Duelo de Reyes - Gorka Eceolaza Zabalza
Duelo de Reyes - Gorka Eceolaza Zabalza
Duelo de Reyes - Gorka Eceolaza Zabalza
Duelo de reyes
Crónicas Nerlingas - 3
ePub r1.0
orhi 14.04.16
Título original: Duelo de reyes
Gorka Eceolaza Zabalza, 2015
Imagen de cubierta: Sofía Rodríguez Palacios
Las estrofas de aquella canción brotaban cada vez con más fuerza de la
garganta de Ingvar. La Compañía fue milagrosamente recuperando su
ánimo, abandonando los oscuros pensamientos que la envolvían. La estrella
del día atraída por la dulce melodía quiso visitar aquellos grises y apagados
eriales y, durante un tiempo, acompañó a los valientes guerreros en su
transitar por los Valles Solitarios. La Compañía del Trueno recobró su
alegría y los caballos trotaron nuevamente veloces en dirección al sombrío
y maligno Bosque Frío.
Tras una jornada y media de viaje, finalmente el grupo logró atravesar
aquellos valles encantados. Se desprendieron de la angustia que los oprimía
y se liberaron de la pesada carga que atenazaba sus corazones. El viento
dejó de soplar traicionero del noreste y roló repentinamente hacia el oeste.
Su recia caricia sobre los rostros de los jinetes, terminó por alejar cualquier
rescoldo de los sombríos pensamientos que los habían poseído.
—Tu canción me hizo recuperar la cordura —le confesó Vladas a
Ingvar—. No era capaz de articular palabra, pues una sombría voluntad se
apoderaba de mí. Sólo deseaba bajar de mi caballo y acurrucarme junto a
una roca, dejarme envolver por la gris penumbra que cubría los Valles
Solitarios y caer eternamente en indolentes y vagas ensoñaciones.
—Estas tierras están malditas, mi buen Vladas —contestó Ingvar—. Un
maléfico sortilegio cubre de norte a sur y de este a oeste sus grises
extensiones. Y ese viento ominoso, acunado por las pérfidas cantinelas de
brujas y nigromantes. Él es el mensajero de la oscuridad, el que lleva hasta
el último rincón de los valles el sonido de un mal de los Días Antiguos, un
mal que ahora mora en Groningburgo. Yo vi los ojos de Zornik, y la misma
maldad que se escondía tras ellos es la que flotaba lóbrega y tenebrosa en
los Valles Solitarios. Mas la luz ha vencido a las sombras. ¡Qué esta victoria
nos sirva de acicate! —gritó a los hombres—. ¡La noche viene a nuestro
encuentro! ¡Que no nos sorprenda en los lindes de estas tierras malditas!
Hoy dormiremos al norte de Bosque Frío. El cielo raso terminará de
purificar nuestro espíritu y se llevará consigo las brumas que nublaban
nuestra mente. ¡Guerreros de la Compañía del Trueno, descansad y dejad
que el viento del oeste acaricie vuestros rostros! Mañana al anochecer
caeremos sobre Eloburgo —y espoleando a su caballo galopó hacia el linde
septentrional de Bosque Frío.
E l caluroso abrazo del estío se resistía a acoger entre sus brazos a los
habitantes de Tierra Conocida. En ese año de terror y muerte,
pareciese que el frío y la oscuridad anhelasen conquistar la hermosa Tierra
Verde. Las nubes poblaban el cielo formando un denso y opaco tapiz que
impedía a la estrella del día enviar sus reconfortantes rayos. La canícula del
verano era un lejano recuerdo de dichosos tiempos pasados.
Los hombres de Kiril y Gródolas avanzaban cautelosos al encuentro de
la Savakien bajo la profunda sombra que cubría el firmamento. Desde su
victoria en el Delta del Taquakland, el cielo había ido perdiendo su precioso
azul intenso bajo la lóbrega oscuridad que llegaba desde el oeste. Los
aliados temían que el rey brujo, mediante algún siniestro conjuro,
encolerizado por su fracaso en la ocupación de las regiones orientales,
hubiera comenzado a extender el reinado de las tinieblas sobre el mundo de
los hombres. Por desgracia sus negros augurios no tardaron en verse
confirmados.
—Nos acercamos al final del Camino del Oeste —informó jadeante el
recién llegado Olaf—. Debemos detenernos aquí hasta que anochezca. Hay
gronings merodeando al norte y al sur de donde nos encontramos.
—¡Maldita sea! —gruñó Gródolas—. ¿Cuántos efectivos vigilan el paso
hacia el norte?
—Divisamos una compañía de unos doscientos gronings que se dirigían
hacia Halthoria —contestó Olegar, sobrino de Siriard, uno de los numerosos
luinas que se habían alistado como voluntarios para combatir en el ejército
de la Alianza y quien, además de estar bajo su protección, había trabado una
gran amistad con Olaf—. Fueron los únicos enemigos a los que pudimos
descubrir. No vimos otros jinetes en las llanuras cercanas.
—¿Y los que deambulan al sur? —preguntó intrigado Maikel—. ¿Acaso
Zornik ha enviado nuevas tropas para tratar de conquistar el este?
—No lo creo —respondió Olaf—. Se trata de un grupo desperdigado de
no más de cincuenta soldados que avanzan hacia el oeste a unas diez millas
de aquí; seguramente desertores de las legiones que derrotamos en el
Taquakland o el Morkurgul, y que ahora tratan de alcanzar el embarcadero
desde el que descendieron el río.
—Olaf tiene razón —habló Kiril—. No podemos arriesgarnos a ser
descubiertos. Zornik se percatará de nuestra presencia cuando asestemos el
primer golpe en Jactinia, pero por ahora nuestros planes deben permanecer
ocultos. Tenemos que dar tiempo a que la compañía de jinetes regrese a
Halthoria y de esta manera los hombres de Gródolas puedan avanzar
remontando hacia las Tierras Frías.
—Mis hombres cruzarán las Montañas Blancas por el Paso del Corzo —
dijo Gródolas—. Se alejarán de Sildenburgo, pero esa ruta será más segura
que hollar el Paso de Rocagrande.
—Hay algo maligno en el cielo del oeste —añadió Olaf—. Una
creciente malsana oscuridad, una negrura que cubre el cielo y avanza lenta
desde el lejano occidente. También aquí cerca de nosotros, tras la Savakien,
en el mismo corazón de Bosque Salvaje, una extraña columna de brunos
vapores sulfurosos brota de entre su floresta.
—El rey brujo quiere cubrir el mundo de oscuridad —dijo con voz
grave y profunda Oerlikon—. Presiente la luz del único poder que podría
derrotarlo y, para someterlo, pretende oscurecer y llenar de desesperanza los
corazones de los hombres. Solamente las costas bañadas por el Mar del Este
estarán a salvo de ese maligno manto. El milagroso aliento de la Sagrada
Bestia, que llega desde lo más profundo del infinito mar cabalgando a
lomos de las olas, disipará las brumas encantadas que cubrirán Tierra
Conocida. Descansaremos aquí hasta el anochecer, pero no podemos
demorarnos. El advenimiento del gran lobo ha comenzado y, si no
consumamos su derrota antes de que las primeras nieves caigan desde el
cielo, todo se habrá perdido para siempre.
Un terrible silencio se hizo entre todos aquellos que escucharon los
aterradores vaticinios de Oerlikon. Zornik había iniciado con sus artes
oscuras el asalto definitivo al mundo de los hombres y, si ellos no lo
remediaban, no habría ejército que pudiera detener su eterno reinado.
—Caeremos sobre los desertores al anochecer —ordenó Kiril. No debe
quedar ningún groning con vida. No podemos arriesgarnos a que nos
descubran e informen a sus Mariscales sobre nuestro viaje. Les atacaremos
cuando acampen a orillas del Río Gorlin. Una vez acabemos con ellos, nos
dirigiremos al embarcadero del Taquakland. Mañana al anochecer arderá en
una inmensa pira que podrá ser contemplada desde Halthoria. Eso ayudará a
que nuestros aliados de Tenkolmar tengan el camino despejado para poder
cruzar hacia las Tierras Frías. Cuando los gronings hayan llegado hasta el
embarcadero, nuestras tropas se encontrarán ya al otro lado de la Savakien.
Quizás ello nos obligue a adentrarnos unas millas al sur de Bosque Salvaje
para atajar y evitar ser descubiertos por los gronings. Creerán que el
embarcadero fue atacado por alguna partida de hombres del este, por lo que
no sospecharán de nuestra presencia.
—Cruzaré Bosque Salvaje si así lo ordenas —habló Gródolas con voz
trémula—, mas preferiría no hacerlo. Un mal de los Días Antiguos habita
en sus entrañas, y puedo sentir cómo en estos días aciagos su maldad crece
sin cesar.
—A mí tampoco me agrada la idea de internarme en ese maldito bosque
plagado de wolkurs y quien sabe que otras inmundas criaturas infernales —
dijo Maikel—, pero si hemos de permanecer ocultos a los ojos del enemigo
esa será la última ruta que esperarán que tomemos.
—Acamparemos entonces aquí —añadió con voz autoritaria Enna—.
Decid a los hombres que no enciendan ningún fuego. Formad una compañía
de cien soldados para partir enseguida hacia las orillas del Gorlin. El resto
de nuestro ejército aguardará aquí la señal para reanudar la marcha. Será
entonces cuando nuestros caminos se separen.
—Enna y Maikel me acompañarán en esta misión —dijo Kiril—.
Oerlikon y Gródolas, permaneceréis al mando del grueso de las tropas.
Dispondremos postas de mensajeros cada milla para que las nuevas lleguen
veloces a vuestros oídos. Guerrero del norte —le dijo solemnemente a
Gródolas—, disfruta de los últimos momentos en compañía de tus
hermanos de Tenkolmar, pues ninguno de nosotros sabe lo que el incierto
destino le deparará, y esta podría ser la última vez que compartieseis una
cena —y sus palabras sonaron como un funesto presagio.
Cuando los hombres de Gródolas llegaron a las riveras del Gorlin, Kiril
y los suyos finalizaban de dar sepultura en un improvisado túmulo a los
caídos en la contienda contra los gronings. Permanecieron todos unidos en
silencio, encomendando a los dioses el alma de aquellos valientes. Cuando
sus plegarias se hicieron oír en lo más profundo de la bóveda celeste, las
tropas partieron taciturnas hacia el sur.
La madrugada avanzaba inexorable y los hombres de Therliangator
cabalgaban sumidos en un pesado silencio cercano a un furtivo duermevela.
Las laderas de la Savakien parecían estar desiertas, huérfanas de la vida
nocturna de insectos, rapaces o roedores. A pesar de avanzar con un trote
cansino, las tropas aliadas no tardaron en alcanzar el embarcadero del
Taquakland. Su construcción y la de cientos de barcazas habían deforestado
los bosques y arboledas de la zona. Kiril contempló abatido la desoladora
imagen de miles de árboles brutalmente cercenados, la savia de la vida
reseca sobre sus mellados troncos, y no pudo evitar que a su memoria
acudiese la imagen del Bosque de Alkos devorado por las llamas del mal.
Kiril decidió que el grueso de las tropas continuaran avanzando unas
millas más hacia el sur hasta dar con un paraje más frondoso en el que
pudieran ocultarse durante el día. Mientras tanto, un pequeño grupo de
veinte hombres aguardaría en las inmediaciones del embarcadero para, al
caer el día, destruirlo convirtiéndolo en una gigantesca pira.
Las primeras luces del alba asomaron tímidamente por el este, peinando
dulcemente la sedienta hierba de los campos orientales. Los soldados de la
Alianza dormitaban intranquilos mientras comenzaban a sucederse los
primeros turnos de guardia. Aguardarían hasta la llegada del crepúsculo
para incendiar el embarcadero y continuar hacia el sur en busca de un paso
que les permitiera cruzar al otro lado de la Savakien y adentrarse en el
interior de Bosque Salvaje, el hogar del primigenio germen del mal y el
camino que ningún hombre en su sano juicio tomaría.
El día transcurrió en calma bajo los rayos del sol que, jugueteando con
las nubes, asomaban con desordenada intermitencia. La calidez de la
estrella del día y los rumores de la brisa que llegaba desde el este disiparon
durante un tiempo su pesadumbre, mas si volvían sus ojos hacia el oeste, la
creciente oscuridad que envolvía al mundo oprimía nuevamente sus
corazones.
El crepúsculo, frío preludio de la noche, acudió fiel a su cita con el
mundo, pero esta vez acompañado de un inesperado mensajero para las
tropas aliadas. Un jinete galopaba como alma que lleva el diablo en
dirección al embarcadero. Los centinelas alkos que se ocupaban de la
vigilancia dieron la voz de alarma al retén que descansaba a la espera de
llevar a cabo su misión.
—Es un solo jinete y parece un hombre del norte —dijo el centinela a
los hombres que se acercaban sobresaltados a su posición.
El jinete recorrió veloz el tramo que le separaba de los alkos del sexto
clan, mientras agitaba enérgicamente sus brazos. Los alkos armaron sus
arcos y desenvainaron sus espadas.
—¡No disparéis, no disparéis! —gritó atemorizado al ver la actitud
hostil de los alkos—. ¡Soy uno de los vuestros, un hombre de Tenkolmar!
Los alkos parecieron tranquilizarse al oír aquellas palabras, pero
mantuvieron sus arcos prestos para cantar la mortal sonata. El jinete tiró con
fuerza de las riendas de su corcel y éste se detuvo frente a los amenazantes
alkos.
—Me llamo Kantaras —dijo jadeante—. Pertenezco a la compañía de
norteños que nos dirigimos a las Tierras Frías. Vengo a avisaros de un
peligro inminente. Los gronings cabalgan solamente a unas millas de las
orillas del Gorlin.
—¿Qué demonios hacen patrullando tan al sur de sus tierras? ¿Acaso
planean una nueva invasión del este? —preguntó uno de los alkos.
—Sus malditos halcones descubrieron el ataque a los desertores
gronings que acamparon en el río —respondió sin resuello—. Seguramente
uno de esos demonios alados viajaba con ellos.
—Y tras el ataque voló hacia Halthoria para advertir de nuestra
presencia a sus amos —maldijo el alko.
—Es cierto que nos han descubierto, pero esas bestias no pueden hablar
—dijo Kantaras—. Todavía desconocen cuántos sois y hacia dónde os
dirigís. Ignoran si sois un grupo que perseguía a los gronings derrotados en
el este o una tropa rebelde que deambula por estas tierras.
—Tienes razón, Kantaras —dijo el centinela—. ¡Daralen! —ordenó a
uno de los suyos—. Trasmite estas nuevas a Kiril. Dile que aguardamos su
señal para destruir el embarcadero. Debemos darnos prisa si no queremos
que los gronings nos descubran. ¡Cabalga tan rápido como puedas! —y
cumpliendo presto la orden, Daralen montó a su caballo dejando tras de sí
restos de tierra y hierba arrancados por las herraduras del corcel.
—Por suerte no se percataron de nuestra presencia —continuó hablando
Kantaras—. Vimos a lo lejos a la compañía groning dirigirse veloz hacia el
Camino del Oeste, pero no repararon en nosotros. Rezo porque mis
hermanos logren atravesar sanos y salvos las Montañas Blancas y porque
algún día yo también pueda seguir sus pasos hasta las Tierras Frías —
finalizó Kantaras resignado, pues sabía que ahora ya no podría regresar con
sus hermanos de Tenkolmar a su añorada tierra septentrional.
Daralen no tardó en llegar al campamento de Kiril. Desde allí
ejecutaron con una antorcha la señal convenida para incendiar el
embarcadero del Taquakland. Los veinte alkos cumplieron con diligencia la
orden y encendieron numerosas antorchas que habían preparado durante el
día, prendiendo fuego a decenas de montones de ramas secas
estratégicamente distribuidos a lo largo del embarcadero. El enorme muelle
fluvial comenzó a arder devorado pasto de las llamas. Las ramas, resecas
por la ausencia de lluvias durante las últimas lunas, facilitaron la labor de
los alkos. La madera crepitaba estruendosamente mientras se consumía por
el fuego entre estertores de agonía. El humo comenzó a elevarse en densas
volutas hacia el cielo, convirtiéndose en una turbulenta columna de brasas y
cenizas, de llamas y vapores, que emergía majestuosa teñida por los colores
de la devastación.
La estructura de madera crujía y los enormes maderos se resquebrajaban
como hierba marchita cayendo al río envueltos en llamas. El fuego
avanzaba implacable como una incontenible lengua de lava, hasta que su
insaciable voracidad terminó por consumirlo todo. El armazón del
embarcadero se colapsó, derrumbándose como un animal exangüe sobre las
aguas del Gorlin, las cuales arrastraron corriente abajo los humeantes restos
de su descompuesto esqueleto.
Una vez cumplida su misión, los alkos se alejaron de la gran hoguera en
que se había convertido el embarcadero del Taquakland siguiendo el cauce
del Gorlin.
—¿Pero qué están haciendo? ¿Por que cabalgan hacia el sur? —gritaba
desconcertado Daralen.
—Cubren nuestra huida —respondió emocionado Kiril—. Ofrecen su
vida por nosotros, se muestran como señuelo a los gronings para que
podamos culminar nuestra misión.
—¿Jamás volveré a verles? —sollozó Daralen.
—Volverás a encontrarte con ellos, en este mundo o en la morada
celestial, y entonces podrás agradecerles y recompensar su sacrificio —dijo
Kiril—. Ahora ya sólo nos queda rezar por ellos y ofrecer nuestra vida a los
dioses para derrotar al enemigo.
Kiril ordenó levantar el campamento, mientras sus azules ojos se
velaron al contemplar el centelleante refulgir de las llamas que lentamente
se ahogaban en las aguas del Gorlin.
Largo es el camino, fría es el alma del viajero que cabalga bajo la luz
de la luna muerta. La estrella del día con su huidizo fuego la reconforta,
pero rauda la oscura luna corre a su encuentro.
El corazón se enfría y la mente se enturbia, los rayos de la luna al
viajero hacia el mal transportan. Huid de la noche, cabalgad hacia el día,
pues en la hora bruja ni siquiera vuestra diosa con su manto dorado podrá
consolaros.
—¿Qué te ocurre Kiril? —le preguntó Maikel al ver sus ojos invadidos
por el miedo.
—No es nada, solo un mal presagio —contestó Kiril.
—No dejes que las tinieblas de la noche nublen tu razón —dijo
Gródolas—. Debes mantenerte firme y ser la luz que nos guíe. Todos te
seguiremos a través de la cordillera. Cruzaremos junto a ti el Paso Oscuro.
—Comunicaré tus órdenes a los hombres —añadió Maikel—. Cuando
el amanecer llame a las puertas de Tierra Conocida nuestro ejército habrá
hollado el paso y las tinieblas se retirarán acobardadas ante las luces de la
estrella del día —y dando media vuelta se dirigió hacia la larga columna
comandada por Enna y Oerlikon.
Olaf encabezaba lentamente la ascensión una vez había logrado sortear
la garganta y acceder a la pendiente de roca viva. Caminaba a ciegas por el
angosto y empinado sendero y, de cuando en vez, se trastabillaba con
alguna arista que emergía cual afilado cuchillo de la pétrea cordillera. Sus
indicaciones eran transmitidas a lo largo de la hilera que ahora formaban las
tropas aliadas. La marcha era lenta, pues Olaf y Olegar viajaban a pie,
ralentizando el avance de la caballería. En las contadas ocasiones en las que
la luna se dignaba a hacer acto de presencia en el firmamento, Olaf corría
como un zorro persiguiendo a su presa, tratando de aprovechar hasta el
último destello de luz que la hermana de la estrella del día proyectaba sobre
la rocosa senda. Hasta ese momento el camino había sido tortuoso, mas no
peligroso. Sin embargo llegaron a un punto donde la oscuridad era tan
inescrutable que Olaf no tuvo más remedio que detenerse. Habían llegado
aparentemente a un punto sin salida, un pequeño circo de roca maciza en el
que el camino parecía morir.
—Ordena a la columna que se detenga —le dijo a Olegar mientras el
norteño quedó pensativo escrutando confusas formas en la oscuridad. Kiril
y Gródolas no tardaron en llegar caminando a la encrucijada. Olaf
permanecía inmóvil como una estatua frente a una pared sellada.
—¿Qué ocurre, Olaf? —preguntó Kiril.
—Hemos llegado al final del camino. No podemos seguir avanzando —
respondió contrariado el explorador.
—¿No hay forma de franquear la pared? —inquirió Gródolas mientras
se acercaba a la roca que les cerraba el paso, palpando con sus encallecidas
manos la superficie en busca de alguna grieta o pasaje velado a sus ojos.
—El camino se corta en este punto —dijo Olaf—. A menos que
encendamos un fuego que nos ilumine, tendremos que aguardar hasta que
amanezca.
—No encenderemos ningún fuego —sentenció Kiril—. Sería como
enviar una señal a los gronings indicándoles dónde nos encontramos. Y
tampoco esperaremos aquí cruzados de brazos la llegada del amanecer.
Atrapados en este camino seriamos un blanco perfecto para sus arqueros.
Debemos cruzar al otro lado antes de la nueva alborada.
—¿Y cómo lo haremos? —contestó frustrado Olaf—. Es imposible
avanzar en esta maldita oscuridad.
—Aquí… aquí hay algo —dijo nervioso Gródolas—. Un pequeño
pasaje tras la roca. Suficiente para que pase un hombre, aunque no creo que
los caballos sean capaces de lograrlo.
Olaf y Kiril se acercaron al lugar desde donde llegaba la voz de
Gródolas. Al avanzar, Olaf se golpeó con la roca vertical y profirió un
ahogado gruñido. Súbitamente, como vomitado por la montaña, surgió ante
ellos el norteño, y tanto Kiril como Olaf retrocedieron sobresaltados.
—Mis asustadizos amigos, he pasado muchos inviernos bajo la montaña
en las minas del norte y sería capaz de encontrar la más mínima grieta en la
piedra aunque me arrancaran los ojos —dijo burlándose de ambos.
A sus espaldas escucharon las voces de Enna, Maikel y Oerlikon que se
acercaban.
—¿Qué ocurre? —preguntó impaciente Maikel.
—Parecía que el camino se cortaba en este punto, pero Gródolas ha
descubierto una falla en la montaña —respondió Olaf.
—El problema es que es demasiado angosto para que los caballos
puedan pasar por él —añadió Gródolas.
—¿Y si volvemos sobre nuestros pasos? Quizás pudimos haber pasado
por alto una bifurcación del camino —sugirió Enna.
—No podemos arriesgarnos a que el amanecer nos sorprenda
deambulando sin rumbo fijo en busca de una salida —dijo Kiril.
—¿Por qué no agrandamos esa grieta para que nuestros caballos puedan
cruzar a través de ella? —propuso Maikel.
—No disponemos de picas o mazas con que derribar la roca —contestó
Gródolas—. Tardaríamos días en ensanchar el paso con las herramientas
que tenemos.
—Disponemos de la más poderosa de todas ellas —apuntó
enigmáticamente Oerlikon.
—Darbrethil… —musitó Kiril.
—¡Es cierto! —dijo Maikel con gran contento—. Darbrethil destrozará
la roca sin que siquiera su hoja sufra una sola melladura.
—Por aquí —le indicó sin perder tiempo Gródolas a Kiril—. Tras la
gran roca que confundió el avezado olfato de Olaf —y el explorador
refunfuñó al escuchar el comentario de Gródolas.
Kiril siguió a tientas los pasos de Gródolas en la oscuridad, rodeando la
gran roca hasta que al tacto de sus manos descubrió el angosto pasaje.
