceso indicaron, según las instrucciones que llevaban, que
tenían una cita con Eusebio Riol. Les solicitaron el DNI, tomaron nota de sus datos y
enseguida llamaron por teléfono al francés. Les entregaron la identificación de
visitante, que debían llevar en lugar visible hasta que salieran del recinto, y les
exhortaron a aguardar hasta que acudiera la persona que les recibiría.
Mientras esperaban, Marcos observó el interior del complejo. Al otro lado de una
zona amplia de aparcamiento, atestada de vehículos, se ubicaba lo que parecía el
edificio principal, de solo dos plantas, pero muy alargado. La fachada estaba
recubierta de aluminio ondulado y los únicos ventanales se hallaban en la planta baja,
recorrida por una hilera continua de cristales oscuros. Las oficinas y despachos de la
empresa se hallarían allí, así como la sala de reuniones a la que les llevarían. En torno
a las diversas puertas de acceso había grupos de personas fumando o tomando café,
aprovechando el cálido sol de la mañana. Más al fondo había otras dos
construcciones independientes, también revestidas de aluminio, pero sin ventanas.
Con el aspecto de naves industriales, pasarían antes como hangares de aeropuerto que
por laboratorios, aunque supuso que se trataría de esto último porque los trabajadores
apostados frente a las puertas iban ataviados con batas blancas. Pequeños espacios
verdes se interponían entre los edificios y rodeaban el aparcamiento, ajardinados con
césped bien cuidado y unos parterres y árboles dispersos. El recinto en conjunto era
bastante grande, del tamaño de un campo de fútbol o quizá algo mayor, y contrastaba
con las empresas que habían visto por los alrededores, consistentes en naves más
pequeñas, adosadas unas a otras y sin espacios abiertos.

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Eusebio Riol apareció a los pocos minutos y les saludó amistosamente. Era calvo
completamente, aunque probablemente se rapaba al cero. No se dejaba barba ni otros
vellos faciales, tenía la nariz prominente y la cabeza pequeña. De estatura mediana y
constitución menuda, delgado y de unos cuarenta años de edad, podría pasar por tener
muchos otros oficios antes que el de jefe de un departamento de científicos.
A continuación firmó algo en el ventanuco del vigilante y les pidió que le
acompañaran. Se dirigió con prisa a lo que parecía la puerta principal del edificio de
oficinas, seguido de Marcos y Germán, que iban en silencio, observando con
expectación. Entraron en un amplio recibidor con algunos sofás de cuero en los
laterales y con un mostrador al fondo, tras el cual se hallaba sentada una atractiva
secretaria, mirando un monitor. El señor Riol la saludó lacónicamente y continuó su
acelerado camino por una puerta ubicada al fondo de la antesala. Germán lanzó una
mirada a Marcos, levantándole las cejas y sonriendo, haciendo clara referencia a la
secretaria. Marcos le correspondió con un sutil gesto con los labios, simulando un
soplido, sintiéndose algo incómodo por si Eusebio se volvía y captaba su poco
profesional conducta.
Prosiguieron por un pasillo largo, de techo alto, que iba dejando puertas dobles a
izquierda y derecha según avanzaban. Algunas tenían, en la pared junto a ellas, un
dispositivo con teclado, probablemente para introducir un código y poder acceder. De
una de ellas salió una chica, justo cuando pasaban, y antes de que se cerrara Marcos
atisbó en el interior una sala grande, con unos veinte puestos con ordenadores, la
mayoría ocupados. Luego pasaron los baños y una sala de descanso con mesitas y
máquinas expendedoras. Entonces Eusebio se desvió y les guio por otro pasillo que
salía a mano izquierda, en el que las puertas que iban dejando atrás eran normales, de
hoja simple, y en muchas se leía un nombre sobre ellas. Marcos se figuró que se
trataba de despachos de jefes o directivos, mientras que las grandes salas de antes
serían para tareas administrativas, comerciales o de informática.
Finalmente arribaron a lo que era sin duda una sala de reuniones. En el centro se
hallaba una mesa grande, rectangular, con unas diez o doce sillas de oficina
dispuestas alrededor, tal vez más. Encima de la mesa había un teléfono, un proyector
y un par de cables de red sin conectar que salían de un agujero en el centro de la
mesa. En la pared colgaba una pantalla blanca enrollable, donde se proyectaría la
imagen. Eusebio les indicó que se sentaran donde quisieran, que iba a avisar al resto
del equipo y volvería enseguida.
A los pocos minutos entró de nuevo con un portátil y acompañado de un hombre
de avanzada edad, que vestía traje completo y corbata. Se lo presentaron como
Fernando Lara, responsable del Área de Investigación en Neurociencia, y por tanto
jefe directo de Eusebio Riol. Declaró que solo se había acercado a conocerles y
saludarles, y les deseó suerte en el proyecto. Ya se disponía a marcharse cuando
entraron una señora de mediana edad y dos chicas jóvenes, ataviadas con batas
blancas, que charlaban efusivamente, pero parecieron algo cortadas y sorprendidas al

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ver al señor Lara en la sala, y en seguida bajaron el tono. A Marcos le dio la
impresión de que bajo la fachada de afabilidad que irradiaba el viejo se ocultaba una
personalidad autoritaria y expeditiva. Cuando este se hubo ido, Eusebio hizo las
presentaciones. La mayor era Claudia Martín, jefa del laboratorio de neurobiología, y
las otras dos se llamaban Paula y Sonia, y se infería que trabajaban con ella.
La sala se fue llenando poco a poco, mientras Eusebio trajinaba con su ordenador
portátil y el proyector, ajustando la imagen para que se visionara centrada y nítida.
Como estaba atareado no les presentó a ninguno de los que hacían acto de presencia,
aduciendo que lo haría cuando estuvieran todos reunidos. Ya parecía que no acudiría
nadie más y Marcos se preguntaba a qué esperaba Eusebio para comenzar, cuando
entró un tipo de unos treinta y tantos años, que saludó secamente y tomó asiento
apoltronándose con dejadez, sin mirar a nadie en particular, como si aquello lo
considerara una pérdida de tiempo. Usaba gafas, vestía una camisa blanca y
pantalones vaqueros, y calzaba unos zapatos viejos. Aunque aún quedaban un par de
sillas vacías, debía de ser el último, porque Eusebio se levantó y cerró la puerta.
—Bueno, ya estamos todos —dijo mientras se sentaba—. No os voy a entretener
mucho. Están aquí Marcos Soriano y Germán Guerra —les señaló con la mano,
primero a uno y luego al otro—, que se van a incorporar al proyecto en los próximos
días. Ya sabéis algunos que son informáticos con experiencia en criptografía y van a
colaborar con nosotros desde su empresa, Kryticos. El objetivo de esta reunión es que
ellos os conozcan también a vosotros, además de explicarles lo que hacemos, lo que
hemos conseguido y las metas que tenemos fijadas. Después Claudia nos hará una
pequeña demostración en el laboratorio, pero ya no hace falta que asistáis todos —
puntualizó con resentimiento, y Marcos tuvo la sensación de que dirigía una mirada
al tipo desagradable que había entrado en último lugar.
En los siguientes minutos se fueron presentando uno por uno y explicando
brevemente lo que hacían. Marcos quedó asombrado por las altas cualificaciones que
ostentaban. En general, eran auténticos profesionales; había biólogos, científicos y
expertos en diversas especialidades médicas como neurología, neurociencia y otras
palabras raras que mencionaban como si para ellos fuera el pan de cada día. El
contraste con sus compañeros de la oficina era significativo: en Kryticos había unos
cuantos ingenieros informáticos, como ellos, pero la mayoría carecían de estudios
superiores. Muchos habían realizado algún tipo de formación profesional o un máster
en programación; otros eran intrusos de carreras que no tenían nada que ver con la
informática y que, en vista de la falta de oportunidades en su profesión, habían
optado por hacer algún curso en alguna materia técnica. Eso no significaba nada,
Marcos había tenido la oportunidad de comprobar que, a menudo, los menos
cualificados trabajaban igual o mejor que los titulados, que tendían a acomodarse;
pero constituían una mano de obra más económica, y eso revelaba que en Synphalabs
no reparaban en gastos a la hora de formar los equipos de trabajo.

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La reunión no había hecho más que empezar y Germán ya había reprimido un par
de bostezos. Presentía que iba a ser larga y tediosa, aunque había algo que iluminaba
el sombrío presente, o más bien alguien. Cautivado por Sonia, no había prestado
apenas atención a las presentaciones personales de los científicos. Era una chica de
pelo castaño, bajita, de poco más de veinte años; con seguridad, la más joven de la
sala. Le había atraído desde que entró, más que nada por su cara; era de rasgos
simétricos y redondeados, risueña y angelical. Del resto poco se podía intuir bajo la
bata blanca. Apenas intervino en la reunión porque fue su jefa, Claudia, la que
presentó a los miembros de su grupo. Al parecer Sonia era veterinaria y se encargaba
de diversas funciones, pero Germán solo sacó en claro que se hallaba al cuidado de
los animales que se usaban en los experimentos.
Había un equipo de cuatro treintañeros que se declararon los responsables de
configurar y operar con los equipos y el material tecnológico, desde los electrodos y
las conexiones con las máquinas de lectura neuroeléctrica, a los ordenadores para
capturar y procesar los datos. Se habían sentado juntos y durante la reunión los tres
hacían comentarios y se reían disimuladamente, dándole la sensación a Germán de
que estaban compenetrados y se llevaban bien. El tipo arisco que había entrado el
último, constituía el cuarto miembro del equipo y se encargaba del programa
informático para capturar los datos de los equipos de medición neuroeléctrica.
Marcos y Germán se miraron apesadumbrados cuando Eusebio anunció que sería él,
que se llamaba Carlos, con el que tendrían que trabajar y comunicarse más a menudo.
—Deberéis conocer el formato de los datos de las señales eléctricas cerebrales tal
y como os lo presente el software de Carlos —explicaba Eusebio—. Así podréis
procesar esa información y usarla en el programa que desarrollaréis para el tema de la
decodificación.
A continuación dio paso a la presentación por diapositivas que llevaba en su
portátil, proyectando la imagen en la pantalla de la pared. A modo de introducción,
informó de las dos formas de obtener las señales eléctricas cerebrales. El método
invasivo consistía en introducir los electrodos o sensores directamente en la materia
gris, mediante neurocirugía. Se conseguían señales de la más alta calidad, pero el
principal inconveniente era que el cuerpo podía reaccionar al objeto extraño
generando tejido cicatrizante y debilitando la señal. En cambio, el método no
invasivo consistía en situar los electrodos directamente sobre la piel o el cuero
cabelludo. A este tipo pertenecía la electroencefalografía. Producía señales de poca
calidad, al tener estas que traspasar el tejido óseo del cráneo, que dispersa las ondas
electromagnéticas de las neuronas. Además, era difícil saber el área del cerebro o
zonas neuronales concretas donde se habían originado.
—A pesar de los inconvenientes —apuntaba Eusebio—, esta última técnica es la
más apropiada con humanos. Es fácil de preparar y montar, y obviamente a nadie le
agrada que le taladren el cráneo, y menos aún que le hurguen en los sesos pinchando
electrodos. —Esbozó una sonrisa y se oyeron algunas risas en la sala—. Pero eso no

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significa que los otros tipos de experimentos, más invasivos, sean exclusivos de los
ratones. Si por accidente perdieseis la vista o la movilidad de las piernas, ¿no estaríais
dispuestos a asumir un cierto riesgo? —Se detuvo y miró alrededor, buscando
respuestas. Pudo ver algunos rostros con expresiones reticentes al supuesto de ser
usados como conejillos de indias, y otros que asentían con la cabeza—. Pues dejad
que os diga que hay largas listas de espera en las instituciones que investigan en este
campo, ya sean públicas o privadas, y que hay gente dispuesta incluso a pagar
grandes cantidades para financiar los experimentos.
Pulsó alguna tecla y apareció en la pantalla un diagrama con una línea de tiempo.
Sobre ella se señalaban los avances más significativos, lo que se había investigado y
conseguido hasta el momento globalmente, sobre todo por parte de universidades.
—Ya en los ochenta —señaló con el puntero del ratón uno de los textos—, en la
Universidad Johns Hopkins, utilizando macacos, encontraron una relación
matemática entre la dirección en que estos monos movían los brazos y las respuestas
eléctricas de las neuronas de la corteza motora.
Les explicó que el físico brasileño Miguel Nicolelis propuso aplicar múltiples
electrodos extendidos por un área concreta del cerebro, lo cual significaba toda una
innovación. De esa manera capturaba las señales de conjuntos neuronales, reduciendo
la variabilidad de electrodos sueltos. Experimentó primero con ratas en los noventa,
después con monos, en los que se implantaban hileras de electrodos en el cerebro,
para captar la intención motora. Mientras el animal jugaba con un ordenador,
manejando un mando, se decodificaban las señales de cientos de neuronas de la
corteza cerebral, y se reproducían los movimientos en un brazo robótico.
—Por otro lado —seguía Eusebio Riol, entusiasmado—, como sabréis la mayoría,
el tálamo es una estructura situada en el centro del cerebro que recibe los estímulos
sensoriales. Pues en la Universidad de California, Berkeley, en 1999, experimentaron
con gatos, implantándoles hileras de electrodos en el tálamo. Exactamente las
colocaron en el cuerpo geniculado lateral, siendo el objetivo las 177 células que
decodifican las señales que llegan de la retina.
Hizo una pausa y miró dubitativo a Germán y a Marcos, y después al grupo de
técnicos, que estarían de igual manera poco familiarizados con los términos
anatómicos. Claudia, como si le estuviera leyendo la mente, intervino.
—Para que entendáis lo de antes de métodos invasivos o no —aclaró la jefa de
laboratorio, con buena disposición—, este experimento con gatos fue clara y
necesariamente invasivo. Sería imposible capturar los impulsos de esas neuronas
concretas usando solo electrodos pegados a la piel. Tened en cuenta que hay billones
de neuronas; los electrodos situados tan lejos captarían la suma de señales eléctricas
de miles de ellas. Para complicarlo todavía más, solo se reciben los impulsos de
aquellas neuronas con una orientación espacial similar. Si no están alineados los
iones, no emiten ondulaciones que puedan ser detectadas.

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—Gracias, Claudia —la interrumpió Eusebio, tal vez temiendo que se embrollara
y se alargara todavía más la explicación. A Germán, sin embargo, le hubiera gustado
que continuara hablando la mujer, que se dirigía a ellos con amabilidad, como un
anfitrión ante sus invitados—. Después los chicos de Berkeley mostraron a los gatos
una serie de películas, mientras grababan las señales recibidas en los electrodos, las
que provenían de la retina. Tras un concienzudo trabajo de análisis, utilizando filtros
matemáticos, decodificaron las señales y generaron secuencias de imágenes
reconocibles de los vídeos que les habían mostrado.
Germán quedó sorprendido, no imaginaba que se hubiera llegado tan lejos en la
interpretación de las ondas cerebrales. Los movimientos de los monos, lo que ven los
gatos… Desde el principio había pensado que lo que iban a hacer era más ciencia
ficción que realidad, pero en vista de lo que estaban exponiendo, su trabajo no iba a
suponer más que un granito de arena en una larga carrera de investigación.
Comenzaba a sentir más interés, quizá inducido por la curiosidad de saber cuál sería
su cometido final.
—Las primeras experiencias de utilidad en humanos comenzaron a llegar —
proseguía Eusebio Riol, pasando a la siguiente diapositiva—. En la misma línea que
la percepción visual de los gatos, el investigador biomédico William Dobelle trabajó
para devolver la visibilidad a pacientes voluntarios ciegos. Desarrolló un dispositivo
que grababa el campo visual situado frente al paciente, con una cámara camuflada en
las gafas, y la imagen se codificaba en señales eléctricas hasta la corteza visual del
paciente, donde llevaba implantados una serie de electrodos. Consiguieron ver formas
vagas a modo de puntos blancos sobre un fondo negro. —Miró a Germán y a Marcos,
como si aquel resultado en particular debiera impresionarles—. Observad que aquí el
proceso es el inverso al del experimento con los gatos. Antes eran las señales
cerebrales de lo que veían los gatos las que se decodificaban para obtener unas
imágenes en una pantalla; ahora son las imágenes que capta una cámara las que se
codifican en señales neuronales, y se dirigen a los electrodos del cerebro para
provocar la sensación de visión al paciente.
Germán advirtió la cara de asombro de Marcos. Sin duda, imbuido de la pasión de
Eusebio, estaba disfrutando más que él, impaciente y deseando que fuera al grano, o
que les mostrasen algo tangible en el laboratorio. Eusebio enfocó su mirada hacia
ellos con una sonrisa, e hizo un amago de abrir la boca, como para preguntar algo,
pero se arrepintió y volvió a fijarse en el ordenador.
—Si algo no lo entendéis, luego en el laboratorio, con un caso real, se resolverán
las dudas —dijo sin levantar la mirada, y sin darle más vueltas pasó a la siguiente
página.
Germán pensó que Eusebio seguramente había sopesado plantearles alguna
cuestión, para ver si lo seguían, pero se había echado atrás, temiendo quizá una
respuesta que revelara que no se estaban enterando de nada. Los infravaloraba si era
así, tampoco era una materia tan complicada; pero no se lo tomó a mal, estaba

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acostumbrado a quienes pensaban que los informáticos solo sabían de ordenadores y
aparatos electrónicos.
—Con respecto a los experimentos para decodificar las señales de los
movimientos motores, en el año 1999 investigadores de la Universidad Case Western
Reserve, utilizaron una red de 64 electrodos aplicados en la piel y el cuero cabelludo
de Jim Jatich, un hombre tetrapléjico. —Dejó de leer en la pantalla y miró
aleatoriamente algunas caras—. Observad que esto fue mediante encefalografía, es
decir, todo va por fuera, no es invasivo, o no le abrieron la cabeza, como prefiráis
llamarlo. —Volvió al guión—. Se logró devolverle movimiento limitado a una mano.
Una computadora recibía las señales y actuaba sobre varios estimuladores de los
músculos, pegados a ellos, enviando corriente eléctrica para mover la extremidad.
—Creo recordar —recalcó Claudia, provocando que las cabezas de los reunidos
se girasen hacia ella— que el estimulador sí que iba implantado bajo la piel de la
mano, pegado a cada músculo, lo cual sería algo invasivo —corrigió—, pero mejor
eso que tener una mano robótica de plástico.
Eusebio pasó a la siguiente imagen, mirando el reloj. Daba la sensación de que se
estaba alargando demasiado y Germán atisbó algunos rostros de aburrimiento,
especialmente entre los miembros de la rama médica, que ya conocerían esos datos
históricos. Apenas comentó Eusebio escuetamente una diapositiva que no debió de
parecerle muy significativa y volvió a avanzar. Había decidido apresurarse, para
alivio de Germán.
Después Eusebio procedió a explicar a lo que se dedicaba su grupo en
Synphalabs, tanto lo que habían conseguido hasta entonces como las tareas actuales.
Llevaban varias investigaciones en paralelo. Por un lado, desde hacía ya algunos
años, utilizando ratones de laboratorio, habían avanzado bastante en la interpretación
de las señales del lóbulo frontal para asociarlas a los movimientos de los animales.
Los electrodos se implantaban directamente en la materia gris.
Más recientemente, habían empezado a aplicar los conocimientos sobre las
señales de intención motora en experimentos con monos, logrando éxitos relativos a
la hora de decodificarlas. De cara a una futura aplicación en humanos, procuraron
dejar de lado los implantes de los sensores —la cirugía invasiva—, para avanzar en
electroencefalografía —inofensivos electrodos pegados a la piel, alrededor de la
cabeza—. Sin embargo, no lograban la calidad de las señales más apropiada, por lo
que continuaron investigando con ambos métodos en paralelo. Consiguieron traducir,
en los monos, las señales cerebrales ligadas a ciertos movimientos de varios
músculos, permitiéndoles ya plantearse utilizarlo en humanos a medio plazo.
Germán observó a su compañero de reojo. Marcos había escuchado desde el
principio con interés y atención, pero empezaba a dar síntomas de cansancio. Excepto
el grupo de técnicos, que a duras penas disimulaba su aburrimiento, los demás
miembros del departamento parecían aún interesados y comentaban algo en voz baja;
se sentían partícipes de lo que estaba contando el jefe. El tal Carlos, sin embargo, no

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se molestaba en esconder su disgusto por tener que escuchar la charla. Daba la
impresión de que, o bien ya sabía todo eso, o no le interesaba en absoluto. Miraba el
reloj constantemente y su gesto no se inmutaba cuando Eusebio hacía un comentario
gracioso o preguntaba algo a la audiencia. Sonia, en cambio, disfrutaba
ostensiblemente de la exposición, intercambiando gestos con Claudia o con Paula,
señalando algo en la pantalla del proyector, o riendo. Germán consideró que cuando
sonreía era aún más hermosa. Se le marcaban los hoyuelos de las mejillas y le
refulgía un brillo especial en los ojos. En una ocasión en que estaba observándola,
embobado, giró ella la cabeza de forma inesperada y lo cogió de improviso;
ruborizado, tuvo que desviar la mirada rápidamente hacia la pantalla.
Concluyó la exposición y surgieron varias preguntas seguidas de las respectivas
aclaraciones de Eusebio, además de alguna corrección por parte de Claudia y otros
miembros de peso en el departamento, que quisieron puntualizar o matizar algo. Lo
que llamó más la atención a Germán fue el comentario de una mujer, que no
recordaba cómo se llamaba, pero a la que se referían ocasionalmente como «la
doctora».
Era la supervisora de uno de los proyectos, relacionado con el estudio de las
señales neuronales en la actividad motora. Anunció con orgullo que habían llegado a
un acuerdo con un centro de rehabilitación de diferentes lesiones, generalmente
medulares y traumáticas, para que les proporcionasen voluntarios, de cara a
desarrollar posibles soluciones y comercializarlas. Eusebio asentía con la cabeza,
dando la impresión de que estaba al corriente. Germán observó que la doctora no
miraba apenas al francés, como si quisiera que los demás se enteraran, y por el matiz
de soberbia en su voz pensó que lo hacía más por alardear de las evoluciones de su
proyecto, que por querer simplemente compartir la información.
La doctora añadió, cambiando la entonación y dirigiéndose a Eusebio, como si lo
importante viniese entonces, que había un antiguo paciente que había perdido el
brazo en un accidente de moto, hacía algunos años, y que se había puesto en contacto
con ella. Según contó, en cuanto ese hombre vio el folleto en la mesa de la recepción
del centro, no lo dudó y llamó a Synphalabs para informarse y apuntarse en la lista de
voluntarios. Cuando le dijeron que había que esperar aún un tiempo, que la
investigación no se hallaba todavía en fase de pruebas con personas, reaccionó
pidiendo hablar con quien estuviera al cargo. Intentaron darle largas, pero insistió y
finalmente le atendió la propia doctora. Al parecer, declaró que estaba dispuesto a
invertir una buena cantidad de dinero con tal de tener otra vez un brazo útil, aunque
se tratara de una prótesis artificial.
—Le tomé los datos y le dije que lo consultaría —terminó la doctora, una mujer
de unos cincuenta años, pelo rubio de bote y rizado a la altura de los hombros, de
cuerpo algo rechoncho—, pero que no le aseguraba nada. En cualquier caso se negó a
someterse a experimentos invasivos, cuando le comenté esa posibilidad para acelerar
la investigación.

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—Aunque hubiera aceptado —intervino Eusebio, negando con la cabeza—, no
nos podemos arriesgar aún a introducir electrodos en el cerebro de personas. Nos
falta infraestructura y experiencia. Si hubiese un accidente o algo fuese mal, la
imagen de la empresa quedaría por los suelos —remarcó, haciendo una pausa, para a
continuación adoptar un tono desdeñoso—. Y voluntarios para pegarse simplemente
cables en la cabeza tenemos a montones en la lista, preparados y a la espera de que
termine la fase de los monos. Seguro que más de uno está dispuesto a financiar el
tratamiento, así que no veo qué diferencia supone ese hombre.
—La diferencia es que la cifra de la que me habló equivale a dos años del
presupuesto del departamento —terminó ella, altiva, algo ofendida por el rechazo de
Eusebio.
A Eusebio se le vio impresionado, pero logró recomponerse.
—Bien, gracias Conchi, sin duda es una cantidad importante. Lo consultaré con la
dirección —atajó Eusebio el tema, como si no le gustara que se discutiera ese asunto
tan abiertamente, delante incluso de externos a Synphalabs—. Por el momento
Synphalabs se limitará a publicar la lista de inscripción para captar más voluntarios,
pero no se iniciarán pruebas con nadie. Solo se les informará de los avances en la
investigación, a la espera de adquirir los conocimientos necesarios para pasar a la
fase siguiente; entonces decidiremos quiénes son los más convenientes de la lista.
Conchi, que así se llamaba la doctora, no pareció darse por vencida con tan
adversa respuesta e insistió.
—La inversión económica agradará al señor Lara y a los de arriba —replicó con
determinación—. Ten en cuenta que la investigación va algo retrasada y no vamos a
obtener beneficios a corto plazo. Por supuesto, no se interrumpirían los experimentos
con monos; gracias a ellos se consiguen decodificar nuevos movimientos e impulsos.
Pero en paralelo se abriría otra línea de investigación con este hombre, intentando
aplicar lo que se ha descubierto en los monos con las pruebas con cirugía. A él se le
harían simples e inofensivas pruebas de electroencefalografía, y del barullo de ondas
que se capturen buscaremos las que sabemos que son las buenas para cada
movimiento, gracias a los experimentos con animales.
Eusebio se disponía a frenarla, pero ella continuó, superponiendo su irritante voz.
—Claro que primero habría que entrevistar a este señor, ver si su caso concreto
nos vale, y si se sigue adelante negociar unas condiciones favorables. Todo debe estar
por escrito, para cubrirnos las espaldas por si no consiguiéramos el objetivo.
Germán encontraba divertido el enfrentamiento. No solo ella ignoraba las
negativas, sino que ya planificaba los pasos a dar para admitir a esa persona. Se le
antojó que esa tal Conchi no llevaba bien tener a Eusebio por encima. Apostaría a que
en el departamento, los rifirrafes por los ascensos, las intrigas, envidias, y
adulaciones al viejo señor Lara, serían frecuentes. Observó que Eusebio se tocaba a
menudo el nudo de la corbata, síntoma de que se sentía un poco incómodo. Además,
tenía pinta de que se la había puesto exclusivamente para la reunión, porque ni

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siquiera la lucía el día que lo conocieron, en las oficinas de Kryticos. Podría estar
intentando compensar un sentimiento de falta de autoridad dentro de su grupo,
llevando algo distintivo. Autoridad que estaba siendo pisoteada por esa mujer.
Eusebio, al límite de su paciencia, volvió a agradecer a Conchi su aportación y
reiteró que estudiarían el caso en privado y con Fernando, haciendo referencia al
señor Lara, el hombre mayor que había entrado a saludar al principio de la reunión.
Despidió a buena parte de la audiencia, instándoles a seguir con su trabajo,
porque a continuación iban a efectuar una pequeña demostración en el laboratorio
para los dos jóvenes nuevos.
Salieron del edificio principal y atravesaron un camino de piedra en mitad de una
zona ajardinada, que se dirigía a una de las naves. La fachada era también de
aluminio ondulado y carecía de ventanas. Se alzaba hasta una altura suficiente como
para tener dos plantas, pero cuando entraron vieron que consistía en un solo piso, con
el techo muy alto. Un pasillo discurría por el centro de la nave, dejando salas a ambos
lados, separadas por elevados tabiques modulares blancos, prefabricados. Algunas
tenían la puerta abierta y se divisaba personal con bata, manipulando aparatos
colocados sobre mesas largas, dispuestas en filas paralelas. Otras salas estaban
delimitadas por altas cristaleras, y desde el pasillo se podía curiosear y observar a
gente rodeada de probetas, matraces, pipetas y otros artículos de laboratorio; aunque
muchos otros trabajadores operaban con ordenadores y grandes máquinas de aspecto
extraño, con cables por todos lados, y algunos no llevaban ni bata ni mascarilla.
—No os preocupéis por el mono —advertía la joven Sonia a Marcos y a Germán,
mientras recorrían el pasillo—. Cuando lo veáis, atado y con la cabeza rodeada de
cables, os va a dar lástima, pero no le causan ningún dolor, y solo los mantenemos en
esa posición mientras dura el experimento. Tienen que estar sujetos porque si no se
quitarían los electrodos con las manos.
—Al menos a este no le tenéis que meter en el cerebro los electrodos, ¿no? —
contestó Germán, anticipándose a Marcos, ávido de intercambiar algunas palabras
con la deslumbrante veterinaria.
—Claro, es un test de encefalografía, va todo por fuera. Los otros, aunque son los
más habituales con los monos, llevan más tiempo de preparar, demasiado como para
enseñároslo en una mañana. Hay que hacer una intervención quirúrgica para colocar
los sensores, con el animal sedado, por supuesto. Pero aun así, suena más traumático
de lo que es, lo que se introduce es un chip minúsculo, yo misma los he visto.
Giraron y siguieron por un pasillo más estrecho. Sonia se adelantó a preguntar
algo a Claudia, su jefa, que iba en cabeza con Eusebio, y Germán quedó detrás, con
Marcos. Observaba cómo se contoneaba, tratando de vislumbrar el perfil de su figura
bajo la bata, cuando entraron a una sala no muy grande, pero bien iluminada
artificialmente y atestada de equipos y pantallas. Sonia abrió un cajón con llave y
cogió una especie de maletín de artilugios electrónicos, y volvió a salir de la
habitación.

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—Ahora Sonia preparará y traerá al animal. Mientras esperamos os enseño un
poco las máquinas. Pasad por aquí —les emplazó Claudia, atrayéndolos hacia un
lateral de la sala.
A lo largo de toda la pared había una mesa blanca, o más bien muchos tableros
adyacentes, y sobre ellos se ubicaban varios monitores de diversos tamaños y
ordenadores no convencionales. Eran más voluminosos que un PC normal, y algunos
tenían botoncitos y pequeñas pantallas incorporadas en la caja. Por detrás, una
madeja de cables ocupaba buena parte de la mesa, formando una gruesa hilera pegada
a la pared y con varias bifurcaciones a la altura de cada equipo.
Claudia les contó que la primera máquina de las mesas, empezando por la
izquierda, consistía en un dispositivo que recibía directamente las señales eléctricas,
tal cual salían de los electrodos; es decir, la actividad neuronal. Señaló a otros
equipos que cumplían funciones como amplificar la señal o reducir el ruido. El
funcionamiento era en cadena, pasando la señal secuencialmente de unos elementos a
otros, y finalmente las ondas eran transmitidas al computador central, al que había
conectados dos monitores LCD de tamaño normal, y un ratón y un teclado estándar.
Allí era donde se monitorizaban, procesaban y almacenaban las señales en un formato
digital inteligible.
Entró Sonia en la sala empujando una especie de pupitre con ruedas, de madera
blanca, en el que iba sentado un chimpancé. Se asemejaba al tacatá de un niño, pero
algo más grande y con dos tableros horizontales. Uno inferior, donde el mono podía
apoyarse para dibujar, y le quedaba espacio para mover los brazos y manos; y otro
superior, con un agujero en medio por donde pasaba el cuello del animal. Así, se
recluía la cabeza en el plano superior y con los brazos no tenía acceso a rascarse o
tocarse la cabeza. En distintos puntos de esta, que parecía casi completamente
afeitada, había unas formas circulares de plástico, pequeñas como lentejas, sujetas
con esparadrapo o algún tipo de cinta adhesiva. El pecho del simio estaba sujeto al
respaldo por unas correas dispuestas como si se tratara de un arnés de paracaidista.
Llevaba los miembros superiores e inferiores sueltos. Parecía relajado, como si
aquello fuese habitual y no experimentase ya ningún temor.
Sonia aclaró sucintamente lo que Germán ya había imaginado: que las pastillitas
pegadas a la pelada cabeza eran los sensores o electrodos. Les habló de las zonas del
cerebro más cercanas a cada sensor, todas ellas pertenecientes al área motora
primaria, en el lóbulo central. De cada uno de los electrodos nacía un cable de
mínimo grosor, y todos ellos se reunían en un aparatito, del tamaño de un mechero,
que le colgaba al mono por detrás, a la altura de la nuca, y que se conectaba por un
largo cable al primer computador.
Claudia, que observaba atenta y satisfecha a su subalterna, puntualizó a su vez
que, normalmente, para los experimentos y pruebas ordinarias, se solía introducir al
sujeto en una estructura de Farady: una caja cerrada de metal o cualquier otro
material conductor. Esta caja bloquearía los campos eléctricos externos —creados,

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por ejemplo, por teléfonos móviles o por los cables de alimentación de los aparatos
eléctricos de la sala—, impidiéndoles así causar interferencias e introducir ruido
electromagnético en las ondas capturadas en los electrodos. Como en este caso se
trataba solo de una demostración, lo ignorarían para simplificar la prueba.
Un joven que había estado también presente en la reunión, entró y se sentó en el
puesto más cercano a la máquina provista de los dos monitores. Movió un ratón, y
una de las pantallas, que se había exhibido negra, en modo de ahorro de energía,
cobró vida. Tecleó algo en una ventanita que albergaba una consola de comandos y
súbitamente empezaron a aparecer líneas que subían una tras otra. Claudia les dijo
que estaba arrancando el software de procesamiento de las señales en las diferentes
máquinas.
—Ahora fijaos en el osciloscopio —dijo Claudia, señalando un aparato de
aspecto antiguo, con una pantalla en la que se veían líneas verdes sin sentido y
rodeado de botones y ruletas—. Este es analógico, de los de toda la vida, seguro que
los habéis usado en la universidad. Sirven para representar gráficamente una señal
eléctrica. Tenemos otro, digital, más moderno y con más funciones, pero nos está
costando integrarlo con el software más de lo esperado —se lamentó. El chico que se
había sentado frente a los monitores sonrió, sabiendo que se refería a él, e intuyendo
que su jefa le estaba mirando—. En la pantalla iremos viendo las ondas que se
reciben en cualquier electrodo, el que esté seleccionado en el programa de control, o
bien la suma de señales de un grupo de ellos. Por otro lado, tenemos este otro aparato,
el analizador vectorial de señales —señaló a otra máquina de la hilera de equipos de
la mesa, dotada de algunos botones, pero sin pantalla—, que captura la fase, amplitud
y frecuencia, fundamental para el análisis posterior y generación del espectrograma.
Germán observó a Marcos asentir con vivo interés, y él mismo estaba
impresionado por tal despliegue de tecnología. Eusebio parecía algo más distraído,
era evidente que aquello no era nuevo para él. Aun así, su rostro iluminado y sus
gestos continuos de afirmación denotaban que se sentía orgulloso del trabajo y los
logros de su equipo. El operador finalmente pulsó un botón en el osciloscopio y
apareció una línea verde con múltiples quiebros hacia arriba y hacia abajo, unos más
largos que otros, e iba cambiando rápidamente con el tiempo.
—La demostración va a consistir en provocar que el sujeto abra y cierre la mano.
La señal de las neuronas para este movimiento es de las más claras. Tenemos
localizado tanto el grupo de electrodos que recibe las señales neuronales, como los
cambios que se aprecian en la señal cuando el animal crea el impulso motor. Somos
capaces de distinguir además si el ejercicio se produce con la mano izquierda o la
derecha.
Claudia explicó que iban a seleccionar las señales de los sensores o electrodos de
cierta parte de la corteza motora, a los cuales nombró con una letra y un número, y el
operador los marcó en un programa en uno de los ordenadores. Al instante se
sustituyó la onda que se veía en el osciloscopio por otra diferente. Después hizo un

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gesto a Sonia para que procediera. Mientras esta iba a un armario y cogía una
manzana, Claudia indicó que ofrecerían al mono la fruta para provocar que abriese la
mano.
Sonia se acercó al simio y le ofreció la manzana por un lado, de forma que la
cogiera con la mano derecha. No tardó en agarrarla y llevársela a la boca, y al
momento el joven tecleó algo, supuestamente para detener la grabación de las señales
y comenzar algún tipo de procesamiento. Por lo que Claudia explicó, había que
esperar unos segundos a que la computadora generase el informe, según unos
parámetros que se le introducían. Para este caso concreto ya sabían qué señales
buscaban, y eso facilitaba las cosas. Las ondas que hacían mover la mano constaban
de frecuencias de entre 12 y 30 hertzios, y se denominaban ondas Beta. Gracias a eso
podían restringir la búsqueda, porque efectuarla en todo el espectro llevaría horas; si
introducían en el aparato un filtro con esos valores para la frecuencia, se obtendría en
poco tiempo un gráfico y todos los datos de la porción de señal deseada.
Claudia les invitó a que se acercaran a uno de los monitores. En él se desplegaban
varias gráficas, mostradas en varias filas una a continuación de la otra, cada una
parecida a lo que habían visto antes en el osciloscopio, pero detenidas y ampliadas
con gran nivel de detalle. En el eje inferior venía representado el tiempo, con una
escala de milisegundos. Claudia indicó al chico que se levantara, apoyando
suavemente la mano en su hombro y agradeciéndole la ayuda, y tomó su asiento. Les
dijo que cada una de las líneas quebradizas mostraba la señal eléctrica capturada en
un electrodo y su evolución con el tiempo. Con el ratón encuadró una extensión de
medio segundo.
—Este es justo el marco de tiempo en que el chimpancé estira el brazo, abre la
mano y la cierra para coger la manzana. Observad que aquí —señaló Claudia con el
ratón un punto en una de las gráficas—, comienza una secuencia de tres picos o
crestas que van creciendo en amplitud, seguidos de dos valles o picos inferiores de
escasa amplitud, y terminando con un nodo neutro, que no sobresale por arriba ni por
debajo de la línea de equilibrio. Pues bien, esos seis puntos en las ondas, que
constituyen un patrón particular, identifican la orden cerebral del movimiento de
apertura de la mano. Lo hemos repetido infinidad de veces, con diferentes monos, y
siempre se cumple. Os preguntaréis cómo hemos averiguado esto —dejó de hacer
indicaciones con el ratón y se levantó, satisfecha—. Gracias a las pruebas invasivas,
colocando los electrodos en puntos concretos de la corteza cerebral, donde intuimos
que se generan órdenes para iniciar movimientos. Se puede ver algo más claro, pero
aun así, son muchas horas de observación de las señales, comparando y cruzando
gráficas, escogiendo unos electrodos u otros de diferentes posiciones, variando los
filtros de frecuencias… Pero lo que sabemos es una mínima parte de lo que hay.
Probablemente la señal que identifica mover el brazo hacia adelante esté oculta en
esta sección, en estos picos —se agachó para señalar con el dedo, en el monitor, una
zona en la gráfica anterior a la que habían estudiado antes—, pero no está

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confirmado. Cuantos más músculos estén implicados en un movimiento, más difícil
es analizar e identificar las señales.
Germán apreció que Claudia, a pesar de rondar los cuarenta, se mantenía atractiva
y juvenil. Llevaba el pelo largo y castaño; tenía la piel bastante morena, con un matiz
un tanto artificial, probablemente fruto de rayos UVA. Era alta y, por lo poco que la
bata no ocultaba de sus atuendos, se intuía que vestía con elegancia. Obviamente,
siendo la jefa de laboratorio, debía de gozar de un buen sueldo. Sin embargo, a
Germán no le pareció altiva ni distante; le dio la impresión de que les explicaba las
cosas con interés en que aprendieran y con ilusión por tener a alguien nuevo en el
equipo.
—Ya sabéis —comentó Claudia, dejando de mirar los monitores y dirigiéndose a
ellos, con un tono más lúgubre— que Conchi es la encargada de este proyecto. Os he
mostrado algo de lo más simple, pero ella y su equipo están llegando más lejos.
Trabajan no solo con electroencefalografía, es decir, con electrodos pegados a la piel,
sino que con cirugía implantan los electrodos en zonas concretas y son capaces de
capturar señales eléctricas de neuronas individuales. De esta forma se obtiene lo que
se conoce como electrocortigrama, que presenta de forma mucho más clara las
señales.
Germán, reprimiendo un bostezo, recordó a Conchi, la presuntuosa señora rubia y
gorda de la reunión, que comentó que había un hombre dispuesto a dejarse un dineral
con tal de ser el primero de la lista. Mientras reseñaba esto Claudia, había reparado en
que Sonia miraba al mono lánguidamente. A pesar de lo que les había manifestado
antes para tranquilizarles, le dio la impresión de que los experimentos de Conchi con
sus monos no le entusiasmaban.
Claudia les preguntó si tenían alguna duda y Marcos aprovechó para formular una
cuestión:
—Por lo que se ve, en este experimento no hay ningún tipo de riesgo para el
animal. ¿Por qué, entonces, no se ha hecho con una persona?
—Si no te importa que te afeitemos la cabeza, lo repetimos contigo —contestó
Claudia con una amplia sonrisa, denotando ironía, pero sin maldad—. A ver, es
simplemente por comodidad. El animal ya está preparado y sabemos exactamente los
puntos donde hay que pegarle los sensores para captar mejor las señales. Pero con
más tiempo, se puede hacer perfectamente con cualquiera de nosotros. Hemos hecho
muchas pruebas con miembros del equipo, sobre todo chicas, porque es más fácil
ocultar los pequeños círculos rapados para los electrodos. Yo misma he jugado con el
aparato; vas viendo en la pantalla cómo se mueven las ondas dependiendo de cada
movimiento que haces. Pero es casi imposible identificarlas, por eso se necesitan
previamente las pruebas invasivas con los monos. Gracias a ellas sabemos los rangos
de frecuencias a analizar, que nos permiten acotar la búsqueda, así como los lugares
aproximados donde colocar los electrodos. De la misma manera, confiamos en poder
extrapolar los resultados y aplicarlos en humanos.

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Tras algunas cuestiones que plantearon Germán y sobre todo Marcos, y las
subsiguientes aclaraciones, se despidieron. Eusebio los llevó a su despacho, de vuelta
al edificio de oficinas.
Se situaron frente a la mesa de Eusebio Riol, sentado él al otro lado en un sillón
que era casi más grande que él. Contestaron a unas pocas preguntas amistosas y
rutinarias sobre qué les había parecido el experimento; si encontraban interesantes los
proyectos o si se veían capacitados para participar y formar parte del equipo.
Respondieron afirmativamente, siempre Marcos con más efusión que Germán, quien,
cansado de reuniones y explicaciones, anhelaba marcharse.
—Pues esto es todo —finalizaba Eusebio—, me pasaré por vuestra empresa la
semana que viene, a finales. Para entonces espero que ya tengáis cerrados vuestros
asuntos de proyectos anteriores y nos pondremos a trabajar y a concretar. Pediré a
Carlos que os envíe un documento explicativo, y un ejemplo del programa y de la
estructura que usan para almacenar los datos de las señales que se capturan. Es lo
primero que tendréis que hacer, aprender a usarlo, porque las muestras de datos de los
experimentos que os irá mandando Claudia o el personal del laboratorio, irán en
ficheros con ese formato. La verdad es que no sé lo que utilizan para esto, a lo mejor
es fácil, es una simple tablita Excel o un fichero XML, pero eso ya os lo contará
Carlos.
Germán albergaba la esperanza de que la impresión que le había dado ese tal
Carlos fuese errónea, que estuviese teniendo un mal día o que hubiera discutido con
alguien, cualquier cosa que explicara esa ostensible amargura. Dado que iban a tratar
con él, deseaba que no resultara la persona antipática y desagradable que aparentaba
ser.
Ya solos, recorriendo el pasillo que se dirigía a la puerta principal del edificio,
pasaron por la sala de las máquinas de café y Germán propuso tomar algo, dado que
ya eran más de las once. Al fondo se ubicaban las diferentes máquinas expendedoras,
una de café, otra de refrescos, y una más grande que dejaba ver en el interior,
dispuestos en baldas, sándwiches, chocolatinas y aperitivos variados. En un lateral
había tres mesas pequeñas y altas, rodeadas de banquetas, pero se encontraban todas
ocupadas con gente charlando alegremente, con su vasito de café en la mano o sobre
la mesa. Algunos hojeaban el periódico gratuito repartido en el metro o en el tren, de
los cuales había algunos ejemplares desperdigados sobre las mesas. Los que se
hallaban sentados vestían de modo informal y eran relativamente jóvenes.
Únicamente dos chicos de una de las mesas iban en bata de laboratorio. De pie, en la
pared contraria, había tres hombres discutiendo de fútbol, con traje y corbata.
Germán y Marcos esperaban frente a la máquina de café a que terminara de
servirse la consumición de un señor mayor, para proceder a pedir las suyas, cuando
entraron en la sala las chicas del laboratorio, Paula y Sonia, acompañadas de otras
dos compañeras, igualmente con bata blanca, a las que no habían visto antes, ni en la
reunión ni en la demostración.

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—Vaya, cuánto tiempo —bromeó Paula en voz alta, provocando que más de uno
de los de las mesas se volviera.
Paula era alta y delgada, pero no muy agraciada de cara, y aparentemente más
introvertida que su compañera Sonia, con la que habían intercambiado antes algunas
palabras. Les presentaron a las otras dos chicas, que trabajaban también por los
laboratorios, pero en el Departamento de Farmacología. Las tres contarían con unos
pocos años más que Sonia, a la que Germán se alegraba de ver de nuevo.
—Por fin nos ha soltado Eusebio —resopló Germán, simulando alivio. Advirtió
que Marcos miraba en derredor, sin duda preocupado por la indiscreción de su amigo
—. Íbamos a tomar algo antes de irnos.
—Pues es una casualidad que nos hayamos encontrado aquí —aclaró Sonia—,
porque solemos hacer el descanso en una sala que hay donde los laboratorios. Allí no
hay máquinas de monedas, pero tenemos una cafetera, de esas de cápsulas, y cada
una tenemos nuestra taza, y con eso nos apañamos. Pero se nos han terminado las
cápsulas… Bueno, realmente ayer ya no quedaban y a quien le tocaba traerlas se le ha
olvidado comprarlas… —dijo mirando a Paula acusadoramente, quien torció el gesto,
aceptando su culpabilidad.
Sacaron sus cafés y salieron fuera del edificio a tomar el aire, frente a la zona de
césped, donde también había varios corrillos de gente de pie. Germán iba animado,
ante la suerte que le había deparado el destino. Además, cuanto más tiempo perdieran
allí de charla, más tarde llegarían a Alcorcón y menos trabajarían; aunque Marcos,
siempre tan responsable, se mostraría reacio a permanecer mucho rato y no tardaría
en querer marcharse. Si tenía intención de acercar posiciones con Sonia tendría que
darse prisa.
Las dos chicas a las que no conocían de antes hablaban entre ellas de sus asuntos.
Paula y Sonia comentaron con ellos lo expuesto en la reunión, y compartieron
algunos chismorreos sobre los integrantes del departamento.
—¿Y qué os parece Carlos? —preguntó Marcos—. No me ha dado muy buena
impresión y según parece vamos a tener que tratar bastante con él —se lamentó.
Marcos se dirigía a las dos chicas, pero miraba sobre todo a Paula, tal vez
suponiendo que era mayor y que probablemente llevaría más tiempo en la empresa, y
por tanto poseería más información.
—Por lo que sé, no se lleva muy bien con Eusebio —contestó Paula, bajando el
tono—. Antes Carlos era el jefe del equipo de Sistemas Informáticos, un
departamento independiente que daba apoyo a diferentes proyectos, para la
configuración y manejo de equipos, programación, etc. Por otro lado, nuestro grupo,
el que lleva Eusebio, lo formaron hace relativamente poco, en torno a un año.
Quisieron reunir todas las investigaciones que había en marcha sobre estos temas de
señales neuronales; ya os ha contado Eusebio los trabajos más destacados en la
reunión. Entonces alguien, no sé si Eusebio o Lara, el jefazo, solicitaron un equipo

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informático exclusivo para ese nuevo grupo. Para eso escogieron a unos cuantos de
Sistemas Informáticos; tres de los que había en la reunión, Carlos incluido.
Paula dio un sorbito de café y continuó, con voz tenue, lo que provocó que
Marcos y Germán se acercaran para no perder detalle.
—Eso no sentó nada bien a Carlos —seguía Paula—, que pasó de ser jefe a ser
simplemente uno más; porque ahora cada uno tiene su labor, Carlos ya no manda a
nadie. Hay unos con los electrodos, chips, etc.; otros con los equipos de medición
neuroeléctrica; y Carlos programa la aplicación de captura de datos. Creo que culpa
en parte a Eusebio, ya que fue él quien lo solicitó. Para colmo, y esto ya lo
suponemos nosotras, no le habrá agradado que os hayan metido a vosotros para hacer
un programa que decodifique las señales. Lo más seguro es que piense que él también
sería capaz de hacerlo.
—Eso lo imaginamos por algún comentario que nos ha hecho, pero podemos estar
equivocadas —puntualizó Sonia—. Además, sois más jóvenes que él, y de otra
empresa; tiene que molestar que venga alguien de fuera, y más joven, a hacer algo
que crees que puedes hacer tú, eso hay que entenderlo.
Germán notó que Sonia intentaba defenderlo, y frunció el ceño.
—No es mala persona, a menudo pasa por el laboratorio a hacer pruebas con su
ordenador y siempre se ha portado bien con nosotras —continuó Sonia—. Yo me
pongo en su lugar y comprendo que no esté a gusto.
Marcos expresó que estaba de acuerdo, pero añadió que esperaba que Carlos no
pagase con ellos lo mal que lo hubieran tratado a él. Dijo que no sabía si Carlos sería
capaz de hacer o no lo que les habían encomendado, pero que ellos no tenían la culpa,
y que no venían a quitar el trabajo a nadie.
Apenas había terminado Marcos el comentario cuando Germán se dirigió a Sonia,
impaciente por cambiar de tema, metiendo hábilmente su cuerpo de soslayo, entre
medias del grupo.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí trabajando?
—Poco —respondió ella, ligeramente turbada—. Bueno, realmente estoy de
prácticas con una beca de la universidad. Me han dicho que me van a contratar
cuando termine y espero que sea este año, si no en junio pues en septiembre.
Observó que Sonia, después de contestar, seguía mirándole a los ojos. Le dio la
impresión de que ella estaba pensando alguna pregunta que hacerle, como con
intención de continuar la conversación con él, pero no se le ocurría nada. En
cualquier caso se alegró porque eso podría significar que le gustara, aunque también
podría tratarse de simple cordialidad.
Buscó él otra cuestión banal, la primera que le vino a la mente, con tal de acabar
con el incómodo silencio. Continuaron charlando, cada vez más separados de los
otros cuatro. Ella le contó lo que ya sabía, que estudiaba Veterinaria, y él estuvo
hablando de su trabajo hasta el momento y de su empresa en Alcorcón. Detalló
vagamente lo que hacían, admitiendo que tanto Marcos como él llevaban poco

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tiempo, pero que reinaba un buen ambiente y les gustaba. Creía que lo que iban a
hacer ahora iba a significar un cambio importante y se declaró bastante entusiasmado,
aunque no era del todo cierto. Con sutileza, había conseguido dividir la conversación
y hablar con Sonia de tú a tú. Oía a Marcos que le preguntaba algo trivial a la otra,
parecía que había captado sus intenciones.
Le confesó que no le apasionaban los animales, que prefería la música y los
conciertos, pero que se había fijado en su cara cuando alguien mencionó los
experimentos con los monos y no le había parecido que se sintiera muy cómoda.
—Es verdad que algunas pruebas, sobre todo las que hace Conchi, que requieren
cirugía, no me hacen mucha gracia —admitió mirando al suelo y en voz baja,
evitando que Paula la oyera—. He cogido cariño a los animales y me duele que les
hagan sufrir. Por suerte no pasa a menudo, las intervenciones quirúrgicas van cada
vez mejor, saben dónde tocar y colocar los electrodos, sin dañar nada. Antes era peor,
antes de que yo llegara, lo sé por cosas que me han contado. Ahora lo único malo
suele ser el estrés y el trauma de la operación.
Germán cambió de tema, no le interesaba mucho hablar de animales, y además
ella se estaba poniendo melancólica, de modo que decidió preguntarle algo más
personal y dejar de lado el tema del trabajo. De forma indirecta, inquiriéndole si
tardaba mucho tiempo en llegar a Synphalabs, hizo que le dijera por dónde vivía.
Aseguró que era de Coslada, otra localidad cercana por la que discurría la misma
línea de tren que habían cogido ellos, la de Madrid a Guadalajara.
—Sí, vengo en el cercanías todos los días y tarda muy poco —contestó Sonia.
Germán recordó el largo y desapacible camino que había que recorrer desde la
estación.
—Tardará poco, pero no jodas, la caminata que hay desde la estación hasta aquí…
—se quejó Germán, sacudiendo la mano—. Para las siguientes reuniones haré lo
imposible para que Marcos se traiga el coche —dijo mirándole de reojo, no porque
temiera que lo oyera, sino para dedicarle una sonrisa en el caso de que lo escuchara,
que no sonara tan interesado el comentario.
—Bueno, no es para tanto, andar es sano —dijo ella con su eterna sonrisa—. Lo
peor es por la mañana en invierno y a la vuelta en verano, pero ahora es un paseo.
Aunque es cierto que no es muy agradable, porque si vas por el polígono hueles el
meado de los camioneros que han hecho noche, y si vas por la carretera de San
Fernando hay mucho ruido de coches, y casi no se escucha el mp3.
—Pero ¿es que vas sola? ¿No te da miedo?
—A veces voy sola, otras voy con alguien del laboratorio. Paula vive en Madrid y
va en coche, alguna vez me ha acercado, pero casi nunca salimos a la misma hora.
Nunca me ha pasado nada, aunque se ve gente un poco rara y el camino es bastante
solitario. En invierno, cuando ya es de noche al salir, sí que solemos juntarnos
algunos para ir al tren.

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Levantó los hombros, como si el tema no le preocupara mucho. A Germán le dio
la impresión de que era la típica joven independiente y alocada, pero a su vez alegre y
espontánea.
Hubiera deseado seguir hablando toda la mañana con ella, pero al parecer a las
dos chicas que iban con Sonia y Paula les urgía volver al laboratorio, y habían echado
a andar ya por el camino de baldosas que atravesaba el césped. Marcos y Paula se
hallaban callados, mirándoles, a la espera. Germán maldijo a su compañero por no
entretenerla un poco más, aunque seguramente también él querría largarse; se hallaría
ansioso por plantarse delante de su ordenador y ponerse manos a la obra.
Se despidieron los cuatro dándose dos besos, con la seguridad de que se verían
próximamente. Las dos jóvenes echaron a andar por la acera que bordeaba el edificio,
pegada al jardín, de camino a la gran nave donde se ubicaba su laboratorio. Marcos y
Germán se dirigieron por la misma acera, pero en sentido contrario, en dirección a la
puerta de acceso al recinto. Cuando apenas habían dado dos pasos, Germán giró la
cabeza; observaba cómo se alejaban las dos figuras ataviadas con sendas batas
blancas, interesado únicamente en la más bajita, cuando súbitamente se volvió Sonia
y se encontraron sus miradas. Esta vez Germán no se escondió y la sostuvo. Fueron
décimas de segundo, pero antes de tener que mirar al frente, presintiendo el escalón
de la acera, creyó vislumbrar en su semblante una esperanzadora sonrisa.

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3.

HABÍAN transcurrido ya dos semanas desde la reunión de presentación, y ese


jueves, a eso de las siete de la tarde, Marcos se despedía de Germán y demás
compañeros cercanos a su mesa, aunque pocos permanecían todavía en el trabajo a
esas horas.
—Bueno, me largo, ¿vienes hacia el metro? —preguntó a Germán mientras se
guardaba el móvil y echaba un vistazo por si se hubiera dejado algo de valor en la
mesa demasiado a la vista. Hacía tiempo que no llegaban noticias de hurtos, pero ya
le había desaparecido una memoria USB y no se fiaba.
—No, me voy a quedar un poco más. Ahora que tenemos el material estoy que no
paro. Hasta mañana —contestó Germán en voz alta, como era habitual cuando
llevaba puestos los auriculares.
Estaba asombrado del ánimo y empeño que ponía Germán en su trabajo. Había
empezado en el nuevo proyecto con reservas, haciendo gala de su pasotismo habitual,
pero ahora parecía casi más entusiasmado que él y progresaban a buen ritmo. No le
extrañaba demasiado, porque siempre había sido así de impulsivo. Ya en la etapa
universitaria, tanto podía estar una semana sin aparecer por clase, mendigando
después los apuntes y prácticas a los demás, como repentinamente era capaz de
ponerse las pilas y arrasar en alguna asignatura, convirtiéndose en el destinatario de
las consultas y dudas sobre los problemas más complejos.
Marcos se topó con un puñado de compañeros de otros departamentos en el
rellano del ascensor y optó por bajar por la escalera: prefería descender las dos
plantas a pie antes que ir agobiado e incómodo. El edificio donde se alojaban las
oficinas de Kryticos tenía tres plantas. Era una construcción moderna, desde fuera
parecía casi completamente revestida de cristales tintados. Se rumoreaba que la
empresa lo había adquirido al completo en propiedad, una acción que constituía un
vestigio de las prósperas épocas pasadas, lejos de la austeridad del presente.
La primera planta se alquilaba a otra empresa, que nadie del entorno de Marcos
sabía a lo que se dedicaba. La segunda era lo que llamaban la Software Factory, un
amplio espacio diáfano que ocupaba casi toda la extensión del piso, dedicada
enteramente al desarrollo de software. El área abierta la poblaban múltiples mesas
con cuatro o seis puestos encarados, con sus respectivos ordenadores. Solo en los dos
laterales más largos se ubicaban algunos despachos y salas de reuniones. La planta ya
estaba medio desierta cuando Marcos la abandonó y no se oía más que el apagado
rumor del vacío, pero incluso encontrándose llena tampoco solía haber alboroto; los

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informáticos siempre llevaban puestos sus cascos o auriculares; escuchaban música al
tiempo que programaban, ensimismados en sus ordenadores y sin apenas
comunicarse. En la tercera planta se hallaban los despachos de la dirección y el
personal de tareas administrativas.
Normalmente Marcos se desplazaba al trabajo en coche, uno viejo heredado de su
padre. Aunque solo había una parada en el trayecto entre la estación de metro de
Parque Oeste, donde se encontraba la oficina, y la estación de Alcorcón Central, la
más cercana a su casa y hogar familiar, esta última le quedaba bastante retirada.
Además, había de atravesar barrios desfavorecidos tomados por inmigrantes donde,
aunque nunca le había acaecido nada malo y suponía que sus temores eran
infundados, en ocasiones se sentía un poco cohibido e intimidado. Esta vez, sin
embargo, había acudido al trabajo en metro porque por la tarde había quedado con
Lorena para ir de compras por el Parque Oeste. Como no le apetecía meterse en el
atasco frecuente del inmenso centro comercial, se habían citado en la boca de metro e
irían de ruta por los distintos hipermercados, dando un paseo que Marcos temía que
se le haría muy largo. En particular ella quería ir a Ikea para consultar algo que le
había encargado su hermano, que se acababa de mudar, pero Marcos sabía por
experiencia que no se conformaría con eso y le arrastraría inexorablemente por unos
cuantos comercios más.
Mientras recorría a pie los escasos diez minutos que separaban al edificio de
Kryticos del acceso del metro, rodeando el perímetro del campus de la universidad,
reflexionaba sobre las últimas evoluciones del proyecto. Se encontraba por fin con
buen estado de ánimo, tras pasar unos días de incertidumbre y preocupación. Carlos
había sido desdeñoso y esquivo con ellos. Un par de días después de la reunión aún
no les había enviado la documentación, y tardaba en responder a sus correos o
contestaba con evasivas. Luego les fue entregando el material con cuentagotas y con
deficiente disposición: registros de grabaciones de señales incompletos o sin
explicación de la prueba concreta, o que no seguían el formato o esquema
especificado en la documentación, y que por tanto se revelaban incomprensibles.
El lunes pasado se había acercado Eusebio para juntarse con ellos y tratar los
problemas que ya le habían adelantado por correo, así como para aclarar algunas
dudas sobre la división de tareas entre ellos dos. Hicieron especial hincapié en la falta
de colaboración de su subalterno. El día siguiente, el martes a primera hora, llamó
Carlos a la oficina preguntando por alguno de los dos. Germán aún no había llegado,
por lo que Marcos escuchó sin apenas poder creerlo cómo les ofrecía una total
disponibilidad y cooperación. El tono era amistoso, no se detectaba rencor por haber
sido abroncado, pero Marcos estaba seguro de que le había caído una buena
reprimenda.
—Bueno, ¡ya era hora! —protestó Lorena con los brazos en jarra, todavía a unos
metros de Marcos. Se hallaba de pie, frente al punto donde morían las escaleras
mecánicas, tras emerger de las profundidades.

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—Anda, si son solo diez minutos —contestó Marcos cuando llegó hasta ella,
sonriendo tímidamente antes de darle un beso—. Es que tú eres demasiado puntual.
Lorena cruzó la calle y echó a andar, sin decirle nada, como castigándolo por la
demora. Él, para sosegar la situación, la alcanzó y la agarró por la cintura, y tras unas
carantoñas le preguntó qué tal llevaba el próximo examen, el primero de los finales
que tendría la semana siguiente. A regañadientes comenzó a contar que estaba
cansada de estudiar y se quejó de que los profesores no dejaban de mandarles
trabajos, a pesar de que casi no quedaban días lectivos. Protestaba porque no tenía
suficiente tiempo para todo y se encontraba agobiada. Marcos pensó que si le faltaba
tiempo no debería estar de compras, pero evidentemente omitió la crítica y dejó que
hablara y se desahogara, asintiendo y compadeciéndose de ella.
Ya de vuelta de Ikea y tras visitar otro par de grandes superficies, entraron en una
tienda de electrónica donde Marcos quería curiosear las novedades en videojuegos
para su consola, aunque no pensaba comprarse ninguno porque, en caso de que
alguno le atrajera, se lo descargaría de Internet.
—¿Qué tal ha ido el día? ¿Sigues contento o vuelves a estar preocupado? —
preguntó ella mientras recorrían los pasillos lentamente, parando cada dos por tres a
ojear algo.
Marcos recibió la consulta con alegría, ya pensaba que esa tarde Lorena no tenía
intención de interesarse por su trabajo y comenzaba a sentirse decepcionado. Se
deleitaba compartiendo con ella los pormenores de su labor cotidiana, aunque
albergaba la certeza de que en ocasiones se tornaba demasiado pesado.
—Bien, avanzamos a buen ritmo —afirmó, animado—. Hoy me han pasado 250
megas de trazas, todas del mismo experimento, uno antiguo en el que consiguieron
asociar y decodificar algunas señales. Según me ha dicho Carlos, una de las jefas de
allí le ha pedido que nos lo pase, que los tiros van a ir por ahí en el futuro.
—¿Qué es eso de las trazas? —preguntó Lorena sin apenas mirarle, mostrando
más interés en las fundas de colores para su Nintendo DS.
—Llaman así a las capturas de las ondas eléctricas de las neuronas, lo que se
graba en una prueba. Es el resultado que genera la aplicación de Carlos, y no son más
que un montón de ficheros de texto. Se ordenan por el tiempo exacto y se incluyen
todos los datos; el electrodo, con un nombre que identifica su posición, y los valores
de todas las ondas capturadas: frecuencia, amplitud, etc.
—Pero ¿cómo pueden ser tantos megas? ¿No dices que el texto no es nada, que
las películas sí que ocupan?
—Son muchos porque son cientos de ficheros de texto. En cada uno a lo mejor
vienen los datos de solo medio segundo, por decir algo. Las propiedades y atributos
de las ondas capturadas se miden en cada milisegundo y hay un montón de señales
diferentes en el rango de frecuencias. Además, eso para cada electrodo, así que
multiplica… Se van añadiendo líneas y líneas, haciendo que cada fichero ocupe casi
un mega —aventuró Marcos, sin tenerlas todas consigo.

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—¿Y eso es a lo que se dedica ese tal Carlos que tanto criticabas? —preguntó
Lorena, dejando entrever por su tono que no le impresionaba mucho.
—Bueno, no es tarea fácil generar esos archivos. Su programa tiene que recoger
los datos de las máquinas de medición analógicas que tienen en los laboratorios,
como el osciloscopio y otras. Para eso Carlos tiene que conectarse por red a ellas y
extraer la información. Cada una puede ser un mundo diferente, tendrán diferentes
protocolos y formatos, habrá tenido que estudiarse el manual y las especificaciones
de cada una para ver cómo funcionan.
Ya en la sección de videojuegos, Marcos se detuvo a mirar y toquetear los
volantes y mandos de avión para juegos de ordenador.
—Y ahora, ¿qué hacéis con todos esos ficheros? —insistió ella.
Marcos no detectó demasiada curiosidad, más bien intuía que preguntaba por
agradarle, porque sabía que él disfrutaba hablando de su trabajo, especialmente desde
el reciente cambio de proyecto. Además, el pasillo por el que iban no le despertaba
interés alguno, estaba seguro de ello. Sin embargo, Marcos no pudo evitar detenerse a
contemplar uno de sus volantes preferidos para juegos de coches de ordenador,
expuesto sin caja y ofrecido a un precio prohibitivo.
—Mira, este volante hace fuerza para un lado u otro en las curvas, vibra con los
baches… —percibió su desinterés y volvió a la conversación—. Estamos haciendo lo
que llamamos parsers, o analizadores: programas simples que recorren los ficheros
de Carlos, leyéndolos línea a línea y recogiendo la información. De esto se ocupa
Germán sobre todo. Luego se necesita diseñar una estructura de datos donde guardar
lo que se ha cargado, de forma que se pueda trabajar con esos datos; por ejemplo, que
nos permita hacer búsquedas, realizar cálculos o almacenarlos en tablas de una base
de datos. Yo me encargo de esto.
—Tanto rollo solo para llenar una base de datos, eso también lo puedo hacer yo
—lo picó Lorena, con un gesto de suficiencia.
Marcos recordó que alguna vez la había ayudado en algunas prácticas de su
carrera, en las que había manejado una base de datos comercial a nivel de usuario. Él
la miró, al tiempo que colocaba, de vuelta en el estante, la carátula de un juego de la
Xbox 360 del que acababa de mirar las imágenes del dorso. Vio que sonreía, por lo
que no se molestó en replicarla; ella misma tenía que saber que a lo que se refería él
no era tan sencillo, y era preferible no entrar al trapo. Pero sí le dio la impresión de
que infravaloraba la utilidad de recopilar todos esos datos y se dispuso a explicárselo.
—Imagina que trabajas aquí, en esta tienda, y te dicen que en el código de barras
de cada producto se esconde la marca. Pueden ser dos números juntos, o varios
salteados, o cualquier combinación, pero resulta que todos los artículos de una misma
marca tienen ciertos números iguales.
Lorena le miró con ojos interrogantes.
—Supón que el jefe ha perdido el manual o el documento donde venía explicado
el significado de los códigos de barras y te piden que, por lo menos, les ayudes a

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averiguar el código de la marca, que les digas cuáles son los numeritos que definen a
cada fabricante. ¿Cómo lo harías? ¿Irías pasillo por pasillo, con un cuaderno,
apuntando los códigos de productos de una misma marca, buscando similitudes? Ten
en cuenta que a lo mejor no se ven a primera vista. ¿No será mejor tener todos los
códigos en una base de datos, junto con la marca y demás características del artículo?
Así, sentada cómodamente delante del ordenador, podrías consultar las tablas y, si
fuera necesario, hacer cálculos u operaciones complejas, hasta dar con las posiciones
exactas de los números que revelan la marca —concluyó Marcos, y se quedó
mirándola, esperando su asentimiento.
—Está claro que sería mejor, nunca he negado eso. ¿Pero, es así? ¿Se puede saber
la marca por el código de barras?
—No lo sé, era solo un ejemplo —contestó Marcos, exasperado y frustrado
porque se fijara en lo menos importante—. Solo quería hacerte ver que aunque no
suena muy científico o innovador, si no tienes la información bien ordenada y
clasificada, no vas a poder investigar ni descubrir nada después.
Quedó pensativa unos segundos y avanzó lentamente por el pasillo, observando
sin mucho detenimiento los estantes llenos de juegos. Desde atrás, Marcos contempló
su delgada y alta figura, que quedaba bien definida por la camiseta de tirantes y los
pantalones vaqueros que vestía. Le encantaba su atlética silueta y cómo se
contoneaba. Aunque ciertamente no era muy agraciada de cara, él sabía ver su
hermosura y la encontraba tremendamente sugestiva. A veces su soberbia le sacaba
de quicio, pero se había habituado a sobrellevarla. Solo le faltaba —consideró con
malicia de crítico, cuando ella se colocó de perfil momentáneamente para mirar el
precio de una caja— algo más de pecho y un toque de moreno en la piel, aunque esto
último llegaría pronto con el verano y las vacaciones.

El viernes de la semana siguiente se hallaba Germán terminándose de arreglar —por


llamarlo de alguna manera, porque consistía en ponerse unos vaqueros, unas
zapatillas, una camiseta cualquiera y agarrar una sudadera para la noche por si
refrescaba; algo más de tiempo le llevaba dejar el pelo a su gusto, para lo cual lo
embadurnaba de gomina y se lo despeinaba todo lo que podía, dejándolo alborotado,
con puntas saliendo en todas direcciones—. Salió del baño y se acercó a su cuarto
para apagar el ordenador, no sin antes cerciorarse de si había algo nuevo en su página
de Facebook.
Durante la semana, en el trabajo, le surgió una duda que bien podría habérsela
resuelto Eusebio o Carlos, como muchas otras, pero él prefirió dirigirse a Sonia. Era
sobre las siglas y notación que utilizaban para identificar cada experimento; se las
estaba encontrando en los ficheros que le mandaba Carlos y no sabía cómo tratarlas.
Podía constituir la excusa perfecta. Al ir transcurriendo los días se había dado cuenta
de que pasaría tiempo hasta que les convocaran de nuevo a una reunión u otro evento

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en las instalaciones de Synphalabs. Estaba convencido de que se quedaría sin
opciones si llegaba a perder el contacto con ella, por lo que pensó que, a falta de verla
en persona, podría utilizar su dirección de correo electrónico —que poseía, al igual
que la del resto de miembros del equipo— para intercambiar algunas palabras y
acercar posiciones. No era mucho, ni valiente, pero valía la pena intentarlo.
Su alegría se desbordó cuando Sonia contestó a su pregunta al poco tiempo, pero
no por la respuesta técnica en sí misma, sino porque la primera frase decía: «Vaya,
pensaba que no iba a volver a saber de ti».
Continuaron intercambiado algunos correos electrónicos más, de temas
exclusivamente de trabajo, y Germán se maldecía por no tener valor para ir más allá,
cuando ella se lo estaba poniendo en bandeja. Nunca había sido tan remilgado en el
trato con el sexo opuesto, pero esta vez era diferente, no acababa de calarla. Por un
lado no sabía casi nada de ella, y valoraba la posibilidad de que Sonia fuera
simplemente abierta y simpática, provocando que él se hubiera creado falsas
expectativas y que realmente ella no albergara interés alguno en él. O incluso podría
tener pareja. Por otro lado, le abrumaba el temor a fallar o ser rechazado por alguien
relacionado con el trabajo, una persona con la que tendría que tratar en el futuro
frecuentemente, convirtiéndose cada encuentro en una situación incómoda.
Finalmente el jueves se envalentonó y le preguntó si disponía de cuenta en
Facebook. En el último correo ella había contestado afirmativamente y había añadido
que podía agregarla a su lista de amigos si lo deseaba, cosa que hizo inmediatamente.
Desde entonces no dejaba de mirar la página, sin saber bien para qué, tal vez
esperando que tomara ella la iniciativa con un mensaje privado. Pasaba las horas
muertas contemplando las fotos que tenía ella publicadas en su muro. Él mismo era
consciente de que su estrategia de espera era equivocada, y le angustiaba saberlo y
carecer de la determinación para ponerle remedio.
Se despidió de su madre, que se hallaba en el salón viendo la televisión y le
recordó, como todos los viernes, que no llegara tarde. Germán ignoraba
sistemáticamente la advertencia, con casi veinticinco años se creía en todo su derecho
de volver a la hora que le viniera en gana. Pero nunca rechistaba y asentía sumiso,
sabedor de que, aun regresando tarde, o bien su madre se encontraría dormida y no se
percataría de su entrada en casa, o bien si lo hacía no le reprocharía nada; como
mucho le preguntaría al día siguiente dónde había estado y qué tal lo había pasado,
pero sin ánimo de reprenderle. El aspecto positivo de que vivieran solos bajo el
mismo techo era que se sentían más unidos, o al menos a esa conclusión llegaba,
cuando la comparaba con las hipócritas relaciones que mantenían algunos de sus
amigos con sus padres.
Salió del portal de su edificio, en el barrio del Parque Estoril, en Móstoles, un
área residencial con bloques de pisos de unas diez plantas y abundantes jardines y
parques repartidos entre los mismos. Era un barrio ya antiguo, separado del centro
por la vía del tren, pero no dejaba de tratarse de una buena zona, tranquila y

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revalorizada desde que construyeron el metro. Gracias a esta línea, que recorría los
grandes municipios del sur de Madrid, Germán llegaba a su empresa en Alcorcón en
pocos minutos y, por si fuera poco, la parada se hallaba casi enfrente de casa. Razón
de más para continuar sin coche y sin intención de sacarse el carné.
Esta vez rompió con agrado la rutina del desplazamiento al trabajo y no se dirigió
a la boca de metro, sino que anduvo unos minutos hasta la puerta del Mercadona del
barrio, donde había quedado con su grupo de amigos. Desde que hizo aparición el
buen tiempo habían retomado la costumbre de comprarse unas cervezas —u otras
bebidas más fuertes, dependiendo del ánimo o de si se celebraba algo— y unas bolsas
de patatas o frutos secos, y marcharse a un parque de las afueras. Allí se sentaban en
el césped formando un corro, si no había nadie del sexo femenino que pusiera pegas,
o en caso contrario se sentaban en los bancos de madera. Pasaban la tarde
alegremente hasta que agotaban las existencias y volvían animados al centro para
meterse en algún pub de rock alternativo con luz mortecina.
Se apresuró porque eran ya más de las nueve. Normalmente quedaban más tarde,
sobre las diez, pues a uno o a otro no le daba tiempo por algún motivo y acababan
postergando la hora inicial. Como consecuencia, eso les obligaba a adquirir los
líquidos espiritosos y los aperitivos en algún comercio regentado por chinos, que
cerraban más tarde que los supermercados, pero que eran también más caros y
disponían de escasa variedad. Esa tarde, sin embargo, habían logrado mantener la cita
y llegarían a tiempo.
Ya apenas veía Germán a sus amigos entre semana, ya fuera por motivos
laborales o de parejas, por lo que esperaba fervientemente que llegara el viernes; no
solo por encontrarse con ellos y ponerse al día, sino por desconectar y pasar un rato
divertido.
Solo había tres de ellos charlando en la puerta cuando divisó el supermercado, al
final de la calle. Según se aproximaba, apreció con más detalle el aspecto de su buen
amigo Roberto. Le hacía gracia la transformación que sufría cuando salían los fines
de semana. Ya desde la distancia había vislumbrado la estrafalaria cresta que se había
hecho en la cabeza, pero ahora podía verlo en detalle. Aunque llevaba el pelo corto,
se había peinado cada mitad de la cabeza hacia arriba, aplicando fijador en
abundancia y aplastando todo menos la franja superior, desde la frente hasta la
coronilla, resultando una especie de cresta ancha y grotesca. Se había colocado
además un pendiente con un diamante falso en la oreja izquierda.
A Germán le llamaba la atención el contraste, porque durante toda la semana
Roberto iba disfrazado de trabajador eficiente y responsable, vistiendo unos vaqueros
clásicos y un polo de su empresa, y sujetando bajo el brazo un portafolios negro
donde tomaba notas diligentemente. Se desplazaba con la furgoneta del trabajo e iba
de casa en casa efectuando revisiones de instalaciones de gas, sin que las solícitas
amas de casa que lo atendían se imaginaran la realidad: la seguridad de su caldera

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había recalado en manos de alguien que fumaba hachís a diario y que durante las
escapadas nocturnas vomitaba a menudo en las esquinas el exceso de alcohol.
Roberto se las daba de técnico altamente cualificado e intentaba opinar en
cualquier conversación, aunque apenas supiera de lo que hablaban, recurriendo a la
inventiva y a la imaginación si lo estimaba necesario. La consecuencia era que
Germán y sus amigos nunca lo tomaban en serio; excepto cuando tenía que explicar
cómo ir a algún sitio: se conocía como un taxista las calles de Madrid y alrededores, y
los puntos de tráfico más conflictivos.
—Hola, chavales —saludó Germán, con una sonrisa, dándole la mano a cada uno
al estilo de las bandas neoyorquinas.
Roberto, a pesar de sus defectos, era el mejor amigo de Germán. Se conocían
desde el primer año del colegio. Era esmirriado y con la nariz aguileña y, como a
Germán, le gustaba la música punk-rock y asistir a conciertos y festivales. Con él se
hallaba Jaime, que fue también un compañero de clase en la escuela, y Fran, hermano
de Jaime, un par de años mayor que ellos.
Conversaron sobre la semana que ya concluía y el trabajo, y a los pocos minutos
apareció Eduardo con Pilar, su pareja. Edu había coincidido hacía años en el instituto
con Germán. Desde entonces había comenzado esporádicamente a salir con él y sus
amigos, convirtiéndose poco a poco en algo habitual. Era una persona inteligente y
guasona, y todos lo apreciaban. Por si fuera poco, era el mejor parecido del grupo y
se desenvolvía con las mujeres como pez en el agua, con lo que durante años había
sido el que facilitaba a los demás entablar contacto con ellas, el que les presentaba a
los grupos de chicas de los bares o el que ligaba con alguna y aparecía al día siguiente
con ella y sus amigas.
Sin embargo, años atrás cambió el guión, cuando se estabilizó en la relación con
Pilar, una chica simpática y atractiva, pero no menos avispada, que supo descubrir en
el joven estudiante de Derecho un proyecto de futuro. Desde entonces veían menos a
Eduardo, pero a Pilar la miraban con buenos ojos. Era divertida y le gustaban sus
costumbres de ir de bares, beber en los parques o no perderse las fiestas estivales de
los pueblos de alrededor. Aseguraba que se lo pasaba mejor que con sus amigas, que
no salían del centro comercial. Germán y los demás pronto concluyeron que no era
como otras que habían conocido, que preferían pasar la tarde en una cafetería o que si
salían por la noche lo hacían por Madrid, en grandes discotecas de música disco. Las
de ese tipo no hacían más que poner pegas cuando se juntaban con ellos, pues
consideraban indecentes muchos de sus hábitos.
Un pequeño núcleo se había mantenido fiel, a pesar de las escisiones puntuales y
del paso del tiempo, congregándose casi todos los fines de semana y organizando
viajes y escapadas ocasionalmente, para ir de acampada o asistir a algún festival de
rock. Ninguno de ellos se había embarcado nunca en una relación amorosa de más de
un par de meses, pero tenían asumido que aquello tendría fecha de caducidad y que,
en el mejor de los casos y si no acababan cada uno por su lado, terminarían saliendo

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en parejas y habrían de cambiar sus hábitos, adoptando costumbres más políticamente
correctas. Germán, sin ir más lejos, comenzaba a hartarse de sentarse en el césped
como si fueran chavales, bebiendo furtivamente para ahorrar. Preferiría ir a algún bar
y pedir unas jarras y unas raciones, como hacía la gente de su edad, pero no insistía
con fogosidad porque siempre había alguno que alegaba que no se lo podía permitir:
el eterno aspirante a bombero, otros dos que estaban parados… También se
encontraba con la negativa de Roberto, que aducía que necesitaba aire libre para
poder fumar.
Caminaron durante diez minutos, cargando con las bolsas de hielo, bebida y
comida, hasta un parque situado a la entrada de Móstoles, pegado a la vía del tren,
cercano a una urbanización aislada que ya pertenecía a Alcorcón. Solían ir allí porque
hasta el momento la policía no les había molestado, cosa que sí ocurría en los parques
y plazas del centro o de su barrio. A veces simplemente los echaban, haciéndoles
recoger y tirarlo todo a la papelera, pero había rumores de que comenzaban a
sancionar con multas, y no querían arriesgarse.
Se sentaron en círculo en el césped porque Pilar no ponía impedimentos cuando
llevaba vaqueros. Pasaron las horas charlando y bromeando, cada vez en un tono más
alto y con unas risotadas más fuertes, según les hacían efecto los efluvios del vino.
—Oye, Germán, ¿quién es esa amiga nueva que tienes en Facebook? —preguntó
Pilar con tono inquisidor, aprovechando un vacío en la conversación. Se había
recostado, estirando las piernas y apoyando la cabeza en el regazo de Edu.
A pesar de que dibujaba una sonrisilla en su boca, Germán no detectó mala
intención, sino simplemente curiosidad. Sin embargo, maldijo que se mostrara
públicamente en Facebook quién se convertía en un nuevo amigo. Ahora tendría que
dar explicaciones y, dados los encendidos ánimos del personal, probablemente
aguantar alguna broma.
—Ah, Sonia… —dijo tras unos fingidos segundos de duda, como si no cayese en
la cuenta—. Es una compañera del trabajo, de la otra empresa; la del proyecto nuevo,
ya sabes…
Intentó usar una entonación que le restara importancia, pero aún no había
terminado la frase cuando se apresuró a coger el vaso y dar un trago, denotando cierto
nerviosismo.
Pilar torció el gesto, meditabunda. Rechazó con ademán desdeñoso el porro que
le ofrecía Roberto, molesta por ser distraída. Se lo pasaron a Eduardo, quien lo
atenazó con torpeza.
—Pensaba que estabas en contra de meter a gente del curro en Facebook, que no
te gusta que vean tus fotos ni sepan cómo eres fuera del trabajo —insistió Pilar,
transformando la sonrisa en una mueca acusadora.
Germán entendió que no se iba a dar por vencida tan fácilmente. Al olor de un
posible cotilleo, tan escasos entre ellos, Pilar se frotaba las manos.

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—Vaya, Germán, no me habías contado nada, ¿está buena? —saltó Roberto, casi
a voces, con gesto divertido.
El que faltaba, se lamentó Germán en su fuero interno. Observó que tenía los ojos
muy rojos, sin duda debido a que no había dejado de fumar en toda la noche. Se
planteó echárselo en cara, dejar caer alguna burla que desviara la atención, pero no
funcionaría.
—Es una amiga, solo la he visto una vez, el día que estuve en la demostración en
Synphalabs. Hablamos por e-mail últimamente y me pidió que la agregara al
Facebook, y claro, no voy a decirle que no —mintió descaradamente, mirando al
suelo, pero no se le ocurría otra forma de zanjar el tema, del que no le apetecía hablar.
Bastante tenía con sus propias dudas e indecisiones.
Germán se sentía irreconocible, nunca había ocultado sus intenciones amorosas ni
sus éxitos o fracasos a sus amigos; pero esta vez era diferente, necesitaba
guardárselo… Tal vez no la consideraba uno más de sus monótonos ligues pasajeros,
proscritos en rincones oscuros de bares o polvorientas tiendas de campaña de
festivales veraniegos; escarceos amorosos de los que luego fanfarroneaba ante sus
amigos, poniéndoles los dientes largos relatando detalles escabrosos de las
generalmente impúdicas compañeras. Podría tratarse de algo especial, y por eso no
sabía cómo manejarlo. Aunque la cruda realidad era que aún no había nada.
Alguien atisbó las luces azules de un coche patrulla, circulando lentamente por la
calle que bordeaba el parque, y alertó al resto. Nadie se levantó. En caso de que se
apearan gozarían de tiempo de sobra hasta que llegaran hasta ellos, más que nada
porque había una panda de niñatos con unas litronas, sentados en un banco más
próximo a la calle. Si los agentes iban a las malas, ellos serían los primeros en ser
multados.
El vehículo pasó bajo el puente de la vía del tren sin detenerse, como de
costumbre; ni siquiera mirarían hacia la oscuridad del fondo del parque. Por suerte
para Germán, sirvió para que se olvidaran del asunto de Sonia. Por primera vez debía
estar agradecido a los maderos. Se plantearía perdonarles, pensó con sarcasmo, las
múltiples ocasiones en que lo habían registrado, ya tiempo atrás, por el mero hecho
de vestir diferente o llevar mala pinta.
Pero al retirar la atención de la calle, sus ojos se cruzaron con los de Pilar. En su
mirada felina y escrutadora se traslucía que no se había tragado su burda explicación.
Ellas poseían un sexto sentido para eso. Turbado, agachó la cabeza, escondiéndose.
Añadió un par de hielos al vaso de calimocho y al levantarlo comprobó que ella
permanecía impertérrita, observándole, y al encontrarse de nuevo sus miradas, Pilar
entornó los ojos y dibujó en su rostro una sonrisa provocativa, sensual, que terminó
de desconcertar a Germán.
¿Qué pretendía? En alguna ocasión había oído que las mujeres se podían volver
extremadamente celosas frente a las novias de sus amigos, especialmente si ellos
nunca habían tenido antes nada serio. Tras tanto tiempo se arrogaban cierto poder

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sobre los solteros del grupo, y ante la irrupción de competencia sentimental se sentían
desafiadas, como si les estuvieran comiendo terreno. Germán confió en que fueran
imaginaciones suyas y se obligó a olvidarlo, pues bastante ansiedad soportaba ya
como para buscarse ahora un problema con Eduardo. Pero por si acaso se dijo que, si
triunfaba y algún día algo firme se cimentaba entre Sonia y él, postergaría al máximo
el día de presentársela a sus amigos.

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4.

CON la llegada del verano el ritmo de trabajo se ralentizó en las oficinas de


Kryticos. Se respiraba un ambiente anestesiado, reinaba una sensación de vacío que
se acentuó en agosto. Sin embargo, Marcos y Germán, por separado, progresaron a
buen ritmo. Habían mantenido una nueva reunión con Eusebio, que fue a su
encuentro a Alcorcón antes de las vacaciones, para estudiar los días que se cogerían y
analizar el estado de sus tareas. Básicamente les asignó lo que consideraba más
urgente, sorteando las ausencias de cada uno para que hubiera el menor impacto
posible en los plazos.
Marcos desapareció durante tres semanas en julio, casi obligado, porque Lorena
había terminado los exámenes y necesitaba cambiar de aires. Germán, por el
contrario, se marchó a mediados de agosto y encadenó sus días hasta las fiestas de
Alcorcón, que año tras año vivía con intensidad; más incluso que las de Móstoles, su
ciudad. Cuando regresó, a mediados de septiembre, la oficina llevaba ya tiempo en un
estado de absoluta normalidad. Marcos le puso al día de los avances y novedades que
habían acontecido en su ausencia, haciendo especial hincapié en que ya tenía
funcionando una primera versión «beta» de la aplicación. Había conseguido integrar
la parte de Germán —el analizador de los ficheros de actividad neuronal que enviaba
Carlos— junto con lo suyo, y ya poseían un programa que leía esos ficheros y
almacenaba en tablas de una base de datos toda la información.
—Ahora me estoy dedicando a diseñar el motor inteligente, un algoritmo que
busque patrones en las ondas. Irá recorriendo las tablas y cotejando datos mediante
combinaciones de infinitos tipos.
—Genial, tío —musitó Germán, en la salita del café, sin manifestar mucho
entusiasmo. Ya se habían puesto al día de las vacaciones de cada uno y ahora Germán
padecía el trauma de enfrentarse a la monótona realidad del trabajo—. Cuando
termine de leer el porrón de correos que me quedan me lo enseñas.
—Claro —repuso Marcos, pasando por alto la indiferencia de su compañero—.
También estoy recopilando más ficheros de muestra, quedándome solo con los que
esconden una secuencia que ya tenga identificada esta gente. Por ejemplo, les he
pedido las trazas de experimentos como el del mono, el de mover el brazo que nos
enseñaron. Como ya han descubierto el código para ciertos movimientos, será una
buena forma de probar si nuestra herramienta funciona, si decodifica algo y lo hace
bien; al menos servirá para orientarnos.

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—¿A quién se los has pedido? —inquirió Germán, levantando la vista de la taza
de té, en la que había echado dos sobres de infusión. Marcos advirtió que tenía la
misma cara demacrada y somnolienta que cuando había llegado a su sitio, hacía ya
una hora.
—A Carlos. Por el momento se sigue portando bien. De tu amiguita no sé nada, si
es lo que querías saber —añadió Marcos con una sonrisa maliciosa.
Fue consciente de que Germán se había fijado en Sonia desde el mismo día de la
reunión. No solo se percató por sí mismo, sino que durante el camino de regreso se le
escapó a su amigo algún comentario, en parte sonsacado por el propio Marcos. Desde
entonces se sabía el único al que Germán había contado, con cuentagotas, sus flirteos
con Sonia.
Poco antes de las vacaciones, Germán había llegado exultante a la oficina una
mañana simplemente porque había inferido que ella no tenía novio; se sentía
orgulloso de una pregunta capciosa que le había formulado él por correo, camuflada
en un tono jocoso, pero con segundas intenciones, y que había logrado su propósito.
Lo que le extrañaba a Marcos era que su compañero se contentase con tan poco, que
mantuviese tanto las distancias y que se conformara con improductivos correos
electrónicos. Se preguntaba por qué no actuaba como otras veces, recordando que en
la facultad no se andaba con tantos rodeos. Claro que en aquellos tiempos solía dar el
paso decisivo en las fiestas de los colegios mayores a las que les invitaban, o en las
convocatorias de la gente de clase de los jueves por la noche, siempre con la ayuda
del ambiente de juerga y envalentonado por el alcohol.
—¿Has sabido algo de ella en las vacaciones? ¿La has visto, por fin? —preguntó
Marcos, escondiendo la sonrisa picarona y tornándose serio.
—No, antes de irme a Alemania hablamos en Facebook y lo típico; que te lo
pases muy bien y viceversa. La verdad es que he desconectado de todo, no he parado,
y luego de remate las fiestas…
Marcos lo creyó, ya le había contado antes que había estado un par de semanas de
ruta por Alemania con otros dos. Habían aprovechado que un amigo regresaba de ver
a su familia, a mediados de agosto, para hospedarse unos días con él en su minúsculo
apartamento, en Múnich, «hacinados como ratas», según sus propias palabras. A
continuación alquilaron un coche y recorrieron la zona, alojándose en albergues y
hostales para jóvenes. Germán se había pasado un buen rato elogiando la desconocida
cerveza de trigo y relatando los triunfos y desventuras con las difíciles bávaras.
—Tenías que haberle propuesto a Sonia que se pasara una noche por las fiestas de
Alcorcón —le reprochó Marcos—, por ejemplo el día de los fuegos, y que se trajera a
sus amigas, más que nada para que no sonara a cita seria —aclaró, consciente de las
dudas y miedos de Germán—. Por cierto, no te vi en el chiringuito de tu abuelo,
estuve por allí el sábado por la noche.
El abuelo de Germán colaboraba altruistamente en una de las casetas, y Marcos se
acercaba cada año con la esperanza de que Germán se hallara por las inmediaciones y

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les invitara a él y a Lorena a unos refrescos y bocadillos.
—Ya, ese día estuvimos hasta tarde en el parque, donde los pinos, hasta que
acabaron los conciertos. Pero déjate de historias —su expresión se crispó con desdén
—, habría tenido que estar pendiente de ella toda la noche. Además, habría sido una
movida para ella, teniendo que volver luego a las tantas… Vive en Coslada y creo
que no tiene coche.
—Oye —se dispuso Marcos a cambiar de tema, viendo que Germán había
perdido el interés, o al menos eso pretendía aparentar—, no creo que lo hayas leído
aún porque es de la semana pasada, pero hay un correo de Eusebio dirigido a todo el
equipo.
—Si apenas he leído un puñado… —contestó, resignado, negando con la cabeza.
—Pues, ¿te acuerdas de lo que comentó, en la reunión, aquella mujer gorda que
llamaban doctora, esa tal Conchi?
—La verdad es que no —admitió Germán, con indiferencia—, creo que era la jefa
del proyecto de los monos, el de la búsqueda de impulsos motores, pero no sé a qué te
refieres.
—Bueno —se aprestó a explicar Marcos—, dijo que había un hombre que había
sufrido un accidente y perdido un brazo. A través de un hospital o algo así con el que
colabora Synphalabs se ofreció como voluntario, insistentemente, diciendo que quería
someterse a pruebas para recuperar la funcionalidad del brazo, que le implantaran uno
artificial. Eso sin exigir garantías y poniendo una buena suma encima de la mesa.
—Ah, ya me acuerdo, la arpía se puso pesada y cabezona para que aceptaran, y
Eusebio dijo que lo consultaría con el jefazo. Me dio la impresión de que el calvo no
se atrevió a decidir por sí mismo —dijo Germán.
—Pues bien, en el correo cuenta que a este hombre le han hecho una serie de
pruebas y estudios y resulta válido para la continuidad del proyecto en humanos, con
lo que la dirección ha aprobado que a final de año se comience la investigación con él
—informó Marcos con seriedad, y se detuvo para mirar la reacción de Germán, que
no se inmutó, más preocupado en exprimir el jugo de las bolsitas de té con la cuchara.
—Se va a utilizar EEG —prosiguió Marcos—, ya sabes, electroencefalografía o
algo así; los electrodos pegados a la piel, como lo que nos enseñaron del mono.
Esperan avanzar partiendo de lo que ya se ha averiguado con ellos, sobre todo con
experimentos invasivos.
—¿Y si resulta que no tienen nada que ver las ondas de la cabeza de los monos
con las nuestras? —inquirió Germán, levantando la barbilla para espolear a Marcos.
Germán no parecía compartir su ilusión, o al menos adoptaba una postura más
crítica. Marcos, cuando leyó la noticia, se sorprendió de que aquella presuntuosa
mujer se saliera finalmente con la suya, y lo sintió por Eusebio, que había perdido la
batalla. Era evidente que, como ya advirtió sensatamente aquel día el francés,
empezar a trabajar con personas podía considerarse una precipitación. Pero en cuanto
comprendió que aquello les afectaba directamente, que pronto pasarían a analizar con

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su software la actividad neuronal de ese hombre, de un ser humano y no de unos
simples primates, sintió que le envolvía una oleada de renovado entusiasmo y orgullo
profesional: aquello daría más peso y relevancia si cabe a la investigación.
—Sí que hay una relación —replicó Marcos, tratando de infundir implicación en
su compañero—, eso ya lo saben porque han hecho muchas pruebas de EEG en
personas y han visto que los resultados obtenidos en monos se pueden trasladar a
humanos. Nos lo contó Claudia, la jefa del laboratorio, no sé en qué estarías
pensando. —Hizo una pausa y le lanzó una mirada acusadora, insinuando que su
amigo había estado más pendiente de Sonia que de la explicación—. El problema es
que para cada persona hay variaciones y diferencias en las frecuencias de las ondas y
otros parámetros, y hay que encontrarlas. Por eso las pruebas tienen que hacerse en el
propio individuo.
Germán negó con la cabeza, visiblemente disgustado.
—Vamos, que nos van a dar caña para que tengamos lista la aplicación antes de
tiempo. Porque no creo que sean capaces de decodificar sin ayuda informática unas
señales tan mezcladas y confusas como las que se obtienen con EEG. Además, les
faltan un montón de señales neuronales dirigidas a músculos por descubrir y
clasificar, apenas tienen los patrones de unos pocos movimientos, ni de coña
suficientes para conseguir mover un brazo robótico dignamente —sentenció Germán,
airado.
—Claro que les faltan, por eso van a seguir en paralelo con las pruebas con los
monos, y también por eso nos necesitan —sostuvo Marcos—. El tipo ese tiene que
haber soltado una buena cantidad para que hayan llegado al punto de dividir el
programa, quitando recursos al plan original —especuló. Hizo una pausa y adoptó
una voz más crítica—. Lo normal habría sido terminar de identificar las señales de
cada movimiento con los animales, pero… —dijo, y se encogió de hombros—. El
dinero manda. Lo más apropiado habría sido no desviar la atención de los
experimentos con los desgraciados monos; las técnicas invasivas permitirían avanzar
más rápido, al captar las ondas más puras, sin interferencias, y recogidas en puntos
seleccionados con precisión en la corteza motora. A continuación, en su debido
momento y respetando los plazos, se habrían ido adaptando los resultados a personas,
utilizando la inofensiva electroencefalografía.
Germán asintió con desgana, dándole la razón.
—O ha puesto mucha pasta o en el departamento tienen prisa por conseguir
resultados y beneficios —apuntó Germán—. Piensa en la publicidad que ganarían si
consiguen ponerle a ese hombre algo que funcione, además del prestigio y el
reconocimiento; les lloverían contratos por todos lados. Deben de llevar años
investigando sin recibir nada a cambio, excepto, supongo, alguna subvención. —
Germán liquidó el té de un trago y retomó un timbre áspero—. Seguro que ha sido
Conchi quien ha presionado para dejar de lado los demás proyectos y pasar a
investigar con este hombre. A saber qué intereses oculta. Me dio la impresión de que

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era una mujer bastante ambiciosa, y tiene que haber malos rollos entre los jefes. Creo
que a Eusebio no le cae bien y a Claudia tampoco.
Marcos recordó a Conchi, la regordeta mujer teñida de rubio, cuyos pulcros
modales y refinados vocablos le otorgaban un aire aristocrático. Era sin duda la
persona de más avanzada edad en la reunión de aquel día. Probablemente gozaría de
bastante peso en la empresa y tendría capacidad para manejar y orientar las
investigaciones a su gusto, en especial las que dirigiera ella, lo cual no le sentaría
nada bien a Eusebio. Aquel día Marcos ya se preguntó por qué insistía tanto en
conceder a ese hombre el utópico tratamiento, y al final lo había conseguido.
Marcos arrojó el vasito de plástico del café al cubo amarillo de los envases, dando
por terminado el descanso, y Germán se acercó al surtidor de agua fría para aclarar su
taza. De camino a su mesa, Marcos se vio reflejado en el cristal que delimitaba un
despacho y descubrió que estaba realmente moreno, y eso que hacía ya más de un
mes desde que regresaron Lorena y él del veraneo en Castellón. Apesadumbrado,
advirtió que también había engordado, al contrario que Germán, que había perdido
algo de peso. Según había reconocido antes su amigo, durante sus vacaciones de bajo
coste por Alemania, la prioridad no había sido la comida, sino la cerveza y las fiestas.
Consecuentemente, Germán mostraba un aspecto bastante deplorable, con la piel algo
pálida, el pelo desaliñado y más largo de lo normal, y las estiradas patillas que casi no
se distinguían ya del resto de vello facial sin afeitar.
Marcos volvió a centrarse en el trabajo y comentó, al llegar a su sitio y tomar
asiento, que debían ser optimistas y pensar que, si tenían éxito, repercutiría
positivamente en ellos de una forma u otra.
—Sí, pero a saber cuándo será eso; irá para largo —replicó Germán, al rato, tras
consultar alguna página en Internet. Después del desayuno siempre perdía unos
minutos haciendo una pasada por sus sitios favoritos—. Suponiendo que
identifiquemos las señales que originan los movimientos de cada músculo del brazo,
o al menos los más importantes, ¿luego qué?
Marcos levantó un hombro y sacó el labio inferior hacia fuera, dubitativo.
—Synphalabs tendrá que asociarse con alguna firma de robótica o bioelectrónica
que les construya el brazo robot —aventuró—, un artilugio que reciba las señales del
cerebro. Entiendo que tendrá un microprocesador y un sistema de control que, en
base al código que les hayamos dado nosotros, interprete el movimiento que ha de
efectuar. Aparte habrá de tener aspecto humano, tendrá que colaborar alguna empresa
especialista en prótesis, digo yo.
Germán se mantenía con el ceño fruncido, tal vez contrariado por el entusiasmo y
optimismo de su compañero.
—Vale, pero eso llevará su tiempo. Cuando terminemos el programita de
decodificar las ondas y tengan su lista con el patrón de cada impulso, ¿qué crees que
van a hacer con nosotros? Mira, si esto sale adelante, para cuando les entreguen ese

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supuesto robot, de ti y de mí ya no se va a acordar nadie, así que olvídate de hacerte
famoso.
Marcos quedó cariacontecido, reflexionando, con la mirada perdida en la pantalla.
Germán era especialmente bueno en echar por tierra sus ilusiones.
—De todas formas —continuó Germán—, no sé si alguien le habrá explicado a
ese hombre que, por muy bien que le hagan la prótesis, de forma que parezca natural
y recubra bien el amasijo de hierros, batería, circuitos y motorcillos eléctricos, tendrá
igualmente que llevar los electrodos en la cabeza siempre adheridos, además de un
cable que salga de ellos y llegue hasta el brazo. Si no, el cacharro no recibirá las
órdenes neuronales y no se moverá.
Marcos conjeturó que probablemente los electrodos irían insertados en un gorro,
como los de natación. Pero no había reparado en tantos impedimentos, cegado por el
anhelo de hacer algo grande. Se imaginó una estampa grotesca, de alguien con un
cable brotando de la cabeza y deslizándose pegado al cuello, o por detrás de la nuca y
la parte superior de la espalda, terminando en el brazo artificial.
—Bueno, a lo mejor los hacen sin cables, el brazo podría recibir la señal por
bluetooth o algo así —especuló, resistiéndose a rendirse al pesimismo de Germán—.
Aun así, si funciona, supongo que merecerá la pena el incordio… Si va vestido y con
una gorra, casi ni se le notaría.
—Sobre todo en la piscina o en la playa… —dijo Germán con sarcasmo, soltando
una carcajada—. Oye, Marcos, esta tarde jugamos al paddle y nos falta uno. Vienen
Roberto y Jaime, creo que ya los conoces.
A Marcos le chocó que Germán y sus amigos practicaran algún deporte. Le miró
de reojo, ya que en sus conversaciones apenas retiraba la vista de su monitor.
—Sí, me acuerdo del día de tu cumple, en el antro aquel. Jaime es el cachas y el
otro el fumeta.
—Tío, no te metas con Roberto —le atajó Germán—, lo está pasando mal con
eso. Al parecer, este verano fue demasiado perjudicado a alguna casa, a revisar la
caldera, y llamaron a su empresa para quejarse. Él lo negó todo y ha evitado que lo
echen, pero le han dado un toque, así que lo está dejando. Según dice ya solo fuma
maría cuando sale los fines de semana, o en fiestas y ocasiones especiales.
—Cuando empiecen a volar pisos sabré de quién es la culpa… —puso Marcos la
coletilla socarrona, sonriendo—. ¿Y cómo os ha dado por hacer deporte?
—Hemos decidido empezar a quemar las toxinas acumuladas en las vacaciones.
Anda, anímate, te vendrá bien para bajar barriga.
Marcos ignoró la pulla, considerando la propuesta y recordando si tenía algo que
hacer. No le agradaban los planes espontáneos o con poco tiempo de preaviso, que
rompían sus rutinas, y necesitaba meditarlo. Germán debió de verlo inseguro y no
pudo resistir el mofarse, aludiendo a su autoritaria pareja:
—¿Qué pasa, no te deja Lorena?

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5.

AQUEL desapacible martes, después de comer, hacía frío y llovía fuera del edificio
de Kryticos. Quedaba menos de un mes para las fiestas navideñas y en el centro
comercial Parque Oeste, en Alcorcón, se percibía que el ambiente de compras y
vorágine consumista crecía día tras día. Ajenos a todo ello, Marcos y Germán se
afanaban en configurar su herramienta de detección y decodificación de señales
neuronales para comprobar si funcionaba con los nuevos ficheros.
Dos semanas antes habían sufrido una gran desilusión, cuando probaron su
aplicación contra cinco experiencias idénticas realizadas en primates diferentes. En
cada muestra el mono abría la mano en un instante concreto, movimiento para el cual
ya conocían el patrón de las ondas parejo. El objetivo era que el programa procesara
y cotejara los ficheros, amén de detectar el instante en que se iniciaba ese patrón de
oscilaciones, común en los cinco ficheros, y que identificara qué neurona o conjunto
de estas instigaban el movimiento muscular.
Eusebio les venía apremiando desde semanas atrás para que le entregaran algún
producto con avances palpables y poder así pasar en enero a la siguiente fase de
experimentos con personas.
Pero resultó un estrepitoso fracaso. El programa no encontró ninguna similitud en
las ondas de los cinco registros, en ninguna frecuencia del espectro analizado; ni
siquiera acotando el número de electrodos, para reducir las combinaciones y
simplificar la búsqueda. Marcos experimentó una gran pesadumbre. El producto del
trabajo de varios meses, en el que tanta dedicación e ilusión había invertido, no
funcionaba.
Estudiaron minuciosamente el código fuente, depurando la ejecución de la
prueba, línea a línea, instrucción por instrucción, buscando la posible causa de que el
algoritmo no hallase ninguna secuencia de ondas parecida entre los diferentes
muestreos. Perdieron días enteros con ello, con los nervios a flor de piel porque
Eusebio les presionaba para corregir el problema lo antes posible. Al menos lo hacía
con buenas formas, asegurando que a él también le exigían sus jefes que se
cumplieran los plazos; pero igualmente contribuía, por un lado, a agudizar la
ansiedad de Marcos, y por otro a enojar a Germán, quien veía confirmada su teoría: el
cambio de planes, el querer anticipar la investigación en personas, iba a repercutir en
prisas, agobios y tensiones.
Surgieron entre Marcos y Germán discrepancias que llevaron a discusiones, en
muchos casos provocadas por la falta de descanso y por los deseos de Marcos de

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quedarse trabajando hasta tarde. Germán era reticente a hacer horas extras, y Marcos
sabía que si lo hacía era por no dejarlo solo. A Germán le importaban poco los plazos
impuestos en Synphalabs y no estimaba oportuno plegarse a las exigencias del
francés. Marcos, sin embargo, no soportaba tener que salir de la oficina cada tarde sin
haber encontrado el fallo de su programa. De poco valían las palabras de consuelo de
Lorena. En casa no dejaba de darle vueltas al asunto. No se concentraba en su juego
online preferido, un clásico de disparos entre terroristas y fuerzas de asalto, y era
abatido con facilidad por los incondicionales de la red, para su frustración; ni se
enteraba de los argumentos de las películas o series que veía para distraer la mente.
Tampoco descansaba plenamente porque le costaba conciliar el sueño.
Finalmente, el propio Marcos dio con ello, de pura casualidad. Cansado de mirar
durante horas su pantalla de ordenador, desesperado tras haber repasado un bloque
más de código fuente sin éxito, desvió la vista unos segundos, procurando
descansarla. Se obligaba a apartar la mirada del monitor cada hora, para no dañar los
ojos, pero últimamente se había excedido en los intervalos, ensimismado y
concentrado en el trabajo.
Se puso a contemplar un par de folios que reposaban en un lateral de su mesa. En
ellos se dibujaban las gráficas de actividad neuronal de dos pruebas diferentes, para el
mismo electrodo. Poniendo un papel sobre el otro y mirándolos al trasluz, comprobó
por enésima vez que los picos que delataban el impulso cerebral para el movimiento
buscado eran casi iguales. Consternado, no le cabía en la cabeza cómo era posible
que el programa no detectase las coincidencias: las ondulaciones arriba y abajo eran
casi idénticas en ambas muestras. Frustrado, arrugó las hojas enérgicamente para
formar una bola, e iba ya a arrojarla con furia a la papelera de la esquina cuando
reparó en un detalle que había pasado por alto.
Desdobló con ansia los folios, provocando que más de uno le dedicara alguna
mirada recriminatoria por el ruido que causaba. Escrutó en una de las hojas el eje
horizontal de la gráfica, la que indicaba el tiempo, e hizo lo mismo a continuación en
la otra. Observó que el momento exacto en que comenzaban los picos característicos
del patrón variaba ligeramente en ambos casos. La diferencia era de unos pocos
segundos, pero suficiente para descuadrar el programa. Era algo tan simple como que
el algoritmo de búsqueda estaba diseñado para encontrar comportamientos parecidos
en las ondas, pero estos debían situarse exactamente en el mismo instante de tiempo,
con una precisión de milisegundos.
—¡Lo tengo! —exclamó, haciéndole un gesto impetuoso a Germán para que le
prestara atención—. Los monos no abren la mano en el mismo momento en cada
prueba.
—¿Cómo?
—A ver… —se dispuso a explicar, eufórico—. Cuando en Synphalabs capturan la
actividad cerebral para un movimiento, en la prueba le dan al botón de iniciar la
grabación justo después de ofrecerle al mono la manzana, o lo que sea. Luego el

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bicho la coge, pero puede que no tarde lo mismo en cada prueba. Es decir, el tiempo
exacto en que comienzan las oscilaciones propias del impulso motor, lo que busca
nuestro programa, puede variar entre unos ficheros y otros, y por eso no lo encuentra.
—Joder, claro —se lamentó Germán, soltando un suspiro de fastidio, como si
debieran haberse dado cuenta antes de algo tan evidente—. No están sincronizados…
Tuvieron que discutir y argumentar con insistencia hasta que Carlos accedió a
reenviar los ficheros de las ondas retocados, necesitaban que el patrón del impulso
que se pretendía descubrir ocurriese exactamente en el mismo instante de tiempo en
todas las muestras. A Carlos no le agradó demasiado la petición que le hicieron.
Habría de adaptar su sistema para generar los ficheros con los datos sincronizados.
Eso le complicaría la vida, porque hasta entonces, para él, cada prueba era
independiente; simplemente obtenía los datos de las máquinas de medición de
actividad cerebral, y generaba los ficheros para cada una, sin tener en cuenta las
demás capturas en otras pruebas. Ahora Carlos habría de acoplarlas y ajustarlas,
retrasando o anticipando unas u otras. Hubo de interceder Eusebio, quien a duras
penas consiguió que Carlos diera su brazo a torcer.
Le llevó una semana implementar los cambios y, por fin, aquel lluvioso martes,
Marcos y Germán habían recibido los ficheros sincronizados y se disponían a
probarlos.
—Bueno, parece que está rulando, vamos a tomar algo —dijo Germán,
levantándose de su sitio, pero resistiéndose a dejar de mirar la ventanita negra de la
pantalla, en la que no dejaban de aparecer líneas—. Está en modo de búsqueda
completa, por fuerza bruta, así que tardará un rato. Si lo que nos ha mandado este
gilipollas está bien, reza para que ahora encontremos algo.
Marcos, de pie a su lado, con el alma en vilo, le siguió poco después, reticente a
separarse del ordenador. Del resultado dependía que se pusiera fin al estrés y
desasosiego de las últimas fechas. La semana anterior Eusebio se había quedado más
tranquilo, tras asegurarle Marcos y Germán que, cuando Carlos corrigiera la forma de
generar los ficheros, se solventaría el problema de su aplicación. O al menos había
aligerado la presión sobre ellos, trasladándola al soberbio técnico de Synphalabs.
Pero si tampoco funcionaba esta vez, la incertidumbre sobre la viabilidad de su
aplicación informática volvería a perseguirles, y el teléfono no tardaría en sonar.
Marcos no quería ni imaginarse el tener que lidiar con el francés cabreado al otro lado
de la línea, y con razón.
Volvieron a los diez minutos y ya se había escrito por pantalla el resultado, en un
sobrio y escueto texto.
—¡Funciona! —exclamó Germán, todavía a un par de metros de la pantalla.
Simplemente habría visto que lo aparecido era diferente a lo obtenido en los
incontables intentos anteriores.
Se aproximaron sin sentarse, situándose frente al potente ordenador que usaban
para pruebas, colocado a un lado de la mesa de Germán. Marcos, más prudente y

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menos impulsivo, analizó en detalle la información mostrada.
—Mira —insistió Germán, henchido de júbilo, propinándole un codazo—, ha
encontrado una coincidencia pura, es decir, que ocurre en las cinco muestras —señaló
con el dedo una línea—. El identificador del electrodo que ha recibido esas ondas y la
frecuencia creo que encaja con lo que tiene que salir… Sí, es el de la corteza motora
primaria —se reafirmó tras hacer memoria.
En la ventanita negra habían dejado de aparecer nuevas líneas y al final se leía un
resumen indicando los tiempos de inicio y fin del patrón igual encontrado en los
cinco experimentos, además de frecuencias, electrodos que habían originado esas
señales y otros datos. Efectivamente, comprobó Marcos con un inmenso alivio, el
patrón coincidía con el movimiento de abrir la mano, del que ya sabían a priori el
comportamiento de la señal: la orden de contraer los músculos extensores extrínsecos
y los lumbricales originaba una serie particular de altibajos en ciertos electrodos, todo
lo cual concordaba con lo indicado en pantalla.
—Genial —dijo Marcos, todavía de pie junto a Germán y agachado, mirando
absorto el monitor. No podía disimular su alegría, significaba quitarse un buen peso
de encima—. Habrá que avisar a Eusebio para que se tranquilice. Ahora le mando un
correo.
Germán asintió, con la despreocupación tan inherente a su carácter. Se sentó en su
sitio y se echó hacia atrás, reclinando el respaldo hasta el tope, y permaneció mirando
al techo unos segundos, complacido. Marcos era consciente de que a su amigo le
confortaba más recuperar la tranquilidad y relajación en el trabajo que el hecho de
haber logrado un importante avance en sus tareas y para el proyecto.

Era costumbre de la familia de Lorena ir a cenar una noche navideña, padres e hijos
sin sus parejas respectivas, a algún restaurante de Madrid para celebrar las fiestas.
Aquel año era la primera vez que Marcos había sido invitado al evento, síntoma de
que ya comenzaba a ser considerado como uno más de la familia, sobre todo después
de la boda del hermano de Lorena, hacía unos meses, a la que también había asistido.
Por falta de huecos en el calendario e incompatibilidades de unos y otros, se había
ido aplazando la cena hasta aquella fría noche de primeros de enero. La principal
culpable, muy a su pesar, había sido Lorena, que trabajaba en un centro comercial
durante la temporada de Navidad y apenas disponía de días libres. Tras llevar ya
varios meses desde que terminó la carrera sin encontrar un trabajo apetecible, con una
mínima relación con sus estudios en Publicidad, no le había quedado más remedio
que ampliar el abanico de posibilidades, bajar el listón y ser menos exigente; sobre
todo pensando en que debía ahorrar si ella y Marcos querían irse a vivir de forma
independiente a medio plazo. Como primera ocupación remunerada, se había
conformado con un deslucido trabajo temporal en un abarrotado supermercado.

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Ismael, el hermano mayor de Lorena, y su reciente mujer, ya habían llegado al
restaurante de comida argentina de la calle Bailén. Marcos, Lorena y sus padres se
habían retrasado porque tuvieron que dejar el coche en el aparcamiento de la plaza de
España y caminar un buen trecho. El padre de Lorena, declarado enemigo del
transporte público, siempre prefería aventurarse con vehículo propio hasta donde
fuera posible. Fue, a pesar del frío, un paseo agradable por las engalanadas calles de
Madrid, quedando Marcos embriagado por la majestuosidad del Palacio Real o la
plaza de Oriente. Hacía años que no pasaba por allí y se avergonzó de no visitar de
vez en cuando los lugares más emblemáticos de la ciudad, viviendo a tan solo unos
kilómetros.
Durante los primeros momentos de la cena conversaron sobre el novedoso trabajo
de Lorena. Aunque solo le iba a durar hasta después del día de Reyes, no dejaba de
ser su primera actividad laboral, y en vista de la situación de crisis y acuciante
desempleo, era una noticia celebrable. Les contó que se dedicaba a pasearse con una
bandeja de croquetas, de varios tipos y sabores, por el pasillo de los productos
congelados del supermercado de un gran complejo de ocio, ofreciéndolas como
degustación.
Marcos se llevaba bien con Ismael, a pesar de que era algo mayor que él. Lo veía
a menudo, sobre todo antes de que se mudaran, lo cual ocurrió después de la boda,
como las parejas tradicionales de antaño. Cuando Marcos iba a buscar a Lorena a
casa y le hacía entrar, charlaban siempre un rato e Ismael no tardaba en invitarle a
subir a su habitación para echar una partida en la consola o mostrarle algún cómic
nuevo. Era un tipo particular, siempre de buen humor y bromeando; a veces se
excedía haciendo el payaso, cosa que a Raquel, su reciente esposa, no le hacía
ninguna gracia.
Marcos detestaba a Raquel. Por un lado consideraba una falta de respeto que
criticase a Ismael cada vez que hacía alguna de las suyas, tildándolo de inmaduro e
infantil, hubiera o no gente delante. Por otro, tenía que llevar siempre la razón y había
que hacer las cosas a su manera. A Marcos le asombraba la capacidad de Ismael para
tomárselo todo con filosofía y buen espíritu, aguantando impasible las invectivas y
las salidas de tono de ella. Pensando con maldad, se explicaba el calvario porque ella
era una auténtica belleza. Había trabajado como modelo en varios anuncios de
revistas y últimamente había protagonizado un par de spots televisivos. Amasaba una
creciente fortuna y altanera, hablaba de ello con orgullo y sin ambages.
—Yo por eso ni me muevo de casa —declaró Raquel, indignada, cuando Lorena
anunció la miseria que le pagaban.
Marcos no atisbó gesto alguno de ofensa ni en Lorena ni en sus padres ante el
desafortunado comentario. Puede que hubiera querido mostrar una irritación
solidaria, pero a él le dio la impresión de que al mismo tiempo se ufanaba de su
buena posición y elevados emolumentos, como si estuviera en otro nivel. Lorena ya
le había dejado ver en alguna ocasión que Raquel no caía simpática en la familia,

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pero seguramente, a fuerza de costumbre, se habían habituado a sus desaires y los
pasaban por alto.
No le apetecía nada hablar del trabajo, pero no le quedó más remedio cuando la
madre de Lorena le pidió que les contase a Ismael y a Raquel lo de su nuevo
proyecto, porque con el jaleo de la boda y el viaje de novios apenas sabían nada. A
Marcos le agradaba el tono que usaban los padres de Lorena cuando le preguntaban
por el trabajo; le parecía que lo trataban como si fuera un prestigioso científico, cosa
que evidentemente no era.
Mientras les explicaba cómo lo llevaban, observó que Raquel no prestaba mucha
atención, más concentrada en darle la vuelta a los filetes, que gemían rendidos al
calor sobre la piedra del centro de la mesa. Toda conversación que no girara en torno
a sus anuncios o revistas, o que no conllevara que Raquel acaparara el protagonismo,
aparentaba no ser digna de su interés, como si fuera una estrella de cine que necesita
ser adulada a todas horas. Cuando los demás asentían a la vez con muestras de
asombro o de entusiasmo, ella se esforzaba por dibujar alguna mueca en su
inmaculado cutis, pero Marcos sabía de sobra que eran gestos falsos y forzados.
—A ver que os aclare… —intervino Lorena, que conocedora de las caras y
reacciones de su familia, habría visto que no lo tenían claro—. Ellos hacen que
alguien haga algo, por ejemplo levantar el pie, y capturan la información de las
señales eléctricas de las neuronas. Eso mismo lo repiten varias veces, también
guardando las señales. Después, con su ordenador, buscan en el conjunto de todos los
datos, y su programita les avisa del trozo de la onda que es parecido en todos los
experimentos que repitieron. Esa parte similar es supuestamente la actividad neuronal
que ordenaría el movimiento repetido.
Ismael asintió, esta vez lo había entendido. Mientras escuchaba a Lorena, Marcos
observó que Ismael y sus padres no se perdían detalle, siguiendo las explicaciones
con interés, pero Raquel, como se imaginaba, se hallaba ausente, pensando en sus
cosas y comprobando distraída las posibles imperfecciones en la manicura francesa
de sus uñas.
—Eso es —confirmó Marcos—, a grandes rasgos. Y por tanto ese trozo de la
onda, como tú dices, identifica la orden del cerebro para ejecutar ese movimiento;
levantar el pie o lo que sea —continuó, agradecido por la ayuda de Lorena—. Gracias
a nuestra herramienta informática se consiguen desenmascarar esos patrones. Están
muy contentos, sobre todo Eusebio, que esperaba con ansia tener resultados. Ahora el
reto es seguir decodificando las ondas de los muchos movimientos que les faltan, y
pronto también para personas.
—Ah, lo del millonario que perdió el brazo… —terció la madre de Lorena,
recordando.
Parecía que no se había enterado muy bien del asunto cuando se lo había contado
Marcos, más brevemente, durante el paseo hasta llegar al restaurante, pero ahora
asentía con satisfacción y se mostraba impresionada.

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Ismael le dio una palmada sonora en la espalda a modo de felicitación y al
momento Marcos supo que iba a soltar una de sus gracias.
—Chaval, para la siguiente comilona te traes los cables y me los enchufas para
leerme la mente. Espero que puedas decirle al camarero lo que quiero pedir.
Ismael acompañó el comentario de una risotada que disminuyó en intensidad al
comprobar que no había tenido mucho éxito. Raquel no tardó en soltar un bufido,
transformado rápidamente en un velado suspiro de desesperación, quizá por hallarse
en presencia de sus suegros.
—¿Y eso para qué vale? ¿Va a curar el cáncer? —inquirió Raquel, desdeñosa,
ironizando con la trascendencia de la investigación. Soltó una escueta carcajada que
no obtuvo complicidad y Marcos, herido en su orgullo y reprimiendo un exabrupto, le
dedicó una mirada fulminante que la obligó a bajar la cabeza.
Pero en ese momento no se sintió con ganas de discutir. Su mente se hallaba en
otro sitio, con el proyecto, y con más ganas que nunca de lograr un gran éxito; algo
que le callara la boca a Raquel. Le carcomían por dentro las ofensas y
ridiculizaciones de la presumida princesita, que ganaba diez veces lo que él sin haber
abierto un libro desde que dejó el instituto. Consideraba en silencio las injusticias de
lo que la vida otorgaba a cada cual, asumiendo que los sacrificados estudios de
Lorena o los suyos no valieran de mucho en comparación con tener una cara hermosa
y un cuerpo alto y esbelto. Él no era envidioso, ni entendía la vida como una
competición; al contrario que Lorena, que de vez en cuando se había metido con
Raquel, corroída por los celos de su belleza y su dinero. Pero Marcos no podía
soportar que menospreciara su trabajo, o el de su novia, por muy humilde que fuese.
Algún día, se dijo, cambiarían las tornas y quedaría cada cual en su lugar.

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6.

HABÍAN asistido a otra reunión en las instalaciones de Synphalabs. Se trataba del


kick off, un evento que se convocaba a principios de cada año. En él, los miembros de
cada departamento se juntaban para analizar la situación y definir las metas para el
año entrante. La sola presencia del señor Lara en aquella reunión, a la que solían
asistir solo los jefes de cada departamento y los integrantes de sus equipos, daba
pistas de por dónde iban a ir los tiros.
El veterano director les explicó que el grupo de Eusebio, el Departamento de
Innovación en Neurobiología, iba a ser durante el año una pieza clave para el futuro
del conjunto de la sección. Les habló de Juan Carlos Espinosa, la persona que había
contratado el tratamiento para ser dotado de un brazo artificial con movilidad, como
sustituto del que había perdido en un accidente.
Se trataba de un empresario que había escogido a Synphalabs entre las diferentes
entidades dedicadas a la investigación en ese campo. El propio Espinosa confesó a
Lara que había solicitado información a diversos centros de todo el mundo dedicados
a la investigación en neurociencia e implantes biónicos, proponiéndoles similares
condiciones de presupuesto y plazos. Sin embargo, la mayoría de ellas eran
universidades que declinaron la oferta, alegando que su labor era la investigación sin
ánimo lucrativo, o bien que no podían desviar sus estudios para un fin tan concreto e
individualista. Algunas empresas ni contestaron y otras lo rechazaron al no entrar en
sus planes o carecer de los conocimientos o medios necesarios.
—No, si al final parece que somos una ONG, que ha aceptado al tipo ese por
pena… —había susurrado Germán, sarcástico.
Marcos no contestó, abrumado por el sepulcral silencio, solo roto por la voz
quebrada del señor Lara. Eran muchos en la reunión, tantos que no habían podido
sentarse todos. Marcos y Germán habían estado avispados y habían cogido sitio por
los pelos, pero rodeaba la mesa una segunda fila de compañeros que habían tenido
que quedarse de pie. Aparentaban prestar viva atención al señor Lara, pero en sus
rostros se reflejaba la esperanza de que no se extendiera mucho.
Entraría en juego otra empresa especializada en prótesis robóticas y sistemas
biónicos, de origen surcoreano, la cual construiría el brazo a partir del código de
señales neuronales que Synphalabs les entregaría. Se establecieron cláusulas por las
que los retrasos achacables a esta tercera parte eximían a Synphalabs de
responsabilidad, siempre y cuando les hubieran proporcionado a tiempo el listado de
señales neuronales y movimientos asociados.

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Después de remarcar la importancia que tendría concluir con éxito la
investigación de las señales, y posteriormente colaborar al máximo con los
surcoreanos, el señor Lara les desglosó la planificación. Antes de las vacaciones de
verano debían tener completa la relación de movimientos y señales. La lista obtenida
para los primates no estaba concluida aún, pero se centrarían más en el señor
Espinosa. Para ello, había ya establecido un calendario de pruebas con el paciente,
que se había comprometido a cumplir, desplazándose personalmente a las
instalaciones de Synphalabs en San Fernando de Henares.
Marcos percibía los gruñidos y sonidos guturales de desaprobación de Germán.
Sin duda, ese ajustado calendario significaba que no tendrían ni un momento de
descanso, y además en caso de retrasos no dudarían en tratar de acortarles las
vacaciones.
Eusebio, en su turno, se adentró en detalles más técnicos. La cuestión era, ¿cómo
iban a capturar las señales neuronales de los diferentes movimientos de un brazo que
no tenía? La estrategia consistiría en capturar las señales del brazo contrario al que
había perdido. En algunas contracciones musculares ya se conocían las pequeñas
diferencias entre los patrones para un miembro y el simétrico, y no sería complicado
generalizar el resultado.
Explicó también Eusebio la reestructuración que tendría lugar en su
departamento. Debido a la prioridad absoluta que le habían impuesto para el caso del
señor Espinosa, el equipo de neurocirugía pasó a formar parte del grupo dirigido por
Conchi. Los horarios de laboratorios, equipamientos compartidos y las políticas de
logística se modificaron para que ninguna otra investigación pudiese demorar lo que
denominaba «el caso Espinosa». Claudia y sus ayudantes habrían de atender en
primer lugar las necesidades de esos experimentos en los laboratorios.
—¿Cuánto habrá pagado ese tío, para que pongan patas arriba todo el
departamento? —volvió a comentar Germán por lo bajo.
Marcos se encogió de hombros, pero ciertamente era sorprendente. ¿Quién sería
ese Espinosa? ¿Un banquero?
En lo que tocaba a Germán y a Marcos, les adelantó Eusebio que investigarían las
señales neuronales de las muestras que les pasaría Conchi o algún miembro de su
grupo. Trabajarían tanto con capturas en experimentos con los monos como con
registros de los experimentos con Espinosa. Habrían de ayudarse de los resultados
positivos de las primeras, es decir, los movimientos identificados en los animales
gracias a las pruebas con cirugía, más precisas, para encontrar los patrones de las
ondas asociados a los mismos impulsos en el señor Espinosa.
Concluyó el señor Lara, que tomó la palabra para solicitar, como era de esperar,
un esfuerzo extra de cara a conseguir los objetivos. Prometió recompensas si salían
bien las cosas, y volvió a recalcar que el éxito acarrearía una publicidad y prestigio
que colocarían a la empresa en una posición de vanguardia en ese tipo de
investigaciones. Casi deliraba imaginando en voz alta que les lloverían subvenciones

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y contratos para nuevos retos, mientras Eusebio bajaba la cabeza, pasándose la mano
por la calva, como si no viese tan claro el panorama. Eusebio era un tipo sensato y
que él no creyera en lo que le habían impuesto no era algo muy halagüeño. Por su
parte, Conchi, la doctora, desplegaba una amplia sonrisa en su cara de pan, llena de
satisfacción y orgullo. No solo se había salido con la suya, sino que habían puesto a
su cargo a casi todo el equipo.
A Marcos no le hizo falta girar la cabeza para adivinar el gesto contrariado de
Germán.

Se hallaba Germán en su casa, encerrado en su habitación con Pilar, la novia de su


buen amigo Eduardo. Habían quedado a las siete de la tarde, por lo que había tenido
que escabullirse un poco antes del trabajo. Observaba con curiosidad cómo se le
movían las ondulaciones del pelo mientras escribía. Era ya la tercera sesión de las
clases de inglés que se había visto comprometido a impartir a la joven. En pocas
semanas se presentaría a un examen importante para acceder a un trabajo público, del
cual no recordaba los detalles, a pesar de que se lo había contado varias veces, y
Eduardo había dejado caer que Germán dominaba el inglés.
No le había quedado más remedio que ofrecerse, aunque más que por ella, lo hizo
por su amigo Eduardo. Al principio no le hacía ni pizca de gracia quedar a solas con
ella, después de aquella noche en la que le pareció detectar deshonestas intenciones.
Sin embargo, tras la primera clase, que transcurrió con normalidad, se relajó y se
concienció de que había sido todo producto de su imaginación, o tal vez del alcohol.
Además, no le resultaba del todo una tarea pesada; era simpática y guapa, y se le
hacía bastante ameno darle clases. Hablaban de diversos asuntos, entre ejercicio y
ejercicio, y a Germán le agradaba el cambio del tipo de conversación, bastante
diferente al habitual coloquio masculino con sus amigos o compañeros de trabajo.
Pilar frecuentemente intentaba sonsacarle cómo iban sus relaciones personales con el
mundo femenino. Germán se sentía algo incómodo hablando del tema, pero poco a
poco se fue acostumbrando, y se sorprendió a sí mismo compartiendo con ella sus
inquietudes; y por si fuera poco experimentaba una sensación de sosiego al
desahogarse con Pilar. Se dio cuenta de que cuando comentaba sus experiencias con
sus amigos siempre lo hacía desde el punto de vista del cazador, opuesto al plano
sentimental, relatando historias simplonas de presas y triunfos o fracasos.
A Germán le intrigaba por qué tendría tanto interés en conocer su vida privada.
Quizá fuese un comportamiento intrínseco de la psicología femenina, pero se
inclinaba más por que ella ansiase que hubiera más chicas en el grupo de amigos de
su novio. Aunque parecía divertirse con ellos, podría estar cansada de aguantar su
forma de pasar los fines de semana, o de escuchar sus conversaciones de videojuegos,
música o fútbol. Según se fueran emparejando los amigos de Eduardo irían
cambiando las cosas, confiaría ella, y probablemente no se equivocaría.

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Esa tarde, Pilar no había tardado en sacar el tema de la reunión de la semana
anterior. No habían tenido clase de inglés desde entonces y, aunque se habían visto
durante el fin de semana, ella no le había preguntado. Ya nunca lo hacía delante de
sus amigos, sabía que obtendría más información si esperaba a su encuentro privado.
Obviamente a ella no le interesaba lo más mínimo de lo que hablaran en la reunión;
quería saber qué tal le había ido el reencuentro con Sonia. Germán le había asegurado
que ya era agua pasada, que hacía meses desde la única vez que la vio, en aquella
primera reunión de presentación. Pero era normal que insistiese, Pilar habría visto
que ambos se seguían dejando comentarios esporádicamente en Facebook, con lo que
albergaría algo de curiosidad. Y su instinto no le había fallado: Germán había
recuperado la ilusión inicial.
Mientras pensaba la respuesta se sintió incómodo. Era extraño, pues hacía solo
cinco minutos había compartido con Pilar sus confidencias, abiertamente, sobre la
camarera del bar en el que estuvieron el viernes pasado. Por algún motivo, había algo
diferente en Sonia que lo trastocaba.
—Llegamos pelados de tiempo, así que antes de la reunión no hablamos con
nadie, directamente entramos y nos sentamos; ya estaba casi todo el mundo
esperando —contaba en voz relativamente baja, no le gustaba que su madre pudiera
oírle—. Cuando terminó nos quedamos un rato charlando mi compañero Marcos y yo
con la gente de allí, con los que más hemos trabajado. Llevamos medio año
comunicándonos por teléfono o correo electrónico, así que, aunque sea solo de cosas
del curro, hay mucho de lo que hablar. Estaban Sonia, las demás chicas del
laboratorio y algún otro empleado, pero poco a poco se fueron yendo.
Pilar escuchaba con interés, complacida tanto por la información como por el
descanso que suponía en el estudio.
—Hablamos de temas de la investigación, y de su empresa y los jefes, de los
cambios que van a comenzar ahora, que va a ser una movida. —Hizo una pausa y se
notó inseguro, bajando la mirada—. Yo no tenía ninguna intención especial, ya te dije
que fue algo pasajero, que se me metió en la cabeza aquel día… Pero otra vez Sonia
me estaba hechizando, no sé por qué, a lo mejor porque siempre se dirigía a mí,
sonriendo y con una atención especial. O también por sus gestos, se mueve todo el
rato de aquí para allá, y como es tan poca cosa…
—¿Pero hablasteis a solas o no? —preguntó Pilar, impacientándose.
—Bueno, sí pero no —respondió Germán, dubitativo—. A ver, a solas no porque
había gente alrededor, pero se diría que mantuvimos nuestra conversación privada.
No sé cómo sucedió, creo que ella hacía lo posible por pasar del resto y hablar
conmigo. Estuvimos unos diez minutos de charla, casi todo el rato de cosas de los
experimentos, de sus animales y cotilleos de su empresa. La conversación era amena
e intensa, casi no nos dejábamos hablar uno al otro; no sé, era como que fluía sola,
fue agradable.

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Sus palabras le sonaron en la cabeza demasiado sentimentales, y se avergonzó.
Iba a apremiarla a que continuara con los ejercicios, pero, al no inmutarse cuando
Germán dirigió la mirada al cuaderno y señaló con el dedo, decidió terminar de
contar la historia; Pilar no habría admitido dejarla a medias.
—Mientras tanto Marcos hablaba con Carlos, uno que no nos cae muy bien, y
otras dos chicas del laboratorio, y de vez en cuando me echaba alguna miradita de
impaciencia. Supuse que se quería ir de allí y volver a la oficina, y como llevaba él el
coche, no era plan de hacerle esperar.
—Bueno, ¿y te fuiste y ya está? —intervino, decepcionada, elevando la voz—.
Pues yo creo que le gustas, eres tonto.
—Calma, no tengas tanta prisa —sonrió Germán, con cara de tener un comodín
en la manga, pero manteniendo el tono de voz suave—. Ya nos íbamos a despedir y
no pensaba decirle nada. Primero porque había gente alrededor, y segundo porque
estas chicas tan abiertas y parlanchinas me atontan, me quitan la iniciativa. El caso es
que me comentó que tiene una compañera de la universidad que trabaja curando
rapaces y otros bichos, para una asociación ecologista, en un sitio por Boadilla. Me
dijo que, como está cerca de Móstoles, si quería podía acompañarla algún día, que la
amiga le había pedido un montón de veces que le hiciera una visita, para enseñarle lo
que hacen.
Ella se echó hacia delante de la silla de un brinco, apoyándose en el escritorio.
Los ojos le brillaban, bien abiertos y penetrantes, ansiosa por saber más. Lucía una
larga y voluminosa melena de pelo castaño, rizado, que hacía que su rostro de piel
clara resaltara con más fuerza. Germán consideró que Eduardo era afortunado por
tenerla.
—Vaya, genial, ¿y qué le dijiste?
—Bueno, no es que me apasione el tema, yo creo que ya no se acuerda de mis
aficiones; pero acepté, claro está, ahora tiene que hablar con su amiga e iremos
alguna tarde —cambió el gesto y se puso más serio—. De todas formas no significa
nada, puede que solo quiera que alguien la acompañe, que sea de las que piensan que
la amistad entre un tío y una tía es posible sin ningún interés de por medio, y me vea
como un nuevo amigo. Y luego a lo mejor si yo me lanzo se ofende y se indigna
porque piensa que iba con ella por interés… Espero que no, pero nunca se sabe…
Además, como viste así, medio hippie…
—Anda, no seas negativo. Yo no lo consideraría una cita, pero algo es algo. Si
luego resulta que no quiere nada contigo pues mala suerte, pero tampoco pierdes nada
por pasar una tarde en el zoo o lo que sea eso. Tampoco te agobies con que se va a
enfadar si intentas algo, supongo que ya irás viendo el panorama, si hay opciones o
no.
Germán permaneció vacilante, con la cabeza gacha. Todavía no tenía muy claro
que hubiera hecho bien en aceptar.

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—Y no te metas con la pobre chica, al menos ella ha propuesto algo, no como tú
—le recriminó ella, ladeando la cabeza y levantando las cejas.
Germán no hizo mucho caso de su reproche y recondujo la conversación hacia la
lección de inglés, a pesar de las protestas de su amiga.
Pero Pilar había dicho algo que le rondaba en la cabeza, que de ser cierto le
infundiría confianza, y necesitaba cerciorarse.
—Oye, y… ¿por qué crees que le gusto?
Ella soltó el bolígrafo y le miró. Hizo un amago de decir algo, pero se arrepintió y
volvió al cuaderno tras encogerse simplemente de hombros.
—Di lo que ibas a decir —insistió Germán, perspicaz.
—Mejor no —contestó ella, sin levantar la cabeza.
Germán suplicó con una sonrisa infantil, levantando las cejas y poniendo cara de
niño bueno y apenado.
—Por favor, saberlo puede que me dé moral.
Pilar receló un momento, pero se rindió al final.
—Eres un tío alto y atractivo, por eso no me extraña que vayas volviendo locas a
las jovencitas —admitió con tono serio y despreocupado. A continuación, se tornó
más pasional, sincerándose—. Tus ojos oscuros y pequeños no dicen mucho, pero
esos aires de chico malo, con el pelo despeinado, las patillas largas y la barba sin
afeitar, nos vuelven locas.
Germán se sorprendió. Había esperado una simple respuesta aludiendo a la
intuición femenina, pero Pilar hablaba también por ella misma. Empezó a temer que
las miraditas de aquel día en el parque fueran reales y provocadas.
Nervioso, requirió volver a la traducción del texto, con torpeza, pero ella lo
ignoró y se venció hacia su silla despacio. Acercó su mano y se la pasó por la mejilla,
acariciando lentamente su áspera piel vellosa, sin dejar de mirarlo a los ojos y con la
boca sensualmente semiabierta. Germán se había quedado de piedra. Se acordó de su
amigo. Eduardo confiaba en él, y nunca le haría algo así. Pilar deslizó un dedo por su
labio inferior, en completo silencio; solo percibía su acelerada respiración. Estaba
tardando en reaccionar, y cada segundo que pasaba sin poner fin a la situación jugaba
en contra de la rectitud y la honestidad. La excitación iba ganando terreno. Lo que
pasara no tendría por qué salir de esa habitación, se consoló, abocado al pecado.
Eduardo nunca se enteraría de la traición. Era consciente de los remordimientos que
le torturarían después, pero iba a dejarse llevar.

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7.

COMO había supuesto Germán, Marcos lo esperaba con ansiedad aquella mañana
en la oficina, y lo siguió con la mirada mientras tomaba asiento. La tarde anterior les
habían entregado la grabación de ondas de cuatro experimentos, de carácter invasivo,
realizados en cuatro macacos Rhesus diferentes. En la especificación, el documento
que siempre acompañaba a los ficheros de las pruebas, se exponían todos los detalles:
número de experiencias; descripción de los sujetos; clasificación de los electrodos por
siglas identificativas, modelo y localización; características del espectro capturado;
así como el evento acontecido: el objetivo del experimento. En este caso, se había
provocado a cada primate para conseguir un movimiento de extensión del tríceps
braquial.
Como casi siempre, Marcos y Germán desconocían el significado de muchos de
los términos que aparecían en el documento. Su misión era ejecutar su programa con
esos ficheros, configurándolo previamente, especialmente en lo relativo a los tipos de
ondas y frecuencias a inspeccionar, y al número de ficheros a cotejar. Si había suerte
y la aplicación encontraba coincidencias entre los diferentes experimentos, era
probable que esas curvas parecidas delataran el impulso motor buscado. Era
responsabilidad suya interpretar los resultados para poder comunicarle a los de
Synphalabs las buenas o malas noticias.
—¿Has visto el resultado, Germán?
—Tronco, que acabo de llegar, déjame respirar —repuso Germán, que ya se
esperaba la pregunta en tono acuciante de su compañero.
Observó a Marcos hacer una mueca de contrariedad e impaciencia, pero no le dio
demasiada importancia y se tomó el tiempo habitual para leer el correo, la prensa
deportiva y el calendario de los próximos conciertos. Solo entonces entró, desde su
propio ordenador —más que nada por no levantarse—, al potente servidor de pruebas
colocado en un extremo de la mesa. En la pantalla de su portátil veía, por acceso
remoto, el escritorio del otro ordenador, con la aplicación de búsqueda abierta. Le
echó un vistazo a los resultados de la ejecución que había dejado él mismo corriendo
la jornada anterior, antes de marcharse. Solían hacerlo así cuando el espectro de
frecuencias que tenía que recorrer el programa era bastante amplio, porque a veces
podía tardar unas cuantas horas en completarse la búsqueda.
—Bueno, parece que el patrón del movimiento está bien claro —anunció Germán,
tras analizar someramente la salida del programa—. Eusebio y la vieja gorda se van a
poner contentos.

