La Vieja Lavandera
La Vieja Lavandera
La Vieja Lavandera
L. F. Nikho
A lomo de mula y caballo, con los pies descalzos y algunos harapos para
cubrirse del frío, a través del camino agreste circundado por el barro y la
maleza, la progenie de mi familia se abrió brecha desde su pueblo natal:
Salamina. A mediados de la década del treinta del siglo pasado, y con el fin
de sembrar sus sueños en esta ciudad, dejaron el campo, el arreo y la
cosecha, los cocuyos, las vacas y el estiércol.
“Mija, aquí ya no hay más que hacer”, dijo Maximiliano a su mujer con la voz
quebrantada, mientras se agachaba para atarse los zapatos. “Usted verá mijo”,
respondió Mamita Helena, volteando la cabeza a un lado y sin interrumpir el
oficio de lavar los platos en que habían acabado de comer. “Sí, creo que es lo
mejor, dicen que en la ciudad sobra el trabajo y quesque la paga es más
buena”. “Puede ser”, comentó ella sin mostrarle a él que sus ojos empezaban
a llenarse de lágrimas y apretaba los labios delgados para detener un lamento.
Mi abuela cuenta que nunca tuvo niñez, pues desde que se acuerda, siempre
le tocó trabajar de sol a sol y con horas extras para extender la jornada. A sus
doce años descendía a la quebrada del Olivares -cuando todavía sus aguas
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eran diáfanas-, con su madre y algunos de sus hermanos para lavar la ropa de
la gente rica, a las dos de la madrugada “cogían camino” (como ella dice), con
los bultos de ropa y subían después de las seis de la tarde con el cansancio a
cuestas pero con el hondo orgullo del deber cumplido.
Ellos fueron unos de los primeros habitantes del barrio Galán, pues entonces
sólo existía un camino empedrado limitado por potreros y pastizales, cuatro
casas y una ramada donde guardaban cueros de vaca y que llamaban la
Tenería, allí fue donde vivieron por primera vez mi abuela y su familia. Tal vez
nadie lo recuerde y a lo mejor no esté escrito en los libros de historia, pero
ellos, junto con otras tres familias, fueron los fundadores del barrio y es claro
que no se recuerda, porque nunca se colocó una primera piedra con la lisonja,
la algarabía y la festividad que se hace cuando los politiqueros quieren
mostrase.
Mi abuela, madre de seis hijos, nueve nietos y quince bisnietos, todavía es una
profesional del lavado de ropa a mano. Y no es que tenga necesidad de
hacerlo, pero ella dice que no quiere sentirse inútil a pesar de que por su
trabajo es dueña de cuatro casas y un amplio solar que parece una finquita. Su
temperamento es fuerte y adusto, regañona y malhumorada pero con un
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corazón tan grande que le sirvió para sacar a su extensa familia adelante. Uno
la ve fumando tabaco con la parte encendida dentro de la boca, es algo que
causa risa pero a ella no le importa, sus manos son grandes y sus dedos medio
torcidos por la artritis, y, aunque sufre calambres, siempre se le ve imponente
como un frondoso roble milenario.
Hasta hace unos diez o quince años, se le veía subir con los atados de ropa
como ella les llama, sobre la cabeza, empacados en un bulto de tela y sin
sostenerlo con las manos, equilibrio más perfecto y empirismo desafiante de
las leyes de la física, desde luego que no puede haber mejor.
“Mire, ahí va la viejita con ese bulto tan grande en la cabeza, ¿será que no se
cansa?”, a veces comentaba la gente cuando la veía pasar.
En fin, mi vieja abuela de perfil bajo e incólume como fruta fresca, se yergue
paciente, rigurosa y altanera, como haciéndole estocadas a la vida, y como
matrona infinita de las estrellas.