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Rey de Aragon

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Domingo J.

Buesa Conde

EL

REY
— DE —

ARAGÓN
Equipo
Dirección:
Guillermo Fatás y Manuel Silva
Coordinación:
Mª Sancho Menjón
Redacción:
Álvaro Capalvo, Mª Sancho Menjón, Ricardo Centellas
José Francisco Ruiz

Publicación nº 80-64 de la
Caja de Ahorros de la Inmaculada de Aragón

Texto: Domingo J. Buesa Conde


I.S.B.N.: 84-95306-44-1
Depósito Legal: Z. 1406-00
Diseño: VERSUS Estudio Gráfico
Impresión: Edelvives Talleres Gráficos
Certificados ISO 9002
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 5
La creación de un mito 5
Los orígenes legendarios 8
Los autores del debate 11

LA MONARQUÍA ARAGONESA 16
El rey de Aragón 16
La sucesión al trono 19
La familia real 26
La coronación de los reyes 36
Los símbolos de la monarquía 42
El lugar de la coronación 55
La ceremonia de la coronación 60
El juramento de los Fueros 71
La casa del rey 81
La salud del rey 90
La muerte del rey 95

LOS REYES DE ARAGÓN 106

Bibliografía 124
INTRODUCCIÓN

LA CREACIÓN DE UN MITO

P ara plantear una sencilla reflexión sobre lo que fue


la monarquía propiamente aragonesa, nacida en el
siglo XI y agostada en el XVI, es interesante comen-
zar valorando la imagen generalizada de esa institución
que, al configurarse el discurso aragonesista, acabó conver-
tida en uno de los mitos más notables de la Comunidad.

En efecto, entre las fantasías históricas que potenció el


aragonesismo político de principios del siglo XX, hay dos
que se convirtieron en prototipo de un glorioso pasado:
la que consideraba que la monarquía aragonesa «fue la más
democrática de todas las monarquías medievales» y la que
presentaba al monasterio de San Juan de la Peña como «la
cuna de la monarquía más liberal que surgió entre las som-
bras feudales, cuna indiscutible de las primeras libertades
constitucionales». Eran dos visiones que, partiendo de los
relatos legendarios recogidos por los cronistas, idealizaban
la monarquía aragonesa como una institución de máxima
modernidad. Habían sido formuladas apasionadamente
por un grupo de inmigrantes aragoneses en Barcelona,
liderados por Julio Calvo Alfaro y Gaspar Torrente, y entre
los que se contaban importantes intelectuales preocupados

–5–
por definir con detalle la notable participación aragonesa
en la Historia de España.

Pero, en ese comienzo de siglo, no todos compartían


aquella visión ideal de los tiempos medievales; también
había historiadores que manifestaban públicamente sus
reservas ante aquellos planteamientos. Giménez Soler, por
ejemplo, criticaba ferozmente a Jaime I —«el rey más nefas-
to»— señalando que «en Aragón no es rey popular por-
que nos condenó a lo que somos». Y si estas duras frases
se escribían en 1929, un año antes el gran historiador
Vicente de la Fuente reconocía que «está en tela de juicio la
existencia del Fuero de Sobrarbe y la verdad histórica de si
hubo en Aragón leyes antes que reyes».

La incredulidad del bilbilitano se extendía a una serie de


bellas tradiciones que deseaba desterrar, puesto que había
llegado el momento de ver «las cosas de Aragón tales como
fueron […]. No tenemos por qué ocultar los defectos de los
reyes, origen de casi todos los males de Aragón».

Lo que había comenzado como una apoteosis glorio-


sa de la institución monárquica concluía con una brutal
descalificación al conjunto de personas que hicieron su
historia. Pero, como consecuencia directa de ello, se había
divulgado nuevamente la tradición legendaria que explica-
ba el nacimiento del Reino, el origen del Justicia de Aragón
y la creación de los Fueros de Sobrarbe.

–6–
Retrato de los reyes de Aragón y de los condes de Barcelona, inspirado en el conocido
como Rollo de Poblet, siglo XIX (de la Historia de España de Lafuente)
LOS ORÍGENES LEGENDARIOS
La visión que algunos intentaban recuperar y divulgar a
comienzos del XX ya había sido motivo de discusión para
los historiadores renacentistas. A quienes comenzaron
a construir el relato de los orígenes del Reino, a finales
del XV, les sucedió, desde los últimos años del siglo XVI
y durante el XVII, una segunda generación que puso en
tela de juicio aquellos mensajes. E incluso ya en la Edad
Media hubo estudiosos que se ocuparon de contrarrestar el
mito de los fueros, que se había impuesto con fuerza en
el siglo XIV, durante el reinado de Jaime II, y contra el que
luchará la monarquía presentando a la figura del rey como
persona protegida por Dios.
Al análisis y esclarecimiento de esta disputa erudita se
dedicarán muchos estudios y no faltará quien —como el
conde de Quinto, cuando escriba sus Discursos políticos
en 1848— llegue a señalar que todo habría sido un invento
de los protestantes, que manifestaban una clara oposición
a la monarquía, institución a la que denostaban con fábu-
las como la del brutal sometimiento de la nobleza aragone-
sa. El citado académico también tuvo duras palabras para
los libros en los que se explicaba este suceso, a los que
califica de «apasionados y violentos hasta tal punto que la
posteridad les ha hecho justicia condenándolos al olvido».
El relato era el siguiente: parece ser que aconteció una
reunión de aragoneses, empeñados en la lucha contra el

–8–
invasor musulmán, entre los que se habría procedido a ele-
gir al primer rey de Aragón. Este hecho, que hoy sabemos
producto de la imaginación, se ha conservado en una
narración legendaria con diferentes versiones pero que,
básicamente, cuenta los avatares que pasan unos tres-
cientos caballeros aragoneses, en tierras de Aínsa, para
repartirse el botín capturado a los musulmanes en una
victoriosa expedición militar; un complicado asunto que
resolverán eligiendo un rey de entre ellos para que deci-
diera cómo actuar.
A esta versión, la más
literaria de todas, se opo-
ne otra en la que se ex-
plica cómo la reunión se
hace, en el monasterio
de San Juan de la Peña,
para organizar la resis-
tencia frente al musul-
mán y cómo se elige rey
a García Ximénez para
tener un líder en la pos-
terior conquista de Aínsa.
Esta historia aparece por
primera vez en la Coró-
nica de los muy altos y
muy poderosos Príncipes Relieve de Luesia, posible representación de un
y cristianíssimos Reyes monarca navarro, siglo X (Foto: F. Galtier)

–9–
del siempre constante y fidelíssimo reino de Aragón, escrita
por el cronista zaragozano fray Gauberto Fabricio de
Vagad en 1499. Cien años después, también el canónigo
sallentino Vicencio Blasco de Lanuza se refiere, en sus His-
torias eclesiásticas y seculares de Aragón (1622), a los orí-
genes del Reino en la cueva de San Juan; pero él otorgaba
todo el protagonismo de la decisión al consejo dado por
los ermitaños que en ella residían.
Aún hay una tercera versión que narra la elección como
rey de Íñigo Arista, monarca navarro, puesto que había lle-
gado hasta allí para salvarlos con sus tropas. Partidario de
esta tesis es el cronista Gerónimo de Blancas, quien en su
Aragonensium rerum commentarii subraya que los arago-
neses nunca decidieron elegir soberano hasta que pasaron
por aquel «grave aprieto» en la batalla, del que les sacó el
rey de Navarra.
Según continúa explicando la leyenda, la designación de
un jefe militar se acompañó de la de un juez que actuase
como intermediario entre él y los caballeros. Nacía así el
cargo de Justicia de Aragón junto con la monarquía ara-
gonesa, a la que se impusieron unas normas que se llama-
ron Fueros y que debían ser juradas por el rey, de tal
manera que éste podría ser destronado si no las cumplía.
La fantástica narración implicaba el reconocimiento de una
idea clave que demostraba que en Aragón “antes hubo
leyes que reyes”.

– 10 –
La cuestión es compleja, puesto que no se puede aceptar
ninguna de las referencias históricas que contiene la leyen-
da, a excepción de la posibilidad de que en el siglo VIII se
juntara un grupo de gente de esta tierra en los montes
de San Juan de la Peña para planificar alguna operación
contra los musulmanes; fracasada, en cualquier caso, como
fracasaron todas ante la expedición del emir cordobés que
arrasó aquel lugar fortificado. Ni qué decir tiene que no
hay nada de verdad en las narraciones relativas a los dos
líderes que se mencionan: García Ximénez e Íñigo Arista.
Por ello, el cronista Jerónimo Zurita en sus Anales de
Aragón, que veían la luz en 1562, manifestaba que «hay
gran diversidad entre muy graves autores acerca del origen
y principio del Reino». En 1682, el jesuita jacetano Pedro
Abarca completaba esta crítica cuando escribía, en su obra
Reyes de Aragón en Anales históricos, que «no se puede dis-
currir la historia de aquellos siglos sino por tinieblas y
questiones», puesto que no se hallaban dos autores que
coincidiesen sobre «las personas de los Reyes, los nombres,
el número, el orden, la continuación, el tiempo, el lugar
y el título en fin».

LOS AUTORES DEL DEBATE


Siempre se ha dicho que el autor de esta historieta fue
Francisco Hotman, un calvinista parisino empeñado en ata-
car a la autoridad real. Este jurisconsulto publicó en 1575,

– 11 –
en Ginebra, un tratado (Franco-Gallia sive tractatus isago-
gicus de regimine regum Galliae et de jure sucessionis) en
el que recogía las palabras clave de este acontecimiento, el
discurso nobiliario que tiene que oírse el recién elegido rey
aragonés: «Nos, que valemos tanto como vos y podemos
más que vos, elegimos rey con estas y estas condiciones
intra vos y nos».
La fórmula del juramento del nuevo rey estaba llamada
a ser el centro de atención de los analistas políticos euro-
peos de ese momento y por ello acabó incluida en el Dic-
cionario histórico del padre Luis Moreri, publicado en
1674, obra que sería el soporte de la difusión del legenda-
rio episodio.
Pero en tierras aragonesas no faltaron voces que se alza-
ron contra el sentido de este relato y quisieron matizarlo,
tratando, sobre todo, de preservar la memoria de la monar-
quía aragonesa. Fray Diego Murillo, un escritor francisca-
no que dedicó su pluma a estudiar la Fundación milagrosa
de la Capilla angélica y apostólica de la Madre de Dios del
Pilar (1616), anota que cuando los caballeros expresan
esas duras palabras todavía el rey no ha sido elegido como
tal, razón por la cual tanto vale el que las dice como el que
las oye. E incluso llega a pensar que cuando los nobles le
hacen saber que pueden más que él están en lo cierto,
«pues todos juntos podían hacerle rey, como realmente lo
hicieron; y él por si sólo no podía hacerlos reyes a ellos».

– 12 –
Una vez conocidos la leyenda de Sobrarbe, los impulso-
res de la misma y sus detractores, es el momento de hablar
del verdadero origen de los reyes aragoneses, puesto que,
al finalizar el siglo XX, las investigaciones han demostrado
con absoluta rotundidad que este episodio no es más que
un entrañable espacio para el mito: la monarquía aragone-
sa nació por obra y gracia del testamento del rey pamplo-
nés Sancho Garcés III, conocido por sus contemporáneos
como Emperador de todas las Españas y por la historiogra-
fía moderna como Sancho el Mayor.
A la muerte de este poderoso monarca, el 18 de octubre
de 1035, el territorio aragonés originario pasa a ser gober-
nado por su hijo Ramiro y con él se abre una dinastía que
protagonizará momentos clave de la historia aragonesa.
Tanto el nacimiento del reino como el inicio de la dinas-
tía gobernante se integran en esa realidad altomedieval
que nos habla de la lucha del débil contra el poderoso, del
enfrentamiento entre los aragoneses de los valles y los
musulmanes de las llanuras, de un conflicto en el que
los hombres se lanzan a la guerra bajo la bandera de un
líder que los representa y que los protege, de un caudillo
al que se reconoce como rey porque encarna la supervi-
vencia del ideal colectivo, de una familia que perdura a
través de un relevo hereditario, lo que evita el sobresalto
de no saber qué pasará en el futuro y que, por tanto, con-
tribuye a mantener la paz secular.

– 13 –
Monumento al Árbol de Sobrarbe, edificado por la Diputación del Reino en 1653
(Foto: P. J. Fatás)
Pero como el rey es la estabilidad del reino, su estela se
hace presente en todas las manifestaciones y en ellas tam-
bién se recogen, en muchas ocasiones, versiones legen-
darias que pasan a constituir referencias obligatorias para
entender el pasado. Se ha visto ya al discernir la veraci-
dad de ese mundo mítico en el que se quiere situar el ori-
gen de la monarquía aragonesa; aparecerá también en
muchos de los símbolos del Reino, incluido el escudo de
Aragón, que, cuando se configura —en el siglo XV—,
encierra un complejo mensaje en el que se plasman algu-
nos de los momentos más importantes de su historia.
Como testimonio de ese pasado remoto en el que se
define la supuesta supremacía de los súbditos sobre el
monarca, campea en el cuartel primero del escudo la Cruz
de Sobrarbe, que se apareció —sobre el árbol— para apo-
yar la primera victoria militar de este grupo de aragoneses
que emprende su andadura política eligiendo rey. En el
segundo cuartel, la Cruz de Íñigo Arista, otro producto
anacrónico, vuelve a remitir a los sucesos acaecidos en las
tierras jacetanas de Aragón, en los inicios de este núcleo de
resistencia al Islam. En el tercer cuartel, la presencia de las
cuatro cabezas musulmanas habla del triunfo del rey Pedro
al conquistar Huesca; en realidad, representa la victoria de
la dinastía de los Ramírez. Y, por último, están las Barras
de Aragón, que son el blasón de la nueva etapa de la
dinastía real inaugurada con el matrimonio de la reina
Petronila Ramírez y el conde de Barcelona.

– 15 –
LA MONARQUÍA ARAGONESA

L a forma de gobierno de los Estados cristianos medie-


vales fue la monarquía, tanto por ser una costumbre
con cierta tradición en el mundo bárbaro como por
responder a unos fundamentos teóricos de inspiración cris-
tiana expuestos por San Agustín y que entendían cada
Estado como parte de un Reino Universal gobernado por
Dios. Así, pues, el pensamiento político medieval conside-
ró que la monarquía era una institución de derecho divino;
para justificar la idea se remitía tanto al Libro de los Prover-
bios (8, 15), en el que el Dios del Antiguo Testamento
manifestaba: «Por mí reinan los Reyes», como a la Epístola a
los Romanos (13, 1), donde San Pablo expresaba: «No hay
potestad, sino de Dios».

EL REY DE ARAGÓN

Se plasmaba así la doctrina del origen divino del poder


real, que marcaría la vida de los príncipes medievales des-
de su nacimiento hasta su muerte. Se establecía, de igual
modo, una íntima relación entre los poderes civil y religio-
so que será evidente en los ritos de la coronación, con la
bendición del rey por la Iglesia. En todo caso, nadie duda-
ba de la sacralidad de la figura del rey y los propios
monarcas se presentan en sus documentos como reves-

– 16 –
tidos de esa condición. Como
ejemplos, cabe recordar que San-
cho Ramírez anunciaba en 1093
que había sido «proclamado por
la gracia de Dios» y que Pedro I
firmó algunos diplomas «impe-
rando Nuestro Señor Jesucristo y,
por su gracia, yo, Pedro, hijo del
rey Sancho».

En esa definición de su origen


divino como príncipe —el cono-
cido “rey por la gracia de Dios”—
también se incluía la idea de que
su misión era reinar procurando Miniatura de Ramiro I y su hijo
Sancho Ramírez
el bien común, mantener la paz
pública y ejercer la justicia. Era casi un mandato sacerdotal
que le obligaba a ajustar su actuación a las normas morales
y lo convertía en el primer defensor de la fe cristiana. Una
tarea en la que colaborarían los eclesiásticos del Reino,
pues con frecuencia el rey, como hacía Pedro I en 1097,
les pedirá que, rezando, «intervengan ante Dios por mí y
por la estabilidad de mi poder y reino».

De esa idea participaron todos los reyes aragone-


ses; sobre ello hay varios testimonios escritos, como el
del papa que calificaba a Ramiro I de «rey cristianísimo y
segundo Moisés», o el de Ramiro II cuando, en 1137, expli-

– 17 –
caba que había tomado el poder «por la necesidad del pue-
blo sin guía y por la tranquilidad de la Iglesia», e incluso el
del Católico Fernando II que, en 1487, manifestaba que
sólo le movía en el gobierno «el celo del servicio de Dios y
el bien de la cosa pública». Esa dimensión religiosa del
monarca medieval tenía sus más claros precedentes en
los textos del Antiguo Testamento que exponían cómo los
ancianos de Israel pidieron a Samuel que les designara un
rey, al que daban unas atribuciones muy concretas: «Nues-
tro rey nos juzgará y saldrá delante de nosotros y peleará
nuestras guerras por nosotros».
A partir de la creación de la monarquía bíblica con la
elección del rey de Israel, concurrieron dos niveles com-
plementarios: la elección por Dios y su reconocimiento y
sumisión por el pueblo, esta última manifestada muchas
veces en aclamaciones y vivas al nuevo rey. Como dice el
Pontifical de Huesca, copiado a principios del siglo XIV,
«aquel que ha de presidir a todos, por todos debe ser elegi-
do, es a saber, por los obispos, abades y los príncipes del
pueblo». Todo el conjunto de los súbditos tiene gran prota-
gonismo en este complejo ceremonial, puesto que los
reyes primero se consideraron como príncipes del territo-
rio y de las gentes que vivían en él, y sólo luego pasaron
a titularse por la enumeración de los territorios sometidos a
su potestad y, por ende, al espacio político sobre el que
ejercían el poder. Por eso es útil recordar que Sancho
Ramírez, en 1093, gustaba titularse «por la gracia de Dios,

– 18 –
rey de los aragoneses» y que Martín I, en 1398, lo hacía
como «rey de Aragón por la gracia de Dios».
El monarca, como cabeza del cuerpo político, es objeto
de un respetuoso tratamiento por parte de sus súbditos
o de otros poderes establecidos, entre ellos el papado, que
llama al rey de Aragón (en 1075) “Alteza real”. Después, se
abandona el escueto título de príncipe y comienzan a aña-
dírsele calificativos que evidencian la influencia del Dere-
cho romano, la cual provocará que el rey sea saludado
como “Majestad”. Hasta que esto ocurra, a finales del
medievo, a los monarcas aragoneses se les habrá invocado
como “Señor rey” en 1283, “Muy alto señor” en 1472 e
incluso como “Serenísimo rey” en 1479, pues tal es el ape-
lativo que da en esa fecha Juan II a su hijo Fernando.