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Germán iba seleccionando con el ratón unos y otros electrodos y cotejando las
gráficas que le aparecían en la pantalla para cada una de las cuatro pruebas.
—Vale, listillo, ya sé que el código lo hemos sacado sin problema —coincidió
Marcos. Se agachó y señaló en la pantalla uno de los enlaces de los diferentes tipos
de gráficas, para que Germán hiciera clic con el ratón—. Donde quiero que te fijes es
en las ondas recibidas en el electrodo PZ6.
En el laboratorio de Synphalabs clasificaban los electrodos por la posición
espacial. Suponiendo una cuadrícula imaginaria en tres dimensiones, el identificativo
de cada electrodo se definía con tres caracteres, cada uno de ellos representando una
coordenada de su eje o dimensión.
—Pero si ese está casi fuera de la corteza motora… —protestó Germán—. La
verdad es que no sé por qué siguen poniéndolo, nunca hemos encontrado nada en esa
zona.
A regañadientes pulsó en el enlace que le indicaba Marcos y se desplegó la
gráfica del espectro de frecuencias en ese electrodo. Bajo ella se avisaba de dos
patrones similares encontrados. Uno de ellos se daba en dos de los animales y el otro
en los dos restantes.
—Cierto que nunca hallamos nada aquí, por eso me ha chocado —explicó Marcos
—. Tampoco solemos dar importancia a los patrones que no coinciden en todos los
sujetos, como es el caso. Pero es que realmente, si te fijas, son bastante parecidos,
tanto en el tiempo que dura la secuencia como en los intervalos en que se repite.
Germán comprobó con desgana que las curvas de ambos eran similares, y que
efectivamente los patrones no aparecían aislados, como en el caso de las órdenes
motoras, sino que se repetían a intervalos irregulares en varios puntos.
Marcos continuaba especulando.
—Creo que se refieren al mismo evento de actividad cerebral en los cuatro
monos, aunque el programa no haya sido capaz de relacionarlos, porque se producen
en tiempos aleatorios, y muchas veces.
Germán asentía, más intrigado, y enseguida procedió a mover el ratón con
rapidez, ávido de más información. Admitía que, poco a poco, se iba interesando más
por la investigación, pero no le preocupaba que se cumplieran los plazos, ni
completar a tiempo la lista de señales para cada músculo del brazo, sino que le atraía
más lo que pudieran descubrir accidentalmente. Al fin y al cabo, todo estaba ahí, en
forma de señales eléctricas pertenecientes al tráfico de las neuronas: el pensamiento,
la memoria, los sentimientos… Lo que hacían ellos identificando las señales motoras
no abarcaba más que una ínfima parte, el resto de funcionalidades y contenidos
permanecían a la espera de ser descubiertos, algo que nadie había logrado hasta el
momento por la inabordable complejidad que entrañaba. Pero tal vez ellos, con su
programa informático…
—Estoy de acuerdo en que deben ser señales cerebrales relacionadas, y
probablemente no sean órdenes motoras —concluyó Germán, con seriedad—, tanto

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por la situación del electrodo como por las frecuencias.
Acordaron consultarlo con la gente de Synphalabs para intentar buscar una
explicación. Ambos tenían el presentimiento de que podían estar detrás de algo
importante, más allá de simples interconexiones neuronales que originasen
extensiones de músculos. Dada la ingente cantidad de inextricable información que
circula por el cerebro, soñaban con desvelar el significado de una mínima porción de
ella. ¿Representaba aquella novedosa secuencia de actividad neuronal un
pensamiento o una emoción que habían compartido los animales durante la sesión?
¿O quizás lo que percibían por alguno de los sentidos, lo que vieron o escucharon?

Quedó perplejo cuando vio el correo de Sonia, donde le decía que ya había quedado
con su amiga Vanessa para el día siguiente por la tarde, y le proponía que la
acompañara. Por un lado le había ilusionado, pero por otro vacilaba y lo asaltaban
temores y dudas. Todo podía empezar con mal pie porque, según se adivinaba por sus
palabras, Sonia estaba convencida de que Germán tenía coche. Había planificado ya
dónde quedarían, y hasta le mandaba un mapita adjunto con la salida que habrían de
tomar en la autopista para llegar al sitio aquel. Probablemente Sonia pensó,
erróneamente, que era de Germán el coche con el que se habían desplazado a
Synphalabs para la última reunión. ¿Se molestaría si le decía que se olvidara del
coche? Cabizbajo, supuso que una chica así, con el poder de elegir, no saldría con
cualquiera, y menos con alguien que la llevase en transporte público.
Observó el plano esperando que, al menos, se pudiera llegar fácilmente en tren o
autobús. El hospital para fauna salvaje donde trabajaba su amiga Vanessa se hallaba
finalmente en el municipio de Majadahonda, y no en Boadilla, como en principio le
había comentado. Situado también en los alrededores de Madrid, al Noroeste, en
coche sería un corto trayecto de unos veinte minutos, pero careciendo de vehículo,
todo cambiaba.
Se planteó responder cobardemente por el WhatsApp para rechazar la propuesta
con alguna excusa, pero antes, casi a la desesperada, echó un vistazo a la situación
exacta de la institución. Con ayuda de Google Maps averiguó que el centro se
encontraba relativamente cerca de la estación de tren. Parcialmente aliviado,
rescatando alguna esperanza, se armó de valor y la llamó por teléfono para aclarar el
malentendido del transporte y conocer su reacción. Al menos, que fuera ella quien lo
rechazara, se dijo. Si no lo intentaba, se arrepentiría siempre.
Escuchaba los tonos con temor a una negativa, con el pulso acelerado,
maldiciendo en su interior por el mal comienzo de lo que pudiera ser aquello. Cuando
contestó, él le explicó todo muy rápido, atropelladamente, nervioso. Según se
escuchaba, le daba la impresión de que sus palabras sonaban como una disculpa.
Propuso que quedaran en Madrid, en la estación de Atocha, para coger allí el tren de
cercanías a Majadahonda, que tardaría una media hora. Cuando terminó de hablar

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aguardó, expectante. Ella se tomó su tiempo para contestar, y Germán ya cavilaba,
receloso, si estaría ideando algún pretexto para buscarse otro acompañante.
—Vale, no hay problema —dijo al fin, soltando una carcajada traviesa—.
Perdona, no he podido evitar dejarte en vilo un poquito más.
Con su alegría y desenfado acostumbrado, añadió que le parecía bien y que sentía
la confusión en cuanto al coche. Incluso le tranquilizó, asegurando que no tenía por
qué excusarse, y que no quería volver a escucharle ese tono apesadumbrado por
semejante tontería.

Había que caminar unos diez minutos desde la estación de Majadahonda hasta el
lugar, situado en los confines del Monte del Pilar. Según había leído en la web, se
denominaba así a una zona boscosa que en su día se había integrado en la misma
masa forestal que la Casa de Campo y el Monte de El Pardo. Sus encinas, chaparros y
pinos se fueron viendo cercados por carreteras, autopistas, vías de tren, mansiones,
urbanizaciones y edificios de oficinas, resultando en poco más que una gran zona
verde de ochocientas hectáreas, donde los vecinos de las poblaciones colindantes se
recreaban haciendo footing o montando en bicicleta.
Era ya de noche y, aunque el invierno tocaba a su fin, hacía frío. Recorrieron a
paso rápido una calle mal iluminada y peor asfaltada, flanqueada por pinos y jaras,
siguiendo las pobres indicaciones del mapa que habían obtenido de la página web de
la asociación. Pero no tenía pérdida; excepto por algún chalé disperso, era el único
lugar iluminado, y sus instalaciones y aspecto lo delataban. Se trataba de una finca
extensa, y a través de la verja, sin tapar con setos o brezo, se vislumbraban entre la
oscuridad varias jaulas grandes rodeadas de vegetación. El edificio principal, de dos
plantas, parecía una antigua mansión, y alrededor se disponían varios módulos
prefabricados. A pesar de ser ya más de las siete, salía luz de los ventanucos de la
mayoría de los barracones.
Llamaron al telefonillo de la entrada de la cerca y enseguida salió Vanessa a
abrirles. Les apremió a que entraran a la sala que hacía de recibidor, probablemente
porque llevaba una bata de laboratorio azul sin ningún abrigo encima. Resultó ser una
joven no muy agraciada físicamente, al menos para el gusto de Germán, rechoncha y
con rastas entremezcladas en el pelo. Vanessa le saludó efusivamente y comentó que
Sonia ya le había hablado de él, lo cual alegró a Germán y le infundió moral, pues al
fin y al cabo estaba allí por algo, y no precisamente porque le fascinara la fauna
salvaje.
Cuando terminaron con los chismorreos sobre sus compañeros de la universidad,
Vanessa les hizo una escueta presentación de la asociación y sus funciones. Les contó
que en el centro ingresaban animales heridos por diversos motivos: atropellados,
envenenados, tiroteados… aunque también crías que habían quedado huérfanas o
habían sido abandonadas. Allí procuraban curarlos y rehabilitarlos para devolverles a

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la naturaleza. A su vez, practicaban necropsias a los cadáveres para averiguar la causa
de los fallecimientos. En algunos casos, como los de envenenamientos en cotos de
caza, procedían a denunciar el hecho a las autoridades.
Después Vanessa les guio por las diferentes salas: clínica, cirugía, radiología,
laboratorio, rehabilitación, necropsias, etc., presentándoles a sus compañeros más
allegados, que les explicaron sus cometidos. Germán se sorprendió por los equipos de
alta tecnología que utilizaban y por el personal cualificado que trabajaba allí.
Les enseñaron algunos de los animales que no corrían riesgo por ser molestados,
y pudieron cogerlos o tocarlos. Se trataba de animales irrecuperables que no serían
liberados porque no sobrevivirían en libertad, y quedaban casi como mascotas del
centro. No todos corrían la misma suerte, muchos de los que carecían de
posibilidades habían de ser sacrificados, pues no había espacio ni infraestructuras
adecuadas para todos.
Pasaron por una sala amplia, llena de cajas, ordenadores viejos y equipos
electrónicos cubiertos de polvo, seguramente obsoletos o en desuso, y trastos
diversos. Observó Germán, en un lateral, en torno a una decena de loros, o pájaros
similares, de diversos tamaños y colores, encerrados en diminutas jaulas que cubrían
verticalmente una buena sección de pared, apiladas unas encima de las otras.
—Esto es una desgracia —manifestó Vanessa con pesar, al advertir su interés—.
Nos han llegado esta mañana. Los confiscaron en una tienda de mascotas de Madrid,
gracias a alguien que se chivó.
Vanessa miraba a los pájaros, cabizbaja. Germán la observó con fijeza, intrigado,
alentándola para que continuara. Le extrañaba que se mostrase tan negativa, suponía
que peor habría sido encontrarlos muertos.
—Ese de abajo —señaló a uno grande, con las alas amarillas y azules—, es un
guacamayo rosado. Puede conseguirse clandestinamente en Europa por dos mil euros,
cuando en las selvas brasileñas lo habrá capturado y vendido un furtivo por unos diez
euros.
—Pero supongo que cuando se recuperen volverán a su país de origen, ¿no? —
preguntó Sonia.
Germán notó que ella tampoco entendía la pesadumbre de su amiga. De hecho, le
había parecido más triste lo de la pata amputada del bicho de antes.
Vanessa negó con la cabeza.
—Son irrecuperables, tienen los ojos perforados —dijo con voz temblorosa—.
Así, los traficantes consiguen que no canten ni griten si ven luz en algún momento
del viaje, especialmente en posibles inspecciones de cargamento o en las aduanas.
Mientras se vendan les da igual, y claro, los compradores inexpertos ignoran que son
ciegos.
Sonia se acercó a las jaulas, con la boca abierta.
—No me lo puedo creer. ¿Y qué vais a hacer con ellos? —preguntó, indignada.
—No lo sé, prefiero no pensar en lo que decidirán. Solo soy una becaria.

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Les hizo salir de aquella sala. Intentó levantar los ánimos de Sonia afirmando que
antes la situación era peor. Según le habían asegurado sus compañeros, cuando se
permitía vender mascotas en mercadillos o en el Rastro madrileño, se incautaban con
frecuencia animales en condiciones lamentables. Especies protegidas como ciertas
tortugas eran escondidas bajo los mostradores, en cubos; puestos sin ninguna licencia
ofrecían cajas de cartón llenas de camadas de perros o gatos… Muchos de los que les
entregaban las autoridades a ellos o a otras asociaciones, tenían que ser sacrificados.
Les apremió a que la siguieran, con un jovial ademán, a un despacho en el que
había un ordenador que compartían varios compañeros. En aquel tardío momento de
la tarde se hallaba libre, pero a otras horas no era fácil encontrar un hueco para
usarlo, porque se empleaba para muy diversas tareas. Lo encendió y les mostró un
mapa donde se marcaba la localización, en tiempo real, de varias de las grandes
rapaces que habían pasado por el centro. Les explicó que a esas aves, tras recuperarse
de sus males, se les colocó un emisor GPS para que, una vez liberadas, se les pudiera
seguir la pista. Con ese pequeño dispositivo, alimentado con energía solar, además
del interés ecológico por conocer las zonas geográficas por las que se distribuían, se
podía averiguar dónde acaecía un suceso de caza furtiva o envenenamiento, y
proceder a denunciar a los cotos implicados.
Eran cerca de las nueve de la noche cuando terminaron, y ya se habían marchado
casi todos los colegas de Vanessa. Esta les aclaró que solía irse antes, pero que
cuando tenía visita se terminaba alargando la jornada, siempre con placer de poder
enseñar lo que hacían. Se ofreció a acercarles en coche a la estación de tren de
Majadahonda, propuesta que aceptaron de buen grado.
El vagón del tren destino Madrid se hallaba casi vacío. Sonia se colocó en el
asiento de la ventana y él se dejó caer en el banco contiguo, levantando los pies para
apoyarlos sobre el sitio opuesto. Estuvieron unos minutos en silencio, ella puede que
por agotamiento, y él más bien abstraído en sus cavilaciones. Por algún motivo volvió
a su mente lo sucedido con Pilar. Por tener una voluntad débil había acabado
poseyendo a la novia de uno de sus mejores amigos. Fue algo intenso y sublime, con
el morbo añadido del silencio impuesto para que no les escuchara su madre, que veía
la televisión en el salón, ajena a lo que se cocía dentro de su habitación; pero se
arrepintió tan pronto como se extinguió el deseo carnal, saciado, y dejó claro a Pilar
que no volvería a pasar. Reprobó lo sucedido con palabras demasiado duras,
causando que brotaran las lágrimas de los ojos de la muchacha, y que se agudizara su
propio remordimiento. A fin de cuentas, él había sido casi igual de culpable, y había
disfrutado lo mismo que ella, o más.
Se obligó a apartar sus sombríos pensamientos y a vivir el presente.
De reojo observaba a Sonia, con disimulo, cuando ella dirigía miradas perdidas
por la ventana, sin perder detalle de su reducida pero esbelta figura. Le gustaban sus
vaqueros rotos y sus zapatillas veraniegas, no muy apropiadas para esa época.
Llevaba el abrigo desabrochado, y los ojos de Germán se escabullían hacia la

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abertura que dejaba la cremallera, a pesar de la gruesa camiseta de manga larga, de
cuello de pico, ancha y descolorida, que camuflaba sus sugerentes senos. Durante
toda la tarde había admirado sus ojos grandes y oscuros, llenos de vivacidad y fulgor
juvenil. Se había puesto un piercing en la nariz, una pequeña bolita dorada que le
daba un toque rebelde, que no lucía la primera vez que la vio, aquel día ya lejano.
Ahora llevaba el pelo más corto, a la altura de la nuca, oscuro, liso y desbaratado, con
las puntas hacia fuera, y el flequillo peinado hacia un lado, bien terso. Cuanto más
consciente era de su belleza, más dudas le surgían y menos valiente se sentía.
De repente, Sonia comentó que la semana pasada había conocido a Espinosa.
Llevaban ya más de un mes haciendo pruebas con él, pero con ella no había
coincidido aún, dado que Sonia pertenecía a la división del laboratorio de
experimentación con animales. Sin embargo, una de sus compañeras, que se ocupaba
de la colocación de los electrodos en las sesiones con este señor, había pedido la baja
por encontrarse en la etapa final del embarazo, y Sonia la estaba supliendo.
Germán se percató de que no habían hablado en toda la tarde del trabajo.
—Vaya, por fin aparece el rey de Roma… —dijo con rencor. Por algún motivo,
sin conocerlo, le caía mal. Tal vez fuera por la ingente fortuna que debía de amasar
para permitirse aquello, o porque se habían modificado los planes y el calendario por
su culpa, y eso se traduciría en prisas y presiones en el trabajo; pero no quería sonar
grosero ante Sonia—. ¿Es majo?
—Solo he estado en dos sesiones con él, lo preparo y poco más, enseguida me
voy. Es un hombre de unos cincuenta y tantos, grandote, calvo completamente,
aunque supongo que porque le afeitan la cabeza para las pruebas. Habla poco, parece
muy serio y distante, pero no desagradable o borde. Imagino que eso es lo que se
puede esperar de alguien de su posición. Por lo que me han contado, lo han visto
llegar con un cochazo; porque claro, le dejan aparcar dentro. No me acuerdo de qué
marca, era un nombre raro, pero al parecer se acercaron a husmear y estaba incluso
adaptado para que lo pudiera manejar él, con un solo brazo.
—¿Y es complicado lo que haces con él? —Germán no tenía muchas ganas de
conversar del tema, pero se sentía obligado.
—No, con los macacos también hemos hecho pruebas de electroencefalografía,
así que es parecido. Los electrodos son de otro tipo, son de cloruro de plata y hay que
aplicar antes un gel isotónico sobre la piel. —Sonia cambió de postura, se había
dejado escurrir demasiado por el asiento y la espalda habría comenzado a quejarse,
por lo que tuvo que incorporarse—. Lo más entretenido es analizar en qué punto
poner cada uno. Conchi me pasa las coordenadas de las zonas de la cabeza donde
quiere que coloque los electrodos, pero varían en cada prueba, de lo que estén
buscando, supongo que para acercarse más o menos a unos grupos neuronales o a
otros.
A Germán le sonaron sus últimas palabras con un timbre de desagrado, no
ocultaba su disgusto por estar a las órdenes de Conchi. Le pareció lógico, desde el

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principio siempre le había parecido una mujer prepotente y con afán de
protagonismo, y probablemente sería bastante despótica con sus subalternos. Antes
de la reestructuración, Sonia y sus compañeros dependían únicamente de Claudia, la
encargada del laboratorio, que les administraba las tareas de los diferentes proyectos.
Una mujer ciertamente agradable, al menos en apariencia, dado el poco trato que
habían mantenido Marcos y él con ella. Ahora, sin embargo, Conchi dirigía a sus
anchas y se podía saltar las jerarquías a su antojo. No creía ni que Eusebio pudiera
frenarla.
—Luego se usa un gorro —seguía contando Sonia, con voz cansina—, como uno
de las piscinas, pero con aberturas donde encajan los electrodos. Suelen ser treinta y
dos electrodos, y hay que introducirlos en los puntos del gorro de forma que, una vez
ajustado en la cabeza, cada uno esté en contacto con el sitio exacto del cuero
cabelludo que me hayan dicho. Por último se enchufa el cable de cada electrodo a la
máquina, con cuidado de no equivocarse, porque hay un montón de conectores.
Germán asentía de vez en cuando. Al poco de terminar, se oyó por megafonía un
nuevo anuncio de la siguiente parada. Ella hizo un gesto de hastío y lamentó que no
iban a llegar nunca a la estación de Atocha, que iba a aparecer en su casa muy tarde
para tratarse de un día entre semana. Las quejas de ella se convirtieron en alborozo
para él porque Sonia, ya fuese por cansancio o por otra razón, se recostó sobre su
hombro, y Germán vio renacer sus esperanzas. Decidió pasarle el brazo por encima, y
notó que ella se acomodaba.
Pasaron unos minutos en agradable silencio, pero a Germán el vacío de
conversación le empezó a resultar incómodo. Como no se le ocurría ningún tema, le
comentó lo que habían encontrado Marcos y él en las pruebas del día anterior.
—No lo dudo, puede que hayáis descubierto algo —decía Sonia, tras escuchar
pacientemente—, pero yo no me entretendría demasiado con eso. Enseguida os van a
empezar a mandar las capturas de las pruebas con Espinosa, que no son pocas. Si
perdéis el tiempo con eso, os pueden dar palos después.
—Pues vaya espíritu científico que tienes —le reprochó, bromeando—. Hay que
hacer lo que diga el jefe, sin salirse del guión, cumpliendo los plazos…
Germán le dedicó una sonrisa malévola cuando ella se giró ligeramente para verle
la cara. Por su expresión supo que le había molestado el comentario.
—Yo solo hago lo que me mandan; bastante suerte he tenido al conseguir este
trabajo, que me contrataran después de las prácticas. Ahora quiero conservarlo, que
estén contentos conmigo —contestó Sonia, ofendida, irguiéndose y separándose de
él.
—Vale, vale, que era broma.
Germán se maldijo a sí mismo por su estupidez. A menudo cortejaba a las
mujeres metiéndose con ellas, con hábil sarcasmo y expresiones mordaces,
obligándolas a sonrojarse o replicar, cayendo en sus redes; pero no siempre

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funcionaba, y esta vez, sin una jarra de cerveza en la mano, se hallaba fuera de su
entorno natural.
Esperó unos segundos y continuó con el tema, sondeando el ambiente para ver si
se había calmado.
—Pensamos que puede tratarse de algún cambio externo sucedido durante la
sesión y que haya influenciado en los animales, algo que no haya pasado hasta ahora.
Nos vendría bien saber si durante esa prueba se cambió algo. No sé, quizá la persona
que interactuó con los animales fue alguien nuevo para ellos, no fuiste tú o quien sea
normalmente; o se hizo en otro lugar. Eso podría haber generado un sentimiento de
algún tipo en los monos, nerviosismo o miedo, y haberse reflejado en el electrodo…
—A ver, creo que estáis flipando un poco —dijo Sonia, riéndose—. Simplemente
puede tratarse de un electrodo que, en esa prueba, se haya colocado en una posición
distinta a las habituales y haya capturado algo nuevo.
—No puede ser —negó Germán, con rotundidad—, el electrodo que ha recibido
la secuencia extraña, el PZ6, lo han puesto en muchas otras pruebas. Hemos
comprobado las coordenadas y son las mismas. Además, es una prueba invasiva, y ya
sabes que los sensores se colocan con bastante precisión, o al menos eso dicen
Conchi y los de cirugía —terminó Germán, con tono neutro, para no parecer pedante.
—A ver, déjame que piense… —accedió Sonia, seguramente más por la
insistencia de Germán que porque creyera en sus argumentos—. No, la persona no
puede ser, porque fui yo y suelo ser yo. La prueba que dices fue el martes y se hizo a
las cuatro de la tarde, en el laboratorio de siempre. —Sonrió, compadeciéndose—.
Me temo que no te voy a ser de mucha ayuda.
Germán observó su cara angelical y se dijo que con esa imagen tenía suficiente
ayuda. Se resignó y olvidó el asunto. Pasaron un par de estaciones, primero en
silencio, con la mirada perdida en la oscuridad del exterior, y luego comentando
cotilleos de compañeros de trabajo. Ya se percibía el traqueteo por los cruces de vías,
síntoma de que estaban llegando a la estación de Atocha, cuando ella quedó pensativa
unos segundos, ignorando lo que le estaba contando Germán.
—Espera, calla. La tormenta… —le interrumpió.
—¿Qué dices?
—El martes hubo tormenta, y con truenos fuertes. Fue al mediodía, cosa rara, y
más en esta época. Sucedió unas horas antes de la prueba —afirmó. Lo miraba con
sus grandes ojos, bien abiertos y refulgentes.
El tren se detuvo y bajaron. En el andén, Germán pareció entender:
—¿Quieres decir que esas ondas raras pueden deberse a que estuvieran asustados
durante la sesión?
—Es una posibilidad, es lo único que se me ocurre. Asustados, nerviosos… no lo
sé. Pero sí es verdad que en el ejercicio se mostraron algo más inseguros de lo
normal. ¡No sé cómo no me había acordado! —exclamó Sonia, para superar el ruido
de los trenes y el ambiente.

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En la estación solo se hallaba un tren de cercanías, en el que habían arribado y
que ya se marchaba, pero había, tres andenes más allá, una gran locomotora diésel de
un tren de larga distancia que hacía un ruido atronador.
Caminaron hacia las escaleras mecánicas para subir a la pasarela que comunicaba
todos los andenes. Germán estaba ilusionado y reflexivo a la vez.
—Bueno, es un avance. Podría explicar lo de las repeticiones, porque
continuamente encontramos el patrón, cada pocos segundos, en la actividad neuronal.
Habría que consultar a alguien que sepa si es posible que, al estar asustado o
impresionado, se generen esas secuencias periódicamente. ¿Y cómo explicas que en
dos de los animales sea algo diferente el comportamiento de esas ondas que en los
otros dos?
Ella se mantuvo mirando al suelo unos segundos, mientras caminaban a buen
ritmo por el estrecho pasillo elevado que cruzaba todas las vías. La pobre tenía prisa,
temía la reacción de sus padres. Germán apostaba a que la protegían en exceso, ya no
era ninguna niña. Llegaron a la escalera que descendía hacia el andén de la vía de
Alcalá de Henares y Guadalajara, la que debía tomar ella, por lo que se detuvieron en
un lado de la pasarela. A esas horas, apenas transitaba ya gente.
—A ver —repuso ella por fin—, podría ser el sexo, pero ya me has dicho antes
que en las parejas con las ondas iguales no eran ambos animales del mismo sexo. Y
tampoco estaban los más jóvenes en una pareja y los mayores en la otra… La edad o
el sexo suelen explicar ligeros cambios, lo sabes tú mejor que yo, pero entonces aquí
no es el caso.
Ella se asomó por la barandilla, nerviosa, y miró, abajo en su andén, el panel
electrónico que indicaba el tiempo que restaba. Su tren aparecería en cualquier
momento, solo marcaba un minuto. Si lo perdía tendría que esperar cerca de un
cuarto de hora, y Germán entendió que no le haría mucha gracia, de modo que trató
de finiquitar la conversación.
—Intenta recordar y mañana hablamos. Piensa si, por ejemplo, dos de ellos ya
habían vivido una tormenta antes, y por eso se han podido impresionar menos, o…
—No —le interrumpió Sonia—, los Rhesus llegaron a la empresa a la vez, pero…
¡ya lo tengo! —exclamó, cogiéndole de un brazo—. Hay una diferencia entre las dos
parejas: dos ya tenían los electrodos implantados, porque habían participado en
pruebas anteriores, así que se encontraban en su jaula y sala habitual. Los otros dos
estaban en la sala anexa al quirófano, recuperándose de la cirugía del día anterior.
—O sea, que durante la tormenta los animales estaban en sitios diferentes…
—Sí, estaban separados, lo sé porque fui a buscarlos para llevarlos a la sala de
experimentación.
Germán quedó pensativo. El lugar donde se encontraban era un dato significativo,
pero también podría haber influido en la variación de las ondas el tema de la
operación, más reciente en unos que en otros, un trauma más cercano…
Ella volvió a asomarse para ver que el tren asomaba ya por el fondo del túnel.

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—No sé si te vale de algo —concluyó, aceleradamente.
Él no respondió, absorto en sus reflexiones. Sonia se puso ligeramente de
puntillas y le besó en una mejilla.
—Me tengo que ir. Ya hablaremos —dijo, y echó a correr escalera abajo.
Solo entonces a Germán le azotó una oleada de pesadumbre. Se dio cuenta de que
había perdido una oportunidad de oro, por culpa de sus estúpidas conjeturas. Tenía el
presentimiento de que estaban a las puertas de descubrir algo, pero luego podría
resultar que no conducía a nada, y se iba a arrepentir de haber perdido el tiempo,
especialmente en esos últimos momentos.

—Será simplemente por efecto de la anestesia que les quedase, vaya decepción —
dijo Marcos, al día siguiente por la mañana, después de oír la historia de Germán—.
Ya sabes que las drogas cambian el comportamiento de las ondas, por eso a veces
usan naloxona o diazepam, que potencian las de tipo Alfa.
Germán no había caído en aquello, pero era sin duda una posible explicación. La
tormenta previa al experimento promovió la actividad cerebral recogida, por primera
vez, en aquel electrodo. Eso para los cuatro sujetos. Sí, era una teoría, pero
perfectamente plausible. Y las pequeñas discordancias encontradas entre las dos
parejas podían ser debidas a los efectos de las drogas, que permanecerían aún en los
dos animales recientemente operados. Pero no se resignaba a conformarse con eso, ya
se había formado ciertas expectativas y le fastidiaba abandonar el tema.
—Tronco, no seas negativo. Ya solamente haber averiguado que el susto por la
tormenta originó después esas ondas, es todo un logro. Por mi parte, voy a seguir
dándole vueltas —contestó Germán, con determinación.
Le molestaba que Marcos tirara la toalla tan pronto. Estaba seguro de que
albergaba tantas ganas como él, o más, de lograr un hallazgo asombroso; pero
obviamente tenía miedo de perder demasiado tiempo con esto y desviarse de las
labores que tenían encomendadas. Su sentido de la responsabilidad era más fuerte que
su curiosidad y deseo natural por querer desvelar las incógnitas. Apostaba a que su
derrotismo era una vil excusa urdida para que se olvidaran del tema. Además, veía en
sus ojos el temor de que su propio compañero se distrajera y provocara retrasos.
Marcos siempre le acusaba de ser obstinado, de obcecarse con algo y dejar lo demás
de lado.
Germán no le guardaba rencor; al fin y al cabo, Marcos siempre había sido el
bueno y el formal, el que cumplía. En la universidad nunca le había visto copiar una
práctica, o en un examen; pero a Germán no le importaban ni el calendario del
proyecto, ni los reparos de Marcos. Seguiría investigando lo que le llamara la
atención, y si no estaba dispuesto a ayudarle, lo haría solo.
Quizás estaba sobrevalorando aquello, pero le cegaba la convicción de que habían
dado un paso más en la ardua tarea de entender las funciones del cerebro y clasificar

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cada zona concreta. Una labor reservada para prestigiosos científicos, sin duda, no
para simples programadores informáticos. Mayor motivo para congratularse e indagar
más en lo que había capturado el olvidado electrodo PZ6. Puede que la comunidad
científica ya supiera perfectamente que en esa área, donde los de Synphalabs habían
colocado el PZ6, se registraban señales cerebrales después de algún tipo de impacto
emocional; pero ¿y si no? Solo por si era algo nuevo, merecía la pena insistir, repetir
pruebas similares y tratar de llegar a alguna certidumbre.
—Bueno, ¿pescaste algo? De lo importante no me has contado nada —preguntó
Marcos, en voz baja y asomando la cabeza por encima del monitor, con una sonrisa.
Germán le miró, malhumorado y con cierto retardo, al haber sido interrumpidas
sus elucubraciones. Volvió la vista a su pantalla, apenas emitiendo un gruñido
despectivo como contestación. No consideraba la tarde anterior un completo fracaso,
pero Marcos probablemente lo vería así y haría alguna gracia. Además, no le apetecía
hablar del tema. Prefería aislarse en sus conjeturas sobre el experimento y la
tormenta, y así relegaba el tema sentimental. Observó de reojo que Marcos, por su
parte, se colocaba los auriculares y volvía a lo suyo. Habría intuido que no estaba el
horno para bollos.
Necesitaba aclarar sus ideas e hipótesis, establecer lo que parecía evidente y
probado, y lo que eran únicamente conjeturas que habría que descartar o corroborar
con más experimentos. En primer lugar, daba por hecho que el comportamiento
singular y novedoso en la actividad neuronal de esos cuatro animales se había debido
al trauma o excitación por la tormenta anterior a la sesión. Pero había ocurrido varias
horas antes, con lo que podía descartar, hipotéticamente, que las señales en cuestión
se debieran a que persistiera en ellos un sentimiento de miedo: los primates ya se
habrían tranquilizado y sus emociones normalizado.
La teoría que manejaba era que aquellas ondas representaban el recuerdo del
suceso impactante, vivido horas antes. El origen de aquella idea era la reiteración que
habían observado Marcos y él del patrón de esas ondas, a lo largo de la duración
global de cada sesión. Intuía que podía ser equiparable a la sensación repetitiva que
se experimenta después de un acontecimiento de fuerte impacto emocional. Algo así
como lo que sucede cuando se presencia un accidente en el que fallece alguien:
posteriormente, horas o incluso días después, acude a la mente la escena, cada cierto
tiempo, castigando al individuo. Estaba convencido de que aquello era un recuerdo,
generado de un modo involuntario, subconsciente, pero un recuerdo al fin y al cabo, y
por tanto un elemento de la memoria de aquellos animales.
¿Y si consiguiera decodificar ese recuerdo, esa porción de memoria? Se trataría
de una meta ambiciosa, casi utópica, sin duda. Podría intentar utilizar su programa
informático, modificado, para trasladar ese recuerdo, plasmado en ondas que suben y
bajan, a algo perceptible o comprensible: una imagen, un sonido… Si lo lograra,
constituiría un primer avance, meditaba, emocionado, para obtener el contenido
completo de una memoria biológica. Y de un mono a un humano habría solo un paso.

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Durante la mañana, Germán intercambió varios correos con Sonia. Averiguó que la
sala de curas donde estaban los macacos que habían sido recientemente intervenidos
era de color verde hospital. Desde su jaula, solo podían ver la pared de enfrente, en la
cual no había apenas mobiliario. Por el contrario, la habitación de los animales de
laboratorio, donde se encontraban las jaulas de la otra pareja, era de color blanco.
¿Sería el color que vieron, durante aquel pasaje de terror que debió de significar
la tormenta, lo que había provocado esa diferencia en las ondas? Por supuesto podía
deberse simplemente a los restos de anestesia en la pareja recientemente operada,
como decía Marcos. O que esa misma pareja se hallase más asustada, por haber sido
la operación solo un día antes; pero prefería ser positivo e insistir en las líneas que, de
confirmarse, darían pie a algún descubrimiento.
Germán le iba comentando con entusiasmo los nuevos datos a Marcos, y poco a
poco le volvió a asomar la vena científica; se mostraba algo más esperanzado y
partícipe.
Necesitarían la ayuda de Sonia o de alguien del laboratorio para realizar nuevas
pruebas, al margen de las programadas, lo cual no sería fácil. Germán no quería
comprometerla, por lo que decidieron hablar con Eusebio; quizás les concediera algo
de tiempo.
El propio Germán habló con él por teléfono, pero se quedó más o menos igual
que estaba. Le explicó lo que habían visto, con ímpetu y remarcando la importancia,
y le pidió algo de margen para investigarlo más, que les permitieran diseñar a su
gusto y ejecutar unas pocas pruebas con los animales. Como sospechaba, le dijo que
se lo comentaría a Conchi para ver qué le parecía. Disimuló su falta de autoridad y
liderazgo alegando que ella era la neuróloga que podría juzgar si tenían sentido o no
sus suposiciones. Si ella estaba de acuerdo en que en esas secuencias se podía
esconder lo que veía u oía el animal en cierto momento pasado, no tenía ninguna
duda de que les permitiría seguir estudiándolo. Nunca se habían obtenido imágenes o
sonidos de los recuerdos, y si ellos conseguían decodificarlos estarían ante un
auténtico hito, causaría una revolución en la comunidad científica.
—Puto calvo, no es capaz de tomar una decisión él solito —protestó Germán,
después de colgar.
Marcos había seguido con interés la conversación.
—Pobre franchute. Me da pena, es un buen hombre. Lo que pasa es que le han
quitado poder y se le suben a la chepa. Pero bueno, a ver qué dice la otra bruja. Si se
niega, ya encontraremos algún huequillo para seguir con el tema.
Germán intuía que lo decía con la boca pequeña. Si no les dejaban, Marcos no se
arriesgaría a desobedecer. Germán no depositaba muchas esperanzas en la respuesta
de Conchi, y más teniendo en cuenta lo ajustado de los plazos.

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—A ver si nos deja… —dijo, resignado—. Necesitamos más pruebas con los
monos, ya lo tenía todo pensado… Horas antes de la sesión habría que asustarlos a
saco, con un ruido, o moviéndoles la jaula, o con algo que les impresione, como
ocurrió con la tormenta. Se me ha ocurrido que podemos cubrir la jaula con una
especie de cortina de cierto color, para que mientras les estemos acojonando, vean un
color en concreto. Habría que repetirlo varias veces con unos cuantos monos y con
distintos colores. Si el programa dice que las ondas coinciden para los que veían el
mismo color, estaremos a las puertas de obtener una imagen de la memoria;
empezando con un solo color uniforme, pero un primer paso.
Germán observó complacido que Marcos asentía, con la cabeza ligeramente
ladeada, asomándose por encima de su monitor.
—Y si no encuentra nada, podríamos repetirlo haciéndoles escuchar, mientras les
intimidamos, diferentes sonidos, simples notas musicales, para ver si lo que hemos
encontrado se debe a lo que oyen, no a lo que ven —añadió Marcos, contagiado del
entusiasmo de Germán.
Germán apenas había escuchado, seguía soñando en voz alta.
—Una imagen lisa, de un color, pero sería un primer paso. Después podríamos
poner un círculo o un cuadrado en la cortina, e intentar ir decodificando formas
simples.
—Bueno, te estás pasando un poco, no adelantes acontecimientos.
Marcos lo bajó a la tierra. Reconoció que era muy impulsivo y a veces se
empecinaba en demasía con sus ideas. Marcos lo conocía bien.
—Puede ser —admitió, quedando pensativo, y la ilusión se le borró del semblante
—. Si la doctora —remarcó la palabra, despectivamente, refiriéndose a Conchi—
dice que no, estamos perdidos. Y no quiero comprometer a Sonia para que nos ayude
a escondidas.

A primera hora de la tarde del mismo día sonó el teléfono que compartían en mitad de
la mesa. Marcos se hallaba medio adormilado, había comido demasiado. Lorena
había acudido a buscarle a la salida y le había invitado a almorzar en uno de los
restaurantes de pasta del cercano centro comercial. La joven estaba radiante porque
por fin había encontrado algo parecido a un trabajo decente, o al menos esa era su
opinión.
Se lo habían comunicado por la mañana y quería celebrarlo. Se trataba de una
empresa de posicionamiento de páginas web, localizada en el centro de Madrid, por
la zona de Nuevos Ministerios. Estaría unos meses aprendiendo, realizando labores
de apoyo en la oficina y acompañando a los comerciales a las reuniones con
potenciales clientes en otras empresas, tiempo durante el que no percibiría
remuneración alguna. Si todo iba bien, acabaría desarrollando ella sola la actividad,
intentando vender, mediante llamadas telefónicas o en las visitas, una mejora de la

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página o un nuevo diseño, de forma que fuera más atractiva para los buscadores. El
sueldo pasada la etapa de aprendizaje no sería gran cosa, pero le iban a asignar un
coche de empresa, e importantes comisiones dependiendo de los proyectos que
cerrase.
A Marcos no le pareció tan maravilloso, principalmente porque no le habían
concretado cuántos meses duraría el periodo de prácticas, y temía que lo alargaran al
máximo, o incluso que al final no la asalariaran. Pero omitió sus dudas y reparos y
compartió su felicidad, que era motivo de satisfacción también para él. La lamentable
situación del mercado laboral no ofrecía mucho más y había que aprovechar cada
oportunidad. Soñando que fuese bien y que el trabajo se convirtiese en algo estable,
podrían plantearse ya en serio comprarse una vivienda e independizarse.
—Te toca hablar a ti, que eres más diplomático.
Germán le ofreció el teléfono, sin descolgar, y le despertó de sus meditaciones.
No solían recibir llamadas, con lo que era probable que fuese Conchi, y a ninguno le
apetecía nada hablar con ella.
Marcos, a pesar de la pesadez en los sentidos, reconoció enseguida que era ella.
Solo había hablado con la doctora por teléfono un par de veces, porque la mayor
parte de los temas importantes los trataban con Eusebio, al menos hasta que tuvo
lugar la reestructuración; pero el tono de voz era inconfundible. Al otro lado de la
línea se imaginaba, cohibido, a la gruesa y vanidosa mujer, sentada en su despacho.
Para su sorpresa, sonaba más cordial y amistosa que de costumbre, dándole la
impresión de que le trataba de igual a igual, no con el acostumbrado matiz de
superioridad del que hacía gala. Conchi le pidió que le proporcionara todos los datos
relevantes y que le explicara de nuevo sus suposiciones. Afirmaba que, aunque ya se
lo había contado Eusebio, prefería oírlo de ellos. Marcos así lo hizo, refiriendo los
detalles técnicos con el apoyo del informe y gráficas que veía en su ordenador. No
notó en su tono ningún signo de desdén. Conchi asentía a intervalos, escuchando e
invitándole a continuar. Marcos se sorprendió de que no le interrumpiera para
imponer su punto de vista, de lo cual tenía fama en Synphalabs, sobre todo en el trato
con los del escalafón más bajo. Parecía que se lo tomaba en serio, pero podía estar
fingiendo interés para no evidenciar que de entrada llevaba la negativa en la boca.
Tras terminar, Marcos aguardó su contestación, expectante.
—Escucha, Marcos… —dijo con voz neutra, tras reflexionar unos segundos—.
Los recuerdos se forman en una red neuronal localizada en el hipocampo, en el lóbulo
temporal medial. En el caso que planteáis, el estímulo emocional que provocaría el
recuerdo sería el miedo, y estaríamos hablando de memoria episódica, porque se debe
a ese suceso emocional. —Hizo una pausa, como para asegurarse de que Marcos
asimilaba la información. A este le pareció que ya asomaba su tono pedante y se
limitó a asentir con un murmullo—. El miedo y otras muchas emociones —siguió
Conchi— se desatan en el sistema límbico, formado también por partes del
hipocampo, así como del tálamo, hipotálamo y otras zonas. Pero eso no importa,

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olvídalo. Después de la tormenta los recuerdos ya se habrían formado y estarían
localizados en esa red neuronal del hipocampo. Las últimas teorías dicen que ahí, en
el hipocampo, solo se hallan los recuerdos episódicos, y que después de un periodo
de tiempo se consolidan en el neocórtex.
Marcos intuyó que le estaba dado información extra para avalar con más base el
rechazo, o para conseguir que no se enterara de nada y tuviera que capitular ante su
grandilocuente despliegue de sabiduría. Su voz se reafirmaba en cada frase, sin dar
opción a ser refutada. Marcos se sintió cada vez más abatido.
—En vuestro caso, dado el poco tiempo que había transcurrido desde la
generación del recuerdo, es decir, desde la tormenta, es muy probable que cuando se
realizó la prueba el recuerdo se encontrase aún en el hipocampo. Pero… —continuó
tras una pausa— en los experimentos siempre situamos los electrodos en la corteza
motora primaria, en el lóbulo frontal, porque ahí están las neuronas que controlan los
músculos. —Hizo otra parada y entonó, como si dictara sentencia—. Con lo que es
casi imposible que se hayan captado señales de neuronas situadas en el lóbulo
temporal, donde están el hipocampo y la memoria; hay demasiada distancia.
—Pero el electrodo que… —Marcos intentó replicar, pero rápidamente le cortó,
subiendo el tono para acallarle.
—Cierto que el electrodo que decís que ha recibido las ondas está casi fuera de la
corteza motora, de hecho está algo más cercano al lóbulo temporal; pero aun así lo
veo muy difícil, no creo que se trate de recuerdos. Ten en cuenta que estos electrodos
están diseñados para ser implantados con precisión y recoger las señales de las
neuronas inmediatamente próximas.
Marcos hizo una mueca a Germán, negando con la cabeza. Intentaría convencerla,
o al menos que le asaltaran dudas y les concediese una oportunidad, pero de
antemano veía la batalla perdida.
—Pero, si como usted dice, ese electrodo es el más cercano al otro lóbulo, el de la
memoria, ¿no cree que es mucha casualidad que sea ese precisamente el que haya
recogido esas ondas? —insistió Marcos, con educación y sumisión; no era
recomendable llevarle la contraria abiertamente.
—Chico, en ciencia no hay casualidades, las cosas son o no son —respondió con
autoridad, dejando escapar una carcajada—. Las señales neuronales que habéis visto
pueden deberse a otras muchas causas. Suponiendo que hubiera relación con la
tormenta y que estuvieran nerviosos aún, podría simplemente ser una señal periódica
hacia los músculos para mantener la tensión. Tendría más sentido, más que nada por
la zona del cerebro donde estaban los receptores.
Marcos se mantuvo en silencio unos segundos, encajando el golpe, esperando que
acudiera a su mente otro argumento. Conchi aprovechó para rematar el tema.
—No tenemos tiempo para estudiar todas las variaciones o singularidades que
encontramos, debemos concentrarnos en el tratamiento del señor Espinosa, que puede
reportar grandes beneficios si se lleva a cabo con éxito.

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—Ya, entiendo. Pero, solo por curiosidad; después de un suceso con fuerte carga
emocional, por ejemplo pasar mucho miedo, ¿ese recuerdo episódico puede
percibirse repetidamente, a intervalos, en la actividad cerebral?
—Bueno, es posible —admitió tras unos segundos, y por la entonación, Marcos
notó que Conchi empezaba a perder la paciencia—. Una consecuencia psicológica de
un trauma son los recuerdos repetitivos. Después de una experiencia muy impactante
se sufren persistentemente recuerdos, atormentando al individuo durante un tiempo
variable. Aunque no tiene que ser necesariamente un suceso negativo, puede ser un
evento que suscite inmensa alegría, e igualmente se suceden esos coletazos,
recordándolo cada cierto tiempo. Obviamente eso tiene que plasmarse en señales
neuronales, debe haber un camino sináptico en algún sitio, pero ya te he dicho que
sería en otra zona diferente a la que estudiamos actualmente.
Antes de que Marcos tuviera oportunidad de replicar, cambió de tema y le
inquirió acerca de las tareas que tenían pendientes. Les halagó por el trabajo que
estaban realizando, pero Marcos sabía perfectamente que únicamente quería
agasajarlos para que se centraran y no se distrajeran con temas como el que le habían
planteado. Finalmente Conchi se despidió, terminando con un timbre de voz que ella
pensaría que denotaba cordialidad y gratitud, pero que a Marcos le sonó
vergonzosamente falso.

A ninguno convencía la explicación de la doctora, pero se resignaron, más que nada


por impotencia: no podían hacer otra cosa. Marcos sospechaba que Germán no daría
su brazo a torcer tan fácilmente, pero según pasaban los días, ambos fueron olvidando
el tema y concentrándose en decodificar las señales de las incontables pruebas que les
mandaban. Recibieron ya las primeras grabaciones de las sesiones con el señor
Espinosa, de forma que tuvieron que adaptar su aplicación. Las pruebas con esa
persona eran de electroencefalografía, que recogían externamente la amalgama de
señales neuronales de diferentes zonas, al contrario de las pruebas invasivas que
realizaban con los animales, mucho más exactas y precisas. Por eso, su aplicación
debía ser capaz de apoyarse en lo que ya se había encontrado con éxito en los
primates, y tratar de aplicarlo en el proceso de búsqueda individualizado sobre los
ficheros de Espinosa.
Sonó el teléfono y Marcos dejó que Germán contestara. Últimamente Sonia le
llamaba mucho, por lo que prefería que lo cogiera él. Según Germán, no habían
vuelto a quedar, a pesar de que Marcos le insistía y animaba de vez en cuando a
hacerlo. Sin embargo, conversaban bastante a menudo. Cuando se llamaban al trabajo
no hablaban de temas personales, pero Marcos suponía que muchas de las
comunicaciones se podían haber sustituido por un simple correo electrónico.
Cualquier excusa les valía para intercambiar unas palabras. Marcos lo picaba,
preguntándole a qué estaban jugando, pero el otro no se daba por aludido, ni le sacaba

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de dudas. Tal vez ni siquiera él tuviera claras sus intenciones, o le faltaba
determinación para llevarlas a cabo.
Cuando Marcos regresó del baño aún hablaban, lo cual le extrañó. Germán colgó
a los pocos minutos, y parecía exultante.
—Es nuestra oportunidad. Van a vacunarlos.
—¿Qué?
Marcos levantó la cabeza por encima del monitor, levantando las cejas. No tenía
ni idea de a qué se refería.
—Me ha dicho Sonia que le han llegado unas vacunas de no sé qué y tiene que
preparar una campaña de vacunación para unos cuantos monos, los últimos que
entraron en el departamento.
—¿Y?
Marcos seguía perdido. ¿Se le había contagiado el rollo ecologista a Germán?
¿Iba a proponer organizar una protesta o algo similar?
—¿No te das cuenta? Se van a asustar, me lo ha dicho ella, que se ponen como
locos —explicó Germán, entusiasmado.
Marcos se tomó unos segundos para discurrir, y por fin cayó en la cuenta.
—Y entonces —concluyó Marcos, pensativo—, en las pruebas que haya
programadas después, si vuelven a aparecer esas ondas misteriosas, se confirmaría
nuestra hipótesis. Igual que ocurrió con la tormenta…
—Y tenemos que aprovecharlo para investigar más —Germán le interrumpió. No
se iba a conformar con aceptar que esas ondas proviniesen de un suceso emocional
reciente. Había un destello de ambición en sus ojos, quería saber qué escondían esas
señales, qué información se podía extraer—. Voto por tirar primero por la teoría de la
visión, suponer que lo que hay oculto en esas secuencias es lo que veía el bicho
durante el pánico, las imágenes que recuerda.
Marcos permaneció callado, escuchando. Germán se aferraba a esa teoría por lo
del color de las habitaciones donde habían estado los monos, en la tormenta. Era
cierto que los patrones más similares fueron los de los animales de la misma sala,
pero constituía una hipótesis algo vaga, en su opinión. Le intrigaba el tema, pero le
preocupaba su compañero, y el proyecto. Si se empecinaba con algo, difícilmente lo
soltaría. Evidentemente le daba igual que los de Synphalabs no hubieran aceptado
que investigaran más el tema.
—El jueves por la tarde comienza a vacunarlos —prosiguió Germán, imparable
—. Según me ha dicho, los colocará uno a uno en la silla especial de las pruebas,
donde se quedan inmóviles, y entonces les pincha. Le he pedido que busque trozos de
tela que puedan cubrir todo lo que tengan delante, que la tela abarque todo el ángulo
de visión del animal, y que se las ingenie para sujetarla, con pinzas o chinchetas en la
pared, o como sea. Si no encuentra nada que compre cortinas, o cartulinas, que ya se
las pagaré. Necesitará una roja, una verde y otra azul; de momento, si funciona y
decodificamos los colores primarios, ya estaría de puta madre. Y cuando ponga la

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inyección que no la vean, que les sujete bien la cabeza, o que lo haga por detrás, pero
quiero que lo único que vean los monos durante el susto sea un solo color.
—Pero ¿y si la ve alguien con el tinglado de las cortinas mientras los vacuna? La
vas a meter en un lío —advirtió Marcos. Y si ella admitía que lo hacía por encargo de
Germán, les pondría en un aprieto a ellos también. Además, consideraba su teoría
demasiado ambiciosa, cuanto menos.
—No hay peligro, dice que puede hacerlo a última hora, y que en la sala del zoo,
donde tienen a todos los animales, por la tarde no suele haber nadie. Además, siempre
puede inventarse alguna excusa —contestó Germán, haciendo un gesto con la mano,
restando importancia al asunto.
Marcos se esforzó por entender bien lo que pretendía, ya que si estaba
determinado a hacerlo, no podría impedírselo. Únicamente podía rezar para que
Conchi no se enterase. Dudaba, con la moral dividida, entre qué sería más
conveniente: que tuviese éxito, o que fuera un fracaso y su amigo se olvidara
definitivamente del tema.
—O sea, que tú supones que luego, cuando examinemos la actividad cerebral y
veamos que aparecen otra vez esas secuencias en el mismo electrodo, las ondas serán
idénticas solo para los que tenían delante el mismo color, durante la vacuna…
—Lógicamente —confirmó Germán.
Marcos asintió. Pensaba que el plan era demasiado optimista y le preocupaba que
fueran a desobedecer a los jefes, pero se moría de ganas por recibir los datos y sacar
conclusiones.

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8.

—¿QUÉ te ha parecido este último? —preguntó Marcos a Lorena, segundos


después de despedirse de la comercial, que les había traído en su coche de vuelta a la
agencia, un local en la avenida de las Retamas.
—¿No me has visto la cara? Parece que actúo mejor de lo que pensaba —contestó
Lorena, riéndose—. La urbanización estaba bien, pero lo que es la casa…
Marcos lanzó una carcajada, contento además de que compartieran opinión.
—Vaya, pues sí, yo diría que la mujer se ha quedado convencida de que te
gustaba. A mí tampoco me ha molado mucho, con tanto pasillo, y el salón pequeño,
que es lo importante… Además no tiene terraza, es un poco agobiante.
Habían intensificado la búsqueda en las últimas semanas, en principio por su
ciudad, Alcorcón, aun a sabiendas de que todavía no conseguirían un crédito: no
contaban con suficientes ahorros y Lorena no tenía siquiera un trabajo remunerado.
Aunque los precios estaban por los suelos, o al menos eso decían los vendedores, los
bancos se mostraban muy recelosos a la hora de conceder hipotecas. Marcos y Lorena
se movían más bien por ilusión, ambos lo sabían, pero ninguno lo reconocía
abiertamente.
Se montaron en el coche, que habían aparcado cerca de la agencia inmobiliaria.
Mientras regresaban a casa de Lorena, comentaron que de los tres pisos que habían
visto, solo les había agradado el segundo, pero no tanto como otro que habían
visitado la semana anterior en otra inmobiliaria, una de las que se afanaban en
deshacerse de las propiedades embargadas por los bancos.
Aquel se trataba de un piso pequeño, un tercero de solo dos habitaciones, pero
bien situado, en la avenida de la Libertad, cerca del metro y en una zona
relativamente nueva de la población del sur de Madrid. Marcos era consciente de que,
si alguna vez lo compraban, estarían siendo cómplices del círculo vicioso que habían
creado los bancos y que había dejado a mucha gente en la calle. El piso que les
gustaba podría haber sido vendido años atrás, bajo una hipoteca intolerablemente
larga, engañado el ingenuo comprador para que la inflara al máximo para vivir más
holgado, o para adquirir también los muebles o un coche. O, aunque los del banco
hubieran sido honestos, Lorena y él se estarían aprovechando de que alguien, víctima
de la crisis y del paro, no había sido capaz de seguir pagando las letras, habiendo
pasado por un auténtico calvario hasta perderlo todo. Pero, aun siendo lamentable y
poco ético, si se diera el hipotético caso de que pudiesen comprarla, la comprarían; de
no hacerlo, otro lo haría en su lugar.

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Marcos no compartía sus inquietudes morales con Lorena, sabía que no tendría
ningún pesar al respecto. Para ella, las desgracias de los demás no eran motivo de
consternación, como si cada cual recibiese en la vida lo que merecía, o como si nunca
les pudiera suceder a ellos algo semejante. Solo esperaba Marcos que no se vieran en
una situación similar algún día.
Se lo callaba, pero tenía la esperanza de que el padre de Lorena, un hombre
adinerado, les hiciese un pequeño préstamo cuando se cansasen de mirar casas y se
decidieran firmemente por algo, y fracasaran ante los intentos de obtener
financiación. Quizá fuera eso lo que mantenía viva su ilusión. De otro modo, no
tendría sentido la búsqueda. Siempre quedaría la esperanza de que probablemente, en
un par de años, ya reunieran las condiciones, pero no querían esperar tanto. Además,
era probable que para entonces la propiedad elegida ya hubiera sido vendida.
—¿Oye, qué tal ha ido lo de los colores? —preguntó ella—. Ayer por la tarde no
dejabas de hablar de eso.
Apenas habían tenido tiempo de conversar de sus cosas en toda la tarde. Marcos
había ido a recoger a Lorena al metro, al regreso de su nuevo trabajo, por llamarlo de
alguna manera, e inmediatamente se habían dirigido a la inmobiliaria para llegar a la
hora que habían acordado para iniciar las visitas.
—Bueno, hoy cuando he llegado he visto el resultado de la búsqueda que dejamos
corriendo ayer a última hora… —Se mantuvo en silencio unos segundos,
cariacontecido, fomentando la intriga en la chica, pero en seguida dejó la farsa—. ¡Lo
tenemos! —exclamó, soltando la mano derecha del volante y levantándola con
ímpetu, con el puño cerrado, para después chocarla con la palma de Lorena, que
levantó su mano casi por inercia, sobresaltada.
Le contó, exultante, que en los resultados de la prueba oficial se había
encontrado, además del patrón de la acción muscular objetivo de la sesión, la extraña
secuencia de ondas que perseguían con ahínco, la que ya apareció en las pruebas
posteriores a la tormenta.
—Eso corrobora nuestras suposiciones —explicaba Marcos, henchido de júbilo.
Habían pasado a segundo plano sus temores por los retrasos en el proyecto, o las
irresponsables distracciones de su compañero—. Esa actividad cerebral solo se puede
achacar al recuerdo de un momento impactante, en este caso la dolorosa vacuna. Y,
de nuevo, ese recuerdo aparece en la gráfica repetidas veces.
—Vale, pero no lo entiendo. ¿Y eso de vacunarles con un color de fondo?
Marcos le pidió paciencia y se dispuso a relatar el resto de los acontecimientos.
Sonia había realizado su trabajo a la perfección, colocando cortinillas de los
colores primarios durante las vacunaciones. Una vez recibidos y procesados los
ficheros obtenidos en los ejercicios oficiales posteriores, Marcos y Germán
comprobaron que para los animales que habían sido vacunados frente a un mismo
color, el programa había encontrado un patrón concreto, diferenciado del
correspondiente a los otros colores, y ubicado en el mismo electrodo y frecuencia.

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Justo lo que esperaban: existían pequeñas variaciones en las ondas de cada grupo que
les permitía identificar cada uno de los tres colores.
Casi no pudieron reprimir dar un grito de alegría. Germán, el muy sagaz, estaba
en lo cierto, reconoció Marcos, se había confirmado su teoría: habían obtenido
recuerdos, provocados por un suceso impactante, y en ellos se plasmaba, al menos, la
imagen percibida por la vista. Se sintió orgulloso de su compañero, y ligeramente
culpable por haber querido retenerlo y quitarle la idea de la cabeza. Aquello era
mucho más importante que el maldito brazo de un millonario.
—Genial, ¡enhorabuena! —dijo ella con efusión, que a Marcos le pareció sincera.
Lorena le agarró la cabeza y le revolvió el pelo, como si fuera un perro que se ha
portado bien—. Esa Sonia es la que le gusta a Germán, ¿no?
Lorena había escuchado con atención e interés, pero no pudo resistir hacer alusión
a la rocambolesca historia de amor inconcreta. Ella sabía de sobra la respuesta, pero
querría ver si había algo nuevo, información actualizada. No había tratado con
Germán personalmente más que en un par de ocasiones, pero lo conocía bien por todo
lo que le había ido contando Marcos. En la actualidad compartía con ella las
experiencias del trabajo, pero ya desde sus inicios como pareja le había relatado
historias de la universidad, en las que aparecía invariablemente Germán.
—Sí. Quedaron un día y todo, creo que ya te lo conté —dijo con sequedad. Le
molestó que se interesara por algo tan superficial, cuando él pensaba que habían
hecho un gran descubrimiento, aunque estaba de buen humor y lo pasó por alto—.
Pero no parece que vaya a ir más allá la cosa, o al menos eso imagino, por lo poco
que cuenta. Tiene la cabeza llena de pájaros y no se atreve a echarle huevos. Y la
verdad es que es una chica muy mona y muy maja… —Afortunado Germán, si la
conquistara, pensó. Se dio cuenta de que su subconsciente le estaba traicionando, y
procuró disimular remarcando sus aptitudes en el ámbito profesional, antes de que
Lorena intuyera algo en su rostro y se pusiera celosa—. Nos está ayudando bastante,
sobre todo en esto que estamos investigando por nuestra cuenta.
Llegaron a la altura del chalé donde vivía Lorena, en una de las mejores zonas de
Alcorcón, lindando con el polideportivo. El edificio estaba formado únicamente por
dos viviendas, una pegada a la otra. Cada una tenía dos plantas, garaje y buhardilla, y
un pequeño jardín que la rodeaba, solo interrumpido por la entrada para el vehículo,
cuesta abajo, y el pasillo empedrado para los peatones.
Le agradaba sobremanera el hecho de llegar con el coche y aparcar en la puerta,
en contraste con el céntrico barrio donde él vivía, donde dejar el vehículo suponía un
auténtico infierno. A Marcos le encantaba en general la casa, y no pasaba un fin de
semana en que se marcharan sus padres sin que lo aprovechara para hacerse fuerte y
pasar la tarde y buena parte de la noche con Lorena, viendo series o películas con una
enorme pizza sobre la mesa. Y más ahora que Ismael, su hermano recién casado, no
estaba, con lo que gozaban de total independencia.

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Detuvo el coche unos metros antes de su parcela, de forma que su madre no
pudiera fisgonear por la ventana. Apagó el motor y se dedicaron unos breves pero
intensos arrumacos, al abrigo de la oscuridad. Aquello era ya costumbre cada vez que
la llevaba a casa y no tenía necesidad de entrar a saludar.
—¿Vais a decirle a vuestro jefe lo que habéis encontrado? —preguntó ella, ya
preparándose para salir, retocándose el pelo con ayuda del espejo de la visera.
—Lo hemos hablado hoy y hemos decidido que no. Queremos seguir
investigando, y si lo contamos puede que nos feliciten, en el mejor de los casos, a
pesar de haber desobedecido; pero es probable que nos quiten el tema de las manos y
se lo den a otros con más experiencia. Y ya sabes quién se va a llevar los méritos…
Así que por si acaso, nos callamos y lo guardamos para nosotros. Germán ya ha
advertido a Sonia para que no diga nada —guardó un breve silencio, mostrándose
dubitativo—. Dice que es de fiar, supongo que será verdad, él la conoce bien.

A Marcos se le escapó un bostezo mientras leía concienzudamente un documento que


detallaba el complejo entramado del sentido de la vista, que se había descargado de
una web médica. Habían pasado unos días desde que Marcos y Germán destaparon lo
que pensaban que podía tratarse de un gran hallazgo. Sin embargo, no habían tenido
oportunidad de repetir más pruebas que les proporcionasen información extra.
Germán confiaba en que Sonia les brindase pronto una nueva oportunidad, pero
Marcos estaba impaciente.
Se hallaban hasta arriba de trabajo, pero Marcos aprovechaba los pocos huecos
libres para ilustrarse sobre los datos más técnicos del proceso de recepción de las
imágenes. A menudo se sentía culpable por desobedecer y distraer sus esfuerzos, pero
creía que merecía la pena correr el riesgo. Además, guardaba rencor a Conchi por
haberles negado el apoyo, y deseaba darle en las narices con un gran descubrimiento,
cuando ya no tuvieran ningún lazo que les uniera a esa empresa.
Aprendió que en la retina había dos tipos de células fotorreceptoras, denominadas
conos y bastones, que detectarían los colores primarios a partir de la luz. A
continuación se transformarían en impulsos electroquímicos, transportados hasta el
nervio óptico. Recordó —de sus tiempos en el instituto— que estos colores primarios
eran aquellos a partir de los cuales se podían obtener el resto de colores. Mezclando
el rojo y el verde se obtenía el amarillo, o combinando los tres en igual proporción se
formaría el blanco.
Le llamó la atención la clasificación de los conos. Cada tipo de estas células
detecta unas longitudes de onda diferentes, determinando el color percibido. Así, por
ejemplo, los conos que captan el color verde responden a longitudes de onda de unos
450 nanómetros, mientas que los que detectan el rojo son sensibles a longitudes de
onda de la radiación electromagnética de entre 600 y 700 nanómetros… ¿Estarían

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esas cifras en algún fragmento de las señales de actividad neuronal, en los patrones
que habían obtenido para un cierto color?
Su intención era hallar una relación entre esos números y las características de las
ondas que habían descubierto. Si conseguía asociar ciertos datos de esa actividad
neuronal con una determinada longitud de onda de la luz, tendría la clave para
conocer cualquier color que se escondiese en dichas señales, en esos recuerdos aún
frescos e intermitentes, causados por un shock.
Compartió las indagaciones con Germán y se repartieron las tareas.
Modificaron el algoritmo para que buscase una combinación o cálculo
matemático que relacionase los patrones de actividad neuronal encontrados para un
color, con la longitud de onda conocida para ese color. Es decir, pretendían que la
aplicación dilucidara si a partir de las propiedades de las señales, como la amplitud o
la frecuencia, se podía obtener como resultado de diversas operaciones, la cifra
aproximada de la longitud de onda.
La tarea les llevó varios días porque no disponían de demasiado tiempo libre,
quedándose incluso trabajando por las tardes, cuando ya prácticamente todo el mundo
se había marchado. Germán no ponía objeciones: no lo hacía porque se lo impusieran,
sino por propia voluntad, y estaba tan esperanzado como Marcos en que el programa
fuera capaz de encontrar algo asombroso. Se desvivían por la investigación de tal
manera, que incluso en una ocasión les felicitó el señor Gómez y les dio ánimos,
cuando ya se marchaba, a eso de las ocho y les vio ensimismados con sus portátiles.
El gerente ignoraba que no se dedicaban a lo que les habían encomendado desde la
empresa cliente, pero se le notaba orgulloso de sus comprometidos programadores.

Tanta dedicación tuvo su recompensa. Después de la desbordante alegría inicial, llegó


el momento de analizar e interpretar el resultado, y Germán no salía de su asombro.
—No puede ser, en el gráfico de la actividad neuronal hay más de mil trocitos, en
los que se ha obtenido con una función matemática el valor de la longitud de onda del
color rojo. —Señalaba Germán con el bolígrafo la pantalla, aunque sabía que Marcos
estaba sentado en su sitio y no podía verlo. Realmente discurría en voz alta.
—Ya te lo he dicho, tienen que ser los puntos de la imagen —insistió Marcos,
como si Germán le hiciera perder la paciencia—. Has supuesto erróneamente que
solo encontraríamos la cifra del color en un solo sitio en las ondas.
—Claro, porque en el recuerdo la imagen solo tiene un color —replicó Germán,
obstinado.
Durante la vacuna solo vieron un único color uniforme, y estaba convencido de
que eso sería lo plasmado en el recuerdo. Pero puede que Marcos estuviera en lo
cierto: si la imagen que se ve o se recuerda tiene muchos colores, esa información
tiene que aparecer en algún lado.

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—Creo que en la onda —decía su compañero— vienen uno tras otro los puntos
que forman la imagen, cada uno con su color. Eso explicaría que varíen los valores,
del 600 al 613, que no sea siempre un rojo fijo, porque la tela que usó Sonia,
dependiendo de la luz, las sombras, las arrugas… no tendría un mismo tono uniforme
en toda la superficie.
Germán guardó silencio unos minutos y Marcos volvió a lo suyo. Finalmente
cedió y aceptó, a regañadientes, la hipótesis de Marcos.
—Entonces, si tienes razón, hay que conseguir colocar esos puntos —manifestó
con decisión, y quedó pensativo, rascándose la patilla izquierda con la mano derecha.
Súbitamente tuvo un destello—. Se me ocurre que podemos hacer que el animal vea
un dibujo enorme, una especie de rejilla, donde en cada cuadro pintemos un color
diferente. Como sabemos la longitud de onda de los colores, incluso aunque no sean
primarios, será fácil identificar en qué trozo de la onda va el color de cada cuadrado,
y así llegar a saber reconstruir las imágenes completas.
Marcos se desplazó unos centímetros para ver la cara de su compañero sin el
obstáculo del monitor.
—Podemos comprar una cartulina de esas grandes —continuó Germán—, tipo
mural. Dentro pintamos una cuadrícula, de tres por tres, para empezar con algo
sencillo, coloreando cada una de las nueve celdas con un color diferente. Si tenemos
éxito, iríamos repitiendo las pruebas, ampliando el número de celdas, hasta conseguir
una imagen decente de lo que contienen esas ondas, del recuerdo que se va repitiendo
tantas veces. Sería como los píxeles de una foto, cuantos más identifiquemos mejor,
mayor resolución en la imagen.
—Sí, puede ser interesante —admitió Marcos, vacilante—. Pero, aun suponiendo
que tengamos otra oportunidad de que algún mono vaya a ser vacunado o asustado
por algo, y le plantemos tu cartulina delante, no creo que sea tan sencillo. Supongo
que tanto las imágenes que vemos como las que queremos recuperar están en tres
dimensiones, y tú crees que están en dos. Además, las imágenes que se recuerdan no
creo que se parezcan a una foto; si intentas pensar en alguna que tengas en la
memoria, verás que hay zonas borrosas, otras con detalles a mayor o menor escala…
—De lo de conseguir una nueva prueba me encargo yo —espetó Germán, cegado
por el entusiasmo, desoyendo los reparos de su compañero.
Era el momento de actuar con determinación. Tal vez ese era el pequeño impulso
que necesitaba. Había decidido matar dos pájaros de un tiro.

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9.

SONIA salió a paso rápido de la boca de metro de Ciudad Universitaria. Llegaba


ligeramente tarde, no había podido escaparse antes del laboratorio. Todo por el
maldito inventario de los animales que le habían encargado a última hora. Había
tenido que recopilar todas las fichas, repasar los datos de cada uno y hacer un informe
en una hoja Excel. Según le había comentado Claudia, su jefa y a la vez amiga, los de
arriba estaban preocupados porque el Ministerio había advertido de una inminente
inspección, y había que tener todo en regla. Eran especialmente sensibles a la
procedencia de cada uno y al cumplimiento del calendario de vacunaciones. Le había
llevado tiempo, pero por suerte no había nada que temer.
Durante el trayecto había ido meditando, sin apenas prestar atención a la música
que salía de los auriculares conectados a su móvil. Se había quedado sorprendida
cuando Germán la llamó la tarde anterior. Lo notó nervioso e inseguro, mezclando
temas sin mucha coherencia. Primero le dijo que tenían que hablar de un asunto no
muy apropiado de tratar por teléfono o por correo. Después le propuso que le
acompañara al concierto que daban unos viejos compañeros de la universidad. Al
parecer se celebraba un festival independiente en la facultad de Forestales, y sus
amigos tenían un grupo y se habían apuntado.
En cualquier caso, a pesar de la incertidumbre, estaba contenta y esperanzada; por
fin se decidía él a dar algún paso. Desde el primer día se había dado cuenta, por la
forma de mirarla, de que le gustaba. Conocía bien el brillo del deseo en los ojos de
los hombres. Pero por alguna extraña razón no se había comportado como solían
hacer otros. No parecía tan tímido como para mostrar tantas reservas, de modo que,
aunque era cautivador, alto y atractivo, poco a poco se había ido olvidando del tema y
dejándolo correr. Inesperadamente, luego de verle tras la última reunión, se encendió
de nuevo la chispa en su interior. Decidió actuar por su cuenta, pero la tarde que
pasaron en la asociación de Vanessa resultó decepcionante e infructuosa. Cierto que
apenas tuvieron tiempo de estar juntos, pero cuando lo hicieron parecía él más
interesado en sus investigaciones que en ella. No sabía a qué atenerse con ese
desconcertante muchacho, porque le había descubierto en más de una ocasión
contemplando su cuerpo, y eso le despejaba las dudas sobre sus deseos.
Nada más asomarse al final de la escalera mecánica oteó a izquierda y derecha, y
lo vio esperando, apoyado en la barandilla, bajo la alargada sombra de un árbol,
toqueteando la pantalla del móvil. A pesar de ser ya tarde, el sol de mayo aún
calentaba y hacía más calor del normal para la época. La avenida Complutense bullía

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de coches y autobuses, y las anchas aceras se hallaban pobladas de estudiantes
desfilando hacia el metro, tras las últimas clases vespertinas.
—¿Vas así vestido a la oficina? —le preguntó, divertida, después de saludarse con
dos besos.
Germán llevaba unos vaqueros muy anchos y caídos, con una cadena plateada
asomando por el bolsillo, zapatillas gruesas de skateboard, una camiseta azul de
NOFX y una sudadera con capucha colgando de un brazo. Llevaba el pelo
engominado y revuelto, con puntas que salían en múltiples direcciones.
—No siempre, digamos que hoy llevo el disfraz para los conciertos; pero nunca
dicen nada por la forma de vestir, que yo sepa.
Germán la cogió de una mano, disimuladamente, como para apresurarla a iniciar
la marcha. Recorrieron la larga avenida, sobrepasando el edificio de Farmacia y
dejando a la derecha el Jardín Botánico, con sus todavía jóvenes coníferas asomando
por encima de la valla. Sonia recordó que más de una vez se había planteado visitar el
nuevo museo, cuando era estudiante, pero nunca llegó a hacerlo. Realmente le
agradaba ir de la mano con él, como si fueran pareja, pero presentía algo extraño.
Actuaba de una manera desconocida hasta el momento para ella, llevando la
iniciativa y la conversación. Daba la impresión de que esta vez se había planteado
seriamente conquistarla, pero no ostentaba naturalidad. Lo hacía como todos, por la
vía rápida, y él era diferente, estaba segura de ello.
En el enrevesado cruce del final doblaron a la derecha y continuaron, dejando a
mano izquierda la vieja mole gris de la facultad de Geológicas, con la intención de
subir finalmente hacia Forestales, entrando por el acceso situado al fondo de la calle.
Sonia notó que él hablaba muy rápido, de temas superfluos, como si pretendiera
transmitir normalidad o le incomodara el silencio. Podría estar simplemente nervioso,
¿sería su primera cita seria? Era algo plausible, porque no parecía alguien que
acostumbrara a ir a cenar y luego al cine, monótonamente cada fin de semana.
Aunque no le faltarían mujeres, más bien se lo imaginaba de bar en bar con sus
amigos, pescando algo en cada puerto, si se terciaba.
Abandonaron el bullicio de la calle, con constante tráfico que bajaba de la zona de
Reina Victoria, y se introdujeron en el recinto de la facultad. No tardaron en
comenzar a oír el rumor de la música, proveniente del otro lado del jardín. Bordearon
varios edificios de ladrillo, pequeños y vetustos, y divisaron, a través de los árboles,
un pequeño escenario desplegado en un extremo de una cancha deportiva, al aire
libre. En el lado opuesto había una barra donde servían bebidas. Tocaba ya un grupo,
con escaso seguimiento: apenas una veintena de jóvenes universitarios los
contemplaban, aglutinados frente al pequeño escenario y subiendo y bajando las
cabezas al son de la música. Había bastante más gente en torno a la barra, o sentados
en grupos sobre el césped, compartiendo bebida en vasos grandes de plástico.
Germán le comentó que sus amigos serían de los últimos, no les llegaba el turno
de tocar hasta las nueve. Les llamó por teléfono, pensando que se encontrarían ya

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deambulando por allí. Sin embargo, acababan de llegar, y le dijeron que se acercara a
la zona reservada donde aparcaban los coches, que estaban descargando el equipo.
Al poco dieron con ellos, se hallaban en torno a las puertas abiertas de una
furgoneta. Germán presentó a Sonia a dos de ellos, que eran los que conocía de la
universidad, y enseguida les echó una mano para bajar amplificadores, bombos y
otras cajas cerradas que no se veía lo que contenían, y trasladaron todo a una zona
más próxima al concierto.
Mientras ellos trasteaban y revisaban el equipo, Germán y Sonia se acercaron a la
barra y pidieron un mini de cerveza para él y otro de calimocho para ella. Germán se
adelantó para pagar y no aceptó los tres euros que ella le ofreció. Luego propuso que
se sentaran un rato en el césped, para descansar de tanto ajetreo.
—Me siento ya viejo en estos sitios, son todos tan jóvenes… Es como estar fuera
de lugar —se lamentó Germán, mirando en derredor a los grupos de universitarios.
—¡Qué exagerado, tampoco es para tanto! Además, tú al menos ya has terminado
la carrera, y encima estás currando. Seguro que hay más de uno por aquí mayor que
tú, y todavía estudiando —contestó ella con su vivacidad habitual.
Charlaron de sus tiempos universitarios, compartiendo experiencias y anécdotas,
y Germán le habló de sus antiguos compañeros del grupo de rock. Le contó que
estaban empezando, por lo que se limitaban a participar en fiestas de este tipo, sin
recibir remuneración alguna.
Ella ya conocía, por los correos o por lo que hablaban por teléfono, cómo iba
evolucionando la investigación que tanto interesaba a Marcos y a él. Sin embargo, él
sacó el asunto a relucir y puso a Sonia al día con más detalles. Ella también
experimentaba algo de emoción por colaborar en un posible hallazgo, aunque no
albergaba tanta confianza y seguridad como mostraba Germán al hablar, con lo que
tuvo que exagerar ligeramente su empatía y entusiasmo según daba más detalles.
Realmente no sabía bien por qué le había ayudado anteriormente, con lo de las
vacunas. Probablemente porque le gustaba, o quizá solo porque le caía bien y sentía
curiosidad por comprobar si su teoría podía ser cierta. Realmente no se lo había
planteado, podría ser una mezcla de todo. A menudo intentaba concienciarse de que
debía sopesar más las cosas, dejar de actuar alocadamente, aceptando cualquier
proposición. Se dejaba llevar demasiado y ya tenía edad para fortalecer su
personalidad.
Porque luego, a posteriori, le daba vueltas a la cabeza sobre por qué había hecho
esto o aquello, y acababa enfadada consigo misma, abrumada por los reproches. Sin
ir más lejos, ya se estaba preguntando, mientras observaban el concierto en un rato de
silencio, por qué había dejado que Germán la cogiera de la mano. ¿Qué derecho creía
tener? Eran buenos amigos, sí, pero apenas sabía nada de su vida privada. Él habría
pensado que cogerle la mano era un gesto sin la menor importancia, pero ella debería
haber sido fuerte y haberle obligado a dejar las cosas claras, a mostrar sus

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intenciones. Germán ni siquiera poseía la certeza de si ella tenía o no pareja, nunca
había tenido el valor de preguntárselo.
Tampoco sabía, ni podría imaginárselo, que el fin de semana anterior se había
acostado con un chico de Coslada, al que probablemente no volvería a ver. Se
arrepentía, como también se arrepintió el mismo día siguiente. Había estado con sus
amigas tomando algo en un pub irlandés del centro, donde conocieron a un grupo de
jóvenes que venían de jugar al fútbol. Al parecer formaban un equipo y, de vez en
cuando, después de los entrenamientos, quedaban para salir por la noche. Sonia,
involuntariamente, era siempre de las primeras en atraer las miradas. A veces le
resultaba molesto no poder estar tranquila sin que la acosaran; pero otras, si se sentía
atraída por el individuo o se hallaba algo influenciada por el alcohol, aceptaba el
envite con demasiada facilidad. Aquel sábado acabó con uno de ellos en un
descampado, después de que se ofreciera a acercarla en coche a casa, al morir la
noche.
Tanto ella como sus amigas eran de mentalidad abierta y liberal, y no veían con
malos ojos ese tipo de situaciones. Sin embargo, Sonia después padecía
remordimientos de conciencia y sentimiento de culpabilidad, lo cual no le agradaba
en absoluto. Quería dejar de actuar así, o al menos solo hacerlo después de
reflexionar y tomar decisiones más firmes y sopesadas.
Había pensado en contárselo a Germán, suponiendo que así aliviaría el
sentimiento de reproche, pero decidió no hacerlo. No tenía nada con él, no le debía
ninguna explicación. Experimentaba esa culpa por ella misma y su forma irreflexiva
de actuar, no por él. Probablemente, si se lo contara arruinaría cualquier posibilidad
de que algún día pasara algo; si es que sucedía alguna vez, porque después de tanto
tiempo se empezaba a acostumbrar a verle solo como una buena amistad.
Germán se levantó y se sentó al lado de ella, pasándole el brazo por encima de los
hombros.
—Estás muy callada, ¿te pasa algo?
—No, solo estaba pensando en mis cosas —contestó, esforzándose por animarse
y ocultar su repentina pesadumbre.
—Oye, necesito pedirte un favor. Marcos y yo queremos comprobar si estamos en
lo cierto y podemos obtener, de la señal neuronal del recuerdo, los colores de los
puntos que forman la imagen. Como te he dicho, creemos que solo haría falta conocer
la colocación de esos puntos, el orden en que se encuentran en la secuencia de ondas.
Me gustaría repetir lo que hiciste cuando los vacunaste, mostrando un color, pero
ahora haciendo que algún animal vea una especie de cuadrícula con varios colores. —
Germán debió de advertir que no ponía muy buena cara—. Pero no te preocupes, yo
te pasaría la cartulina con los colores pintados.
—El problema es que no hay más vacunaciones previstas —dijo Sonia.
—Tiene que haber alguna forma de impresionar o asustar al mono cuando lo
pongas delante de los colores. Ya sabes que si no pasa nada no aparece el patrón del

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recuerdo en las capturas de señales neuronales… —adujo Germán, cabizbajo,
esquivando sus ojos.
Sonia le miró, sin ocultar el rechazo.
—¿Qué me estás proponiendo? Ya lo pasan suficientemente mal con los
experimentos y las operaciones, no voy a contribuir a aumentarles el sufrimiento por
mi cuenta.
—Escucha, puede que no haga falta hacérselo pasar muy mal —dijo, tratando de
convencerla, pero sin levantar la mirada, fijando la atención en la cerveza—. Un
simple susto, gritándoles, o moviéndoles la jaula…
Germán irguió la cabeza y Sonia se encontró con sus ojos, que la miraban
fijamente. Súbitamente él acercó la cara y la besó en los labios.
Al momento ella se apartó, sorprendida e indignada a la vez, quitándose su brazo
de encima.
—Por eso lo haces —protestó—. Lo tenías todo pensado. Quedar conmigo para
camelarme y así conseguir que os ayude en vuestro rollo —le acusó con acritud,
refiriéndose intencionadamente con desdén a la investigación que tanto parecía
importarle.
—No…
Apenas comenzó a explicarse Germán, Sonia se levantó precipitadamente. Al
hacerlo, golpeó su vaso con la pierna, sin querer, y se volcó, derramándose el oscuro
líquido por el césped.
Se dirigió hacia la salida, airada. No le apetecía escucharle. Sintió por detrás que
Germán se levantaba y la seguía unos metros, hasta que la alcanzó. La cogió de una
mano, reteniéndola. Entre la oscuridad que ya los rodeaba, se percató de que los
observaban algunos de los chavales que estaban en corrillos en el césped, con aire
divertido, con sus bebidas en el centro y entre las humaredas de hierba que fumaban;
pero no les importó.
—Escucha, deja que me explique… —suplicó él.
—Ya sé lo único que te interesa —le interrumpió, dándose la vuelta con furor
para encararlo—. Así que vamos a hacer una cosa —dijo, categórica—. Ven el lunes
a las siete con tu cartulina; necesito que alguien me ayude, y no quiero poner más
excusas a mis compañeros.
Sonia permaneció en silencio unos segundos, mirándole con ojos vidriosos.
Germán no dijo nada, no tenía respuesta. Tal vez el muy egoísta vería la propuesta
con satisfacción. Tendría su prueba, que es lo que quería y para lo que la había citado.
Le haría el favor, pero sería el último; que no volviera a molestarla.
—Dile a tus amigos que siento no haberme quedado a ver el concierto —dijo con
pesar, para recobrar la acritud a continuación—. Suéltame, sé llegar sola al metro.
Mientras dejaba atrás la algarabía de la música y la gente, soltó alguna lágrima.
Según deshacía el camino, se dio cuenta del crudo contraste. A la ida hacía un
magnífico día, el sol aún lucía y ella se dejaba llevar, flotando llena de dicha, a la

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espera de acontecimientos. Ahora, ya todo oscuro, estaba sola y decepcionada; pero a
pesar de ello, se sentía orgullosa. Había tenido fuerza de voluntad y había
permanecido firme, esta vez no la utilizarían.

Germán esperaba nervioso en la garita del vigilante a que acudiera ella a buscarlo.
Desde aquel día se había sentido como un idiota. Por compromiso se quedó en el
concierto, pero no disfrutó en absoluto. Intentó llamarla y le envió mensajes por el
WhatsApp, pero no obtuvo respuesta. Meditando los hechos a posteriori, fue
plenamente consciente de que había sido un interesado y un egoísta. Por algún
motivo había pensado que si daba el paso definitivo y salía bien, eso ayudaría a que
ella le echara una mano con la investigación; pero nunca debía haber mezclado las
cosas, era lógico que ella pensara que se movía por provecho propio. Había sido una
idea absurda. Lo peor de todo era que de verdad le gustaba, y para una vez que le
echaba valor y se lanzaba, lo estropeaba. Había dinamitado las esperanzas de
conseguir algo.
Durante el fin de semana se había dedicado a las manualidades. Compró tres
cartulinas de las más grandes, y folios de colores, y los pegó sobre ellas,
recortándolos en cuadrados y formando una rejilla de colores, en cada una con los
cuadros de un tamaño diferente. Los más grandes tenían las proporciones de medio
folio, y los más pequeños el tamaño de una moneda. Su madre insistió en ayudarle a
recortar los múltiples cuadraditos de papel. En un principio se negó, la tediosa tarea
le distraía y a la vez le servía de penitencia. Germán le había explicado vagamente
para lo que quería las cartulinas, pero su madre no pareció entenderlo muy bien. Aun
así, no se dio por vencida y le echó una mano.
Tuvo que aparecer por la oficina cargado con los grandes murales enrollados bajo
el brazo, no le daba tiempo a regresar a casa a recogerlos cuando saliera por la tarde,
antes de partir para Synphalabs a toda prisa. Esquivó las preguntas y bromas de sus
compañeros como pudo, explicando que eran para un juego de rol vespertino, con la
ayuda esporádica de Marcos, que procuraba desviar la atención. Su amigo se había
quedado desconcertado cuando supo que por la tarde Germán se acercaría a realizar
la prueba con Sonia. Obviamente no esperaba que lograra su objetivo tan pronto.
Intentó averiguar cómo lo había conseguido, pero Germán no quiso hablar del tema.
Realmente ni siquiera él sabía por qué ella había aceptado. Probablemente se trató de
un arrebato final para remarcar su enfado y dictar sentencia.
Después, en el tren y durante el largo camino desde la estación hasta el polígono
industrial donde se hallaba Synphalabs, se había sentido algo ridículo, como si fuera
un escolar que iba a presentar algún trabajo. Pero según se acercaba, el nerviosismo
se fue apoderando de él, haciéndole inmune a esas nimiedades. Le carcomía la
incertidumbre sobre cómo le recibiría.

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Divisó la grácil figura, en bata blanca, acercándose por el pasillo que bordeaba el
edificio principal, lindando con el césped del jardín. Cruzó la calle y entró en la garita
saludando ambiguamente, y sin apenas mirar a Germán firmó el papel que le
entregaba el vigilante.
Echó a andar rápido de nuevo hacia el interior del recinto y Germán la siguió,
colocándose bien la identificación de visitante.
—¿Te han puesto alguna pega? ¿Has tenido que pedir permiso o algo? —
preguntó Germán, mientras cruzaban la calle de acceso para los vehículos. Quería
más que nada sondear el panorama, ver su estado de ánimo.
—No, puede entrar quien quiera, con tal de que lo reciba y acompañe alguien de
aquí —contestó ella, fríamente.
El tono de la respuesta no le tranquilizó. Resultaba evidente que no fue un enfado
pasajero, y que ya no tenía ninguna posibilidad. Lo mejor que podía hacer era
quitársela de la cabeza y dejar de torturarse.
En lugar de entrar al edificio principal continuaron por el exterior hasta llegar a la
nave de los laboratorios.
—Pero ¿le has comentado algo a Conchi o Eusebio? —inquirió Germán.
—No, no le he dicho nada a nadie, excepto a Claudia, que es realmente mi jefa.
Solo la he avisado de que iba a venir uno de vosotros para repetir una prueba y
resolver algunas dudas sobre la forma de procesar las señales, pero no te preocupes, a
estas horas ya no quedará mucha gente.
—La que más me acojona es Conchi, ¿sabes si sigue por aquí? Ya nos dijo que
dejáramos de indagar en esto, como nos pille estamos jodidos…
—La verdad es que no sé si está todavía, pero si nos ve, esto es asunto tuyo.
Es todo un alivio, se dijo Germán; pero no replicó, lo último que quería era que se
llevara ella algo de culpa.
Se acercaban ya a la puerta de entrada de los laboratorios. Por el camino se
cruzaron con varias personas que salían después de terminar la jornada. Algunas se
despidieron de Sonia, no sin antes echar una curiosa ojeada a Germán y a sus
cartulinas enrolladas.
—Oye, respecto a lo del otro día… —intentó explicar Germán, a la desesperada,
con un deje de disculpa.
—No te preocupes, ya está olvidado —le cortó ella, seca.
Germán sabía, por su tono, que no lo estaba. O peor aún, sí estaba olvidado,
definitivamente; tanto que él ya no significaría nada en su vida. Se mantuvo en
silencio mientras recorrían los pasillos hasta llegar a la sala de experimentos.
Ella le explicó que, dado que quería mostrarles tres cartulinas, lo que haría sería
poner una inyección de suero a tres monos jóvenes, que aún no habían sido
vacunados nunca, de modo que era de esperar que el susto o impacto emocional fuera
suficiente. Los tres animales que eligió estaban programados para pruebas cotidianas
durante el día siguiente, por lo que confiaba en que el recuerdo del mal rato y la

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imagen de los cuadros de colores quedaran reflejados en la captura. El plan era
perfecto, consideró Germán, esforzándose por vencer su consternación y concentrarse
en el asunto de la investigación.
Sonia colocó al primer mono en el soporte habitual de las pruebas, sujetándolo
con todas las correas, incluidas las de la cabeza, de forma que solo pudiera mirar al
frente. Germán situó la cartulina justo delante, en torno a un metro de distancia, para
que abarcase casi todo el ángulo de visión. La mantuvo totalmente quieta mientras
ella le aplicaba la dolorosa inyección en un brazo. Admitió que era desagradable
escuchar los gritos y quejidos del animal, causándole un dolor innecesario. Debía de
ser más duro para ella, y no entendía por qué se había prestado a hacerlo. Repitieron
el proceso para los otros dos, anotando cuál de los tipos de cuadrícula se había
expuesto a cada uno.
Uno de los tres ya tenía los implantes de los electrodos injertados —asomaban
entre el incipiente pelo de la cabeza unos enchufes o conectores minúsculos—, así
que Germán estuvo a punto de proponerle a Sonia realizar una captura rápida de
señales neuronales, no fuera a ser que si esperaban al día siguiente se perdieran o
difuminaran los recuerdos y, por tanto, las imágenes. Sin embargo, notó en su cara
que no se sentía bien consigo misma por haber hecho pasar a los animales por el mal
trago de las ataduras y el pinchazo, y una nueva exigencia podría acabar con su
paciencia. Además, para realizar la captura habría que poner en marcha los equipos
electrónicos, y probablemente necesitaría la ayuda de algún técnico, así que
finalmente omitió la propuesta.
Sonia regresó al laboratorio después de llevar al último mono de vuelta a su jaula
en la sala que denominaba «zoo». Germán ya había enrollado las cartulinas y
colocado en su posición original la butaca especial de sujeción que habían utilizado.
—Bueno, pues ya hemos terminado —informó ella al entrar y verle estático,
esperando, mirando distraídamente un extraño aparato.
—Oye, muchas gracias por todo —dijo él, sobresaltado, volviéndose para mirarla.
Sonia se quedó cerca de la puerta, a un lado, dándole a entender que saliera.
Germán avanzaba hacia ella, quería probar con un último intento de hablar y
arreglar las cosas, cuando apareció Carlos por la puerta. Pareció sorprendido de
encontrarlos allí.
Germán maldijo en silencio por el inconveniente. Tapó como pudo con su cuerpo
las cartulinas enrolladas. Si le contaba a Conchi que había estado allí, y daba algún
detalle adicional que la hiciera sospechar, se vería metido en un lío.
—Vaya, Sonia, ¿todavía por aquí? —inquirió, al tiempo que entraba, pasando de
largo.
Se dirigió apresuradamente a un ordenador situado en una esquina y se sentó en el
asiento más cercano, saludando a Germán escuetamente. Este creyó recordar, por el
día en que les hicieron la demostración, que ese era el servidor que generaba los

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ficheros, a partir de las señales cerebrales capturadas. Supuso que Carlos tendría que
realizar algún ajuste, o dejarlo preparado para las pruebas del día siguiente.
—Hola, Carlos —saludó ella, en tono neutro—. Estaba explicándole a Germán
unas dudas sobre las pruebas con este hombre —se explicó, refiriéndose a Espinosa
—. Parece que están encontrando problemas al decodificar los movimientos del eje
posterior; confunden los de abducción con los de elevación.
Carlos se había girado, prestando atención. Sonia le ilustró con un breve gesto del
brazo.
—Sí —corroboró Germán, fingiendo naturalidad—, pero ya me ha enseñado
cómo hicisteis la prueba, cómo se colocaba el brazo, y creo que está claro. El
problema es que en los movimientos en torno a noventa grados no es fácil distinguir
entre abducción y elevación, y por eso el programa nos da errores.
Carlos volvió a su ordenador, asintiendo levemente, con su habitual
desabrimiento. Obviamente no tenía el mismo interés en las explicaciones de Germán
que en las de la hermosa joven.
Carlos se mantuvo en silencio unos segundos. Germán se disponía ya a salir.
—Pues mejor que lo arregléis —concluyó con cierta insolencia—, cualquiera le
hace a ese gilipollas volver a repetir una prueba.
Era evidente que a Carlos no le caía muy bien el señor Espinosa, aunque ya
imaginaba Germán que pocos habría de su agrado.
—Bueno, yo ya me iba. Nos vemos, Carlos —se despidió Germán, con ganas de
librarse de la incómoda conversación.
Carlos hizo un ruido ininteligible a modo de contestación.
Salió y avanzaron unos metros, dejando atrás la sala.
—Tienes buena memoria, hace ya un par de meses que te preguntamos por el
problemilla ese, junto con lo del deltoides —comentó Germán, aliviado.
Sonia le acompañó por los pasillos hasta la puerta del edificio de laboratorios.
Germán salió y vio que ya era casi de noche. Ella se quedó en el marco de la puerta, a
pesar de que él ya pisaba la acera que bordeaba el jardín. No tenía intención de
acompañarle mucho más allá. Como un reducto de esperanza, había contemplado la
posibilidad de que fueran juntos hasta la estación de tren, lo cual era un largo paseo y
una buena oportunidad de disculparse.
—¿Crees que se lo dirá a Conchi? Podría sospechar algo —preguntó Germán,
casi por alargar la conversación, pero ciertamente no se fiaba un pelo de Carlos.
—No lo sé, pero no creo. Él va a lo suyo, pasa de todo.
—Bueno. ¿Te quedas? ¿No te vienes a la Renfe?
—Mejor vete tú —contestó ella, sin dar más explicaciones y agarrando la puerta,
con intención de terminar la conversación.
Él le dio dos besos y se marchó. Vio claro que seguía enfadada, aunque en sus
grandes ojos había vislumbrado que más que enfado había decepción, lástima y
tristeza, y eso le hizo sentir aún peor. Decidió abstraerse del mundo y echó a andar

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hacia la salida, mientras se ponía los cascos y buscaba la música que con más fuerza
le atronara los tímpanos.

Germán llegó a la oficina algo más temprano de lo habitual, sin duda ansioso por
conocer los resultados. Aun así, Marcos ya estaba revisando el informe, sentado
frente al monitor del potente servidor que usaban para las decodificaciones.
—A ver… —dijo Marcos en cuanto sintió su presencia, sin siquiera saludarlo,
obnubilado—. He empezado a estudiar el resultado del de la cartulina con los cuadros
grandes. El cuadro de arriba a la izquierda, según tu esquema de la cartulina —dijo,
mirando un garabato que tenía en una hoja de papel—, era verde, y el segundo de
arriba azul. Esperaba encontrar muchos trocitos de actividad neuronal que
identificaran al verde, todos seguidos y muy numerosos, dado que son cuadros
grandes. Después vendrían los del azul y el magenta, que son los otros de la fila de
arriba. Esperaba que se repitieran línea tras línea, bajando; pero tiene pinta de que los
puntos de colores no van ordenados en la secuencia.
—Sería demasiado fácil, ¿no es así como pintan las imágenes las televisiones? —
comentó retóricamente Germán, aún de pie, detrás de él.
—Le he estado dando vueltas y parece que en la secuencia se entrelazan las líneas
de puntos. Primero vienen los puntos de una línea vertical, de arriba abajo, y luego
los de la horizontal, de izquierda a derecha.
Señaló con el ratón las diferentes secciones de la gráfica donde aparecían
decodificados los puntos de cada color, por la cifra de la longitud de onda. Germán se
agachó más, dejando el bolsito en la mesa, que aún no se había quitado.
—De puta madre, si de verdad están así ordenados los puntos, ya podemos
reconstruir la imagen. ¿Ves que no era tan difícil?
—Otra cosa que he visto —continuó Marcos, ignorándole—, es que antes y
después de los puntos que sabemos que pertenecen a nuestros cuadrados, hay muchos
puntos de otros colores; unos blancos y otros indefinidos. Supongo que
corresponderán a los márgenes de la cartulina, y a lo que vería el animal por encima,
por debajo o a los lados.
Casi sin quererlo, había utilizado un tono de reproche. Marcos pensaba que
Germán no se había esforzado mucho en conseguir que el mono solamente viese los
cuadros, o no había calculado bien hasta dónde alcanzaba la vista del animal.
—Claro, eso supongo que dependerá de cómo enfocaba la vista, o qué le llamó
más la atención. Si se fijó en el centro de la cartulina veremos solo los cuadros de
colores; si en cambió enfocó a un plano más amplio, supongo que recordará algo más
grande, pero con menos detalle. Además, no puedo asegurar que le tapase todo el
ángulo de visión, yo le planté delante el dibujo y ya está —explicó Germán, a la
defensiva. En su tono se percibía un timbre recriminatorio, como aludiendo a que
había sido él quien se había arriesgado a ir allí a efectuar la prueba.

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Verdaderamente llevaba razón, recapacitó Marcos. Además, la idea de la cartulina
había sido de Germán, y él no había sabido apreciarla. Incluso había puesto pegas, tal
vez corroído por la envidia, porque a su imaginativo compañero siempre se le
ocurrían las ideas más ingeniosas. Marcos solo podía confiar en el tesón y la
tenacidad, mientras que Germán parecía dotado de un don especial.
Siempre le había envidiado en cierta manera. Ya en la facultad se sentía frustrado
cuando Germán aprobaba estudiando la mitad que él, o resolvía los problemas más
complejos de cálculo o lógica con asombrosa facilidad. En aquellos tiempos había
conseguido asumirlo y utilizaba la inteligencia de su amigo en provecho propio,
sirviéndole de apoyo ocasional en los estudios. Aprendieron a complementarse,
porque Marcos aportaba su dedicación y responsabilidad, algo que Germán
necesitaba por su dejadez y la cantidad de clases que se saltaba.
—Vale, no te preocupes —dijo, conciliador—. Además, tampoco sabemos la
forma que tiene una imagen en la memoria, dudo que sea un rectángulo o un
cuadrado. Probablemente será amorfa, con zonas imprecisas y con límites abstractos.
Y si está en tres dimensiones, si la queremos trasladar a una imagen plana, habrá
cierta distorsión.
—Bueno —concluyó Germán, volviendo a su sitio. Marcos lo vio pensativo,
mientras esperaba a que arrancara su portátil, que acababa de sacar del cajón—. Lo
primero es que eso no se puede interpretar a mano, es un jaleo de mucho cuidado.
Voy a hacer un script o un programita gualtrapa que vaya recorriendo el resultado,
cogiendo los puntos de cada color, y los coloque en un fichero BMP.
—¿Que construya una imagen digital, como si fueran píxeles?
—Exacto, lo haré suponiendo que están dispuestos como tú dices, por líneas
alternándose verticales y horizontales. Si al abrir el fichero la imagen resultante tiene
algún sentido, tu teoría será buena. Así nos ahorramos lo de seguir haciendo
cartulinas cada vez con cuadros más pequeños, para saber dónde va cada punto de
color y conseguir mejores resoluciones en las imágenes.
—Me parece buena idea, construir un bitmap es sencillo. Tienes que ir rellenando
la tabla de píxeles y traduciendo el numerito del color que nos sale ahí al código
RGB. —Marcos ya lo oía teclear con desafuero, probablemente ignorando sus
palabras—. Pero no descuides el proyecto, tenemos curro pendiente…
Sabía que el consejo no valdría de mucho, cuando a Germán se le metía algo en la
cabeza era difícil disuadirle. Había tenido otra gran idea. Sin embargo, tras
comprobar los resultados, había esperado algo más de entusiasmo por parte de su
compañero. Porque innegablemente había sido un éxito: habían hallado las longitudes
de onda de los diferentes colores mostrados al mono, y solo restaba cerciorarse de la
colocación y distribución de esos puntos. Últimamente lo había encontrado gris,
apagado; tal vez hubiera discutido con la veterinaria, en los pasados días no
recordaba que hubieran hablado por teléfono.

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Marcos, sin embargo, por dentro explotaba de alegría. Solo un paso les separaba
de obtener una visualización, aunque fuese vaga, de un contenido alojado en la
memoria, un recuerdo, aunque fuese muy concreto, generado por unas circunstancias
muy especiales. Era algo que nadie había conseguido hasta el momento, ellos eran los
pioneros. Y si pulían su técnica y lograban extrapolar el método al cerebro humano,
se convertiría en algo extraordinario y sensacional.

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10.

MARCOS descansaba, tirado en la cama, recorriendo los canales de televisión,


buscando alguno en castellano. Lorena, por su parte, se hallaba sentada, con la
espalda apoyada en el cabecero, e intentaba conectar el portátil a la wifi del hotel.
Aún no eran ni las ocho, pero estaban extenuados después de su primera jornada en
Roma, por lo que habían decidido regresar a la habitación para ducharse y reposar un
rato. Más tarde bajarían a buscar una pizzería para cenar; ya le habían echado el ojo a
alguna de los alrededores.
Cada cierto tiempo se daban el gusto de organizar algún viaje turístico, en plan
económico. Buscaban vuelos baratos y hoteles modestos, y solían comer en
establecimientos de comida rápida. Recorrían la ciudad a pie, siguiendo los lugares
marcados en el mapa que les habían facilitado en la oficina de turismo o en el propio
hotel. Esta vez habían tenido que estirar algo el presupuesto para conseguir un hotel
céntrico, pues no querían depender del transporte público cada uno de los tres días
que estarían alojados, correspondientes al puente del Corpus Christi, a primeros de
junio. El Hotel Trevi se hallaba bien situado, a pocos metros de La Fontana, y el
edificio, aunque viejo, fue un antiguo palacio, lo cual lo dotaba de cierto glamour. A
Lorena la habitación le habría encantado, si no hubiera sido porque estaba en la
tercera planta y no había ascensor.
Al rato, Marcos se levantó de la cama, hastiado de escuchar siempre las mismas
noticias en el canal internacional, el único que entendía. Se asomó por la ventana y
observó el callejón adoquinado, por el que a duras penas cabría un coche. De hecho,
solo había motos aparcadas. La zona tenía su atractivo, formada por centenarios
edificios de entre tres y cinco plantas, de color salmón. Los bloques colindantes
estaban separados por callejones similares, y tras las rejas de las ventanas de las
plantas bajas se escondían jardineras con cuidadas plantas colgantes, que
proporcionaban un agradable toque de verdor. Lo único que desentonaba eran algunas
pintadas en las fachadas de los edificios abandonados.
—¿Vas a mirar algo o apago? —preguntó Lorena.
—No apagues… De lo que te conté en el avión, ¿quieres que te enseñe las
imágenes que ha sacado Germán?
—¡Ah! Sí, ven —contestó ella con ímpetu, dando una palmadita en el colchón.
Seguramente recordaba el entusiasmo con que él le había dado la noticia, en el
avión, y no querría dar la impresión de menospreciarla. Marcos se acercó con
celeridad, se sentó a su lado y agarró el portátil que ella le entregaba.

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Navegó unos segundos con avidez por las carpetas e hizo doble clic en un fichero.
Una imagen se exhibió en pantalla. Se trataba de una especie de elipse irregular,
tumbada, que ocupaba el centro de un fondo negro, como si se mirara por un catalejo.
En la parte superior se podían ver tres manchas de color, una tras otra, en posición
horizontal. En la franja central había algo emborronado de color claro y finalmente,
en la parte inferior de la elipse, se apreciaban dos bandas azuladas, rematadas por dos
siluetas que, increíblemente, evidenciaban unas zapatillas de deporte.
—¿Verdad que es alucinante? —dijo Marcos mirándola y esbozando una amplia
sonrisa, henchido de orgullo—. Esto que hay debajo de las áreas azules son las
zapatillas de Germán. Él le estaba mostrando una cartulina grande al mono, con una
serie de cuadros de colores, que era lo que queríamos que saliera, como ya te conté;
pero el animal seguramente se fijó más abajo, porque solo se ven vagamente los
cuadros de la fila inferior de la cartulina. Esto blanquecino tiene que ser el margen de
abajo. Y ya ves, eso de tono oscuro, como azulado, es la parte de abajo de unos
vaqueros. Y de las zapatillas no hay duda, además el suelo era de color claro, lo
mismo que el fondo en esta zona —terminó, señalando con el dedo.
—No se ve muy bien —dijo ella, aunque se corrigió con prontitud—. Pero es
fantástico, como primer intento, ¿por qué no me lo enseñaste ayer?
—Bueno, como llegamos tan tarde… Y esta mañana con las prisas para el
desayuno… —se excusó.
En realidad se moría de ganas por mostrárselas, y había pensado en hacerlo la
noche anterior, cuando arribaron al hotel, pero notó que estaba ligeramente de mal
humor, lo cual era habitual en ella después de los viajes.
—Oye —le interrumpió Lorena, que no dejaba de mirar la pantalla—, ¿por qué se
ve todo borroso, menos las zapatillas?
—No lo sé, intuyo que lo que no le llamó mucho la atención queda más borroso
en el recuerdo. O quizás se va haciendo borroso con el tiempo, según va olvidando…
—¿Y este borde negro? —inquirió ella, señalando el marco de la imagen.
—Eso negro lo ha puesto Germán para representar los puntos para los que no
hemos conseguido averiguar el color.
La parte negra y el contenido de la elipse no estaban claramente delimitados.
Había algunos puntos negros dentro de ella, y zonas de colores reales en la parte
oscura. Además, la curva tomaba formas caprichosas en varios sectores.
Lorena le miró, como solicitando una aclaración.
—Estamos acostumbrados a imágenes rectangulares o cuadradas, y puede que no
sea así como se distribuyan los puntos, por eso no hemos encontrado esas posiciones
en la señal —se encogió de hombros—. O bien no hemos podido decodificar el color,
por ser un valor extraño, o ni siquiera haber logrado extraer un número de la onda, y
no nos queda más remedio que rellenarlo con un píxel negro.
—Ajá… —asintió Lorena. Marcos no la vio muy convencida respecto a lo
último, pero advirtió con satisfacción que su asombro iba en aumento—. Es

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impresionante… Y tu compañero, que estaba empecinado en esto y tanto te
preocupaba que pasara del curro, ¿qué piensa? Estará flipando, ¿no?
—Está contento, claro; pero creo que no se da cuenta de la importancia de lo que
hemos descubierto; creo que lo ve más como un juego, como un reto, tal vez por
tratarse de algo que hacemos al margen del proyecto, a escondidas. Ahora siente que
ha ganado una partida épica, o al menos una batalla.
Ella emitió un murmullo de comprensión. Marcos se temía que su novia volviera
a salir con el tema de Sonia y su amigo, de lo cual, aparte de no tener más noticias, no
le apetecía hablar.
—Las otras están algo peor —añadió Marcos presuroso, pasando a la siguiente
imagen.
Había otras cuatro pertenecientes al primate de la cartulina de los cuadros
grandes. Dos eran casi iguales, con enfoques ligeramente diferentes, más centrados,
viéndose casi completamente la cuadrícula de colores, aunque con escasa nitidez. Las
imágenes extraídas de los recuerdos del mono con la cartulina de múltiples cuadros,
más pequeños, eran casi ininteligibles. Se distinguía el marco blanco de la cartulina,
rodeando una zona de puntos de colores diferentes dispuestos aleatoriamente,
remarcándose solo los bordes de algunos cuadritos.
—Creo que en estas es normal que no se vea apenas nada —manifestó Marcos,
excusándose—. De estos temas no tengo ni idea, pero imagina que te muestran un
dibujo así, un mosaico con cuarenta o cincuenta colores, o los que sean. Por mucho
que lo intentes, si te preguntan al día siguiente, es casi imposible que consigas
recordar los colores y las posiciones en la rejilla.
—Supongo, pero eso es si intento memorizar por mi cuenta —reparó ella—. Si lo
he entendido bien, los recuerdos que sacáis son diferentes, aparecen tras un susto,
¿no?
Marcos recapituló lo que le contó la doctora, que afirmaba que la memoria se
localizaba en un lugar del cerebro diferente al de las impresiones o recuerdos
episódicos.
—Sí, es verdad. Y serían algo así como involuntarios y repetitivos.
—Claro —dijo ella, contenta de mostrarse participativa—. Por ejemplo, si ves un
accidente de tráfico en directo, creo que las cosas se quedan grabadas con más
detalle, casi sin quererlo. Puede que si el hecho que provocó que el mono recuerde
esto hubiera sido más fuerte, más impactante, no un simple pinchazo, se vería más
clara la imagen. Pero yo tampoco entiendo de esto, ya lo sabes —puntualizó ella.
Marcos frunció el ceño, aceptando que podría ser una teoría válida, pero no lo
sabía a ciencia cierta. En realidad estaba inmerso en un mar de dudas. Se tendrían que
conformar con sus propias indagaciones. Resignado, le adelantó a Lorena que
tampoco veía posibilidades de comprobarlo a corto plazo, o de avanzar más con otras
pruebas similares. Reconoció que por algún motivo Germán ya apenas hablaba con
Sonia, y ella era quien tenía la llave para realizar más experimentos y permitirles

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investigar más a fondo. Se dio cuenta tarde del error, porque obviamente Lorena
preguntaría por la relación, siempre interesada por los cotilleos.
—¿Y no te ha contado nada?
—No, he intentado sonsacarle, pero se hace el loco. Además, estos últimos días
ha estado metido a saco con el programilla este de colocar los puntos y sacar las
imágenes, mientras yo hacía su parte de curro del proyecto oficial, y apenas hemos
hablado de otra cosa.
Ella le cogió el portátil y repasó las imágenes de nuevo. Marcos le indicó que
echara una ojeada a otras que habían sacado, más antiguas. Se trataba de las de los
macacos que vivieron la tormenta y después participaron en un experimento, del cual
conservaban los ficheros de la actividad registrada. Había algunas de color verdoso,
las de los dos animales que se hallaban en la sala de curas. De todas ellas lo único
discernible era una vitrina situada en una esquina, metálica y con cristales traslúcidos.
Algo más interesantes eran las obtenidas de los dos macacos que durante aquella
tormenta estaban en la sala de los animales. Destacando entre el fondo blanquecino,
achacable a las paredes de la sala, en dos de las imágenes se veía la silueta de una
persona con bata, de espaldas, agachada ante lo que parecía ser otra jaula.
Probablemente sería la propia Sonia o alguna de sus compañeras. A Marcos le parecía
lógico que una cuidadora fuera lo que más llamara la atención del animal durante los
momentos de pánico, por lo que se había revelado como la parte más nítida del
conjunto. Quizás el mono esperaba algo de consuelo o protección, o bien todo lo
contrario, la presencia de una persona agudizaba el pavor provocado por el ruido,
temiendo ser llevado hacia algún nuevo experimento o intervención quirúrgica.
Lorena apagó el ordenador y permaneció un rato inerte, tumbada en la cama,
reflexiva.
—Se me ocurre que eso de que haya una parte que se vea bien, y el resto borroso,
puede ser normal. Estoy intentando recordar lo que hemos desayunado hoy. Veo con
claridad los Donuts: la forma, el tamaño, más grandes de lo normal, los cristales de
azúcar… Pero no recuerdo, por ejemplo, ni el mantel ni la servilleta; creo que eran de
color claro, pero no blanco, y tenían algún bordado. Tampoco recuerdo el dibujito en
la taza del café, creo que ponía el nombre del hotel, pero no estoy segura. Si alguien
sacara la imagen de mi cabeza la vería borrosa.
Marcos vaciló. Evitaba llevarle la contraria directamente.
—Bueno, eso sería un recuerdo normal, tú misma has dicho antes que los nuestros
son diferentes. El tráfico neuronal que hemos decodificado no corresponde a intentos
voluntarios de recordar algo, sino a las oleadas que repetidamente te acuden a la
cabeza tras algún suceso fuerte. O eso es lo que creemos. Pero puede que la
explicación para las zonas vacías sea la misma.
Ella permaneció pensativa.
—Oye, ¿y probarlo con personas? ¿Sería posible?

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—Técnicamente, sí; pero el electrodo que ha capturado esto, en los monos, está
implantado por cirugía. —Negó con la cabeza y lanzó una carcajada—. ¡No creo que
nadie se ofrezca voluntario!
Marcos discurrió unos segundos, tumbado en la cama, mirando al techo y con las
manos detrás de la cabeza. No había sido sincero. Ya se lo había planteado más de
una vez, y de hecho había decidido que valía la pena el intento.
—Bueno… —rectificó— podríamos intentarlo con una simple sesión de EEG con
cualquiera de nosotros, como las que le hacen a Espinosa para lo del brazo. Luego
habría que escanear más exhaustivamente los ficheros, centrándonos en el rango de
frecuencia que recibía el electrodo implantado en los monos, y tratando de eliminar el
ruido. Es improbable que funcione, pero por probar…
En teoría, si con electroencefalografía podían obtener datos válidos de la
actividad neuronal para estímulos motores, también podrían conseguir la información
que capturaba el electrodo en cuestión; pero era complicado. Los expertos de
Synphalabs colocaban con precisión los sensores en el cuero cabelludo, orientándolos
para percibir esas señales de la corteza motora, pero podría quedar fuera de alcance lo
que les interesaba a ellos, o llegar la onda tan debilitada que fuera indescifrable.
Marcos sopesaba que descartando las demás frecuencias podrían quedarse solo con
las señales neuronales de la zona de interés, pero albergaba serias dudas.
—¿Qué es eso de EEG? —preguntó Lorena.
—Electroencefalografía. Es lo que se usa con personas para recoger la actividad
cerebral. No se mete nada dentro del cerebro, son sensores pegados en la piel. Lo
malo es que se captura una mezcla de señales que es complicado descifrar, saber de
dónde viene cada una, a qué corresponden… Por eso se usan también los
experimentos con monos, conseguimos resultados más puros y luego se intentan
trasladar a personas. De hecho, la mayoría de los impulsos motores que hemos
decodificado para Espinosa, nunca los habríamos encontrado sin hacer antes las
pruebas con monos.
—La verdad es que me suena eso… —reconoció Lorena— puede que me lo
hayas contado en otra ocasión…
—Por no hablar —interrumpió Marcos, pesimista— del problema de quién y
cómo podría someterse a esa prueba, sin que sospecharan nada Eusebio o Conchi.
—¿Por qué vosotros? ¿No estáis ya recibiendo los registros del tal Espinosa y
decodificando los movimientos de su brazo?
Marcos asintió, boquiabierto; no había caído en algo tan simple y evidente.
Aunque no era muy ético: si llegara a funcionar, equivaldría a fisgonear en los
recuerdos personales de alguien. Si se lo planteaba a Germán, pensó divertido, estaba
seguro de que su compañero desoiría ese tipo de impedimentos morales. Casi podía
imaginarse su cara de mofa.
—De todas formas —prosiguió ella—, si no podéis avanzar en esto por vuestra
cuenta, quizá deberíais decírselo ya a vuestros jefes. Yo creo que es todo un

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descubrimiento. Imagina que conseguís aplicarlo en personas, con la electro… como
se llame eso, sin operaciones. Tendría un montón de utilidades. —Meditó unos
segundos, con los ojos bien abiertos y brillantes. Después dio salida a su entusiasmo
—. Por ejemplo, se podría buscar, entre los recuerdos de un sospechoso de asesinato,
la imagen que fuera la prueba definitiva para condenarlo. Nada de polígrafo, buscar
directamente en su memoria.
Lorena se tumbó encima de él, abrazándole. Marcos rio.
—Ves muchas películas, pero sí, algún día puede que se llegue a eso —dejó una
pausa para cambiar de tema y se puso más serio—. Ya lo hemos hablado, y de
momento no vamos a decir nada. Seguiremos investigando en lo que podamos.
Cuando se acabe el proyecto de Espinosa y estén las cosas más tranquilas, ya
veremos. Pero no nos hace gracia que la zorra de Conchi se ponga las medallas,
cuando ni siquiera nos ha dejado trabajar en esto. Es más probable que lo
publiquemos por nuestra cuenta, aunque tendremos que informarnos sobre cómo se
hace eso.
Marcos ya se imaginaba la portada de alguna prestigiosa revista científica, y
especulaba con los titulares. Lorena, con la cabeza apoyada en su pecho, no dijo
nada. Tal vez soñaba también en silencio, y eso le llenó de orgullo.

—Tiene que poderse —afirmó Germán, seguro de sí mismo—. Por ejemplo, para el
sonido hay filtros que te quitan el ruido y las frecuencias que no interesan, e incluso
te amplifican las que quieres. Creo recordar que había, por ejemplo, filtro paso-bajo,
paso-alto, y un montón más. Si se puede hacer en el espectro del sonido, también se
podrá hacer en el espectro de todas las ondas obtenidas con EEG.
—Supongo que la teoría es que se puede hacer, pero en la práctica no lo sé. No es
tan fácil como quitar el ruido de una canción. Sería como intentar sacar, de una
grabación del ruido de fondo en un estadio de fútbol, la voz de una persona concreta
inmersa en la muchedumbre. Necesitarías saber la frecuencia exacta y descartar todo
lo demás.
Marcos intentaba disuadirle, o al menos que no se obstinara, lo cual haría que
dejara de lado, todavía más, las tareas pendientes.
De vuelta a la rutina después del placentero puente, había comentado a Germán la
hipotética idea de buscar recuerdos similares en personas, e intentar obtener las
imágenes. Sin embargo, ya se estaba arrepintiendo. Hubiera preferido dejar el tema
de la investigación secreta apartado un par de semanas. Habían acumulado un
considerable retraso en los trabajos encomendados de decodificación sobre las
señales capturadas en Espinosa. Realmente se estaba convirtiendo en algo inacabable,
nunca habría imaginado tal cantidad de movimientos musculares diferentes y
combinaciones de ellos, y para todos existía una señal neuronal que requería ser
decodificada y clasificada. Ahora, en el hito en que se encontraban en su historia

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particular, llenos de optimismo por haber conseguido las imágenes, pero sin
posibilidad de ir mucho más allá a corto plazo, era el momento de concentrarse en el
trabajo oficial y recuperar el tiempo perdido. Le dejó bien claras sus reservas al
respecto, pero Germán no parecía estar muy de acuerdo.
—Ya sabemos el rango de frecuencias obtenidas en el electrodo que captura los
recuerdos —se reafirmó Germán—. Eso es algo que ya está ganado. El problema
puede ser que se solape con otras señales neuronales en frecuencias parecidas, pero
no creo que sea tan complicado; será cuestión de paciencia, de mejorar el algoritmo
de búsqueda para que sea más exhaustivo, aunque tarde varios días la ejecución.
Ya era demasiado tarde, no importaba lo que dijera. Se hizo evidente que Germán
se iba a poner con eso, así que dejó la discusión. Quedaba pendiente dirimir quién se
sometería a una sesión, y cómo lo harían, aunque puede que su compañero ya tuviese
en mente utilizar los ficheros de Espinosa. Prefirió no indagar más en las arteras
intenciones que bullesen en la cabeza de Germán. Que sea por el bien de la ciencia,
se dijo.
Le preguntó por el puente porque, en cuanto le vio entrar, le notó bastante más
moreno. Siguiendo la acostumbrada falta de comunicación entre informáticos,
encerrados en su matrimonio hombre-máquina, aún no habían hablado de ello, y eso
que llevaban ya un par de horas sentados uno frente al otro. No era algo inusual,
solían postergar las conversaciones no relativas al trabajo para los descansos.
—Pues en principio no teníamos nada planeado, como te dije, pero al final surgió
algo —decía Germán—. Resulta que Jaime, mi amigo el fuertote, ya le conoces, ha
hecho por fin las pruebas para lo de bombero. Aún no sabe nada, y no creo que saque
plaza, pero para celebrar que ya no tiene que estudiar insistió en que fuéramos todos a
cenar el viernes. Pero como era puente y hacía calor, terminamos decidiendo pillar un
apartamento en algún sitio de playa, así, de improviso —informó, sonriendo—. Total,
que hemos estado en Jávea, creo que está por Valencia, tampoco lo sé muy bien;
Jaime lo sabrá, que era el que conducía.
—Ah, pues de puta madre, ¿no?
—Sí, bueno, podía haber estado mejor si hubiera venido Edu, pero ya sabes,
como tiene novia…
—Esa es a la que das clases de inglés, ¿no? —preguntó Marcos, haciendo
memoria, sin demasiado interés realmente.
—Sí, Pilar… —confirmó. Marcos detectó en él cierta inseguridad. Germán
evitaba su mirada, como si no le hubiese contado algo—. Hombre, es maja, y además
está buena, pero solo salen con nosotros de vez en cuando, algún fin de semana. De
viajes u organizar cosas juntos, ya nada. Entiendo que no le mole salir solo con tíos,
pero yo lo siento por Edu, que le vemos poco.
Marcos asintió y volvió a prestar atención a su pantalla. Eran habituales los
recesos en mitad de la conversación, distraído algún interlocutor por un correo

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entrante o por cierto contenido llamativo en alguna página. Se mantuvieron un rato en
silencio, y Germán continuó:
—Así que fuimos solo los tres, Jaime, Rober, ya sabes, el instalador del gas, y yo.
Pero lo hemos pasado de muerte, tampoco ha hecho falta nadie más. Todo el día en la
playa, de chiringuito en chiringuito, tomando cañas, pescadito frito para comer y
luego de noche alguna copa. Aunque el ambiente tampoco era muy allá, demasiados
pijos y guiris.
Marcos le describió brevemente su estancia en Roma. Tampoco entró en detalles
porque sabía que a Germán no le interesaría demasiado. Las visitas culturales no
formaban parte de sus preferencias.
—Por cierto, me mandó un mensaje Sonia —añadió Germán.
—¿Y eso? —preguntó Marcos, sin ostentar demasiado entusiasmo. Aunque le
intrigaba, no quiso mostrar mucho interés por si Germán se echaba atrás y no se lo
contaba, u omitía algún detalle demasiado personal.
—Me decía que si estaba molesto o algo, que ya no le mandaba mensajes ni le
ponía nada en Facebook… Pero yo flipo —protestó, exaltado—, fue ella la que se
enfadó y pasó de mis mensajes y llamadas. Es verdad que hace ya tiempo, pero ahora
que estoy tranquilo, que ya me había hecho a la idea, me viene dándole la vuelta a la
tortilla. —Levantó los hombros, haciendo un aspaviento y poniendo cara de absoluta
incomprensión.
—Eso es normal en las mujeres. Cuando se les pasa el cabreo se preguntan por
qué no les haces caso… ¿Y por qué se había enfadado?
—Pensó que quedaba con ella por interés, para que nos ayudara con los
experimentos de los monos.
Aunque Germán intentó disimularlo, se entreveía un tono de culpabilidad. Marcos
ya había sospechado algo así, pero se lo calló.
—¿Y qué le contestaste?
—Bueno, intenté salir del paso. Le dije que habíamos estado muy liados con el
trabajo y el tema este, que a ver si esta semana hablábamos y le contaba cómo iba
todo —explicó Germán, quitándole importancia.
Marcos le dirigió una sonrisa de complicidad.
—Entonces, ¿vas a ir a por el bombón otra vez, o no?
Germán ya no contestó.
Marcos tuvo la impresión de que el cupo de información sentimental que podría
liberar Germán había sido alcanzado. O puede que nadase en un mar de dudas, y
Marcos no consideró apropiado insistir; pero se alegró por su amigo. Ya no estaba tan
gris como en las semanas pasadas, y prefería verlo con su buen humor y chispa
habituales. Además, si Germán arreglaba con ella las cosas, se abriría de nuevo la
puerta a que la joven les proporcionase más oportunidades para sesiones de
laboratorio. Le preocupaba el retraso en el proyecto, pero en el fondo apenas podía

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contener las ganas por indagar más, ver qué obtenían, esta vez en personas. Casi se
alegraba de que Germán fuese tan rebelde y no le hiciera caso.

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11.

SONIA había recibido en su correo electrónico, como todos los días, las ofertas de
una de las muchas empresas de promociones y gangas a las que estaba suscrita. Les
echó una ojeada sin mucho detenimiento y se detuvo en una que anunciaba una
apetitosa cena para dos en un italiano del centro de Madrid, por la zona del Retiro. Se
incluía una botella de Lambrusco, y todo por veintidós euros. Era una oferta
tentadora, pero antes de adquirirla tanteó para decidir con quién podría ir. Repasando
sus amigos más cercanos de Coslada, los de la facultad, los compañeros del trabajo o
su propia hermana, le vino a la cabeza Germán.
Se sentía culpable, consciente de que había sido demasiado dura con él. Según
habían ido pasando los días le había ido echando de menos. Ya no recibía sus
mensajes por el WhatsApp, ni las fotos que le enviaba de situaciones graciosas con
sus excéntricos amigos. Antes, casi todos los días Germán le escribía alguna nota en
su muro de Facebook, o un correo para contarle qué tal le iba todo. Y a menudo
hablaban por teléfono, aunque a veces se ponía un poco pesado relatándole con pelos
y señales los avances en su investigación. Pero ya apenas nada. Intercambiaban
correos, pero únicamente de cuestiones y problemas en el ámbito del proyecto; él le
respondía a sus mensajes al móvil de forma políticamente correcta, sin ningún
sentimiento por su parte. En el puente del Corpus se escribieron por el WhatsApp, y
aseguró él que la llamaría, pero ya habían transcurrido dos o tres semanas y aún no
habían hablado.
Se dio cuenta, tras recapacitar, de que se estaba diluyendo lo que pudiera haber
existido entre ella y Germán. Sintió lástima, porque habían pasado buenos momentos
y, como mínimo, creía que debían ser amigos. Él se lo hizo pasar mal, experimentó
una honda decepción, pero después se percató de que había exagerado. Se hallaba aún
afectada por su desafortunado devaneo con aquel seductor chico del equipo de fútbol,
del que no había vuelto a tener noticia, y tal vez lo había pagado con él. No es que
Germán estuviera exento de culpa, pero puede que su fascinación por el proyecto le
cegara y provocara ese extraño comportamiento, tan egoísta. Decidió olvidar lo que
había ocurrido y actuar como si nada hubiera pasado, y le llamó para proponerle
cenar algún día en el ristorante de la promoción.

Germán se había relajado con ayuda del primer vaso del vino rosado. Durante toda la
velada se había sentido inseguro y nervioso. Cuando lo llamó y le comentó lo de la

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oferta, con su desparpajo y jovialidad intrínsecos, se quedó sorprendido. Mientras ella
hablaba, su mente buscaba a toda velocidad excusas y explicaciones por si le
preguntaba por qué no la había llamado en los últimos días. Pero ella no fue por esos
derroteros, por suerte, porque no había conseguido dar con un buen pretexto. La
realidad era que ni él siquiera se había percatado de que los días habían ido pasando y
había olvidado por completo su promesa de llamarla. Tal vez por miedo, o quizá por
querer evitar un nuevo ciclo de conversaciones infructuosas, que no llevaran a nada.
Además, en el trabajo se hallaba obcecado con la programación y puesta a punto del
nuevo algoritmo, intentando despachar rápidamente las tareas oficiales. Y después, en
cuanto salía por la puerta principal del edificio de Kryticos, desconectaba de todo lo
relacionado con el trabajo y se ponía a pensar en sus cosas. Aceptó la propuesta casi
por inercia, o por cortesía, incapaz de elaborar otra respuesta, pero cuando asimiló el
hecho le invadió una enorme felicidad.
Los días que restaban hasta el viernes por la noche los había vivido con júbilo, a
la par que trastocado por una cierta inquietud. Le parecía que nunca iba a llegar el
día, aunque por otro lado le consumía la incertidumbre: realmente desconocía los
propósitos de la veleidosa joven. ¿Querría simplemente arreglar las cosas y recuperar
su amistad?
Habían quedado en Atocha para evitar coger el metro para solo un par de paradas,
y subieron caminando por la calle de Alfonso XII, dejando a mano derecha el Parque
del Retiro. Eran más de las nueve, pero aún era de día y hacía calor, algo habitual a
finales de junio en la capital.
Germán se había arreglado más de lo normal y se sentía ligeramente fuera de
lugar. No estaba acostumbrado a citas de ese estilo, siendo lo más espléndido en su
historial de salidas románticas un par de combinaciones de Burger King más sesión
de cine posterior.
Cuando la vio, esperando frente al jardín tropical de la estación de Atocha, quedó
perplejo. Cierto era que cualquier atuendo que se pusiera le sentaba de maravilla,
pero esa tarde iba especialmente deslumbrante. Llevaba una camiseta sin mangas de
tono amarillo pálido, como de encaje, pero con forro por debajo, con escote en forma
de U, y una falda corta y suelta, negra, de una tela fina que se agitaba y ondeaba
constantemente al son de sus movimientos. La camiseta era holgada y larga, cayendo
un palmo sobre la falda, y ceñida por la cintura con un cinturón fino de color negro.
Colgaba de su cuello un largo collar de cuentas gruesas y redondeadas, de un material
que parecía o simulaba madera. Sus piernas, perfectas salvo porque aún no estaban
bronceadas, terminaban en unas zapatillas amarillas tipo bailarina.
Cuando se saludaron ella sonrió y comentó que iba muy elegante, contemplando
su camisa, tal vez sorprendida, que llevaba por fuera del pantalón. Germán le
devolvió el cumplido, diciéndose a sí mismo que, para mejorar lo presente, solo se le
ocurría que se hubiera puesto tacones en lugar de zapatillas. No sentía ninguna
predilección por las mujeres bien vestidas, pero aparte de combinar mejor, unos

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zapatos que le otorgaran unos centímetros extra, elevarían su atractivo a un nivel
incontestable. Aun así, se consoló, ella le llegaba por la barbilla, y él era algo más
alto que la media, con lo que, aun siendo bajita, podría considerarse de una estatura
normal.
Durante el camino charlaron animadamente, y Germán se regocijaba cuando
alguno que se cruzaba se quedaba mirándola, a ella con codicia y a continuación a él,
con envidia. Se mantenía algo intranquilo, por si salía el tema del día que fueron al
concierto, de su inoportuno beso, la rabieta de Sonia… Trató de dilucidar, por su
estado de ánimo, lo mismo que se había preguntado los últimos días: ¿cuáles eran sus
intenciones? Pero no tuvo éxito, ella irradiaba gracia y encanto, como era habitual
cuando gozaba de su compañía, excepto cuando se enfadó. Podría simplemente
querer dejar bien las cosas para que persistiera su amistad. O —sopesaba Germán,
preocupado, recordando a aquella íntima amiga del refugio de animales—, podría
salirle con que le había citado para aclarar las cosas, reconociéndole abiertamente que
le gustaban las mujeres. No, esa idea era absurda, se reprendió. Recordó que el día
del concierto hizo comentarios, relatando haber estado en este o aquel sitio,
acompañada de algún chico con el que salía tiempo atrás, lo cual demostraba que sus
sospechas habían sido estúpidas. Decidió quitárselo de la cabeza.
Sin embargo, ya degustaban los entrantes —unos exquisitos medallones de
mozzarella rebozados— y aún no se había tratado ningún tema incómodo, lo cual, en
alianza con el vino, le hizo ganar confianza. La conversación fluía a buen ritmo,
riendo cada uno con las historias del otro. Hablaron de los planes para las cercanas
vacaciones, de lo que habían hecho en el pasado puente, del trabajo… Germán puso a
Sonia al día sobre las indagaciones que Marcos y él realizaban. Le contó con
alborozo los detalles de las imágenes que habían logrado sacar de los primates, riendo
ella cuando le dijo que sospechaban que aparecía su figura en alguna de ellas. Sonia
se alegró del éxito y propuso brindar, pidiéndole a su vez, en tono jocoso, que se
acordaran de su ayuda cuando se hicieran famosos.
—Eso por descontado —confirmó Germán, riendo, aunque a continuación se
puso más serio—. Pero no nos vamos a quedar ahí, ya tengo diseñado un motor de
búsqueda para encontrar los mismos patrones en capturas de EEG. En cuanto pueda
me pondré a picar el código fuente.
Ella se quedó en silencio, dubitativa.
—A ver… un programita que va buscando en todas las ondas, recorriendo todo el
espectro de cada electrodo, pero con el objetivo de quedarse solo con las del rango de
frecuencias donde encontramos los recuerdos —aclaró Germán.
—Pero ¿para qué queréis eso? Si ya lo habéis encontrado en la actividad de las
pruebas invasivas. Aunque lo saquéis también en las de electro, serán ondas más
distorsionadas, y las imágenes se verían peor aún.
Germán se armó de paciencia.

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—Ya, pero tía, ¿es que no te das cuenta? Si lo conseguimos con las pruebas de
electro, seremos capaces de aplicarlo a humanos.
Sonia levantó las cejas y abrió la boca, comprendiendo enseguida.
—Claro, qué tonta, el vino me nubla la mente —dijo riéndose, y calló unos
segundos, asimilando las consecuencias—. Sería un hallazgo increíble, espero que me
vayas contando.
Germán aprovechó para apuntarse otro punto; no volvería a pedirle un favor que
involucrara a los monos, sabía que a ella no le agradaba hacerles pasar malos ratos.
—Además, si fuese bien, ya no haría falta estar molestando a los monos con más
sustos; podríamos probar nosotros mismos. Ya lo tengo pensado. Tengo que esperar a
que me pase algo fuerte, por ejemplo que casi me atropelle un coche —dijo Germán
bromeando—, o que me cacen los de Microsoft con la Xbox pirateada y me la baneen
de las partidas online para siempre. —Soltó una carcajada maliciosa—. Por cierto, a
Marcos ya le pasó, qué mala suerte.
—Yo te cambiaba por Espinosa tan a gusto —le siguió ella el juego.
—¡Hecho! —exclamó. Mantuvo el tono guasón, pero aplicó un matiz más serio.
Tarde o temprano necesitaría su colaboración de nuevo, pero no sabía cómo
pedírsela, no quería ofenderla—. Entonces, en cuanto me pase algo que me
impresione un poco, cojo y me rapo la cabeza, y quedo contigo allí para que me
pongas los cables y me captures la actividad cerebral.
Sonia rio, agarrando la copa de vino y dando otro sorbo.
—Qué bruto. No hace falta que te rapes, han llegado unos electrodos nuevos, los
llaman de tipo clip. Tienen como una corona de pinchitos que se clavan en la piel o
en el cuero cabelludo, pero no hacen daño. Van también colocados en un gorro, y
como va ajustado en la cabeza, ya no se mueven.
Le habló un rato de Juan Carlos Espinosa, que no había dejado de quejarse por el
hecho de tener que llevar la cabeza afeitada. Finalmente había conseguido que
adquirieran un nuevo equipamiento de gorro y electrodos. Aun así, se estaba
convirtiendo en un tormento para todos, cada día más impaciente e irritable.
Entretanto, el camarero irrumpió con sendas pizzas, no excesivamente grandes.
—Entonces, si no hay que raparse, tú también podrías participar. Si te pasa algo
que te asuste o te impresione, ya sabes —comentó Germán, medio bromeando para
no sonar imperativo. No quería que se sintiera obligada.
Sonia negó con la cabeza, pero comprobó aliviado que seguía sonriendo.
—¿Y quién me colocaría los electrodos, los cables, y ejecutaría los comandos en
los equipos? Yo os puedo ayudar, alguna tarde que no haya nadie, pero tendríais que
venir y someteros alguno de vosotros a la prueba.
—¿En serio? Entonces es posible, ¿no necesitas a Carlos para generar los
ficheros?
—Cuenta con ello —aseguró Sonia con su eterna sonrisa—. Además, ya lo he
hecho tantas veces con el tipo este que es pan comido. Una vez ajustado bien el

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gorro, solo hay que lanzar una aplicación en el ordenador de Carlos y se inicia el
registro de los impulsos eléctricos automáticamente.
—Vaya —contestó Germán, contento y sorprendido de tan positiva respuesta—,
veo que habéis mejorado desde que vimos aquella primera prueba de demostración,
hace ya un año.
—La verdad es que Carlos se lo ha currado para hacerlo todo más fácil —dijo
mientras dejaba en el plato el borde de una porción de pizza.
—De todas formas, cuando acabe el programa, haré que busque en alguna de las
capturas que tenemos de Espinosa, que hay un porrón. Probablemente no encuentre
ningún recuerdo de este tipo, sería mucha casualidad que el día anterior, o
recientemente, le hubiera pasado algo impactante. Pero por probar…
Después de la cena Germán se ofreció a invitarla a una copa en algún pub
cercano. Sonia había pagado la cena y él no había podido hacer nada para impedirlo,
porque ella se limitó a entregar el cupón que había imprimido en casa, después de
realizar el pago por Internet.
Ya de noche y con una temperatura más agradable, continuaron subiendo hasta el
cruce donde se erigía, iluminada, La Puerta de Alcalá. Ninguno había salido por esa
zona anteriormente, por lo que iban a la aventura. Giraron a la derecha y avanzaron
por la calle Alcalá, por la acera de la izquierda, la de los edificios, evitando la que
bordeaba el Retiro, oscuro y amenazante. Se internaron por una de las bocacalles que
les salió a mano izquierda, poco después de pasar de largo la salida del metro de
Retiro, porque les pareció ver el letrero luminoso de algún bar o local similar. Se
trataba de una calle estrecha, pero acogedora, flanqueada en ambas aceras por altas
acacias. Los edificios, de unas seis plantas, lucían las fachadas castizas de ladrillo
rojizo, atestadas de ventanales, idénticos, altos y estrechos, y situados
equidistantemente. Resaltaban, bordeados por un marco blanco de escayola o ladrillo
claro, y se hallaban protegidos por dos contraventanas de madera, de un tono oscuro
que la luz de las farolas no permitía discernir. En cada uno asomaba un estrecho
balcón con barandilla de hierro.
Agradecieron el silencio y tranquilidad al dejar atrás el bullicio del tráfico de la
calle Alcalá. Callejearon un poco y finalmente se introdujeron en un pub pequeño,
pero bien montado. Pidieron una copa, jugaron a los dardos, rieron y fueron
intimando. Según hacía efecto el alcohol se iban repitiendo los abrazos y gestos de
cariño. A Germán le repulsaba el bar en general. Detestaba la música y le indignaba
el precio de las consumiciones; en los antros que frecuentaba por Móstoles se podía
tomar dos copas por cada una que se tomaba ahí. Pero no le importaba, estaba feliz
con ella, tan alegre y dicharachera como al principio. Y deslumbraba, tanto que en
más de una ocasión detectó miradas furtivas clavadas en Sonia, en concreto cuando
se separó momentáneamente de ella para acercarse a la barra a por la segunda ronda.
Le hechizaban sus grandes ojos, brillando y atravesando los suyos, y se derretía
cuando se pegaba a él para escucharle, cuando la pegajosa música no les dejaba oírse.

