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Silba
María Fernanda Ampuero
Mamá nunca había contado historias de terror.
Contaba todo lo demás: sobre los viajes a la playa en la enorme camioneta familiar, los amigos de todos sus hermanos siempre en casa, sentándose a la mesa por turnos, comiendo, hablando y apestando como piratas, los sacos y canastos a reventar de naranjas, cebollas, tomates, camarón, limones, huevos, arroz, cangrejos, pescado, mangos, gallinas en pie, que traía el abuelo para alimentar a la hambreada jauría de su descendencia. Contaba todo, detalladísimamente. Los sabores, olores, texturas de su infancia, el primer negocio que se puso, cuando era apenas adolescente, de vender el banano de rechazo, el que no era exportable, a la gente del vecindario. No callaba nunca sobre eso, tal vez porque fue su primer y último trabajo pagado, la primera y última vez que el dinero llegaba a sus manos y se iba de sus manos. Después tuvo billetes en las manos, pero eran distintos, eran de papá. El que te has ganado pesa distinto, cruje más, se saca con fuerza de la cartera y se pone sobre los mostradores muy abierto, de cara, con una palmadita como la que se da en la cabeza a un niño que se ha portado bien. Sé que hizo una mesita con cajas y que la pintó de rojo y que ahí ponía los racimos de banano atados con cintas de colores –como el pelo de las niñas–. Sé que a veces hacía trueque de banano por alguna cosa que le gustara más: cancioneros, discos, revistas de moda, máscara de pestañas, una cajita musical que conservó toda la vida. Sé que le encantaba ser esa niña empresaria. Sé que con la plata de la venta compraba bombones, perfumes. Sé que los hermanos le robaban el chocolate para comérselo y el perfume para echárselo y dar celos a sus novias. Sé que la mamá de mamá la golpeaba a ella y que a los hermanos no. Sé que una vez en la plantación derribaron unos árboles y cayó, como una fruta, un monito huérfano y que el papá de mamá lo llevó a casa y que creció como un niño más, comiendo, jugando y durmiendo, hasta que se hizo adolescente y empezó a masturbarse delante de las visitas. Lo volvieron a soltar en el campo y al día siguiente lo encontraron muerto en una hamaca de la plantación, como una persona pequeña haciendo la siesta. Sé que mamá conoció a papá disfrazada de soldadito, con botas altas y gorrito con borla, porque ese día había desfilado para celebrar la patria. Sé que cuando mamá era pequeña, la mamá de mamá dejó sin vigilancia una olla gigantesca de leche y que mamá estaba jugando, explorando, y le cayeron litros y litros de leche hirviendo y el vestidito se le pegó a la piel, se volvió una sola cosa, y que, sin saber qué hacer, la mamá de mamá le arrancó el vestido y con él también la carne de su pechito infantil y que tanto era el dolor, tanto, la desesperación de verse el pecho desollado, que quiso lanzarse por la ventana a una acequia que había debajo de la casa y que, para detenerla, su mamá la abrazó por el pecho en carne viva: ella se desmayó de dolor. Sé que la cicatriz, esa piel de anciana en una mujer joven, la avergonzó toda la vida. Sé que la mamá de mamá prendía fuego a las madrigueras de las ratas y luego las taponeaba con piedras y que mamá, por la noche, intentaba curar las heridas con mentol a las ratitas chamuscadas. Mamá contaba todo eso y muchas más cosas, muchas, pero ninguna historia de terror. Yo estaba obsesionada porque sabía que las había, tenía que haberlas. Papá siempre había vivido en la ciudad y tenía unos recuerdos que luego venían a mi cabeza, sin avisar, a la hora del sueño. Uno era sobre su amiguito Jo, muerto en un accidente, que ciertas noches, sobre todo las de luna llena, lo invitaba a salir a jugar desde el otro lado de su ventana. El otro era el de la noche de los ruidos raros, como de algo con pezuñas, en su cuarto cuando él estaba abajo. Subió y encontró la madera del suelo con manchas oscuras, quemada, también rascada y llena de virutas. Mamá, que había pasado mucho tiempo en el campo, en la casa de su abuela, debía de tener unas historias mucho mejores. O iguales. O peores. Pero alguna. Como yo creía en las historias de papá, estaba segura de que lo maligno existía y, como existía, mamá tuvo que haberlo conocido. Por fin me contó su historia una