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Historia de Un Crimen - Final Draft

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LA HISTORIA DE UN CRIMEN
EL TESTIMONIO DE UN TESTIGO OCULAR
POR VICTOR HUGO

EL PRIMER DÍA – LA EMBOSCADA


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CAPÍTULO I. "SEGURIDAD"
El 1 de diciembre de 1851, Charras se encogió de hombros y descargó sus pistolas. En
realidad, la creencia de la posibilidad de un golpe de Estado se había vuelto humillante. La
suposición de tal violencia ilegal por parte de M. Luis Bonaparte se desvaneció tras una
seria consideración. La gran pregunta del día fue evidentemente la elección de Devinca;
estaba claro que el Gobierno sólo pensaba en ese asunto. En tanto a una conspiración
contra la República y contra el Pueblo, ¿cómo podría alguien premeditar tal complot?
¿Dónde estaba el hombre capaz de maquilar tal sueño? Para una tragedia debe haber un
actor, y seguramente aquí faltaba el actor. Ultrajar el Derecho, suprimir la Asamblea, abolir
la Constitución, estrangular la República, derrocar la Nación, mancillar la Bandera,
deshonrar al Ejército, sobornar al Clero y a la Magistratura, tener éxito, triunfar, gobernar,
administrar, exiliar, desterrar, deportar, arruinar, asesinar, reinar, con tales complicidades
que la ley, al fin, parece un lecho asqueroso de corrupción.

¡Qué! ¡Todas estas atrocidades iban a cometerse! ¿Y por quién? ¿Por un coloso? No, por
un enano. La gente se rió ante la idea. Ya no decían "¡Qué crimen!" sino "¡Qué farsa!"
Porque, después de todo, reflexionaron; los crímenes atroces requieren estatura. Ciertos
crímenes son demasiado elevados para ciertas manos. Un hombre que quisiera lograr un
18 de Brumario debe tener a Arcola en su pasado y a Austerlitz en su futuro. El arte de
convertirse en un gran sinvergüenza no se le concede al primero en llegar. La gente se
decía: ¿quién es este hijo de Hortensia? Tiene detrás a Estrasburgo en vez de Arcola y a
Boulogne en lugar de Austerlitz. Es francés, nacido holandés y naturalizado suizo; es un
Bonaparte cruzado con un Verhuell; sólo se le celebra por la ridiculez de su actitud imperial,
y quien arrancara una pluma de su águila correría el riesgo de encontrar una pluma de
ganso en su mano. Este Bonaparte no es popular en la formación, es una imagen falsa que
no es de oro sino de plomo, y seguramente los soldados franceses no nos lo darán a
cambio por este falso Napoleón en rebelión, en atrocidades, en masacres, en ultrajes, en
traición. Si intentara alguna vileza, desistiría. Ningún regimiento se movería. Además, ¿por
qué debería hacer tal intento? Sin duda, tiene su lado sospechoso, pero ¿por qué suponerlo
un villano absoluto? Estos ultrajes extremos están más allá de él; es incapaz de realizarlas
físicamente, ¿por qué juzgarlo capaz de realizarlas moralmente? ¿No ha prometido honor?
¿No ha dicho: "Nadie en Europa duda de mi palabra"? No temamos nada. A esto se podría
responder: Los crímenes se cometen en gran escala o en escala media. En la primera
categoría está César; en el segundo está Mandrin. César pasa el Rubicón, Mandrin cabalga
sobre el canal. Pero los sabios intervinieron:

- "¿No estamos siendo prejuiciosos ante las conjeturas ofensivas? Este hombre ha
sido exiliado y desgraciado. El exilio ilumina, la desgracia corrige".

Por su parte, Luis Bonaparte protestó enérgicamente. Los hechos abundaban a su favor.
¿Por qué no debería actuar de buena fe? Había hecho promesas extraordinarias. A finales
de octubre de 1848, entonces como candidato a la presidencia, fue llamado al No. 37 de la
calle Tour d'Auvergne por cierto personaje, a quien comentó:

- "Deseo explicarle. Me calumnian. ¿Te parezco un loco? Piensan que deseo revivir a
Napoleón. Hay dos hombres a quienes una gran ambición pueden tomar de modelo:
Napoleón y Washington. Uno es un hombre de genio, el otro es un hombre virtuoso.
Es ridículo decir "seré un hombre de genio"; es honesto decir "seré un hombre
virtuoso". ¿Cuál de estos depende de nosotros mismos? ¿Cuáles podemos lograr
con nuestra voluntad? ¿Ser un genio? No. ¿Ser honesto? Sí. Lograr ser genio no es
posible; lograr la honradez es una posibilidad. ¿Y qué podría hacer para revivir a
Napoleón? Una sola cosa: un crimen. ¡Verdaderamente una ambición digna! ¿Por
qué debería ser considerado hombre? Una vez establecida la República, no soy un
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gran hombre, no copiaré a Napoleón, pero soy un hombre honesto. Imitaré a


Washington. Mi nombre, el nombre de Bonaparte, será inscrito en dos páginas de la
historia de Francia: en la primera habrá crimen y gloria, en la segunda honestidad y
honor. Y lo segundo quizá valga la pena lo primero. ¿Por qué? Porque si Napoleón
es grandioso, Washington es el mejor hombre. Entre el héroe culpable y el buen
ciudadano, elijo al buen ciudadano. Ésa es mi ambición”.

De 1848 a 1851 transcurrieron tres años. La gente había sospechado ampliamente de Luis
Bonaparte, pero la sospecha prolongada mitiga el intelecto y se desgasta con alarmas
infructuosas. Luis Bonaparte tenía aparentes ministros como Magne y Rouher, pero también
tuvo ministros honestos como Léon Faucher y Odilon Barrot; y estos últimos habían
afirmado que era recto y sincero. Se le había visto golpearse el pecho ante las puertas de
Ham; su hermana adoptiva, la Sra. Hortensia Cornu, escribió a Mieroslawsky:

- "Soy una buena republicana y puedo responder por él".

Su amigo de Ham, Peauger, un hombre leal, declaró:

- "Luis Bonaparte es incapaz de traicionar".

¿No había escrito Luis Bonaparte la obra titulada "Pauperización"? En los círculos íntimos
del Elíseo, el conde Potocki era republicano y el conde de Orsay, liberal; Luis Bonaparte dijo
a Potocki:

- "Soy un hombre de la democracia".

y a de Orsay:

- "Soy un hombre de libertad".

El marqués de Hallays se opuso al golpe de Estado, mientras que la marquesa de Hallays


estaba a su favor. Luis Bonaparte dijo al marqués:

- "No temas nada" (es cierto que le susurró a la marquesa: "tranquiliza tu mente").

La Asamblea, después de haber mostrado aquí y allá algunos síntomas de malestar, tuvo
una gran calma. Estaba el general Neumayer, "en quien se podía confiar", y que desde su
posición en Lyon necesitaría marchar sobre París. Changarnier exclamó:

- "Representantes del Pueblo, discutan en paz".

Incluso el propio Luis Bonaparte había pronunciado estas famosas palabras: "Vería un
enemigo de mi país en cualquiera que quisiera cambiar por la fuerza lo que está establecido
por la ley".

Y, además, el Ejército era una "fuerza", y el Ejército poseía líderes, líderes queridos y
victoriosos. Lamoricière, Changarnier, Cavaignac, Leflô, Bedeau, Charras; ¿cómo podría
alguien imaginarse al Ejército de África arrestando a los generales de África? El viernes 28
de noviembre de 1851, Luis Bonaparte le dijo a Michel de Bourges:

- "Si quisiera hacer el mal, no podría. Ayer jueves invité a mi mesa a cinco coroneles
de la guarnición de París, y el capricho se apoderó de mí al interrogar a cada uno
por separado. Los cinco me declararon que el Ejército jamás se prestaría a un golpe
de fuerza, ni atacaría la inviolabilidad de la Asamblea.
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- Puedes decirles a tus amigos esto” - "Él sonrió", dijo Michel de Bourges,
tranquilizado, "y yo también sonreí".

Después de esto, Michel de Bourges declaró en la tribuna:

- "Éste es el hombre para mí".

El mismo mes de noviembre, un periódico satírico, acusado de calumniar al Presidente de la


República, fue condenado a multa y prisión por una caricatura que representaba un campo
de tiro y a Luis Bonaparte utilizando la Constitución como blanco. Morigny, Ministro del
Interior, declaró en el Consejo ante el Presidente

- "que un guardián del poder público nunca debe violar la ley, porque de lo contrario
sería..."
- "un hombre deshonesto", intervino el Presidente.

Todas estas palabras y todos estos hechos fueron notorios. La imposibilidad material y
moral del golpe de Estado se manifestó a todos. ¡Para indignar a la Asamblea Nacional!
¡Para arrestar a los representantes! ¡Qué locura! Como hemos visto, Charras, que había
estado mucho tiempo en guardia, descargó sus pistolas. La sensación de seguridad fue
completa y unánime. Sin embargo, había algunos de nosotros en la Asamblea que aún
conservaban algunas dudas y que de vez en cuando movíamos la cabeza, pero nos
consideraban tontos.
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CAPÍTULO II. PARÍS DUERME: SUENA LA CAMPANA


El 2 de diciembre de 1851, el Diputado Versigny, del Alto Saona, que residía en París, en el
No. 4 de la calle Léonie, dormía. Durmió profundamente; había estado trabajando hasta
altas horas de la noche. Versigny era un joven de treinta y dos años, de rasgos suaves y tez
clara, de espíritu valiente y de pensamiento inclinado a los estudios sociales y económicos.
Había pasado las primeras horas de la noche leyendo un libro de Bastiat, en el que tomaba
notas al margen, y, dejando el libro abierto sobre la mesa, se había quedado dormido. De
repente se despertó sobresaltado al oír tocar la campana. Se levantó sorprendido. Era el
amanecer. Eran alrededor de las siete de la mañana. Nunca imaginó cuál podría ser el
motivo de su visita tan temprana, y pensando que alguien se había equivocado de puerta,
se acostó de nuevo y estaba a punto de volver a dormir, cuando un segundo toquido de la
campana, aún más fuerte que el primero, lo despertó por completo. Se levantó en camisón y
abrió la puerta. Michel de Bourges y Théodore Bac entraron. Michel de Bourges era vecino
de Versigny; vivía en el No. 16 de la calle Milán. Théodore Bac y Michel estaban pálidos y
parecían muy agitados.

- "Versigny", dijo Michel, "vístete en seguida; acaban de arrestar a Baune".

- "¡Bah!" -exclamó Versigny-. "¿El negocio Mauguin está comenzando de nuevo?"

- "Es más que eso", respondió Michel. "La esposa y la hija de Baune vinieron a verme
hace media hora. Me despertaron. Baune fue arrestado en la cama a las seis esta
mañana".

- "¿Qué significa eso?" -preguntó Versigny.

El timbre volvió a sonar.

- "Esto probablemente nos lo dirá”, respondió Michel de Bourges.

Versigny abrió la puerta. Era el Diputado Pierre Lefranc. Él llevó, en verdad, la solución al
enigma.

- "¿Sabes lo que está pasando?", dijo.

- "Sí", respondió Michel. "Baune está en prisión".

- "Es la República la que está prisionera", dijo Pierre Lefranc.

- "¿Habéis leído los carteles?"

- "No".

Pierre Lefranc les explicó que las paredes en ese momento estaban cubiertos de carteles
que la multitud curiosa se agolpaba para leer, que había echado un vistazo a uno de ellos
en la esquina de su calle, y que el golpe había caído.

- "¡El golpe!", exclamó Michel. "Di más bien el crimen".

Pierre Lefranc añadió que se trataba de tres carteles, un decreto y dos proclamaciones,
todos ellos sobre papel blanco y pegados muy juntos. El decreto estaba impreso en letras
grandes. El ex constituyente Laissac, que se alojaba, como Michel de Bourges, en el barrio
(No. 4, Cité Gaillard), entró entonces. Trajo la misma noticia y anunció más detenciones que
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se habían practicado durante la noche. No había ni un minuto que perder. Fueron a


comunicar la noticia a Yvan, el Secretario de la Asamblea, quien había sido nombrado por la
izquierda, y que vivía en la calle de Boursault. Era necesaria una reunión inmediata. Los
Diputados republicanos que todavía estaban en Liberty deben ser advertidos y reunidos sin
demora. Versigny dijo:

- "Iré a buscar a Víctor Hugo".

Eran las ocho de la mañana. Estaba despierto y trabajando en la cama. Mi sirviente entró y
dijo con aire alarmado:

- "Un Representante del pueblo está afuera y desea hablar con usted, señor".

- "¿Quién es?"

- "Monsieur Versigny:"

- "Hazle pasar".

Versigny entró y me contó la situación. Salté de la cama. Me habló de la "reunión" en las


habitaciones del ex constituyente Laissac.

- "Vaya inmediatamente e informe a los demás Diputados", dije.

Me dejó.
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CAPÍTULO III. LO QUE HABÍA PASADO DURANTE LA


NOCHE
Antes de los días fatales de junio de 1848, la explanada de Los Inválidos estaba dividida en
ocho enormes parcelas de césped, rodeadas por rejas de madera y encerradas entre dos
arboledas, separadas por una calle que recorría perpendicularmente al frente de Los
Inválidos. Esta calle estaba atravesada por tres calles paralelas al Sena. Había grandes
extensiones de césped en las que los niños querían jugar. El centro de las ocho parcelas de
césped estaba marcado por un pedestal que, bajo el Imperio, había sostenido el león de
bronce de San Marcos, traído de Venecia; bajo la Restauración una estatua de mármol
blanco de Luis XVIII; y bajo Luis Felipe un busto de yeso de Lafayette. Debido a que el
Palacio de la Asamblea Constituyente había sido casi tomado por una multitud de
insurgentes el 22 de junio de 1848, y al no haber ningún cuartel en el vecindario, el general
Cavaignac había construido a trescientos pasos del Palacio Legislativo, en las parcelas de
césped de los Inválidos, varias hileras de largas cabañas, bajo las cuales se escondía el
césped. En estas cabañas, donde pudieron instalarse tres o cuatro mil hombres, se alojaban
las tropas especialmente designadas para resguardar la Asamblea Nacional. El 1 de
diciembre de 1851, los dos regimientos acuartelados en la Explanada eran el 6º y el 42º
Regimientos de la Línea, el 6º estaba comandado por el coronel Garderens de Boisse,
quien fue famoso antes del 2 de diciembre, el 42º por el coronel Espinasse, quien se hizo
famoso desde esa fecha. La guardia nocturna ordinaria del Palacio de la Asamblea estaba
compuesta por un batallón de infantería y treinta artilleros, con un capitán. Además, el
Ministro de Guerra envió varias tropas para un servicio bajo órdenes. Dos morteros y seis
piezas de cañón, con sus carros de municiones, estaban acomodados en un pequeño patio
cuadrado situado a la derecha del Corte de Honor, que se llamaba Corte de Cañones.

El Mayor, el comandante militar del Palacio, quedó bajo el control inmediato de los
Cuestores. Al caer la noche se cerraron las rejas y las puertas, se colocaron centinelas, se
dieron instrucciones a los centinelas y el Palacio se cerró como una fortaleza. La contraseña
era la misma que en la Plaza de Paris. Las instrucciones especiales redactadas por los
Cuestores prohibían la entrada de cualquier fuerza armada distinta del regimiento en
servicio. En la noche del 1 y 2 de diciembre el Palacio Legislativo estuvo custodiado por un
batallón del 42°. La celebración del 1 de diciembre, que fue sumamente pacífica y se había
dedicado a una discusión sobre la ley municipal, terminó tarde y fue terminada por una
votación del Tribunal. En el momento en que el Sr. Baze, uno de los Cuestores, subía a la
tribuna para depositar su voto, un representante perteneciente a los llamados "Bancos
Elíseos" se le acercó y le dijo en voz baja:

- "Esta noche serás llevado".

