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Juan Manuel Roca - Poesía

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L A POESÍA

COLOMBIANA
FRENTE AL LETARGO

Juan Manuel Roca Jugué mi corazón al azar


y me lo ganó la violencia.

José Eustasio Rivera

Juan Manuel Roca (Medellín, Colombia, 1946) Crear arte en Colombia, y tomo la poesía como nombre
es uno de los poetas más reconocidos en su país. genérico para él, muchas veces nos remite a la divisa que
Entre sus libros publicados destacan Memoria del René Char dejó registrada para hombres de diferentes
agua (1973), Luna de ciegos (1975), Los ladro- entornos y sociedades: “la lucidez es la herida más cercana
nes nocturnos (1977), Señal de cuervos (1979),
al sol”.
Fabulario real (1980), Antología poética (1983),

País secreto (1987), Ciudadano de la noche


Ejercer esa lucidez en medio de un país cruento donde la
(1989), Luna de ciegos (antología, 1990), Pavana
guerra siempre viene después de la posguerra, no resulta
con el diablo (1990), Prosa reunida (1993) y La

farmacia del ángel (1995).


propicio cuando ese mismo país parece fijo; como una bici-
cleta estática lo está ante un paisaje de barbarie acrecentado
por las diferentes fases de la violencia: la partidista, la gue-
rrillera, la de la delincuencia común, la del terrorismo de
Estado y sus eslabones paramilitares, la del narcotráfico...
La masacre de hoy borra la masacre de ayer, pero anuncia la
de mañana.

El creador de poesía tendría que ser muy ciego para que


todo ese entorno no se filtrara en su obra. Aunque hay quie-

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nes parecen habitantes del país de Catatonia. Son muchos habitada. Con la palabra paz, o con la idea de que impera la
los que operan a la inversa del hombre que come una alca- paz, nos estamos engañando “sólo porque todavía podemos
chofa. Éste la deshoja hasta encontrar su centro, su corazón. salir a comprar el pan sin que nos acribille un tirador em-
Los poetas en mención, por el contrario, le agregan hojas y boscado”, dice Hans Magnus Enzensberger ante las guerras
hojas a ese centro hasta ya nunca percibir su aliento, su res- civiles posteriores a la guerra fría. Son palabras, ojalá glo-
piración. balizadas, que debían tener fuerte resonancia en un país como
Colombia, donde, cada vez más,
la guerra toca a nuestras puertas,
cerca los reductos urbanos en los
que nos creemos a resguardo de
una mayor barbarie.

Palabra en crisis
Por esa suerte de vasos comunican-
tes —casi siempre paradójicos—
que hay entre la realidad más in-
mediata y la poesía que intenta
trasgredir y ampliar la realidad la
crisis de la palabra resulta un difí-
cil estímulo, riesgoso o delirante
pero estímulo al fin, para buscar el
habla justa y las esencias que hay
bajo su piel. Se trata de intentar
un lenguaje que no sea cortina de
Por supuesto que la falsa y preconcebida poesía que quiere a humo a la manera de los políticos de tribuna, gente de la
todo trance hacer el registro sociológico de la vida del país, contingencia inmediata que tienen el dudoso don de hacer
anclándose en una mirada puramente historicista, ha deja- espuria toda palabra. “El arte, como el Dios de los judíos, se
do momentos de precaria realización, en los que cuenta más alimenta de holocaustos”, decía con trágica certeza Gusta-
el qué decir que el cómo hacerlo. ve Flaubert.

