Relatos Breves
Relatos Breves
Relatos Breves
- Acción social.
- Patrimonio.
- Educación y cultura.
Presentación
Ballenas de pecera
– PRIMER PREMIO –
De Agustín García Aguado
Por la España profunda
– SEGUNDO PREMIO –
De Ramón Sánchez García
La mujer que mató a Liberty Valance
– TERCER PREMIO –
De José Luis Castro Lombilla
La diosa africana
De Laura Cabedo Cabo
Casi siempre
De Nuria Pradilla Barrero
Amén
De Ángeles del Blanco Tejerina
La jaula abierta
De Joaquín Correa Barco
El baile de la victoria
De Josefina Solano Maldonado
Subir y bajar
De Gloria Fernández Sánchez
La espera
De María Soledad García Garrido
El viento
De Javier Vázquez Losada
El discurso de la victoria
De Pedro Gascón Sanmartín
Parto sin dolor
De Rosa María Fabuel De Mora
Relatos ganadores y finalistas 2019
Introducción de los miembros del jurado
Soledad Puértolas, Ángela Vallvey y Ernesto Pérez Zúñiga
La calle perdida
– PRIMER PREMIO –
De Pedro Gascón Sanmartín
Bacalao al pil-pil
– SEGUNDO PREMIO –
De Mar Rojo Delgado
Los amores que no callan
– TERCER PREMIO –
De Agustín García Aguado
Seguir Jugando
De Laura Díaz Arita
El des-encuentro
De Juana de Dios Peragón Roca
Los culos de las sartenes
De Luz D. Montero Espuela
Papas al ajillo
De Giovanna Eugenia Fernández Cano León
Ingravidez
De Miguel Ángel Molina Jiménez
Las ochenta abuelas
De Sylvain Sortelle
Costura invisible
De Elena Prieto Rodríguez
Carrusel
De María Del Juncal Baeza Monedero
El grito
De Virginia Maldonado
La libertad era esto
De Noemi Portela
El delantal
De Mª del Carmen Marín Pinteño
Noche otoñal
De Diana Karina Torres Cano
Emma
– PRIMER PREMIO –
De Esperanza Ruiz Adsuar
Al cabo del tiempo
– SEGUNDO PREMIO –
De Gloria Soriano García
No la dejaron pasar
– TERCER PREMIO EX AEQUO –
De Juan Caballero Gómez
Abolición de la inercia
– TERCER PREMIO EX AEQUO –
De Enrique Rey Vázquez
Las lavanderas
De Susana Revuelta Sagastizábal
El color de las amapolas
De Luisa María Yamuza Carrión
Vas a ser tú
De Juncal Baeza Monedero
Como cada mañana
De Jara Infante Pérez
Fresas, té helado y ojos de mora
De Rosa Fabuel de Mora
La quimera del oro
De José Luis Castro Lombilla
Corre, Mari, corre.
De Carmen Del Valle Pérez
Relatos ganadores y finalistas 2017
Hotel Palenque
– PRIMER PREMIO –
De Cristina Barba Cubelos
Muebles
– SEGUNDO PREMIO –
De Isabel Cienfuegos Agustín
Ahora que ha parado el viento
– TERCER PREMIO –
De Gonzalo Gómez Montoro
Conciliación
De Patricia Collazo González
Hacerse preguntas
De José Manuel Garrido Verdugo
Hatshepsut
De Enrique Trenado Pardo
Primera mujer
De Carlos Andrés Fabbri Campos
Sopla las velas
De Joaquín Pretel Reyero
Sundae
De Esperanza Manzanera Ferrándiz
PRESENTACIÓN
Ya desde la primera edición del Premio, siempre se tuvo la idea de utilizar los
textos seleccionados por el jurado para devolver a la sociedad, en forma de colección de
relatos, un libro que permitiera al gran público disfrutar de las historias contadas por los
participantes del concurso.
Finalmente fue tras el III Premio de Relato Fundación Fomento Hispania cuando
se consideró que los finalistas de las tres ediciones del Premio que habían dado su
consentimiento para publicar los relatos, un total de treinta y tres, constituía un número
ideal para una edición impresa. Ahora unimos los relatos finalistas y ganadores de la
cuarta edición del Premio para presentar esta versión electrónica.
Primer Premio
Frutos Vecinos (De Sofía Lourdes)
Segundo Premio
Culebras (De Nacho Delgado Wicke)
Tercer Premio
Los calcetines (De María Pérez-Tomé Román)
Finalistas
Ultimátum: cena (De María Sergia Martín González)
La Charcutera (De Mariana Paola San José Mañanes)
Diario de una oruga (De Malvina Cruz Rentería)
Fractura (De Yesenia Serpa Navarro)
El Arca (De María Soledad García Garrido)
Cazando monstruos (De Ana Guerrero Arjonilla)
Y sintió... (De Victoria Eugenia Muñoz Jiménez)
Nudos (De Leyre Arrue Usoz)
Sombrero de plata (De Jana Montesinos Sanz)
Frutos Vecinos
– PRIMER PREMIO –
De Sofía Lourdes
Es importante que tu padre construya la casa en la que vas a nacer. Ladrillo sobre
ladrillo en un pequeño municipio de provincia. Las parcelas serán milimétricamente
hermanas, pero en esta hay algo especial, un árbol justo junto a la medianera. Sus frutos
caen casi todos del lado correcto. Pronto, cuando el nogal se estire y se expanda a los lados,
el reparto será equitativo. El barrio es joven, durante años los sonidos de la construcción
se acoplan a las actividades de sus habitantes. Otras casas aparecen. Todo se levanta del
suelo y crece ruidosamente.
Tu padre es un hombre hosco. Entra a la casa por la puerta trasera y sacude los pies
sobre un felpudo que no reza ninguna bienvenida, solamente se aplasta y tose el polvo
de los zapatos de trabajo. Es un hombre silencioso y es por eso que tu madre lo espera.
En cualquier momento puede darse la vuelta y tenerlo detrás, con la ropa polvosa y los
calcetines blancos. Hablan entre ellos ese lenguaje de movimientos súbitos y discretos. Tu
madre casi nunca tiene visitas.
Hay algo que empuja a tu madre a confiar en la vecina y es que también está
embarazada. Si se encuentran en sus respectivos patios traseros intercambian información
y se ofrecen ayuda condicional, es decir, una taza de azúcar si la necesitas. Ambas mujeres
se hinchan al unísono a través de la medianera. En otoño, recogen nueces en cuclillas,
con sendas barrigas entre las piernas. Se dicen recetas para aprovechar lo cosechado.
Enseguida dejan de verse, uno de los embarazos se complica. Tu madre lleva galletas de
nuez y las recibe el marido, la mujer no quiere ser vista en esos estados. Por primera vez
tu madre conoce la mesita ratona de cristal y el tapizado de los sofás que años después
verás impecables junto a un contenedor de basura. La casa por dentro es tal como se la
había imaginado: moderna, empeñada. Ambos embarazos salen bien con semanas de
diferencia.
No recuerdas cuándo fue la primera vez que viste a Manuela. Desde pequeña,
trepada al nogal gritas su nombre, si es necesario hasta desgarrarte la garganta. Casi
siempre acude al llamado. Cuando no, sientes llenarse la tristeza, una tristeza que se vacía
aullando “¡Manuelaaaaaa!”. Habláis de todo. Jugáis en silencio con las hojas y los gusanos
de la nuez, blancos y minúsculos. En una ocasión, Manuela se traga uno sin asco y sin
dejar de ser hermosa.
Tu madre dice “Esto es privado, ni se te ocurra repetir una palabra”. Se refiere a los
vecinos. Ardes de deseo hasta que cunde la confidencia: le das a Manuela los secretos de
tu familia como si fueran ofrendas. Ella no tiene ninguno, cuando los adultos hablan está
durmiendo. No es tu caso. Desarrollas desórdenes en el sueño desde pequeña.
Un día, tu padre se va de casa. Tu madre no dice nada, solo llora cuando cree que
estás durmiendo, pero no duermes y la escuchas. Nunca mencionarás el tema. Tu madre
pasará mucho tiempo encontrándose mal, quizás para siempre.
Sabes que Manuela oye. Especialmente en verano, cuando en ambas casas se abren
ventanas y puertas. Cada vez que tu madre te regañe responderás con más fuerza, no
admites ser doblegada en público. De la familia de Manuela, en cambio, no llega ningún
sonido. Aprendes cómo y cuánto viajan en el aire las palabras porque algunos domingos,
estando en la casa vecina, oyes a tu madre cantar un fado. Al verano siguiente los padres
compran un aire acondicionado, cierran las ventanas, recuperas tu privacidad, pero el
daño ya está hecho de todas formas. Eres una adolescente rebelde. Tu madre no tiene
dinero. Esos dos hechos encajan a la perfección.
Una mañana de invierno, mientras todos duermen, tu madre decidirá podar el
nogal con sus propias manos. Estás haciendo lo posible por mejorar tu sueño alterado,
que a esta altura comienza a generarte secuelas, pero aún es frágil, cualquier sonido lo
echa a perder. Te pones una chaqueta sobre el pijama y la acompañas. Se está tomando
esto muy en serio, te alegra encontrarla tan plena de energía. Cuando el trabajo está casi
hecho, la familia vecina lo descubre con indignación. Los nogales no se han de podar
en invierno, dicen, tu madre acaba de hacer una cosa terrible, probablemente tu madre
acaba de matarlo, dicen. Ella se defiende gritando un poco, y sabes que ese no es el modo,
pero aun así te mantienes firme en apoyarla. Alega algunas cosas fuera de lugar. Trae
del pasado vergüenzas menores. “Yo también tengo memoria”, grita. Pronto, su rostro
ruborizado por la alegría del esfuerzo físico se torna gris otra vez. Se le saltan las lágrimas
de los ojos, le caen a los colmillos. Manuela está tan callada como sus padres. Antes de
darse la vuelta te mira con cierta pena. Es la pena de que tu padre sabría cuándo podar
cada árbol y de que todo en tu casa se transparenta hasta desaparecer. No admites ser
compadecida. A partir de entonces, si hablas de Manuela, pronunciarás su nombre en
silencio, procurando que no viaje de ventana a ventana. Morirá el árbol. No volverás a
vaciar la tristeza.
Culebras
– SEGUNDO PREMIO –
Estaba regando los lirios de la plaza. Fue cuando el posadero alargó un papel
doblado; de tu hija. El propio Tomás, al verla confundida, le dijo que acudiese al Feliciano,
que él entendía de esas cosas. Preparándose para la visita, como no sabía a qué atenerse,
se vistió con el elegante vestido verde que conservaba de sus antiguos bailes. Aún le
quedaba decente, pensó en el espejo, alisándose los faldones acartonados. Recogió de las
ramas del jardín los frutos más hinchados. Dos duraznos, rebosantes de azúcar, y siete
limones. Por si acaso, recapacitando sobre los bártulos necesarios para el ritual, guardó
en la cesta de mimbre unos cordones amarillos, pertenecientes a los primeros zapatos de
Maira. Aunque deshilachados, pensó que igualmente servirían.
De camino su mente no quiso ahondar en los nervios, decidió quedarse encallada
en la mansa superficie. Chapotear en el desconocimiento. Lo que tenga que ser será se
dijo con sequedad, y se aferró con fuerza al bastón mientras subía los peldaños del porche.
La miró de arriba abajo, con un gesto de tibieza. Ella ofreció el papel, todavía
doblado, y le explicó que se lo había entregado Tomás, el posadero, diciendo: de tu hija.
Feliciano pareció entender. Ojeó el desgastado atuendo, la cesta sostenida por la anciana.
- Sí, parece una carta. Pasa y la leemos. ¿Y todo esto?
- La fruta, por las molestias. Los cordones son de Maira, por si los necesitas.
También traje velas.
Una sonrisa se esbozó en el rostro del abogado; eso la tranquilizó. Se sentaron
en la cocina. Salía de un caldero el inconfundible olor a sopa de gallina. Feliciano
extendió el papel y se quedó observando el contenido, en silencio, reconcentrado, como
si estuviera solo. Ella tragó saliva, observó la estancia, pensó que a los caldos de gallina
les va estupendamente bien las hojas de clavo, machacadas, junto a un diente de ajo. El
diente siempre entero. Feliciano apareció tras la carta, la dejó sobre la mesa. Ella suspiró,
expectante. Estuvo un rato ensimismado, con la mirada en el óxido de las herramientas
apiladas. Empezó por el principio. Que esas marcas contaban cosas. Cosas sobre Maira.
Que ella lo tenía que creer, aunque desconfiara. Alzó el folio, levemente arrugado, y se lo
enseñó. No distinguía nada. Garabatos. Pequeñas culebras negras. Tu hija sabe escribir,
debes estar orgullosa. Asintió con la cabeza y, obedeciendo, se sintió orgullosa.
Línea por línea fue transmitiendo el mensaje. Traduciendo, mejor dicho, porque
no le parecía adecuado el contenido literal de la carta. Que una hija hubiese muerto en
una celda mísera, arrestada por numerosos hurtos, no era justificación suficiente para
que la alcaldía de aquella prisión mandase relatado el fallecimiento a la madre. O tal vez
sí; pero a él no le parecía adecuado.
- Te manda muchos abrazos, dice que está muy lejos, en una tierra donde nunca
hiela...
- ¿Y tiene marido?
- ...que está trabajando como costurera, que es muy feliz.
- ¿Pero tiene marido?
- Sí. Un miembro honorable del ejército. Que están muy enamorados.
- ¡Será posible! Dile que lo cuide mucho, que no lo pierda, que la conozco.
- Petra, no puedo hablar con ella.
- Ah... ¿Y tiene hijos?
- Eh, sí. Tres. Preciosos. Dos niños fuertes y una niña muy linda.
- ¿Y cómo se llaman?
- La niña como tú, Petra. Los otros... Felipe y Esteban. Toma, usa mi pañuelo.
- Mi Maira... qué alegría tan grande... ¿Me oyes? Te extraño mucho.
- Petra, es una carta. Y deja ya de estrujar esos hilachos.
La mirada se humedeció con lágrimas de ventura. Feliciano había vuelto los ojos a
la herrumbre, dejándola intimidad. Su conciencia batallaba contra sí mismo. Petra volvió
a casa con la cesta vacía de fruta, con los cordoncitos anudados y el papel bien doblado.
La plenitud la pellizcaba el espíritu, una paz agotadora que la hacía más y más liviana.
Por el camino tomó la feliz determinación de aprender a leer. Descifrar los garabatos. Así
se comunicaría con Maira. Le contaría cosas, todo lo que nunca pudo enseñarla. Que al
caldo de gallina le iba muy bien el clavo, por ejemplo. Puras ilusiones, pues notaba una
transparencia aumentando. Por eso aquella noche se durmió con el vestido verde sin
quitar, abrazada a la carta. Con un suave cosquilleo, las culebras negras se le introdujeron
por todo el cuerpo.
Los calcetines
– TERCER PREMIO –
Aquella noche era igual que las anteriores y, con plena seguridad, sería parecidísima
a la del día siguiente. Todo seguía su orden. Meriendas, deberes, duchas, cenas y a la
cama. Así era y así debía ser si quería que su familia fuera tal y como Dios manda. Bien
sabía ella que el matrimonio es lo más sagrado y que con las cosas del Señor no se juega.
Como cada noche, a esas horas, el silencio reinaba ya en su cocina. Solo quedaba ella
levantada, todos los demás se habían retirado, incluso su marido. Los cacharros fregados
escurrían en la platera. Antes de apagar la luz, a Charo le gustaba entretenerse mientras
recogía la ropa seca de las cuerdas del patio de vecinos. Lo de planchar, al cesto; lo de
doblar, al sillón del salón donde se iba a sentar un rato. Charo aprovechaba antes de
acostarse para descansar sus huesos después de todo el día de andar trajinado por la
casa, acarreando el carro desde el mercado o amagando el lomo mientras planchaba las
camisas de su marido.
Podría doblar los calcetines con los ojos cerrados y ni aun así los desemparejaría.
Veinte años siendo el alma y la conciencia de su familia le permitían ver sin mirar, escuchar
sin oír, saber sin preguntar y llorar sin gemir. Veinte años son siete mil trescientos días,
más de cinco mil noches mal dormidas, mil doscientas misas de precepto, cinco hijos y
ningún orgasmo, por la gracia de Dios.
Cada noche seguía el mismo ritual. Colocaba a su lado la montaña de calcetines
recogidos del tendedero. Con parsimonia hacía su labor, pero siempre con esa templanza
del que sabe lo que hace. De uno en uno metía a fondo su mano hasta la punta y después
estirar bien desde el talón. Charo era una auténtica experta enrollando calcetines.
Cuando faltara, su familia la echaría de menos, aunque solo fuera en el preciso momento
de ir a calzarse por las mañanas. Cada tipo de calcetín requería su técnica, pero ella
con todos se empeñaba a conciencia siguiendo las enseñanzas de su confesor: «Es en
las pequeñas cosas donde encontramos y amamos a Dios». Por cada par doblado, una
jaculatoria ofrecida a la Santísima Virgen que tanto velaba por ella y los suyos. A un lado
los de deporte, al otro los del uniforme del colegio de los pequeños, aparte los ejecutivos
de su marido... Los pantis de Cris, la de diecisiete años, ya no los doblaba. Un día lo
decidió así. Y, junto con ellos, amontonaba también su ropa interior juvenil haciendo con
todo ello un ovillo. Después dejaba todo eso en el suelo del pasillo, delante de la puerta
de su hija mayor.
Le gusta doblar calcetines al tiempo que veía la tele. Puso el telediario del Canal
Internacional de 24 horas. En ese momento, y como cada noche, comenzaron suavemente
los golpes en la pared contigua del salón. Era la el tabique del dormitorio de la mayor, su
Cris. Ese día, el ritmo del crujir chirriante del somier inexplicablemente fue en aumento.
Impulsivamente, Charo cogió el mando de la tele, subió el volumen lo bastante como
para solo escuchar al locutor. Entonces comenzó el ritual emparejando los calcetines. Un
par doblado. Y siseó entre dientes: Ave María Purísima. Otro par: Cristo ten piedad... así
hasta completar la letanía. La fila de calcetines la fue organizando perfectamente sobre la
bandeja de mimbre de la colada. Todos, excepto los pantis y la ropa interior de su Cris.
Hizo un hatillo con todo y lo colocó aparte sin que tocara el resto de la colada familiar.
El telediario nocturno terminó. Charo apagó la televisión y la luz. Aún se oían
susurros al otro lado de la pared. Para ser invisible, se descalzó intentando no hacer
ruido por el pasillo. Lentamente se metió en su cama que aún estaba vacía. Las sábanas
frías le rozaron. Instintivamente se tocó el vientre y sintió el sosiego de los últimos cuatro
años que habían pasado desde el último embarazo. Para la menopausia no debía de
quedarle ya mucho, entonces ya podría dormir tranquila todas las noches. El cansancio
le hizo entornar los párpados, pero los cuchicheos seguían y le resonaban como un eco
manteniéndola despierta. Nerviosa, revolvió en el cajón de la mesilla y cogió el rosario:
-Jueves, misterios Gozosos. Primer misterio, la anunciación del ángel a nuestra
Señora.
Charo se persignó y cerró los ojos. Le vinieron a la cabeza los consejos con los que
tantas veces le reconfortaba don Anastasio en el confesionario: «Hija mía, Dios pone las
pruebas más difíciles a los escogidos. Ten fe y confía. Y, sobre todo, que lo que Dios ha
unido, no lo separe el hombre».
En la oscuridad y al tacto, juntó sus dedos mientras apretaba las desgastadas
cuentas del rosario. El mantra de las avemarías, poco a poco, le fue consolando hasta
encontrar su paz interior. Resignación cristiana para acallar su dignidad humana. Lo
importante es que ella sabía comportarse como una esposa buena y comprensiva con las
debilidades de su marido. Si esa era la voluntad del Señor, quién era ella para desafiarle.
Ultimátum: cena
De María Sergia Martín González
Abuela lo dejó claro: o cenábamos juntos o «se moría y nos jodía las putas
navidades». Yo fui el primero que vio su whatsapp. Tenía palabrotas maravillosas por lo
que corrí a leérselo a papá. Deseaba que sucediese cualquier eventualidad cósmica para
conseguir reunirme con mis primos, a los que no veía desde hacía un año. Papá me soltó
dos collejas. Una, por repetir los tacos de abuela y otra, por coger el móvil sin permiso.
Carol, su nueva novia, le llamó cromañón. Es una mujer encantadora, mucho más joven
que papá y mi profesora favorita.
Aunque el mensaje de abuela era contundente, papá intentó hacerla cambiar de
opinión. Que si las autoridades recomendaban no reunirse. Ella ya lo sabía porque los
«putos telediarios» no hablaban de otra cosa. Que habría que mantener distancia social
entre comensales. «Como cada año desde que murió abuelo, que parece que tu hermano y
tú os repeléis». Que pasaría frío con las ventanas abiertas. «Me dejaré el pijama puesto»...
Ningún argumento pudo convencerla. Además, ella había comprado una docena de test
antigénicos para que nos sintiéramos más seguros.
Papá se quedó bloqueado al saber que debería compartir mantel con tío Pepe, su
gemelo, y tía Olga, su esposa. Y, por supuesto, con mis primos, Pepo y Kumiko. Pepo era
además mi mejor amigo y Kumiko, la niña de ojos rasgados más bonita del universo.
Para mí supuso que el sol comenzase a abrir los cortinones de mi oscura existencia.
Tras la discusión de nuestros padres no había vuelto a ver a mis primos. Aquella
noche acababa de preguntar a Kumiko si quería ser mi novia. No pudo responderme
porque, antes del segundo plato, papá y tío Pepe ya se levantaban la voz. Primero, por
algo relacionado con la adopción de mi prima y después, por un libro antiguo de abuelo
que ambos querían. Nos marchamos sin terminar de cenar y sin conocer la respuesta de
Kumiko.
Un año con dudas en el amor consigue que el corazón lata un poco más lento.
No es por llevar mascarilla o por haber cogido peso durante el confinamiento, como
decía papá. La incertidumbre logra que mueras un ratito cada día. Eso fue lo que dije a
la abuela a la salida del cole cuando me preguntó qué demonios me pasaba. Se lo conté
todo. Entre lágrimas que terminaron empapando el bocadillo de Nocilla que trajo para
merendar.
Después de hacernos los test y comprobar que éramos negativos nos sentamos a
la mesa. Había nueve platos. Pensamos que uno sería in memoriam del difunto abuelo.
Abuela estaba preciosa, con un vestido de lentejuelas y la cremallera a medio subir
por el pijama que llevaba debajo. La tensión entre papá y tío Pepe era tan espesa que
nos comprimía. Ambos permanecían callados, pelando langostinos. Carol y tía Olga
comenzaron a hablar de Historia, como cada vez que se juntaban. Pepo me guiñó un
ojo y me dio una patada bien fuerte por debajo de la mesa. Como cada año, se la devolví
multiplicada por diez. Nos gustaba dejarnos un buen morado en las espinillas para
recordarnos durante las semanas siguientes. Kumiko había crecido mucho. En altura me
sacaba dos cabezas y sus formas femeninas comenzaban a insinuarse bajo la blusa. Sus
padres ya le dejaban pintarse los labios y tener móvil. Cuando me miró, me ruboricé. No
podía estar más feliz.
Nos interrumpió el timbre de la puerta. Abuela se sacó el pijama y acudió a abrir.
Un señor trajeado apareció con algo entre las manos. «Soy negativo, querida», dijo a
abuela mientras le propinaba un beso tan cinematográfico como el que yo soñaba dar
algún día a Kumiko. Era Juan, el novio de abuela, el comensal número nueve, con el
que pensaba pasar el resto de vida que les permitiera «la puta pandemia y el jodido
coronavirus». Todos reímos su ocurrencia. Hasta papá y tío Pepe. Por primera vez les vi
mirarse a la cara, sonreír y emocionarse a la vez, como reflejos del mismo espejo.
Al terminar la cena, abuela entró en su habitación y salió con dos paquetes. Uno
para papá y otro para tío Pepe. Papá abrió el suyo primero. «De la Mancha» ponía en la tapa
de su libro. «Don Quijote», decía la del tío Pepe. Abuela había partido salomónicamente
el libro de la discordia en dos mitades para compartir el tesoro del abuelo entre sus hijos.
Juan era encuadernador y fue en su taller, cuando ella encargó cercenar el libro, donde se
conocieron y enamoraron.
