José Luis Peñalver Paret - El Codigo Sinaptico
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José Luis Peñalver Paret
El código sináptico
ePub r1.0
Titivillus 07-11-2018
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Título original: El código sináptico
José Luis Peñalver Paret, 2014
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Prefacio
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contenedores que se habían desembarcado, había dilapidado el resquicio de esperanza
que albergaba Andreu.
Era ya hora de marcharse a casa a comer. Rutinariamente se despidió de los
compañeros que quedaban y, antes de llegar al ascensor, ya había decidido que iría a
pie en lugar de coger el coche, como acostumbraba. De esa manera, durante el largo
camino hasta el barrio de Nazaret, aprovecharía para llamar a Espinosa y darle las
malas noticias. Necesitaba reflexionar, estudiar bien lo que le diría y cómo encauzarlo
para que no se lo tomara demasiado mal. Aunque hacía algo de fresco, tal vez
excesivo para el mes de abril, el sol de mediodía y la brisa marina le ayudarían a
despejarse y pensar con lucidez.
Se trataba de un paseo agradable, bordeando el perímetro interior del puerto y
pasando junto a la dársena del Turia, donde a menudo se oteaban colosales petroleros
atracados a ambos flancos. Más adelante, cuando llegase el calor, habría más
posibilidades de ver algún ferry de los que van o vienen de las Baleares. Para alguien
como él, a quien le gustaba respirar el ambiente portuario, todo aquello era un deleite
para los sentidos.
Desde niño había crecido rodeado de barcos, olor a gasoil y grasa de motor. Hasta
que restringieron el paso, había pescado mújoles con sus amigos, desde el muelle,
descolgando a mano sedal y anzuelo con miga de pan. Ya siendo muchacho trabajó
de cualquier cosa que le ofrecieran, pero nunca lejos del puerto. Durante un par de
veranos se dedicó a limpiar la lonja de pescado, la de la dársena interior, que
sustituyó a la original del Cabanyal. Ocasionalmente hacía suplencias de estibador y
más adelante trabajó de mecánico en un taller náutico, encomendado a las tareas más
sucias y ordinarias, como cambiar el aceite a los motores fueraborda de los turistas,
durante el estío. Fue una suerte que lo recomendaran, años atrás, nada más terminar
los estudios, para aquel trabajo de oficina que le había permitido establecerse y
formar una familia. Había que dominar la burocracia y a veces era monótono, pero le
mantenía cerca del mar, su hábitat, y frente a los espigones que le habían visto crecer.
Aunque tras la construcción del circuito de Fórmula 1 se había perdido parte del
encanto, pensaba mientras observaba los antiguos tinglados del puerto, en la recta de
meta, que alojaban ahora los boxes de los equipos durante las carreras.
El señor Valdés cruzaba el puente de Astilleros, ya en el tramo final de la
caminata, todavía con el teléfono móvil en la mano, sin haber iniciado aún la
comunicación. Quería pensar bien qué le diría a Espinosa. Nunca le había fallado de
esa manera, y se reprochaba una y otra vez el haber cometido un descuido en el
papeleo, su especialidad. Lo achacaba a un exceso de confianza, o a una relajación en
su trabajo, pero poco importaba ya. Tantos años gestionándole los cargamentos…
tanto los oficiales y limpios como los que venían con contrabando… Toda la
confianza acumulada se había ido al garete. Ahora probablemente elegiría a otro para
sus chanchullos, y no tendría problemas para encontrarlo: cualquiera de su sección
dispuesto a correr un pequeño riesgo aceptaría encantado. Se conseguían unos
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pingües ingresos extra y bastaba con mantener buenos contactos y colaboradores,
tanto entre las navieras como entre el personal del puerto, y llevar el asunto con
diligencia y discreción.
Se lo diría sin tapujos: había sido un error suyo, y no buscaría excusas. Había
olvidado especificar el tipo de contenedor, y sin ventilación, durante una larga
travesía bajo el sol, la carga se habría echado a perder dentro de aquellos hornos de
metal. Aunque se había esfumado un montón de dinero, esperaba que tuviera en
cuenta su larga trayectoria colaborando con él y todo lo que había ganado gracias a su
esmero. Habían sido ya, al menos, una veintena de remesas con «valor añadido»,
como solían llamarlo, traídas desde el otro lado del océano y sin el menor problema.
Por no hablar de las importaciones legales para la empresa de Espinosa, que eran pura
rutina, y Valdés gestionaba los trámites como al cliente le gustaba, como le había
instruido el propio Espinosa durante largos años.
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de cerca el mismo turismo. Sin concederle importancia, prosiguió por la avenida
hacia su querido barrio de Nazaret.
Le sonó el móvil, lo llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. Pensó que se
trataría de su mujer, que estaría de compras en el Mercadona, según le había
anunciado a mediodía, y llamaría para saber si quería algo en especial; sin embargo,
el número que aparecía en la pantalla no pertenecía a ningún contacto conocido.
Descolgó, no sin antes comprobar que no hubiera luces que delataran a una patrulla
de la Guardia Civil.
—Te vamos a adelantar —sonó una voz que le resultaba familiar—. Síguenos, el
jefe quiere hablar contigo.
Parecía Joan, con quien trataba a menudo los detalles sobre envíos y cargamentos,
sobre todo cuando Espinosa no podía hacerse cargo de ellos por algún motivo. Miró
por el espejo y comprobó que era el mismo automóvil grande que le había estado
siguiendo. Gracias a la buena iluminación de la avenida, observó que se trataba de un
sedán, un Audi color gris plata, y que había al menos dos personas en su interior.
Aceptó y el interlocutor colgó sin despedirse. Supuso que le guiarían hasta algún
bar o cafetería. El señor Espinosa acostumbraba a tratar sus negocios ilícitos por
correo electrónico, utilizando una cuenta con nombre de usuario falso. No era de su
agrado discutir los pormenores de las operaciones de contrabando en persona ni por
teléfono, temeroso quizás de ser grabado o traicionado de alguna manera. Aunque sí
se reunían ocasionalmente en el edificio del puerto para tratar asuntos oficiales,
limpios, como las gestiones de las importaciones que realizaba el departamento de
Valdés, o para revisar o firmar los contratos. Los temas que quedaban al margen de la
ley los llevaba Valdés exclusivamente para Espinosa, a escondidas del resto de la
plantilla, y en las contadas ocasiones en que era imprescindible tratar algo en persona,
nunca se citaban ni en su oficina ni en la empresa de Espinosa, sino en algún bar o
lugar público donde pudieran hablar de forma anónima.
Lo adelantaron por el carril izquierdo y Valdés aprovechó para echar una mirada,
con la intención de saludar con la mano, escueta pero cordialmente. Sin embargo,
para su desazón, el señor Espinosa, que iba de copiloto, ni siquiera se dignó a girar
mínimamente la cabeza a su derecha. Con gesto serio miraba al frente, imperturbable,
mientras el vehículo pasaba raudo y se colocaba delante. Valdés aceleró para
seguirles, empezando a ponerse un poco nervioso. Espinosa nunca había sido muy
amigable, pero por el semblante que había vislumbrado, iluminado vagamente por las
farolas de la avenida, era probable que el empresario se sintiera realmente
contrariado. Valdés se tranquilizó aferrándose a la idea de que todo se podía negociar,
dialogando se entenderían. Estaría dispuesto a renunciar a sus abultadas comisiones
en el próximo despacho, para compensar, al menos parcialmente, las recientes
pérdidas.
Pasaron de largo el desvío que tomaba siempre Valdés para adentrarse en su
barrio y se encaminaron por otra avenida de reciente construcción, con el asfalto
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nuevo, pero aún sin alumbrado. Atravesaron urbanizaciones a medio terminar y
solares oscuros con montones de escombros desperdigados. Más adelante, a ambos
lados de la calle, las parcelas se encontraban desiertas, pero urbanizadas, divididas en
cuadrados, con aceras, alcorques para árboles y contadores de luz delimitando
oscuros terrenos baldíos de tierra y arbustos. Parecía que fueran a construir en
próximas fechas, pero más bien llevarían años así, y permanecerían tal cual otros
cuantos, tras el desplome del mercado inmobiliario. Observó, a mano derecha, las
luces de la autopista del Saler, de la que se alejaban.
Valdés no conocía muy bien esa zona, pero no le sonaba que hubiera zonas
residenciales habitadas, ni bares o locales similares donde reunirse. Una sospecha
terrible afloró en su cabeza, e hizo un esfuerzo ímprobo para aplacarla y conservar la
serenidad.
La avenida degeneró en lo que aparentaba ser una vía agrícola mal asfaltada y
llegaron a una zona rural, con cortijos salteados en los que brillaban débiles luces y
resaltaban los contornos de algunas palmeras en la oscuridad. Se veía cada vez más
campo y menos edificaciones o zonas habitadas. Pasaron amplias extensiones de
cultivos protegidos del relente con plásticos, dispuestos en filas paralelas, que
relumbraban bajo los focos de los vehículos. Dejaron atrás alguna finca vallada con
árboles frutales en su interior, probablemente cítricos, especulaba Valdés, porque la
oscuridad no permitía saberlo. Se dio cuenta de que procuraba entretener su mente
con banales adivinanzas. El resplandor artificial de la gran ciudad quedaba cada vez
más alejado. Aún distinguía, al otro lado de la autopista, las luces del puente de
Monteolivete y las demás construcciones de la Ciudad de las Artes y las Ciencias,
cada vez más difuminadas. Angustiado, Valdés notó que le sudaban las manos sobre
el volante.
Súbitamente el coche de delante señalizó con el intermitente del lado derecho y se
detuvo, colocando las ruedas del exterior fuera de la calzada, entre gravilla y malas
hierbas. Valdés frenó y se quedó detrás, a la expectativa. La oscuridad era casi total,
excepto por el trozo de carretera y campo colindante que iluminaban los haces
luminosos de ambos vehículos.
Intentó sosegarse pensando que quizás solo quisieran exigirle explicaciones y
echarle una pequeña reprimenda, lo cual no llevaría mucho tiempo, no haría
necesario introducirse en ningún establecimiento para tomar algo. Claro que, en ese
caso, reconsideró Valdés, también podían habérselo dicho nada más salir de la
oficina, haciéndole parar en la siguiente bocacalle.
No entendía por qué lo habían guiado hasta ese recóndito lugar. Se estremeció en
el asiento. La sospecha crecía en su interior y le bloqueaba las ideas. Mientras
aguardaba algún movimiento por parte de los ocupantes del automóvil de delante, que
permanecía detenido con el motor en marcha, se vio atenazado por los nervios.
Experimentaba escalofríos y sintió que el labio inferior le palpitaba. Ahora se
preguntaba por qué habría tenido que aceptar aquel sucio trabajo. Probablemente
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pudo con su conciencia la ambición por el dinero y por ser capaz de proporcionar a su
familia un nivel de vida superior. Durante años todo había ido bien, pero juntarse con
ese tipo de gente no podía desembocar en nada bueno, y se recriminó por no haberlo
previsto.
La puerta del conductor se abrió y efectivamente se apeó Joan, el tipo con el que
había tratado ya los detalles de algún contrabando de parte de Espinosa. Era vigoroso
y más joven que él y, por supuesto, más que Espinosa, que debía de rondar los
cincuenta. Hablando de temas de trabajo, Joan nunca exteriorizaba ningún tipo de
sentimiento ni emoción, simplemente comunicaba las directrices de Espinosa o
negociaba con las cifras que su jefe manejaba, y gozaba de autoridad para hacerse
imponer.
Se acercó, despacio, con una media sonrisa en el rostro, sobre el que una bien
cuidada barba pretendía compensar su prematura calvicie. Las luces de cruce lo
iluminaban perfectamente. Llevaba unos vaqueros oscuros y cazadora de cuero.
Valdés bajó la ventanilla, sin parar el motor. Se percató de que Joan ocultaba la mano
derecha tras la espalda, fingiendo que se remetía la camisa por dentro del pantalón.
Espinosa permanecía en el coche.
—¿Qué tal, Andreu? —preguntó sin apenas agacharse hacia la ventanilla.
Intentaba sonar amistoso y tranquilizador, pero a Valdés le mosqueó que utilizara su
nombre, cuando nunca le había tratado de esa manera—. Baja, el jefe quiere hablar
contigo.
Joan debió de verle dubitativo y tiró de la manija para apremiarle, pero el cierre
estaba conectado. Valdés se propuso meter primera, acelerar a fondo y largarse, pero
eso solo podría empeorar las cosas. Suponiendo que consiguiera huir, tarde o
temprano lo encontrarían; y si no, irían a por su mujer o a por su hijo. Quizá
realmente Espinosa solo quisiera reprenderle, y él, presa del pánico o engañado por
sus elucubraciones, lo estaba exagerando todo.
Abrió vacilante la puerta y Joan dio un paso atrás para dejarle hueco. Echó pie a
tierra y al incorporarse miró al secuaz de Espinosa, queriendo adivinar sus
intenciones; pero los ojos de Joan, con la complicidad de la oscuridad, resultaban
inescrutables. Se encaminó hacia el lado del copiloto del Audi, oyendo los pasos del
otro, que le seguía de cerca, como su sombra. Las piernas le temblaban, pero intentó
disimular los nervios andando con paso firme. Se detuvo frente a la puerta y vio a
Espinosa sentado, inmutable, mirando al frente. Se planteó dar un par de toquecitos
en el cristal con los nudillos, tal vez no había advertido su presencia, aunque su
impaciencia podría irritarlo aún más, por lo que aguardó unos segundos. Entretanto se
percató de que Joan se posicionaba detrás de él, pisoteando los hierbajos de la cuneta.
—Señor Espinosa… —dijo Valdés finalmente, sin elevar demasiado el tono para
no sonar impertinente.
No se movió ni un milímetro. Puede que el habitáculo estuviera bien insonorizado
o la radio encendida, de modo que se disponía a golpear sutilmente en el cristal
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cuando el sigiloso Joan, con un gesto ágil e impetuoso, le puso una capucha en la
cabeza. Comprendió al momento que aquello debía de ser lo que antes había
escondido. Valdés, instintivamente, reaccionó llevándose las manos a la cara para
intentar librarse de ella, que en un segundo Joan había bajado hasta el cuello, e
inmediatamente notó que un cordón le oprimía la nuez.
Presa del pánico e incapaz de quitársela, asumió que iba a morir allí mismo,
asfixiado; pero se dio cuenta con alivio de que aún podía respirar, lo que le apretaba
podría tener como única finalidad sujetar la capucha. Intentó forcejear, pero el
corpulento atacante, situado detrás, lo contuvo con facilidad y le retorció el brazo
derecho tras la espalda, obligándole a agacharse para mermar el intenso dolor, al
tiempo que un grito de angustia se le escapaba de los pulmones. Debía de tratarse de
alguna llave de reducción, como las que aprenden los policías, aunque poco
importaba ya; estaba a su merced.
Joan aprovechó que Valdés se hallaba en cuclillas para empujarle contra la puerta
del coche e inmovilizarlo. Lo abrió de piernas de una patada y le ató las muñecas por
detrás con algo fino y de plástico, que produjo al cerrarse un ruido de cremallera.
Había ocurrido todo muy rápido. Se recriminó que su respuesta no hubiera sido la
adecuada. Tenía que haberle propinado un fuerte codazo en las costillas mientras le
colocaba aquel capuchón, en lugar de entretenerse tirando de la tela. Había caído en
la trampa y ya no podía hacer nada.
Tenía la cara apoyada en el cristal, pero la capucha le impedía ver a Espinosa. Lo
imaginaba girando mínimamente la cabeza y dando el visto bueno. Aterrado, Valdés
empezó a farfullar desconsolado, intentando disculparse, apelando al diálogo y al
raciocinio. Joan abrió con una mano la puerta de atrás y con la otra lo empujó
bruscamente, desde la cabeza hacia abajo, para que entrara. En cuanto tomó asiento
continuó suplicando, explicándose e implorando el perdón de Espinosa, quien,
aunque no lo veía, sabía que se situaba justo delante; pero no obtenía respuesta. El
corazón le palpitaba con violencia, como si quisiera salirse. Se temía lo peor. Se
acordó de su familia, preguntándose cómo sacaría adelante el hogar su mujer sola.
Tenía que haber huido cuando aún estaba a tiempo, haber llamado a su esposa con el
móvil para que se escondiera en algún sitio con el crío, para ir después a buscarlos y
desaparecer de Valencia; pero ya de nada valían los lamentos.
Joan se montó y el coche arrancó. No podía ver nada, pero trató de intuir hacia
dónde se encaminaba el vehículo fijándose en los cambios de dirección. Tras unos
pocos giros se halló confuso y abandonó el propósito. Sin esperanza, volvió a intentar
comunicarse con ellos, aunque esta vez cambió de estrategia y alegó razones por las
que Espinosa lo necesitaba. Conocía mejor que nadie el negocio y tenía sólidos
contactos de confianza, forjados en los últimos años tras muchas operaciones
cerradas con éxito. Poco a poco sus argumentos, desoídos y cada vez más
desesperados, se fueron convirtiendo en un sollozo de miedo e impotencia.
—Despacio, que te pasas —oyó decir a Espinosa por primera vez.
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No habían pasado más de cinco minutos cuando sintió una deceleración y un giro
brusco a la derecha. Por el firme irregular y la reducida velocidad, daba la impresión
de que se habían internado por un camino.
—Para aquí detrás, pero apunta la luz hacia esa zona —mandó Espinosa,
lacónico, poco después.
Tras un par de maniobras y correcciones hacia delante y hacia atrás, percibió el
seco sonido del freno de mano, y una vez desaparecido el ronroneo del motor, un
silencio sepulcral envolvió el ambiente. En esos segundos de tránsito pudo
recapacitar y una luz de esperanza se encendió en su cabeza: si fueran a matarlo,
podrían haberlo hecho antes, en el lugar donde se habían detenido, donde no se veía
un alma ni lugares habitados alrededor. Además, no le habrían puesto la capucha,
porque en ese caso poco les importaría que viera adónde lo llevaban; y por otro lado
no habrían dejado allí abandonado su coche, no tenía sentido.
Empezó a consolarse creyendo que Espinosa solo quería darle un buen
escarmiento para asegurarse de que no se repitiera una negligencia semejante. A lo
sumo, Joan le daría un par de puñetazos y lo dejarían allí tirado, obligándole a
buscarse la vida para encontrar su vehículo y poder regresar, bajo la amenazante
noche del extrarradio. En otras palabras, querrían que le quedara bien claro de lo que
eran capaces si volvía a fallar, pero también puede que ese razonamiento fuese una
treta, una vía de escape inculcada por su propio subconsciente para lograr sosegarse,
a modo de autodefensa.
No se iba a quedar para comprobarlo, había que intentar algo. Ideó un plan.
Saldría corriendo en cuanto Joan abriera la puerta y se escondería. Sin ver nada, la
clave estaría en no tropezar y ganar una distancia suficiente que le permitiera
ocultarse echando el cuerpo a tierra, lejos del coche, donde la falta de luz jugaría en
su favor. Para ello había que retrasar al matón de alguna manera, tal vez propinándole
una patada o un cabezazo cuando menos se lo esperase, porque si no lo apresaría
enseguida, y más yendo a ciegas y con las manos atadas a la espalda. Espinosa no
correría más rápido que él, y dudaba que se molestase en perseguirlo.
En cuanto escuchó que Joan se apeaba, se preparó. Levantó las piernas,
flexionándolas sigilosamente para no despertar sospechas en Espinosa, que
permanecía en su asiento, y las orientó hacia la puerta, ladeando ligeramente el torso
hacia el lado opuesto para coger impulso. Tan pronto como percibió el chasquido de
apertura, golpeó con todas sus fuerzas el interior de la puerta con las plantas de los
pies, en un movimiento de extensión de ambas piernas. Por el estampido infirió que
se había abierto violentamente golpeando a Joan, que lanzó un bramido, más de
sorpresa que de dolor.
Aprovechando el desconcierto saltó de inmediato fuera del coche, con la cabeza
por delante, dispuesto a embestir y tirarle al suelo. Joan recibió el testarazo en lo que
supuso que era el vientre, y Valdés lo empujó a continuación, forzándolo a retroceder
varios pasos bajo su ímpetu. Sin embargo, no oyó que cayera al suelo, ni siquiera que
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trastabillara, algo que desafortunadamente menoscababa la credibilidad de la
escapatoria. Pese a ello, no quedaba más remedio que correr, aprovechando los pocos
segundos que poseía de ventaja hasta que se recuperara su contrincante.
Rodeó el coche a tientas hacia la parte posterior y se aventuró a la carrera en esa
dirección, buscando la zona menos iluminada por el vehículo, puesto que cuanta más
oscuridad reinara, más fácil le sería esconderse, y además su desventaja por falta de
visión con respecto a su perseguidor se reduciría. El tejido que le envolvía la cabeza
dejaba pasar un resquicio de luz, permitiéndole discernir vagamente entre la
oscuridad total y el ángulo esclarecido por los faros.
Recorrió los primeros metros en línea recta, temeroso de salirse del camino y
adentrarse en lo desconocido, pero era consciente de que debía abandonarlo, a pesar
del riesgo mayor de tropezar y desplomarse. Si se internaba en algún campo de
cultivo tendría más oportunidades de esconderse, tumbado en algún surco o bajo los
plásticos que colocaban sobre las plantas, para el frío, si los hubiera.
Reunió valor y cambió de rumbo, sobrepasando con cuidado una zanja no muy
profunda que sería la cuneta, y pronto sintió bajo sus zapatos que la superficie dura y
con gravilla del camino había mudado a una con un tacto más esponjoso y poblada de
matas dispersas, seguramente silvestres, que sonaban al ser aplastadas. Estaba fuera
del camino y se obligó a acelerar el paso. Rezaba, aterrado, por no darse de bruces
contra una valla, un árbol o cualquier otro obstáculo, pero había que correr el riesgo.
Por detrás escuchó las voces de Espinosa abroncando a su esbirro, apremiándolo
para que le persiguiese. Valdés hizo oídos sordos y se concentró en pisar con cuidado
para no perder el equilibrio, sin ralentizarse en exceso. Su única orientación era el
cada vez más débil resplandor, provocado por los faros del coche, y que intentaba
mantener por detrás, a fin de guardar una dirección constante y no correr en círculos.
Tras superar un pequeño tramo con arbustos que le entorpecieron, haciéndole
tropezar y casi caer en varias ocasiones, se vio atravesando una zona despejada donde
se hundía a cada zancada y sentía grandes terrones de tierra golpeándole en las
espinillas. Debía de tratarse de un campo labrado, pero sin cultivar, porque no intuyó
que hubiera surcos ni caballones, ni percibía el roce de plantas. Por allí no podía ir
tan rápido porque trastabillaba constantemente, clavando los pies en la desigual e
inestable tierra. Ya oía por detrás las veloces pisadas de Joan, que aun de noche
podría ver lo suficiente como para atinar a plantar los pies en los puntos más
adecuados del terreno. Desgraciadamente parecía que se acercaba siguiendo su
misma dirección. No sabía si Joan podría discernir su silueta negra, resaltada contra
el horizonte, o bien escucharía sus pisadas y tropiezos, pero era necesario esconderse
antes de que la distancia se acortase más y se esfumaran sus ya escasas posibilidades
de escapatoria. Se planteó tirarse al suelo allí mismo y no moverse ni un ápice, pero
lo reconsideró: no había regueras, ni surcos, ni zanjas, ni nada que pudiera servirle de
parapeto, y tarde o temprano lo encontraría.
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Notó una súbita elevación que pronto dio paso una superficie aparentemente lisa
y dura. En dos o tres zancadas sintió que se quebraba y descendía bruscamente, por lo
que se refrenó por miedo a caer a un canal o acequia. Bajó con tacto el terraplén,
esperanzado, porque podría tratarse de un buen escondite; sin embargo, la pendiente
murió en otro terreno llano y esponjoso. Presumiblemente acababa de atravesar un
camino agrícola que separaría dos zonas de cultivo, elevado ligeramente sobre el
nivel de ambas.
Podría tirarse allí, al abrigo del desnivel, aunque no le proporcionaba muy buena
cobertura, por lo que decidió adentrarse en el campo colindante. Con un poco de
fortuna, en el terreno de este otro lado sí que hallaría plantas y surcos donde
agazaparse. Recordó los agradables fines de semana que pasaba en el pueblo de sus
suegros, ayudándoles en el huerto familiar. Afligido por el contraste de aquellos
relajantes momentos con su acuciante situación actual, hizo memoria y concluyó que
en esa época primaveral podría encontrar patatas tempranas o coliflores tardías, unas
matas frondosas que le ofrecerían un decente cobijo; o mejor aún, algún cultivo más
delicado, protegido con plásticos donde poder ocultarse.
Prosiguió con esas perspectivas, ya casi agotado. Sintió que la vegetación, escasa,
le rozaba las piernas, alcanzando a veces la altura de las rodillas, pero los matojos
parecían distribuidos de forma aleatoria, porque había tramos en que ni pisaba ni
contactaba con ninguno. Maldijo para sus adentros, porque debían de ser plantas
silvestres, aisladas e insuficientes para ocultarle. Para colmo de males, súbitamente
algo se le enganchó a un pie y le hizo caer al suelo de cara. Tras el susto por el
desplome hacia lo desconocido, concluyó que estaba indemne. Supuso que se trataba
de algo así como un cable grueso, o más bien un tubo hueco, de plástico y liviano, del
que se liberó sin dificultad levantando la pierna. Sería una manguera de riego por
goteo abandonada. Antes de incorporarse escuchó allí tumbado unos segundos, en
silencio, y aprovechó para coger aire.
Con desolación percibió que Joan se hallaba próximo, pareciéndole que pronto
llegaría al camino que acababa de cruzar. Debía pensar rápido. Su cuerpo no
contactaba con la suficiente maleza como para pensar en quedarse allí, no era buen
sitio para camuflarse. Tampoco merecía la pena incorporarse y seguir huyendo: para
cuando se consiguiese levantar ya se le habría echado encima Joan. Era consciente
además de que apenas le restaban fuerzas para seguir corriendo a ese endiablado
ritmo. Se le ocurrió entonces que podría arrastrarse de vuelta al cercano camino y
quedarse recostado, inmóvil, en la vertiente de este lado. Como Joan vendría por el
campo contrario, la propia elevación del camino podría ocultarle de su campo de
visión y pasaría de largo. Resignado, admitió que sería cuestión de suerte, pues habría
de confiar en que Joan cruzara la vía a unos cuantos metros de donde yaciese él. En
cambio, si bajaba a escasa distancia…
Se arrastró a duras penas, sin poder ayudarse con los brazos, por entre las malas
hierbas. Dio una media vuelta aproximada, pues ya no veía ni la claridad de las luces
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del coche, y avanzó deshaciendo el camino todo lo rápido que le permitían sus torpes
movimientos. Se impulsaba con los pies y las rodillas, destrozando el pantalón de
pinzas sin ningún remordimiento, angustiado por llegar antes de que asomara Joan.
Ya sospechaba que había elegido una dirección errónea cuando, por fin, se hizo
evidente que el terreno se inclinaba hacia arriba. Delante emergía por fin la planicie
levemente elevada, en torno a medio metro, que constituía aquel supuesto camino
agrícola. Las pisadas de Joan se intuían muy cercanas, pero ya no corría. Obviamente
al desaparecer su figura, que le hacía de faro, o al dejar de escuchar su alocado ritmo,
había reducido la marcha para aguzar los sentidos. Valdés quedó tumbado en el lecho
húmedo, paralelo al camino, inmóvil. Estaba exhausto. Reinaba un silencio sepulcral
y le dio la impresión de que hasta sus latidos retumbaban como tambores, que
guiarían irresolublemente a Joan hasta él. Inspiró hondo y consiguió tranquilizarse un
poco, pugnando por acallar su acelerada respiración.
Con el alma en vilo, escuchó con atención.
No tardó en percibir la fricción de sus zapatos contra el polvoriento camino, con
una cadencia interrumpida, como si se frenase cada dos o tres pasos. Joan se movía
despacio, inseguro. Se hallaba peligrosamente cerca y debía de estar oteando desde
allí ambas extensiones de terreno a los lados del camino, escrutando cada porción,
atento a cualquier mínimo rumor o movimiento. Lamentablemente no había pasado
de largo, como Valdés esperaba, sino que aprovechaba esa posición elevada para
intentar recuperar la pista.
Angustiado por su proximidad y con los nervios a flor de piel, se mantuvo quieto,
tumbado bocabajo, forzándose a aguantar la respiración para no dejar escapar el más
leve ruido. Llegó un momento en que las pisadas sonaron tan cerca que creyó tenerlo
justo encima y cuando Joan hizo una pausa prolongada se dio por descubierto. El
pecho le ardía exigiendo respirar, y a punto estuvo de tirar la toalla, pero se obligó a
resistir. Lo sentía a pocos centímetros sobre él, inmóvil, escudriñando la oscuridad en
pos de la presa que había perdido. Debía de estar centrando su atención en la lejanía,
porque simplemente tendría que mirar hacia abajo para encontrarlo. El rato se le hizo
eterno. Cuando estaba ya mareado, ahogado, las pisadas comenzaron a sonar más
lejos. Parecía que Joan había decidido seguir avanzando a lo largo del camino,
vigilando desde allí.
Expulsó aliviado el aire retenido y llenó los pulmones lentamente. Poco a poco
recuperó el resuello y la taquicardia le dio una tregua, pero de repente notó un
cosquilleo en su pecho; horrorizado advirtió que era el teléfono, que a pesar de los
azares se mantenía en el bolsillo interior de su chaqueta. En un instante le embargó de
nuevo el pánico, porque el primer tono era solo de vibración, pero con el segundo se
iniciaría la melodía, que en aquella calma lo delataría irremediablemente. Deseó que
quien quiera que fuese colgara, o incluso, por un milagro, que se acabase la batería en
ese preciso momento; pero no iba a ocurrir tal cosa. Seguramente sería su señora,
preocupada porque no había llegado aún a casa. Comenzó a sonar la canción, una con
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gaitas, instrumental, de una banda irlandesa de música celta, el único género de su
agrado. Su cuerpo, que oprimía el teléfono contra la tierra, atenuaba ligeramente el
soniquete, pero no lo suficiente.
Desesperado, con los ojos abiertos como platos dentro de la agobiante capucha,
comenzó a flexionar repetidamente la zona lumbar, haciendo un ejercicio que había
aprendido hacía ya tiempo en el gimnasio. Era similar a los abdominales, pero se
ejecutaba al revés, bocabajo, levantando el torso una y otra vez. Intentaba así golpear
el móvil contra el suelo, aplastándolo con cada bajada de su pecho, a fin de romperlo
o colgarlo al darle a algún botón.
Para mayor desolación, el efecto de su acción fue contraproducente; no solo no
impidió que dejara de sonar, sino que cada vez que se levantaba para coger impulso,
provocaba que las ondas sonoras se dispersaran, con brío renovado, liberadas de la
mitigación que causaba su cuerpo. La impotencia por no poder silenciarlo le condujo
a la histeria, incrementando inútilmente la cadencia y la violencia de los golpes
contra el suelo.
Con el frenesí apenas advirtió las zancadas de Joan, acudiendo presto y resuelto.
Solo fue plenamente consciente de su fatídica presencia cuando Joan dejó escapar
una carcajada, entre jadeos, al encontrarse con su grotesco e inservible vaivén.
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1.
UN año antes.
Germán Guerra se hallaba absorto leyendo la página web del diario deportivo
Marca. Todas las mañanas, antes de ponerse a trabajar, dedicaba casi media hora a
mirar su correo personal y leer la prensa en Internet. También echaba un vistazo a los
movimientos de su cuenta bancaria y consultaba la previsión del tiempo.
Algo le alertó de que había alguien rondando por detrás y escondió el navegador,
situando en primer plano la pantalla del Outlook.
—Tranquilo, que soy yo —dijo Marcos con una sonrisilla maliciosa—. Oye, a las
diez tenemos reunión con el gerente, me lo acabo de encontrar y me ha dicho que te
lo diga.
—Vaya, qué pocas ganas… —protestó Germán—. Buena forma de empezar la
semana… ¿Solo nosotros?
Marcos se sentó en su sitio, a la derecha de Germán.
—Ni idea, tío.
Acordaron con los otros compañeros adelantar el descanso para el café, por si
acaso la reunión se alargaba mucho. Después de un buen rato de charla en la sala de
las máquinas expendedoras, se acercaron Marcos y Germán al despacho del gerente.
Gerardo Gómez era el gerente del Departamento de I+D de la empresa Kryticos.
La mayoría de los proyectos de su área aplicaban de una u otra forma las nuevas
tecnologías en criptografía, tanto a las comunicaciones como a la informática. Un
equipo llevaba tiempo estudiando cómo fortalecer la clave de la señal para una
plataforma de televisión de pago; había consultores analizando aplicaciones
informáticas de clientes que requerían un acceso restringido; o había incluso algún
programador especializado en hacking cuya experiencia se utilizaba para encontrar
puntos débiles en páginas web y prevenir posibles ataques.
El proyecto en el que trabajaban Marcos y Germán era algo diferente. Habían
llegado a la empresa hacía poco más de un año, mediante una beca de colaboración
con su universidad.
—Sentaos, por favor —dijo el señor Gómez, apenas levantando la mirada de su
portátil.
Esperó a que tomaran asiento y se quitó las gafas, que probablemente solo usaba
para trabajar con el ordenador. Tendría cerca de cincuenta años, aunque los llevaba
muy bien. Era un hombre alto, con el pelo corto, canoso, y frente despoblada.
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Además de lucir una piel juvenil, casi sin arrugas ni flacidez, el traje y corbata de
excelente hechura contribuían a su buena presencia. En la empresa tenía fama de
simpático y mantenía buena relación con la gente del departamento; sin embargo, lo
criticaban porque solía rebajarse a las exigencias de la dirección. Normalmente
prodigaba sonrisas, atenciones y gestos de compañerismo a sus empleados, pero si le
apretaban las tuercas desde arriba cambiaba el guión y trasladaba la presión al
equipo, sin apenas interceder por los suyos para librarles de cargas excesivas de
trabajo.
Germán se sentía algo incómodo, deseaba no haberse puesto esa camiseta, ya un
poco vieja y raída y demasiado informal, por no hablar de las gruesas zapatillas,
herencia de su pasado skater, cuando no se separaba de su monopatín y atemorizaba a
las ancianas por las aceras del barrio. Si hubiera tenido constancia de la reunión se
habría vestido con algo más decente, se lamentaba, aunque admitía que no era la
primera vez que le ocurría.
Germán Guerra era un joven de estatura normal, tirando a alto, de pelo oscuro y
corto, de aspecto desaliñado, y se dejaba las patillas largas. Únicamente se afeitaba la
barba una vez a la semana, normalmente los domingos por la noche, más por
vagancia que por motivos estéticos. Sus ojos eran calculadores e irradiaban astucia.
Tenía un carácter social y despreocupado. Cuando era estudiante siempre era el
primero que se apuntaba a saltarse las clases para ir al césped y beber unas cervezas,
o para asistir a cualquier evento festivo de alguna facultad cercana. Desde los tiempos
del instituto había compensado el exceso de juerga con su sobrada inteligencia para
no quedarse atrás en los estudios.
Aún estaba digiriendo el cambio a la vida laboral. Solo hacía un par de meses que
había acabado la carrera y en la empresa le habían renovado el contrato, esta vez a
tiempo completo y ya independiente de la universidad. Se le hacían largas las horas,
no obstante debía considerarse afortunado por tener un trabajo tan pronto, y además
participaba en un proyecto bastante interesante. En cualquier caso, había procurado
conservar su esencia juvenil, manteniendo su modo de ser; en la oficina seguía siendo
el incitador, entre los compañeros, para tomar unas cañas por la tarde a la salida del
trabajo.
Marcos, al contrario que Germán, era un joven formal. Desde que se echara
novia, hacía más de dos años, se había asentado drásticamente y ya apenas salía sin
su pareja. Germán echaba de menos aquellas correrías nocturnas con él y los demás
camaradas de la facultad, especialmente los multitudinarios encuentros tras la época
de exámenes. De complexión mediana, regordete, no llevaba gafas a menudo, pero
era algo miope y para ver la tele o conducir las necesitaba. Se vanagloriaba de no
peinarse nunca porque se rapaba la cabeza cada mes y siempre llevaba el pelo muy
corto. En contraste, se afeitaba cada mañana.
Germán lo consideraba el arquetipo del informático, por sus gafas, buena
presencia y modales, escasa vida social y exceso de peso, y no dudaba en bromear a
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su costa al respecto. Por si fuera poco, detestaba el fútbol y cualquier competición
deportiva en general, interesándose más por tebeos, películas galácticas, videojuegos
y novedades electrónicas en general, aunque sobre esto Germán no se mofaba, porque
compartía algunos de sus gustos.
El señor Gómez les dio un poco de conversación amistosa antes de ir al grano.
Desvió la mirada a su pantalla por unos segundos y movió ligeramente el ratón,
haciendo un clic al final.
—Lleváis ya en torno a un año en mi departamento. —Levantó la cabeza y les
miró brevemente—. Estáis en el proyecto que lleva Félix, este de I+D de firma digital
para hacer compras con el DNI electrónico, en cooperación con no sé qué banco —
dijo con tono despectivo—. He hablado con él y otros jefes del proyecto. Creemos
que trabajáis bien en equipo y poseéis aptitudes suficientes para un nuevo cometido,
algo que supone un auténtico reto. Para esto la intuición y una mente despierta pesan
más que los conocimientos teóricos o la experiencia.
Hizo una pausa. No eran habituales los halagos en el gerente, algo tramaba, pensó
Germán.
—Olvidaos del I+D, todos sabemos que no es más que una forma de chupar del
bote de la administración. —Germán ahogó una pequeña carcajada—. Tenemos
discos duros llenos de proyectos finalizados que nunca se han usado ni se usarán.
Pero hay un encargo nuevo, de parte de una gran empresa farmacéutica; es también
un proyecto de investigación, pero esto es algo serio.
Se levantó y se dio la vuelta, dándoles la espalda, y se quedó unos segundos
mirando por la ventana. El edificio se asomaba sobre la autopista A-5, que ya
empezaba a recobrar un tráfico fluido en dirección a Madrid, después de las primeras
horas de más tránsito.
—¿Sabéis algo de biología, en concreto del cerebro, las neuronas y todo eso?
Apuesto a que no —vaticinó, volviéndose para mirarles inquisitivamente.
Germán negó con la cabeza y observó de reojo que Marcos se aprestaba a abrir la
boca. Lo conocía bien y sabía que iba a protestar porque, como estudiante modelo
que había sido siempre, no le agradaría que se diera por hecho que ignoraba algo;
más aún cuando no tenía por qué saber de esa materia más allá de lo que aprendiera
en el instituto. Pero el señor Gómez le interrumpió:
—No os preocupéis, es normal, sois informáticos. Yo tampoco sabía nada hasta
hace unas semanas y ahora solo sé lo básico para entender lo que se nos requiere y
asumir si el departamento puede aceptar formar parte de ese proyecto. Para que lo
entendáis, digamos que la información que hay en el cerebro se basa en impulsos
eléctricos entre las neuronas, que son las células del sistema nervioso. Supongamos
que se registra el voltaje, frecuencia, amplitud, fase, etc., de esas ondas eléctricas. —
Hizo una pausa y les miró levantando las cejas, como para cerciorarse de que lo
seguían.
—¿Y cómo se capturan esos datos de las neuronas? —preguntó Marcos.
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—Con electrodos pegados a la piel o al cuero cabelludo —repuso el gerente—.
Sí, como en las películas. No es fácil, porque las señales neuronales llegan ya muy
debilitadas después de atravesar el cráneo, por eso en la investigación con animales el
método es más invasivo… Pero no nos desviemos.
Volvió a sentarse y cruzó las piernas, como si fuera a ir para largo.
—Imaginad que grabamos esos datos característicos de las ondas eléctricas
durante los segundos en que alguien realiza un gesto, por ejemplo la acción de
levantar el brazo izquierdo. —Ejecutó el movimiento con su propia extremidad
superior, a modo de demostración—. Y que eso mismo lo repetimos cien veces.
Después se analizan todos esos datos grabados, las características de las ondas en
esas cien muestras, y se comparan. El objetivo es concluir que la orden del cerebro
para levantar el brazo izquierdo de ese individuo consiste en unas señales eléctricas
de tales características: tanto voltaje, o cómo varía la frecuencia, o lo que sea. Es
decir, debemos ser capaces de describir el patrón de comportamiento de las ondas
para ciertos movimientos —afirmó con solemnidad, y calló unos segundos,
mirándoles, esperando una reacción que no se produjo—. No entiendo mucho más
allá, pero ahí entraríais vosotros. Deberéis desarrollar un sistema informático que,
cogiendo un montón de registros de actividad eléctrica del cerebro, sea capaz de
descifrar pautas y buscar elementos comunes en las muestras, para así clasificar e
identificar los movimientos que ordena el cerebro a los músculos.
Germán consideró que sus caras traslucían una mezcla de interés y asombro.
—Os preguntaréis para qué se quiere saber eso —continuó—. Pensad en alguien
que haya perdido una pierna en un accidente. Si supiéramos el código de señales
eléctricas que emite el cerebro para ordenar cada movimiento, para modificar las
posiciones de los músculos, se le podría implantar una pierna robótica, programada
para ejecutar cada movimiento según la señal recibida directamente del cerebro.
El señor Gómez hablaba con grandilocuencia, dándose importancia, como
revelando un gran avance o descubrimiento, y abrió los ojos complacido, a la
expectativa.
—Pero esa persona tendría que llevar siempre conectados los electrodos en la
cabeza, y los cables terminarían en la pierna falsa, ¿no? —intervino Marcos,
reticente.
A Germán le había surgido la misma duda: si la prótesis iba a ser la encargada de
decodificar las señales cerebrales para resolver si debía ejecutar algún movimiento,
tendría que recibir esas señales por algún lado, y en tiempo real. Aquello, con cables
colgando de la cabeza, sería un engorro.
—Bueno… —contestó quedo el señor Gómez, al tiempo que esbozaba una tímida
sonrisa; sin duda el gerente no esperaba que comprendieran tan rápido la materia, ni
mucho menos que presentaran objeciones— no lo sé, era solo un ejemplo. Yo
tampoco entiendo mucho de esto —admitió, contrariado—. La ciencia, o el método,
se llama encefalografía, y no es algo tan simple como os lo he pintado, ni mucho
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menos; pero creo que sois buenos en temas de códigos, claves, criptografía, etcétera,
que es lo que más hace falta para las tareas que han pedido.