noche horrible, la noche de la perrita. Los vecinos habían dejado una cachorrita botada en el porche sin comida ni agua y, tras un par de días de escuchar su llanto y de echar pan remojado en leche y ver cómo lo devoraba, papá había decidido meterse con una escalera y sacarla. Fue una locura porque no me dejaban tener perros y, de pronto, ahí estaba en nuestra casa la perrita más linda del mundo, con su cara de peluche y sus ojos como dos canicas negras. La perra le cabía entera a mi papá en la mano y ahí se dormía luego de lamerle los dedos. Además de la fiesta de jugar a que tenía una mascota, había otra fiesta más bonita que era ver a mi papá tan vivo, tan mío y de mamá, y no de la calle, de otra gente. Esa noche fuimos a cenar donde los abuelos y, por supuesto, llevé a la perrita y, por supuesto, le amarré un lazo rojo en el cuello. Le puse un recipiente con agua en el suelo y allá fue, moviendo su diminuta cola, con ese lazo más grande que ella. Poco después la vimos boca arriba, la lengua afuera, con estertores y echando una espuma amarillenta por la boca. La mamá de papá ponía veneno contra las ratas por toda la cocina y la perrita comió de eso. Así terminó. Agonizó unos pocos segundos y murió ante mis ojos que mi mamá intentaba tapar en vano: la trompa contraída mostrando sus dientes, el lazo rojo como una hemorragia por el suelo, las patitas tiesas. La habíamos salvado del sufrimiento del porche vacío para matarla. Sí, mi familia lo había hecho. Yo lo había hecho. Esa noche, en la cama, después de pedirme que dejara de llorar, que la iba a hacer llorar a ella, mamá empezó a contarme. Nunca sabré por qué eligió ese momento, un momento para hablarme de colores y de vacaciones y de helados con chispas de chocolate, para contarme de El que silba, pero lo hizo. Empezó hablando de una perra que ella tenía, la Loba, una perra de raza indefinida, grande y sabia, un animal que conocía los sentimientos humanos y los compartía. Era, dijo mamá, casi gente. Loba había tenido una camada de ocho perritos que eran unas criaturas hermosas, pero que, y eso era lo más terrible para mamá, su belleza no pudo salvar: habían muerto de alguna peste uno tras otro, semana tras semana. Ninguno pasó los seis meses de vida. Loba se había vuelto loca, buscaba a sus animalitos por toda la casa, lloriqueaba en la esquina donde había parido, olisqueaba los rincones y ponía su enorme hocico en la falda de mi mamá y la miraba con unos ojos enormes color caramelo como preguntando ¿dónde?, como pidiéndole explicaciones. Mamá, igual de triste, había decidido irse con su perra al campo, a la casa de su abuela, para pasar el duelo. La casa de la abuela de mamá era una casa elevada, de una caña tan vieja que ya estaba gris, de esas que se ven en la carretera cuando vas de un sitio bueno a otro. Mamá se llenaba de poesía al describirla, como la casa de una abuela de cuento, pero sabía que era una fantasía. Los lugares donde una ha sido feliz siempre se recuerdan hermosos. Era, en verdad, la típica casa desvencijada de los campesinos de la zona: opulenta en madera podrida, insectos y latón, sin retrete, agua o electricidad. Ahí vivía la abuela de mamá, ya sola, porque el abuelo de mamá se había largado con otra mujer cuando mamá era niña. Ahí apareció mamá un día con su perra huérfana de cachorros y una maleta. La abuela de mamá era una señora gordota, alegre y querendona que le permitía todo. Mamá se levantaba tarde, iba y venía de la playa trayéndole conchas marinas y flores salvajes de regalo. Comía cuando y cuanto le apetecía, montaba a la yegua sin silla, vestía pantalones cortos o no vestía nada, bebía cerveza, se fumaba algún mentolado y se quedaba hasta la madrugada escuchando los cuentos chistosísimos de su abuela o la novela de moda en una radio de transistores. La abuela de mamá trabajaba en su campito. Esa era su fortuna, tenía gallinas, algunas ovejas, la yegua y una vaca tan plácida, comelona y crédula como ella. Mamá se había asignado ciertas labores: iba a comprar el pescado que, de tan fresco, venía dando coletazos en la malla por el camino, ordeñaba a la vaca y separaba la nata de la leche para que su abuela la batiera e hiciera mantequilla blanca, daba de comer a los animales, recogía los huevos todavía calientes –como si estuvieran