Papá se puso en pie y pisó todo lo fuerte que pudo el dedo gordo de tío Pepe. Este,
con gesto de dolor, procedió igual pisoteando a papá. Ambos, con lágrimas en los ojos,
se abrazaron como habían hecho desde que eran críos. «Jodido estúpido», dijo papá.
«Maldito cabrón», respondió tío Pepe.
Kumiko me hizo un gesto para salir a la terraza. Antes de que pudiera repetir mi
pregunta sobre nuestro noviazgo, se me adelantó y me mostró emocionada la foto del
chico que le gustaba en su móvil. Dijo que guardara su secreto y me dio un beso en la
mejilla que me supo a respuesta y a desengaño.
Sentí ganas de apagar el planeta y llorarlo entero cuando dijo que siempre sería su
primo favorito.
La Charcutera
De Mariana Paola San José Mañanes
No vayas, le dijo la hermana mayor, pero ella no obedeció. Así que ahí va detrás de
su mamá. Mamá va al monte, lleva en el hombro una alforja y dentro las calabazas en las
que echará la leche de las vacas.
Mamá no tiene tiempo para detenerse a esperarla. Menos para ayudarla cuando
sus piernas aún de pichoncito le dicen que no será fácil continuar.
Ella llora cada vez que mamá desaparece de su vista.
Carreras y carreras, vamos nivelando.
Pero, de pronto una empinada que mamá pasa con un buen tranco a ella le implica
esfuerzo propio de un escalador del Himalaya.
Mami espérame, mami espérame, grita.
Grita, pero mami parece no escuchar, no se vuelve.
Pero no se rinde. Sabe que no puede detenerse. Pararse a llorar significa dar
ventaja al cuco que asomaría de entre los arbustos que le parecen gigantes, y de esa
maleza enrevesada, ovillo de víboras.
Y la vemos intentando trepar, calibrando, buscando aquí allá, el hueco más ajustado
a sus endebles garras. La vemos fijando sus manitas en piedras generosas, mientras con
su vientre tan de oruga se arrastra hacia arriba, dándose impulso con los pies que se han
empotrado entre rendijas.
Pero la infancia está plena de juego, de reposo, al diablo las penas. ¿Qué será eso
que los grandes llaman tiempo?
Y por un instante respira, corta el miedo, y sus ojos van posándose en cada detalle
guardado en las rugosidades de la tierra parda que acarician sus mejillas:
Piedrecitas, átomos brillantes, soles incontables, palitos que dibujan mundos
infinitos, paisajes poblados de arenillas que con apuro se entrecruzan: hormigas,
mosquitos, niguas, y tantos otros que no alcanza a poner nombre.
Parecen ser amigos, se siente acompañada. Se sumerge en el océano. Un consuelo.
Pero un tic tac de realidad le dice: ¡Tu mamá!
Y cual gusano verde medidor pega un salto. Llega a la cima. Ha vencido.
Mami espérame, mami espérame, grita.
Se echa otra vez a correr, correr...
y se alegra en silencio al tener ante sus ojos las flores de una falda que bailando le
dicen que ahí tiene a su mamá.
Y que la luna es de queso. Eso le dirá mami cuando esté de buenas.
Y entre cortas laderas otra empinada, y otra. Así hasta llegar al potrero.
Mientras mamá se acuclilla debajo de la panza enorme de la vaca y va dejando caer
lluvia espumosa sobre el cazo, ella ausculta, juguetea. Quisiera aprender a ordeñar, pero
teme que las vacas la revienten con sus pezuñas. Las ve tan grandes. Quisiera jugar con
el hijo de la vaca. Se ve tan de juguete, pero los ojos negros del animal la inmovilizan. Y
se limita a mirar de lejos.
Mamá va acabando los deberes sin decirle una palabra.
¿Qué te hizo enojar hoy, mamita?
La vuelta será leve. Ella sabe algo que mami con el peso de los años y el tedio de las
calabazas va olvidando. Y también su hermana.
Correr de bajada.
Qué encanto correr de bajada, aunque con cada caída vuelen los dientes de leche.
Qué importa un diente, si para eso está papá, el emisario fiel del ratoncito Pérez.
Ella no lo ha visto nunca, pero sabe que papi no miente:
Ratoncito Pérez vive en un palacio, debajo del batán de piedra, y come de la harina
que mami deja cada vez que muele maíz para tortillas.
Fractura
De Yesenia Serpa Navarro
Once años. La muerte de sus padres, su hermano, su abuela. Una violación. Ese
era el equipaje de Rebeca Ariza cuando se marchó con la infancia mutilada y un dolor
enquistado en el alma que, con los años, se extendería como un cáncer hasta hacer
metástasis en su memoria. Sobrevivió al ataque de su pueblo, pero no pudo escapar de
las zarpas de aquel hombre que la recibió como un trofeo arrebatándole lo último que le
quedaba: la inocencia.
“¡Qué potranca más arisca!” fueron las palabras del jefe guerrillero cuando Rebeca
Ariza se quedó con su piel entre las uñas, en un intento fallecido por defenderse. Lo marcó
con la furia de un animal salvaje en el lado del corazón con cinco líneas que lloraban
sangre, al tiempo que su virginidad la abandonaba escurriéndose por la entrepierna.
Después de usarla, ordenó que la llevaran con el resto de los prisioneros. Allí se
encontró con mujeres, jóvenes, niños y otras crías que habían sufrido su misma suerte.
Ese era el botín: las mujeres para el disfrute personal y la servidumbre; los niños, con
la conciencia interrumpida, para el adiestramiento, y las chiquillas, el recipiente en el
que se mezclaban la satisfacción del instinto y los ideales subversivos. Entre la agónica
desesperación de sus vecinos y los aullidos de los guerrilleros, contempló cómo la
dentellada de las llamas devoraba el que había sido su hogar durante años y su infierno en
unos minutos. Sabía sobre las incursiones de la guerrilla y los paramilitares en los pueblos
cercanos a las montañas y la selva, pero nunca imaginó que algo así podría ocurrir en La
Esperanza, un nombre que a partir de ese momento sería sinónimo de desdicha.
Con el gris elevándose hasta el cielo, ese que antecede a las tormentas, Rebeca
Ariza se despidió de la niña que jugaba a las escondidas entre cañaverales y libélulas. La
vio descalza con el vestido blanco de petunias amarillas que la Nona le había regalado
por su cumpleaños. La vio feliz, saltando entre los charcos después de un aguacero. La
vio acompañada de sus padres y del pequeño Juan, su hermano, quien desde los brazos
de la Nona le decía “adiós Beca”. Entonces lloró. Lloró por sus muertos, por su pueblo. Y
por ella. A solas, dentro de sí misma.
La polvareda que dejaban los camiones donde eran transportados desdibujó
el camino y cubrió los campos, como la niebla turbia en un amanecer sin prisas. Esa
fue la última imagen en la infancia de su mirada en la que parecía que el diablo había
ascendido desde su reino y escupido polvo sobre la tierra. Un diablo que los arrastraba
a las tinieblas del secuestro y los entregaba como carnada a la boca del olvido. Lloró y
se aferró aún más al brazo de la desconocida. La caravana atravesó los cañaverales y se
incorporó a la carretera. Desde allí, por una trocha, se internaron en la sierra para evitar
al ejército, pero, justo cuando estaban a punto de cruzar la frontera, el ronquido de una
ametralladora impidió el paso del todoterreno que les dirigía. En cuestión de segundos, el
fuego cruzado ahogó el silencio. Los jefes guerrilleros, al ser los últimos, lograron escapar
tras el sacrificio de los subalternos. Aquello fue una masacre de piel entre amasijos de
acero y hierro. Entre las leyes de unos y los ideales de otros. Y en medio, los civiles.
Víctimas colaterales en la lucha por el poder, aunque poco le importe a la historia.
Han pasado veinte años desde que el Gobierno iniciara “Exterminio”, una serie de
operaciones para doblegar a la guerrilla. Hoy, La Esperanza, uno de los tantos pueblos
devastados por la violencia, será el escenario de la primera mesa de negociación entre
los delegados del Estado y los líderes de las Fuerzas Independientes Renovadoras “FIR”.
Todo está controlado en las inmediaciones y en la frontera. Dentro de poco llegarán los
mediadores internacionales. No ha sido fácil regresar a este lugar. Aquí acabó mi vida
como civil y empezó el camino impuesto como guerrillera. Fui una de las pocas personas
que sobrevivió a la emboscada del ejército, pero no pude huir de mis captores. Aun así,
ayudé a unos cuantos a escabullirse en medio de la confusión del tiroteo. Entre ellos se
encontraba Rebeca, con el cabello largo enmarañado y un vestido de flores magulladas.
La recuerdo con el horror en la mirada y el miedo que me estrujaba el brazo. Una niña
rota, fracturada por una guerra que no le pertenecía.
La delegación zolana presidida por el ministro de Justicia y Paz llega hasta la
Alcaldía. Una comitiva de tres delegados y diez escoltas se ubica en sus respectivos
puestos, de acuerdo con el protocolo. Saul Díaz, exjefe militar de las FIR, ahora político y
portavoz, habla con los representantes del Gobierno cibano. Interrumpo la conversación
y lo saco de la oficina para informarle sobre una posible encerrona. A mi señal, uno de los
escoltas del ministro me sigue. En la sala contigua al despacho del alcalde, la arista de una
navaja corta el cuello de Díaz, mientras su dueña le susurra: “de parte de una potranca
muy arisca”.
El Arca
De María Soledad García Garrido
Ya habían pasado cuarenta días con sus cuarenta noches y seguíamos flotando a
la deriva. Aguzaste la vista para adivinar el recorte de la costa y te giraste decepcionado.
A mí también me dolía la barriga con ese sube y baja que arrastrábamos varios días.
Creíamos que después de la tormenta llegaría la calma, pero el arca seguía cabalgando
sobre olas desbocadas. Procurábamos que no se cruzaran nuestras miradas para no
sentirnos avergonzados. Nos estábamos comportando como extraños.
Intenté buscar palabras que nos sirvieran de bálsamo, pero, a esas alturas de
la travesía, ya estábamos heridos de muerte. Habían pasado de largo las ocasiones de
redimirnos. No deberíamos haber despreciado aquella isla al inicio del viaje. A nadie
le viene mal pisar tierra firme. Cuando se levantó la tempestad, trataste de construir
una escollera en medio del océano, detener, como un nuevo Moisés, las aguas furiosas
que amenazaban con tragarnos. ¡Qué ilusos fuimos luchando contra la fuerza del mar!
Recuerdo, no sé si tú también, que en ese momento hablamos de tabla de salvación,
esquivando los estertores de nuestra relación. Desconocíamos que el temporal no
remitiría aún, que la cresta del diluvio estaba por llegar.
Tratamos de salvaguardar, eso fueron los primeros días, nuestras posesiones,
aunque habría sido más sensato repartirlas antes de subir a bordo: tus gemelos de plata,
mis lentillas de colores, los zapatos de la boda, las dos alianzas, tus calcetines de rombos
y mis medias de seda, tus gafas graduadas, las manoplas de lana... Pero una ola salvaje
nos las fue arrebatando poco a poco hasta despojarnos de ellas. Por la borda se escaparon
también las ilusiones y el cariño. Salpicaban —parecía que el arca iba a zozobrar— los
reproches y desplantes.
Tuvimos días de calma. Pusimos en orden el barco, no había quien pisara sin
tropezar. Dimos de comer al caballo y la yegua, al gallo y la gallina, a los monos, los
perros, los tucanes... Todos esos animales a los que elegimos proteger y que fueron
testigos de nuestra posterior caída. Tomamos baños de espuma y luna. Navegábamos
obedeciendo a la brújula de los rescoldos de nuestro amor, atizando las brasas mientras
sosteníamos juntos la rosa de los vientos. Se sucedieron felices los días, remábamos
en la misma dirección. Pero de vez en cuando nos despertaba una punzada que nos
alertaba de que quienes surcábamos los mares sobre ese colchón de misteriosa dicha
solo interpretábamos a los personajes principales de una obra de teatro, cuando, en
realidad, únicamente éramos espectadores sentados en las butacas esperando el final de
la actuación.
Cuarenta días pueden ser una vida. Yo esperaba que siguiera brillando el arco
iris, que luciera el sol, pero regresó indefectible la lluvia. Había caído la maldición sobre
nosotros. Tuvimos que echar mano de los cubos. Si no nos espabilábamos achicando
agua, sería cuestión de horas que naufragáramos. Regresó la lluvia y regresaron las
recriminaciones, el tú más, el fue por tu culpa. A ratos, las olas engullían nuestros
gritos. A ratos, masticaban los silencios. Caímos exhaustos en la cubierta, que apestaba a
humedad y salitre. Los animales demandaban nuestra atención, pero bastante teníamos
con lamernos nuestras propias heridas.
Una noche creí ver la luz de un faro. Era una luz anaranjada que iba y venía,
que regaba con su haz la oscuridad. Sin recordar que estábamos enfadados, te la señalé.
Me abrazaste por la espalda en un acto reflejo. Tú tampoco recordabas en qué punto
nos encontrábamos. Después, como dos polos del mismo signo, salimos despedidos
a las esquinas opuestas del arca. No era estribor ni babor. No era proa ni popa. Solo
la línea más distante que se podía trazar en un área tan reducida. Habríamos podido
comportarnos como adversarios en un ring, con los guantes dispuestos para el combate,
pero nos sobrevino un cansancio extremo. Con ayuda de unas palas, impulsamos el arca.
Tuvimos que aunar nuestras fuerzas. Tal vez la misma luz del faro nos iluminó justo
cuando estábamos abocados a morir ahogados. Remamos sin cesar. La orilla estaba cerca.
El perfil de la playa, nítido por la luz de la luna, casi se podía tocar con las manos. En
pocos segundos, la embarcación encalló y desalojamos a los animales. ¡Cómo corrían!
Huían sin concedernos una última mirada, por parejas, tal y como habían subido. Tú te
lanzaste el primero y estiraste los brazos para ayudarme a bajar. Nuestras manos estaban
heladas, no sé si te diste cuenta de esa frialdad. Quizás por eso las soltamos, como si un
calambre nos hubiera sacudido.
Una ola agitó el arca y la marea la arrastró de nuevo hacia el mar. Observamos en
silencio cómo se hundía y desvanecía en el horizonte azul, casi negro. Echamos a andar
—¿dónde fue a parar la rosa de los vientos?— a lo largo de la costa, con los pies húmedos
por la arena. Iba detrás de ti, pero las olas borraban tus huellas. Cuando el sol despuntó,
hacía tiempo que había perdido tu rastro. Te había perdido.
Cazando monstruos
De Ana Guerrero Arjonilla
En su pupila se había quedado prendida esa mano salpicada por las manchas que
los años habían depositado en ella, y que dos segundos antes se aferraba a la vida de la
mano de su nieta. Esa mano de pergamino, suave y amorosa que desde niña trenzó sus
cabellos, cocinó ricas tartas de galletas y chocolate para ella y deshizo lágrimas amargas
con el poder titánico de sus caricias. Ahora esa mano había encontrado el descanso
merecido y Paula escapó de la UCI para robar una bocanada de aire en la terraza del
hospital. Entró con prisa en la sala donde se despojaban del EPI y de inmediato subió
hasta el exterior. Ya bajo el sol frío de diciembre, que llegó hasta ella difuminado tras la
cortina de lágrimas, deslizó la espalda por la pared hasta quedar sentada en el suelo donde
sus brazos rodearon a unas rodillas que dieron descanso a su frente. A su mente vinieron
muchas escenas de su infancia junto a esos abuelos que de un día para otro asumieron
el papel de padres cuando estos desaparecieron de su vida siendo muy pequeña. Paula
sentía que le había fallado a esa mujer que había dedicado sus días a que ella fuera feliz.
Todos esos años de estudios, que la habían convertido en una prometedora neumóloga,
no habían sido suficientes para que su abuela escapara de las garras de la Parca. Desde
que llegó a la UCI el día anterior, había permanecido cerca de ella. Tras atender a otros
pacientes COVID, regresaba, aunque fuera un minuto, junto a su cama para dejar en
su oído palabras de ánimo y cariño y una promesa. Luego apretaba sus manos para que
supiera que ella estaba allí y que no iba a permitir que nada malo le ocurriera. Pero le
había fallado, no había sido capaz de cumplir lo prometido.
—Te equivocas —le susurró una voz de mujer.
Paula levantó la cabeza sorprendida y miró a su alrededor buscando a alguna
compañera que hubiera seguido sus pasos. Pero ella estaba sola en esa terraza. Abajo, todo
el personal sanitario atendía con ritmo frenético a esos pacientes que se multiplicaban
a una velocidad inabordable. Paula sintió entonces una punzada de culpabilidad. Fue
consciente de que, mientras lloraba bajo ese cielo, abajo otras personas seguían luchando
por seguir aquí. Pero ella también necesitaba llorar su pérdida.
—Todo está bien ahora —volvió a oír esa voz, una voz llena de ternura.
Paula fue consciente entonces de que esa voz había nacido dentro de ella y al
levantar de nuevo la cabeza la vio. Estaba allí, a su lado, y sonreía. La terraza del hospital
había desaparecido y ambas estaban frente a frente rodeadas de una luminosidad
sonrosada. El frío de diciembre había cedido su sitio a una templanza agradable de tarde
de primavera. Paula sintió que una sensación reconfortante recorría su cuerpo, la presión
del llanto en su pecho se había desvanecido y en su lugar ahora solo había paz. Avanzó
dos pasos y se dejó arropar por esos dos brazos que permanecían abiertos ante ella. Sintió
que su abuela la llenaba de amor y tranquilidad. Sintió que ambos nacían en algún lugar
muy profundo dentro de ella porque ese abrazo curativo no era físico; su abuela estaba
abrazando su alma. Y sintió entonces la necesidad de separarse para mirarla y cerciorarse
de que aquello era real, que su abuela había regresado junto a ella. Se sorprendió de ver su
cutis radiante que sonreía con gesto sereno. Su abuela entonces hizo que girara la cabeza
hacia la derecha donde Paula encontró un hermoso regalo: junto a ella sonreían también
sus padres, sus otros tres abuelos y otras personas que, aun sin ella conocerlas, le estaban
enviando amor. Y sintió brotar en su corazón las voces armónicas de esos seres de luz
que se habían reunido en torno a ella. Le daban las gracias por su vocación de ayuda a
los demás, por una vida de lucha, por tantos años conquistando conocimientos ahora
tan necesarios, por su humanidad y su trato amable y cercano que llevaba cariño a todas
esas gentes que, solas en una cama, peleaban por llevar un poco de aire a sus alvéolos
agotados. Y Paula sintió nacer en ella el sosiego, sintió que, después de todo, su promesa
sí iba a poder cumplirla cada vez que lograra salvar una vida, aunque no fuera la de su
abuela. Porque, por cada persona que ella consiguiera sacar adelante, habría muchos
nietos, hijas, hermanos, esposas, amigos... en los que haría nacer una nueva sonrisa tras
la angustia de la espera. Y sintió que todo había merecido la pena. Su dolor ahora la hacía
también más empática con el dolor ajeno y cada nuevo paciente se convertiría en esa
abuela por la que iba a luchar.
Giró de nuevo la cabeza para decirle a su abuela que lo había comprendido todo,
pero la anciana ya no estaba frente a ella. Se alejaba rodeada por todos esos seres queridos
y la luminosidad sonrosada los fue envolviendo hasta que desaparecieron.
En su pupila se había quedado una sonrisa llena de amor y en su corazón, una gran
palabra: GRACIAS. Y sintió que había llegado el momento de regresar abajo para vencer
a la Parca en otras lides.
Nudos
De Leyre Arrue Usoz
Una mujer de pie a tus espaldas te indica que mires hacia abajo y mantengas los
hombros rectos y las piernas descruzadas. No conoces su nombre pero le estás confiando
tu vida. Escuchas el sonido afilado y metálico de las tijeras y una sensación de desasosiego
te invade el estómago, se te dan mal las despedidas. Un mechón de pelo mojado cae sobre
el suelo inmaculado. En pocos minutos, se le unen decenas. Una escoba entra en escena
y tus mechones se abalanzan sobre unos rubios y largos y otros azabaches, cortos como
la uña de un bebé. Te preguntas si conversarán entre ellos, si desvelarán los secretos
inconfesables de sus dueños.
En esa misma posición podrías tener cinco años y en tus diminutas manos, un
cesto de mimbre repleto de horquillas, ganchos, gomas, cintas, diademas, pasadores.
Detrás de ti, tu madre, entregada al ejercicio diario de la doma, desenreda, tira y zarandea
hasta obtener las más altas cotas de satisfacción ante el pelo perfectamente estirado, para
a continuación separar mechones cual terrateniente parcelas de terreno y hacer brotar de
sus manos un sinfín de coletas, trenzas, kikis. El pelo suelto es el enemigo a batir. El pelo
en la cara, alta traición.
La desconocida te pide que levantes el mentón y te encuentras con tu reflejo.
Piensas: la mayor liberación de una mujer llega el día en que la dejan de peinar.
Una liberación, que dura el tiempo que tardas en tomarlo de nuevo como rehén.
Así, un día cualquiera, lo tocas, lo mueves, lo colocas y recolocas en un límite que tiende
a infinito. Luchas contra su comportamiento haciendo de un remolino tu adversario
más implacable. Lo examinas, lo inspeccionas. Escrutas las raíces en busca de vestigios
sebosos y analizas las puntas y su misteriosa inclinación por el spagat lateral. Compones
una suerte de moño con una pinza en casa pero en público utilizas un coqueto lápiz. Tu
muñeca vive permanentemente sitiada por una goma a la que confías tu supervivencia,
la necesitas para comer, correr y follar. Das cuenta del avance de tropas de canas en un
gran mapa mental y en secreto, coleccionas imágenes de melenas pelirrojas que anhelas
resignada.
Haces todas esas cosas y también lavas, hidratas, peinas, secas, defines, alisas y rizas
planeando meticulosamente estas actividades en función del resto de tu agenda. Una vez
a la semana te aplicas una mascarilla con la que te paseas convertida en esfinge y los días
de lluvia desesperas ante la ausencia de un futuro mejor: se impondrá la tiranía del tinte
y la obsesión por la densidad en la coronilla —que ahuecarás compulsivamente— hasta
pasar tus últimas noches coronada por enormes rulos color pastel.
Él, por su parte, es un amante caprichoso que además reclamará tu atención
en momentos inesperados. Navegará sigilosamente hasta adentrarse en tu boca, se
enganchará en una cremallera o en el asa de un bolso y adquirirá una verticalidad
electrizante al abrigo de un gorro. Sigilosamente, desertará y ejercerá su derecho de
reunión y asociación en una maraña informe y asquerosa que taponará tu desagüe.
Sin embargo, como todo ególatra, te seducirá para que no lo abandones. Te
presentará a extraños a los que besar en conciertos, permitirá que el salitre moldeé unas
ondas gráciles y arrebatadoras y bajo el mar, adquirirá una forma suave y ondulante
haciéndote de ti sirena, medusa, luchadora de Siam. Será amigo fiel escuchando antes
que nadie lo que consultes con la almohada y sobre una bici, te hará feliz porque la
velocidad es algo que se siente en el pelo.
Será, en definitiva, juguete, escudo y cruz. También tu relación más duradera y
en la que más tiempo y esfuerzo hayas invertido, con lo que no tendrás más opción que
plegarte irremediablemente a sus designios. Pero no ahora, no aquí. Hoy se va a imponer
tu voluntad en forma de alisado japonés y para ello, la desconocida enarbola un cepillo
en forma de neumático.
Consecuencia: abandonas la peluquería en estado de éxtasis. Tu pelo brilla, ondea,
hechiza, y tú lo amas con la fuerza de los mares y el ímpetu del viento.
Tus pasos alcanzan a tres adolescentes que lucen una melena hasta la cintura. Las
sigues fascinada. Haces un repaso mental y concluyes que nunca lo has llevado tan largo.
Y no será porque la cantidad de cortes no haya sido variada y colorida. Tampoco porque
no se te haya instado a alcanzar lo inalcanzable, innumerables artilugios en forma de
secadores, difusores y planchas darían buena fe. Pero ese abandono te resulta inaudito.
Sientes envidia, deseos violentos de pegarles un chicle. No sabéis nada de la vida. Y acto
seguido, atravesada por un rayo repentino de clarividencia, entiendes. Esas melenas,
indomables, salvajes, ajenas a toda violencia, lo están desafiando todo. Conforman un
espectáculo grandioso, el último acto de transgresión. Esas extrañas criaturas aman su
pelo tal como es. Y lo han entendido mucho antes que tú.