Les informó de que su trabajo lo iban a desarrollar en el propio edificio de
Kryticos, pero que el jefe de proyecto pertenecería a la empresa cliente, la
farmacéutica, cuyo nombre no mencionó. Pasarían a depender directamente de esa
persona, quien les daría todos los detalles en próximas reuniones. Comenzarían con el
nuevo proyecto en dos semanas, por lo que les instó a cerrar sus tareas actuales o
trasladarlas a quienes les sustituyeran en ese plazo. Añadió que por parte de Kryticos
solo iban a estar ellos dos, y que el grueso del equipo lo conformarían varias personas
de los laboratorios y oficinas del cliente.
El jefe de proyecto tendría libertad para presentarse en Kryticos cuando quisiera,
y además les iba a controlar bastante por teléfono y correo electrónico. Asimismo se
celebrarían reuniones allí de vez en cuando, con lo que tendrían que desplazarse hasta
sus instalaciones, situadas en un polígono industrial de San Fernando de Henares, un
municipio al noreste de Madrid. Sin duda, con esa advertencia pretendía que no se
relajaran por el hecho de no tener a nadie encima directamente.
Terminaron la reunión con algunas preguntas y dudas, y trataron de obtener datos
más precisos sobre sus cometidos. El señor Gómez conjeturaba que se encargarían de
diseñar y desarrollar un programa informático, el cual debería ser capaz de procesar
las muestras que les enviarían, resultantes de sus experimentos. Germán llegó a la
conclusión de que el gerente no sabía mucho más.
A modo de despedida les aduló enumerando sus cualidades y aseverando que
confiaba en que dejaran en buen lugar a la empresa, y en especial a su departamento.
Germán se sintió observado cuando regresaban a su sitio. Era lo normal después
de las reuniones en el despacho del gerente, los compañeros escudriñaban al saliente
con la esperanza de extraer alguna información de la expresión de la cara o capturar
un gesto o comentario revelador. Ignoraba qué aspecto tendría su rostro o qué estarían
pensando sus compañeros. Respecto al enigmático trabajo que les aguardaba, prefería
no formarse una opinión y mantenerse a la expectativa; el tiempo diría si habían
recibido buenas o malas noticias. A Marcos, por el contrario, se le veía muy contento,
irradiaba entusiasmo.
De vuelta en su mesa no tardaron en comentarlo.
—Por fin un proyecto serio —dijo Marcos, ilusionado—. No es que lo que
hayamos hecho hasta ahora no fuese interesante, pero a veces tengo la sensación de
estar perdiendo el tiempo. Al principio pensaba que era por ser becario, por aquello
de estar aprendiendo, pero después, ya de programador con contrato normal, los
proyectos en los que he participado tampoco se han puesto nunca en funcionamiento.
Su compañero estaba en lo cierto. Le vino a la memoria aquella aplicación para
móviles de turistas que, dependiendo de la localización geográfica de la persona,
obtenida por GPS, mostraba información del edificio, paisaje o lo que tuvieran
delante. Se podía escuchar con unos auriculares o simplemente leerlo en la pantalla.
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Se cobró la subvención, pero el Ministerio nunca lo puso en marcha ni lo
comercializó, aduciendo que la mayoría de los móviles, en aquellos tiempos, aún no
iban dotados de GPS.
—No te digo que no, tío —respondió Germán con displicencia. En el fondo,
mientras le pagasen, poco le importaba el destino que le deparase al fruto de su
trabajo. Le inquietaban más los posibles cambios que provocara aquello en la vida
laboral, en el día a día—. Pero eso de currar para otra empresa me da mal rollo.
Puede que sean más estrictos, que den más caña, y aquí la verdad es que estamos
bastante relajados.
—Bueno, seguiremos trabajando aquí. Puede ser incluso mejor, porque nuestro
jefe estará allí…
Marcos trataba de animarlo, como si pudieran elegir entre tomarlo o rechazarlo,
cuando en realidad la decisión ya la había tomado Gerardo por ellos.
Germán, de camino al metro para ir a casa a comer, iba cavilando sobre el nuevo
proyecto. Cierto era que suponía un reto, algo que si salía adelante les haría sentirse
orgullosos de su tarea, sin duda más que en los desarrollos actuales; pero esperaría
acontecimientos.
Lo que no hubiera querido de ninguna manera era que lo enviaran a trabajar a las
oficinas de esa otra empresa. Vivía en Móstoles, a solo una parada de metro de
Kryticos, en Alcorcón, de ahí que se permitiera ir y volver para almorzar. Ya le
habían enviado en una ocasión a un cliente, situado en Campo de las Naciones, en la
otra punta de Madrid. Fue durante solo un par de meses, para la suplencia de un
compañero, pero había resultado suficiente para decidir que trabajar tan cerca de casa
era un privilegio que debía conservar a toda costa.
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pero de patatas fritas, bollería o golosinas no se ponía límite. Cuando paseaba con
Marcos por la tarde nunca faltaba el comprar algo para picar en la tienda de los
chinos, acompañado de un refresco, o un helado si hacía calor. Lucía una melena de
pelo moreno y largo, liso y lustroso, aunque en cuanto hacía un poco de viento se
volvía estropajoso y cardado y no paraba de quejarse. Sus facciones eran bastas, poco
delicadas, que le daban aspecto de chica robusta a pesar de su delgadez. Pero con sus
ojos verdes y espléndida figura desprendía un aire atractivo y con personalidad. Era
casi de la misma estatura que Marcos, y temperamental, lo que inducía a que entre su
grupo de amigos se comentara, con maldad, que quien llevaba los pantalones en la
relación era ella.
—Hoy ha venido por fin el nuevo jefe, el de la otra empresa —comentó Marcos
mientras avanzaban hacia el siguiente escaparate.
—¿Qué tal es? ¿Es majo? —preguntó ella, sin desviar la vista de los precios y
ofertas.
—Sí, me cae bien. Es francés, pero vive en España y habla muy bien el español.
De hecho en todos los e-mails que nos hemos intercambiado hasta ahora no había
notado que fuera extranjero. Además se llama Eusebio Riol, debe ser descendiente de
inmigrantes o yo qué sé, pero no suena muy francés. Es moreno y de ojos oscuros.
Bueno, el caso es que ha venido hoy para reunirse con Germán y conmigo.
Ella debió de atisbar algo atractivo en la acera contraria de una bocacalle y lo
guio por ella, hasta un cruce cercano.
—¿Pero habéis empezado ya con el proyecto nuevo? —dijo mirándole,
mostrando un interés que Marcos sospechó que era simulado o por cortesía, mientras
esperaban a que se pusiera en verde el semáforo.
—Oficialmente no. Nos ha estado enviando documentación estos últimos días
para que la miráramos en los ratos libres, y hoy hemos estado resolviendo las dudas
que nos habían surgido —contestó Marcos, dándose importancia.
Visiblemente decepcionada por los precios de los modelitos de primavera
expuestos en una moderna boutique, sacó una bolsa de frutos secos de su bolso, miró
alrededor y gesticuló hacia un banco que había en una pequeña plazoleta, adonde se
dirigieron y tomaron asiento.
—¿Entonces ya lo tenéis todo claro? —inquirió Lorena.
Marcos percibió un matiz de arrepentimiento mientras formulaba la pregunta, ya
le soltó el rollo hacía unos días y suponía que la chica se temía tener que volver a
escucharlo. Esta vez sería más escueto, tendía a explayarse demasiado.
—Faltan muchos detalles que ya iremos viendo. Al menos ya sabemos que en su
empresa, que se llama Synphalabs, o algo así, tienen ya montado el tinglado para este
proyecto. Laboratorios, científicos, equipamiento de última tecnología… Llevan
tiempo trabajando en esto.
Según brotaban las palabras de su propia boca, notó la ilusión que le embargaba.
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—¿Pero qué vais a hacer vosotros? —preguntó, con más ánimo, contagiada quizá
del entusiasmo de Marcos.
—Utilizan ratones, les someten a estímulos para que hagan algún movimiento y
miden sus ondas cerebrales durante ese tiempo. Nos irán enviando los datos de
ejemplo para ayudarnos a programar la aplicación informática.
Ella se apoyó en su hombro. Marcos apreció en su rostro que, aun sin entender
muy bien el tema, se sentía orgullosa de él. Continuó dándole más detalles. El
próximo jueves les habían invitado a conocer las instalaciones y al resto del equipo.
No ocultó que estaba impaciente, porque les iban a mostrar el método que usaban en
un experimento real y las trazas de señales eléctricas capturadas. Lorena debía de
encontrarse con mejor humor o disposición que en la otra ocasión, porque no parecía
aburrida y admitió además que, con sus historias, desconectaba de la universidad y
dejaba de pensar en todo lo que tendría que estudiar muy pronto para los exámenes.
—No veo muy bien qué tiene que ver eso con lo que estabas haciendo ahora —
manifestó ella, cuando hubo terminado, levantando la cabeza para mirarle—. ¿No
eran cosas de claves y códigos o algo así? Bueno, déjalo, me lo has contado muchas
veces y no me acabo de enterar. O se me olvida, no te voy a engañar; las cosas que no
me interesan mucho se me olvidan.
—A ver, te voy a poner un ejemplo. La seguridad de los programas informáticos
se basa en la contraseña. Necesitas una para entrar en la página web del banco, otra
para acceder a tu cuenta de correo, para usar tu DNI electrónico, etc. La contraseña
debe ser secreta, solo puedes conocerla tú. Si alguien la averiguara, podría entrar en
tu banco y operar con tus cuentas, ver tus correos electrónicos, enviar otros en tu
nombre…
—Eso es evidente, ¿me tomas por tonta? —le interrumpió Lorena, indignada. A la
mínima asomaba su fuerte carácter.
—Déjame que siga —respondió Marcos con tono de infinita paciencia—. Cuando
vas a entrar en tu página del banco, tienes que introducir la contraseña. Tú la escribes
y esta tiene que llegar desde tu ordenador hasta el servidor, o sea, un ordenador
grande del banco, que comprobará si es correcta; pero los datos que van por la red se
pueden ver muy fácilmente. Yo puedo conectarme al router de tu casa con mi portátil
y ver todo el tráfico de tu red, utilizando simplemente uno de los muchos programitas
de monitorización de redes, que se pueden bajar gratis. Vería los datos que envías a
las páginas web y los que ellas te devuelven, o sea, lo que te muestran en la pantalla.
En otras palabras, podría descubrir las contraseñas que envías —anunció, denotando
gravedad—. Y los datos viajan por la compañía que te suministra el ADSL, con lo que
también allí podría haber alguien aburrido mirando esa información, lo mismo que en
las oficinas de a quien sea que pertenezca la página web. ¿Quién te asegura que en el
departamento de informática de tu banco no hay un becario, aprendiz de pirata,
monitorizando el tráfico de la red para coger las contraseñas de los clientes? —La
miró y ella le devolvió la mirada, encogiéndose de hombros—. Por eso la
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información sensible, por ejemplo una contraseña, no viaja por la red tal cual la
escribimos; va cifrada, codificada… o como quieras llamarlo. Nosotros solemos decir
«encriptada», pero esa palabra viene del inglés y no existe en castellano, como
muchas otras que usamos los informáticos.
—Vale, eso es muy bonito, va codificada y tal, pero a mí me suena a chino. ¿Eso
es lo del código binario?
—No —se apresuró Marcos a corregirla, esbozando una vaga sonrisa y ahogando
una carcajada para que no se sintiera ofendida—. Todo lo que se envía o recibe en un
ordenador es binario, es decir, son ceros y unos, y cada uno se llama bit. Los bits,
para que sea más cómodo manejarlos, se agrupan en bytes, kilobytes, etc., que seguro
que has visto en un montón de sitios. Cada letra, número, color de un píxel, etcétera,
tiene su correspondencia. Por ejemplo, la letra «a» es el… —se detuvo, mirando al
cielo, calculando— 01100001, si no me equivoco, y así es como se transmite por la
red.
Lorena parecía aún más confusa.
—Pero ¿por los cables no va electricidad? ¿Cómo van a ir ceros y unos? —
protestó.
—Sí, tienes razón. Es una interpretación de la señal eléctrica, de los cambios en el
voltaje en ciertos momentos sincronizados. Justo en esos instantes, si la onda pasa de
un voltaje bajo a uno alto se considera un uno, y de uno alto a uno bajo es un cero.
Esta interpretación la hacen dispositivos hardware, por ejemplo la tarjeta de red de un
ordenador.
Lorena emitió un gemido abriendo la boca, comprendiendo.
Marcos estuvo unos segundos callado, pensando algún ejemplo para explicarle a
Lorena la criptografía o cifrado de los datos. Ella no decía nada, por lo que asumía
que, o bien había desconectado o bien estaba dándole vueltas a la cabeza intentando
asimilarlo. Marcos la consideraba más inteligente que él, pero para los asuntos que no
eran de su predilección exteriorizaba escaso entusiasmo y aportaba una limitada
disposición.
—Para que lo entiendas, una forma fácil de codificar, por ejemplo, una
contraseña, podría ser darle la vuelta al orden de las letras. Si tu contraseña es
«amapola», tu ordenador enviaría por la red, en binario, claro, «alopama». Así los
fisgones que pudiera haber por el camino no verían la contraseña correcta.
Obviamente, el destinatario de la contraseña, por ejemplo el ordenador del banco,
tendrá que saber que la contraseña va cifrada, y cómo, para así darle la vuelta a las
letras y usarla para la validación.
Ella hizo un tímido ademán de asentimiento, pero no despejó las dudas de Marcos
de si le estaba siguiendo o no.
—El mecanismo —continuó él—, que nunca es tan simple como ese, se llama
algoritmo de cifrado, y seguro que has oído hablar de algunos, como las claves WEP,
WPA, etc., que se usan para el caso particular de la comunicación entre el router, que
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cifra los datos antes de enviarlos por wifi, y el ordenador que los recibe y los descifra,
o viceversa.
Lorena ya suspiraba, pero Marcos se sentía en su salsa, disfrutaba explicando un
tema que le apasionaba, aunque tuviera que simplificar aspectos, soslayando detalles
técnicos y alejándose a veces de la realidad.
—Para que tanto el que cifra los datos que se envían como el que descifra los
datos recibidos usen el mismo tipo de codificación y puedan entenderse, se usan
protocolos o infraestructuras complejas. Todo eso hay que programarlo, ya sea en una
página web, en el servidor del banco que recibe las peticiones o en el router. Con
esos asuntos hemos estado trabajando hasta ahora.
Lorena volvió a apoyar la cabeza sobre su hombro y le cogió del brazo con las
dos manos, acurrucándose. Había caído el sol y empezaba a refrescar.
—Vaya, no pensaba que fuera tan complicado —dijo con voz adormecida.
Marcos lo achacó al cansancio, no creía estar aburriéndola, o al menos no lo
esperaba, pero ya albergaba dudas. Quedó pensativa unos segundos—. Pero ahora sí
que no veo por ningún lado la relación de tu curro con el proyecto nuevo.
—En parte estoy de acuerdo, no tiene mucho que ver; al menos hasta que nos den
más detalles en la reunión… —Se encogió de hombros—. Supongo que los de esta
empresa creen que existe un algoritmo de codificación que permite entender las
señales eléctricas de las neuronas. Eso es lo que tendremos que averiguar, usando la
informática y lo que sabemos de criptografía; en otras palabras, intentar decodificar
las ondas del cerebro para poder entenderlas: asociarlas a movimientos, reacciones,
estímulos…
Estuvieron un rato más sentados en el banco. Marcos se dio cuenta de que habían
hablado demasiado de él y de su trabajo, de modo que se interesó por sus clases, que
estaban tocando a su fin para dar paso a los exámenes de junio. Luego, como de
costumbre, poco antes de la hora de cenar la acompañó a su casa —un largo paseo
hasta la zona de Santo Domingo— y se despidieron cariñosamente, antes de doblar la
esquina de la calle donde se hallaba el chalé de sus padres.
Marcos caminó durante otro cuarto de hora hasta su casa, también en Alcorcón,
pero más céntrica que la de Lorena, en un barrio humilde. Escuchó por el camino,
como de costumbre, la música de su reproductor de mp3, aunque no prestaba mucha
atención porque iba embelesado, haciendo cábalas sobre lo que le depararía el
destino.
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Eusebio Riol apareció a los pocos minutos y les saludó amistosamente. Era calvo
completamente, aunque probablemente se rapaba al cero. No se dejaba barba ni otros
vellos faciales, tenía la nariz prominente y la cabeza pequeña. De estatura mediana y
constitución menuda, delgado y de unos cuarenta años de edad, podría pasar por tener
muchos otros oficios antes que el de jefe de un departamento de científicos.
A continuación firmó algo en el ventanuco del vigilante y les pidió que le
acompañaran. Se dirigió con prisa a lo que parecía la puerta principal del edificio de
oficinas, seguido de Marcos y Germán, que iban en silencio, observando con
expectación. Entraron en un amplio recibidor con algunos sofás de cuero en los
laterales y con un mostrador al fondo, tras el cual se hallaba sentada una atractiva
secretaria, mirando un monitor. El señor Riol la saludó lacónicamente y continuó su
acelerado camino por una puerta ubicada al fondo de la antesala. Germán lanzó una
mirada a Marcos, levantándole las cejas y sonriendo, haciendo clara referencia a la
secretaria. Marcos le correspondió con un sutil gesto con los labios, simulando un
soplido, sintiéndose algo incómodo por si Eusebio se volvía y captaba su poco
profesional conducta.
Prosiguieron por un pasillo largo, de techo alto, que iba dejando puertas dobles a
izquierda y derecha según avanzaban. Algunas tenían, en la pared junto a ellas, un
dispositivo con teclado, probablemente para introducir un código y poder acceder. De
una de ellas salió una chica, justo cuando pasaban, y antes de que se cerrara Marcos
atisbó en el interior una sala grande, con unos veinte puestos con ordenadores, la
mayoría ocupados. Luego pasaron los baños y una sala de descanso con mesitas y
máquinas expendedoras. Entonces Eusebio se desvió y les guio por otro pasillo que
salía a mano izquierda, en el que las puertas que iban dejando atrás eran normales, de
hoja simple, y en muchas se leía un nombre sobre ellas. Marcos se figuró que se
trataba de despachos de jefes o directivos, mientras que las grandes salas de antes
serían para tareas administrativas, comerciales o de informática.
Finalmente arribaron a lo que era sin duda una sala de reuniones. En el centro se
hallaba una mesa grande, rectangular, con unas diez o doce sillas de oficina
dispuestas alrededor, tal vez más. Encima de la mesa había un teléfono, un proyector
y un par de cables de red sin conectar que salían de un agujero en el centro de la
mesa. En la pared colgaba una pantalla blanca enrollable, donde se proyectaría la
imagen. Eusebio les indicó que se sentaran donde quisieran, que iba a avisar al resto
del equipo y volvería enseguida.
A los pocos minutos entró de nuevo con un portátil y acompañado de un hombre
de avanzada edad, que vestía traje completo y corbata. Se lo presentaron como
Fernando Lara, responsable del Área de Investigación en Neurociencia, y por tanto
jefe directo de Eusebio Riol. Declaró que solo se había acercado a conocerles y
saludarles, y les deseó suerte en el proyecto. Ya se disponía a marcharse cuando
entraron una señora de mediana edad y dos chicas jóvenes, ataviadas con batas
blancas, que charlaban efusivamente, pero parecieron algo cortadas y sorprendidas al
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ver al señor Lara en la sala, y en seguida bajaron el tono. A Marcos le dio la
impresión de que bajo la fachada de afabilidad que irradiaba el viejo se ocultaba una
personalidad autoritaria y expeditiva. Cuando este se hubo ido, Eusebio hizo las
presentaciones. La mayor era Claudia Martín, jefa del laboratorio de neurobiología, y
las otras dos se llamaban Paula y Sonia, y se infería que trabajaban con ella.
La sala se fue llenando poco a poco, mientras Eusebio trajinaba con su ordenador
portátil y el proyector, ajustando la imagen para que se visionara centrada y nítida.
Como estaba atareado no les presentó a ninguno de los que hacían acto de presencia,
aduciendo que lo haría cuando estuvieran todos reunidos. Ya parecía que no acudiría
nadie más y Marcos se preguntaba a qué esperaba Eusebio para comenzar, cuando
entró un tipo de unos treinta y tantos años, que saludó secamente y tomó asiento
apoltronándose con dejadez, sin mirar a nadie en particular, como si aquello lo
considerara una pérdida de tiempo. Usaba gafas, vestía una camisa blanca y
pantalones vaqueros, y calzaba unos zapatos viejos. Aunque aún quedaban un par de
sillas vacías, debía de ser el último, porque Eusebio se levantó y cerró la puerta.
—Bueno, ya estamos todos —dijo mientras se sentaba—. No os voy a entretener
mucho. Están aquí Marcos Soriano y Germán Guerra —les señaló con la mano,
primero a uno y luego al otro—, que se van a incorporar al proyecto en los próximos
días. Ya sabéis algunos que son informáticos con experiencia en criptografía y van a
colaborar con nosotros desde su empresa, Kryticos. El objetivo de esta reunión es que
ellos os conozcan también a vosotros, además de explicarles lo que hacemos, lo que
hemos conseguido y las metas que tenemos fijadas. Después Claudia nos hará una
pequeña demostración en el laboratorio, pero ya no hace falta que asistáis todos —
puntualizó con resentimiento, y Marcos tuvo la sensación de que dirigía una mirada
al tipo desagradable que había entrado en último lugar.
En los siguientes minutos se fueron presentando uno por uno y explicando
brevemente lo que hacían. Marcos quedó asombrado por las altas cualificaciones que
ostentaban. En general, eran auténticos profesionales; había biólogos, científicos y
expertos en diversas especialidades médicas como neurología, neurociencia y otras
palabras raras que mencionaban como si para ellos fuera el pan de cada día. El
contraste con sus compañeros de la oficina era significativo: en Kryticos había unos
cuantos ingenieros informáticos, como ellos, pero la mayoría carecían de estudios
superiores. Muchos habían realizado algún tipo de formación profesional o un máster
en programación; otros eran intrusos de carreras que no tenían nada que ver con la
informática y que, en vista de la falta de oportunidades en su profesión, habían
optado por hacer algún curso en alguna materia técnica. Eso no significaba nada,
Marcos había tenido la oportunidad de comprobar que, a menudo, los menos
cualificados trabajaban igual o mejor que los titulados, que tendían a acomodarse;
pero constituían una mano de obra más económica, y eso revelaba que en Synphalabs
no reparaban en gastos a la hora de formar los equipos de trabajo.
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La reunión no había hecho más que empezar y Germán ya había reprimido un par
de bostezos. Presentía que iba a ser larga y tediosa, aunque había algo que iluminaba
el sombrío presente, o más bien alguien. Cautivado por Sonia, no había prestado
apenas atención a las presentaciones personales de los científicos. Era una chica de
pelo castaño, bajita, de poco más de veinte años; con seguridad, la más joven de la
sala. Le había atraído desde que entró, más que nada por su cara; era de rasgos
simétricos y redondeados, risueña y angelical. Del resto poco se podía intuir bajo la
bata blanca. Apenas intervino en la reunión porque fue su jefa, Claudia, la que
presentó a los miembros de su grupo. Al parecer Sonia era veterinaria y se encargaba
de diversas funciones, pero Germán solo sacó en claro que se hallaba al cuidado de
los animales que se usaban en los experimentos.
Había un equipo de cuatro treintañeros que se declararon los responsables de
configurar y operar con los equipos y el material tecnológico, desde los electrodos y
las conexiones con las máquinas de lectura neuroeléctrica, a los ordenadores para
capturar y procesar los datos. Se habían sentado juntos y durante la reunión los tres
hacían comentarios y se reían disimuladamente, dándole la sensación a Germán de
que estaban compenetrados y se llevaban bien. El tipo arisco que había entrado el
último, constituía el cuarto miembro del equipo y se encargaba del programa
informático para capturar los datos de los equipos de medición neuroeléctrica.
Marcos y Germán se miraron apesadumbrados cuando Eusebio anunció que sería él,
que se llamaba Carlos, con el que tendrían que trabajar y comunicarse más a menudo.
—Deberéis conocer el formato de los datos de las señales eléctricas cerebrales tal
y como os lo presente el software de Carlos —explicaba Eusebio—. Así podréis
procesar esa información y usarla en el programa que desarrollaréis para el tema de la
decodificación.
A continuación dio paso a la presentación por diapositivas que llevaba en su
portátil, proyectando la imagen en la pantalla de la pared. A modo de introducción,
informó de las dos formas de obtener las señales eléctricas cerebrales. El método
invasivo consistía en introducir los electrodos o sensores directamente en la materia
gris, mediante neurocirugía. Se conseguían señales de la más alta calidad, pero el
principal inconveniente era que el cuerpo podía reaccionar al objeto extraño
generando tejido cicatrizante y debilitando la señal. En cambio, el método no
invasivo consistía en situar los electrodos directamente sobre la piel o el cuero
cabelludo. A este tipo pertenecía la electroencefalografía. Producía señales de poca
calidad, al tener estas que traspasar el tejido óseo del cráneo, que dispersa las ondas
electromagnéticas de las neuronas. Además, era difícil saber el área del cerebro o
zonas neuronales concretas donde se habían originado.
—A pesar de los inconvenientes —apuntaba Eusebio—, esta última técnica es la
más apropiada con humanos. Es fácil de preparar y montar, y obviamente a nadie le
agrada que le taladren el cráneo, y menos aún que le hurguen en los sesos pinchando
electrodos. —Esbozó una sonrisa y se oyeron algunas risas en la sala—. Pero eso no
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significa que los otros tipos de experimentos, más invasivos, sean exclusivos de los
ratones. Si por accidente perdieseis la vista o la movilidad de las piernas, ¿no estaríais
dispuestos a asumir un cierto riesgo? —Se detuvo y miró alrededor, buscando
respuestas. Pudo ver algunos rostros con expresiones reticentes al supuesto de ser
usados como conejillos de indias, y otros que asentían con la cabeza—. Pues dejad
que os diga que hay largas listas de espera en las instituciones que investigan en este
campo, ya sean públicas o privadas, y que hay gente dispuesta incluso a pagar
grandes cantidades para financiar los experimentos.
Pulsó alguna tecla y apareció en la pantalla un diagrama con una línea de tiempo.
Sobre ella se señalaban los avances más significativos, lo que se había investigado y
conseguido hasta el momento globalmente, sobre todo por parte de universidades.
—Ya en los ochenta —señaló con el puntero del ratón uno de los textos—, en la
Universidad Johns Hopkins, utilizando macacos, encontraron una relación
matemática entre la dirección en que estos monos movían los brazos y las respuestas
eléctricas de las neuronas de la corteza motora.
Les explicó que el físico brasileño Miguel Nicolelis propuso aplicar múltiples
electrodos extendidos por un área concreta del cerebro, lo cual significaba toda una
innovación. De esa manera capturaba las señales de conjuntos neuronales, reduciendo
la variabilidad de electrodos sueltos. Experimentó primero con ratas en los noventa,
después con monos, en los que se implantaban hileras de electrodos en el cerebro,
para captar la intención motora. Mientras el animal jugaba con un ordenador,
manejando un mando, se decodificaban las señales de cientos de neuronas de la
corteza cerebral, y se reproducían los movimientos en un brazo robótico.
—Por otro lado —seguía Eusebio Riol, entusiasmado—, como sabréis la mayoría,
el tálamo es una estructura situada en el centro del cerebro que recibe los estímulos
sensoriales. Pues en la Universidad de California, Berkeley, en 1999, experimentaron
con gatos, implantándoles hileras de electrodos en el tálamo. Exactamente las
colocaron en el cuerpo geniculado lateral, siendo el objetivo las 177 células que
decodifican las señales que llegan de la retina.
Hizo una pausa y miró dubitativo a Germán y a Marcos, y después al grupo de
técnicos, que estarían de igual manera poco familiarizados con los términos
anatómicos. Claudia, como si le estuviera leyendo la mente, intervino.
—Para que entendáis lo de antes de métodos invasivos o no —aclaró la jefa de
laboratorio, con buena disposición—, este experimento con gatos fue clara y
necesariamente invasivo. Sería imposible capturar los impulsos de esas neuronas
concretas usando solo electrodos pegados a la piel. Tened en cuenta que hay billones
de neuronas; los electrodos situados tan lejos captarían la suma de señales eléctricas
de miles de ellas. Para complicarlo todavía más, solo se reciben los impulsos de
aquellas neuronas con una orientación espacial similar. Si no están alineados los
iones, no emiten ondulaciones que puedan ser detectadas.
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—Gracias, Claudia —la interrumpió Eusebio, tal vez temiendo que se embrollara
y se alargara todavía más la explicación. A Germán, sin embargo, le hubiera gustado
que continuara hablando la mujer, que se dirigía a ellos con amabilidad, como un
anfitrión ante sus invitados—. Después los chicos de Berkeley mostraron a los gatos
una serie de películas, mientras grababan las señales recibidas en los electrodos, las
que provenían de la retina. Tras un concienzudo trabajo de análisis, utilizando filtros
matemáticos, decodificaron las señales y generaron secuencias de imágenes
reconocibles de los vídeos que les habían mostrado.
Germán quedó sorprendido, no imaginaba que se hubiera llegado tan lejos en la
interpretación de las ondas cerebrales. Los movimientos de los monos, lo que ven los
gatos… Desde el principio había pensado que lo que iban a hacer era más ciencia
ficción que realidad, pero en vista de lo que estaban exponiendo, su trabajo no iba a
suponer más que un granito de arena en una larga carrera de investigación.
Comenzaba a sentir más interés, quizá inducido por la curiosidad de saber cuál sería
su cometido final.
—Las primeras experiencias de utilidad en humanos comenzaron a llegar —
proseguía Eusebio Riol, pasando a la siguiente diapositiva—. En la misma línea que
la percepción visual de los gatos, el investigador biomédico William Dobelle trabajó
para devolver la visibilidad a pacientes voluntarios ciegos. Desarrolló un dispositivo
que grababa el campo visual situado frente al paciente, con una cámara camuflada en
las gafas, y la imagen se codificaba en señales eléctricas hasta la corteza visual del
paciente, donde llevaba implantados una serie de electrodos. Consiguieron ver formas
vagas a modo de puntos blancos sobre un fondo negro. —Miró a Germán y a Marcos,
como si aquel resultado en particular debiera impresionarles—. Observad que aquí el
proceso es el inverso al del experimento con los gatos. Antes eran las señales
cerebrales de lo que veían los gatos las que se decodificaban para obtener unas
imágenes en una pantalla; ahora son las imágenes que capta una cámara las que se
codifican en señales neuronales, y se dirigen a los electrodos del cerebro para
provocar la sensación de visión al paciente.
Germán advirtió la cara de asombro de Marcos. Sin duda, imbuido de la pasión de
Eusebio, estaba disfrutando más que él, impaciente y deseando que fuera al grano, o
que les mostrasen algo tangible en el laboratorio. Eusebio enfocó su mirada hacia
ellos con una sonrisa, e hizo un amago de abrir la boca, como para preguntar algo,
pero se arrepintió y volvió a fijarse en el ordenador.
—Si algo no lo entendéis, luego en el laboratorio, con un caso real, se resolverán
las dudas —dijo sin levantar la mirada, y sin darle más vueltas pasó a la siguiente
página.
Germán pensó que Eusebio seguramente había sopesado plantearles alguna
cuestión, para ver si lo seguían, pero se había echado atrás, temiendo quizá una
respuesta que revelara que no se estaban enterando de nada. Los infravaloraba si era
así, tampoco era una materia tan complicada; pero no se lo tomó a mal, estaba
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acostumbrado a quienes pensaban que los informáticos solo sabían de ordenadores y
aparatos electrónicos.
—Con respecto a los experimentos para decodificar las señales de los
movimientos motores, en el año 1999 investigadores de la Universidad Case Western
Reserve, utilizaron una red de 64 electrodos aplicados en la piel y el cuero cabelludo
de Jim Jatich, un hombre tetrapléjico. —Dejó de leer en la pantalla y miró
aleatoriamente algunas caras—. Observad que esto fue mediante encefalografía, es
decir, todo va por fuera, no es invasivo, o no le abrieron la cabeza, como prefiráis
llamarlo. —Volvió al guión—. Se logró devolverle movimiento limitado a una mano.
Una computadora recibía las señales y actuaba sobre varios estimuladores de los
músculos, pegados a ellos, enviando corriente eléctrica para mover la extremidad.
—Creo recordar —recalcó Claudia, provocando que las cabezas de los reunidos
se girasen hacia ella— que el estimulador sí que iba implantado bajo la piel de la
mano, pegado a cada músculo, lo cual sería algo invasivo —corrigió—, pero mejor
eso que tener una mano robótica de plástico.
Eusebio pasó a la siguiente imagen, mirando el reloj. Daba la sensación de que se
estaba alargando demasiado y Germán atisbó algunos rostros de aburrimiento,
especialmente entre los miembros de la rama médica, que ya conocerían esos datos
históricos. Apenas comentó Eusebio escuetamente una diapositiva que no debió de
parecerle muy significativa y volvió a avanzar. Había decidido apresurarse, para
alivio de Germán.
Después Eusebio procedió a explicar a lo que se dedicaba su grupo en
Synphalabs, tanto lo que habían conseguido hasta entonces como las tareas actuales.
Llevaban varias investigaciones en paralelo. Por un lado, desde hacía ya algunos
años, utilizando ratones de laboratorio, habían avanzado bastante en la interpretación
de las señales del lóbulo frontal para asociarlas a los movimientos de los animales.
Los electrodos se implantaban directamente en la materia gris.
Más recientemente, habían empezado a aplicar los conocimientos sobre las
señales de intención motora en experimentos con monos, logrando éxitos relativos a
la hora de decodificarlas. De cara a una futura aplicación en humanos, procuraron
dejar de lado los implantes de los sensores —la cirugía invasiva—, para avanzar en
electroencefalografía —inofensivos electrodos pegados a la piel, alrededor de la
cabeza—. Sin embargo, no lograban la calidad de las señales más apropiada, por lo
que continuaron investigando con ambos métodos en paralelo. Consiguieron traducir,
en los monos, las señales cerebrales ligadas a ciertos movimientos de varios
músculos, permitiéndoles ya plantearse utilizarlo en humanos a medio plazo.
Germán observó a su compañero de reojo. Marcos había escuchado desde el
principio con interés y atención, pero empezaba a dar síntomas de cansancio. Excepto
el grupo de técnicos, que a duras penas disimulaba su aburrimiento, los demás
miembros del departamento parecían aún interesados y comentaban algo en voz baja;
se sentían partícipes de lo que estaba contando el jefe. El tal Carlos, sin embargo, no
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se molestaba en esconder su disgusto por tener que escuchar la charla. Daba la
impresión de que, o bien ya sabía todo eso, o no le interesaba en absoluto. Miraba el
reloj constantemente y su gesto no se inmutaba cuando Eusebio hacía un comentario
gracioso o preguntaba algo a la audiencia. Sonia, en cambio, disfrutaba
ostensiblemente de la exposición, intercambiando gestos con Claudia o con Paula,
señalando algo en la pantalla del proyector, o riendo. Germán consideró que cuando
sonreía era aún más hermosa. Se le marcaban los hoyuelos de las mejillas y le
refulgía un brillo especial en los ojos. En una ocasión en que estaba observándola,
embobado, giró ella la cabeza de forma inesperada y lo cogió de improviso;
ruborizado, tuvo que desviar la mirada rápidamente hacia la pantalla.
Concluyó la exposición y surgieron varias preguntas seguidas de las respectivas
aclaraciones de Eusebio, además de alguna corrección por parte de Claudia y otros
miembros de peso en el departamento, que quisieron puntualizar o matizar algo. Lo
que llamó más la atención a Germán fue el comentario de una mujer, que no
recordaba cómo se llamaba, pero a la que se referían ocasionalmente como «la
doctora».
Era la supervisora de uno de los proyectos, relacionado con el estudio de las
señales neuronales en la actividad motora. Anunció con orgullo que habían llegado a
un acuerdo con un centro de rehabilitación de diferentes lesiones, generalmente
medulares y traumáticas, para que les proporcionasen voluntarios, de cara a
desarrollar posibles soluciones y comercializarlas. Eusebio asentía con la cabeza,
dando la impresión de que estaba al corriente. Germán observó que la doctora no
miraba apenas al francés, como si quisiera que los demás se enteraran, y por el matiz
de soberbia en su voz pensó que lo hacía más por alardear de las evoluciones de su
proyecto, que por querer simplemente compartir la información.
La doctora añadió, cambiando la entonación y dirigiéndose a Eusebio, como si lo
importante viniese entonces, que había un antiguo paciente que había perdido el
brazo en un accidente de moto, hacía algunos años, y que se había puesto en contacto
con ella. Según contó, en cuanto ese hombre vio el folleto en la mesa de la recepción
del centro, no lo dudó y llamó a Synphalabs para informarse y apuntarse en la lista de
voluntarios. Cuando le dijeron que había que esperar aún un tiempo, que la
investigación no se hallaba todavía en fase de pruebas con personas, reaccionó
pidiendo hablar con quien estuviera al cargo. Intentaron darle largas, pero insistió y
finalmente le atendió la propia doctora. Al parecer, declaró que estaba dispuesto a
invertir una buena cantidad de dinero con tal de tener otra vez un brazo útil, aunque
se tratara de una prótesis artificial.
—Le tomé los datos y le dije que lo consultaría —terminó la doctora, una mujer
de unos cincuenta años, pelo rubio de bote y rizado a la altura de los hombros, de
cuerpo algo rechoncho—, pero que no le aseguraba nada. En cualquier caso se negó a
someterse a experimentos invasivos, cuando le comenté esa posibilidad para acelerar
la investigación.
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—Aunque hubiera aceptado —intervino Eusebio, negando con la cabeza—, no
nos podemos arriesgar aún a introducir electrodos en el cerebro de personas. Nos
falta infraestructura y experiencia. Si hubiese un accidente o algo fuese mal, la
imagen de la empresa quedaría por los suelos —remarcó, haciendo una pausa, para a
continuación adoptar un tono desdeñoso—. Y voluntarios para pegarse simplemente
cables en la cabeza tenemos a montones en la lista, preparados y a la espera de que
termine la fase de los monos. Seguro que más de uno está dispuesto a financiar el
tratamiento, así que no veo qué diferencia supone ese hombre.
—La diferencia es que la cifra de la que me habló equivale a dos años del
presupuesto del departamento —terminó ella, altiva, algo ofendida por el rechazo de
Eusebio.
A Eusebio se le vio impresionado, pero logró recomponerse.
—Bien, gracias Conchi, sin duda es una cantidad importante. Lo consultaré con la
dirección —atajó Eusebio el tema, como si no le gustara que se discutiera ese asunto
tan abiertamente, delante incluso de externos a Synphalabs—. Por el momento
Synphalabs se limitará a publicar la lista de inscripción para captar más voluntarios,
pero no se iniciarán pruebas con nadie. Solo se les informará de los avances en la
investigación, a la espera de adquirir los conocimientos necesarios para pasar a la
fase siguiente; entonces decidiremos quiénes son los más convenientes de la lista.
Conchi, que así se llamaba la doctora, no pareció darse por vencida con tan
adversa respuesta e insistió.
—La inversión económica agradará al señor Lara y a los de arriba —replicó con
determinación—. Ten en cuenta que la investigación va algo retrasada y no vamos a
obtener beneficios a corto plazo. Por supuesto, no se interrumpirían los experimentos
con monos; gracias a ellos se consiguen decodificar nuevos movimientos e impulsos.
Pero en paralelo se abriría otra línea de investigación con este hombre, intentando
aplicar lo que se ha descubierto en los monos con las pruebas con cirugía. A él se le
harían simples e inofensivas pruebas de electroencefalografía, y del barullo de ondas
que se capturen buscaremos las que sabemos que son las buenas para cada
movimiento, gracias a los experimentos con animales.
Eusebio se disponía a frenarla, pero ella continuó, superponiendo su irritante voz.
—Claro que primero habría que entrevistar a este señor, ver si su caso concreto
nos vale, y si se sigue adelante negociar unas condiciones favorables. Todo debe estar
por escrito, para cubrirnos las espaldas por si no consiguiéramos el objetivo.
Germán encontraba divertido el enfrentamiento. No solo ella ignoraba las
negativas, sino que ya planificaba los pasos a dar para admitir a esa persona. Se le
antojó que esa tal Conchi no llevaba bien tener a Eusebio por encima. Apostaría a que
en el departamento, los rifirrafes por los ascensos, las intrigas, envidias, y
adulaciones al viejo señor Lara, serían frecuentes. Observó que Eusebio se tocaba a
menudo el nudo de la corbata, síntoma de que se sentía un poco incómodo. Además,
tenía pinta de que se la había puesto exclusivamente para la reunión, porque ni
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siquiera la lucía el día que lo conocieron, en las oficinas de Kryticos. Podría estar
intentando compensar un sentimiento de falta de autoridad dentro de su grupo,
llevando algo distintivo. Autoridad que estaba siendo pisoteada por esa mujer.
Eusebio, al límite de su paciencia, volvió a agradecer a Conchi su aportación y
reiteró que estudiarían el caso en privado y con Fernando, haciendo referencia al
señor Lara, el hombre mayor que había entrado a saludar al principio de la reunión.
Despidió a buena parte de la audiencia, instándoles a seguir con su trabajo,
porque a continuación iban a efectuar una pequeña demostración en el laboratorio
para los dos jóvenes nuevos.
Salieron del edificio principal y atravesaron un camino de piedra en mitad de una
zona ajardinada, que se dirigía a una de las naves. La fachada era también de
aluminio ondulado y carecía de ventanas. Se alzaba hasta una altura suficiente como
para tener dos plantas, pero cuando entraron vieron que consistía en un solo piso, con
el techo muy alto. Un pasillo discurría por el centro de la nave, dejando salas a ambos
lados, separadas por elevados tabiques modulares blancos, prefabricados. Algunas
tenían la puerta abierta y se divisaba personal con bata, manipulando aparatos
colocados sobre mesas largas, dispuestas en filas paralelas. Otras salas estaban
delimitadas por altas cristaleras, y desde el pasillo se podía curiosear y observar a
gente rodeada de probetas, matraces, pipetas y otros artículos de laboratorio; aunque
muchos otros trabajadores operaban con ordenadores y grandes máquinas de aspecto
extraño, con cables por todos lados, y algunos no llevaban ni bata ni mascarilla.