—Éste es el lugar —confirmó Gródolas—. Espero que Darbrethil y la
mano que la empuña sea tan poderosa como Oerlikon proclama.
—La divina aleación que la constituye romperá en mil pedazos la roca
al igual que quiebra y hiende el acero enemigo —replicó Kiril al tiempo que
desenvainaba ceremoniosamente La Espada de Libertad.
Kiril palpó con sus manos la fría roca, eligiendo el punto exacto en el
que descargar el golpe. Pidió a Gródolas que se alejara unos pasos de allí y,
cuando se aseguró que el norteño había retrocedido lo suficiente, elevó a
Darbrethil por encima de su cabeza y golpeó con todas sus fuerzas sobre la
roca. Un tremendo estallido reverberó en el paso, seguido por el sonido de
cientos de fragmentos de piedra que golpearon el suelo como un apagado
eco de la estocada que Kiril había infringido a la montaña. Gródolas se
acercó a Kiril y, tocando nuevamente con sus manos el paso en la roca,
comprobó atónito que el terrible golpe de Darbrethil había logrado
desprender más de dos pies de la pétrea pared.
—¡Por Olión! —exclamó Gródolas—. Con un solo golpe de tu espada
has conseguido lo que un veterano picador no lograría en cien golpes. ¿Y tu
brazo? Semejante descarga fracturaría todos los huesos del más poderoso de
los guerreros.
—Como te dije, la aleación de Darbrethil es un regalo de nuestra diosa
Nerlinguia, y protegerá a quien haya sido elegido para empuñarla —
contestó orgulloso.
—Otro golpe como ése y los caballos podrán transitar por la senda —
dijo Gródolas retirándose para que Kiril ejecutase otra demoledora
estocada.
El sonido de la piedra quebrantada asustó a los caballos que se
revolvieron inquietos en sus posiciones, hacinados unos junto a otros a lo
largo de la angosta pendiente. Darbrethil había logrado abrir la brecha
necesaria para continuar la penosa marcha y Kiril ordenó a sus hombres
reanudar la escalada.
Nuevamente Olaf y Olegar se pusieron al frente del grupo escrutando
metódicamente cada recodo del camino. Tras recorrer unos quince pasos, el
sendero tornó en una especie de sinuosa escalera de caracol, que tras
describir media docena de anillos, dio paso a un altiplano donde el camino
se abría en una nueva pendiente jalonada de grandes rocas desprendidas de
la montaña. Otra vez la luna asomó traviesa entre las nubes, proyectando
una difusa luz sobre la falda oriental de la Savakien.
—Mira, Olaf —dijo Olegar señalando con su brazo hacia las sombras
de oriente—. La luna refleja su luz en las aguas de un nuevo afluente del
Morkurgul.
—Es el Rafkul, hermano del Gorlin —respondió Olaf contemplando sus
calmadas y plateadas aguas.
—Las llamas del embarcadero se han apagado —dijo Olegar—. Será
difícil que los gronings den con nosotros.
—No menosprecies las habilidades de esos demonios del norte. No he
conocido mejor explorador que sus vigías alados —dijo Olaf—. Esos
halcones parecen estar tocados por algún extraño sortilegio. Sus ojos son
capaces de ver a muchas millas de distancia en la oscuridad.
—Ojalá también nuestros ojos pudieran ver en la oscuridad —se
lamentó Olegar—. Apenas si soy capaz de distinguir las veredas de este
maldito sendero. Temo conducir a nuestras tropas hacia el abismo.
—Deja de hablar y pon todos tus sentidos en la misión que nos ha sido
encomendada —le recriminó Olaf al dicharachero joven quien, cabizbajo,
dejó de hablar y siguió los pasos de Olaf.
Continuaron caminando a ciegas durante algo más de media legua, hasta
que Olaf pareció vislumbrar un ligero cambio de luz entre aquella cegadora
sombra, una suavizada forma que imitaba a un lineal horizonte.
—¡Olegar! ¡Creo que hemos llegado a la cima! —gritó con júbilo Olaf.
Su joven amigo corrió trastabillándose entre las rocas y salientes de la
oculta senda. Cuando llegó a la altura de Olaf, el norteño contemplaba el
occidente de Tierra Conocida.
—Hacia allí es a dónde nos dirigirnos —le dijo a Olegar—. El otrora
luminoso occidente hoy se nos muestra lóbrego, envuelto por las tinieblas
del mal.
Olegar no pronunció palabra alguna y permaneció inmóvil junto a su
amigo, tratando de vislumbrar en la inescrutable noche del oeste las luces
de los burgos que, como reflejos de las estrellas sobre la Tierra Verde,
habían sido durante centurias fieles compañeras de los solitarios peregrinos.
Kiril y Gródolas también alcanzaron la cima y acompañaron durante
unos instantes de reflexión a los dos exploradores. Tras mirar hacia los
cuatro puntos cardinales, Gródolas habló solemne:
—He aquí que la gran cordillera pone a prueba nuestra determinación,
mostrándonos en su cima la encrucijada de nuestros destinos. Huir hacia el
Sur, las cálidas tierras más allá del Desierto Rojo, un mundo de abrasadoras
arenas incendiado por el fuego de mil soles, a salvo por el momento de la
amenaza groning; regresar al Norte, al amado hogar, al gélido frío de sus
inviernos, al inigualable cielo de las auroras boreales y de las noches de luz,
a Tenkolmar, la ciudad de los legendarios guerreros del norte, a la cabaña
donde nacía orillas del Río Osterdal; volver al Este, al maravilloso oriente
bañado por el gran mar, a la tierra de esmugas y luinas, a los campos donde
los norteños vengamos a nuestros antepasados derrotando al enemigo, a
reconstruir el renacido Reino de Esreghaia; o marchar al Oeste, hacia la
oscuridad, al encuentro de los terribles demonios que nos atormentan, en
busca del cruel jinete sin rostro, hacia el más aterrador de los infiernos, pero
la única esperanza de salvación para el mundo de los hombres.
No había acabado Gródolas de pronunciar las últimas palabras de su
reflexión cuando, por última vez aquella noche, la luna volvió a asomarse
entre las nubes, esta vez clara y serena y, proyectando una límpida luz
azulada, se perdió más allá de los lindes de Bosque Salvaje.
—Esta noche temía a la luna traicionera, a su marchita luz que pudiera
confundirnos y ayudar al enemigo a descubrir nuestros planes —dijo Kiril
—. Mas hoy la luna brilla en el firmamento con la luz de nuestra diosa
empujándonos hacia el oeste; quizás hacia un trágico destino, sin embargo
ese es el camino que hemos de seguir. Los dioses siguen velando por
nosotros, guerrero de Tenkolmar —dijo Kiril—, y no nos abandonarán a
nuestra suerte. No permitirán que la maligna oscuridad haga presa en
nosotros, no sin antes presentar batalla.
Las palabras de Kiril alentaron a Gródolas y borraron de su mente los
temores que lo torturaban.
—¡Marcharemos hacia el oeste! —gritó desprendiéndose de una pesada
carga largo tiempo sobrellevada—. Marcharemos al encuentro de Zornik,
aunque ello nos lleve ante el jinete sin rostro.
—¡Adelante entonces! —dijo Kiril—. En Bosque Salvaje nos aguarda
la primera gran prueba de nuestro viaje. ¡No mostremos temor ante el
enemigo! ¡Rumbo al oeste! —y poniéndose en cabeza de sus tropas se
lanzó en un temerario descenso por las empinadas laderas occidentales de la
Savakien.
Klinat y Anders acechaban agazapados tras los árboles que lindaban con
el frondoso helechal donde descubrieron a Enna y Loit la pasada luna. Era
más del mediodía y, según lo planeado, los soldados atraerían a los gronings
hacia su posición después de obligarles a perseguirlos al sureste de
Mugaburgo. Una vez los centinelas diesen la señal, el señuelo los
conduciría al interior del bosque, donde más de sesenta arqueros les
aguardaban para abatirlos.
El objetivo no se hizo esperar y a lo lejos, a menos de media milla de su
posición, Anders divisó al grupo de aliados perseguidos a cierta distancia
por los gronings.
—¡Los he visto! —exclamó—. ¡Mira, Klinat!, al frente, están llegado al
gran helechal.
—¡Yo también los veo! —respondió alborozado Klinat—. He de avisar
a los arqueros.
—¡Vamos, apresúrate! —le ordenó Anders mientras Klinat ya se
descolgaba del árbol y corría en dirección a dónde permanecían apostados
los arqueros. Interrumpió dos veces su carrera para silbar la señal acordada,
no fuera que su impaciencia le llevara a acabar ensartado por flechas
amigas.
En cuanto escucharon la señal, los arqueros tomaron una flecha de sus
carcajes. Los arcos se tensaron prestos a cantar su mortal sonata. Klinat
llegó exhausto a la posición de los arqueros e informó al oficial.
—Veinte, no más de treinta jinetes… —explicó entre jadeos—. Están
muy cerca… —y apenas terminó Klinat de hablar, cuando un creciente eco
de cascos comenzó a elevarse al oeste de su posición.
—¡Vamos, ocúltate tras esos matorrales! —le ordenó uno de los
arqueros—. Y no te asomes si no quieres que ensartemos una flecha en tu
cabeza como si fuera una calabaza —y el arquero sonrió, pero Klinat
prefirió seguir su consejo, pues no quería pararse a comprobar si aquel
hombre le estaba gastando una broma.
El grupo que Gródolas había enviado para tentar a los gronings a modo
de señuelo irrumpió en el helechal cruzándolo velozmente para internarse
en la floresta. Los gronings los seguían de cerca pese a que los aliados
habían apretado el galope de sus caballos sabedores de que se encontraban
muy cerca del lugar fijado para la emboscada. Cruzaron sin detenerse a
galope tendido por el corredor que flanqueaban los arqueros, mientras éstos
tensaban todos los músculos de sus brazos para lanzar con certera precisión
las saetas que acabarían con los gronings. Los perseguidores irrumpieron al
cabo de unos instantes en el bosque, y el estruendoso ruido de los cascos de
sus corceles se fundió súbitamente con el agudo silbido de docenas de
flechas que brotaron desde la espesura para ahogar hasta el último de los
sonidos del bosque. Sólo el atemorizado relincho de los caballos y los
agonizantes estertores de los gronings rompieron la mortal quietud que los
arqueros de la Alianza habían sembrado en la floresta.
—Calmad y recoged a los caballos —ordenó Gródolas surgiendo de
entre los árboles con la estampa de un gran guerrero—. Ocultad los cuerpos
de los muertos en el bosque y despojadlos de sus vestiduras. Enseguida
partiremos hacia Mugaburgo —y contemplando los cuerpos inertes de la
partida groning, se dirigió caminando lentamente hacia el campamento.
H abían transcurrido más de veinte lunas desde que las tropas del
príncipe Ilanit partieron de Saimán. Su anciano padre, el Rey Naveen,
lo había despedido con lágrimas en los ojos, rezando a los dioses del
desierto para que su hijo regresase sano y salvo al palacio real. Aunque a
decir verdad, más que en los dioses confiaba en el fiel Senthilkumar, el
bravo capitán de sus ejércitos, a quien consideraba como un hijo a pesar de
que la sangre de la estirpe real no corriera por sus venas.
El Rey temía no volver a ver a su primogénito, pues conocía el peligro
al que Ilanit debería hacer frente. Muchos inviernos atrás, los bárbaros
gronings trataron de conquistar el reino de Margalath que se extendía más al
sur del Oasis del Oeste, cuando todavía la dinastía Trodmelgin reinaba en
Groningburgo. Eran los tiempos en los que el bisabuelo de Ilanit, Sahid el
Grande, dirigía los designios de su pueblo. En aquella ocasión, el ardiente
sol y la Barrera de Dunas lograron frenar la embestida de las legiones
gronings, pero el hoy extinto reino de Margalath tuvo que pagar un terrible
precio en forma de vidas para preservar su libertad, que en las décadas
venideras lo condujeron a su ocaso y definitiva desaparición. Pero ahora el
príncipe Ilanit lucharía más allá de las doradas y bermejas arenas del
Desierto Rojo, en una tierra hostil donde un velo gris amortajaba el cielo
cubriendo de una siniestra penumbra las regiones centrales de Tierra
Conocida. Zornik se aprestaba a consumar el golpe definitivo al mundo de
los hombres y, en esa funesta hora, su bien amado hijo Ilanit acudía en
socorro de un rey sin reino, en ayuda del Rey Nerlingo.
La salud del anciano Rey Naveen comenzaba a resquebrajarse como el
hielo bajo el sol del equinoccio. Con gran pesar para el príncipe Ilanit,
partió de Saimán para cumplir la promesa que hizo en Rangalpur al bueno
del capitán Falk. Se prometió que regresaría al reino de Saralamath antes de
que finalizase el invierno y así poder compartir, en la primavera del nuevo
mundo, el final del otoño en la vida de su padre.
Encomendó el cuidado de su anciano padre a su hermano Iltaniel, un
impulsivo joven de diecisiete años, a quien su sed de aventuras le hubiera
llevado a acompañar a Ilanit hasta el fin del mundo. El joven Iltaniel acató a
regañadientes las órdenes de su hermano mayor, accediendo a cuidar en
ausencia de Ilanit, de su padre y del reino de Saralamath.
Finalmente, una hueste de más de dos mil quinientos soldados partieron
hacia Jactinia a las órdenes del príncipe Ilanit. Su primer objetivo sería
Maraburgo, el cual, aunque más alejado de su territorio, se encontraba a
medio camino entre las capitales nerlingas y skelingas, una isla solitaria en
las grandiosas praderas de Jactinia. De esta manera, previendo que el
ejército de Kiril irrumpiría por el este desde Mugaburgo hacia territorio
skelingo, el ataque aliado formaría una cuña que penetraría imparable en el
corazón de Jactinia.
El ejército de Saralamath siempre se había distinguido por su temible
caballería; cientos de cuadrigas convertían a su infantería a caballo en una
mortal y devastadora horda. Serían el complemento perfecto para las
compañías de arqueros e infantería de a pie que componían el grueso de las
tropas de Kiril.
Avanzaron a ritmo lento pero constante a través del Desierto Rojo hasta
alcanzar la Barrera de Dunas. Jinetes y bestias debían llegar frescos a la
batalla y ambos recibían los mismos cuidados y atenciones. La canícula
reinaba durante el día, pero durante la madrugada, un frío helador que
parecía traído del mismísimo Mar de los Vientos, vagaba azotando sin
piedad las infinitas arenas del desierto.
Todas las noches antes de acostarse, el príncipe Ilanit gustaba de
sentarse fuera de su tienda a contemplar las luces del firmamento; decenas
de miles de estrellas que, con su titilante fulgor, adornaban la inmaculada
noche del desierto. No había nube, bruma o neblina que se atreviese a
profanar la infinita cúpula del cosmos que Ilanit observaba extasiado
durante largas horas.
Cuando el príncipe Ilanit y Senthilkumar hollaron la Barrera de Dunas,
algo muy dentro de sus corazones se estremeció. Quizá fuera porque por
primera vez tomaban conciencia de la misión en la que se habían
embarcado o quizá por su amor incondicional y apego a aquellas áridas y
ardientes tierras bañadas de arena. Mas fuera lo que fuese, sintieron que
desempeñarían un crucial papel en la tragedia en la que se había convertido
el devenir del fututo cercano al que se enfrentaba Tierra Conocida.
Contemplaron por última vez desde lo más alto de las cambiantes
atalayas que formaban la Barrera de Dunas, las eviternas arenas abrasadas
por los rayos del sol sureño, un infinito campo de ascuas bermejas. Las
arenas en las que habían nacido y vivido, las arenas de vida y de muerte, las
arenas del rojo sin fin. Después miraron al frente y un universo de tonos
verdes y ocres se abrió ante sus ojos, un mundo al que ellos no pertenecían,
pero al que acudían prestos ante su desesperada llamada de auxilio. Y a lo
lejos, tan lejos como ellos se sentían ahora de su hogar, los negros vapores
fruto del maligno hechizo de la lamia Urkha les daban la bienvenida a la
oscuridad con la que el rey brujo pretendía cubrir hasta el último confín de
Tierra Conocida. Ilanit espoleó a su caballo y Senthilkumar arengó a sus
hombres, y así fue como el ejército de Saralamath, a pesar de las dudas y la
congoja que embargaba a sus capitanes, se despidió de sus amadas tierras
para adentrarse en los dominios del diabólico Zornik.
Los ecos de la reconquista de Mugaburgo a manos de un ejército
rebelde llegado desde el este y comandado por Therliangator, el gran
guerrero que había derrotado a las legiones gronings en las regiones
orientales, se había extendido como un reguero de pólvora por toda Jactinia.
Los soldados gronings que lograron huir durante la batalla cabalgaron sin
descanso noche y día hasta alcanzar Bortiburgo. Allí informaron de lo
sucedido a Lunden, capitán y Senescal del burgo, quien recibió
conmocionado la noticia. Como si repentinamente hubiera contraído una
mortal enfermedad, su rostro se tornó macilento al tiempo que un sudor frío
recorría su espalda. Inmediatamente envió un mensajero a Lothikaton,
quien entregaría como pájaro de mal agüero las nefastas nuevas al Mariscal
Burkelen. En menos de tres lunas Zornik conocería el avance del Rey
Nerlingo a través de los territorios ocupados.
Tras festejar brevemente la victoria lograda en la ciudad fronteriza, a la
mañana siguiente Kiril, Enna, Maikel y los demás capitanes departieron
animados junto a Lonar, quien les informó de la pequeña red de
colaboradores que había tejido entre los burgos vecinos. En Skeldonburgo
disponía de un grupo de comerciantes con los que compartía información
sobre las tropas gronings y otros grupos subversivos que se oponían al
invasor, mientras que en Skiroburgo y Skoroburgo varios pastores y
ganaderos apoyaban al núcleo rebelde que se concentraba en Skeldonburgo.
También disponía de fieles contactos en Maraburgo, no tanto así en
Igoroburgo y Ballinburgo, desde donde muy de vez en cuando recibía
alguna nueva. Aquellos burgos situados al oeste de Jactinia, casi en el linde
con las regiones occidentales, no habían sufrido los padecimientos de la
invasión groning, pues únicamente habían visto sustituida la autoridad que
los regía durante una forzada pero pacífica transición. Fue por ello que la
población optó por someterse a los gronings y continuar con sus vidas como
si nada hubiera sucedido. Kiril interrogó a Lonar acerca de Bortiburgo, pero
éste le respondió que no disponía en él de ningún contacto. Tras los burgos
nerlingos, Bortiburgo fue la ciudad más castigada por la ocupación groning.
Lonar le relató el hostigamiento que sufrieron las tropas gronings por un
grupo de rebeldes que se ocultaba en Bosque Verde. Sin embargo, tras unos
meses de escaramuzas, los rebeldes huyeron o cayeron abatidos por las
espadas gronings. Como escarmiento a cualquiera que osase volver a
levantarse contra los gronings, llegaron a oídos de Lonar noticias sobre el
envío de doscientos bortigos al Valle de los Elothas, condenados a trabajar
como esclavos en las minas de oro hasta el día en que la muerte acudiese a
su encuentro. Kiril y Maikel pensaron preocupados en la suerte que habrían
podido correr Perlivarce y su esposa Milla, quien además se encontraba en
estado de buena esperanza. Rezaron a Nerlinguia porque ambos no
formasen parte de los doscientos deportados al Valle de los Elothas.
Las primeras luces del alba llegaron con inusitada claridad desde el este.
El extremo meridional de la Cordillera Iugur-András apenas si llegaba a
interponerse entre los emergentes rayos del lejano sol oriental,
acariciándolos lánguidamente con sus puntiagudas estribaciones. La
amalgama de destellos rosáceos y bermejos que se dibujaban en el cielo,
peinaban las tostadas puntas de la hierba que cubría la campiña, debilitadas
y maltratadas por el impenitente sol del solsticio de verano. Esos débiles
fulgores se reflejaban sobre las bigas, trigas y cuadrigas que encaraban el
camino hacia Maraburgo, haciendo presagiar un violento amanecer bañado
en sangre.
El príncipe Ilanit encabezaba el ejército de Saralamath montado en su
imponente cuadriga, flanqueado por las no menos soberbias cuadrigas de
Senthilkumar y Radhanam. Los carros de guerra horadaban con sus ruedas
el camino, rasgándolo en grandes rodadas. El formidable ejército de
Saralamath avanzaba imparable hacia Maraburgo como la estrella del día en
busca del anhelado amanecer.
A lo lejos divisaron el burgo lupeno aparentemente sumido en la misma
plácida quietud con la que los exploradores lo habían oteado la pasada luna.
Sin embargo, y sin que los soldados del príncipe Ilanit pudieran aún
descubrirlos, decenas de ojos vigilantes contemplaban aterrados desde la
distancia el avance del poderoso ejército sureño.
—Hoy pereceremos hasta el último de los lupenos —dijo uno de los
centinelas que se apostaban camuflados por la maleza en los alrededores del
burgo—. Mas vuestra sangre será derramada en estas tierras, y tan terrible
será la batalla, que a pesar de vuestra victoria el terror a nuestro pueblo os
hará regresar para siempre a vuestros malditos cubículos en lo más
profundo del yermo desierto —sentenció el lupeno la suerte de los soldados
de Saralamath.
El centinela dio la voz de alarma y los habitantes de Maraburgo se
movilizaron preparándose para la batalla. Y es que los lupenos habían
decidido, tras unánime acuerdo, luchar hasta que el último de los habitantes
de Maraburgo cayese abatido en el campo de batalla. Nunca más serían
sometidos por otro pueblo y, en solemne juramento colectivo, prometieron
morir antes que claudicar. Con la retirada de los gronings, los dioses les
habían dado la oportunidad de volver a ser libres y ninguno de los lupenos
estaba dispuesto a desaprovechar aquella ocasión.
La quietud se esfumó del burgo como niebla empujada por los rayos del
sol. Los hombres de Ilanit observaron cómo Maraburgo se movilizaba
repentinamente, revolviéndose contra el ejército invasor que se aproximaba.
—Radhanam —llamó Ilanit a su capitán—. Adelántate a nosotros y
entrega el mensaje a los prohombres del burgo. Cuídate, pues su
recibimiento será hostil. Nuestro ejército marchará a media milla de tu
cuadriga. Confío en que de esa manera entiendan que solamente buscamos
parlamentar con ellos.
—A sus órdenes, mi señor —respondió Radhanam, quien
inconscientemente se llevó la mano a uno de los bolsillos de su camisola
para comprobar que portaba el mensaje que el príncipe Ilanit le había
entregado antes de levantar el campamento.
La cuadriga del capitán Radhanam se adelantó a la vanguardia de las
huestes sureñas mientras desplegaba una gran bandera blanca visible a los
ojos de todo aquel que quisiera contemplarla.
—Suerte, amigo mío, y que los dioses del desierto te protejan —musitó
en voz baja Senthilkumar, quien en su interior albergaba un funesto
presentimiento.
Cuando Radhanam se encontraba aproximadamente a media milla del
grueso del ejército, el príncipe Ilanit ordenó a sus tropas reemprender la
marcha. A medida que se acercaban a Maraburgo, los cuatro exploradores
revivieron la emboscada de la todavía cercana madrugada. Radhanam
divisaba ya claramente el burgo y comenzó a ascender por la suave loma
que hacia las veces de mirador. Rápidamente constató que aquel había sido
el lugar elegido por los lupenos para emboscar a sus hombres, al contemplar
los cuerpos inertes de los exploradores sobre la hierba humedecida por el
rocío temprano e intuyó que los lupenos no tardarían en aparecerse frente a
él.