Advertencias como estas se recibían todos los días y, como ya hemos explicado, la gente
terminó por no prestarles atención. Sin embargo, inmediatamente después de la sesión los
Cuestores llamaron al Comisario Especial de Policía de la Asamblea, el Presidente Dupin
estuvo presente. Al ser interrogado, el comisario declaró que los informes de sus agentes
indicaban "calma absoluta", así fue su expresión, y que seguramente no había ningún
peligro que ser detenido esa noche. Cuando los Cuestores lo presionaron aún más, el
Presidente Dupin, exclamando "¡Bah!" salió de la habitación. Ese mismo día, el 1 de
diciembre, como a las tres de la tarde, cuando el suegro del General Leflô, cruzó el bulevar
frente a Tortoni, alguien pasó rápidamente a su lado y le susurró al oído estas palabras
significativas:

- "Las once de medianoche".


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Este incidente despertó poca atención en la Comisaría, e incluso varios rieron. Se había
vuelto costumbre entre ellos.

Sin embargo, el General Leflô no se acostó hasta pasada la hora mencionada y permaneció
en las Oficinas de la Comisaría hasta casi la una de la madrugada. El departamento de
estenografía de la Asamblea se realizaba fuera de las oficinas por cuatro mensajeros
adjuntos al Moniteur, que se encargaban de llevar las copias de los estenógrafos a la
imprenta y de regresar las pruebas al Palacio de la Asamblea, donde el Sr. Hippolyte
Prévost los corregía. El Sr. Hippolyte Prévost era el jefe del equipo de estenografía y, como
por esa razón, tenía apartamentos en el Palacio Legislativo. Al mismo tiempo fue editor de
las series musicales del Moniteur. El 1 de diciembre había ido a la Ópera Cómica para la
primera representación de una nueva pieza y no regresó hasta pasada la medianoche. Los
cuarto mensajeros del Moniteur lo esperaban con la prueba del último documento de la
sesión; el Sr. Prévost corrigió la prueba y se despidió del mensajero. Era poco más de la
una, reinaba un profundo silencio y, a excepción de la guardia, todos dormían en el Palacio.
En esa hora de la noche ocurrió un incidente singular. El Capitán Asistente del Mayor de la
Guardia de la Asamblea se acercó al Mayor y le dijo:

- "El Coronel me ha llamado", y añadió según el rango militar: "¿Me permitirá ir?".

El comandante quedó asombrado.

- "Vaya", dijo con cierta brusquedad, "pero el coronel se equivoca al molestar a un


oficial en servicio".

Uno de los soldados de guardia, sin entender el significado de las palabras, escuchó al
comandante caminar de un lado a otro y murmurar varias veces:

- "¿Qué diablos puede querer?"

Media hora después regresó el Asistente del Mayor.

- "Bueno", preguntó el comandante, "¿qué quería el coronel de usted?"

- "Nada", respondió el asistente, "quería darme las órdenes para el servicio de


mañana".

La noche avanzó aún más. Hacia las cuatro, el Asistente del Mayor vino nuevamente con el
Mayor.

- "Mayor", dijo, "el coronel me ha llamado".

- "¡De nuevo!" -exclamó el comandante. "Esto se está volviendo extraño; sin embargo,
vete."

El Ayudante Mayor tenía, entre otras funciones, la de dar instrucciones a los centinelas y, en
consecuencia, tenía el poder de cancelarlas. Tan pronto como el Asistente del Mayor hubo
salido, el mayor, inquieto, pensó que era su deber comunicarse con el Comandante Militar
del Palacio. Subió al apartamento del Comandante, el Teniente Coronel Niols. El Coronel
Niols se había acostado y los asistentes se habían retirado a sus habitaciones en el ático. El
Mayor, nuevo en Palacio, caminó a tientas los pasillos y, como poco sabía de las distintas
habitaciones, llamó a una puerta que le pareció la del Comandante Militar. Nadie respondió,
la puerta no se abrió y el Mayor volvió a bajar las escaleras, sin haber podido hablar con
nadie. Por su parte, el Asistente del Mayor volvió a entrar en Palacio, pero el Mayor no
volvió a verlo. El Asistente permaneció cerca de la reja de la Plaza Bourgogne, envuelto en
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su capa, y paseando de un lado a otro del patio como si esperara a alguien. En el instante
en que sonaron las cinco en el gran reloj de la cúpula, los soldados que dormían en el
campamento de cabañas, antes de Los Inválidos, se despertaron repentinamente. En las
cabañas se dieron órdenes en voz baja de tomar las armas en silencio. Poco después, dos
regimientos, con la mochila a la espalda, marchaban hacia el Palacio de la Asamblea; eran
el 6º y el 42º. Justo a las cinco, simultáneamente en todos los barrios de París, los soldados
de infantería salieron silenciosamente de cada cuartel, con sus coroneles a la cabeza. Los
ayudantes de campo y los oficiales de ordenanza de Luis Bonaparte, que habían sido
distribuidos en todos los cuarteles, supervisaron esta toma de armas. La caballería no se
puso en movimiento hasta tres cuartos de hora después que la infantería, por temor a que el
ruido de los cascos de los caballos sobre las piedras despertara demasiado pronto al
adormecido París. El Sr. de Persigny, a quien habían llevado desde el Eliseo al campo de
Los Inválidos para ordenar la toma de armas, marchaba al frente del 42°, al lado del
Coronel Espinasse. En el ejército una historia es actual, pues hoy en día, aunque la gente
esté cansada de incidentes deshonrosos, estos sucesos se cuentan con una especie de
triste indiferencia; la historia actual de que en el momento de partir con su regimiento uno de
los coroneles que podían ser nombrados vacilantes, y este el emisario del Eliseo, sacando
de su bolsillo un paquete sellado, le dijo:

- "Coronel, admito que corremos un gran riesgo. Aquí en este sobre, que me han
encargado que le entregue a usted, hay cien mil francos en billetes para las
contingencias.

Aceptó el sobre y el regimiento partió. La tarde del 2 de diciembre, el coronel dijo a una
señora:

"Esta mañana he ganado cien mil francos y las charreteras de mi General". La señora le
mostró la puerta.

Xavier Durrieu, que nos cuenta esta historia, tuvo más tarde la curiosidad de ver a esta
señora. Ella confirmó la historia. ¡Sí, ciertamente! Le había cerrado la puerta en la cara a
este desgraciado; ¡Un soldado, un traidor a su bandera que se atrevió a visitarla! ¿Recibió a
tal hombre?

- ¡No! Ella no podía hacer eso, "y ", afirma Xavier Durrieu, añadió: "Y, sin embargo, no
tengo nada que perder".

Otro misterio estaba en marcha en la Jefatura de Policía. Aquellos habitantes tardíos de la


ciudad que hubieran regresado a casa a altas horas de la noche podrían haber notado un
gran número de carruajes públicos merodeando en grupos dispersos en diferentes puntos
alrededor de la calle Jerusalén. Desde las once de la noche, con el pretexto de la llegada a
París de refugiados procedentes de Génova y Londres, la Brigada de Fianzas y los
ochocientos sargentos de la villa estaban retenidos en la Jefatura. A las tres de la
madrugada se había enviado una citación a los cuarenta y ocho Comisarios de París y de
los suburbios, así como a los oficiales del orden. Una hora después llegaron todos. Fueron
conducidos a una cámara separada y aislados unos de otros tanto como fue posible. A las
cinco sonó una campana en el despacho del Jefe de Policía. El Jefe de Policía Maupas
llamó uno tras otro a los Comisados de Policía a su oficina, les reveló el complot hacia él y
repartió a cada uno su parte del crimen. Ninguno se negó; muchos le agradecieron. Se
trataba de arrestar en sus propias casas a setenta y ocho Demócratas influyentes en sus
distritos y temidos por el Eliseo como posibles jefes de barricadas. Fue necesario, un ultraje
aún más atrevido, arrestar en sus casas a dieciséis Representantes del pueblo. Para esta
última tarea se eligieron entre los Comisados de Policía a aquellos magistrados que
parecían los más propensos a convertirse en rufianes. Entre ellos estaban divididos los
Diputados. Cada uno tenía su hombre. El Sr. Courtille tenía a Charras, el Sr. Desgranges
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tenía a Nadaud, el Sr. Hubaut, el mayor, tenía al Sr. Thiers, y el Sr. Hubaut, el más joven, al
General Bedeau, el General Changarnier fue asignado a Lerat, y el General Cavaignac a
Colin. El señor Dourlens tomó al Diputado Valentin, el Sr. Benoist al Diputado Miot, el Sr.
Allard al Diputado Cholat, el Sr. Barlet tomó a Roger (Du Nord), el General Lamoricière
recayó en el Comisado Blanchet, el Comisado Gronfier tuvo al Diputado Greppo y el
Comisado Boudrot al Diputado Lagrange. Los Cuestores fueron asignados de manera
similar: el Sr. Baze al Sr. Primorin y el General Leflô al Sr. Bertoglio. En la oficina privada del
Jefe de la Policía se habían redactado órdenes con el nombre de los Diputados. Sólo
habían quedado espacios en blanco para los nombres de los Comisados. Estos fueron
llenados al momento de partir. Además de las fuerzas armadas, que fueron designadas para
ayudarles, se había decidido que cada Comisado estaría acompañado por dos escoltas,
una compuesta por sargentos civiles y la otra por agentes de policía vestidos de civil. Como
había dicho el Jefe de la Policía Maupas al Sr. Bonaparte, el capitán de la Guardia
Republicana, Baudinet, estuvo asociado con el Comisado Lerat en el arresto del General
Changarnier. Hacia las cinco y media fueron llamados los cocheros que estaban esperando
y todos partieron, cada uno con sus instrucciones. Durante este tiempo, en otro rincón de
París, la antigua Calle del Templo, en aquella antigua mansión Soubise transformada en la
Oficina de Imprenta Real y hoy Oficina de Imprenta Nacional, se organizaba otra sección del
crimen. Hacia la una de la madrugada, un transeúnte que había llegado a la antigua calle
del Templo por la calle de Vieilles-Haudriettes, vio en el cruce de estas dos calles varias
ventanas largas y altas, brillantemente iluminadas, eran las ventanas de los talleres de la
Oficina de Imprenta Nacional. Giró a la derecha y entró en la antigua calle del Templo, y un
momento después se detuvo ante la entrada en forma de medialuna de la fachada de la
imprenta. La puerta principal estaba cerrada y dos centinelas custodiaban la puerta lateral. A
través de esta puertecita, que estaba entreabierta, miró hacia el patio de la imprenta y lo vio
lleno de soldados. Los soldados guardaron silencio, no se oía ningún sonido, pero se veía el
brillo de sus bayonetas. El transeúnte sorprendido se acercó. Uno de los centinelas lo
empujó bruscamente hacia atrás, gritando:

- "Vete".

Al igual que los sargentos de la Jefatura de Policía, los trabajadores habían sido retenidos
en la Oficina de la Imprenta Nacional bajo el argumento de trabajo nocturno. Al mismo
tiempo que el Sr. Hippolyte Prévost regresaba al Palacio Legislativo, el administrador de la
Oficina de la Imprenta Nacional reingresaba en su despacho, regresando también de la
Ópera Cómica, donde había estado para ver la nueva obra, donde estaba su hermano, el
Sr. de St. Georges. Inmediatamente a su regreso, el administrador, que había venido
durante el día a tomar órdenes desde el Eliseo, tomó un par de pistolas y descendió al
vestíbulo, que comunicaba mediante algunos escalones con el patio. Poco después se abrió
la puerta que daba a la calle, entró un carruaje y descendió un hombre que llevaba un gran
portafolio lustroso. El administrador se acercó al hombre y le dijo:

"¿Es usted, Señor de Béville?"

"Sí", respondió el hombre.

Se estacionó el carruaje, se colocaron los caballos en un establo y se encerró al cochero en


un salón, donde le dieron de beber y le pusieron una bolsa en la mano. Las botellas de vino
y los luises de oro constituyen la base de este tipo de política. El cochero bebió y luego se
fue a dormir. La puerta del salón estaba cerrada con llave. Apenas se cerró la gran puerta
del patio de la imprenta, se volvió a abrir, dando paso a unos hombres armados, que
entraron en silencio y luego volvieron a cerrar. Los llegados eran una compañía de la
Gendarmería Móvil, la cuarta del primer batallón, comandada por un capitán llamado La
Roche d'Oisy. Como se puede observar por el resultado, para todas las expediciones
delicadas a golpes de Estado se preocuparon de emplear la Gendarmería Móvil y la
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Guardia Republicana, es decir los dos cuerpos compuestos casi en su totalidad por antiguos
Guardias Municipales, llevando en el corazón un recuerdo vengativo de los acontecimientos
de febrero.

El capitán La Roche d'Oisy trajo una carta del Ministro de la Guerra, en la que él y sus
soldados se ponían a disposición del administrador de la Imprenta Nacional. Los mosquetes
fueron cargados sin que se dijera una palabra. Se colocaron centinelas en los talleres, en
los pasillos, en las puertas, en las ventanas, en fin, en todas partes, dos de ellos se
posicionaron en la puerta que daba a la calle. El capitán preguntó qué instrucciones debía
dar a los centinelas.

- "Nada más sencillo", dijo el hombre que había llegado en el carruaje. "Quien intente
salir o abrir una ventana, dispárele".

Este hombre, que en realidad era De Béville, oficial en servicio del Sr. Bonaparte, se retiró
con el administrador la gran oficina del primer piso, una habitación solitaria que daba al
jardín. Ahí comunicó al administrador lo que había traído consigo, el decreto de disolución
de la Asamblea, el llamado al Ejército, el llamado al Pueblo, el decreto de convocatoria de
los electores y, además, la proclamación del Jefe Maupas y su carta a los Comisarios de la
Policía. Los cuatro primeros documentos estaban completamente escritos a mano por el
Presidente, y aquí y allá se podían notar algunas correcciones. Los tipógrafos estaban
esperando. Cada hombre fue colocado entre dos gendarmes y se le prohibió pronunciar una
sola palabra, y luego los documentos que debían ser impresos fueron distribuidos por toda
la sala, cortados en pedazos muy pequeños, de modo que no se pudiera leer ninguna
sentencia completa por los trabajadores. El administrador anunció que les daría una hora
para escribir todo. Finalmente, los diferentes fragmentos fueron llevados al coronel Béville,
quien los reunió y corrigió las pruebas. La máquina se condujo con los mismos cuidados,
estando cada imprenta entre dos soldados. A pesar de todas las diligencias posibles, el
trabajo duró dos horas. Los gendarmes vigilaban a los trabajadores. Béville vigilaba a St.
Georges. Cuando la obra fue terminada ocurrió un incidente sospechoso, que se parecía
mucho a una traición dentro de otra traición. A un traidor, un traidor mayor. Este tipo de
delito está sujeto a tales accidentes. Béville y St. Georges, los dos fieles confidentes en
cuyas manos recaía el secreto del golpe de Estado, es decir, la cabeza del Presidente; ese
secreto, que a ningún precio debería permitirse revelarse antes de la hora señalada, bajo el
riesgo de abortar todo, se les ocurrió confiárselo inmediatamente a doscientos hombres,
para "probar el efecto", como dijo el ex-Coronel Béville más tarde, con bastante ingenuidad.
Leyeron el misterioso documento que acababa de ser impreso a los Gendarmes Móviles,
que estaban reunidos en el patio.