La pregunta de Hölderlin, “¿Para qué la poesía en tiempos Si nos adentramos un poco en la poesía colombiana del pa-
sombríos?”, acá tiene unos matices particulares, porque to- sado siglo, a partir de la llamada Generación del Centena-
dos “nuestros” tiempos han sido aciagos, lo que nos llevaría rio, podemos encontrar cambios estéticos en la manera de
a un silogismo y a pensar que nunca tendría sentido la lírica abordar uno de los temas más recurrentes en la vida republi-
en estos feudos. cana: la violencia. No en vano parece un leitmotiv, una divi-
sa para el país, la frase de Rivera que encabeza este texto:
No voy a intentar, ni lo quisiera, hacer una vez más el diag- “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia” (La
nóstico de nuestra violencia. Trato, mejor, de señalar esta vorágine, 1924). Pero aun con los centenaristas se confun-
escindida razón de ser de la poesía en tiempos en los cuales día la oratoria y la poesía. El tono altisonante de una y de
está en crisis la palabra. otra retrasaron la entrada en la modernidad lírica de un país
siempre a deshoras.
Esta doble condición parece antípoda: por una parte, el de-
seo del canto en medio de la guerra; por otra, la expresión Decir que cada sociedad comporta su estética no es más que
poética ahogada dentro del caos y la crisis que denuncian la una tautología, una reiterada verdad. Acá la premisa de
falta de credibilidad en el lenguaje; cuando la palabra pan Walter Benjamin: “hay una esfera hasta tal punto no violen-
no reemplaza al pan; cuando la palabra libertad casi siempre ta de entendimiento humano que es por completo inaccesi-
está en boca de carceleros; cuando la palabra paz está des- ble a la violencia: la verdadera y propia esfera del entender-

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se, la lengua”, se intuye poco practicable. Las palabras que desplomada”, esto es la falta de norte de la revuelta gaitanista,
no se cumplen, los falsos entendimientos y acuerdos en nues- le otorgan a Artel una voz para ironizar sobre los líderes
tra vida política, son otra forma de la violencia. De ahí la que, según su entender, “se cruzaban de brazos”: Eduardo
eterna pregunta sobre el quehacer de la poesía en un medio Santos, Darío Echandía, son sus blancos preferidos, y por
de tal naturaleza ilegítimo e intolerante. Parece ser que la supuesto Mariano Ospina Pérez, descritos con nombres pro-
pregunta canónica del poeta romántico, ¿para qué poesía en pios en algo que podría llamarse poesía de emergencia, aquel
tiempos sombríos?, se respondiera a sí misma, como si fue- mandato individual o colectivo cuando el poeta se siente
ran de la misma materia lo sombrío de todos los tiempos y obligado al habla y no median ni el reposo ni el rigor. Como
la necesidad de oponerle, sin grandes ademanes optimistas si en su arrebato no recordara que casi siempre es más im-
o mesiánicos, el poema. portante la mano que borra que la que escribe.

La poesía que en Colombia se ha referido a la violencia re- Entre los poetas que señalaron su hora de violencias, Darío
sulta menos estudiada que su narrativa. Pero hay muestras Samper (Guateque, 1909), miembro de la generación de
claras de ese registro desde la Colonia, como en el poema Piedra y Cielo, logró poemas de mayor fortuna, en ritmos
“Santafe cautiva”, de Torres y Peña, un tunjano nacido en cercanos a las coplas populares donde se rastrean duras hue-
1767 que escribía versos contra Simón Bolívar, a quien lla- llas de la violencia. Y lo mismo ocurre con Eduardo Cote
maba “fiera que aborta Venezuela”; y en las Sextinas escritas Lamus, de la generación de la revista Mito.
por indígenas paeces, donde se registra la violencia española
y se elogia al Libertador. Me remito a este paraje tan lejano Como si todos los Rivera, Nicanor, Eustaquio, los Granados
con el fin de señalar las diferencias al mirar el tema de las don Ignacio juntos se mataran sin por qué;
luchas violentas que desde la fundación del país nos han como si todos los niños no nacidos
asolado. Violenta fue la forma como Luis Vargas Tejada pe- y esparcidos en la imaginación de las muchachas
día descuartizar a Bolívar para encontrar la paz, durante los comenzaran a llorar; como si los árboles
sucesos septembrinos de 1828. Vargas, poeta y autor de de pronto se volvieran horcas.
sainetes teatrales y políticos, participó con otros poetas en la
conspiración contra Bolívar. Así trazó sus versos: Así veía Cote Lamus la violencia desde una aproximación
goyesca, en un poema que además es una evocación del hom-
Improvisación bre del campo (“Bábega”). Cote Lamus era militante del
(En la última junta que precedió partido conservador, como algún otro de los escritores de
a la conjura del 25 de septiembre) Mito; pero su poema no resulta sesgado ni partidista. Regis-
tra allí la violencia de los años cincuenta, tratada por la no-
Si a Bolívar la letra con que empieza, vela hasta el punto de convertirse, a veces, en un mal endé-
y aquella con que acaba le quitamos mico de la literatura colombiana. Lo mismo hace Jorge
oliva, de la paz símbolo hallamos. Gaitán Durán cuando habla del guerrero:
Esto quiere decir que la cabeza
al tirano y los pies cortar debemos, Lleva la muerte en su espalda quien por amor debe morir
si es que una paz durable apetecemos. O matar lo que ama, magnánimo en su pena
Pues no busca olvido sino infierno.
La guerra toca a la puerta Si el arma hunde en otro pecho, en su pecho la aloja,
Suenan muy lejos los perdigones de esas guerras frente a las Mas la carroña no es suya sino definitivamente ajena.
nuevas violencias, luego del 9 de abril de 1948, cuando sube
el calibre de las balas, pocas veces recogido en poemas. El Héctor Rojas Herazo, el poeta que en su novela Respirando
poema de Jorge Artel, “El 9 de abril en Colombia”, cuyo el verano traza una saga familiar con el telón de fondo de
título de puro escueto parece noticioso, no resultaría parti- una de nuestras guerras civiles, decía alguna vez, en un ges-
cularmente memorable, de no ser uno de los pocos escritos to de hondo humanismo, que “ninguna gran idea merece
a la muerte del caudillo liberal. La vehemencia de sus ver- un cadáver”. Entre otras cosas porque los muertos no tienen
sos, que señalan lo que Luis Vidales llamó “la insurrección ideología y pasan a ser militantes del vacío.

