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Una Mujer – Annie Ernaux
Yvetot es una ciudad fría, construida sobre una
meseta expuesta al viento, entre Rouen y Le Havre. A principios del siglo XX, era el centro comercial y administrativo de una región enteramente agrícola, en manos de grandes latifundistas. Mi abuelo, carretero en una granja, y mi abuela, tejedora a domicilio, se instalaron allí después de unos años de casados. Ambos eran originarios de un pueblo vecino, a tres kilómetros. Alquilaron una casita baja con un corral, del otro lado de las vías del tren, en la periferia, en una zona rural de límites imprecisos, entre los últimos cafés junto a la estación y los primeros campos de colza. Mi madre nació allí, en 1906, la cuarta de seis hijos. (Su orgullo cuando decía: «Yo no he nacido en el campo».) Cuatro de los hijos no salieron de Yvetot en su vida, mi madre pasó allí tres cuartas partes de la suya. Se mudaron cerca del centro, pero nunca llegaron a acostumbrarse. «Íbamos a la ciudad» para misa, la carne, los giros que había que enviar. Ahora, mi prima tiene un piso en el centro, atravesado por la nacional 15 por la que circulan camiones día y noche. Le da un somnífero a su gato para que no salga y no lo atropellen. El barrio en el que mi madre pasó su infancia está muy solicitado por la gente de ingresos elevados, debido a la tranquilidad que reina en él y a las casas antiguas. www.elboomeran.com
Mi abuela gobernaba y se encargaba, a base de gritos
y golpes, de «enderezar» a sus hijos. Era una mujer ruda en las faenas, nada fácil, sin más momento de asueto que la lectura de novelas por entregas. Sabía dibujar bien las letras, fue la primera de la comarca en sacarse el certificado de enseñanza primaria y habría podido hacerse maestra. Los padres se habían negado a que saliera del pueblo. Entonces existía la certidumbre de que alejarse de la familia era fuente de desgracias. (En normando, «ambición» significa el dolor de estar separado, un perro puede morir de ambición.) Para entender también esta historia que se cierra a los once años, recordar todas las frases que empiezan por «en aquel entonces»: en aquel entonces, no se iba a la escuela como ahora, se hacía caso a los padres, etc. Llevaba bien la casa, es decir, con una mínima cantidad de dinero conseguía alimentar y vestir a la familia, mandaba a los niños a misa sin agujeros ni manchas, y así se aproximaban a una dignidad que les permitía vivir sin sentirse unos patanes. Daba la vuelta a cuellos y puños de las camisas para que durasen el doble. Guardaba todo, la nata de la leche, el pan duro, para hacer pasteles, la ceniza de la leña para la colada, el calor de la estufa para secar las ciruelas o los trapos de cocina, el agua del aseo matinal para lavarse las manos durante el día. Conocía todos los gestos que hacen posible a uno arreglárselas con la pobreza. Ese saber, transmitido de madres a hijas durante siglos, se detiene en mí que solo soy la archivista. www.elboomeran.com
Mi abuelo, un hombre fuerte y cariñoso, murió a los
cincuenta años de una angina de pecho. Mi madre tenía trece años y lo adoraba. Mi abuela, de viuda, se volvió aún más severa, siempre alerta. (Dos imágenes de terror, la cárcel para los chicos, el hijo natural para las chicas.) Como tejer a domicilio había desaparecido, hacía de lavandera y de limpiadora de oficinas. Al final de su vida, vivía con su última hija y su yerno, en un barracón sin electricidad, antiguo comedor de la fábrica de al lado, justo al pie de la línea férrea. Mi madre me llevaba a verla los domingos. Era una mujer pequeñita y regordeta que se movía con rapidez a pesar de tener de nacimiento una pierna más corta que otra. Leía novelas, hablaba muy poco, bruscamente, le gustaba beber aguardiente que mezclaba con un resto del café, en la taza. Murió en 1952.
La infancia de mi madre es más o menos esto:
un apetito nunca saciado. Devoraba el mendrugo añadido a la pesada de pan cuando volvía de la panadería. «¡Hasta los veinticinco años me habría zampado el mar con peces y todo!», el cuarto común para todos los hijos, la cama compartida con una hermana, ataques de sonambulismo durante los que la encontraban de pie, con los ojos abiertos en el corral, www.elboomeran.com
los vestidos y los zapatos heredados de una hermana
a otra, una muñeca de trapo para Navidad, los dientes agujereados por la sidra, pero también los paseos en el caballo de tiro, el patinaje en la charca helada durante el invierno de 1916, los juegos del escondite y de la cuerda, las injurias y el gesto de desprecio —darse la vuelta y darse un cachete en el culo con mano firme— destinado a las «señoritas» internas del colegio privado, toda una existencia en el exterior, propia de toda niña de campo, con la misma pericia que los chicos, aserrar madera, sacudir los manzanos y matar las gallinas clavándoles unas tijeras hasta el fondo del buche. Única diferencia, no dejarse tocar «la hucha».
Fue a la escuela del pueblo, cuando no se lo impedían las
faenas agrícolas y las enfermedades de los hermanos y hermanas. Muy pocos recuerdos aparte de las exigencias de buena educación y de limpieza por parte de las maestras, mostrar las uñas, el cuello de la camisa, descalzar un pie (nunca se sabía cuál había que lavar). La enseñanza pasó por ella sin despertarle ningún deseo. Nadie «empujaba» a los hijos, eso tenía que «salir de ellos» y la escuela no era más que un tiempo que había que pasar a la espera de dejar de ser una carga para los padres. Se podía faltar a clase, no se perdía nada. Pero no a la misa donde, hasta en las últimas filas, las de los pobres, se tenía la impresión, al participar de aquella riqueza, belleza y espiritualidad (casullas bordadas, cálices de oro, cánticos), de no «vivir como perros». Mi madre www.elboomeran.com
dio muestras, desde muy temprana edad, de un gusto
pronunciado por la religión. El catecismo fue la única asignatura que estudió con pasión, aprendiéndose de memoria todas las respuestas. (Más tarde, aún, esa forma jadeante, alegre de contestar a las oraciones, en la iglesia, como para demostrar que se las sabía.)