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Esta vez no iba a hacer ninguna tontería, no iba a estropearlo como hizo el día del
concierto en la universidad. Prefería aguantar más tiempo sin mover ficha, con tal de
no fastidiar algo tan mágico, aunque muchos pensaran que eso equivalía a un fracaso,
que significaba regresar a casa con las manos vacías.
Germán se cansó del local, que empezaba a llenarse demasiado y resultaba
agobiante.
—¿Buscamos otro sitio, con música menos pastelera? —propuso.
Ella asintió con convicción, pero precisó que prefería tomar un poco el aire.
En la calle había, en torno a la puerta del garito, casi la misma cantidad de gente
que dentro, fumando unos y los demás charlando con los que fumaban. Anduvieron
unos metros, sin rumbo fijo, y pronto se encontraron en otra calle solitaria que
desembocaba, al fondo, en lo que creían que podía ser la suntuosa calle de Serrano,
hacia donde se dirigieron lentamente. Hacía ya algo de fresco y Sonia se agarró a él,
pasándole el brazo por la cintura. Germán no desaprovechó la ocasión y desplegó su
brazo sobre sus hombros, asiéndola con fuerza.
—Oye, en vuestro experimento, para que aparezcan recuerdos en las capturas de
señales, ¿solo valen sustos y cosas negativas? —preguntó, con más que curiosidad.
Germán advirtió alguna segunda intención, como si tramara algo.
—No lo sabemos, pero creemos que no, debería servir cualquier impacto
emocional fuerte, algo que quede grabado y vuelva a la mente después, cada cierto
tiempo. Conchi dijo el nombre técnico a Marcos, pero no me acuerdo, era algo
repetitivo.
Se quedó callada, mirando hacia delante. De repente, llegaron a la altura de un
portal y ella se detuvo, inspeccionando incompresiblemente el estrecho soportal,
apenas un oscuro recoveco que daba paso a un portón de barrotes de hierro.
Súbitamente se separó, zafándose de su brazo agachándose un poco, y le cogió de la
mano, arrastrándole dentro, al rincón más resguardado de la luz de las farolas. Le
empujó contra la pared, quedando la cabeza de Germán junto al panel de botones del
portero automático. Se puso de puntillas frente a él y pasó los brazos por detrás de su
cuello. Aun así, ella tenía que levantar ligeramente la barbilla para enfocar
directamente a sus ojos.
—El lunes por la tarde, ¿podrás venir a hacer de conejillo de indias para tu
prueba? —le dijo Sonia en voz baja y sensual.
Él, algo asustado y confuso, pero optimista, sintiéndose pletórico de dicha porque
intuía adónde iba a parar aquello, afirmó con la cabeza: las palabras no acudían a su
boca. Como en una nube, la rodeó por su estrecha cintura.
Sonia se acercó y le besó lentamente, atenazando su labio inferior entre los suyos.
Le dio la impresión de que quería hacerlo de forma delicada en un principio, pero
escuchaba su respiración, cada vez más sonora y acelerada, y al poco se desató en un
beso apasionado. Ella le mesaba inofensivamente el pelo por detrás de la cabeza, y él

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no pudo evitarlo: tenía a su alcance el cuerpo codiciado y tantas veces imaginado en
noches solitarias.
Subió la mano desde la cintura, palpando sus costillas sobre la camiseta y
cercando con precaución el objetivo. Poco a poco le estrujó con pasión un pecho, ni
grande ni pequeño, en su justa medida, como en los mejores sueños. Sintió que a ella
le gustaba, pero no quedaba saciado porque la ropa le impedía obtener sensaciones, y
maldijo para sí el cinturón que ajustaba la camiseta a la cintura de Sonia, que le hacía
imposible introducirse por debajo. Palpaba con desesperación y fogosidad, y creyó
excederse porque percibió que Sonia se sentía incómoda, abriendo los ojos
ocasionalmente cuando llegaba algún rumor de la calle, pues el lugar no ofrecía
suficiente amparo ante los posibles peatones o vehículos que pasaran.
Entonces recordó la falda, y lo que ocultaba, que le había atormentado durante
toda la noche, con cada meneo de sus caderas. Liberó la presa para a continuación
deslizar la mano hacia un objetivo más disimulado. Bajó por la parte exterior de su
muslo, dejando atrás la tela y sintiendo ya su piel tersa y fría debido al relente
nocturno. Volvió a subir la mano por detrás, comprobando con placer que llevaba
tanga, algo de lo que ya se había más que cerciorado durante la partida de dardos,
cada vez que lanzaba ella y se podía permitir mirarla con lascivia y sin reparos. La
carne era tierna, pero firme, no sobraba nada, tal y como había pregonado la parte
expuesta de sus lustrosas piernas. Escuchó su respiración entrecortada y notó que a
veces se descompasaba mientras se besaban. Sonia se contorsionaba rítmicamente,
enroscándose en su cuerpo, colgada de su cuello. Ebrio de excitación, deslizó su
mano alrededor de su muslo, y ya la subía por la cara interna, mucho más caliente,
cuando algo le impidió continuar la progresión.
Ella dejó de besarle y le sacó la mano de debajo de la falda, colocándola en su
lugar de partida, en la cintura.
—Ya es suficiente para que lo recuerdes el lunes —le susurró ella al oído, casi
jadeando, con dificultad para articular las palabras.

—Marcos me ha dicho esta mañana que no cree que saquemos nada de esta captura
—comentaba Germán a Sonia, malhumorado, mientras se sentaba en el lugar que ella
le había indicado.
Le había molestado el pesimismo anticipado de su compañero, cuando el
desarrollo de la nueva versión del programa no había hecho más que empezar. ¿Tenía
que ser siempre tan realista y pragmático?
—¿Por qué? ¿No te pareció un suceso impactante? ¿No te han venido recuerdos a
la cabeza? Porque yo he estado acordándome de ti todo el fin de semana, ya te lo dije
por teléfono —confesó ella, ruborizándose.
—Pues claro, y cada vez que me acordaba me ponía cachondo —dijo él, riendo.
Entretanto se dispuso Sonia a colocarle en la cabeza una especie de gorro de piscina,

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con cables colgando que salían de diferentes puntos. Todos los hilos se acababan
uniendo en uno más grueso, de múltiples colores, que terminaba en un conector
metálico—. Pero Marcos no ve claro que vaya a haber imágenes en esos recuerdos.
Primero porque ya han pasado tres días, y no sabemos si será demasiado; si los hay,
puede que estén debilitados y no podamos decodificarlos. Además, cree que esto es
muy diferente al miedo que pasaron los monos, dice que puede haber recuerdos que
están formados por sentimientos, sin imágenes que podamos decodificar.
—Bueno, por probar no perdemos nada —dijo ella con cierto desdén—. Por
cierto, ¿no le habrás contado detalles a tu amigo? —preguntó frunciendo el ceño,
inquisidora.
—No, solo que nos liamos, la noticia y punto —aseguró, bajando la cabeza para
evitar su mirada. Eufórico, no había podido evitar decir algo más, en cuanto lo vio
por la mañana, y no tardó en advertir la envidia en los ojos de su compañero, a pesar
de lo cual Marcos le felicitó sinceramente—. Oye, ya te lo he dicho antes, me da mal
rollo que nos vean y te echen la bronca —dijo Germán, preocupado.
—Tranquilo, a estas horas ya no queda nadie. A ver, vas a sentir pequeños
pinchacitos mientras ajusto el gorro, pero no te preocupes, e intenta no moverte.
Cuando concluyó, Sonia insertó el conector que reunía los cables en una de las
máquinas y a continuación se sentó delante de un ordenador para ejecutar el
programa que capturaría los impulsos eléctricos.
—Pues ya está, te dejamos así un par de minutos, que es más o menos lo que
tardamos cuando simulamos un impulso motor. Pero tú no hace falta que hagas nada.
Mientras tanto voy a recoger mis cosas y cuando vuelva te lo quito y nos vamos —
propuso Sonia.
—Vale, que ya tendrás ganas de irte de aquí. Siento haber llegado tan tarde —se
disculpó Germán de nuevo.
Había tenido lío en la oficina y no había podido salir casi hasta las siete, por lo
que había llegado sobre las ocho y media. Últimamente se les acumulaba el trabajo.
Los ficheros de la actividad neuronal de Espinosa no dejaban de llegar, y cada vez
podía dedicarle menos tiempo a lo suyo, lo que realmente le interesaba. Ansiaba
terminar su software para inspeccionar las ondas en humanos y obtener las imágenes,
pero quedaba mucho por hacer. Lamentablemente, tardaría en poder probar los
ficheros resultantes de la sesión que estaba a punto de realizarse.
—Quizás ayude que pienses en algún recuerdo, en lo nuestro o en otra cosa, a ver
si salen luego imágenes —dijo Sonia, con optimismo.
—No sé, no creo. Por lo que sabemos, después de leer teorías sobre las áreas del
cerebro y sus funciones, creemos que los recuerdos que hemos conseguido
decodificar son algo así como subconscientes. En la posición donde estaba el
electrodo en los experimentos con los monos no debería haber influencia del
pensamiento, ni de lo que yo intento recordar por mi cuenta.
Ella asintió, encogiéndose de hombros, y se marchó.

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Al rato regresó, ya sin bata, y Germán comprobó que había vuelto a sus atuendos
hippies, con unos vaqueros con algunos rotos y una camiseta de tirantes descolorida.
Aunque le quedaba bien, si pudiera elegir preferiría lo coqueta y deslumbrante que
había ido el pasado viernes.
Sonia se sentó en el puesto y detuvo la grabación en el ordenador. Le comentó
que iba a iniciar la exportación a los ficheros, que tardaría unos minutos. Mientras
tanto, le quitó el gorro con cuidado, soltando antes los electrodos uno a uno,
ignorando las quejas de Germán cuando le hacía daño, ya fuera por un tirón de pelo o
un pellizco en el cuero cabelludo. Finalmente copió los ficheros resultantes de la
sesión en el pincho USB que había traído Germán y se marcharon.
El oscuro y ya desierto polígono industrial se anunciaba ominoso al otro lado de
las vallas del recinto. Sin embargo, de todas las veces que había recorrido Germán el
largo trecho entre las instalaciones de Synphalabs y la estación de tren de Torrejón,
esta fue sin duda la más agradable.

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12.

GERMÁN salió del metro de Parque Oeste y caminó con optimismo hacia la
oficina. Disponían de hora y media para comer y siempre iba a casa y volvía, como
hacían la mayoría de sus compañeros que vivían también cerca, bien en Alcorcón o
en otras ciudades dormitorio de la zona sur de Madrid. Eso, a menos que se decidiera,
entre los más allegados, acudir todos juntos a comer a algún restaurante del vecino
centro comercial, lo cual solía suceder algunos jueves, una o dos veces al mes.
Aquel día de primeros de julio hacía un calor infernal, y a eso de las tres de la
tarde, la hora de entrada de la jornada vespertina, el sol pegaba sin piedad. Germán
intentaba guarecerse de él, arrimándose al lado de la acera más cercano a los plátanos
de sombra que había plantados en todo el trayecto, una calle curva que bordeaba el
centro comercial. A la izquierda quedaban las naves de los diferentes grandes
almacenes y comercios, mientras que a la derecha de la calle se hallaba, al otro lado
de la valla, el gran campus de la universidad: una pradera, ya amarilleando, salpicada
por varios edificios en el centro, menudos pero modernos y relucientes, y canchas
deportivas al fondo, donde a veces jugaban al fútbol algunos compañeros del trabajo.
El día anterior Germán había dado por concluida, por fin, su herramienta
informática para buscar dentro de la amalgama de señales recogidas en pruebas de
electroencefalografía, con la que optarían a cosechar resultados igualmente
espectaculares en humanos. Le llevó más tiempo del que había pensado. Por un lado,
no había sido una tarea fácil, encontrándose complicaciones frecuentemente que le
obligaban a revisar y rehacer partes del código fuente. Tuvo que informarse y
asimilar conceptos físicos de las ondas que no dominaba, como aprender funciones
matemáticas para gestionar las diferentes propiedades: interferencias, fases o relación
de la longitud de onda con la frecuencia.
Por otro lado, Eusebio, y sobre todo Conchi, no dejaban de presionarles para que
se mantuvieran al día con respecto al proyecto de Espinosa. Además, notaba que
Marcos empezaba a ponerse nervioso. Le daba la impresión de que no confiaba en
que fuera a terminar con éxito el programa oficial, como si estuviera perdiendo el
tiempo y dejando demasiado de lado el trabajo. Era quizás comprensible, porque les
habían exhortado a tener todos los movimientos decodificados durante ese mes; así
estaba pactado con los coreanos que iban a construir el robot y que requerían esa
información. Pero Germán consideraba que Marcos se lo tomaba demasiado en serio.
Los plazos siempre eran elásticos, pensaba, nunca pasa nada por retrasar un poco la
entrega. Le costaba horrores reprimir su entusiasmo y aparcar su programita o sus

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indagaciones para centrarse en el proyecto. Durante los últimos tiempos había
albergado siempre el punzante presentimiento de que estaban al borde de un gran
descubrimiento, y consideraba la investigación para el brazo robot un impedimento y
una pérdida de tiempo.
Salir tarde de la oficina, algo a lo que siempre se había opuesto por principios, se
había convertido en algo rutinario. Su jefe de Kryticos lo veía y se interesaba a
menudo, dándole ánimos y palmaditas en la espalda, ignorando que la mayor parte
del tiempo la dedicaba a su hobby privado, y no a sus obligaciones. Apenas tenía ya
oportunidades de asistir a conciertos, y a Sonia solo la veía durante los fines de
semana, aunque con la misma ilusión y pasión que aquella intensa noche madrileña
del mes pasado.
Pero tanto sacrificio tuvo su recompensa. Por fin había dado por finalizada su
aplicación, y la tarde anterior, antes de irse, dejó ejecutando la búsqueda sobre los
registros de la actividad capturada a sí mismo ese ya lejano día. La inspección, como
sospechaba, requería un largo tiempo de computación, pues se trataba de señales
debilitadas, en contraposición con las más puras obtenidas con las pruebas invasivas
en los monos. No había concluido aún cuando llegó a la oficina a primera hora, ni
durante toda la mañana, pero, por el porcentaje que se indicaba, esperaba que al
regresar después del almuerzo hubiese terminado.

—¡Ya ha terminado! —exclamó Germán, nada más llegar y sin siquiera sentarse,
procurando ahogar el volumen de la voz para que solo Marcos pudiera oírle. Por
precaución, no habían comentado nada con sus compañeros de la oficina acerca de su
investigación particular.
—A ver, ¿ha encontrado imágenes? —dijo Marcos, ilusionado, poniéndose las
gafas que estaba limpiando y levantándose de su sitio para acercarse por detrás de
Germán.
—Oye, mejor espera a que las vea yo. Puede que salga algo demasiado íntimo —
le contuvo Germán, haciendo un gesto con la mano. Bromeaba, pero solo a medias.
—Anda, flipado. ¿No decías que era un portal oscuro? Si sale algo, se verá bien
poco. De todas formas, ya te dije que dudo que se vea algo de eso —dijo Marcos,
regresando a su sitio, sonriendo y negando con la cabeza.
—Ya, pero por si acaso. Ver no vi nada, pero como salga lo que había en mi
imaginación…
Germán tomó asiento delante del servidor y se entretuvo unos segundos,
moviendo el ratón con esmero. No le gustó lo que encontró y su emoción se
desplomó.
—Parece que hay imágenes, pero es todo negro, he visto ya cuatro o cinco y no se
ve nada… —comentó con voz tenue, consternado. Se llevó la mano libre a la frente,
sujetándose la cabeza.

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Marcos debió percibir que no ponía muy buena cara, porque ya se había
levantado y acudía vacilante, como compartiendo su preocupación. Germán creyó
que reflexionaba, pensando qué decir para consolarle y animarle, o encontrar una
posible alternativa.
—Quizás —dijo Marcos por fin— deberías modificar el programa para buscar en
otro rango de frecuencias, no tiene por qué coincidir en los monos y en las personas.
O ampliarlo, aunque tarde más.
Puede que estuviera en lo cierto. Y no solo la frecuencia, también podía ser
diferente la situación exacta donde se originasen esas señales. Los recuerdos del tipo
que habían hallado en los animales podrían estar localizados en otro sitio en el
cerebro humano, lejos del electrodo que los capturó en los primates, y por tanto a
saber con qué frecuencia. Había demasiadas variables que no habían tenido en
cuenta. Tal vez por eso mismo Marcos se había mostrado menos optimista, sin
faltarle el entusiasmo, había arrojado dudas sobre la viabilidad de lo que estaba
desarrollando Germán. Apelaba a la responsabilidad, se inclinaba por seguir
investigando, pero con calma y cabeza, teniendo claros los planteamientos y, sobre
todo, sin descuidar el acuciante proyecto de Espinosa.
—Mira —reiteró Marcos, a su lado, compasivo—, haz los cambios, ponte con
ello y yo me encargo del proyecto. Intentaré hacer tu parte. Nos retrasaremos más,
pero que les den —concluyó con determinación.
Germán quedó sorprendido, casi conmovido ante la empatía de Marcos. Debía
estar viéndolo muy abatido para llegar a ese extremo. Eran patentes su sentido del
deber y su compromiso en el trabajo, de modo que hacer aquello le implicaría una
dolorosa merma de su profesionalidad. Pero era lo que él necesitaba, valoró Germán,
tiempo para revisar la aplicación y hacer que funcionase. Marcos también anhelaba el
éxito de su investigación, por lo que conseguirlo sería la mejor forma de devolverle el
favor.
—Gracias, tío.

En cuanto Marcos se levantó esa mañana y activó el tráfico de datos de su móvil, que
reposaba en su mesilla porque lo usaba de despertador, recibió un mensaje de Germán
por el WhatsApp. Increíblemente, su compañero ya estaba en la oficina y le urgía a
que acudiera lo antes posible. Marcos sabía que Germán iba a iniciar la ejecución en
cualquier momento, pero desconocía cuándo lo había hecho y cuánto iba a tardar,
pues la búsqueda se había ampliado en el rango de frecuencias. Sin embargo, el
mensaje incitaba al entusiasmo; tendría resultados, de otra forma Germán no se
habría molestado en escribirle.
Marcos se vistió atropelladamente, ansioso por salir de dudas, presintiendo una
buena noticia.

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Tan pronto como apareció por la sala, casi vacía aún, Germán lo vio desde su sitio
y le hizo un gesto para que se apresurara. Según se acercaba a la mesa, Marcos
advirtió que Germán iba despeinado y con la misma camiseta del día anterior, pero
más arrugada. Apostaría a que tampoco se había lavado la cara. Germán le informó
rápidamente de que la ejecución había llevado casi dos días, escrutándose sin parar la
actividad neuronal de la prueba a la que él mismo se sometió. Añadió con orgullo que
había implementado una nueva funcionalidad, de forma que le enviaba un correo
electrónico para avisarle en cuanto concluía. Eso explicaba que hubiera aparecido allí
tan pronto aquella mañana: lo habría visto en el teléfono y habría salido escopetado
de la cama, con el alma en vilo.
—Bueno, al grano —exigió Marcos, sin disimular su admiración por las
artimañas de Germán. Tomó un asiento y lo acercó a su lado.
Germán dio unos latigazos con el ratón, buscando algo. Hizo doble clic en un
fichero de una imagen BMP y, mientras se abría, levantó la cabeza de la pantalla y le
miró, con una sonrisa de oreja a oreja, para a continuación levantar triunfante el
brazo, cerrando el puño con fuerza.
—Pues tenías razón, no hay nada de eso con Sonia. ¡Pero mira esto! —exclamó
Germán, eufórico, señalando el monitor.
Marcos se inclinó para acercarse más y observó en el monitor una imagen de lo
que parecía un escenario, quizá un concierto. Un tipo calvo agarraba un micrófono
con una mano y levantaba la otra. Los rasgos de la cara estaban bien definidos,
exhibiendo, con la boca abierta, una expresión sentida, reivindicativa. Al fondo,
detrás de lo que parecía una batería, había desplegado un gran telón negro con una
cruz latina tachada, dentro de una enorme señal roja de prohibición. Era como un
símbolo de «prohibido fumar», pero con una cruz en lugar de un cigarrillo. Más
borrosas se veían otras figuras humanas sobre el escenario, algunas portando lo que
podrían suponerse guitarras. Una masa gris, con siluetas de cabezas sin ningún tipo
de detalle, se interponía entre el foco de la imagen y el escenario, en la parte inferior.
Rodeando la parte visible había un marco oscuro, irregular, similar a la elipse de
aquellas capturas obtenidas con los primates.
Ignoraba qué demonios sería aquello, pero poco importaba. Era la prueba del
éxito, y experimentó en su interior una oleada de júbilo desbordado. No exteriorizó
sus sentimientos, algo habitual en él, y se preguntó si no hacerlo molestaría a
Germán.
—Es el concierto de Bad Religion, estuve justo el día antes de la prueba, el
domingo, con mi amigo Roberto —explicó Germán, exaltado—. Pero ¿te das cuenta?
¡Lo hemos conseguido! ¡Hemos decodificado imágenes de la memoria!
A Marcos le agradó que hablara en plural, porque realmente hacía ya varias
semanas que no colaboraba en el asunto. Pero se debía considerar partícipe, se veía
obligado a realizar buena parte del trabajo oficial de Germán, con lo que podía
decirse que formaban un equipo que se repartía las tareas. Se chocaron la mano

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ruidosamente y Marcos sintió las miradas soñolientas y curiosas de algunos
compañeros. Se cerró un poco, de forma que ocultara la pantalla a vistazos
indiscretos.
—¿Y eso era así, el dibujo ese de la cruz? —quería corroborar Marcos. Poco
sabía de los extraños grupos de radicales que escuchaba su compañero. La puesta en
escena era sobrecogedora.
—Sí, es su símbolo. Y la cara del cantante está clavada —aclaró Germán.
—Pero, no lo entiendo. ¿Te asustó algo o qué? ¿No se supone que lo que
encontramos deben ser cosas impactantes, que provocan que te acudan recuerdos
después, repetitivamente?
—¿Pero qué dices? ¿Cómo me va a asustar? —preguntó, y rio con sarcasmo, sin
esperar respuesta—. Pues claro que fue impactante, es que fue brutal. No los había
visto nunca, y me moría de ganas. Algunas canciones me pusieron los pelos de punta
—añadió Germán, tarareando una canción y haciendo un gesto que simulaba tocar
una guitarra, subiendo y bajando la cabeza.
Marcos se encogió de hombros, aceptándolo. Sinceramente no se creía capaz de
emocionarse en ningún tipo de concierto. Tal vez en el cine, con alguna película
magistral, pero no con la música. En muchos aspectos, Germán y él eran totalmente
diferentes.
—Qué pena que no se vea mucho más… Pero la verdad es que tuvo que
impresionarte el concierto, si ha salido aquí. O al menos si nuestra teoría es válida, ya
no sé qué pensar…
Germán hizo un gesto desdeñoso ante sus dudas y le enseñó alguna imagen más.
Podía intuirse que pertenecían también a recuerdos del concierto, pero se veían
notablemente peor. A continuación pasó otras en las que el programa no había podido
decodificar nada representable con un color, y aparecía todo negro.
—Esta otra sí que es muy fuerte —anunció Germán, cambiando bruscamente de
ánimo. En un instante se desvaneció su entusiasmo—. Creo que la conoces, al menos
de vista.
Pasó Germán hasta una imagen en la que se veía, en primer plano, el rostro de
una joven con los ojos apenados, como llorosos. Le sonaba la cara, pero no caía.
—Es Pilar —aclaró Germán, apesadumbrado—, la piba de mi amigo Eduardo,
también lo conoces. Ya sabes que a ella le daba clases de inglés. Bueno, pues esto no
te lo conté, ni debería contártelo, pero dado el caso, no me queda más remedio —hizo
una pausa y bajó el tono. Se pasó la mano por el desaliñado pelo y se rascó la patilla,
como si no encontrara la forma de empezar—. Resulta que en alguna ocasión, ya
había notado que se me insinuaba. No le di importancia, pero en una de las clases de
inglés, que se convirtió en la última, se confirmaron mis sospechas. Quise
contenerme, pero no pude…
—¿Te la tiraste? —preguntó Marcos, elevando demasiado el volumen, dibujada
en su rostro una mueca de incredulidad y asombro a la vez.

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Germán asintió emitiendo un suspiro de lamento, cabizbajo, como si, tras ver la
reacción de su amigo, se hubiera arrepentido de contárselo.
—Al momento me di cuenta de que la había cagado, y dejé claro que nadie se
enteraría y que no ocurriría nunca más. Ella se echó a llorar y me hizo sentir peor
todavía. Durante bastante tiempo me han venido remordimientos, no sé si por
traicionar a mi amigo, o por ceder y aprovecharme de ella para luego renegar y
echárselo en cara, como si solo hubiera sido culpa suya. Creo que hice que se sintiera
como una guarra…
—Y Eduardo, ¿se ha enterado de algo? ¿Siguen juntos? —inquirió Marcos.
—Por suerte todo sigue igual. A ella le dije que sería mejor dejar las clases
porque tenía mucho curro y llegaba tarde a casa y cansado, y parece que se lo creyó.
Es curioso, entonces era una vil excusa, pero ahora sería toda la verdad…
Quedó algo pensativo y melancólico.
—Esto fue hace ya unos meses —prosiguió—, pero sí es cierto que tuve
remordimientos y cargo de conciencia durante bastante tiempo después. Y todavía me
viene a la cabeza de vez en cuando. Así que no me extraña que haya salido aquí la
imagen, no sé cómo no se me había ocurrido. Supongo que pensábamos que solo
recogeríamos los recuerdos casi inmediatos, no tan lejanos.
—Pues es mona, al menos disfrutarías el momento. Eres mi héroe —declaró
Marcos, socarrón, dándole una palmada en la espalda e intentando quitarle hierro al
asunto para animar a su compañero. Ese lío de faldas no enturbiaba el gran logro. Al
fin y al cabo, la decodificación había funcionado y debían estar más que satisfechos,
especialmente Germán, que había sido el artífice de la última versión.
—No seas animal, tronco. Pobre Eduardo, y pobrecilla ella —le abroncó Germán
—. Ahora cuando la veo algún finde, junto a Edu y con el resto de colegas, pues
disimulamos, como si no hubiera pasado nada, pero son situaciones incómodas. En el
fondo es una buena chica, y nos llevábamos bien, y ahora es todo como muy forzado
y artificial.
Se lo había tomado peor de lo que esperaba. Marcos se esforzó para encontrar
algún comentario para cambiar de tema y enmendar la desafortunada broma.
—Míralo por el lado bueno, lo interesante de esto es que siguen saliendo
imágenes, aun habiendo pasado bastante tiempo. Eso da todavía más valor a lo que
hemos descubierto.
Germán asintió, reflejándose en su cara una súbita mejora de espíritu. Su veleidad
siempre había sido destacable.
—Sí, y es probable que cuanto más te afectan, más tiempo permanecen en la
cabeza, repitiéndose, como el calimocho de vino barato.
Continuaron, embriagados de entusiasmo, debatiendo y analizando los resultados
obtenidos, durante buena parte de la mañana. A pesar del éxito, formularon varias
hipótesis acerca de la gran cantidad de imágenes negras obtenidas. Germán optaba

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por pensar que se trataba de recuerdos débiles, cuyas imágenes asociadas ya eran
ininteligibles.
—Yo creo que simplemente no es posible obtener imágenes de todos ellos —
opinaba Marcos—. Puede haber recuerdos de sensaciones, sonidos, olores o
sentimientos, que no lleven una visualización asociada. Eso podría explicar que no
haya salido nada de cuando te enrollaste con Sonia. Al no haber ninguna imagen
fuerte que te impactara, no hemos conseguido sacar nada. Lo que no significa que no
tuvieras recuerdos durante la sesión de EEG. Seguro que los hay —afirmó, señalando
el ordenador—, pero el programa no los entiende, no es capaz de decodificarlos, y te
lo muestra en negro.
—Puede ser. Por ejemplo, esas imágenes negras que hay entre medias de las del
concierto puede que sean sensaciones de canciones que viví con furor, y que me
marcaron o me impresionaron, pero que no llevan imágenes ligadas, solo sonido,
sentimientos o yo qué sé, y por eso no ha salido nada.
El debate se vio bruscamente interrumpido cuando Eusebio llamó para preguntar
qué tal llevaban una hoja Excel que debían haber enviado a primera hora. Consistía
en una lista que reflejaría los movimientos musculares que tenían pendientes de
decodificar para el caso Espinosa, y la fecha estimada en la que los completarían.
Marcos esgrimió que había estado muy ocupado con otras tareas, pero que se pondría
con ello de inmediato. Sin embargo, pasó la tarde volando y se marcharon antes de
las siete, sin que le hubiera dado tiempo a terminarla. Germán había propuesto
escaparse a tomar unas cañas para celebrarlo y Marcos decidió que la ocasión lo
merecía.

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13.

YA antes de empezar, mientras se esperaba a que acudieran a la sala todos los


convocados, el ambiente que se respiraba era tenso. Unos, con la mirada gacha,
hacían garabatos en su cuaderno, otros comentaban algo en voz baja con el de al lado,
temerosos de llamar demasiado la atención. El objetivo de la reunión era evaluar el
estado actual del proyecto de Espinosa y planificar las tareas pendientes, de cara a las
vacaciones de verano. Era conocido por todos que iban por detrás del calendario
previsto. Encontrándose ya a mediados de julio, el carácter urgente de la reunión
hacía prever a los asistentes que les iban a recortar o posponer sus anhelados días de
asueto.
Marcos había ido bastante callado durante la media hora que había conducido
hasta Synphalabs, sumido en sus meditaciones. Germán no parecía muy angustiado,
pero él, por el contrario, sospechaba que iban a culparles de los retrasos. A los
informáticos de Kryticos se les acumulaban los ficheros de la actividad neuronal, que
hacían cola para ser procesados y decodificados. Y eso, obviamente, era culpa suya y
de sus distracciones, aunque redundaran en el bien de la ciencia.
Habían llegado a la sala con unos minutos de adelanto, acompañados de Eusebio,
que había acudido a la entrada para darles acceso. Marcos apenas prestó atención a
las indiscretas miradas que dedicaron a Germán las compañeras del laboratorio de
Sonia, que revelaban que la noticia se había aireado; tal vez alguna no había sido muy
reservada. Todas habían visto ya a Germán en alguna reunión anterior, pero ahora
parecía que cobraba un renovado interés, acaparando la atención. Sonia y él se
saludaron discretamente, tomando asientos separados, yéndose ella junto a Claudia,
su simpática jefa, y la otra chica, alta y delgaducha, que creía recordar Marcos que se
llamaba Paula.
Comenzó hablando Eusebio, informando del estado actual. Según el acuerdo
inicial, tenían que haber entregado ya a la firma surcoreana la documentación
necesaria para que pudieran iniciar el desarrollo del software del brazo articulado. En
esa información deberían figurar las características o patrones de los impulsos
neuronales para cada movimiento muscular, tal y como los emitiría el cerebro de
Espinosa. Ellos programarían el robot para que ejecutara cada acción, una vez
recibida una señal eléctrica con esas características, directamente desde los electrodos
que Espinosa se vería obligado a llevar en su vida cotidiana. Pero los coreanos se
hallaban con las manos vacías. Aseguraban tener ya construida la estructura del
robot, pero sin la lista de impulsos no podían proseguir a la fase de programación:

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implementar el chip integrado que, obedeciendo a las señales neuronales, ejecutaría
las extensiones, contracciones o rotaciones de los diferentes elementos mecánicos del
ingenio artificial.
—No hemos terminado a tiempo, y por tanto hemos tenido que renegociar y
comprometernos a entregar esos datos cruciales para finales de septiembre —hizo
una pausa, tornándose más serio—. Eso significa, según el acuerdo inicial, que se nos
aplica una penalización económica. Si tampoco cumplimos en septiembre, nos
reducirán todavía más el margen de beneficio.
Continuó un rato, pidiendo, casi rogando, un último esfuerzo a todos, esperando
que comprendieran que los miembros más críticos en esta última etapa deberían
sacrificar parte de sus vacaciones. Tras un silencio sepulcral se dispuso a ceder la
palabra a Conchi, anunciando que la doctora se encargaría de administrar las
prioridades y organizar el calendario individualmente. Cuando era evidente que ya
había concluido, pareció como si un sentimiento de culpabilidad le hubiese azotado
repentinamente y añadió:
—Yo siento este tipo de coacción, de verdad que no me gusta, pero debo
transmitiros la presión que ejerce sobre mí el señor Lara, y espero que lo entendáis.
Marcos recordó a Fernando Lara, aquel hombre mayor, jefazo del área. No se
hallaba presente en la reunión, pero era obvio que había apretado bien las tuercas a
Eusebio.
Conchi pasó a los detalles sin más miramientos. No compartía el pesar que
traslucía Eusebio por las medidas adoptadas. Utilizando su portátil y el proyector,
mostró una lista de las sesiones que faltaban con Espinosa para terminar con el
abanico de movimientos y músculos, y a continuación el calendario que habían
acordado con él. La primera quincena de agosto aparecía libre, y Conchi reconoció
que ese intervalo lo había impuesto Espinosa. Marcos escuchó algún suspiro de
alivio; probablemente alguno del laboratorio intuía haber salvado sus planes. Pero le
llamó la atención que, por mucha prisa que tuviera Espinosa por disponer de su
brazo, parecía remiso a prescindir de sus vacaciones.
La doctora evaluó las necesidades de personal en cada sesión. La operativa no era
realmente demasiado exigente, gracias a que el proceso estaba ya bastante
automatizado. Nunca podría faltar en cada cita con Espinosa un doctor, alguien que
tuviera bien claro la anatomía del movimiento que fuera el objetivo de la prueba. En
la mayoría de casos, Conchi se hallaría presente, y buscó sustituto sin dificultad para
los días en que no iba a estar. Respecto al personal del laboratorio y los técnicos de
sistemas, acordaron organizarlo internamente entre ellos. Conchi les dejó claro,
mirando a Claudia con fijeza y haciendo uso de un tono casi amenazante, que nunca
debería faltar soporte, evitándose a toda costa el solapamiento de las vacaciones entre
los miembros del equipo. Consciente de que en los laboratorios se participaba en
experimentos para multitud de proyectos y departamentos, recordó la prioridad de
que gozaba el de Espinosa, y añadió que no se tolerarían situaciones de desatención.

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El tono más agrio lo utilizó contra Germán y Marcos.
—Veo que no seguís el ritmo, se os acumulan las sesiones a decodificar. No sé si
os estáis relajando, si os distraéis con otras cuestiones… —dejó las palabras colgando
e hizo una pausa. Lo había dicho con retintín; Marcos sabía a qué se refería. Nunca
debieron pedirle permiso para indagar más tras aquellos primeros indicios—. O si os
están enredando en otros proyectos en vuestra empresa.
Tras la acusación quedó unos segundos callada, como esperando una respuesta
que no se produjo. Marcos asimilaba el rapapolvo, abochornado, contemplando el
fiero e inescrutable rostro de la mujer, que les miraba fríamente, posando los ojos en
él y luego en Germán. También se sintió observado por muchos de los que se
sentaban en la mesa, lo que agudizó su incomodidad. Trató de dar con alguna excusa,
cualquier cosa que limpiara las dudas vertidas sobre su profesionalidad, pero abrir la
boca para escupir un embuste solo empeoraría las cosas. Germán, a su lado, parecía
más bien indiferente, seguramente molesto por la injerencia que se avecinaba en la
elección de sus vacaciones.
—Tenéis que poneros al día —espetó, autoritaria, visiblemente molesta por no
haber obtenido respuesta—. No quiero que se realice la última sesión programada de
mediados de septiembre, y que aún necesitéis un mes más para decodificar las señales
de la pila de pruebas que tengáis pendientes.
Marcos asintió, resignado.
—Por eso —continuó Conchi, con el aire dominante de quien dicta sentencia—,
hemos decidido que a partir de la semana que viene os trasladaréis aquí.
Marcos se azoró y abrió bien los ojos, estupefacto. Germán, que miraba su
cuaderno de notas como si con él no fuera la reprimenda, levantó la cabeza.
—No puede ser, nuestro jefe de Kryticos no dijo nada de eso cuando nos propuso
participar en el proyecto —protestó Germán, contrariado, pero con la precaución de
no alzar demasiado la voz.
—No te preocupes por eso —contestó, tajante—, ya hablaré con vuestra empresa
para explicar la situación. Hay que organizar además el traslado de las máquinas que
necesitéis.
—Pero yo no tengo coche, desde Móstoles tardo más de hora y media para venir
y lo mismo a la vuelta. Y con este calor me va a dar algo en el paseo hasta la Renfe
—se quejó Germán, más encrespado.
Marcos escuchó las risas burlonas de un par de los tipos de sistemas, Carlos y
otro que no conocía. Realmente, no era un argumento muy elegante ni profesional.
—A ver, aquí cada uno tiene sus problemas —contestó ella con acritud, perdiendo
la paciencia—. Si en octubre se ha terminado todo a tiempo, volveréis a vuestra
oficina. Esforzaos y entonces será solo cosa de un par de meses; no es para tanto.
Permaneció Conchi estática, con la cabeza bien alta, preparada para fulminar
cualquier otra réplica. Tras unos segundos, remató:

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—Respecto a vuestras vacaciones, os podéis tomar la primera quincena de agosto,
que no hay pruebas programadas —dejó unos segundos de suspense, antes de
precisar—; siempre y cuando os hayáis puesto al día con las sesiones anteriores.
Marcos experimentó una punzada en el estómago, como un golpe bajo. Sus
vacaciones, planificadas con tanto esmero recientemente, se desmoronaban. Sería
muy complicado liquidar el trabajo atrasado antes de esa fecha, incluso aunque
Germán volviera a dedicarse de lleno a sus tareas. El traslado no le hacía gracia, pero
más doloroso sería perder el dinero de las reservas.
—Pero es imposible, quedan solo dos semanas para agosto —protestó Marcos,
con poca energía, víctima de su docilidad.
—Entonces poneos las pilas. Cuanto antes terminéis de clasificar las señales, más
días tendréis de vacaciones —concluyó, solemne.
Marcos apreció más de un gesto de reprobación entre aquellos que no se hallaban
dentro de la línea de visión de Conchi, que seguía mirándolos. Era patente que
suscitaba antipatía. Además, ellos la tendrían que aguantar todos los días, por lo cual
estarían aún más hartos de su despotismo. Incluso le pareció ver que Eusebio negaba
con la cabeza, resignado. Se fijó con repugnancia en la chata y regordeta mujer, que
camuflaba sus muchas arrugas con maquillaje, con más profusión aún que en la
última ocasión, y se dijo que algún día le restregaría por la cara el gran
descubrimiento que tenían entre manos, y conseguiría que Lara y sus jefes supieran
que ella había rechazado investigarlo, impidiendo que el departamento y la empresa
se hicieran con la fama y el prestigio.

Cuando hubo concluido la reunión, se formaron en el pasillo algunos grupillos sueltos


de integrantes del equipo que, con mala cara, comentaban las noticias. Marcos charló
desganadamente con otro informático, compañero de Carlos, haciendo tiempo
mientras esperaba a Germán, para volverse juntos. Al rato se acercó él, seguido de
Sonia, y se separaron para intercambiar impresiones.
—Eso de que por los retrasos les han puesto sanciones económicas, no me lo
trago —afirmaba Germán, con chulería—. A ese tipo le da igual estar un mes o dos
más sin brazo.
Marcos también presentía algo.
—No debe tener tanta prisa cuando ha dejado un par de semanas sin pruebas,
seguro que para irse de vacaciones.
—Claro —dijo Germán, como si fuera evidente—. Lo que pasa es que si nos
retrasamos, pierden pasta porque son dos o tres meses más, o los que sean, de gastos
en personal que no habían calculado, personas que no pueden dedicar a otros
proyectos, y les queda menos margen de beneficio.
—Todas las empresas hacen lo mismo —apuntó Sonia, criticando, pero
defendiendo de alguna manera a su empresa.

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Germán farfulló algo y exhaló un quejido, como deseando dejar el tema, hastiado.
—Oye tío, me voy a quedar a comer con Sonia por aquí, por el polígono. Dice
que hay un sitio con menú del día por nueve pavos que no está mal. ¿Te hace venirte?
Marcos advirtió que Sonia le sonreía, animándole a que se quedara; pero intuyó
que Germán preferiría quedarse a solas con ella, ya que vivían lejos uno del otro y no
se veían a menudo. Últimamente Germán se hallaba en la oficina más pendiente del
móvil que de otra cosa, escribiendo constantemente por el WhatsApp o escapándose
al descansillo del ascensor para hablar a solas con Sonia. Su comportamiento era
irreconocible, pero esperaba que se debiese al empalago de los primeros días, que
fuese algo pasajero. En vista de la situación, a Marcos no le apetecía en exceso
participar en la velada y ser testigo de sus zalamerías, o bien ser visto como un
impedimento.
—No, gracias. Prefiero volverme, y ya como en casa. ¿Pero, te vas a ir luego
hasta el tren, con toda la solanera?
—Bueno, así me voy acostumbrando, ya has visto lo que nos espera —contestó
Germán, resignado.
—¡Que no! Tranquilo, yo vendré en coche, así que ya quedaremos en algún lado
—Marcos le dio una palmada en la espalda, de consolación. Germán suspiró de
alivio.
Fueron juntos los tres hacia la salida del recinto, después de despedirse Marcos y
Germán de aquellos que permanecían por allí y con los que tenían más trato. Al
parecer el coche de Marcos estaba aparcado de camino al restaurante al que se
dirigían, y algo alejado, de modo que iba a ser un buen trecho en compañía de la
reciente pareja. Marcos buscó algún tema de conversación, no se sentía cómodo junto
a los dos enamorados.
—Oye Sonia —dijo Marcos—, ¿dónde soléis comer vosotras? Lo de ir a casa se
me ha terminado, así que, más que nada, para ir haciéndome a la idea…
Sonia soltó una carcajada comedida ante su victimismo.
—Normalmente nos traemos un tupper y nos lo calentamos en el microondas de
una sala. Pero a veces vamos al Castilla, el restaurante; los lunes, normalmente. Ya te
dirá Germán qué tal se come —dijo, cogiéndole la mano a Germán y sonriéndole. Se
deducía que le hacía ilusión que se quedara con ella, y que había sido probablemente
una propuesta de Sonia.
Pasaron el control de entrada, donde Germán y él devolvieron las tarjetas de
identificación de visitante, y continuaron, bajo el sol abrasador, charlando de temas
del trabajo en Synphalabs: horarios, ambiente, y diversas cuestiones que se le
ocurrían a Marcos. Sortearon condones usados y envoltorios de comida rápida,
siempre abundantes en la acera de una calle paralela a la principal.
—Esto se convierte en picadero por la noche, y sobre todo durante los fines de
semana. Al ser un polígono, no pasa nadie —comentó Sonia.
—Agradable entorno… —ironizó Marcos.

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Marcos notó que Germán caminaba ausente, pensando en sus cosas. Le conocía
de sobra para saber que algo le preocupaba, y le inquirió si tanto le había afectado la
charla de Conchi.
—Si el lunes ya tenemos que venir aquí —explicó Germán, cabizbajo—, tengo
solo dos días para probar mis últimas mejoras en el programa. Aquí ya no podré, sería
demasiado arriesgado dejar corriendo el motor de búsqueda, durante un día entero o
más… Podría verlo Carlos, o alguien más.
Había albergado alguna esperanza, pero Marcos se dio cuenta de que a Germán
no le habían afectado nada las amenazas de Conchi. No iba a aplazar las indagaciones
para evolucionar su sistema. Su única motivación seguía siendo la investigación de
los recuerdos, lo cual apasionaba a él también, pero la obcecación de su compañero
deterioraría aún más su imagen profesional, además de arruinar sus vacaciones.
—Necesitaría más pruebas —prosiguió Germán—, nuevas sesiones de electro.
Tenía pensado venir alguna tarde —miró a Sonia—, a generar más capturas,
poniéndome otra vez los cables, pero ya no va a dar tiempo. Lo único que me queda
es ejecutar la búsqueda esta misma tarde, usando las sesiones con Espinosa.
Marcos no comprendía por qué necesitaba Germán utilizar las grabaciones de
actividad neuronal del señor Espinosa. Sabía que había realizado pequeñas mejoras
en el código fuente, para obtener mejor calidad en las imágenes, y había
perfeccionado el algoritmo de búsqueda; pero esos cambios podía probarlos
perfectamente utilizando los ficheros de su propia sesión de electroencefalografía.
Bastaría con comprobar que el programa fuera capaz de decodificar más imágenes
que antes, o con mejor resolución. No haría falta entonces fisgar en los recuerdos de
alguien, violando flagrantemente su intimidad.
—¿Y por qué no vuelves a ejecutarlo con los mismos ficheros, los de tu sesión de
electro?
—Ya lo he hecho —contestó Germán—, y alguna mejora se consigue. Pero
necesito más minutos de grabación, más material. También quiero asegurarme de que
esto funciona para otras personas, no solo para mí —añadió Germán.
Marcos asintió, era importante cerciorarse de que los resultados eran también
positivos en otras personas. En todo descubrimiento científico, lo crucial era que se
cumpliera de forma general, no solo en casos aislados o individuales. Sin embargo, lo
correcto sería comprobarlo realizando otras sesiones con él mismo o con Sonia, no
con alguien ajeno y sin consentimiento. Claro que, si Germán quería ejecutar la
búsqueda y aparcar el tema antes de que se mudaran de lugar de trabajo, ya no daba
tiempo y solo le quedaba esa opción.
Esperaron a que pasara un gran tráiler y cruzaron la ancha calle. El coche se
hallaba todavía a un par de manzanas, aparcado frente a una nave abandonada. Había
muchos locales y naves desocupados, víctimas de la crisis. Sin embargo, la calle se
hallaba atestada de vehículos, algunos incluso subidos a la acera. Según les contó
Sonia, la gente que venía en coche, por la mañana temprano, cogía los mejores sitios,

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próximos a su lugar de trabajo. Los menos madrugadores tenían que conformarse con
calles cada vez más alejadas y solitarias, lo cual entrañaba riesgos evidentes. De
hecho, en la zona donde había aparcado él, habían abierto coches más de una vez, y a
plena luz del día. Esto le había sucedido, sin ir más lejos, a su compañera Paula.
Marcos se alegró de tener un coche viejo, pero eso no contribuyó a animarle.
Deprimido ante el verano que les esperaba, divisó al fondo un edificio de locales
adosados, de tamaño mediano, de dos alturas, ocupado por lo que parecían en su
mayoría talleres de diversos tipos: aluminio, mecánica, confección… De alguno
colgaba un letrero luminoso; probablemente estaría por allí el restaurante, pero ya
tendría oportunidad de conocerlo en otra ocasión. Únicamente pensaba en alcanzar el
sufrido Megane y encender el aire acondicionado, aunque antes planteó a Germán el
reparo que le había surgido.
—Hay un detalle que no creo que hayas tenido en cuenta. ¿No piensas en que no
es muy ético cotillear en los recuerdos de alguien? Seguro que hay un puñado de
leyes que violarías… —le miró, sonriendo a medias, para aparentar una ligera
indiferencia; aunque el tema era serio, no quería parecer el aguafiestas que nunca se
salta las normas.
Germán le devolvió la mirada, con indolencia.
—¿Y qué? Si no se va a enterar…

Por fin había concluido la búsqueda. Germán había tenido que esperar hasta las seis,
a pesar de que la hora oficial de salida para los viernes era las tres de la tarde.
Prácticamente no quedaba nadie en la planta, pero no se habría quedado tranquilo sin
saber el resultado. Además, el lunes ya tendría que ir a trabajar a Synphalabs, y no
sabía si las máquinas llegarían allí el mismo lunes o ya el martes, lo cual habría
agravado aún más la incertidumbre por el desconocimiento del resultado.
Había utilizado una de las sesiones con Espinosa más largas que encontró en la
base de datos. No era muy actual, sería del mes de junio, pero le interesaba, más que
nada, por la duración. Sospechaba que algunos patrones asociados a estos recuerdos
intermitentes y subconscientes hacían aparición cada más tiempo, y en una simple
grabación de diez minutos su programa no los encontraría. No dejaba de ser una
hipótesis, pero todo lo que aumentara el número de imágenes extraídas era positivo.
Realmente, admitió, era lo de menos: con que se obtuviera una sola ya se confirmaría
que el programa funcionaba de forma general para el cerebro humano.
Mordiéndose las uñas de la mano izquierda, que le quedaba libre, hizo doble clic
en el botón de su aplicación, que exportaría las visualizaciones a ficheros BMP. Abrió
la carpeta de destino y, por los iconos pequeños que se exhibían, supo que las
imágenes generadas habían sido numerosas, aunque la mayoría ininteligibles o negras
completamente. Cerró el puño con fuerza, algo había, la prueba de un nuevo triunfo.

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Abrió extasiado la primera, con la idea de echar un vistazo superficial, pensando
en analizarlas más en detalle, junto con el informe del resultado de la aplicación,
durante la semana siguiente, aunque fuera a escondidas. Pulsaba el botón del icono de
la flecha hacia la derecha, pasando las imágenes de forma secuencial. Se detuvo
momentáneamente en algunas de lo que parecía una boda, saliendo de dudas cuando
en una de ellas se apreciaba el rostro de la novia con bastante detalle. No pudo evitar
esbozar una sonrisilla perversa. Supuso que se trataría de su hija, y que la emoción
del momento generó en él varios recuerdos, unos con imágenes y otros a saber con
qué información, porque el programa no había podido decodificar nada y creaba
confusas formas negras.
Continuó revisando los ficheros, con un ligero sentimiento de culpabilidad, como
si cometiera una fechoría, o más precisamente como si se hallara viendo algo que no
debía. Le vino a la mente cuando, de niño, espiaba el descansillo, a través de la
mirilla de la puerta, cada vez que oía el ruido del ascensor al entrar o salir algún
vecino. O también cuando de noche, con sus prismáticos de los chinos, fisgoneaba en
las ventanas iluminadas de los pisos de enfrente, convencido de que se produciría un
asesinato en cualquier momento y él sería el único testigo.
Mascaba la tapa de un bolígrafo, y mientras con la mano derecha controlaba el
ratón, con la izquierda se sujetaba la cabeza, apoyada la barbilla en la palma. Casi
pasaba ya las imágenes por inercia, pensando más en lo que haría ese viernes por la
tarde. Había quedado con Sonia el sábado, así que tenía la tarde libre para quedar con
Roberto y los demás, que ya empezaban a incomodarle insinuando que los
despreciaba, que se había dejado enganchar, etc.
Súbitamente, la visión de la siguiente imagen le dejó bloqueado. Un escalofrío le
recorrió la espalda de arriba abajo. Se le abrió la boca lentamente, y la tapa del
bolígrafo cayó, rebotando en el borde de la mesa y continuando hasta el suelo. Con el
somero ruido producido al repiquetear sobre la tarima reaccionó y volvió a pestañear,
pues los ojos se le habían quedado abiertos de par en par.

Marcos regresaba, el viernes por la tarde, de visitar a su abuelo. Tanto su padre como
su propia conciencia le habían dicho que debía dejarse caer por la residencia de
ancianos antes de las vacaciones —o los pocos días que le concediesen—, pero no
podía haber elegido peor día. Aburrido y desesperado por el atasco, cambiaba la
emisora de la radio, girando la obsoleta rueda de búsqueda manual, cuando le sonó el
móvil.
Mientras sacaba el teléfono del bolsito, que descansaba en el asiento del copiloto,
echó una mirada precavida por el retrovisor, atento a una posible presencia de la
Guardia Civil; lo único que le faltaba era que lo multaran.
Era Germán, tal vez fuera a proponerle algún plan para el fin de semana, pues a
veces le invitaba cuando hacía algo especial con sus amigos de Móstoles. Aunque

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Marcos casi siempre rehusaba asistir, puesto que no se encontraba cómodo con ellos
y con su forma de divertirse; excepto por el cumpleaños de Germán, evento en el que
se sentía obligado a participar.
—Tienes que venir, gordito —le apremió Germán, algo alterado.
—¿Qué? ¿Adónde?
—Al curro. Tienes que ver esto.

No le apetecía nada pasarse por la oficina a esas horas, un viernes por la tarde. Tenía
pensado continuar una partida de un juego de ordenador de estrategia, que había
dejado guardada la noche anterior. Ya más tarde saldría a buscar a Lorena, aunque no
tenían ningún plan fijo. Por el tono de Germán parecía algo urgente, por lo que, a
regañadientes, había prescindido de la sesión vespertina del videojuego. Se consoló
considerando que habría sido mucho peor si hubiese recibido la llamada en casa,
acomodado en la silla del ordenador, en gayumbos y con un refresco en la mano.
Quizás pudiera despachar rápidamente aquello que tanto le urgía a Germán.
Subió los escalones de la entrada y entró en el amplio hall, que parecía más el de
un hotel que el de un edificio de oficinas. Saludó dirigiendo un gesto con la barbilla
al vigilante, el simpático ecuatoriano del turno de tarde con el que charlaban de vez
en cuando. El hombre pareció extrañado de volver a verle y Marcos intuyó, por su
sonrisa, que tenía ganas de conversación. Sin embargo, Marcos no quería entretenerse
y se encaminó por el pasillo hacia el ala izquierda, donde se hallaban las oficinas de
Kryticos. Colocó la tarjeta sobre el lector y el torno le permitió el acceso. Mientras
esperaba al ascensor, quedó sorprendido del silencio que se respiraba. En ocasiones,
especialmente a la hora de entrada, se encontraba con tanta gente esperando que se
hartaba y terminaba subiendo por las escaleras, pero ahora no había un alma; todo el
mundo estaría ya de fin de semana, se lamentó.
Ya arriba, nada más asomarse, vio al fondo, en su sitio, a Germán, totalmente solo
en el área de su departamento. Únicamente oía a alguien teclear en algún despacho
del ala contraria. Sin embargo, toda la planta se hallaba iluminada como
habitualmente, a pesar de rondar ya las ocho de un viernes por la tarde. Se preguntó a
qué hora apagarían las luces, si es que lo hacían, censurando el derroche energético
que se llevaba a cabo, por norma general, en las oficinas.
—Mira esto —le apremió Germán en cuanto lo oyó, a lo lejos. Se apartó
ligeramente, deslizando a un lado su silla con ruedas, y acercó otra para que Marcos
se sentara.
—Espero que sea importante, me apetece estar aquí, ahora, tanto como… —
protestaba. Aún estaba a dos o tres metros de la silla, cuando lo que vio en pantalla le
hizo enmudecer.
Se acercó en silencio y se sentó, inclinando la cabeza sobre el ordenador.

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La imagen mostraba a un hombre de unos cuarenta años con el rostro
ensangrentado, sentado o recostado en el suelo, contra un tosco muro o pared. Era de
noche, pero la escena parecía iluminada por un foco o fuente de luz cercana. Por las
múltiples ronchas y cortes sanguinolentos en labios y cejas, se diría que había sido
golpeado sin piedad. Los ojos estaban cerrados, la boca abierta y la cabeza apoyada,
hacia atrás, como si hubiera perdido el conocimiento. Los brazos quedaban ocultos
por su cuerpo, seguramente atados por detrás de la espalda. Vestía una chaqueta y
pantalones de vestir, pero no se distinguía corbata entre las manchas de sangre de la
camisa. El resto de la imagen parecía borrosa, aunque a la derecha se discernía una
silueta oscura de lo que podría ser otro hombre, de pie y próximo al individuo.
—¿Estás de coña? ¿Esto ha salido de los ficheros de Espinosa? —preguntó,
incrédulo. Fue lo único que se le ocurrió a Marcos, tras observar en silencio durante
unos segundos.
Germán lo confirmó y añadió que había alguna más, del mismo cuadro. Se las
mostró, pero eran de peor calidad, en general, excepto dos de ellas. En una se veía
mejor al individuo de la derecha, que daba la espalda al observador —evidentemente
el propio Espinosa—, aunque se desvanecían los trazos del perfil. Aparentaba ser
alguien de mediana edad, corpulento, frente amplia y escaso pelo. Se distinguía
claramente un lateral de barba negra, bien recortada, y como atuendo, ya algo
borroso, llevaba una cazadora de cuero y pantalones largos, oscuros, de material o
tela inapreciable. Marcos asumió que esa imagen en concreto debía de estar ligada a
una memoria más inspirada en él que en el hombre golpeado, que en este caso
permanecía, emborronado, al fondo, en el suelo.
En otra, el suelo se notaba irregular, con piedras y malas hierbas, con lo que
quedaba patente que la víctima estaba apoyada contra el exterior de algún inmueble,
tal vez un chalé o una casa apartada. Además se percibían, a lo lejos, las luces de una
edificación de forma peculiar, dibujando un gran arco iluminado en el horizonte, que
resaltaba ostensiblemente contra el tono más zaino del cielo, en la franja lateral de la
imagen que dejaba libre la pared. Los protagonistas apenas eran discernibles en esta
ocasión.
Marcos pensó, sin darle notoriedad, que debía de tratarse de un puente o alguna
construcción de arquitectura modernista, que llamó la atención de Espinosa.
Probablemente aquella escena se situase en el campo, o al menos retirada de
cualquier núcleo urbano, porque no había más luces, excepto la propia que alumbraba
la escena.
—No sé de qué va esto, pero me da mal rollo —reconoció Germán, preocupado.
—Fíjate en la sombra del hombre que está de pie, proyectada en la pared —le
instó Marcos, haciéndole volver al dibujo anterior—. La iluminación tiene que venir
de un foco potente, orientado casi paralelamente al suelo, y a no mucha altura. Si
viniera de alguna luz del jardín de la casa, o de una farola de la calle, las sombras
serían menos marcadas y más bajas.

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—Podría ser una película, estarían grabando una secuencia nocturna, de ahí el
foco —propuso Germán, más relajado al encontrar una posible explicación.
—No te digo que no, pero me extraña que se le haya quedado grabado un
recuerdo tan simple. Si lo único que obtenemos son eventos impactantes, yo creo que
esto es real —dijo Marcos con suspense, y se echó hacia atrás, apoyando la espalda
contra el respaldo. Se llevó la mano a la cara para rascarse el ojo por debajo de las
gafas. Era un gesto habitual cuando discurría—. Apuesto a que esas luces son de un
coche, aparcado cerca para poder ver. Cierto que las sombras serían dobles, por haber
dos focos de luz, pero si está algo alejado se fusionarían en una sola, como es el caso.
Germán suspiró, consternado de nuevo.
—No —se corrigió Marcos, negando con la cabeza—, estoy creyendo que es una
foto, cuando en realidad esto es lo que el tipo recuerda. No se va a acordar de si la
sombra es doble o no, es un detalle sin importancia, he dicho una tontería; pero sí
tiene sentido que se le haya quedado la posición de la luz, el enfoque y la sombra
bien contrastada en la pared.
Germán guardó silencio nuevamente. De ser ciertas las visualizaciones, se
enfrentaban a algo de extrema gravedad, pero Marcos se sorprendió a sí mismo
excitado ante el hecho, y Germán parecía, por el contrario, apesadumbrado, superado
por los acontecimientos.
—A ver, enséñame las demás —solicitó Marcos, intrigado.
Germán le advirtió que no había mucho más de interés. A continuación le mostró
el resto de representaciones de los recuerdos del señor Espinosa. Pasaba de largo, sin
mucho detenimiento, las imágenes de la boda, cuando Marcos lo detuvo.
—Espera, vuelve a la anterior.
—¿Qué pasa, nunca has visto a una novia? Va de blanco… —ironizó Germán.
—¿No te resulta conocida esta cara? —le interrumpió Marcos, señalando a una
mujer, vestida y adornada con profusión, situada a un lado de la novia. Otras dos
señoras rodeaban a su vez a la joven. Daba la impresión de que la felicitaban, y la
novia parecía emocionada.
Germán se acercó a la pantalla y exclamó:
—¡Joder! ¡Si es la doctora!
Conchi se exhibía sonriendo, henchida de orgullo, aunque Marcos dudaba de si
estaba feliz porque la jovencita se casaba, o era simple amor propio por el momento
de protagonismo de que disfrutaba, al estar junto a la novia.
—Eso explica tanto insistir para que la empresa aceptara lo de Espinosa —acusó
Marcos, soltando una carcajada—. Se ve que son familiares, o se conocen muy bien.
Si te fijas, se ve con claridad tanto a la novia, que supongo que es la hija de Espinosa,
porque hay muchas más imágenes suyas, como a Conchi. En cambio, las otras dos
caras son borrones, supongo que no se fijó mucho y no se le quedaron grabadas en el
recuerdo, o no le provocaban emoción —conjeturó.

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—Eso parece. No sé quién será la novia, pero está claro que Conchi y Espinosa
tienen bastante más en común que el tratamiento para la prótesis —aceptó Germán.
Después puso un tono delator, vengativo—. Creo que a Eusebio le interesaría mucho
saberlo. Y al jefazo también.
—Aun así, aunque les digamos que Espinosa tiene enchufe con Conchi, no creo
que cambie nada. La pasta la habrá puesto igualmente, y si no hubiera sido rentable,
no habrían aceptado. Eso sí, la dejaríamos por los suelos —agregó Marcos, sonriendo
perversamente.
Germán se tornó serio de nuevo y se mantuvo mudo unos segundos.
—Pero esto es lo de menos, comparado con el otro tipo… A saber si está muerto
o no —dijo Germán, abatido.
Terminó de pasar las imágenes, que visionó Marcos sin comentarios. Debatieron
después qué debían hacer respecto al hombre de la paliza. Marcos observó que
Germán se hallaba algo alterado, le había impactado encontrarse con eso. Su
compañero propuso directamente acudir a la policía y explicarlo.
—A ver, tío, tranquilo —intentó calmarle Marcos—. Primero, no estamos seguros
de que eso sea real. Puede que sea lo que tú dices, una toma de una película. —Se
arrepintió de no haberle dejado creer que podría tratarse de eso—. O mejor aún,
puede ser una escena de una película que Espinosa haya visto en el cine o en casa, y
que le haya asustado. O incluso un sueño, una pesadilla que sufrió y recordaba aún
cuando le hicieron la electro.
Por una vez, según oía sus propias palabras, le dio la impresión de que su rebelde
amigo optaba por hacer lo correcto y responsable, y él trataba de disuadirlo, por algún
motivo que no alcanzaba a comprender.
Germán asintió, pero no se mostraba convencido.
—Es posible, pero sabes bien que es casi seguro que sean reflejos de la realidad;
de todas las imágenes que sacamos de mi sesión, eran todas reales. Y si hay bastantes
posibilidades de que sea verdad, este tío, probablemente —remarcó la palabra,
mirando a Marcos con dureza, echándole en cara haber entrado en el juego de las
hipótesis— ha participado, o al menos ha visto cómo le daban una paliza a un
desgraciado, si es que no lo han matado.
—Oye, porque Espinosa caiga mal a los de Synphalabs no se merece que le
acusemos tan rápido. Puede que estuviera atado también, contemplando la escena con
pánico, y después el tipo de la barba le zurrara a él. Y puede que sucediera hace años,
esos recuerdos aterradores no creo que dejen de atormentarte nunca.
Germán puso cara de asombro, contrariado porque negara lo que él veía como
evidente.
—Los millonarios no reciben palizas. Más bien suele ser al revés.
—Solo digo —explicó Marcos, suavizando la entonación—, que no sabemos
nada con certeza, no tiene sentido decírselo a nadie. Además, ¿crees que la policía va

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a creer en estas imágenes? ¿Qué vamos a decir, que las hemos sacado de la mente del
malo?
—Habría que explicar todo el procedimiento, el algoritmo… —musitó Germán,
reflexivo.
—No creo que sea la mejor forma de publicarlo —se reafirmó Marcos. Ahora
caía. Eso era lo que le cohibía, quería proteger el hallazgo, mantenerlo en secreto
hasta que llegara el momento oportuno—. Esto es algo grande, muy grande, tenemos
que medir bien los pasos y pensarlo detenidamente antes de sacarlo a la luz —
sentenció.
Germán se mantuvo en silencio, resignado. Marcos sabía de sobra que no le
gustaba dar su brazo a torcer, y le dejó unos segundos para que calara su argumento.
—Vale —se rindió Germán, finalmente—, pero no me voy a quedar de brazos
cruzados. Este tío me da mal rollo. La semana que viene, en cuanto nos lleguen las
máquinas, me pondré a decodificar más imágenes de sus sesiones, a ver qué más hay.
Ya sé que es un riesgo hacerlo en Synphalabs, pero me da igual.
Marcos quedó pensativo. A Germán le honraba su intención de, al menos, indagar
para salir de dudas. Y si él no le hubiera frenado, ya estaría intentando denunciar el
hecho. Era posible que ese hombre mereciera rendir cuentas con la justicia, o al
menos parecía que había estado involucrado en algo sucio. Pero Marcos lo que quería
realmente era no cambiar el curso de los acontecimientos; terminar el proyecto lo
antes posible y posteriormente dar a conocer su gran hallazgo, y con ello les llegarían
la fama y los reconocimientos.
La excitación que le embriagaba se desvaneció de un plumazo. Entendió que
haber encontrado el asunto de Espinosa, por muy escabroso que fuera, solo podía
verse como un handicap, algo que podría torcer el curso de los hechos. Maldijo la
mala suerte de haberse topado con aquello, que entorpecería sus aspiraciones. ¿Qué
probabilidades había de haber dado con alguien así? Claro que una persona opulenta,
tanto como para permitirse financiar semejante investigación, lleva más papeletas
para esconder algo oscuro detrás. Pero aun así, su mala fortuna había sido manifiesta.
Entonces fue consciente, con un leve sentimiento de culpabilidad, de que le
estaba dominando su ambición. Había antepuesto sus delirios de grandeza a las
honorables intenciones de Germán. Luego reflexionó y, en parte aliviado, llegó a la
conclusión de que no lo hacía solo por él mismo. Había despertado la ilusión en
Lorena, que no dejaba de hablar del tema, preguntando insistentemente cuándo
terminarían lo de Synphalabs y cómo publicarían el descubrimiento. La avaricia
también se había apoderado de ella, y lo último que deseaba era defraudarla.

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14.

JUAN CARLOS Espinosa se incorporó con torpeza. Solía apoyarse en los


reposabrazos de su gran sillón de cuero, pero desde hacía más de dos años eso ya no
era posible, y no terminaba de habituarse. Durante el trabajo, tenía por costumbre
levantarse cada una o dos horas para descansar la vista. Sin salir del despacho, solía
mirar durante unos minutos por el gran ventanal, contemplando, mientras se mantenía
abstraído en sus asuntos, a la gente que caminaba con prisa, o el tráfico nervioso de la
calle Arturo Soria. Esta vez, sin embargo, intuía que el calor abrasador del exterior
resultaría casi contagioso, y además el panorama en la hora de la siesta solía
presentarse aburrido y desolador; por tanto, prefirió omitir la visión del asfalto
derritiéndose en la desierta calle y recorrió lentamente el perímetro de la habitación,
con la única mano por detrás de la cintura, escrutando la decoración de las paredes.
Con una primera intención de encontrar alguna mota de polvo o mancha para
recriminárselo a la señorita de la limpieza, pasó a prestar una vaga atención a los
cuadros y adornos de las estanterías, todo ello de estilo zen. Nunca le había terminado
de convencer aquella elección de la agencia de decoración para su despacho. Debería
haber estado más encima de ellos, pero con el trastorno de la mudanza al nuevo
edificio les dejó hacer, y ahora tenía que convivir con el cuadro en relieve de Buda y
las figuritas de elefantes.
Conservaba, por suerte, los marcos con fotos, diplomas y titulaciones personales
que ya adornaban su escueto despacho en la antigua oficina. Con deleite contempló
una vieja foto en la que posaba él, bastante más joven, junto con David Hernando, el
otro socio fundador, con el que había mantenido tantos desencuentros y discusiones
como momentos de júbilo y celebración, que perduraban hasta el presente. Al lado
otra foto de aquel primer almacén, casi ruinoso y obsoleto en medios, pero que
cumplió. Aparecía completamente vacío. La foto la tomó él mismo, momentos antes
de la descarga de los primeros palés con bidones de ferrocromo, recién recibidos.
Aquello le hizo rememorar los tiempos de la fundación de la empresa, hacía más de
diez años.
Habían sido compañeros de trabajo en una planta siderúrgica en Valencia, que por
entonces producía cada año miles de toneladas de barras corrugadas, mallas soldadas
de acero para hormigón armado o tela de alambre. David gestionaba la adquisición de
la materia prima: los minerales y ferroaleaciones necesarios para la producción del
acero y otros productos. Negociaba y cerraba los pedidos con los productores,
normalmente de Sudáfrica o países sudamericanos como Brasil. Espinosa formaba

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parte del mismo departamento y se encargaba, por su parte, de toda la logística del
transporte del mineral. Contactaba con las agencias marítimas para contratar un
servicio en línea regular, o bien, si salía más rentable, directamente trataba con los
agentes consignatarios de los puertos de origen. Cometidos suyos eran, asimismo, los
trámites del corretaje de aduanas, el pago de tasas y aranceles y la comunicación con
las autoridades de los diferentes países.
Frecuentemente se veían obligados David y él a viajar a los países exportadores, y
coincidían a menudo, compartiendo experiencias y aventuras, así como devaneos con
mujeres de toda calaña, y fueron forjando una estrecha amistad.
Cierto día David le comentó en plan confidencial que llevaba un tiempo dándole
vueltas a un asunto. Había consultado con los proveedores los importes para envíos a
mayor escala y de un mismo producto, en lugar de las peticiones de cantidades
puntuales y diversas que les hacían ellos, y había calculado que la diferencia era
notable. Proponía crear un negocio que se dedicara a importar los materiales a gran
escala, fletando buques inclusive, y almacenándolos en España para su posterior
distribución. Las siderúrgicas les solicitarían a ellos remesas de las cantidades de
materia prima que necesitasen, a menor precio que adquiriéndolo en origen, como lo
hacía en aquel momento su empresa o las acerías de la competencia. Lo recibirían,
además, en un plazo considerablemente más corto. Y quedaría, obviamente, un buen
margen de beneficio para ellos.
David se lo propuso porque lo necesitaba, no solo por su buena relación. Espinosa
era el experto a la hora de gestionar el transporte. Tenía buenos contactos en las
navieras, conocía a consignatarios de buques en varios puertos; e incluso en el de
Valencia —destino habitual de las partidas de mineral para la planta— había fraguado
amistad con algunos funcionarios de aduanas y con altos cargos de la subcontrata de
estibadores portuarios.
El mayor obstáculo era la financiación. Para empezar habría que adquirir
almacenes, en alguna ciudad portuaria, preferentemente en la misma Valencia, terreno
conocido. Eso les permitiría acumular los minerales y metales, llegados en cantidades
ingentes, y distribuirlos después bajo petición, a largo plazo. Los almacenes deberían
estar equipados con la maquinaria, grúas y demás infraestructuras necesarias para
manejar los bidones y diferentes contenedores, y habría que contratar un mínimo de
personal. A eso habría que sumar el capital necesario para efectuar y transportar los
primeros grandes pedidos.
Tras arduas negociaciones llegaron a un acuerdo con una sociedad de inversores
que consideró aquello como una buena oportunidad de invertir en capital riesgo, y
aceptó el plan de negocio. Corrían mejores tiempos para obtener financiación. Y
nunca lo lamentaron, pues para los capitalistas fue un negocio redondo, recuperando
las participaciones con amplios beneficios, al retirarse pocos años después.
Contando con experiencia y fondos, desde el principio el éxito fue predecible.
Hernando y Espinosa salieron de la siderúrgica que los había asalariado durante

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tantos años de la manera más elegante posible; no se podía perder a un potencial
cliente. Meses después, cuando echó a rodar la maquinaria del negocio, se ayudaron
de los excompañeros para comercializarse y cerrar los primeros encargos. Tenían las
de ganar; por la experiencia anterior, conocían los productos, cantidades y calidades
que solían comprar y los precios en que se movían. Solo había que fijar un precio
algo menor, y la planta siderúrgica aceptaría con los ojos cerrados. Además de
obtener el mineral ligeramente más barato, lo tendría más rápido y ahorrándose los
gastos de gestionar la adquisición en ultramar.
En pocos años se multiplicaron los integrantes de su cartera de clientes, y
ampliaron y modernizaron el vetusto almacén de las inmediaciones del puerto de
Valencia. En un principio David y él gestionaban el negocio desde una ruidosa,
incómoda y reducida oficina situada en la planta superior del almacén. Al poco
tiempo, según fueron requiriendo y contratando más personal administrativo, tuvieron
que mudarse, y alquilaron una planta de un edificio de oficinas en la zona nueva de la
ciudad.
Diversificaron los productos que importaban para acceder a otros potenciales
clientes. Al margen de los minerales del hierro destinados a acerías y fundiciones,
comenzaron a traer metales como cobre y níquel para suministrar a talleres de
galvanotecnia. Abrieron un segundo almacén en Gijón, aspirando a hacerse con un
pellizco del abastecimiento del mercado siderúrgico del eje Gijón-Avilés, a través del
importante puerto asturiano, en fase de ampliación por aquella época. Y se preveía
una ulterior expansión —aplazada de momento por la crisis—, de modo que se
decidió mudar las oficinas centrales a Madrid, de cara a gestionar la futura red desde
un punto centralizado. Tras una larga temporada alojados en un polígono empresarial,
de alquiler, recientemente habían comprado el moderno edificio en que se
encontraban, en una de las mejores zonas de la capital. No era muy grande, pues
constaba de solo dos plantas, pero sobraba espacio para su actual plantilla. Había
supuesto una inversión fuerte, pero por otro lado, de cara a los clientes, daba una
imagen de empresa seria y solvente.
Se vio reflejado en el espejo vertical de la entrada del despacho. Ya no era ningún
treintañero, pero las horas en el gimnasio le seguían otorgando una presencia
imponente. Reparó con desagrado en la manga de la camisa, flácida y hueca; nunca
se acostumbraría. Aliviado, recordó que, si todo iba bien, en no muchos meses
volvería a tener algo parecido a un brazo.
Nunca podría habérselo permitido si no fuera por el otro negocio, se consoló,
justificando su ilegalidad. Porque únicamente con lo que ganaba en la empresa de
importación y suministro de mineral no habría bastado para reunir tan descomunal
cantidad. Aunque percibía una suma que muchos considerarían astronómica, nunca
habría sido suficiente; tal vez porque David y él habían acordado, desde el principio,
reinvertir la mayor parte de los beneficios en la propia compañía, ampliando y
promocionando el negocio, en lugar de repartírselo. Además, llevando el ritmo de

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vida al que se había habituado él y, lo que era peor, su familia, no le sobraba
demasiado a fin de mes de los ingresos oficiales.
Sí, y sin la ayuda de Conchi no habría sido factible, reconoció. Su cuñada le había
hecho un gran favor consiguiéndole el tratamiento; habría sido muy complicado sin
su ayuda. Lo había consultado y se había asesorado bien, y para algo similar
probablemente se habría tenido que ir una temporada a Estados Unidos, abandonando
los negocios, algo a lo que no estaba dispuesto. Se había puesto en manos de una
empresa que no ofrecía tantas garantías como algunos prestigiosos centros de
investigación o laboratorios americanos o japoneses, pero valía la pena intentarlo. Al
fin y al cabo, su salud no correría peligro. Si salía mal, el cacharro no se movería, o lo
haría erráticamente, y exigiría una devolución parcial. Lamentablemente, Conchi no
había podido aligerar el desembolso económico. Al fin y al cabo era doctora e
investigadora, con mucho peso en su departamento, pero no directiva. Volvió a
congratularse por tener el otro asunto, que tan suculentas ganancias le reportaba.
Pero al mismo tiempo, una punzada de remordimiento le recordó el reciente
suceso. Obviamente se les fue de las manos el castigo. El chico era demasiado
agresivo, tenía que aprender a contenerse, entender que asustar o amedrentar no era
sinónimo de dar una paliza semejante. Dijo que no había sido su intención, que
probablemente algún golpe le habría caído mal. Pero sus excusas de poco servían;
llevaba una temporada martirizado por aquella imagen, el rostro sanguinolento y la
cabeza gacha, inmóvil. No podía quitársela de encima.
Merodeaba por el despacho, reticente a volver a su sillón de cuero y al aburrido
documento que tenía a medias. Andando lentamente, cabizbajo, se consolaba
afianzándose en el convencimiento de que no había tenido más remedio. Era
necesaria una reprimenda, un fallo así era imperdonable. En los cuatro años que
llevaba con ello nunca se había perdido un envío de esa manera. Siempre había bajas,
y más aún en trayectos tan largos, pero algo así era un desastre, se habían perdido
cientos de miles de euros.
Recordaba aquel fatídico día de abril como si fuera ayer. Tras la mala noticia de la
negligencia de Valdés en la elección del tipo de contenedor, se había acercado al
almacén para corroborar en persona el estado de la mercancía recibida. Quería
cerciorarse de que no se la estaban jugando. Solo pudo constatar el malogro en el
primero de los contenedores; le hervía tanto la sangre de indignación que no fue
capaz de ver más. No solo le fastidiaba la pérdida económica; además iba a quedar
fatal con los distribuidores, que ya tendrían pedidos cerrados con sus clientes.
Claro que ahora estos accidentes podían ser más frecuentes que al principio,
cuando solo se traían un puñado de animales muy de vez en cuando. Aun así, hubo
que escarmentar al culpable, no debía volver a repetirse. Era lógico que avisase a
Joan y fueran a esperar al inepto de Valdés. Salió mal, se sobrepasaron, pero la culpa
no había sido suya, fue del chaval. Estos matones de discoteca, se recriminó, mucho
gimnasio, pero escasa templanza.

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Se lamentó porque dio la casualidad de que le pilló en Valencia, por aquel
congreso al que tenía que asistir inexorablemente. De otra manera, desde Madrid, no
se habría involucrado tanto. Obviamente no habría acudido al almacén
personalmente, ni habría guiado ni supervisado a Joan en el castigo. Porque el
acompañarle no había hecho más que envalentonarlo y azuzarlo. El chaval quiso
demostrar a su jefe, en persona, el tipo duro y vehemente que era. Si hubiera estado
en Madrid aquel día, simplemente habría exhortado a Joan para que arredrara a
Valdés, y probablemente no se le habría ido la mano.
Y lo peor es que ahora tendría que buscarle un sustituto. Tanto tiempo que le
había llevado enseñarlo, perdido. Tendría que volver a encargarse de las gestiones
personalmente, como al principio, al menos hasta que encontrara a otro. Ya tenía el
dinero preparado para tentar a alguno de cierta confianza… ¡Cómo le fastidiaba soltar
esa jugosa cantidad, que tantos esfuerzos le había costado reunir! Pero no había otra
opción; requería los servicios de un contacto en la agencia de servicios marítimos,
alguien que, bajo la protección de las importaciones legales de mineral de su
compañía, le despachara lo de los malditos bichos.
A pesar de todo, viéndolo en retrospectiva, había sido un negocio
extremadamente rentable y lucrativo, había valido la pena correr el riesgo. Debía
estar agradecido a Saburit, quien le abrió los ojos.
En aquellos tiempos, cuando aún vivía en Valencia y la empresa que había
fundado con David Hernando echaba a rodar, solía asistir en solitario a las reuniones
de la Confederación Empresarial Valenciana. Allí lo conoció, por azar del destino, y
entablaron buena amistad. Saburit era un tipo de mediana edad, alto y elegante, que
hablaba con marcado acento catalán, a pesar de ser de la tierra. Vivían en el mismo
barrio, en Na Rovella, y no tardaron en verse a menudo. Al principio lo tomó por un
comercial al que su jefe enviaba a las reuniones para librarse del entuerto, pero
resultó ser directivo de una empresa mayorista de mascotas, que suministraba los
animales a las tiendas de la región, principalmente de Valencia y aledaños. Estaban
especializados en animales exóticos, dejando el mercado de perros y gatos a la
competencia. Dominaban ampliamente su campo, acaparando ellos los pedidos más
excéntricos, sobre todo de reptiles, anfibios y aves psitaciformes como loros o
cacatúas. A Espinosa nunca le habían gustado ni interesado los animales, pero se dio
cuenta, esbozando una sonrisa pícara, que se había terminado convirtiendo en un
experto.
Recordaba perfectamente aquella mañana de domingo, mientras veían una carrera
de Fórmula 1 en casa de Saburit, degustando unas cervezas con almendras fritas. El
anfitrión dejó caer si podía hacerle el favor de traerle, en uno de sus transportes desde
Brasil, una remesa de serpientes que solo podía encontrar allí. Aun reconociendo que
se trataba de algo ilegal, le dijo que los riesgos eran mínimos, que solo habría que
ocultar las cajas entre los bidones de mineral, en los contenedores. En un principio

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Espinosa se negó, no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios, y menos a
espaldas de David, su socio.
Para persuadirle, Saburit le desveló el precio que obtendría por cada pieza en
España, y por cuánto las compraba él allí a su contacto. Añadió que en más de una
ocasión había importado ejemplares protegidos y que nunca había acaecido ningún
problema. Pero que solía traer animales sueltos y, al tener que repartir entre varios
intermediarios, el beneficio neto era insignificante en comparación con lo que
obtendría de hacerse con un buen lote. Si lo hacían entre ellos dos, no solo esta vez
sino de forma regular, irían a medias; le habló elocuentemente de cifras, y a Espinosa
los ojos le hicieron chiribitas.
A pesar de la negativa inicial, durante los días posteriores Espinosa se fue
convenciendo a sí mismo, meditando y reflexionando sobre la temeraria pero
tentadora propuesta. En los países de origen tenía buenos contactos, y él era quien
mejor conocía cuándo y de dónde partían los buques fletados. Los controles no serían
preocupantes allí, si hubiera algún problema se silenciaría al funcionario soltando una
buena propina. De hecho, era práctica habitual «recompensar» la celeridad de los
operarios cuando se requería cierta urgencia en algún envío de mineral, para acelerar
los embarques o gozar de prioridad sobre la estiba de otros buques.
En Valencia habría más riesgo, pero tras tanto tiempo importando minerales, antes
para la planta siderúrgica y después para su propia empresa, los agentes de aduana ya
no solían inspeccionar los envíos de las navieras que contrataba, siempre con todos
los papeles en regla. Además, Saburit le aseguró que lo que husmeaban los perros en
torno a los contenedores era exclusivamente droga, y que solo una pequeña parte de
los que arribaban a la terminal se escaneaban con un aparato de rayos X. Y si así
fuera, Saburit estaba convencido de que, aunque esos nuevos sistemas atravesaban la
pared metálica del contenedor, no podrían penetrar un bidón lleno de mineral de
hierro. Si los animales eran colocados en el centro, resultarían totalmente
indetectables. Añadió que, en cualquier caso, lo que los operarios del escáner
avizoraban en las pantallas de sus aparatos eran inmigrantes ilegales o armamento, y
que pasarían por alto bultos pequeños.
Espinosa, por su parte, controlaba a los transportistas que acudían al puerto de
Valencia. Su cometido era trasladar en camiones o bien los contenedores completos, o
bien los palés de bidones o sacas desembarcados, ya fuera con destino al almacén
propio o para entregarlos directamente a algún cliente. Sería fácil, cavilaba, desviar
los contenedores señalados hacia algún punto acordado con Saburit, sin levantar
sospechas entre la plantilla.
Finalmente aceptó un primer envío, como prueba, todavía dubitativo. Hacer
aquello a espaldas de David Hernando equivalía prácticamente a traicionarle,
poniendo en riesgo innecesariamente a la propia empresa. Pero era una forma de
ganar dinero de verdad, como los futbolistas de élite, como siempre había anhelado;
la razón por la que montó la empresa fue simplemente llegar, algún día, a hacerse

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rico. Y, aunque las cosas iban bien en el negocio, no auspiciaba que sus sueños fueran
a hacerse realidad a corto plazo. Ya por aquella época le asaltaban serias inquietudes
sobre la filosofía que quería imponer David respecto al destino de los beneficios. Su
socio deseaba reservar casi todo para nuevas inversiones; circunscribía sus ganancias
a meramente un buen salario y dividendos ocasionales, cuando por el valor de la
empresa deberían ser millonarios. No había luchado tanto para aquello, y se había
cansado ya de discutir con él por ese motivo. David valoraba más el crecimiento y
expansión de la empresa que el goce y disfrute de los frutos de tanto esfuerzo.
Probablemente, pensó, echando la vista atrás, de no ser por aquellas discrepancias
nunca habría aceptado colaborar con Saburit, tentado por el olor del dinero fácil.
Con satisfacción rememoró el éxito de la primera remesa. A pesar de
experimentar cierta intranquilidad y nerviosismo, sobre todo durante la jornada de
desestiba y descarga en Valencia —el momento más crítico—, el resultado compensó
el riesgo entrañado.
A partir de entonces llegaron muchas más partidas, espaciadas en el tiempo, con
más o menos frecuencia, dependiendo de la demanda. Saburit escogía las especies
más solicitadas y que representarían un mayor beneficio, y contactaba con los
vendedores clandestinos en Sudamérica. Se ayudaba de la experiencia pasada y de los
anuncios en Internet. Podía negociar con cazadores furtivos particulares o con
comerciales respaldados por auténticas mafias. Si el trato ostentaba cierta entidad o el
proveedor era nuevo, Saburit viajaba allí en persona para revisar los términos y dejar
las cosas claras. El principal escollo residía en que debía ajustarse la fecha de entrega,
de forma que coincidiera con algún embarque próximo de contenedores destinados a
la empresa de Espinosa, pero nunca suponía un problema insalvable. Una vez cerrado
el trato, un colaborador de Espinosa recogía la mercancía y se organizaba el
procedimiento más apropiado para ocultarla entre la carga legal.
Pronto aprendió Espinosa que no todos los animales llegaban en buenas
condiciones para ser vendidos, pero eso era una contingencia con la que había que
contar desde el principio, y no redundaba en pérdidas, porque el beneficio obtenido
con los animales válidos cubría las bajas y aseguraba la rentabilidad. Los que eran
aptos los distribuía Saburit, de forma clandestina, a tiendas de mascotas o particulares
contactados por Internet, aunque solía tratar con clientes fijos para evitar riesgos.
Muchos de los particulares eran auténticos fanáticos de las mascotas,
especialmente de los reptiles. Saburit conocía a más de uno. Solían reservar una
habitación entera de su hogar para tenerla repleta de terrarios con todo tipo de
animales. Cuanto más raros y exóticos, mejor. Otros se desvivían por las especies
más peligrosas, dotadas de los venenos más dañinos o mortales, y coleccionaban un
sinfín de serpientes ponzoñosas, escorpiones o amenazantes arañas peludas. A
menudo eran solteros y sin otros vicios, y pagaban fortunas por sus nuevas
adquisiciones.

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Según se fue incrementando la importancia de las remesas, Saburit comenzó a
traspasar los ejemplares a otras redes nacionales o internacionales de más calado, que
distribuían incluso por el centro y norte de Europa. Para ello se hizo necesario
falsificar el certificado CITES de cada animal —un documento acreditativo de la
proveniencia de la cría en cautividad, indispensable para el comercio de especies
amenazadas—, lo cual resultó ser algo asombrosamente sencillo, de lo que se
ocupaban a veces las propias organizaciones de contrabando europeas.
Se había convertido, año tras año, en un pluriempleo que le reportaba pingües
beneficios, bastante más de lo que ganaba con la empresa. Orgulloso de lo alto que
había llegado, regresó flotando, como en una nube, y se repantigó en su asiento de
cuero, tras la formidable mesa de caoba.
Pero los gratos recuerdos se truncaron cuando le vino de nuevo a la cabeza el
desastre de abril. Había quedado mal con Saburit, y él había defraudado a sus
distribuidores, que esperaban el género acordado. Todo por ese inútil de Valdés. No
podían permitirse perder prestigio de esa manera. El escarmiento estuvo justificado,
concluyó, reconfortado.

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15.

YA no era una sesión cualquiera más. Sonia habría preferido que su compañera, de
baja por maternidad, hubiera ocupado su lugar. Se trataba, simplemente, de colocarle
a Espinosa el gorro con los electrodos e iniciar o detener el programa de grabación,
cuando lo indicara Conchi o quien se hallara dirigiendo la prueba. Pura rutina, pero
desde que Germán le había enseñado aquello, le daba repelús solo recordarlo. Iba a
tener delante a un tipo que podría ser un mafioso, que estaría extorsionando a gente
inocente para provecho propio, o a saber en qué trapicheos andaría. Evocó las
películas en las que matones sin escrúpulos entraban en comercios para exigir el pago
obligado de una cantidad, a cambio de una supuesta protección. ¿Podría seguir
pasando eso actualmente? Estaba elucubrando, admitió. La paliza que se veía en la
imagen podría haber sido provocada por cualquier otro motivo; pero no anunciaba
nada bueno.
Y el temido momento había llegado. Espinosa se hallaba en su sitio esperando,
malhumorado, como de costumbre. Por Sonia nunca debía aguardar, aparecía por el
laboratorio, para prepararlo, puntualmente a la hora planificada. Pero, con frecuencia,
hacía falta modificar algún parámetro del software, como el espectro de frecuencia de
algún electrodo cuya posición se había variado, y había que requerir los servicios de
Carlos o de algún técnico. Otras veces la propia Conchi se retrasaba. Habitualmente,
cuando la demora se prolongaba, Espinosa sacaba su portátil —incluso con los
electrodos ya colocados y los cables colgando del gorro—, y tras pedir la clave del
acceso por wifi de Synphalabs, se ponía a teclear afanosamente, con su única mano,
enfrascado en lo que Sonia suponía que sería su correo electrónico o los asuntos de su
empresa.
Ya estaba todo dispuesto para iniciar la simulación de los movimientos que había
programados para esa jornada. Con alivio, Sonia calculó que eran ya escasas las
sesiones restantes. Y al menos, desde hacía un par de días, Germán estaba allí, en el
Área de Informática, donde les habían ubicado finalmente. Algo retirado del edificio
del laboratorio, pero podía verlo en los descansos y comer con él. Germán también le
había prometido que, de vez en cuando, en lugar de regresar en coche con Marcos la
acompañaría en el tren, especialmente si algún día tenía que volver ella sola, andando
hasta la lejana estación.
Con eso había neutralizado, parcialmente, su enfado por lo de las vacaciones.
Germán había planificado asistir, junto con sus amigos de Móstoles, a un festival de
rock alternativo en algún sitio costero que ni recordaba, durante casi una semana

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entera. A Sonia le habría encantado ir con él, pero Germán había dado por hecho que
no le apetecería, que se encontraría fuera de lugar entre todos ellos, y por eso no se lo
había propuesto desde un principio. Ya tenían compradas las entradas y organizado el
transporte, por lo que ella no había insistido, asumiendo que quizás era demasiado
pronto para realizar juntos ese tipo de planes. Ciertamente le había molestado que no
contase con ella; sin embargo, lo había dejado correr, achacando su falta de tacto a
que se trataba de su primera relación sentimental seria.
Lo más incómodo era el tiempo en que se quedaban a solas ella y Espinosa,
cuando ya lo había preparado para la sesión y no había nada que hacer, excepto
esperar. Él mirando el reloj, y Sonia fingiendo que tenía algo entre manos, trajinando
con algún equipo o recogiendo los trastos de alguna mesa. Curiosamente, con ella se
mostraba más afable que con Carlos o los demás compañeros, llegando a entablar, los
días en que mejor humor parecía tener, algún tipo de conversación. Entonces a Sonia
la espera se le hacía más amena, concluyendo a veces que el hombre no era tan arisco
y taciturno como se comentaba en los pasillos.
Pero esa mañana ya no deseaba charlar con él. Incluso aunque no hubiera hecho
nada malo y fuera todo algo explicable, como bien le había advertido Germán, no
podía dejar de pensar en la truculenta imagen que le había enseñado. Y luego estaba
lo de Conchi en la boda; aquello la había dejado anonadada. Precisamente la doctora
era con la que menos empatía solía exhibir Espinosa, limitándose a saludarla cuando
entraba y a seguir sus directrices para realizar tal o cual movimiento durante la
prueba. Ninguna sonrisa, mirada o gesto de agradecimiento. Claro que tampoco
Conchi manifestaba ningún tipo de afecto, manteniéndose estrictamente cordial y
correcta. La única explicación de todo aquello, si realmente se conocían, como
revelaban las imágenes, era que disimulaban para aparentar ser auténticos extraños.
Envidió a Germán y a Marcos en esos momentos. Ellos tan tranquilos con sus
portátiles, en el otro edificio, mirando algo en Internet cada cinco minutos o
jugueteando con sus sofisticados teléfonos. Y ella allí, sumida en esa incómoda
situación, sola con un ricachón que podría ser un mafioso o estar metido en líos.
Lo observó, de reojo, mientras buscaba algo en los cajones del armario situado
tras él. Con su única mano sostenía el teléfono móvil, toqueteando la pantalla táctil
con el pulgar con asombrosa destreza. Tenía un aspecto casi cómico, con los cables
colgando del gorro encasquetado en su cabeza; a Sonia le evocaba a los cantantes
afroamericanos adornados con trencitas de colores. Siempre pulcro y elegante,
llevaba un traje de aspecto caro, inmaculado y sin arrugas, que se acoplaba
perfectamente a su cuerpo, alto y robusto, a pesar de la cincuentena larga. Desde que
cambiaron el modelo de los electrodos había dejado de traer la cabeza afeitada,
adquiriendo un aspecto más humano. Aunque ya se hallaba oculto por el gorro, Sonia
bien sabía que lucía pelo corto y canoso, fuerte y tupido, que debía de recubrir
prácticamente la misma área que cuando tenía veinte años. De tez seria y despejada,
sin ningún vello facial ni gafas, exhibía un aspecto que concordaba a la perfección

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con el que se esperaría de un hombre de negocios tenaz e implacable, alguien sobrado
de experiencia y que solo conoce el triunfo en la vida.
—Jovencita, ¿crees que la doctora va a tardar mucho? —preguntó él, de repente.
Miraba impaciente hacia el portátil, metido en su funda, sobre la larga mesa adosada
a la pared.
—No, me la he cruzado cuando venía, me ha dicho que enseguida estaba por aquí
—contestó Sonia, nerviosa, a pesar de que el tono del hombre no parecía hostil. Esta
vez, afortunadamente, se le antojó que se hallaba simplemente aburrido.
Pasaron unos segundos y Sonia recordó que necesitaba una jeringuilla especial
que debía de encontrarse por allí. Claudia, la encargada del laboratorio, le había
encomendado que administrara cierto medicamento por vía oral, por la tarde, a unos
ratones. La tarea se englobaba en una serie de experimentos para una investigación de
farmacología. Animada por poder mantenerse ocupada hasta que llegara la doctora,
abrió y cerró varias puertas de armarios y vitrinas, sin fortuna. Se agachó para
husmear en la sección más baja de una estantería, que quedaba casi enfrente del
asiento de Espinosa y, mientras rebuscaba, se sintió observada.
Levantó la cabeza y contempló a Espinosa, con la mirada lasciva clavada en su
escote. Instintivamente se llevó la mano al pecho y se percató del motivo: por el calor
no se había abrochado la bata y, al agacharse, la holgada y abierta camiseta que vestía
debajo debía de haberle ofrecido al viejo verde un estimulante panorama. El hombre
disimuló, desviando con presteza la vista hacia otro lado. Sonia experimentó una
mezcla de bochorno y repugnancia, pero tampoco le dio demasiada importancia;
estaba acostumbrada a acaparar las miradas masculinas.
—¿Te vas de vacaciones? —inquirió él, momentos después.
Sonia sospechó que lo preguntaba simplemente por hablar de algo, quizás se
sentía incómodo tras haber sido cazado. Aunque también podría querer corroborar
que en Synphalabs habían tomado medidas para lograr cumplir los plazos: en la
última sesión Conchi le había contado, vanagloriándose, lo estrictos que se habían
puesto con ese tema.
—Si me dejan, iré a Santander con mis padres, que son de allí, como todos los
años.
—Ah, muy bien —sonrió—, allí tendrás fresquito, no como aquí. Yo voy mucho
por el norte, por temas de trabajo, y en esta época la verdad es que se agradece.
Espinosa se mostraba amigable, y Sonia se relajó. Finalmente encontró la jeringa,
junto con los tubitos de silicona que se colocan en la punta para la alimentación
forzada, y guardó todo en el bolsillo de su bata.
Se apoyó en la mesa, enfrente de él, con los brazos cruzados.
—¿Usted va a ir a algún sitio?
—Sí, pero aún no está decidido. Eso es cosa de mi mujer.
Sonia intuyó que su mujer no tendría que decidir entre Torrevieja o Benidorm. Le
dio la impresión de que viajarían los dos solos.

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—¿No tiene hijos? —interrogó ella, por simple curiosidad femenina.
—Sí, una hija. —Pareció adivinar el pensamiento de Sonia—. Pero ya es mayor,
hace su vida.
Sonia recordó entonces la imagen de la boda. Se lo tuvo que pensar dos veces
antes de preguntar:
—Ah, ¿está casada?
Él la miró, sorprendido. A Sonia se le paró el corazón, como si hubiera metido la
pata y se hubiera delatado, pero no tardó en reconsiderarlo y concluir que era una
pregunta lógica y normal, y se esforzó para que su expresión no reflejase su
turbación. Espinosa sonrió enseguida, orgulloso.
—Precisamente se casó el mes pasado, a principios de junio.
—Vaya, enhorabuena —dijo Sonia, exhibiendo su sonrisa más elocuente. Si le
quedaba aún alguna duda de que el invento de Germán funcionaba, se le acababa de
disipar.

Pasaron unos días y Germán consiguió, a duras penas, ejecutar su programa de


nuevo, utilizando una de las últimas sesiones con Espinosa que les habían
proporcionado. Tuvo que sacrificarse y quedarse hasta tarde, de forma que no hubiera
ya nadie en el Departamento de Informática, y al día siguiente madrugó y llegó antes
de que se poblara la sala de miradas indiscretas. Realmente solo tenía que vigilar que
nadie hurgara en el servidor, lo cual era improbable, ya que solo lo utilizaban Marcos
y él, pero, aun así, no se fiaba. Porque varios en Synphalabs conocían ya la aplicación
oficial, la que inspeccionaba las ondas para decodificar los diferentes movimientos.
Marcos y Germán les habían enseñado a utilizarla, hacía ya unos meses, por orden de
Conchi. Incluso habían tenido que redactar un pequeño manual de usuario. La
doctora, precavida, había querido cubrirse ante un eventual abandono del proyecto de
Marcos y Germán, por cualquier motivo, que provocase el estancamiento de la
investigación, al ser ellos los únicos capaces de manejar la aplicación.
Si Carlos, o algún otro, hubiera encendido el monitor, aunque solo fuera por error,
habría visto el programa en primer plano, con la barra de progreso avanzando
lentamente. Si esa persona hubiera sido uno de los que estaban familiarizados con el
aspecto gráfico del programa oficial, se habría percatado de las diferencias respecto a
la evolución secreta de Germán. Entonces podrían surgir preguntas
comprometedoras, y era preferible evitarlo.
De igual manera, los ficheros de imágenes que se iban generando, según
avanzaba la búsqueda, quedaban a disposición de cualquiera que entrase en la
máquina, aunque lo hiciese de forma remota, desde otro equipo, sin acercarse siquiera
al puesto del servidor. Por ello, Germán frecuentemente comprobaba si el proceso
había concluido. Una vez lo hacía, trasladaba con prontitud los ficheros a su portátil,
eliminándolos del ordenador público.

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Aquella tarde esperó hasta última hora para revisar las imágenes obtenidas. No
quería verlas hasta que se marchara la gente que merodeaba por detrás, que podían
ver su pantalla. Sonia y Marcos le habían asegurado por la mañana que aguardarían
también, anhelando contemplar más resultados, imbuidos por su propia curiosidad.
Sobre las seis y media, Germán y Marcos coincidieron en que ya era prudente
verlas, al no haber casi ningún técnico en la sala, al menos en los puestos colocados a
sus espaldas. Germán llamó a Sonia, a la extensión de la sala donde les había dicho
que iba a encontrarse esa tarde, para decirle que se acercara cuando quisiera. Podría
haberle enviado un mensaje por el WhatsApp, pero a menudo tardaba en leerlo; o bien
olvidaba el teléfono en su bolso y no lo oía, o bien lo mantenía silenciado, pues eran
las normas en ciertas áreas de los laboratorios. En escasos minutos apareció por allí,
intrigada, con sus andares desenfadados característicos. Reconoció, sonriendo, que no
tenía mucho trabajo y que había estado esperando ansiosamente que la avisaran,
aburrida.
Pasó Germán unas cuantas imágenes, con Marcos y Sonia flanqueándole, de pie
detrás de él, encorvados sobre el portátil. Las dejó atrás rápidamente, al no haber
nada perceptible, y llegaron a un par en las que creyeron identificar, vagamente,
algún tipo de celebración de un evento deportivo, a juzgar por los uniformados
atuendos de los protagonistas.
El nivel de detalle era mínimo, y Germán sintió cierta decepción: no había
logrado mejorar la calidad de las representaciones con sus últimos
perfeccionamientos. Aunque se consoló confiando en que se tratara de un recuerdo
muy difuso, lejano o poco sentido. Marcos comentó que podría tratarse del ascenso a
primera división del equipo favorito de Espinosa, dado que las eliminatorias fueron a
finales de junio; pero lo dijo con un matiz especulador, pues de la abstracta imagen
poco se podía inferir, podía tratarse de un millón de tipos de celebraciones.
Pasaron otras tantas para las que igualmente solo podían bromear y conjeturar
sobre lo que esconderían las indescifrables formas. El desencanto de Germán iba en
aumento, porque tampoco se atisbaba nada relacionado con la supuesta paliza a aquel
hombre, algo que arrojara un poco de luz sobre el tema, o que le otorgara un cariz
menos preocupante. Claro que este análisis de la actividad neuronal correspondía a
una sesión de fecha más actual, mientras que el primero de Espinosa databa de unos
meses atrás. Ignoraba durante cuánto tiempo perdurarían reflejados esos recuerdos
impactantes en la actividad eléctrica cerebral, pero puede que ya no quedasen trazas
de aquello. Tal vez debería reutilizar para la ejecución del programa los registros que
conservaban de sesiones pasadas, más antiguas.
Dieron con una en la que se apreciaban mejor los detalles de la zona central. Se
veía una mujer, en primer plano, ataviada con bata y con expresión de enojo y
resentimiento, y elucubraron que podría tratarse de su esposa, tras una discusión, el
conocimiento de una mala noticia, o algo similar. Ya se habían acostumbrado a
buscar, para cada imagen, un fuerte sentimiento que hubiese suscitado el recuerdo, y

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en ese caso, por la mirada y ojos de la mujer, se reflejaba algo indudablemente
negativo. El semblante estaba bastante detallado, sin apenas deformaciones, pero todo
el fondo de la imagen era uniforme, de un color indefinido.
Quedaron boquiabiertos con la siguiente, y alguno soltó una blasfemia de
sorpresa.
Se representaba con detalle un bote transparente, con una pegatina de Nescafé
adherida al exterior y lleno de billetes de quinientos euros, enrollados y sujetos con
gomillas. Estaba abierto, apoyado en el suelo, con una tapa roja a su lado. Otro par de
fajos descansaban sobre las baldosas que podrían corresponder a un baño o a una
cocina, aunque no se veían claramente. Por el plano y el enfoque se evidenciaba que
Espinosa se hallaba agachado, quizá en cuclillas, manipulando aquello de alguna
manera. En la parte superior de la imagen se adivinaba una elipse negra, muy borrosa,
y otra forma similar de color plateado a su lado, contrastando ambas sobre las
baldosas.
Observaron en silencio unos segundos. Germán abrió los siguientes ficheros, por
si hubiera más evocaciones gráficas de la misma escena, pero no las halló y retornó a
la original.
—Yo digo que está sacando pasta de su escondite —aventuró Germán.
—O está metiendo más, no se sabe —precisó Sonia, divertida.
—Seguro que tiene el bote en la cocina, escondido en la despensa, entre los
demás alimentos —volvió Germán a la carga, como si se tratara de un concurso en el
que por cada acierto se ganaran puntos.
Sonia negó con la cabeza.
—No tiene sentido, el bote estaría lleno de café, para ocultar los billetes, pero no
se ve ni una pizca —corrigió de nuevo Sonia, sonriéndole socarronamente y dándole
con el brazo, hostigándole—. Aunque lo hubiera volcado antes de ponerse a hurgar,
quedaría al menos algún resto por el fondo, o entre los billetes.
Germán no pudo replicar ante la evidencia. Nadie guardaría un bote lleno de
dinero en la cocina, a la vista de cualquiera que abriera un armario.
—Tengo dos teorías —dijo Marcos, que había estado muy pensativo. Habló con
solemnidad, dándose importancia—. Puede que estuviera muy feliz, contento u
orgulloso de meter más dinero en su bote, porque sin una profunda emoción no
habríamos encontrado la imagen de este recuerdo.
Hizo una pausa, sabedor de que los otros dos aguardaban su segunda opinión.
Esos paréntesis impacientaban a Germán sobremanera.
—O puede —prosiguió por fin— que el recuerdo se causara porque le dolió sacar
esa pasta. No sería para pagar algo con gusto, como un cochazo o una casa, sino para
algo que le diera mal rollo, algo que hizo con algún sentimiento negativo, de rabia o
culpabilidad, como pagar algún tipo de extorsión o rescate, sobornar a alguien, una
multa o una fianza, o vete a saber.

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Germán solo atendía a medias las elucubraciones de Marcos. Permanecía con la
mirada perdida en la pantalla del ordenador. Había algo familiar en esas dos elipses,
especialmente juraría que la figura plateada la había visto en algún sitio. Repasando
de nuevo la imagen en conjunto, se percató de que la tapa roja del bote también se
había representado como una elipse, cuando era evidente que tenía que ser circular.
—Son circulares —afirmó.
—¿Qué? —preguntó Marcos, extrañado. Obviamente no era la respuesta que
había esperado a sus teorías.
—Las elipses, la negra y plateada, en realidad son circunferencias.
—¿Por qué? —dijo Sonia, intrigada.
Germán abrió un cajón de su mesa y sacó la caja de un CD. Extrajo el disco
compacto del interior y lo tiró al suelo. Ante las miradas atónitas de sus dos
compañeros, se levantó de la silla y se agachó, situándose de rodillas, a un metro del
disco.
—Ven —ordenó a Sonia, que pondría menos reparos que Marcos para participar
en la demostración, e hizo que se inclinara junto a él.
—¿Cómo ves el CD? Piensa en dos dimensiones, en una foto de esta escena, ¿es
redondo o es una elipse? —preguntó, señalando el disco.
—Es verdad… —coincidió ella.
—Es por la perspectiva, muy agudo —aceptó Marcos, asintiendo—. Pero aunque
sean objetos circulares, si no sabemos lo que son, ¿qué más da?
Germán se levantó en silencio y se plantó de nuevo frente al ordenador,
posándose lentamente en su silla, concentrado en la imagen. Presentía que estaba a
punto de deducirlo. La figura negra parecía tener relieve, delatado por el gradiente del
color, o más bien profundidad. Pero no tenía sentido que fuera un agujero, en mitad
de unas baldosas. Se inclinó hacia atrás, abatiendo el respaldo al máximo, con las
manos detrás de la cabeza. Se rascó con saña una patilla y se tiró del pelo por la nuca,
desesperándose.
Entonces le acudió a la mente aquella ocasión en que a su madre se le había
colado un pendiente por el lavabo. Él era apenas un adolescente, pero ya por entonces
se encargaba de las tareas de bricolaje, como único hombre de la casa. Sí, se
convenció, tenía que tratarse de aquello, no había duda. Apretó el puño con fuerza y
sintió que una sonrisa triunfal se apoderaba de su rostro. Y, quién se lo iba a decir,
gracias a su padre; si no les hubiera abandonado, siendo aún un mocoso, y no hubiera
tenido que meter ahí el brazo para recuperar el pendiente de su madre, seguramente
nunca lo habría identificado.
No había salido de dudas respecto al tipo de la paliza, pero sabía dónde escondía
su botín. Algo le decía que ese dinero no era limpio, y por tanto no dejaba de ser una
información reveladora.
—No es la cocina, es el baño —anunció Germán, vehemente, incorporándose y
cogiendo el ratón—. Ese círculo negro —señaló con el puntero la forma oscura

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elipsoidal— tiene que ser el agujero del bote sifónico, y lo de al lado, su tapa de
aluminio.
Marcos y Sonia se acercaron al monitor y escrutaron la escena.
—No es muy higiénico, pero parece un buen sitio para esconder un bote con pasta
a mansalva —admitió Marcos, asintiendo. No lo expresó, pero estaba asombrado de
la capacidad deductiva de su amigo—. Lo colocará de alguna forma, encajado o
atravesado, para que no llegue al fondo y no se moje, ni haga tapón.
—Sigamos mirando imágenes —dijo Germán, visiblemente satisfecho por el
acierto—. No es delito esconder pasta en casa, que yo sepa, aunque sea una millonada
en dinero negro.
Por la mirada sarcástica que le lanzó Germán, Marcos se dio cuenta, a su pesar, de
que su compañero seguía empeñado en indagar, en encontrar algo más, relativo o no
al hombre golpeado, algo que implicara a Espinosa manifiestamente y poder así
acudir a la policía o a quien fuera y desvelar la historia. Marcos no entendía bien por
qué ese afán por castigar a alguien a quien ni siquiera conocía, cuando no había nada
que ganar, y podría incluso meterse en problemas. Quizá le excitase la situación y
viera aquello como un reto, como un juego de rol en el que le hubiera tocado el papel
de poli bueno.
No encontraron ninguna imagen válida entre las restantes. Marcos se enderezó,
cansado de estar encorvado, dando por terminada la exposición. Germán también se
aprestaba a apagar el ordenador, cerrando las ventanas y ficheros abiertos, cuando
súbitamente pareció recordar algo.
—Esperad, se me había olvidado. Aproveché que dejé corriendo el programa para
añadir unos cuantos ficheros de una de las primeras sesiones, que eran poquitos y no
harían que tardara mucho más la búsqueda. A ver si ha salido algo…
Abrió otra carpeta situada en el nivel anterior, que contenía solo cuatro ficheros
BMP. Hizo doble clic en el primero y apareció en pantalla algo negro, sin ningún
sentido, como era habitual cuando el programa no conseguía hallar nada
decodificable. Captó más la atención de los tres la imagen siguiente.
En un oscuro habitáculo se amontonaban jaulas con animales, en su mayoría
pájaros y mamíferos pequeños de tipo indeterminado; no se distinguían bien porque
descansaban en el suelo de sus cubículos, aparentemente inertes. Las celdas estaban
apiladas unas encima de otras, alcanzando el techo, y se distribuían en el centro del
estrecho recinto. Al fondo y en un lateral se alineaban palés con bidones metálicos en
dos alturas, unos encima de otros. En el otro lateral se apoyaban grandes sacas
cerradas, de forma casi cúbica, con dos gruesas correas en la parte superior, a modo
de asas. Unas cuantas más se adivinaban en la parte anterior, echadas a un lado
atropelladamente, dando la impresión de que precipitadamente se hubieran apartado
para acceder a los animales. Las paredes y el piso poseían un brillo metálico, y no
había ventanas de ningún tipo, penetrando la luz en la estancia por la misma zona
donde se situaba el observador, Espinosa.

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—Es un contenedor, de esos de mercancías, mirad las rayas verticales en las
paredes —aseveró Germán, que tomaba ventaja de su posición privilegiada, justo
delante del monitor.
Marcos se mostró conforme, identificando en los márgenes laterales de la imagen
lo que parecían sendos portones metálicos, abiertos hacia fuera, uno a cada lado del
contenedor.
—Pobres animalitos… —se lamentó Sonia.
—Parece que el transporte no les sentó muy bien. Y por las condiciones tan
penosas supongo que han sido víctimas de algún tipo de contrabando —observó
Marcos, escrutando de cerca la pantalla—. Lo de los sacos en la parte delantera debe
ser para ocultar los bichos de detrás, por si inspeccionaran el contenedor.
—Eso no me cuadra; si abrieran las puertas, aunque no vieran las jaulas porque
delante estuviera lleno de sacos o bidones, seguro que se oirían los gritos y ruidos de
los animales, alterados por el ruido y la luz —corrigió Sonia.
Marcos convino con un murmullo y se encogió de hombros, admitiendo su
ignorancia. Apremió a Germán a que pasara a las imágenes restantes, resultando una
indescifrable y otra similar a la que habían comentado.
Se incorporó de nuevo. Aquello de los animales le parecía un tema interesante,
pero intuía y temía que a Germán le serviría para echar más leña al fuego y continuar
especulando sobre las maldades de Espinosa, además de animarle a seguir
desviándose del proyecto, prosiguiendo con sus indagaciones. Resignado, Marcos lo
que deseaba era marcharse a casa de una vez, ya habría tiempo de seguir dándole
vueltas.
—Si esto impresionó a Espinosa es porque no es tan mala persona como decís —
dijo Sonia—. A alguien sin sentimientos, capaz de dar una paliza o matar, o bien
ordenar que alguien lo haga, no le habría supuesto un trauma ver esos animales
muertos. Más aún habiendo muerto de hambre, sed, calor, asfixia o a saber en qué
crueles condiciones. —Terminó la explicación e hizo una pausa. Luego levantó las
cejas y puso un tono misericordioso—. A lo mejor él era el siguiente a quien iban a
dar una paliza en aquella imagen, o a quien se la habían dado era amigo o colega
suyo… Puede que esté o no relacionado con esto. Puede que Espinosa luche contra el
tráfico de especies protegidas, que sea ecologista, o simplemente investigador, y por
eso se ha metido en líos.
A Marcos no se le habría ocurrido nunca ese punto de vista. Era algo improbable,
porque un empresario de éxito no es el arquetipo de defensor de los animales, pero
admitió que no carecía completamente de sentido. Quizás habían prejuzgado a
Espinosa injustamente, por una simple imagen y sin ninguna explicación certera. Pero
vio reticencia en la expresión de Germán.
—Tú siempre tan compasiva —reprochó Germán—. Estoy seguro de que el
recuerdo que ha generado esta imagen no ha sido por un sentimiento de lástima, sino
de frustración, disgusto o rabia. Apuesto a que es un traficante, que ha perdido una

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remesa importante y un montón de dinero. Puede que el contenedor se lo hubieran
robado, o se hubiera extraviado, y lo recuperaron demasiado tarde.
Sonia resopló, sonriendo y negando con la cabeza, como si hubiera intuido lo que
iba a decir Germán, sin cejar nunca en su empeño cuando se le metía una idea en la
cabeza. La chica empezaba a conocerlo.
—Y me atrevo a decir —prosiguió, acusador— que tiene algo que ver con la
paliza al tipo aquel.
Hizo girar el asiento de la silla para verles y se dispuso a desgranar su teoría, que
basó en la secuencia de los hechos, cercanos en el tiempo.
—Entonces tenemos —continuó— que esto de los bichos muertos ocurrió en
primavera, no mucho antes del veinte de mayo, que es la fecha de la prueba en el
laboratorio. Y lo del hombre apalizado debió de suceder en torno a las mismas fechas,
ya que la sesión que cogí era del día diez de junio. Pura casualidad, porque la escogí
casi al azar, solo buscaba una con muchos datos, ficheros grandes. Pero da que
pensar, dos sucesos en tan corto espacio de tiempo. Apuesto a que el hombre de la
paliza, o quién sabe si asesinado, pagó los platos rotos por la pérdida de los animales.
Puede que fuera alguien a sueldo de Espinosa, alguien de aduanas o un currante de
algún puerto o aeropuerto, untado por Espinosa, o extorsionado, que la cagó de algún
modo, o se echó atrás e hizo fracasar la operación. O incluso que dio un chivatazo.
—¿Y si fuera alguien que le robó la carga? —propuso Sonia, volviendo a la vía
de la incriminación, que encontraría más emocionante; o tal vez preferiría no
discrepar con Germán—. Un transportista, por ejemplo. Lo pillaron y lo torturaron
para que revelara dónde escondía el contenedor. O le había traicionado por dinero y
se lo había revendido a un tercero, y le torturaron para que soltara quién estaba detrás.
—Podría ser, pero me inclino más por alguien implicado directamente en el
negocio, que cometió un error —insistió Germán.
—¿Y lo del bote con dinero? —inquirió Marcos, que se había sentado en la silla
de al lado, cansado de estar de pie. Ya puestos a escuchar hipótesis sin base ni rigor,
seguro que su amigo había concebido otra explicación para eso.
—Eso ha salido de una de las últimas pruebas. Ha debido suceder hace poco, ya
en julio probablemente. A lo mejor tiene algo que ver, pero es mucho decir. Puede
que sacara dinero para pagar al matón que dio la paliza, o para saldar deudas
contraídas, para un nuevo envío…
Sonia estaba animada. Aquel juego debía de ser lo más excitante de la jornada.
—Si damos por hecho que al que se han cargado o han torturado ha sido el
culpable de la pérdida, un colaborador suyo, Espinosa habrá tenido que sobornar o
comprar a alguien que lo sustituya —dijo ella.
Marcos miró la hora en su móvil. Le parecía absurdo estar especulando con tan
poca información. A esas horas debería estar ya paseando por algún parque con
Lorena, o tirados en el fresco césped bajo alguna sombra. Además, si llegaba muy
tarde a buscarla podía saltar con incómodas preguntas; bromeando, pero con

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intenciones capciosas, como buscando que se derrumbase y admitiese que había
estado con otra.
—Me parece muy interesante el debate, detectives, pero me largo, ya habrá
tiempo de seguir discutiendo. ¿Te vienes, Germán?
Germán miró de reojo a Sonia, y Marcos captó de soslayo una sonrisa cómplice,
seguido de un gesto de mutuo acuerdo. Marcos imaginó la respuesta antes de que
contestara:
—No, gordito, quiero más imágenes. Voy a aprovechar que no queda nadie por
aquí para dejar arrancada una nueva búsqueda durante la noche. Tardaré un poco, así
que ya me vuelvo en el tren, y así acompaño a Sonia.
Llevaban solo un puñado de días yendo a trabajar a Synphalabs, pero no iba a ser
la única ocasión en que se quedaban hasta tarde para meterse en el cuartucho del
material de limpieza de los laboratorios. La primera vez Germán se lo había contado
a Marcos al día siguiente; más bien se le había escapado, henchido de orgullo
masculino. Y ahora era fácil descifrar sus intenciones.
Según reconoció su compañero, Sonia sabía que los miembros de la subcontrata
dedicada a fregar el suelo o limpiar las mesas eran los únicos que entraban ahí, y
realizaban su tarea a primera hora de la mañana, antes de que se poblaran las salas.
Algún día que Sonia se había presentado por el laboratorio antes de la hora se los
había encontrado, terminando la labor o recogiendo ya los cubos y frascos de
productos químicos, prestos para marcharse. El resto de la jornada el cuartucho
quedaba sin uso y sin cerrar con llave. En las últimas horas del día no merodeaba ya
nadie por las inmediaciones, por lo que la pareja aprovechaba para deslizarse en el
oscuro y estrecho interior, y daban rienda suelta a sus pasiones carnales.
—Como quieras —respondió Marcos, disimulando cierta envidia tras imaginarse
a la seductora veterinaria en alguna rocambolesca postura—. Mañana a la hora de
siempre, entonces.

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16.

UNA piscina era lo único que echaba en falta Marcos en el chalé de sus suegros.
También había sido una petición perenne de ella y de su hermano, durante toda su
infancia, tal vez sintiéndose celosos porque algunos de sus vecinos, con el mismo
terreno disponible, se la habían construido. Sin embargo, su padre se había mostrado
siempre reacio: no estaba dispuesto a quedarse prácticamente sin jardín para colocar
una piscina, que solo se usaría un par de meses al año y daría mucho más trabajo que
sus vistosas plantas y árboles frutales.
Por tanto, a la pareja no le quedaba más remedio que acudir a alguna piscina
pública, si querían darse un remojón y librarse del pegajoso calor del verano. Al
menos un par de veces en cada temporada estival pasaban la tarde del viernes, o
incluso un sábado completo, en la piscina del polideportivo La Canaleja. Aunque
ubicada en la otra punta de Alcorcón, les agradaba más que otras, porque la pradera
era extensa y nunca había excesiva aglomeración de gente.
Ella había escuchado en silencio el relato de Marcos relativo a las nuevas
imágenes que habían decodificado de los recuerdos de Espinosa.
—¿Y había mucho dinero en el bote? —preguntó Lorena, cómodamente tumbada
en la toalla, a pleno sol.
—No se veía con claridad, pero eran billetes de quinientos, y había muchos.
Ella se mantuvo pensativa unos segundos. Al poco se levantó y movió la toalla,
colocándola junto a la de Marcos, bajo la sombra de un sauce llorón. Se sentó con las
piernas cruzadas, mirándole. Él estaba tumbado boca arriba, con los brazos detrás de
la cabeza.
—¿Y si entramos en su casa y se lo quitamos? —propuso, como si fuera lo más
natural del mundo.
—Estás de coña, ¿no? —conocía bien las entonaciones de Lorena y sabía que no
bromeaba, pero dado lo descabellado de la propuesta tenía que cerciorarse.
—En serio, nos arreglaría la vida. Y si ese tipo es un delincuente, no sería un
pecado muy grave. Al fin y al cabo es dinero del contrabando.
Marcos se incorporó perplejo y quedó sentado, mirándola con fijeza.
—Para empezar eso son suposiciones nuestras, y aunque fuera cierto, eso es un
delito bien gordo. No somos muertos de hambre, no necesitamos correr ese riesgo. Se
pueden ir a tomar por culo nuestras carreras, nuestros trabajos. ¿Quieres acabar en la
cárcel? ¿Qué pensarían tus padres?

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Ella desvió la mirada hacia la piscina, al fondo de la explanada de césped, cuesta
abajo. Tras cavilar unos minutos, habló con tono apesadumbrado.
—La semana pasada hablé con mi padre de lo del dinero. No nos puede prestar
casi nada para el piso. Resulta que quieren arreglar la casa de mis abuelos en el
pueblo. Van a poner calefacción de gasoil y cambiar el tejado. Dice que con la edad
que tienen no pueden seguir así, con la chimenea y el brasero, y las goteras cuando
llueve. Yo lo entiendo, la verdad. No te lo había contado aún porque no sabía cómo,
no quería desilusionarte.
—No te preocupes, es normal. Habrá que seguir ahorrando unos añitos más,
entonces.
Marcos trató de sonar optimista y conciliador, pero en el fondo aquello
significaba un duro golpe en la línea de flotación de sus planes de futuro. Lo de
independizarse a corto plazo habría que desecharlo, porque ambos estaban de acuerdo
en que irse de alquiler era equivalente a tirar el dinero.
Sus padres podrían prestarle algo, pero nunca sería suficiente. Se estremeció de
impotencia.
Lorena debió reconocer el abatimiento en su expresión y volvió al ataque:
—Ese dinero nos resolvería los problemas…
—Que nos fallen los planes no es motivo para plantearse esa locura. Además, ya
te he dicho que, por la imagen, creemos que estaba sacando unos cuantos fajos de
billetes. Puede que retirara todo el dinero, o que no dejara mucho.
—Incluso aunque no quedara mucho, sería una gran ayuda. —Lorena volvió a
mirarlo, incisiva—. ¿O quieres seguir esperando a que se vayan mis padres de viaje, o
los tuyos, para poder estar juntos, y así varios años más?
Marcos sabía por experiencia que al final siempre se hacía lo que ella proponía,
pero en este caso debía mantenerse firme.
—Lo dices como si fuera fácil. Seguro que vive en un pedazo de chalé con
seguridad privada, alarmas, perros o a saber. Pero es que ni siquiera sabemos dónde
vive; no insistas, es absurdo. Además, creía que estabas esperanzada con el tema este
de la investigación, de nuestro gran descubrimiento científico. Decías que me iba a
hacer famoso, y que me iban a dar premios y dinero, etc. ¿Vamos a tirar todo eso si
sale mal? ¿Es que ya has perdido la ilusión?
—No, cariño. —Ella adoptó un tono más meloso y se acercó a él—. Pero le he
dado vueltas y puede no ser tan fácil. Si lo queréis hacer público por vuestra cuenta,
necesitaréis instrumental, equipos, alta tecnología, para poder repetir sesiones de
electroencefa… —se interrumpió, dubitativa, incapaz de terminar el vocablo— o
como se llame, y demostrar después que vuestro programa funciona. Y eso sin una
gran empresa detrás, dando soporte, lo veo difícil; y ya sabes cómo son, seguro que
intentan llevarse los méritos. Otra cosa es que estuvieseis en una universidad o
algo…

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Marcos escuchó impertérrito, con la mirada perdida en una de las autopistas que
delimitaban con el recinto del polideportivo, situado al norte de la ciudad, en el
extrarradio.
—Con todo ese dinero, siendo optimistas —insistió ella—, incluso repartido con
tu compi, seguro que llega para un piso y para que os financiéis la investigación por
vuestra cuenta después, y saquéis el tema a la luz de forma independiente, cuando
creáis más conveniente.
Marcos advirtió un brillo en sus ojos, no sabía si de codicia o ilusión, o ambas
cosas. A él le seguía pareciendo una temeridad, pero ¿y si salía bien?
—No sé, lo hablaré con Germán, pero se va a reír de ti, te lo aseguro.
Lorena pasó por alto el comentario y se volvió a tumbar en la toalla, dando por
terminada la conversación. Alargó el brazo para coger un libro que había dejado antes
junto a la mochila, pero se le debió de ocurrir alguna nueva idea, para mayor
inquietud de Marcos, porque volvió a la carga.
—El otro día comentaban mis padres en la cena, indignados, que habían leído en
el periódico local que un barrendero, nada más entrar, gana unos mil setecientos
euros al mes. Y eso los nuevos, imagínate los que lleven ya años, con trienios y
demás.
—Pues mejor para ellos, ¿qué me quieres decir con eso? —La observó, ahí
tumbada bocabajo. Realmente en bikini tenía una figura espléndida.
Lorena se irguió unos centímetros, contorsionando el cuello, para enfocarlo
totalmente.
—¿No te das cuenta? Yo trabajo gratis, y tú ganas bastante menos que eso. Toda
tu vida estudiando para ser el mejor, el primero de la clase; tantos años de carrera,
¿para qué? Para que gane más un barrendero —protestó, airada—. Es una vergüenza,
y esto es lo que han dejado los socialistas; claro que es normal, para ellos todos tienen
que ganar lo mismo porque somos todos iguales. Para los rojos merece el mismo
sueldo un médico que los que en el instituto se quedaban en la calle fumando porros y
que nunca llegarán a nada.
A Marcos le hacía gracia cuando le salía la vena derechosa, heredada de su padre,
y disfrutaba haciendo rabiar a su novia.
—No creo que los barrenderos hayan aprobado las oposiciones solo fumando
porros… Además, gracias a los que llamas rojos tenemos vacaciones remuneradas, o
votan las mujeres, te recuerdo.
Ella hizo un ademán despectivo y abrió su libro.
Marcos meditó, sentado, con la mirada distraída en un grupo de adolescentes que
había bajo el sombrajo de delante, reproduciendo música en algún teléfono móvil. En
una cosa tenía razón. Siempre había destacado; en el colegio, en el instituto… aun en
la facultad era de los más aventajados.
Sin embargo, trabajando nunca iba a ser rico. En la vida real nunca iba a ser de
los mejores, siempre nadaría en el montón de los mediocres. Incluso debía

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considerarse afortunado de tener trabajo, porque la situación de su novia era
infinitamente más lamentable.
Pensó en Raquel, la mujer de Ismael, el hermano de Lorena. Mientras le durase la
cara bonita seguiría forrándose haciendo anuncios de yogures y compresas, con el
único mérito de haber nacido así y saber mantener la línea. Tal vez el dinero de
Espinosa sirviera para acabar con esa flagrante injusticia… Podría dejar de trabajar
para otros y fundar su propia empresa, un laboratorio de investigación para ahondar
más en lo que habían descubierto, publicarlo, patentarlo o como fueran los trámites
más convenientes; así nadie les quitaría el prestigio. Por otro lado, como Lorena bien
decía, les podría ayudar en su acuciante deseo de independizarse.

—¿Qué tal tía, has visto la imagen? —contestó Sonia al teléfono, en cuanto sonó y
vio la foto de Vanessa en la pantalla.
Esperaba la llamada porque había enviado un correo a su amiga, con el fichero
adjunto de la imagen de los animales enjaulados, y le pedía que la llamase en cuanto
tuviera ocasión. Siempre iniciaba Vanessa la conversación, porque para algo gozaba
de línea con tarifa plana.
—¿De dónde has sacado esta foto? ¿Y por qué se ve tan mal, tan raro?
—Bueno, ya te contaré, de momento no puedo decir mucho. Solo quiero que me
digas lo que te parece —solicitó Sonia—, seguro que sabes del tema del tráfico de
especies protegidas. Recuerdo, por el día de la visita, que algunos de los animales que
os entregan proceden de incautaciones del contrabando.
Le había costado convencer a Germán para que le diera el archivo y poder
mandárselo a su amiga. Él no creía que fuera a ser de mucha ayuda, y además temía
que el secreto se desvelara. Sonia se vio obligada a prometerle que no le explicaría a
Vanessa el origen de la imagen.
—Sonia, es un caso evidente de tráfico ilegal de animales, y tenéis que
denunciarlo —dijo categóricamente—. Por lo poco que se ve, distingo, por ejemplo,
un jacinto o guacamayo azul, tieso en el fondo de la jaula. Son de Brasil, de la selva
amazónica, y he comprobado que su comercio está prohibido, es un animal protegido
por el CITES, en peligro de extinción. Los nativos los sacan del nido y los amaestran
antes de venderlos por cuatro duros a alguna red ilegal. En Europa los coleccionistas
pueden ofrecer más de diez mil euros por un ejemplar.
Sonia notó que su amiga estaba algo alterada. Intentó tranquilizarla y le preguntó
dónde podría haber ocurrido aquello.
—Yo qué sé… Bueno, si es un contenedor como creéis, supongo que en algún
puerto marítimo. ¿Sabes si la foto se ha tomado en España?
—Pues, es posible, pero no lo sé… —Sonia sabía perfectamente que aquello de
foto no tenía nada, pero se abstuvo de corregirla para no obligarse a dar
explicaciones.

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—España es la puerta de entrada a Europa para la mayoría de especies protegidas
que se traen de Sudamérica —informó Vanessa, con tono neutro—. Para el caso del
transporte marítimo, los puertos con mayor tráfico de contenedores, y donde más
animales se incautan, son los de Valencia y Algeciras. Puede que la foto la realizara el
destinatario, una vez descargado y abierto, para reflejar el estado de los animales y
negarse a pagar al proveedor. Pero te hablo de oídas, lo que comentan en los foros los
compañeros de otras asociaciones; a nosotros nos suelen entregar los ejemplares que
aprehenden en Barajas, no en los puertos de mar.
—Y los bidones y sacos que se ven, ¿te dicen algo? —insistió Sonia.
—No, es habitual que los contrabandistas escondan los animales entre la
mercancía. Ha habido casos peores, como hallarlos ocultos dentro de motores, llantas
o cilindros. Hace poco conocimos la noticia de una cacatúa blanca, encontrada
muerta en el interior de un trozo de bambú, en un cargamento de esa madera. Y para
colmo, a menudo los drogan antes de partir para que no hagan ruido. A los monos les
hacen beber ron, por ejemplo.
La indignación de su amiga iba en aumento. Sonia emitió un gemido de
entendimiento.
—Los que llegan por mar son los peores —prosiguió—. Al ser largas travesías se
mueren muchos. Pero los riesgos son menores, hay menos controles. Además, las
sanciones son insuficientes, a veces multas económicas. Y algunos países de origen ni
siquiera prohíben este tráfico, no están adheridos al convenio CITES, con lo que solo
se pueden interferir los envíos al llegar aquí, suponiendo que los descubran. A veces,
esta gentuza mezcla animales con los papeles en regla, con los que están prohibidos,
para dificultar la labor de las aduanas. Pueden juntar tortugas protegidas con
serpientes venenosas, y los agentes hacen la vista gorda para no acercarse a las jaulas.
Vanessa continuó hablando. Era una historia aterradora. Añadió que el tráfico
ilegal de animales movía casi tanto dinero como el contrabando de drogas o el de
armas. Le contó que había otras formas de introducirlos. Hacía poco la Guardia Civil
había detenido a un diputado de Guinea Ecuatorial, que aprovechaba su estatus de
diplomático para traer monos escondidos en una bolsa de deporte. Su equipaje, bajo
la etiqueta de valija diplomática, no estaba sujeto a inspección. En cada viaje a
Madrid, repetido cada mes, llevaba consigo unos quince monos talapoin —de tamaño
pequeño, de en torno a un kilo—. Él los conseguía por unos seis euros cada uno, y los
vendía al dueño de una tienda de animales en Elche por unos dos mil euros. Este, a su
vez, cobraba hasta seis mil por cada uno a sus clientes. Se cree —afirmaba, dolida
como si sintiera el oprobio en sus carnes— que en todos estos tipos de transporte, la
mitad llegan muertos, y muchos enfermos, habiendo riesgo de transmitir
enfermedades como hepatitis o tuberculosis, pero eso no les importa lo más mínimo.
A Sonia todo aquello le pareció aterrador, pero no pudo dar más detalles cuando
Vanessa insistió para que le dijera de dónde había sacado la supuesta foto. Prometió
explicárselo algún día, y finalizó la conversación, percibiendo cierta desazón en su

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excompañera. Pero pensándolo bien, por mucho que se escandalizara Vanessa, era
más grave lo otro, lo del pobre hombre moribundo, golpeado brutalmente,
secuestrado o torturado. No podían dejarlo correr, tenía que hablar con Germán y con
Marcos y convencerles para hacer algo.

Germán y Sonia paseaban aquel último sábado de julio por la calle Fuencarral de
Madrid. Ella quería mirar ropa y le había pedido, el día anterior, que la acompañase.
En su momento no le pareció mala idea, le agradaba caminar por Madrid, pero
llevaba toda la mañana lamentándose. Habían quedado a las once para que el calor no
se les echara encima. Le había sonado el despertador a las nueve y media, y le había
sentado como una puñalada; apenas había dormido cuatro horas.
Germán había salido con sus amigos la noche anterior. Se habían divertido en las
fiestas patronales de un municipio vecino, la primera de las muchas a las que
asistirían ese verano. Habría preferido regresar antes, pero el que conducía, y por
tanto quien establecía los horarios, había sido su amigo Jaime, quien se mantuvo
animado hasta tarde, sin mostrar ninguna intención de querer marcharse. Era uno de
los inconvenientes de no tener coche, se recriminó, la dependencia de los demás. Y,
como consecuencia, cada dos o tres pasos un pinchazo en la cabeza le echaba en cara
los excesos cometidos.
Nunca le habían atraído las compras, y menos las tiendas de ropa. Cuando
necesitaba alguna prenda se acercaba al Alcampo o al Carrefour, y sin darle muchas
vueltas se decidía por algo de precio económico. Únicamente cuando quería algo más
aparente, o más fiel a su estilo, se llegaba a asomar al Pull & Bear, y normalmente
solo en época de rebajas.
Había pasado por aquella cosmopolita calle unas cuantas veces, pero la mayoría
de ellas de noche, volviendo de alguna correría nocturna por el barrio de Malasaña.
Cada vez eran menos frecuentes, pues le daba pereza bajar a Madrid, andar cogiendo
autobuses y metro. Correspondían más bien a sus tiempos de universitario, recordó
con nostalgia, cuando quedaba a menudo con los compañeros de clase, casi siempre
los viernes por la tarde. Por entonces se abría un mundo inédito para Germán, con
nuevas amistades, que ofrecían experiencias diferentes a las acostumbradas con sus
amigos eternos de Móstoles. Se vivían aventuras en colegios mayores —donde les
colaba un compañero de Extremadura, alojado en uno de ellos y con buenos
contactos—; perpetraban cacerías en fiestas de Erasmus y discotecas repletas de
guiris; o se entretenían en placenteros eventos que organizaban las propias facultades,
con partidos de fútbol, tenderetes de sangría y conciertos.
En aquellas ocasiones solía recorrer esa calle de regreso a casa, de madrugada,
cuando les echaban del último bar de alguna zona de copas, como Tribunal, Alonso
Martínez o Malasaña; establecimientos que solo pisaban cuando se agotaban las
existencias del alcohol que consumían en la calle, siempre a escondidas. Luego

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bajaba por la Gran Vía —que a esas horas parecía albergar una competición de taxis
—, donde a menudo compraba arroz tres delicias o tallarines a algún vendedor
ambulante de comida china, de los muchos que se agazapaban en cada esquina junto
a sus cajas de cartón con las vituallas, atentos siempre a las luces de un posible coche
de policía al acecho. Y desde la plaza de España aún había que descender más, hasta
el río prácticamente, donde en la glorieta situada frente al intercambiador de Príncipe
Pío le esperaría el autobús nocturno de regreso a Móstoles, presto para transportar a
los zombis de vuelta a sus casas. Si calculaba mal o se retrasaba en el largo paseo,
cosa habitual por los efectos de la bebida —y más cuando iban en grupo unos cuantos
de la misma zona, distraídos y de cachondeo—, podía tener que llegar a esperar hasta
una hora, muerto de sueño y a la intemperie, hasta que partiera el siguiente.
No se parecía en nada la oscura y lejana calle Fuencarral que pateaba él con
nocturnidad, a la animada vía que resplandecía esa mañana veraniega. Incluso la
habían hecho peatonal, habían sustituido el asfalto y las viejas aceras grises por una
uniforme superficie de baldosas, con arbolitos pequeños en ambos lados cada pocos
metros. La mayoría de los comercios eran de ropa, y observó que, aparte de las
franquicias de grandes marcas internacionales, había pequeñas tiendas de minoristas,
con prendas de estilo alternativo, grunge, y otras modas para gente joven, o gente
pasada y excéntrica, ya no tan joven. No estaba él de humor para detenerse a mirar y
rebuscar, pero Sonia sí que frenaba en los comercios más humildes y estudiaba el
género con determinación.
—¿Sueles venir por el Mercado? —preguntó Sonia frente a un escaparate,
mirando con desprecio la ropa cara expuesta y tirando de su mano para apremiarlo.
De repente parecía ansiosa por llegar al Mercado de Fuencarral, ya a pocos metros.
—No he estado en mi vida, no sabía ni que existía hasta ayer —contestó, seco.
Pensaba en otras cosas. Con la mente embotada, seguía discurriendo sobre lo que
Sonia le había contado poco antes, respecto a la conversación con Vanessa.
—Entonces tu amiga parecía bien segura de que eso era contrabando, algún rollo
ilegal —concluyó Germán, meditabundo, haciendo que Sonia regresara al tema
anterior. Le había costado procesarlo.
—Sí, totalmente. Y yo sigo diciendo que deberíais decírselo a Eusebio —insistió
—. Es un buen tipo, entenderá que se trata de algo grave. No creo que os eche la
bronca por haberos dedicado a esto, pasando del proyecto. Además no se lleva bien
con Conchi, lo mismo aprovecha para meterle un gol ante la dirección, si también le
decís que ella enchufó a su amiguito Espinosa.
—Ya, pero Eusebio no pinta nada, Conchi tiene más mano con los que mandan. Y
a Lara, en el fondo, le dará igual si a Espinosa lo han enchufado o no, lo que quiere es
la pasta y el prestigio de su departamento.
Recordó lo que había propuesto Marcos justo la tarde anterior, cuando le llamó
mientras se arreglaba, antes de irse de farra.

