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Duelo de Reyes - Gorka Eceolaza Zabalza

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Tras la victoria en la Batalla del Taquakland, Kiril, acompañado por

voluntarios de los pueblos libres, emprenderá la campaña de


reconquista de Jactinia y los territorios nerlingos apoyado por el
ejército del Reino de Saralamath. Mientras tanto en el norte, los
gemelos alkos se reencontrarán durante el ataque a Eloburgo. Tras
destruir la ciudad-prisión y liberar a los elothas, Oyvind e Ingvar
marcharán hacia Groningburgo haciéndose pasar por la caravana
del oro que semanalmente viaja entre las minas auríferas y la capital
groning.
Perlivarce y Los Quince de Klimerik acompañarán a los elothas en
su travesía hasta el Bosque Ranwuhan donde buscarán un lugar
seguro en el que establecerse.
A medida que el ejército de la Alianza avanza victorioso a través de
Jactinia, Kiril presentirá que el destino de la guerra y el suyo propio
se decidirán a las puertas de Groningburgo en una lucha contra
Zornik, por lo que urdirá un plan para enfrentarse en combate
singular al rey brujo.
Gorka Eceolaza Zabalza

Duelo de reyes
Crónicas Nerlingas - 3

ePub r1.0
orhi 14.04.16
Título original: Duelo de reyes
Gorka Eceolaza Zabalza, 2015
Imagen de cubierta: Sofía Rodríguez Palacios

Editor digital: orhi


ePub base r1.2
A los que fueron,
a los que están,
y a los que llegarán
AGRADECIMIENTOS
Quisiera dedicar el capítulo de agradecimientos de este tercer libro de la
saga a vosotros los lectores. A todos aquellos que os habéis sumergido en el
mundo de Crónicas Nerlingas, a todos los que me dais fuerzas para
continuar escribiendo y sacar tiempo muchas veces de donde no lo hay, para
seguir avanzando en las aventuras y tribulaciones de los nerlingos. Con
vuestras palabras de aliento y vuestro interés no dejáis que desfallezca en la
larga travesía del desierto que supone escribir una tetralogía de estas
características. De corazón, gracias a todos una vez más.

Además de vosotros, amigos lectores, hay otras personas de mi círculo


más cercano que también hacen posible que siga adelante y sin las cuales
las historias narradas no serían las mismas. A algunas de ellas van
dedicadas también los siguientes agradecimientos:

En primer lugar a Isabel Arnaiz e Ignacio Eceolaza, que debido a la


premura en el tiempo, han sido los dos únicos miembros del “Club de los
Nueve” que han podido leer el manuscrito de Crónicas Nerlingas III. Duelo
de Reyes. Muchísimas gracias por realizar como siempre detalladas
correcciones y acertados comentarios que han quedado reflejados en este
libro dejando una huella indeleble en el mismo.

También quiero agradecer a Miriam Eceolaza, mi hermana y gran


profesional del mundo del Marketing, por sus consejos y recomendaciones
a la hora de seleccionar las imágenes de las portadas de las dos primeras
novelas de la saga y que tan buena acogida han tenido entre los lectores.
Siguiendo con el apartado de las ilustraciones, destacar el fenomenal
trabajo de Sofía Rodríguez por el llamativo dibujo que adornará la portada
de esta tercera entrega. Gracias por tu paciencia y esfuerzo al haber
plasmado con tu pincel la idea que yo tenía en mi cabeza.

Y el último, pero no por ello el menos importante, en el apartado de


agradecimientos personales es Luis Etxazarra. Amigo, antiguo compañero
de trabajo y gran aficionado a la astronomía, me proporcionó cumplida y
detallada información sobre los eclipses y sus efectos visuales que después
he adaptado al mundo de Tierra Conocida, por lo que el bueno de Luis
queda eximido de cualquier responsabilidad en relación a las licencias
literarias que se haya tomado este autor.

Para terminar, un sentido agradecimiento a los lectores del Valle de


Sakana, tierras en las que también se enraíza parte de mi genealogía.
Gracias por vuestra inmejorable acogida tanto a mí como a la saga de
Crónicas Nerlingas. Confío en que este tercer libro no os defraude y
disfrutéis aún más que con la lectura de los dos anteriores.

Como decía en Crónicas Nerlinga: II. El Sexto Clan en referencia al


bambú chino, creo que lentamente la planta va creciendo y no tardará
mucho en alzarse muchos metros por encima del suelo. Y como también
decía en aquellas páginas concluyendo el capítulo de agradecimientos,
“Con vuestra ayuda estoy seguro que lo conseguiremos”. No tengo la
menor duda de ello. Hasta pronto.
REGRESO AL OESTE

T ras la épica victoria lograda por el ejército de la Alianza, Kiril y


Maikel apartaron de sus corazones la pesadumbre que les acompañaba
desde el día en que abandonaron, envuelta en llamas, su amada Alkoburgo.
Sin embargo eran cautelosos, pues sabedores del poder de los ejércitos
gronings, eran conscientes de que solamente acababan de ganar una batalla,
ciertamente crucial, pero la victoria en la guerra contra Zornik era aún una
lejana quimera. Kiril intuía en su foro interno que la guerra se decidiría cara
a cara frente al rey brujo. Él y Zornik, solos frente a frente, Darbrethil y el
poder de la Sagrada Bestia frente a las artes oscuras del gran lobo negro.
Pero ese momento quedaría aplazado hasta que los ejércitos aliados
llamasen a las puertas de Groningburgo. Ahora era tiempo de alegres
reencuentros, nuevas presentaciones y anheladas noticias llegadas del oeste.
Tras la batalla, los capitanes del Este ordenaron dar sepultura a sus
muertos, para lo cual cavaron una ancha y profunda fosa en medio de la
gran pradera. Allí cubrieron los cuerpos de cientos de esmugas, luinas,
alkos y norteños con la tierra de la Comarca Central de Esreghaia, y
Oerlikon ofició una corta pero sentida ceremonia que concluyó con el
llamamiento del venerable Senescal Adelel a la unidad del antiguo reino. El
sacrificio de la sangre allí derramada y que ahora descansaba en el interior
de aquel enorme túmulo nunca sería olvidada.
Incluso los corsarios, encabezados por Tirgo de Tirón, asistieron
respetuosamente a la improvisada ceremonia.
Después de enterrar a los caídos, los ejércitos de Esreghaia decidieron
regresar a It-sonod para celebrar allí una merecida fiesta a la que también
fueron invitados los hasta ese día denostados corsarios. Kiril y Maikel,
acompañados por Enna, regresaron a la capital esmuga a bordo de El
Indomable, pues deseaban charlar largo y tendido con el pendenciero Falk,
y éste no estaba dispuesto a regresar a pie a It-sonod pudiendo disfrutar de
una agradable travesía sobre las aguas del Mar del Este. El grueso del
ejército, al frente del cual cabalgaban el Senescal Adelel, Oerlikon y
Gródolas, retornó al burgo por el camino de la costa.

—También vosotros me debéis una buena historia —replicó Falk


tratando de escabullirse del interrogatorio al que los jóvenes alkos querían
someterle—. ¡Traed un buen barril de cerveza para soltar la lengua de estos
dos tímidos grumetes! —ordenó Falk a los corsarios—. Pero decidme,
¿dónde está el joven Oyvind? ¿Y quién es esa hermosa jovencita que no os
quita los ojos de encima? —y Kiril se ruborizó—. Sed breves, pero no os
dejéis ningún detalle importante.
Antes de que las mejillas de Maikel se arrebolaran sonrojándose como
las de su amigo, dos corsarios trajeron el barril de cerveza que Falk había
demandado.
—Soy todo oídos —dijo el capitán mientras vertía el espumoso néctar
en los vasos—. Pero no os extendáis en exceso, ya que pronto atracaremos
en It-sonod y entonces ya no dispondremos de más tiempo para hablar de
historias pasadas, pues habrá de celebrarse un Concilio de suma
importancia.
Maikel bebió de un solo trago el primer vaso de cerveza siguiendo los
consejos del sabio capitán y comenzó a relatar todo lo acontecido desde
aquella brumosa mañana en la que el capitán Falk se despidió de ellos
poniendo rumbo a Rangalpur. Le narró la emboscada que sufrieron al
anochecer en el Camino del Oeste por los sicarios que Zornik había enviado
al oriente de Tierra Conocida y con los que se toparon en el Delfín Negro.
Cuando Maikel contó cómo casi perdieron la vida frente a Caterziveen, la
mirada del capitán se tornó triste y arrepentida, reprochándose su estúpido
capricho de jugar aquella partida de kliros poniendo en peligro la vida de
los tres alkos. Sin embargo, cuando supo que allí encontraron a sus
hermanos perdidos del sexto clan, su corazón volvió a sonreír.
Kiril continuó el relato de Maikel, y detalló su curación, las enseñanzas
de Oerlikon, el inicio del amor con sus tres hijas, la insoportable melancolía
y la partida de Oyvind, su regreso a It-sonod y el reencuentro con el
Senescal Adelel, Olaf y Nahelgen.
—¡Valientes pillastres! —dijo Falk con una pícara y poco
tranquilizadora mirada para Kiril y Maikel mientras enjugaba su garganta
con un largo trago de cerveza—. Creo que tendré una charla con esa especie
de maestro o Kliat como vosotros lo llamáis. Necesita más que vosotros una
de mis lecciones, pues os aseguro que yo nunca dejaría que tres imberbes
mozalbetes, sin títulos ni tierras que ofrecer en prenda, pretendiesen
robarme a mis tres hijas delante de mis narices. ¡Boto a bríos que no! —y
rió a carcajadas mientras los dos alkos lo contemplaban sin decir una sola
palabra.
—¿Es que acaso vais a quedaros callados como dos auténticos
pasmarotes? ¿No seréis capaces de defenderos ante tamaña humillación? —
habló a sus espaldas una voz aguda e imperativa—. Aviados estamos si este
par de valientes gallinas son las que tienen que defendernos de la amenaza
groning.
—Permitidme apoyar sin reservas vuestro comentario y al mismo
tiempo ponerme a vuestros pies, noble y sabia señora —contestó zalamero
el capitán—. Disculpad el no haberos invitado antes a compartir con
nosotros un asiento alrededor de este humilde barril de cerveza, pero la
descortesía y falta de modales de sus dos jóvenes acompañantes por un
lado, y la burda y poco recomendable conversación entre amigos largo
tiempo separados por otro, me ha obligado a demorar el presentar mis
respetos a tan elegante dama como vos.
—Doy fe que Kiril estaba en lo cierto cuando dijo que el tratar de
describiros con palabras nunca os haría justicia. No al menos para una
persona tan poco elocuente como él —contestó Enna—. Educado y cortés,
al tiempo que galán y pendenciero —intentó definir a vuelapluma al capitán
mientras Kiril y Maikel reían—. Pícaro truhan y ocurrente trovador por lo
que me han contado. Estoy impaciente por escuchar una de vuestras
famosas e ingeniosas canciones, aunque ciertamente la disfrutaría más con
una buena jarra de cerveza que saciara mi sedienta garganta.
—Si ése es su deseo, bella dama, nada me agradaría más que poder
complacerla. Siéntese a mi lado y no le faltarán ni la bebida ni la diversión.
—No tengo ninguna duda de ello —replicó Kiril removiéndose inquieto
en su asiento.
—¡Ja, ja, ja! —rió el capitán Falk—. El joven y apuesto Rey Nerlingo
está celoso, pues teme que su bella damisela vaya a abandonarle por las
aduladoras palabras de un pobre viejo famélico y desdentado —y Enna se
unió a la carcajada de Falk.
—Basta de tantas bromas y chanzas —gruñó Ahora te toca a ti
contarnos como lograste convencer a los corsarios para que lucharan a
nuestro lado.
—Está bien —dijo Falk—. Pero dejad primero que me refresque con
esta maravillosa cerveza —y volvió a vaciar otro vaso sin pestañear.
Falk relató a los tres jóvenes que lo contemplaban con miradas ávidas
de noticias, sus andanzas desde que abandonó los muelles de It-sonod, su
combate contra los dioses del mar, cómo fue capturado por los hombres de
Alagam, y su breve pero terrorífica zambullida durante la milla del tiburón
en la Bahía de Rangalpur. También les explicó cómo se había forjado la
Alianza del Fuego, así como la promesa del Príncipe Ilanit del Reino de
Saralamath de mediar ante su padre el Rey Naveen para conseguir tres mil
hombres que luchasen junto a los alkos en la reconquista de Jactinia.
—El oro groning —rió Maikel—. Hubiera dado lo mismo prometer un
trono para toda la eternidad al lado del mismísimo Olión.
—No subestimes a estos corsarios, joven grumete —replicó Falk—.
Serían capaces de remontar el Taquakland a bordo de sus navíos si fuese
necesario para cobrar la deuda que hemos contraído. ¡Ay de vosotros si no
lo hicierais! Entonces vuestras extremidades servirán de alimento a los
tiburones de la Bahía de Rangalpur. Y puedo dar fe de sus poderosas y
afiladas fauces.
—Confío en que Oyvind e Ingvar conquisten para nuestra causa las
minas de oro del norte —dijo sonriendo Kiril—. Si no tendremos que
entregar tu barco como préstamo a los corsarios —y en ese mismo instante
Kiril se percató de que La Sirena de los Mares había sufrido un revés del
destino, pues el rostro de Falk se ensombreció y sus ojos se volvieron
vidriosos, aunque su orgullo le impidió derramar lágrima alguna.
—Es cierto —reflexionó tardíamente Maikel—. No me había percatado
de que tu preciosa nave no acompaña a la flota corsaria. ¿No habrá
sobrevenido sobre ella alguna desgracia?
—Su hermosa silueta pereció bajo las llamas de la traición —respondió
Tirgo de Tirón por el capitán Falk, quien había escuchado la conversación
mientras se acercaba desde el puente de mando—. Al igual que vuestros
burgos sucumbieron bajo el fuego groning, La Sirena de los Mares ardió
por el fuego de la traición de Alagam. Un trágico y maligno paralelismo
entre el este y el oeste.
—No todo se perdió bajo el fuego —replicó Falk tratando de ocultar su
desazón—. Tras la dolorosa batalla entre hermanos corsarios pude recuperar
parte de la proa y unas decenas de maderos de la cubierta y la bodega. En
cuanto esta pesadilla acabe y cobre la parte de la recompensa que me
corresponde, reconstruiré La Sirena de los Mares, y a bordo de ella volveré
a surcar el Mar del Este, ahora libre por siempre con el salvoconducto de mi
amigo el emperador de los corsarios, el gran Tirgo de Tirón.
—Por supuesto que lo harás —respondió emocionado el corsario—.
Sacrificaste lo más preciado por luchar a nuestro lado. Noble es tu corazón
por llamar hermanos corsarios a esa piara de cerdos comandada por el
miserable Alagam. Mas ya no debemos preocuparnos por él. Descansa para
siempre en el fondo del mar, ahumado junto a los restos de su flota, ¡ja, ja,
ja! —rió satisfecho Tirgo de Tirón mientras Falk le acompañaba
desahogando su dolor en sonoras carcajadas.
El capitán Falk continuó relatando como tras derrotar a los gronings en
la desembocadura del Morkurgul fueron atacados a traición por los hombres
de Alagam y otros renegados de algunas familias corsarias. Muchos
hombres murieron en la lucha, además de los que ya habían caído en la
contienda contra los legionarios del Mariscal Zunkonel. Numerosos navíos
ardieron consumidos por el fuego hundiéndose en el Mar del Este muy
cerca de Dos Aguas.
Kiril comprendió que, a pesar de que ni todo el oro groning lograría
restañar las heridas causadas a Tirgo de Tirón, no podían faltar a la palabra
que Falk había dado a los corsarios.
—Cuando Zornik haya claudicado —dijo Kiril—, enviaré un
cargamento con cien cofres de oro. Eso saldará nuestra deuda, y vuestro
nombre quedará limpio de toda mácula que cualquier felonía pasada llevase
a consideraros una amenaza para los hombres de bien.
—Os tomo la palabra —contestó Tirgo de Tirón—. Necesitaré ese oro
para pagar a los maestros luinas por los nuevos barcos que habrán de
construir para rehacer mi diezmada flota. Después de haber salvado a su
amada Porliton de la invasión groning, no podrán negarse a ello. Y si lo
hacen, por Olión que entonces será Tirgo de Tirón quien invada sus tierras y
los tome como esclavos —y el emperador corsario rio, pero Enna, Kiril,
Maikel y Falk apenas si esbozaron una sonrisa, ya que no dudaban que
Tirgo de Tirón cumpliera su amenaza.
—¡It-sonod a la vista! —gritó el vigía desde lo alto del palo mayor de
El Indomable.
El aviso del centinela dio por terminada la conversación. Enna, Kiril,
Maikel y Falk se acercaron a la proa del navío para observar la maniobra de
aproximación a la costa.
—Aún recuerdo cómo salimos apresuradamente del Delfín Negro
escapando por las callejuelas traseras de La Cuesta de las Tabernas —dijo
Falk mirando a lo lejos la capital esmuga—. Mi insensatez casi logró que os
mataran.
—Al menos probamos aquella maravillosa cerveza negra —respondió
Maikel tratando de restarle importancia—. Además tendré un recuerdo tuyo
de por vida: siempre me acordaré de tus hirientes canturreos cada vez que
toque la cicatriz que me dejó aquella maldita flecha groning —y puso su
enorme mano sobre el huesudo hombro del capitán.
—Creo que mi padre y el grueso del ejército aún no han alcanzado el
burgo —apuntó Enna—. La ciudad parece desierta.
—Eso nos otorga más tiempo para seguir conversando con el bueno de
Falk —dijo Kiril—. ¿Qué te parece capitán, si mostramos a esta bella dama
las excelencias de la cerveza que se sirve en el Delfín Negro? Incluso
podríamos jugar una partida a tu querido juego del kliros —dijo Kiril
tratando de animar al alicaído Falk.
—¡Pero esta vez sólo apostaremos jarras de cerveza! —añadió
sonriendo Maikel—. No me atrae la idea de ser desplumado por el truhan
del capitán.
—Debo defenderme de tamaña acusación aclarando que todas mis
victorias han sido logradas en buena lid, y estoy dispuesto una vez más a
demostrarlo —y todos rieron.
El Indomable atracó en It-sonod al atardecer del 13 de junio, flanqueado
por una treintena de navíos corsarios. Aquel día quedó grabado a fuego para
siempre en el corazón de los esmugas que lo contemplaron. Al ver acercarse
a los navíos corsarios desde el sur, el retén de soldados que permanecía
acantonado en el baluarte y los escasos residentes y comerciantes que
deambulaban por el burgo, creyeron que todo se había perdido y el enemigo
invadía It-sonod. Sólo los gritos y canciones del capitán Falk desde la
cubierta de El Indomable lograron que los soldados tornaran su desolación
en gritos y vítores de alegría. El Este había salido airoso de la invasión
groning y el sol, que caminaba con paso firme a su refugio en el sometido
occidente, llevaría las nuevas de la victoria de los ejércitos de Esreghaia
hasta los sórdidos muros del palacio del rey Zornik en Groningburgo.