—No os preocupéis por el mono —advertía la joven Sonia a Marcos y a Germán,
mientras recorrían el pasillo—. Cuando lo veáis, atado y con la cabeza rodeada de
cables, os va a dar lástima, pero no le causan ningún dolor, y solo los mantenemos en
esa posición mientras dura el experimento. Tienen que estar sujetos porque si no se
quitarían los electrodos con las manos.
—Al menos a este no le tenéis que meter en el cerebro los electrodos, ¿no? —
contestó Germán, anticipándose a Marcos, ávido de intercambiar algunas palabras
con la deslumbrante veterinaria.
—Claro, es un test de encefalografía, va todo por fuera. Los otros, aunque son los
más habituales con los monos, llevan más tiempo de preparar, demasiado como para
enseñároslo en una mañana. Hay que hacer una intervención quirúrgica para colocar
los sensores, con el animal sedado, por supuesto. Pero aun así, suena más traumático
de lo que es, lo que se introduce es un chip minúsculo, yo misma los he visto.
Giraron y siguieron por un pasillo más estrecho. Sonia se adelantó a preguntar
algo a Claudia, su jefa, que iba en cabeza con Eusebio, y Germán quedó detrás, con
Marcos. Observaba cómo se contoneaba, tratando de vislumbrar el perfil de su figura
bajo la bata, cuando entraron a una sala no muy grande, pero bien iluminada
artificialmente y atestada de equipos y pantallas. Sonia abrió un cajón con llave y
cogió una especie de maletín de artilugios electrónicos, y volvió a salir de la
habitación.
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—Ahora Sonia preparará y traerá al animal. Mientras esperamos os enseño un
poco las máquinas. Pasad por aquí —les emplazó Claudia, atrayéndolos hacia un
lateral de la sala.
A lo largo de toda la pared había una mesa blanca, o más bien muchos tableros
adyacentes, y sobre ellos se ubicaban varios monitores de diversos tamaños y
ordenadores no convencionales. Eran más voluminosos que un PC normal, y algunos
tenían botoncitos y pequeñas pantallas incorporadas en la caja. Por detrás, una
madeja de cables ocupaba buena parte de la mesa, formando una gruesa hilera pegada
a la pared y con varias bifurcaciones a la altura de cada equipo.
Claudia les contó que la primera máquina de las mesas, empezando por la
izquierda, consistía en un dispositivo que recibía directamente las señales eléctricas,
tal cual salían de los electrodos; es decir, la actividad neuronal. Señaló a otros
equipos que cumplían funciones como amplificar la señal o reducir el ruido. El
funcionamiento era en cadena, pasando la señal secuencialmente de unos elementos a
otros, y finalmente las ondas eran transmitidas al computador central, al que había
conectados dos monitores LCD de tamaño normal, y un ratón y un teclado estándar.
Allí era donde se monitorizaban, procesaban y almacenaban las señales en un formato
digital inteligible.
Entró Sonia en la sala empujando una especie de pupitre con ruedas, de madera
blanca, en el que iba sentado un chimpancé. Se asemejaba al tacatá de un niño, pero
algo más grande y con dos tableros horizontales. Uno inferior, donde el mono podía
apoyarse para dibujar, y le quedaba espacio para mover los brazos y manos; y otro
superior, con un agujero en medio por donde pasaba el cuello del animal. Así, se
recluía la cabeza en el plano superior y con los brazos no tenía acceso a rascarse o
tocarse la cabeza. En distintos puntos de esta, que parecía casi completamente
afeitada, había unas formas circulares de plástico, pequeñas como lentejas, sujetas
con esparadrapo o algún tipo de cinta adhesiva. El pecho del simio estaba sujeto al
respaldo por unas correas dispuestas como si se tratara de un arnés de paracaidista.
Llevaba los miembros superiores e inferiores sueltos. Parecía relajado, como si
aquello fuese habitual y no experimentase ya ningún temor.
Sonia aclaró sucintamente lo que Germán ya había imaginado: que las pastillitas
pegadas a la pelada cabeza eran los sensores o electrodos. Les habló de las zonas del
cerebro más cercanas a cada sensor, todas ellas pertenecientes al área motora
primaria, en el lóbulo central. De cada uno de los electrodos nacía un cable de
mínimo grosor, y todos ellos se reunían en un aparatito, del tamaño de un mechero,
que le colgaba al mono por detrás, a la altura de la nuca, y que se conectaba por un
largo cable al primer computador.
Claudia, que observaba atenta y satisfecha a su subalterna, puntualizó a su vez
que, normalmente, para los experimentos y pruebas ordinarias, se solía introducir al
sujeto en una estructura de Farady: una caja cerrada de metal o cualquier otro
material conductor. Esta caja bloquearía los campos eléctricos externos —creados,
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por ejemplo, por teléfonos móviles o por los cables de alimentación de los aparatos
eléctricos de la sala—, impidiéndoles así causar interferencias e introducir ruido
electromagnético en las ondas capturadas en los electrodos. Como en este caso se
trataba solo de una demostración, lo ignorarían para simplificar la prueba.
Un joven que había estado también presente en la reunión, entró y se sentó en el
puesto más cercano a la máquina provista de los dos monitores. Movió un ratón, y
una de las pantallas, que se había exhibido negra, en modo de ahorro de energía,
cobró vida. Tecleó algo en una ventanita que albergaba una consola de comandos y
súbitamente empezaron a aparecer líneas que subían una tras otra. Claudia les dijo
que estaba arrancando el software de procesamiento de las señales en las diferentes
máquinas.
—Ahora fijaos en el osciloscopio —dijo Claudia, señalando un aparato de
aspecto antiguo, con una pantalla en la que se veían líneas verdes sin sentido y
rodeado de botones y ruletas—. Este es analógico, de los de toda la vida, seguro que
los habéis usado en la universidad. Sirven para representar gráficamente una señal
eléctrica. Tenemos otro, digital, más moderno y con más funciones, pero nos está
costando integrarlo con el software más de lo esperado —se lamentó. El chico que se
había sentado frente a los monitores sonrió, sabiendo que se refería a él, e intuyendo
que su jefa le estaba mirando—. En la pantalla iremos viendo las ondas que se
reciben en cualquier electrodo, el que esté seleccionado en el programa de control, o
bien la suma de señales de un grupo de ellos. Por otro lado, tenemos este otro aparato,
el analizador vectorial de señales —señaló a otra máquina de la hilera de equipos de
la mesa, dotada de algunos botones, pero sin pantalla—, que captura la fase, amplitud
y frecuencia, fundamental para el análisis posterior y generación del espectrograma.
Germán observó a Marcos asentir con vivo interés, y él mismo estaba
impresionado por tal despliegue de tecnología. Eusebio parecía algo más distraído,
era evidente que aquello no era nuevo para él. Aun así, su rostro iluminado y sus
gestos continuos de afirmación denotaban que se sentía orgulloso del trabajo y los
logros de su equipo. El operador finalmente pulsó un botón en el osciloscopio y
apareció una línea verde con múltiples quiebros hacia arriba y hacia abajo, unos más
largos que otros, e iba cambiando rápidamente con el tiempo.
—La demostración va a consistir en provocar que el sujeto abra y cierre la mano.
La señal de las neuronas para este movimiento es de las más claras. Tenemos
localizado tanto el grupo de electrodos que recibe las señales neuronales, como los
cambios que se aprecian en la señal cuando el animal crea el impulso motor. Somos
capaces de distinguir además si el ejercicio se produce con la mano izquierda o la
derecha.
Claudia explicó que iban a seleccionar las señales de los sensores o electrodos de
cierta parte de la corteza motora, a los cuales nombró con una letra y un número, y el
operador los marcó en un programa en uno de los ordenadores. Al instante se
sustituyó la onda que se veía en el osciloscopio por otra diferente. Después hizo un
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gesto a Sonia para que procediera. Mientras esta iba a un armario y cogía una
manzana, Claudia indicó que ofrecerían al mono la fruta para provocar que abriese la
mano.
Sonia se acercó al simio y le ofreció la manzana por un lado, de forma que la
cogiera con la mano derecha. No tardó en agarrarla y llevársela a la boca, y al
momento el joven tecleó algo, supuestamente para detener la grabación de las señales
y comenzar algún tipo de procesamiento. Por lo que Claudia explicó, había que
esperar unos segundos a que la computadora generase el informe, según unos
parámetros que se le introducían. Para este caso concreto ya sabían qué señales
buscaban, y eso facilitaba las cosas. Las ondas que hacían mover la mano constaban
de frecuencias de entre 12 y 30 hertzios, y se denominaban ondas Beta. Gracias a eso
podían restringir la búsqueda, porque efectuarla en todo el espectro llevaría horas; si
introducían en el aparato un filtro con esos valores para la frecuencia, se obtendría en
poco tiempo un gráfico y todos los datos de la porción de señal deseada.
Claudia les invitó a que se acercaran a uno de los monitores. En él se desplegaban
varias gráficas, mostradas en varias filas una a continuación de la otra, cada una
parecida a lo que habían visto antes en el osciloscopio, pero detenidas y ampliadas
con gran nivel de detalle. En el eje inferior venía representado el tiempo, con una
escala de milisegundos. Claudia indicó al chico que se levantara, apoyando
suavemente la mano en su hombro y agradeciéndole la ayuda, y tomó su asiento. Les
dijo que cada una de las líneas quebradizas mostraba la señal eléctrica capturada en
un electrodo y su evolución con el tiempo. Con el ratón encuadró una extensión de
medio segundo.
—Este es justo el marco de tiempo en que el chimpancé estira el brazo, abre la
mano y la cierra para coger la manzana. Observad que aquí —señaló Claudia con el
ratón un punto en una de las gráficas—, comienza una secuencia de tres picos o
crestas que van creciendo en amplitud, seguidos de dos valles o picos inferiores de
escasa amplitud, y terminando con un nodo neutro, que no sobresale por arriba ni por
debajo de la línea de equilibrio. Pues bien, esos seis puntos en las ondas, que
constituyen un patrón particular, identifican la orden cerebral del movimiento de
apertura de la mano. Lo hemos repetido infinidad de veces, con diferentes monos, y
siempre se cumple. Os preguntaréis cómo hemos averiguado esto —dejó de hacer
indicaciones con el ratón y se levantó, satisfecha—. Gracias a las pruebas invasivas,
colocando los electrodos en puntos concretos de la corteza cerebral, donde intuimos
que se generan órdenes para iniciar movimientos. Se puede ver algo más claro, pero
aun así, son muchas horas de observación de las señales, comparando y cruzando
gráficas, escogiendo unos electrodos u otros de diferentes posiciones, variando los
filtros de frecuencias… Pero lo que sabemos es una mínima parte de lo que hay.
Probablemente la señal que identifica mover el brazo hacia adelante esté oculta en
esta sección, en estos picos —se agachó para señalar con el dedo, en el monitor, una
zona en la gráfica anterior a la que habían estudiado antes—, pero no está
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confirmado. Cuantos más músculos estén implicados en un movimiento, más difícil
es analizar e identificar las señales.
Germán apreció que Claudia, a pesar de rondar los cuarenta, se mantenía atractiva
y juvenil. Llevaba el pelo largo y castaño; tenía la piel bastante morena, con un matiz
un tanto artificial, probablemente fruto de rayos UVA. Era alta y, por lo poco que la
bata no ocultaba de sus atuendos, se intuía que vestía con elegancia. Obviamente,
siendo la jefa de laboratorio, debía de gozar de un buen sueldo. Sin embargo, a
Germán no le pareció altiva ni distante; le dio la impresión de que les explicaba las
cosas con interés en que aprendieran y con ilusión por tener a alguien nuevo en el
equipo.
—Ya sabéis —comentó Claudia, dejando de mirar los monitores y dirigiéndose a
ellos, con un tono más lúgubre— que Conchi es la encargada de este proyecto. Os he
mostrado algo de lo más simple, pero ella y su equipo están llegando más lejos.
Trabajan no solo con electroencefalografía, es decir, con electrodos pegados a la piel,
sino que con cirugía implantan los electrodos en zonas concretas y son capaces de
capturar señales eléctricas de neuronas individuales. De esta forma se obtiene lo que
se conoce como electrocortigrama, que presenta de forma mucho más clara las
señales.
Germán, reprimiendo un bostezo, recordó a Conchi, la presuntuosa señora rubia y
gorda de la reunión, que comentó que había un hombre dispuesto a dejarse un dineral
con tal de ser el primero de la lista. Mientras reseñaba esto Claudia, había reparado en
que Sonia miraba al mono lánguidamente. A pesar de lo que les había manifestado
antes para tranquilizarles, le dio la impresión de que los experimentos de Conchi con
sus monos no le entusiasmaban.
Claudia les preguntó si tenían alguna duda y Marcos aprovechó para formular una
cuestión:
—Por lo que se ve, en este experimento no hay ningún tipo de riesgo para el
animal. ¿Por qué, entonces, no se ha hecho con una persona?
—Si no te importa que te afeitemos la cabeza, lo repetimos contigo —contestó
Claudia con una amplia sonrisa, denotando ironía, pero sin maldad—. A ver, es
simplemente por comodidad. El animal ya está preparado y sabemos exactamente los
puntos donde hay que pegarle los sensores para captar mejor las señales. Pero con
más tiempo, se puede hacer perfectamente con cualquiera de nosotros. Hemos hecho
muchas pruebas con miembros del equipo, sobre todo chicas, porque es más fácil
ocultar los pequeños círculos rapados para los electrodos. Yo misma he jugado con el
aparato; vas viendo en la pantalla cómo se mueven las ondas dependiendo de cada
movimiento que haces. Pero es casi imposible identificarlas, por eso se necesitan
previamente las pruebas invasivas con los monos. Gracias a ellas sabemos los rangos
de frecuencias a analizar, que nos permiten acotar la búsqueda, así como los lugares
aproximados donde colocar los electrodos. De la misma manera, confiamos en poder
extrapolar los resultados y aplicarlos en humanos.
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Tras algunas cuestiones que plantearon Germán y sobre todo Marcos, y las
subsiguientes aclaraciones, se despidieron. Eusebio los llevó a su despacho, de vuelta
al edificio de oficinas.
Se situaron frente a la mesa de Eusebio Riol, sentado él al otro lado en un sillón
que era casi más grande que él. Contestaron a unas pocas preguntas amistosas y
rutinarias sobre qué les había parecido el experimento; si encontraban interesantes los
proyectos o si se veían capacitados para participar y formar parte del equipo.
Respondieron afirmativamente, siempre Marcos con más efusión que Germán, quien,
cansado de reuniones y explicaciones, anhelaba marcharse.
—Pues esto es todo —finalizaba Eusebio—, me pasaré por vuestra empresa la
semana que viene, a finales. Para entonces espero que ya tengáis cerrados vuestros
asuntos de proyectos anteriores y nos pondremos a trabajar y a concretar. Pediré a
Carlos que os envíe un documento explicativo, y un ejemplo del programa y de la
estructura que usan para almacenar los datos de las señales que se capturan. Es lo
primero que tendréis que hacer, aprender a usarlo, porque las muestras de datos de los
experimentos que os irá mandando Claudia o el personal del laboratorio, irán en
ficheros con ese formato. La verdad es que no sé lo que utilizan para esto, a lo mejor
es fácil, es una simple tablita Excel o un fichero XML, pero eso ya os lo contará
Carlos.
Germán albergaba la esperanza de que la impresión que le había dado ese tal
Carlos fuese errónea, que estuviese teniendo un mal día o que hubiera discutido con
alguien, cualquier cosa que explicara esa ostensible amargura. Dado que iban a tratar
con él, deseaba que no resultara la persona antipática y desagradable que aparentaba
ser.
Ya solos, recorriendo el pasillo que se dirigía a la puerta principal del edificio,
pasaron por la sala de las máquinas de café y Germán propuso tomar algo, dado que
ya eran más de las once. Al fondo se ubicaban las diferentes máquinas expendedoras,
una de café, otra de refrescos, y una más grande que dejaba ver en el interior,
dispuestos en baldas, sándwiches, chocolatinas y aperitivos variados. En un lateral
había tres mesas pequeñas y altas, rodeadas de banquetas, pero se encontraban todas
ocupadas con gente charlando alegremente, con su vasito de café en la mano o sobre
la mesa. Algunos hojeaban el periódico gratuito repartido en el metro o en el tren, de
los cuales había algunos ejemplares desperdigados sobre las mesas. Los que se
hallaban sentados vestían de modo informal y eran relativamente jóvenes.
Únicamente dos chicos de una de las mesas iban en bata de laboratorio. De pie, en la
pared contraria, había tres hombres discutiendo de fútbol, con traje y corbata.
Germán y Marcos esperaban frente a la máquina de café a que terminara de
servirse la consumición de un señor mayor, para proceder a pedir las suyas, cuando
entraron en la sala las chicas del laboratorio, Paula y Sonia, acompañadas de otras
dos compañeras, igualmente con bata blanca, a las que no habían visto antes, ni en la
reunión ni en la demostración.
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—Vaya, cuánto tiempo —bromeó Paula en voz alta, provocando que más de uno
de los de las mesas se volviera.
Paula era alta y delgada, pero no muy agraciada de cara, y aparentemente más
introvertida que su compañera Sonia, con la que habían intercambiado antes algunas
palabras. Les presentaron a las otras dos chicas, que trabajaban también por los
laboratorios, pero en el Departamento de Farmacología. Las tres contarían con unos
pocos años más que Sonia, a la que Germán se alegraba de ver de nuevo.
—Por fin nos ha soltado Eusebio —resopló Germán, simulando alivio. Advirtió
que Marcos miraba en derredor, sin duda preocupado por la indiscreción de su amigo
—. Íbamos a tomar algo antes de irnos.
—Pues es una casualidad que nos hayamos encontrado aquí —aclaró Sonia—,
porque solemos hacer el descanso en una sala que hay donde los laboratorios. Allí no
hay máquinas de monedas, pero tenemos una cafetera, de esas de cápsulas, y cada
una tenemos nuestra taza, y con eso nos apañamos. Pero se nos han terminado las
cápsulas… Bueno, realmente ayer ya no quedaban y a quien le tocaba traerlas se le ha
olvidado comprarlas… —dijo mirando a Paula acusadoramente, quien torció el gesto,
aceptando su culpabilidad.
Sacaron sus cafés y salieron fuera del edificio a tomar el aire, frente a la zona de
césped, donde también había varios corrillos de gente de pie. Germán iba animado,
ante la suerte que le había deparado el destino. Además, cuanto más tiempo perdieran
allí de charla, más tarde llegarían a Alcorcón y menos trabajarían; aunque Marcos,
siempre tan responsable, se mostraría reacio a permanecer mucho rato y no tardaría
en querer marcharse. Si tenía intención de acercar posiciones con Sonia tendría que
darse prisa.
Las dos chicas a las que no conocían de antes hablaban entre ellas de sus asuntos.
Paula y Sonia comentaron con ellos lo expuesto en la reunión, y compartieron
algunos chismorreos sobre los integrantes del departamento.
—¿Y qué os parece Carlos? —preguntó Marcos—. No me ha dado muy buena
impresión y según parece vamos a tener que tratar bastante con él —se lamentó.
Marcos se dirigía a las dos chicas, pero miraba sobre todo a Paula, tal vez
suponiendo que era mayor y que probablemente llevaría más tiempo en la empresa, y
por tanto poseería más información.
—Por lo que sé, no se lleva muy bien con Eusebio —contestó Paula, bajando el
tono—. Antes Carlos era el jefe del equipo de Sistemas Informáticos, un
departamento independiente que daba apoyo a diferentes proyectos, para la
configuración y manejo de equipos, programación, etc. Por otro lado, nuestro grupo,
el que lleva Eusebio, lo formaron hace relativamente poco, en torno a un año.
Quisieron reunir todas las investigaciones que había en marcha sobre estos temas de
señales neuronales; ya os ha contado Eusebio los trabajos más destacados en la
reunión. Entonces alguien, no sé si Eusebio o Lara, el jefazo, solicitaron un equipo
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informático exclusivo para ese nuevo grupo. Para eso escogieron a unos cuantos de
Sistemas Informáticos; tres de los que había en la reunión, Carlos incluido.
Paula dio un sorbito de café y continuó, con voz tenue, lo que provocó que
Marcos y Germán se acercaran para no perder detalle.
—Eso no sentó nada bien a Carlos —seguía Paula—, que pasó de ser jefe a ser
simplemente uno más; porque ahora cada uno tiene su labor, Carlos ya no manda a
nadie. Hay unos con los electrodos, chips, etc.; otros con los equipos de medición
neuroeléctrica; y Carlos programa la aplicación de captura de datos. Creo que culpa
en parte a Eusebio, ya que fue él quien lo solicitó. Para colmo, y esto ya lo
suponemos nosotras, no le habrá agradado que os hayan metido a vosotros para hacer
un programa que decodifique las señales. Lo más seguro es que piense que él también
sería capaz de hacerlo.
—Eso lo imaginamos por algún comentario que nos ha hecho, pero podemos estar
equivocadas —puntualizó Sonia—. Además, sois más jóvenes que él, y de otra
empresa; tiene que molestar que venga alguien de fuera, y más joven, a hacer algo
que crees que puedes hacer tú, eso hay que entenderlo.
Germán notó que Sonia intentaba defenderlo, y frunció el ceño.
—No es mala persona, a menudo pasa por el laboratorio a hacer pruebas con su
ordenador y siempre se ha portado bien con nosotras —continuó Sonia—. Yo me
pongo en su lugar y comprendo que no esté a gusto.
Marcos expresó que estaba de acuerdo, pero añadió que esperaba que Carlos no
pagase con ellos lo mal que lo hubieran tratado a él. Dijo que no sabía si Carlos sería
capaz de hacer o no lo que les habían encomendado, pero que ellos no tenían la culpa,
y que no venían a quitar el trabajo a nadie.
Apenas había terminado Marcos el comentario cuando Germán se dirigió a Sonia,
impaciente por cambiar de tema, metiendo hábilmente su cuerpo de soslayo, entre
medias del grupo.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí trabajando?
—Poco —respondió ella, ligeramente turbada—. Bueno, realmente estoy de
prácticas con una beca de la universidad. Me han dicho que me van a contratar
cuando termine y espero que sea este año, si no en junio pues en septiembre.
Observó que Sonia, después de contestar, seguía mirándole a los ojos. Le dio la
impresión de que ella estaba pensando alguna pregunta que hacerle, como con
intención de continuar la conversación con él, pero no se le ocurría nada. En
cualquier caso se alegró porque eso podría significar que le gustara, aunque también
podría tratarse de simple cordialidad.
Buscó él otra cuestión banal, la primera que le vino a la mente, con tal de acabar
con el incómodo silencio. Continuaron charlando, cada vez más separados de los
otros cuatro. Ella le contó lo que ya sabía, que estudiaba Veterinaria, y él estuvo
hablando de su trabajo hasta el momento y de su empresa en Alcorcón. Detalló
vagamente lo que hacían, admitiendo que tanto Marcos como él llevaban poco
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tiempo, pero que reinaba un buen ambiente y les gustaba. Creía que lo que iban a
hacer ahora iba a significar un cambio importante y se declaró bastante entusiasmado,
aunque no era del todo cierto. Con sutileza, había conseguido dividir la conversación
y hablar con Sonia de tú a tú. Oía a Marcos que le preguntaba algo trivial a la otra,
parecía que había captado sus intenciones.
Le confesó que no le apasionaban los animales, que prefería la música y los
conciertos, pero que se había fijado en su cara cuando alguien mencionó los
experimentos con los monos y no le había parecido que se sintiera muy cómoda.
—Es verdad que algunas pruebas, sobre todo las que hace Conchi, que requieren
cirugía, no me hacen mucha gracia —admitió mirando al suelo y en voz baja,
evitando que Paula la oyera—. He cogido cariño a los animales y me duele que les
hagan sufrir. Por suerte no pasa a menudo, las intervenciones quirúrgicas van cada
vez mejor, saben dónde tocar y colocar los electrodos, sin dañar nada. Antes era peor,
antes de que yo llegara, lo sé por cosas que me han contado. Ahora lo único malo
suele ser el estrés y el trauma de la operación.
Germán cambió de tema, no le interesaba mucho hablar de animales, y además
ella se estaba poniendo melancólica, de modo que decidió preguntarle algo más
personal y dejar de lado el tema del trabajo. De forma indirecta, inquiriéndole si
tardaba mucho tiempo en llegar a Synphalabs, hizo que le dijera por dónde vivía.
Aseguró que era de Coslada, otra localidad cercana por la que discurría la misma
línea de tren que habían cogido ellos, la de Madrid a Guadalajara.
—Sí, vengo en el cercanías todos los días y tarda muy poco —contestó Sonia.
Germán recordó el largo y desapacible camino que había que recorrer desde la
estación.
—Tardará poco, pero no jodas, la caminata que hay desde la estación hasta aquí…
—se quejó Germán, sacudiendo la mano—. Para las siguientes reuniones haré lo
imposible para que Marcos se traiga el coche —dijo mirándole de reojo, no porque
temiera que lo oyera, sino para dedicarle una sonrisa en el caso de que lo escuchara,
que no sonara tan interesado el comentario.
—Bueno, no es para tanto, andar es sano —dijo ella con su eterna sonrisa—. Lo
peor es por la mañana en invierno y a la vuelta en verano, pero ahora es un paseo.
Aunque es cierto que no es muy agradable, porque si vas por el polígono hueles el
meado de los camioneros que han hecho noche, y si vas por la carretera de San
Fernando hay mucho ruido de coches, y casi no se escucha el mp3.
—Pero ¿es que vas sola? ¿No te da miedo?
—A veces voy sola, otras voy con alguien del laboratorio. Paula vive en Madrid y
va en coche, alguna vez me ha acercado, pero casi nunca salimos a la misma hora.
Nunca me ha pasado nada, aunque se ve gente un poco rara y el camino es bastante
solitario. En invierno, cuando ya es de noche al salir, sí que solemos juntarnos
algunos para ir al tren.
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Levantó los hombros, como si el tema no le preocupara mucho. A Germán le dio
la impresión de que era la típica joven independiente y alocada, pero a su vez alegre y
espontánea.
Hubiera deseado seguir hablando toda la mañana con ella, pero al parecer a las
dos chicas que iban con Sonia y Paula les urgía volver al laboratorio, y habían echado
a andar ya por el camino de baldosas que atravesaba el césped. Marcos y Paula se
hallaban callados, mirándoles, a la espera. Germán maldijo a su compañero por no
entretenerla un poco más, aunque seguramente también él querría largarse; se hallaría
ansioso por plantarse delante de su ordenador y ponerse manos a la obra.
Se despidieron los cuatro dándose dos besos, con la seguridad de que se verían
próximamente. Las dos jóvenes echaron a andar por la acera que bordeaba el edificio,
pegada al jardín, de camino a la gran nave donde se ubicaba su laboratorio. Marcos y
Germán se dirigieron por la misma acera, pero en sentido contrario, en dirección a la
puerta de acceso al recinto. Cuando apenas habían dado dos pasos, Germán giró la
cabeza; observaba cómo se alejaban las dos figuras ataviadas con sendas batas
blancas, interesado únicamente en la más bajita, cuando súbitamente se volvió Sonia
y se encontraron sus miradas. Esta vez Germán no se escondió y la sostuvo. Fueron
décimas de segundo, pero antes de tener que mirar al frente, presintiendo el escalón
de la acera, creyó vislumbrar en su semblante una esperanzadora sonrisa.
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informáticos siempre llevaban puestos sus cascos o auriculares; escuchaban música al
tiempo que programaban, ensimismados en sus ordenadores y sin apenas
comunicarse. En la tercera planta se hallaban los despachos de la dirección y el
personal de tareas administrativas.
Normalmente Marcos se desplazaba al trabajo en coche, uno viejo heredado de su
padre. Aunque solo había una parada en el trayecto entre la estación de metro de
Parque Oeste, donde se encontraba la oficina, y la estación de Alcorcón Central, la
más cercana a su casa y hogar familiar, esta última le quedaba bastante retirada.
Además, había de atravesar barrios desfavorecidos tomados por inmigrantes donde,
aunque nunca le había acaecido nada malo y suponía que sus temores eran
infundados, en ocasiones se sentía un poco cohibido e intimidado. Esta vez, sin
embargo, había acudido al trabajo en metro porque por la tarde había quedado con
Lorena para ir de compras por el Parque Oeste. Como no le apetecía meterse en el
atasco frecuente del inmenso centro comercial, se habían citado en la boca de metro e
irían de ruta por los distintos hipermercados, dando un paseo que Marcos temía que
se le haría muy largo. En particular ella quería ir a Ikea para consultar algo que le
había encargado su hermano, que se acababa de mudar, pero Marcos sabía por
experiencia que no se conformaría con eso y le arrastraría inexorablemente por unos
cuantos comercios más.
Mientras recorría a pie los escasos diez minutos que separaban al edificio de
Kryticos del acceso del metro, rodeando el perímetro del campus de la universidad,
reflexionaba sobre las últimas evoluciones del proyecto. Se encontraba por fin con
buen estado de ánimo, tras pasar unos días de incertidumbre y preocupación. Carlos
había sido desdeñoso y esquivo con ellos. Un par de días después de la reunión aún
no les había enviado la documentación, y tardaba en responder a sus correos o
contestaba con evasivas. Luego les fue entregando el material con cuentagotas y con
deficiente disposición: registros de grabaciones de señales incompletos o sin
explicación de la prueba concreta, o que no seguían el formato o esquema
especificado en la documentación, y que por tanto se revelaban incomprensibles.
El lunes pasado se había acercado Eusebio para juntarse con ellos y tratar los
problemas que ya le habían adelantado por correo, así como para aclarar algunas
dudas sobre la división de tareas entre ellos dos. Hicieron especial hincapié en la falta
de colaboración de su subalterno. El día siguiente, el martes a primera hora, llamó
Carlos a la oficina preguntando por alguno de los dos. Germán aún no había llegado,
por lo que Marcos escuchó sin apenas poder creerlo cómo les ofrecía una total
disponibilidad y cooperación. El tono era amistoso, no se detectaba rencor por haber
sido abroncado, pero Marcos estaba seguro de que le había caído una buena
reprimenda.
—Bueno, ¡ya era hora! —protestó Lorena con los brazos en jarra, todavía a unos
metros de Marcos. Se hallaba de pie, frente al punto donde morían las escaleras
mecánicas, tras emerger de las profundidades.
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—Anda, si son solo diez minutos —contestó Marcos cuando llegó hasta ella,
sonriendo tímidamente antes de darle un beso—. Es que tú eres demasiado puntual.
Lorena cruzó la calle y echó a andar, sin decirle nada, como castigándolo por la
demora. Él, para sosegar la situación, la alcanzó y la agarró por la cintura, y tras unas
carantoñas le preguntó qué tal llevaba el próximo examen, el primero de los finales
que tendría la semana siguiente. A regañadientes comenzó a contar que estaba
cansada de estudiar y se quejó de que los profesores no dejaban de mandarles
trabajos, a pesar de que casi no quedaban días lectivos. Protestaba porque no tenía
suficiente tiempo para todo y se encontraba agobiada. Marcos pensó que si le faltaba
tiempo no debería estar de compras, pero evidentemente omitió la crítica y dejó que
hablara y se desahogara, asintiendo y compadeciéndose de ella.
Ya de vuelta de Ikea y tras visitar otro par de grandes superficies, entraron en una
tienda de electrónica donde Marcos quería curiosear las novedades en videojuegos
para su consola, aunque no pensaba comprarse ninguno porque, en caso de que
alguno le atrajera, se lo descargaría de Internet.
—¿Qué tal ha ido el día? ¿Sigues contento o vuelves a estar preocupado? —
preguntó ella mientras recorrían los pasillos lentamente, parando cada dos por tres a
ojear algo.
Marcos recibió la consulta con alegría, ya pensaba que esa tarde Lorena no tenía
intención de interesarse por su trabajo y comenzaba a sentirse decepcionado. Se
deleitaba compartiendo con ella los pormenores de su labor cotidiana, aunque
albergaba la certeza de que en ocasiones se tornaba demasiado pesado.
—Bien, avanzamos a buen ritmo —afirmó, animado—. Hoy me han pasado 250
megas de trazas, todas del mismo experimento, uno antiguo en el que consiguieron
asociar y decodificar algunas señales. Según me ha dicho Carlos, una de las jefas de
allí le ha pedido que nos lo pase, que los tiros van a ir por ahí en el futuro.
—¿Qué es eso de las trazas? —preguntó Lorena sin apenas mirarle, mostrando
más interés en las fundas de colores para su Nintendo DS.
—Llaman así a las capturas de las ondas eléctricas de las neuronas, lo que se
graba en una prueba. Es el resultado que genera la aplicación de Carlos, y no son más
que un montón de ficheros de texto. Se ordenan por el tiempo exacto y se incluyen
todos los datos; el electrodo, con un nombre que identifica su posición, y los valores
de todas las ondas capturadas: frecuencia, amplitud, etc.
—Pero ¿cómo pueden ser tantos megas? ¿No dices que el texto no es nada, que
las películas sí que ocupan?
—Son muchos porque son cientos de ficheros de texto. En cada uno a lo mejor
vienen los datos de solo medio segundo, por decir algo. Las propiedades y atributos
de las ondas capturadas se miden en cada milisegundo y hay un montón de señales
diferentes en el rango de frecuencias. Además, eso para cada electrodo, así que
multiplica… Se van añadiendo líneas y líneas, haciendo que cada fichero ocupe casi
un mega —aventuró Marcos, sin tenerlas todas consigo.
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—¿Y eso es a lo que se dedica ese tal Carlos que tanto criticabas? —preguntó
Lorena, dejando entrever por su tono que no le impresionaba mucho.
—Bueno, no es tarea fácil generar esos archivos. Su programa tiene que recoger
los datos de las máquinas de medición analógicas que tienen en los laboratorios,
como el osciloscopio y otras. Para eso Carlos tiene que conectarse por red a ellas y
extraer la información. Cada una puede ser un mundo diferente, tendrán diferentes
protocolos y formatos, habrá tenido que estudiarse el manual y las especificaciones
de cada una para ver cómo funcionan.
Ya en la sección de videojuegos, Marcos se detuvo a mirar y toquetear los
volantes y mandos de avión para juegos de ordenador.
—Y ahora, ¿qué hacéis con todos esos ficheros? —insistió ella.
Marcos no detectó demasiada curiosidad, más bien intuía que preguntaba por
agradarle, porque sabía que él disfrutaba hablando de su trabajo, especialmente desde
el reciente cambio de proyecto. Además, el pasillo por el que iban no le despertaba
interés alguno, estaba seguro de ello. Sin embargo, Marcos no pudo evitar detenerse a
contemplar uno de sus volantes preferidos para juegos de coches de ordenador,
expuesto sin caja y ofrecido a un precio prohibitivo.
—Mira, este volante hace fuerza para un lado u otro en las curvas, vibra con los
baches… —percibió su desinterés y volvió a la conversación—. Estamos haciendo lo
que llamamos parsers, o analizadores: programas simples que recorren los ficheros
de Carlos, leyéndolos línea a línea y recogiendo la información. De esto se ocupa
Germán sobre todo. Luego se necesita diseñar una estructura de datos donde guardar
lo que se ha cargado, de forma que se pueda trabajar con esos datos; por ejemplo, que
nos permita hacer búsquedas, realizar cálculos o almacenarlos en tablas de una base
de datos. Yo me encargo de esto.
—Tanto rollo solo para llenar una base de datos, eso también lo puedo hacer yo
—lo picó Lorena, con un gesto de suficiencia.
Marcos recordó que alguna vez la había ayudado en algunas prácticas de su
carrera, en las que había manejado una base de datos comercial a nivel de usuario. Él
la miró, al tiempo que colocaba, de vuelta en el estante, la carátula de un juego de la
Xbox 360 del que acababa de mirar las imágenes del dorso. Vio que sonreía, por lo
que no se molestó en replicarla; ella misma tenía que saber que a lo que se refería él
no era tan sencillo, y era preferible no entrar al trapo. Pero sí le dio la impresión de
que infravaloraba la utilidad de recopilar todos esos datos y se dispuso a explicárselo.
—Imagina que trabajas aquí, en esta tienda, y te dicen que en el código de barras
de cada producto se esconde la marca. Pueden ser dos números juntos, o varios
salteados, o cualquier combinación, pero resulta que todos los artículos de una misma
marca tienen ciertos números iguales.
Lorena le miró con ojos interrogantes.
—Supón que el jefe ha perdido el manual o el documento donde venía explicado
el significado de los códigos de barras y te piden que, por lo menos, les ayudes a
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averiguar el código de la marca, que les digas cuáles son los numeritos que definen a
cada fabricante. ¿Cómo lo harías? ¿Irías pasillo por pasillo, con un cuaderno,
apuntando los códigos de productos de una misma marca, buscando similitudes? Ten
en cuenta que a lo mejor no se ven a primera vista. ¿No será mejor tener todos los
códigos en una base de datos, junto con la marca y demás características del artículo?
Así, sentada cómodamente delante del ordenador, podrías consultar las tablas y, si
fuera necesario, hacer cálculos u operaciones complejas, hasta dar con las posiciones
exactas de los números que revelan la marca —concluyó Marcos, y se quedó
mirándola, esperando su asentimiento.
—Está claro que sería mejor, nunca he negado eso. ¿Pero, es así? ¿Se puede saber
la marca por el código de barras?
—No lo sé, era solo un ejemplo —contestó Marcos, exasperado y frustrado
porque se fijara en lo menos importante—. Solo quería hacerte ver que aunque no
suena muy científico o innovador, si no tienes la información bien ordenada y
clasificada, no vas a poder investigar ni descubrir nada después.
Quedó pensativa unos segundos y avanzó lentamente por el pasillo, observando
sin mucho detenimiento los estantes llenos de juegos. Desde atrás, Marcos contempló
su delgada y alta figura, que quedaba bien definida por la camiseta de tirantes y los
pantalones vaqueros que vestía. Le encantaba su atlética silueta y cómo se
contoneaba. Aunque ciertamente no era muy agraciada de cara, él sabía ver su
hermosura y la encontraba tremendamente sugestiva. A veces su soberbia le sacaba
de quicio, pero se había habituado a sobrellevarla. Solo le faltaba —consideró con
malicia de crítico, cuando ella se colocó de perfil momentáneamente para mirar el
precio de una caja— algo más de pecho y un toque de moreno en la piel, aunque esto
último llegaría pronto con el verano y las vacaciones.
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en las instalaciones de Synphalabs. Estaba convencido de que se quedaría sin
opciones si llegaba a perder el contacto con ella, por lo que pensó que, a falta de verla
en persona, podría utilizar su dirección de correo electrónico —que poseía, al igual
que la del resto de miembros del equipo— para intercambiar algunas palabras y
acercar posiciones. No era mucho, ni valiente, pero valía la pena intentarlo.
Su alegría se desbordó cuando Sonia contestó a su pregunta al poco tiempo, pero
no por la respuesta técnica en sí misma, sino porque la primera frase decía: «Vaya,
pensaba que no iba a volver a saber de ti».
Continuaron intercambiado algunos correos electrónicos más, de temas
exclusivamente de trabajo, y Germán se maldecía por no tener valor para ir más allá,
cuando ella se lo estaba poniendo en bandeja. Nunca había sido tan remilgado en el
trato con el sexo opuesto, pero esta vez era diferente, no acababa de calarla. Por un
lado no sabía casi nada de ella, y valoraba la posibilidad de que Sonia fuera
simplemente abierta y simpática, provocando que él se hubiera creado falsas
expectativas y que realmente ella no albergara interés alguno en él. O incluso podría
tener pareja. Por otro lado, le abrumaba el temor a fallar o ser rechazado por alguien
relacionado con el trabajo, una persona con la que tendría que tratar en el futuro
frecuentemente, convirtiéndose cada encuentro en una situación incómoda.
Finalmente el jueves se envalentonó y le preguntó si disponía de cuenta en
Facebook. En el último correo ella había contestado afirmativamente y había añadido
que podía agregarla a su lista de amigos si lo deseaba, cosa que hizo inmediatamente.
Desde entonces no dejaba de mirar la página, sin saber bien para qué, tal vez
esperando que tomara ella la iniciativa con un mensaje privado. Pasaba las horas
muertas contemplando las fotos que tenía ella publicadas en su muro. Él mismo era
consciente de que su estrategia de espera era equivocada, y le angustiaba saberlo y
carecer de la determinación para ponerle remedio.
Se despidió de su madre, que se hallaba en el salón viendo la televisión y le
recordó, como todos los viernes, que no llegara tarde. Germán ignoraba
sistemáticamente la advertencia, con casi veinticinco años se creía en todo su derecho
de volver a la hora que le viniera en gana. Pero nunca rechistaba y asentía sumiso,
sabedor de que, aun regresando tarde, o bien su madre se encontraría dormida y no se
percataría de su entrada en casa, o bien si lo hacía no le reprocharía nada; como
mucho le preguntaría al día siguiente dónde había estado y qué tal lo había pasado,
pero sin ánimo de reprenderle. El aspecto positivo de que vivieran solos bajo el
mismo techo era que se sentían más unidos, o al menos a esa conclusión llegaba,
cuando la comparaba con las hipócritas relaciones que mantenían algunos de sus
amigos con sus padres.
Salió del portal de su edificio, en el barrio del Parque Estoril, en Móstoles, un
área residencial con bloques de pisos de unas diez plantas y abundantes jardines y
parques repartidos entre los mismos. Era un barrio ya antiguo, separado del centro
por la vía del tren, pero no dejaba de tratarse de una buena zona, tranquila y
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revalorizada desde que construyeron el metro. Gracias a esta línea, que recorría los
grandes municipios del sur de Madrid, Germán llegaba a su empresa en Alcorcón en
pocos minutos y, por si fuera poco, la parada se hallaba casi enfrente de casa. Razón
de más para continuar sin coche y sin intención de sacarse el carné.