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—No te vas a creer lo que me dijo Marcos ayer —anunció Germán, con energía.
Le había dado pereza escribírselo en el WhatsApp a Sonia la noche anterior, y ahora
tenía ganas de contárselo—. Bueno, ya sabes que él le cuenta todo el marrón de
Espinosa a Lorena, su chica; pues dice que ella le propuso entrar en su casa y
llevarnos el bote con la pasta.
Sonia dejó de hurgar en su bolso por lo que fuera que anduviera buscando y le
miró, medio sorprendida.
—¿Y te reíste, no?
—Sí, me partí el culo. Y él también se rio —lanzó una escueta carcajada y se
tornó serio, mirándola fijamente a los ojos—. Pero al rato lo llamé.
La ratificación por parte de la amiga ecologista de Sonia de que se enfrentaban a
un contrabandista le acababa de subir el ánimo, significaba un último empujón moral
para echar a rodar el plan que había urdido la noche pasada. Y, todo había que
decirlo, gracias a Marcos, o más precisamente, a su novia.
—Vamos a intentar hacerlo —afirmó, con convicción.
—¿Qué? —dijo Sonia, alarmada.
—Casi tuve que terminar de convencerle yo —añadió Germán, riendo—.
Escucha, para empezar, si sale bien podemos ser ricos, solo recuerda los fajos de
billetes morados que había ahí.
Germán era consciente de que el dinero no era realmente lo que le atraía de
aquella osadía, sino el reto y la excitación que suponía. Pero necesitaba persuadirla.
Sonia negaba con la cabeza, incrédula, como si no pudiera ser real que se hubieran
planteado algo así. Germán proseguía con el razonamiento.
—Y, ¿qué mejor castigo para Espinosa que quitarle su tesoro? Supón que lo
delatamos, que lo juzgan y lo meten en chirona, cosa complicada con nuestras
imágenes del cerebro, en las que ni se le ve la cara —pronunció burlonamente y con
desdén lo de «imágenes del cerebro»—. Eso sería en el mejor de los casos, que pase
unos años entre rejas. Pero aun así, cuando salga seguirá teniendo su botín, que se
habrá encargado de poner a buen recaudo, y vivirá como un señor el resto de su vida.
Proseguían por la larga calle, a paso rápido, porque Sonia ya no se detenía en los
escaparates, con el ceño fruncido.
—Pero lo más probable —continuó Germán— es que se rían de nosotros, sea
quien sea a quien acudamos con estas imágenes. En tu empresa lo más que harían
sería cancelar el proyecto para no meterse en líos, si es que llegan a eso.
Sonia no replicó, el argumento era incontestable.
—Vale —dijo ella finalmente—, pues que sea feliz, como tantos delincuentes que
hay libres en el mundo, pero tú no hagas locuras. —Levantó los brazos, sin saber qué
decir—. Hablas como si se tratase de una gamberrada más, como las que me cuentas
de cuando tenías quince años, con tus amigotes de Móstoles. Esto es más serio, no es
tirar mierdas a las ventanas de los colegios de monjas —le recriminó—. Y si os

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pillan, ¿qué? Y si os sale bien, ¿dónde os vais a esconder para que no os cojan? ¿En
algún país perdido?
—Cálmate, lo tengo todo pensado. Y no hables en segunda persona, porque tú
también tienes que participar —añadió, sonriendo, seguro de la indignación que eso
suscitaría en ella.
Sonia le miró, con los ojos abiertos como platos y sin saber qué decir.
—Quítate esa idea de la cabeza —le espetó.
Llegaron a la entrada del Mercado, y ella le indicó con un ademán que entrara, de
mala gana. A Germán le pareció, por el letrero luminoso azulado y la puerta de cristal
bajo el mismo, que se trataba de un centro comercial más, aunque quizás algo
antiguo. Sin embargo, en el interior se encontró con estrechas y variopintas tiendas de
ropa, y no con los amplios comercios de marcas archiconocidas que poblaban otros
lugares similares, más modernos. Los locales, muy coloridos, exhibían estilos
alternativos y nuevas tendencias. Vio incluso algún tatoo & body piercing. No había
largos pasillos, sino que las tiendas se disponían en un anillo, en dos plantas, y había
una escalera en el centro, pero no mecánica.
Como Sonia no parecía estar prestando mucha atención a las prendas expuestas
en los escaparates, Germán continuó hablando, procurando sonar convincente.
—Si lo hacemos bien no hay ningún riesgo. La clave es encontrar más pruebas de
su actividad delictiva, especialmente de lo que le hicieron al hombre de la paliza. De
esa manera, si sale bien y nos largamos con la pasta, le amenazaremos,
anónimamente, con desvelar lo que sabemos si no se está calladito, para que no
denuncie ni haga nada. Si sale mal, tres cuartos de lo mismo, pero nos quedamos sin
la pasta. Aunque en un principio llamase a la policía y nos cogieran, en cuanto le
chantajeáramos diría rápido que había sido todo un malentendido, que nos conocía y
que no había problema.
—¿Y de dónde piensas sacar esas pruebas? —preguntó ella deteniéndose,
malhumorada. Tal vez se olía que le iba a solicitar su participación para ese fin.
—Está claro que no basta con las imágenes de sus recuerdos. Pero dices que en
cuanto tiene oportunidad se pone a trajinar con su portátil, así que estoy convencido
de que se comunica con sus colaboradores por correo electrónico. Seguro que entre
los mensajes enviados y recibidos hay material de sobra para cogerle por los huevos.
Sonia asintió levemente, algo más receptiva.
—Hay que conseguir su dirección de e-mail y contraseña —prosiguió Germán,
ganando confianza—, y ahí entras tú, porque será durante una de sus visitas a
Synphalabs.
Ella iba a protestar, pero Germán puso su voz por encima:
—Después hay que prepararlo todo bien, con tiempo. Si conseguimos meternos
en su cuenta de correo esta última semana de julio, antes de que se vaya de
vacaciones, tendremos quince días para estudiar el plan al detalle y actuar después.

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—¿Después? ¿Cuándo? ¿Aprovechando que deja la casa vacía, en vacaciones?
Parece todo tan precipitado…
—No, repito, lo haremos después, cuando vuelva. A finales de agosto o en
septiembre, ya sabrás por qué.
—¿Y me metes a mí en el ajo así, sin preguntar? —refunfuñó ella.
—¿Qué pasa? ¿No quieres ser rica? —ironizó. La agarró por los hombros y la
apretó contra él, pero ella se deslizó sutilmente para que la soltara—. Bueno,
piénsatelo, pero cuento contigo.
Lo dijo por decir, no tenía ninguna duda de su colaboración. Si había aprendido
algo de ella era que su personalidad era muy maleable; especialmente con él, si
hiciera falta lo seguiría al fin del mundo.
Sonia terminó de recorrer los escaparates que daban a la zona circular de la planta
baja sin decir nada, con la mirada ausente. Subieron por las escaleras colocadas en el
medio. Él simplemente la seguía. Ella, llena de apatía, tampoco entró en ninguna
tienda de las de arriba y volvieron a bajar, y finalmente salieron.
El calor había apretado, o al menos Germán sufrió el contraste de temperatura.
Caminaron otro trecho en silencio, Sonia mirando al suelo con expresión ceñuda,
absorta. Ya no prestaba atención a las ofertas de los comercios, ni a la ropa que
vestían las chicas jóvenes que se cruzaban en sentido contrario, cargadas de bolsas, ni
a los perros que paseaban junto a sus dueños, que tanto le gustaban.
—¿Y dónde vive? ¿Cómo vas a saberlo? No querrás que se lo pregunte yo, ¿no?
—inquirió por fin, con una entonación que daba a entender que aquello le parecía
impracticable.
—Tendrá un montón de correos donde venga su dirección, como confirmaciones
de compras por Internet, donde siempre viene la dirección de envío; o facturas de luz,
agua, etc. Eso no es problema. Lo que no es seguro es que la imagen que vimos con
el escondite del dinero corresponda a su domicilio habitual. Pero eso se lo dejaremos
al destino. Lo más probable es que sí sea su casa, yo al menos no guardaría mis
ahorros en un apartamento en la playa, u otro sitio deshabitado por mucho tiempo…
—Seguro que vive en una urbanización con seguridad privada, puede que ni
lleguéis a entrar en su casa —insistió en voz baja, resignada.
—Vamos a entrar, y por la mañana, a plena luz del día, a la hora que le digamos
nosotros. Si hay algún tipo de control de acceso, nos abrirán. Confía en mí —sostuvo
Germán, solemne, esbozando una amplia sonrisa, orgulloso. Con gratitud percibió
que ella le devolvía la mirada, y casi la sonrisa. Tenía luz verde. Se sentía importante,
iba a disfrutar maquinando aquello. Casi más que con el dinero.

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17.

SONIA apenas podía creer que lo estuviera haciendo. Se reprochaba a sí misma


haberse dejado persuadir tan fácilmente. Su intención de ser más firme en sus
convicciones había vuelto a fracasar, se había dejado arrastrar. Lo peor de todo es que
ya sabía, en cuanto Germán soltó la descabellada propuesta, que no había vuelta
atrás. Cuando se le metía una idea en la cabeza no había manera de quitársela. Y más
si suponía un reto, algo que conllevara emociones fuertes. Porque ya lo conocía lo
suficiente: no haría algo así solo por dinero. No era tan ambicioso. Primaría en él su
obsesión por castigar a Espinosa, pero más aún el desafío que implicaba urdir toda la
operación. Disfrutaba planeándolo, como si fuera un juego de estrategia. Allá tú,
debía haberle dicho; pero no había logrado mantenerse al margen, su voluntad había
flaqueado de nuevo, rendida ante la fatal atracción que Germán suscitaba en ella.
Y ahí se veía, esperando a que Germán terminara de colocar aquella extraña
videocámara, en lo alto del armario que quedaba detrás de donde se sentaría
Espinosa, un rato después. El plan era simple. Ella informaría al empresario de que
iba a haber un retraso. Confiaban en que él, automáticamente, sacaría su portátil y,
entre otras cosas, accedería a su correo, ignorando que una cámara a sus espaldas
grabaría la pantalla y sus pulsaciones en el teclado, proporcionándoles posteriormente
su cuenta de correo y la contraseña.
El día anterior por la tarde, lunes, a la salida del trabajo, habían debatido los
pormenores de la operación. Cuando ya parecía todo claro, a Marcos le surgió una
duda que a punto estuvo de dar al traste con todo. Comentó que era probable que
Espinosa consultara el correo en la aplicación Outlook. Simplemente lo abriría
pulsando el icono, sin necesidad de insertar ni cuenta de usuario ni contraseña en
ningún momento. Aquello mantuvo a Germán cabizbajo unos segundos,
reflexionando con rostro sombrío, mientras caminaban por una acera del polígono
industrial, bajo el asfixiante calor de la tarde. Se dirigían los tres al coche de Marcos,
quien se había ofrecido a acercar a Sonia a la estación de tren, para luego proseguir
los dos, como de costumbre, en dirección a las vecinas localidades de Móstoles y
Alcorcón, en la otra punta de la región madrileña. Germán, maldiciendo y
visiblemente alicaído por el fallo, se excusaba alegando que había dado por hecho
que Espinosa entraría en alguna página como Hotmail o Gmail. Pero claro, no había
caído en que el adinerado manco podría utilizar únicamente la cuenta de correo
corporativa, la de su empresa, que estaría ya configurada en el Outlook de su portátil.

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Ya iban en el coche, callejeando en dirección al centro de Torrejón, sumidos en el
silencio que contagiaba Germán, cuando Sonia se acordó de una de sus compañeras,
aquella que había tratado a Espinosa al principio, hasta que se cogió la baja por
maternidad. Le había contado en su día, resentida, la pelotera que armó el cretino de
Espinosa porque no era capaz de consultar su correo. Sonia casi lo había olvidado,
pero hizo un esfuerzo por refrescar los detalles en su memoria, esperando que pudiera
servir de ayuda a Germán; no podía soportar verle tan apagado.
Según relató su amiga le habían hecho esperar, y si Espinosa ya estaba
encrespado por ese motivo, perdió definitivamente los estribos cuando vio que podía
navegar por Internet, pero no le funcionaba el correo. De hecho, Sonia recordó que su
compañera pudo haber mencionado la palabra «Outlook», pero no tenía la certeza.
Espinosa achacó el problema a algún tipo de restricción en el acceso wifi de la red de
Synphalabs, y exigía enconadamente que acudiera un técnico informático, llegando a
imprecar a la desdichada colega de Sonia, que aguantaba en solitario el temporal.
Tras un par de llamadas de la chica —salidas de tono, por la presión a la que se
veía sometida—, apareció un joven, malhumorado por la exigencia y por la flagrante
violación del protocolo de resolución de incidencias. Esforzándose por guardar la
compostura, el técnico explicó, tras echar un efímero vistazo, que al hallarse el
portátil conectado a otra red, no a la de su propia empresa, no estaba registrado el
usuario en el dominio y no podría usar el Outlook. Debería entonces acceder a su
correo por alguna página web. Espinosa asintió y rio, ligeramente abochornado,
reconociendo que lo consultaba en su casa todas las noches de esa forma, que no
entendía por qué había estado convencido de que allí podía utilizar el Outlook, como
si se hallara en su despacho. Pero en ningún momento se disculpó, ni con el técnico
ni con la compañera de Sonia.
Tras escuchar el relato de Sonia los chicos respiraron aliviados, pues significaba
que el hombre se vería obligado a escribir sus datos en alguna web, un acceso externo
proporcionado por su empresa. El ardid de la cámara seguía siendo válido.
Bromearon a continuación, relajados. Germán no tardó en restregarle el despiste a su
compañero, aduciendo que era algo evidente, y no se explicaba cómo no había caído
ninguno en la cuenta de que Espinosa no podría usar el asistente de correo de
Windows fuera de la red de su empresa.
Sonia hacía guardia en la puerta, nerviosa, atenta por si se acercaba alguien por el
pasillo que pudiera sorprender a Germán encaramado al armario. La sola presencia
del informático, en una zona tan alejada de su puesto, podía causarles problemas a
ambos, más que nada porque la noticia de su relación sentimental se había extendido,
y pensarían que se escabullían del trabajo para juntarse. Pero si además Conchi o
incluso Claudia lo pillaban trajinando con una cámara de vídeo, exigirían otro tipo de
explicaciones.
En una media hora se presentaría el paciente, siempre puntual, para finiquitar la
sesión de electroencefalografía que restaba en el calendario hasta la tregua de la

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primera quincena de agosto. Ya apenas quedaban músculos y movimientos
pendientes de clasificar. Continuamente el hombre se quejaba de que esta rotación o
aquella extensión ya se la habían hecho ejecutar en otras ocasiones, pues era incapaz
de distinguirlos de otros movimientos complejos similares, en los que intervenían
infinidad de músculos al unísono. Gracias seguramente a sus encantos femeninos, con
Sonia no era tan seco y adusto como con el resto de personal, pero ¡qué ganas tenía
de perder de vista al viejo cascarrabias! Por desgracia, tendría que seguir viéndole la
cara y colocándole cuidadosamente los electrodos hasta septiembre, y eso si
marchaban bien las cosas.
Por un momento se había olvidado de Germán y de la locura a la que la había
empujado. Ante sus acuciantes preguntas e insistencia para que se apresurase, su
novio aseguraba repetidamente que ya casi estaba, mientras enfocaba cuidadosamente
la cámara hacia el asiento donde se situaba invariablemente Espinosa en cada sesión.
Germán encuadraba el hipotético regazo, donde reposaría el ordenador portátil, en el
centro de la minúscula pantalla del aparatito, abriendo ángulo con cuidado, de forma
que ni el respaldo ni su cuerpo taparan la visión del ordenador.
Según le había manifestado con detalle, aquella pequeña cámara era una webcam
que podía funcionar sin cables, con batería. Era del tamaño de una cajetilla de tabaco,
y capaz de almacenar el vídeo en una memoria interna. El problema era que, para
poder llegar a apreciar las letras en el monitor del portátil, así como las teclas que
pulsaría Espinosa en el teclado —imprescindible para averiguar la contraseña, porque
en la pantalla se mostraría oculta con asteriscos—, había tenido que configurar la
cámara para que grabase en modo de alta definición. Esto provocaba que la capacidad
de la memoria se viera reducida a escasamente una hora de grabación continua. De
ahí el colocarla apresuradamente poco antes de que se iniciara la sesión, con el
peligro que ello acarreaba: podría aparecer Carlos para realizar algún ajuste o
arrancar las máquinas, o Conchi para revisar el parte de la prueba y cerciorarse de
que la disposición de los electrodos era la más adecuada para los movimientos a
ejecutar; lo cual, por fortuna, no solía suceder.
Pasó un tiempo que a Sonia se le hizo eterno, pero finalmente Germán se bajó de
la banqueta, sobre la que se aupaba para llegar bien a lo alto del armario, y anunció
triunfalmente que ya estaba lista y grabando, dirigiendo una sonrisa cómica a la
cámara, con el pulgar levantado. Sonia apreció que el aparatito se hallaba bien oculto
entre dos cajas de cartón rebosantes de cables, en la parte superior del espantoso
módulo de metal pintado, de dos puertas, donde almacenaban instrumental de
laboratorio y aparatos electrónicos en desuso.
—Bueno, me vuelvo a mi sitio, ya sabes lo que tienes que hacer.
Sonia asintió y él se fue, no sin antes echar una mirada a ambos lados del pasillo,
por precaución, y despedirse con un fugaz beso en sus labios. Ella le observó alejarse,
con su vestimenta informal y sus andares subversivos, y respiró aliviada. No es que
Germán no pudiera estar allí, pero no era su lugar de trabajo —ni siquiera su edificio

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— y era preferible no tener que justificarse. En soledad, Sonia se tranquilizó
parcialmente. Desde el principio había albergado un mal presentimiento, pero por
otro lado hacer aquello junto a él la excitaba, le agradaba sentir la adrenalina en las
venas. Le emocionaba poder completar la misión para contribuir a conseguir el
objetivo final, y que él se sintiera orgulloso de ella.
Volvió dentro y terminó de preparar el gorro con los electrodos según la
configuración del documento. Apenas variaba ya de una sesión a otra y desplazaba
los pines de un punto a otro casi por inercia. Desenredó los cables de colores y los
enchufó en los conectores de un aparato cercano al asiento. Se notó aún angustiada,
pero trató de relajarse, concienciándose de que ya solo tenía que informar a Espinosa
de que la doctora se iba a retrasar, para incitarlo así a sacar el portátil.
Inmediatamente después iría al despacho de Conchi a entretenerla con algo, para
retrasarla, dándole de ese modo tiempo a Espinosa para abrir su correo.
Por fin se asomó al laboratorio Espinosa, con su tarjeta de visitante colgando del
bolsillo. Sonia suspiró aliviada, era imprescindible que llegara antes que Conchi, para
poder hacerle esperar. Sería un hombre hosco y arrogante, pero al menos había sido
tan puntual como de costumbre, pues faltaban aún cinco minutos.
No llevaba corbata, algo poco usual, síntoma quizás de relajación, por estar
pensando ya en sus cercanas vacaciones. Al ir también sin chaqueta se acentuaba la
sensación de asincronismo en sus andares, desacompasados por la asimetría de sus
miembros superiores. Mientras la manga de uno de los brazos oscilaba
armónicamente con cada paso, la otra permanecía flácida e inerte. A Sonia le infundió
cierta compasión, olvidándose momentáneamente de las mezquindades ocultas tras la
fachada.
El corpulento hombre saludó escuetamente y enfiló rutinariamente hacia su
asiento. Antes de que depositara el maletín con el portátil sobre la alargada mesa
pegada a la pared, se apresuró Sonia a informarle de que la doctora, lamentablemente,
iba a demorarse por un problema de última hora. Como ella esperaba, Espinosa
reaccionó abriendo la funda y sacando el fino y liviano ordenador, y se sentó,
refunfuñando. Sonia le dedicó un sentido gesto compasivo, como si entendiera la
desgracia que supondría para el empresario perder diez minutos de su valioso tiempo,
y salió disparada a por Conchi.
Se cruzó con Carlos en el pasillo, algo con lo que no había contado.
—¿Dónde vas? —preguntó él, extrañado—. Me ha parecido ver pasar a Espinosa,
¿no ha llegado?
—Sí —contestó ella, algo insegura—. Pero creo que Conchi va a tardar un poco.
Carlos la miró, incrédulo.
—Pero si acabo de pasar por su despacho y me ha dicho que ahora venía…
—Bueno, es que tengo que hablar con ella de una cosa personal, enseguida
venimos.

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Pasó de largo con prisa. Se lamentó porque no había sido capaz de mirarle a los
ojos y además casi había tartamudeado. Pero Carlos, a pesar de ser un tipo
desagradable para casi todos, y hallarse frecuentemente de mal humor, era manejable.
Más tarde iría a adularlo un poco y soltarle alguna explicación banal, y lo tendría de
nuevo comiendo de su mano. Al fin y al cabo era un hombre, y ella sabía apelar a sus
más bajos instintos.
Abandonó el edificio de los laboratorios y cruzó el área ajardinada hasta el
módulo de una sola planta ubicado justo enfrente. Junto a la puerta se situaban un
hombre y una mujer maduros apurando sus cigarrillos, soportando el creciente calor
de la mañana, pegados a la pared para aprovechar un resquicio de sombra. Recorrió
Sonia un par de pasillos hasta llegar a la puerta del despacho de la doctora, que estaba
abierta. Se asomó, al tiempo que golpeaba sutilmente con los nudillos, y divisó la
gruesa figura de la mujer, de pie tras su escritorio, recogiendo unos papeles y
dispuesta a marcharse. Vestía de forma grotesca, en su opinión, con un ostentoso
vestidito veraniego demasiado atrevido para su edad y su generoso volumen.
—¿Qué haces aquí? Tenemos electro ahora mismo —dijo la señora, categórica,
sin apenas levantar la cabeza.
—Conchi, quería comentarte un asunto…
—No es buen momento, Sonia. Ya sabes que no le gusta que le hagamos esperar.
Supongo que tendrás ya preparado el instrumental.
—Sí, sí. Es por un problema que ha surgido en el laboratorio tres; parece que falla
el aire acondicionado, y ya sabes que se pueden echar a perder las muestras y los
cultivos.
—Bueno, díselo a Claudia, que se ocupe ella —respondió cortante.
Sonia había presupuesto esa evasiva, pero sabía que la encargada de los
laboratorios acababa de irse de vacaciones, y Conchi debería hacerse cargo. Si
conseguía que la acompañara a aquella sala, bastante alejada de donde aguardaba
Espinosa, lograría un buen intervalo de tiempo, suficiente para asegurarse de que el
empresario accedía a su correo. Una vez allí comprobarían que la temperatura era la
correcta y Sonia disimularía, alegrándose porque había sido solventado el problema.
—Pero es que Claudia está ya de vacaciones…
Conchi suspiró, perdiendo la paciencia. No iba a dar su brazo a torcer tan
fácilmente.
—A ver, ahora tenemos que ir con el señor Espinosa. Mira, recuérdamelo luego,
cuando terminemos, y llamamos a los de mantenimiento —decretó agriamente,
dirigiéndose a la puerta de su despacho y saliendo airosamente, orillando la menuda
silueta de Sonia.
Sonia la siguió por detrás, tratando de ponerse a su altura, angustiada. Tenía que
hacer a Conchi perder más tiempo, Espinosa podría estar aún leyendo la prensa o
navegando por Internet, antes de entrar en su correo. Se obligó a idear algo, y rápido.
No debía resignarse y esperar que en la siguiente intentona hubiera más fortuna y se

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retrasase Conchi durante más tiempo. El verano se echaba encima y Germán vería sus
planes frustrados, al tener que cancelar la operación hasta la vuelta de las vacaciones
de Espinosa. Y solo quedaban un puñado de sesiones entre las de la segunda quincena
de agosto y las de septiembre, no se podía desaprovechar la ocasión actual. Sobre
todo, no quería defraudar a Germán.
Se le ocurrió algo, aunque cuestionaba si sería demasiado arriesgado. Sin duda
haría que Conchi se parase a hablar, pero vacilaba. Intentó a toda prisa hacer balance
de las consecuencias negativas contra las positivas, pero ya no había tiempo, estaban
a punto de alcanzar la puerta que daba al exterior. Cruzar el pequeño jardín y
presentarse en el laboratorio sería cosa de un minuto.
Advirtió que habían caminado, desde su despacho, en un completo e incómodo
silencio, y eso le hacía todavía más difícil iniciar la comunicación. Aunque esa
actitud era normal en Conchi, siempre distante y poco afable con los subalternos,
como si perteneciera a la nobleza de un par de siglos atrás y el resto fueran
despreciables obreros de una categoría social inferior, con la que no debía mezclarse.
—Conchi, te vi en la boda de la hija de Espinosa —soltó de repente, con el
corazón en un puño.
Lo quiso decir con una entonación alegre y casual, como si se hubieran visto en el
cine, pero incluso a Sonia sus propias palabras le sonaron amenazadoras. Ni siquiera
albergaban la certeza de que la novia de las imágenes fuera la hija de Espinosa, pero
había que correr el riesgo.
La doctora se detuvo y se volvió, siguiendo a Sonia fríamente con la mirada hasta
que se colocó a su par. La boca se le había quedado abierta. Parecía que dudaba entre
hacerse la loca y negarlo, o aceptar los hechos con naturalidad.
—Ah, vaya —su flácido rostro se crispó en una sonrisa fingida—. ¿Y por qué no
me saludaste? ¿Ibas de parte del novio, supongo?
Intentaba sonar cálida y afectuosa, pero se percibía su turbación, delatada por la
falsedad y el cinismo.
De repente se había desvanecido su prisa por llegar al laboratorio, pero Sonia se
arrepentía del comentario, acobardada por la imponente mujer que la atravesaba con
la mirada. Ni siquiera estaba segura de cómo explicarse sin irse de la lengua.
—No, quiero decir… —titubeó—. Yo no estuve, alguien me enseñó unas fotos
donde aparecíais los dos.
No le sonaron muy convincentes sus propias palabras. Observó que Conchi
asentía, pensativa. La cuestión subyacente no tardaría en aflorar: ambas sabían que
Conchi había fingido desde un principio no conocer a Espinosa, y haber insistido
tanto para que le concedieran el tratamiento revelaba ahora que, más que por motivos
profesionales, podía haberse debido a intereses personales. Le dio la impresión de
que Conchi esperaba que Sonia le pidiera alguna explicación. Quizá se estuviera
planteando alegar que coincidieron en la boda por azar, que ella iba por parte del

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novio y que antes no había visto nunca a los padres de la novia; a Espinosa en
concreto.
Finalmente Sonia rompió el incómodo silencio. Prefería ahorrarle a la doctora la
invención de alguna excusa, y no quería enfrentarse a ella ni remover más el asunto.
Intentó hacer creer que lo tenía todo claro, pero a la defensiva.
—No te preocupes, no diré nada. Creo que hiciste bien en presentar a Espinosa
para el proyecto, todos estamos aprendiendo mucho con la investigación. Y si sale
bien, va a ser buena cosa para la empresa.
Trató de sonreír, pero tenía miedo. A pesar de las buenas palabras, acababa de
acusar directamente a su jefa de enchufar a un familiar o conocido, de influir para la
concesión de un tratamiento de alto riesgo, poniendo en peligro el devenir del
departamento. No sabía cómo se lo tomaría. Esperaba que lo pasara por alto, que lo
dejara estar.
Conchi reinició la marcha, muy despacio, pero con la cabeza bien alta. Abrió la
pesada puerta que daba al exterior y ambas salieron. Bajo el intenso sol, Conchi se
volvió hacia Sonia, con gesto muy serio.
—¿Por qué me cuentas esto? ¿Qué quieres, un aumento de sueldo? Si piensas que
vas a conseguir algo a cambio, que me vas a hacer chantaje, estás muy equivocada —
le espetó, sin disimular un profundo resentimiento.
Sonia encajó su impetuosa mirada como si fueran cuchilladas. Era lógico que se
preguntara aquello. Se lo había soltado sin venir a cuento, y luego le había dicho que
no iba a contar nada a nadie. Conchi buscaba un motivo, se veía amenazada. No le
podía explicar que solo quería hacerle perder tiempo, que se retrasara unos minutos.
Conchi debió de advertir que Sonia dudaba y continuó hostigándola, crecida.
—¿Y quién te ha enseñado las fotos? ¿Es alguien de la empresa?
Sonia experimentó escalofríos a pesar del calor veraniego. No sabía cómo
arreglar el entuerto.
—No, es un primo mío —mintió, y calló unos segundos. Conchi desfiló por el
sendero que cruzaba el césped en dirección al edificio de los laboratorios,
malhumorada—. No pretendía conseguir nada, ni ofenderte —se excusó—. Todo lo
contrario, solo quería mostrar mi lealtad, que veas que estoy contigo —pudo decir
finalmente, a sus espaldas, pues la doctora iba siempre en cabeza, marcando el ritmo
con sus estirados andares.
Conchi no contestó inmediatamente, meditaba la respuesta. Obviamente, no
entendía nada.
—Bueno, mejor para ti, entonces —sentenció Conchi, mirándola de soslayo,
como perdonándole la vida, y aceleró el paso.
Sonia se sintió humillada, se había tenido que tragar sus propias palabras. Había
dicho una tontería; había sonado como un órdago y a continuación había hecho el
ridículo retirándolo sumisamente. Desearía apuñalar a la altiva e insoportable mujer
que andaba por delante. Como consuelo, esperaba que Espinosa hubiera tenido ya

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tiempo suficiente para acceder a su correo; el colmo sería que hubiera estado leyendo
el Marca. No saldría de dudas hasta que Germán examinara la grabación de la
cámara.
Había pasado un mal rato, pero ya había quedado atrás y se sorprendió
reconfortada. Y puede que no solo por haber cumplido con su difícil papel; en esos
momentos anhelaba más que nunca que marchara todo bien, por primera vez se sentía
partícipe, o cómplice. Confiaba en que se consiguiera el dinero y, si era suficiente, se
plantearía dejar el trabajo y perder de vista a esa zorra. O mejor aún, les contaría a
Lara y a todos los jefes sus trapicheos, a ver qué pasaba. Si la despedían, no habría
problema: se iría a dar la vuelta al mundo con Germán, que ya estaba soñando con lo
que haría con el dinero, y ella se iba contagiando poco a poco. Recordarlo hizo que se
levantara su ánimo. Esa había sido la última fantasía de Germán, pero habría más,
pues no dejaba de compartir con ella sus ocurrencias: irse a vivir a Australia y
aprender a hacer surf; recorrer Estados Unidos en una Caravelle, de concierto en
concierto… Era como un crío, pensó, abstrayéndose, ¡qué mono!

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18.

ERA ya el último día de julio y los tres habían acordado tomar unas cañas en el bar
del polígono industrial, a modo de despedida, pues ya no se verían hasta mediados de
agosto. Iban a resultar, sin embargo, unas exiguas vacaciones: Marcos y Germán solo
habían conseguido que les concedieran una semana a cada uno.
La primera la disfrutaría Marcos, que estaba exultante porque había salvado el
viaje por los pelos. La segunda correspondería a su amigo Germán, que asistiría a un
ansiado festival de rock alternativo. Al parecer le había costado una discusión con
Sonia por no contar con ella, pero admitió el error y ya había quedado olvidado. Se
repartieron así la quincena porque les obligaron a que en todo momento permaneciera
al menos uno de ellos trabajando, avanzando en las tareas pendientes. Eusebio y
Conchi esperaban, de esa manera, que no se estancara el proceso de decodificación de
señales.
Germán no había querido soltar ni una palabra en la oficina, por precaución.
Marcos había esperado ansioso durante toda la jornada a que llegara la hora de irse y
conocer, por fin, si había habido suerte con el tinglado de la grabación.
—Bueno, ahí tienes la cerveza, pesado. Ya puedes contarlo —insistió Marcos,
pasándole una de las tres jarras que había dejado el camarero sobre la barra.
Durante el paseo desde Synphalabs hasta el restaurante, Germán se había negado
a sacarles de dudas. Aducía que hacía demasiado calor, y había afirmado, casi para
hacerles rabiar, que hasta que no tuviera una cerveza fresquita en la mano no iba a
decir nada.
—Me costó bastante, no fue pan comido, pero tenemos su dirección de correo y
su contraseña —declaró orgulloso, pero sin celebraciones.
Bromeó primero enumerándoles las páginas web que había visitado Espinosa
antes de acceder al correo. Debía de estar ultimando los detalles de un viaje
vacacional a algún destino tropical, aunque no recordaba el nombre del sitio en
concreto. Le pareció que navegaba por sitios web de excursiones y visitas
organizadas, del estilo de bucear con tiburones, pasear en elefante y actividades
similares para turistas.
Cuando Germán vio en el vídeo que se mostraba una página con un listado o tabla
con filas de texto, que podría delatar la bandeja de entrada del correo, detuvo la
imagen y comprobó con júbilo que así era. Rebobinó lentamente hacia atrás hasta que
apareció la ventana de acceso, una simple página en blanco con un logotipo en una
esquina, probablemente de su empresa, y dos cajitas para introducir el e-mail y la

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contraseña. Les explicó que los caracteres de la pantalla eran razonablemente
legibles, lo cual le permitió apuntar la dirección de la página que figuraba en la parte
superior del navegador, y que necesitarían ellos para posteriores intromisiones.
Asimismo anotó el nombre de su cuenta de correo, que quedó expuesto súbitamente
dentro del recuadro, tras adelantar el vídeo unos instantes, tan pronto como Espinosa
introdujo la primera letra.
—Temí entonces —relataba Germán— que apareciera la contraseña también
automáticamente en el otro recuadro, oculta con asteriscos, como ocurre con algunas
páginas si le indicas al navegador que recuerde las claves para próximos accesos. —
Tras unos segundos de suspense continuó—. Pero por suerte la introdujo por teclado,
letra a letra; menudo alivio.
Efectivamente, pensó Marcos, podría haber supuesto un impedimento con el que
no habían contado, un obstáculo insalvable, pues sin contraseña no lograrían entrar
nunca en su correo.
—Sin embargo, resolver su palabra clave fue laborioso, porque su única mano
ocultaba parcialmente lo que tecleaban sus dedos —prosiguió Germán, dándose
importancia—. Claramente solo se distinguían las teclas de la fila de arriba, y pude
ver, pausando el vídeo y avanzando poco a poco, que escribía algo que empezaba por
«quo», y que después había alguna «i».
—¿Y no era Quo vadis? —preguntó Marcos, estimulado por la adivinanza.
—¡Joder!, ¿cómo lo has sabido? —exclamó Germán, herido en su amor propio—.
Sí que era, pero con la «q» y la «v» en mayúscula, y sin espacio. Me tiré horas
haciendo combinaciones. Había anotado las teclas de la zona próxima a donde caían
los dedos para cada una de las pulsaciones que me faltaban, y me propuse buscar una
palabra conocida o familiar. Pero me costó un huevo.
—Tú de cine clásico andas algo justito —dijo Marcos con sorna, riendo.
Sonia también sonreía, pero más comedida. Marcos apostó a que ella tampoco
conocía la película; por no hablar de la novela, que creía Marcos recordar que existía,
aunque no la había leído, ni tenía intención de hacerlo.
—No tenía ni idea, hasta que puse en Google «quo» a ver qué salía… —Germán
se encogió de hombros, resignado ante lo evidente—. Luego me metí en la página del
correo de su empresa y probé hasta que entró con esas dos letras en mayúscula. Pero
casi me desespero, ¡estaba ya desquiciado!
Rieron los tres, de buen humor.
—Ha habido suerte de que sea algo conocido, si no hubiéramos estado bien
jodidos —añadió Marcos, aliviado.
—La próxima vez que espíes a alguien, a ver si colocas mejor la cámara —
arremetió Sonia, mordaz—. Tanto tiempo que te tiraste para ponerla, y podía no
haber valido para nada.
A pesar del éxito de haber logrado entrometerse en su cuenta, Marcos estaba
ansioso por saber si habían hallado algún tipo de información relevante. Según el

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plan de Germán, además de la dirección de Espinosa, era crucial hallar algo que les
sirviera como chantaje para protegerse tras el robo: comunicaciones reveladoras con
sus matones o socios en el asunto del contrabando, o algo que esclareciera lo del tipo
abatido junto al muro.
—Bueno, a lo que vamos, ¿tiene correos que prueben algo?
Marcos bajó el tono por instinto, aunque no hubiera hecho falta porque la nave
industrial reconvertida en cantina estaba casi vacía, no solo por la época, sino porque
únicamente se llenaba a la hora de la comida, cuando los trabajadores del entorno
acudían a tomar el menú del día.
El semblante de Germán mudó de aspecto. Se le borró la alegría y se tornó más
serio, aunque mantenía una sonrisa postiza, quizá con la intención de no alarmarlos.
—He mirado uno por uno y nada. He prestado especial atención a los que tienen
fecha de marzo a junio, que es la época en que suponemos que ocurrió lo de la paliza,
pero no he encontrado nada, ni en los correos enviados tampoco. —Germán dio un
sorbo y miró al suelo, consternado—. No he visto nada de contrabando de ningún
tipo, aunque parece que su empresa podría ser una buena tapadera para eso. Según lo
que he averiguado por Internet, se dedican a importar hierro y otros metales, y luego
los distribuyen en España. Por el contenido de los correos intuyo que debe de ser un
jefazo, más que nada por su tono autoritario y el trato respetuoso de los que se dirigen
a él.
—Según lo presentó Conchi en su día, es empresario. Más que un jefe, será el
dueño —corrigió Sonia.
—Bueno, pues será empresario, pero tendrá otros socios porque no me ha dado la
impresión de que lleve las riendas de todo. Habla mucho de contratos con navieras,
licencias de explotación de instalaciones portuarias, negociaciones con empresas de
transporte por carretera y un montón de historias, pero todo relacionado con la
logística. Se intercambia muchos correos de contenido más general, más corporativo,
con otro tipo, uno con un nombre raro, que por el tono debe de ser, al menos, tan jefe
como él. No me acuerdo de cómo se llama, pero podría ser el auténtico dueño, o al
menos un socio.
Marcos escuchaba en silencio. Todo eso estaba muy bien, pero estaba desalentado
por la falta de evidencias de las supuestas maldades que le atribuían. Germán
continuó, complacido por sus pesquisas.
—Aparte de la oficina central en Madrid, parece que tienen algo en Valencia,
porque hay muchos comentarios que mencionan la ciudad. Hay al menos una
delegación u oficina administrativa allí, así como almacenes, y tienen contratas con
empresas del puerto.
Sonia asentía con una leve sonrisa, orgullosa de las dotes detectivescas de
Germán. Marcos seguía mudo, consideraba toda esa información superflua. Además,
seguramente se podría obtener también a través de la página web de su empresa.

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—Lo mejor de todo es que ya tenemos su dirección, vive en Collado Villalba. —
Germán debió de percibir el desánimo, especialmente en el semblante reflexivo de
Marcos, y trató de sonar optimista y elocuente—. No ha sido difícil, tenía un correo
de confirmación de una compra en Amazon, una Kindle creo que era, ya sabéis, para
leer libros en formato electrónico. En el correo venía la dirección de entrega.
Sonia soltó un murmullo de admiración.
—La dirección aparece en otros correos, así que no hay duda —sostuvo Germán
—. La forma de entrar ya la tengo planeada, pero os lo diré más adelante, cuando
ultime los detalles. Solo os puedo adelantar que voy a necesitar la ayuda de un amigo
mío de Móstoles, por lo que habrá que darle una parte.
Calló unos segundos, como esperando escuchar alguna opinión, y Marcos
aprovechó para exponer sus reticencias.
—No sé si te lo has planteado, pero no creo que debamos seguir adelante si no
encontramos pruebas —declaró, mirando fijamente a Germán, con seriedad—.
¿Cómo le chantajearemos para que se aguante después del robo, que no nos denuncie
o se ponga a investigar, y mande una horda de matones a liquidarnos?
Germán alzó los brazos, adoptando la expresión torcida del que intenta convencer
al aguafiestas.
—Tronco, el riesgo es algo mayor, pero sigue siendo factible. Si lo hacemos bien
y no dejamos pistas, no tendrá nada que hacer. Y si la cagamos, simplemente le
contaremos lo que sabemos, mostrándole las imágenes emborronadas que tenemos. Si
acertamos y tiene algo que esconder, aceptará quedarse calladito y nos quedaremos
con la pasta.
—No es suficiente. ¿Y si nuestras suposiciones son erróneas? ¿Y si es un tipo
honrado?
Germán negó con la cabeza y agarró la cerveza de mala gana, escéptico. Parecía
tenerlo claro. Marcos quería precisar su postura, pero le costaba dar con los
argumentos más convincentes; la presencia de Sonia le hacía sentirse incómodo.
Había discutido con Germán en infinidad de ocasiones, desde los tiempos
universitarios, siempre de tú a tú, pisando terreno conocido. Sabía por dónde saldría
su compañero ante sus puntos de vista, y era sencillo, a pesar de su tozudez, resolver
las discrepancias. Pero con Sonia a su lado todo cambiaba. Puede que Germán se
sintiera reforzado, apoyado, o que no quisiera ostentar debilidad ante ella, pero el
caso es que no reaccionaba igual y a Marcos le desconcertaba.
—Puede que Espinosa se encontrara, por casualidad, con la escena del hombre al
que estaban golpeado, que ya estuvieran allí y él no tuviera nada que ver. Eso sin
duda le causaría un recuerdo impactante —esgrimió Marcos, con escasa seguridad—.
Y puede que un empleado suyo fuese el artífice del transporte ilegal de los animales,
un traidor que aprovechaba los envíos de su empresa para traerlos ocultos y forrarse
después, todo a escondidas. En algún momento lo descubrieron y Espinosa quiso ver

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en persona de qué iba aquello; y obviamente se sentiría engañado y dolido, por eso
encontramos nosotros el recuerdo en su actividad cerebral.
Marcos advirtió que Germán repudiaba su planteamiento. Incluso a él le sonó
poco realista.
—A ver, es solo una hipótesis —reculó Marcos—. Sé que es improbable que haya
sido así, pero quiero haceros ver que antes de cometer un delito tan gordo,
deberíamos estar completamente seguros.
Germán daba muestras de estar perdiendo la paciencia.
—Sí, molan mucho tus hipótesis de tu mundo de color de rosa, de justicia y
moralidad. Yo solo quiero saber si estás dispuesto a seguir adelante, o te rajas —dijo
secamente, mirándole a los ojos.
A Marcos le cogió de improviso que lo pusiera entre la espada y la pared de esa
manera, y se quedó vacilante durante unos segundos. Le pasaron por la cabeza
infinidad de razonamientos opuestos, le hablaba su propia conciencia y oía también
los impulsos codiciosos de Lorena. Germán le había lanzado un ultimátum, pero
debía mantenerse firme, a pesar de que defraudaría tanto a su amigo como a Lorena;
era lo más sensato.
—Si no encontramos más pruebas, no —contestó finalmente, manteniendo su
mirada a duras penas.
Marcos vio reflejado el desconcierto en la cara de Germán, que no esperaba esa
respuesta. Con la vista perdida, oteaba el otro extremo de la barra, donde descansaba
el camarero sentado en un taburete, viendo la televisión colgada en la pared de
enfrente.
—Ya sabes —habló Germán, apesadumbrado—, no he conseguido extraer más
imágenes de sus recuerdos, las pocas que salieron de la última vez que dejé corriendo
el programa no decían nada nuevo. Y mis intentos para sacar sonido en vez de
imagen de la actividad cerebral han fracasado. Además, ya hemos visto que no hay
ningún e-mail que revele nada… —Germán hizo una pausa y cambió el tono de
resignación a otro más ecuánime, casi esperanzado— pero estoy convencido de que
tendrá otra cuenta de correo desde la que gestione sus chanchullos. Será una cuenta
personal, de Gmail o similar, no la de su empresa. Incluso puede que la creara con un
pseudónimo o con un nombre y apellidos falsos, al fin y al cabo son gratuitas, puedes
crear todas las que quieras. Es más seguro que hablar por teléfono, creo yo.
Marcos comprendió que Germán transigía y retiraba el envite; no quería que
abandonara. Asintió con la cabeza, quería ver hasta dónde llegaba. Llevaba razón en
algo: haber utilizado su cuenta de correo de la empresa para el supuesto negocio de
contrabando habría sido muy arriesgado. Era lógico que, si de verdad Espinosa se
comunicaba por correo electrónico para esos asuntos, usara otra cuenta distinta e
identidad falsa.
Sin embargo, Germán cabeceaba, inmerso en sus cavilaciones.

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—No veo cómo conseguir averiguar la cuenta, ni la contraseña. Podríamos
reintentar lo de la cámara en alguna de las últimas sesiones de electro que le quedan,
pero no tiene pinta de que le guste consultar ese correo aquí en Synphalabs. Al menos
esta vez no lo ha hecho.
Les invadió nuevamente el silencio, se hizo evidente que habían llegado a una vía
muerta. Marcos estaba ya dispuesto a decir que podían hacerlo sin él, que no se iba a
enfadar ni decir nada a nadie, pero Sonia se le adelantó.
—Bueno, vosotros sois informáticos, ¿no podéis meteros en su ordenador y
sacarle esa información?
—No somos hackers… —replicó Marcos, rechazando la propuesta—. No
sabemos atacar otro ordenador. Además, si está bien protegido, es casi imposible.
Seguro que tiene un antivirus con firewall, o si no, tendrá el que viene con el propio
Windows. El firewall vigila los intentos de conexión a cualquiera de los puertos del
equipo, e impide que alguien pueda conseguir acceder sin permiso.
Dio un último sorbo a la jarra y la dejó en la barra. Se disponía ya a pagar y dar el
asunto por terminado, declarar que él se quedaba fuera de la trama y desearles suerte
y felices vacaciones. Buscó con la vista al camarero, pero en el camino, un brillo
especial en los ojos calculadores de Germán lo detuvo. Conocía esa mirada, estaba
maquinando algo de nuevo.
—No podemos meternos en su ordenador y sacarle la información… —aceptó
Germán, sombrío, pero a continuación habló de nuevo, con decisión—. Pero desde su
portátil sí se pueden enviar esos datos a nuestro ordenador; las conexiones salientes
no las comprueba el firewall.
Marcos abrió los ojos sorprendido y levantó las cejas, exigiendo una explicación.
¿Cómo pretendía hacer que el portátil de Espinosa se conectase a su ordenador, que le
enviase los correos intercambiados con sus colaboradores en el contrabando, o bien
los datos de la cuenta y contraseña? Siempre siendo optimistas y dando por hecho
que usaba esa forma de comunicación…
Germán pidió otra ronda sin consultarlo y cuando les sirvieron les hizo sentarse
en una mesa del rincón, cansado de estar de pie.
—Marcos, en tu casa sueles dejar el ordenador siempre encendido, bajando series
y pelis a mansalva, ¿no?
—Sí. ¿Por qué?
—Entonces la IP se te conserva, ¿o te la cambian?
—Normalmente no me asignan otra hasta que reinicio. ¿Adónde quieres llegar?
—Bueno, voy a necesitar tu ayuda, pero tranquilo, será después de vacaciones. Yo
no puedo usar el ordenador de casa para esto porque sabes que gorroneo el ADSL de
los vecinos, y son conexiones poco estables.
Marcos suspiró y se quitó las gafas, dejándolas en la mesa. ¿No podía ir al grano
de una vez?
—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —protestó Sonia.

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Germán le hizo un gesto con la palma de la mano para que tuviera paciencia y
continuó, no sin antes dar un buen trago.
—Podemos meterle un troyano en el portátil, un programita que se conecte a tu
ordenador —dijo señalando a Marcos con el índice, excitado, rascándose a la vez la
cabeza con la otra mano y alborotando aún más su desgreñada mata de pelo—, y le
envíe la información que nos hace falta, después de buscarla.
Marcos observó que de nuevo había aflorado el optimismo en Germán. Se crecía
con cada nueva ocurrencia, le encantaban los retos. Marcos trató de valorar la
viabilidad de la proposición mientras Germán ayudaba a Sonia a entenderlo.
—Cada ordenador tiene su dirección —explicaba, dirigiéndose a la risueña
jovencita—, que es la IP, formada por unos pocos números. Normalmente no es fija,
cuando te conectas a Internet, tu compañía te pone una IP. Bueno, realmente se la da
al router, pero no importa. Con esa IP, con esa dirección, los ordenadores se pueden
comunicar entre ellos, enviarse cosas unos a otros. Cuando recibes el contenido de
una página web, por ejemplo, te conectas a un servidor web que no es más que otro
ordenador con su IP, que te envía los datos; el contenido de la página que le has
pedido.
Ella musitó algo inaudible.
—El troyano que pienso hacer —prosiguió Germán—, es un programita simple
que buscará de alguna manera en el ordenador de Espinosa lo que nos interesa, y
cuando lo encuentre se conectará al ordenador de casa de Marcos y se lo enviará. La
clave será cómo meterlo en el portátil de Espinosa. Tendremos que aprovechar una de
las sesiones que faltan para hacerlo en un despiste suyo, pero ya veremos cómo…
—¿Y por qué al de Marcos? ¿Porque lo tiene siempre encendido?
—Yo en el troyano, cuando lo esté programando, tendré que poner la IP del
ordenador de destino al que enviará los datos. Una vez programado e introducido en
el portátil de Espinosa, no lo podré modificar. Y ahí está el problema. Lo normal es
que cuando apagas y enciendes el router, tu proveedor de Internet te asigne una
nueva IP. Necesito el ordenador de Marcos porque su IP no cambia mucho; así que
tengo que poner en el programita, en el troyano, la dirección del ordenador de
Marcos, que se mantendrá con la misma IP durante los días suficientes.
Sonia asintió, ligeramente dubitativa. Marcos había estudiado en silencio la
propuesta y le complacía. La estrategia de Germán era opuesta a hackear un
ordenador. Nadie se conectaría al portátil de Espinosa para sacarle información, sino
que sería el propio ordenador del empresario, mediante un software oculto, el que
entregaría esa información. La artimaña era válida, siempre y cuando supiera cómo
hacer para meter en el portátil ese software maligno y clandestino. No lo había
mencionado, pero era evidente que necesitaría la ayuda de Sonia para ese fin.
—Muy astuto —le felicitó Marcos—. Al conectarse su ordenador al nuestro
burlaríamos el firewall. La mayoría no analizan los paquetes de bytes que salen de la
computadora, solo analizan los que entran, que son los peligrosos a priori.

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Germán le dedicó una sonrisa placentera, agradeciendo el cumplido.
—Bueno, y lo importante: ¿cómo va a encontrar tu virus los correos
controvertidos de Espinosa, suponiendo que los tenga? —inquirió Marcos, que se
había vuelto a poner las gafas.
—El troyano monitorizará todo el tráfico de la red y mandará a tu casa el
contenido que sea HTTP; es decir, lo que sea de páginas web —aclaró, mirando a
Sonia al terminar.
—No funcionará. Las páginas de correo son HTTPS, como las de los bancos. El
tráfico irá cifrado, no veremos ni los mensajes, ni la cuenta, ni la contraseña —
precisó Marcos.
Marcos percibió que a Germán le sobrevenía un momentáneo arrebato de rabia,
apretando el puño y mascullando en silencio una blasfemia. Sin duda se lamentaba
porque realmente era un error de apreciación de novato.
Tras discurrir unos segundos, a Marcos se le ocurrió una idea que podría
funcionar.
—El programita, tu troyano, podría capturar las teclas que va pulsando Espinosa.
Que las vaya escribiendo en un fichero de texto, y cada cierto tiempo que intente
enviarlo a mi ordenador. Cuando lo reciba en casa buscaré en el texto alguna arroba,
que delatará la dirección de la cuenta. Con un poco de suerte, a continuación figurará
la contraseña.
Germán asintió con la cabeza, con la mirada vacía, aceptando la idea. Sonia
objetó, sin embargo:
—Pero ¿y si tiene lo de autocompletar, como antes? Es decir, se mete en Gmail o
donde sea, y ya le aparece su dirección de correo escrita en el cuadrito,
automáticamente. Entonces solo escribirá la contraseña, y no vas a ver ninguna
arroba.
—Tienes razón —contestó Marcos, mordiéndose el labio inferior, aunque al
instante negó con la cabeza, quitándole importancia—. Pero no creo que tenga
marcada la casilla para que la página, en la siguiente visita, le recuerde su dirección
de correo. Usará esa cuenta de la forma más secreta posible, no correrá el riesgo de
que, por un casual, alguien se meta en su ordenador y vea, en la página del correo,
que sale esa dirección extraña. Es una precaución simple que esperemos no se salte
—ladeó la cabeza y se encogió de hombros, admitiendo su inseguridad; no quedaba
otra que resignarse a que así fuera. Al contrario que Germán, siempre cegado por su
optimismo, prefería mostrar abiertamente las debilidades de sus ideas, asumiéndolas
—. Es solo una suposición mía, pero hay que confiar en que tenga que escribir su
dirección en cada acceso.
Sonia comprendió y miró a Germán, deseando que se animara. Parecía que volvía
a imperar el buen ánimo, suscitado esta vez por Marcos. Como solía ser el más
negativo, su confianza en aquella inconclusa estrategia hacía subir la moral del resto.

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Marcos cayó en la cuenta de que podían, además, utilizar el servidor FTP de
Kryticos, que estaba siempre levantado y sabían cómo usarlo. Se trataba de un
repositorio donde alguien podía colocar ficheros para que otra persona se los
descargara cómodamente. Lo habían usado a menudo, antes de mudarse a
Synphalabs, para intercambiar ficheros con los clientes. Los programadores podían
necesitar subir un parche que arreglara algún fallo en el software, una versión
completa nueva, o algún documento, y en la empresa cliente se lo bajaban fácilmente,
tras ser informados de los datos de acceso al servidor. De la misma manera, el usuario
de un programa que se comportase anómalamente podía subir los ficheros de las
trazas de ejecución, y ellos bajarlas en la oficina y examinarlas, para depurar el
código y encontrar el error.
—Mejor aún —agregó Marcos, animado—. No necesitarías mi IP, no tendrías
que mandarlo a mi ordenador. El servidor FTP de Kryticos está siempre arrancado. El
troyano puede conectarse y depositar ahí los ficheros generados, la transcripción de
las teclas que va pulsando Espinosa. Luego nosotros los iremos cogiendo y borrando,
desde casa o desde donde sea. Y no se van a dar cuenta porque hay muchas carpetas y
siempre están llenas de documentos y mierdas antiguas.
—No es mala idea… Necesitaría que el programa integrase a un cliente FTP para
poder subir los ficheros; eso es fácil, puedo hacerlo en Java y usar el de Apache… —
decía Germán para sí mismo, pensativo—. Más chungo va a ser capturar las teclas
que se aprieten… Me hará falta el driver del teclado para recibir los eventos de las
pulsaciones. Bueno, en el vídeo que tenemos puedo mirar la marca y modelo del
portátil, y me bajaré de Internet el driver del teclado que lleve.
—Bueno, no sé qué estaréis contando —dijo Sonia, animada—, pero habláis
como si fuera pan comido. Eso del FTP, ¿qué es? ¿Es como un Megaupload que ha
montado vuestra oficina?
Marcos y Germán no pudieron reprimir unas carcajadas.
—No exactamente —se apresuró a corregir Germán—. El Megaupload era una
página web. El FTP es un protocolo diferente, únicamente para transferencia de
archivos. Se pueden subir o bajar cosas poniendo la dirección del servidor en un
navegador, que empezaría por «ftp:», en lugar de «http:», pero también por línea de
comandos, o mediante multitud de clientes gratuitos…
—Bueno, para el caso, digamos que más o menos es lo mismo —interrumpió
Marcos, viendo que Germán no hacía más que liar a la pobre chica—. Pero en plan
legal, para cosas de curro, no para películas piratas.
—Tampoco imaginaba que crear un virus, o lo que sea eso, fuera tan sencillo —
comentó Sonia, sin perder el buen humor, aunque les hubiera hecho reír y no
entendiera por qué. Se reflejaba un tono sonrojado en sus mejillas, quizás por efecto
de las cervezas.
Germán exhibió cierta condescendencia.

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—Mira, en cinco minutos te puede hacer cualquiera un programa que te borre
todo el disco duro. Son solo un puñado de líneas de código fuente. Pero la cuestión
no es lo que haga, sino cómo hacer llegar ese programa al ordenador objetivo, y cómo
lograr que se ejecute. De todas formas, esto no sería un virus exactamente porque no
se propaga; los virus están pensados para contagiar a otros ordenadores, no para
actuar solo en uno.
—Vale, entonces eso que vas a programar hay que meterlo en su portátil, ¿no?
¿Cómo pensáis hacerlo? —preguntó mirando a ambos con ojos temerosos,
probablemente oliéndose que iban a requerir de nuevo su colaboración.
Marcos dejó que Germán contestara; al fin y al cabo él era el artífice.
—Se te tiene que ocurrir algo —respondió Germán con severidad, pero
esbozando una sonrisa pícara—. No hay prisa, porque será en la próxima sesión, ya
después de las vacaciones. Pero tendrás que hacerlo tú, cari, que eres quien tiene
acceso a su portátil. Tú sabes cómo transcurren las sesiones, quizá haya algún
momento en que no se pueda mover, que esté despistado y puedas cogerle el
ordenador…
—Eso es imposible —cortó ella, alterándose—, lo deja siempre en la mesa de al
lado, a la vista. Mientras está ejecutando los movimientos que le indica Conchi está
distraído, pero vería fácilmente si le agarro el maletín. O me pillaría Conchi, sin
duda.
Se quedaron ellos observándola, expectantes. Marcos experimentó lástima por
Sonia, que siempre se llevaba las tareas más arriesgadas, y sabía que a Germán le
embargaba el mismo pesar, pero no veía otra posibilidad.
—¿Y si le enviamos un correo con el troyano, como fichero adjunto, a su
dirección de la empresa? —propuso ella, acuciada.
Marcos atajó la idea con premura porque ya se le había ocurrido a él hacía solo
unos segundos, y había descartado esa opción.
—No basta con que llegue a su portátil. Como te ha dicho Germán, hay que
ejecutar el programa, hacer doble clic en el fichero. Una vez hecho eso se quedará
residente; incluso aunque apague y encienda el ordenador seguirá enviándonos las
teclas pulsadas, en cuanto tenga acceso a Internet. Y sin que Espinosa note nada. Pero
no creo que sea tan tonto de ejecutar un programa, un ejecutable que le ha llegado
adjunto en un correo de un remitente desconocido. Además, Windows te muestra una
advertencia, por ejemplo cuando haces doble clic en un «.exe», que es un fichero
ejecutable que puede hacer de todo —explicó Marcos.
—O sea, a ver que me aclare —dijo Sonia con ansiedad, resignada—, hay que
poner un fichero en su ordenador y además hacer doble clic. Podemos hacerlo
nosotros, o mejor dicho, yo —precisó, resentida—, llevándolo por ejemplo en una
memoria USB, y ejecutándolo. Todo ello aprovechando un descuido en una sesión, lo
cual es difícil. O intentar que sea él mismo quien lo ejecute, tras recibirlo por correo o
de otra manera. Para eso tendría que confiar en que no es nada malo, porque tiene que

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confirmar la advertencia que le salta de Windows… —resumía, mirando a Germán al
tiempo que levantaba las cejas, esperando una confirmación.
Germán asintió, pero ni él ni Marcos dijeron nada. Daba la impresión de que el
pozo de ideas y estrategias se había agotado. Todo dependía de ella, quien conocía a
Espinosa y la rutina de las sesiones de electroencefalografía, y por tanto era la más
capacitada para decidir si era o no viable, y si lo fuera, para encontrar la manera más
adecuada.
—Creo que podré hacerlo —dijo Sonia finalmente, con determinación, tras unos
segundos de incertidumbre.

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19.

—¿HAS quedado con el dueño o con alguien de la inmobiliaria? —preguntó


Lorena, tras detener Marcos el vehículo frente a la puerta de entrada de la
urbanización.
—Me dijo que habría alguien de la agencia esperándonos. Creí entender que el
dueño estaba fuera, supongo que de vacaciones, como toda España en estas fechas —
se quejó Marcos, resignado porque su tiempo de asueto había llegado a su fin.
Después de unos agradables pero fugaces días en Lanzarote con Lorena, él se
había reincorporado al trabajo ese mismo lunes. A ella, sin embargo, le restaban aún
un par de semanas para continuar con sus prácticas, y a Marcos le carcomía cierta
envidia sana. Se consolaba distrayendo su mente, centrándose en lo que tenían entre
manos. Orgulloso y sintiéndose más partícipe, porque había sido idea suya buscar una
posible casa en venta en la urbanización donde vivía Espinosa.
Se le había ocurrido allí, hacía una semana, mientras el autobús atestado de
turistas les paseaba entre montañas y cráteres de roca volcánica, en el desolador y
sobrecogedor paisaje de Timanfaya. Con la mirada perdida en las caprichosas formas
que había dejado la lava al enfriarse, casi dos siglos atrás, reflexionaba sobre lo fácil
que había sido llegar al hotel, la tarde anterior, desde el aeropuerto. Contaba con GPS
en el teléfono móvil, pero la tarea había sido incluso más sencilla de lo previsto,
porque antes del viaje, todavía en Madrid, había echado un vistazo al aspecto de la
calle donde se ubicaba el hotel, y gracias a eso enseguida lo identificó, ya desde la
distancia, cuando se aproximaban en el modesto coche alquilado. Era una más de las
maravillosas aportaciones de Google, al permitir al extraño familiarizarse con el
entorno en una dirección concreta, ofreciéndole ambos lados de la calle o carretera
con gran detalle; como si se estuviera in situ, admitía abarcar una visión completa de
360 grados, girándola al son del movimiento del ratón.
Aquello, mientras el guía del autobús narraba la cronología de las últimas
erupciones, le hizo abrir los ojos. Se percató de que podrían fácilmente ojear la casa
de Espinosa, el aspecto exterior, aunque solo fuera por curiosidad. Desde semanas
atrás, cuando se fraguó el osado golpe que pensaban perpetrar, Marcos se había
preguntado cómo sería su vivienda. ¿Un chalé individual en el centro de una gran
parcela, con piscina y pistas de tenis? ¿Una mansión? Germán parecía tener muy
claro cómo entrarían, pero Marcos no se fiaba, al menos mientras no les diese todos
los detalles. Necesitaba saber a qué atenerse, contra quién se enfrentaban.

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De regreso en el hotel, un resort de playa económico que vivió tiempos mejores,
se conectó a la red wifi con su portátil y rescató la dirección de Espinosa, que les
había pasado Germán por correo días atrás. Comprobó que era un número de chalé
perteneciente a cierta urbanización, en la localidad madrileña de Collado Villalba.
Con la inestimable ayuda del Street View de Google, confirmó que se trataba de una
urbanización cerrada, y todo lo que se veía desde la calle era un gran muro de piedra,
que debía de delimitar todas las viviendas, jardines y zonas comunes, y una opaca
puerta de entrada, metálica, para vehículos. En la pared contigua se leía el nombre de
la urbanización en un letrero formado por letras de hierro. Las construcciones no eran
muy altas, de dos o tres plantas a lo sumo, por la impresión que daban los tejados que
asomaban por detrás del muro, entre las copas de frondosos árboles. Aparentemente
era algo más terrenal que las suntuosas ensoñaciones que habían pasado por la
imaginación de Marcos.
Satisfecha su curiosidad, y mientras comentaba con Lorena la escena, que ofrecía
pocos detalles sobre la grandiosidad o vulgaridad de las casas, a Marcos le sobrevino
la idea: si diera la casualidad de que alguna vivienda vecina se hallara en venta,
podría resultar de gran ayuda, permitiéndoles supervisar el terreno antes de la
operación. Para alegría suya, no tardó en hallar un chalé, perteneciente a la misma
urbanización, que se anunciaba en un reconocido portal inmobiliario.
Esa misma tarde, descansando en la playa de Costa Teguise, bajo el implacable
viento que arrastraba arena y les punzaba a ambos la piel, Marcos llamó a Germán y
le contó su propósito. Su compañero quedó admirado y complacido porque, según
dijo, aquello facilitaría mucho las cosas. A continuación ambos acordaron que habría
que concertar una visita lo antes posible, simulando interés en la compra, a lo que se
ofreció Marcos, que llamó y convino una fecha con la agencia para cuando regresaran
de las Canarias.
Lo fundamental era —siempre confiando en que el hogar de Espinosa fuese
similar al que había en venta— fijarse bien en qué baño, de los tres de que disponía,
tenía el suelo más parecido al que habían visto en la imagen del bote de dinero. Así
como recordar en qué planta estaba, pues el chalé, según el anuncio, constaba de dos
plantas y buhardilla, y memorizar bien la disposición de las distintas estancias. Si les
podían entregar planos incluso mejor, aunque al ser de segunda mano era improbable.
No debían olvidar estudiar minuciosamente la tapa del bote sifónico, para conocer de
antemano si se abría con un destornillador, y de qué tipo, o de alguna otra manera. En
la estampa extraída de los recuerdos de Espinosa no había resolución suficiente como
para dilucidar tales detalles, y Germán había insistido en eso, para acudir equipado
con el juego de herramientas necesarias, pero sin querer conceder más información
sobre su intrigante plan.
Otra cosa que le encomendó Germán, y que Marcos aún ignoraba por qué, fue
que preguntaran cómo funcionaban la calefacción y el calentamiento del agua.
Germán estaba casi seguro de que se trataría de gas natural, pues había visto facturas

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en el correo de Espinosa, pero en ellas figuraba únicamente el número de contrato, no
así el domicilio, y requería cerciorarse. En caso afirmativo, era crucial que les
enseñaran la ubicación de la caldera, y que la recordaran bien.
Según le habían indicado en la agencia, podía introducir el vehículo porque en la
calle privada, intramuros, que rodeaba la urbanización, se podía aparcar, y más en
esta época, cuando habría muchos vecinos de vacaciones.
Pasado el portón se desembocaba inmediatamente en una calle en la que solo se
podía circular hacia la derecha, siendo evidente que daría la vuelta completa. En el
lado interior quedaban las viviendas, todas ellas chalés independientes, a primera
vista homogéneas. Disponían de un porche pequeño y un garaje al lado, al mismo
nivel que la primera planta. Al fondo, en el centro del supuesto círculo, se oteaban
entre casa y casa grandes árboles y una pradera, dando a entender que por ahí se
escondería la piscina comunitaria. A mano derecha de la calle que circunvalaba había
algún turismo aparcado y, tras una hilera de crecidos castaños de indias, se levantaba
el alto muro de piedra, cuya cara interior estaba cubierta de hiedra.
Marcos había observado, para su asombro, que no había garita de vigilancia. La
numeración de los chalés iba en orden ascendente y, tras recorrer aproximadamente la
mitad de la circunferencia, localizaron el número y aparcaron enfrente.
La portezuela del jardín estaba abierta. Avanzaron por el porche, pequeño y
estrecho por culpa de la cochera, anexa a la casa por la parte frontal, y llamaron al
timbre. Lorena se atusaba el pelo apresuradamente, mirándose en el reflejo de una
plaquita de metal de la puerta. Se habían vestido decentemente porque debían
aparentar que su poder adquisitivo les permitía comprar esa casa. Él se había puesto
zapatos náuticos y pantalones Dockers, y un polo, aunque lo llevaba por fuera para
disimular la barriga, venida a más tras los días de bufé libre en el hotel. Se había
afeitado además, a pesar de que en agosto solía ser menos estricto y alternaba los
días, y precisamente ese lunes no le tocaba. Lorena solía ir siempre bastante
arreglada, pero se había pasado, además, por la peluquería. Alegaba que con el sol y
el mar se le había estropeado el cabello, aunque Marcos no veía la diferencia. Sí
observó, con gozo, que se apreciaba ya su atractivo bronceado, forjado en solo una
semana de implacable sol canario.
Una mujer de unos cuarenta años ataviada con blazer y pantalón les abrió y
saludó muy cordialmente. Les comentó que los propietarios vivían allí, aunque en
esos momentos estaban fuera. Por eso mismo la casa se enseñaba con muebles, que se
podrían quedar en caso de comprarla, pues iban a deshacerse de ellos tras la venta.
Les enseñó primero la planta baja de la vivienda, amplia y acogedora, con una
gran chimenea en el salón. Marcos advirtió, por el enlosado rústico y el modelo de los
radiadores —de hierro y formas tubulares—, que la construcción debía de tener más
de cincuenta años. Los muebles eran asimismo vetustos, de estilo provenzal, lo cual
explicaría que los dueños quisieran prescindir de ellos. Junto a la cocina había un
aseo, que carecía, según se cercioró Marcos, de tapa de bote sifónico en el suelo.

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Subieron a la segunda planta, donde había tres dormitorios y dos baños, uno de
ellos dentro de la habitación de matrimonio. En ese precisamente coincidían las
baldosas blancas y la tapa circular y plateada en el centro, con lo exhibido en la
imagen, que habían memorizado una y otra vez, antes de salir. En un descuido de la
mujer, Lorena simuló que se le caía algo y se agachó para comprobar el tipo de
tornillo, que era de cruz. El otro baño era de tonos azulados, aunque todo había que
asumirlo con prudencia, pues era posible que, o bien este vecino o bien Espinosa,
hubieran reformado la vivienda en algún momento, quedando las salas de baño
diferentes.
La mujer debió quizás de darse cuenta del poco interés que manifestaban Marcos
y Lorena por todo lo que no fueran los baños y sus azulejos, y quiso aligerar la visita.
Subieron a la buhardilla y la expuso vagamente, quedándose en la entrada para
descender con prontitud. Mientras bajaban les informó del precio y les preguntó si
habían negociado ya la hipoteca con algún banco. Marcos percibió un deje altivo,
desdeñoso, cual si los mirara por encima del hombro o no los considerara con
capacidad económica suficiente, posiblemente por su juventud.
—Ya sabemos el precio, estaba en el anuncio, y por el préstamo no habría
problema —afirmó secamente Marcos. Se contuvo, porque a punto estuvo de
contestar que pensaban pagar al contado.
Finalmente la agente les llevó al jardín posterior, en la primera planta, al que se
accedía por el salón. Más amplio que el porche delantero, disponía de una barbacoa
de piedra y unos pocos árboles frutales dispersos. Una fila de arizónicas formaba el
seto junto a la valla, y por una portezuela en esta se accedía a la zona comunitaria del
centro del recinto. Les dejó asomarse y pudieron contemplar una área amplia,
rodeada por todo el anillo de la treintena de casas, compuesta por una explanada de
tierra con grandes plátanos de sombra y, en una sección marginal, un recinto vallado
con césped y dos piscinas no muy grandes. Por el considerable diámetro de algunos
troncos volvió a preguntarse por la antigüedad de la urbanización. Se lo consultó a la
mujer, que le confirmó lacónicamente que tenía casi cuarenta años. El ambiente era
fresco y agradable, pues apenas pasaban los rayos del sol, excepto en la pradera de la
piscina, donde los árboles eran poco frondosos y escasos.
Marcos se tomó unos segundos más, contemplando el panorama, planteándose
cuál de aquellas casas que rodeaba el pequeño bosque sería la de Espinosa. Aunque
no lo recordaba, su número era mayor que el del chalé en el que se encontraban. Se
maldijo por no haberlo traído apuntado. Si lo hubiera hecho, cuando se dirigieran a la
salida del recinto podrían curiosear desde el coche, pues tendrían que pasar por
delante necesariamente, siguiendo el único sentido, de numeración creciente.
Ya les guiaba la mujer de vuelta hasta la entrada, cruzando el salón, cuando
Marcos recordó lo que le había solicitado Germán.
—La calefacción, ¿va con gas natural?

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—Sí, la caldera calienta el agua de los radiadores y la de los grifos. El contrato lo
tienen con Iberdrola, y se traspasaría el titular sin problemas —contestó la señora.
Había dado, sin duda, una extensa respuesta para evitar más preguntas que demoraran
la visita.
Se encontraba ella ya entrando en el recibidor, y ellos la seguían. Se echó a un
lado tras abrir la puerta de entrada y una estudiada sonrisa se dibujó en su cara, la
clásica despedida de un comercial. Lorena salió al porche, pero Marcos se retuvo.
—Me gustaría ver el cuarto de la caldera, si no es molestia —dijo, remarcando lo
de la molestia.
—Pues está aquí, dentro del garaje, en un compartimento ventilado —señaló, en
el exterior, la pared que limitaba con el pasillo del porche, y Marcos observó una
rejilla en la parte superior, ocupando la parte más cercana a la fachada de la casa—.
Pero ya les he dicho que no puedo acceder al garaje porque no disponemos de la
llave. Se entraría por la puerta que les mostré en la cocina, además de por el exterior,
por el acceso para el vehículo. —Adoptó una expresión de lamento poco fidedigna—.
De verdad que lo siento.
Marcos contestó que no había problema, completamente seguro de que ella no lo
sentía en absoluto, que lo que quería era dar por concluida una visita que consideraba
estéril.

Regresaban por la autovía del Noroeste en sentido Madrid, desierta como cualquier
otra en pleno mes de agosto. Dejaban atrás el municipio de Collado Villalba, situado
en la vertiente madrileña de la Sierra de Guadarrama, a media hora de la capital. La
urbanización que acababan de visitar no se hallaba en el casco viejo del pueblo, sino
en una zona más moderna y despejada compuesta por villas, chalés adosados y
algunas suntuosas mansiones más antiguas. Era, sin duda, un lugar agradable para
vivir, y exclusivo hasta cierto punto, pero no lo que se habían imaginado,
especialmente Lorena.
—No sé, esperaba otra cosa. Vigilantes jurados, un jardín de película, piscina
privada… y una casa mucho más grande.
—Y más moderna, supongo, con todo tipo de innovaciones tecnológicas —
completó Marcos.
—Sí, no sé… Un tipo que tiene una empresa y que además es un mafioso o un
contrabandista, que guarda millones escondidos… —se encogió de hombros.
Marcos asintió, él también había preconcebido algo más selecto. Pero lo meditó y
concluyó que podía ser comprensible.
—Bueno, puede que la casa de Espinosa esté reformada y por dentro sea la
bomba… Pero tú ponte en su lugar: ¿te comprarías una casa en La Finca, donde viven
los jugadores del Madrid? Sería imprudente, llamaría mucho la atención.
Ella convino con un murmullo.

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—Otra cosa es lo que se ve en las películas —proseguía Marcos—, las mansiones
de los narcos de Colombia… —Marcos soltó una carcajada y negó con la cabeza—.
No, este hombre es del mundo real. Será un contrabandista, pero no creo que pudiera
comprarse una casa de varios millones de euros.
—¿Por qué? ¿Tú qué sabes? Solo lo que le estará costando lo del brazo pueden
ser millones. Y en ese bote de café no parece haber precisamente poco… —replicó
Lorena, contrariada, incluso decepcionada porque Marcos bajara a Espinosa del
pedestal en que se lo había imaginado.
—Bueno, puedo equivocarme —aceptó Marcos—. Sí, vale, tendrá mucha pasta,
pero hasta cierto punto. Si le sobrara de la manera que tú supones, se habría ido a
Estados Unidos o algún otro sitio con más prestigio para realizar el tratamiento del
brazo. Si no se ha ido es porque no puede permitírselo, o porque no quiere dejar el
trabajo tanto tiempo.
Ella meditó un rato en silencio, mirando por la ventanilla los edificios de oficinas
desperdigados que iban dejando a mano derecha de la autopista, poco antes de llegar
a la altura de Las Rozas.
—Puedes tener razón —dijo por fin—, al fin y al cabo dijo Germán que su
empresa tampoco era ninguna multinacional.
—Ya, pero me refiero a lo del tráfico de animales. Si estuviera tan podrido de
dinero, no le habría importado dejar el asunto de lado una temporada, tomarse un
añito sabático. Pero ha preferido quedarse aquí para seguir controlando
personalmente y recaudando. Puede, también, que no haya querido dejar el negocio
porque no tiene a nadie capacitado y de confianza para llevárselo.
Marcos se descubrió hablando totalmente convencido de que las sospechas que
habían vertido sobre Espinosa eran una realidad. Ya no le asaltaban las dudas de días
atrás, incluso la renuencia a efectuar el robo, por motivos morales, parecía haber
quedado enterrada. No sabía bien a qué achacar ese cambio de actitud. Puede que el
haberse implicado más, con la idea de la visita a esta otra casa; o también haber
pasado una semana junto a Lorena, que no hacía más que hablar, desbordando
ilusión, de lo que harían con el dinero, de planes de futuro, de la cantidad a la que
tocarían… Sin embargo, seguía considerando de capital importancia descubrir más
pruebas, forjar un chantaje creíble que achantara a Espinosa tras la operación, y que
les otorgara seguridad y tranquilidad para disfrutar del botín y seguir con sus vidas.
Continuaron otro rato callados. Marcos, mientras conducía, observaba a Lorena
de soslayo, visiblemente abatida. Debía de estar sopesando que podrían no repartirse
tantos millones como ella había calculado.
—¿Te dijo algo Germán de Sonia? De lo de conseguir el otro correo de Espinosa,
si es que lo tiene… —preguntó Lorena, resignada y sin disimular sus dudas respecto
a la teoría de que Espinosa mantuviera otra cuenta de correo, desde la que gestionaría
sus asuntos sucios.

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Marcos ya había escuchado varias veces sus reticencias, y conocía de sobra la
opinión de Lorena: para ella no merecía la pena el esfuerzo de buscar más pruebas.
Prefería ir cuanto antes al grano, a por el dinero, cegada por la ambición. Lorena le
había insistido varias veces para que no tirara la toalla si no conseguían meterse en su
correo y hallar esas evidencias; era partidaria de asumir el riesgo, a pesar de no tener
las espaldas bien cubiertas.
—No, hasta la próxima sesión, dentro de dos semanas, no puede hacer nada. Ya lo
sabes. Y no sé si conseguirá meterle el virus, no será fácil. Por no hablar de que luego
el programa puede que no encuentre nada, o que no exista tal cuenta de correo —se
lamentó.
—Al menos —continuó Marcos, cambiando a un tono más positivo—, me
tranquiliza saber que donde vive este hombre no es un lugar tan fastuoso ni elitista,
porque eso puede significar que no sea alguien demasiado peligroso, con excesivo
poder. —Él la miró, pero Lorena no dio muestras de entender a lo que se refería—. A
ver, un mafioso de verdad, con una red de criminales a sus órdenes, no se iba a
quedar tan tranquilo después de ser robado, simplemente porque le prometiéramos no
decir nada de sus negocios.
Ella le dirigió una mirada, sobresaltada.
—Iría a por nosotros —aseguró Marcos—, pondría todos los medios a su alcance
para investigar y averiguar quiénes somos, y liquidarnos. No solo por venganza, sino
también para evitar que en algún momento lo delatáramos.
Por la cara de estupor de Lorena se adivinaba que nunca se había planteado esa
posibilidad, lo cual sorprendió a Marcos, más aún porque todos habían visto la
imagen de la paliza sacada de la propia memoria de Espinosa. Marcos se planteó
recordárselo, pero se abstuvo.
—Pero Espinosa no, creo yo —concluyó Marcos—. No pienso que tenga una red
de gente con capacidad para dar con nosotros, saber quiénes somos; si lo hacemos
bien, claro. Tendrá un puñado de colaboradores, algunos incluso infiltrados en su
propia empresa, para lo del transporte, suponiendo que utilice su negocio como
tapadera; pero nada a gran escala. Simplemente aprovecha su posición para llevar a
escondidas el contrabando y forrarse, pero no es ningún capo de la droga.
Lorena parecía más sosegada. Marcos se sentía a su vez reconfortado, no solo por
estar convencido de que Espinosa no era un enemigo tan temible como había creído
en un principio, sino porque había hecho a Lorena ver la realidad: aquella locura en la
que estaban a punto de embarcarse no era ningún juego, conllevaba riesgos, y era
imprescindible proceder con cautela e inteligencia. Esperaba que ella comprendiera,
por fin, por qué le daba él tanta importancia a encontrar más pruebas inculpatorias.
De conseguirlas, además de asegurarse de que el tipo no era trigo limpio, justificando
casi la ética del robo, tendrían más poder para chantajearle después de forma efectiva.
Porque el hombre tenía su negocio legal, o al menos un buen cargo, algo que
conservar, y no le merecería la pena intentar seguirles la pista e incomodarlos por su

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cuenta, ni mucho menos acudir a la policía, arriesgándose a ser delatado y perderlo
todo.

Con los ojos vidriosos se presentó Germán en la sala de informática de Synphalabs,


ya pasadas las diez y media de la mañana, aparentando a todas luces cansancio y
sueño atrasado. Marcos observó que llegaba bastante más moreno que la última vez
que lo había visto, pero no lucía un bronceado playero, sino que ostentaba más bien
un tono sucio, chamuscado, que sumado al demacrado aspecto cualquiera diría que
volvía de la vendimia, o de una trinchera.
Cruzó un escueto saludo con Carlos, cuyo puesto se situaba de camino al suyo, y
se dejó caer con pesadez en su sitio.
—Vaya cara, y eso que no has madrugado —bromeó Marcos, sonriendo y
retornando la atención a su pantalla sin apenas mirarlo. La noche anterior le había
enviado Germán un mensaje diciendo que no le esperara para irse juntos en coche,
que prefería dormir más y coger el tren. Pero a juzgar por su tez enfermiza, el tiempo
extra no había debido de bastar.
—Casi me da algo en la caminata desde la estación…
—Pero si te lo has tomado con mucha calma —se burló Marcos—. Hace media
hora he mirado tu posición en el mapa, por curiosidad de saber dónde te habías
metido, y he visto que ya habías llegado a Torrejón.
Germán compartía las coordenadas de su posición geográfica con Marcos, a
través de una aplicación instalada en el móvil que obtenía los datos del receptor GPS
integrado y los publicaba en Internet, haciendo visible su posición a sus contactos. Y
lo mismo hacía Marcos, de forma que ambos podían ver en todo momento dónde se
hallaba el otro, consultándolo en el mapa del teléfono. Aquello, al margen del placer
personal que sentían al poner en práctica los avances tecnológicos, exprimiendo al
máximo las capacidades de sus teléfonos, tenía sus ventajas en la vida cotidiana, pues
les permitía saber si el otro tardaría aún en llegar, cuando habían quedado en un sitio
y se retrasaba; o les facilitaba encontrarse en un lugar muy concurrido. De hecho, por
las mañanas cuando quedaban para ir juntos a Synphalabs, Marcos había aprendido a
no iniciar la marcha hasta que no observaba que Germán se hallaba en cierto punto
cercano. Así evitaba esperar en doble fila con el coche en la estrecha calle que tenían
como punto de encuentro.
Como no había apenas compañeros en la sala, charlaron allí mismo de las
recortadas vacaciones, recientemente concluidas para ambos. Germán le puso al día,
con voz rasgada, maltratada, pero elocuente, de las historietas y aventuras vividas en
el festival de rock duro y alternativo. Para Marcos se podría haber resumido en
mucho alcohol y drogas, comer mal y dormir peor; todo aderezado con tiendas de
campaña asfixiantes durante el día, derretidas bajo el sol, y ambiente irrespirable,
polvoriento, durante la noche, debido al ajetreo de la muchedumbre en torno a los

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escenarios y las carpas. Para Germán, sin embargo, había sido algo fabuloso,
inolvidable, compensados sobradamente esos nimios inconvenientes por las
descargas de tal y cual bandas legendarias.
No pareció muy interesado Germán en las maravillas naturales de Lanzarote,
como Marcos presumía, siempre alejado su compañero de todo lo que oliera a
geografía, historia o cultura en general. Decidieron postergar los comentarios sobre el
notable asunto que tenían entre manos hasta el receso para el café, que no quedaba ya
muy lejos, para gozar de total privacidad.
Marcos no podía esperar más y aprovechó el primer momento en que se quedaron
solos en la salita para describirle, con todo lujo de detalles, la casa que Lorena y él
habían visitado la semana anterior, aunque ya conocía Germán algunos datos porque
se los había resumido por el WhatsApp.
—Vale, ya me pasarás el plano que hiciste a ojo —solicitó Germán, tras
escucharle atentamente—. Lo fundamental aquí es tener bien claro cómo se llega
desde la caldera hasta el baño de la segunda planta, el del dormitorio principal.
—Pero ¿por qué la caldera? ¿No me vas a explicar tu idea?
Marcos no podía aguantar más la incertidumbre.
—Leí tu mensaje —le informó Germán, haciéndole un gesto con la mano para
que aguardara, mientras sacaba el vasito de café de la máquina expendedora. Con
ansia se lo llevó a la boca, a pesar de que debía abrasar, buscando quizás que la
cafeína le concediera una tregua—. Ya suponía que la compañía que tiene para el gas
es Iberdrola, porque había facturas en su correo, aunque no estaba del todo seguro
porque no figuraba el domicilio y podrían ser de otra casa; seguro que el cabrón tiene
más.
Marcos no precisó que el vecino podría tener un distribuidor de gas diferente al
de Espinosa, pero todo apuntaba a que sería también Iberdrola, y además no quería
distraerlo. Comenzaba a desquiciarse, no entendía a qué venía que fuera una
compañía u otra. No disimuló su impaciencia, quería saber qué había maquinado
Germán, una vez más.
—¿Te acuerdas de mi amigo Roberto? —preguntó Germán, ignorando la
exasperación en el rostro de Marcos.
—Sí, el de los porros —dijo con desdén.
—Joder, lo dices como si fuera un paria —replicó Germán, molesto, mirándolo
indignado. Suspiró y continuó—. Pues recordarás que trabaja en una empresa que
hace revisiones de las instalaciones de gas natural.
—Sí… —contestó Marcos, que empezaba a ver la luz.
—Pues es la pieza clave que faltaba para el plan, y me ha dado el ok —afirmó
Germán, complacido—, está dispuesto a hacerlo.
A Marcos no le hizo, de primeras, ni pizca de gracia que se metiera en el meollo a
ese tal Roberto, al que apenas conocía y que no le brindaba mucha confianza. Lo
recordaba vagamente, por aquella vez en el cumpleaños de Germán, aunque puede

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que lo hubiera visto en alguna otra ocasión. Un tipo delgaducho, callado y mohíno, al
menos al principio de la fiesta, abrumado quizás por la presencia de desconocidos. La
impresión inicial que se llevó Marcos había sido la de una persona introvertida,
aunque según transcurrió la noche se había ido animando y desatando, con ayuda de
las copas y de los descansos que se tomaba, saliendo al exterior de vez en cuando y
regresando con los ojos cada vez más rojos y la risa floja.
Creyó recordar, asimismo, que Germán le había comentado, no hacía mucho, que
Roberto había dejado los vicios, por algún problema en el trabajo, y que se había
reformado… Habría que verlo, pensó, incrédulo. Pero antes de discutir la idoneidad o
no de su implicación, intentó atenerse al plan completo, necesitaba resolver primero
sus dudas para conseguir asimilarlo.
—Pero, si es lo que estoy pensando, puede que a él no le corresponda esa zona, o
que la inspección en casa de Espinosa la haga otra empresa…
—Claro —replicó Germán, como si fuera algo obvio—. Por eso concertaremos
nosotros la cita, haciéndonos pasar por su suministrador. Roberto aparecerá el día
acordado con el uniforme y herramientas habituales, excepto la identificación visible,
a la que cambiará el nombre.
Germán hizo una pausa, dando un sorbo al café, tal vez dejando que calara la idea
en Marcos.
—Yo iré con él —prosiguió, anticipándose, cuando Marcos ya abría la boca para
formular otra pregunta—, con ropa que me va a conseguir Roberto. Espinosa no me
ha visto nunca, así que no hay peligro; además, es posible que no esté en casa. Lo
haremos un día laborable por la mañana, así que nos recibirá su mujer, hijo o similar.
O puede que alguien que les limpie la casa, lo cual sería mejor todavía. Roberto
trajinará con la caldera y yo buscaré el momento oportuno para subir al baño, con
alguna excusa.
Marcos asintió con la cabeza, procesando la información. Claramente su colega
tenía ya todo pensado. Permaneció pensativo, mirando el fondo de su vasito de
plástico, casi vacío. Que no tuvieran que participar él ni Lorena en lo más arriesgado
y comprometedor de la operación significaba un alivio, sin duda. No estaba en
posición, por tanto, de mostrar sus reticencias sobre Roberto.
—Iremos en la furgoneta de su curro, para darle más realismo. No sé si tapar las
matrículas poniendo encima unas falsas, por si hubiera cámaras en la urbanización y
Espinosa pide las cintas… Tal vez no merezca la pena.
—La verdad es que ni me fijé en si había cámaras o no —admitió Marcos,
torciendo el gesto con rabia por el descuido—, pero puede que las haya, al menos en
la puerta de la urbanización… Aunque si damos por hecho que no va a denunciar el
robo, porque encontremos más pruebas para tenerlo acojonado, no creo que pida las
cintas. Y si las pide, dudo que el presidente de su comunidad, o quien sea, permita ver
las cintas a alguien sin presentar una denuncia.

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—Sí —se mostró Germán de acuerdo—, eso espero. Además, lo de la matrícula
sería lo de menos. Tendría nuestras caras: la de Roberto y la mía. Por si acaso,
procuraremos mirar al suelo o taparnos cuando entremos y salgamos de la urba.
Germán pareció languidecer, como si hubiera topado con algo que no había
calculado. Al poco tiempo levantó los hombros, resignado.
—Que nos vea su mujer, o quien nos abra, hay que asumirlo, no hay más
remedio. Si va todo bien, para cuando se den cuenta del robo ya habrán olvidado las
caras.
Marcos volvió a asentir, dubitativo. Ciertamente no había caído en eso. Quien les
recibiera les vería claramente. No habría problema siempre y cuando no los conociera
de nada. Por tanto, consideró fundamental que no fuera el propio Espinosa quien se
encontrase en la casa: no podían estar seguros de que Germán y él se hubieran o no
cruzado en alguna ocasión, inadvertidamente, por algún pasillo en Synphalabs, y que
a Espinosa le sonase su cara.
—Oye, ¿y no ves algo arriesgado ir con la furgoneta del trabajo de tu amigo? ¿No
podrían, si falla algo, dar con tu amigo preguntando en su empresa? —preguntó
Marcos.
—Lo he hablado con Roberto y dice que no hay problema. No llevan el control de
las furgonetas, cada uno la usa como vehículo propio. Incluso en vacaciones se las
pueden llevar donde quieran; de hecho él se va de vacaciones ahora y no vuelve hasta
un par de semanas después del día que pensamos hacerlo, así no tendrá que faltar o
fingir enfermedad justo ese día, lo que sería sospechoso. Aunque pregunten en la
empresa, como tienen tantas furgonetas y tantos técnicos, y Roberto no firmará con el
nombre verdadero, no sacarán nada en claro. Pero es más importante conseguir
realismo que pensar en que vayan a salir mal las cosas, y que puedan cogernos por
esos detalles —sostuvo Germán, seguro de sí mismo.
Marcos asintió, no tan convencido. ¿Y si había cámaras y capturaban la matrícula
en el vídeo? Lo de tapar las placas antes de entrar en la urbanización pasó a
considerarlo una buena medida de precaución, realmente ineludible. Bastaría incluso
con recortar unos números grandes, impresos en folios de papel, y pegarlos poco
antes de llegar a la entrada.
Decidieron a continuación concertar la cita de la revisión del gas haciendo que
coincidiera con el día y hora de alguna de las próximas sesiones que tenía Espinosa
en el calendario, siempre que fuera posible. Así se asegurarían que él no se hallase en
la casa.
—Te tengo que pasar los datos que vienen en su correo —terminó Germán,
arrojando el vaso de plástico al cubo amarillo—, lo del número de contrato del gas,
nombre del titular, y tal. Para estos asuntos suelen llamar mujeres, y la voz de Sonia
podría reconocerla, así que dile a Lorena que vaya ensayando el rollo de operadora.
¿Qué tal se desenvuelve hablando por teléfono?

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20.

A GERMÁN lo había convocado Eusebio, así como al antipático Carlos, a una


reunión en la que el galo distribuiría la tediosa tarea de generar la documentación.
Ambos deberían aportar diferentes secciones para la parte técnica de los manuales
que iban a entregar a los coreanos, de forma inmediata. Carlos colaboraría detallando
el procedimiento electrónico para capturar las señales neuronales y la posterior
exportación a ficheros. Germán, por su parte, debía revisar los patrones que habían
hallado ya para los movimientos, desmenuzando a conciencia las características
ondulatorias de cada uno. A su vez, habría de citar las coordenadas de la situación
exacta del electrodo que capturase la secuencia, e infinidad de otros detalles que
tendría que documentar.
Todo ello lo solicitaban los socios asiáticos de Synphalabs insistentemente, y con
razón, pues figuraba así en el contrato y lo requerían para programar el firmware del
brazo robótico. Para evitar complicaciones se había decidido enviarles un primer
borrador y completarlo después, una vez concluidas las sesiones de
electroencefalografía y revelados los entresijos cerebrales de cada orden motora
destinada al brazo de Espinosa.
Marcos se había librado, para su alivio, porque alguna cabeza pensante prefería
que al menos uno de los dos no se distrajera ni un ápice de la decodificación que
quedaba pendiente. Sospechaba que había ayudado el hecho de que habría que
escribir en inglés, y Germán se desenvolvía mejor en ese campo.
Se asomó Sonia por la puerta de la sala de informática, medio desierta porque la
mayoría estaban aún de vacaciones, excepto los que tenían algo que ver con el
proyecto de Conchi y Eusebio. Se acercó, timorata, al sitio de Marcos, con su bata
blanca y su aire risueño habitual, aunque tal vez algo más apagada que de costumbre.
Cuando se dejaba ver por aquel reducto masculino de «antisociales excéntricos con
gafas» —pues esa era la fama que tenían los informáticos entre el personal de
laboratorio, según les habían confesado algún día Sonia y su amiga Paula, de pitorreo
—, era normalmente para ir a buscar a Germán. Por eso, en cuanto se aproximó,
Marcos le informó amigablemente de que su compañero estaba reunido y que, si
quería, le daría el recado de que ella había pasado por allí. Se sorprendió cuando
Sonia afirmó que ya lo sabía y, además, se sentó sigilosamente en el asiento vacío de
Germán, pegado al de Marcos.
—Ya me ha dado Germán el virus que ha hecho, o como lo llaméis —decía en
voz baja y agazapada, parapetada tras el monitor de Germán, mirando a Marcos con

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el cuello contorsionado. Sacó un pincho USB del bolsillo de su bata y se lo mostró—.
Mañana, durante la sesión, se lo daré a Espinosa. Pero necesito que me hagas un
favor. No se lo puedo pedir a Germán por si se enfada —se apresuró a aclarar ella,
leyendo la mente de Marcos—; tampoco le he querido decir cómo pretendo que
Espinosa lo abra después, y eso que no hace más que preguntarme…
Marcos la notó nerviosa y preocupada, incluso insegura o afectada por algún
sentimiento de culpabilidad, y se puso a su disposición.

—No te veo muy morena —comentó Espinosa, tras entrar en el laboratorio y saludar
sin elocuencia.
Sonia se hallaba sola, preparando el equipo que, antes del descanso estival, había
sido cuidadosamente desmontado y guardado. Espinosa no acostumbraba a iniciar la
conversación, y únicamente lo hacía cuando no había nadie más por allí, ni Carlos ni
ninguno de los doctores. Solo se dirigía a ella bajo esa circunstancia. Y podía sentirse
halagada, porque con otros que coincidieran con él en el laboratorio no solía ir más
allá de los saludos, o las quejas por los monótonos ejercicios que le hacían realizar.
Sonia suponía, sin embargo, que cuando se hallaran solos Conchi y él, olvidarían la
farsa y mantendrían algún tipo de conversación.
Ella asintió y levantó los hombros, exculpándose.
—En casi dos semanas apenas he visto el sol, quitando los últimos dos o tres días
—dijo, dándole la espalda, mientras buscaba algo entre todos los cables y conectores
que había depositado sobre la encimera.
Espinosa se sentó en su sitio, con dejadez. Sonia había advertido, cuando entró,
que por primera vez no lucía camisa ni pantalón de vestir, sino que llevaba vaqueros
y un polo. Sin duda, una pequeña concesión para hacer la vuelta al trabajo más
llevadera. O tal vez, dadas las fechas, no tendría compromisos en su oficina que
requirieran atuendos más formales, o incluso puede que apurara en Madrid los
últimos días de vacaciones. Le llamó la atención la corpulencia del hombre, a pesar
de ser ya mayor, y estimó que de joven debió de ser atractivo. El abundante pelo
canoso le daba un aire de maduro seductor. Sin embargo, ataviado con manga corta
resaltaba más la carencia del brazo, y se dio cuenta, avergonzada, de que los ojos se
le desviaban atraídos por el desagradable muñón, al aire.
Sonia miró el reloj. Aún era pronto, pero cuanto antes lo hiciera, menor riesgo
habría de que apareciera alguien y le complicase las cosas. Además, la conversación
que había iniciado Espinosa era favorable.
—Es lo que tiene el norte, ¿dónde me dijiste que ibas? —contestó él, más locuaz
que de costumbre.
—A Santander. Mi familia es de allí, aunque ya solo quedan mis abuelos.
Sonia le preguntó dónde había pasado él sus vacaciones, a lo que contestó que en
Malasia, y conversaron unos minutos sobre tan exótico destino. Ella trataba de sonar

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natural, dándole toda la coba que podía al mismo tiempo, pero los ecos de sus propias
palabras le sonaban nerviosos. Se obligó a tranquilizarse e impetuosamente cogió la
madeja de cables y el gorro con electrodos de la encimera y se aproximó hacia él.
Se sentía avergonzada, pero se compelió a seguir adelante. Hasta el momento
nada diferenciaba la situación de otra sesión cualquiera. Le colocaría cuidadosamente
el gorro, ajustándolo milimétricamente para que cada electrodo hiciera contacto con
el cuero cabelludo en el sitio exacto. Pero otras veces no llevaba la bata sin abrochar
intencionadamente, ni bajo ella una camiseta veraniega de tirantes, holgada y
escotada, excesivamente provocativa. En ocasiones anteriores podía haber enseñado
demasiado por descuido, pero esta vez lo haría adrede.
La idea se la había dado él mismo. Sonia había recordado que, en varias de las
sesiones pasadas, había asestado sus ojos en su cuerpo, desnudándola con la mirada.
Esta vez se lo iba a poner en bandeja al viejo verde. Sentía asco, e incluso puede que
no hiciera falta llegar a ese extremo, pero quería asegurarse de que mordiera al cebo
del USB y se tragara el anzuelo. O el virus, mejor dicho.
Se situó ella a su lado, pegada al respaldo de la silla, y comenzó a acoplarle el
artilugio de goma con cuidado, agachada. Ajustó el borde elástico por detrás de su
oreja, atenta para no tirarle del pelo. El hombre aún no podía ver nada de sus
encantos, y seguía contando peripecias de las excursiones que habían realizado,
animado por las preguntas y adulaciones de Sonia, que fingía interés, aunque en
realidad muchas de las actividades le sonaban a clásicos engañabobos para turistas.
Sí que le llamó la atención, en cambio, una visita que realizó a una reserva de
orangutanes, famosa mundialmente por ser uno de los únicos cuatro santuarios de ese
impresionante gran simio en el mundo. Según relató, se trataba del estado de Sabah,
en la isla de Borneo, una región apreciada por los occidentales que gustan de
practicar el ecoturismo. Aparte de las selvas y bosques, había quien acudía para la
escalada, para el rafting o para bucear entre corales y tortugas marinas. Sonia se
sorprendió de que a Espinosa le atrajera algo así, cuando en sus negocios no tenía
escrúpulos para hacer traer a moribundos animales en contenedores, y destinarlos a la
cautividad de por vida en muy cuestionables condiciones; pero al parecer ese destino
formaba parte de una planificación de excursiones, y Espinosa no sabía de su
existencia a priori. A Sonia le encantaría visitar un lugar semejante, y maldijo en su
fuero interno a Espinosa por ser tan privilegiado, y a la vez tan hipócrita. Se lo
imaginó incluso maravillado observando a los orangutanes, junto a su esposa y el
resto de turistas, cámara en mano.
Lentamente fue rotando Sonia en torno al asiento, adentrándose en el campo
visual de Espinosa, mientras continuaba remetiendo y ajustando la goma sobre su
cabeza. No tardó Espinosa en ralentizar la conversación, encandilado por el
espectáculo que le ponía Sonia delante. Encorvada ante él, disfrutaba sin duda de un
agradable panorama. Sin bata que la protegiera por delante, y con la suelta camiseta
de tirantes despegada de su pecho por efecto de la gravedad, gozaba su vista de

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acceso directo a su interior. Para potenciar el efecto seductor lucía un diminuto
sujetador de lencería fina, muy erótico, que no dejaba mucho a la imaginación y, por
si fuera poco, se había perfumado ligeramente unos minutos antes. Ella seguía
hablando como si nada, pasando por alto su cada vez menos disimulada atención a su
escote. Ignoró también su tartamudeo mientras describía la visita a las descomunales
Torres Petronas, en Kuala Lumpur.
Al situarse Sonia justo delante de él, presentándole el mayor ángulo de visión,
pudo observar, satisfecha, que su bronceada frente se había perlado con gotas de
sudor. Terminó de colocarle el otro lateral, sintiéndose aliviada, pues había
completado el primer acto, un auténtico mal trago.
Se dio la vuelta con garbo, dispuesta a dirigirse a la blanca encimera donde, entre
otras muchas cosas, tenía el documento que especificaba las coordenadas de los
electrodos. Cada puntito en el gorro venía marcado con un número y debía
comprobar que cada sensor se ubicaba en su sitio.
Apenas se había girado y erguido cuando notó un soez pellizco en su trasero. El
bastardo, descontrolado, había deslizado su único brazo por debajo de su bata y la
había asido con la mano bien abierta.
Sonia pegó un brinco hacia adelante, liberándose. Se giró y se obligó a mostrarle
una mueca sonriente, haciendo un ímprobo esfuerzo para esconder un vivo
sentimiento de aversión y repugnancia.
Meditó que quizá se había excedido con el espectáculo y le había provocado
demasiado, desatándolo. O incluso puede que Espinosa pensase que lo había hecho a
propósito, que perseguía algún fin realmente. Al fin y al cabo, seguro que en su
oficina, o en su entorno, se le habría insinuado más de una, sabedoras de su posición
económica, al acecho… Pero no era esa su intención.
Procuró seguir con la preparación del instrumental ignorando esos pensamientos,
decidida a seguir con el plan. Mientras comprobaba cada electrodo del gorro, junto a
él, se cuidó mucho de no darle la espalda para no ponerse a tiro de su larga mano, y
mientras tanto le daba conversación. Quería sosegarlo a la vez que guiarlo hacia su
propósito.
—¿Conoces Santander? —preguntó ella, al tiempo que conectaba los cables en el
receptor, como si no hubiera pasado nada.
Él le dedicó una mirada lasciva en silencio, fastidiado por el fin de la exhibición o
porque la pregunta no guiaba la situación hacia lo que él deseaba.
—La ciudad sí, aunque hace mucho que no voy por allí. Pero por la provincia no
he estado —contestó Espinosa, ya con voz más firme.
Sonia se alegró por la respuesta, iba a simplificar la artimaña.
—Pues Cantabria es muy bonita, hay pueblos muy pintorescos y paisajes
impresionantes —dijo ella, mirándole.
—Sí, no lo dudo —contestó con desinterés.

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—Precisamente estas pasadas vacaciones fui de excursión, con un par de amigas
de allí, para estrenar el coche de una de ellas.
Él hizo un ruido de asentimiento, aburrido. Obviamente le gustaba hablar más de
sí mismo que escuchar las insustanciales historias de los demás.
—Pasamos la mañana en Santillana del Mar y luego terminamos en Comillas —
insistió Sonia, que se había aprendido el guion de memoria, aunque verdaderamente
había realizado esa ruta con sus amigas.
Le describió los encantos del primer pueblo —ignorando el tedio que invadía a
Espinosa, que no se molestaba en ocultar—, con las estrechas calles empedradas y las
históricas casas de dos plantas con balcones de madera. Agregó que había ya estado
con sus padres hacía años, pero que apenas lo recordaba. Comillas les había gustado
todavía más; a ella sobre todo por el Capricho de Gaudí, un colorido palacete muy
original, que le pareció salido de una fábula infantil.
—Vaya, tendremos que organizar una escapada —comentó Espinosa, con clara
intención de zanjar el asunto.
A Sonia le chocó que hablara en plural, dando a entender que incluía a su mujer,
cuando el sinvergüenza la codiciaba a ella con avidez en esos momentos.
—¡Ah! —fingió Sonia recordar por casualidad—. Pues mira, creo que tengo por
aquí un pen drive con las fotos, que he traído para enseñárselas a una compañera.
Se acercó a la mesa simulando buscar la memoria USB entre sus cosas, aunque
sabía de sobra dónde estaba. Él renegaba, alegando que no hacía falta, que no se
molestase, pero Sonia hizo caso omiso.
—Aquí está —se volvió hacia él, con el chisme en la mano, destapado—. ¿Te las
enseño en tu portátil? —inquirió sonriendo, señalando a la funda del equipo de
Espinosa, que descansaba sobre la mesa. Hizo un amago como de acercárselo.
—¡Déjalo! —descartó con un ademán impetuoso de la mano, elevando la voz—.
La doctora debe de estar al llegar, no va a dar tiempo —añadió secamente.
Sonia puso cara de lástima y Espinosa debió advertir que había sido demasiado
rudo.
—Mira, si quieres, ahora cuando terminemos, cuando me pueda levantar, me las
enseñas en alguno de los ordenadores. —Hizo un gesto con la barbilla, señalando
hacia la mesa alargada, atestada de equipos informáticos en el extremo opuesto a los
aparatos de procesamiento neuroeléctrico—. Así no tengo que andar sacando y
guardando el portátil.
El primer cartucho que había ideado Sonia había sido que Espinosa accediera a
que le dejara mostrarle las fotos allí mismo, en su portátil. Marcos había comprimido
las fotos y había creado un fichero ejecutable para extraerlas, al tiempo que
secretamente introduciría el troyano de Germán en el portátil. Gracias al apaño de
Marcos, simplemente bastaba que ella, o él mismo, hicieran doble clic en el fichero.
Pero había fallado. Habría sido demasiado fácil, por lo que Sonia había contado
con la contingencia. Barajó la posibilidad de insistir, pero decidió no hacerlo y pasar

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al segundo plan, pues no parecía Espinosa alguien a quien fuera fácil llevar la
contraria.
—Bueno… —fingió dudar Sonia—. Pues mejor llévatelo y las ves cuando
puedas.
—Vale, te lo devuelvo entonces el próximo día —contestó él, visiblemente
aliviado por librarse del embrollo aquel y de la insistente y cargante joven, y
seguramente sin ninguna intención de perder su precioso tiempo viendo las fotos.
—Están comprimidas en un formato raro, es el que usa la cámara de fotos —
explicó Sonia el embuste, con naturalidad—. Para verlas, simplemente ejecuta el
archivo ejecutable que se llama «descomprimir», y saldrán.
Esa era la excusa que le había indicado Marcos. El programita «descomprimir» lo
había creado él y, además de descomprimir las fotos, instalaría el troyano de Germán
en el portátil. El único óbice era que Espinosa debía ignorar el mensaje de
advertencia de Windows que saltaría cuando ejecutase aquello: tendría que hacer clic
en el botón «Sí» cuando un aviso saltara pidiendo confirmación, preguntando si
estaba seguro de que quería continuar.
Sonia le acercó la memoria USB y él se guardó el objeto en el bolsillo del
pantalón. Ella no era ajena a la falta de voluntad de Espinosa por siquiera echar un
vistazo a las fotos, y menos aún si requería hacer cosas raras. Estaba previsto,
necesitaba un último empujón.
—Seguro que te gustan —le dijo Sonia con vivacidad—. Además ese día hacía
sol, milagrosamente, y han salido muy bien. De hecho, verás qué bonita es la playa de
Comillas. Es de arena dorada y clarita, y muy ancha y larga.
Espinosa asintió cansinamente, suspirando. Miró el reloj sin ningún disimulo;
Conchi ya se retrasaba.
—Fíjate si hacía buen tiempo que estuvimos tomando el sol, y una de mis amigas
se bañó incluso —continuaba Sonia animadamente con el discurso. Percibió que
renacía un leve aliciente en él—. Muchas de esas fotos puedes pasarlas, no hay nada
de interés; una amiga se aburría y se puso a jugar con la cámara y a hacernos fotos
mientras nos tostábamos al sol.
Con eso habría bastado, probablemente sería suficiente lo que la sucia
imaginación de Espinosa ideara sobre esas fotos para que se sintiera tentado. Pero
quiso asegurarse, lo de la advertencia de Windows podría echarle atrás.
Se llevó la mano a la boca, tapándosela, como si hubiera reparado en algún
inconveniente, súbitamente.
—¡Ah!, no sé… a lo mejor mi amiga se ofende si enseño esas fotos, son un poco
íntimas… —vaciló, preocupada. A continuación aparentó indecisión, como si se
debatiera entre pedirle o no que le devolviera el pincho. Segundos después simuló
resignarse finalmente, haciendo un gesto con la mano, restando importancia al asunto
—. Bueno, da igual. Si en la playa la ven así y no le importa que la miren… A mí, al
menos, me da lo mismo —concluyó con ligereza, sonriéndole sensualmente.

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Contempló sus ojos abiertos como platos, y de nuevo su tez se tornaba rosada y
sudorosa. Ya estaba completamente segura de que, en cuanto tuviera ocasión,
enchufaría el USB y abriría el fichero de las fotos comprimidas. En otras palabras,
ejecutaría el programita que le había pasado Marcos. Sí, con el calentamiento al que
le había sometido poco antes, su curiosidad alimentada de una buena ración de
hormonas le haría desdeñar cualquier precaución o mensaje de advertencia.
Lo mejor de todo es que no vería gran cosa, ni parecido con lo que su
imaginación le imbuía. Había alguna foto en la playa, pero nada comprometedor para
ella ni para sus amigas. Y si el próximo día tenía la poca vergüenza de pedirle
explicaciones, le diría que se había equivocado, que esas fotos las tenía en otra
carpeta, en casa, y no las había copiado en el USB.
Llegó Claudia junto con un fisioterapeuta. Ambos solían suplir a Conchi en las
sesiones con Espinosa. Según informó su antigua y simpática jefa, la doctora se había
cogido el día por alguna razón. Sonia agradeció la compañía y el cambio de aires. La
sesión trascurrió sin mayor novedad, conversando amigablemente con la encargada
de los laboratorios sobre las vacaciones de una y otra.
Pero cuando terminó y se quedó sola de nuevo, guardando y ordenando el
material, Sonia se sintió mal, culpable. Su conciencia la castigaba, achacándole que el
numerito de ponerle caliente podría haber sobrado; habría ido derecho a ver las fotos
de igual manera, simplemente con aquella insinuación de la playa. Pero logró
justificarlo ante sí misma, asegurándose que así habría más posibilidades, sobre todo
teniendo en cuenta que el mensajito de advertencia podría hacerle sospechar. Conocía
a los hombres, y sabía que tras ponerles la miel en los labios dejaban de pensar con la
cabeza.

Terminó de repasar una hoja Excel que había dejado a medias por la mañana y pulsó
el botoncito que comunicaba con su secretaria.
—Marisa, que no me moleste nadie en la próxima media hora —ordenó,
categórico.
—Entendido, señor Espinosa.
Sabía que nadie le importunaría, ya era tarde y la oficina estaba medio vacía.
Hasta septiembre el ambiente sería bastante distendido. Agarró el USB que había
descansado sobre su mesa toda la tarde, esperando el momento oportuno, y lo conectó
a su ordenador.
Le apareció la carpeta con el contenido de la memoria USB y masculló una
herejía. Las fotos no estaban, había un par de ficheros con nombres raros y otro
ejecutable que se llamaba «descomprimir», lo que le hizo recordar vagamente las
instrucciones de Sonia. Pulso dos veces en el icono y una ventanita con una
exclamación emergió en el centro de la pantalla. Era el rollo de siempre, que si podía
tratarse de algo malicioso que dañara el equipo y que si estaba seguro de continuar.

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Por inercia iba a pinchar sobre el botón de «Sí», pero algo le hizo detenerse, un
instinto de autodefensa.
Tenía muchos enemigos. Desde empresarios de la competencia a clientes o socios
con los que había terminado relaciones de forma beligerante… Incluso trabajadores a
los que había hecho despedir, por causas justificadas, o no tanto; y también se
mantenía siempre latente la amenaza del espionaje industrial. Por lo que había que
guardar siempre un mínimo de precaución con el manejo de información.
Y eso en el mundillo empresarial y profesional, el que todo el mundo conocía de
su persona, su lado público y respetable. Pero por el otro negocio todavía se asumía
más riesgo. Había topado con gente si cabe más peligrosa, delincuentes de pura cepa.
Muchos pagarían por verle fuera de juego, por quedarse con su mercado. Se
desvivirían por encontrarle trapos sucios y sacarlos a la luz, o incluso chantajearlo
para no hacerlo. Afortunadamente este círculo era más reducido, pues intentaba llevar
el asunto del contrabando de la forma más discreta posible.
Iba ya a pulsar el botón de cancelar, resignado y rendido ante su obligación moral
de prudencia, cuando pensó en la jovencita. La chica era una auténtica monada, no se
la había quitado de la cabeza en toda la jornada. Siempre sonriendo, tan cándida e
ingenua, tan vulnerable. No podía dejar de recordar su espléndido cuerpo, su estrecha
cintura contoneándose bajo la bata abierta, y los temblores de los suculentos pechos,
redondos y apretados, queriendo asomarse; y su fragancia… ¿Qué maldad podría
esconder tan inocente criatura? Aunque una cosa estaba clara: la chica estaba muy
suelta, no había duda.
Se dejó llevar por su imaginación, que maquinaba aventuras y fantasías, pero no
era del todo ficción; la joven tenía constancia de que él era un tipo importante, con
poder y dinero. De hecho, más de una se había dejado hacer, poniéndose en sus
manos, atraídas por su riqueza y posición. Aunque a la postre nada solían obtener de
beneficio, descontando el disfrute de hoteles o restaurantes pomposos; porque tonto
no era, y sus intenciones enseguida se le hacían obvias, en especial si les doblaba la
edad —como solía ocurrir—, por lo que tomaba sus precauciones.
Sin embargo, no creía que Sonia fuese una buscona más, no encajaba en el perfil.
Tal vez fuera capaz de engatusarla él a ella, aún le restaban cualidades de galán;
aunque desde la pérdida del brazo, sus artes ya no surtían el mismo efecto, reconoció
apesadumbrado. De improviso, sintió renacer un deseo ardiente de ver las fotos y
recordarla, recreándose. Por si fuera poco, sus amigas puede que también fueran así
de desvergonzadas, hippies de las de antaño, de las del amor libre. Pero no,
recapacitó, lo que quería realmente era ver a Sonia, tomando el sol con muy poca
ropa, como ella misma había reconocido, la muy pícara.
Estaba decidido, dirigió el cursor del ratón hasta el botón de confirmación y lo
pulsó.

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21.

DECIDIERON esperar al primer día laborable de septiembre para llamar a casa de


Espinosa y concertar la cita para la revisión del gas. Haberlo hecho en agosto podría
haber levantado sospechas, no solo por tratarse de un mes sin apenas actividad, sino
porque además son más frecuentes los robos en viviendas y los propietarios suelen
mostrarse más desconfiados y cautelosos.
—Por cierto, ¿de dónde habéis sacado su número de teléfono? —preguntó
Lorena, mientras repasaba el folio con todos los datos.
—De un mail, como todo lo demás —respondió Marcos—, aunque no en una
factura del gas. Según me dijo Germán, su teléfono no venía a simple vista en ningún
correo, pero dio con uno de esos para recordarte la contraseña, de una cadena
hotelera.
—¿Un e-mail de los que te manda la página cuando no te acuerdas de la
contraseña, y te la envían a tu correo?
—Sí, eso es. Al parecer Espinosa está registrado en un programa de fidelización,
de los que te dan puntos cada vez que vas a los hoteles. —Se encogió de hombros,
asintiendo en respuesta a la sonrisa incrédula de Lorena, y esbozó una mueca burlona.
No dejaba de ser llamativo que un millonario anduviera acumulando puntos para
ahorrarse unos euros—. Supongo que algún día querría entrar para algo, puede que
para ver los puntos que tenía, y no se acordaba de la contraseña.
—Vale —interrumpió ella, gesticulando como si ya conociera la historia—,
entonces le dio al botoncito de recordar contraseña. Pero no borró el correo que le
enviaron, con lo que Germán ha entrado en la página del hotel y ha mirado sus datos
personales. ¿Pero venía su teléfono fijo? ¿No será su móvil?
—Por suerte venían los dos. La única duda es que el fijo pudiera ser el de su
oficina, pero no se parece mucho al que aparece en la página web de su empresa.
Además, hemos mirado en Google números de comercios en la zona de Villalba y se
parecen bastante, así que suponemos que sí es el de su chalé.
Lorena asintió y volvió a contemplar la hoja de papel. Parecía confiada, segura de
sí misma. Miró el reloj y frunció el ceño. Marcos sabía que no le hacía gracia llegar
tan tarde al trabajo, más aún cuando le habían prometido recientemente que en poco
tiempo la contratarían, por fin con una remuneración —aunque tan poco cuantiosa
que no había hecho que Lorena se replanteara seguir adelante con la operación
delictiva—. A pesar de todo Marcos la había convencido para esperar, al menos, hasta
las nueve y media para llamar. Quería estar con ella durante la conversación, y a él

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también le habría convenido más hacerlo más temprano y partir hacia Synphalabs
cuanto antes, pero creía que llamar a una hora demasiado intempestiva, además de no
ser lo habitual, podría resultar contraproducente por si cogían a la señora de Espinosa
dormida, y enojada. Se figuraban que su esposa contestaría al teléfono porque
Espinosa, presumiblemente, ya no se hallaría en casa: a media mañana tenía sesión de
electroencefalografía y probablemente antes se pasaría por su oficina. Creían que
sería más oportuno tratar con ella, supuestamente más confiada y menos suspicaz,
pero contemplaban todas las posibilidades, pues no sabían siquiera si su mujer
trabajaba o no, o incluso si vivía con él.
Y allí se hallaban, en el coche de Marcos, parado en doble fila frente a la estación
de metro de Puerta del Sur, en Alcorcón; con las ventanillas de ambos lados abiertas,
aprovechando la brisa, todavía fresca, de la mañana. Había acudido a recogerla a su
casa y en ese momento simplemente hacían tiempo hasta alcanzar la hora prevista,
repasando bien los datos y la mejor forma de eludir alguna pregunta inesperada. En
cuanto terminara la conferencia, Lorena cogería el metro para ir a su trabajo en
Madrid y Marcos saldría para Synphalabs, donde ya había avisado de que llegaría
algo más tarde.
—Ah, por cierto —recordó Marcos—, ayer me dijo Germán por el WhatsApp que
ya tiene el correo y contraseña de la segunda cuenta de Espinosa. Así que luego me
contará si se ha metido y ha habido suerte, si hay algo interesante.
—Vaya, qué buena noticia. Tú ya pensabas que no existiría esa segunda cuenta,
con lo pesimista que eres…
Marcos levantó los hombros, sin encontrar una defensa apropiada. Ciertamente,
no había presagiado nada bueno durante los últimos días, no albergaba esperanzas de
que Sonia lo consiguiera. Pero incomprensiblemente la artimaña de las fotos
comprimidas había funcionado, aunque Sonia había rehuido dar explicaciones sobre
cómo se las había ingeniado. Marcos se preguntaba cómo había logrado Sonia
despertar suficiente interés en Espinosa para que se arriesgara a ejecutar el
programita, de su propia creación. Porque él mismo había echado un vistazo a las
fotografías, casualmente —o eso le había hecho creer su subconsciente—, mientras
ultimaba su ejecutable que descomprimiría las imágenes e instalaría el virus, y no
había hallado nada de especial en ellas, pareciéndole simples fotos de turismo y
vacaciones. Y Germán no tenía ni idea de nada, incluso había intentado sonsacar a
Marcos si sabía algo. Angustiado por la curiosidad y las sospechas, y algo
desazonado, Germán le había reconocido que Sonia rehusaba contárselo. Marcos
había respondido a todo con evasivas, quitándole hierro al asunto.
El caso es que, fuera como fuese, la pícara jovencita lo había logrado, y cada día
llegaban uno o varios ficheros al servidor FTP de Kryticos, que se apresuraba a
retirar Germán, bajándoselos en su casa o incluso durante el trabajo. Su compañero le
había pormenorizado, orgulloso, los detalles del funcionamiento de su troyano en
cuanto lo hubo terminado: anotaba en un simple fichero de texto, silenciosamente e

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inadvertidamente para el usuario, cada letra o número pulsado en el teclado. Luego
procedía a subirlo, directamente desde el portátil, en cuanto se alcanzaban un
determinado número de líneas. Si en ese preciso momento no había conexión a
Internet disponible o fallaba el envío a la máquina de Kryticos, se reintentaba con
posterioridad, cada cierto tiempo. Una vez despachado con éxito, se creaba un fichero
nuevo que contendría, de igual manera, en texto plano, los caracteres de cada tecla
que pulsase Espinosa a partir de ese momento, y así sucesivamente.
Germán había revisado el contenido de los primeros ficheros, sin ser capaz de
encontrar nada. Marcos esperaba con ansiedad, cada jornada, los resultados que
proporcionaba su amigo, tras leer e inspeccionar lo que escribía Espinosa; pero según
pasaban los días sin hallar nada reseñable, veía aquello cada vez más sombrío. El pez
gordo escribía muchos documentos y correos, pero eran sin duda de la cuenta
corporativa, todo perteneciente a temas de la empresa. Encontraba Germán, a su vez,
muchos números, probablemente pertenecientes a hojas de cálculo, así como palabras
propias de navegación por Internet: nombres de páginas de prensa o bancos, términos
para búsquedas en Google o en portales de descarga de películas, etc. Pero por
ningún lado, a pesar de escrutar a conciencia los ficheros, había localizado nada
relativo a su actividad clandestina; algún párrafo con información reveladora o que
les guiara a su supuesta dirección de correo paralela, de cuya existencia Marcos había
empezado seriamente a dudar.
Hasta la noche previa, cuando recibió la buena noticia.
Evidentemente anhelaba esa mañana llegar a Synphalabs y que Germán le contase
las novedades más halagüeñas. Pero antes había que pasar por el trámite de la
llamada. No debería haber muchas complicaciones, pero se sentía ligeramente
inquieto, a pesar de que él no iba a hablar; solo estaba allí para apoyarla, en caso de
que lo necesitase, por si se quedaba en blanco u olvidaba algún dato. Marcos se
sorprendió de lo tranquila que estaba Lorena, sin aparentar nerviosismo alguno.
Parecía más preocupada por lo tarde que llegaría a su «trabajo».
Aún faltaban unos minutos para las nueve y media, pero Lorena se había hartado
de esperar. Lo mismo daba llamar un poco antes o después, había dicho, expeditiva,
cogiendo el móvil y marcando, sin olvidar aplicar la opción de llamada oculta.
Marcos no pudo más que resignarse, pues conocía de sobra sus arrebatos de
imperturbable autoridad. Dio al contacto del vehículo para subir las ventanillas, pues
había que atenuar posibles ruidos inoportunos de la calle. Le indicó con urgencia que
activara la función de manos libres para que pudieran escuchar ambos, y ella así lo
hizo, colocando el terminal en mitad del salpicadero. Cuando sonaron los tonos
Lorena se aproximó al aparato, quitándose el cinturón de seguridad, que aún llevaba
puesto. Sujetaba la chuleta en la mano, y le dedicó un último vistazo rápido.
—Dígame —contestó una voz femenina, de edad madura.
—Buenos días, le llamo de Iberdrola, para concertar la inspección de su
instalación de gas —anunció Lorena con rapidez, como si pronunciase esas mismas

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palabras cada día, de forma rutinaria.
Hizo una leve pausa y antes de que la mujer pudiera replicar le solicitó que le
confirmase el domicilio, el nombre del titular y el número de contrato, que leyó
Lorena de su papel.
—Bueno, el número de contrato no me lo sé, pero lo demás es todo correcto; es
esta casa y es mi marido. Pero…
Se diría que marchaba todo sobre ruedas, y haber dado con su esposa, como
esperaban, había sido muy conveniente. Sin embargo, a Marcos le dio la impresión de
que la señora iba a oponer alguna objeción. Lorena, muy astuta, la acalló poniendo su
voz por encima.
—Perfecto —interrumpió Lorena—. ¿Le viene bien el martes a las diez?
—Espere señorita, tiene que haber un error. Hace no mucho que vinieron a revisar
lo del gas… Yo creo que sería primavera —informó la señora, con templanza, a pesar
de la premura y presión que transmitía Lorena.
Lorena se mantuvo unos instantes en silencio; no tenían una respuesta preparada
para eso. Marcos le acercó un viejo teclado de ordenador que tenía por casa, que
había traído para ganar tiempo si ocurría alguna contingencia.
—Déjeme que lo compruebe —contestó Lorena, apretando sonoramente teclas
aleatorias, para hacer a la mujer creer que realmente estaba en su puesto de
teleoperadora, consultando la base de datos del cliente.
Marcos percibió, por primera vez, algo de nerviosismo en su voz. Había que
pensar en algo, y rápido. Hizo memoria y repasó las cláusulas del contrato que había
bajado de Internet, correspondientes al que tenía Espinosa, pero no se le ocurrió
ninguna excusa plausible.
Lorena le dirigió un ademán con la barbilla, levantando los hombros, exigiendo
algo que contestar. Rogó de nuevo a la mujer que aguardara unos instantes, que tenía
algún problema con el sistema informático.
Debían responder con algo creíble o podría sospechar. Comenzaba a sentirse
angustiado, agobiado por la urgencia, cuando recordó las normas relativas a las
inspecciones que había ojeado la tarde anterior en Internet, en una página de la
Comunidad de Madrid. Le había llamado la atención que se mencionaban dos tipos
de revisiones, una general de la instalación y otra en exclusiva para la caldera.
Aunque no le había quedado muy claro, maquillándolo un poco podría colar. Pulsó el
botón de silencio en el móvil y se lo explicó aceleradamente a Lorena, garabateando
un par de frases en un papel, que le sirvieran de guión.
—¿Oiga? ¿Sigue ahí? —rechinó la mujer, impaciente.
—Perdone por la espera, señora. Lo he comprobado y nuestra revisión no se ha
realizado aún este año —afirmó con seguridad.
Antes de que pudiera protestar, añadió:
—La revisión que le hicieron en mayo, según mis datos, fue una inspección de su
caldera, que debe ser, por ley, anual.

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—Sí, vienen todos los años… ¿Pero entonces, qué quieren mirar ahora? —
preguntó la mujer, hastiada.
—Ahora se trata de la revisión de la instalación completa, no solo verificar la
combustión de la caldera o limpiar la carbonilla, que es lo que hicieron. Hay que
comprobar la estanqueidad de todo el circuito, que no haya fugas, entre otras cosas.
La señora suspiró, resignada. Marcos le hizo un gesto a Lorena para que le
concediera un respiro, que le dejara asimilar la información, al tiempo que le señalaba
otra línea en el papel, que acababa de escribir apresuradamente.
—Según la normativa vigente, este reconocimiento debe realizarse cada cinco
años. No se agobie, que nosotros volveremos a avisarles cuando transcurra ese
tiempo —se ofreció Lorena. Había sonado dulce, con tacto.
Sometida, la mujer murmuró algo, y luego consintió y le hizo repetir a Lorena la
fecha propuesta. Tras escucharla discurrió unos segundos, pero recordó que no podía
porque tenía que asistir a una clase de Thermomix. Pronunció aquellas palabras con
un deje que concedía a tan anodino evento una trascendencia desmesurada, como si
se tratase de algo perentorio e inaplazable. A Marcos le dio la impresión de que la
señora de Espinosa, pudiendo haber dicho simplemente que no podía, habiéndose
ahorrado la excusa, había querido dar explicaciones para sonar importante y atareada.
Prejuzgándola ruinmente, se atrevería a asegurar que aquella mujer era la típica
esposa de hombre adinerado, sin trabajo ni estudios o que renegaba de ambos; con los
vástagos ya probablemente independizados —al menos su hija, que se supiera—,
mataría el tiempo en compras desaforadas, peluquerías, o centros de estética para
aplicarse Botox u otros parches. Y reservaría las tardes, por supuesto, para tomar el té
y presumir de su alto nivel de vida ante sus amigas.
Hizo una seña a Lorena para que continuara insistiendo, pasando al siguiente día.
—Los técnicos van por la zona de Guadarrama esa semana, así que tendrá que ser
entonces… —fingió consultarlo, aunque las tenía claramente escritas delante. Eran
las fechas coincidentes con las sesiones de electroencefalografía de Espinosa—. ¿El
viernes sobre las once?
—Sí, vale… —la pregunta de Lorena había sido incisiva, casi imperativa, y la
mujer aceptó casi por obligación, abrumada, sin detenerse a pensar si tenía algún
impedimento.
Marcos hizo un gesto a Lorena con un pulgar levantado.
—Muy bien —contestó Lorena con premura, tal vez para evitar que se echara
atrás.
Para terminar le informó del nombre de la empresa que llevaría a cabo la revisión
—en la que trabajaba el amigo de Germán—, cuyo nombre leyó de la hoja.
Finalmente, le recordó que los inspectores se identificarían como personal autorizado
y que no tendría que abonar nada al finalizar. Marcos y Lorena habían pensado que
esa coletilla podría complacerla; convenía dejar buen sabor de boca en la mujer,

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evitando así que le diera más vueltas al asunto, que realizara algún tipo de
comprobación por su cuenta, destapando la farsa.
—De acuerdo, gracias señorita —dijo la mujer, satisfecha, como si le hubieran
prestado un servicio, o incluso como si ella hubiera logrado un buen trato, gracias a
su poder de negociación.

—¿Tú crees que estas son horas de llegar? —le había espetado Germán nada más
verlo, con una sonrisa sarcástica en la boca.
Marcos advirtió alguna carcajada moderada entre los compañeros de alrededor. Se
había tomado una pequeña venganza por los muchos comentarios y bromas que sufría
él, a menudo, por llegar tarde.
Marcos se limitó a forzar una sonrisa y se sentó apresuradamente. Eran ya más de
las diez. Había tardado casi más en caminar desde donde había aparcado hasta el
recinto de Synphalabs, que en el trayecto por autopista desde la otra punta de Madrid.
Se había notado, y mucho, el regreso de personal tras las vacaciones, al menos en
cuanto a ocupación de las calles y problemas para estacionar. Cierto que era más
tarde de lo habitual, pero echó de menos la tranquilidad y comodidad de las jornadas
pasadas.
—Bueno, ¿qué tal ha ido? —susurró Germán. Había ya muchos oídos en la sala
de informática de Synphalabs.
—Bien, bien. Ya está puesta la fecha, al final el viernes.
—Genial.
Mientras arrancaba el ordenador, Marcos le refirió los pormenores de la
conversación telefónica. Hizo especial hincapié en la argucia que habían utilizado
sobre los dos tipos de inspecciones, para que se prepararan el tema por si la mujer les
preguntaba algo. Una vez puesto al día, Marcos le apremió para que le contara de una
vez lo que había hallado en el correo, pero Germán lo postergó hasta el descanso
matutino, pues prefería hablar de ello con privacidad.
A regañadientes, Marcos se vio obligado a sobrellevar la incertidumbre durante el
rato que quedaba hasta las once y media, que era cuando solían acercarse a la sala del
café. Habitualmente lo hacían junto con un grupo de informáticos de las mesas
vecinas, pero en esa ocasión prefirieron ausentarse los dos solos. Tras sacar la
consumición de la máquina salieron al exterior, donde la temperatura a la sombra era
agradable, incluso fresca. La puerta volvía a estar flanqueada por varias personas,
fumando, charlando o tomando café; se percibía la diferencia de ambiente con el
pasado mes de agosto, cuando reinaba la soledad. Incluso junto al edificio de
enfrente, el de los laboratorios, había apostados varios individuos, ataviados con
batas blancas. Contrastaban con los tipos enchaquetados, que eran mayoría en la zona
de Marcos y Germán, donde aparte del Área de Informática se ubicaban la mayoría
de los despachos.

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Los extraños que había junto a la entrada de su módulo conversaban
animadamente de las vacaciones, y no prestarían la más mínima atención a lo que
Marcos y Germán fueran a hablar, pero aun así se retiraron unos metros, sin apartarse
de la sombra que proporcionaba la pared, pues el sol pegaba con excesiva intensidad.
—Yo creo que Espinosa no mira muy a menudo ese correo, por eso nos ha
costado encontrarlo —dijo por fin Germán.
Marcos se limitó a mirarle, impaciente.
—Puede que estos últimos días de agosto no tuviera ningún envío pendiente, no
habría nada que organizar o negociar —continuó Germán.
—Vale, pero ¿me vas a decir de una vez qué has encontrado? ¿Hay correos que
demuestren a qué se dedica?
—Voy, voy… Como suponíamos, la cuenta tiene un nombre falso, y es una de
Hotmail.
Haciendo caso omiso de la urgencia de Marcos, le explicó que había sido fácil dar
con su identificador de la cuenta y la contraseña. Afortunadamente, Espinosa había
escrito su dirección completa, que Germán había localizado al buscar una simple
arroba en el fichero de texto, como hacía rutinariamente cada día tras bajárselo del
servidor de Kryticos. A continuación del nombre de la cuenta de correo figuraba el
carácter correspondiente a la tecla del tabulador, identificado por su código ASCII —
tecla que pulsaría Espinosa para saltar al campo de la contraseña—, y seguían las
letras y números de la contraseña en sí, fácil de delimitar porque justo terminaba con
un retorno de carro: la tecla Enter.
Marcos observó que el alborozo que había adornado el semblante de Germán
durante su exposición de desvanecía, y adquiría una expresión alicaída. Se pasó la
mano por el pelo, totalmente desgreñado, y se rascó la larga y gruesa patilla, que a
Marcos siempre le había parecido pasada de moda.
—No es tonto. Las carpetas de correo enviado y recibido están vacías. Y también
la papelera de los mensajes eliminados —dijo con voz tenue, cabizbajo, como con
miedo de mirar a Marcos a los ojos.
Marcos no dijo nada. Aquello echaba por tierra los esfuerzos de las últimas
semanas. No habría pruebas que desenmascararan a Espinosa y legitimaran el robo.
Ni un seguro de vida en caso de que fueran mal las cosas, un comodín para
plantárselo en la cara y hacerle frente. «Sabemos todo esto de ti, estate quieto y
callado y nada saldrá a la luz», le habrían dicho amenazadoramente, de forma
anónima.
Había sido un fracaso lo de buscar con tanto ahínco el correo dichoso, y se
arrepentía del tiempo perdido. Por no hablar del riesgo que supondría seguir adelante
sin el respaldo de esas pruebas con las que iban a conminarlo. Aunque solo él parecía
ser consciente de ello. Simplemente se preguntaba si ya era tarde para abandonar;
aunque si no lo fuera, Lorena no se lo permitiría.

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Obligándose a dejar de darle vueltas y lamentarse, se limitó a otear, con la vista
perdida, el trozo de horizonte que no era tapado por el edificio de los laboratorios.
Allí, al otro lado de la autopista de Barcelona, que acotaba el área industrial, lo poco
que se veía era campo, amarillento y seco. En la lejanía se cernían las Cuatro Torres,
a muchos kilómetros de distancia, en Madrid, pero con la silueta perfectamente
discernible contra el cielo gracias a su colosal altura. Más cerca, en algún lugar en esa
misma dirección, debería de esconderse alguna de las pistas del aeropuerto, pues el
tráfico de aviones sobre sus cabezas era constante.
Entendió por qué Germán había evitado llamarle por teléfono para darle la
noticia, por qué se había limitado a enviarle el escueto mensajito de que ya tenía
acceso a la cuenta de Espinosa. Le molestaba la costumbre de su compañero de dar
solo las buenas nuevas y callar las malas. Posiblemente lo haría sin mala intención,
cegado por su optimismo habitual, por lo que no protestó. Guardó silencio, abatido.
—Es una medida de precaución bastante lógica —comentó Germán, ajeno a los
pensamientos derrotistas de Marcos—. Cada vez que envía un correo, o lo recibe,
limpia las carpetas. Así no deja pruebas. Pero hay algo que olvida —dirigió los ojos
penetrantes a Marcos, tratando tal vez de infundir confianza.
Marcos levantó las cejas, inquisitivo, aunque cauteloso. A Germán cualquier
nimiedad podía llevarle a su euforia acostumbrada.
—No vacía la carpeta de borradores —anunció Germán con solemnidad, dándose
importancia—. Ya sabes, donde se guardan los correos temporalmente, mientras los
escribes. Así, si se te va la luz o se te cuelga la máquina, no tienes que escribirlo de
nuevo. Y una vez que lo envías, si no me equivoco, se borra automáticamente.
Marcos asintió; sabía de sobra a lo que se refería, pero no había querido
interrumpirle para no denotar su desaliento. A Germán, por el contrario, le brotaban
las palabras con elocuencia y renovado entusiasmo, tan voluble como siempre.
—Pues había un correo en la carpeta borradores. Eso significa que no llegó a
enviarlo, pero aun así el contenido es bastante significativo.
—¿Y qué dice? —preguntó Marcos, algo más esperanzado.
—Lo interesante no es lo que él escribió, que ya te he dicho que si está donde los
borradores, seguramente no lo llegó a enviar. Lo llamativo es lo que cuenta un tal
Joan, en el correo anterior dirigido a Espinosa, al que iba a dar respuesta, y que se lee
debajo.
—Bueno, ¿y qué es? —solicitó Marcos, impaciente.
—Pues luego te paso el nombre y la clave para que te metas en su correo y lo leas
en detalle. Pero vamos, ese Joan tiene pinta de ser un mandado, que pide
instrucciones. Simplemente confirma que alguien permanece en coma, y sin visos de
salir. Pregunta qué pasos ha de dar a continuación, pero se intuye que están metidos
en algo, y menciona que la policía puede estar investigando…
—¿Y qué fecha tiene el correo? —Marcos preguntó casi automáticamente.

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—Has pensado lo mismo que yo —contestó, entusiasta—. Sí, es de finales de
abril. Casi seguro que se refiere al tipo apaleado que vimos en la imagen. Pero no te
pierdas lo que contestaba Espinosa en el borrador. De hecho, creo que se arrepintió de
lo que escribía y por eso no lo envió.
—Bueno, lo haya enviado o no, ¿qué decía?
No tenía necesidad de susurrar, pues con mantener el tono moderado, con el que
había dado las últimas explicaciones, era más que suficiente para pasar desapercibido,
pero quizá quiso sonar más truculento.
—Pues viene a decir que no puede correr el riesgo de que se despierte y hable,
que se lo cargue.

De vuelta a su sitio, Marcos abrió la página de Hotmail e introdujo los datos que le
acababa de pasar Germán. El seudónimo era «davorgonz83» y la contraseña volvía a
ser el nombre de una película, con algunos números intercalados. Espinosa debía de
ser un auténtico cinéfilo, pensó.
Cuando entró vio la bandeja de entrada vacía. Experimentó un cosquilleo
incómodo, la sensación de encontrarse en un lugar donde no debería estar, o quizá la
incertidumbre de poder ser descubierto, algo casi imposible.
Concibió casualmente que, con un poco de suerte, le podría llegar un correo a
Espinosa justo en ese momento. Marcos podría abrirlo y copiar el contenido, y
después volver a marcarlo como no leído para que Espinosa no sospechara nada en su
próximo acceso. Pero era improbable, aunque sí creyó interesante organizar un
calendario, junto con Germán, para comprobar periódicamente si recibía algún nuevo
e-mail, y poder así verlo antes que él, antes de que lo leyera y lo borrara.
Sin desbordar emoción, pues ya sabía más o menos lo que encontraría, abrió
Marcos la carpeta de borradores e hizo clic en el único mensaje que había.

De dejarlo correr nada, vas a ir y lo liquidas. Tú la cagaste, tú lo


arreglas. No quiero correr el riesgo de que se despierte y se vaya de
la lengua, cuando le acribillen a preguntas.

Pero deja que pase un tiempo, que se apacigüen los ánimos y bajen la
guardia en el hospital, y hazlo con discreción.