Kiril cumplió su palabra y condujo a sus amigos a través de La Cuesta


de las Tabernas hasta llegar al Delfín Negro, donde departieron hasta bien
entrada la noche junto con Tirgo de Tirón, embriagados por el aroma de la
famosa cerveza de It-sonod. Cuando el posadero vio entrar en su taberna al
temido corsario acompañado por una treintena de sus hombres, el color de
su rostro mudó a un blanco macilento, como si súbitamente hubiera
contraído una mortal enfermedad. El capitán Falk tuvo que acudir
enseguida a tranquilizarlo.
—No me ha quedado más remedio que ir a calmar al posadero para que
pudiera seguir sirviendo jarras de cerveza —explicó después el capitán Falk
sonriendo entre dientes a sus amigos—. Posee una rara habilidad para servir
la cerveza, única diría yo entre todos los posaderos de Tierra Conocida, y
ciertamente son muchos los que conozco… Sería una gran pérdida que
muriera de un sincope atravesado por tu mirada —le dijo a Tirgo de Tirón
quien le respondió con un sonoro eructo que reverberó en toda la taberna,
dando fe del exquisito néctar que en ella se servía.
Cuando ya de madrugada abandonaron El Delfín Negro, descendieron
zigzagueando por las calles del burgo en dirección al puerto. A escasos
pasos de alcanzar el anillo inferior, vieron entrar en It-sonod al ejército de
Esreghaia comandado por el Senescal Adelel, acompañado por Oerlikon y
Gródolas, a los que seguían Olaf, Nahelgen, Siriard, el magullado Törla y el
resto de bravos guerreros que habían derrotado a los gronings en el delta del
Taquakland. Cuando el anciano Senescal se topó de bruces con aquel
curioso comité de bienvenida no pudo más que sonreír y desearles un sueño
reparador. Al alba se celebraría un nuevo Concilio para decidir los
próximos pasos a dar. Oerlikon dirigió una reprobatoria mirada a su hija
Enna, que se aferraba al brazo de Kiril para a duras penas poder mantener el
equilibrio.
El Senescal ordenó a su ejército romper filas y premió a sus hombres,
ahora esmugas, luinas, alkos, norteños e incluso corsarios, permitiendo que
celebraran la merecida victoria acabando con todas las reservas de cerveza
de la capital esmuga.

—Mi cabeza… —se desperezó Maikel incorporándose con dificultad—.