LA SUCESIÓN AL TRONO

Cuando la sucesión en la dignidad real se vincula a la


pertenencia a un linaje, queda consolidado, desde los pri-
meros momentos, el sistema hereditario para acceder al
trono. Tal método se basará en la costumbre, sin muchas
reglas que establezcan un orden sucesorio. Pero, aunque
se pueda afirmar que en Aragón, como han venido seña-
lando diversos estudiosos, no se llegase nunca a fijar por
escrito un orden legal al respecto, parece ser que las pau-
tas de la sucesión quedaron marcadas en el testamento de
Ramiro I, el primer rey de la dinastía.

– 19 –
Por regla general hereda el primogéni-
to, aunque a veces los reyes se reservan
la posibilidad de optar libremente por
cualquiera de sus hijos para designarlo
como sucesor suyo, tal y como sugiere un
documento de 1093, del rey Sancho Ramí-
rez, en el que disponía que rezaran por el
alma de sus “parientes”, con un mandato
del tenor siguiente: «[…] ordeno a mis
hijos que aquél que reciba en mi lugar el
reino les haga donaciones […]».
En todo caso, la sucesión al trono es la
clave de la continuidad y de la estabilidad
Moneda de Pedro I
del Reino, por lo cual los monarcas tienen
muy claro que es necesario atender esta
parcela con gran cuidado, sobre todo, en los primeros
momentos de su andadura. Sancho el Mayor considerará
obligado vincular a su heredero en Navarra —el infante
García— a las tareas de gobierno, como si quisiera que los
nobles comenzaran a establecer con el príncipe una rela-
ción de dependencia bajo su atenta mirada. En este aspec-
to, todos los demás reyes aragoneses le seguirán.
Sancho Ramírez actuará como rey desde 1062, con die-
cinueve años de edad, y Pedro I tendrá el gobierno de
Ribagorza desde 1085. Los dos casos son buenos ejemplos
de esa asociación paternofilial que implica la introducción

– 20 –
del heredero en el carisma regio, en ese mundo casi sagra-
do en el que los reyes encuentran los pilares de su mejor
salvaguarda. Los documentos de 1062 hablan con normali-
dad de «Sancho, hijo del rey Ramiro, rey en Aragón» y en
1093 el propio rey Sancho hace una donación «con mi que-
ridísimo hijo Pedro, que es rey en Ribagorza y Monzón».

La cuestión principal es, pues, introducir al heredero en


el ejercicio del poder real y asignarle funciones de gobier-
no, además de vincularlo con un territorio determinado
que tiene un significado especial: debe ser la tierra que
se ha heredado de los antepasados, la que forma el núcleo
de la herencia. Sancho el Mayor dejó el reino patrimonial,
el de Pamplona, que era el de sus mayores, a su primo-
génito el infante García. Ramiro I asoció también a su hijo
con la tierra que le había dado su padre —el reino ara-
gonés— y no con las que él mismo había conquistado.

Pero, además de estas actuaciones, regidas por la vieja


costumbre, existen unas normas usuales de transmisión de
la herencia que —como se indicó— aparecen codificadas
por primera vez en el testamento de Ramiro I, fechable en
julio de 1057. En él se regulan las posibilidades de sucesión
del rey y se indican las condiciones necesarias para que
sea correcta la transmisión de su potestad. Primero hereda
el primogénito del matrimonio legítimo y a éste le sucede
su hijo. Si el heredero no tuviese descendencia, ese dere-
cho pasaría al siguiente hermano varón. Si falta la línea

– 21 –
masculina se recurre a la femenina, pero con ciertas mati-
zaciones peculiares que no dejan de indicar el confi-
namiento de la mujer a las tareas propiamente domésticas.
La hija mayor del rey, si era la heredera, debería recibir en
matrimonio al marido que le diesen los nobles y traspasarle
el ejercicio de sus derechos; así, el esposo tendría que
gobernar hasta que su hijo accediera al trono. Si no hubiera
nadie para recibir la herencia, el rey Ramiro determina que
«los barones de mi tierra elijan a su arbitrio a quien mejor
les pareciese de mi gente y raíz» (es decir, de su estirpe).
En los primeros casos, cuando la sucesión recae en
el primogénito varón, no hay problemas ni nada que pac-

El rey Sancho Ramírez toma juramento a sus hijos,


por Tomás Palos, 1855 (Museo del Ejército)

– 22 –
tar. En los demás, sin embargo, se abre un amplio abani-
co de posibles pactos y acuerdos para reglamentar lo
que se debe hacer en cada circunstancia. En dos ocasiones
se recurrió a una institución típicamente aragonesa que
aseguraba la permanencia de la “casa”, de ese patrimonio
indivisible en el que también se incluyen las gentes que
forman el grupo social vinculado al señor. Esta institución
es la conocida como “casamiento en casa” y se debía fijar
al formalizarse las capitulaciones matrimoniales.
Cuando Alfonso I el Batallador casa con la reina Urraca
de Castilla, en el otoño de 1109, le concede las arras y esta-
blece que si tiene un hijo deba ser él el heredero, pero que
si no tiene descendencia y muere antes que su esposa «sea
para ti toda mi tierra y que la tengas ingenua y libre, como
propia heredad, para hacer allí toda tu voluntad después
de mis días». Un acuerdo por el cual, si el rey muere
sin descendencia, debe reinar su mujer y pasarle el mismo
derecho a su hijo, en este caso al futuro Alfonso VII de Cas-
tilla; este príncipe, pues, habría heredado el trono de Ara-
gón («y después de tus días, que quede para mi hijo», indica
la reina Urraca a su marido en su carta de donación) si el
matrimonio de Alfonso y Urraca no se hubiera anulado.
La segunda vez que se hace uso de esta particularidad
aragonesa es cuando se regula la sucesión de Ramiro II el
Monje, mediante el casamiento de su hija Petronila de Ara-
gón con el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona. En

– 23 –
aquella ocasión, según las capitulaciones matrimoniales fir-
madas en Barbastro el 11 de agosto de 1137, Ramiro II
entregaba íntegro a su yerno «el reino de los aragoneses,
como mi padre el rey Sancho o mis hermanos Pedro y
Alfonso mejor siempre poseyeron y tuvieron». Se acuerda,
además, que si Petronila muriese sin heredero el dueño del
reino sería Ramón Berenguer y que, una vez muerto Rami-
ro II —que mantiene su dignidad como «rey, señor y
padre», lo que convierte al Conde en su súbdito, vasallo
e hijo—, éste dispondría libremente de él, de modo que
incluso podría acabar en manos de los hijos que tuviera
de otro matrimonio anterior o posterior.

Sala de doña Petronila, en el palacio real de Huesca (Foto: G. Bullón)

– 24 –
Fue innecesario cum-
plir estas cláusulas que
aseguraban la perviven-
cia del casal o raíz, pues-
to que el nacimiento del
infante Alfonso, hijo de
la reina Petronila, asegu-
ró la sucesión en la per-
sona de un miembro de
la vieja estirpe pirenaica
originada con la unión
de Pamplona y Aragón.
El infante sería el here-
dero de un amplio terri-
torio que vería garanti- Alfonso VIII de Castilla y Alfonso II de Aragón
zado su futuro con él. pactan en Zaragoza, julio de 1170 (tomado
del Liber Feudorum Maior, siglo XII)
Siglos después se reco-
noció la importancia de esta condición otorgando al suce-
sor un título, el de Duque de Gerona, que fue creado por
el rey Pedro IV el 21 de enero de 1351 para que lo tuviera,
hasta que cumpliese los quince años, su hijo primogénito,
el infante Juan. Este título sería disfrutado, a partir de este
momento, por todos los herederos de la Corona de Ara-
gón, que habrán de vivir con las rentas de sus territorios
(Gerona, Manresa, Vic o Besalú, entre otros).
El título ducal, que situaba al infante como cabeza del
estamento nobiliario, fue elevado al rango de principado

– 25 –
el domingo 11 de febrero de 1414, con ocasión de la coro-
nación del rey Fernando I, celebrada en la Seo de Zarago-
za. La nueva dinastía de los Trastámara, también descen-
diente de los Aragón, cuyo nombre tomó desde luego,
estaba decidida a aumentar la consideración del primogé-
nito y sucesor, por lo que el rey —al mismo tiempo que le
entregaba el manto, el sombrero y la vara de oro— nom-
bró príncipe de Gerona al infante Alfonso como señal de
su condición de heredero de la Corona. De esa manera, el
futuro Alfonso V el Magnánimo inauguró aquella titulación
de los primogénitos de la Casa Real aragonesa, equiparada
al rango que tenían los herederos en Castilla o en Inglate-
rra. Ahora bien, este título sólo fue utilizado en tres ocasio-
nes y siempre con la oposición y el descontento de la
ciudad de Gerona, que no vio con tranquilidad su incorpo-
ración a un nuevo señorío, sobre todo por los posibles
perjuicios que podían sufrir sus privilegios al ser desgajada
de la jurisdicción real.

LA FAMILIA REAL

Durante el siglo X, las monarquías cristianas van salien-


do de un sistema electivo y consolidan el hereditario,
como medio de lograr una transmisión del poder sin alte-
raciones. La institución monárquica se vincula progresi-
vamente a la familia y desde el siglo XI nadie duda que la
herencia es la modalidad más propia de la sucesión en esta

– 26 –
forma de gobierno. Se reconocen así, como punto de parti-
da, los principios de primogenitura y de representación, el
primero asimilado a la estirpe y el segundo al prestigio de
la misma, que pervive en cada heredero, en cada rey, pues
asume todas las glorias de sus antepasados.
Hubo incluso un “derecho de representación”, de origen
bizantino y generalizado por Alfonso X de Castilla, que se
otorgaba a los hijos del heredero muerto antes de poder
acceder al trono. La clave era la familia, la raíz. Por eso se
ha escrito que donde hubo familia hubo Estado, un razo-
namiento que nos lleva al campo del linaje real y permite
confirmar que en tierras aragonesas ese dicho se cumplió.
Sobre todo, por el profundo sentido de la responsabilidad
de la mayoría de los monarcas, de lo que da ejemplo el
texto en el que Ramiro II, en 1137, explica que abandonó
el convento y tomó el trono «no por ardor de la carne, sino
por la restauración de la sangre y del linaje».
La primera dinastía real aragonesa es la de los Ramírez,
que muestran en su apellido su condición de «descendien-
tes de Ramiro» y así lo manifiestan en sus documentos, con
expresiones como la de Sancho Ramírez cuando, en 1068,
afirma que pertenece a «la familia del rey Ramiro». La estir-
pe real procedía de una de las dinastías reinantes en tierras
pamplonesas, en concreto de los descendientes de la con-
desa Endregoto de Aragón y el rey García Sánchez de
Pamplona, un matrimonio celebrado en los primeros años

– 27 –
del siglo X, tras la invasión del condado aragonés por los
ejércitos del rey navarro. Biznieto de Endregoto fue el rey
Sancho Garcés III, apodado por las crónicas El Mayor, que
casó con la condesa Munnia o Mayor, hija del conde de
Castilla. Sancho y Munnia tuvieron varios hijos, entre ellos
Ramiro, el que sería el primer rey —y, por tanto, el inicia-
dor del linaje real— en tierras de Aragón. En esta época,
los monarcas trataron de diseñar una política matrimonial
que los pusiese en buenas relaciones con los gobernantes
de los territorios limítrofes. Las alianzas resultantes serán
uno de los pilares sobre los que se establezca el poder del
monarca, poder que deriva de su capacidad para crear y
sostener coaliciones de linajes en su entorno.
La familia de los Ramírez tendrá muy clara esta cuestión
y desde el primer momento busca consolidar esta tela de
influencias que se teje con el linaje. Ramiro desposará (en
1036) a una condesa ultrapirenaica con la que decía haber-
se casado «por honor y por amor a su belleza». Una mujer,
llamada Ermesinda, hija del conde de Couserans-Foix y de
la condesa de Bigorra, sobrina de la condesa de Barcelona
y hermana de la futura reina de Pamplona. Este cúmulo de
cruzamientos se amplió con los de su sucesor, Sancho
Ramírez, que casó hacia 1064 con Isabel, hija del conde de
Urgel, y que cuatro años después se prometió con Felicia,
hija de los condes de Roucy, pariente de los barones de
la Isla de Francia, biznieta del rey Roberto de Francia y
cuñada de una hija del jefe normando del sur de Italia.

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Pedro I continuó con la idea de lograr matrimonios que
aportaran prestigio a su dinastía, y así casó con Inés,
que era la hija del conde de Poitiers y duque de Aquitania.
Su hermano Alfonso I lo hizo con Urraca, hija del rey de
Castilla, aunque pocos bienes iban a reportar a la familia
estas «malditas e descomulgadas bodas», pues serían anula-
das tiempo después; dieron, con ello, razón a los malos
augurios que el pueblo anunció cuando, la noche de
bodas —en el otoño de 1109—, ocurrió una fuerte hela-
da que acabó con las viñas e hizo que si alguno bebía ese
vino se le «retorcía las entrañas y purgábalas».
La dinastía de los Ramírez, que había constituido un
complejo mundo de relaciones de elite, corrió peligro de
desaparecer al morir Pedro I y Alfonso I sin descendencia.
Quedaba tan sólo el último hijo del rey Sancho Ramírez,
un infante, de nombre Ramiro, dedicado a las tareas ecle-
siásticas desde su más tierna infancia. Era necesario «por la
restauración de la sangre» que este monje obispo saliera
del convento y diera un heredero al trono de los arago-
neses. Y así se hizo. En Jaca, el 13 de noviembre de 1135,
a sus cuarenta y nueve años de edad, Ramiro casó con una
hija del duque de Poitiers que tenía garantizada su fertili-
dad por los hijos habidos en su primer matrimonio.
Tuvieron una hija a la que llamaron Petronila, que es el
nombre de su hermano Pedro convertido en el epónimo
de la dinastía, en recuerdo del héroe.

– 29 –
Panteón Real de San Juan de la Peña, reconstruido en 1770
por el conde de Aranda (Foto: Zubillaga)
D. FERDINANDVS D. PETRVS D. BERTA AGNES
PRINCEPS ET
ET ALII D. ELISABETH EIVS VXOR.
QVAMPLVRES. HORVM FILII
D. GVNDISALVVS D. EXIMENA D. GARSIA
SANCHEZ. EIVS VXOR. SANCHEZ
D. GARSIAS D. ENNECA D. GARSIA
XIMENEZ EIVS VXOR IÑIGVEZ
D. RANIMIRUS
D. PETRVS D SANCTIVS SANCHEZ
D. GILBERGA SIVE
I RAMIREZ ERMISENDA
EIVS VXOR.
D. VRRACA D. SANCTIVS D. THERESIA
FERNANDEZ GARCES GALINDEZ
EIVS VXOR. ABARCA: II. EIVS VXOR.
D. TOTA
SEV TEVDA D. FORTVNIVS D. SANCTIVS
EIVS VXOR. GARCES GARCES
D. FELICIA SANCTII D. MVNIA SIVE D. CAYA I. VXOR
RAMIR. ELVIRA CASTEL. REGIS
VXOR. COMITISSA VXOR: II D. SANCII MAIORIS
EIVSDEM REGIS
D. GARSIA D. SANCTIVS
SANCHEZ D. TOTA VRRACA GARCES
ABARCA EIVS VXOR. ABARCA I.
D. GARSIA IÑIGVEZ
D. GALINDA D. GARSIA D. EVRRACA
EIVS VXOR. XIMENEZ II. EIVS VXOR.

Lápidas del Panteón Real de San Juan de la Peña,


según Ricardo del Arco
Petronila fue desposada (comprometida en casamiento)
con Ramón Berenguer IV en agosto de 1137, cuando ape-
nas contaba unos meses de edad, para lograr la descen-
dencia que asegurase la continuidad de la Casa Real arago-
nesa. En realidad, como la condición femenina llevaba
aparejada la imposibilidad de ejercer la potestad real, lo
urgente era buscarle un marido que pudiese gobernar en
su nombre como padre del futuro rey, un príncipe que se
ocupase del reino de acuerdo con el derecho que estipula-
ba la sucesión dinástica. El esposo de Petronila ejercerá,
pues, como jefe de la Casa Real, pero no será titular de los
derechos que transmite su mujer.
La dinastía reinante en los Estados de la Corona de Ara-
gón es sucesora legítima de Ramiro I, continuadora de esa
estirpe montañesa que diseñó el reino aragonés. Como
decía Ramiro II, todo lo que entregaba al «conde barcelo-
nés» lo daba para que llegase a «los hijos de los hijos tuyos
que fuesen de generación de mi hija, por los siglos de
los siglos». Y así fue, pero esos príncipes introdujeron un
cambio fundamental en su propia consideración familiar.
Aunque todos ellos eran descendientes del viejo linaje de
los Ramírez, había llegado el momento de ostentar una
nueva denominación que fuera en consonancia con la
grandeza de su poder. Terminaban así los reyes con el uso
del nombre como sucesores de Ramiro y su casa pasaba
a denominarse Casa de Aragón, acaso para subrayar mejor
una procedencia que, hasta entonces, no era necesario

– 32 –
hacer explícita. Al grito de «¡Aragó, Aragó!», se saludaba a la
familia que gobernaba la Corona aragonesa, se les aclama-
ba con un grito de guerra que no era otra cosa que el nom-
bre de la dinastía reinante.
En realidad el nombre tenía el efecto protector de la
pertenencia a una estirpe importante y sólida, en la que el
apellido viene a ser como el símbolo del clan, una especie
de palabra totémica que algunos tratadistas ven, inclu-
so, dotada de ciertas virtudes mágicas. Aragón es el nom-
bre de un linaje que se vincula a una tierra cargada de
historia, es un grito al que acuden los habitantes de un
extenso dominio, es el apellido de un grupo social que
mantiene la estrecha alianza de la sangre y que se siente
orgulloso de sus hombres, de sus virtudes y de su pasado.
Al igual que sus antecesores, estos reyes pusieron espe-
cial cuidado en preservar su prestigio a través de una cui-
dada política matrimonial que los emparentó con varias
casas reinantes en la Europa medieval. Y que les sirvió,
además, para consolidar algunos dominios vinculados a
ese enorme imperio marítimo que llegará a gobernar el
rey de Aragón en el mar Mediterráneo; expediente que
utilizaron, incluso, para intentar controlar a las grandes
casas nobiliarias.
Se puede poner algunos ejemplos. Alfonso II, el primero
de la Casa y familia ya apellidada Aragón, emparentó con
Sancha de Castilla (1174), y su hija Constanza casó (1208)

– 33 –
con el emperador Federico II. Pedro II contrajo nupcias
(1204) con la señora de Montpellier para consolidar sus
dominios en el Mediodía francés, mientras que su hijo Jai-
me I celebraba una de sus bodas con la hija del rey de
Hungría (1235) y su nieto Pedro III casaba con Constan-
za de Sicilia (1262). Alfonso III estuvo prometido con una
hija del rey de Inglaterra (1273) y su hermano Jaime II casó
(1285) con la reina Blanca de Nápoles. Hijo de ésta fue
Alfonso IV, casado con una condesa de Urgel (1314). Y su
nieto Pedro IV contrajo matrimonio con María de Navarra
(1338) y con Leonor de Portugal (1347). Los dos últimos
reyes fueron hermanos: Juan I, que casó con la hija del
duque de Bar (1380), y Martín I, que lo hizo con María
de Luna (1372), de la que tuvo un hijo que murió antes
que él sin dejar descendencia.
Con Martín I terminó la dinastía estricta de los Aragón,
mantenida durante 253 años a través de ocho monarcas.
No quedaba ningún príncipe descendiente directo que
pudiera gobernar y era necesario buscar una salida a esta
situación.
La solución vino a través del Compromiso de Caspe,
reunión en la que los representantes de todos los reinos y
Estados de la Corona eligieron como nuevo monarca a Fer-
nando I de Antequera, un infante castellano, pues era hijo
de Juan I de Castilla, pero de estirpe aragonesa por su
madre, la infanta Leonor de Aragón; nieto, por tanto, del
rey aragonés Pedro IV el Ceremonioso.