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Ya Luis Vidales había denunciado el espejismo de la paz Todo es la lucha, la violencia del sueño
donde se esconde el cuchillo: “Lejos, en las ciudades popu- donde una fuerza ciega nos crece y nos integra
losas, la paloma de la paz ponía huevos de víbora y había en el rumor del bosque
hecho su nido sobre el techo de Tartufo”. y en su lenta espesura hoy se escucha el viento
venir desde más lejos, venir
Sí, ocurre que contra las lenguas del terror la palabra poéti- vivir la tierra, sus huesos siderales
ca, muchas veces sin pretenderlo, sin un acento programático, los héroes y los potros que marcaron las sendas.
se opone al “empleo sin escrúpulos de la violencia”; aunque
muchas veces sea ella misma, la poesía, una forma de la vio- O descarnadas atmósferas figurativas en las que José Asun-
lencia transgresora de la realidad inmediata. Hablo, claro ción Silva habla de un recluta muerto:
está, de la poesía insumisa, de la que está lejos de la hipnosis
que sufren los poetas cortesanos; aquellos que siempre están destrozada la cabeza
alquilando la cabeza para comprarse un sombrero; aquellos por una bala de rémington;
que siempre están tras el mejor postor, que casi siempre es el con la blusa de bayeta
mayor impostor. “Cadáveres aplazados”, según el decir de y la camisa de lienzo,
Pessoa. Por algo el colombiano Samuel Vásquez dice que un escapulario santo
sobremuere “en este país que es paisaje, pero nunca patria”. colgado al huesoso cuello
Y a veces, agregamos, ni siquiera es paisaje, ante la imposi- los pantalones de manta
bilidad del viaje a zonas vedadas por la guerra. manchados de barro fresco,
y la sangre, ya viscosa
Las diferentes formas de la violencia no tienen ese carácter
pegándole los cabellos.
puramente físico que hacen los largos empadronamientos
de muertos desde el trasunto de la historia y de la sociolo-
Acá bien vale la pena preguntarse por el trato de lo social en
gía. No es ese su único registro. También la educación, esa
el poema. ¿Cómo hacer para que esa irracionalidad a favor,
empresa tantas veces deformadora, es un estadio larvado de
que algunos llaman inspiración o rapto poético, pase por
la violencia institucional, aunque no deja huellas tan evi-
una suerte de aduana del pensamiento y se pueda mirar un
dentes como las de la guerra. Tal como ocurre con la crítica
entorno, un rastreo de lo que nos ocurre en el otro? ¿Cómo
sesgada y caprichosa, aquella cuya mayor carencia es su ca-
creer en las voces que le piden a la poesía una única utilidad
rácter “doctrinario”. Esa supuesta crítica, a veces peor a la
pública y programática, si muchas veces la utilidad de la
ausencia total de ella, es otra cara de la violencia. Desde
poesía es de otro orden, de un orden que hace tangible lo
Antonio Gómez Restrepo, quien señaló como clásica la
intangible? ¿Cómo andar al mismo tiempo en dos orillas de
modosa escritura de Marco Fidel Suárez, hasta mi coetáneo
la realidad?, ¿cómo moverse en medio de lo que Simone
Cobo Borda, esa crítica tiene el acento paródico de la corte.
Weil llama “una comunidad ciega”, estando escindidos en-
De alguno de ellos, creo que del segundo, se afirma que hay
tre la realidad y el deseo? Se puede hacer una relación estre-
una curiosa fotografía de su infancia: posa trepado en un
cha entre lo que la misma Weil señala: “cuando se sabe que
triciclo con placas oficiales. Y a todas estas, “los disparos son
es posible matar sin arriesgar castigo, ni censura, se mata; o
la partitura del himno nacional”, diría un poema de Mery
por lo menos se rodea de sonrisas de invitación a hacerlo a
Yolanda Sánchez.
los que matan”, y un poema del colombiano Omar Ortiz
La lectura de la poesía colombiana desde el ámbito de la titulado “El espejo”:
violencia lleva a pensar que no es sencillo para el poeta rea-
lizar su obra, tan llena de intuiciones, de alumbramientos No es verdad que los ojos sean el espejo del alma.
muchas veces dictados por la esfera de lo irracional, para, a Si tal ocurriera, los asesinos caerían fulminados
un mismo tiempo, volcarse hacia el ejercicio de una reflexión y nada sucede cuando el torturador cruza y se peina.
sobre su época. En el corpus de esta poesía ocurre a veces,
como sucede con la plástica, hay atmósferas abstractas de Es una clara alusión a esa “comunidad ciega” que no se re-
violencia, pero otras veces se establece en una suerte de figu- produce en los espejos, que no es castigada por el reflejo de
ración. Atmósferas veladas, como las de Carlos Obregón: la culpa.