_______________________________________________________
From: joanbellver9@gmail.com To: davorgonz83@hotmail.com
Subject: Hola jefe, por aquí la cosa se va calmando. Sigue en coma,
en el Clínico. He podido averiguar que es irreversible.

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¿Nos olvidamos del asunto? Yo creo que no hay manera de que nos
salpique. Ya han pasado bastantes días. Si aún no nos han incordiado,
es que no han encontrado ninguna relación. En la marítima sabemos
que era discreto en los negocios, y este tema lo llevaba solo. Pero sé
que te preocupa que su mujer pueda saber algo, haber oído algún
nombre.

Sería lógico, al fin y al cabo tendría que preguntarse de dónde salía


el dinero extra. Y seguro que la poli le ha preguntado si su marido
estaba metido en algún lío.

Pero me juego el cuello a que, o no sabe nada, o ha preferido


callarlo. Estate tranquilo. Creo que hicimos bien en no ir a asustarla,
podríamos haber causado más revuelo.

—Joder, pues sí que es interesante… —murmuró Marcos.


Alentado, aquello hacía suponer que entre Espinosa y ese tal Joan, si es que ese
era su verdadero nombre, habían dejado en coma a alguien. Por la fecha, bien podrían
referirse al tipo que habían visto en los recuerdos de Espinosa, torturado o golpeado.
Por lógica, Espinosa habría sido el ordenante y el otro el ejecutor, pues el «jefe» no se
habría manchado las manos… la mano, se corrigió. Y no se imaginaba al manco
dando puñetazos.
Sin embargo, no sabían el nombre del pobre desgraciado. Simplemente que
trabajaba en una «marítima», un término realmente ambiguo. El subalterno
mencionaba que era discreto y que obtenía dinero bajo cuerda. Se intuía por tanto que
colaboraba con Espinosa de alguna manera, probablemente en el asunto del
contrabando.
La realidad era que tampoco habían hallado nada relacionado con el tráfico de
animales. A saber en qué más trapicheos estaría metido ese hombre.
—Y no me habías dicho que menciona el nombre del hospital —comentó en voz
baja Marcos, tras releer el texto.
—¿Y qué?
Marcos se giró y se acercó a Germán, impulsando la silla, que se deslizó
silenciosamente unos centímetros, sobre las pequeñas ruedas.
—Pues que es un dato para intentar averiguar algo más por nuestra cuenta —
susurró, a su lado—. No sabemos si al final el otro, ese tal Joan, fue a matarlo o no,
pero si lo hizo, puede que haya noticias en algún lado.
Germán asintió, fingiendo interés. Ya había pasado página. Marcos comprendió
que le interesaba más lo de entrar en su casa y llevarse el dinero. La necesidad de
encontrar evidencias la había dejado aparcada. Anteriormente le había dedicado una

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celosa disposición porque lo había visto como un reto; jugar a ser un hacker, con lo
del troyano, para arrebatarle la cuenta de correo secreta. Aquellas aventuras le
cautivaban. Pero el desafío había sido superado y lo de descubrir pruebas ya no
llamaba demasiado la atención de su compañero.
Marcos se preguntó si sería él el único al que le preocupaba. A pesar de su
soledad, intentó concentrarse en sacar algo de provecho de los indicios que habían
hallado en su correo.
—Y aunque no se lo haya cargado —prosiguió Marcos—, por el nombre del
hospital sabremos la ciudad. Podemos buscar noticias en Internet de alguien a quien
hayan dado una paliza y que se haya quedado en coma, por ejemplo en periódicos
locales o regionales de ese lugar.
—Se puede mirar si hay algo con el nombre del tal Joan y el apellido que figura
en la dirección, Bellver —colaboró Germán—. Se puede buscar en Google…
—Sí, también merecerá la pena echar un vistazo, aunque podría ser falso, o un
alias.
Germán deliberó unos segundos, en silencio. Marcos se volvió a su teclado y
monitor, dispuesto a volver al trabajo, en vista del mutismo de Germán.
—¿Crees que se lo cargarían? —le interrumpió Germán segundos después, con
tono preocupado.
—No sé… Yo creo que no, que finalmente Espinosa se arrepintió y no le envió
ese correo, por eso está en la carpeta de borradores. Seguramente se lo pensó mejor.
Si estaba en coma irreversible, era tontería darle más vueltas al asunto, complicarlo
más.
—Sí, pero eso no significa nada —protestó Germán—. Puede que le contestara
después con otro mail parecido, o que le llamara por teléfono, o incluso que se vieran
en persona. Lo que está claro es que Espinosa es peligroso, si ha estado a punto de
mandar acabar con alguien que podía incordiarle, a saber qué más habrá hecho.
—O qué nos podría hacer a nosotros, si nos pilla… —se lamentó Marcos, casi
para sí.
Germán lo oyó y asintió, con expresión sombría. Marcos apreció que era la
primera vez que Germán parecía turbado por aquel motivo, como si se hubiera dado
cuenta de que aquello no era una simple aventura más, que había un riesgo
importante subyacente. Se planteó echarle en cara que eso lo había advertido él varias
veces, de ahí su insistencia en conocer más de Espinosa y sus negocios, pero que
nunca le habían escuchado; aunque pasó de discutir y se calló.
Dejaron el tema y volvió cada cual a su trabajo, durante un rato. Marcos observó,
de reojo, a Germán, sentado al lado suyo, y le notó incómodo, distraído. No prestaba
la atención acostumbrada a su monitor, y se le perdía la mirada en el bote de los
bolígrafos. Por experiencia, sabía que se comportaba así cuando tenía algo que decir,
y no encontraba la forma apropiada, o no se atrevía.
—Germán, ¿te preocupa algo?

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Negó con la cabeza, pero a los pocos segundos habló, a regañadientes y sin
mirarle a la cara, huidizo:
—A ver, dijiste un día que si no encontrábamos más pruebas de lo de este
hombre, que no ibas a seguir adelante. Que lo del bote en el baño podría ser dinero
ganado honradamente, y que lo que haríamos sería robar, sin ninguna excusa.
Marcos asintió, e iba a contestar, pero Germán continuó:
—Ya has visto que no hemos sacado nada de lo del contrabando, pero al menos
parece claro que tuvo algo que ver en lo de la paliza. No es todo lo que esperábamos,
pero algo es algo, ¿no? ¿Vas a seguir adelante?
Marcos ya había tomado esa decisión hacía días. Aunque no hubieran hallado
nada, no podía abandonarles en el último momento. Además, sus propios esfuerzos
habrían sido en vano: lo de visitar la casa vecina; lo de ayudar a Sonia a meterle el
troyano; o lo de preparar la reciente llamada para la revisión del gas. Habría sido todo
una pérdida de tiempo. Y la impetuosa voluntad de Lorena pesaba mucho, no
permitiría dejarlo a esas alturas. Afortunadamente, algo encontraron, no había ido tan
mal. Podía haber sido peor si Espinosa no hubiera tenido esa segunda cuenta de
correo, si llevara sus trapicheos simplemente por teléfono.
Y con lo poco que tenían se podría indagar más. Por un lado, si entraban a
intervalos regulares en su cuenta encontrarían, a ciencia cierta, más datos. No tardaría
en recibir algún correo, novedades de ese que se hacía llamar Joan, o incluso a lo
mejor se confirmaban sus sospechas respecto al contrabando e interceptaban algún
mail con negociaciones relativas a un nuevo envío de animales, pretendiendo
concretar las especies, los precios, o exigir pagos atrasados. O puede que estuviera
metido también en tráfico de drogas.
Estaba decidido a ir más allá con los datos que tenía respecto a la víctima, si es
que aún vivía. Lo aplazaría para después del robo; de hecho, tenía aún que preparar
bien su papel, pues iba a jugar un rol secundario, pero importante, según el plan de
Germán. Cuando hubiera pasado el momento cumbre, estaría dispuesto a todo. Si era
necesario, iría al hospital, si lo encontraba, a investigar y preguntar; o incluso a hablar
con la esposa, si es que daba con el nombre de ambos. Aun siendo optimista, por
mucho dinero que sacaran en la operación, sentía la acuciante necesidad de obtener
más información; quería tener las espaldas cubiertas para no vivir después
atemorizado. Eso era lo que le apremiaba, su seguridad; la suya y la de Lorena. Que
estuviera o no justificado moralmente robar a Espinosa ya le daba igual: no
manejaban pruebas claras, pero todo indicaba que no era ningún samaritano.
—Claro, cuenta conmigo.

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22.

GERMÁN repasaba, ligeramente nervioso, los papeles que llevaba en el


portafolios. El plano de la casa que le había pasado Marcos, dibujado a mano, se lo
sabía ya de memoria. Se había aprendido a su vez, casi al pie de la letra, la normativa
que legislaba la periodicidad de las inspecciones de gas: los tipos, denominaciones y
los elementos a examinar en cada una. Había entendido —principalmente por las
airadas opiniones vertidas en los foros de Internet— que realmente, por ley, la única
inspección obligatoria era la que había de efectuarse cada cinco años. Pero
anualmente la distribuidora solía exigir una revisión, incluida en un servicio de
mantenimiento, el cual el cliente se veía prácticamente obligado a contratar, tras
sufrir el acoso y malas artes de las teleoperadoras de las compañías.
No le obsesionaba la falta de veracidad o inexactitud de la información que
manejaba, ni de la que le habían transmitido Marcos y su novia a la señora, por
teléfono. Simplemente quería tener respuestas y argumentos válidos y creíbles por si
acaso la mujer planteaba cuestiones.
Su amigo Roberto, que conducía la furgoneta, a su lado, le aseguraba que sabía
todo eso perfectamente, que no había razón para preocuparse, pero Germán no se
fiaba. Lo conocía bien, y si no lo sacaban del guión iba sobre seguro; pisando terreno
familiar era previsible y diligente, pero si la mujer le preguntaba algo inesperado
podía atorarse, perder el control o denotar nerviosismo.
Germán no había querido comentar nada, pero en cuanto se había montado en el
vehículo se había percatado, al saludarle, del tono rojizo y brillante en sus ojos,
además del aroma a marihuana que flotaba en el ambiente. No le preocupaba
especialmente, de hecho lo conocía tan sobradamente que podía afirmar que cuando
Roberto fumaba simplemente se relajaba, sus movimientos se ralentizaban y
conversaba con parsimonia, requiriendo más tiempo para comprender y generar
respuestas; pero le inquietaba que la mujer notara algo en sus ojos y se escandalizara,
o que se suscitaran en ella dudas y sospechas.
Recordó que su amigo ya solo le daba al vicio durante los eventos especiales, que
ya nunca lo hacía en días laborables; al menos eso había aseverado él cierto día.
Quizás se habría saltado la norma para calmarse, para aplacar el pánico que sentía
ante la operación. Resultaba lógico, porque siempre había sido un chico nervioso y
asustadizo, tendente a amilanarse ante experiencias novedosas y de calado. Otra cosa
que a Germán le angustiaba era cómo podría reaccionar Roberto si algo se torcía.

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Por suerte había seguido su consejo y se había aplastado el penacho de pelo de
punta que solía llevar en lo alto, en estrepitoso contraste con los laterales, bien
rapados. Tampoco lucía el pendiente en la oreja, que ostentaba sin falta los fines de
semana, aunque probablemente a diario renunciaría a él por costumbre.
Germán quería presentarse allí con el mejor aspecto posible. Eso facilitaría las
cosas, ganándose la confianza de la mujer y evitando suspicacias.
Él mismo se había afeitado a conciencia, rebanando la mitad de sus patillas, y
había peinado su indómito pelo uniformemente. Su madre se había quedado con la
boca abierta, cuando le había encontrado desayunando en la mesa de la cocina.
Acostumbrada a su cabello encrespado en todas direcciones, con una longitud de tres
o cuatro dedos, y su rostro con barba de varios días, había preguntado a qué se debía
tal cambio. Germán había contestado que tenía una reunión importante, y ella había
quedado satisfecha y orgullosa. No pensaría lo mismo si pudiera verlo en esos
momentos, concluyó con cierto sentimiento de culpabilidad, faltando al trabajo por
estar supuestamente indispuesto y montado en una furgoneta camino de un pueblo de
la sierra madrileña.
Iba ya disfrazado con las prendas que le había traído Roberto. Se las había puesto
nada más montarse y consistían en un pantalón azul oscuro, con muchos bolsillos, y
un polo del mismo color con el logotipo de la empresa en el lado izquierdo del pecho.
Le quedaban ambas prendas algo holgadas, pero era lo más aproximado que había
podido procurarse Roberto.
Siguiendo las instrucciones del GPS, inseparable compañero de Roberto en el día
a día, salieron de la autopista de la Coruña en la salida para Villalba y la carretera de
Navacerrada, y subieron por una ancha avenida. A ambos lados iban quedando
grandes chalés y mansiones que apenas se discernían, atrincheradas tras altos muros
de piedra y flanqueadas por vigorosos cedros.
—Joder, tío, ¿no será una kelly como estas? —preguntó Roberto, apocado.
Germán miró de reojo a su amigo. Se le notaba acobardado.
—No, tranqui. Me han dicho que está en una urbanización bastante normalita.
Atravesaron un barrio residencial, compuesto por viviendas adosadas de dos
plantas con jardín. Germán le ordenó desviarse hacia una calle estrecha y
aparentemente poco transitada. Se detuvieron y Germán tapó las matrículas con unas
pegatinas muy logradas, de números negros sobre fondo blanco, que había
encontrado por Internet.
El GPS recalculó el recorrido y les guio finalmente hasta la urbanización, aunque
no acertó la entrada. Germán supo encontrarla, con ayuda de la descripción que le
había proporcionado Marcos y por lo que había curioseado en el Street View de
Google. Indicó a Roberto que parase delante de la ancha puerta metálica, pues había
que llamar al telefonillo para que abrieran.
—¿Tengo que hablar yo?

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—No, ya me bajo —contestó Germán, preocupado por el pánico que comenzaba
a dominar a su amigo.
Pulsó el botón con el número que figuraba en la dirección y, tras un rato largo, se
oyó la voz de una mujer. Mientras aguardaba reparó en algo que hizo que le
recorriera un escalofrío de la cabeza a los pies: pudo constatar que había una cámara
en el muro exterior, apuntando tanto a vehículos como a personas que intentasen
acceder; así como otra en una farola, ya dentro de la urbanización, que capturaría de
frente los coches, una vez abierta la verja.
Maldijo a Marcos por no haberse percatado de ellas, pero optó por no decir nada a
Roberto, para no enervarle más aún. Era sin duda un grave inconveniente de cara a
conservar el anonimato, y lo sensato sería abortar, pero se negó a hacerlo, no habría
otra oportunidad de intentarlo. Correrían el riesgo, confiando en que para cuando
Espinosa se percatase del robo ya no estuvieran disponibles las grabaciones del día
actual, o que el chantaje funcionase y no se atreviera a investigar. Al fin y al cabo, se
consoló, la señora también les iba a ver el rostro…
Le constaba que lo justo sería comentar con Roberto la situación y tomar la
decisión entre ambos, pero descartó hacerlo, cegado por la excitación del momento.
Germán anunció que venían para realizar la inspección de la instalación del gas,
en el domicilio de Juan Carlos Espinosa. Murmuró ella una vaga confirmación y la
intimidante verja empezó a abrirse, deslizándose a un lado sobre un rail.
Recorrieron la calle que circunvalaba las viviendas, tal y como Marcos se lo había
descrito, y se detuvieron, por orden de Germán, justo frente al chalé con el número
buscado, entre la portezuela de acceso al porche y el buzón, en mitad de la calzada.
—¿Aparco? Ahí hay sitio —señaló Roberto un par de huecos que había unos
metros más adelante.
—Sí, pero aún no. Espera un poco. Si nos ve desde la ventana, o se asoma al oír
el ruido del motor, mucho mejor. Para algo hemos traído la furgoneta de tu curro,
¿no?
Germán quería que la mujer viera el logotipo y nombre que adornaban el lateral
del vehículo, correspondientes a la empresa de Roberto, que le habían indicado en la
llamada telefónica, la misma que se reseñaba en sus carnés de identificación y en el
logo de sus polos. Cuanto más realismo percibiera la señora gozarían de más
credibilidad, y por consiguiente de más libertad de movimientos.
Aguardaron un par de minutos y aprovechó Germán para recordarle el plan a
Roberto, sosegadamente. Hizo especial hincapié en que se ciñera a trajinar con la
caldera, que cuanto menos hablara, mejor. Finalmente, sin haber tenido constancia de
si la mujer les había visto o no, aparcaron y descendieron con todos los bártulos.
Germán llevaba la carpeta con el papeleo, donde rellenaría el informe durante la
revisión, que habría de firmar la señora al concluir. Roberto acarreaba un maletín de
herramientas.
Se internaron por el porche, pues la pequeña puerta de verja se hallaba abierta.

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Llamaron al timbre y tras unos segundos apareció una mujer cincuentona,
ataviada con un albornoz y una toalla enrollada en el pelo. Roberto se había colocado
el carné identificador colgando del cuello, como solía hacer. Germán prefirió dejarlo
en el bolsillo para mostrarlo al entrar con aire profesional. Ambos documentos eran
copias del original de Roberto, maquillados por Germán con ayuda del Photoshop.
Había cambiado los nombres por otros inventados y para el suyo había sustituido,
además, la foto. Una vez impresos y plastificados el resultado había sido magistral.
—Perdonen, no me acordaba de que venían hoy —se excusó secamente, abriendo
la puerta e invitándoles a entrar.
Saludaron y Germán le mostró orgulloso el carné que le acreditaba como técnico
autorizado, pero la mujer no prestó la menor atención. Debía de estar más preocupada
por la incómoda situación en que se encontraba, recién salida de la ducha. Entonces
Germán cayó en la cuenta y se estremeció, pues representaba un grave inconveniente
con el que no habían contado: volvería al baño a terminar de acicalarse, precisamente
el mismo baño en el que se escondía el dinero.
La señora les guio hasta la cocina, que era la estancia contigua al recibidor.
Germán observó que, contrariamente a la casa que había visitado Marcos, lo poco que
había visto de esta, rezumaba opulencia. Con electrodomésticos caros y aspecto
fastuoso en general, no era esa, obviamente, la cocina original de la vivienda.
—Pasad por aquí —dijo, abriendo la portezuela que daba acceso a la caldera y al
garaje, desde la propia cocina. Debió de asumir que tratar de usted a unos jóvenes de
menos de treinta años era innecesario y había rectificado, pasando a tutearles.
—¿Ahora venís de dos en dos? —inquirió repentinamente—. Siempre ha sido
solo un técnico quien ha venido para esto.
—Mi compañero lleva poco tiempo y tengo que supervisarle —se apresuró a
contestar Germán, haciendo un aspaviento con los brazos, como si fuera una carga
que le habían impuesto sus jefes.
—Ah, bien —contestó ella, desinteresada. Comentó que si necesitaban algo que
la avisaran, y se volvió al interior de la casa.
Roberto sacó las herramientas y operó con la caldera, de la misma manera que
hacía varias veces al día, por rutina. Germán le comentó en voz baja que habría que
demorar unos minutos más el plan previsto, porque quería dar tiempo a la mujer para
que dejara libre el baño. Por si se asomaba súbitamente, sacó un bolígrafo y lo situó
en el portafolio, sobre la hoja del informe. Aunque ya lo había traído relleno Roberto
con cifras habituales para la presión, combustión, etc., debía simular que apuntaba
celosamente los datos.
Aguzando el oído, atento a los movimientos de la señora, aguardó unos diez
minutos. No oía nada, lo cual le hacía suponer que permanecía en la planta de arriba,
en el baño o en su dormitorio, algo preocupante. Roberto se volvía y le dedicaba
miradas inquisitivas, visiblemente inquieto, mientras apretaba y aflojaba las mismas
tuercas una y otra vez.

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Era preferible esperar a que ella estuviera en la planta de abajo, pero demorarse
más podría hacer que sospechara, por lo que decidió proceder.
Sacó el móvil del bolsillo y envió un mensaje a Marcos: «ahora». Tal y como
habían convenido, su compañero estaría alerta, en la sala de informática de
Synphalabs, esperando la señal. Tan pronto como la recibiera debería salir y llamar,
desde su propio móvil, pero con el número oculto, al teléfono fijo de la casa de
Espinosa. El objetivo era entretener a la mujer, con cualquier tipo de conversación,
durante el máximo tiempo posible, de forma que Germán pudiese llegar al baño, abrir
la tapa del suelo, coger el dinero y regresar a la caldera.
No tardó ni un minuto en sonar el teléfono de la casa. El timbre más cercano se
intuía en la planta baja, casi con toda seguridad en el salón. Pero de la planta
siguiente llegaba otro tono más debilitado, y al tercero lo descolgó la mujer, cuya voz
atenuada bajaba por la escalera. Germán masculló una blasfemia. El plan original era
que la señora mantuviera la conversación en algún punto de la planta de abajo, dando
más libertad a Germán para escabullirse hacia arriba y actuar. Contaban con que los
terminales serían inalámbricos, pero asumían que si descolgaba en el salón no se iría
muy lejos, sentándose probablemente en el sillón.
Ahora había cambiado el panorama. Tendría que arriesgarse a subir,
silenciosamente, y confiar en que hubiera contestado en alguna habitación y se
hubiera quedado dentro. Pero si la conversación terminaba bruscamente, o durante la
charla de distracción la señora regresaba al baño, estaría perdido.
Se puso unos finos guantes para no dejar huellas, más que nada porque lo había
visto en series y películas. Comprobó que tenía el destornillador apropiado en uno de
los bolsillos y tocó a Roberto en el hombro para indicarle que se ponía en marcha. Él
se ladeó y asintió con la cabeza, permitiendo a Germán contemplar su pálido rostro.
Con el corazón acelerado, atravesó la cocina y salió al hall, donde desembocaba
la escalera. Ascendió pisando suavemente cada escalón, con la certidumbre que le
daba escuchar las palabras de la mujer, arriba, distraída. Daba por hecho que no había
nadie más en la casa. Espinosa debería encontrarse en Synphalabs en esos momentos,
y si hubiera habido alguien más, quizás algún hijo o un empleado del hogar, habrían
abierto la puerta o contestado al telefonillo, especialmente si la señora se hallaba en el
baño.
—Gracias, pero… —contestaba ella, renegando.
Ignoraba qué rollo estaría soltando Marcos, pero la farsa no se le antojaba
duradera. Preocupado, asomó lentamente la cabeza por encima del piso de la segunda
planta. Aún le faltaban cinco escalones, pero pudo cerciorarse de que, como temía, la
voz provenía del dormitorio principal, el mismo donde se ubicaba el baño, como
antesala lateral. Todo coincidía con el plano de Marcos. Dejó la escalera y recorrió
sigilosamente el rellano que comunicaba las diferentes estancias de la planta. Al
fondo divisó la habitación, de donde surgía su voz, ya con claridad. No se oían pasos,
por lo que supuso que se hallaba sentada en la cama. La puerta estaba abierta.

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—Sí, hace menos de un mes que estuvimos en ese hotel —dijo, dándose
importancia, como a quien le preguntan qué coche tiene y posee un Mercedes.
Germán avanzó cada vez más despacio hacia la puerta del dormitorio. El pasillo
se prolongaba al otro lado del umbral. A mano izquierda estaría el baño. Al fondo ya
se distinguía, a contraluz, el pie de la cama y una ventana cubierta por cortinas, por
donde deslumbraba el sol matutino.
—En general la estancia fue buena.
Se introdujo por el pasillo a hurtadillas, ya tenía la puerta del baño a solo un par
de metros. Estaba entornada, con suficiente espacio para deslizarse adentro sin
moverla, para no generar ningún chirrido.
—La comida, regular para un hotel de cinco estrellas —protestó.
Germán dedujo que Marcos le estaba haciendo una encuesta, aprovechando que
sabía el nombre del hotel en que el matrimonio se había alojado recientemente, en su
viaje por aquel remoto país de Asia. La información la conocía porque habían
encontrado e-mails al respecto en su primera cuenta de correo, la oficial, a la que
accedieron con la artimaña de la cámara. A pesar del decepcionante resultado inicial
de aquella operación, puesto que no hallaron nada relacionado con los delitos de
Espinosa, finalmente se había demostrado su utilidad: gracias a haber logrado acceder
a la cuenta de correo de su empresa, habían dado con su dirección, su teléfono… y el
hotel de sus vacaciones. Al menos había valido para algo tanto esfuerzo, se dijo.
Caminaba despacio, dando los pasos cada vez que la mujer abría la boca, para que
su voz le impidiese percibir cualquier ruido. En concreto sabía que los tobillos le
sonaban al andar, y se obligaba a tratar de ocultarlo.
Una vez dentro del cuarto de baño, a pesar de la tenue luz que entraba por el
hueco de la puerta entreabierta, no tardó en localizar la placa metálica y circular en el
suelo. Parecía concordar el color y tamaño de las baldosas con lo apreciado en las
imágenes obtenidas de los recuerdos de Espinosa. Sin perder más tiempo, se colocó
cuidadosamente de rodillas junto a la tapa plateada del bote sifónico. Palpando con la
mano localizó el tornillo y aplicó con precisión el destornillador de estrella.
—El personal… muy bien —decía—. Las actividades, pues bien también —
evaluó, suspirando. Parecía que la mujer se impacientaba y avivaba las respuestas.
Una vez suelto el tornillo lo sacó y lo depositó sobre una baldosa con delicadeza.
Introdujo las uñas por debajo de la tapa circular y tiró hacia arriba. La placa metálica
emergió, arrastrando debajo un cuerpo cilíndrico de goma de un par de dedos de
grosor; debía de cumplir una función de estanqueidad, posiblemente para evitar la
emisión de olores.
—Mira, lo siento pero voy a tener que dejarte —anunció. La mujer habría
recordado que tenía visita y quiso concluir la conversación.
Sin más dilación, y sin soltar el extraño tapón, Germán metió el brazo libre por el
bote sifónico. Apenas recordaba en qué consistía aquello, y se maldijo por no haberlo
abierto en casa; al menos para perderle el respeto, pues sintió un hormigueo de

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indecisión y aprensión a lo desconocido, como si en el fondo pudiera habitar una
enorme rata que fuese a morderle la mano. Se concienció de que era absurdo, abajo
no habría nada peligroso; en todo caso podría dar con algún residuo desagradable,
pero aun así llevaba sus guantes.
Las paredes laterales eran húmedas y de plástico, pues realmente no era más que
una ancha cañería de PVC. Fue bajando sin notar nada, y casi tuvo que introducir el
brazo completo hasta que palpó algo. Intentó asirlo con la mano y con satisfacción
comprobó que perfectamente podía tratarse del bote, por el tamaño y peso y porque
se movía. Al tirar para sacarlo percibió cierta tensión que cedió inmediatamente; el
recipiente debía de estar pegado al interior del tubo con cinta adhesiva. Con anhelo lo
llevó arriba lentamente, evitando hacer ruido. Al asomar comprobó, fascinado, que
era lo que buscaban: un bote de plástico transparente con tapa ancha, rebosante de
fajos de billetes.
Sonaron los muelles de la cama; ella se había incorporado.
—Ya, pero no es buen momento, le repito. Si puede llamar en otra ocasión…
Era cuestión de segundos que terminara la conversación. Aún tenía que poner la
tapa en el suelo y enroscar el tornillo. Se planteó dejarlo así y escabullirse de nuevo
hacia abajo. Era posible que la mujer ignorase lo que su marido escondía allí, pero
seguramente le comentaría que habían venido los del gas y que después había
encontrado eso extrañamente abierto… No, necesitaban más tiempo antes de que se
percatara Espinosa, o ambos, del robo. Si dejaba la tapa en su sitio, con suerte no se
enteraría del hurto hasta días, quizá semanas después. Para entonces puede que ni se
acordaran de la revisión del gas, ni de sus caras.
Escuchó que se despedía con rudeza y colocaba el inalámbrico en su base,
sonoramente. Estaba perdido, y sintió que una oleada de pánico se apoderaba de él.
Marcos habría hecho lo imposible para alargar la conversación, insistente, rayano en
la impertinencia, pero no había sido suficiente.
Germán se agazapó, por instinto, tras el bidé, pero era un gesto absolutamente
inútil si ella entraba y encendía la luz. Su única posibilidad era esperar a que bajara,
confiando en que probablemente su prioridad sería echar un vistazo abajo, por si
necesitaban algo los chicos del gas, o por si habían terminado. Debía de hallarse, tal
vez, extrañada de que no la hubieran avisado aún.
Afortunadamente, los pasos pasaron de largo por el pasillo y salieron de la
habitación, y Germán expulsó el aire, aliviado, pues había mantenido la respiración,
absolutamente inmóvil. Se apresuró a abrir el bote, del que emanó un olor húmedo a
café, y se guardó los fajos en los múltiples bolsillos de su pantalón. El peso de los
tacos de papel moneda hizo que su corazón se acelerara aún más, palpitando tanto
que parecía que iba a saltar de su pecho. Depositó el frasco vacío en el fondo de su
madriguera, acompañándolo con medio brazo para que la caída no hiciera mucho
ruido.

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Había escuchado las pisadas de la señora bajando las escaleras. Temía que
Roberto se bloqueara al encontrarse con ella cara a cara; eso no formaba parte del
guión y no sabía cómo iba a reaccionar. Colocó la tapadera metálica y el tornillo, pero
con los nervios y la oscuridad no atinaba a encajar el destornillador en la cruz. Le
llegaron palabras ahogadas e ininteligibles de la mujer. Ya debía de hallarse en el
cuartucho de la caldera, preguntando a Roberto cómo iban las cosas o dónde estaba el
otro técnico. Por fin pudo apretar el tornillo y se levantó. Oyó un murmullo
masculino. Deseó que Roberto actuara con perspicacia, que hubiera contestado que su
compañero había ido al coche a por algo, o a llamar por teléfono…
Bajó las escaleras rápido, pero tratando de silenciar las pisadas. Ya no percibía
voces. ¿Habría salido Roberto del apuro? Tenía la cabeza llena de ideas mezcladas,
excusas que se le ocurrían a cada segundo. Desconocía el argumento que habría
esgrimido su amigo, si es que había dicho algo coherente. Lo peor de todo era que lo
que fuese a argüir él debía ser coherente con lo que anteriormente hubiera aducido
Roberto, razón de más para que ninguna coartada le sonara apropiada.
Bajó el último escalón, dispuesto a enfilar hacia la cocina, cuando se la encontró
de cara, junto al mueble del recibidor. Salía ella de la cocina y había visto claramente
que bajaba por la escalera.
A Germán le dio un vuelco el corazón y se le pusieron, inconscientemente, los
ojos como platos. Se le abrió la boca, bloqueado. Era el final. Si Roberto había dicho
que había salido a la calle para cualquier cosa, no tendría ningún sentido aparecer por
la escalera. Sospecharía de inmediato.
Intentó decir algo, pero no pudo articular palabra. Aún llevaba el destornillador
en la mano y lo miró, pero no se le ocurrió nada. Ella ya estaba vestida, arreglada
como si fuera a ir a misa, aunque seguramente ese sería su refinado estilo habitual.
Portaba todavía, sin embargo, la toalla en la cabeza. La inoportuna llamada de
Marcos no le habría permitido terminar de arreglarse.
La mujer le miraba, extrañada.
—Perdona, pero ¿de dónde vienes? ¿Para qué has subido a las habitaciones?
Germán balbuceó algo ininteligible. Por detrás asomó Roberto, que debió de
percatarse de la situación de apuro e intentaba salir al rescate, aunque su cara era todo
un poema. Venía ya con el maletín de las herramientas y el portafolios, dando a
entender que había acabado el trabajo. Seguramente se habría limitado a entretenerla;
le habría contado algún rollo técnico de la caldera y le habría hecho firmar el
informe.
—¿Sale caliente arriba, no? —preguntó, mirando directamente a Germán e
ignorando a la mujer—. La presión, al menos, es correcta —informó con voz
quebrada, pero firme al mismo tiempo.
Germán suspiró por dentro, era una buena vía de escape. Muy astuto, sí señor.
—Sí, el agua sale bien. ¿En la tercera planta hay algún aseo, señora? —inquirió,
recuperando la compostura.

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Ella vaciló unos segundos, confusa.
—No, en la buhardilla no hay baño.
La mujer, asaltada por la urgencia de la pregunta, se había visto obligada a
contestar, solapando la duda subyacente que debía de albergar, pues nunca en
anteriores revisiones habrían comprobado el agua de los lavabos.
Germán ratificó con un ademán dirigido a Roberto, dando el visto bueno, y se
encaminó presto hacia la puerta que daba al exterior, pasando junto a ella.
—Bien, pues eso es todo. Como le habrá dicho mi compañero, no hay ningún
problema en la caldera y el funcionamiento es correcto. ¿Le has entregado copia del
informe?
Germán se detuvo junto a la puerta y se volvió hacia Roberto.
—Sí, ya me lo ha firmado —contestó, mirándola, más sosegado.
Ella asintió. Parecía contenta porque se largaran de una vez, y se le había borrado
del rostro el recelo por haberlo visto venir de arriba. La excusa parecía haber
funcionado.
Se despidieron educadamente y por último ella les explicó el mecanismo para
salir de la urbanización con el vehículo. Como ya le había advertido Marcos, uno de
ellos habría de bajarse y llamar al telefonillo para que ella pulsara el botón desde
casa.
Ya en la furgoneta, parcialmente aliviado, Germán mantenía la tensión mientras
terminaban de rodear la urbanización. Llegaron a la puerta de verja para los coches,
se apeó y se dirigió al portero automático. Su último temor era que la mujer,
desconfiada, hubiera subido corriendo al baño a comprobar que el dinero
permaneciera en su sitio. Obviamente, en ese caso, no les abriría la puerta y llamaría
a su marido, o a la policía…
Pero se dejó de especulaciones agoreras y pulsó el botón con decisión. Hubo
suerte, a los pocos segundos la puerta se comenzó a abrir. Suspiró, desahogado, y le
hizo un gesto a Roberto con el pulgar hacia arriba, sonriendo, mientras se montaba de
nuevo. Era probable, entonces, que la señora no fuera conocedora del botín que
celosamente escondía su marido; o simplemente, la muy ingenua no había
sospechado nada. En esos momentos le preocuparía más adecentarse el pelo, olvidado
bajo la toalla.
Ya bajando por la avenida, Germán echó las manos a los bolsillos y comenzó a
palpar y sacar los billetes. Había mucho dinero. Apretó los puños en alto y pegó un
grito de delirio, liberando la tensión contenida, y rápidamente se contagió Roberto al
ver de reojo el tesoro. Chocaron las manos con alborozo.
—Tío, líate uno. Está ahí la hierba, debajo del cenicero. ¡No puedo más, estaba de
los nervios! —gritó Roberto extasiado, entre carcajadas.
A Germán no le pareció muy buena idea, pero se lo había ganado. Le había
sacado de un buen aprieto, con la excusa de comprobar el agua caliente.
—Claro, te lo mereces.

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23.

SONIA había retrasado a propósito su llegada al laboratorio para evitar verse a solas
con Espinosa. Ya le habían avisado de que el paciente se encontraba allí, esperando, y
ella se aproximaba por la larga galería que recorría el centro de la nave, dando acceso
a cada laboratorio, caminando sin prisa. Iba con el tiempo justo para preparar el
material y colocarle los sensores, y tenía la esperanza de que Carlos, o incluso Conchi
—aunque se jugase una reprimenda—, ya hubieran hecho acto de presencia.
Se asomó a la blanca y bien iluminada sala y comprobó, disgustada, que Espinosa
estaba totalmente solo, sentado en su asiento habitual. Ella saludó vivamente,
fingiendo normalidad. Sin embargo, la voz le brotó quebrada. Casi con seguridad el
hombre advirtió su desasosiego. Y no era para menos. Por un lado, su novio estaría en
su propia casa, en ese momento, intentando robarle. Pero, sobre todo, temía la
reacción del viejo por el engaño respecto a las fotos de sus vacaciones, en la pasada
sesión. De haber alguien más en la sala, Espinosa no se atrevería a pedir
explicaciones, pero en esa situación se sentía insegura; de ahí que hubiese pretendido
no hacer aparición en primer lugar, sin éxito.
—Vaya, pensaba que no iba a venir nadie —dijo, ligeramente malhumorado.
—Perdona, estaba muy liada. Ha vuelto todo el mundo de las vacaciones y se han
puesto en marcha de nuevo un montón de experimentos —respondió Sonia sin
mirarle, dirigiéndose directamente al armario del material, con prisa.
Él asintió emitiendo un murmullo.
—Con lo tranquilos que estaban los pobres animalitos, se les ha acabado lo
bueno… —comentó Sonia sonriendo, compasiva, mientras llevaba la caja con los
cables y conectores a una mesa cercana. Lo único que pasaba por su cabeza era el
propósito de mantener una conversación cualquiera, hasta que llegara alguien y se
desvaneciera su incomodidad.
Espinosa no parecía interesado en el tema, y se levantó para coger algo de su
maletín, mientras Sonia organizaba y clasificaba los cables sobre el escritorio,
dándole la espalda.
—Toma, son muy interesantes tus fotos, Cantabria parece realmente bonita.
Le entregó el pen drive y ella se volvió para tomarlo, agradeciéndolo
tímidamente, pero percibió una velada entonación beligerante que le hizo sospechar
del cumplido.
—Pero no están todas, ¿no? —dijo Espinosa, antes de que Sonia volviese a su
tarea. Se situó a menos de un metro de ella y la miraba fijamente, escudriñando sus

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ojos.
—¿Cómo? No sé qué quieres decir —replicó, sobresaltada.
—No, no es nada. Creo recordar que te daba apuro enseñarme algunas de las
fotos, por algún motivo, pero no he visto nada comprometedor —aclaró Espinosa,
sonando conciliador, pero el matiz revelaba que fingía.
Se acercó a ella ligeramente, con una sonrisa que se le antojó crispada y
malévola.
—Ah, es verdad, ahora recuerdo —contestó Sonia nerviosamente, dando un paso
atrás—. Pensaba que esas fotos las había metido también en el pincho, pero debí de
dejarlas en casa, en el portátil.
Él quedó meditabundo, asintiendo con la cabeza. Su semblante dejaba traslucir
incredulidad y creciente enojo.
—¿Por qué me engañaste? —explotó, elevando la voz y acorralándola contra la
encimera.
Ella no podía retroceder más y se apoyó con ambas manos sobre el tablero,
volcándose hacia atrás. Negó con la cabeza, sin saber qué decir, acobardada. Espinosa
arrimó su cara hasta apenas un palmo de la de la muchacha.
—¿Te crees que soy tonto? ¿Qué buscas, provocándome? —inquirió con
ostensible acritud.
Sintió su aliento encima, mezclado con el olor fuerte de alguna colonia
masculina. Atenazada, lo único que se le ocurría era desmentirlo o disculparse.
—No, estás confundido, de verdad…
Sonia agachó la cabeza, amedrentada, evitando que se cruzaran sus ojos.
—Golfas como tú las tengo a puñados —le espetó, haciendo un ademán con la
mano delante del rostro de Sonia—. Acuden al olor de mi dinero, hacen su papel,
pero se largan con las manos vacías —la asió con su única extremidad por la
mandíbula y le levantó la cara para forzarla a mirarle—. ¿Es eso lo que quieres?
Sonia pugnó por negar, meneando la cabeza a duras penas. Las lágrimas brotaban
de sus ojos. Se sentía impotente, le había suscitado una cruda sensación de
culpabilidad. Además, ignoraba hasta dónde iba a llegar la reprimenda, de qué sería
capaz…
Como una bendición, se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo.
—Pensaba que eras más lista, jovencita —sentenció con desprecio, y la soltó.
Se volvió a su asiento como si no hubiera pasado nada. Ella quedó paralizada, sin
poder reaccionar. Apareció Carlos por la puerta y Sonia se giró contra la mesa para
que no la viera. Se pasó la manga de la bata por las mejillas para secar las lágrimas
que le resbalaban. Debía de tener un aspecto lamentable, pálida y con ojos vidriosos y
enrojecidos. Al menos pudo respirar, más tranquila. Carlos, por su parte, enfiló hacia
los ordenadores, saludando secamente, como era costumbre, sin dignarse a mirarles.

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La sesión transcurría sin más sobresaltos. Aunque aún le temblaban los dedos
mientras le colocaba los electrodos, había logrado sosegarse poco a poco. Había sido,
más que nada, el susto por la incertidumbre de lo que aquel cerdo hubiera sido capaz
de hacer. Simplemente la había amedrentado por su provocador numerito del otro día,
que le habría hecho imaginarse otro tipo de intenciones. Incluso podía ser
comprensible, se dijo, lo cual acrecentó su sentimiento de culpa.
Espinosa, por su parte, se mantenía impasible, acomodado en su asiento, sin
mirarla ni hacer ningún gesto o comentario. Sonia se intentaba concienciar de que lo
que había hecho era justificable, había sido para lograr un propósito bien diferente a
lo que él creía. Ella no era ninguna buscona, y deseó que todo le estuviera yendo bien
a Germán en aquellos momentos. Ese hombre merecía un escarmiento.
Conchi daba las instrucciones sobre los movimientos de los últimos músculos de
esa sesión, que Espinosa debía ejecutar milimétricamente. Había infinidad de tipos:
flexores, extensores, abductores… Conchi parecía sabérselos al dedillo, y a veces
pretendía que Espinosa adivinara a qué se refería sin dar más explicaciones,
irritándose cada vez que el hombre ignoraba lo que tenía que hacer, o erraba. Parecía
mentira que fueran familia. Hasta que Carlos no daba el visto bueno, según los datos
que aparecían en su ordenador, no pasaban al siguiente ejercicio, y algunos recorridos
habían de repetirlos varias veces, para desesperación de Espinosa. Sonia esperaba,
sentada y recostada contra una vitrina, contemplativa e inmersa en sus cavilaciones, a
que terminasen para retirar y recoger el instrumental.
Una melodía familiar sonó de repente en la zona de las máquinas y equipos
electrónicos, en la pared contraria donde descansaba ella. A los pocos segundos la
reconoció, por tratarse del tono de su propio móvil, que había dejado junto a unas
cajas de medicinas y unos botes de antisépticos, material que había traído para unas
tareas posteriores con animales.
Se levantó dando un respingo, pues sabía que a Conchi le incomodaban esas
interrupciones. Antes de que llegara ella, deslizó Carlos su silla de oficina un par de
metros y lo cogió para acercárselo, pues se hallaba en la misma mesa alargada que
recorría la pared. Sonia agradeció aquel gesto, consciente de que se trataba de algo
demasiado amable para él. Esos pequeños detalles los tenía solo con ella; quizá por si
podía, algún día, pescar algo.
—Toma, es tu amiguito —dijo con desprecio mal disimulado.
Debió de ver en la pantalla la foto o el nombre de Germán, y pareció arrepentirse
al instante del esfuerzo realizado para pasarle el teléfono.
Ella, incómoda por el escándalo causado por la canción, que resonaba con fuerza
en el laboratorio, y bajo la mirada de reproche de Conchi, descolgó rápida y
atropelladamente para que dejara de sonar cuanto antes.
—¿Estás ahí? —se oyó a los pocos segundos en toda la sala. Con la precipitación,
había debido de pulsar, por error, el botón del sistema de manos libres, y el teléfono
amplificaba por su altavoz las palabras de Germán.

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Sonia se giró con premura para enfilar la puerta y salir al pasillo, sin responder
nada aún, tratando de buscar la forma de desactivar el altavoz mientras caminaba,
abochornada. Pasaba entonces por detrás del respaldo de la silla de Carlos, y
escuchaba a Conchi intercambiar algún comentario de reprobación con Espinosa,
disculpándose y asegurando que era una norma mantener los móviles en silencio
durante las pruebas, cuando la atrompetada voz revivió de nuevo.
—¡Oye! ¡Que somos ricos! —exclamó Germán, jovial, y se percibieron
carcajadas a continuación, suyas y de alguien más, de fondo.
Sonia alargó las zancadas, angustiada, temerosa de que soltara algo más. Alcanzó
por fin la puerta y salió rauda, pero no había duda de que al menos Carlos había
escuchado el inapropiado comentario. Confiaba en que Conchi y Espinosa, algo más
alejados y hablando algo entre ellos, no se hubieran percatado. Pero ¡qué se le pasaba
por la cabeza! Germán sabía perfectamente que esa mañana tenía sesión de
laboratorio con Espinosa, no entendía cómo se le había ocurrido llamarla, por muy
buena que fuera la noticia. Furiosa, no respondió hasta haber recorrido unos metros
por el pasillo, en dirección al verde césped del exterior, que se divisaba al fondo, tras
el cristal de la puerta de salida.
—¿Estás tonto o qué te pasa? ¿No sabes que estoy con él?
—Ah… Es verdad, perdona… —se disculpó. Le notó dubitativo y lento—. ¡Pero
tienes que ver esto! ¡Hay un montón de pasta! Y ha ido todo de puta madre, la vieja
no ha sospechado nada —declaró, exultante, pero el tono de voz era desacompasado
y artificialmente ralentizado. Conocía sus variables estados de ánimo, y le afloró una
sospecha.
—¿Estás borracho? Ya os habéis ido a celebrarlo, ¿no? —preguntó, indignada, no
porque lo festejaran, sino por la imprudencia que había cometido al llamarla. A ello
se sumaba su malestar con ella misma por haber activado el altavoz, por error.
Él confesó a medias y se excusó de nuevo, asegurando que ya lo celebraría con
ella por la tarde, pero se oyó otra voz y a Germán se le escapó una risilla.
Evidentemente su amigo Roberto había soltado alguna burla ocurrente. Conocía
vagamente al camarada de la infancia de Germán, era tímido y gracioso a la vez, pero
ella sabía de qué pie cojeaba. Entretanto, intuyó ruido de coches o barullo de tráfico
en general. No estaban en un bar.
—¿Vais en la furgoneta fumando porros? ¿Estás loco? —acusó, elevando el tono.
Ya había salido al exterior y se lo podía permitir.
—Bueno, calma… no es para tanto. El Robe conduce mejor así, más tranquilo. Es
que estaba un poco alterado y necesitábamos desahogarnos de la tensión…
Se oyeron de nuevo risas acalladas.
—Pero qué quieres, ¿que os pare la poli, con todo el dinero encima? —preguntó.
Cabreada, decidió dejarlo, no merecía la pena discutir con él en ese estado—. Bueno,
mira, tengo que volver. Ten cuidado y deja de hacer el idiota.

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Colgó y se apresuró de vuelta al laboratorio. Tampoco había sido el momento de
echarle en cara que Carlos había escuchado su inoportuna proclama, celebrando que
eran ricos; aunque también había sido culpa suya. Por el momento, tendría que pensar
alguna excusa por si luego Carlos le preguntaba algo. ¿Que había sido una broma?
¿Que les había tocado la lotería o la quiniela? ¿O simplemente que no era de su
incumbencia? Ya vería…
Por algún motivo, en esos momentos el dinero era la última de sus
preocupaciones. Mientras se adentraba de vuelta por el edificio reflexionaba: nunca
había sido muy materialista ni ambiciosa, realmente; pero recapacitó, pues sí
albergaba un aspecto positivo. Daba un vuelco a su situación: podría permitirse
mandar al infierno a Conchi y no volver a aparecer por la empresa. Dependiendo de
la cantidad, aquello le otorgaría la posibilidad de hacer cumplir sus utópicos sueños:
fundar una ONG, o montar un negocio en un país perdido; cualquier cosa relacionada
con animales, siempre explotando los recursos de forma sostenible y fomentando la
protección de la naturaleza.
No, reconsideró. Conocida la contagiosa inconsciencia de Germán, era preferible
actuar con un poco más de cabeza. Era el momento de ser responsable y poner en
práctica lo que se había intentado inculcar en los últimos tiempos. No debía dejarse
llevar por la euforia de Germán. Tenía que pensar fríamente. Primero, antes de dejar
paso a las ensoñaciones, necesitaba compartir con alguien su preocupación por lo que
Carlos había oído, y quién sabe si Conchi y el otro también… En cuanto tuviese un
hueco, se acercaría a comentárselo a Marcos. Puede que ya supiera del éxito de la
operación, pues seguramente Germán, en su delirio de grandeza, le habría llamado
también a él; o al menos le habría mandado un exultante mensaje. Sonia requería su
sensata opinión. Marcos, aunque le parecía soso, casi un muermo como compañía y
demasiado pesado cuando se ponía a hablar del trabajo o de videojuegos, era bastante
más cabal y medido que su querido y excitante, pero voluble e irreflexivo Germán, y
podría ser de ayuda para aliviar su conciencia. Habiendo llegado tan lejos, no quería
ni pensar que por su culpa se fuera todo al traste, por haber pulsado el botón
equivocado.

Marcos había esperado a ver a Lorena en persona para ofrecerle los detalles,
habiéndola informado simplemente por teléfono del éxito de la operación. Tan pronto
como había recibido las eufóricas noticias de Germán, se había puesto en contacto
con ella, a eso del mediodía. Sin embargo, había desatendido su curiosidad y avidez
por los pormenores y los números, postergándolo para la tarde y prometiendo ir a
buscarla al trabajo. Le disgustaba adentrarse en Madrid con el coche, pero la ocasión
lo merecía.
Se arrastraban ambos en el vehículo, de semáforo en semáforo, sufriendo la
tortuosa hora punta de la tarde, bajando hacia el Manzanares por la cuesta de San

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Vicente. En una coyuntura diferente ya estaría de mal humor, sufriendo cada vez que
percibiese saltar el ventilador del motor, viejo ya. Sin embargo, lejos de los miedos y
preocupaciones de las semanas pasadas, un halo de optimismo y bienaventuranza le
invadía. Contemplaba con agrado, a su izquierda, el verde frescor del Campo del
Moro, con las copas de los centenarios árboles asomándose por encima de la verja de
hierro, contrastando con el abrasador asfalto por el que circulaban y el color ladrillo
sucio de los edificios que dejaban a la derecha.
Ella había escuchado con ansia y atención los intensos acontecimientos del día, y
se había quedado con la boca abierta tras escuchar la cuantía. Cuando Marcos pareció
haber terminado, ella se volvió hacia él, aprovechando una de las retenciones.
—Entonces, ¿a cuánto tocamos? —preguntó, colocándose la mano a modo de
visera. El sol, cercano el ocaso, descendía ya por el otro lado del río, sobre la Casa de
Campo, y les pegaba de lleno de frente.
—Pues divide entre cinco. Somos nosotros dos, Sonia y Germán, y el amigo de
Germán.
—Eso hace… —miró ella hacia arriba, poniendo los ojos en blanco—. ¿Algo más
de trescientos mil por cabeza?
Asintió Marcos, complacido, pues ya había hecho sus buenos cálculos a media
tarde, tras hablar con Germán.
Se internaron en el túnel —para descanso y alivio de sus ojos— que les
transportaría bajo el Manzanares y la hermosa zona ajardinada de su ribera. Marcos
miró brevemente a su derecha y contempló a Lorena en la semioscuridad,
meditabunda, para volver a concentrarse en no sobrepasar el límite de velocidad del
subterráneo.
Ya se divisaba la claridad de la salida, en la ascensión hacia la autopista de
Extremadura, la que les llevaría hasta Alcorcón, cuando Lorena rompió el silencio.
—Oye, no es justo que me lleve la misma parte que los demás. Apenas he
participado, en comparación…
Marcos reparó en que ella había permanecido, durante ese rato, reflexionando
sobre si era conveniente expresar ese pensamiento o no. Sabía que era ambiciosa, y
una parte de ella misma habría optado por no decir nada, pero debió de ganar su lado
honesto.
—No te preocupes —respondió él—, ya está hablado y va a ser así. Yo tampoco
he arriesgado tanto como Germán. Ten en cuenta que son él y su amigo a quienes les
han visto la cara. Se lo dije, pero no quiere llevarse más, dice que todos por igual y
punto.
Al terminar Marcos se encogió de hombros y le dirigió una mirada fugaz,
levantando las cejas y sonriendo, como resignándose al viento favorable.
—Además —continuó Marcos, tras pegar un acelerón para adelantar a uno de los
frecuentes autobuses verdes interurbanos, de los que comunican Madrid con

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Alcorcón, Móstoles y demás localidades de la zona suroeste—, aún puede que tengas
que colaborar.
Ella, que miraba por la ventanilla, giró la cabeza, intrigada.
—Ya sabes que yo, al menos, pienso seguir investigándole —insistió Marcos—.
Y si llego a algo concreto y fiable, mi intención es plantárselo a Espinosa,
anónimamente, para disuadirle de seguir pistas o buscar a los autores por sus medios,
o para que retire una posible denuncia.
—¿Y qué tengo que ver yo con eso? —inquirió Lorena, desconcertada. Marcos le
puso la mano derecha en el muslo, pidiendo paciencia.
—Calma, depende de cómo evolucione todo. De momento no diremos nada,
lógicamente cuanto más tiempo pase hasta que se dé cuenta de que le han robado,
mejor. Cuando ocurra, si no vemos peligro pues nos quedamos calladitos; pero en
otro caso, tú serías quien se pondría en contacto con él. Sería como un pacto: olvídate
del dinero y de nosotros, y no temas por tus chanchullos, que estaremos callados.
Que fuera ella la designada respondía a que Germán estaba convencido de que
una voz femenina podría tener más posibilidades de éxito, de capear el temporal que
se avecinaría una vez realizada la propuesta. Y a Lorena no la conocía, ni en persona,
ni su voz.
Ella asintió, abrumada. Lorena debía de haber pensado que ya estaba todo hecho,
que solo restaba disfrutar del dinero, pero entendió, con preocupación, que estaba
equivocada. La idea de chantajear a alguien del que sabían tan poco, y todo infame y
peligroso, no debía de agradarle.
—Vale, muy bonito, lo pintas muy fácil. Pero ¿cómo pretendes saber si la cosa se
pone fea? ¿Si nos está buscando o está cerca? —Parecía nerviosa, asustada o incluso
irritada.
Marcos hizo acopio de paciencia, pues sabía bien que ella tenía un punto límite en
las discusiones en el que, si lo pasaba, podría enfurruñarse y cerrarse en banda.
—A ver… Pues, por ejemplo, si un día llama la policía a Germán o a su amigo
para que declaren, o incluso si los detienen directamente… —la miró, dejando que en
su rostro se vislumbrase que no era más que una remota hipótesis—. Entonces
tendrías que actuar, hacer que Espinosa retire la denuncia o se invente cualquier
excusa.
Mencionar a la policía debió de amilanarla aún más. Marcos se apresuró a
puntualizar.
—Pero no creo que Espinosa se atreva a meter a la poli de por medio. Lo más
probable es que lo ponga en manos de alguien de su entorno, de confianza, o incluso
detectives privados. Porque algo tiene que hacer, ¿no?
—Pues claro, es una millonada —admitió Lorena, cabizbaja—. No me gustaría
estar en la piel de Germán y el otro chico…
—Si presienten que puedan estar tras ellos, o si llegan a dar con ellos y les
amenazan para que devuelvan la pasta… tendrías que intervenir.

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Observó más evidente la turbación en ella y la tranquilizó, alegando que no eran
más que conjeturas, que era probable que no tuviera ninguna pista y que nunca diera
con ellos, por muchos medios que empeñara. Le aconsejó que, de momento, se
olvidara del tema y que actuara con normalidad.
Ellos seguirían accediendo al correo de Espinosa regularmente, por si
encontraban algún mensaje interesante, antes de que lo eliminara. Asimismo,
continuarían leyendo todo lo que escribiera desde su portátil, gracias al troyano que
continuaba residiendo en su equipo, y enviando puntualmente los ficheros al servidor
de Kryticos. Cuanto más supieran de él y de sus manejos ilícitos mejor, tanto para
conocer sus intenciones como para ampliar la información en que basarían un
hipotético chantaje.
—¿Y lo de las imágenes de sus recuerdos, ya no habéis visto nada nuevo?
Marcos negó con la cabeza.
—Germán pone en marcha su programita en cuanto tiene ocasión —explicó,
resignado—, pero de los ficheros de las últimas sesiones no ha obtenido nada. No
debe de rondarle ningún recuerdo impactante por la cabeza, al menos en las últimas
semanas. O si lo hay, no se repite con suficiente frecuencia como para que aparezca y
lo recuperemos en una sesión. Y de las antiguas que quedaban por analizar, Germán
solo ha sacado imágenes parecidas a lo que ya tenemos, no dicen nada nuevo.
Hizo una pausa y recordó un último detalle sin importancia, que le había
comentado su compañero.
—Intentó extraer sonido, pero fracasó.
No dio más detalles a Lorena. Germán le había confesado que no había hallado la
forma de asociar las frecuencias de las ondas sonoras con ninguna característica de
las señales neuronales. Estaba convencido de que estarían allí, entremezcladas en la
algarabía de impulsos cerebrales que sabían que se correspondían a recuerdos
intensos. Pero, de igual manera que habían tenido relativo éxito al poder decodificar
imágenes, habían fracasado con los sonidos.
Más alegremente le interrogó ella y conversaron, durante el resto del trayecto
hasta Alcorcón, sobre cuándo se efectuaría el reparto y qué harían con el dinero.
Según le aseguró Germán, había escondido el botín bajo su colchón, y no había
peligro de que su madre lo encontrase. En cualquier caso no tendría mucho tiempo,
pues al día siguiente por la tarde, a la vuelta de Synphalabs, Marcos acompañaría a
Germán a su casa y le entregaría su parte y la de Lorena.
Se comprarían un piso, y pronto. Ya habían más que hablado y resuelto que, si
salían bien las cosas, sería lo primero que harían. Pero, obviamente, no podían pagar
al contado esa cantidad. Para no levantar sospechas en el fisco, primero buscarían una
vivienda de obra nueva cuya constructora les admitiese abonar una importante
cantidad en negro; el resto lo completarían con una hipoteca. No tendrían problemas
en que se la concedieran al ser ya un montante más reducido. Cierto que sería un
fastidio tener que pagar los intereses teniendo tal capital en casa, pero era prudente y

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necesario. Para sus gastos corrientes tirarían de los billetes escondidos, evitando así
desinflar de dinero limpio sus cuentas bancarias.
Eso era el plan primario, pero a continuación propuso ella buscar el modo de
blanquear una buena suma: comprar billetes de lotería o quinielas premiados al
afortunado, por un valor lógicamente superior. Marcos no había pensado en aquello,
pero podría facilitar las cosas, y se propuso indagar por Internet. Además, haber sido
agraciados en algún sorteo sería la explicación perfecta de cara a sus familias.
Respecto a eso, mientras no lo tuvieran claro, no comunicarían nada.
No harían locuras, de momento, como dejar el trabajo, aspiración que sí había
dejado caer Germán en más de una ocasión, cuando el éxito todavía no era más que
una hipótesis lejana. A medio plazo, si todo iba bien, anhelaba crear una sociedad o
fundación de investigación, para proseguir con el importante hallazgo que mantenían
en secreto. Por dinero no habría problema para comenzar: procurarse un sitio y
adquirir el equipamiento e instrumental técnico, y contratar a un par de colaboradores
cualificados, si fuera necesario. Posteriormente, y partiendo de los importantes
avances ya en su haber, no tardarían en llegar apoyos y subvenciones, tanto de
universidades u administraciones como de entes privados. Albergaba la esperanza de
que Germán quisiera formar parte de aquello, de que fueran socios, pero aún no le
había propuesto nada.
Más sombrío, narró a Lorena el suceso que le había contado Sonia, cuando había
acudido a él, angustiada por el incidente del móvil y lo que Carlos hubiera podido
escuchar. Marcos no guardaba rencor a Germán por el desliz, pues entendía que tras
los momentos de tensión se tomaran la libertad de celebrarlo, pero esperaba que no
hubiera una nueva metedura de pata que pusiera a todos en peligro. Estaban
involucrados en algo serio y tenían que asumirlo con responsabilidad.
—Es preocupante, pero no lo veo con excesivo pesimismo. Carlos ignora de qué
va la historia, así que no creo que le haya concedido importancia.
De hecho, a última hora de la tarde, la propia Sonia le había informado de que
Carlos aún no le había preguntado ni comentado nada, lo cual era buena señal.
Ya enfilaban la tranquila calle del chalé de Lorena, cuando Marcos vio a una
mujer con dos niños que portaban sendos helados, y tuvo una idea.
—Oye, aún es pronto. ¿Por qué no vamos a esa heladería del centro, la de los
helados enormes de sabores raros y los batidos caseros? —Se dibujó una sonrisa
pícara en su rostro—. Ya sé que es cara, pero por un día nos lo podemos permitir.

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24.

JUAN CARLOS Espinosa se ausentó de la reunión, excusándose de mala manera.


Ya habían pasado los puntos más conflictivos y los de recursos humanos podrían
apañárselas solos contra el comité de empresa. Con todo el trabajo que tenía, no
entendía por qué David siempre acababa encasquetándole las reuniones a las que se
había comprometido él mismo a asistir. Su socio se inventaba cualquier pretexto,
asuntos ineludibles de última hora, como si sus tareas y compromisos fueran más
importantes que los suyos. En este caso, David se había dejado engatusar por los de
recursos humanos, que le habían asegurado que su presencia en la reunión haría que
los sindicalistas fueran más manejables. Todo para darles largas de la manera más
sutil posible, como cada año. Espinosa sabía que, de cara al personal, no tenía tanto
peso en la compañía como David Hernando, razón de más para detestar esas
reuniones en las que se sentía el sustituto del presidente.
De vuelta a su despacho, tomó asiento apresuradamente, dispuesto a revisar la
multitud de tareas que se le acumulaban. Tras el parón veraniego se había puesto el
mercado en marcha con renovadas fuerzas. Se hallaba actualmente inmerso en el tira
y afloja de una negociación de alto nivel con una de las siderúrgicas. Alegaban
problemas económicos, que se hallaban en plena reestructuración, y le estaban
apretando las tuercas, exigiendo rebajas en la materia prima. Se reducirían demasiado
sus márgenes de beneficio, pero no podían permitirse perder a un buen cliente, de los
mejor situados en cartera. Por otro lado, sobrellevaba las discusiones con los
proveedores de mineral para acordar cantidades y precios para el próximo año; y por
si fuera poco, debía encargar una auditoría externa para el Departamento de
Contabilidad, últimamente con desavenencias con Hacienda, lo cual podía indicar
que alguien de dentro se la estaba jugando, o bien no hacía bien su trabajo.
Manejaba el ratón con su única mano, rebuscando en una carpeta de documentos
PDF con contratos del año anterior, cuando le sonó el móvil. Molesto, soltó el ratón y
se llevó la mano al bolsillo del pantalón. Era Joan. Le tenía dicho que no le llamara
por teléfono, pero seguía haciendo caso omiso. Antes de contestar levantó
fugazmente la mirada por encima de la pantalla del portátil, para asegurarse de que
había cerrado la puerta.
—¿Qué quieres? Espero que sea importante, ya sabes que no me gusta que me
llames, para eso tenemos el correo —le espetó con acritud.
—Perdona, pero es urgente. Además, a veces te tiras varios días sin leer ni
contestar los e-mails. Con todo el dinero que tienes, podías comprarte un móvil de

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estos con Internet para poder mirar el correo.
Con el tiempo, Joan había ganado demasiada confianza y se atrevía a hablarle
como si fuera un amigo del bar o del gimnasio. Ignoró el insolente comentario y
respecto al móvil, con su solitaria mano y sus rechonchos dedos se desesperaría si
tuviera que manejar uno de esos cacharros táctiles, por lo que tenía asumido que no
eran para él.
Pero le toleraba a Joan sus impertinencias, pues el servicio que le prestaba el
joven era irreemplazable, a pesar de que a veces era demasiado contundente y eso le
llevaba a cometer excesos. Lo importante era que había aprendido rápido. Sin él, no
podría permitirse trabajar en Madrid, descuidando lo que antes llevaba personalmente
en Valencia. Con él allí, todo era más fácil. Sabía cómo manejar al puñado de
empleados de la delegación de Valencia, que colaboraban puntualmente y en secreto
para la segunda actividad. En concreto eran transportistas y operarios del almacén
que, a cambio de buenas propinas, acataban sin preguntar las directrices de Joan,
conocedores de que detrás se hallaba el propio Espinosa. Conseguía que hicieran sus
tareas sin informarles de lo que realmente tenían entre manos. Su ignorancia estaba
bien pagada y si alguno llegaba a saber más de la cuenta, Joan se preocupaba de
mantenerlo a raya.
Por si fuera poco, parecía que el incidente con Valdés lo había encubierto bien.
Recordó los ajetreos de aquella noche, cuando Joan apareció de entre la oscuridad,
orgulloso, agarrando firmemente a Valdés por la espalda. Espinosa le indicó que
empezara él, que ya sabía lo que tenía que hacer, y permaneció en el coche, pues
hacía frío. Simplemente debía llevarle al muro de enfrente y darle unos golpes, a
modo de reprimenda, para que experimentara el pánico de pensar que iban a
liquidarlo. Así pondría más atención a la hora de gestionar futuros envíos en la
naviera y no cometería más errores.
Sin embargo, a los pocos minutos, cuando salió del coche y se acercó a supervisar
y a pronunciar unas palabras ejemplares, vio a Joan agachado sobre el cuerpo de
Valdés, meneándolo nerviosamente.
—Está muerto —había asegurado, encogiéndose de hombros, protegiéndose los
ojos de los focos del vehículo con la mano.
Se disculpó por haberse propasado, alegando que estaba furioso porque le había
hecho correr a ciegas tras él, persiguiéndolo campo a través, sin ver nada.
Espinosa, colérico por el contratiempo, le había obligado amenazadoramente a
pensar algo y arreglar el entuerto, y se había resguardado de vuelta en el Audi. Le
irritaba no solo el hecho del asesinato y las consecuencias que pudiera tener, sino
también que había perdido a una pieza clave en el complejo engranaje del transporte
marítimo. Valdés había bajado la guardia y había cometido un error, pero su ausencia
definitiva representaba un grave inconveniente.
Afortunadamente Joan se encargó de buscarle un reemplazo, lo cual actualmente
llevaba encauzado, pero lo prioritario esa noche era resolver el asunto de Valdés,

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tarea que ejecutó con diligencia. Arrastró penosamente el cuerpo inerte hasta el
coche. Envolvió la sanguinolenta cabeza con su cazadora antes de depositarlo en el
maletero y arrancaron para regresar al abandonado vehículo de Valdés. Sacó el
supuesto cadáver y lo trasladó al maletero del coche de la víctima. Indicó a su jefe
que se largara —lo cual Espinosa hizo con gusto, deseando desaparecer de aquella
oscura y vacía carretera, y de alejarse de todo lo que rodeaba al crimen—, y le
recomendó que tirara la tapa que cubría el fondo del maletero, por si acaso. El
vehículo era de Joan y no estaba adaptado a su minusvalía, pero no le importó, lo que
quería era salir de allí. Joan, por su parte, arrancó el auto de Valdés, con el cuerpo en
el maletero, y se esfumó en dirección contraria.
Por lo que le contó el día siguiente, Joan había simulado un accidente con el
coche, estrellando el vehículo de Valdés contra un cortijo abandonado en mitad del
campo, lindando con una carretera agrícola. Fue un golpe casi frontal, violento y
arriesgado por la considerable velocidad, pero gracias al cinturón y al airbag Joan
salió ileso. Con una barra antirrobo golpeó y resquebrajó levemente el interior del
parabrisas. Después extrajo el cuerpo, lo colocó en el asiento del conductor y manchó
con sangre del propio Valdés la zona agrietada, situada en una esquina, como si el
airbag no hubiera abarcado ese ángulo en la violenta proyección del cuerpo hacia
delante. Dejó sin abrochar el cinturón de seguridad para dar más credibilidad al golpe
fatal. Limpió como pudo sus posibles huellas y se largó, a pie, recorriendo varios
kilómetros de vuelta a la ciudad, por caminos y carreteras solitarias, evitando las
luces de los coches hasta que hubo alcanzado la zona urbana.
Joan solo había fallado, recordaba Espinosa, en su convencimiento de que el
hombre estaba muerto. Un par de días después averiguaron que había sido encontrado
y que se hallaba en el hospital. La policía probablemente se preguntó qué hacía allí,
en aquel desamparado lugar, pero si llegaron a investigar no dieron con nada. Al
menos habían pasado ya cuatro o cinco meses desde aquella aciaga noche, y no había
señal alguna de que pudiera incomodarles. Ciertamente Joan cometió un error con la
desmesurada paliza, pero lo había sabido solventar con un magistral trabajo posterior.
—¿Jefe, estás ahí?
—Sí, sí. Dime, qué pasa… —se dio cuenta de que, inmerso en sus cavilaciones,
había dejado a Joan al teléfono.
—He llamado al tipo de la tienda. —Sonaba preocupado—. Ha rechazado la
oferta y además intuyo que puede causarnos problemas.
Espinosa recordó el asunto. Se trasladaba a antes del verano, cuando Saburit,
quien se encargaba de contactar con los clientes y redes de distribución de los
animales, le había informado del problema. Uno de los mayoristas que manejaba sus
pájaros, y que entregaba a un buen número de comercios del Levante, había dejado
de recibir pedidos de un puñado de ellos, localizados en una zona concreta.
Al parecer, el dueño de una tienda de mascotas había detectado en otras del
gremio una o varias especies cuya venta estaría prohibida, o bien solo sería factible

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comercializar individuos criados en cautividad, y a precios desorbitados, dada la
dificultad y escasa oferta. Suspicaz, había estado formulando preguntas, indagando,
para conocer el origen de esa competencia desleal, dar con el proveedor de esos
animales. Dada la discreción que se exigía por norma, el hombre no habría
conseguido referencias del distribuidor, pero recientemente había amenazado a uno
de los comerciantes de su ciudad con denunciarlo si no le mostraba la documentación
o certificado de un loro —o ave similar cuyo nombre Espinosa no recordaba—, que
aseguraba que se trataba de una especie protegida. El propietario de la pajarería le
había dado largas, pero, asustado, se había deshecho del género comprometido y
había cancelado pedidos. Algo similar habría ocurrido en otras tiendas porque el
mayorista, buen cliente de Saburit, se quejaba de haber dejado de recibir peticiones
de muchas de las especies que ellos le proporcionaban clandestinamente.
—Le he llamado —dijo Joan— anónimamente y le he ofrecido ponerle en
contacto con el proveedor, e incluso negociar un precio especial para los bichos que
elija, pero lo ha rechazado. Dice que en su tienda no se vende nada ilegal…
—Y entonces, ¿qué cojones quiere? —estalló Espinosa—. Mira, que un puñado
de tiendas dejen de vender nuestra mercancía me da igual. Pero no hay que correr el
riesgo de que el tipo ese destape al distribuidor y nos pueda salpicar. Tienes que hacer
lo que te dije al principio, déjate de buenas palabras y proposiciones —sentenció con
rigor, pero moderando el tono. Se sentía incómodo tratando esos temas en la oficina.
—Entendido… Otra cosa, hay que abonarle al de los barcos la segunda cantidad.
Creo que es de fiar, le estoy siguiendo de cerca y me gusta.
A Espinosa le preocupó en su día, sobremanera, la pérdida de Valdés; pero Joan
había actuado con presteza y le había encontrado un sustituto en la oficina del puerto
bastante rápido. Algo más caro de lo que esperaba, pero si hacía bien su trabajo sería
bienvenido.
Joan le informó de que el nuevo ya se había puesto en contacto con los
suministradores habituales en los países de origen, para estudiar la forma más
conveniente de recoger la mercancía e introducirla en los contenedores de la carga
oficial. Le proporcionaron el calendario de los próximos envíos nominales de
mineral, así como una lista con los nombres del personal dentro de la empresa y de
las navieras asociadas, con los que debía contactar. El tipo se disponía, con esmero, a
planificar las siguientes partidas, y era conveniente cumplir lo pactado y entregarle
esa segunda suma prometida.
—De acuerdo, te lo envío por los medios de siempre.

Espinosa miró el reloj tan pronto como se apeó del vehículo. Lo había aparcado
frente a la casa, como de costumbre. Hacía tiempo que no guardaba el coche en el
garaje, que había pasado a usarse de trastero, porque le resultaba incómoda la
maniobra para entrar o salir, especialmente desde que perdió el brazo. Además, al ser

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una urbanización cerrada no había riesgo de robos, y los árboles que bordeaban el
perímetro vertían buena sombra sobre la calle circular, de modo que no le importaba
dejarlo fuera.
Aún le daba tiempo de darse un bañito rápido en la piscina, probablemente el
último de la temporada. No hacía allí tanto calor como en Madrid, pero resultaba
agradable quitarse la sensación de piel pegajosa. Además, tanto por la época como
por la hora, ya cerca de las ocho, era previsible que no hubiera ya apenas gente en la
pradera. Le desagradaban especialmente los niños, molestos y descarados cuando
miraban fijamente su muñón, entre mal disimuladas sonrisas.
Saludó a su señora rutinariamente y subió al dormitorio a ponerse el bañador.
Había sido un día excesivamente caluroso, poco habitual para la altura de septiembre
en que se encontraban, y ansiaba despojarse de la corbata y la camisa. Dejó todo
tirado sobre la cama y se enfundó el bañador y las chanclas para enfilar hacia el
rellano; pero al pasar junto al baño le saltó una alarma fisiológica interna y tuvo que
dedicar unos segundos a orinar. Maldita próstata, se lamentaba, pues le requirió un
acusado esfuerzo el que comenzara a manar el líquido dorado. Aliviado, ya mientras
apuntaba y dirigía el chorro, observó inadvertidamente, a un lado, la tapa plateada
bajo la que ocultaba su fortuna.
Fue un vistazo fugaz, suficiente para hacerle recordar, con resignación, que tenía
que sacar una buena suma para afianzar al nuevo contacto. Se planteó dejarlo para la
vuelta de la piscina, pero lo reconsideró, porque probablemente lo olvidaría. Y era
conveniente llevar el dinero el mismo día siguiente a la oficina, para que el comercial
que partía para Valencia le hiciera el favor de dejarlo en la sede levantina, donde Joan
lo recogería, como de costumbre.
Fue a buscar el destornillador, en la caja de herramientas que guardaban en un
armario de la habitación contigua. En aquella estancia había dormido su hija hasta
que, tras independizarse, la convirtieron en despacho o estudio, y había ido
acumulando trastos diversos. Antes de volver al baño se asomó por la escalera y
comprobó, por el sonido, que su mujer permanecía en la cocina. Ella no sabía nada de
sus chanchullos ni del dineral que acumulaba en su escondite, y debía permanecer
siendo así. Prefería mantenerla al margen de su oscuro negocio, no solo para
protegerla, sino porque no se fiaba de que pudiera irse de la lengua, o que pudiera
gastar los ingresos extra alocadamente, llamando la atención innecesariamente.
Algún día se lo diría, se dijo, con un leve cargo de conciencia. Coincidiría con el
momento en que decidiera cómo emplear aquella fortuna, sería como una sorpresa.
La ingenua mujer también ignoraba que lo del brazo salía de allí; no se imaginaba la
colosal inversión que le estaba suponiendo. Estaba convencida de que podía
permitirse el tratamiento únicamente con su cuantioso salario de directivo, cuando la
realidad era bien diferente. Una vez reparado su miembro decidiría y fijaría las
próximas expectativas. Largarse a una mansión en Miami, por decir algo, dejando la
empresa y no volviendo a mover un dedo en su vida, era una posibilidad plausible.

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Se agachó torpemente, arrodillándose ante la tapa redonda del bote sifónico. Hizo
girar el tornillo y levantó la placa metálica. Se dio cuenta de que ya estaba mayor
para andar tirado en el suelo de esa manera, y que ya iba siendo hora de buscar un
sitio alternativo, más accesible, para ocultar sus ahorros. Con dificultad introdujo su
único brazo por el agujero y extrajo el bote, que percibió suelto, apenas encajado en
la cañería y, lo que era peor, menos pesado. Cuando salió a la luz y vio el bote vacío
le dio un vuelco el corazón. Del susto se le cayó al fondo y tuvo que volver a
postrarse para extraerlo de nuevo, maldiciendo, aterrado, confiando vagamente en
que lo hubiera apreciado mal.
—No puede ser, no puede ser —se decía, nervioso, mientras lo levantaba.
Lo posó sobre una baldosa y contempló que el bote transparente estaba totalmente
vacío. Quitó la tapa y miró dentro, desesperado, por si hubiera sido un efecto óptico.
Maldijo una y otra vez, confuso.
—¿Cómo es posible? ¡Joder! —se lamentaba, colérico, elevando cada vez más el
tono.
Nadie excepto él sabía que guardaba ahí una cantidad ingente de dinero. La única
posibilidad era que su esposa, en uno de sus ataques histéricos por la limpieza, se
hubiera topado con él. Porque hacía casi un año que no tenían a la chica de la
limpieza; había discutido con su mujer, quien desde entonces había preferido
dedicarse a esas labores. Tal vez ella había guardado el dinero en otro sitio, y hubiera
olvidado comentárselo. Era algo inverosímil, pero necesitaba agarrarse a un clavo
ardiendo. Bajó disparado las escaleras y se dirigió hacia la cocina. Allí estaba ella,
trajinando con unos cacharros.
—¿Dónde has puesto el dinero? —le espetó bruscamente por su espalda,
blandiendo el bote vacío con la mano.
—¡Ay! Me has asustado, Juan. ¿Qué dinero? ¿Qué es eso? —preguntó ella, que al
girarse observó la cara desencajada de Espinosa y se sobrecogió.
—¡Este bote estaba lleno de dinero, billetes de quinientos y de cien, en nuestro
baño!
—No sé de qué me estás hablando, es la primera vez que veo ese bote —replicó,
alterada—. ¿En qué parte del baño estaba? Además, el sobre con el dinero lo
guardamos en el cajón del recibidor…
—¡Eso es una miseria comparado con lo que había aquí! —la interrumpió,
haciendo un violento gesto despectivo con el brazo.
—¿Y de dónde venía ese dinero? —inquirió, acobardada.
—¡Ya no importa! —contestó, insolente, con los ojos inyectados en sangre. No
estaba de humor para explicaciones.
Espinosa quedó mirando al suelo, haciendo un esfuerzo para concentrarse y
pensar.
Propuso ella, asumiendo que les habían robado, que llamara a la policía. Lo dijo
con voz tenue, temerosa de decir una tontería. Él no contestó, ignorándola. Su esposa

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lo miraba sin saber qué decir, asustada. Probablemente nunca lo había visto tan
furioso.
—¿Quién ha estado en casa? ¿A quién has dejado usar nuestro baño? —volvió al
ataque, acusador.
—Juan, cariño, yo qué sé —respondió, impotente—. Mis amigas vienen mucho a
tomar café, pero no suelen subir, usan el aseo de aquí abajo.
—Y Camila, ¿ha venido últimamente?
—¿No estarás diciendo que tu propia hija te ha robado? ¡Un dinero que ni yo
sabía dónde estaba! —protestó, sonando indignada y recuperando la compostura.
—No, no —reculó Espinosa, esforzándose por bajar el tono—. Me refería a si
había venido con alguien más… Haz memoria. Alguien ha estado en ese baño y nos
ha robado. Y no nos han entrado por la fuerza, así que ha debido de ser alguien
invitado, un vecino, un conocido…
Necesitaba un trago. Sacó un vaso y se echó un par de hielos del dispensador del
congelador. Se percató de que iba en bañador cuando notó, sobre su piel desnuda, el
frío que emanó al abrir la puerta de la nevera, pero ya no le apetecía darse ningún
chapuzón. Se dirigió al salón, directo al mueble bar, abstraído. No era capaz de
entenderlo, pues nadie sabía de aquel escondrijo excepto él. Si hubieran entrado por
la fuerza y hubieran revuelto toda la casa, escudriñando cada rincón, todavía podría
explicarse que dieran con el bote. Mucha gente conocía su buena posición económica
y era lógico que pensaran que guardara dinero en casa, especialmente los implicados
en el asunto del contrabando. Pero encontrarlo a la primera… era incomprensible.
Agarró la botella de bourbon y se sirvió con generosidad. Se dejó caer en el sofá,
abatido. No es que estuviera arruinado, pues en el banco tenían cuentas y depósitos
medianamente boyantes; pero había perdido los ahorros de varios años con la historia
de los animales; tanto trabajo y preocupaciones habían sido en vano. Los planes que
tenía para el futuro, aún sin concretar, como una jubilación anticipada y fastuosa en
algún rincón del mundo, se habían ido al traste. Había logrado ahorrar gracias al
gasto contenido, sin privaciones, pero sin despilfarros. Entonces se arrepintió de no
haberse comprado otro chalé más grande y moderno, en una zona más exclusiva y
con una piscina para él solo, sin vecinos molestos e indiscretos. Al menos, le confortó
considerar el gran desembolso que había efectuado para el tratamiento en
Synphalabs; aún quedaba parte por pagar, pero lo que había abonado ya, no se lo
habían robado.
Aún había tiempo para remontar, se consoló; pero le preocupaba más el
desconocimiento, la incertidumbre de cómo podía haber sucedido aquello. ¿Debía
desconfiar de su esposa? No, no sería capaz de hacer algo semejante. Trató de hacer
memoria y recordar la última vez que había accedido al bote, y calculó que fue justo
antes de las vacaciones. Quizá ocurrió en agosto, aprovechando la desocupación de la
casa, pero seguía desconcertándole que no hubieran entrado violentamente y que
supieran perfectamente lo que buscaban.

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Su esposa lo miraba, de pie frente a él, con los brazos en jarra, preocupada.
Obviamente un montón de dudas y preguntas la asaltaban, pero no se atrevía a
expresárselas a su marido. Espinosa le pidió que recontara las visitas, llamadas o
sucesos extraños que habían ocurrido desde el regreso del viaje, en agosto.
Ella negaba con la cabeza, murmurando que no había sucedido nada extraño, con
la mirada perdida en la elegante chimenea de diseño. Había sido un capricho de su
mujer, consistente en un reluciente tubo grueso de acero inoxidable, que iba desde el
suelo hasta el techo, como si fuera una columna, y una vitrina con estructura metálica
insertada a media altura, con tanto cristal en los laterales que parecía más un acuario
que un hogar.
De repente, su rostro de piel artificialmente estirada quedó congelado unos
instantes y lo miró, con los ojos bien abiertos.
—Espera. Vinieron los del gas, a la revisión.
Él dejó el vaso sobre la mesa de centro y le hizo un gesto, apremiándola.
—Me extrañó porque aún no había pasado un año desde la última vez, y porque
eran dos técnicos, en vez de uno.
—¿Pero te llamaron de la compañía para concertar la cita? ¿Te mostraron la
acreditación? —la interrogó, poniéndose en pie y elevando el tono, culpándola a
priori de su ingenuidad.
—Sí, sí —se defendió—. Era todo normal, y no me cobraron nada.
En el rostro de la mujer se reflejaba un pavor nervioso.
—Pero uno de los chicos subió arriba, a uno de los baños, para comprobar que el
agua salía caliente —reconoció tímidamente, acobardada ante una posible
reprimenda.
—¿Eso es normal? ¿Lo han hecho otras veces?
—No, solo miran la caldera y abren el grifo de la cocina… —admitió, casi
inaudible.
—¿Y por qué no subiste tú a comprobar el agua? ¿O le acompañaste para ver qué
hacía? ¿Dónde estabas? —vociferó, haciendo aspavientos.
Ella no dijo nada, cabizbaja. Espinosa estaba fuera de sí.
—¡No me puedo creer que dejes entrar en casa a dos desconocidos y les dejes
campar a sus anchas! —estalló.
Su esposa comenzó a sollozar.
—Me llamaron por teléfono, no podía atenderles…
Espinosa no supo qué más decir. Se la imaginó en una de sus habituales e
interminables conversaciones telefónicas con alguna de sus amigas, sobre temas
banales como novedades en tiendas de ropa o chismorreos, y siempre pretendiendo
ostentar. Le hervía la sangre solo de pensar a lo que se dedicaba ella, mientras él se
mataba a trabajar, y para colmo por su culpa había perdido una millonada.
Su yo más racional sabía que no estaba claro que fuese en aquella ocasión cuando
sucedió el hurto, pero inconscientemente lo dio por hecho. Habían sido los del gas, y

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por una negligencia de su mujer.
No pudo contener más la rabia y liberó la tensión acumulada golpeándola con su
único brazo, con la mano abierta, en la mejilla. Ella se tambaleó y se vio obligada a
abrazarse al tubo cilíndrico, que en invierno haría de escape para el humo de la
chimenea. Después le miró a los ojos, incrédula, con la boca abierta. Rompió a llorar
y escapó aceleradamente escaleras arriba.
Nunca antes le había pegado y experimentó un exiguo sentimiento de
culpabilidad, pero pronto quedó mitigado por la quemazón interior que le consumía.

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25.

JOAN BELLVER entró en la tienda de mascotas, un comercio clásico de barrio,


pequeño y agobiante, que sobreviviría a duras penas a la competencia de las amplias
y luminosas tiendas de los centros comerciales de las afueras. Era la última hora de la
tarde y había una señora en el mostrador comprando una bolsa de alpiste o algo
similar. Tras saludar escuetamente, Joan disimuló observando los periquitos de una
jaula alta y cilíndrica situada en el centro del local. En la pared que quedaba a mano
derecha había bastantes jaulas más reducidas con otros tipos de aves, mientras en la
opuesta se exponían acuarios y terrarios. Al fondo y tras el mostrador se repartían, en
estanterías, sacos de pienso para perros, gatos o conejos, y diversos artículos.
Observó que no había cachorros en el escaparate, ni vio vitrinas o cubículos con
roedores de moda en el interior, y el ambiente y decoración evocaban vetustez.
El dueño, que charlaba sin ninguna prisa con la mujer, debía de pasar los sesenta
años. Joan apostaría a que no había renovado el tipo de género a la venta desde que
montó la tienda, tiempo que se contaría por décadas. Debió de comenzar como
pajarería, y probablemente el negocio subsistiría gracias a las señoras de la zona —un
área residencial urbana, de bloques de viviendas, y antigua—, que acudirían a reponer
las necesidades de sus canarios y chihuahuas.
Por teléfono le había parecido un señor mayor, pero con hombría, incluso robusto;
sin embargo, comprobó que era bastante enclenque. Sería un trabajo fácil, casi
lastimoso. Pero era por lo que le pagaban, y muy bien de hecho, de modo que no se
planteaba la honorabilidad de sus acciones. Lejos quedaban ya los años en que
trabajaba de guardia de seguridad, o de portero de discoteca durante los fines de
semana, todo para ganar cuatro duros… Cierto que a veces no se sentía a gusto con lo
que le encomendaba Espinosa, pero había de tragar. En este caso, en su descargo
contaba que al menos lo había intentado, pero el viejo no había querido entrar en
razón, y ahora le tocaba hacer lo que, según el jefe, tenía que haber hecho desde un
principio.
Mientras despachaba a la mujer, se fijó en los escasos terrarios. Pocos y con
camaleones y lagartos únicamente, pero bastaría para dar credibilidad al plan.
Nervioso, recordó que llevaba, en la mochila colgada de su hombro, una pequeña
mamba negra: la serpiente más venenosa de África, según le había asegurado un
conocido de Espinosa, quien se la había proporcionado. Sin duda aquel tipo era un
experto en la materia, y en sus ojos había visto reflejada la desazón por desprenderse
de una de sus más preciadas mascotas.

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—¿Qué desea, caballero?
Joan se sorprendió de que se dirigiese a él de esa manera, casi le hizo sentirse
viejo. La clienta se había largado ya del establecimiento, y se acercó al mostrador.
—Sí, quería algún líquido para el agua del acuario, que se me ha puesto verde —
indicó, fingiendo estar angustiado por la precaria situación de sus peces.
Joan ya había divisado, en una balda alta de la estantería, en el rincón, los
productos para los acuarios. Había botes para acondicionar el agua, bombas y filtros,
esponjas de recambio, botes de comida en escamas, comederos a pilas, etc. Llevar al
tendero hasta allí sería lo más propicio para evitar el alcance visual desde el exterior.
El hombre le escrutó, pensativo.
—Pero ¿hace los cambios periódicos de agua?
—Sí, claro.
—Se lo pregunto porque no es normal que se ponga verde. Tengo alguicidas, pero
no es muy recomendable echar químicos al agua.
—Si eso quita el tono verdoso, me vale.
Se le quedó mirando con detenimiento.
—Su voz me suena familiar, ¿le conozco?
—No, que yo sepa —negó Joan, y sonrió, esperando que no recordase la cercana
llamada telefónica.
El vendedor se encogió de hombros y volvió al tema:
—No tendrá el tanque al lado de una ventana, ¿verdad? Porque la luz solar puede
hacer que proliferen las algas.
—No, lo tengo en el recibidor —respondió, tajante. Poco negocio haría el viejo si
ponía tantos reparos para vender cada producto.
El hombre, renuente, se dirigió cansino hacia la estantería de los productos para
acuario. Joan aprovechó que tardaría en llegar al rincón y que aún tardaría más en
encontrar el líquido para las algas, para seguirle sigilosamente.
Una vez se detuvo y levantó la cabeza, inspeccionando los botecitos con
parsimonia, Joan se abalanzó sobre él, tapándole la boca con una mano y forzándole
con la otra a contorsionar uno de sus raquíticos brazos, por detrás de la espalda,
inmovilizándolo. Había aprendido esa llave en el curso de guardia de seguridad y la
había usado en más de una ocasión. Al retorcer el brazo de la víctima de esa manera,
el dolor era tal que inmediatamente se arrodillaba para intentar aflojar la tensión.
El hombre, rendido, gemía intentando gritar, presa del pánico. No interesaba
dejarle marcas de violencia, por lo que evitó golpearle. Le liberó momentáneamente
el brazo para sacar un trapo que guardaba en la mochila —en un bolsillo exterior,
independiente—, y se lo introdujo en la boca a modo de mordaza. Lo arrastró hacia la
trastienda, echando una mirada precavida y fugaz antes de ponerse a la vista del
exterior, pues había un ángulo que no cubría el mostrador. No pasaba nadie por la
acera.

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Ya a resguardo, se resignó y confió en que no entrara nadie en tan inoportuno
momento. Habría que actuar con rapidez. La habitación interior era pequeña y estaba
atestada de cajas y productos para animales. Lo empujó contra el suelo, obligándole a
tumbarse boca abajo. Le puso una rodilla en la nuca para poder soltarle y manejarse
con ambas manos en la delicada maniobra que seguiría. El hombre movía piernas y
brazos azarosamente e intentaba incorporarse, pero era imposible bajo el peso de
Joan.
Extrajo de la mochila un recipiente de plástico, transparente, del tamaño y forma
de una caja de zapatos. Con fascinación observó a la pequeña serpiente, enroscada en
un lateral. De color verde mate, debía su nombre a la curiosa coloración negra del
interior de la boca, según le había contado su antiguo dueño.
En la parte superior de la caja había una compuerta de plástico, que funcionaba
también como rejilla de ventilación, del tamaño de una cajetilla de tabaco. Posó la
caja en el suelo con delicadeza y aprensión. Agarró el brazo del viejo, que no podía
ver nada, pues miraba hacia el costado contrario. Sin embargo, algo debió de
sospechar, porque forcejeó con todas sus fuerzas; pero no fue suficiente. Joan,
dominante, de rodillas sobre él, abrió la compuerta e introdujo inmediatamente la
mano del desgraciado, pues no quería arriesgarse a que se escapara el mortífero
animal. Una vez dentro, el brazo bloqueaba el hueco, dejando apenas unas rendijas, lo
cual le tranquilizó.
Joan esperaba que la sabandija se abalanzara sobre la presa, pero se equivocó. La
serpiente, asustada, apenas se movió y se arrinconó cuanto pudo. El hombre bregaba
para sacar la mano, temiéndose lo peor, pero solo conseguía hacer bailotear la
pequeña urna. Joan comenzaba a desesperarse, ¿por qué no atacaba el maldito bicho?
No podría estar mucho tiempo, pues podría entrar algún cliente en cualquier
momento.
Empujó con vigor la muñeca hacia dentro, de forma que el puño del hombre, que
no se atrevía a extender los dedos, casi tocó la fría piel del animal, a la altura de la
cola. En ese momento la serpiente debió de sentirse amenazada y se revolvió, con un
movimiento fugaz, mordiéndole en el flanco exterior de la mano. El hombre gimió y
se retorció inútilmente. Instantes después la pequeña mamba negra retrocedió de
nuevo a su rincón, en posición defensiva.
Según le habían explicado, la alimaña, de comportamiento tímido y reservado, al
sentirse acorralada y sin posibilidad de huida, inyectaría gran cantidad de veneno.
Observó la marca y comprobó que le había hincado los dos colmillos, lo cual también
era un factor importante. Con todo eso y por el tiempo que había durado la
mordedura, consideró que la sustancia ponzoñosa habría sido suficiente. Compuesta
por neurotoxinas, solía bastar media hora para causar la muerte de una persona, pero
dada la delgadez y edad avanzada del hombre, haría efecto antes.
Sacó la mano y cerró la tapa apresuradamente. Aguardó unos segundos,
expectante, y el hombre comenzó a toser y a respirar con dificultad. Todo cuadraba,

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pues la muerte se produciría por asfixia, debida a la parálisis de los músculos
respiratorios; pero no podía esperar tanto tiempo a comprobarlo, era muy arriesgado.
Había que acelerar el proceso. Le introdujo el trapo más profundamente en la boca y
le tapó con fuerza los orificios nasales. Aún estaba consciente, pues porfiaba por
liberarse ante la falta de aire, pero no tenía posibilidad, bien inmovilizada su cabeza
bajo la rodilla de Joan. Tras unos momentos de agonía y unas violentas convulsiones,
quedó inerte.
Terminó según el plan previsto. Arrastró el enjuto cuerpo y lo colocó junto al
mostrador, en el lado más cercano al teléfono. Le retiró el trapo de la boca y se
cercioró de que no respiraba, pues no quería cometer el mismo error que con Valdés.
Se incorporó y marcó el 112 protegiéndose la mano con su propia camiseta, para no
dejar huellas, y lo dejó descolgado. Limpió también el exterior del contenedor de
plástico de la serpiente y lo dejó en el suelo, a la altura de los terrarios de los reptiles.
Agarró un saco de pienso para perros y se esfumó, aparentando normalidad.
La policía, confiaba Joan, daría por hecho que, al tratar de sacar el animal para
introducirlo en la vitrina de exposición, le había mordido en la mano. El hombre,
presa del pánico, apenas habría tenido tiempo de cerrar de nuevo la tapa de la caja de
plástico y descolgar el auricular para llamar a emergencias. Pero la neurotoxina ya
habría comenzado a actuar, impidiéndole articular palabra y provocándole la pérdida
de conocimiento, desplomándose tras el mostrador.

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26.

ROBERTO recorría una callejuela sin salida de las que nacen del paseo de La
Habana, buscando aparcamiento para la vieja furgoneta de la empresa. Le hacía un
buen servicio y lo mejor de todo era que, mientras mantuviese el trabajo, podía
considerarla como si fuera suya. De hecho le había dado un considerable trote
durante las últimas tres semanas, en las que había estado de vacaciones. Más había
sufrido su cuerpo, por los excesos cometidos. Habían sido intensos días de
desenfreno y gasto sin mesura, pero había merecido la pena. Ahora, de vuelta a la
rutina, era hora de pensar qué iba a hacer con el dinero y con su vida.
Normalmente dejaría la furgoneta en doble fila, en la misma calle donde se
ubicaba la empresa, porque solo tendría que entrar a por los papeles de las
inspecciones planificadas para la jornada; incluso las herramientas las llevaba
siempre en el vehículo. Pero al ser el primer día después de las vacaciones, intuía que
podía alargarse la cosa, y no quería arriesgarse a una multa, o lo que sería más
inconveniente —dado que el dinero le sobraba—, que la grúa se la llevara.
Encontró por fin un hueco en una bocacalle del extremo norte de Príncipe de
Vergara, a un par de manzanas de su edificio. Sacó un tique de aparcamiento por una
hora y caminó de buen humor por la acera, bajo las gotas de la primera borrasca
otoñal. No recordaba haberse sentido nunca tan dichoso el primer día posvacacional,
y menos aún en un día tan gris. Algo tendría que ver el fajo de billetes que guardaba
celosamente en casa.
Dobló la esquina y enfiló la calle donde se situaba, en un amplio local de planta
baja, que fue otrora un sucio taller de reparación de calderas. Ya mucho antes de que
Roberto encontrara aquel trabajo, la empresa se había reconvertido para dedicarse al
mantenimiento y las inspecciones oficiales, un negocio más rentable, de la mano de
grandes distribuidoras de gas natural.
El barrio, meditó contemplativo, quizá por haber estado tantos días sin aparecer
por allí, no tenía el encanto de otras zonas más céntricas de Madrid. Eran bloques de
viviendas de siete u ocho plantas, ya con unas cuantas décadas de antigüedad, que se
asomaban a calles estrechas y concurridas. Guardaba cierto parecido con muchas
zonas residenciales de Móstoles u otras ciudades del cinturón sur, que tan mala fama
tenían. Los edificios de ladrillo, los toldos verdes y las terrazas acristaladas sin ton ni
son, evocaban abiertamente el barrio en que se había criado. Solo faltaría, quizás, el
desagradable toque de la ropa colgada en las fachadas.

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Según se acercaba sintió un cosquilleo, cierta intranquilidad. Siempre se había
desenvuelto con dificultad en la sociedad, y notó que el cuerpo le pedía la medicina
habitual. Miró la hora en el móvil y estimó que tenía tiempo para fumarse un porrito
antes de entrar y tener que bregar con la charla de las vacaciones. Eso le daría la
relajación y el punto que necesitaba.
Se apoyó en la entrada de un portal de vecinos, medianamente oculto bajo el
soportal, y en medio minuto se fabricó un cigarrillo con la marihuana que llevaba en
un envoltorio de cajetilla de tabaco. Saboreó con placer la hierba que con tanto riesgo
se había aventurado a traerse de Ámsterdam, por ser de un tipo casi imposible de
conseguir en los bares de moros de Móstoles. Pero al mismo tiempo el gozo se vio
truncado por una punzada de amarga culpabilidad. Ya no era ningún adolescente, y se
había propuesto seriamente muchas veces dejar aquel vicio. Además, terminaría por
costarle el trabajo, pues le provocaba pérdida de atención y lagunas mentales.
Aunque, ciertamente, perderlo ya no le importaba demasiado, dada su boyante
situación. Le preocupaba más su debilidad y falta de fuerza de voluntad.
Había creído que podía mantener la adicción controlada, espaciando cada vez más
los felices momentos de nirvana. De hecho, hasta antes del verano, se había limitado
a consumir durante los fines de semana, y solo en ocasiones especiales, como
festivales de rock duro o timbas de póquer en casa de algún colega. Sin embargo, tras
los vertiginosos eventos de las últimas semanas, especialmente lo del robo al tal
Espinosa, unido a las intensas vacaciones y las malas compañías, había vuelto a
adquirir el hábito con fuerza.
Siempre ojo avizor por si pasara un coche de policía, repartía miradas a ambos
lados de la calle. La gente que caminaba por la acera le ignoraba, pues andaban a
paso ligero, protegiéndose de la lluvia con sus paraguas. En otras circunstancias se
habría planteado regresar a la furgoneta a fumar, sin duda una opción menos
arriesgada.
Sin concederle importancia, se fijó en dos hombres que ocupaban un coche
estacionado casi enfrente de la entrada de su empresa. Se hallarían a unos cincuenta
metros, en la acera opuesta. Podrían estar esperando a alguien, simplemente. Pero
según pasaron los minutos, se percató de que no quitaban ojo del local comercial, de
todo aquel que entraba o salía. Comenzó a preocuparse. Por instinto, se giró unos
cuantos grados para no mostrarles la cara de lleno y agachó levemente la cabeza. De
reojo comprobó que a él no le prestaban atención, seguían atentos exclusivamente a
los movimientos en torno a su lugar de trabajo.
Ver a esos dos tipos apostados ahí era una ingrata sorpresa. Podía significar que
Espinosa iba más en serio de lo que Germán había previsto. Su amigo se lo había
advertido: podría suceder que alguien llamara a su empresa, o se pasara a preguntar,
pues no habían ocultado el nombre de la compañía; claramente figuraba en el papel
que le entregaron a la señora una vez terminada la visita, además de haber sido
exhibido en la furgoneta. Pero Germán le había asegurado que, al haber usado

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nombres falsos en sus identificativos y en el informe, no obtendrían una respuesta
positiva y no volverían a molestar. Le sonó demasiado optimista ese planteamiento,
pero había confiado ciegamente en Germán, arrastrado por su contagioso entusiasmo
y poder de convicción.
No obstante, algo no le cuadraba. Si estaban ahí —dando por hecho que tenían
algo que ver con Espinosa—, era porque conocían sus caras y aguardaban atentos
para identificarlas. Pero Germán no mencionó que en la urbanización de Espinosa
hubiera cámaras, no podían tener sus rostros. Como mucho, tendrían la descripción
que diese la mujer de Espinosa, algo insuficiente para reconocerle desde cierta
distancia. Además, por su cuenta y desde el día del golpe, se había dejado barba y
había cambiado de peinado. Con el nuevo look debería bastar para que nadie lo
identificara.
Pero aun así permaneció irresoluto, carecía de valor para avanzar e introducirse
en el local. Incluso aletargado ya por el THC —el principio activo del cannabis—, el
nerviosismo le atenazaba y le impedía pensar con claridad. ¿Y si estaban equivocados
y les habían capturado en alguna cámara? Sería una imprudencia ponerse a la vista.
Se planteó volverse a casa y llamar al trabajo para anunciar que estaba enfermo, pero
desconocía si esos tipos se encontrarían también allí los próximos días. ¿Qué haría en
ese caso? ¿Largarse de nuevo y dejar el trabajo definitivamente? Podía permitírselo,
de hecho Germán iba a hacer algo similar, pues le había comentado que planeaba irse
al extranjero, a la aventura. Pero Roberto rechazó la tentadora idea; no era una opción
inteligente. Podría levantar sospechas y, por otro lado, no debía derrochar más dinero,
necesitaba sentar la cabeza una temporada.
Llamó a Germán, que tendría algún consejo o podría pensar más lúcidamente. Le
hizo esperar unos segundos, probablemente para salir de algún lugar concurrido en su
trabajo. A continuación, Roberto le explicó la delicada situación.
—Vale, no te preocupes —repuso Germán con calma—. Ya te dije que podrían ir
por allí a incordiar.
—Dijiste que podrían preguntar; pero imaginé que llamarían, o que vendrían a
hablar con la mujer de recepción. ¡No a montar guardia en la puerta! ¡Y a saber
cuántos días llevan ahí! —protestó airado, pero con voz temblorosa. De reojo,
comprobó que los tipos seguían allí, a lo suyo. Germán guardaba silencio—. ¿Crees
que me buscan? ¿Pueden tener nuestras caras?
—Puede que nos grabaran, había una cámara en la puerta de la urbanización —
reconoció Germán con timidez, denotando culpabilidad.
A Roberto, ralentizado, le costó procesar la información y responder. Finalmente
lo hizo, indignado.
—¿Cómo? ¿Y no pensabas decírmelo?
Le molestaba porque él era el que más riesgo había corrido, al haber dejado la
pista de la empresa en la que trabaja. Se había empeñado Germán en que era
conveniente para dar más realismo: la furgoneta con el logotipo, los papeles con el

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informe, la vestimenta… Pero si les habían grabado, eso le condenaba solo a él, no a
Germán. Los tipos simplemente podrían mostrarle la imagen a la secretaria, e
inmediatamente ella les diría quién era él. ¿Lo habrían hecho ya y estarían
esperándole? Sintió un escalofrío que le hizo estremecerse.
—Cuando me di cuenta ya estábamos allí, no podíamos echarnos atrás; pero estoy
convencido de que no han visto esos vídeos.
—Y eso, ¿por qué? —Roberto recobró parcialmente el temple. Siempre había
confiado en Germán, lo admiraba; su seguridad actuaba como un bálsamo para él.
—Tanto si son policías como si no, si tuvieran nuestras caras ya nos habrían
encontrado. Sabrían nuestros nombres, dónde vivimos, etc.
—No puede ser, han tenido que ver las grabaciones. Si había cámaras, habrá sido
lo primero que hayan buscado… —repuso Roberto, dubitativo.
—Si son detectives privados, que es lo más probable, no les habrá sido fácil
conseguir las cintas. Y si se las han dado, ten en cuenta que esos sistemas de circuito
cerrado van grabando encima, cada cierto tiempo se pierden las grabaciones porque
se reutiliza siempre la misma cinta. Así que apuesto a que pasaron suficientes días
desde que Espinosa se dio cuenta del robo y comenzó a mover el tema, y por tanto se
borró lo que había.
Roberto se relajó, aquello tenía sentido.
—Bueno, pero entonces estos hombres… Buscan a alguien que cuadre con la
descripción que les daría la mujer de Espinosa, ¿no? ¿No sigue siendo peligroso
entrar y que me reconozcan?
Germán asintió con un gemido, reflexivo.
—Pero más llamativo sería que faltaras al curro, o que lo dejaras repentinamente.
Roberto iba a protestar, pero le interrumpió Germán, tajante.
—A ver… —por el tono parecía que Germán iba a proponer algo— creo que no
tienes que ir todos los días allí, ¿no? ¿Puedes ir directamente a las revisiones en las
casas?
—Hoy sí tengo que entrar, tengo que hacer algo de papeleo, coger la ropa y que
me pongan al día. Normalmente solo suelo pasarme un momento a por las
direcciones de las visitas de la jornada, pero también me dejan pedirlas por teléfono,
sobre todo si me pilla mal venir hasta aquí…
—Bien —repuso Germán—. Hoy piensa en algo para entrar sin peligro… Paga a
algún chaval para que tire una piedra al coche y se despisten, o lo que quieras.
Mañana, y durante un par de semanas, no aparezcas por allí, llama al curro para que
te digan los sitios. Así, seguro que se acabaran cansando y no volverán.
Una vez finalizada la conversación se sintió tranquilizado por la seguridad y
confianza que transmitía Germán. Ya se le había pasado la irritación por ocultarle lo
de las cámaras. Sus razones tendría, recapacitó, porque cierto era que aquel día, antes
de entrar en la casa de Espinosa, se encontraba bastante alterado, y saber que habían
sido grabados no hubiera contribuido de forma positiva.

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Se le ocurrió una idea. Con disimulo tiró la colilla y volvió por donde había
venido, para dirigirse hacia una tienda cercana, un bazar. El chino había colocado los
paraguas de tres euros a primera vista, sobre el mostrador, y Roberto compró uno
negro. Regresó y se encaminó hacia su empresa con decisión, con los nervios
dominados por los efectos balsámicos de la droga, y con la cabeza oculta bajo la
oscura tela impermeable del paraguas. Lo llevó inclinado siempre hacia el centro de
la calle, incluso al entrar en el local, de forma que se interpusiera en la indiscreta
visión de los hombres del coche.
Se sintió orgulloso por su estratagema.
Le llevó un rato saludar al personal más cercano y ponerse al día de los asuntos
laborales. Salió del despacho del fondo del local, donde llevaban los temas
administrativos, y se apoyó en el mostrador, que hacía también la función de
recepción. Su intención era intercambiar unas palabras con la parlanchina Alicia, para
poder echar entretanto un disimulado vistazo al exterior.
—Bueno, ¿qué te cuentas, barbudo? Antes te has metido para dentro como si yo
no existiera —preguntó la secretaria, complacida como siempre que se acercaba
alguien a entretenerla. Roberto recordó que, con el desasosiego y la precipitación por
si le reconocían, había entrado disparado y sin saludar.
—Sí, perdona…
Trató de buscar una excusa, pero se limitó a sonreír. Sabía que Alicia no tardaría
en sacar algún tema. Era de las que no dejaba hablar y hacía suyo cualquier vacío en
la conversación.
—Por mucha prisa que te des no te van a poner las visitas donde los ricos —se
burló, divertida. Los técnicos preferían siempre acudir a las inspecciones de los
municipios y barrios más pudientes, pues a veces les obsequiaban con jugosas
propinas—. Además, te habrán puesto las pilas; parece que ahora, a la vuelta de las
vacaciones, hay trabajo atrasado.
Era una solterona corpulenta, cercana ya a los cuarenta, extrovertida y abierta con
todo el mundo. Roberto le contó sus andanzas durante las vacaciones, con dificultad,
porque ella tenía que dar su punto de vista para cada una de sus frases, y si le era
posible añadía alguna experiencia similar de su propia cosecha. Él la escuchaba
animado, con la risa fácil por efectos de la hierba. Por unos momentos olvidó a los
hombres que acechaban enfrente.
—¿Y no me has traído ningún recuerdo? Ya sabes…
Le guiñó un ojo. En más de una ocasión Roberto le había pasado alguna china de
hachís, pero como un favor, no para obtener beneficio. Ella era la típica fumadora
ocasional que no se atrevía a adquirirlo por su cuenta en un parque, o en un bar de
moros, y tenía que andar detrás de amigos para que se lo suministraran.
Roberto se agachó y sonrió. Le gustaba hablar de su tema.
—Me traje un poco de una maría que es la bomba, mejor incluso que la sativa.
Solo la he visto en Ámsterdam.

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Alicia se levantó de su silla ergonómica y se apoyó en el mostrador.
Él observó su generoso escote y sus voluptuosos pechos. Recordó que podía
haberse metido en su cama la noche de aquella cena navideña de empresa, cuando
ella le invitó a tomar la última en su apartamento. Probablemente la secretaria solo
codiciaba algo de su hierba, pero entre unas cosas y otras la oportunidad surgió. Sin
embargo, era muy mayor, y compañera de trabajo, lo cual, unido a su falta de
decisión, le echó para atrás. Tiempo después supo de compañeros suyos, otros
jóvenes técnicos o ayudantes, que ya habían disfrutado de su compañía, sin tener que
implicarse en ningún compromiso posterior. Siempre se había arrepentido de la
oportunidad perdida aquella noche, pues no era físicamente muy agraciado y no se le
daban bien las mujeres.
Intuyó que quería salir fuera a probarla, como habían hecho en alguna ocasión en
un parque cercano, con la excusa de ir a tomar un café o fumar un cigarrillo; pero se
acordó de los hombres de fuera y zanjó el tema.
—Es que tengo una inspección ahora y el tráfico va a estar jodido con la lluvia.
Ya te traeré un poco.
Estuvo a punto de sugerir que quedaran en su casa alguna tarde, para degustarla,
pero no se atrevió. En aquella cena de empresa habría sido más fácil, se reprochó,
gracias al brío que le otorgaban las copas.
Ella asintió con una sonrisa sesgada, ligeramente decepcionada, y se sentó de
nuevo.
Con disimulo, Roberto constató a través del escaparate, desconsolado, que los
extraños personajes del coche permanecían allí. Ya no parecía que lloviese, por lo que
asomarse protegido por el paraguas podría ser contraproducente, llamaría demasiado
la atención. Salir tranquilamente sería menos llamativo que montar un numerito con
el paraguas. Si solo contaban con la vaga descripción que les diera la mujer de
Espinosa, con su cambio de imagen debería bastar para pasar inadvertido. Además no
se había puesto a propósito la vestimenta del trabajo, la había recogido y la llevaba en
la mochila, para enfundársela después en la furgoneta.
La conversación con la divertida y libertina recepcionista tocó a su fin y no le
quedó más remedio que asumir el riesgo. Se despidió y, con la mochila al hombro,
salió con decisión y caminó a paso rápido, evitando mirar en la dirección del coche
aparcado en la acera contraria.
Enseguida llegó al cruce con una calle perpendicular y, antes de cruzar por el paso
de cebra, miró a ambos lados. De reojo, vio que uno de los tipos se había apeado del
vehículo. Continuó andando, concienciándose de que sería pura casualidad,
simplemente iría a por tabaco.
Aprovechó que se cruzó con una joven con minifalda para volverse
disimuladamente. Comprobó que el hombre le seguía, y al momento lo embargó el
pánico y el corazón se le aceleró. El tipo caminaba apresuradamente, ya se había
cambiado de acera y estaba a unos pocos metros por detrás. Era un hombre alto y

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delgado, vestía con vaqueros azules y camisa negra, y llevaba gafas de sol, algo
extraño en un día nublado. Por la acera opuesta, algo más retrasado, avanzaba otro
hombre sin quitarle la mirada de encima: su compañero.
Se planteó echar a correr. Seguramente no lo atraparían, pero equivaldría a
delatarse. Trató de tranquilizarse, pero no pudo evitar acelerar el paso. Recordó lo
que Germán le había asegurado: no habían visto las cintas, no tenían sus rostros. Solo
habrían encontrado algún parecido en él, a partir del retrato que crearían con la
descripción de la mujer de Espinosa. Con su nueva barba no podían tenerlo nada
claro; si consiguiera hacerles creer que él no trabajaba ahí, que solo había estado de
paso, para algún recado…
La conversación con Alicia le dio una idea.
Miró a su espalda descaradamente; quería que ellos supieran que se había
percatado de que le seguían. Inmediatamente echó a correr y pudo ver que el tipo de
las gafas hacía lo propio.
Necesitaba una alcantarilla, luego se dejaría alcanzar.
Se acercó al borde de la acera, corriendo y esquivando a los viandantes como
podía. Justo entre dos coches vio una, formando parte del escalón de la acera, con una
gran boca que tragaba el agua que escurría por el borde del pavimento.
Frenó en seco, a punto de resbalar y caer. Con un movimiento raudo, se quitó la
mochila que llevaba al hombro y se agachó para introducirla y tirarla por el hueco,
bien aplastada y echa un ovillo para que cupiera. Al fondo, en la oscuridad, se oía el
agua correr.
Justo en ese momento notó que le agarraban por un brazo con fuerza.
—¡No llevo nada! ¡Es solo para consumo propio! —le espetó al hombre de las
gafas, al tiempo que se llevaba la mano libre al bolsillo interior de su fina cazadora
vaquera y le mostraba la bolsita de marihuana.
El hombre quedó perplejo, parecía no saber qué decir. Miraba alrededor, como
temeroso de la gente que pudiera estar curioseando; pretendía no llamar la atención.
Eso dejó claro a Roberto que se trataba de detectives privados o matones a sueldo de
Espinosa, pero no policías. Era lo previsto, pero se descubrió asustado, pues no sabía
a qué se atendrían. Suponía que lo interrogarían, pero ignoraba de qué serían capaces.
Enseguida acudió el otro tipo, más vigoroso, que debía de ser el jefe, porque hizo
una seña al otro hacia un quiosco de prensa cercano. Sujetándole uno a cada lado,
disimuladamente, le ordenaron que caminara.
—¡Agentes! ¿Adónde me llevan?
Tratarles así era parte del plan. Roberto únicamente debía temer por la droga, era
el rol que estaba tomando. Aunque achantado, se dejó llevar, limitándose a protestar
con voz mesurada.
Le dirigieron hasta el lateral del puesto de periódicos, donde había unos metros de
intimidad en el pasillo que se formaba entre el quiosco y el edificio adyacente.

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—¿Qué lleva ahí? —preguntó el tipo grandote, más mayor, al de gafas, señalando
la bolsita que agarraba Roberto en el puño.
—Es marihuana, pero solo llevo esto —se anticipó Roberto—. Es para consumo
propio, no me pueden hacer nada, agentes.
Dirigió una mirada nerviosa, mal disimulada, hacia la alcantarilla donde había
tirado la mochila. Quería hacerles sospechar que se había deshecho del resto.
—Eso me importa una mierda —contestó el jefe, con dificultades para mantener
bajo el volumen de su voz—. ¿Quién tiene el dinero? ¿Tú o el otro?
Procuraba ir al grano, como si lo supieran todo, para hacerle confesar.
—¿Qué dinero? Yo no he vendido nada, se lo aseguro.
Continuó con su farsa, aunque comenzaba a temer si podrían tener realmente su
cara, que hubieran conseguido los vídeos. Si Germán estaba equivocado, se hallaría
en un buen lío.
—No me vengas con tontadas. Sabemos que trabajas donde el servicio técnico —
insistió el hombre más maduro, señalando el local de la otra manzana, fuera del
alcance de la vista.
—¿Qué?
Roberto fingió sorpresa. En realidad se encontraba aterrorizado.
—Te hemos visto salir, no te hagas el loco —habló por fin el de gafas,
amenazante.
Le apretaba tanto el brazo que sentía dolor. Pero Roberto sospechó que no las
tenían todas consigo. Si fuera así, no se tomarían tanto tiempo en discusiones y
explicaciones.
—Vale, de acuerdo —confesó—. He entrado a buscar a alguien, pero aún no he
vendido nada, se lo juro. Si no vendo no me pueden detener, ¿no? Miren mi cartera,
apenas llevo veinte euros.
Les dedicó una sonrisa desafiante, aunque lo último que deseaba era que mirasen
su cartera, donde podrían descubrir su tarjeta de inspector certificado.
El tipo de gafas escrutó al otro, esperando respuesta o alguna orden. No obstante,
se sacó una hoja de papel doblada del bolsillo y la contempló, levantando los ojos
varias veces para asestar la mirada en el rostro de Roberto. Supuso que leía una
descripción o quizá le comparaba con un retrato robot. Parecía dubitativo, lo que le
infundió ánimos.
—¿Para qué cojones has entrado ahí, entonces?
—A ver a un amigo, ya se lo he dicho —contestó, desdeñoso.
Con un violento ademán el hombre vigoroso se guardó el papel y le agarró por el
cuello, aplastándole contra la pared.
—¿El mismo que te acompañó al chalé en que robaste? —masculló en su cara
con acritud, enseñando los dientes.
Roberto se sobresaltó y negó con la cabeza, fingiendo desconocimiento. Se vio
obligado a inventarse algo creíble.

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—Es alguien que me pasa las fichas de hachís, un marroquí. Las guarda en su
taquilla, en el vestuario —pudo decir, balbuceando, medio asfixiado—. Pero, por
favor, yo no he dicho nada —imploró.
O bien la respuesta, o bien su rostro crispado por la situación, debieron de
convencerle, pues lo soltó tras unos segundos. Roberto cogió una bocanada de aire.
—Yo le he visto tirar algo por la alcantarilla, José. Puede que no trabaje en la
empresa… —comentó el más joven y delgado, que continuaba asiéndole por el brazo
con firmeza.
El tal José le arrebató a Roberto bruscamente el envoltorio de cajetilla de tabaco y
olisqueó en su interior.
—Suéltalo, no es más que un puto camello —concluyó, y arrojó con desprecio su
preciada bolsita al suelo, desperdigándose los cogollos secos de marihuana.
Con el corazón desbocado, observó cómo se marchaban. Aguardó unos minutos
apoyado contra el quiosco, paralizado.
Tras reponerse del susto, continuó por la acera, lentamente. Llegaría tarde a la
primera inspección del día, porque tendría que ir a casa a por un polo de trabajo viejo,
el de la temporada anterior, y algún chándal azul oscuro. Palpó en el bolsillo la
bolsita con las briznas de hierba que había podido recuperar del suelo húmedo y con
olor a orín, y llegó a la conclusión de que, cuando se metiera en la furgoneta, antes de
arrancar, le vendrían de maravilla para templar los nervios.

—Ya está decidido tío, lo siento.


Marcos había escuchado paciente los planes de Germán. Pensaba pedir una
excedencia en la empresa, a lo cual decía que tenía derecho por llevar ya más de dos
años trabajando en Kryticos. No volvería en al menos un año, si es que regresaba, y
se iba con Sonia. Aún no sabían adónde, pero lejos; hablaba de dar la vuelta al
mundo… Tampoco tenían claro el objetivo, si se trataba de un simple año sabático, o
bien planeaban empezar desde cero en otro lugar; o incluso si pretendían fundirse el
capital, y solo a continuación trabajar temporalmente en los lugares de paso, en plan
bohemio.
Marcos no conseguía entender cómo podían marcharse alocadamente, sin siquiera
tener planes de futuro.
—Es que no lo entiendes, gordito. Eso es precisamente de lo que huimos: planes,
ataduras, obligaciones… Se hará lo que surja, sobre la marcha, sin calentarnos la
cabeza.
—¿Y se lo has dicho ya a Gerardo? ¿Y a los de Synphalabs? Yo creo que deberías
esperar unos meses, hasta que se acabe el proyecto, al menos.
Gerardo Gómez era el gerente de su departamento en Kryticos, el mismo que les
había embarcado en el proyecto de Synphalabs. Recientemente habían regresado, por
fin, a la oficina de Kryticos, en Alcorcón, tras haber terminado dentro de plazo su

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tarea principal: la compilación de códigos de movimientos, que hubo que entregar a
los cibernéticos coreanos a principios de octubre.
Germán echaba en falta ver a Sonia más a menudo, desde el primer día de la
vuelta a Kryticos; y eso a pesar de que durante todo el verano se había quejado por
tener que trabajar tan lejos. No lo reconocía abiertamente, pero Marcos lo intuía. Lo
veía abatido, tristón y apagado, y eso le hacía pensar que podía ser una de las causas
de la irracional decisión que acababa de comunicarle: querían pasar más tiempo
juntos. Yéndose a recorrer el mundo sin duda que lo pasarían, aunque para ello
arruinaran sus carreras profesionales.
—Sonia quiere perderles de vista lo antes posible, y yo también —declaró
Germán con seriedad—. Lo diremos hoy o mañana, para pirarnos en noviembre.
Marcos meneó la cabeza, resignado. Entretanto apareció la camarera con sendos
platos con una gran hamburguesa y colmados de patatas fritas. Aunque cada uno
acostumbraba a ir a comer a su casa al mediodía, Germán le había propuesto quedarse
a almorzar en el vecino centro comercial, para adelantarle sus planes. Disponían de
multitud de restaurantes para elegir, pero escogieron uno de estilo americano que no
solía estar muy frecuentado entre semana.
—¿Y qué le has dicho a tu madre? —preguntó Marcos, al tiempo que se
introducía en la boca un par de patatas fritas.
—Que me voy a buscar trabajo fuera. Le he contado que en Alemania o Inglaterra
pagan el doble que aquí, que está cada vez peor la cosa…
—Sabes de sobra que no os vais a ir tan cerca. Y te pedirá una dirección, un
teléfono… ¿y si dice que va a verte? —Marcos comenzaba a exasperarse. Para
Germán era todo tan sencillo…
—Joder, tranquilo. A ver, tanto si nos vamos cerca o lejos, mi madre se va a poner
tan contenta, está loca por que me vaya de casa de una vez.
Se llevó Germán la gran hamburguesa a la boca y tras engullir continuó:
—No le he dicho un sitio fijo aún, ni siquiera lo sabemos nosotros. Si nos vamos
a Australia, por ejemplo, no irá nadie a vernos, al menos de momento, y menos si
prometemos volver de visita en vacaciones. Ni mi madre ni los padres de Sonia van a
poder comprobar si estamos trabajando o si estamos todo el día haciendo surf.
Le dirigió una sonrisa cómplice, que Marcos no correspondió.
—¿Y los padres de Sonia? ¿Se lo ha dicho ya ella?
Germán negó con un seco ademán. A continuación, apretó los labios y levantó las
cejas, apesadumbrado por algún motivo.
—Ella no lo va a tener tan fácil, le va a costar una discusión. Por lo que cuenta,
me da la impresión de que es la niña mimada de la casa. No le dejan llegar muy tarde,
tiene que decir dónde ha estado, etc. Como si fuera una cría.
Marcos asintió, meditabundo. Sospechaba que Germán la había convencido, pues
ella lo seguiría adonde fuese, cegada por el amor. Pero su compañero pareció leerle el
pensamiento y lo desmintió.

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—Pero está segura de que quiere irse —aseveró—. Tiene casi más prisa que yo.
Desea romper con todo y empezar una nueva vida. Y ya tiene edad para decidir,
pienso yo.
Marcos ya le había hecho saber a su compañero su punto de vista. Asumía que era
un soñador, un vividor y un impulsivo, no era ningún descubrimiento. Y la hermosa e
idealista jovencita que lo había cautivado se podía medir por el mismo rasero, pero
eso no era óbice para comportarse de un modo tan irresponsable. Ella perdería el
trabajo y él quedaría con la reputación por los suelos por abandonar el proyecto a
medias. En lugar de invertir el dinero en labrarse un futuro juntos, como
comprándose una casa o montando un negocio, su única opción era largarse a
gastarlo por el mundo.
Por otro lado, esa decisión también le afectaba a él. Equivaldría a perder a su
eterno compañero, probablemente su mejor amigo, a pesar de ser tan diferentes.
Temporalmente, o quién sabe si definitivamente… Trabajar sin él a su lado no iba a
ser lo mismo, se entendían a la perfección, formaban un buen equipo.
Y lo que tenía bien claro era que discutir con alguien tan terco como él no iba a
valer para nada, de modo que tiró la toalla.
—Bueno, cada uno entiende la vida como quiere. Si eso os hace felices, aunque
me dejes tirado en el proyecto, adelante —sentenció Marcos, sin hostilidad.
—Gracias tío, sabes que te aprecio —le acercó la mano sobre la mesa y la
estrecharon de modo informal.
—Pero no te hagas la víctima —añadió Germán, sonriendo, mientras exprimía el
bote de ketchup sobre las escasas patatas que le quedaban—, si el proyecto está casi
liquidado, lo más complicado ya lo hemos hecho. Además, ahora ni siquiera tienes
que ir hasta allí, ya estás de vuelta en tu querida oficina, a diez minutos de casa.
Germán ironizaba porque no comprendía que Marcos quisiera seguir trabajando
como si no hubiera pasado nada, como si renegase de la cantidad de dinero que
atesoraba. No era capaz de entender que la mejor manera de disfrutarlo era actuando
con sensatez y afianzando las bases para un futuro mejor.
Marcos y Lorena, por su parte, continuaban visitando pisos a buen ritmo, e
incluso había logrado acordar con un agraciado de la quiniela la venta del boleto
premiado. Le costó lo suyo, habiendo tenido que contactar con varias peñas y
administraciones, llevándose incluso alguna reprimenda, pero al fin había dado con
un individuo de Toledo que aceptaba entregar su quiniela premiada. El montante que
cobraría el hombre ascendía a un total de unos ciento veinte mil, cuando el premio
para sus catorce aciertos correspondía a poco más de cien mil. Era incómodo perder
casi veinte mil, pero los declarados ante Hacienda y perfectamente legales les
habilitarían para dar la entrada de la vivienda y revelar una verdad a medias a sus
familias.
Terminaron las hamburguesas en silencio, devorando sin tregua. No era quedarse
solo en el trabajo y en el proyecto lo que más preocupaba a Marcos. Más bien era que

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Germán y Sonia se desentendieran del asunto del robo, borrándose de la escena. Pero
realmente representaba un temor injustificado, y por eso no comentó sus recelos:
habiendo pasado ya en torno a un mes, no podían haber ido mejor las cosas. No solo
no había ningún síntoma de que alguien pudiera estar tras ellos —la experiencia de
Roberto con la pareja de fisgones no hacía sino corroborar que andaban bastante
perdidos—, sino que habían hallado más pruebas que incriminarían a Espinosa,
asegurándose así un respaldo para chantajearle si fuera necesario.
La información la habían obtenido, de nuevo, gracias al troyano que permanecía
transcribiendo fielmente las teclas pulsadas en el portátil de Espinosa. Habían
conocido detalles respecto a precios, tipos y cantidades de animales que se iban a
traer en próximos envíos, gracias a correos respondidos o iniciados por Espinosa. En
algunos solicitaba información a alguien que no mencionaba, sobre aspectos relativos
a la negociación con clientes, distribución y entrega. En otros transmitía detalles más
específicos, o encomendaba tareas variopintas, a ese tal Joan, que aparentaba ser su
hombre de confianza. No iban a hacer nada con esa información, solamente
conservarla por si se torcía la situación, algo cada vez más improbable.
Recordar aquello hizo que Marcos sacara el tema.
—Supongo que cuando te largues tendré que mirar yo lo que escribe Espinosa, y
también ojear su correo…
—Sí —confirmó Germán sin mucho entusiasmo. Marcos imaginó que cada vez le
preocupaba menos lo que hiciera o dejara de hacer ese hombre, daba la aventura por
terminada—. Por cierto, ayer vi un mail interesante en su bandeja de entrada, del tal
Joan.
Marcos levantó las cejas, inquisitivo. Habían seguido accediendo a la cuenta falsa
de correo de Espinosa, la que utilizaría para sus tejemanejes, pero no habían
encontrado apenas nada de interés, porque el hombre continuaba borrando los correos
tan pronto como los leía o los enviaba.
—Ahora te lo enseño, puede que siga estando, si es que no lo ha leído.

Con la tripa llena se apoltronaron en sus cómodas sillas de oficina. Con fastidio,
Marcos contempló la vieja pantalla de tubo que tenía delante. Alguien, aprovechando
su ausencia de los últimos meses, le había usurpado su moderna pantalla LCD. Suerte
que tenía el portátil y ya casi no utilizaba el ordenador de sobremesa.
—Mira, Marcos —le llamó Germán desde su sitio.
Marcos se deslizó cansinamente sobre la silla hasta su vera. Le observó,
reprimiendo un bostezo, mientras navegaba hasta la página principal de Hotmail e
introducía el identificador y la contraseña de Espinosa. En pocos segundos apareció
la bandeja de entrada, en la que aún permanecía un único correo, y resaltado en
negrita, sin leer. Lógicamente Germán, tras abrirlo el día anterior, lo habría marcado
como no leído para que Espinosa no notase nada raro.

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—Aún está, eso es porque no lo ha leído todavía —comentó, haciendo clic para
abrirlo.
Germán se echó ligeramente a un lado y Marcos lo leyó con atención. Por
desgracia, no era la respuesta a un correo anterior, que pudiese ampliar la
información.

Solucionado, el que molestaba va a estar calladito, lo he hecho a tu


manera.

Otra cosa, me ha estado incordiando un tipo. Me seguía con muy


poco disimulo. Seguro que son los de tu agencia. Supongo que andan
desesperados y te han preguntado por todos tus contactos. Ya sé que
no te fías de nadie, pero ya te vale hablarles de mí… Esperaba un
poco más de confianza, son ya muchos años. Diles que yo no tengo
nada que ver y que busquen por otro lado, anda.

—Eso primero que dice, ni puta idea; pero lo otro es interesante, ¿eh? Ahora te
quedarás más tranquilo, ¿no? —comentó Germán, picarón, con alborozo.
Obviamente era revelador, traslucía que Espinosa había puesto en manos de
investigadores o detectives privados la misteriosa desaparición de su botín. Cuadraba
con los dos que habían molestado a Roberto, y que tan hábilmente había disuadido.
Por un lado le inquietaba que siguieran buscando y que en algún momento pudieran
dar con alguna pista que les guiara hasta ellos. Por otro, era ciertamente
tranquilizador que anduvieran perdidos, al menos en opinión de ese individuo.
—Sí, si eso hace que te vayas en paz con tu conciencia…
Germán ignoró la pulla y cerró la pestaña del navegador esbozando una escueta
sonrisa, satisfecho. Marcos regresó a su sitio.
Ninguno de los dos advirtió que habían olvidado marcar el correo recientemente
abierto como no leído, no lo habían dejado en la situación original previa a su
intromisión…

—Señor Espinosa, me temo que las indagaciones en la empresa de inspecciones de


gas han quedado en vía muerta.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Que no van a hacer nada más? —espetó al teléfono
inalámbrico.
Se levantó de la silla de exterior, de resina trenzada, donde tomaba el aperitivo
previo a la cena, en el jardín posterior de su casa, y se metió en el salón, consciente
de que su tono iba en aumento. Agradeció, sorprendido, el cambio de temperatura,
pues en el exterior hacía ya fresco en exceso.

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—Significa que descartamos que los autores hayan sido necesariamente
trabajadores de esa compañía.
Espinosa soltó un gruñido.
—Escuche —rogó la supervisora de la investigación—. Como ya dije en la última
conversación, sus sospechas se han confirmado. Fueron ellos, porque la inspección
del gas fue una farsa. Según la empresa no existe en su plantilla el técnico que firma
el resguardo, ni les consta haber realizado revisión alguna en su domicilio.
Espinosa iba a protestar para exigir que, con más motivo, continuaran por esa
línea, aunque tuvieran que comprobar si la descripción que había proporcionado su
mujer cuadraba con cualquiera de los trabajadores de esa compañía; aunque se vieran
obligados a corroborarlo uno por uno. Pero la interlocutora se adelantó, esperándose
esa argumentación.
—Hemos tenido a dos hombres apostados en la calle varios días seguidos, frente
a la puerta de la empresa, tratando de identificar a alguno de los dos sujetos, sin éxito.
Espinosa lanzó una carcajada sarcástica.
—Es lógico, los que hayan sido no van a volver al trabajo al día siguiente. Se
habrán ido de vacaciones, fingirán enfermedad una temporada, o incluso habrán
dejado el trabajo y se habrán ido a Brasil, ¡y con mi dinero! —gritó—. Señorita,
tienen que persistir; tienen que exigir a esa empresa la relación de todos los
empleados, con sus fotos, y especialmente que comprueben los que se ausentaron ese
día, o bien dejaron de trabajar en torno a esa fecha, por cualquier causa.
La mujer suspiró, hastiada. Se esforzaba para contenerse.
—Señor Espinosa, entiendo su frustración, pero eso es imposible. Hemos tratado
sutilmente de obtener esa información y nos la han denegado. Obviamente es
confidencial, no podemos hacerles violar la ley de protección de datos.
—¡Por lo que les pago, deberían poner los medios para conseguirlo! Si se tienen
que saltar la ley, ¡se la saltan!
—Hemos considerado —argumentaba la mujer, armada de paciencia— que hay
que abandonar esa vía y priorizar otras líneas de investigación. Recuerde que no
tienen por qué haber sido empleados de esa empresa necesariamente. De hecho, sería
una ingenuidad por su parte, al haber entregado un informe con el logotipo y nombre
de su empresa —añadió una tímida carcajada—. Piense cuánta gente sería capaz de
obtener esa hoja de papel. Desde un cliente al que le han revisado su caldera y se la
han entregado, y después con el Photoshop la retoca, a los trabajadores de las
subcontratas de limpieza o seguridad privada, que camparán a sus anchas por los
pasillos y despachos y podrán sustraer los impresos.
—¿Y qué me dice de la ropa? Mi mujer dice que llevaban el símbolo en la
camiseta, y también tenían herramientas —insistió, comenzando a rendirse.
—Sí, pero eso es fácil de simular. Simplemente con fijarse en la vestimenta de un
técnico oficial y las herramientas que lleve, se pueden haber fabricado un par de
disfraces, con credenciales y todo. Escuche, puede haber sido alguien que no tiene

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nada que ver con esa empresa, y simplemente utilizaron esa ropa y documentación
para conceder realismo a la escena, o incluso para desviar la atención. —Cambió la
mesura por un tono que traslucía optimismo—. Estamos ahora estudiando la lista de
personas de su entorno que nos pasó. Ha tenido que ser alguien conocedor de que
usted podría guardar tal cantidad de dinero en su domicilio. Seguramente no
ejecutaría el robo personalmente, sino que lo habría ordenado a los que hicieron el
montaje de la revisión del gas.
Espinosa, exasperado, estaba a punto de perder la paciencia; solo recibía excusas,
vagas justificaciones y promesas que no llegaban a nada.
—Señorita, su agencia lleva en esto más de un mes. Su equipo técnico ha estado
dos veces en mi casa —pronunció la palabra «técnico» con remarcado menosprecio
—; han interrogado a mi mujer; me han pedido y les he proporcionado los datos de
todo aquel con alguna relación conmigo o con mi familia; y todo para nada.
—Usted tampoco ha sido muy explícito respecto a los lazos que le unen con
algunas de esas personas —replicó la interlocutora, a la defensiva—. El ámbito de su
empresa y el familiar lo tenemos claro, pero nos vendría bien algo más de
información respecto a…
—Todo lo que pueden saber ya lo saben —repuso, cortante—. Si les escogí a
ustedes es por su supuesta discreción. ¡No quiero que enreden en mis asuntos, solo
que encuentren a los bastardos que me robaron!
Terminó la llamada bruscamente apretando el botón, deseando que hubiera sido
un teléfono antiguo, de aquellos con los que se podía colgar golpeando el auricular
ruidosamente contra la base, liberando así energía y experimentando un cierto
desahogo.
Había confiado en que poniéndolo en manos de profesionales darían con los
autores tarde o temprano, pero ya no tenía tanta fe. En un principio se había planteado
ocuparse del asunto personalmente, encargándoselo a Joan o a algún otro colaborador
sagaz y de confianza, pero finalmente se echó atrás porque no se trataría de una
investigación sencilla. Si hubiese conseguido las grabaciones de las cámaras de
entrada a la urbanización, correspondientes al día de la revisión del gas, habría sido
mucho más sencillo: revelado el rostro de los culpables, alguno de sus hombres
habría dado buena cuenta de ellos, tarde o temprano, y recuperado el dinero. Pero
desgraciadamente, según le había informado el administrador de la comunidad, cada
semana se perdía el contenido de las cintas, regrabándose encima, y cuando se
percató del robo ya había sido sobradamente excedido ese plazo. En cualquier caso
los ladrones no habrían sido tan ingenuos, especuló Espinosa, pues seguramente se
taparían la cara con capuchas o pasamontañas al efectuar la entrada en la
urbanización, de modo que quizá tampoco habrían sido de ayuda esas grabaciones.
Estimó, malhumorado, por el ruido de la campana que se percibía en la cocina,
que aún faltaría un rato para la cena, así que acudió a su ordenador. Lo había dejado,
como solía hacer en cuanto arribaba al hogar tras la jornada laboral, encendido sobre

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la mesa de caoba del salón, descargando películas. Le gustaban los filmes antiguos, o
modernos pero independientes, pues huía de las actuales superproducciones de
Hollywood.
Se sentó cansinamente, quería mirar si había noticias de Saburit. Desde que sufrió
el desgraciado robo, le embargaba el afán de obtener dinero rápido, como si aquello
fuera a restañar sus heridas. En concreto se mascaba un nuevo encargo, y uno gordo
además, de los que salían íntegramente desde sus almacenes con destino a Europa.
Necesitaba que su socio y buen amigo Saburit le concretara las especies demandadas
para asignarlas a los suministradores, y había que negociar cantidades y precios. Y, lo
que era más importante porque caía enteramente bajo su responsabilidad, había que
cuadrar las entregas de los proveedores con los puntos de salida y fechas de los
transportes oficiales de minerales. En el futuro algunas de esas tareas las podría llevar
a cabo el nuevo, el sustituto de Valdés, pero prefería no correr el riesgo de un nuevo
error. De momento que se limitase al transporte marítimo.
Se introdujo en la página de Hotmail e introdujo rutinariamente su usuario y
contraseña. Había un único correo, de Joan, y leyó el asunto con desinterés, pues lo
que ansiaba y le urgía era tener noticias de Saburit. Se dispuso a hacer clic en el
mensaje para abrirlo, esperando simplemente que no hubiera más problemas con el
dueño de la tienda de animales que andaba incordiando; o especialmente que hubiera
ido bien el segundo pago al nuevo contacto de la agencia marítima, pues si se echara
atrás en estos momentos sería un grave inconveniente.
Pero cuando el ratón pasaba por encima, advirtió que había algo que no le
cuadraba: las letras no estaban en negrita, se trataba de un e-mail que ya había leído
con anterioridad. Sin embargo, no le sonaba ese título, y además siempre borraba los
correos después de leerlos, por si las moscas.
Abrió y leyó el texto, intranquilo, como si el contenido del correo pudiera
explicar el enigma. Al menos comprobó, con placer, que el chico había hecho buen
uso de la serpiente que le había conseguido a través de Saburit. Ignoró las críticas y
quejas que exponía a continuación; le constaba que Joan no había tenido nada que ver
con el robo, pero era preferible no fiarse de nadie y que los detectives hicieran lo que
pudieran.
Cerró el mensaje y lo borró, pero seguía receloso: ese correo no lo había abierto
con anterioridad, estaba seguro. ¿Por qué había aparecido como antiguo, ya leído, en
lugar de correo nuevo? ¿Habría entrado alguien en su cuenta? ¿Estarían leyendo su
correo? Le preocupó que pudiera ser la policía, que anduvieran detrás del asunto del
tráfico de animales. ¿O tendría algo que ver con la desaparición de sus ahorros?
Era extraño, pues el nombre y apellidos que figuraban en su cuenta eran falsos. Y
muy poca gente conocía de su existencia: Joan, Saburit, un par de transportistas y
encargados de almacén… todos antiguos en el negocio y de probada confianza.
Tal vez alguien habría accedido a su portátil, aprovechando un descuido en la
oficina; o incluso en casa. Ya no podía fiarse de nadie, se lamentó resentido,

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golpeando con el puño la mesa y negando con la cabeza. Era de locos.
De momento cambiaría la contraseña de la cuenta, o mejor aún, la cancelaría y
crearía otra. Y formatearía el portátil para dejarlo limpio de posibles virus o puertas
traseras. Maldijo en silencio. Ponerse a perder el tiempo con eso, como si no tuviera
problemas y preocupaciones.
Trató de hacer memoria y dar con alguna situación en la que su equipo hubiera
sido vulnerable. Puede que su secretaria, Marisa, en la oficina, hubiese aprovechado
un despiste suyo; solía cerrar el despacho con llave, tanto para salir al baño como
para ir al restaurante a comer, pero no era norma fija. Ella por propia iniciativa no
habría sido capaz de hacer algo así, pero… ¿y si alguien de la competencia, o un
enemigo de cualquier ámbito, la hubiera sobornado? No, descartó la idea, era
absurdo.
En el despacho y en casa nunca se conectaba por wifi, prefería usar el cable,
aunque fuese un incordio; no se fiaba de que algún vecino pudiera estar interceptando
sus datos. Pero claro, recordó, en Synphalabs había accedido varias veces por
conexión inalámbrica; cada vez que su cuñada o alguien del equipo le hacía esperar,
se dedicaba a mirar el correo del trabajo o a navegar para matar el rato.
Quizás el joven de gafas de los ordenadores, al que solía pedirle la clave de
acceso… ¿Cómo se llamaba? Carlos, ciertamente, un tipo taciturno y huraño. Pero
¿qué interés tendría él en meterse en su ordenador? Probablemente solo la curiosidad;
un informático astuto que querría ojear en sus asuntos privados, alentado por su
notoriedad y fama de empresario rico. Buscaría únicamente fanfarronear ante sus
compañeros por haber entrado en el ordenador del pez gordo, el contratista del
proyecto millonario. Y tal vez, por casualidad, se encontró con información
privilegiada que le llevó de algún modo a organizar el robo de su dinero… Se percató
de que su desesperación le hacía elucubrar, era tan inverosímil…
Se planteó ponerlo en manos de los detectives, pero descartó la idea, no le harían
ni caso porque solo tenía ambiguas hipótesis. Y no quería darles explicaciones de
para qué tenía esa cuenta de correo. Debería hacer algunas pesquisas por su cuenta,
admitió, hablar seriamente con Carlos. Quizá se asustase y soltara algo o, si de verdad
no tenía nada que ver, puede que fuera capaz de consultar los intentos de acceso a su
portátil, en algún registro de la red de Synphalabs, porque igualmente pudo haber
sido algún compañero suyo.
No estaba previsto que volviera a las instalaciones de Synphalabs hasta dentro de
unas cuantas semanas, para una reunión de seguimiento, pues los ejercicios y tomas
de actividad cerebral ya habían concluido, por fin. Pero podría pasarse un día
cualquiera, con la excusa de que le informaran de los avances, o simplemente
llamaría a Conchi para que fijara un encuentro bajo cualquier pretexto, y le pediría
que le dejase hablar con el técnico.