Sombrero de plata
De Jana Montesinos Sanz
Primer Premio
Ballenas de pecera (De Agustín García Aguado)
Segundo Premio
Por la España profunda (De Ramón Sánchez García)
Tercer Premio
La mujer que mató a Liberty Valance (De José Luis Castro Lombilla)
Finalistas
La diosa africana (De Laura Cabedo Cabo)
Casi siempre (De Nuria Pradilla Barrero)
Amén (De Ángeles del Blanco Tejerina)
La jaula abierta (De Joaquín Correa Barco)
El baile de la victoria (De Josefina Solano Maldonado)
Subir y bajar (De Gloria Fernández Sánchez)
La espera (De María Soledad García Garrido)
El viento (De Javier Vázquez Losada)
El discurso de la victoria (De Pedro Gascón Sanmartín)
Parto sin dolor (De Rosa María Fabuel De Mora)
Introducción de los miembros del jurado
Inés Fernández-Ordóñez, Carmen Posadas y Javier Moro
Contar historias forma parte de la actividad humana desde que adquirió la capacidad del
lenguaje. La creación de mundos imaginados nos reconcilia con la vida y nos conecta con
los demás. Relatar es una forma básica de compartir y comunicarse. No existe la literatura
sin lectores. Como lectora de estos relatos, he podido constatar que son tan variados como
los individuos que los escriben. La preocupación por la relegación de la mujer y la denuncia
de las injusticias a las que se ve sometida están presentes en la mayoría, pero a mí me
han interesado sobre todo los que, además, revelan originalidad y destreza en la factura
literaria.
Inés Fernández-Ordóñez
Carmen Posadas
Sorprende la variedad de estilos -que van de la poesía en prosa al relato de intriga- en los
que se adivina el tipo de escritor que un día querrán ser. Sorprende la calidad de los que
se han presentado este año y sorprende que los tres ganadores sean textos sobre mujeres
-pero escritos por hombres. Eso nos dice mucho sobre el final de la cultura del machismo
y el formidable cambio de mentalidad que se ha operado en España en los últimos años.
Aparte de su calidad literaria, es la nota positiva con la que me quedo. Otra es la variedad
de los temas abordados porque en la literatura cabe todo, es un fiel reflejo de la vida.
Javier Moro
Ballenas de pecera
– PRIMER PREMIO –
Si fuera como las otras, ya estaría criando malvas desde hace mucho tiempo, pero
soy como soy y, a veces, ser significa no estar en ningún sitio y estar a su vez en todas
partes. Bueno, yo me entiendo con mi filosofía de baratillo, y con eso me basta. Algunos,
mostrando ignorancia y mala baba, me conocen por el sobrenombre de la Ballena del
Tajo. Qué sabrán ellos de ríos y de cetáceos. No me conocen. Vienen a mí como moscas
de la fruta, envenenados por una curiosidad malsana, pero salen trasquilados cuando
improviso alguno de mis monólogos más mordaces. Creerán que, por ser mujer rotunda
y mantecosa, 142 kilos en canal según pesaje con báscula industrial, soy también tonta
y clueca como una gallina de bestiario. Poco saben de mí, y lo que no saben lo inventan.
Desconocen que por las noches luzco vestidos ajustados, embellezco mi rostro con
polvos de arroz y bailo la polca con un príncipe austrohúngaro a orillas de un palacio
en el Danubio. Cuando despierto, bien es verdad, mi noble amante me ha dejado con
los sayones igual que corderitos triscando entre sábanas revueltas, y madre me atiza con
el escobón para ir por agua a la fuente del caño. Pero soy dama de recursos y, cuando
levanto entre mis brazos la tinaja, camino de la fuente, levito como hada pizpireta y
sueño con el último beso de la noche. Las mozas del pueblo me señalan y me regalan
risas cariadas para angostarme el camino, y hasta los braceros de las fincas se colocan
piedras en el pecho para imitarme, y me gritan Pechugona. Mis lágrimas no saben a
nada. Son líquida materia que termina por desembocar en el caudal del río, y esa certeza
es la mejor aliada para no morir de tristeza. Cuando regreso a casa, la paz se instala en
los zaguanes, y yo me baño entre espumas como una náyade impaciente por volver a su
reino de corales.
Tuve un único amor verdadero, y eso es decir mucho. Hace dos años apareció
por la aldea un maestro con bigote y entorchado de poeta, que aderezó mis soledades
con cierta galantería clásica. Era bisojo y versificador a tiempo parcial, y hasta declarado
republicano. En su frente pude leer las palabras más hermosas pero, antes de entregarme
su alma y un soneto de amor en alejandrinos, salió corriendo como alma que lleva el
diablo. Según dijeron las malas lenguas, una enfermedad venérea contraída en la casa de
una viuda tronada, pero estoy convencida de que su desaparición tuvo más que ver con
el carácter diabólico de don José, nuestro alcalde y regidor de costumbres. Nunca me he
sentido tan amada. Su deseo por mí, y ahora lo sé con certeza, nada tenía que ver con mi
imagen de ballena terrenal vestida para una romería. Éramos almas gemelas, y el destino
jugó magistralmente su partida con nosotros. Desde el día en que se fue comenzaron a
agolparse caballeros andantes en el almiar del corral, y mi única medicina fue la lectura
de novelas románticas. Las gordas, requetegordas, cuando nos sumergimos en reinos
de prodigio, olvidamos nuestra naturaleza y nos vestimos con hopalandas y brocados
para sentirnos queridas. El mundo, entonces, nos acoge como viajeras provisionales con
pasaje de primera, y no hay nada que pueda entristecernos hasta el punto de hacernos
perder la sonrisa.
Hoy ha venido lord Salsbury con un ramo de rosas blancas y, tonta de mí, me he
ruborizado y he comenzado a balbucear como una beata en una reunión de cortesanas.
Sé que bebe los vientos por mí, desde el día en que nos conocimos, una tarde calurosa en
que mis sueños se velaban perezosamente como películas en blanco y negro. Me vencía el
sopor, me dolía la barriga porque acababa de visitarme La Dama de Rojo y toda mi vida
era un drama sin bajada de telón y sin aplauso final. La novela que compré donde la Julia
se había desplegado con aburrida batería de imágenes: un castillo en el norte de Gales
y mucha tierra verde, en fin, el aburrimiento me estaba venciendo mortalmente cuando
apareció de la nada, en el capítulo tres, un joven aristócrata con chistera clásica y mirada
limpia. Nos enamoramos como idiotas, con los ojos, con las manos, con exclusividad
de dioses liberados de alguna antigua culpa. Nos internamos en el bosque umbrío del
deseo, como niños que se buscaran entre secretos valladares, y al clarear el día, sus labios
sellaron nuestro amor, como en las historias que veía de niña, con el corazón encogido,
en el cine de verano. Nadie puede hacerle daño a una heroína que ha saltado sobre fosos
y adarves de castillos, y burlado la maldad de mil bribones, nadie. Eso me digo todas las
noches cuando me recuerdo que la vida es como una mariposa con las alas extendidas,
hermosa y pequeña y de vuelo corto. Por eso le espero la primavera que viene. Me ha
prometido rescatarme de mi matacán con escalas y bombardas. Yo aguardaré ese día
con paciencia bíblica, sabiendo que sus besos tenderán puentes de plata. Las otras, que
se rían cuanto quieran. No conocen el poder milagroso de las ballenas cuando nadan a
contracorriente.
Por la España profunda
– SEGUNDO PREMIO –
Me despertaban los ecos deformes de las escopetas en el valle. El amo y su hijo, los
membrudos perros y los capataces salían de caza temprano. La bruma bajaba como una
caricia fría desde el pezón de las montañas. Otra madrugada más profanada por el miedo
y el maldito temblor de todas las cosas que buscaban su lugar en el mundo.
Mi madre me recogía el pelo, era la única manera de domarlo porque las mulatas
llevamos en la sangre algo indómito que nació para vivir desnudo en las selvas de África,
donde rugen las panteras negras y estallan en mil colores las cataratas de los ríos.
–Así, bien apretado –musitaba vendando mi pecho con una banda ancha de lino
para que no se me notasen los senos. No había fiesta para nosotras. Mujeres y niños
poseíamos las manos necesarias para el delicado trabajo en los campos de algodón.
Éramos soldados de un ejército depauperado, entre canciones de esclavos, suaves y
blancas como las flores en recolección.
Cuando el sol derretía los árboles, los cascos de los caballos incendiaban de
polvo los caminos hacia la hacienda. Casi puedo oler la sangre de las palomas atadas
a los cintos. Sus cuerpos calientes y blandos con las alas abiertas que apuntaban a la
tierra. Teníamos orden de saludar el paso de los amos triunfantes, deseosos de un buen
almuerzo. Después, los niños acudíamos a beber agua en una mesa larga dispuesta frente
al establo. No por caridad, sino para que no nos matase esa sed de garganta llena de
abejas que siempre teníamos. Los señores gustaban de observarnos desde sus butacas
con los carrillos repletos y los puros encendidos. A veces nos lanzaban frutas, que
producían verdaderos escarceos de pelea entre los chicos más altos. El señorito, un joven
lechoso y pelirrojo, contento de vino, nos agitaba con esa risa de agujas que tienen los
locos, lanzando al aire algunas manzanas y reventándolas de un tiro. Hasta jugábamos
con la escopeta de perdigones que los chicos tomaban de modo lamentable sintiéndose
importantes. Emitían ruido con la boca, pum, pum, y yo reía, en aquel tiempo reía mucho
y mi corazón se aceleraba, hasta que miraba los campos donde las mujeres eran bailarinas
en una danza grotesca bajo el oro de un sol que agostaba el aire. Entonces sentía en lo más
profundo un ahogo, una punzada de culpa, y mi sonrisa se borraba sin remedio.
Una tarde el señorito me obligó a empuñar la escopeta. Su cuerpo hirviente y los
barrotes de sus brazos me abarcaron desde atrás y palparon aquella carne volcánica de
mis pechos. –Fíjate como se hace –susurró en mi oído. En sus manos poderosas el arma
desvalida se disparaba con el menor roce. Yo sentía que iba a cometer un delito, fallaba y
los capataces, los niños, los árboles, reían de una manera histérica y contagiosa, mientras
mi espíritu penaba por la destrucción de algo insustituible: mi dignidad.
Aprendí a disparar con los ojos cerrados. Pensaba en mi madre y sus noches
de luna, cuando volvía como una estatua aureolada a nuestro catre y rezaba a su diosa
Ochún*. Después lloraba sin emitir ningún sonido, como si su llanto fuera el reguero de
los sueños de un sordo. Había marcas viejas en su espalda, las sentía en mi piel que no
era tan negra como la de aquellas mujeres, recordaba los destellos verde-azulados de mis
ojos, iguales a los del anciano amo. Me dolían los pechos punzantes cual ortigas, mi sexo
que sangraba sin herida.
Las manzanas comenzaron a estallar en el aire, enloquecidas, ante el alborozo de
todos, que no daban crédito a una niña-mujer con tal puntería.
–¡Otra! ¡Otra!–. El señorito se enviciaba y me las mandaba bien alto con su fuerza
maldita.
Fue un mediodía de julio. Las porteadoras se fueron congregando alrededor. Mi
madre tenía la cara descompuesta y la mirada triste. Yo había soltado la pantera negra de
mi pelo. Bajaba por mis hombros estallando en mil colores igual que las cascadas de los
ríos en África. Me había quitado el vestido y el vendaje de mis magníficos pechos. Era la
diosa Ochún, desnuda y adorada por su pueblo.
–¡Suéltalas! –gritó el señorito al capataz que portaba una jaula. Su rostro armiñado
sudaba encendido por esa excitación que le producía el escarnio de la belleza.
–¡Mátalas, niña! ¡Vamos, dispara! –ladró el anciano amo con los puños en alto. Un
par de palomas blancas surcaron en bucles el cielo.
Ante la sorpresa de todos reventé de dos disparos certeros el corazón podrido de
mi padre y el de mi hermano pelirrojo. De los capataces se encargaron las mujeres, que
golpeaban por sus hijos, por sus muertos, por tantos recuerdos perdidos en la hégira de
los siglos. Escapamos a los montes, pronto nos llamaron “cimarrones”, y algunos, solo
algunos, conseguimos ver un día abolida la esclavitud.
Jamás olvidaré el vuelo de algodón de aquellas dos palomas que marcharon lejos
con mi inocencia perdida. Hacía la libertad, diciendo adiós con las alas.
Casi todos los lunes, al volver a casa, me cruzo con un hombre en las escaleras de la
estación de metro. Él baja los escalones despacio. Yo salgo con paso apresurado, intentando
alcanzar cuanto antes la tremulante claridad que le queda al día. Nunca me he fijado en su
rostro, pero su figura es alargada, negra, con algunos detalles en gris.
Casi todos los martes recojo muy rápido mis cosas para salir la primera de la oficina
y no tener que coincidir con nadie en el ascensor, ni en la puerta del edificio, donde una
especie de entumecimiento parece ralentizar nuestros movimientos con conversaciones
vanas y espesas que nos envuelven y nos impiden partir, como si el edificio nos quisiera
retener todavía unos minutos más a su merced, robarnos algo más de nuestro tiempo.
Cuando llego a la boca del metro me detengo para que me esquiven a mí esos cuerpos,
mientras miro hacia el cielo por encima del logotipo romboide y observo, entre dos edificios,
el círculo luminoso, ya anaranjado, que todavía no se ha ocultado del horizonte.
Casi todos los miércoles, al volver a mi mesa después de la hora de la comida, veo a ese
hombre encaramado a un andamio. Limpia los cristales espejados del edificio de enfrente.
Cuando me siento está siempre pasando ese artilugio a la hilera de ventanas que están justo
a nuestra altura y el azogue resplandece más que nunca, ocultando la vida que allí dentro
pudiera existir y reflejando la esfera luminosa que destella todavía potente. Siempre hay
alguien de la oficina que despliega la cortina de lamas, pero el resplandor todavía permanece
visible, y redondo, si uno lo quiere ver.
Casi todos los jueves, a la hora del café, alguien habla de sus planes para el fin de
semana. De espaldas a la máquina de vending dos comerciales compiten, casi quitándose
la palabra, en una especie de lucha sobre la originalidad de sus aficiones. En esas ocasiones
se ve que la jefa de ventas sufre al no poder introducir ni una palabra en ese hilo verbal
que avanza en un continuo, sin dejar ni una oquedad en la que incluir ni tan siquiera un
“pues yo” o un “pues a mí” Mientras, tras sus cabezas, yo puedo ver pasar la forma pequeña,
silenciosa y brillante de un avión que cruza la claridad del día, rumbo al ocaso.
Casi todos los viernes tengo dolores lumbares. Los noto justo cuando me
siento frente a mi mesa y aprovecho esos primeros momentos de suspiros, de bolsos
colgándose lánguidos en los percheros, de chaquetas –todavía ligeras–, abrigando sillas
provisionalmente vacías, para llamar a mi madre. Mientras oigo su quejumbrosa voz
soy consciente de la presión de mis vértebras, entonces me levanto con el auricular en
la mano, e intento dar algunos pasos alrededor de la mesa para aliviarme. Y en ese ir y
venir es cuando me suelo fijar en el triángulo de luz que ilumina la oreja de la encargada
de proyecto que está sentada junto a la ventana, y entonces ya no puedo escuchar a mi
madre y también me olvido de las punzadas, porque me quedo hipnotizada viendo la fina
pelusilla de melocotón que envuelve la piel de su oreja, casi transparente, como si fuera
de goma naranja, como si no le perteneciera.
Casi todos los sábados veo a esa mujer. Es muy delgada, y camina con su punto
de gravedad ligeramente ladeado hacia la izquierda. La veo cuando cruza la calle, con
su vestido de pequeñas flores de colores, su larga coleta blanca y su andar lento y tenaz.
Siempre me sonríe cuando nos cruzamos en el trayecto a la panadería, siempre me hace
girar la cabeza cuando la sobrepaso para poder ver la cadencia de su peligroso avance
entre una acera y otra, y, cuando lo hago, tengo que poner mi mano como lo hace ella, en
forma de visera, para evitar el deslumbre de los rayos del sol.
Casi todos los domingos, mientras desayuno en el balcón, las voces impostadas
de la radio del vecino se me cuelan en el café con leche y provocan pequeños maremotos
en la superficie brillante borrando las sombras diminutas de las hojas de la acacia que
parapetan los rayos del sol. Pero siempre levanto la vista en ese momento, justo para
poder ver el estruendo de luz que despide la farola de aluminio al ser alcanzada por el
primer rayo de luz que sobrepasa el edificio de enfrente.
Casi todos los días, cuando amanece, estoy tendida en la cama y puedo ver sobre
mí las cuerdas del primer sol tensadas en diagonal desde los orificios de las persianas.
Entonces me quedo inmóvil y en silencio y cuando casi están a punto de rozar mi mano
muevo mis dedos y las rasgueo suavemente, dispersando por toda la habitación las
partículas luminosas que ya liberadas comenzarán a propagar su melodía.
Amén
De Ángeles del Blanco Tejerina
Me llamo Martes por ser el día en que nací, o eso alegó mi padre al inscribirme en
el registro, aunque pronto cambió esa versión por la de que Martes era el acrónimo de
María Teresa, dejando a los oyentes boquiabiertos, preguntándose qué era un acrónimo.
María Teresa era mi madre, a la que redujo el nombre y los sueños, estudiante de arte que
cometió el error de cerrar los libros cuando abrió las piernas, un ser mágico, atemporal,
que me enseñó a volar dentro de cualquier jaula.
A mamá se le nubló la mente en mi octavo mes de gestación. Estaba calibrando el
tamaño de su vientre ante el espejo, cuando el azogue devolvió la imagen de otra mujer,
embarazada como ella, pero con el pelo tan rojizo como el marco de bronce. Arrojó el
cristal y el juicio contra el suelo y nunca más se reparó, ni lo uno ni lo otro, pero ella
siguió volando por el hueco, cepillando el cabello, delineando labios y ojos con absoluta
precisión, como si realmente se viera reflejada. Desde ese día, mamá rescató a las mujeres
pelirrojas de sus libros de arte, colgó láminas en las paredes e imitó poses, vestimentas y
peinados. Rigurosa como una gimnasta olímpica, ensayaba ante el supuesto espejo, subía
mentón, giraba cuello... hasta lograr el gesto exacto y entonces, quedaba inmóvil durante
horas. Fue Jo, la excitante chica irlandesa de Gustave Coubert, y niña en las playas de
Sorolla, incluso me permitió acurrucarme en una maternidad de Gustav Klimt junto a
su pecho, que olía a otoño roto. Cuando se adentró en la obra de Toulouse Lautrec todo
cambió. Un día nos sorprendió desnuda, cubierta únicamente por unas medias negras,
a medio poner o a medio quitar, pelo recogido en un moño, sentada sobre una sábana
en el centro del salón, con las piernas abiertas y los codos apoyados en las rodillas. Papá
horrorizado la cubrió con la manta del sofá antes de empujarla hacia el dormitorio, a los
reproches les siguió el silencio, después, sonidos aún desconocidos para mí. Mi padre
me prohibió entrar en el cuarto de mamá, justo cuando él se hizo asiduo. La abuela
escandalizada, andaba por la casa, hisopo en mano, esparciendo agua bendita, supongo
que para fumigar la locura y la lujuria.
El día de Corpus Cristhi del octavo año de vida, fue decisivo en mi existencia: hice
la primera comunión. Tensión, catecismo y humedad de sacristía, papá y don Mateo,
el señor cura, exigieron austeridad monástica para recibir el cuerpo de Cristo, mamá,
toda sonrisa, obedecía, callaba y cosía. Hizo la túnica, trenzó el cordón de la cintura, me
compró sandalias de cuero blanco, un crucifijo de madera y un misal con tapas de nácar.
Me colocaba ante el espejo inexistente y murmuraba con un alfiler en la boca — hay que
subir un poco el dobladillo, ¿no crees?— yo decía que sí, porque ya intuía que los espejos
solo reflejan lo que uno desea ver.
Tras una noche habitada por tablas de la ley, fuegos amenazantes, pecados
mortales y veniales... desperté con pánico escénico. Mi madre me calmó con un guiño y
un misterio, —tengo una sorpresa para ti — me susurró al oído. La abuela se fue pronto
para asegurarse el primer banco de la iglesia, y mi padre, impecable como siempre,
acudió a la tertulia de machos alfa a la puerta del templo, ese día estaban más erguidos
que nunca.
Desayuné poco porque los nervios me ocupaban gran parte del estómago y aún
tenía que dejar sitio para el cuerpo de Cristo. Tras el baño y la revisión materna de rodillas
y orejas, llegó el momento de estrenar el hábito monacal, la tela se ajustó al cuerpo, el
cordón a la cintura, el crucifijo al cuello, el misal tembló entre las manos —cierra los
ojos— los cerré. Mamá me colocó algo alrededor de la frente y lo abrochó en la nuca, —
¡Qué bien te queda, te resalta esos ojazos!— los abrí esperando ver una corona de espinas
del agrado del señor cura, pero no, era una toca. Blanca. Una monjita de ocho años de
piel pálida y ojos enormes, por el susto más que por la toca. Me gusté por primera vez.
Los cien metros hasta la iglesia me condujeron al resto de mi vida. Iba
memorizando la coreografía de la entrada, mi sitio en la fila para llegar al reclinatorio
sin tropezar, debía sujetar la vela y el pánico. Había corrillos a la puerta de la iglesia,
madres nerviosas relamiendo el pelo de niños disfrazados, papá disertando en el centro
del grupo de hombres, con sus puros, sus trajes de raya impecable, su... papá enrojeció.
No fue capaz de acercarse, ni ese día ni nunca más. Entré a la iglesia aferrado a la mano
de mi madre que sonreía orgullosa, el espejo sin cristal que siempre devolvía mi mejor
imagen. La auténtica. Era el niño más feliz del mundo atravesando aquellas losetas frías
como la vida misma, sobrias como mi traje de monja, duras como los prejuicios de los
presentes. Lo superé todo amparado en la supuesta locura de mamá. ¡Qué cuerda estaba!
Don Mateo alargó la mano hacia mi boca como si la acercara a las llamas del infierno, la
retuvo vacilante, le reté con la mirada, horrorizado musitó:
—El cuerpo de Cristo...
La jaula abierta
De Joaquín Correa Barco
Cuando mi padre murió al fin, achacoso y envilecido, rodeado por la soledad que,
como la muralla de un castillo, él mismo había construido a su alrededor durante años,
y se abrió de improviso la puerta de su jaula, mi madre se quedó acurrucada en una
esquina, temerosa ante la libertad que se le ofrecía.
Al principio mis hermanos y yo pensamos que mi madre aprovecharía para
escapar, torpe y atolondrada, como un pájaro enjaulado restablecido en su libertad,
con sus alas entumecidas por falta de uso, con sus ojos cegados por tanta luminosidad
repentina, como si los abriese abruptamente ante el sol después de haber estado mucho
tiempo recluida en un lugar oscuro. Pero no fue así. Mi madre se atrincheró en su cocina,
rodeada por sus ollas y cacerolas, alumbrada apenas por la escasa luz que se filtraba por
el ojo de patio y regando ensimismada los geranios raquíticos y atrofiados de la ventana
y que cada cierto tiempo alguno de nosotros sustituíamos, sin que ella pareciese darse
cuenta, porque ninguna planta lograba sobrevivir con tan poca luz y tan escaso aliento.
Tras la muerte de mi padre, tras traerla de vuelta del cementerio y despojarla
de sus negras y marchitas galas de viuda, y después de que nos diese una suerte de
bendición distraída mientras se sentaba a la mesa de su cocina con una infusión en las
manos, mis hermanos y yo nos marchamos cada uno a nuestra casa, pero acordamos
pasar regularmente a verla para ver cómo evolucionaba su nueva vida. Pero su rutina
no cambió, su inercia aún menos. Salía de su casa apresurada y temerosa, como cuando
nuestro padre aún vivía, compraba cuatro cosas en la tienda de desavíos de la esquina y
volvía demudada y sin aliento, como si temiese la descarga de un fuerte chaparrón y se
hubiese dejado el paraguas en casa. Durante mucho tiempo siguió comprando para dos
personas y cocinando para ella y para el plato vacío de mi padre que, rotatoriamente,
alguno de nosotros rellenábamos con nuestra presencia, de forma que nuestra madre no
percibiese la tristeza de un plato vacío en su mesa.