Me duele tanto que me recuerda a la fiesta de la noche de vísperas de la
Ceremonia del Tránsito —pero enseguida su sonrisa se tornó en una mueca
de tristeza al recordar la última y desdichada ceremonia en la que los alkos
cedieron la regencia nerlinga al clan de los bunkos. Habían transcurrido
más de nueve meses desde aquel día y la esperanza perdida parecía
comenzar a renacer en su corazón.
—Vamos, levántate Maikel —le ordenó Kiril, quien ya se había
despertado un rato antes—. El Senescal Adelel nos aguarda en el baluarte.
—¿Es que acaso pensáis volver a dejarme de lado? —les recriminó
Enna—. Me he ganado en el campo de batalla estar presente en ese
Concilio.
—Nadie cuestiona eso, querida —respondió Kiril tratando de amansar a
Enna—. Sólo quería que descansases un poco. Durante los últimos días
apenas si has dormido. Lo último que quisiera es que enfermaras.
—Tú fuiste herido de muerte y sin embargo has sido el primero en
ponerte en pie —le reprochó Enna—. Así que no me aconsejes qué es lo
que debo o no debo hacer —terminó enfurruñada.
—Testaruda y con mal despertar —dijo Maikel—. Creo que has elegido
una mala compañera de viaje.
—Ambas cualidades son implícitas a nuestro linaje —respondió Enna
—. Ardo en deseos que compartas un desazonado amanecer por los efluvios
del licor junto a mi querida hermana Ebba —y Kiril rompió a reír con una
ahogada carcajada mientras Maikel no deseaba otra cosa más que tragarse
sus desafortunadas palabras.
Oerlikon intuyó que esa mañana los jóvenes demorarían su despertar,
por lo que decidió acudir en su busca y acompañarlos a la morada del
Senescal en lo alto de la ciudad al abrigo del baluarte. El Concilio sería tan
crucial como el que el propio Oerlikon convocó en Caterziveen y no podían
demorarse.
Los centinelas del baluarte saludaron sonrientes a los cuatro nerlingos y
una pareja de soldados esmugas los escoltaron al interior de la casa del
Senescal. Tras subir los desgastados peldaños preñados de añeja historia,
entraron en la gran estancia del segundo piso donde se celebraría el
Concilio. Allí el Senescal Adelel les recibió con un fuerte abrazo. En el
interior de la estancia ya se encontraba el capitán Falk dando cuenta de un
trozo de bizcocho y un vaso de té caliente. Junto a él permanecía sentado y
pensativo, con una triste mirada perdida en el fondo de la estancia, el
maestro Siriard. También Gródolas parecía ausente, luchando con
poderosos demonios que lo atormentaban y que solo él era capaz de ver,
apoyado en el marco de una ventana mientras sus ojos remontaban los
acantilados de la costa oriental que se elevaban como un fabuloso muro de
piedra hacia el norte.
—Sólo falta un invitado para poder dar comienzo al Concilio. Un
agitado revuelo le precederá —dijo sonriendo el Senescal—. Mis hombres
aún lo sienten como una amenaza.
—Deberá pasar mucho tiempo hasta que la sombra de la duda deje de
sobrevolar sobre los corsarios —respondió Falk—. Durante largos inviernos
las costas bañadas por el Mar del Este han soportado sus fechorías, mas en
su favor he de decir que han sacrificado cientos de vidas defendiendo la
libertad de estas tierras, cuando en el pasado los hermanos de Esreghaia no
fueron capaces de hacerlo.
—Sacrificaron vidas por su libertad y por la promesa del oro groning —
replicó ofendido Adelel.
—Cierto es que lucharon por su libertad —añadió Falk—, pero cuando
derrotaron a los gronings bien pudieron haberse aliado con Alagam y sus
aves carroñeras, pero no lo hicieron, y prefirieron derramar su sangre como
sacrificio a su único y verdadero amor, el gran mar oriental.
—En el pasado también derramaron sangre inocente en nombre del Mar
del Este —dijo Siriard con amargura.
—Debemos dar un voto de confianza a los corsarios por el futuro de
Tierra Conocida. Si no permanecemos unidos, el enemigo acabará con
nuestra frágil alianza —reflexionó Kiril.
—Habrán de ganársela demostrando fidelidad y respeto por la vida de
sus aliados —apuntilló Oerlikon—. Pero ahora no queda otra opción que
confiar en ellos.
Las palabras de Oerlikon se vieron interrumpidas con los rumores de un
creciente tumulto en los alrededores del baluarte. El Senescal Adelel se
asomó a la ventana y ordenó a sus hombres que depusieran su actitud hostil
ante los visitantes que se habían acercado hasta la casa del Senescal.
—Es Tirgo de Tirón acompañado por media docena de sus secuaces. He
ordenado que solamente él tenga acceso al baluarte —dijo Adelel—. Los
corsarios que le acompañan permanecerán en el exterior custodiados por el
retén de seguridad.
Apenas hubo terminado el Senescal de pronunciar aquellas palabras,
cuando Tirgo de Tirón entró desafiante en la gran estancia. Los hombres del
este le contemplaron recelosos, incluido el propio Oerlikon.
—Bienvenido seas —le saludó el capitán Falk tratando de romper el
hielo—. Disculpa si el resto de mis amigos no se encuentran esta mañana
tan dicharacheros como yo, pues están agotados por la batalla y la falta de
sueño. Además no han tenido la suerte de poder disfrutar como nosotros del
aroma y el sabor de la cerveza de It-sonod.
—Confío en que esa sea la causa de la escasa hospitalidad hacia mi y
mis hombres en la casa del noble Senescal Adelel.
—La hospitalidad desterrará al recelo, pero será un proceso lento y
basado en la mutua confianza —respondió diplomáticamente el Senescal—.
Mas ahora dejemos a un lado la desconfianza y las riñas entre nosotros,
pues no habría otra cosa que hiciera más feliz al enemigo que ver como la
discordia se instala en nuestra alianza.
Tirgo de Tirón pareció aceptar la tregua propuesta por el Senescal y se
sentó a la mesa. Enna, Oerlikon, Kiril y Maikel acompañaron al corsario, y
fue el abstraído Gródolas el último en unirse al Concilio.
El Senescal Adelel y Kiril hicieron una rápida y clara exposición de la
situación actual: las tropas de Esreghaia habían abortado la invasión
groning, debilitando notablemente las legiones de Zornik; sin embargo las
bajas aliadas también habían sido numerosas. Los supervivientes gronings
huirían hacia los lindes de la Cordillera Savakien, con lo que pasarían a
engrosar las filas de los asentamientos cercanos a Halthoria y Mugaburgo.
Las derrotas en las desembocaduras del Morkurgul y el Taquakland harían
pensárselo dos veces a Zornik antes de volver a atacar el este.
—Sin embargo las legiones gronings que merodean al sur de las Tierras
Frías permanecen intactas —afirmó Gródolas—. Incluso se verán
reforzadas con los hombres de Arniokelen que huyeron tras su derrota. El
verano nos envuelve con su dulce fragancia y calidez, pero también derrite
el hielo y la nieve protectora de nuestras blancas regiones. Es el momento
que los lobos de Zornik aguardan con ansiedad para atacar nuestro hogar.
—Dudo que Zornik se atreva ahora a atacar las Tierras Frías —
respondió Oerlikon—. Ha visto el despertar de los hombres libres y el de un
nuevo poder que durante largo tiempo deseaba encontrar. Ahora que lo ha
descubierto, lo ansia más si cabe, pero aún se encuentra lejos de él. Con sus
ejércitos debilitados, reagrupará sus fuerzas en torno a Jactinia y al sur de
las Tierras Frías, pero desconozco cual será su próximo movimiento,
aunque una cosa sí puedo afirmar: no atacará las tierras de los norteños.
—Debemos aprovechar la conmoción groning —intervino Maikel con
vehemencia—. Avancemos como un martillo hacia el oeste. La moral de
nuestros hombres es elevada y contamos con Therliangator. Nada detendrá
nuestro avance, y en unos meses reconquistaremos Jactinia y tomaremos
Alkoburgo. Los gronings deberán retirarse a su hedionda madriguera en
Groningburgo.
—Suficiente sangre luina ha sido ya derramada —contestó Siriard—.
Hemos salido victoriosos de la contienda, mas nuestro pueblo ha perdido a
muchos de sus hijos que ahora caminan hacia la morada de Olión
comandados por el gran Senescal Amir —e hizo una larga pausa—. Lo
siento, pero los luinas no viajarán al oeste, no convocaré a mi pueblo a una
nueva campaña. Defenderán la libertad de Tierra Conocida desde Porliton y
sus corazones os acompañarán en vuestro peligroso viaje. Sin embargo os
doy mi palabra de que no me opondré a que aquellos que libremente
decidan participar en la reconquista del oeste se unan a vuestro ejército.
Siriard, el gran maestro constructor de barcos, como notable prohombre
de Porliton y tras la sentida pérdida de la máxima autoridad del Senescal
Amir, había asumido con su decisión el liderazgo del pueblo luina.
—Sabias palabras, Siriard —dijo el Senescal Adelel—. Que tus diestras
manos te ayuden a construir el futuro de Porliton dentro de la Comarca
Central de Esreghaia, pues como Senescal serás reconocido a partir de hoy
en It-sonod. Mi querido Maikel —continuó el Senescal Adelel—, siento
tener que suscribir las palabras de Siriard. Demasiada sangre han vertido ya
las regiones orientales en estos tiempos aciagos. Deberán cicatrizar y
restañarse sus heridas antes de poder volver a la lucha. Si emprendiésemos
el incierto viaje de conquista hacia el oeste, dejaríamos abandonadas a su
suerte las ciudades bañadas por el Mar del Este, y entonces Zornik y sus
esbirros tendrían expedito su avance. No, los esmugas tampoco
marcharemos hacia el oeste.
—¡Entonces Zornik habrá triunfado! —gritó enfadada Enna—. De nada
habrán servido las victorias en el Taquakland y en el Morkurgul, de nada
habrán servido las muertes de cientos de vuestros hijos. Los gronings se
reagruparán, reunirán nuevas legiones y volverán a atacarnos hasta que
logren someternos o aniquilarnos.
—Siento un gran dolor que atenaza mi alma y desgarra mi corazón —
contestó Gródolas—, pero lamento contradecirte, bella dama. Comprendo la
decisión de luinas y esmugas, porque también es la decisión de Tenkolmar,
al menos hasta que pueda hablar con Simas. Los norteños no podemos dejar
desamparados nuestros hogares, vaciar las Tierras Frías de nuestros
guerreros, abandonar a su suerte a Tenkolmar, Trondemag, Ostenburgo o
Sildenburgo. Los gronings son numerosos en nuestras fronteras; ya
corrimos un gran riesgo cabalgando hasta It-sonod en socorro de la alianza
de los pueblos libres. También Simas, nuestro valeroso líder, cabalga ahora
hacia Eloburgo junto a uno de los vuestros, junto a mi hermano de sangre
Ingvar, para destruir el templo de tortura que se levanta en el Valle de los
Elothas —y las palabras dejaron de brotar de la boca de Gródolas mientras
sus pensamientos lo arrastraban al fondo de un oscuro túnel en el corazón
de las minas—. Aquellos valientes que quieran acompañaros serán libres de
hacerlo, pero no enviaré a mis hombres a la reconquista del oeste.
—¿Dejaréis entonces abandonados a nerlingos, bortigos, lupenos o
skelingos? —gritó Maikel contrariado poniéndose en pie—. ¿Es que acaso
renunciáis a luchar a nuestro lado? Es cierto que acudimos al este en busca
de vuestra ayuda, pero también nosotros hemos derramado sangre en esta
tierra por defender a vuestras mujeres e hijos. No merecemos ahora que nos
abandonéis a nuestra suerte ante la siniestra jauría de lobos hambrientos.
—Tranquilízate, Maikel —habló Oerlikon, mientras Kiril permanecía
sumido en una hipnótica y oscura lucha interna—. No podemos pedir más
agua a un manantial a punto de agotarse, ni más cosechas a una tierra
exhausta. Pues ésa es la realidad de las tierras orientales. Nunca lograremos
la victoria en una lucha frontal contra el enemigo, ya que su posición es más
ventajosa que la nuestra. Tenemos que afianzar nuestras posiciones,
mantener el este y el norte a salvo de los gronings como Siriard, Adelel y
Gródolas han expuesto. Nosotros los alkos marcharemos hacia el oeste,
pues es nuestro destino reencontrarnos con los últimos supervivientes de
nuestros hermanos nerlingos.
—No os faltarán allí los aliados —añadió Falk—, pues los sometidos
habitantes de Jactinia se levantarán en armas cuando escuchen el sonido de
los cascos de los caballos libertadores. Y no olvidéis que un hombre del
Sur, el príncipe Ilanit, prometió acudir en vuestra ayuda con tres mil
hombres del Reino de Saralamath. No cabalgaréis solos mis amigos.
Las palabras de Falk parecieron calmar el ímpetu y el enfado de Enna y
Maikel. Sin embargo la tristeza se había apoderado del Concilio, pues tras
la incontenible alegría por la victoria en el delta del Taquakland, nuevos
nubarrones volvían a cernirse sobre los aliados, un cielo de oscuridad sin
final en el que Zornik siempre parecía emerger como vencedor.
—Los corsarios de las familias que me son leales patrullarán el Mar del
Este de norte a sur —habló con firmeza Tirgo de Tirón—, y caeremos como
halcones contra todo aquel que ose hostigar a las aldeas costeras del Reino
de Esreghaia. Durante el verano cincuenta naves velarán vuestros sueños,
desde It-sonod hasta las estribaciones de los hielos perpetuos, y así
desaparecerán los temores del guerrero de Tenkolmar.
—Acepto y agradezco de corazón vuestra ayuda —respondió Gródolas
y Tirgo de Tirón, orgulloso, se hinchó como un pavo real.
—El destino de Tierra Conocida se decidirá a las puertas de
Groningburgo. Zornik y yo, solos frente a frente, su espada contra
Darbrethil, sin que otra sangre sea derramada —habló Kiril por primera vez
desde que comenzase el Concilio con una funesta oscuridad en sus ojos que
asustó a Enna y Maikel cuando lo contemplaron—. Zornik anhela un
antiguo poder, y yo seré quien se lo muestre. Para ello será necesario
desplegar todas nuestras artes y multiplicar las escasas fuerzas de las que
disponemos. Haremos que sus mensajeros corran asustados a su palacio en
Groningburgo para así lograr que finalmente acepte mi desafío. Será
entonces cuando todo se decida.
Enna y Maikel quedaron profundamente abatidos al escuchar las
premoniciones de Kiril. No soportarían volver a perderlo como creían
haberlo hecho hacía menos de tres lunas. Estaban aterrados ante el posible
enfrentamiento con el rey brujo, el gran maestro de las artes oscuras.
—Dentro de quince lunas los alkos del sexto clan marcharemos hacia el
oeste —habló Oerlikon, antes de que el resto de participantes del Concilio
comenzasen a preguntar por aquel anciano poder del que él mismo había
hablado y Kiril parecía conocer de un extraño modo—. No seremos más de
quinientos hombres, por lo que ruego al Concilio que cien luinas, cien
esmugas y cien norteños nos acompañen en este incierto viaje.
Un sombrío silencio se hizo en la estancia, pues Oerlikon reclamaba un
último sacrificio a las Comarcas de Esreghaia. Fue el Senescal Adelel el
que respondió a la petición del Kliat nerlingo:
—Cien valientes esmugas os acompañarán en vuestra campaña en
representación de It-sonod, por la cual luchasteis y derramasteis vuestra
sangre —dijo el Senescal.
—También viajarán a vuestro lado cien de mis mejores guerreros de
Tenkolmar —dijo Gródolas—. Sería un traidor si abandonase a su destino al
pueblo de Ingvar.
—Los luinas también sacrificarán a cien de sus hombres para que
acompañen a Therliangator hasta las puertas del averno —habló Siriard—.
Si la suerte de Tierra Conocida tiene que decidirse en territorio groning,
también los luinas pisarán los campos enemigos.
—Yo no enviaré a ninguno de mis corsarios a luchar tierra adentro —
dijo Tirgo de Tirón—, pero os prometo que ningún groning osará navegar
por el mar oriental.
—Hablo ahora por toda Jactinia cuando digo que estamos en deuda con
vosotros —respondió Kiril—. Unidas, la sangre del este y del oeste, del
norte y del sur, derrotarán al poder oscuro del lobo negro —finalizó el alko.
Sin embargo la desesperanza siguió instalada en el corazón de Enna y
Maikel, pues sabían que trescientos hombres de refuerzo no serían
suficientes para encarar las innumerables contiendas y batallas que les
aguardaban hasta alcanzar los territorios enemigos. Lo que ellos
desconocían era la grandeza del poder que Nerlinguia y la Sagrada Bestia
habían entregado a Kiril.

Las dos semanas siguientes transcurrieron lentamente, el tiempo


aletargado por el calor y el viento del sur que azotaba con fuerza la capital
esmuga. En los anillos inferiores del burgo se improvisaron numerosas
tiendas para la curación de los heridos y en ellas se afanaban, atendiéndoles
noche y día, mujeres y hombres de It-sonod. Algunos murieron pero otros
muchos se salvaron, y los lazos que nacieron entre cuidadores y tullidos
pervivieron durante largo tiempo.
Todos aprovecharon esos días para descansar y recuperar fuerzas, pues
la última etapa del viaje que los jóvenes nerlingos habían emprendido
muchas lunas atrás, se presentaba ante ellos repleta de peligros y
adversidades, la más terrible de todas ellas, donde el jinete sin rostro
volvería a cabalgar decidido a su encuentro.
Siriard y el grueso de los luinas obtuvo el permiso del Senescal Adelel
para regresar a Porliton, si bien los heridos más graves permanecerían el
tiempo necesario para su curación en el burgo esmuga. Olaf despidió con un
ahogado llanto a los que habían sido sus compañeros durante los últimos
meses. Especialmente solemne y emotivo fue el abrazo de despedida entre
Olaf y Siriard, el abrazo sincero de dos hombres adustos y poco dados a la
elocuencia, un abrazo al que no hizo falta adornar con palabras.
—¡Volveremos a encontrarnos! —le gritó Siriard cuando su figura se
perdía a lomos de su caballo en un quiebro hacia el sur del camino de la
costa.
—Volveremos a vernos, gran maestro —murmuró Olaf mientras trataba
de ocultar una lágrima furtiva que brotaba de sus enrojecidos párpados.
Pero no todos los luinas regresaron a Porliton, pues finalmente cien
voluntarios se unieron al centenar de soldados designados por Siriard. Este
generoso acto surtió un efecto motivador en esmugas y norteños, y el 3 de
julio, un total de doscientos esmugas y trescientos norteños, entre los que se
encontraba el gran Gródolas, decidieron cabalgar flanqueando a
Therliangator en la reconquista de Jactinia. Mil doscientos hombres a los
que previsiblemente se unirían los tres mil guerreros del Reino de
Saralamath, todas las fuerzas con las que los aliados contarían para alcanzar
Groningburgo.
También el capitán Falk planeó viajar a Porliton, pero decidió no
hacerlo hasta que sus amigos nerlingos partieran hacia el oeste. Quería
compartir con ellos todo el tiempo que pudiera, pues con la compañía de los
jóvenes mantenía apartada de su mente la insufrible añoranza de su amada,
La Sirena de los Mares. Cuando ellos emprendiesen la última defensa de la
luz, él viajaría junto a Tirgo de Tirón y Nahelgen a bordo de El Indomable
hasta Porliton donde, a partir de los restos de su embarcación, Siriard le
había prometido construiría un nuevo barco para el bueno del capitán.
Nahelgen no se demoraría mucho tiempo en Porliton, pues ansiaba regresar
a Thioluka para reencontrarse con sus queridos Kilma, Holm y Tirk. Sin
embargo, Olaf, el espíritu errante, no regresaría durante largo tiempo a la
hermosa Dos Aguas, ya que nuevamente se había puesto a las órdenes de
Kiril, al que serviría como fiel explorador.
Por su parte Kiril volvió a compartir gran parte de su tiempo junto a
Oerlikon. Ambos se despertaban muy temprano y se perdían entre la bruma
del amanecer, caminando ahora hacia el Camino del Oeste ahora hacia los
acantilados del norte que, como formidables murallas, se elevaban más allá
de Caterziveen. Regresaban hambrientos al mediodía, mientras Enna y
Maikel les contemplaban preocupados por lo que ambos estuvieran
tramando. La paz que se respiraba en It-sonod hizo más difícil el regreso de
los nerlingos hacia el oeste. Las dulces fragancias del verano, la calidez de
la brisa oriental, el armonioso arrullo de las olas o el embriagador sabor de
su negra cerveza, retenía a los hombres en la capital esmuga. El mar les
había robado el corazón desde el primer día que contemplaron su esplendor
y sentían que parte de su alma permanecería para siempre atada a aquellas
hermosas regiones.
Finalmente el 13 de julio, un mes más tarde de su victorioso regreso de
la Batalla del Taquakland, los aliados partieron de It-sonod al despuntar el
alba rumbo a la reconquista de Jactinia. Los hombres de Tenkolmar se
unieron a las tropas comandadas por Kiril, a las que acompañarían en su
recorrido por el Camino del Oeste hasta las estribaciones de la Cordillera
Savakien donde sus caminos se separarían. Los norteños se hacia las Tierras
Frías bordeando Halthoria, un peligroso camino en el que podrían
encontrarse con las legiones groning del norte. Por su parte, Therliangator y
los suyos descenderían hacia el sur para, bordeando la Savakien y Bosque
Salvaje, cruzar el Morkurgul en dirección a la Iugur-András y caer sobre
Mugaburgo desde los pasajes secretos de las Cuevas Escondidas. Pues allí,
en el burgo fronterizo, comenzaría la reconquista de las tierras ocupadas.
Volverían a disfrutar de la compañía de Haakoin y Loit en La Luna Blanca,
donde esta vez sí, descansarían sin temor a ser capturados por los gronings.
En It-sonod dejaron atrás una parte de su vida, grandes amigos a los que
quizá jamás volverían a ver: el capitán Falk, Nahelgen, Törla o el Senescal
Adelel. Incluso comenzaron a añorar a Tirgo de Tirón, el temible Corsario
que cambió el signo de la ocupación del este.
Muchas sonrisas y lágrimas fueron derramadas, acompañadas por
entrecortadas palabras y mensajes de esperanza entre los nobles capitanes
del norte, del este y del oeste. Un afligido silencio, un profundo mutismo
preñado de añoranza, acompañó la dolorosa separación. Una triste
despedida adornada por el solitario canto de las doradas trompetas del
baluarte que saludaban la partida del ejército de Therliangator. Ningún
hombre quiso volver su mirada atrás; no querían alentar el miedo con el que
partían hacia el oeste y que éste resquebrajara su determinación al
contemplar los ojos llorosos de las gentes de It-sonod.
Las últimas unidades ya se perdían hollando el terraplén que trepaba
frente al baluarte, encarando los prados y granjas que conducían a las
veredas del Camino del Oeste. Las siluetas brillaban tenues con los
primeros rayos de la alborada y, empujadas por la caricia de la cálida brisa
del solsticio, desaparecieron ante sus ojos como sombras devoradas por la
oscuridad de la noche. Falk enjugó las lágrimas que bañaban su enjuto
rostro y, de entre sus temblorosos y cuarteados labios, brotaron las letras de
una triste poesía:

Con las primeras luces del alba parten los valientes,


trompetas y lágrimas los despiden desde el baluarte.
Hacia el oeste su destino los conduce,
¿mas a qué puerto arribarán sus almas puras?
Su hogar en la Tierra Verde los espera,
pero también son bienvenidos en la morada de los dioses.
Que la luz verdadera alumbre su camino,
que la oscuridad adormezca el tiempo.
Larga vida aún os resta por vivir en la Tierra Conocida,
largos inviernos pasarán hasta emprender el último viaje.
Dioses del firmamento, de la tierra y de las aguas,
velad noche y día la buena estrella de los valientes.
Dioses del firmamento, de la tierra y de las aguas,
velad por la luz y la bondad del mundo.
Que un hado destructor os alcance si así no lo hicierais,
y que todos perezcáis devorados por la oscura lana del mal.
¡Valor mis hermanos, valor frente al cruel destino!
Que la buenaventura os acompañe hasta las puertas del averno.
El sol siempre brillará por vosotros altivo desde el infinito,
y mi corazón os alentará con el recio batir de las olas.
¡Adiós mis hermanos, adiós mis valientes!
Seguid vuestra senda y que los dioses velen nuestros sueños.
A LAS PUERTAS DE ELOBURGO

L a caravana transitaba zigzagueando entre las comunidades de árboles


y las faldas de la cordillera, próxima a alcanzar las estribaciones
occidentales de la Iugur-András. Oyvind volvió a sentir la agradable caricia
del sol que ahora bronceaba su rostro albino. Desde que partiera de Bosque
Salvaje, únicamente la fría luz de la luna había iluminado tenuemente sus
azules ojos. Aimon se acercó al alko, quien caminaba disfrutando de la
compañía de la estrella del día, y volvió a insistir una última vez con su
recurrente pregunta:
—¿Estás seguro de no querer hacerlo? —preguntó el celko.
—Sí —respondió taciturno el alko—. A pesar de que la idea de producir
un daño irreparable a los gronings y frenar su avance me atrae, no puedo
retrasar más mi misión. Deberíamos entrar en la guarida de la bestia para
destruir el Embarcadero del Arquiri-Valu y, empero cumpliéramos nuestro
objetivo, no creo que saliéramos de allí con vida. Pero como os dije en La
Colonia, sois libres de acompañarme en mi viaje a Eloburgo. No seré yo
quien os retenga si decidís embarcaros en otras andanzas que os lleven a
enfrentaros a los gronings.
—Te acompañaremos a Eloburgo para liberar a tu hermano Ingvar —
respondió Aimon—. Grande será el daño que infligiremos a los gronings en
el corazón de su imperio. Mas la cercanía de ese embarcadero en
construcción nubla por momentos mi razón.
—Apoyaría tu propuesta, Aimon, si ése fuera el embarcadero del
Morkurgul —añadió con sabiduría Perlivarce—. Destruyéndolo
lograríamos dificultar la invasión del este y daríamos un tiempo precioso a
Kiril y a los pueblos orientales para poder repelerla. Desgraciadamente eso
no ocurrirá. Sin embargo, el embarcadero del Arquiri-Valu sólo servirá para
explorar las lejanas regiones occidentales que mueren en el oscuro Mar del
Gruneng, toda vez que Zornik haya conquistado el resto de Tierra
Conocida.
—No me queda más remedio que someterme a tus juiciosos
razonamientos, mi buen amigo —dijo sonriendo Aimon—, pero no me
negarás que resultaba atractiva la idea de incendiar ese maldito
embarcadero.
—Comprendo tu sentir, Aimon —dijo Oyvind—. Mi espíritu nerlingo
se revela al ver que los gronings han hecho suyo Puente de Piedra y osan
profanar las tumbas de los valientes guerreros que lo defendieron —y
recordó al bravo Mirkiel que cabalgó herido de muerte desde el puesto de
vigilancia tratando de prevenir en vano a los nerlingos de la traición de
Zornik.
—Entonces, ¡hacia el Bosque Ranwuhan! —gritó Marlin, que había
escuchado toda la conversación, y ahora azuzaba al caballo que tiraba de la
carreta en la que transportaban, oculto bajo apretados fardos de paja, al
durmiente Narno.
—A partir de ahora entraremos en territorio groning —habló Aimon a
sus hombres—. Extremaremos las precauciones de aquí en adelante.
Formaremos dos parejas de exploradores que se encargarán de vigilar la
vanguardia y la retaguardia. Marcharán al menos una milla alejados de la
caravana. Cada tres leguas recorridas regresarán para dar las nuevas y serán
relevados por otra pareja en ese cometido. Enoc y Eboc, a vanguardia.
Leonek y Lorinek a retaguardia.
—¡Siempre somos nosotros los voluntarios forzosos! —respondieron
quejicosos los cuatro celkos al unísono.
—Sois los más jóvenes —respondió con sorna Aimerin—. Debéis
curtiros en estas lides.
—Gracias también a ti, Aimerin, por prestarte voluntario. Alvar y
Aimerin relevarán en el siguiente turno a Enoc y Eboc —ordenó Aimon
mientras Alvar renegaba de su compañero de fatigas—. Odd y Oakes harán
lo propio con Leonek y Lorinek ¡Adelante, y que Nerlinguia nos proteja!
—Mantienes a raya a todo el gallinero —dijo sonriendo Oyvind.
—Y así seguirá siendo —respondió Aimon—. De otra manera sería
imposible mantener ordenada la compañía de catorce jóvenes e impulsivos
soldados.
—¡Gracias por la parte que nos toca! —dijeron Barbat y Bladuf quienes
hacía tiempo que habían superado la cuarentena.
—Silencio, o vosotros seréis los próximos voluntarios —bromeó Aimon
y todos rieron.