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27.

CLAUDIA, la encargada de los laboratorios, había sido desde el principio la jefa


directa de Sonia, pero ya solo lo era sobre el papel. Sonia había dudado entre
comunicarle la salida de la empresa a ella o a Conchi, quien se había hecho con la
autoridad en el departamento, y tácitamente la extendía por los laboratorios que
efectuasen tareas para sus proyectos.
Casi por instinto se había dirigido a Claudia, una sensata y entrañable mujer con
quien siempre se había llevado muy bien. Esta encajó la noticia con tristeza, y pugnó
por averiguar los motivos de Sonia para abandonar el trabajo. Ella no quiso dar
muchas explicaciones, aunque dejó entrever que estaba harta de tener que aguantar a
Conchi, omitiendo otras razones, como que se moría de ganas por irse a la aventura
con su díscolo Germán; y que tal vez, tras una larga temporada de gozo y
esparcimiento, lo cual se podía permitir, emprendería una nueva vida y llevaría a
cabo sus anhelados proyectos.
Lo echaba de menos, y mucho, desde que lo habían enviado de vuelta a las
oficinas de su empresa. Se había acostumbrado a verlo a diario y últimamente solo
quedaban durante los fines de semana, o cenaban algún día suelto por el centro de
Madrid, que les quedaba a la misma distancia a ambos. Si no fuese por la inminente
escapada, ella se habría comprado un coche para gozar de más libertad y movilidad;
además de otras cosas que echaba en falta, como los íntimos encuentros furtivos en el
cuartucho del material de limpieza. Habían sido experiencias de sexo fugaz y
acelerado, pasional, alimentado por el morbo de la ilegalidad y el temor a ser
descubiertos. Añoraba esos intensos momentos y los rememoraba con agrado, pero
anhelaba sustituir aquello por largas y tranquilas noches en románticos hoteles,
abrazada a él, sin el agobio por tener que acabar rápido o reprimir los gemidos para
no llamar la atención.
A menudo, ya fuera en persona o por teléfono, conversaban sobre adónde irían,
soñando en voz alta. Germán no sabía mucho de geografía, pero le atraían los lugares
que había visto en películas, o las ciudades que habían sido cuna de algún mártir del
rock a quien idolatraba. Hablaba de ir a Seattle a rememorar los últimos pasos de
Kurt Cobain, e incluso había ojeado en foros los mejores locales de música grunge de
la ciudad.
Sonia no tenía preferencias especiales, le satisfacía el mero hecho de ir con él;
pero aceptaría de muy buena gana hacer un safari, uno largo pernoctando en la
sabana, o bucear en un arrecife de coral. Para cuando llegase el momento de

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plantearse seriamente qué hacer con su vida —algo que no figuraba aún en la cabeza
de Germán—, barajaba varias opciones. Se sentía atraída por la cooperación en países
subdesarrollados: consideraba ayudar a la gente como una labor casi obligatoria,
especialmente teniendo en cuenta su nueva capacidad económica. Su subconsciente le
hacía pensar en algo solidario, como montar una escuela o una ONG, pero sus
aficiones provocaban que se inclinara más por fundar una granja o algún tipo de
explotación, incluso una clínica veterinaria, donde estaría en contacto con animales y
podría, además de ganarse el pan a largo plazo, generar trabajo.
Pero no había compartido sus debilidades con Germán todavía, temerosa de
chocar frontalmente con sus preconcebidas expectativas. Y ella tampoco quería
atosigarse, por el momento el objetivo era disfrutar de las nuevas experiencias y de su
compañía, y más adelante abordaría con él la cuestión de perpetrar algún proyecto y
sentirse realizada.
Desgraciadamente Claudia le había aconsejado que acudiese a Conchi a que le
firmara la notificación de la baja voluntaria, más que nada para que constara la fecha
actual en que daba el preaviso y la de la baja efectiva, transcurridos quince días. La
propia Claudia parecía no fiarse de la doctora y le recomendó su firma para evitar que
le jugaran una mala pasada con el finiquito.
Con andares sombríos recorrió el pasillo al que se asomaban varios despachos,
uno de ellos el de la infame doctora. Lo último que le apetecía era otra discusión,
después de la tensa semana que había vivido en casa.
Sus padres no se lo habían tomado nada bien, lo cual, poniéndose en su lugar, era
comprensible: dejaba un trabajo estable y se marchaba del hogar familiar. Había
callado que se iba con Germán, a quien ni conocían, y también había omitido que aún
ignoraba el destino, o con qué intenciones partirían. Esgrimió que necesitaba un
cambio de aires, al tiempo que independizarse y vivir su propia vida. Ya no era
ninguna niña, pero para evitarles sufrimientos y preocupaciones había preferido urdir
una historia.
Una prima suya, Martina, trabajaba en Bangkok desde hacía unos meses,
destinada allí por su empresa, una multinacional, a cambio de inmejorables
condiciones. A priori era un destino demasiado exótico para contribuir a la
tranquilidad de sus padres, pero en la familia se sabía que le iban bastante bien las
cosas, que tenía un buen puesto de trabajo, y se la consideraba una chica responsable.
Con Sonia se había llevado bien desde la infancia, y había aceptado de buena gana
seguirle el juego. Oficialmente Sonia se iba a alojar en su apartamento, y su
anfitriona la ayudaría a desenvolverse y a buscar trabajo, hasta que finalmente se
estableciera.
Para dar realismo a la historia, Sonia rogó a Germán que en la primera escala
habría que hacerle una visita a Martina. En la capital de Tailandia pasarían unos días
y, desde allí, si reunía suficientes arrestos, le contaría a su madre una verdad a
medias, todavía por determinar, pero ya incluyendo a Germán. Tal vez que lo había

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conocido allí, y que estaba decidida a seguirlo, que viajaba mucho por algún
motivo… Ya tendría tiempo de ultimar los detalles. Sus padres no podrían hacer más
que resignarse, tras la gran barrera que significaba la distancia. Aunque se sentía mal
por la gran mentira forjada, no le había quedado más remedio; durante toda su vida se
había visto sometida a un exceso de proteccionismo, y ser sincera solo habría
provocado más discusiones y sufrimiento para todos.
Golpeó con los nudillos la puerta del despacho de la doctora y la abrió despacio,
con escaso convencimiento. Conchi, sentada detrás de su mesa, llevaba puesta la bata
blanca de laboratorio, lo cual no era habitual; quizás acababa de supervisar algún
experimento. Apenas levantó la cabeza para ver quién entraba y volvió a fijar la
atención en unas hojas de papel que parecía leer o repasar.
—Vaya, qué casualidad. Precisamente tenía que comentarte un asunto, Sonia —se
anticipó, sin saludar.
—Sí, pero…
Sonia se interrumpió. Llevaba en una mano la hoja en la que notificaba el
abandono del trabajo, y la había dirigido hacia Conchi, haciendo ademán de
entregarla, al tiempo que avanzaba unos pasos. Bajó el papel, prefiriendo que hablara
ella primero.
Conchi se volvió hacia su ordenador y movió el ratón, buscando algo. Sonia,
intuyendo que la conversación podría alargarse, tomó asiento en la silla situada frente
al escritorio; sin esperar invitación, pues sabía con certeza que no se iba a producir.
La mujer ostentaba modales exquisitos en las reuniones, para impresionar a sus
colegas científicos o a los superiores, pero no gastaría saliva en una simple
veterinaria con un exiguo historial en la empresa.
Recordó el encontronazo del verano, cuando Sonia había dejado caer que sabía
que Conchi mantenía algún lazo familiar con Espinosa, y por tanto que había
influenciado interesadamente para que le concedieran el tratamiento. Desde entonces
Sonia había trabajado atemorizada, a la espera de una posible represalia que se
pudiera cernir sobre ella en cualquier momento. Si no se había producido era, sin
duda, porque Conchi no podía correr el riesgo de que Sonia revelara el secreto. Pero
en cada mirada que se habían cruzado desde aquel día había visto el odio en sus ojos,
vagamente disimulado. Suponía que esa animadversión era provocaba por la
sensación de vulnerabilidad e inseguridad que experimentaría la doctora cada vez que
la tenía cerca.
Aunque ya no temía el despido, seguía sintiéndose cohibida ante la cercanía de la
mujer. Tampoco tenía intención ya de vengarse y desvelar su deshonroso amiguismo,
no quería más problemas ni preocupaciones.
—Bien —dijo por fin, sin apartar la vista de la pantalla—, tienes que preparar un
cambio de ubicación de los Rhesus de nuestro departamento. Los ejemplares que
figuran en esta lista hay que llevarlos a farmacología, te acabo de reenviar el correo.

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Eso eran malas noticias, sin duda. No quería ni imaginar los experimentos que
practicaban a los monos en aquel departamento, donde investigaban nuevos
medicamentos. Pero era lo habitual, los individuos más jóvenes y sanos los utilizaban
en el Departamento de I+D para proyectos de biónica o estudios avanzados similares,
para acabar tarde o temprano como conejillos de indias a manos de los farmacólogos.
Sonia asintió, resignada.
—Son en total seis. Si tienes dudas, Francisco Muñoz te puede indicar dónde
llevarlos.
El señor Muñoz era un encargado de aquellos laboratorios, situados en otro
edificio contiguo al suyo, con el que apenas tenía trato.
—De acuerdo —suspiró y cogió aire, dispuesta a afrontar la comunicación de la
noticia—. Oye Conchi, quería…
—Y otra cosa —la interrumpió, enseñando la palma de la mano, mirando aún el
monitor del ordenador—. Tienes que sacrificar los cuatro chimpancés restantes del
lote número catorce.
Sonia se sorprendió, aquello era totalmente nuevo para ella. Probablemente
significaría menos sufrimiento para los primates que terminar donde los
medicamentos, pero tener que hacerlo ella personalmente iba a ser horrible. Aunque
trataba de evitarlo, acababa cogiéndoles cariño con el trabajo y los cuidados
rutinarios.
—Pero ¿por qué?
—No nos hacen falta —respondió secamente—. Para el proyecto de Espinosa ya
no se requieren animales, y para los demás sobran con los que nos quedarían, que son
la mayoría roedores. Se lo comuniqué a la dirección y los de farmacología solo han
pedido los que te he dicho.
—Bueno, pero podíamos donarlos a algún zoo o a alguna asociación. —Se acordó
de su amiga Vanessa—. Mira, conozco a una chica que trabaja en una ONG…
—Ya sabes que los animales que han sido objeto de investigaciones de laboratorio
no pueden salir de las instalaciones, son las normas —le espetó, tajante.
Sonia ignoraba la normativa, pero no tenía la menor duda de que unos monos que
únicamente habían sido objeto de mediciones de la actividad cerebral, que no habían
sido expuestos a experimentos con vacunas o elementos patógenos de ningún tipo, no
iban a representar ningún peligro en el exterior.
Sonia iba a proponer entonces que se los quedaran una temporada, por si en un
futuro volvían a ser útiles, pero la señora se anticipó, como si le hubiera leído la
mente.
—No vamos a gastar en el mantenimiento de unos animales que no se usan. La
decisión es firme.
Se cruzó de brazos y la miró a los ojos detenidamente por primera vez.
Sonia sintió una repentina abrasión interior suscitada por el gesto que se dibujó en
el artificial cutis de la doctora: una sonrisa velada, un brillo peculiar en sus ojos que

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evidenciaba un inmenso placer por poder fastidiarla encomendándole esas tareas.
Probablemente además, la segunda de ellas, la de matar a los monos, no obedecía a
meros motivos logísticos o económicos como aseguraba, sino que provenía de su
propia cosecha, ideada exclusivamente para Sonia.
Tampoco era habitual que Conchi se inmiscuyera en labores de tan bajo nivel y de
tan poca trascendencia. Lo normal hubiera sido que informara a Claudia y que ella ya
se lo comunicase a Sonia o a quien correspondiese entre el personal del laboratorio.
Sopesándolo concluyó que, efectivamente, Conchi no había podido reprimir la
tentación de colocárselo a Sonia, y más sabiendo de su apego a los animales.
—¿Qué venías a decirme?
Sonia había acudido en son de paz, pero solo cinco minutos en compañía de la
prepotente mujer habían bastado para encolerizarla. No la aguantaba. Con un
impetuoso ademán cogió la hoja de papel de su regazo y se la plantó en la mesa.
—Me voy de la empresa. Fírmeme el preaviso, por favor —dijo en tono neutro,
sin mirarla a los ojos.
Conchi quedó petrificada, fingiendo que leía el escueto texto. No se lo esperaba.
—Vaya, es una pena —dijo, por fin, con tono cordial, que contrastaba con el
autoritarismo anterior—. ¿Te cambias de trabajo? Podríamos mejorar tu salario, si ese
es el motivo.
Conchi esbozó una amplia sonrisa, pero esta vez era amistosa. A Sonia le extrañó
que se consternara y que propusiera esa oferta, cuando lo que se hubiera esperado era
que disimulara el regocijo por perderla de vista, y que firmara rápidamente.
—Gracias, pero no es por dinero. Me voy al extranjero, quiero cambiar de aires.
Conchi se tomó su tiempo para responder. Algo le preocupaba.
—Ah, muy bien, espero que tengas suerte —cogió un bolígrafo y firmó el papel
—. Escucha, lo de sacrificar a los monos, si quieres, de momento déjalo. Ya lo hará
otro. No quiero que te lleves un mal recuerdo de tus últimos días con nosotros.
Sonia no podía salir de su asombro. ¿A qué se debía tan repentina camaradería y
buenas maneras? ¿Sería una fachada para ocultar su júbilo? Si era así, realmente tenía
delante a una actriz excepcional.
En ese momento sonaron dos toques en la puerta y se entrevió al añoso señor
Lara, director del departamento y jefe inmediato de Conchi.
—Perdonad —dijo, sin sobrepasar el marco de la puerta—. Está confirmada la
teleconferencia para mañana a las diez. ¿Te parece?
Conchi se apresuró a contestar afirmativamente, asintiendo y sonriendo. Después
Lara le comentó otro asunto que a Sonia tampoco le concernía, y Conchi tuvo que
explicar o aclarar algo. Lo hacía de forma escueta y acelerada, como si desease que el
hombre se marchara lo antes posible de su despacho. Nunca antes la había visto tan
insegura, además de sumisa, porque hasta con Fernando Lara solía darse aires
solemnes.

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Sonia cavilaba, cabizbaja, mientras ellos hablaban de sus asuntos. Entonces cayó
en la cuenta: Conchi estaba inquieta por si Sonia soltaba lo de su relación con
Espinosa, ahora que se iba de la empresa y ya no tenía nada que temer. Representaba
una amenaza latente, y la inoportuna aparición de su jefe no hacía sino incrementar su
nerviosismo.
Conchi levantó su rechoncho cuerpo del asiento y, pasando junto a Sonia, se
quedó de pie frente a Lara en la entrada del despacho, dándole a Sonia la espalda.
Seguramente intentaba dejarla al margen de la conversación, temiendo que en
cualquier momento se le pasara por la cabeza clavarle una puñalada, aprovechando la
presencia del gerifalte.
¿Y por qué no?, se dijo. Se lo merecía por todas las perrerías que le había hecho.
Y no solo a ella, también a cualquiera que pudiera hacerle sombra, como Claudia, que
siempre se había portado de manera ejemplar y como jefa otorgaba un trato mucho
más humano. Se lo merecía incluso por Eusebio, el jefe del proyecto en el origen,
humillado y relegado al ostracismo por culpa de la doctora; por sus malas artes,
siempre prodigando adulaciones, haciéndose oír y logrando persuadir a los de arriba.
Sin tenerlas todas consigo y con el corazón acelerado, se giró y los miró,
levantando la cabeza. Conchi asentía continuamente, dándole la razón en algo. Qué
claro contraste existía entre esa sumisión y las habituales formas despóticas que
tomaba ante sus subordinados, observó Sonia. Conchi debió de sentirse observada
por el rabillo del ojo y se volvió. Sus miradas se cruzaron y Sonia se la mantuvo
fríamente, por primera vez. La doctora tuvo que presentir la amenaza porque se
reflejó el pavor en su rostro, crispado.
Conchi se aproximó a Lara y le agarró el brazo, orientándolo hacia la salida y
obligándole a dar un paso atrás.
—Perdona Fernando, pero me gustaría terminar un asunto con Sonia. ¿Te llamo
ahora?
—Eh… —Lara no acostumbraba a que lo consideraran segundo plato, y se le vio
extrañado y violentado, pero no tuvo opción—. Bueno, de acuerdo.
Sonia se incorporó, cuando él ya se daba la vuelta para marcharse por el pasillo.
—Espere, señor Lara.
Conchi, sorprendida y temerosa, le dirigió una dura mirada inquisitiva. Lara, más
lento de reflejos, se volvió y se asomó de nuevo a la puerta, a la expectativa.
—Quería decirle que dejo el trabajo en un par de semanas. Así que me despido de
usted, por si no vuelvo a verle.
El arrugado y canoso señor Lara simplemente asintió, irresoluto. No había
mantenido apenas trato con ella, y seguramente no acostumbraba a que los empleados
del escalafón más bajo se despidieran personalmente. Al fin y al cabo, para él no eran
más que nombres que entraban y salían de plantilla, salarios y horas de trabajo a
repartir entre los diferentes proyectos.

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Sonia se acercó y le dio dos besos en las mejillas, apretando sus melosos labios a
propósito. El hombre se ruborizó, y con voz entrecortada acertó a declarar que sentía
su marcha y que esperaba que le fuera bien. Conchi no salía de su asombro, y en sus
facciones se intuía la inseguridad, el recelo por lo que pudiera venir a continuación.
—Siento no poder despedirme del señor Espinosa —añadió Sonia—, creo que en
las dos semanas que me quedan no lo voy a ver. —Se dirigía exclusivamente al señor
Lara—. Si habla usted con él, transmítale mis mejores deseos para la etapa final del
proyecto, y mi agradecimiento por su paciencia en las sesiones de laboratorio.
Sonia había mentido descaradamente, y Conchi lo sabía, pues la animadversión
hacia Espinosa era generalizada y un secreto a voces. Parecía perpleja, incapaz de
comprender a qué venía todo aquello. Con la clara intención de finiquitar la
conversación, se interpuso entre ambos y agarro la puerta con una mano, haciendo
amago de cerrarla.
—De acuerdo, se lo diré de tu parte —contestó Lara, por encima del hombro de
Conchi, visiblemente incómodo. Sonrió y dio un paso atrás, cogiendo la indirecta de
la doctora para que se fuera.
Sonia se interpuso y sujetó la puerta.
—¡Ah, no! ¡Qué tonta! —exclamó, y soltó una carcajada—. Si se lo puede decir
Conchi, que es de la familia.
Se volvió ligeramente hacia ella, sonriendo, y disfrutó de su incómoda situación.
Con la boca abierta y bajo el foco de las miradas de ambos, palideció en cuestión de
segundos. Le temblaban los labios, probablemente buscando las palabras adecuadas,
que no brotaban. Lara no decía nada, expectante, sin duda sacando conclusiones
precipitadamente.
—Vale, vale… —pudo decir Conchi, amagando con cerrar la puerta de nuevo.
Apostaba por echar el telón y rezar para que el hombre pasara por alto las
consecuencias de esa afirmación. Tal vez pensaría que, debido a su edad, ya no se
acordaría de su insistencia para que le concedieran el tratamiento a Espinosa, o que su
cabeza no lo relacionaría.
Pero Lara fruncía ya el ceño, no iba a ser así.
—¿Conocías al señor Lara con anterioridad a la concesión del proyecto? —espetó
fríamente a la otrora solemne y autoritaria mujer, ahora acobardada y sin palabras.
—Claro —se adelantó Sonia, sonriendo, como si nada hubiera de malo en ello—,
si estuvo hasta en la boda de su hija.
Lara no se inmutó, seguía con los ojos clavados con insidia en la doctora.
Conchi no fue capaz de decir nada durante unos segundos, en los que Sonia se
regocijaba con la tensión que se mascaba en el ambiente.
—Lo hice por el bien del departamento —balbuceó al fin, con la mirada perdida.
Hizo una pausa y recuperó algo de temple, dirigiéndose directamente a su jefe—.
Piensa en los beneficios económicos y en el peso que vamos a ganar en la compañía
si el proyecto finaliza bien. Por no hablar del prestigio de la empresa…

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—No eres tú quien tiene que evaluar esos aspectos —contestó el señor Lara,
tajante, con la cara enrojecida, subiendo el tono. Se echó mano al nudo de la corbata
para aflojarlo. Sonia dio un paso atrás, resguardándose de la tormenta que podría
avecinarse—. Se hicieron excepciones y se asumieron riesgos por tu insistencia, que
parece que no era desinteresada, por no hablar de los cortos plazos que firmamos bajo
tu asesoramiento, y del descuento… —calló unos segundos, reflexivo—. ¿Cuánto te
has sacado por el favor?
Él miró de reojo a Sonia y debió de advertir que, con ella allí, esa conversación
no era procedente.
—Bueno, terminad lo que tengáis que hablar y te pasas por mi despacho —
ordenó a regañadientes, señalándola con el dedo amenazadoramente.
Se esfumó. Sonia nunca había visto al señor Lara tan enojado.
Obviamente la doctora se iba a poner hecha una furia, por lo que era preferible
escabullirse. El corazón aún le latía rápido, pero ya no tenía miedo; ¿qué podía hacer,
despedirla?
—Bueno, tengo trabajo —se acercó Sonia a la puerta, dándole la espalda a la
derrotada mujer, que miraba al suelo, abatida, tal vez imaginándose su carrera
hundida.
Salió al pasillo, pero antes de cerrar la puerta no puedo evitar dedicarle una última
ojeada y sentenciar:
—Por cierto, búscate a otro para sacrificar a los monos, yo no pienso hacerlo.

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28.

—NO creo que sea buena idea, ya te lo dije, Juan —insistía Conchi, caminando
junto a Espinosa por la estrecha acera.
Enfilaban hacia la puerta principal, flanqueada por setos de aligustre que
limitaban la zona ajardinada. Ella había salido a recibirle personalmente a la plaza de
aparcamiento para las visitas, dado que no acudía para algo oficial. En otro caso,
alguien del Departamento de Calidad habría sido asignado para guiarlo hasta el
laboratorio, como había sido lo habitual en los días con sesiones programadas.
Espinosa advirtió que no tenía muy buena cara, pues indudablemente preferiría no
ser vista en su compañía después de lo sucedido, y más aún en una visita personal,
aunque no fuera a ella a quien quería entrevistar. Caminaba rápido, ansiosa quizá por
despacharlo con prontitud, refugiándose en algún laboratorio, o tal vez porque no iba
suficientemente abrigada para el rigor del incipiente frío de noviembre.
—Admito que no tengo muchas esperanzas de sacar algo en claro, pero tengo que
intentarlo —reconoció Espinosa—. ¿No le habrás comentado nada?
—¿A Carlos? No, no me preocupa lo más mínimo lo que quieras decirle; pero no
me refería a eso. Hubiera sido más prudente que no aparecieras por aquí hasta la
fecha de la próxima cita.
Espinosa asintió. Su cuñada le había contado, hacía ya casi un mes, que se había
descubierto lo suyo. Lo había sentido profundamente, pues Conchi se había portado
muy bien —aunque lo hubiera hecho más por su hermana que por él—, y lamentaba
que el favor le hubiera repercutido negativamente. Al parecer, la dirección le había
transmitido su honda decepción y había dejado caer que conservaría el puesto
solamente si el proyecto finalizaba satisfactoriamente. Ella misma había reconocido a
Espinosa, compungida, que si no estaba ya en la calle era porque habían valorado su
larga trayectoria en la empresa y, más que nada, porque la necesitaban para concluir
con éxito el ambicioso tratamiento.
Espinosa nunca se habría imaginado que la fogosa muchacha pudiera guardar
tantas agallas. Llegó a la conclusión de que no estaba muy equilibrada
psicológicamente. A él se le había insinuado, Dios sabe con qué intenciones. Y según
Conchi acababa de abandonar el trabajo para irse fuera, no sin antes haber hundido la
reputación de su cuñada en la empresa. Obviamente habría habido roces entre ellas,
aunque Conchi lo admitía solo a medias. Conocía la altiva forma de ser de la doctora
y era comprensible que se granjeara enemistades en su entorno laboral. Y por los
comentarios que le habían llegado en Synphalabs, durante las sesiones en las que ella

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no estaba presente, era fácil deducir que ni caía simpática, ni había sentado bien que
aglutinara tanto poder y que Claudia o Eusebio fueran dejados de lado. Pero jamás
habría considerado a Sonia como una persona vengativa.
Condenó la mala suerte de que en la boda hubiera alguien que conocía a Sonia, y
la fatal casualidad de que le enseñara las fotos. Ciertamente tanto Conchi como él
debieran haber sido más precavidos y no haberse dejado fotografiar tanto, quizás.
Pero claro, era la boda de su hija, ¿cómo iba a pasar desapercibido? Y Conchi, con su
egocentrismo y afán de protagonismo, nunca se habría escondido de los flashes.
Para no perjudicarla más, había postergado su prevista visita a Synphalabs. Pero
no había podido dejar pasar más tiempo, desesperado por la falta de buenas noticias
por parte de los de la agencia, que carecían absolutamente de pistas y habían llevado
su paciencia al límite. Le urgía hacer algo, aunque solo fuera para mitigar la
sensación de estar de brazos cruzados mientras alguien disfrutaba de su dinero. Por
fin iba a poder presionar a Carlos y sondearlo por si escondía algo o, en caso
negativo, ver si era capaz de darle alguna pista, como buen informático que parecía
ser, al menos manejando las complejas máquinas del laboratorio.
Tras una lacónica conversación Conchi localizó a Carlos, por teléfono, en la sala
de informática, y le ordenó que se pasara por su despacho para reunirse con el señor
Espinosa. Ella se ausentó y le dejó solo a propósito. Le había confesado que, aunque
sinceramente lamentaba lo del robo, prefería mantenerse al margen, pues bastantes
problemas tenía ya en el ámbito laboral.
Carlos entró sin llamar, con semblante desabrido, como era habitual. Nunca había
reparado en él con detenimiento. Observó a un tipo con gafas, con el pelo corto y
moreno, que andaría ya más cerca de los cuarenta que de los treinta. Vestía con
camisa, pero por la desarreglada forma en que la llevaba, apostaría a que lo hacía a
disgusto; preferiría ir en camiseta, como habría acostumbrado hasta no muchos años
atrás, pero se sentiría extraño, incómodo, tal vez porque ya no era ningún chaval.
Espinosa le indicó que se sentara en la silla que quedaba libre junto a la suya,
ambas frente al escritorio vacante de Conchi. Carlos se dejó caer con desdén, como si
su tiempo fuera más importante, poco merecedor de ser invertido de esa manera.
—Te preguntarás por qué quiero hablar contigo.
—Pues sí —masculló Carlos, sin mostrar excesivo interés.
Lo único que tenía claro Espinosa era que alguien se había metido en su correo
electrónico secreto, pero no albergaba ninguna certeza de que fuera él. Había
reflexionado y llegado a la conclusión de que su primera hipótesis de culpar a Carlos
estaba cogida con alfileres. Simplemente porque era el único informático o técnico
que conocía cuándo accedía a la red de Synphalabs por wifi, o incluso porque le
hubiera ayudado a configurar el acceso en su portátil en alguna ocasión, no eran
motivos suficientes. Pero valía la pena intentarlo; le acusaría directamente, con
seguridad y brío, a ver si cantaba.
—Dímelo tú —ordenó, señalándole con su único brazo.

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A menudo asumía que su impoluto traje, su refinada corbata de Hermés o sus
carísimos zapatos italianos causaban un efecto intimidatorio en sus interlocutores;
pero sospechaba que poco le importaba aquello al que tenía enfrente.
—¿Qué?
—No te hagas el tonto, sé que has estado mirando mi correo electrónico.
—¿Pero qué dices? —Carlos soltó una carcajada burlona—. Estás loco, tío.
Espinosa no acostumbraba a que lo tutearan, y comenzó a pensar que si no le
mostraba siquiera un poco de respeto, difícilmente iba a amedrentarle.
—Está en mi mano que en cinco minutos te quedes sin trabajo —le dijo, muy
seriamente.
Sabía que en realidad no era factible, pero ya era un secreto a voces su relación
con Conchi, y eso le otorgaba poder. Y no creía que Carlos supiera que era el puesto
de la doctora el que pendía de un hilo, de modo que probablemente seguiría
considerándola una figura con cierta autoridad.
Carlos, sobresaltado, abrió la boca como para replicar algo pero inmediatamente
la cerró. Se reprimía, prudente.
—Le juro que no sé de qué me está hablando. ¿Para qué iba a querer yo leer sus
correos?
Al menos ya le trataba de usted, meditó, vagamente reconfortado. Había
conseguido que se tragara su orgullo.
—Porque sabes que pobre, precisamente, no soy.
Carlos abrió los ojos, incrédulo. Espinosa cada vez albergaba más dudas, no
parecía que el joven mintiese. Pero había que seguir insistiendo.
—Vamos, te lo puse en bandeja. Me conectaba a la red interna de la empresa por
wifi. Incluso te dejé trastear un día para que me lo configuraras. Seguro que
encontraste la manera de colarte en mi equipo —le acusó.
Carlos negaba con la cabeza, atónito.
—Ni que fuera tan fácil, es absurdo —protestó—. ¿Y qué iba a hacer, averiguar
sus claves de la página del banco, para robarle? —preguntó con sarcasmo, e hizo un
gesto desdeñoso con la mano, dando a entender que se le antojaba surrealista.
Espinosa se echó hacia delante, sin levantarse de la silla, para dirigirse a Carlos
cara a cara desde menos de un metro, tratando de intimidarle.
—Déjate de evasivas y dime una cosa: ¿cómo sabías dónde guardaba el dinero en
mi casa?
Carlos adoptó una expresión de absoluto desconcierto.
—Le aseguro que está confundido. Yo no tengo nada que ver, ni he entrado en su
ordenador, ni le he robado en su casa, ni he hecho nada. ¡Pero si no sé ni dónde vive!
Espinosa advirtió que le temblaba la voz. Estaba nervioso, quizá temiendo por su
trabajo, pero decididamente lo estimó sincero.
Se recostó de nuevo contra el respaldo, pensativo. Habría que cambiar la
estrategia, unirlo a la causa, solicitar su colaboración. Al fin y al cabo, era el único

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informático que conocía que no tuviera nada que ver con su propia empresa. Por
descontado, no podía arriesgarse a poner aquello en manos de ningún técnico de su
oficina. Si se destapaba para qué utilizaba los transportes regulares de minerales
industriales, se metería en un buen lío.
—Escucha —trató de sonar más cálido—, voy a tener que creerte; pero quiero
que me ayudes a averiguar quién y cómo ha estado hurgando en mi cuenta de correo
electrónico.
Carlos recobró la entereza al entender que Espinosa claudicaba, y lanzó una
carcajada socarrona.
—¿Viene acusándome de algo que no he hecho, y ahora me pide que le ayude?
Olvídelo —le espetó, indignado.
Hizo un amago de levantarse, pero Espinosa le indicó con su única mano que
aguardara.
—Me han robado mucho dinero y creo que tiene que ver con que hayan entrado
en mi portátil, o al menos en mi correo. Suelo ser precavido en cuanto a lo de
conectarme por wifi, y sospecho que ha sido alguien de esta empresa. Si me ayudas a
recuperarlo, estoy dispuesto a compartirlo; te llevarías una parte.
A Carlos le cambió la expresión al oír hablar de un posible beneficio. Pareció
discurrir durante unos instantes, evaluando la dificultad de lo que le proponía.
—Eso que dice de las redes wifi son tonterías, las conexiones son casi tan seguras
como las que van por cable, porque la información suele ir cifrada, al menos la de las
páginas de correo. Pero sí es verdad que, al conectarse a la red de Synphalabs para
acceder a Internet, su equipo pasa a estar accesible desde cualquier ordenador de la
red corporativa. Pero aun así, no es tan sencillo, solo los administradores podrían
entrar. De hecho, pueden monitorizar lo que hace cada usuario en su equipo en todo
momento…
De repente Carlos quedó mudo, meditabundo. Espinosa ignoró su argumentación,
que le sonó a excusa, y se planteó que quizás Carlos no entendía por qué se lo pedía a
él. Espinosa se determinó a vencer su reticencia, explicándoselo.
—No puedo acudir a la policía porque se trata de dinero negro —admitió—. Y tú
tienes acceso a la red interna de la empresa, ¿no se registran en ningún sitio las
conexiones inalámbricas? ¿No puedes averiguar…?
—Calle, espere un momento, estoy pensando —le cortó Carlos en seco—.
¿Cuánto hace que le robaron?
Espinosa meditó contarle lo de la revisión del gas, pero se contuvo; no podía estar
completamente seguro de que él no tuviera nada que ver, y dar demasiada
información podría ser contraproducente, no convenía revelar lo poco que había
averiguado para no poner a los autores sobre aviso.
—No lo sé exactamente, tenía el dinero escondido en casa y cierto día me percaté
de que había desaparecido. Hace un par de meses quizás, en septiembre.
Carlos asintió, como si algo concordara.

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—Se acordará de Sonia, la chica que le colocaba los electrodos en el laboratorio.
—Sí…
—Recuerdo que, en una de las últimas sesiones, le llamó alguien por teléfono, y
se oyó por el altavoz que exclamaba «somos ricos», eufórico. Ella salió
apresuradamente de la sala, quizá lo recuerde.
—No, realmente.
—Yo pensé que le había tocado la lotería o algo así, pero como después no dijo
nada, ni nos invitó a tomar algo a los del laboratorio, para celebrarlo… —Carlos se
encogió de hombros—. No sé, simplemente me extrañó.
—Bueno —comentó Espinosa, escasamente alentado. Si algún día jugase a la
lotería y le tocase, un tipo como Carlos sería el último en enterarse—, podría ser una
pista, pero no veo directamente la relación, puede ser una simple coincidencia. Es una
chica excéntrica, pero no la creo capaz de hacer algo así…
—¿Y si le digo que ha dejado el trabajo hace nada? ¿Qué casualidad, no? ¿O que
su novio, Germán Guerra, es informático? ¿Y que trabajaba también en el proyecto?
Ya sabía que ella se había largado, no era nada nuevo. Lo del amigo informático
era más sospechoso… Hizo memoria y calculó que, a ojo, podría haber coincidido
perfectamente la fecha de la inspección con alguna de las últimas sesiones, a
principios de septiembre. De modo que coincidiría el día del robo con el de la
llamada que escuchó Carlos…
A Espinosa le cambió la cara, ahora la teoría de Carlos comenzaba a tomar
cuerpo. Todo cuadraba. Y ciertamente ella habría tenido acceso a su portátil en alguna
ocasión. ¿Estaría Sonia detrás de todo? ¿Sería un mero instrumento? Quizás alguien
la habría utilizado; ese tal Germán Guerra.
Quizá se había cegado por haberla considerado, desde un principio, tan inocente e
inofensiva. Un grave error, se reprochó; más aún dadas las desconcertantes acciones
que había efectuado la joven, desde el reciente y severo desquite contra Conchi, a sus
provocaciones sexuales… Suponiendo que hubiera sido ella, ¿tendrían esos hechos
algo que ver con el robo? De repente recordó lo de la memoria USB que le había
prestado Sonia para que contemplara las fotos de sus vacaciones, insistiendo
vivamente.
—Oye, dices que solo un administrador de la red puede introducirse en mi
portátil. Pero, si alguien me deja un pen drive y lo enchufo, aunque sin estar en
Synphalabs, ¿hay algún peligro? —preguntó Espinosa, casi seguro de la respuesta.
—Por supuesto, te puede meter un virus de cualquier tipo. Y más aún si dentro
hay algún ejecutable y lo abres.
Se acordó del extraño fichero que tuvo que ejecutar para descomprimir las fotos,
y sintió una punzada de resentimiento. Maldijo interiormente su torpeza e ingenuidad,
pero no le confesó nada a Carlos. No iba a concederle el gusto de regocijarse. Se dio
cuenta de que Sonia no se le había insinuado, simplemente le había excitado para
incitarle a enchufar la memoria USB, embobado por la expectativa de encontrar unas

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supuestas fotos subidas de tono. Obviamente su amiguito informático estaría detrás,
pero la condenada había sido astuta: había logrado que se metiera él solito el virus o
lo que fuera, dándoles acceso de algún modo a su ordenador o a su correo. Y que el
robo fuera algo urdido por aquella jovencita, total o parcialmente, a la que solo había
considerado como un descerebrado juguete erótico, le producía una gran irritación.
Apretó el puño y los dientes con fuerza, furioso, conteniéndose para no
exteriorizar su ira. Pero por mucho que alguien se infiltrara dentro de su portátil o de
su correo, por mucho que supieran de sus turbios negocios, ¿cómo llegaron a saber
dónde guardaba el dinero? No lograba entenderlo, y darle vueltas no hacía sino
incrementar su frustración. Además, faltaba alguien más en el puzle, porque hubo dos
supuestos técnicos el día de la ficticia inspección del gas…
Experimentó cierto alivio por haber dado con una pista factible, más allá de las
endebles hipótesis que habían barajado anteriormente él o los inútiles detectives de la
agencia, mezclado con la impotencia que le embargaba por no ser capaz de
comprender.
Dejó de lado las dudas y los pensamientos pesimistas, para tratar de indagar más.
—Y ese tal Germán, ¿también ha dejado la empresa?
—No lo sé porque era subcontratado, no era de Synphalabs, y regresó a su
empresa hace unas semanas; pero apuesto a que también ha dejado su curro.
Carlos agregó que el último día de trabajo, Sonia les había invitado a unas
cervezas, a modo de despedida. Se había mostrado reservada sobre su futuro,
afirmando únicamente que se iba al extranjero. Cuando alguien preguntó por su novio
respondió con evasivas, pero se deducía que se iban juntos.
Espinosa deliberó unos segundos. Entretanto Carlos debió de inferir que, si sus
sospechas eran ciertas, no podía desaprovechar la oportunidad de sacar tajada.
—Respecto a lo de mi cooperación y la recompensa, confío en que esta
información sea tenida en cuenta —solicitó, y esbozó una sonrisa desafiante.
Espinosa no estaba de humor, no iba a tolerar las presiones de un oportunista.
—Puede que ya no te necesite. Puedo obtener sus nombres completos y
direcciones, y dar con ellos. Si estás en lo cierto, por las buenas o por las malas
recuperaré el dinero —aseguró, y se levantó, airado a pesar de la fructífera
conversación—. Ya te avisaré.
—¿Y dónde piensa buscarlos? —le preguntó Carlos, al tiempo que se incorporaba
a su vez y se giraba hacia la puerta del despacho. Espinosa había esperado que Carlos
se molestase por ser rechazado, pero una sonrisa permanecía dibujada en la cara del
hombre, denotando seguridad en sí mismo—. ¿Va a dejar que siga pasando el tiempo,
mientras se gastan su dinero?
Espinosa se detuvo ante la puerta y le miró, escrutándolo. Sabía algo más y se
hacía de rogar. Llevaba razón en que no sería tan fácil encontrarlos, pues tontos no
parecían ser. Podría recurrir de nuevo a los detectives, o incluso ponerlo en manos de
Joan, que sería más expeditivo y se ceñiría a sus instrucciones, pero en cualquier caso

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no iba a ser algo inmediato. Y mientras tanto, disfrutarían de su dinero, instaurados
en el dispendio. Solo de imaginárselo sintió una llamarada de odio visceral. Con un
ademán con la barbilla le indicó que hablara.
—Puedo averiguar dónde están, y cuando lo sepa se lo diré, pero no será gratis.
Carlos abrió la puerta y salió del despacho, con la cabeza bien alta.

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29.

LORENA se hallaba radiante de felicidad con su coche nuevo, esperando frente a la


entrada principal de Kryticos. Marcos salía tarde ese lluvioso y frío martes porque
tenía que asistir, junto con otros compañeros, a un curso sobre certificados digitales, y
su novia se había ofrecido a acudir a recogerle.
Hasta hacía un puñado de días, cuando le hicieron entrega del coche, Lorena no
había podido más que conducir el viejo vehículo de Marcos, en las contadas
ocasiones en las que él se lo dejaba, o bien tomar prestado el todoterreno de sus
padres, algo aún más insólito. Ahora se valía de cualquier excusa para mover su
propio coche, porque llevárselo a su céntrico lugar de trabajo quedaba descartado.
No lo necesitaba, pero habría sido harto complicado impedir que se lo comprara.
A Marcos no le pareció un movimiento prudente, pero al fin y al cabo, el dinero era
suyo. Al menos había logrado que rebajara sus pretensiones y la había convencido
para que se decantara por un Golf de gama media, dejando de lado el BMW Serie 1
con el que se había encaprichado: una versión cabrio, muy completa y coqueta,
aunque demasiado llamativa y ostentosa.
Se dirigieron a una de las amplias explanadas de aparcamiento del centro
comercial Parque Oeste, a apenas unas decenas de metros del edificio de oficinas de
Kryticos, con la intención de entrar al Burger King un rato después, cuando les
acudiera el apetito. Charlaron animadamente de sus trabajos, de cada detalle del
coche nuevo que iba descubriendo Lorena, o de las expectativas de futuro, en las
cuales su proyectada vivienda jugaba el papel principal.
Era ya noche cerrada, y apenas quedaban un puñado de vehículos alrededor. Tal
día lluvioso no era muy apropiado para compras, y la poca actividad que se percibía
rondaba los establecimientos de restauración, a cierta distancia de donde habían
aparcado. La soledad, la oscuridad y el ruido de la lluvia contra el techo y el
parabrisas concedía un ambiente cautivador a la escena.
—Este coche todavía no lo hemos estrenado —comentó Marcos, al tiempo que le
acariciaba los firmes muslos sobre la tela vaquera, ella abrazada sobre él, ambos
apretujados en el asiento del copiloto.
—Ni lo pienses —replicó Lorena con una sonrisa traviesa—. Además, hace frío.
—Pues enciende el motor, tontina.
Marcos lo había dicho sin muchas esperanzas, pero ella lo hizo y a continuación
pulsó un botón para elevar la temperatura del climatizador. Él arrimó la cara hacia su
boca y Lorena la abrió, anhelando que le besara. Los cristales, cubiertos de vaho,

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otorgaban un toque íntimo, pero lo que a Marcos le encendía más era el morbo de la
situación pública, el poder ser vistos u oídos. Sin embargo, ella debió de arrepentirse,
o padecer ese sentimiento de culpabilidad tan suyo.
—Para, para. Aquí no —dijo con firmeza. Le apartó con sutileza y le sacó la
mano de las costillas, que ya subía con claras intenciones.
—Si no hay nadie —protestó Marcos, limpiando una franja del vaho, que ya
empezaba a remitir gracias al aire cálido, y oteó la oscura explanada de aparcamiento
del centro comercial. No había coches en las plazas cercanas.
—Aquí no me siento cómoda. Además, tengo hambre. ¿Por qué no entramos a
por unas hamburguesas?
Era pertinaz y dominante, y sus propuestas solían resultar más bien sentencias.
Marcos dejó pasar unos segundos, contrariado, y miró de nuevo por la ventana.
Observó que, al menos, la función de desempañado de los retrovisores funcionaba a
la perfección. Detrás de ellos, a unos cincuenta metros, se ubicaba el Burger King.
Consideró que, aun tratándose de un trecho corto, sería incómodo por el frío, la lluvia
y los charcos, y sintió pereza. Lo sopesó, pero sería vergonzoso llevar el coche hasta
el borde del establecimiento, donde había una hilera de coches aparcados; y si
proponía tal cosa, Lorena volvería a sacar el manido tema de su sobrepeso y falta de
actividad física.
Mientras miraba por el retrovisor, discernió un punto anaranjado entre los
vehículos estacionados junto a la hamburguesería. Afinando más apreció la
incandescencia de un cigarrillo refulgiendo en la oscuridad, en el interior de uno de
los turismos, aparcado mirando en dirección a ellos. Le llamó la atención, pero no le
concedió importancia.
—Oye, ¿y si las pedimos para llevar y nos vamos al descampado…? —sugirió
Marcos, acercándose a su cuello y haciéndole unas carantoñas, para suavizar la
propuesta.
En su viejo Megane habían visitado asiduamente los caminos agrícolas y yermos
solitarios de los alrededores, especialmente durante los fines de semana en que no
disponían de un techo. Por fortuna, aquello cambiaría muy pronto.
Ella suspiró, haciéndose de rogar, pero aceptó finalmente. Debatieron el menú
que escogería cada uno, con los diversos extras y postres, y Marcos cogió su
mariconera y salió del coche, con ánimo renovado. Enfiló hacia la entrada de la
hamburguesería, a paso rápido, pues no llevaba paraguas y tampoco se había puesto
el abrigo.
Mientras tiraba de la pesada puerta de cristal, advirtió que se apeaba alguien de
uno de los coches aparcados. De soslayo miró y calculó que se trataba del mismo
vehículo en cuyo interior había visto antes a alguien fumando. Segundos después, ya
dentro del cálido establecimiento y desde la cola formada ante el mostrador, observó
que entraba un tipo por la misma puerta. Obviamente era el del coche. Habría estado
hablando por el móvil antes de entrar, o esperando a alguien, especuló sin darle

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importancia, porque no le había parecido que estuviera acompañado. El caso es que
su aspecto le sonaba familiar, pero no era capaz de relacionarlo.
El hombre, fortachón, de barba oscura y corta, bien perfilada, y cabello ralo en la
parte anterior, se situó detrás de Marcos, esperando su turno. Le hizo sentirse
incómodo porque se pegó demasiado a él, y la cola no era tan larga como para que
fuera necesario estar tan apretados. Le iba a llegar el turno y se concentró en lo que
debía pedir, que necesitaba rescatar de la memoria.
Minutos después Marcos regresó al coche con una gran bolsa de papel en una
mano y un gran vaso de refresco con tapa en la otra.
—¿Te importa si nos lo comemos aquí? Es que me muero de hambre, y así no se
enfrían —argumentó Lorena, echando la mano a la bolsa sin esperar respuesta.
Terminaron de cenar, sobrellevando Marcos como pudo las continuas
advertencias de Lorena para evitar manchar la inmaculada tapicería. Salió Marcos a
tirar los pringosos y grasientos envoltorios a una papelera y volvió raudo, deseoso de
partir ya hacia el ansiado pecado carnal.
—Déjame mandarle un mensaje a mi madre, que sepa que voy a llegar algo más
tarde y que no me guarde cena. Le diré que hemos ido al cine —comentó Lorena,
resignada.
Daba a entender que lo de ir al descampado se lo concedía como un favor, pero él
sabía por experiencia que ella albergaba el mismo deseo.
Marcos asintió. Con su tarifa de teléfono los mensajes eran gratis, y ella
lógicamente se aprovechaba constantemente. Agarró la mariconera que había
depositado en el asiento de atrás y hurgó, a tientas.
—No lo encuentro, no está —informó Marcos, preocupado.
—¿Has mirado bien? A lo mejor está por el coche.
—Imposible, no lo he sacado del bolso.
Lorena hizo caso omiso y llamó con su teléfono al de Marcos, con la idea de
escuchar la melodía que les guiara hasta el aparatito, tal vez escondido en algún
recoveco del interior del vehículo, o en el bolsillo de un abrigo. Sin embargo, aunque
daba tono, no se oía el timbre por ningún lado.
—Se me ha podido caer al sacar la cartera, al pagar…
Marcos salió con ímpetu de vuelta al Burger King, dispuesto a preguntar a los
dependientes por si alguien se lo hubiera encontrado, aunque sin muchas esperanzas.
En seguida regresaba por donde había venido, con expresión sombría, tras obtener
respuestas negativas. Con las manos en los bolsillos, meditaba que quizá se lo había
robado el tipo que se había arrimado tanto a él en la cola. Mientras pagaba, con la
cartera en la mano, había dejado el bolsito abierto. Antes de entrar al flamante Golf
de Lorena se volvió y comprobó que el coche del hombre ya no se hallaba en su sitio.
—No ha habido suerte —comunicó mientras se sentaba, malhumorado—. Creo
que me lo han mangado.

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—Bueno, no te preocupes. Ya hay móviles mejores, yo te lo regalo, ¿vale? —trató
de consolarle Lorena—. Por una vez puedo comprarte algo…
Cierto era que siempre era él quien le compraba a ella todo tipo de dispositivos
tecnológicos. Ella llevaba poco tiempo trabajando y tenía menos dinero, y además
prefería gastárselo en ropa. Obviamente ahora la situación era bien distinta.
Marcos asintió, resignado. Le fastidiaba porque tendría que rebuscar en casa entre
la caja y los papeles del teléfono, pues necesitaba encontrar el código IMEI para
llamar a la compañía y que invalidaran el terminal, y aparte tendría que pedir un
duplicado de tarjeta, con lo que seguramente le pedirían los códigos PIN y PUK…
Menudo jaleo, pensó, cabizbajo.
Le inquietaba a su vez lo del misterioso hombre del coche. No comentó nada a
Lorena para no preocuparla, pero había sido demasiada casualidad que entrara al
establecimiento justo detrás de él. No sabía con certeza si le había quitado él el móvil,
pero lo sospechaba. Incluso apostaría a que había aguardado en su coche,
observándolos, vigilante, o incluso que le había estado esperando frente a la puerta de
Kryticos, y que luego les había seguido hasta la explanada de la zona de
aparcamiento del centro comercial… Pero ¿tanto para un simple teléfono? ¿Para qué
lo querría? Creía haber visto ese rostro en algún lado, pero no caía en quién podría
ser. Sintió un escalofrío solo de considerar que pudiera tener algo que ver con lo del
dinero de Espinosa…
Lorena le miraba de reojo, mientras conducía, mosqueada. Debió de percibir sus
tribulaciones, de modo que Marcos procuró olvidarlo y concienciarse de que había
sido todo fruto del azar, y de que su mente estaba elucubrando una historia paranoica
y absurda, sin ningún fundamento. No le extrañaba, porque desde que Germán le
contó lo de los detectives que hostigaron a su amigo Roberto, no había dejado de
vislumbrar amenazas e imaginar miradas acechantes por doquier.
A pesar de sus esfuerzos por recobrar el ánimo, al ver que Lorena tomaba el
desvío habitual hacia las afueras, se dio cuenta de que ya no le apetecía.
—Oye, lo siento, pero mejor llévame a casa.

A Espinosa no le gustaba que le molestaran más allá de la hora de la cena, pero había
que actuar con rapidez. Justo empezaba con el postre cuando le llamaron al viejo
teléfono móvil, uno libre que había rescatado de algún cajón, al que había dotado de
una tarjeta de prepago a nombre de su mujer, y que estaba utilizando últimamente
como sustitución del correo electrónico. Por el momento, solo Joan conocía el
número.
—De acuerdo —contestó Espinosa secamente, y colgó, ignorando la presencia de
su señora, que había aprendido a no entrometerse en sus negocios y no preguntó ni
quién era.

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Se había dado el primer paso para averiguar dónde se hallaba ese tal Germán
Guerra, y tal vez su provocativa acompañante. Joan acababa de conseguirlo, había
sido capaz de hacerse con el teléfono móvil de alguien llamado Marcos Soriano, un
colega de Germán. Lo crucial, según las directrices de Carlos, era conseguir el
aparato, y Espinosa se había encargado de hacer venir a Joan a Madrid para
encomendarle la misión sin dilación. Carlos había informado del objetivo y Joan
había logrado hacerlo sin violencia; algo positivo, pero bien claro le había dejado
Espinosa que tenía vía libre para emplear otros métodos menos sutiles si fuesen
necesarios.
Según le había explicado el informático, más atento y complaciente tras hablar de
dinero, Germán y Marcos compartían el uno con el otro su ubicación mediante el
GPS de sus respectivos móviles, de tecnología Android. En otras palabras, Marcos
podía consultar en su teléfono las coordenadas de la localización geográfica de
Germán; o mejor dicho, la de su teléfono, gracias al receptor GPS integrado.
Espinosa no sabía que aquello fuera posible, ni le veía la utilidad.
—Imagine —había explicado Carlos, haciendo cierto alarde de erudición— que
un padre quiere saber siempre dónde está su hijo. Pues basta con instalar en el
smartphone del chaval una de las muchas aplicaciones que hay, que lo que hacen es
obtener las coordenadas del GPS del aparato, y compartirlas por Internet, mediante el
tráfico de datos del teléfono, pero solamente a los contactos deseados, por ejemplo el
padre y la madre. Ellos, simplemente abriendo una especie de Google Maps en su
terminal, serían capaces de ver la situación en tiempo real de su hijo.
—Me parece muy bien —había replicado Espinosa—, ¿pero cómo sabes que
Germán tiene eso instalado en su móvil, y que comparte su posición con su amigo?
—Ah, porque me acuerdo de que lo tenían —contestó, esbozando una sonrisa de
autocomplacencia—. Cuando trabajaban en Synphalabs en la sala de informática, y
Germán llegaba tarde, Marcos estaba siempre de coña con los de alrededor.
Comentaba que aún debía de estar dormido, porque el puntito no se movía de su casa,
o bromeaba con que llegaría empapado porque llovía y le veía avanzar sobre el mapa
lentamente, desde la estación de tren de Torrejón, a patita.
Espinosa se había preguntado la razón de que utilizaran aquel sistema.
—Pues porque son unos frikis —había contestado Carlos, soltando una carcajada
despectiva—. Les gusta ir a la última y probar todo lo que sale en tecnología,
especialmente en los smartphones estos de moda, que hacen de todo, y gratis. El
programita se anuncia útil para ver dónde están tus amigos y poder encontrarte con
los que anden cerca… Pero yo creo que lo tendrán activado más que nada por hacer
la gracia, o por fardar.
La urgencia de la situación obligó a Espinosa a aparcar los recuerdos y regresar al
presente. Le dio rabia dejar el postre a medias, una suculenta tarta de queso que había
preparado su mujer, gracias a las clases que recibía del robot de cocina —sin duda, de
lo poco útil que hacía—. Pero Carlos había insistido en actuar con rapidez.

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Se levantó y subió a su habitación. No quería que su esposa escuchase nada,
aunque dudaba que pudiese entender algo de lo que tenía que decir, porque la
conversación iba a ser corta, como habían acordado.
—Carlos, Espinosa al teléfono.
Escuchó un asentimiento.
—Ya tenemos el móvil —anunció Espinosa.
—¿Encendido? Vigilad la batería, que no se apague, porque no podré encenderlo
sin el PIN…
—Sí, tranquilo —confirmó Espinosa—. Te vas a ver con alguien a las diez en
punto, donde dijimos, para que le expliques cómo se mira y cómo funciona eso. ¿De
acuerdo?
—Perfecto —repuso Carlos, exultante. Tal vez se percató del exceso de
optimismo y dejó asomar ciertas dudas para cubrirse las espaldas, ante un posible
fallo—. Si Germán tiene publicada aún su localización GPS en su móvil, que es lo
importante, en cuanto mire el teléfono de Marcos le podré decir dónde está Germán.
Si no, me temo que…
—Entiendo que hay que darse prisa, ¿no? —le interrumpió Espinosa—. Si el
móvil queda bloqueado ya no se podrá averiguar dónde está ese hijo de puta, ¿no?
Carlos emitió un sonido de asentimiento, e iba a expresar algo, pero Espinosa se
adelantó:
—Entonces, por si acaso, le voy a decir a mi hombre que te llame ahora mismo
para que le guíes paso a paso y pueda mirar, él solito, la situación actual del
cabronazo que me robó, y que la apunte. Luego ya en persona, cuando os veáis, le
cuentas en detalle cómo funciona para que se lo aprenda.
—Me parece prudente —aprobó Carlos—, porque cuando la operadora bloquee
este terminal ya no valdrá para llamar o recibir datos, ni por tanto para usar la
aplicación de ver dónde están, por GPS, ninguno de los contactos. Puede ser
bloqueado enseguida, o mañana, o en un par de días; todo depende de cuánto retrase
el dueño la llamada a su compañía.
Espinosa asimilaba con lentitud y tardaba en responder. Había sido un día duro en
la oficina; había vagado de despacho en despacho toda la mañana y le habían
convocado a una reunión vespertina maratoniana, con lo que su mente no se
encontraba muy lúcida. Pero sí alcanzó a concluir que lo más probable era que solo
pudieran disponer de la localización de ese tal Germán durante unas horas, algo que
no había tenido en consideración hasta el momento. Podría no ser suficiente.
—De poco me vale saber solo dónde está esta noche… ¿Y si se larga?
Carlos debió de ver peligrar sus emolumentos pactados, que incluían cierta
cantidad incluso si Espinosa no era capaz de recuperar el dinero.
—Le recuerdo —contestó con autoridad— que el trato era que yo le
proporcionaría su situación, en cierto momento, y no dónde va a estar en los
próximos días. Tendrá que apañarse con eso…

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—Vale, vale —cortó Espinosa bruscamente, y colgó, contrariado.
No le agradaba que lo interrumpieran durante la cena, pero mucho menos que lo
contradijeran o lo corrigieran, y con ese tono desafiante; pero no lo quedó más
remedio que tragarse su orgullo.

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30.

SONIA y Germán disfrutaban de la brisa, sentados sobre una de las bancadas del
barco que se desplazaba a favor de las turbias aguas del río Chao Phraya, que
atraviesa la ciudad de Bangkok. Se trataba de una vetusta y ruidosa barcaza,
perteneciente a una de las líneas de transporte urbano fluviales que recorren
constantemente ambas orillas del río, dentro de los límites de la descomunal urbe.
Un techado les protegía del sol, y no había ventanas, de forma que la corriente de
aire fluía fresca por entre las filas de asientos, aliviando el sofocante y húmedo calor
tropical. Era un paseo agradable, se podían contemplar ambas riberas y admirar el
peculiar paisaje. Entre desvencijadas casas de planta baja o grises edificios ruinosos,
aparecía esporádicamente un moderno rascacielos, o un espléndido templo budista
rodeado de mangos y cocoteros. Era además una forma rápida de regresar al hotel, al
menos al suyo, que se hallaba en la comercial avenida de Silom, a un corto paseo
desde la parada más cercana en el río.
Sin duda optar por el barco era económico, aunque podría serlo más, dado que el
pago era casi voluntario: una mujer recorría cada cierto tiempo el pasillo central,
llamando la atención mediante el ruido generado al agitar un bote metálico lleno de
monedas, y los pasajeros de buena fe que se habían subido en la parada anterior
debían llamarla para abonar el billete. Sonia y Germán habían observado a multitud
de turistas y lugareños que se hacían los locos, pero ellos pagaban porque era menos
de un euro y el dinero les sobraba; aunque Germán no dudaba de que si estuviera allí
con sus amigotes de Móstoles y en otras circunstancias, no habrían pagado ni una
sola vez.
En esa ocasión regresaban de la zona del Gran Palacio, que acababan de visitar.
—Qué a gusto se va, igualito que ayer… —ironizó Sonia, apoyando la cabeza en
su hombro.
Germán observaba con curiosidad el motor de una de las muchas canoas para
turistas que les adelantaba. No era un fueraborda Yamaha como los de toda la vida,
sino un atronador y herrumbroso motor de automóvil, adaptado para hacer girar una
hélice al final de la barra de la transmisión, que se hundía en el agua. El tailandés
hacía rotar todo el bloque con una extensa barra, a modo de timón. Se distinguían
perfectamente los cilindros y el tubo de escape, prolongado hacia arriba y expulsando
bocanadas negras de humo. Tan romántico como las góndolas de Venecia, pensó
Germán con sarcasmo.

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Otros días no habían podido elegir el barco, como la jornada anterior, cuando la
prima de Sonia, Martina, les había acompañado al suntuoso centro comercial MBK
para ir de compras. Situado en el centro de la gran ciudad, lejos del río, habían
efectuado el recorrido de ida en tuc-tuc, un engendro de moto transformada en
triciclo en el que en el asiento posterior podían acomodarse dos o tres personas.
Había sido un trayecto barato gracias a Martina, que no se dejaba embaucar y
regateaba la tarifa hasta rebajarla a precio de tailandés, no de turista, que era el que
les aplicaban de primeras por sus rasgos occidentales. Pero Germán dijo una y no
más, habiéndose hartado de tragar humo y notando los vuelcos en el corazón con
cada frenazo o cada violento cambio de carril entre el caótico tráfico de Bangkok.
La experiencia en el centro comercial había sido tan memorable como agotadora.
No habían estado en un sitio tan descomunal jamás. Inabarcables plantas atestadas de
tiendas y más tiendas, aprovechando al máximo los pasillos para exhibir la
mercancía. La falta de espacio era tal que algunos de los locales parecían divididos en
varios puestos separados por finos tablones verticales, y en los que apenas cabía el
dependiente detrás del mostrador. Algunas de las plantas eran para ropa, otras para
todo tipo de artilugios tecnológicos, y otra únicamente para establecimientos de
comida rápida. Todo a precios muy económicos para el bolsillo europeo, pero eso no
era todo: en las calles aledañas al moderno y enorme edificio se aglutinaban puestos
ambulantes de ropa de marca, falsificaciones perfectas por un puñado de euros al
cambio, siempre dependiendo de la habilidad en el regateo.
Sonia había quedado extasiada, parecía que había sido el mejor día de su vida, y
eso a pesar de que su estilo de vestir no cuadraba exactamente con la mayor parte del
género a la venta, y además no la embargaba habitualmente el frenesí consumista por
la ropa que padecían otras mujeres.
—Cualquier cosa es buena menos el tuc-tuc de ayer —se quejó Germán.
—Bueno, tú es que eres un miedica —se burló Sonia, riendo—. A mí me pareció
incómodo, pero emocionante. Yo lo que llevo peor es el frío que hace en el tren, ayer
casi me da algo.
Para alivio de Germán, con la cantidad de bolsas que acarreaban tras las compras
no pudieron volver al hotel en tuc-tuc, así que regresaron en el sky-train, un moderno
tren de cercanías con vías y estaciones edificadas en altura. Estéticamente no era muy
grato a la vista, pero su construcción debía de resultar menos costosa que el metro.
Sin embargo, de ninguno de ambos medios de transporte había muchas líneas, que no
cubrían con suficiencia la inmensidad de la metrópoli ni contribuían apenas a aliviar
el congestionado tráfico. Para Sonia, muerta de frío, había sido una auténtica
bendición salir del vagón, climatizado rigurosamente a 18 grados.
—Levanta, que la siguiente es la nuestra —ordenó Sonia, señalando la blanca
fachada del centenario Hotel Oriental, asomándose al río, quedándose atrás.
De estilo victoriano y aspecto colonial, lo habían visto al pasar a la ida, y lo
habían tomado como referencia, dado que en el barco no había ningún cartel con las

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paradas ni megafonía que las anunciara.
El barco se arrimó al apeadero más cercano a la calle Silom, el de Suan Phlu,
donde se bajaron. La maniobra de atraque fue brusca, pero ya se habían
acostumbrado por las paradas anteriores. El ayudante, asomado sobre la borda con
temeridad, se comunicaba con el piloto mediante un código de estridentes silbidos,
indicándole que continuara o que invirtiera la marcha para frenar, al tiempo que la
embarcación se aproximaba, ladeada, a la rudimentaria plataforma flotante de metal.
El impacto solía ser fuerte, contra el costado del barco, y amortiguado por los
neumáticos viejos que colgaban por la borda de la plataforma. El ayudante tenía que
saltar inmediatamente para amarrar la barcaza, acarreando un grueso cabo, siempre
apresuradamente para evitar que la nave se separara por el rebote.
Los pasajeros solo disponían de unos segundos para apearse, y debían aguantar de
pie estoicamente la violenta maniobra, agarrados a la barandilla, prestos a la señal de
bajada del tosco y desarreglado tripulante, porque una vez que dieran paso a que
embarcaran los pasajeros que esperaban en la plataforma ya no lograrían salir. Era
todo cuestión de segundos; una simple rutina para los lugareños, pero momentos de
tensión y nerviosismo para los turistas menos avezados.
Subieron por la comercial avenida de Silom, repleta de altos edificios y hoteles;
algunos modernos, de colosales fachadas relucientes de cristal azulado, y otros grises
y desvencijados.
Tenían intención de descansar en el hotel un rato antes de salir a almorzar. Se
habían permitido degustar la comida tailandesa en un par de ocasiones, en pulcros
restaurantes de precio moderado y, salvo por el abuso de picantes, habían salido
satisfechos en general; pero la realidad era que cuando tenían que decidir dónde
comerían o cenarían, la mayoría de las veces terminaban en un McDonald’s o similar.
Germán miraba con repugnancia la comida expuesta en los puestos callejeros que
salpicaban la acera de la larga avenida.
—No soporto ese olor —dijo a Sonia, suspirando y agarrándola por su estrecha
cintura, acuciándola para que acelerara el paso.
Se preguntaba qué serían aquellas blanquecinas albóndigas que freían por
doquier, y no podía dejar de sorprenderse cada vez que veía a algún tailandés
devorando un cuenco de tallarines en cualquier rincón y a cualquier hora; estaban
siempre comiendo.
Aliviados por haber dejado fuera el infernal ruido del tráfico y el calor pegajoso,
se internaron en el hall del hotel, amplio y engalanado con profusión, que ostentaba
una decoración oriental de dudoso gusto. Se trataba de un edificio de unas ocho
plantas, y aunque constaba de cuatro estrellas, el precio era notablemente inferior a lo
acostumbrado en España.
La recepcionista les saludó juntando las manos como si estuviera rezando e
inclinando la frente hacia delante. Germán correspondió a su sonrisa y le proporcionó

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en inglés el número de la habitación. A pesar del lujo, el hotel no disponía de tarjetas,
sino de llaves tradicionales, denotando quizá que requería una renovación.
La joven se las entregó solícita, e informó a Germán de que alguien había llamado
preguntando por su número de habitación. Algo extrañados, pero concluyendo que la
joven habría confundido su nombre occidental con otro, enfilaron hacia el ascensor.
Una vez dentro Germán contempló a su compañera, agotada, apoyada contra el
cristal. Por el calor y por comodidad, Sonia llevaba una camiseta de tirantes muy
atrevida y unos minúsculos pantalones cortos, y su piel se había bronceado bajo el
tórrido sol ecuatorial, acentuando su atractivo. Germán no pudo reprimir el impulso
de arrimarse a ella y estrujar su pequeño cuerpo entre sus brazos, para enseguida
besarla y manosearla durante la lenta ascensión.
—¿No puedes esperar un minuto a que entremos en la habitación? —murmuró
ella, riendo sensualmente y fingiendo que oponía una leve resistencia, mientras él le
lamía el cuello, de regusto salado.
El ascensor se detuvo y Germán, fastidiado, ineludiblemente tuvo que liberar uno
de los pechos de Sonia, hacia el que se había abierto camino sin mucha oposición.
Avanzaron con ligereza por el pasillo, deseosos, riendo nerviosamente. Ella giró la
llave y entraron. Germán recordó con placer la cama de dos metros de ancho que les
aguardaba. Pasaron el pequeño pasillo, dejando a la izquierda la puerta del baño, y
desembocaron en la amplia estancia. Él andaba hacia atrás mientras Sonia le
empujaba hacia la cama, entre besos y sonrisas traviesas, al tiempo que le
desabrochaba los pantalones y Germán le levantaba la camiseta. Le encantaba lo
rápido que se encendía, contagiándose de su pasión.
De repente Sonia echó una mirada más amplia, quizá para ubicarse, y se quedó de
piedra.
—¿Qué pasa? —preguntó Germán, extrañado, ya sentado en un borde del
inmenso colchón.
Sonia tenía los ojos como platos, miraba por encima de su hombro alternando
nerviosamente entre varias direcciones, y se había llevado la mano a la boca. Él se
volvió para averiguar la causa de su turbación.
Sintió que se le detenía el corazón cuando vio toda la ropa desperdigada sobre la
colcha, junto a todo aquello que no habían aún sacado de las maletas: cargadores de
móvil, folletos turísticos, la consola de videojuegos portátil…
Las maletas, que por la mañana reposaban en el suelo, cada una al lado respectivo
de la cama de su dueño, yacían bocabajo en un rincón, y la moqueta al pie del
armario también la descubrieron poblada caóticamente de prendas de vestir, que
habían estado anteriormente dobladas y ordenadas en estantes y perchas.
Germán contempló con estupor los cajones de las mesillas, volcados asimismo en
el suelo, aunque no habían guardado nada en ellos, excepto un paquete de pañuelos
de papel. Lo primero en lo que pensó Germán fue en el dinero, temiéndose lo peor.
Buscó con la mirada, con el corazón en un puño, la bolsa de plástico donde guardaba

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la ropa para lavar, que halló vacía en el suelo, y los calzoncillos y calcetines sucios en
derredor. Se incorporó de un salto y se arrojó sobre las prendas sucias, levantando los
calcetines y blasfemando.
Por fin dio con él, uno del par más raído y sucio del montón, de deporte, de color
blanco y con la suela ennegrecida. Lo había elegido a propósito para esconder un
pequeño fajo de billetes en su interior, y había resultado una buena idea, porque
permanecía allí. Respiró aliviado, pero solo unos instantes. De un brinco fue hasta la
maleta y la puso derecha. Inmediatamente se confirmaron sus sospechas; en un doble
fondo había ocultado otro fajo, y ya no estaba. Se cercioró bien, rebuscando en cada
recoveco, pero era evidente que lo habían encontrado porque el forro interior de la
maleta presentaba varias rajas.
Sonia hacía las mismas comprobaciones tras recuperar la compostura y observar a
Germán.
—A mí me han quitado el neceser donde guardaba el dinero —informó Sonia con
voz temblorosa, cariacontecida y con los ojos vidriosos, aunque Germán percibió que
era de puro miedo, más que por la pérdida económica.
—A mí me han volado los cinco mil de la maleta. Teníamos que haber pedido
usar la caja fuerte —se reprochó Germán.
No lo habían hecho por no levantar sospechas, pero pensándolo en retrospectiva
el temor era absurdo y habría merecido la pena.
En total Germán calculó que habían perdido unos quince mil. Habían sido
prudentes y dejado la mitad en Madrid, bien escondido en casa de sus respectivos
padres. Un pico importante lo había ingresado cada uno en su cuenta bancaria antes
de salir del país, ignorando las advertencias de Marcos sobre posibles investigaciones
de Hacienda, pero lo habían considerado necesario para poder pagar con tarjeta de
crédito durante el viaje y no tener que llevar tanto en metálico. Aparte de lo que
dejaban en las maletas, cantidad ahora menguada, una buena suma la llevaban
siempre con ellos, a pesar de los riesgos que entrañaba salir a la calle con el dineral; y
otra cantidad la habían dejado escondida en la casa de Martina sin que ella lo supiera,
por si las moscas.
La cuantía perdida no era para ponerse dramáticos, pero sí era ciertamente
preocupante lo que significaba. Porque no se trataba de un robo fortuito perpetrado
por algún delincuente local, de haberlo sido se habrían llevado la consola de
videojuegos y otros objetos de valor. Además, alguien había llamado preguntando por
su número de habitación, de modo que los buscaban, sabían quiénes eran y dónde se
alojaban.
Se las habrían apañado para abrir la cerradura clásica, o habrían conseguido la
llave a través de algún miembro del personal, eso era lo de menos. Pero ¿cómo
podían haber deducido que se hospedaban allí? La única que conocía el hotel era
Martina, la prima de Sonia. ¿Habrían amenazado en Madrid a los padres de Sonia, y
eso les habría guiado hasta Martina? Era improbable que armasen tanto revuelo, a

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Espinosa no le interesaba. Porque únicamente podía haber sido Espinosa o alguno de
los suyos; por alguna razón sabían que habían sido ellos los autores del robo.
Se le cayó el alma a los pies al considerar que podría haber estado totalmente
equivocado. ¿Y si resultara que Espinosa se había hecho con el contenido de las
cintas, de aquellas cámaras de la urbanización que había subestimado, cegado por la
excitación del momento? No cuadraba esa teoría con el fallo que cometieron los
hombres de Espinosa, al dar por buenas las explicaciones de Roberto, exculpándole,
evidenciando que no tenían claro el aspecto de los autores. Pero no se le ocurría otra
manera de que hubieran llegado hasta él. Quizá, al salir del vehículo para llamar al
interfono, se expuso más claramente y fue retratado de forma mucho más precisa que
su amigo…
Era todo realmente confuso; tanto que hubieran dado con su autoría, como sobre
todo que conocieran su paradero, en la otra punta del mundo. Pero se sintió culpable,
porque en sus manos estuvo cancelar la operación cuando advirtió esas malditas
cámaras, antes de llamar al telefonillo. Si les habían pillado por su culpa y le pasaba
algo a Sonia o a sus amigos, nunca se lo perdonaría.
—Bueno, habrá que llamar a la policía, ¿no? —dijo ella, recuperándose del susto.
—Olvídalo. ¿Qué ibas a decirles? Para empezar no se puede entrar en un país con
tal cantidad de dinero, sin declararlo.
Sonia se encogió de hombros.
—Míralo por el lado bueno… Al menos no estábamos aquí cuando han entrado
—lo consoló Sonia, abrazándolo.
Germán se dio cuenta de que Sonia veía aquello como un robo casual, sin ninguna
relación con el asunto de Espinosa, y por eso no estaba apenas afectada.
—Yo creo que eso no ha sido suerte —corrigió Germán—. Quien lo ha hecho no
ha escogido una habitación al azar. Alguien había averiguado que nos alojábamos en
este hotel y en recepción les han dicho el número de la habitación. Finalmente han
esperado a que saliéramos para entrar y buscar el dinero. Su dinero —remarcó—. Ha
sido gente de Espinosa —sentenció.
A Sonia se le demudó la expresión, palideciendo. Le dirigió una mirada
desconsolada, con lágrimas temerosas en los ojos, como esperando alguna
explicación que Germán no tenía, algo que la consolara. En las situaciones difíciles él
siempre tenía alguna ocurrencia, sacaba su ingenio a relucir, y ella lo sabía; pero esta
vez no iba a ser así.
—No me mires así, yo tampoco entiendo nada. —Sintió ganas de llorar solo de
ver la crispación en el rostro de Sonia. Se arrepentía de haberla metido en el lío—. Lo
peor de todo es que si no han encontrado todo lo que esperaban, la próxima vez no se
contentarán con buscar en la habitación: vendrán a por nosotros.
—O peor incluso —añadió Sonia, casi histérica tras ponerse en situación—. ¿Y si
lo buscan en casa de mis padres? ¿O en la tuya?

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Germán confiaba en que no fuera así, pero no lo sabía con certeza. Si le pasara
algo a su madre por su culpa… No quería ni pensarlo. Trató de tranquilizar a su
novia, asegurando que llamarían más tarde a casa para comprobarlo, pero que debían
esperar unas horas para no sacar a sus familiares de la cama. Mientras tanto hicieron
las maletas con la intención de marcharse cuanto antes.
—Hay que avisar a Marcos, esto se ha puesto feo —anunció Germán con
determinación, para infundir algo de tranquilidad—. Y a Roberto. Quiero saber si a
ellos les ha pasado algo. Al igual que saben que fuimos nosotros, es posible que
sepan algo de ellos. Especialmente de Roberto, quizá consiguieran sacarnos de la
grabación de alguna cámara. En cualquier caso, diré a Marcos que ponga en marcha
el plan B.

La pareja salía con buen ánimo del portal donde se ubicaba el piso del notario, en un
elegante edificio decimonónico del paseo de Recoletos, en Madrid. Acababan de
firmar, en una espaciosa sala de techos altos y escayolados y crujiente suelo de
madera, las escrituras y la hipoteca de su nueva casa.
Marcos había esperado a cumplir con el trámite para contárselo a Lorena.
—Me ha llamado Germán desde Tailandia, antes de salir de casa.
—¿Y eso? —preguntó ella, sonriente, pues el día soleado acompañaba—. ¿No
soléis hablar por el WhatsApp?
—Sí, pero eso era antes de que me robaran el móvil.
—Joder, es verdad. Por cierto, ¿a qué esperas para pedir el duplicado? Estoy harta
de no poder localizarte cuando me hace falta —protestó, haciendo alarde de
autoridad.
Marcos asintió, encogiéndose de hombros al mismo tiempo, admitiendo
parcialmente la culpa. Ella sabía perfectamente que en los últimos días, plagados de
contratiempos, no había dispuesto de un momento de respiro.
Cuando llegó a casa, en la noche del hurto, podría haber dedicado un rato a buscar
la caja del móvil, perdida quizá en algún cajón de su armario, o tal vez en el trastero,
junto a sus demás cajas de artilugios electrónicos, como la videoconsola o los
altavoces del home cinema. Una vez en poder de la caja, habría sido fácil encontrar el
código y llamar a la operadora para que anulasen el móvil. Pero pecando de dejadez,
lo aplazó hasta el día siguiente, prometiéndose que se acercaría a una tienda para que
también le hiciesen el duplicado de la tarjeta SIM, y mataría así dos pájaros de un
tiro.
Pero a la mañana siguiente le había llamado Lorena a la oficina, alterada y
preocupada porque la habían llamado los del banco con los que habían acordado la
hipoteca, para notificar que rechazaban la operación. Y solo faltaban unos pocos días
para que se cumpliera el plazo dado por la inmobiliaria para ejecutar la venta, de
forma que se arriesgaban a perder la cantidad entregada en concepto de señal.

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El banco no esgrimió las razones para justificar la repentina marcha atrás, pero
Marcos sostenía que quizá sospechasen por la elevada cantidad que iban a entregar en
metálico, porque la vivienda costaba casi el doble que la hipoteca que habían
solicitado. A la entidad bancaria no debería importarle aquello, pero puede que
barruntaran algo raro y huyesen de participar en operaciones con dinero susceptible
de ser no declarado.
De cualquier modo, no les quedó más remedio que ponerse a buscar de nuevo
financiación, de manera urgente. Descartaban pagar directamente en negro por los
riesgos que implicaría, y era probable además que la constructora se opusiera a
incrementar la ya elevada suma que entregarían en metálico. Llamaron a bancos y
cajas una tras otra, visitaron sucursales y proporcionaron los datos por Internet en las
entidades de banca online, para todo lo cual se vieron obligados a pedir días de
permiso en sus respectivos trabajos.
La tarea resultó complicada, porque los bancos debían estudiarlo con premura y
dar una pronta respuesta, por las exigencias del calendario. Finalmente, tras
momentos de desesperación, lograron que una entidad aceptara sus condiciones, y
una vez firmado el papeleo y en posesión de las llaves, ya podían respirar tranquilos.
—Había otras cosas más prioritarias… Pero a ver si esta tarde me acerco a la
tienda —prometió, con determinación.
Cruzaron por el paso de cebra de la ancha avenida hasta acceder al arbolado
bulevar. Marcos pretendía coger el tren de cercanías en la estación de Recoletos para
regresar a Alcorcón, y Lorena se ofreció a acompañarle hasta la entrada, para luego
subir caminando hasta el metro de Nuevos Ministerios, donde tomaría la línea directa
hasta su oficina en la plaza de España.
La importante arteria madrileña no lucía el verdor acostumbrado porque las
acacias y olmos centenarios ya mudaban las hojas, pero aun así Marcos deseó que no
tuvieran que acudir al trabajo y que pudieran pasear toda la mañana por allí,
disfrutando del agradable día, flanqueados por palacios y museos llenos de historia.
Tras la angustia de los últimos días, se merecían unas horas de distensión. Abstraído,
admiraba el majestuoso edificio neoclásico de la Biblioteca Nacional, al otro lado de
la calle, con sus columnas corintias y las estatuas, una de Alfonso X y otra de un
personaje que no supo identificar, en la escalinata. Consideró que un paseo matutino
y una buena comida completarían un día perfecto, a modo de celebración por la
compra; por fin eran propietarios, algo que unos pocos meses atrás se presentaba casi
imposible… Pero recapacitó y las nubes de su imaginación se ensombrecieron,
sintiéndose incómodo por su dicha, al recordar lo que le había acaecido a Germán.
—El caso es que me ha llamado al fijo de mi casa, ha ocurrido algo serio —
anunció Marcos, repentinamente apesadumbrado.
Puso a Lorena al día de la reciente noticia, y su rostro se contagió de alarma y
temor ante la etapa de incertidumbre que se les avecinaba: habían sido descubiertos.

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Puede que ellos no, pero sí una parte del grupo, y por extensión acabaría
salpicándoles.
—Básicamente —continuó Marcos—, quería saber si a nosotros nos había pasado
algo, o si habíamos notado algo extraño. Cree que si saben que han sido Sonia o él los
autores del robo, pueden haber averiguado algo de nosotros también. Ya le he dicho
que por aquí está todo bien. Él ya ha hablado con su amigo Roberto y no ha notado
tampoco nada raro, ni le han vuelto a molestar los tipos de la otra vez.
Marcos, por su parte, le había contado a Germán lo del móvil, pero no creía que
tuviera relación una cosa con la otra. Incluso lo había narrado restándole importancia,
porque equiparar el robo de su teléfono con el registro de la habitación de su amigo,
un suceso mucho más grave y preocupante, era casi vergonzoso y podría denotar
cierto afán de protagonismo.
—¿Y qué van a hacer?
—Se largan echando ostias de Bangkok.
—¿Y adónde van? ¿Se vuelven a España? —le interrogó Lorena, con tono
lúgubre. El optimismo por la reciente adquisición de su ansiado hogar parecía haberse
desvanecido.
—No, sería ponérselo más fácil. Se van a una isla al sur del país, un lugar
turístico y animado, con fiestas nocturnas en la playa. Les habían hablado muy bien
del lugar los amigos de la prima de Sonia, y por eso querían ir, aunque dudo que
ahora mismo conserven mucho ánimo…
Lorena se mordía el labio inferior, pensativa.
—Tienen que haber pasado un susto enorme, qué miedo…
—Germán está muy nervioso —confirmó Marcos, asintiendo con la cabeza—,
nunca le había visto así.
—Bueno, él debería ser el primero en entender que lo que hemos hecho entrañaba
riesgos… —comentó Lorena, tal vez tratando de consolarse a sí misma.
—Sí, pero cuando no es capaz de encontrar la explicación de algo… No sabe
cómo han descubierto que fueron ellos los del robo, pero asume que es posible, quizá
por alguna cámara que le grabase o porque la mujer de Espinosa tenga una gran
memoria fotográfica y le reconociera por alguna casualidad… —Marcos levantó los
hombros y luego mostró más énfasis—. Pero lo que no entiende de ninguna manera,
y le está volviendo loco, es que hayan dado con su hotel. Poca gente sabía que
estaban en Bangkok, pero es que lo del hotel no lo sabía nadie, excepto ellos y la
prima de Sonia, que los alojó los primeros días, y Germán dice que se lo han
preguntado y que ella asegura que no ha hablado con nadie al respecto.
—Pues sí que es raro. Bueno, si tienen su nombre pueden haber llamado uno por
uno a todos los hoteles de la ciudad…
—No sé —descartó Marcos, con un gesto desdeñoso—, el caso es que Germán
está paranoico. Han llamado incluso a sus familias, pensando que pueden haber
entrado por la fuerza en sus casas, buscando el dinero.

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—Yo no lo veo tan descabellado, seguro que ya saben dónde viven en Madrid. Lo
lógico habría sido que registrasen primero sus casas, antes que ir a buscarles tan
lejos… ¿Y están bien? —Lorena se llevó la mano a la boca, angustiada—. ¡Ay, no
quiero ni pensar que nos pasara algo así a nosotros!
—Sí, tranquila, no les ha pasado nada.
Lorena quedó momentáneamente reflexiva, tal vez estudiando las consecuencias
que podía deparar lo sucedido a Germán y a su novia.
Marcos creyó que era el momento de darle la mala noticia. No le gustaba porque
significaba ponerla al descubierto, desvelando su identidad y enfrentándose al
mismísimo Espinosa, pero era lo que habían acordado con Germán, quien había
asumido muchos más riesgos que ellos.
—También me ha dicho Germán —informó con timidez, mirando al suelo— que
es el momento de poner en marcha lo que él llama «el plan de contingencia…».

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31.

JOAN BELLVER caminaba distraído entre los puestos del mercadillo nocturno de
Patpong. Había descansado toda la tarde en su hotel, echando cabezadas esporádicas,
y al caer la noche le había desaparecido completamente el sueño. Nunca había estado
bajo los efectos del jet lag, y había subestimado sus efectos. Hambriento y desvelado,
había buscado consejo en recepción, a pesar de arriesgarse a no enterarse de nada,
porque su inglés dejaba mucho que desear. Afortunadamente, lo atendió un joven
amable y expresivo que le recomendó un par de sitios para cenar, y a continuación lo
animó a que se diera una vuelta por el turístico mercadillo, señalándoselo en un
mapa.
Sin embargo, la mercancía a la venta —camisetas, bolsos, calzado, objetos
decorativos…— no le había llamado la atención tanto como los locales situados en la
calle adyacente, que en un principio había tomado, por la música que emergía de
ellos y que se entremezclaba, por simples bares o pubs. No habría reparado en la
verdadera naturaleza de los establecimientos de no ser por el anuncio.
Un tailandés se hallaba de pie, estático, junto a la hilera de puestos de ropa del
mercadillo que quedaban enfrente de uno de los locales, con un cartel blanco en una
mano y una amplia sonrisa en la boca. Joan supuso que se trataría de una lista de
precios de consumiciones, pues en el título, en letras grandes y coloridas, figuraba el
nombre y logotipo del bar; pero al aproximarse quedó perplejo al leer que lo que se
exponían eran los precios de distintos servicios sexuales, de los que apenas pudo
entender un par, por estar escritos en inglés.
El hombre le señaló con la mano libre la fachada del pub y Joan observó que
sobre la barra bailaban muchachas orientales muy jóvenes, en ropa interior, que
hacían gestos sensuales y sonreían a los extranjeros que pasaban por la acera para
inducirlos a que entraran. Joan recordó entonces la fama que arrastraba el país
respecto al turismo sexual, aunque nunca hubiera imaginado que estuviera tan a la
vista. Porque siguiendo la hilera de puestos de relojes o zapatillas circulaban manadas
de turistas de todo tipo: recién casados, jóvenes mochileros, familias con niños… Y
en la acera de enfrente se ofrecían hermosas y atrevidas adolescentes, contoneándose
provocativamente.
Pensó en acercarse a echar un vistazo, desde luego que una oportunidad así no la
iba a tener a menudo. Y el material era muy superior a las manoseadas y resabiadas
eslavas del barrio de Velluters en Valencia, o a la artificial go-go que conocía de la
discoteca en la que había trabajado de portero. Contempló, tentado, el fondo del

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siguiente club nocturno, ambientado con una tenue luz rojiza, donde una jovencita se
meneaba en torno a una barra americana… Pero antes debía hablar con Espinosa para
ponerle al día, algo que no le apetecía y que había ido postergando durante todo el
día.
—Algo he recuperado, poco más de diez mil, lo que habían dejado en la
habitación —le contaba, mientras observaba sin mucho interés las falsificaciones de
camisetas de equipos de fútbol, imitaciones realmente logradas.
Con eso escasamente recuperaría Espinosa los gastos de su viaje y sus
emolumentos, pero era lo que había por el momento. Cuando Joan habló con ese tal
Carlos para que le revelara la localización del autor del robo, apenas pudo creer que
fuera cierto. Sin embargo, Espinosa no se anduvo con miramientos y le ordenó que se
fuera buscando billete, a pesar de que Joan le advirtió que le saldría caro, que no le
gustaba viajar y aún menos a la otra punta del mundo.
Tras quedar con Carlos, quien le proporcionó el teléfono, Joan dispuso de una
fugaz estancia en Madrid de día y medio hasta la partida de su vuelo. Aprovechó la
espera para observar con detenimiento y precisión los movimientos del llamado
Germán Guerra en el mapa del teléfono robado. Le habían explicado que en cualquier
momento podría perderse esa funcionalidad, y debía aprovecharla para obtener el
mayor número de detalles posible: alojamiento, rutas habituales, lugares
frecuentados… Gracias a su persistente monitorización de las coordenadas GPS
averiguó el hotel en el que se hospedaba, delatado por los prolongados espacios de
tiempo en los que permanecía el puntito estático, coincidiendo con las horas
nocturnas del país asiático. Una rápida búsqueda en Google de hoteles en esa calle, y
descartando los que se ubicaban a otra altura o numeración, le había dado el nombre
con relativa facilidad.
Una vez aterrizado en Tailandia, esa misma mañana de madrugada, se había
quedado sorprendido al comprobar que el móvil robado seguía funcionando,
delatando la posición de Germán en el mismo hotel. Tal y como había acordado con
Espinosa, lo primero sería inspeccionar sus posesiones en el hotel, cuando su
habitación estuviese desocupada, a ver qué podían sacar antes de levantar la liebre,
antes de que los autores fueran conscientes de que ya no gozaban del anonimato y
pudieran tomar precauciones.
Había dejado pasar los minutos matutinos comprobando regularmente en el
smartphone la ubicación de Germán. Una vez que vio el puntito vagar por el mapa de
Bangkok a una distancia prudencial del hotel —de hecho se había sorprendido de
encontrarse el icono desplazándose lentamente por el río, corriente arriba—, se puso
manos a la obra; con éxito en la ejecución, pero escasa recompensa.
—¿Y te conformas con esa miseria? ¿Qué pasa con el resto?
Joan contestó algo, pero su voz llegó con retardo a Espinosa, que continuó
interrogando y bramando.
—¿Les has perdido el rastro? ¡Seguro que ya han bloqueado el móvil!

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—No, es curioso, pero todavía funciona y puedo ver dónde están… —Tan pronto
como lo dijo Joan se arrepintió, a esas horas podía no estar en lo cierto. Se había
tirado la tarde holgazaneando, adormilado, y no se había preocupado de vigilar dónde
estaban desde hacía varias horas.
—¿Y qué haces que no estás buscándolos? —gritó Espinosa, furioso.
—Eh… quería contarte cómo estaba la situación antes de continuar… —dijo, y se
dio cuenta de que la burda excusa no iba a apaciguar a su jefe, de forma que se
corrigió inmediatamente—. Me pongo en marcha ahora mismo —informó,
aparentando diligencia, y colgó, evitando el rapapolvo.
Echó mano al bolsillo, sacó el otro teléfono, el moderno artilugio robado al amigo
de Germán, y abrió el Google Latitude. Buscó la situación del contacto, de nombre
Germán, que con alivio comprobó que seguía figurando en el mapa, aunque se
hallaba a varios kilómetros de la situación de Joan. Aplicó el zoom y masculló algo
ininteligible entre dientes, profiriendo después una herejía, al percatarse de que el
puntito caía exactamente en el aeropuerto de Suvarnabhumi.
Había metido la pata hasta el fondo, se reprochó. Algo le había hecho creer que
con la brillante actuación en el hotel se podía tomar el resto del día de descanso,
descuidando sus obligaciones. Quizá el agotamiento tras el viaje y el cambio de
horario habían tenido algo de culpa, se consoló. Pero no había tiempo para
lamentarse, había que actuar con rapidez. Si cogían un vuelo y se bloqueaba
finalmente el móvil, ya no sería ni mucho menos fácil cogerlos y obligarles a soltar el
dinero. Y Espinosa se iba a poner hecho una furia.

Sonia y Germán habían postergado la cena porque había tardado en entrarles el


apetito, a causa de los sobresaltos del día. Finalmente habían pedido unos nuggets y
un par de refrescos en un establecimiento de comida rápida, dentro del moderno y
colosal aeropuerto de la capital tailandesa, antes de facturar y entrar en la zona de
embarque. Les sobraba tiempo porque su vuelo, hacia la popular isla de Phuket,
partía pasada la medianoche, y descansar para tomar algo les serviría para hacer
tiempo y tratar de relajarse, recobrar fuerzas y asentar las ideas.
Los acontecimientos recientes habían eclipsado el ánimo de ambos. Ya no
comentaban la suntuosidad del aeropuerto, uno de los mayores del mundo, como les
sucedió cuando arribaron al país, quedándose maravillados. No les importaban ya los
cuatro o cinco pisos que parecía tener, las interminables galerías con altas bóvedas de
cristal y jardines tropicales a los lados, o la infinidad de tiendas y restaurantes que
había en la zona de embarque, que hacía pequeños a muchos de los centros
comerciales que conocían de Madrid. Ni mostraban emoción por las playas
paradisíacas del destino al que se dirigían. Realmente, habían comprado los billetes
con prisa, antes de dejar el hotel, sin estudiar siquiera adónde ir. Simplemente les
urgía salir de la ciudad, y como ese lugar era una posible próxima escala, que ya

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había entrado en sus quinielas, y había vuelos frecuentes y disponibles para esa
misma noche, lo habían escogido sin más demora.
Un rato antes de dejar el hotel, Sonia había perdido los estribos y le había echado
en cara a Germán que no pusieran en marcha el plan, el chantaje que debía haber
acobardado a Espinosa, tras el acoso que sufrió su amigo Roberto, tal y como había
sugerido ella.
—No —se había reafirmado Germán—, eso les habría dado pistas, y en aquel
momento estaban perdidos, dando palos de ciego. De hecho no han vuelto a incordiar
a Roberto, su farsa dio el pego.
—Sí, pero ahora nosotros estamos en peligro —había replicado ella, protestando
exaltada, para lo que Germán no pudo más que esbozar una mueca compasiva.
Sonia se había tranquilizado algo tras hablar con su madre y comprobar que no le
contaba ningún suceso alarmante. No se lo había reconocido a Germán, pero confiaba
en que al que hubieran destapado los gregarios de Espinosa fuera a él, no a ella. Era
lo más probable, dado que ella nunca había estado en su casa ni la podían haber
capturado las cámaras. Era un deseo egoísta, pero, más que por autodefensa, prefería
que fuera así para evitar posibles sustos a su familia. No quería ni imaginarse que
entrara su madre en casa algún día, después de la compra, y se encontrara con todo
patas arriba.
No culpaba a Germán del miedo que la embargaba ante lo que pudiera acontecer.
Ella había aceptado por su cuenta y riesgo participar en el robo. Claro que no pensaba
que las cosas se fueran a torcer tanto, que averiguaran que habían sido ellos y que les
registraran la habitación de un hotel en el lado opuesto del mundo. Y se reconcomía
más aún por la incertidumbre de lo que pudiera pasar a continuación. Germán había
intentado calmarla asegurando que Espinosa dejaría de molestarles cuando Marcos y
su novia pusieran en marcha el chantaje, cuando le presentaran todo lo que sabían de
sus negocios ilícitos junto con una amenaza de hacerlo público. Vagamente se sentía
reconfortada, quizá por la esperanza de que funcionara que transmitía su entusiasta
Germán, aunque tendrían que esperar un día o dos para que Marcos y la otra
prepararan el material y la estrategia… Y a saber qué más podría pasarles mientras
tanto, se lamentó, cabizbaja.
Germán se levantó a depositar la bandeja de plástico con las sobras en la
estantería habilitada para ello. Ella le siguió con la mirada distraída, mientras
serpenteaba entre las mesas, escasamente ocupadas porque ya era tarde. De
casualidad reparó en alguien que la miraba, desde una mesa en un rincón, que apartó
la vista disimuladamente y cogió dos o tres patatas fritas del recipiente de cartón. Era
un varón occidental de complexión robusta, de mediana edad y con barba. No tenía
aspecto de hombre de negocios, y Sonia se preguntó qué haría él solo en el
aeropuerto. Sus sentidos se hallaban alerta, pero no le prestó más atención porque
estaba acostumbrada a las miradas lujuriosas de los hombres.

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—Espera, voy al baño —dijo Sonia cuando Germán regresó a la mesa,
sacudiéndose las manos—. Nos sobra tiempo aún, puede que no hayan abierto ni el
mostrador de facturación.
Germán asintió y se dejó caer cansinamente en la silla, colocándola de forma que
pudiera mantener las maletas a la vista.
El servicio de mujeres, que pertenecía al restaurante, no al aeropuerto, era
pequeño. Tenía un lavabo y tres habitáculos cerrados con retrete, y Sonia apreció que
estaba limpio y bastante nuevo. Se hallaba vacío. Entró en el compartimento del
fondo y colocó papel higiénico sobre la tapa antes de sentarse para orinar.
A los pocos segundos escuchó el muelle de la puerta de entrada y unos pasos
firmes, poco femeninos. No le pareció que se abriera ninguna de las dos puertas
vecinas, ni oyó correr el agua del lavabo. No percibía ningún ruido. Se planteó
agacharse para mirar por el hueco de la puerta, pero se reprochó estar volviéndose
paranoica y, negando con la cabeza, se obligó a creer que habría alguien retocándose
frente al espejo. Sin conceder al hecho más importancia, terminó y tiró de la cadena.
Cuando descorrió el pestillo, dispuesta a salir, la puerta experimentó una fuerte
sacudida hacia dentro que le golpeó la mano y la impulsó hacia atrás. Al instante, un
hombre se abalanzó sobre ella y le tapó la boca, agarrándola violentamente con el
otro brazo por el cuello, asfixiándola. La empujó hacia dentro y cerró la puerta con la
pierna. Sonia, presa del pánico, mantenía los brazos libres y le sacudía repetidamente
por doquier, sin consecuencia aparente, al igual que, fuera de sí, se esforzaba para
gritar a todo pulmón, inútilmente debido a la mano que la amordazaba.
El hombre, al que reconoció como el vigoroso occidental de barba bien recortada
que la había estado observando antes con mirada lasciva, se sentó sobre la taza y la
arrastró, propinándole una patada barredora en las pantorrillas para hacer que
perdiera el equilibrio y cayera sobre él. Inmediatamente Sonia notó un objeto
punzante, que no podía ver, que se le clavaba bajo un ojo.
Una ola de pavor la envolvió. Ya solo podía patalear al aire y codear
aleatoriamente hacia el hombre que la retenía por detrás. Con una mano le presionaba
la boca fuertemente y con la otra le clavaba algo en la cara. Sus codazos no surtían
ningún efecto porque aquel bastardo debía de pesar el doble que ella.
—Eres una monada, ¿verdad? —susurró el hombre en su oído—. Pues ahora te
voy a quitar la mano de la boca, y si quieres conservar el ojo no te vas a mover ni vas
a gritar. ¿Estás de acuerdo? ¿No querrás que te lo saque y estropeemos esta carita tan
dulce?
Sonia instintivamente negó con la cabeza, y después rectificó, asintiendo para
mostrarse de acuerdo. Él retiró lentamente la mano y la trasladó a la cintura de la
joven, por donde la agarró con firmeza, para evitar que tratara de huir.
—Muy bien. Ahora me vas a decir dónde está el dinero.
Entonces era eso, entendió Sonia. Con el susto y la rapidez del acontecimiento no
había tenido tiempo de razonarlo, habiéndose creído víctima de una agresión sexual.

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En cierto modo sintió un ligero alivio; pero cuando el hombre hincó más el objeto
afilado, para apremiarla, y ella sintió la presión en la parte inferior del globo ocular,
el pánico la devolvió a la cruda realidad.
Deseó que entrara alguien, fuese quien fuese, y gritaría con todas sus fuerzas.
Estaba aterrada, pero no creyó que el hombre fuese capaz de cumplir tan macabra
amenaza, especialmente porque se llenaría de sangre y resultaría demasiado llamativo
en un aeropuerto. Reunió arrestos para vencer su propia debilidad, pues había que
evitar confesar.
—Germán vendrá enseguida a ver por qué tardo tanto —anunció, a la
desesperada.
—Contesta —le espetó con creciente ansiedad, ignorando la intimidación de
Sonia. Ella sentía su repugnante aliento muy cerca—. ¿Dónde está el dinero?
Juntó algo más de coraje y pensó en disimular, confiando en hacerle creer que ella
no estaba involucrada y que era todo cosa de Germán.
—¿Qué dinero? —Apenas le salieron las palabras.
—No te hagas la tonta —susurró con enconada exasperación y agresividad.
Aplicó un poco más de presión y Sonia sintió un pinchazo, al tiempo que notaba unas
gotas de cálida sangre que se deslizaban por su mejilla.
Eso dinamitó el poco valor que le restaba.
—Vale, vale —sollozó—. Hay parte en las maletas y en mi bolso, pero la mayoría
está en el banco, en varias cuentas.
A propósito omitió que había una importante cantidad en casa de sus padres, así
como lo dejado en casa de su prima, que ni siquiera sabía aún que se marchaban de la
ciudad.
El asaltante aflojó la presión y le hizo detallar los bancos y las cantidades, además
del total que sumaría lo que habría en torno a la mesa del restaurante. Quedó
pensativo unos segundos, calculando, y finalmente negó con la cabeza, incrédulo.
—¿Me tomas el pelo? ¡Eso no es ni un cuarto de lo que le robasteis! —exclamó
con renovada furia, silenciando a duras penas el tono.
Sonia percibió más presión e inmediatamente se agudizó el dolor. La sangre brotó
de nuevo, escurriendo hasta la barbilla.
—¡No fuimos solo nosotros! —No había querido decirlo, pero no pudo evitarlo.
El matón de Espinosa lanzó un improperio y apartó el objeto lacerante. Se llevó la
mano al escaso pelo y miró al suelo, reflexionando. Parecía desconcertado, aquella
noticia debía de complicar mucho sus intenciones.
—Bueno, luego hablamos de los demás —anunció, malhumorado—. Vamos a
arreglar lo vuestro primero… ¿Llevas el móvil? Marca el número de tu amiguito —
ordenó, volviendo a acercar el metal hiriente al suave y bronceado cutis de Sonia.

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Germán ya se preguntaba qué estaría haciendo Sonia en el baño tanto tiempo, cuando
le sonó la melodía de Metallica que usaba de tono en el teléfono. Era Sonia. Aquello
le alarmó, no tenía sentido que lo llamase estando a unos pocos metros, y más
teniendo en cuenta la tarifa que aplicaría a sus aparatos españoles en roaming.
—¿Qué pasa? —preguntó, con el ceño fruncido.
Al escuchar una voz masculina le sobrevino un sudor frío.
—Escucha atentamente —se oyó una voz ahogada, apenas un susurro—. Si no
quieres que le pase nada a tu chica, vas a hacer lo que yo te diga. Para empezar,
quédate en la mesa y busca un boli.
Germán, instintivamente, se puso de pie de un brinco y se encaminó hacia los
aseos.
—¿Quién eres? ¿Qué le has hecho a Sonia? —vociferó, alterado.
Alguna mirada de los ocupantes de mesas vecinas se volvió hacia él, simplemente
atraídos por el tono elevado, porque no tenían pinta de entender castellano.
—Soy yo, Germán, me tiene… —gimoteó Sonia, con la voz entrecortada—. Haz
lo que te dice…
Oyó sollozar a Sonia por el auricular, mientras una inmensa furia se extendía en
forma de ardor por sus venas. Inmediatamente retornó la amenazadora voz del
hombre:
—Bueno, ya la has oído. No te hagas el valiente y todo saldrá bien. Es vuestra
única oportunidad de que se os perdone la vida.
Germán quedó paralizado e indeciso. Sentía unas ganas incontrolables de ir al
lavabo de señoras a auxiliarla; aunque tal vez se la hubiera llevado a otro sitio, y
además podría empeorar las cosas, de modo que se obligó a apoyarse en la pared y
escuchar, a la expectativa.
—Vas a sacar todo el dinero que escondéis en las maletas y en el bolso de la
chica, que ya sabes que se ha dejado en la mesa, y me lo vas a traer. Sin trucos, ya sé
exactamente la cantidad que lleváis encima.
Germán exhaló un gruñido de asentimiento.
A continuación el esbirro de Espinosa le dio instrucciones. Debía entrar en el
retrete central del aseo de señoras y deslizar el dinero hasta el compartimento
contiguo, el del fondo, por el hueco que quedaba bajo el tabique separador.
De repente enmudeció, coincidiendo, según observó Germán desde la distancia,
con la visita al servicio de una señora. Un par de minutos después, cuando hubo
salido, prosiguió. Explicó que después le daría más detalles: un número de cuenta a la
que debía transferir las sumas que Sonia había reconocido que tenían en bancos. Le
ordenó que trajera un bolígrafo para apuntarlo.
El energúmeno terminó amenazante, exigiendo rapidez, asegurando que si tardaba
o sospechaba algo lo pagaría con ella. Colgó sin admitir preguntas y Germán regresó
a la mesa, abatido. Resignado, abrió la maleta y rebuscó el calcetín sucio donde
escondía el dinero. Consideró que todo había sido un completo fracaso. La única

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solución era no empeorar más las cosas y devolver la pasta, no quería que le hiciera
nada malo a Sonia. Se recriminó haber urdido lo del robo y haber arrastrado con él a
Sonia. Y a los demás, porque tarde o temprano darían con ellos, eso si Sonia no había
sido forzada ya a delatarles.
Mientras reunía el dinero reflexionó y dedujo que el hombre que retenía a Sonia
estaba solo. Ella había dicho «me tiene», en singular. Sin duda era el mismo que
había irrumpido en su habitación del hotel, y que ahora la retenía contra su voluntad,
quizá con una pistola apuntada a su sien. Porque si Espinosa hubiera enviado a más
de uno, los habrían asaltado a la vez, en cualquier otro momento o lugar, no habrían
esperado a que se separaran para atacar a su frágil e indefensa enamorada. Quizá no
eran tan poderosos como parecía, ni ellos mismos tan vulnerables.
Con la mente embotada por la tensión y los nervios, hizo un esfuerzo por pensar
en algo que no fuera simplemente rendirse a ese canalla y perderlo todo. Descartó
acudir a la policía, pues desconocía lo que podría ser capaz de hacerle a Sonia cuando
aporrearan la puerta y se sintiera acorralado y engañado. Tenía que pensar, y rápido,
en alguna estrategia que no la pusiera en riesgo, o al menos que este fuera asumible…
Volvió a ocultar el grueso del dinero en la maleta, pero se quedó con un par de
billetes de cien en la mano y con la goma elástica que los enroscaba. Recubrió con
ambos billetes el fajo de servilletas que había en la mesa, y lo enrolló y sujetó con la
goma. El cilindro resultante, con los billetes verdaderos en la capa más externa,
pasaría por un genuino e irresistible rollo de dinero.
Se lo guardó en un bolsillo y se acercó distraídamente al restaurante vecino, de
comida americana y carne a la parrilla, y ojeó las mesas, pues donde habían cenado
no daban cubiertos. Buscaba un cuchillo, o un tenedor en su defecto, pero ¿lo
encontraría? No podía demorarse mucho más, y al fin y al cabo estaba en un
aeropuerto.
Afortunadamente, no tardó en toparse con una mesa en la que quedaban las
sobras aún por recoger, y se hizo disimuladamente con un cuchillo, de sierra y buena
punta, aprovechando un momento en que los camareros no rondaban. Se alegró de
hallarse aún en la zona exterior del aeropuerto, porque con seguridad que no habría
cuchillos sueltos en los establecimientos ubicados dentro de la zona de embarque.
Con determinación se dirigió al servicio de señoras, abandonando sus maletas.
Entró con decisión, con el cuchillo en un bolsillo de las bermudas. Halló la estancia
vacía, y de las tres puertas de los váteres solo se encontraba cerrada la del fondo.
Siguiendo las directrices del sicario de Espinosa, y con el corazón saliéndose de su
pecho, entró en la cabina central, cerró la puerta y se sentó.
—Aquí dejo el dinero —informó, sacándose el tosco cilindro de papel del bolsillo
y depositándolo en el suelo, justo bajo la pared divisoria de ambos cubículos. Fingió
un deje de victimismo en la voz, como si estuviera al borde de derrumbarse,
totalmente entregado.
—Lánzalo más adentro —ordenó una voz al otro lado del tabique prefabricado.

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Germán ignoró lo dicho y se levantó, abrió la puerta y salió del compartimento.
Dio unos pasos hasta la zona del lavabo, frente a las tres puertas.
—¿Adónde vas? —dijo el hombre con acritud, tras la puerta cerrada del retrete
del fondo.
Germán hizo de nuevo caso omiso y continuó hasta la puerta de entrada. La abrió
y dejó que se cerrara sonoramente, impulsada por el muelle, pero permaneció dentro,
inmóvil. Quería hacerle creer que había salido del aseo, tal vez traicionado por los
nervios, que le habrían hecho abortar el plan previsto, o porque hubiera entendido
mal las instrucciones.
Volvió, silenciosamente de puntillas, hasta la zona del lavabo, frente al váter
central, que seguía con la puerta abierta. Desde esa posición no se le verían los pies
por el hueco de debajo de la puerta, y tenía bien a la vista el rollo de supuesto dinero.
—¿Tu amigo es tonto o se lo hace? —exclamó el hombre al otro lado de su
puerta, encolerizado.
Germán escuchó los sollozos de Sonia, que se preguntaría por qué se había
largado; podría incluso pensar que la había abandonado a su suerte.
—Supongo que volverá ahora… Si no, puedes llamarle y decirle lo de la
transferencia por teléfono.
Germán aguardó en silencio, sin moverse. El hombre parecía dubitativo, pero
Germán confiaba en que en cualquier momento se agacharía y estiraría el brazo para
recoger el dinero. Tarde o temprano lo haría, no podría resistir la tentación de
recuperar algo de lo robado a su jefe, tan tentadoramente cerca y a la vista.
—Joder… —se escuchó tras unos segundos de tensa espera, y a continuación un
leve gemido de esfuerzo para cambiar de postura.
Era el momento. Una mano grande se asomó por debajo, acercándose al rollo de
servilletas camuflado. Germán, empuñando el cuchillo, se lanzó con un salto felino
hacia el suelo del váter central, clavándolo con fuerza en la mano que ya atenazaba el
dinero. Con el impulso y el peso de su cuerpo al caer, la inserción fue profunda,
atravesando la parte central del dorso, huesos o cartílagos incluidos, y clavándose en
el suelo de linóleo. Brotó sangre abundante, al tiempo que el matón lanzaba un grito
desgarrado.
—¡Sonia, escapa! —ordenó Germán.
Esperaba que con la confusión, la postura forzada y con una sola mano libre, el
tipo no pudiera retenerla, ni dispararla o dañarla con lo que fuera que esgrimiera. Y si
no salía inmediatamente tiraría la puerta abajo.
Pero ella no tardó en entender que era su oportunidad, porque enseguida se oyó el
pestillo. Germán, que todavía apretaba el cuchillo, aprisionando la extremidad
sanguinolenta contra el suelo, lo soltó y se incorporó en cuanto la vio salir.
Sonia se había quedado junto al lavabo, indecisa, abrumada y superada por los
acontecimientos, con la mirada perdida en el cuchillo clavado en la mano de su
captor. Tenía la tez pálida y le sangraba algo bajo el ojo, pero no parecía grave. El

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matón blasfemaba entre quejidos de dolor. Parecía más preocupado por su mano que
por ellos.
Salieron de allí, él guiándola con premura, con el brazo sobre sus hombros, hasta
las maletas, que por fortuna seguían en torno a la mesa. De camino le limpió la
sangre con un pañuelo de papel, pues no quería llamar la atención.
—Hay que pedir ayuda, llamar a la policía —musitaba ella, esforzándose por
controlar las lágrimas. Todavía temblaba de pánico.
—No, nos meteríamos en un lío. Vamos a embarcar, cogeremos ese vuelo.
—Quiero volver a casa, con mis padres…
Germán ignoró sus lamentos, que consideró irracionales, pero comprensibles,
provocados por haber estado sometida a ese cabrón sin escrúpulos. Volver a España
significaría poner en peligro a su familia, además de facilitarles las cosas a los
hombres de Espinosa, que vigilarían sus viviendas. Tenían que aguantar en paradero
desconocido y esperar a que Marcos y su novia aplicaran el plan, y que funcionase,
para que Espinosa ordenase que los dejasen en paz. Lo mejor que podían hacer era
salir de Bangkok, poner tierra de por medio, aprovechando el billete que ya poseían,
que habían comprado por Internet solo unas horas antes, y de lo cual nadie sabía
nada.
Miró hacia atrás mientras recogían el equipaje. El tipo no había salido del baño.
Le llevaría un rato hacerse un apaño en la mano para no generar un escándalo en el
exterior, con tanta sangre. Y seguramente necesitase buscar ayuda médica a
continuación, por lo que era factible coger el vuelo sin que el otro se enterase ni de
adónde iban.
Antes de partir hacia los mostradores de facturación, se le ocurrió que podían
ganar algo de tiempo adicional. Se acercó a un camarero y le explicó, en inglés, que
había un hombre en el lavabo de señoras que había asustado a su novia. Germán la
señaló y el empleado apreció la conmocionada expresión de Sonia, sentada junto a la
mesa, cabizbaja. El joven asiático asintió y se dirigió con decisión al mostrador,
probablemente para comentarlo con el encargado o para que avisaran a seguridad.
Pero Germán no esperó acontecimientos. Volvió junto a su pareja y
desaparecieron de la escena.

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32.

MARCOS revisaba, sentado frente al escritorio de su habitación, toda la


información que habían aglutinado sobre los trapos sucios de Espinosa. Hacía tiempo
que no conseguían nada nuevo. Ya no podían leer sus e-mails porque su cuenta de
correo había sido cancelada, o Espinosa había cambiado la contraseña. Y ya no usaba
su portátil, o bien lo había formateado o se había deshecho del troyano, porque en el
servidor de intercambio de ficheros del trabajo nunca encontraba ya nada, no había
transcripciones de las teclas pulsadas por Espinosa en su ordenador, como en el
pasado. Todo ello evidenciaba que en algún momento había sospechado algo y había
abandonado los medios electrónicos habituales.
Pero aun así disponían de un buen número de pruebas que podrían bastar para
intimidarle. Varios correos en los que quedaba constancia del contrabando,
intercambiados con alguien que usaba un seudónimo: pedidos de especies de
animales, cantidades, precios, fechas de entrega, desavenencias con redes de
comercialización… Otro puñado de e-mails eran los enviados por ese tal Joan
Bellver, siempre pidiendo instrucciones o informando de actuaciones. Parecía el
hombre de confianza de Espinosa, encargado de rudimentarias labores como
amenazas o extorsiones, así como de la supervisión del personal, de las piezas más
bajas del engranaje.
Y luego estaban las difusas imágenes que habían extraído de los impulsos
cerebrales del mismo Espinosa, de lo más recóndito de su memoria. Las había
imprimido todas en papel. En general no se veían muy bien, pero podrían contribuir a
asustarlo. Si se las presentaban de manera convincente, tal vez le harían creer que
alguna de las escenas había sido grabada en vídeo, lo cual sería una prueba mucho
más efectiva y contundente que un puñado de correos electrónicos anónimos.
Entre las imágenes más significativas contaban con las del hombre atado y en
apariencia brutalmente golpeado. Además, por la coincidencia en fechas lo ligaban a
uno de los correos de Joan Bellver, en el que afirmaba que la víctima se hallaba en
coma. Tal vez podrían hacerle ver que aquello denotaba de manera fehaciente que su
secuaz le informaba sobre el suceso, evidenciando que el propio Espinosa había sido
el instigador y responsable.
Recogió los papeles y los insertó en una carpeta. Lorena iba a pasar a buscarlo
enseguida, en cuanto regresara del trabajo y recogiese el coche, que aparcaba cerca de
la boca de metro. Ella había tenido que salir más tarde de lo habitual para compensar

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el tiempo que se había retrasado debido a la firma de las escrituras. El jefe de Marcos,
sin embargo, había sido más benevolente y no le había hecho recuperar las horas.
Lorena y él iban a acercarse a su nueva casa, un coqueto chalé no muy grande,
pero acogedor, en Villaviciosa de Odón, una localidad vecina a Alcorcón, más
pequeña y agradable, compuesta principalmente de viviendas unifamiliares o
edificios de poca altura, muy diferente a las ciudades dormitorio que rodean la
capital, plagadas de bloques altos de viviendas y sin encanto alguno. Su primera
intención había sido medir el dormitorio y el salón para comenzar a mirar muebles y
pensar cómo distribuirlos. Pero más importante para Marcos era revisar con ella el
material que acababa de estudiar, planear la estrategia y practicar. Harían incluso una
simulación, tomando él el papel de Espinosa.
Confiaba en ella, pero sentía un hormigueo de intranquilidad, incluso de
culpabilidad. Preferiría hacerlo él, presentarse ante Espinosa y plantarle cara. Pero en
su día Germán se empeñó en que lo hiciera ella, aduciendo que sería más efectiva una
voz femenina, y que además el anonimato era importante; Espinosa podría haber
visto casualmente a Marcos en Synphalabs, y por eso solo quedaría Lorena. Poco le
importaría ya el anonimato a Germán, pensó Marcos, tras lo sucedido en su hotel…
—Me ha llamado Germán —informó Lorena, en cuanto Marcos se subió al
impoluto vehículo—. Dice que le llames, que es urgente.
—¿Ahora? Allí debe de ser bastante tarde, ¿no?
—Creo que no le importa, deben estar en el aeropuerto, esperando un vuelo, o en
el de destino, no le he entendido bien. Pero no me ha dado buena espina…

Había sido un vuelo incómodo, de una hora larga, hasta la isla tailandesa de Phuket,
un enclave turístico al sur del país. Pero no incómodo por una atmósfera inestable o
por retrasos, sino por las miradas inquisitivas e indiscretas que les habían dedicado a
Sonia y a él, tanto el personal de facturación y las azafatas, como algún pasajero. Ya
no sangraba la herida de la cara de Sonia, pero quizá eran también provocadas por la
honda aflicción que se reflejaba en el semblante de la joven. Germán, por su parte, se
había sentido molesto porque cada vez que la miraban a ella, a continuación se
volvían hacia él, como preguntándose si sería un maltratador que la hubiera golpeado
en el ojo, escrutando su expresión en busca de algún síntoma de culpabilidad.
Detestaba que lo mirasen mal, y sabía perfectamente cuándo ocurría. Durante
toda la vida lo había soportado debido a su aspecto desaliñado. Ya cuando era niño
las madres de sus amigos, en los cumpleaños, le dedicaban despectivas ojeadas de
arriba abajo, porque solía ir más sucio que el resto, despeinado o con agujeros en las
rodilleras de los pantalones. Desde la adolescencia había pagado su pinta poco
convencional, especialmente cuando llevó el pelo largo, fraguándose enemistades con
los profesores más estrictos, o padeciendo las suspicacias del personal de seguridad
de supermercados y discotecas.

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Mientras esperaban frente a la cinta transportadora que les devolvería el equipaje,
con caras de sueño, desolación y desánimo, Germán había decidido llamar a Marcos.
Quería contarle el desgraciado suceso, que entendiera la gravedad de la situación, y
apremiarlo para que pusiera en marcha el plan cuanto antes.
Sin embargo, los tonos de llamada habían quedado sin contestación, al igual que
en los últimos intentos, y Germán concluyó que, extrañamente, Marcos seguía sin
teléfono móvil, pero quien se lo hubiera robado lo mantenía encendido y con la
misma tarjeta. Resignado, había llamado a Lorena. En España era por la tarde y era
más probable que se encontrase con ella, antes que en casa. Ella le había contestado
que no estaba con él, pero que pronto le vería, de modo que esperaba su llamada en
cualquier momento.
Se arrastraron alicaídos hasta el mostrador para pedir un taxi, de lo poco que
quedaba abierto en la pequeña terminal. Germán seguía dándole vueltas a la gran
duda que le absorbía, algo que no se había quitado de la cabeza en todo el viaje:
¿cómo había podido encontrarles de nuevo, esta vez en el aeropuerto? La única
explicación plausible era que les hubiera seguido desde el hotel, pero se resistía a
darla por buena y conformarse, presentía que algo no cuadraba.
Hundido Germán en sus cavilaciones, salieron al oscuro y cálido exterior con el
papel que indicaba el hotel de destino y la cantidad en bahts que habrían de pagar al
taxista. Por lo que les habían contado, era recomendable coger un taxi asociado a la
agencia del aeropuerto, que contaba con baremos de precios cerrados. De hacerlo por
su cuenta era altamente probable que les timaran.
Cuando se montó en la parte trasera del vehículo —japonés, como la inmensa
mayoría—, junto a la silenciosa Sonia, algo le llamó más la atención que la situación
del volante, situado en el lado derecho, como en los coches ingleses, a lo que ya se
estaba acostumbrando. Y aquello fue el aparatito de GPS pegado con una ventosa en
el centro del parabrisas, una imagen que activó alguna extraña asociación en su
subconsciente. Se concentró y una bombilla se encendió en su cabeza, que a su vez
hizo que una sospecha fraguara.
Sacó el smartphone, abrió el Google Latitude y arrastró con ansiedad el dedo
sobre la pantalla táctil, buscando la localización del teléfono robado de Marcos.
Efectivamente, su presentimiento se hizo realidad y experimentó cómo se le helaba la
sangre. Exclamó un taco, que provocó que tanto Sonia como el taxista lo miraran de
reojo.
El icono debería haberse situado sobre algún lugar de Madrid o alrededores, en la
casa del ratero que se lo robó o de quien se lo hubiera comprado al ladrón, pero no; el
punto estaba fijo y mucho más cerca, en la ciudad que acababan de abandonar:
Bangkok. El cabrón tenía el teléfono de Marcos y lo usaba para localizarles,
aprovechando la aplicación que ambos tenían instalada, que compartía la posición
GPS del aparato. Eso explicaba que no lo apagase y que mantuviera el mismo número
y tarjeta, porque mientras el idiota de Marcos no lo bloqueara, gozaría de su

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localización en tiempo real. Por eso les había encontrado con tanta facilidad,
concluyó con rabia contenida. ¡Cómo podían haber sido tan ingenuos! Germán
reconocía su propia culpa, por haber olvidado desactivar la aplicación, pero Marcos
debería haber caído en la cuenta, tras el robo, de que gracias al teléfono de Germán
podía haber ubicado su propio aparato y seguirle la pista o denunciarlo.
Sintió el impulso de apagarlo inmediatamente, para que no descubriera su nueva
ubicación, si es que no la había visto ya. Probablemente aún no, dado que durante el
vuelo el teléfono se había mantenido desconectado. Pero justo en ese momento sonó
el timbre, era Lorena; sin duda Marcos, que devolvía la llamada.
Germán le relató el episodio del aeropuerto, haciendo hincapié en la gravedad de
la situación. Marcos se limitó a emitir murmullos compasivos, y aceptó que el mismo
día siguiente Lorena se pusiera en contacto con Espinosa para tratar de chantajearlo y
detener las agresiones de su hombre.
Germán dejó para el final el asunto del teléfono.
—Tío, ¿cuándo cojones piensas decir que te han robado el puto móvil? —le
abroncó, sin disimular resentimiento.
—Bueno —contestó Marcos, ostensiblemente extrañado por la hostilidad de la
pregunta—, esta tarde mismo pensaba hacerlo, nos íbamos a pasar por la tienda…
¿Pero a ti qué más te da?
Germán le explicó con detalle que les habían encontrado gracias a su teléfono.
—Vaya, qué putada —contestó Marcos, sorprendido—. La verdad es que ni me
acordaba de eso del GPS…
Se mantuvo en silencio unos instantes, pensativo.
—Entonces, quien me lo robó… ¿era premeditado? —se preguntó Marcos.
—Claro, lo haría alguien de Espinosa.
—Entonces también saben que estoy en el ajo, nosotros también estamos en
peligro… —concluyó Marcos, alarmado.
—No creo, si fuera así ya lo habríais comprobado.
Germán añadió que Sonia había tenido que admitir al agresor que el robo lo
habían planeado entre unos cuantos, pero no había llegado a revelar los nombres de
los demás, a lo que Marcos respondió con un suspiro de alivio.
—¿Y cómo sabían —preguntó Marcos— que con mi móvil se puede ver tu
posición, que usamos esa aplicación?
—No lo sé, tío. Alguien que conocemos, o que nos ha visto usarlo o hacer
coñas…
Germán pensó en que solo se veían en la oficina, por lo que tenía que haber sido
alguien del trabajo. Pero poco importaba eso, la prioridad era que el tipo de Bangkok
dejara de saber dónde estaban. Cuanto antes colgara y desconectara, mejor.
—Bueno, ya hablaremos. Quiero apagar el móvil, o al menos desactivar lo del
GPS. Espero que no sea tarde…
—¿Aún tienes activado el Latitude? ¿Estás loco?

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—Joder, me acababa de dar cuenta cuando me has llamado —protestó Germán.
—Vale, vale. Yo ahora mismo voy a la tienda a que bloqueen el mío.
—Y mañana sin falta ponéis en marcha el plan —reiteró de nuevo Germán—, hay
que conseguir que Espinosa se acojone y que le pare los pies al loco este. Sonia está
muy afectada…
Echó una mirada a su lado y contempló con lástima a la chica acurrucada contra
su brazo. El taxi llevaba el aire acondicionado a tope, a pesar de ser de noche. Debía
de tratarse de una manía endémica en el país. En el rostro de Sonia se perfiló una
exigua sonrisa.
—De acuerdo —contestó Marcos, con intención de finiquitar la conversación—.
Venga, ánimo…
Germán quedó en silencio unos segundos. ¿No sería un error? Eso es lo que ellos
esperarían que hicieran…
—Un momento —soltó Germán—. Se me ocurre algo. De momento no bloquees
el móvil, no hagas nada. Yo tampoco voy a desactivar lo del GPS.
—¿Qué? —se extrañó Marcos, que cuestionaba la decisión.
Sonia levantó la cabeza y lo observó, curiosa y alarmada al mismo tiempo. No
obstante, gracias a los destellos de luz que entraban con intermitencia de las farolas o
carteles luminosos que pasaban, pudo ver de nuevo esa mirada llena de esperanza que
le había dedicado en ocasiones pasadas. Tal vez seguía confiando en él, y eso le
infundió moral.
—Yo también puedo saber dónde está él, sé que sigue en Bangkok. Y él eso no lo
sabe.
—Vale, pero sigue sabiendo dónde estáis, ¡va a ir a por vosotros!
—Depende de si mañana Espinosa acepta el trato o no. Pero supón que lo
rechaza. Estaríamos condenados, al menos Sonia y yo de momento, a seguir siempre
asustados, mirando atrás, con miedo de que alguien nos siga, de que nos secuestren,
nos roben o… —prefirió omitir el fatídico final—. Prefiero ver si nos sigue o no,
tenerlo controlado.
Marcos emitió un sonido de entendimiento, pero no parecía muy convencido.
—Además —continuó Germán, persuasivo—, si el chantaje funciona, si Espinosa
se acojona y acepta, será una buena manera de comprobar si es verdad o si va de
farol. Si le ordena dejarnos en paz, veré que se vuelve a España, o más
probablemente dejaré de ver su localización, porque se deshará del móvil, o lo
apagará y le cambiará la tarjeta.
—Bueno, como quieras —contestó Marcos con resignación.
—Ya mañana hablaremos, a ver cómo han ido las cosas. Pero de momento no
canceles el móvil ni pidas duplicado de tu tarjeta ni nada, ¿vale?

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33.

EL teléfono de su escritorio sonó y por la extensión reflejada en la pantallita de


cristal líquido supo que la llamada procedía de su secretaria. Pulsó el botón para
contestar sin descolgar el auricular.
—Señor Espinosa, llaman de recepción —informó una voz melosa por el altavoz
—. Una señorita de nombre Sandra López desea verle.
—No la conozco, dale largas —le espetó, presionando la tecla con el icono rojo
para finalizar la comunicación.
Casi todos los días acudía algún comercial a tratar de vender algo. Leían su
nombre en la página web o en la lista de asistentes a alguna convención, y se
acercaban a probar suerte, a ver si podían endosarle algún servicio para la empresa,
ya fuera algo sobre gestión y consultoría financiera o legal, una reestructuración del
sistema informático o incluso una contrata alternativa más ventajosa de las máquinas
de café. Otras veces las visitas eran simplemente de algún desesperado para entregar
el currículo. Por alguna razón pensaban que por dejárselo en persona a un directivo
iban a tener más posibilidades, cuando en realidad causaban el efecto contrario.
Su único consuelo era que no era el único que sufría tal acoso. Su socio David
Hernando o el jefe de recursos humanos, entre otros, también solían tener que lidiar
con tales molestias. Él simplemente, por norma, rechazaba las visitas de
desconocidos no concertadas con anterioridad, aunque sus colegas directivos, más
piadosos, de vez en cuando consentían atender a alguien.
Momentos después llamó la secretaria nuevamente.
—Disculpe, señor Espinosa, pero me dice el conserje que la señorita insiste, y
anuncia que viene a tratar el tema del contrabando, que es de suma importancia. —La
secretaria parecía extrañada por el argumento esgrimido, además de temerosa por
importunar a su jefe de nuevo—. ¿Quiere que avise a seguridad?
Maldijo en su interior. Espinosa se había temido durante años que algo así
ocurriera. Alguien que había colaborado en alguna tarea de poca monta, involucrado
en su negocio clandestino, o que sabía algo por cualquier motivo, y venía a hacerle
chantaje, a ver qué podía sacar. De hecho, la amenaza se había cernido ya en alguna
ocasión, pero Joan había sofocado la insurgencia con rapidez.
La situación le inquietaba, y tratarla en la empresa, en su despacho, era peligroso
y le disgustaba profundamente, pero no tenía más remedio. No podía arriesgarse a
que tirara de la manta, o que se pusiera a gritar lo que fuera que supiera a los cuatro
vientos, allí en la puerta del edificio.

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—Que suba.
Un par de minutos después su atractiva secretaria llamó a la puerta e hizo pasar a
esa tal señorita López, para inmediatamente dejarles solos con una sonrisa servil.
La joven llevaba unas gafas grandes de sol y un discreto pañuelo color crema que
le cubría casi toda la cabeza, del mismo tono que la blusa que se intuía bajo la
chaqueta blazer. La falda completaba el traje, que llegaba a la altura de la rodilla, de
color gris oscuro y con finas rayas verticales blancas. No calzaba zapatos de tacón, tal
vez porque era bastante alta, y en un brazo llevaba el abrigo y en el otro su bolso,
junto con una carpeta.
Espinosa le acercó su única mano, de pie, sin moverse de su lado de la mesa y sin
sonreír, y ella se la estrechó precipitadamente.
—Siéntese, por favor —ofreció Espinosa, haciendo un ímprobo esfuerzo por
ocultar su resentimiento.
Por lo que alcanzaba a ver de su rostro diría que no era hermosa, pero era esbelta
y gozaba de andares muy femeninos. Apreció que era más joven que lo que pretendía
aparentar con esa forma de vestir, más propia de una directiva de mediana edad.
Antes de que dijera nada, apostó a que sería la novia o compañera de algún
camionero o mozo de almacén que había visto más de la cuenta en alguna partida, y
ahora quería sacar provecho.
Ella, tras agradecérselo y tomar asiento, fue al grano y abrió la carpeta. Parecía
nerviosa, porque le temblaba la mano mientras sacaba los folios. Quizá pudiera
despacharla rápido, se dijo, darle una propina para mantenerla callada y que Joan la
silenciara más adelante, cuando volviera y terminara el otro encargo, más prioritario.
—Señorita López —pronunció su apellido con velado sarcasmo, pues daba por
hecho que el nombre era falso—, no necesito que me enseñe nada. Mi tiempo es muy
valioso, así que, dígame, ¿cuánto quiere?
—¿Perdone? —se sobresaltó, como si no se esperase aquello.
—Sí —se dispuso a aclarar Espinosa, con tangible acritud—, usted ha venido a
que yo le compre esos papeles, y su silencio, evidentemente. Hablemos de cifras.
Simulaba no tener interés en las fotos o documentos que le iba a enseñar,
haciendo un gesto despectivo con la mano hacia ellos, pero en verdad necesitaría
quedárselos; habría que averiguar de dónde había obtenido la información para tapar
definitivamente el origen de la filtración.
—Bueno, no he venido a por dinero —dijo ella, firme, negando con la cabeza.
Le molestaba no poder ver sus ojos, ocultos tras el oscuro cristal, que le revelaran
si la entereza era veraz o simulada. Entendió a los jugadores de póquer profesionales,
siempre escondiendo su estado de ánimo con gafas, gorras o capuchas.
La respuesta le cogió desprevenido. Espinosa se echó para atrás, volcando el
respaldo, y levantó las cejas, instándola a explicarse. Sea lo que fuera lo que pidiese,
esa jovenzuela no era rival para él en una negociación. Había pugnado en su larga
carrera con empresarios, comerciales, políticos, dirigentes y hombres de negocios en

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general, con resultados diversos, pero que le habían conferido una experiencia y una
habilidad sobresaliente.
Sandra López extrajo una serie de fotos y las desplegó sobre su mesa. Se veían
realmente mal, había zonas muy borrosas, especialmente los bordes, y otras bien
detalladas, como si se hubieran tomado tras la mirilla de una puerta. El contenido lo
reconoció enseguida: eran del contenedor abierto con los animales muertos de la
partida recibida hacía unos meses, la última gestionada por Valdés.
—Señor Espinosa, sus operaciones relacionadas con el tráfico ilegal de animales
quedan retratadas aquí; son capturas de vídeo, de una grabación.
Espinosa comenzó a preocuparse. No recordaba que hubiera cámaras en esa
posición, en su almacén. De hecho, los contenedores con el cargamento «especial» se
manipulaban en zonas estudiadas para que pasaran inadvertidos, en ángulos muertos
para las cámaras de seguridad. Así no habría rastro de su breve estancia ni de su
llegada y salida del almacén. Tal vez la habría colocado la policía, o habían usado una
cámara oculta… Y si la mujer no quería dinero, ¿a qué venía mostrarle aquello?
Aparentaba ser demasiado joven para ser inspectora, pero no podía confiarse. No se
había identificado como policía, y pensaba que estaban obligados, pero puede que así
esperaran hacerle hablar; quería hacerle confesar o admitir algún hecho, puede que
llevara un micrófono oculto.
Examinó las peculiares fotografías con indiferencia, decidido a no transmitir
turbación y medir bien sus palabras, sin reconocer ni afirmar nada. Tuvo que ocultar
su asombro porque advirtió que las abstractas imágenes representaban fielmente lo
que recordaba de la escena. Los animales más valiosos en estado de descomposición
se veían con mayor detalle, y fueron los que quedaron grabados en su mente al
causarle mayor impacto. Solo con verlo le evocó el nauseabundo olor de aquel día.
En cambio, otras jaulas y zonas del contenedor en las que ni se acordaba de lo que
había, eran un simple borrón en la imagen.
—Yo no aparezco en ningún lado, no sé adónde quiere llegar —dijo, arrojando la
última ilustración sobre el escritorio con desdén, encogiéndose de hombros.
La joven pareció ignorar el comentario y continuó sacando folios de la carpeta.
En este caso le mostró transcripciones de correos electrónicos.
—En estos e-mails se negocian aspectos diversos del entramado. Ya sé que usa un
seudónimo, pero tenemos pruebas de que es usted el destinatario.
Espinosa alargó la mano y acercó los papeles. Una oleada de calor repentino le
golpeó y comenzó a sudar. Ahí había mensajes intercambiados con Saburit sobre
fechas, cantidades, precios… Así que efectivamente le habían intervenido su correo
electrónico. Cada vez estaba más convencido de que la mujer era una agente
encubierta o colaboradora. Por suerte no figuraba ningún nombre verdadero, tal vez
por eso había venido a verle: no les bastaba con eso y querían más pruebas.
—No había leído estos textos nunca, señorita. Creo que se equivoca de persona.