Resolvimos sacarla de su casa como fuese, reinstalarla en la nueva libertad
recobrada, pero, siempre que lo hacíamos, mi madre volvía corriendo al interior de esa
jaula que había sido el único lugar en el que se sentía segura aunque fuese prisionera.
Rebuscamos entonces entre sus viejas cosas y dimos casi por azar con el listín telefónico
donde mi madre apuntaba los teléfonos con esa caligrafía tan suya, primorosa y
redondeada, aprendida en un colegio de monjas. Buscamos los teléfonos de esas viejas
amigas de mi madre con las que íbamos todos al parque cuando éramos niños y aún
mi padre no se había convertido en su carcelero. Le concertamos reuniones con ellas
como si estuviésemos enviándola a una cita a ciegas con un amante desconocido, pero
todas nuestras iniciativas fueron un fracaso: mi madre se mostró ante sus viejas amigas
cohibida y temerosa, sin dejar de mirar su reloj como si tuviese que estar de vuelta en
casa a una hora fija, sin hablar de otra cosa que no fuesen los gustos y deseos de nuestro
(ya) difunto padre. Al principio la acompañamos a esos encuentros frustrados e incluso
nos encargamos de introducir la conversación ante la evidente torpeza de nuestra madre
para volver a relacionarse con palabras, pues con mi padre, con todo ya dicho después de
tantos años de malvivencia, solo se comunicaba ya a base de silencios y palabras mudas.
Recordamos entonces los tiempos en los que mi madre era aún libre, antes de
que nuestro padre restringiese su libertad con la excusa, que todos aceptamos en aquel
momento de forma cómplice, de que así la protegía. ¿De quién?, nos preguntamos ahora.
¿De ella misma? Eso era lo que nuestro padre nos decía. Y así, de tanto protegerla, nuestro
padre creyó ser su guardián y se convirtió en su carcelero de por vida.
Mi madre murió hace unos días. La encontró uno de mis hermanos, el que le
tocaba ese día ir a comer con ella, reclinada sobre la mesa de la cocina. Parecía dormir la
siesta. Un tono azulado cubría su piel como si hubiese muerto de asfixia. Eso es también
lo que observó el médico que firmó el parte de defunción. Y eso fue lo que hizo constar
como causa de su fallecimiento: insuficiencia respiratoria.
En estos últimos tiempos apenas comía y se la veía consumida y traslúcida como
lluvia tras de un cristal sucio. Seguía preparando dos platos: el suyo, que apenas probaba
y dejaba casi intacto sobre la mesa, y el de mi padre, que era el que se comía el hijo de
turno que ese día la acompañaba. Mi madre apenas sobrevivió a mi padre unos meses.
No soportó su libertad y murió acurrucada en una esquina de su cocina, como un pájaro
enfermo en un rincón de su jaula.
Mi madre no murió por asfixia, murió intoxicada por exceso de oxígeno. Mi padre
había acostumbrado a mi madre a vivir con la mínima cantidad de aire indispensable, de
forma que cuando la jaula por fin se abrió, el exceso de oxígeno terminó por envenenarla.
El baile de la victoria
De Josefina Solano Maldonado
Ser mujer era otra condena más en Ravensbrück. Nuestros cabellos largos,
nuestros vientres, nuestros senos, nuestros úteros... Todo servía para hacer funcionar
la gran maquinaria nazi. Desde que atravesábamos la puerta del campo teníamos que
acostumbrarnos al ultraje, a la humillación, al tiempo roto. Un aire espeso, proveniente de
las chimeneas del crematorio, nos envolvía. Nada más llegar nos obligaron a desnudarnos
y a formar en la plaza. Algunos SS se burlaban de nosotras lanzándonos improperios. Ante
ellos no éramos más que un puñado de perras piojosas a las que debían dirigirse con un
lenguaje soez y prostibulario. Había en ellos esa turbia actitud de denigrar a las mujeres
que no representaban a la raza aria. Todas las deportadas del campo encarnábamos para
los alemanes la promiscuidad, la falta de principios, la inmoralidad y la indecencia. Dos
médicos del campo nos fueron examinando como si fuéramos ganado. Apretaban los
pechos de las que consideraban embarazadas y lo habían negado, nos rastreaban la boca,
inspeccionaban los ojos de las estrábicas, golpeaban con la fusta las piernas de ancianas
y enfermas. Todas las que los doctores consideraron inútiles para el trabajo fueron
condenadas de inmediato a la cámara de gas.
Las que pasamos aquella primera selección fuimos conducidas a las duchas de
desinfección. Una doctora nos hizo una inspección ginecológica denigrante. Usaba para
todas el mismo instrumental que sumergía en una palangana de agua sucia que nunca
cambiaba. Nos pusieron una inyección para que no menstruáramos, nos raparon la
cabeza y nos dieron el uniforme de rayas. Las muchachas más jóvenes, que conservaron
sus melenas, fueron enviadas como burdeleras al prostíbulo de Auschwitz. En apenas
unas horas éramos otras distintas. Nos obligaban a contener el mundo entero en otro
mundo reducido, sucio e infame. Desde aquel momento éramos para los nazis simples
trozos de materia orgánica de la que había que obtener el máximo rendimiento.
Dentro del barracón, teníamos que dormir hacinadas en pequeñas literas de cuatro
pisos. Las pulgas se contaban a cientos, las ratas se paseaban a sus anchas mordiendo las
heridas de las que dormían abajo. Las mujeres que llevaban ya algunos meses en el campo
se habían convertido en criaturas famélicas, de senos fláccidos y vientres hundidos. Las
españolas de la barraca veintidós estábamos en el comando que arreglaba la carretera.
Durante catorce horas debíamos mover con nuestros propios brazos un rodillo que
pesaba más de novecientos kilos.
Al final de una de aquellas jornadas, antes de que apagaran las luces del barracón,
Coloma propuso que nos contáramos historias alegres de nuestra vida en España y de la
Resistencia en Francia. Aquello serviría para vencer la deshumanización a la que éramos
sometidas, debíamos recordar que éramos mujeres y no simples bestias como querían
los nazis. El veinticinco de diciembre una húngara empezó a cantar, Coloma sin pensarlo
dos veces saltó de la litera y sacó a bailar a Neus. Todas las mujeres del barracón, incluso
las más débiles, se unieron a aquel baile, convirtiendo aquel pedazo de noche en una
velada inolvidable.
Corría la primavera cuando la doctora Herta Oberheuser nos llamó a la plaza.
Siempre que la temible SS aparecía lo hacía para seleccionar a sus “kanichen.” Habíamos
visto a mujeres a las que le rompía con un martillo los huesos para calcular el tiempo de
regeneración. A otras le extirpaba los brazos para reimplantarlos en soldados heridos.
Ahora elegía mujeres para probar la eficacia de las sulfonamida. Se llevó a Coloma. Al
volver al barracón sentimos su ausencia desgarradora. Ahora era una cobaya, tirada a
un lado de la vida como un pingajo sin valor con el que Herta podría experimentar
sin ningún tipo de ética. Pronto supimos por Margot, una francesa que trabajaba en
la enfermería, que la doctora le había incrustado en la pierna clavos oxidados y serrín
para que se le gangrenara y poder comprobar la efectividad del fármaco. Olga Petrov,
una doctora soviética, nos dijo que las polacas que descargaban los convoyes tenían
antibióticos con los que negociaban. Durante cinco días estuvimos guardando nuestras
raciones de pan, mantequilla y mermelada para el trueque. No nos importaba pasar
más hambre, lo que importaba era salvar a Coloma. Conseguimos dos ampollas, Olga
racionó los inyectables para que Margot se los pusiera a escondidas. Entre tanto empezó
a circular por el campo la noticia de que los aliados se acercaban. A finales de abril los
SS huyeron, dejando encerradas en un barracón a las “kanichen.” Españolas y soviéticas
avanzamos hasta la torreta de luz, la derribamos y dejamos completamente a oscuras
el campo. Aprovechamos para sacar a las mujeres y esconderlas. Cuando al fin fuimos
liberadas, las supervivientes de la barraca veintidós empezamos a cantar, sujetando entre
todas a Coloma para iniciar un baile nuevo, el baile de la victoria, el baile de las mujeres.
Subir y bajar
De Gloria Fernández Sánchez
El viento parecía querer llevárselo todo, tal era la fuerza con la que soplaba aquella
noche.
Por alguna extraña razón estaba absorto contemplando los efectos de esa fuerte
corriente de aire sobre la ciudad. O, al menos, sobre aquella parte de la ciudad que se
podía divisar desde mi terraza. Las ramas de los árboles del parque estaban a punto de
quebrarse y parecía no haber vida ni humana ni animal que hubiera salido a la calle esa
noche.
Ya digo que el viento soplaba de lo lindo cuando ese mismo viento, ese mismo aire
violento y terrible trajo a mi casa a Sofía.
Así apareció, traída por la corriente, aterrizó como pudo en mi terraza y entonces,
Sofía no se presentó ( es después cuando me dijo su nombre) pero lo que sí hizo fue
darme su primera orden.
—¡Entra en casa! ¿A quién se le ocurre estar en la terraza con el viento que está
soplando?
No dije nada porque cuando alguien tiene razón tengo por costumbre no rebatirle
ni perderme en discusiones inútiles. Y tenía razón, aquel aire parecía querer derribar la
casa. Dejé, galante, que ella pasara primero y, a continuación, entré yo y cerré la puerta
corredera de la terraza tras de mí.
Sofía miró el salón. Lo miró atentamente. No dijo nada pero se adivinaba un claro
gesto de reprobación en su mirada. También resopló y chasqueó los dientes en un gesto
que parecía recitado de memoria.
Aún así, siguió sin decir nada, pero, al día siguiente, yo ya supe con claridad lo que
tenía que hacer.
Aspiré a fondo (barrí también en aquellos lugares donde las aspiradora llegaba con
dificultad o, simplemente, no llegaba), pasé el polvo a los muebles, ahuequé los cojines
del sofá y limpié los cristales de las ventanas. También cambié una bombilla que se había
fundido y no sé cuántas cosas más.
Avanzó hacia mí, me rodeó la cintura y me besó.
El hilo con el que estaba cosiendo se me había enredado en las manos, la aguja
me estaba pinchando por dentro. Me abandoné, me dejé quitar la ropa y abrí piernas y
mente, acogiendo la piel de aquel hombre y tejiendo una red para impedirlo escapar de
nuevo. Nada me explicó al terminar. Y nada pregunté.
No volvió a venir, a pesar de que lo llamé en silencio.
Semanas más tarde lo vi, caminaba al lado de una guapa mujer. A los hombros
llevaba un niño de unos tres años.
Volví al taller y cogí unas tijeras. Corté todos los hilos en trozos pequeños, hilos
que me estaban sujetando al pasado y a la ingenuidad.
No dejé una sola bobina entera, me afané en cortarlo todo, en deshacer mis nudos,
y en romper cualquier filamento que me mantuviera el corazón atado.
Era quince de agosto. Cerré la puerta con llave y volví al pueblo. Tenía un deseo
que pedir.
Esa misma noche llamé a Clarisa para cancelar nuestra cita acordada. La cita era al
día siguiente y estaba claro que no procedía cenar juntos en casa dado que ahora estaba
Sofía en ella.
Empecé a cuidar más mi aspecto; adelgacé, me compré ropa nueva (sobre todo
pantalones y zapatos) y volví a usar colonia, cosa que no hacía desde el instituto. Me
suscribí a una revista de arte y empecé a coleccionar música operística. El primer volumen
de la colección era La Sonámbula, de Vincenzo Bellini. Eso le daba a la colección un aire
más exclusivo, al menos eso es lo que decía Sofía que era la verdadera entendida en la
materia.
Un día, al llegar de la oficina, me encontré a Sofía tirada en el sofá, algo que era
bastante habitual en ella. Me fijé en que había engordado mucho desde que apareciera en
mi terraza. También había descuidado su aspecto y su pelo olía a pescado frito. Llevaba
puesto un jersey mío, uno bastante antiguo, marrón, de angora, con el cuello caja.
Ella me observó a mí también. Antes de que yo pudiera decir nada me afeó que
llevara los zapatos sucios.
Ya me había acostumbrado a tener a Sofía en casa, sí. Mis amigos estaban de
acuerdo en que me veían cada vez mejor, más centrado en mi trabajo, más delgado,
también mejor vestido.
Dicen que soy un hombre nuevo, alguien mejor. Pero yo sólo pienso en romper el
candado que Sofía ha puesto en la puerta de la terraza para sacarla de aquí una noche en
que vuelva a soplar un aire tan terrible.
El discurso de la victoria
De Pedro Gascón Sanmartín
Libre es quien no tiene recuerdos. Por eso estoy presa y es cadena perpetua porque
no hay una sola neurona en mi cabeza que no aporte un grillete a mi memoria.
El mar Negro era azul como mis ojos, como la vida celeste que nos esperaba con
un poco de dinero y nuestra buena suerte, la suerte que nunca le falla a los que están
dispuestos a bailar desnudos por amor sobre cualquier tumba.
Su piel y mi piel, la piel, era nuestro único capital y lo gastábamos. Suave y
lentamente erosionábamos a besos nuestros perímetros de terciopelo. No ahorramos
ni una caricia alentadora para momentos difíciles. Ya estábamos en la dificultad, tan
jóvenes, nunca nos faltó que nos faltara.
Él tenía 18 años, manos de panadero y el libro de Svletana Alexievich que narraba
la historia de un pariente lejano en una central nuclear. Su crimen fue en Donbáss. Los
jóvenes y forzosos soldados ucranianos debían salvar a la patria: una lengua, una nación.
Los prorrusos debían apostatar.
Yo tenía 16 años, náuseas de los párpados a los pies y sueños de bebés con pieles
carbonizadas. Los panes de sus manos recibieron los primeros telegramas de tu diminuto
taloncito. Al despedirle, no lloré como hacían las otras compañeras o madres. No fue por
animarnos, fue porque sabía que volvería, volvería para ponerte un nombre. Me trajeron
una bandera azul y amarilla, parecía de raso o de seda, daba para un vestidito de zarina
para su hija.
No me mires así. Tu mirada es esa misma mirada de rabia y terquedad tras la que
él se ocultaba. Pero tú tan solo eres una niña de ocho años, tu única patria debería ser
una pradera de lirios y amapolas donde zanganear, no ese campamento donde te enseñan
a cortar una yugular o a armar un AK-47. Quieres ser modelo o soldado. He de darme
prisa en sacarte de aquí.
El tiempo es parsimonioso y pendenciero ahora, mucho más que cuando estaba
embarazada de ti. Los primeros meses se adornaron de somnolencia y besos, los
últimos de tristezas frágiles que ahuyentar y urgencias fuertes que solucionaran nuestra
manutención. El parto fue milagroso, no por fácil o por falto de dolor, sino por la
casualidad benefactora de una vecina de la abuela que trabajaba en el hospital de Kiev.
Así es como no naciste en nuestra oxidada bañera. Su influencia no llegó, sin embargo,
para alojarnos más de una noche, ni para vacunarte de la poliomielitis. Hay que hacer un
gran esfuerzo en este país para no enfermar. Eres brava, toda una resistente.
Ni una vez estuve en el ginecólogo. Se decía que todos nuestros especialistas se
marchaban a Polonia en busca de un sueldo digno para vivir. Y fíjate, ahora no salgo
del médico. Estando apenas de tres meses me habían hecho ya doscientos análisis de
sangre, mil quinientas ecografías vaginales y había recorrido a paso lento trescientos
o cuatrocientos kilómetros dentro del mismo parque. Ni un solo mimo que no fuera
multivitamínico.
Te he echado mucho de menos. Tú también, ya sé. No vivo aquí, no. Estoy en un
piso no muy lejos con ocho mujeres. Las chicas son muy majas, casi todas de mi edad,
menos mi compañera de cama, que tenía casi cuarenta y es la tercera vez que lo hacía.
Estaba muy gorda y se movía mucho, yo apenas pegaba ojo en toda la noche. Cuando me
levantaba al baño, a la vuelta no me quedaba un milímetro de colchón para echarme. Me
enseñó técnicas de relajación para calmarme, al principio no podía soportar estar aquí
todo el día encerrada y me pasaba el día llorando. Lloré por ella, qué será de sus hijos.
Supongo que al menos les darán el dinero.
No nos dejan ver a nadie y menos si es un familiar, así que si te preguntan, dices
que has venido a buscar a Eliana, tu mamá, que es la enfermera que te ha traído, la abuela
ha prometido limpiar su casa y cuidar a sus hijos durante varios meses. Quiero que me
prometas varias cosas, escúchame bien, tienes que dejar esa academia, las modelos no
se arrastran por trincheras, no se magullan sus bonitos brazos. También prométeme
que nunca vendrás a un sitio como este, tu cuerpo es tuyo y no deben confiscártelo con
dinero. Quien no pueda tener un hijo, que no lo tenga. Yo no puedo tener una casa y no
pasa nada.
Ahora vete, creo que ya viene tu hermanastro. Es un niño, querían niño. Estaban
entusiasmados con mis ojos, es lo único que no les importaría llevarse mío, pensaron
seguramente que no era lo bastante hermosa. Llama a Eliana, corre, dile que he roto
aguas y que te acompañe a la puerta. En un par de días nos vemos, mi amor.
Quien sufre dolor tampoco es libre. Yo recuerdo cada dolor. El dolor de la pobreza.
El dolor de la pérdida. El dolor del parto. No dilato bien, está mal colocado, es muy
grande y a lo mejor tiene los ojos azules. Va a ser cesárea. Los padres deben salir. Todos
los padres menos yo, que no soy nada. Respira, me dicen y lo hago. Sueño.
Era una escalera infinita que bajaba del mar Negro, un cochecito de bebé de ojos
azules rodaba veloz y sin freno. Si nadie hace nada, se estrellará. Yo no puedo, porque ya
estoy muerta para él.
Relatos ganadores y finalistas 2019
III Premio de Relato
Fundación Fomento Hispania
Jurado
Soledad Puértolas
Ángela Vallvey
Ernesto Pérez Zúñiga
Primer Premio
La calle perdida (Pedro Gascón Sanmartín)
Segundo Premio
Bacalao al pil-pil (Mar Rojo Delgado)
Tercer Premio
Los amores que no callan (Agustín García Aguado)
Finalistas
Seguir Jugando (Laura Díaz Arita)
El des-encuentro (Juana de Dios Peragón Roca)
Los culos de las sartenes (Luz D. Montero Espuela)
Papas al ajillo (Giovanna Eugenia Fernández Cano León)
Ingravidez (Miguel Ángel Molina Jiménez)
Las ochenta abuelas (Sylvain Sortelle)
Costura invisible (Elena Prieto Rodríguez)
Carrusel (María Del Juncal Baeza Monedero)
El grito (Virginia Maldonado)
La libertad era esto (Noemi Portela)
El delantal (Mª del Carmen Marín Pinteño)
Noche otoñal (Diana Karina Torres Cano)
Introducción de los miembros del jurado
Soledad Puértolas, Ángela Vallvey y Ernesto Pérez Zúñiga
Soledad Puértolas
Los originales presentados al concurso tienen una gran variedad de estilos que van
del cuento-lírico al cuento-situación, y ofrecen una muestra amplia y generosa de las
muchas peculiaridades emocionales de nuestro tiempo.
Ángela Vallvey
De qué sirve el éxito si no cambiamos el mundo. Hace noventa años Virginia Woolf
nos advertía de que las mujeres siempre habían sido pobres respecto a los hombres
por su discriminación secular. La historia de nuestro tiempo, donde las mujeres por
fin publican y escriben en una habitación propia, nos demuestra cuánta riqueza nos
habíamos perdido hasta ahora. El mundo está ganando con la voz de la mujer un
estado de conciencia que había ignorado y que ya ha comenzado a transformarnos
de una manera profunda. Como se puede comprobar en la literatura de nuestros
días.
Hubo un tiempo en el que por la mañana muy temprano las mujeres barrían la
calle. Lo hacían cumpliendo la antigua costumbre, heredada de todas las mujeres que
las precedieron, de ocuparse de un espacio que sin ser de nadie era de todas. Cuando yo
era niño aquellas mujeres arrastraban las escobas de esparto por donde según una ley no
escrita les correspondía: alrededor de la casa propia, y de la ajena en caso de enfermedad
o mayor desgracia de la vecina.
Yo las oía desde la cama de mi infancia arrimada a la pared, bajo la ventana,
mientras apuraba el último sueño en el que el rumor de su tarea me sumía. Era un tiempo
muy distinto, de casas bajas con corral trasero, enormes gatos en los tejados y niños
jugando en la calle.
Aquellas mujeres, todas ancianas, todas vestidas de negro, todas viudas, pese a
sus distintas circunstancias y suertes compartían la tarea común que el preciado vínculo
vecinal obligaba. De las vecinas podía esperarse en muchos casos tanta ayuda y auxilio
como de la familia. Por eso, a pesar de todo, aquellas mujeres que recuerdo de cuando era
niño barrían la calle juntas. Por eso no hablaban de lo que todas sabían: a la del primer
número par le fusilaron a su padre después de la guerra; la del segundo impar perdió a su
hermano en la División Azul; la del segundo par heredó más tierra que la que su familia
entera podía labrar mientras que la del tercer impar nunca tuvo ni casa ni huerta en
propiedad; la del número 8 era hija de maestro socialista y la del 9 de concejal falangista.
—Es mejor callar por el bien de la calle y del vecindario -decía precisamente la
más desgraciada de todas-.
Pero hablaban del viento, del viento del oeste que en verano en esta parte del
Mediterráneo es seco y extremadamente caluroso.
—Tres días dura el poniente -repetía una lo ya sabido por todas-.
—Cerrarlo todo para que nadie reviente -añadía otra-.
—Aire caliente, y fría el agua corriente -concluía la tercera para iniciar la risa de
todas-.
Hablaban sí, yo las oía, del frío en el invierno, de lo que crecía el día en primavera
y menguaba en otoño, de noviazgos, casamientos y nacimientos, de fortunas y penas
propias y ajenas, de sus maridos y sus hijos, de la cocina y del mercado. Hablaban de
quién moría, que entonces siempre eran otras personas y no ellas.
Los carros y los animales que en esa época los arrastraban dejaron de existir; las
bostas dejaron sitio a las manchas del lubricante y los niños al peligroso tráfico. Donde
en verano se sacaban sillas buscando el fresco de la noche aparcaron los coches todo
el año y todo el tiempo. Las mujeres, ya ancianas, resistieron no obstante todo lo que
pudieron. Pero cada vez más silenciosas, cada año más impedidas por las limitaciones de
su edad, se dieron finalmente por vencidas. Una mañana de verano, muy temprano, como
siempre, una mañana del segundo día de poniente, vieron pasar una extraña máquina de
la empresa municipal de limpieza. Ese día supongo que comprendieron que la barredora
mecánica anunciaba el final de su mundo y de su tiempo.
Creo que se dejaron morir poco a poco. Una después de otra abandonaron para
siempre su calle en el centro del desfile camino del cementerio, donde les esperaban
padres y maridos.
Después de morir todas, años después de dejar escuchar el rumor de sus escobas
por la mañana bien temprano, el ayuntamiento hizo peatonal la calle que durante tanto
tiempo había sido de esas mujeres que habían hecho aquel espacio propio y compartido
al mismo tiempo. Pero nadie comprendió entonces lo que eso significaba.
Todas las mañanas, muy temprano, despierto creyendo escuchar lo que ya no
existe, lo que se ha perdido tan irremediablemente como los vivos perdemos la vida.
