Scala Claustralium - San Guigo
Scala Claustralium - San Guigo
Scala Claustralium - San Guigo
Scala Claustralium
Considera aun cuánto desease ese mismo profeta la pureza de corazón pues
orando decía:
Crea en mí, oh Dios, un corazón puro (Salmo 50, 12), y también: Si hubiera visto
iniquidad en mi corazón, el Señor no me hubiera escuchado (Salmo 65, 18).
Mira qué violencia no se hacía este hombre santo que cerraba sus ojos para no
mirar vanidad que tal vez, después de vista por imprudencia, pudiera
involuntariamente desear. Después de haber considerado estas y otras cosas
semejantes acerca de la pureza del corazón, la meditación empieza a pensar
en el premio, o sea cuán glorioso y deleitable sea ver el rostro deseado del
Señor, el más hermoso de entre los hijos de los hombres, no ya rechazado y
despreciado, ni con la apariencia de la cual le revistió su madre la Sinagoga,
sino con la estola de la inmortalidad y coronado con la diadema con la cual le
coronó su Padre el día de la resurrección y de la gloria, día que hizo el Señor.
Piensa que en aquella visión se tendrá aquella saciedad de la que dice el
profeta: Me saciaré cuando aparezca tu gloria (Salmo 16, 15).
¿Ves cuánto jugo brotó de un racimo de uva tan pequeño, cuánto fuego salió
de esta chispa, cuánto se haya dilatado, bajo el yunque de la meditación, esta
exigua masa de Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a
Dios (Mt 5, 8)? ¿Pero cuánto más se podría dilatar aún si se aplicara a ello uno
más experto? Pues intuyo que el pozo es profundo, mas yo todavía soy un
aprendiz sin experiencia y con dificultad he podido recoger estas pocas cosas.
Inflamada el alma por estas ascuas, estimulada por estos deseos, roto el
alabastro empieza a presentir la suavidad del perfume, aún no por el gusto, sino
como si dijéramos por el olfato y por él capta cuán dulce pueda ser tener
experiencia de esta pureza, de la que ya por su meditación advierte llena de
placer. ¿Pero qué puede hacer? Se quema por el deseo de poseerla, pero no
encuentra en sí el modo de tenerla y cuanto más busca, más sed tiene. Mientras
se entrega a la meditación conoce también el dolor, porque tiene sed de la
dulzura que la meditación le muestra deba darse en la pureza de corazón, pero
no se la da a gustar. Pues el sentir esta dulzura no es del que lee o medita, a no
ser que se le conceda de lo alto. En efecto, leer y meditar es común tanto a los
buenos como a los malos. Y los mismos filósofos paganos, por su razón, hallaron
en qué consiste la esencia del verdadero bien. Mas, puesto que habiendo
conocido a Dios no le dieron gloria como a Dios (Rm 1,21), y fiándose
presuntuosamente de sus fuerzas decían: La lengua es nuestro fuerte, nuestros
labios por nosotros, ¿quién va a ser nuestro amo? (Salmo 11, 5), no merecieron
recibir lo que pudieron ver. Se perdieron en la vanidad de sus pensamientos (Rm
1, 21), y toda su sabiduría fue inutilizada (Salmo 106, 27), sabiduría que les venía
del estudio de disciplinas humanas, no el espíritu de sabiduría, único que da la
verdadera sabiduría, es decir, el conocimiento sabroso que alegra y recrea con
un gusto inestimable al alma en la que se da. De esta sabiduría se dijo: La
sabiduría no entrará en un espíritu malvado (Sb 1, 1).