Estos exguardias municipales aplaudieron. Si hubieran gritado, uno se pregunta qué


habrían hecho los dos maquiladores del golpe de Estado. Quizás el Sr. Bonaparte se habría
despertado de su sueño en Vincennes. Entonces el cochero fue liberado, montaron el
carruaje y, a las cuatro de la madrugada, el oficial en servicio y el administrador de la
Oficina de Imprenta Nacional, de ahora en adelante dos delincuentes, llegaron a la Jefatura
de Policía con los paquetes de los decretos. Entonces comenzó para ellos la marca de la
vergüenza. El Jefe Maupas los tomó de propia mano. Bandas de anunciantes, sobornados
para la ocasión, partieron en todas direcciones, llevando consigo los decretos y las
proclamas. Esta fue precisamente la hora en que se comprometió al Palacio de la Asamblea
Nacional.

En la calle de la Universidad hay una puerta del Palacio que es la antigua entrada al Palacio
Borbón y que daba a la avenida que conduce a la casa del Presidente de la Asamblea. Esta
puerta, denominada puerta Presidencial, estaba según la costumbre custodiada por un
centinela. Hacía algún tiempo el Asistente del Mayor, a quien el Coronel Espinasse había
llamado dos veces durante la noche, permanecía inmóvil y en silencio, cerca del centinela.
12

Cinco minutos después, habiendo salido de las cabañas de Los Inválidos, el 42° Regimiento
de línea, seguido a cierta distancia por el 6° Regimiento, que había marchado por la calle de
Bourgogne, salió de la calle de la Universidad.

- "El regimiento", dice un testigo ocular, "marchaba como quien entra en la habitación
de un enfermo".

Llegó con paso sigiloso ante la puerta de Presidencia. Esta emboscada llegó para
sorprender a la ley. El centinela, viendo llegar a estos soldados, se detuvo, pero en el
momento en que iba a desafiarlos con una alerta, el Asistente del Mayor lo agarró del brazo
y, en su calidad de oficial facultado para anular todas las instrucciones, le ordenó que diera
paso libre al 42°, y al mismo tiempo ordenó al asombrado portero que abriera la puerta. La
puerta giró sobre sus bisagras y los soldados se dispersaron por la avenida. Persigny entró
y dijo:

- "Está hecho".

La Asamblea Nacional fue invadida. Ante el ruido de los pasos, el Comandante Mennier se
acercó corriendo.

- "Comandante", le gritó el Coronel Espinasse, "vengo a relevar a su batallón".

El comandante palideció por un momento y sus ojos quedaron fijos en el suelo. Entonces,
de repente, puso sus manos sobre sus hombros y se arrancó las charreteras, desenvainó
su espada, la rompió en su rodilla, arrojó los dos fragmentos al suelo y, temblando de rabia,
exclamó con voz solemne:

- "Coronel, usted deshonra el número de su regimiento."

- "Está bien, está bien", dijo Espinasse.

La puerta de la Presidencia quedó abierta, pero todas las demás entradas permanecieron
cerradas. Todos los guardias fueron relevados, todos los centinelas se cambiaron, y el
batallón de la guardia nocturna fue enviado de regreso al campamento de Los Inválidos, los
soldados apilaron sus armas en la avenida y en la Plaza de Honor. El 42°, en profundo
silencio, ocupó las puertas exteriores e interiores, el patio, las salas de recepción, las
galerías, los corredores, los pasillos, mientras todos dormían en Palacio. Poco después
llegaron dos de esos pequeños carros de guerra que se llaman "cuarenta sonidos" y dos
carruajes, escoltados por dos destacamentos de la Guardia Republicana y de los
Cazadores de Vincennes, y por varias brigadas de policía. Los comisarios Bertoglio y
Primorin descendieron de los dos carros de guerra. Mientras que estos carruajes llevaron a
un personaje, calvo, pero aún joven, que se vio aparecer en la reja de la Plaza de Borgoña.
Este personaje tenía todo el aire de un hombre civil que acababa de llegar de la ópera y, en
realidad, había venido de allí, después de haber pasado por una guarida. Venía del Elíseo.
Era De Morny. Por un instante observó a los soldados apilando sus armas y luego se dirigió
a la puerta Presidencial. Allí intercambió algunas palabras con el Sr. de Persigny. Un cuarto
de hora después, acompañado de doscientos cincuenta Cazadores de Vincennes, tomó
posesión del Ministerio del Interior, sobresaltó al Sr. de Thorigny en su cama y le entregó
bruscamente una carta de agradecimiento del Sr. Bonaparte. Algunos días antes, el honesto
Sr. De Thorigny, cuyas ingenuas observaciones ya hemos citado, decía a un grupo de
hombres cercano, de los que pasó el Sr. de Morny:

- "¡Cómo calumnian estos hombres de la Montaña al presidente! El hombre que


rompiera su juramento, quien lograra dar un golpe de Estado debe ser
necesariamente un desgraciado sin valor".
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Despertado bruscamente en mitad de la noche y relevado de su puesto de Ministro como


los centinelas de la Asamblea, el digno hombre, estupefacto, frotándose los ojos, murmuró:

- "¡Eh! Entonces el Presidente es un...".

- "Sí", dijo Morny, con una carcajada.

Quien escribe estas líneas conoció a Morny. Morny y Walewsky ocupaban en la familia
quasi real los cargos, uno de bastardo real y el otro de bastardo imperial. ¿Quién era
Morny? Diremos:

- “Un ingenio notable, un intrigante, pero en ninguna forma austero, amigo de Romieu
y partidario de Guizot, poseedor de modales mundanos y hábitos de la mesa de
ruleta, satisfecho de sí mismo, astuto, combinando una cierta liberalidad de ideas
con disposición a aceptar crímenes útiles, encontrando medios para lucir una sonrisa
graciosa con mala dentadura, llevar una vida de placer, disipado pero reservado, feo,
de buen carácter, feroz, bien vestido, intrépido, dejar voluntariamente un hermano
prisionero bajo cerrojos y barrotes, y dispuesto a arriesgar su cabeza por un
hermano Emperador, teniendo la misma madre que Luis Bonaparte, y como Luis
Bonaparte, teniendo un padre u otro, pudiendo llamarse Beauharnais, pudiendo
llamarse a sí mismo Flahaut, y sin embargo llamándose Morny, dedicado a la
literatura hasta la comedia ligera, y a la política hasta la tragedia, un hígado
mortalmente libre, dotado de toda la frivolidad propia del asesinato, capaz de ser
descrito por Marivaux y tratado por Tácito, sin conciencia, irreprochablemente
elegante, infame y amable, en caso de necesitar un perfecto duque. Así era este
malhechor”.

Aún no eran las seis de la mañana. Las tropas comenzaron a concentrarse en la Plaza de la
Concordia, donde Leroy Saint Arnaud a caballo mantuvo una evaluación. Los comisarios de
policía, Bertoglio y Primorin extendieron dos compañías en servicio bajo la bóveda de la
gran escalinata de la Jefatura de Policía, pero no ascendieron por allí. Ellos estuvieron
acompañados por agentes de la policía, que conocían los rincones más secretos del Palacio
Borbón, y quienes los condujeron a través de diversos pasajes. El General Leflô se alojó en
el pabellón, habitado en tiempos del Duque de Borbón por el Sr. Feuchères. Aquella noche
el General Leflô estuvo con él, su hermana y su marido, que estaba de visita en París, y que
dormían en una habitación cuya puerta daba a uno de los pasillos del Palacio. El Comisario
Bertoglio llamó a la puerta, la abrió y, junto con sus agentes, irrumpió bruscamente en la
habitación donde estaba acostada una mujer. El cuñado del general saltó de la cama y gritó
al Cuestor, que dormía en una habitación contigua:

- "Adolphe, están forzando las puertas, el Palacio está lleno de soldados. ¡Levántate!".

El General abrió sus ojos y vio al Comisario Bertoglio de pie junto a su cama. Él saltó.

- "General", dijo el Comisario, "he venido a cumplir un deber".

- "Entiendo", dijo el General Leflô, "usted es un traidor".

El Comisario balbuceando las palabras, "Conspiración contra la seguridad del Estado",


mostró una orden judicial. El General, sin pronunciar palabra, golpeó con el dorso de la
mano este infame documento.

Luego se vistió, se puso el uniforme completo de Constantino y de Médéah, pensando en su


lealtad imaginativa y militar que todavía había Generales de África para los soldados que
14

encontraría en su camino. Todos los generales que quedaban eran bandidos. Su esposa lo
abrazó; su hijo, un niño de siete años, en camisón y en llanto, dijo al Comisario de Policía:

- "Piedad, Señor Bonaparte".

El General, mientras abrazaba a su esposa, le susurraba al oído:

- "Hay artillería en el patio, intenta disparar un cañón".

El Comisario y sus hombres se lo llevaron. Miró a estos policías con desprecio y no les
habló, pero cuando reconoció al Coronel Espinasse, su corazón militar y británico se
acrecentó de indignación.

- "Coronel Espinasse", dijo, "usted es un villano y espero vivir lo suficiente para


arrancarle los botones del uniforme".

El coronel Espinasse bajó la cabeza y tartamudeó:

- "No le conozco".

Un mayor agitó su espada y gritó:

- "Ya estamos hartos de abogados generales".

Algunos soldados cruzaron sus bayonetas ante el prisionero desarmado, tres sargentos
civiles lo empujaron a un carruaje, y un subteniente se acercó al carruaje, y miró a la cara al
hombre que, si fuera ciudadano, era su Representante, y si fuera soldado, fuera su General,
le lanzó esta abominable palabra:

- "¡Canalla!"

Mientras tanto, el Comisario Primorin había dado un rodeo más para sorprender con mayor
seguridad al otro Cuestor, el Sr. Baze. Afuera del apartamento del Sr. Baze una puerta
conducía al vestíbulo que comunicaba con la cámara de la Asamblea. El Sr. Primorin tocó la
puerta.

- "¿Quién es?", preguntó un sirviente que se estaba vistiendo.

- "El Comisario de Policía", respondió Primorin.

El sirviente, creyendo que era el Comisario de Policía de la Asamblea, abrió la puerta. En


ese momento, el Sr. Bazé, que había oído el ruido y acababa de despertarse, se puso una
bata y gritó:

- "No abras la puerta".

Apenas había pronunciado estas palabras cuando un hombre vestido de civil y tres
sargentos civiles uniformados irrumpieron en su habitación. El hombre, abriéndose el
abrigo, mostró la banda de su cargo y preguntó al Sr. Baze:

- "¿Reconoce esto?".

- "Eres un desgraciado sin valor", respondió el Cuestor.

Los agentes de policía pusieron sus manos sobre el Sr. Baze.


15

- "No me llevarás", dijo. "¡Usted, un Comisario de Policía, usted, que es magistrado y


sabe lo que hace, ultraja a la Asamblea Nacional, viola la ley, ¡es un criminal!"

Siguió una lucha cuerpo a cuerpo: cuatro contra uno. La Señora Baze y sus dos hijas lanzan
gritos, mientras el sirviente es rechazado a golpes por los sargentos civiles.

- "Son unos rufianes", gritó el Señor Baze.

Se lo llevaron a la fuerza en brazos, todavía luchando, desnudo, con la bata desgarrada en


pedazos, su cuerpo cubierto de golpes, su muñeca desgarrada y sangrando. Las escaleras,
el descanso, el patio estaban llenos de soldados con las bayonetas inmóviles y las armas
en el suelo. El Cuestor les habló.

- "¡Sus representantes están siendo arrestados, no han recibido sus armas para violar
las leyes!"

Un sargento llevaba una insignia de cruz nueva.

- "¿Te han dado la cruz por esto?"

El sargento respondió:

- "Sólo conocemos a un maestro".

- "Anotaré su número", continuó el Sr. Baze. "Son un regimiento deshonroso".

Los soldados escuchaban con un aire imperturbable y parecían todavía dormidos. El


Comisario Primorin les dijo:

- "No respondan, esto no tiene nada que ver con ustedes".

Condujeron al Cuestor a través del patio hasta la caseta de vigilancia de la Puerta Negra.
Este era el nombre que se daba a una pequeña puerta bajo la bóveda frente al tesoro de la
Asamblea, y que se abría hacia la calle de Bourgogne, frente a la calle de Lille. Se
colocaron varios centinelas en la puerta de la caseta de vigilancia y en lo alto de la escalera
que conducía hasta allí, quedando allí el Sr. Bazé bajo el resguardo de tres sargentos
civiles. Varios soldados, sin sus armas y sin sus mangas de camisa, entraban y salían. El
Cuestor apeló a ellos en nombre del honor militar.

- "No contestéis", dijo el sargento civil a los soldados.

Las dos niñas del Sr. Baze lo habían seguido con ojos aterrorizados y, cuando lo perdieron
de vista, la menor rompió a llorar.

"Hermana", dijo la mayor, que tenía siete años, "recemos nuestras oraciones", y las dos
niñas, juntando las manos, se arrodillaron.

El Comisario Primorin, con su multitud de agentes, irrumpió en el estudio del Cuestor y echó
mano de todo. Los primeros documentos que percibió en medio de la mesa, y que se
apoderó de ellos, fueron los famosos decretos que se habían preparado para el caso de
que la Asamblea hubiera votado la propuesta de los Cuestores. Todos los cajones fueron
abiertos y registrados. Esta revisión de los documentos del Sr. Baze, que el Comisario de
Policía calificó de visita domiciliaria, duró más de una hora. Al Sr. Baze le habían llevado la
ropa y se había vestido. Cuando terminó la "visita domiciliaria", lo sacaron de la caseta de
16

vigilancia. Había un carruaje en el patio, en el que entró con los tres sargentos civiles. El
vehículo, para llegar a la puerta Presidencial, pasó por el Corte de Honor y luego por la
Corte de Cañones. Estaba amaneciendo. El Sr. Baze miró hacia el patio para ver si el cañón
seguía allí. Vio los carros de municiones ordenados con sus ejes levantados, pero los
lugares de los seis cañones y los dos morteros estaban vacíos. En la avenida Presidencial,
el carruaje se detuvo un momento. Dos filas de soldados, cómodamente de pie, se
alineaban en las banquetas de la avenida. Al pie de un árbol estaban agrupados tres
hombres: el Coronel Espinasse, a quien el Sr. Baze conoció y reconoció, una especie de
Teniente Coronel, que llevaba una cinta negra y naranja alrededor del cuello, y un Mayor de
Lanceros, los tres con espadas en mano, platicando entre ellos. Las ventanillas del carruaje
se cerraron; el Sr. Baze quiso bajar para apelar con estos hombres; los sargentos civiles lo
tomaron de los brazos. Entonces se acercó el Comisario Primorin y se dispuso a subir al
pequeño carruaje con dos personas que había traído.

- "Sr. Baze", le dijo con esa cortesía malvada que los agentes del golpe de Estado
mezclaban voluntariamente con su crimen, "debe sentirse incómodo con esos tres
hombres en el carruaje. Está usted apretado; venga conmigo".

- "Déjenme en paz", dijo el prisionero. "Con estos tres hombres estoy apretado;
contigo debería estar contaminado".