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Ya no se expulsa al poeta de la república de Platón, que en Y debieron ser terribles sus dos rostros
nuestro caso podría ser la república de Plutón. El disenso frente a las
incomoda a los generadores de violencia, por una parte; y a amenazas y los relámpagos.
los agentes de una supuesta paz, por el otro. El temor a la
ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de Son cuerpos que son piedra, que son nada,
lo comprobable, la falta de rigor científico y otros aparatos son cuerpos de mentira, mutilados,
del concepto lógico que le enrrostran a la poesía, es otra de su suerte ignorantes, de su muerte,
forma de violencia cultural, es decir, de imposición. y ahora, ya de cerca contemplados,
ocasión de voraces negras aves.
Si se me apresurara a decir dónde radica el poder transfor-
mador de la poesía, diría que está en lo que queda por fuera Es un cuadro de la violencia sin rostro y sin rastro. No se
de lo ya visto, en lo que suscita la duda. Hay un poema de sabe quién los mató, por qué los mataron, a qué bando per-
Fernando Charry Lara, “Llanura de Tuluá”, que es una lar- tenecieron, si es que pertenecieron a alguno. Se trata de uno
ga pregunta sobre la muerte violenta vista desde un estadio de los más intensos poemas de la violencia colombiana que
amoroso. En su lenguaje hay una andadura entre dos orillas no hace concesiones a lo tópico, al lugar común, a una
que crean una atmósfera de trágica belleza y la narración simbología de fácil recibo que en poetas como Carlos Cas-
episódica de un hecho. Esas dos orillas se mezclan en una tro Saavedra se hace en exceso repetitiva: “fusiles y luceros”.
condición elusiva del lenguaje, en una sutil manera de pas- Y no hay en esto una repulsa a la memoria. La desmemoria
torear silencios. Lo cito en su totalidad: histórica es una forma de la violencia. Mientras la memoria
pone cimientos, la viga maestra, la techumbre a su casa, la
Llanura de Tuluá desmemoria socava sus bases, pudre sus vigas, destecha lo
que podría darle cobijo a una identidad.
Al borde del camino, los dos cuerpos
uno junto al otro, Por eso el intenso poema de Emilia Ayarza, “A Cali ha llega-
desde lejos parecen amarse. do la muerte”, sobrecoge. Hay allí una memoria de sangre y
polvo, cuando el estallido de un camión de dinamita duran-
Un hombre y una muchacha, delgadas te el régimen del general Gustavo Rojas Pinilla estremeció a
formas cálidas la capital del Valle del Cauca:
tendidas en la hierba devorándose.
La ciudad era un racimo de plomo derretido
Estrechamente enlazando sus cinturas y la muerte le salía a bocanadas.
aquellos brazos jóvenes,
se piensa: soñarán entregadas sus dos bocas, De alguna manera lo que más impregna la poesía de la vio-
sus silencios, sus manos, sus miradas. lencia en el pasado de Colombia es la muerte provocada por
segmentos partidistas, liberales y conservadores. Ya esto no
Mas no hay beso, sino el viento, ocurre, porque como bien lo señala Enzensberger en su lú-
sino el aire cido ensayo “Perspectivas de guerra civil”, “en las actuales
seco del verano sin movimiento. guerras civiles ha desaparecido todo vestigio de civilización.
La violencia se ha desligado totalmente de las justificacio-
Uno junto del otro están caídos, nes ideológicas”. ¿No parece hablar del momento colom-
muertos, biano? Ahora, entreverados los conceptos de víctimas y
al borde del camino, los dos cuerpos. victimarios, opresores y oprimidos, desvanecidas las orillas
para la fundación de una tercera orilla del horror, la violen-
Debieron ser esbeltas sus dos sombras cia nace de la lucha por un botín particular. Ante esto el
de languidez escritor, aturdido y perplejo, opera como el hombre incon-
adorándose en la tarde. gruente que al ver su casa sucia y sabiendo que la van a
quemar, duda entre limpiarla o luchar. Pero una cosa es la