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Miró el reloj a propósito, insinuando que le estaba haciendo perder el tiempo. La
joven no se dio por aludida. Estaba claro que hasta que no terminase de mostrar todo
lo que había en esa maldita carpeta, no iba a revelar sus intenciones, si es que las
había y no esperaba simplemente un error suyo.
—Ya. Tampoco sabe nada de esto, entonces —dijo con sarcasmo.
Le puso sobre la mesa otro par de imágenes de la misma extraña naturaleza, pero
no tardó en advertir a Joan y a Valdés, atado y ensangrentado. Aquello terminó de
desconcertarle. La escena tuvo lugar en medio del campo, no había nada allí que
pudiera grabarlo o fotografiarlo. Y solo estaban Joan y él, aparte de la víctima, no
había nadie que pudiera portar una cámara oculta… Bueno, rectificó, podrían
haberlas escondido en el vehículo, enfocando en varias direcciones. De hecho, las
capturas parecían tomadas desde donde estaba él, dentro del coche de Joan. Aquello
implicaría un despliegue y una investigación policial tremendamente concienzuda, y
nefasta para él. Por lógica, le habrían capturado subiendo o bajando del Audi en más
de una ocasión, al menos durante aquellos fatídicos días que pasó en Valencia.
Desconsolado, su único argumento era negarlo.
—No sé quiénes son estas personas —dijo con poca seguridad, y se tuvo que
abrir ligeramente el nudo de la corbata.
La que ya daba por agente no respondió, seguía a lo suyo, con sus papeles.
Los últimos folios eran también correos electrónicos. En uno de ellos Joan le
informaba de la situación tras el altercado con Valdés. En los demás el nombre y
apellidos de Joan también estaban presentes, solicitando instrucciones o anunciando
resultados, todo altamente sospechoso. Maldito Joan, se dijo Espinosa, por mucho
que le había advertido que se hiciera una cuenta de correo con nombre falso, nunca le
hizo caso. Por ahí tendrían para tirar del hilo, además se le veía parcialmente el rostro
en la imagen anterior… Joan estaba perdido, y detrás iría él. Porque Joan hablaría
para que le redujeran la condena, a cambio de delatar al pez gordo.
Su destino estaba escrito, tarde o temprano se habría acabado todo. Los calores se
transformaron en sudor frío. Se desabrochó disimuladamente el botón del cuello de la
camisa.
La elegante joven cruzó las largas piernas y lo miró fijamente. Parecía haber
terminado.
—Tampoco sabe nada de ese tal Joan, que le pide instrucciones tras enviar a
alguien al hospital —comentó con remarcada ironía—. Y casualmente, en las mismas
fechas que cuando se filmó a ese hombre en el suelo.
Espinosa se sentía acorralado, pero debía negarlo, seguir aferrándose a lo mismo,
y rezar para que Joan, si lo detenían, no le delatara. Había gente capaz de acabar en la
cárcel sin abrir la boca, sin colaborar a cambio de una reducción de la pena, siempre
que se le ofreciera una buena suma a la salida, con garantías. Tal vez Joan aceptara
algo así.
Se secó el sudor de la frente y reunió entereza antes de contestar:

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—Mi nombre no está por ningún lado, agente, ni mi rostro tampoco, no sé por
qué piensan que tengo algo que ver con esos hechos tan repudiables.
La señorita López soltó una carcajada.
—¿Agente?
Espinosa no supo qué contestar. Parecía confiada y dueña de la situación.
—Creía que era usted más inteligente, señor Espinosa. —Recogió los papeles
ordenadamente, golpeando el taco contra la mesa para alinearlos, con una sonrisa
dibujada en su rostro—. La policía no sabrá nada de esto —dijo, levantando los folios
con la mano y agitándolos en su cara—, si usted desiste de perseguir a mis clientes y
se olvida indefinidamente del dinero que le sustrajeron, renunciando a emprender
acciones ulteriores.
Notó cómo sus propios ojos se salían de las cuencas. Tuvo que tragar saliva. Eran
ellos, los bastardos que le robaron. La zorrita de Synphalabs con su amigo
informático, los de la revisión del gas y a saber cuántos más. Los mismos que
entraron en su propia casa, no sin antes hurgar en su ordenador, en su correo
electrónico, y posiblemente habrían metido las narices en sus asuntos por Valencia.
De algún modo habían obtenido esas imágenes, tal vez con un despliegue de medios
espectacular, pero era igualmente desconcertante. La incomprensión no hacía sino
encrespar más su indignación. La ira le quemaba en las venas.
Y ahora enviaban aquí a su abogada, o a saber quién sería realmente, a
chantajearlo. Estaba fuera de sí, nunca se había sentido tan humillado. Por instinto
bajó su única mano a la cajonera de su escritorio. La abrió y palpó su pequeña pistola
Glock que le había conseguido, hacía tiempo, un conocido de Joan de la mafia de las
discotecas y las drogas. Nunca la había utilizado, solo la había portado en encuentros
considerados de cierto riesgo, sin sacarla nunca a relucir.
Ella debió de olerse algo raro, tal vez por su prolongado silencio o por su trajín
bajo la mesa.
—Quiero que sepa que si no regreso a un punto acordado antes de media hora,
toda esta información se hará pública.
No desvió la mirada de la joven, pero no dijo nada. Con el arma en su regazo,
acariciaba el frío acero de la corredera, que hacía de bálsamo. Disfrutaba con la idea
de estrenarla metiéndole una bala entre ceja y ceja. Esos niñatos se merecían un
escarmiento, qué mejor respuesta que esa.
—¿Y bien? —insistió ella.
Ya no aparentaba tanta seguridad y echaba ojeadas levantando la cabeza,
buscando averiguar qué ocultaba.
Pero no, era una locura. Se hizo un llamamiento a la serenidad. El sonido alertaría
a su secretaría y al personal de los despachos colindantes, y no podría deshacerse del
cuerpo. Sería un grato desahogo, pero significaría el final de todo. No le quedaba más
remedio que tragarse su orgullo y transigir. Había mucho dinero todavía por ganar,
los últimos pedidos eran importantes y el nuevo encargado en el Departamento de

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Servicios Marítimos estaba cumpliendo satisfactoriamente. Aún podía recuperarse, y
no quería pasar la jubilación en la cárcel.
Devolvió la pistola al cajón, se pasó la mano por la frente y la bajó por la cara,
resignado. No estaba en absoluto habituado a rendirse.
—De acuerdo —acertó a decir, con voz tenue.
La señorita López asintió y se levantó, visiblemente complacida. Le estrechó la
mano y enfiló la puerta, contoneándose con el regusto de quien se siente observado,
con el desaire del vencedor.

Marcos la esperaba en su viejo coche, impaciente, aparcado desde primera hora de la


mañana, cuando habían llegado, en una zona de chalés cercana a la avenida de Arturo
Soria y al edificio de oficinas de Espinosa. Cuando la vio aproximarse por la acera,
con andar decidido y el rostro resplandeciente, sintió un gran alivio.
Tan pronto subió al vehículo le contó, orgullosa y exultante, los pormenores del
encuentro, y a continuación lo celebraron con un sinfín de abrazos, besos y risas.
—Se acabaron las preocupaciones, ahora a vivir y a disfrutar.
—Sí —asintió Marcos—, va a ser un descanso, sobre todo para Germán y la
pobre Sonia. Pero como te he dicho, le intentaré hacer ver que hay que mantener la
guardia, al menos durante un tiempo —dijo Marcos, a la vez que sonreía; no quería
sonar agorero, pero prefería ser prudente.
Mantenía sus reservas porque Espinosa podría haber mentido, aunque Lorena
parecía convencida de que sus reacciones habían sido sinceras. Por otro lado, también
era posible que Espinosa, aun habiendo aceptado el chantaje en primera instancia,
cambiara de opinión más adelante.
—Siempre pensando en negativo —se quejó ella, negando con la cabeza—. Por
cierto, mientras le enseñaba las hojas, caí en la cuenta de algo, aunque supongo que
ya no importa.
—¿Qué es? Puede que sí importe…
Ella le recordó que en una de las imágenes pertenecientes a la serie del hombre
torturado había un edificio singular iluminado al fondo, resaltando contra el oscuro
horizonte nocturno.
—Sí… —contestó Marcos.
Recordaba bien aquello, pues había estudiado y revisado las imágenes una y otra
vez. Se trataba de un arco luminoso de tono azulado, como si fuera un gran puente,
pero demasiado inclinado y elevado.
—El otro día estuve ordenando y clasificando las fotos que tengo en el ordenador.
¿Te acuerdas de cuando me fui a Valencia con la gente de la universidad?
Marcos asintió con un gemido.
—Un día visitamos la Ciudad de las Artes, aunque solo por echar un vistazo,
porque era ya de noche; como todos los días —se lamentó con resignación—,

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pasábamos la noche de juerga y durante el día dormíamos en el hotel. Ni siquiera
entramos un día en el zoo este del mar y los peces, mis compañeros decían que era
muy caro, y luego se pasaban la noche de copas…
Marcos se preguntaba adónde quería llegar, pero evitó apremiarla para que fuera
al grano.
—Bueno —continuó Lorena, tras hacer una pausa para recuperar el hilo de lo que
iba a decir—, pues en varias de las fotos salían los espectaculares edificios por la
noche, iluminados; parecía una ciudad del futuro. Y ahora mismo, en su despacho,
me he dado cuenta de que ese arco es la parte de arriba del Palacio de las Artes, o
algo de la ópera, no me acuerdo. Es como una nave espacial enorme, y arriba tiene
como una cresta que recorre toda la estructura, que se ilumina. Tiene más luces
debajo, pero puede que estuvieran tapadas por edificios más bajos, y que desde la
distancia solo se viese el arco superior.
—¿Estás segura? ¿Solo viendo ese trozo?
—Sí, porque además al lado se ven, casi imperceptiblemente, los puntitos
iluminados del gran mástil del Puente de Calatrava.
Hizo un amago de sacar la imagen en papel de la carpeta, pero Marcos le hizo un
gesto para indicar que no hacía falta, la creía. Se puso el cinturón y arrancó el motor;
no era excesivamente tarde, pero debían acudir a sus respectivos trabajos, y él tenía
que atravesar todo Madrid para dejar a Lorena, tarea nada apacible, porque la hora
punta aún daría sus últimos coletazos.
—Saber que eso ocurrió en Valencia cambia las cosas —comentó Marcos,
optimista—. Ya miramos Germán y yo en Internet, buscando el nombre del hospital,
que se menciona en el e-mail, algún suceso en esas fechas, pero no sacamos nada;
además hay un montón de hospitales «clínicos» por todos lados. Pero ahora, sabiendo
la ciudad, merece la pena intentarlo de nuevo, puedo llamar al hospital o rebuscar en
la prensa local de esos días.
—Pero —replicó Lorena, contrariada—, ¿para qué? ¿Otra vez más de lo mismo?
Pensaba que ya había terminado todo, que te ibas a olvidar de él.
—Por precaución. Ojalá que, si encuentro algo, no haga falta utilizarlo; pero si el
tipo este cambia de opinión, no vendrá mal saber algo más.
Marcos lo dijo sin otorgar demasiada importancia a sus palabras, como si el
motivo real fuera satisfacer su afán de curiosidad, más que continuar con la estrategia
de la autodefensa.
—¿Por qué iba a cambiar de opinión? Ya te he dicho que he visto el miedo en sus
ojos, no hará nada que pueda provocar que le delatemos.
Lorena sonaba irritada, tal vez pensaba que Marcos quitaba valor a lo que había
conseguido, y no le había sido nada fácil juntar el coraje para presentarse ante
Espinosa, además de aprenderse el guión y la puesta en escena.
—Ya lo sé, pero no creo que le guste seguir con sus negocios habiendo gente que
sabe su secreto. Suponemos una amenaza latente y puede que algún día se decida a

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quitársela de en medio.
Lorena se volvió y miró por su ventanilla con desdén. Daba la impresión de tener
muy claro que Espinosa no iba a mover ficha, que el peligro había pasado. Ojalá
fuera así, consideró Marcos. Pero si no lo era, habiendo fracasado el chantaje ya solo
les quedaría acudir a la policía para quitárselo de encima. Y necesitarían indicios
reales, tendrían que utilizar la información que manejaban para conseguir esas
pruebas fehacientes, no imágenes abstractas y borrosas o simples e-mails, en los que
ni el rostro ni el nombre de Espinosa figuraba por ningún lado. Habrían de
proporcionárselas a las autoridades para que se ocupasen ellos, anónimamente o
quizás a través de la víctima o de un familiar. Marcos tomó la resolución de encontrar
esas pruebas, aun sin muchas esperanzas, pero con la nueva pista podría ser factible.

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34.

YA había transcurrido una semana y Espinosa aún no había conseguido pasar


página. Una sensación incómoda le revolvía las entrañas; la frustración, mezclada con
un profundo rencor, sumado a la impotencia por no poder vengar el ultraje, le
impedían conciliar el sueño y se había visto obligado a tomar antidepresivos y
somníferos.
Para mayor escarnio, no conseguía contactar con Joan, casualmente desde el
mismo día de la revelación de la redicha abogada. Lo había intentado en varias
ocasiones, más que nada para comunicarle que se olvidara del asunto y que regresara
a España, pero tenía el teléfono apagado. Ello le inducía a sospechar de él; podría
estar compinchado con los ladrones y chantajistas. Si no, ¿cómo habían obtenido esas
grabaciones y esos correos?
Se hallaba tumbado en su dormitorio, viendo una película en blanco y negro.
Había subido a la habitación en cuanto terminó de cenar. La relación con su esposa
había empeorado drásticamente tras los últimos acontecimientos, debido a su estado
de tensión y resentimiento permanente. Apenas se hablaban, y cuando Espinosa se
encontraba de mal humor no soportaba su compañía. Se temía que en cualquier
momento le pidiera el divorcio, pero no le consternaba por el aspecto sentimental,
sino por la cuantía económica que le podría sacar de llevarse a cabo. Estaba harto de
que todo el mundo viviera a su costa, disfrutando de su dinero y de su esfuerzo.
Sonó el teléfono que reposaba sobre la mesilla y lo cogió con desgana. Para su
asombro, era Joan. Una combinación de desahogo e incertidumbre lo embargó.
—¿Se puede saber dónde te habías metido? Llevo días llamándote —le abroncó
Espinosa, sin saludar.
—Ya te contaré. Tuve un problema en el aeropuerto, me la jugaron. La poli me
detuvo y me quitaron el pasaporte y los móviles; pero ya está arreglado, se ha
quedado en una multa.
—Vale —repuso Espinosa, sin mucho interés. Al menos era un alivio seguir
contando con él; no debería haber recelado de su lealtad—. ¿Dónde estás?
—Sigo en Bangkok. Estoy en el hospital, pero saldré pronto. —Hizo una pausa
tras interrumpirle Espinosa con un murmullo de sorpresa—. No es nada, una herida
que se me ha infectado. En cuando salga voy a por ellos, sorprendentemente sigo
viendo dónde están con el móvil robado.
—Sobre eso quería hablarte… —dijo Espinosa, dispuesto, muy a su pesar, a
ordenarle que abandonara.

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—Por cierto —le interrumpió Joan, probablemente por causa del retardo, pues no
acostumbraba a poner su voz por encima—, me he enterado de que no fueron ellos
solos quienes te robaron. Eso complica mucho recuperar el dinero…
—Ya, ya lo sabía —reconoció Espinosa.
Ciertamente le había enviado a por ese maldito Germán y la otra golfa sin
compartir demasiada información con él. Al menos estaba implicado alguien más,
porque el día de la revisión del gas se presentaron dos tipos. Pero en los negocios
había aprendido a ser reservado.
—No sé cómo pretendes que te ayude si no me das todos los datos —protestó su
esbirro—. No vendría mal un poco más de confianza —le recriminó.
—Vale, vale —admitió Espinosa. No se iba a poner a discutir con él, la causa
estaba perdida—. Quiero que cojas un vuelo de vuelta enseguida.
De nuevo por efecto del retardo, que hacía la conversación torpe e incómoda,
Joan malinterpretó el significado.
—Sí, en cuanto salga volaré a Phuket, una isla turística en el sur. No te lo pierdas,
como tengo mucho tiempo estoy todo el día con el móvil mirando Internet, y según la
posición del GPS he visto que están en un hotel de lujo, en primera línea de playa. Es
un recóndito lugar al norte de la isla, dentro de una reserva natural donde crían las
tortugas marinas —informó Joan, y Espinosa escuchó una carcajada que se cortó
súbitamente, tal vez cuando Joan se percató de que se mofaba de cómo gastaban a
espuertas el dinero de su propio jefe—. Sé que llevan encima una buena cantidad,
más de lo que ya recuperé, y también tienen parte en el banco. No pararé hasta que lo
devuelvan, cueste lo que cueste —aseveró.
Espinosa imaginó a la pareja en una playa desierta flanqueada por cocoteros, o en
la piscina del hotel tomando cócteles, y le hirvió la sangre. Necesitaba vengarse,
reconsideró. Era arriesgado, pero no podía seguir viviendo así. Además, ¿quién le
aseguraba que dentro de uno o dos años, cuando se fundieran la pasta, no volverían a
pedir más valiéndose de las mismas amenazas? Había que silenciarlos, pero actuando
rápido, así minimizaría el riesgo de que sus compinches reaccionaran y lo delatasen;
antes de que tuvieran tiempo se enfrentarían al mismo destino.
Se levantó y cerró la puerta del dormitorio. Tras el cambio de estrategia ya no era
apropiado que su mujer, abajo en el salón, viendo alguna basura del corazón en
Tele 5, pudiese oír lo que iba a decir.
—Cállate de una puta vez y escucha —le espetó Espinosa, acalorado, sentándose
en un borde de la cama. Aguardó unos segundos para asegurarse de que atendía,
estaba harto de que se superpusieran sus voces. Luego habló con determinación,
bajando el tono—. Vas a olvidarte del dinero, quiero que te los cargues y te vuelvas
echando ostias.
Joan asintió, dubitativo. Espinosa no esperaba remilgos, no de Joan.
—Jefe, aquí te pueden encerrar de por vida por tirar un chicle al suelo…

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—Tendrás el sueldo de un año cuando vuelvas, como extra —anunció Espinosa
con esplendor—. Y otra cosa, antes de cargártelos tienes que conseguir sacarles los
nombres del resto del grupo, porque en cuanto termines con ellos tendrás que ir a por
los demás, suponen una amenaza.
—Ya me han visto y no será fácil sorprenderles… Puede que necesite un arma, y
tiempo para conseguirla. Obviamente no puedo volar con ella, tendré que
agenciármela allí, y será más complicado que en una ciudad, llena de suburbios…
Aquí seguro que es sencillo en el barrio chino, pero allí, en un sitio de playa,
turístico…
—Búscate la vida —dijo Espinosa, tajante— y cómprate lo que quieras, que el
dinero no sea un obstáculo.
Joan se mantuvo brevemente en silencio, sopesando la propuesta. Ciertamente era
el encargo de más calado que le había encomendado hasta el momento, con el
agravante de tener que actuar en terreno desconocido.
—De acuerdo, pero voy a tener que planearlo bien, hacer un seguimiento y buscar
el mejor momento. No puedo aparecer en el hotel y liarme a tiros, no quiero que me
cuelguen…
—Deja de poner excusas —contestó Espinosa, hastiado—, si sabes hacerlo aquí
también lo puedes hacer allí. Tómate el tiempo que necesites. Lo que es crucial es
eliminar al resto a continuación, sin darles tiempo de reacción, así que en cuanto lo
hagas vuelve de inmediato.

—Esta es la noticia que te comenté —anunció Marcos, y giró el portátil de forma que
Lorena pudiera ver el titular.
Había recopilado durante varios días algunos sucesos que había encontrado en las
hemerotecas de la prensa local y regional de Valencia, y que había considerado
relevantes o susceptibles de narrar el hallazgo del hombre secuestrado y torturado.
Había restringido la búsqueda a los periódicos de abril, cuando calcularon que
ocurrió, tanto por las imágenes obtenidas en las sesiones de electroencefalografía,
como por los correos electrónicos, y el objetivo había sido hallar una noticia que
informase sobre la misteriosa aparición de un hombre, que habría sufrido una
contundente paliza y que habría sido ingresado en el Hospital Clínico.
Sin embargo, no halló nada que cuadrase con esos términos, y tuvo que ampliar la
búsqueda especificando únicamente esas fechas y el nombre del hospital. Entonces
topó con un par de casos de violencia de género, una reyerta en un bar entre
adolescentes latinos y diversos casos de accidentes de tráfico, en todos los cuales las
víctimas habían sido atendidas en el Clínico.
Iba a tirar la toalla cuando en uno de los supuestos accidentes de circulación leyó
algo que le hizo sospechar. Por un lado, se trataba de un varón de mediana edad que
viajaba solo, y se encontraba en estado crítico; por otro, la esposa de la víctima había

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declarado no comprender lo que hacía su marido en el lugar tan apartado y solitario
en el cual se produjo el accidente. Aseguraba que siempre volvía directo del trabajo a
casa, y si no lo hacía por cualquier imprevisto la avisaba.
Marcos presentía que Lorena desconfiaba de su suposición; ella no creía que un
ajuste de cuentas se pudiera hacer pasar por un accidente de tráfico. Pero aun así
había accedido a su proposición de pasar el fin de semana en la ciudad del Turia.
Marcos quería indagar más, y a ella le gustaba viajar y además nunca habían montado
en el AVE, por lo que cuando se lo planteó, tenía la seguridad de que Lorena le
acompañaría a pesar de sus reticencias.
Ya en el vagón, tras embarcar en la sección de alta velocidad de la estación de
Atocha, había resultado una grata sorpresa para Marcos encontrarse con enchufes en
los asientos, destinados a los ordenadores portátiles de los hombres de negocios que
utilizasen el servicio los días laborables, y Marcos no había tardado en encender su
equipo para dedicarse a revisar los datos de que disponía, y aplicado a ello llevaba ya
más de la mitad del viaje.
—Vamos —comentó Lorena tras leer la noticia, en tono burlón—, que solo tienes
unas iniciales de alguien que ni siquiera sabes si es quien buscamos.
Marcos asintió. El único dato tangible ofrecido por uno de los periódicos sobre el
suceso en cuestión eran las iniciales A. V., correspondientes al hombre ingresado.
Pero Marcos no era tan pesimista, confiaba en que fuera el tipo de la paliza. Tal vez
trató de conducir para regresar a casa, una vez que lo hubieran soltado o incluso
lograra escapar, y por su deplorable estado perdió el control o el conocimiento y se
salió de la calzada. O bien simplemente sus captores lo dieron por muerto, y después
trataron de encubrirlo simulando un accidente de coche. Pero Marcos estaba seguro
de que la prensa no habría pasado por alto la noticia si hubiera sido evidente que a
alguien le habían propinado una paliza o había sido secuestrado y torturado. Y si no
había ninguna información de esas características, tenía que ser por fuerza alguna de
las que había encontrado, y esa del accidente era la que reunía todas las papeletas.
Ignoró las mofas de Lorena y guardó el portátil. Procuró disfrutar del viaje,
mirando abstraído por la ventanilla cómo pasaba el paisaje de la Serranía Baja de
Cuenca a toda velocidad. No consiguió atisbar, entre los montes calizos poblados de
pinos, ninguna de las impresionantes hoces que sabía que surcaban la comarca.
Su cabeza seguía navegando entre las múltiples incógnitas. Si asumía que esas
iniciales pertenecían al hombre en cuestión, lo primero era averiguar su verdadero
nombre, y pretendía intentarlo en el hospital o, si fracasaba, en el periódico que
publicó la noticia. Puede que no fuera sencillo, y por las buenas no iban a
proporcionarles esa información confidencial. De modo que esperaba que funcionara
la treta, todavía en ciernes en su cerebro; pero echó en falta a Germán, que siempre
tenía alguna ocurrencia, la estrategia correcta, y el convencimiento de que sería un
éxito. A él, más pragmático, no tardaban en abordarle las dudas y a presentársele las
debilidades en sus planes.

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A partir de ahí, una vez obtenido el nombre, el abanico de posibilidades sería muy
amplio. El tipo podría haberse recuperado, podría seguir en coma o haber fallecido.
En cualquier caso debería dar con su domicilio para entablar contacto con él o con su
esposa, e intentar sonsacar algo de información y adivinar sus intenciones. Realmente
ni siquiera él tenía claro los pasos a seguir en ese caso: qué diría, si mostraría o no las
imágenes y correos que llevaba en el ordenador, o si simplemente se mantendría a la
expectativa, dada la bonanza de la situación actual. Porque podría empeorar las cosas.
¿Y si el hombre, a pesar de lo que le hicieron, permanecía como fiel colaborador de
Espinosa? ¿O si pertenecía a una mafia rival, o era alguien que intentó jugársela a
Espinosa y salió malparado? Se podría liar a tiros con ellos por haber metido las
narices donde no debían… Prefirió no adelantar acontecimientos.

A media mañana del sábado, la pareja subía por la avenida Vicente Blasco Ibáñez, o
al menos ese debería ser su nombre según sus notas, en dirección al Hospital Clínico
Universitario de Valencia. Hacía frío, como correspondía a un día de diciembre, ya a
las puertas del invierno, pero la temperatura era más llevadera que en Madrid.
Al emerger de la estación de metro de Facultats, notaron que ya no se respiraba la
humedad de la brisa marítima como en su hotel, situado frente al puerto. El área
universitaria, tierra adentro y alejada del centro, se hallaba desierta, excepto por
algunos grupos aislados de jóvenes que acudirían a la biblioteca o se reunirían para
preparar alguna práctica. Había facultades dispersas entre parques y zonas verdes
bien cuidadas, cruzadas por anchas avenidas. A Marcos le evocó sus tiempos de
universitario, que en cierto modo añoraba. Siempre estaba sin blanca y no se podía
permitir los caprichos que se le antojaban, como dispositivos electrónicos o
videojuegos, pero se disfrutaba de más libertad y despreocupación, tenía menos
responsabilidades. Al menos hasta que llegaban los meses de exámenes, cuando la
situación se invertía y se hacía penitencia con jornadas interminables de estudio.
El edificio, de ladrillo y siete plantas de altura, se cernía anexo a la Facultad de
Medicina, estropeando el paisaje urbano formado por las construcciones
universitarias de alrededor, más sobrias y equilibradas.
En la entrada, a apenas unos metros de la puerta principal, apoyados algunos
contra la pared del edificio, le llamaron la atención a Marcos los grupos de
trabajadores, enfundados en sus uniformes y batas blancas o verdes, que charlaban
animadamente, a pesar del frío, sujetando un cigarrillo o un vasito de café. Recordaba
bien una reciente ley que prohibía fumar en todo el recinto hospitalario, incluso
aunque fuera al aire libre.
Se vio reflejado en el cristal de la puerta corredera y se sintió extraño.
—¿Tú crees que paso por periodista? —había preguntado a Lorena en la
habitación del hotel, tras vestirse con una americana y una camisa informal colgando
por fuera del pantalón vaquero.

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Ella se rio.
—No sé, pero al menos se disimula tu barriga. ¿Por cierto, no vamos a salir a
correr algún día? —había sugerido.
Durante los fines de semana en Alcorcón solían hacer media hora de carrera por
el Parque de Polvoranca, un área extensa de esparcimiento con un gran estanque en el
centro. A menudo lo hacía casi obligado por sus insinuaciones; y no podía rechistar,
al fin y al cabo ella mantenía una silueta realmente atlética.
Preguntaron en recepción por el responsable del gabinete de comunicaciones.
—¿Quién? No creo que haya nadie con ese cargo —contestó una mujer madura
secamente, con acento valenciano, sin apenas levantar la mirada.
Marcos había previsto esa respuesta, pero pensó que la consulta le otorgaría cierta
solemnidad. Sin embargo, la mujer iba a mostrarse, aparentemente, menos
colaborativa de lo deseado. Parecía la típica persona, habitual en el funcionariado,
que nunca debería haber terminado trabajando de cara al público.
—No creo que usted pueda ayudarnos… —se lamentó Marcos y apretó los labios,
buscando herir su amor propio. Tras una pausa continuó—. Mi compañera y yo
somos reporteros del periódico local Albufera, que sale cada semana, seguro que lo
conoce. Si lo desea, podemos mostrarle los documentos acreditativos…
Ella hizo un gesto con la mano para indicar que no era necesario. Por la actitud
desdeñosa de la mujer, que desviaba la mirada al monitor de su ordenador en cuanto
podía, era evidente que iba a pasar de ver cualquier cosa. Su único objetivo
aparentaba ser despacharlos lo antes posible para continuar navegando por Internet.
Pero por si hubiera mostrado intención de verlos, habían traído unos carnés falsos
montados con Photoshop y plastificados.
La funcionaria alzó la cabeza y echó una ojeada por detrás de ellos. En la cola
solo esperaban dos personas más, pero parecía que su cupo de tiempo estaba cercano
a extinguirse.
—Nuestro excompañero Diego Grau cubrió esta noticia hace ya tiempo —dijo
Marcos, extrayendo el papel con la noticia y señalando el nombre del periodista, bajo
el titular—. La policía abrió una investigación, no sé si recordará el asunto. Después
Diego dejó el trabajo y el redactor nos ha pedido ahora que indaguemos a ver cómo
acabó el tema. Será interesante para nuestros lectores saber si se descubrió algo, o si
se recuperó la víctima del accidente y desveló…
La mujer agarró el folio que había imprimido Marcos en la oficina, en color, y lo
volvió a dejar sobre el mostrador.
—No lo recuerdo; pero aunque lo recordara, no entiendo en qué podría ayudarles.
—Tal vez usted sepa decirnos el nombre del paciente; fíjese, solo figuran las
siglas A. V. —intervino Lorena, en su ayuda, e indicó la línea del texto con la mano,
pero la señora no se molestó en volver a mirar el papel; sus gestos denotaban su
creciente impaciencia.

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—Lo siento, no puedo ayudarles —repitió, negando con la cabeza y desplegando
un gesto de falsa compasión durante un breve instante, antes de volver a buscar con la
mirada al siguiente en la cola.
—Escuche —rogó Marcos, acercándose a ella sobre el mostrador—, estoy seguro
de que en ese ordenador tiene acceso a la base de datos. Simplemente tiene que
consultar los ingresos de ese día, seguro que hay alguien con estas iniciales.
—Esa información es confidencial, no puedo revelar datos de los pacientes —
contestó con acritud.
Marcos dio un paso atrás, desesperado. Se le pasó por la cabeza ofrecerle un
billete de cincuenta, sabía que tenía uno en la cartera. Pero probablemente el soborno
no funcionaría porque había personas detrás, y también había regresado su
compañera, en el otro lado del mostrador, que comenzaba a atender. Sin embargo
había observado, al inclinarse ligeramente, que junto al teclado la mujer tenía su
teléfono móvil, el bolso, y un paquete de tabaco con un mechero encima. Lo más
probable era que fumase en la misma zona que el personal sanitario que había visto al
entrar, de forma irregular.
Con determinación, se obligó a hacer algo desagradable y poco ético, pero que la
huraña mujer tal vez se mereciese. Se volvió a reclinar para hablarle en voz baja y
asegurarse de que lo oía.
—Escuche, si lo prefiere, señora Aleixandre —según leyó en la solapa de la
chaqueta azul marino de su uniforme—, puedo pedirle una hoja de reclamaciones.
—Para eso vaya al Servicio de Atención al Paciente, en la sala contigua —repuso
tajante la mujer, lejos de amilanarse.
Lo dijo con ímpetu, de forma que lo escuchara su compañera, que le dirigió una
sonrisa cómplice. Parecían acostumbradas a lidiar con usuarios insatisfechos.
—Muy bien. Aunque tal vez antes debería imprimir estas fotos —sacó el teléfono
de Lorena y deslizó el dedo por la pantalla, fingiendo que buscaba—, en las que
aparece usted fumando dentro del recinto del hospital.
A la señora se le cambió la expresión, pero más que intimidada se desprendía de
ella un severo enojo e indignación. No esperó a que Marcos le enseñara las supuestas
fotos, por fortuna, porque obviamente no las tenía.
—Todo el mundo fuma dentro —replicó con resentimiento, pero sin elevar la voz;
ya no estaba interesada en que se escuchara la conversación—, si tuviéramos que
atravesar todo el parking cada vez que salimos se perdería demasiado tiempo.
—Lo hará todo el mundo, pero yo solo voy a ponerle la queja a usted, señora
Aleixandre, porque cuando vine hace un rato no había nadie para atenderme —
mintió, acusador, y desvió la vista al teclado—. A no ser que pulse un par de teclas y
olvidemos el asunto.
Marcos esbozó una sonrisa conciliadora.
Carla Aleixandre volvió la vista al ordenador, con un ostensible ademán de
irritación.

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—Dígame la fecha y las iniciales —ordenó secamente—. Si lo encuentro, lo
único que puedo proporcionarle es el nombre y la dirección. El historial médico está
en otra base de datos, solamente accesible para el personal sanitario.
—Perfecto, con eso bastará.

Se desplazaron hasta el barrio valenciano de Nazaret en taxi. Marcos hubiera


preferido utilizar el transporte público, pero Lorena le echó en cara que continuara
siendo tan austero a pesar de su boyante situación económica. Marcos accedió, pero
no siempre lo hacía. Le había explicado en innumerables ocasiones que no quería
despilfarrar, porque tenía en mente un proyecto futuro que requeriría una fuerte
inversión. Ella lo sabía, conocía de sobra el ansiado laboratorio de investigación que
planeaba montar su novio, pero parecía no significar para Lorena un impedimento
para gastar con cierta alegría. Marcos estaba obligado a mostrarse flexible porque la
mitad del dinero era de ella, y bastante debía agradecerle que hubiera aceptado
apoyarle en lo de su proyectada empresa.
No tardaron en alcanzar el destino. Se trataba de una zona residencial humilde, ya
antigua, en la que alternaban bloques de cuatro o cinco pisos con casas unifamiliares
más vetustas de solo un par de plantas, y todas las construcciones se adosaban una
tras otra sin separación. El resultado era una larga calle sin encanto, formando un
rompecabezas de edificios escalonados, todos de diferentes alturas, estilos y colores.
Ni siquiera había palmeras o naranjos alineados en la acera, como habían visto desde
el taxi en las vías más externas del barrio, que alegraban algo el ambiente.
No lograron ver el mar, pero por el olor a puerto y humedad intuyeron que debía
de estar cerca. Marcos estimó, por el mapa que le habían dado en el hotel, que se
hallaban cerca de la zona portuaria; pero no del área de su alojamiento, cercano al
Club Náutico, un sector de los muelles más turístico. Supuso que, dentro de la
inmensidad del conjunto, lo que había frente a su hotel correspondería al puerto
deportivo, mientras en esos momentos se hallarían frente a las dársenas para los
grandes mercantes.
Pulsaron el botón, en el portero automático del portal, correspondiente al piso y
letra que les habían facilitado. Nadie contestó. Decidieron dar un paseo,
aprovechando los débiles y oblicuos rayos del sol de diciembre, confiando en que
hacia la hora de comer hubiera más suerte. Marcos, como gran aficionado a las
carreras de Fórmula 1, disfrutó del circuito urbano cercano, que bordeaba buena parte
de la zona portuaria. Pisó la recta de salida con sus propios pies, buscando un hueco
entre el escaso tráfico del sábado, y se fotografiaron en el callejón de los boxes. A
pesar de todo, concluyó que no se respiraba el encanto y glamour de las calles de
Mónaco, que se prometió en voz alta que algún día visitaría —aunque no pudiera
tratarse del mismo día del Gran Premio, fecha reservada para auténticos millonarios
—, a lo cual Lorena accedió de buen grado.

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—Diga —respondió una mujer por el interfono, en el segundo intento.
—Hola, veníamos a ver a Andreu Valdés —contestó Lorena. Habían acordado
que una voz femenina podría obtener una respuesta más receptiva.
La mujer se tomó unos segundos antes de contestar.
—¿De parte de quién? —inquirió, recelosa y extrañada.
—Solo queríamos hacerle unas preguntas —repuso Lorena.
—Lo siento, no es buen momento —sentenció, y colgó.
Lorena sugirió que se olvidaran del tema, que no tenían necesidad de todo
aquello. Pero Marcos decidió que esperarían a que saliese o entrara algún vecino.
Estaba seguro de que si conseguían que vieran ella o su marido algunas de las
imágenes que llevaban impresas en papel, se avendrían a hablar con ellos.
En menos de diez minutos acudió un adolescente con una barra de pan bajo el
brazo, que regresaba a casa. Entraron tras él al portal despreocupadamente. El chico
cogió el ascensor, se dirigiría a otra planta más alta. Ellos subieron hasta la primera
por la escalera y localizaron la puerta del hogar de Valdés. Lorena pasó a Marcos el
portafolios que llevaba en el bolso y él extrajo una de las hojas en las que se
apreciaba al hombre atado, recostado contra un muro, probablemente inconsciente.
Marcos suponía que era Valdés, el mismo al que hacía referencia la noticia del
periódico, pero podía estar equivocado. Pronto lo averiguaría. Deslizó el papel por
debajo de la puerta y llamó al timbre.
El corazón le palpitaba desbocado. No sabía en lo que se estaba metiendo. Quizás
el de la imagen no era ninguna víctima inocente, podría ser uno más de ellos, o de
otra banda igual de peligrosa, o que no le interesara lo más mínimo que vinieran a
importunarlo, y menos anunciando que disponían de imágenes de su persona. ¿Y si
abrían la puerta y se liaban a puñaladas con ellos para acallar lo que fuera que
supieran? Casi se arrepentía de no haberse quedado en Madrid de compras y haciendo
bricolaje, mientras iban montando su dulce hogar, admirando cómo tomaba forma,
henchidos de ilusión, cuando percibieron unos pasos que se detuvieron tras la puerta.
Nada se oyó por unos momentos, estarían contemplando el papel. Después, la
mirilla de la puerta se oscureció: alguien les observaba.
—¿Qué quieren? ¿Son de la policía? ¿Son periodistas? Ya dije todo lo que sabía
—la mujer parecía afectada.
—No —contestó Marcos—. Simplemente hemos encontrado, por casualidad,
unas imágenes, y hemos pensado que podrían interesarles a usted o a su marido.
Tras unos segundos de incertidumbre la puerta se abrió y pudieron ver a una
mujer de mediana edad, vestida con una sudadera, vaqueros y zapatillas de estar por
casa. Sujetaba en la mano la hoja de papel.
—Mi marido está muerto —anunció, con los ojos humedecidos.

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Les invitó a pasar sin mucho convencimiento. Desde el recibidor Marcos se fijó en
que la televisión del salón estaba encendida y que había un programa infantil puesto,
por lo que dedujo que habría algún niño sentado en el sillón. Les hizo entrar en la
cocina y les indicó que se sentaran. La mesa estaba sin poner, pero había algo en el
horno.
—¿De dónde han sacado esto? ¿Tienen más? —dijo mientras se sentaba, dejando
el folio sobre la mesa y sin dejar de escrutarlo.
Marcos entendió que la mujer les había hecho pasar para resolver sus propias
dudas, las que ya albergara más los nuevos interrogantes que le habrían surgido tras
contemplar la supuesta foto. No veía en sus ojos predisposición para contar lo que
supiera, parecía más bien estar a la defensiva, además de visiblemente conmovida por
lo que le habían enseñado. Marcos sentía lo de su marido, pero no tenía intención de
ofrecer información sin obtener nada a cambio. Le hizo ver que le mostraría más
imágenes si contestaba a unas preguntas.
Tras un intercambio vano de cuestiones y respuestas con monosílabos entre la
pareja y Lourdes, que así dijo que se llamaba, se ganaron algo su confianza y
comenzó a explayarse. Les contó que Andreu Valdés sufrió un extraño accidente de
coche, en una zona rural de las afueras desconocida para él, o al menos que ella
supiera. Hasta la mañana siguiente no lo encontraron, inconsciente, unos marroquíes
que iniciaban la jornada en el campo.
La policía abrió una investigación, pues, al igual que ella, tampoco se mostraban
totalmente convencidos de que se hubiera tratado de un accidente. Los investigadores
decían que algunos de los múltiples traumatismos eran difícilmente achacables a las
contusiones propias de un choque de esa naturaleza, y el coma no parecía haber sido
inducido por un único traumatismo craneoencefálico, como es normal en los
accidentes de coche. Lourdes recordaba perfectamente los términos que utilizaron los
médicos ante ella: meningitis bacteriana causada por las heridas y golpes en el
cráneo.
—Me hicieron muchas preguntas —continuó—, pero nunca encontraron nada, y
supongo que al final se olvidaron del caso o dieron por buena la hipótesis del
accidente. Mi marido estuvo unas semanas en coma, hasta que finalmente murió.
—Esa es la versión oficial… —dijo Marcos.
—Ahora, al ver esta foto, se confirman mis peores sospechas —reconoció
Lourdes, cabizbaja.
A Marcos se le encendió una luz de esperanza; tal vez la mujer supiera algo que
ellos desconocían.
Continuó, admitiendo que hacía tiempo que presentía que su marido pudiera estar
metido en algo. Había ingresos extra que no se explicaba, o gastos puntuales y
espontáneos como cenas caras o viajes que años atrás habrían sido impensables; y
Andreu siempre respondía con evasivas a sus interrogantes.

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Marcos se compadeció de la mujer, que por momentos parecía a punto de
derrumbarse. Probablemente le habría dado muchas vueltas al asunto, habría pasado
muchas noches en vela, y ahora acababa de darse cuenta realmente de que su marido
no había sido víctima de un accidente.
—Puede que utilizase su trabajo en el puerto para colaborar en el tráfico de
drogas, pero no lo sé. Ya lo mismo da —concluyó, apesadumbrada—. La policía me
lo preguntó en varias ocasiones, pero nunca revelé mis sospechas. Si hubieran
indagado en su trabajo y hubiesen encontrado algo, podría haberme salpicado a mí. Y
está lo de la cuenta que mantenía a escondidas; necesito esos ahorros para criar a mi
hijo…
De repente le cambió el gesto y se volvió más hostil, esfumándose la mujer
tristona y desconsolada. Claramente se arrepentía de haber mencionado ese dinero
secreto.
—Un momento, estoy hablando demasiado. Aún no me habéis dicho quiénes sois
—dijo, y amagó con levantarse y finalizar la conversación.
—Escucha, Lourdes —intervino Lorena, al ver que Marcos se había quedado
bloqueado, agarrándola de un brazo con suavidad—. No somos policías, tu dinero no
corre ningún riesgo.
Se inventó sobre la marcha, para asombro de Marcos, que pertenecían a cierta
organización ecologista y que investigaban el tráfico ilegal de especies animales
protegidas. A continuación le mostró las imágenes en las que aparecía el contenedor
abierto y las jaulas en su interior con los animales.
—Alguien nos hizo llegar esto —dijo Lorena—, de forma anónima. Parece de
una cámara de seguridad.
—¿En esto estaba metido mi marido?
—Es probable —apuntó Marcos—. Trabajaba para un empresario llamado
Espinosa, ¿le suena?
Ella negó con la cabeza.
—Y el nombre Joan Bellver, ¿le dice algo?
—No. Ya le he dicho que mi marido nunca me contó nada, lo cual ahora
agradezco; cuanto menos sepa, mejor. ¿Ellos le hicieron esto? —preguntó, señalando
de nuevo la imagen, con Valdés vencido en el suelo—. Y, ¿por qué lo hicieron?
Marcos asintió en respuesta a la primera pregunta y luego se encogió de hombros;
quizá fue un ajuste de cuentas por algún problema en uno de los envíos, de ahí la
imagen de los animales muertos plasmada en la memoria de Espinosa. Pero no iba a
ponerse a especular sobre la causa. Lo único que podía hacer era mostrarle todo lo
que poseían, que supiera quiénes habían matado a su marido, pero omitiendo el dato
del origen de las imágenes.
Lourdes solicitó más detalles de tan extraña fotografía. Obviamente le interesaba
más que el tema de los contenedores con animales. Quería saber cuándo se tomó, si
fue la noche del accidente, y dónde. Exigía que le dijeran si la habían obtenido ellos o

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había sido a través de esa fuente anónima. Marcos no tuvo otra escapatoria que
mentir y afirmar que había sido un mismo informador quien les había proporcionado
toda la información, alguien enemistado con Espinosa, el cabecilla. Le indicó que
ignoraban la fecha con precisión, pero era probable que se tomase esa fatídica noche.
Para cambiar de tema extrajo el correo electrónico en que Joan Bellver explicaba la
situación: alguien estaba en el hospital —supuestamente Valdés— en estado
comatoso. La señora lo leyó en silencio.
—No sé qué queréis de mí… No conozco a esta gente… Tampoco sé qué queréis
vosotros…
Marcos admitió para sí que ciertamente él tampoco lo sabía, pero continuó. Puso
el resto de imágenes sobre la mesa y Lourdes de inmediato quedó paralizada al ver
otras en las que estaba de nuevo su marido al fondo, emborronado, pero a su lado, de
pie, se veía un perfil del hombre con barba y anchas entradas. Marcos había supuesto
que ese podría ser el tal Joan, u otro cualquiera de sus esbirros, pero a Lourdes
claramente le era familiar.
—¡Oh! Dios mío, es él.
Lo señaló con el dedo y se vino abajo, tapándose la cara con ambas manos.
—No solo le torturaron, sino que luego remataron la faena en el hospital —
afirmó, fuera de sí—. Si hubiera estado con él no habría sucedido…
Lorena y Marcos se miraron, extrañados, mientras la mujer se lamentaba entre
sollozos. Tras unos minutos consiguieron que recuperara la compostura y les aclarara
la causa de su dolor.
Según les contó, mediante frases cortas o inacabadas y a fuerza de
interpelaciones, su marido, cuando ya llevaba unas semanas ingresado y en coma,
comenzó a mostrar síntomas leves de mejora. Jornada tras jornada sus constantes
vitales se fueron estabilizando y los doctores no ocultaban un velado optimismo
porque comenzaba a responder, lentamente, a ciertos estímulos.
Durante toda la estancia de Andreu en el hospital, ella apenas se había separado
de él, habiendo dejado encargada del niño a su madre. Cuando se lo permitían,
pernoctaba con él, y si no, se consagraba a hacerle silenciosa compañía durante el
tiempo máximo del horario de visitas. Probablemente velaba por él porque en su
subconsciente había algo que la alertaba del peligro, admitió, una voz que susurraba
en su interior o un simple presentimiento, pero de lo que no había sido plenamente
consciente. Ahora, al ver esa imagen, se había dado cuenta de que la señal natural de
autodefensa existía. Y la ignoró.
Una mañana tuvo que asistir al colegio para reunirse con la profesora. Al parecer,
el niño se había tornado problemático desde el accidente de su padre, tal vez por el
consecuente y súbito cambio de hábitos y rutinas en el hogar. El caso es que cuando
se presentó en la habitación del hospital, al regresar del colegio, se topó con un
enfermero que no había visto aún, y eso que ya conocía a todos los de la sección y de
cada turno. Le dio la impresión de que el enfermero se vio sorprendido, pues se

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sobresaltó, disimuló como si manipulara el gotero y la vía, apresuradamente, y se
marchó.
—No le di mayor importancia, supongo que pensé que sería uno nuevo —se
exculpó Lourdes, consternada—. Ahora estoy casi segura de que el enfermero con el
que me crucé asesinó a mi Andreu, indefenso en su cama. Y es este hombre —
concluyó, señalando el rostro con barba corta y bien perfilada.
Marcos y Lorena no acertaron a decir nada. Él no entendía cómo podía estar tan
segura, porque la imagen no era demasiado clara, pero se guardó sus reparos.
—Un par de días más tarde murió —prosiguió ella—. Seguramente encontró otra
ocasión para terminar la faena sin interrupciones, otro momento en que yo le dejara
solo…
Lourdes se derrumbó de nuevo y se echó a llorar, culpándose injustamente del
asesinato de su marido. Entró por la puerta de la cocina su hijo, un niño de unos ocho
o diez años, atraído por el alboroto. Lorena se levantó rauda y se lo llevó de vuelta al
salón, contándole alguna milonga para entretenerlo, de forma que no viera llorar a su
madre. Marcos se quedó consolando a Lourdes, reprochándose a sí mismo haber
irrumpido en su hogar para verter más sufrimiento, reavivando el ya de por sí
truculento pasado.
Marcos se pasó la mano por el pelo y dejó las gafas sobre la mesa, indeciso. La
visita había sido infructuosa. La mujer no conocía a Espinosa ni podría proporcionar
alguna prueba válida para incriminarlo y librarse de él, siempre en el hipotético caso
de que fuera necesario, aunque de momento era preferible no mover ficha.
Tal vez lo único de valor eran las sospechas de Lourdes sobre el falso enfermero.
Si realmente era el tipo de la foto, se confirmaba que era el hombre de Espinosa, ese
tal Joan, su chico para todo, que en el e-mail justamente mencionaba la posibilidad de
liquidar a Valdés en el hospital. Puede que fuese el mismo que había asaltado a Sonia
en Tailandia. Marcos se dijo que tendría que preguntarles la próxima vez que
hablaran, a ver qué aspecto recordaba ella del agresor.
Pero de poco valía ya seguir molestando a la pobre viuda. Le cogió las manos y la
miró a los ojos.
—Escucha, Lourdes, no voy a insistir. Supongo que, a pesar de que hoy se han
confirmado tus peores sospechas, no tienes ninguna intención de acudir a la policía.
Ella negó con la cabeza.
—Nada me haría más feliz que hacerle justicia, pero no quiero más problemas. Y
necesito el dinero, aunque sea proveniente del contrabando.
Marcos asintió. Casi mejor que fuese así. Aunque ella decidiese dar ese paso, no
sería algo inmediato que detuviesen a ese Joan, ni mucho menos a Espinosa. Con
únicamente unas supuestas fotos de dudosa fuente y peor calidad, unos e-mails de
identidad ambigua… Significaría poner en riesgo su vida y la de su hijo.
Su marido no sería ningún santo, pero ella daba la impresión de ser una buena
mujer, y no se merecía haber vivido ese calvario. Se prometió que algún día se

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vengaría, no sabía cómo, pero debían pagar por lo que habían hecho. Cuando todo
hubiera pasado y no persistiera ningún peligro, solo entonces, vendría a contárselo, a
saciar la sed de venganza de la desdichada mujer, si la tuviese, o al menos a quitarle
un peso de encima.

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35.

CON el ánimo renovado tras recibir el alta y poder librarse del pobre servicio
hospitalario que le prestaban, apareció Joan Bellver en la terminal de llegadas del
aeropuerto de Phuket. A pesar del modesto tamaño, figuraba como el segundo en
volumen de tráfico del país.
En cuanto el moderno Airbus de Air Asia pisó tierra, había echado mano del
móvil robado, que bien se cuidó de no apagar durante el vuelo, para cerciorarse de
que se hallaba en el destino correcto. Efectivamente, el delatador software no tardó en
situar el punto, estático al igual que en días anteriores, al norte de la isla, en una zona
a unos pocos kilómetros del aeropuerto.
Ello le permitió respirar aliviado. Según transcurrían los días en el hospital se le
había ido acrecentando el temor de que en cualquier momento el móvil de ese amigo
de Germán Guerra dejara de funcionar; lo cual nunca sucedió, increíblemente. Pero lo
peor habría sido plantarse en la isla, y encontrarse con que ya no podía seguirles la
pista porque por fin habían bloqueado el terminal. En ese caso se complicaría su
localización, pues, aunque sabía cuál era el hotel donde se habían alojado, si se
esfumaban antes de que lograra dar con ellos, estaría perdido. Por fortuna, la
aplicación del GPS continuaba operando fielmente.
Con cierto reparo, por aquello de conducir por el lado contrario, se decidió a
alquilar un coche en uno de los mostradores disponibles. Escogió un modelo con
cambio automático para evitarse manejar las marchas con el brazo izquierdo, pero
aun así los primeros momentos fueron angustiosos. Siempre se había jactado de
dominar los automóviles y de sus dotes para la conducción; de hecho, el mundo del
motor era un tema siempre vivo entre sus compañeros de gimnasio o entre los viejos
colegas de la seguridad de las discotecas. Pero se sintió tan torpe como la primera
vez, cuando un amigo del barrio le dejó probar aquel viejo R11, robado con el clásico
método del culazo en la puerta.
Con el teléfono móvil sobre el salpicadero, iba atento al navegador que lo guiaba,
porque apenas podía oírlo con el ventilador del aire acondicionado, bufando al
máximo. En cada cruce se batía contra las palancas de los intermitentes y las de los
limpiaparabrisas, intercambiadas sus posiciones habituales; por no hablar de la
necesidad de repensar el carril correcto en el que había de ubicarse al tomar cualquier
desvío, porque más de una vez, quizá por confiarse, se había colocado
instintivamente en el lado derecho y se había encontrado con un vehículo de frente y
un tailandés asustado detrás del volante.

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El tráfico era fluido, nada comparado con la capital. Se asombró de la cantidad de
motocicletas que había, cuyos conductores no seguían ningún tipo de norma de
circulación o seguridad. Raro era ver a alguien con casco, y habitual ver niños
montados con sus padres, sumando tres o hasta cuatro personas; o el padre
conduciendo y la madre detrás, de paquete, con un niño pequeño en un brazo y
hablando por el móvil con la mano libre. Por el arcén se cruzaban a menudo
motoristas en dirección contraria, de frente, y a nadie parecía importarle.
Aparentemente, según el mapa, solo había una autopista o vía principal, pero tan
pronto como se incorporó descubrió que era un título demasiado generoso. Se trataba
de una carretera de dos carriles por sentido, pero con algunos cruces con semáforos, e
incluso con tiendas de barrio y puestos ambulantes de comida en los márgenes de las
zonas más transitadas, y los lugareños se detenían sin tapujos en mitad del arcén.
La vía cruzaba la isla de norte a sur. Los núcleos urbanos y turísticos más
importantes se situaban en la zona meridional, justo en el lado opuesto al que se
dirigía Joan. Las carreteras aledañas al aeropuerto atravesaban barrios de casas
sencillas de una planta, de materiales prefabricados, pero según avanzaba por la
autopista en dirección norte, fue divisando más zonas cubiertas de vegetación, verdes
y frondosas, casi selváticas, y menos lugares habitados. Como tiempo tuvo de
informarse en su habitación del hospital, sabía que se encaminaba hacia el Parque
Natural de Sirinat, en el que únicamente se había permitido la construcción de un
lujoso complejo hotelero. Probablemente para guardar las apariencias, una parte de la
factura de los clientes se destinaba a algún tipo de protección para las puestas de
tortugas en las playas de la reserva.
El extremo norte de la gran isla de Phuket, la mayor de Tailandia, se iba
estrechando de forma que en ocasiones podía alcanzar a ver el mar a ambos lados de
la autopista. De no ser por el navegador se habría pasado el desvío hacia el hotel, mal
indicado en un cartel pequeño y tras una curva. Tomó una carretera estrecha a mano
izquierda, que se internaba en una selva baja con cocoteros dispersos, hacia la costa
oriental, bañada por el llamado Mar de Andamán, hermano pequeño del Golfo de
Bengala.
Pronto se topó con una barrera donde terminaba la carretera. Al fondo, por
encima de las copas de los árboles, se alzaban una serie de edificios hoteleros
dispersos del mismo estilo y no mucha altura. Comunicó su nombre a alguien en la
garita, ataviado de forma casi militar, y tras comprobar que cuadraba con la reserva
que había efectuado desde Bangkok, otro guardia de seguridad que permanecía a la
intemperie, bajo el sol abrasador, levantó la barrera con una sonrisa y una reverencia.
Aparcó y observó en la pantallita del móvil, extrañado, que el punto que había
venido siguiendo y que debía delatar la posición de Germán había desaparecido. Se
había despistado, atento a la mala carretera y distraído con el acceso al complejo.
Alejó el zoom y ahí estaba de nuevo el testigo luminoso, lo había dejado atrás. Pero
no podía ser, lo situaba en una zona a un lado de la carretera de acceso, donde solo

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había selva. Aguardó unos segundos por si se movía, tal vez se hallaran inmersos en
alguna actividad de senderismo, o en el típico paseo en elefante; pero estaba inmóvil.
Se temía que hubiera algún fallo en el software, o que por fin se hubiera
bloqueado el otro terminal, y que le hubiera guiado hasta un punto aleatorio, sin
correspondencia alguna con la situación real. Maldijo y golpeó el volante del
vehículo, pues ya veía perdido el dinero del avión, del hotel… y la misión fracasada.
Espinosa le iba a apretar las tuercas cuando regresara.
A la desesperada hurgó en el programa con impericia, pues nunca se le habían
dado bien las nuevas tecnologías, y tropezó con una notificación que advertía de la
escasa precisión en la localización de ese contacto. Consolado, supuso, consciente de
su ignorancia, que no habría mucha cobertura o que acaecería algún otro problema
técnico, por tratarse de una zona tan aislada y poco poblada, pero que con toda
probabilidad se hospedarían en el hotel. No sin cierta intranquilidad, se dirigió a
recepción.
Quedó fascinado por la suntuosidad del complejo. Bordeaban una espectacular
piscina varios edificios de tres plantas, rodeados de palmeras y jardines tropicales
cuidados con esmero. La recepción consistía en un módulo independiente de un solo
piso que simulaba una cabaña de madera, al igual que el comedor, situado frente a la
piscina y mucho más amplio. En cuanto entró le ofrecieron un refrescante zumo de
mango y le retiraron la maleta.
Joan solicitó una habitación en la tercera planta y con terraza de esquina, por lo
cual tuvo que pagar un sobreprecio, pero no le importó; ya se encargaría de
reclamárselo a Espinosa. Requería tener buena visión sobre el área de las piscinas, y
preferentemente otro ángulo adicional, pues su misión sería otear desde la altura
pacientemente, ojo avizor, hasta que diera con ellos. No quedaba más remedio, dada
la inesperada falta de precisión en la posición del teléfono notificada por la
aplicación. De otro modo, sin tal contratiempo, se habría conformado con cualquier
habitación, pues fácilmente sabría en qué edificio se ubicaban ellos, o conocería
fielmente sus movimientos por el complejo.
Esperó a la caída del sol para acercarse a curiosear a la playa, porque no podía
dejarse ver alegremente a plena luz; ella lo conocía. Lo peor sería ser descubierto,
alarmándoles y perdiendo así el factor sorpresa. Según le había comunicado
Espinosa, ellos deberían sentirse confiados porque él había aceptado un trato según el
cual se olvidaría del asunto; le habían chantajeado y había accedido, pero no tardó en
arrepentirse y anhelar venganza.
Viejo embustero, pensó Joan, riendo entre dientes.
Ya había cicatrizado su resentimiento hacia Espinosa, suscitado por haber sido
dejado de lado en la investigación del extraño robo, habiéndoselo encargado a una
agencia privada. Le dolió que no se lo confiara a él y le provocó una profunda
decepción, pero ya estaba olvidado. Por algún motivo su lealtad hacia Espinosa se
había forjado de manera inquebrantable desde los primeros trabajos. A pesar de ser

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un hombre soberbio y difícil de tratar, además de impetuoso e inflexible en los
negocios, Joan lo tenía en aprecio y le satisfacía en grado sumo cumplir con sus
mandatos.
Los edificios se hallaban a unos doscientos metros de la playa, y hasta llegar a
ella se atravesaban varios estanques sobre pasarelas de madera, con antorchas
encendidas en las barandillas, provocando un efecto embriagador. Las llamas debían
de prestar una función más allá de la meramente ornamental, pues desprendían una
fragancia alimonada. Conjeturó que servirían para ahuyentar a los mosquitos,
abundantes en ese clima y en ese entorno tan húmedo. Sobre la inmensa área de agua
estancada y entre pequeñas islas de frondosa vegetación, se erguían coquetas cabañas,
bien separadas unas de otras, que sin duda representarían las suites del hotel.
Gozaban de un encanto especialmente romántico, de madera y sobre el agua, con una
estrecha pasarela como único acceso.
Joan se cruzaba con parejas y familias que se dirigían a cenar, y se sintió solo y
fuera de lugar. Deseó acabar cuanto antes con el trabajo, que Espinosa le soltase una
buena fortuna y acudir con alguna mujer decente a un resort similar. Se lamentó
porque rara vez había salido con una chica normal. En sus tiempos de guardia de
seguridad la mayoría habían sido unas golfas: bailarinas de barra, poligoneras,
pastilleras… Y desde que comenzó con Espinosa, hacía ya años, las pocas mujeres
decentes que conocía enseguida se espantaban: o bien repudiaban su mutismo
respecto a su ocupación, o bien sospechaban que se ganaba la vida de forma irregular.
Carente de farolas o luces artificiales, apenas pudo apreciar la inmensidad de la
playa, que ya había contemplado en fotos por Internet. No era excesivamente ancha,
pero se extendía a izquierda y derecha más allá de donde alcanzaba su vista, en la casi
absoluta oscuridad, solo rota por el fulgor de las estrellas en el firmamento. Debían
de ser kilómetros y kilómetros de costa de arena blanca y tupida vegetación en el
mismo borde, monotonía quebrada únicamente por el lujoso complejo hotelero en
que se hallaba. Una situación realmente idílica, en nada comparable a las atestadas
ciudades turísticas de Pa Tong o Karong, al sur de la isla. Según había leído, se
asimilarían más a Benidorm o Torrevieja, que a lo que cualquiera esperaría de un
paradisíaco destino del sudeste asiático.
A la vuelta se pasó por un pequeño supermercado perteneciente al recinto que, a
precio de oro, ya que no había pueblos ni tiendas en los alrededores, ponía a
disposición de los turistas, diversos productos de alimentación, bebidas o artículos de
playa. Constaba a su vez de un pasillo entero con souvenirs, entre los que destacaban
caracolas de mar del tamaño de un puño, o adornos y colgantes fabricados con otros
llamativos moluscos tropicales; así como esqueletos de mandíbulas de tiburón de
varios tamaños, con afilados dientes dispuestos en doble hilera.
Se hizo con pan de molde, jamón cocido, queso y viandas similares, además de
una buena provisión de cerveza. No iba a poder disfrutar del comedor del hotel, se
arriesgaría innecesariamente a que lo identificaran. Pediría que le subieran la comida

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de vez en cuando, pero tampoco debía abusar demasiado de la generosidad de
Espinosa. No sabía cuánto tardaría en dar con ellos, por lo pronto estaba obligado a
recluirse en su terraza y vigilar durante el día, y así mientras tanto terminaría de urdir
un plan para cuando los encontrase. Tendría que idear una buena estrategia, porque
no se había atrevido a hacerse con un arma. Podía permitirse prescindir de ella, al fin
y al cabo no eran más que unos niñatos asustados. Estaba convencido de que algo se
le ocurriría tarde o temprano, una vez localizada la pareja y estudiados sus
movimientos y rutinas.
De pasada recayó su mirada en un equipo de buceo básico que había en la zona de
artículos de playa del minimarket. Consistía en unas gafas grandes, un tubo y unas
aletas. Un cartelito rezaba que se podían alquilar en el hotel otros packs más
avanzados con respiración autónoma. Aquello, junto a las mandíbulas de tiburón que
había visto antes, le dio una idea. Volvió al pasillo de los recuerdos y regalos y echó
en la cesta un par de maxilares de tamaños distintos. Era solo por si acaso, la
bombilla que se había encendido en su cabeza apuntaba simplemente una posibilidad
más, pues aún tenía mucho por dirimir y concretar. La clave era que cuando actuase
lo hiciera de forma limpia, sin correr riesgos. No quería más problemas en el país.
Antes de subir a la habitación se pasó de nuevo por recepción, cabizbajo y con
precaución como siempre que recorría las zonas comunes, aun exiguamente
alumbradas para no romper el encanto del ambiente selvático. Comprobó que quien
atendía no era la misma persona que le había recibido a su llegada, porque prefería
que no supieran quién había formulado la consulta. En su rudimentario inglés
preguntó si se alojaba alguien con el nombre y apellidos de Germán Guerra, a lo que
el recepcionista respondió amablemente que no, tras consultarlo en su ordenador.
Joan no se sorprendió, al fin y al cabo era lógico que se hubiera registrado con
otro nombre, después de lo sucedido en Bangkok. Le hubiera ahorrado mucho trabajo
saber el número de la habitación, así como las largas horas de asfixiante calor que le
esperaban, atalayado en la terraza.

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36.

—¿HAS comprobado hoy lo del móvil? ¿Sigue en Bangkok? —preguntó


Sonia, levantando la cabeza levemente sobre la toalla para hacerse oír, a pesar del
fragor de las olas y del murmullo de las ramas de los árboles, agitadas por la brisa.
—No, se me ha olvidado mirarlo.
Germán hizo memoria y concluyó que el día anterior tampoco lo había hecho.
Cada vez más confiado, había ido espaciando y olvidando hacer la rutinaria
comprobación. Le embargó un incómodo pesar, como cuando no hacía los deberes en
sus tiempos de estudiante.
Hizo el amago de coger algo de la bolsa de playa, pero se interrumpió al instante
porque el teléfono estaba en la habitación.
—Pero no te preocupes —añadió, resignado—, seguro que sigue marcándolo en
Bangkok, como todos los días. Apuesto incluso a que se ha deshecho del móvil y ya
está en España. Deja de pensar en que nos pueda pasar algo, ya sabes lo que dijo
Marcos. Espinosa es el primer interesado en olvidarse de nosotros y seguir con sus
negocios.
Sonia y Germán habían disfrutado de unas apacibles jornadas de descanso bien
merecidas. Sin mucha consideración por el elevado precio de la habitación por noche,
habían dejado transcurrir los placenteros días. Pero no se iban a quedar mucho más, y
tampoco sería sensato. Él ya la había convencido para que el próximo destino fuese
Japón, deseaba ir a Tokyo, capital de la tecnología, el manga y los videojuegos.
Sonia se levantó y arrastró la toalla del hotel un pequeño trecho sobre la arena,
para situarla de nuevo bajo la sombra de los árboles, que se había ido desplazando.
—Cómo pega el sol aquí, no aguanto ni media hora —se quejó sin ninguna
amargura, casi con agrado—. El verano pasado en la playa del Sardinero, el día que
hizo bueno, me tiré toda la mañana tostándome.
Antes de tumbarse de nuevo en su toalla se sentó a horcajadas sobre Germán, que
jugaba boca arriba con su consola portátil. Germán sintió un hormigueo de excitación
y echó una mirada incómoda a ambos lados. No le gustaba acaparar miradas, y Sonia
simplemente por mostrarse en bikini ya daba el espectáculo, aunque al menos esta
vez llevaba la parte de arriba puesta. Con alivio comprobó que se encontraban
prácticamente solos; había una pareja de nórdicos con un niño a varias decenas de
metros de distancia, que parecía que recogían para volver al hotel. No le extrañó,
pues esa gente cenaba a la hora de la merienda, en cuanto habría el comedor. También

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había una pareja de jubilados japoneses, o tal vez coreanos, paseando por la orilla,
alejándose.
Le parecía increíble lo poco frecuentada que estaba una playa tan fantástica.
Antes del tsunami de 2004, habría sido todavía más espléndida, con los cocoteros
asomándose sobre la blanca arena desde el tapiz selvático que rodearía el hotel.
Ahora la sombra la proporcionaba otro tipo de árboles de tronco más robusto,
dispersos en la zona próxima al mar, que debieron resistir la ola gigante.
Todo aquello se lo había contado un simpático tailandés del personal de
recepción, cuando una noche se acercaron a pedir los palos para el billar. Les mostró
las fotos que había expuestas en una sala del hotel, en las que se retrataba el agua
indómita llegando hasta las instalaciones, arrastrando las tumbonas de la piscina y las
mesas y sillas de la terraza del restaurante. Las infraestructuras del complejo no
habían sufrido demasiados destrozos por hallarse ligeramente tierra adentro, pero no
tuvieron tanta suerte otros puntos costeros del sur, según pudieron comprobar Sonia y
Germán en una excursión organizada. Pilares de hormigón aislados se alzaban en
primera línea de playa, sin rastro de los edificios que en otro momento debieron de
sostener. Los troncos desnudos de árboles muertos despuntaban sobre la incipiente
vegetación, y había desplegados carteles por varias calles, indicando las zonas de
evacuación en caso de alerta por tsunami, obviamente dispuestos tras la tragedia.
Aun así, cuando el primer día, después del suculento desayuno —que Sonia
apenas pudo probar porque le persistía el nudo en el estómago—, se asomaron a la
playa, se les quitó la respiración. La única diferencia clara con una foto de postal era
que el mar estaba agitado, no plano y cristalino como solían venderlo en los folletos
de las agencias. Pero a pesar de las olas, el agua del Índico relucía con un azul limpio,
y gozaba de una temperatura cálida. Germán despreciaba a los turistas que se
quedaban todo el día en las tumbonas de la piscina, por muchos refrigerios gratis que
les ofreciese el servicial personal del hotel.
—No sé, no creo que pueda olvidarlo nunca —reconoció Sonia, volviendo al
tema pensativa, mientras le mesaba con la mano abierta el vello del pecho—. Pasé
tanto miedo… Lo siento si te estoy amargando las vacaciones.
Germán se compadeció de ella y se apresuró a negarlo, afirmando que los días de
relax habían sido extremadamente placenteros y algo totalmente nuevo para él.
Reparó en que nunca antes había pasado tanto tiempo sin salir de juerga, y menos
estando de vacaciones, o como se pudiera clasificar aquella estancia sabática. No era
lo planeado, pero se alegraba del cambio de última hora, tras los convulsos
acontecimientos en Bangkok.
El destino de la isla de Phuket ya lo tenían elegido desde una semana antes del
fatídico día, pero la intención era muy diferente: se iban a alojar en una zona popular
del sur, en un hotel de ambiente mochilero y cercano a zonas de pubs, donde los
jóvenes organizaban frecuentes fiestas nocturnas en la playa. Allí quedarían con
amigos de la prima de Sonia, quien les había asegurado que se lo pasarían en grande.

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Sin embargo, tras lo sucedido, mutuamente acordaron que no estaban de humor para
tales eventos y optaron por buscarse un lugar más tranquilo para recuperarse de los
sobresaltos. No repararon en el dinero a la hora de elegir, alegando que se merecían
un pequeño exceso.
Cuando llegaron al lujoso complejo, Germán tomó todo tipo de precauciones. En
el hotel se vio obligado a registrarse con su nombre verdadero porque le pidieron el
pasaporte, pero exigió que ningún miembro del personal revelase si se alojaba allí, ni
que por supuesto proporcionasen el número de la habitación. Además exhortó a que
se lo comunicasen, lo antes posible, en el caso de que alguien llamase o se personase
preguntando por él. Para excusar todo ello adujo que en España era un actor de cierto
renombre, que protagonizaba una serie televisiva, y que no deseaba ser molestado por
los siempre acechantes periodistas, y entregó una generosa propina.
Por otro lado, ideó algo para que el ruin hombre de Espinosa no pudiera
localizarles con precisión, al tiempo que ellos seguirían viendo dónde andaba él:
simplemente desactivó la antena GPS del teléfono móvil. De esa manera, su situación
geográfica continuaba siendo accesible para sus contactos, pero con un rango de error
mucho más amplio, porque las coordenadas se obtendrían de las torres de telefonía,
no por GPS. El teléfono, al variar de posición, se va conectando a unas torres u otras,
buscando la mejor señal. Dependiendo de la densidad de antenas en la zona con las
que triangular la señal, el software de Google Latitude calcularía la posición con
mayor o menor exactitud. Germán estimaba que, dado que la zona resultaba bastante
remota y deshabitada, el programa podría estar ofreciendo a sus contactos —entre
ellos el temible secuaz de Espinosa— una situación a varios kilómetros de distancia
de la real. Así, Germán confiaba en que, si el canalla ponía los pies alguna vez en la
isla, tardaría bastante en dar con ellos y, si ellos vigilaban sus movimientos
periódicamente, para cuando ocurriera habrían tenido tiempo de reaccionar.
Finalmente, tras el grato anuncio de que Espinosa aceptaba el chantaje, Germán
había concluido que habían sido molestias y cavilaciones en vano. Por precaución,
había albergado la intención de continuar revisando la localización del matón, cada
mañana, a veces más que nada por la insistencia de Sonia. Pero según pasaron más
días de paz y tranquilidad fue bajando la guardia y espaciando las comprobaciones.
Le vino a la cabeza Marcos, con quien habían hablado hacía unos días. El muy
agorero seguía dándole vueltas y revolviendo el asunto, en lugar de disfrutar del
dinero y de su nueva casa. Su buen amigo seguía empeñado en que había un riesgo
latente, y seguía efectuando pesquisas. Germán no se lo había dicho abiertamente,
pero estaba convencido de que lo que hacía era inútil y de que no iba a llegar a
ningún sitio.
Lo mismo daba que ese tal Joan Bellver se hubiese cargado al hombre en el
hospital, no cambiaba nada. Ellos ya tenían el dinero y lo que había que hacer era
pasar página. Marcos le rogó que interpelara a Sonia, que intentara recordar si el
agresor del aeropuerto había sido el mismo tipo que el que aparecía, vagamente de

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perfil, en la imagen del hombre apaleado. Germán quiso darle largas, ahorrarle la
experiencia a Sonia, aduciendo que ella en su día ya había visto las imágenes, y que
lo habría reconocido en el aeropuerto. Pero Marcos insistió, y Germán tuvo que
rendirse y enseñarle a Sonia la imagen, que le envió Marcos por correo electrónico.
Lo único que había conseguido era asustar a Sonia, haciendo que rememorara la
angustia sufrida, todavía reciente.
—Sí, es él —había dicho ella con repugnancia, tras escrutar detenidamente la
media cara que se descubría—. Me acuerdo bien de la barba, tan fina a lo largo del
contorno de la mandíbula. Reconozco que me era familiar, pero supongo que no caí
en la cuenta.
Cuando Sonia se enteró de lo que Marcos había averiguado, que el tipo con el que
había estado encerrada en el váter era un asesino, su jovialidad y espontaneidad se
desvanecieron de nuevo. Marcos alardeaba del hallazgo, pero qué importaba ya quién
fuera ese cabrón, pensaba Germán. Aquel día, tras la llamada, Germán recriminó en
su interior a Marcos el haber sumido de nuevo a Sonia en sus tribulaciones. Por
fortuna, a su chica le remitió pronto la aflicción.
En el fondo lo echaba de menos. Aun siendo tan serio y tan responsable,
reconoció que pasaban buenos momentos en la oficina. En parte añoraba la rutina, las
charlas en los descansos, las bromas y los chismes entre la plantilla. Cualquiera podía
ser el blanco de las críticas mordaces de los demás, y Marcos estaba dotado de una
inventiva especial para generar crueles comentarios en clave de humor.
Se le dibujó una sonrisa mientras rememoraba el día que se mofaron de él por su
forma de vestir. Por la tarde iba a asistir a un concierto punk y se había puesto unos
vaqueros viejos demasiado caídos y una camiseta descolorida y llena de agujeros.
Admitió que se había excedido acudiendo al trabajo con esa vestimenta, tratando de
no desentonar después entre sus amistades, pero no se libró de los comentarios.
—Germán, si te hace falta dinero, pídemelo, pero no cojas la ropa para el tercer
mundo de los contenedores, por favor —le había espetado Marcos muy seriamente,
tan pronto lo vio acercarse a la mesa a primera hora, atrayendo miradas y provocando
carcajadas alrededor.
Un súbito retortijón en el estómago le hizo volver al presente.
—Mierda, otra vez el apretón —masculló, llevándose la mano al vientre.
Llevaba desde la noche anterior con descomposición por culpa de unos noodles
fritos con gambas y curry extremadamente picantes. En el hotel había comida
occidental de todo tipo, pero Germán se había empeñado en ir probando, día a día,
todo lo que hubiera a su alcance en el bufé, y su cuerpo no había resistido el reto.
Procuró incorporarse, para lo cual Sonia tuvo que echarse a un lado. Ella quedó
sentada, mirándole con lástima, mientras Germán se levantaba a duras penas,
encorvado y aquejado de la tripa.
—¿Nos vamos a la habitación? Te puedo pedir otra manzanilla —propuso ella.

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—No, estoy bien, pero me cago. Voy a la habitación un momento y vuelvo, o si
quieres ven y me esperas en la piscina… —sugirió él.
Siempre pasaban un rato en la piscina después de la playa, para poder bañarse un
rato apaciblemente, sin el ajetreo de las olas.
—No, si no tardas te espero aquí —contestó ella, tumbándose de nuevo en su
toalla—. Es pronto todavía, sabes que no aguanto mucho tiempo en la piscina, con
tanto guiri alrededor.

Germán entró en recepción para pedir las llaves. Podría haber utilizado el servicio de
las instalaciones de la piscina, pero con el paseo desde la playa la urgencia había
remitido levemente.
Tras anunciar el número de la habitación, al joven y solícito tailandés le cambió la
cara. Revisó con celeridad un pequeño cuaderno de notas y, con paso inseguro, se
acercó al casillero de las llaves. Al tiempo que le entregaba la tarjeta magnética, le
indicó en correcto inglés, con voz trémula, que alguien había preguntado por él tres
días atrás, en persona. Se disculpó repetidamente, admitiendo que había olvidado por
completo avisarlo, a pesar de las directrices que había recibido al respecto sobre los
acosadores medios de comunicación.
Germán le reprendió y mostró su irritación porque en tres días habían tenido
tiempo de sobra para recordarlo y comunicárselo, a lo cual el recepcionista reaccionó
reiterando su pesar y admitiendo su culpabilidad. Alegó en su defensa que al
momento llamó a la habitación, pero que no había nadie. Por tanto, tomó nota del
suceso en su cuaderno, con la intención de comentárselo al compañero del turno
siguiente, para que lo reintentara posteriormente, pero se le pasó dejarle el recado a
su relevo, y para colmo libró las dos jornadas posteriores. En ese justo momento, al
escuchar de nuevo el número de la habitación y revisar sus notas, se le acababa de
hacer evidente su pifia. Quizá buscando aplacar la ira del cliente, aseguró que la
respuesta había sido que no se alojaba nadie con ese nombre.
Germán no lo torturó más, resultaba evidente que el tipo era nuevo y no muy
competente. Se había excusado en voz baja y no dejaba de mirar a ambos lados, sin
duda temeroso de que pasara por allí algún encargado o superior y se enterara.
Germán se limitó a exigirle que describiera al «periodista», y el trajeado joven apenas
acertó a reseñarlo como occidental, de mediana edad y con pelo y barba oscuros.
No había duda, era el que en los correos se hacía llamar Joan, el ruin tipo de
Bangkok y el mismo que, según Marcos, había matado sin escrúpulos al hombre de la
paliza, en el hospital. Alarmado, salió de la construcción independiente con aspecto
de cabaña y enfiló hacia el edificio de su habitación, uno de los tres bloques
dispuestos en torno a la piscina. Por un momento se olvidó de sus necesidades
fisiológicas, ahogadas por su ánimo, ensombrecido por la noticia. Solo cabía una

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explicación: el tipo seguía buscándoles, luego el chantaje a Espinosa había fracasado.
Venía a por el dinero, y no iba a detenerse hasta recuperarlo.
Luchó por ver el lado positivo, como siempre hacía. Si había estado en el hotel
hacía tres días y aún no había ocurrido nada anormal, era posible que hubiera dado
por buena la palabra del inepto del recepcionista y se hubiera largado. Confiaba en la
imprecisa situación que obtendría en su móvil, al haber desactivado el receptor GPS.
Apostaba a que habría recorrido hoteles y apartamentos de una gran porción de la
zona septentrional de la isla, preguntando y obteniendo siempre respuestas negativas.
Claro que podía equivocarse, no sabía dónde se localizaban las torres de telefonía
móvil en la zona. A pesar de tratarse de un parque natural, si había alguna cerca, su
posición se marcaría con pocos kilómetros de error, y el hombre de Espinosa bien
habría sido capaz de deducir que la única posibilidad de alojamiento era ese hotel
aislado. ¿Rondaría aún por las instalaciones, acechante, esperando el momento
oportuno?
Terminó en el baño precipitadamente y en cuanto salió, aliviado en su interior,
pero azorado por un fatal presentimiento, corrió a la mesilla de noche y abrió el
Latitude, la aplicación de móvil para ver el posicionamiento de los contactos.
—Por favor, por favor, por favor… —murmuraba mientras se cargaba. Con los
dedos cruzados, deseaba que el contacto de nombre Marcos se situara bien alejado en
el mapa.
No tardó en aparecer en la pantalla. La vista amplia abarcaba casi toda la isla, y el
icono del teléfono de Marcos se representaba en una zona imprecisa. Le sobrevino un
sudor frío. Aplicó el zoom con dedos temblorosos y la sospecha se fue haciendo más
real, según se acercaba la vista en el mapa. En el siguiente nivel de escala se dibujó el
punto en algún lugar de la estrecha manga al norte de la isla. Parecía posarse en la
costa occidental, quedando el aeropuerto al sur.
El corazón le dio un vuelco. La aproximación final no dejó lugar a dudas: el hijo
de puta estaba en el hotel.

Germán revisó la caja fuerte de la habitación y comprobó que el grueso del dinero
permanecía allí, así como la pequeña cantidad que mantenía oculta dentro del calcetín
sucio, en una bolsa de plástico tirada en el suelo.
Con el alma en vilo se apresuró de regreso a la playa. Le aterrorizaba haber
dejado a Sonia sola, sabiendo que el esbirro de Espinosa rondaba por algún lugar del
complejo. Durante el camino se le pasaron por la cabeza todo tipo de conjeturas, de
las cuales la más optimista era que Joan Bellver no había sido capaz de encontrarles
todavía, dadas las dimensiones del recinto del hotel. Otra hipótesis más fatalista era
que ya los hubiera localizado y que se mantuviera a la expectativa, esperando el
momento oportuno para actuar, como ya ocurrió en el aeropuerto.

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Ese temor le hizo acelerar el paso sobre el sendero de tablas de madera que se
dirigía al mar. Corrió torpemente —por culpa de las chanclas—, atravesando los
jardines y estanques, dejando a ambos lados los románticos aposentos
independientes, que imitaban chozas de madera con techumbre de ramas de palmera.
En los estrechos puentes se cruzó con turistas europeos, arreglados y elegantes, que
acudían al comedor para cenar. Los pasaba de soslayo o se chocaba contra los
hombros de los que no se apartaban a tiempo, generando airadas protestas. En el
tramo final, desde donde ya se percibía el rumor de las olas, el camino se ensanchaba
sobre gravilla y a los lados no había ya construcciones ni jardines, sino frondosa
vegetación y algunos árboles altos dispersos. Esprintó, agobiado por sus crecientes
aprensiones, hasta que la senda murió en la arena y tuvo que detenerse para quitarse
las chanclas.
Se dispuso a torcer hacia su izquierda; habitualmente, cuando iban a la playa,
avanzaban unos cien metros en esa dirección para gozar de mayor soledad e
intimidad. En la zona más próxima al acceso del hotel no quedaban ya huéspedes,
solo había un hombre del personal recogiendo los posibles desechos que se hubieran
depositado en la arena durante la jornada. Hacia la derecha, en dirección contraria
adonde se encaminó, desaparecía en la lejanía la pareja de supuestos japoneses.
Corrió pesadamente por la arena y enseguida pudo atisbar sus toallas, solitarias en
la parte más alta de la playa, junto al lindero de la vegetación, y al sol, porque la
alargada sombra de los árboles ya las había abandonado definitivamente. Con el
corazón en un puño advirtió que Sonia no estaba allí, ni en las inmediaciones. Llegó y
se detuvo alarmado, casi sin respiración, y miró en derredor. En el mar no se la veía,
aunque nunca se habría bañado sola; le asustaban las olas, por menudas que fuesen.
Se obligó a calmarse, probablemente se encontraría recogiendo conchas por la
orilla. Se aproximó al borde del agua espumosa y miró a ambos lados, haciéndose
visera con las manos para protegerse del sol, que se descolgaba lentamente hacia el
mar, justo frente a la costa. Más de una vez habían contemplado la puesta de sol antes
de acudir a cenar, mirando embelesados hacia Occidente, cautivados por la
tranquilidad y la placidez. Esta vez sus sentimientos eran totalmente opuestos, porque
no la veía por ningún lado y sentía que la ansiedad se apoderaba de él.
Comenzó a recorrer la orilla de un lado a otro, con creciente desesperación,
escudriñando el mar y la lejanía de la playa en ambas direcciones. Pasó de nuevo a la
altura del camino que desembocaba desde el hotel y le preguntó al hombre que
limpiaba, que ya regresaba con una bolsa de basura casi vacía. Al entender que se
dirigía a él, lo recibió agachando la cabeza y juntando las manos, como de costumbre.
Germán, angustiado, pensó que bien podía meterse la reverencia por donde le
cupiera. Para colmo, el servicial operario chapurreó en inglés que no se había fijado
en quién había en aquellas lejanas toallas, ni había visto a ninguna chica con la
descripción proporcionada.

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Germán avanzó un trecho más, dispuesto a plantear la misma cuestión a la pareja
de japoneses de edad madura que había observado antes paseando por la orilla,
alejándose con los pies remojados por el vaivén de la cálida y espumosa agua del
mar. Sin ver a nadie aún, creyó percibir unas voces alteradas, entre el rumor de las
olas y la brisa.
Continuó a menor ritmo, sin aliento ya por el esfuerzo que le suponía correr sobre
la arena, escuchando las voces de alarma con cada vez más claridad, en un idioma
extraño. Finalmente, tras doblar una leve curvatura de la costa, su vista alcanzó la
fuente de los vocablos nerviosos: los orientales, unos cincuenta metros más adelante,
se habían detenido, sobresaltados, junto a la orilla. La mujer señalaba y daba
instrucciones al hombre, que parecía dubitativo. Finalmente se metió en el agua hasta
las rodillas con intención de agarrar algo.
Germán se temió lo peor y en pocas zancadas se plantó en la escena. La señora no
lo vio llegar, y continuaba gesticulando histérica hacia su marido, que se batía,
agachado, entre la espuma blanca de las olas. Germán no tardó en ver el color negro
del bikini de Sonia, cuyo cuerpo se revolvía con las acometidas de las olas. Se mecía
topando contra el fondo y rebotaba asomando algún brazo o pierna por encima de la
superficie, pero en ningún momento vio la cabeza emerger.
Se quedó de piedra, paralizado.
Los gritos de la señora —que al ver a Germán atrajo su atención a voces para que
colaborara con su supuesto cónyuge— le hicieron volver en sí y, como un autómata,
se lanzó al agua y arrastró el pesado cuerpo hasta la arena, con ayuda del japonés, que
por sí solo no había sido capaz. La mujer se abrió paso entre ambos, se postró sobre
el cuerpo, a todas luces inerte, y pugnó por reanimarla, practicando la respiración
boca a boca, sin éxito. Germán ni siquiera lo intentó: ni sabía hacerlo, ni hubiera sido
capaz, atenazado y en estado de shock. Tenía el cadáver delante, el mismo cuerpo al
que había aplicado protector solar hacía un rato. Era algo inverosímil, y se preguntó
si sería una pesadilla.
Le flaquearon las piernas e hincó las rodillas en la arena. Era como si el mundo se
derrumbara a sus pies. Contemplaba la lúgubre escena con horror e incredulidad,
mientras los japoneses discutían y se daban órdenes ininteligibles. Miró a la arena y
se tiró de los pelos con ambas manos, abrumado por la rabia y la impotencia que le
corroía por dentro. Se aisló en sus pensamientos, envuelto en el periódico rumor de
las olas rompiendo a pocos centímetros. Nunca creyó que Espinosa fuera a llegar tan
lejos, nunca otorgó credibilidad a las amenazas de su matón en el aeropuerto. Una
cosa era forzarles a devolver el dinero y otra cosa un vil y cobarde asesinato.
Un incremento repentino en el volumen de las voces le hizo levantar la cabeza. El
hombre había reparado en una herida en la pierna, y señalaba vociferando algo y
haciendo aspavientos a su supuesta esposa y a Germán. En la parte posterior del
muslo se veían claramente las heridas de una hilera de dientes, por ambos lados,
como si se hubiera cerrado sobre la pierna una mandíbula con la circunferencia de un

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balón de fútbol. No entendía lo que le gritaban, pero suponía que se trataba de la
palabra japonesa para «tiburón».
Germán se estaba torturando porque estaba convencido de que la habían matado,
y por su culpa; por no haber estado atento al móvil, a la localización de Joan; por
haber levantado la guardia. Para empezar nunca debió pedirle que se inmiscuyera en
lo del robo. ¿Debía sentirse aliviado? ¿Podría haber sido un escualo, que se tratase de
un fatídico accidente? De poco importaba, la había perdido; pero se forzó a superar su
aflicción y trató de discurrir.
No, concluyó. Eso era la apariencia que él quería que tuviera: la mordedura de un
tiburón, de tamaño pequeño, que provocó el ahogamiento del bañista al cundirle el
pánico en una zona donde no hacía pie; o tal vez el animal la arrastró unos metros y
finalmente tuvo que soltar a la presa, ya inerte, por el excesivo tamaño.
Pero Sonia nunca se habría bañado sola. Y esa costa era segura, según les había
contado en el hotel el aburrido camarero de la terraza, una noche tras unos cuantos
cócteles. No había registros de ataques de tiburón en esta zona del Mar de Andamán.
Sí había, en cambio, tiburones ballena o nodriza y otras especies pacíficas,
anunciadas como reclamo por los centros de buceo.
Estaba convencido de que ese desalmado lo había urdido todo. Había aguardado a
que se encontrase sola, la había arrastrado hasta el agua y la había ahogado,
empujándola hacia abajo con sus propias manos. Después le habría provocado esas
marcas en la pierna, con un cuchillo tal vez, simulando una mordedura. Habría dejado
el cuerpo en el agua y las olas y corrientes lo habían hecho derivar, por eso había
arribado a tanta distancia de donde había estado, tumbada plácidamente tomando el
sol. Para acercarse a ella sin asustarla habría tenido que ocultarse. Posiblemente la
habría sorprendido apareciendo súbitamente desde la tupida vegetación,
abalanzándose sobre ella tras esperar el momento oportuno.
Le desbordaba la furia y la sed de venganza. Consideró que podría merodear aún
por allí, de modo que impulsivamente se levantó y se encaminó de vuelta hacia la
zona donde habían pasado la tarde. Los japoneses se quedaron mirándolo, extrañados,
y comentaron algo en su idioma que Germán ignoró.
Su cabeza era un hervidero de ideas confusas y sentimientos pesarosos. Mientras
caminaba, cegado por la ira, se percató de que asomaban tantas cuestiones en su
cabeza que tapaban su dolor interior. Desde el ansia de violencia hasta el martirio que
supondría pensar qué les diría a sus padres. ¿Que la habían matado, o seguiría el
embuste del accidente? Por otro lado, sin duda acudiría la policía y tendría que
declarar y dirimir entre ambas opciones.
Se dio cuenta de que simplemente no había asimilado que Sonia estaba muerta.
Su mente lo mantenía distraído, preocupado con otros temas paralelos, seguramente
como un mecanismo de autodefensa que lo protegía del sufrimiento más crudo.
El dinero ya no era lo prioritario para Espinosa y su hombre. Lo sabía, pero en
nada le importaba que él fuera el siguiente a por quien iría ese malnacido, la siguiente

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víctima en su hoja de ruta. Puede que estuviera observando, acechando desde la
distancia; se hallaba en peligro, pero no tenía miedo. Sin ella poco le importaba ya la
amenaza o el destino. Tal vez hasta le hiciera un favor: si sobrevivía, tendría que
cargar con la culpa y los remordimientos durante el resto de su vida.
Secó las lágrimas que brotaban de sus ojos y se concentró en buscar a alguien con
el aspecto de ese tal Joan. Realmente cualquiera que vagase por la solitaria playa o
las inmediaciones resultaría sospechoso. Recorrió los arbustos que lindaban con la
arena, con la vista y el oído aguzados ante cualquier señal de que alguien se hallara
oculto. Si no lo veía en la zona de la playa, volvería al hotel inmediatamente y, con la
ayuda del móvil, tarde o temprano lo encontraría. Y no tendría piedad.
Se cruzó con un par de socorristas del hotel que corrían torpemente sobre la
arena, con una camilla. Los japoneses habrían llamado para dar el aviso, pero de poco
valdría ya tanta prisa. Sobrepasó de nuevo el camino de acceso al hotel, por donde no
vio a nadie que regresara de la playa, y continuó. Llegó a la altura de sus
abandonadas toallas y prosiguió. Sus piernas lo llevaban por inercia, se sentía flotar,
como si estuviera atrapado en una pesadilla y no tuviera poder de decisión. El deseo
de encontrarlo y reventarle la cabeza era su única luz.
Llegó al final de la bahía, donde la arena daba paso a un promontorio de rocas
grises, grandes y redondeadas. Ya había estado antes allí en una ocasión, de paseo
con Sonia. Aquella vez se internaron por la selva para rodear las rocas. Al otro lado
del macizo se abría otra ensenada con otra playa interminable y todavía más solitaria.
Siguiendo algún instinto, Germán trepó por las rocas para otear desde lo alto
ambas playas. Con los pies descalzos, magullándose con las cortantes lapas y otros
moluscos que habían quedado descubiertos por la marea baja, se aupó hasta la
posición más elevada. Sobre la desolada arena de la siguiente ensenada no había un
alma. Un súbito dolor le sacudió el corazón al atisbar los dos cocoteros bajo los que
habían hecho el amor un día, un recuerdo de algo que no volvería a repetirse. Y todo
por su culpa, se reprochó. Miró abajo, planteándose si tirarse de cabeza contras las
rocas más bajas le provocaría la muerte.
Y lo que vio le sorprendió.

Entre unas rocas planas que lamía el mar con mesura, flanqueadas por paredes más
altas de piedra que otorgaban cierto resguardo contra las olas, había alguien de pie,
con un traje de neopreno, que parecía estar recogiendo el equipo de buceo tras una
inmersión. No parecía muy diestro. Germán había hecho un curso de iniciación al
buceo durante el viaje de fin de carrera al Caribe y, aunque no había vuelto a
practicarlo desde entonces, recordaba lo suficiente para llevarse la clara impresión de
que el hombre era novato. Él no lo vio acercarse porque se hallaba agachado,
forcejeando para quitarse las aletas. Tampoco pudo oír sus pisadas, en lo alto de la
roca, debido al estrépito de las olas que rompían a sus pies.

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A Germán le extrañó que se dedicara a despojarse del atuendo en un lugar tan
incómodo, cuando bien podría hacerlo sobre la playa. Tal vez se escondía de algo. La
sospecha que se gestaba en su mente embotada se concretó, animada por su sed de
venganza; tenía que ser él. Estaban a varios cientos de metros de donde Sonia había
descansado sobre la toalla, pero el bastardo podría haber buceado hasta ese recóndito
lugar tras el atroz asesinato, para no ser visto por la playa. Además, camuflado de esa
manera habría sido capaz de acercarse a Sonia sin ser reconocido; incluso puede que,
desde el agua, le hiciera señas para que se acercara, simulando algún problema, y ella
acudiera a socorrerle.
Germán aguardó escondido, agazapado tras una roca, a que se quitara las gafas y
el traje para poder verle la cara y salir de dudas.
El tipo, tres o cuatro metros justo debajo, pasó un buen rato manipulando algo en
la botella de aire. Germán se impacientaba. Apenas podía retener el odio que le ardía
en su interior y que le impedía aguardar más. Necesitaba saberlo, había que
desenmascararlo, porque si no era él le quedaba la baza del teléfono móvil: correría al
hotel y en la pantalla se reflejaría su posición exacta, y jugaba con ventaja porque él
no vería la suya con precisión.
Por fin se despojó de las gafas de bucear y de la parte superior del mono, que le
cubría desde la cintura hasta la cabeza, y no tardó en apreciar un rostro occidental, de
pelo moreno, con la barba fina y cuidada que con desagrado le había descrito Sonia.
Tuvo la certeza de que era Joan Bellver.
Se reprimió, porque lo que le pedía el cuerpo era bajar y liarse a puñetazos. El
hombre era recio y alto, pero no se contuvo por miedo, precaución o instinto de
supervivencia; no tenía ya nada que perder. Solo le detuvo la necesidad de ejecutar la
venganza con éxito, había que hacerlo de forma que saliera bien, pensando con
antelación una estrategia ganadora.
Se planteó apedrearle desde su posición superior. Si le acertaba en la cabeza…
Pero no, no había demasiadas piedras de buen tamaño sueltas, y si fallaba, el tipo
bien podría huir o trepar hasta él. No sabía si iba armado, pero al menos llevaría un
cuchillo de buceo, un elemento de seguridad fundamental en el submarinismo, para
poder librarse de eventuales enganchones en redes o cuerdas.
Decidió actuar como si no hubiera ocurrido nada. Desde esa posición, rodeada de
rocas, el individuo no habría visto nada, desconocería si el cadáver había aparecido
ya en la arena.
Se puso de pie sobre un peñasco y le gritó:
—¡Perdone!, ¿habla mi idioma? —preguntó, alarmado para dar veracidad, y con
voz potente para vencer el susurro del agua deslizándose sobre las rocas, de un glauco
brillante, debido al tapiz de algas cortas que las recubrían. Sabía perfectamente que
hablaba español, pero debía fingir que no lo conocía.
El hombre se sobresaltó y se incorporó de un respingo, indeciso, mirando hacia
arriba en varias direcciones, desorientado. Cuando posó su mirada en Germán levantó

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las cejas y dio un paso atrás, un movimiento instintivo de defensa, que casi le hizo
caer al resbalar ligeramente su escarpín. Joan había visto su cara, sin duda, porque
llevaría varios días siguiéndoles; por no hablar de las fotos que había en el teléfono
de Marcos o de la información que pudiera suministrarle inicialmente Espinosa.
—Sí… —contestó al poco, dubitativo.
—¿No habrá visto a una chica joven? —le preguntó Germán, al tiempo que
bajaba con dificultad por entre las oscuras rocas—. No es muy alta, con bikini
negro… —concretó, plantándose de un brinco en una porción seca de la plataforma, a
dos o tres metros de Joan—. La estoy buscando y no la encuentro, puede que le haya
pasado algo.
El sicario guardó silencio unos instantes, perplejo. Debía estar alucinando; su
próximo objetivo se le había puesto a tiro sin ningún esfuerzo, y en un lugar perfecto
en cuanto a discreción. Finalmente levantó los hombros y dijo que no había visto a
nadie, e hizo un gesto señalando la barrera de rocas que lo rodeaban, tapando toda la
visión, excepto al mar abierto. Mantenía el ceño fruncido, quizá trataba de elucubrar,
de manera improvisada, la mejor manera de finiquitar el asunto allí mismo.
Germán pasó ante él raudo, atento a sus movimientos, y se asomó al mar.
Aprovechó la pasada para comprobar que, como había intuido desde arriba, la prenda
oscura y alargada que reposaba sobre la botella era sin duda el cinturón de lastre,
imprescindible para vencer la flotabilidad positiva y permitir al buzo sumergirse.
Oteó hacia ambos lados, como si buscara a la chica entre las rocas, sin perder de vista
de reojo los movimientos de Joan. Verdaderamente, viendo su torso desnudo,
quedaba patente que constituía un rival imponente, pero incluso el propio Germán se
sorprendió de lo tranquilo que se hallaba. Supuso que nada podía suscitarle más dolor
que el que ya padecía, y si acababa muerto tal vez supusiera un alivio.
—¿Has mirado en la playa de este lado? —sugirió Joan, rompiendo el silencio.
Germán se volvió. Señalaba la ensenada contigua con una mano, al otro lado de
las rocas, y Germán pudo advertir en ella la cicatriz de la herida que le causó él
mismo en el aeropuerto.
Mientras hacía indicaciones con la vista perdida en la lejanía, Joan se llevó la otra
mano, disimuladamente, a un compartimento ajustado que llevaba el traje en un
lateral de la pernera. Tras la sorpresa inicial, había decidido aprovechar la coyuntura
y ya se preparaba para el momento más propicio. Germán imaginó que Joan
confabulaba para distraer su mirada, pretendía que se asomara de nuevo sobre la roca
para entonces sacar un cuchillo, o algo similar que llevaría encima, y jugársela por la
espalda.
Germán dio un paso atrás y se situó junto a la botella amarilla de aire a alta
presión, sin perder de vista el pesado cinturón, colgado en la parte superior. Fingió
entonces que buscaba un punto de apoyo para auparse a una de las rocas y echar un
vistazo a la otra playa, siguiendo su consejo. Como esperaba, en cuanto le dio la
espalda el tipo se acercó, lenta y amenazadoramente. No podía esperar más, el que

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pega primero pega dos veces, como había aprendido en alguna trifulca de
adolescentes en Móstoles.
Con la siguiente ola, que le cubrió hasta los tobillos, simuló que resbalaba y se
dejó caer, volcando adrede la botella de acero. Germán quedó sentado de culo, y el
cinturón de lastre se había hundido a su lado, tapado parcialmente por el agua que ya
escurría de vuelta al mar. Observó en detalle que era ancho y con diferentes bolsillos
separados simétricamente, en cada cual se ubicaría una ficha de plomo de uno o dos
kilogramos. Calculaba la mejor forma de asirlo, teniendo en cuenta el elevado peso y
el movimiento que debería efectuar llegado el momento, pero no dispuso de mucho
tiempo para pensar; Joan no desaprovechó la oportunidad y se abalanzó sobre él,
blandiendo un cuchillo pequeño con mango de goma.
Joan había picado el anzuelo, confiando en aprovechar el despiste y confusión
tras el resbalón, y la situación en desventaja de su rival, pero Germán aguardaba el
momento. Desde el suelo espumoso agarró un extremo del pesado cinturón y lo
levantó, llevándolo por detrás de su espalda para coger impulso, como si fuera a
soltar un latigazo. El excesivo peso y la mala posición le hizo tardar más de lo que
había calculado, y en el mismo instante se le había plantado ya encima el asesino, que
doblaba las rodillas para clavarle el cuchillo en el cuello.
Tuvo la tentación de esquivarlo, soltando el lastre que lo ralentizaba, pero sabía
que era su única oportunidad. Lo sacudió hacia delante con todas sus fuerzas.
Joan, sorprendido por el cinturón amenazante que había surgido inesperadamente
por detrás de Germán, a su fatal encuentro, levantó el otro brazo para protegerse del
golpe, pero ya era tarde. La sección abultada más exterior del cinturón le golpeó de
lleno en la frente, emitiendo un chasquido sordo y seco.
Joan se derrumbó, inconsciente, aplastando a Germán, y el cuchillo le rozó y cayó
sin fuerza.
Apartó el pesado cuerpo y se incorporó con dificultad, pues iba descalzo y la roca
mojada resbalaba. Comprobó que aún tenía pulso y respiraba. Determinó que había
que complementar la venganza y arrebatarle la vida, tal vez así lograra apaciguar algo
la ira que lo carcomía.
Hizo un esfuerzo ímprobo por concentrarse e idear algo, superando la
consternación que le nublaba la mente. El objetivo era matarlo, ni más ni menos, y
estaba seguro de que no iba sufrir por ello ningún tipo de remordimiento. Algo
secundario era hacerlo de forma que no le enviase directamente a pudrirse entre rejas
a una cochambrosa cárcel del país.
Apostaba a que Joan era novato, y había sido una temeridad bucear en solitario,
sin instructor ni acompañante. Repasó los fundamentos de buceo que aprendió
vagamente en su día, especialmente en lo respectivo a las precauciones, riesgos y
accidentes más comunes. Se recriminó no haber prestado más atención: si no hubiera
estado de resaca casi todas las mañanas, ahora recordaría los detalles con más
claridad; claro que era un viaje de fin de carrera, y disfrutaban de un régimen de todo

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incluido, en el Caribe… Sin embargo, sí se le quedó bien grabado lo del embolismo,
quizá porque el monitor insistió tanto que le llegó a asustar.
Se induciría por ascender hasta la superficie de manera brusca y con los pulmones
llenos de aire, aguantando la respiración, y podía tener consecuencias fatales. Veía
con claridad la cara del instructor, reiterando fervientemente con su acento mejicano
que, antes de iniciar el ascenso, de vuelta a la superficie, expulsaran todo el aire, y
que durante la subida respiraran pausadamente y con continuidad. El ejemplo típico
de lo que no se debía hacer describía a un aprendiz que se asustaba por algún motivo
—por toparse con algo amenazador, o sufrir algún problema con el equipo de
respiración— y soltaba la boquilla para huir del agua rápidamente, aguantando la
respiración. Lo que ocurriría sería que, con el brusco cambio de presión en el
ascenso, el aire en los pulmones se expandiría rápidamente, y tras alcanzar el punto
máximo de elasticidad se llegarían a desgarrar estos órganos. Como consecuencia se
provocaría un embolismo arterial de gas: rotos los vasos sanguíneos, el aire se
introduciría en la circulación en forma de burbujas. De allí serían arrastradas al
corazón y bombeadas, de forma que aparecerían síntomas de bloqueo circulatorio en
cerebro, corazón, pulmones y demás órganos vitales. Antes de llegar a la superficie el
individuo podría haber perdido la consciencia y fallecería inexorablemente por
ahogamiento.
Germán creyó haber dado con una forma de simular que al bastardo le hubiera
sucedido un embolismo de este tipo. Pensó en Sonia, que siempre escuchaba
orgullosa sus ideas y estrategias, aunque luego no funcionaran. Esta vez no podría
contárselo.
Con rabia agarró la botella amarilla y la manipuló hasta quitarle el regulador, un
mecanismo capaz de proporcionar al submarinista el aire a presión ambiente, con
fluidez y según se va demandando en cada inspiración. Se puso de rodillas junto a la
cabeza de Joan y le introdujo el grifo de la botella, de donde acabada de
desenganchar el regulador, directamente en la boca. Con una mano le apretó las aletas
de la nariz, y con la otra abrió la válvula. El aire sibilante, que salía frío debido a la
expansión, hizo que los carrillos de Joan flamearan como una bandera, al escaparse el
gas de la boca con virulencia por las aberturas entre labios y grifo. Germán estabilizó
la botella para poder soltarla y con la mano libre le cerró con fuerza los labios en
torno al conducto, de forma que el aire entrara sin pérdidas.
Los mofletes se hincharon como un globo y enseguida se comenzó a elevar el
fornido pecho desnudo del hombre: se hinchaban los pulmones debido al aire a
presión insuflado.
Cuando ya alcanzaba el tórax un volumen considerable, Joan debió de
experimentar un agudo dolor que le hizo recuperar el conocimiento y abrió los ojos
impetuosamente. A continuación se estremeció, tratando de gritar o expulsar el aire,
pero bien sujeto por la cabeza contra el firme rocoso y con la boca herméticamente
cerrada sus intentos eran del todo baldíos.

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Pasaban los segundos y Germán ni se inmutó, e incluso se regocijó al ver su
sufrimiento en directo. La víctima comenzó a patalear y a dar golpes torpes a Germán
y al aire con los brazos.
Llegó un momento en que el pecho adquirió un tamaño insólito y dejó de crecer.
Germán escuchó pitos en las entrañas del hombre, como los que sufrían los
asmáticos, y los achacó al aire escapando por los desgarros internos producidos. Joan
se convulsionó y Germán tuvo que presionar aún más su cabeza contra el suelo para
mantenerlo inmóvil y que no se liberase el aire que lo estaba reventando por dentro.
Joan, sudando y con la cara roja y congestionada, perdió de nuevo la consciencia.
Germán estimó que ya había sido suficiente para generar daños internos que
evidenciasen el accidente en una supuesta autopsia, si es que llegaban a efectuarla.
Soltó las manos y el aire salió expelido con fuerza de boca y nariz. Aún vivía y
respiraba con dificultad. Para terminar el trabajo le dio la vuelta al cuerpo
afanosamente y le introdujo la cara en una oquedad de la plataforma, que mantenía un
palmo de agua constante entre ola y ola.
Lo mantuvo así unos minutos hasta que sufrió unos espasmos y dejó de respirar,
ahogado. Se asombró de su propia insensibilidad, pues no padeció ni un ápice de
remordimiento ni lástima mientras le arrebataba la vida con sus propias manos.
Confiaba en que, si se investigaba la causa de la muerte, se concluyera que se
había ahogado tras perder la consciencia, antes de salir del agua. Convendría
disimular lo del golpe en la cabeza, se dijo, observando la fea contusión en la parte
superior de la frente. Decidió vestirlo de nuevo. Le puso la pieza superior del traje,
así como el cinturón de lastre, las gafas, aletas y la botella de aire con el regulador
acoplado correctamente. La cabeza quedaba cubierta completamente por el neopreno,
excepto la abertura en la cara que cubrían las gafas de bucear. Con dificultad por el
elevado peso del muerto, se las ingenió para golpear y rozar la cabeza contra la roca
repetidamente, justo en la zona donde le había propinado el golpe anteriormente.
Buscó las aristas con más lapas y caracolillos para que se marcaran los rasgones y
quedaran restos en el traje. Agotado, quedó satisfecho; resultaría evidente que, con el
ímpetu de las olas, el cuerpo inerte habría sido zarandeado y sacudido contra el
rompiente con violencia, originándole múltiples traumatismos y magulladuras.
Finalmente lo arrastró al borde y lo dejó caer entre dos escollos, donde el agua lo
mecía, pero no era probable que con fuerza suficiente para liberarlo. No quería que
apareciera en la arena de la playa, prefería que no se descubriera el cuerpo en los
próximos días. Cuanto más tarde ocurriese, más difícil sería que se encontrase alguna
prueba de su acción, algún detalle que hubiese pasado por alto. Confiaba en que nadie
se topara con él, en ese recóndito punto, en varios días o incluso semanas.
Según disminuía el nivel de adrenalina en su sangre y se desvanecía la tensión, lo
embargaba de nuevo el crudo sentimiento pesaroso por haberla perdido, además del
azote despiadado de los remordimientos por su culpabilidad. Si no la hubiera
convencido para implicarse en el robo, si no la hubiera dejado sola en la playa, si

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hubiera comprobado regularmente la posición de Joan Bellver en el teléfono… Poco
le importaba acabar en la cárcel, nunca volvería a ser el que era.
Permaneció unos minutos en silencio, de pie sobre la roca, con la mirada perdida
en el horizonte anaranjado, donde se escondía el sol. Meditó en los fabulosos
momentos que había pasado con ella, y en cómo se había podido alcanzar ese trágico
final. Se odió a sí mismo según acudían las respuestas a su mente.
Antes de marcharse revisó la plataforma, lamida parcialmente por las olas, por si
se hubiera dejado algo. Efectivamente, quedaba el cuchillo, que arrojó al mar y se
hundió cerca del cuerpo, y una bolsa elástica de buceo atada sobre un peñasco
picudo. La cogió para tirarla también al rompiente; pero antes la abrió, con
curiosidad, para ver qué era el objeto grande y relativamente pesado que la
deformaba. Extrajo el esqueleto de una mandíbula con dientes triangulares y afilados.
No tardó en unir lazos y dedujo, con estupor, que Joan había utilizado el maxilar del
pequeño escualo para lacerar la pierna de Sonia, tras ahogarla. El cretino lo tenía todo
planeado. Sintió una dolorosa punzada de rabia al imaginar la angustia que debió
pasar, y lo arrojó al mar con violencia, profiriendo un alarido desgarrador.
Pero no era el único que sabía camuflar asesinatos, haciéndolos pasar por
accidentes, pensó, buscando un vago consuelo, y escupió con desprecio al mar en
dirección al buzo novato y temerario.

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37.

MARCOS se sobresaltó al sentir un sutil toque sobre su hombro. Llevaba los


auriculares puestos, como siempre que se hallaba concentrado en su trabajo, tirando
líneas de código fuente para alguna aplicación informática. No le gustaba que lo
interrumpieran, y menos por la espalda. Detestaba especialmente a los que se
situaban detrás de su asiento, aguardando a que él se percatara de su presencia para
anunciar lo que querían; eso significaba que, hasta ese momento, habrían estado
fisgoneando en su pantalla, y tanto podría haber estado dedicado a algo relacionado
con el trabajo, como consultando su cuenta bancaria u otro asunto personal.
Marcos pausó la música y se revolvió contrariado, haciendo girar la silla. Iba a
farfullar algo con aire crispado cuando vio al imponente Gerardo Gómez tras él, el
director de su departamento en Kryticos. Rápidamente corrigió la expresión y saludó
de forma comedida.
El señor Gómez le pidió que le siguiera hasta su despacho, y Marcos lo hizo de
forma sumisa, caminando más bien tras él que a su altura, ignorando las miradas
curiosas de los colegas informáticos de su mesa; exceptuando a un campechano
compañero, con el que mantenía buen trato y que se hallaba siempre de buen humor y
a la que salta, al que dedicó una mueca de oveja camino del matadero. El otro le
respondió con una sonrisa cómplice, gesticulando cual si se cercenase el cuello con la
mano.
Habían tenido lugar varios despidos en las últimas fechas, la mayoría sufridos por
trabajadores de Kryticos que habían estado desplazados como externos en otras
empresas. Por unas causas u otras —fin de proyectos o problemas económicos del
cliente— eran devueltos a la oficina. Debido a la falta de inversión pública en
investigación, los proyectos escaseaban en la oficina y se prescindía de los retornados
que quedaban ociosos demasiado tiempo.
Marcos, sin embargo, no temía por su puesto. En cuanto regresó de Synphalabs le
asignaron tareas, y dudaba que le llegara a faltar el trabajo, porque no había muchos
con su experiencia en infraestructuras de cifrado, y más aún desde la salida de
Germán, otro avezado en la materia.
—Te han requerido de nuevo en Synphalabs —le anunció Gerardo, tras los
comentarios iniciales protocolarios en los que un jefe finge interés por el bienestar de
su empleado.
Marcos había intuido la causa de la llamada y se limitó a asentir.

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—A decir verdad, también han pedido que vuelva tu compañero, Germán, pero
obviamente tendrán que conformarse contigo —esbozó una sonrisa condescendiente
—. Pero no te preocupes, esta vez será para una corta temporada; volverías antes del
verano.
Marcos cuestionaba que el propio Gerardo se creyera aquello. Por la experiencia
que atesoraban él y sus compañeros, una vez que alguien era enviado fuera a trabajar
como subcontratado, la dirección de Kryticos hacía todo lo posible para alargar la
estancia. Para la empresa, alquilar a su mano de obra era un negocio redondo: el
trabajador no generaba gasto alguno al estar desplazado, y se obtenía, mes a mes, un
suculento sobreprecio respecto a su nómina.
Salió del despacho meditabundo. No le preocupaba demasiado tener que volver a
Synphalabs; de hecho era algo con lo que había contado y que le anunciarían tarde o
temprano. Barruntaba que, tan pronto como recibieran el primer prototipo del brazo
robot de los coreanos e iniciaran las pruebas, le reclamarían para corregir algo en el
código de movimientos, o simplemente colaborar en la integración y las pruebas.
No, el problema era que la conversación le había avivado una intranquilidad que
llevaba dentro, un sentimiento de culpabilidad latente.
La noticia de la muerte de Sonia supuso para Lorena y él un duro golpe. Pero más
que por Sonia o por la pérdida que significaba para su amigo Germán, su pesadumbre
vino egoístamente motivada porque implicaba que volvían a hallarse en peligro, que
la aventura que daban por terminada felizmente, no había llegado a su fin. La
negociación o chantaje había fracasado, regresaban los tiempos de incertidumbre y
miedo, de echar miradas atrás en la calle. Les asaltaban dudas y les sobrevenían
temores sobre si, al igual que les había ocurrido a Sonia y Germán, Espinosa habría
averiguado que estuvieron involucrados en el robo, y si les habría colocado
igualmente a un matón tras su pista.
Aquel día ventoso de marzo, haciendo honor al refrán, hacía ya tres meses desde
que el funesto hecho acaeció, haciendo saltar todas las alarmas. Los primeros días los
habían vivido con desasosiego; especialmente Lorena, que sentía miedo por las
noches en el recientemente habitado e inmaculado chalé, algo solitario al no hallarse
ocupadas aún las viviendas vecinas. Incluso se llegó a plantear volver a casa de sus
padres, pero Marcos logró retenerla a fuerza de infundirle confianza, aseverando que
a ellos no les pasaría como a Sonia y a Germán, y que ese tal Joan ya no molestaría
más.
—Puede tener más matones —había aducido Lorena.
Marcos se escudaba en que no habían participado ninguno en persona en el robo,
donde conjeturaba que alguna cámara habría capturado a Germán. Pero se callaba que
Lorena había asumido un riesgo al presentarse en la oficina de Espinosa, y
obviamente ella también lo sabía y se sentía insegura y asustada.
Afortunadamente pasaron los primeros días, más críticos, y en vista de que nada
ocurría, tanto Marcos como Lorena habían ido tratando de pasar página y seguir con

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sus vidas. O bien Espinosa no sabía de ellos o simplemente rehuía seguir removiendo
el tema.
Tras varias semanas ella ya parecía recuperada y actuaba con normalidad, como
antes de la noticia; pero Marcos retenía una esquirla clavada en su interior que le
impedía sentirse a gusto consigo mismo.
Poco habló con Germán tras el ficticio accidente. Lo primero que le dejó claro fue
que no se creyera lo que había salido en las noticias, descrito el asesinato de Sonia
como un suceso de lo más exótico, casi como una anécdota, o una consecuencia de no
conformarse con las tranquilas aguas mediterráneas. Germán, taciturno, no ofreció
muchos detalles, pero le dejó entrever que se había encargado de vengar la muerte
eliminando al asesino, el que escribía los correos como Joan Bellver.
Al regreso, cuando lo vio en persona, parecía otro, sumido en la tristeza y la
apatía. Lejos quedaba su cabeza llena de ilusiones y planes. Lo primero que le dijo la
primera vez que se vieron cara a cara dejó a Marcos a cuadros: le pidió, casi
exigiéndolo, que se encargara de Espinosa. Solo así se vengaría plenamente la muerte
de Sonia. Argüía que él ya había cumplido su parte con Joan, y aunque lo que más
deseaba era ajustar también cuentas con el viejo manco, declaró que su nueva religión
no se lo permitía.
Marcos, que sabía que a Germán nunca le había atraído nada lo espiritual,
comenzó a temer por la integridad mental de su compañero. Al parecer, tras el
supuesto accidente recibió asistencia psicológica en el hotel. Los profesionales debían
de guardar algún vínculo con el budismo, la religión del país, que enseguida le
cautivó. Germán le habló de las virtudes de las doctrinas que aprendió, del fin del
sufrimiento, de alcanzar el nirvana o de la felicidad que irradiaba aquella gente.
Confesó que sin ellos nunca habría podido superarlo, ni abandonar los antidepresivos
que había comenzado a ingerir asiduamente.
—Matar es aceptar el karma por haber impedido a una vida su ascenso a lo eterno
—recitó el mandamiento, como la excusa que le impedía ejecutar su deseo de
terminar con Espinosa.
Marcos conjeturó en sus adentros que lo habrían capturado en algún tipo de secta,
pero confió en que con el tiempo se le pasara. Con más fervor esperaba que se le
quitara también de la cabeza la idea de ajusticiar a Espinosa. Pasaban los días y
reinaba la calma, y Marcos veía fuera de lugar cometer esa locura.
Pero a Germán no se le pasó. En varias ocasiones Marcos le dio largas,
postergando el debate sobre el tema, mostrando reticencias, pero sin negarse en
redondo. Hasta que finalmente Germán exigió una respuesta concisa, y discutieron.
Marcos no estaba dispuesto a matar a nadie, a arriesgarse a arruinar su vida. Le dejó
claro que entendía su pesar y resentimiento, pero no pensaba hacerlo. Trató de llegar
a un acuerdo, de buscar otra salida. Propuso denunciar a Espinosa, acudir a la justicia,
o seguir investigando hasta tener todas las pruebas necesarias. Pero nada pareció
suficiente a Germán.

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No volvió a saber de él. Durante un tiempo Germán ignoró sus llamadas y
mensajes, hasta que se limitó a anunciar por e-mail que había regresado a algún lugar
de Asia, que quería seguir profundizando en sus creencias e iniciar una nueva vida y,
lo peor de todo, que no deseaba que volviera a molestarlo hasta que se hubiera
encargado de Espinosa.
—Que le den por culo —había criticado Lorena al enterarse y ver la postración en
Marcos—. Si tanto le preocupa, ¿por qué no lo hace él?
—Ya lo sabes, lo del budismo…
—Eso son gilipolleces, y si lo dice en serio es que se le ha ido la cabeza —
sentenció ella.
Tal vez por la insistencia de Lorena, Marcos se olvidó del asunto y de Germán.
Ambos deseaban disfrutar del dinero, de su nueva casa y de su cómoda vida
desahogada. Pero de vez en cuando le sobrevenían punzadas de remordimiento,
mientras que ella aparentaba cada día estar más tranquila y satisfecha. Claro, que
Lorena no era amiga de Germán, ella no lo había traicionado; después del horror por
el que habría pasado, Marcos había rehusado ayudarlo.
A pesar del apoyo que Lorena le brindaba, Marcos pasó una temporada apagado.
Había perdido a un amigo. Por muy descabelladas que fueran sus exigencias, en el
fondo se sentía en deuda con él. Germán había eliminado del panorama al matón de
Espinosa, y quién sabe si ellos podían haber resultado sus próximas víctimas.
Según pasaron las semanas sin perturbaciones se afianzó su creencia de que, o
bien Espinosa se había dado por satisfecho, o bien había escarmentado con lo
sucedido; no querría arriesgar a otro de sus hombres. Otra posibilidad era que no
hubiera sido capaz de llegar hasta ellos, los demás implicados, que sus
investigaciones no hubieran obtenido más frutos. Por las confesiones de Sonia, en el
aeropuerto, Espinosa debía de estar al tanto de que participó más gente en el robo,
pero afortunadamente la pobre muchacha no le proporcionó nombres a su verdugo. O
tal vez, por el momento Espinosa concentraba sus esfuerzos en localizar a Germán de
nuevo, lo cual no le resultaría sencillo.
En cualquier caso Marcos se sentía incómodo por mirar únicamente por su interés
particular. Como Lorena y él estaban bien, ya no les preocupaba Espinosa; que
zurcieran a Germán y sus descabelladas peticiones. Eso le torturaba la moral. Se llegó
a plantear hacer algo al respecto, por supuesto a espaldas de Lorena, que no se lo
permitiría, pero siempre terminaba descartándolo. Comenzó a pensar que era un
cobarde despreciable.
Pero el tiempo todo lo cura, y ya apenas oía esas voces que lo castigaban en su
interior.
Hasta esa misma mañana, tras una sucinta reunión con Gerardo. Al escuchar de
nuevo a alguien pronunciar el nombre de Espinosa, se había formado en su estómago
un nudo de remordimientos. Había visto claro que tenía una tarea pendiente, un deber
por cumplir, y que la conciencia no le permitiría vivir tranquilo hasta que no lo

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llevara a cabo. Y ahora, con la coyuntura del regreso a Synphalabs, tendría la
oportunidad de hacerlo; sería entonces o nunca.

El primer día de la segunda temporada en Synphalabs para Marcos se presentó lleno


de emociones, a pesar de los primeros momentos tediosos dedicados a rutinas
burocráticas. Pasó brevemente por la sala de informática, donde Carlos le buscó una
nueva ubicación sin mucho entusiasmo. Una vez le fue asignado un puesto, dejó el
portátil y siguió a Carlos hasta su sitio.
Marcos solía fijarse en los pequeños detalles, y algo captó su atención mientras
Carlos le activaba de nuevo la cuenta de usuario y le proporcionaba acceso al
repositorio de proyectos del departamento: reparó en el llavero con la estrella, unido
al resplandeciente conjunto de mando y llave de un Mercedes, que reposaban sobre
su mesa. Mientras Carlos tecleaba, advirtió también un smartphone nuevo de última
generación, diferente al que poseía antes su desabrido compañero, al que Marcos no
había echado de menos en absoluto. De vez en cuando, al emitir algún pitido, se
detenía para echarle una ojeada, agarrándolo y desplazando el dedo sobre la enorme
pantalla de forma ostentosa. Sin duda le debía de ir bien en la vida, pensó Marcos con
indiferencia.
Finalmente acudió Eusebio y le acompañó al laboratorio para enseñarle el
esperado prototipo del brazo robot. Debería haber quedado encandilado con un
artefacto tan extraordinario tecnológicamente, y en el que él mismo había participado,
pero no pudo prestar toda la atención que hubiera deseado a tal ingenio de la ciencia
porque se sintió cohibido por la presencia de las amigas y compañeras de laboratorio
más allegadas de Sonia.
Cuando Conchi y el francés terminaron de ponerle al día y quedó libre para
regresar a su puesto, no tuvo más remedio que saludar a una de ellas, que creía
recordar que se llamaba Paula, con la que había mantenido algún trato esporádico en
su etapa anterior en Synphalabs. Ella y otra más mayor habían seguido la explicación
de Conchi apoyadas en la pared, de pie junto a Carlos, que había acudido al
laboratorio un rato después.
Se sintió extraño cuando las saludó, y casi inconscientemente esquivaba sus
miradas, sobre todo la de Paula, como si le fueran a echar algo en cara. Tras un
incómodo intercambio de frases en que Marcos mostró sus condolencias a la más
conocida, recuperó la compostura al comprobar que su sentimiento era absurdo: todo
el mundo creía que había sido un desgraciado accidente.
—¿Qué tal está Germán? —se atrevió a preguntar Paula.
Marcos dudó entre ser vagamente sincero o salir del paso respondiendo con un
escueto «bien». Entretanto atisbó un gesto desdeñoso en Carlos, que miraba de
soslayo.

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—Bueno, la verdad es que lo ha pasado mal, y hace mucho que no sé nada de él.
Creo que se ha ido al extranjero, supongo que necesita tener la mente ocupada… —
aventuró Marcos sin mucho convencimiento.
—Pobrecito, eran tan felices —se compadeció la otra mujer, también con una bata
blanca.
Carlos emitió un gruñido de desaprobación, lo cual atrajo la atención de Paula,
quien le instó a explicarse. Carlos no pudo evitar exponer su opinión.
—Lo sabéis tan bien como yo —repuso a las mujeres, evitando la mirada de
Marcos—, ese tipo no le convenía a la pobre Sonia.
A Marcos le dolió que se metiera con su amigo en su propia cara, por muy
distanciados que se hallasen en esos momentos.
—No seas cruel, Carlos —replicó Paula—. Siempre con lo mismo, ¿qué culpa iba
a tener él de lo que pasó? Fue algo terrible y ya está.
—Ya, no me refiero al accidente, sino a cómo la engatusaría para… Mira, déjalo
—terminó él, mordiéndose la lengua, a todas luces refrenándose para no dar más
información, y se largó del laboratorio.
A Marcos le preocupó, en primera instancia, que pudiera saber algo. Ya lo estuvo
meses atrás, cuando Sonia le contó lo de la desconcertante llamada de Germán,
henchido de euforia tras el robo, provocando que Carlos escuchara aquel comentario
inapropiado. Pero supuso que lo culpaba simplemente de haberla convencido para
dejarlo todo e irse a la aventura por el mundo.
Por otro lado, no le pareció correcto que el honor de su compañero se viera
pisoteado en su ausencia, y salió tras él. Solo quería exigir una explicación o una
disculpa, pero mientras seguía sus pasos su enojo se incrementó; era inadmisible que
culpabilizara a Germán de engañar a Sonia para hacer lo que fuera. Ella era mayorcita
para tomar sus propias decisiones. Bastante había sufrido ya el pobre Germán, que sin
duda cargaría con la losa de los remordimientos. Además, por la recriminación de
Paula se deducía que no era la primera vez que hacía ese tipo de insinuaciones, y
probablemente sin Marcos delante las críticas hacia Germán se tornarían más
mordaces.
En mitad del largo pasillo de techo alto que recorría la nave de los laboratorios le
dio alcance y le agarró del hombro, cabreado. Carlos se dio la vuelta, sorprendido.
Marcos le señaló con el dedo delante de su cara.
—Si vuelves a meterte con Germán vas a tener un problema, ¿me entiendes? —le
amenazó, con los dientes apretados.
Tendría la misma altura que Marcos, pero era más delgado, lo cual no era difícil
porque a Marcos le sobraban unos cuantos kilos.
Carlos no dijo nada, parecía valorar si era una amenaza real o si por el contrario
podía menospreciarla. Se dibujó una mueca desdeñosa en su rostro. Marcos no
soportaba sus expresiones de superioridad y autocomplacencia, y no pudo evitar
cogerle del cuello de la camisa y levantarle contra la pared.

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—¿Me has entendido? —repitió Marcos, subiendo el tono, echándole el aliento en
la cara. No había peleado nunca con nadie, pero le gustó la sensación del corazón
palpitando aceleradamente y la tensa excitación.
Algunos desconocidos en bata de laboratorio se detuvieron, mirando alarmados.
—Vale, tranquilo —dijo Carlos por fin, acobardado.
Casi con fastidio, lo soltó y se encaminó hacia su puesto.

Lorena y Marcos recorrían el pasillo de los cereales, galletas y bollería para el


desayuno, ella con la lista de la compra en la mano y él detrás con el carro, siguiendo
su rastro con poco entusiasmo. Se habían acercado a hacer la compra al Mercadona
de la entrada de Villaviciosa, tras regresar a casa desde sus respectivos trabajos y
dejar uno de los coches. Desde que se mudaron, debido a la carencia de transporte
público en su tranquila área residencial, era habitual que hicieran uso de sus
vehículos para ir a su oficina, o al menos, en el caso de Lorena, hasta la estación de
suburbano más próxima.
El primer día en Synphalabs se le había pasado volando, y desde que se vieron en
casa no había parado de contarle impresiones e inquietudes, rezumando ilusión y
emoción. Se había limitado a narrar las excelencias del robot y los planes a corto
plazo, pasando por encima el encontronazo con Carlos. Lorena le había escuchado
con atención durante un rato, aunque ya parecía más interesada en los productos y
alimentos de los estantes.
Marcos le había descrito, ensimismado, la arquitectura del esqueleto del brazo
robot con todo lujo de detalles.
Según le contaron en la exposición, había sido construido en aleaciones ligeras de
aluminio y titanio, y era capaz de reproducir un importante subconjunto de los
movimientos reales del brazo humano. El modelo que le mostraron en el laboratorio,
que sería utilizado en las primeras pruebas, estaba constituido por un conglomerado
de varillas, tensores, engranajes, servomotores y placas de circuitos impresos. Un par
de barras gruesas hacían de eje longitudinal, ligadas en la parte central por una
bisagra, a modo de articulación. Mediante un único muelle neumático telescópico,
que al extenderse o contraerse alejaba o acercaba ambos segmentos del esqueleto,
debía simular el movimiento del codo humano. La sección más espeluznante era el
extremo que imitaba la mano, donde las varillas y poleas de tamaño ínfimo y una
madeja de cableado componían una auténtica obra de arte de ingeniería y precisión.
Posteriormente, tras la etapa de pruebas y adaptación, sería devuelto a Corea,
donde corregirían posibles fallos y reenviarían la prótesis, ya embebida en un
armazón sintético, que simularía el antebrazo, la mano o los dedos. El conjunto iría
recubierto de una lámina de silicona con aspecto de piel natural, completando una
interfaz más humana que el actual amasijo de hierros. La gran batería, del tamaño de

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una lata de refresco, quedaría oculta en el interior de la parte superior del artilugio,
por encima del falso codo.
El robot se ajustaría por presión al muñón de Espinosa, un palmo bajo el hombro,
del cual conservaba el movimiento natural.
—Me muero de ganas por verlo funcionar —había reconocido Marcos,
obteniendo poca complicidad en Lorena.
El robot del laboratorio se hallaba, en primera instancia, instalado en un soporte
especial para permitir la totalidad de movimientos en los ensayos preliminares. La
primera tarea de Marcos consistiría en enchufar los cables y conectores de su
ordenador de pruebas a la unidad de control del robot, y recorrer la lista de impulsos
uno por uno para cerciorarse de que se ejecutaban sin problema. Su ordenador, que
actuaría como emulador del cerebro de Espinosa, emitiría, para cada movimiento
catalogado, la misma señal eléctrica que transmitiría el tráfico neuronal de Espinosa a
los electrodos, y Marcos comprobaría que el robot interpretara correctamente la señal
y que se produjera el desplazamiento acorde.
—Pero, si eso funciona y luego se lo colocan a Espinosa, ¿va a ir siempre con los
cables colgando, desde los sensores de la cabeza hasta el chisme ese? —Lorena
mostraba sus dudas, pero subyacía en su tono cierta falta de interés.
—En las pruebas sí, pero cuando entreguen la versión definitiva nos han dicho
que será inalámbrico. Tendrá que llevar siempre los electrodos, de eso no se libra, que
serán unos sensores casi invisibles en el cuero cabelludo, y la información de todos
ellos se recopilará en un transmisor bluetooth, oculto tras una oreja, si es que me he
enterado bien. El brazo robot dispondrá de un receptor bluetooth que obtiene las
señales neuronales tal y como si llegaran directamente por los cables.
—Bueno, y… ¿cuándo vas a verle? —preguntó, timorata.
Los recelos y falta de entusiasmo de su novia se esclarecieron para Marcos. Ella
no podía alegrarse o hacerse partícipe de algo que iba a redundar en el beneficio del
canalla de Espinosa, por mucho que significara para Marcos en el aspecto
profesional.
—Si los test van bien, en una o dos semanas —respondió Marcos, con el ánimo
mermado.
La mirada asustadiza de Lorena le hizo poner los pies de nuevo en el suelo. En la
cara de su novia se adivinaban las dudas y temores que, afortunadamente, hacía
tiempo que habían dejado de mortificarles y habían salido de sus conversaciones.
Marcos había olvidado momentáneamente el pasado relacionado con Espinosa, como
si el paciente de su proyecto no tuviera nada que ver con el asesinato de Sonia, o con
el drástico cambio que habían dado sus vidas, con casa y coche nuevos y planeando
ya una boda fastuosa para el verano del año siguiente. Un pasado aún reciente con
más sombras que luces y que en ocasiones Marcos había deseado fervientemente
poder cambiar; regresar en el tiempo y rechazar involucrarse en la operación, o haber
luchado con más ahínco por disuadir a Germán, o a su propia novia.

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Reconoció que su mente estaba obnubilada con el trabajo, ilusionado por llegar a
buen término algo sensacional, que según les habían asegurado los jefes esa misma
mañana daría lugar a una noticia de amplio reconocimiento. Acostumbrado a los
proyectillos de investigación de Kryticos, que muchas veces nunca se ponían en
funcionamiento, el ver un resultado palpable de sus esfuerzos le había hecho sentirse
orgulloso y olvidar quién sería el beneficiario, el portador del sublime artilugio.
El cambio de chip le hizo recordar la decisión que había tomado pocos días antes:
saldar la deuda con Germán y terminar con la angustia de su conciencia. Era de locos,
pero estaba decidido. Lo que no sabía aún era cómo iba a hacerlo, y comenzaba a
desesperarse. Los días pasarían pronto y para cuando Espinosa rondara por
Synphalabs, una vez finalizadas las pruebas con el simulador, se le tendría que haber
ocurrido algo. Lamentó carecer de la inventiva de Germán, y temía que no encontrase
una forma segura de llevarlo a cabo, o incluso que le doblegase su falta de coraje en
el momento culmen.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella, mientras depositaba algo en el carro.
Marcos levantó la cabeza, disimulando. Se había quedado mirando al suelo,
enfrascado en sus cavilaciones.
—No, nada, hacía memoria. El otro día eché en falta algo y no lo apunté en la
lista de la compra… pero no me acuerdo de qué era.
Le había ocultado sus pretensiones, tanto por no involucrarla como porque
desataría en ella uno de sus arrebatos de autoridad y no se lo permitiría. No se iba a
molestar en explicárselo, solo valdría para enconar su resentimiento hacia Germán.
Para ella, los valores de amistad, lealtad y honor no importaban mucho.
Mientras esperaban en la sección de la pescadería a que les limpiaran unas piezas
de merluza fresca —a un precio que delataba que tras el golpe no se privaban de nada
—, a Lorena le sonó el aviso de una notificación en su flamante teléfono móvil, el
mismo modelo puntero que también le había regalado a él. Hurgó en su bolso y lo
sacó. Para desbloquearlo hizo el gesto habitual con el dedo sobre la pantalla, un
movimiento siguiendo una línea de puntos, en varias direcciones. Era algo rutinario y
necesario cada vez que querían ver de qué se quejaba el aparatito, como lo harían los
millones de personas que tendrían ese mismo modelo. Pero había algo en aquel gesto
que llamó la atención de Marcos, aunque por mucho que se estrujó los sesos no
consiguió concretarlo.
Una vez finalizado el tortuoso recorrido por los pasillos del supermercado,
mientras esperaban en la cola para pagar, Marcos contemplaba con la mirada perdida
a la cajera, una joven de buen ver y profusamente maquillada, a la que el uniforme de
camisa y falda ajustada le sentaba fenomenal. El cliente situado delante de ellos
abonó su compra en metálico y la empleada tecleó una combinación de números en el
terminal de punto de venta y apretó otro botón, provocando que se abriera el
compartimento del dinero. De nuevo, aquello suscitó la misma sensación en la cabeza
de Marcos. Por fin creyó entenderlo.

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Tanto Lorena al desbloquear el móvil con el dedo, como la cajera al introducir la
clave para abrir la caja, habían disparado el mismo mecanismo de causa y efecto: el
usuario envía al sistema unos datos de entrada y el programa informático, ya fuese
del móvil o del terminal de punto de venta, lo valida para efectuar una acción. Si las
trazas del dedo sobre la pantalla no fueran las esperadas, el móvil no se
desbloquearía; o si las teclas pulsadas en la caja no formaran la clave, no se daría
acceso al dinero.
Buscaba una forma segura de atentar contra Espinosa y su cerebro le había dado
la pista llamándole la atención sobre esas dos actuaciones tan cotidianas. Al fin y al
cabo, la unidad de control del brazo robot constituía un software que funcionaba de la
misma manera: dependiendo de los estímulos externos, se comportaría de una u otra
forma. En este caso esos estímulos no serían las teclas pulsadas ni el movimiento del
dedo en una pantalla, sino únicamente las señales neuronales provenientes de los
sensores de Espinosa. El sistema constantemente procesaría la actividad cerebral y, si
en algún momento detectaba una secuencia correspondiente a alguno de los
movimientos identificados para el brazo, el programa activaría los mecanismos para
ejecutarlo.
Eso otorgaba a Marcos cierto poder; tendría acceso al código fuente del brazo
robot, y podría incluir secretamente una subrutina, de modo que para unas órdenes
neuronales concretas que él decidiera, se generase un movimiento. Y habría de
resultar fatal.
De primeras le venían a la mente ideas variopintas que luego reprobaba por ser
absurdas o inviables. Pensó en detectar los movimientos cortos y transversales de un
cuchillo cortando algo en un plato. Cuando el software del robot recibiera las señales
eléctricas neuronales correspondientes a varios desplazamientos de este tipo, podría
programarlo para que se desatasen una serie de fulminantes rotaciones y extensiones,
mediante las cuales el aparato mecánico apuñalaría a su portador. Pero enseguida
descartó la hipótesis porque con toda probabilidad Espinosa manejaría el cuchillo con
su brazo real, aun siendo el izquierdo; además, distinguir si lo que tenía en la mano
era un cuchillo, o bien otro objeto inofensivo con el que efectuara un movimiento
similar, sería realmente complejo.
Con una sonrisa oculta en la boca y más optimismo salió del mercado, dispuesto a
dar con una forma, tarde o temprano. De lograrlo, la ventaja de aquello era obvia:
sería el propio Espinosa el que se causase la muerte, siendo difícil que le salpicara.
Debía conseguir urdir algo brillante, para que la desgracia pasara como un accidente
o incluso como un suicidio.
Pero no estaba exento de riesgos; si la estrategia no era perfecta o la ejecución no
resultaba como se hubiera planeado, achacarían la agresión a un fallo de
programación en el robot, y se investigaría y revisaría el código fuente, en busca del
culpable. Otra posibilidad era programarlo para que la fatídica acción tuviera lugar
meses después, una vez entregado el modelo final y cerrado el proyecto; así sería más

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improbable que asaltaran sospechas sobre la existencia de instrucciones maliciosas en
el software del robot y que se llegara a investigar el código.
En cualquier caso estaba obligado a obrar con astucia e inteligencia, y determinó
que se devanaría los sesos hasta encontrar una estratagema aceptable.

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38.