recién hervidos– y contemplaba a su abuela hacer con esos mismos huevos un pan exquisito, tiernísimo. Era un mundo autosuficiente, un mundo sin miedo, un mundo feliz. Lo que quiere decir exactamente que mamá y su abuela eran autosuficientes, sin miedo, felices. El cuento, la noche del envenenamiento de la perrita, pudo, debió, acabarse en ese momento. Mamá, su abuela y su perra viviendo un matriarcado alegre y descomplicado, sin corsé ninguno, rompiendo la madrugada negra como boca de lobo, sin electricidad, sin vecinos, con carcajadas salvajes por algún chiste sobre pedos, sobre sexo o sobre hombres estúpidos. Sí, el cuento tenía que terminarse entonces, pero mamá siguió. Una noche de tormenta de esas que en el campo llaman palo de agua, tal vez porque parece que la lluvia apaleara al mundo, la abuela de mamá le advirtió sobre El que silba. Llevaba tiempo tratando de advertírselo, pero ahora era urgente: una chica del pueblo vecino, la sexta del año en la zona, había desaparecido pocos días antes –era una muchachita libre, como tú, hijita, dijo la abuela de mamá– y la gente estaba segura de que a todas esas niñas desaparecidas les había silbado El que silba. Mamá se pegó mucho a su abuela y pensó en las chicas desaparecidas, en ella misma desaparecida, o sea una sombra negra, amordazada por las tinieblas, en la noche negra, mientras la gente que te quiere prende fósforos para tratar de encontrarte hasta que se cansa de quemarse los dedos con la llama inútil y deja de buscar. La abuela de mamá se puso seria y le rogó que si escuchaba un silbido no se asomara a la ventana por nada del mundo, que a veces las chicas se asoman por curiosas, por aburridas, por solas o por enamoradas. –Aunque creas que soy yo, aunque suene exactamente como mi silbido, aunque después del silbido escuches mi voz diciéndote que me abras, que me pasó algo, que tuve un accidente. No te asomes, mijita linda, aunque escuches la voz de tu papá o de tu mamá o de alguien que quieras mucho, del amor de tu vida, de tus hijos. Aunque te ordenen que te asomes, aunque te amenacen, aunque te rueguen, aunque lloren, aunque te prometan el oro y el moro, aunque digan tu nombre una y otra vez. Por favor, prométeme que si escuchas a El que silba no te vas a asomar. –¿Qué pasa si te asomas?, preguntó mamá. –Cosas demasiado espantosas para contárselas a una niña, mamita. Prométame que no se va a asomar nunca, prométame. –Abuelita, ¿usted alguna vez escuchó silbar a El que silba? La abuela no contestó. Y mamá prometió y, aunque quería preguntar más cosas, no preguntó porque su abuela le advirtió que hablar mucho de El que silba atrae a El que silba. Mamá se quedó toda la noche así, aterrada, escuchando el corazón tan querido de su abuela que tampoco pudo dormirse hasta que se hizo de día. A los meses, el papá de mamá fue a buscarla, a decirle que tenía que volver para terminar el colegio. Que después ya haría lo que quisiera. Mamá berreó, su abuela berreó, pero el papá de mamá le dio la única razón a la que mamá no podía negarse. –Hijita, vuelva, usted es la única que me quiere en esa casa. Mamá adoraba a su papá mucho más de lo que se quería a sí misma. Se subió en la camioneta con su perra, flacucha como un galgo de perseguir cangrejos y espuma de mar, y dejó la casa de madera feliz sin saber que era para siempre, que su abuela a los pocos meses se caería muerta en el campo, en medio de los choclos, y que su papá, de la desesperación, la culpa y la tristeza, malvendería la casa, el terreno y los animales. El dolor de la muerte de su abuela no volvió loca a mamá porque estaba enamorada de un chico y ese chico era todo lo que mamá soñaba. Fantaseaba como posesa con el día en que él la separaría de esa casa, de los golpes de su mamá, de sus hermanos robándole todo, metiendo a la casa a sus amigos, de pronto convertidos en hombres que la miraban. Lloró a su abuela a gritos, día y noche, pero el llanto le hinchaba la cara y los ojos y el chico dijo que se veía bien fea y que a él le gustaba ella bien guapa. Se dejó el dolor en la panza, inconcluso como un fetito muerto. Al cabo de un mes, mamá ya paseaba sonriente en el carro deportivo de su enamorado. Una noche, después de haber bailado canciones lentas en el club social, el chico regresó a mamá a su casa y antes de