TIEMPO 62 CARIÁTIDE
Avanzan,
a pesar de los susurros
detrás de las persianas.

Al otro lado
de la calle
alguien cae.

En el poema de Liana Mejía, en su atmósfera que revela la


muerte de un desconocido, un alguien que cae entre tantos,
hay una suerte de elección previa, señal de aquel que abroga,
como un dios maléfico, quién debe morir.

Lejos de la ya un tanto resabida fórmula de la novela de


sicarios en Colombia, que en buena parte se ha vuelto —al
igual que cierto cine— una especie de complejo de Eróstrato,
de éxito asegurado para el voyeurismo de la violencia, los
tratos del lenguaje, de la imagen y el distanciamiento de la
crónica roja, hacen que el poema sacuda nuestra indiferen-
cia sin un naturalismo de jergas y cuchillos. No le hace eco
a aquello que señala Enzensberger: “la masacre se ha con-
vertido en entretenimiento de masas. El cine y el video com-
duda saludable y otra la impotencia castradora. Tal vez por piten por convertir al sicario, al secuestrador, al asesino, en
esto, en la poesía colombiana, repito, hay atmósferas que héroe público”. El perverso trato de héroes que se hace de
van desde un expresionismo abstracto —poetas que escon- los sicarios, la sociopatía apoyada por los medios de comu-
den el tema pero no lo ignoran— hasta poetas figurativos nicación que valoran un filme por el número de actores
que se vuelcan de manera más explícita; esto es, de la elusiva muertos después de filmado (Rodrigo D no futuro o La ven-
carga de violencia interior ya señalada en Carlos Obregón, a dedora de rosas), la mitología exacerbada del terrorista y del
la descripción violenta en poemas como el de Cote Lamus. mafioso, hace diana en las mentes adolescentes que piensan
con ironía que “tiene más futuro la semana pasada”. Y que
En la más reciente poesía colombiana aparece la violencia al por ello cultivan de manera fundamentalista una pasión por
unísono con los cambios del tramado social. Así se filtra el la muerte. “La espera de lo que vendrá —señala Simone
tema de los sicarios; de esa forma pérfida de la guerra, ya no Weil— ya no es esperanza, sino angustia”. Todo esto deviene
sólo en el campo, sino en las ciudades. Algo que me hace en miedo. Ni qué decir del método facilista de la sicaresca
recordar el fragmento de un poema escrito por un niño de antioqueña, la de los sicarios y sicarias de todos los tamaños
Medellín: “el mundo es grande para la guerra y pequeño y edades adosados a narraciones tan pueriles como Rosario
para la vida”. Tijeras.