Bacalao al pil-pil
– SEGUNDO PREMIO –
Dios Santo, ¿qué le digo a este maldito cuando venga de la cunda de Embajadores
oliendo a Varon Dandy y a rata muerta? Querrá su cena servida en la mesa, sus cervezas
cinco estrellas bien frías y, cómo no, me querrá a mí como postre, pero esta noche se va a
encontrar con la horma de su zapato. Lo juro por la hija que no me dejó tener por culpa
de sus redaños de hombretón sobrado, y lo juro por la memoria de la Merche que todavía
se estará revolviendo bajo tierra, maldiciendo la hora de haberse metido aquel jaco
blanco en vena. La Merche sí que sabía vivir. Se levantaba como un cohete de la cama,
si no le apetecía hacérselo con su hombre, y se largaba a la calle para mirar las estrellas
de la noche y reconciliarse con su madre muerta que, según decía, le hablaba en voz
baja igual que hablan las madres a sus hijas cuando quieren tenerlas cerca. Entonces su
compañero, el Churi, aparecía con un Ducados en la boca, medio desnudo, y amenazaba
con hacer chuletas de la Merche si no volvía al redil para terminarle la faena. Yo me reía
mucho de aquel tipo cojo que arrastraba las palabras con un deje de falsa humildad. Es
pura fachada para ablandarte, me decía mi amiga. Jamás le dije que su dama revoloteaba
tras las cortinas del salón como una polilla de armario, jamás. Se creía el rey del mambo
porque era la mano derecha de un comisario de policía que armaba mucho jaleo en el
barrio con sus redadas y sus negocios poco claros, pero en el fondo solo era un gramo de
hombre que no servía ni para descalzar a una mujer. Menos a la Merche, que buscó en él
seguridad, alguien que le diese su dosis por el morro y no le pusiera caras raras cuando le
daba la vena de sacar su cuaderno de tapas azules y hacer poesías para arreglar el mundo.
Como ya he dicho mi hombre esta noche querrá sarao. Siempre me viene de frente como
un toro de lidia. Mujer esto, mujer lo otro y, después de cenar, le apetecerá quedarse en el
sillón del comedor viendo la tele y tocándome las tetas para calentar motores. Pero hasta
aquí ha llegado la broma. Esta mañana, mientras rebuscaba en los contenedores de los
Dia, he visto de refilón los ojos de Pope, mi compi del cole y mi primer amor, y me he
dicho: Sanseacabó lo mío con el Santi. Espero que no me haya reconocido.
Me moriría de la vergüenza si supiera que aquella mocosa que le hizo creer en
dioses alados y en hadas pizpiretas, es ahora una princesa destronada por la mala vida,
con brazos y piernas que parecen coladores de redecilla con tantos agujeros. Y es que la
vida da muchas vueltas. Si no hubiera aceptado aquel trabajo por tres mil del ala en el
club La Sirena Varada que me ofreció la Nati, si hubiera escuchado a mi madre que ya
me había buscado un puesto de dependienta en una mercería... A veces siento que todo
es como un río que se desborda por la lluvia hasta desembocar en un mar de tristezas y
sufrimientos. Eso hubiera dicho la Merche con su palabrería jacarandosa, Dios la tenga
en paz. Vuelvo a pensar en Pope; comparo su mirada limpia, el recuerdo de sus ojos
claros que alumbraban mi corazón inocente, con la salvaje mirada del hombre que me
posee como un título en propiedad, y me entran náuseas y hasta siento una nostalgia por
lo no vivido que se me clava como un arpón dentro de las entrañas.
Pescadilla en cama de verduritas de la huerta. Todo un plato de chef francés para
contentar al señor de la casa. Primero cortaré en juliana la verdura, pocharé las chalotas
y, al cabo de unos minutos, añadiré un vaso de vino blanco y dos deditos de ese líquido
blancuzco que, según me han asegurado, hace milagros. Estará para chuparse los dedos.
Le recibiré, además, en deshabillé y mostrando esa sonrisa domesticada que sé que le
pone a cien y le deja carita de boxeador noqueado. Es todo lo que puedo hacer para
recobrar la paz y buscar mi sitio en el mundo. La Merche se ha pasado toda la tarde
cocinando conmigo, me ha contado secretos de ultratumba y hasta hemos reído como
niñas mientras brindábamos con champán y nos pintábamos de rouge los labios para
parecer más guapas y deseables. Luego, hemos puesto el mantel de hilo, la cubertería de
alpaca y cuatro copas de cristal tallado. Es mejor que la muerte, cuando venga esta noche,
vea que en esta casa hay estilo y un savoir faire, ha dicho mi amiga con socarronería antes
de asentar sus reales invisibles en la silla de invitados. También esperamos que asista
Pope ( vendrá en calidad de testigo de mi nueva existencia y no espero sino complicidad
por su parte), así que seremos cuatro para cenar y solo dos para morirnos de retortijones
de estómago. La Merche ya me ha prometido el paraíso terrenal cuando abandone este
mundo. Dice que allí también hay folletos como en las agencias de viajes y que se puede
escoger libremente el régimen de alojamiento.
Seguir Jugando
De Laura Díaz Arita
Pasaba por allí, como siempre que puedo, y esta vez alzó la vista en el momento
preciso.
Todo esfuerzo obtiene al fin su recompensa: el pelo esmeradamente recogido, mi
camiseta de original diseño, discreta y audaz a un tiempo, de esas que nunca ves en
las tiendas porque sólo se consiguen en Internet después de haber quemado dioptrías
durante horas visitando páginas y lidiando con cookies pegajosos…en fin, toda yo
hecha de sutiles detalles cinegéticamente femeninos para llamar la atención de unos
ojos distraídos, o masculinamente ocupados, quizás responsablemente agotados…unos
ojos que yo deseaba que me miraran y me vieran. Que no resbalaran al azar sobre una
figura indiferente, sino que me reconocieran. Ese sería mi gran momento. El momento
ensayado tantas veces ante el espejo de mi cuarto, ante la página en blanco de mi diario,
ante la cámara de mi móvil. Justo el momento en que ambos por primera vez tomaríamos
conciencia el uno de la otra.
Por supuesto que yo ya tenía conciencia de él; es más, su existencia, enmarcada
para mí tras aquel ventanal de oficina insulsa de 9.00 a 13.30 y de 16.30 a 19.30 era el
espacio de mi conciencia. Pero él no conocía tan bien como yo su propio destino. Mi
gesto sería el gong que lo despertara de su inocente ignorancia.
Mi gesto: al fin, me había decidido por una sonrisa cargada de sentido, desechado
el guiño por vulgar, el saludo con la mano por ambiguo, y cualquier otro gesto, menos
codificado y manoseado, por poco efectivo.
Una sonrisa, es decir, MI sonrisa, sería más que suficiente para él: las afinidades
electivas, el cruce de estrellas en el firmamento, Píramo y Tisbe, Abelardo y Eloísa, Frida
Kahlo y Diego Rivera… yo me sentía parte de todo lo que está condenado a entenderse
y de la teoría del caos; y necesitaba, igual que lo sigo necesitando ahora, a pesar de todo,
mientras desaparecen las abejas y los osos polares, el tiempo libre verdaderamente libre
de obligaciones donde anida la capacidad de fabular, y las lecturas compulsivas de Robert
Louis Stevenson-y de Julio Verne, Emilio Salgari, Jack London… cualquier novelista
cuyas aventuras se puedan ubicar en unas coordenadas geográficas reales. Las mujeres, a
ratos, también necesitamos el Ideal.
Así que, cuando aquella tarde levantó la vista y, por primera vez después de cinco
meses y 247 pasadas mías para intentar atrapar su atención, me miró, mejor dicho, me
reconoció, me dije: es mi momento, ese del que hablan las canciones, el famoso tren
que solo pasa una vez, etc. Desplegué mi ensayada sonrisa y metí en su arco todo lo que
esperaba del mundo. ¡Qué perfectas las posibilidades antes de pasar por el ojo de la aguja
de la mezquina realidad!
En los primeros instantes no pasó nada. De nada. Era lógico que, debido a su
ligera miopía, agravada como la de todos por la reciente adicción a las redes sociales, la
reacción tardara unos segundos en llegar. Él estaba procesando un mensaje fundacional.
No era un androide, no era un resorte, no era los instintivos ojos del caracol… era un
alma, era el elegido, mi Hombre, ni más ni menos.
No obstante, dado que el instante mágico y eléctrico se prolongaba corriendo
el riesgo de transformarse en un gag ridículo o un efímero episodio de confusión sin
consecuencias, cosas que no estaba dispuesta a consentir, me decidí a levantar la mano
en un saludo que pretendía ser irresistible promesa.
Al cabo de unos perplejos segundos, levantó por fin su mano izquierda y,
adorablemente zurdo-las personas zurdas son tan sexys-me dedicó un gesto blando.
Extendí mi sonrisa todo lo que pude sin caer en la mueca, que para eso me había
preparado para cualquier eventualidad a base de lecturas concienzudas de Las amistades
peligrosas, Retrato de una Dama, Las Ilusiones Perdidas y otras novelas de jaez mundano.
Ningún contratiempo terrenal destrozaría mi Ocasión y ¡al fin! él, titubeante aún
(ay, el eterno masculino) me hizo con su índice el circular gesto de que esperara, que
ahora bajaría a mi encuentro.
Lo demás, pura rutina: por supuesto, se había confundido. Creyó que era una
antigua conocida a la que maleducadamente había olvidado. Y en ese momento preciso,
allí en la acera, frente a la anodina ventana de su trabajo, en una tarde de octubre
rutinariamente poética, supe que ya no me conocería nunca en nuestra futura vida en
común.
Ni que decir tiene que, asimilada mi decepción y aclarado el equívoco en la medida
que convenía a mis planes, me mostré encantadora. Me gusta terminar cuanto comienzo,
así que hubo una cita para el domingo siguiente. Nos casamos, tuvimos tres hijos, todos
parecidos a él, genéticamente predominante, que crecieron sanos y hoy hacen ya sus
vidas más o menos independientes. En la actualidad, los dos seguimos haciendo planes
juntos, lo cual no es cosa baladí. Incluso a veces, sobre todo los días que he dormido bien
y/o consigo olvidar mis lecturas de Lucía Berlín, sopeso la posibilidad de inventarme
otro encuentro, a ver si por fin llega a conocerme en realidad.
Los culos de las sartenes
De Luz D. Montero Espuela
Había pocas cosas más importantes en aquella cocina que mantener brillantes los
culos de las sartenes.
No importaba que no quedaran cuatro vasos iguales, que algunos estuvieran
estallados, que las ollas tuvieran los mangos de plástico quemados, que los cazos se
abollaran con los golpes que, al descuido, les caían. Tampoco que los platos no fueran
parejos, que se usara uno hondo para el filete, o que el cuchillo que debía cortarlo no lo
hiciera.
Ni siquiera se seguía una rutina para poner la mesa; si advertían la falta de algo,
callaban esperando no escuchar la orden del padre para ir en busca del vaso, el pan, el
agua o la fruta.
El caos, sin embargo, no era general: las cucharas estaban numeradas. El primer
gesto, antes de empezar a tomar la sopa de sobre, no era bendecir la mesa, no. Lo primero
que se hacía era girar la cuchara y buscar el uno, el dos, el tres, el cuatro y, a continuación,
comenzar las rotaciones, quién tiene la mía, toma la tuya…Porque tampoco había un
sitio asignado a cada uno de ellos.
Había comidas envueltas en una niebla fría, que volcaba el silencio sobre el
comedor e impedía cualquier movimiento con la boca que no fuera abrirla para masticar,
y tragar lo que tocara.
Había otras en las que podían resultar hasta cómicos, rebuscando, por ejemplo,
entre los huesos de la carne con patatas. Chupad los huesos, que están ricos, decía la
madre, a la pregunta de dónde estaba la carne. Y ellos pensando, pero si no somos pobres,
¿no? Rebuscando hasta perder el humor y con la sensación de haber sido estafados. Y
negarse al postre, para completar un castigo injustificado.
Y estaban los días en los que la tormenta era tal que, faltara lo que faltara, nadie
hablaba; se compartía servilleta, nadie levantaba la cabeza del plato, se engullía cualquier
cosa que contuviera, garbanzos como balines, arroz pasado o engrudo tostado de lentejas,
total qué mas daba, lo único importante era acabar cuanto antes.
Luego, a recoger rápido la mesa, amontonarlo todo en la cocina, que el comedor
quedara como si no hubiera pasado nada, y hasta el día siguiente. En cuanto el padre salía
por la puerta, la madre volvía a repartir los ambientadores de pino en el comedor, en el
baño, en el recibidor, para quitar la peste a alquitrán, decía, la que había dejado el padre
con su mono de trabajo. Los compraba por cajas al vecino, que tenía una droguería y le
hacía un buen precio; cuando no le quedaban pinos, los traía de limón.
Después se encerraba en la cocina, a solas. Allí no entraba nadie, hasta la noche,
de modo que podía hacer y deshacer a su antojo, incluso romper un vaso a la semana, sin
más consecuencias que algún comentario ¡otro! Todo se precipitaba en aquella cocina;
por eso la mayonesa, las natillas o el arroz con leche se compraban hechos. Todo excepto
fregar las sartenes, que pasaban un examen inmisericorde y con las que se aplicaba hasta
que el culo volvía a brillar como si acabaran de salir pulidas de fábrica. El sonido del
estropajo, rítmico, furioso, podía escucharse cada día. Al terminar, salía al tendedero,
limpiaba la jaula del canario, y se sentaba allí, con su café negro recalentado, a fumar el
único cigarro que se permitía, hasta la hora de volver al trabajo.
Aquella noche la casa no olía a pino, ni a limón. Cuando llegó el padre fue,
como siempre, a prepararse la cena, huevos revueltos. En la pila, sin fregar, con el culo
ennegrecido por el gas, se encontraba la sartén. Como si la viera por primera vez, la
agarró por el mango y salió de la cocina.
Golpeó con ella la puerta de su dormitorio, marcó una escotilla negra en el centro;
miró en los cuartos de los hijos, en el baño, salió a la terraza, y terminó en el comedor
gritando: ¿dónde está vuestra madre?
Papas al ajillo
De Giovanna Eugenia Fernández Cano León
Ingredientes
• 2 cucharadas de aceite de oliva
• ½ cebolla, fileteada
• 2 dientes de ajo, picado
• 500 g de papas chicas, cortadas a la mitad y cocidas en agua con sal
• Perejil fresco
• Sal y pimienta, al gusto
Preparación:
1 Precalienta el horno a 180º C
2 En una sartén calienta el aceite, sofríe la cebolla y el ajo hasta que estén
ligeramente dorados. Agrega las papas, la sal, la pimienta y mezcla hasta incorporar
todos los ingredientes.
3 Coloca las papas en un refractario previamente engrasado y hornea durante 20
minutos o hasta que doren ligeramente.
4 Retira del horno, agrega el perejil fresco y ofrece.
— Tienes razón amor, las papas saben mal, debe ser que otra vez no calenté bien
el horno, ya sabes que a estos aparatejos es difícil hallarles el modo—decía Celia para
terminar con la malas caras y los bufidos que José hacía cada vez que comía un nuevo
bocado de la cena.
—No sé por qué hice esta receta… venía en el libro que me regaló María el día de
mi santo, ¿te acuerdas?—seguía ajetreada mientras tapaba el refractario recién sacado del
horno y servía más ensalada en el plato de José. Él apenas la escuchaba.
—Lo siento amor, voy a ver qué otra cosa te preparo— se disculpaba besando la frente
fruncida de su esposo y llevándose con prisa el refractario a la cocina, donde se puso a llorar.
Ingravidez
De Miguel Ángel Molina Jiménez
La estela que deja el cuerpo a su paso es doblemente breve. Se diluye con rapidez
en la uniformidad calma del agua y —en su tránsito— apenas alcanza la longitud que
la sombra de ese mismo cuerpo proyectará más tarde, cuando sea el sol tendido del
atardecer, en lugar del agua, el que lo bañe.
El movimiento que describe la niña en su arrastre, a pesar de la rigidez de sus
miembros, no deja de estar revestido de una mecánica elegante. Una mujer joven,
concentrada en la tarea con gesto neutro, procura que el rostro de la menor no se sumerja
mientras ejecuta cada una de las maniobras que se suceden como páginas de un manual.
Evita que el agua caldeada de la piscina trepe hasta alcanzar el sumidero de la boca.
La técnica se prolonga durante unos minutos, y aunque son las piernas de la mujer las
que pugnan contra la densidad del agua, ambas parecen dejarse llevar por una corriente
mansa, como la que desciende un río por su tramo más llano, donde ensancha su cauce
y se alejan entre sí las riberas.
No están solas, hay otros cuerpos inmersos en las aguas termales de la piscina.
Cumpliendo con el principio físico, elevan el nivel del vaso hasta aproximarlo al
borde, donde un cordón de rejilla plástica espera sediento la llegada del líquido sobrante.
A pesar de esta congregación de bañistas, son escasas las ocasiones en que los cuerpos
semidesnudos de unos tropiezan contra los de los otros. Dentro de la mescolanza de
individuos es el respeto el que impone orden, retirándose la mayoría a un lado cada vez
que ellas están presentes. Aun así, la mujer preferiría compartir un espacio de mayor
privacidad con la niña. Sabe que nunca fue de otra forma ni lo será, por lo que ya
debería haberse acostumbrado por pura repetición. Sin embargo, le sigue incomodando
ese disperso número de miradas furtivas que desprenden lástima o una empatía que
se difuminará con el fin de la sesión. Desconecta y trata de centrarse en los ejercicios,
en que sean ejecutados de manera correcta para que resulten efectivos. Porque eso es
lo que de verdad importa, no que el resto de los usuarios de la instalación piense que
su actitud con respecto a la niña es fría, como si los sofocantes treinta y tres grados de
temperatura del agua la tuvieran que enternecer por obligación. Ellos no lo saben, pero
se equivocan, sus puestos de observación no cuentan con la perspectiva adecuada, están
viendo y juzgando la escena a partir del perfil semihundido de la menor. Ahora que
han cambiado de posición, ahora que la tiene agarrada por las axilas y presta uno de
sus hombros para que le sirva de almohada, una pinza gigantesca —similar a la de las
máquinas de premio— debería sacar de la piscina a todos aquellos que las compadecen
y alzarlos en el aire para que contemplen la secuencia desde un plano cenital. Allí, en lo
más alto, mirando de frente a la menor, se sorprenderían viéndola zigzaguear, dibujando
círculos en el agua, disfrutando de su ingravidez como si flotara sobre líquido amniótico
y la piscina fuera el útero materno que le brinda una segunda oportunidad, confiada en
que no le sucederá lo de la primera vez, de que no volverá a atascarse en la escotilla de
salida.
Un reloj de agujas —visible desde todos los ángulos de la zona de baño por sus
dimensiones— anuncia a la mujer que los cuarenta y cinco minutos han expirado. La
terapia, al menos por hoy, termina donde comenzó, en la rampa que permite el acceso
a la piscina de todos aquellos que no pueden o no quieren hacer uso de las escalerillas.
Los movimientos fluidos y livianos de la niña, a medida que asciende por la leve
pendiente y el agua le resbala por el traje de baño, se vuelven toscos, inconexos y torpes.
Agarrarse a la barandilla que guía el trayecto ayuda a mantener la verticalidad, pero
la mujer tiene que redoblar el esfuerzo para que ninguna de las dos caiga cuando el
cuerpo de la menor recobra su peso original. Las limitaciones de una musculatura tensa
a perpetuidad, incapaz de interpretar los mensajes del cerebro para relajarse y actuar de
forma coordinada, se hacen más evidentes entonces, durante ese breve recorrido que
va del embaldosado húmedo al seco y que concluye en la silla adaptada que su madre,
vestida de calle, aproxima al borde de la piscina tres veces por semana.
La fisioterapeuta, una vez que la responsabilidad ha cambiado de manos, se
despide camino de una ducha que la libere del olor a cloro. La niña le dedica una sonrisa
—mitad gesto mitad rictus— que la acompaña hasta la puerta del vestuario. Luego vuelve
la cabeza hacia su madre, quien está terminando de secarla con una toalla como tantas
veces, las mismas que ha escuchado las palabras que vienen a continuación. Con una
paz y una ternura inabarcables, en absoluto mutismo, respeta y secunda el ritual para
escucharla decir: «Mamá, me gustaría haber nacido “sirena”».
Las ochenta abuelas
De Sylvain Sortelle
Un mes había pasado desde la bomba química en el centro de Tel Aviv. El portavoz
de Israel seguía diciendo que lanzar una bomba atómica contra Irán sería su última
opción. Ahora, con la gran deflagración de Roma, era el principio del fin.
Había encontrado en Google Earth un sitio idóneo para la retirada. En la sierra
de Andía, una ermita. San Pedro de Torrano. En aquel recoveco en forma de imperdible
debía de haber un microclima protector. Primero había pensado en aquel pueblo que
llevaba su apellido, pero desistió rápidamente al comprobar que se trataba de una llanura,
los lugares planos serían rápidamente barridos por los vientos envenenados.
Llenó su Opel Corsa de provisiones y se fue. Cogió una pequeña batería solar, para
poder escuchar música en un Mp3. Silvio, sonatas de Bach, algo de flamenco. Y esa voces
de niñas de Senegal cantándole a la pubertad, acompañándose con palmas temerosas.
Antes de la subida por la sierra, sí fue al pueblo de Munain, pero sólo por
peregrinaje. El pequeño cementerio le decepcionó, al igual que el resto del pueblo. Se
quedó un rato observando, desde la verja cerrada, las piedras y sus inscripciones, como
si algo le pudiera dar algún tipo de señal. Pero nada ocurrió. Hola y adiós.
Encontró fácilmente la ermita gracias al GPS. La puerta estaba cerrada con
candado. Lo destrozó con un golpe certero de su hacha. Encendió un fuego y montó allí
dentro su pequeño hogar.
Allí iba a esperar la muerte. No se hacía ilusiones, aquello no iba a ser ni rápido
ni glorioso.
Aquella primera noche se tumbó boca arriba bajo el cobertizo, cara a cara con las
estrellas. Estuvo horas boquiabierta ante la inmensidad de la bóveda celeste. Se durmió
pensando en aquella inquietante película con Sean Penn y Brad Pitt: El árbol de la vida.
Soñó con lluvias torrenciales, con su primera regla y con sus ochenta abuelas.
Fue en Girona. En una terraza Él dijo: Dos mil años no son nada, para conocer a
todos mis abuelos desde Jesucristo, me basta con una mañana, los reúno en una tasca,
cuatro por siglo, veinte siglos, ochenta hombres. Puedo saludar a cada uno y tener unas
palabras con ellos. Solo una mañana. Y tú, para conocer a tus ochenta abuelas, lo mismo.
Una mañana. Y si quieres ahondar más, échale un fin de semana. Dos mil años no son
nada. Bajo la mole de la catedral, Ella se entusiasmó con la idea. ¡Sí, les preguntaría qué
han aprendido, a todas! ¿A cuántas de aquellas ochenta mujeres habrán quemado en la
hoguera los hombres temerosos?
Aquella primera mañana cayó en una profunda tristeza, y lloró.
Lloró por sus ochenta predecesoras, por su amante desaparecido, por su hermana
muerta, también por su padre y su madre que se habían equivocado tanto.
Después de tres días, ya no diferenciaba el sueño de la vida despierta. Se quedaba
horas mirando fijamente la pared desconchada del refugio. Le invadía una gran angustia.
Se recostaba en posición fetal. Se quedaba dormida. Tenía un sueño recurrente. Ella
era una petirroja. Se metía en la cabeza de un espantapájaros. Su pechera era como el
fuego, alumbraba la desolación de aquel cuerpo vacío. Y le acababa prendiendo fuego. El
espantapájaros ardía rápido, como una antorcha. Y ella dentro. Quedaba un montoncito
de ceniza en la tierra negra.
Las provisiones se iban acabando. Pronto, su cuerpo, “generoso”, como Él solía
decir, se había quedado en nada, se había derretido. Se dedicaba a dormir, y a chupar
raíces que arrancaba a azar de sus paseos, manzanas blandas y chocolate negro (se había
traído cincuenta tabletas. Una cosa era saber que te vas a morir, y otra muy distinta
esperar el momento fatídico sin chocolate).
Las semanas pasaron y no se moría, no aparecían ciervos de dos cabezas, los
cuervos seguían siendo de un azabache inmaculado, las urracas, blancas y negras, el
agua, pura. Tampoco oyó tronar más de lo normal. Escrutaba su piel y el blanco de sus
ojos en el espejo en busca de signos que delataran el efecto de la radiación.
Pero nada, nada más que su delgadez extrema que resaltaba sus venas azules. Ya
no sabía a qué había venido, si a morir o a sobrevivir.
Y le volvió a invadir la imagen de aquel hombre. Y casi lo verbalizó: el hombre
de mi vida. Seguramente el único que valió la pena, aquel extranjero de “mucho más
al Norte”, aquel ser diáfano con mirada de niño, que dibujaba ídolos prehistóricos,
montañas y árboles, que hacía flores de papel con la bolsa del pan, y que le devolvió la fe
en la gens masculina, y le entregó aquel gran amor. Desapareció después de la operación
de su hija. Lo estuvo buscando mucho tiempo. Aquellas inundaciones que asolaron la
región poco después del drama, ¿acaso no fueron sus lágrimas?