A ratos durante el día, Larklin, Oyvind, Barbat y Bladuf, trataban de


dormir acostados sobre la mullida paja que cubría la carreta guiada por
Oran y Marlin. Ellos serían los encargados de proseguir con la marcha del
grupo una vez que el oscuro velo de la noche acudiese a su encuentro.
Narno sería quien guiase la carreta en su nocturno transitar.
Unas horas antes del crepúsculo, alcanzaron el límite occidental de la
cordillera. La caravana se detuvo, aguardando las nuevas que Alvar y
Aimerin debían traer. Odd y Oakes se unieron al grupo y todos esperaron
impacientes la llegada de los dos exploradores. El tiempo avanzaba con
exasperante lentitud, hasta que por fin Alvar y Aimerin aparecieron
trotando entre la alta hierba que cubría el valle.
—El camino está despejado —dijo sin apenas resuello Alvar—. No hay
rastro de los gronings en unas diez millas a la redonda.
—Avistamos la entrada a La Senda de las Águilas y tampoco allí
apreciamos actividad groning —completó la información Aimerin.
—Buen trabajo —les felicitó Aimon—. Repondremos fuerzas antes de
continuar, pero no será antes de que caiga la noche. No nos expondremos
innecesariamente a los ojos del enemigo en los despoblados llanos entre la
cordillera y el Bosque Ranwuhan.
—Estoy de acuerdo contigo —coincidió Oyvind—. Nos vendrá bien
descansar antes de reemprender la marcha. Mañana habremos cruzado la
campiña que conduce a tierras nerlingas y podremos avanzar seguros al
cobijo del bosque —habló con sentida añoranza mientras los celkos
guardaban un solemne silencio.
La noche sorprendió al grupo mientras cabeceaban y dormitaban tras los
arbustos, resguardados del frío viento que hacía un rato se había levantado
en el bajo valle. No habían encendido fuego alguno por temor a ser
descubiertos, por lo que la cena no caldeó sus destemplados cuerpos.
Súbitamente, un estruendo similar al de un árbol quebrado por el rayo
sobresaltó al grupo. A todos menos a Oyvind. Era el despertar de Narno, “el
bostezo de buenos días” como Oyvind había bautizado ese mágico instante
en el que la maldición de la lamia desaparecía de la vida del Guardián de
Piedra. Perlivarce y Los Quince de Klimerik no se habían habituado aún al
extraordinario acontecimiento, y contemplaban atemorizados a Narno
estirarse entre la paja seca de la carreta que cubría su enorme humanidad.
El Guardián se desperezó rápidamente, mostrándose ansioso por
continuar la marcha. Antes de que la caravana iniciase su peligroso
recorrido bajo el cielo raso hacia el Bosque Ranwuhan, Oyvind puso al
corriente a Narno de las escasas novedades que se habían producido durante
el día.
Larklin azuzó al caballo de tiro y la caravana se puso en marcha. Barbat
y Bladuf se adelantaron a la misma, mientras Oyvind y Narno caminaban al
lado de la carreta. Apretujados entre los mullidos fardos de paja, el resto
trataba a duras penas de conciliar el sueño.
La noche fue propicia para el grupo de proscritos que se internaba en
territorio groning. Gruesas y tupidas nubes de grises tonalidades cubrían por
completo la bóveda celeste. Ni la luz de las estrellas ola luna, ni la de los
cometas que surcaban las profundidades del cosmos, proyectaban sombra
alguna sobre el valle. Como espectros que se deslizaban levitando sobre la
alta hierba mecida al compás del viento nocturno, cruzaron furtivos la
meseta del bajo valle hasta ocultarse bajo la tupida floresta que, con el
equinoccio, había recuperado su frondoso e impenetrable manto de hojas.
Durante las siguientes jornadas avanzaron lentamente a través del
bosque. El transitar de la carreta por algunas zonas, en las que los troncos
de los árboles se apretaban de tal manera que apenas si un enjuto hombre
podía pasar entre ellos, complicó su avance. Cuando se cumplía la tercera
luna desde que cruzaron el extremo occidental de la Iugur-András, llegaron
al linde septentrional del Bosque RanWuhan. Oyvind y Aimon
acompañaron a Barbat y Bladuf a explorar los alrededores. Al noroeste
vieron cómo se elevaban las Montañas Oscuras, una lóbrega estampa que
turbaba sus almas. Tras las cumbres, una maligna presencia parecía
ocultarse entre sus sombrías y descarnadas laderas. El Nezov descendía en
una bruna corriente de agua hasta unirse en un agitado salto al Arquiri-Valu,
en un vano intento por purificar sus mortecinas aguas.
—Cuentan que en las faldas de las Montañas Oscuras se esconden las
guaridas de brujas y hechiceras —susurró Aimon.
—No sé qué habrá de cierto en ello —contestó Oyvind—, pero al
contemplar esas montañas mi cuerpo se estremece. Un aura de maldad
envuelve esas cumbres.
—¿Qué pensáis acerca de cruzar el río? —interrumpió Barbat, quien
temía más a las encrespadas aguas del Arquiri-Valu que a las brujas de las
Montañas Oscuras—. No creo que podamos hacerlo a pie. Su torrente
desciende embravecido y dudo que la carreta soportase su embestida —y
Oyvind rememoró el trágico día en el que trataron de vadear el Morkurgul.
—Si queremos mantener nuestra ruta, quizás debamos construir una
balsa para franquearlo —dijo Aimon—. ¿Qué opinas, Oyvind?
—Creo que sería la mejor opción —respondió aún despistado el alko al
cabo de unos instantes—. De otro modo, tendríamos que seguir en paralelo
el curso del río, lo que nos acercaría peligrosamente a Puente de Piedra.
Después, cruzar el Nezov no debería suponer más problema que tomar un
baño en sus frías aguas. Desde allí transitaremos por las fronteras de Tierra
Seca hasta acercarnos a Eloburgo.
—Entonces de acuerdo —cerró Aimon la conversación—. Mañana por
la mañana trabajaremos en la construcción de la balsa. Esta noche tu
forzudo e insomne amigo Narno puede comenzar a cortar troncos con su
impresionante hacha.
—Volvamos entonces al campamento —sugirió Bladuf.
Los cuatro nerlingos retrocedieron cautelosos internándose en las
sombras del bosque, para regresar al lugar donde sus compañeros
dormitaban tratando de reponer fuerzas para el nuevo día.
A la mañana siguiente la actividad fue frenética en el campamento. Los
hombres se despertaron somnolientos, ya que el bueno de Narno no había
permitido que durmieran con el incansable golpeteo de su hacha contra los
árboles, cortando troncos toda la noche. Eso hizo que el trabajo estuviera
muy avanzado para el mediodía. Oyvind confiaba en que esa misma tarde
tendrían terminada la balsa que les permitiría cruzar a la orilla oeste del río.
Ataron unos troncos junto a otros con las cuerdas que habían traído de
La Colonia y, cuando éstas se acabaron, utilizaron largos trozos de corteza
seca a modo de resistentes sogas. Una vez estuvo ensamblada, la
desplazaron a través del bosque haciéndola rodar sobre media docena de
leños. En más de una ocasión en que la balsa quedó trabada, debieron echar
mano del caballo de tiro. El pobre animal hubiera deseado sufrir la
maldición de Narno para al menos poder descansar durante medio día del
suplicio de cargar con aquellos dormilones.
Comenzaba a caer la tarde cuando lograron llevar la balsa hasta el linde
del bosque. Sudorosos y agotados decidieron descansar y cenar al abrigo
del mosaico de verdes hojas que formaba la floresta sobre sus cabezas.
Reservaban a Narno el arduo trabajo de empujar la barca hasta las orillas
del Arquiri-Valu.
Mientras unos charlaban animadamente y otros, como Oakes, Marlin o
Leonek, cabeceaban ajenos a las conversaciones de sus amigos, la llegada
de la noche sobresaltó al grupo con el despertar de Narno. Una vez pasado
el susto, comenzaron a movilizarse para llevar la balsa a su último puerto.
Nuevamente Barbat y Bladuf ejercieron de exploradores nocturnos, a los
que esa noche se unió Oyvind. El alko no quería correr ningún riesgo y que
los gronings los descubrieran al tratar de cruzar el río. Pero aquella comarca
lindante con las yermas mesetas de Tierra Seca no era habitualmente
frecuentada por los gronings. Las leyendas sobre los hediondos cubículos
de las brujas retraían a los hombres de merodear por aquella región.
Solamente visible a los ojos de Oyvind, en dirección noreste, se mostraban
difusos los titilantes destellos de las antorchas del puesto de guardia en
Puente de Piedra.
—Algún día los nerlingos recuperaremos el puente —murmuró Oyvind
con voz tan queda, que ni Bladuf ni Barbat pudieron escucharle.
Una vez comprobado que el terreno estaba expedito, los tres nerlingos
regresaron veloces al lindero del bosque y, con un disimulado silbido,
dieron la señal a los demás para que avanzasen hasta la orilla del Arquiri-
Valu.
Los Quince de Klimerik bromeaban con Narno, retándole a que
demostrase su descomunal fuerza empujando la balsa hasta las oscuras y
agitadas aguas. El gigante había vuelto a disfrutar durante las últimas lunas
de un presente largo tiempo olvidado: la amistad.
Aimon reprendió a sus hombres para que guardasen silencio.
Rápidamente todos callaron aprestándose a realizar su cometido. Marlin
condujo la carreta hasta el río junto a Perlivarce, mientras el resto de
hombres se turnaban en el penoso cometido de acercar la balsa hasta la
orilla. Todos excepto Narno, quien permanecía con sus enormes brazos
aferrados a la balsa, empujándola con todas sus fuerzas a través de la hierba
que parecía oponer una fuerte resistencia a su avance. Quizás las brujas de
las montañas presentían a Narno y habían encantado con sus artes oscuras a
la verde y alta hierba de las praderas.
Emplearon cerca de dos horas en transportar la balsa hasta el cauce del
Arquiri-Valu. En los últimos pasos que los separaban del río tuvieron que
ayudarse del esforzado caballo para agilizar su avance, ya que los hombres,
extenuados, apenas si lograban ya hacer avanzar a los leños sobre los que se
desplazaba la rudimentaria embarcación.
Justo antes de llegar a la orilla retiraron uno a uno los maderos, mientras
la balsa avanzaba hasta que su proa penetró en las frías aguas. La balsa era
un enorme rectángulo, sobre la que todo el grupo debía ser transportado al
otro margen, incluyendo al caballo y su inseparable carreta. En la popa un
pequeño timón les ayudaría, junto a seis enormes remos, a dirigirse a la otra
orilla sin ser arrastrados por la corriente.
—¡Rápido! —ordenó Oyvind—. Subid el caballo y la carreta a la balsa.
¡No hay tiempo que perder!
Marlin, ayudado por Larklin y Perlivarce, obligaron al asustado animal
a subir sobre aquella insegura y endeble embarcación. Aimon, Narno,
Aimerin, Oakes, Odd y Alvar tomaron los remos, mientras Oyvind se
aferraba al timón y el resto contemplaban como Bladuf y Enoc tenían que
arrastrar al atemorizado Barbat a bordo.
—¡No sé nadar! —gritaba—, ¡nos hundiremos! ¡Moriré ahogado!
Aimon dio permiso a Bladuf y Enoc para que hicieran callar como fuera
al alterado Barbat, quien ante aquella amenaza, decidió cerrar los ojos y
rezar por su vida a Nerlinguia.
Una vez estuvieron todos a bordo, Leonek, Lorinek y Eboc empujaron
la balsa para botarla definitivamente al agua. De un ágil salto subieron a
ella cuando comenzaba a flotar descendiendo por el río.
Con los primeros embates de las aguas sus cuerpos temblaron, ya que a
punto estuvieron de volcar al realizar Oyvind un brusco giro de timón.
—¡Con cuidado! ¡Desplaza suavemente el timón! —le gritó Perlivarce.
A duras penas Oyvind logró hacerse con el control de la rudimentaria
embarcación. A medida que sus cambios de dirección fueron menos
bruscos, los remeros lograron mantener el equilibrio y la balsa consiguió
avanzar progresivamente hacia la otra orilla.
Cuando se encontraban en medio del cauce, un cuarto de milla río abajo
del lugar desde el cual habían botado la balsa, una de las cortezas que
amarraba dos de los troncos crujió con estridencia quebrándose por la
mitad. El tronco exterior se separó haciendo que Enoc y Bladuf se
tambalearan y rodaran por el suelo. Gracias a que Perlivarce, Leonek y
Lorinek estaban alertas, evitaron que cayeran al río y fueran arrastrados sin
remisión por la corriente.
La balsa estaba cada vez más cerca de la orilla oeste del Arquiri-Valu.
Los remeros hacían grandes esfuerzos por bogar en aquella dirección. Al
paso de un pequeño rápido la balsa saltó violentamente sobre las aguas.
Oakes y Alvar no pudieron resistir más y perdieron su remo. Al volver a
caer la balsa sobre el torrente de agua, dos nuevos troncos se separaron de
ella.
—¡Bogad con fuerza! —les animó Oyvind—. ¡Sólo nos separan unos
pasos de la otra orilla!
—Así lo espero —respondió Barbat entre susurros y temblando de
miedo sin abrir sus ojos.
—¡Un último esfuerzo, Nerlingos! —gritó Narno—. ¡Vuestra tozudez
derrotará a la furia de las oscuras aguas! —y Oyvind sonrió acordándose
del apelativo con el que le apodaba el gigante.
Tras superar varios momentos críticos en los que la balsa a punto estuvo
de zozobrar, finalmente lograron que la maltrecha proa encallase en la otra
orilla. En ese mismo instante Barbat saltó de ella como un cervatillo
acosado por una manada de lobos. Los demás le siguieron, descendiendo
presurosos pero de manera ordenada. Cuando la carreta y su caballo de tiro
se encontraban a salvo en tierra firme y ya no había nadie más a bordo,
Oyvind abandonó la destartalada balsa de un salto.
No hizo falta que la empujaran nuevamente al río, pues un golpe de las
aguas la volvió a introducir en el cauce. Narno, Oyvind, Perlivarce y Los
Quince de Klimerik contemplaron con estupor, a la luz de las estrellas, a la
balsa quebrarse en mil pedazos al chocar contra las rocas que río abajo
aguardaban escondidas como una trampa mortal antes de llegar a los
meandros.
—Faltó poco para que todos muriéramos ahogados —suspiró aliviado
Aimerin al tiempo que el caballo relinchó reconfortado por poder pisar
tierra firme.
—El río es traicionero —dijo Oyvind—. Nunca olvidaré cómo el
Morkurgul engulló a uno de nuestros caballos y casi arrastró con él a
Maikel.
—¡Vamos! ¡No hay tiempo que perder! —dijo Aimon tratando de poner
orden en el pequeño desconcierto que se había creado tras el precipitado
desembarco—. Atad el caballo a la carreta. Nos dirigimos hacia el norte al
abrigo de las Montañas Oscuras.
Enseguida los hombres se reagruparon cumpliendo las órdenes de
Aimon. Narno azuzó al caballo y la furtiva comitiva volvió a reemprender
la marcha bajo el oscuro manto de la noche. Barbat corría ahora aliviado
junto a Bladuf por los serenos campos, explorando el camino que la
caravana seguiría.
—Jamás volveré a subir a nada que flote sobre el agua —dijo Barbat
disfrutando con cada paso que daba sobre la adormilada hierba—. Ni en
ríos ni mares.
—Yo no me atrevería a afirmarlo. Nadie sabe lo que el destino le
reserva —respondió Bladuf.
—Sólo lo haré si es para pescar un enorme siluro en el Lago Argul —
respondió tajante y Bladuf sonrió meneando su cabeza.
Tras el breve pero agitado descenso por el Arquiri-Valu, los hombres no
tardaron en conciliar el sueño, ayudados por el suave traqueteo de la
carreta. Oyvind viajaba sentado junto a Narno y Perlivarce.
—Percibo una extraña sensación al transitar frente a las Montañas
Oscuras —dijo Narno—. Una familiar y terrible amenaza, un latente mal
como el que me envolvía al despertar cada noche en Bosque Salvaje.
—Quizás sean ciertas las horrendas historias que se cuentan sobre estas
montañas —respondió Perlivarce—, y el mismo mal que creció en Bosque
Salvaje more también en ellas.
—Lucharemos por destruir para siempre ese mal —dijo Oyvind—. Y
cuando llegue ese día, tu maldición terminará. Volverás a ser un simple
mortal que disfrutará de su vida en libertad.
—Ojalá los dioses te escuchen, peregrino —respondió agradecido
Narno—, mas presiento que jamás volveré a vivir una vida plena.
—No pierdas la esperanza —le animó Perlivarce mientras Narno se
giraba mirándole con una sonrisa de resignación.
La pequeña caravana continuó el viaje hasta su próximo obstáculo: el
Río Nezov. Alcanzaron el afluente poco después del amanecer y esta vez no
tuvieron mayores problemas para cruzar su cauce. Quien más sufrió fue el
pobre caballo de tiro, que con gran esfuerzo tuvo que transportar de una
orilla a otra la carreta que se resistía a avanzar a través del pedregoso lecho
del rio.
A partir de ese momento iniciaron la parte más peligrosa de su travesía,
transitando por los límites de Tierra Seca, por campos y praderas huérfanas
de vegetación que pudieran ocultarles. Se apretaron los cinturones de los
que colgaban sus espadas y, con paso firme, emprendieron la última etapa
hacia Eloburgo.

Por precaución, decidieron internarse en los dominios de las tribus


nómadas que acaudillaba Nurgul. Los límites orientales de sus territorios no
solían estar vigilados, debido a su amistad y afinidad con los gronings, por
lo que no había razón alguna para que los jinetes de Tierra Seca temiesen
una invasión enemiga. Nurgul era un joven y sanguinario guerrero que, a
imagen y semejanza de Zornik, había conseguido el poder entre los jinetes
nómadas acabando con todos los jefes tribales que se oponían a sus planes,
asesinando en último lugar a Murkun, el anterior jefe de todos aquellos
clanes. Más de cien tribus diferentes, muchas de las cuales vagaban por las
interminables llanuras buscando las tierras más propicias para cada estación
del año, componían el complicado conglomerado de jinetes nómadas de las
cuales Nurgul era en última instancia una especie de Emperador al que
todos debían rendir pleitesía.
Cerca de una semana duró la penosa travesía a través de aquellas
yermas extensiones. El agua escaseaba y el sol golpeaba sobre sus cabezas
con incipiente fuerza, anunciando el poder que desplegaría durante el
próximo solsticio de verano. La caravana comandada por Oyvind casi había
agotado todas sus reservas del líquido elemento. Continuaron la penosa
travesía hacia el norte, hasta que al cabo de un par de extenuantes jornadas
lograron abandonar aquellos paramos desérticos.
Oyvind había divisado varias lunas atrás el lejano y débil fulgor de las
luces de Groningburgo. Congregó a la caravana en una pequeña atalaya que
se alzaba sobre las mesetas de Tierra Seca y, desde allí, por primera vez en
sus vidas, los proscritos pudieron vislumbrar el corazón del territorio
enemigo. Los Guardianes de Groning se erigían majestuosos frente a la
capital, como sólidos y gigantescos muros que protegían el palacio de
Zornik de sus posibles enemigos. Hacia el norte, las hondonadas y
altiplanicies del Valle del Rauron velaban por la ciudad a modo de infinito
abismo. Los ojos de Oyvind pudieron distinguir, al este de la capital
groning, a las legiones acampadas a lo largo del Corredor de Groningburgo,
agazapadas como un mortífero escorpión preparado para atacar a
quienquiera se atreviese a desafiar el reinado de Zornik.
Los corazones de Oyvind, Perlivarce y Los Quince de Klimerik se
estremecieron ante aquella visión. Pareciese que las fuerzas de la naturaleza
se hubieran aliado con el cruel emperador groning, haciendo vanos todos
los intentos de los hombres libres por enfrentar su maldad. El desaliento
cundió entre los hombres, pero Oyvind los emplazó a cumplir la misión que
ahora les ocupaba:
—Contemplad el mal que se eleva en el este —les dijo—.
Contempladlo y recordadlo, pues la gran batalla de nuestro tiempo se
acerca. Todos los brazos serán necesarios para derrotar a Zornik. Felicitaos
y alegraos, pues nosotros seremos los primeros en infligir un gran daño en
el corazón del enemigo. Eloburgo, sus minas auríferas, sus torturados
esclavos dejarán de existir para siempre. Y sin ellos no habrá oro, y sin él
no podrán comprar los ojos de cientos de espías que conspiran bajo el
protector manto de Zornik a lo largo y ancho de Tierra Conocida.
—Prended vuestras espadas, tensad las cuerdas de vuestros arcos —dijo
Aimon—. En menos de tres lunas Eloburgo caerá bajo el acero nerlingo.
¡Los Quince de Klimerik! —gritó enardeciendo a sus hombres.
—¡Los Quince de Klimerik! —replicaron los celkos con un fuerte grito
que unió todas sus voces.
—¡Por Bortiburgo! —gritó también exaltado el siempre calmado
Perlivarce.
—¡Por Bortiburgo! —replicaron Los Quince de Klimerik y Oyvind.
—¡Por Nerlinguia, por la libertad y por Tierra Conocida! —gritó
emocionado Oyvind y los demás repitieron sus vítores.
—¡Adelante! —ordenó Aimon—. ¡Rumbo a Bosque Frío! —y todos se
encaminaron hacia la siniestra floresta.
La caravana giró hacia el oeste para, durante cerca de treinta millas,
caminar bordeando el límite septentrional de Tierra Seca. Desde allí
cruzarían hasta Bosque Frío, ocultos a los ojos del enemigo. Una vez
alcanzasen la floresta, retrocederían sobre sus pasos a través del bosque
para caer sobre Eloburgo desde el oeste. De esa manera podrían descansar
una noche en Bosque Frío y explorar el desconocido Valle de los Elothas en
busca del lugar más propicio desde donde atacar la ciudad-prisión.
Desconocían el número de efectivos gronings destinados a custodiar aquella
región, así como el movimiento y trasiego de los esclavos hacia las minas
de oro. Y había una cosa que preocupaba especialmente a Oyvind: la
proximidad entre Eloburgo y Groningburgo. Con toda seguridad existiría
una comunicación entre la capital groning y sus minas de oro. Estimó que
como mínimo la frecuencia de visitas sería quincenal, ya que con la ingente
cantidad de esclavos que los gronings podrían haber destinado durante el
último invierno a las minas, la producción de oro se habría visto
sustancialmente incrementada, por lo que los almacenes de Eloburgo apenas
si podrían dar cabida a las pepitas del dorado metal. Cómo hacer frente a la
escolta que custodiaría la caravana del oro era otro problema añadido al que
deberían dar una rápida solución. Oyvind decidió apartar por un tiempo
aquellos pensamientos y recordó a Ingvar, al que sentía durante las últimas
lunas con una extraña mezcla de proximidad y lejanía. Una agitación teñida
del dulce sabor de la libertad se apoderó del hijo del relámpago cuando
pronunció el nombre de su hermano, como un pájaro al que el viento mece
sus alas al albur de sus caprichosas corrientes.
—¿Sigues preso en Eloburgo, hermano mío? —se preguntó intrigado
Oyvind—. ¿O es el viento quien mesa tus cabellos montado a lomos de un
corcel? —finalizó dirigiendo su pregunta a Ingvar, pero no obtuvo respuesta
alguna.
Oyvind se estremeció pensando que quizás su hermano hubiera muerto
en aquella hedionda prisión y fuera el fulgor de su alma la que ahora volaba
libre hacia la casa de la diosa Nerlinguia.