Una escolta de infantería se dispuso a ambos lados del carruaje. El Coronel Espinasse
llamó al cochero:

- "Conduzca lentamente por el Ministerio de Asuntos Exteriores hasta encontrar una


escolta de caballería. Cuando la caballería haya asumido el cargo, la infantería
podrá regresar”.

Partieron. Cuando el carruaje entraba en el Ministerio de Asuntos Exteriores, un pelotón del


Lanceros del 7° llegó a toda velocidad. Era la escolta: los soldados rodearon el carruaje, y
todos partieron. No ocurrió ningún incidente durante el viaje. Aquí y allá, al ruido de los
cascos de los caballos, se abrieron ventanas y asomaron cabezas; y el prisionero, que por
fin había logrado bajar una ventana, oyó voces sorprendidas que decían:

- "¿Qué pasa?"

El carruaje se detuvo.

- "¿Dónde estamos?" preguntó el Sr. Baze.

- "En Mazas", dijo un sargento civil.

El Cuestor fue conducido a la prisión. Una vez que entró, vio que sacaban a Baune y a
Nadaud. Había una mesa en el centro, en la que el Comisario Primorin, que había seguido
al carruaje en su carro, acababa de sentarse. Mientras el Comisario escribía, el Sr. Baze
observó sobre la mesa un documento que evidentemente era un registro penitenciario, en el
que estaban estos nombres escritos en el siguiente orden: Lamoricière, Charras,
Cavaignac, Changarnier, Leflô, Thiers, Bedeau, Roger (du Nord), Chambolle.
Probablemente este fue el orden en que los Diputados llegaron a la prisión. Cuando el Sr.
Primorin terminó de escribir, el Sr. Baze dijo:

- "Ahora tendrá usted la amabilidad de recibir mi protesta y agregarla a su informe


oficial".
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- "No es un informe oficial", objetó el Comisario, "es simplemente una orden de


internamiento".

- "Tengo la intención de escribir mi protesta inmediatamente", respondió el Sr. Baze.

- "Tendrás mucho tiempo en tu celda", comentó un hombre que se levantó de la mesa.

El Sr. Bazé se volvió.

- "¿Quién eres tú?"

- "Soy el gobernador de la prisión", dijo el hombre.

- "En ese caso", respondió el Sr. Baze, "me compadezco de usted, porque está
consciente del crimen que está cometiendo".

El hombre palideció y balbuceó unas pocas palabras incomprensibles. El Comisario se


levantó de su asiento; el Sr. Baze tomó rápidamente posesión de su silla, se sentó a la
mesa y dijo al Sr. Primorin:

- "Es usted un funcionario público; le solicito que añada mi protesta a su informe


oficial".

- "Muy bien", dijo el Comisario, "que así sea".

Baze redactó la protesta de la siguiente manera:

- Yo, el abajo firmante, Jean-Didier Baze, Representante del Pueblo y Cuestor de la


Asamblea Nacional, sacado por la violencia de mi residencia en el Palacio de la
Asamblea Nacional, sacado con violencia de mi residencia en el Palacio de la
Asamblea Nacional, y conducido a esta prisión por una fuerza armada a la que me
fue imposible resistir, protesto en nombre de la Asamblea Nacional y en el mío
propio contra el ultraje a la representación nacional cometido contra mis colegas y
contra mí mismo. Entregado en Mazas el 2 de diciembre de 1851, a las ocho de la
mañana. BAZE.

Mientras esto ocurría en Mazas, los soldados reían y bebían en el patio de la Asamblea. Se
preparaban el café cacerolas. Habían encendido enormes fogatas en el patio; las llamas,
avivadas por el viento, alcanzaban a veces las paredes de la Cámara. Un alto funcionario
de la Comisaría, un oficial de la Guardia Nacional, Ramond de la Croisette, se atrevió a
decirles:

- "Prendieron fuego al palacio"

Y un soldado le estrelló un puñetazo. Cuatro de las piezas tomadas de la Corte de Cañones


fueron acomodadas en batería contra la Asamblea; dos sobre la Plaza de Bourgogne
apuntaban hacia la reja, y dos sobre el Puente de la Concordia apuntaban hacia la gran
escalera. Como nota al margen de esta instructiva historia, mencionemos un hecho curioso.
El 42º Regimiento de línea fue el mismo que había arrestado a Luis Bonaparte en Boulogne.
En 1840 este regimiento prestó su apoyo a la ley contra el conspirador. En 1851 prestó su
apoyo al conspirador contra la ley: tal es la belleza de la obediencia pasiva.
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CAPÍTULO IV. OTROS HECHOS EN LA NOCHE


Durante la misma noche, en todas partes de París, se produjeron actos de vandalismo.
Hombres desconocidos al frente de tropas armadas, y ellos mismos armados con hachas,
mazos, tenazas, palancas, salvavidas, espadas escondidas bajo sus chaquetas, pistolas,
cuyas culatas se distinguían bajo los pliegues de sus capas, llegaron en silencio ante una
casa, ocuparon la calle, rodearon los accesos, forzaron la cerradura de la puerta, ataron al
portero, invadieron las escaleras y atravesaron las puertas abalanzándose a un hombre
dormido, y cuando ese hombre, despertando sobresaltado, preguntó a estos bandidos:

- "¿Quiénes son ustedes?"

Su líder respondió:

- "Un Comisario de Policía".

Así le sucedió a Lamoricière, que fue apresado por Blanchet, quien lo amenazó con la
mordaza; a Greppo, que fue brutalmente tratado y derribado por Gronfier, asistido por seis
hombres que portaban una linterna oscura y un hacha; a Cavaignac, que fue asegurado por
Colin, un villano con labia, que fingió escandalizarse al oírle maldecir y decir palabrotas; al
Sr. Thiers, arrestado por Hubaut (el mayor); quien profesó haberlo visto "temblar y llorar",
añadiendo así falsedad al crimen; a Valentin, a quien Dourlens embistió en su cama, lo tomó
por los pies y los hombros y lo metió en una furgoneta policial cerrada con candado; a Miot,
destinado a las torturas de las casamatas africanas; a Roger (du Nord), quien con valiente e
ingeniosa ironía ofreció jerez a los bandidos. Charras y Changarnier fueron tomados por
sorpresa. Vivían en la calle St. Honoré, casi uno frente al otro, Changarnier en el No. 3,
Charras en el No. 14. Desde el 9 de septiembre, Changarnier había despedido a los quince
hombres armados hasta los dientes que lo habían custodiado hasta entonces durante la
noche, y el 1 de diciembre, como hemos dicho, Charras había descargado sus pistolas.

Estas pistolas vacías estaban sobre la mesa cuando vinieron a arrestarlo. El comisario de
policía se arrojó sobre ellas.

- "Idiota", le dijo Charras, "si las hubiera cargado, habrías sido hombre muerto".

Estas pistolas, podemos señalar, habían sido entregadas a Charras al tomar Mascara por el
General Renaud, quien en el momento del arresto de Charras estaba a caballo en la calle
ayudando a llevar a cabo el golpe de Estado. Si estas pistolas hubieran permanecido
cargadas, y si el General Renaud hubiera tenido la tarea de arrestar a Charras, habría sido
curioso que las pistolas de Renaud hubieran matado a Renaud. Seguramente Charras no
habría dudado. Ya hemos mencionado los nombres de estos policías bandidos. Es inútil
repetirlos. Fue Courtille quien arrestó a Charras, Lerat quien arrestó a Changarnier,
Desgranges quien arrestó a Nadaud. Los hombres así apresados en sus propias casas eran
Representantes del pueblo; eran inviolables, de modo que al delito de violación de estas
personas se sumaba la alta traición, la violación de la Constitución. No faltó descaro en la
perpetración de estas atrocidades. Los agentes de policía se alegraron. Algunos de estos
bromistas se mofaron. En Mazas, los carceleros se burlaron de Thiers, Nadaud los
reprendió severamente. El Sr. Hubaut (el más joven) despertó al General Bedeau.

- "General, usted es un prisionero".

- "Mi persona es inviolable".


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- "A menos que lo sorprendan con las manos en la masa, en el acto mismo".

- “Bien, dijo Bedeau, estoy atrapado en el atroz acto de estar dormido."

Lo tomaron por el cuello y lo arrastraron hasta un carruaje. Al encontrarse junto a Mazas,


Nadaud tomó la mano de Greppo y Lagrange tomó la mano de Lamoricière. Esto hizo reír a
la aristocracia policiaca. Un coronel, llamado Thirion, que llevaba una cruz de comandante
alrededor de su cuello, ayudó a encarcelar a los Generales y Diputados.

- "Mírame a la cara", le dijo Charras.

Thirion se alejó. Así, sin contar otras detenciones que se produjeron posteriormente, fueron
encarcelados, durante la noche del 2 de diciembre, dieciséis Diputados y setenta y ocho
ciudadanos. Los dos agentes del crimen informaron del mismo a Luis Bonaparte. Morny
escribió:

- "Empaquetados".

Maupas escribió:

- "Encuadrados".

Uno con argot del salón de dibujo, el otro con el argot de las galeras. Escalas sutiles del
lenguaje.
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CAPÍTULO V. LA OSCURIDAD DEL CRIMEN


Versigny acababa de dejarme. Mientras me vestía apresuradamente entró un hombre en
quien tenía plena confianza. Era un pobre ebanista sin trabajo, llamado Girard, a quien yo
había alojado en una habitación de mi casa, escultor de madera y no analfabeto. Entró
desde la calle; estaba temblando.

- "Bueno", pregunté, "¿qué dice la gente?"

Girard me respondió:

- "La gente está aturdida. El golpe ha sido dado de tal manera que no se han dado
cuenta. Los trabajadores leen los carteles, no dicen nada y se van a trabajar. Sólo
uno de cada cien habla. Dicen: '¡Bien!' Así les parece. Se deroga la ley del 31 de
mayo: "¡Bien hecho!" Se restablece el sufragio universal: '¡También bien hecho!' La
mayoría reaccionaria ha sido expulsada: "¡Admirable!" Thiers es arrestado:
'¡Magistral!' Apresan a Changarnier: "¡Bravo!" Alrededor de cada cartel hay
chasqueadores. Ratapoil explica su golpe de Estado a Jacques Bonhomme,
Jacques Bonhomme lo asimila todo. En resumen, tengo la impresión de que el
pueblo da su consentimiento".

- "Que así sea", dije yo.

- "Pero", me preguntó Girard. "¿Qué va a hacer, Sr. Víctor Hugo?"

Saqué mi pañuelo de oficina de un armario y se lo mostré. Él entendió. Nos estrechamos la


mano. Cuando él salía, entró Carini. El Coronel Carini es un hombre intrépido. Había
comandado la caballería bajo el mando de Mieroslawsky en la insurrección de Sicilia. En
unas pocas páginas conmovedoras y entusiastas, había contado la historia de esa noble
revuelta. Carini es uno de esos italianos que aman a Francia como nosotros, los franceses,
amamos a Italia. Todo hombre de buen corazón tiene dos patrias: la Roma de ayer y el
París de hoy.

- "Gracias a Dios", me dijo Carini, "todavía eres libre", y añadió: "El golpe ha sido dado
de manera formidable. La Asamblea está intervenida. Yo vengo de allí. La Plaza de
la Revolución, los Muelles, las Tullerías, los bulevares, están llenos de tropas. Los
soldados tienen sus mochilas. Las baterías están aprovechadas. Si hay combates,
será un trabajo desesperado".

Le respondí:

- "Habrá combates". Y agregué, riendo: "Has demostrado que los coroneles escriben
como poetas; ahora es el turno que los poetas peleen como coroneles”.

Entré en la habitación de mi mujer; ella no sabía nada y estaba leyendo tranquilamente su


periódico en la cama. Llevaba quinientos francos de oro. Puse en la cama de mi mujer una
caja que contenía novecientos francos, todo el dinero que me quedaba, y le conté lo
sucedido. Ella palideció y me dijo:

- "¿Qué vas a hacer?"

- "Mi deber".

Me abrazó, y sólo dijo una palabra:


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- "Hazlo".

Mi desayuno estaba listo. Me comí una chuleta en dos bocados. Cuando terminé, entró mi
hija. Se sorprendió por la forma en que la besé y me preguntó:

- "¿Qué te pasa?"

- "Tu madre te lo explicará".

Y los dejé. La calle de la Tour d'Auvergne estaba tan tranquila y desierta como de
costumbre. Cuatro trabajadores estaban, sin embargo, platicando cerca de mi puerta; ellos
me desearon "Buenos días." Les grité:

- "¿Saben lo que está pasando?"

- "Sí", dijeron.

- "Bueno. ¡Es traición! Luis Bonaparte está estrangulando a la República. La gente es


atacada. El pueblo debe defenderse".

- "Ellos se defenderán".

- "¿Me lo prometen?"

- "Sí", respondieron.

Uno de ellos añadió:

- "Lo juramos".

Cumplieron su palabra. Se construyeron barricadas en mi calle (calle de la Tour


d'Auvergne), en la calle de los Mártires, en la calle Rodier, en la calle Coquenard y en Notre-
Dame de Lorette.
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CAPÍTULO VI. “CARTELES”


Al dejar a estos hombres valientes, pude leer en la esquina de la calle de la Tour d'Auvergne
y la calle de los Mártires, los tres carteles infames que habían sido colocados en las
paredes de París durante la noche. Aquí están.

PROCLAMACIÓN DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA.

Llamado al pueblo.

¡FRANCÉSES! La situación actual ya no puede durar más. Cada día que pasa
aumentan los peligros del país. La Asamblea, que debería ser el más firme apoyo
para el orden, se ha convertido en foco de conspiraciones. El patriotismo de
trescientos de sus miembros no ha podido frenar sus tendencias fatales. En lugar de
dictar leyes de interés público, forjan armas para la guerra civil; atacan el poder que
mantengo directamente del pueblo, fomenta todas las malas pasiones, compromete
la tranquilidad de Francia; la he disuelto y constituyo a todo el Pueblo como juez
entre esta y yo.

La Constitución, como ustedes saben, fue estructurada con el objetivo de debilitar de


antemano el poder que ustedes estaban a punto de confiarme. Seis millones de
votos formaron una enérgica protesta contra ella y, sin embargo, la he respetado
fielmente. Las provocaciones, las calumnias, las atrocidades me han encontrado
impasible. Ahora, sin embargo, que el pacto fundamental ya no es respetado por
aquellos mismos que lo invocan incesantemente, y que los hombres que han
arruinado dos monarquías quieren atarme las manos para derribar la República, mi
deber es frustrar sus planes traidores para mantener la República y salvar el país
apelando al juicio solemne del único Soberano que reconozco en Francia: el Pueblo.

Hago, pues, un leal llamado a toda la nación, y les digo: si desean continuar con
esta situación de malestar que nos degrada y compromete nuestro futuro, elijan a
otro en mi lugar, porque ya no retendré un poder impotente para hacer el bien, que
me hace responsable de acciones que no puedo prevenir y me ata al timón cuando
veo el barco dirigirse hacia el abismo.

Si, por el contrario, todavía confían en mí, denme los medios para cumplir la gran
misión que tengo con ustedes. Esta misión consiste en cerrar la era de las
revoluciones, satisfaciendo las necesidades legítimas del Pueblo y protegiéndolos de
pasiones subversivas. Consiste, sobre todo, en crear instituciones que sobrevivan a
los hombres y que de hecho formen los cimientos sobre los que pueda establecerse
algo duradero.