Habrá habido eso, aquel amor, aquella ternura, aquel sopor de después de gozar,
aquellas ensoñaciones, aquellas canciones que él le ponía para despertarle, el Freedom de
Aretha Franklin, el Have I told you lately that I love you de Van Morrison, el I’ll love you
till the end of the world, de Nick Cave.
Costura invisible
De Elena Prieto Rodríguez
Mariana e Isidro llevaban juntos 49 años. Hasta hace sólo unos años, seguía
Mariana cumpliendo con él en la cama, como ella lo llamaba, pero Isidro hace justo tres
años pierde las ganas y por fin Mariana, a sus 71 años puede descansar del manoseo de
su marido. Ella se dejaba hacer, porque no le gustaba el sexo, pero la habían educado
para que una mujer, le guste o no, esté ahí para las necesidades físicas de su esposo y su
desahogo.
Le da últimamente Mariana muchas vueltas a la cabeza a dejar a su marido. Ha
visto que algunas vecinas se han separado a edad avanzada y parecen más felices y más
guapas. Ve mucho la tele y la vida hoy en día es diferente. ¿Podría ella? ¿Podría echarlo?
La casa era suya, recibida por herencia de sus padres. Fantaseaba Mariana en vivir libre
en su casa sin la sombra de su marido Isidro, que se había convertido, o siempre había
sido, un cascarrabias, infiel, trasnochador, mal padre, mal abuelo, duro, ingrato, negativo,
y así podría seguir Mariana hasta la eternidad descalificándolo en su interior. Cuando lo
veía, lo miraba con desprecio y con rabia, y le reprochaba cualquier cosa, el no llevar el
vaso al fregadero, el roncar durante la noche, el mal aliento que le provocaba una muela
que no se arreglaba... en fin, Mariana no lo quería, pero qué era eso del querer, eso no lo
había sentido ella más que por un hombre: su hijo.
Mariana le guardaba además un profundo rencor de una ocasión hace 30 años,
donde se atrevió a cuestionar una de sus decisiones. Isidro le dijo que se callara, y ella
siguió insistiendo. Ya no recordaba ni el motivo de la discusión, pero lo que no podía
borrar de su memoria es que Isidro se abalanzó contra ella con una lata de atún y la
sacudió tres veces en la cabeza gritándole algo que se desvaneció en el recuerdo. Mariana
quedó inconsciente por unos segundos e Isidro entró en pánico pensando que la había
matado. La abrazó entonces como nunca lo hubiera hecho antes, gimiendo, Mariana,
mi Mariana, perdóname, por favor, no te mueras. Mariana abrió los ojos y no sólo no le
perdonó en ese momento sino que decidió odiarlo hasta el final de sus días. Le cerró el
corazón a Isidro y se prometió no volver a abrirlo nunca más, como esa lata de atún que
tiró a la basura llena de sangre como símbolo de su decisión.
Pero Mariana se sentía triste y deprimida, y el tiempo iba pasando. La gente le
recordaba que en un año celebraban sus bodas de oro y eso a ella la martirizaba. El oro
para un hombre que no merecía ni la medalla de bronce, se decía. Y refunfuñaba en su
interior mientras limpiaba la casa cada día y no se daba cuenta de que poco a poco se
moría.
Un día, fue a su médica con un dolor fuerte en el pecho. Su médica recordaba
que hace muchos años Mariana pasó por allí con la cabeza abierta y unos ojos a punto
de explotar de rabia y tristeza. En aquella época, a pesar de lo poco avanzados que
estábamos en violencia de género, le dijo que iba a informar a la policía, pero Mariana le
aseguró que se había caído por las escaleras hablándole tales maravillas de su esposo que
la médica se dejó convencer para no entrar en trámites complicados que al final sólo le
traerían problemas.
Esta vez, sin embargo, 30 años después y una voz de la conciencia más despierta,
hacen que Isabel, la médica de Mariana, la mire a los ojos y le diga: Mariana, tú lo que
tienes es una depresión de caballo y te voy a mandar ahora mismo a una psicóloga muy
buena con la que estamos colaborando en el Instituto de la Mujer.
Mariana, esta vez no se resiste. Se siente como un animal apaleado que ya no tiene
fuerzas para seguir luchando y se deja salvar, arropar por sus rescatadores que lo sacan de
un agujero profundo donde lleva toda una vida y acepta sin rechistar, con lágrimas en los
ojos que no deja que salgan del todo, apretando ligeramente los labios para evitar decir
más de lo que debe, con las manos temblorosas, sintiendo que su corazón se va a romper
en añicos si la consulta no acaba ya.
Mariana se va corriendo al servicio y allí llora en silencio durante una hora,
intentado con todas sus fuerzas que nadie la oiga ni respirar.
Cuando llega a casa Isidro está sentado en su sillón viendo la tele. No la mira
siquiera, ¿recuerda acaso que viene del médico? Mariana dice: vengo del médico. Isidro
sigue mirando la tele sin decir nada. Entonces Mariana siente un fuego que empieza en
las vísceras y sube como un humo que va extendiéndose por el tórax y llega a la garganta.
No sabe de dónde sale ese sonido, pero es tan fuerte y tan atroz que al mismo tiempo
que le asusta, le fascina y le libera. ¿Es suyo ese grito?, parece que tiene vida propia y ve
a Isidro encogerse como un perro asustado entre sorpresa y pavor. El grito parece no
tener final, es quizá el grito de todas las mujeres que aprendieron a aguantar como ella,
saliendo de su garganta como un volcán en erupción. Y cuando el grito termina le dice a
Isidro: vete con tu hijo o con quien quieras, no quiero verte nunca más.
La libertad era esto
De Noemi Portela
A veces soñaba con ella. Sentía que sus caricias se le metían entre los dedos
de las manos, que correteaban por sus brazos y descansaban sobre su hombro. Se la
imaginaba, feliz, saltando con él en el sofá al son de su canción favorita, disfrutando de
los maravillosos atardeceres, cuando el sol se ponía tras la colina.
Estaba convencido de que la había visto en alguna ocasión. Quizás en la lejanía,
quizás durante un segundo, pero estaba seguro de haber compartido algo más que su
imaginación. Pero eso no podía haber ocurrido.
Arturo llevaba 15 años, toda su vida, encerrado en aquella enorme casa rodeada
de campo. Más de una década en la que solo había visto a su padre, a sus impertinentes
amigos, al médico, al profesor… hombres, siempre hombres.
- Papá, ¿mamá era guapa?
- Tu madre era la persona más increíble que jamás he conocido.
- ¿Y por qué ya no está?
- Mamá estaba muy enferma.
Siempre le preguntaba por ella. Y la respuesta siempre era la misma.
Aquella noche Arturo se fue a dormir con una idea clara: esa sería su última noche
allí.
La sensación de ahogo, de querer descubrir qué existía más allá de aquellas cuatro
paredes iba aumentando a medida que la adolescencia se hacía patente en su cuerpo y en
su cada vez más crítica y disconforme cabeza.
Los ronquidos de su padre rompían el silencio de la noche. Era el momento.
Sigiloso y bien aprovisionado, abrió con cuidado la puerta de la calle. Su padre se había
vuelto cada vez más confiado. Dos años atrás había dejado de cerrar la puerta de la calle
con candado, quizás porque Arturo nunca se había quejado, ni había hecho preguntas
sobre el exterior.
Bajó los peldaños de dos en dos, no recordaba haber sentido aquello nunca, pero
creía que era adrenalina, se parecía mucho a lo que su profesor le había explicado aquella
misma semana. El corazón saliéndose del pecho, las manos sudorosas, la sonrisa en la
boca mezclándose con el miedo… sí, aquello tenía que ser.
No sabía a dónde ir, pero sus pies parecía que sí. Mantuvo un ritmo constante
hasta que sus piernas empezaron a flaquear. Una hora, dos, tres... perdió la noción del
tiempo que estuvo caminando. Se paró.
Mujeres.
Las había por todas partes. Paseando con sus hijos, con sus novios y sus novias,
solas, volviendo de trabajar, alegres, llenas de preocupaciones, con complejos y sin ellos…
Todas ellas diferentes, y a la vez tan iguales. Todas desconocidas.
Y de pronto…
- Arturo.
En el tono no había duda. Se giró y la vio, allí delante de él, sonriendo. Una mujer
rubia, guapa, con sus mismos ojos azules… y los mismos hoyuelos decorando su cara.
- ¿Mamá? – Se atrevió a adivinar él. Había soñado tantas noches con ella, había
visto tantas veces, siempre a escondidas de su padre, las fotografías que guardaba con
mimo debajo de su almohada, que pensó que esta vez no podía ser real.
Pero allí estaba, delante de él. Se abrazaron.
- No pude, no sabía dónde buscarte… te llevó y me quitó una parte de mí.
– Intentaba explicarse su madre mientras lo abrazaba con fuerza, como si estuviese
tratando de recuperar todos los abrazos que no había podido darle.
- Papá me dijo que estabas enferma y que habías muerto cuando yo nací.
– Consiguió decir Arturo, tratando de evitar que las lágrimas asomasen en sus ojos,
buscando las respuestas que siempre se le habían negado.
- Estaba enferma… de libertad. No te mintió, desde ese día estaba muerta para él.
Pero ya tendremos tiempo para hablarlo. Ahora ven, quiero que conozcas a tu hermana.
- ¿Hermana? – Arturo tenía muchas preguntas, pero también sabía que iba a tener
mucho, mucho tiempo.
De la mano de su madre se adentró en la vorágine de gente. Aquello de la libertad
le gustaba.
El delantal
De Mª del Carmen Marín Pinteño
La recuerdo arrancando trozos de dolor del gran bolsillo donde escondía sus
desgracias. Con algunos de ellos hacía una bola y los lanzaba lejos, donde no alcanzaran
sus lágrimas. Otros estaban demasiado incrustados en la tela, la edad de aquel delantal
era más larga que la mía. Pero era el favorito de la vieja y, a veces, hasta para ir a misa se
lo ponía.
Sus cabellos de plata tenían el mismo tono gris de los cuadros más oscuros de
aquella prenda tan maltratada. Casi todos los golpes siempre iban a parar a la misma zona
que cubría sus muslos tras la enagua. A nadie enseñó jamás los negros moratones que la
pesada hebilla del cinturón estampaba en sus delgadas nalgas. Las piernas le temblaban
cada vez que le oía cerrar bruscamente la puerta del corral y subir los escalones de la parte
trasera de la casa. En cada uno de los torpes pasos de su marido, a ella le daba tiempo de
susurrar varias plegarias para que la borrachera fuera tan grande que le impidiera arribar
al tramo de escalera que conducía al lavadero donde solía estar, hasta altas hora de la
madrugada, escamondando sus calzones largos.
La última vez que la vieron, de su delantal se habían borrado todos los cuadros.
Teñido de un intenso rojo de sangre, del gran bolsillo escaparon todos los gritos
de espanto que había guardado durante años. Cuando llegaron a oídos del vecindario ya
fue tarde.
-Hay que lavar el delantal de la abuela.
Me dijo, al día siguiente, mi madre. Era como su segunda piel y debía ser enterrado
con ella, aunque el fondo del gran bolsillo ya no era refugio del alma de nadie…
Noche otoñal
De Diana Karina Torres Cano
Ella estaba acostada junto a su pequeña hija dentro de la cama matrimonial. Había
cerrado el libro y apagado la pequeña lampara. Era una de esas noches de principios de
otoño en las cuales el aire empieza a rebelarse arremolinando hojas muertas en las esquinas
desoladas de las casas y los enclenques árboles se quedan soportando estoicamente la
zarandeada del fuerte viento mientras éste avanza generando ruidos de gigante y se
cuela entre las rendijas mal cerradas de las ventanas con un olor helado de humedad;
silbando tan fuerte, que no hay más remedio que levantarse corriendo y cerrarlas deprisa,
transformando así de golpe el ulular externo en un ruido sordo que discurre furioso
entre las oscuras calles, como un coloso buscando salida entre un laberinto de casas y
edificios. De pronto se oye un rumor de voces cerca del portal, pisadas rápidas, taconeos
y carreras, sonidos vagos y de nuevo el silencio. Afuera solo queda la negrura de un cielo
plomizo que niega la visión de las estrellas.
Entonces volver corriendo a la cama con escalofríos y la piel erizada. Arrebujarse
bajo el nórdico y abrazar a Lisa, juntándose hasta besarle el cabello, aspirando la fragancia
de camomila que prevalece en el rincón de la almohada. Sentir su cuerpo tan a gusto bajo
esa tierna calidez y al mismo tiempo saberse rodeada por un frío acechador. En su cabeza
los pensamientos se arremolinan como los hojas de los árboles allá afuera, y unos tras otros
van girando trayendo imágenes de un pasado no muy distante, casi como al azar, pero
bien sabe ella que no, que no es la casualidad la que los ha removido sino que como todo,
han llegado con un sentido. Aquellos tiempos en los que la imposibilidad de un contacto
físico lo hacía aún más imperioso, aquel tiempo en el cual la distancia fungía como
opresora, exacerbando así más el deseo. Todo tan acorde a esta melancólica estación: la
imagen del frío monitor, el gesto inútil de extender una mano hacia la glacial pantalla, el
sonido de unas yemas tecleando letras y letras que intentaban transmitir la intensidad de
un calor, de una humedad demasiada tibia, las palabras apareciendo rápidamente, frases
y frases cada vez más cortas, finalmente sólo dos imágenes parcialmente paralizadas.
Movimientos leves, luego perceptibles en primer plano. Silencio. Recrearse en eso de
sentir y sentir en la lejanía. Separación.
Saber que más allá de la explosión ha quedado una vaga sensación de satisfacción
vedada. La distancia es la distancia, sin atenuantes y sin alicientes. Recordar sus viajes, sus
idas y vueltas, un avión que los alejaba y otro que los acercaba; y ella en los aires percibiendo
en cada nube la sutileza de la presencia de él, porque él estaba en dondequiera que fuese
porque acaparaba sus pensamientos y allí residía todo, no estar juntos significaba estar
más unidos, porque él era lo sublime, lo etéreo y lo inalcanzable. Evocar esas lejanas
ganas y dejarse arrastrar otra vez por ese remolino de pensamientos hasta que llega a
estos días en que la convivencia, en que esa facilidad de extender una mano y tocarse,
desvirtuaron de alguna manera indescifrable la esencia de un encuentro improbable.
¿Cómo habían llegado a esto? Cómo se habían dejado arrastrar por las cuentas, el cole,
la comida, el trabajo, el banco, y por Lisa instalada en el medio de la cama matrimonial.
El olor a humedad había desparecido y la fragancia de camomila impregnaba toda
la habitación. Afuera las hojas de los árboles no tenían tregua en su girar y girar, y se
seguía escuchando al coloso sacudiendo antenas, toldos y farolas; zarandeando todo a su
paso, aprovechando de colarse por lugares remotos, entre callejuelas estrechas y edificios
en penumbras.
Por suerte allí adentro ya no podía llevarse nada más. Su respiración agitada no
le permitía encontrarse cómoda dentro de su propio cuerpo. Evocar la antigua imagen
de la videocámara, la mano acariciándose el pecho velludo, con el colgante hippie que
ella le había regalado en aquél viaje juntos. Sus manos, esas mismas manos que se habían
extendido tantas veces ante un frío monitor de ordenador, aunque un poco cambiadas
seguían siendo las mismas de antaño, más allá de algunas ligeras arrugas que delataban
el paso del tiempo, mantenían las ganas de extenderse hacia ese mismo plexo solar que la
cobijaba y la protegía. Removerse ligeramente dentro de la cama evitando que la pequeña
Lisa se despierte, incorporarse de forma lenta, salir descalza por el estrecho pasillo y
entrecerrar los parpados al percibir la luz del televisor en el salón y al escuchar la tos en
el sofá. El viaje, las nubes, lo sublime la esperaban como siempre; se trataba tan sólo de
extender una mano.
Relatos ganadores y finalistas 2018
II Premio de Relato
Fundación Fomento Hispania
Jurado
Espido Freire
Rosa Navarro Durán
Ignacio Merino
Primer Premio
Emma (Esperanza Ruiz Adsuar)
Segundo Premio
Al cabo del tiempo (Gloria Soriano García)
Finalistas
Las lavanderas (Susana Revuelta Sagastizábal)
El color de las amapolas (Luisa María Yamuza Carrión)
Vas a ser tú (Juncal Baeza Monedero)
Como cada mañana (Jara Infante Pérez)
Fresas, té helado y ojos de mora (Rosa Fabuel De Mora)
La quimera del oro (José Luis Castro Lombilla)
Corre, Mari, corre (Carmen Del Valle Pérez)
Introducción de los miembros del jurado
Espido Freire, Rosa Navarro Durán e Ignacio Merino
Los relatos que se presentan a un premio suelen estar animados por una mezcla
de ambición y timidez, de ansia de ser leídos y de miedo ante el juicio, de historias
fascinantes y de la necesidad de su autor por contarlas. En este caso no veo una
excepción: vida, literatura, mirada femenina, mundo extraño y absurdo... resulta
fascinante observar ese proceso y asistir a la emoción de quien recibe el premio. De
eso, de esperanza, pérdidas y triunfos, está entretejida la literatura.
Espido Freire
Un breve relato tiene que atrapar a los lectores en las primeras palabras porque no le
queda mucho espacio para hacerlo, y luego no decepcionarlos y llevarlos en volandas
hasta el inmediato final: cumplen estas condiciones estos cuatro magníficos relatos
que tuve la suerte de leer en 2018.
Ya sabía yo de la pasión amorosa por algún personaje literario, pero así lo viví como
espectadora, en primera fila de un texto; intuía que los prodigios pueden llevar capa
de fantasía y cosmética barroca, e inmersa en otra narración comprobé que sí. Y
aprendí mucho más: que la realidad está hecha a veces de grandes hazañas: la de
una mujer que vive su papel cotidiano, el que le ha tocado en el teatro del mundo, con
discreción, con dignidad, y no regatea nunca dar la mano al prójimo; o la de ese grito
en la vana lucha de otra mujer para acompañar al ser amado en su último momento,
¡suprema soledad de los dos por culpa de…! Mejor no describir los muros, y pensar
solo en las heroínas de la épica cotidiana.
Es decir que ni la mente ni el cerebro son del todo nuestros, exclusivamente individuales;
responden a patrones comunes y viejos códigos culturales aprendidos en la batahola
de los siglos. Pero como ocurrió ya en la Grecia antigua o el Renacimiento después,
hubo personalidades que supieron expresar la realidad, el mundo y la persona con
estilo propio, a través de una técnica determinada, la que les dictaba su vocación.
Entonces salieron del anónimo común y firmaron sus obras. Pusieron su nombre para
proclamar la individualidad de aquellas obras consumadas, superando así la arcaica
tradición artesana del anonimato.
Una de las consecuencias que implica la tarea de escribir como acto de voluntad
propia es la definición del yo. El encuentro de la parcela personal en la que construir
el hogar de nuestra existencia. El terreno preciso en el que cuidar lo más íntimo,
cultivar nuestras aspiraciones, destilar los deseos fermentados en las tardes quietas
de nuestra infancia y adolescencia. Entonces llegará el renacimiento de nuestra
sensibilidad concebida en el tiempo arcaico de nuestra vida, la luz que nos deslumbró.
Y querremos recuperarla, tejerla y bordarla con nuestra labor incansable, porque en
esa tarea concentrada hallaremos lo mejor de nosotros mismos.
Tal vez incluso encontremos nuestra vocación, o al menos una buena parte de ella.
Entonces todo será más sencillo, más claro. Enfrentaremos con fuerza las decepciones,
sabremos afrontar los fracasos, aprenderemos, creceremos. Y no perderemos el norte
polar que nos guía porque sabremos que mantenemos el impulso en la brújula junto
al cálculo que permite el sextante, la escritura. Esa es nuestra navegación. El cuaderno
de bitácora. El convencimiento de lo que hay que hacer para seguir viviendo. Porque
escribir, además de resistir, disciplina, aprendizaje y reto es, también y sobre todo,
una forma de exorcizar la muerte.
Ignacio Merino
Emma
– PRIMER PREMIO –
No te voy a engañar, Emma, te quiero desde que te conocí. No tardé ni una décima
de segundo en amarte. Tu belleza, claro. Qué si no. Pero no me culpes, Emma, les pasa
a todos. Le ocurrió a tu marido- tú misma me lo has dicho- cuando aún era un hombre
casado. Quedó prendado y en cuanto enviudó, pidió tu mano. Y algo parecido con tus
amantes, si bien es verdad que con el segundo compartías aficiones. Os unía un espíritu
sensible y una personalidad cultivada.
Yo, querida mía, he de ser honesto y confesarte que de teatro, música clásica y eso,
ni papa. Ahora, de literatura, lo que quieras. Yo creo que por ahí tenemos conversación,
y si bien es cierto que el género romántico no es lo mío, prometo hacer míos los excesos
sentimentales de esas novelas que te apasionan.
No sabes cómo sufro al entender tus reclamos – perfectamente lícitos en mi
opinión- y ver cómo eres censurada por ello. Claro que mereces sexo, claro que deberías
tener riquezas.
Y, aunque en modo alguno trato de justificar mi encandilamiento por tu hermosura,
te diré, puesto que estás a punto de preguntármelo, que si no fueras como eres, mi interés
por ti se hubiera desvanecido sin mucha demora. Adoro a la Emma que persigue sus
sueños. A la mujer que no se conforma con una vida pueblerina y tremendamente
aburrida. Bravo, Emma, por no darte miedo luchar por la vida que imaginas. Dominante
y avasalladora, dicen. Vale, ¿y qué? Eso es maravilloso. De hecho, no descarto que tu
primer amante, pese a habérsela envainado en el último momento, no considerara todo
un reto poseerte.
Ansío que llegue la noche para estar contigo. Es cierto que puedo tenerte durante
el día pero me gusta la espera, de ese modo te saboreo mejor cuando llega el momento.
Retardar el placer es una magnífica estrategia que aprendí con los años.
Hoy, por ejemplo, me he acordado de ti más de lo habitual. Tuve que acudir al
médico por mi problema de espalda y después a la farmacia. E inevitablemente comparo.
¿Te das cuenta, mon chou, de que no te engaño cuando digo que habitas mi mente?
Así pues, mi doctor, el señor Sanmartín, se parece enormemente a tu marido. Pero
no porque los dos sean galenos, eso sería muy fácil y a ti y a mí nos aburre lo obvio.
Es que ambos adolecen de una personalidad lúgubre, exenta de entusiasmo, taciturna.
Parecen aquiescentes -dentro de su contención- con sus vidas aciagas y grises. Entiendo
que te exaspere que tu marido viva en la inopia y me atrevo a aventurar que incluso has
deseado en secreto que se percatara de tus devaneos. Al doctor Sanmartin le daba igual
estar hablando de mis maltrechas vértebras que del precio del kilo de tomates.
Sin embargo, de la consulta me he dirigido a la farmacia y mi apreciada señorita
Pérez de Cantalapiedra no puede ser más adorable. Es una sexagenaria solterona y
encantadora que trata a todos sus pacientes con un cariño inusitado. Nada que ver con el
tipo atrabiliario que tenéis como boticario allí y que según cuentas, trata de congraciarse
con las fuerzas vivas del pueblo a pesar de ser un pobre gañán. Todo el mundo le rinde
pleitesía pero él tiene ínfulas de reputado científico. ¡Ah, los sinsabores de la vida de
farmacéutico rural! El pueblo se le queda pequeño y sé que eso no se lo reprochas. Y,
huelga decir, adorada, que la señorita Pérez de Cantalapiedra nunca dejaría arsénico a mi
alcance, ¡qué barbaridad!
De esta manera, Emma, casi ha anochecido. Sin darme cuenta llevo más de dos
horas loándote en silencio y siento que no es suficiente para aplacar tu angustia. Te asfixias
en tu pequeño mundo y no sé cómo ayudarte. Sé que el adulterio te ha decepcionado
tanto como el matrimonio, pero suele ser así con las personas que brillan. Tu aparente
frivolidad no es más que tu defensa última contra un mundo que te oprime. Te reitero
mi amor y mi admiración, Emma, y me dispongo a acudir a mi cita nocturna contigo.
