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El Discipulo Juan Carlos Ortiz

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Full text of "El Discipulo Juan Carlos Ortiz"

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Juan Carl os Ortiz

Cómo gozar de una comunión nueva con Jesucristo

El discípulo
Juan Carlos Ortiz

Publicado por
Editorial Peniel
Boedo 25

Buenos Aires C1206AAA - Argentina


Tel. (54-11) 4981-6178/6034
e-mail: info@peniel.com

www. editorialpeniel. com

Copyright © 2007 Editorial Peniel

Diseño de cubierta e interior: Arte Peniel / arte@peniel.com

Originally published in english under the tille: The Disciple


by Relevant Media Group, Lake Mary, Florida, USA
Copyright © 1996 by Charisma House
All rights reserved

Available in other languages from Strang Communications, 600 Rinehart Road,


Lake Mary, FL 32746 USA, Fax Number 407-333-7147 / www.charismahouse.com

Todas las citas de las Sagradas Escrituras fueron extraídas de la Nueva Versión
Internacional (NVI).

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida en


ninguna forma sin el permiso escrito de Editorial Peniel.

Impreso en Colombia
Piinted in Colombia

Juan Carlos Orti ^


Ortiz, Juan Carlos

El discípulo - la ed. - Buenos Aires : Peniel, 2007.

Traducido por: Evangelina Daldi

ISBN 10: 987-557-143-1 ISBN 13: 978-987-557-143-3

1. Vida Cristiana. I. Daldi, Evangelina, trad. II. Título CDD 248

240 p. ; 17x11 cm.

Buenos Aires - Miami - San José - Santiago


www. editorialpeniel. com

Contenido

Prefacio 7

PRIMERA PARTE: El vino nuevo 9

1» El “Evangelio según los Evangélicos’’ 11

2* El Evangelio del reino 21

3» Siervos de Dios 31

4* La Vida en el reino 39

5» El Oxígeno del reino 49

6» Primer grado de Amor: Amar al prójimo 57

7* Segundo grado de Amor: El Amor entre Creyentes ....63

8» El grado más alto de Amor: Amor como el puré de papas 73

9* El Idioma del reino de Dios 79

10» El Romance con Dios 93

11» Con los ojos abiertos 97

SEGUNDA PARTE: Los odres nuevos 107

1* La perpetua niñez 109


2« ¿Niños por siempre? 111

3* ¿Qué es la comida sólida? 133

4» El crecimiento espiritual de los creyentes 143

5* ¿Miembros o Discípulos? 157

6» Formación de discípulos 169

7* Las Santas Tradiciones 181

8* Cambio de Tradiciones 189

9* Después del domingo por la mañana 197

10* Características de La Célula 211

11* La promesa del Padre: Un corazón Nuevo 221

12* La promesa del Padre: un Nuevo Poder 229

Prefacio

Juan Carlos Ortiz, ¡qué personalidad y qué escritor! Las páginas


subsiguientes le darán a conocer a uno de los más preciosos y
humildes siervos de Dios en la América Latina contemporá-
nea. Juan Carlos Ortiz es auténtico. No se vale de circunlo-
quios. Escribe tal como habla y habla tal como escribe. Y lo
que escribe no es esa pesada e incomprensible teoría basada en
algunas pocas cosas que haya podido entresacar de algún libro
polvoriento de una biblioteca bonaerense. Todo lo contrario.
Su mensaje de estímulo a la Iglesia es el tema central en la
amplia gama de experiencias de un pastor consagrado por
entero a su ministerio en la ciudad de Buenos Aires.

Las ilustraciones que usa Juan Carlos lo harán pensar. Y


otras veces, lo harán lagrimear. Y si usted es como yo, algunas
experiencias que comparte lo harán descostillarse de risa. En
estas páginas, hay un poco de todo y, por lo tanto, me permi-
to hacerle una advertencia razonable: una vez que se adentre
en la lectura de este libro, le garantizo que se sentirá cautiva-
do. Puede darse el caso de que usted no acepte toda la teolo-
gía de Juan Carlos o sus varias interpretaciones, pero no per-
mita que ello sea motivo para dejar de lado este libro. Siga
leyendo porque cualquier desacuerdo que pueda tener pronto
carecerá de importancia, mientras el autor comparte con liber-
tad y sinceridad aquello que Dios está realizando en América
Latina a través de sus hijos.

El tema preponderante del libro es el amor: amor fraternal,


amor al prójimo, el amor “Puré de Papas” y otros grados de
amor. Nos muestra que, para el seguidor de Jesús, este amor
debe producir una comprensión radical, clara, de lo que es el
discipulado cristiano. Para Juan Carlos, la preparación y el

equipamiento de hombres y mujeres para el servicio cristiano


es la razón de ser de la Iglesia. Y este libro, definitivamente,
trata sobre la Iglesia.

Juan Carlos, además de un hermano, es un amigo muy


querido, y me siento sumamente complacido de que su men-
saje claro y preciso no esté limitado a unos pocos privilegiados
latinoamericanos, porque en él tenemos verdaderamente a un
hombre de Dios con un mensaje que la Iglesia, en todo el
mundo, necesita conocer hoy.

Es probable que cuando usted llegue a la última página


sienta un enorme deseo de darle un cálido abrazo y decirle con
toda sinceridad: “¡Muchas gracias, Juan Carlos!”.

Dr. W. Stanley Mooneyham

Presidente de Visión Mundial Internacional

PRIMERA PARTE

El vino nuevo

¿Qué es un discípulo? Es un aprendiz, uno que


sigue e imita a Jesucristo, uno que une su
destino al de su Maestro, uno que se
compromete, “se casa” con Él, se niega a sí
mismo para seguirle. Un discípulo de Jesús se
embarca en el proceso de llegar a ser como Él y
hace de los intereses de su Señor los suyos
propios. Si pensamos en Jesús solamente como
uno que nos hace el favor de llevarnos al cielo
al morir, tendremos un cristianismo flojo y
débil. Llamarnos cristianos y asistir a una
iglesia no significa que somos discípulos de
Jesús. Si comprendemos quién es Él, nuestro
amor y agradecimiento nos hará postrarnos a
sus pies y entregarnos sin restricciones. Él nos
libró de la esclavitud del pecado y de Satanás, y
nos trasladó a su reino. El es nuestro Rey y
Señor, y nos comprometemos con Él para toda
la vida. Le serviremos como un esclavo a su
amo, aunque nos llama amigos. Le servimos
porque lo amamos. Nos libertó de la esclavitud
del pecado y de Satanás, y ahora es nuestro
Maestro y Dueño. Seguir a Cristo significa
amarlo, adorarlo, obedecerlo, estar
continuamente conectado con Él, alabarlo y
procurar que todos nuestros conocidos se
hagan discípulos de Él. Discípulo es uno que
ha creído en el evangelio del reino de Dios.

según
Evangélicos”

El “Evangelio
los

“¿Por qué me llaman ustedes


‘Señor, Señor’, y no hacen lo
que les digo?”

(Lucas 6:46)

E n nuestro idioma castellano, sucede algo interesante con


la palabra “Señor”. Usamos esta palabra para dirigirnos
tanto a un ser humano como a Jesús. Decimos: Señor
Pérez, Señor Fernández y Señor Jesús. La palabra Señor, Kirios
en el Nuevo Testamento, significa ‘dueño, amo, autoridad
máxima, el preeminente, el que está por encima de los todos
los demás’. No tiene el mismo significado que cuando decimos
Señor Pérez, que es solo un término de respeto. En el Imperio
Romano, se usaba la palabra señor para el Emperador, porque
le asignaban divinidad, y era el Amo. Los esclavos usaban esta
palabra para referirse a sus amos. El amo era un kirios, pero el

11

El discípulo
El "Evangelio según los Evangélicos”

emperador era El Kirios, Él era “El Señor”. Los funcionarios de


estado y los soldados se saludaban diciendo: “¡César es el
Señor!”. Y la respuesta habitual era: “¡Sí, César es el Señor!”.
Kirios significa ‘Amo, Dueño, Primera autoridad’.

Esta falta de distinción entre “Señor Pérez” y “Señor


Jesucristo” ha hecho que perdiéramos el verdadero concepto o
significado de la palabra Señor. En inglés, en cambio, la pala-
bra señor para una persona es M ister, pero para Jesús es Lord.
Sin embargo, también se les da el titulo de Lord y Lady a per-
sonas de la aristocracia inglesa, por lo que ya se ha vulgariza-
do; en inglés también ha perdido su verdadero sentido.

Los creyentes comprendían bien el significado de la pala-


bra Kirios, y Jesucristo era su Kirios o Señor; el César no era
El Señor para ellos. Cuando un soldado les decía: “César es el
Señor”, el creyente le contestaba: “No, Jesucristo es el Señor”.
Por supuesto, esto les creaba dificultades y persecución oficial.
César sabía que los cristianos estaban totalmente comprome-
tidos con otra autoridad y que si tenían que elegir, optaban sin
dudas por Jesús, aunque les costara la vida. Para los creyentes,
Jesucristo era más que su padre, su madre, su esposa, sus
hijos, sus casas, sus tierras, antes que sí mismos y, por supues-
to, antes que el propio César. Su actitud decía: “César, tú pue-
des contar con nosotros, pero cuando lo que nos mandas está
en contra de lo que manda Jesús, obedeceremos a Él y no a ti.
Él nos libró del pecado y de Satanás, y nos trasladó a su reino,
por lo tanto le debemos nuestras vidas. Él es el primero, es El
Señor, es Dios y es nuestra máxima autoridad”. No es de extra-
ñarse entonces que el celoso César hiciera perseguir a los cris-
tianos. No los obligaba a cambiar de religión, sino a ¡negar a
Jesús! César permitía otras religiones en su imperio, pero los
creyentes no tenían una religión, sino una adhesión a la per-
sona de Jesús, quien era su verdadero emperador o Rey. César
tenía celos de Cristo.

El evangelio del reino de Dios nos enseña que Cristo es el


Rey, que en este momento es la autoridad máxima. Jesús es el
eje de nuestra redención sobre el cual gira toda nuestra vida
en el reino. Él es nuestra cabeza, nuestro esposo, la piedra
angular del edificio de la salvación. El evangelio es una buena
noticia basada en la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor
de Dios nuestro Padre y la comunión del Espíritu Santo. El
Padre Dios le dio al Hijo la autoridad máxima, hasta que
ponga a todos sus enemigos bajo sus pies.
Sin embargo, más que nunca, en estos últimos tiempos,
hemos venido bebiendo otro evangelio, más centrado en nos-
otros que en Jesús. Un evangelio que lo presenta como salva-
dor, sanador, prosperador, pero no como Señor. La gente se
acerca entonces a ver qué le puede sacar a Jesús, qué va a reci-
bir de Él, en vez de acercarse para poner toda su vida en sus
manos. De esta manera, Jesús es nuestro siervo y tiene que
darnos y hacer todo lo que le pedimos. Nosotros somos los
señores, y Él es nuestro siervo. Decimos: “Señor dame esto,
dame aquello, bendíceme, sáname, prospérame, dame un
mejor trabajo, haz que me aumenten el sueldo, etc.”. Basta ir
a un culto de oración y escuchar las oraciones con sus largas
listas de pedidos para darse cuenta de que tratamos a Jesús
como si fuera nuestro sirviente. Nuestro evangelio o buenas
noticias que damos a la gente dice: “El Señor te va a dar esto
y aquello”. Anunciamos un evangelio de ofertas. El predicador
dice: “Señores, acepten a Jesús como salvador, sanador”. En
realidad, el llamado no debería ser aceptar a Jesús, sino entre-
garse a Jesús, darle sus vidas. Porque el que pierde su vida en
Cristo es el que la halla y no al revés. No es tanto que nosotros
aceptemos a Jesús, sino que es Él quien nos acepta a nosotros.
No somos nosotros que lo elegimos a Él, sino que Él nos eli-
gió a nosotros. Algunos hasta dan la idea de que si se hacen
cristianos, le están haciendo un favor a Jesús o al pastor.

12

13

El discípulo

A veces para que la gente acepte a Jesús, les prometemos el


oro y el moro. Apelamos a sus intereses y no a los del reino de
Dios. Si presentamos a Jesús solo como salvador, sanador,
solucionador de todos nuestros problemas y el que nos va a
llevar el cielo cuando muramos, entonces no es el evangelio
del reino de Dios, sino de nuestro reino. En nuestras reunio-
nes, se puede notar quién es el centro. La disposición del
mobiliario -bancos, púlpito, parlantes, programa- es para el
hombre. Muchos sermones están preparados no tanto para
decirnos la voluntad de Dios, sino para suplir las necesidades
del ser humano. No es que Dios no quiera suplir nuestras
necesidades, pero Jesús dijo: “Más bien , busquen primeramen-
te el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán aña-
didas" (Mateo 6:33). Es precisamente al revés de como lo
hacemos nosotros. Nosotros ponemos los caballos detrás del
carro. Si nos entregamos totalmente a Cristo para amarlo, ser-
virlo, adorarlo, agradarle y anunciarlo a los perdidos, olvidé-
monos de nuestras necesidades, Él las suplirá por añadidura.

Y con nuestros himnos ocurre lo mismo. Me acuerdo que


cantábamos: “Oh, Cristo mío”. ¡Somos nosotros los que somos
de Él! “Mándanos lluvias copiosas, Dios, manda tu gran
poder”. “Y todos unidos en la fiesta, es Cristo quien va a ser-
vir”. Gracias a Dios que con el movimiento carismático de los
años 60 y 70, se suplantaron muchos himnos centrados en
nosotros, y aparecieron muchas doxologías; en vez de pedir,
comenzamos a darle alabanza y adoración. Sin embargo, toda-
vía no hemos descubierto cabalmente que de Él, y por Él, y
para Él, son todas las cosas” (Romanos 11:36 RVR). Quizás si
estuviéramos más centrados en Dios y sus intereses, las nece-
sidades de esta vida nos serían suplidas sin que las predique-
mos ni las pidamos.

¡Y qué decir de nuestras oraciones! “Señor, bendice mi


hogar, bendice a mi esposo, bendice a mi hijo, mi gatito por

El "Evangelio según los Evangélicos”

amor a Jesús, amén”. Esa oración es por ¡amor a nosotros! A


veces usamos las palabras apropiadas, pero con una actitud
equivocada. Tratamos a Jesús como la lámpara de Aladino de
Las mil y una noches ; pensamos que si lo frotamos recibiremos
lo que queremos. No es de extrañarse que Kart Marx llamara
a la religión el opio de los pueblos. Percibía que nuestro evan-
gelio con frecuencia promete una vía de escape de los dolores
y de las necesidades. Pero Jesucristo no es un opio. Él es el
Señor. Debemos venir a Él y entregarnos de alma y cuerpo a
hacer su voluntad. Es así como nos salvamos de nosotros mis-
mos. Si Él es el Señor, nosotros somos sus siervos. Si Él es el
Señor, cuando nos habla, le obedecemos. Él nos ordenó “hacer
todo lo que él nos ha mandado”.

Si nuestros pastores hubieran sido amenazados por la poli-


cía y por el sumo sacerdote tal como ocurrió con los apóstoles,
que les prohibieron hablar de Jesús so pena de ser encarcelados,
nosotros hubiéramos orado así: “Oh, Padre, ten misericordia de
nosotros. Ayúdanos, Señor. Ten piedad de Pedro y de Juan. No
permitas que los soldados nos hagan algún mal. Por favor danos
una vía de escape. No permitas que suframos. Oh, Señor, mira
lo que nos están haciendo. ¡Detenlos, no dejes que nos hagan
daño!”. Note el centro de gravedad de nuestras oraciones: nos-
otros, Pedro y Juan, que no nos hagan daño, que no suframos. . .
Pero cuando leemos la oración que hicieron los primitivos cris-
tianos cuando fueron amenazados de persecución, en el capítu-
lo cuatro de los Hechos, no oraron así. Fíjese cuántas veces los
apóstoles dijeron tú, en vez de nosotros. Al enterarse de la per-
secución prometida por las autoridades, oraron así:
Y ellos, habiéndolo oído, alzaron unánimes la voz a Dios y

dijeron: Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la

tierra, el mar y todo lo que en ellos hay: que por boca de David

14

15

El “Evangelio según los Evangélicos'

El discípulo

tu siervo dijiste: ¿Por qué se amotinan las gentes, y los pue-


blos piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de la tierra,
y los principes se juntaron en uno contra el Señor, y contra
Cristo. Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad con-
tra tu santo Hijo Jesús a quien ungiste, Herodes y Pondo
Pi lato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuan-
to tu mano y tu consejo habían antes determinado que suce-
diera. Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus
siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras
extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y
prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús. Cuando
hubieron orado, el lugar en el que estaban congregados tem-
bló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo. . .

(Hechos 4:24-31 RVR)

No es cuestión de semántica, sino de actitud. Nuestras ora-


ciones son “cuídanos, ayúdanos, protéjenos”. No es suficiente
cambiar el vocabulario; debemos pedir que Dios tome nuestro
cerebro, que lo lave con detergente, que lo cepille bien fuerte
y que nos lo vuelva a colocar en una manera distinta de su
posición previa. Todo nuestro sistema de valores tiene que ser
cambiado. ¿Quién es el Señor? ¿Quiénes son los siervos? Y
¿quién le da las órdenes a quién? ¿Cuál es el centro de gravi-
tación de nuestras oraciones, nosotros o Dios? ¿Dios existe
para nosotros o nosotros para Dios?

En la Edad Media, la gente creía que la tierra era el centro


del universo y que el sol giraba alrededor de ella. Así nosotros
pensamos que somos el centro y que Dios, Jesucristo y los ánge-
les giran alrededor nuestro para darnos lo que les pedimos.
¡Cuán equivocados estamos! Dios es el centro, nosotros somos
sus siervos. Nuestro centro de gravedad debe cambiar. El es el
sol, y nosotros debemos hacer su voluntad, no Él la nuestra.

Pero no es fácil cambiar esta actitud equivocada. Aun nues-


tra motivación para la evangelización se centra en torno al
hombre. Me acuerdo que en el seminario nos decían:
“¡Piensen en las almas perdidas! Esas pobres almas que caen
en el infierno”. Cada minuto que pasa, otras cinco mil ocho-
cientas veinte y dos personas y media se van al infierno. ¿No
sienten dolor por ellos? Nosotros llorábamos y decíamos:
“¡Pobrecitas las almas que se pierden! ¡Vayamos a salvarlas!”.
¿Se dan cuenta? Nuestra motivación no era tanto el manda-
miento de Jesús de ir por todo el mundo a toda criatura, sino
el amor a las almas perdidas.

Sí, debemos amar a las almas perdidas. Pero siempre la


motivación debe ser hacer la voluntad de Cristo y extender su
reino. No predicamos a las almas solamente porque están per-
didas, sino porque esa es la voluntad de Padre y de Jesús, por-
que así lo pide Dios y Él es el Señor. ¡Obedeciendo a Jesús, las
almas perdidas serán ganadas!

Este evangelio centrado en el hombre podría llamarse el


Quinto Evangelio. Tenemos los Evangelios según San Mateo,
San Marcos, San Lucas, San Juan y el Evangelio según los
Evangélicos. Este evangelio se basa en versículos entresacados
de aquí y de allá de los cuatro Evangelios. Hacemos nuestros
todos los versículos que nos gustan, los que nos ofrecen o pro-
meten algo, como Juan 3:16, Juan 5:24 y otros, y con esos ver-
sículos formamos un sistema de teología ignorando los textos
que nos confrontan con las demandas de Jesucristo.

¿Quién nos autorizó para presentar solamente un lado de


los dichos de Jesús? ¿Quién nos autorizó a ofrecerlo como sal-
vador personal en vez de presentarlo como el Señor?
Supóngase que en una boda, al llegar el momento de pronun-
ciar los votos, el novio dice ante el altar: “Acepto a esta mujer
como mi cocinera personal”. No me cabe la menor duda de

16

17

El discípulo

El "Evangelio según los Evangélicos”


que la mujer diría: “¡Un momento! Pienso cocinar, sí, pero no
voy a ser su mucama, sino su esposa. Él tiene que darme su
amor, su corazón, su casa, su talento, todo”.

Lo mismo es verdad respecto de Jesús. Sí, Él salva y sana,


pero no podemos separar a Jesús en secciones y tomar solo las
que nos gustan más. No podemos aceptarlo como salvador
personal, sin aceptarlo como Señor. Somos como los niños
cuando se les da una rebanada de pan con dulce; se comen el
dulce y vuelven con el pan para más dulce. Volvemos a poner
más dulce, se lo comen otra vez y nos devuelven el pan... Jesús
dijo a las multitudes: “Ustedes me siguen por el dulce, o sea
los milagros y las sanidades, pero Yo soy el pan de vida, el que
no me come a mi, no tiene vida”. Este Pan de Vida viene con
mucho dulce, pero la vida está en el pan, no en el dulce. Es
necesario que comamos el pan, si Él nos da dulce, bien, si no
nos da dulce también está bien, pues tenemos el pan, lo tene-
mos a Él.

¿Qué le parece que sucedería si en el Congreso de Teólogos


de nuestra denominación llegaran a la conclusión de que no
hay ni cielo ni infierno? ¿Cuántas personas seguirían asistien-
do a la iglesia después de un anuncio de esa naturaleza? La
mayoría diría: “Si no hay cielo ni infierno, ¿para qué ir a la
iglesia?”. Pero ¿quiénes son los que vienen por Él y no por lo
que Él da? Esas personas van a la iglesia por el dulce, para ser
sanados, para escapar del infierno, para ir al cielo cuando se
mueran, pero no para ponerse a las órdenes del Rey Jesús.

El Día de Pentecostés, después que Pedro concluyó su ser-


món, dijo con toda claridad: “Por tanto, sépalo bien todo Israel
que a este Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho
Señor y Mesías” (Hechos 2:36). Cuando los oyentes compren-
dieron que Jesús era en realidad el Señor, “se sintieron profun-
damente conmovidos” (v. 37) y preguntaron: “Hermanos, ¿qué

debemos hacer?”. La respuesta fue: “Arrepiéntanse y bautícense


cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus
pecados, y recibirán el don del Espíritu Santo” (v. 38). En
Romanos 10:9, encontramos resumido el evangelio de Pablo:
“Que si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu
corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo”. Él es
salvador, pero el nombre que es sobre todo nombre es Señor.

Un ejemplo de lo que es el Quinto Evangelio lo vemos en


el mismo pasaje: Lucas 12:32 dice: “No tengan miedo, mi reba-
ño pequeño, porque es la buena voluntad del Padre darles el
reino”. Este es un versículo muy conocido. Muchísimas veces
prediqué sobre ese texto, y está subrayado en casi todas las
Biblias. Pero ¿qué dice el versículo que sigue, el 33? “Vendan
sus bienes y den a los pobres”. Este no está subrayado en ningu-
na Biblia, y jamás escuché un sermón basado en este texto.
Este no está en el Evangelio según los Evangélicos. El versícu-
lo 32 forma parte de nuestro Quinto Evangelio, pero el 33,
aunque es también un mandamiento muy claro y específico de
Jesús, lo ignoramos por completo.

Jesús nos mandó no matar.

Jesús nos mandó amar a nuestro prójimo.

Jesús nos mandó compartir nuestras posesiones con los


necesitados.

Aunque en el mundo moderno, con la seguridad social, la


jubilación, los seguros médicos, etc., las cosas son diferentes,
sin embargo, todavía hay muchos pobres a nuestro alrededor,
y debemos compartir lo que somos y tenemos. ¿Quién es el
que decide cuáles mandamientos son obligatorios y cuáles son
optativos? El Quinto Evangelio ha hecho algo extraño: ¡Nos
ha dado algunos mandamientos obligatorios como “no fumar”
y otros optativos, como “amen a sus enemigos”! Pero ese no
es el evangelio del reino.

18

19

del

El Evangelio
reino

“Vengan a mí todos ustedes que


están cansados y agobiados, y yo les
daré descanso. Carguen mi yugo y
aprendan de mí...”

(Mateo 11:28-29)

A todos nos encanta escuchar el primero de los dos ver-


sículos, el 28. Pero las palabras de Jesús “carguen con
mí yugo” no nos resultan tan agradables. La salvación
es más que ser librados de cargas y desafíos. En realidad la per-
sona es librada de su yugo, pero para reemplazarlo con otro: el
de Jesús. Él nos libra de nuestras antiguas cargas a fin de usar-
nos para su reino. Nos liberta de nuestros propios desafíos
para que podamos enfrentar sus desafíos. Cuando la persona
se convierte al Señor, deja de vivir para sí y comienza a vivir
para Él.

21

El discípulo

El Evangelio del reino

El Quinto Evangelio está compuesto de todos los versícu-


los que hemos subrayado en nuestras Biblias porque nos gus-
tan. Pero si usted quiere saber qué parte del evangelio le falta,
lea los versículos que nunca subrayó. El subrayar la Biblia crea
versículos de primera y de segunda categoría. Todo es de pri-
mera importancia.

En el Antiguo Testamento, a Jesús siempre se lo profetizaba


como el Señor venidero y el Rey. Él es mayor que Moisés, David
o los ángeles. Hasta el mismo David lo llama “mi Señor” (Salmo
110:1). ¿De qué manera Jesús se presentó ante Zaqueo? Si en
lugar de haber sido Jesús hubiera sido uno de nosotros los que
le testificamos, nos hubiéramos aproximado así:

-¿Es usted el señor Zaqueo? Encantado de conocerlo.

-Oh, este... mucho gusto, encantado...

-Señor Zaqueo, quisiera conversar un momento con usted.


Por favor, ¿podría consultar su agenda? Sé que es una persona
muy ocupada, pero tal vez podría concederme algunos minu-
tos. ¿Cuándo le parece que podría ser?

Esta clase de enfoque le permitiría hacer a Zaqueo la elec-


ción. Es muy posible que respondiera:

-Bueno, veamos, ¿se trata de algo importante?

-A decir verdad, pienso que es sumamente importante,


aunque tal vez usted no esté de acuerdo conmigo.

-Bien, veamos. Mmm. . . esta semana la tengo toda ocupada.


Tal vez algún día de la próxima semana.

Jesús nunca actuó asi. Miró arriba, donde se encontraba


encaramado Zaqueo, y le dio una orden: “Zaqueo, baja ensegui-
da. Tengo que quedarme hoy en tu casa” (Lucas 19:5). Jesús es
el Señor, Él da la orden, y nosotros obedecemos. La salvación
no es cuestión de elegir obedecer: “Arrepiéntanse y crean ¡as

buenas nuevas" (Marcos 1:15). Zaqueo tenía que decidir qué


hacer con la orden. Obedecerla o no. Jesús dijo: “El que no está
de mi parte, está contra mí” (Mateo 12:30). Obedecer es reco-
nocer que Jesús es la autoridad, el Señor. Si Zaqueo no obede-
cía, entonces estaba en contra, por eso obedeció, bajó del árbol
y llevó a Jesús y a sus discípulos a su casa. Al llegar, dijo:

-Querida, por favor, prepara algo de comer para esta gente.

Es posible que su esposa le dijera:

-Pero, queridito, ¿cómo no me avisaste que traerías invita-


dos a comer?

-Querida, yo no los invité. . . ¡Se invitaron solos! 1

1 '"i

Jesús no necesita ninguna invitación. Él nos tiene escritos


en su libro desde antes de la constitución del mundo. Él es
Señor no solamente de todas las personas, sino también de sus
familias y de sus casas.

Luego de haber pasado un rato cenando, Jesús dijo: “Hoy


ha llegado la salvación a esta casa” (Lucas 19:9). ¿En qué
momento fue salvo Zaqueo? Nadie le explicó el plan de la sal-
vación. Fue salvo cuando obedeció al Señor. En el mismo
momento en que decidió bajar del árbol, se puso bajo el seño-
río de Jesucristo. Salvación es estar bajo Jesús. Salvación es
cuando concluimos que Jesús es nuestro Señor.

Exactamente igual ocurrió con el joven rico que preguntó:


“Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eter-
na?” (Lucas 18:18). Este joven había guardado la ley desde su
niñez. Jesús le respondió: “Todavía te falta una cosa: vende todo
lo que tienes (...) Luego ven y sígueme” (v. 22). El joven se reti-
ró triste, sin salvación. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros? Sin
duda hubiéramos corrido hasta darle alcance y le hubiéramos
dicho: “No lo tome tan a pecho, venga igual. Haremos un
arreglo especial con usted”. De actuar así, el joven hubiera

22
23

El discípulo

El Evangelio del reino

seguido a Jesús, pero en sus propios términos y no en los del


Señor. Aunque Él lo amó, lo dejó ir. Si Jesús hubiera reducido
sus requerimientos, el joven realmente nunca se hubiera sal-
vado de sí mismo.

En otra ocasión, Jesús le mandó a otro hombre que lo


siguiera, y este dijo: “Señor, primero déjame ir a enterrar a mi
padre” (Lucas 9:59). Nosotros, con nuestro evangelio aguado,
le hubiéramos dicho: “Por supuesto, lógicamente, discúlpeme
por hacerle el llamado precisamente ahora. ¡Cuánto lo siento!
Tómese el tiempo que necesita para el entierro”. Pero ¡no!
Jesús le dijo que dejara que otros se ocuparan del entierro.
Jesús no es rudo, sino que desde el comienzo quería dejar bien
claro este principio: Él es mucho más importante que padre,
madre o cualquier otra cosa. El hombre había convenido en
seguirlo con un pero: “Déjame que primero vaya...”. ¿Es que
hay alguien que esté primero que Jesús? Este es otro ejemplo
de alguien que quería seguir al Señor según sus propios térmi-
nos. Jesús es Dios. Necesitaba hacerle ver que tenía que ser de
acuerdo con sus términos, ¡Él es Dios! ¡Qué lección! Quizás
una vez que este principio estuviera bien establecido en su
mente y corazón, Jesús le permitiría ir a enterrar a su padre, y
quizás Él mismo iría al velorio. Podía haberle dejado que fuera
a dar sepultura a su padre, pero al principio de su llamamien-
to, este prospectivo discípulo debía aprender la lección más
importante de todas: Jesús y su reino, primero. Pienso que si
el discípulo hubiera dicho: “Jesús, gracias por invitarme a
seguirte, ¡qué honor, qué suerte, qué privilegio! Ante tan emi-
nente experiencia, aunque mi padre acaba de morir, no iré al
entierro, ¡porque ahora, tú estás primero que todo en mi
vida!”, si hubiera actuado así, quizá Jesús le hubiera dicho, ve
al entierro, yo mismo iré contigo...

Otro hombre le dijo: “Te seguiré, Señor; pero primero déjame


despedirme de mi familia” (Lucas 9:61). El Señor podía haberle

contestado: “Por supuesto, ve y cena con tus familiares y dales


las gracias de mi parte por dejar que vengas conmigo”. Pero
Jesús nunca permitió que algo oscureciera el más importante
principio del discipulado. Dios está siempre primero.

La seguridad de nuestra salvación no está basada en estar de


acuerdo con ciertas doctrinas o fórmulas teológicas. Si fuera
así, con tantos puntos de vista e interpretaciones diferentes, no
habría seguridad de salvación. Sabemos que somos salvos
cuando Dios está primero en nuestra vida. Cuando Él nos dice:
“Sígueme”, no nos dice a dónde o cuánto nos pagará.
Simplemente nos llama. Cuando se trata de Dios, Él sabe nues-
tras necesidades. A Dios nunca se le pregunta mucho ni se le
pone peros. Cuando Él dice sígueme, sabe lo que debe hacer.

Dios quiere que todos los “elegidos ... según la previsión de


Dios el Padre” (1 Pedro 1:2) sean salvos. Por eso, nos manda
arrepentimos. Si le desobedecemos, es evidencia de que no
somos elegidos. Si se tratara solamente de una invitación, no
habría un castigo por no obedecerla. Suponga esta conversa-
ción entre usted y yo:

-Juan Carlos, ¿le gustaría un pedazo de este pastel?

-Oh, no muchas gracias -le contesto.

Usted, ante mi rechazo a su ofrecimiento, me golpea.

-¿Por qué me está golpeando? -le digo.

-Porque no quiere aceptar mi pastel.

-Pero, usted me preguntó si yo quería un trozo de pastel.


¿Se puede saber por qué me golpea? Usted no me mandó a
comer el pastel, solo me invitó.

El arrepentimiento no es una invitación, es un manda-


miento. De otro modo, Jesús no castigaría a los que lo recha-
zan. “Dios ... manda a todos, en todas partes, que se arrepientan”

24

25

El discípulo

El Evangelio del reino

(Hechos 17:30). Si Jesús hubiera permitido que el joven rico


lo siguiera sin vender sus posesiones, hubiera sido un discípu-
lo malparido. Toda vez que Jesús le ordenara que hiciera algo,
se preguntaría: “¿Lo hago o no?”. Esa es la case de personas
que tenemos en nuestras iglesias, porque les hemos estado
predicando el Quinto Evangelio.

Hemos sido librados de una raza de desobedientes para for-


mar un reino de discípulos obedientes (ver Efesios 2:1-7).
Salvación es salvarnos de nosotros mismos. Cuando mandába-
mos en nuestra vida, esta terminaba en desastre. Salvación es
someterse a Cristo, estar en Cristo, y Cristo en nosotros, estar
escondidos con Cristo en Dios, estar perdidos en Él. Es posi-
ble que usted no alcance a comprender qué es la expiación,
pero sí puede comprender lo que significa someterse al Señor.
Jesús nos compró con su sangre. Dios nos creó para El.
Nosotros obedecimos a Satanás y caímos bajo su dominio. El
rescate que el diablo pidió fue que el Hijo de Dios se haga
hombre, venga a esta tierra gobernada por él y derrame su san-
gre preciosa. El Padre y Jesús pagaron el rescate al que nos
tenía cautivos. Ahora volvemos a ser de Él, tal como era en el
Jardín del Edén antes que comiéramos el fruto prohibido. Dios
“nos libró del dominio de la oscuridad y nos trasladó al reino de
su amado Hijo, en quien tenemos redención, el perdón de pecados”
(Colosenses 1:13-14). Al convertirnos en ciudadanos, somos
otra vez de Él y estamos cubiertos con su protección.
Perdernos en Él es salvarnos.

¿Qué significa: “Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tie-


rra como en el cielo” (Mateo 6:10)? Quiere decir que debemos
abdicar al trono de nuestra vida, en el cual hemos estado sen-
tados desde nuestro nacimiento, y cederle a Él el centro de
nuestro ser. Antes de conocer a Jesús, yo gobernaba mi vida y
así andaba..., desde que lo encontré a Él, Él gobierna, y yo
estoy en camino hacia el cielo. “Hágase tu voluntad en la tierra’

se trata de algo para aquí y para ahora, no para mañana o para


los siglos venideros. Cuidado con un evangelio diluido y pre-
sentado en cómodas cuotas mensuales. Los primitivos creyen-
tes se arrepentían, se bautizaban y eran llenos del Espíritu
Santo el mismo día. El hablar en lenguas era señal de que el
Espíritu los controlaba. Hoy damos muchas vueltas antes de
rendirnos a Dios. Es un gran triunfo que, al invitarles, levan-
ten la mano, pero eso no es nada más que un pequeño antici-
po. Después de transcurrido un tiempo, alguien dirá: “Pronto
vamos a celebrar un bautismo, ¿por qué nos se bautiza? calen-
taremos el agua del baptisterio, ya hay un grupo de personas
que se van a bautizar, ¿por qué no aprovecha?”. Esa es la
segunda cuota. Si la persona dice: “Oh, no, la verdad es que no
tengo interés en bautizarme”, nosotros le contestamos:
“Bueno, no se preocupe. Puede esperar hasta que esté dispues-
to a hacerlo”.
El mensaje que proclamaba la Iglesia primitiva era:
“Arrepiéntase y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de
Jesucristo para perdón de pecados, y recibirán el don del Espíritu
Santo” (Hechos 2:38). Esto era una orden, no una opción. Y
luego de transcurrido cierto tiempo, viene la próxima cuota:
“Sabe, hermano, tenemos que sufragar los gastos de lo que
estamos haciendo aquí en la iglesia y, por eso, diezmamos
nuestro dinero. Pero cuando usted diezma, el noventa por
ciento que le queda le rinde mucho más que lo que le rendía
anteriormente el cien por ciento de sus ingresos, porque Dios
multiplicará su dinero”. Apelamos a sus intereses. Así, en
pequeñas dosis, en lugar de infectar a la gente con el evange-
lio, la inoculamos con pequeñas dosis. Formamos en ellos la
actitud y el hábito de que lo que Cristo mandó es opcional.

Jesús dijo: “Mas bien, busquen primeramente el reino de Dios


y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas” (Mateo
6:33). ¿Qué cosas? El contexto no deja lugar a dudas, las cosas

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27

El Evangelio del reino

El discípulo

secundarias son: comida, ropa, un techo donde cobijarse, las


cosas elementales de la vida. Es muy frecuente escuchar que la
gente le pide a Dios: “Dame un trabajo mejor”, “te ruego que
me sanes”. A veces ponemos a orar por nosotros a todos los
amigos y a la iglesia entera. Parece que cuesta mucho conven-
cerlo a Dios. Si hay que rogarle tanto para que nos de las
“cosas", ¿no será que es porque no estamos buscando primero
su reino? Él prometió darnos todas las cosas sin que le pida-
mos, si nuestra actitud es primero su gobierno. Es decir, si Él
reina en nuestra vida. Todo lo que yo necesito hacer es obede-
cerle y, al mirar a mi alrededor, sin duda voy a exclamar: “¿De
dónde me vinieron todas esas cosas sin pedirlas? Me fueron
añadidas mientras buscaba solo hacer su voluntad”.

La mayoría de los creyentes vivimos como si Jesús hubiera


dicho: “Busquen primero qué van a comer, qué van a vestir,
qué casa van a comprar, qué automóvil les gustaría tener, cuál
empleo le producirá mayores ingresos, con quién se casarán y
qué deporte van a practicar, luego..., si les sobra tiempo, si no
les resulta molesto, si tienen ganas, por favor, hagan algo para
mi reino en sus ratos libres”. En una oportunidad, pregunté a
una persona:

-¿Para qué trabaja?

-Bueno, trabajo para comer -me contestó.

-¿Y para qué come?

-Para tener fuerzas para trabajar.

-¿Y para qué vuelve a trabajar otra vez?

-Bueno, para comer otra vez, trabajar otra vez, comer otra
vez. ..

Eso no es vivir, es solo existir. Es una vida sin propósito.


Un día comprendí que el propósito de mi vida es extender el
reino de Dios. Jesús dijo: “Se me ha dado toda autoridad en el

cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos ... ense-


ñándoles a obedecer todo lo que les he mandado" (Mateo 28:18-
19). Jesús quiere conquistar todo el universo para Dios. El
Padre le había dicho: “Hijo, es preciso que tú reines hasta que
hayas puesto a todos tus enemigos debajo de tus pies. Pero
luego que todas las cosas te estén sujetas, tú también te volve-
rás a sujetar a mí” (ver 1 Corintios 15:25-28). Todo es cues-
tión de sujetarse a la Autoridad Máxima.

Después de su resurrección, Jesús dijo a sus discípulos:


“Toda autoridad me ha sido dada para conquistar el universo
para mi Padre. Ahora los pongo a ustedes a cargo de este pla-
neta. Tienen que ir por todo el mundo y hacerlos mis discípu-
los, bautizándolos y enseñándoles a que obedezcan mis man-
damientos. ¡Hagan un buen trabajo!”. Es así como, centímetro
a centímetro, debemos ir recuperando aquello que pertenece a
Dios. Para poder trabajar para su reino, necesito comer y para
comer tengo que trabajar. Pero yo no trabajo para comer ni
como para trabajar. Trabajo para comer y como para trabajar,
para poder extender el reino de mi Señor. Esto cambia mis
valores. No voy a la Universidad para sacar un título; voy allí
a expandir el reino de Cristo, y mientras lo hago, también
obtendré un título universitario. No trabajo en la compañía
Ford para ganar mi sustento y punto. No, estoy allí porque
Dios me necesita en ese lugar para extender su reino, y suce-
de que la compañía me paga para que yo lo haga. Esto no quie-
re decir que voy a llevar un pulpito y un órgano al trabajo.
Pero sí quiere decir que debo amar a mis compañeros, supe-
riores y subalternos, trabajar mejor que nadie, brillar, hacerles
favores y luego procurar hacerlos discípulos de Cristo. Por
eso, “todo lo que hagan de palabra o de obra, háganlo en el nom-
bre del Señor Jesús” (Colosenses 3:17). Esta es la respuesta a la
pregunta de Jesús: “¿Por qué me llaman ustedes ‘Señor, Señor’, y
no hacen lo que les digo?” (Lucas 6:46).

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Siervos de

Supongamos que uno de ustedes tiene un siervo que ha


estado arando el campo o cuidando las ovejas. Cuando el
siervo regresa del campo, ¿acaso se le dice: “Ven en segui-
da a sentarte a la mesa”? ¿No se le diría más bien:
“Prepárame la comida y cámbiate de ropa para atenderme
mientras yo ceno ; después tú podrás cenar”? ¿Acaso se le
darían las gracias al siervo por haber hecho lo que se le
mandó? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo
que se les ha mandado, deben decir: “Somos siervos inúti-
les; no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”

(Lucas 17 : 7 - 10 )

Y a hemos visto que Jesús es el Señor. Consideremos ahora


¿qué es un discípulo o siervo? En esta parábola, Jesús
hablaba con personas que sabían el significado de la pala-
bra siervo. Siervo era un esclavo. Hoy, por lo menos en nuestra
cultura, no hay esclavos; la comparación más próxima a un

31

El discípulo

esclavo podría ser una sirvienta o mucama que trabaja por un


sueldo, reglamentado por un convenio entre obrero y patrón, y
que además, en muchos casos, pertenece a un sindicato obrero,
tiene vacaciones pagas, seguro médico, etcétera. Pero en el pri-
mer siglo de nuestra era, el siervo era verdaderamente un escla-
vo, una persona que había perdido todo en este mundo: su liber-
tad, su inmunidad, su voluntad y hasta su misma identidad. Era
alguien que había sido llevado al mercado de esclavos y ofreci-
do en remate al mejor postor como si fuera un animal o un obje-
to. Por lo general, el que lo compraba lo llevaba a su casa y le
horadaba el lóbulo de su oreja para ponerle un aro con su nom-
bre para que no se escape. No recibía ninguna paga por su tra-
bajo; no tenía libertades ni derechos. Si su amo le decía: "Tienes
que levantarte a las seis”, a esa hora se levantaba. Si le decía que
tenía que hacerlo a las cuatro, a esa hora ya estaba en pie. Si su
amo quería que hiciera algo a la medianoche, tenía que hacerlo.
Era un esclavo. Por eso, cuando Jesús narró esta historia del
amo invitando a su esclavo a comer primero al volver del
campo, los que lo escuchaban se echaron a reír. Nadie haría
semejante cosa. El esclavo siempre tenía que servir primero a su
amo. Al volver de trabajar en el campo o en la fábrica, rápida-
mente debía bañarse, cambiar sus ropas, preparar la comida,
servirla y una vez que su amo había comido y se había retirado
a dormir, recién el esclavo podía comer de las sobras e irse a
dormir después de limpiar la cocina, para levantarse antes que
nadie el día siguiente. Cuando Jesús preguntó: “¿Acaso se le
darían las gracias al siervo por haber hecho lo que se le mandó?”,
la gente contestó: “Por supuesto que no”. Entonces Jesús termi-
nó diciendo: “Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo
que se les ha mandado, deben decir: ‘Somos siervos inútiles; no
hemos hecho más que cumplir con nuestro deber’".

Nosotros tenemos el privilegio de ser siervos de Jesucristo.


Fuimos comprados por Él.

Siervos de Dios

Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni tampoco


muere para sí. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morí-
mos, para el Señor morímos. Así pues, sea que vivamos o que
muramos, del Seños somos. Para esto mismo murió Cristo, y
volvió a vivir, para ser Señor tanto de los que han muerto
como de los que aún viven.

(Romanos 14:7-9)

Con mucha frecuencia, se nos ha dicho que Jesús murió


por nuestros pecados. Esa es tan solo una parte de la historia.
La razón por la cual Él murió y resucitó, dice Pablo, fue para
ser el Señor de todos nosotros, los comprados. “Y él murió por
todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que
murió por ellos y fue resucitado ” (2 Corintios 5:15). Hemos
sido comprados por precio. Por eso, leemos con frecuencia en
el Nuevo Testamento palabras como estas: “Pablo, siervo de
Jesucristo”, “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo”,
“Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo”. Aun la misma
María se consideró a sí misma como “siervo del Señor” (ver
Lucas 1:38). Antes que Jesús nos hallara, estábamos perdidos.
Ibamos rumbo a la perdición eterna. Estábamos perdidos en el
pecado, en las manos de Satanás. Ahora que Jesús nos rescató,
nos compró, estamos perdidos en los brazos de Jesucristo. “En
efecto, habiendo sido liberados del pecado, ahora son ustedes
esclavos de la justicia " (Romanos 6:18).

En este mundo, hay solamente dos amos, y cada uno


tiene su propio reino. Nosotros nacimos en el reino de las
tinieblas, éramos ciudadanos naturales del reino donde pre-
valece el egoísmo, donde todos hacen su propia voluntad
porque es así cómo Satanás dirige su reino: “En ese tiempo
también todos nosotros vivíamos como ellos, impulsados por
nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra propia voluntad

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33

El discípulo

Siervos de Dios

y nuestros propósitos...” (Efesios 2:3). Vivíamos como mejor


nos parecía. Hacíamos lo que se nos daba la gana. Estábamos
perdidos. El que vive en el reino de las tinieblas no tiene nin-
gún escrúpulo en cuanto a ingerir drogas, a llevar una vida
lujuriosa y a cometer cualquier cosa impropia. Piensa que es
el rey de su vida, pero está perdido. Lo guía el espíritu ego-
ísta que predomina en su reino. Pero aún los que no son tan
pecadores y malos, no pecan porque no quieren. Todos viven
según su propia voluntad. Pero la muerte llega, y tenemos
que presentarnos ante Dios.

¿Qué es la salvación? La salvación es que Dios no ha libra-


do “del dominio de las tinieblas, y trasladado al reino de su
amado Hijo” (Colosenses 1:13 RVR). Somos librados del
dominio de Satanás y pasamos a estar bajo el dominio de
Jesucristo. Por supuesto, Él es un amo bueno, amoroso, ama-
ble y compasivo. Pero asi y todo, en este nuevo reino, debe-
mos vivir de acuerdo a su voluntad y a sus deseos. Porque
estamos bajo la gracia y, por ser sus elegidos, Él pone en nos-
otros el deseo de agradarle (Filipenses 2:13). De manera que
sus mandamientos no son penosos, y su yugo es suave cuan-
do uno lo lleva por amor. Algunos piensan que lo que nos dis-
tingue a los que estamos en el reino de Dios es que no fuma-
mos, ni nos embriagamos ni vamos a bailar. Sin embargo, es
mucho más que eso. En el reino de Dios, hacemos todo lo que
Él nos manda. Él es el Señor. Los que hemos pasado de muer-
te a vida, de un reino al otro, damos testimonio de que antes
de tener un encuentro con Jesús, nosotros dirigíamos nuestra
propia vida; pero desde que tuvimos un encuentro con el
Señor, Él es quién nos dirige.

Jesús dijo que hay solo dos caminos, el ancho y el angosto.


El primero lleva a la perdición, y muchos andan por él. El
segundo es estrecho, y pocos son los que lo hallan. Pero la
mayoría de los creyentes viven en un tercer camino, no tan

amplio como el ancho, pero tampoco tan estrecho como el


angosto. Parecería que pensamos que el camino ancho es para
los pecadores que van rumbo al infierno; el angosto para los
pastores y monjes, y un camino ni tan angosto ni tan ancho
para el resto de los creyentes. El camino medio es invención
del hombre. O se vive en el reino de las tinieblas donde cada
uno hace su propia voluntad o se vive en el reino de Dios
donde se hace la voluntad de Dios. “ Venga tu reino, hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6:10). No hay tér-
mino medio. El término medio es ser tibios.

Es más, pasar de un reino al otro no es tan fácil. No hay ni


pasaportes ni visas.

Somos esclavos de nuestro propio pecado y del rey de este


mundo. No podemos huir, somos cautivos. La única forma de
que los esclavos podían librarse de su esclavitud era ser com-
prado o morir. Por eso, cantaban tanto sobre el cielo y la vida
futura. También nosotros necesitamos morir para ser libres de
la esclavitud del pecado. Y para pertenecer al reino de Dios,
hay que nacer allí. Nosotros necesitábamos una muerte y un
nuevo nacimiento, algo muy difícil de obtener, solo Dios podía
hacerlo. Por eso, la salvación es por pura gracia.

¿Cómo puede alguien cambiar su ciudadanía espiritual?