Radhanam no se equivocó y, nada más hollar la pendiente, un reducido
comité de bienvenida apareció súbitamente surgido de la nada. Diez
arqueros lo apuntaban con sus flechas dispuestos a hacer cantar sus arcos en
cuanto el hombre que los comandaba diese la señal.
—¿Por qué os escudáis a la luz del día bajo el blanco estandarte de la
paz, cuando amparados por la oscuridad de la noche os arrastráis como ratas
asesinas? ¿Es ésa la paz que venís a ofrecernos? —preguntó amenazante el
cabecilla del grupo—. Pues sabed que esta es la respuesta del pueblo lupeno
a vuestro ofrecimiento —y escupió teatralmente a los pies de los caballos
que tiraban de la cuadriga.
—Mi nombre es Radhanam —se presentó el hombre del desierto
obviando la hostil acogida—, y porto un mensaje de su excelencia el
príncipe Ilanit, un mensaje de paz, un mensaje de libertad. Y esta bandera
será el símbolo de la alianza de nuestros pueblos. ¿Cuál es tu nombre, bravo
lupeno?
—Me llamo Markeliot —contestó sin deponer su actitud hostil—. Mas
cuál es mi nombre carece ahora de importancia. En nombre de los
habitantes de Maraburgo y del resto de hermanos lupenos, te conmino, rata
del desierto, a que regreses con tu ejército al hediondo erial del que
procedes, pues de otro modo probaréis en vuestras carnes nuestro acero. Es
probable que tras la batalla no quede un solo lupeno con vida, mas vuestras
bajas serán también numerosas, vuestra sangre barbara regará nuestros
campos y lamentaréis por siempre haberos internado en un territorio que no
os pertenece.
—¡No es la guerra lo que nosotros deseamos! —gritó con voz potente
Radhanam—. Es una promesa para ayudaros a escapar del yugo groning la
que nos ha traído hasta aquí. La promesa que su excelencia, el príncipe
Ilanit, hizo al capitán Falk.
—No conozco a ningún capitán Falk y mucho menos a tu príncipe —le
interrumpió Markeliot—. Pero sí conozco la traición, la codicia y la sed de
poder que muestran ahora tus ojos. Comerciasteis con los gronings, nos
tratasteis como vil mercancía, pero ahora que hemos logrado recuperar
nuestra libertad no os la entregaremos en bandeja de plata. ¡Defenderemos
nuestra tierra y nuestro hogar!
—Estáis equivocado —insistió Radhanam—. No venimos a invadiros,
mucho menos queremos ser vuestros señores. ¡Venimos en son de paz!
Acudimos en vuestro socorro para liberaros de la tiranía groning. El
mensaje que porto conmigo lo demuestra.
En ese momento, Radhanam se llevó la mano a la camisola. Uno de los
nerviosos arqueros creyó que el capitán sureño buscaba una daga entre su
ropa y, poseído por la tensión y el miedo, hizo cantar su arco. Una flecha
voló veloz hacia Radhanam, clavándose certeramente en su estómago. El
jinete de la cuadriga y los dos arqueros que flanqueaban a Radhanam se
revolvieron y armaron sus brazos al contemplar a su capitán malherido. Los
arqueros lupenos no pudieron mantener por más tiempo la templanza y
descargaron la furia de sus arcos contra los hombres de la cuadriga. Los
sureños fueron abatidos bajo una lluvia de flechas y Markeliot ordenó la
retirada de sus hombres. Los corceles que tiraban de la cuadriga patalearon
y piafaron alborotados, y regresaron galopando en estampida hacia las
posiciones que ocupaba el ejército sureño, arrastrando los cuerpos sin vida
de Radhanam y sus hombres.
El príncipe Ilanit contempló con honda tristeza morir a Radhanam y su
séquito ensartados por las flechas lupenas. Senthilkumar, cabizbajo,
murmuró:
—Hoy lágrimas de arena brotarán de nuestros ojos.
Sin solución de continuidad, Ilanit dio a sus hombres la orden que jamás
habría pensado decretar cuando abandonó lunas atrás su hogar en Saimán:
cargar contra los lupenos. Las bigas y trigas sobrepasaron inmediatamente
la posición del príncipe y sus capitanes, lanzándose loma abajo en dirección
a Maraburgo. El atronador estruendo de cientos de carros de guerra tirados
por briosos corceles estremeció el corazón de los lupenos quienes, a pesar
de no haber visto jamás la cólera del mar, imaginaban así el rugir del
océano contra los altos acantilados protectores de las tierras costeras.
Los carros de guerra del ejército de Saralamath irrumpieron como un
gigantesco alud de nieve en Maraburgo. Una primera e intensa lluvia de
flechas lupenas logró abatir a un buen número de soldados del sur, mas sin
apenas tiempo para realizar una segunda descarga, los lupenos se
encontraron frente a frente con la desbocada carga de las bigas y trigas. La
embestida de las tropas de Saralamath fue devastadora, abriéndose paso
entre las defensas lupenas como un cuchillo en un trozo de mantequilla.
Decenas de lupenos cayeron abatidos por flechas y lanzas, o aplastados bajo
las ruedas de los carros de guerra y las patas de los caballos. Tras ese primer
ataque, el príncipe Ilanit ordenó a sus tropas retirarse y regresar a sus
posiciones iniciales.
—Confío en que ahora decidan parlamentar —dijo apesadumbrado el
príncipe.
—No estaría tan seguro de ello —respondió Senthilkumar—. Esos
hombres han decidido morir por defender sus tierras y solo un milagro
lograría hacerles cambiar de opinión.
—¿Pero no se dan cuenta que si siguen decididos a hacernos frente
hasta el último de sus hombres morirá? —preguntó desesperado Ilanit, mas
no encontró respuesta en Senthilkumar.
El ejército de Saralamath formó en una posición más adelantada, unos
doscientos pasos loma abajo de dónde Radhanam había sido abatido. El
príncipe Ilanit se adelantó a la vanguardia de su ejército para ofrecer una
tregua a los lupenos.
—¡Amigos lupenos! —gritó con toda la fuerza que le permitía el aire
que brotaba de sus pulmones—. ¡Detened esta locura! Hemos recorrido un
largo y fatigoso camino a través del desierto para acudir en vuestra ayuda.
¡No queremos invadiros! Al igual que vosotros, ¡nosotros también
luchamos contra los gronings! Deponed vuestra actitud y parlamentemos
como aliados. ¿Qué respondéis?
Un silencio sepulcral se apoderó del valle mientras los últimos ecos del
mensaje de Ilanit reverberaban entre las lomas y los árboles, perdiéndose
como palabras baldías más allá de los límites de Maraburgo. Sin embargo,
un agudo y sibilante sonido rasgó el efímero silencio que había separado
por unos instantes a ambas fuerzas contendientes. Una flecha dirigida
contra el corazón del príncipe Ilanit fue la respuesta lupena. Uno de los dos
soldados que flanqueaban al príncipe en la cuadriga, reaccionó veloz
interponiendo su escudo entre la flecha y el príncipe. La tristeza inundó
entonces los corazones de Ilanit y Senthilkumar, quienes tras cruzar sendas
miradas apesadumbradas, se aprestaron a ordenar el ataque definitivo sobre
Maraburgo.
Pero fue en aquel instante cuando aconteció el milagro demandado por
el capitán Senthilkumar. Cuando los jinetes de las bigas y migas del ejército
de Saralamath tiraban con firmeza de las riendas de sus corceles, cuando los
bravos lupenos se aprestaban para la última y desesperada defensa tensando
las cuerdas de sus arcos y clavando sus rodillas en la embarrada y pisoteada
hierba para formar un muro de alabardas frente a la caballería sureña, fue
entonces cuando un poderoso y estremecedor aullido detuvo el tiempo
anunciando el providencial advenimiento de un ángel salvador, aquél quien
irrumpiera con sus huestes en las riveras del Taquakland para decantar la
batalla a favor de los ejércitos de la Alianza, el mismo que ahora acudía a
Maraburgo enarbolando la bandera de la paz, el blanco ángel del norte, el
gran Gródolas, el guerrero de Tenkolmar.
La llamada del cuerno de Gródolas paralizó a las huestes de sureños y
lupenos que, desconcertados, se volvieron hacia el este para contemplar
cómo las tempranas luces de la estrella del día recortaban la silueta de un
centenar de jinetes enviados por los dioses para detener aquella contienda
fratricida. Gródolas hizo sonar por segunda vez su cuerno, una regia sonata
que apaciguó la ira entre ambos ejércitos. Cuando los ecos del cuerno de
llamada se apagaron, Gródolas, flanqueado por Lonar y Sventegard, y
seguido de cerca por la columna de los cien jinetes norteños, se encaminó
con un lento y pausado trote hacia el terreno que separaba a las vanguardias
de ambas huestes.
Los habitantes de Maraburgo y los hombres de Saralamath
contemplaban sorprendidos a los jinetes llegados del este. La sorpresa fue
mayor entre los lupenos, pues cuando Gródolas y los suyos se encontraban
a menos de cincuenta pasos de ambas vanguardias, Markeliot reconoció a
aquellos dos jinetes que flanqueaban al desconocido guerrero que
capitaneaba aquella tropa.
—¡Sventegard!, ¡Lonar!… ¿sois vosotros? —exclamó estupefacto.
—¡Lo somos! —respondió con una amplia sonrisa Sventegard, la cual
no tardó en tornarse en una mueca de dolor al contemplar los numerosos
cadáveres desperdigados que cubrían la pradera sur de Maraburgo.
—Hemos llegado tarde —se lamentó Lonar.
—Pero a tiempo para evitar el desastre —apostilló Gródolas—. La
traición de los gronings ha estado a punto de acabar con tu pueblo.
Rápidamente Lonar y Sventegard recuperaron la cordura y, con grandes
aspavientos, comenzaron a gesticular gritando a los soldados de ambos
ejércitos.
—¡Detened esta locura! ¡Los hombres del sur han venido en nuestro
socorro! ¡Los gronings os han mentido! —gritaban hacia los lupenos—.
¡Detened vuestro ataque! ¡Los lupenos han sido traicionados! ¡Solamente
defendían sus tierras frente al ejército invasor! —se dirigían ahora a los
hombres de Saralamath.
—Gracias, dioses del sol y de las arenas —dijo el príncipe Ilanit
mirando hacia el cielo—. Gracias por detener esta matanza.
—¡Escuchadme todos! —alzó ahora Gródolas su grave voz por encima
de aquel clamor de almas desconcertadas—. Mi nombre es Gródolas,
guerrero del norte, hijo de la tierra de Tenkolmar, y hablo en nombre de
Therliangator, el Rey Nerlingo, quien me envía para detener esta contienda
entre hermanos, fruto de un perverso ardid pergeñado por los hombres de
Zornik. Los ejércitos del sur han acudido a la llamada del Rey Nerlingo,
han sido convocados a la gran Alianza que formarán el este, el norte y el
sur, para acabar con la tiranía groning —y todos los hombres escuchaban
con respetuoso silencio las palabras de aquel guerrero que parecía salido de
una de las leyendas de los Días Antiguos—. Pues amigos, la reconquista de
Jactinia ha comenzado. Mugaburgo ha sido liberada y un millar de hombres
al mando de Therliangator avanzan hacia los burgos skelingos y lupenos.
Aquí, en Maraburgo, se fundirán los ejércitos aliados, nerlingos y esmugas,
luinas y skelingos, sureños y norteños, y por supuesto vosotros, hermanos
lupenos. Juntos reconquistaremos toda Jactinia y será entonces cuando
emprendamos el último viaje de nuestra misión, el viaje que nos lleve a las
puertas de Groningburgo, donde acabaremos con el reinado de Zornik. Y
ahora, ¡enfundad vuestras espadas! ¡Guardad vuestras lanzas y flechas!
¡Enterrad y honrad a los caídos en este sinsentido! —ordenó Gródolas
mientras un murmullo de admiración y asentimiento se elevaba en todo el
valle de Maraburgo.
Y así fue como el guerrero de Tenkolmar logró hermanar a sureños y
lupenos. Los hombres depusieron las armas y, tristes y abatidos,
comenzaron a retirar los cadáveres de amigos y enemigos. Lentamente,
hombres del sur y habitantes de Maraburgo comenzaron a entremezclarse,
se acercaron y saludaron, envueltos por una sombría congoja que les
acompañaría durante las próximas lunas, hasta que contemplaran la llegada
de Kiril marchando al frente del ejército de la Alianza, incrementado en
número por los hermanos skelingos que habían decidido unirse a sus filas.
Como Senthilkumar había presagiado, un río de lágrimas se derramó
durante la fatídica jornada, y aquella batalla fue recordada por siempre con
el nombre de la Batalla de las Lágrimas de Arena.
Mas el tiempo era ahora escaso y Gródolas debía organizar presto la
defensa de Maraburgo ante el inminente ataque groning, pues el plan de
Karthan había sido aprobado por el mismísimo Mariscal Burkelen. Pero
esta vez los aliados harían pagar a los gronings con su misma moneda: la
traición y el engaño.
CONSPIRANDO EN LA OSCURIDAD
Las órdenes que habían dado los gemelos alkos se cumplieron con
presteza y, antes de que el sol del mediodía acariciase sus rostros, seis
guerreros de Tenkolmar se presentaron ante Oyvind e Ingvar. Junto a ellos
acudieron Simas y Aimon, acompañados por los cariacontecidos Perlivarce
y Torilo. Fue el padre de Maikel el primero en hablar.
—No bien acabas de regresar y ya nuevamente partes lejos de aquí —
dijo mirando fijamente a Ingvar, quien se sintió culpable por alejarse del
viejo alko.
—Esos hombres que hoy han recuperado la libertad te necesitan —
respondió Ingvar mirando hacia los elothas.
—Quizá sea así, amigo mío, pero este viejo también necesita la
compañía de los suyos, y ambos hacéis que sienta más cerca a mi hijo
Maikel —respondió Torilo.
—Maikel jamás te ha olvidado —habló ahora Oyvind—, y presiento
que antes de lo que puedas imaginar volverás a reencontrarte con él. Mi
corazón me dice que Kiril y Maikel avanzan con paso firme hacia Jactinia.
—Venid aquí y abrazadme, maldito par de locos —y con lágrimas en los
ojos el bonachón de Torilo se abrazó con fuerza a los dos gemelos alkos.
—Veo que mi consejo sobre ser el cocinero del Senescal no cayó en
saco roto. Esta barriga apenas si deja que nos acerquemos a ti —bromeó
Ingvar y las lágrimas de Torilo se tomaron en una sonora carcajada.
Cuando Torilo finalizó su abrazo de oso sobre Oyvind e Ingvar,
Perlivarce tomó la palabra.
—Locos hermanos, como bien ha dicho Torilo. Prometedme una única
cosa: que regresaréis con vida de Groningburgo y que volveremos a cenar
en mi casa de Bortiburgo, todos juntos, Milia y Oyvar, mi hijo que en su
nombre lleva grabado lo mejor del relámpago y del trueno.
—Te prometo que Ingvar y yo regresaremos de Groningburgo —dijo
Oyvind—, para degustar un exquisito faisán junto a la lumbre de tu hogar,
querido tarluk —y diciendo esto se acercó a Perlivarce y lo abrazó con
fuerza, al igual que instantes después hizo Ingvar.
—Bueno, bueno —dijo Aimon—, ya basta de besos y abrazos, de
lágrimas y sollozos. ¿Es que acaso nos hemos convertido en un grupo de
plañideras?
Todos sonrieron ante la ocurrencia del celko.
—Ingvar —habló ahora Simas—. Regreses o no con vida de tu misión,
tu nombre será por siempre recordado en las Tierras Frías. Tenkolmar
también es tu hogar. Estos seis hombres que te acompañarán a ti y a tu
hermano son testigos de esta promesa, pues morirán si es necesario por
vosotros.
—Gracias, Simas —respondió Ingvar—. Si vuelves a ver a Gródolas
antes que yo, dile que cada nuevo día rezo para que encuentre la paz
perdida, para que esta funesta guerra termine y pueda regresar a las Tierras
Frías, para vivir en paz hasta el fin de sus días.
—Te prometo que así se lo haré saber —contestó emocionado Simas.
—Los Quince de Klimerik también rezarán por vosotros a Nerlinguia
—dijo Aimon—. Regresad pronto, amigos, pues ansío luchar junto a
vosotros en la última batalla, la que decidirá el destino de Tierra Conocida.
—Allí nos encontraremos —respondieron al unísono los gemelos alkos.
—Bueno, ¿pero es que acaso no pensáis abrazarnos a Simas y a mí? ¿Es
que únicamente Torilo y Perlivarce son merecedores de vuestro afecto?
—¡Ja, ja, ja! —rieron Oyvind e Ingvar—. Después de escuchar tu
alegato sobre las plañideras pensábamos que ofenderíamos tu orgullo de
gran guerrero celko si osásemos demostrar la más mínima muestra de afecto
hacia ti.
Simas, Aimon, Oyvind e Ingvar se abrazaron y estrecharon sus manos
mientras Torilo y Perlivarce les contemplaban envueltos por una extraña
sensación de alegría y tristeza.
—Es hora de partir —dijo Ingvar.
Uno de los seis guerreros de Tenkolmar acercó a los gemelos alkos las
bridas de los caballos que les llevarían a Groningburgo. Ambos se subieron
con pasmosa agilidad a lomos de sus monturas y, con voz clara y potente,
gritaron para que todos pudieran oírles:
—¡Hasta pronto, amigos! ¡Que Nerlinguia y los dioses os acompañen!
¡Volveremos a encontrarnos a las puertas del palacio de Zornik!
—¡Que los dioses os acompañen! —fue el clamor que brotó de las
voces de los elothas y todos los allí acampados, mientras contemplaron la
partida al galope de aquellos ocho hombres que se encaminaban hacia una
muerte segura.
Cuando el grupo se alejaba ya del campamento, Oyvind tiró
repentinamente con fuerza de las riendas de su caballo hasta lograr
detenerlo. Lo espoleó nuevamente, pero esta vez en dirección hacia el
campamento. Todos observaban con curiosidad al joven alko dirigirse hacia
una apartada carreta, hacia el lecho diurno del Guardián de Piedra.
Sin descender de su corcel, acarició con su mano el pétreo rostro de
Narno y, acercando su cabeza a la del Guardián, musitó unas palabras en
voz baja que nadie más alcanzó a escuchar:
—Perdóname. Perdóname por abandonarte, mi buen Narno —y Oyvind
guardó unos instantes de silencio—. Perdóname y prométeme que velarás
por Los Quince de Klimerik, porque Aimon y los suyos sigan con vida. No
intentes seguir el camino del Peregrino, pues como tú una vez dijiste “no es
camino seguro al caer la noche”. Porque esta vez, mi buen Narno, no habrá
campana que pueda mantener alejados a los demonios que acechan. Rezo a
mi diosa porque la luz de la vida ilumine tu eterna noche. No permitas que
la tristeza vuelva a tu corazón. Nunca te abandonaré, mi partida no es más
que un hasta pronto. Te entrego la eukhiloe que me regalaste en el Paso del
Nevado. Consérvala hasta que volvamos a encontrarnos. Que ella sea la luz
que te alumbre en tu nocturno caminar y vele tus sueños al calor del sol.
Adiós, Narno, hasta pronto. Que el destino nos sea propicio y volvamos a
encontrarnos para luchar en la última batalla contra la oscuridad —y
Oyvind acarició el cabello petrificado del Guardián, y sintió cómo una leve
conmoción recorría la pétrea superficie de la estatua.
El alko espoleó a su caballo y el viento se llevó las lágrimas que
resbalaban por sus mejillas. Rápidamente se unió al grupo de Ingvar y los
norteños, y juntos cabalgaron hacia el este, hacia el corazón del territorio
groning, para cumplir la primera de sus misiones en los dominios de
Zornik: interceptar la caravana del oro.
LA CARAVANA DEL ORO
H abían transcurrido dos lunas desde que Oyvind, Ingvar y los seis
norteños partiesen rumbo a Groningburgo. Decidieron cabalgar en
dirección sureste, trazando una diagonal desde Eloburgo hasta la capital
groning, evitando en todo momento internarse en el Valle del Rauron, pues
como Simas les había advertido, se trataba de un lugar en el que las
legiones gronings solían acampar o concentrarse en espera de las órdenes de
su rey. Y a fe que los consejos del líder de Tenkolmar fueron acertados,
pues hasta ese momento no habían vislumbrado tropas enemigas por los
alrededores ni encontrado atisbo alguno de que aquellas tierras estuviesen
pobladas.
Al tercer día divisaron la caravana del oro.
Tras sortear una hermosa comunidad de tilos, los prodigiosos ojos
élficos de Oyvind descubrieron a lo lejos una imperceptible nube de polvo.
Con un enérgico ademán hizo detenerse a sus compañeros y, colocando la
palma de su mano por encima de sus traslúcidos ojos azules para evitar el
reflejo del sol, escrutó con gesto contrariado el horizonte.
—Aquí llegan esos miserables —dijo Oyvind—. Vienen a por el oro
obtenido con el sudor y la sangre de los desdichados elothas. Pero esta vez
no encontrarán lo que ellos esperan.
—¿Es la caravana del oro? —preguntó Ingvar.
—Sí —respondió lacónicamente Oyvind mientras continuaba
escudriñando las lejanas praderas.
—¿Cuántos son? —preguntó Gregas, el más veterano de los norteños
que les acompañaban.
—Diez jinetes además de otros tres soldados que viajan montados en la
carreta —contestó Oyvind.
—Trece gronings… nos superan en número —se lamentó Lartas, otro
de los norteños.
—Nosotros les superamos en valor, destreza e inteligencia —respondió
Ingvar—. Además la sorpresa está de nuestro lado; confío en que nuestras
plegarias a Nerlinguia hayan sido escuchadas y los gronings aún no nos
crean capaces de asestar un golpe en su territorio.
—No deberías estar tan seguro de ello, hermano —puntualizó Oyvind
—. Bien pudiera ser que su falta de precauciones sea debida a que Kiril y
Maikel no hayan logrado contener la invasión groning en el este —y un
desalentador silencio se apoderó por unos instantes del grupo.
Fue Gregas, el veterano norteño, nacido en una lejana aldea en las
riberas del Río Osterdal, quién se decidió a romper aquel triste silencio.
—Deberíamos retroceder e internarnos en el pequeño bosque para
emboscarlos por sorpresa —propuso Gregas.
Oyvind e Ingvar se giraron sobre sus monturas tratando de localizar la
posición más propicia para sorprender a los gronings y neutralizar así su
superioridad numérica. Tras inspeccionar rápidamente el terreno, ambos se
miraron y asintieron con la mirada.
—De acuerdo —dijo Ingvar—. Nos ocultaremos en el bosque. ¡Rápido,
no hay tiempo que perder! —ordenó el hijo del trueno y, sin demora, los
ocho jinetes cabalgaron al galope hacia la frondosa floresta.