Creo que hoy toca el capítulo en que te reencuentras con Léon Dupuis e iniciáis
vuestra desenfrenada historia de amor. Voy a tu encuentro, Emma Bovary.
Al cabo del tiempo
– SEGUNDO PREMIO –
Mi madre era así de antigua. Se sentaba a mi lado a la puerta de casa cuando venía
mi novio. Siempre vigilante. Que sus manos no rozaran ni el respaldo de la silla. Yo me
atreví a bromear: no le hagas caso, que ella también estuvo ennoviada. Cuando él se fue
me pegó tal guantazo que estuve tres días sin poder salir.
Después nos casamos y nos fuimos a vivir al centro de la ciudad. Habíamos
alquilado en una corrala una habitación sin cocina. Allí nacieron y crecieron mis tres
hijos, dos niños y una niña.
Mis hijos jugaban mucho en la placita del barrio y a veces regresaban con
magulladuras. Nunca le pedí cuantas a nadie por esas heridas, ni quise escuchar las
quejas de otras madres por los daños que sufrían sus chicos. Son muchachos, decía yo. Ya
se arreglarán, no hay razón para que discutamos. Mi marido no se metía en estas cosas.
Al salir de la fábrica, él se ocupaba de cantar y beber en Casa Paco. Yo, de preparar su
comida del día siguiente, reforzarle el pantalón y regar las macetas de la galería que tanto
alegraban con sus colores.
Todas las mujeres de la corrala guisábamos en la misma hornilla y algunas, con
el caldo de la vecina, preparaban una sopa aguada. Mientras los garbanzos hervían, yo
lavaba la ropa junto al pozo del patio sin quitar ojo al puchero. A pesar de ello, a veces
desaparecía el trozo de gallina, o mermaban las raciones. Sí, esas cosas sucedían, pero no
por maldad.
Cuando llegaba la noche, en la pila de restregar los monos de mi marido, me
aseaba yo. Siempre iba a la cama con el pelo mojado. Todo me dolía.
Me llevaba bien con la comunidad, pero no era amiga de cotilleos. Coincidía
mucho con una mujer de aspecto reservado a quien no me hubiera importado confiarle
secretos. Un día, mientras hablaba con ella de mis males, se presentó la Guardia Civil
y la llevaron presa. Así fue como me enteré de que el hombre que yo conocía no era su
marido. El adulterio le costó cinco años de cárcel. Nosotros continuamos indisolubles en
la misma habitación durante veinticinco.
Coincidiendo con la muerte del Caudillo, nos mudamos a un piso con baño y
cocina donde se me pasaron todas las jaquecas. Para entonces, el hijo mayor trabajaba en
un hotel de la costa, y la chica ya se había casado. Ahora teníamos teléfono. Mi esposo
pagaba y puso las normas. Mis hijos y yo ni lo tocábamos. Así era él.
Diez años más tarde mi marido se sintió mal. Un especialista privado le hizo
una radiografía y sin más explicaciones lo mandó para casa. El médico sabrá lo que
vio. Estuvo toda la noche y la mañana yendo cada poco al baño. Al mediodía salió al
balcón. Con los codos apoyados en la barandilla y la cabeza entre las manos, se entretenía
mirando la calle. Me asomé a la terraza para llamarle, pues desde el salón no me oía.
Cómo continuaba sin responderme le zarandeé, y su cuerpo se venció hacia mi lado.
Quise sujetarle, evitar que se golpeara la cabeza con el mueble de la esquina, y su peso
muerto me dobló la muñeca. El dolor me duró casi un año.
Vivir sola no era nada aburrido. Con mis sesenta años y mi desparpajo, sin
necesidad de ascensor, subía y bajaba las tres alturas que me separaban de la acera.
Me convertí en una alumna aplicada de los talleres en la Casa Cultural, y una abuela
juguetona con los nietos. Recorría gustosa las calles para verlos un rato.
Si de soltera nunca me faltaron pretendientes, de viuda tampoco. Algo tendrá el
agua cuando la bendicen. Por supuesto que no me volví a casar y aunque ya eran otros
tiempos, tampoco subí a ningún hombre a casa. Siempre lo digo, las mujeres tenemos
más picardía, aunque tal vez esa no es la palabra.
Una mañana mis piernas me llevaron con dificultad hasta la panadería. A la vuelta
se sintieron incapaces de trepar tantos peldaños, y echaron en falta el elevador que nunca
tuve. Me negué a subir hasta la vivienda, pues si subía no volvería a bajar. El vecino del
entresuelo me sacó una silla, y sentada a la entrada del portal, juré que no me movería
salvo para ir a una residencia. No había salido de casa de mis padres para instalarme con
noventa años en casa de mis hijos. Tuve suerte de que hubiera una plaza libre. Ingresé a
tiempo para la comida. Mi hija se fue a recoger mis cosas y me las trajo en una maleta.
También se encargó de vender en pocas semanas el piso.
Aquí he conocido a un hombre que me habla de sus millones en el banco. Quiere
que nos vayamos juntos, que disfrutemos tres años, o lo que sea, que él todavía puede.
Cuando le recuerdo que está casado, me propone esperar a que fallezca su mujer. Ella se
aloja en la planta de asistidos, no puede moverse y apenas si se entera de las cosas. Él,
cuando me mira, ve en mí a su primera novia. Está convencido de que soy de un pueblo
que no conozco. Unos minutos más tarde nos ha olvidado a las tres. Entonces escucho en
el telediario que el gobierno se ha llenado de mujeres. Y eso me alegra.
No la dejaron pasar
– TERCER PREMIO EX AEQUO –
A ti siempre te sentó bien el rojo. Tu tez morena y tus cabellos azabache combinan
a la perfección con ese color. Mírate, estás preciosa con ese modelo. «El gris quizás sea
más elegante», piensas. «Pero a Damián le gustará el negro», te apunta el gesto de fastidio
de tu boca en el espejo.
Mamá te vestía del color de las amapolas los domingos para ir a misa. Cuando
llegabas a la iglesia, sujeta de la mano de papá, la abuela y las tías te miraban complacidas.
—¡Qué requeteguapa estás vestida de rojo, Martita!— te decía la tía Fernanda
emocionada.
La abuela Ernestina te sentaba a su lado y te acariciaba la cabeza. A veces se
le enganchaban tus cabellos en sus manos cuarteadas, pero no te molestaba. Olían a
lavanda. Ella siempre olía a lavanda. Damián, sin embargo, prefiere las fragancias verdes.
De hecho, su perfume recuerda la hierba fresca del campo al amanecer. A ti te embriaga
ese aroma. Tú en cambio, no usas perfume. A tu marido le gusta que huelas a limpio,
nada más.
Junto a aquellas mujeres estarías todo el rato, pero ese momento placentero
duraba poco. Pasados unos minutos, desde la otra punta del banco, papá hacía un gesto
que reconocías de inmediato y tenías que volver con él. Si mirabas hacia arriba, él te
estaba observando con los ojos muy abiertos y una sonrisa de lado, extraña, como si no
fuera risa. Mucha gente sonríe así. «Damián, cada vez más a menudo», reflexionas. Pero
a ti te gustan las sonrisas sonoras, las de boca abierta que enseñan la campanilla. Risas
de verdad. Como la de tu vecina Paca, que te envolvía con sus carcajadas acompañadas
de achuchones y besos insaciables allá donde te encontrara. Esas risas que tanto echas de
menos.
Al término de la misa, regresabais a casa precipitados. Te recuerdas con el cuello
vuelto mirando a las mujeres de la familia. Sus rostros disimulaban el enojo. No querías
irte y echabas el cuerpo hacia atrás, haciendo fuerza con los pies en el suelo. Pero la
maldita suela de los zapatos resbalaba y la fuerza de la mano de papá era imbatible, no
tenías nada que hacer. Sometida a tu destino, bajabas la cabeza y te dejabas guiar por
aquella mano férrea.
—¡Marta, no tenemos todo el día!— la voz exasperada que te saca de tus
recuerdos de infancia, te sobresalta.
Miras el reloj. Llevas veinte minutos en el probador. Un montón de prendas en
tonos apagados han construido un nido asfixiante a tus pies y estás acalorada.
—Ya estoy— respondes por inercia, para hacer tiempo.
—¡Ni que fueras la novia! ¡Llévate ya lo que sea! Total, nadie se va a fijar en ti!—
le oyes gritar al otro lado de la cortina.
Estás embelesada con tu imagen en el espejo. No pareces tú. Hace años que no te
veías tan guapa. «Ni tan indecisa», reconoces apesadumbrada.
—¡Ni se te vaya a ocurrir comprarte el rojo!— te advierte Damián.
Nerviosa, te quitas el traje rojo a tirones y te pones tu ropa en un santiamén.
Tu marido paga y cruzáis el umbral de la tienda con el traje negro en una bolsa de papel
marrón. Él va delante, como siempre. Mientras esperáis la luz verde del semáforo de
la calle Libertad, en tu cabeza se agolpan los pensamientos «Me gustaba más el otro,
pero el negro va con todo, la verdad. Lo estrenaré en la boda de Candela. Mi padre,
como siempre, dirá que voy muy oscura. Qué sabrá él de moda. Ni de otras cosas. Con
los zapatos negros que Damián me regaló por mi cumpleaños iré muy elegante. Y él
se sentirá orgulloso de mi . Y sonreiré a todo el mundo. Y será un día maravilloso. Y
volveremos a casa alegres, como de recién casados...»
Una bocanada de aire helado congela el atisbo de felicidad que brotaba en tus
labios. El frío golpea tu espalda. No sabes de dónde viene, pero te empuja y no te resistes.
Como una autómata das dos largos pasos y adelantas a tu marido. El semáforo aún está
rojo. Como el vestido que querías comprarte. Como el color amapola del vehículo que no
puede evitar el atropello mortal.
Vas a ser tú
De Juncal Baeza Monedero
Meten a la niña en el sótano. La han traído a rastras, entre los cuatro, desde la
puerta del colegio. Algunos profesores les vieron salir, pero preferirán no meterse en líos.
Nadie va a decir nada. Ni siquiera esa niña, cuando terminen con ella y la devuelvan a
patadas al pasaje. Una vez dentro, no se ha resistido mucho; es inteligente y sabe lo que
se está jugando. Ha entendido, sin que se lo tengan que explicar, que la alternativa podría
ser mucho peor: podría suponer la sangre de su madre, la de su padre y también la de su
hermano, chorreando por la canaleta a la salida de su casa. O la cabeza de sus abuelos
reventada contra la pantalla del televisor. Es valiente, la niña. Lleva en la piel los mordiscos
de sus antepasados del Frente Farabundo Martí, así que ha debido de heredar el alma de
guerrillera. Van a disfrutársela mucho.
Alfredo llegó con la cara cubierta de tinta. Cuando mamá lo vio se puso a chillar
como si la estuvieran matando. Dejó caer las pupusas y agarró la plancha directamente
con las manos, sin protegerse con el delantal. Le hirvió la piel y se le levantaron ampollas
en los dedos, pero ella siguió gritando, solamente por ver la cara de Alfredo. Conseguimos
que metiese los brazos en un cubo de agua fría. Papá se acercó a Alfredo y lo empujó
contra la mesa. Le hizo derribar una pila de guacales con el cuerpo. “¿Pero qué has hecho,
malnacido?”, gritó. Él se recompuso, poniéndose de pie. El número dieciocho le cruzaba
la cara, desde el nacimiento de pelo hasta la mandíbula. Le brillaban los ojos en mitad de
ese océano de tinta negra. Fui a buscar la pasta dentífrica para cubrirle las manos a mamá.
Después, se las tapé con una toalla limpia. “Defender la colonia”, respondió entonces mi
hermano, subiendo la barbilla al aire, “conseguir dinero para daros de comer”. Mamá
tenía piel gris, las mejillas hundidas, el moño deshecho. Miraba el rostro de Alfredo y
lloraba sin espasmos, sin gemir, como una muñeca de caucho.
Estábamos jodidos. Alfredo llevaba meses acercándose a la plantación donde se
juntaba la mara. Allí, a los pies del volcán Izalco, había agarrado su primer 9 mm. Los
días de reunión traía el olor a cacao y a pólvora incrustado en las zapatillas. No le costó
mucho pasar de aspirante a miembro. La noche del rito regresó a casa de noche, entró
en nuestro cuarto para cambiarse de ropa, y yo fingí que dormía. Entornando los ojos,
le vi la cara reventada a puñetazos y la ropa desgarrada. Tenía los nudillos intactos, de
no haber devuelto un solo golpe, y eso solo podía significar una cosa: ya estaba dentro.
Dos meses después le encargaron la primera misión. Salió de la comunidad para
ir a Cruz Galana. Para entonces ya lo llamaban Cuchillo. Yo le supliqué que no lo hiciera,
pero Alfredo me cogió la cara con las manos, apoyó su frente tatuada contra la mía y me
juró que no lo cogerían. Dijo la verdad: no lo atraparon. Volvió nervioso y mugriento.
Se sentó en mi cama y manchó el cobertor de sangre. “Le he cosido el cuerpo a balazos”,
me dijo. Había dejado el cadáver tirado en un canalón: un muchacho al que le había
arrancado la camiseta a tirones para comprobar que llevase tatuado en el estómago una
eme, y justo después una ese que parecía una serpiente enroscada. Salvatrucha de mierda.
Puerco.
Alfredo bajó la cabeza, y el pelo le cayó por encima de los ojos. Los mechones
negros taparon el tatuaje y, por un momento, imaginé que mi hermano volvía a ser mi
hermano, y no Cuchillo. “Van a venir a por ti”, le dije, “vas a ser tú el próximo muerto”.
Los dos sabíamos que le harían pagar por lo que acababa de hacer. Alfredo se tumbó en
la cama, mirando al ventilador. Me coloqué de costado y lo vi respirar atragantándose,
como si se estuviera ahogando.
A la niña la sacan a empujones del sótano. Antes de llegar a la calle, tropieza dos
veces en los escalones, golpeándose las rodillas. Tiene que sujetarse la falda del uniforme
para que no se le caiga al suelo, porque al empezar le arrancaron los cierres. Las medias,
manchadas de barro y sangre, se le han escurrido hasta los tobillos. Lleva el pelo pegado
al cráneo, por el sudor, pero no se puede decir que la nena no haya sido valiente. No ha
gritado en ningún momento, ni cuando pensaron que sería aún más divertido de dos en
dos. Además, obedeció a la primera cuando le ordenaron que los mirase a los ojos, no fuese
a olvidarse de sus caras, ni de la eme y la ese que llevaban tatuadas en los pómulos y en
la sien. Tampoco se movió cuando le mandaron saludos para su hermano. La niña sale al
pasaje con la mandíbula prieta. Una cuadra más allá, sola, se rehace la coleta y consigue
sujetarse la falda con los elásticos que le sobran. Se pasa las manos por la cara, quitándose
después los restos de babas y tierra del cuello. Cuando llega a casa sus primas están jugando
al escondite en el patio. La llaman a gritos y la niña acude. Les dice, me toca, y, con la frente
apoyada en la corteza de un cedro, aprieta los ojos y empieza a contar.
Como cada mañana
De Jara Infante Pérez
Él me abraza por la espalda y pasa sus manos de tierra por mis pechos hinchados
y mi abdomen. Estás embarazada, no importa, agáchate. Trato de librarme de sus manos
que, en mi espalda y en mis hombros débiles por la larga jornada de trabajo, son poderosos
martillos candentes que doblegan mi musculatura de hierro ahumado. No sé cómo vine
a este pasillo inmundo y solitario, hace unos minutos estaría posiblemente transitado
por docenas de mujeres que caminaban hacia las duchas a quitarse el sudor polvoriento
de estos campos. Agáchate, digo, no me hagas que te lo explique, que como te lo tenga
que explicar te va a salir más caro. Hace un momento era la luz de los invernaderos tan
amarilla como los cielos de Chefchaouen, eran los hermosos frutos rojos más dulces que
los briwats, era el sofoco del campo como esperanza de un invierno sin hambre. Ahora
todo es oscuro y húmedo, juro que no puedo despegar los párpados, me ahogo y no hay
agua. El agua es la vida. Ya no me golpea, porque ya no me resisto. Solo se oye su jadeo
como un ronquido de jabalí salvaje. No tengo el dinero que me hace falta para pasar el
invierno, tampoco tengo ya la dignidad necesaria, quizás mañana tampoco tenga trabajo.
Solo tengo el dolor, es mi única propiedad. Puedo malgastarlo en gritos mudos, en vaciar
mi aljibe de lágrimas, en un arroyuelo de sangre negra entre las piernas. Anda, vete ya,
marrana, lávate, que das asco.
Él me abraza con avidez y delicadeza como una camisa de fuerza mal anudada.
Se roza en mis nalgas, me manosea el pecho, me hurga las entretelas. Sus caricias no me
desagradan, simplemente estoy con mis labores y no me apetecen. Mi madre decía que
siempre es buena señal que te sigan deseando, pero ahora es incómodo. No te preocupes,
Saida, los niños no se darán cuenta. Y tras la cortina de nuestra alcoba sus manos siguen
revolviéndolo todo mientras retumba en el patio la barahúnda de los juegos de nuestros
dos hijos. La primavera entra intensa por la abertura de la ventana excitando a mi amado
que se apresura a soltarme el pañuelo, levantarme la túnica y verterse casi en la misma
maniobra. Un resuello y se recuesta a mi lado, se saca ahora la camisa empapada. Tráeme
agua, haz algo. Diligente, le traigo té helado como a él le gusta. Me lo agradece retozando
y en sus renovadas y lentas caricias descubre el vientre curvado de mi tercer y silenciado
embarazo. Y levanta las manos por encima de la cabeza y clama al cielo y grita y lamenta
no haber comprado con mi dote cinco ovejas y no para de blasfemar y Anas e Ibrahim
asoman por la ventana y comprenden que es mejor correr hacia el horizonte. Pues a ver
cómo te las arreglas en la campaña de la fresa. Lo he gastado todo en el pasaje. Se viste
rápido y abandona el cuarto. Me asomo a la puerta y lo veo abrazarse con el grupo de
hombres que cada tarde holgazanean en la esquina de las cuatro calles. En la mesa del
zaguán lucen en abanico blanco un visado, una autorización marital, un contrato y un
billete de barco a Algeciras.
Ella me abraza como si fuera mi hermana, como si supiera que necesito más su
ternura, sus gráciles presiones en mi espalda, su recolección minuciosa de lágrimas
sucias, que un legrado urgente e inmediato. Tranquila. Yo me desangro porque en
realidad no me importa desangrarme, no me importa que no me quede ni una gota de
sangre. Que sea la amiga muerte bienvenida. De qué me servirá vivir, tras el hijo perdido,
perdida yo también, deshonrada. Y este dolor que engordará un recuerdo maligno, un
recuerdo inmortal que me matará. Tranquila. Esta mujer joven de grandes ojos de mora
me sienta en una silla de ruedas y me lleva lleva mientras me desmadeja el pelo. He
perdido el hiyab. Tranquila, mi niña, tranquila. Su dulce voz me lleva hasta el sueño,
me sedan, me lavan, me limpian por dentro la sangre negra. Me despierto en sábanas
pulcras, con las manos limpias y el corazón mugriento. Viene la mujer de ojos grandes
y me estampa un beso colorado y suave en la frente. Me ayuda a incorporarme y me
abraza largamente mientras yo lloro y lloro y lloro. Te voy a ayudar. Yo deseo contarle
todo, que tenía una vida pequeña y una casa blanca, que tenía un marido que no me
pegaba, que tenía dos hijos y veinticinco años, que tenía un contrato de tres meses y no
sabía cuánto ganaba, que tenía miedo, mucho miedo era de lo que más tenía. Aunque ya
no tengo nada, ni siquiera las veinte o treinta palabras en castellano que me ayudarían a
explicárselo. Hadi, sawf´asaeiduk, tranquila, te voy a ayudar, dice en sonriente árabe la
mujer de ojos grandes.
La quimera del oro
De José Luis Castro Lombilla
—Papá tiene cuatro letras. Mamá también tiene cuatro letras, como boda…
A la niña le gusta contar letras. Desde que en la escuela aprendió a deletrear, no
para de contar letras. A partir de hoy ya no irá más a la escuela. Hoy es el día de su boda y,
según le dicen las mujeres de la aldea, una esposa debe estar con su marido para cuidarlo,
servirle la comida, prepararle un buen café y darle muchos hijos. Aunque la niña no ha
visto mucho al hombre que va a ser su marido, está dispuesta a ser una buena esposa para
no deshonrar a su familia. Ella sabe que su boda es muy importante para sus padres. Han
recibido quince vacas y, a pesar del miedo que tiene, la niña se complace pensando en que
gracias a su dote sus hermanos pequeños podrán tener una vida mejor. Ya sólo desea que
la ceremonia acabe lo antes posible para irse a vivir su nueva vida en la aldea de su marido.
Aunque antes, desde luego, debe intentar dejar de llamarlo “papá”, porque, como es tan
mayor, a la niña se le escapa “papá” sin darse cuenta. Debe llamarlo marido.
—Marido tiene seis letras: en la ceja derecha, la M; en la izquierda, la A; la R en el
ojo derecho; la I en el ojo izquierdo; en la nariz la D y en la boca la O: M-A-R-I-D-O…
Hace un mes, cuando cumplió trece años, su amiga Lukala le regaló un método
especial para contar letras. Como Lukala también es pobre, no pudo comprarle ningún
regalo, pero a la niña no le importó porque el método para contar palabras le gustó
mucho. El invento consiste en fijarse en alguien y contar las letras de la palabra que se
quiera deletrear poniéndolas una a una, en su mente, claro, sobre la cara y el cuerpo de esa
persona. Se empieza por las cejas: una y dos; después, los ojos: tres y cuatro; luego la nariz:
cinco; la boca: seis; las orejas: siete y ocho; los brazos: nueve y diez, etcétera.
Deletrear utilizando el cuerpo de las personas, además de divertir mucho a la niña
también le proporciona una agradable relajación. Hoy, por ejemplo, para distraerse del
miedo deletrea palabras. Aunque está muy seria sentada en silencio junto a su marido,
envuelta en la tradicional tela blanca de algodón y con la cabeza cubierta, la niña no está
pensando en la boda sino en las letras.
—Pan tiene tres letras…
En pocas ocasiones ha visto la niña tanta comida junta. Pero ella no se fija en los
grandes platos de arroz o de pollo frito sino en unos pequeños panecillos ovales que
parecen pies. Recuerda entonces un día en la escuela, posiblemente el día más feliz de su
vida, cuando unos misioneros vinieron cargados de aparatos. Después de tapar la ventana
y todos los agujeros de las paredes, cuando la clase se quedó a oscuras, sobre una sábana
blanca colocada encima de la pizarra proyectaron películas muy divertidas en las que unos
payasos muy graciosos corrían persiguiéndose y tirándose tartas y dándose patadas en el
culo. Recuerda la niña aquella primera vez en la que junto a sus compañeros descubrió el
cine y no puede evitar sonreír. Sus padres la ven sonreír y piensan que la niña es feliz por la
boda. ¿Puede acaso no serlo? Hoy es un buen día para todos. Su familia ha hecho un gran
negocio y el marido ha encontrado una mujer joven y sana que podrá darle muchos hijos.
Todos deben estar contentos. Y la niña más que nadie porque ya tiene un hombre que
cuide de ella. Sin embargo, aunque es consciente de que está cumpliendo con su deber, y
se siente feliz por ello, su sonrisa no la provoca la boda sino el alegre recuerdo de uno de
esos payasos que vio aquel día en la pared del colegio. Era un hombrecillo con un bigotito
muy pequeño que no paraba de mover, como si debajo de la nariz se le hubiera posado
una mosca juguetona. La niña recuerda con mucha emoción a aquel payaso que era tan
pobre como todos ellos. Tan pobre era, que hasta intentó comerse una bota. Pero lo que
más le gustó a la niña fue cuando aquel payaso hizo bailar dos panecillos atravesados por
tenedores. Aquello le pareció maravilloso. Por eso ahora, al ver en la lujosa mesa de su
banquete nupcial un par de panecillos con forma de pies, la niña sonríe y les clava con su
imaginación dos tenedores como aquellos de la película para reproducir aquel baile tan
gracioso. Y así, cuando todos cantan y bailan en honor de los novios y sus padres hacen
planes de futuro regodeándose con quiméricos sueños de prosperidad, la niña se abstrae
bailando con sus panecillos por la mesa y hasta salta con ellos por la ventana para atravesar
bailando las grandes praderas y los bosques. Gracias a su fantasía, la niña escapa por
algunos minutos de su ominosa realidad saltando por arroyos y ríos hasta llegar bailando
más allá de las montañas azules, donde se esconde el sol. Y mientras huye bailando con sus
panecillos hasta confines ignotos, no puede dejar de sonreír moviendo cómicamente sus
labios, como si debajo de la nariz se le hubiera posado una mosca juguetona.
