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La Vieja Lavandera

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La Vieja Lavandera

L. F. Nikho

A lomo de mula y caballo, con los pies descalzos y algunos harapos para
cubrirse del frío, a través del camino agreste circundado por el barro y la
maleza, la progenie de mi familia se abrió brecha desde su pueblo natal:
Salamina. A mediados de la década del treinta del siglo pasado, y con el fin
de sembrar sus sueños en esta ciudad, dejaron el campo, el arreo y la
cosecha, los cocuyos, las vacas y el estiércol.

“Mija, aquí ya no hay más que hacer”, dijo Maximiliano a su mujer con la voz
quebrantada, mientras se agachaba para atarse los zapatos. “Usted verá mijo”,
respondió Mamita Helena, volteando la cabeza a un lado y sin interrumpir el
oficio de lavar los platos en que habían acabado de comer. “Sí, creo que es lo
mejor, dicen que en la ciudad sobra el trabajo y quesque la paga es más
buena”. “Puede ser”, comentó ella sin mostrarle a él que sus ojos empezaban
a llenarse de lágrimas y apretaba los labios delgados para detener un lamento.

En ese tiempo, no se hablaba de la guerrilla, ni de los paramilitares y mucho


menos del narcotráfico; aun así las desigualdades sociales ya existían y por
eso la gente del campo, emigraba a las ciudades capitales, tratando de hallar
una forma de sobrevivir que ellos consideraban como un poco más digna para
sus familias.
Así entonces, mi abuela llegó a esta ciudad a la edad de ocho años, cuando
apenas en su boca fresca los dientes de leche empezaban a olvidarla. Llegó
con sus cinco hermanos: Luis el mayor, José, Gonzalo quien sufría de ataques
epilépticos, Adela que se casó muy joven y Ofelia la hermana menor, además,
sus padres Maximiliano Blandón y “Mamita Helena”.
Pasó el tiempo y Maximiliano se murió de un derrame cerebral aunque ya
había dejado establecida a su familia en una casa alquilada que era propiedad
de la familia Calle, que a su vez eran dueños de extensos terrenos en lo que
todavía no era el barrio Galán.

“Inés vaya llévele el almuerzo a sus hermanos y me espera que yo voy en un


rato a la quebrada para seguir lavando la ropa”. Ordenó Mamita Helena
entregándole una bolsa negra en la que estaban empacados los almuerzos.
“Bueno señora”, Inés respondió obediente y se acercó para darle un beso en la
mejilla a su madre. “La bendición”, concluyó, y abrió la puerta de esterilla para
salir al camino. “No se entretenga por ahí”, gritó su madre desde adentro. “No
lo haré”, respondió la niña al irse alejando de la casa.

Mi abuela cuenta que nunca tuvo niñez, pues desde que se acuerda, siempre
le tocó trabajar de sol a sol y con horas extras para extender la jornada. A sus
doce años descendía a la quebrada del Olivares -cuando todavía sus aguas

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eran diáfanas-, con su madre y algunos de sus hermanos para lavar la ropa de
la gente rica, a las dos de la madrugada “cogían camino” (como ella dice), con
los bultos de ropa y subían después de las seis de la tarde con el cansancio a
cuestas pero con el hondo orgullo del deber cumplido.

Ellos fueron unos de los primeros habitantes del barrio Galán, pues entonces
sólo existía un camino empedrado limitado por potreros y pastizales, cuatro
casas y una ramada donde guardaban cueros de vaca y que llamaban la
Tenería, allí fue donde vivieron por primera vez mi abuela y su familia. Tal vez
nadie lo recuerde y a lo mejor no esté escrito en los libros de historia, pero
ellos, junto con otras tres familias, fueron los fundadores del barrio y es claro
que no se recuerda, porque nunca se colocó una primera piedra con la lisonja,
la algarabía y la festividad que se hace cuando los politiqueros quieren
mostrase.

A Luis, el hermano mayor de mi abuela, se lo comió un león luego de haberse


fugado de la cárcel Gorgona; Gonzalo se estrelló contra un muro que recibía el
impacto de las vagonetas en las que enviaban los cueros para lavarlos en la
quebrada del Olivares, ya que tenía la costumbre de lanzarse en caída libre en
ellas, y así sucesivamente la abuela Inés se fue quedando sola.

“Bueno mija, su papá y algunos de sus hermanos ya se murieron, Adela ya


está haciendo su propia vida, usted ya tiene veintiún años y la veo como
enamorada de ese muchacho Alfonso. Lo mejor es que vaya pensando en
formar hogar y trate de salir adelante”, expresó Mamita Helena a su hija Inés un
día que estaban planchando la ropa. “Pero no me gustaría dejarla sola con la
obligación, vea que ya tenemos muchos clientes y hay mucho más trabajo”.
Refutó Inés. “No importa”, exclamó su madre, “ahí vamos viendo cómo me
puede seguir ayudando con la ropita, lo importante mijita es que encuentre la
felicidad, ese parece ser un buen muchacho”. Concluyó ella al tiempo que le
pasaba la mano a una sábana blanca para suavizarla.

El caso es que mi abuela, hoy de noventa y dos años, vieja desdentada,


pequeñita y narigona, morena y con su espalda rectilínea y mirada vidriosa, es
el ejemplo viviente y la representación orgullosa de los hombres pasados.
Qué importa si su nombre es Inés, Hermenegilda, Francisca o Raquel, si al fin y
al cabo sus hechos son los que cuentan y su piel añejada por el tiempo y los
recuerdos perdidos, son testimonio de su voluntad y sacrifico.

Mi abuela, madre de seis hijos, nueve nietos y quince bisnietos, todavía es una
profesional del lavado de ropa a mano. Y no es que tenga necesidad de
hacerlo, pero ella dice que no quiere sentirse inútil a pesar de que por su
trabajo es dueña de cuatro casas y un amplio solar que parece una finquita. Su
temperamento es fuerte y adusto, regañona y malhumorada pero con un

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corazón tan grande que le sirvió para sacar a su extensa familia adelante. Uno
la ve fumando tabaco con la parte encendida dentro de la boca, es algo que
causa risa pero a ella no le importa, sus manos son grandes y sus dedos medio
torcidos por la artritis, y, aunque sufre calambres, siempre se le ve imponente
como un frondoso roble milenario.

Hasta hace unos diez o quince años, se le veía subir con los atados de ropa
como ella les llama, sobre la cabeza, empacados en un bulto de tela y sin
sostenerlo con las manos, equilibrio más perfecto y empirismo desafiante de
las leyes de la física, desde luego que no puede haber mejor.
“Mire, ahí va la viejita con ese bulto tan grande en la cabeza, ¿será que no se
cansa?”, a veces comentaba la gente cuando la veía pasar.

En ocasiones se le ve leyendo pausadamente, sin necesidad de anteojos y con


un curioso silencio impenetrable como hoja sólida de acero. Ha visto morir a
sus padres, a sus cinco hermanos y a tres hijos, a otros familiares, a sus
vecinos y a sus amigos, a cientos de desconocidos, a presidentes y a papas, a
curas, monaguillos y asesinos; a tanta y tanta gente que ni siquiera en el
recuerdo caben.
Sabrá la vida si es que nosotros los que descendemos de ella tengamos el
mismo destino y generación tras generación, vayamos emigrando al último y
requerido abrigo del suelo.

En fin, mi vieja abuela de perfil bajo e incólume como fruta fresca, se yergue
paciente, rigurosa y altanera, como haciéndole estocadas a la vida, y como
matrona infinita de las estrellas.

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