Esta vez rompió con agrado la rutina del desplazamiento al trabajo y no se dirigió
a la boca de metro, sino que anduvo unos minutos hasta la puerta del Mercadona del
barrio, donde había quedado con su grupo de amigos. Desde que hizo aparición el
buen tiempo habían retomado la costumbre de comprarse unas cervezas —u otras
bebidas más fuertes, dependiendo del ánimo o de si se celebraba algo— y unas bolsas
de patatas o frutos secos, y marcharse a un parque de las afueras. Allí se sentaban en
el césped formando un corro, si no había nadie del sexo femenino que pusiera pegas,
o en caso contrario se sentaban en los bancos de madera. Pasaban la tarde
alegremente hasta que agotaban las existencias y volvían animados al centro para
meterse en algún pub de rock alternativo con luz mortecina.
Se apresuró porque eran ya más de las nueve. Normalmente quedaban más tarde,
sobre las diez, pues a uno o a otro no le daba tiempo por algún motivo y acababan
postergando la hora inicial. Como consecuencia, eso les obligaba a adquirir los
líquidos espiritosos y los aperitivos en algún comercio regentado por chinos, que
cerraban más tarde que los supermercados, pero que eran también más caros y
disponían de escasa variedad. Esa tarde, sin embargo, habían logrado mantener la cita
y llegarían a tiempo.
Ya apenas veía Germán a sus amigos entre semana, ya fuera por motivos
laborales o de parejas, por lo que esperaba fervientemente que llegara el viernes; no
solo por encontrarse con ellos y ponerse al día, sino por desconectar y pasar un rato
divertido.
Solo había tres de ellos charlando en la puerta cuando divisó el supermercado, al
final de la calle. Según se aproximaba, apreció con más detalle el aspecto de su buen
amigo Roberto. Le hacía gracia la transformación que sufría cuando salían los fines
de semana. Ya desde la distancia había vislumbrado la estrafalaria cresta que se había
hecho en la cabeza, pero ahora podía verlo en detalle. Aunque llevaba el pelo corto,
se había peinado cada mitad de la cabeza hacia arriba, aplicando fijador en
abundancia y aplastando todo menos la franja superior, desde la frente hasta la
coronilla, resultando una especie de cresta ancha y grotesca. Se había colocado
además un pendiente con un diamante falso en la oreja izquierda.
A Germán le llamaba la atención el contraste, porque durante toda la semana
Roberto iba disfrazado de trabajador eficiente y responsable, vistiendo unos vaqueros
clásicos y un polo de su empresa, y sujetando bajo el brazo un portafolios negro
donde tomaba notas diligentemente. Se desplazaba con la furgoneta del trabajo e iba
de casa en casa efectuando revisiones de instalaciones de gas, sin que las solícitas
amas de casa que lo atendían se imaginaran la realidad: la seguridad de su caldera
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había recalado en manos de alguien que fumaba hachís a diario y que durante las
escapadas nocturnas vomitaba a menudo en las esquinas el exceso de alcohol.
Roberto se las daba de técnico altamente cualificado e intentaba opinar en
cualquier conversación, aunque apenas supiera de lo que hablaban, recurriendo a la
inventiva y a la imaginación si lo estimaba necesario. La consecuencia era que
Germán y sus amigos nunca lo tomaban en serio; excepto cuando tenía que explicar
cómo ir a algún sitio: se conocía como un taxista las calles de Madrid y alrededores, y
los puntos de tráfico más conflictivos.
—Hola, chavales —saludó Germán, con una sonrisa, dándole la mano a cada uno
al estilo de las bandas neoyorquinas.
Roberto, a pesar de sus defectos, era el mejor amigo de Germán. Se conocían
desde el primer año del colegio. Era esmirriado y con la nariz aguileña y, como a
Germán, le gustaba la música punk-rock y asistir a conciertos y festivales. Con él se
hallaba Jaime, que fue también un compañero de clase en la escuela, y Fran, hermano
de Jaime, un par de años mayor que ellos.
Conversaron sobre la semana que ya concluía y el trabajo, y a los pocos minutos
apareció Eduardo con Pilar, su pareja. Edu había coincidido hacía años en el instituto
con Germán. Desde entonces había comenzado esporádicamente a salir con él y sus
amigos, convirtiéndose poco a poco en algo habitual. Era una persona inteligente y
guasona, y todos lo apreciaban. Por si fuera poco, era el mejor parecido del grupo y
se desenvolvía con las mujeres como pez en el agua, con lo que durante años había
sido el que facilitaba a los demás entablar contacto con ellas, el que les presentaba a
los grupos de chicas de los bares o el que ligaba con alguna y aparecía al día siguiente
con ella y sus amigas.
Sin embargo, años atrás cambió el guión, cuando se estabilizó en la relación con
Pilar, una chica simpática y atractiva, pero no menos avispada, que supo descubrir en
el joven estudiante de Derecho un proyecto de futuro. Desde entonces veían menos a
Eduardo, pero a Pilar la miraban con buenos ojos. Era divertida y le gustaban sus
costumbres de ir de bares, beber en los parques o no perderse las fiestas estivales de
los pueblos de alrededor. Aseguraba que se lo pasaba mejor que con sus amigas, que
no salían del centro comercial. Germán y los demás pronto concluyeron que no era
como otras que habían conocido, que preferían pasar la tarde en una cafetería o que si
salían por la noche lo hacían por Madrid, en grandes discotecas de música disco. Las
de ese tipo no hacían más que poner pegas cuando se juntaban con ellos, pues
consideraban indecentes muchos de sus hábitos.
Un pequeño núcleo se había mantenido fiel, a pesar de las escisiones puntuales y
del paso del tiempo, congregándose casi todos los fines de semana y organizando
viajes y escapadas ocasionalmente, para ir de acampada o asistir a algún festival de
rock. Ninguno de ellos se había embarcado nunca en una relación amorosa de más de
un par de meses, pero tenían asumido que aquello tendría fecha de caducidad y que,
en el mejor de los casos y si no acababan cada uno por su lado, terminarían saliendo
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en parejas y habrían de cambiar sus hábitos, adoptando costumbres más políticamente
correctas. Germán, sin ir más lejos, comenzaba a hartarse de sentarse en el césped
como si fueran chavales, bebiendo furtivamente para ahorrar. Preferiría ir a algún bar
y pedir unas jarras y unas raciones, como hacía la gente de su edad, pero no insistía
con fogosidad porque siempre había alguno que alegaba que no se lo podía permitir:
el eterno aspirante a bombero, otros dos que estaban parados… También se
encontraba con la negativa de Roberto, que aducía que necesitaba aire libre para
poder fumar.
Caminaron durante diez minutos, cargando con las bolsas de hielo, bebida y
comida, hasta un parque situado a la entrada de Móstoles, pegado a la vía del tren,
cercano a una urbanización aislada que ya pertenecía a Alcorcón. Solían ir allí porque
hasta el momento la policía no les había molestado, cosa que sí ocurría en los parques
y plazas del centro o de su barrio. A veces simplemente los echaban, haciéndoles
recoger y tirarlo todo a la papelera, pero había rumores de que comenzaban a
sancionar con multas, y no querían arriesgarse.
Se sentaron en círculo en el césped porque Pilar no ponía impedimentos cuando
llevaba vaqueros. Pasaron las horas charlando y bromeando, cada vez en un tono más
alto y con unas risotadas más fuertes, según les hacían efecto los efluvios del vino.
—Oye, Germán, ¿quién es esa amiga nueva que tienes en Facebook? —preguntó
Pilar con tono inquisidor, aprovechando un vacío en la conversación. Se había
recostado, estirando las piernas y apoyando la cabeza en el regazo de Edu.
A pesar de que dibujaba una sonrisilla en su boca, Germán no detectó mala
intención, sino simplemente curiosidad. Sin embargo, maldijo que se mostrara
públicamente en Facebook quién se convertía en un nuevo amigo. Ahora tendría que
dar explicaciones y, dados los encendidos ánimos del personal, probablemente
aguantar alguna broma.
—Ah, Sonia… —dijo tras unos fingidos segundos de duda, como si no cayese en
la cuenta—. Es una compañera del trabajo, de la otra empresa; la del proyecto nuevo,
ya sabes…
Intentó usar una entonación que le restara importancia, pero aún no había
terminado la frase cuando se apresuró a coger el vaso y dar un trago, denotando cierto
nerviosismo.
Pilar torció el gesto, meditabunda. Rechazó con ademán desdeñoso el porro que
le ofrecía Roberto, molesta por ser distraída. Se lo pasaron a Eduardo, quien lo
atenazó con torpeza.
—Pensaba que estabas en contra de meter a gente del curro en Facebook, que no
te gusta que vean tus fotos ni sepan cómo eres fuera del trabajo —insistió Pilar,
transformando la sonrisa en una mueca acusadora.
Germán entendió que no se iba a dar por vencida tan fácilmente. Al olor de un
posible cotilleo, tan escasos entre ellos, Pilar se frotaba las manos.
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—Vaya, Germán, no me habías contado nada, ¿está buena? —saltó Roberto, casi
a voces, con gesto divertido.
El que faltaba, se lamentó Germán en su fuero interno. Observó que tenía los ojos
muy rojos, sin duda debido a que no había dejado de fumar en toda la noche. Se
planteó echárselo en cara, dejar caer alguna burla que desviara la atención, pero no
funcionaría.
—Es una amiga, solo la he visto una vez, el día que estuve en la demostración en
Synphalabs. Hablamos por e-mail últimamente y me pidió que la agregara al
Facebook, y claro, no voy a decirle que no —mintió descaradamente, mirando al
suelo, pero no se le ocurría otra forma de zanjar el tema, del que no le apetecía hablar.
Bastante tenía con sus propias dudas e indecisiones.
Germán se sentía irreconocible, nunca había ocultado sus intenciones amorosas ni
sus éxitos o fracasos a sus amigos; pero esta vez era diferente, necesitaba
guardárselo… Tal vez no la consideraba uno más de sus monótonos ligues pasajeros,
proscritos en rincones oscuros de bares o polvorientas tiendas de campaña de
festivales veraniegos; escarceos amorosos de los que luego fanfarroneaba ante sus
amigos, poniéndoles los dientes largos relatando detalles escabrosos de las
generalmente impúdicas compañeras. Podría tratarse de algo especial, y por eso no
sabía cómo manejarlo. Aunque la cruda realidad era que aún no había nada.
Alguien atisbó las luces azules de un coche patrulla, circulando lentamente por la
calle que bordeaba el parque, y alertó al resto. Nadie se levantó. En caso de que se
apearan gozarían de tiempo de sobra hasta que llegaran hasta ellos, más que nada
porque había una panda de niñatos con unas litronas, sentados en un banco más
próximo a la calle. Si los agentes iban a las malas, ellos serían los primeros en ser
multados.
El vehículo pasó bajo el puente de la vía del tren sin detenerse, como de
costumbre; ni siquiera mirarían hacia la oscuridad del fondo del parque. Por suerte
para Germán, sirvió para que se olvidaran del asunto de Sonia. Por primera vez debía
estar agradecido a los maderos. Se plantearía perdonarles, pensó con sarcasmo, las
múltiples ocasiones en que lo habían registrado, ya tiempo atrás, por el mero hecho
de vestir diferente o llevar mala pinta.
Pero al retirar la atención de la calle, sus ojos se cruzaron con los de Pilar. En su
mirada felina y escrutadora se traslucía que no se había tragado su burda explicación.
Ellas poseían un sexto sentido para eso. Turbado, agachó la cabeza, escondiéndose.
Añadió un par de hielos al vaso de calimocho y al levantarlo comprobó que ella
permanecía impertérrita, observándole, y al encontrarse de nuevo sus miradas, Pilar
entornó los ojos y dibujó en su rostro una sonrisa provocativa, sensual, que terminó
de desconcertar a Germán.
¿Qué pretendía? En alguna ocasión había oído que las mujeres se podían volver
extremadamente celosas frente a las novias de sus amigos, especialmente si ellos
nunca habían tenido antes nada serio. Tras tanto tiempo se arrogaban cierto poder
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sobre los solteros del grupo, y ante la irrupción de competencia sentimental se sentían
desafiadas, como si les estuvieran comiendo terreno. Germán confió en que fueran
imaginaciones suyas y se obligó a olvidarlo, pues bastante ansiedad soportaba ya
como para buscarse ahora un problema con Eduardo. Pero por si acaso se dijo que, si
triunfaba y algún día algo firme se cimentaba entre Sonia y él, postergaría al máximo
el día de presentársela a sus amigos.
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4.
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—¿A quién se los has pedido? —inquirió Germán, levantando la vista de la taza
de té, en la que había echado dos sobres de infusión. Marcos advirtió que tenía la
misma cara demacrada y somnolienta que cuando había llegado a su sitio, hacía ya
una hora.
—A Carlos. Por el momento se sigue portando bien. De tu amiguita no sé nada, si
es lo que querías saber —añadió Marcos con una sonrisa maliciosa.
Fue consciente de que Germán se había fijado en Sonia desde el mismo día de la
reunión. No solo se percató por sí mismo, sino que durante el camino de regreso se le
escapó a su amigo algún comentario, en parte sonsacado por el propio Marcos. Desde
entonces se sabía el único al que Germán había contado, con cuentagotas, sus flirteos
con Sonia.
Poco antes de las vacaciones, Germán había llegado exultante a la oficina una
mañana simplemente porque había inferido que ella no tenía novio; se sentía
orgulloso de una pregunta capciosa que le había formulado él por correo, camuflada
en un tono jocoso, pero con segundas intenciones, y que había logrado su propósito.
Lo que le extrañaba a Marcos era que su compañero se contentase con tan poco, que
mantuviese tanto las distancias y que se conformara con improductivos correos
electrónicos. Se preguntaba por qué no actuaba como otras veces, recordando que en
la facultad no se andaba con tantos rodeos. Claro que en aquellos tiempos solía dar el
paso decisivo en las fiestas de los colegios mayores a las que les invitaban, o en las
convocatorias de la gente de clase de los jueves por la noche, siempre con la ayuda
del ambiente de juerga y envalentonado por el alcohol.
—¿Has sabido algo de ella en las vacaciones? ¿La has visto, por fin? —preguntó
Marcos, escondiendo la sonrisa picarona y tornándose serio.
—No, antes de irme a Alemania hablamos en Facebook y lo típico; que te lo
pases muy bien y viceversa. La verdad es que he desconectado de todo, no he parado,
y luego de remate las fiestas…
Marcos lo creyó, ya le había contado antes que había estado un par de semanas de
ruta por Alemania con otros dos. Habían aprovechado que un amigo regresaba de ver
a su familia, a mediados de agosto, para hospedarse unos días con él en su minúsculo
apartamento, en Múnich, «hacinados como ratas», según sus propias palabras. A
continuación alquilaron un coche y recorrieron la zona, alojándose en albergues y
hostales para jóvenes. Germán se había pasado un buen rato elogiando la desconocida
cerveza de trigo y relatando los triunfos y desventuras con las difíciles bávaras.
—Tenías que haberle propuesto a Sonia que se pasara una noche por las fiestas de
Alcorcón —le reprochó Marcos—, por ejemplo el día de los fuegos, y que se trajera a
sus amigas, más que nada para que no sonara a cita seria —aclaró, consciente de las
dudas y miedos de Germán—. Por cierto, no te vi en el chiringuito de tu abuelo,
estuve por allí el sábado por la noche.
El abuelo de Germán colaboraba altruistamente en una de las casetas, y Marcos se
acercaba cada año con la esperanza de que Germán se hallara por las inmediaciones y
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les invitara a él y a Lorena a unos refrescos y bocadillos.
—Ya, ese día estuvimos hasta tarde en el parque, donde los pinos, hasta que
acabaron los conciertos. Pero déjate de historias —su expresión se crispó con desdén
—, habría tenido que estar pendiente de ella toda la noche. Además, habría sido una
movida para ella, teniendo que volver luego a las tantas… Vive en Coslada y creo
que no tiene coche.
—Oye —se dispuso Marcos a cambiar de tema, viendo que Germán había
perdido el interés, o al menos eso pretendía aparentar—, no creo que lo hayas leído
aún porque es de la semana pasada, pero hay un correo de Eusebio dirigido a todo el
equipo.
—Si apenas he leído un puñado… —contestó, resignado, negando con la cabeza.
—Pues, ¿te acuerdas de lo que comentó, en la reunión, aquella mujer gorda que
llamaban doctora, esa tal Conchi?
—La verdad es que no —admitió Germán, con indiferencia—, creo que era la jefa
del proyecto de los monos, el de la búsqueda de impulsos motores, pero no sé a qué te
refieres.
—Bueno —se aprestó a explicar Marcos—, dijo que había un hombre que había
sufrido un accidente y perdido un brazo. A través de un hospital o algo así con el que
colabora Synphalabs se ofreció como voluntario, insistentemente, diciendo que quería
someterse a pruebas para recuperar la funcionalidad del brazo, que le implantaran uno
artificial. Eso sin exigir garantías y poniendo una buena suma encima de la mesa.
—Ah, ya me acuerdo, la arpía se puso pesada y cabezona para que aceptaran, y
Eusebio dijo que lo consultaría con el jefazo. Me dio la impresión de que el calvo no
se atrevió a decidir por sí mismo —dijo Germán.
—Pues bien, en el correo cuenta que a este hombre le han hecho una serie de
pruebas y estudios y resulta válido para la continuidad del proyecto en humanos, con
lo que la dirección ha aprobado que a final de año se comience la investigación con él
—informó Marcos con seriedad, y se detuvo para mirar la reacción de Germán, que
no se inmutó, más preocupado en exprimir el jugo de las bolsitas de té con la cuchara.
—Se va a utilizar EEG —prosiguió Marcos—, ya sabes, electroencefalografía o
algo así; los electrodos pegados a la piel, como lo que nos enseñaron del mono.
Esperan avanzar partiendo de lo que ya se ha averiguado con ellos, sobre todo con
experimentos invasivos.
—¿Y si resulta que no tienen nada que ver las ondas de la cabeza de los monos
con las nuestras? —inquirió Germán, levantando la barbilla para espolear a Marcos.
Germán no parecía compartir su ilusión, o al menos adoptaba una postura más
crítica. Marcos, cuando leyó la noticia, se sorprendió de que aquella presuntuosa
mujer se saliera finalmente con la suya, y lo sintió por Eusebio, que había perdido la
batalla. Era evidente que, como ya advirtió sensatamente aquel día el francés,
empezar a trabajar con personas podía considerarse una precipitación. Pero en cuanto
comprendió que aquello les afectaba directamente, que pronto pasarían a analizar con
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su software la actividad neuronal de ese hombre, de un ser humano y no de unos
simples primates, sintió que le envolvía una oleada de renovado entusiasmo y orgullo
profesional: aquello daría más peso y relevancia si cabe a la investigación.
—Sí que hay una relación —replicó Marcos, tratando de infundir implicación en
su compañero—, eso ya lo saben porque han hecho muchas pruebas de EEG en
personas y han visto que los resultados obtenidos en monos se pueden trasladar a
humanos. Nos lo contó Claudia, la jefa del laboratorio, no sé en qué estarías
pensando. —Hizo una pausa y le lanzó una mirada acusadora, insinuando que su
amigo había estado más pendiente de Sonia que de la explicación—. El problema es
que para cada persona hay variaciones y diferencias en las frecuencias de las ondas y
otros parámetros, y hay que encontrarlas. Por eso las pruebas tienen que hacerse en el
propio individuo.
Germán negó con la cabeza, visiblemente disgustado.
—Vamos, que nos van a dar caña para que tengamos lista la aplicación antes de
tiempo. Porque no creo que sean capaces de decodificar sin ayuda informática unas
señales tan mezcladas y confusas como las que se obtienen con EEG. Además, les
faltan un montón de señales neuronales dirigidas a músculos por descubrir y
clasificar, apenas tienen los patrones de unos pocos movimientos, ni de coña
suficientes para conseguir mover un brazo robótico dignamente —sentenció Germán,
airado.
—Claro que les faltan, por eso van a seguir en paralelo con las pruebas con los
monos, y también por eso nos necesitan —sostuvo Marcos—. El tipo ese tiene que
haber soltado una buena cantidad para que hayan llegado al punto de dividir el
programa, quitando recursos al plan original —especuló. Hizo una pausa y adoptó
una voz más crítica—. Lo normal habría sido terminar de identificar las señales de
cada movimiento con los animales, pero… —dijo, y se encogió de hombros—. El
dinero manda. Lo más apropiado habría sido no desviar la atención de los
experimentos con los desgraciados monos; las técnicas invasivas permitirían avanzar
más rápido, al captar las ondas más puras, sin interferencias, y recogidas en puntos
seleccionados con precisión en la corteza motora. A continuación, en su debido
momento y respetando los plazos, se habrían ido adaptando los resultados a personas,
utilizando la inofensiva electroencefalografía.
Germán asintió con desgana, dándole la razón.
—O ha puesto mucha pasta o en el departamento tienen prisa por conseguir
resultados y beneficios —apuntó Germán—. Piensa en la publicidad que ganarían si
consiguen ponerle a ese hombre algo que funcione, además del prestigio y el
reconocimiento; les lloverían contratos por todos lados. Deben de llevar años
investigando sin recibir nada a cambio, excepto, supongo, alguna subvención. —
Germán liquidó el té de un trago y retomó un timbre áspero—. Seguro que ha sido
Conchi quien ha presionado para dejar de lado los demás proyectos y pasar a
investigar con este hombre. A saber qué intereses oculta. Me dio la impresión de que
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era una mujer bastante ambiciosa, y tiene que haber malos rollos entre los jefes. Creo
que a Eusebio no le cae bien y a Claudia tampoco.
Marcos recordó a Conchi, la regordeta mujer teñida de rubio, cuyos pulcros
modales y refinados vocablos le otorgaban un aire aristocrático. Era sin duda la
persona de más avanzada edad en la reunión de aquel día. Probablemente gozaría de
bastante peso en la empresa y tendría capacidad para manejar y orientar las
investigaciones a su gusto, en especial las que dirigiera ella, lo cual no le sentaría
nada bien a Eusebio. Aquel día Marcos ya se preguntó por qué insistía tanto en
conceder a ese hombre el utópico tratamiento, y al final lo había conseguido.
Marcos arrojó el vasito de plástico del café al cubo amarillo de los envases, dando
por terminado el descanso, y Germán se acercó al surtidor de agua fría para aclarar su
taza. De camino a su mesa, Marcos se vio reflejado en el cristal que delimitaba un
despacho y descubrió que estaba realmente moreno, y eso que hacía ya más de un
mes desde que regresaron Lorena y él del veraneo en Castellón. Apesadumbrado,
advirtió que también había engordado, al contrario que Germán, que había perdido
algo de peso. Según había reconocido antes su amigo, durante sus vacaciones de bajo
coste por Alemania, la prioridad no había sido la comida, sino la cerveza y las fiestas.
Consecuentemente, Germán mostraba un aspecto bastante deplorable, con la piel algo
pálida, el pelo desaliñado y más largo de lo normal, y las estiradas patillas que casi no
se distinguían ya del resto de vello facial sin afeitar.
Marcos volvió a centrarse en el trabajo y comentó, al llegar a su sitio y tomar
asiento, que debían ser optimistas y pensar que, si tenían éxito, repercutiría
positivamente en ellos de una forma u otra.
—Sí, pero a saber cuándo será eso; irá para largo —replicó Germán, al rato, tras
consultar alguna página en Internet. Después del desayuno siempre perdía unos
minutos haciendo una pasada por sus sitios favoritos—. Suponiendo que
identifiquemos las señales que originan los movimientos de cada músculo del brazo,
o al menos los más importantes, ¿luego qué?
Marcos levantó un hombro y sacó el labio inferior hacia fuera, dubitativo.
—Synphalabs tendrá que asociarse con alguna firma de robótica o bioelectrónica
que les construya el brazo robot —aventuró—, un artilugio que reciba las señales del
cerebro. Entiendo que tendrá un microprocesador y un sistema de control que, en
base al código que les hayamos dado nosotros, interprete el movimiento que ha de
efectuar. Aparte habrá de tener aspecto humano, tendrá que colaborar alguna empresa
especialista en prótesis, digo yo.
Germán se mantenía con el ceño fruncido, tal vez contrariado por el entusiasmo y
optimismo de su compañero.
—Vale, pero eso llevará su tiempo. Cuando terminemos el programita de
decodificar las ondas y tengan su lista con el patrón de cada impulso, ¿qué crees que
van a hacer con nosotros? Mira, si esto sale adelante, para cuando les entreguen ese
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supuesto robot, de ti y de mí ya no se va a acordar nadie, así que olvídate de hacerte
famoso.
Marcos quedó cariacontecido, reflexionando, con la mirada perdida en la pantalla.
Germán era especialmente bueno en echar por tierra sus ilusiones.
—De todas formas —continuó Germán—, no sé si alguien le habrá explicado a
ese hombre que, por muy bien que le hagan la prótesis, de forma que parezca natural
y recubra bien el amasijo de hierros, batería, circuitos y motorcillos eléctricos, tendrá
igualmente que llevar los electrodos en la cabeza siempre adheridos, además de un
cable que salga de ellos y llegue hasta el brazo. Si no, el cacharro no recibirá las
órdenes neuronales y no se moverá.
Marcos conjeturó que probablemente los electrodos irían insertados en un gorro,
como los de natación. Pero no había reparado en tantos impedimentos, cegado por el
anhelo de hacer algo grande. Se imaginó una estampa grotesca, de alguien con un
cable brotando de la cabeza y deslizándose pegado al cuello, o por detrás de la nuca y
la parte superior de la espalda, terminando en el brazo artificial.
—Bueno, a lo mejor los hacen sin cables, el brazo podría recibir la señal por
bluetooth o algo así —especuló, resistiéndose a rendirse al pesimismo de Germán—.
Aun así, si funciona, supongo que merecerá la pena el incordio… Si va vestido y con
una gorra, casi ni se le notaría.
—Sobre todo en la piscina o en la playa… —dijo Germán con sarcasmo, soltando
una carcajada—. Oye, Marcos, esta tarde jugamos al paddle y nos falta uno. Vienen
Roberto y Jaime, creo que ya los conoces.
A Marcos le chocó que Germán y sus amigos practicaran algún deporte. Le miró
de reojo, ya que en sus conversaciones apenas retiraba la vista de su monitor.
—Sí, me acuerdo del día de tu cumple, en el antro aquel. Jaime es el cachas y el
otro el fumeta.
—Tío, no te metas con Roberto —le atajó Germán—, lo está pasando mal con
eso. Al parecer, este verano fue demasiado perjudicado a alguna casa, a revisar la
caldera, y llamaron a su empresa para quejarse. Él lo negó todo y ha evitado que lo
echen, pero le han dado un toque, así que lo está dejando. Según dice ya solo fuma
maría cuando sale los fines de semana, o en fiestas y ocasiones especiales.
—Cuando empiecen a volar pisos sabré de quién es la culpa… —puso Marcos la
coletilla socarrona, sonriendo—. ¿Y cómo os ha dado por hacer deporte?
—Hemos decidido empezar a quemar las toxinas acumuladas en las vacaciones.
Anda, anímate, te vendrá bien para bajar barriga.
Marcos ignoró la pulla, considerando la propuesta y recordando si tenía algo que
hacer. No le agradaban los planes espontáneos o con poco tiempo de preaviso, que
rompían sus rutinas, y necesitaba meditarlo. Germán debió de verlo inseguro y no
pudo resistir el mofarse, aludiendo a su autoritaria pareja:
—¿Qué pasa, no te deja Lorena?
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5.
AQUEL desapacible martes, después de comer, hacía frío y llovía fuera del edificio
de Kryticos. Quedaba menos de un mes para las fiestas navideñas y en el centro
comercial Parque Oeste, en Alcorcón, se percibía que el ambiente de compras y
vorágine consumista crecía día tras día. Ajenos a todo ello, Marcos y Germán se
afanaban en configurar su herramienta de detección y decodificación de señales
neuronales para comprobar si funcionaba con los nuevos ficheros.
Dos semanas antes habían sufrido una gran desilusión, cuando probaron su
aplicación contra cinco experiencias idénticas realizadas en primates diferentes. En
cada muestra el mono abría la mano en un instante concreto, movimiento para el cual
ya conocían el patrón de las ondas parejo. El objetivo era que el programa procesara
y cotejara los ficheros, amén de detectar el instante en que se iniciaba ese patrón de
oscilaciones, común en los cinco ficheros, y que identificara qué neurona o conjunto
de estas instigaban el movimiento muscular.
Eusebio les venía apremiando desde semanas atrás para que le entregaran algún
producto con avances palpables y poder así pasar en enero a la siguiente fase de
experimentos con personas.
Pero resultó un estrepitoso fracaso. El programa no encontró ninguna similitud en
las ondas de los cinco registros, en ninguna frecuencia del espectro analizado; ni
siquiera acotando el número de electrodos, para reducir las combinaciones y
simplificar la búsqueda. Marcos experimentó una gran pesadumbre. El producto del
trabajo de varios meses, en el que tanta dedicación e ilusión había invertido, no
funcionaba.
Estudiaron minuciosamente el código fuente, depurando la ejecución de la
prueba, línea a línea, instrucción por instrucción, buscando la posible causa de que el
algoritmo no hallase ninguna secuencia de ondas parecida entre los diferentes
muestreos. Perdieron días enteros con ello, con los nervios a flor de piel porque
Eusebio les presionaba para corregir el problema lo antes posible. Al menos lo hacía
con buenas formas, asegurando que a él también le exigían sus jefes que se
cumplieran los plazos; pero igualmente contribuía, por un lado, a agudizar la
ansiedad de Marcos, y por otro a enojar a Germán, quien veía confirmada su teoría: el
cambio de planes, el querer anticipar la investigación en personas, iba a repercutir en
prisas, agobios y tensiones.
Surgieron entre Marcos y Germán discrepancias que llevaron a discusiones, en
muchos casos provocadas por la falta de descanso y por los deseos de Marcos de
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quedarse trabajando hasta tarde. Germán era reticente a hacer horas extras, y Marcos
sabía que si lo hacía era por no dejarlo solo. A Germán le importaban poco los plazos
impuestos en Synphalabs y no estimaba oportuno plegarse a las exigencias del
francés. Marcos, sin embargo, no soportaba tener que salir de la oficina cada tarde sin
haber encontrado el fallo de su programa. De poco valían las palabras de consuelo de
Lorena. En casa no dejaba de darle vueltas al asunto. No se concentraba en su juego
online preferido, un clásico de disparos entre terroristas y fuerzas de asalto, y era
abatido con facilidad por los incondicionales de la red, para su frustración; ni se
enteraba de los argumentos de las películas o series que veía para distraer la mente.
Tampoco descansaba plenamente porque le costaba conciliar el sueño.
Finalmente, el propio Marcos dio con ello, de pura casualidad. Cansado de mirar
durante horas su pantalla de ordenador, desesperado tras haber repasado un bloque
más de código fuente sin éxito, desvió la vista unos segundos, procurando
descansarla. Se obligaba a apartar la mirada del monitor cada hora, para no dañar los
ojos, pero últimamente se había excedido en los intervalos, ensimismado y
concentrado en el trabajo.
Se puso a contemplar un par de folios que reposaban en un lateral de su mesa. En
ellos se dibujaban las gráficas de actividad neuronal de dos pruebas diferentes, para el
mismo electrodo. Poniendo un papel sobre el otro y mirándolos al trasluz, comprobó
por enésima vez que los picos que delataban el impulso cerebral para el movimiento
buscado eran casi iguales. Consternado, no le cabía en la cabeza cómo era posible
que el programa no detectase las coincidencias: las ondulaciones arriba y abajo eran
casi idénticas en ambas muestras. Frustrado, arrugó las hojas enérgicamente para
formar una bola, e iba ya a arrojarla con furia a la papelera de la esquina cuando
reparó en un detalle que había pasado por alto.
Desdobló con ansia los folios, provocando que más de uno le dedicara alguna
mirada recriminatoria por el ruido que causaba. Escrutó en una de las hojas el eje
horizontal de la gráfica, la que indicaba el tiempo, e hizo lo mismo a continuación en
la otra. Observó que el momento exacto en que comenzaban los picos característicos
del patrón variaba ligeramente en ambos casos. La diferencia era de unos pocos
segundos, pero suficiente para descuadrar el programa. Era algo tan simple como que
el algoritmo de búsqueda estaba diseñado para encontrar comportamientos parecidos
en las ondas, pero estos debían situarse exactamente en el mismo instante de tiempo,
con una precisión de milisegundos.
—¡Lo tengo! —exclamó, haciéndole un gesto impetuoso a Germán para que le
prestara atención—. Los monos no abren la mano en el mismo momento en cada
prueba.
—¿Cómo?
—A ver… —se dispuso a explicar, eufórico—. Cuando en Synphalabs capturan la
actividad cerebral para un movimiento, en la prueba le dan al botón de iniciar la
grabación justo después de ofrecerle al mono la manzana, o lo que sea. Luego el
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bicho la coge, pero puede que no tarde lo mismo en cada prueba. Es decir, el tiempo
exacto en que comienzan las oscilaciones propias del impulso motor, lo que busca
nuestro programa, puede variar entre unos ficheros y otros, y por eso no lo encuentra.
—Joder, claro —se lamentó Germán, soltando un suspiro de fastidio, como si
debieran haberse dado cuenta antes de algo tan evidente—. No están sincronizados…
Tuvieron que discutir y argumentar con insistencia hasta que Carlos accedió a
reenviar los ficheros de las ondas retocados, necesitaban que el patrón del impulso
que se pretendía descubrir ocurriese exactamente en el mismo instante de tiempo en
todas las muestras. A Carlos no le agradó demasiado la petición que le hicieron.
Habría de adaptar su sistema para generar los ficheros con los datos sincronizados.
Eso le complicaría la vida, porque hasta entonces, para él, cada prueba era
independiente; simplemente obtenía los datos de las máquinas de medición de
actividad cerebral, y generaba los ficheros para cada una, sin tener en cuenta las
demás capturas en otras pruebas. Ahora Carlos habría de acoplarlas y ajustarlas,
retrasando o anticipando unas u otras. Hubo de interceder Eusebio, quien a duras
penas consiguió que Carlos diera su brazo a torcer.
Le llevó una semana implementar los cambios y, por fin, aquel lluvioso martes,
Marcos y Germán habían recibido los ficheros sincronizados y se disponían a
probarlos.
—Bueno, parece que está rulando, vamos a tomar algo —dijo Germán,
levantándose de su sitio, pero resistiéndose a dejar de mirar la ventanita negra de la
pantalla, en la que no dejaban de aparecer líneas—. Está en modo de búsqueda
completa, por fuerza bruta, así que tardará un rato. Si lo que nos ha mandado este
gilipollas está bien, reza para que ahora encontremos algo.
Marcos, de pie a su lado, con el alma en vilo, le siguió poco después, reticente a
separarse del ordenador. Del resultado dependía que se pusiera fin al estrés y
desasosiego de las últimas fechas. La semana anterior Eusebio se había quedado más
tranquilo, tras asegurarle Marcos y Germán que, cuando Carlos corrigiera la forma de
generar los ficheros, se solventaría el problema de su aplicación. O al menos había
aligerado la presión sobre ellos, trasladándola al soberbio técnico de Synphalabs.
Pero si tampoco funcionaba esta vez, la incertidumbre sobre la viabilidad de su
aplicación informática volvería a perseguirles, y el teléfono no tardaría en sonar.
Marcos no quería ni imaginarse el tener que lidiar con el francés cabreado al otro lado
de la línea, y con razón.
Volvieron a los diez minutos y ya se había escrito por pantalla el resultado, en un
sobrio y escueto texto.
—¡Funciona! —exclamó Germán, todavía a un par de metros de la pantalla.
Simplemente habría visto que lo aparecido era diferente a lo obtenido en los
incontables intentos anteriores.
Se aproximaron sin sentarse, situándose frente al potente ordenador que usaban
para pruebas, colocado a un lado de la mesa de Germán. Marcos, más prudente y
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menos impulsivo, analizó en detalle la información mostrada.
—Mira —insistió Germán, henchido de júbilo, propinándole un codazo—, ha
encontrado una coincidencia pura, es decir, que ocurre en las cinco muestras —señaló
con el dedo una línea—. El identificador del electrodo que ha recibido esas ondas y la
frecuencia creo que encaja con lo que tiene que salir… Sí, es el de la corteza motora
primaria —se reafirmó tras hacer memoria.
En la ventanita negra habían dejado de aparecer nuevas líneas y al final se leía un
resumen indicando los tiempos de inicio y fin del patrón igual encontrado en los
cinco experimentos, además de frecuencias, electrodos que habían originado esas
señales y otros datos. Efectivamente, comprobó Marcos con un inmenso alivio, el
patrón coincidía con el movimiento de abrir la mano, del que ya sabían a priori el
comportamiento de la señal: la orden de contraer los músculos extensores extrínsecos
y los lumbricales originaba una serie particular de altibajos en ciertos electrodos, todo
lo cual concordaba con lo indicado en pantalla.
—Genial —dijo Marcos, todavía de pie junto a Germán y agachado, mirando
absorto el monitor. No podía disimular su alegría, significaba quitarse un buen peso
de encima—. Habrá que avisar a Eusebio para que se tranquilice. Ahora le mando un
correo.
Germán asintió, con la despreocupación tan inherente a su carácter. Se sentó en su
sitio y se echó hacia atrás, reclinando el respaldo hasta el tope, y permaneció mirando
al techo unos segundos, complacido. Marcos era consciente de que a su amigo le
confortaba más recuperar la tranquilidad y relajación en el trabajo que el hecho de
haber logrado un importante avance en sus tareas y para el proyecto.
Era costumbre de la familia de Lorena ir a cenar una noche navideña, padres e hijos
sin sus parejas respectivas, a algún restaurante de Madrid para celebrar las fiestas.
Aquel año era la primera vez que Marcos había sido invitado al evento, síntoma de
que ya comenzaba a ser considerado como uno más de la familia, sobre todo después
de la boda del hermano de Lorena, hacía unos meses, a la que también había asistido.
Por falta de huecos en el calendario e incompatibilidades de unos y otros, se había
ido aplazando la cena hasta aquella fría noche de primeros de enero. La principal
culpable, muy a su pesar, había sido Lorena, que trabajaba en un centro comercial
durante la temporada de Navidad y apenas disponía de días libres. Tras llevar ya
varios meses desde que terminó la carrera sin encontrar un trabajo apetecible, con una
mínima relación con sus estudios en Publicidad, no le había quedado más remedio
que ampliar el abanico de posibilidades, bajar el listón y ser menos exigente; sobre
todo pensando en que debía ahorrar si ella y Marcos querían irse a vivir de forma
independiente a medio plazo. Como primera ocupación remunerada, se había
conformado con un deslucido trabajo temporal en un abarrotado supermercado.
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Ismael, el hermano mayor de Lorena, y su reciente mujer, ya habían llegado al
restaurante de comida argentina de la calle Bailén. Marcos, Lorena y sus padres se
habían retrasado porque tuvieron que dejar el coche en el aparcamiento de la plaza de
España y caminar un buen trecho. El padre de Lorena, declarado enemigo del
transporte público, siempre prefería aventurarse con vehículo propio hasta donde
fuera posible. Fue, a pesar del frío, un paseo agradable por las engalanadas calles de
Madrid, quedando Marcos embriagado por la majestuosidad del Palacio Real o la
plaza de Oriente. Hacía años que no pasaba por allí y se avergonzó de no visitar de
vez en cuando los lugares más emblemáticos de la ciudad, viviendo a tan solo unos
kilómetros.
Durante los primeros momentos de la cena conversaron sobre el novedoso trabajo
de Lorena. Aunque solo le iba a durar hasta después del día de Reyes, no dejaba de
ser su primera actividad laboral, y en vista de la situación de crisis y acuciante
desempleo, era una noticia celebrable. Les contó que se dedicaba a pasearse con una
bandeja de croquetas, de varios tipos y sabores, por el pasillo de los productos
congelados del supermercado de un gran complejo de ocio, ofreciéndolas como
degustación.
Marcos se llevaba bien con Ismael, a pesar de que era algo mayor que él. Lo veía
a menudo, sobre todo antes de que se mudaran, lo cual ocurrió después de la boda,
como las parejas tradicionales de antaño. Cuando Marcos iba a buscar a Lorena a
casa y le hacía entrar, charlaban siempre un rato e Ismael no tardaba en invitarle a
subir a su habitación para echar una partida en la consola o mostrarle algún cómic
nuevo. Era un tipo particular, siempre de buen humor y bromeando; a veces se
excedía haciendo el payaso, cosa que a Raquel, su reciente esposa, no le hacía
ninguna gracia.
Marcos detestaba a Raquel. Por un lado consideraba una falta de respeto que
criticase a Ismael cada vez que hacía alguna de las suyas, tildándolo de inmaduro e
infantil, hubiera o no gente delante. Por otro, tenía que llevar siempre la razón y había
que hacer las cosas a su manera. A Marcos le asombraba la capacidad de Ismael para
tomárselo todo con filosofía y buen espíritu, aguantando impasible las invectivas y
las salidas de tono de ella. Pensando con maldad, se explicaba el calvario porque ella
era una auténtica belleza. Había trabajado como modelo en varios anuncios de
revistas y últimamente había protagonizado un par de spots televisivos. Amasaba una
creciente fortuna y altanera, hablaba de ello con orgullo y sin ambages.
—Yo por eso ni me muevo de casa —declaró Raquel, indignada, cuando Lorena
anunció la miseria que le pagaban.
Marcos no atisbó gesto alguno de ofensa ni en Lorena ni en sus padres ante el
desafortunado comentario. Puede que hubiera querido mostrar una irritación
solidaria, pero a él le dio la impresión de que al mismo tiempo se ufanaba de su
buena posición y elevados emolumentos, como si estuviera en otro nivel. Lorena ya
le había dejado ver en alguna ocasión que Raquel no caía simpática en la familia,
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pero seguramente, a fuerza de costumbre, se habían habituado a sus desaires y los
pasaban por alto.
No le apetecía nada hablar del trabajo, pero no le quedó más remedio cuando la
madre de Lorena le pidió que les contase a Ismael y a Raquel lo de su nuevo
proyecto, porque con el jaleo de la boda y el viaje de novios apenas sabían nada. A
Marcos le agradaba el tono que usaban los padres de Lorena cuando le preguntaban
por el trabajo; le parecía que lo trataban como si fuera un prestigioso científico, cosa
que evidentemente no era.