Convencido de que la inestabilidad del poder, la preponderancia de una sola


Asamblea, son causas permanentes de problemas y discordia, someto a votación
las siguientes bases fundamentales de una Constitución que será desarrollada más
adelante por las Asambleas:

1. Un Jefe responsable designado por diez años.

2. Ministros dependientes únicamente del Poder Ejecutivo.

3. Un Consejo de Estado compuesto de los hombres más distinguidos, que


preparará las leyes y las sustentará en el debate ante el Órgano Legislativo.
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4. Un Órgano Legislativo que discutirá y votará las leyes, y que será elegido por
sufragio universal, sin escrutinio de la lista, que falsee las elecciones.

5. Una Segunda Asamblea compuesta por los hombres más ilustres del país, un
poder de contrapeso que sea guardián del pacto fundamental y de las libertades
públicas.

Este sistema, creado por el primer Cónsul a principios de siglo, ya ha dado reposo y
prosperidad a Francia; se los aseguraría ella. Es mi firme convicción. Si lo
comparten, declárenlo mediante sus votos. Si, por el contrario, prefieren un gobierno
sin fuerza, monárquico o republicano, prestado no sé de qué pasado, ni de qué
futuro quimérico, respondan negativamente.

Así, por primera vez desde 1804, votarán con pleno conocimiento de las
circunstancias, sabiendo exactamente por quién y para qué.

Si no obtengo la mayoría de sus sufragios, convocaré una nueva Asamblea y


colocaré en sus manos el encargo que he recibido de ustedes.

Pero si creen que la causa por la cual me nombran es el símbolo, es decir, Francia
regenerada por la Revolución del 89 y organizada por el Emperador, debe seguir
siendo de ustedes, proclamen sancionando a las potencias que les solicito.

Entonces Francia y Europa serán preservadas de la anarquía, los obstáculos serán


eliminados, las rivalidades habrán desaparecido, porque todos respetarán, según la
decisión del Pueblo, el decreto de la Providencia.

Entregado en el Palacio del Eliseo el 2 de diciembre de 1851.

LUIS NAPOLEÓN BONAPARTE.

PROCLAMACIÓN DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA AL EJÉRCITO.

"¡Soldados! Estén orgullosos de su misión, salvarán el país, porque cuento con


ustedes no para violar las leyes, sino para hacer respetar la primera ley del país, la
Soberanía nacional, de la que soy el Representante Legítimo.

Desde hace mucho tiempo, como yo, han sufrido obstáculos que se oponían tanto al
bien que yo deseaba hacer como a las manifestaciones de sus simpatías en mi
favor. Estos obstáculos se han deshecho.

La Asamblea ha tratado de atacar la autoridad que he tenido de toda la Nación. Ha


dejado de existir.

Hago un llamado leal al Pueblo y al Ejército, y les digo: O denme los medios para
asegurar su prosperidad, o escojan a otro en mi lugar.

En 1830, como en 1848, fueron tratados como hombres vencidos. Después de haber
tildado su heroico desinterés, desdeñaron consultar sus simpatías y deseos, y sin
embargo ustedes son la flor de la Nación. Hoy, en este momento solemne, he
decidido que se escuche la voz del Ejército.
24

Voten, pues, libremente como ciudadanos; pero, como soldados, no olviden que la
obediencia pasiva a las órdenes del Jefe del Estado es el deber riguroso del Ejército,
desde el General hasta el soldado raso.

Es para mí, responsable de mis acciones tanto ante el Pueblo como ante la
posteridad, para tomar estas medidas que me parecen indispensables para el
bienestar público.

En cuanto a ustedes, permanezcan inamovibles dentro de las reglas de disciplina y


honor. Con su actitud imponente ayuden al país a manifestar su voluntad con calma
y reflexión.

Estén listos a reprimir todo ataque al libre ejercicio de la soberanía del Pueblo.

Soldados, no les hablo de los recuerdos que evoca mi nombre. Están grabados en
sus corazones. Nosotros estamos unidos por lazos indisolubles. Su historia es la
mía. Hay entre nosotros, en el pasado, una comunidad de gloria y de desgracia.

Habrá en el futuro una comunidad de sentimientos y de resoluciones por el reposo y


la grandeza de Francia.

Entregado en el Palacio del Elíseo, el 2 de diciembre de 1851.

(Firmado por) L.N. BONAPARTE.

EN NOMBRE DEL PUEBLO FRANCÉS.

El Presidente de la República decreta:

ARTÍCULO I. Se disuelve la Asamblea Nacional.

ARTÍCULO II. Se restablece el sufragio universal. Se deroga la ley de 31 de mayo.

ARTÍCULO III. El pueblo francés es convocado en sus distritos electorales del 14 al


21 de diciembre próximos.

ARTÍCULO IV. Se decreta el Estado de Sitio en el distrito de la primera División


Militar.

ARTÍCULO V. Se disuelve el Consejo de Estado.

ARTÍCULO VI. Corresponde al Ministro del Interior la ejecución de este decreto.

Entregado en el Palacio del Eliseo, el 2 de diciembre de 1851.

LOUIS NAPOLEON BONAPARTE.

DE MORNY, Ministro del Interior.


25

CAPÍTULO VII. NO. 70, CALLE BLANCHE


La calle Gaillard es algo difícil de encontrar. Es una callejuela desierta en esa nueva colonia
que separa la calle de los Mártires de la calle Blanche. Sin embargo, la encontré. En cuanto
llegué al No. 4, Yvan salió por la puerta y dijo:

- "Estoy aquí para avisarte. La policía tiene vigilada esta casa, Michel te está
esperando en el No. 70, calle Blanche, a pocos pasos de aquí."

Conocía el No. 70, Rue Blanche. Manin, el célebre Presidente de la República de Venecia
vivía ahí. Sin embargo, no era en sus habitaciones donde debía tener lugar la reunión. El
portero del No. 70 me dijo que subiera al primer piso. Se abrió la puerta y una mujer
hermosa y cabello cano de unos cuarenta veranos, la Baronesa Coppens, a quien reconocí
por haberla visto en sociedad y en mi propia casa, me hizo pasar a un salón. Michel de
Bourges y Alexander Rey estaban ahí, este último un exconstituyente, un escritor elocuente,
un hombre valiente. En ese momento Alexander Rey dirigía el Nacional. Nos dimos la mano.
Michel me dijo:

- "Hugo, ¿qué vas a hacer?"

Le respondí:

- "Todo".

- "Esa también es mi opinión", dijo él.

Llegaron numerosos Diputados, entre ellos Pierre Lefranc, Labrousse, Théodore Bac, Noël
Parfait, Arnauld (de Arieja), Demóstenes Ollivier, un exconstituyente, y Charamaule. Hubo
una indignación profunda e indescriptible, pero no se pronunciaron palabras inútiles. Todos
estaban imbuidos de esa ira varonil de la que surgen grandes resoluciones. Ellos
describieron la situación. Cada uno adelantó las noticias que habían sabido. Théodore Bac
venía de Léon Faucher, que vivía en la calle Blanche. Fue él quien despertó a Léon Faucher
y le anunció la noticia. Las primeras palabras de Léon Faucher fueron:

- "Es un hecho infame".

Desde el primer momento Charamaule mostró un coraje que, durante los cuatro días de
lucha, no decayó ni un solo instante. Charamaule es un hombre muy alto, poseía rasgos
vigorosos y elocuencia convincente; él votó con la Izquierda, pero se sentó con la Derecha.
En la Asamblea era vecino de Montalembert y de Riancey. A veces tenía acaloradas
disputas con ellos, que observábamos desde lejos y que nos entretenían. Charamaule
había llegado a la reunión del No. 70 vestido con un tipo de capa militar de tela azul y
armado, como supimos más tarde. La situación era grave; dieciséis Diputados arrestados,
todos los generales de la Asamblea, y el que era más que un general, Charras.

Todos los periódicos suprimidos, todas las imprentas ocupadas por soldados. Del lado de
Bonaparte un ejército de 80.000 hombres que podría duplicarse en pocas horas; de nuestro
lado nada. El pueblo engañado y además desarmado. El telégrafo a sus órdenes. Todas las
paredes cubiertas de sus carteles y a nuestra disposición ni una sola imprenta, ni una sola
hoja de papel. No hay medios para levantar la protesta, no hay medios para iniciar el
combate. El golpe de Estado fue cubierto de cota de malla, la República quedó desnuda; el
golpe de Estado tenía megáfono, la República llevaba una mordaza. ¿Qué tenía que
hacerse?
26

La incursión contra la República, contra la Asamblea, contra el Derecho, contra la Ley,


contra el Progreso, contra la Civilización, fue comandado por los generales africanos. Estos
héroes acababan de demostrar que eran cobardes. Habían tomado bien sus precauciones.
Sólo el miedo puede generar más habilidad. Habían arrestado a todos los hombres de
guerra de la Asamblea y a todos los hombres de acción de la Izquierda: Baune, Charles
Lagrange, Miot, Valentin, Nadaud, Cholat. A esto se suma que todos los posibles jefes de
las barricadas estaban en prisión. Los organizadores de la emboscada nos habían dejado
cuidadosamente en libertad a Jules Favre, a Michel de Bourges y a mí, juzgándonos como
menos hombres de acción que de Tribuna; deseando dejar a los hombres de izquierda
capaces de resistir, pero incapaces de ganar, esperando deshonrarnos si no luchábamos y
fusilarnos si luchábamos. Sin embargo, nadie dudó. Comenzó la deliberación.

Cada minuto llegaban otros Diputados: Edgar Quinet, Doutre, Pelletier, Cassal, Bruckner,
Baudin, Chauffour. La sala estaba llena, algunos estuvieron sentados, la mayoría estuvo de
pie, confusos, pero sin tumulto. Fui el primero en hablar. Dije que la lucha debería comenzar
de inmediato. Golpe por golpe. Que era mi opinión que los ciento cincuenta Diputados de la
Izquierda debían ponerse sus bandas oficiales, marchar en procesión por las calles y los
bulevares hasta la Madeleine, gritando "¡Viva la República! ¡Viva la Constitución!"
deberíamos presentarnos ante las tropas, y solos, tranquilos y desarmados, deberíamos
convocar al Poder a obedecer al Derecho. Si los soldados cedían, debían acudir a la
Asamblea y acabar con Luis Bonaparte. Si los soldados disparaban contra sus legisladores,
deberían dispersarse por todo París, gritando "A las armas" y recurrir a las barricadas.

La resistencia debe iniciarse constitucionalmente y, si fracasa, debe continuarse


revolucionariamente. No había tiempo que perder.

- "La alta traición", dije, "debe ser arrestada in fraganti; es un gran error permitir que
tal atropello sea aceptado por las horas que pasan. Cada minuto que pasa es
cómplice, y avala el crimen. Cuidado con esa calamidad llamada "hecho
consumado". ¡A las armas!"

Muchos apoyaron calurosamente este consejo, entre ellos Edgar Quinet, Pelletier y Doutre.
Michel de Bourges se opuso seriamente. Mi instinto fue empezar de inmediato, su consejo
fue esperar y ver. Según él, era peligroso acelerar la catástrofe. El golpe de Estado se
organizó y el Pueblo no. Los habían tomado por sorpresa. No debemos caer en ilusiones.
Las masas no podían revolverse todavía. Una perfecta calma reinaba en las afueras; la
sorpresa existió, sí; la ira, no. El pueblo de París, aunque muy inteligente, no lo entendió.
Michel añadió:

- "No estamos en 1830. Carlos X, al formar a los 221, se expuso a este golpe, la
reelección de los 221. No estamos en la misma situación. Los 221 fueron populares.
La Asamblea actual no lo es: una Cámara que ha sido disuelta insultantemente
siempre triunfará si el Pueblo la apoya. Así se levantó el Pueblo en 1830. Hoy
esperan. Son engañados hasta que sean víctimas".

Michel de Bourges concluyó:

- "Hay que dar tiempo al pueblo para que comprenda, para que crezca su enojo y se
levante. En cuanto a nosotros, Diputados, deberíamos ser impulsivos para precipitar
la situación. Si tuviéramos que marchar inmediatamente directamente hacia las
tropas, deberíamos sólo ser fusilados en vano, y la gloriosa insurrección por el
Derecho debería ser de antemano privada de sus líderes naturales: los
Representantes del Pueblo. Deberíamos decapitar al ejército popular. Un retraso
temporal, por el contrario, sería beneficioso. Demasiado celo debe ser guardado, es
necesario contenerse, ceder sería perder la batalla antes de haberla comenzado.
27

Así, por ejemplo, no debemos asistir a la reunión convocada por la Derecha para el
mediodía, todos los que fueran serían arrestados. Debemos permanecer libres,
debemos permanecer preparados, debemos mantener la calma y debemos actuar
esperando la llegada del Pueblo. Cuatro días de esta agitación sin luchar cansarían
al ejército."

Michel, sin embargo, aconsejó empezar, pero simplemente proclamando el artículo 68 de la


Constitución. Pero ¿dónde se encontraría una imprenta? Michel de Bourges habló con una
experiencia de procedimiento revolucionario que deseaba en mí. Desde hacía muchos años
había adquirido cierto conocimiento práctico de las masas. Su consejo fue sabio. Hay que
añadir que toda la información que nos llegó lo apoyaba y parecía concluyente en mi contra.
París estaba abatida. El ejército del golpe de Estado la invadió pacíficamente. Ni siquiera
los carteles fueron destrozados. Casi todos los Diputados presentes, incluso los más
atrevidos, coincidieron con el consejo de Michel de esperar a ver qué pasaba.

"Por la noche", dijeron, "comenzará la agitación"

Y concluyeron, como Michel de Bourges, que es necesario dar tiempo al pueblo para que
comprenda. Se correría el riesgo de quedar solo en un comienzo demasiado apresurado.
No debemos llevar a la gente con nosotros en el primer momento. Dejemos que la
indignación crezca poco a poco en sus corazones. Si se iniciara prematuramente, nuestra
manifestación fracasaría. Estos fueron los sentimientos de todos. Por mi parte, mientras los
escuchaba, me sentí conmovido. Quizás tuvieran razón. Sería un error dar la señal del
combate en vano. ¿De qué sirve el relámpago si no va seguido del rayo? Alzar una voz, dar
rienda suelta a un grito, encontrar una imprenta, esa era la primera cuestión. Pero ¿existía
todavía una imprenta libre?

El valiente y viejo exjefe de la 6a Legión, el Coronel Forestier, entró. Nos llevó aparte a
Michel de Bourges y a mí.

- "Escuchen", nos dijo. "Vengo a verlos. He sido despedido. Ya no comando mi legión


más, pero desígnenme en nombre de la Izquierda, Coronel del 6º. Fírmenme una
orden e iré inmediatamente a llamarlos a las armas. En una hora el regimiento
estará a pie."

- "Coronel", respondí, "haré más que firmar una orden, lo acompañaré".

Y me volví hacia Charamaule, que tenía un carruaje esperando.

- "Ven con nosotros", dije.

Forestier estaba seguro de dos mayores del 6º. Decidimos conducir hasta ellos
inmediatamente, mientras Michel y los demás Diputados nos esperaban en casa de
Bonvalet, en el Boulevard del Templo, cerca del Café Turco. Allí podrían platicar.
Comenzamos. Atravesamos París, donde la gente ya empezaba a aglomerarse de forma
amenazadora. Los bulevares estaban atestados de una multitud inquieta. La gente
caminaba de un lado a otro, los transeúntes se acercaban uno a otro sin conocerse
previamente, signo notable de inquietud pública; y grupos hablaban en voz alta en las
esquinas de las calles. Las tiendas estaban siendo cerradas.