MARCOS golpeó tres veces con los nudillos en la puerta del despacho de Conchi.
Estaba nervioso. Hacía solo un par de minutos —lo que había tardado en recorrer los
largos pasillos desde el Área de Informática hasta la sección de despachos— le había
llamado la doctora para que se acercara, porque Eusebio Riol y ella querían conversar
con él. Sabía perfectamente de qué querían tratar, y que se iba a encontrar a una
audiencia algo arisca. Con razón, porque habían surgido problemas en las primeras
pruebas de integración con Espinosa, que no eran coherentes con los exitosos
resultados en los test de las semanas pasadas con el simulador.
Le agobiaba encararse a sus dos jefes directos, pero no le intranquilizaban los
contratiempos hallados porque los había causado él de forma premeditada. Era parte
del plan. Necesitaba estar presente en una de las sesiones con Espinosa, y hacer
ciertas probaturas y ensayos de su propia cosecha tanto con él como con los sistemas
de medición de actividad eléctrica. Todo ello en las condiciones actuales era
imposible; no había vuelto a pisar el laboratorio desde que finalizó los test en los que
aplicaba el programa simulador de su portátil al robot. No lo había visto nunca en
persona, ni estaba previsto que lo hiciera, y Marcos requería interactuar con Espinosa
para su macabro fin.
Una vez concluidos con éxito los ensayos simulados en el banco de pruebas y
comprobado que el robot cumplía los requisitos y especificaciones, se concertaron
nuevas citas con Espinosa. Marcos, antes de que tuviera lugar la primera sesión de
integración, había modificado el código fuente del robot, introduciendo a propósito
un fallo en un movimiento clave: había variado la secuencia de actividad neuronal
esperada para el músculo de extensión del codo: el tríceps braquial. De esta forma, la
unidad de control nunca reconocería las órdenes para estirar el brazo.
El resultado en las dos primeras sesiones había sido un fracaso estrepitoso:
cuando Espinosa ejecutaba un movimiento en el que el brazo mecánico quedaba
flexionado, ya le era imposible volver a extenderlo, quedando cerrado
permanentemente hasta que fuese reiniciado el sistema. En las primeras pruebas solo
se había podido avanzar con éxito relativo en movimientos de mano y dedos y
rotaciones de la muñeca. Espinosa no había ocultado su malestar e irritación,
temiéndose más retrasos o más sesiones de pruebas y ejercicios, y según le habían
contado a Marcos después, la tensión había sido palpable en el laboratorio.
Marcos hizo aparición en el despacho. Conchi se hallaba sentada detrás de su
escritorio, con los brazos cruzados, y el francés en una de las dos sillas frente a ella,

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mirando unos papeles. La doctora le señaló el asiento vacante sin apenas mover los
labios para devolver su saludo.
—Marcos, ya sabrás que las pruebas de hoy en el laboratorio han vuelto a ir mal
—dijo ella, antes incluso de que tomara asiento.
Sintió que las miradas de ambos se clavaban en él.
—Sí, claro. Carlos me ha llamado durante la sesión —admitió, con resignación.
Lamentaba las penurias que habían pasado los compañeros del laboratorio,
soportando los improperios de Espinosa. Al parecer, se había puesto como una fiera
al comprobar que persistían los mismos problemas que en la jornada anterior. Debía
de ser frustrante para él intentar ejecutar movimientos y que el chisme no
respondiese, con tantas esperanzas que habría depositado.
—Marcos, esto hay que solucionarlo como sea y pronto —intervino Eusebio. El
calvo traslucía preocupación, pero también era palpable que había recuperado
autoridad desde que se hicieran públicas las revelaciones de Sonia sobre el nepotismo
de Conchi—. Ya sabes que nos comprometimos a terminar en unas fechas y que los
retrasos nos suponen penalizaciones económicas.
Marcos asintió, compungido. No le agradaba que le echaran la bronca, pero era
un mal necesario. De hecho, era algo a lo que no estaba en absoluto acostumbrado,
pues tanto en los estudios como en lo profesional había luchado por cumplir y
destacar, habiendo sido reprendido en contadas ocasiones.
—No puedo hacer más que lo que ya hice ayer —mintió, fingiendo desolación—.
He repasado los movimientos que fallan y según mi simulador están bien; si conecto
el brazo al ordenador y le envío la secuencia de extensión, el brazo y el antebrazo se
despegan, el robot lo entiende perfectamente. No entiendo por qué con Espinosa no
funciona.
Marcos se encogió de hombros al terminar y miró a ambos. En Conchi vio la
soberbia habitual; negaba con la cabeza, como arrepintiéndose de haber dejado un
trabajo científico en manos de un simple informático. Eusebio asentía, tratando de
entender y buscar alternativas.
—¿Y cómo explicas eso? —demandó el jefe de proyecto. Aparentaba estar
confuso, y Marcos temió que sospechara—. El simulador simplemente genera la
actividad neuronal correspondiente a cada movimiento, tal y como se lo mandamos a
los coreanos, ¿no?
Marcos convino con la cabeza.
—Efectivamente. —Creyó oportuno presentar una explicación verosímil—.
Lamentablemente, puede que en la etapa de obtención de los códigos neuronales para
estos músculos cometiéramos algún error…
Conchi se levantó bruscamente, airada.
—A estas alturas no podemos volver a eso, otra vez a ponerle los cables y pedirle
que repita los ejercicios para recoger datos. —Señaló la doctora a Marcos con desdén

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—. Más luego lo que tardes tú en decodificarlo, en encontrarlo con el programa. ¡Nos
puede montar una buena!
—Aparte del retraso que sumaría —agregó Eusebio, más preocupado por la
gestión económica del proyecto que por los cambios de humor de Espinosa. Desplazó
su atención de Marcos a Conchi—. El problema de las fechas está en el contrato y no
hay escapatoria. Pero si se enfada o impacienta el señor Espinosa es la última de mis
preocupaciones; y seguro que tú tienes mano para excusar a la empresa y mantenerlo
relajado —le reprochó con acritud.
Eusebio había hecho referencia directa al amiguismo por el cual Conchi había
favorecido la concesión del tratamiento a Espinosa. Marcos agachó la cabeza,
temiendo una explosión de furia en la doctora o una discusión violenta entre ambos,
pero Conchi encajó la pulla con mutismo, apretando los labios, y se sentó de mala
gana. Ya no estaba en posición de replicar.
—No nos queda más remedio que afrontar el error y hacer que Espinosa repita
esa sesión de captura y decodificación —sentenció Eusebio.
—Bien —se resignó Conchi, contrariada—, se hará en la próxima jornada. Y en
cuanto te pase Carlos los ficheros de actividad neuronal —se dirigió a Marcos—,
quiero que te pongas con el programa y que no te levantes de tu sitio hasta que tengas
el código correcto para ese movimiento. —Lo señaló con un dedo acusador, con
resentimiento—. Y esta vez espero que aciertes.
Marcos se quedó con la boca abierta. Ni siquiera había tenido tiempo de exponer
su propuesta, lo que tenía planeado. Se sintió herido en su orgullo, nunca lo habían
pisoteado de semejante manera en el ámbito laboral, ni siquiera en su larga etapa
como estudiante. Aunque se lo había buscado. Afortunadamente, justo cuando iba a
protestar, terció Eusebio, con un deje dominante.
—El chico no es necesariamente el culpable —espetó a la doctora—. Puede que
el error estuviese en el ejercicio que se planteó en su día a Espinosa, o incluso en la
generación de los ficheros con la actividad neuronal que Carlos les pasó a él y a
Germán. De cualquier forma, estoy seguro de que Marcos hará un esfuerzo para
tenerlo lo antes posible, sin necesidad de amenazas.
Eusebio apenas le miraba, pues concentraba el ímpetu en Conchi, que encajaba la
réplica tragando saliva, reprimiéndose visiblemente para no saltar. Marcos conjeturó
que ya no tenía detrás el apoyo del señor Lara, como había ocurrido en el pasado,
cosa que le había permitido ningunear a Eusebio. La tensión de la conversación iba
en aumento y Marcos aprovechó un hueco para intervenir y reconducir la situación
hacia sus intereses.
—Puede que sea más sencillo. Dejadme bajar al laboratorio con el portátil, donde
tengo el simulador, a la siguiente sesión planificada con Espinosa. Si conecto mi
ordenador a la máquina de Carlos que recibe las señales de la actividad cerebral, creo
que podré encontrar el fallo —hablaba con seguridad, tratando de sonar convincente
—. Solo tengo que comparar la señal que genera el simulador para ese movimiento

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con lo que realmente emite el cerebro de Espinosa. Quizá se vea a simple vista,
comparando las gráficas de las señales eléctricas, y pueda corregirlo rápidamente sin
tener que recurrir de nuevo a los programas de búsqueda y decodificación…
Conchi abrió la boca para protestar. Por experiencia, Marcos sabía que cualquier
propuesta que no fuera suya tenía todas las papeletas para ser rechazada. Las ideas de
los demás rara vez gozaban de su confianza, como si carecieran de interés, tal vez
porque se considerara a sí misma dotada de un intelecto superior. Sin embargo,
Eusebio puso su voz por encima de la estridente mujer:
—Creo que merece la pena intentarlo. Conchi, encárgate de modificar la
planificación para la próxima sesión. Explícale al personal del laboratorio que
Marcos tiene prioridad para hacer sus pruebas.
Conchi se revolvió en su asiento, con el ceño fruncido y los labios apretados.
Tenía la cara roja de ira. No debería mostrarse renuente a la propuesta de Marcos,
porque si salía bien les ahorraría perder una sesión, obligados a repetir la grabación
de actividad neuronal para los pesados ejercicios; sería un favor tanto a ella como a
Espinosa. Pero era obvio que le irritaba que otras voces establecieran las pautas y
tomaran las decisiones.
—Otra cosa —añadió Marcos, dirigiéndose exclusivamente al francés, sabedor de
que la exclusión haría que la doctora se sintiera aún más denostada—, voy a necesitar
acceder al equipo de medición neuroeléctrica que solo utiliza Carlos, y no creo que
me dé muchas facilidades… —Marcos esbozó una sonrisa pícara.
Eusebio sabía del comportamiento de Carlos, de modo que no era necesario dar
muchas explicaciones. Pero era evidente que requería un amparo porque,
especialmente tras el encontronazo del otro día, las relaciones entre Carlos y él no
pasaban por el mejor momento.
—Hablaré con él personalmente para que tengas acceso total a su máquina.

Marcos se presentó en el laboratorio un rato antes de la hora fijada, pues quería tener
tiempo para realizar las conexiones entre su portátil y los equipos y configurar su
programa para preparar la captura. Le embargaba la expectación por ver cara a cara,
por fin, al sujeto que había condicionado el rumbo de su vida durante los últimos
tiempos.
Charló un rato con Paula, la chica del laboratorio que ordenaba los sensores y
demás instrumentos para tener todo listo cuando apareciera Espinosa; había tardado
poco en aprender que al paciente no le gustaba que le hicieran esperar. Un hombre
joven y una mujer más, a los que Marcos no conocía, andaban por allí, también
ataviados con bata; debían de ser ayudantes de algún tipo. Carlos se pasó por la sala
como le habían ordenado y, de mala gana, explicó a Marcos el funcionamiento básico
de los equipos de captura y procesamiento de la actividad eléctrica neuronal.

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La operativa sería simple: colocarían a Espinosa el brazo artificial, como en las
pruebas de integración anteriores; pero los sensores colocados en la cabeza de
Espinosa se conectarían, además de al propio robot, a la máquina receptora. Las
señales serían procesadas y Marcos las recogería en su portátil. Aparentemente
debería entonces comparar y buscar el error, pero en ningún caso iba a hacer tal cosa,
porque sabía perfectamente dónde estaba el problema y cómo resolverlo, cuando
estimase necesario. En la práctica albergaba otras intenciones.
Durante la acelerada instrucción de Carlos llegó Espinosa, acompañado de
Eusebio y de una mujer de edad madura muy arreglada. Marcos identificó a Espinosa
enseguida porque la manga derecha del elegante traje oscilaba inerte, vacía. Era como
se lo había descrito Sonia en más de una ocasión: corpulento, de cabellera poblada y
canosa, y con cincuenta años largos a sus espaldas. De su tez poco expresiva se
desprendían decisión e ímpetu, y sus ojos, dotados de un brillo de sagacidad,
prodigaban miradas calculadoras; algo inherente, supuso, a cualquier emprendedor de
éxito, terminase o no siendo un criminal.
Eusebio hizo un gesto a Marcos para que se acercara y se lo presentó, indicándole
a Juan Carlos Espinosa que Marcos era un técnico que iba a dirigir la primera parte
de la sesión, con la esperanza de dar con la raíz del problema de días anteriores.
—Muy bien —contestó Espinosa, seco.
A Marcos le dio la impresión de que ya estaba enterado del cambio de planes, y le
pareció, extrañado, que buscaba con la mirada a Carlos, que se había quedado
tecleando algo en su ordenador.
A continuación Eusebio presentó, tanto a Marcos como a Paula y al resto del
personal, a la otra mujer, que resultó ser la esposa de Espinosa, que venía a presenciar
la sesión.
—Como ya le he dicho, por desgracia no nos van muy bien las cosas todavía —
sonrió Eusebio a la señora y a los demás, incómodo—. Espero que pueda volver a
visitarnos más adelante, cuando tengamos todo más rodado.
—Sería un placer —repuso la mujer, con exceso de cortesía.
Marcos presumía que había acudido con desgana y trataba de disimularlo.
Cuando terminó la frase y se borró la forzada sonrisa de su cara, atisbó en sus ojos un
vacío, una carencia de felicidad. Apostaría a que Espinosa hacía a esa mujer muy
desgraciada, a pesar de la cara vestimenta y el cuidado peinado que sin duda podría
permitirse, gracias a los negocios legales e ilegales de su marido.
Eusebio se despidió deseando suerte.
El tipo joven que llevaba bata, que había visto de refilón al entrar, se acercó al
asiento de Espinosa, aún vacante, cargando con el brazo robot, del que colgaban
conectores y sensores. Era moreno y de ojos rasgados, y Marcos dedujo que sería un
ayudante o técnico de la empresa surcoreana, enviado para dar soporte. El oriental se
quedó junto a la silla y los instrumentos de la mesa y dirigió la mirada hacia donde
estaba Espinosa, a la espera.

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Marcos se sentó en la silla de Carlos, que ya se había ausentado dejándolo al
mando, frente a la alargada encimera colmada de ordenadores y cables. Nervioso
porque no esperaba tanta expectación, buscó con la vista a Espinosa, aguardando a
que se decidiera a acudir a su puesto. Se sorprendió al ver que permanecía estático en
la entrada de la sala, y que Carlos, antes de marcharse definitivamente, se había
detenido a comentar algo con él, discretamente.
Cuando Carlos se hubo ido finalmente, Espinosa le susurró algo al oído a su
mujer. Entonces los ojos de la señora se clavaron en Marcos durante unos
interminables segundos, y a continuación negó con la cabeza.
A Marcos se le heló la sangre. ¿Había arrastrado a su esposa hasta allí para
intentar reconocerlo? ¿Pensaba Espinosa que él podía haber sido el otro de los que se
hicieron pasar por revisores de la instalación del gas? Ciertamente, se reprochó, había
sido una imprudencia por su parte personarse allí, cara a cara con Espinosa, porque
era lógico que sospechara de él. Existían demasiados lazos entre Germán —que ya
había sido destapado, tal vez por un vídeo de una cámara de seguridad, o a saber
cómo—, y él; habían sido compañeros inseparables, de la misma empresa, y los
únicos que había subcontratado Synphalabs a Kryticos para ese proyecto. Además, si
no supieran de su estrecha amistad con Germán, no le habrían robado el móvil para
poder rastrear a su ya antiguo compañero.
Pero ¿cómo podía conocer Espinosa todo aquello? ¿Por qué sabía que Marcos iba
a estar presente en esa sesión? Alguien se lo habría dicho, y Espinosa habría obligado
a su mujer a que acudiera, por las buenas o por las malas, para descartar o refrendar
sus suspicacias sobre el compañero de Germán. La excusa era perfecta: asistía,
desbordando orgullo, para seguir de cerca las pruebas finales del anhelado brazo
artificial de su marido, como si fuera una exhibición, aunque su expresión no
reflejaba ninguna felicidad compartida.
Marcos presentía que la informadora fuera Conchi: ¿quién mejor que alguien de
la familia? Supuso que también fue ella, la maldita vieja arrogante, quien dijo a
Espinosa que a través del móvil de Marcos podría localizar a Germán, y de ahí que se
lo robaran, más todas las desgracias que acontecieron después…
Por fortuna, la mujer de Espinosa lo había negado, lo cual era un alivio; pero
significaba que Espinosa seguía moviendo sus hilos para buscar a los culpables, no le
bastaba el mal que había causado ya, ni le refrenaba el haber perdido a uno de sus
hombres. Puede que hubiera tirado la toalla con Germán, o que no lograra pistas dado
su remoto y desconocido paradero; pero con Lorena y él hallaría más facilidades,
algo ciertamente preocupante.
Le escurrían gotas de sudor de la frente y las secó con la manga de la camisa
disimuladamente, mientras el manco se acercaba a su sitio. Sus miradas se cruzaron e
hizo un esfuerzo por esbozar una sonrisa cordial, ocultando su temor y nerviosismo.
Los ojos de Espinosa se revelaron inescrutables, aunque por un momento le pareció

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ver en ellos reflejada la decepción por no ser él a quien buscaba, por no haber surtido
efecto el haber hecho venir a su mujer.
Espinosa se despojó de chaqueta, corbata y camisa, sin que nadie le dijera nada,
siguiendo algún tipo de rutina. El joven coreano tardó unos minutos en acoplarle el
brazo robot a la porción de húmero y músculos atrofiados adosados a su hombro.
Marcos apreció que el asiático pulsaba un par de botones y, por el ruido de motor
eléctrico, dedujo que el aparato se ajustaba mediante algún tipo de pinza o aro
mecánico que se tensaría o aflojaría. Una vez con él, todavía desconectado el robot de
los cables y sensores, se veía que a Espinosa le costaba mover el muñón para levantar
el estático artilugio.
—Como ya dijo la doctora el otro día al señor Espinosa —explicó Paula a Marcos
—, su hombro ha perdido musculatura por falta de uso, pero con el tiempo la
recuperará y podrá soportar el peso del robot con más soltura.
El coreano que mandaron de soporte no debía de ser muy avezado, porque fue
Paula quien terminó de enchufar los cables. Partían de los sensores subcutáneos que
le pincharon a Espinosa en la cabeza y terminaban en un tosco enchufe en la cara
externa del brazo artificial, un sistema provisional a todas luces, puesto que el modelo
definitivo sería inalámbrico. Del mismo punto se empalmaba otro cableado que
derivaba hasta las máquinas de captura, que había dejado Carlos preparadas, y a las
que Marcos había conectado su portátil para recibir los datos de la actividad neuronal
en un formato inteligible.
Marcos había recuperado la compostura gracias a tanto y tan tedioso preparativo,
y sin más preámbulos indicó a Espinosa que encogiera el brazo. Por fin llegó el
momento ansiado de ver la obra de arte en funcionamiento. El robot emitió un
ruidillo eléctrico y la articulación central o falso codo hizo su función: el vástago
telescópico que unía brazo y antebrazo recogió el pistón poco a poco, expulsando el
aire con un susurro y cerrando el brazo. A Marcos le recordó los dos muelles
neumáticos que abrían y cerraban el portón del maletero de su coche.
Marcos, sin levantarse de la silla y sin apenas levantar la mirada de su pantalla, le
ordenó que lo extendiera. Nada ocurrió.
—¡Ya sabes que no funciona, joder! —protestó Espinosa, efectuando vanos
esfuerzos sin obtener resultado.
—Cálmese, pare un segundo —dijo Marcos, afanado en su portátil.
Paula se había puesto a trajinar con algo en la otra punta del laboratorio y no
estaba prestando atención, y el coreano tecleaba en su ordenador portátil;
probablemente ni entendía su idioma. La mujer de Espinosa esperaba sentada con
cara de tedio. Por añadidura, no estaban presentes ni Eusebio ni Conchi, de forma que
Marcos no se esforzó demasiado en simular que encontraba el error.
—Ya he visto el problema —anunció en unos instantes, señalando una gráfica
eléctrica en su portátil—. La secuencia de actividad neuronal para ese movimiento de
flexión era incorrecta. Enseguida lo corrijo y actualizo el software del aparato.

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Espinosa emitió un gruñido de asentimiento.
Al poco Marcos se acercó y pulsó el interruptor de encendido tal y como había
hecho el coreano, y el brazo se apagó, volviendo a la posición inicial extendida. Sin
retirarle la prótesis, conectó un cable USB desde la unidad de control del robot hasta
su ordenador y rápidamente sustituyó el programa saboteado por el original, que
funcionaría correctamente. Retiró el cable de datos y volvió a pulsar el botón de
encendido.
—Pruebe de nuevo, por favor, ya he metido el software corregido —solicitó, de
regreso a su silla, girada hacia Espinosa para examinar el resultado.
Espinosa flexionó y extendió el brazo varias veces con torpeza, pero funcionaba.
Marcos sabía, por lo que se había documentado al inicio del proyecto, que uno de
los puntos débiles en la codificación de los movimientos era la inexactitud tanto en la
intensidad como en la longitud del desplazamiento de los mismos. Una cosa era
identificar cuándo el cerebro ordenaba extender el brazo y otra más compleja
averiguar hasta qué ángulo había que abrirlo o con qué fuerza o velocidad. Según los
estrategas y analistas del proyecto —Conchi y otros neurólogos, y expertos en
biónica—, el problema del gradiente —que así lo llamaban— en las órdenes motoras
se solucionaría con la práctica y la adaptación progresiva entre el hombre y la
máquina. Marcos se lo explicó vagamente y Espinosa pareció bastante satisfecho.
—Vaya, es fantástico —dijo el hombre, emocionado, tras jugar unos minutos con
el artilugio—. Ya me lo imagino recubierto de algo color carne, y sin cables, todo
inalámbrico.
Miró a su mujer y Marcos creyó ver que ella le devolvía una escueta sonrisa.
Era el momento de actuar, aprovechando su buen ánimo y la confianza que se
había ganado, antes de que llegara Conchi para continuar con la sesión y las pruebas
de adaptación planificadas.
—Podrá incluso conducir, ¿verdad? —sugirió Marcos, luciendo una amplia
sonrisa de satisfacción, contagiado de su felicidad. Se mordía el labio esperando la
respuesta, todo el plan dependía de eso.
—Sí —asintió Espinosa—, no lo dudes. Se acabó el maldito coche automático
con mandos para parapléjicos, o el que me lleven de aquí para allá como a un viejo.
El hombre no exhibía ya su seriedad característica, ni había trazas de las
sospechas que Marcos suponía que albergaba contra él.
—Aún tiene muchos progresos que hacer, como acostumbrar al cerebro a emitir
las señales que mejor funcionen en el robot, especialmente lo de la fuerza o longitud
de cada desplazamiento, como le he dicho antes. Pero hagamos una prueba —
propuso Marcos, fingiendo compartir su euforia.
Agarró un matraz polvoriento que reposaba sobre un estante, al que ya había
echado el ojo con anterioridad, porque podría servir para su propósito. El objeto debía
de ser un vestigio olvidado de pasados usos del laboratorio, porque a Marcos no le

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dio la impresión de que se practicaran experimentos químicos actualmente en esa
sala.
—No tendrá problemas con el volante, con la ayuda del otro brazo. Pero veamos
si es capaz de cambiar las marchas —le desafió Marcos, acercándole el recipiente de
cristal para que Espinosa lo asiera por el alargado cuello.
Espinosa dirigió el robot y tras un par de intentos las pinzas metálicas lo
agarraron como si fuera un tercio de cerveza.
—No, cójalo por arriba —corrigió Marcos, señalando la boquilla ensanchada del
matraz—, y con la mano hacia abajo, como si fuera una palanca de cambios.
Espinosa tardó unos segundos en lograr rotar la mano mecánica, pues siempre se
pasaba o no llegaba a la posición correcta: la palma abierta, horizontal al suelo y
sobre la boquilla. Cuando consiguió colocarla se cerraron los dedos sobre el cristal
con violencia, tanto que Marcos temió que se rompiera, pero resistió.
Con disimulo Marcos regresó a su portátil y pulsó una tecla para comenzar a
grabar el tráfico de señales neuronales que le llegaban desde los equipos de Carlos,
una vez procesada la información que se recogía directamente de los electrodos. Con
buen ánimo, volvió frente a Espinosa y le hizo simular que introducía y subía las
marchas, como si manejara una palanca de cambios de un automóvil: primera,
segunda, tercera, cuarta, quinta y sexta; y luego el camino inverso para reducir.
—Perfecto, sí señor. Podemos concluir que funciona —se congratuló Marcos.
Detuvo la grabación en su ordenador sin apenas encubrir el gesto, pues el hombre no
quitaba la mirada del mecanismo, fascinado—. De esto a tareas como coger un boli y
escribir hay un mundo, pero quién sabe, con tiempo de adaptación y esfuerzo…
—Ha sido fácil —admitió Espinosa, visiblemente complacido.
Marcos respiró sonoramente, fingiendo alivio.
—Yo al menos he salvado el cuello, ese error me podía haber costado caro.
Simuló haber sugerido esa prueba como una forma simple de demostrar que el
funcionamiento del software era correcto, que había corregido definitivamente el
acuciante problema. No quería que Espinosa ni los posibles espectadores concedieran
importancia o relevancia al ejercicio realizado. De hecho, el paciente no daba
muestras de estar interesado en sus comentarios, únicamente le atraía el cacharro y
descubría encandilado la gama de movimientos a su disposición.
Marcos, satisfecho, se fue hacia el escritorio para desconectar su portátil y
recoger sus cosas. Con ganas de irse, le comunicó que enseguida vendría Conchi para
seguir con las pruebas oficiales de integración. Se despidió escuetamente, pero
Espinosa no respondió, embobado practicando gestos y contorsiones con el ingenio
robótico.
Cuando ya empujaba la blanca puerta del laboratorio, Espinosa le dio una voz:
—¡Espera! Quería comentarte un asunto.
Marcos se volvió. Espinosa lo miraba con ojos penetrantes, fríamente, sentado en
su asiento, como si hubiera recordado algo urgente en el último momento. Desde la

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distancia parecía un monstruo, con el torso desnudo y el amasijo de hierros anexado a
su hombro, además de los cables que colgaban desde su cabeza y morían en el robot.
Un led verde escondido entre los circuitos, que indicaba el estado correcto de la
batería, le otorgaba si cabe un aspecto más sobrenatural.
Resignado, Marcos se adentró de nuevo en la sala, dubitativo. Espinosa echó una
ojeada hacia el rincón donde había estado Paula, vacío porque se había ausentado en
algún momento durante la prueba. Podría querer tratar algo con confidencialidad, y
eso a Marcos le inquietó.
Llegaba casi a su altura cuando entró Conchi con brío, sin llamar.
—Déjalo —gruñó Espinosa de soslayo, en voz baja, haciendo un gesto desdeñoso
con el brazo bueno.
Marcos se frenó, aliviado. Segundos después apareció, tras la doctora, un hombre
con bata al que Marcos no conocía más que de vista, pero que creía recordar como el
fisioterapeuta que había intervenido ya en alguna ocasión. Marcos informó a Conchi
brevemente de que se había solventado con éxito el problema y se marchó
meditabundo; lo que fuera que deseara comentarle Espinosa no había querido soltarlo
delante de su cuñada, lo que denotaba que no había entre ellos tanta confianza como
había supuesto.
Discurrió mientras recorría el pasillo hacia la salida, abstraído. Había visto a
Espinosa conversando estrechamente con Carlos, al principio de la sesión; y hacía
poco, cuando él mismo discutió con Carlos, el antipático informático había criticado
a Germán por engatusar y arrastrar a Sonia, insinuando que sabía algo que no debía
revelar. Tal vez estuviese equivocado, sopesó Marcos, y fuese Carlos el chivato, no
Conchi.
Podría ser Carlos quien habló a Espinosa de la buena amistad que antaño se
fraguaba entre Germán y él, y por eso ahora Espinosa sospechaba de su implicación.
Alguien experto en las nuevas tecnologías, como Carlos, lo habría asesorado,
aconsejándole en el pasado robarle el teléfono móvil para poder encontrar a Germán.
Sí, se reafirmó, Carlos les habría escuchado bromear respecto al uso del Google
Latitude en más de una ocasión. Esa colaboración con el empresario explicaría lo del
flamante coche nuevo de Carlos, que con un sueldo de informático resultaba cuanto
menos insólito…
Pero eso era solo un detalle sin importancia, los interrogantes persistían: ¿cómo
había llegado Espinosa a averiguar que Germán y Sonia habían estado implicados en
el robo? Aun dando por bueno lo de las cámaras de seguridad —cuestionable, porque
Roberto había salido bien parado, como si los tipos que merodearon por su empresa
no poseyeran las fotos de los autores—, ¿por qué Espinosa habría acudido a Carlos?
Nunca llegaría a saberlo. Probablemente había pasado algo por alto, sobraba una
incógnita en la ecuación. Pero sí tenía la certeza de que deseaba fervientemente hacer
algo que nunca había hecho, y de lo que se quedó con ganas el otro día: pegar un
puñetazo directo en la nariz de alguien.

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39.

PRONTO acabaría todo y Marcos irradiaba felicidad. Salió por la puerta del recinto
de Synphalabs alzando elocuente la mano hacia el vigilante, deseándole buen fin de
semana. No le gustaba quedarse a trabajar los viernes por la tarde, pero había
merecido la pena. Con la sala de informática casi vacía, había programado con
libertad y a buen ritmo, consiguiendo cumplir con su propósito a tiempo.
Tras varias semanas de pruebas satisfactorias con Espinosa, que abarcaron el mes
de abril al completo y algunos días más, el lunes siguiente se iba a congelar la versión
del software definitiva, que sería enviada a los coreanos junto con la documentación y
tras la revisión del Departamento de Calidad. A partir de entonces sería ya imposible
modificar o retocar el código fuente del robot; el modelo final, que los orientales
entregarían en pocas jornadas, incorporaría esa versión cerrada y funcionaría de
acuerdo a lo definido en ella, y no se alteraría más, salvo por graves problemas de
funcionamiento que contemplara la garantía del producto.
Marcos lo había dejado para el final porque no había encontrado otro momento, y
requería bastante dedicación implementar la estratagema que había urdido. Era
compleja la secuencia de acciones a efectuar por el robot, que se desencadenarían en
respuesta a unos movimientos específicos de Espinosa. Y para ejecutar algo en el
robot, se había visto en la necesidad de estudiar el lenguaje de programación interno,
aprendiendo a preceptuar rotaciones, desplazamientos o flexiones a la unidad de
control. Se le había echado el tiempo encima y, como último recurso, había tenido
que dedicar la tranquila tarde del viernes para actuar, logrando finalmente insertar
subrepticiamente en el código sus instrucciones, que esperaba que resultaran fatales.
Recorría pensativo la acera, esquivando el cálido sol de mayo bajo los altos
chopos que flanqueaban un tramo de la calle de Synphalabs. Aunque sentía calor,
llevaba puesta la chaqueta de punto, quizá porque le molestaba más acarrear con ella;
y no era una prenda prescindible que pudiera dejar en casa, teniendo en consideración
el fresco de las mañanas. La protección de las sombras desapareció al doblar la
esquina y aceleró el paso por la desalmada zona, entre enormes naves y los
variopintos negocios más modestos de actividad industrial. Las anchas calles se
hallaban ya casi desiertas de tráfico y coches, en contraste con el resto de días de la
semana laboral, cuando a esas horas —en torno a las seis de la tarde— estaban
todavía repletas y se percibía el ajetreo y prisas de los que regresaban a casa.
Se sentía orgulloso de su obra, aunque bien sabía que no era sólida, que tenía
agujeros y que el resultado final iba a depender en parte de la diosa Fortuna. Germán

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lo habría hecho mejor, reconoció Marcos, él carecía de la inventiva e imaginación de
su compañero de estudios.
Pero sí era más prudente y menos impulsivo. De hecho, lo que había
implementado había sido realizado tomando todas las precauciones posibles para no
quedar en evidencia si salía mal. Para empezar, la acción estaba programada para
dispararse en algún momento futuro, pero nunca antes de tres meses. Eso le había
sido posible porque el limitado sistema operativo bajo el que corría el software del
robot no era más que un Linux simplificado, hallándose disponible y accesible para el
programador la fecha del sistema. Marcos confiaba en que, para cuando se
cumplieran las condiciones que había impuesto y el artilugio mecánico desatara la
siniestra maniobra, ya se habría dado por bueno el funcionamiento general de la
prótesis y no se sospecharía tanto de un posible error operativo, ya fuese accidental o
provocado, de forma que recaería la culpa en el propio Espinosa.
El restaurante frecuentado a diario por los trabajadores del polígono ya cerraba, y
la calle, al fondo de la cual había aparcado Marcos, tenía un aspecto desangelado. Los
viernes, en Synphalabs y otras grandes empresas de oficinas de la zona, la gente salía
escopetada antes de las tres, no siendo algo tan generalizado en los negocios de las
calles aledañas. Pero aun así, en la vía donde había estacionado solo quedaban
abiertas un par de naves de tamaño mediano, de ladrillo blanco; una de almacenaje o
distribución de azulejos y baldosas y otra que parecía un taller de encuadernación.
Marcos, siempre que iba a por el coche, se fijaba con curiosidad en los lúgubres
interiores de los grandes locales, dispuestos unos a continuación de los otros, que con
los grandes portones de acero levantados dejaban husmear sus actividades: los
operarios manejando el singular utillaje, las llamativas y ruidosas maquinarias de
cada negocio particular o las carretillas apiladoras descargando o cargando
mercancías.
Por fin llegó a su viejo Megane, que tenía los días contados, porque había
decidido comprarse otro. Él lo hubiera aguantado un par de años más, pero había
cedido ante las presiones de Lorena, que consideraba una herejía continuar
moviéndose con esa antigualla.
En la bocacalle, desierta de viandantes y casi de vehículos, le sorprendió hallar un
coche aparcado justo delante del suyo. Tenía las lunas tintadas y lucía alerones y
faldones horteras, siendo realmente casi tan vetusto y destartalado como el suyo.
Marcos se aproximó a su vehículo, por detrás, y abrió la puerta del conductor con la
llave, pues el mando del cierre centralizado había dejado de funcionar hacía tiempo.
Antes de entrar echó una ojeada curiosa al coche macarra, pero con los cristales
tintados y desde la parte posterior no pudo ver nada del interior. Sin darle mayor
importancia, se metió en su coche, con ganas de librarse del sol.
Se dejó caer en su asiento y cerró la puerta. Mientras atinaba a encajar la llave en
el contacto y mecánicamente bajaba las ventanillas, advirtió que las puertas del coche
de delante se abrían de golpe.

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Con la boca abierta y el estómago encogido, presenció cómo se bajaban dos tipos
y se dirigían apresuradamente hacia su coche. No le dio tiempo a bajar el seguro de
su puerta, ni se le pasó por la cabeza, porque se había quedado paralizado. Antes de
que se diera cuenta, uno de ellos había abierto la puerta del copiloto y se había
arrojado vertiginosamente al interior, cerrando la puerta tras de sí y retirando las
llaves del contacto de un zarpazo. El otro se quedó fuera del vehículo, apoyado contra
la puerta de Marcos, impidiéndole la salida.
Marcos cogió aire con afán de protestar e increpar al hombre, pero no acertó a
decir nada; con el corazón en un puño, no le salieron las palabras. El tipo se ladeó y
le miró fijamente. De unos treinta años, tenía el pelo negro como el carbón, grasiento
y corto, excepto por unas greñas que le colgaban por detrás de la nuca; la piel atezada
y curtida, la nariz fina y prominente. Llevaba una camisa colorida con los botones
superiores desabrochados y un par de collares de oro colgaban de su cuello.
—Payo, contesta a mis preguntas y no te pasará nada —amenazó el gitano con los
dientes apretados, bravucón, dejando ver una imponente navaja disimulada en una
mano.
Marcos asintió varias veces, acobardado y sumiso. Sintió el pulso desbocado,
como en las ocasiones en que se presagiaba pelea en su etapa de instituto. Esta vez no
podía escurrir el bulto, como siempre había hecho.
—Vas a decirme ande está tu amiguito Germán Guerra, y rapidito.
—Te juro que no lo sé —repuso Marcos con la voz temblorosa—. Hace mucho
que no sé nada de él.
El gitano trató de sonsacárselo profiriendo insultos y amenazas, en un tono cada
vez más ronco y elevado, y mediante la intimidación con la navaja, arrimándosela
con peligrosos y nerviosos ademanes. Marcos, recostado a la defensiva contra su
puerta, aseveraba una y otra vez que ignoraba su paradero, lo cual era cierto.
Sin embargo, la paciencia del asaltante se agotaba y no daba su brazo a torcer.
Marcos, asustado, temió que pasaran a métodos menos sutiles y decidió dejar escapar
algo que sonara convincente.
—Escucha —hizo un gesto apaciguador con ambas manos—, me reconoció que
estaba metido en algo, pero no me quiso decir nada; no sé lo que será, pero de verdad
que no tengo nada que ver. Ya te he dicho que se fue lejos, a olvidarse de todo…
—¡Joder! Eso ya me lo ha dicho su madre, ¡dime algo que no sepa! —gritó,
dando un puñetazo en el salpicadero y abalanzándose sobre Marcos, al que le puso la
navaja en el cuello.
Echándole el fétido aliento a la cara le compelió a que hablara, asegurando que no
se lo iba a repetir más veces. Tras unos segundos eternos en los que Marcos aguantó
la respiración, se le ocurrió algo. Tragó saliva y le hizo un nuevo gesto apelando a la
calma con una mano, mientras con la otra sacó el teléfono móvil, con movimientos
lentos y medidos. El gitano se retiró unos centímetros, a la expectativa, sin dejar de
señalarle con la navaja.

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Marcos inclinó la pantalla del teléfono hacia él, y le enseñó sus últimas
conversaciones por el WhatsApp con Germán, indicando con el dedo las fechas que
daban fe de que hacía tiempo que su amigo no respondía a sus mensajes. Se detuvo
para que el asaltante viera bien las últimas intervenciones de Marcos, del tipo «hola»,
o «¿qué tal, tío?», que quedaban sin respuesta. Era evidente que Germán pasaba de
responderle, así que Marcos consideró que su argumentación habría de ser
necesariamente estimada como veraz. Topó con uno de los últimos textos recibidos,
en el que Germán mencionaba ese retiro espiritual, y guardó el smartphone antes de
que saliese a la luz más información de la debida.
—No te he enseñado el registro de llamadas, pero también puedes ver que no me
ha contestado en mucho tiempo. Prueba a llamarle, si quieres —propuso Marcos,
amagando con sacar de nuevo el teléfono.
Sin articular palabra, el agresor se recostó de nuevo en el asiento, retirando el
arma blanca. El gitano negó con la cabeza, resoplando con rabia; parecía rendido y
desesperado. Marcos había recuperado la entereza y se aprestó a llevar la iniciativa,
creyéndolo más conveniente para la situación.
—¿No me vas a robar el móvil? Porque fuisteis vosotros quienes me mangasteis
el viejo, ¿no? —inquirió Marcos con acritud.
El gitano frunció el ceño, aparentemente sin saber de qué le hablaba.
—No te iba a valer de mucho —añadió Marcos—. Germán ya no tiene activada la
localización por GPS, puedes comprobarlo —le retó. El tipo arqueó las cejas,
desconcertado, como si le sonara todo a chino.
Marcos se crecía. Le tranquilizaba que ni él ni Lorena fueran el objetivo, que
continuaran empeñados en localizar a Germán. Además, le dio la impresión de que se
enfrentaba a un par de maleantes de poca monta, una solución económica que habría
buscado Espinosa como último recurso; daba el caso como perdido, y para calmar su
conciencia, que continuaría clamando venganza, antes de resignarse y tirar la toalla
había contratado a esos tipos barriobajeros, a la desesperada. Les habría
proporcionado el nombre y su dirección, dato que en caso de no tener habría
conseguido a través de Conchi, y les habría ofrecido una moderada cifra por
averiguar su paradero, aun sin visos reales de que fueran a conseguirlo.
—Os manda Espinosa, ¿no? ¿Él os ha dicho que me preguntéis? —continuó
Marcos.
El de dentro hizo caso omiso de la pregunta, sumido en sus cavilaciones. Pero el
de fuera, que escucharía la conversación porque la ventanilla se hallaba bajada, se
giró para echar una mirada curiosa hacia el interior. Era un tipo escuálido, con los
huesos de la cara tan marcados que parecía una calavera con ojos. Tenía la piel más
clara y el pelo enmarañado y descuidado, y barba de varios días. Llevaba una camisa
blanca con lamparones, de manga larga, como solían hacer los drogadictos para
ocultar las marcas de los pinchazos.

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Marcos infirió que ni el gitano, ni mucho menos el yonqui que actuaría como
ayudante, sabrían nada de Espinosa ni de sus negocios, ni tenían nada que ver con lo
ocurrido meses atrás. Eso terminó de sosegarlo, y dejó de temer que lo lastimaran por
no haberles dado la información, pues no creyó que les mereciera la pena llegar a
esos extremos por las cuatro perras que les daría Espinosa. Sin embargo, sin duda que
antes de acudir a Marcos habrían incordiado a la madre de Germán, por teléfono o en
persona, habrían vigilado su casa o a saber qué más habrían hecho o tendrían en
mente.
Conocía de unas cuantas ocasiones a la señora, por algunos trabajos y prácticas
que habían hecho en su casa, en el ordenador de Germán, durante la época
universitaria. Siempre había sido afable y atenta con él, y Marcos la tenía en buena
estima. La deducción que acababa de hacer le dolió porque presentía que ya de por sí
lo estaría pasando mal, por la soledad y por el cambio radical en su hijo. Desearía
poder evitar que esa gentuza agudizara la angustia de la buena mujer, despertando en
ella incertidumbres, inquietudes y elucubraciones sobre Germán y los jaleos en que
podría estar metido, si es que no las albergaba ya.
Tal vez pudiera hacer algo, aunque antes debía comprobar el grado de
profesionalidad que ostentaba la chusma que tenía delante, que presuponía mínimo.
—¿Habréis pinchado su teléfono, no? ¿Y hackeado su correo electrónico? A mí
no me contesta a los mails, pero puede que encontréis algo ahí, como confirmaciones
de vuelos o estancias en hoteles… —dijo con un tono que traslucía colaboración.
Se miraron extrañados. El gitano abrió la boca para confirmarlo apresuradamente,
asintiendo con la cabeza.
—Sí, claro… —mintió el calé notoriamente; ni lo habían hecho, ni sabrían cómo
hacerlo. Marcos sonrió para sus adentros.
El tipo hizo un amago de abrir la puerta, decepcionado por la infructuosa
pesquisa. Era el momento de tentarles: si se habían vendido a Espinosa, también él
podría comprarlos; si eran poco profesionales seguro que tampoco eran muy leales.
—Escucha, no sé lo que habrá hecho Germán para molestar al que os ha
contratado, pero quiero que lo dejéis en paz.
El gitano, con la mano ya en la manija de la puerta, se volvió con desdén.
—¡Ja!, porque tú lo digas, payo.
—¿Cuánto os ha dado? —preguntó Marcos, elevando la voz para que lo oyera el
de fuera, que presuponía más ávido de dinero.
El drogadicto escrutaba a su jefe con los ojos abiertos como platos. El otro no
respondía, meditando o sopesando, tal vez, la conveniencia de facilitar el dato.
—Cuánto —insistió Marcos—. Aquí podemos hacer negocios todos.
—Las preguntas las hago yo —respondió con chulería, pero sin mucho aplomo.
Se hacía de rogar; ya no tenía tantas intenciones de abrir la puerta y largarse.
—Es verdad, perdona. Es una pena, porque os podía haber interesado lo que iba a
ofreceros… —Marcos se encogió de hombros—. Bueno, si me devuelves las llaves…

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ya te he dicho que no puedo ayudarte. ¿O me vas a robar el coche?
—Mil de entrada y otros mil si le decimos ande está ese Guerra —anunció por
fin, clavando los ojos desafiantes en Marcos.
—A cada uno, se entiende —intervino el otro por la ventanilla, con voz rasgada,
enseñando un par de dientes negros. Iba de farol a todas luces, pero Marcos lo asumió
sin rechistar.
—Muy bien —asintió Marcos con la cabeza, esbozando una sonrisa
condescendiente—. Os doy esos mil a cada uno si os olvidáis del tema. Simplemente
le vais dando largas, le decís que no conseguís encontrarlo, que no hay manera. Vais a
ganar lo mismo, pero sin hacer nada, y antes.
El yonqui clavó sus ojos de nuevo en el gitano, ansioso por que aceptara el trato,
oliendo ya el dinero fresco.
—¡Ya! —exclamó el cabecilla, soltando una carcajada sarcástica, incrédulo—.
¿Lo tienes ahí?
—Evidentemente no. El lunes a las seis, en este mismo sitio.
El gitano quedó pensativo, valorando la oferta.
—Es poco.
Marcos estimó subir la oferta, pero no quería malgastar más dinero. Esos inútiles
nunca encontrarían a Germán; pero sí le preocupaba su madre… De casualidad, se le
pasó por la cabeza lo fácil que sería coger las llaves del flamante Mercedes de Carlos,
que siempre dejaba sobre su mesa. De hecho, no descartaba que lo hiciera para que la
gente del departamento viera la reluciente estrella del mando, y despertar en ellos
envidia.
Sabía que Carlos no tenía plaza de aparcamiento en el recinto porque en alguna
ocasión se lo había cruzado entrando o saliendo a pie. Además, sobre las cuatro de la
tarde Carlos se ausentaba un rato para tomar un café, junto con los dos o tres
compañeros de las mesas vecinas que lo aguantaban, o que no tenían más remedio.
Dejaba sus posesiones sobre la mesa, excepto el móvil, y sería pan comido hacerse
con la llave, con un poco de disimulo. Probablemente no se percataría de la pérdida
hasta las siete, cuando solía marcharse.
—Y un Mercedes nuevecito —ofreció con chulería—. Mejor dicho, las llaves. Yo
os las entregaré con el dinero, vosotros os encargáis de robarlo. Tan fácil como dar un
par de vueltas por esta manzana y la anterior —señaló en dirección a la ubicación de
la empresa—. Seguro que estará aparcado en algún lado.
El gitano asintió sin dudarlo. Probablemente lo desguazarían y lo venderían por
piezas, sacando menos de la mitad de su valor; o se lo entregarían a algún conocido
rumano por cierta cantidad, quien le borraría el número de bastidor y lo enviaría a
Europa del Este, donde sacaría el doble. Pero en cualquier caso, les compensaba
sobradamente el negocio.
Habría que adelantar la hora, para ausentarse coincidiendo con el café de Carlos.
Por si acaso, después del breve encuentro con los maleantes, Marcos volvería a su

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sitio, para no levantar sospechas, que no pensaran en la oficina que se había largado
él con el coche.
—Deberá ser entonces el lunes sobre las cuatro, ¿os viene bien o tenéis mucho
que hacer?

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40.

LAS vacaciones en Menorca no estaban resultando tan sugestivas como las del
pasado año en Singapur, ni tan idílicas como las de veranos más remotos, cuando aún
perduraba la llama del amor o, en su defecto, se sentía el influjo de la cohesión
familiar por el mero hecho de viajar con los niños. La realidad era que tras el abono
del último montante del tratamiento, la coyuntura económica de Espinosa no pasaba
por sus mejores momentos, y había optado por un gasto más moderado. Sin embargo,
a su mujer le encantaba la villa que habían alquilado en un rincón de la isla, y él
disfrutaba con su brazo como un niño con un juguete nuevo.
En las últimas semanas, posiblemente influenciado por el buen ánimo que le
inducía la magnífica prótesis, Espinosa había hecho clamorosos esfuerzos por tratar a
su mujer con menos aspereza. Se había planteado el objetivo de salvar su matrimonio
durante ese mes de agosto. Un gran viaje habría sido más conveniente, pero su mujer
aceptó sin rechistar, tal vez sintiéndose culpable del robo, cuyo recuerdo todavía lo
martirizaba y le quitaba el sueño de vez en cuando. Y ciertamente, aunque se
reprimía, Espinosa todavía la culpabilizaba en su interior.
Ella, en un principio, había acogido el anuncio de las vacaciones con inercia, sin
ilusión, pero según pasaron los días entre las calas de aguas cristalinas y los cerros
poblados de pinos, Espinosa había vuelto a vislumbrar un renovado brillo en sus ojos.
Incluso en alguna ocasión su esposa se había hecho cómplice de su entusiasmo por el
brazo postizo, cuando antes ni siquiera se interesaba por las evoluciones del proyecto.
Esa noche, sin embargo, albergaba el presentimiento de que había vuelto todo a
ser tan frío y distante como antes.
—Ten cuidado, Juan —le advirtió ella con mal genio, tensa, desde su asiento—.
Vas un poco rápido.
Regresaban del puerto natural de Mahón, ya de madrugada, por la carretera que
comunica la ciudad más oriental de España con las pequeñas localidades costeras del
norte de la isla. Les había invitado a cenar en su yate un directivo, buen amigo de
Espinosa, de nombre Joaquín, al que conocía de la época en la que trabajó para la
siderúrgica en Valencia. Cuando Espinosa se despidió para montar su negocio de
importación de mineral, Joaquín fue uno de sus primeros clientes, gracias a las
buenas relaciones que habían sostenido en la planta, permitiendo así el asentamiento
y despegue de la recién creada empresa. El industrial iba de crucero por el
Mediterráneo con su compañera —varios años más joven que él— y, por encontrarse
con Espinosa, había modificado el derrotero y el calendario para pasar un par de días

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en la capital menorquina. Aseguró, tal vez por presentar la variación como un hecho
sin trascendencia, que en esas fechas habría atracados allí unos viejos conocidos y
compañeros de travesías, con los que aún no había coincidido en puerto esa
temporada y a los que ansiaba volver a ver.
El coche, un BMW de alquiler de tamaño medio, de acabado deportivo y con la
suspensión bastante dura, suscitaba cierta sensación de velocidad e inestabilidad
porque transmitía fielmente las escasas irregularidades de la sinuosa carretera.
Acostumbrados ambos al todoterreno de su mujer —que Espinosa también había
cogido últimamente por Madrid para ir soltándose con el cambio manual y su uso con
el brazo artificial—, eran comprensibles los miedos de la acompañante. Espinosa
cedió y aminoró el ritmo levemente, consciente de que la euforia del alcohol le
inculcaba seguridad y exceso de confianza.
El firme era bueno, pero a esas horas la vía se hallaba solitaria y, sobre todo en el
tramo que bordea el Parque Natural, así como frente a Punta Grossa, por donde
acababan de pasar, el trazado serpenteaba entre oscuros árboles y montes que se
erigían amenazadoramente por los flancos. Cómo cambiaban las sensaciones del día a
la noche, reflexionó Espinosa, cuando unas horas antes, a la ida, de camino a Mahón,
habían admirado el mismo paisaje espléndido, así como la mañana que llegaron desde
el aeropuerto. Entonces le había llamado la atención el contraste entre la exuberante
vegetación del interior, compuesta por encinares o impenetrables acebuchales —
según había leído en la guía—, y las raquíticas sabinas y pinos de los desprotegidos
parajes y calas de la costa norte, rendidos a la tramontana.
Por fortuna, lo peor del trayecto, de casi treinta kilómetros, ya había pasado.
Superaron la rotonda donde tomaron el desvío hacia el norte que daba acceso a la
bahía de Fornells. A Espinosa el trecho restante ya le era familiar, por haberlo
recorrido varias veces en los desplazamientos por la isla de jornadas anteriores; se
trataba de otra carretera, más estrecha, pero consistente en una larga recta que
atravesaba colinas frondosas de monte bajo y pinares. Con ganas de coger la cama,
miró en el reloj del salpicadero y vio que eran ya casi las tres y media, y como
consecuencia aceleró para cubrir lo antes posible el último tramo, que era pan
comido. Subió de marchas con rapidez, toda la que le permitía el miembro artificial,
sintiendo con agrado el empuje de la tracción trasera del automóvil. Encendió la luz
larga y la interminable recta quedó iluminada, adivinándose en la lejanía, al fondo,
las luces de las cuatro casas de Ses Salines, el último lugar habitado que atravesarían.
Desde allí cogerían el desvío hacia Cala Tirant, una playa de aguas cristalinas con
unas pocas urbanizaciones en las elevaciones de alrededor. Su chalé se ubicaba en la
parte alta del acantilado, desde el que se abarcaba toda la ensenada y las verdes
colinas de alrededor, formando un paraje agreste y cautivador.
—Te he dicho que no corras tanto —protestó ella de nuevo—. ¿Es que ya no te
acuerdas del accidente con la moto?

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Espinosa era consciente de su enfado, pero no de la intensidad del mismo.
Admitía que la había ignorado durante buena parte de la velada; tras la cena, la había
dejado en cubierta con la parlanchina amante de Joaquín y las otras mujeres, esposas
o acompañantes de los camaradas náuticos de su amigo, y los hombres se habían
retirado al salón interior. Recapitulando, había pasado una noche sensacional,
sublime, recordando viejos tiempos, y además los otros invitados resultaron, en
general, tipos simpáticos e interesantes. Por primera vez en mucho tiempo no había
sentido que sus interlocutores dirigían miradas compasivas hacia la manga de su
camisa, otrora vacía y flácida. Todo lo contrario, porque el ingenio tecnológico había
despertado el asombro entre los asistentes, y Espinosa, mientras explicaba los
pormenores de su funcionamiento, se había sentido el centro de atención, recibiendo
al finalizar elogios y felicitaciones. Eran gente de alta alcurnia o de dinero; unos
directivos o empresarios, otros simples terratenientes que vivían de las rentas, alguno
de estos incluso simulando un falso estilo de vida bohemio, navegando de puerto en
puerto.
Espinosa se sintió ligeramente apocado, pero su esposa, por mucho que intentase
ostentar, nunca estaría a ese nivel, y tal vez por eso se había aburrido, y ahora se lo
recriminaba. Había ido callada todo el rato desde que iniciaron el regreso, pero bien
podía ser achacable también al sueño y al cansancio. Confiaba en que se le pasara al
día siguiente, cuando se levantara y desayunaran en la terraza, embelesados por el
mar azul debajo, a sus pies, y el frescor de la brisa en la cara. Al evocar el mar sintió
una punzada desagradable por algo que nunca se solucionaría: cada vez que bajaban a
la playa, si se quería dar un chapuzón, no le quedaba más remedio que despojarse de
la camisa, del brazo ortopédico, de los microsensores del cuero cabelludo y del
emisor oculto tras la oreja. Entonces volvía a ser el de siempre, de nuevo acaparaba
las miradas indiscretas de la gente y perdía el encanto y la normalidad de que
disfrutaba vestido, cuando incluso notaba que las mujeres lo miraban de forma
diferente. Simplemente habría que resignarse a aceptarlo.
—¿Qué te pasa? ¿No te lo has pasado bien?
—No tanto como tú —declaró ella con insolencia.
—Bueno, es normal, es un buen amigo mío. Tú no conocías a esas mujeres…
—No disimules, sabes a lo que me refiero.
Espinosa empezó a sospechar que podría haberse percatado de algo de lo
acaecido en el camarote. Espinosa se sumió en silencio, a la espera; en los últimos
años las discusiones habían sido el pan de cada día, y sabía por experiencia que
cuando ella dejaba entrever acusaciones o amenazas, siempre terminaba soltándolas.
—Porque a ver si te crees que no sé lo que hacía la camarera rusa con vosotros —
anunció a los pocos segundos.
Su amigo Joaquín había contratado un reducido catering para que acudiera al yate
y les sirviera durante la cena y las posteriores copas de la velada nocturna. Ya
mientras degustaban los aperitivos, en la cubierta de popa, al aire libre, había llamado

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la atención a Espinosa la voluptuosidad de una de las camareras, una rubia de
apariencia eslava. Pero no fue hasta la partida de póquer, tras encerrarse los hombres
en el pequeño salón comedor, cuando tomó consciencia del doble rol que iba a jugar
la jovencita. Las mujeres charlaban en los cómodos sillones de cubierta, al fresco de
la agradable noche en el puerto deportivo de Mahón, donde se amarraban yates,
veleros y otras embarcaciones de recreo, y no deberían haber visto nada; pero tal vez,
barruntó Espinosa, de camino al baño, en la proa, su esposa habría fisgoneado por
algún ojo de buey del pasillo exterior. Con un poco de fortuna, solo habría visto el
espectáculo…
—Bueno, mujer, solo fue un baile sensual que nos hizo, una sorpresa que nos
tenía reservada Joaquín —alegó sonriendo, restándole importancia—. La verdad es
que nos quedamos todos alucinando con la supuesta camarera.
—Ya, pues fíjate que yo a esa zorra rusa no la vi bailar —repuso con sarcasmo y
profunda acritud—, pero sí la vi saliendo en pelotas de debajo de la mesa de la timba.
Ahora entiendo por qué se alargó tanto la partida.
Tocaba callar, aceptar de forma tácita la acusación, y esperar que se amansaran las
aguas. Su mujer estaba obligada a comprender que había un precio que pagar por
estar con alguien de su posición: sin él y su dinero ella no sería nadie. Ni viajes, ni
ropa cara, ni todo lo que tenía; y más que iba a tener, cuando los negocios volvieran a
dar sus frutos, liberado ya de la fuerte inversión en el robot. Él se merecía esas
pequeñas alegrías, y ella debía ser consciente de que a su edad, por muchas
operaciones de estética o sesiones en la peluquería, nunca lo satisfaría plenamente.
Pero se contuvo y omitió su opinión para no empeorar la situación. Prefería que
las cosas siguieran en paz, no volver a las discusiones y desencuentros constantes. No
se sentía culpable de nada, pero solo por si se enrarecía de nuevo la relación le
incomodaba que lo hubiera descubierto. Y podría haber sido peor, se consoló, si
hubiera visto el tambucho que daba acceso a un pequeño compartimiento, con
cocaína dispuesta en filas, en una bandeja, y el buen uso que hacían de ella algunos
de los opulentos y disolutos amigos de Joaquín. Aunque en eso él estaba limpio, no
tenía edad ya para tales excesos.
—Pensaba que habías cambiado —sollozó—. Desde que te pusieron el brazo
parecías otro, pero me estaba engañando… todo sigue como siempre.
No soportaba que le echaran nada en cara. Sabía que debía guardar silencio y
tragarse el orgullo; seguramente al día siguiente se le habría olvidado, como había
ocurrido en situaciones parecidas en el pasado, pero no pudo reprimirse.
—¿Yo te pido explicaciones de lo que haces tú por ahí con tus amigas? —le
recriminó, subiendo el tono, lleno de resentimiento—. Mientras yo me paso el día en
la oficina, tú te fundes mi dinero en compras, comidas y salones de belleza. ¿Y ahora,
por un pequeño exceso que me permito, en mis vacaciones, me vienes con esto?
Ella no contestó, gimoteando más audiblemente.

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—Para una vez que me concedo un rato de diversión, lo mínimo que puedes hacer
es respetarlo —continuó reprendiéndola—. Lo que hago con mi gente es asunto mío.
Tan pronto terminó la reprimenda se percató de que se había excedido, y culpó en
silencio al alcohol ingerido de haber encrespado sus ánimos. Era cierto que en la
fiesta se había dejado llevar por la corriente, por la euforia y camaradería de los
demás. Apostaba a que para Joaquín y los otros lobos de mar aquellas orgías
veraniegas serían frecuentes, y puede que sus compañeras o esposas admitieran cierto
libertinaje, o se hicieran las locas a cambio del nivel de vida de que disfrutaban. Pero
para su mujer había sido algo nuevo y, aunque ya le había sorprendido en otros
devaneos, era normal que se ofendiese. Lloraba, pero no pensaba disculparse ni
aunque lo sintiera; no iba con él rebajarse hasta tal punto. Por la mañana sería otro
día.
Metió la sexta, escuchando con gozo el rumor de los motorcillos eléctricos que
hacían girar los engranajes del brazo mecánico, ejecutando con lentitud, pero cada día
con más precisión, los movimientos. Los doctores tenían razón, su cerebro se iba
educando, corrigiendo las órdenes enviadas al aparato y haciéndolo de forma cada
vez más ajustada. Ya apenas fallaba al ir a agarrar algún objeto, cuando al principio
solía errar por pasarse de largo o quedarse corto, o equivocar la altura por unos
centímetros.
Un silencio sepulcral reinaba de nuevo en el interior del vehículo, y la oscuridad
del exterior, sin apenas luna en el firmamento y con las negras sombras de los pinos
en los márgenes de la carretera, otorgaba a la escena un cariz siniestro. Espinosa
mantenía ambas manos sobre el volante, aunque la artificial simplemente la apoyaba,
gestionando los giros con la izquierda, mucho más precisa y rápida en tiempo de
respuesta.
En un momento dado, en mitad de aquella larga recta, sin que Espinosa ordenase
ninguna corrección sobre la dirección, la prótesis se levantó del volante y se movió
hacia la derecha. Espinosa abrió los ojos, perplejo, culpabilizando al alcohol o al
sueño de tan extraño suceso. Se mordió el labio para asegurarse de que estaba
despierto.
Tras un desplazamiento recto, horizontal, efectuó otro vertical, descendiendo
hasta posarse sobre la palanca de cambios. Los movimientos que ejecutaba no
respondían a la voluntad de Espinosa, que insistentemente trataba de controlarla sin
éxito, y no eran naturales, sino rectilíneos y a velocidad uniforme, como si estuviera
programada para aquello. Soltó el volante fugazmente para apretarse los sensores de
la cabeza con la mano izquierda, por si hubiera algún mal contacto, pero no hubo
efecto. Abajo, en el hueco entre los dos asientos, la mano artificial retrocedió hasta la
altura del respaldo. En aquella zona, Espinosa escuchó al robot desplazarse y
rectificar repetidas veces para tomar una u otra dirección, como si se hubiera vuelto
loco, y se agitó incómodo en el asiento, sin comprender.

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—¿Qué buscas? —inquirió su mujer, extrañada de verle hurgar por allí, azorado
—. ¿Se te ha caído algo?
Espinosa no contestó porque al momento notó un sutil tirón en su cinturón de
seguridad, y de un vistazo observó que el cacharro lo había agarrado, casi en la base,
y lo seguía hacia abajo, deslizándose por la cinta. Eso debía de ser lo que había
buscado su mano artificial con tanta insistencia, pues los repentinos cambios de
dirección cesaron, limitándose a descender. Trató de dificultar el recorrido del robot
con el estrecho juego de movimientos que podía efectuar su hombro, pero el aparato
compensaba sus acciones con correcciones precisas, como si estuviese determinado a
bajar por la correa del cinturón. Cuando llegó al enganche no tardó en apretar el
botón para liberarlo. Se escuchó el clic y el vehículo inmediatamente profirió un
pitido intermitente de advertencia.
—¿Qué haces? —le reprochó de nuevo su acompañante, airada y subiendo el
tono.
—¡Yo no soy! ¡Este chisme se ha vuelto loco!
Alterado, soltó el volante un segundo para volver a ponerse el cinturón con su
único brazo natural, pero el robot había subido de nuevo y se había situado
rápidamente a la altura del pecho. Inició una serie de movimientos aleatorios,
golpeando el volante, libre de mando, y haciendo que el coche sufriera bruscos
cambios de dirección. A Espinosa se le heló la sangre, percatándose de que aquello
podría no tratarse de un mero fallo técnico, sino de algo premeditado.
Su esposa chilló y le increpó, aparentemente sin entender que no fuera su marido
el dueño de las acciones del brazo derecho.
—¡Agarra el puto robot, apágalo! —vociferó a su mujer, haciéndose de nuevo con
el volante, abandonada ya la intención de volver a abrocharse el cinturón, ante la
urgencia de la situación. Pisó el freno con moderación, atento a un posible hueco en
el estrecho arcén para detenerse y quitarse el endemoniado artilugio.
Entretanto el robot había conseguido asir el volante forrado de cuero, que debía
de ser lo que había pretendido con los recientes ademanes y torpes latigazos en torno
a él. Espinosa se tranquilizó por momentos, viendo que, aunque seguía sin responder
a sus órdenes motoras, al menos había cejado en su actividad, quedando estable. Su
mujer no reaccionaba, de modo que Espinosa levantó el pie del freno y aceleró
suavemente, con la idea de llegar hasta la próxima zona habitada e iluminada, que
estaría ya cerca, para parar el vehículo, apagar la prótesis y desprenderse de ella con
más seguridad, evitando así detenerse en aquella oscura carretera en medio del
campo.
Pero súbitamente el robot tiró del volante, provocando un brusco giro a la
derecha, que Espinosa no pudo contrarrestar a tiempo con su mano verdadera.
El BMW se salió de la calzada y se deslizó por el terraplén que caía un par de
metros a la derecha, tumbando arbustos y arrasando pequeños árboles a su paso.
Espinosa, con el corazón en un puño, se aferró al volante y clavó el pie en el freno, en

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vano, porque el vehículo daba tumbos y pasaba más tiempo en el aire que en el suelo,
resultando ingobernable. Con los chillidos histéricos de su mujer de fondo, atisbó
entre la maleza iluminada por los faros que se estamparían irremediablemente contra
un amenazador y oscuro promontorio.
Antes de que se hiciera la oscuridad, lo último que percibió fue el explosivo
inflado del airbag delantero, y acto seguido experimentó una fuerza descomunal que
empujaba su cuerpo hacia delante, que se desplazó libre de ataduras. Se estampó
primero contra la bolsa de nailon y luego se deslizó por el borde derecho de la misma,
chocando violentamente con el torso contra la consola central, generándose un ruido
sordo que pronto quedó sumido en un absoluto silencio.

Una luz que se encendió le hizo despertar, y un agudo dolor en el pecho le rememoró
el reciente suceso. La iluminación que caía del techo correspondía al foco de lectura
del copiloto, que acababa de encender su mujer, e iluminaba el interior del habitáculo,
con las bolsas flácidas y vacías de los airbags de por medio. Espinosa se hallaba
tendido en una posición imposible en el hueco entre los dos asientos. Su esposa se
encontraba en su sitio, aparentemente indemne, excepto por una franja enrojecida en
una sien, debida a algún golpe o quizá al roce contra el airbag; sin duda debía de
estar agradecida al cinturón de seguridad.
Sin embargo, aun aturdido y mareado, estaba vivo. Había sobrevivido a un intento
de asesinato; porque no le cabía ninguna duda, el cacharro había agarrado el volante
para echarlo de la carretera, y poco antes le había desabrochado el cinturón.
Lleno de ira, se prometió que encontraría al culpable, y lo pagaría muy caro.
Probablemente los coreanos no tendrían nada que ver, más bien habría sido algún
programador de Synphalabs… Carlos había colaborado con él y se había llevado una
buena tajada, no debería tener motivos; aunque era un tipo muy avaro, y Espinosa
tenía numerosos enemigos en el ámbito empresarial, además de rivalidades y
peligrosas envidias en el asunto del contrabando, de modo que no le extrañaría que se
hubiera vendido… Y ciertamente ese otro informático, el amigo de Germán Guerra,
también podría estar detrás, pues había participado directamente en la puesta a punto
de la prótesis. ¿Y si hubiera estado también involucrado en el robo y hubiera
encontrado así la forma de silenciar todo el asunto? Su mujer no le identificó aquel
día, pero puede que contribuyese de otra forma, que no fuese el técnico de la caldera
de gas que buscaban. O tal vez ese maldito Germán le había encargado que lo
liquidase, buscando vengarse, o para librarse de la amenaza.
El autor era lo de menos, concluyó. Lo importante es que habían fallado en su
propósito y ahora llegaba su turno; no descansaría hasta liquidarlos a todos. Se
reprochó la dejadez que le había embargado en el asunto tras la extraña pérdida de
Joan. Había escatimado medios, casi olvidándose de lo del robo, optando por
contratar a gente poco profesional y de escasa confianza, todo para ahorrarse el

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dinero. No volvería a cometer ese error, había quedado demostrado que debía llegar
hasta las últimas consecuencias, costase lo que costase.
Levemente consolado por su determinación, pero aún furioso por haber sido
víctima de un nuevo ultraje, trató de incorporarse. Un agudo dolor directo y repentino
se lo impidió. Se palpó el vientre por debajo de la camisa sin hallar heridas, pero al
presionar en algún punto sintió un pinchazo interno y le sobrevino una bocanada de
tos que le hizo regurgitar sangre. Asustado ante la cruda realidad, levantó la mirada
buscando el auxilio de su mujer. Ella lo escrutaba desde su asiento. Advirtió en sus
ojos un brillo amenazador, casi siniestro, al que no concedió excesiva importancia.
—Necesito ayuda, creo que estoy malherido… ¿Cuánto tiempo ha pasado? —
balbuceó, ahogando una nueva arcada de sangre, porque desde su posición no
alcanzaba a ver el reloj digital.
—Como media hora, algo más quizás —respondió ella con frialdad.
Él supuso que en ese tiempo su mujer se habría sobrepuesto del pánico que la
había dominado y bloqueado durante los tensos momentos del accidente.
Espinosa dio por hecho que ella habría llamado para pedir auxilio, porque de otra
manera nadie los encontraría: además de hallarse en una zona poco transitada y a
horas intempestivas, el coche había caído a un nivel inferior, por debajo de la
carretera, oculto entre la vegetación e inmerso en la oscuridad.
La mujer presionó el botón del techo y se apagó la luz, reconquistando todo de
nuevo las tinieblas.
—¿Qué haces? ¿Por qué apagas? —protestó.
Ella guardó silencio, desoyendo su pregunta. Espinosa reparó en que habían
estado sumidos en la oscuridad hasta que la luz lo había despertado, durante esa
media hora en que había estado inconsciente. No tenía sentido; si alguien los buscaba
por los alrededores, la luz del interior del vehículo les haría de faro y facilitaría el
rescate, acortando el tiempo de agonía, ¿por qué mantenía la oscuridad su mujer?
Echó un vistazo al exterior y solo pudo vislumbrar la ínfima claridad del
firmamento sobre la negrura de la vegetación. Las luces delanteras del coche podrían
haberse apagado por el golpe frontal, pero las traseras deberían continuar encendidas,
señalando el accidente; sin embargo advirtió que ella había quitado el contacto, no
emanaba luz del cuadro de mandos ni de ningún piloto interior, luego nadie les vería.
Era absurdo.
Aguzó la vista buscando escrutar su cara, percibir su expresión, conjeturando que
tal vez se encontrase en estado de shock y no fuera dueña de sus actos, pero, cuando
se le acomodaron los ojos a la falta de luz, vio que apenas era discernible su gruesa
silueta inmóvil contra el asiento, estática.
Con la palanca de cambios y el freno de mano en torno a su tronco se hallaba
incómodo y dolorido. Se apoyó en el suelo con su único brazo funcional, pues el
robótico había quedado inerte, con la intención de buscar una posición más favorable.
Cuando palpó la alfombrilla le recorrió un escalofrío: estaba encharcada de un líquido

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viscoso, posiblemente sangre, que habría vomitado durante el tiempo que había
estado inconsciente. Consideró, angustiado, que sus heridas internas eran graves, que
se estaba desangrando por dentro. Supuso que al golpearse contra la parte central del
salpicadero se habrían partido costillas, que a su vez podrían haber dañado órganos…
Se sintió atenazado por los nervios.
—¡No te quedes ahí sentada y haz algo! —bramó—. Llama otra vez, o vete a la
carretera a parar a algún coche —ordenó a su mujer con hostilidad, levantando la
cabeza para dirigirse hacia ella.
Tosió de nuevo, escupiendo sangre. Ella no decía nada, inmutable. No estaba
dispuesto a morir desangrado por la inutilidad de su señora, que parecía haberse
quedado bloqueada. No entendía por qué antes había contestado, ni por qué había
encendido y apagado la luz, pero no había tiempo para buscar explicaciones. Se echó
la mano al bolsillo del pantalón con torpeza y sufrimiento, pues cada gesto se
convertía en un suplicio, pero no encontró el teléfono móvil en su interior.
—¿Buscas esto? —preguntó ella con flema desde el asiento, exhibiendo la
pantalla iluminada de su teléfono, que sujetaba en una mano.
—Pues claro, ¡llama otra vez a emergencias! —gritó Espinosa con desesperación.
Su mujer rio sosegadamente.
—No va a venir nadie. Ni he llamado al 112 ni lo pienso hacer —anunció ella con
serenidad.
—Pero ¿qué dices? ¿Te has vuelto loca?
—En absoluto. ¿Tienes sed? —preguntó con amabilidad, como si fuera a
ofrecerle un refresco.
Espinosa estaba realmente sediento, pero no contestó, limitándose a menear la
cabeza de pura incredulidad. La mujer seguía hablando, sin esperar su respuesta.
—¿Te acuerdas de aquella serie de médicos que veía yo? Cuando me dejabas,
claro, y no me quitabas la tele sin mediar palabra para ponerte una de tus películas en
blanco y negro… —rio de nuevo con sarcasmo—. En el cuerpo humano hay unos
cinco litros de sangre —continuó, altiva, alardeando de sabiduría—. Si tienes sed es
que ya has perdido uno o dos litros, no me acuerdo bien. Cuando pierdas más,
sentirás mareos, confusión y frío, sufrirás una hipotermia. Y puedes imaginarte el
final…
Espinosa escuchó la tétrica voz que resonaba en el interior del coche como una
sentencia de muerte proveniente del mundo de las sombras; la pérfida mujer ya había
tomado la decisión de dejarlo morir desangrado. Mientras él vomitaba sangre en el
suelo, inconsciente, ella se habría estado frotando las manos, anhelando la nueva vida
que la aguardaba, sin él y disfrutando de su dinero y posesiones.
Comenzaba a sentir frío. Tenía que huir de allí y buscar ayuda, antes de que fuera
demasiado tarde. Hizo un ímprobo esfuerzo por arrastrarse hacia la puerta, pero el
ardiente dolor que le quemaba por dentro se lo impidió.

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—¿Por qué me haces esto? ¿Qué quieres, librarte de mí? ¿Quedarte con las casas
y el dinero?
Le sobrevino un nuevo ataque de tos, acompañado de punzantes retortijones en el
vientre. Le llevó un rato recuperar algo de brío para seguir insistiendo.
—Ayúdame —imploró—. Olvidaré esto y te daré lo que pidas…
Escuchaba su propia voz cada vez más débil y trabada, en el silencio de la noche.
Los escalofríos iban en aumento, y le costaba pensar.
Su esposa permanecía impasible, o eso parecía al menos, porque no podía verla.
Se la imaginó disfrutando de su agonía, saboreando en silencio cada gemido que
brotaba de su boca. No conocía esa faceta suya, calculadora y malvada; nunca se le
habría pasado por la cabeza que pudiera hacer algo así. Simplemente esperaría a que
muriera para llamar y pedir ayuda. Por eso había encendido antes la luz, para ver
cómo evolucionaba, si aún respiraba. Nadie sospecharía nada. Incluso su propio
honor quedaría manchado por haber conducido bebido, poniendo en riesgo su vida y
la de su mujer.
Transcurrieron unos minutos interminables en los que en silencio, sin fuerzas para
suplicar, perdía y recuperaba la consciencia. En un momento dado escuchó un
ahogado sollozo de su mujer. Con la muerte a las puertas se le ablandó el corazón,
porque se le hizo evidente que ella todavía lo quería, que, tras la fachada de dureza y
despiadada sed de venganza que quería aparentar, en el fondo sentía lástima por
dejarle morir.
Se dio cuenta del sufrimiento que él había provocado y que su esposa había ido
acumulando durante los últimos años, en silencio, hasta llegar a ese extremo. Ella
habría visto en el accidente una oportunidad ineludible de escapar, tomando aquella
mezquina denegación de socorro como un último recurso para volver a vivir, para
reencontrar la libertad o la felicidad. Se recriminó lo ciego que había estado,
pensando que por cubrirla de joyas y viajes se había podido permitir ignorarla y
tratarla con tan poca consideración y tanto desdén, obrando siempre con egoísmo,
mirando únicamente por su interés.
Poco a poco percibió que su pulso y ritmo respiratorio se ralentizaban, y cerró los
ojos, entregado a su fin, cargando con un pesado sentimiento de culpabilidad.

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41.

IBA a ser una larga espera en el aeropuerto de Bruselas, donde hacían escala para
tomar el vuelo a Moscú, de modo que Marcos sacó su portátil para conectarse a la red
wifi de la terminal. Contempló a Lorena, recostada contra su hombro y con los pies
reposando sobre la silla del otro lado de la mesa. Estaban rendidos, y él había
sugerido acercarse a una cafetería del área de embarque para tomar algo que lo
espabilara. Tras el ajetreo del día de la boda, la supuesta jornada de descanso la
habían perdido con los preparativos para el viaje, y el madrugón de la mañana para
que el padre de Lorena los acercara al aeropuerto de Barajas, antes de que acudiera a
su trabajo, les había terminado de rematar.
Marcos confiaba en que en la capital rusa tendrían algo de tiempo para descansar,
porque allí pasarían tres días, antes de iniciar la apasionante aventura que supondrían
los diez mil kilómetros de trayecto en el ferrocarril Transiberiano. Los recién casados
habían debatido largo y tendido sobre el destino de su luna de miel, descartando los
tentadores paraísos de sol y playa para decantarse finalmente por atravesar Asia en el
legendario tren. Harían escala en varios puntos y tardarían en total dos semanas en
asomarse al Pacífico, cuando arribaran a Vladivostok, en el mar del Japón.
Mientras el ordenador arrancaba, recapituló los emocionantes e intensos
momentos del ajetreado día de la boda. Casi había sido una bendición que no
asistieran todos a los que habían invitado en un principio, porque el bullicio habría
alcanzado límites angustiosos. Si apenas tuvieron tiempo, durante el banquete, para
saludar a todos los asistentes, con veinte o treinta personas más habría sido misión
imposible. Al menos así lo sentía él, que se agobiaba en las multitudes con excesiva
facilidad.
No culpaba a los que habían desestimado la invitación, con excusas más o menos
logradas, pues era consciente de que agosto no era el mes idóneo para celebrar una
boda. Se habían visto abocados a esa elección porque tomaron la decisión con muy
poca anticipación. Se afanaron en la búsqueda, pero además Lorena no se había
conformado con cualquier iglesia ni salón de bodas, añadiendo complejidad a la
ecuación de lugares adecuados, fechas y disponibilidad.
Únicamente lamentaba la ausencia, entre sus amigos, de Germán, del que seguía
sin tener noticias. Al teléfono móvil no respondía y no había contestado al correo
electrónico en el que le invitaba a la boda, y cuando llamó a su casa, su madre no le
dio mucha información; simplemente se alegró de hablar con el formal compañero de
su hijo y le contó que en esos momentos estaba en Taiwán. La señora narró

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elocuentemente sus últimas andanzas, afirmando que iba de aquí para allá, pero
subyacían ostensiblemente sus dudas y temores sobre el porvenir o la salud de
Germán. Se intuía una cierta pesadumbre que trataba de ocultar, lo cual era
comprensible en una madre que tenía a su hijo tan lejos, sin residencia ni trabajo
estables, y que ignoraba a qué se dedicaba, de qué vivía o cuáles eran sus
expectativas.
Marcos tenía muchos e-mails sin leer, porque el día anterior se había limitado a
entrar en su cuenta de correo para imprimir billetes y localizadores de hoteles para el
viaje, ignorando el resto de mensajes. Ya más tranquilo, echó una ojeada fugaz al
monitor de los vuelos, colgado en una esquina de la cafetería, donde comprobó que
no había novedades, y se dedicó a cribar la lista de la bandeja de entrada, eliminando
sin abrir los molestos correos diarios provenientes de páginas de ofertas y publicidad.
Le había contestado un compañero de Synphalabs, y se le aceleró el corazón. Una
vez concluido el proyecto, Marcos había regresado a su oficina de Alcorcón, en
principio de forma indefinida. Había querido mantener el contacto con alguien de la
firma farmacéutica, más que nada para enterarse de si le ocurría algo a Espinosa, tal y
como llevaba tiempo anhelando.
Consciente de que consultando los sucesos en la prensa online difícilmente
llegaría a conocer el accidente —si es que acontecía, pues haber cometido un fallo en
la difícil programación de las acciones del robot sería casi normal—, se propuso
escribirse con un simpático y joven teleco con el que trató someramente, pues había
ayudado o sustituido a Carlos en varias ocasiones, especialmente en el manejo de las
máquinas usadas en las pruebas. Asimismo mantuvo el contacto con Paula, una de las
chicas del laboratorio. No los acuciaba con preguntas porque resultaría sospechoso,
pero ocasionalmente se interesaba, simulando curiosidad, para saber si les habían
reportado algún fallo, si iba todo bien con el funcionamiento, y aseverando que no le
entusiasmaría que se descubriera algún problema en el software y que le hicieran
regresar de nuevo para solventarlo. Alternaba los correos con uno y con otro, bien
espaciados en el tiempo, sonando amistoso y desinteresado, incluso compadeciéndose
en tono jocoso de ellos por hallarse aún bajo el mando de Conchi.
Con toda probabilidad la respuesta del excompañero que se disponía a abrir
consistiría en la habitual correspondencia cordial, informando de sus vacaciones o
interesándose simplemente por la boda, pero siempre que topaba con un correo de
uno de ellos renacía en él alguna esperanza, aunque cada vez más exigua. Marcos, al
menos hasta la semana de la boda, había repasado religiosamente cada día los sucesos
en noticias e Internet, así como el tablón de anuncios en la web de la empresa de
Espinosa, por si hubiera algo publicado, algún indicio de un accidente de tráfico
como el que esperaba. Pero sin éxito, y como tampoco le anunciaban nada al respecto
sus contactos en Synphalabs, había empezado a temer que algo había fallado. Habían
transcurrido ya varias semanas desde el día que había programado como fecha de
inicio, a partir del cual si Espinosa ejecutaba los movimientos adecuados, y se

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cumplían las condiciones de horario, se dispararía su código fuente y el robot actuaría
según sus fatídicas directrices.
Era consciente de los restrictivos requisitos que había establecido en el programa.
Se consolaba suponiendo que era posible que Espinosa aún no hubiera cogido el
coche a esas horas de la madrugada, o que lo hubiera hecho por ciudad y no alcanzara
suficiente velocidad y, consecuentemente, que no engranara el número de marcha
apropiada. Pero tantos otros factores podían haber fallado que su moral se iba
hundiendo día tras día. Tal vez, simplemente, Espinosa no había vuelto a conducir, o
se le había dado mal retornar al cambio manual, optando por uno automático, y ya
solo con eso todo el plan se habría venido abajo.
Poco a poco se había resignado a dejar el tema correr, olvidándose de Espinosa y,
lamentablemente, también de recuperar la amistad con Germán. Había perdido a un
amigo, lo había traicionado y nunca saldaría la deuda con él, pues no podía olvidar
que todo lo que tenían se lo debían en buena parte a sus intrépidas acciones y
artimañas. Quedaba el egoísta consuelo de que, al menos, no habían padecido nuevas
amenazas por parte de los hombres de Espinosa, y no parecía que la integridad de
Lorena ni la suya propia peligrasen. Eso le empujaba al optimismo y a la
complacencia, y especulaba con que Espinosa, tras el fracaso que le anunciaran sus
últimos esbirros, habría tirado por fin la toalla.
Sintiendo renacer una mínima ilusión, hizo clic en el mensaje y leyó con avidez,
solo por si se daba el caso de que hubiera alguna nueva sobre Espinosa.
—¡Sí! —exclamó, cerrando el puño, tras devorar las primeras líneas.
Lorena saltó, más malhumorada por la irrupción de la voz en sus sueños que
alarmada.
—¿Qué pasa? Me has despertado… —refunfuñó.
Marcos desoyó la queja y terminó de leerlo. Su excompañero lo describía
escuetamente como un accidente, no parecía que recayeran sospechas sobre el robot,
ni siquiera por un mal funcionamiento o un error de programación sin ninguna mala
intención.
Pero Marcos se propuso buscar más información; el chaval no habría oído más
que la noticia de refilón, y la contaba casi como un chismorreo que correría de boca
en boca por el departamento, causando sensación entre los que colaboraron en el
proyecto o conocieron a Espinosa. Además, ahora que sabía el lugar del suceso
podría repasar la prensa local, que sin duda se haría eco de la noticia en más
profundidad que los medios nacionales, si es que estos últimos llegaban a mencionar
algo de un simple accidente de tráfico.
Lorena se durmió de nuevo y Marcos buscó con regocijo y buen ánimo alguna
noticia relacionada. Dejando de lado la turbación que le causaba pensar fríamente en
lo que había hecho, agudizada por la intranquilidad por poder ser descubierto, en el
fondo se hallaba exultante: por fin había ocurrido lo que tanto tiempo le había llevado
maquinar, y cuando ya casi había perdido la esperanza.

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No tardó en encontrar una mención en la rudimentaria página web de un diario
balear, datada tres días atrás. Leyó con satisfacción que las primeras hipótesis
achacaban el accidente a la somnolencia, a un exceso de velocidad o incluso al
consumo de alcohol. Había tenido lugar en una carretera secundaria, algo
sorprendente para Marcos porque, según lo había programado, esperaba que hubiera
sucedido en una autopista.
Por las condiciones que había impuesto, la rutina del robot no se activaría hasta
detectar una secuencia de movimientos correspondiente a cambios de marcha
ascendentes y seguidos, hasta llegar a la sexta, y mantenerla después al menos diez
segundos, para asegurar una velocidad considerable del vehículo. Había supuesto,
equivocadamente, que tal ritmo era más probable que se diera en una autopista o vía
rápida, no en una carretera, teniendo además en cuenta lo tardío del horario impuesto,
pues el funesto dispositivo solo se habilitaría a partir de las tres y media de la
mañana. El motivo de haberlo programado así era doble: tras unos segundos en sexta
velocidad necesariamente el coche iría rápido, magnificándose así las consecuencias
letales del accidente; por otro lado, el hecho de que ocurriera a esas horas garantizaba
un tráfico casi exiguo y menor riesgo de víctimas colaterales, además de inducir a los
investigadores del accidente a valorar, como factores causantes, el alcohol o el
cansancio, elementos beneficiosos por distraerlos de la realidad.
Supo por lo que leyó, que le acompañaba su esposa, que salió prácticamente ilesa,
lo cual suscitó un sentimiento encontrado en Marcos. Por una parte un descargo en su
conciencia, pues uno de sus desasosiegos lo constituía la posibilidad de que en el
accidente hubieran sufrido daños otras personas; por otra se avivó el temor a ser
descubierto, porque tal vez la mujer se hubiera apercibido del sabotaje, del
premeditado mal funcionamiento del aparato que causó el percance.
Afortunadamente, por ningún lado se mencionaba el robot más que de pasada, como
una anécdota, y eso le tranquilizó, porque si ella hubiera vertido alguna acusación, se
vería reflejada en la información.
Continuó indagando, a la caza de noticias más recientes, de análisis o hipótesis
posteriores que hubieran surgido tras la investigación, pero no halló nada inquietante
y suspiró aliviado.
—No te lo vas a creer —comentó a Lorena, apretándole la cintura para
despertarla—. Me ha contado uno de Synphalabs que Espinosa ha palmado en un
accidente de tráfico.
Ella se incorporó para mirarle a la cara.
—¿En serio?
—Sí —contestó, sin ningún sentimiento de culpa—, se salió de la carretera, de
noche, cuando volvía de cenar con unos amigos.
Lorena, que se había mostrado inicialmente impactada, seguramente por la inercia
de una noticia de ese tipo, no tardó en comprender lo que eso implicaba y esbozó una
sonrisa, que tras unos segundos desembocó en una carcajada de triunfo.

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—Se acabaron las preocupaciones, ¡por fin!
Marcos asintió, complacido y contagiado en parte por su euforia, pero no quiso
exteriorizar demasiado su satisfacción porque, de cara a Lorena, el supuesto accidente
no le condonaba su deuda con Germán. Ella desconocía hasta qué punto se había
sentido compungido por no haber cumplido con su amigo, pero sí era consciente de
que lo había pasado mal. Ya podía respirar tranquilo por haber hecho los deberes,
pero eso ella lo ignoraba; incluso le molestó que Lorena diera todo por terminado, sin
reparar en que, si realmente se hubiera tratado de un accidente, su contienda con
Germán habría quedado irremediablemente sin solucionar, y su conciencia sin paz.
—Bueno, a ti no te he visto muy preocupada últimamente —le reprochó, con
media sonrisa, para no sonar demasiado duro—. A mí lo de Germán me ha tenido
más que hundido, cuando a ti te daba igual.
—No seas injusto —replicó, ofendida—. A lo mejor con el jaleo de la boda te ha
dado esa impresión, pero no es así. Desde que te esperaron a la salida del trabajo la
gentuza aquella, y ya hace tiempo, no imaginas lo intranquila que me quedo hasta que
te veo por la tarde. Y sí —remarcó, pasando a la ofensiva—, lo que piense el colgado
de tu amigo me importa poco, todo hay que decirlo, yo solo miro por nosotros.
—Vale, vale —reculó Marcos, sabedor del mal genio de su pareja y de lo difícil
que era que retornara al buen humor.
Se quedaron unos segundos callados, como siempre que discutían.
—Bueno, al menos ya se me queda la conciencia tranquila… —reveló Marcos,
más que nada para romper el incómodo silencio, pero tan pronto como lo soltó se
arrepintió, advirtiendo la metedura de pata.
—¿Por qué? —inquirió ella—. Ha sido un accidente, una suerte enorme para
nosotros, pero no creo que con eso Germán se sienta vengado, ni que haya cambiado
su consideración sobre ti.
Marcos asintió, dándole la razón y buscando otro tema que tratar que la distrajera,
pero no le dio tiempo.
—A no ser que… —discurría Lorena, con la mirada perdida.
Marcos la contempló expectante, maldiciendo su torpeza. Aún conservaba trazos
del peinado de la boda, además del moreno generado por los rayos UVA que se había
administrado los últimos días, al estimar que en la piscina no lograba la tonalidad
deseada. A pesar de la cara de sueño le pareció atractiva, al mismo tiempo que le
recorría un escalofrío por lo que se le venía encima. Como sospechaba, en pocos
segundos clavó sus ojos en los suyos.
—¿No habrás tenido algo que ver? ¿Lo has provocado tú con el maldito robot?
Marcos sabía que, si lo negaba, ella descubriría el embuste en su rostro, lo
conocía demasiado bien. Se reprendió en silencio por el desliz, sin ser capaz de
responder. Barajó sincerarse y contarlo todo, pero no quería admitirlo para no
implicarla, al margen de la bronca que le caería, pues Lorena lo vería como una
locura cometida sin justificación alguna.

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—Es mejor que no lo sepas, por tu bien —acertó a decir vacilante, acobardado
ante su posible reacción.
—¿Cómo has sido tan irresponsable? ¡Puedes echarlo todo a perder, todo lo que
tenemos, por satisfacer a un colgado que está en el quinto coño metido en una secta!
—explotó, con la cara roja de ira.
Marcos echó una mirada en torno a ellos, avergonzado, pero por suerte no había
nadie en las mesas colindantes de la cafetería.
Se planteó no responder para no empeorarlo, porque habían discutido mucho
sobre el tema, concluyendo siempre en el mismo punto muerto: Lorena era incapaz
de ver la necesidad que tenía Marcos de quedar bien con su amigo, y él infravaloraba
el riesgo que supondría llevar a cabo tal insensatez. Por tal desencuentro insalvable
había decidido llevarlo a cabo por su cuenta, a espaldas de su entonces prometida.
Pero le pareció excesiva la acritud utilizada en el tono, e injusto el ataque a alguien
que había perdido a un ser querido y se había quedado sin rumbo en la vida, de modo
que tuvo que replicar.
—Él arriesgó más que yo, de ahí lo que le ha pasado —manifestó Marcos, con
severidad—. Pero podía haberme sucedido a mí, a ti, o a cualquiera de nosotros, y
déjame recordarte una cosa: ¿no fue tuya la idea inicial, la que hizo que empezara
todo?
Ella aceptó en silencio, sin mudar un ápice su tez beligerante. Su orgullo era
difícil de batir.
—A nosotros nos ha ido bien al final —prosiguió—, tenemos una casa bonita,
dinero, proyectos de futuro… Pero por favor, no seas egoísta y piensa un poco en lo
que les ha pasado a los demás —remató él, sintiéndose extraño porque no solía
emplearse con tal vehemencia contra ella, ni siquiera cuando consideraba que tenía
razón.
Ella calló unos minutos, meditativa. Marcos la dejó, ofendido, y prosiguió con el
portátil, buscando más fuentes de información adicional en Internet. Por encima del
hombro de Marcos, Lorena miraba ausente la pantalla.
Tal vez leyó la noticia, que descubrió Marcos que había sido cubierta por un
puñado de medios más, la mayoría de la comarca o de la región insular.
—No sé cómo lo has hecho, pero parece un buen trabajo —comentó ella un rato
después, reconciliadora.
Efectivamente, en ninguna de las páginas se mencionaba otra hipótesis que no
fuera un accidente de coche, y en las informaciones más recientes se especulaba con
que el fallecido conductor habría dado positivo en el test de alcoholemia, algo que la
esposa podría haber confirmado, según fuentes no oficiales.
—Y perdona —insistió Lorena—, no sabía que fuera tan importante para ti no
fallar a Germán, la necesidad de corresponder y actuar con lealtad, como decías
siempre.

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Simplemente amistad, pensó en contestar tras percibir cierto timbre sarcástico,
pero no dijo nada. No era habitual que ella se disculpase, o que admitiese una
equivocación, y por ello Marcos se llenó de satisfacción y supo atribuir el merecido
valor a esas palabras.
Dejó el ordenador en la mesa, apretó a Lorena contra su pecho y se recostó contra
el respaldo, mirando de nuevo el panel de los vuelos, con una sonrisa en la boca.
Albergaba múltiples motivos para rebosar felicidad. Les aguardaban unos días
fascinantes en un viaje de fábula, y cuando regresaran los temores e incertidumbres
pasados habrían sido desterrados al olvido para siempre. No habrían de responder
ante nadie por el dinero que les había facilitado tanto las cosas en la vida, que todavía
estaba en su mayor parte por disfrutar. Ni había olvidado la ambiciosa empresa que
proyectaba, aún en ciernes en su cabeza: abrir o fundar algún tipo de centro de
investigación, y continuar así indagando en la decodificación de las comunicaciones
de la mente. Y, lo mejor de todo, había quedado en paz con Germán. Buscaría la
forma de comunicarle la noticia, y ya sería decisión suya dar alguna señal de vida.
Pero su conciencia la tenía, por fin, tranquila.
No era el único al que tenía en su agenda. Tan pronto como regresaran del viaje
debería buscar el momento de acercarse a Valencia y hacer otra visita a Lourdes.
Puede que su marido no fuera un ciudadano ejemplar, alguien que buscó dinero fácil
delinquiendo y colaborando en los sucios asuntos de Espinosa; pero lo que le
hicieron, propinándole una paliza y liquidándolo después a sangre fría en el hospital,
no tenía nombre.
La viuda acogería sin duda con alegría y descargo la información sobre el fin de
Espinosa y, sobre todo, el de Joan, el supuesto verdugo. Marcos no correría el riesgo
de ofrecer detalles ni de revelar a los autores, pero sí insinuaría que no se habría
tratado de simples accidentes, que se había hecho justicia. Estaba seguro de que ella
acogería el gesto con gratitud.

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42.

MARCOS aguardaba inquieto y con ansiedad a que aparecieran los tipos para la
reunión. Desde su puesto echó una mirada hacia la pequeña sala de reuniones, aún
vacía, sopesando cuál sería la estrategia más apropiada con la que enfocar el
encuentro, qué entraría mejor por los oídos de los potenciales clientes, o cuáles serían
sus expectativas. Luego dirigió la vista a la estancia diáfana y amplia donde se
encontraba, su lugar de trabajo, atento a la impresión que se llevarían los invitados.
Cuidó de que no hubiera restos de comida en su mesa o en las de sus compañeros, y
se levantó en un arrebato a colocar más curiosamente unas cuantas cajas vacías de
ordenadores que se amontonaban junto a la pared del fondo, donde solían llevar a
cabo los experimentos de electroencefalografía.
Se trataba más bien de una oficina que de un laboratorio o un centro de
investigación, pero el aspecto no lo había juzgado demasiado importante, y más
cuando se hallaban en régimen de alquiler. Recordó los inicios, tiempos de
incertidumbres y toma de decisiones arriesgadas y ambiciosas. Finalmente,
consultándolo siempre con Lorena, que por entonces ya estaba encinta, se había
decantado por no comprar un inmueble para formar el negocio, al menos hasta que se
estableciera y se viera su viabilidad. La oficina alquilada se hallaba en una nueva
zona empresarial, uno más de los llamados parques tecnológicos que surgieron en
tiempos de bonanza en los arrabales de Madrid, y que quedaron relegados al olvido
por la crisis, sin apenas ser poblados los inmaculados edificios por empresas de
ningún tipo. Consiguieron, gracias a tan exigua demanda y ocupación, un precio muy
económico por metro cuadrado. Era de tamaño reducido, con una zona espaciosa de
trabajo y un modesto despacho adjunto que utilizarían para reuniones. El aspecto
positivo era que, al encontrarse vacío el resto de su edificio, las zonas comunes de
entreplanta o del sótano —baños, comedor o salita de café— quedaban para su pleno
y exclusivo disfrute.
Antes de decidirse a dar el gran paso, estudiaron juntos la forma jurídica más
adecuada. El abanico de entidades dedicadas a la investigación, ciencia o innovación
era amplio. Las había independientes, o ligadas a otras empresas privadas, o también
bajo diversos grados de asociación con entes públicos, como universidades,
fundaciones o instituciones varias. Solicitaron asesoramiento en los servicios
públicos disponibles de ayuda a emprendedores, y finalmente se decidieron por crear
una sociedad limitada, una simple empresa privada independiente. Renunciaban a la
posibilidad de pedir ciertas subvenciones y se tendrían que financiar por sí mismos,

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pero era preferible, dada la importancia que concedían a la total autonomía de la que
solo así disfrutarían: no querían compartir el hallazgo con nadie.
Una inversión fuerte se dedicó al material, adquiriendo equipamiento
neuroeléctrico de la manera más fiel a lo que conocía y recordaba Marcos de
Synphalabs. Nunca habría imaginado la ingente cantidad de dinero que valían esos
extraños ordenadores para demodular o amplificar las señales, pero no había más
remedio que invertirlo. Además del despliegue tecnológico, hubo que contratar los
servicios de una gestoría que llevara los trámites legales y prestara asesoría jurídica,
pero sobre todo supondría el desembolso más cuantioso asalariar a un mínimo
necesario de colaboradores: un técnico capaz de manejar las sofisticadas herramientas
de medición de ondas electromagnéticas, y un perfil sanitario especializado en
neurociencia.
Le llevó un tiempo hallar a las personas adecuadas, pues buscaba juventud,
ilusión por el desafío en que se sustanciaba la empresa naciente, así como confianza
plena: no se podía arriesgar a que, una vez les hiciera partícipes del secreto del gran
descubrimiento, se desligaran y revelaran el conocimiento a otras fundaciones o
trataran de publicarlo o sacar provecho por su cuenta. Como medidas de
contingencia, además de la intuición personal respecto a la honestidad de los
candidatos, les añadió cláusulas de confidencialidad en el contrato.
Los elegidos fueron un joven titulado en electrónica, introvertido, pero con
notorias inquietudes por la investigación; y un neurocientífico bonachón, profesor de
universidad con dilatada experiencia y que, tras años de monótonas cátedras,
docencias y trabajo de despacho, aspiraba a retos más emocionantes. No cumplía el
requisito deseado de juventud, pero tanto a Lorena como a Marcos les pareció de total
confianza y dotado de unos conocimientos inigualables. Este señor trabajaría a
tiempo parcial y de forma flexible, tanto por tener otras obligaciones, como para
poder así rebajar sus exigencias económicas.
Una vez tomada la decisión y asumido el riesgo, ya no había marcha atrás.
Marcos pidió la excedencia en Kryticos, un gesto tranquilizador para la conciencia,
pero fútil en la práctica, porque solo tendría el puesto asegurado durante un año, y
con seguridad llevaría más tiempo evaluar el resultado de la empresa, si tenía éxito o
era un completo fracaso. De hecho, ya habían transcurrido casi dos años y el futuro
de la empresa pendía más que nunca de un hilo, siendo los ingresos menores que los
gastos, y con los ahorros de la pareja a punto de esfumarse.
Posiblemente, consideraba Marcos, en esa reunión se iba a dirimir la cuestión de
si había hecho lo correcto o si, por el contrario, debería haberse mantenido en su
cómodo puesto de programador y especialista en seguridad informática. Lorena, casi
obligada por Marcos, que no quiso comprometerla, mantuvo su trabajo, aunque en la
medida de lo posible colaboraba con sus conocimientos y buena voluntad.
El inicio fue halagüeño porque no tardaron en lograr reproducir en el nuevo
laboratorio el conocimiento heredado de los trabajos en Synphalabs. Marcos manejó

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el tema con discreción, porque el núcleo del programa informático de decodificación
de señales neuronales era propiedad de Synphalabs, y él lo estaba reutilizando sin
permiso. Aunque sospechaba que no era necesario tomar tantas precauciones; en sus
años dedicados al desarrollo de software nunca había presenciado ningún tipo de
inspección o auditoria en búsqueda de programas piratas o sin licencia.
Con creciente expectación ante la acogida que tendría, dieron a conocer al
mundo, a través de una publicación en una revista especializada, el asombroso
método de extrapolar recuerdos de la memoria a imágenes, a partir de la
decodificación de las ondas cerebrales. Tanto Marcos como sus dos compañeros se
sometieron a las pruebas para la demostración, acordando que cada uno podría
eliminar las escenas que considerase privadas, revisando en soledad los ficheros
generados. De la misma manera exigieron probar el invento reporteros enviados por
la revista, que antes de publicarlo querían asegurarse de que no se trataba de un bulo,
o de un hallazgo de trascendencia exagerada, anunciado como una forma de ganar
publicidad gratuita.
Aunque lo obtenido correspondía a sucesos muy particulares, residentes en la
memoria y recordados por el individuo debido a una fuerte carga emocional,
enseguida les llovió la fama en la comunidad científica, sintiéndose abrumados y
recibiendo distinciones y referencias en prestigiosos medios y universidades. Como
consecuencia de tanta notoriedad les concedieron algunas subvenciones, estatales y
europeas; incluso una reconocida institución privada de investigación les presentó
una jugosa oferta de patrocinio, que acordaron rechazar porque implicaba compartir
los derechos sobre la patente. Asimismo declinaron múltiples propuestas por las que,
de una manera u otra, serían absorbidos por alguna gran entidad o fundación, a
cambio, eso sí, de una buena cifra. Pero Marcos concebía la empresa como un
proyecto de futuro, no un medio de ganar una pequeña fortuna a corto plazo y
olvidarse; y Lorena, siempre ambiciosa, manifestaba su deseo de no desprenderse de
la sociedad, convencida de que los beneficios irían en aumento exponencialmente.
Sin embargo, los meses transcurrieron y, tras el fulgurante comienzo, se fue
acentuando entre Marcos y sus colegas cierta sensación de estancamiento. Las
investigaciones no avanzaban, no conseguían generalizar el descubrimiento, ampliar
el alcance a otras áreas de la memoria y no solo a esos recuerdos aislados de carácter
impactante. Y eso a pesar de que Marcos se devanaba los sesos examinando las ondas
neuronales, día tras día, cotejando los registros grabados en las numerosas sesiones
de electroencefalografía que realizaban. Buscaba en esas ondas patrones comunes que
otorgaran más información, con ayuda del programa informático y de las incontables
modificaciones que implementó en el algoritmo.
Marcos se consolaba y se infundía ánimos aduciendo que, si habían logrado
extraer ese tipo de recuerdos, ¿por qué no iban a ser capaces de generar imágenes a
partir de eventos de otra índole? Un gran éxito y un avance importante sería obtener
lo mismo, pero, por ejemplo, por qué no, de memorias muy antiguas, de la infancia

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tal vez, alojadas en algún rincón del cerebro. Pero poco a poco se dieron cuenta de
que la complejidad del tema les superaba, y Marcos, desolado, se fue concienciando
de que lo que habían conseguido no había sido sino producto de la casualidad, y que
probablemente el resto de recuerdos o elementos de la memoria no fueran alcanzables
a partir de la decodificación de las señales eléctricas de unas neuronas, o si lo eran, el
proceso entrañaría una dificultad inasumible.
Los fondos de ayuda y becas para investigación fueron expirando o mermando, y
descendieron los ingresos, a pesar de los muchos artículos publicados y ponencias
facturadas que daba el profesor en universidades nacionales y extranjeras.
Comenzaba a cundir el nerviosismo en Marcos, que veía que pronto dejaría de ser
rentable la sociedad y que tendría que aceptar alguna de las ofertas de
multinacionales, por las que perderían todos los derechos de explotación. Tampoco
tuvieron éxito los intentos de decodificar algún tipo de sonido correspondiente a esos
recuerdos, a partir de las señales neuronales que ya tenían identificadas, como ya
trató Germán de hacer en su día sin lograrlo, y que Marcos había retomado, buscando
un golpe de efecto que les devolviera confianza. Marcos echaba en falta a su
compañero, con una mente más ágil, pues siempre había sido él a quien se le ocurrían
las ideas y teorías más atrevidas, que dieron lugar al fabuloso programa informático.
Hacía mucho que no sabía nada de Germán, y dudaba que volviera a verlo.
Habían transcurrido ya unos tres años desde que le notificara por correo electrónico y
por el móvil la noticia de Espinosa, dejando vagamente entrever que no había sido un
fortuito accidente de tráfico y que por tanto habría cumplido con sus deseos, pero no
había obtenido respuesta. Suponía que, en su vorágine metamórfica y de búsqueda de
la libertad y paz interior, habría prescindido de cualquier atadura con la vida real, de
forma que incluso se sustraería de las comunicaciones electrónicas. Era una lástima,
porque a Marcos le habría encantado tener a su compañero en la empresa, como un
socio de igual a igual, y estaba seguro de que con él las investigaciones habrían
avanzado de forma vertiginosa.
El corazón le dio un vuelco cuando sonó el timbre del interfono. Reordenó de
manera apresurada los papeles que había estado repasando para llevarlos consigo a la
sala de reuniones.
—Ya están aquí —anunció Miguel Sebastián, el profesor, con su acostumbrada
parsimonia.
Para él la empresa no era más que un hobby y se le veía tranquilo. A Marcos, por
el contrario, le embargaba la inquietud, porque era consciente de que si de esa sala
salía un contrato, su empresa tendría trabajo asegurado para largo, y lo que era más
importante, ganarían tiempo para seguir investigando, un balón de oxígeno y margen
para lograr algún éxito que les relanzara.
El chaval encargado de los dispositivos electrónicos rehusó el ofrecimiento de
pasar a la reunión y se quedó en su sitio, y Marcos le indicó a Miguel que fuera
dentro y preparara el proyector y la presentación en su portátil. Le estaba agradecido

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porque se había ausentado de la facultad para no faltar a esa crucial cita, y sus
conocimientos, su dicción clara y pausada y su aptitud para la oratoria, debían jugar
un papel fundamental. Marcos se acicaló nervioso, remetiéndose la camisa por dentro
y secándose el sudor de las manos, a la espera de que subieran los clientes a la
segunda planta.
Sonó el timbre y Marcos, tras esperar unos segundos para no denotar ansiedad,
hizo entrar con amabilidad a un par de hombres enchaquetados de mediana edad. Uno
era español y realizó las presentaciones; el otro parecía extranjero, anglosajón por el
acento, de modo que Marcos dio por hecho que era americano, pues la empresa a la
que representaban era de Estados Unidos.
Tras una breve charla amistosa y alguna ironía en clave de humor sobre la
dificultad para encontrar aparcamiento —siempre se estacionaba en la misma puerta
del edificio, dado el escaso número de oficinas ocupadas en el desolado parque
tecnológico—, Marcos presentó al equipo. En él también incluyó a Lorena, sentada
con un portátil en un hueco entre las máquinas, que había cogido el día libre en su
trabajo para hacer presencia ante los posibles clientes. A continuación los dirigió a la
modesta sala de reuniones, amueblada con una amplia pero ligera mesa y sillas
impolutas provenientes de Ikea.
Había muchas incertidumbres que resolver. Poco sabían aparte de la llamada con
la propuesta y un par de correos electrónicos subsiguientes para concertar la cita. Se
trataba de un prestigioso bufete de abogados americano que había mostrado su
interés. Al parecer, podrían haber ideado emplear el método para extraer imágenes de
la mente de individuos acusados y sometidos a juicio, y de esta forma determinar la
culpabilidad de manera irrefutable. No habían desvelado detalles, pero aseguraban
que en la relación empresarial actuarían plenamente como clientes, pagando por una
herramienta exclusiva para su ámbito, que implicaría un desarrollo a largo plazo, sin
invadir ni menoscabar los derechos por productos de futuras evoluciones e
investigaciones. Permanecía siendo un misterio cómo habían llegado a saber de su
descubrimiento, pues aunque habían sido referenciados en revistas y publicaciones
científicas de todo el mundo, era inverosímil que expertos en derecho estuvieran al
tanto de lecturas especializadas y noticias tan exclusivas de un cierto campo de la
ciencia.
El profesor terminó la presentación, que debía de saberse al dedillo porque la
expuso de forma brillante, dotándola de elementos técnicos y terminología médica
para describir la actividad neuronal y las zonas donde residiría la memoria en el
cerebro, pero siempre de forma concisa y sin aburrir al oyente con detalles
demasiados complejos.
Marcos añadió algunas explicaciones extra sobre el algoritmo y el programa
informático, y la forma de extraer de las señales neuronales la información para
generar las imágenes.

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Los asistentes asentían con la cabeza, y el extranjero, rubio con ojos claros y piel
sonrosada, tomaba notas de vez en cuando, sin detenerse a formular preguntas en
ningún momento.
Cuando concluyeron la exposición, el señor Trueba, que así se llamaba el español,
le comentó algo en inglés a su compañero. Marcos no pudo entenderlo y lo consideró
un gesto de escasa educación, pero debía de tratarse de algún tipo de aclaración sin
importancia o de una instrucción para ver quién de los dos hablaba primero, porque
Trueba tomó la palabra. Tras una serie de preguntas de fácil respuesta por parte del
castellanohablante, interesándose tanto por la posibilidad de replicar el entorno de
pruebas de electroencefalografía en alguna sede suya en Estados Unidos, como por
desvelar sus dudas sobre si el método sería aplicable a cualquier ser humano, el rubio
cogió el testigo.
—Supongan que alguien ha asesinado a otra persona —hablaba correctamente,
pero con marcado acento; con tono sereno y directo miraba a los ojos tanto a Marcos
como a Miguel, por turnos—. Ha sido detenido y no se le ha enseñado el cadáver ni
la escena del crimen en fotos o por otro medio. Por supuesto, se declara inocente.
Hizo una pausa y Marcos asintió, receptivo.
—Si a este individuo lo enchufamos a su aparato —continuó—, ¿creen que
obtendríamos imágenes del cadáver, o de los momentos de la agresión? Si su
software generara una imagen de la víctima chillando, peleando, o del cuerpo
desangrándose en la escena del crimen, constituiría una prueba incontestable, de un
valor inestimable para la acusación.
Marcos se aprestaba a afirmar que con toda probabilidad se lograría algo
semejante, pero el profesor se le adelantó.
—Depende —respondió con solemnidad—. Si el hecho de matar supuso para el
homicida un sentimiento fuerte, probablemente de culpabilidad, aunque también nos
valdría de felicidad o excitación, sin duda que en las señales de actividad neuronal
captaríamos algo relacionado con el suceso. Si, en cambio, estamos tratando con un
enfermo de psicopatía que ni siente ni padece al matar, puede que el acto en sí no
marcara al individuo y no sacaríamos nada.
Marcos agachó la cabeza, maldiciendo que tirara piedras sobre su propio tejado.
El hombre era buena persona, pero como comercial no valía; en los negocios no se
podía ser tan honesto.
—No pasa nada —repuso el extranjero—. En la mayoría de los casos no tratamos
con locos, no se suele llegar a juicio porque salta a la vista. Y si se llega, representa
un porcentaje insignificante.
Marcos respiró, aliviado, pero Miguel retomó la palabra.
—Luego está el tema del tiempo. Si transcurre mucho tiempo desde el homicidio
hasta el momento de realizar la prueba, es posible que el sentimiento de culpa, cargo
de conciencia, o el que sea, se halla relajado y sea difícil de localizar en las ondas

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cerebrales, o que para encontrarlo hiciera falta una prueba de varias horas de
duración.
El rubio asintió, reticente.
—Eso supone un problema. Puede pasar tiempo hasta el juicio. Si tuviéramos
éxito implantando su método, en un futuro estoy seguro de que la prueba se haría
inmediatamente, tras la detención, como si fuera un test de alcoholemia. Pero eso
sería a largo plazo, cuando quede demostrado que funciona, mientras tanto
empezaríamos tratando de usarlo como prueba en el juicio, siempre con
voluntariedad del acusado, que quedaría en mal lugar si rechazara la petición del
fiscal. Pero si ha pasado tanto tiempo que la prueba no obtiene nada, sería darle
puntos a la defensa… —argumentó, negando con la cabeza.
Se hizo un silencio sepulcral. Marcos miró por el amplio ventanal, pensando en
algo que salvara la situación. Enfrente de su edificio había un descampado, donde en
su día probablemente habría estado planificado que se erigiera otro edificio
empresarial, pero que con el hundimiento económico había resultado en un solar
vacante. Gracias al hueco que quedaba en el puzle de construcciones, y a que la zona
se ubicaba ligeramente por encima de la altura de la capital, se podía divisar la boina
gris de contaminación que cubría el centro de Madrid, a una decena de kilómetros al
norte, algo que ocurría habitualmente cuando se encadenaban varias jornadas de
anticiclón y tiempo estable.
—Eso tiene fácil solución —aseveró Marcos, aparentado una seguridad de la que
carecía. Se iba a aventurar a decir algo de lo que no estaba muy convencido, pero
confiaba en sonar creíble, o al menos que Miguel le siguiera la corriente, lo cual
dudaba—. Bastaría con mostrar al individuo algo que le refresque la memoria y le
avive los sentimientos, por ejemplo una foto o un vídeo conmovedor de un hijo que
ha quedado huérfano, o de la pareja u otro familiar desbordado de dolor —dijo con
sensiblería, y se encogió de hombros—. O una foto de la víctima en vida, llena de
felicidad; del día de su boda, por decir algo. Incluso una imagen del entierro, o de la
autopsia…
Echó una mirada a Miguel, que meditaba. El profesor se disponía a dar su
opinión, iba a dictar sentencia, y por la expresión de su cara estaba claro que no iba a
mentir, estaba valorando meticulosamente la idea.
—Efectivamente —aprobó al fin, asintiendo—, eso haría más probable que
reaparecieran en su actividad neuronal las señales de los recuerdos dolorosos o viejos
sentimientos, que le delatarían.
Los enviados del bufete se miraron, con satisfacción.
—Bien, creo que valdrá la pena intentarlo —anunció el moreno, que extrajo una
carpeta de la funda de su portátil, sin duda para pasar al papeleo—. Antes de
ponernos a revisar nuestra propuesta y los temas legales, ¿tienen alguna pregunta?
—Me resulta curioso —comentó el profesor, ante la renovada angustia de Marcos
—, ¿creen que se puede aceptar algo tan abstracto como prueba?

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El español rio.
—Señor Sebastián, tenga en cuenta que en Estados Unidos los jueces son
diferentes. Aquí, con su derecho codificado, son más refractarios a la innovación. En
América —señaló con el pulgar al hombre sentado a su lado—, por ejemplo, ya se ha
abierto el debate sobre si los tribunales deben admitir como prueba los escáneres
cerebrales, que no hacen más que mostrar, mediante resonancia magnética, las zonas
que se activan en el encéfalo ante cada pregunta. Los impulsores de esa técnica
aseguran que en base a eso se puede determinar si el sujeto miente o dice la verdad.
—Suena tan poco fiable como el polígrafo —comentó Sebastián, riendo
burlonamente. Sin duda, el profesor disfrutaba de la conversación.
—Cierto —convino el tipo, sonriendo, mientras desplegaba un sinfín de folios
sobre la mesa—. Por eso estamos seguros de que lo que tienen aquí, todavía en bruto,
nos puede llevar a un nuevo instrumento que revolucione la justicia.
Negociaron con Marcos arduamente las condiciones económicas y los plazos, y
se firmó un precontrato en el que se fijaban las bases de los requisitos, que serían
detallados y remitidos por los americanos en próximas fechas. Como primer hito
solicitaron realizar unas sesiones de prueba para corroborar que el invento
funcionaba, con varias personas elegidas por ellos, y el varón moreno anunció que
concertarían una cita en próximas fechas para llevarlas a cabo. Este requisito despertó
cierto desasosiego en Marcos, porque significaba que si no quedaban satisfechos,
podrían echarse atrás. Además, no detallaron quiénes iban a ser esas personas, ni qué
esperaban obtener como resultado. El profesor debió de percatarse de las dudas en
Marcos y, camuflado en un tono guasón, quiso sonsacar más información.
—¿Van a traer aquí a un puñado de asesinos? Porque ese día creo que me quedaré
en casa —declaró, soltando una carcajada, que correspondieron los dos
representantes del despacho de abogados.
—Tranquilos, serán inofensivos —contestó el rubio, con acento marcado, entre
risas.
El que Marcos daba por español les tranquilizó, asegurando que se conformarían
con obtener resultados en solo algunos de los individuos, y añadió que traerían gente
normal, por lo que no serían demasiado exigentes. Se hacían cargo de que
posiblemente muchos de ellos no albergaran en su memoria recuerdos profundos, o
sentidos recientemente, que generasen resultados concluyentes, imágenes
discernibles. Por ello se conformarían con que algunos confirmaran que las imágenes
obtenidas por el programa decodificador se correspondían realmente con un episodio
pasado, alguna vivencia personal cualquiera.
Por último se esbozaron las pruebas de aceptación, que quedarían pendientes de
concretar, y una vez superadas se perpetraría la entrega y envío a Estados Unidos de
las máquinas y equipamiento, que conformarían un conjunto completo autónomo,
ligado a un tiempo de soporte y mantenimiento que obligaría a desplazarse a alguien
allí durante una temporada.

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En el aspecto económico las cifras barajadas eran extraordinarias, y a Marcos le
costó disimular su entusiasmo mientras se perfilaban los últimos flecos.
Concluida la reunión y preparados los clientes para marcharse, se despidieron
estrechándose la mano cordialmente, de pie en el recibidor de la modesta oficina, ante
un pequeño mostrador donde algún día se situaría una secretaria o alguien que
atendiese a las visitas y cogiera el teléfono.
—Por cierto —dijo el bermejo, deteniéndose cuando ya les abrían la puerta—, sé
que no es de mi incumbencia, pero, su comercial, ¿ha dejado de buscar, o sigue
tratando de vender el producto?
Marcos no comprendió a qué se refería, a pesar de su correcto castellano. No
tenían ningún «comercial», era él mismo quien contestaba los correos o respondía por
teléfono a las cuestiones de marketing.
—No sé qué quiere decir, ¿qué comercial?
—Sí, ese tal Guerra. Nuestro departamento encargado del análisis de nuevas
tecnologías, en la sede de Philadelfia, recibió su comunicado; si no, dudo que
hubiéramos sabido de este prometedor hallazgo. Como mucho lo habrían leído en
alguna revista, pero no le habrían concedido credibilidad o no habrían visto la
aplicación que puede tener para nuestro negocio, el enorme potencial que encierra, de
no ser por la presentación de su hombre.
Marcos asintió por inercia, totalmente confuso. ¿Se refería a Germán? Sí, solo
podía ser él…
—El tema —prosiguió el extranjero— es que a la dirección le preocupa que lo
haya puesto en conocimiento de otras firmas de abogados, o que puedan mejorar
nuestra oferta…
Marcos permanecía a cuadros, incapaz de articular palabra. El americano le vio
dudar y sospechó.
—Quiero recordarle que acaba de firmar una cláusula de exclusividad y
confidencialidad, si nos dejan tirados podríamos demandarles. Soy consciente de que
el lobby es poderoso y que les harán más propuestas, pero confío en su palabra.
Marcos despertó del aturdimiento y aun sin entender nada, se apresuró a despejar
cualquier incertidumbre.
—No, no, pueden estar tranquilos. El comercial ya está contactando con
laboratorios y universidades, buscando acuerdos para otro tipo de aplicaciones e
investigaciones —mintió, vacilando—. Si otro bufete que haya visitado él se pusiera
en contacto con nosotros por el mismo asunto, rechazaríamos cualquier trato, como
no podía ser de otra manera.
La respuesta pareció ser de su conformidad y se despidieron de nuevo,
definitivamente.
Relataron con profusión y fervor el resultado de la reunión a Lorena y al chaval
de sistemas, y cundió el entusiasmo, contagiándose mediante abrazos y apretones de
manos que dieron paso a bromas y expresiones hilarantes.

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Marcos aprovechó el primer momento de sosiego para coger el móvil y llamar a
Germán. Necesitaba una explicación, o más bien mostrarle su agradecimiento, pero
como de costumbre, no le cogió el teléfono. Aun a sabiendas de que quizá nunca
leyera el mensaje, se resignó a expresarle por escrito que, fuera lo que fuera lo que
hubiera hecho, les había salvado.

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43.

ERA solo media mañana y Marcos no se sentía culpable en absoluto por haberse
esfumado de la oficina. Se encontraba en esos momentos en una de las muchas
terrazas del bulevar de la avenida de las Retamas. Se trataba de un sitio del agrado de
ambos, en Alcorcón, y como en los viejos tiempos, compartían un cubo lleno de hielo
y tercios de cerveza, que reposaba sobre la mesa, a la vez que disfrutaban del frescor
matutino de uno de los primeros días estivales. Enfrente de él se hallaba Germán, que
inesperadamente se había presentado en el polígono industrial, supuestamente
tecnológico, de Leganés, donde se ubicaba el edificio de la empresa.
—Vaya mierda de página que tienes, gordito, ni siquiera viene un mapa de cómo
llegar —se había quejado, esbozando una amplia sonrisa, con su desparpajo habitual,
en cuanto Marcos le abrió la puerta.
Hacía años que no se veían, de modo que Marcos pasó por alto la invectiva y
aceptó los brazos levantados de Germán para fundirse en un fuerte abrazo. Luego se
contemplaron unos segundos y Marcos quedó sorprendido por su piel tostada y
curtida y por las facciones con los huesos marcados. Sin duda, no había llevado una
vida sedentaria en los últimos tiempos.
Durante el breve trayecto en coche desde la oficina hasta el bar, Germán no paró
de relatar aventuras, que las tenía y muchas. No hizo ningún comentario al respecto,
pero a Marcos le dio la impresión de que se había olvidado por fin del rollo de la
religión budista; al menos, según contó Germán, los últimos meses se había movido
por Estados Unidos y Canadá, asistiendo a conciertos de rock y multitudinarios
festivales, y engendrando amistades en el mundillo de la música independiente.
Germán siempre había sido de carácter inconstante, y Marcos desde un principio
había apostado a que tarde o temprano su amigo abandonaría esa vida ascética que
tanto desentonaba con él.
Marcos, por su parte, en cuanto tomaron asiento le mostró en su móvil, orgulloso,
las fotos de su primer vástago, un gracioso crío con un par de añitos recién
cumplidos, de cara angelical, aunque algo escuchimizado porque comía poco y de
mala gana. Como había esperado, no despertó excesivo interés en Germán, que nunca
había tenido espíritu familiar y que se limitó a bromear por el contraste entre la
delgadez del hijo y el sobrepeso del padre. Marcos aprovechó y le enseñó asimismo
fotos de la boda, que quedaba ya muy lejana, y del apasionante viaje por la estepa
rusa, y algo vio Germán que le hizo rememorar una de sus numerosas anécdotas,
retomando así de nuevo el peso de la conversación.

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Tras la primera ronda, Germán se abocó al sentimentalismo y dejó a un lado las
divertidas historias.
—Cuando me dijiste lo que habías hecho, lo de Espinosa, me sentí culpable —
reconoció, bajando el tono y la mirada, evitando los ojos de Marcos.
—¿Leías los mensajes? Como no contestabas, te daba por perdido… —repuso
Marcos, quitando hierro al asunto, aliviado por que fuese él quien sacase el espinoso
tema.
—Sí, pero no tuve valor para contestar —confesó Germán con voz temblorosa,
ostensiblemente afectado—. Me di cuenta de que no tenía derecho a exigirte aquello.
Creo que me pudo la rabia por lo que pasó, por la injusticia de que yo perdiera a
Sonia y vosotros os fuerais de rositas; era como si necesitara una compensación…
Marcos se mostró comprensivo e hizo alarde de tacto, usando un tono amistoso.
—Ya sabes que ni Lorena ni yo, ni tu amigo, tenemos la culpa de lo de Sonia. Fue
una desgracia…
—Ya, ya lo sé —atajó, como si le molestara que se lo recordaran—. Por eso me
sentí tan mal cuando vi que habías cumplido lo que te pedí.
Marcos se dijo para sus adentros que bien podía haberse dejado de lamentos y
haber llegado a esa conclusión antes de que consumara el delito, pero ya no valdría
de nada echárselo en cara. Por otro lado, a pesar de haberse ganado el estatus de
asesino, las consecuencias se habían demostrado benévolas.
—No te preocupes. Salió bien, y además eso nos permite vivir más tranquilos. La
verdad es que Lorena y yo ya ni hablamos del tema, es agua pasada.
Germán dio un trago largo y, aparentemente menos pesaroso, levantó la mirada,
inquisitiva.
—¿Cómo lo hiciste? ¿No me lo vas a contar?
Marcos le detalló en voz tenue los pormenores de su estratagema, los largos días
de espera en los que ya temía que algo había fallado, y las ansiadas noticias que
recibió por fin, casi como regalo de bodas. Le habló de los chismes que le llegaron de
sus excompañeros de Synphalabs y de las crónicas del suceso que aparecieron en los
medios.
—Te lo curraste, sin duda —sentenció Germán, sonriente de nuevo—. Pero fue
muy arriesgado. ¿Y si no la hubiera palmado en el accidente? Porque por mucho que
le quitases el cinturón o fuera rápido el coche, has tenido suerte de que no haya
sobrevivido para contarlo y delatar la maquiavélica acción del robot. Se habría
investigado el código fuente y habrían descubierto tus instrucciones entremetidas.
Además, comparándolo con el programa original que vino de Corea, las diferencias
revelarían que alguien de Synphalabs habría insertado esa nueva rutina a
escondidas…
Marcos se sintió herido en su orgullo por la crítica. Germán era el de siempre,
viendo la paja en el ojo ajeno.

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—El software podría haberlo modificado aquí cualquiera… —protestó, pero se
interrumpió, porque en el fondo Germán estaba en lo cierto—. Bueno, tienes razón,
yo habría sido el principal sospechoso. La verdad es que he tenido suerte, la misma
que le faltó a él en el accidente, supongo.
—Y si se hubiera cambiado a un coche automático, tampoco habría pasado nunca
nada…
—Sí —aceptó Marcos, ligeramente molesto—, mi idea presentaba muchos
agujeros, necesitaba una buena dosis de suerte, que se cumplieran varias condiciones.
¿Qué querías, que le pegara un navajazo al salir de su casa? Tío, quería cumplir con
lo que me pediste, pero no acabar en chirona, valoro más mi libertad.
Germán rio, levantando las manos, comprensivo y apaciguador.
—Aunque hiciera falta algo de suerte, la idea fue brillante —reconoció Germán
—, y jodido de programar; encontrar el cinturón, desabrocharlo, agarrar el volante…
y todo sin ver nada, simplemente por movimientos estimados y calculando las
tensiones en los elementos mecánicos, para saber cuándo había enganchado algo. Has
debido de aprenderte de memoria el manual de programación de los coreanos. —
Lanzó un par de carcajadas y se tornó más serio—. Ese cerdo ha tenido su merecido.
Lástima que no esté Sonia para disfrutar de la historia…
Marcos guardó silencio unos segundos en respeto a Germán, que parecía hallarse
evocando a Sonia en su memoria, y mientras tanto se hinchió de orgullo
rememorando los detalles de su obra, pues no era habitual recibir elogios de él.
—Una cosa no me queda clara —continuó Germán, volviendo de su
ensimismamiento—. Si su mujer iba en el coche tuvo que darse cuenta de todo, de
que el robot le quitó el cinturón y dio un volantazo, ¿no?
Marcos asintió.
—Es una duda que sigo teniendo —reconoció—, pero parece que no notó nada
raro, porque no leí nada al respecto. Puede que fuera dormida, o más borracha que
Espinosa, o simplemente ocurrió todo rápido y apenas se enteró, y no le ha dado más
vueltas al asunto.
Germán se mantuvo reflexivo unos segundos, con la mirada ida. A Marcos le
extrañó que meditara tanto sobre la mujer de Espinosa; algo se le pasaba por la
cabeza, y puede que fuera lo mismo que había sopesado él en más de una ocasión.
—Tú viste a su parienta el día del robo, ¿no? —dijo Marcos, sabiendo de
antemano la respuesta.
Germán, inmerso en sus cavilaciones, emitió un gemido de asentimiento.
—Yo la vi también en una de las últimas pruebas de adaptación del brazo —
destacó Marcos—. Vino acompañando a Espinosa.
Germán levantó las cejas, acogiendo la nueva información con expectación.
—¿Te pareció una mujer feliz? —se apresuró a consultar Germán, echando el
cuerpo hacia delante sobre la mesa, intrigado.

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—No, todo lo contrario. Diría incluso que no se encontraba a gusto durante la
prueba, que no le interesaba lo más mínimo el éxito o fracaso del acoplamiento del
robot. Creo que asistió casi a la fuerza, como si se lo hubiera ordenado él o le hubiera
soltado la perorata de sus obligaciones como esposa.
Germán se recostó de nuevo contra el respaldo de la silla de plástico.
—Esa tía se habrá quedado con todo lo que tuviese Espinosa: dinero, casas y lo
que le corresponda de la empresa. Puede que tuviera un seguro de vida, o que a la
mujer le den además una pensión. —Hizo una pausa y asestó la mirada en Marcos—.
Tú también lo crees, ¿verdad? —inquirió Germán con ojos penetrantes, sonriendo
malévolamente.
Marcos captó enseguida a lo que se refería.
—Que ella lo remató… —admitió Marcos—. Sí, se me pasó por la cabeza, pero
lo descarté por creer que era una forma de autodefensa, algo ideado por mi
subconsciente para quitarme parte del peso en lo que hice.
—Si tienes remordimientos, creo que puedes sentirte aliviado. Que la vieja
codiciosa lo hiciera, cuadra con que no revelara algo en sus declaraciones, porque no
creo que no se enterase de nada. Espinosa tuvo que ponerse como un loco, gritando al
ver que el robot no le hacía caso, y que incluso le quitaba el cinturón. Estoy
convencido de que tuvo algo que ver en su muerte; puede que lo rematara, o que
simplemente le retuviera hasta que palmase, pero algo hizo. Si Espinosa hubiera
muerto en el acto, simplemente como consecuencia del accidente, la mujer no habría
tenido reparos en decir que había pasado algo raro con el robot, ¿no crees?
Marcos convino con un gesto. Hacía tiempo que no le embargaban sentimientos
de culpabilidad, pero se alegró de que el título de homicida que se había arrogado
quedara ligeramente descafeinado; aunque solo eran hipótesis, y sabía por
experiencia que aunque Germán se declarara convencido de algo, la realidad podía
ser bien diferente.
—¿Qué sabes de la gente de Synphalabs? —preguntó Germán, segundos después,
cambiando de tema.
—Poco o nada, lo que me cuenta la chica del laboratorio que te he dicho antes.
Cada vez hablamos menos. La verdad es que como ya me llegó la información que
me interesaba, lo de Espinosa, tampoco he hecho mucho por mantener el contacto. —
Se detuvo y se aprestó a beber, pero algo le vino a la mente—. ¡Ah, bueno!, me tomé
una pequeña venganza con el gilipollas de Carlos —recordó, echándose para delante
sobre la silla, ansioso por contárselo.
Le relató primero las críticas que había vertido Carlos sobre Germán, tras el
supuesto accidente sufrido por Sonia. Aseguró que iba por los pasillos lamentando
que se hubiera ido con Germán, aduciendo que había sido una mala influencia para
ella, que le había comido la cabeza y que Sonia había pecado de ingenua por seguirlo,
dando incluso a entender que culpaba a Germán de la fatalidad.

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—Menudo subnormal —escupió Germán, negando con la cabeza y apretando el
puño, visiblemente indignado—. Pero ¿sabes por qué diría todo eso? Porque le
gustaba, iba detrás de Sonia, me di cuenta desde los primeros días que estuvimos allí.
Y eso que le sacaba un porrón de años, pero cuando nos empezó a ver juntos se moría
de celos. Ella siempre pasaba de él, aunque a veces tonteaba y eso daría esperanzas al
pobre iluso. No me gustaba que lo hiciera, pero Sonia era así con todo el mundo, era
su forma de ser, sin maldad ninguna.
Marcos compartió a continuación con Germán sus sospechas de que Carlos
hubiera estado compinchado con Espinosa, o colaborase con él de alguna manera a
cambio de dinero. Le habló de cuando les vio cuchichear en una de las pruebas de
adaptación de la prótesis, así como del costoso vehículo que se había agenciado el
engreído informático. Le hizo partícipe de su suposición de que Carlos podría haber
ayudado a Espinosa a encontrar a Germán, tal vez indicándole la amistad existente
entre ambos compañeros, y la posibilidad de dar con él mediante el teléfono móvil
que le sustrajeron.
—Mira, no lo sé —dijo Germán encogiéndose de hombros y agarrando una nueva
cerveza del cubo—. Ha pasado mucho tiempo, poco importa ya…
Marcos se sintió vagamente defraudado porque sus especulaciones no despertaron
en Germán el interés que había esperado. Luego le contó el suceso acaecido cuando
le asaltaron los dos últimos esbirros de Espinosa, a la salida del trabajo.
—Vaya, qué susto te llevarías. Perdona otra vez, tío, por pensar que por aquí te
iba todo de maravilla.
—No pasa nada, los despaché rápido —aseveró Marcos con cierta suficiencia—.
Ya te he dicho que eran tipejos de poca monta, poco profesionales; un gitano y un
yonqui que a saber de qué poblado chabolista los sacaría; una última intentona de
Espinosa.
—Pero bueno, ¿qué le hiciste a Carlos? —insistió Germán.
—Pues hice que le robaran el cochazo —rio Marcos—. Fue una pequeña paga
extra para esos dos que mandó Espinosa. Con eso y cuatro duros más aseguraron que
se olvidarían de buscarte y que le darían largas a Espinosa.
Germán solicitó más detalles.
—De vuelta en la sala de informática —contó Marcos, orgulloso, tras relatar
cómo le sustrajo el resplandeciente llavero y lo entregó en el punto acordado,
aprovechando su ausencia para el café—, dejé que transcurriera la tarde, saboreando
y disfrutando con anticipación cada segundo, a la espera de que Carlos se percatara
del hurto.
Germán sonrió, divertido.
—Ya pasadas las siete cerró el portátil para guardarlo en el cajón, recogió su
móvil, se lo metió en el bolsillo y se quedó de pie, inmóvil, mirando su mesa.
Levantó los folios que había dispersos y removió el cuaderno y los bolígrafos en
todas direcciones, atropelladamente. Cada vez armaba más revuelo, acaparando las

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miradas de los pocos que quedaban trabajando. Se puso más nervioso y empezó a
interrogar a la gente, de malos modos, preguntando si habían visto o cogido sus
llaves. Puede que en un principio pensara que le habían gastado una broma, pero al
no obtener respuesta alguna se crispó todavía más, y salió disparado por la puerta.
Regresó como una furia, tras comprobar que no había ni rastro de su cochazo.
—Muy bueno —admitió Germán, entre carcajadas, con los ojos brillando de
venganza—. Lo malo es que el seguro le devolverá todo el dinero…
—No lo sé, por lo que le había oído comentar, lleno de orgullo, creo que lo
importó de Alemania, ya matriculado allí, así que no sé las condiciones en esos casos.
Pero es igual, le hice pasar un mal rato, y además armó tal escándalo que se acercó
Eusebio y le llamó la atención.
Un camarero se acercó y se interpuso entre sus risas para dejarles en la mesa una
ración de patatas bravas que habían pedido, y bromeó algo sobre el aperitivo, poco
común para esas horas. Cuando se marchó, Marcos vio el momento para desentrañar
las dudas que le embargaban desde meses atrás, cuando cerraron el sustancioso
acuerdo con los americanos.
—¿Qué hiciste en Estados Unidos? ¿Por qué hiciste publicidad de… del
producto? —Evitó mencionar «mi empresa», porque realmente Germán era el autor
moral del algoritmo inicial, y no quería ofenderle.
No sabía bien a qué atenerse. Por un lado deseaba que se quedara a trabajar con él
como un socio, y tenía pensado proponérselo; pero había que ir con precaución
porque bien podía demandar a la empresa y pedir alguna compensación por sus
derechos, o incluso ir más allá y tratar de arrebatarles el invento. Dudaba que lo
hiciera porque no era su estilo, y nunca había sido ambicioso, pero había aprendido
en esos pocos años que en el mundo empresarial era preferible andar con pies de
plomo y no fiarse de nadie.
Germán asintió y se dispuso a explicarse, como si hubiera esperado la ocasión.
—Hace no mucho vi en un documental, de casualidad, el descubrimiento. Salía
hablando ese señor que me has presentado antes, el de la universidad, y luego
apareciste tú brevemente. No pude dar crédito a lo que veía, pero me puse muy
contento. El maldito Marcos lo ha hecho, pensé, se ha montado el laboratorio como
pensaba y ha sacado a la luz lo de las imágenes de los recuerdos.
—Quise hacerlo contigo, pero como estabas desaparecido y no dabas señales de
vida… —se excusó Marcos, en cierto modo sintiéndose culpable por haberse
apropiado del hallazgo.
—Tranquilo, no hay problema. Ya me lo comentaste en su día, y creo que pasé de
ti, o no me mostré muy participativo. Has hecho de puta madre, no como yo, que me
he fundido la pasta —soltó unas carcajadas y arrimó la cerveza hacia Marcos, para
brindar.
—¡Que te quiten lo bailao! —exclamó Marcos con júbilo, tras chocar los vidrios
y empinar el codo.

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Germán se tornó serio de nuevo.
—El caso es que cuando aquel día me dijiste lo que pensabas hacer, aunque no
me entusiasmó la idea de la investigación, supongo que por mi fracaso en la
extracción de sonidos, sí que me hizo pensar en posibles aplicaciones que tendría lo
que habíamos conseguido. Se me ocurrió la forma de incriminar a delincuentes
mediante el análisis de sus recuerdos, pero la idea se me quedó ahí, latente.
Tuvo que interrumpirse porque pasaba un ruidoso autobús verde de transporte
público. Ascendía por la curvada avenida y rugía para superar la considerable
pendiente, estropeando la tranquilidad de la mañana y el hechizo del amplio paseo
central, flanqueado por plátanos de sombra y arbustos que separaban a los peatones y
clientes de las terrazas de ambas calzadas, siempre transitadas.
—Me tomé una semana de descanso —prosiguió Germán, tras engullir las patatas
que masticaba— y pasé de conciertos, acampadas y fiestas, que ya lo necesitaba, y
me propuse echarte una mano. Mandé correos a un montón de despachos de
abogados, que allí son empresas poderosas, auténticas mafias. Les detallé la
información en una presentación en Power Point. Supongo que la mayoría se
limpiarían el culo con ella, pero en algunas me concedieron una entrevista. Me afeité,
me corté el pelo y me compré un traje, y parece que lo hice decentemente, ¿no?
—Al menos en una —apuntó Marcos, riendo.
—Lo que no sabía es que estaba la cosa tan jodida. Cuando vi tu mensaje de
agradecimiento me llevé otra alegría.
—Sí, con esto hemos despegado definitivamente —sostuvo Marcos—. La
investigación está bloqueada, no avanzamos, pero si comercializando lo que tenemos
nos pagan bien, bienvenido sea.
—Genial, la verdad es que me sentía en deuda contigo. Ya sé que no es
comparable una cosa con la otra, pero…
Marcos le tranquilizó y preguntó por sus planes inmediatos, si pensaba quedarse y
sentar la cabeza.
—Estuve a punto de aceptar un encargo allí, de montarle la página web a uno que
conocí que toca la batería en una banda recién formada y que ya cosecha algunos
éxitos. Además su padre curra en una discográfica y me podría conseguir más
encargos para otros grupos. La oferta todavía está abierta —negó con la cabeza—,
pero echo esto de menos: tomar unas cañas y unas tapas, ver un partido… Además mi
madre está sola, así que creo que me quedaré. Primero pensé en pasarme por Kryticos
a ver si me quieren repescar, y si no, si no encuentro nada a corto plazo, viendo que
está la cosa chunga por aquí, me volvería a los States para lo de las páginas web.
—¿Estás de coña? Quédate conmigo, te necesitamos.
Germán suspiró, aliviado:
—¡Joder! ¡Pensé que no ibas a pedírmelo nunca!

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FIN

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JOSÉ LUIS PEÑALVER PARET (Madrid, 1979). Es ingeniero en informática de
profesión y trabajador en activo del Banco de España en el proyecto T2S. En 2014
publicó su primera novela, El código sináptico, con Bohodón Ediciones. En 2016
publicó con Amazon la segunda y última hasta el momento, 77 grados Kelvin.

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