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El
El rey
rey yy la
la reina
reina María
María escuchan
escuchan misa
misa en
en la
la capilla
capilla real,
real, miniatura del Libro
miniatura del Libro
de
de Horas
Horas de
de Alfonso
Alfonso V,
V, terminado
terminado en
en 1442
1442 por
por Lleonard
Lleonard Crespí
Crespí
(British Library)
(British Library)
Se entregaba, así, el trono y el casal de Aragón a un
príncipe de la familia que se denominó Trastámara antes
de ceñir la corona de Castilla, y se inauguraba un nuevo
capítulo de la dinastía que iba a regir los destinos de Ara-
gón desde Fernando I hasta Fernando II el Católico, cuan-
do el monarca aragonés ya es considerado rey de “las
Españas”. Es interesante el diálogo que mantiene Juan II
con su hijo Fernando el Católico, en enero de 1479, cuan-
do le saluda como «señor principal de la Casa Real de Cas-
tilla, donde yo vengo», reconociendo que «todos […] veni-
mos de aquella Casa» castellana. En esos tiempos, los reyes
aragoneses casarán con mujeres peninsulares; así, Alfon-
so V lo hará con una hija el rey de Castilla (1415), y su her-
mano Juan II, con la reina Blanca de Navarra (1420) y con
la castellana Juana Enríquez (1443). De este segundo matri-
monio de Juan II nacería Fernando II, que casó primero
con la reina Isabel (1469) y luego, al morir ésta, con Ger-
mana de Foix (1505), en un desesperado intento de buscar
un heredero para sentar en el trono de Aragón. En ese mis-
mo trono en que, fallido tal propósito, acabará sentado el
poderoso césar Carlos I.

LA CORONACIÓN DE LOS REYES

La dinastía real proporciona los herederos al trono en el


mismo momento en el que mueren los monarcas, de mane-
ra automática y sin que nadie de entre los poderosos opon-

– 36 –
ga reparos a tal sucesión. En un principio, esta circunstan-
cia se basaba en el acatamiento de la voluntad del desapa-
recido rey, plasmada en la vinculación del príncipe —en
vida de su padre— al ejercicio del gobierno. A partir del
siglo XIII, a medida que fueron prevaleciendo los concep-
tos del Derecho romano, se aceptó por todos que la desa-
parición de un rey otorgaba instantáneamente esa potestad
a su sucesor. Por eso decía Pedro III, en 1276, que el nuevo
monarca tenía el reino «por la muerte de su padre».
Esta circunstancia hacía innecesaria cualquier manifes-
tación pública destinada a que los súbditos conociesen la
nueva situación del príncipe. No obstante, se consideraba,
de modo general, que convenía arropar la sucesión con
una solemnidad que ensalzase la dignidad de la persona
del nuevo rey, que, en una sola ocasión, se presentaba en
toda la apoteosis de su poder. Se trataba de una afirma-
ción autoritaria que comenzaba con un recuerdo del ori-
gen divino de su poder, pues en Las Partidas se escribió
que «vicarios de Dios son los reyes cada uno en su reino»,
y que concluía con su reconocimiento como cabeza, cora-
zón y alma del reino, señor natural de ese cuerpo que for-
maban los diversos estamentos de la sociedad.
De esta manera fue configurándose un ritual específico
con el que se saludaba al monarca en su llegada al trono y
que contribuyó a potenciar el estatuto sacral de la realeza
aragonesa. Al principio, los actos debieron de tener una

– 37 –
formulación muy sencilla, pero, con el paso del tiempo,
fueron alcanzando tal complejidad que se hizo necesario
elaborar ceremoniales en los que se detallase el curso de
las celebraciones. En la catedral de Huesca se conserva un
antiguo ceremonial fechable a principios del siglo XIV, y
se sabe que Pedro IV, durante una estancia en Valencia,
ordenó —el 20 de enero de 1353— redactar uno nuevo, en
el que se incluyesen también los rituales de la corona-
ción de la reina. El ceremonial se elaboró en pocos meses,
pues el 8 de agosto de ese mismo año el rey enviaba una
copia a Zaragoza, y está considerado como uno de los más
ricos que existieron en Europa, además de haber sido
fuente de inspiración para otras monarquías.
No se sabe si los primeros reyes aragoneses fueron
coronados, ya que la documentación nada dice al respecto.
Cabe la posibilidad de que, nada más acceder al trono,
tuviera lugar un encuentro entre el monarca y los magna-
tes del reino en el que quedaran fijados los respectivos
límites de poder. En ese acto, el rey se exhibiría como
señor de todos, tal vez mostrando a la asamblea las insig-
nias reales, entre las que, desde luego, estaban la corona
—que aparece en todas las miniaturas— y el anillo. De los
anillos regios se han encontrado importantes ejemplares en
las tumbas reales.
El escenario primitivo de esta celebración debió de ser
el monasterio de San Juan de la Peña, un lugar con una

– 38 –
importante carga emotiva como sede de la memoria de la
monarquía, pues en su recinto reposaban los primeros
reyes. Allí se reunían los nobles, los monjes y los miem-
bros del alto clero, para participar en una ceremonia reli-
giosa en la que el monarca recibía su consagración como
tal y el tácito reconocimiento de los magnates aragoneses,
de las gentes de su Corte y de su séquito.
No obstante, el acatamiento de los súbditos es un traba-
jo que el rey tendrá que consolidar día a día, por lo que se
embarcará en sucesivos viajes para visitar a los nobles que
controlan las regiones del reino y afirmar, con ellos, los
lazos de dependencia. Debía lograr que, en cada despla-
zamiento, los dirigentes locales o los campesinos le hicie-
ran presentes su respeto y su sometimiento. Por eso la Cor-
te de estos primeros tiempos era itinerante, iba de lugar en
lugar cumpliendo un cuidado programa de visitas reales
que eran la mejor garantía de esa fidelidad de los súbditos.
Al objeto de evitar ausencias prolongadas, que fomenta-
ban el descontento, el monarca se veía obligado a reco-
rrer el reino de acuerdo con un ritmo en el que las etapas
estaban marcadas por las estaciones del año y las festivi-
dades sagradas: en invierno, en la ciudad o en las sedes
reales; en verano, en las fronteras; en Cuaresma, en un
monasterio, etc.
A lo largo del siglo XII, las ceremonias de coronación
debieron de adquirir un mayor carácter público, tal vez

– 39 –
cuando el escenario elegido para las mismas fuera la capi-
tal del reino. Tras el breve historial de Jaca en esa condi-
ción, Huesca se convierte en la ciudad principal para
la monarquía aragonesa: en ella tiene un palacio propio la
familia real y allí tendrán lugar los actos más importantes.
El cronista Zurita ofrece algunas noticias sobre ello cuan-
do dice que Alfonso I celebró en Huesca la «fiesta de su
coronación y caballería» (es decir, de ser formalmente coro-
nado y armado caballero) y cuando explica que, en el caso
de Ramiro II, «fueron los ricos-hombres de Aragón a la ciu-
dad de Huesca y alzaron por rey al infante don Ramiro».
Aunque se sabe, por la documentación conservada, que
Alfonso I fue ungido (“consagrado”) en la catedral de Bar-
bastro, no dejan de tener valor esas dos citas referidas a la
aplicación de un ritual determinado en el que adquiere
enorme importancia la dimensión militar, de caudillo, que
posee el rey desde los orígenes de la monarquía pamplo-
nesa. Se le impone la corona o diadema en la solemne
ceremonia en la que es armado caballero y, en algunos
casos, es alzado sobre el escudo o pavés, rito caudillista
practicado ya por los emperadores romanos.
En el siglo XIII comienzan a celebrarse las coronaciones
tal y como hoy las entendemos. La de Pedro II es la prime-
ra que se conoce con detalle, porque este rey fue corona-
do en Roma por el papa Inocencio III. Aquella ceremonia
provocó las protestas de los súbditos, que no estaban de

– 40 –
acuerdo con la renovación del vasallaje a la Santa Sede;
por ello, sus sucesores no quisieron ser coronados.
La imaginación popular construyó una infantil leyenda
en torno a ese solemne acto de la coronación en la iglesia
romana de San Pancracio, que hacía de aquel ritual un bur-
do espectáculo. El cronista Blancas recogió el fantástico
relato en el año 1641, en su libro sobre las coronaciones
reales, donde narraba que el papa, para poner de relieve
la mayor dignidad pontificia, colocaba la corona sobre la
cabeza de los reyes con sus propios pies. Pedro II, ente-
rado de esa curiosa costumbre protocolaria, decidió bus-
car alternativas para evitar lo que consideraba una humi-
llación; así, pues, mandó hacer una corona de pan blando
con escasa corteza, que llevó ante el pontífice un camar-
lengo que iba detrás del monarca. El papa no pudo mane-
jar aquella corona con los pies y, al final, se vio obligado
a tomarla con las manos para colocarla en la cabeza del
rey aragonés.
Al margen de esta visión legendaria, producto de la ima-
ginación popular que quiso explicar con ella cómo los ara-
goneses no se doblegaban ante el papa, el episodio de
aquella coronación romana provocó que Jaime I se negara
a coronarse en esas condiciones y fuera de sus Estados,
sobre todo después de que Inocencio III, en 1205, emitiera
una bula autorizando que la ceremonia pudiese celebrarse
en Zaragoza, por mediación del arzobispo metropolitano

– 41 –
de Tarragona; eso, sí, los monarcas debían pedir al pontífi-
ce la corona, que éste otorgaría como símbolo de la depen-
dencia feudal del reino aragonés a la silla de San Pedro.

LOS SÍMBOLOS DE LA MONARQUÍA


La bula papal planteó una cuestión de suma gravedad:
la obligación que asumían los monarcas aragoneses de
solicitar tanto el permiso para coronarse como la propia
corona real que, de esta manera, pasaba a ser un regalo
personal del romano pontífice. Esta sumisión al poder de
la Iglesia se concretaba, primero, en el privilegio de la
coronación del rey, emitido por Inocencio III en 1205 y,
luego, por la bula de 9 de junio de 1206, que lo hacía
extensivo a la de las reinas.
La familia real de Aragón, en concreto, Jaime I, no tardó
en darse cuenta de todas las implicaciones que la acepta-
ción de estas bulas llevaba consigo, entre las que quizás
fuera la menor el hecho concreto de pedir la corona a
Roma, puesto que lo que se debatía era la defensa de la
soberanía real aragonesa frente a las pretensiones de inje-
rencia política por parte de la Santa Sede. Por eso, no es
difícil entender que Jaime I pasara toda su vida intentando
convencer al papa para que accediera a coronarlo sin
la contrapartida de comprometer su reino con vasallaje
alguno, al igual que no resulta extraño que, finalmente, el
rey prefiriera volver de Roma sin corona.

– 42 –
Sin embargo, a pesar
de no haber sido coro-
nado por el papa, en las
monedas emitidas du-
rante este periodo siem-
pre se representó al rey
con la corona sobre la
cabeza. Ello hace pensar
que el monarca usó este
símbolo durante todo su
reinado, pero que, pro-
bablemente, lo hizo sin
voluntad de atacar la
prerrogativa de la coro-
nación que toda Europa
reconocía al papa. Antes
bien, para él, como para
sus antecesores, se tra-
taba de una muestra más
Página del Ceremonial de la Consagración
de esa dignidad real que de los Reyes de Aragón, 1384 (Fundación
no llegaba a los reyes Lázaro Galdiano)
por ningún acto solemne, sino por la herencia del linaje.
Hay que tener en cuenta, al respecto, que varios monarcas
aragoneses se coronaron formalmente muchos años des-
pués de haber accedido al trono.
Partiendo de esa circunstancia, debida al hecho de que
la coronación no tenía tradición en sus tierras, los reyes

– 43 –
potenciaron otros símbolos del poder. En particular, la
espada, cuya presencia determinó que la corona no fuera
la insignia principal de la dignidad real. En multitud de
ocasiones —en las miniaturas y, sobre todo, en los sellos—
los reyes aparecen representados con su arma personal, de
diversas maneras: Alfonso II y Pedro II, sentados en el tro-
no, levantándola con la mano derecha, Pedro III la man-
tiene en alto mientras cabalga, Jaime I la deja reposar
sobre el regazo. Será, precisamente, en el reinado de este
último cuando se otorgue a la espada un puesto predomi-
nante en el protocolo desde el primer acto propio del
monarca, que es su ingreso en la caballería.
Cuando Jaime I se armó caballero, a los doce años
de edad, en la iglesia de Santa María de Tarazona, se ciñó
la espada y marcó con ello el inicio de una relación pro-
funda entre su gestión política y su arma personal. El
hecho de que no admitiera que nadie le entregara aquella
insignia respondía a la vieja tesis de la monarquía pamplo-
nesa, de la cual era heredero directo, que había recogido
el Fuero General de Navarra cuando vinculaba la sobera-
nía a la espada con la que se ganaban batallas, se amplia-
ban los reinos y se mantenía la independencia del Estado.
Como dice, para evitar que nadie tenga poder sobre él,
«ciñase él mismo su espada, que es a semejanza de Cruz».
Con ello se evitaban interpretaciones erróneas en el futuro,
se reconocía que el monarca tenía la suprema potestad del
reino y, además, se vinculaba la espada a la cruz. Se sacra-

– 44 –
lizaba, así, el instrumento por el cual —como dicen los re-
yes— ganaron el reino a los moros («mi linaje lo conquistó
con la espada», dice Pedro III) y, a su vez, se usaba como
un elemento libre de connotaciones de dependencia, pues-
to que no tenía que facilitarla el papado ni necesitaba su
aquiescencia. Esta cuestión provocó algunos cambios en
las ceremonias en que los reyes eran armados caballeros,
que cada vez tuvieron más importancia.

Jaime I, óleo de
Manuel Aguirre (1851),
Palacio de Sástago
(Foto: L. Mínguez)

– 45 –
El hecho de que un rey como Jaime I tuviera en alta
consideración aquella arma simbólica puede comprobarse
en la entrega que hace de la misma a su hijo Pedro III.
La Crónica de San Juan de la Peña explica que le dejó
su «spada en señal de dreitura [rectitud] con la qual tu
departescas mal de bien et lívrote [te entrego] la mia seño-
ría con la qual te de Dios vitoria contra los tus enemi-
gos». El acto de la entrega tuvo lugar ya en el lecho de
muerte, cuando el rey conquistador cogió la espada, que
tenía a la cabecera de la cama, y se la dio a su hijo —como
señala, en el siglo XVI, el cronista Zurita— «diciéndole
que tomase aquella espada por la cual, con la virtud de la
diestra divina, siempre había sido vencedor y la llevase
consigo, y obrase varonilmente; y besando el infante
la mano, la tomó».
Como recuerda el mismo cronista, aquél era el principal
símbolo de la soberanía sobre los reinos, del dominio
sobre los territorios que habían sido ganados blandiéndola,
la muestra evidente de cómo las tierras de España no per-
tenecían al papado sino a los soldados que las conquis-
taron con su espada. La espada constituyó todo un ejemplo
de libertad para los reyes, que se la ceñían ellos mismos en
la solemne ceremonia de su coronación, tomándola con
sus manos del altar. Era una pieza especial: se ha dicho
que todos los reyes solían tener una espada de gala para
estas ceremonias y que, en algún caso, como el del rey
Martín, se trajo de fuera (en concreto, ésta procedía de

– 46 –
Palermo; era la que, según la tradición, había pertenecido
al emperador Constantino).
No deja de ser curiosa la existencia de abundantes
leyendas en torno a las espadas de Jaime I. El primer relato
fantástico cuenta cómo, estando el rey en Monzón hacien-
do ejercicios de esgrima, fue invitado por un peregrino a
sumergir su arma en el agua de la fuente del Saso, dicién-
dole: «Jaime, lava tu espada en este agua y tus batallas
serán ganadas en todos los lugares que desees conquistar».
Fantasioso es también el que convierte a Jaime en herede-
ro de la espada del Cid Campeador e, igualmente, el de la
espada de Villardell de Valdealgorfa, que, dejada por
un misterioso mendigo en la puerta de este ciudadano, sir-
vió para matar a un terrible dragón y acabó en manos de
Jaime I, en el año 1274, para ser heredada después por
Pedro III y Alfonso III.
Los otros símbolos de la monarquía eran la corona, el
cetro, el pomo y el anillo. Todos ellos se asimilaban nece-
sariamente con la figura del rey, exponente máximo de las
relaciones entre el cielo y la tierra, pues no deja de repre-
sentar a Dios en este mundo ni de aparecer, también,
como mediador entre la divinidad y los hombres, por esa
dimensión de sacerdote que le acompaña desde la defini-
ción de la realeza en el Antiguo Testamento. La corona es
expresión de un simbolismo cósmico y el cetro es un
modelo reducido del gran bastón de mando. Con cetros

– 47 –
aparecen representados todos los monarcas de la familia
Aragón, preferentemente en actos de Corte, cuando se
encuentran impartiendo justicia (en la mano izquierda)
o entronizados solemnemente (en la mano derecha).
El globo o pomo es el símbolo de la totalidad e implica
una afirmación de la soberanía de quien lo sostiene (en
concreto, de su soberanía sobre el reino). Los monarcas
aragoneses, en las miniaturas —sobre todo, en las del siglo
XV—, lo portan en la mano izquierda. En las que contiene
la Genealogía de los Reyes de Aragón, representadas en el
Rollo de Poblet, el pomo es de gran tamaño y está remata-
do por una cruz. También estará presente en las imágenes
del monarca entronizado. A partir del reinado de Jaime II
(1291-1327), será una esfera con una doble cruz.