El sol se elevaba cada mañana más perezoso en el este a medida que los
días se adentraban en el equinoccio. Esa mañana amaneció bajo un cielo
plomizo, opresivo, infectado por los hediondos vapores que manaban del
palacio de Zornik y que veloces volaban hacia Jactinia, con el único
objetivo de ensombrecer la esperanza de las gentes que en ella habitaban,
además de dar la bienvenida al averno a la vanguardia de las tropas
encabezadas por aquel a quien los gronings ya conocían como
Therliangator, el mortal que volvió de entre los muertos. Las noticias de los
escasos supervivientes de la campana del este que lograron huir de la
Batalla del Taquakland, hablaban de un temible guerrero que, habiendo
caído abatido a orillas del gran río, fue capaz de regresar de entre los
muertos para conducir a sus tropas a la victoria final en aquella batalla. Los
rumores de que aquel guerrero protegido por los dioses avanzaba ahora
hacia las regiones centrales para reconquistar los territorios ocupados, había
sembrado la inquietud entre los más débiles de espíritu de las legiones
gronings. Pero gracias a las brunas neblinas que seguían brotando desde el
palacio del rey brujo habían recobrado la templanza, pues veían renacer el
poder de su rey frente al de aquel nerlingo conocido como Therliangator.
El aliento maligno, como lo conocían ya los moradores de Jactinia,
había comenzado a minar la resistencia de los oprimidos por el yugo
groning. Comenzó a escucharse que ancianos y niños enfermaban bajo el
influjo de aquellas nubes: terribles migrañas, dificultad para respirar o
extrañas fiebres se ensañaban con los más débiles moradores de aquellas
tierras. Sólo la luz de Darbrethil sería capaz de hacer retroceder a aquel mal
pergeñado por la pérfida lamia Urkha.
Oyvind e Ingvar escucharon a Hamad y Lamad salir de su estancia y
aguardaron un tiempo prudencial para abandonar la suya. Cuando los dos
sureños daban buena cuenta del escueto desayuno, los dos gemelos alkos
entraron en el comedor con gestos de remanente somnolencia.
—Buenos días —saludaron los nerlingos.
—Buenos días, amigos —respondió un sonriente Lamad—. Sentaos con
nosotros.
Antes de que pudieran hacerlo, al igual que la pasada noche, el posadero
surgió como una aparición frente a la mesa. Ni los oídos de Ingvar ni los
ojos de Oyvind se habían percatado de su llegada. Ambos pensaron que
bien podría haberse ganado la vida como explorador en las legiones de
Zornik de no ser por su casi completa sordera.
Sin decir una palabra, de su bandeja trasladó a la carcomida mesa de
madera dos vasos de leche, dos hogazas de pan y un par de cebollas asadas
tal y como les había anunciado la pasada noche. Con un ligero cabeceo de
asentimiento que venía a decir “Que disfruten del desayuno”, abandonó el
comedor.
—Está claro que Tigot no es amigo de las sorpresas —dijo Ingvar
contemplando el espartano desayuno mientras los demás reían su
ocurrencia.
Los alkos comenzaron a dar cuenta del desayuno sin apremiar a los
sureños a que hablasen acerca de los planes que tenían para esa jornada.
Tuvieron que contener su impaciencia para no iniciar una conversación en
ese sentido hasta que, finalmente, respiraron aliviados cuando Hamad
comenzó a hablar una vez hubo terminado su cuenco de leche ya casi fría.
—Esta mañana nos reuniremos con una enviada de Ihola en un almacén
cerca de la plaza central del burgo —les explicó—. Allí debemos llevar
unas muestras de nuestras mejores telas para que la esclava de la princesa
haga una primera selección y las lleve a palacio. Mañana nos reuniremos de
nuevo con ella para concretar cuáles son las finalmente elegidas por la
princesa Ihola.
—¿Qué es lo que haréis vosotros? —preguntó Lamad.
—Vagaremos al menos un par de días ociosos por Groningburgo —
contestó presto Oyvind—. En nuestro viaje conocimos a varios hombres del
norte que también se dirigían hacia Las Landas de Edhilien. Acordamos
reunirnos con ellos en Groningburgo, pero presiento que aún tardarán unos
días en llegar.
—Cuando nos despedimos cerca del Paso del Corzo —continuó Ingvar
—, se dirigían a visitar a unos familiares que vivían en una cabaña en las
estribaciones occidentales de las Montañas Blancas. Recibieron noticias
sobre la grave enfermedad de un anciano tío y decidieron acompañarle en
sus últimos días de vida.
Los dos sureños lamentaron la triste noticia y, tras unos momentos de
silencio, cuando ya se aprestaban a levantarse de la mesa, Oyvind sugirió:
—Me preguntaba si no os importaría que os acompañásemos a ese
almacén. Podríamos ayudaros a llevar las telas hasta allí. Esta mañana no
tenemos otra cosa mejor que hacer y así ocuparemos el tiempo en algo más
provechoso que merodear por las tabernas y gastar en jarras de cerveza las
escasas monedas de oro que nos quedan.
Los dos sureños se miraron y a ninguno pareció disgustarle la idea.
—No es ningún problema —contestó Lamad.
—Cuatro hombres serán mejor que dos —añadió Hamad—. Quién sabe
lo que pudiera pasar.
—De acuerdo entonces —dijo sonriente Oyvind mientras apuraba el
cuenco de leche al tiempo que seguía masticando la cebolla.
—Aguardad un momento a que cojamos las espadas de la estancia.
Seríamos de poca ayuda en una disputa estando desarmados —sugirió
Ingvar, levantándose de la mesa, pues ya había terminado el desayuno.
No tardó en regresar al comedor, justo cuando también Lamad acudía a
aquel improvisado punto de encuentro tirando de una especie de baúl con
ruedas, en el que debía de transportar los tejidos que mostraría a la esclava
de Ihola.
—Si no es demasiada indiscreción por mi parte el preguntarle, ¿dónde
guardáis vuestras telas y sedas? —dijo Ingvar—. Pues no creo que hayáis
viajado desde la mismísima Barrera de Dunas portando ese diminuto baúl.
—¡Ja, ja, ja! —rió Hamad—. Por supuesto que no. Esto es sólo una
pequeña selección de lo que podemos ofrecer a la princesa. El resto del
material está a buen recaudo en la posada bajo la atenta vigilancia de Tigot.
¿O es que acaso creéis que regala tan frecuentes sonrisas al resto de
huéspedes como lo hace con nosotros?
—Dejaos de tanto parloteo —dijo Lamad—, o llegaremos tarde a la cita
con la enviada de la princesa.
—Es cierto. No hagamos esperar a la princesa groning —dijo Oyvind
con un sibilino tono de desprecio que no pasó desapercibido a los oídos del
viejo Hamad.
Abrieron la pesada puerta de la posada y se despidieron de Tigot,
aunque no recibieron respuesta alguna por su parte. Tampoco esperaban
escuchar otra cosa que no fuera el crujido metálico de los goznes del portón
de entrada al cerrarse. Dondequiera estuviese en esos momentos el anciano
posadero, era imposible que pudiera escucharles con su galopante sordera.
Nada más salir de la posada, los gemelos alkos dirigieron
instintivamente sus miradas al cielo en busca de la cálida luz de la estrella
del día, pero los rayos del sol no habían arribado esa mañana a
Groningburgo. La visión del plomizo amanecer no había mejorado con el
paso de las horas. El oscuro aliento maligno seguía ensombreciendo el
firmamento de aquellos hostiles parajes de Tierra Conocida.
Hamad y Lamad se encaminaron a través de la callejuela para después
girar hacia la derecha y salir a una calle principal. Desde allí siguieron
caminando a paso ligero mientras Oyvind e Ingvar les seguían unos pasos
por detrás escrutando con cautela cada rincón y esquina de los cosos de
Groningburgo.
—¿Crees que Gregas, Lartas y Vaeras estarán a salvo? ¿Dónde habrán
pasado la noche? —preguntó Oyvind.
—Seguro que están bien —respondió Ingvar en voz queda—. Los
norteños pertenecen a una raza especial, capaces de sobrevivir en las
situaciones más desesperadas.
—Y qué mejor que esta maldita cueva de lobos para demostrarlo —
sonrió irónicamente Oyvind.
—Confío en que los encontremos más tarde. No podemos rechazar la
oportunidad que Hamad y Lamad nos brindan.
Continuaron caminando durante un buen rato hasta que, tras cambiar un
par de veces más de callejuela observaron, a unos cincuenta pasos al frente,
cómo el final de la calle por la que transitaban parecía ensancharse para
abocar a un enorme espacio abierto donde el creciente bullicio de un
mercado rompía la calma y el sosiego de las otras arterias del burgo.
Sin embargo, el corazón de los alkos se aceleró al comprobar cómo una
patrulla de ocho soldados gronings permanecía apostada al final de la calle,
montando guardia e interrogando a cada uno de los ciudadanos y forasteros
que quería entrar al mercado.
—¿Dónde se encuentra ese almacén al que vamos? Si no recuerdo mal
estaba situado antes de llegar al mercado —preguntó Oyvind queriendo
obtener como respuesta la pregunta que acababa de formular a los sureños.
—Sí —respondió Lamad—. Pero todo depende desde dónde partas para
llegar hasta él. Viniendo desde la posada, no hay más remedio que atravesar
el mercado. Si llegas desde las grandes puertas de entrada, no hace falta
cruzarlo.
—Maldición —farfulló entre dientes el hijo del relámpago.
—Tranquilo —le susurró Ingvar—. Ya nada podemos hacer. Confiemos
en que Nerlinguia nos proteja una vez más. Si tratásemos de volver
caminando en dirección contraria los gronings se percatarían de ello y, si no
lo hicieran, Hamad y Lamad sospecharían y perderíamos nuestra
oportunidad.
—Tus palabras en absoluto me consuelan. Seremos desenmascarados
tanto si huimos como si nos quedamos. ¡Maldita nuestra suerte!
—Vamos, amigos —les dijo sonriente Lamad—. A solo cien pasos tras
ese puesto de vigilancia se encuentra el almacén. Ardo en deseos de mostrar
a esa esclava nuestro exquisito género.
—Y yo sólo espero que esa esclava tenga el buen gusto de una princesa
—respondió Hamad—. Hemos hecho un largo viaje para que nuestro
destino dependa de unos ojos inexpertos. Confío en que sea capaz de
distinguir la lana de la seda —terminó farfullando entre dientes.
Llegaron al improvisado puesto de guardia y se colocaron al final de la
cola en la que esperaban contrariadas cerca de una docena de personas.
—¿A qué se debe que los soldados vigilen la entrada al mercado? —
preguntó Lamad a un groning que guardaba cola impaciente justo delante
de él.
El groning se giró y le miró con cara de pocos amigos.
—Unos malditos nerlingos entraron en el burgo después de haber dado
muerte a toda la caravana del oro. Se enfrentaron con los centinelas de las
grandes puertas y varios de ellos murieron. Al resto aún no los han
encontrado.
—Y vosotros, forasteros, haríais bien en abandonar cuanto antes estas
tierras —añadió otro hombre que acompañaba al groning—. Estamos en
guerra y los extranjeros no son bienvenidos en Groningburgo, a no ser que
lleguen atados por grilletes en pies y manos —y con una desafiante mirada
volvió a girarse hacia los soldados mientras maldecía a aquellos nerlingos
que habían hecho que tuviera que esperar para entrar al mercado.
Oyvind e Ingvar no replicaron al groning y rezaron porque Hamad y
Lamad no sospecharan nada y llegaran a relacionarlos con aquellos
nerlingos que habían irrumpido la pasada luna en Groningburgo.
Lentamente fueron avanzando, hasta que se encontraron frente a frente
con los soldados gronings. Hamad dio un paso al frente y se presentó a
ellos:
—Buenos días —dijo con tono dulce y afable—. Mi nombre es Hamad
y este es mi sobrino Lamad. Somos comerciantes llegados del sur y
acudimos a una llamada de su princesa Ihola, la cual nos solicitó
acudiésemos a la capital con las más finas telas y sedas tejidas al otro lado
de la Barrera de Dunas. Debemos reunirnos antes del mediodía con una de
sus esclavas en un almacén cercano para mostrarle nuestro exquisito
género.
El que parecía el jefe de los centinelas le miró con la misma expresión
de desprecio que le había dedicado aquel groning mientras aguardaban en la
cola.
—¿Qué llevas ahí? —ladró señalando al baúl.
—¿Os referís a este baúl? —contestó Lamad.
—No estoy hablando contigo. Le he preguntado al viejo —replicó el
groning.
—Una muestra de lo que podemos ofrecer a la princesa —contestó
sumiso Hamad sin mirar a los ojos del groning.
—Ábrelo para que pueda verlo —ordenó el jefe de los centinelas.
Lamad le tendió el baúl a Hamad y éste se agachó ceremonialmente
para abrirlo como si en su interior escondiese el más fabuloso de los
tesoros.
—¿Veis, mi señor? —dijo Hamad—. Como os había dicho: las más
bellas sedas, terciopelos, franelas, tafetanes…
—¡Cállate viejo! —volvió a ladrar el groning—. Sólo te he pedido que
me enseñes cuál es el contenido del maldito baúl, no que me aburras con tu
palabrería de mercachifle.
—Perdone, mi señor. No era mi intención molestarle —se disculpó
Hamad agachando la cabeza, mientras Lamad, Oyvind e Ingvar tragaban
saliva temiendo la reacción del groning.
El centinela revolvió las muestras de tela que los sureños guardaban
cuidadosa y ordenadamente en el baúl hasta que, por fin, pareció quedar
satisfecho.
—Puedes guardar tus trapos de mujer, viejo —le gruñó el groning.
—Gracias, mi buen señor —contestó Hamad mientras por dentro
maldecía al groning por llamar trapos a sus telas más exquisitas.
Cuando parecía que los gronings les iban a permitir el paso al mercado,
otro de los centinelas gronings preguntó:
—¿Quiénes son esos dos que os acompañan? No tienen aspecto de ser
sureños —dijo con sonrisa maliciosa.
Lamad fue a contestar pero cruzó una mirada con su tío y recordó que
los gronings sólo se habían dirigido a Hamad.
—Son dos gentiles hermanos de las tierras orientales que nos brindan
desinteresadamente su protección y compañía durante unos días. Como bien
sabéis, corren tiempos turbulentos de guerra y saqueo, y un viejo
acompañado por un sobrino voluntarioso aunque inútil con la espada, son
una presa fácil para los salteadores que rondan por los caminos o para los
ladrones que acechan desde los oscuros rincones del burgo.
—Los caminos que discurren por territorio groning y nuestra capital,
Groningburgo, están limpios de ladrones y bandidos. Las espadas de esos
dos jóvenes no harán más que poner en alerta a nuestros soldados y a los
gorglins del rey Zornik —respondió el jefe groning.
—A tenor de vuestras palabras, con gran placer las dejaremos la
próxima jornada en la posada para no importunar a los defensores del burgo
—dijo ladino Oyvind.
—Preferiría que mañana mismo tú y tu hermano recogierais vuestras
pertenencias y os marcharais de Groningburgo. Los extranjeros no son
bienvenidos aquí, y menos aún rebeldes supervivientes de las regiones
orientales.
—No son rebeldes, mi señor —contestó en voz queda Hamad
anticipándose a una posible respuesta exaltada de Oyvind o Ingvar—. Son
simples jóvenes granjeros que luchan por subsistir y dar de comer a su
anciana madre. Dentro de pocas lunas partirán hacia Las Landas de
Edhilien.
—Espero no volver a veros por aquí dentro de siete lunas, u os juro que
yo mismo os llevaré presos a las profundas mazmorras del palacio del rey
acusados de espionaje y rebeldía.
—Será como mi señor dice —contestó Hamad agachando nuevamente
la cabeza en señal de fingida pleitesía.
—¡Vamos, largaos! ¡Dejad pasar a esta escoria! —ladró por igual a
gronings, sureños y nerlingos—. ¡Fuera de mi vista! No quiero volver a
veros por aquí —les despidió amenazante.
Hamad, Lamad, Oyvind e Ingvar no se demoraron un solo instante y
abandonaron con premura el puesto de vigilancia. Sin cruzar palabra
penetraron veloces en el mercado y caminaron al trote mientras el baúl
saltaba al entrechocar sus ruedas con las piedras que sobresalían del
empedrado. Cruzaron en diagonal el atestado mercado y giraron hacia una
callejuela, hasta que por fin desaparecieron de la vista de los centinelas
gronings. Solo entonces suspiraron aliviados y volvieron a caminar como
cualquier otro ciudadano del burgo.
—Es allí —les indicó Lamad pronunciando las primeras palabras desde
que habían franqueado el puesto de vigilancia.
—Hemos alquilado ese pequeño almacén a un amigo de Tigot —añadió
Hamad—. No es comparable a una estancia palaciega, pero es luminoso y
está bastante limpio, por lo que servirá para nuestro propósito.
Hamad sacó de entre sus largas vestiduras una llave oxidada y se acercó
con paso decidido hacia la puerta del almacén. Introdujo la llave en la
cerradura y ésta crujió emitiendo un lamento metálico, hasta que finalmente
cedió y la puerta se abrió, mostrando ante sus ojos un diáfano y vacío
almacén que únicamente contenía una alargada mesa de madera en uno de
sus laterales.
—Pasad, amigos —les invitó Hamad—. Ayudadnos a abrir las ventanas
mientras Lamad y yo colocamos las telas sobre la mesa. La enviada de la
princesa Ihola y su séquito no tardarán en llegar.
Oyvind e Ingvar comenzaron a retirar los travesaños de madera que
tapaban las ventanas para que poco a poco la luz pudiera abrirse paso a
través del almacén, hasta que finalmente la plomiza y grisácea luz que
llegaba del cielo de Groningburgo inundó la estancia. Cuando los gemelos
alkos terminaron su labor, se percataron que el almacén había sido ventilado
pocas lunas atrás, pues no percibían ese característico olor a humedad y
cerrado, ni tampoco el molesto polvo ya que también el suelo había sido
barrido.
—Ese Tigot es sordo pero muy eficiente —murmuró Ingvar en voz baja.
Ambos se acercaron a la mesa donde Hamad y Lamad se afanaban en
colocar con suma delicadeza las muestras del género que habían traído
desde allende la Barrera de Dunas. Cuando el jefe de los centinelas
gronings había manoseado y revuelto con rudeza aquellas telas en el puesto
de vigilancia, no pudieron apreciar la perfección de las mismas, atenazados
como estaban por el miedo; pero ahora, incluso bajo una luz cien veces
menos intensa que la que brillaba en las tierras del sur, pudieron contemplar
sorprendidos su belleza, la inigualable maestría y primor con que los
maestros tejedores sureños habían creado aquellos tejidos.
—Telas y sedas dignas de una princesa —dijo Oyvind absorto mientras
Hamad y Lamad se miraron sonriendo.
—¿Hay alguna princesa que ocupe tu corazón? —le preguntó Hamad.
Oyvind quedó mudo durante unos instantes ante aquella inesperada
pregunta que le transportó repentinamente a las húmedas y lejanas estancias
de Caterziveen, donde la imagen de su amada Edda ahora se le aparecía
clara y diáfana.
—Sí, hay una princesa que ocupa mi corazón —respondió embobado
Oyvind con los ojos perdidos en una de las ventanas del almacén—. Una
princesa de oriente, una hermosa joven de cabellos castaños y ojos verde
esmeralda bañados en lágrimas, que confío siga anhelando mi regreso.
—Veo que la recuerdas con amor pero al mismo tiempo con gran
tristeza —le dijo Hamad.
—La abandonó por encontrar a la sangre de su sangre —contestó Ingvar
mirando con pena a Oyvind—. Pero pronto llegará el día en que ambos
vuelvan a reencontrarse —y Oyvind se volvió para mirar a los ojos de
Ingvar con una sonrisa de añoranza dibujada en su boca.
Hamad intuyó que aquellos dos jóvenes hermanos guardaban un
doloroso secreto y decidió no seguir preguntado sobre sus vidas para no
atormentar aún más sus corazones.
—Toma, joven Oyvind —le dijo Hamad—. Guarda contigo este
presente para que algún día adorne a tu princesa —y le entregó una delicada
seda que lucía una amalgama de colores blancos y verdes junto con unos
finos y apenas imperceptibles bordados de color oro.
Oyvind observó boquiabierto aquel pañuelo, mientras Hamad, Lamad e
Ingvar lo contemplaban sonriendo.
—En verdad que tu hermano está enamorado de esa misteriosa dama —
dijo Lamad.
Oyvind dobló delicadamente el pañuelo y lo guardó bajo sus vestiduras,
junto a su corazón, en el mismo lugar en el que llevaba consigo el
imborrable recuerdo de su amada Edda.
—Gracias —fue lo único que alcanzó a decir el hijo del relámpago, al
tiempo que Hamad inclinaba su cabeza para corresponder al
agradecimiento.
L a ruta que condujo a los elothas desde las minas auríferas hasta el
Bosque Ranwuhan fue dura, mortal para muchos de ellos. Decenas
perecieron por el camino, tres cuartas partes de los que cayeron murieron
cuando avanzaban a través de los paramos y yermos de Tierra Seca. A pesar
de que el otoño parecía haber arribado a Tierra Conocida, el sol del
mediodía azotaba a los más débiles como un látigo de colas ardientes. El
agua escaseaba y Aimon se vio obligado a racionarla. Cada persona podía
beber tres veces al día: al amanecer antes de iniciar la marcha, al mediodía
durante la parada para la frugal comida y al atardecer cuando acampaban al
final de la jornada.
El avance fue lento y tortuoso, y si Oyvind y Los Quince de Klimerik
invirtieron cerca de una semana en recorrer el camino inverso desde el
Bosque Ranwuhan hasta alcanzar los límites septentrionales de Tierra Seca,
fueron quince lunas las que necesitó la compañía para llegar al que sería su
nuevo hogar. Además todos los elothas convinieron, hastiados del desprecio
por la vida que los gronings habían demostrado en Eloburgo, que muerto
descansaría sobre el camino para que los cuervos, los buitres o los lobos,
despedazaran vilmente su cadáver como si de carne de carroña se tratase.
Por tanto, cada vez que un elotha era llamado por el jinete sin rostro, la
comitiva se detenía para cavar una tumba y dedicar unas sentidas palabras o
un solemne silencio por aquel que había mantenido viva la esperanza de la
libertad.
Esa noche sureños y nerlingos cenaron juntos por última vez. Tras
cerrar el trato, Hamad y Lamad confiaban en recibir con prontitud el
segundo pago tras entregar sus sublimes tejidos a la princesa. No dudaban
ni por un instante que Ihola quedaría embelesada con las telas sureñas y
querría recompensar a aquellos sufridos comerciantes que habían realizado
un largo y fatigoso viaje desde las lejanas tierras meridionales. Oyvind e
Ingvar ya no podían seguir fingiendo por más tiempo que aguardaban a los
imaginarios norteños que habían conocido durante su viaje hacia
Groningburgo y que les acompañarían a Las Landas de Edhilien para cazar
vacas salvajes. Deberían buscarse otra posada donde pasar la noche y parte
del día al refugio de las vigilantes miradas de los cientos de soldados
gronings que se repartían por la capital con el único objetivo de encontrar a
los traidores.
Los cuatro comensales dieron cuenta de un crujiente y aceitoso lechón
deliciosamente especiado sobre una base de manzanas al que acompañaron
esta vez con un oscuro y ardiente vino fermentado en el Valle del Rauron.
Los sureños estaban alegres, deseosos de emprender el viaje de regreso
a su lejano hogar. Por el contrario, los gemelos alkos sintieron cómo una
profunda amargura comenzaba a anidar en sus corazones. La añoranza del
hogar, de su amada Alkoburgo y de su lugar de reunión, de Lothikaton, los
atormentaba. Una vez Hamad y Lamad abandonasen Groningburgo por las
grandes puertas del norte, serían libres y regresarían con sus seres queridos
a su hogar, en lo más profundo de las ardientes arenas del Desierto Rojo.