- "Vamos, esto se ve mejor", gritó Charamaule.

Había estado deambulando por la ciudad desde la mañana y había notado con tristeza la
apatía de las masas. Encontramos en casa a los dos mayores con quienes contaba el
Coronel Forestier. Eran dos decoradores ricos que nos recibieron con cierta vergüenza. Los
28

comerciantes se habían reunido junto a las ventanas y nos miraban pasar. Fue mera
curiosidad. Mientras tanto, uno de los dos mayores, revocaron un viaje que iba a emprender
ese día y nos prometió su cooperación.

- "Pero", añadió, "no se engañen, se puede prever que seremos despedazados.


Pocos hombres marcharán".

El Coronel Forestier nos dijo:

"Watrin, el actual coronel del 6º, no le preocupa pelear; tal vez me despida cordialmente del
mando. Iré a buscarlo solo, para asustarlo menos, y me uniré a usted en Bonvalet”.

Cerca de la Puerta de San Martín dejamos nuestro carruaje y Charamaule y yo avanzamos


a pie por el bulevar para observar los grupos más de cerca y juzgar más fácilmente el
aspecto de la multitud. La reciente nivelación de la carretera había convertido el bulevar de
la Puerta de San Martin en un profundo barranco, dominado por dos terraplenes. En las
cimas de estos terraplenes se encontraban las banquetas, provistas de barandillas. Los
carruajes circulaban por el barranco, los peatones caminaban por las banquetas. Justo
cuando llegamos al bulevar, una larga columna de infantería desfiló por este barranco con
sus tambores en la cabeza. Las espesas oleadas de bayonetas llenaron la Plaza de San
Martín y se perdieron en el fondo del bulevar Bonne Nouvelle. Una multitud enorme y
compacta cubrió las dos banquetas del bulevar San Martín. Un gran número de
trabajadores, en camisa, estaban ahí apoyados sobre las barandillas. En el momento en
que la cabeza de la columna entraba en el desfiladero ante el teatro de la Puerta San
Martin, se escuchó un tremendo grito de "¡Viva la República!" salió de cada boca como si lo
gritara un solo hombre. Los soldados continuaron avanzando en silencio, pero se podría
decir que aflojaron el paso, y muchos de ellos miraban a la multitud con aire de indecisión.
¿Qué significa ese grito de "¡Viva la República!" ¿significar? ¿Fue un símbolo de aplauso?
¿Fue un grito de desafío? Me pareció en ese momento que la República levantó la frente y
que el golpe de Estado agachaba la cabeza.

Mientras tanto Charamaule me decía:

- "Eres reconocido".

De hecho, cerca del Château d'Eau la multitud me rodeó. Unos jóvenes gritaron:

- "¡Viva Víctor Hugo!"

Uno de ellos me preguntó:

- "Ciudadano Víctor Hugo, ¿qué debemos hacer?".

Respondí:

- "Destrocen los carteles sediciosos del golpe de Estado y griten '¡Viva la


Constitución!'".

- "¿Y si nos disparan?" dijo un joven trabajador.

- "Se apresuran a tomar las armas".

- "¡Bravo!" gritó la multitud.

Añadí:
29

- "Luis Bonaparte es un rebelde, hoy se ha sumergido en cada crimen. Nosotros,


Representantes del Pueblo, lo declaramos un criminal, pero no es necesario que lo
declaremos, puesto que lo es por el simple hecho de su traición. Ciudadanos,
ustedes tienen dos manos; tomen en una su Derecho y en la otra su arma y vayan
sobre Bonaparte.

- "¡Bravo! ¡Bravo!" Gritó de nuevo el pueblo.

Un comerciante que estaba cerrando su tienda me dijo:

- "No hables tan alto, si te oyen hablar así te dispararán".

- "Bueno, entonces", respondí, "tu podrías exhibir mi cuerpo, y mi muerte sería una
bendición si la justicia de Dios resultara de ella".

Todos gritaban "¡Larga vida a Víctor Hugo!"

- "Griten 'Larga vida a la Constitución' ", dije yo.

Un gran grito de "¡Viva la Constitución!, Viva la República"; brotó de cada pecho. El


entusiasmo, la indignación y la ira brillaron en los rostros de todos. Pensé entonces, y sigo
pensando, que éste, tal vez, fue el momento supremo. Tuve la tentación de llevarme a toda
esa multitud y comenzar la batalla. Charamaule me detuvo. Me susurró:

- "Provocarás un tiroteo inútil. Todos están desarmados. La infantería está sólo a dos
pasos de nosotros, y mira, aquí viene la artillería".

Miré a mi alrededor; en realidad varios cañones surgieron a paso veloz de la calle de Bondy,
detrás del Château d'Eau. El consejo de detenerse, dado por Charamaule, me impresionó
profundamente. Viniendo de un hombre así, y tan valeroso, ciertamente no debía ser
desconfiado. Además, me sentía ligado por la deliberación que acababa de tener lugar en la
reunión de la calle Blanche. Me encogí ante la responsabilidad en la que había incurrido.
Haber aprovechado ese momento podría haber sido una victoria, también podría haber sido
una masacre. ¿Tenía razón? ¿Estaba equivocado? La multitud se hizo más densa a nuestro
alrededor y se hizo difícil seguir adelante. Estábamos ansiosos, sin embargo, de llegar a la
cita en casa de Bonvalet. De repente alguien me tocó en el brazo. Era Léopold Duras, del
Nacional.

- "No vayas más lejos", susurró, "el restaurante Bonvalet está rodeado. Michel de
Bourges ha intentado sermonear al Pueblo, pero los soldados se acercaron. A duras
penas logró escapar. Numerosos Diputados que vinieron a la reunión fueron
detenidos. Vuelve sobre tus pasos. Volvemos al antiguo punto de encuentro de la
calle Blanche. Te estaba buscando para decirte esto."

Pasaba un carruaje; Charamaule llamó al conductor. Saltamos al interior, seguidos por la


multitud, gritando:

- "¡Viva la República! ¡Viva Víctor Hugo!

Parece ser que en ese momento llegó al bulevar un escuadrón de sargentos civiles para
arrestarme. El cochero partió a toda velocidad. Un cuarto de hora después llegamos a la
calle Blanche.
30

CAPÍTULO VIII. “VIOLACIÓN DE LA CÁMARA”


A las siete de la mañana el Puente de la Concordia todavía estaba libre. El gran portón
enrejado del Palacio de la Asamblea estaba cerrado; a través de los barrotes se veía la
escalinata, aquella escalinata desde donde se había proclamado la República el 4 de mayo
de 1848, cubierta de soldados; y sus armas apiladas podían distinguirse sobre la plataforma
detrás de aquellas altas columnas que, durante la época de la Asamblea Constituyente,
después del 15 de mayo y el 23 de junio, enmascaraban pequeñas montañas de morteros,
cargados y puntiagudos. Un portero de cuello rojo, portando el uniforme de la Asamblea
estaba de pie junto a la pequeña puerta del portón enrejado. De vez en cuando llegaban
Diputados. El portero dijo:

- "Caballeros, ¿son ustedes Diputados?" y abrió la puerta.

A veces les preguntaba sus nombres. Al cuarto del Sr. Dupin se podía entrar sin obstáculos.
En la gran galería, en el comedor, en el salón de honor de la Presidencia, los asistentes
uniformados abrieron las puertas silenciosamente como de costumbre. Antes del amanecer,
inmediatamente después de la detención de los Cuestores el Sr. Baze y el Sr. Leflô, el Sr.
de Panat, único cuestor que quedaba libre, habiendo sido perdonado o despreciado como
Legitimista, despertó al Sr. Dupin y le rogó que llamara inmediatamente a los Diputados
desde sus casas. El Sr. Dupin respondió con esta respuesta sin precedentes:

- "No veo ninguna urgencia".

Casi al mismo tiempo que el Sr. Panat, el Diputado Jérôme Bonaparte se había dirigido allí.
Había convocado al Sr. Dupin para que se pusiera a la cabeza de la Asamblea. El Sr. Dupin
respondió:

- "No puedo, estoy en guardia".

Jérôme Bonaparte se echó a reír. En efecto, nadie se había dignado poner un centinela en
la puerta del Sr. Dupin; sabían que estaba protegido por su mezquindad. Sólo más tarde,
hacia el mediodía, se compadecieron de él. Consideraron que el desprecio era demasiado
grande y le asignaron dos centinelas. A las siete y media, quince o veinte Diputados, entre
los que se encontraban los Sres. Eugène Sue, Sr. Joret, de Rességuier y de Talhouet se
reunieron en la habitación del Sr. Dupin. También habían discutido en vano con el Sr. Dupin.
En el hueco de una ventana, un inteligente miembro del Pleno, el Sr. Desmousseaux de
Givré, un poco sordo y sumamente exasperado, estuvo a punto de discutir con un
Representante de la Derecha como él, al que erróneamente suponía a favor del golpe de
Estado. El Sr. Dupin, apartado del grupo de Diputados, solo, vestido de negro, con sus
manos detrás de la espalda y la cabeza hundida sobre el pecho, caminaba de un lado a otro
ante la chimenea, donde ardía un gran fuego. En su propia habitación, y en su misma
presencia, hablaban en voz alta sobre él, pero él parecía no escucharlos. Vinieron dos
miembros de la Izquierda, Benoît (du Rhône) y Crestin. Crestin entró en la sala, se dirigió
directamente hacia el Sr. Dupin y le dijo:

- "Presidente, ¿sabe lo que está pasando? ¿Cómo es que la Asamblea aún no ha sido
convocada?".

El Sr. Dupin se detuvo y respondió, encogiéndose de hombros como era habitual en él:

- "No hay nada que hacer".

Y reanudó su paseo.
31

- "Es suficiente", dijo el Sr. de Rességuier.

- "Es demasiado", dijo Eugène Sue.

Todos los Diputados abandonaron la sala. Mientras tanto, el Puente de la Concordia quedó
cubierto de tropas. Entre ellos el General Vast-Vimeux, esbelto, viejo y pequeño; su lacio
cabello blanco pegado a sus sienes, en uniforme completo, con su sombrero de encaje en
la cabeza. Iba cargado con dos enormes charreteras y mostraba su pañuelo, no de un
Representante, sino de un General, cuyo pañuelo, por ser demasiado largo, arrastraba por
el suelo. Cruzó el puente a pie, gritando entre los inarticulados gritos de entusiasmo de los
soldados por el Imperio y el golpe de Estado. Figuras como éstas fueron vistas en 1814.
Sólo que, en lugar de llevar una gran escarapela tricolor, llevaban una gran escarapela
blanca. En general, se trata del mismo fenómeno: ancianos gritando:

- "¡Larga vida al pasado!".

Casi al mismo tiempo, el Sr. de Larochejaquelein atravesaba la Plaza de la Concordia,


rodeado por cien hombres de camisa que le seguían en silencio y con aire de curiosidad.
Numerosos regimientos de caballería se agruparon en la gran avenida de los Campos
Elíseos. A las ocho un formidable ejército invadió el Palacio Legislativo. Todos los accesos
estaban vigilados y todas las puertas cerradas. Sin embargo, algunos Diputados
consiguieron penetrar en el interior del Palacio, no, como se ha dicho erróneamente, por el
paso de la casa Presidencial, situado en el lado de la Explanada de los Inválidos, sino por la
pequeña puerta de la calle de Bourgogne, llamada la Puerta Negra. Esta puerta, por qué
motivo o por qué conveniencia no lo sé, permaneció abierta hasta el mediodía del 2 de
diciembre. Sin embargo, la calle de Bourgogne estaba llena de tropas. Escuadrones de
soldados diseminados aquí y allá en la calle de la Universidad permitían a los transeúntes,
que eran pocos y lejanos entre ellos, utilizarla como vía de paso. Los Diputados que
entraron por la puerta de la calle de Bourgogne penetraron hasta la Sala de Conferencias,
donde encontraron a sus colegas que salían estar con el Sr. Dupin. Un grupo numeroso de
hombres, que representaban todos los matices de opinión de la Asamblea, se reunió
rápidamente en este salón, entre los que se encontraban los Sres. Eugène Sue, Richardet,
Fayolle, Joret, Marc Dufraisse, Benoît (du Rhône), Canet, Gambon, d'Adelsward, Créqu,
Répellin, Teillard-Latérisse, Rantion, General Leydet, Paulin Durrieu, Chanay, Brilliez, Collas
(de la Gironda), Monet, Gaston, Favreau y Albert de Rességuier. Cada recién llegado
abordó al Sr. de Panat.

- "¿Dónde están los vicepresidentes?"

- "En prisión."

- "¿Y los otros dos Cuestores?"

- "También, en la cárcel. Y les ruego que crean, caballeros", añadió el Sr. de Panat,
"que yo no he tenido nada que ver con el insulto que me han hecho al no
arrestarme".

La indignación estaba en su apogeo; todos los matices políticos se mezclaban en el mismo


sentimiento de desprecio y de ira, y el Sr. de Rességuier no fue menos enérgico que
Eugène Sue. Por primera vez, la Asamblea parecía tener sólo un corazón y una sola voz.
Cada uno dijo detalladamente lo que pensaba del hombre del Elíseo, y entonces se vio que
desde hacía mucho tiempo Luis Bonaparte había creado imperceptiblemente una profunda
unanimidad en la Asamblea: la unanimidad del desprecio. El Sr. Collas (de la Gironda)
gesticuló y contó su historia. Venía del Ministerio del Interior. Había visto al Sr. de Morny,
32

había hablado con él; y él, el Sr. Collas, estaba indignado sin medida por el crimen del Sr.
Bonaparte. Desde entonces, ese Crimen le convirtió en Consejero de Estado. El Sr. de
Panat iba de un lado a otro entre los grupos, anunciando a los Diputados que había
convocado la Asamblea para la 1:00 pm. Pero era imposible esperar hasta esa hora. El
tiempo apremiaba. En el Palacio Borbón, como en la calle Blanche, existía el sentimiento
universal de que cada hora que pasaba contribuía a consumar el golpe de Estado. Todos
sintieron como un reproche el peso de su silencio o de su inacción; el círculo de hierro se
iba cerrando, la marea de soldados subía incesantemente e invadía silenciosamente el
Palacio; a cada instante se encontraba un centinela más junto a una puerta que un
momento antes había estado libre. Aun así, el grupo de Diputados reunidos en la Sala de
Conferencias todavía era respetado. Había que actuar, hablar, deliberar, luchar y no perder
ni un minuto. Gambon dijo:

- "Probemos con Dupin una vez más; es nuestro hombre oficial, lo necesitamos".

Fueron a buscarlo. No pudieron encontrarlo. Ya no estaba, había desaparecido, estaba


lejos, escondido, agachado, acobardado, ocultado, se había desvanecido, estaba enterrado.
¿Dónde? Nadie sabía. La cobardía tiene huecos desconocidos. De repente un hombre entró
al salón. Un hombre desconocido en la Asamblea, de uniforme, con charretera de oficial
superior y una espada al costado. Era un mayor del 42º, que vino a convocar a los
Diputados a abandonar su propia Cámara. Todos, Monárquicos como Republicanos por
igual, se abalanzaron sobre él. Tal fue la expresión de un testigo ocular indignado. El
General Leydet se dirigió a él con un lenguaje que deja una huella en la mejilla más que en
el oído.

- "Cumplo con mi deber, cumplo con mis instrucciones", tartamudeó el oficial.