¿Cómo puede pasar del reino de las tinieblas al reino de Dios?
Jesús nos ha dado la solución: ¡murió por nosotros! Él nos
regala su muerte en la cruz y su resurrección. Cristo murió y
resucitó por nosotros. Cualquier esclavo del pecado que mira
con fe al Cristo de la cruz puede contar como suya esa muer-
te. El que mira a Cristo muere, y Satanás ya no puede contar-
lo como súbdito suyo. Luego resucita en el reino de Dios para
ser de Cristo: “Así mismo, hermanos míos, ustedes murieron a la
ley mediante el cuerpo crucificado de Cristo, a fin de pertenecer
al que fue levantado de entre los muertos. De este modo daremos

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35

El discípulo

Siervos de Dios

fruto para Dios” (Romanos 7:4). Por medio de esta resurrec-


ción, pasamos al nuevo reino. Esto es algo tan importante y
necesario como la muerte. Nosotros necesitábamos morir a un
tirano. Pero morir no era todo, teníamos que volver a vivir
para ser de un Dios amoroso. Esto es lo que nos dio Jesús, por
eso Él es el salvador. Morimos con Él al dominio de un rey y
resucitamos con Él en su reino. Esto es lo que significa el bau-
tismo. Durante muchos años, bauticé a las personas que pedí-
an el bautismo como un rito. La ceremonia era muy linda; lle-
vaban puestas lindas túnicas, un fotógrafo registraba el
momento, y el coro proporcionaba la música de fondo. Era
todo un espectáculo. Pero cuando Dios comenzó a renovarnos
espiritualmente, comprendimos que el bautismo tiene un sig-
nificado mucho más importante que cumplir con un rito esta-
blecido para ser miembro de la Iglesia. El bautismo es identi-
ficarnos con la muerte de Jesús y con su resurrección. Debería
ser tan pronto como la persona desea comenzar a vivir en el
nuevo reino. A mí no me resulta tan importante el hecho de
que sea por inmersión, o aspersión o cualquier otra manera.
Amarnos unos a otros es más importante que la forma de bau-
tizarse, pero muy pocos lo practican, por eso nunca pelearé
por la forma de bautismo. Sin embargo, me encanta sumergir
a los convertidos, porque ayuda más a entender el significado
de morir y nacer de nuevo. Sepultamos a la persona en el agua
y la volvemos a levantar, significando muerte y nuevo naci-
miento. El bautismo se hace en el nombre del Padre, y del
Hijo y del Espíritu Santo. La persona es bautizada por Dios a
través de un hombre que lo representa y lo hace en su nom-
bre. En nuestra congregación, algunas veces usamos esta fór-
mula: “Tú has muerto con Cristo y has resucitado con Él; por
lo tanto, yo te entierro y te vuelvo a levantar, para que vivas
en su reino y le agrades, en el nombre del Padre, y del Hijo y
del Espíritu Santo”. Es algo fuera de lo común, pero enseña

mejor la lección. Las aguas del bautismo simbolizan purifica-


ción, limpieza, muerte y nuevo nacimiento. No es la cantidad
de agua, sino lo que representa. La inmersión parece ilustrar-
lo mejor. Si fuera por mi gusto, yo haría el bautismo en un
cementerio, en una tumba verdadera. Pondría al candidato en
un cajón de muertos, lo taparla, lo bajaría a la tumba, tiraría
encima unos terrones de tierra para que oiga el ruido, luego lo
levantaría, abrirla la tapa del cajón y le diría: “¿Entendiste?”.

Hay personas que piensan que la salvación se recibe sola-


mente a través del bautismo; otros señalan, en cambio, que es
solamente un símbolo. Pero los apóstoles dijeron:
“¡Arrepentios y bautizaos!”. Ambas cosas: creer y ser bautiza-
dos. Él no dijo: “El que creyere y fuere salvo, después de unos
meses, será bautizado”. Para los apóstoles, el bautismo ilustra-
ba aún más lo que estaba ocurriendo en el momento de creer
en Jesús. Era en ese instante cuando se pasaba de muerte a
vida. Podría comparársele con un billete de papel moneda. El
billete tiene dos valores: el intrínseco, es decir el valor del
papel y la tinta para hacer la impresión, que no es mucho, y el
valor que le da el banco central. Es posible que el papel y la
tinta de un billete de 100 dólares cuesten menos de un centa-
vo para hacerlo. Pero el valor respaldado por las Reservas
Federales del país que lo acuñó es de 100 dólares. Con ese
billete, que en sí mismo cuesta un centavo, se puede ir al mer-
cado y comprar muchas cosas. Lo mismo sucede con el bau-
tismo. El agua y la ceremonia no son lo que le da el valor, eso
es muy fácil de hacerlo; lo que vale es el respaldo de la muer-
te y de la resurrección de Cristo. Ese bautismo vale una muer-
te y una resurrección. Por lo tanto, tiene un valor inmenso. La
persona que se bautiza está pasando de muerte a vida. Por eso,
el bautismo significa más en el mismo momento en que tiene
lugar la salvación, cuando la persona cree, que hacerlo mucho
tiempo después.

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El discípulo —

La Iglesia primitiva bautizaba a todos el primer día de su


conversión. Es más, ni siquiera esperaban la hora del culto. Si
una persona era salva a la mañana, a la mañana se bautizaba.
O si era salva a medianoche, tal como el carcelero de Filipos y
su familia, se la bautizaba a esa misma hora de la noche. Si una
persona dice: “Yo creo”, ¿en qué cree? “Creo que la muerte y
resurrección de Jesús me libra del poder de las tinieblas y me
ubica en el reino de Dios”. Si no nos encontramos cerca de un
río, estanque o piscina para bautizar a la gente, no nos hace-
mos mayor problema. La bautizamos en la bañera de su casa.
Y a decir verdad, es mucho más cómodo que en la iglesia pues-
to que si es en invierno, en la casa hay calefacción, nos facili-
tan la ropa para el bautismo y las toallas, y después de la cere-
monia ¡hasta nos convidan con un café! El bautismo es una
gran lección objetiva. Si se hace en el momento apropiado será
más impactante, y la persona comprenderá mejor lo que signi-
fica. Se dará de cuenta de que está pasando de muerte a vida;
del reino de las tinieblas al reino de Dios.

38

La Vida en

el reino

“Si alguien quiere ser mi discípulo,


tiene que negarse a sí mismo, tomar
su cruz y seguirme. Porque el que
quiera salvar su vida, la perderá;
pero el que pierda su vida por mi
causa, la encontrará”

(Mateo 16:24-25)

D ebemos escapar de las tinieblas, del pecado y del reino


del egoísmo donde se vive para uno mismo, y hacemos
nuestra propia voluntad. Es necesario que entremos en
el reino de Dios, donde todos vivimos para Él y hacemos su
voluntad. Como dice el Padrenuestro: “Venga tu reino, hágase
tu voluntad en la tierra como en el cíelo” (Mateo 6:10). El reino
de Dios debe crecer y crecer hasta que los reinos del mundo
sean de nuestro Señor y de su Cristo (ver Apocalipsis 11:15).
Para poder pertenecer a su reino, es necesario que muramos a

39

El discípulo

La Vida en el reino

nosotros mismos. Sin embargo, muchos que han sido salvos


aún no comprenden que son siervos de Jesucristo. Quieren
seguir haciendo su propia voluntad, y que Él les sirva. Jesús
dijo que era necesario perder la vida a fin de salvarla. Son
muchos los que acuden a la iglesia procurando salvar sus
vidas. Pero esta actitud de parte de ellos nos prueba que igno-
ran la voluntad del Señor.

En el capítulo 13 de Mateo, leemos que Jesús dijo que el


reino de Dios era como un comerciante que buscaba perlas
finas y, que cuando encontró la perla de gran precio, vendió
todo cuanto poseía para comprarla. El reino de Dios es la perla
de gran precio. Nosotros somos los que buscamos las perlas
valiosas, como felicidad, seguridad, vida eterna. Al ser expues-
tos al reino de Dios, que es la perla de gran valor, debemos dar
todo lo que somos y tenemos para poseerlo. En él hay felici-
dad, gozo, paz, sanidad, seguridad, eternidad, todo lo que
hace feliz al ser humano ¿Cuánto cuesta esta perla?

-Bueno -dirá el vendedor-, es muy cara.

-Bien, pero ¿cuánto cuesta? -insistimos.

-Es muy, muy cara.

-¿Piensa que podré comprarla?

-Por supuesto. Cualquiera puede comprarla.

-Pero ¿no me acaba de decir que es muy cara?

-Sí.

-Entonces, ¿cuánto cuesta?

-Todo cuanto usted tiene -responde el vendedor.

-Muy bien, estoy decidido ¡se la compro!

-Perfecto. ¿Cuánto tiene usted?

-Tengo cinco mil dólares en el banco.

-Bien. ¿Qué más?

-Eso es todo cuanto poseo.

-¿No tiene nada más?

-Bueno... tengo unos dólares en la billetera.

-¿Cuántos?

-Veamos, este... diez, veinte, treinta... aquí está todo ¡cin-


cuenta dólares!
-Estupendo. ¿Qué más tiene?

-Ya le dije. Nada más. Eso es todo.

-¿Dónde vive?

-Pues, en mi casa.

-¿Tiene una casa? ¡La casa también!

-Bueno, suerte que tengo una casa de campo.

-¿Conque también tiene una casa de campo? ¡Esa también


entra! ¿Qué más tiene?

-Pero si se la doy, tendré que dormir en mi automóvil.


-¿Así que también tiene un auto?

-Bueno, a decir verdad tengo dos.

-Ambos coches pasan a ser de mi propiedad. ¿Qué otra cosa?

-Mire, ya tiene mi dinero, mis casas, mis dos automóviles.


¿Qué otra cosa quiere?

-¿Es usted un soltero en la vida?

-No, tengo esposa y dos hijos.. .

-Su esposa y niños también pasan a ser míos. ¿Qué más


tiene?

-¡No me queda ninguna otra cosa! He quedado yo solo.

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41

El discípulo

La Vida en el reino

-Esta perla requiere todo, todo ¡Usted pasa a ser de mi pro-


piedad! Ahora preste atención: todo lo que usted me dio es lo
que cuesta esta perla preciosa, el reino de Dios. Usted ha
entrado a mi reino, la perla preciosa es suya. Pero espere, toda-
vía no he terminado. Usted tiene todos sus pecados, presentes
pasados y futuros, todos perdonados. Su nombre está escrito
en el libro de la vida. Usted es ahora miembro de la familia de
Dios y tiene vida eterna. Pero mientras esté en esta tierra, voy
a permitirle vivir en la casa que tiene en la ciudad y en la del
campo. Le doy permiso para que usted viva con su esposa y
sus hijos, use sus dos autos y también le devuelvo todo el
dinero que me dio para comprar la perla.

-Pero entonces, si me devuelve todo lo que le di para com-


prar la perla, ¿cuál es la diferencia?

-Oh, una diferencia muy grande. Como la casa donde


usted vive es ahora mía, yo quiero que esté abierta a la hospi-
talidad, que sus vecinos encuentren allí la salvación, que fun-
cione allí una célula. También quiero que los automóviles
estén a mi servicio. El auto es mío, usted es mi chofer. Si nece-
sito el auto para llevar a un vecino al hospital en emergencia,
o llevar a un amigo a la iglesia o cualquier otra cosa, no se olvi-
de que el auto es mío, y usted es mi chofer. También el dine-
ro que le devolví es mío, debe darme el diez por ciento y gas-
tar el resto con cuidado. Todo lo que usted tiene es mío y debe
estar a mi servicio. ¡Goce mi reino y cuide mis cosas!

Cuando por primera vez comenzamos a predicar este men-


saje del discipulado en Buenos Aires, nuestras congregaciones
estaban tan dispuestas a obedecer que muchos de nuestros
miembros traían las llaves y escrituras de sus casas, departa-
mentos y autos para darlos a la iglesia. Nosotros no sabíamos
qué hacer con todas esas propiedades. Los pastores nos reuni-
mos. Uno dijo: “Tal vez podamos vender todo eso y usar ese

dinero para edificar una gran iglesia en la ciudad”. Pero otros


dijeron: “No, no. Eso no es la voluntad de Dios”. Después de
haber pasado seis meses en oración, el Señor nos mostró que
teníamos que devolver todo a sus dueños anteriores. Los reu-
nimos y les dijimos: “Vamos a devolverles a todos ustedes sus
bienes raíces. El Señor nos ha mostrado que no quiere casas
vacías. Quiere casas con gente viviendo en ellas para cuidarlas
y pagar los gastos de manutención. También quiere su auto-
móvil, pero con usted como chofer y que usen todo para Él,
porque todo le pertenece. Ustedes no son más dueños de todo
eso sino Dios, pero Él se los ha dado para que lo administren
y lo cuiden”.

Es así como ahora todas las casas están abiertas para ser-
vir al Señor hospedando y usándolas para ganar a los vecinos
para Cristo, agradecidos a Dios, porque nos permite vivir en
su casa. Este es un enfoque totalmente distinto, es la prácti-
ca de la mayordomía. Una vez que el creyente sabe que es
siervo de Dios y que es ciudadano de su reino, entonces tiene
sentido.

El reino de Dios también puede compararse con un matri-


monio. Cuando la mujer se casa, pasa a pertenecer a su esposo,
pero también él a ella. Y todo lo de él es de ella. Si él tiene un
automóvil o dos, son de ella. Claro, la mujer pierde el apellido,
pero todo lo de él pasa a ser de ella. Ella gana el marido y todo
lo que él tiene. Esto es el significado de “el que pierde su vida la
hallará”. En el pasado, nos hemos equivocado al no explicar a
la gente la historia completa de la salvación. Les hemos dicho
que todo lo que Jesús tiene pasa a ser de ellos, pero nos hemos
olvidado de dejar bien en claro que todo cuanto ellos tienen
pasa a ser de Él. Si no es así, no hubo casamiento.

Jesús dijo: “¡Ojala fueses frío o caliente! Pero por cuanto


eres tibio, te vomitaré de mi boca” (ver Apocalipsis 3:15-16).

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43

El discípulo

La Vida en el reino

¿Cuáles son las cosas que vomitamos? Las que tragamos, pero
no digerimos. Lo que se digiere no se vomita. Los vomitados
por Jesús son los que se niegan a ser digeridos por el Señor, los
que no quieren “perderse” en Jesucristo. En la digestión, lo
que se come se desintegra, y esa comida pasa a ser parte de
usted mismo. Así es espiritualmente, su vida se funde con la
de Jesucristo, usted queda “escondido con Cristo en Dios .
Argentina es famosa por sus sabrosísimos bistecs o churrascos.
Supongamos que el delicioso bistec o churrasco llega a mi
estómago, y los jugos gástricos se alistan para digerirlo. Ellos
le dicen al churrasco:

-Hemos venido para digerirlo y transformarlo en Juan


Carlos.

Ante estas palabras, el churrasco contesta:

-No, ¡un momento! Ya es bastante con que me haya comi-


do, pero desintegrarme por completo no y no. Aunque ya
estoy en su estómago, quiero seguir siendo bistec. No quiero
perder mi identidad. Quiero seguir siendo churrasco.
-No, señor -responden los jugos-. Usted tiene que dejar de
ser churrasco y transformarse en parte de Juan Carlos.

-¡Jamás! He sido y seguiré siendo un churrasco.

Y empieza la pelea. Suponga que el churrasco gana la bata-


lla, los jugos gástricos se retiran, y el churrasco queda intacto
sin digerir. No pasará mucho rato hasta que comienza el dolor
de estómago, y termino vomitándolo. En cambio, si son los
jugos gástricos los que ganan, el churrasco perderá su identi-
dad y pasará a ser parte de Juan Carlos Ortiz. Antes que yo lo
comiera, ese trozo de carne era parte de una vaca anónima que
pastaba vaya a saber en qué lugar. Nadie reparaba en ella, pero
ahora, por cuanto ha sido digerida por Juan Carlos Ortiz, se
transformó en piel, hueso, músculo de Juan Carlos Ortiz, viaja

por todo el mundo, se hospeda en cómodos hoteles y hasta


¡escribió un libro!

Lo mismo sucede con nosotros al “perdernos en Cristo”.


¿Hemos perdido algo? ¡Por el contrario, hemos ganado! Todos
los que le hemos dado nuestra familia, tiempo, dinero, casa,
auto, etc. al Señor, hemos visto que nuestros matrimonios son
mejores, los hijos que siguen al Señor son de buena moral, el
dinero nos rinde más porque el Señor nos libró de vicios, los
patrones están más contentos con nosotros porque produci-
mos y somos honestos. No solamente tenemos una vida mejor
aquí, sino que ¡tenemos vida eterna! Esto es lo que significa
“el que pierde su vida en mí la salvará, pero el que se quiere
salvar de mí, la perderá”.

El amo que Jesús tomó como ejemplo en su parábola era


un amo humano común, que muchas veces eran malos. En
cambio Él ¡es un amo que murió por nosotros para rescatar-
nos de Satanás y del pecado! Los que le hemos entregado todo
a Jesús, aun nuestro tiempo, tanto las ocho horas que trabaja-
mos para brillar para Él e impresionar a nuestros patrones y
compañeros para ganarlos para Cristo, como las ocho horas
que dormimos para descansar y así tener energías para exten-
der su reino, y también las ocho horas restantes que nos que-
dan para asearnos, comer, sociabilizar y hablar del Señor,
hemos notado que nuestra vida es ¡mucho más feliz que los
más ricos de este mundo!

Al volver del campo, el esclavo de la parábola no pensó:


“Bien, ahora me doy un baño, como algo y me voy a descan-
sar”. ¡No! El pensó: “¿Qué puedo hacerle de comer a mi
amo?”. Nosotros en cambio, cuando volvemos del trabajo,
pensamos en mirar televisión, comer y dormir. No se nos
ocurre pensar en el reino de Dios, en invitar a un vecino a
casa para interesarlo en su vida espiritual, en ayudar a un

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4S

El discípulo

La Vida en el reino

conocido necesitado, en llamar a algún amigo enfermo para


saber cómo está y orar con él, etcétera.

Realmente, nuestra actitud es opuesta a la de un siervo.


Hoy los señores nos sentamos en los bancos de la iglesia espe-
rando que los pastores nos sirvan y le mandamos a Jesús una
larga lista de pedidos de cosas que queremos que nos haga
como si Él fuera nuestro siervo en vez de nuestro Señor.
Cuando oramos decimos: “Señor, voy a salir, cuida mi casa
para que no entren ladrones”. Si le hemos entregado la casa, Él
la cuidará, no hace falta pedirle. “Y protégeme de accidentes
mientras viajo”, ¿qué es lo que esperamos que Jesús nos diga?
“Si, señora” o “Muy bien, señor, como usted mande”. ¿Quién
es el Señor y quiénes son los siervos, y quién da las órdenes a
quién? Los siervos no son los que dan órdenes al Señor, sino
los que preguntan: “Señor, ¿qué quieres tú que yo haga?”.
Escuche las oraciones de los creyentes y las listas de peticio-
nes, y pregúntese quién está dando las órdenes a quién. La
satisfacción del siervo es ver a su amo satisfecho.

La parábola afirma que el amo le dice al siervo:


“Prepárame la cena, cíñete y sírveme hasta que yo haya comi-
do y bebido, y después de esto comerás tú”. Nosotros también
como siervos, tenemos que darle a Jesús sus platos favoritos.
¿Qué le daremos de comer a nuestro Señor? Nuestras alaban-
zas, sí, son el pan de la mesa. Adoración, sí, es el agua de la
mesa. La ofrenda son los platos y cubiertos. Aunque gran
parte de las ofrendas no son para Jesús, sino para nosotros
mismos, porque la mayor parte del dinero va para comprar un
equipo de aire acondicionado, alfombras, edificio, lugar para
deportes, comedor, etcétera. Eso no es tanto para Jesús, sino
para nuestra propia comodidad. Muchas de las ofrendas que
decimos que son para el Señor son para nosotros. Lo único
que Jesús dijo que se le daba a Él son las ayudas a los pobres.
Él dijo que el que da a un pobre, a Él se lo da. Pero ¿cuál es
el plato principal, la carne de la cena que Jesús quiere que le
preparemos? En Romanos 12:1, Pablo dice que nuestro ver-
dadero culto es ofrecer nuestros cuerpos “en sacrificio vivo,
santo y agradable a Dios”. Es decir, darnos nosotros mismos
incondicionalmente a Él para que haga lo que quiera de nos-
otros. Esto es “perdernos en Él”. Una vez que nosotros nos
hemos rendido totalmente a Jesús, y que Él está satisfecho
con nosotros, no hay nada que le satisfaga más que le traiga-
mos nuevos discípulos que se rindan totalmente en su pre-
sencia. Cuando llevamos a otros a sus pies, le estamos dando
su plato favorito: almas.

El Señor concluyó su historia diciendo: “Así también uste-


des, cuando hayan hecho todo lo que se les ha mandado, deben
decir: “Somos siervos inútiles; no hemos hecho más que cumplir
con nuestro deber” (Lucas 17:10). ¿Podemos decir que hemos
hecho todo cuanto el Señor nos ha mandado? De ser así, nos
recibimos de “Siervos inútiles”. Hoy nos recibimos de
“Reverendo”, “Obispo”, “Apóstol”, “Doctor”, “Profesor”, sin
embargo, cuando uno hace todo lo que Él nos manda, nos
recibimos de “Siervos Inútiles”, porque simplemente cumpli-
mos con nuestro deber. Siervos son aquellas personas que
reconocen que fuimos creados “para alabanza de la gloria de
su gracia”. Nuestra recompensa no es aquí, es en el más allá.
Quiera Dios ayudarnos a hacer con alegría aquello que hacen
los siervos en su reino. Jesús dijo: “Después que yo haya comi-
do y bebido, entonces comerás y beberás tú”. El día llegará
cuando Él nos diga: “¡Hiciste bien, siervo bueno y fiel! En lo
poco has sido fiel; te pondré a cargo de mucho más. ¡ Ven a com-
partir la felicidad de tu señor!” (Mateo 25:21). Entonces, nos
sentaremos a la mesa con Abraham, e Isaac, y Jacob y los após-
toles, y los ángeles nos servirán.

46

47

del

El Oxígeno

remo
“Este mandamiento nuevo les doy:
que se amen los unos a los otros.
Así como yo los he amado, también
ustedes deben amarse los unos a los
otros. De este modo todos sabrán
que son mis discípulos, si se aman
los un os a los otros”

(Juan 13 : 34 - 35 )

P or muchos años, pensé en el amor como una de las vir-


tudes de la vida cristiana. En muchos de mis mensajes,
recalqué el hecho de que el amor es una de las cosas más
importantes. Pero en un tiempo de renovación espiritual en
mi vida, comencé a experimentar el amor en una dimensión
más profunda y la capacidad de amar a mi enemigo. Descubrí
que el amor no es una de las virtudes de la vida cristiana, sino
que es la vida cristiana. No es una de las cualidades más

49

El discípulo

El Oxígeno del reino

importantes, es lo único más importante, es la misma vida. Sin


amor no hay vida eterna.

Cuando hacemos mención de la vida eterna, la conectamos


con su duración, la dimensión de tiempo, años, años y más
años. Pero ¿cuál es la dimensión de calidad de esa eternidad?
Si la vida eterna es tan solo algo que no tiene fin, entonces ¡el
infierno también es una forma de vida eterna! Pero la calidad
de vida que Jesús nos ofrece es una vida de eterno amor. El
amor es el oxígeno del reino de Dios; si falta el amor, no hay
vida. Fíjese que el amor es el único elemento eterno. Los
dones de lenguas, profecía, sabiduría, conocimiento, lectura
de las Escrituras, oración, la fe y la esperanza, todo se acaba-
rá. Lo único que permanecerá, aun después de la muerte y en
la eternidad, es el amor. ..

El amor es la luz del nuevo reino. La Biblia es muy clara


cuando afirma que Dios es luz y amor. El apóstol Juan escri-
bió: “Pero si vivimos en la luz, así como él está en la luz, tenemos
comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesucristo nos
limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). No alcanzo a comprender
por qué siempre hemos tenido la idea de que la luz o tener luz
era poseer conocimiento. Es muy posible que se deba al hecho
de que la palabra luz, entre otras cosas, significa ‘esclareci-
miento o claridad de la inteligencia’, y son muchas las ocasio-
nes en que, al comprender algo que antes no percibíamos,
exclamamos: “¡Se me hizo la luz!”. En La Biblia, empero, la
luz es amor. “El que ama a su hermano, permanece en la luz (...)
pero el que odia a su hermano está en la oscuridad y en ella vive,
y no sabe a dónde va porque la oscuridad no lo deja ver” (cap.
2 : 10 - 11 ).

¿Y qué es la oscuridad? Es nada más y nada menos que la


ausencia de luz. No nos hace falta comprar oscuridad; no es
necesario que tratemos de llenar un montón de recipientes

con oscuridad para colmar con ella un edificio. Lo único que


hace falta para tener oscuridad es apagar la luz. Así sucede en
el reino de las tinieblas, falta la luz, es decir, el amor. En la
oscuridad, nos sentimos solos, aunque estemos acompañados.
Muchos recordamos las épocas en que, en nuestro país, al ano-
checer había apagones de luz. Quizá en ese momento estába-
mos predicando, y de repente se producía un corte de energía.
¿Qué había ocurrido? En seguida las señoras decían a sus
esposos: “Querido, ¿estás allí? Por favor, dame la mano”. Todo
era igual que antes, pero de pronto la gente se sentía sola, aun
estando en compañía de otros. En las horas del día, vamos
tranquilamente a cualquier lado, incluso al cementerio a llevar
flores a nuestros difuntos. Pero nunca se nos ocurre ir por la
noche. ¿Por qué? Los muertos están tan muertos durante la
noche como lo están en las horas del día. Es la oscuridad que
hace que nos desagrade encontramos allí durante la noche.

La oscuridad es individualismo, egoísmo; en tanto que la


luz es amor, comunión, camaradería. Si andamos en luz, tene-
mos comunión porque nos vemos unos a otros como herma-
nos. “El que ama a su hermano, permanece en la luz”. Nosotros,
los creyentes, vivimos tropezando unos con otros. Los pasto-
res también tropiezan los unos con los otros, y eso se repite en
las congregaciones. Más aún, entre los dirigentes de las deno-
minaciones, siempre surgen problemas y fricciones. Cuando el
Espíritu se manifiesta con poder y convicción, nos pasamos
semanas y semanas confesando nuestras faltas por tantas ofen-
sas de unos a otros. No habíamos andando a la luz del amor.
Si un hermano anda en la luz mientras que otro no, aun así es
posible evitar el tropezar, porque el que camina en la luz verá
al otro y evitará el tropezón. Y si los dos transitan en la luz,
¡mucho mejor todavía! Entonces andarán de la mano.

El amor es la evidencia de nuestra salvación. Algunos


creen que la prueba de nuestra salvación es la manera en que
SO

SI

El discípulo

El Oxígeno del reino

vestimos, si no fumamos, si no vamos al cine, si no engaña-


mos a nuestro cónyuge y si no hacemos esto o aquello. No
hacer ciertas cosas puede ser positivo, pero no es de tanta
trascendencia como el amor. Y si tenemos amor, haremos
todas esas cosas positivas. Si en el correr de los años hubiéra-
mos puesto el mismo énfasis en amarnos como pusimos en
no fumar, todo hubiera sido muy distinto. El amor es lo que
prueba nuestra salvación. Observe lo que dice Juan: “Queridos
hermanos , amémonos los unos a ¡os otros, porque el amor viene
de Dios, y todo el que ama Dios es nacido de él y lo conoce. El que
no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor’’ (1 Juan 4:7-8).
¿Desea saber si es nacido de Dios? Es muy fácil, el apóstol
señala: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la
vida porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama perma-
nece en muerte” (1 Juan 3:14).

A veces alguien se acerca a su pastor y le dice: “No estoy


seguro de mi salvación. Tengo dudas. ¿Cómo puedo estar
seguro?”. La prueba es muy sencilla: ¿ama a su hermano? Si
no lo ama, está en muerte, dice Juan. Aunque vive, está muer-
to. Es posible que tenga una excelente doctrina en cuanto a la
tribulación, el milenio y otras cosas, pero la única manera de
saber si ha pasado de muerte a vida, de las tinieblas a la luz, es
si ama a sus hermanos. Quien no tiene amor no tiene vida. La
doctrina correcta solamente es como uno que está bien peina-
do y bien vestido, pero en un cajón de muertos.

Si amáramos a nuestros hermanos tal como Dios desea que


lo hagamos, no tendríamos que depender tanto de los manda-
mientos de la Escritura, porque “el amor es el cumplimiento de
la ley” (Romanos 13:10). Es a esto a lo que se refiere el nuevo
pacto: “ Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón”
(Jeremías 31:33). Cuando el amor se genera desde adentro,
fluye la santidad. Porque el fruto del Espíritu es amor, y el
amor produce gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe.

mansedumbre y dominio propio (Gálatas 5:22-23). Si el fruto


del Espíritu se desarrollara como debiera, no haría falta tantos
sermones ni estudio bíblico, porque toda la ley se cumple en
el amor. El amor no es uno de los elementos de la vida cristia-
na; es el elemento. Es la vida misma.

Algunos se engañan al buscar los dones del Espíritu en vez


de concentrarse en desarrollar el fruto del Espíritu. Aun cuan-
do apreciemos los dones, debemos tener cuidado respecto de
dónde depositamos nuestro énfasis. El Señor Jesús nunca dijo
que nos conocerían por los dones, sino por nuestros frutos
(ver Mateo 7:20).

Los dones no son indicio de espiritualidad; en una perso-


na, son como los regalos que ponemos en el árbol de Navidad.
En una ciudad tan congestionada como Buenos Aires, no hay
muchos árboles. La mayoría que armamos para esa fecha son
artificiales, muchos son de papel o de materiales sintéticos, y
no faltan aquellos que se contentan con cortar una rama de
pino o abeto y, aunque su valor es ínfimo, les ponen los mejo-
res adornos que están a su alcance. De sus ramas, a veces cuel-
gan pequeños envoltorios que tienen relojes, anillos u otros
regalos costosos. Se ven muy hermosos, aun cuando no son
árboles naturales. Pero cuando uno sale de casa después que
han pasado las fiestas, muchos de esos lindos arbolitos están
en los botes o tachos de desperdicios. Quizá el día de Navidad,
de sus ramas, hubiera pendido un costosísimo reloj Omega,
pero al quitarle los regalos, el árbol no sirve para nada y se
arroja entre los desechos. Por lo tanto, no se puede decir
mucho acerca del árbol basándose en los presentes que tenia.
Los regalos o dones no nos dicen nada respecto de la natura-
leza del árbol. Es solamente por medio del fruto que se puede
decir algo acerca de un árbol. Si las manzanas son buenas,
podrá decir que tiene un buen manzano y lo mismo de cual-
quier otro árbol. Por supuesto que el ideal sería que el árbol

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53

El discípulo

del reino

El Oxígeno
tuviera manzanas y relojes Omega, es decir, frutos y dones.
Pero si esto no es posible, por lo menos el fruto debería ser
bueno. Cualquiera puede disculparse si no tiene dones, pero
no tiene disculpa si no posee frutos. Si le dijéramos al manza-
no: “¿Por qué no tienes anillos?”, el manzano podría respon-
der: “Lo siento, pero nadie ha colgado un regalo en mis
ramas”. Pero no puede disculparse si no tiene manzanas, por-
que el fruto es el producto de un árbol normal. De igual mane-
ra, no podemos excusarnos por nuestra falta de amor. Si esta-
mos llenos del Espíritu, el amor sería algo natural en nosotros,
aunque el Espíritu no nos dotara con un don extraordinario.

Me causa mucha tristeza que durante años nosotros, los


pentecostales, hemos puesto énfasis en Hechos 2:4 en lugar de
Gálatas 5:22. Nuestro artículo de fe dice: “Creemos en el Ue-
namiento del Espíritu Santo según Hechos 2:4”, es decir, en el
hablar en lenguas. La historia hubiese sido otra si en lugar de
eso, dijera: “Creemos en el llenamiento del Espíritu Santo
según Gálatas 5:22”, porque no habrían surgido tantas divisio-
nes entre las personas llenas del Espíritu. Como pastor pente-
costal, no me resulta fácil decir eso, pero es verdad, y el
Espíritu Santo quiere que nos confrontemos con esto. Cuando
uno sale de caza, apunta su rifle a la cabeza y no a la cola del
animal o ave, y lo hace porque sabe que si le da en la cabeza,
tendrá todo el animal. Al ser llenados del Espíritu Santo, la
cabeza es el fruto, y la cola, por así decirlo, las lenguas.
Muchos de nosotros hemos apuntado a la cola, y el animal
todavía sigue corriendo sin haber sido cazado. Si le hubiéra-
mos dado en la cabeza, hubiéramos tenido, cabeza, cola y todo
lo demás. El Señor Jesús no dijo que los hombres sabrían que
somos sus discípulos si hablamos en lenguas. Aunque yo
hablo en lenguas, no por eso el mundo conocerá que soy dis-
cípulo de Jesús, sino por mi amor. Es hora de que pongamos
énfasis en el lugar que corresponde, donde Dios lo ha puesto.

Aunque era un hombre carnal, Sansón tenía dones, caris-


mas. Saúl, el primer rey de Israel, era carismático y profetiza-
ba, aunque era un hombre carnal. Pablo señaló que si uno
habla en lenguas de hombres y de ángeles pero no tiene amor,
lo que hace es ruido nada más. La profecía y la capacidad para
comprender los misterios espirituales sin amor son nada. Aun
el don de fe sin amor no nos da valor. Por lo tanto, si usted se
encuentra con alguien que tenga un don, no corra presuroso
en pos de tal. Primero acérquese a ese árbol, observe por entre
las hojas a ver qué fruto tiene y, si es el del Espíritu Santo,
acepte el don y a la persona que lo posee. Pero si no encuen-
tra el fruto del Espíritu, aprovéchese del don, pero no reciba el
ejemplo de la persona. Porque “no todo el que me dice Señor,
Señor, entrará en el reino de los cielos ... Muchos me dirán en
aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre...?
Entonces les diré claramente: Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí,
hacedores de maldad!” (Mateo 7:21-23). El don, no es ninguna
garantía de genuínidad.

¿Está realmente consciente de la importancia del amor?


Solamente si la comprende, estará abierto al Espíritu. Se puede
comparar con la harina del pan. Es posible que pueda horne-
ar un pan sin sal, sin huevos, pero no sin harina; la harina es
el elemento indispensable, es lo que hace al pan ser pan. El
amor es la vida cristiana, es como la harina para el pan. Hay
otras cosas como la adoración y los dones que son maravillo-
sas, pero sin el amor, no hay vida.

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55

Primer grado de
Amor: Amar
al Prójimo

“Ama a tu prójimo como a ti


mismo”

(Levítico 19:18)

S i para entenderlo mejor, dividimos al amor en tres grados


de calidad, el viejo mandamiento es el primer grado, el
mínimo. Este es el amor que se evidencia a través del
Antiguo Testamento. El prójimo para los hebreos eran los otros
hebreos. Pero podían aborrecer a los que no eran prójimo, a los
filisteos, amorreos, etcétera. Todos deberían amar al prójimo. Si
cada uno amara uno, la mitad del mundo amarla a la otra
mitad, todos seríamos amados y amaríamos. Este mandamien-
to universal forma parte de la ley moral divina para todos los
seres humanos. ¿Qué significa este mandamiento? Desear para
mi prójimo lo mismo que deseo para mí y esforzarme a fin de
lograr para mi prójimo lo mismo que me esfuerzo para obtener

57
El discípulo

Primer grado de Amor: Amar al Prójimo

para mi. Si yo tengo un plato de comida y mi prójimo no tiene


qué comer, debería compartirlo con él. Si tengo dos trajes y él
no tiene ninguno, debería esforzarme para hacer que él logre
tener dos trajes, como hice para mí, o darle uno de los míos. Si
mis hijos tienen buena ropa y están bien alimentados, y los
suyos no, entonces debo ayudar a mi prójimo para que logre lo
mismo. Evidentemente, solo podemos practicar este amor con
un prójimo, no con todo el mundo. Cada uno debería elegir un
prójimo en necesidad y ayudarlo.

El amor que Jesús manda a sus discípulos es de un grado


superior, según lo indica el nuevo mandamiento. Nosotros no
somos prójimos entre nosotros, ¡somos hermanos! El amor
según el viejo mandamiento es para amar al vecino, al no cre-
yente. Sin embargo, el creyente medio, ¡ni siquiera ama a su
hermano como prójimo! ¡Ojala amáramos a los hermanos
como a nosotros mismos! Eso solo produciría una revolución
en la sociedad. En toda congregación, hay personas que cuen-
tan con recursos y otras muy pobres. Un creyente es dueño de
un automóvil grande y vive en una hermosa casa donde al lle-
gar le espera una suculenta comida, mientras que el hombre
que se sienta a su lado en la iglesia regresa a su casa a pie, y su
cena es una rebanada de pan seco y una taza de café. Y los dos,
allí en la iglesia se toman de la mano y cantan del amor de
Dios. Al concluir el culto, se saludan con un “¡Dios te bendi-
ga, hermano!” y cada uno se va por su camino, uno a su abun-
dancia y el otro a su miseria.

Un maestro de la ley le preguntó a Jesús quién era el pró-


jimo. El Señor le refirió la parábola del samaritano que soco-
rrió al que había caído en manos de ladrones que lo dejaron
medio muerto (ver Lucas 10:25). ¡Generalmente, espirituali-
zamos esta parábola! Decimos que Jerusalén tipifica la igle-
sia, Jericó el mundo, el hombre que iba de Jerusalén a Jericó
era el que se apartaba de la iglesia y volvía al mundo. Los

ladrones eran Satanás y sus demonios, mientras que el sama-


ritano era el hermano que lo traía de nuevo a la iglesia. ¡Qué
espléndido escapismo para nuestra responsabilidad! Jesús no
dijo esta parábola para que la espiritualicemos, sino que nos
dice al final: “Anda entonces, y haz tú lo mismo’’ (v. 37). La
parábola fue dicha para que, cuando veamos a alguien
sufriendo, lo ayudemos. Es un mandamiento claro, no hay
que espiritualizarlo. Nosotros pasamos al lado de personas
que sufren y, al llegar a nuestro hogar, comentamos lo que
hemos visto: “¡Qué cuadro tan triste vi esta noche! Pobre
hombre, ¡si lo hubieran visto! Se me partía el corazón”. Pero
no hacemos nada para ayudarlo.

El samaritano no era un ser fuera de lo común. Nosotros lo


llamamos el buen samaritano, pero Jesús se limitó a decir: “Un
samaritano que iba de viaje (...) viéndolo, se compadeció de él”
(v. 33). Este hombre estaba nada más ni nada menos que cum-
pliendo con su deber, lo que señalaba el viejo mandamiento de
amar al prójimo como a si mismo. No era un samaritano espe-
cial. Pero estamos tan acostumbrados a nuestra vida mediocre,
de desobediencia a los mandamientos del Señor, que cuando
uno lo cumple lo llamamos “El Buen Samaritano”. Algo seme-
jante ocurre hoy en día en las iglesias. Por ejemplo, un pastor
me dijo: “Hermano Ortiz, quiero presentarle a un diácono
excepcional de mi iglesia”. “Será un placer conocerlo”, le con-
testé. Después que me lo presentó, le pregunté al pastor: “¿Por
qué me dijo que es un muy buen diácono?”. “Bueno -dijo-,
porque no falta a ninguna reunión, diezma y todas las veces
que necesito ayuda está dispuesto a cooperar”. Le contesté:
“Entonces es un diácono, no un buen diácono, ese es el deber
de todos los diáconos, es ¡un diácono normal!”. Lo que pasa
en nuestras iglesias es que somos todos tan mediocres, que
cuando alguno es normal, decimos que “es muy buen diácono”.
La Biblia no dice que era un buen samaritano el que transitaba,

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59

El discípulo

Primer grado de Amor: Amar al Prójimo

sino simplemente “un samaritano”. ¿No cree usted que Dios


se sentiría satisfecho de que todos fuéramos samaritanos
comunes y corrientes como ese? Jesús dijo: “Hagan brillar su
luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras
de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo” (Mateo 5:16)
¿Qué es la luz? Es el amor que produce buenas obras.

Hagamos una aplicación concreta. Cuando nos referimos al


amor o a cualquier otra virtud que se menciona en las
Escrituras, debemos traducirlo a obras concretas, de otra
manera es como coser sin hacer un nudo al final de la hebra.
Se puede coser, y coser y coser, sin coser nada; lo único que
conseguimos es hacer agujeritos en la tela. Debemos ser hace-
dores de la Palabra y no solamente oidores. Dios no nos dijo:
“Ama a tus prójimos”, porque no es posible amar concreta-
mente a todo el mundo. El nos ha dicho: “Ama a tu prójimo”.
Comience con una persona, una familia. Empiece orando por
ellos. Interésese por sus problemas y necesidades, ya sean
espirituales, materiales, psicológicas o de cualquier otra natu-
raleza. No le dé simplemente un folleto o tratado. Si así lo
hace, se parecerá a un vendedor. Véndase usted a ellos.
Ofrézcase a ayudarlos. Hágales saber que los ama; sírvalos en
lo que pueda, verá que terminarán preguntándole, ¿por qué se
interesa tanto? Entonces ha llegado el momento de hablarles
del amor de Dios.

A una señora mayor que, según decía ella, “nunca había


podido llevar un persona a Jesús”, aunque hacía muchos años
que concurría a la iglesia, un día el Señor le mostró esta clase
amor al que me refiero. Comprendió que Dios no mandó un
folleto desde el cielo, sino que envió a su Hijo el que vino, y
vivió entre nosotros y ayudó a los necesitados. Esta hermana
pensó que ella podía hacer lo mismo. En frente de su casa,
había una casita que se alquilaba. Tan pronto como los nuevos
inquilinos tomaron posesión, ella ya se había preparado. Fue

a verlos, les llevó café y sándwiches, y les dijo: “Aquí les trai-
go algo para comer, porque como se acaban de mudar, estoy
segura de que aún no tienen las cosas a mano para cocinar. No
se preocupen por lavar los platillos, después voy a volver a
buscar todo. De paso, señora, si le hace falta algo de la despen-
sa en tal y tal calle hay una que tiene buenos precios”. No puso
ningún folleto debajo del plato de los sándwiches, sino que se
limitó a llevarles algo para comer y brindarles ayuda. ¡El folle-
to era ella misma! Luego de un rato volvió a retirar sus cosas
y dijo: “Si necesitan algo, vivo allí en frente. Con todo gusto
los ayudaré”. Esta señora nunca predicó acerca de Cristo, pero
un mes después toda la familia que se había mudado en fren-
te de su casa se bautizó debido a la luz que ella había irradia-
do. Jesús no dijo: “Dejen que sus bocas hablen delante de los
hombres de modo que puedan escuchar sus hermosas palabras
y glorificar a vuestro Padre”. El Señor dijo: “Hagan brillar su
luz -¡vuestro amor!- para que ellos puedan ver las buenas obras
de ustedes y alaben al Padre...”. Hemos sido “creados en Cristo
Jesús para buenas obras” (Efesios 2:10).

En el capítulo 10 de los Hechos, leemos acerca de Cornelio


y las buenas obras que hizo aun antes de conocer al Señor.
Pero Dios le mando un ángel que le dijo: “Dios ha recibido tus
oraciones y tus obras de beneficencia” (v. 4). Las obras de cari-
dad constituyen una evidencia del amor de Dios en nuestra
vida. Besarnos y abrazarnos en los cultos no es una obra de
amor, a menos que vaya acompañada de obras. Las buenas
obras son buenas obras. Son obras y no una forma mística de
pensar. Es necesario que abramos las billeteras y hagamos
buenas obras. Por supuesto que existe una diferencia entre las
buenas obras motivadas por el amor y las que son pura y
exclusivamente de la carne para ser vistos o ganar méritos.
Pablo señala que si uno da todo sus bienes para ayudar a los
pobres y no tiene amor, no nos sirve de nada. Esa es la razón

60

61

El discípulo

por la cual el marxismo no es la respuesta. El marxismo tiene


algunas cosas buenas. El comunismo dice cosas muy buenas
sobre la justicia social y el compartir, pero es lo opuesto de lo
que enseñó Jesús. Asi como la diferencia entre lo que^ocurre
en el espiritismo y los dones del Espíritu Santo, hay similitu-
des, pero provienen de distintas fuentes. Sin embargo, para
estar en contra del espiritismo, no hay que negar los dones
espirituales. Y a fin de oponerse al comunismo, no hay que
negar el hecho de que debemos compartir nuestros bienes con
los necesitados. Debemos amar a nuestro prójimo aquí y
ahora.

62

Segundo grado de
Amor: El

Amor entre
Creyentes

“Este mandamiento nuevo les doy: que


se amen los unos a los otros. Así como
yo los he amado, también ustedes
deben amarse los unos a los otros”

(Juan 13:34)
V amos a considerar el segundo grado de amor. El viejo
mandamiento sobre el amor era limitado. Se reducía a
lo mínimo: el amor a sí mismo. Había que amar al pró-
jimo como a sí mismo. Debíamos amar al prójimo mientras no
implicara un riesgo para sí mismo. Lo cierto es que si alguien
en la congregación me amara como a un prójimo, ya sería
mucho más de lo que me ama ahora. Sin embargo, deberíamos
amarnos más que al prójimo por cuanto no somos prójimo,
¡somos hermanos!, somos de la misma familia.

63

El discípulo

Segundo grado de Amor: El Amor enere Creyentes

¿Cuál es este nuevo mandamiento sobre el amor? “Este


mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros”. Los
discípulos podrían haber contestado: “Eso ya lo sabemos.
Maestro”. “No, no lo saben, déjenme terminar la frase: ámense
unos a otros. . . como yo los he amado”. Esto sí era algo nuevo.
El viejo mandamiento señalaba: “Ama a tu prójimo como a ti
mismo”, en tanto que el nuevo añadía: “Como yo los he amado,
también ustedes deben amarse unos a otros”. ¿Cómo nos amó
Jesús? ¿Nos amó como se amó a sí mismo? No, nos amó más
que a sí mismo. Dio su vida por nosotros. En esta clase de amor,
no hay cabida para el yo. Uno debe dar la vida por el hermano.
Es mucho más que dar la mitad de nuestra comida. Es entregar
no solo la comida, sino también darse a sí mismo, con la comi-
da. Este es el amor que el Padre y el Elijo tienen por nosotros y
el que Él quiere que reine en su Iglesia, la familia de Dios.

Tenemos dificultad para darnos a otros. Nuestro interior


necesita una transformación, un cambio total de corazón, de
actitud. Necesitamos cambiar nuestro yo por Él. Decir: “Ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gálatas 2:20). Al morir con
Cristo en la cruz, murió el viejo yo. Todas las cosas fueron
hechas nuevas. Nos hizo una nueva creación. Una conocida
canción dice: “En la cruz, en la cruz, do primero vi la luz y las
manchas de mi alma yo lavé”; la cruz es más que lavar las
manchas del alma, ¡es morir! No es suficiente lavar las man-
chas, necesitamos ser hechos todo de nuevo. No son los peca-
dos de Juan Pérez que fueron clavados en la cruz, sino Juan
Pérez mismo.

En la cruz, no solamente nos desprendemos de las cargas


de pecado, sino también de nosotros mismos, nuestro viejo yo.
El cambio es radical. Cristo debe ocupar el lugar que antes
ocupaba nuestro yo. Al bautizarnos es más que el tabaco, la
bebida y el juego lo que queda sepultado. Somos nosotros,
nuestra vieja criatura la que se sepulta. El que se bautiza tiene

que comprender que al salir del agua, su viejo yo ha quedado


enterrado y una nueva persona ha nacido. Las cosas viejas
pasaron, todas son hechas nuevas. La nueva vida es de obe-
diencia a Dios.

Algunas veces los pastores decimos que sería conveniente


que tuviéramos más comunión entre nosotros. Pensamos que
tendríamos que dedicar un poco de tiempo para tener comu-
nión con el pastor metodista, el presbiteriano, el sacerdote
católico y otros más, porque somos hermanos y, como líderes,
tenemos que dar el ejemplo de amor entre nosotros para que
los creyentes hagan lo mismo. Pero cuando llega el momento,
nos disculpamos diciendo que no tenemos tiempo, que nues-
tro ministerio nos absorbe todas las horas del día. Estamos
totalmente ocupados con nosotros y nuestras propias cosas.

Tenemos que hacer tiempo para amarnos entre los pastores


de la zona como Jesús nos amó. Tiene que ser posible; Jesús
dejó este mandamiento para nosotros. El apóstol Juan nos dice
en su primera epístola que tal como Jesús dio su vida por nos-
otros, nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos
(ver 1 Juan 3:16). Debemos separar tiempo para amar. Un
joven de nuestra congregación, un estudiante, cada vez que le
pedíamos hacer algo para la iglesia, contestaba: “Pastor, dis-
cúlpeme, no tengo tiempo. Estudio y también trabajo ocho
horas por día. La verdad que no puedo hacer ninguna otra
cosa. Estoy contento de poder venir a los cultos una vez por
semana. El resto de la semana lo tengo completamente ocupa-
do”. Un tiempo después, este joven se enamoró, y de pronto
le alcanzaba el tiempo para ir a visitar a su novia tres o cuatro
veces por semana. ¿Por qué ahora sí tenía tiempo?, ¡el amor!
Cuando le pregunté cómo tenía tiempo ahora para visitar a la
novia, me contestó: “Bueno, yo tengo tiempo para las cosas
que son prioridad”. El reino de Dios no era prioridad para él.