Dice un poema de la poeta antioqueña Liana Mejía anun- Ese mismo miedo, que es una especie de hijo bastardo de las
ciando la abominable presencia de estos nuevos señores de violencias, aparece en una buena lonja de poemas recientes.
vidas y de bienes: “La ciudad por entonces ardía en los puñales/ y el miedo se
quedaba tras los pasos” (Luis Aguilera). “Miradme; en mí
Desde las alcantarillas habita el miedo” (María Mercedes Carranza). De la misma
sicarios que se saben Carranza, un poema que registra la muerte del político libe-
cobradores de viejos ral Luis Carlos Galán, resulta una suerte de pintura tene-
errores brista. El poema, “Soacha”, toma el título del pueblo donde
asedian la ciudad. fue el crimen. Dice en su dura parquedad:

TIEMPO 63 CARIÁTIDE
Un pájaro En todo esto parecen hacer acto de presencia los vasos co-
negro husmea municantes que existen entre la realidad (no necesariamen-
las sobras de te como una forma de servil naturalismo) y el sentir indivi-
la vida. dual que a fuerza de necesidad se hace colectivo. “A la lectura
de tanteo y falansterio” de que hablaba José Martí le han
Puede ser Dios salido autores que intentan no escamotear lo que tiene ocu-
o el asesino: rrencia en sus conglomerados sociales. Si bien en Colombia
da lo mismo ya. siempre está en vilo la vida, como en pocas partes; si es una
aventura descabellada intentar una cultura orgánica en un
Es el sobresalto, la irrupción del victimario que en Jaime país inorgánico, y a sabiendas de lo expresado por Borges
Jaramillo Escobar, creador del único gran libro salvado del acerca de cómo “la realidad no es verbal”, hay zonas jamás
narcisismo nadaista —Los poemas de la ofensa—, asalta sus nominadas por la palabra a las que aspira a llegar la poesía.
palabras:
La vertiginosa violencia que en los últimos años ha cambia-
voy a dar la vuelta cuando ¡zas!, el hombre,
do el perfil de esta nación nos obliga a algo casi siempre
me lo encuentro a boca de jarro, detrás de una columna,
desdeñado en el medio, a una permanente reflexión. Si Hegel
me está esperando para matarme, tiene el cuchillo
señalaba que el primer paso en la comprensión de algo está
en la mano
en negarlo, en verlo desde su negación crítica, la violencia,
me coje por la cabeza,
que ya hemos empezado a llamar como una forma de cultu-
en la ventanilla de los tiquetes no hay nadie,
ra, es posible negarla desde la afirmación del arte. Decía
el asesino, tranquilo, me mira.
César Fernández Moreno que “la poesía se politiza en vez
de poetizarse la política”. Algo que como hecho programático
Se trata de la violencia urbana del extramuro, la de los nue-
podría resultar lamentable. Como lamentable resulta —val-
vos asentamientos de gentes desplazadas cuyo temor es el
ga la digresión— que se satanice la poesía política —adiós
otro. Es la atmósfera de terror que se recoge en La balada de
Ritsos, Hikmet, Char, Cesaire, Brecht, Vallejo y hasta Rim-
los pájaros de Mario Rivero y que en uno de sus fragmentos
baud— desde la orilla de los satisfechos. No se entiende por
habla de la
qué se estigmatiza y rotula como ideología la poesía de Juan
Gelman cuando habla de Argentina y sus procesos de des-
Medianoche de toque a muerto
apariciones y secuestros, y no se considera de la misma ma-
del tañido a sangre
nera a Álvaro Mutis cuando loa a los reyes. ¿No es eso, tam-
del hombre turbado en su sueño.
bién, una actitud política?
O la violencia registrada en los números fríos de las estadís-
ticas, a los que Piedad Bonnett quita hibridez para hacerlos Más allá de la anterior digresión, ocurre que la violencia en
materia poética: la poesía muchas veces está más bajo la piel del lenguaje, en
las atmósferas y en los silencios, que en los enunciados di-
Cuestión de estadísticas rectos, propagandísticos, de quienes adhieren a la idea de
ser boca de partido. Pero es rastreable la violencia en la poe-
Fueron veintidós, dice la crónica. sía no partidista ni panfletaria; como en los versos de un
Diecisiete varones, tres mujeres, poema de Samuel Jaramillo que dan cuenta de la geografía
dos niños de miradas aleladas, de un país en acoso:
sesenta y tres disparos, cuatro credos,
tres maldiciones hondas, apagadas, Muerte dos veces
cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,
cuarenta y cuatro manos desarmadas, Nosotros hablamos de la muerte
un solo miedo, un odio que crepita, llamándola con el nombre de una vieja compañera
y un millar de silencios extendiendo de la cual no podemos librarnos.
sus vendas sobre el alma mutilada. La sabemos habitando cada latido de la sangre,