Sello de Alfonso III. En el anverso, el monarca sentado en el trono,


con los atributos reales, y en el reverso, la cruz de Alcoraz

– 48 –
SIGNIFICADO DE LAS INSIGNIAS REALES
Existe un largo poema en el que se explica el significado
de todas estas insignias. Fue escrito por el infante Pedro de
Ribagorza y recitado —a los postres de la comida de la coro-
nación de Alfonso IV— por los juglares Remasset y Novellet,
acompañados por la voz de Comí, tenido como el mejor can-
tor de Cataluña. En sus casi setecientos versos se señala que la
corona, por ser redonda, es el símbolo del poder divino y
que, como éste, no tiene principio ni fin. Con ella se manifies-
ta la condición real y Dios se la otorga al monarca para que la
lleve sobre su cabeza, pues es allí donde radica la inteligencia.
Mientras el rey se colocaba la corona, el arzobispo pronun-
ciaba esta oración: «Recibe con la diadema el signo de la glo-
ria y la corona del reino, en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, para que […] ames la justicia, la misericor-
dia y el juicio, y así vivas con justicia, misericordia y piedad»;
para que pudiese, al final, recibir la corona del reino eterno.
El cetro o vara viene a significar la justicia, que ha de ser
larga y amplia, inflexible tanto en la persecución como en el
castigo a los malvados. El rey debe mantenerla por encima de
todas las demás cosas. Según el ceremonial, el cetro es «la vara
de la virtud y de la verdad» y el monarca debe saber, «some-
tido a ella, acariciar a los piadosos, hacer temblar a los malva-
dos, enseñar el camino a los que yerran, tender la mano a los
caídos, aniquilar a los soberbios y revelar a los humildes».
El pomo es la imagen de sus reinos, que posee en su
mano y que debe gobernar con rectitud y misericordia. Es el

– 49 –
símbolo de las tierras que Dios ha entregado al rey para
su gobierno y para que las defienda ante cualquier ataque.
La oración que se recitaba en la ceremonia dice así: «Recibe el
pomo de la dignidad y por él en ti reconoce el distintivo de la
fe católica, porque, como hoy eres ordenado cabeza y prín-
cipe del reino y del pueblo, así perseveres como garante y
apoyo de la cristiandad».

Otro elemento a tener en cuenta es el traje que debían


llevar los reyes y con el que son representados, vestimenta
de carácter áulico que los situaba en el centro del universo,
a través de las capas que llevaban a modo de la vieja con-
cepción de la tienda celeste que alberga al mundo. El
monarca vivía con profunda espiritualidad los días de su
coronación pues, además de prepararse con ayunos, peni-
tencias y comunión, todo lo que hacía, incluso los prepara-
tivos para mostrarse «a sus nobles barones y caballeros y a
otras gentes», estaba marcado por un profundo significado.
El ceremonial dispone que «la noche más cerca de aque-
lla que deberá ir a velar, báñese secretamente en una tineta
o cubo», tras de lo cual, a la mañana siguiente, tiene que
arreglarse los cabellos y vestirse con «el camisot, e bragas
nuevas e braguero blanco con fiviella [hebilla] de plata e
con trosseras [ligas] de seda blanca». Encima se colocará
una «saya vermella [túnica roja] de escarlata bien estant al
cuerpo e no sia muyto larga» y una garnacha «de terciopelo
rojo y de trapo de oro a modo de la señal real» (es decir,

– 50 –
con las barras de los Aragón). Sobre ella, un manto que le
abriga, también «de trapo de oro y de terciopelo rojo hecho
como la insignia real» y forrado de pieles de armiño. Lleva
calzas rojas de escarlata, pero no zapatos.
En las ceremonias de la coronación el rey llegaba al altar
con otra indumentaria —de profundo carácter clerical—
que se le ponía después de pasar la noche en el templo.
Estaba compuesta, entre otras piezas, por túnica escarla-
ta, camisa de lienzo, alba, estola (cruzada al modo del
diácono), túnica de seda (con orla blanca y perlas en la
empuñadura) y dalmática de terciopelo rojo «decorada con

Alfonso III, en el trono, confirma privilegios a los barceloneses en 1286


(miniatura de hacia 1325)

– 51 –
nuestro señal real». Esta solemnidad de la indumentaria no
era habitual, pues el monarca se presentaba vestido, tal y
como lo hace en la comida de la coronación, con una saya
sobreveste (una especie de túnica), un manto redondo de
paño de oro y medias escarlata, con zapatos.
El complemento lógico a esta imagen es el espacio del
trono. En él, los reyes se manifiestan como poseedores de
una soberanía que reside en el sitial incluso cuando per-
manece vacío, sobre todo, si se piensa que entendían que
ese sillón les aseguraba su condición de gobernantes. El
trono, colocado siempre en alto, por el intento protocola-
rio de aislar al monarca, es una eminencia formada por un
asiento cúbico con un respaldo que funciona como aureo-
la; se complementa con el palio real que aparece en algu-
nas miniaturas, como la que representa a Alfonso IV presi-
diendo las Cortes de 1333.
Los ceremoniales describen esta imagen en distintos
momentos, pues se sabe que también funcionan como tro-
no otros asientos usados por el monarca. Por ejemplo,
cuando come en la Aljafería lo hace en un estrado para ser
visto por todos y tiene a sus espaldas, apoyado en la
pared, un paño de oro y terciopelo rojo que muestra los
colores del señal real. Los mismos colores aparecen en el
sobrecielo que enmarca su asiento en el salón del trono.
Se conservan algunos elementos materiales de este
entorno real: además de la cruz juradera guardada en

– 52 –
la Seo de Zaragoza, hay un
asiento áulico que se usa en la
catedral de Barcelona como
sede del ostensorio. Es el co -
nocido como “trono de Mar-
tín I”, hecho hacia 1400 en
madera recubierta de oro y
plata sobredorada. Esta pieza
nos permite intuir cómo eran
aquellos asientos y valorarlos
como circunstancia clave en
la presentación del monarca y
espacio privativo suyo. Los
documentos hablan de que el
rey asistía a las Cortes «seyen-
do en su solio o cadilla real»,
asiento real que, con todos los
elementos que lo integraban,
contribuía también a mantener
distanciados a los súbditos. Trono de Martín I el Humano

A veces, el trono remataba en una corona. Se conservan


dos de ellas, que servían de doselete y que, al parecer, per-
tenecieron a la reina Violante y a Martín el Humano. No es
raro que hayan desaparecido estos ricos complementos,
pues se tiene noticia de que, en ocasiones, fueron enajena-
dos. En 1272, Jaime I hipotecó dos coronas: la mayor, de
once piezas y valorada en cien mil sueldos, era la que

– 53 –
había guardado para cuando lograra que el papa lo coro-
nase; la menor estaba decorada con trescientas treinta per-
las pequeñas. Su nieto Jaime II, por dificultades econó-
micas, ordenó vender las tres coronas preciosas que poseía
la Casa Real al obispo de Barcelona, que era el encarga-
do de satisfacer las deudas y de cerrar cuentas con los
acreedores. En aquella orden, del 29 de noviembre de
1323, habla de «tres coronas reales de oro, gemas y otras
piedras preciosas».

En alguna ocasión se trajeron estas piezas de fuera del


reino, dado el elevado carácter simbólico que tenían; tal es
el caso de la coronación de la reina Leonor, esposa de Fer-
nando I, en que se mandó traer la corona de su suegro, el
rey Juan de Castilla, para manifestar claramente su vincula-
ción a su Casa paterna, castellana. Curiosamente, su mari-
do, el rey Fernando, había usado «una corona de extraña
riqueza que él mandó labrar para su coronación».

Por último, conviene recordar que uno de los elementos


de propaganda de la monarquía era la efigie del rey en las
monedas, máxime porque la acuñación era una regalía o
privilegio exclusivo suyo. Para el rey, la moneda era un
medio de comprar voluntades y recompensar favores; para
los nobles, la posibilidad de adquirir con ella productos
lujosos que consolidasen su prestigio. Se convirtió también
en un símbolo del poder; en concreto, del rey que hacía
la emisión.

– 54 –
EL LUGAR DE LA CORONACIÓN

Estos símbolos, inmersos en complicados rituales, van


configurando una solemnidad especial en la que todo con-
tribuye a ensalzar la dignidad real. En aquella ceremonia,
el rey afirma su propia soberanía jurídica y expresa cuál es
su posición respecto del reino y los poderes exteriores. Por
eso tiene singular relevancia la elección del lugar en el que
había de celebrarse la coronación: debía ser un espacio
urbano y tener, además, una historia que lo dotara de dig-
nidad y de autoridad en el territorio.

El primer ceremonial empleado quería que, una vez ele-


gido el rey, acudieran «todos los obispos a la ciudad metro-
politana que mayor sea entre todas en mérito y dignidad, y
la primera del Reino, como son Roma en el Imperio, Cons-
tantinopla en Grecia […]». En consonancia con lo que dice
el Pontifical de Huesca, es fácil entender que el papa Ino-
cencio III, al otorgar la bula de coronación a los reyes,
señalara a Zaragoza como escenario para su celebración.
En primer lugar, por una razón de peso: sólo Aragón tenía
la calidad de reino, y Zaragoza era su capital; en segundo
lugar, por reconocer la importante herencia histórica y
eclesiástica que encerraban los muros de la vieja ciudad
fundada por Augusto.

Por eso, el 16 de junio de 1205 el papa concedió a


Pedro II que sus sucesores, que debían ser coronados por

– 55 –
el metropolitano de Tarragona en nombre del Papado, lo
fueran, empero, en Zaragoza, concesión que, no obstante,
siguió provocando ciertas reticencias en tierras aragonesas
y que tampoco fue bien recibida por algunos miembros de
la familia real, que veían en este hecho la perduración del
acatamiento a las imposiciones del romano pontífice. Ejem-
plo claro de ello es el hecho de que Pedro III, a su llegada
a Zaragoza en noviembre de 1276, hizo acudir allí «a todos
los barones de Aragón y de Cataluña y a los ricos hombres
de las ciudades, celebrando muy grande y honrada Corte»,
para organizar su coronación sin contar con el permiso del
papado. Dejaba, así, muy claro que tanto él como sus suce-
sores eran libres de recibir la corona «en cualquier ciudad»
de su jurisdicción que les agradase, así como de determinar
cuándo y quién les administraría la unción y les coronaría.
En esta dimensión de rebeldía ante Roma viene bien
recordar que no estuvo en la coronación el arzobispo de
Tarragona sino el obispo de Zaragoza, y mencionar que los
cronistas le atribuyeron la famosa afirmación de que no
recibía la corona «en nombre de la Iglesia romana, ni por
ella ni contra ella». En realidad, la frase corresponde a
Alfonso III, que se coronó en Zaragoza, para no provocar
la enemistad de Aragón —«título principal» de sus Esta-
dos—, pero por el obispo Jaime de Huesca.
Con Jaime II no se dio el problema de optar por una u
otra ciudad del reino, dado que había sido coronado en

– 56 –
Sicilia, y con su sucesor, Alfonso IV, sabemos que no hubo
conflictos y que la ceremonia se hizo durante las Cortes de
1328, pues ése era el momento en el que participaban
todos los Estados de la Corona, que enviaban sus represen-
tantes a Zaragoza. Pero si hasta entonces se había ido
enmascarando en otros eventos, como aprovechar la con-
vocatoria de Cortes en la capital aragonesa, a partir del 8
de agosto de 1353 la celebración del acto adquiere perso-
nalidad propia. Entre tanto, Zaragoza había sido erigida en
archidiócesis metropolitana en 1318, con rango equivalente
al de Tarragona. Poco después, el rey enviará al arzobispo
Lope Fernández de Luna el ceremonial de la coronación
que se copiará en el misal de la Seo zaragozana.
Pedro IV parte, en su propuesta, de la aceptación de la
capital del Ebro como “cabeza del Reino” y de la recupera-
ción de esa autoridad pontificia que sus antecesores no
habían querido reconocer. Este rey, por eso, hizo saber a
sus súbditos que «Mandamos que este sacrosanto sacra-
mento de la unción sea recibido de manos del metropoli-
tano en la ciudad de Zaragoza», al tiempo que recordaba:
«[…] y como quiera que los reyes de Aragón están obli-
gados a recibir la unción en la ciudad de Zaragoza, que es
la cabeza del Reino de Aragón, el cual reino es nuestra
principal designación —esto es, apellido— y título, con-
sideramos conveniente y razonable que, del mismo modo,
en ella reciban los reyes de Aragón el honor de la corona-
ción y las demás insignias reales, igual que vimos a los

– 57 –
La Seo de Zaragoza, marco tradicional de la coronación
de los monarcas aragoneses (Foto: R. Palacio)
emperadores recibir la corona en la ciudad de Roma, cabe-
za de su imperio».
Zaragoza, antigua capital del Reino de Aragón, se ha
convertido en la capital política de la Corona y, además, en
la sede del metropolitano aragonés. A partir de ese
momento, los aragoneses, los navarros y parte de los valen-
cianos dependerán del metropolitano de Zaragoza y los
catalanes y el resto de los valencianos, del de Tarragona.
Pero aunque Zaragoza, lograda ya su doble condición
de cabeza política y cabeza eclesiástica, tenga asegu-
rado desde los tiempos de Pedro III su protagonismo en
los actos de la coronación real, no ha llegado a convertirse
en residencia de la Corte, no es la sede permanente de la
familia Aragón que gobierna su vasta Corona. La compleji-
dad del territorio, la inexistencia de buenas comunicacio-
nes que faciliten la conciencia de pertenencia a un proyec-
to común, junto con la necesidad de hacerse presentes en
el espacio controlado por los rebeldes nobles, obligan
a los reyes a mantener una constante itinerancia, al igual
que lo hicieron sus antepasados.
La capital se reserva para los actos solemnes que afectan
a la monarquía, pues, además de las Cortes que en algunas
ocasiones se convocan en ella, es obligado celebrar en su
catedral las coronaciones de los reyes que gobiernan este
complejo entramado de Estados. La amplitud del territorio
hará pensar a los soberanos en ajustar su itinerancia a pre-

– 59 –
cisas normas, como, por ejemplo, cuando Jaime II determi-
ne que pasará cuatro meses al año en cada uno de los tres
Estados principales de su reino: Aragón, Cataluña y Valen-
cia. Una itinerancia que no olvidará la capitalidad honorí-
fica de Zaragoza, sobre todo porque era la ciudad prefe-
rida por la Unión aragonesa, que estaba empeñada en
limitar el camino de la monarquía hacia el absolutismo.

LA CEREMONIA DE LA CORONACIÓN

Para poder describir bien esta solemne celebración, hay


que hacer referencia a tres cuestiones que permitirán
entender el Sacramental: así se denomina, en el siglo XIII,
a esta especie de sacramento no instituido por Cristo y a
través del cual el rey se inscribe en el clero como partícipe
del ministerio episcopal. Tres hechos históricos configura-
rán el rito de la coronación del rey en Aragón.
En primer lugar, hay que saber que fue Alfonso III
quien, a su llegada al trono en 1286, ordenó la ceremonia
en cuatro partes fundamentales que se mantendrían con el
paso del tiempo: primero, la Unción del rey (con óleo cris-
mal); luego, la Coronación y la colocación de las insignias
reales; en tercer lugar, la recepción de la Caballería;
y, por último, el Juramento mutuo de reyes y súbditos.
La ceremonia concluía con la entronización. La segunda
cuestión hace referencia a su hermano Jaime II, cuya coro-

– 60 –
nación dio lugar a la redacción de una Pequeña Crónica
en la que se relataban los principales sucesos acaecidos
durante la misma.
Por último, debe re-
cordarse que Pedro IV
mandó elaborar un
nuevo Ceremonial, in-
fluido quizás por el
enorme impacto que
hicieron en él los sím-
bolos utilizados en la
coronación de su pa-
dre, Alfonso IV. El rey
Pedro dedicaría siem-
pre una especial aten-
ción a estos actos y al
protocolo de la Cor-
te, razón por la cual
es conocido como el
Ceremonioso. Fue tam-
bién autor de unas Or-
dinaciones (promulga-
das en noviembre de
1344) que reorganiza-
ron la Casa y Corte
y las fiestas oficiales Los nobles de Perpiñán juran fidelidad a Alfonso II,
del Reino. julio de 1172 (Liber Feudorum Maior, siglo XII)

– 61 –
Antes de adentrarnos en los
pormenores de la ceremonia,
cabe señalar que en la cate-
dral de Huesca se conserva
un manuscrito conocido como
Pontifical, pues contiene los
textos de las acciones litúrgi-
cas que corresponden al obis-
po. Este libro incluye «la ben-
dición de reyes» y debió de
ser copiado en Zaragoza te-
niendo como modelo algún
pontifical romano, con arreglo
al cual había sido coronado
Pedro II en Roma. Avala esta
suposición el hecho de com-
probar cómo tuvo que ser
Ritual de la coronación, en el Pontifical Cae- adaptado a la situación arago-
saraugustano (Archivo Capitular de Huesca)
nesa, que no aceptaba la elec-
ción de los reyes, sino la sucesión hereditaria. Por eso
el corrector fue limando y reformando algunas cuestiones,
como la que explicaba cómo debía ser el varón, es decir,
sus cualidades, «cuando se precise que el pueblo se elija
un rey», puesto que «quien preside a todos, ha de ser elegi-
do por todos».
Este manuscrito podría haber llegado al cabildo oscense
por medio de alguno de los obispos de aquella sede que

– 62 –
oficiaron en las coronaciones reales zaragozanas, bien
Jaime Sarroca (en 1286) o bien Domingo Ram (en 1414).
La razón de la presencia de otro de estos ceremoniales
en la catedral zaragozana se sabe claramente, por una carta
del rey Pedro IV en la que ordena al arzobispo Lope Fer-
nández de Luna, en 1353, insertar el texto del rito de la
coronación en el Misal Cesaraugustano.
Se trataba de la nueva redacción, mucho más solemne
que la anterior, que se hizo de la ceremonia a partir del
decreto que ordenaba comenzar su compilación, dado en
Valencia el 20 de enero de 1353. La elaboración del texto,
hecha por catalanes, duró unos seis meses, puesto que la
copia para el cabildo cesaraugustano se enviaba el 8 de
agosto del mismo año. Este ceremonial se ha conservado
en tres versiones: la latina (que fue la primera y que está
copiada en el Cartoral Grande del archivo catedralicio de
Zaragoza), la catalana y la conocida como aragonesa, que
publicó en 1641 el cronista Blancas en sus Coronaciones
de los Serenísimos Reyes de Aragón.
Con todos estos aportes documentales se puede recons-
truir muy bien la secuencia de aquel espectáculo político
que el rey Pedro IV recordaba como «una de les notables
festes qui es feessen en la Casa d’Aragó»; una fiesta que
duraba varios días y antes de la cual se iban reuniendo
en Zaragoza los nobles y los invitados, tanto de la Penín-
sula como de otras casas europeas. Todos ellos llegaban a