irse le pidió un beso. Mamá dijo que no, no por puritana, sino por el terror de que su mamá la matara a palos. El chico se fue entre chillidos de llantas y rugidos de motor. Antes de irse, la llamó estrecha, cruel, inhumana. Esa madrugada mamá escuchó un silbido debajo de su ventana: el silbido de su enamorado. Quería hacerse la difícil, hacerlo pagar su malcriadez, pero el chico silbó y silbó y mamá escuchó una guitarra de serenata y al muchacho cantando te quiero, te adoro, mi vida. Se levantó, descorrió las cortinas y se asomó para gritarle que ella también, pero ahí no había nadie. Eso dijo mamá y se quedó callada, pensando. Al rato volvió a repetir que no había nadie. –Me asomé y no había nadie. Se acordó de su abuela y esperó, muerta de miedo, a ver si alguien la desaparecía, si sucedían cosas horribles, algo. Pero no pasó nada fuera de lo normal: fue al colegio, su mamá le pegó por llegar tarde, su amiga le enseñó a hacerse la raya en el ojo, su papá descubrió que le habían tirado todas sus camisas y sus pantalones buenos a la calle y lloró en silencio, sus hermanos le dijeron que si se enteraban de que se había acostado con alguien la matarían, hizo una torta de chocolate para vender en una kermés. Al cabo de unos días, mamá conoció al hombre de ciudad en una celebración patria, disfrazada de soldadito y sintió cuando él le habló –eso dijo– como si por la boca se le hubiera metido un colibrí vivo de todos los colores. Mamá dejó esa misma noche al enamorado del carro deportivo y, al año, ella y papá se casaron en una boda épica donde se comieron todos los camarones del mundo, compraron electrodomésticos, se mudaron de ciudad, les nació una niña, vacacionaron en la playa, se deformaron las cabezas hasta volverse irreconocibles para sí mismos, aprendieron los códigos ocultos en el silencio de cada uno, se llamaron con nombres inventados y con ruidos en clave –papá tres silbidos agudos, mamá una nota tarareada– se quisieron, se odiaron, se volvieron a querer, se hicieron mayores y un día salvaron a una perrita del abandono para que se muriera pocas horas más tarde envenenada con matarratas. Papá dejó de querer a mamá cuando yo tenía unos quince años. El trago barato se percibía en su aliento a pesar de las bolitas de caramelo, aparecían espejos de mano y labiales fucsia en la guantera del carro, una mujer llamó un fin de año a las doce de la noche y él dijo que era una amiga, pero papá no tenía amigos, mucho menos amigas. Mamá sabía, claro que sabía, pero nunca abrió la boca. La voz empujada a la oscuridad de la garganta, como un rehén de terroristas. Salían a hacer la compra, asistían a eventos, él hablaba y ella contestaba, y mamá, otra vez, dejaba que se le pudrieran en la barriga, como un hijito contrahecho, fallido, las ganas de llorar y de gritar. La casa entera se llenó de algo tóxico, un vertedero. Lo de papá ocupaba todo el oxígeno disponible y nosotras respirábamos bajito, pegadas a la pared, en las esquinas, pequeñas dosis de algo mortífero. –¿Por qué no gritas, mamá? ¿Por qué no lo mandas a la puta mierda? ¿Por qué no le envenenas la comida? ¿Por qué no le cortas toda la ropa con las tijeras de jardinero? ¿Por qué no le pides el divorcio, mamá? ¿Por qué no dejas de mimetizarte con el sofá, con las cortinas, con el papel tapiz, camaleón estúpido, y no sales de ahí, de donde sea que estés y lo obligas a mirarte a la cara? ¿Por qué no das alaridos de loca, mamá? Yo nunca hice esas preguntas. Siguieron juntos. Mamá aguantó y aguantó, incluso cuidó a papá cuando el cáncer lo dejó hecho una piltrafa y no podía ni llegar al baño, pero sí podía mandarle mensajes a la otra mujer y, quién sabe, tal vez a otro hijo, otra hija. Lo cuidó cuando la respiración de papá se convirtió en un lento y largo silbido agudísimo que perforaba los oídos. Lo cuidó hasta su último día y lo lloró en el entierro. No quise formular las preguntas que harían que mamá se avergonzara de su vida entera, de darle el lado derecho de la cama y el mejor trozo de pavo –la carne blanca en filetitos– a su verdugo, del emborronamiento de su amor propio, de su condición de mujer miserable y prisionera, de su callar por miedo a que papá la abandonara, un silencio brutal, como una mano enorme de verdugo que te tapa la nariz y la boca mientras silba.