Caía el atardecer y el cálido viento que acompañaba a la somnolienta


estrella del día anunciaba la proximidad del estío. La pétrea figura de Narno
comenzaba a estremecerse con el declinar de los rayos del sol. Sólo unas
millas los separaban ahora de Bosque Frío, donde pasarían la noche al
abrigo de la umbría. La caravana avanzaba con ritmo cansino, agotados por
el viaje que les había llevado desde La Colonia hasta Bosque Frío
manteniéndoles en un continuo duermevela. Se prometieron que esa noche
descansarían para poder emprender con éxito el ataque sobre Eloburgo.
Odd y Oakes fueron los primeros en alcanzar Bosque Frío. Se
internaron media milla en la espesa y lóbrega floresta, buscando un lugar
resguardado y seguro en el que poder pasar la noche. Descubrieron un
pequeño claro rodeado por un muro de piedras semiderruido y parte de una
estructura que podía haber sido la puerta de acceso a una especie de
caballeriza o refugio para el ganado.
—La mano del hombre ha llegado hasta este inhóspito bosque —
murmuró Odd.
—La mano del groning —respondió Oakes—. Aunque parece ser que
fue largo tiempo atrás.
—Será un buen refugio en el que pasar la noche —sugirió Odd—.
Informaremos a Aimon y Oyvind —y los dos celkos se dirigieron a paso
ligero hacia la caravana.
La noche se deslizaba veloz tras las espaldas de Odd y Oakes. Sus
alargadas sombras, proyectadas sobre los verdes campos lindantes con
Bosque Frío, parecían presagiar el vuelo que los nerlingos realizarían sobre
Eloburgo, cuales halcones de Zornik acechando a su presa. Los dos
centinelas informaron a Aimon y Oyvind sobre lo que habían descubierto
en el bosque, y éstos decidieron acampar en aquel refugio como Odd y
Oakes lo habían bautizado.
La caravana avanzó por los campos adentrándose en el bosque, hasta
desaparecer bajo las sombras de los árboles, haciéndose invisibles a los ojos
de cualquier espía de Zornik que pudiera rondar por aquellas regiones.
Narno despertó a una nueva luna cuando los nerlingos y Perlivarce ya
habían montado el improvisado campamento. Esa noche Narno les
prometió que velaría sus sueños, lo que todos jalearon agradeciéndoselo de
corazón. Cenaron las escasas provisiones que aún conservaban y buscaron
acomodo para rápidamente comenzar a cabecear. Cayeron dormidos cuando
Bladuf entonaba las últimas notas de una triste canción en la que una bella y
joven princesa perdía a su prometido en una sangrienta batalla de los Días
Antiguos.
Cuando Bladuf cayó también sumido en un merecido sueño, Narno tuvo
una extraña sensación: por primera vez desde que partió de su cabaña en
Bosque Salvaje echaba en falta a su campana de oro.
—Un mal presagio —musitó mirando en derredor al grupo de proscritos
que dormitaba a pierna suelta en el claro del bosque—. Mas dormid
tranquilos, mis amigos —susurró como un padre que desea las buenas
noches a sus indefensos retoños.
A medida que avanzaba la madrugada, una creciente inquietud se fue
apoderando de Narno. Percibía una lóbrega y familiar maldad. Un mal
contra el que había luchado durante largos y oscuros inviernos. Tomó su
enorme hacha de dos cabezas y se internó unos pasos en el bosque. Al cabo
de unos instantes el vello que cubría sus poderosos brazos se erizó. Se
detuvo y escuchó agazapado aguzando su oído, hasta que finalmente los
oyó:
—Pisadas de wolkur —maldijo entre dientes—. Es una manada enorme.
Narno trepó de un salto al árbol más cercano para tratar de divisar a
aquel grupo de híbridos demonios que avanzaban sigilosamente hacia el
campamento donde sus amigos descansaban plácidamente. A unos cuarenta
pasos de su posición distinguió, bajo la tímida luz de la luna, a una docena
de wolkurs que se movían en apretada manada.
—Tendremos problemas para repeler su ataque —se dijo Narno—.
Tengo que avisar cuanto antes a Oyvind y los demás o los tomarán por
sorpresa. Esos malditos lobos rabiosos nos han olfateado desde su hedionda
guarida. No deben haber probado carne humana desde hace largo tiempo,
por lo que nuestro olor los hará enloquecer —y de un salto Narno descendió
del árbol y, sin ocultar su rápida carrera, se apresuró a despertar a los
nerlingos y Perlivarce.
—¡Despierta, Oyvind! —gritó zarandeando al alko para que despertase
de sus dulces sueños.
—¡Maldita sea, Narno! —respondió lastimeramente Oyvind—. Déjame
dormir. Prometiste que esta noche tú te encargarías de la vigilancia.
—¡Wolkurs! —le gritó al oído para que despertase de una vez—. ¡Una
manada de wolkurs nos ha olfateado y avanza hacia el campamento!
—¡Por Nerlinguia! —se incorporó Oyvind asustado—. ¡Despertad,
vamos, despertad! —y en el campamento resonaron los ecos de ronquidos,
voces destempladas y lamentos de todo tipo.
—¿Qué ocurre? —preguntó aún somnoliento Aimon.
—¡Wolkurs! —volvió a repetir Narno—. ¡Apresuraos! ¡Tomad vuestros
arcos y subid a los árboles!
Un terror mortal se apoderó de los hombres e hizo que se movilizasen
como una colonia de hormigas amenazadas. Pronto estuvieron a salvo,
resguardados en las copas más altas de los árboles que circundaban el claro.
Solamente Narno y Oyvind permanecían aún pie a tierra.
—¡Cubridnos desde lo alto con vuestras flechas! —les ordenó Narno—.
La manada avanzará en un círculo que se terminará cerrando sobre nuestro
campamento. Oyvind y yo defenderemos espalda contra espalda nuestra
posición. Vosotros tendréis que abatir al resto desde los árboles.
—¡Entendido! —confirmó Aimon las órdenes del gigante—. Mas si os
encontráis a merced de alguna de las bestias descenderemos en vuestra
ayuda. Aimerin y yo seremos quienes lo hagamos —y el joven Aimerin
rogó porque Oyvind y Narno fuesen capaces de enfrentarse a la manada sin
que él tuviera que acudir a socorrerlos.
—¡Se acercan por vuestra derecha! —gritó Marlin previniendo a
Oyvind y Narno.
—Recuerda lo que te enseñe en Bosque Salvaje, testarudo peregrino —
le dijo Narno a Oyvind sonriendo mientras colocaba su corpulenta espalda
contra la del alko.
—Repetiremos aquí la matanza de los Lobos Dragón —dijo Oyvind—,
sólo que esta vez decapitaremos wolkurs.
Un silencio sepulcral impregnó los alrededores del refugio. Era la tensa
calma que precedía a la brutal tempestad. Un rugido rompió el silencio, y el
acelerado crujir de ramas secas combinado con rápidas y poderosas pisadas
desataron la tormenta.
—En guardia, peregrino —le previno Narno—. Por tu derecha los dos
primeros trofeos de caza.
Mientras Oyvind y Narno tensaban hasta el último de los músculos de
su cuerpo, un desgarrador relincho reverberó en la floresta de Bosque Frío.
—¡El caballo de tiro! —gritó compungido Larklin—. ¡Nos olvidamos
de él dejándolo atado a la carreta! ¡Será pasto de esas bestias! ¡Voy a bajar a
desatarlo!
—¡Larklin, mantén tu posición! —le ordenó Alvar, quien había
escuchado lo que su compañero había dicho—. ¡No bajes de los árboles o
esas bestias inmundas te despedazarán!
Pero Larklin hizo caso omiso a las advertencias de Alvar y Aimon,
quien también se había percatado de sus intenciones.
El caballo no dejaba de relinchar angustiado, levantando sus patas
delanteras al tiempo que giraba sobre sí mismo retorciendo las cuerdas que
lo ataban a la carreta. Mientras tanto, Oyvind y Narno apretaban espalda
contra espalda y encaraban a los dos primeros demonios de ojos inyectados
en sangre, quienes salivaban ávidos por deleitarse con la carne de aquellos
dos valientes guerreros.
El primer wolkur atacó a Oyvind y el alko le repelió con un rápido
movimiento de su espada, provocándole un profundo corte en el cuello. El
wolkur se revolvió y retrocedió, retorciéndose y rugiendo con grandes
alaridos. Como ya había contemplado otras veces Oyvind, los wolkurs
enloquecieron al olor de la sangre, incluso tratándose de la de uno de sus
congéneres. El segundo wolkur lanzó su ataque con un prodigioso salto. El
hijo del relámpago retrocedió agachándose y fue entonces cuando Narno
emergió como un coloso, cercenando con un poderoso golpe de hacha la
cabeza del wolkur.
La manada permaneció oculta tras los frondosos arbustos que rodeaban
el claro, repelida la embestida de sus dos primeros efectivos. Pero la calma
no duró más que unos breves instantes, hasta que otro par de perros de la
guerra de Zornik se elevaron entre la vegetación para atacar al pobre
caballo de tiro. En ese momento, Larklin se vio sorprendido por el feroz
ataque de los wolkurs cuando trataba de liberar al desdichado equino. Una
de las bestias apresó entre sus fauces el robusto cuello del animal, mientras
que el otro, trepando sobre su lomo, le propinó una tremenda dentellada
sobre sus cuartos traseros. Larklin cayó al suelo tras recibir una fuerte coz
del caballo que inútilmente trataba de zafarse del ataque de los dos wolkurs.
Conmocionado, rodó por el suelo hasta chocar contra el tronco de uno de
los abetos, donde quedó tendido inconsciente.
Desde los árboles una lluvia de flechas cayó sobre los dos wolkurs. Los
arqueros acabaron con la segunda pareja de bestias, pero desgraciadamente
no consiguieron salvar al pobre caballo, que murió desangrado.
Repentinamente cuatro nuevos wolkurs irrumpieron en el claro. Uno de
ellos corrió hacia Larklin, quién aún permanecía tendido inconsciente. Las
otras tres bestias se colocaron entre el celko y Oyvind y Narno, impidiendo
que éstos pudieran acudir en su socorro. Nuevamente los arcos cantaron su
mortal sonata, logrando frenar en el último instante la letal embestida del
wolkur. Sus tres compañeros, enrabietados y con los ojos fuera de sus
órbitas, se lanzaron en un desenfrenado ataque contra los dos Guardianes de
Bosque Salvaje. Oyvind hundió la hoja de su espada en el pecho de un
wolkur, mientras Narno destrozaba con su hacha las costillas del segundo.
Sin embargo, el tercer wolkur, tras soportar el punzante dolor de las flechas
que se clavaron en su espalda, logró acercarse lo suficiente hasta Oyvind y
clavar sus afiladas zarpas en el brazo izquierdo del alko, logrando
derribarlo. El hijo del relámpago gritó de dolor y Narno reaccionó
revolviéndose contra el wolkur, al que quebró el cráneo con su hacha.
—¡Ya han caído ocho! —gritó Aimon desde lo alto del abeto.
—Aún quedan al menos otros cuatro demonios con vida —contestó
Narno.
Las palabras del gigante fueron premonitorias. Los wolkurs no se
hicieron esperar, y seis nuevas bestias saltaron al claro aullando y rugiendo,
enfebrecidas por la muerte de sus ocho hermanos. Rápidamente formaron
un lóbrego circulo alrededor de Oyvind, Narno y Larklin, aprestándose a
lanzar un último y desesperado ataque.
—¡Cuidado, Larklin! —le gritaron sus compañeros desde los árboles—.
¡A tu espalda, levántate!
Pero todo aviso fue en vano. De nada sirvieron sus advertencias ni la
lluvia de saetas que terminaron por abatir al wolkur. Para entonces, la bestia
había surgido tras el árbol frente al cual el celko permanecía tumbado. El
wolkur no dudó y, sin el menor atisbo de piedad, hundió sus afiladas y
devastadoras fauces en el rostro de Larklin. De un mordisco le arrancó la
cara y por sus colmillos chorrearon sangre y humores. Los Quince de
Klimerik, horrorizados, vaciaron sus carcajes sobre aquel demonio del
averno hasta que dejó de moverse y emitió sus últimos estertores.
La situación de Oyvind y Narno también era desesperada. Los cinco
wolkurs restantes los habían rodeado y, gruñendo con deleite, avanzaban
hacia ellos. Perlivarce consiguió con sus gritos hacer salir del aturdimiento
en el que estaban sumidos los celkos tras la muerte de Larklin, y los
arqueros, tras recobrar la cordura, lanzaron sus flechas contra los wolkurs.
Oyvind, herido en su brazo izquierdo, no se movía con la misma destreza,
por lo que el trabajo se le acumulaba a Narno, quien repartía mandobles al
aire tratando de intimidar a los wolkurs. Aimon, Aimerin, Barbat y Alvar,
presos de una terrible cólera por la muerte de Larklin, descendieron de los
abetos poseídos por una furia irrefrenable, y atacaron a tres de los wolkurs
por la espalda. Mientras tanto, Narno había dado buena cuenta de una de las
bestias y ahora ayudaba a incorporarse a Oyvind, quien había herido de
muerte a otra. Aimon y Aimerin acabaron con una tercera, y el dulce canto
de las saetas remató a la que Oyvind había herido de muerte.
La situación se había tornado favorable a los proscritos y eran ahora los
tres restantes wolkurs los que estaban acorralados y se apretaban unos
contra otros en el centro del claro. Una certera flecha lanzada por Marlin
atravesó la cabeza de uno de los perros de la guerra de Zornik. Pero los
otros dos wolkurs se resistían a ser abatidos sin oponer resistencia. Uno de
los desesperados zarpazos que lanzaron hirió a Alvar en la pierna, de la cual
comenzó a manar abundante sangre. El olor del líquido de la vida que
brotaba a borbotones de la pierna del celko logró hacer perder el sentido a
los wolkurs. Descuidaron su posición defensiva por la locura a la que la
sangre los conducía, situación que aprovechó Narno para incrustar su hacha
en la espalda del primero y a continuación las espadas de Oyvind, Aimon y
Aimerin bebieron de la sangre emponzoñada del último de los wolkurs.
Cuando la última de las bestias cayó abatida, el bosque recobró el
sepulcral silencio que con el ocaso lo había invadido. Los hombres
reaccionaron y, descendiendo de los árboles, acudieron en ayuda de Oyvind
y Alvar. Perlivarce se acercó rápidamente a ellos para comprobar sus
heridas. Gracias a los dioses no eran tan profundas como para haber segado
alguna de sus arterias, pero requerirían de un buen número de puntos de
sutura y de toda la sabiduría de Perlivarce para evitar que las emponzoñadas
garras de los wolkurs acabaran por corromper la sangre de los dos
guerreros.
—No os preocupéis. Tengo experiencia en curar heridas de wolkur —
afirmó el tarluk bortigo tratando de tranquilizarles.
—Tus ungüentos obraron milagros en Maikel —respondió sonriendo
con gesto dolorido Oyvind—. Espero que surtan el mismo efecto en mí.
—Lo harán —dijo Perlivarce—. Te prometo que lo harán.
Viendo que Oyvind estaba bien atendido por Perlivarce, Narno se unió a
Los Quince de Klimerik, quienes contemplaban desconsolados el cuerpo
inerte de Larklin. Enoc y Eboc atendían a Alvar mientras Perlivarce
terminaba de improvisar una primera cura para Oyvind.
—Siento como mía la muerte de vuestro hermano —se dirigió
sentidamente Narno a Aimon.
—El destino ha querido que descanse para siempre en estas hostiles
regiones, lejos de su hogar en Celkoburgo —se lamentó Aimon—. Mas
nosotros nunca lo olvidaremos y su nombre será honrado y recordado como
el de un gran guerrero.
—Dos de Los Quince de Klimerik moran ya en la casa de Nerlinguia —
dijo Bladuf—. Solamente trece quedamos en esta tierra para defender la
memoria nerlinga y rememorar las épicas hazañas de nuestro Rey Borbul.
—Mal número para atraer la fortuna —añadió Oakes cabizbajo y con
lágrimas en los ojos.
—Si vosotros quisierais… —habló titubeante Narno—, yo podría ser el
guerrero que desterrase ese número recorriendo Tierra Conocida junto a la
hermandad de Klimerik.
Aimon y los celkos se quedaron mudos, sorprendidos ante el
ofrecimiento de Narno. Fue el joven Aimerin el primero que habló:
—No eres un celko —dijo—, mas sabes manejar el hacha mejor que
ningún otro leñador que haya conocido.
—Eres fuerte y poderoso, y tu valentía supera la de tres guerreros —dijo
Oakes.
—Y además no roncas mientras duermes —añadió con sorna Bladuf.
Nos sentiremos honrados si te unes a nuestra hermandad —sentenció
Aimon—. Has arriesgado tu vida por nosotros y, en estos tiempos de
oscuridad, un noble espíritu y un bravo corazón como el tuyo son siempre
bienvenidos.
—Sabía que tarde o temprano claudicarías ante la hospitalidad nerlinga
—dijo Oyvind desde el suelo mientras Perlivarce terminaba de vendar sus
heridas.
—Testarudo peregrino —farfulló Narno y todos recobraron el ánimo.
A pesar de que era noche cerrada, decidieron dar sepultura al cuerpo del
desdichado Larklin. Cavaron una pequeña fosa y lo enterraron en ella,
cubriendo su cuerpo con tierra y piedras. Orientaron la tumba hacia el
sureste, en la dirección de su añorada Celkoburgo, a la que ya nunca
regresaría. A partir de aquella noche se debería conformar con contemplarla
desde la privilegiada atalaya de la morada de Nerlinguia en lo más profundo
del firmamento.
Cercenaron las cabezas de los wolkurs que aún permanecían unidas a
sus cuerpos y las clavaron sobre gruesas estacas, avisando a cualquier bestia
que osara acercarse al campamento que ese sería su anunciado final.
Aquella era una tradición que los nerlingos no habían abandonado desde el
comienzo de las guerras gronings.
Aimon se acercó a Oyvind, mientras Perlivarce se ocupaba ahora de la
maltrecha pierna de Alvar.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
—Dolorido por la embestida del wolkur y con mi brazo izquierdo
agarrotado, pero saldré de esta —respondió animado el alko—. Pero mayor
es el dolor que soporto por la pérdida de Larklin.
—Te lo agradezco de corazón —dijo Aimon, quien preguntó a
continuación a Oyvind sin rodeos—. ¿Crees que esto nos retrasará en
nuestra misión?
—Ciertamente que ya lo ha hecho —respondió pensativo Oyvind—. La
baja de Larklin mermará nuestras opciones en combate, pero nos las
ingeniaremos de alguna manera para compensar nuestra inferioridad
numérica. Pero a corto plazo lo que realmente nos condicionará es la muerte
del caballo. Ahora ya no podremos acercarnos hasta Eloburgo transportando
a Narno en la carreta. Tendremos que caminar bajo la luna, lo que nos
retrasará cerca de dos jornadas.
—Entonces descansaremos durante el día en Bosque Frío —propuso
Aimon—. No creo que más wolkurs se atrevan a acercarse al campamento.
—Desconfía de esas bestias traicioneras —contestó Oyvind—. Como
otras maléficas criaturas, los wolkurs fueron creados al amparo de lóbregas
y malignas oscuridades, el mismo velo de brunas sombras con el que Zornik
trata de cubrir a toda Tierra Conocida. Por ello es probable que intenten
caer sobre nosotros una vez la noche se haya apoderado del firmamento,
pero para entonces ya habremos abandonado el bosque.
—¿Cuánto resta hasta alcanzar Eloburgo? —preguntó Aimon.
—Calculo que un par o tres de medias jornadas —respondió Oyvind—.
Como solamente marcharemos de noche, nuestra primera jornada deberá
conducirnos hasta alguna de las colinas que rodean el Valle de los Elothas.
Allí encontraremos cobijo y un buen escondite. La segunda jornada nos
llevará directamente hasta Eloburgo.
—Ayer escuché a los hombres preguntarse qué ocurrirá una vez que
Eloburgo haya caído —habló Aimon poniendo en su boca las palabras de
varios miembros de Los Quince de Klimerik—. Los ecos de la batalla no
tardarán en llegar a Groningburgo y cientos de soldados acudirán para
darnos caza.
—Encontraremos alguna manera de deslizarnos como serpientes en la
madriguera del enemigo —respondió Oyvind tratando de transmitir una
seguridad que él mismo no tenía—. Quizá tengamos la oportunidad de
asestar un golpe aún más duro en el corazón de los gronings. Quién sabe,
puede que encontremos una muerte gloriosa luchando contra las legiones de
gorglins de espadas de hoja de sierra.
—Desde luego no sería un mal final para nuestra descabellada aventura
—y ambos sonrieron estremeciéndose al pensar que la muerte cabalgaba a
su encuentro a menos de dos lunas de distancia.