– 63 –
la ciudad con sus mejores galas y dispuestos a ser testigos
de cómo aquella ceremonia aumentaba la dignidad del rey.
Las gentes comenzaron a acudir a la capital en la sema-
na de Ramos y las fiestas de la coronación tuvieron su ini-
cio el Sábado de Gloria, después de que las campanadas
anunciaran el Aleluya pascual y de que se abandonara el
duelo de la Semana Santa. Las delegaciones se congrega-
ron en la Aljafería, donde residen el monarca y su familia,
montados en sus caballos y ricamente vestidos, con visto-
sas comitivas en las que no faltaban trompetas y atabales.
Recibidos a la puerta del palacio real, fueron llevados ante
el rey, con el que comieron esa misma mañana.
Al atardecer, sale de la Aljafería la gran cabalgata que
discurrirá hacia la puerta de la muralla y luego por las
calles de la ciudad hasta la catedral del Salvador. Las gen-
tes han llenado sus fachadas de luminarias y todos asisten
en silencio al vistoso cortejo que desfila en un rigurosísimo
orden, mantenido por los tíos del rey.
Abren la comitiva los hijos de los caballeros, llevando
las espadas de los nuevos caballeros, seguidos por los por-
tadores de las que recibirán los nobles. Inmediatamente va
un ricohombre aragonés que custodia la espada del rey
—la de Alfonso IV se decía que era «la más rica y mejor
guarnida que jamás emperador ni rey llevase»— y, tras él,
unas carretas con cirios gigantescos que iluminan la noche
zaragozana y al propio rey que cabalga detrás, solo en su

– 64 –
caballo, «con el más bello arnés que jamás fuese hecho por
maestro alguno». A su paso, el pueblo grita “¡Aragón, Ara-
gón!”, mientras cierran el desfile los nobles y los que iban
a ser armados caballeros.
La llegada a la catedral es solemne; poco a poco, van
entrando en la Seo todos cuantos componen la cabalgata
real. Mientras los servidores y acompañantes abandonan el
templo, que cierra sus puertas, el monarca y sus caballeros
se preparan para el inicio de la vigilia nocturna, en la que
todos velarán sus armas. El ceremonial dice que esa vigilia
será hecha «si pudiera» el rey, razón que aprovechó el pro-
pio Pedro IV para irse a dormir a la sacristía de la catedral,
alegando que necesitaba estar mejor dispuesto para los
actos del día siguiente.
El domingo todo fue actividad desde el alba. También lo
había sido el 3 de abril de 1328, que coincidió igualmente
con la Pascua, en la coronación del rey Alfonso IV. Cuando
la claridad del nuevo día inunde la tierra, deberán acce-
der a la sacristía el arzobispo y los eclesiásticos que cele-
brarán la ceremonia. Después de ellos, el monarca, que es
llamado a voces, entra para ser allí vestido. Una vez prepa-
rados todos, da comienzo la procesión con los clérigos, los
obispos y el metropolitano zaragozano; tras este último,
unos infantes o nobles deben llevar las insignias reales que
se usarán en la coronación. El coro canta las letanías y el
metropolitano, «en alta voz», reza una oración antes de que

– 65 –
le calcen al rey las espuelas
y sean bendecidas la co-
rona y las armas que van
a intervenir en la ceremo-
nia: los arneses, el escudo,
la lanza y la espada.
En medio de un comple-
jo ceremonial, en el que re-
za «con las manos juntas en
alto», el monarca es armado
caballero y se muestra con
la espada en la mano, arma
que blandirá tres veces: en
el primer movimiento de-
safía a los enemigos de la
religión, en el segundo se
compromete a defender a
La bendición y entrega de la espada, los desamparados y con el
xilografías de un Pontifical de la Biblioteca tercero jura mantener la jus-
Capitular de la Seo, siglo XVI
ticia. El arzobispo ya le ha
invitado a ceñírsela sobre su muslo «para que por medio de
ella ejerzas la fuerza de la equidad, destruyas valerosamen-
te el peso de la iniquidad y defiendas y protejas a la Santa
Iglesia». Dicho y hecho todo lo cual, el rey besa el pomo
de la espada, en forma de cruz, y la coloca en el altar,
haciendo ofrenda de la misma a Dios. Después, es llevado
por los nobles al solio. Todo está dispuesto ya para la misa

– 66 –
que celebra el arzobispo de Zaragoza; en ocasiones excep-
cionales —como la coronación de Alfonso IV— esa misa
es doble.
El monarca aparece en el altar vestido como un diácono
para evocar ante el pueblo, una vez más, el carácter sagra-
do de su persona. Después de cantar las letanías («con voz
sonora») y de leerse la Epístola, el rey hace la profesión
ante el altar y comienza la
coronación propiamente di-
cha. Según el ceremonial
de Pedro IV, se pasa a un
curioso interrogatorio que
se inicia con esta pregunta:
«¿Sabéis vosotros si le perte-
nece el reino por legítima
sucesión?». Una vez que
todos contestan —con un
rotundo “Deo gracias”—
que, efectivamente, eso es
lo que saben y lo que
creen, el metropolitano se
interesa sobre su disposi-
ción de apoyar a la Iglesia
y de defender la justicia.
Finalmente, da la bendición
al rey, que se encuentra La bendición del anillo y la coronación,
«inclinado devotamente». del Pontifical de la Seo

– 67 –
A partir de ese momento, se combinan dos aspectos: lo
sagrado y lo laico. En el primer caso está la unción con
el óleo santo que el metropolitano hace al rey, mientras le
dice: «Te unjo como rey de este pueblo en el nombre del
Padre y del Hijo y del Es-
píritu Santo. Amén». En el
campo de lo profano se ins-
cribe la recepción de la co-
rona real; suelen ponérsela
los mismos reyes para que
nadie la toque, pues, como
se dice en el Ceremonial de
Pedro IV, a ponerle la coro-
na «que no le ayude nin-
guna persona, ni l’arzebis-
La entrega del cetro, del Pontifical de la Seo pe, ni infant ne ninguna
persona otra». Después, el monarca irá recogiendo del altar
mayor las insignias reales: el cetro, que sujetará en la mano
derecha, y el pomo, que llevará en la izquierda. Caracteri-
zado con todo el ornato real, subirá al solio para oír desde
allí la lectura del Evangelio, tras de lo cual «ofrecerá doce
dineros de oro en reverencia de los doce apóstoles».
Concluida la misa y dada la bendición, el metropolitano
se acerca al sitial regio y el monarca abandona el templo,
precedido por dos soldados con las insignias reales. Bajo el
palio que portan los representantes de la capital del Reino,
lleva la corona puesta y en las manos el cetro y el pomo.

– 68 –
Va en un caballo blanco hasta la Aljafería, acompañado
por los que han sido armados caballeros y por todas las
delegaciones que han llegado de los demás territorios de la
Corona, mientras vuelve a ser aclamado por sus súbditos.

Al llegar al palacio, se retira a sus aposentos. Entra en su


cámara, se quita el complejo vestuario que ha llevado en
el acto y se prepara para asistir a la comida oficial, a la que
asiste gran cantidad de personas y con la que se inauguran
los festejos de la coronación. Con Pedro IV llegaron a
durar tres días y hubo más de dos mil personas invitadas
a la mesa real. En el programa se daban también danzas en
tablados colocados por la calle y corridas de toros ante la
Aljafería; a la organizada en 1328 en honor de Alfonso IV,

Jaime I en el banquete. La escena representa el convite que ofreció Pere Martel al rey,
en el que se decidió la conquista de Mallorca (Biblioteca Universitaria de Barcelona)

– 69 –
concurrieron las parroquias zaragozanas con un toro divi-
sado con las armas reales y dispuesto para ser alanceado.
Sin olvidar la batalla de naranjas que se montó en el Ebro
en 1286, con motivo de la coronación de Alfonso III.
Como es lógico, estos actos suponían un gasto extraor-
dinario, por lo que los monarcas pedían dinero para cele-
brarlos. El subsidio, habitualmente aceptado, abarcaba a
todo el Reino; Martín I, en 1398, escribía: «[…] hemos deli-
berado y ordenado que se hagan demandas a los prelados,
eclesiásticos, a los hombres de villas, lugares, castillos y
parroquias existentes dentro de nuestros reinos y tierras».
El ritual de la coronación estaba perfectamente conso-
lidado, y existían copias del ceremonial tanto en la catedral
zaragozana como en otros lugares del reino, después del
enorme interés de Pedro IV tanto en producir los actos
como en ir incorporando —en sucesivas redacciones—
aspectos nuevos. Entre estos últimos figura el de la corona-
ción de las reinas, incluido en la adaptación de 1353.
Por eso, los monarcas llegaron a la Seo de Zaragoza
para ser coronados con normalidad y dentro de una tradi-
ción mantenida durante siglos. Pero cuando muera el rey
Martín y ocupe el trono la rama Trastámara, la práctica de
aquella ceremonia comenzará a decaer. El último rey coro-
nado en Zaragoza será Fernando I, el 13 de febrero de
1414, dos días antes que su mujer, Leonor de Alburquer-
que. En esta última ocasión se celebró, en honor de la nue-

– 70 –
va reina de Aragón, un grandioso torneo en el Campo del
Toro, espacio zaragozano próximo al palacio de la Aljafería
en el que se enfrentaron doscientos caballeros.

Se cerraba así todo un historial de fastos para el pue-


blo, de encuentros y desencuentros entre la Iglesia y el
Estado, de consolidación de la figura del rey. Los monarcas
del siglo XV se ceñirán la corona en un acto institucional
cuyo núcleo fundamental era el juramento de los Fueros
de Aragón, celebrado en el mismo espacio de la catedral
zaragozana y que también tiene una larga historia.

EL JURAMENTO DE LOS FUEROS

Así, pues, en los territorios de la Corona de Aragón la


monarquía se consolida como la única forma de gobierno.
Lo hace, además, no con el carácter de monarquía absolu-
ta, pues el poder del rey estaba limitado tanto por las nor-
mas morales —impuestas por la Iglesia— como por el
Derecho y las costumbres, que protegían los intereses
generales de los súbditos de cada territorio.

De esta manera estaba entendido el compromiso entre


el rey y su pueblo, un compromiso que el primero asumía
cuando, en el transcurso de su coronación, le preguntaban:
«¿Quieres gobernar y defender tu reino, el cual Dios te lo
ha concedido, según la justicia de tus antepasados?».

– 71 –
El rey se obliga a cumplir las leyes y costumbres del
reino, el Derecho escrito y el consuetudinario, sentando
las bases de una monarquía “pactista” en la que el sobera-
no, como defensor de la paz pública, conserva el poder
militar y las potestades legislativa y judicial. En esta línea
se habían manifestado los monarcas desde los primeros
siglos de la andadura política del reino aragonés, cuando
entienden que ya existe una legislación que regula buena
parte de la vida pública de sus súbditos, por lo cual no
sólo deben abstenerse de crear problemas, sino dar garan-
tías de que lo harán así.
Sin necesidad de remontarse hasta Sancho Ramírez, que
en el año 1077 concedió a los jaqueses «todos aquellos
buenos fueros» que le pidieron, conviene recordar que el
conde Ramón Berenguer IV, casado con la reina Petronila
de Aragón, ya se vio obligado por su suegro Ramiro II a
recibir todo «el reino de los aragoneses […] salvados los
usos y costumbres que mi padre o mi hermano Pedro
tuvieron en su reino». Este respeto a los usos y costumbres,
impuesto por el rey monje en las capitulaciones de 1137,
no es otra cosa que el reconocimiento de la capacidad
legislativa de los reyes anteriores; o, lo que es lo mismo,
una faceta más de la manifestación de la autoridad real.
Esa misma tendencia mostrará Pedro II el 16 de mayo
de 1196, cuando, tras celebrar el funeral por su padre,
Alfonso II, confirma a los aragoneses los «fueros, usos y

– 72 –
costumbres y privilegios del Reino de Aragón, que el
rey don Alonso el primero y el rey don Ramiro y el prínci-
pe don Ramón Berenguer IV les habían concedido». Unos
meses después, según cuenta Zurita, el monarca celebra
Cortes en Zaragoza y vuelve a confirmar «a todo el reino y
a los particulares de él, sus fueros y costumbres y privile-
gios». Estas noticias documentales han hecho pensar que
existe una clara vinculación entre la toma de posesión
del reino y el reconocimiento por el monarca de todos los
usos y costumbres que
son garantía para los súb-
ditos. Esa vinculación de-
bió de imponerse con
fuerza a raíz de la entrada
en la sucesión de Rami-
ro II, cuando comienza la
andadura de la familia
Aragón, en un momento
en el que los nobles tie-
nen mucho más poder
que el rey y, por tanto,
más privilegios que de-
fender.
Este acontecimiento es-
tará siempre unido al en-
Alfonso II, con corona y cetro, ordena en Barcelona
frentamiento entre el mo- componer el Libro Mayor de los Feudos,
narca y los súbditos: el principios del siglo XII

– 73 –
rey, apoyado por sus consejeros, camina hacia el absolutis-
mo, y esa aspiración se opone a las de un conjunto de
gentes que, como los nobles de Aragón, vienen partici-
pando tradicionalmente en el gobierno del reino. Se ha
señalado que, en realidad, es sólo un proceso de apeten-
cias personales que en ocasiones es, incluso, denunciado;
por ejemplo, por Pedro IV cuando, en 1363, habla a las
Cortes de «esta desventura de debates y cuestiones que
tenéis entre vosotros, que cada uno quiere su bien propio
y guardar sus privilegios y libertades».
Así, pues, todo lo que no se quiere aceptar se rechaza
alegando que atenta a la defensa de las libertades del rei-
no, asunto ciertamente grave para todos y más cuando los
poderosos —los nobles y las ciudades— se enfrenten al
monarca, como ocurrió en el siglo XIII a la muerte de Jai-
me I. Aunque la cuestión no era nueva, pues los nobles ya
habían creado problemas desde el siglo XI (Sancho Ramí-
rez agradece a los monjes que rezaran por él «en las tribu-
laciones que tuve con los señores de mi tierra»), se trata de
un momento de gran trascendencia. Es bien gráfica la ima-
gen de la “incompatibilidad” de Aragón con Pedro III,
excomulgado por el papa a causa de su participación en
la rebeldía de Sicilia: un monarca que será atacado por la
nobleza aragonesa porque «no se aconsejaba de ellos»
como habían hecho «los reyes pasados» y porque «no les
quería otorgar ni confirmar fueros, costumbres, usos y pri-
vilegios, franquezas».

– 74 –
Todo un desencuentro que provocará la unión de los
nobles, acaecida en Tarazona; ante ellos, el rey acabará
claudicando y firmando, en 1283, el Privilegio General, que
constituye un intento de controlar al monarca por medio
de una serie de derechos y obligaciones. Se inició, con
ello, una crisis de autoridad que obligará a su sucesor,
Alfonso III, a jurar los Fueros de Aragón como renovación
del Privilegio General que acató Pedro III. Se inauguraba
así el juramento de los reyes de Aragón en el momento de
acceder al trono; era el último acto de la coronación y en
él se reconocía la trascendencia del Fuero General de Ara-
gón, promulgado en 1247 por iniciativa de Jaime I, dentro
de un proyecto capitaneado por la propia monarquía que
quiere impulsar la nueva definición romanista del Estado.
Pero además de aceptar el valor de los Fueros, se confir-
ma el Privilegio General y, en consecuencia, se mantiene
abierto el proceso de debilitamiento de la monarquía. Qui-
zás por los reparos de Alfonso III a enfrentarse con los
rebeldes dirigidos por el obispo zaragozano, el rey se verá
obligado a firmar, el 28 de diciembre de 1287, los famosos
Privilegios de la Unión, en los que los “revoltosos” le hacen
admitir que existe la posibilidad de destronarlo y de «elegir
otro rey y señor cual quisiesen y entregarle aquellos casti-
llos y obligarse como vasallos».
La situación había llegado muy lejos y el rey tenía que
hacer frente a unos pocos aliándose con todos sus súbdi-

– 75 –
tos. Para ello, el año 1289 convocó Cortes Generales en
Monzón y logró que se declararan nulos los privilegios que
no fueran aprobados en sus sesiones. En virtud de ello, su
hermano Jaime II podrá limitarse a jurar ante las Cortes
aragonesas, reunidas en Zaragoza, los fueros del reino y
el Privilegio General de Aragón. De este acto hay datos en
la Pequeña crónica en la que se relatan los principales
sucesos acaecidos en la coronación de Jaime II, donde se
explica cómo el rey, en la inauguración de las Cortes, pro-
nunció unas palabras que causaron agrado entre los asis-
tentes, como preámbulo del momento en el que «juró
mantener y observar fueros y privilegios generales y los
usos y costumbres de Aragón, de Teruel y de Ribagorza».
Los monarcas del siglo XIV juraron habitualmente los
fueros aragoneses en el seno de las Cortes, pero en alguna
ocasión —como hizo Pedro IV— no se esperó a convocar
sus sesiones, en un claro reto a esa institución y dentro de
una política que se inclinaba por el mito del rey frente al
de los fueros. Al propio Pedro IV, sin embargo, le tocó
luchar con los nobles, que lograron hacerlo prisionero —al
llegar a Zaragoza— y le obligaron a confirmar todos los
privilegios de la Unión. Sin embargo, al final, tras la batalla
de Épila (librada el 21 de julio de 1348), la Unión concluyó
su andadura y la monarquía comenzó a recuperar el presti-
gio perdido. Dos años después, en plena catástrofe provo-
cada por la peste negra, nació el heredero, Juan I, y el rey
Pedro ya pudo encargar un nuevo Ceremonial para las

– 76 –
coronaciones en el que
quedaran muy claros los
principios de independen-
cia y sacralidad.
Pero el futuro de la fa-
milia de los Aragón no
estaba despejado. Pedro IV
ya intuye que su hijo Juan
I morirá sin descendencia
y tendrá que sucederle su
hermano Martín I. El inicio
del reinado de este monar-
ca es tranquilo y se ajusta
al ceremonial determinado.
Sólo tendrá un problema:
las Cortes, reunidas en Za-
ragoza en 1398, no acep-
tan como bueno el jura-
mento que ha hecho de los
usos y libertades ante el
Justicia de Aragón y le pi-
den que lo haga de nuevo,
ante ellos. El monarca ac-
cedió, y también lo hizo el
primogénito. Sólo entonces Pedro IV, escultura de alabastro
policromado realizada por Jaume Cascalls
los aragoneses lo admitie- hacia 1350, en vida del monarca
ron por heredero, mientras (Tesoro de la catedral de Gerona)

– 77 –
se procedía a dar el visto bueno para los preparativos de
la coronación.
Los miembros de la Casa de Aragón vivirán el acto de
su jura en la Seo de Zaragoza con arreglo a las pautas
del Ceremonioso, que aún serán acatadas por algunos de
los reyes de la nueva rama dinástica (como Fernando I,
que juró en septiembre de 1412, o Juan II, que lo hizo
en julio de 1458). Se introdujeron, sin embargo, ciertas
innovaciones que acabarán por consolidarse con Fernando
el Católico.
En octubre de 1461, los representantes del reino pres-
tan, en la iglesia de San Pedro de Calatayud, juramento
de fidelidad al sucesor en el trono aragonés, el príncipe
Fernando, que apenas tiene nueve años y que sale de
las Cortes investido como primogénito de Aragón. En estas
Cortes se ha pactado que la ceremonia se haga, en el altar
mayor de la Seo, ante el Justicia de Aragón, un diputado de
cada uno de los cuatro brazos y tres jurados de la ciudad
de Zaragoza.
Y así lo hará el príncipe, pues Fernando el Católico vol-
verá a jurar, en junio de 1479, guardar las libertades y privi-
legios del reino ante el Justicia de Aragón y en la Seo de
Zaragoza. En aquel acto, y antes de que los diputados
pudieran manifestar su preocupación por saber cómo iba a
titularse —ya que también era rey de Castilla—, Fernando
se desprendió de las ropas de respeto y se puso otras,

– 78 –
Fernando II el Católico preside Cortes entronizado entre dos blasones con el senyal
real de la Casa de Aragón, frontis de las Constitucions catalanes,
Barcelona, 1495 (Foto: P. J. Fatás)
largas hasta los pies, de brillante color carmesí… Se había
cerrado el mundo medieval del rígido ceremonial de la
familia Aragón y los nuevos triunfadores —la dinastía Tras-
támara— marcaban diferentes pautas, que reflejaban una
apuesta por la modernidad. Se abría una nueva era con
este personaje, del que Quevedo escribió: «Supo ser rey y
enseñar a que lo fuesen otros».
Pero en la base de todo se mantenía la vieja obligación
de jurar los fueros de Aragón, de sellar de palabra y gesto
un pacto tácito de respeto. Y se hacía porque, aunque en
muchos lugares del mundo era habitual que el rey no lo
hiciera, pues consideraba aquel gesto una humillación a su
dignidad, los aragoneses entendieron que ese juramento
real era la mejor garantía “constitucional” de los derechos
de los súbditos y de las leyes del reino. Por ello, la fórmu-
la de los primitivos monarcas que ordenaban guardar los
buenos fueros de sus gentes, incluso a sus sucesores, deri-
vó hacia el solemne juramento —del rey a los fueros y del
pueblo al rey— que era el acto previo a la coronación.
Un acto celebrado en la catedral de Zaragoza, donde se
había levantado la tribuna adornada con los pabellones
reales, en la que estaba el trono bajo dosel, y al que los
aragoneses eran convocados por los pregoneros públi-
cos, que lo anunciaban por la ciudad invitando a todos a
participar, como signo de homenaje y de obediencia hacia
las personas reales.