Mientras les explicaba cómo lo llevaban, observó que Raquel no prestaba mucha
atención, más concentrada en darle la vuelta a los filetes, que gemían rendidos al
calor sobre la piedra del centro de la mesa. Toda conversación que no girara en torno
a sus anuncios o revistas, o que no conllevara que Raquel acaparara el protagonismo,
aparentaba no ser digna de su interés, como si fuera una estrella de cine que necesita
ser adulada a todas horas. Cuando los demás asentían a la vez con muestras de
asombro o de entusiasmo, ella se esforzaba por dibujar alguna mueca en su
inmaculado cutis, pero Marcos sabía de sobra que eran gestos falsos y forzados.
—A ver que os aclare… —intervino Lorena, que conocedora de las caras y
reacciones de su familia, habría visto que no lo tenían claro—. Ellos hacen que
alguien haga algo, por ejemplo levantar el pie, y capturan la información de las
señales eléctricas de las neuronas. Eso mismo lo repiten varias veces, también
guardando las señales. Después, con su ordenador, buscan en el conjunto de todos los
datos, y su programita les avisa del trozo de la onda que es parecido en todos los
experimentos que repitieron. Esa parte similar es supuestamente la actividad neuronal
que ordenaría el movimiento repetido.
Ismael asintió, esta vez lo había entendido. Mientras escuchaba a Lorena, Marcos
observó que Ismael y sus padres no se perdían detalle, siguiendo las explicaciones
con interés, pero Raquel, como se imaginaba, se hallaba ausente, pensando en sus
cosas y comprobando distraída las posibles imperfecciones en la manicura francesa
de sus uñas.
—Eso es —confirmó Marcos—, a grandes rasgos. Y por tanto ese trozo de la
onda, como tú dices, identifica la orden del cerebro para ejecutar ese movimiento;
levantar el pie o lo que sea —continuó, agradecido por la ayuda de Lorena—. Gracias
a nuestra herramienta informática se consiguen desenmascarar esos patrones. Están
muy contentos, sobre todo Eusebio, que esperaba con ansia tener resultados. Ahora el
reto es seguir decodificando las ondas de los muchos movimientos que les faltan, y
pronto también para personas.
—Ah, lo del millonario que perdió el brazo… —terció la madre de Lorena,
recordando.
Parecía que no se había enterado muy bien del asunto cuando se lo había contado
Marcos, más brevemente, durante el paseo hasta llegar al restaurante, pero ahora
asentía con satisfacción y se mostraba impresionada.
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Ismael le dio una palmada sonora en la espalda a modo de felicitación y al
momento Marcos supo que iba a soltar una de sus gracias.
—Chaval, para la siguiente comilona te traes los cables y me los enchufas para
leerme la mente. Espero que puedas decirle al camarero lo que quiero pedir.
Ismael acompañó el comentario de una risotada que disminuyó en intensidad al
comprobar que no había tenido mucho éxito. Raquel no tardó en soltar un bufido,
transformado rápidamente en un velado suspiro de desesperación, quizá por hallarse
en presencia de sus suegros.
—¿Y eso para qué vale? ¿Va a curar el cáncer? —inquirió Raquel, desdeñosa,
ironizando con la trascendencia de la investigación. Soltó una escueta carcajada que
no obtuvo complicidad y Marcos, herido en su orgullo y reprimiendo un exabrupto, le
dedicó una mirada fulminante que la obligó a bajar la cabeza.
Pero en ese momento no se sintió con ganas de discutir. Su mente se hallaba en
otro sitio, con el proyecto, y con más ganas que nunca de lograr un gran éxito; algo
que le callara la boca a Raquel. Le carcomían por dentro las ofensas y
ridiculizaciones de la presumida princesita, que ganaba diez veces lo que él sin haber
abierto un libro desde que dejó el instituto. Consideraba en silencio las injusticias de
lo que la vida otorgaba a cada cual, asumiendo que los sacrificados estudios de
Lorena o los suyos no valieran de mucho en comparación con tener una cara hermosa
y un cuerpo alto y esbelto. Él no era envidioso, ni entendía la vida como una
competición; al contrario que Lorena, que de vez en cuando se había metido con
Raquel, corroída por los celos de su belleza y su dinero. Pero Marcos no podía
soportar que menospreciara su trabajo, o el de su novia, por muy humilde que fuese.
Algún día, se dijo, cambiarían las tornas y quedaría cada cual en su lugar.
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6.
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Después de remarcar la importancia que tendría concluir con éxito la
investigación de las señales, y posteriormente colaborar al máximo con los
surcoreanos, el señor Lara les desglosó la planificación. Antes de las vacaciones de
verano debían tener completa la relación de movimientos y señales. La lista obtenida
para los primates no estaba concluida aún, pero se centrarían más en el señor
Espinosa. Para ello, había ya establecido un calendario de pruebas con el paciente,
que se había comprometido a cumplir, desplazándose personalmente a las
instalaciones de Synphalabs en San Fernando de Henares.
Marcos percibía los gruñidos y sonidos guturales de desaprobación de Germán.
Sin duda, ese ajustado calendario significaba que no tendrían ni un momento de
descanso, y además en caso de retrasos no dudarían en tratar de acortarles las
vacaciones.
Eusebio, en su turno, se adentró en detalles más técnicos. La cuestión era, ¿cómo
iban a capturar las señales neuronales de los diferentes movimientos de un brazo que
no tenía? La estrategia consistiría en capturar las señales del brazo contrario al que
había perdido. En algunas contracciones musculares ya se conocían las pequeñas
diferencias entre los patrones para un miembro y el simétrico, y no sería complicado
generalizar el resultado.
Explicó también Eusebio la reestructuración que tendría lugar en su
departamento. Debido a la prioridad absoluta que le habían impuesto para el caso del
señor Espinosa, el equipo de neurocirugía pasó a formar parte del grupo dirigido por
Conchi. Los horarios de laboratorios, equipamientos compartidos y las políticas de
logística se modificaron para que ninguna otra investigación pudiese demorar lo que
denominaba «el caso Espinosa». Claudia y sus ayudantes habrían de atender en
primer lugar las necesidades de esos experimentos en los laboratorios.
—¿Cuánto habrá pagado ese tío, para que pongan patas arriba todo el
departamento? —volvió a comentar Germán por lo bajo.
Marcos se encogió de hombros, pero ciertamente era sorprendente. ¿Quién sería
ese Espinosa? ¿Un banquero?
En lo que tocaba a Germán y a Marcos, les adelantó Eusebio que investigarían las
señales neuronales de las muestras que les pasaría Conchi o algún miembro de su
grupo. Trabajarían tanto con capturas en experimentos con los monos como con
registros de los experimentos con Espinosa. Habrían de ayudarse de los resultados
positivos de las primeras, es decir, los movimientos identificados en los animales
gracias a las pruebas con cirugía, más precisas, para encontrar los patrones de las
ondas asociados a los mismos impulsos en el señor Espinosa.
Concluyó el señor Lara, que tomó la palabra para solicitar, como era de esperar,
un esfuerzo extra de cara a conseguir los objetivos. Prometió recompensas si salían
bien las cosas, y volvió a recalcar que el éxito acarrearía una publicidad y prestigio
que colocarían a la empresa en una posición de vanguardia en ese tipo de
investigaciones. Casi deliraba imaginando en voz alta que les lloverían subvenciones
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y contratos para nuevos retos, mientras Eusebio bajaba la cabeza, pasándose la mano
por la calva, como si no viese tan claro el panorama. Eusebio era un tipo sensato y
que él no creyera en lo que le habían impuesto no era algo muy halagüeño. Por su
parte, Conchi, la doctora, desplegaba una amplia sonrisa en su cara de pan, llena de
satisfacción y orgullo. No solo se había salido con la suya, sino que habían puesto a
su cargo a casi todo el equipo.
A Marcos no le hizo falta girar la cabeza para adivinar el gesto contrariado de
Germán.
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Esa tarde, Pilar no había tardado en sacar el tema de la reunión de la semana
anterior. No habían tenido clase de inglés desde entonces y, aunque se habían visto
durante el fin de semana, ella no le había preguntado. Ya nunca lo hacía delante de
sus amigos, sabía que obtendría más información si esperaba a su encuentro privado.
Obviamente a ella no le interesaba lo más mínimo de lo que hablaran en la reunión;
quería saber qué tal le había ido el reencuentro con Sonia. Germán le había asegurado
que ya era agua pasada, que hacía meses desde la única vez que la vio, en aquella
primera reunión de presentación. Pero era normal que insistiese, Pilar habría visto
que ambos se seguían dejando comentarios esporádicamente en Facebook, con lo que
albergaría algo de curiosidad. Y su instinto no le había fallado: Germán había
recuperado la ilusión inicial.
Mientras pensaba la respuesta se sintió incómodo. Era extraño, pues hacía solo
cinco minutos había compartido con Pilar sus confidencias, abiertamente, sobre la
camarera del bar en el que estuvieron el viernes pasado. Por algún motivo, había algo
diferente en Sonia que lo trastocaba.
—Llegamos pelados de tiempo, así que antes de la reunión no hablamos con
nadie, directamente entramos y nos sentamos; ya estaba casi todo el mundo
esperando —contaba en voz relativamente baja, no le gustaba que su madre pudiera
oírle—. Cuando terminó nos quedamos un rato charlando mi compañero Marcos y yo
con la gente de allí, con los que más hemos trabajado. Llevamos medio año
comunicándonos por teléfono o correo electrónico, así que, aunque sea solo de cosas
del curro, hay mucho de lo que hablar. Estaban Sonia, las demás chicas del
laboratorio y algún otro empleado, pero poco a poco se fueron yendo.
Pilar escuchaba con interés, complacida tanto por la información como por el
descanso que suponía en el estudio.
—Hablamos de temas de la investigación, y de su empresa y los jefes, de los
cambios que van a comenzar ahora, que va a ser una movida. —Hizo una pausa y se
notó inseguro, bajando la mirada—. Yo no tenía ninguna intención especial, ya te dije
que fue algo pasajero, que se me metió en la cabeza aquel día… Pero otra vez Sonia
me estaba hechizando, no sé por qué, a lo mejor porque siempre se dirigía a mí,
sonriendo y con una atención especial. O también por sus gestos, se mueve todo el
rato de aquí para allá, y como es tan poca cosa…
—¿Pero hablasteis a solas o no? —preguntó Pilar, impacientándose.
—Bueno, sí pero no —respondió Germán, dubitativo—. A ver, a solas no porque
había gente alrededor, pero se diría que mantuvimos nuestra conversación privada.
No sé cómo sucedió, creo que ella hacía lo posible por pasar del resto y hablar
conmigo. Estuvimos unos diez minutos de charla, casi todo el rato de cosas de los
experimentos, de sus animales y cotilleos de su empresa. La conversación era amena
e intensa, casi no nos dejábamos hablar uno al otro; no sé, era como que fluía sola,
fue agradable.
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Sus palabras le sonaron en la cabeza demasiado sentimentales, y se avergonzó.
Iba a apremiarla a que continuara con los ejercicios, pero, al no inmutarse cuando
Germán dirigió la mirada al cuaderno y señaló con el dedo, decidió terminar de
contar la historia; Pilar no habría admitido dejarla a medias.
—Mientras tanto Marcos hablaba con Carlos, uno que no nos cae muy bien, y
otras dos chicas del laboratorio, y de vez en cuando me echaba alguna miradita de
impaciencia. Supuse que se quería ir de allí y volver a la oficina, y como llevaba él el
coche, no era plan de hacerle esperar.
—Bueno, ¿y te fuiste y ya está? —intervino, decepcionada, elevando la voz—.
Pues yo creo que le gustas, eres tonto.
—Calma, no tengas tanta prisa —sonrió Germán, con cara de tener un comodín
en la manga, pero manteniendo el tono de voz suave—. Ya nos íbamos a despedir y
no pensaba decirle nada. Primero porque había gente alrededor, y segundo porque
estas chicas tan abiertas y parlanchinas me atontan, me quitan la iniciativa. El caso es
que me comentó que tiene una compañera de la universidad que trabaja curando
rapaces y otros bichos, para una asociación ecologista, en un sitio por Boadilla. Me
dijo que, como está cerca de Móstoles, si quería podía acompañarla algún día, que la
amiga le había pedido un montón de veces que le hiciera una visita, para enseñarle lo
que hacen.
Ella se echó hacia delante de la silla de un brinco, apoyándose en el escritorio.
Los ojos le brillaban, bien abiertos y penetrantes, ansiosa por saber más. Lucía una
larga y voluminosa melena de pelo castaño, rizado, que hacía que su rostro de piel
clara resaltara con más fuerza. Germán consideró que Eduardo era afortunado por
tenerla.
—Vaya, genial, ¿y qué le dijiste?
—Bueno, no es que me apasione el tema, yo creo que ya no se acuerda de mis
aficiones; pero acepté, claro está, ahora tiene que hablar con su amiga e iremos
alguna tarde —cambió el gesto y se puso más serio—. De todas formas no significa
nada, puede que solo quiera que alguien la acompañe, que sea de las que piensan que
la amistad entre un tío y una tía es posible sin ningún interés de por medio, y me vea
como un nuevo amigo. Y luego a lo mejor si yo me lanzo se ofende y se indigna
porque piensa que iba con ella por interés… Espero que no, pero nunca se sabe…
Además, como viste así, medio hippie…
—Anda, no seas negativo. Yo no lo consideraría una cita, pero algo es algo. Si
luego resulta que no quiere nada contigo pues mala suerte, pero tampoco pierdes nada
por pasar una tarde en el zoo o lo que sea eso. Tampoco te agobies con que se va a
enfadar si intentas algo, supongo que ya irás viendo el panorama, si hay opciones o
no.
Germán permaneció vacilante, con la cabeza gacha. Todavía no tenía muy claro
que hubiera hecho bien en aceptar.
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—Y no te metas con la pobre chica, al menos ella ha propuesto algo, no como tú
—le recriminó ella, ladeando la cabeza y levantando las cejas.
Germán no hizo mucho caso de su reproche y recondujo la conversación hacia la
lección de inglés, a pesar de las protestas de su amiga.
Pero Pilar había dicho algo que le rondaba en la cabeza, que de ser cierto le
infundiría confianza, y necesitaba cerciorarse.
—Oye, y… ¿por qué crees que le gusto?
Ella soltó el bolígrafo y le miró. Hizo un amago de decir algo, pero se arrepintió y
volvió al cuaderno tras encogerse simplemente de hombros.
—Di lo que ibas a decir —insistió Germán, perspicaz.
—Mejor no —contestó ella, sin levantar la cabeza.
Germán suplicó con una sonrisa infantil, levantando las cejas y poniendo cara de
niño bueno y apenado.
—Por favor, saberlo puede que me dé moral.
Pilar receló un momento, pero se rindió al final.
—Eres un tío alto y atractivo, por eso no me extraña que vayas volviendo locas a
las jovencitas —admitió con tono serio y despreocupado. A continuación, se tornó
más pasional, sincerándose—. Tus ojos oscuros y pequeños no dicen mucho, pero
esos aires de chico malo, con el pelo despeinado, las patillas largas y la barba sin
afeitar, nos vuelven locas.
Germán se sorprendió. Había esperado una simple respuesta aludiendo a la
intuición femenina, pero Pilar hablaba también por ella misma. Empezó a temer que
las miraditas de aquel día en el parque fueran reales y provocadas.
Nervioso, requirió volver a la traducción del texto, con torpeza, pero ella lo
ignoró y se venció hacia su silla despacio. Acercó su mano y se la pasó por la mejilla,
acariciando lentamente su áspera piel vellosa, sin dejar de mirarlo a los ojos y con la
boca sensualmente semiabierta. Germán se había quedado de piedra. Se acordó de su
amigo. Eduardo confiaba en él, y nunca le haría algo así. Pilar deslizó un dedo por su
labio inferior, en completo silencio; solo percibía su acelerada respiración. Estaba
tardando en reaccionar, y cada segundo que pasaba sin poner fin a la situación jugaba
en contra de la rectitud y la honestidad. La excitación iba ganando terreno. Lo que
pasara no tendría por qué salir de esa habitación, se consoló, abocado al pecado.
Eduardo nunca se enteraría de la traición. Era consciente de los remordimientos que
le torturarían después, pero iba a dejarse llevar.
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7.
COMO había supuesto Germán, Marcos lo esperaba con ansiedad aquella mañana
en la oficina, y lo siguió con la mirada mientras tomaba asiento. La tarde anterior les
habían entregado la grabación de ondas de cuatro experimentos, de carácter invasivo,
realizados en cuatro macacos Rhesus diferentes. En la especificación, el documento
que siempre acompañaba a los ficheros de las pruebas, se exponían todos los detalles:
número de experiencias; descripción de los sujetos; clasificación de los electrodos por
siglas identificativas, modelo y localización; características del espectro capturado;
así como el evento acontecido: el objetivo del experimento. En este caso, se había
provocado a cada primate para conseguir un movimiento de extensión del tríceps
braquial.
Como casi siempre, Marcos y Germán desconocían el significado de muchos de
los términos que aparecían en el documento. Su misión era ejecutar su programa con
esos ficheros, configurándolo previamente, especialmente en lo relativo a los tipos de
ondas y frecuencias a inspeccionar, y al número de ficheros a cotejar. Si había suerte
y la aplicación encontraba coincidencias entre los diferentes experimentos, era
probable que esas curvas parecidas delataran el impulso motor buscado. Era
responsabilidad suya interpretar los resultados para poder comunicarle a los de
Synphalabs las buenas o malas noticias.
—¿Has visto el resultado, Germán?
—Tronco, que acabo de llegar, déjame respirar —repuso Germán, que ya se
esperaba la pregunta en tono acuciante de su compañero.
Observó a Marcos hacer una mueca de contrariedad e impaciencia, pero no le dio
demasiada importancia y se tomó el tiempo habitual para leer el correo, la prensa
deportiva y el calendario de los próximos conciertos. Solo entonces entró, desde su
propio ordenador —más que nada por no levantarse—, al potente servidor de pruebas
colocado en un extremo de la mesa. En la pantalla de su portátil veía, por acceso
remoto, el escritorio del otro ordenador, con la aplicación de búsqueda abierta. Le
echó un vistazo a los resultados de la ejecución que había dejado él mismo corriendo
la jornada anterior, antes de marcharse. Solían hacerlo así cuando el espectro de
frecuencias que tenía que recorrer el programa era bastante amplio, porque a veces
podía tardar unas cuantas horas en completarse la búsqueda.
—Bueno, parece que el patrón del movimiento está bien claro —anunció Germán,
tras analizar someramente la salida del programa—. Eusebio y la vieja gorda se van a
poner contentos.
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Germán iba seleccionando con el ratón unos y otros electrodos y cotejando las
gráficas que le aparecían en la pantalla para cada una de las cuatro pruebas.
—Vale, listillo, ya sé que el código lo hemos sacado sin problema —coincidió
Marcos. Se agachó y señaló en la pantalla uno de los enlaces de los diferentes tipos
de gráficas, para que Germán hiciera clic con el ratón—. Donde quiero que te fijes es
en las ondas recibidas en el electrodo PZ6.
En el laboratorio de Synphalabs clasificaban los electrodos por la posición
espacial. Suponiendo una cuadrícula imaginaria en tres dimensiones, el identificativo
de cada electrodo se definía con tres caracteres, cada uno de ellos representando una
coordenada de su eje o dimensión.
—Pero si ese está casi fuera de la corteza motora… —protestó Germán—. La
verdad es que no sé por qué siguen poniéndolo, nunca hemos encontrado nada en esa
zona.
A regañadientes pulsó en el enlace que le indicaba Marcos y se desplegó la
gráfica del espectro de frecuencias en ese electrodo. Bajo ella se avisaba de dos
patrones similares encontrados. Uno de ellos se daba en dos de los animales y el otro
en los dos restantes.
—Cierto que nunca hallamos nada aquí, por eso me ha chocado —explicó Marcos
—. Tampoco solemos dar importancia a los patrones que no coinciden en todos los
sujetos, como es el caso. Pero es que realmente, si te fijas, son bastante parecidos,
tanto en el tiempo que dura la secuencia como en los intervalos en que se repite.
Germán comprobó con desgana que las curvas de ambos eran similares, y que
efectivamente los patrones no aparecían aislados, como en el caso de las órdenes
motoras, sino que se repetían a intervalos irregulares en varios puntos.
Marcos continuaba especulando.
—Creo que se refieren al mismo evento de actividad cerebral en los cuatro
monos, aunque el programa no haya sido capaz de relacionarlos, porque se producen
en tiempos aleatorios, y muchas veces.
Germán asentía, más intrigado, y enseguida procedió a mover el ratón con
rapidez, ávido de más información. Admitía que, poco a poco, se iba interesando más
por la investigación, pero no le preocupaba que se cumplieran los plazos, ni
completar a tiempo la lista de señales para cada músculo del brazo, sino que le atraía
más lo que pudieran descubrir accidentalmente. Al fin y al cabo, todo estaba ahí, en
forma de señales eléctricas pertenecientes al tráfico de las neuronas: el pensamiento,
la memoria, los sentimientos… Lo que hacían ellos identificando las señales motoras
no abarcaba más que una ínfima parte, el resto de funcionalidades y contenidos
permanecían a la espera de ser descubiertos, algo que nadie había logrado hasta el
momento por la inabordable complejidad que entrañaba. Pero tal vez ellos, con su
programa informático…
—Estoy de acuerdo en que deben ser señales cerebrales relacionadas, y
probablemente no sean órdenes motoras —concluyó Germán, con seriedad—, tanto
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por la situación del electrodo como por las frecuencias.
Acordaron consultarlo con la gente de Synphalabs para intentar buscar una
explicación. Ambos tenían el presentimiento de que podían estar detrás de algo
importante, más allá de simples interconexiones neuronales que originasen
extensiones de músculos. Dada la ingente cantidad de inextricable información que
circula por el cerebro, soñaban con desvelar el significado de una mínima porción de
ella. ¿Representaba aquella novedosa secuencia de actividad neuronal un
pensamiento o una emoción que habían compartido los animales durante la sesión?
¿O quizás lo que percibían por alguno de los sentidos, lo que vieron o escucharon?
Quedó perplejo cuando vio el correo de Sonia, donde le decía que ya había quedado
con su amiga Vanessa para el día siguiente por la tarde, y le proponía que la
acompañara. Por un lado le había ilusionado, pero por otro vacilaba y lo asaltaban
temores y dudas. Todo podía empezar con mal pie porque, según se adivinaba por sus
palabras, Sonia estaba convencida de que Germán tenía coche. Había planificado ya
dónde quedarían, y hasta le mandaba un mapita adjunto con la salida que habrían de
tomar en la autopista para llegar al sitio aquel. Probablemente Sonia pensó,
erróneamente, que era de Germán el coche con el que se habían desplazado a
Synphalabs para la última reunión. ¿Se molestaría si le decía que se olvidara del
coche? Cabizbajo, supuso que una chica así, con el poder de elegir, no saldría con
cualquiera, y menos con alguien que la llevase en transporte público.
Observó el plano esperando que, al menos, se pudiera llegar fácilmente en tren o
autobús. El hospital para fauna salvaje donde trabajaba su amiga Vanessa se hallaba
finalmente en el municipio de Majadahonda, y no en Boadilla, como en principio le
había comentado. Situado también en los alrededores de Madrid, al Noroeste, en
coche sería un corto trayecto de unos veinte minutos, pero careciendo de vehículo,
todo cambiaba.
Se planteó responder cobardemente por el WhatsApp para rechazar la propuesta
con alguna excusa, pero antes, casi a la desesperada, echó un vistazo a la situación
exacta de la institución. Con ayuda de Google Maps averiguó que el centro se
encontraba relativamente cerca de la estación de tren. Parcialmente aliviado,
rescatando alguna esperanza, se armó de valor y la llamó por teléfono para aclarar el
malentendido del transporte y conocer su reacción. Al menos, que fuera ella quien lo
rechazara, se dijo. Si no lo intentaba, se arrepentiría siempre.
Escuchaba los tonos con temor a una negativa, con el pulso acelerado,
maldiciendo en su interior por el mal comienzo de lo que pudiera ser aquello. Cuando
contestó, él le explicó todo muy rápido, atropelladamente, nervioso. Según se
escuchaba, le daba la impresión de que sus palabras sonaban como una disculpa.
Propuso que quedaran en Madrid, en la estación de Atocha, para coger allí el tren de
cercanías a Majadahonda, que tardaría una media hora. Cuando terminó de hablar
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aguardó, expectante. Ella se tomó su tiempo para contestar, y Germán ya cavilaba,
receloso, si estaría ideando algún pretexto para buscarse otro acompañante.
—Vale, no hay problema —dijo al fin, soltando una carcajada traviesa—.
Perdona, no he podido evitar dejarte en vilo un poquito más.
Con su alegría y desenfado acostumbrado, añadió que le parecía bien y que sentía
la confusión en cuanto al coche. Incluso le tranquilizó, asegurando que no tenía por
qué excusarse, y que no quería volver a escucharle ese tono apesadumbrado por
semejante tontería.
Había que caminar unos diez minutos desde la estación de Majadahonda hasta el
lugar, situado en los confines del Monte del Pilar. Según había leído en la web, se
denominaba así a una zona boscosa que en su día se había integrado en la misma
masa forestal que la Casa de Campo y el Monte de El Pardo. Sus encinas, chaparros y
pinos se fueron viendo cercados por carreteras, autopistas, vías de tren, mansiones,
urbanizaciones y edificios de oficinas, resultando en poco más que una gran zona
verde de ochocientas hectáreas, donde los vecinos de las poblaciones colindantes se
recreaban haciendo footing o montando en bicicleta.
Era ya de noche y, aunque el invierno tocaba a su fin, hacía frío. Recorrieron a
paso rápido una calle mal iluminada y peor asfaltada, flanqueada por pinos y jaras,
siguiendo las pobres indicaciones del mapa que habían obtenido de la página web de
la asociación. Pero no tenía pérdida; excepto por algún chalé disperso, era el único
lugar iluminado, y sus instalaciones y aspecto lo delataban. Se trataba de una finca
extensa, y a través de la verja, sin tapar con setos o brezo, se vislumbraban entre la
oscuridad varias jaulas grandes rodeadas de vegetación. El edificio principal, de dos
plantas, parecía una antigua mansión, y alrededor se disponían varios módulos
prefabricados. A pesar de ser ya más de las siete, salía luz de los ventanucos de la
mayoría de los barracones.
Llamaron al telefonillo de la entrada de la cerca y enseguida salió Vanessa a
abrirles. Les apremió a que entraran a la sala que hacía de recibidor, probablemente
porque llevaba una bata de laboratorio azul sin ningún abrigo encima. Resultó ser una
joven no muy agraciada físicamente, al menos para el gusto de Germán, rechoncha y
con rastas entremezcladas en el pelo. Vanessa le saludó efusivamente y comentó que
Sonia ya le había hablado de él, lo cual alegró a Germán y le infundió moral, pues al
fin y al cabo estaba allí por algo, y no precisamente porque le fascinara la fauna
salvaje.
Cuando terminaron con los chismorreos sobre sus compañeros de la universidad,
Vanessa les hizo una escueta presentación de la asociación y sus funciones. Les contó
que en el centro ingresaban animales heridos por diversos motivos: atropellados,
envenenados, tiroteados… aunque también crías que habían quedado huérfanas o
habían sido abandonadas. Allí procuraban curarlos y rehabilitarlos para devolverles a
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la naturaleza. A su vez, practicaban necropsias a los cadáveres para averiguar la causa
de los fallecimientos. En algunos casos, como los de envenenamientos en cotos de
caza, procedían a denunciar el hecho a las autoridades.
Después Vanessa les guio por las diferentes salas: clínica, cirugía, radiología,
laboratorio, rehabilitación, necropsias, etc., presentándoles a sus compañeros más
allegados, que les explicaron sus cometidos. Germán se sorprendió por los equipos de
alta tecnología que utilizaban y por el personal cualificado que trabajaba allí.
Les enseñaron algunos de los animales que no corrían riesgo por ser molestados,
y pudieron cogerlos o tocarlos. Se trataba de animales irrecuperables que no serían
liberados porque no sobrevivirían en libertad, y quedaban casi como mascotas del
centro. No todos corrían la misma suerte, muchos de los que carecían de
posibilidades habían de ser sacrificados, pues no había espacio ni infraestructuras
adecuadas para todos.
Pasaron por una sala amplia, llena de cajas, ordenadores viejos y equipos
electrónicos cubiertos de polvo, seguramente obsoletos o en desuso, y trastos
diversos. Observó Germán, en un lateral, en torno a una decena de loros, o pájaros
similares, de diversos tamaños y colores, encerrados en diminutas jaulas que cubrían
verticalmente una buena sección de pared, apiladas unas encima de las otras.
—Esto es una desgracia —manifestó Vanessa con pesar, al advertir su interés—.
Nos han llegado esta mañana. Los confiscaron en una tienda de mascotas de Madrid,
gracias a alguien que se chivó.
Vanessa miraba a los pájaros, cabizbaja. Germán la observó con fijeza, intrigado,
alentándola para que continuara. Le extrañaba que se mostrase tan negativa, suponía
que peor habría sido encontrarlos muertos.
—Ese de abajo —señaló a uno grande, con las alas amarillas y azules—, es un
guacamayo rosado. Puede conseguirse clandestinamente en Europa por dos mil euros,
cuando en las selvas brasileñas lo habrá capturado y vendido un furtivo por unos diez
euros.
—Pero supongo que cuando se recuperen volverán a su país de origen, ¿no? —
preguntó Sonia.
Germán notó que ella tampoco entendía la pesadumbre de su amiga. De hecho, le
había parecido más triste lo de la pata amputada del bicho de antes.
Vanessa negó con la cabeza.
—Son irrecuperables, tienen los ojos perforados —dijo con voz temblorosa—.
Así, los traficantes consiguen que no canten ni griten si ven luz en algún momento
del viaje, especialmente en posibles inspecciones de cargamento o en las aduanas.
Mientras se vendan les da igual, y claro, los compradores inexpertos ignoran que son
ciegos.
Sonia se acercó a las jaulas, con la boca abierta.
—No me lo puedo creer. ¿Y qué vais a hacer con ellos? —preguntó, indignada.
—No lo sé, prefiero no pensar en lo que decidirán. Solo soy una becaria.
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Les hizo salir de aquella sala. Intentó levantar los ánimos de Sonia afirmando que
antes la situación era peor. Según le habían asegurado sus compañeros, cuando se
permitía vender mascotas en mercadillos o en el Rastro madrileño, se incautaban con
frecuencia animales en condiciones lamentables. Especies protegidas como ciertas
tortugas eran escondidas bajo los mostradores, en cubos; puestos sin ninguna licencia
ofrecían cajas de cartón llenas de camadas de perros o gatos… Muchos de los que les
entregaban las autoridades a ellos o a otras asociaciones, tenían que ser sacrificados.
Les apremió a que la siguieran, con un jovial ademán, a un despacho en el que
había un ordenador que compartían varios compañeros. En aquel tardío momento de
la tarde se hallaba libre, pero a otras horas no era fácil encontrar un hueco para
usarlo, porque se empleaba para muy diversas tareas. Lo encendió y les mostró un
mapa donde se marcaba la localización, en tiempo real, de varias de las grandes
rapaces que habían pasado por el centro. Les explicó que a esas aves, tras recuperarse
de sus males, se les colocó un emisor GPS para que, una vez liberadas, se les pudiera
seguir la pista. Con ese pequeño dispositivo, alimentado con energía solar, además
del interés ecológico por conocer las zonas geográficas por las que se distribuían, se
podía averiguar dónde acaecía un suceso de caza furtiva o envenenamiento, y
proceder a denunciar a los cotos implicados.
Eran cerca de las nueve de la noche cuando terminaron, y ya se habían marchado
casi todos los colegas de Vanessa. Esta les aclaró que solía irse antes, pero que
cuando tenía visita se terminaba alargando la jornada, siempre con placer de poder
enseñar lo que hacían. Se ofreció a acercarles en coche a la estación de tren de
Majadahonda, propuesta que aceptaron de buen grado.
El vagón del tren destino Madrid se hallaba casi vacío. Sonia se colocó en el
asiento de la ventana y él se dejó caer en el banco contiguo, levantando los pies para
apoyarlos sobre el sitio opuesto. Estuvieron unos minutos en silencio, ella puede que
por agotamiento, y él más bien abstraído en sus cavilaciones. Por algún motivo volvió
a su mente lo sucedido con Pilar. Por tener una voluntad débil había acabado
poseyendo a la novia de uno de sus mejores amigos. Fue algo intenso y sublime, con
el morbo añadido del silencio impuesto para que no les escuchara su madre, que veía
la televisión en el salón, ajena a lo que se cocía dentro de su habitación; pero se
arrepintió tan pronto como se extinguió el deseo carnal, saciado, y dejó claro a Pilar
que no volvería a pasar. Reprobó lo sucedido con palabras demasiado duras,
causando que brotaran las lágrimas de los ojos de la muchacha, y que se agudizara su
propio remordimiento. A fin de cuentas, él había sido casi igual de culpable, y había
disfrutado lo mismo que ella, o más.
Se obligó a apartar sus sombríos pensamientos y a vivir el presente.
De reojo observaba a Sonia, con disimulo, cuando ella dirigía miradas perdidas
por la ventana, sin perder detalle de su reducida pero esbelta figura. Le gustaban sus
vaqueros rotos y sus zapatillas veraniegas, no muy apropiadas para esa época.
Llevaba el abrigo desabrochado, y los ojos de Germán se escabullían hacia la
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abertura que dejaba la cremallera, a pesar de la gruesa camiseta de manga larga, de
cuello de pico, ancha y descolorida, que camuflaba sus sugerentes senos. Durante
toda la tarde había admirado sus ojos grandes y oscuros, llenos de vivacidad y fulgor
juvenil. Se había puesto un piercing en la nariz, una pequeña bolita dorada que le
daba un toque rebelde, que no lucía la primera vez que la vio, aquel día ya lejano.
Ahora llevaba el pelo más corto, a la altura de la nuca, oscuro, liso y desbaratado, con
las puntas hacia fuera, y el flequillo peinado hacia un lado, bien terso. Cuanto más
consciente era de su belleza, más dudas le surgían y menos valiente se sentía.
De repente, Sonia comentó que la semana pasada había conocido a Espinosa.
Llevaban ya más de un mes haciendo pruebas con él, pero con ella no había
coincidido aún, dado que Sonia pertenecía a la división del laboratorio de
experimentación con animales. Sin embargo, una de sus compañeras, que se ocupaba
de la colocación de los electrodos en las sesiones con este señor, había pedido la baja
por encontrarse en la etapa final del embarazo, y Sonia la estaba supliendo.
Germán se percató de que no habían hablado en toda la tarde del trabajo.
—Vaya, por fin aparece el rey de Roma… —dijo con rencor. Por algún motivo,
sin conocerlo, le caía mal. Tal vez fuera por la ingente fortuna que debía de amasar
para permitirse aquello, o porque se habían modificado los planes y el calendario por
su culpa, y eso se traduciría en prisas y presiones en el trabajo; pero no quería sonar
grosero ante Sonia—. ¿Es majo?
—Solo he estado en dos sesiones con él, lo preparo y poco más, enseguida me
voy. Es un hombre de unos cincuenta y tantos, grandote, calvo completamente,
aunque supongo que porque le afeitan la cabeza para las pruebas. Habla poco, parece
muy serio y distante, pero no desagradable o borde. Imagino que eso es lo que se
puede esperar de alguien de su posición. Por lo que me han contado, lo han visto
llegar con un cochazo; porque claro, le dejan aparcar dentro. No me acuerdo de qué
marca, era un nombre raro, pero al parecer se acercaron a husmear y estaba incluso
adaptado para que lo pudiera manejar él, con un solo brazo.
—¿Y es complicado lo que haces con él? —Germán no tenía muchas ganas de
conversar del tema, pero se sentía obligado.
—No, con los macacos también hemos hecho pruebas de electroencefalografía,
así que es parecido. Los electrodos son de otro tipo, son de cloruro de plata y hay que
aplicar antes un gel isotónico sobre la piel. —Sonia cambió de postura, se había
dejado escurrir demasiado por el asiento y la espalda habría comenzado a quejarse,
por lo que tuvo que incorporarse—. Lo más entretenido es analizar en qué punto
poner cada uno. Conchi me pasa las coordenadas de las zonas de la cabeza donde
quiere que coloque los electrodos, pero varían en cada prueba, de lo que estén
buscando, supongo que para acercarse más o menos a unos grupos neuronales o a
otros.
A Germán le sonaron sus últimas palabras con un timbre de desagrado, no
ocultaba su disgusto por estar a las órdenes de Conchi. Le pareció lógico, desde el
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principio siempre le había parecido una mujer prepotente y con afán de
protagonismo, y probablemente sería bastante despótica con sus subalternos. Antes
de la reestructuración, Sonia y sus compañeros dependían únicamente de Claudia, la
encargada del laboratorio, que les administraba las tareas de los diferentes proyectos.
Una mujer ciertamente agradable, al menos en apariencia, dado el poco trato que
habían mantenido Marcos y él con ella. Ahora, sin embargo, Conchi dirigía a sus
anchas y se podía saltar las jerarquías a su antojo. No creía ni que Eusebio pudiera
frenarla.
—Luego se usa un gorro —seguía contando Sonia, con voz cansina—, como uno
de las piscinas, pero con aberturas donde encajan los electrodos. Suelen ser treinta y
dos electrodos, y hay que introducirlos en los puntos del gorro de forma que, una vez
ajustado en la cabeza, cada uno esté en contacto con el sitio exacto del cuero
cabelludo que me hayan dicho. Por último se enchufa el cable de cada electrodo a la
máquina, con cuidado de no equivocarse, porque hay un montón de conectores.
Germán asentía de vez en cuando. Al poco de terminar, se oyó por megafonía un
nuevo anuncio de la siguiente parada. Ella hizo un gesto de hastío y lamentó que no
iban a llegar nunca a la estación de Atocha, que iba a aparecer en su casa muy tarde
para tratarse de un día entre semana. Las quejas de ella se convirtieron en alborozo
para él porque Sonia, ya fuese por cansancio o por otra razón, se recostó sobre su
hombro, y Germán vio renacer sus esperanzas. Decidió pasarle el brazo por encima, y
notó que ella se acomodaba.
Pasaron unos minutos en agradable silencio, pero a Germán el vacío de
conversación le empezó a resultar incómodo. Como no se le ocurría ningún tema, le
comentó lo que habían encontrado Marcos y él en las pruebas del día anterior.
—No lo dudo, puede que hayáis descubierto algo —decía Sonia, tras escuchar
pacientemente—, pero yo no me entretendría demasiado con eso. Enseguida os van a
empezar a mandar las capturas de las pruebas con Espinosa, que no son pocas. Si
perdéis el tiempo con eso, os pueden dar palos después.
—Pues vaya espíritu científico que tienes —le reprochó, bromeando—. Hay que
hacer lo que diga el jefe, sin salirse del guión, cumpliendo los plazos…
Germán le dedicó una sonrisa malévola cuando ella se giró ligeramente para verle
la cara. Por su expresión supo que le había molestado el comentario.
—Yo solo hago lo que me mandan; bastante suerte he tenido al conseguir este
trabajo, que me contrataran después de las prácticas. Ahora quiero conservarlo, que
estén contentos conmigo —contestó Sonia, ofendida, irguiéndose y separándose de
él.
—Vale, vale, que era broma.
Germán se maldijo a sí mismo por su estupidez. A menudo cortejaba a las
mujeres metiéndose con ellas, con hábil sarcasmo y expresiones mordaces,
obligándolas a sonrojarse o replicar, cayendo en sus redes; pero no siempre
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funcionaba, y esta vez, sin una jarra de cerveza en la mano, se hallaba fuera de su
entorno natural.
Esperó unos segundos y continuó con el tema, sondeando el ambiente para ver si
se había calmado.
—Pensamos que puede tratarse de algún cambio externo sucedido durante la
sesión y que haya influenciado en los animales, algo que no haya pasado hasta ahora.
Nos vendría bien saber si durante esa prueba se cambió algo. No sé, quizá la persona
que interactuó con los animales fue alguien nuevo para ellos, no fuiste tú o quien sea
normalmente; o se hizo en otro lugar. Eso podría haber generado un sentimiento de
algún tipo en los monos, nerviosismo o miedo, y haberse reflejado en el electrodo…
—A ver, creo que estáis flipando un poco —dijo Sonia, riéndose—. Simplemente
puede tratarse de un electrodo que, en esa prueba, se haya colocado en una posición
distinta a las habituales y haya capturado algo nuevo.
—No puede ser —negó Germán, con rotundidad—, el electrodo que ha recibido
la secuencia extraña, el PZ6, lo han puesto en muchas otras pruebas. Hemos
comprobado las coordenadas y son las mismas. Además, es una prueba invasiva, y ya
sabes que los sensores se colocan con bastante precisión, o al menos eso dicen
Conchi y los de cirugía —terminó Germán, con tono neutro, para no parecer pedante.
—A ver, déjame que piense… —accedió Sonia, seguramente más por la
insistencia de Germán que porque creyera en sus argumentos—. No, la persona no
puede ser, porque fui yo y suelo ser yo. La prueba que dices fue el martes y se hizo a
las cuatro de la tarde, en el laboratorio de siempre. —Sonrió, compadeciéndose—.
Me temo que no te voy a ser de mucha ayuda.
Germán observó su cara angelical y se dijo que con esa imagen tenía suficiente
ayuda. Se resignó y olvidó el asunto. Pasaron un par de estaciones, primero en
silencio, con la mirada perdida en la oscuridad del exterior, y luego comentando
cotilleos de compañeros de trabajo. Ya se percibía el traqueteo por los cruces de vías,
síntoma de que estaban llegando a la estación de Atocha, cuando ella quedó pensativa
unos segundos, ignorando lo que le estaba contando Germán.
—Espera, calla. La tormenta… —le interrumpió.
—¿Qué dices?
—El martes hubo tormenta, y con truenos fuertes. Fue al mediodía, cosa rara, y
más en esta época. Sucedió unas horas antes de la prueba —afirmó. Lo miraba con
sus grandes ojos, bien abiertos y refulgentes.
El tren se detuvo y bajaron. En el andén, Germán pareció entender:
—¿Quieres decir que esas ondas raras pueden deberse a que estuvieran asustados
durante la sesión?