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65

El discípulo

Segundo grado de Amor: El Amor entre Creyentes


Al excusarnos estamos señalando que todo nuestro tiem-
po lo tenemos ocupado en nosotros mismos y en nuestras
cosas, y no nos queda tiempo para otros ni para el servicio del
Señor. Jesús tenia veinte y cuatro horas por día para servir y
amar a la gente. No atendía asuntos personales. Dijo que sus
seguidores debían negarse a si mismos, tomar su cruz y
seguirlo. En aquella época y lugar, toda vez que se veía a
alguien andando por la calle llevando una cruz, se sabía que
iba camino a la muerte. ¿Está listo para vivir para Jesús? Si en
realidad está preparado, no tendrá ningún problema tocante
al nuevo mandamiento. Todos sabemos de memoria Juan
3:16, pero ¿se fijó alguna vez lo que dice 1 Juan 3:16?
“Conocemos lo que es el amor en que Jesucristo dio su vida por
nosotros; y así también, nosotros debemos dar la vida por nues-
tros hermanos’’ (Dhh). Una vez más, el apóstol Juan nos con-
fronta con un sencillo examen: ¿conocemos el amor? Se
puede saber muy fácilmente. No nos hace falta el don de dis-
cernimiento de espíritus o algún otro don. Solamente tene-
mos que preguntarnos si estamos dispuestos a dar nuestra
vida por nuestros hermanos. Piense en un determinado her-
mano de su congregación. ¿Daría su vida por él? Yo testifico
que tengo amigos en el Señor que me han dicho: “Juan
Carlos, por amor a ti he dado mi vida a Dios. Si algo te ocu-
rre, también me ocurre a mí. Mi vida está en tus manos. Si
necesitaras mi sangre, es tuya. Lo mismo mi auto, mi casa,
todo cuanto tengo”. Esta es la clase de amor a que se refiere
el nuevo mandamiento.

Debemos ser como una ciudad en un monte alto, un ejem-


plo de una comunidad en la que sus miembros se aman unos
a otros. ¿Por dónde debe empezar este amor? Entre nosotros
los pastores, los que predicamos el amor. Siempre hemos esta-
do más preocupados por las diferencias que por los mismos
creyentes. Debemos ser el ejemplo de la iglesia en cada ciudad

comenzando a cultivar la amistad entre los pastores de otros


grupos. No teniendo reuniones religiosas, sino haciéndonos
amigos, formando un equipo de fútbol, invitándonos a la casa,
haciendo picnics juntos con la familia, etcétera. Las reuniones
de estudio bíblico y oración son impersonales. Hay muchas
“confraternidades de pastores”, pero solo muy pocas logran
que ellos sean amigos al estilo de 1 Juan 3:16. Nunca lograre-
mos que las congregaciones se amen mutuamente, si no lo
logramos entre los pastores que somos el ejemplo de la grey.
No me cabe la menor duda de que todos los pastores tenemos
en nuestro archivo uno o más sermones sobre el amor.
Debemos practicar entre nosotros lo que les predicamos a
nuestros creyentes para mostrarles cómo se hace. A las ovejas
no les gusta estar dispersas. Están cansadas de las divisiones.
El problema somos nosotros, los encargados de guiarlas. Si no
predicamos con el ejemplo, ellas no lo van a hacer.
Necesitamos ser bautizados en amor. Debemos ser un ejemplo
de cómo amar para la grey.

Muchos pastores me dicen: “Conozco bien la doctrina de


la unidad de la Iglesia. Es más, hasta invité a otros pastores a
que vinieran a mis reuniones. Les mandé cartas, pero ninguno
aceptó mi invitación”. No debemos comenzar de este modo.
Los pastores están aburridos de reuniones. Las consideran
como una suerte de amenaza. Supongamos que alguien le pre-
sentara a una señorita. Cuando la salude usted no podrá decir-
le: “Encantado de conocerla. Venga, ¡vamos a casarnos!”.
Primero es necesario enamorarse de ella y luego cultivar una
amistad hasta que se conozcan y se tengan confianza. Así entre
los pastores, mandar cartas invitando no es suficiente. Hay
que fomentar y cultivar una amistad antes de invitar a alguien
a algo. Necesitamos primero “enamoramos” de los otros pas-
tores antes de poder llevarlos al “altar” para contraer matrimo-
nio y ser “uno” como Cristo lo desea.

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67

El discípulo

Por lo general, es poco o nada la comunión que se logra


en las “reuniones de confraternidad”. Si la reunión se fijó
para las 20, los pastores posiblemente comiencen a llegar a las
19.59. Llegarán, se saludarán y tomarán asiento. Lo que verán
frente a ellos, será la nuca del colega. Al concluir la reunión,
se saludarán, y cada uno se irá por su camino. ¿Podemos lla-
mar a eso reunión de confraternidad? Entre las ovejas, ocurre
lo mismo. Los creyentes pueden reunirse y saludarse entre sí:
“Hola, ¿cómo le va? Dele mis saludos a su familia”, y seguir
así año tras año, sin dar un paso para llegar a conocerse un
poco. La estructura de nuestras reuniones no nos permite
estrechar los vínculos de amor con nuestros hermanos. ¿Supo
usted alguna vez de algún novio que le dijera a su novia:
“Hola, ¿cómo estas? ¿Y tu familia? Bueno, tengo que irme”.
¡Claro que no! Su comunión se va haciendo mayor cada vez
hasta que llegará el día que contraerán matrimonio. Eso debe
ocurrir entre los pastores de cada ciudad. Sus espíritus y sus
almas deben despertar el amor los unos por los otros de la
misma manera en que Cristo nos amó a nosotros. En vez de
organizar “reuniones”, debemos decir: “Señor, voy a hacer
tiempo para amar a dos o tres pastores de esta ciudad. Voy a
anotar sus nombres en mi agenda. Todavía no los conozco.
Siempre me he opuesto a su teología, pero de ahora en ade-
lante voy a orar por ellos todos los días y decido amarlos, por-
que ese es tu deseo”.

No sería raro que alguien pensara: “Es cierto que el amor


es un mandamiento, pero Dios tiene que darme esa clase de
amor”. No debemos pensar así. Dios nos ha dado un nuevo
mandamiento, debemos obedecer. Si decimos: “Señor, dame
amor por mi hermano” y luego no sentimos ese amor, le echa-
mos la culpa a Dios porque ¡Él no contestó nuestra oración!
El amor es un mandamiento. Lo que necesitamos es obedecer
a nuestro Señor y no orar para que nos dé amor.

Segundo grado de Amor: El Amor entre Creyentes

¿Cómo puedo “enamorarme” de esos dos o tres pastores


que anoté en mi lista? En primer lugar, durante una o dos
semanas oro por ellos todos los días. Me intereso por saber
si tienen familia, aprendo sus nombres y oro por ellos, oro
por su esposa e hijos. Le pido a Dios que los cuide. Cuando
paso con mi auto frente a su casa, digo: “Señor Jesús, ben-
dice a los que viven aquí”. Haciendo esto comenzaré a
amarlos.

Y cuando por fin los amo, voy a visitarlos. Con el corazón


rebosante de amor, llamo a su puerta.

-Buenos días. ¿Esta es la casa del pastor Rodríguez?

-Si, yo soy el pastor Rodríguez.

-Encantado. Soy Juan Carlos Ortiz. Vine a visitarlo.


-Aunque se demuestre sorprendido, no debe importarnos.

-Bueno, pase -dice- ¿A qué debo el honor de su visita?

-Vine simplemente a verlo y a que oremos juntos unos


minutos.

-La verdad es que hoy estoy muy ocupado. Por favor, díga-
me qué le ocurre, por qué vino a verme.

-Vine porque quería verlo. Sé que es una persona muy ocu-


pada así que no lo voy a distraer más que cinco minutos.
¿Cómo fueron sus reuniones el domingo último?

-Bueno, la verdad es que fue un día bastante bueno. Me


sentí satisfecho con el sermón, y ese día recibimos una de las
mejores ofrendas de estos últimos tiempos. La verdad es que
no puedo quejarme.
-¡Cuánto me alegro! ¿Tiene familia?

-Si, mi esposa y tres niños. Mi esposa está en cama. Está


enferma.

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El discípulo

Segundo grado de Amor: El Amor entre Creyentes

-¡Qué pena! Bueno, debo irme, pero antes hagamos una


oración por su esposa: “Gracias Jesús por esta casa, por este
hermano, por la reunión que tuvieron, la unción que le diste
al predicar y la hermosa ofrenda que dieron los hermanos.
Gracias por su esposa. Sánala y ayúdala. Amén”. Muchas gra-
cias pastor. Adiós.

Mientras cierra la puerta de la calle, ese pastor quedará


pensando: “Pobre hombre, qué forma rara de actuar, llamaré a
su obispo. Quizá tiene demasiado trabajo y le está fallando la
mente”.

-Hola, ¿hablo con el bispo? Quería preguntarle si el pastor


Ortiz pertenece a su denominación. Bueno, le hablaba porque
pienso. . . Sí, él vino a mi casa hoy. ¿Ha notado algo raro en él,
en estas últimas semanas? Pienso que no debe estar muy bien,
usted sabe, los pastores están siempre tan ocupados que algu-
nas veces les viene algo asi como una... como una chifladu-
ra... por favor, no lo pierda de vista, porque vino a mi oficina
para nada, ¡imagínese eso! Sí, si, bien. No lo pierda de vista.
Adiós.

A la semana siguiente, el pastor Ortiz vuelve a llamar a su


puerta. El pastor Rodríguez mira por la ventana y dice: “¡Otra
vez el chiflado de Ortiz! Bueno, por lo menos no se queda
mucho”. Y entonces va y le abre la puerta.

-Buenos días, pastor Ortiz. ¿Cómo se siente?

-Muy bien, pastor.

-¿En qué puedo serle útil?


-Vine a visitarlo. ¿Cómo sigue su esposa? Mi esposa y yo
estuvimos orando toda la semana por ella. Ella quería venir
a visitarla, pero no estaba segura de si su esposa se sentiría
en condiciones de recibir visitas. Pero, tome, le manda estas
flores.

-Bueno, muchísimas gracias.

-Y qué tal, ¿cómo fue la reunión del domingo?

-Muy bien, una reunión muy buena.

-Hermano, tengamos unas palabras de oración, tengo que


irme: “Gracias Jesús porque la esposa de mi hermano está
mejor. Amén”.

-Que le vaya bien, hermano.

A la semana siguiente, llama otra vez a su puerta. Al cabo


de cinco semanas. . . ¡ese pastor lo va a estar esperando! El pró-
ximo paso no es invitarlo a una reunión. Lo invito a pescar o a
mi casa a charlar un rato y a tomar un café. Es probable que él
esté en contra de mi denominación, pero no puede estar en
contra de un café o un helado. ¡Yo lo amo! Después que vamos
a pescar juntos, luego que viene a mi casa, una vez que me invi-
ta a mí y a mi esposa a ir a su casa, ya somos amigos. He gana-
do su confianza. Recién entonces comparto con él mi carga, por
los pastores de la ciudad, mi deseo de que seamos verdadera-
mente hermanos y nos amemos los unos a los otros. El amor es
el caballo que tira del carro de la hermandad. No ponga el caba-
llo detrás del carro. Primero ame y luego comparta sus senti-
mientos. ¿Le parece difícil? Jesús dijo que deberíamos poner
nuestra vida por los hermanos. Ir a visitar a un pastor herma-
no es mucho menos que dar mi vida por él. Pero es el princi-
pio. Una vez que nosotros, los pastores, comenzamos a experi-
mentar este amor, se esparcirá con rapidez entre los otros
miembros del Cuerpo de Cristo de nuestra ciudad. Pero prime-
ro tiene que comenzar con nosotros. Debemos tener los ojos de
Jesús. Cuando Él mira una ciudad, ve a pastores y ovejas como
una iglesia. Si nosotros estamos en Él, veremos como Él ve.
Ninguno es dueño de la doctrina “verdadera”. Pero eso no es
un impedimento para que el Señor nos ame. Tampoco debería
ser un impedimento para que sus siervos se amen entre ellos.

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71
El discípulo

Hace tiempo, un pastor de nuestra misma denominación se


había vuelto enemigo mío. Él creía que yo no ei^a fiel a la igle-
sia, porque tenia comunión con pastores de otras denomina-
ciones y sacerdotes católicos. Con el tiempo, llegó a odiarme.
En la conferencia anual, me acerqué a él y le dije:

-Hola, ¿cómo estás? -Y le di un abrazo.

-No me abraces. Yo no te quiero.

-Pero yo sí te quiero -le contesté.

-¡No puedes amarme porque soy tu enemigo!

-¡Gloria al Señor! No sabía que eras mi enemigo, pero qué


hermosa ocasión que se me presenta para amar a mi enemigo.
¡Jesús, te doy gracias por mi amado enemigo! -Y lo abracé otra
vez.

¡Un año después, prediqué en su congregación! El amor es


el arma más poderosa del mundo. Jesús conquista al mundo
por medio del amor, y nosotros debemos hacerlo de la misma
manera.

72

El grado más alto


de Amor:

Amor como el
Puré de papas

“Yo les he dado a conocer quién


eres, y seguiré haciéndolo, para que
el amor con que me has amado esté
en ellos, y yo mismo esté en ellos”

(Juan 17:26)

E l amor que podríamos considerar el más elevado, es un


amor que reina entre los miembros de la Santísima
Trinidad. “Padre, así como tú estás en mí y yo en ti, per-
mite que ellos también estén en nosotros” (Juan 17:21). ¿Es posi-
ble para el ser humano imaginar el amor que existe entre los
miembros de la Divinidad? ¿Puede pensar cómo el Padre ama
al Hijo? ¿De qué modo el Hijo ama al Padre? ¿Llegaremos
alguna vez a entender cómo el Espíritu Santo ama al Hijo y al
Padre, y viceversa? El amor que reina entre ellos es infinito y

73

El discípulo

El grado más alto de Amor: Amor como..

eterno. Es el amor de seres que han alcanzado la madurez y


nada ni nadie los puede separar. Es la clase de amor que ase-
gura que nunca surgirán desavenencias entre ellos. En las
páginas del Antiguo Testamento, leemos cómo el Padre hizo
milagros y señales; levantó muertos y sanó enfermos. Luego
vino el Hijo a la tierra e hizo lo mismo. El Padre no dio mues-
tras de celos, sino que se mostró complacido (ver Mateo
17:5). Luego que Jesús ascendió a los cielos, descendió el
Espíritu Santo y también hizo lo mismo. Sin embargo, siguió
existiendo una total unidad. El amor que existe entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu es de una madurez tan grande que
nada los ofende. No compiten ni están celosos uno del otro.
Este es el significado de ser UNO. El amor que existe entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo está garantizado por la eter-
nidad, y esto hace que los tres sean uno. Dos, más amor eter-
no, hacen uno. Tres, más amor eterno, hacen uno. Cuatro,
más amor eterno, también equivalen a uno. Y cien cristianos,
más amor eterno, también son uno. En esa matemática divi-
na, con cualquier número siempre se obtiene el mismo resul-
tado cuando nos amamos como Él ama. En la oración que
Jesús elevó al Padre poco antes de su arresto, pidió que ese
amor que existía entre ellos reinara también entre sus segui-
dores, entre nosotros.

Cuando era un niño, en la Escuela Dominical, recuerdo


que el maestro nos explicó cómo nosotros estamos en Cristo.
Lo comprendí perfectamente. Pero otro domingo nos habló de
que Cristo está en nosotros: “Me parece que está equivocado
-le dije-. Si nosotros estamos en Cristo, ¿cómo puede ser que
Cristo esté en nosotros al mismo tiempo? Si una cosa está den-
tro de otra, la más grande no puede estar metida dentro de la
más chica y al mismo tiempo”. Sin embargo, ahora esto ya no
es más un enigma para mí. Si yo estoy en el corazón de mi her-
mano y él está en mi corazón, ambos estamos uno en el otro.
Si él piensa en mí y yo en él, estamos uno en el otro. El amor
hace que seamos uno. Es obvio que hoy no somos uno. Nos
hemos dividido en muchos grupos. Ni siquiera es una garan-
tía pertenecer a la misma denominación. Claro, es difícil amar
a toda la Iglesia al mismo tiempo, por eso, debemos pertene-
cer a pequeños grupos, o células, para tener el placer de reci-
bir y dar ese amor en forma concreta, y amarnos conociendo
los defectos de los otros. Así como Dios nos amó desde el prin-
cipio. “Porque a los que Dios conoció de antemano, también los
predestinó...” (Romanos 8:29). ¡Qué paz nos da saber que Dios
nos amó conociéndonos !

Dios ha agrupado su gran familia humana como un


montón de pequeñas familias, donde todos estamos conec-
tados por amor. Él tiene solamente dos grupos: los que se
aman unos a otros y los que no se aman. Por lo tanto, si
usted me pregunta: “Hermano Ortiz, ¿de qué grupo es
usted?”. Mi respuesta será: “Soy del grupo de los que se
aman unos a otros”. Al final, en el día del juicio, habrá solo
dos grupos: las ovejas y los cabritos. En la Argentina, hay
muchísimas ovejas y también cabritos. Cuando se arrean
las ovejas, todas corren juntas. Aun cuando van al matade-
ro, hay una oveja guia a la que todas siguen... al degollade-
ro. Todas van en la misma dirección, se hacen un cuerpo.
Las cabras son al revés, se van topando unas a otras. No
hace falta el don de discernimiento para saber quién es
cabra y quién es oveja. Si topa, es una cabra. ¿Basándose en
qué determinó Cristo quién es oveja y quién cabra? En
tener amor o no: si habían dado agua a los sedientos, comi-
da a los hambrientos, si habían visitado a los enfermos y a
los que estaban en la cárcel y vivían amando, eran ovejas. A
estos les dijo: “Benditos de mi Padre”. A los otros en cambio
no los llamó benditos, sino “malditos", porque no habían
practicado el amor.

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75

El discípulo

El grado más alto de Amor: Amor como...

Note que Dios está reagrupando a su pueblo. Los nombres


denominacionales ya no significan nada. La gente busca igle-
sias donde se practica el amor. El amor del grado superior se
puede ilustrar con las papas. Cada planta de papas tiene tres,
cuatro o cinco tubérculos. Y cada tubérculo pertenece a una u
otra planta. Llegado el momento de la cosecha, los cosecheros
sacan las papas de todas las plantas y las ponen juntas en una
bolsa. Podríamos decir que las está reagrupando. Puede que
estas papas se pongan muy contentas al estar junto con sus
hermanas: “¡Gloria al Señor, ahora todas estamos en una
misma bolsa!”. Pero aún no son una. Llega el momento en que
el ama de casa las compra, las lava y las pela, les saca los rótu-
los y la cáscara. Las papas piensan: “Ahora si estamos unidas”.
¡Todavía no! Luego las corta en trozos y las pone en una olla.
Ya han perdido su identidad y creen que ya están listas para el
Maestro. ¡Todavía no! Porque lo que Dios quiere es puré de
papas. No muchas papas individuales y sueltas, sino puré de
papas. Ninguna podrá decir: “Miren, ¡esta soy yo!”. La palabra
yo debe ser reemplazada por la palabra nosotros. El Padre nues-
tro comienza: “Padre nuestro que estás en los cielos...” y no:
“Padre mío que estás en los cielos...”. Con la mayor reveren-
cia, quiero decirle que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son
tres papas hechas puré. Por eso, aunque son tres, son uno a la
misma vez. Jesús tiene hambre de puré de papas. Lo va a tener.
Ya están ocurriendo cosas muy lindas en su Iglesia.

Dentro de poco, si empezamos a amarnos con este grado de


madurez, la palabra hermano no servirá más en nuestro voca-
bulario cristiano. Como estamos ahora, tenemos que llamar-
nos hermanos, porque no vivimos como hermanos. Pero
cuando vivamos como hermanos verdaderos, no hará falta
usar la palabra hermano, nos llamaremos por el nombre o
sobrenombre. En mi casa, a mi hermano Rubén no lo llamába-
mos “hermano Rubén”, sino “el Flaco”. Mi hermano no tenía

que llamarme “hermano Juan Carlos”; todos sabían que yo era


hermano de ellos, porque nos amábamos y vivíamos como
hermanos a la vista de todos. En la iglesia, decimos pastor
Fernández o hermano Ortiz, porque no tenemos relación inti-
ma. Queremos aparentar que somos, pero en realidad no
somos. Recuerdo, siendo joven que visité una iglesia metodis-
ta, y el pastor dijo: “El Señor González nos guiará en la ora-
ción”. Yo pensé para mis adentros: “¡Qué mundanos son los
metodistas! Ni siquiera se llaman hermanos”. Pero después
comprendí que la relación entre los que nos llamábamos “her-
manos” en mi iglesia era igual que como entre los que se lla-
maban “señores” en la otra iglesia. La diferencia era que ellos
no vivían como hermanos, pero no lo pretendían tampoco. En
cambio nosotros tampoco vivíamos como hermanos, pero pre-
tendíamos aparentarlo diciendo la palabra hermano. Ellos
eran más sinceros, nosotros más hipócritas. Con las palabras,
nos engañábamos.
El amor tiene, entre otras, dos dimensiones: la mística y la
práctica. Lo místico es el beso y el abrazo, lo práctico es ir a
trabajar para traer comida y vestido a la persona que amamos.
Algunos dicen en un momento de emoción: “¡Oh, mi herma-
no, cuánto amorrrr siento por ti!”. Pero si eso es verdad, debe
ir seguido de: “¿Qué es lo que te hace falta?”. En la época de
una gran renovación espiritual en la Argentina, estuve en una
convención en Córdoba donde, al llegar el momento de predi-
car, decidimos que no habría predicación, usamos todo el
tiempo para celebrar la comunión. Compramos diez kilos de
pan; La Biblia no especifica de qué tamaño tienen que ser los
trozos de pan. Entregamos un pan a un grupo de cuatro o
cinco para que lo compartieran entre sí como quisieran y
comieran juntos mientras contemplaban y adoraban a Jesús en
sus hermanos. Por espacio de más de una hora, estuvimos allí
en el gran salón comiendo el pan en grupos. Nos abrazamos,

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77

El discípulo

lloramos y, de repente, comenzamos a compartir dinero ton


hermanos que sabíamos que eran más pobres que nosotros. El
amor emocional y místico se comenzó a transformar en actos
concretos de amor supliendo las necesidades en forma prácti-
ca. El amor es un mandamiento, es vida, es el oxigeno del
reino de Dios.

El Idioma del
reino de
Dios

“Alábenlo por sus proezas”


(Salmo 150 : 2 )

E ntre todos los hombres de Dios que se mencionan en


las Escrituras, David es el maestro de alabanza y ado-
ración. Él pasaba mucho tiempo contemplando a Dios
de día y de noche mientras cuidaba las ovejas. Él, más que
ningún otro, nos enseña con su ejemplo la manera de expre-
sar el amor a Dios que palpita dentro de nosotros. Un día me
propuse leer sus salmos de un tirón. También, esta vez, deci-
dí no buscar textos especiales, o palabras de consuelo o
aliento para mí, sino aprender algo en cuanto a David como
persona, estudiar su corazón a través de sus escritos. Lo hice
porque a mí también me gustaría ser un hombre según el
corazón de Dios como él. No me propuse leer las palabras
que escribió, sino a través de ellas, leer y estudiar su corazón

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79

El discípulo

El Idioma del reino de Dios

porque quería asemejarme a él. Los salmos de David indican


qué clase de persona era.

Entonces comprendí que el libro de los Salmos está com-


paginado como una sinfonía. Comienza con suavidad. Da la
sensación de que uno está escuchando una orquesta filarmó-
nica por primera vez. Al ver todos los instrumentos en el esce-
nario, nos sobrecogemos. De pronto, comienzan a sonar dos o
tres violines. ¡Qué desilusión! Luego sigue el piano, después
viene el adagio, luego el mezo forte, en seguida el forte, y
cuando todos los instrumentos están, suenan juntos en el for-
tísimo. Allí nuestras emociones experimentan una sensación
de sobrecogimiento difícil de explicar. El salmo 150 es el for-
tísimo de David, lo que podríamos llamar su gran finóle.

Alábenlo con sonido de trompeta ,

Alábenlo con el arpa y la lira.

Alábenlo con panderos y danzas,

Alábenlo con cuerdas y flautas.

Alábenlo con címbalos sonoros,

Alábenlo con címbalos resonantes,


i Que todo lo que respira alabe al Señor!

¡ Aleluya ! ¡Alabado sea el Señor!


(Salmo 150:3-6)

¿Por qué todo ese estruendo? “ Alaben a Dios en su santua-


rio, alábenlo en su poderoso firmamento. Alábenlo por sus proe-
zas, alábenlo por su inmensa grandeza” (w. 1-2). No es sola-
mente alabarle, sino “alabarle por...” Yo nací y me crié en una
iglesia donde nos exhortaban a alabar al Señor. Desde mi
niñez, aprendí palabras sueltas de alabanza, pero no aprendí el
idioma de la alabanza ni su vida, aun cuando gran parte de
nuestros cultos estaba dedicado a “alabar al Señor”, es decir, a

gritar: ¡Aleluya! ¡Gloria a Dios! ¡Alabanzas al Señor! ¡Amén!


Estas eran casi todas las palabras más comunes de la alabanza.
Pero ¿qué quiere decir alabanza? Es el reconocimiento de vir-
tudes. La palabra alabanza en sí misma no es una alabanza.
Las alabanzas no son las palabras Aleluya, Gloria a Dios, te
alabo Señor, etc. Sino la declaración de las proezas y la muche-
dumbre de su grandeza.

Supongamos que concurro a una reunión, y alguien canta


un solo. Cuando concluye, yo me acerco al cantante y le
grito: “¡Oh! ¡Lo alabo! ¡Lo alabo! ¡Lo alabo!". Eso no es ala-
banza. Tengo que alabarlo por algo. Pero si le digo: “Cuando
usted comenzó a cantar, mi corazón de veras respondió a sus
palabras y expresiones. Miré el rostro de otros hermanos, y
muchos, al igual que yo, nos sentimos transportados como
en éxtasis hasta el mismo trono de Dios”. Esto es alabar al
cantante.

Y si veo una señora que va por la calle llevando a su bebé


en un cochecito, me aproximo a ella y le digo: “¡Señora! ¡La
alabo! ¡La alabo! ¡Con toda mi voz la alabo!”. Sin duda que
me va a decir: “Señor, ¿usted está loco?”. En cambio, si al acer-
carme le digo:

-Perdone, ¿es usted la mamá de este bebé?

-Sí, soy la mamá.

-¡Qué criatura más hermosa! ¡Qué saludable y alegre se lo


ve! Es evidente que usted le da atención y cariño especial, y
me imagino que debe sentirse muy orgullosa de tener un bebé
tan bonito... -Eso es alabar a la señora del bebé.

Aunque no haya empleado para nada la palabra alabanza, la


he estado alabando. Si me aproximo a un artista y le digo: “¡Oh,
lo alabo, aleluya, aleluya!", el artista se asustará. Lo que corres-
ponde es que al acercarme le diga: “Lo he estado observando, y
El discípulo

El Idioma del reino de Dios

la manera en que ha pintado esa mano con el cáliz es realmen-


te estupenda. Es como si la mano quisiera salir de la tela para
ofrecerme el cáliz”. Esto es alabar al artista.

En nuestras alabanzas a Dios, usamos la palabra alabanza,


pero no decimos la alabanza. Nuestras palabras han pasado a
ser como cajas de regalos vacías. El rótulo dice “Regalo", pero
al abrirlas no hay nada. ¿Cuál es el regalo, qué es, donde está?
“Alábenlo POR sus proezas”. ¿Cuáles son las proezas, dónde
están?

Para ayudar a los miembros de mi iglesia pentecostal a cre-


cer en la alabanza, cuando alguno de la congregación gritaba:
“Te alabo, Señor”, yo le preguntaba:

-Hermano, ¿cuál es la alabanza? ¿Alabanza por qué?

-Bueno... este... yo lo alabo porque... este... porque...


ehh.

La verdad era que no sabía por qué alababa al Señor. El


creía que gritar “te alabo” era una alabanza. Él decía la palabra
alabanza, pero no le hacia ninguna. Era la palabra alabanza,
pero no la alabanza en sí. Otro exclamaba:

-¡Aleluya!

-¿Por qué dice aleluya? -le preguntaba.

-Bueno, yo digo aleluya porque... porque... este...

-Usted dice aleluya porque es pentecostal, y eso forma


parte de nuestra liturgia. ¡Por eso dice aleluya! Pero ¿sabe
usted el significado de aleluya?

David dijo: “Alábenlo por sus proezas, alábenlo por su inmen-


sa grandeza”. Nosotros nunca lo habíamos hecho.
Concurríamos a la iglesia con carretillas llenas de cajas
envueltas en papeles de hermosos colores, con cintas y moños,
y grandes tarjetas que decían: “¡Gloria al Señor! ¡Aleluya!

¡Gloria a Dios! ¡Amén!”. Y nosotros los pastores creíamos que


teníamos una iglesia que alababa. Asi, llevábamos esas cajas al
altar. Pero cuando Dios las abría, no encontraba nada adentro.
¡Una caja vacía hace más ruido que una caja llena! Cierta vez
me dije a mí mismo: “Ya hace más de treinta años que estoy en
la iglesia. He nacido y me he criado en su seno. ¿Qué es lo que
he aprendido en todos estos años tocante a la alabanza?”. La
verdad era que había aprendido a gritar cuatro palabras:
“Aleluya”, “Gloria a Dios”, “Alabanzas” y “Amén”. Imagínese,
¡treinta años para aprender a gritar esas cuatro alabanzas!
Luego pensé que habíamos dado un gran paso adelante, por-
que le pusimos armonía y cantábamos esas mismas palabras
en diferentes tonos, lo llamábamos “cantar en el espíritu”.
Aunque eran las mismas palabras, ahora las cantaba y creía
que de veras estaba creando algo nuevo.

Pero un día, dije: “Señor, ¿es esa toda la alabanza que


puedo brindarte?”. Y fue entonces que leí lo que había escrito
David: “Alábenlo por sus proezas”. Comprendí que alabanza
es subrayar virtudes, proclamar hechos, admirar las proezas y
la grandeza de Dios, definiéndolas inteligentemente con Él a
solas o en público. Una alabanza con entendimiento es saber
por qué lo alabamos y decírselo. De otra manera, nos engaña-
mos pensando que estamos alabando al Señor cuando en rea-
lidad lo que hacemos es ruido con latas vacías. Mucho del gri-
terío que hacíamos eran palabras sin entendimiento. Cajas
vacías, palabras huecas.

Es como si dijera: “Voy de compras”. Y al regresar a mi


casa, mi esposa me dice: “¿Qué compraste?”. “Nada. Salí de
compras, pero no compré nada”. Uso la palabras fui de com-
pras, pero no compré nada. Lo único que hice fue dar vueltas
y volví con la palabra compras, pero sin comprar nada.
Muchos decimos alabanzas al Señor, pero ¿dónde están las ala-
banzas? ¿Por qué cosas alabamos? No estamos alabando.

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El discípulo

El Idioma del remo de Dios

Cuando uno da un regalo, no es tan importante el envoltorio


ni la tarjetita, sino el regalo. La congregación comprendió el
por qué de mis preguntas, y decidimos dar un paso adelante
en la alabanza.

Para esto les dije un día: “Durante un mes, están prohibi-


do en las reuniones decir estas palabras: Aleluya , Gloria a Dios ,
Alabanzas al Señor y Amén. En vez de traerle a Dios solo la tar-
jetita del regalo, vamos a traerle el contenido del regalo.
Vamos a traer el regalo en la mano sin el envoltorio”. Créame,
fue una revolución. Al principio ¡nadie sabía alabar sin esas
palabras! Algunos me decían: “Si no puedo decir aleluya, ¿qué
se supone que debo decir? Después de todo, hasta los mismos
ángeles exclamaron ‘Aleluya’”. “Sí -le respondí-, ellos dijeron:
‘¡Aleluya porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina!’"
(Apocalipsis 19:6 RVR). Leyeron la tarjetita, pero también le
dieron el regalo. David dijo que lo alabemos por sus proezas.
Cuando usted decide alabar al Señor, debe tener en mente una
proeza que Él hizo o es y decirla en frente de todos, porque de
otra manera, tu llamada “alabanza” será una palabra hueca
solamente.

Me pregunto cómo no descubrí esto antes. Hemos llegado


a ser como un automóvil que se queda encajado en el barro o
en la nieve. Hace mucho ruido con el motor, sus ruedas giran,
patinan y consumen gasolina, pero no van a ninguna parte. A
mi me pasaba lo mismo. Hacía un montón de ruido, pero esta-
ba empantanado. No tenía entendimiento, hacía lo que hacían
otros. Fue entonces cuando dije: “Señor, cuán pobre en ala-
banza es mi vida. Si no recito los salmos de David o canto los
himnos del himnario, no tengo palabras propias para alabar-
te”. Entonces comencé a ser más observador, meditar en mi
vida y experiencia, y reconocer cuántas maravillas Dios había
hecho y estaba haciendo en mí, en mi familia, en la iglesia,
etcétera. Lo encontré en muchos lugares donde nunca me

hubiera imaginado que estaba e identifiqué maravillas y mila-


gros que nunca me había detenido a contemplar y a agradecer-
le. ¿Se imagina el milagro de la concepción, que forma una
microscópica célula que comienza a multiplicarse y a formar
el cuerpo de una persona? ¿Se imagina el milagro de la diges-
tión, que transforma un plato de arroz en piel, hueso, cabellos
y más. El milagro de la vista, del oído, del cerebro, la informa-
ción que hay en la microscópica célula humana con sus cro-
mosomas y genes, y su multiplicación? ¡Un universo de mila-
gros, maravillas y proezas!

Comencé a ver a Cristo en mi hermano y prorrumpir:


“¡Qué hermosas facciones le diste a mi hermano!”. Luego me
puse a meditar cómo Jesús vivía dentro de él y cómo lo había
rescatado de sus vicios. Luego pensé que eso no era nada, lo
rescató del infierno, y más aún, le dio vida eterna... ¡Ese
borrachín va a estar en las mansiones celestiales con el Padre,
el Hijo, el Espíritu Santo, los ángeles y todos los santos por
todos los siglos! Comprendí que la alabanza es más que mera-
mente una explosión de palabras el domingo por la mañana.
Es todo un idioma de por sí. Si tenemos los ojos abiertos y
miramos alrededor, tendremos tema de alabanza continua.
Alabar es expresar lo positivo, que es la vida de fe, y nunca
hablar o comentar lo negativo. Como el castellano es el idio-
ma del mundo de habla hispana, el inglés es el idioma de los
Estados Unidos, Gran Bretaña y otras naciones, y el portugués
es el idioma que se habla en Brasil, Portugal y otros países; de
la misma manera la alabanza es el idioma del reino de Dios.
Los ciudadanos de ese reino hablan ese idioma, y nos resulta
fácil conocernos los unos a los otros por las alabanzas que flu-
yen de nuestro corazón y de nuestra boca.

Así lo dijo David: “Bendeciré al Señor en todo tiempo; mis


labios siempre lo alabarán” (Salmo 34:1). Al leer los salmos,
aprendemos que David alababa al Señor no solamente en los

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El discípulo

El Idioma del reino de Dios

cultos, sino en su trabajo y en su descanso, de noche y de


día. En sus salmos, él habla de los cielos, la luna y las estre-
llas, las ovejas y los pastores, etcétera. Todo siempre como
alabanzas. “Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos...”
(Salmo 8:3). Ese era su idioma. Para Dios, en este mundo
hay solamente dos idiomas: el de su reino y el del reino de
las tinieblas. El primero es el idioma de la alabanza, mientras
que el segundo es el de las quejas. La alabanza es subrayar
todo lo positivo que hizo y hace Dios. La queja es subrayar
todo lo negativo que hizo y hace Satanás. La alabanza es
reconocer virtudes, mientras que la queja es acentuar lo
negativo. La alabanza agradece por la lluvia, la queja se queja
por la lluvia. La alabanza agradece por las personas, la queja
las critica. Todos los seres humanos hablan un idioma o el
otro. Qué maravilla es estar con una persona que habla posi-
tivamente de todo. Qué mal efecto causa el que habla nega-
tivamente de todo. Hasta las caras son diferentes cuando
hablan. La cara del que alaba es dulce. La cara del quejoso es
amarga.

Uno que habla el idioma de las tinieblas dice cuando el


despertador suena por la mañana: “¡Quién habrá inventado el
trabajo!”. Cuando se sienta a la mesa para desayunar: “El café
está muy caliente, ¡cómo tardan las tostadas! ¡Qué frío! ¡Qué
calor!”. Se queja del Presidente, del ómnibus, del tráfico, de
todo.

Lo triste es ver a creyentes hablando el idioma de las tinie-


blas. Van a la iglesia, cantan “Aleluya, aleluya”, pero al salir de
la reunión, cambian su idioma: “Uf, está lloviendo. ¡Qué día
horrible!”. ¿Sabes quién hizo ese día? Lo hizo Aquel a quien
cantabas el Aleluya. En el culto, cantamos: “Este es el día que
hizo el Señor. Alegrémonos y gocémonos en él”. Sin embargo,
al salir criticamos el día, el tiempo y hasta al predicador.
¿Quién hizo ese día? Lo hizo el Señor. ¿Cómo es posible que

cantemos “Alabado sea el Señor” y unos minutos después cri-


tiquemos a la misma Persona? Ni sabemos lo que decimos. Las
alabanzas del culto son sin entendimiento.

Cuando viajo a los Estados Unidos, algunos norteameri-


canos que estudiaron un poco de castellano en la escuela, se
acercan y me dicen en un castellano muy pobre: “¿Cómo está
usted?”. Yo le respondo en castellano también: “Muy bien,
gracias, ¿y usted?”. Entonces se echan a reír y me dicen en
su idioma: “La verdad que lo único que sé en castellano es
‘como está usted’, yo no hablo castellano”. Este no es su idio-
ma; solo recuerdan unas pocas palabras aprendidas en la
escuela y, por lo tanto, casi ni saben lo que dicen y repiten
siempre lo mismo. Esto también sucede con algunos creyen-
tes. El suyo no es realmente el idioma de la alabanza; solo
pueden decir unas pocas palabras que aprendieron en la
escuela pentecostal: ¡Aleluya! ¡Gloria a Dios! El resto del
día, su idioma es el de la queja como todos los demás. Si el
día es caluroso o frío, en vez de lluvioso, igual lo critican:
“¡Qué día más horrible!”.

Nada de lo que Dios hizo es horrible, ni espantoso ni feo.


La lluvia es una manifestación de sus proezas. Lo mismo lo es
la nieve, el calor y el granizo. Aprendí a decir: “¡Qué precioso
día de sol!, ¡qué lindo día de lluvia! ¡Qué hermosa es la nieve!
¡Qué espléndido día de calor!”. ¿Y por qué no? Todos los días
son hermosos, porque Dios los hizo y Él merece ser alabado
por haberlos hecho. Pablo le dijo a Timoteo: “Todo lo que Dios
ha creado es bueno, y nada es despreciable si se recibe con acción
de gracias” (1 Timoteo 4:4). Si somos agradecidos, todo nos
resultará bien, de lo contrario todo lo encontraremos mal. En
Buenos Aires, durante el verano, la temperatura alcanza los 38
°C o más. Cuando pasa un poco de los 30°, si me encuentro
con alguien, con seguridad me dice:

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El discípulo

El Idioma del reino de Dios

-Hola, pastor Ortiz, ¿cómo lo está pasando con este calor?

-Muy bien, gracias -le contesto-, ¿Y usted?

-Oh, la verdad es que es un dia insoportable.

-No, mi hermano querido. Lo que ocurre es que nuestro


Padre ha subido un poco el termostato para que maduren los
trigos.

Y a medida que la temperatura sigue, mayores son las que-


jas. El cristiano deberla estar orgulloso de su Padre. ¡Qué
poder grande que tiene! Nosotros, para proporcionar calefac-
ción a un edificio de departamentos, tenemos que hacer fun-
cionar enormes calderas, pero nuestro Padre puede calentar
todo el país hasta 38° o más ¡sin siquiera una caldera para
lograrlo! También puede hacer que el tiempo se torne frío, y
la escarcha mate a muchísimos gérmenes y bacterias sin
emplear DDT. ¡Estupendo!

Generalmente, una vez por año, una compañía de patinaje


sobre hielo hace su presentación en un estadio deportivo.
Viera usted los grandes equipos electrónicos que usan para
crear artificialmente el hielo en el estadio. ¡Pero también he
visto a nuestro gran Dios haciendo de todo el enorme y mara-
villoso país del Canadá, una pista de patinaje sobre hielo de
miles de kilómetros cuadrados! Ese es el poder de Dios.
¡Gloria sea dada a Él por el hielo y la nieve, el frío, el calor, la
lluvia y el granizo!

Pablo también manifestó: “Así que recomiendo, ante todo,


que. se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias
por todos ” (1 Timoteo 2:1). Durante ese mes en el que cambia-
mos la forma de alabar, de las palabras Aleluya, Gloria a Dios,
Alabanzas al Señor y Amén, comencé a alabar así:

-Señor, te vamos a dar gracias por algunas cosas y perso-


nas en especial. Gracias por el teléfono. Eso es algo que lo

tomamos por normal, pero ¿cuántos técnicos hay detrás de


toda esa gran red telefónica? Gracias, Señor por la Empresa
Nacional de Telecomunicaciones.

-Gracias, Señor -contestaron todos.

-Señor -continué-, toda vez que abrimos las llaves del


agua, sale agua fría y caliente, también es algo que damos por
sentado. Pero ¿cuántos miles son los que trabajan para hacer
posible que tengamos agua sin el menor esfuerzo? Las obras
de ingeniería de los diques, las bombas, las cañerías de miles
de kilómetros para que llegue el agua adentro de mi casa.
Muchas gracias, Señor, por la empresa que provee agua
corriente.

-Sí, Señor, gracias por el agua corriente -contestó el grupo.

Seguimos alabando al Señor por los maestros en las escue-


las, por los conductores de los medios de transporte, por los
médicos, las enfermeras, las fuerzas de seguridad y el
Intendente de la ciudad, el Presidente, los bomberos, etcétera.
¡Nunca antes habíamos hecho algo así! Vivíamos diciendo sin
inteligencia: “Aleluya”, “Gloría al Señor”, pero al no poder
usar esas palabras, pronto nos encontramos hablando un
nuevo idioma. El idioma de la alabanza. Esto salió más allá de
los cultos religiosos y se transformó en la práctica diaria, agra-
decíamos al cartero, al lechero y al panadero, la queja se fue
muriendo, y la alabanza fue fluyendo en la vida diaria.
Entramos a una nueva dimensión de la alabanza.

Dios no quiere que nos quejemos. Cuando decimos:


“Señor, te agradecemos por las buenas cosas que ha hecho el
Presidente”, pienso que Dios debe exclamar: “¡Por fin! ¡Era
hora que alguien se diera cuenta de que el Presidente hizo
algo bueno!”. El día que el teléfono está descompuesto, nos
quejamos, pero pasamos por alto todos aquellos otros días en
que funciona normalmente. Criticamos al pastor el día que se

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El discípulo

El Idioma del remo de Dios

equivoca en el sermón, pero olvidamos las veces que lo ha


hecho bien. Y cuando alguien muere, ¿por qué tenemos que
entristecernos y olvidarnos de todos los años que vivió?
Recuerdo que una vez tuve que oficiar en el funeral de una
anciana que habla llegado a los ochenta años. Yo no quería
emplear el idioma de las tinieblas, de modo que en vez de
decir “lamentamos esta triste pérdida”, comencé diciendo:
“¡Gracias a Dios por los ochenta años que esta señora estuvo
entre nosotros! Su esposo y sus hijos están agradecidos.
Todos nosotros estamos agradecidos; Dios nos permitió
tenerla tantos años, así que hoy celebraremos la larga vida
que Él le brindó a nuestra amada hermana, y todos agradez-
camos a Dios por haberla conocido. Estamos en libertad para
que todos los que deseen le den gracias al Señor por algo que
les impactó de la vida de nuestra hermana”. Todo el lugar se
transformó. La gente comenzó a alabar a Dios por ella, el
ambiente fue creciendo hasta llegar a ser glorioso. Al final el
mismo esposo dijo: “Gracias, Señor por haberme regalado
estos hermosos años con mi esposa. Su enfermedad ya le
hacía difícil la vida, gracias que la liberaste y la llevaste a des-
cansar y a gozar de tu gloria. Y gracias que nosotros la segui-
remos y nos volveremos a ver”. También pidió que cantára-
mos la canción favorita de ella:

Te vengo a decir
Oh mi Salvador,

Que yo te amo a ti,

Con el corazón.

Te vengo a decir
Toda la verdad.

Te quiero Señor, te amo Señor,

Con el corazón.

Yo quiero cantar

De gozo y de paz,

Yo quiero llorar
De felicidad.

Te vengo a decir
Toda la verdad.

Te quiero, Señor,

Te amo Señor, con el corazón.


Por cierto, no se trata de una canción muy apropiada para
un funeral, pero en ese ambiente positivo quedó muy bien. El
velatorio se transformó en una fiesta de celebración. Al final
nos tomamos de las manos y comenzamos a movernos al com-
pás de la canción, aun hasta el esposo. Estaba tan gozoso por
la compañía de su esposa que el Señor le había dado por tan-
tos años, que quería festejarlo. ¿Y por qué no? Debemos exa-
minarnos para ver si realmente estamos hablando el idioma
positivo del reino o el idioma extranjero negativo de las tinie-
blas. Si hablamos el idioma del reino, alabaremos al Señor “en
todo tiempo, su alabanza estará siempre en nuestra boca’’, todos
los días, todo el año y por el resto de nuestra eterna vida. Así
comprenderemos cabalmente lo que decimos.

El que habla el idioma del reino no dice que tiene la bote-


lla medio vacía, sino medio llena. No mira las espinas del
rosal, sino las rosas. Nunca usamos la palabra problema, en su
lugar ponemos la palabra desafío u oportunidad, porque las
dificultades de la vida, según las Escrituras, nos ayudan para
bien, aun las tribulaciones (ver Romanos 8:28, Santiago 1:2-3).
Cada paso difícil es un desafío a crecer, a confiar en el Señor,
a ser creativo. Siempre después de la prueba, entendemos que
esa aparente dificultad, fue una gran bendición. La mayoría de
las bendiciones vienen disfrazadas de dificultad. Cuando
enfrente una, no diga que tiene un gran problema, sino tiene
una gran oportunidad de crecer, de mejorar, de adelantar, de

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El discípulo

experimentar algo nuevo, tiene un desafío que lo obligará a cre-


cer y a navegar aguas desconocidas hasta ahora. ¡Qué bendi-
ción! Tenemos muchas palabras negativas, como la palabra
barrera. La barrera es algo que nos detiene, que obstruye, que
cierra el paso. Sin embargo, la barrera debería llamarse salva-
vidas, porque en realidad para eso está, para salvar vidas. De
no ser por ellas, ¡cuántos morirían bajo las ruedas del tren!
Algunos, en su afán de ganar un minuto, violan la barrera y
son atropellados.

con
1 Romance
Dios

L a palabra oración ha llegado a ser una palabra negativa.


¿Cuál es el culto menos concurrido? El de oración. Si
usted anuncia que va a predicar sobre la oración, en
lugar de atraer, ahuyenta a la gente. Claro, hay más de una
razón por la cual la oración se ha hecho algo negativo.

• La repetición, sin saber nunca cuántas veces hay que


repetirle a Dios lo mismo para que nos escuche.

• La falta de respuesta a muchos de nuestros pedidos


-según Santiago-, porque pedimos mal.

• Creer que orar es pedir y pedir.

• Pedir cosas que Dios espera que las hagamos nosotros.


• Pedir cosas que ya Él prometió damos.

• No recibir las cosas necesarias para la vida, porque no


buscamos primero su reino.

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El discípulo

El Romance con Dios

Todo esto hace que se nos crucen muchas dudas en cuan-


to a la oración. ¿Será que estoy pidiendo bien? ¿Será que no
tengo fe? ¿Será que no repito los pedidos lo suficiente? ¿Será
que tengo que orar más horas? ¿Será que tengo que ayunar
más? Sin embargo, he descubierto que el secreto no está en
lo que yo debo hacer, sino en lo que Él quiere hacer con nos-
otros. No es tan importante lo que yo le puedo decir a Él,
sino lo que Él me quiere decir a mí. Dios no necesita mi
información, Él ya la tiene. Soy yo el que necesito ser infor-
mado por Él.

Hace ya más de treinta años que decidí separar muchas


horas de mi semana para estar con Dios. Marco un día ente-
ro de la semana en el calendario y voy a estar con el Señor.
No “hablar”, sino estar con Él. No a “pedir”, sino para estar.
Elijo un lugar tranquilo para estar con Él, sin ninguna pre-
tensión, estar para acompañarlo, para contemplarlo y medi-
tar en Él, estar para gozarme con Él sin pedirle nada, presen-
tarme “como sacrificio vivo, santo y agradable a él”. Al
principio esto parecía locura, pero aprendí que la oración es
un acto de fe, “la demostración o convicción de lo que no se ve”.
Allí es donde más fe se necesita, porque estamos ante Uno
invisible. En mis horas de estar, sin pedir y sin hablar,
comencé a visualizar a Dios, su trono, a Jesús, al Espíritu
Santo, a los ángeles y a los santos que están con el Señor alre-
dedor del trono, traté de visualizar la gloria, el resplandor, la
majestad. Las horas comenzaron a pasarse gloriosamente sin
que las sienta. Comencé mi experimento en un monasterio
de monjes contempladores. Ellos fueron una inspiración,
oraban en silencio ocho horas por día. Simplemente, estan-
do con Dios en silencio aprendí y sigo aprendiendo muchas
cosas que no sabía. Siempre vuelvo de estar con Él con
muchísimas ideas nuevas. Le he cambiado el nombre negati-
vo a la oración por un nombre positivo. Atención, la oración

no es negativa, sino que se hizo negativa por el mal uso, y


por eso la mayoría no va al culto de oración donde se supo-
ne que vamos a hablar con Dios. Esas reuniones son las más
aburridas. ¡¡La gente prefiere escuchar al predicador o al
concierto musical, o al coro y a la banda, que estar con
Dios!! ¡Algo hemos hecho mal con la oración para que los
cultos donde está el grupo musical de alabanza, el predica-
dor, las danzas, las banderas, los cantantes, etc. estén llenos,
y el culto que se concentra en Dios esté vacio, y ni el pastor
va, sino que manda a un diácono para que lo dirija! Sí, algo
está muy mal en el uso de la palabra oración.