– 80 –
LA CASA DEL REY

En los primeros momentos de la andadura aragonesa,


en el siglo XI, la Corte es itinerante; los reyes viajan con
una escasa comitiva que constituye el núcleo central de sus
servidores. Además de establecerse temporalmente en las
sedes reales —Bailo, Astorito y Jaca—, desde donde con-
trolan la marcha de sus intereses económicos personales,
también lo hacen en los monasterios y en los castillos.
En esos momentos, a la Corte se van uniendo los eclesiásti-
cos y los barones del reino, cuyos dominios recorre el
monarca para administrar justicia y consolidar fidelidades.
Esa Corte real es lo que los documentos, manteniendo la
tradición visigoda, denominan “el Palacio”: se alude con
ello a la Casa o Corte del príncipe, al centro de la auto-
ridad política y administrativa, al conjunto de quienes resi-
den cerca del monarca. Allí están su propia familia, los
barones, los magnates eclesiásticos, los nobles que tenían
cargos en la Casa Real o las gentes que atendían a los
propios servicios del rey. Además, le acompañan una
pequeña escolta personal, mesnada real que controla el
alférez, y algunos expertos en las tareas que debe acome-
ter: especialmente, la administración de justicia como for-
ma de alcanzar un cierto equilibrio en el orden social. No
estaba alejado de la Corte el eitán o aitán, ayo o precep-
tor real, personaje de gran influencia que se ocupa de la
formación del infante heredero.

– 81 –
Los miembros de la co-
mitiva real van ordenándo-
se en torno a una serie de
encargos que capitanea el
mayordomo, el primer ofi-
cial de la Corte, que ejerce
como jefe palatino y con-
trola la administración de
los dominios del rey. Junto
a él hay varios condes que
atienden asuntos domésti-
cos, aunque en ocasiones
son señores de enorme po-
der militar que poseen im-
portantes castillos; es, por
ejemplo, el caso del señor
de Alquézar, que fue pri-
mero copero real y, luego,
jefe de las caballerizas rea-
les. Había muchos otros
cargos, entre ellos los de
bodeguero, taliatore (en-
cargado de cortar las vian-
das en la mesa del rey) y
repostero; o, también, los
El martirio del Bautista, escena cortesana
componentes de la canci-
del siglo XV (Museo Provincial de Huesca) llería, que tienen una enor-

– 82 –
me importancia puesto que el poder usaba el documento
escrito como vehículo para que sus decisiones se mantu-
vieran en el tiempo y para que quedase claro cuáles eran.
Si entendemos que el incremento del uso del documen-
to es un medio de generar información y de consolidar el
poder del Estado, es lógico que los notarios o escritores de
la cancillería llegaran, en muchos casos, a ser consejeros
del rey e incluso acabaran como mayordomos. Ésta fue la
trayectoria vital del abad Galindo de Muro, que fue notario
con Sancho Ramírez, consejero con su hijo Pedro I y luego
mayordomo. El amplio elenco de escribas reales —muchos
de ellos repartidos en los monasterios en los que la Corte
pasa largas temporadas— es el que colabora en esa estu-
diada tarea de entender el documento como un “instru-
mento de propaganda real”.
Si en la Alta Edad Media los monarcas controlan directa-
mente el territorio, ayudados por sus oficiales, a lo largo de
los siglos bajomedievales tendrán que delegar parte de su
poder, cuando sus dominios se vayan incrementando con
nuevos Estados. Esta configuración de un Estado plural es,
quizás, el cambio más importante que condiciona un nue-
vo estilo en la Casa del rey, pues el reparto de las tareas de
gobierno provoca el nacimiento de oficios que tienen su
razón de ser en la vinculación con el rey de Aragón.
Así comenzarán la andadura del Procurador General,
que ejerce la potestad real en nombre del monarca, y la del

– 83 –
Lugarteniente General,
que no representa al rey
sino que lo sustituye en
su ausencia, razón por
la cual incluso puede
convocar y presidir las
Cortes. Tienen que cui-
dar del poder real en el
territorio en el que ac-
túan y, en consecuencia,
deben ser personas de
absoluta confianza. Por
este motivo, el Procura-
El rey de Aragón y su tribunal de
justicia, miniatura del Vidal Mayor, dor General de Aragón
siglo XIII (Paul Getty Museum) (luego conocido como
Gobernador General y
desde 1366 vinculado al primogénito real) y el Lugar-
teniente General (luego llamado Virrey) serán miembros
de la propia familia del rey, de su Casa y linaje, es decir,
serán Aragón.
En la misma línea de ampliación de la administración, y
mientras se consolida la presencia de la familia real en
diversas facetas de la gestión publica, el rey irá llamando a
su lado a nuevos colaboradores y, en especial, tendrá que
ir rodeándose de un buen número de notables personas
que constituirán la curia, la asamblea regia, que se convier-
te en el espacio de las decisiones que afectan al reino y

– 84 –
que será el origen de las Cortes. Si en el siglo XII los reyes
aragoneses ya tienen curia o Corte, en la centuria siguiente
acometen la formación del Consejo Real, que ayudaba al
monarca en la gestión de los asuntos públicos y colabora-
ba con él en la administración del Estado (cuestiones mili-
tares, administrativas y jurídicas).
La importancia de este cuerpo consultivo permanente,
que crea Alfonso III en el momento en el que logra con-
tener a los rebeldes de la Unión, va a ser enorme, por lo
que muy pronto se incorporarán los “enderezadores de
la conciencia real”: eran eclesiásticos, doctores en Derecho
y en Teología, cuya obligación era advertir al rey sobre
aquellas empresas que no podían llevarse a cabo con arre-
glo a los principios morales. La trascendencia de las deci-
siones tomadas por este Consejo se refleja incluso en las
preocupaciones higienistas del maestro Arnaldo de Vilano-
va, quien aconseja al rey buscar lugares con aire sano para
vivir y para establecer la Corte, pues conviene gozar de ese
aire puro en bien «de todo el Consejo de quien mana el flu-
jo del gobierno para todo el Reino».
Esta institución será también la encargada de emitir las
ordenanzas reales, de las que quedan notables ejemplos de
tiempos de Pedro IV. Por eso, una de las acciones que aco-
metió este rey fue la de crear la “Casa del Rey”, con lo que
se consolidaba como cuerpo ese grupo de funcionarios del
entorno cortesano que se responsabilizaban de las gestio-

– 85 –
nes diarias. Al frente de la Casa colocó a uno de sus tres
mayordomos (por Aragón, Valencia y Cataluña) y bajo su
gobierno había médicos, escribanos, coperos, cocineros,
panaderos, halconeros, asesores personales y dos camare-
ros que eran ennoblecidos por estar encargados —como
decía el rey— de la «conservación de nuestra salud». Inte-
graban también la Casa escribanos, contadores y funciona-
rios diversos que estaban bajo el control del canciller; éste
actuaba casi como un primer ministro, pues presidía el
Consejo Real.
Esta Casa era una institución que gestionaba el entor-
no del rey e incluso definía a la estirpe real (Juan II habla
de que las grandes empresas han de ser «a gran honra de
nuestra Casa»), pero no tenía una plasmación material con-
creta. No obstante, sabemos que el propio ceremonial de la
coronación manifestaba la conveniencia de que «la gloriosa
dignidad del palacio real resplandezca a los ojos de todos
con el mayor esplendor del poder regio, brille con luz cla-
rísima y se muestre deslumbrante revestida con el mayor
esplendor». Este palacio real, residencia de la estirpe, es
el espejo en el que también se mira el reino; por eso se
mantienen los viejos edificios, como el de Huesca, donde
había nacido el propio Alfonso II, el primero de la familia
de los Aragón, y se hacen importantes obras de mejora en
los espacios públicos y en las estancias privadas que inte-
gran la Aljafería, en cuyas salas Juan I ordenó —en 1387—
colocar los escudos del rey y de la reina.

– 86 –
El palacio de la Aljafería gozó de una permanente aten-
ción de la familia real, especialmente su capilla, su zoológi-
co y su huerta. En la primera, Jaime II ordenó celebrar
misa diaria desde el año 1300, y Alfonso V se preocupó de
proveer recursos para los cinco presbíteros y los dos

Perspectiva conjetural
de la Aljafería de Zaragoza
hacia 1492

Entrada derecha
incierta al
Palacio Musulmán
Entrada que sirvió al
Palacio Cristiano y es
ahora entrada principal

Perspectiva de la Aljafería hacia 1492, según F. Íñiguez

– 87 –
monaguillos que atendían el altar mayor dedicado a San
Jorge, así como para el monaguillo adscrito a la capilla de
la reina. Respecto del pequeño zoológico que poseían los
reyes, en tiempos de Pedro IV (1354) se sabe que había
un león y una leona, cuidados por un leonero judío, y un
oso que fue bautizado por el monarca con el nombre de
Anteón. Fueron los judíos los encargados de mantener los
animales hasta 1461, año en que el agradecido Juan II
decidió liberar a la aljama judía de aquella obligación.
Pero lo que no calculaba el monarca era que su situa-
ción no le permitía meterse en muchos dispendios, por lo
que, finalmente, tendría que reducir el lujo de la vida cor-
tesana en el palacio zaragozano. En la Navidad de 1469,
por ejemplo, el Concejo de Zaragoza otorga dos mil suel-
dos de aguinaldo para que la familia real pueda comer y
celebrar las fiestas del nacimiento de Cristo. El tercer ámbi-
to de que gozaban los reyes era la huerta de la Aljafería,
regada por el agua de la Huerva y a cuyos cuidadores con-
trataba el merino encargado de la custodia del palacio. Era
una amplia huerta con grandes árboles frutales y en la que
Juan I mandó soltar abundantes liebres.
Pero además de este palacio, cabeza de todos los demás,
los reyes tienen otros espacios repartidos por el reino ara-
gonés y que se conocen ya en el reinado de Jaime II: las
zudas de Huesca («lo palau del senyor»), Tarazona y Teruel
(«las casas de Teruel del senyor rey») y los palacios de Muri-

– 88 –
llo de Gállego y de Ariza. El estado de este último era bas-
tante ruinoso, pues en 1307 ni siquiera se podía usar su
capilla. Los monarcas modernizaron y restauraron los cita-
dos palacios (el de Murillo estaba en obras urgentes en
1323), a la vez que procuraban ir aumentando y ampliando
sus residencias personales. Así, se sabe que se emplearon
mil sueldos en construir el palacio de Cella y dos mil en el
inacabado del Castellar. Por su parte, Jaime II gastó enor-
mes cantidades de dinero en la construcción de uno nuevo
en Ejea, en torno a la vieja torre que fuera el palacio de Jai-
me I; en la obra trabajaron cien peones, cincuenta mujeres
y cien animales para el transporte de materiales.
En estas mansiones estarían las habitaciones del rey y de
su familia, además del gran salón destinado a albergar la
vida pública del soberano con ocasión de las estancias de
la comitiva real. Pero, además, los palacios y zudas son
espacios donde residen cargos como el justicia de Teruel
—en 1338—, viven gentes que lo mantienen como cen-
tro de intendencia real en la zona, e incluso se utilizan
como depósitos y fábricas de armas.
Se sabe, por ejemplo, que en la Aljafería se guardaba la
monumental máquina de sitio que, en 1302 y durante
la guerra contra Castilla, construyó en ese palacio el maes-
tro Andrés de Claraval. Y al respecto de su condición de
almacén, conocemos que en ellos se custodiaban los utilla-
jes necesarios para las solemnidades reales; cabe citar el

– 89 –
caso de las mil quinientas escudillas que decidió vender el
merino real en 1339, debido a la necesidad de renovarlas
por el mal estado en que se conservaban.

LA SALUD DEL REY


Los monarcas dedicaron especial atención a preservar su
salud —cosa absolutamente normal—, aunque no en gra-
do superior al que mostraban los responsables políticos del
reino si la enfermedad asaltaba a la Casa Real. Así ocurría
en junio de 1388, cuando se hizo acudir urgentemente a
Zaragoza al médico Ramón Querol para atender al hijo de
Juan I (por el que nada se pudo hacer, pues falleció poco
después) o cuando la reina Isabel escribía que «la calentura
y el temor de la sangre nos puso en peligro», con ocasión
de la cuchillada que le propinaron al rey Fernando II en
diciembre de 1492 en Barcelona. En ese tiempo, «ni los ofi-
ciales hacian sus oficios ni persona hablaba una con otra,
todos en romerías y procesiones».
Para asegurar la vida del monarca, en principio se acu-
día tanto a métodos de medicina convencional como a la
popular como a la intercesión de los santos; Alfonso I, por
citar un caso, peregrinó al santuario navarro de San Miguel
de Aralar para lograr la curación de una secreta enferme-
dad que ningún médico de los muchos consultados había
logrado sanar. Poco a poco, sin embargo, en la Corte se va
viendo la necesidad de confiar el cuidado de la salud del

– 90 –
rey en las manos de afa-
mados especialistas, asunto
de Estado tan importante
que saltará por encima de
cualquier otra consideración
y que hizo que una larga
nómina de médicos judíos
gozase de prerrogativas ex- La visita médica, miniatura del Vidal Mayor,
cepcionales. siglo XIII (Paul Getty Museum)

En el siglo XIII, la familia Aragón ya presta especial aten-


ción en poner a su servicio a personas dedicadas al estudio
y a la investigación médicas, la gran mayoría de ellas de
religión hebrea. Ejemplos hay muchos. En 1272, Jaime I fue
atendido por un judío llamado Jucef Almerdí; el rey Alfon-
so IV eximió a su médico, Jucef Barón, de llevar el signo
redondo de su condición judaica; Juan I tuvo adscritos a su
Casa al médico Jucef Abencemero (desde 1380) y a los
cirujanos Junez Trigo y Salomón, mientras Juan II fue ope-
rado de cataratas, en la propia Aljafería, por el ilerdense
Cresques Abiabar en septiembre y octubre de 1468.

Pero si el reino se interesaba por la salud del rey, el rey


hacía lo propio por salvaguardar la salud pública, seguro
de que era una buena forma de preservar el bienestar polí-
tico. No debe olvidarse que Alfonso V fundó el Hospital
General de Nuestra Señora de Gracia, en Zaragoza, en tor-
no a 1425.

– 91 –
Pero junto a estos médicos judíos, en torno a los monar-
cas se reúnen importantes pensadores que se ocupan de
cuidar la higiene o las dietas. Ejemplo de ello es el caso
del aragonés Arnaldo de Vilanova, que fue médico de los
reyes Pedro III y Jaime II, además de atender a los papas
Bonifacio VIII y Clemente V. Este reputado científico
redactó un Régimen de salud que será divulgado a partir
de 1470 y publicado en muchas ocasiones como El mara-
villoso regimiento y orden de vivir para tener salud y alar-
gar la vida. El libro, escrito hacia el año 1370 para uso del
«Serenísimo Rey de Aragón, don Jaime el Segundo», es
sumamente interesante para conocer el modo de vida con
el que se identifica el linaje de los Aragón, así como para
saber cómo creían los teóricos del momento que debía ser
el ambiente en sus palacios, la higiene personal, los hábi-
tos de alimentación… E, incluso, llegando a lo concreto,
cómo hacer frente a la grave afección hemorroidal que
padeció Jaime II.
Está claro que la Casa Real se preocupa por estos asun-
tos y que, por ello, el rey Jaime II acometió reformas en
sus palacios reales, máxime cuando el maestro Arnaldo
escribe: «Lo que primero, como más principal y necesario
debe considerarse para conservar la salud y alargar la vida,
Serenísimo Rey, es la elección del aire, porque entre las
demás cosas que de necesidad andan cercanas al cuerpo
humano, ninguna le altera tanto como él: pues entrando
por la boca y narices con la respiración que hacemos, se

– 92 –
encamina al corazón y mete
por las arterias, con todas sus
buenas y malas calidades». El
monarca, según anota el cate-
drático de Montpellier, ha de
tener en cuenta que por «la pru-
dencia real […] debe poner di-
ligencia en conservar su propia
salud, por causa de la del Rei-
no». Además, esta vigilancia so-
bre los lugares en los que vive
tiene que mantenerla el pro-
pio rey «primeramente en cuan-
to procura la conservación de su
propia salud de quien puede la
de todo el pueblo que gobierna»
y, en segundo lugar, en atención
a las gentes que acuden y viven
en la Corte. El maestro Arnaldo
explica que «cuanto más bueno
y más puro es el aire» mejor se
discurre y se aumenta «la clari-
dad de la inteligencia», tarea que
también recae sobre el monarca.
Él y su familia serán invitados
El cuidado del cabello por una dama de
también a hacer ejercicio físico fines del siglo XIII, tabla de la techumbre
«antes de la comida y cena», aun- de la catedral de Teruel (Foto: L. Mínguez)

– 93 –
que «desentona del porte de la real honestidad el juego
de pelota, de lanzas y de lucha con gentes de su edad».
Si se controla el juego para mantener «intacta la real majes-
tad», se aconseja el baño tibio y no muy frecuente, pues no
conviene a personas sanguíneas —como era el propio
Jaime II— someterse a baños de vapor y lavarse la cabeza
«más de una vez cada semana y no sea con el estómago
lleno», aunque lo más razonable es hacerlo «a lo menos de
veinte en veinte días».
La mesa real es otra de las preocupaciones principales
a este respecto; debe procurarse comer «poca variedad
de cosas con moderación» y beber «en teniendo sed ver-
dadera», sin olvidar que el blanco es vino para verano y se
aconseja para «el invierno tinto o bermejo». La provisión
de alimentos fue un grave problema para unos reyes que
tenían mucho honor pero poco dinero y que, en conse-
cuencia, se vieron obligados a crear el impuesto de la
“cena”: el único objeto que se perseguía con ello era el de
asegurar comida y cama para la comitiva real, en esa itine-
rancia que desarrollaba la Corte y que miraban con horror
quienes tenían que asumir su costo económico.
Poseemos algunas referencias sobre estas cuestiones. El
rey Jaime II, en 1305, se dirigía al Concejo de Sariñena y le
manifestaba que debía preparar, para atender a la alimen-
tación de la Corte, cincuenta carneros, dos vacas, cuatro
cabritos, dos puercos, treinta pares de gallinas, diez pares

– 94 –
de perdices, otros diez de conejos, mil panes, catorce car-
gas de vino, una libra de pimienta, dos onzas de jengibre,
otras dos de azafrán y veinte libras de cebada. Años des-
pués, en 1337, Pedro IV ordenaba a su tesorero Pedro
Bosch que le proporcionara confituras y especias para
obsequiar a los legados papales, y en 1350 pedía manzanas
y peras a la ciudad de Daroca. No faltan noticias sobre la
época de los Trastámara, pero la más curiosa es la referida
a la preparación de un viaje a Niza, en 1415, para el que
Fernando I se quería llevar casi un muestrario de los pro-
ductos más notables del reino: trigo, perniles del Pirineo,
queso de Peñafiel o vinos de Cariñena y Longares.
Los curiosos consejos de los médicos reales se com-
plementaron con la recomendación de dormir «con los
pies descalzos y cubiertos», beber leche de cabra en ayu-
nas, tomar queso fresco como postre en las cenas, pes-
cados hervidos en vino blanco y, en «los grandes fríos del
invierno», vino con azúcar y canela. Toda una dieta regia.