Pero ellos no podrían hacerlo. Volverían a ser perseguidos sin descanso por
toda Tierra Conocida, y no podrían regresar a Alkoburgo, pues el burgo en
el que habían nacido y crecido había sido arrasado y sus ahora yermos
terrenos estaban ocupados por los usurpadores gronings. Pero ese profundo
dolor sería el que les daría fuerzas para seguir adelante con el plan suicida
que habían trazado.
—¡Por la mañana de mañana! —alzó su copa Hamad despertando a
Oyvind e Ingvar de sus tristes pensamientos.
—¡Por la mañana de mañana! —exclamaron junto a Lamad uniéndose a
aquel brindis. Cuando entrechocaron sus vasos, violáceas gotas de vino se
derramaron sobre la centenaria madera de la mesa que ocupaban, como
sombrío presagio de la sangre que en lunas venideras cubriría los campos y
caminos del territorio groning.
L a luz del día se consumía entre las oscuras y apretadas nubes que
cubrían el cielo de Lothikaton. A medida que transcurrían las
jornadas, el firmamento se revelaba más negro y opresivo. Sin embargo, esa
oscuridad no lograba ensombrecer el ánimo del Mariscal Burkelen, quien en
esos instantes desgarraba entre sus dientes el muslo de un jugoso faisán.
Tras dar otro par de bocados deleitando su paladar con el delicioso sabor
del ave, se limpió la grasa que chorreaba por su barba y dio un generoso
trago de biluk.
—Malditos nerlingos —dijo para sí—. Ahora que se acaban los últimos
barriles de biluk necesitaría a un maestro destilador para rellenar esos
cientos de toneles vacíos, pero resulta que no queda uno solo de esos
bastardos con vida en los alrededores. Creo que debería enviar un halcón a
Loriklen para que me obsequiase con varios de sus esclavos, si es que aún
no los han devorado los wolkurs de Bosque Frío, ¡ja, ja, ja! —y rió como un
demente al tiempo que apuraba su jarra de espumosa biluk.
Repentinamente alguien comenzó a golpear con insistencia la puerta de
la estancia en la que cenaba. Visiblemente contrariado, gritó desde el
interior de sus aposentos sin levantarse de la silla.
—¿Quién osa importunarme? —bramó enfadado.
—Mariscal, ha llegado un mensaje del rey Zornik —contestó uno de los
soldados que estaban destinados a la guardia del castillo.
—Pasa el pergamino por debajo de la puerta —dijo Burkelen—. Lo
leeré cuando termine de cenar.
—Mariscal, no hay ningún pergamino que…
—¿Cómo que no hay ningún pergamino? —le gritó al soldado—. ¿Es
que acaso han grabado con un cuchillo el mensaje en las plumas del halcón?
—No ha llegado ningún halcón de Groningburgo. El mensaje lo portan
tres gorglins de la guardia personal del rey.
—¡¿Cómo?! —contestó Burkelen incrédulo mientras se levantaba de la
mesa.
Tres gorglins portando un mensaje de palacio. Aquello no podía
significar nada bueno. Por su dilatada experiencia en el ejército groning,
bien sabía Burkelen que la llegada de los gorglins siempre estaba
relacionada con malos augurios. Desterrado, apresado o ejecutado. Ésas
eran las tres opciones que ahora acudían a su cabeza.
—Maldito aquél que se hace llamar Rey Nerlingo. Yo te maldigo
Therliangator —volvió a increpar Burkelen.
Pues aquella y no otra debía ser la causa por la que había caído en
desgracia. Él, al que siempre le encargaban las misiones más importantes y
peligrosas, ahora se veía incapaz de contener el avance de los ejércitos
llegados desde el este que habían reconquistado Mugaburgo, mientras
seguían avanzando sin oposición a través de territorio skelingo y lupeno.
Zornik no perdonaba los errores y enviaba a sus verdugos para ajusticiarle.
Lo había presentido al escuchar la titubeante y temerosa voz del soldado
groning desde el otro lado de la puerta. Pero si pensaban matarle, vendería
cara su vida. Si debía morir, sólo lo haría a manos de su rey. Se había
ganado ese honor en decenas de triunfales campañas. Se ató el cinturón con
su espada a la cintura y, caminando con soberbia, se dirigió hacia la puerta
para enfrentarse a su destino.
—¿Dónde están esos gorglins? —preguntó extrañado cuando abrió la
puerta y únicamente encontró al soldado.
—Están cenando unas hogazas de pan con carne ahumada en el
comedor, Mariscal —dijo asustado el soldado.
—Condúceme ante ellos —le espetó Burkelen y, asintiendo con la
cabeza, el soldado se dirigió hacia el comedor mientras el Mariscal seguía
sus pasos.
El soldado descendió por las escaleras de piedra hasta la planta baja del
castillo. Tras la Batalla de Lothikaton, Burkelen se había apropiado del
mismo y lo había convertido en su centro de operaciones. El antiguo castillo
de los reyes nerlingos había sufrido grandes daños durante el ataque
groning a Lothikaton, pero su robusta estructura de piedra había resistido lo
suficiente como para que el Mariscal lo considerase más adecuado para
establecer en él sus aposentos personales que instalarse en una de las
desvencijadas cabañas que rodeaban al castillo. Sabía que su misión en
territorio nerlingo se prolongaría más de un invierno y no estaba dispuesto a
padecer el frío, la nieve o la lluvia bajo una de las tiendas de campaña que
los altos mandos del ejército groning tenían asignadas durante sus
campañas militares. Concretamente se hospedaba en la misma estancia que
habían ocupado los lacrags nerlingos durante el período de regencia. La
segunda planta se había conservado mejor que la planta baja, excepto varias
estancias cuyos techos de vigas de madera habían sido consumidos por el
fuego. Sin embargo la planta baja mostraba aún las cicatrices que las llamas
habían provocado en ella. Las paredes de piedra estaban teñidas de un color
ceniciento, negro en ocasiones, mientras que en los rincones aún quedaban
restos de madera carbonizada, piedra rota y otros objetos destrozados que
los gronings no se habían molestado en retirar. Únicamente el gran salón,
donde los nerlingos solían celebrar la Ceremonia del Tránsito, había
resistido el embate de la horda groning. Ahora había sido reconvertido en
una especie de barracón que la guarnición de Lothikaton utilizaba a modo
de cocina y comedor, pero en la que no quedaba rastro alguno de los
emblemas o estandartes nerlingos. Muchas de las mesas y bancos habían
sido pasto de las llamas, por lo que en ocasiones los soldados utilizaban
toneles vacíos a modo de improvisadas mesas o sillas.
En un apartado y oscuro rincón de aquel gran salón, ahora sombrío y
teñido del gris y negro de las cenizas de Lothikaton, los tres gorglins
devoraban ansiosos una nueva ración de carne ahumada que el cocinero del
Mariscal les ofrecía.
—Ojos ávidos y voraces, ojos asesinos, ojos de wolkur —dijo para sí el
Mariscal—. Así son los cachorros de Inorkul.
Los tres gorglins desviaron su feroz mirada hacia la entrada del gran
salón en cuanto percibieron la presencia del Mariscal. Burkelen cruzó con
paso altivo por el arco de la misma, pues ya no había puerta que franquease
el paso, más que unos carcomidos listones de madera y tres goznes
metálicos anclados en la piedra.
Los tres gorglins parecieron quedar saciados de repente, olvidando la
sazonada ración de carne que instantes antes devoraban con avidez. Se
dirigieron prestos al encuentro del Mariscal quien, haciendo valer su rango,
permaneció con gesto solemne aguardando a que los esbirros de Inorkul se
presentaran ante él.
—Gran Mariscal de las legiones gronings del Sur —saludó con una
tensa reverencia el gorglin, mientras el soldado que acompañaba a Burkelen
y el resto de gronings que cenaban en el salón se hicieron a un lado,
temerosos de la guardia personal de Zornik—. Porto un mensaje de nuestro
rey. Mi capitán Inorkul quiso venir a entregároslo en persona, mas
inaplazables asuntos lo retienen ahora en Groningburgo —dijo refiriéndose
a los recientes sabotajes en la capital groning de los que Burkelen no tenía
noticia alguna.
—Dile a tu capitán que queda excusado —contestó con forzada cortesía
el Mariscal mientras recordaba cómo Zornik, Inorkul y varios de sus
gorglins irrumpieron en la tienda de los Mariscales en el Embarcadero del
Morkurgul y el mismo rey brujo colocó su afilada daga en el cuello de
Arniokelen. La mirada de desprecio que Inorkul les dedicó a él y a los otros
Mariscales aún permanecía grabada a fuego en su orgullo.
—Éste es el mensaje del rey —dijo el gorglin extendiendo un
pergamino enrollado y sellado con lacre real.
Burkelen lo tomó sin dejar de mirar a los ojos del gorglin, quien en su
mirada mostraba una extraña mezcla de fiereza, desprecio y desafío.
Rompió cuidadosamente el lacre para no dañar el pergamino y lo extendió
con lentitud. Apartó su mirada de la de aquel gorglin y comenzó a leer con
interés el mensaje. Sus ojos se fueron abriendo más y más en un gesto de
sorpresa a medida que leía una nueva línea. Cuando terminó de leer la breve
misiva volvió a mirar al gorglin quien lo contemplaba impertérrito sin
expresar emoción alguna.
—¿Habéis comprendido el mensaje? —preguntó repentinamente el
gorglin.
—¿Qué? —respondió sorprendido Burkelen.
—Si habéis comprendido el mensaje, Mariscal —volvió a repetir
impasible—. El rey Zornik me ordenó que os hiciera expresamente esa
pregunta, pues a mi regreso debo transmitirle en persona vuestra respuesta.
—Sí sí, lo he entendido —contestó dubitativo Burkelen—. Pero…
—Son las órdenes del rey, si es lo que nuevamente preguntáis. Nuestro
rey me previno ante vuestras más que probables dudas. ¿Cuál es entonces la
respuesta que debo transmitir?
El Mariscal Burkelen ardía de ira en su interior y en aquel momento no
deseaba otra cosa que no fuera ahogar con sus propias manos al insolente
gorglin, pero no se permitió traslucir sino unos leves coléricos destellos a
través de sus pupilas. Respiró tratando de serenarse y respondió al gorglin:
—Transmite este mensaje a nuestro rey. Dile que el Mariscal Burkelen
se presentará ante él dentro de dos semanas en Groningburgo al frente de
las legiones del Sur. Dile que mañana antes del mediodía, partiremos de
Lothikaton cumpliendo la encomienda que en su mensaje ha detallado —
terminó cortante.
—Partiré hacia Groningburgo junto a mis dos hermanos con las
primeras luces del alba —respondió el gorglin—. Nuestro rey se
complacerá de escuchar el mensaje que portamos.
—Confío en que así sea —respondió Burkelen dulcificando el tono de
su voz—. Y ahora, tú y tus dos compañeros podéis terminar vuestra cena. Si
necesitáis aposentos para alojaros hacédselo saber a mis hombres —y sin
dar tiempo a que el gorglin rechazase su ofrecimiento, Burkelen dio media
vuelta y a paso ligero salió del salón y subió los escalones de piedra que
conducían hasta sus aposentos mientras maldecía las órdenes recibidas por
Zornik. En su camino se cruzó con una pareja de soldados que acababan de
terminar su turno de guardia en las almenas del castillo.
—¡Vosotros dos! —les gritó mientras los dos soldados se agitaron
sobresaltados.
—Acabamos de terminar nuestro turno de guardia, Mariscal —
respondió uno de los dos soldados sin atreverse a mirar a Burkelen.
—Bien por ti, estúpido —respondió—. ¿Vais de camino al gran salón,
no?
—Sí, mi señor.
—Pues decidle al maldito cocinero que prepare una gran tinaja de vino
tinto para mí. ¡Y la quiero ya en mis habitaciones! —bramó rojo de ira.
Los dos gronings no dijeron palabra y bajaron de tres en tres los
escalones que conducían a la planta baja. Transmitieron los deseos al
cocinero y le dijeron que el Mariscal había pedido que fuera él mismo el
que le llevara el vino. Ellos no deseaban volver a cruzarse una vez más con
el iracundo Burkelen antes de que terminase aquel día.
El cocinero preparó una tinaja de barro con el mejor vino tinto que
había encontrado en sus incursiones por las bodegas del castillo de
Lothikaton. Era un vino violáceo de las regiones skelingas, recio y con
aroma a roble, que a buen seguro calmaría a la fiera que había despertado
dentro del Mariscal. Calentó unos trocitos de carne cortados con precisión
de las manos de un cerdo, los cuales enrolló en un perfecto rulo,
presentándolos sobre una bandeja de plata junto a varios trozos de carne
ahumada. Cuando llamó a la puerta del Mariscal, éste reprendió al cocinero
por su tardanza, pero al olfatear el olor de la carne mezclada con el aroma
del balsámico vino skelingo, indultó a su sirviente reprendiéndole con un
“la próxima vez no seré tan magnánimo”.
Tras dar cuenta de varios vasos de vino y degustar la deliciosa carne de
cerdo, la cólera de Burkelen se fue apagando al igual que se sofocan las
llamas con el agua de un diluvio. El vino atemperó su ánimo y dejó que su
mente pudiera reflexionar libre del yugo de la ira.
—Devolver sin presentar batalla estas tierras conquistadas a ese traidor
que se proclama Rey de los Nerlingos —pensaba en voz alta Burkelen—.
¿Es que acaso Zornik teme a un puñado de renegados y aldeanos venidos
del este? ¡Qué si les acompañan varios cientos de norteños! Por muy bravos
que sean no serán rival para mis legiones. ¡Los aplastaría como a hormigas
en campo abierto! —gritó dando un puñetazo en la mesa mientras varias
gotas de vino se derramaron sobre la mesa—. ¿Es que el rey ya no confía en
su más valiente y leal Mariscal? —y permaneció callado durante unos
instantes—. No, eso no. Si hubiera perdido su confianza en mí esos tres
malditos gorglins habrían venido a ejecutarme, no a entregarme un mensaje
del mismísimo rey. No, por alguna extraña razón, Zornik no quiere aún
enfrentarse al renegado nerlingo. Quizás sepa algo que los demás
desconocemos. Quizás busca que el nerlingo acuda a su encuentro, que
continúe su largo camino, que lentamente se vaya desangrando, para al final
ejecutar el golpe maestro que acabe para siempre con él y extermine a esa
cohorte de proscritos y rufianes que lo siguen —y mientras cavilaba volvió
a beber del vino, mientras su mente parecía volverse más lúcida con cada
nuevo sorbo del néctar violáceo—. Le mostraremos el camino hacia
Groningburgo. Lo verá, sí, claro que lo verá. El fuego y las cenizas lo
conducirán hasta Puente de Piedra. Fuego y cenizas, fuego y cenizas, ¡ja, ja,
ja! —y el vino skelingo se abría paso en su garganta abrasando el gaznate
del ebrio Mariscal.
El ejército de la Alianza, comandado por Kiril y sus capitanes, avanzaba
a paso lento bajo la fina pero persistente lluvia que azotaba a Jactinia y que
no les había abandonado desde que partieran de Maraburgo. A medida que
se acercaban a Helkoburgo, el más meridional de los burgos nerlingos, el
ominoso aliento de Urkha comenzaba a cubrir el cielo de grises vapores. A
pesar del hostil recibimiento, para Kiril y Maikel suponía el anhelado
regreso al hogar. Los dos alkos cabalgaban ensimismados en esos
pensamientos, mientras los hombres de Saralamath sentían una creciente
angustia en sus corazones, recordando cada día y cada noche los azules y
cálidos cielos sureños. Repentinamente, la irrupción de dos jinetes frente a
la columna hizo despertar a Kiril de sus ensoñaciones.
—¡Olaf y Lonar se acercan! —gritó uno de los soldados que viajaban a
la vanguardia de las tropas.
Tras las dos semanas que el ejército de la Alianza permaneció en
Maraburgo, el bueno de Olaf se había recuperado de su fractura en el brazo
y nuevamente se había incorporado al grupo de exploradores para el que
había reclutado a Lonar, su compañero de celda en Mugaburgo.
—¿Qué noticias traéis? —les preguntó Maikel a los dos exploradores.
Olaf tardó unos instantes en responder mientras trataba de disimular una
expresión de sorpresa en su cara.
—¡Vamos, hablad! ¿Qué es lo que sucede? —les apremió Kiril, para
quien el gesto de sorpresa del espíritu errante no había pasado
desapercibido.
—Los gronings se retiran del territorio nerlingo —dijo el norteño—.
Los últimos hombres de su retaguardia se internan en la Senda de las
Águilas…
—¡No puede ser cierto! —replicó Maikel.
—Es una trampa —añadió Gródolas—. Sus hombres estarán ocultos en
el Bosque de Alkos.
—El Bosque de Alkos no es más que un montón de cenizas y madera
quemada —se lamentó Kiril.
—No sólo el Bosque de Alkos —habló Lonar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Maikel al instante, mientras Enna y
Oerlikon temían que algo peor pudiera haber ocurrido.
Olaf y Lonar cruzaron temerosos sus miradas antes de responder.
—Las llamas del Bosque de Alkos se consumieron hace cientos de
lunas, mas el fuego destructor vuelve a devorar vuestro hogar —dijo Olaf
con tristeza—. Los gronings han incendiado los cinco burgos y la capital
avivando el fuego con leña nueva y, a pesar de la lluvia, columnas de fuego
se extienden de este a oeste alcanzando las estribaciones de Bosque Verde y
el Bosque Ranwuhan.
Un desolador silencio se hizo entre el grupo de los capitanes. Todos
sabían lo que para Kiril y Maikel suponía regresar a su hogar. Habían
imaginado que entrarían victoriosos en Lothikaton tras derrotar a los
esbirros de Zornik, pero jamás supusieron que el rey brujo les entregaría ese
presente envuelto en lenguas de fuego.
Kiril se alzó sobre su montura y miró hacia el horizonte, pero desde la
hondonada por la que ahora transitaban solo pudo contemplar el manto gris
con el que Urkha cubría aquellas tierras.
—¡Maldito! ¡Mil veces maldito! —gritó Maikel elevando su puño
cerrado hacia el cielo—. ¿No fue suficiente tu inmunda traición? ¿No te
valió la masacre de Lothikaton que además pretendes borrar cualquier
recuerdo de nuestro pueblo? —y lágrimas de rabia brotaron de sus ojos.
—Cálmate, Maikel —le habló Oerlikon—, pues ésta será a partir de
ahora la estrategia que presidirá las acciones de Zornik. Sospecho que
tratará de acabar con lo único que sabe que puede llevarnos a la victoria:
nuestra esperanza. Y no tenéis más que mirar al cielo y contemplar cómo
nos recibe a sus dominios. Oscuridad, fuego y desesperanza. Deberemos
estar alertas, pues no dejará de hostigarnos a través de sus hombres y de sus
artes oscuras, para que cuando llegue el momento en que todo se decida, la
fuerza de nuestros brazos, de nuestra mente y de nuestro espíritu se haya
doblegado.
—No lo conseguirá —dijo Enna quien trataba de consolar a Maikel
apoyando su mano en el hombro del alko—. No desfalleceremos.
Seguiremos hacia delante, hasta nuestro final si es necesario.
—Será más fácil decirlo que lograrlo —añadió Gródolas con cierta
pesadumbre en su voz—, pero si pude sobrevivir a la tortura de Eloburgo y
escapar de sus empalizadas, no abandonaré ahora que estamos tan cerca de
conseguirlo.
—Tampoco nosotros vinimos desde más allá de la Barrera de Dunas
para rendirnos ante las tretas de Zornik —dijo el príncipe Ilanit.
—A pesar de que el sol no brille sobre mi cabeza desde que pisamos
estas tenebrosas regiones, continuaré mi viaje junto a vosotros hacia las
Tierras Negras, pues así es como mis hombres han bautizado a los
territorios gronings —y los demás sonrieron por la añoranza que
Senthilkumar sentía por la luz de la estrella del día.
—Adelante entonces, amigos —ordenó Kiril con voz firme—. El
desánimo no se apostará en el ejército de la Alianza. Serán las tropas de
Zornik las que lo sientan prendido de sus uniformes al ver nuestros
estandartes frente a las murallas de Groningburgo. Porque amigos,
seguiremos el camino que el enemigo nos ha marcado. Seguiremos el
camino del fuego. ¡Adelante! —y espoleando a su caballo comenzó a
remontar la pendiente que le llevaría hasta los lindes del antiguo territorio
nerlingo.
Kiril se adelantó al grupo, pues no quería que los demás vieran las
lágrimas correr por su rostro. Therliangator no podía flaquear, la luz de
Darbrethil no podía temblar ante la visión del hogar profanado. El amor de
Nerlinguia no podía claudicar ante la oscuridad de su renegado hermano.
Su corcel remontó veloz la pendiente y condujo a Kiril hacia las
praderas que dibujaban el camino hacia Helkoburgo. Cuando el nerlingo
dirigió su mirada hacia el norte, la pavorosa imagen que acudió a sus ojos
fue más terrible de lo que jamás su mente hubiera podido imaginar. Su
caballo pareció presentir la consternación de su amo y detuvo su trote frente
al infierno que se mostraba ante ellos. El fuego parecía brotar de las
entrañas de la tierra, vomitado al mundo de los mortales por algún
insaciable demonio de los Días Antiguos. La devastación se extendía
decenas de leguas hacia el este y el oeste, y un gran y lejano arco de fuego
parecía indicar al ejército de la Alianza la senda que les conduciría al origen
de ese averno. El hogar que vio nacer a Kiril se consumía envuelto en una
danza siniestra de voraces llamas y todo lo que alguna vez había amado era
arrasado por el fuego del pérfido Zornik. No necesitaba más que mirar hacia
el oeste para ver en qué se convertirían los antiguos territorios nerlingos: en
un erial de tierra quemada y calcinada, en un páramo de raíces retorcidas y
carbonizadas, pues esa y no otra era la imagen que sus ojos veían al
contemplar lo que un día no tan lejano fuera la frondosa floresta del Bosque
de Alkos.
Las primeras unidades de la vanguardia del ejército de la Alianza
comenzaban a alcanzar las praderas y, al igual que Therliangator, se
detuvieron consternados frente a aquel lienzo que Zornik había dibujado
para ellos. El silencio se apoderó nuevamente de la gran tropa, solo roto por
el lejano y siniestro crepitar de las llamas destructoras. La retaguardia del
ejército estaba desconcertada tras detenerse la marcha nada más haberse
iniciado. Los hombres treparon por la pendiente rompiendo las columnas
para formar una gigantesca hilera de rostros desolados frente al infierno de
fuego.
—Que Olión nos proteja —fue lo único que alcanzó a musitar Gródolas
espantado ante las columnas de humo y fuego que se elevaban hacia el
norte.
Kiril tiró con suavidad de las riendas de su caballo y reemprendió la
marcha hacia Lothikaton, mientras la nubes de polvo y ceniza se mezclaban
con los brunos vapores del aliento maligno de Urkha, formando un opaco y
negro tapiz en el cielo, sobre el que se dibujaba el caprichoso reflejo de
aquellas llamas de destrucción. Los capitanes le siguieron mudos y
abatidos. Maikel era el único que rompía aquel silencio con su ahogado
llanto.