—Es una posibilidad, es lo único que se me ocurre. Asustados, nerviosos… no lo
sé. Pero sí es verdad que en el ejercicio se mostraron algo más inseguros de lo
normal. ¡No sé cómo no me había acordado! —exclamó Sonia, para superar el ruido
de los trenes y el ambiente.
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En la estación solo se hallaba un tren de cercanías, en el que habían arribado y
que ya se marchaba, pero había, tres andenes más allá, una gran locomotora diésel de
un tren de larga distancia que hacía un ruido atronador.
Caminaron hacia las escaleras mecánicas para subir a la pasarela que comunicaba
todos los andenes. Germán estaba ilusionado y reflexivo a la vez.
—Bueno, es un avance. Podría explicar lo de las repeticiones, porque
continuamente encontramos el patrón, cada pocos segundos, en la actividad neuronal.
Habría que consultar a alguien que sepa si es posible que, al estar asustado o
impresionado, se generen esas secuencias periódicamente. ¿Y cómo explicas que en
dos de los animales sea algo diferente el comportamiento de esas ondas que en los
otros dos?
Ella se mantuvo mirando al suelo unos segundos, mientras caminaban a buen
ritmo por el estrecho pasillo elevado que cruzaba todas las vías. La pobre tenía prisa,
temía la reacción de sus padres. Germán apostaba a que la protegían en exceso, ya no
era ninguna niña. Llegaron a la escalera que descendía hacia el andén de la vía de
Alcalá de Henares y Guadalajara, la que debía tomar ella, por lo que se detuvieron en
un lado de la pasarela. A esas horas, apenas transitaba ya gente.
—A ver —repuso ella por fin—, podría ser el sexo, pero ya me has dicho antes
que en las parejas con las ondas iguales no eran ambos animales del mismo sexo. Y
tampoco estaban los más jóvenes en una pareja y los mayores en la otra… La edad o
el sexo suelen explicar ligeros cambios, lo sabes tú mejor que yo, pero entonces aquí
no es el caso.
Ella se asomó por la barandilla, nerviosa, y miró, abajo en su andén, el panel
electrónico que indicaba el tiempo que restaba. Su tren aparecería en cualquier
momento, solo marcaba un minuto. Si lo perdía tendría que esperar cerca de un
cuarto de hora, y Germán entendió que no le haría mucha gracia, de modo que trató
de finiquitar la conversación.
—Intenta recordar y mañana hablamos. Piensa si, por ejemplo, dos de ellos ya
habían vivido una tormenta antes, y por eso se han podido impresionar menos, o…
—No —le interrumpió Sonia—, los Rhesus llegaron a la empresa a la vez, pero…
¡ya lo tengo! —exclamó, cogiéndole de un brazo—. Hay una diferencia entre las dos
parejas: dos ya tenían los electrodos implantados, porque habían participado en
pruebas anteriores, así que se encontraban en su jaula y sala habitual. Los otros dos
estaban en la sala anexa al quirófano, recuperándose de la cirugía del día anterior.
—O sea, que durante la tormenta los animales estaban en sitios diferentes…
—Sí, estaban separados, lo sé porque fui a buscarlos para llevarlos a la sala de
experimentación.
Germán quedó pensativo. El lugar donde se encontraban era un dato significativo,
pero también podría haber influido en la variación de las ondas el tema de la
operación, más reciente en unos que en otros, un trauma más cercano…
Ella volvió a asomarse para ver que el tren asomaba ya por el fondo del túnel.
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—No sé si te vale de algo —concluyó, aceleradamente.
Él no respondió, absorto en sus reflexiones. Sonia se puso ligeramente de
puntillas y le besó en una mejilla.
—Me tengo que ir. Ya hablaremos —dijo, y echó a correr escalera abajo.
Solo entonces a Germán le azotó una oleada de pesadumbre. Se dio cuenta de que
había perdido una oportunidad de oro, por culpa de sus estúpidas conjeturas. Tenía el
presentimiento de que estaban a las puertas de descubrir algo, pero luego podría
resultar que no conducía a nada, y se iba a arrepentir de haber perdido el tiempo,
especialmente en esos últimos momentos.
—Será simplemente por efecto de la anestesia que les quedase, vaya decepción —
dijo Marcos, al día siguiente por la mañana, después de oír la historia de Germán—.
Ya sabes que las drogas cambian el comportamiento de las ondas, por eso a veces
usan naloxona o diazepam, que potencian las de tipo Alfa.
Germán no había caído en aquello, pero era sin duda una posible explicación. La
tormenta previa al experimento promovió la actividad cerebral recogida, por primera
vez, en aquel electrodo. Eso para los cuatro sujetos. Sí, era una teoría, pero
perfectamente plausible. Y las pequeñas discordancias encontradas entre las dos
parejas podían ser debidas a los efectos de las drogas, que permanecerían aún en los
dos animales recientemente operados. Pero no se resignaba a conformarse con eso, ya
se había formado ciertas expectativas y le fastidiaba abandonar el tema.
—Tronco, no seas negativo. Ya solamente haber averiguado que el susto por la
tormenta originó después esas ondas, es todo un logro. Por mi parte, voy a seguir
dándole vueltas —contestó Germán, con determinación.
Le molestaba que Marcos tirara la toalla tan pronto. Estaba seguro de que
albergaba tantas ganas como él, o más, de lograr un hallazgo asombroso; pero
obviamente tenía miedo de perder demasiado tiempo con esto y desviarse de las
labores que tenían encomendadas. Su sentido de la responsabilidad era más fuerte que
su curiosidad y deseo natural por querer desvelar las incógnitas. Apostaba a que su
derrotismo era una vil excusa urdida para que se olvidaran del tema. Además, veía en
sus ojos el temor de que su propio compañero se distrajera y provocara retrasos.
Marcos siempre le acusaba de ser obstinado, de obcecarse con algo y dejar lo demás
de lado.
Germán no le guardaba rencor; al fin y al cabo, Marcos siempre había sido el
bueno y el formal, el que cumplía. En la universidad nunca le había visto copiar una
práctica, o en un examen; pero a Germán no le importaban ni el calendario del
proyecto, ni los reparos de Marcos. Seguiría investigando lo que le llamara la
atención, y si no estaba dispuesto a ayudarle, lo haría solo.
Quizás estaba sobrevalorando aquello, pero le cegaba la convicción de que habían
dado un paso más en la ardua tarea de entender las funciones del cerebro y clasificar
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cada zona concreta. Una labor reservada para prestigiosos científicos, sin duda, no
para simples programadores informáticos. Mayor motivo para congratularse e indagar
más en lo que había capturado el olvidado electrodo PZ6. Puede que la comunidad
científica ya supiera perfectamente que en esa área, donde los de Synphalabs habían
colocado el PZ6, se registraban señales cerebrales después de algún tipo de impacto
emocional; pero ¿y si no? Solo por si era algo nuevo, merecía la pena insistir, repetir
pruebas similares y tratar de llegar a alguna certidumbre.
—Bueno, ¿pescaste algo? De lo importante no me has contado nada —preguntó
Marcos, en voz baja y asomando la cabeza por encima del monitor, con una sonrisa.
Germán le miró, malhumorado y con cierto retardo, al haber sido interrumpidas
sus elucubraciones. Volvió la vista a su pantalla, apenas emitiendo un gruñido
despectivo como contestación. No consideraba la tarde anterior un completo fracaso,
pero Marcos probablemente lo vería así y haría alguna gracia. Además, no le apetecía
hablar del tema. Prefería aislarse en sus conjeturas sobre el experimento y la
tormenta, y así relegaba el tema sentimental. Observó de reojo que Marcos, por su
parte, se colocaba los auriculares y volvía a lo suyo. Habría intuido que no estaba el
horno para bollos.
Necesitaba aclarar sus ideas e hipótesis, establecer lo que parecía evidente y
probado, y lo que eran únicamente conjeturas que habría que descartar o corroborar
con más experimentos. En primer lugar, daba por hecho que el comportamiento
singular y novedoso en la actividad neuronal de esos cuatro animales se había debido
al trauma o excitación por la tormenta anterior a la sesión. Pero había ocurrido varias
horas antes, con lo que podía descartar, hipotéticamente, que las señales en cuestión
se debieran a que persistiera en ellos un sentimiento de miedo: los primates ya se
habrían tranquilizado y sus emociones normalizado.
La teoría que manejaba era que aquellas ondas representaban el recuerdo del
suceso impactante, vivido horas antes. El origen de aquella idea era la reiteración que
habían observado Marcos y él del patrón de esas ondas, a lo largo de la duración
global de cada sesión. Intuía que podía ser equiparable a la sensación repetitiva que
se experimenta después de un acontecimiento de fuerte impacto emocional. Algo así
como lo que sucede cuando se presencia un accidente en el que fallece alguien:
posteriormente, horas o incluso días después, acude a la mente la escena, cada cierto
tiempo, castigando al individuo. Estaba convencido de que aquello era un recuerdo,
generado de un modo involuntario, subconsciente, pero un recuerdo al fin y al cabo, y
por tanto un elemento de la memoria de aquellos animales.
¿Y si consiguiera decodificar ese recuerdo, esa porción de memoria? Se trataría
de una meta ambiciosa, casi utópica, sin duda. Podría intentar utilizar su programa
informático, modificado, para trasladar ese recuerdo, plasmado en ondas que suben y
bajan, a algo perceptible o comprensible: una imagen, un sonido… Si lo lograra,
constituiría un primer avance, meditaba, emocionado, para obtener el contenido
completo de una memoria biológica. Y de un mono a un humano habría solo un paso.
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Durante la mañana, Germán intercambió varios correos con Sonia. Averiguó que la
sala de curas donde estaban los macacos que habían sido recientemente intervenidos
era de color verde hospital. Desde su jaula, solo podían ver la pared de enfrente, en la
cual no había apenas mobiliario. Por el contrario, la habitación de los animales de
laboratorio, donde se encontraban las jaulas de la otra pareja, era de color blanco.
¿Sería el color que vieron, durante aquel pasaje de terror que debió de significar
la tormenta, lo que había provocado esa diferencia en las ondas? Por supuesto podía
deberse simplemente a los restos de anestesia en la pareja recientemente operada,
como decía Marcos. O que esa misma pareja se hallase más asustada, por haber sido
la operación solo un día antes; pero prefería ser positivo e insistir en las líneas que, de
confirmarse, darían pie a algún descubrimiento.
Germán le iba comentando con entusiasmo los nuevos datos a Marcos, y poco a
poco le volvió a asomar la vena científica; se mostraba algo más esperanzado y
partícipe.
Necesitarían la ayuda de Sonia o de alguien del laboratorio para realizar nuevas
pruebas, al margen de las programadas, lo cual no sería fácil. Germán no quería
comprometerla, por lo que decidieron hablar con Eusebio; quizás les concediera algo
de tiempo.
El propio Germán habló con él por teléfono, pero se quedó más o menos igual
que estaba. Le explicó lo que habían visto, con ímpetu y remarcando la importancia,
y le pidió algo de margen para investigarlo más, que les permitieran diseñar a su
gusto y ejecutar unas pocas pruebas con los animales. Como sospechaba, le dijo que
se lo comentaría a Conchi para ver qué le parecía. Disimuló su falta de autoridad y
liderazgo alegando que ella era la neuróloga que podría juzgar si tenían sentido o no
sus suposiciones. Si ella estaba de acuerdo en que en esas secuencias se podía
esconder lo que veía u oía el animal en cierto momento pasado, no tenía ninguna
duda de que les permitiría seguir estudiándolo. Nunca se habían obtenido imágenes o
sonidos de los recuerdos, y si ellos conseguían decodificarlos estarían ante un
auténtico hito, causaría una revolución en la comunidad científica.
—Puto calvo, no es capaz de tomar una decisión él solito —protestó Germán,
después de colgar.
Marcos había seguido con interés la conversación.
—Pobre franchute. Me da pena, es un buen hombre. Lo que pasa es que le han
quitado poder y se le suben a la chepa. Pero bueno, a ver qué dice la otra bruja. Si se
niega, ya encontraremos algún huequillo para seguir con el tema.
Germán intuía que lo decía con la boca pequeña. Si no les dejaban, Marcos no se
arriesgaría a desobedecer. Germán no depositaba muchas esperanzas en la respuesta
de Conchi, y más teniendo en cuenta lo ajustado de los plazos.
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—A ver si nos deja… —dijo, resignado—. Necesitamos más pruebas con los
monos, ya lo tenía todo pensado… Horas antes de la sesión habría que asustarlos a
saco, con un ruido, o moviéndoles la jaula, o con algo que les impresione, como
ocurrió con la tormenta. Se me ha ocurrido que podemos cubrir la jaula con una
especie de cortina de cierto color, para que mientras les estemos acojonando, vean un
color en concreto. Habría que repetirlo varias veces con unos cuantos monos y con
distintos colores. Si el programa dice que las ondas coinciden para los que veían el
mismo color, estaremos a las puertas de obtener una imagen de la memoria;
empezando con un solo color uniforme, pero un primer paso.
Germán observó complacido que Marcos asentía, con la cabeza ligeramente
ladeada, asomándose por encima de su monitor.
—Y si no encuentra nada, podríamos repetirlo haciéndoles escuchar, mientras les
intimidamos, diferentes sonidos, simples notas musicales, para ver si lo que hemos
encontrado se debe a lo que oyen, no a lo que ven —añadió Marcos, contagiado del
entusiasmo de Germán.
Germán apenas había escuchado, seguía soñando en voz alta.
—Una imagen lisa, de un color, pero sería un primer paso. Después podríamos
poner un círculo o un cuadrado en la cortina, e intentar ir decodificando formas
simples.
—Bueno, te estás pasando un poco, no adelantes acontecimientos.
Marcos lo bajó a la tierra. Reconoció que era muy impulsivo y a veces se
empecinaba en demasía con sus ideas. Marcos lo conocía bien.
—Puede ser —admitió, quedando pensativo, y la ilusión se le borró del semblante
—. Si la doctora —remarcó la palabra, despectivamente, refiriéndose a Conchi—
dice que no, estamos perdidos. Y no quiero comprometer a Sonia para que nos ayude
a escondidas.
A primera hora de la tarde del mismo día sonó el teléfono que compartían en mitad de
la mesa. Marcos se hallaba medio adormilado, había comido demasiado. Lorena
había acudido a buscarle a la salida y le había invitado a almorzar en uno de los
restaurantes de pasta del cercano centro comercial. La joven estaba radiante porque
por fin había encontrado algo parecido a un trabajo decente, o al menos esa era su
opinión.
Se lo habían comunicado por la mañana y quería celebrarlo. Se trataba de una
empresa de posicionamiento de páginas web, localizada en el centro de Madrid, por
la zona de Nuevos Ministerios. Estaría unos meses aprendiendo, realizando labores
de apoyo en la oficina y acompañando a los comerciales a las reuniones con
potenciales clientes en otras empresas, tiempo durante el que no percibiría
remuneración alguna. Si todo iba bien, acabaría desarrollando ella sola la actividad,
intentando vender, mediante llamadas telefónicas o en las visitas, una mejora de la
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página o un nuevo diseño, de forma que fuera más atractiva para los buscadores. El
sueldo pasada la etapa de aprendizaje no sería gran cosa, pero le iban a asignar un
coche de empresa, e importantes comisiones dependiendo de los proyectos que
cerrase.
A Marcos no le pareció tan maravilloso, principalmente porque no le habían
concretado cuántos meses duraría el periodo de prácticas, y temía que lo alargaran al
máximo, o incluso que al final no la asalariaran. Pero omitió sus dudas y reparos y
compartió su felicidad, que era motivo de satisfacción también para él. La lamentable
situación del mercado laboral no ofrecía mucho más y había que aprovechar cada
oportunidad. Soñando que fuese bien y que el trabajo se convirtiese en algo estable,
podrían plantearse ya en serio comprarse una vivienda e independizarse.
—Te toca hablar a ti, que eres más diplomático.
Germán le ofreció el teléfono, sin descolgar, y le despertó de sus meditaciones.
No solían recibir llamadas, con lo que era probable que fuese Conchi, y a ninguno le
apetecía nada hablar con ella.
Marcos, a pesar de la pesadez en los sentidos, reconoció enseguida que era ella.
Solo había hablado con la doctora por teléfono un par de veces, porque la mayor
parte de los temas importantes los trataban con Eusebio, al menos hasta que tuvo
lugar la reestructuración; pero el tono de voz era inconfundible. Al otro lado de la
línea se imaginaba, cohibido, a la gruesa y vanidosa mujer, sentada en su despacho.
Para su sorpresa, sonaba más cordial y amistosa que de costumbre, dándole la
impresión de que le trataba de igual a igual, no con el acostumbrado matiz de
superioridad del que hacía gala. Conchi le pidió que le proporcionara todos los datos
relevantes y que le explicara de nuevo sus suposiciones. Afirmaba que, aunque ya se
lo había contado Eusebio, prefería oírlo de ellos. Marcos así lo hizo, refiriendo los
detalles técnicos con el apoyo del informe y gráficas que veía en su ordenador. No
notó en su tono ningún signo de desdén. Conchi asentía a intervalos, escuchando e
invitándole a continuar. Marcos se sorprendió de que no le interrumpiera para
imponer su punto de vista, de lo cual tenía fama en Synphalabs, sobre todo en el trato
con los del escalafón más bajo. Parecía que se lo tomaba en serio, pero podía estar
fingiendo interés para no evidenciar que de entrada llevaba la negativa en la boca.
Tras terminar, Marcos aguardó su contestación, expectante.
—Escucha, Marcos… —dijo con voz neutra, tras reflexionar unos segundos—.
Los recuerdos se forman en una red neuronal localizada en el hipocampo, en el lóbulo
temporal medial. En el caso que planteáis, el estímulo emocional que provocaría el
recuerdo sería el miedo, y estaríamos hablando de memoria episódica, porque se debe
a ese suceso emocional. —Hizo una pausa, como para asegurarse de que Marcos
asimilaba la información. A este le pareció que ya asomaba su tono pedante y se
limitó a asentir con un murmullo—. El miedo y otras muchas emociones —siguió
Conchi— se desatan en el sistema límbico, formado también por partes del
hipocampo, así como del tálamo, hipotálamo y otras zonas. Pero eso no importa,
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olvídalo. Después de la tormenta los recuerdos ya se habrían formado y estarían
localizados en esa red neuronal del hipocampo. Las últimas teorías dicen que ahí, en
el hipocampo, solo se hallan los recuerdos episódicos, y que después de un periodo
de tiempo se consolidan en el neocórtex.
Marcos intuyó que le estaba dado información extra para avalar con más base el
rechazo, o para conseguir que no se enterara de nada y tuviera que capitular ante su
grandilocuente despliegue de sabiduría. Su voz se reafirmaba en cada frase, sin dar
opción a ser refutada. Marcos se sintió cada vez más abatido.
—En vuestro caso, dado el poco tiempo que había transcurrido desde la
generación del recuerdo, es decir, desde la tormenta, es muy probable que cuando se
realizó la prueba el recuerdo se encontrase aún en el hipocampo. Pero… —continuó
tras una pausa— en los experimentos siempre situamos los electrodos en la corteza
motora primaria, en el lóbulo frontal, porque ahí están las neuronas que controlan los
músculos. —Hizo otra parada y entonó, como si dictara sentencia—. Con lo que es
casi imposible que se hayan captado señales de neuronas situadas en el lóbulo
temporal, donde están el hipocampo y la memoria; hay demasiada distancia.
—Pero el electrodo que… —Marcos intentó replicar, pero rápidamente le cortó,
subiendo el tono para acallarle.
—Cierto que el electrodo que decís que ha recibido las ondas está casi fuera de la
corteza motora, de hecho está algo más cercano al lóbulo temporal; pero aun así lo
veo muy difícil, no creo que se trate de recuerdos. Ten en cuenta que estos electrodos
están diseñados para ser implantados con precisión y recoger las señales de las
neuronas inmediatamente próximas.
Marcos hizo una mueca a Germán, negando con la cabeza. Intentaría convencerla,
o al menos que le asaltaran dudas y les concediese una oportunidad, pero de
antemano veía la batalla perdida.
—Pero, si como usted dice, ese electrodo es el más cercano al otro lóbulo, el de la
memoria, ¿no cree que es mucha casualidad que sea ese precisamente el que haya
recogido esas ondas? —insistió Marcos, con educación y sumisión; no era
recomendable llevarle la contraria abiertamente.
—Chico, en ciencia no hay casualidades, las cosas son o no son —respondió con
autoridad, dejando escapar una carcajada—. Las señales neuronales que habéis visto
pueden deberse a otras muchas causas. Suponiendo que hubiera relación con la
tormenta y que estuvieran nerviosos aún, podría simplemente ser una señal periódica
hacia los músculos para mantener la tensión. Tendría más sentido, más que nada por
la zona del cerebro donde estaban los receptores.
Marcos se mantuvo en silencio unos segundos, encajando el golpe, esperando que
acudiera a su mente otro argumento. Conchi aprovechó para rematar el tema.
—No tenemos tiempo para estudiar todas las variaciones o singularidades que
encontramos, debemos concentrarnos en el tratamiento del señor Espinosa, que puede
reportar grandes beneficios si se lleva a cabo con éxito.
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—Ya, entiendo. Pero, solo por curiosidad; después de un suceso con fuerte carga
emocional, por ejemplo pasar mucho miedo, ¿ese recuerdo episódico puede
percibirse repetidamente, a intervalos, en la actividad cerebral?
—Bueno, es posible —admitió tras unos segundos, y por la entonación, Marcos
notó que Conchi empezaba a perder la paciencia—. Una consecuencia psicológica de
un trauma son los recuerdos repetitivos. Después de una experiencia muy impactante
se sufren persistentemente recuerdos, atormentando al individuo durante un tiempo
variable. Aunque no tiene que ser necesariamente un suceso negativo, puede ser un
evento que suscite inmensa alegría, e igualmente se suceden esos coletazos,
recordándolo cada cierto tiempo. Obviamente eso tiene que plasmarse en señales
neuronales, debe haber un camino sináptico en algún sitio, pero ya te he dicho que
sería en otra zona diferente a la que estudiamos actualmente.
Antes de que Marcos tuviera oportunidad de replicar, cambió de tema y le
inquirió acerca de las tareas que tenían pendientes. Les halagó por el trabajo que
estaban realizando, pero Marcos sabía perfectamente que únicamente quería
agasajarlos para que se centraran y no se distrajeran con temas como el que le habían
planteado. Finalmente Conchi se despidió, terminando con un timbre de voz que ella
pensaría que denotaba cordialidad y gratitud, pero que a Marcos le sonó
vergonzosamente falso.
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de dudas. Tal vez ni siquiera él tuviera claras sus intenciones, o le faltaba
determinación para llevarlas a cabo.
Cuando Marcos regresó del baño aún hablaban, lo cual le extrañó. Germán colgó
a los pocos minutos, y parecía exultante.
—Es nuestra oportunidad. Van a vacunarlos.
—¿Qué?
Marcos levantó la cabeza por encima del monitor, levantando las cejas. No tenía
ni idea de a qué se refería.
—Me ha dicho Sonia que le han llegado unas vacunas de no sé qué y tiene que
preparar una campaña de vacunación para unos cuantos monos, los últimos que
entraron en el departamento.
—¿Y?
Marcos seguía perdido. ¿Se le había contagiado el rollo ecologista a Germán?
¿Iba a proponer organizar una protesta o algo similar?
—¿No te das cuenta? Se van a asustar, me lo ha dicho ella, que se ponen como
locos —explicó Germán, entusiasmado.
Marcos se tomó unos segundos para discurrir, y por fin cayó en la cuenta.
—Y entonces —concluyó Marcos, pensativo—, en las pruebas que haya
programadas después, si vuelven a aparecer esas ondas misteriosas, se confirmaría
nuestra hipótesis. Igual que ocurrió con la tormenta…
—Y tenemos que aprovecharlo para investigar más —Germán le interrumpió. No
se iba a conformar con aceptar que esas ondas proviniesen de un suceso emocional
reciente. Había un destello de ambición en sus ojos, quería saber qué escondían esas
señales, qué información se podía extraer—. Voto por tirar primero por la teoría de la
visión, suponer que lo que hay oculto en esas secuencias es lo que veía el bicho
durante el pánico, las imágenes que recuerda.
Marcos permaneció callado, escuchando. Germán se aferraba a esa teoría por lo
del color de las habitaciones donde habían estado los monos, en la tormenta. Era
cierto que los patrones más similares fueron los de los animales de la misma sala,
pero constituía una hipótesis algo vaga, en su opinión. Le intrigaba el tema, pero le
preocupaba su compañero, y el proyecto. Si se empecinaba con algo, difícilmente lo
soltaría. Evidentemente le daba igual que los de Synphalabs no hubieran aceptado
que investigaran más el tema.
—El jueves por la tarde comienza a vacunarlos —prosiguió Germán, imparable
—. Según me ha dicho, los colocará uno a uno en la silla especial de las pruebas,
donde se quedan inmóviles, y entonces les pincha. Le he pedido que busque trozos de
tela que puedan cubrir todo lo que tengan delante, que la tela abarque todo el ángulo
de visión del animal, y que se las ingenie para sujetarla, con pinzas o chinchetas en la
pared, o como sea. Si no encuentra nada que compre cortinas, o cartulinas, que ya se
las pagaré. Necesitará una roja, una verde y otra azul; de momento, si funciona y
decodificamos los colores primarios, ya estaría de puta madre. Y cuando ponga la
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inyección que no la vean, que les sujete bien la cabeza, o que lo haga por detrás, pero
quiero que lo único que vean los monos durante el susto sea un solo color.
—Pero ¿y si la ve alguien con el tinglado de las cortinas mientras los vacuna? La
vas a meter en un lío —advirtió Marcos. Y si ella admitía que lo hacía por encargo de
Germán, les pondría en un aprieto a ellos también. Además, consideraba su teoría
demasiado ambiciosa, cuanto menos.
—No hay peligro, dice que puede hacerlo a última hora, y que en la sala del zoo,
donde tienen a todos los animales, por la tarde no suele haber nadie. Además, siempre
puede inventarse alguna excusa —contestó Germán, haciendo un gesto con la mano,
restando importancia al asunto.
Marcos se esforzó por entender bien lo que pretendía, ya que si estaba
determinado a hacerlo, no podría impedírselo. Únicamente podía rezar para que
Conchi no se enterase. Dudaba, con la moral dividida, entre qué sería más
conveniente: que tuviese éxito, o que fuera un fracaso y su amigo se olvidara
definitivamente del tema.
—O sea, que tú supones que luego, cuando examinemos la actividad cerebral y
veamos que aparecen otra vez esas secuencias en el mismo electrodo, las ondas serán
idénticas solo para los que tenían delante el mismo color, durante la vacuna…
—Lógicamente —confirmó Germán.
Marcos asintió. Pensaba que el plan era demasiado optimista y le preocupaba que
fueran a desobedecer a los jefes, pero se moría de ganas por recibir los datos y sacar
conclusiones.
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Marcos no compartía sus inquietudes morales con Lorena, sabía que no tendría
ningún pesar al respecto. Para ella, las desgracias de los demás no eran motivo de
consternación, como si cada cual recibiese en la vida lo que merecía, o como si nunca
les pudiera suceder a ellos algo semejante. Solo esperaba Marcos que no se vieran en
una situación similar algún día.
Se lo callaba, pero tenía la esperanza de que el padre de Lorena, un hombre
adinerado, les hiciese un pequeño préstamo cuando se cansasen de mirar casas y se
decidieran firmemente por algo, y fracasaran ante los intentos de obtener
financiación. Quizá fuera eso lo que mantenía viva su ilusión. De otro modo, no
tendría sentido la búsqueda. Siempre quedaría la esperanza de que probablemente, en
un par de años, ya reunieran las condiciones, pero no querían esperar tanto. Además,
era probable que para entonces la propiedad elegida ya hubiera sido vendida.
—¿Oye, qué tal ha ido lo de los colores? —preguntó ella—. Ayer por la tarde no
dejabas de hablar de eso.
Apenas habían tenido tiempo de conversar de sus cosas en toda la tarde. Marcos
había ido a recoger a Lorena al metro, al regreso de su nuevo trabajo, por llamarlo de
alguna manera, e inmediatamente se habían dirigido a la inmobiliaria para llegar a la
hora que habían acordado para iniciar las visitas.
—Bueno, hoy cuando he llegado he visto el resultado de la búsqueda que dejamos
corriendo ayer a última hora… —Se mantuvo en silencio unos segundos,
cariacontecido, fomentando la intriga en la chica, pero en seguida dejó la farsa—. ¡Lo
tenemos! —exclamó, soltando la mano derecha del volante y levantándola con
ímpetu, con el puño cerrado, para después chocarla con la palma de Lorena, que
levantó su mano casi por inercia, sobresaltada.
Le contó, exultante, que en los resultados de la prueba oficial se había
encontrado, además del patrón de la acción muscular objetivo de la sesión, la extraña
secuencia de ondas que perseguían con ahínco, la que ya apareció en las pruebas
posteriores a la tormenta.
—Eso corrobora nuestras suposiciones —explicaba Marcos, henchido de júbilo.
Habían pasado a segundo plano sus temores por los retrasos en el proyecto, o las
irresponsables distracciones de su compañero—. Esa actividad cerebral solo se puede
achacar al recuerdo de un momento impactante, en este caso la dolorosa vacuna. Y,
de nuevo, ese recuerdo aparece en la gráfica repetidas veces.
—Vale, pero no lo entiendo. ¿Y eso de vacunarles con un color de fondo?
Marcos le pidió paciencia y se dispuso a relatar el resto de los acontecimientos.
Sonia había realizado su trabajo a la perfección, colocando cortinillas de los
colores primarios durante las vacunaciones. Una vez recibidos y procesados los
ficheros obtenidos en los ejercicios oficiales posteriores, Marcos y Germán
comprobaron que para los animales que habían sido vacunados frente a un mismo
color, el programa había encontrado un patrón concreto, diferenciado del
correspondiente a los otros colores, y ubicado en el mismo electrodo y frecuencia.
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Justo lo que esperaban: existían pequeñas variaciones en las ondas de cada grupo que
les permitía identificar cada uno de los tres colores.
Casi no pudieron reprimir dar un grito de alegría. Germán, el muy sagaz, estaba
en lo cierto, reconoció Marcos, se había confirmado su teoría: habían obtenido
recuerdos, provocados por un suceso impactante, y en ellos se plasmaba, al menos, la
imagen percibida por la vista. Se sintió orgulloso de su compañero, y ligeramente
culpable por haber querido retenerlo y quitarle la idea de la cabeza. Aquello era
mucho más importante que el maldito brazo de un millonario.
—Genial, ¡enhorabuena! —dijo ella con efusión, que a Marcos le pareció sincera.
Lorena le agarró la cabeza y le revolvió el pelo, como si fuera un perro que se ha
portado bien—. Esa Sonia es la que le gusta a Germán, ¿no?
Lorena había escuchado con atención e interés, pero no pudo resistir hacer alusión
a la rocambolesca historia de amor inconcreta. Ella sabía de sobra la respuesta, pero
querría ver si había algo nuevo, información actualizada. No había tratado con
Germán personalmente más que en un par de ocasiones, pero lo conocía bien por todo
lo que le había ido contando Marcos. En la actualidad compartía con ella las
experiencias del trabajo, pero ya desde sus inicios como pareja le había relatado
historias de la universidad, en las que aparecía invariablemente Germán.
—Sí. Quedaron un día y todo, creo que ya te lo conté —dijo con sequedad. Le
molestó que se interesara por algo tan superficial, cuando él pensaba que habían
hecho un gran descubrimiento, aunque estaba de buen humor y lo pasó por alto—.
Pero no parece que vaya a ir más allá la cosa, o al menos eso imagino, por lo poco
que cuenta. Tiene la cabeza llena de pájaros y no se atreve a echarle huevos. Y la
verdad es que es una chica muy mona y muy maja… —Afortunado Germán, si la
conquistara, pensó. Se dio cuenta de que su subconsciente le estaba traicionando, y
procuró disimular remarcando sus aptitudes en el ámbito profesional, antes de que
Lorena intuyera algo en su rostro y se pusiera celosa—. Nos está ayudando bastante,
sobre todo en esto que estamos investigando por nuestra cuenta.
Llegaron a la altura del chalé donde vivía Lorena, en una de las mejores zonas de
Alcorcón, lindando con el polideportivo. El edificio estaba formado únicamente por
dos viviendas, una pegada a la otra. Cada una tenía dos plantas, garaje y buhardilla, y
un pequeño jardín que la rodeaba, solo interrumpido por la entrada para el vehículo,
cuesta abajo, y el pasillo empedrado para los peatones.
Le agradaba sobremanera el hecho de llegar con el coche y aparcar en la puerta,
en contraste con el céntrico barrio donde él vivía, donde dejar el vehículo suponía un
auténtico infierno. A Marcos le encantaba en general la casa, y no pasaba un fin de
semana en que se marcharan sus padres sin que lo aprovechara para hacerse fuerte y
pasar la tarde y buena parte de la noche con Lorena, viendo series o películas con una
enorme pizza sobre la mesa. Y más ahora que Ismael, su hermano recién casado, no
estaba, con lo que gozaban de total independencia.
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Detuvo el coche unos metros antes de su parcela, de forma que su madre no
pudiera fisgonear por la ventana. Apagó el motor y se dedicaron unos breves pero
intensos arrumacos, al abrigo de la oscuridad. Aquello era ya costumbre cada vez que
la llevaba a casa y no tenía necesidad de entrar a saludar.
—¿Vais a decirle a vuestro jefe lo que habéis encontrado? —preguntó ella, ya
preparándose para salir, retocándose el pelo con ayuda del espejo de la visera.
—Lo hemos hablado hoy y hemos decidido que no. Queremos seguir
investigando, y si lo contamos puede que nos feliciten, en el mejor de los casos, a
pesar de haber desobedecido; pero es probable que nos quiten el tema de las manos y
se lo den a otros con más experiencia. Y ya sabes quién se va a llevar los méritos…
Así que por si acaso, nos callamos y lo guardamos para nosotros. Germán ya ha
advertido a Sonia para que no diga nada —guardó un breve silencio, mostrándose
dubitativo—. Dice que es de fiar, supongo que será verdad, él la conoce bien.
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esas cifras en algún fragmento de las señales de actividad neuronal, en los patrones
que habían obtenido para un cierto color?
Su intención era hallar una relación entre esos números y las características de las
ondas que habían descubierto. Si conseguía asociar ciertos datos de esa actividad
neuronal con una determinada longitud de onda de la luz, tendría la clave para
conocer cualquier color que se escondiese en dichas señales, en esos recuerdos aún
frescos e intermitentes, causados por un shock.
Compartió las indagaciones con Germán y se repartieron las tareas.
Modificaron el algoritmo para que buscase una combinación o cálculo
matemático que relacionase los patrones de actividad neuronal encontrados para un
color, con la longitud de onda conocida para ese color. Es decir, pretendían que la
aplicación dilucidara si a partir de las propiedades de las señales, como la amplitud o
la frecuencia, se podía obtener como resultado de diversas operaciones, la cifra
aproximada de la longitud de onda.
La tarea les llevó varios días porque no disponían de demasiado tiempo libre,
quedándose incluso trabajando por las tardes, cuando ya prácticamente todo el mundo
se había marchado. Germán no ponía objeciones: no lo hacía porque se lo impusieran,
sino por propia voluntad, y estaba tan esperanzado como Marcos en que el programa
fuera capaz de encontrar algo asombroso. Se desvivían por la investigación de tal
manera, que incluso en una ocasión les felicitó el señor Gómez y les dio ánimos,
cuando ya se marchaba, a eso de las ocho y les vio ensimismados con sus portátiles.
El gerente ignoraba que no se dedicaban a lo que les habían encomendado desde la
empresa cliente, pero se le notaba orgulloso de sus comprometidos programadores.
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—Creo que en la onda —decía su compañero— vienen uno tras otro los puntos
que forman la imagen, cada uno con su color. Eso explicaría que varíen los valores,
del 600 al 613, que no sea siempre un rojo fijo, porque la tela que usó Sonia,
dependiendo de la luz, las sombras, las arrugas… no tendría un mismo tono uniforme
en toda la superficie.
Germán guardó silencio unos minutos y Marcos volvió a lo suyo. Finalmente
cedió y aceptó, a regañadientes, la hipótesis de Marcos.
—Entonces, si tienes razón, hay que conseguir colocar esos puntos —manifestó
con decisión, y quedó pensativo, rascándose la patilla izquierda con la mano derecha.
Súbitamente tuvo un destello—. Se me ocurre que podemos hacer que el animal vea
un dibujo enorme, una especie de rejilla, donde en cada cuadro pintemos un color
diferente. Como sabemos la longitud de onda de los colores, incluso aunque no sean
primarios, será fácil identificar en qué trozo de la onda va el color de cada cuadrado,
y así llegar a saber reconstruir las imágenes completas.
Marcos se desplazó unos centímetros para ver la cara de su compañero sin el
obstáculo del monitor.
—Podemos comprar una cartulina de esas grandes —continuó Germán—, tipo
mural. Dentro pintamos una cuadrícula, de tres por tres, para empezar con algo
sencillo, coloreando cada una de las nueve celdas con un color diferente. Si tenemos
éxito, iríamos repitiendo las pruebas, ampliando el número de celdas, hasta conseguir
una imagen decente de lo que contienen esas ondas, del recuerdo que se va repitiendo
tantas veces. Sería como los píxeles de una foto, cuantos más identifiquemos mejor,
mayor resolución en la imagen.
—Sí, puede ser interesante —admitió Marcos, vacilante—. Pero, aun suponiendo
que tengamos otra oportunidad de que algún mono vaya a ser vacunado o asustado
por algo, y le plantemos tu cartulina delante, no creo que sea tan sencillo. Supongo
que tanto las imágenes que vemos como las que queremos recuperar están en tres
dimensiones, y tú crees que están en dos. Además, las imágenes que se recuerdan no
creo que se parezcan a una foto; si intentas pensar en alguna que tengas en la
memoria, verás que hay zonas borrosas, otras con detalles a mayor o menor escala…
—De lo de conseguir una nueva prueba me encargo yo —espetó Germán, cegado
por el entusiasmo, desoyendo los reparos de su compañero.
Era el momento de actuar con determinación. Tal vez ese era el pequeño impulso
que necesitaba. Había decidido matar dos pájaros de un tiro.
Germán esperaba nervioso en la garita del vigilante a que acudiera ella a buscarlo.
Desde aquel día se había sentido como un idiota. Por compromiso se quedó en el
concierto, pero no disfrutó en absoluto. Intentó llamarla y le envió mensajes por el
WhatsApp, pero no obtuvo respuesta. Meditando los hechos a posteriori, fue
plenamente consciente de que había sido un interesado y un egoísta. Por algún
motivo había pensado que si daba el paso definitivo y salía bien, eso ayudaría a que
ella le echara una mano con la investigación; pero nunca debía haber mezclado las
cosas, era lógico que ella pensara que se movía por provecho propio. Había sido una
idea absurda. Lo peor de todo era que de verdad le gustaba, y para una vez que le
echaba valor y se lanzaba, lo estropeaba. Había dinamitado las esperanzas de
conseguir algo.
Durante el fin de semana se había dedicado a las manualidades. Compró tres
cartulinas de las más grandes, y folios de colores, y los pegó sobre ellas,
recortándolos en cuadrados y formando una rejilla de colores, en cada una con los
cuadros de un tamaño diferente. Los más grandes tenían las proporciones de medio
folio, y los más pequeños el tamaño de una moneda. Su madre insistió en ayudarle a
recortar los múltiples cuadraditos de papel. En un principio se negó, la tediosa tarea
le distraía y a la vez le servía de penitencia. Germán le había explicado vagamente
para lo que quería las cartulinas, pero su madre no pareció entenderlo muy bien. Aun
así, no se dio por vencida y le echó una mano.
Tuvo que aparecer por la oficina cargado con los grandes murales enrollados bajo
el brazo, no le daba tiempo a regresar a casa a recogerlos cuando saliera por la tarde,
antes de partir para Synphalabs a toda prisa. Esquivó las preguntas y bromas de sus
compañeros como pudo, explicando que eran para un juego de rol vespertino, con la
ayuda esporádica de Marcos, que procuraba desviar la atención. Su amigo se había
quedado desconcertado cuando supo que por la tarde Germán se acercaría a realizar
la prueba con Sonia. Obviamente no esperaba que lograra su objetivo tan pronto.
Intentó averiguar cómo lo había conseguido, pero Germán no quiso hablar del tema.
Realmente ni siquiera él sabía por qué ella había aceptado. Probablemente se trató de
un arrebato final para remarcar su enfado y dictar sentencia.
Después, en el tren y durante el largo camino desde la estación hasta el polígono
industrial donde se hallaba Synphalabs, se había sentido algo ridículo, como si fuera
un escolar que iba a presentar algún trabajo. Pero según se acercaba, el nerviosismo
se fue apoderando de él, haciéndole inmune a esas nimiedades. Le carcomía la
incertidumbre sobre cómo le recibiría.
Germán llegó a la oficina algo más temprano de lo habitual, sin duda ansioso por
conocer los resultados. Aun así, Marcos ya estaba revisando el informe, sentado
frente al monitor del potente servidor que usaban para las decodificaciones.
—A ver… —dijo Marcos en cuanto sintió su presencia, sin siquiera saludarlo,
obnubilado—. He empezado a estudiar el resultado del de la cartulina con los cuadros
grandes. El cuadro de arriba a la izquierda, según tu esquema de la cartulina —dijo,
mirando un garabato que tenía en una hoja de papel—, era verde, y el segundo de
arriba azul. Esperaba encontrar muchos trocitos de actividad neuronal que
identificaran al verde, todos seguidos y muy numerosos, dado que son cuadros
grandes. Después vendrían los del azul y el magenta, que son los otros de la fila de
arriba. Esperaba que se repitieran línea tras línea, bajando; pero tiene pinta de que los
puntos de colores no van ordenados en la secuencia.
—Sería demasiado fácil, ¿no es así como pintan las imágenes las televisiones? —
comentó retóricamente Germán, aún de pie, detrás de él.
—Le he estado dando vueltas y parece que en la secuencia se entrelazan las líneas
de puntos. Primero vienen los puntos de una línea vertical, de arriba abajo, y luego
los de la horizontal, de izquierda a derecha.