LA MUERTE DEL REY


A pesar de los cuidados de que disfrutan los reyes,
como es ley natural también a ellos les llega la hora de
la muerte, y su fallecimiento se convierte en un acto públi-
co, pues es la primera razón para que se inaugure un
nuevo reinado. Por eso se le despide, y se saluda al mismo
tiempo al nuevo monarca, con un programa extenso en el

– 95 –
que se incluyen algunas comidas ante el túmulo, como la
celebrada en Huesca con ocasión del funeral del rey Alfon-
so V (1458).

Desde muy temprano se considera que los monarcas tie-


nen derecho a una serie de honores reales, entre los que
figuran el homenaje de quienes doblan la rodilla ante él y
el luto del pueblo que llora su muerte. Por otra parte, son
enterrados en espacios que, además de estar revestidos de
un marcado simbolismo, adquieren una dimensión nueva

La resurrección de Lázaro, capitel del claustro de San Juan


de la Peña (Foto: Zubillaga)

– 96 –
como custodios de la memoria del reino, de los despojos
de quienes construyeron la historia del territorio. Los pan-
teones familiares se ubican en los monasterios, pues así
toda la comunidad de los monjes puede rezar para lograr
la salvación de sus bienhechores. Esos centros monásticos
actúan como órganos de compensación espiritual: captan
el perdón divino por medio de sus oraciones y lo distribu-
yen a su alrededor.
Así es comprensible la creación del primer panteón real
aragonés en San Juan de la Peña, en torno a 1070, por un
rey tan profundamente religioso que había llegado a entre-
gar a su hijo Ramiro, el futuro Ramiro II, al monasterio de
Tomeras (Francia) para que «implore la bondad de Dios
por mí, su madre y todos sus parientes». A través de aque-
lla donación —realizada el año 1093—, el monarca espera-
ba «pasar de este reino pasajero a las alegrías del reino
celestial y en el día del Juicio Final» merecer «estar en el
número de los elegidos». Mientras tanto, los benedicti-
nos de San Juan de la Peña continuaban rezando por la
familia de Ramiro I y asistían a la recolocación definitiva de
sus restos (en abril de 1083), aprovechando que el rey
pasaba todas las Cuaresmas «ayunando y de luto en San
Juan», pues decía que allí «está el lugar de mi sepultura y la
de mis padres».
Tras este monasterio pirenaico, ejercerá ocasionalmente
las veces de panteón real el de Montearagón, que albergó

– 97 –
los restos de Alfonso I el Batallador hasta 1854, momento
en que fueron trasladados a la capilla real del monasterio
de San Pedro el Viejo de Huesca, donde se enterró a Rami-
ro el Monje. Al igual que los panteones reales se habían
ido desplazando según avanzaba la expansión del reino,
la dinastía llevará sus sepulturas hasta la iglesia del con-
vento de Sijena, fundación real de 1188. En concreto, en
el lado del evangelio del crucero estuvieron enterrados
—hasta su reciente profanación— la reina doña Sancha, su
hijo Pedro II y sus hijas Leonor y Dulce.
Junto a estos tres espacios monásticos, habrá aún tres
más para completar la historia del panteón de la monar-
quía aragonesa. Algunas mujeres de la familia real (en con-
creto, la reina doña Violante de Hungría y su hija, la infan-
ta Sancha de Aragón) descansan en el recinto ilerdense de
Santa María de Vallbona. Aunque Jaime I quiso llevar tam-
bién allí a su hija María, muerta en Zaragoza a principios
de 1268, para que estuviera con su madre Violante, no
pudo hacer frente a los aragoneses que quisieron enterrar-
la en la catedral de Zaragoza.
Un siglo después, en 1359, el rey Pedro IV iniciaba la
construcción de los arcos que sostienen los sepulcros de
los reyes de Aragón en la iglesia mayor del monasterio
de Poblet, sobre los que ordenó poner las Barras de Ara-
gón. Su decisión provoca confusiones y lleva a catalanizar
el emblema, que fue incorporado también a las tumbas

– 98 –
románicas de los condes de la Casa de Barcelona. Allí
están enterrados cinco de los diez reyes de la familia de los
Aragón (Alfonso II, Jaime I, Pedro IV, Juan I y Martín I)
y tres de los cuatro de la familia de los Trastámara (Fernan-
do I, Alfonso V y Juan II). El monasterio de Santes Creus
(Tarragona) será el Panteón Real de Pedro III y Jaime II, y
en el monasterio de frailes menores de Barcelona fue ente-
rrado Alfonso III. Fernando el Católico recibirá sepultura
en la Capilla Real de Granada y con Carlos I se inicia el
panteón del monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Sepulcro de Fernando II, el Católico, en la Capilla Real


de Granada, por Fancelli, terminado en 1517

– 99 –
Pero, además del lugar en el que los despojos reales
iban a esperar la eternidad, configurando la memoria histó-
rica del reino, los súbditos daban una gran importancia a
las exequias reales: los rituales fúnebres constituyen un
espectáculo dramático cargado de elementos simbólicos
que ellos saben leer y que, al final, interpretan como un
acto de exaltación a la monarquía. Sin duda, con esta oca-
sión se hace realidad la presencia de dos niveles: por una
parte, el propio cuerpo del rey, natural y perecedero, que
yace en el túmulo; y, por otra, la de la imagen del mismo
monarca que, en efigie, plantea la dimensión que tiene ya
de político inmortal, de caudillo de perpetua memoria.
La dignidad del rey no muere. Un ejemplo claro es el
conjunto de actos que en honor del difunto Juan II dispone
su hijo que se celebren en Barcelona: es como si Fernando
el Católico quisiera que a su padre, a través de la exal-
tación del cuerpo mortal, se le rindiera un homenaje espe-
cial que compensara la sublevación de Cataluña que tuvo
que padecer.
Todo el desarrollo de las tres jornadas que duraron las
exequias se copió cuidadosamente y el acta notarial
se colocó en el Real Archivo por orden del rey Fernando
(en septiembre de 1479), para que sirviera de modelo en
el futuro. Nada más fallecer el monarca, en la madrugada
del 19 de enero de 1479, se declaró el luto oficial y
se expuso el cuerpo embalsamado y aromatizado en la

– 100 –
pequeña sala del pala-
cio episcopal en la que
murió.
A la mañana siguien-
te, acudieron a ella los
prelados catalanes, el
clero catedralicio y una
larga comitiva de au-
toridades encabezadas
por el confesor real, re-
vestido de pontifical.
Con antorchas y cirios
encendidos, llorando y
mostrando gran dolor,
entonando salmos, sa-
lieron del palacio epis-
copal para trasladar el
cadáver hasta el palacio
real.
Lo llevaban en litera,
vestido con «una capa
de terciopelo carmesí
Túmulo del rey Felipe III, en Zaragoza
forrada de martas ci-
belinas» y con un bonete negro sobre el que portaba la
corona real. Iba adornado con el collar del Toisón de Oro,
varios anillos en los guantes negros y las insignias de su

– 101 –
majestad: el cetro en la derecha, la espada real en la
izquierda.
El rey, «que parecía que estaba vivo», fue instalado en la
gran sala del palacio, sobre un catafalco cubierto con un
paño de raso y bajo un pabellón ricamente adornado,
rodeado de siete altares. De las paredes del salón colgaban
suntuosos tapices y presidía una imagen de la Virgen. Allí
acudieron, durante nueve días, continuas procesiones de
gentes de las parroquias barcelonesas y muchos pobres
que venían a llorar por don Juan y a los que se repartieron
miles de panes. Después de estos actos, el 28 de enero a
las tres de la tarde entraron en la sala ocho jinetes vestidos
con una especie de sacos. Los cuatro primeros, que lleva-
ban estandartes reales de Aragón, Navarra y Sicilia, dieron
varias vueltas al túmulo y preguntaron al camarlengo real,
el aragonés Rodrigo de Rebolledo: «¿Qué nuevas nos diréis
del Señor Rey, qué es de él, donde lo encontraremos?». A lo
cual éste contestó: «Está muerto, muerto» («Mort es, mort»).
El dramatismo de la escena, repetido con los demás
caballeros, provocó grandes llantos, que aumentaron al
golpear éstos el suelo con sus escudos. La tarde se cerró
con grupos que recorrían las calles de Barcelona entre gri-
tos y lamentos.
A la mañana siguiente, fueron rotos los sellos del rey
difunto y se preparó el cortejo que llevaría el cuerpo, meti-
do en una caja de madera de Chipre —dentro, a su vez, de

– 102 –
otra forrada de terciopelo—, hasta la catedral de Barcelo-
na, en donde sería colocado en una nueva capilla ardiente
con las armas de los diferentes Estados que le rendían
homenaje. Entre aquellas armas abundaban las barras de
Aragón y el escudo con la cruz blanca en campo de azur.
Tras seis días de misas solemnes, el día 4 de febrero reci-
bieron el cuerpo los monjes de Santes Creus y de Poblet;
se inició entonces una larga procesión, con una gran comi-
tiva, que pronto sintió el intenso frío de ese invierno. Toca-
ban las campanas cuando pasaban por los pueblos del tra-
yecto y al final, después de tres semanas de exequias, se
reconoció el cuerpo y se le dio sepultura en Poblet.
El 23 de enero de 1516, treinta y siete años después que
su padre, moría Fernando el Católico y la ciudad de Zara-
goza se dispuso a celebrar solemnes funerales por el que
sería «el último rey privativo de su Corona y Reino». En el
mercado se colocó la capilla ardiente y a ella acudieron
todas las jerarquías eclesiásticas, las parroquias zaragoza-
nas, los nobles, las autoridades, el pueblo «y muchedum-
bres que no podían ir por las calles». Enlutados asistieron a
los responsos que se dijeron ante el túmulo real, que a la
mañana siguiente fue llevado a hombros hasta la catedral
del Salvador.
Pero los funerales no iban a quedar reducidos al oficio
celebrado en la Seo. Cuatro ilustres ciudadanos (en repre-
sentación de las parroquias del Pilar, San Pablo, San Gil y

– 103 –
la Magdalena) recorrieron
las calles con unos paveses
grandes y dorados sobre
sus cabezas, en los que
estaban pintadas las armas
de Aragón.

En las esquinas se pa-


raban y preguntaban: «Mag-
níficos señores, ¿sabéisme
decir algo del muy alto,
muy poderoso, muy católi-
co príncipe, rey y señor, el
señor don Fernando nues-
tro señor?», a lo que otros
respondían: «Muerto es», al
mismo tiempo que arroja-
ban sus paveses al suelo en
medio de llantos. Nadie se
quedó sin llorar la muerte
La Puerta Dorada del monasterio de Poblet;
sobre ella, las barras de la Casa Real del rey Fernando, pues
incluso salían de las alja-
mas los moros y se arrojaban en tierra entre sollozos, «si
bien esto fue yendo ellos a solas y aparte de los cristianos,
en cuya compañía no los permitieron».

Definitivamente, en estas manifestaciones del sentimien-


to popular se estaba cerrando toda una época, justo cuan-

– 104 –
do se inauguraba la regencia del arzobispo don Alonso de
Aragón, hijo del monarca Católico, que llevaría el gobier-
no de este viejo reino hasta el juramento de Carlos I como
rey de Aragón, acaecido en la Seo zaragozana el 18 de
julio de 1518. Ya estaba claro que las instituciones aragone-
sas no se adaptaban a los nuevos tiempos y que, como
escribió José María Lacarra, «los aragoneses mostraban
un excesivo apego a la legislación escrita y a las fórmu-
las escritas, descuidando lo que en ellas podía haber de
sana doctrina». Ese atarse más a la letra de la ley que a su
espíritu será una de las pautas que definan al Aragón de
los Austria.
Tal como se dijo al comienzo de estas páginas, las figu-
ras clave del siglo XVI volvieron sus ojos al pasado y deci-
dieron pensar más en el ayer, recuperando viejos fueros y
haciendo doctrina de un montón de asuntos que sólo se
sostenían en el campo de lo legendario. Había muerto
el rey Fernando II de Aragón y con su muerte se impuso el
mito del fuero.

– 105 –
LOS REYES DE ARAGÓN

L a dinastía pamplonesa sentó las bases de la institu-


ción monárquica y puso en marcha un importante
proyecto que convertía en reinos a muchos de sus
territorios, entre ellos al del viejo condado de Aragón, que
controlaban desde el siglo X. La decisión fue tomada por
Sancho Garcés III de Pamplona, apodado El Mayor, un
auténtico líder carismático que había logrado involucrar
en aquel plan a la nobleza de esos dominios. Nacían así
Aragón y Castilla, los dos grandes reinos llamados a prota-
gonizar la historia de la Península Ibérica.

RAMIRO I (1035-1064)

Con este monarca se inaugura la Casa Real aragonesa


cuando, en 1035, hereda —a título de rey con pleno dere-
cho— el condado de Aragón convertido en reino. Accede
al trono por voluntad de su padre, Sancho Garcés III el
Mayor, y con él se inicia la política expansionista de una
comunidad que necesitaba salir a la llanura, en busca de
más alimentos y de mejores condiciones de vida. Pero, en
plena reconquista de las tierras del Cinca, murió (el lunes 8
de marzo de 1064) en el asalto a la fortaleza de Graus. Fue
herido por un musulmán que, vestido al modo cristiano, le

– 106 –
dio una lanzada en los ojos. Sus sucesores serán los Ramí-
rez, esto es, los hijos y descendientes de Ramiro. Es un
personaje al que la leyenda quiere convertir en victorioso
defensor de su madre la reina, acusada de haber sido infiel
a su marido por su propio hijo primogénito, airado por la
negativa de ésta a dejarle montar el caballo real en ausen-
cia del padre.

Firmas del rey Sancho Ramírez y de su hijo Pedro I, esta última en árabe

SANCHO RAMÍREZ (1064-1094)

Nacido en 1043, dentro del matrimonio de Ramiro I con


la reina Ermisenda (antes de su boda, conocida como Gis-
berga), este rey consolida la institución monárquica y aco-
mete la modernización (europeización) del reino después
de peregrinar a Roma y de ponerse al servicio del papado.
Fundó la ciudad de Jaca, a la que convirtió en capital y dio
un famoso Fuero (1077). Murió en el cerco de Huesca (el 4
de junio de 1094), a consecuencia de una herida en el pul-
món derecho que recibió en un momento en el que levan-
taba el brazo para señalar los puntos débiles de la muralla
musulmana oscense, según dice la tradición.

– 107 –
PEDRO I (1094-1104)

Nacido en 1068 del matrimonio del rey Sancho con Isa-


bel de Urgel, fue considerado por sus contemporáneos
como «hombre de gran coraje y de singular prudencia» y
pasó a la historia por ser el conquistador de la ciudad de
Huesca (1096), a la que trasladó el obispado de Jaca y la
capitalidad del reino. Cuando murió, en el valle de Arán
(1104), no dejó descendencia, pues los dos hijos que tuvo
con Inés de Aquitania (Pedro e Isabel) ya habían muerto.

ALFONSO I EL BATALLADOR (1104-1134)

A Pedro I le suce-
dió su hermano Al-
fonso, conocido como
El Batallador por su
gran actividad militar
y por sus deseos de ir
a las Cruzadas. Era
hijo del rey Sancho y
de su segunda mu-
jer, Felicia de Roucy,
y también murió sin
descendencia, pues su
La Aljafería, antiguo palacio islámico convertido en resi-
tormentoso matrimo-
dencia real desde tiempos de Alfonso I (Foto: G. Bullón) nio con la reina Urra-

– 108 –
ca de Castilla fue disuelto por la iglesia en 1114. Conquistó
Zaragoza (1118), a donde trasladó la capital del reino. Atra-
jo población a los nuevos territorios y murió (en Poleñino,
el 7 de septiembre de 1134) por heridas sufridas en la
derrota de Fraga, «en la cual casi todos murieron a golpe de
espada». Su testamento dejaba el reino a las Órdenes Milita-
res del Temple, el Hospital y el Santo Sepulcro, decisión
que no acataron los nobles aragoneses, pues el Derecho
determinaba que el sucesor fuese de la familia del difunto.

RAMIRO II EL MONJE (1134-1137)

Hijo menor del rey Sancho y de la reina Felicia, fue


dedicado a la vida religiosa e ingresó como monje en el
monasterio francés de Thomières (Tomeras) a los siete
años. A la muerte de su hermano Alfonso, era obispo elec-
to de Roda, pero los aragoneses lo proclamaron rey y le
hicieron abandonar los claustros para buscar un heredero.
Casó con Inés de Poitiers (Jaca, 13 de noviembre de 1135)
y tuvo una hija llamada Petronila (nacida en 1136) que
sería proclamada reina de Aragón. Antes de comprometer-
la (1137) con Ramón Berenguer IV (1131-1162), conde de
Barcelona, hizo frente a una rebelión nobiliaria que logró
abortar con el episodio de la Campana de Huesca, cuando
en una estancia del palacio real oscense fue cortando la
cabeza a cada uno de los rebeldes para formar con ellas
una campana «que fuera oída por todo el reino».