V. Función de la contemplación
Con estos y otros encendidos pensamientos el alma inflama su deseo y muestra
así su efecto. Con estos encantos llama a su esposo. Los ojos del Señor están
sobre los justos y sus oídos están atentos a las oraciones (Sam 33, 16), hasta tal
punto que no espera siquiera a que la oración haya terminado, sino que,
interviniendo en el curso mismo de ella, se apresura a entrar en el alma que lo
busca con deseo, se apresura a encontrarse con ella, bañado por el rocío de la
dulzura celeste y el perfume de ungüentos preciosos. Recrea así al alma
fatigada, sostiene a la que está sedienta, nutre a la que tiene hambre, le hace
olvidar todas las cosas de la tierra, la vivifica haciendo admirablemente que se
olvide de sí y embriagándola la hace sobria. Y así como en algunos actos
carnales la concupiscencia de la carne vence al alma hasta el punto de que
pierde el uso de la razón y el hombre resulta casi completamente carnal,
también en esta contemplación superior, por el contrario, los movimientos de la
carne son superados y absorbidos por el alma hasta tal punto que la carne no
contradice en nada al espíritu y el hombre resulta casi completamente
espiritual.
X. Recapitulación de lo dicho
Así, para que se vean mejor juntos todos los puntos que se han tratado de
manera difusa, recogeremos recapitulando todo lo que se ha dicho
anteriormente. Como ya se ha hecho notar en los anteriores ejemplos, se puede
ver cómo los mencionados peldaños (de la escalera espiritual) se relacionan
entre sí, precediéndose uno a otro tanto en el orden temporal como en el
causal. Primeramente, como fundamento está la lectura, que, ofrecida la
materia, te aboca a la meditación. La meditación investiga con más diligencia
lo que hay que desear, y como excavando, halla el tesoro y lo muestra. Pero
como por sí misma no puede alcanzarlo, nos envía a la oración. La oración
elevándose con todas sus fuerzas hasta el Señor, implora el tesoro que desea, la
suavidad de la contemplación. Cuando ésta acontece, recompensa todo el
trabajo de las tres anteriores, embriagando al alma sedienta con el rocío de la
dulzura celestial. La lectura es un ejercicio exterior, la meditación una
comprensión interior, la oración es un deseo, la contemplación la superación de
todo sentido. El primer peldaño es del que empieza (incipientes), el segundo del
que avanza (proficientes), el tercero de los entregados (devotos), el cuarto de
los felices (beatos).
Pues ahora el reino de los cielos padece violencia, y los violentos lo arrebatan
(Id. I I, 12). Por las distinciones señaladas se pueden percibir las propiedades de
los antedichos peldaños, cómo se relacionan entre sí y qué efecto produzcan
cada uno sobre nosotros. Feliz el hombre cuya alma, libre de las otras
preocupaciones, desea siempre estar tratando de ascender por estos cuatro
peldaños, y, vendidos todos los bienes, compra el campo aquél en que está
escondido el tesoro que desea, a saber, poder dedicarse y ver lo suave que es
el Señor. Ejercitado en el primer peldaño, circunspecto en el segundo, ferviente
en el tercero, elevado sobre sí mismo en el cuarto, asciende de virtud en virtud
por estas subidas, que ha dispuesto en su corazón, hasta ver al Dios de los dioses
en Sión. Feliz aquél a quien se le concede permanecer, aunque sea por poco
tiempo, en este peldaño más elevado y que puede decir con verdad: «He aquí
que siento la gracia de Dios, he aquí que contemplo en el monte, con Pedro y
Juan, su gloria; he aquí que con Jacob me deleito de los abrazos de Raquel».
Pero tenga cuidado éste, para que después de semejante contemplación por
la fe elevado hasta los cielos, no caiga en los abismos con caída imprevista, ni
se vuelva, después de la visión de Dios, a mundanidades lascivas y a los
atractivos de la carne. Pero cuando la debilidad y la fragilidad del espíritu
humano no pueda soportar por más largo tiempo el resplandor de la verdadera
luz, descienda ligera y ordenadamente a alguno de los tres peldaños por los que
ascendió. Deténgase alternativamente ya en uno, ya en otro peldaño, según el
movimiento del libre albedrío, según el lugar y el tiempo, tanto más cercano ya
a Dios cuanto más alejado del primer peldaño. Pero ¡ay!, ¡frágil y miserable
condición humana! Con la ayuda de la razón y los testimonios de las Escrituras
veremos claramente que la perfección de la vida humana se contiene en estos
cuatro peldaños y que el hombre espiritual debe ejercitarse en ellos. Pero ¿quién
es el que camina por este sendero de vida?, ¿quién es y lo alabaremos? El
quererlo es de muchos, el lograrlo de pocos.