Señaló con el ratón las diferentes secciones de la gráfica donde aparecían
decodificados los puntos de cada color, por la cifra de la longitud de onda. Germán se
agachó más, dejando el bolsito en la mesa, que aún no se había quitado.
—De puta madre, si de verdad están así ordenados los puntos, ya podemos
reconstruir la imagen. ¿Ves que no era tan difícil?
—Otra cosa que he visto —continuó Marcos, ignorándole—, es que antes y
después de los puntos que sabemos que pertenecen a nuestros cuadrados, hay muchos
puntos de otros colores; unos blancos y otros indefinidos. Supongo que
corresponderán a los márgenes de la cartulina, y a lo que vería el animal por encima,
por debajo o a los lados.
Casi sin quererlo, había utilizado un tono de reproche. Marcos pensaba que
Germán no se había esforzado mucho en conseguir que el mono solamente viese los
cuadros, o no había calculado bien hasta dónde alcanzaba la vista del animal.
—Claro, eso supongo que dependerá de cómo enfocaba la vista, o qué le llamó
más la atención. Si se fijó en el centro de la cartulina veremos solo los cuadros de
colores; si en cambió enfocó a un plano más amplio, supongo que recordará algo más
grande, pero con menos detalle. Además, no puedo asegurar que le tapase todo el
ángulo de visión, yo le planté delante el dibujo y ya está —explicó Germán, a la
defensiva. En su tono se percibía un timbre recriminatorio, como aludiendo a que
había sido él quien se había arriesgado a ir allí a efectuar la prueba.
—Tiene que poderse —afirmó Germán, seguro de sí mismo—. Por ejemplo, para el
sonido hay filtros que te quitan el ruido y las frecuencias que no interesan, e incluso
te amplifican las que quieres. Creo recordar que había, por ejemplo, filtro paso-bajo,
paso-alto, y un montón más. Si se puede hacer en el espectro del sonido, también se
podrá hacer en el espectro de todas las ondas obtenidas con EEG.
—Supongo que la teoría es que se puede hacer, pero en la práctica no lo sé. No es
tan fácil como quitar el ruido de una canción. Sería como intentar sacar, de una
grabación del ruido de fondo en un estadio de fútbol, la voz de una persona concreta
inmersa en la muchedumbre. Necesitarías saber la frecuencia exacta y descartar todo
lo demás.
Marcos intentaba disuadirle, o al menos que no se obstinara, lo cual haría que
dejara de lado, todavía más, las tareas pendientes.
De vuelta a la rutina después del placentero puente, había comentado a Germán la
hipotética idea de buscar recuerdos similares en personas, e intentar obtener las
imágenes. Sin embargo, ya se estaba arrepintiendo. Hubiera preferido dejar el tema
de la investigación secreta apartado un par de semanas. Habían acumulado un
considerable retraso en los trabajos encomendados de decodificación sobre las
señales capturadas en Espinosa. Realmente se estaba convirtiendo en algo inacabable,
nunca habría imaginado tal cantidad de movimientos musculares diferentes y
combinaciones de ellos, y para todos existía una señal neuronal que requería ser
decodificada y clasificada. Ahora, en el hito en que se encontraban en su historia
SONIA había recibido en su correo electrónico, como todos los días, las ofertas de
una de las muchas empresas de promociones y gangas a las que estaba suscrita. Les
echó una ojeada sin mucho detenimiento y se detuvo en una que anunciaba una
apetitosa cena para dos en un italiano del centro de Madrid, por la zona del Retiro. Se
incluía una botella de Lambrusco, y todo por veintidós euros. Era una oferta
tentadora, pero antes de adquirirla tanteó para decidir con quién podría ir. Repasando
sus amigos más cercanos de Coslada, los de la facultad, los compañeros del trabajo o
su propia hermana, le vino a la cabeza Germán.
Se sentía culpable, consciente de que había sido demasiado dura con él. Según
habían ido pasando los días le había ido echando de menos. Ya no recibía sus
mensajes por el WhatsApp, ni las fotos que le enviaba de situaciones graciosas con
sus excéntricos amigos. Antes, casi todos los días Germán le escribía alguna nota en
su muro de Facebook, o un correo para contarle qué tal le iba todo. Y a menudo
hablaban por teléfono, aunque a veces se ponía un poco pesado relatándole con pelos
y señales los avances en su investigación. Pero ya apenas nada. Intercambiaban
correos, pero únicamente de cuestiones y problemas en el ámbito del proyecto; él le
respondía a sus mensajes al móvil de forma políticamente correcta, sin ningún
sentimiento por su parte. En el puente del Corpus se escribieron por el WhatsApp, y
aseguró él que la llamaría, pero ya habían transcurrido dos o tres semanas y aún no
habían hablado.
Se dio cuenta, tras recapacitar, de que se estaba diluyendo lo que pudiera haber
existido entre ella y Germán. Sintió lástima, porque habían pasado buenos momentos
y, como mínimo, creía que debían ser amigos. Él se lo hizo pasar mal, experimentó
una honda decepción, pero después se percató de que había exagerado. Se hallaba aún
afectada por su desafortunado devaneo con aquel seductor chico del equipo de fútbol,
del que no había vuelto a tener noticia, y tal vez lo había pagado con él. No es que
Germán estuviera exento de culpa, pero puede que su fascinación por el proyecto le
cegara y provocara ese extraño comportamiento, tan egoísta. Decidió olvidar lo que
había ocurrido y actuar como si nada hubiera pasado, y le llamó para proponerle
cenar algún día en el ristorante de la promoción.
Germán se había relajado con ayuda del primer vaso del vino rosado. Durante toda la
velada se había sentido inseguro y nervioso. Cuando lo llamó y le comentó lo de la
—Marcos me ha dicho esta mañana que no cree que saquemos nada de esta captura
—comentaba Germán a Sonia, malhumorado, mientras se sentaba en el lugar que ella
le había indicado.
Le había molestado el pesimismo anticipado de su compañero, cuando el
desarrollo de la nueva versión del programa no había hecho más que empezar. ¿Tenía
que ser siempre tan realista y pragmático?
—¿Por qué? ¿No te pareció un suceso impactante? ¿No te han venido recuerdos a
la cabeza? Porque yo he estado acordándome de ti todo el fin de semana, ya te lo dije
por teléfono —confesó ella, ruborizándose.
—Pues claro, y cada vez que me acordaba me ponía cachondo —dijo él, riendo.
Entretanto se dispuso Sonia a colocarle en la cabeza una especie de gorro de piscina,
GERMÁN salió del metro de Parque Oeste y caminó con optimismo hacia la
oficina. Disponían de hora y media para comer y siempre iba a casa y volvía, como
hacían la mayoría de sus compañeros que vivían también cerca, bien en Alcorcón o
en otras ciudades dormitorio de la zona sur de Madrid. Eso, a menos que se decidiera,
entre los más allegados, acudir todos juntos a comer a algún restaurante del vecino
centro comercial, lo cual solía suceder algunos jueves, una o dos veces al mes.
Aquel día de primeros de julio hacía un calor infernal, y a eso de las tres de la
tarde, la hora de entrada de la jornada vespertina, el sol pegaba sin piedad. Germán
intentaba guarecerse de él, arrimándose al lado de la acera más cercano a los plátanos
de sombra que había plantados en todo el trayecto, una calle curva que bordeaba el
centro comercial. A la izquierda quedaban las naves de los diferentes grandes
almacenes y comercios, mientras que a la derecha de la calle se hallaba, al otro lado
de la valla, el gran campus de la universidad: una pradera, ya amarilleando, salpicada
por varios edificios en el centro, menudos pero modernos y relucientes, y canchas
deportivas al fondo, donde a veces jugaban al fútbol algunos compañeros del trabajo.
El día anterior Germán había dado por concluida, por fin, su herramienta
informática para buscar dentro de la amalgama de señales recogidas en pruebas de
electroencefalografía, con la que optarían a cosechar resultados igualmente
espectaculares en humanos. Le llevó más tiempo del que había pensado. Por un lado,
no había sido una tarea fácil, encontrándose complicaciones frecuentemente que le
obligaban a revisar y rehacer partes del código fuente. Tuvo que informarse y
asimilar conceptos físicos de las ondas que no dominaba, como aprender funciones
matemáticas para gestionar las diferentes propiedades: interferencias, fases o relación
de la longitud de onda con la frecuencia.
Por otro lado, Eusebio, y sobre todo Conchi, no dejaban de presionarles para que
se mantuvieran al día con respecto al proyecto de Espinosa. Además, notaba que
Marcos empezaba a ponerse nervioso. Le daba la impresión de que no confiaba en
que fuera a terminar con éxito el programa oficial, como si estuviera perdiendo el
tiempo y dejando demasiado de lado el trabajo. Era quizás comprensible, porque les
habían exhortado a tener todos los movimientos decodificados durante ese mes; así
estaba pactado con los coreanos que iban a construir el robot y que requerían esa
información. Pero Germán consideraba que Marcos se lo tomaba demasiado en serio.
Los plazos siempre eran elásticos, pensaba, nunca pasa nada por retrasar un poco la
entrega. Le costaba horrores reprimir su entusiasmo y aparcar su programita o sus
—¡Ya ha terminado! —exclamó Germán, nada más llegar y sin siquiera sentarse,
procurando ahogar el volumen de la voz para que solo Marcos pudiera oírle. Por
precaución, no habían comentado nada con sus compañeros de la oficina acerca de su
investigación particular.
—A ver, ¿ha encontrado imágenes? —dijo Marcos, ilusionado, poniéndose las
gafas que estaba limpiando y levantándose de su sitio para acercarse por detrás de
Germán.
—Oye, mejor espera a que las vea yo. Puede que salga algo demasiado íntimo —
le contuvo Germán, haciendo un gesto con la mano. Bromeaba, pero solo a medias.
—Anda, flipado. ¿No decías que era un portal oscuro? Si sale algo, se verá bien
poco. De todas formas, ya te dije que dudo que se vea algo de eso —dijo Marcos,
regresando a su sitio, sonriendo y negando con la cabeza.
—Ya, pero por si acaso. Ver no vi nada, pero como salga lo que había en mi
imaginación…
Germán tomó asiento delante del servidor y se entretuvo unos segundos,
moviendo el ratón con esmero. No le gustó lo que encontró y su emoción se
desplomó.
—Parece que hay imágenes, pero es todo negro, he visto ya cuatro o cinco y no se
ve nada… —comentó con voz tenue, consternado. Se llevó la mano libre a la frente,
sujetándose la cabeza.
En cuanto Marcos se levantó esa mañana y activó el tráfico de datos de su móvil, que
reposaba en su mesilla porque lo usaba de despertador, recibió un mensaje de Germán
por el WhatsApp. Increíblemente, su compañero ya estaba en la oficina y le urgía a
que acudiera lo antes posible. Marcos sabía que Germán iba a iniciar la ejecución en
cualquier momento, pero desconocía cuándo lo había hecho y cuánto iba a tardar,
pues la búsqueda se había ampliado en el rango de frecuencias. Sin embargo, el
mensaje incitaba al entusiasmo; tendría resultados, de otra forma Germán no se
habría molestado en escribirle.
Marcos se vistió atropelladamente, ansioso por salir de dudas, presintiendo una
buena noticia.
Por fin había concluido la búsqueda. Germán había tenido que esperar hasta las seis,
a pesar de que la hora oficial de salida para los viernes era las tres de la tarde.
Prácticamente no quedaba nadie en la planta, pero no se habría quedado tranquilo sin
saber el resultado. Además, el lunes ya tendría que ir a trabajar a Synphalabs, y no
sabía si las máquinas llegarían allí el mismo lunes o ya el martes, lo cual habría
agravado aún más la incertidumbre por el desconocimiento del resultado.
Había utilizado una de las sesiones con Espinosa más largas que encontró en la
base de datos. No era muy actual, sería del mes de junio, pero le interesaba, más que
nada, por la duración. Sospechaba que algunos patrones asociados a estos recuerdos
intermitentes y subconscientes hacían aparición cada más tiempo, y en una simple
grabación de diez minutos su programa no los encontraría. No dejaba de ser una
hipótesis, pero todo lo que aumentara el número de imágenes extraídas era positivo.
Realmente, admitió, era lo de menos: con que se obtuviera una sola ya se confirmaría
que el programa funcionaba de forma general para el cerebro humano.
Mordiéndose las uñas de la mano izquierda, que le quedaba libre, hizo doble clic
en el botón de su aplicación, que exportaría las visualizaciones a ficheros BMP. Abrió
la carpeta de destino y, por los iconos pequeños que se exhibían, supo que las
imágenes generadas habían sido numerosas, aunque la mayoría ininteligibles o negras
completamente. Cerró el puño con fuerza, algo había, la prueba de un nuevo triunfo.
Marcos regresaba, el viernes por la tarde, de visitar a su abuelo. Tanto su padre como
su propia conciencia le habían dicho que debía dejarse caer por la residencia de
ancianos antes de las vacaciones —o los pocos días que le concediesen—, pero no
podía haber elegido peor día. Aburrido y desesperado por el atasco, cambiaba la
emisora de la radio, girando la obsoleta rueda de búsqueda manual, cuando le sonó el
móvil.
Mientras sacaba el teléfono del bolsito, que descansaba en el asiento del copiloto,
echó una mirada precavida por el retrovisor, atento a una posible presencia de la
Guardia Civil; lo único que le faltaba era que lo multaran.
Era Germán, tal vez fuera a proponerle algún plan para el fin de semana, pues a
veces le invitaba cuando hacía algo especial con sus amigos de Móstoles. Aunque
No le apetecía nada pasarse por la oficina a esas horas, un viernes por la tarde. Tenía
pensado continuar una partida de un juego de ordenador de estrategia, que había
dejado guardada la noche anterior. Ya más tarde saldría a buscar a Lorena, aunque no
tenían ningún plan fijo. Por el tono de Germán parecía algo urgente, por lo que, a
regañadientes, había prescindido de la sesión vespertina del videojuego. Se consoló
considerando que habría sido mucho peor si hubiese recibido la llamada en casa,
acomodado en la silla del ordenador, en gayumbos y con un refresco en la mano.
Quizás pudiera despachar rápidamente aquello que tanto le urgía a Germán.
Subió los escalones de la entrada y entró en el amplio hall, que parecía más el de
un hotel que el de un edificio de oficinas. Saludó dirigiendo un gesto con la barbilla
al vigilante, el simpático ecuatoriano del turno de tarde con el que charlaban de vez
en cuando. El hombre pareció extrañado de volver a verle y Marcos intuyó, por su
sonrisa, que tenía ganas de conversación. Sin embargo, Marcos no quería entretenerse
y se encaminó por el pasillo hacia el ala izquierda, donde se hallaban las oficinas de
Kryticos. Colocó la tarjeta sobre el lector y el torno le permitió el acceso. Mientras
esperaba al ascensor, quedó sorprendido del silencio que se respiraba. En ocasiones,
especialmente a la hora de entrada, se encontraba con tanta gente esperando que se
hartaba y terminaba subiendo por las escaleras, pero ahora no había un alma; todo el
mundo estaría ya de fin de semana, se lamentó.
Ya arriba, nada más asomarse, vio al fondo, en su sitio, a Germán, totalmente solo
en el área de su departamento. Únicamente oía a alguien teclear en algún despacho
del ala contraria. Sin embargo, toda la planta se hallaba iluminada como
habitualmente, a pesar de rondar ya las ocho de un viernes por la tarde. Se preguntó a
qué hora apagarían las luces, si es que lo hacían, censurando el derroche energético
que se llevaba a cabo, por norma general, en las oficinas.
—Mira esto —le apremió Germán en cuanto lo oyó, a lo lejos. Se apartó
ligeramente, deslizando a un lado su silla con ruedas, y acercó otra para que Marcos
se sentara.
—Espero que sea importante, me apetece estar aquí, ahora, tanto como… —
protestaba. Aún estaba a dos o tres metros de la silla, cuando lo que vio en pantalla le
hizo enmudecer.
Se acercó en silencio y se sentó, inclinando la cabeza sobre el ordenador.
YA no era una sesión cualquiera más. Sonia habría preferido que su compañera, de
baja por maternidad, hubiera ocupado su lugar. Se trataba, simplemente, de colocarle
a Espinosa el gorro con los electrodos e iniciar o detener el programa de grabación,
cuando lo indicara Conchi o quien se hallara dirigiendo la prueba. Pura rutina, pero
desde que Germán le había enseñado aquello, le daba repelús solo recordarlo. Iba a
tener delante a un tipo que podría ser un mafioso, que estaría extorsionando a gente
inocente para provecho propio, o a saber en qué trapicheos andaría. Evocó las
películas en las que matones sin escrúpulos entraban en comercios para exigir el pago
obligado de una cantidad, a cambio de una supuesta protección. ¿Podría seguir
pasando eso actualmente? Estaba elucubrando, admitió. La paliza que se veía en la
imagen podría haber sido provocada por cualquier otro motivo; pero no anunciaba
nada bueno.
Y el temido momento había llegado. Espinosa se hallaba en su sitio esperando,
malhumorado, como de costumbre. Por Sonia nunca debía aguardar, aparecía por el
laboratorio, para prepararlo, puntualmente a la hora planificada. Pero, con frecuencia,
hacía falta modificar algún parámetro del software, como el espectro de frecuencia de
algún electrodo cuya posición se había variado, y había que requerir los servicios de
Carlos o de algún técnico. Otras veces la propia Conchi se retrasaba. Habitualmente,
cuando la demora se prolongaba, Espinosa sacaba su portátil —incluso con los
electrodos ya colocados y los cables colgando del gorro—, y tras pedir la clave del
acceso por wifi de Synphalabs, se ponía a teclear afanosamente, con su única mano,
enfrascado en lo que Sonia suponía que sería su correo electrónico o los asuntos de su
empresa.
Ya estaba todo dispuesto para iniciar la simulación de los movimientos que había
programados para esa jornada. Con alivio, Sonia calculó que eran ya escasas las
sesiones restantes. Y al menos, desde hacía un par de días, Germán estaba allí, en el
Área de Informática, donde les habían ubicado finalmente. Algo retirado del edificio
del laboratorio, pero podía verlo en los descansos y comer con él. Germán también le
había prometido que, de vez en cuando, en lugar de regresar en coche con Marcos la
acompañaría en el tren, especialmente si algún día tenía que volver ella sola, andando
hasta la lejana estación.
Con eso había neutralizado, parcialmente, su enfado por lo de las vacaciones.
Germán había planificado asistir, junto con sus amigos de Móstoles, a un festival de
rock alternativo en algún sitio costero que ni recordaba, durante casi una semana
UNA piscina era lo único que echaba en falta Marcos en el chalé de sus suegros.
También había sido una petición perenne de ella y de su hermano, durante toda su
infancia, tal vez sintiéndose celosos porque algunos de sus vecinos, con el mismo
terreno disponible, se la habían construido. Sin embargo, su padre se había mostrado
siempre reacio: no estaba dispuesto a quedarse prácticamente sin jardín para colocar
una piscina, que solo se usaría un par de meses al año y daría mucho más trabajo que
sus vistosas plantas y árboles frutales.
Por tanto, a la pareja no le quedaba más remedio que acudir a alguna piscina
pública, si querían darse un remojón y librarse del pegajoso calor del verano. Al
menos un par de veces en cada temporada estival pasaban la tarde del viernes, o
incluso un sábado completo, en la piscina del polideportivo La Canaleja. Aunque
ubicada en la otra punta de Alcorcón, les agradaba más que otras, porque la pradera
era extensa y nunca había excesiva aglomeración de gente.
Ella había escuchado en silencio el relato de Marcos relativo a las nuevas
imágenes que habían decodificado de los recuerdos de Espinosa.
—¿Y había mucho dinero en el bote? —preguntó Lorena, cómodamente tumbada
en la toalla, a pleno sol.
—No se veía con claridad, pero eran billetes de quinientos, y había muchos.
Ella se mantuvo pensativa unos segundos. Al poco se levantó y movió la toalla,
colocándola junto a la de Marcos, bajo la sombra de un sauce llorón. Se sentó con las
piernas cruzadas, mirándole. Él estaba tumbado boca arriba, con los brazos detrás de
la cabeza.
—¿Y si entramos en su casa y se lo quitamos? —propuso, como si fuera lo más
natural del mundo.
—Estás de coña, ¿no? —conocía bien las entonaciones de Lorena y sabía que no
bromeaba, pero dado lo descabellado de la propuesta tenía que cerciorarse.
—En serio, nos arreglaría la vida. Y si ese tipo es un delincuente, no sería un
pecado muy grave. Al fin y al cabo es dinero del contrabando.
Marcos se incorporó perplejo y quedó sentado, mirándola con fijeza.
—Para empezar eso son suposiciones nuestras, y aunque fuera cierto, eso es un
delito bien gordo. No somos muertos de hambre, no necesitamos correr ese riesgo. Se
pueden ir a tomar por culo nuestras carreras, nuestros trabajos. ¿Quieres acabar en la
cárcel? ¿Qué pensarían tus padres?
—¿Qué tal tía, has visto la imagen? —contestó Sonia al teléfono, en cuanto sonó y
vio la foto de Vanessa en la pantalla.
Esperaba la llamada porque había enviado un correo a su amiga, con el fichero
adjunto de la imagen de los animales enjaulados, y le pedía que la llamase en cuanto
tuviera ocasión. Siempre iniciaba Vanessa la conversación, porque para algo gozaba
de línea con tarifa plana.
—¿De dónde has sacado esta foto? ¿Y por qué se ve tan mal, tan raro?
—Bueno, ya te contaré, de momento no puedo decir mucho. Solo quiero que me
digas lo que te parece —solicitó Sonia—, seguro que sabes del tema del tráfico de
especies protegidas. Recuerdo, por el día de la visita, que algunos de los animales que
os entregan proceden de incautaciones del contrabando.
Le había costado convencer a Germán para que le diera el archivo y poder
mandárselo a su amiga. Él no creía que fuera a ser de mucha ayuda, y además temía
que el secreto se desvelara. Sonia se vio obligada a prometerle que no le explicaría a
Vanessa el origen de la imagen.
—Sonia, es un caso evidente de tráfico ilegal de animales, y tenéis que
denunciarlo —dijo categóricamente—. Por lo poco que se ve, distingo, por ejemplo,
un jacinto o guacamayo azul, tieso en el fondo de la jaula. Son de Brasil, de la selva
amazónica, y he comprobado que su comercio está prohibido, es un animal protegido
por el CITES, en peligro de extinción. Los nativos los sacan del nido y los amaestran
antes de venderlos por cuatro duros a alguna red ilegal. En Europa los coleccionistas
pueden ofrecer más de diez mil euros por un ejemplar.
Sonia notó que su amiga estaba algo alterada. Intentó tranquilizarla y le preguntó
dónde podría haber ocurrido aquello.
—Yo qué sé… Bueno, si es un contenedor como creéis, supongo que en algún
puerto marítimo. ¿Sabes si la foto se ha tomado en España?
—Pues, es posible, pero no lo sé… —Sonia sabía perfectamente que aquello de
foto no tenía nada, pero se abstuvo de corregirla para no obligarse a dar
explicaciones.
Germán y Sonia paseaban aquel último sábado de julio por la calle Fuencarral de
Madrid. Ella quería mirar ropa y le había pedido, el día anterior, que la acompañase.
En su momento no le pareció mala idea, le agradaba caminar por Madrid, pero
llevaba toda la mañana lamentándose. Habían quedado a las once para que el calor no
se les echara encima. Le había sonado el despertador a las nueve y media, y le había
sentado como una puñalada; apenas había dormido cuatro horas.
Germán había salido con sus amigos la noche anterior. Se habían divertido en las
fiestas patronales de un municipio vecino, la primera de las muchas a las que
asistirían ese verano. Habría preferido regresar antes, pero el que conducía, y por
tanto quien establecía los horarios, había sido su amigo Jaime, quien se mantuvo
animado hasta tarde, sin mostrar ninguna intención de querer marcharse. Era uno de
los inconvenientes de no tener coche, se recriminó, la dependencia de los demás. Y,
como consecuencia, cada dos o tres pasos un pinchazo en la cabeza le echaba en cara
los excesos cometidos.
Nunca le habían atraído las compras, y menos las tiendas de ropa. Cuando
necesitaba alguna prenda se acercaba al Alcampo o al Carrefour, y sin darle muchas
vueltas se decidía por algo de precio económico. Únicamente cuando quería algo más
aparente, o más fiel a su estilo, se llegaba a asomar al Pull & Bear, y normalmente
solo en época de rebajas.
Había pasado por aquella cosmopolita calle unas cuantas veces, pero la mayoría
de ellas de noche, volviendo de alguna correría nocturna por el barrio de Malasaña.
Cada vez eran menos frecuentes, pues le daba pereza bajar a Madrid, andar cogiendo
autobuses y metro. Correspondían más bien a sus tiempos de universitario, recordó
con nostalgia, cuando quedaba a menudo con los compañeros de clase, casi siempre
los viernes por la tarde. Por entonces se abría un mundo inédito para Germán, con
nuevas amistades, que ofrecían experiencias diferentes a las acostumbradas con sus
amigos eternos de Móstoles. Se vivían aventuras en colegios mayores —donde les
colaba un compañero de Extremadura, alojado en uno de ellos y con buenos
contactos—; perpetraban cacerías en fiestas de Erasmus y discotecas repletas de
guiris; o se entretenían en placenteros eventos que organizaban las propias facultades,
con partidos de fútbol, tenderetes de sangría y conciertos.
En aquellas ocasiones solía recorrer esa calle de regreso a casa, de madrugada,
cuando les echaban del último bar de alguna zona de copas, como Tribunal, Alonso
Martínez o Malasaña; establecimientos que solo pisaban cuando se agotaban las
existencias del alcohol que consumían en la calle, siempre a escondidas. Luego
ERA ya el último día de julio y los tres habían acordado tomar unas cañas en el bar
del polígono industrial, a modo de despedida, pues ya no se verían hasta mediados de
agosto. Iban a resultar, sin embargo, unas exiguas vacaciones: Marcos y Germán solo
habían conseguido que les concedieran una semana a cada uno.
La primera la disfrutaría Marcos, que estaba exultante porque había salvado el
viaje por los pelos. La segunda correspondería a su amigo Germán, que asistiría a un
ansiado festival de rock alternativo. Al parecer le había costado una discusión con
Sonia por no contar con ella, pero admitió el error y ya había quedado olvidado. Se
repartieron así la quincena porque les obligaron a que en todo momento permaneciera
al menos uno de ellos trabajando, avanzando en las tareas pendientes. Eusebio y
Conchi esperaban, de esa manera, que no se estancara el proceso de decodificación de
señales.
Germán no había querido soltar ni una palabra en la oficina, por precaución.
Marcos había esperado ansioso durante toda la jornada a que llegara la hora de irse y
conocer, por fin, si había habido suerte con el tinglado de la grabación.
—Bueno, ahí tienes la cerveza, pesado. Ya puedes contarlo —insistió Marcos,
pasándole una de las tres jarras que había dejado el camarero sobre la barra.
Durante el paseo desde Synphalabs hasta el restaurante, Germán se había negado
a sacarles de dudas. Aducía que hacía demasiado calor, y había afirmado, casi para
hacerles rabiar, que hasta que no tuviera una cerveza fresquita en la mano no iba a
decir nada.
—Me costó bastante, no fue pan comido, pero tenemos su dirección de correo y
su contraseña —declaró orgulloso, pero sin celebraciones.
Bromeó primero enumerándoles las páginas web que había visitado Espinosa
antes de acceder al correo. Debía de estar ultimando los detalles de un viaje
vacacional a algún destino tropical, aunque no recordaba el nombre del sitio en
concreto. Le pareció que navegaba por sitios web de excursiones y visitas
organizadas, del estilo de bucear con tiburones, pasear en elefante y actividades
similares para turistas.
Cuando Germán vio en el vídeo que se mostraba una página con un listado o tabla
con filas de texto, que podría delatar la bandeja de entrada del correo, detuvo la
imagen y comprobó con júbilo que así era. Rebobinó lentamente hacia atrás hasta que
apareció la ventana de acceso, una simple página en blanco con un logotipo en una
esquina, probablemente de su empresa, y dos cajitas para introducir el e-mail y la
Regresaban por la autovía del Noroeste en sentido Madrid, desierta como cualquier
otra en pleno mes de agosto. Dejaban atrás el municipio de Collado Villalba, situado
en la vertiente madrileña de la Sierra de Guadarrama, a media hora de la capital. La
urbanización que acababan de visitar no se hallaba en el casco viejo del pueblo, sino
en una zona más moderna y despejada compuesta por villas, chalés adosados y
algunas suntuosas mansiones más antiguas. Era, sin duda, un lugar agradable para
vivir, y exclusivo hasta cierto punto, pero no lo que se habían imaginado,
especialmente Lorena.
—No sé, esperaba otra cosa. Vigilantes jurados, un jardín de película, piscina
privada… y una casa mucho más grande.
—Y más moderna, supongo, con todo tipo de innovaciones tecnológicas —
completó Marcos.
—Sí, no sé… Un tipo que tiene una empresa y que además es un mafioso o un
contrabandista, que guarda millones escondidos… —se encogió de hombros.
Marcos asintió, él también había preconcebido algo más selecto. Pero lo meditó y
concluyó que podía ser comprensible.
—Bueno, puede que la casa de Espinosa esté reformada y por dentro sea la
bomba… Pero tú ponte en su lugar: ¿te comprarías una casa en La Finca, donde viven
los jugadores del Madrid? Sería imprudente, llamaría mucho la atención.
Ella convino con un murmullo.
—No te veo muy morena —comentó Espinosa, tras entrar en el laboratorio y saludar
sin elocuencia.
Sonia se hallaba sola, preparando el equipo que, antes del descanso estival, había
sido cuidadosamente desmontado y guardado. Espinosa no acostumbraba a iniciar la
conversación, y únicamente lo hacía cuando no había nadie más por allí, ni Carlos ni
ninguno de los doctores. Solo se dirigía a ella bajo esa circunstancia. Y podía sentirse
halagada, porque con otros que coincidieran con él en el laboratorio no solía ir más
allá de los saludos, o las quejas por los monótonos ejercicios que le hacían realizar.
Sonia suponía, sin embargo, que cuando se hallaran solos Conchi y él, olvidarían la
farsa y mantendrían algún tipo de conversación.
Ella asintió y levantó los hombros, exculpándose.
—En casi dos semanas apenas he visto el sol, quitando los últimos dos o tres días
—dijo, dándole la espalda, mientras buscaba algo entre todos los cables y conectores
que había depositado sobre la encimera.
Espinosa se sentó en su sitio, con dejadez. Sonia había advertido, cuando entró,
que por primera vez no lucía camisa ni pantalón de vestir, sino que llevaba vaqueros
y un polo. Sin duda, una pequeña concesión para hacer la vuelta al trabajo más
llevadera. O tal vez, dadas las fechas, no tendría compromisos en su oficina que
requirieran atuendos más formales, o incluso puede que apurara en Madrid los
últimos días de vacaciones. Le llamó la atención la corpulencia del hombre, a pesar
de ser ya mayor, y estimó que de joven debió de ser atractivo. El abundante pelo
canoso le daba un aire de maduro seductor. Sin embargo, ataviado con manga corta
resaltaba más la carencia del brazo, y se dio cuenta, avergonzada, de que los ojos se
le desviaban atraídos por el desagradable muñón, al aire.
Sonia miró el reloj. Aún era pronto, pero cuanto antes lo hiciera, menor riesgo
habría de que apareciera alguien y le complicase las cosas. Además, la conversación
que había iniciado Espinosa era favorable.
—Es lo que tiene el norte, ¿dónde me dijiste que ibas? —contestó él, más locuaz
que de costumbre.
—A Santander. Mi familia es de allí, aunque ya solo quedan mis abuelos.
Sonia le preguntó dónde había pasado él sus vacaciones, a lo que contestó que en
Malasia, y conversaron unos minutos sobre tan exótico destino. Ella trataba de sonar
Terminó de repasar una hoja Excel que había dejado a medias por la mañana y pulsó
el botoncito que comunicaba con su secretaria.
—Marisa, que no me moleste nadie en la próxima media hora —ordenó,
categórico.
—Entendido, señor Espinosa.
Sabía que nadie le importunaría, ya era tarde y la oficina estaba medio vacía.
Hasta septiembre el ambiente sería bastante distendido. Agarró el USB que había
descansado sobre su mesa toda la tarde, esperando el momento oportuno, y lo conectó
a su ordenador.
Le apareció la carpeta con el contenido de la memoria USB y masculló una
herejía. Las fotos no estaban, había un par de ficheros con nombres raros y otro
ejecutable que se llamaba «descomprimir», lo que le hizo recordar vagamente las
instrucciones de Sonia. Pulso dos veces en el icono y una ventanita con una
exclamación emergió en el centro de la pantalla. Era el rollo de siempre, que si podía
tratarse de algo malicioso que dañara el equipo y que si estaba seguro de continuar.
—¿Tú crees que estas son horas de llegar? —le había espetado Germán nada más
verlo, con una sonrisa sarcástica en la boca.
Marcos advirtió alguna carcajada moderada entre los compañeros de alrededor. Se
había tomado una pequeña venganza por los muchos comentarios y bromas que sufría
él, a menudo, por llegar tarde.
Marcos se limitó a forzar una sonrisa y se sentó apresuradamente. Eran ya más de
las diez. Había tardado casi más en caminar desde donde había aparcado hasta el
recinto de Synphalabs, que en el trayecto por autopista desde la otra punta de Madrid.
Se había notado, y mucho, el regreso de personal tras las vacaciones, al menos en
cuanto a ocupación de las calles y problemas para estacionar. Cierto que era más
tarde de lo habitual, pero echó de menos la tranquilidad y comodidad de las jornadas
pasadas.
—Bueno, ¿qué tal ha ido? —susurró Germán. Había ya muchos oídos en la sala
de informática de Synphalabs.
—Bien, bien. Ya está puesta la fecha, al final el viernes.
—Genial.
Mientras arrancaba el ordenador, Marcos le refirió los pormenores de la
conversación telefónica. Hizo especial hincapié en la argucia que habían utilizado
sobre los dos tipos de inspecciones, para que se prepararan el tema por si la mujer les
preguntaba algo. Una vez puesto al día, Marcos le apremió para que le contara de una
vez lo que había hallado en el correo, pero Germán lo postergó hasta el descanso
matutino, pues prefería hablar de ello con privacidad.
A regañadientes, Marcos se vio obligado a sobrellevar la incertidumbre durante el
rato que quedaba hasta las once y media, que era cuando solían acercarse a la sala del
café. Habitualmente lo hacían junto con un grupo de informáticos de las mesas
vecinas, pero en esa ocasión prefirieron ausentarse los dos solos. Tras sacar la
consumición de la máquina salieron al exterior, donde la temperatura a la sombra era
agradable, incluso fresca. La puerta volvía a estar flanqueada por varias personas,
fumando, charlando o tomando café; se percibía la diferencia de ambiente con el
pasado mes de agosto, cuando reinaba la soledad. Incluso junto al edificio de
enfrente, el de los laboratorios, había apostados varios individuos, ataviados con
batas blancas. Contrastaban con los tipos enchaquetados, que eran mayoría en la zona
de Marcos y Germán, donde aparte del Área de Informática se ubicaban la mayoría
de los despachos.
De vuelta a su sitio, Marcos abrió la página de Hotmail e introdujo los datos que le
acababa de pasar Germán. El seudónimo era «davorgonz83» y la contraseña volvía a
ser el nombre de una película, con algunos números intercalados. Espinosa debía de
ser un auténtico cinéfilo, pensó.
Cuando entró vio la bandeja de entrada vacía. Experimentó un cosquilleo
incómodo, la sensación de encontrarse en un lugar donde no debería estar, o quizá la
incertidumbre de poder ser descubierto, algo casi imposible.
Concibió casualmente que, con un poco de suerte, le podría llegar un correo a
Espinosa justo en ese momento. Marcos podría abrirlo y copiar el contenido, y
después volver a marcarlo como no leído para que Espinosa no sospechara nada en su
próximo acceso. Pero era improbable, aunque sí creyó interesante organizar un
calendario, junto con Germán, para comprobar periódicamente si recibía algún nuevo
e-mail, y poder así verlo antes que él, antes de que lo leyera y lo borrara.
Sin desbordar emoción, pues ya sabía más o menos lo que encontraría, abrió
Marcos la carpeta de borradores e hizo clic en el único mensaje que había.
Pero deja que pase un tiempo, que se apacigüen los ánimos y bajen la
guardia en el hospital, y hazlo con discreción.
_______________________________________________________
From: joanbellver9@gmail.com To: davorgonz83@hotmail.com
Subject: Hola jefe, por aquí la cosa se va calmando. Sigue en coma,
en el Clínico. He podido averiguar que es irreversible.
SONIA había retrasado a propósito su llegada al laboratorio para evitar verse a solas
con Espinosa. Ya le habían avisado de que el paciente se encontraba allí, esperando, y
ella se aproximaba por la larga galería que recorría el centro de la nave, dando acceso
a cada laboratorio, caminando sin prisa. Iba con el tiempo justo para preparar el
material y colocarle los sensores, y tenía la esperanza de que Carlos, o incluso Conchi
—aunque se jugase una reprimenda—, ya hubieran hecho acto de presencia.
Se asomó a la blanca y bien iluminada sala y comprobó, disgustada, que Espinosa
estaba totalmente solo, sentado en su asiento habitual. Ella saludó vivamente,
fingiendo normalidad. Sin embargo, la voz le brotó quebrada. Casi con seguridad el
hombre advirtió su desasosiego. Y no era para menos. Por un lado, su novio estaría en
su propia casa, en ese momento, intentando robarle. Pero, sobre todo, temía la
reacción del viejo por el engaño respecto a las fotos de sus vacaciones, en la pasada
sesión. De haber alguien más en la sala, Espinosa no se atrevería a pedir
explicaciones, pero en esa situación se sentía insegura; de ahí que hubiese pretendido
no hacer aparición en primer lugar, sin éxito.
—Vaya, pensaba que no iba a venir nadie —dijo, ligeramente malhumorado.
—Perdona, estaba muy liada. Ha vuelto todo el mundo de las vacaciones y se han
puesto en marcha de nuevo un montón de experimentos —respondió Sonia sin
mirarle, dirigiéndose directamente al armario del material, con prisa.
Él asintió emitiendo un murmullo.
—Con lo tranquilos que estaban los pobres animalitos, se les ha acabado lo
bueno… —comentó Sonia sonriendo, compasiva, mientras llevaba la caja con los
cables y conectores a una mesa cercana. Lo único que pasaba por su cabeza era el
propósito de mantener una conversación cualquiera, hasta que llegara alguien y se
desvaneciera su incomodidad.
Espinosa no parecía interesado en el tema, y se levantó para coger algo de su
maletín, mientras Sonia organizaba y clasificaba los cables sobre el escritorio,
dándole la espalda.
—Toma, son muy interesantes tus fotos, Cantabria parece realmente bonita.
Le entregó el pen drive y ella se volvió para tomarlo, agradeciéndolo
tímidamente, pero percibió una velada entonación beligerante que le hizo sospechar
del cumplido.
—Pero no están todas, ¿no? —dijo Espinosa, antes de que Sonia volviese a su
tarea. Se situó a menos de un metro de ella y la miraba fijamente, escudriñando sus
Marcos había esperado a ver a Lorena en persona para ofrecerle los detalles,
habiéndola informado simplemente por teléfono del éxito de la operación. Tan pronto
como había recibido las eufóricas noticias de Germán, se había puesto en contacto
con ella, a eso del mediodía. Sin embargo, había desatendido su curiosidad y avidez
por los pormenores y los números, postergándolo para la tarde y prometiendo ir a
buscarla al trabajo. Le disgustaba adentrarse en Madrid con el coche, pero la ocasión
lo merecía.
Se arrastraban ambos en el vehículo, de semáforo en semáforo, sufriendo la
tortuosa hora punta de la tarde, bajando hacia el Manzanares por la cuesta de San
Espinosa miró el reloj tan pronto como se apeó del vehículo. Lo había aparcado
frente a la casa, como de costumbre. Hacía tiempo que no guardaba el coche en el
garaje, que había pasado a usarse de trastero, porque le resultaba incómoda la
maniobra para entrar o salir, especialmente desde que perdió el brazo. Además, al ser
ROBERTO recorría una callejuela sin salida de las que nacen del paseo de La
Habana, buscando aparcamiento para la vieja furgoneta de la empresa. Le hacía un
buen servicio y lo mejor de todo era que, mientras mantuviese el trabajo, podía
considerarla como si fuera suya. De hecho le había dado un considerable trote
durante las últimas tres semanas, en las que había estado de vacaciones. Más había
sufrido su cuerpo, por los excesos cometidos. Habían sido intensos días de
desenfreno y gasto sin mesura, pero había merecido la pena. Ahora, de vuelta a la
rutina, era hora de pensar qué iba a hacer con el dinero y con su vida.
Normalmente dejaría la furgoneta en doble fila, en la misma calle donde se
ubicaba la empresa, porque solo tendría que entrar a por los papeles de las
inspecciones planificadas para la jornada; incluso las herramientas las llevaba
siempre en el vehículo. Pero al ser el primer día después de las vacaciones, intuía que
podía alargarse la cosa, y no quería arriesgarse a una multa, o lo que sería más
inconveniente —dado que el dinero le sobraba—, que la grúa se la llevara.
Encontró por fin un hueco en una bocacalle del extremo norte de Príncipe de
Vergara, a un par de manzanas de su edificio. Sacó un tique de aparcamiento por una
hora y caminó de buen humor por la acera, bajo las gotas de la primera borrasca
otoñal. No recordaba haberse sentido nunca tan dichoso el primer día posvacacional,
y menos aún en un día tan gris. Algo tendría que ver el fajo de billetes que guardaba
celosamente en casa.
Dobló la esquina y enfiló la calle donde se situaba, en un amplio local de planta
baja, que fue otrora un sucio taller de reparación de calderas. Ya mucho antes de que
Roberto encontrara aquel trabajo, la empresa se había reconvertido para dedicarse al
mantenimiento y las inspecciones oficiales, un negocio más rentable, de la mano de
grandes distribuidoras de gas natural.