A medida que avanzaban hacia su amada Lothikaton, las nubes de humo
lloraban una lluvia de ceniza que comenzó a cubrir sus capas y ropajes de
un color ceniciento. Ni siquiera la lluvia lograba sofocar los fuegos que
Zornik había provocado. Con el ocaso del día, las sombras que proyectaban
las llamas se transformaron en formas perversas y siniestras, y el miedo
comenzó a hacer presa en los hombres, un miedo demente como el que se
apoderó de ellos al cruzar Bosque Salvaje. Kiril no tenía la fuerza necesaria
para empuñar a Darbrethil y espantar con su luz a los demonios que los
atemorizaban y claudicó ante la petición de sus hombres para dormir en
campo abierto a media milla del devastado Helkoburgo. Nadie quería
penetrar en aquel burgo calcinado durante la noche, y los hombres del sur
rezaban a los dioses del desierto para que su príncipe abandonase aquella
descabellada misión y pudieran regresar al hermoso Reino de Saralamath.
Mas las escasas luces del nuevo día, ahogadas bajo el manto negro del
cielo que los oprimía, no lograron devolver el ánimo a los hombres. El
silencio se había apoderado del campamento. Los capitanes apenas si
cruzaban palabra y Kiril se mostraba solitario y taciturno. Maikel, quien
había permanecido apresado por un desconsolado llanto, se acercó a su
amigo y hermano de sangre y se sentó a su lado. Ambos contemplaron
desde la distancia las llamas que envolvían Lothikaton y que se resistían a
consumirse bajo la cortina de fina lluvia de agua y cenizas.
—Ethril Eilalith —le susurró—. Debemos recuperar a Ethril Eilalith.
Kiril se giró súbitamente hacia Maikel, como si éste hubiera
pronunciado las palabras mágicas que deshiciesen un terrible sortilegio.
—La estatua de Nerlinguia —dijo Kiril—. Junto a ella reposa Ethril
Eilalith. El fuego de nuestra diosa consumirá el fuego de Zornik —y ambos
se abrazaron y en sus rostros resplandeció la luz de un nuevo amanecer.
Los dos alkos se acercaron a los hombres y, con voces fuertes y briosas
prendidas de sus gargantas, comenzaron a movilizar aquel ejército
derrotado por la visión del nuevo mundo en el que Zornik ansiaba convertir
Tierra Conocida. Los capitanes no salían de su asombro al ver recobrar a
Kiril y Maikel toda su fuerza y determinación y Enna se acercó a su amado
con una sonrisa en la boca:
—¿Qué ha sucedido? ¿Nerlinguia te ha hablado?
—Sí —dijo sonriendo—, pero esta vez a través de los labios de Maikel.
En Lothikaton recuperaremos la esperanza que por un día el maldito rey
groning nos ha arrebatado. Acompáñame, Enna, hija de Oerlikon. Cabalga a
mi lado y entra junto a mí en el sagrado lugar de reunión de todos los
nerlingos. Pues allí nuestra diosa nos aguarda con la luz que iluminará
nuestro camino hacia Groningburgo. No dejaremos que sea el fuego de
Zornik el que guíe nuestros pasos.
—Cabalgaré junto a ti, amor mío, pues ya nada podrá separarnos. Ni
siquiera la muerte puede ya asustarme; el jinete sin rostro podrá arrastrarme
de tu lado, pero yo te esperaré paciente en la morada de los dioses.
—No llames a la muerte antes de tiempo, Enna —le reprendió con un
cariñoso beso en la frente—, pues en las próximas lunas el jinete sin rostro
robará miles de nuestras almas y de los soldados de Zornik. La batalla final
se aproxima y siento cómo se revuelve inquieto a lomos de su terrible y
negro corcel.
—Apartaré esas palabras de mis labios —respondió Enna—. Pero no
nos demoremos más frente a la gran hoguera de Helkoburgo. Condúcenos a
Lothikaton o adonde quiera Nerlinguia te haya ordenado.
Kiril volvió a besarla, esta vez en la boca, y desterró aquellas palabras
de los labios de su amada. Mientras ellos se besaban, Maikel con la ayuda
de Gródolas y Senthilkumar, había logrado que el ejército de la Alianza
estuviera presto y en estado de revista. Kiril montó sobre su corcel y,
desenvainando a Darbrethil, gritó a los hombres:
—¡Hacia Lothikaton! ¡El fuego del infierno se sofocará a nuestro paso!
Y el ejército se puso en marcha a paso lento pero firme hacia la capital
nerlinga. A pesar de la vehemente arenga de Kiril, eran aún muchos los que
dudaban de las palabras del Rey Nerlingo. Se preguntaban cómo acabaría
con las llamas de Lothikaton si durante toda la noche la gran pira en la que
ardía Helkoburgo apenas si había menguado bajo la pertinaz cortina de
lluvia. Sin embargo Kiril, ajeno a los temores que atenazaban a sus
hombres, avanzaba hacia el norte con sus ojos clavados sobre Lothikaton.
Apenas si tardaron unas horas en alcanzar la antigua capital nerlinga.
Cuando penetraron en aquel mar de desolación y destrucción, Kiril
encabezaba la marcha sosteniendo a Darbrethil en su mano derecha. Las
llamas parecían menguar al paso de la Espada de Libertad, pero
recuperaban su furia cuando Therliangator se alejaba de ellas. El humo y las
cenizas que revoloteaban a su alrededor como pérfidos cuervos negros
apenas si les permitían respirar, pero Kiril avanzaba erguido sobre su corcel
en dirección a la que en su día fue la plaza central de Lothikaton, donde la
estatua de la diosa Nerlinguia otrora había lucido majestuosa, iluminada por
la límpida llama de Ethril Eilalith que descansaba sobre un hermoso
pedestal de plata. A unos trescientos pasos de su posición, Kiril divisó el
semiderruido castillo en el que hacía poco más de un invierno había vivido
acompañando al entonces regente nerlingo, su padre Akrog. En aquellos
instantes de dolorosos recuerdos, una parte de su ser agradeció que su padre
no pudiera contemplar la devastación que había sufrido su hogar tras el
delirio de poder de Torko, al que el mismo Akrog apoyó con su voto en el
último Consejo de los Lacrags.
Sobre el castillo Kiril creyó ver sobrevolar a un pájaro, pero confundido
por el humo, las cenizas y el aliento maligno de Urkha que velaban las luces
del cielo, concluyó que serían restos de las ascuas elevadas al cielo por la
virulencia de las llamas. Continuó avanzando hasta que se dio de bruces con
la gran plaza circular de Lothikaton. En el centro de la misma descubrió la
estatua de mármol de Nerlinguia destrozada en mil pedazos por la barbarie
groning. El pedestal de plata que descansaba sobre la mano de la diosa
había desaparecido, probablemente expoliado por el saqueo groning tras la
terrible batalla. Kiril desmontó de su corcel y, a su lado, emergió Maikel
como una sombra protectora. Un brillo de esperanza iluminó los ojos de los
dos alkos, pues a pesar de la ruina, a pesar de los sortilegios de Zornik y
Urkha, a pesar del tiempo transcurrido, allí, sobre el suelo de Lothikaton,
rodeada por el fuego de la devastación, por el negro velo que amortajaba el
cielo de Jactinia, la nacarada llama de Ethril Eilalith seguía brillando con
inusitado fulgor. Ni el viento, ni la lluvia, ni la nieve, habían sido capaces
de apagar a la llama imperecedera.
Kiril, sin saber bien por qué lo hacía, quizás guiado por la mano de
Eubalil, acercó a Darbrethil a aquel níveo fuego purificador, y ambos, el
fuego y el metal, que un día llegaron de lo más profundo de la cúpula
celeste, se fundieron en uno solo, refulgiendo con una luz tan cegadora que
sus destellos deslumbraron a todo aquel que la contempló.
Y la hoja de Darbrethil brilló como nunca antes lo había hecho y Ethril
Eilalith se alzó varios pies por encima de las cabezas de Kiril y Maikel
como un fuego súbitamente avivado por los dioses. Y fue entonces cuando
Therliangator hendió las llamas color marfil con la Espada de Libertad, y de
la hoguera de los dioses brotaron seis brazos, uno por cada clan nerlingo, y
se lanzaron como seis arietes contra las llamas con las que el Mariscal
Burkelen había incendiado el hogar de los nerlingos. Y aquellos arietes
sofocaron el fuego de la destrucción y en dos millas a la redonda el fuego se
consumió, las cenizas se volatilizaron y un enorme claro se abrió en el
cielo, una gigantesca cicatriz que rasgaba el aliento de Urkha por el que,
tras muchos días de oscuridad, los rayos del sol volvieron a acariciar
aquellas tierras que por fin habían vuelto a manos de sus legítimos dueños.
Todo el ejército de la Alianza prorrumpió en vítores y alabanzas cuando
aquel mágico episodio aconteció. La esperanza volvió a prender en sus
corazones, pero esta vez de una manera definitiva, pues tras aquel milagro
que acababan de contemplar, ya nadie dudaría del poder de Kiril y su
espada. Sentían que quizás podrían morir camino de Groningburgo, pero lo
harían con bravura, desterrando todo temor al enemigo, pues la luz de
Darbrethil, como antes lo hizo en Bosque Salvaje, había logrado salvarles
del más terrible de los peligros: el miedo.
Pero mientras los hombres gritaban y festejaban la luz de la estrella del
día, el chillido de uno de los halcones de Zornik hizo enmudecer a las
tropas de la Alianza. Enna y Oerlikon, quienes habían contemplado
maravillados el poder de Nerlinguia, se giraron en dirección al castillo y
pudieron contemplar cómo el halcón descendía en picado desde el cielo
para posarse sobre una de las almenas.
—No fueron imaginaciones mías —le dijo Kiril a Maikel—. Ese
maldito halcón nos observaba desde el cielo cuando entramos en
Lothikaton.
—¿Qué diablos pretende? ¿Será una trampa? Bien sabes que donde los
halcones vuelan los gronings merodean.
—Esta vez presiento que no hay gronings en los alrededores, mas ese
pájaro endemoniado ha sido enviado a Lothikaton por algún oscuro
propósito. Acerquémonos al castillo.
Kiril avanzó hacia la almena desde la que el halcón le miraba insolente.
Maikel retrocedió unos pasos y tomó su arco y una de las flechas de su
carcaj. Hundió la punta de la flecha en Ethril Eilalith y sus llamas
prendieron en el aguijón de la saeta. Cuando Maikel se volvió, Kiril se
encontraba a solo cincuenta pasos de las derruidas murallas del castillo,
acompañado por Enna, Oerlikon y Gródolas. El halcón seguía observándolo
desde lo alto de las murallas con unos extraños ojos amarillos mientras su
pico parecía retorcerse en una mueca burlona. Una flecha voló del arco de
un norteño desde la apretada formación del ejército de la Alianza, pero el
halcón ejecutó una veloz pirueta y esquivó la flecha, retomando desafiante
su anterior posición.
—¡Son demonios alados! —gritaban algunos.
—¡No hay pájaro que pueda esquivar la certera flecha de un arquero! —
exclamaban otros.
El príncipe Ilanit, diestro con el arco sureño, también trató de abatir al
halcón, pero el ave volvió a esquivar la flecha con inusitada facilidad.
Tras otro par de fallidos intentos por derribarlo, el halcón, hastiado con
aquel aburrido juego, reanudó el vuelo sobrevolando en tres ocasiones las
cabezas de Kiril, Enna, Oerlikon y Gródolas, hasta que dejó caer sobre ellos
un pequeño pergamino que sujetaba entre sus patas. Lanzó un lacerante
chillido y giró rumbo hacia las Montañas Artankal para reunirse con su
amo. Pero en aquel instante algo ocurrió y una última saeta voló a su
encuentro. Esta vez las artes oscuras de Zornik no pudieron proteger al
halcón, el cual fue traspasado por la flecha de llamas blancas que Maikel
había disparado. El pájaro cayó abatido desde la cicatriz abierta en el
aliento de Urkha sobre el suelo de Lothikaton, y su cuerpo fue consumido
por las llamas nacaradas de la flecha nerlinga como si de una antorcha
celestial se tratase.
—Ese demonio alado ya no volará hacia las Montañas Nerlingas —dijo
Maikel—. Pues hoy esas montañas han recuperado su nombre. Y al igual
que este halcón ha caído bajo las flechas nerlingas, también Zornik caerá
abatido por ellas.
Los hombres jalearon a Maikel por su hazaña. Kiril se acercó a él y le
dijo emocionado:
—Mi padre se hubiera enorgullecido al verte abatir a ese halcón. Con
gran honor te hubiera nombrado el mejor arquero de nuestro pueblo.
Maikel sonrió agradecido pero enseguida sus ojos se desviaron hacia el
pergamino que Kiril tenía en su mano.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Maikel.
—El halcón groning lo llevaba entre sus garras. Apuesto a que se trata
de una amenaza de Zornik y sus Mariscales.
Kiril rompió el lacre y desenrolló cuidadosamente el pergamino. Los
rayos del sol proyectaron su luz sobre la misiva de Burkelen. La intuición
del joven Rey Nerlingo no había fallado. Comenzó a leerlo en voz alta para
que Maikel, Enna, Oerlikon, Gródolas, Ilanit y varios de los oficiales y
hombres de confianza que se habían acercado pudieran oírlo. El mensaje
del Mariscal rezaba así:
H abía transcurrido más de una semana desde que el grueso del ejército
de la Alianza se acantonase en Lothikaton. Las labores de
reconstrucción de la capital nerlinga no habían hecho más que comenzar,
pero al menos sus calles y la plaza central volvían a ser transitables. El
busto de madera de Nerlinguia y el pedestal sobre el que la llama
imperecedera brillaba con blanco fulgor, habían logrado devolver la
esperanza a los nerlingos. Esperanza que se convirtió en dicha cuando
medio centenar de fugitivos nerlingos abandonaron sus escondites en lo
más profundo de las Montañas Nerlingas al ver a los gronings retirarse a
Groningburgo a través de la Senda de las Águilas. Acudieron a Lothikaton
ansiosos por unirse al ejército libertador. Kiril y Maikel fueron los únicos
nerlingos de los antiguos cinco clanes a los que encontraron en aquella
tropa, por lo que fueron invadidos por una profunda tristeza. Mas cuando
los dos nerlingos les relataron que los alkos perdidos del sexto clan se
encontraban entre ellos, nuevamente la alegría retornó a sus corazones.
Escucharon con gran atención por boca de Maikel el relato de la
peligrosa huida hacia las regiones orientales, cómo encontraron al sexto
clan y cómo lograron, gracias a la Alianza con los norteños y los pueblos
libres del este, la victoria contra las legiones de Zornik. Cuando escucharon
que Kiril pretendía atacar la fortaleza de Zornik en Groningburgo, los
nerlingos se estremecieron pero, a pesar del miedo, decidieron ofrecerse
voluntarios para participar en esa campaña.
Los fugitivos habían sobrevivido ocultos al amparo de las Montañas
Nerlingas, cazando al caer la noche y ocultándose de los ojos de los
halcones durante el día. Maikel, conmovido por su relato, se encargó
durante esas jornadas de que nada les faltase. Él sabía lo gratificante que era
la hospitalidad en territorio extranjero, pues la había recibido cuando más lo
necesitaba de Loit y Haakoin, de Tirk, Kilma y los habitantes de Thioluka,
del Senescal Adelel, de Ebba y Oerlikon e incluso del huraño capitán Falk.
Y aquellos nerlingos, aunque de nuevo en Lothikaton, parecían forasteros
en su propio hogar.
Mientras todo esto acontecía, cerca de doscientos hombres y una decena
de exploradores comandados por Olaf y su ya inseparable Lonar, habían
partido por orden de Kiril hacia el antiguo destacamento del Puente de
Piedra a las orillas del Río Grazemberg. El Rey Nerlingo quería comprobar
por un lado si los gronings realmente se habían retirado a sus territorios y
por otro si el Puente de Piedra aún se mantenía en pie. Si los gronings lo
hubieran derribado tras su paso, el avance de los carros de combate de las
tropas del príncipe Ilanit se vería seriamente comprometido. No sería nada
fácil levantar un puente provisional con maderos que soportase el peso de
bigas, trigas y cuadrigas, con lo que Kiril perdería gran parte del poder de
su ejército, reduciéndose a la infantería y a varios cientos de unidades de
caballería. Un enfrentamiento en campo abierto contra la potente caballería
groning les llevaría a una debacle segura.
Pero el ejército aliado había sido afortunado, pues las nuevas que
llegaron desde el río Grazemberg confirmaron que el Puente de Piedra aún
se alzaba sobre sus frías aguas. A pesar de que los gronings habían tratado
de derrumbar el puente para dificultar el avance de las tropas de Kiril, la
estructura del mismo, construida centurias atrás durante la regencia de
Bulbarot el bilko, había resistido y apenas si unas pocas losas de piedra
descansaban ahora en el fondo del cauce del río. Varias trigas y una
cuadriga habían franqueado el puente sin el más mínimo atisbo de que su
estructura estuviese dañada. Olaf también informó que a pocas millas de
distancia habían descubierto los cimientos del embarcadero que Zornik
había mandado construir en el Arquiri-Valu. Como ese embarcadero no
constituía ninguna amenaza inmediata para el ejército de la Alianza, ya que
el río cruzaba al sur de Tierra Seca para ir a desembocar en el lejano Mar
del Gruneng, Kiril decidió no malgastar esfuerzos en destruirlo.
Estas nuevas tranquilizaron a Therliangator, quien sabía de los
innumerables peligros que le aguardaban al otro lado del río, por lo que no
quería que sus hombres gastasen más energías de las necesarias. Pues si
bien la reconstrucción de Lothikaton era una tarea fatigosa pero a la vez
gratificante, construir un puente era comenzar a bregar contra las
contrariedades demasiado temprano.
Una tarde, antes de que la noche cayera sobre Jactinia, Kiril convocó a
sus capitanes y les comunicó que a la mañana siguiente partirían hacia
Puente de Piedra.
—Ya no volverá a haber descansos. Ya no habrá nuevos Skeldonburgo,
Maraburgo o Lothikaton donde detenernos. Aquel que quede atrás en las
veredas del camino sera porque la muerte ha acudido a su encuentro. No
nos detendremos hasta llegar a las puertas de Groningburgo. El final del
camino se muestra frente a nosotros, pero no sabemos si es vida o muerte lo
que allí nos aguarda —y Kiril cerró los ojos y guardó unos solemnes
instantes de silencio—. Y ahora, mis leales y fieles compañeros —volvió a
hablar pausadamente mientras recorría con su mirada los severos rostros de
aquellos que participaban en el cónclave—, recemos a los dioses para que
nos protejan y se apiaden de nuestras almas. Rezad a Olión, a los dioses del
desierto, a los dioses del mar, o a cualquier otro dios al que adoréis, pero
por encima de todos rezad a Nerlinguia, pues de su mano pende la suerte de
nuestro destino, el único destino que ya todos compartimos —y todos
cerraron los ojos imitando a Kiril y durante largo rato encomendaron sus
almas a los dioses que velaban por el bien de Tierra Conocida.
Antes de que los rayos de sol tratasen de penetrar el oscuro velo que
cubría Jactinia, Kiril ya estaba en pie y había convocado nuevamente a sus
capitanes, a los que ahora se dirigía:
—Hay tres posibles rutas a través de las cuales alcanzar Groningburgo:
la primera cruza el Isengur y bordea por el oeste los Guardianes de
Groning; la segunda discurre por el Paso del Gorglin atravesando la Iugur-
András y los Guardianes de Groning; la tercera y última cruza el Paso de la
Rocosa para luego bordear por el este los Guardianes de Groning. La
primera y la tercera son más largas, pero más cómodas para nuestra
caballería ligera y pesada. Sin embargo, el Paso del Gorglin sería la mejor
opción para irrumpir por sorpresa frente a las murallas de Groningburgo
con nuestra infantería.
—¿Qué es lo que estás pensando? —le interrumpió Enna.
—La manera de sorprender a Zornik —respondió pensativo—. Y la
mejor manera es hacer lo que nunca esperaría: que dividamos nuestro
ejército. El mensaje de Burkelen, el camino de fuego que los gronings nos
marcaron, todo converge en un mismo punto: buscan que un resplandor de
cólera ciegue nuestros ojos, que avancemos como una manada de caballos
desbocados contra sus ejércitos para caer en la trampa que nos han tendido.
Zornik sabe de las nuevas alianzas de los hombres libres. Conocerá desde
lunas atrás que un formidable ejército sureño se ha unido a nuestras tropas,
y buscará emboscarnos allí donde seamos más vulnerables. Quizás en las
ciénagas y humedales entre el Paso de la Rocosa y las Landas de Edhilien;
quizás en los campos huérfanos de vegetación y enfangados por la lluvia
más allá del Río Isengur.
—Pero no esperará que osemos irrumpir por el Paso del Gorglin —
concluyó Gródolas.
—En efecto —dijo Kiril—. Por lo que sé es un camino angosto y
escarpado, un terreno pedregoso controlado por varias torres de vigilancia a
lo largo del paso, que a buen seguro también estará vigilado desde el aire
por sus halcones.
—Entonces estaremos perdidos —dijo Senthilkumar—. Si esos pájaros
nos descubren será el fin de aquellos que se internen en el paso.
—Te olvidas que ahora sabemos cómo derribar a los halcones de Zornik
—dijo Kiril mirando a Maikel.
—Ethril Eilalith —dijo el fiel alko mientras Kiril asentía.
—Escuchadme atentamente, pues este es el plan que deberá
conducirnos a la victoria —y todos los capitanes se apretaron en torno a
Kiril con sus cinco sentidos puestos en lo que el Rey Nerlingo iba a
explicarles—. Dividiremos a nuestro ejército en tres grandes compañías. La
primera de ellas, la que será conocida como Luz de Medianoche, tendrá
como capitán a Gródolas, y la compondrán la caballería ligera y los
hombres del norte. Bravo guerrero de Tenkolmar —se dirigió al norteño—,
cruzarás el Paso de la Rocosa y te dirigirás hacia Groningburgo al abrigo de
las faldas de los Guardianes de Groning. Avanza rápido, pues la Luz de
Medianoche deberá ser la primera en llegar e iluminar el camino de las
otras compañías.
—Así lo haré, Kiril. Lo prometo por mi amada Tenkolmar —respondió
con vehemencia.
—Gran príncipe y futuro Rey de Saralamath —continuó el alko—. Tú
serás quien comande la segunda de las compañías, la Estrella del Desierto.
Tus carros de combate y hombres del sur te seguirán hacia el oeste, más allá
del Isengur. En esta época del año su torrente descenderá calmado, por lo
que no deberías encontrar grandes dificultades en franquearlo. Además, no
te privaré de la compañía y protección de tu fiel Senthilkumar.
—Que los dioses del desierto bendigan tu plan —e Ilanit asintió con una
reverencia—. Tampoco seré yo quien robe de tu lado al inseparable
guardián del Rey Nerlingo —y todos sonrieron mirando a Maikel.
—Al igual que Gródolas, una vez franqueada la vertiente occidental de
los Guardianes de Groning, avanzarás al encuentro de la Luz de
Medianoche. Pero será muy difícil ocultar el estruendo y el polvo del
camino que se elevará al cielo al paso de vuestra compañía.
—¡Que tiemble Groningburgo! —exclamó Senthilkumar—. Muchas
veces el miedo hiere más profundo que una lanza. Ese miedo debilitará la
confianza de los gronings.
—Y por último, la Furia de Dioses cruzará bajo mi mando el Paso del
Gorglin. Lanceros, arqueros y el resto de la infantería de a pie compuesta
por esmugas, luinas, bortigos, lupenos, skelingos y nerlingos. Esta vez
volveremos a encontrarnos al sur de Groningburgo para la batalla final en la
que el reino del terror de Zornik será sometido y derrocado por los hombres
de los pueblos libres —y todos jalearon a Kiril—. Pero no penséis que será
fácil lograrlo. Los dioses deberán estar de nuestra parte. En nuestro camino
hacia la capital groning los esbirros de Zornik nos hostigarán, emboscarán y
atacarán. Muchos de los nuestros caerán en el camino, pero recordad, jamás
desfallezcáis, pues la llama de Ethril Eilalith siempre estará a vuestro lado.