XIII. Las cuatro causas que nos apartan de estos cuatro peldaños
Mas son cuatro las causas que nos apartan las más de las veces de estos
peldaños, a saber: una necesidad inevitable, la utilidad de una buena acción,
la debilidad humana, la vanidad del mundo. La primera es inexcusable, la
segunda tolerable, la tercera miserable, la cuarta culpable. Pues a aquellos, a
quienes esta última causa les aparta de su santo propósito, mejor les fuera no
conocer la gloria de Dios, que después de conocida retroceder. En efecto ¿qué
excusa de pecado tendrá éste? El Señor le podrá decir justamente:
«¿Qué pude hacer por ti que no hice? (Is 5, 4). No existías y te creé, pecaste,
haciéndote esclavo del diablo, y te redimí. Corrías con los impíos en el circuito
del mundo y te elegí. Te concedí gracia en mi presencia y quise hacer en ti mi
morada, pero tú me despreciaste y no sólo has rechazado mis palabras sino a
mí mismo y has caminado tras tus concupiscencias».
Pero, Dios bueno, suave y manso, tierno amigo y prudente consejero, fuerte
ayuda, ¡qué inhumano, qué temerario es el que te rechaza, el que aleja de su
corazón a un huésped tan humilde y tan manso!, ¡qué sustitución tan infeliz y
dañosa, rechazar al propio creador y acoger pensamientos torpes y malos!,
¡entregar tan pronto aquella secreta morada del Espíritu Santo, el secreto del
corazón, hasta poco antes vuelto a las alegrías celestes, para ser conculcado
por pensamientos inmundos y pecados! Todavía están calientes en el corazón
los vestigios del esposo, ¿Y ya se entrometen deseos adulterinos? Es
inconveniente e indecoroso que oídos que poco antes oyeron palabras que no
es lícito al hombre referir, se inclinen tan rápidamente a escuchar fábulas y
detracciones; que ojos, que poco antes habían sido bautizados por lágrimas
santas se vuelvan de repente a mirar vanidades; que la lengua que apenas
había terminado de cantar dulces epitalamios, que había reconciliado a la
esposa con el esposo mediante encendidas y persuasivas palabras, y la había
introducido en la cantina de vinos escogidos, de nuevo se vuelva a vanas
conversaciones, a ligerezas, a maquinar engaños y a chismorrear. ¡Aleja de
nosotros todo esto, Señor! Pero si tal vez por humana flaqueza cayéramos en
semejantes cosas, no nos desesperemos por ello, sino recurramos de nuevo al
Médico lleno de clemencia, que levanta del polvo al desvalido, hace surgir de
la basura al pobre (Salm 112, 7), y que no quiere la muerte del pecador. De
nuevo él nos curará y nos sanará.
Ya es tiempo de poner fin a esta carta. Supliquemos, pues a Dios que mitigue
hoy los obstáculos que nos apartan de su contemplación y que en el futuro los
haga desaparecer de nosotros. Que nos conduzca por diversos peldaños, de
virtud en virtud, hasta que veamos a Dios en Sión. Allí los elegidos no gustarán la
dulzura de la divina contemplación de modo intermitente, como gota a gota,
sino que llenos por un torrente de placer incesante, poseerán un gozo que nadie
les podrá arrebatar, y una paz sin mutación, paz en él mismo. Tú, pues, Gervasio,
hermano mío, si alguna vez se te concede ascender a la cima de estos
peldaños, acuérdate de mí, y reza por mí cuando te haya ido bien, para que
así se corran los velos, y el que oiga diga: ¡Ven!
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(*) Guigues II, uno de los primeros cartujos, fue Prior de la Cartuja hacia el 1174.
Más tarde dimitió de su cargo para morir en el 1188.