La experiencia de pasar horas contemplando al Señor me


ha hecho ver que este tiempo es un tiempo de romance. Para
mí estar con Dios es estar con mi amigo , con mi novia, con
mi esposa en una relación de amistad y amor. No importa si
hablamos o no, importa estar juntos. Y he descubierto que
Dios, generalmente, no nos habla en la oración porque no le
damos lugar. En las oraciones, hablamos nosotros y cuando
terminamos decimos “amén”, nos levantamos y nos vamos;
Él solo debe escuchar. Pero al estar en silencio, nos habla
poniendo intuiciones en nuestro corazón e ideas en nuestra
mente. Nunca vaya a pasar tiempo con Dios en silencio y
meditación sin llevar un cuaderno y un lápiz, porque tendrá
que anotar la cantidad de ideas que reciba mientras lo con-
templa, medita sobre Él y lo adora. Ahora yo no voy más a
orar, sino a tener un tiempo de romance con Dios. Esto lo
aprendí mientras era pastor en Buenos Aires. Nuestra sala
de oración era en el sótano, así que yo me iba a pasar mis
tiempos de oración en la quinta que uno de nuestros diáco-
nos nos prestaba en La Reja. Fue después de una de esas
experiencias, volviendo de esa quinta, que compuse esta
canción que no se hizo famosa, pero que yo la canté mil
veces a solas:

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El discípulo

El deleite de mi alma, es tu presencia, Señor;

¡Cómo se pasan las horas al respiro de tu amor!

No hay momento más sublime, que el que paso junto a ti;

¡Qué será el glorioso día, cuando vengas tú por mí!

Romance es una forma nueva y positiva de definir la ora-


ción. Siempre hay tiempo para el romance. Y cuando vamos a
orar, si decimos oremos, todos se preparan para darle un dis-
cursito a Dios. Yo creo que hay una palabra que da una idea
más clara y positiva, especialmente en estos días electrónicos,
digamos: “¡Vamos a conectarnos con Dios en silencio!”. Esta
es una frase muy adecuada para la generación moderna, donde
podemos conectarnos sin cables con todo el mundo por medio
de la Internet. Hoy estar conectado es algo positivo.

El criticismo es también algo negativo. El que habla el


idioma del reino nunca se embarra en el chisme. Me impre-
sionó mucho cuando Anthony Schuller, el hijo del Dr. Robert
Schuller, me dijo: “Nunca oí, en toda mi vida, ni a mi padre
ni a mi madre, criticar a alguien, porque ellos creen que cri-
ticar es algo negativo. Siempre comentan lo bueno de la
gente. Lo malo no lo comentan porque eso es hablar negati-
vamente”. El Dr. Schuller nunca pasaba cerca de mí sin decir-
me algo positivo. “Su sermón fue excelente”, “sus casetes son
los que más se venden”, “nunca se vaya de nosotros”, etcéte-
ra. Su positivismo siempre nos hacía sentir bien, levantaba
nuestra dignidad y nos hacía amarlo más. Acaso ¿no es Dios
así? El nos dice: “Te tengo esculpido en mis manos, eres la
niña de mis ojos, con amor eterno te he amado, no te dejaré
ni te desampararé”. Cuando leemos estos textos en la Palabra,
nuestra estima propia sube, y nos dan más ganas de vivir y de
servirle.
Con los ojos
abiertos

“Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la


luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto: ‘¿Qué
es el hombre, para que en él pienses? ¿Qué es el ser
humano, para que lo tomes en cuenta?’”

(Salmo 8:3-4)

“¡Brame el mar y todo lo que él contiene; el mundo y


todos sus habitantes! ¡ Batan palmas los ríos, y canten
jubilosos todos los montes! Canten delante del Señor”

(Salmo 98:7- 9)

H acia donde miremos, vemos evidencias de las grandio-


sas obras de Dios. Lo triste es que no las queremos ver
o no nos detenemos a verlas. Quisiera compartir con
ustedes una revelación casi “infantil” que recibí cierto día
sobre la causa por la cual nos cuesta alabar a Dios y a otras

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Con los ojos abiertos

El discípulo

personas. Las alabanzas en vez de ser el idioma natural, cons-


tante y normal de nuestra vida, son palabras que, para pro-
nunciarlas, tienen que forzarnos en los cultos con la música y
una banda que revuelva nuestras emociones y nos diga: “Un
aplauso al Señor”, “¿cuántos han venido para alabar?”, “a su
nombre. . .”, “a la rin ban ban. . Se me ocurrió que una de las
causas por las cuales no sabemos qué y cómo alabar es porque
tratamos de alabarlo con los ojos cerrados. ¿Qué inspiración
puede darnos la oscuridad? Pero si abrimos nuestros ojos y
miramos a nuestro alrededor, e intencionalmente contempla-
mos todo lo que vemos, encontraremos un sinfín de cosas por
las cuales alabar y agradecer a nuestro Señor.
Todo el grupo de ancianos de nuestra congregación estába-
mos haciendo un retiro de oración en la famosa quinta donde
íbamos a orar. Estaba a unas dos horas de auto de la ciudad en
un lugar solitario. Había muchos árboles frutales y pinos todos
alrededor, lleno de ñores y cantar de pájaros, en fin, un lugar
especial para el romance con Dios. Nos sentamos a orar deba-
jo de un manzano; era el principio de la primavera, y los man-
zanos estaban todos florecidos. El primero en elevar su voz en
oración dijo: “Señor, venimos a ti en este día...”, y su oración,
a medida que avanzaba, no difería en nada con aquellas ora-
ciones tan familiares que oíamos en el viejo sótano de nuestra
iglesia en el centro de la ciudad. El segundo comenzó a orar, y
sucedió lo mismo. La oración no se distinguía en nada de las
que hacíamos siempre en el triste sótano. Cuando llegó mi
tumo para cerrar el tiempo de oración, abrí mis ojos, miré los
árboles, las flores, el manzano que estaba sobre nosotros todo
florecido, dos picaflores moviéndose de flor en flor al compás
de la armonía de docenas de pájaros cantando al Creador, y a
mi grupo, todos con los ojos herméticamente cerrados, todos
viendo oscuro. Entonces me vinieron palabras totalmente
diferentes, dije: “Señor, hemos hecho un viaje bastante largo

para escaparnos del lóbrego sótano de oración del centro de la


ciudad y llegar a este lugar tan diferente y hermoso. Oigo que
nuestras oraciones suenan tal como las que hacemos en el
sótano de nuestra iglesia. Entonces, ¿para qué vinimos hasta
aquí para orar? ¡Podríamos habernos quedado allá! Señor,
¡qué necios somos, vinimos desde lejos a sentarnos en medio
de este hermoso parque con tanta belleza alrededor, y míra-
nos, aquí estamos todos con los ojos cerrados! ¡Qué desperdi-
cio! ¡Por eso las oraciones que nos brotan son idénticas a las
que hacemos en el sótano! Pero ¡qué descubrimiento hice al
abrir mis ojos! Señor, veo esos dos picaflores que tU has
hecho, revoloteando de flor en flor y danzando de alegría,
¡qué maravilla! Las flores de este manzano y los ciruelos que
nos rodean acaban de explotar, ¡qué vista! qué hermosura, qué
maravillosa es tu creación..."

¡Los que estaban conmigo comenzaron poco a poco a abrir


sus ojos! Habrán pensando qué me estaba pasando. Yo seguí:
“Señor, las rosas que tü hiciste, los pinos que tu formaste de
una semillita... Ahora me doy cuenta de por qué no tenemos
nuevas palabras para alabarte ni cantarte un cántico nuevo.
Ahora comprendo por qué David tenía tantas alabanzas para
darte. Es que oraba con los ojos abiertos. Y de paso, Señor,
¿dónde dice la Escritura que debemos cerrar los ojos para
orar? Realicé un recorrido relámpago en mi mente desde
Génesis hasta Apocalipsis y no pude encontrar en la concor-
dancia de mi mente ningün lugar en las Sagradas Escrituras
que nos instruyera a cerrar los ojos para orar. Es más, La Biblia
nos señala lo contrario. El Salmo 121:1 dice: ‘A las montañas
levanto mis ojos’. Y en el Salmo 8:3, leo: ‘Cuando contemplo tus
cielos, obras de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste’.
Evidentemente, estaba orando con los ojos abiertos. La Ultima
oración de JesUs que se menciona en los Evangelios señala que
Él elevó esta oración levantando los ojos al cielo (ver Juan

98

99

El discípulo

Con los ojos abiertos

17:1). Otra vez nuestra sagrada tradición nos ha hecho actuar


al revés de lo que dicen las Escrituras”.

A esta altura, todos mis compañeros ya estaban con sus


ojos abiertos mirando alrededor y yendo con su vista más lejos
que yo. Unos de ellos dijo: “¡Y qué del sol! ¿No es maravillo-
so? Acaso ¿puede negarse que sea un milagro de Dios? Padre,
¡qué grandioso eres! ¡Tú haces todo a la perfección!”. Y así
comenzamos a caminar por el gran parque con los ojos abier-
tos. Aspirábamos el aire intencionalmente y nos inclinábamos
a inhalar el perfume de las rosas y a glorificar a Dios. Después
de andar un rato mirando, tocando, oliendo y gustando por
todo el jardín, el más joven de ellos se trepó a un árbol y excla-
mó: “¡Cuántas cosas preciosas percibo desde aquí!”. Y comen-
zó a enumerarlas en alabanzas a Dios. Pronto todos nos habí-
amos trepado a los árboles y desde allí alabamos por lo que
veíamos a los gritos, cada uno desde un árbol. De más está
decir que ésta fue la reunión de oración más fuera de lo común
que tuvimos en toda la vida, aunque no fue la última.
Parecíamos un grupo de monos subidos a los árboles, gritan-
do y gesticulando. “¡Fíjense en esa vaca! -decía uno-, Dios las
hizo para que tengamos leche para nuestros hijos ¡Miren
cómo crecen las plantas por el poder del Señor! ¡Vean a ese
hombre allá a lo lejos! ¿Y qué de ese par de tórtolas? ¡Gloria
al Señor por la hermosura de su amor!”.

Cuando nos bajamos de los árboles, alguien exclamó:


“¡Vean el pasto!”. “¿Qué hay en el pasto? -le pregunté-, ¿es
que nunca antes lo habías visto?”. “Sí que lo había visto
— me contestó-, pero ahora lo veo como una gran alfombra
que Dios ha hecho para el mundo, y es gratis. ¡Gloria al
Señor por la maravillosa alfombra!”. Luego nos mirábamos
unos a otros y alabábamos a Dios uno por el otro, alabando
el carácter, la generosidad y las cosas positivas del otro. Y así
continuamos por casi cuatro horas. Puedo decir que fue una

100

de las reuniones de oración más provechosas que tuvimos,


por el hecho que nos transformó y nos hizo cambiar de para-
digma en cuanto a la alabanza como un idioma y no como
palabras aisladas. A partir de ese día, empezamos a orar con
los ojos abiertos y entramos en una dimensión nueva de la
alabanza. Creo que el cerrar los ojos tiene su lugar cuando
queremos como despedirnos del mundo visible y concentrar-
nos en el invisible (2 Corintios 4:18, Colosenses 3:1-3). Pero
para “alabarle por sus proezas” no hay mejor cosa que abrir
los ojos para mirarlas y describirlas.

Esto transformó por completo nuestra liturgia pentecostal


de alabanza. Antes cerrábamos bien fuertemente los ojos y,
como no veíamos nada, hacíamos cosas raras, como temblo-
res, gritos y llantos en nuestras reuniones. Como teníamos los
ojos cerrados, nos olvidábamos de que estábamos rodeados de
otras personas y hasta hacíamos gestos ridículos. Ahora nues-
tros rostros no reflejan esa expresión rara que parecía apro-
piarse de nosotros cuando orábamos. Sabemos que otros nos
están observando y ¡entonces ponemos caras lindas en armo-
nía con lo que nos rodea! Hasta hemos dejado de cambiar el
timbre de nuestra voz, porque aun eso hacíamos, al orar afec-
tábamos nuestra voz, algunos como hablando de ultratumba,
otros gritando como si Dios fuera sordo, otros en un tono sos-
tenido monótono, otros como implorando misericordia, y el
reiterado vocabulario. ¿Por qué orábamos así? Porque cerrába-
mos nuestros ojos y nos salíamos de la realidad que nos rode-
aba. No es incorrecto, cuando estamos solos en la meditación,
si nos molesta lo visible, cerrar los ojos para trasladarnos al
reino invisible. Pero no cuando estamos en un culto público
de alabanza.

Al tener los ojos abiertos, nos damos cuenta de que debe-


mos vivir solamente una clase de vida durante las veinticuatro
horas. Todo lo hacemos en la presencia de Dios y de nuestro

101

Con los ojos abiertos

El discípulo
prójimo. Su presencia está en nosotros y con nosotros siem-
pre. No es necesario que le hablemos de una manera especial,
distinta. Hablamos con Él en forma normal, como hablamos
con otros. No le gritemos, ni le lloremos, ni temblemos.
Seamos normales, alabémoslo. Es más, hasta los bancos en
nuestra congregación ahora los hemos dispuesto de una
manera no convencional. Cuando estábamos alineados uno
detrás del otro, lo único que veíamos era la nuca del que esta-
ba sentado delante de nosotros, teníamos poco para alabar.
Ahora queremos ver caras en lugar de nucas, por lo tanto al
poner los bancos en una especie de semicírculo, parece que
disfrutamos de una comunión mayor. Al ver que otros alaban
al Señor decimos: “Dios, gracias por mi hermano” y, mirando
alrededor, alabamos a Dios por cada uno de ellos.

En algunas oportunidades, nos es necesario cerrar los ojos


para mirar para adentro nuestro, escudriñar en lo profundo de
nuestro ser y exponerlo ante Dios. Pero cuando lo alabamos,
estamos expresando desde adentro hacia fuera y, al mirar a
nuestro alrededor, encontramos muchísimas cosas con las
cuales llenar nuestras cajas de alabanzas a Dios y al prójimo.
¿No era eso lo que hacía David? Es posible que viera acercar-
se por el camino a un pastor y que le dijera:

-Hola, ¿a dónde llevas el rebaño?

-A los pastos verdes y a las lagunas tranquilas al otro lado


de la colina.

Y David, puesto que era una persona espiritual, que hablaba


el idioma del reino, pudo apreciar la bondad de Dios en eso y se
dijo a sí mismo: “El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes
pastos me hace descansar. Junto a tranquilas aguas me conduce”
(Salmo 23:1-2). Si en lugar de David hubiéramos sido nosotros,
los cristianos carnales, los que nos hubiéramos encontrado con
un pastor de ovejas, nuestro saludo hubiera sido:

-Hola, pastor. ¿Cuánta lana le rinde cada oveja por


estación?

-Unos diez kilos.

-Y... ¿cuánto le pagan cada kilo?

-El precio que da el mercado. Entre quince y veinte dólares.

-Ya veo. Por lo tanto puede calcular unos doscientos dóla-


res por oveja, ¿verdad? ¡Buen negocio!

Materialismo puro. Sin embargo, vamos a la iglesia y con-


tinuamos cantando: “Gloria al Señor, aleluya”. Y el Señor dice
para sus adentros: “¡Mmm, el mismo disco rayado de siem-
pre!”. David dijo: “Canten al Señor un cántico nuevo” (Salmo
98:1). Si él hubiera sido como muchos de nuestros composi-
tores contemporáneos, con toda seguridad todavía sus herede-
ros nos estarían cobrando los derechos de esos salmos.
Todavía estarían vendiendo CD. David, empero, quería que
cada uno compusiera sus propios salmos. Estos no están limi-
tados a La Biblia. Son una proacción espontánea del hombre o
de la mujer espiritual en una circunstancia dada. Si le sucede
algo malo -como con frecuencia le ocurrió a David-, nuestra
reacción debería ser un salmo al Señor como él lo hizo. Si reci-
bimos buenas noticias, deberíamos proceder de igual modo.

Al escribir a los efesios, el apóstol Pablo señaló que la gente


llena del Espíritu hablaría con “salmos” (5:19), pero no nece-
sariamente los salmos de David. No es menester que estemos
llenos del Espíritu para cantarlos, ¡sólo tenemos que saber
leer! Sin embargo, el Espíritu dentro de nosotros puede darnos
salmos nuevos y originales. Con mucha frecuencia, cantamos
alabanzas que hemos tomado “prestadas”, como los salmos de
David. Yo las llamo alabanzas prestadas, cuando cantamos
himnos que compusieron otros, pero que los cantamos con la
actitud y respeto que ellos tuvieron al componerlos. Pero las

102

103

El discípulo

Con los ojos abiertos

llamo alabanzas robadas, cuando cantamos por cantar, sin el


corazón ni el sentimiento de los autores. Con seguridad que si
David estuviera entre nosotros, nos arrebataría el libro de sal-
mos de las manos diciéndonos: “¡Dejen de cantar así! Yo no
compuse los salmos para que ustedes los canten mientras
dejan volar su imaginación y piensan en otra cosa. Mi corazón
estaba rebosante cuando los escribí. Mis palabras eran una
explosión de lo que ocurría dentro de mi alma. Ustedes can-
tan con tanta apatía que hasta parecen aburridos mientras lo
hacen”.

Está mal que cantemos canciones robadas. No está mal que


tomemos algunas “prestadas", pero es mucho mejor si compo-
nemos nuevas canciones para el Señor, letras propias que
nacen en nuestro corazón. ¿Se acuerda de lo que pasó cuando
María fue a visitar a Elisabet en la montaña? ¿Cuál sería hoy
la conversación de dos señoras embarazadas de nuestra con-
gregación al encontrarse?: “¿De cuántos meses estás? ¿Cómo
te sientes? ¿Qué te gustaría que fuera: varón o nena? ¿Tienes
mucha ropa preparada para el ajuar del bebé? ¿Qué nombre le
vas a poner?”.

Pero mire qué diferente fue la conversación de María y


Elisabet. Cuando se encontraron, el saludo fue un salmo:
“Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz”
(Lucas 1:42). ¿Cuál fue la respuesta de María? Otros salmo:
“Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi
Salvador”, ¡el Magníficat! (Lucas 1:46 en adelante). Simeón
estaba lleno del Espíritu. Al ver al bebé Jesús, no dijo: “¡Qué
hermoso! ¿Cuánto tiempo tiene? ¿Cómo se llama?”, sino que
le brotó un salmo: “Según tu palabra, Soberano Señor, ya puedes
despedir a tu siervo en paz. Porque han visto mis ojos tu salva-
ción” (Lucas 2:29-30). La profetiza Ana hizo lo mismo. ¿Hay
algún impedimento para que las personas llenas de Espíritu
puedan expresarse espontáneamente con salmos que fluyen

desde dentro de tu ser? ¿Cómo reaccionamos ante las dificul-


tades, las muertes de seres queridos, la pérdida de bienes
materiales y las bendiciones y éxito material? La persona espi-
ritual responde con “salmos, himnos y canciones espirituales”
(Efesios 5:19).

Un día me encerré en mi oficina y dije: “Señor, hoy voy a


cantarte una canción nueva”. Tome mi guitarra y comencé a
rasguear: “Aleluya... Aleluya... Gloria al Señor”. Era muy
poco. No hizo falta mucho para descubrir mi pobreza. Fuera
de esas alabanzas prestadas que había tomado de David, de
María y de Wesley, no tenía nada. Pero seguí adelante y, desde
aquel día, aprendí a decirle a Dios, a través de salmos, cuánto
Él significa para mí. Muchas veces con mis ancianos hemos
cantado nuevas canciones al Señor, hablando y respondiendo
uno y otro por vez.

Hace ya algunos años, mi esposa y yo hicimos un viaje


largo por Israel y Europa. Al llegar a Roma, nos esperaban
muchas cartas de mi secretario, de nuestras madres que se
habían quedado cuidando nuestros niños y de ellos mismos.
Como es natural, primero abrimos las cartas de nuestros hijos.
El que entonces tenía seis años había escrito todas las palabras
que sabía: “Mamá, papá, tío, vaca, caballo”. En sí no era una
carta, pero era todo lo que había aprendido esos días en la
escuela. Martha y yo nos sentimos extasiados. “Fíjate esto
-nos decíamos el uno al otro-, ¡Qué precioso!”. El que tenía
cuatro años no sabía escribir, pero dibujó algo que parecía una
novia, el novio y el pastor que, por supuesto, era yo. “¡Mira
que precioso dibujo!”, exclamamos alborotados. Nos reíamos
de puro gozo y a la vez suspirábamos por volver a verlos y
tenerlos en nuestros brazos. Y luego le tocó el turno al peda-
cito arrugado de papel de nuestra pequeña que a la sazón con-
taba tres años. . . Había hecho un montón de garabatos. “¡Mira
esto!”, grité. Mi esposa empezó a llorar, y pronto yo lloraba

104

105

El discípulo

junto a ella mirando los garabatos de nuestra hijita más chica.


El pastor italiano que nos había traído la correspondencia no
nos quitaba los ojos de encima. Yo le mostraba los papeles y le
decía: “¡ Guarda che bello!". Como no eran sus hijos, eso no
significaba nada para él. Pero para mí y para mi esposa, esos
garabatitos eran grandes obras de arte, lo más hermoso del
mundo. Aún los conservamos. Cuando usted canta un cántico
nuevo, es decir algo suyo, aunque sea un garabatito como los
que yo componía con mi guitarra a solas para Dios, a Él lo
emociona muchísimo. Para Él no es un garabato. “Cantad a
Jehová cántico nuevo". En sus devociones privadas, hágale una
poesía, cántele una canción hecha por usted mismo. Al Señor
le va a gustar mucho más que si fuera el “Aleluya” de El Mesías
de Haendel, cantado por el coro del Tabernáculo Mormón.
Empiece a cantarle cántico nuevo, vuelque la actitud de su
corazón en palabras nuevas, cuéntele al Señor una historia con
los sucesos de ese día, de algo que vea a su alrededor.
Cualquier cosa que ponga de manifiesto su poder y su gloria.

Dios se mostrará tan alborotado que los ángeles del cielo lo


mirarán a Él con la misma extrañeza con que nos miró a
nosotros el pastor italiano. “¡Escuchen esto! -les dirá Dios-.
¡Es Juan Carlos con su guitarra! Ayer lo único que pudo can-
tar fue ‘Aleluya, Gloria al Señor’, pero hoy está añadiendo
palabras nuevas. ¡Óiganlo!”.

Es indudable que la Filarmónica Angelical y el coro de


ángeles pueden hacerlo mucho mejor, pero Dios les dirá:
“Estoy cansado de todo eso. Ahora déjenme escuchar por un
rato los garabatos de mi Juanit-o”. Llene sus cajas vacías con
palabras y canciones nuevas. Alabe al Señor por sus proezas.
SEGUNDA PARTE

Los odres nuevos

106

La perpetua

E s posible que todo lo que escribí hasta ahora le haya


gustado y que haya gozado la lectura, pero no lo bene-
ficiará nada si no estamos dispuestos a hacer frente al
desafío más urgente de la Iglesia: la perpetua niñez del creyen-
te. De nada nos valdrá escuchar esta enseñanza de hacerlo a
Cristo el Señor de nuestra vida, de servirle como siervo, de
amar al prójimo como a mí mismo, dar mi vida por mis her-
manos y amarnos como se aman el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, de cambiar la oración tradicional por el romance, de
alabar con los ojos abiertos, y de cantar un cántico nuevo al
Señor, repito, de nada nos valdrá toda esta enseñanza si no
estamos dispuestos a crecer. Crecer es cambiar, es transfor-
marnos cuando Dios nos renueva el entendimiento (Romanos
12:2). ¿Por qué tenemos una perpetua niñez? ¿Por qué no cre-
cemos? Porque el crecimiento no viene por oír los estudios
bíblicos, ni tomar notas ni comprar los casetes. Solo se crece
cuando se obedece lo que Dios nos manda. Oír las palabras de
Dios y no ponerlas en práctica es ser como el hombre necio
que edificó su casa sobre la arena. Los castillos en la arena
duran hasta la primera marea. La primera ola los derriba.
Obedecer es edificar sobre la roca un edificio de muchos pisos.
Es decir, CRECER. De esto trata la segunda parte del libro.

109

¿Niños por
siempre?

Sobre este tema tenemos mucho que decir aunque es difícil


explicarlo, porque a ustedes lo que les entra por un oído les
sale por el otro. En realidad, a estas alturas ya deberían ser
maestros, y sin embargo necesitan que alguien vuelva a ense-
ñarles las verdades más elementales de la palabra de Dios.
Dicho de otro modo, necesitan leche en vez de alimento sóli-
do. El que sólo se alimenta de leche es inexperto en el mensaje
de justicia; es como un niño de pecho. En cambio, el alimento
sólido es para los adultos, para los que tienen la capacidad de
distinguir entre lo bueno y lo malo, pues han ejercitado su
facultad de percepción espiritual. Por eso, dejando a un lado
las enseñanzas elementales acerca de Cristo, avancemos
hacia la madurez. No volvamos a poner los fundamentos,
tales como el arrepentimiento de las obras que conducen a la
muerte, la fe en Dios, la instrucción sobre bautismos, la impo-
sición de manos, la resurrección de los muertos y el juicio
eterno. Así procederemos, si Dios lo permite

(Hebreos 5:11-6:3)

111

El discípulo — —

Q uedé muy conmovido cuando Dios me hizo ver cuán


niños éramos tanto yo como mis diáconos y toda la
congregación. Cuando asumí el pastorado de El
Centro Evangelístico, los miembros que pudimos tabular al
mes de haber tomado la iglesia eran ciento ochenta y cuatro
personas. Elabía sido un grupo mucho más grande, pero el
cambio de pastor no fue tan feliz para los que perdieron al fun-
dador. El pastor anterior era un hombre de Dios, de mucha
experiencia, y todos lo queríamos mucho. La orden de que
deje a un obrero nacional en su lugar vino de la oficina central
de Misiones en EE. UU., y ahora esta iglesia debía conformar-
se con un jovencito argentino, después de haber tenido como
pastor a un misionero. Nos pusimos a trabajar muy fuerte y, al
cabo de dos años de buena organización y bastante trabajo de
extensión, llegamos casi a los seiscientos miembros. Nos habí-
amos triplicado. Hicimos cruzadas evangelistas. Organizamos
un sistema de seguimiento muy estricto, y conté con la ayuda,
no tanto de los diáconos, sino de los creyentes más jóvenes y
nuevos que me ayudaron al principio. Así me aboqué a la rápi-
da preparación de lideres de entre los nuevos creyentes.

Habla asistido a muchas convenciones relacionadas con la


evangelización y el crecimiento de la Iglesia de aquellos días, y
ponía en práctica todo cuanto sabía. Tuvimos la bendición de
contar como Ministro de Educación con una persona que se
había graduado en un seminario de los Estados Unidos, por lo
que nuestra Escuela Dominical iba viento en popa. La organiza-
ción juvenil, Embajadores de Cristo, andaba muy bien, y lo
mismo se podía decir de los grupos para adolescentes, el progra-
ma de Exploradores del Rey para los muchachitos y el de
Misioneritas para las niñas. La Confraternidad de Varones y otros
departamentos de la congregación funcionaban igualmente bien.
Nuestro sistema para seguir manteniendo contacto con
visitantes y nuevos era uno de los mejores. Contábamos con

¿Niños por siempre?

cartas circulares seriadas para cada grupo: hombres, mujeres,


niños, judíos, árabes y cualquier otra cosa que usted se pueda
imaginar. Carta número uno, dos, tres, etcétera. No había
computadoras en ese tiempo, pero teníamos una tarjeta para
cada persona, que nos mostraba exactamente qué ocurría con
quien aceptaba a Cristo: si se había bautizado, qué cartas se le
había enviado, las visitas personales, las llamadas telefónicas y
todo otro dato que pudiera resultarnos importante para man-
tenerlos. Teníamos un especialista para todo este trabajo y lo
llamábamos el líder del Departamento de Conservación de
Resultados. La denominación estaba tan impresionada con el
adelanto logrado, que en dos convenciones anuales consecuti-
vas de pastores, me invitaron a ser el orador principal para que
compartiera nuestro sistema de seguimiento y distribuyera a
los pastores los formularios que utilizábamos.

Sin embargo, detrás de todo eso, tenía la convicción que


algo estaba mal, que no funcionaba bien. Las cosas parecían
que marchaban bien mientras yo trabajara de 14 a 16 horas
por día. Pero si aflojaba un poco, todo parecía venirse abajo, y
eso me hacía sentir molesto. ¿Dónde estaba Dios en todo lo
que yo hacía? Llegó el día en que decidí hacer un alto. Les dije
a mis diáconos que necesitaba tomarme dos semanas para
dedicarlas a la oración. Me fui a una casa situada en el campo
y allí me metí de lleno en la oración y en la meditación. El
Espíritu Santo comenzó a quebrantarme. Lo primero que dis-
cerní fue como si Dios me dijera: “Juan Carlos, lo que estás
dirigiendo no es una iglesia. Es una empresa”. No comprendí
lo que el Espíritu Santo me estaba diciendo: “Estás promo-
viendo el evangelio de la misma manera que Coca Cola pro-
mueve su producto. Selecciones Reader’s Digest vende libros y
discos con ese sistema. Las compañías tabacaleras tienen éxito
con ese sistema. Te vales de todos los subterfugios humanos
que te enseñaron en seminarios de crecimiento. Pero ¿dónde

112

113

El discípulo
¿Niños por siempre?

está mi dedo en todo esto?”. No sabía qué contestar. Tuve que


reconocer que mi congregación, más que un cuerpo espiritual,
estaba organizada como una empresa comercial.

Pero esto no fue todo, el Señor me dijo más: “La Iglesia no


está creciendo. Está engordando. Son más en numero, pero no
crecen en calidad. Son más de lo mismo. No están maduran-
do, pareciéndose más a mí. Antes tenías doscientos bebés espi-
rituales y ahora tienes seiscientos bebés”. ¡Y yo no lo podía
negar! Como resultado de eso, percibí como que el Señor me
decía que lo que tenía a mi cargo era un orfanato más que una
familia espiritual. “Espiritualmente hablando, ninguno tiene
un padre. Tú no eres el padre de esa gente, sino que eres el
demasiado atareado director del orfanato. Te ocupas de man-
tener las luces encendidas, pagar las cuentas y mantener los
biberones llenos de leche, pero ni tú ni nadie en realidad hace
las veces de padre de esos bebes”, me dijo. Y por supuesto, una
vez más, el Señor estaba en lo cierto.

Sabía lo que estaba mal, pero no sabía como corregirlo.


Una revolución había comenzado en mi mente y en mi cora-
zón. La crisis era primero espiritual, luego metodológica. Al
regresar a mi casa, comencé a ver cada vez con más agudez y
crítica muchos de los defectos de nuestra iglesia y, más que
nada, la niñez de los creyentes, aun de los ancianos de la con-
gregación. Luego empecé a ver que esa no era solo una situa-
ción mía, sino de todos. Por años no se cambió el himnario,
porque no había sed de nada nuevo para cantarle a Dios. El
mismo anciano oraba el domingo como oraba hacía años, casi
las mismas palabras. Si una persona realmente crece en su
relación con el Señor, se notará la diferencia de año en año. No
pasaba así en mi iglesia ni en la de mis colegas.

¿Qué pensaría usted si me escuchara hablándole a mi espo-


sa de la misma manera hoy que como lo hice cuando me dirigí

a ella expresándole mi amor la primera vez? Nunca me olvida-


ré de ese día. Martha asistía a mi ñamante iglesia en La Cumbre,
Córdoba. Un domingo después de la reunión, le dije:

-Hermana Martha, quisiera conversar con usted unas


palabras.

-Muy bien, pastor.

-Hermana Martha, yo... en fin... yo quisiera... Yo quisiera


saber si usted ha notado que siento algo diferente por usted de
lo que siento por las otras hermanas jóvenes de la congrega-
ción... -Ella se puso pálida y me dijo:

-No, no he notado nada.

Así le hablé ese primer día. Ahora hace 46 años que esta-
mos casados y tenemos cuatro hijos y seis nietos. ¿Cree usted
que todavía, cuando hablo con mi amada Martha le digo:
“Hermana Martha, yo quisiera saber si usted ha notado que yo
siento algo diferente por usted de lo que siento por las otras
hermanas jóvenes”? No, nuestro diálogo es mucho más pro-
fundo de lo que fue en su faz inicial. Ahora con mirarnos, ya
sabemos lo que el otro piensa. Lamentablemente, en la iglesia
no ocurre lo mismo. Se pronuncian las mismas oraciones
siempre y siguen cantándose los mismos himnos de hace años,
la misma metodología, los mismos sistemas de Escuela
Dominical, reunión de jóvenes, coro, reunión de damas, etcé-
tera. Es la misma calesita. Es un sistema estático, no hay cre-
cimiento espiritual, la gente no se parece cada día más a Jesús,
no se crece en estatura, en formación de líderes. Hay gente que
asiste hace 30 años y nunca ha guiado a un amigo a Cristo,
porque no saben hacerlo y mucho menos discipularlo. Son
eternos consumidores y no productores. El crecimiento solo
numérico no es suficiente. Los cementerios también crecen en
números, tienen cada vez más de lo mismo.

114

115

El discípulo

¿Niños por siempre?

Otra evidencia de falta de crecimiento es la división que


existe en la Iglesia. Pablo dijo a los corintios que sus divisio-
nes eran evidencia de niñez espiritual. Se peleaban entre ellos.
Tenían preferencias por distintitos pastores, pero aun asi per-
manecían en la misma congregación. Nosotros, en cambio,
nos separamos, hablamos mal los unos de los otros y nos divi-
dimos en una infinidad de denominaciones y grupos indepen-
dientes sin ninguna conexión unos con otros. Estamos peor. Si
los corintios eran bebés en Cristo por lo que hacían, nosotros
somos nonatos. Y lo triste del caso es que, en lugar de mejo-
rar, empeoramos. Cada año surgen más divisiones y grupos
autónomos que luego se transforman en pequeñas denomina-
ciones. Nunca antes ha estado tan dividido el Cuerpo de
Cristo como últimamente.

Una tercera evidencia de niñez es que siempre estamos


más interesados en recibir que en dar, tal como los niños.
Siempre estamos esperando que el Señor nos ayude, en lugar
de ayudarlo nosotros en su reino, que Él haga esto por nos-
otros, en vez de hacer nosotros lo que Él nos pide, que nos
dé, que nos sane, que nos ayude a pagar las cuentas, a com-
prarnos una casa, un auto..., nunca dejamos de pedir. La
persona madura es la que da. El dar es una evidencia de
madurez. Cuando yo era niño pedía, ahora que soy un padre
maduro, doy.

Otra señal de niñez es la manera en que los cristianos están


más atraídos por los dones del Espíritu que por el fruto del
Espíritu. Se le da más importancia al hacer que al ser. Si el pas-
tor invita a su congregación a un evangelista con el ministerio
de sanidad física, prosperidad, caerse, reírse, la iglesia se llena
de bote a bote. A los niños les encanta todo lo que sea espec-
tacular, pero solamente aquellos que son crecidos se interesan
por cultivar el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad,
amabilidad, la fe, la mansedumbre y el dominio propio.

También demuestra falta de crecimiento el valor que le damos


a las cosas. Si un niño tiene que escoger entre una moneda de
oro y un chocolate, dará preferencia al dulce. En lo que se
refiere al materialismo, nos parecemos muchísimo a ellos.
Queremos la mejor casa, un auto de último modelo, una cuen-
ta en el banco con una fuerte suma de dinero. Esto tiene más
importancia para nosotros que ganar a otros para Cristo, ayu-
dar al pobre, crecer en el conocimiento de Dios y ser más
como Jesús. Damos preferente atención a lo material, lo pasa-
jero, lo que se ve, que a las cosas espirituales (ver 2 Corintos
4:18), porque carecemos de madurez para dar el verdadero
valor a cada cosa. Y peor todavía, tratamos de usar a Dios pre-
sionándolo en nuestras oraciones para conseguir las cosas
materiales que codiciamos. No es suficiente que nos ocupe-
mos en lo material, sino que tratemos todavía de coaccionar a
Dios para que nos ayude en ese esfuerzo. Nuestra conducta es
la de un niño egoísta.

Otra evidencia de inmadurez es la falta de obediencia en la


iglesia. Los niños son desobedientes. Tenemos gente que por
espacio de diez o veinte años ha conocido al Señor y no saben
aún como presentarle el evangelio a sus amigos, vecinos y
compañeros de trabajo o escuela. Tampoco se animan a disci-
pular a un nuevo creyente. Son personas estériles, no pueden
engendrar ni criar hijos espirituales. Les parece que han hecho
algo muy grande cuando simplemente invitan a alguien a una
reunión, cosa que es muy fácil. Todo depende del pastor. El
pastor tiene que evangelizarlo, guiarlo a Cristo, bautizarlo y
seguir cuidándolo por el resto de su vida. El escritor a los
Elebreos dice: “A estas alturas ya deberían ser maestros. . . ”
(Hebreos 5:12). Cada creyente debe aprender a enseñar lo que
aprendió, para que el pastor pueda seguir llevando hacia la
madurez a los más adelantados (ver Hebreos 6:1).
Precisamente porque el pastor es el que debe ocuparse de los

116

117

El discípulo

¿Niños por siempre?

nuevos, no puede ocuparse de hacer crecer a los viejos creyen-


tes. Así todos son niños, esas iglesias nos son una familia, sino
un orfanato.

¿Nunca se preguntó porqué Pablo dice que él casi no bau-


tizó a nadie? Escribiendo a los Corintios, una congregación
que había fundado, señaló: “Gracias a Dios que no bauticé a
ninguno de ustedes, excepto a Crispo y a Gayo ... también bauti-
cé a la familia de Estófanos; fuera de éstos, no recuerdo haber
bautizado a ningún otro” (1 Corintios 1:14-16). ¿Cómo, enton-
ces, leemos que “Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor
con toda su familia. También creyeron y fueron bautizados
muchos de los corintios que oyeron a Pablo” (Hechos 18:8)? A
Crispo lo bautizó Pablo, pero a los “muchos de los Corintios”,
¿quién los bautizaba? Seguramente, los discípulos de Pablo
traían la gente al Señor, los bautizaban y luego los discipulaban.
Evidentemente, a Crispo, a Gayo y a algunos otros discípulos,
Pablo los había evangelizado y bautizado, pero luego para
poder multiplicarse más rápido, cada discípulo, que también
era sacerdote (ver 1 Pedro 2:9) y ministro de reconciliación
(ver 2 Corintios 5:18-19), bautizaba y discipulaba. En la carta,
Pablo afirma el sacerdocio de todos los creyentes, todos los
nacidos de nuevo son ministros de reconciliación, embajado-
res de Cristo y voceros de Dios para reconciliar al mundo con
Él (ver 2 Corintios 5:17-20). Por lo tanto, debemos reconciliar
a las personas con Dios, bautizarlas y luego discipularlas,
dejando libres a los ministros de más experiencia y sabiduría
para que se ocupen de guiarlas a aguas más profundas de cre-
cimiento espiritual.
Como los domingos generalmente vienen a las reuniones
visitas o creyentes nuevos, los pastores nos tentamos a pre-
dicar el A B C de la salvación o de la vida cristiana, “las ver-
dades más elementales de la palabra de Dios ” (Hebreos 5:12),
pero los creyentes de más tiempo no son llevados “hacia la

madurez” (Hebreos 6:1). Muchas iglesias tienen hoy clases


para los que se convierten. Pero ¿quién se ocupa de ellos a
partir de ese momento? Cada niño que nace necesita atención
personal de los padres. No se puede discipulados desde el
pulpito los domingos. Jesús no discipulaba a los apóstoles en
sus discursos a las multitudes, sino que los llevaba aparte en
un grupo pequeño donde les daba deberes definidos que tení-
an que hacer y reportar a su maestro. Luego Él los corregía si
hacían algo mal y les daba nuevas instrucciones, cosas para
hacer, deberes que les llevaba a veces muchos días para cum-
plir, como ir a las villas y anunciarle el reino a la gente en sus
casas. Jesús era como un padre, maestro y director del semi-
nario. En la iglesia, no hay padres, ni maestros ni seminario.
Son todos niños que están siempre con la leche, o sea, escu-
chando, cantando y orando siempre las mismas cosas. Y los
pastores somos los directores de ese gran orfanato. No es de
extrañarse, entonces, que tantos nuevos creyentes se nos
escurran de entre los dedos. No debe sorprendernos que los
miles de “convertidos” de nuestras grandes cruzadas no per-
manezcan. Para decirlo con toda franqueza, muchos de los
nuevos creyentes no siguen fieles, porque se aburren de una
iglesia donde siempre pasa lo mismo. Todos los domingos, la
misma rutina. Por eso, a Satanás le resulta muy fácil mante-
nerlos en tinieblas (ver Lucas 8:12).

¿De quién es la culpa? Vez tras vez, se les reitera a los cre-
yentes que tienen que crecer, pero ¿cómo pueden hacerlo si
solo se los alimenta con leche o con “las verdades elementales
de la palabra de Dios”? La leche es buena por un tiempo, pero
el bebé necesita pasar a la comida sólida. Sin embargo, tampo-
co se puede culpar enteramente a los pastores porque hacemos
lo que nos han enseñado en los seminarios. Entonces, ¿quién
tiene la culpa? Creo que somos todos víctimas de una estruc-
tura de iglesia y enseñanza que mantiene a todos en el nivel de

118

119

El discípulo
¿Niños por siempre?

niños por el resto de sus vidas, estructuras que nadie se anima


a cambiar. Ellas solo sirven para informar a la gente, pero no
para formar vidas. Las estructuras tradicionales de oír sermo-
nes y estudios bíblicos que apelan al intelecto están tan arrai-
gadas en nosotros que se requeriría quizás una gran persecu-
ción para hacer los cambios necesarios con el fin de formar
discípulos de Jesucristo. Toda persona que tiene el Espíritu de
Cristo tiene el potencial de ser sacerdote, ministro de reconci-
liación. Nosotros, los pastores, tenemos la responsabilidad de
equipar a esos sacerdotes para que aprendan a funcionar como
tales. Si no detenemos nuestro ritmo de actividades para pre-
guntarle a Dios, y a nosotros mismos, si estamos haciendo
bien, si estamos realmente obedeciendo el mandamiento del
Señor de hacer discípulos, ¡entonces sí somos culpables!

Me resultó sobremanera difícil hacer un alto. Mi teléfono


sonaba de la mañana a la noche. De continuo tenía que man-
tener aceitada la maquinaria que yo mismo había puesto en
marcha en la iglesia, porque de lo contrario se detenía.
Además estábamos creciendo. Era como una empresa que
dependía totalmente de mi esfuerzo. Había llegado al borde
del agotamiento para tener una iglesia grande y mantener a
la gente. Estaba como Moisés cuando su suegro Jetro vino a
visitarlo (ver Éxodo 18:13-26). Gracias a Dios que llegó el
día en que el Señor me hizo detener mis actividades para
escucharlo a Él y meditar mejor en las Escrituras. El detener-
me fue intencional. Yo decidí separar dos semanas para orar.
Pero luego entendí que fue Él el que me detuvo; Él me dio
ese deseo (Filipenses 2:13), porque luego descubrí que había
otros pastores en la ciudad, en la nación y en el mundo que
tenían las mismas preocupaciones e inquietudes, y estaban
haciendo algo parecido. Lo que pasó en la Argentina comen-
zó a pasar en todo el mundo. Cuando la primera edición de
este libro Discípulo apareció en 1974, muchos pensaron que

era una herejía. Ahora todos están practicando lo que dice, y


ya perdí la cuenta de cuántas ediciones se han publicado.
Dios se estaba manifestando en todo el mundo en lo que era
el comienzo del movimiento carismático. Pero en la
Argentina, junto con ese movimiento, vinieron muchas otras
inquietudes en cuanto a las estructuras de la Iglesia. Muchos
entendimos que habíamos estado errados en cuanto a la rele-
vancia del Espíritu Santo. ¿Quién nos aseguraba que no está-
bamos errados en muchas otras cosas también? Un pastor de
una de las congregaciones más grandes en mi país dijo: “Si
mi denominación nos mintió en una cosa, ¿quién asegura
que no nos mintió en otras? ¡Revisemos todo de nuevo!
¡Escritura y estructura de la Iglesia!”. Era necesaria una revi-
sión total. Esas dos semanas de oración y ayuno a solas pro-
vocó una revolución en nuestra vida y en la congregación, y
tuvo repercusiones nacionales e internacionales al comenzar
una renovación. Fue allí que empezó el discipulado en gru-
pos pequeños o células, la unidad del Cuerpo, la práctica del
sacerdocio de todos los creyentes que ya creíamos en teoría,
el entrenamiento de los que antes llamábamos laicos para
hacer parte de un ministerio, la enseñanza de materias de
seminario, etcétera.

Fui uno de los más revolucionarios. Para dedicarme a equi-


par a los creyentes, antes de comenzar las células, decidí ense-
ñarles y llevarles comida más sólida los domingos desde el
pulpito. Pero ¿qué hacíamos con los nuevos? Decidimos que
nuevos y viejos estaríamos juntos durante la alabanza, que
también fue modificada. Fuimos los primeros en nuestra
denominación en cambiar nuestro himnario por uno más cen-
trado en Dios y en una teología más profunda, que precisa-
mente se llamaba “Cántico nuevo”. También, la nueva vida
renovada fue inspirando a pastores y a discípulos para crear
canciones nuevas, refranes centrados en Dios, generalmente

no

¡21

El discípulo

¿Niños por siempre?

doxologías que revolucionaron la adoración y la alabanza


hasta el día de hoy.

Fuimos motivo de burla cuando levantábamos las manos o


palmeábamos en las canciones de adoración y cuando danzá-
bamos en las canciones de alabanza. Ahora en todo mundo se
hace. Todo ocurrió porque hicimos un alto para decir: “Señor,
estamos mal, ¿qué es lo que tú quieres que hagamos?". A mí,
un pentecostal, Dios me guió a los monjes trapenses para
hacer un retiro personal con mi asistente y esperar en silencio
la respuesta de Dios a mis preguntas. Allí Él nos reveló que
estábamos peor de lo que pensábamos. En ese ayuno de dieci-
siete días, de repente, mi asistente oró así: “Señor, tu Iglesia
necesita una nueva pintada. No, no, Señor, primero debes
cambiarnos todo el revoque antes de pintar, ¡¿qué digo?! No,
señor, ¡debes tirar abajo las paredes y construirlas de nuevo!
No, Señor, perdón, debes escarbar y sacar los cimientos, ¡y
hacer todo un edificio nuevo!”. Así estaban nuestras almas de
cargadas. Eso nos llevó a prolongados ayunos y días de ora-
ción. En ese monasterio, había tiempo para meditar y contem-
plar. Los monjes trapenses se arrodillan, se tiran al suelo y
están en meditación silenciosa ocho horas por día, y las otras
dieciséis horas no hablan porque han hecho voto de silencio.
¡Imagínese, yo, un pentecostal, haciendo dos semanas de
silencio, sin pronunciar una palabra! Parecía una locura, pero
fue allí que Dios, al ver que le dimos una oportunidad para
hablar, haciendo silencio, nos habló; y como resultado comen-
zó una gran renovación que cambió el ambiente religioso para
siempre. Nos habló aun de destemplización y de comenzar
iglesias sin dinero y sin edificio. Es una pena que no nos ani-
mamos a eso, solo uno de nosotros, Néstor Soto, de Santiago,
Chile hizo el experimento con éxito. Pero hoy, después de casi
cuarenta años, muchísimos estadistas cristianos están escri-
biendo libros sobre la Iglesia posmoderna, donde afirman que

la Iglesia del futuro es en las casas y en los lugares de trabajo


con pastores no a sueldo.

¡Por fin le habíamos dado a Dios nuestra atención con


nuestro silencio, dándole la oportunidad para hablarnos! Esas
dos semanas de oración fueron el comienzo de una revisión
total de todos los programas de la congregación: enseñanza,
metodología, espiritualidad, perfeccionamiento de los creyen-
tes, ayuda a los necesitados, niños, jóvenes, Jesucristo, servi-
cio, en fin, todo. Volvimos de ese retiro, mi asistente Antonio
y yo, con menos kilos, pero llenos de gozo y del Espíritu
Santo. Bendiciendo también a nuestros hermanos, los monjes
trapenses, por habernos bendecidos. En esa primera visita al
monasterio, ellos también fueron bautizados en el Espíritu
Santo, dando eso un ímpetu inmenso al movimiento católico
carismático. Nos enriquecimos mutuamente. ¡Ellos compar-
tieron el silencio a los pentecostales, y nosotros les enseñamos
a gritar en otras lenguas y a cantar en el espíritu a los monjes
del silencio!