—Antes de emprender la marcha y dividir a nuestras tropas deberíamos
limpiar de enemigos los alrededores —dijo Maikel.
—Te has anticipado a mis palabras —respondió Kiril—. Enviaremos
tres avanzadillas a cada una de las rutas que seguiremos. Debemos
asegurarnos que no haya ningún groning en quince millas a la redonda.
Cada uno de los capitanes elegiréis a quién enviar como vanguardia. Si las
avanzadillas no encuentran oposición, los exploradores deberán dar la orden
de avanzar al grueso de la compañía. Por el contrario, si encuentran
resistencia en el camino, deberán enfrentarse a ella para aniquilarla
completamente o retroceder si los efectivos enemigos superan el centenar.
Pensarán entonces que nos retiramos, y así lo haremos, aguardando un par
de jornadas apostados en las veredas del camino. Cuando confiados
descuiden la vigilancia de esa ruta o avancen contra nosotros, acabaremos
con ellos para a continuación marchar veloces sobre Groningburgo.
Sospecho que esto es lo que bien la Luz de Medianoche o bien la Estrella
del Desierto puedan encontrarse, mas no así la Furia de Dioses. A buen
seguro que el Paso del Gorglin estará vigilado, pero solo por centinelas
repartidos en las torres de vigilancia que jalonen la senda. No perdamos
tiempo, amigos —ordenó Formad a las tres compañías y poned en marcha
el plan que os he relatado. ¡Que la ventura de los dioses nos acompañe!
—¡Que así sea! —contestaron todos.
Uno a uno los capitanes fueron abandonando el improvisado cónclave,
hasta que sólo quedó Oerlikon.
—Hoy estás más callado de lo habitual —le dijo Kiril, incómodo al
sentir la mirada del Kliat clavada en sus ojos.
—No más que en otras ocasiones —respondió Oerlikon esbozando una
sonrisa—. Es solo que guardaba mis palabras para pronunciarlas en el
momento preciso.
—Y supongo que ese momento ha llegado —dijo Therliangator
resignado.
—Siéntate a mi lado, Kiril —y el alko caminó hasta la posición en la
que Oerlikon le esperaba—. Cuéntame el verdadero plan que guardas en tu
cabeza.
—Ya la has oído, maestro. Es el que hace unos instantes acabo de relatar
a los capitanes. Las tres compañías, unidas y a salvo tras franquear las
murallas naturales que protegen a Groningburgo, se mostrarán como un
único ejército frente a las murallas construidas por el hombre.
—Luz de Medianoche, Estrella del Desierto y Furia de Dioses, ¿esos
eran sus nombres, verdad? Muy apropiados para infundir valor a los
hombres —y sonrió con sarcasmo—. ¿Es que acaso me tomas por un
anciano sordo y ciego? Eso ya lo he escuchado, pero no es lo que quiero oír.
Quiero saber la jugada maestra que esconde tu plan, pues al igual que tú, sé
que la ruina nos aguarda si nos lanzamos contra las murallas de
Groningburgo, con tres o con el doble de compañías bajo nuestro mando.
Kiril, hijo mío, no tengas miedo de contarme lo que piensas, pues sabes que
confío en tu buen discernimiento.
—Prométeme que no se lo dirás a nadie. Ni a Maikel, ni a… ni a Enna
—dijo repentinamente apesadumbrado por una terrible carga que su
corazón parecía sobrellevar—. Sobre todo a Enna.
—Te lo prometo, Te prometo por Nerlinguia que no revelaré tu plan
secreto.
—Los hombres se descorazonarían, su confianza menguaría y la fuerza
de sus brazos no seria la misma en el fragor de la batalla —contestó Kiril,
quien permaneció callado durante unos instantes—. Desafiaré a Zornik.
Lograré que abandone su castillo, que se muestre fuera de las murallas. Le
retaré a un combate singular, solos él y yo, nadie más, ni hombre ni animal
en doscientos pasos a la redonda. Un Duelo de Reyes en el que acabaré con
él, aunque quizás él también acabe conmigo. Pero esa será la única forma
de devolver la luz y la paz a Tierra Conocida.
—Dos veces el doble de dos docenas de dobles huellas… —recitó
el padre de Enna.
—Exacto. Y en ese confinado espacio en el que únicamente mi corazón
y el corazón de Zornik latirán como uno solo, se decidirá el destino de los
hombres —finalizó Kiril aliviado por haber podido compartir con Oerlikon
el secreto que guardaba.
—Tu solo sacrificio no valdrá sin la ayuda de los demás. Como días
atrás nos dijiste, esta misión resultará victoriosa si todos permanecemos
juntos y unidos. Confía en tus hombres, confía en tu amada Enna, confía en
tu inseparable Maikel, pues ellos te darán la fuerza para lograrlo.
—Ellos me ayudarán a llegar a los acantilados del infierno, pero seré yo
quien deba saltar al vacío y destruir al demonio que mora en ellos —habló
Kiril—. Si Enna o Maikel supieran lo que pretendo hacer no lo permitirían,
pues antepondrían el amor incondicional que me profesan ante la salvación
del resto de los hombres. Siempre creerán que habrá otra forma de derrotar
a Zornik, otra manera de culminar esta encomienda sin cobrarse el precio de
mi vida. Pero maestro, yo sé que esa es la única opción de victoria y
salvación. Desafiar el poder de Zornik frente a sus murallas, servirle en
bandeja de plata una victoria que él considerará segura en un combate
singular frente al bisoño descendiente de la estirpe real nerlinga. No,
maestro, no hay otra opción. Por muy dolorosa que sea, aunque reclame mi
vida, es la opción que yo he elegido, y no habrá nada ni nadie que logre
apartarme de ese camino.
—Respetaré tu decisión, Kiril —dijo con cierta tristeza Oerlikon, quien
a pesar de todo en su fuero interno también presentía que aquella era la
única opción de victoria—. Sé que durante largo tiempo ha sido meditada y
que con ella pretendes evitar un gran derramamiento de sangre,
anteponiendo tu vida a la de los demás. Ello te hace ser aún más grande.
Pero hijo mío, sigo creyendo que no deberías ocultar tus decisiones a los
ojos de quienes te son más queridos.
—He de hacerlo, maestro. Por mucho que me duela he de hacerlo —y
levantándose se volvió, para regresar caminando cabizbajo hacia su tienda
mientras una frenética actividad se apoderaba del campamento, donde los
capitanes se afanaban en convocar a las tres compañías que partirían a la
conquista de Groningburgo.
Antes de que el sol pudiera anunciar el mediodía a través de la plomiza
mortaja gris que cubría el cielo de Jactinia, la Luz de Medianoche, la
Estrella del Desierto y la Furia de Dioses formaban frente a Therliangator y
sus capitanes, prestas para la revista de armas antes de la batalla. Como tres
temibles galeras que emprendiesen una última travesía para surcar los
tempestuosos océanos, mostraban ahora orgullosas todo el poder que serían
capaces de desplegar frente al monstruo de las profundidades abisales.
Como Kiril había ordenado, algo más de un centenar de hombres de
cada compañía se internó en la ruta que más tarde la Luz de Medianoche, la
Estrella del Desierto y la Furia de Dioses tomarían. Al frente de la
avanzadilla de la Furia de Dioses partieron Olaf, Lonar y Sventegard. Su
principal cometido era trazar la posición y el número total de torres de
vigilancia que los gronings habían levantado a lo largo del Paso del
Gorglin. Kiril y los suyos permanecerían al menos dos días más acampados
en la orilla sur del Río Grazemberg aguardando noticias no solo de Olaf y
su avanzadilla, sino también de las que pudieran llegar de las vanguardias
de la Luz de Medianoche y la Estrella del Desierto. Si alguna de ellas debía
enfrentarse a los gronings, la infantería del ejército de la Alianza debería
entrar en combate para que fuese creíble a los ojos del enemigo que todo el
ejército rebelde avanzaba en esa dirección.
Tras la primera jornada de marcha a través de territorio groning las
noticias que llegaron fueron tranquilizadoras. Ninguna de las tres
avanzadillas había avistado enemigo alguno y avanzaban a buen paso.
El segundo día solo recibieron un mensaje de la Estrella del Desierto.
Senthilkumar, quien había partido al mando de los sureños, informaba que
las cincuenta bigas y veinte trigas habían cruzado sin problemas el Río
Isengur diez millas al este de la entrada al Paso del Gorglin. El mensaje
terminaba diciendo que los hombres de la Furia de Dioses también habían
cruzado el Isengur y que encaraban el camino que conducía a las faldas de
la Cordillera Iugur-András.
Al mediodía del tercer día de marcha y, sin que la lluvia les hubiera
concedido tregua alguna, llegó un mensaje de la vanguardia de la Luz de
Medianoche. Los norteños comunicaban a Gródolas que el camino estaba
completamente despejado y, que tras hollar el Paso de la Rocosa, no
vislumbraban rastro alguno de compañías gronings en muchas leguas a la
redonda. Kiril y Gródolas convinieron en que el grueso de la Luz de
Medianoche podía partir hacia Groningburgo.
—Permaneced alertas durante vuestra marcha y extremad las
precauciones cuando alcancéis las estribaciones orientales de los
Guardianes de Groning. Es probable que entonces diviséis a las legiones del
norte apostadas en las Landas de Edhilien.
—Así lo haremos —respondió el de Tenkolmar—. Guardaos también
vosotros de los ojos de los halcones. La senda que habéis de tomar puede
convertirse en una trampa mortal si los gronings os descubren.
—Sé que Olión y Nerlinguia velarán por todos nosotros. Volveremos a
vernos a las puertas de Groningburgo —dijo Kiril.
—Allí uniremos de nuevo nuestras espadas —sentenció Gródolas—.
¡Luz de Medianoche! —gritó—, ¡Adelante! —y la compañía de norteños
comenzó a caminar bajo la impenetrable cortina de lluvia que brotaba
inagotable del maligno manto creado por la oscura de Urkha.
El resto del ejército de la Alianza que permanecía acampado al otro lado
de Puente de Piedra despidió con miradas silenciosas a la compañía.
Llegó el cuarto día y con él las malas nuevas. La vanguardia de la
Estrella del Desierto había caído en una emboscada groning unas diez
millas antes de alcanzar el límite occidental de los Guardianes de Groning.
Más de veinte hombres habían muerto durante el combate. Los gronings les
atacaron por sorpresa al caer la noche y los sureños se vieron obligados a
retroceder. En su precipitado repliegue volvieron a cruzar a través de una
zona enfangada por la lluvia por la cual sus carros de combate encontraron
grandes dificultades para avanzar y en la que algunos quedaron atascados.
Fue precisamente allí donde un segundo grupo groning les atacó, esta vez
acompañados por media docena de wolkurs. Los perros de la guerra de
Zornik se ensañaron con los caballos e inutilizaron varias de las bigas y
trigas.
Los sureños, aterrorizados por las bestias wolkur, descuidaron la
formación defensiva y Senthilkumar tuvo que acabar con dos de los
wolkurs para que sus hombres recobraran el valor. Mientras tanto, los
sureños eran atacados desde ambos flancos por las dos partidas gronings.
Tras una dura contienda, acabaron con el grupo de los wolkurs y gronings
que los hostigaban desde el este. Gracias a ello, los cerca de setenta
supervivientes de la avanzadilla de la Estrella del Desierto pudieron batirse
en retirada hacia el Isengur. Se hicieron fuertes en lo alto de una suave loma
desde la que contraatacaron haciendo retroceder a los restos del primer
grupo groning, quienes tras un nuevo ataque, en el que nuevamente fueron
repelidos por los soldados de Senthilkumar, optaron por retirarse. Con toda
seguridad, solicitarían refuerzos al Mariscal Burkelen para tratar de detener
el avance del ejército de la Alianza.
Tras leer el mensaje de Senthilkumar, el príncipe Ilanit solicitó permiso
a Kiril para partir en ayuda de sus hombres. El permiso le fue concedido,
además de refuerzos adicionales para la Estrella del Desierto: ciento
cincuenta hombres de infantería y arqueros que, tras luchar contra la nueva
y previsible numerosa ofensiva groning, deberían regresar para cruzar a
retaguardia de la Furia de Dioses el Paso del Gorglin.
Al quinto día llegó el primer mensaje de Olaf. Habían cruzado el brazo
meridional de la Iugur-András sin encontrar en el camino ninguna torre de
vigilancia. Tras descender a las desnudas praderas que formaban el circo de
la cordillera, comprobaron al anochecer las luces de varias almenaras que
dibujaban frente a los exploradores una amenazante serpiente de luz.
Contaron desde la lejanía cinco torres, aunque quizás, ocultas entre los
escarpados riscos pudieran esconderse más atalayas. Sugirieron a Kiril que
la Furia de Dioses emprendiese la marcha hacia la Iugur-András y se
acantonase al abrigo de sus faldas hasta recibir un nuevo mensaje.
Kiril ordenó pues levantar el campamento y la Furia de Dioses comenzó
a avanzar lentamente hacia el Paso del Gorglin. Cuando su caballo pisó
territorio groning, se volvió y cruzó su mirada con la de Enna, Maikel y
Oerlikon, quienes con una sonrisa de asentimiento le respondieron, sin
necesidad de pronunciar palabra alguna, que le seguirían hasta el fin del
mundo. Enna y Maikel apretaron el paso de sus corceles y se colocaron a
derecha e izquierda de Kiril, mientras Oerlikon les contemplaba a unos
trancos de distancia.
—Fieles y amantes escuderos —musitó el Kliat para sí—. Llegado el
crucial momento, ruego perdonéis a Kiril y a su humilde maestro por
ocultaros el terrible final que le aguarda tras la última etapa de su misión.
El príncipe Ilanit condujo velozmente a sus huestes al encuentro de la
vanguardia comandada por su fiel Senthilkumar. Tan rápido fue su avance,
que los hombres de a pie que Kiril había enviado como refuerzo a la
Estrella del Desierto quedaron cortados varias millas por detrás del gran
grupo, siguiendo la estela de los surcos que los carros de combate dejaban
sobre las enfangadas praderas. Por una vez dieron gracias a la lluvia que
seguía cayendo incansable, pues de haber transitado por terrenos secos y
yermos como los eriales de Tierra Seca, se hubieran visto envueltos en una
irrespirable tormenta de nubes de polvo y arena. En menos de una jornada
habían cruzado el Isengur y al caer la noche llegaron a la loma en la que
Senthilkumar y sus hombres se habían atrincherado aguardando la llegada
de refuerzos. Los sureños recibieron con gran alegría a su príncipe y a los
hombres que le acompañaban.
—Los gronings nos emboscaron varias millas al oeste —le explicaba
Senthilkumar a Ilanit—. Un primer grupo se ocultó a nuestro paso tras las
arboledas que crecen en las faldas de las montañas. Nuestros exploradores
no los descubrieron y seguimos avanzando. Al caer la noche decidí acampar
antes de proseguir la marcha a través de las llanuras que separan Tierra Seca
y los Guardianes de Groning. Cuando aún montábamos el campamento una
compañía de legionarios bien adiestrados cayó sobre nosotros y decidimos
retirarnos siguiendo el plan de Kiril. Sin embargo los gronings tenían bien
planeada su emboscada y el segundo grupo cayó sobre nosotros cuando
transitábamos por aquella maldita pradera enfangada. El lodo se convirtió
en una trampa mortal. Los gronings soltaron a unas terribles bestias contra
nosotros, feroces lobos rabiosos que enloquecieron cuando mataron al
primer caballo.
—Wolkurs… —musitó Ilanit.
—Esas bestias desataron el pánico entre nuestros hombres. Nuestra
defensa se desmoronó, y los gronings aprovecharon el desconcierto para
infligirnos un gran número de bajas. No tuve más remedio que
sobreponerme a mis temores y lanzarme cimitarra en mano contra uno de
esos wolkurs. Le cercené la cabeza de un terrible mandoble y rápidamente
tuve que hundir mi cimitarra entre las costillas de una segunda bestia que se
abalanzaba contra mí con sus ojos inyectados en sangre para vengar la
muerte de su hermano. La muerte de los dos wolkurs hizo que los hombres
recuperasen el valor y la templanza. Lentamente volvimos a tomarla
iniciativa de la contienda. El segundo grupo que nos atacaba desde el este
era menos numeroso, por lo que decidí embestirlos con veinte bigas. Tras
una breve pero cruenta lucha conseguimos exterminarlos. Ordene a los
hombres retirarnos hacia el este hasta llegar a esta pequeña loma, donde
logramos una posición de ventaja sobre los gronings. Dos veces nos
atacaron y por dos veces los repelimos.
—Obraste bien, Senthilkumar —le felicitó Ilanit—. Mas de este
enfrentamiento debemos sacar una clara conclusión. Éste es el camino que
los gronings esperan que tome el ejército de la Alianza para continuar su
avance hacia Groningburgo. En las cuatro jornadas que aguardamos las
noticias de las tres compañías al sur de Puente de Piedra, no supimos de
ninguna escaramuza con los gronings hasta que llegó tu mensaje. Como
Kiril bien predijo, serán la Estrella del Desierto y la Luz de Medianoche las
que encuentren una mayor resistencia a su avance. Pero la compañía
comandada por Gródolas no hallará resistencia hasta franquear los
Guardianes de Groning. Después, si son precavidos y logran ocultarse a los
ojos de las legiones del norte que a buen seguro patrullarán al sur y al oeste
de Nornogham, puede que no tengan que entrar en combate hasta llegar a la
capital groning. Pero la Estrella del Desierto encontrará las trampas y los
ataques furtivos del enemigo en cada vereda y recodo del camino. Los
gronings no dejarán de hostigarnos, tratarán de desmoralizarnos, pero te
aseguro que no lo lograrán. Zornik y sus esbirros jamás han combatido
contra el ejército de Saralamath, por lo que no saben de qué son capaces los
hombres del sur.
—¿Qué haremos ahora, mi señor? —preguntó cansado Senthilkumar.
—Esta noche seguiremos acampados en esta loma —dijo el príncipe—.
Que tus hombres descansen. Las tropas de refresco realizarán la guardia.
Antes de medianoche más de un centenar de hombres de la Furia de Dioses
llegará al campamento. Dadles de comer y beber, y dejadles descansar.
Mañana partiremos para dar caza a ese grupo de gronings y a los que se
oculten en los Guardianes de Groning. Después, los hombres de la Furia de
Dioses regresarán hacia el Paso del Gorglin y nosotros avanzaremos a
través del corredor de Tierra Seca. Una vez acabemos con la resistencia
groning al sur de los Guardianes, cabalgaremos tan rápido como sea posible
hacia Groningburgo para desafiar a los ejércitos de Zornik.
—De acuerdo, mi señor —asintió agradecido Senthilkumar—.
Comunicaré las órdenes a los hombres y advertiré a los centinelas de la
llegada de los refuerzos. Mañana los gronings descubrirán el poder de
Saralamath.
—Lo verán y jamás lo olvidarán. Cuando lleguemos a Groningburgo las
noticias nos precederán y, desde lo alto de sus murallas, los gronings
temblarán al ver nuestros estandartes —sentenció Ilanit.
La noche, o quizás el día, cubrió con su oscuridad las regiones al norte
de Jactinia. Por encima del aliento maligno de Urkha, un gran ejército de
negras nubes, gigantescos cumulonimbos transportados por las alas de
lejanas ventiscas nacidas en el Mar de los Vientos, presagiaban la llegada de
una gran tormenta de nieve que, muchas lunas antes, pretendía anticipar la
llegada del despiadado invierno. Los espíritus del mal se habían conjurado
para sepultar a los hombres del desierto bajo heladas dunas de nieve y hielo,
condenándolos a morir lejos de las cálidas y bermejas arenas de su añorado
hogar.
ENCRUCIJADA DE DESTINOS
Como Gregas había planeado, esa misma noche antes del toque de
queda, los cinco fugitivos abandonaron Groningburgo por la puerta norte
junto a una de las compañías que habían sido convocadas a la revista de
armas para partir hacia el Corredor de Groningburgo en apoyo de los
legionarios de Zotelen. Marcharon a cola de la compañía pasando
inadvertidos entre el resto de soldados y aprovecharon un requiebro del
camino al paso de una angosta garganta para separarse de la tropa.
Bordearon ya en solitario la gran peña sobre la que se alzaba majestuoso el
palacio del rey. Los ponzoñosos y brunos vapores que brotaban de la cabeza
del wolkur desde la gran balconada de los aposentos de Zornik, se
convertirían esa noche en sus mejores aliados. Camuflados entre las aviesas
sombras nocturnas, Oyvind, Ingvar, Gregas, Lartas y Vaeras, cabalgaron
furtivos al encuentro del ejército de Therliangator para participar en la gran
batalla en la que se decidiría el destino de Tierra Conocida.
SANGRE SOBRE LA NIEVE
E l nuevo día trajo una breve y forzada tregua entre los dos ejércitos.
Mientras Zornik maldecía la torpeza y cobardía de su infantería y se
reunía con Zotelen e Inorkul para pergeñar el ataque definitivo, en el
campamento aliado se celebró un encuentro entre los capitanes al que
también fueron invitados Oyvind e Ingvar.
Mientras tanto, Gregas, Lartas y Vaeras desayunaban unas gachas junto
a Vladas tratando de consolarlo, de apartar de su corazón la honda pena que
le embargaba por la muerte de su inseparable hermano de cautiverio
Gródolas.
Kiril exponía con calculada precisión su visión de lo que ocurriría en las
próximas horas. Aprovechando la confusión producida por los ataques
gronings que se habían ido sucediendo durante la madrugada, el Rey
Nerlingo había enviado dos parejas de exploradores hacia el oeste (una de
ellas formada por Olaf y Lonar), para tratar de descubrir qué había sucedido
con las huestes de la Estrella del Desierto. No sólo necesitaba saber si
podría contar con los refuerzos sureños, sino también si debía estar
preparado para un ataque desde el oeste en caso de que los hombres del sur
hubiesen sido derrotados por las huestes de Zornik. Ninguno de los
presentes en el concilio, incluida Enna, tuvieron fuerzas esta vez para
contradecir la determinación y vehemencia con la que Kiril expuso su plan.
—Los gronings volverán a atacar antes del mediodía —vaticinó Kiril—,
y esta vez golpearán con todas sus fuerzas.
—Los gorglins son temibles y diestros luchadores —dijo Oyvind—.
Ingvar y yo nos enfrentamos a ellos en Groningburgo tras caer en una
emboscada. Apenas si pudimos hacer algo más que salvar nuestras vidas.
—Son mortales como nosotros —añadió Ingvar irritado, aún la cólera
por la pérdida de Gródolas ardiendo en sus ojos—. Si alguno de ellos
vuelve a ponerse al alcance de mi espada, esta vez de nada le servirá su filo
de hoja de sierra.
—No debemos permitir que sea la ira quien guíe nuestros actos —
respondió Kiril—, pues nos llevaría a la ruina.
—Ira —suspiró Ingvar con ironía—. Terrible y hermosa palabra. Si mi
corazón ya no puede soportar el dolor por la muerte de Gródolas, la
angustia por la suerte de Ira, por el destino de la mujer de la que me he
enamorado, devora mi alma. Ojalá los gronings nos ataquen ahora. Así
acabaremos de una maldita vez con esta insoportable espera. Cuando los
derrotemos y todo haya terminado cabalgaré en busca de Ira y, una vez la
haya encontrado y liberado, viajaré al norte, a Tenkolmar, para dar sepultura
al llorado líder de la Alianza del Norte.