El ánimo de la tropa se encontraba notablemente decaído tras la muerte


de Larklin. Gracias al descanso que se vieron obligados a guardar,
consiguieron dejar de lado por un tiempo la tristeza y la incertidumbre que
los embargaban. Durmieron acurrucados unos junto a otros mientras se
sucedían los turnos de guardia. Los centinelas, inquietos tras el ataque de
los wolkurs, vigilaban sin descanso cada palmo del terreno en busca del
rastro de las bestias. Pero Oyvind estaba en lo cierto, y los wolkurs no
volverían a atacar, no al menos hasta que anocheciese.
Narno descansaba en su pétreo estado, empuñando su enorme hacha por
encima de la cabeza, en amenazante actitud, dispuesto a cercenar los
miembros de cualquier bestia que tratase de perturbar el descanso del grupo
de proscritos.
Perlivarce pasó todo el día pendiente de las heridas de Oyvind y Alvar.
El tarluk bortigo era un maestro de los emplastos y ungüentos de hierbas
curativas, y logró que el dolor de las heridas casi desapareciese por
completo. Tanto fue así, que Oyvind estuvo dispuesto esa misma tarde a
empuñar su espada. Aimon quedó impresionado con el resultado de las
curas de Perlivarce.
—Si no fuera porque Oyvind me ha asegurado que eres un hombre de
ciencia, consideraría que eres un hechicero de magia blanca —le dijo
Aimon.
—Gracias por tus halagos, amigo mío —agradeció Perlivarce—, pero
como bien has dicho, la mejoría de nuestros amigos se debe a la ciencia y al
paciente estudio de las hierbas medicinales. No te daré las recetas de mis
ungüentos curativos, pues me son muy preciadas y con largo tiempo y
esfuerzo han sido conseguidas; pero si te diré que se componen de una
mezcolanza de ajenjo, genciana, aceite de poleo, marrubio, aloe vera,
fenogreco y por supuesto athelas, la flor de reyes.
Aimon escuchaba entusiasmado las eruditas palabras de Perlivarce, que
resonaban en sus oídos como el cercano rumor de una catarata de sabiduría.
—Aimon —llamó Oyvind al celko, que seguía entregado a las
enseñanzas de Perlivarce—. El ocaso no tardará en alcanzarnos y, antes de
que lleguen sus sombras, deberíamos explorar el camino a seguir. Si bien
hasta ahora hemos sido cuidadosos de no mostrarnos a los ojos del enemigo
ni de encender fuego más que en caso de extrema necesidad, a partir de esta
noche deberemos guiarnos únicamente por la luz que la traicionera luna
quiera regalarnos.
—Marcharé unas millas hacia el este junto a Barbat y Bladuf —dijo
Aimon—. Hoy tus élficos ojos descansarán.
—Debes recuperarte para poder participar mañana en el asalto a
Eloburgo —le recomendó Perlivarce al alko anticipándose a lo que sabía
Oyvind respondería.
—Está bien —respondió resignado el hijo del relámpago mientras se
tocaba su magullado hombro izquierdo—. Pero mañana nada impedirá que
empuñe mi espada para liberar a Ingvar de la esclavitud —y quedó sumido
en sus pensamientos, pues le embargaba la misma extraña sensación de los
últimos días cada vez que pensaba en su añorado hermano.
—¡Barbat, Bladuf! ¡Venid aquí! —les ordenó Aimon y los dos
veteranos celkos acudieron raudos a su llamada—. Partiremos ahora mismo
a explorar las estribaciones del Valle de los Elothas. Buscaremos un lugar
seguro y al resguardo de ojos hostiles donde ocultarnos durante el día hasta
atacar Eloburgo. Tomad vuestros arcos y carcajes y acompañadme. Por el
camino trataremos de cazar algún animal que mitigue los gruñidos de
nuestros hambrientos estómagos.
Los tres celkos abandonaron al trote el campamento y corrieron
mimetizándose con el paisaje gracias a sus pardos y descoloridos ropajes.
Cuando habían recorrido cerca de una legua campo a través, se vieron
sorprendidos al darse de bruces con el comienzo de los primeros desniveles
que conducían al Valle de los Elothas. A no más de tres millas de distancia,
Aimon descubrió la gran hendidura, el gigantesco cráter de las minas
auríferas.
—¡Al suelo! —gritó nervioso en un susurro a Barbat y Bladuf.
Los dos celkos se tendieron asustados sobre la hierba.
—¡Mirad! —les indicó señalando con su dedo—. Hemos llegado al
final de nuestro viaje. Contemplad las minas de oro del Valle de los
Esclavos.
En el mismo instante en que Aimon terminó de pronunciar aquellas
palabras, el cuerno de llamada con su sordo macabro alarido, puso fin a la
jornada de trabajo en las minas. Aimon, Barbat y Bladuf quedaron
paralizados por el cruel grito del cuerno. Tras unos horribles instantes, una
hilera de descarnados y famélicos cuerpos comenzó a surgir en la distancia,
cientos de manchas informes que brotaban de lo más profundo del gran
agujero. Inermes figuras desplazándose en columnas de muertos en vida,
una fantasmal compañía que guiada por una hipnótica fuerza era conducida
a la ciudad-prisión de Eloburgo.
—¡Fijaos! —exclamó asombrado Barbat—. Son cientos de esclavos los
que trabajan en las minas. Parecen una inmensa colonia de hormigas que
regresa a su hormiguero.
—Recemos a Nerlinguia para que mañana sea el último día que deban
completar su terrible travesía —añadió Bladuf.
—Un ejército de ánimas que nos ayudará a derrotar a los gronings —
dijo Aimon—. Si logramos que se alcen contra sus captores la victoria será
nuestra.
—Muchos de ellos no tendrán fuerzas ni para empuñar un cuchillo de
caza después de tan prolongado cautiverio —apuntó Barbat.
—El aroma a libertad hará que los últimos rescoldos de valentía, quizá
ahora apagados como ascuas en el fondo de su corazón, prendan
nuevamente y afloren para enfrentarse a los torturadores gronings —
sentenció Aimon.
Los tres celkos permanecieron tumbados tras los arbustos contemplando
con una mezcla de lástima y asombro el errabundo caminar de los elothas.
La colonia de esclavos se reagrupó en varias pobladas columnas y, a una
orden de los centinelas, reemprendieron la marcha hacia los grandes
portones que sellaban la entrada a las minas.
—Regresemos al campamento —ordenó en voz baja Aimon—.
Recordad esta posición. Desde aquí caminaremos esta luna dos millas en
dirección norte hasta alcanzar aquel bosque de pinos. Allí permaneceremos
ocultos durante el día, y observaremos la ubicación de las minas y la
prisión.
Reptaron retrocediendo lentamente, sin poder dejar de mirar la
retaguardia de las columnas elothas hasta que, una vez descendieron del
altiplano y perdieron de vista a los desdichados esclavos, corrieron en
dirección al campamento.