Parece increíble la cantidad de planes que los pastores ini-


ciamos y cuán pocos acabamos. En muchas visitas que hice a
distintas congregaciones, más de una vez el pastor me dijo:
“El mes que viene comenzamos con un nuevo programa. Ya
tenemos todo preparado y listo para empezar a marchar”.
Pero al otro año, cuando me volvía a encontrar con el pastor,
al preguntarle cómo le había ido con aquel programa, me
contestaba: “Oh, no nos fue posible cumplirlo, pero la sema-
na que viene, ya tenemos todo listo para empezar con algo
nuevo, distinto...”. ¿Por qué nuestros proyectos fracasan una
y otra vez? Porque tratamos de llevarlos a cabo valiéndonos
de creyentes inmaduros, bebés espirituales. Tanto usted como
yo sabemos que no se puede contar con los niños. Hacen
muchísimas promesas: “Sí, lo voy a hacer; me voy a portar
bien; prometo que haré lo que me pides", pero todas ellas no

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123

El discípulo

¿Niños por siempre?

son más que palabras. ¿Cómo va a lograr usted que un niño


tenga hijos? No los tendrá aunque haga fuerza, le imponga las
manos y le ore con ayuno. Pero si crece naturalmente, tendrá
hijos sin imponerle las manos, sin orar ni ayunar. Fue nece-
sario que el Señor me hiciera ver que la incapacidad para cre-
cer de los miembros de mi iglesia se debía a que mi enseñan-
za era solo leche, lo que el escritor de la epístola de los
Hebreos llama “verdades más elementales de la palabra de
Dios” (Hebreos 5:12) y “enseñanzas elementales acerca de
Cristo” (Hebreos 6:1). Pablo las describe como:

• Arrepentimiento y Fe, para salvación;

• Bautismos, para acoyuntarse en el Cuerpo de Cristo, o


familia o pueblo de Dios;

• Imposición de manos, para ser lleno del Espíritu Santo;

• La resurrección de los muertos o venida de Cristo;

• El juicio eterno, o sea, estar listos para ese día.

¡Eso era todo lo que había estado predicando por espacio


de veinte años! No habíamos “avanzado hacia la madurez”
espiritual. Aunque éramos creyentes, todavía éramos niños
carnales. Por eso, no crecíamos en calidad. El crecimiento
numérico, mejorando nuestro programa de servicios, de músi-
ca, de atención, de seguimiento no era completado con el cre-
cimiento en calidad de vida, transformando estos niños en
adultos en la semejanza de Jesucristo. Los cementerios tam-
bién crecen en número, son más de lo mismo. En la iglesia,
creíamos que habíamos crecido porque antes teníamos 200
miembros sin amor y ahora teníamos 400 sin amor. Teníamos
200 bebés y ahora contábamos 400. Por años teníamos des-
pués de cada servicio las filas largas de bebés para que les ore-
mos por sanidad, por el esposo, la tía, los hijos, el perro, la

suegra, siempre los mismos pidiendo lo mismo. No habían


aprendido a poner sus cargas sobre Jesús, poner primero el
reino, concentrarse en Dios y en sus planes, buscar al perdido,
extender su reino, discipular a sus vecinos y creer que Él daría
lo demás por añadidura.

Al revisar el material de la Escuela Dominical, comprobé


que también era solamente los rudimentos. Hice un repaso
mental de lo aprendido en la Escuela Bíblica, y constaté que
era lo mismo. Observé que el índice de cualquier libro de teo-
logía tiene un capítulo acerca de las Sagradas Escrituras, el
otro trata de Dios, otro respecto al hombre. Un cuarto acerca
de la Salvación; luego viene un capítulo que trata sobre el
Espíritu Santo. Y por supuesto, no falta un capítulo que se
refiere a la Segunda Venida y las últimas cosas. Eso es todo. No
hay nada que trate temas que van más allá de los “rudimentos
de la doctrina de Cristo” y que nos enseñe cómo funcionar
como sacerdotes y ministros de reconciliación en este mundo
que se pierde.

Yo pertenecía a una denominación que estaba a la vanguar-


dia de las demás, porque teníamos el Evangelio Completo o
pleno, también llamado cuadrangular, porque anunciábamos
cuatro doctrinas básicas: la Salvación, el Bautismo en el
Espíritu Santo, la Sanidad divina y la Segunda Venida de
Cristo. Y a esto lo llamábamos ¡el pleno evangelio! ¿Cómo
podíamos considerar estas cuatro cosas como el pleno evange-
lio cuando el escritor dice a los hebreos que esto son apenas
los primeros rudimentos? ¿Cómo no nos dimos cuenta de que
nuestro deber no era solo cantar “Lluvias pedimos, Señor” y
“Cuando allá se pase lista allí estaré”? ¿Cómo no nos dimos
cuenta de que debíamos perfeccionar a los creyentes hasta que
Cristo se forme en ellos, que se amen unos a otros, que perdo-
nen a los que los ofenden, que amen a sus enemigos, que vivan
en gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fe, que tengan

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125

El discípulo
¿Niños por siempre?

dominio propio, tal como Jesús, que engendren otros creyen-


tes y que los discipulen, oficiando asi como sacerdotes, recon-
ciliadores y embajadores de Cristo? Experimenté una gran
humillación al comprobar que el arrepentimiento, la fe, el
bautismo en el agua, el bautismo en el Espíritu, la sanidad
divina y el estar listo para la Segunda Venida de Cristo era algo
que en la Iglesia primitiva se lograba en un día, generalmen-
te el primer día en que la persona era salva. La gente se arre-
pentía, se bautizaba, les imponían las manos, se sanaban, eran
llenos del Espíritu Santo y estaban listos para la venida del
Señor, ¡todo esto pasaba el primer día! Lo que nosotros llamá-
bamos Evangelio Completo o cuadrangular, era simplemente
el punto de partida, ni siquiera la leche, sino el calostro desde
el cual los nuevos convertidos comenzaban a avanzar hacia la
madurez. Casi no sabía lo que era la leche y mucho menos la
comida sólida ¡Qué desilusión con mi evangelio! Debo confe-
sar con mucha humildad que, al decir que yo tenía un
“Evangelio Completo”, estaba infiriendo que los que no eran
pentecostales predicaban un evangelio incompleto. Luego, al
conocer más a los otros hermanos, me di cuenta de que nosotros
teníamos un evangelio ruidoso, y los otros, uno silencioso, esa
era la única diferencia.

En esos días, un pastor de una Iglesia Histórica que había


tenido una experiencia carismática me dijo:

-Pastor Ortiz, ahora estoy nadando en aguas profundas.


Me encuentro en una nueva dimensión del evangelio. Algo
que nunca creí que fuera posible.

-¿Qué le ha ocurrido, hermano? -le pregunté.

-Hermano, ¡hablo en lenguas! -me respondió alborozado.

-Eso no es nada -le contesté-. En la Iglesia primitiva, la


gente hablaba en lenguas el mismo día de su conversión.
Usted cree que está nadando en aguas profundas, pero igual

que la mayoría de nosotros, aún estamos caminando en la


playa con el agua hasta los tobillos. Lo más importante es lle-
gar a ser como Cristo.

Justo en esos días de tremenda inquietud, un joven univer-


sitario que se había convertido hacía poco más de un año y
estaba tan sediento que no faltaba a ninguna reunión, me dijo:

-Hermano Juan Carlos, me estuve examinando y llegué a


la conclusión de que, cuando llegué a la iglesia, vine con
tanta sed espiritual, que no me perdí ninguna reunión,
aprendí y aprendí durante los primeros seis meses. Aprendí
muchísimo, pero ahora me parece como que ya sé lo que
saben todos, y que los lemas son repetición de lo mismo. Me
siento como si me hubiera estancado, me siento como que
me estoy manteniendo, pero no crezco más como los primeros
seis meses.

Esto me cayó como otro balde de agua fría, me di cuenta


de que ¡era verdad! Yo les repetía las doctrinas de nuestra
denominación, los rudimentos. Precisamente, me habían
enseñado en el seminario que cada año debíamos predicar un
sermón sobre cada doctrina importante de nuestra denomina-
ción. No sabía la diferencia entre leche y comida sólida.
Entonces comencé a interesarme al descubrir que Pablo se
quejaba de que tenía que seguir dando leche cuando los cre-
yentes necesitaban comida sólida. Comencé a preguntarme
qué era eso y noté que le decía a los corintios que no podía
darles comida sólida por cuanto todavía eran bebés que solo
aguantaban leche (1 Corintios 3:2). Me sentí angustiado, así
estábamos yo, la iglesia y mi entera denominación. ¡Yo era
profesor del Instituto Bíblico! y no sabía lo que era comida
sólida, lo que Pablo no podía dar, porque sus interlocutores
eran bebés. Me preguntaba si nosotros tampoco estábamos
capacitados para recibir comida sólida ¿Sería que ese alimento

126

¡27

El discípulo

¿Niños por siempre?

no era para nosotros? Y al fin y al cabo, ¿qué era comida sóli-


da? La iglesia de Corinto no estaba aún lista para recibir
comida sólida y tenía el “evangelio completo”: hablaban en
lenguas, profetizaban y tenían los dones espirituales, pero a la
vez sufría de divisiones, peleas, inmoralidad, disputas entre
los hermanos, problemas matrimoniales, insubordinación,
abusos en la cena del Señor, tal como nosotros. Eran niños.
“Para ustedes, nada más que leche”, les dijo Pablo. Tampoco
los hebreos sabían lo que era la comida sólida, y el apóstol no
les podía hablar como a espirituales (Hebreos 5:11-14). De
manera que, en esas epístolas, no había comida sólida. Si esta
no está en La Biblia porque los interlocutores de Pablo no la
podían digerir, ¿cómo vamos a saber qué es comida sólida?
Así comencé a buscar en las Escrituras todo lo concerniente
a ella.

En el capítulo dos de la primera epístola a los corintios, tuve


un pequeño vislumbre de lo que es comida sólida. Lo descubrí
en el siguiente pasaje al notar, por primera vez, el significado del
cambio de pronombres: vosotros y nosotros. Los corintios eran
el vosotros , y Pablo y sus compañeros eran el nosotros. Veamos:

Así que, hermanos, cuando fui a vosotros (corintios carnales)


para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia
de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre
vosotros (corintios) cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste
crucificado. Y estuve entre vosotros (corintios) con debilidad,
y mucho temor y temblor ; y ni mi palabra ni mi predicación
fueron con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino
con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra
(de los corintos) fe no esté fundada en la sabiduría de los
hombres, sino en el poder de Dios.

Sin embargo, (nosotros, Pablo y su equipo, los espirituales)

hablamos sabiduría entre los que han alcanzado madurez; y


sabiduría, no de este siglo, ni de ¡os príncipes de este siglo, que
perecen. Mas (nosotros, Pablo y su equipo) hablamos sabi-
duría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios
predestinó antes de los siglos para nuestra gloría, la que nin-
guno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubie-
ran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria.
Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído
oyó, ni han subido al corazón de hombre, son las que Dios ha
preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a
nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña,
aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe
las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en
él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el
Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del
mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepa-
mos (nosotros) lo que Dios nos ha concedido, lo cual también
(nosotros) hablamos, no con palabras enseñadas por sabidu-
ría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando
lo espiritual a ¡o espiritual. Pero el hombre natural no percibe
las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locu-
ra, y no las puede entender, porque se han de discernir espiri-
tualmente. En cambio, el espiritual (nosotros) juzga todas las
cosas; pero él no es juzgado de nadie. Porque ¿quién conoció la
mente del Señor? ¿Quién la instruirá? Mas nosotros tenemos
la mente de Cristo.
De manera que yo, hermanos, no pude hablaros (a vosotros,
los corintios carnales) como a espirituales, sino como a car-
nales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche (a vos-
otros), y no comida sólida porque aún (vosotros) no erais
capaces, ni sois capaces todavía...”

(1 Corintios 2: 1-3:2 RVR)

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El discípulo

¿Niños por siempre?

La clave para comenzar a comprender este pasaje está en


los pronombres vosotros y nosotros. Aquí hay dos grupos de
personas. Un grupo son los corintios, a quienes el escritor
llama “niños carnales”. El otro grupo está formado por Pablo
y sus compañeros, que son los creyentes maduros y espiritua-
les “que han alcanzado madurez”. Cuando el apóstol usa el
pronombre vosotros se refiere a los corintios niños, cuando
dice nosotros se refiere a su grupo de personas espirituales y
maduras. Note que en 1 Corintios 2:1-5, se refiera a los corin-
tios que todavía son niños. Desde 2:6-16 se refiere a su grupo
de personas maduras y espirituales. Luego vuelve a los niños
en 3:1 en adelante, y los llama niños carnales que todavía no
pueden salir de la leche y que andan como hombres naturales
en vez de espirituales.

La niñez espiritual es la tragedia más grande de la Iglesia.


Los niños ocupan la mayor parte del tiempo de los pastores.
Ellos deben descuidar a los que tienen sed de crecer y que son
líderes en potencia para atender a los niños que nos dan tanto
trabajo, porque se ofenden, se enojan, caen en pecado, comien-
zas chismes y nos hacen descuidar a los más crecidos. Como
los sermones y enseñanzas van generalmente dirigidos a los
niños, los más crecidos se aburren y no crecen, algunos termi-
nan yéndose porque la iglesia parece ya no tener nada para
ellos. Muchos de estos maravillosos creyentes han formado lo
que llamamos grupos para eclesiásticos, grupos paralelos como
JUCUM, Juventud Para Cristo, Cruzada Estudiantil para
Cristo, Vida Joven, Hombres de Negocio, Ministerio a las
Cárceles, Profesionales Para Cristo, Especialidades Juveniles,
Hombres de promesa, Lapen, etcétera. Estas agrupaciones están
formadas por creyentes deseosos de servir al Señor en algo más
significativo y que abarque más que cantar en el coro, recoger
la ofrenda, ser ujier, diácono o anciano de una congregación.
Estas son personas con capacidades y visión. La estructura

miope del jardín de infantes de la iglesia, creada para mantener


niños, ya no les alcanza, no los motiva ni anima, por el contra-
rio, muchos pastores han luchado para que esos miembros no
se vayan a JUCUM o a otros ministerios, para que sigan con-
tando la ofrenda en sus reuniones o cantando en el coro. Si la
Iglesia funcionara como debiera, todas esas instituciones que
llamamos para iglesias no existirían. La Iglesia debería liberar a
sus miembros y más aún, entrenarlos para los muchos ministe-
rios que los grupos para eclesiásticos están supliendo. Alguien
ha dicho que hay organizaciones para eclesiásticos que hacen
más el trabajo de la Iglesia que la Iglesia misma, es decir, la
evangelización y discipulado. Y que, en muchos casos, parece
ser un ministerio más. ¿No debería la Iglesia evangelizar y dis-
cipular todos los niveles de la sociedad? Estos movimientos
han nacido de una necesidad. La Iglesia no se ocupó de sus
jóvenes, ni de las escuelas, ni de los presos, ni de discipular, ni
de los hombres de negocio, ni de los profesionales, ni de las
mujeres, ni de los estudiantes, ni de los políticos. Es un desper-
dicio poner como ujier, o a contar la ofrenda o a cantar en el
coro a un profesional o empresario exitoso. Sí, pueden cantar
los domingos, pero sus dones, talentos y capacidades son más
aprovechados equipándolos para evangelizar a sus colegas y
empleados. Estos necesitan comida sólida para conocer más a
Dios y descubrir su ministerio donde Él los ha ubicado en la
sociedad. No todos los miembros de la Iglesia son profesiona-
les o empresarios, pero una mucama puede llevar a Cristo a sus
patrones, con su comportamiento y sus palabras. Un ama de
casa puede llevar a Cristo a sus sirvientes. Un alumno ejemplar
puede llevar a Cristo a su maestro y a sus compañeros. Un
dueño de una fábrica puede transformarse en el pastor de sus
obreros. Un empleado responsable puede llevar a Cristo a su
patrón, etc., pero para eso hay que entrenarlos y comisionarlos
a esos ministerios en vez de usarlos solamente para la rutina de

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131

El discípulo

los cultos. Para mantener en la Iglesia a gente inteligente y


deseosa de ampliar sus conocimientos, tenemos que llevarlos a
la comida sólida y diversificar los ministerios donde cada uno
pueda usar sus talentos y dones.

¿Qué es la

comida

sólida?

J esús dijo a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan aún


por decirles, que por ahora no podrían soportar. Pero cuan-
do venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la ver-
. porque no hablará por su propia cuenta sino que dirá solo
lo que oigay les anunciará las cosas porvenir” (Juan 16:12-13).
Pablo fue el que recibió más revelación, lo que Cristo no
pudo decirles a ellos. Fue llevado al tercer cielo y allí recibió
un lavado de cerebro de su religión judaica: vio y oyó cosas
que ojo no había visto ni oído había oído, ni siquiera alguien
podía haberlo imaginado. Tanto que algunas cosas “a los
humanos no se nos permite expresar” (2 Corintios 12:4). Y
Pedro mismo confiesa que entre las cosas que dice Pablo, “con
la sabiduría que Dios le dio (...) hay algunos puntos difíciles de
entender” (2 Pedro 3:15-16). Lo que Pablo recibió era comida
sólida para los judíos y la gente de esa época, porque era algo
desconocido: la gracia de Dios. Todo lo que se conocía era la
ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente. Todos los sis-
temas religiosos estaban basados en ese principio, desde el
código de Hamurabi, la Ley de Moisés y los preceptos de

133

El discípulo

¿Qué es la comida sólida?

todas las religiones. La gracia era un misterio totalmente


ignorado, ni siquiera los doce discípulos conocían el misterio
del Evangelio de la Gracia de Dios (ver Efesios 6:19, Gálatas
1:11-12). ¡Cómo le costó a Pedro ir a la casa de Cornelio!
(Hechos 10:28), ¡cómo le costó bautizar a los gentiles!
(Hechos 10:47-48), ¡cómo le costó estar entre lo gentiles en
Antioquía! (Gálatas 3:11-21). Fue Pablo el que recibió la
comida sólida directamente de Jesús. Ahora esa comida o
sabiduría del apóstol es ciencia, porque está claramente reve-
lada en las Escrituras, es algo conocido, sabido.

Pablo describe la comida sólida, o vianda o carne como


“sabiduría no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo (...)
Sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta (...) la que
ninguno de los príncipes de este siglo conoció (...) cosa que ojo no
vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre”.

Las palabras claves de lo que es comida sólida son:

• “No de este siglo, ni de los príncipes de este siglo” (sacer-


dotes, teólogos, levitas)

• “Sabiduría de Dios en misterio”

• “Sabiduría oculta”

• “Cosa que ojo no vio ni oído oyó”

• “ni ha subido en corazón del hombre”

Cuando algo es misterioso y oculto, que nadie nunca vio ni


oyó, ni siquiera se lo ha imaginado, solo se lo puede recibir
por revelación de Dios. Comida sólida es algo que no está
escrito ni revelado. Si está revelado, ya no es sabiduría, sino
ciencia o conocimiento.

¿Cuál es la diferencia entre ‘leche’ y ‘comida sólida’? La


leche es CIENCIA o conocimiento, algo sabido, ya revelado.

constatado, lo que ya no es misterio, es claro, lo que está escri-


to, lo comprobado, lo que sabemos. Uno puede aprender cien-
cia en la universidad, pero la sabiduría no se recibe allí. Lodo
el mundo puede llegar a tener conocimiento a través de la lec-
tura, la investigación y el estudio. La ciencia está a disposición
de todos.

SABIDURÍA, en cambio, no la tienen todos. La sabiduría es


algo que escasea, es entrar en lo desconocido. Para entrar en
lo desconocido hay que ser sabio. Los sabios son los que traen
a la luz lo hasta ahora desconocido y lo hacen conocido. Ellos
hacen la ciencia. Alberto Einstein era un sabio. Él nos reveló
cosas que no se sabían y que revolucionaron la ciencia. La
sabiduría no se estudia, es una percepción quizá sobrenatural.
El sabio no se hace por estudiar, aunque son estudiosos, sino
que le encanta el estudio porque es sabio. Se nace sabio, desde
niño uno se da cuenta de que sobresale de los demás. La cien-
cia puede darle algunas bases a un sabio, pero muchas veces el
sabio descubrió que la ciencia estaba equivocada. El sabio
siempre va mas allá de lo que se conoce. Descubre, crea, entra
en lo escondido y misterioso, en lo que el ojo nunca ha visto
ni el oído ha oído. Espiritualmente, la comida sólida es Dios
mismo. Es conocerlo más a Él y sus planes. La Biblia no tiene
todo lo concerniente al Padre. Ella es un ejemplo de lo que los
hombres espiritualmente sabios consiguieron saber acerca del
Señor. Pero hay mucho más. Un libro no puede contener al
creador del gran universo, al eterno e infinito, al que pertene-
ce a una dimensión desconocida, al que contiene toda la crea-
ción. Él es omnipresente, sabe lo que cada mente piensa y
puso la información sobre nuestra personalidad en cada célu-
la. Creó nuestro genoma, el ADN de cada persona, todo el
orden de nuestros genes, aquello que nos hace diferentes a
todos los demás. Por eso, nos conoce íntimamente a todos,
porque Él nos formó en el vientre de nuestra madre y, antes

134

135

El discípulo

¿Qué es la comida sólida?

que nos concibieran, ya nos conocía porque puso el informe


de cómo seríamos en las células. Nunca terminaremos de
conocer a Dios. ¡Por eso es necesaria la vida eterna! “Esta es la
vida eterna: que te conozcan...” (J uan 17:3).

Podemos decir que todo lo que las Sagradas Escrituras


dicen de Dios es ahora leche, ciencia. Podemos estudiarlas,
enseñarlas y desarrollar con su contenido una teología siste-
mática sobre Dios, el hombre, la Iglesia, etcétera. Sin embargo,
todo lo que dice la inmensa Biblia es una micronésima parte
comparado con todo lo que la divinidad realmente es, lo que
los seres angelicales son, el cosmos, el universo, las miríadas
de razas en las millones de galaxias. Al nacer de nuevo por el
Espíritu de Dios, se nos otorga la capacidad, ya en esta tierra,
de dejar de ser seres solamente carnales y físicos, y comenzar
a ser seres espirituales, es decir, con la posibilidad de conocer
a Dios y su inmenso reino espiritual, eterno, infinito e invisi-
ble. Aunque no vemos ni a Él ni a los ángeles, sabemos que
existen y, por la fe, podemos desde ya comenzar a tener rela-
ción con ellos. Es muy curioso que cuando uno recibe el
Espíritu Santo, que nos transforma en espirituales, con ello
viene el don de lenguas angelicales. Éstas, generalmente, fun-
cionan cuando estamos en intensa oración o comunión con el
reino invisible. Es el Espíritu Santo a través nuestro comuni-
cándose con palabras con los seres angelicales. Cuando en
meditación, sea a través de la mente, sea a través de intuicio-
nes, u ocurrencias o ideas que recibimos en esa conexión espi-
ritual con Dios, tenemos “revelaciones”, es decir, cosas que no
sabíamos antes, estamos recibiendo comida sólida o sabiduría
oculta, porque solo el Señor puede revelar los misterios. Esta
sabiduría espiritual produce revelación de lo hasta ese
momento misterioso.

Eso es lo que le pasó a Pablo (2 Corintios 12:1-4), quien


dijo cosas extraordinarias. Es imposible que un creyente criado

a los pies de Gamaliel, el gran maestro de la ley, tan fanático


con la ley de Moisés que perseguía y mataba a los creyentes,
luego escribiera lo que él escribió acerca de ella. La suplantó
con la gran revelación de la gracia. Los escritos de Pablo en sí,
y la autoridad con que lo dijo y escribió, tienen intrínsicamen-
te la prueba de revelación divina. A un judío religioso, nunca
podría habérsele ocurrido algo semejante: la gracia. Su cerebro
tiene que haber sido lavado por Dios y luego llenado con ella.
A veces yo me pregunto cuáles eran las cosas que no pudo
decir, que no le fue permitido expresar en aquel tiempo tan
cerca de la época de la ley hebrea. El apóstol dice cosas más
profundas a los colosenses y a los efesios, pero aún había cosas
que no las podía decir en ese momento y otras que “a los
humanos no se nos permite expresar”. Dios se las reserva para
revelarlas Él mismo directamente a los que inquieren en su
templo. Es muy lógico que un libro no pueda contener a Dios.
Juan dice que si se escribiera todo lo que Jesús hizo y dijo en
solo sus tres años de ministerio, el mundo no alcanzaría para
poner los libros. Estoy convencido de que nuestro Padre Dios,
nuestro Señor Jesucristo y nuestro Consolador el Espíritu
Santo, son mucho, pero mucho más profundos que lo que nos
revelan las Escrituras. Creo que nadie puede terminar un libro
de teología... siempre sigue abierto. Por eso, necesitaremos
una eternidad para seguir conociendo, y aún así no lo lograre-
mos, porque hay que ser Dios mismo para conocerlo a Él.
Jesús dijo: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único
Dios verdadero, y a Jesucristo..." (Juan 17:3-4). Hace falta una
eternidad para conocer y seguir conociendo a la divinidad y
aprender de Él.

La comida sólida no es para todos los creyentes al mismo


tiempo, la vida cristiana es como una escuela que comienza con
primer grado y se sigue ascendiendo. A medida que crecemos
en el conocimiento de Dios y de su Hijo, iremos avanzando y

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137

¿Qué es la comida sólida?

El discípulo

recibiendo más revelación de Él. Pablo llegó a saber mucho


más de Dios, de Jesucristo y del Espíritu Santo, que lo que dijo
personalmente a sus discípulos y que lo que escribió. Solo los
creyentes bien crecidos, maduros, que han tomado bien la
leche espiritual, es decir que conocen muy bien lo que ya está
revelado, las Escrituras, pero que a la vez, separan mucho
tiempo para estar con Dios en meditación silenciosa, contem-
plación y visualización por la fe de lo invisible, pueden recibir
platillos de comida sólida o revelación. Es conveniente que
estos creyentes crecidos estén en unidad y conectados para
comparar sus revelaciones con la Palabra y entre ellos, para
garantir que no haya excesos ni herejías.

Resumiendo: leche es lo que sabemos, comida sólida lo que


no sabemos. La leche es lo revelado y está disponible en las
Sagradas Escrituras, la comida sólida debemos buscarla en
Dios mismo. Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo que bajó del cielo ...
mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El
que come mí carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”
(Juan 6:51, 55-56). La leche se bebe estudiando lo revelado, la
comida sólida es comerlo a Dios mismo. Él continúa manifes-
tándose a los que tienen hambre de Él mismo. La leche es lo
que tengo, la comida sólida es lo que mi ser anhela después de
esa leche. La leche es la doctrina de Jesús y los apóstoles, el
sermón del monte, los mandamientos a los esposos, las espo-
sas, los hijos, los ciudadanos, los ricos, los pobres, los señores,
los esclavos (ver Tito 2 y 3). La comida sólida es lo que Dios
nos revela, es una sabiduría oculta, es revelar algo misterioso,
cosa que ojo no vio ni oído oyó. Es para los más maduros, es
para los espirituales, no para los carnales, y es muy importante
y muy necesaria. La comida sólida se recibe ministrando a
Dios (Hechos 13:1-3).

En Hebreos 5:11 hasta 6:2 se nos afirma que hay algo mis-
terioso y no revelado sobre Melquisedec. Pablo dijo algo sobre

él, pero no lo suficiente (Hebreos 7:1-6 y 14-17). Pero es evi-


dente que se privó de decir lo mucho más que sabía, porque
quizás los hebreos no lo hubieran podido aceptar ni digerir.
Ellos tenían un concepto muy definido acerca de Melquisedec.
Si Pablo les decía todo lo que él ahora sabía, después de haber
estado en el tercer cielo, en las oficinas centrales del reino cós-
mico de Dios, palabras diferentes a lo que los judíos creían,
ellos lo hubieran tenido por más loco todavía (2 Corintios
11:1). Pablo dijo que tenía mucho para decir sobre
Melquisedec y su orden sacerdotal, aunque era difícil explicar-
lo. No les podía contar nada “porque a ustedes lo que les entra
por un oído les sale por el otro ... necesitan que alguien vuelva a
enseñarles las verdades más elementales de la palabra de Dios ...
necesitan leche en vez de alimento sólido” (Hebreos 5:11-12).

La sabiduría de Dios o comida sólida es para los más avan-


zados, que ya han bebido toda la leche y tienen hambre de
conocer más a Dios, y saber “lo que Dios ha preparado para
quienes lo aman” (1 Corintios 2:9). Los que lo aman tanto
separan mucho tiempo para meditar, contemplar y visualizar
el reino espiritual, recrearse en su templo (Salmo 27:4),
“entrar en el lugar Santísimo” (Hebreos 10:19), buscarlas cosas
de arriba (Colosenses 3:1-3), acercarse “al Monte Sión, a la
Jerusalén celestial, a la ciudad del Dios viviente. Se han acercado
a millares y millares de ángeles, a una asamblea gozosa, a la igle-
sia de los primogénitos inscritos en el cielo ... los espíritus de los
justos que han llegado a la perfección” (Hebreos 12: 22-23). Los
que buscamos al Señor “no nos fijamos en lo visible sino en lo
invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no
se ve es eterno” (2 Corintios 4:18).

Ser carnal significa estar conscientes más bien de las cosas


y de las personas visibles y materiales de esta vida, las necesi-
dades de aquí, del mundo. Ser espiritual significa estar cons-
cientes del reino invisible y espiritual de Dios, de los ángeles,

138

139

El discípulo —

de los santos y de la actividad en el reino. Los espirituales se


juntan en grupos pequeños, como el de Hechos 13:1-3, sepa-
rando un día o más para orar en ayuno y ministrar al Señor. Él
les reveló sus necesidades y ellos las suplieron.

Pablo sabia más de los misterios de Dios que ningún otro


escritor de La Biblia. Por eso, en el cuadro de honor de los
cristianos, primero está Jesús y luego Pablo. Nosotros tenemos
una desventaja con los hijos de Pablo, como Timoteo, Tito y
Filemón. Seguramente, el apóstol, cuando predicaba y enseña-
ba, decía mucho más de lo que escribía. Y ellos lo escucharon,
porque las epístolas fueron escritas después que él había esta-
do presente para corregir malas interpretaciones o desviacio-
nes. La médula de su enseñanza la daba en persona. Sus car-
tas no nos dan el contenido principal de las enseñanzas
apostólicas. Son solamente instrucciones sobre las cosas que
necesitaban ser corregidas. No sabemos todo lo que Pablo
enseñó mientras se encontraba ya sea en Corinto, Antioquía,
Troas, Tesalónica o en cualquier otra ciudad. La única epísto-
la que nos da la medula de algo de su enseñanza en forma
esquemática es la de los Romanos, porque como él no había
estado todavía en Roma, les enseña la doctrina del pecado, la
justificación y la santificación, por escrito. Y por esta epístola,
sabemos tanto de los rudimentos de la doctrina de Cristo. Las
cartas a los corintios son leche (1 Corintios 3:1-3). La de los
hebreos, también (Hebreos 5:12) En nuestros seminarios,
tanto Romanos como Hebreos son epístolas “profundas”. Si
nos cuesta comprender bien la leche, ¿qué haremos con “la
sabiduría que no es de este siglo” o comida sólida? Creo aún
más que Pablo no decía todo cuando predicaba y enseñaba
personalmente, porque en la audiencia la mayoría eran niños.
Donde hubiera deseado estar, era en su grupo íntimo de discí-
pulos, como Timoteo, Tito, Filemón, Epafrodito, etc., para
escuchar sus conversaciones (1 Corintios 2:6,10, 12-13).

iQué es la comida sólida?

La comida sólida es pesada y a veces cae mal. Por eso, la


“sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta” o revelación,
es muy bueno hablarla “entre maduros" o espirituales, y com-
pararla con las Escrituras antes de enseñarla a creyentes más
débiles o nuevos. De otra manera, puede causar “malestares
estomacales”, porque son comidas a las cuales no estamos
acostumbrados. Pueden ser cosas totalmente opuestas a algunas
de nuestras amadas tradiciones. El tema del alimento sólido es
material para todo un nuevo libro completo.

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141

de los
El crecimiento
espiritual
creyentes

Y él mismo constituyó a unos, apósto-


les; a otros profetas; a otros evangelis-
tas; y a otros, pastores y maestros, a
fin de capacitar al pueblo de Dios
para la obra de servicio, para edificar
el cuerpo de Cristo. De este modo
todos llegaremos a la unidad de la fe y
del conocimiento del Hijo de Dios, a
una humanidad perfecta que se con-
forme a la plena estatura de Cristo

(Efesios 4 : 11 - 13 )

C uando descubría una incongruencia, algo que creía que


estaba errado en la Iglesia o que necesitaba ser reforma-
do, renovado o descontinuado, me concentraba en
cómo hallar la respuesta para solucionarlo. Pero yo no era el
único. Dios estaba inquietando a muchos otros pastores de

143

El discípulo

El crecimiento espiritual de los creyentes

distintos grupos, que junto conmigo, estábamos de acuerdo


en la necesidad de cambios, aunque no sabíamos cómo
hacerlos. Éramos pastores tocados por el movimiento caris-
mático que nos juntábamos a orar. El pertenecer a un grupo
conocedor de las Escrituras y con experiencia en el ministe-
rio nos hacía sentir más confiados, con menos miedo de ser
demasiado radicales, porque entre todos nos controlábamos.
Cuando la idea de uno parecía desbalanceada, el otro se lo
hacía notar. Este grupo de pastores era muy heterogéneo,
porque cada uno traía un énfasis distinto, había sacerdotes
católicos, episcopales, bautistas, menonitas, de la Alianza
Cristiana, hermanos libres, metodistas, pentecostales, etcéte-
ra. Por eso, en la Argentina, la renovación fue no solo caris-
mática, sino también de estructuras de la iglesia, métodos de
enseñanza, compromiso con el Señor Jesucristo, amor entre
hermanos, discipulado, práctica del sacerdocio universal de
los creyentes, la ayuda mutua, la unidad de la iglesia, el rol
de los edificios, la música, la alabanza, la oración, etcétera.
Cuando hablamos de estructuras, este pasaje clave de la epís-
tola a los efesios fue el primer puntapié.

Comprendimos que nuestro trabajo como pastores, al


comenzar una obra, era hacer el trabajo de evangelista y hacer
la obra del ministerio con los primeros. Pero no bien tenía-
mos un grupo de discípulos, debíamos entrenarlos y equipar-
los para que ellos hagan la obra, transformándolos en líderes,
primero de pequeños grupos y luego de grupos más grandes.
Esto les haría crecer y les daría la madurez necesaria para que
engendren otros discípulos-líderes. Pero no sabíamos hacer-
lo. Hasta ese entonces solo manteníamos a la gente para no
perderla, pero no la perfeccionábamos para el ministerio.
Muchas de nuestras actividades eran pura y exclusivamente
diseñadas para mantener a los creyentes, involucrándolos en
alguna actividad como coro, ujieres, levantar la ofrenda, el

sonido, maestro de Escuela Dominical y algunas otras cositas


tradicionales, tomando alguna responsabilidad, aunque sea
regar las plantas, para que no se fueran de la iglesia.

Toda vez que iba de visita a alguna congregación, el pas-


tor de inmediato me decía: “Hermano Ortiz, ¿qué ideas nue-
vas tiene para el crecimiento de la iglesia? ¿Qué están
haciendo en la Confraternidad de Varones? ¿Qué hacen los
jóvenes?”. Siempre estábamos en la búsqueda de algo nuevo,
atractivo, que nos permita mantener a la gente asistiendo a
las actividades; eso era el éxito para los pastores. Pero luego
entendimos que eso no era nuestro ministerio, sino transfor-
mar a los discípulos en otros como nosotros. Todos sacerdo-
tes. El escritor de Hebreos dice de ese tipo de creyentes: “...
a estas alturas ya deberían ser maestros, y sin embargo necesi-
tan que alguien vuelva a enseñarles las verdades elementales de
la palabra de Dios’’ (5:12). Esta era exactamente la situación
de los miembros de nuestras iglesias. Pablo esperaba algo
mejor; que los que eran alumnos ayer fueran maestros hoy y
enseñen a otros lo que ellos habían aprendido. Y aquí hay un
principio muy importante del proceso de aprendizaje. Uno
aprende más cuando tiene que enseñar que cuando es alum-
no. Los eternos alumnos no aprenden tanto como uno cree.
Uno recién comprende el tema cuando tiene que enseñarlo a
otros y a veces, ¡mientras lo enseña! Según cómo enseña
sabremos si comprendió. Si no enseñan, ¿cómo sabremos si
han aprendido?

En el capítulo cuatro de Efesios, notamos que los apósto-


les, profetas, maestros y pastores deben equipar a los santos
para que hagan la obra del ministerio. Un arquitecto no se
dedica a construir edificios personalmente; sino a diseñarlos y
dirigir la obra. Si el arquitecto tuviera que colocar todos los
ladrillos y completar el edificio por si solo en vez de dirigir la
construcción, quizás podría hacer un solo edificio de varios

144

145

El discípulo

El crecimiento espiritual de los creyentes

pisos en toda su vida. Pero, entrenando a otros para que lo


hagan, pueden ser hechos muchos edificios al mismo tiempo.

Hoy la Iglesia necesita apóstoles, o sea arquitectos e inge-


nieros. Alguien que tenga la visión, que haga los planos, que
entrene obreros y dirija la obra. Hace falta líderes que tengan
un propósito claro de a dónde quieren ir y cómo llegar allí, y
equipar a los creyentes para lograrlo. Muchos de nuestros edi-
ficios están torcidos y defectuosos, porque los hacemos sin
ningún plan. A veces se nos cae la construcción, porque nos
descuidamos u olvidamos algún detalle o elemento. Por eso,
hay diáconos ineptos, divisiones, dejamos de crecer, perdemos
los jóvenes, no permanecen los niños, etc., porque no tenía-
mos un plano con todas las necesidades detalladas y en su
orden, ni enseñanza graduada.

Asimismo los arquitectos son los que tiene a su cargo la


tarea de preparar futuros arquitectos, o tomando otra vez el
lenguaje bíblico, los líderes deben producir otros líderes, dis-
cipular. El blanco es que todos lleguemos a ser como Cristo.
Llegar "a la plena estatura de Cristo”. El Padre anhela que
todos alcancen la misma estatura del Hijo. Y los pastores
somos, en primer lugar, los que debemos lograr esa madurez
para ser el ejemplo de nuestros discípulos. Nuestros creyentes
no deben ser “niños, zarandeados por las olas y llevados de aquí
para allá por todo viento de enseñanza ... Mas bien, al vivir la
verdad con amor, creceremos hasta ser en todo como aquel que es
la cabeza, es decir, Cristo” (Efesios 4:14-15).

Cuando Pablo dejó este mundo, quedaron en su lugar


Timoteo, Tito, Filemón y otros. Jesús retornó al Padre conten-
to y satisfecho, porque detrás de Él, quedaban doce réplicas
de sí mismo. Los doce que formaban su congregación no
tuvieron que escribir al obispo pidiéndole que les mande un
pastor para reemplazar a Jesús que se había ido: Señor

Obispo, por favor mándenos otro pastor porque el que tenía-


mos se acaba de ir al cielo, gracias”. Los apóstoles habían cre-
cido y estaban en condiciones de ocupar el lugar de Jesús
multiplicado por doce. Además Jesús había prometido el
Espíritu Santo para que puedan seguir su obra y los autorizó
a actuar en su nombre.

¿Por qué en la Iglesia contemporánea, cuando alguien


quiere prepararse para el ministerio debe dejar la iglesia e ir
a un seminario? Porque aquella no está cumpliendo debida-
mente sus funciones de equipar a todos los creyentes para el
ministerio. Los seminarios, a pesar de todo el bien que han
hecho, han dividido otra vez a los creyentes entre clérigos y
laicos. Un simple discípulo, Ananías, fue a evangelizar, bau-
tizar e imponer las manos sobre Saulo de Tarso para que sea
lleno del Espíritu Santo. Si los pastores estuviéramos equi-
pando a los santos para hacer la obra del ministerio, las igle-
sias serían iglesias-seminarios, como la de Antioquía y como
Jesús, que era Pastor y director de la primera iglesia-semina-
rio con doce alumnos, y como la congregación de Efeso,
donde Pablo también comenzó una iglesia-seminario tam-
bién con doce discípulos (Hechos 19:1-10). El Señor dio el
ejemplo de cómo fundar una iglesia local fuerte que instru-
ya a sus propios obreros con visión mundial sin dinero y sin
edificios. Pero claro, una iglesia dividida, pequeña, débil,
como la nuestra, que tiene “miembros” en vez de discípulos,
necesita muletas, como casas de estudios para preparar a
futuros pastores. Si la iglesia en una ciudad fuera unida, ten-
dríamos una fuente inmensa de candidatos al ministerio y la
capacidad en la misma ciudad de preparar los obreros,
haciéndoles ministrar en la congregación como parte de su
preparación. La iglesia debe ser un seminario, cada creyente
un discípulo, y todos los creyentes, sacerdotes. Como La
Biblia es un libro antiguo, escrito en otras culturas e idiomas,

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El discípulo

El crecimiento espiritual de los creyentes


necesitamos algunos profesores especializados en el estudio
más científico de las Escrituras para enseñar teología a los
líderes de la Iglesia creciente. Esta enseñanza científica debe-
ría darse a los líderes que ya están ministrando y no al revés,
para no hacer división entre clérigos y laicos. El ministerio
es para todos los creyentes. A medida que van creciendo, se
les va capacitando según sus necesidades.

No debemos oponernos a los seminarios, organizaciones


juveniles y otros grupos para eclesiásticos que están ayudando
a la Iglesia a suplir, de alguna manera, su debilidad y falta de
capacitación de sus creyentes. Pero si ella se sana y comienza
a caminar bien, las muletas se caerán por sí solas. Oremos y
tomemos las medicinas para ser sanados. La Iglesia crecerá en
Cristo cuando sus líderes comiencen a cumplir con su deber.
Sabemos que todos somos sacerdotes, a todos se nos dio el
ministerio de la reconciliación, a todos se nos encargó la pala-
bra de la reconciliación, a todos el Señor nos ha llenado del
Espíritu Santo, todos somos embajadores en nombre de
Cristo, Dios ruega por medio de cada creyente a todo el
mundo que se encuentre con Él (2 Corintios 5:17-21). El
sacerdocio de todos los creyentes está implicado en la prome-
sa de Joel 2:28-29, y Pablo nos muestra cómo, en una iglesia
bíblica, una persona llega como pecador y, allí mismo, puede
ser perfeccionado y, al tiempo, salir como apóstol, tal como
Bernabé y Saulo. Veámoslo: “En la iglesia Dios ha puesto , en
primer lugar, apóstoles; en segundo lugar, profetas; en tercer
lugar, maestros; luego los que hacen milagros; después los que
ayudan a otros, los que administran y los que hablan en diversas
lenguas" (1 Corintios 12:28).

Nunca antes había prestado atención a esta escala ascen-


dente: “primer lugar... segundo... tercero... luego... y des-
pués”. Recién cuando me preocupé por el crecimiento, descu-
brí que los ministerios que se originan en Jesús no operan

como los dones que se originan en el Espíritu Santo. Los


dones son dados espontáneamente cómo y cuándo el Espíritu
quiere. Cuando me aparté unos días para preguntar al Señor,
esperar en Él y meditar, comencé a ver que este texto era como
una escala de crecimiento. Primer grado, segundo, tercero,
cuarto, quinto... Fíjese que en esta lista, el primero es el
ministerio de apóstol, el más alto. El ministerio del apóstol
incluía todos los otros ministerios: era profeta, maestro, hacía
milagros, sanaba, era evangelista, ayudaba, administraba y
hablaban en lenguas. Podía jugar en cualquier posición del
equipo, porque había estado en todos esos niveles. Es como
uno que entra a una empresa como cadete y va escalando
todas las posiciones hasta que llega a ser el presidente de la
empresa; él conoce el negocio de arriba abajo, porque estuvo
en todas las posiciones.
¿Por qué el hablar en lenguas está al final de la lista?
Porque lo primero que recibía el pecador que se convertía era
el bautismo y, en seguida, se le imponían las manos para ser
bautizado en Espíritu Santo, que generalmente venía acompa-
ñado de los dones de lenguas. Esto sucedía el primer día.
Luego comenzaban a ayudar en la administración como diáco-
nos, más adelante llegaban a ser los ayudantes de los apósto-
les como ancianos, después entraban en la evangelización para
lo cual hacían sanidades y milagros, luego enseñaban como
maestros, después eran profetas y al final, cuando llegaban a
apóstoles, los enviaban a comenzar la obra en otras regiones,
como a Pablo y a Bernabé en Antioquía.

Note también que el ministerio de profeta es el segundo en


la escala, porque es anterior al de apóstol; y el anterior al pro-
feta es el maestro. En Hechos 13:1-3, estaban reunidos un
grupo de cinco ministros compuesto por profetas y maestros,
entre los cuales estaban Bernabé y Saulo. Pablo no comenzó
siendo un apóstol, sino que principió siendo un discípulo que

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149

El discípulo

testificaba en las iglesias. Aparentemente, habló por vez pri-


mera en lenguas cuando Ananías le impuso las manos
(Hechos 9). Pero continuó creciendo. En los capítulos 11 y 12
de los Hechos, colaboraba con Bernabé. Después vinieron
sanidades y milagros, y en Hechos 13:1, se lo nombra entre los
profetas y maestros de la iglesia de Antioquía. Recién entonces
lo enviaron como apóstol (Hechos 13:3 y 14:14).

El ministerio de cada cristiano debería crecer como pasan-


do de un grado al otro, o como de la escuela primaria a la
secundaria, luego a la universidad y después un doctorado.
Creo que uno no recibe el don de apóstol cuando se convier-
te, sino que si crece hacia ser como Jesús, lo más cerca de El
es’ un apóstol. No creo que todos los creyentes lleguen a ser
apóstoles, pero la posibilidad, el potencial y los recursos debe-
rían estar al alcance de todos. Cada uno crece según el grado
de obediencia, prioridades en su vida, tiempo que consagra al
servicio del Señor y, por supuesto, la oportunidad y guia que
le dan los ministerios de la iglesia. Allí debe haber un curso de
evangelización para los nuevos creyentes, donde se enseña el
amor de Dios, el perdón, la gracia, el arrepentimiento y la con-
versión a Dios. Luego un curso de servicio, donde se define
nuestra relación con Jesús: Él es el Señor; nosotros, sus sier-
vos. Luego el nuevo creyente debería ser miembro de una
célula, antes del año de convertido. La célula no es para estu-
dios bíblicos, sino para hacer lo que Jesús nos manda, hagan
discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer
todo lo que les he mandado” (Mateo 28:19-20). La célula no es
una reunión más, ¿quién necesita una reunión más?
Simplemente es para leer un mandamiento de Jesús o de los
apóstoles, entender lo que quiere decir, planear cómo ponerlo
en práctica y volver al próximo encuentro para informar a sus
discípulos cómo le va en la práctica de lo que leyeron. Cuando

El crecimiento espiritual de los creyentes

todo el grupo está viviendo ese mandamiento, recién se pasa a


uno nuevo. Nunca se debe pasar a un nuevo mandamiento
hasta que se esté obedeciendo el anterior.

Los mandamientos tendrían que ponerse en un orden lógi-


co, porque están todos mezclados entre los Evangelios y las
Epístolas. Entiendo que los primeros deben ser sobre el amor,
primero a Dios, segundo a si mismo, tercero a la familia, los
hermanos de la iglesia, el prójimo como los vecinos y compa-
ñeros de trabajo, y finalmente los enemigos, con tareas concre-
tas de cómo hacerlo. En la célula, se dan “deberes” que deben
traer hechos en el plazo de una, dos, tres semanas o lo que sea
necesario. No debemos pasar a un nuevo mandamiento hasta
que el anterior haya sido practicado por todo el grupo. De otra
manera, la célula no tendría sentido de existir, sería una reu-
nión más. A la vez, la iglesia debe organizar clases estilo escue-
la, para enseñar acerca de La Biblia y su contenido, una intro-
ducción para que la gente sepa qué es el libro que tiene en la
mano. Todo lo que apela al intelecto debe darse en clases por
personas bien preparadas, no en las células. Ellas son para
transformar nuestra vida cumpliendo las órdenes de nuestro
Señor y de sus apóstoles. En las células, se hace el discipula-
do. Hacemos discípulos de Jesús, no discípulos del líder del
grupo. Los líderes podemos aconsejar con nuestras ideas, pero
no obligarlos a obedecerlas. La obligación de obedecer es lo
que nos manda el Señor. Ha habido abusos, cuando los líderes
usan a los discípulos como sirvientes o esclavos. “Láveme el
auto”, “venga a ayudarme a limpiar mi casa", “debe mudarse
a otra ciudad”, “debe ponerse de novio con tal persona”. Esto
no es correcto. Aconsejar, si; obligar, no, porque cada uno
tiene el Espíritu del Señor para guiarlo. Pero lo que manda
Jesús es diferente. Sin embargo, tampoco debemos caer el en
legalismo con los mandamientos bíblicos. La salvación no es
por guardar los mandamientos, sino por la gracia de Dios,
El discípulo

El crecimiento espiritual de los creyentes

pero “si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (Juan


14:15). Bajo la gracia, no es el interés del cielo ni el miedo al
infierno lo que nos motiva a obedecer, sino el amor. Lo que los
líderes deben lograr es algo espiritual no legal. Deben lograr
que los discípulos quieran ser obedientes y luego ayudarlos a
obedecer. Para esto son las células, no para tener otra reunión
de estudio bíblico. La célula es como un padre que enseña a su
hijo a ser obediente, cortés, a aprender a comer alimentos
sanos, a asearse, etc., es para formar las vidas, no para infor-
marlas solamente.