– 109 –
PETRONILA DE ARAGÓN (1137-1164)
Petronila es la mujer que estaba llamada a trasmitir la
realeza aragonesa, razón por la cual fue prometida en
matrimonio al conde Ramón Berenguer IV, que recibió el
título de Príncipe de Aragón, mientras Ramiro II se reserva-
ba vitaliciamente su condición de rey, señor y padre, tanto
en Aragón como en Barcelona. De este matrimonio (Lérida,
1150) nacieron cinco hijos, de los cuales el príncipe Alfon-
so será quien herede el reino de Aragón y el condado de
Barcelona. Seguramente en esta ciudad morirá (1173) la
reina Petronila, que ya el 18 de junio de 1164 había renun-
ciado a sus derechos sobre Aragón en favor de su hijo.

ALFONSO II EL TROVADOR (1162-1196)


El primer rey de la Corona de Aragón, receptor del título
principal de Aragón y del condal de Barcelona, nació en la
ciudad de Huesca en 1157 y dicen los cronistas que fue
alto, delgado y perezoso. A lo largo de su vida se ocupó
principalmente del engrandecimiento de sus dominios (lle-
gó hasta Teruel), de la consolidación de la nueva familia
reinante, que pasaba a ser conocida con el apellido de Ara-
gón, y de potenciar como poeta una cultura cortesana que
le valió el apelativo de El Trovador. A su muerte en Perpi-
ñán (1196), le sucedió su hijo el infante Pedro, nacido en
Huesca en 1178, de su matrimonio con la hija del empera-
dor Alfonso VII de Castilla.

– 110 –
PEDRO II EL CATÓLICO (1196-1213)
El nuevo rey pasó a la historia por ser un hombre
profundamente religioso y valiente, por su mala gestión
económica —que llevó al reino a una situación de ban-
carrota— y por haber recibido la corona de manos del
papa Inocencio III en Roma (noviembre de 1204), lo que
le ocasionó problemas con sus nobles. También tuvo fuer-
tes desavenencias en su casa debido a su enemistad con la
reina María de Montpellier, quien pudo concebir a Jaime I
haciendo creer al rey (quien «no quería estar con ella») que
la misteriosa mujer que ocupaba esa noche la cama real
era una de sus habituales amantes. Murió en la batalla de
Muret luchando contra los cruzados franceses (1213), tras
lo cual la Corona aragonesa comenzará a pensar en la con-
veniencia de proyectarse hacia el Mediterráneo y de aban-
donar sus intereses en tierras francesas.

JAIME I EL CONQUISTADOR (1213-1276)


Fue el primer rey de la familia Aragón que no nació en
Huesca y quizás haya sido el monarca mejor tratado por
los cronistas, que lo califican como «el hombre más hermo-
so del mundo», mientras cuentan sus amoríos con tres
esposas y siete amantes reconocidas, sin dejar de anotar
que suspendió un viaje como cruzado a Tierra Santa por
no poder estar sin ver a una de estas últimas (1269).
Durante la larga vida del rey, nacido en Montpellier en

– 111 –
1208 y muerto en Valencia en 1276, se sucedieron episo-
dios tristes, como el atentado que sufrió al poco de nacer
(una piedra fue lanzada sobre su cuna) o las graves altera-
ciones que vivió el reino. También hubo sucesos agrada-
bles, como la colaboración que le prestaron sus súbditos
en los nuevos proyectos de la expansión mediterránea, en
la conquista de las Baleares o en la del reino de Valencia.
No conviene olvidar su labor legislativa, con la compila-
ción de los Fueros de Aragón que hizo su consejero, el
obispo oscense Vidal de Canellas, en 1247.

PEDRO III EL GRANDE (1276-1285)

El hijo de Jaime I y de Violante de Hungría, nacido en


Valencia en 1240 y fallecido en Villafranca del Penedés
en 1285, pasa por ser el monarca con más repercusión lite-
raria, hasta el extremo de que Dante habla de su valor (lo
demostrará cuando defienda la dignidad real frente a la
nobleza feudal) y de que Shakespeare se refiere a sus
aventuras amorosas, pues además de casar con Constanza
de Sicilia mantuvo relaciones, al menos, con dos amantes.
Durante el gobierno del rey Pedro estalla la primera gran
crisis política en Aragón, justo en el momento en el que se
cuestionan las campañas en Sicilia y se teme una invasión
francesa: se trata de la revuelta de la Unión Aragonesa
(alianza de nobles y concejos para defender sus privile-
gios), que obligará al rey a firmar el Privilegio General

– 112 –
Pedro III, óleo de la colección de retratos reales realizada por Manuel
Aguirre hacia 1850, en el Palacio de Sástago (Foto: L. Mínguez)

– 113 –
(Zaragoza, 1283), punto de arranque de un orden político
nuevo, y a garantizar el respeto de los usos y privilegios
tradicionales del reino.

ALFONSO III EL LIBERAL (1285-1291)


Nacido en Valencia (1256) y muerto en Barcelona
(1291), cuando apenas contaba 27 años de edad y pre-
paraba su boda con Leonor de Inglaterra, este rey se dedi-
có a consolidar el poder de la monarquía, merced tanto al
fastuoso acto de su coronación (1286) como a su decidida
voluntad de sobreponerse al reino principal de Aragón
titulándose rey antes de jurar los fueros. No obstante, pasa-
dos los años el rey tendrá que claudicar ante los rebeldes
de la Unión Aragonesa y firmar el Privilegio de la Unión
(20 de diciembre de 1287), donde llegó a reconocer que si
faltaba a sus promesas los súbditos podrían destituirle y
elegir otro rey en su lugar.

JAIME II EL JUSTO (1291-1327)


Hermano del rey Alfonso III (Valencia, 1267- Barcelona
1327), cerró una primera etapa en la que los reyes arago-
neses se habían ocupado de afirmar la soberanía exte-
rior (frente a los castellanos y al papado) y de asegurar
su poder (ante la amenaza permanente de rebelión de las
fuerzas sociales del reino, que querían participar en la

– 114 –
toma de decisiones) apoyándose en el Derecho romano,
que preconizaba el poder absoluto de los reyes. En este
reinado se institucionalizan las Cortes de Aragón, aparece
consolidado el Consejo Real y el monarca se siente cómo-
do en sus ofensivas por el Mediterráneo oriental: expandió
los dominios de la Corona hasta Atenas y creó (1303) una
compañía de mercenarios —aragoneses y catalanes— que
se llamaron almogávares. Afable, amante de la caza, gran
jugador de ajedrez, este monarca manifestó su personali-
dad íntima en el trato familiar con la reina Blanca de Nápo-
les y sus seis hijos, así como con sus otras dos esposas,
María de Chipre y Elisenda de Montcada.

ALFONSO IV EL BENIGNO (1327-1336)

El segundo hijo de Jaime II nació en el lugar napolitano


de Castelnuovo (1299) y fallecería en Barcelona (24 de ene-
ro de 1336) tras una breve trayectoria en la que se ganó el
amor de sus súbditos e hizo gala de su carácter conciliador.
Logró reforzar la idea del llamado Estatuto de la unidad,
que suscribió su padre (1319), por el que los Estados de los
Aragón «debían estar perpetuamente unidos debajo de un
solo dominio». Fue «nombrado el Benigno porque fue el
más cortés de palabra y el más familiar», según cuenta la
Crónica de San Juan de la Peña. Le sucedió su segundo
hijo, el infante Pedro, nacido sietemesino en el castillo de
Balaguer (1319) de su primera mujer, Teresa de Entenza.

– 115 –
PEDRO IV EL CEREMONIOSO (1336-1387)
El que se definió como débil y pequeño, «a pesar de que
Dios no nos haya hecho grande de cuerpo», fue un rey
muy activo en sus relaciones familiares (contrajo cuatro
matrimonios y tuvo once hijos, de los que murieron cuatro)
y tremendamente pasional con su cuarta esposa, la reina
Sibila de Forciá, a la que coronó personalmente. Después
de vivir una compleja relación con el reino de Aragón, al
que calificaba como «tierra cargada de libertad […], tierra
rebelde y malvada», logró derrotar a los sublevados en
la batalla de Épila (1348) y se ocupó de sofocar totalmente
el levantamiento, además de quemar los Privilegios de la
Unión y de romper tan airadamente sus pergaminos con
un puñalet que se causó heridas.
Por otra parte, destaca en este reinado el afán por orga-
nizar todo el entorno real, desde el Ceremonial de la coro-
nación hasta las Ordinaciones (1344) que regían la vida
de la Corte y de su Casa. Su preocupación por la cultura le
llevó a donar la Biblioteca Real a Poblet y a hacer un
encendido elogio de la Acrópolis de Atenas como «la más
rica joya que existe en el mundo».

JUAN I EL CAZADOR (1387-1396)


A Pedro IV le sucedió su primer hijo varón, Juan, nacido
en Perpiñán (27 de diciembre de 1350) de su tercera espo-

– 116 –
sa, Leonor de Sicilia, y que nunca
mantuvo buenas relaciones con su
padre: ni siquiera fue a su boda
con Violante de Bar. Tras acceder al
trono, mostró un carácter débil y vio-
lento, que culminó cuando mandó
apresar a su madrastra por creer que
lo había hechizado. Pacífico en la
política exterior, durante su reinado
se vivió una mala situación econó-
mica. En el entorno de la Corte desa-
rrolló su pasión por las artes, las le-
tras, la música, la caza, la astrología
o la alquimia, razón por la cual fue
conocido con el sobrenombre de El Moneda de Juan I, con la
amador de toda gentileza. efigie de San Juan Bautista

MARTÍN I EL HUMANO (1396-1410)


El rey Martín, que era hermano de Juan I y, por lo tanto,
hijo de Pedro IV y de Leonor de Sicilia, nació en Gerona
(1356) y murió en Barcelona (1410) abandonado por
todos. Casado con María de Luna, tuvo cuatro hijos, tres de
los cuales murieron en la infancia, mientras que el primo-
génito —Martín el Joven, rey de Sicilia— falleció en 1409.
Fue un hombre pacífico, amante de los libros (poseyó una
biblioteca con más de trescientos volúmenes) y muy hábil

– 117 –
en la oratoria, arte en el que destacó con notables discur-
sos utilizados para exaltar su propia genealogía y la lealtad
de sus pueblos. Junto a todo ello, el monarca adoptó un
papel moderador y se ocupó de sanear las finanzas reales,
aunque no escatimó ningún gasto en las grandes fiestas de
su reinado, convencido de que eran fundamentales para
mantener el orden establecido.

FERNANDO I EL DE ANTEQUERA (1412-1416)

Con este monarca comienza a reinar en Aragón la rama


Trastámara, al hacerse esta familia con la voluntad de la
mayoría de los compromisarios de Caspe (1412). Fernan-
do, nacido en Medina del Campo en 1379, era el hijo de
Juan I de Castilla y pertenecía, por línea paterna, a los
Trastámara, que habían alcanzado el trono de Castilla por
métodos nada respetables. Por parte de su madre, Leo-
nor de Aragón, era nieto de Pedro IV y pertenecía al linaje
de los Aragón. Lo más notable de este rey fue su gran acti-
vidad política (mediante la que intentó alcanzar un poder
absoluto, vaciando de contenido a las instituciones) y
diplomática, pues le tocó vivir el Cisma de Occidente
y convencer al Papa Luna —Benedicto XIII— de la conve-
niencia de renunciar a la tiara pontificia. Murió en 1416 y
pasó a la historia como Fernando el de Antequera, por su
famosa participación, antes de ser rey, en la conquista de
esa plaza andaluza.

– 118 –
ALFONSO V EL MAGNÁNIMO (1416-1458)
Nacido en Medina del Campo (1396), sucedió a su padre
en el trono aragonés y pasó gran parte de su vida en el rei-
no de Nápoles (29 años, mientras que en Aragón sólo vivió
14). Durante su ausencia, los territorios de la Corona eran
gobernados por su mujer, la reina María, con la que se casó
en 1415 y de la que no tuvo hijos. Muy devoto de la Vir-
gen, el rey Magnánimo era «delgado de cuerpo, de rostro
pálido, aspecto jovial,
nariz aguileña, ojos
brillantes, cabello ne-
gro tendido hasta las
orejas, de mediana es-
tatura». Fue también
un notable mecenas.
Mostró una constante
preocupación por de-
jar consignados sus
actos para la posteri-
dad, cosa que se hizo
en el Libro de los di-
chos y hechos elegan-
tes y graciosos del sa-
bio rey Don Alonso de
Aragón, escrito por el
humanista italiano An-
tonio Becadelli. Crónica del rey Juan II de Aragón, 1541

– 119 –
JUAN II (1458-1479)
Mientras Alfonso V dejaba en el reino de Nápoles a su
hijo bastardo Fernando I (1458-1494), otorgó la sucesión
en el trono aragonés a su hermano Juan, quien estaba
llamado a protagonizar un importante periodo de convul-
siones en el gobierno de Navarra y Aragón. Este monarca,
de gran fortaleza física y que murió a los 82 años aque-
jado de gota, estuvo muy vinculado a Castilla, tanto emoti-
va como políticamente, aunque la historia le llevó a regir
los destinos del territorio aragonés y del reino de Navarra
(1425-1479), por su matrimonio con la reina Blanca y como
padre del Príncipe de Viana.
De su segundo matrimonio, con la castellana Juana Enrí-
quez (Calatayud, 13 de julio de 1447), nació su sucesor:
Fernando II de Aragón.

FERNANDO II EL CATÓLICO (1479-1516)

Nació en Sos (10 de marzo de 1452) y fue bautizado en


la Seo zaragozana «con la solemnidad que se debía a prín-
cipe tan deseado». Sin embargo, no era el heredero, pues
tenía un hermanastro mayor, Carlos de Viana, que moriría
en 1461 dejándole el camino despejado hacia el trono.
«Hombre muy prudente y muy reservado», según los emba-
jadores florentinos, el futuro rey contrajo matrimonio, sien-
do ya rey de Sicilia, con la princesa Isabel de Castilla

– 120 –
(Valladolid, 18 de octubre de 1469) y
acabó convirtiéndose en el corregen-
te de ese reino mediante la Concor-
dia de Segovia: en el acuerdo se esti-
puló que el nombre de Fernando
precediera al de su esposa, pero que
las armas de Castilla y León prece-
dieran a las aragonesas, disposición
que se mantiene en el escudo actual
de España.

En 1479 pasó a ser el rey de Ara-


gón y desde entonces gobernó con
un importante núcleo de consejeros
que le animaron a poner en marcha
la meditada aventura americana de
Moneda de Fernando II
Cristóbal Colón, le apoyaron en la
conquista de Granada (1492) e hicieron de él un rey modé-
lico para el mundo renacentista, un rey que fue premiado
por el papa Alejandro VI con el título de Católico.

Viudo de la reina Isabel, casó con Germana de Foix


(1505), en lo que algunos consideran un intento por buscar
un heredero para los reinos aragoneses, que no quería ver
en manos de su nieto Carlos I. Si fue así, no lo logró, aun-
que no faltan otros autores que consideran inaceptable esa
hipótesis puesto que, en 1513, el propio rey Fernando
escribe: «Diréis al Emperador que de los reinos de Castilla y

– 121 –
Aragón no se puede quitar ninguno al Príncipe [Carlos]. Mi
deseo y mi propósito es, y así lo quiere la justicia, que todo
lo de la Corona de Castilla y de Aragón enteramente quede
al Príncipe [futuro Carlos I]».

Sobre este asunto no se puede olvidar, sin embargo, que


no son las mismas claves las que mandan antes de 1509, en
que muere el hijo de ambos —Juan—, que hubiera sido
rey de Aragón, que las de 1513, en que está fechada la car-
ta. Tras él quedó su hija Juana I la Loca, quien jurídi-
camente sería la reina de Aragón hasta su muerte (abril
de 1555), compartiendo el título real con su hijo Carlos I,
quien abdicó en enero de 1556.

– 122 –
Retrato de Fernando II el Católico, óleo flamenco sobre tabla
de hacia 1500, conservado en Viena

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36. La techumbre mudéjar de la Catedral de Teruel • Gonzalo Borrás
37. Los balnearios aragoneses • Fernando Solsona
38. Emprender en Aragón • Benito López
39. Francisco Pradilla. Un pintor de la Restauración • Equipo
de Redacción CAI100
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42. La moneda aragonesa • Antonio Beltrán
43. Los montes, patrimonio natural • Ignacio Pérez-Soba
44. Lucas Mallada y Joaquín Costa • Eloy Fernández Clemente
45. Los palacios aragoneses • Carmen Gómez Urdáñez
46. Realizadores aragoneses • Agustín Sánchez Vidal
47. El Moncayo • Francisco Pellicer
48. Las reinas de Aragón • Concha García Castán
49. Bílbilis Augusta • Manuel Martín Bueno
50. La Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País •
José F. Forniés Casals
51. La flora de Aragón • Pedro Montserrat
52. El Carnaval en Aragón • Equipo de Redacción CAI100
53. Arqueología industrial en Aragón • J. Laborda, P. Biel y J. Jiménez
54. Los godos en Aragón • Mª Victoria Escribano Paño
55. Santiago Ramón y Cajal • Santiago Ramón y Cajal Junquera
56. El arte rupestre en Aragón • Mª Pilar Utrilla Miranda
57. Los ferrocarriles en Aragón • Santiago Parra de Mas
58. La Semana Santa en Aragón • Equipo de Redacción CAI100
59. San Jorge • Equipo de Redacción CAI100
60. Los Sitios. Zaragoza en la Guerra de la Independencia •
Herminio Lafoz
61. Los compositores aragoneses • José Ignacio Palacios
62. Los primeros cristianos en Aragón • Francisco Beltrán
63. El Estatuto de Autonomía de Aragón • José Bermejo Vera
64. El Rey de Aragón • Domingo Buesa Conde

65. Las catedrales en Aragón • Equipo de Redacción CAI100


66. La Diputación del Reino de Aragón • José Antonio Armillas
67. Miguel Servet. Sabio, hereje, mártir • Ángel Alcalá
68. Los juegos tradicionales en Aragón • José Luis Acín Fanlo
69. La Campana de Huesca • Carlos Laliena
70. El sistema financiero en Aragón • Área de Planificación
y Estudios - CAI
71. Miguel de Molinos • Jorge Ayala
72. El sistema productivo en Aragón • Jose Mª García López
73. El Justicia de Aragón • Luis González Antón
74. Roldán en Zaragoza • Carlos Alvar
75. La ganadería aragonesa y sus productos de calidad • Isidro Sierra

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