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Boom - La Ciudad y Los Perros de M V Llosa

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La ciudad y los perros como novela del “Boom”

Podríamos decir, en primer lugar, que el “boom” fue una notable conjunción de grandes novelas a
mediados de los sesenta, y una revaloración de otras, no menos importantes, que habían sido soslayadas o
leídas en distintos contextos. Fue como un imán que concentró la atención sobre nuevos autores y sobre
sus inmediatos maestros, con lo que se dio una redefinición de la literatura hispanoamericana, sobre todo
de la novela. Este cambio no solo consistió en el redescubrimiento de esos escritores, como Miguel Ángel
Asturias, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Pedro Páramo o el mismísimo Borges, o la aparición de otros nuevos,
sino, y sobre todo, al surgimiento de una nueva y más amplia capa de lectores, de un auge editorial dentro
y fuera del continente, y de una especie de expectativa histórica despertada por la reciente Revolución
cubana.
Para el mismo Vargas Llosa, el “boom” fue un movimiento no solo cultural y literario, sino también
político. Fue una especie de movimiento de escritores que coincidían en algunas preocupaciones
temáticas, y en técnicas narrativas, escritores que antes del movimiento no se conocían entre sí, ya que no
existía comunicación literaria entre los escritores de América Latina. Gracias al “boom” no solo España y
Europa descubrieron la literatura hispanoamericana, sino que los propios latinoamericanos descubrieron a
los escritores de los países vecinos, que hasta esa fecha habían vivido totalmente marginados. Entre los
escritores del “boom”, que se fueron conociendo en París y en Barcelona, surgió, en principio, una amistad,
que luego se perdió, en algunos casos, por el mayor o menor apoyo que unos y otros fueron dando a la
forma en la que el régimen de Castro desarrollaba la Revolución en la isla caribeña.
Uno de los logros del “boom” fue cambiar el estereotipo que se tenía en Europa de que América
Latina solo producía dictadores y guerrilleros, y de que era un mundo bárbaro que vivía de espaldas a la
cultura. De pronto se descubrió que había una literatura novedosa, nada provinciana. Ya no era una
literatura regionalista ni costumbrista, sino que existía una honda preocupación por la condición humana.
Los escritores del “boom” venían de las dictaduras, y todos tenían ideales políticos. Por otro lado, en
Barcelona, y con el franquismo, pensaban que la democracia era inevitable, y que la cultura y la literatura
iban a tener un protagonismo esencial de cara a su implantación. Se veían, a sí mismos, con una misión
histórica.
No se trató, pues, de un movimiento generacional, ni siquiera de una estética (aunque en un
momento dado se relacionó con el “realismo mágico”), así como tampoco de un movimiento comercial, a
pesar del nombre. Se produjo una explosiva riqueza creadora apoyada en España, México, Argentina y
otros países por grandes editoriales, y respaldada por una gran cantidad de lectores. Salvando las
distancias, parecía que la historia se repetía en lo sucedido con la lírica cuando, a finales del siglo XIX y
principios del XX se llegó a sacar del letargo a la poesía hispana, con el Modernismo, y, sobre todo, con
Rubén Darío, aunque ahora se aceptaba lo que venía de allá con los brazos totalmente abiertos, no a
regañadientes como se había aceptado aquello por los españoles por provenir de las excolonias del otro
lado del Atlántico, y por su carácter afrancesado. Esto era diferente, y de ahí vino, también, esa diferencia
en la manera de aceptarlo.
El aspecto más duradero y singular del “boom” es que, aun a pesar de que sus componentes
parecían destinados a esfumarse con él, han sobrevivido literariamente, y de manera espectacular, gracias
a su capacidad para renovarse y proponerse ambiciosos retos. Tras ellos, han surgido nuevos novelistas,
pero ninguno de ellos ha conseguido desplazar del todo a aquellos. El “boom” ya no existe como tal, pero