Luego deberíamos enseñar la seguridad de la salvación y


la esperanza de la vida eterna para quitarles el miedo a la
muerte y prepararlos para cuando un ser querido muere, para
que no se entristezcan como esos otros que no tienen esperanza
(1 Tesalonisenses 4:13). Después deberíamos concentrarnos
en la vida cristiana. La ética de trabajo, como patrón, como
empleado y la ética cristiana como padre, madre, hijo, vecino,
etcétera. "Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos
puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está
en el cielo ” (Mateo 5:16). Lo que frena el crecimiento es que
avanzamos hasta cierto punto y nos detenemos. Algunos
hablamos en lenguas, administramos como diáconos, ayuda-
mos un poco como ancianos —aunque la mayoría cree que
ocupar esos cargos es simplemente asistir a las reuniones de
comisión y votar sobre algunos asuntos, y no hacer el ministe-
rio-, Algunos somos usados para orar por los enfermos y hasta
podemos enseñar temas bíblicos en una clase de Escuela
Dominical, pero dejamos de avanzar. Si alguno quiere adelan-
tar más tiene que ir a un seminario. Otros si quieren ser usa-
dos más deben irse a un grupo para eclesiástico como JUCUM,
Ministerio a Profesionales, Ministerio a las cárceles, etcétera.
Creo que tal como en Antioquía, sin dejar la iglesia, una per-
sona debería tener la oportunidad de entrar como un pecador

o “alma nueva” y crecer hasta que, a los pocos años, salga


como apóstol a plantar nuevas obras. Los discípulos de Jesús,
eran “hombres sin letras e ignorantes”, y en tres años, estaban
listos para asumir la responsabilidad de extender la Iglesia
sobre todo el mundo. Hoy, a los tres años de convertidos, toda-
vía los llamamos “almas nuevas”. Nuestra tarea debería ser
“capacitar al pueblo de Dios para la obra de servicio, para edificar
el cuerpo de Cristo. De este modo, todos llegaremos a la unidad
de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a una humanidad
perfecta que se conforme a la plena estatura de Cristo” (Efesios
4:12-13). Nuestra gente oye sermones hasta la muerte, pero
no son perfeccionados para la obra del ministerio. Jesús lo
logró porque era un pastor de multitudes. Él eligió doce y se
dedicó a ellos, luego ellos hicieron lo mismo con otros, y así
se armó la cadena de discípulos: ¡la familia de Dios! En las
Escrituras, a los creyentes se los llamaba discípulos, es decir,
personas conectadas entre sí dando cuenta de sus vidas unas a
otras. Los pastores que no discipulan son un obstáculo en el
crecimiento de sus creyentes. Somos el tapón de la botella que
no permitimos a los cristianos crecer, bloqueando el camino.
Las ovejas crecen y se arremolinan a nuestros alrededor, impo-
sibilitadas de continuar creciendo hasta que nosotros mismos
crezcamos un poco más y las guiemos a terrenos nuevos, pas-
tos más verdes y gustosos, y aguas más profundas y frescas.
Pero en nuestro caso, se la pasan escuchando nuestros sermo-
nes y, al correr del tiempo, saben tanto como nosotros. Así
comienza la rutina, el aburrimiento y el tedio en el ministerio.
Eso crea presiones y descontento. Algunos se van, otros se
rebelan, critican, creen que la vida cristiana no tiene atractivo
y crean problema a los pastores. Pero el que crece, llega el
momento que empieza a traer a otros al Señor, comienza una
célula, se transforma en un pastorcito de un grupo pequeño, lo
ve crecer, se siente satisfecho, comprende más a los pastores

152

153

El discípulo

El crecimiento espiritual de los creyentes

ahora que tiene hijos espirituales y se goza cuando sus discípu-


los, al crecer, comienzan sus propios grupos. Eso es una aven-
tura. A medida que tienen más gente en su línea, se sienten más
realizados, y llegará el día que lleguen a ser pastores de congre-
gaciones grandes.

Si no hay crecimiento, comienzan las dificultades entre el


pastor y sus diáconos, y miembros de la iglesia. Cuando la pre-
sión llega a ser lo suficientemente fuerte, pastor y creyentes
comienzan a sentirse molestos y piden un cambio de líder.
Entonces viene otro que, al principio parece mejor, pero dice
lo mismo que el anterior de manera diferente, con otras ilus-
traciones y otros chistes; pero, al tiempo, es lo mismo. Hay-
iglesias que cambian muy seguido de pastor por esa razón. Si
el pastor crece, todos crecen, él mismo trae tras sí a los demás
y dura de por vida.

Si un pastor es realmente un padre para su congregación,


no puede ser sustituido cada cinco años. ¿Qué familia cambia
de padre cada cinco años? Es posible que nuestras congrega-
ciones se asemejen más a un club, que elige presidente por un
período y luego vota a otro. Pero si somos una familia, perma-
neceremos unidos en amor. El padre continuará delegando
responsabilidades en los hijos a medida que estos van crecien-
do y, cuando se jubile, se gozará como un abuelo viendo a sus
hijos criar sus familias y al ver a sus nietos espirituales crecer.

Muchos son pastores de éxito, como Pablo y Bernabé.


Cuando sus hijos toman la responsabilidad de la congrega-
ción, son enviados por ellos a otro lado a comenzar otra obra
como apóstol. Antioqula era una iglesia fábrica. Uno entraba
allí como pecador y podía crecer hasta llegar a ser apóstol o
misionero. En esa iglesia, un nuevo creyente podía llegar a ser
perito arquitecto de la obra de Dios. Estas personas habían
sido discipuladas pasando por todas las etapas de crecimiento

y, por lo tanto, estaban en condiciones de establecer nuevas


iglesias.

Toda vez que viajaba fuera del país, recibía cartas de mis
ancianos-discípulos en Buenos Aires donde me decían:
“¡Cuánto lloramos cuando te vas! Pero después de tu partida,
comprendemos que nos hace mucha falta estar solos". Unos
pocos años antes, ni siquiera podían decir “amén” por sí solos,
pero ahora eran los pastores de la congregación. Yo podía via-
jar seis, siete, ocho meses por año porque ellos estaban al fren-
te ocupando mi lugar, y eso les hacía crecer. Si yo me hubiera
quedado siempre, hubiera sido un tapón en el cuello de la
botella, no habrían crecido. Ahora casi todos ellos son pasto-
res y misioneros. Hasta el mismo Jesús dejó su congregación
cuando se fue a la gloria. Sus discípulos no querían que se
vaya, pero Él les dijo que era necesario.

En la iglesia contemporánea, ¿a quién se envía para esta-


blecer nuevas iglesias? A los jóvenes que acaban de salir del
seminario. Yo empecé cuando tenía tan solo veinte años. No
sabía lo que hacía. Lo que plantaba no eran iglesias fábricas,
sino kioscos. Cuando tenía que salir, llamaba a otro pastor
para que me cuide el rebañito.

Pablo y Bernabé, siendo peritos arquitectos, estaban prepa-


rados para establecer congregaciones con vida propia. Ellos se
quedaban unos pocos meses en cada lugar y después se mar-
chaban. Al cabo de un par de años, leemos que Pablo dijo:
“Volvamos a visitar a los creyentes en todas las ciudades en donde
hemos anunciado la palabra del Señor, y veamos cómo están”
(Hechos 15:36). Al retornar a esos lugares, se encontraban con
que las iglesias seguían creciendo. Evidente ellos habían disci-
pulado a sus convertidos.

Al tiempo que Pablo se fue de Tesalónica, les escribió


diciendo: "No sólo en Macedonia y Acay a sino en todo lugar; a

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155

El discípulo

tal punto se ha divulgado su fe en Dios que ya no es necesario que


nosotros digamos nada. Ellos mismos cuentan de lo bien que uste-
des nos recibieron” (1 Tesalonicenses 1:8-9). En Antioquía el
Espíritu Santo no dijo: “Separen a algunos jóvenes que sepan
tocar instrumentos musicales para abrir una obra”, sino:
“Apártenme ahora a Bernabé y a Saulo para el trabajo al que los
he llamado” (Hechos 13:2).

En la Iglesia primitiva, el pastor que tenía éxito para for-


mar líderes era el que recibía libertad para moverse y cumplir
una tarea nueva, permitiendo a la vez que sus ancianos crez-
can y sean los dirigentes de la iglesia. El pastor no se iba por-
que lo echaban, sino porque podía dejar la iglesia en manos de
sus hijos y salir para otras regiones. Eso también ayudaba a
que ellos aprendieran a asumir responsabilidades. Pero siem-
pre podía volver a su casa igual que Pablo, él siempre regresa-
ba a Antioquía.

¿Qué es lo que hace a una persona un verdadero apóstol o


misionero? Su experiencia y el don de Dios que lo capacita
para planear la estrategia para toda una región, y formar líde-
res de sus convertidos. Así la obra crece sin fin, tal como hizo
Jesús con sus discípulos. Así hicieron los primeros misioneros
de las Asambleas de Dios que llegaron a la Argentina. La pri-
mera iglesia que comenzaron se transformó en una escuela
bíblica que preparaba líderes para abrir otras iglesias. Todos
debemos crecer. Es necesario que dejemos definitivamente
nuestra permanente niñez y que comamos comida sólida hasta
que crezcamos nosotros en el ministerio y equipemos a otros
para ir dejando en nuestro lugar. Así llevaremos el reino de
Dios por todo el mundo.

156

¿Miembros

“Ustedes son como piedras vivas,


con las cuales se está edificando
una casa espiritual. De este modo
llegan a ser un sacerdocio santo”

(1 Pedro 2:5)

• jalá que esta declaración de Pedro fuera real en la

1 1 1 actualidad! En algunos lugares, sí lo es, pero con

más frecuencia los miembros de la iglesia no son


una casa espiritual, sino una montaña de ladrillos. Cada

miembro es un ladrillo, y todos nosotros nos esforzamos


grandemente para acumularlos más y más. Hasta el pastor
trabaja en la evangelización procurando traer ladrillos al sitio
de la construcción. Pero existe un problema con los ladrillos

157

El discípulo

¿Miembros o Discípulos?

sueltos en una montaña o pila. Se deterioran o pueden robár-


noslos. Los pastores estamos siempre ocupados en traer más
ladrillos y vigilarlos para que no se nos pierdan o los roben,
en vez de edificar el edificio.
Los ladrillos sueltos son muy débiles. Pero edificados en
una pared y siendo parte de un edificio, soportan más peso,
proporcionan más fuerza, lucen más hermosos y nadie
puede robarlos. Un edificio no es otra cosa que ladrillos
relacionados de una manera y pegados con la mezcla del
amor y con un plan en mente. En la pila o montaña, no
están ni relacionados ni unidos con un propósito. Los ladri-
llos amontonados son valiosos, pero no sirven. Sin embar-
go, edificados son útilísimos para infinidad de propósitos.
Cada ladrillo sabe quién está encima de él, quien está a los
costados y quien está abajo. Tal como en la familia. Cada
uno sabemos quién es nuestro padre, quiénes son nuestros
hijos, quiénes son nuestros hermanos y quiénes son nuestros
nietos, ¡y a veces bisnietos! Los ladrillos somos nosotros.
Los peritos arquitectos hacen los planos, los ingenieros y
técnicos dirigen la obra, y los obreros la hacen. Lo maravillo-
so de la iglesia es que los obreros de hoy pueden ser técnicos
mañana, ingenieros pasado mañana y así sucesivamente.
Esto es el discipulado.

El apóstol tiene al principio que hacer de arquitecto, inge-


niero, evangelista, pastor, etc. y sabe hacerlo, porque tiene
experiencia. Pero luego los nuevos creyentes comienzan a cre-
cer. A medida que avanza el edificio, hace falta otros técnicos
que enseñen, que aconsejen, que dirijan células, que toquen
música, que sepan enseñar a los niños, a los adolescentes, a los
jóvenes, a las damas, a los nuevos convertidos. Todos estos
técnicos deben ser preparados, equipados, enseñados por los
de más arriba para que la obra sea sólida.

Pero si tenemos que pasarnos el tiempo cambiando paña-


les, cuidando que no nos roben los miembros y apagando fue-
guitos con los niños que se pelean, chismean, tienen celos,
envidia y no saben arreglar por sí mismo sus problemas, lo que
hacemos es mantenerlos en niñez. Lo mejor para que crezcan
es ponerlos en liderazgo de una célula, entonces sabrán el tra-
bajo que es ser un pastor y al enseñar, aprenderán. En muchos
casos, tal es el miedo de que alguien se nos escape que olvida-
mos por completo a los inconversos que están afuera, porque
con los que están adentro tenemos las manos llenas. Estos
bebés llegan a ser desobedientes y a esperar que el pastor haga
todo. Muchos dicen ufanados: “Yo no sigo a ningún hombre.
Yo sigo a Cristo”. Eso parece correcto, pero significa que esa
persona quiere hacer su propia voluntad y ni siquiera com-
prende lo que significa seguir al Señor.

Pablo dijo: “Imítenme a mí, como yo imito a Cristo” (1


Corintios 11:1). Eso significa: “Obedézcanme a mí como yo
obedezco a Cristo”. Nosotros, los pastores, a veces tenemos
temor de decir eso, porque no vivimos como deberíamos; por
eso decimos: “Usted no me mire a mí, mire La Biblia”. Esto
quiere decir “yo traté y no pude, ahora trate usted”. ¡Con
razón los creyentes se sienten desanimados! Si ni el pastor
puede hacer lo que dice la Escritura, ¿quién podrá, entonces?
Pablo no tenía temor de ponerse como ejemplo. Escribiendo a
los filipenses, dijo: “Pongan en práctica lo que de mí han apren-
dido, recibido y oído, y lo que han visto en mí, y el Dios de paz
estará con ustedes” (4:9).

En los Hechos, dice que el número de los discípulos se


multiplicaba. La humanidad, los animales y las plantas se mul-
tiplican porque cada uno produce otros. En una ocasión, visi-
tando una de las provincias del interior, una anciana me pre-
sentó una jovencita:

158

159

El discípulo

¿Miembros o Discípulos?

-Es mi biznieta -me dijo.

-¿Es cierto? -dije yo.

-Si, tengo biznietos -señaló-. Uno ya tiene quince años, y


si se casa joven es posible que tenga tataranietos.

-¿Cuántos hijos tuvo? -Quise saber.

-Seis.

-Y ¿cuántos biznietos tiene?

-¡Vaya a saberlo! -me respondió-. Nunca los conté.

De acuerdo con esa proporción, si cada uno tiene seis como


ella, podría tener seis hijos, treinta y seis nietos, unos doscien-
tos dieciséis biznietos y mil doscientos noventa y seis tatara-
nietos. ¡Una congregación! Pero lo importante del caso no era
el número, sino que, en su familia, un hijo era médico, otro
abogado, dos eran chacareros, y otro, dueño de un taxi. Entre
sus nietos había ingenieros y muchos otros profesionales. Si
yo le hubiese preguntado cómo se las había arreglado con una
familia tan numerosa para tenerlos a todos bien alimentados,
bien aseados y con una tan buena educación, me hubiera res-
pondido: “¡Yo solo crié, alimenté y eduqué a mis seis, y cada
uno de los demás a sus seis!”. Esto es el discipulado. Por eso,
Dios logró con solo Adán y Eva, tener una familia actual de
siete billones de personas, y todas tuvieron a alguien que los
cuide y eduque personalmente, y cada uno tendrá quien lo
llore cuando muera.

En la iglesia, no tenemos un sistema de multiplicación así,


sino de suma. El pobre pastor tiene que preocuparse por cada
uno, eso no es posible. A fin de crecer, aumentar y edificar,
poniendo los ladrillos en el gran edificio, es necesario que
hagamos algo. Debemos hacer discípulos de nuestra gente para
que ellos, a su vez, puedan hacer discípulos a otros que hagan
discípulos (2 Timoteo 2:2). Tenemos que ser padres en lugar de

directores de orfanatos. Hasta el mismo Jesús hizo eso. ¿Es que


alguien puede poner en duda que fue el mejor pastor que jamás
existió? Sin embargo, cuidó solamente a doce. Mateo 9:36 dice:
“Al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban
agobiadas y desamparadas, como ovejas sin pastor”. ¿Por qué?
¿Acaso no era Él el pastor? Sí, lo era, pero un pastor puede cui-
dar a un número limitado de ovejas, aún tratándose del mismo
Jesús. Si Él no podía hacer más de doce discípulos por vez,
¿cómo podremos hacerlo nosotros? Cuando partió, cada uno
sabía lo que le tocaba hacer: ir y hacer discípulos a otros, tal
como Jesús había hecho con ellos. Fue así que al irse el Señor,
ellos salieron y empezamos a enseñar y a compartir casa por
casa en pequeños núcleos. En la Iglesia de nuestros días, ya no
hacemos eso. Los juntamos a todos los domingos en el gran
salón del orfanato, que llamamos templo, y les decimos: “Muy
bien, ¡ahora abran la boca, aquí está la comida!”. Revoleamos
por el aire un balde de leche y les damos la bendición hasta el
próximo domingo. Así no se puede alimentar a los niños.
Debemos tomarlos uno por uno en nuestros brazos y darles el
pecho o el biberón. Al crecer nos necesitarán menos, hasta que
comiencen su propia familia. Esto se llama multiplicación. Este
debe ser el ministerio de hacer crecer la familia de Dios o cons-
truir el edificio de Dios, no solo de mantenerlo. Y la multipli-
cación espiritual puede y debe ser más rápida que la multipli-
cación demográfica.

¿Y qué es lo que estamos edificando? ¿Es el reino de Dios?


El reino de Dios no es nuestra congregación o denominación,
sino todos los creyentes de todos los siglos y de todo el uni-
verso. En nuestro caso, estamos edificando el reino en nuestra
región, pero con la mente en todo el mundo. Jesús actuaba de
forma local, pero a la vez pensaba globalmente. Si somos rei-
nocéntricos, vamos a tratar de edificar con inteligencia.
Reunirnos con los pastores de la zona, contar los creyentes
160

161

El discípulo

¿Miembros o Discípulos?

que tenemos entre todos, equiparlos para la conquista de


nuestra región, dividir la ciudad, los barrios, las manzanas y
que cada creyente sepa cuál es su pedacito. ¿Cómo se come un
elefante? Cortándolo en pequeños pedacitos. Si el diez por
ciento de la población es creyentes, y los entrenamos para
evangelizar y hacer discípulos, le tocarán nueve personas a
cada uno. Nueve personas son dos o tres casas, es decir que le
tocará a cada creyente dos o tres casas para orar, visitar y evan-
gelizar. En un año, toda la región estaría evangelizada. Una
sola congregación no puede ganar a todo el mundo, pero entre
todos, si planeamos, podemos. Pregunté a un ejecutivo de
Coca Cola cómo hicieron para cocalizar a toda criatura en una
generación. Me contestó: “Muy fácil, nos sentamos a planear-
lo”. Coca Cola tuvo una visión mundial, pero comenzaron en
una ciudad, luego todo el estado, luego el país, luego el conti-
nente y luego hasta lo último de la tierra.

Esto es lo que Pablo intimó, que edifiquemos el Cuerpo de


Cristo (Efesios 4:12). Hoy no comprendemos de esa manera,
que entre todos estamos extendiendo el mismo reino, sino
más bien edificamos sin darnos cuenta de nuestros propios
reinitos. Es una bendición que las líneas denominacionales se
están borroneando y que nuevas coaliciones se van formando
para enfrentar otros desafíos. Pero necesitamos reconocer que
el reino de Dios es uno y el mismo entre todos, y sentarnos a
planear cómo cubrir toda nuestra ciudad, provincia, país, con-
tinente y mundo -Jerusalén, Judea, Samaria y hasta lo último
de la tierra.

Pablo también compara a la Iglesia con el Cuerpo de Cristo


y dice a los corintios que era algo muy peligroso comer el pan
y tomar la cena sin discernir el cuerpo y la sangre del Señor (1
Corintios 11:29). El pan en la cena del Señor significa que
aunque somos muchos, todos somos uno (1 Corintios 10:17).
La unidad nos ayudaría a edificar mejor y más rápido el

Cuerpo de Cristo en cada región y en nuestra generación.


¿Cómo podemos edificar algo que no comprendemos constru-
yendo reinitos separados? Cuánto ahorraríamos siendo uno.
Cuando un creyente o pastor critica al otro, no discierne el
Cuerpo del Señor, es como un hombre con una cuchilla en su
mano tratando de cortarse el pie:

-Hombre, dígame, ¿qué está haciendo?

-Me estoy cortando el pie.

-¿Por qué?

-Porque este pie se paro encima del otro, y este me dijo que
lo cortara.

Sin duda que el pobre está loco. No tiene discernimiento


para darse cuenta de que ambos pies pertenecen al mismo
cuerpo. A veces ocurre que cuando uno está comiendo se
muerde la lengua. Pero eso no es una razón para arrancarse los
dientes. Aun cuando la lengua puede hablar, no pide que se
arranquen los dientes. Porque la lengua sabe que aunque los
dientes se portaron mal con ella, son del cuerpo, la lengua dis-
cierne el cuerpo.

¿Qué propósito nos anima cuando perseguimos y herimos


nuestro propio cuerpo? ¿Qué motivo nos impulsa a dañar y
dividir ese Cuerpo? La cena del Señor es para enseñarnos a
amar, respetar y edificar el Cuerpo de Cristo del cual usted y
yo somos miembros. “ Pues así como cada uno de nosotros tiene
un solo cuerpo con muchos miembros, y no todos estos miembros
desempeñan la misma función, también nosotros, siendo muchos,
formamos un solo cuerpo en Cristo, y cada miembro está unido a
todos los demás” (Romanos 12:4-5).

El versículo 16 de Efesios 4 dice de Cristo: “Por su acción


todo el cuerpo crece y se edifica en amor, sostenido y ajustado por
todos los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro”.

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El discípulo

¿Miembros o Discípulos?
Si los miembros no están bien “sostenidos y ajustados”, si son
miembros independientes y sueltos, no son un cuerpo; si son
ladrillos sueltos, no son un edificio. Si no se logra esta armo-
nía y unión, no somos más que una gran variedad de extremi-
dades desparramadas por doquier como los huesos secos de
Ezequiel.

¿Quién es miembro de la iglesia hoy? Por lo general, todas


las iglesias locales tienen tres requisitos para miembros:

• El miembro es uno que asiste a las reuniones

• El miembro sostiene la iglesia con sus diezmos y ofendas

• El miembro debe vivir en santidad

Si reúne estos tres requisitos, se lo considera como un buen


miembro de la congregación. Es como un socio de un club: con-
curre, paga sus cuotas y se esfuerza por no desacreditar a su
club. Cuando comenzamos a buscar estos requisitos de mem-
bresía en los Evangelios, en los Hechos y en las Epístolas, no los
encontramos. Es más, no pudimos encontrar ni siquiera la pala-
bra miembro. La palabra que encontramos y que revolucionó
nuestra vida y congregación fue discípulo. Y al preguntarnos qué
es un discípulo, ¡se abrió la caja de Pandora! Difería por com-
pleto de lo que es un miembro de la iglesia. Un discípulo es un
alumno que aprende a vivir la vida del Maestro y que, poco a
poco, enseña a otros a vivir la vida que él vive. Por lo tanto, el
discipulado no es comunicación de conocimiento o informa-
ción. Es formación de vida. Por eso, Jesús dijo: “Las palabras que
les he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63). En el discipu-
lado, hay algo más que llegar a saber lo que sabe el maestro, es
llegar a ser lo que él es. Por esta razón, la Escritura dice: “hagan
discípulos”. Eso es más que hablarles, ganarlos o enseñarles.
Hacer un discípulo es multiplicarse en otras personas.

Obviamente, el maestro debe ser un discípulo primero. A


través de la enseñanza común, uno puede no hablarle a la
esposa por una semana y a la vez estar dando un estudio bíbli-
co sobre la familia. Pero cuando se hacen discípulos, no se
puede actuar así. Los discípulos se hacen llevándolos a su casa
y mostrándoles cómo usted vive para ser ejemplo. Jesús dijo a
sus candidatos a discípulos: “Venid y ved”.

Cuando fui por primera vez a EE. UU., me proveyeron un


hermano que, con su auto, me iba a llevar en un largo viaje
por California, Oregon, Washington y luego atravesaríamos el
Canadá de oeste a este. Al subir al coche, me dijo: “Juan
Carlos, he oído que eres un gran maestro; espero que poda-
mos apartar un poco de tiempo cada día en este viaje para que
me enseñes algo”. Yo le contesté: “Si no aprendés nada estan-
do conmigo en estos días, entonces no tengo nada para ense-
ñarte”. El discipulado, más que hablar, es vivir y enseñar a
vivir a Cristo. La enseñanza tiene tres dimensiones:
Información, formación y revelación. La revelación es algo
que solamente Dios puede dar. Si yo le describiera a usted Río
de Janeiro, el clima de la ciudad, la Bahía de Guanabara, el
Pan de Azúcar, sus playas y otras cosas más en detalle, aun así
usted no podría decir que conoce Río de Janeiro. Usted tiene
información sobre Río de Janeiro, pero no la conocerá a
menos que vaya y la experimente personalmente. De la
misma manera. Dios debe revelarse a sí mismo a nosotros
antes de que podamos conocerlo. Mi descripción de Río sería
la dimensión mínima en la enseñanza. Así enseñamos en la
Escuela Dominical y en la iglesia. Lo que se consigue por
medio de la información es despertar el interés de la persona
para querer experimentarlo, pero la información no es un fin
en sí misma. Conocer y aprender de memoria las palabras de
la Escritura no es suficiente. Eso es información, el grado
mínimo en la enseñanza.

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165

El discípulo

¿Miembros o Discípulos?

Jesús casi nunca utilizó este método. Nunca vemos a Jesús


dando un estudio bíblico a sus discípulos. ¿Se lo imagina
diciéndoles: “Bueno, no se olviden que mañana a la mañana
comenzaremos con un devocional, de ocho a nueve. Luego
estudiaremos los profetas menores. De las diez a las once,
veremos los libros poéticos y desde las once hasta el mediodía,
estudiaremos homilética y hermenéutica”? Sin embargo, Él
entrenó los mejores ministros que el mundo conoció. ¿Puede
oírlo diciendo: “Ahora vamos a estudiar el libro del profeta
Jeremías: De acuerdo con la alta crítica, Jeremías es una figu-
ra mitológica, en realidad nunca existió. O si existió, no fue el
autor del libro que lleva su nombre”? ¡No! Jesús fue sencillo,
claro y concreto. Su enseñanza eran mandamientos concretos
para hacer cosas.

Fui profesor de la epístola a los Romanos. Como para mí


esa carta era muy importante, la enseñaba versículo por versí-
culo. Tardaba todo un año para completarlo. Y cuando conclu-
íamos, no sabia si alguien supiera el mensaje del libro, solo
sabían que era un tema profundo. Supóngase que yo le escri-
bo una carta a usted, diciendo: “Querido José, te estoy escri-
biendo desde Roma. Acabo de llegar aquí con mi esposa y mis
hijos. Ya hemos tenido oportunidad de visitar el Coliseo, el
foro romano, las catacumbas... etc.”, una carta extensa como
la epístola a los Romanos. Entonces usted anuncia el domin-
go siguiente en la iglesia: “Hermanos, hemos recibido una
carta del pastor Ortiz desde Roma. Como es una carta muy
profunda, la vamos a estudiar durante todo este año, cada jue-
ves por la noche”.

-Juan Carlos -dice usted- empieza su carta diciendo


"Querido José”. En griego la palabra querido se emplea para
referirse a una persona amada. Se refiere a mí como a alguien
amado. Puedo imaginarme al hermano Juan Carlos tomando
la lapicera a bolilla y escribiendo la palabra querido con su

corazón rebosando de amor. Su esposa, sentada a su lado, se


une en su amor. Mis hermanos, cuando ustedes escriben sus
cartas, ¿cómo las encabezan, pueden decir querido como lo
dice Juan Carlos? Y cuando dicen querido, ¿realmente lo sig-
nifica o es pura retórica? A partir de hoy, todos vamos a enca-
bezar nuestras cartas como el hermano Juan Carlos, con la
palabra querido. “Querido José”, ¡me llama por mi nombre! Me
conoce. Se interesa por mí como persona. ¿Y ustedes?
¿Llaman a las personas por su nombre de pila y les hacen
saber que las tienen en cuenta? ¿O son un número en su lista
de conocidos? ¿Acaso recuerda usted a todos sus amigos por
nombre? ¿O tiene que consultar con su libreta de direcciones
para recordarlo? “Te estoy escribiendo...” ¡Él mismo nos escri-
be de su puño y letra! No lo hace por medio de su secretario
como hacen muchos... etc., etc. Bueno, esto es todo por hoy. La
semana que viene continuaremos con la carta de Juan Carlos.

Al domingo siguiente:

-Te estoy escribiendo “desde Roma”. ¡Ah, la maravillosa


Roma! ¡La ciudad fundada por Rómulo y Remo, que fueron
amamantados por una loba! La ciudad capital del Imperio
Romano, donde vivían los Césares que desde allí gobernaban
el mundo. El imperio Romano que luego se dividiría en dos. . .
Ahora seguiremos con el próximo versículo...

Así la congregación diría: “¡Cuánta profundidad posee


nuestro pastor! ¡Puede hablar sobre un solo versículo por dos
o tres semanas! ¡Increíble!”. Al cabo de un año, habrá termi-
nado la carta, pero nadie sabrá lo que yo escribí.

Y sin embargo muchas veces así enseñamos La Biblia. ¡Qué


interesante será el día que lleguemos al cielo, y Pablo nos
llame aparte a los pastores y nos diga: “Vengan aquí, tengo que
hablar con ustedes. Quiero que sepan que yo nunca escribí lo
que ustedes decían al enseñar mis cartas”!

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167

El discípulo

Nos gusta impresionar a la gente con el cúmulo de conoci-


miento que tenemos acerca de un texto bíblico. Pensamos que
de esta manera somos “profundos”. Pero ¿entenderá alguno lo
que estamos diciendo, recordarán de tanta información?
Además ninguno toma notas, no tomamos asistencia ni exá-
menes. Por eso, la gente no crece. Nos ocupamos de informar-
los, pero no de formar sus vidas, las cuales se forman a través
de los mandamientos de Jesús. ¿Cómo? ¡Obedeciéndolos! Jesús
se ocupaba en formar la vida de sus discípulos. Aprendamos
de Él a hacer discípulos.

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Formación

discípulos

Vayan más bien a las ovejas descarriadas del pueblo de


Israel. Dondequiera que vayan, prediquen este mensaje:
“El reino de los cielos está cerca”. Sanen a los enfermos,
resuciten a los muertos, limpien de su enfermedad a los
que tienen lepra, expulsen a los demonios. Lo que
ustedes recibieron gratis, denlo gratuitamente ...En
cualquier pueblo o aldea donde entren, busquen a
alguien que merezca recibirlos, y quédense en su casa
hasta que se vayan de ese lugar. Al entrar, digan:
“Paz a esta casa”

(Mateo 10:6-8, 11-12)

J esús tenía la clave para formar discípulos. Él les dio órde-


nes concretas para hacer en lugar de información para oír.
Los discípulos aprendían obedeciendo sus órdenes. No les
predicó sermones inspiradores, sino simplemente les daba

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El discípulo

Formación de discípulos

órdenes de cosas para hacer. Si Jesucristo es el Señor de nues-


tra vida, solo con una palabra de Él sería suficiente. No haría
falta fondo musical ni mover las emociones, porque nosotros
obedeceríamos. Jesús no les preguntó a los doce si les gustaría
ir. No, Él ordenó " vayan ”, y ellos obedecieron. Es así cómo se
forman los discípulos. Si queremos formar vidas, tenemos que
dejar de ser solo oradores y convertirnos en padres. Los orado-
res tienen oyentes, mientras que los padres tienen hijos. No se
aprende oyendo, sino obedeciendo. ¿Qué sucede cuando el
orador termina su plática? Sus oyentes le dicen: “Muchísimas
gracias, pastor. Fue un sermón muy interesante”. ¿Es eso todo?

Una vez que los setenta fueron y regresaron a Jesús, le con-


taron cómo los demonios se les sujetaban en su nombre. Jesús
entonces les corrigió su error: “No se alegren de que puedan
someter a los espíritus, sino alégrense de que sus nombres están
escritos en el cielo” (Lucas 10:20). La siguiente vez, Jacobo y
Juan querían que descendiera fuego del cielo sobre los sarna-
ritanos hostiles, “pero Jesús se volvió a ellos, y los reprendió”
(Lucas 9:55). Así como hace un padre, los estaba formando.
La represión, por supuesto hecha con amor, como un padre, es
parte del proceso de formación en el discipulado.

Sin sumisión al Señor Jesucristo, no hay formación. Los


miembros de iglesia estilo club nunca se someten, por el con-
trario, quieren que el pastor se someta a ellos. Porque en
muchas iglesias se vota por los pastores como se vota para un
presidente de un club. No debe ser una dictadura, sino como
la sujeción de los hijos a los padres. Es durante el período de
formación, hasta que cumplen la mayoría de edad, que se los
educa, luego quedan libres, pero formados. Tampoco quiero
decir que deben someterse a las ocurrencias del pastor, sino a
los mandamientos que Jesús y sus apóstoles les dan por medio
de los pastores. El pastor debe enseñarles a hacer todas las
cosas que Él nos ha mandado. La Escritura es muy clara:

“Sométanse unos a otros por reverencia a Cristo” (Efesios 5:21).


“Obedezcan a sus dirigentes y sométanse a ellos, pues cuidan de
ustedes como quienes tiene que rendir cuentas” (Hebreos 13:17).
La única manera en que podré formar la vida de mis cuatro
hijos es si ellos obedecen. Imagínese el riesgo que correría
cada vez que fuera necesario corregirlos, si salieran corriendo
a buscarse otro padre diciendo: “No quiero ser más hijo de
Juan Carlos Ortiz. Quiero tener otro papá que no me pida obe-
diencia”. Imagínese también que, cuando le hicieran la peti-
ción a otro hombre para ser su hijo, este le dijera:
“¡Encantado! Pasa, aquí serás bien recibido”. Si ocurriera esto,
tendría que dejar de corregir a mis hijos porque no quiero per-
derlos. Los quiero y los reprendo por cuanto tengo la certeza de
que, aun cuando no les guste que los reprenda, no se irán de
casa porque ¡ellos saben que los amo mucho! En la iglesia, el
pastor no puede formar vidas porque si se muestra demasiado
rígido con alguno de sus hijos, correrán a otro orfanato. Pablo
le escribió a Tito: “Exhorta y reprende con toda autoridad. Que
nadie te menosprecie” (Tito 2:15). Primero hablar, segundo
exhortar y tercero reprender con toda autoridad. Si no lo hace-
mos, tendremos hijos malcriados. Como la autoridad y maes-
tro máximo nuestro es Jesús, quizá el grupo entero, incluyen-
do el “líder”, deben obedecer lo que la lección que se estudia
manda, y todos deben ayudarse los unos a los otros a cumplir-
la. No ser como los fariseos, que ponían cargas sobre otros que
ellos ni siquiera tocaban con un dedo.

Podemos formar las vidas de nuestros hijos, porque nos


obedecen. Cuando son pequeños, debido al amor, a las recom-
pensas y a la disciplina, ellos nos obedecen. Gracias a eso
podemos enseñarles a caminar, hablar, higienizarse, compor-
tarse en la mesa, decir por favor, gracias, etcétera. Luego los
mandamos a la escuela sin pedirles permiso, porque sabemos
que es una parte importantísima de su formación. Cuando son

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El discípulo

Formación de discípulos

mayores, ya han aprendido las ventajas de la disciplina, y ellos


mismos se ponen metas y obedecen las reglas para el éxito. Sin
obediencia, no hay desarrollo. Mis padres no me daban un ser-
moncito sobre el lavado de cabeza y luego me invitaban a que
si quería lavármela, levantara la mano. ¡Me la lavaban! Si
hubiera sido por mí, nunca me la hubiera lavado. No me pre-
dicaban sobre el inventor del jabón ni de qué elementos esta-
ba compuesto, simplemente me jabonaban la cabeza, aunque
a veces yo lloraba mientras me lo hacían. Ellos me estaban for-
mando y lo lograron con éxito: ¡ahora me la lavo solo sin que
me obliguen! Mis padres me daban una orden, yo la obedecía,
y así mi vida fue formándose, a través de obedecer las órdenes
que me daban. Me mandaban a hacer cosas concretas ¡tal
como Jesús hacía con sus discípulos!

Todos tenemos que “someternos los unos a otros”, “confe-


sarnos unos a otros”. Es impresionante la cantidad de veces
que el Nuevo Testamento dice “unos a otros”. Por eso, el que
da órdenes a un discípulo debe estar también bajo autoridad.
Todos somos responsables. Uno es responsable del otro. Yo
debo corregir con amor a mi hermano, pero él también debe
corregirme a mí con amor cuando yo estoy equivocado. Todos
tenemos que tener alguien que pueda reprendernos cuando
hacemos mal, de otra manera somos dictadores y tiranos.
Además, aunque uno puede decir “yo soy discípulo de Juan
Carlos”, sin embargo, todos somos discípulos de Jesús. Es
como decir “yo soy hijo espiritual del Pastor Ortiz”; realmen-
te uno es hijo espiritual de Dios. Pablo llama a Timoteo “hijo”,
pero en realidad es hijo de Dios. Si usted puede reprender a su
discípulo, ¿quién lo reprende a usted? Quien no está debajo de
alguna autoridad, no tiene derecho a tener autoridad.

Un centurión romano le pidió a Jesús que sanara a uno de


sus siervos. Jesús le dijo que iría y lo sanaría. Pero el centu-
rión, quien entendía de autoridad por ser militar, y que notó

cómo Jesús se sometía a Dios, le dijo: “Señor, no merezco que


entres bajo mi techo. Pero basta con que digas una sola palabra,
y mi siervo quedará sano. Porque yo mismo soy un hombre suje-
to a órdenes superiores, y además tengo soldados bajo mi auto-
ridad. Le digo a uno: ‘Ve’, y va, y al otro: ‘Ven’, y viene. Le digo
a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace” (Mateo 8:8-9). El centurión
sabía que, para tener autoridad, había que estar debajo de
autoridad. Yo no puedo crearla, Dios es la fuente de ella. “No
hay autoridad que Dios no haya dispuesto, así que las que existen
fueron establecidas por él” (Romanos 13:1). Imagínese que un
cabo del ejército le dice al soldado raso que haga cierta cosa, y
este la hace en el acto. El cabo entonces, muy entusiasmado,
piensa: “¡Qué autoridad que tengo! Voy a renunciar al ejérci-
to y voy a crear mi propio ejército privado en mi barrio”. Al
llegar a su casa, le dice a un amigo: “¡Cuerpo a tierra!”. Pero
por supuesto, todos se le ríen en la cara. ¿Por qué? Porque la
autoridad que él tenía en el ejército era la que le proporciona-
ba el estar sujeto al Sargento; y este, al Capitán; y este, al
Coronel; y este, al General; y este, al Presidente de la
República, que tenía a su vez que dar cuenta al Congreso. Al
rechazar la autoridad que había encima de él, perdió la propia.
El problema que tenemos en la iglesia es que queremos tener
autoridad y seguir siendo independientes a la vez. Es imposi-
ble. No se puede ser independiente y a la vez tener autoridad.
Si quiere tener ascenso sobre otros, tiene que estar usted tam-
bién bajo autoridad. El subalterno tiene que saber a dónde
dirigirse si necesita apelar a abusos cometidos por su inmedia-
to superior. Esta es una orden de Dios y es eterna (1 Corintios
11:3). La fuente de autoridad es asi: Dios - Cristo - el varón -
la mujer - los hijos. La Iglesia Romana dice: Dios - el Papa -
el Obispo - el Sacerdote - el Creyente. En la Iglesia
Evangélica, nadie se sujeta a nadie. Un edificio existe cuando
los ladrillos se sujetan unos a otros. Ladrillos independientes

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El discípulo

no forman un edificio. Un cuerpo existe cuando los miembros


se sujetan unos a otros. En el valle de los huesos secos, nadie
se sujetaba a nadie, era una montaña de huesos sueltos. En La
Biblia, se nos manda a sujetarnos a nuestros pastores y a todos
los que están en autoridad. Es muy importante. La formación
requiere no solo sumisión, porque para que esta sea verdade-
ra, es necesario que haya sumisión de los unos a los otros.

¿Cómo se lograría esto en una ciudad, en una provincia, en


un país? Aunque en algunas cosas no estemos de acuerdo con la
Iglesia católica romana, ellos han logrado por lo menos la uni-
dad. Todos se sujetan unos a otros, el creyente más débil se suje-
ta a su sacerdote y, a través de él, hasta al papa mismo. El papa
afirma sujetarse a Dios. El hermano David Duplessis, líder evan-
gélico sudafricano, que tuvo largas conversaciones con el papa
Juan Pablo 11, contó que aquel le dijo: “Cuando yo era un cre-
yente y quería saber algo, le preguntaba al sacerdote. Cuando era
sacerdote y quería saber algo, le preguntaba al obispo. Cuando
era obispo y quería saber algo, le preguntaba al papa; ahora que
soy papa, debo preguntárselo a Jesús”. Yo sé que es un sueño
irrealizable lograr esto entre los evangélicos y protestantes. Pero,
por lo menos, deberíamos tender hacia esto. Los pastores debe-
ríamos juntamos en grupos en regiones de la ciudad, grupos
quizá de diez o doce, y reunimos a orar juntos para buscar la
guía de la Cabeza de la Iglesia, que es Jesucristo. Cada uno de los
miembros del grupo tendría que traer sus preguntas. Los creyen-
tes de las iglesias se sujetarían a ellos, pero tendrían un grupo
adonde acudir cuando tienen dificultades en la iglesia particular.
No debería ser una dictadura, pero sí un lugar de consultas, por
lo menos. Nosotros probamos esto en un grupo de unos treinta
pastores en Buenos Aires y alrededores. Nos juntábamos todos
los miércoles a orar y allí traíamos nuestras alegrías y tristezas,
nuestros desafíos y aciertos. Como éramos de diferentes denomi-
naciones, al principio enfatizamos una unidad espiritual, no

Formación de discípulos

dogmática. Fueron los años de pastorado más edificantes de la


vida. Sin embargo, al correr del tiempo, esto que empezó con un
movimiento del Espíritu, maravilloso, poderoso, amoroso y cre-
ciente, comenzó a caer en nuestras manos. Quisimos tomar las
riendas nosotros, unificar la teología, las costumbres, las discipli-
nas, la moralidad, etcétera. Lo que empezó siendo unidad sin
uniformidad, terminó siendo uniformidad sin unidad, y así algo
que prometía bendecir al mundo quedó ahogado. Sin embargo,
mucho de lo practicado en ese grupo, se practica ahora en
muchas partes. Y tenemos que confesar que, en la actualidad,
hay mucha más tolerancia y unidad que hace treinta años, no
solamente en la Argentina, sino en el mundo. En aquella época,
solo ese grupito de treinta tenía entre ellos pastores de todas las
denominaciones, incluso sacerdotes católicos. Ahora este fenó-
meno se da en todo los países.

La misma Iglesia católica no es uniforme. Creo que los


evangélicos podríamos llegar a una unidad basada en el amor.
Una unidad que no reclame uniformidad. Los hijos se sujetan
a los padres, pero al crecer, esa sujeción se va haciendo más
elástica. Al desarrollar su propio cerebro y capacidad de apren-
der, los hijos se casan, tienen hijos y se independizan de los
padres, aun manteniendo una conexión amorosa de amistad y
la unidad de la familia. Pero el padre no se mete en los asun-
tos de la familia de su hijo a menos que lo llamen. Un padre
que no aflqja, que desea que sus hijos casados se sujeten como
cuando eran niños, perderá la unidad familiar. Los hijos pue-
den mudarse a otro país, y aunque habrá lágrimas en los ojos
de los padres, los dejarán ir y los seguirán amando y conside-
rando de la familia. Se seguirán escribiendo, intercambiando
correos electrónicos, llamándose por teléfono y visitándose
cada tanto, pero no estarán bajo la pollera de la madre ni bajo
el pantalón del padre. La unidad con uniformidad no es la
voluntad de Dios, porque quita la creatividad, la investigación

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El discípulo

Formación de discípulos

y la iniciativa. Siempre los reformadores de la Iglesia fuimos


perseguidos y excomulgados. Antes los mataban. Ahora tene-
mos que seguir independientes, o los que no creemos en inde-
pendencia, hacernos de otra denominación.

La palabra miembro está mal usada en la Iglesia, porque se


le da el mismo sentido que miembro de un club, donde no
existe ninguna clase de unión entre los concurrentes y menos
de sumisión. La palabra que deberíamos usar es discípulo o
aprendiz. Esto indica que una persona está conectada a un
maestro. No hay discípulo sin maestro. En las Escrituras, la
palabra miembro se usa para miembros de un cuerpo, por eso
en muchas versiones en vez de miembro, se usa la palabra
parte de un cuerpo.

Cuando decidimos cambiar la palabra miembro por discí-


pulo en nuestra congregación de Buenos Aires, dimos prime-
ro un estudio de lo que era un discípulo y los requisitos que el
mismo Señor pedía para aceptar a alguien como discípulo.
Negarse a sí mismo, amarlo más a Él que a nuestro padre o
madre, o esposa, o hijos, o hermanos, o tierras o posesiones.
Esto nos impactó tanto que algunos no querían hacerse discí-
pulos. Continué predicando el discipulado por un año y
medio sin saber cómo empezar. Todos comprendíamos el con-
cepto, pero la estructura de Iglesia era para ganar miembros y
no para hacer discípulos. Por último, frustrado, dije: “Jesús
escogió a doce discípulos y de allí empezó. Yo soy el pastor
Juan Carlos Ortiz y debo pastorear a los miembros de mi
Iglesia. Pero a la vez, en forma separada, voy a iniciar una con-
gregación clandestina de discípulos, allí no seré el Rev. Juan C.
Ortiz, ni el hermano Ortiz, sino simplemente Juan Carlos”.

Así fue que el yo Juan Carlos comenzó su propia célula con


los que de entre los diáconos se dejaron reclutar como discí-
pulos. Por decirlo así, Juan Carlos robó los diáconos del club

cristiano del Rev. Juan Carlos Ortiz y se dio a la tarea de hacer-


los discípulos de Jesús. En esta nueva estructura, dejé de ser el
Reverendo respetado y comencé a ser el Juan Carlos amado.
Di mi vida a esos discípulos. Los serví. Nos hicimos amigos.
Juntos fuimos al campo a orar. Comimos juntos, durmieron en
mi hogar, y yo en el de ellos. Llegamos a ser una familia. La
comisión directiva de la iglesia se transformó en una familia
como Jesús y sus discípulos. Nos llegamos a amar tanto, que
un día decidimos solemnemente poner la vida uno por el otro
(1 Juan 3:16). Recién allí comprendí lo que dijo Jesús de su
relación con la bienaventurada María: “Pues mí hermano, mi
hermana y mi madre son los que hacen la voluntad de mi Padre
que está en el cielo" (Mateo 12:50). Jesús no estaba bajando a
María al nivel de los discípulos, sino subiendo a sus discípu-
los al nivel de María.

Al cabo de unos seis meses, más o menos -no tuvo lugar de


la noche a la mañana-, todo el club empezó a notar cómo los
que se transformaron en discípulos estaban interesados en
amarlos, en ayudarlos, en compartir con ellos y aconsejarlos.
Entonces les dije a “mis” discípulos que robaran cada uno
unos miembros de la vieja iglesia y ellos mismos se dedicaran
a discipulados. Este proceso de hacer discípulos de todos los
miembros de la iglesia, nos llevó casi tres años, pero este tiem-
po nos permitió transformar todo el club en una familia de
más de mil quinientos discípulos. Así nacieron las células,
porque el discipulado se hacia no en el templo, sino en las
casas de los líderes, ya que el discipulado requiere que entre-
guemos al Señor también nuestra casa.

Durante el período de cambio, nuevas personas eran salvas


en las células, pero no les permitimos que vinieran a lo que aún
quedaba de la antigua iglesia al estilo club, para que no se
arruinaran con la vieja estructura que estábamos procurando
demoler. Con el tiempo, este club-iglesia se acabó. Al terminar

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El discípulo

cerramos el templo por un mes. Nos reuníamos por las casas,


en un parque o en una sala alquilada, para ver si podíamos fun-
cionar como la Iglesia primitiva, sin templo. Después de hacer
esta prueba, con éxito, volvimos a él. Ahora, después de
muchos años, estoy convencido de que no deberíamos haber
vuelto al edificio. Deberíamos haber seguido por las casas y reu-
nirnos en algún lugar cada dos o tres meses todos juntos y haber
experimentado que tal como los primitivos, la Iglesia hubiera
crecido mucho más en número y calidad, reuniéndonos por las
casas, teniendo reuniones de líderes y reuniéndonos todos jun-
tos en algún parque o salón grande alquilado según la necesi-
dad. Creo que en pocos años, hubiéramos necesitado un estadio
para las reuniones juntos. Mientras hicimos muchas cosas dife-
rentes, por ejemplo, cerrar el templo, nos reunimos por las casas
y los domingos íbamos a visitar otras congregaciones: católicas,
bautistas y otras más. Cada uno de los discípulos tenía un grupo
en un sector distinto de la ciudad. Cacho, por ejemplo, era
mecánico de automóviles y tenía, en células que estaban a su
cargo, unos trescientos discípulos. Pese a que trabajaba nueve
horas diarias en el taller mecánico, aun así formaba las vidas de
más personas que muchos ministros que dedicábamos todo el
tiempo al ministerio. Cacho y sus discípulos fueron un domin-
go a una iglesia donde se congregaban más o menos cien perso-
nas. ¿Se lo imagina? ¡Trescientos visitantes!:

-¿De dónde vienen todos ustedes?

-Somos de la congregación del hermano Ortiz.

-¿Por qué han venido aquí?

-Vinimos para visitarlos.

-¿Y no han ido a su propia reunión?

-Bueno, no tuvimos reunión, porque cerramos el templo y


venimos a visitarlos.