- "Eres un idiota si crees que estás cumpliendo con tu deber", le gritó Leydet, "y eres
un sinvergüenza si sabes que estás cometiendo un crimen. ¿Cuál es su nombre?
¿Cómo se llama a sí mismo? Dame tu nombre."

El oficial se negó a dar su nombre y respondió:

- "Entonces, caballeros, ¿no se retirarán?"

- "No".

- "Iré y traeré al ejército".

- "Hágalo".

Salió de la habitación y en realidad fue a obtener órdenes del Ministerio del Interior. Los
Diputados esperaron en esa especie de agitación indescriptible que podría llamarse el
Estrangulamiento del Derecho por la Violencia. Al poco tiempo uno de los que había salido
regresó apresuradamente y les advirtió que dos compañías de la Gendarmería Móvil venían
con sus armas en la mano. Marc Dufraisse gritó:

- "Que la atrocidad sea total. Que el golpe de Estado nos encuentre en nuestros
asientos. Vayamos a la Sala de Sesiones", añadió. "Ya que las cosas han llegado a
tal punto, brindemos el espectáculo genuino y vivo de un 18 de Brumario".

Todos se dirigieron al Salón de la Asamblea. El paso era libre. La Sala Casimir-Périer aún
no estaba ocupada por los soldados. Eran unos sesenta. Varios estaban ceñidos con sus
pañuelos de oficio. Entraron en la Sala contemplativamente. Allí, el Sr. de Rességuier, sin
33

duda con un buen propósito y para formar un grupo más compacto, instó a que todos se
instalaran en el lado Derecho.

- "No", dijo Marc Dufraisse, "cada uno a su escaño".

Se dispersaron por la Sala, cada uno en su lugar habitual. El Sr. Monet, que estaba sentado
en uno de los escaños inferiores del Centro Izquierda, mantuvo en su mano una copia de la
Constitución. Transcurrieron varios minutos. Nadie habló. Era el silencio de la expectación
que precede a los hechos decisivos y a las crisis finales, y durante el cual cada uno parece
escuchar respetuosamente las últimas instrucciones de su conciencia. De repente los
soldados de la Gendarmería Móvil, encabezados por un capitán con su espada
desenvainada, aparecieron en el umbral. El Salón de la Asamblea fue violado. Los
Diputados se levantaron simultáneamente de sus asientos gritando "¡Viva la República!"
Sólo el Diputado Monet permaneció en pie y, con una voz fuerte e indignada, que resonó a
través del Salón vacío como una trompeta, ordenó a los soldados que se detuvieran. Los
soldados se detuvieron y miraron a los Diputados con aire desorientado. Los soldados hasta
el momento sólo habían bloqueado el vestíbulo de la Izquierda y no habían pasado más allá
de la Tribuna. Luego el Diputado Monet leyó los artículos 36, 37 y 68 de la Constitución. Los
artículos 36 y 37 establecieron la inviolabilidad de los Diputados. El artículo 68 depone al
Presidente en caso de traición. Ese momento fue solemne. Los soldados escucharon en
silencio. Habiendo sido leídos los artículos, el Diputado d'Adelsward, que estaba sentado en
el primer escaño inferior de la Izquierda y que era el más cercano a los soldados, se volvió
hacia ellos y dijo:

- "Soldados, han visto que el Presidente de la República es un traidor, y los convertiría


en traidores a ustedes. Violan el sagrado recinto de la Representación racional. En
nombre de la Constitución, en nombre de la Ley, les ordenamos que se retiren".

Mientras Adelsward hablaba, el mayor al mando de la Gendarmería Móvil había entrado.

- "Caballeros", dijo, "tengo órdenes de pedirles que se retiren y, si no se retiran por su


propia voluntad, expulsarlos".
- "¡Órdenes de expulsarnos!", exclamó Adelsward

Y todos los Diputados agregaron:

- "¿Quién dio las órdenes? Veamos las órdenes. ¿Quién firmó las órdenes?"

El mayor sacó un papel y lo desdobló. Apenas lo había desdoblado, intentó remplazarlo en


su bolsillo, pero el General Leydet se arrojó sobre él y lo agarró del brazo. Varios Diputados
se inclinaron hacia adelante y leyeron la orden de expulsión de la Asamblea, firmada por
"Fortoul, Ministro de Marina". Marc Dufraisse fue hacia los Gendarmes Móviles y les gritó:

- "Soldados, su sola presencia aquí es un acto de traición. ¡Salgan del Salón!".

Los soldados parecían indecisos. De repente, una segunda columna salió por la puerta de
la derecha y, a una señal del comandante, el capitán gritó:

- "¡Adelante! ¡Sáquenlos a todos!".

Entonces comenzó una lucha cuerpo a cuerpo indescriptible entre gendarmes y


legisladores. Los soldados, con las armas en la mano, invadieron los escaños del Senado.
Repellin, Chanay y Rantion fueron arrancados por la fuerza de sus asientos. Dos
gendarmes se abalanzaron sobre Marc Dufraisse y dos sobre Gambon. Una larga lucha
tuvo lugar en el primer escaño de la Derecha, el mismo lugar donde los Sres. Odilon Barrot
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y Abbatucci solían sentarse. Paulin Durrieu resistió la violencia por la fuerza, fueron
necesarios tres hombres para sacarlo de su escaño. Monet fue arrojado sobre los escaños
de los comisarios. Sujetaron a Adelsward por el cuello y lo arrojaron fuera del Salón.
Richardet, un hombre débil, fue derribado y tratado brutalmente. A algunos los pincharon
con las puntas de las bayonetas; casi todos tenían la ropa rota. El comandante gritó a los
soldados:

- "Sáquenlos".

Fue así como sesenta Representantes del Pueblo fueron tomados por el cuello por el golpe
de Estado y expulsados de sus escaños. La forma en que se ejecutó el hecho completó la
traición. El desempeño físico fue digno del desempeño moral. Los tres últimos en salir
fueron Fayolle, Teillard-Latérisse y Paulin Durrieu. Se les permitió pasar por la gran puerta
del palacio y se encontraron en la Plaza Bourgogne. La Plaza Bourgogne fue ocupada por
el 42º Regimiento de Línea, bajo las órdenes del Coronel Garderens. Entre el Palacio y la
estatua de la República, que ocupaba el centro de la plaza, una pieza de artillería apuntaba
a la Asamblea frente a la gran puerta. Al lado del cañón, algunos Cazadores de Vincennes
cargaban sus armas y mordían sus cartuchos. El Coronel Garderens estaba a caballo cerca
de un grupo de soldados, lo que llamó la atención de los Diputados Teillard-Latérisse,
Fayolle y Paulin Durrieu. En medio de este grupo, tres hombres que habían sido arrestados
luchaban gritando:

- "¡Larga vida a la Constitución! ¡Larga vida a la República!".

Fayolle, Paulin Durrieu y Teillard-Latérisse se acercaron y reconocieron en los tres


prisioneros a tres miembros del pleno, los Diputados Toupet-des-Vignes Radoubt, Lafosse y
Arbey. El Diputado Arbey protestó calurosamente. Al alzar la voz, el Coronel Garderens lo
interrumpió con estas palabras, que son dignas de conservar:

- "¡Calla tu lengua! Una palabra más y haré que te azoten con la culata de un
mosquete".

Los tres Diputados de la Izquierda, indignados, pidieron al coronel que liberara a sus
colegas.

- "Coronel", dijo Fayolle, "usted quebranta la ley tres veces".

- "La quebrantaré seis veces", respondió el coronel, y arrestó a Fayolle, Durrieu y


Teillard-Latérisse.

Se ordenó a los soldados que los condujeran a la caseta de vigilancia del Palacio que
entonces se estaba construyendo para el Ministro de Asuntos Exteriores. En el camino, los
seis prisioneros, que marchaban entre una doble fila de bayonetas, se encontraron con tres
de sus colegas, los Diputados Eugène Sue, Chanay y Benoist (du Rhône). Eugène Sue se
presentó ante el oficial que mandaba el destacamento y le dijo:

- "Le convocamos para que ponga en libertad a nuestros colegas".

- "No puedo hacerlo", respondió el oficial.

- "En ese caso, completa tus crímenes", dijo Eugène Sue, "le convocamos para que
nos arrestes también a nosotros".

El oficial los arrestó. Fueron conducidos a la caseta de vigilancia del Ministerio de Asuntos
Exteriores y, más tarde, al cuartel del Muelle de Orsay. No fue hasta la noche que dos
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compañías de línea vinieron a trasladarlos a este lugar de descanso definitivo. Mientras los
colocaba entre sus soldados, el oficial al mando se inclinó hasta el suelo y comentó
amablemente:

- "Caballeros, las armas de mis hombres están cargadas".

La limpieza de la sala se realizó, como hemos dicho, de forma desordenada, los soldados
empujando a los Diputados que les precedían por todas las salidas. Algunos, y entre ellos
aquellos de los que acabamos de hablar, salieron por la calle de Bourgogne, otros fueron
arrastrados por la Sala de los Pasos Perdidos hacia la reja frente al Puente de la Concordia.
La Sala de los Pasos Perdidos tiene una antecámara, una especie de sala transversal,
sobre la que se abre la escalera de la Tribuna Alta, y varias puertas, entre otras la gran
puerta de cristal de la galería que conduce a los apartamentos del Presidente de la
Asamblea. Tan pronto como llegaron a esta sala transversal que colinda con la pequeña
glorieta, donde se situa la puerta lateral de salida al Palacio, los soldados dejaron en
libertad a los Diputados. Allí, en unos instantes, se formó un grupo, en el que comenzaron a
hablar los Diputados Canet y Favreau. Se elevó un grito universal:

- "Busquemos a Dupin, arrastrándolo hasta aquí si es necesario".

Abrieron la puerta de cristal y entraron corriendo a la galería. Esta vez el Sr. Dupin estaba
en casa. El Sr. Dupin, al enterarse de que los gendarmes habían desalojado la Sala, salió
de su escondite. La Asamblea siendo postrada en el suelo, Dupin se puso de pie. Al ser
hecha prisionera la ley, este hombre se sintió libre. El grupo de Diputados, encabezado por
los Sres. Canet y Favreau, lo encontraron en su estudio. Allí se produjo un diálogo. Los
Diputados convocaron al Presidente para que se pusiera a la cabeza de ellos y volvieran a
entrar al Salón, él, el hombre de la Asamblea, con ellos, los hombres de la Nación. El Sr.
Dupin se negó rotundamente, se mantuvo sobre el piso, se mostró muy firme y se aferró
valientemente a su nulidad.

- "¿Qué quieres que haga?" dijo él, mezclando con sus alarmadas protestas muchas
máximas legales y citas latinas, un instinto de parloteo charlatán, que derrama todo
su vocabulario cuando tiene miedo. "¿Qué quieres que haga? ¿Quién soy yo? ¿Qué
puedo hacer? No soy nada. Ya nadie es nada. Ubi nihil, nihil. El poder está ahí.
Donde hay Poder el Pueblo pierde sus derechos. Novus nascitur ordo. Moldee su
curso en consecuencia. Estoy obligado a someterme. Dura lex, sed lex. Admitimos
una ley de necesidad, pero no una ley de derechos. Pero ¿qué se debe hacer? Pido
que me dejen en paz. Puedo hacer nada, hago lo que puedo. No quiero buena
voluntad. Si tuviera un cabo y cuatro hombres, los haría matar."

- "Este hombre sólo reconoce la fuerza", dijeron los diputados.

- "Muy bien, empleemos la fuerza".

Usaron la violencia contra él, lo ciñeron con un pañuelo como una cuerda alrededor de su
cuello, y, como habían dicho, lo arrastraron hacia el Salón, suplicando su "libertad",
gimiendo, dando patadas, diría luchando, si la palabra no fuera demasiado exaltada.

Algunos minutos después del desalojo, esta Sala de los Pasos Perdidos, que acababa de
testificar el paso de los Diputados rodeados de gendarmes, vio al Sr. Dupin rodeado de
Diputados. No llegaron muy lejos. Los soldados atrancaban las grandes puertas plegables
verdes. El Coronel Espinasse se apresuró hacia allá, el comandante de la gendarmería
vino. Las culatas de un par de pistolas se veían asomándose desde el bolsillo del
comandante. El coronel estaba pálido, el comandante estaba pálido, el Sr. Dupin estaba
amoratado. Ambos bandos tenían miedo. El Sr. Dupin tenía miedo del coronel; el coronel
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seguramente no tenía miedo del Sr. Dupin, pero detrás de aquella figura risible y miserable
vio surgir un fantasma terrible: su crimen, y tembló.

En Homero hay una escena en la que Némesis aparece detrás de Tersites. El Sr. Dupin
permaneció durante algunos momentos estupefacto, desconcertado y mudo. El Diputado
Gambon le exclamó:

- "Ahora bien, hable, Sr. Dupin, la Izquierda no lo interrumpe".

Entonces, con las palabras de los Diputados a sus espaldas y las bayonetas de los
soldados en su pecho, habló el infeliz. Lo que su boca pronunció en ese momento, lo que el
presidente de la Asamblea Soberana de Francia tartamudeó a los gendarmes en este
momento intensamente crítico, nadie pudo comprenderlo. Quienes oyeron los últimos
jadeos de esta cobardía moribunda, se apresuraron a purificar sus oídos. Parece, sin
embargo, que tartamudeó algo como esto:

- "Ustedes son el Poder, tienen las bayonetas; invoco el Derecho y los dejo. Tengo el
honor de desearles un buen día".

Se fue. Lo dejaron ir. Al momento de irse, se dio vuelta y soltó algunas palabras más. No las
recopilaremos. La historia no tiene cesta de chatarra.
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CAPÍTULO IX. UN FINAL PEOR QUE LA MUERTE


Deberíamos alegrarnos de haberlo apartado, nunca más hablaremos de él, este hombre
que había ostentado durante tres años este honorable título, el de Presidente de la
Asamblea Nacional de Francia, y que sólo supo ser lacayo de la mayoría. En su última hora
se las arregló para hundirse aún más de lo que se hubiera creído posible incluso para él. Su
carrera en la Asamblea había sido la de aparcacoches, su fin fue el de un ayudante de
cocina. La actitud sin precedentes que adoptó el Sr. Dupin ante los gendarmes al pronunciar
con una mueca su burla sobre la protesta incluso engendró sospechas. Gambion exclamó:

- "Resistió como un cómplice. Lo sabía todo".

Creemos que estas sospechas son injustas. El Sr. Dupin no sabía nada. ¿Quién entre los
organizadores del golpe de Estado se habría tomado la molestia de asegurarse de que él se
uniera a ellos? ¿El corrupto Sr. Dupin? ¿Fue posible? Y, además, ¿con qué propósito?
¿Para pagarle? ¿Por qué? Sería dinero desperdiciado cuando el miedo por sí solo fue
suficiente. Algunas connivencias se aseguran antes de que se busquen. La cobardía es el
viejo adulador de los delitos graves. La sangre de la ley se limpia rápidamente. Detrás del
asesino que empuña el puñal viene el desgraciado tembloroso que sostiene la esponja.
Dupin se refugió en su estudio. Lo siguieron.

- "¡Dios mío!" -exclamó-, ¿no pueden entender que quiero que me dejen en paz?

En verdad, lo habían torturado desde la mañana para arrancarle un pedazo de valor


imposible.

- "Me maltratáis peor que los gendarmes", dijo.

Los Diputados se instalaron en su estudio, se sentaron a su mesa y, mientras él se quejaba


y gruñía en un sillón, redactaron un informe formal de lo que acababa de suceder, pues
querían dejar un registro oficial de la atrocidad en el archivo. Terminado el informe oficial, el
Diputado Canet lo leyó al Presidente y le ofreció una pluma.