TIEMPO 64 CARIÁTIDE
paralizando la alarma Pero no puede negarse que en la poesía colombiana se refle-
de nuestra mirada de conejos aterrorizados. je el campo minado de nuestra violenta realidad. Como ocu-
Ella se nutre de nuestro tiempo, nos arrincona rre en el poema “Los que tienen por oficio lavar las calles”,
en habitaciones cada vez más estrechas de José Manuel Arango:
dándole un sentido a cada palabra que decimos:
nos convierte en gigantes. Los que tienen por oficio lavar las calles
Pero también sabemos que ayer aparecieron (madrugan Dios les ayuda)
dos muertos en la carretera, que cuerpos parecidos encuentran en las piedras, un día y otro,
engordan nuestros árboles regueros de sangre.
con su madurez irrespirable.
Su sangre negra derramada en la tierra Y la lavan también: es su oficio
no tiene nada de bello. aprisa
Odiamos a quienes nos regalan no sea que los primeros transeúntes la pisoteen.
con esta cosecha siniestra.
Nosotros nombramos la muerte dos veces. El poeta, como los lavadores de calles del poema de Arango,
ha madrugado en una visión franca del país y lo registra
La poesía nos aproxima a esa pulsión entre la palabra y el como una memoria en tiempos del olvido. El inxilio, el exilio
morir. Aldo Pellegrini decía que “como organismo vivo, toda interior, es posible que lo asedie, pero aún le queda el
cultura está expuesta a la ley de la evolución y de la muerte”. exorcismo del poema.
Si acá lo está a causa de los múltiples factores sociales que
generan la violencia, resulta cierto que ella intenta crear sus Es un tiempo en que resulta aterrador estar vivo, cuando
defensas, su estado de alerta o de emergencia para vigorizarse es difícil pensar en los seres humanos como racionales.
e interpretar la realidad. La poesía ha dado cuenta de esto, Donde quiera que dirijamos la mirada veremos brutali-
quizá de manera no menos explícita que a través de quienes dad y estupidez, tal parece que no hay otra cosa que ver:
realizan una escritura testimonial o novelar, y como respuesta por todas partes un descenso a la barbarie, que somos
a una sociedad de viejo cuño. Y no por adentrarse en temas incapaces de contener.
que para algunos aparecen como vedados a la lírica, es decir,
por quienes creen ver en ella un aparato verbal distante de Dice Doris Lessing en Las cárceles elegidas, en el capítulo
lo cotidiano, deja, en los casos que he citado y en otros “Cuando en el futuro se acuerden de nosotros”.
momentos que se me escapan, de tener un rigor formal.
Habría que agregar que si hay futuro, si hay quien se acuer-
Nadie, desde la poética, querría señalar la violencia como si de, si merecemos llamarnos nosotros, a lo mejor alguien
fuese un prontuario. No imagino a alguien pensando: voy a pensará que a pesar de todo, y de ser tan inútil como el
escribir un poema sobre la violencia en la lucha de clases o intento de descarrilar un tren atravesándole una rosa en la
sobre la violencia del poder, uno más sobre las insurreccio- carrilera, la poesía se dio en tiempos aciagos, en tiempos de
nes populares y la violencia revolucionaria, acá alguno sobre muerte y de letargo.•
las guerras civiles, la delincuencia o el crimen
organizado del narcotráfico. Sin embargo, es
difícil que una de esas formas —o varias—
no golpeen y se filtren en las preocupaciones
de quien intenta una expresión artística. La
crítica política sólo considera un balance de
los contenidos, de sus fines. La poética pien-
sa que una verdad mal dicha puede volverse
mentira. Piensa, con Raúl Gustavo Aguirre,
que “lo inexpresable también forma parte de
la realidad del hombre”.

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