Formación de discípulos

¿Se da cuenta? Con esta nueva estructura era posible hacer


lo que antes hubiera resultado imposible. De ser necesario, en
pocas horas se puede reunir a todo el cuerpo. Creo que es
posible tener iglesias sin edificio. ¿No era acaso así en los dos
primeros siglos? Los templos no deben ser un lugar donde los
creyentes se aíslan del mundo. Jesús no dijo: “Pecadores, ven-
gan a nuestros templos”, sino a los creyentes: “Vayan al mundo
y hagan discípulos de todas las naciones”. Los pecadores están
muertos, perdidos, paralizados. Si no podemos movilizar a los
creyentes, que se supone que están vivos, ¿cómo esperar que
movilicemos a los inconversos para que vengan a salvarse?
Nuestras células ya están en el mundo, viven entre los no sal-
vados. Se reúnen en cualquier lugar, día y hora. Puede ser en
una casa, en un parque, un restaurante o una playa. Algunos
se congregan a las seis de la mañana. Otros a medianoche, por-
que la gente trabaja hasta muy tarde. Hay elasticidad. Los ami-
gos, compañeros de trabajo y vecinos que no quieren saber
nada de “ir a la iglesia”, muy gustosamente irán a sus casas.

Con el tiempo, volvimos a emplear la palabra miembro,


pero con una nueva connotación. Ahora esta palabra nos da la
idea de cuerpo. Un miembro es:

1 No independiente. Es imposible ver que una nariz cami-


ne por la calle de por si. El cuerpo tiene que estar ligado
como tal. Si uno de sus miembros es independiente, no
forma parte del cuerpo. Todos deben estar ligados a otros.
Para eso, el amor es indispensable (Colosenses 2:19).

2 Un miembro es también una parte del cuerpo que une


a otras dos. Como por ejemplo, el antebrazo une al
brazo con la mano.

3 Un miembro nutre a otros. Recibe sangre del cuerpo y


la pasa a los miembros que están debajo de él.

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El discípulo

4 Un miembro también sostiene al miembro que está


debajo de él a través de la coyuntura y de los ligamen-
tos. Es muy difícil arrancar un miembro del cuerpo,
porque está bien sujetado. Pero ¡cómo se nos pierden
sin que nos demos cuenta los miembros del club-iglesia!
¿Es que acaso alguna vez su esposa, cuando usted
regresó a su casa, le preguntó: “¿Dónde has perdido tu
pierna derecha”? ¡Imposible! Nadie la pierde sin darse
cuenta.

5 Un miembro es uno que trasmite órdenes. La cabeza da


una orden a la mano, pero esta tiene que pasar a través
de los otros miembros que hacen posible que la mano la
reciba. La mano nunca se disgusta con el antebrazo ni
le dice: “Me parece que voy a prescindir de ti y voy a
conectarme directamente a la cabeza con un cable sepa-
rado”. No, no puede hacerlo porque el cuerpo es uno.

6 Un miembro es elástico. Los cuerpos son flexibles. Las


organizaciones en cambio, son duras, se mueven como
robots. Anteriormente, una persona que tenía una idea
nueva o daba muestras de poseer un talento nuevo, por
lo general tenía que salir de la iglesia para poder prac-
ticarlo, o lo hacían salir. Aquellos que tenían una visión
debían unirse a grupos tales como Juventud para
Cristo, Juventud con una Misión, Los Navegantes o
algún otro grupo que le permitiera dar expresión a su
visión. Pero cuando la Iglesia es un cuerpo de discípu-
los, es flexible como la familia. Hay sujeción y autori-
dad, pero al crecer los discípulos y tener relación e
ideas nuevas, debe dárseles libertad. Cuando se vive en
amor, siempre habrá consultas y se logrará crecer espi-
ritualmente, en paz. La Iglesia está esparcida en todo
lugar y tiene libertad para ser la sal de la tierra y la luz
del mundo.

Las

Santas

Tradiciones

“¿Quién soy yo para pretender


estorbar a Dios?”

(Hechos 11:17)

T odavía recuerdo lo orgulloso que me sentí el día en que


mi hijo mayor fue a la escuela por primera vez. Fuimos
a uno de los mejores negocios para comprar el unifor-
me más durable. ¡Lucía tan lindo David! Pero a los seis
meses, ya le quedaba chico. David había crecido... La expe-
riencia nos ha enseñado a comprarles ropa no tan cara a los
chicos, porque en unos pocos meses ya no les sirve más. Así
ocurre con las estructuras. Nos sirven mientras todo se man-
tiene igual, pero cuando crecemos, la estructura ya nos queda
chica. Así pasó en nuestra iglesia en Buenos Aires. Cuanto
más crecíamos en el discipulado, tanto más comprendíamos

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El discípulo

Las Santas Tradiciones

que nuestras estructuras estorbaban el nuevo fluir del


Espíritu. No era porque las estructuras estuvieran mal. No es
mi intento menospreciarlas; eran muy buenas para ayer; pero
hoy ya no nos servían. Nadie debe sentirse ofendido cuando
hablamos de cambiar estructuras, porque quiere decir que nos
estamos desarrollando, estamos creciendo. Si pudimos vivir
años y años bajo las mismas estructuras es prueba de que no
estábamos creciendo. A modo de ejemplo, le diré que en nues-
tra congregación se habla usado el mismo himnario durante
cuarenta años. Desde que Dios empezó a renovarnos, primero
cambiamos de himnario por uno más centrado en Dios y luego
hicimos el nuestro propio para mantener algunos himnos clá-
sicos y agregar canciones nuevas. En total hemos renovado
cinco veces las canciones. No tanto sacando, sino agregando.

El vino nuevo necesita odres nuevos. La diferencia no resi-


de en el estilo; no es que un odre sea más atrayente o esté más
de moda que otro. Los odres viejos no se descartan porque son
viejos, sino que se los deja de lado debido a que el cuero se
endureció. El odre tiene que ser flexible y elástico para acomo-
dar el vino nuevo que se expande. Los viejos odres a los que
se refirió Jesús en Mateo 9:17 son las antiguas estructuras tra-
dicionales, que se endurecieron. ¡A veces preferimos ignorar o
torcer partes de la Escritura, para guardar una tradición!
Muchas veces chocamos con La Biblia para poder seguir nues-
tros paradigmas tradicionales.

Una vez le pregunté a un hermano católico:

-Dígame, ¿en qué lugar de La Biblia dice que se debe ren-


dir culto a la bienaventurada Virgen María?

Este hermano fue muy sincero.

-Bueno -me dijo-, es posible que la Iglesia Católica haga


demasiado énfasis con María, pero en La Biblia se la nombra,
¿no es cierto?

-Si -le contesté.

-Pero, por favor, ¿podría decirme en qué pasaje se encuen-


tran las denominaciones que usted defiende con tanto celo?

Como puede darse cuenta, las denominaciones son nues-


tras tradiciones, pese a lo que diga La Biblia. Jesús tiene sola-
mente una esposa, la Iglesia. No es polígamo, y sin embargo,
nosotros decimos a la gente que, de alguna manera misterio-
sa, las denominaciones son parte de la voluntad de Dios. Lo
culpamos a Él por nuestras divisiones, nuestra falta de amor.
Y luego criticamos a los católicos por sus tradiciones. No
deberíamos tratar de quitar la mota de los ojos de nuestros
hermanos católicos hasta que quitemos la viga de los nuestros.
Muchas cosas, como cerrar los ojos para orar, son tradiciones.
La Biblia, sin embargo, nos muestra lo opuesto (Juan 17:1).

También he observado que La Biblia dice: “El que crea y


sea bautizado será salvo” (Marcos 16:16). Nuestra tradición
dice que el que creyere y fuere salvo, será bautizado después
de unos meses de prueba. Antes de ascender a los cielos Jesús
dijo: “Por tanto, VAYAN y hagan discípulos de todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a
ustedes” (Mateo 28:19-20). Nuestra tradición nos dice que no
hace falta discipulados, que es suficiente con creer y seguir
viniendo a las reuniones dominicales. Aun la “membresía” de
la Iglesia, ¿dónde está en La Biblia este tipo de miembro?
Miembro es uno conectado al cuerpo, miembros todos conec-
tados unos con otros, no personas independientes que asisten
a reuniones. Pablo lo dice muy claro: “Todos fuimos bautiza-
dos por un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo” (1
Corintios 12:13). Los “miembros” de hoy son miembros de
una organización o club de gente creyente, pero no están rela-
cionados en amor como los miembros de un organismo. Hay

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El discípulo

Las Santas Tradiciones

muchísimas Santas Tradiciones evangélicas. Las tradiciones y


estructuras tienen tanta fuerza que he llegado a preguntarme
si detrás de ellas no se ocultará algún espíritu. Contemplemos
la fuerza de la tradición en una persona tan respetada como
lo es el apóstol Pedro. Cuando Dios quería que fuera a casa
del gentil Cornelio, le costó mucho convencerlo. Pedro había
estado presente cuando Jesús dijo: “Por tanto , VAYAN y hagan
discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer
todo lo que les he mandado a ustedes" (Mateo 28:19-20).
También lo había escuchado cuando mandó que fueran sus
testigos “en Jerusalén como en toda Judeay Samaría y hasta los
confines de la tierra” (Hechos 1:8). También había dicho: “Y
este evangelio del reino se predicará en todo el mundo como tes-
timonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin ” (Mateo
24:14). Pero cuando llegó el momento de ser un testigo ante
Cornelio, el centurión gentil, la tradición de Pedro tuvo más
poder que todo lo que Jesús había dicho. El Señor entonces le
mostró una visión de animales de todas clases, diciéndole
“mata y come” tres veces, y las tres veces Pedro contestó: “¡De
ninguna manera, Señor! Jamás he comido nada impuro o inmun-
do”, a pesar de que el Señor le decía: “Lo que Dios ha purifica-
do, tú no lo llames impuro” (Hechos 10:14-15). Las tradiciones
poseen un poder misterioso tan fuerte que su fuerza sobrepa-
sa la fuerza de la Palabra de Dios. Es la tradición la que nos
hace decir: “Señor, NO”.

En las Escrituras, leemos acerca de la unidad del Cuerpo de


Cristo y vemos a Jesús rogando al Padre para que seamos uno,
sin embargo, justificamos nuestras denominaciones. La Biblia
es nuestra regla de fe y práctica, siempre y cuando no entre en
conflicto con nuestras tradiciones. Frente a la obstinación de
Pedro, al Señor no le quedó otra alternativa más que decirle:
“Mira, Simón, tres hombres te buscan. Date prisa, baja y no dudes

en ir con ellos, porque yo los he enviado” (w. 19-20). Pedro por


fin se decidió a obedecer, aunque sea a eso. Los hombres le
contaron la asombrosa visión que tuvo Cornelio mientras
oraba, de cómo se le había aparecido un ángel y le había dado
instrucciones precisas para encontrarlo a él en Jope. Pedro no
tuvo otra alternativa que acompañarlos. Con todo, a cada
paso, parecía “retobarse”, como decimos los argentinos.
Cuando llegó a casa de Cornelio, sus primeras palabras fue-
ron: “Ustedes saben muy bien que nuestra ley prohíbe que un
judío se junte con un extranjero o lo visite” (v. 28). ¿Qué diría
usted si alguien viniera a su casa y le dijera esto? Sin duda que
le mostraría la puerta. No es difícil imaginarse cómo se habrá
sentido Cornelio. No solamente había invitado a sus amigos,
sino que también habían venido a su casa todos sus parientes.
Seguramente, les había dicho a sus invitados: “Hoy vendrá un
verdadero hombre de Dios. Mientras estaba orando se me apa-
reció un ángel y me dijo que lo mandara a buscar. Debe ser un
santo, un varón perfecto que nos va a explicar los misterios del
Creador”.

Pero, he aquí que se presentó Pedro y, de entrada no más,


los ofendió diciéndoles cuán abominable era para un judío
acercarse a un extranjero, y que había venido porque Dios lo
había obligado. Luego les preguntó: “¿Para qué me hicieron
venir?” (v. 29). Todo un apóstol de Jesucristo ¡y no sabe lo que
tiene que hacer cuando el Señor lo manda a casa de un incon-
verso! Un niño de pocos años de cualquiera de nuestras igle-
sias sabría qué hacer. En verdad, la pregunta de Pedro es tonta.
Lo que esta pregunta quiere decir es que no está dispuesto a
darles el mensaje. ¿Por qué? Por las tradiciones. Cornelio vol-
vió a contar lo que le ocurrió, repitiendo lo que aquellos hom-
bres que habían enviado a Jope le habían dicho a Pedro hacía
solamente dos días. Pedro no tuvo otra alternativa más que
predicarles. Les habló acerca de Jesús, de sus milagros, de su

184
185

El discípulo

Las Sancas Tradiciones

muerte y de su resurrección. ¿Llegarla Pedro a llevar adelante


su mensaje y hacerles una invitación a estos gentiles para que
se arrepientan y sean salvos? Seguramente, no. Por eso, Dios
irrumpió antes que Pedro terminara su mensaje y se despidie-
ra, y los llenó a todos del Espíritu Santo, tal como a los discí-
pulos en Pentecostés. ¡Todos los que estaban en la casa empe-
zaron a alabar al Señor y hablar en lenguas!

Luego Pedro se fue a un cuarto contiguo con los judíos que


habían ido con él para discutir lo acontecido. Estaban en un
problema: “Bueno, y ahora, ¿qué hacemos? ¿Los bautizamos
en agua o no?”. Los gentiles no tenían ningún problema.
Disfrutaban del Espíritu y estaban dispuestos a hacer cual-
quier cosa que se les pidiera. Los tradicionabstas estaban con-
frontados con un gran dilema: ¡Sus tradiciones habían sido
sacudidas! Después de deliberar por un rato, Pedro dijo:

-Me parece que tenemos que bautizarlos. Después de todo,


si Dios los bautizó en el Espíritu Santo...

-Pedro, ¿qué vas a explicarles a los ejecutivos de la Iglesia


cuando regresemos a Jerusalén?

-No sé, pero no puedo pensar en ninguna razón para no


bautizarlos.

Cuando regresaron a Jerusalén, se encontraron con que las


noticias ya habían llegado. Pedro entró donde estaban los
otros ancianos, y uno de ellos le dijo:

-Hemos sabido que has estado en casa de un gentil y que


además ¡has comido con ellos! ¿Es cierto eso?

Pedro comienza a relatar lo ocurrido:

-“Cuando comenzó a hablarles, el Espíritu Santo descendió


sobre ellos. . . ” (11:15).

-No, no. ¡No puede ser!


— "... tal como al principio descendió sobre nosotros”.

-¡Imposible!

-“Si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros al


creer en el Señor Jesucristo, ¿quién soy yo para pretender estor-
bar a Dios? (v. 17).

Preste atención a lo que dice la Escritura: “Al oír esto, se


apaciguaron y alabaron a Dios diciendo: ‘¡Así que también a los
gentiles les ha concedido Dios el arrepentimiento para vida!’” (v.
18). ¿Acaso no les había dicho Jesús que el evangelio era para
“toda criatura”, “todo el mundo”, “todas las naciones”, “hasta lo
último de la tierra ”? El poder de la tradición es aterrador. Dios
no puede hacer muchas cosas por causa de nuestra esclavitud
a las tradiciones. Jesús dijo: “Muchas cosas me quedan aún por
decirles, que por ahora no podrían soportar” (Juan 16:12). Cada
vez que Él quiere cambiarnos un poquito, nos escandalizamos.
Nuestra mente es como esas mesitas pequeñas que solamente
pueden sostener una lámpara o unos pocos libros. No es posi-
ble colocarle encima un refrigerador, porque se haría pedazos.
Eso es lo que ocurre cuando estamos cerrados a todo aquello
que no es lo tradicional, no recibimos algo que esté fuera de lo
que estamos acostumbrados. Nos hacemos pedazos.

Recuerdo la primera vez que visité una iglesia de las


Asambleas de Dios y me encontré con que la gente batía pal-
mas: “Oh... qué gente tan mundana”, pensé. Era algo que no
podía aceptar. Oraban de pie, otra herejía, en mi iglesia siem-
pre orábamos de rodillas. Lo mismo me ocurrió la primera vez
que vi a algunos danzando delante del Señor. Oh... me escan-
dalicé de veras. Mi tradición no me permitía aceptar eso. Y
Dios nuevamente tuvo que mostrarme que Él había lo limpia-
do y que no tenía que llamarlo inmundo. ¿Recuerda el inci-
dente de aquella mujer que se acercó a Jesús y rompió el frasco
de alabastro sobre Él? Los discípulos estaban sorprendidos.

186

187

El discípulo

“¿Para qué este desperdicio?”, se preguntaban (Mateo 26:8).


Jesús les respondió: “Ella ha hecho una obra hermosa conmigo”
(v. 10). ¡Extraordinario! No se sintió molesto en lo más
mínimo.

Debemos pedirle a Dios que refuerce nuestras “mesitas”


para que podamos poner encima cualquier peso que quiera
dejar caer sobre nosotros. Quiere cosas mayores en nuestros
días, pero se contiene pues tiene miedo de aplastarnos. ¿Qué
debemos hacer para experimentar la plenitud de la voluntad
de Dios? Romanos 12:1-2 nos dice dos cosas. En primer lugar,
que debemos ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo
y agradable. Un sacrificio vivo es de más valor que uno muer-
to, porque el sacrificio vivo tiene futuro. Dios puede hacer lo
que quiere con él. En segundo lugar, debemos ser transforma-
dos por la renovación de nuestra mente. Debemos estar prepa-
rados para el cambio. Estar en la voluntad de Dios es estar
siempre abiertos para el cambio. Algunas veces decimos:
“Señor, muéstrame tu voluntad”, pero si lo hiciera, no se nota-
ría ninguna diferencia en nosotros. En ese sentido, somos
como un tren que pide que le pongan un volante como a los
automóviles. ¿Para qué? Si de todos modos no puede salirse
de las vías. Las vías son nuestras tradiciones. “Señor, ayúdanos
a hacer tu voluntad”, decimos, pero las vías están fuertemen-
te clavadas. En algunos aspectos, nos parecemos a los niños
que suben a los autitos de la calesita o carrusel en el Parque de
Diversiones. Dan vueltas al volante para un lado y para el otro,
pero no obstante, el auto siempre sigue el mismo camino. Es
así como somos en la iglesia. Predicamos y enseñamos, pero
las cosas siguen igual.

188

Cambio

Tradiciones

“A los ancianos que están entre


ustedes ... les ruego esto: cuíden
como pastores el rebaño de Dios que
está a su cargo, no por obligación ni
por ambición de dinero, sino con
afán de servir, como Dios quiere”

(1 Pedro 5:1-2)

El discípulo
Cambio de Tradiciones

las iglesias, y los ancianos obedecían a los apóstoles. Las car-


tas de los apóstoles eran, y son consideradas hasta hoy, infa-
libles. Aquella era una iglesia gobernada por la cabeza, no por
los pies. El poder manaba desde arriba hacia abajo. La demo-
cracia es desde abajo hacia arriba. No existe el mínimo indi-
cio de que Pablo dijera: “Timoteo, ¿sería posible que yo te
interesara para que te ofrezcas voluntariamente para el minis-
terio? Nos gustaría muchísimo que te nos unieras, claro, si tú
quieres". En Hechos 16:3, leemos: “Así que Pablo decidió lle-
várselo (a Timoteo)”. Eso fue suficiente. Claro que Timoteo
tenía la libertad de ir o no, pero si no iba, era por desobedien-
cia. Adán y Eva tenían la facultad de decidir comer o no del
fruto y decidieron comer, pero eso era desobediencia. Los
apóstoles definían la doctrina. Por eso, se le llamaba “La doc-
trina de los Apóstoles”. Ellos eran considerados la autoridad.
Los problemas empezaron a aparecer cuando la iglesia teocrá-
tica perdió su carisma, su poder espiritual. Los dirigentes se
volvieron más conciernes del poder material terreno que de
aquello que procedía de lo alto. Aunque mantuvieron la
misma forma de gobierno, el espíritu no era el mismo. Eran
como una lapicera sin tinta. Exteriormente seguían con auto-
ridad, pero interiormente estaban vacíos del Espíritu Santo.

El papa siguió pensando que es infalible, y comprendo por


qué. Después de todo, las cartas que había escrito Pedro, las de
Juan y las de los otros, todas eran verdad infalible. ¿Por qué no
debía continuar eso? Podría haber seguido, pero al faltar el
carisma, la revelación divina celestial, la Iglesia pasó a ser algo
peligroso en el mundo. Algunos de los hijos de la Iglesia, como
por ejemplo Savonarola, Huss, Lutero y otros, se esforzaron por
renovarla, pero ella rechazó el ministerio de estos hombres.
Podrían haber traído nueva vida a la Iglesia católica, pero en
vez de permitírselo, los arrojó fuera de su seno. Así ocurre
cuando se tiene poder, pero falta revelación, sabiduría divina.

Así fue como las iglesias protestantes reaccionaron y se fue-


ron a otro extremo, hacia la democracia. La democracia dio
resultado por un tiempo, porque hizo posible que los llamados
laicos una vez más estuvieran involucrados en la obra de la
iglesia. Una vez más podían pensar, votar, trabajar. Pero esto no
fue el remedio. En el período del oscurantismo, el papa se
había convertido en el sustituto de la Palabra de Dios. Más
tarde, entre los protestantes, el sustituto llegó a ser el voto de
la mayoría. El pueblo no sabía con certeza lo que Dios quería
decirles. Por eso, comenzaron a votar, y el que recibiera más de
la mitad de los votos, debía ser aquel que Dios quería que los
dirija. Pero, lamentablemente, la mayoría no siempre es dueña
de la verdad. Fue la mayoría la que decidió hacer el becerro de
oro, mientras el pueblo de Dios marchaba por el desierto.
También fue la mayoría la que le dio las espaldas a Jesús des-
pués de las enseñanzas que les impartió y que se registran en
Juan 6. Y en estos días, cuando Dios está restaurando ministe-
rios y carismas, la democracia nos va a traer un montón de pro-
blemas. No me inclino por una forma de gobierno episcopal,
pero tampoco puedo apoyar el gobierno democrático en la
Iglesia; sin la revelación del Espíritu Santo, ninguno de los dos
es bíblico. Es posible que si Dios envía un avivamiento, la gente
dentro de una congregación regida por el sistema episcopal sea
más receptiva, no lo sé. Ya están habituados a sujetarse a sus
superiores; me pregunto, entonces, ¿qué es lo que pasaría si sus
obispos estuvieran realmente en contacto con Dios? La cues-
tión del gobierno de la Iglesia ha sido largamente discutida a
través de la historia y, personalmente, no creo que esto pueda
solucionarse, por cuanto un gobierno de acuerdo a las pautas
bíblicas no dará resultado en una Iglesia que no sea apostólica.
Creo que está probado que, cuando todos mandan, las cosas no
funcionan, es una anarquía. ¡Cuántos pastores con visión son
paralizados por sus ancianos gobernantes! Lo mismo sucede

190

191

El discípulo

Cambio de Tradiciones

con los obispos, si no tienen visión, la Iglesia se estanca. Quizá


una combinación de las dos cosas sea conveniente, tener un
líder tipo obispo, pero tener también un grupo de personas
espirituales que le aconsejen antes de tomar una decisión. Y si
el grupo es unánime en una decisión, el líder debe tener el
derecho del veto. Es una opinión, no más. Pero, evidentemen-
te, las estructuras de ahora requieren una revisión.
Generalmente, las iglesias que crecen más son las que tienen
un líder a quienes todos obedecen.

La Biblia se refiere a la Iglesia solamente en dos dimensio-


nes: la universal y la local. La Iglesia universal es ‘la Iglesia en
toda la faz de la tierra’, mientras que la iglesia local es ‘la igle-
sia de una cierta localidad, pueblo o ciudad'. Sin embargo,
desde los tiempos en que se inició la llamada Iglesia protes-
tante, hemos tenido una nueva clase de iglesia, que no es ni
universal ni tampoco local: es la denominación. Las denomi-
naciones son más que locales, pero son menos que universa-
les. Estas han tratado todo tipo de gobierno que uno pueda
imaginarse, desde las más rígidas formas episcopales a la
derecha, las presbiterianas en el centro y la congregacional a
la izquierda. Y con todo, no ha sido posible hallar una solu-
ción. ¿Por qué? Porque no es posible poner repuestos Ford en
un Chevrolet. Para el chevy es necesario usar repuestos
Chevrolet. Las denominaciones no son como fue la iglesia
local en tiempos neotestamentarios, y por lo tanto, ninguna
estructura de la Iglesia de aquellos tiempos se puede aplicar a
la Iglesia protestante hoy.

En una ocasión, visité Ecuador y vi las grandes y dulces


bananas que crecen allí. Admirado pregunté:

-¿Sería posible llevar algunas de esas plantas a mi casa en


Buenos Aires? Los plátanos o bananas en mi país son muy
pequeños.

Alguien me contestó:

-A decir verdad, no le serviría de mucho, porque en la


Argentina hace demasiado frío para producir bananas tan
grandes como estas. Para que dieran allá bananas de este tama-
ño, sería necesario que además de la planta se llevara nuestro
suelo, nuestra lluvia, nuestra temperatura, es decir, tendría
que llevar todo el Ecuador a su país.

Lo mismo nos pasa a nosotros. Hicimos un viaje a la Iglesia


primitiva y descubrimos el bautismo en el Espíritu Santo, y tra-
tamos de transplantarlo a nuestra iglesia sin traer el mismo
clima de obediencia a los apóstoles, de amor mutuo y de disci-
pulado allí reinante; por eso acabamos con resultados no
mucho más grandes. El Espíritu Santo es el mismo de antes,
pero ahora parece estar diluido en la desobediencia y en la falta
de compromiso y de amor. No es posible contar con una forma
de gobierno como en la Iglesia primitiva, en donde los apósto-
les no tengan la autoridad que da el poseer el poder del Espíritu
Santo. Ellos llagaban a un lugar, imponían las manos, la gente
se sanaba, efusionaba el Espíritu Santo, discernían espíritus,
tenían palabra de sabiduría y ciencia, operaban el don de pro-
fecía, etcétera. Estos no necesitaban una credencial escrita de
una denominación. Pablo dijo: “Si Dios quiere iré a visitarlos
muy pronto, y ya veremos no solo cómo hablan sino cuánto poder
tienen esos presumidos. Porque el reino de Dios no es cuestión de
palabras sino de poder” (1 Corintios 4:19-20). ¿Cómo podemos
reconocer a los que dicen ser apóstoles y no lo son? Por las cre-
denciales divinas, que son el poder, la virtud, el fruto del
Espíritu Santo, no los hermosos sermones. Pero claro, cuando
falta la autoridad, el carácter divino y el fruto del Espíritu en
los líderes, quizá el voto democrático es mejor.

¿Qué es la iglesia bíblica? La iglesia de la localidad y la


Iglesia universal. En realidad, la Iglesia católica romana se

192

193

El discípulo

Cambio de Tradiciones

parece más, en cuanto a estructura, a la Iglesia apostólica. La


iglesia de cada área es una sola. No hay tal cosa como dos, tres
o diez iglesias, la iglesia es una, igual que Dios mismo. La
Iglesia católica es como un gran congelador que tiene muchas
cosas antiguas buenas, pero congeladas según nosotros. Una de
ellas es el principio de la iglesia local. Para ellos no existen las
iglesias bautistas, o presbiterianas, un montón de diferentes
denominaciones en la misma localidad. El católico cree que
hay una sola iglesia en cada región, la iglesia local de Buenos
Aires, de Rosario, etcétera. La llaman la diócesis. Todas las
parroquias de un área forman una diócesis o Iglesia. El obispo
es el pastor de toda la diócesis, y los sacerdotes de las parro-
quias son el presbiterio o los “ancianos de la iglesia”. Toda la
región tiene un obispo, o sea el pastor de la iglesia local, des-
parramada a través de sus parroquias con uno o más ancianos
(sacerdotes) sobre cada una. La iglesia en toda una región es
una. Lo mismo sucede con las Iglesias protestantes clásicas o
tradicionales. Quizá la Iglesia evangélica debería tender hacia
la unidad en cada región. Sin dejar sus denominaciones,
podrían juntarse en una unidad espiritual y voluntaria con el
propósito práctico de la evangelización y del discipulado,
aceptando las diferencias teológicas.

Cuando Dios se le manifestó a Moisés en la zarza ardien-


do, Moisés quiso saber el nombre de quién se le había apa-
recido. En esencia, Dios le dijo: “Moisés, vienes de Egipto,
allí hay muchos dioses, y necesitas nombres para identifi-
carlos. Pero realmente hay un solo Dios, por lo tanto, como
no hay más que uno, no necesito nombre. Yo soy el que soy,
y no hay otro aparte de mí. Yo soy el que soy. Yo soy el
único”. Sin embargo, Moisés insistió: “Pero cuando vuelva a
Egipto y me pregunten qué Dios me envía ¿qué les diré?”.
“Diles Yo soy me ha enviado a ustedes”. ¡Qué nombre tan
extraño!

Exactamente igual ocurre con la iglesia. Con frecuencia la


gente me pregunta:

-¿A qué iglesia pertenece?

-A la Iglesia -le respondo.

-¿A cuál?

-Pues a la Iglesia.

-Vamos, vamos. Usted sabe bien lo que quiero decir. ¿A


qué iglesia pertenece usted?

-A la que ES.

Hay una sola Iglesia. En tiempos del Antiguo Testamento,


no había que pensar en un nombre para la iglesia, porque
había solamente una. Solo hay una iglesia en cada localidad,
partida en pedazos. Es necesario que veamos cómo podemos
volver a unirlos. Sería bueno que subiéramos a la terraza del
edificio más alto y dijéramos: “Señor, muéstrame la Iglesia en
esta ciudad tal como tú la ves”. ¡Qué miopes somos!
Pensamos que Dios desde el cielo mira nuestra congregación
por medio de un estrecho tubo y dice: “¡Qué hermosa se ve la
iglesia de Juan Carlos Ortiz! ¡Qué lindo órgano compraron!...
¡Ah, qué preciosas alfombras tienen ahora!”. No, Él mira y
llora. A través de sus lágrimas, dice lo que dijo Jesús cuando
lloró por Jerusalén: “¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos,
como reúne la gallina a sus pollitos debajo de sus alas, pero no
quisiste! Pues bien, la casa de ustedes va a quedar abandonada”
(Mateo 23: 37-38).

Para Dios los diferentes pastores de la ciudad son presbí-


teros o ancianos copastores de su única Iglesia. Si son copas-
tores, deberían reunirse, tener confraternidad, amarse los
unos a los otros. Casi tendrían que vivir juntos como los doce
pastores de la iglesia de Jerusalén lo hicieron mientras esta-
ban allí. Son el presbiterio de la ciudad, los ancianos a cargo

194

195
El discípulo —

del rebaño de Dios. En la visión que tuvo Juan, según pode-


mos apreciar en el capítulo uno de Apocalipsis, Jesús es la
cabeza que caminaba en medio de los candeleras (las iglesias) .
Una iglesia en cada localidad distinta; su nombre era el nom-
bre de la localidad, y se reunían por las casas y en cualquier
lugar. La iglesia local era bastante independiente, pero tam-
bién interdependiente, unida por el apóstol de la región. Por
eso, podían adaptarse a las necesidades locales, de manera en
que la iglesia de Jerusalén se desarrolló de una forma y la de
Antioquía de otra. Ellas eran diferentes en teología, mucho
más diferentes que la católica y la evangélica. Pero todos esta-
ban bajo el señorío de Jesucristo a través de la dirección de
los apóstoles y ancianos; el reino de Dios tiene que ser lleva-
do a cada lugar, y las iglesias deben estar interrelacionadas
espiritualmente. Aunque la iglesia de cristianos judíos y la de
los gentiles tenían diferente teología, estas últimas ayudaban
económicamente a las otras. Había interrelación sin necesi-
dad de uniformidad.

¿Es este un concepto extraño para nosotros? ¿Una amena-


za para nuestras tradiciones? Es cierto que no podemos ter-
minar con las denominaciones mediante un chasquido de
nuestros dedos. Sin embargo, no debemos permitir que esto
nos impida discernir el verdadero Cuerpo de Cristo en cada
localidad y responder al deseo más caro de nuestro Señor:
“Que sean uno”. La santa tradición protestante no debe inter-
ponerse en el camino de nuestro crecimiento hasta llegar “a
la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a una
humanidad perfecta que se conforme a la plena estatura de
Cristo” (Efesios 4:13). ¡Y para eso estamos los pastores!
(Efesios 4:11-16).

196

Después del
domingo por

la mañana jm&m i

“Por tanto, VAYAN y hagan


discípulos...”

(Mateo 28:19)

# ómo hacer discípulos? No es cuestión de poner


y I en práctica esto mecánicamente sin haber sido
f renovado por el Espíritu Santo. Tratar de poner

ei^ráctica la mecánica del discipulado sin la vida del Espíritu


nos frustrará, y puede llegar a ser puro legalismo. Es necesa-
rio que la congregación experimente una renovación de la
mente y un deseo de transformación en cuanto a su relación
con Jesús como discípulo. Hay que comprender que Jesucristo
es Señor y amigo: “Ya no los llamo siervos ... los he llamado ami-
gos” (Juan 15:15). La relación Señor-siervo habla de compro-
miso y obediencia, la relación de Amigo-amigo nos indica que
es una relación de gracia, no de ley, es una amistad voluntaria
y profunda de amor. La relación de Amigo-amigo requiere más

197

El discípulo

Después del domingo por la mañana

que la relación Señor-siervo, porque es un servicio por amor.


Uno tiene más obligación con un amigo que con un patrón.
Porque la relación amigo-amigo está basada en el amor.

A estas cosas me he referido en la primera parte de este


libro. Toda relación en la vida cristiana es por amor; cuando
hay amor a Dios, al hermano y al prójimo, todo es fácil (ver
Romanos 13:8-10). Entonces va a ser más fácil emplear las
“mecánicas” que usaba Jesús, y luego sus apóstoles, porque no
eran forzadas, sino motivadas por el amor. Sin vino nuevo, no
haría falta nuevos odres. Lo primordial es conseguir el vino
nuevo; después ocuparse de las estructuras para mantenerlo.
La metodología no la recibimos por la lectura de un libro o en
un aula. Surgieron de haber vivido junto con otros pastores
una experiencia de frustración con el estado de nuestras con-
gregaciones, surgieron de un sentimiento de crisis.
Comenzamos los cambios casi sin pensarlo, queríamos ensan-
charnos lo más posible para llenarnos de ese vino nuevo. Así
empezó la transformación.

El discipulado tiene que comenzar con los pastores. Si,


como dije en el capítulo anterior, los pastores no se reúnen ni
se ven a sí mismos como los ancianos de la única iglesia de
Dios en su ciudad, nunca estarán capacitados para hacer dis-
cípulos de su gente. Es una tarea nueva que requiere continua
consulta con otros pastores maduros. El discipulado, en gene-
ral, no puede comenzar de abajo hacia arriba, sino de arriba
hacia abajo. A fin de hacer discípulos, nosotros, los líderes
tenemos que ser discípulos primero. El discipulado no es una
enseñanza que se presenta en un aula, sino una vida que se
vive delante de los discípulos. “Sed imitadores de mí como yo
soy de Cristo” es el lema. Ningún pastor debe pensar que,
valiéndose de sus viejos sermones, podrá hacer discípulos; es
imposible. Tampoco es dar estudios bíblicos, al estilo tradicio-
nal, sobre el discipulado. No es escuchar lecciones de piano.

sino sentarse al piano y mover los dedos sobre las teclas. Es


experimentar, es hacerlo nosotros primero para luego transmi-
tir una experiencia y no palabras, síntesis y no tesis.

Dios muestra su voluntad a un grupo de ministros que


esperan delante del Señor, oran juntos y se aman unos a otros
(ver Hechos 13:1-3). Necesitamos que Dios nos revele su
voluntad para la ciudad o la región. Si los pastores no nos
sometemos unos a otros, ¿cómo podemos esperar que los dis-
cípulos lo hagan? Si los pastores no nos amamos los unos a los
otros ni nos ayudamos mutuamente, ¿cómo se nos ocurre que
los discípulos lo van a hacer? Ver a los pastores unidos, vivien-
do lo que les enseñan, amándose, ayudándose, respetándose y
consultando sus dudas será una garantía de que Jesús es la
cabeza, y que los discípulos no se estarán sometiendo a líde-
res abusivos, porque ellos también tienen a quién responder.
Por no haber un grupo a quien cada pastor debe dar cuenta,
hay muchos abusos, como el culto a la personalidad del pas-
tor, los pastores astros de televisión, el comercio con libros,
discos y casetes, que enriquece desmedidamente a los líderes,
abuso de prácticas y doctrinas exageradas tomadas de los
pelos de las Escrituras. No es saludable para ninguno correr
solo. No debería haber “llaneros solitarios” en la Iglesia. Los
pastores mismos deben ser discípulos y sujetarse unos a otros
en amor. Además tenemos la ayuda de los errores del pasado
de muchos de nosotros, para amarnos unos a otros y respetar-
nos unos a otros. La falta de respeto a las diferencias ha sido
causa del enfriamiento del amor. Yo era un pentecostal muy
convencido de que los bautistas, presbiterianos, hermanos
libres, católicos, anglicanos, adventistas y otros no tenían nada
para enseñarme. Creía que ya tenía el “Evangelio completo”.
Pero cuando nos juntamos por primera vez allá por el año
1967, con pastores de todos estos grupos, empecé a darme
cuenta de que mi congregación y yo teníamos muchísimo que

¡98

i 99
El discípulo

Después del domingo por la mañana

aprender todavía. Todos juntos nos enriquecimos mutuamen-


te compartiendo nuestros ministerios. El primer grupo fue de
unos veinticinco pastores más o menos. Este grupo llegó a ser
una de las células madre de Buenos Aires. Y así comenzó un
discipulado que hizo maravillas con nosotros y con nuestros
creyentes. Antes de escoger a sus doce discípulos, Jesús ayunó
cuarenta días primero y, el día antes, oró toda una noche
(Lucas 6: 12-13). La elección de discípulos es un asunto espi-
ritual que no debe hacerse a la ligera. Y las células comenza-
ron a multiplicarse. Cuanto más adelantábamos, tanto más
esencial se hacía el señorío de Cristo y la necesidad de consul-
tar unos con otros. El movimiento de renovación de la
Argentina parecía que llegaría a ser un paradigma para el
mundo. Y definitivamente, influenció a todo el país, a América
Latina, a los Estados Unidos y al mundo. Este primer grupo de
pastores fuimos invitados de todos lados, literalmente, y hoy
en todas partes se habla del discipulado, cuando todavía en los
círculos tradicionales, “discipulado” parece una mala palabra.
Sería bueno que personas especializadas, algún historiador,
entrevistara a cada uno de los pastores que formamos parte de
este primer “presbiterio interdenominacional” en Buenos
Aires, que funcionó maravillosamente por unos años, para
averiguar por qué luego terminó deshaciéndose.

Cada discípulo que discipula a otros debe recibir y dar


cuentas a un líder o discípulo más avanzado. Es decir, estar
conectado a otros creyentes por arriba, por abajo y por los cos-
tados, tal como los ladrillos de un edificio. En esta nueva edi-
ción, quiero ser un poco más específico, porque en la primera
estábamos todavía ensayando, aunque ya nos deslumbrába-
mos con los resultados.

Cada discípulo es un sacerdote. Esto fue el gran descubri-


miento de la Reforma. Como sacerdote debe delinear su parro-
quia. Las parroquias antiguas eran geográficas. Ahora con el

pluralismo, en la misma localidad hay diferentes grupos étni-


cos, religiosos, subculturas, alcohólicos, homosexuales, adic-
tos a pornografía, droga, chicos de la calle, pordioseros, ladro-
nes, etcétera. Uno debe tener una metodología diferente para
cada grupo, aunque con el mismo propósito: ser un discípulo
de Jesucristo.

En términos generales, la parroquia de cada creyente que


se reconoce sacerdote está formada así:

• Su familia

• Sus familiares

• Sus vecinos

• Sus amigos

• Sus compañeros de trabajo

• Sus compañeros de escuela

• Sus enemigos

¡Esto puede sumar un número entre treinta y sesenta per-


sonas!

El discípulo hace una lista con todos los nombres de los


que componen su parroquia. Debe orar por ellos todos los días
por nombre y declararlos “prediscípulos de Cristo”.

A medida que va orando uno por uno, va pensando qué


método de aproximación puede usar para cada diferente per-
sona. El mejor es el amor. Si uno se “enamora” de un próji-
mo, buscará contactarlo, le hará favores, etcétera. Hable con
ellos, pero antes de hablarles de Jesús, haga “ brilla su luz
delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de
ustedes y alaben al Padre que está en el cielo ” (Mateo 5:16).
Nada habla más fuerte que la amabilidad, la bondad, el amor,

200

201

El discípulo

Después del domingo por la mañana

el gozo, la paz. Si un compañero de trabajo se enferma, visi-


tarlo, ayudarlo, suplir sus necesidades es testificar, no solo
hablarles. Lo que demuestra que somos discípulos de Cristo
es que somos como Él. Por ejemplo, uno que va a la escuela,
ayuda a alguno de sus compañeros que saca bajas notas yendo
a la casa a hacer los deberes con él. Así toda la familia del
compañero estará impresionada. El momento llegará para
decirles que es Dios quien nos manda amar al prójimo como
a nosotros mismos.

A medida que prediscípulos se convierten a Jesús, comen-


zamos a formar una célula con ellos que se reunirá en nuestra
casa. Ahora dejaron de ser prediscípulos y son NUEVOS DIS-
CIPULOS, y el líder se transforma en “anciano de casa”.
Primero debemos evangelizarlos enseñándoles sobre el amor
de Dios, su perdón y la conversión del mundo a Dios. Luego
de dos o tres meses, después que están seguros de su salvación
y de comprender lo esencial de la gracia de Dios, hay que
comenzar a enseñarles la “doctrina de los Apóstoles”, que son
los mandamientos de Jesús y de sus apóstoles. Jesús dijo que
debíamos hacer discípulos enseñándoles a que guarden todo
lo que Él mandó. No se trata de estudios bíblicos, sino de
tomar un mandamiento y discernir juntos cómo ponerlo en
práctica en la vida. Nunca se debe pasar a un nuevo manda-
miento hasta que el anterior haya sido practicado. Cada lec-
ción o mandamiento puede llevar varias semanas hasta que es
integrado en la vida de los discípulos, esto los hará crecer rápi-
damente. Estos creyentes nuevos que comienzan a “obedecer
a Jesús”, se los llama DISCIPULOS FIELES.

Cuando ellos forman su parroquia y comienzan a ganar a


sus parroquianos para Cristo y reunirlos en células en su casa,
se transforman ellos en “ancianos de casa”. Y al discipulador
de estos que van formando sus grupos se lo llama “anciano de
grupos”. Al seguir creciendo, el de más arriba se transforma en

“anciano de región”. Como ven, los ancianos no llegan a serlo


por el voto de la congregación, sino por su funcionamiento
como tal. La palabra anciano quiere decir ‘sobreveedor’. El que
no está sobre viendo a nadie no es sobreveedor. El que dirige
varios grupos es un sobreveedor de casa, de grupos, de región.
Si los grupos se siguen multiplicando, el líder se transforma en
“anciano del sínodo”, que junto con los otros ancianos de
regiones dirigirán la obra en toda la provincia o la nación.

Todo esto se fortalece con retiros de la célula, retiro de un


grupo de células, retiro de una región, etcétera. En los retiros,
se comparte la visión y se impone las manos para que el
Espíritu Santo se manifieste en plenitud en cada discípulo. En
el discipulado, todos crecen, todos pueden ser líderes de un
grupo pequeño, luego pueden ser capacitados para dirigir un
grupo de líderes de otros grupos. Todo esto se hace muy
atractivo y ubica a cada nuevo convertido en un lugar activo
del Cuerpo de Cristo. Estos creyentes no se pierden ni nadie
los puede robar, son como los ladrillos en un edificio. Todos
están activos y ocupados en la expansión del reino de Dios.
Según como trabajan, irán aumentando su responsabilidad.
Cuando llegan a tener unos 200 en su línea de grupos, pue-
den llegar a ocuparse a tiempo completo del ministerio con
los diezmos y las ofrendas de su grupo. Cuando un discípulo
está comprometido con el Señor, le entrega su vida, su casa,
su auto, su tiempo, sus diezmos y sus ofrendas, y comienza a
buscar “ primeramente el reino de Dios”. Todas sus celebracio-
nes, cumpleaños, aniversarios, son centrados en el reino. A la
celebración, invitará a sus vecinos, compañeros de trabajo y
amigos inconversos. También entre todas las células pueden
alquilar un salón de fiestas y organizar banquetes anuales,
muy elegantes, para invitar a sus patrones, médicos, profesio-
nales, políticos y ganarlos para Cristo. El amor de los gru-
pos los impactará, y se sentirán cómodos entre creyentes. No

202

203

El discípulo

Después del domingo por la mañana

debe ser un culto, sino una fiesta cristiana, con un testimonio


poderoso de cambio de vida, música por profesionales y un
mensaje explicando quiénes son los que organizan el banque-
te. Los que invitaron a las visitas luego serán invitados por
ellos a sus casas. Todo esfuerzo debe tender a discipular a los
creyentes y a atraer a los no creyentes para ser discipulados.

Biológicamente, una célula es una micronésima parte de


nuestro cuerpo. El estudio de la célula en el cuerpo humano
es fascinante. Cada una tiene la información total sobre nues-
tra persona, el ADN o genoma. La célula es la unidad de la
vida. Con una comienza la vida del feto en el seno de la madre.
Mientras las células se multiplican saludablemente, crecemos
y nos mantenemos enérgicos; cuando las células comienzan a
multiplicarse menos, comenzamos a envejecer y luego a
morir. Las células se multiplican dividiéndose continuamente.

En el Cuerpo de Cristo, la célula es un microcosmo de la


Iglesia. Es el grupo más pequeño, pero que contiene todo el
ADN de ella. Es la Iglesia en su expresión más pequeña, pero
es Iglesia, tal como lo dijo Jesús: “Donde dos o tres se reúnen en
mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Así
como la familia es la célula de la humanidad, la célula es la
unidad familiar de la Iglesia. El número de miembros de una
célula puede ser calculado de muchas maneras. Jesús tenía
una congregación de doce y muchos otros bien cercanos,
como María Magdalena, su propia madre María, sus hermanos
y seguramente algunos primos. Pero Él era soltero. Supongo
que, aunque los discípulos directos eran doce, había discípu-
las mujeres casi tan cercanas como los varones. Imagino que
cuando Jesús daba algún discurso especial, tenía unos treinta
o cuarenta que lo escuchaban. En el aposento alto, donde fue-
ron los más cercanos a Jesús, había 120 que se los define como
“Pedro, Juan, Jacobo, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo,
Jacobo hijo de Aljeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Jacobo.

Todos, en un mismo espíritu, se dedicaban a la oración, junto con


las mujeres y con ¡os hermanos de Jesús y su madre María ”
(Hechos 1:13-14). También había otros que no se mencionan
en estos versículos, pero que luego se mencionan como discí-
pulos: “a José, llamado Barrabás, apodado el Justo, y a Matías”
(v. 23). Estos también eran discípulos porque se dice de ellos:
“...nos acompañaban todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre
nosotros, desde que Juan bautizaba hasta el día en que Jesús fue
llevado de entre los muertos” (v. 21). Evidentemente, estos 120
eran el grupo más íntimo del Señor. Por eso, no creo que deba-
mos idolatrar un número de discípulos para cada persona.
Digamos que cada uno tenga el número que pueda discipular
bien. Generalmente, en mis células, mi esposa me ayudó con
las esposas de mi grupo. A veces los hijos del líder ayudan con
los hijos de los discípulos.

Los miembros del grupo deben ser estables. El de Jesús era


estable, no era un entradero y salidero como en la iglesia, que
aunque tenemos mucha gente nueva entrando, perdemos a la
vez muchos otros. Jesús dijo: “Mientras estaba con ellos, los
protegía y los preservaba ... y ninguno se perdió sino aquel que
nació para perderse, afín de que se cumpliera la Escritura” (Juan
17:12). En la célula, no se cambia de gente, no es un entradero
y salidero. Sino un grupo estable que hace un pacto como de
casamiento. Normalmente, solo se repone uno que se muda o
se muere, pero se procura reponerlo con alguien que haya sido
bien cercano y que esté a la misma altura de crecimiento que
el resto, si no atrasará al grupo. Cuando repusieron a Judas
Iscariote, estas eran las condiciones: “ Por tanto, es preciso que
se una a nosotros un testigo de la resurrección, uno de los que nos
acompañaban todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nos-
otros, desde que Juan bautizaba hasta el día en que Jesús fue lle-
vado de entre nosotros. Así que propusieron a dos: a José, llama-
do Barsabás, apodado el Justo, y a Matías” (Hechos 1:21-23).

204
20

El discípulo

Después del domingo por la mañana

¿Por qué? Porque el secreto de la célula es el crecimiento espi-


ritual. Los discípulos del grupo deben seguir creciendo juntos.
Si siempre entran nuevos, entonces tenemos que repetir lo que
ya hemos aprendido, y el resto pierde tiempo en su crecimien-
to. Claro, al principio hay un período donde se puede agregar
algunos, pero al pasar más allá del número ideal, debemos
dividirlo en dos; y esos dos, al crecer y pasar el número ideal,
se divide en otros dos. Así van creciendo.