- "¿Qué quieres que haga con esto?" preguntó.

- "Usted es el Presidente", respondió Canet.

- "Esta es nuestra última sesión. Es su deber firmar el informe oficial".

Este hombre se negó.


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CAPÍTULO X. LA PUERTA NEGRA


Dupin es una desgracia inigualable. Más tarde tuvo su recompensa. Parece que se convirtió
en una especie de Fiscal General de la Corte de Apelación. El Sr. Dupin presta a Luis
Bonaparte el servicio de ser en su lugar el más humilde de los hombres. Para continuar esta
funesta historia. Los Diputados de la Derecha, en el primer desconcierto provocado por el
golpe de Estado, se apresuraron en gran número hacia el Sr. Daru, que era Vicepresidente
de la Asamblea y al mismo tiempo uno de los Presidentes del Club Pirámide. Esta
Asociación siempre había apoyado la política del Elíseo, pero sin creer que un golpe de
Estado fuera premeditado. El Sr. Daru vivía en el No. 75 de la calle de Lille. Hacia las diez
de la mañana, cerca de cien de estos Diputados se habían reunido en casa del Sr. Daru.
Resolvieron intentar penetrar en el Salón donde la Asamblea tenían sus sesiones.

La calle de Lille desemboca en la calle de Bourgogne, casi enfrente de la pequeña puerta


por la que se ingresa al Palacio, y la cual se llama Puerta Negra. Dirigieron sus pasos hacia
esta puerta, con el Sr. Daru a la cabeza. Marchaban cogidos del brazo y en filas de tres.
Algunos de ellos se habían puesto sus pañuelos de oficina. Después se los quitaron. La
Puerta Negra, entreabierta como siempre, sólo estaba custodiada por dos centinelas.
Algunos de los más indignados, entre ellos el Sr. de Kerdrel, corrieron hacia esta puerta e
intentaron pasar. Sin embargo, la puerta se cerró violentamente y se produjo entre los
Diputados y los sargentos civiles, que se apresuraron a subir, una especie de pelea, en la
que un Representante sufrió un esguince de muñeca.

Al mismo tiempo, un batallón traído de la Plaza de Bourgogne avanzó y se dirigió


rápidamente hacia el grupo de Diputados. El Sr. Daru, majestuoso y firme, hizo una señal al
comandante para que se detuviera; el batallón se detuvo y el Sr. Daru, en nombre de la
Constitución y en su calidad de Vicepresidente de la Asamblea, llamó a los soldados a
deponer sus armas y a dar paso libre a los Representantes del Pueblo Soberano. El
comandante del batallón respondió ordenando despejar inmediatamente la calle, declarando
que ya no había Asamblea; que él mismo no sabía quiénes eran los Representantes del
Pueblo, y que si aquellos que le precedieron no se retiraban por su propia voluntad, los
haría retroceder por la fuerza.

- "Sólo cederemos ante la violencia", afirmó el Sr. Daru.

- "Comete usted alta traición", añadió el Sr. de Kerdrel.

El oficial dio la orden de cargar. Los soldados avanzaron en estrecho orden. Hubo un
momento de confusión, casi una colisión. Los Diputados, obligados a retroceder, se
internaron en la calle de Lille. Algunos de ellos cayeron. Varios miembros de la Derecha
fueron arrojados al lodo por los soldados. Uno de ellos, el Sr. Etienne, recibió un golpe en el
hombro con la culata de un mosquete. Podemos añadir aquí que, una semana después, el
Sr. Etienne era miembro de ese grupo al que llamaban Comité Consultivo. Le encontró
sabor al golpe de Estado, incluido al golpe con la culata de un mosquete.

Regresaron a la casa del Sr. Daru y en el camino el grupo disperso se reunió, e incluso fue
reforzado por algunos recién llegados.

- "Caballeros", dijo el Sr. Daru, "el Presidente nos ha fallado, el Salón está cerrado
para nosotros. Yo soy el Vicepresidente; mi casa es el Palacio de la Asamblea".

Abrió una gran sala y allí se instalaron los Diputados de la Derecha. Al principio las
discusiones fueron algo ruidosas. Sin embargo, el Sr. Daru observó que los momentos eran
preciosos y se restableció el silencio. La primera medida que se tomó fue evidentemente la
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destitución del Presidente de la República en virtud del artículo 68 de la Constitución.


Algunos Diputados del partido llamado Burgraves se sentaron alrededor de una mesa y
prepararon el acta de deposición. Cuando se disponían a leerlo en voz alta, un
representante que había entrado desde fuera apareció en la puerta de la sala y anunció a la
Asamblea que la calle de Lille se estaba llenando de tropas y que la casa estaba siendo
rodeada. No había momento que perder. El Sr. Benoist-d'Azy dijo:

- "Caballeros, vayamos a la alcaldía del décimo distrito; allí podremos deliberar bajo la
protección de la décima legión, de la cual nuestro colega, el General Lauriston, es
coronel".

La casa del Sr. Daru tenía una entrada trasera por una pequeña puerta que se encontraba
al fondo del jardín. La mayoría de los Diputados salieron por ese camino. El Sr. Daru estaba
a punto de seguirlos. Sólo él, el Sr. Odilon Barrot y dos o tres más permanecieron en la sala
cuando se abrió la puerta. Entró un capitán y dijo al Sr. Daru:

- "Señor, usted es mi prisionero".

- "¿Dónde lo sigo?", preguntó el Sr. Daru.

- "Tengo órdenes de cuidarlo en su propia casa".

En realidad, la casa estaba ocupada militarmente, y por esta razón se impidió al Sr. Daru
participar en la sesión celebrada en la alcaldía del décimo distrito. El oficial dejó salir al Sr.
Odilon Barrot.
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CAPÍTULO XI. EL TRIBUNAL SUPERIOR DE JUSTICIA


Mientras todo esto ocurría en la orilla izquierda del río, hacia el mediodía se vio a un hombre
paseando arriba y abajo por la gran Sala de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia. Este
hombre, cuidadosamente abotonado y vestido con un abrigo, parecía ser atendido a la
distancia por varios posibles partidarios, ya que algunas empresas policiales emplean
asistentes cuyo aspecto dudoso inquieta a los transeúntes, hasta el punto de que se
preguntan si serán magistrados o ladrones. El hombre del abrigo abotonado vagaba de
puerta en puerta, de vestíbulo en vestíbulo, intercambiando señales de inteligencia con los
mirmidones que lo seguían; luego regresó al gran Salón, deteniendo en el camino a los
abogados, procuradores, ujieres, escribanos y asistentes, y repitiendo a todos en voz baja,
para no ser escuchado por los transeúntes, la misma pregunta. A esta pregunta algunos
respondieron "Sí", otros respondieron "No". Y el hombre se puso otra vez a trabajar,
merodeando por el Palacio de Justicia con el aspecto de un sabueso buscando el rastro.

Era Comisario de la Policía del Arsenal. ¿Qué estaba buscando? El Tribunal Superior de
Justicia. ¿Qué estaba haciendo el Tribunal Superior de Justicia? Estaba escondido. ¿Por
qué? ¿Para sentarse en el juicio? Si y no. El Comisario de Policía del Arsenal había recibido
esa mañana del Jefe Maupas la orden de buscar por todas partes el lugar donde pudiera
estar el Tribunal Superior de Justicia, si acaso consideraba que era su deber reunirse.

Confundiendo al Tribunal Superior con el Consejo de Estado, el Comisario de Policía se


dirigió primero al Muelle de Orsay. Al no haber encontrado nada, ni siquiera el Consejo de
Estado, se fue con las manos vacías, en todo caso dirigió sus pasos hacia el Palacio de
Justicia, pensando que como tenía que buscar justicia, tal vez allí la encontraría. Al no
encontrarlo, se fue. Sin embargo, el Tribunal Superior se reunió. ¿Dónde y cómo? Veremos.

En el periodo cuyos anales ahora relatamos, antes de la actual reconstrucción de los


antiguos edificios de París, cuando se llegaba al Palacio de Justicia por la Corte de Harlay,
una escalera, la opuesta a la real, conducía hasta allí desembocando en un largo corredor
llamado la Galería Mercière. A la mitad de este corredor había dos puertas; una a la
derecha, que conducía a la Corte de Apelación, el otra a la izquierda, que conducía a la
Corte de Casación. Las puertas plegables de la izquierda daban a una antigua galería
llamada San Luis, recientemente restaurada, y que actualmente sirve de Sala de los Pasos
Perdidos para los abogados de la Corte de Casación. Frente a la puerta de entrada había
una estatua de madera de San Luis. Una entrada elaborada en un nicho a la derecha de
esta estatua conducía a un vestíbulo sinuoso que terminaba en una especie de pasillo falso,
que aparentemente estaba cerrado por dos puertas dobles. En la puerta de la derecha
podría leerse "Sala del Primer Presidente"; en la puerta de la izquierda, "Sala del Consejo".
Entre estas dos puertas, para comodidad de los abogados que iban de la Sala a la Cámara
Civil, que antiguamente era la Gran Cámara del Parlamento, se había formado un pasillo
estrecho y oscuro, en el que, como comentó uno de ellos, "todo crimen podría cometerse
con impunidad".

Dejando a un lado la Sala del Primer Presidente y abriendo la puerta que tenía la inscripción
"Sala del Consejo", se cruzaba una gran sala, amueblada con una enorme mesa de
herradura, rodeada de sillas verdes. Al fondo de esta sala, que en 1793 había servido como
sala de deliberaciones de los jurados del Tribunal Revolucionario, había una puerta
colocada en el revestimiento, que conducía a un pequeño vestíbulo donde había dos
puertas, a la derecha la puerta de la habitación que pertenecía al Presidente de la Cámara
Penal, a la izquierda la puerta del Salón de Refrigerios.

"¡Condenado a muerte! ¡Ahora vamos a cenar!" Estas dos ideas, Muerte y Cena, han
chocado durante siglos. Una tercera puerta cerraba el extremo de este vestíbulo. Esta
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puerta fue, por así decirlo, la última del Palacio de Justicia, la más alejada, la menos
conocida, la más escondida; daba a lo que se llamó Biblioteca de la Corte de Casación, una
gran sala cuadrada iluminada por dos ventanas que daban al gran patio interior de la
Consejería, amueblada con algunas sillas de cuero, una gran mesa cubierta con un mantel
verde y libros de derecho revistiendo las paredes desde el suelo hasta el techo. Esta sala,
como se ve, es la más apartada y la mejor escondida de todas las que hay en Palacio. Fue
aquí, en esta sala, donde llegaron sucesivamente, el 2 de diciembre, a las once de la
mañana, numerosos hombres vestidos de negro, sin túnica, sin distintivos de cargo,
asustados, desconcertados, meneando la cabeza y susurrando juntos. Estos hombres
temblorosos eran el Tribunal Superior de Justicia.

El Tribunal Superior de Justicia, según los términos de la Constitución, estaba integrado por
siete magistrados; un Presidente, cuatro Jueces y dos Asistentes, elegidos por la Corte de
Casación entre sus propios miembros y renovados cada año. En diciembre de 1851, estos
siete jueces se llamaban Hardouin, Pataille, Moreau, Delapalme, Cauchy, Grandet y
Quesnault, siendo los dos últimos asistentes. Estos hombres, casi desconocidos, tenían aun
así algunos antecedentes. El Sr. Cauchy, algunos años antes ser Presidente de la Cámara
de la Corte Real de París, hombre amable y fácilmente asustadizo, era hermano del
matemático, miembro del Instituto, a quien debemos el cálculo de las ondas sonoras, y del
ex-Archivador de la Cámara de Pares. El Sr. Delapalme había sido Abogado General y
había desempeñado un papel destacado en los procesos de prensa durante la
Restauración; el Sr. Pataille había sido Diputado del Centro bajo la Monarquía de Julio; el
Sr. Moreau (de la Seine) era digno de mención, ya que había sido apodado "de la Seine"
para distinguirlo del Sr. Moreau (de la Meurthe), que por su parte era digno de mención, ya
que había sido apodado "de la Meurthe" para distinguirlo del Sr. Moreau (de la Seine). El
primer Asistente, el Sr. Grandet, había sido Presidente de la Cámara en París. He leído este
panegírico suyo:

- "Se sabe que no posee individualidad ni opinión propia alguna".

El segundo Asistente, el Sr. Quesnault, un Liberal, un Diputado, un Funcionario Público,


Abogado General, un Conservador, instruido, obediente, había llegado, haciendo de cada
uno de estos atributos un escalón, a la Sala de lo Penal de la Corte de Casación, donde se
le conoció como uno de los miembros más severos. En 1848 había conmocionado su
concepto del Derecho; había renunciado después del 24 de febrero; no renunció después
del 2 de diciembre. El Sr. Hardouin, que presidía el Tribunal Superior, era un expresidente
de la Sala de lo Penal, un hombre religioso, un jansenista rígido, considerado entre sus
colegas como un "magistrado escrupuloso", que vivía en Port Royal, un lector diligente de
Nicolle, perteneciente a la raza de los antiguos parlamentarios del Marais, que iban al
Palacio de Justicia montados en una mula; la mula ya había pasado de moda, y quienquiera
que visitara al Presidente Hardouin no habría encontrado más obstinación en su establo que
en su conciencia.

La mañana del 2 de diciembre, a las nueve, dos hombres subieron las escaleras de la casa
del Sr. Hardouin, No. 10 de la calle de Condé, y se encontraron ante su puerta. Uno era el
Sr. Pataille; el otro, uno de los miembros más destacados de la barra de la Corte de
Casación, era el exconstituyente Martin (de Estrasburgo). El Sr. Pataille acababa de
ponerse a disposición del Sr. Hardouin. El primer pensamiento de Martin, mientras leía los
carteles del golpe de Estado, fue el Tribunal Superior. El Sr. Hardouin hizo pasar al Sr.
Pataille a una habitación contigua a su estudio y recibió a Martín (de Estrasburgo) como a
un hombre con quien no deseaba hablar ante testigos. Al ser solicitado formalmente por
Martin (de Estrasburgo) para convocar al Tribunal Superior, suplicó que lo dejaran en paz,
declaró que el Tribunal Superior "cumpliría con su deber", pero que primero debía "consultar
con sus colegas", concluyendo con esta expresión:
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- "Se hará hoy o mañana".

- "¡Hoy o mañana!" exclamó Martín (de Estrasburgo); "Señor Presidente, la seguridad


de la República, la seguridad del país, tal vez, dependa de lo que el Tribunal
Superior haga o no. Su responsabilidad es grande; téngalo en cuenta. El Tribunal
Superior de Justicia no hace su deber hoy o mañana; lo hace de inmediato, en el
momento, sin perder un minuto, sin vacilar un instante”.

Martin (de Estrasburgo) tenía razón: la justicia siempre pertenece al hoy. Martin (de
Estrasburgo) añadió:

- "Si necesita un hombre para un trabajo activo, estoy a su disposición".

El Sr. Hardouin rechazó la oferta; declaró que no perdería ni un momento y rogó a Martín
(de Estrasburgo) que le dejara "conversar" con su colega, el Sr. Pataille. De hecho, convocó
al Tribunal Superior para las once y se acordó que la reunión tendría lugar en el salón de la
Biblioteca. Los jueces fueron puntuales. A las once y cuarto estaban todos reunidos. El Sr.
Pataille llegó el último. Se sentaron al final de la gran mesa verde.

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