los autores que formaron parte de él ocupan aún, con obras muy sólidas, el primer plano de la escena
literaria. Sus tres figuras con más peso son García Márquez, Carlos Fuentes y Vargas Llosa. Precisamente es
la novela La ciudad y los perros la que inaugura este movimiento.
La aparición de la novela marcó un paso importante en la superación de la temática indigenista y de
la búsqueda de raíces y valores prehispánicos, avanzando hacia un terreno cotidiano, hacia la realidad
presente del ciudadano, y hacia las nuevas formas de crear novelas basadas en la experimentación con la
técnica narrativa.
Esta novela ganó, en España, el premio Biblioteca Breve, y, una vez que se publicó en 1963, recibió,
un año después, el Premio de la Crítica. Hasta entonces, su autor era casi desconocido en Perú, y no
digamos en el exterior, pero, a pesar de ello, la obra tuvo un rápido reconocimiento internacional, y fue
traducida a más de una docena de idiomas en los meses siguientes. Su publicación corrió a cargo de la
editorial Seix Barral, y logró pasar la censura franquista con muy pocos cortes.
Según palabras de su autor, que comenzó la novela en el 58 en Madrid y la acabó en el 61 en París,
lo escrito fue posible gracias a que él mismo había pasado dos años en el Colegio Leoncio Prado, con lo que
en los personajes de la novela, en Alberto, en el Jaguar, en el serrano Cava, o en el Esclavo, había algo de él
mismo (Vargas Llosa se caracteriza por llevar a sus novelas experiencias vividas). Pero también a los
múltiples libros de aventura que Vargas Llosa leyó en su adoslescencia, o de lo que había extraído de la
literatura comprometida de Sartre, o de la de Malraux, o de la de Flaubert, o de los escritores
norteamericanos de la generación perdida, sobre todo de la de Faulkner. Entre sus personajes los hay,
además de, cómo ya queda dicho, los confeccionados con de retales de sí mismo, otros que son versiones
muy libres de personajes reales, y otros que son pura invención.
Faulkner fue, efectivamente, uno de sus maestros, como modelo de la literatura como vocación de
la utilización de la realidad, como pozo sin fondo para encontrar contenidos y temas, como modelo de la
importancia de una estructura narrativa rigurosa y de un narrador impasible ante los hechos narrados, por
la coincidencia tanto en los temas como en los ambientes en los que sitúa sus relatos, y por la coincidencia
en los rasgos formales (múltiples perspectivas, saltos en el tiempo, uso de varios narradores en lugar del
omnisciente, retención de información, uso de historias paralelas…). Ya ha quedado dicho que, como
novelista del “boom”, la obra narrativa de Mario Vargas Llosa se caracteriza por la importancia de la
experimentación técnica, aspecto por el que ha sido considerado como un maestro de la composición
novelística.
Ese ha dicho que la novela impactó de inmediato a sus lectores iniciales, y que sus sucesivas
impresiones y nuevas ediciones a lo largo de cincuenta años no han hecho otra cosa que convertir en un
clásico un libro deslumbrante. La novela abrió un camino de perfección tanto en la obra de Vargas Llosa
como de las letras hispanoamericanas, que se vieron enriquecidas, a partir de ese momento, de un modo
inédito. Lo sorprendente es que debajo de su rara belleza verbal, de su estructura tan inteligente, la novela
no ha envejecido, sigue teniendo, para los nuevos lectores, la misma aceptación que tuvo en un principio,
siendo su lectura la manera más eficaz de iniciarse en la literatura del autor, e, incluso, en la del “boom”. Es
como si de, cada nueva lectura de La ciudad y los perros surgiera un nuevo “boom”.
El mismo año en que esta obra salió al mercado vieron la luz el Rayuela de Cortázar, y El siglo de las
luces de Carpentier, Posteriormente se fueron publicando Sobre héroes y tumbas de Sábato, La muerte de
Artemio Cruz de Carlos Fuentes, Cien años de soledad de García Márquez y Tres tristes tigres de Cabrera
Infante, otras novelas del “boom”

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