—Tiempo habrá de cumplir esas promesas, Ingvar —dijo Oerlikon—.
Mas ahora deberá ser la cordura la que rija nuestros actos. De otra forma la
única esperanza de victoria se desvanecerá como una estrella fugaz en el
oscuro firmamento.
El alko miró fijamente a los ojos de Oerlikon, pero su mirada ausente se
perdió en las nebulosas de sus pensamientos, en las regiones del norte más
allá de Groningburgo.
E l día agonizaba en los territorios groning. Aquel cálido viento del este
se resistía a abandonarlos, empujado por una extraña y lejana fuerza,
quizá el aliento de miles de almas del extinto reino de Esreghaia que
trataban de insuflar valor y esperanza al ejército de la Alianza. Lo cierto era
que ese viento estaba logrando derretir la nieve, haciéndola desaparecer de
las vastas praderas del Corredor de Groningburgo. La luna y las estrellas
volverían esa noche a engalanar el solitario firmamento y, si nada cambiaba,
la mañana del nuevo día en la que Kiril y Zornik se enfrentarían en combate
singular, luciría luminosa y esplendorosa en honor a los dos guerreros.
La calma se había aposentado en ambos campamentos. Los soldados de
ambos bandos sabían que la tregua no se rompería esa noche, no al menos
hasta que concluyese el Duelo de Reyes, como ya muchos lo habían
llamado. A pesar de la inquietud por la espera, todos decidieron reponer
fuerzas y descansar aguardando los acontecimientos que les depararía el día
venidero. Los soldados de la Alianza devoraron con avidez la solitaria
ración de comida que se repartió, pues las provisiones comenzaban a
escasear y los capitanes habían decidido racionarlas. Si después del
combate singular la guerra se prolongara, los aliados deberían enviar a una
compañía más allá de Puente de Piedra para garantizar la intendencia de su
ejército.
Por el contrario en el campamento groning se respiraba una mayor
euforia que en el campamento aliado. Gronings, gorglins y jinetes de Tierra
Seca habían recibido con agrado la noticia de aquel combate singular entre
los líderes de ambos ejércitos. Todos habían podido contemplar alguna vez
lo diestro, rápido y letal que era Zornik en la lucha. Cuando el rey brujo lo
deseaba era capaz de degollar a su víctima sin que ésta pudiera siquiera
darse cuenta de que ya estaba muerta. A esa euforia contribuyó la orden de
Zornik de repartir una ración doble de cena a cada soldado además de
cuatro vasos de vino. Los gronings se hallaban acampados a menos de
quince millas de su capital, por lo que las provisiones no escaseaban como
en el campamento aliado. El acantonamiento groning bullía festivo cuando
cayó la noche, contrastando con el mortecino silencio que envolvía a los
soldados de la Alianza. Si de ello dependiera el resultado del combate de
mañana, Zornik habría ganado con solvencia de antemano el Duelo de
Reyes.
Bajo la pálida luz de la luna, Kiril inspeccionaba en compañía de
Oyvind la frondosa arboleda que rodeaba al gran claro donde había retado a
mortal combate a Zornik. Caminando entre los árboles pensaba en Enna y
en cómo la joven le había evitado durante toda la noche, triste y enojada por
la decisión de Kiril, por haber roto la promesa que sólo un día antes había
realizado.
—¿Por qué me has pedido que te acompañe? —le preguntó Oyvind
viendo caminar taciturno a Kiril—. ¿No deberían haber estado aquí contigo
Enna o Maikel? Ella te ama y te ha seguido desde que partiste de
Caterziveen para luchar en la Batalla del Taquakland. O bien Maikel, tu fiel
escudero desde que huimos de Lothikaton. No os habéis separado en ningún
momento desde entonces y nadie mejor que él podría protegerte hasta tu
duelo con Zornik.
—Puede que tengas razón, Oyvind —contestó con tristeza—, pero
ahora necesito tus ojos, los más agudos y penetrantes de toda Tierra
Conocida. Además no creo que hubiera sido una buena idea acudir con
Enna a contemplar el lugar donde quizá mañana yazca agonizante
traspasado por la espada de Zornik. Y aunque se lo hubiese pedido, esta
noche no me habría acompañado —y guardó un profundo silencio—. Y
Maikel, mi hermano de sangre Maikel. A él le he pedido que cumpla otro
cometido; que en estos trascendentales momentos proteja a lo que estimo
más que a mi propia vida. Le he obligado a jurar que permanezca al lado de
Enna, que la proteja con su vida si es necesario, pase lo que pase en el
duelo, y que jamás permita que los gronings la tomen como esclava. Con
gran pesar me ha jurado que así lo hará, pues no deseaba otra cosa más que
permanecer junto a mí en esta hora oscura.
Oyvind asintió, percibiendo el dolor del alko por la ausencia de Enna y
Maikel, pero continuó caminando en silencio entre aquellas apretadas
comunidades de pinos y abetos que ahora parecían bañados por la nieve
recién derretida. Siguieron internándose entre los árboles y no tardaron en
salir al gran claro, un círculo de hierba alfombrada circundado por los altos
pinos y abetos a modo de empalizada. Un circo en el que dos gladiadores se
batirían en un combate a vida o muerte para decidir la suerte de Tierra
Conocida.
—Mañana me acompañarás hasta este lugar —dijo Kiril volviéndose
hacia Oyvind tras un largo silencio. El Rey Nerlingo se quedó apostado a la
entrada del claro contemplando, bajo la débil luz de las estrellas, los árboles
que le rodeaban. No había querido encender ninguna antorcha para no
alertar al campamento groning. Kiril estaba convencido que ningún
enemigo merodearía por el lugar del duelo, pues sabía que Zornik lo
despreciaba y sólo pensaba utilizarlo para después desembarazarse de él
como un despojo a merced del jinete sin rostro—. Aquí me encontraré con
Zornik. Él llegará acompañado por otro hombre y ambos velaréis porque
sólo podamos luchar con la espada. Os aseguraréis de que no haya nadie
más alrededor del lugar del duelo y después os retiraréis a las posiciones
donde aguarden las tropas. Quien salga victorioso del combate declarará la
victoria de su ejército.
—Kiril… —dijo dubitativo Oyvind—. ¿Qué debemos hacer si… si tú
mueres?
El hijo de Akrog esbozó una sonrisa y dirigió su mirada a lo más
profundo e insondable del cosmos.
—Luchar. Seguir luchando —respondió—. Hasta la muerte, pues ése
será el destino que os aguarde si decidís claudicar ante Zornik. Si yo muero,
ese miserable no dudará en pasar a cuchillo a aquellos que se rindan ante él
confiados en recibir su clemencia —Kiril se giró y aferró con sus manos los
hombros de Oyvind—. Luchad, Oyvind, luchad en busca de un mañana de
esperanza. Yo sólo soy uno entre miles de hombres y mujeres de noble
corazón. No es Kiril, no es Therliangator quien cambiará la suerte de este
mundo. Será la determinación y la fuerza con la que luchen esos soldados
que ahora descansan en nuestro campamento y muchos otros que se unirán
a nuestra causa los que devuelvan la paz y libertad. Sed fuertes, Oyvind.
Hay grandes líderes entre esos hombres y mujeres: tú, Ingvar, Simas,
Aimon, Maikel, Oerlikon, y por encima de todos Enna, brava capitana,
mortífera guerrera que acaudillará a las tropas si yo caigo. Oerlikon la
educó para liderar el clan de los alkos perdidos, para ser la nueva Kliat, la
guardiana del secreto de nuestro pueblo. Entre todos, uniendo vuestras
fuerzas, seréis más poderosos que cien Therliangators. Zornik no podrá
derrotaros, pues aunque alguno caiga otro ocupará su lugar. Al final la
determinación de su maligno espíritu se derrumbará frente a la luz de
vuestro coraje. Mañana, Oyvind, mañana traerás contigo la luz de Ethril
Eilalith y te aseguro que su sola presencia debilitará la fuerza de Zornik.
—Así lo haré —respondió el hijo del relámpago tras escuchar las
aciagas palabras de Kiril—. Y cuando el rey brujo vuelva a contemplar mis
ojos su negra alma se estremecerá al ver que el hijo del relámpago escapó
de su maldito teatro de la muerte.
Los dos nerlingos permanecieron largo rato de pie frente al claro,
inmóviles, cada uno absorto en sus pensamientos, temerosos ante la suerte
que el nuevo día les depararía. Sin cruzar palabra alguna, conectados por un
extraño vínculo, volvieron sobre sus pasos y abandonaron la arboleda. Al
salir a campo abierto divisaron docenas de antorchas que proyectaban sobre
el campamento aliado una titilante luz, creando curiosas sombras
crepusculares que se entremezclaban con ahogados destellos anaranjados. A
sus espaldas se alzaban grandes hogueras cuyas llamas lamían la oscuridad
del firmamento, iluminando con intensidad los rostros de los soldados
enemigos que cantaban y danzaban alrededor del fuego, celebrando
anticipadamente la victoria de su sanguinario rey.
Tras la Batalla del Guardián y los Dos Reyes la noche llegó temprana y
oscura. Un gran frente de cúmulos y nimbos llegaron desde el oeste
cubriendo el cielo de Groningburgo cuando Gothram, acompañado de
Oyvind, Ingvar y Gregas, cruzaba las grandes puertas del norte. El hijo del
trueno se revolvía inquieto sobre su montura anhelando reencontrarse con
Ira. El Mariscal de todas las legiones gronings había enviado una
avanzadilla de cinco soldados a Groningburgo para apresar a Burkelen.
Gothram sospechaba que el antiguo Mariscal trataría de huir con parte del
oro que atesoraba hacia algún lejano lugar más allá de la Barrera de Dunas,
hacia las inexploradas costas del oeste bañadas por el oscuro Mar del
Gruneng o a algún escondite al este de la muralla de piedra de la Savakien.
Cuando los gemelos alkos y el norteño franquearon la entrada a la
capital groning rememoraron con angustia cómo el oficial del puesto de
guardia los detuvo para enseñar a su estúpido sobrino Meolin el oro que
transportaban. Allí murieron Kriktas, Kuriktas y Marlunas, y a punto
estuvieron ellos de perder la vida en la persecución a la que fueron
sometidos por los gronings. A medida que siguieron avanzando, el recuerdo
de Hamad y Lamad también los asaltó con fuerza.
Pero esta vez no entraban en Groningburgo como proscritos ocultos
bajo una falsa identidad, sino como acompañantes del nuevo caudillo del
ejército groning y posible futuro regente. El eco de cascos de caballos que
se aproximaban a gran velocidad les hizo regresar bruscamente de sus
pensamientos. Dos jinetes se acercaron hasta ellos deteniéndose frente a
Gothram.
—Mariscal, el Maris… Burkelen ha desaparecido —se corrigió el jinete
—. Las estancias de su mansión en las cercanías de palacio están desiertas.
Todo indica que ha huido precipitadamente llevándose todos los objetos de
valor que podía acarrear.
—Maldición —gruñó Gothram—. Confiaba en que las noticias de la
muerte del rey no hubieran llegado aún a palacio.
—El Maris… Burkelen —volvió a corregir el jinete—, disponía de
fieles servidores y espías, mi señor.
—¿Qué haremos ahora? No sabemos cuanta ventaja nos lleva ni hacia
dónde ha huido —se lamentó contrariado Ingvar—. ¿Y los esclavos que
estaban bajo su tutela? ¿No estaban en su mansión?
El groning miró con una mezcla de sorpresa y desdén a aquel prisionero
enemigo que osaba hablarle.
—Respóndele, soldado —le ordenó Gothram.
—La mansión estaba vacía. No había nadie allí —contestó conciso el
jinete.
—Buscad a su mayordomo —dijo Gothram—. Él sabrá hacia dónde se
dirige Burkelen.
—Mi señor —dijo el otro jinete.
—Habla, soldado —dijo el Mariscal.
—He hablado con el puesto de guardia y con los hombres que vigilan
desde las murallas. Todos y cada uno de ellos juran no haber visto salir a
Burkelen de la ciudad.
—Entonces… entonces han tomado el pasadizo —pensó en voz alta
Gothram.
—¿Qué pasadizo? —inquirió Ingvar.
—No me pidas que te revele todos los secretos de mi pueblo —le
contestó el Mariscal—. Olvidad a su mayordomo. Ahora estoy seguro que
viaja con él. ¡Soldados, seguidme! —ordenó a los jinetes y dando media
vuelta abandonaron la capital por el gran portón del norte.
Cuando cabalgaban en la oscuridad bordeando las granjas que rodeaban
a las grandiosas murallas, Ingvar le preguntó al Mariscal.
—¿Hacia dónde nos dirigimos?
—Hacia el camino que cruza el Valle del Rauron hasta llegar a
Nornogham. Burkelen planea huir a Halthoria, pero no permitiremos que
llegue tan lejos. No nos lleva demasiada ventaja y no podrá viajar tan
rápido como nosotros. Sus esclavos y las posesiones que transporta
ralentizarán su marcha. Además la sorpresa está de nuestra parte. Tengo la
certeza de que no espera que lo persigamos, no antes de tres o cuatro lunas.
—Es probable que viaje protegido por varios de sus hombres más fieles
—sugirió Oyvind quien cabalgaba a la par del Mariscal e Ingvar.
—Sí, es lo más probable, aunque el grupo con el que viaje no superará
la media docena. Querrá pasar desapercibido, al menos hasta haber cruzado
la Cordillera Savakien.
—Estaremos preparados para luchar llegado el momento —dijo Ingvar.
—Vosotros sólo entraréis en combate si nuestras vidas corren peligro.
Nh misión es capturar con vida a Burkelen para que sea ajusticiado dentro
de siete lunas. Ése fue mi trato con Aimon.
—No permitiré que Burkelen haga daño a las dos mujeres nerlingas —
respondió con rostro severo Ingvar.
—Te prometo que no dejaré que lo haga, nerlingo. Pero tú mantendrás
tu espada envainada o de lo contrario tendré que encadenarte.
Ingvar no contestó y Gothram aceleró el trote de su caballo colocándose
al frente de la comitiva dando por terminada la conversación. Galoparon
confundiéndose entre las sombras nocturnas mientras los débiles destellos
de las antorchas de Groningburgo se difuminaban a medida que dejaban
atrás la capital groning.
Gothram no se equivocaba en sus suposiciones. Burkelen tenía la
intención de llegar a Halthoria cruzando el Valle del Rauron en dirección
este, deteniéndose antes en Nornogham. El antiguo Mariscal de las legiones
gronings del Sur había recibido a primera hora de la tarde la noticia de la
muerte de Zornik. Era sabedor de que, una vez muerto su rey, el miedo que
atenazaba por igual a civiles y legionarios se esfumaría y, llegado ese
momento, los gronings recapacitarían antes de enfrentarse a la devastación
mutua luchando contra el ejército de la Alianza. Por ello decidió huir antes
de que su situación de privilegio cambiara. Ordenó a dos de sus oficiales de
confianza que recogieran el oro, la plata y las piedras preciosas, las
empaquetasen en alforjas y le aguardasen junto a la puerta trasera del
palacio del rey con su mejor jinete. Allí se reunirían con él, su mayordomo
y cuatro de sus esclavas. Si se mantenían leales a él, Burkelen les entregaría
una de sus esclavas y les pagaría con una bolsa de cincuenta monedas de
oro al salir de Groningburgo y otras tantas más una vez llegasen sanos y
salvos a Halthoria. En aquel burgo Burkelen disponía de una gran finca en
la que ocultaba la fortuna amasada durante largos inviernos en campañas de
guerra y saqueos al frente de sus legiones. Allí era donde había planeado
pasarlos últimos años de su vida y a donde ahora se veía forzado a escapar.
Si Gothram había acertado en el destino que Burkelen había elegido no
era porque supiera que disponía de un gran latifundio cercano a Halthoria,
sino porque el pasadizo secreto del que sólo un reducido número de
oficiales del alto mando groning tenía conocimiento, abocaba a una zona
despoblada y poco accesible al noreste de la capital, cercana a los primeros
pasos del camino que cruzaba de oeste a este el Valle del Rauron.
El grupo de Burkelen les llevaba cerca de tres leguas de ventaja, pero el
antiguo Mariscal, confiado en que nadie les perseguiría ni repararía en ellos,
decidió descansar al abrigo de una solitaria posada llamada El Reposo del
Rauron, que se encontraba en las veredas del camino a unas treinta millas
de Groningburgo.
Haciendo ostentación de su perdido rango de Mariscal, Burkelen alquiló
toda la posada por esa noche. Los ojos del posadero se iluminaron con el
brillo del oro al ver las monedas que Burkelen le entregaba para que les
agasajara con una buena cena y la regase con un buen vino tinto.
Desde que comenzara la guerra habían sido tiempos aciagos para el
posadero y su esposa, pues apenas si había viajeros que se atrevieran a
transitar por aquellos lares. Ocasionalmente se cruzaban con soldados y
legionarios, quienes casi siempre pasaban de largo para terminar durmiendo
en los barracones del acuartelamiento de Groningburgo.
El posadero preparó presto una mesa para Burkelen y los tres
legionarios que le acompañaban y otra para las cuatro esclavas y el
mayordomo. Ira y Kajsa comieron con avidez el conejo asado que la
posadera les sirvió junto con una jarra de cerveza aguada. Burkelen y los
legionarios dieron buena cuenta de un gran trozo de lechón asado al que
acompañaron con un recio vino bortigo. A pesar de que era bien entrada la
madrugada, los cinco hombres devoraron el crujiente lechón y bebieron
hasta terminar totalmente ebrios. Burkelen ordenó entonces a su asustado
mayordomo que llevase a las cuatro esclavas a las estancias superiores y las
desnudara, ya que él y sus hombres aún tenían otros apetitos que saciar.
Ira abrazó a su hermana y ambas acompañaron escaleras arriba al
posadero, quien les indicó cuáles serían sus habitaciones mientras Kajsa
gemía y sollozaba desconsolada. Cuando el mayordomo trató de separarlas
Ira se negó, aferrándose a su hermana pequeña. Entonces el mayordomo la
golpeó varias veces en la cara y en los brazos, mas no logró separarla de
Kajsa. Un hilo de sangre corrió por sus labios pero ni una sola lágrima brotó
de sus ojos.
El mayordomo bajó nervioso y alterado las escaleras e informó a
Burkelen de lo sucedido pero éste se carcajeó y después le golpeó con la
empuñadura de su espada. El enjuto y débil hombre cayó al suelo
temblando de miedo.
—¡Estúpido! —ladró Burkelen borracho—. No sirves ni para domar a
una chiquilla. Debería dejar que los perros salvajes acaben contigo —y el
hombre temblaba de miedo—. De acuerdo, ¡ja, ja, ja! —río entre sonoras
carcajadas de burla mientras se enjugaba las gotas de vino que se le
escapaban por las comisuras—. Pensándolo bien, deja a las dos rameras
nerlingas juntas. ¡Hoy me merezco doble diversión! ¡Ja, ja, ja! ¡Tú! —le
gritó a uno de los gronings—. Sal ahí fuera y monta guardia hasta que
amanezca. Agradéceselo a mi gentil mayordomo. Y vosotros dos, ¿a qué
esperáis? Tomad vuestras copas de vino y acompañadme. ¡La cena está
servida! ¡Ja, ja, ja! —y mientras Burkelen subía torpemente las escaleras,
tambaleándose de lado a lado, el posadero y su esposa desaparecieron no
fuera a ser que el ebrio Mariscal quisiera recuperar el oro con el que les
había pagado sus servicios.
Las escasas horas que aún le restaban a la madrugada se hicieron
eternas para las dos hermanas nerlingas. En las estancias contiguas las otras
dos esclavas parecían disfrutar de la compañía de los gronings a tenor de las
risas y ahogados gemidos que se escuchaban en ellas. Sin embargo, el
veterano Burkelen, cansado y borracho, no podía controlar a Ira y Kajsa que
huían del groning parapetándose tras el camastro y la mesa de madera,
únicos muebles que adornaban la habitación.
—¡Estaos quietas, malditas rameras! —gritó Burkelen enojado mientras
cogía la daga que tenía atada a su cinturón.
—Está bien —habló aterrorizada Ira al ver la daga de oro que Burkelen
empuñaba. Kajsa se escondió acurrucada tras la espalda de su hermana—.
Cálmese, buen señor. Tómeme a mí si es lo que quiere. Pero os lo ruego,
dejad a mi hermana, respetadla por piedad. No es más que una niña.
—¡Cállate y desnúdate! —y acercándose con inusitada agilidad hacia
las dos jóvenes, abofeteó con fuerza a Ira quien volvió a sangrar por la boca
—. ¡Nadie da órdenes al Mariscal Burkelen! ¡Mucho menos una ramera
como tú! Túmbate en el lecho y tal vez me olvide por ahora de tu hermana;
pero al amanecer tendrá que venir a la cama de este viejo Mariscal a darle
los buenos días, ¡ja, ja, ja! —y agarró con fuerza a Ira arrojándola encima
del jergón y arrancándole de un manotazo la parte superior de su vestido.
Burkelen apuró un largo trago de vino hasta vaciar la copa y comenzó a
quitarse la ropa. Los efluvios del alcohol rápidamente hicieron presa en él y,
apenas se tumbó en la cama y comenzó a manosear a la aterrorizada Ira, el
Mariscal groning se quedó dormido sobre ella entre profundas respiraciones
y un pestilente aliento a vino.
—Escapa hermanita. Escóndete y no salgas hasta que nos hayamos
marchado —le susurró Ira a Kajsa con el cuerpo del desvanecido Burkelen
aprisionando el suyo.
—Podría intentar matarlo… —dijo temblando Kajsa.
—No serviría de nada. Los otros gronings nos atraparían y nos
matarían. Así al menos una de las dos se salvará. Yo intentaré escapar
cuando lleguemos a nuestro destino. Y ahora huye, ¡márchate Kajsa!
La joven alka se resistió a abandonar a su hermana, pero la insistencia
de Ira hizo que terminara por obedecerla. Antes de salir con pasos
silenciosos de la estancia, cogió la daga que Burkelen había dejado en el
suelo a los pies del camastro y besó la frente de su hermana.
—Podría matarlo… —dijo con pánico en sus ojos.
—Por Nerlinguia, Kajsa, huye por favor.
—Adiós, Ira. Hasta pronto —se despidió asustada.
—Hasta pronto —le respondió Ira y dibujó en sus labios un beso de
despedida.
Kajsa abrió con cuidado la puerta de la habitación y la cerró tras de sí
sin hacer ruido. Cruzó el estrecho pasillo de puntillas, rezando porque la
madera del suelo no crujiese, con el sonido de fondo de los gemidos que se
escuchaban en las otras dos habitaciones. Kajsa subió a la tercera planta de
aquel caserón, un enorme desván donde el posadero guardaba algunos útiles
de labranza y viejos aparejos. La joven constató que aquel diáfano desván
había sido utilizado como dormitorio común para el acomodo de viajeros en
otros tiempos de bonanza. La media docena de raídos jergones que ahora
descansaban apilados en una esquina del mismo, cubiertos de polvo y
telarañas así lo atestiguaban. Kajsa se ocultó tras la pila de jergones en
aquella oscura esquina. Al cabo de un rato, vencida por el agotamiento, se
tumbó en el suelo y cayó dormida al instante en un agitado duermevela.