El barrio, meditó contemplativo, quizá por haber estado tantos días sin aparecer
por allí, no tenía el encanto de otras zonas más céntricas de Madrid. Eran bloques de
viviendas de siete u ocho plantas, ya con unas cuantas décadas de antigüedad, que se
asomaban a calles estrechas y concurridas. Guardaba cierto parecido con muchas
zonas residenciales de Móstoles u otras ciudades del cinturón sur, que tan mala fama
tenían. Los edificios de ladrillo, los toldos verdes y las terrazas acristaladas sin ton ni
son, evocaban abiertamente el barrio en que se había criado. Solo faltaría, quizás, el
desagradable toque de la ropa colgada en las fachadas.
Con la tripa llena se apoltronaron en sus cómodas sillas de oficina. Con fastidio,
Marcos contempló la vieja pantalla de tubo que tenía delante. Alguien, aprovechando
su ausencia de los últimos meses, le había usurpado su moderna pantalla LCD. Suerte
que tenía el portátil y ya casi no utilizaba el ordenador de sobremesa.
—Mira, Marcos —le llamó Germán desde su sitio.
Marcos se deslizó cansinamente sobre la silla hasta su vera. Le observó,
reprimiendo un bostezo, mientras navegaba hasta la página principal de Hotmail e
introducía el identificador y la contraseña de Espinosa. En pocos segundos apareció
la bandeja de entrada, en la que aún permanecía un único correo, y resaltado en
negrita, sin leer. Lógicamente Germán, tras abrirlo el día anterior, lo habría marcado
como no leído para que Espinosa no notase nada raro.
—Eso primero que dice, ni puta idea; pero lo otro es interesante, ¿eh? Ahora te
quedarás más tranquilo, ¿no? —comentó Germán, picarón, con alborozo.
Obviamente era revelador, traslucía que Espinosa había puesto en manos de
investigadores o detectives privados la misteriosa desaparición de su botín. Cuadraba
con los dos que habían molestado a Roberto, y que tan hábilmente había disuadido.
Por un lado le inquietaba que siguieran buscando y que en algún momento pudieran
dar con alguna pista que les guiara hasta ellos. Por otro, era ciertamente
tranquilizador que anduvieran perdidos, al menos en opinión de ese individuo.
—Sí, si eso hace que te vayas en paz con tu conciencia…
Germán ignoró la pulla y cerró la pestaña del navegador esbozando una escueta
sonrisa, satisfecho. Marcos regresó a su sitio.
Ninguno de los dos advirtió que habían olvidado marcar el correo recientemente
abierto como no leído, no lo habían dejado en la situación original previa a su
intromisión…
—NO creo que sea buena idea, ya te lo dije, Juan —insistía Conchi, caminando
junto a Espinosa por la estrecha acera.
Enfilaban hacia la puerta principal, flanqueada por setos de aligustre que
limitaban la zona ajardinada. Ella había salido a recibirle personalmente a la plaza de
aparcamiento para las visitas, dado que no acudía para algo oficial. En otro caso,
alguien del Departamento de Calidad habría sido asignado para guiarlo hasta el
laboratorio, como había sido lo habitual en los días con sesiones programadas.
Espinosa advirtió que no tenía muy buena cara, pues indudablemente preferiría no
ser vista en su compañía después de lo sucedido, y más aún en una visita personal,
aunque no fuera a ella a quien quería entrevistar. Caminaba rápido, ansiosa quizá por
despacharlo con prontitud, refugiándose en algún laboratorio, o tal vez porque no iba
suficientemente abrigada para el rigor del incipiente frío de noviembre.
—Admito que no tengo muchas esperanzas de sacar algo en claro, pero tengo que
intentarlo —reconoció Espinosa—. ¿No le habrás comentado nada?
—¿A Carlos? No, no me preocupa lo más mínimo lo que quieras decirle; pero no
me refería a eso. Hubiera sido más prudente que no aparecieras por aquí hasta la
fecha de la próxima cita.
Espinosa asintió. Su cuñada le había contado, hacía ya casi un mes, que se había
descubierto lo suyo. Lo había sentido profundamente, pues Conchi se había portado
muy bien —aunque lo hubiera hecho más por su hermana que por él—, y lamentaba
que el favor le hubiera repercutido negativamente. Al parecer, la dirección le había
transmitido su honda decepción y había dejado caer que conservaría el puesto
solamente si el proyecto finalizaba satisfactoriamente. Ella misma había reconocido a
Espinosa, compungida, que si no estaba ya en la calle era porque habían valorado su
larga trayectoria en la empresa y, más que nada, porque la necesitaban para concluir
con éxito el ambicioso tratamiento.
Espinosa nunca se habría imaginado que la fogosa muchacha pudiera guardar
tantas agallas. Llegó a la conclusión de que no estaba muy equilibrada
psicológicamente. A él se le había insinuado, Dios sabe con qué intenciones. Y según
Conchi acababa de abandonar el trabajo para irse fuera, no sin antes haber hundido la
reputación de su cuñada en la empresa. Obviamente habría habido roces entre ellas,
aunque Conchi lo admitía solo a medias. Conocía la altiva forma de ser de la doctora
y era comprensible que se granjeara enemistades en su entorno laboral. Y por los
comentarios que le habían llegado en Synphalabs, durante las sesiones en las que ella
A Espinosa no le gustaba que le molestaran más allá de la hora de la cena, pero había
que actuar con rapidez. Justo empezaba con el postre cuando le llamaron al viejo
teléfono móvil, uno libre que había rescatado de algún cajón, al que había dotado de
una tarjeta de prepago a nombre de su mujer, y que estaba utilizando últimamente
como sustitución del correo electrónico. Por el momento, solo Joan conocía el
número.
—De acuerdo —contestó Espinosa secamente, y colgó, ignorando la presencia de
su señora, que había aprendido a no entrometerse en sus negocios y no preguntó ni
quién era.
SONIA y Germán disfrutaban de la brisa, sentados sobre una de las bancadas del
barco que se desplazaba a favor de las turbias aguas del río Chao Phraya, que
atraviesa la ciudad de Bangkok. Se trataba de una vetusta y ruidosa barcaza,
perteneciente a una de las líneas de transporte urbano fluviales que recorren
constantemente ambas orillas del río, dentro de los límites de la descomunal urbe.
Un techado les protegía del sol, y no había ventanas, de forma que la corriente de
aire fluía fresca por entre las filas de asientos, aliviando el sofocante y húmedo calor
tropical. Era un paseo agradable, se podían contemplar ambas riberas y admirar el
peculiar paisaje. Entre desvencijadas casas de planta baja o grises edificios ruinosos,
aparecía esporádicamente un moderno rascacielos, o un espléndido templo budista
rodeado de mangos y cocoteros. Era además una forma rápida de regresar al hotel, al
menos al suyo, que se hallaba en la comercial avenida de Silom, a un corto paseo
desde la parada más cercana en el río.
Sin duda optar por el barco era económico, aunque podría serlo más, dado que el
pago era casi voluntario: una mujer recorría cada cierto tiempo el pasillo central,
llamando la atención mediante el ruido generado al agitar un bote metálico lleno de
monedas, y los pasajeros de buena fe que se habían subido en la parada anterior
debían llamarla para abonar el billete. Sonia y Germán habían observado a multitud
de turistas y lugareños que se hacían los locos, pero ellos pagaban porque era menos
de un euro y el dinero les sobraba; aunque Germán no dudaba de que si estuviera allí
con sus amigotes de Móstoles y en otras circunstancias, no habrían pagado ni una
sola vez.
En esa ocasión regresaban de la zona del Gran Palacio, que acababan de visitar.
—Qué a gusto se va, igualito que ayer… —ironizó Sonia, apoyando la cabeza en
su hombro.
Germán observaba con curiosidad el motor de una de las muchas canoas para
turistas que les adelantaba. No era un fueraborda Yamaha como los de toda la vida,
sino un atronador y herrumbroso motor de automóvil, adaptado para hacer girar una
hélice al final de la barra de la transmisión, que se hundía en el agua. El tailandés
hacía rotar todo el bloque con una extensa barra, a modo de timón. Se distinguían
perfectamente los cilindros y el tubo de escape, prolongado hacia arriba y expulsando
bocanadas negras de humo. Tan romántico como las góndolas de Venecia, pensó
Germán con sarcasmo.
La pareja salía con buen ánimo del portal donde se ubicaba el piso del notario, en un
elegante edificio decimonónico del paseo de Recoletos, en Madrid. Acababan de
firmar, en una espaciosa sala de techos altos y escayolados y crujiente suelo de
madera, las escrituras y la hipoteca de su nueva casa.
Marcos había esperado a cumplir con el trámite para contárselo a Lorena.
—Me ha llamado Germán desde Tailandia, antes de salir de casa.
—¿Y eso? —preguntó ella, sonriente, pues el día soleado acompañaba—. ¿No
soléis hablar por el WhatsApp?
—Sí, pero eso era antes de que me robaran el móvil.
—Joder, es verdad. Por cierto, ¿a qué esperas para pedir el duplicado? Estoy harta
de no poder localizarte cuando me hace falta —protestó, haciendo alarde de
autoridad.
Marcos asintió, encogiéndose de hombros al mismo tiempo, admitiendo
parcialmente la culpa. Ella sabía perfectamente que en los últimos días, plagados de
contratiempos, no había dispuesto de un momento de respiro.
Cuando llegó a casa, en la noche del hurto, podría haber dedicado un rato a buscar
la caja del móvil, perdida quizá en algún cajón de su armario, o tal vez en el trastero,
junto a sus demás cajas de artilugios electrónicos, como la videoconsola o los
altavoces del home cinema. Una vez en poder de la caja, habría sido fácil encontrar el
código y llamar a la operadora para que anulasen el móvil. Pero pecando de dejadez,
lo aplazó hasta el día siguiente, prometiéndose que se acercaría a una tienda para que
también le hiciesen el duplicado de la tarjeta SIM, y mataría así dos pájaros de un
tiro.
Pero a la mañana siguiente le había llamado Lorena a la oficina, alterada y
preocupada porque la habían llamado los del banco con los que habían acordado la
hipoteca, para notificar que rechazaban la operación. Y solo faltaban unos pocos días
para que se cumpliera el plazo dado por la inmobiliaria para ejecutar la venta, de
forma que se arriesgaban a perder la cantidad entregada en concepto de señal.
JOAN BELLVER caminaba distraído entre los puestos del mercadillo nocturno de
Patpong. Había descansado toda la tarde en su hotel, echando cabezadas esporádicas,
y al caer la noche le había desaparecido completamente el sueño. Nunca había estado
bajo los efectos del jet lag, y había subestimado sus efectos. Hambriento y desvelado,
había buscado consejo en recepción, a pesar de arriesgarse a no enterarse de nada,
porque su inglés dejaba mucho que desear. Afortunadamente, lo atendió un joven
amable y expresivo que le recomendó un par de sitios para cenar, y a continuación lo
animó a que se diera una vuelta por el turístico mercadillo, señalándoselo en un
mapa.
Sin embargo, la mercancía a la venta —camisetas, bolsos, calzado, objetos
decorativos…— no le había llamado la atención tanto como los locales situados en la
calle adyacente, que en un principio había tomado, por la música que emergía de
ellos y que se entremezclaba, por simples bares o pubs. No habría reparado en la
verdadera naturaleza de los establecimientos de no ser por el anuncio.
Un tailandés se hallaba de pie, estático, junto a la hilera de puestos de ropa del
mercadillo que quedaban enfrente de uno de los locales, con un cartel blanco en una
mano y una amplia sonrisa en la boca. Joan supuso que se trataría de una lista de
precios de consumiciones, pues en el título, en letras grandes y coloridas, figuraba el
nombre y logotipo del bar; pero al aproximarse quedó perplejo al leer que lo que se
exponían eran los precios de distintos servicios sexuales, de los que apenas pudo
entender un par, por estar escritos en inglés.
El hombre le señaló con la mano libre la fachada del pub y Joan observó que
sobre la barra bailaban muchachas orientales muy jóvenes, en ropa interior, que
hacían gestos sensuales y sonreían a los extranjeros que pasaban por la acera para
inducirlos a que entraran. Joan recordó entonces la fama que arrastraba el país
respecto al turismo sexual, aunque nunca hubiera imaginado que estuviera tan a la
vista. Porque siguiendo la hilera de puestos de relojes o zapatillas circulaban manadas
de turistas de todo tipo: recién casados, jóvenes mochileros, familias con niños… Y
en la acera de enfrente se ofrecían hermosas y atrevidas adolescentes, contoneándose
provocativamente.
Pensó en acercarse a echar un vistazo, desde luego que una oportunidad así no la
iba a tener a menudo. Y el material era muy superior a las manoseadas y resabiadas
eslavas del barrio de Velluters en Valencia, o a la artificial go-go que conocía de la
discoteca en la que había trabajado de portero. Contempló, tentado, el fondo del
Había sido un vuelo incómodo, de una hora larga, hasta la isla tailandesa de Phuket,
un enclave turístico al sur del país. Pero no incómodo por una atmósfera inestable o
por retrasos, sino por las miradas inquisitivas e indiscretas que les habían dedicado a
Sonia y a él, tanto el personal de facturación y las azafatas, como algún pasajero. Ya
no sangraba la herida de la cara de Sonia, pero quizá eran también provocadas por la
honda aflicción que se reflejaba en el semblante de la joven. Germán, por su parte, se
había sentido molesto porque cada vez que la miraban a ella, a continuación se
volvían hacia él, como preguntándose si sería un maltratador que la hubiera golpeado
en el ojo, escrutando su expresión en busca de algún síntoma de culpabilidad.
Detestaba que lo mirasen mal, y sabía perfectamente cuándo ocurría. Durante
toda la vida lo había soportado debido a su aspecto desaliñado. Ya cuando era niño
las madres de sus amigos, en los cumpleaños, le dedicaban despectivas ojeadas de
arriba abajo, porque solía ir más sucio que el resto, despeinado o con agujeros en las
rodilleras de los pantalones. Desde la adolescencia había pagado su pinta poco
convencional, especialmente cuando llevó el pelo largo, fraguándose enemistades con
los profesores más estrictos, o padeciendo las suspicacias del personal de seguridad
de supermercados y discotecas.
—Esta es la noticia que te comenté —anunció Marcos, y giró el portátil de forma que
Lorena pudiera ver el titular.
Había recopilado durante varios días algunos sucesos que había encontrado en las
hemerotecas de la prensa local y regional de Valencia, y que había considerado
relevantes o susceptibles de narrar el hallazgo del hombre secuestrado y torturado.
Había restringido la búsqueda a los periódicos de abril, cuando calcularon que
ocurrió, tanto por las imágenes obtenidas en las sesiones de electroencefalografía,
como por los correos electrónicos, y el objetivo había sido hallar una noticia que
informase sobre la misteriosa aparición de un hombre, que habría sufrido una
contundente paliza y que habría sido ingresado en el Hospital Clínico.
Sin embargo, no halló nada que cuadrase con esos términos, y tuvo que ampliar la
búsqueda especificando únicamente esas fechas y el nombre del hospital. Entonces
topó con un par de casos de violencia de género, una reyerta en un bar entre
adolescentes latinos y diversos casos de accidentes de tráfico, en todos los cuales las
víctimas habían sido atendidas en el Clínico.
Iba a tirar la toalla cuando en uno de los supuestos accidentes de circulación leyó
algo que le hizo sospechar. Por un lado, se trataba de un varón de mediana edad que
viajaba solo, y se encontraba en estado crítico; por otro, la esposa de la víctima había
A media mañana del sábado, la pareja subía por la avenida Vicente Blasco Ibáñez, o
al menos ese debería ser su nombre según sus notas, en dirección al Hospital Clínico
Universitario de Valencia. Hacía frío, como correspondía a un día de diciembre, ya a
las puertas del invierno, pero la temperatura era más llevadera que en Madrid.
Al emerger de la estación de metro de Facultats, notaron que ya no se respiraba la
humedad de la brisa marítima como en su hotel, situado frente al puerto. El área
universitaria, tierra adentro y alejada del centro, se hallaba desierta, excepto por
algunos grupos aislados de jóvenes que acudirían a la biblioteca o se reunirían para
preparar alguna práctica. Había facultades dispersas entre parques y zonas verdes
bien cuidadas, cruzadas por anchas avenidas. A Marcos le evocó sus tiempos de
universitario, que en cierto modo añoraba. Siempre estaba sin blanca y no se podía
permitir los caprichos que se le antojaban, como dispositivos electrónicos o
videojuegos, pero se disfrutaba de más libertad y despreocupación, tenía menos
responsabilidades. Al menos hasta que llegaban los meses de exámenes, cuando la
situación se invertía y se hacía penitencia con jornadas interminables de estudio.
El edificio, de ladrillo y siete plantas de altura, se cernía anexo a la Facultad de
Medicina, estropeando el paisaje urbano formado por las construcciones
universitarias de alrededor, más sobrias y equilibradas.
En la entrada, a apenas unos metros de la puerta principal, apoyados algunos
contra la pared del edificio, le llamaron la atención a Marcos los grupos de
trabajadores, enfundados en sus uniformes y batas blancas o verdes, que charlaban
animadamente, a pesar del frío, sujetando un cigarrillo o un vasito de café. Recordaba
bien una reciente ley que prohibía fumar en todo el recinto hospitalario, incluso
aunque fuera al aire libre.
Se vio reflejado en el cristal de la puerta corredera y se sintió extraño.
—¿Tú crees que paso por periodista? —había preguntado a Lorena en la
habitación del hotel, tras vestirse con una americana y una camisa informal colgando
por fuera del pantalón vaquero.
CON el ánimo renovado tras recibir el alta y poder librarse del pobre servicio
hospitalario que le prestaban, apareció Joan Bellver en la terminal de llegadas del
aeropuerto de Phuket. A pesar del modesto tamaño, figuraba como el segundo en
volumen de tráfico del país.
En cuanto el moderno Airbus de Air Asia pisó tierra, había echado mano del
móvil robado, que bien se cuidó de no apagar durante el vuelo, para cerciorarse de
que se hallaba en el destino correcto. Efectivamente, el delatador software no tardó en
situar el punto, estático al igual que en días anteriores, al norte de la isla, en una zona
a unos pocos kilómetros del aeropuerto.
Ello le permitió respirar aliviado. Según transcurrían los días en el hospital se le
había ido acrecentando el temor de que en cualquier momento el móvil de ese amigo
de Germán Guerra dejara de funcionar; lo cual nunca sucedió, increíblemente. Pero lo
peor habría sido plantarse en la isla, y encontrarse con que ya no podía seguirles la
pista porque por fin habían bloqueado el terminal. En ese caso se complicaría su
localización, pues, aunque sabía cuál era el hotel donde se habían alojado, si se
esfumaban antes de que lograra dar con ellos, estaría perdido. Por fortuna, la
aplicación del GPS continuaba operando fielmente.
Con cierto reparo, por aquello de conducir por el lado contrario, se decidió a
alquilar un coche en uno de los mostradores disponibles. Escogió un modelo con
cambio automático para evitarse manejar las marchas con el brazo izquierdo, pero
aun así los primeros momentos fueron angustiosos. Siempre se había jactado de
dominar los automóviles y de sus dotes para la conducción; de hecho, el mundo del
motor era un tema siempre vivo entre sus compañeros de gimnasio o entre los viejos
colegas de la seguridad de las discotecas. Pero se sintió tan torpe como la primera
vez, cuando un amigo del barrio le dejó probar aquel viejo R11, robado con el clásico
método del culazo en la puerta.
Con el teléfono móvil sobre el salpicadero, iba atento al navegador que lo guiaba,
porque apenas podía oírlo con el ventilador del aire acondicionado, bufando al
máximo. En cada cruce se batía contra las palancas de los intermitentes y las de los
limpiaparabrisas, intercambiadas sus posiciones habituales; por no hablar de la
necesidad de repensar el carril correcto en el que había de ubicarse al tomar cualquier
desvío, porque más de una vez, quizá por confiarse, se había colocado
instintivamente en el lado derecho y se había encontrado con un vehículo de frente y
un tailandés asustado detrás del volante.
Germán entró en recepción para pedir las llaves. Podría haber utilizado el servicio de
las instalaciones de la piscina, pero con el paseo desde la playa la urgencia había
remitido levemente.
Tras anunciar el número de la habitación, al joven y solícito tailandés le cambió la
cara. Revisó con celeridad un pequeño cuaderno de notas y, con paso inseguro, se
acercó al casillero de las llaves. Al tiempo que le entregaba la tarjeta magnética, le
indicó en correcto inglés, con voz trémula, que alguien había preguntado por él tres
días atrás, en persona. Se disculpó repetidamente, admitiendo que había olvidado por
completo avisarlo, a pesar de las directrices que había recibido al respecto sobre los
acosadores medios de comunicación.
Germán le reprendió y mostró su irritación porque en tres días habían tenido
tiempo de sobra para recordarlo y comunicárselo, a lo cual el recepcionista reaccionó
reiterando su pesar y admitiendo su culpabilidad. Alegó en su defensa que al
momento llamó a la habitación, pero que no había nadie. Por tanto, tomó nota del
suceso en su cuaderno, con la intención de comentárselo al compañero del turno
siguiente, para que lo reintentara posteriormente, pero se le pasó dejarle el recado a
su relevo, y para colmo libró las dos jornadas posteriores. En ese justo momento, al
escuchar de nuevo el número de la habitación y revisar sus notas, se le acababa de
hacer evidente su pifia. Quizá buscando aplacar la ira del cliente, aseguró que la
respuesta había sido que no se alojaba nadie con ese nombre.
Germán no lo torturó más, resultaba evidente que el tipo era nuevo y no muy
competente. Se había excusado en voz baja y no dejaba de mirar a ambos lados, sin
duda temeroso de que pasara por allí algún encargado o superior y se enterara.
Germán se limitó a exigirle que describiera al «periodista», y el trajeado joven apenas
acertó a reseñarlo como occidental, de mediana edad y con pelo y barba oscuros.
No había duda, era el que en los correos se hacía llamar Joan, el ruin tipo de
Bangkok y el mismo que, según Marcos, había matado sin escrúpulos al hombre de la
paliza, en el hospital. Alarmado, salió de la construcción independiente con aspecto
de cabaña y enfiló hacia el edificio de su habitación, uno de los tres bloques
dispuestos en torno a la piscina. Por un momento se olvidó de sus necesidades
fisiológicas, ahogadas por su ánimo, ensombrecido por la noticia. Solo cabía una
Germán revisó la caja fuerte de la habitación y comprobó que el grueso del dinero
permanecía allí, así como la pequeña cantidad que mantenía oculta dentro del calcetín
sucio, en una bolsa de plástico tirada en el suelo.
Con el alma en vilo se apresuró de regreso a la playa. Le aterrorizaba haber
dejado a Sonia sola, sabiendo que el esbirro de Espinosa rondaba por algún lugar del
complejo. Durante el camino se le pasaron por la cabeza todo tipo de conjeturas, de
las cuales la más optimista era que Joan Bellver no había sido capaz de encontrarles
todavía, dadas las dimensiones del recinto del hotel. Otra hipótesis más fatalista era
que ya los hubiera localizado y que se mantuviera a la expectativa, esperando el
momento oportuno para actuar, como ya ocurrió en el aeropuerto.
Entre unas rocas planas que lamía el mar con mesura, flanqueadas por paredes más
altas de piedra que otorgaban cierto resguardo contra las olas, había alguien de pie,
con un traje de neopreno, que parecía estar recogiendo el equipo de buceo tras una
inmersión. No parecía muy diestro. Germán había hecho un curso de iniciación al
buceo durante el viaje de fin de carrera al Caribe y, aunque no había vuelto a
practicarlo desde entonces, recordaba lo suficiente para llevarse la clara impresión de
que el hombre era novato. Él no lo vio acercarse porque se hallaba agachado,
forcejeando para quitarse las aletas. Tampoco pudo oír sus pisadas, en lo alto de la
roca, debido al estrépito de las olas que rompían a sus pies.
MARCOS golpeó tres veces con los nudillos en la puerta del despacho de Conchi.
Estaba nervioso. Hacía solo un par de minutos —lo que había tardado en recorrer los
largos pasillos desde el Área de Informática hasta la sección de despachos— le había
llamado la doctora para que se acercara, porque Eusebio Riol y ella querían conversar
con él. Sabía perfectamente de qué querían tratar, y que se iba a encontrar a una
audiencia algo arisca. Con razón, porque habían surgido problemas en las primeras
pruebas de integración con Espinosa, que no eran coherentes con los exitosos
resultados en los test de las semanas pasadas con el simulador.
Le agobiaba encararse a sus dos jefes directos, pero no le intranquilizaban los
contratiempos hallados porque los había causado él de forma premeditada. Era parte
del plan. Necesitaba estar presente en una de las sesiones con Espinosa, y hacer
ciertas probaturas y ensayos de su propia cosecha tanto con él como con los sistemas
de medición de actividad eléctrica. Todo ello en las condiciones actuales era
imposible; no había vuelto a pisar el laboratorio desde que finalizó los test en los que
aplicaba el programa simulador de su portátil al robot. No lo había visto nunca en
persona, ni estaba previsto que lo hiciera, y Marcos requería interactuar con Espinosa
para su macabro fin.
Una vez concluidos con éxito los ensayos simulados en el banco de pruebas y
comprobado que el robot cumplía los requisitos y especificaciones, se concertaron
nuevas citas con Espinosa. Marcos, antes de que tuviera lugar la primera sesión de
integración, había modificado el código fuente del robot, introduciendo a propósito
un fallo en un movimiento clave: había variado la secuencia de actividad neuronal
esperada para el músculo de extensión del codo: el tríceps braquial. De esta forma, la
unidad de control nunca reconocería las órdenes para estirar el brazo.
El resultado en las dos primeras sesiones había sido un fracaso estrepitoso:
cuando Espinosa ejecutaba un movimiento en el que el brazo mecánico quedaba
flexionado, ya le era imposible volver a extenderlo, quedando cerrado
permanentemente hasta que fuese reiniciado el sistema. En las primeras pruebas solo
se había podido avanzar con éxito relativo en movimientos de mano y dedos y
rotaciones de la muñeca. Espinosa no había ocultado su malestar e irritación,
temiéndose más retrasos o más sesiones de pruebas y ejercicios, y según le habían
contado a Marcos después, la tensión había sido palpable en el laboratorio.
Marcos hizo aparición en el despacho. Conchi se hallaba sentada detrás de su
escritorio, con los brazos cruzados, y el francés en una de las dos sillas frente a ella,
Marcos se presentó en el laboratorio un rato antes de la hora fijada, pues quería tener
tiempo para realizar las conexiones entre su portátil y los equipos y configurar su
programa para preparar la captura. Le embargaba la expectación por ver cara a cara,
por fin, al sujeto que había condicionado el rumbo de su vida durante los últimos
tiempos.
Charló un rato con Paula, la chica del laboratorio que ordenaba los sensores y
demás instrumentos para tener todo listo cuando apareciera Espinosa; había tardado
poco en aprender que al paciente no le gustaba que le hicieran esperar. Un hombre
joven y una mujer más, a los que Marcos no conocía, andaban por allí, también
ataviados con bata; debían de ser ayudantes de algún tipo. Carlos se pasó por la sala
como le habían ordenado y, de mala gana, explicó a Marcos el funcionamiento básico
de los equipos de captura y procesamiento de la actividad eléctrica neuronal.
PRONTO acabaría todo y Marcos irradiaba felicidad. Salió por la puerta del recinto
de Synphalabs alzando elocuente la mano hacia el vigilante, deseándole buen fin de
semana. No le gustaba quedarse a trabajar los viernes por la tarde, pero había
merecido la pena. Con la sala de informática casi vacía, había programado con
libertad y a buen ritmo, consiguiendo cumplir con su propósito a tiempo.
Tras varias semanas de pruebas satisfactorias con Espinosa, que abarcaron el mes
de abril al completo y algunos días más, el lunes siguiente se iba a congelar la versión
del software definitiva, que sería enviada a los coreanos junto con la documentación y
tras la revisión del Departamento de Calidad. A partir de entonces sería ya imposible
modificar o retocar el código fuente del robot; el modelo final, que los orientales
entregarían en pocas jornadas, incorporaría esa versión cerrada y funcionaría de
acuerdo a lo definido en ella, y no se alteraría más, salvo por graves problemas de
funcionamiento que contemplara la garantía del producto.
Marcos lo había dejado para el final porque no había encontrado otro momento, y
requería bastante dedicación implementar la estratagema que había urdido. Era
compleja la secuencia de acciones a efectuar por el robot, que se desencadenarían en
respuesta a unos movimientos específicos de Espinosa. Y para ejecutar algo en el
robot, se había visto en la necesidad de estudiar el lenguaje de programación interno,
aprendiendo a preceptuar rotaciones, desplazamientos o flexiones a la unidad de
control. Se le había echado el tiempo encima y, como último recurso, había tenido
que dedicar la tranquila tarde del viernes para actuar, logrando finalmente insertar
subrepticiamente en el código sus instrucciones, que esperaba que resultaran fatales.
Recorría pensativo la acera, esquivando el cálido sol de mayo bajo los altos
chopos que flanqueaban un tramo de la calle de Synphalabs. Aunque sentía calor,
llevaba puesta la chaqueta de punto, quizá porque le molestaba más acarrear con ella;
y no era una prenda prescindible que pudiera dejar en casa, teniendo en consideración
el fresco de las mañanas. La protección de las sombras desapareció al doblar la
esquina y aceleró el paso por la desalmada zona, entre enormes naves y los
variopintos negocios más modestos de actividad industrial. Las anchas calles se
hallaban ya casi desiertas de tráfico y coches, en contraste con el resto de días de la
semana laboral, cuando a esas horas —en torno a las seis de la tarde— estaban
todavía repletas y se percibía el ajetreo y prisas de los que regresaban a casa.
Se sentía orgulloso de su obra, aunque bien sabía que no era sólida, que tenía
agujeros y que el resultado final iba a depender en parte de la diosa Fortuna. Germán
LAS vacaciones en Menorca no estaban resultando tan sugestivas como las del
pasado año en Singapur, ni tan idílicas como las de veranos más remotos, cuando aún
perduraba la llama del amor o, en su defecto, se sentía el influjo de la cohesión
familiar por el mero hecho de viajar con los niños. La realidad era que tras el abono
del último montante del tratamiento, la coyuntura económica de Espinosa no pasaba
por sus mejores momentos, y había optado por un gasto más moderado. Sin embargo,
a su mujer le encantaba la villa que habían alquilado en un rincón de la isla, y él
disfrutaba con su brazo como un niño con un juguete nuevo.
En las últimas semanas, posiblemente influenciado por el buen ánimo que le
inducía la magnífica prótesis, Espinosa había hecho clamorosos esfuerzos por tratar a
su mujer con menos aspereza. Se había planteado el objetivo de salvar su matrimonio
durante ese mes de agosto. Un gran viaje habría sido más conveniente, pero su mujer
aceptó sin rechistar, tal vez sintiéndose culpable del robo, cuyo recuerdo todavía lo
martirizaba y le quitaba el sueño de vez en cuando. Y ciertamente, aunque se
reprimía, Espinosa todavía la culpabilizaba en su interior.
Ella, en un principio, había acogido el anuncio de las vacaciones con inercia, sin
ilusión, pero según pasaron los días entre las calas de aguas cristalinas y los cerros
poblados de pinos, Espinosa había vuelto a vislumbrar un renovado brillo en sus ojos.
Incluso en alguna ocasión su esposa se había hecho cómplice de su entusiasmo por el
brazo postizo, cuando antes ni siquiera se interesaba por las evoluciones del proyecto.
Esa noche, sin embargo, albergaba el presentimiento de que había vuelto todo a
ser tan frío y distante como antes.
—Ten cuidado, Juan —le advirtió ella con mal genio, tensa, desde su asiento—.
Vas un poco rápido.
Regresaban del puerto natural de Mahón, ya de madrugada, por la carretera que
comunica la ciudad más oriental de España con las pequeñas localidades costeras del
norte de la isla. Les había invitado a cenar en su yate un directivo, buen amigo de
Espinosa, de nombre Joaquín, al que conocía de la época en la que trabajó para la
siderúrgica en Valencia. Cuando Espinosa se despidió para montar su negocio de
importación de mineral, Joaquín fue uno de sus primeros clientes, gracias a las
buenas relaciones que habían sostenido en la planta, permitiendo así el asentamiento
y despegue de la recién creada empresa. El industrial iba de crucero por el
Mediterráneo con su compañera —varios años más joven que él— y, por encontrarse
con Espinosa, había modificado el derrotero y el calendario para pasar un par de días
Una luz que se encendió le hizo despertar, y un agudo dolor en el pecho le rememoró
el reciente suceso. La iluminación que caía del techo correspondía al foco de lectura
del copiloto, que acababa de encender su mujer, e iluminaba el interior del habitáculo,
con las bolsas flácidas y vacías de los airbags de por medio. Espinosa se hallaba
tendido en una posición imposible en el hueco entre los dos asientos. Su esposa se
encontraba en su sitio, aparentemente indemne, excepto por una franja enrojecida en
una sien, debida a algún golpe o quizá al roce contra el airbag; sin duda debía de
estar agradecida al cinturón de seguridad.
Sin embargo, aun aturdido y mareado, estaba vivo. Había sobrevivido a un intento
de asesinato; porque no le cabía ninguna duda, el cacharro había agarrado el volante
para echarlo de la carretera, y poco antes le había desabrochado el cinturón.
Lleno de ira, se prometió que encontraría al culpable, y lo pagaría muy caro.
Probablemente los coreanos no tendrían nada que ver, más bien habría sido algún
programador de Synphalabs… Carlos había colaborado con él y se había llevado una
buena tajada, no debería tener motivos; aunque era un tipo muy avaro, y Espinosa
tenía numerosos enemigos en el ámbito empresarial, además de rivalidades y
peligrosas envidias en el asunto del contrabando, de modo que no le extrañaría que se
hubiera vendido… Y ciertamente ese otro informático, el amigo de Germán Guerra,
también podría estar detrás, pues había participado directamente en la puesta a punto
de la prótesis. ¿Y si hubiera estado también involucrado en el robo y hubiera
encontrado así la forma de silenciar todo el asunto? Su mujer no le identificó aquel
día, pero puede que contribuyese de otra forma, que no fuese el técnico de la caldera
de gas que buscaban. O tal vez ese maldito Germán le había encargado que lo
liquidase, buscando vengarse, o para librarse de la amenaza.
El autor era lo de menos, concluyó. Lo importante es que habían fallado en su
propósito y ahora llegaba su turno; no descansaría hasta liquidarlos a todos. Se
reprochó la dejadez que le había embargado en el asunto tras la extraña pérdida de
Joan. Había escatimado medios, casi olvidándose de lo del robo, optando por
contratar a gente poco profesional y de escasa confianza, todo para ahorrarse el
IBA a ser una larga espera en el aeropuerto de Bruselas, donde hacían escala para
tomar el vuelo a Moscú, de modo que Marcos sacó su portátil para conectarse a la red
wifi de la terminal. Contempló a Lorena, recostada contra su hombro y con los pies
reposando sobre la silla del otro lado de la mesa. Estaban rendidos, y él había
sugerido acercarse a una cafetería del área de embarque para tomar algo que lo
espabilara. Tras el ajetreo del día de la boda, la supuesta jornada de descanso la
habían perdido con los preparativos para el viaje, y el madrugón de la mañana para
que el padre de Lorena los acercara al aeropuerto de Barajas, antes de que acudiera a
su trabajo, les había terminado de rematar.
Marcos confiaba en que en la capital rusa tendrían algo de tiempo para descansar,
porque allí pasarían tres días, antes de iniciar la apasionante aventura que supondrían
los diez mil kilómetros de trayecto en el ferrocarril Transiberiano. Los recién casados
habían debatido largo y tendido sobre el destino de su luna de miel, descartando los
tentadores paraísos de sol y playa para decantarse finalmente por atravesar Asia en el
legendario tren. Harían escala en varios puntos y tardarían en total dos semanas en
asomarse al Pacífico, cuando arribaran a Vladivostok, en el mar del Japón.
Mientras el ordenador arrancaba, recapituló los emocionantes e intensos
momentos del ajetreado día de la boda. Casi había sido una bendición que no
asistieran todos a los que habían invitado en un principio, porque el bullicio habría
alcanzado límites angustiosos. Si apenas tuvieron tiempo, durante el banquete, para
saludar a todos los asistentes, con veinte o treinta personas más habría sido misión
imposible. Al menos así lo sentía él, que se agobiaba en las multitudes con excesiva
facilidad.
No culpaba a los que habían desestimado la invitación, con excusas más o menos
logradas, pues era consciente de que agosto no era el mes idóneo para celebrar una
boda. Se habían visto abocados a esa elección porque tomaron la decisión con muy
poca anticipación. Se afanaron en la búsqueda, pero además Lorena no se había
conformado con cualquier iglesia ni salón de bodas, añadiendo complejidad a la
ecuación de lugares adecuados, fechas y disponibilidad.
Únicamente lamentaba la ausencia, entre sus amigos, de Germán, del que seguía
sin tener noticias. Al teléfono móvil no respondía y no había contestado al correo
electrónico en el que le invitaba a la boda, y cuando llamó a su casa, su madre no le
dio mucha información; simplemente se alegró de hablar con el formal compañero de
su hijo y le contó que en esos momentos estaba en Taiwán. La señora narró
MARCOS aguardaba inquieto y con ansiedad a que aparecieran los tipos para la
reunión. Desde su puesto echó una mirada hacia la pequeña sala de reuniones, aún
vacía, sopesando cuál sería la estrategia más apropiada con la que enfocar el
encuentro, qué entraría mejor por los oídos de los potenciales clientes, o cuáles serían
sus expectativas. Luego dirigió la vista a la estancia diáfana y amplia donde se
encontraba, su lugar de trabajo, atento a la impresión que se llevarían los invitados.
Cuidó de que no hubiera restos de comida en su mesa o en las de sus compañeros, y
se levantó en un arrebato a colocar más curiosamente unas cuantas cajas vacías de
ordenadores que se amontonaban junto a la pared del fondo, donde solían llevar a
cabo los experimentos de electroencefalografía.
Se trataba más bien de una oficina que de un laboratorio o un centro de
investigación, pero el aspecto no lo había juzgado demasiado importante, y más
cuando se hallaban en régimen de alquiler. Recordó los inicios, tiempos de
incertidumbres y toma de decisiones arriesgadas y ambiciosas. Finalmente,
consultándolo siempre con Lorena, que por entonces ya estaba encinta, se había
decantado por no comprar un inmueble para formar el negocio, al menos hasta que se
estableciera y se viera su viabilidad. La oficina alquilada se hallaba en una nueva
zona empresarial, uno más de los llamados parques tecnológicos que surgieron en
tiempos de bonanza en los arrabales de Madrid, y que quedaron relegados al olvido
por la crisis, sin apenas ser poblados los inmaculados edificios por empresas de
ningún tipo. Consiguieron, gracias a tan exigua demanda y ocupación, un precio muy
económico por metro cuadrado. Era de tamaño reducido, con una zona espaciosa de
trabajo y un modesto despacho adjunto que utilizarían para reuniones. El aspecto
positivo era que, al encontrarse vacío el resto de su edificio, las zonas comunes de
entreplanta o del sótano —baños, comedor o salita de café— quedaban para su pleno
y exclusivo disfrute.
Antes de decidirse a dar el gran paso, estudiaron juntos la forma jurídica más
adecuada. El abanico de entidades dedicadas a la investigación, ciencia o innovación
era amplio. Las había independientes, o ligadas a otras empresas privadas, o también
bajo diversos grados de asociación con entes públicos, como universidades,
fundaciones o instituciones varias. Solicitaron asesoramiento en los servicios
públicos disponibles de ayuda a emprendedores, y finalmente se decidieron por crear
una sociedad limitada, una simple empresa privada independiente. Renunciaban a la
posibilidad de pedir ciertas subvenciones y se tendrían que financiar por sí mismos,
ERA solo media mañana y Marcos no se sentía culpable en absoluto por haberse
esfumado de la oficina. Se encontraba en esos momentos en una de las muchas
terrazas del bulevar de la avenida de las Retamas. Se trataba de un sitio del agrado de
ambos, en Alcorcón, y como en los viejos tiempos, compartían un cubo lleno de hielo
y tercios de cerveza, que reposaba sobre la mesa, a la vez que disfrutaban del frescor
matutino de uno de los primeros días estivales. Enfrente de él se hallaba Germán, que
inesperadamente se había presentado en el polígono industrial, supuestamente
tecnológico, de Leganés, donde se ubicaba el edificio de la empresa.
—Vaya mierda de página que tienes, gordito, ni siquiera viene un mapa de cómo
llegar —se había quejado, esbozando una amplia sonrisa, con su desparpajo habitual,
en cuanto Marcos le abrió la puerta.
Hacía años que no se veían, de modo que Marcos pasó por alto la invectiva y
aceptó los brazos levantados de Germán para fundirse en un fuerte abrazo. Luego se
contemplaron unos segundos y Marcos quedó sorprendido por su piel tostada y
curtida y por las facciones con los huesos marcados. Sin duda, no había llevado una
vida sedentaria en los últimos tiempos.
Durante el breve trayecto en coche desde la oficina hasta el bar, Germán no paró
de relatar aventuras, que las tenía y muchas. No hizo ningún comentario al respecto,
pero a Marcos le dio la impresión de que se había olvidado por fin del rollo de la
religión budista; al menos, según contó Germán, los últimos meses se había movido
por Estados Unidos y Canadá, asistiendo a conciertos de rock y multitudinarios
festivales, y engendrando amistades en el mundillo de la música independiente.
Germán siempre había sido de carácter inconstante, y Marcos desde un principio
había apostado a que tarde o temprano su amigo abandonaría esa vida ascética que
tanto desentonaba con él.
Marcos, por su parte, en cuanto tomaron asiento le mostró en su móvil, orgulloso,
las fotos de su primer vástago, un gracioso crío con un par de añitos recién
cumplidos, de cara angelical, aunque algo escuchimizado porque comía poco y de
mala gana. Como había esperado, no despertó excesivo interés en Germán, que nunca
había tenido espíritu familiar y que se limitó a bromear por el contraste entre la
delgadez del hijo y el sobrepeso del padre. Marcos aprovechó y le enseñó asimismo
fotos de la boda, que quedaba ya muy lejana, y del apasionante viaje por la estepa
rusa, y algo vio Germán que le hizo rememorar una de sus numerosas anécdotas,
retomando así de nuevo el peso de la conversación.