Corre, Mari, corre.
De Carmen Del Valle Pérez
Primer Premio
Hotel Palenque (Cristina Barba Cubelos)
Segundo Premio
Muebles (Isabel Cienfuegos Agustín)
Tercer Premio
Ahora que ha parado el viento (Gonzalo Gómez Montoro)
Finalistas
Conciliación (Patricia Collazo González)
Hacerse preguntas (José Manuel Garrido Verdugo)
Hatshepsut (Enrique Trenado Pardo)
Primera mujer (Carlos Andrés Fabbri Campos)
Sopla las velas (Joaquín Pretel Reyero)
Sundae (Esperanza Manzanera Ferrándiz)
Hotel Palenque
– PRIMER PREMIO –
Ha llamado al timbre del portal. Mira el anagrama junto al cuarto piso, una flor
o una rueda. Un símbolo como en los tatuajes. Hay también una palabra que sugiere
asistencia, o algo así. En el resto de los pisos solo ve números al lado del botón.
– ¡Abre! He traído los muebles, le dice a la rejilla. Suena vacío al otro lado. Tarda
en llegar una respuesta.
– Espera. Bajarán a recogerlos.
No está segura de que haya contestado su hija. El tono decidido, nuevo ahora, y la
voz, podrían ser los suyos. No le han dicho que suba.
El calor la golpea; un empujón que casi la derriba. ¿Qué hace ella aquí, un domingo
de agosto, a la hora de comer? Arde la fachada de ladrillo, el aluminio en el portal, tan
feo. Una sábana cuelga de la ventana, con el mismo dibujo y una frase pintada en rojo y
negro. “Centro Social Okupado”.
Allí vive. Su niña. Por eso ha ido. Para intentar verla. Verla y hablar, saber. No
pretende otra cosa. Bueno, comer con ella, eso sí lo ha pensado. Quizá pasar la tarde.
Tiene una cena luego. Para ahorrar tiempo, por si acaso, ha venido preparada. Un vestido
de seda y maquillaje, sin el que ya no sale. Ahora, con el calor, nota pegajosa la cara.
El calor de estos barrios donde no corre el aire. Barrios como los de su infancia,
en los que trabajaron sus abuelos, que abandonaron sus padres y que su hija nunca había
pisado; niña de escaparates y de facultad. Pero no quiere darle vueltas. Pasó el tiempo de
las discusiones. Ya solo quiere verla, sólo eso.
Para ello ha urdido la trama de los muebles; algo práctico que le ha hecho llegar
por conocidos. Le ha dicho que pensaba tirarlos. Así, como desechos a reciclar, los ha
aceptado. Pero ha sido muy ingenua. Recibirlos de mano de su madre no estaba en el
trato.
Y aquí está, con la mesa metálica de picnic y las sillas plegables dentro del coche.
Viejos muebles de su propia infancia, que un día significaron prosperidad. Salir en coche,
comer en el campo los domingos. Ella se los llevó al casarse, pero nunca los utilizó. Hasta
hoy, para esto. Esto, que no ha valido de nada. Se siente estúpida con la bolsa de plástico,
en la que se recuece un pollo asado que acaba de comprar. Metal y pollo.
El calor rebota entre fachadas. Silencio de la calle sin comercios ni bares. Quizá
la gente duerma. ¿Cuánto tiempo va a tener que esperar hasta que bajen? Otros, que no
serán su hija, extraños.
Podría ir sacando los muebles del coche. Ahora, le apetece terminar de una vez.
Quiere irse a un lugar civilizado, en donde corra el aire. Al ático donde esta noche cenará
con amigos, o al centro, lejos de este olor a miseria. ¿A qué juega su hija? ¿Qué pretende?
¿Y con quién?
En el portaequipajes, la mesa se ha encajado. Tira furiosa, se araña, logra hacerla
salir. Saca también a empujones las sillas, y una botella de agua. Deja todo en el suelo.
Cierra con un portazo. Quiere llorar, pero no piensa hacerlo. Toma aire, bebe un sorbo. Ya
está mejor. Va a dejar todo en el portal y va a largarse. La mesa lo primero. Desplegada en
medio de la acera, con la bolsa del pollo encima, sigue inestable y coja, igual que cuando
la estrenaron. Desfallece y la furia se aplaca. Abre una de las sillas. Cruje. La lona está
muy vieja, quizá no la sostenga. Se tiraría el agua encima para refrescarse, pero no puede
ser, la pintura de ojos no iba a resistir. Toma un trago. Va a ponerse mala si no se marcha
pronto. Bebe otra vez. Si la dejasen entrar en el portal. El pollo se está recalentando. Abre
un poco, retira la tapa de cartón. Un pollo comprado en cualquier parte. Ni bien ni mal.
Se dejará comer. Cómo se lo reprocharía su madre. Gastar dinero así. Ella ofreció pollo al
ajillo, riquísimo y mucho más barato, en esta misma mesa, mientras su abuela le acusaba
también de manirrota por desechar las patas, con las que ella hacía un guiso delicioso.
Pollo y reproches.
No sabe si reír o llorar. Se siente culpable sin saber bien de qué. Vencida y sudorosa.
Ha empezado a comer sin darse cuenta, con las manos, y gotea la grasa alrededor. No
ha oído salir a las mujeres. Una es mayor, o lo parece. Gruesa, muy seria, envuelta de la
cabeza a los pies en negro. A su lado, una joven lleva también cubierta la cabeza, pero con
un pañuelo rojo, alto y coqueto como un tocado de princesa, ojos muy oscuros de kohl,
y vaqueros ceñidos, decisión en los gestos, y que la interroga.
– ¿Son los muebles? Le dice, con acento extranjero, señalando, impaciente.
Pero a ella no le apetece contestar. Bebe agua, muerde de nuevo el pollo. Acaso
debería levantarse, pero no. La chica empieza a recoger las sillas. Hay un fino desprecio
en la forma en que se recoloca, impaciente, el borde del tocado. Hasta que la mayor toma
por el brazo a la joven y la frena. Abre una silla y se sienta a compartir la mesa. Toma un
ala del pollo. Mastica saboreando muy despacio. Roe la piel, los huesecillos, mientras que
le sonríe tranquila, dispuesta a compartir la tarde.
Ahora que ha parado el viento
– TERCER PREMIO –
Me llamo Nancy. Soy ecuatoriana y tengo frío. Llevo seis meses en Francia. La
temperatura no para de bajar. Por este ventanuco se ve todo helado. El viento mueve
la bombilla que está sobre mi cabeza. La bombilla cuelga de un cable pelado. La luz
parpadea; a ratos se apaga. La letrina apesta. Llevo media hora esperando a que afloje el
viento para ir al contenedor. Hasta allí hay unos doscientos metros. Con el mistral que
sopla puedes enfermar. Eso le pasó a Daisy. Vino a la letrina de madrugada. Cuando
regresó al contenedor se desplomó. Pasó una semana con fiebre. El médico es caro. No
tenemos seguro. Un boliviano murió de insolación el año pasado. Lo dejaron acostado.
Cuando lo atendieron ya estaba muerto. Nadie vio nada. Saldré de la letrina cuando pare
el viento. Llegaré al contenedor antes de que vuelva el mistral. El cielo está despejado. Las
estrellas brillan. Mañana helará. El hielo es mejor que la nieve. La nieve moja los pies.
Enfermas. Prefiero que hiele. Pero hasta que deshiele no podremos trabajar. Ni cobrar.
Oigo coches. La autopista está cerca. Por el día se ve. Pasan camiones hacia España. Quiero
pararlos. Que me lleven a casa. No puedo hacerlo. Tengo una hija y una deuda. Nelson
era albañil. Yo cuidaba a una viejita. La empresa de Nelson quebró debiéndole dinero.
Él empezó a tomar. Y a golpearme. Luego se marchó. La viejita se me murió. Yo vestí y
velé el cadáver. En el entierro me despidieron. Sin derecho a paro. Pasó el tiempo. No
encontraba empleo. Seiscientos euros mensuales de hipoteca. Gasté mis ahorros. Vendí
los muebles, la ropa de Nelson, sus herramientas. Intenté devolver el piso. Retornar a
Ecuador. El banco no aceptó. Me hablaron de esta empresa. Recoger fruta en Francia.
Antes traían españoles, ahora sólo latinos. Porque no protestamos. Adelanté doscientos
euros por si incumplía el contrato. En la puerta había cola. Ecuatorianos, bolivianos,
colombianos, peruanos, desesperados, con hipotecas e hijos. Vine en una furgoneta con
otros siete. El conductor había tomado. No podían despertarlo. Tuve que manejar yo.
Mil quinientos kilómetros. Casi sin parar. Llegué durmiéndome, sin saber dónde estaba,
siguiendo a otro furgón. En la finca nos repartieron. Fui con unas peruanas. No salgan de
la finca, dijeron. Me instalé en un contenedor con cinco mujeres. No hay ventanas. Hay
cucarachas. Las paredes tienen humedad. Los colchones están meados. Dormimos dos
en la misma cama. Ella se llama Laura. Tose y ronca. La cama individual cuesta el doble.
El lugar hiede. Trabajamos doce horas diarias. La mitad del sueldo va a la empresa. Falta
poco para cobrar. Cuando cobre, volveré con mi hija. Tiene cuatro años. La extraño. Casi
no podemos hablar. Es caro. Cuando hablamos, lloro. Ven, mamá, me suplica. Tengo que
resistir. No sé si podré. Me duelen los huesos, la espalda, la cabeza. El viento me va a volver
loca. El contenedor cruje. No deja dormir. El viento pasa bajo la puerta. Pasamos frío.
Tenemos un radiador. La luz se va. La luz se paga aparte. Y el agua, el viaje, el alojamiento
y la comida. Debemos estar agradecidos, dice el capataz. Sobran trabajadores. El tipo es
portugués. Feo, gordo, asqueroso. Un hijo de puta. Apesta a alcohol. Nos mira el culo. El
primer día se rio de mí. ¡Aquí no se habla, ni se ríe, ni se canta!, me gritó. A veces canto.
Para olvidar el cansancio. Y la tristeza. El tipo no me quita ojo. Se me acerca cuando
estoy sola. Intenta manosearme. Si gritas, te echamos, me amenaza. Estoy deseando que
sea domingo para no verlo, aunque los domingos me deprimo y quiero que llegue el
lunes para estar ocupada y no acordarme de mi hija. Cuando pienso en ella me siento
peor aún. No puedo dejar de hacerlo. También recuerdo cuando firmé la hipoteca. Yo no
estaba decidida. El banco lo puso fácil. Nelson presionó. Mis amigos, también. Alquilar
es tirar el dinero, decían. Los primeros años fueron bien. Trabajábamos y, con apuros,
pagábamos. Luego perdimos los empleos. Gastamos los ahorros. Llegaron los avisos del
banco. Las colas para coger comida. Las noches sin luz. Las duchas frías. Pasé mucha
vergüenza. Y soledad. Recibí una orden de desahucio. El miércoles diez de enero. Los
días previos no podía dormir. Por primera vez tomé tranquilizantes. Sufrí ataques de
ansiedad. Tenía ganas de morirme. Me pasaron mil cosas por la cabeza. Prender fuego
al piso, tirarnos mi hija y yo por la ventana. El día llegó. El portal del edificio se llenó de
gente. Nos encerramos en casa. Mi hija lloraba; yo, también. Llegaron varios furgones de
policía. Los vecinos miraban. La policía cortó la calle. Hubo forcejeos, gritos, golpes…
La policía se cansó. Negociamos una prórroga. No debo pensar. Miro las estrellas por el
ventanuco. Mañana habrá escarcha. Debemos quedarnos en los contenedores. Para estar
concentrados, dicen. Muchos trabajarían por menos. Tengo que resistir. Sólo faltan unos
días. La bombilla se va a apagar. Tengo frío. Me duelen los huesos. Debo salir ahora que
ha parado el viento…
Conciliación
De Patricia Collazo González
Cuelgan de las cuerdas de la del quinto: dos pijamas de bebé, un par de medias de
seda, tres baberos, una agenda sobre la que se ha derramado algo viscoso, dos pares de
patucos, la batería de un teléfono móvil, un peluche de Winnie The Pooh, dos páginas de
un informe de cuenta de resultados, un foulard en tonos pastel, un gorrito con orejas de
oso, el cargador de una tablet, un anuncio pidiendo una niñera responsable, un estuche
de maquillaje, dos declaraciones de renta, la correa del perro, una mantita azul celeste, un
reloj de pulsera y un libro de poemas. Es sábado: toca limpieza general.
Hacerse preguntas
De José Manuel Garrido Verdugo
Consta que los hechos ocurrieron en tiempos del emperador Carlos I. Dicen de
una joven española, quien fuera la primera mujer en llegar al Río de la Plata. Había
embarcado en las naves de Pedro de Mendoza, haciendo expedición a aquellas lejanas
tierras meridionales del Nuevo Mundo.
La historia de La Maldonada data de la segunda fundación de Santa María del
Buen Ayre, en el año de 1536. Ni bien desembarcar, los soldados levantaron un fortín
junto a las orillas del ancho y grande río, que tal lo era y por ello lo bautizaron Mar Dulce.
Perentorio fue protegerse del asedio y posibles ataques de los nativos, a quienes pocas
alegrías les había provocado la llegada de los extranjeros. Los indios querandíes sitiaron
el fortín para provocar por desesperación y hambre la muerte de los cristianos, tal y como
habían hecho años antes con las huestes de Juan Díaz de Solís. Pasaron las semanas y los
meses y las provisiones tocaron a su fin. La desmoralización y la hambruna enseñorearon
entre los conquistadores, a tal punto que se han verificado episodios desgarradores y
terribles.
Dicen que era La Maldonada, de abultada corpulencia y elevada estatura. Más alta
incluso que no pocos hombres. Extraño, para ser fémina y además de la Península.
Aunque algunos la confundían con varón, era tan mujer como cualquier otra
y con sus merecidos atributos que llevaba con harta coherencia y claridad, en medio
de aquel mundo de machos embrutecidos. De rostro no era fea, lo que se dice, pero
tampoco hermosa. Sus rasgos duros y a la vez delicados, delataban sin duda alguna su
belleza ibérica. Solía vestir como hombre, aunque también se la podía ver con vestidos
y faldas largas hasta el suelo. Portaba espada ceñida a la cintura y arcabuz terciado a
la espalda, para usarlos sin titubeos ante cualquier menester que se presentara, que no
faltaban oportunidades de sofrenar a aquella caterva de guarangos y atrevidos. La cabeza
siempre erguida; la bonita melena negra rozaba, con gracia y desparpajo, sus redondos
hombros de mujer. Era, aseguran, amante apasionada y fiel del hombre con quien
estuviera. Decidida a no morir de hambre en el encierro, aprovechó la oscuridad de la
noche y la baja moral de los centinelas para huir. Hay quien dice que el motivo mayor
fue un hecho sórdido y vergonzante. El pudor o la discreción me obligan a no mentarlo,
aunque tampoco existe la certeza de que haya ocurrido lo que las habladurías relatan.
Siendo así que fue, la tal Maldonada abandonó el fuerte. Remontando el río por la
orilla halló una cueva donde entró al anochecer para guarecerse, y tal resultó su susto y
sorpresa que había allí dentro una hembra de puma en el difícil trance de parir.
Salvó su vida la mujer, ya que la fiera no estaba en condiciones de atacarla. Al
verla en tremenda dificultad, La Maldonada se dispuso a ayudarla en la parición. Dos
cachorros nacieron y parturienta y mujer trabaron buena y fraterna amistad.
Al tiempo La Maldonada abandonó la cueva al conocer a unos indios y
marchándose a vivir a las tolderías, se hizo mujer de uno de ellos. Un mal día para ella la
localizó una avanzada de soldados, quienes habían logrado por fin superar el sitio.
Capturada contra su voluntad fue llevada de regreso al fuerte. El teniente de
gobernación, Francisco Ruiz de Galán, en reemplazo al mando de don Pedro de
Mendoza por encontrarse éste al borde de la muerte enfermo de la sífilis, con absoluta
autoridad y dureza, la condenó a morir acusándola de deserción. La ataron a un árbol
en la inmensidad y desolación de la pampa, quedando a merced de ser devorada por las
fieras y las alimañas, dándole así el castigo merecido y para escarmiento de los demás.
Se ignora si fue la suerte la que actuara con diligencia y esmero, pero tal lo sucedido
que el primer animal indómito en llegar a sus pies resultó ser la puma de la cueva.
Reconociendo en la mujer a su partera y amiga, no sólo no la atacó, sino que
además la protegió para que nadie le hiciera daño.
Cuando por fin los soldados regresaron al cadalso para certificar su muerte, fue
grande la sorpresa al encontrarla con vida y acompañada fielmente por la leona.
Animal inteligente, supo ver en los soldados la misma especie de su protegida y
permitió que la desataran y la llevaran con ellos. En la extensión pampeana se escucharon
los bramidos de pena de la fiera, por haber perdido a quien fuera su bienhechora y
compañera. Por tratarse de un episodio al que atribuyeron nada menos que la intervención
milagrosa del Creador, le fue perdonada la vida.
Escribe esta breve historia de lo ocurrido en las tierras del Río de la Plata, el
conquistador y cronista criollo Ruy Díaz de Guzmán, quien asegura haber conocido en
persona a La Maldonada. Yo ignoro si todo esto es cierto o no, pero nada me cuesta
creerlo y hacerlo saber a quién le interese. Como una cicatriz oculta y en su memoria,
bajo las calles de Buenos Aires, un arroyo de nombre Maldonado, atraviesa la ciudad.
Sopla las velas
De Joaquín Pretel Reyero
Me llamo Gumersinda Mora. Vivo postrada en una silla. Hace unos días me
encontraron colgando del teléfono, sin marcar, sólo esperando unas palabras. Pasé toda
la tarde así, no es la primera vez. Aquella tarde me descubrieron. Alguien quería llamar,
se dio cuenta de mi inactividad y avisó a las auxiliares. Me agarré con fuerza al aparato.
Las auxiliares tiraron de mí, trataron de abrir mis dedos. Al final el teléfono se arrancó.
Aún sigue roto, nadie ha podido llamar. He vuelto al pasillo (me han devuelto), frente a
los ascensores. Aquí nos tienen vigiladas. Cuando alguien viene a visitar a otra (siempre
a otra) yo jadeo y le llamo, le pido que venga. A veces se acercan, casi siempre me ignoran
y suben al ascensor fingiendo no escucharme. Cuando se acercan me pongo nerviosa y
no sé qué decir. Trato de prolongar esa compañía de segundos, a veces les agarro por la
manga del jersey y no me dejo soltar. Así me paso el día, esperando a alguien. Miro a mi
alrededor y veo otras mujeres, ninguna nos hablamos. Permanecemos postradas, en una
línea, como un cortejo fúnebre inmóvil. Me pregunto desde cuándo estamos aquí, y hasta
cuándo. Nos imagino muriéndonos una a una, silenciosamente, y siendo sustituidas
exactamente en nuestro puesto por otra, y luego por otra, y por otra... y así hasta el
infinito, como pequeños ciclos vitales de inexistencia, de fetidez y vejación irremisibles.
El tiempo parecía así congelado, hasta que surgió esta sola novedad: la chica. Vino a
verme hace unos días. No la reconocí pero se dirigió a mí con naturalidad, me saludó
por mi nombre. Dijo que venía a charlar. Me dijo su nombre pero no lo recuerdo. Hoy
ha vuelto pero no me he atrevido a preguntarle otra vez. Cuando está conmigo no dejo
de temblar. Sus ojos son como dos piedras negras y pulidas donde me puedo hundir o
reflejar. Me hace recordar otros ojos que probablemente sólo he visto en mis sueños.
Ahora soy una vieja oronda, doy lástima, pero sé que una vez estuve en su piel, o me
acarició su piel. Me impongo serenidad para hablarle pero sólo consigo balbucear. Sé
que no debería pensar nada de esto, pero lo cierto es que cada vez que regresa tiemblo
y me imagino en otro cuerpo, uno parecido al suyo, análogo al suyo, y nos imagino (o
nos recuerdo) a las dos retozando, preciosas, con la piel tersa, haciendo el amor durante
horas frente a un espejo. En un momento dado me detengo, ella se encuentra entonces
a horcajadas sobre mí, y veo dos velas sobre la mesilla, iluminando el cuarto. Quiero
apagarlas para estar a oscuras. Estiro el cuello, me dispongo a soplarlas, pero entonces
miro al espejo y mi sueño se convierte de repente en una pesadilla, una pesadilla que en
realidad es un despertar, y veo mi cuerpo repentinamente orondo, mientras me duchan,
veo la lorza flácida que me cae del pecho (y que una vez debió de ser un pecho) y que
invade mi vientre confundida con otra en pliegues infinitamente profundos, y húmedos
y, por lo tanto, fétidos, y me doy asco. Me dan asco mis fantasías y pienso que esa chica
no debería regresar, pero igual regresa, ajena a estos pensamientos. Cuando regresa la
miro fijamente y es como renacer. Regresa y regresa, y tengo la impresión de que yo
también regreso, junto a ella, a cuerpos que fuimos, cada vez más... Hasta tal vez morir,
por fin, como ahora, o estar muriéndome; dicen que una nunca se muere, sólo se puede
estar muriendo. En todo caso, morir y estar muriéndome atragantada con un globo, qué
ridículo, tirada en el suelo bajo un auxiliar que me aplasta el pecho, al principio con
fuerza, salvador, ya con menos convicción, mirando a las compañeras y a las otras viejas
que nos rodean, leyendo en los ojos de todas esa duda: ¿vale la pena reanimarla? ¿Está
indicado reanimarla? Leo su pensamiento y me río por dentro: en realidad no, sabéis que
no, dejad que me muera en paz, joder. Pero al intentar decirlo sólo me sale un hipido,
entrecortado por los empellones de mi salvador, mi superman de blanco con rayitas
azul claro, a punto de fracasar, lo sé, a punto incluso de abandonar y convertirse en un
superhéroe agotado, inútil, innecesario, indebido incluso. Está dudando. Rosi llama al
médico para saber qué deben hacer, la enfermera más decidida a que me muera. Siempre
fue una guarra pero esto se lo agradezco. Miro a la chica, que también está aquí. Vino a la
fiesta, la fiesta de cumpleaños mensual, porque los celebramos así, todos los cumpleaños
del mes en un solo día, y casi nadie acude, casi nadie. A mí me han empujado la silla,
sin pedir mi opinión, y me cantaron el cumpleaños, y me pusieron a inflar ese maldito
globo, sin pedir mi opinión tampoco, pero ya qué más da. La pobre chica está aterrada.
¿Me daría ella el globo? La miro a los ojos, se asusta aún más. Lo lamento pero quiero
morir mirando tus ojos, son como un orbe insondable. No temas, deja que muera en
ellos, deja que muera también en tu piel, vive conmigo este recuerdo, aquellos cuerpos
que fuimos, aquellos cuerpos que pintamos antes de desnudarnos, nuestra piel ahora tan
tersa que nos duele al tocarnos. Tú a horcajadas sobre mí, hundiéndonos sin parar una en
otra, como compuestas de un metal dúctil y enfebrecido, tratando de fundirnos. La luz
tenue de dos velas y todo espejos a nuestros alrededor, reflejadas así de mil formas. Y esta
noche (¿nos recuerdas?) quiero por fin soplar las velas para morirme en tu piel. Soplo. En
la oscuridad quedan suspiros y mi cuerpo se funde, perfecto, con el tuyo.
Sundae
De Esperanza Manzanera Ferrándiz
Son los miembros de los jurados que han compuesto las distintas ediciones del
Premio los que le otorgan a este una credibilidad que la Fundación quiere que
siga creciendo. Algunos de ellos también han colaborado en la introducción a
los relatos de este libro, hablamos de figuras de la talla de Ángeles Caso, Espido
Freide, Care Santos, Soledad Puértolas, Ángela Vallvey, Ernesto Pérez Zúñiga,
Espido Freire, Rosa Navarro Durán, Ignacio Merino, Inés Fernández-Ordóñez,
Carmen Posadas y Javier Moro.