En las células, también se practica la ayuda mutua. Pero


hay que seguir la regla de enseñar a pescar en vez de dar pes-
cados. Si las células funcionan por las casas y alquilan lugares
cada tanto para reuniones todos juntos, porque no tienen edi-
ficios propios que mantener, ahorrarán mucho dinero. Ese
dinero puede usarse para sueldos a los líderes de más de 200,
para preparar las fiestas para invitar a inconversos, para ayu-
dar a los creyentes a estudiar, a conseguir mejores trabajos, a
poner sus propios negocios o empresas, de las cuales van a
diezmar, y para dar becas a estudiantes sobresalientes con el
fin de que brillen para Cristo en puesto altos de empresas y de
gobierno. Algunos pastores se envuelven demasiado en la
política para conseguir justicia social, pero me alarma cuando
no pueden conseguirla en su propia congregación. Los políti-
cos quieren traer la justicia social aumentando los impuestos
y sacándole al rico para darle al pobre, en otras palabras, hacer
caridad con dinero ajeno. En las células, debemos practicar la
caridad y enseñarla a otros. Debemos llegar a ser una comuni-
dad deseable, solo así seríamos invitados a entrar en la políti-
ca. Si entramos, que sea dándole la gloria a quien le correspon-
de, al Señor. Es necesario que comencemos en el lugar donde
nuestra palabra será escuchada y obedecida, en nuestra iglesia.
Tenemos que empezar con aquellos que llevan una Biblia
debajo del brazo. Son ellos los que quieren, antes que nadie,
erradicar la injusticia social entre sus propios creyentes. A

veces preferimos ir a gritar a la calle que poner nuestra mano


en el bolsillo para ayudar a un hermano. ¿Es posible que un
hermano en la congregación pueda tener tres televisores,
mientras que otro no tiene siquiera una cama? ¿Es posible que
un creyente tenga dos automóviles, mientras que otro tiene
que caminar veinte cuadras y esperar todos los días una hora
el ómnibus? Sin embargo, esto es algo que ocurre entre nos-
otros. Una vez que hayamos erradicado la pobreza en nuestra
congregación, recién tendremos autoridad para decir al
mundo que debe haber justicia social. Primero tenemos que
limpiar nuestra casa.

El doce no es un número mágico. Uno debe tener tantos


hijos como pueda mantener. Queremos que la iglesia perma-
nezca unida y que cada uno esté muy consciente respecto de
cuál es su lugar en el Cuerpo. Es interesante notar aquí que no
todas las personas en las células en Buenos Aires eran de
nuestra congregación. Había bautistas, nazarenos y también
católicos que vivían en el vecindario y que querían crecer en
Cristo. Asistían a las células de miembros de nuestra iglesia,
pero seguían yendo los domingos a su iglesia. Sus pastores se
admiraban de su crecimiento y de que no se los robábamos.
Comenzaban a diezmar, a ganar a otros para Cristo, y eso
hacía que hasta sus pastores se hicieran miembros de la célula.
Un anciano nuestro llegó a discipular a varios pastores.

La persona que tiene a su cargo la célula no posee ningún


título especial. Si logra éxito en mantener a los que gana y
multiplicarse, se le llamará anciano. En la Iglesia primitiva,
Esteban, Felipe y Ananías eran más espirituales, tenían más
sabiduría, más poder, más dones, más de todo que lo que una
persona de hoy tiene, poseedora de un doctorado en teología
y ordenada de reverendo. Mi único título real ahora es el de
siervo inútil (ver Lucas 17:10). La autoridad viene con la espi-
ritualidad y el éxito en el ministerio, y esto no es algo que

206

201

El discípulo

Después del domingo por la mañana

necesariamente acompañe a los títulos. Si dicha persona crece


espiritualmente, los discípulos se le someterán aun cuando no
tenga ningún título. Pero si esa persona no está autorizada poi
Dios, aun cuando posea el título de reverendo, no le servirá de
nada. Con esto no quiero decir que no se tienen que escoger
los dirigentes, sino que es conveniente esperar y permitir que
el Señor los haga funcionar primero. Después nos será fácil
descubrirlos. Muchas veces ordenamos prematuramente a
alguien y luego no sabíamos como “desordenarlo”.

Las células pueden reunirse en cualquier lugar y momen-


to. Si en el departamento hace mucho calor, pueden ir a la
playa o al parque, ya que no son muchos. La hora del día no
tiene importancia. No es como en la iglesia, que en la mayoría
de los lugares se abre solamente a las nueve en punto los
domingos por la mañana y a las siete por la tarde para los cul-
tos vespertinos, y si uno pierde esas reuniones, no puede hacei
nada. El camino del Señor es angosto, pero no tanto.

La célula tiene en cuenta dos cosas importantes: el grupo y


leí tarea. El grupo tiene que ser alimentado, las necesidades de
cada miembro suplidas. A veces los pastores estamos muy cen-
trados en la tarea que queremos realizar, sin tener en cuenta
las necesidades de los miembros del grupo con el cual quere-
mos hacer la tarea. No es correcto usarlos para lograr nuestros
objetivos sin tener en cuenta sus demandas personales. El eje-
cutivo de una empresa ve en sus empleados una herramienta
para conseguir un beneficio. En mi juventud, salí a predicar a
los pueblos pequeños, entre los indios, sin dinero, sin mucho
para mostrar. Cuando iba a las oficinas centrales de mi deno-
minación, casi ni me tenían en cuenta. Cuando iba de visita la
Escuela Bíblica, nadie me saludaba. Iba a las aulas, visitaba a
los estudiantes, y eso era todo. Pero cuando llegué a ser pas-
tor de una gran iglesia, todo cambió. Cada vez que iba a las
oficinas centrales o al Instituto Bíblico: Hola, pastor Ortiz.

Permítame su sombrero y su saco... ¿Le gustaría tomar una


taza de te?”. Ahora era importante para ellos. Y ¡pobrecito el
pastor que cae en desgracia! De la noche a la mañana, otra vez
se convierte en un don nadie. En la nueva vida del discipula-
do, sin embargo, amamos a la persona sin tener en cuenta cuál
puede ser su contribución. Cada miembro de la célula es
importante. El dirigente comprende que cada uno tiene sus
propias aspiraciones y esperanzas. La célula está para minis-
trar a las necesidades de cada uno primero y, luego, para hacer
la tarea, que es la Gran Comisión del Señor. Por eso, no hay
que rogarle a nadie para que asista a una célula. Tampoco hay
que llamar a nadie por teléfono. En el grupo, se ven realizados.
Las células satisfacen su necesidad social, espiritual y aun la
material; los libera de sus cargas y les enseña a enfrentar sus
desafíos de manera que puedan también llevar la carga del
reino y ocuparse, entonces, de la tarea. Una célula es exitosa
cuando se ministran unos a otros sin olvidarse de la tarea: bus-
car a los perdidos.

La tarea de la célula es: la Gran Comisión del Señor


Jesucristo. Tiene que hacer discípulos o de lo contrario no
habría razón para la existencia de la célula. Sin embargo, la
tarea nunca se llevará a cabo si los que integran el grupo no se
aman y no se ayudan unos a otros. El líder debe ser orientado
hacia la tarea y hacia el grupo.

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209

Características

“Pablo entró en la sinagoga y habló


allí con toda valentía durante tres
meses. Discutía acerca del reino de
Dios (...) esto continuó por espacio
de dos años, de modo que todos los
judíos y los griegos que vivían en la
provincia de Asia llegaron a escu-
char la palabra del Señor”

(Hechos 19:8 y 10)

. f A ué es lo que caracteriza a una célula? ¿En qué se


\ l I diferencia de una reunión de oración en una casa
de familia? La célula tiene cinco componentes:
Oración por el propósito de la célula, discusión del manda-
miento o mandamientos de Cristo o sus apóstoles, planear

211

El discípulo

Características de La Célula

cómo lo van a llevar a la práctica u obedecer, recibir la tarea


para esa semana y multiplicarse ganando a otros y comenzan-
do nuevas células. Estos cinco elementos no se manifiestan
todos juntos en el mismo día, pero deben tenerse en cuenta
continuamente; deben existir en cada lección. No pasar a una
nueva hasta que la anterior haya sido puesta en práctica. A
veces una reunión puede estar totalmente dedicada a la ora-
ción si así es necesario. Pero esos cinco elementos tienen que
incluirse en la vida de la célula. El énfasis está en la práctica y
en la multiplicación. Esto hace a la célula diferente a todas las
demás reuniones. Estos elementos los tomamos de Hechos 19,
donde Pablo separó doce discípulos en Efeso y, a través de
ellos, llenaron toda la providencia de Asia con el evangelio.
Adoraban al Señor, recibían enseñanza, hacían planes sobre
cómo se extenderían, iban a diversos lugares y fundaban
muchas iglesias nuevas, algunas de las cuales se mencionan en
los capítulos 2 y 3 de Apocalipsis. La célula es un grupo de
hacedores de la palabra, no de oidores. Las nuestras son con-
gregaciones de oidores. La razón es obvia. Si nosotros habla-
mos, y hablamos y seguimos hablando en cada reunión, la
gente no podrá hacer otra cosa que oír.

Estudios realizados por gente especializada nos dicen


que las personas recuerdan solamente el veinte por ciento
de lo que oyen y si no lo ponen en práctica, en diez días se
lo olvidan. De lo que aprendimos en la escuela, solo recor-
damos lo que hemos seguido practicando hasta hoy. Leer y
escribir, sumar, restar, multiplicar. Pero no nos acordamos
de logaritmos, ecuaciones, la historia de China o un idioma
extranjero, porque no lo hemos seguido practicando. Jesús
no dijo: “Enséñenles a que oigan todas las cosas que yo les he
mandado”, sino “Enséñenles a que observen o guarden las
cosas que yo les he mandado”. Por eso, la discusión en nues-
tras células incluye cómo vamos a aprender la lección o el

mandamiento. No son tanto lecciones como proyectos para


hacer.

Anteriormente, en nuestra iglesia seguíamos este plan: los


martes reunión de oración. Ese día predicábamos:
“Hermanos, oren, oren. La oración cambia las cosas. La ora-
ción es lo más importante”. La gente se iba a su casa decidi-
da a orar más que nunca. Y el jueves volvían para el estudio
bíblico. Estábamos por la mitad del libro de Nehemías. Nos
referíamos al muro derrumbado de Jerusalén y cómo
Nehemías lo reconstruyó. ¡Qué gran hombre que fue! ¡Hoy
necesitamos más Nehemías! Y así la gente se olvidaba de la
oración y procuraba imitar a Nehemías. El domingo por la
mañana, teníamos la Escuela Dominical. Estudiábamos el
Tabernáculo con todos sus hermosos tipos de Cristo en el
atrio, el lugar Santo... ah, eso también era importante. Y al
finalizar, pasábamos al culto dominical matutino. Yo predica-
ba sobre la santidad. “Sin santidad no podemos agradar al
Señor -les decía-. Dios quiere un pueblo santo”. De modo
que volvían a sus casas meditando sobre la santidad, olvidán-
dose todo sobre la oración, Nehemías y el Tabernáculo. Y por
la noche, volvían al culto vespertino, y yo les predicaba:
“Hermanos, ¡el Señor viene pronto! ¡Debemos prepararnos
para la Segunda venida de Cristo!". Y por años, un montón de
mensajes por semana. ¿Qué podía hacer mi gente además de
escuchar? ¡Cinco mensajes en una semana! Cincuenta y dos
semanas por año: 260 mensajes. Les hubiera valido más escu-
char uno solo y no volver a escuchar otro hasta haberlo prac-
ticado, porque con solo ese mensaje ejercitado hubieran cre-
cido más que con 240 no aplicados. A veces, una lección nos
lleva dos meses o más para practicarla. La iglesia ha cambia-
do mucho desde que practicamos lo que oímos. No edifica-
mos más sobre la arena.

212

213

El discípulo

Características de La Célula

Pablo le dijo a Tito:

Tú, en cambio, predica lo que va de acuerdo con la sana doc-


trina. A los ancianos, enséñales que sean moderados, respeta-
bles, sensatos, e íntegros en la fe, en el amor y en la constan-
cia.’ A las ancianas, enséñales que sean reverentes en su
conducta, y no calumniadoras ni adictas al mucho vino.
Deben enseñar lo bueno y aconsejar a las jóvenes a amar a sus
esposos y a sus hijos, a ser sensatas y putas, cuidadosas del
hogar, que no se hable mal de la palabra de Dios ... Enseña a
los esclavos a someterse en todo a sus amos, a procurar agra-
darles y ano ser respondones ... Recuérdales a todos que deben
mostrarse obedientes y sumisos ante los gobernantes y las
autoridades. Siempre deben estar dispuestos a hacer lo bueno.

(Tito 2:1-5, 9; 3:1)

Note que la sana doctrina no tiene mucho que ver con el


premilenialismo o el postnilenialismo, sino con la obediencia
a lo que Cristo manda.

En las iglesias, hay muy “buenos” ancianos y diáconos que


estampan su firma al pie de los artículos de fe, creen en el
nacimiento virginal, en la segunda venida de Cristo, en el
milenio y todo lo demás, pero no son buenos esposos, no tra-
tan bien a sus hijos, sobrepasan los límites de velocidad fija-
dos por la ley, no pagan sus impuestos honestamente, etcéte-
ra. En las células, discutimos estas cosas. Supongamos, por
ejemplo, que la lección trata sobre los esposos. La primera
semana discutimos todo el material de la lección. A la semana
siguiente, repasamos el material por medio de preguntas y res-
puestas, para cerciorarnos de que todos comprendan cuál
debería ser su relación con su esposa e hijos. En la tercera
semana, volvemos a comenzar con el primer punto de la lec-
ción: “El esposo es la cabeza del hogar”. Discutimos sobre

cómo poner esto en práctica. El dirigente se vuelve a Roberto


y le dice:

-Bueno, Roberto, ¿realmente eres la cabeza de tu hogar?

-La verdad es que -dice Roberto- últimamente estamos


teniendo muchos problemas. Me parece que no soy la cabeza
de mi hogar, porque no sé cómo resolverlos.

-¿Qué es lo que te pasa?

-Mi suegro falleció hace poco. Tenía un perro grande al que


quería muchísimo. Al fallecer él, trajimos a mi suegra a vivir con
nosotros, y por supuesto, trajo al perro; porque para ella es un
recuerdo de su finado esposo. El problema es que el departa-
mento es muy chico como para también tener un perro. Yo digo
que tenemos que deshacernos de él. Mi esposa me dice: “Pobre
mamá. Está viejita. El perro le hace acordar a papá. Por favor, no
seas así. Deja que el perro se quede”. No nos ponemos de acuer-
do. Ni siquiera sé si quiero seguir viviendo más en mi casa.

-Escucha Roberto -dice alguien de la célula-, yo puedo


ayudarte. Vivo en lo suburbios y tengo bastante terreno. Si
quieres yo puedo hacerme cargo del perro por un tiempo.

-Entonces tienes que llevarte también a mi suegra, porque


ella quiere estar con el perro. Le dije a mi esposa hace tres días
que si cuando llegaba del trabajo el perro seguía en casa, no le
iba hablar. Hace ya dos días que no le hablo, no se cómo arre-
glar este asunto.

-No, Roberto -señala el dirigente-. Es posible que Dios


mandara al perro a tu casa para enseñarte algo que no sabías.
La cabeza no es el que manda o el que dice la última palabra.
La cabeza es el que piensa, que tiene sabiduría, que trae las
soluciones a los problemas. ¿Cómo es posible que le hayas
dado a un perro tanto poder? El perro está controlando tu
casa. Está desmembrando la familia, ¡un perro!

214
215

El discípulo

-Escuchen -añade otro-, tal vez el perro no tendría que


estar en el departamento, es posible que tengas razón pero a
lo mejor Dios quiere que aprendas algo que no sabias^ Vamos,
Roberto, te estás distanciando de tu esposa, estas haciendo
sufrir a tu suegra. En realidad el problema eres tú, no el perro.

-No, no. ¡No puedo! -Se defiende Roberto.

-No te preocupes -dice el dirigente-. Vamos a orar por ti


para que Dios te ayude a aceptar al perro y a demostrar asi el
amor a tu esposa y a tu suegra. Ven, siéntate en el medio.
Todos te vamos a rodear y oraremos por ti. Señor, ayuda a
Roberto Dale victoria sobre ese animalito. Dale amor por su
esposa y por su suegra. Por favor, Señor, ayúdalo, amen.

-Gracias -Roberto empieza a sollozar. Quebrantado dice a


los pocos momentos-: Bueno, gracias, me parece que ahora
puedo hacerlo.

-Perfecto -le decimos-. Ahora, cuando vayas rumbo a tu


casa haz un alto en el camino y compra un lindo collar para el
perro Si no te alcanza el dinero, no te hagas problema que entre
todos te vamos a ayudar. Tienes que aprender a querer al perro.

Pero lo que Roberto ignora es que, en ese preciso momen-


to su esposa está reunida en otra célula con mi esposa. Ella
también se refiere al problema que les está causando el perro.
Mi esposa le dice:

-Escucha, tu esposo es la cabeza del hogar y ha sido muy


bueno en traer a tu mamá a vivir con ustedes. Trata de conven-
cer a tu madre de que le dé el perro a alguien que tenga lugar
apropiado. Si tu esposo dice que el perro tiene que irse, pues
tendrá que irse. Llévalo a un lugar donde puedan ir a verlo
una o dos veces por semana.

-La verdad que nunca se me había ocurrido -contesta la


esposa de Roberto-. Es cierto que él es la cabeza de nuestro

Características de La Célula

hogar, y debemos obedecerle. Es verdad que el perro no cabe


en nuestro departamentito. Voy a hablar con mamá.
Ya en su casa, la mujer convence a su madre para que rega-
len al perro. Más o menos a la misma hora, también llega
Roberto y trae un collar para el animal. Él dice:

-Perdóname querida, por no haberte hablado. El Señor ha


tratado conmigo, y he decidido que el perro quede en casa.

-No -dice ella-, ya mamá decidió que lo regalemos.

-No, no -dice Roberto-, ahora quiero al perro, porque me


enseñó una lección muy grande: amar a mi esposa como
Cristo ama a la Iglesia.

Cosas así no se pueden lograr en un culto matutino del


domingo. Esa tercera semana, una vez que oramos por
Roberto, comenzamos con Felipe y después con otros. Ahora
comprende por qué a veces las lecciones de las células duran
de cuatro a seis semanas. Y a la semana siguiente, llegan las
noticias de lo ocurrido. Roberto nos dice:

-Posiblemente no crean lo que pasó cuando llegué a casa. . .

Y todos nos gozamos con él.

En la quinta semana, pasamos al punto siguiente de la


lección: “Los esposos deben amar a sus esposas”. Aquí tene-
mos la parte mística del matrimonio. Todos decidimos llevar
flores o dulces a nuestras esposas, y entonces el hogar es un
pedazo de cielo aquí en la tierra. Después de cinco semanas,
llegamos al tercer punto de la lección: “Los esposos deben
proveer para las necesidades de la familia”. Y aquí empiezan
las quejas por el alza del costo de vida. De pronto, entre las
quejas, alguien cuenta cómo él, con algunos vecinos, com-
pran carne y papas al por mayor, lo que les permite ahorrar
dinero. Alguien cuenta de qué manera es posible hacer un
presupuesto para distribuir bien el dinero. La célula entera

217

El discípulo — — —

decide comprar al por mayor los ingredientes de la canasta


familiar y los reparten en la reunión a precio de costo; así lle-
gan a ahorrar hasta un cuarenta o más por ciento. Como
otras células quieren acoplarse, la iglesia les ofrece el sótano
para las mercaderías, y terminan alquilando una casa vecina
y abriendo una cooperativa.

Las células no son meramente para hablar sobre el cielo,


los serafines y demás. Conversamos sobre el costo de vida,
la política, el deporte, la educación de los hijos, etc., porque
somos personas integrales. No somos meramente “almas”.
En el reino de Dios, no hay tal cosa como un evangelio espi-
ritual y un evangelio social. Todo forma parte del evangelio
del reino. Y lo que es más, en mis ilustraciones, usted puede
ver la importancia de abrirse a los hermanos. Si Roberto
poseyera un espíritu rebelde y no se hubiera abierto, nada
habría ocurrido. El quebrantamiento no es cuestión de
lágrimas, sino de obediencia. Muchas veces he visto a per-
sonas empapar más de un pañuelo durante una reunión y
aun así no estar quebrantados. No es tanto el llorar, sino el
decidir intencionalmente obedecer. La obediencia es sumi-
sión, por supuesto esa sumisión está basada en el amor y la
confianza.

Luego, quizá después de unos dos meses, acabamos de ver


la lección respecto de los esposos. Y, en ese tiempo, ya ha
habido una revolución en los hogares. ¿Por qué? Porque de
oidores pasamos a ser hacedores de la Palabra. Y como las
esposas están con mi esposa, nosotros comentamos y minis-
tramos uno al otro según sus necesidades. Las células son las
verdaderas coyunturas, ligamentos y músculos de la Iglesia,
la fortaleza. La reunión dominical, la piel, la belleza. Las célu-
las internas tienen que ser fuertes y sanas porque de lo con-
trario, con el tiempo, la piel irá muriendo. Pero cuando las
células están vivas, y los discípulos se van formando durante

Características de La Célula

las veinticuatro horas del día a lo ancho y a lo largo de una


ciudad, las reuniones dominicales estarán rebosantes de
salud. Reuniones lindas los domingos sin células por la sema-
na es como una hermosa gelatina. Las células solas, sin las
reuniones unidas para cantar y adorar, son como un esquele-
to sin piel. Cumplamos el mandato de Jesús. Procuremos que
la Iglesia vuelva a ser un grupo de discípulos fieles y obedien-
tes al Señor.

218

219

La Promesa
del Padre:

Un Corazón
Nuevo
“Ahora voy a enviarles lo que ha
prometido mi Padre; pero ustedes
quédense en la ciudad hasta que
sean revestidos del poder de lo alto”

(Lucas 24 : 49 )

T odo cuanto he escrito hasta aquí es importante para la


renovación de la Iglesia. Sin embargo, antes que esta
renovación pueda darse, necesitamos conocer y com-
prender la promesa del Padre. Este capítulo y el siguiente son
para que no se apodere el legalismo en los grupos, para alen-
tarnos en la gracia de Dios y para que seamos más humildes
en nuestra relación con nuestros hermanos y hermanas.

221

El discípulo

Cuando Jesús se refirió a la promesa del Padre, no dijo: “He


aquí yo envío una de las promesas de mi Padre”. Algunos
comentaristas señalan que hay unas seis mil promesas en La
Biblia. Sin embargo, cualquiera sea el número, los discípulos
del Señor comprendieron perfectamente lo que El quiso decir
al señalar que enviaría la promesa del Padre. Hoy podemos
comprender y conocer esa promesa, porque la Escritura nos
habla de manera clara y definida sobre ella. Cuando Dios hizo
al hombre, sabía que fracasarla, pero en este fiasco, tema un
propósito: glorificarse a sí mismo, su carácter, su gracia y su
amor La ley de Moisés no solucionó nada, sino que empeoro
la situación. Le demostró al hombre que nadie, ni uno solo,
podía cumplirla. Todos vivían bajo condenación, sin esperan-
za y maldecidos (ver Deuteronomio 28:15-68), porque la ten-
dencia heredada de Adán y Eva era rebelde, y la historia de la
humanidad es una historia de fracasos en cuanto a obedecer a
Dios. Aun los que de verdad querían cumplir con los requeri-
mientos de un Dios santo y vivir una vida santa no podían a
pesar de su esfuerzo.

Entonces Dios prometió hacer algo para ayudarnos. Nos


prometió su gracia. A través de Jeremías dice.

Vienen días - afirma el Señor - en que haré un nuevo pacto con


el pueblo de Israel y con la tribu de judá. No será un pacto como
el que hice con sus antepasados el día en que los tome de la
mano y los saqué de Egipto, ya que ellos lo quebrantaron a
pesar de que yo era su esposo - afirma el Señor-. Este es el pacto
que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel afir-
ma el Señor-: Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su
corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrá
nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano.
“¡Conoce al Señor!”, porque todos, desde el más pequeño hasta

777

La Promesa del Padre: Un Corazón Nuevo

el más grande, me conocerán -afirma el Señor-, Yo les perdo-


naré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados.

(Jeremías 31:31-34)

Dios señaló que este nuevo pacto serla completamente dis-


tinto del pacto que había hecho cuando sacó a su pueblo de
Egipto. No iba a ser más un mandamiento de afuera, sino un
deseo e impulso que manaría de nuestro interior. Dijo: “Pondré mi
ley en su mente, y la escribiré en su corazón...”. Dios prometió
que nos iba a hacer querer obedecer y que Él mismo pondría
en nosotros tanto el querer agradarle como el hacerlo
(Filipenses 2:13). Por lo general, la única parte del nuevo
pacto que enseñamos y predicamos, es la última: “Yo les perdo-
naré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados”.
Pero eso no es todo. Hay más. ¿Cuál es la diferencia entre
“mandamientos de afuera” y “ser motivado desde adentro”?
Cuando la madre le dice a su hija que se ocupe de lavar el
patio y limpiar la casa, la joven pone reparos; no quiere que se
la obligue a hacerlo. Pero el día que presentan al novio a la
familia, se levantan temprano a limpiar, y a cocinar y a hacer
todo lo que le pida su madre. El cambio se debe a que ahora
tiene motivación interior. Es así como Dios quiere que lo sir-
vamos: voluntaria y gozosamente.

Los diez mandamientos, sin embargo, son un pálido refle-


jo de la voluntad de Dios. Al pronunciar el sermón del monte,
Jesús dijo: “Ustedes han oído que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y
odia a tu enemigo’” (Mateo 5:43). Pero la voluntad de Dios es
mucho más que eso. Aun el más riguroso cumplimiento de la
ley divina no satisfacerla a Dios, porque si lo está haciendo por
obligación, por miedo o por interés, no tiene valor.

Algunos piensan que el viejo pacto es el Antiguo


Testamento y que el nuevo pacto es el Nuevo Testamento.

223
El discípulo

La Promesa del Padre: Un Corazón Nuevo

Están equivocados. El viejo pacto es la ley escrita mientras que


el nuevo pacto es imprimir los deseos de Dios en nuestros
corazones.

Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo,


les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pon-
dré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en ustedes, y
haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes.

(Ezequiel 36.26-27)

Note que Dios no dijo: “Voy a darles una lista de manda-


mientos mas fáciles para que los puedan cumplir”. Sino, un
corazón nuevo, un corazón dentro del cual ya viene escrita su
voluntad.

Bajo la ley, el hombre había aprendido los mandamientos


de Dios de memoria, pero no pudo cumplirlos. Es con el cora-
zón nuevo, con la palabra de Dios cimentada dentro de él
mismo, que el hombre puede finalmente hacer frente a los
requerimientos divinos. Con su amor y su gracia, nos dio un
corazón nuevo y puso un espíritu nuevo dentro de nosotros.
Es solamente mediante la gracia de Dios que se puede obede-
cer sus deseos. No es una gracia posicional o teórica, sino que
es gracia práctica. Es una relación dinámica con Dios que nos
impulsa con su Espíritu Santo a hacer su voluntad. El hace
que caminemos en ella. “Infundiré mi Espíritu en ustedes, y
haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes’. Dios
mismo lo hace en nosotros. El desafío más grande de la huma-
nidad es obedecerlo. La promesa del Padre es precisamente
para que eso sea posible. La ley sola no puede lograr el éxito,
porque nadie la puede cumplir. La gracia en cambio nos da la
capacidad para cumplirla: “Pero si los guía el Espíritu, no están

bajo la ley” (Gálatas 5:18). La salvación de Dios es perfecta y


segura, porque es por gracia. “Así el pecado no tendrá dominio
sobre ustedes, porque ya no están bajo la ley sino bajo la gracia”
(Romanos 6:14). Dios nos llena de su Espíritu para que poda-
mos agradarle voluntaria, intencional y alegremente, y nos
libra de la ley mediante la muerte de Cristo (ver Romanos 7:4)
para que, si fallamos en algo, no nos sintamos condenados. La
gracia nos da perdón y vida nueva. Perdón y capacidad para
vivir en santidad. Pero al librarnos de la ley, si fallamos, eso
está incluido en el perdón. En otras palabras, aunque los que
ponemos la fe en Cristo no seamos perfectos, tenemos mucho
más capacidad de obedecer que los que no tienen el Espíritu
de Cristo. Pero también tenemos el perdón si fallamos. La sal-
vación es segura. “La sangre de su Hijo Jesucristo nos limpia de
todo pecado” (1 Juan 1:7). La promesa del Padre es: “Perdonaré
su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados” (Jeremías
31:34) e “Infundiré mi Espíritu en ustedes, y haré que sigan mis
preceptos y obedezcan mis leyes” (Ezequiel 36:27). Perdón total
y capacidad para guardar sus estatutos y preceptos por el
poder del Espíritu Santo. A veces pensamos que el poder del
Espíritu es para hacer milagros y levantar muertos, pero el ver-
dadero motivo inicial, lo que motivó a Dios darnos la prome-
sa del Espíritu Santo, es para hacernos andar en sus caminos y
guardar sus preceptos. Muchos de nosotros queremos levantar
muertos, cuando todavía no hemos aprendido a usar el poder
para obedecer a Dios. Poder para no mentir, poder para no
chismear, poder para no comer más de lo debido, poder para
vencer la pornografía, poder para hacer ejercicios, poder para
hacer dieta, poder para obedecer a nuestros padres, poder para
conformarnos con un cónyuge...

Debemos tener presente que el viejo pacto está basado en


leyes escritas que tienen que obedecerse, mientras que el nuevo
pacto se basa en recibir un corazón nuevo y al Espíritu Santo

224

225

El discípulo

que nos guiará a toda verdad y nos hará andar en sus caminos.
Cuando usted alcance a comprender esto, sera la persona mas
dichosa del mundo y además vivirá una vida nueva, EL
Espíritu Santo no es parte de la voluntad de Dios, sino que es
toda su voluntad, como lo era el viejo pacto. Ahora ella no esta
escrita en papel, sino en nuestro corazón, en la conciencia.
Obedecer a la conciencia es muy importante. Esta nos hace
saber la voluntad de Dios. Bajo el viejo pacto, se nos manda-
ba- no robe, no fornique, no mienta, pero no se nos daba el
poder para hacerlo. En el día de Pentecostés, Pedro y los otros
discípulos recibieron el Espíritu de la Promesa del Padre, tal
como había prometido Jesús. Ahora tenían un corazón nuevo,
tierno, fácil de manejar por Dios, y el Espíritu les empezó a
dar las ganas de cumplir su voluntad. Por eso, comenzaron a
hacer cosas que ni eran requeridas en la ley, como tener los
bienes en común, compartirlos con los pobres, etcetera. Eso
no estaba escrito, nació de adentro.

En muchas oportunidades, el Señor hizo referencia a esta


promesa. En Juan 14:26 leemos: “Pero el Consolador, el Espíritu
Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñara todas
las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho”. Cuando
recibieron el Espíritu, sus vidas fueron cambiadas. Empezaron
a vivir una vida que hacía más de lo que la ley pedia. ¡Que g o-
riosa es la Promesa del Padre! Los discípulos empezaron a
compartir sus cosas unos con otros, a amarse unos a otros, a
gozarse cuando padecían persecución. No poseían Biblias ni
tampoco material para la Escuela Dominical, o gradaras o
Google. Contaban tan solo con aquello que Dios les daba. Fe
en la Promesa del Padre que los hacía andar en sus caminos y
guardar sus preceptos más de lo que la ley pedía Podían can-
tar en la celda de la cárcel, aun cuando habían sido golpeados
y encadenados. Veamos cuál era el significado de tener un
corazón nuevo en la Iglesia primitiva:

La Promesa del Padre: Un Corazón Nuevo

Es evidente que ustedes son una carta de Cristo, expedida por


nosotros, escrita no con tinta sino con el Espíritu del Dios
viviente; no en tablas de piedra sino en tablas de carne, en los
corazones. Esta es la confianza que delante de Dios tenemos
por medio de Cristo. No es que nos consideremos competentes
en nosotros mismos. Nuestra capacidad viene de Dios. Él nos
ha capacitado para ser servidores de un nuevo pacto, no el de
la letra sino el del Espíritu; porque la letra mata, pero el
Espíritu da vida.

(2 Corintios 3:3-6)

Tanto usted como yo somos cartas de Cristo al mundo,


escritas con el Espíritu Santo en nuestro corazón, el centro de
nuestro ser, en la conciencia. Esa es la promesa del Padre.
Solamente siendo ministros del nuevo pacto, del Espíritu,
podemos escribir la voluntad de Dios en las personas. Si
ministramos viejo pacto -es decir, letra-, podremos escribirlo
solamente en papel, no en los corazones. Cualquier seminario
o escuela bíblica puede hacer ministros de La Biblia, la letra o
viejo pacto; solamente Dios puede hacernos ministros del
Espíritu del nuevo pacto. El ministro del Espíritu ministra
Espíritu y vida, fuerza, energía, capacidad para hacer el bien.
El ministro del viejo pacto dice: “Lea lo que dice La Biblia y
hágalo”; pero como la gente no puede hacerlo, queda conde-
nada. La letra mata. Cada creyente debería preguntarse: “¿Qué
es lo que estoy ministrando? ¿Estaré ministrando la letra que
mata o el espíritu que da vida, que da la capacidad de hacer-
lo?”. Tengo que confesar que, durante muchos años, maté a la
gente porque con la letra tenía un ministerio de condenación.
Aun cuando era sincero y hacía lo mejor que podía, la mayor
parte de mi ministerio era tan solo en el viejo sistema. Si
ministramos la letra, condenamos y matamos, en cambio si

227

El discípulo

ministramos el espíritu, damos vida y salvación a la gente. Le


proporcionamos los medios para hacer la voluntad de Dios.
Viejo pacto señala el problema, nuevo pacto da la solución.

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La Promesa
del Padre:

Un Nuevo
Poder

“Porque el reino de Dios no es cues-


tión de palabras sino de poder”

(1 Corintios 4:20)

M uchas veces parecería que aquel que sabe más versí-


culos bíblicos y el que puede explicarlos mejor es el
predicador más popular o el creyente más espiritual.
Pero no es así. Si lleva una linterna en la espalda, no verá el
camino, y si alguien enfoca la linterna en sus ojos, tampoco.
Es necesario enfocar la linterna adelante para que todos pue-
dan ver la senda. La letra es “una lámpara a mis pies; es una luz
en mi sendero” (Salmo 119:105). Nosotros no caminamos
sobre la lámpara, sino sobre el camino, y la lámpara nos lo

229

El discípulo
La Promesa del Padre: Un Nuevo Poder

alumbra. Los liberales ponen su Biblia en la espalda, los fun-


damentalistas sobre sus ojos, ninguno ve el camino.

La Biblia debe estar en el lugar apropiado para que nos


ayude más. No debe estar encima del Espíritu Santo.
Debemos ubicarla donde Dios quiere que la pongamos. La
Biblia es el libro que nos guía a la verdad total cuando está en
el verdadero ángulo, dando luz sobre el camino que es Dios
mismo. Cuanto más leo las Escrituras, tanto más sed siento
por aquello de lo cual ella habla. El libro santo es un medio
para conocer al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, pero no un
fin en sí mismo. Conociendo los versículos que hablan de la
Divinidad, no conozco a la Divinidad. Leer un libro sobre Río
de Janeiro no es conocer Río de Janeiro. Muchos hemos
hecho un ídolo de las Sagradas Escrituras. Si los magos de
oriente hubieran adorado la estrella en lugar de adorar a
Jesús, hubieran creado un ídolo y perdido el verdadero pro-
pósito de la estrella, guiarlos al Rey. La estrella apareció para
ayudarlos en su búsqueda, fue un medio, no un fin. En algu-
nas ediciones del Nuevo Testamento, vienen “ayudas” para
diversas circunstancias. “Si necesita consuelo, lea el Salmo
23”. “Si está atravesando momentos difíciles, lea el Salmo
46”. ¡Ministros del viejo pacto! De la letra. Pablo, en cambio,
dio la realidad de la cual la sombra hablaba (Hebreos 10:1).
Podemos ministrar sombra de Cristo o la realidad de Cristo,
él mismo. Si seguimos la sombra, llegaremos a la realidad. Si
seguimos las enseñanzas de la Escritura, llegaremos a lo real.
“ Ustedes estudian con diligencia las Escrituras porque piensan
que en ellas hallan la vida eterna. ¡Y son ellas las que dan testi-
monio en mi favor! Sin embargo, ustedes no quieren venir a mí
para tener esa vida” (Juan 5:39-40). Cristo mismo es la reali-
dad. Las Escrituras deben llevarnos al Espíritu del Señor.
Debemos ser ministros del Espíritu, de Jesús mismo, no de la
letra. Debemos poner a Cristo en las vidas de los discípulos,

no solamente los versículos. Si citamos un texto que hable


acerca de la paz, estamos ministrando la sombra, la letra de la
paz, pero si ministramos paz , estaremos manifestando lo
auténtico. El ministrar lo genuino es posible cuando segui-
mos la guía del Espíritu. Jesús dijo a los discípulos que, cuan-
do llegaran a una casa, dijeran “la paz sea sobre esta casa”, y
que la paz reposaría allí. Y si los dueños no los recibían, la paz
volvería a ellos. No iban por las casas haciendo estudios bíbli-
cos sobre la paz, sino llevando la paz misma. No la letra, sino
el espíritu de la paz, la vida, la paz viviente. Si ministramos
nuevo pacto, en vez de hablar sobre el amor, debemos poner
el amor en acción. Esto es lo que significa “son una carta de
Cristo, expedida por nosotros, escrita no con tinta sino con el
Espíritu del Dios viviente ; no en tablas de piedra sino en tablas
de carne, en los corazones” (2 Corintios 3:3). El ministro del
nuevo pacto es el que escribe con el Espíritu Santo en el cora-
zón de sus discípulos una carta de Dios al mundo. Esto es el
fruto del Espíritu que es amor, gozo, paz, paciencia, benigni-
dad, bondad, fe, mansedumbre, templanza en la vida de sus
seguidores. Esto es mucho más que la ley; la sobrepasa, la
desborda. Por cuanto el amor es el cumplimiento de la ley, el
fruto del Espíritu es el nuevo pacto. Es espíritu y verdad. Si
nosotros solo hablamos acerca de paz o hablamos acerca del
amor, si proporcionamos meramente algunos versículos de la
Escritura tocante a esas cosas, en realidad estamos ministran-
do viejo pacto. Pero si comunicamos paz y comunicamos amor,
estaremos dando el espíritu de la paz, de la realidad y del
amor, o nuevo pacto. Esa es la diferencia entre el viejo y el
nuevo pacto. La letra es la sombra de la realidad prometida;
el Espíritu es la realidad o cumplimiento de esa promesa.

Bajo el viejo pacto, la realidad estaba detrás del velo, y para


muchos creyentes, está velada por la letra. Para ellos la corti-
na no se rompió, la entrada al lugar santísimo todavía está

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231

El discípulo

vedada. Todavía viven bajo la ley. Si leemos: “No tocar. Pintura


fresca”, nos da más ganas de tocarla para ver si está realmente
fresca. La ley dice: “Prohibido arrojar basura”, nosotros arro-
jamos basura. La ley dice en el ómnibus: “Prohibido fumar”, y
el mismo chofer fuma. La ley es buena, pero no tiene poder
para impedir que hagamos lo que nos prohíbe. Pero el Espíritu
Santo nos capacita con amor, gozo, paz, tolerancia, amabili-
dad, bondad, fe, humildad y dominio propio para poder agra-
dar a Dios. Esto es nuevo pacto, la capacidad de hacer la
voluntad de Dios es lo que tenemos que ministrar a los que
vienen cansados de vivir en pecado, porque no pueden dejar-
lo. Ya no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia.

Por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para los que


están unidos a Cristo Jesús, pues por medio de él la ley del
Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la
muerte. En efecto, la ley no pudo liberarnos porque la natura-
leza pecaminosa anuló su poder; por eso Dios envió a su pro-
pio Hijo en condición de pecado, para que se ofreciera en
sacrificio por el pecado. Asi condenó Dios al pecado en la
naturaleza humana, a fin de que las justas demandas de la ley
se cumplieran en nosotros, que no vivimos según la naturale-
za pecaminosa sino según el Espíritu.

(Romanos 8:1-4)

Este es el nuevo pacto. Si usted quiere seguir bajo el viejo,


es elección suya. Pero la promesa del padre -o nuevo pacto- es:
“Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo ...y
haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes” (Ezequiel
36:26-27). Es Dios que lo hace en nosotros, no nosotros. Esta
promesa es la esperanza del mundo. El discipulado no es pesa-
do. Jesús dijo que su yugo no era pesado. Seguir a Jesús en sus

La Promesa del Padre: Un Nuevo Poder

términos no es difícil, porque Él mismo nos da la capacidad


para hacerlo.

El Espíritu Santo de la promesa fue prometido a toda


carne... La autoridad o supremacía de Cristo debe restablecer-
se en la Iglesia. Él siempre fue la Cabeza, pero nosotros no
siempre estuvimos unidos a Él como Cabeza. La alabanza está
siendo restablecida, y la adoración, también. Los dones del
Espíritu nuevamente se están manifestando, pero lo más gran-
de que está volviendo a restablecerse es la Promesa del Padre
en su plenitud: el nuevo pacto.

Los que son guiados por el Espíritu no predican herejías.


Las herejías son el resultado de quienes predican las Escrituras
y las tuercen. Note cuántas doctrinas diferentes existen, y
todas reclaman como su fuente la Escritura: mormones,
adventistas del Séptimo Día, pentecostales, presbiterianos,
bautistas. Casi todos los años, nos enteramos de que alguien
ha comenzado una nueva doctrina basándose en la Palabra.

Sin embargo, las Escrituras en sí no son peligrosas. Creo en


el empleo de ellas en la perspectiva correcta: apuntar el cami-
no del Espíritu de la realidad de Dios. El nuevo pacto es
Espíritu, mientras que el viejo pacto es letra escrita. Es nece-
sario que hablemos las palabras que son espíritu y vida, y no
meramente repitamos la palabra escrita. La palabra se cumple
cuando El nos imparte la vida que ella dice. Jesús dijo: “¡Si
alguno tiene sed, que venga a mí y beba ! De aquel que cree en mí,
como dice la Escritura, brotarán ríos de agua viva. Con esto se
refería al Espíritu que habrían de recibir más tarde los que creye-
ran en él. Hasta ese momento el Espíritu no había sido dado "
Cuan 7:38-39).

Esa es la Promesa del Padre; no un libro, sino una expe-


riencia real. Es en el interior donde está la fuente de vida y
no en un libro. El libro es el que nos dice que miremos

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El discípulo

La Promesa del Padre: Un Nuevo Poder

adentro nuestro, donde está la fuente de aguas de vida. El


libro nos indica que si creemos en Jesús, de nuestro interior
fluirán ríos de agua viva, el agua no fluirá de un libro. El
libro es precisamente el que nos dice de dónde fluirá esa
agua viva. Una cosa es tener una foto de unos ríos, y otra es
tener los ríos adentro de uno. La plenitud de la Promesa del
Padre es más que el “pequeño” bautismo en el Espíritu
Santo que hemos heredado de nuestros amados hermanos
pentecostales, de los cuales yo soy uno. La evidencia de
recibir la Promesa del Padre es mucho más que hablar en
otras lenguas. Es tener la capacidad de agradar a Dios. Es el
Espíritu haciéndonos andar en sus caminos y ayudándonos
a guardar sus estatutos para ponerlos por obra. Es la gracia
del Dios viviente en nosotros. En los primeros días del siglo
pasado, el Espíritu Santo una vez más empezó a manifestar-
se en la Iglesia, y los pentecostales institucionalizamos la
experiencia más o menos así: “Nosotros creemos en el bau-
tismo en el Espíritu Santo según Hechos 2:4”. Sin embargo,
si usted cree solamente como pasó en Hechos 2:4, recibirá
solamente Hechos 2:4. ¿Y qué hay de los versículos 5, 6, 7,
8, 31, 32 y 33? ¿Qué me dice acerca de compartir las cosas,
vender los bienes y darlos a los pobres? ¡Ah, no! Nuestro
credo es según Hechos 2:4. ¿Qué del nuevo corazón, qué del
Espíritu que nos hace andar en sus caminos y cumplir sus
preceptos? El gran problema de la humanidad no era que no
podían hablar en lenguas, sino que no podía hacer la volun-
tad de Dios y agradarle. Para solucionar esto es la Promesa
del Padre. Cuando uno busca experimentarla, no tiene que
concentrarse en la lengua para ver si esta se mueve sola, sino
en el corazón y en la conciencia. Debemos pedir que Dios
escriba sus deseos en el corazón, y que su Espíritu nos haga
andar en sus caminos y guardar sus preceptos. Si hablamos
en lenguas cuando eso sucede, ¡bienvenidas! Las lenguas son
como la campana de la estación que anuncia la llegada del
tren, la Promesa del Padre es el tren.

Hechos 2:4 solo no es la promesa del Padre, sino Jeremías


31:33-34 y Ezequiel 36:26-27. Y muchísimas escrituras más,
como Joel, por ejemplo. Por lo tanto, si usted también tiene
esa declaración de fe, agregue a Hechos 2:4: “Creo en el bau-
tismo en el Espíritu Santo de acuerdo con las Escrituras, desde
Génesis hasta Apocalipsis”. Hechos 2:4 es meramente una
pequeñísima porción de lo que es en realidad la Promesa del
Padre.

Es un hecho que no se puede negar, que en lo que va de


este siglo, Dios usó a la Iglesia pentecostal. Es sabido que es la
denominación que crece más rápidamente en toda América
Latina. Fue ella que sacó a la luz algo que, por muchísimo
tiempo, había estado oculto. Además hace énfasis en el hecho
de que los dones del Espíritu son algo para la Iglesia contem-
poránea. Pero lo trágico es cuando, al hacer de una doctrina
una denominación, por el énfasis a lo nuevo, descuidamos la
verdad total. Esta reside en Jesús y en toda la iglesia, y no sola-
mente en un sector. Para que busquemos la unidad, el Señor
da a cada dirigente una pieza del rompecabezas de la Iglesia.
Si cada uno de los que tiene una pieza de ese rompecabezas se
une, entonces se podrá ver todo el cuadro, el gran mosaico de
Dios que es la Iglesia. Pero aquel que recibe una experiencia
de santidad, o de lenguas, o de caerse al suelo, o de reírse, o
de hacer llover polvo de oro, danzar, gritar, estar en silencio,
creer en el TULIP (los cinco puntos del Calvinismo) y de ella
funda una denominación, no escuchando las voces, verdades
y experiencias de las otras, pierde mucha riqueza. La riqueza
no está en la división, sino en la Unidad.

La Iglesia católica cometió una tremenda equivocación al


expulsar a Martín Lutero. Si lo hubiera escuchado, hubiera

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235

El discípulo

La Promesa del Padre: Un Nuevo Poder

podido ser renovada. Sin embargo, nosotros, los llamados


evangélicos, hacemos lo mismo. Contamos como nuestros
solamente a los que piensan como nosotros.

Si la Iglesia pentecostal hubiera dado el mismo énfasis a


amarse unos a otros como dio al hablar en lenguas, la historia
de este siglo hubiera sido diferente. Si con el éxito obtenido en
los países del Tercer Mundo, hubiera puesto su énfasis en el
fruto del Espíritu, tal como puso en las lenguas; si en vez de
decir que el que no habla en lenguas no ha recibido el Espíritu
Santo, hubiera dicho: “Si no ama, ni tiene gozo, ni paz, ni
amabilidad, ni bondad, ni fe, ni humildad, ni dominio propio,
no tiene el Espíritu Santo”; si hubiera orado, ayunado e
impuesto las manos sobre la gente hasta que lo logre, como
hicieron para que hablaran en lenguas, la historia de la Iglesia
hubiera sido otra.

La experiencia que tuvimos los carismáticos es como el


internarse en un río con el agua llegándonos hasta los tobillos.
Lógicamente, aquellos que viven en un desierto espiritual, que
se encuentran secos, sedientos de agua durante años y años,
cuando apenas están pisándola, creen que es la plenitud.
Cuando les decimos a nuestros hijos: “Vamos al río”, estamos
dando a entender que vamos a la orilla del río. Pero cuando es
Dios el que dice: “Vamos al rio”, nos está diciendo que nos
metamos dentro del río. Cuando viene un evangelista y chapo-
tea un poco en esa playita, nos mojamos los pies, nos salpica-
mos como los chicos y gritamos: “¡Avivamiento!

¡Avivamiento!”. Pero cuando el evangelista se va, volvemos a


estar con el agua que apenas nos moja los tobillos. Ya hemos
tenido muchas de esas experiencias.

Ahora, empero, es necesario que entremos en el río hasta


que no hagamos pie, hasta que nos arrastre. El río de Dios nos
lleva aguas adentro, porque ese es el curso seguido por Él. En

la actualidad, nosotros somos los que en muchas maneras esta-


mos dirigiendo al Espíritu. Esto es porque todavía tocamos
fondo y podemos controlar a dónde queremos ir. Pero cuando
estemos metidos en aguas profundas, el río será el que nos lle-
vará por donde él quiere llevarnos.

El río de Dios no es algo de ahora, es el nuevo pacto, la gra-


cia, la vida en el Espíritu. En la Escritura, la Promesa del Padre
es la promesa del Espíritu Santo que vendría a ayudarnos a ser
lo que nosotros por nuestra cuenta no podíamos: agradar a
Dios. Todas las otras promesas de las Escrituras son ramas de
esta gran promesa.

Gracias a Dios por los pentecostales y los carismáticos, por


el énfasis en el Espíritu Santo. Y gracias a Dios por los refor-
madores que nos dieron una teología profunda que comienza
y termina en Dios. Gracias a la Iglesia católica por su histori-
cidad. Y gracias a todos los sectores de la Iglesia por contribuir
con sus énfasis. Qué hermoso si tuviéramos más comunión
unos con otros. ¡Cuánta riqueza hay en la Iglesia!

Juan Carlos Ortiz, terminado de


revisar en octubre del 2006.

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