La noche estrellada acompañó con dulzura el despertar de Narno. La


caravana inició impaciente su avance hacia el Valle de los Elothas. Tres
parejas de exploradores caminaban en vanguardia cubriendo ambos flancos
del grupo, manteniéndose en guardia ante un posible encuentro con
soldados gronings. Oyvind marchaba junto a Perlivarce y el tullido Alvar,
protegidos por el hacha de Narno, que brillaba como un faro plateado en la
noche reflejando las lejanas luces de las luminarias del universo.
Esa noche la comitiva acamparía oculta entre los bosques y las colinas
lindantes con el valle. Apenas si el entrecortado canto de los insomnes
insectos, que diseminados habitaban las praderas del bajo valle, denotaba
que aquellas regiones estuvieran habitadas.
Odd y Oakes, encargados de la vanguardia de la comitiva, no tardaron
en alcanzar el punto desde el que esa misma tarde Aimon, Barbat y Bladuf
habían divisado las minas de oro. Decenas de antorchas repartidas a lo largo
de las empalizadas que delimitaban el terreno ocupado por las minas,
iluminaban el valle a los ojos de los proscritos. Los dos exploradores
regresaron sigilosamente hasta el grupo para advertirles de la cercanía de
las excavaciones auríferas. Aimon se adelantó junto a Oyvind, Narno y
Perlivarce, y les mostró el lugar en el que había planeado acampar.
—Desde allí —les indicó—, divisaremos la llegada de los elothas y los
gronings. Así podremos hacernos una idea del número de soldados que
custodian Eloburgo. A pesar de que mantendrán un pequeño retén en la
ciudad-prisión, nueve de cada diez soldados serán destinados con toda
seguridad a vigilar a los esclavos en su trabajo diario en las minas de oro.
—Sería conveniente enviar a cuatro hombres a comprobar las
fortificaciones y ubicación de Eloburgo —añadió Perlivarce—. No fuera
que cayésemos en una trampa del enemigo.
—Estoy de acuerdo —asintió Oyvind—. Aimon, tú y yo, junto con dos
de Los Quince de Klimerik nos dirigiremos a Eloburgo. Y esta vez no
aceptaré un no por respuesta. No me resigno a quedarme cómodamente
descansando al calor del campamento mientras mi hermano sufre la tortura
groning a unos pasos de mí.
—Solamente te dejaré que vayas si yo también te acompaño —replicó
Narno—. Alguien deberá proteger al joven e indefenso peregrino.
—De acuerdo —asintió Oyvind resignado.
Aimon y Perlivarce no se atrevieron esta vez a contradecir al testarudo
peregrino, mientras Narno gesticulaba esbozando una ahogada sonrisa.
—Aquí es donde muere en vida mi hermano Ingvar —volvió a repetir
Oyvind—. Y junto a él cientos de nerlingos y hombres de otros pueblos.
Mañana será el día señalado. Mañana caerán esos ominosos muros.
—Que así sea —se confabularon todos.
Aimon, Narno, Oyvind, Perlivarce, Leonek y Lorinek fueron los
elegidos para realizar la arriesgada tarea. Azuzados por el impaciente
Oyvind, no tardaron en marchar hacia Eloburgo, siguiendo el camino que
partía desde las minas de oro. Caminaban por las veredas del pedregoso
sendero, en fila de a uno, con sus espadas y cinturones apretados al cuerpo,
y el arco en la mano presto a entonar su mortal sonata.
Unas nubes que llegaron del oeste, empujadas por el murmullo de un
viento maligno, ensombrecieron el cielo. La noche oscura apenas si
reflejaba ahora la lejana luz de la luna sobre las negruzcas piedras y los
resecos arbustos y matojos. Tras caminar cerca de cuatro millas divisaron
las luces que iluminaban las altas empalizadas de Eloburgo. Se acercaron
con sigilo, reptando sobre las zarzas y las piedras, arañando y rozando sus
codos y rodillas sobre el descarnado terreno que rodeaba a la ciudad de la
tortura.
—Estas ásperas tierras repletas de seca y agresiva vegetación nos dan su
pérfida bienvenida a la cárcel de los sin futuro —susurró Aimon.
—Hecha a imagen y semejanza de Zornik y sus malvados esbirros —
añadió Perlivarce.
Contemplaron la ciudad-prisión, escrutando cada uno de los maderos
que componían su robusta y apretada empalizada. Observaron las torres de
vigilancia levantadas en cada uno de sus extremos, así como los grandes
portones, trancados por el interior.
—Los gronings están confiados de que nadie osará atacarlos en su
propio territorio —dijo Aimon—. Fijaos que solamente hay cuatro puestos
de vigilancia que miren hacia el exterior.
—Están más preocupados de que nadie huya de Eloburgo —dijo
Oyvind—. Su tesoro más preciado son las columnas de esclavos.
—Crearemos el caos entre los gronings —habló Perlivarce con aquella
expresión suya en los ojos que dejaba entrever que alguna genial idea bullía
en su cabeza.
—¿En qué estás pensando Perlivarce? —le interrogó Oyvind.
—Sus fortificaciones no son de piedra, sino de madera —contestó el
bortigo—. Sus puestos de vigilancia están lo bastante alejados unos de otros
como para que podamos acercarnos con sigilo a las empalizadas.
Encenderemos fogatas en el exterior, en el punto medio entre los puestos de
vigilancia. Obligaremos de esa forma a los gronings a tener que abrir las
puertas para salir a sofocar el fuego. Aprovecharemos ese momento de
confusión para que nuestros arqueros abatan a los centinelas que vigilen
desde cada puesto, mientras nosotros entramos en Eloburgo por la puerta
principal. Ése será el momento crítico para el éxito de nuestra misión. Si
logramos sorprender a los centinelas que custodian los barracones de
esclavos y acabamos con ellos, podremos liberar a esos cientos de
desdichados. Os prometo que entonces, sus débiles osamentas se alzarán
contra sus captores para alcanzar la libertad que se mostrará a través de esos
portones.
—Me gusta tu plan —dijo Narno—. Pero si no logramos averiguar
cuántos soldados gronings componen la guarnición, puede que nos
llevemos una desagradable sorpresa cuando entremos en la guarida del
lobo.
—De eso nos encargaremos nosotros —respondió Aimon—. Leonek y
Lorinek permanecerán ocultos todo el día en este lugar y escrutarán cada
movimiento de los gronings que permanezcan en Eloburgo. Nosotros, al
alba, con la llegada de los esclavos a las minas, controlaremos al resto de
los soldados.
—Aguardad aquí —dijo repentinamente Oyvind alejándose
sigilosamente del grupo—. Voy a acercarme a las empalizadas.
—¡Vuelve aquí, maldito loco! —le gritó Narno.
—¡Oyvind! —ahogó un grito Perlivarce.
—Dejadle ir o nos descubriréis a todos —ordenó Aimon—. Es
suficiente con un imprudente en el grupo.
—La llamada de la sangre ha sido más fuerte que la prudencia —
sentenció atemorizado Perlivarce.
Los cinco hombres contemplaban en vilo cómo Oyvind avanzaba, a
veces agachado a veces reptando, en dirección a Eloburgo. Si los gronings
lo descubriesen, ellos no podrían acudir en su ayuda. No al menos esa
noche.
Las zarzas arañaban las extremidades de Oyvind mientras el alko
luchaba por avanzar entre aquella reseca maleza que parecía estar al
servicio de los gronings.
—Mi querido Ingvar, estoy aquí —musitó entre dientes Oyvind—.
Presto aliviaré tu sufrimiento. No desfallezcas ahora. La causa nerlinga
triunfará y la libertad alcanzará a todos los hombres.
Oyvind, no contento con la posición que había alcanzado, decidió
avanzar cien pasos más en dirección a los portones de entrada. Se cubrió los
dorados cabellos bajo la capucha de su grisácea capa para que la tenue luz
de aquella noche no le delatase y, abandonando los zarzales, reptó como un
pérfido ofidio en dirección a las empalizadas. Los portones de entrada no
estaban iluminados y únicamente las luces titilaban cerca de los vértices
donde se ubicaban las torres de vigilancia.
Alzó desde el suelo su mirada hacia ellas y, con su élfica visión,
constató que uno de los centinelas cabeceaba dormitando en su puesto,
mientras en la otra torre, dos centinelas charlaban animadamente mirando
distraídos hacia el interior de Eloburgo.
—Como bien dijo Aimon los gronings se sienten seguros y descuidan la
vigilancia exterior —se felicitó Oyvind—. Mañana esa confianza los
conducirá a la perdición.
Permaneció tumbado sobre la áspera alfombra de hierba y piedras que
rodeaba el terreno en el que se alzaba aquella diabólica edificación,
escrutando las fallas y puntos débiles que la misma pudiera presentar.
Repentinamente el ruido de un pesado objeto cayendo sobre el suelo y
el crujido de la madera seca puso sobre aviso a Oyvind. Los grandes
portones comenzaron a abrirse y la oronda figura de un hombre se perfiló
frente a las luces que provenían del interior de la guarnición. Oyvind,
asustado, hundió su cuerpo en el suelo, camuflándose en aquel hostil
entorno, simulando un maltrecho y reseco zarzal que rodeaba a un alargado
pedrusco. Oyó el sonido de unas voces que provenían del interior de la
ciudad-prisión.
—Tienes el tiempo justo para fumar tu pipa. Espero que algún día el
Senescal retire tus privilegios, viejo nerlingo.
Aquel hombre no respondió y siguió caminando mientras la luz de un
ahogado fuego producía redondas y cuidadas volutas de humo. Cuando se
hubo alejado unos pasos de la puerta de entrada el hombre masculló entre
dientes:
—Malditos gronings. Rezo a Nerlinguia para que llegue el día en el que
paguéis todo el daño y el mal que habéis causado a tantos y tantos inocentes
—y escupió al suelo enrabietado.
En ese instante el corazón le dio un vuelco a Oyvind. Había reconocido
aquella voz. Era una voz familiar, una voz que trajo a su memoria la
añorada Alkoburgo. ¡Era la voz de Torilo! ¡Torilo vivía! Y si el anciano
padre de Maikel había sobrevivido a Eloburgo, por qué no habría de haberlo
hecho su hermano Ingvar. Debía hablar con Torilo. Necesitaba saber de su
hermano.
En una arriesgada decisión, se acercó reptando aún más hacia donde el
bonachón nerlingo fumaba en pipa, caminando adelante y atrás junto a las
empalizadas. Era uno de los privilegios que el Senescal Loriklen le había
concedido por endulzar su vida con exquisitos manjares: paladear la
libertad cada noche fuera de los muros de Eloburgo. Caminar como un
hombre libre y fumar en su desvencijada pipa unas hojas de tabaco que
generosamente el Senescal le regalaba.
—¡Torilo! —susurró Oyvind—. ¡Torilo! —volvió a llamarle.
El viejo nerlingo creyó oír su nombre y miró alrededor, pero sacudiendo
la cabeza se dijo que estaba confundiendo los turbios ecos del dolor y la
angustia que el viento traía desde los barracones de los elothas.
—¡Totilo! —por tercera vez le llamó Oyvind—. ¡Aquí, sobre la hierba!
Esta vez el padre de Maikel se sobresaltó. O su cabeza comenzaba a
desvariar o por Nerlinguia que alguien le llamaba por su nombre desde la
oscuridad del prado.
—¡Se te acaba el tiempo, viejo! —gruñó justo en ese instante la voz de
un soldado desde el interior de la ciudad-prisión—. En cuanto apure esta
jarra de cerveza te llamaré para que regreses.
—De acuerdo —contestó Torilo mientras se alejaba cautelosamente de
las empalizadas en dirección al lugar desde el cual provenía la misteriosa
voz que lo llamaba.
—¿Dónde estás? —preguntó Torilo—. ¿Quién me llama por mi
nombre?
—Frente a ti, a veinte pasos —le dijo Oyvind—. Soy un amigo de los
tuyos.
Torilo dudó unos instantes que se convirtieron en una eternidad para
Oyvind. Finalmente decidió acercarse hacia aquella voz que le hablaba
desde la penumbra de la noche.
—¿Quién sois? —volvió a preguntar Torilo, al tiempo que se volvía
para comprobar que ningún groning le vigilaba desde el interior de la
prisión.
—¡Oyvind, soy Oyvind! —respondió embargado por la agitación el hijo
del relámpago.
—¡Oyvind! —ahogó una emocionada exclamación—. ¡Estás vivo!
¡Lograste escapar a la matanza del Bosque de Alkos! ¿Y mi hijo, está
Maikel contigo? —preguntó Torilo angustiado tras recomponerse de la
sorpresa inicial.
—Maikel está sano y salvo —respondió Oyvind tranquilizándole—.
Pero no se encuentra aquí. Cuida de Kiril en el este. Finalmente
encontramos al sexto clan.
—¡Maikel vive y el sexto clan existe! —exclamó atónito Torilo.
—Hay muchas cosas que contar, mas escaso es el tiempo del que
disponemos —le indicó Oyvind—. Mañana por la noche atacaremos
Eloburgo —y con cada nueva revelación del joven alko, Torilo se sentía
más y más confundido—. Dime Torilo, ¿cuántos soldados custodian la
ciudad-prisión?
—Unos setenta soldados —respondió titubeante en voz baja—, pero
pocos son los que vigilan Eloburgo durante la guardia nocturna; menos de
una veintena componen la guarnición. El resto descansa dormitando
plácidamente en sus barracones.
—Torilo —dijo Oyvind como preludio a la pregunta que martirizaba su
alma—. ¿Y mi hermano Ingvar? ¿Cómo se encuentra?
Un sepulcral silencio envolvió repentinamente aquel oscuro y marchito
prado en el que la hierba raleaba entre las rocas y puntiagudas zarzas.
Torilo, apesadumbrado, se resistía a contestar a la pregunta de Oyvind. Se
sintió viejo, agotado, sin valor para encarar al joven alko, todo el peso de su
larga existencia aprisionando su corazón entre un yunque y un martillo.
—¿Qué sucede Torilo? —preguntó angustiado el joven alko
percatándose de que algo no iba bien.
—Ingvar… —habló tembloroso Torilo—. Ingvar murió… sepultado por
un derrumbe en los túneles de las minas. Cayó junto a otros tres picadores.
Sucedió en la primavera…
—¡No! —ahogó Oyvind un desconsolado llanto—. ¡Ingvar no puede
haber muerto! ¡He venido para salvarle!
—Lo siento, Oyvind —trató inútilmente de consolarle, mientras las
lágrimas recorrían también su rostro por el doloroso recuerdo de la muerte
del hijo del trueno.
—¡Se acabó tu tiempo, cocinero! —gruñó con una desagradable voz
ronca uno de los soldados gronings—. Tu momento de falsa libertad ha
terminado. Ahora regresarás a tu hediondo agujero.
—Lo siento de veras, Oyvind —dijo Torilo volviéndose al tiempo que
se enjugaba las lágrimas—. Pero te prometo que os ayudaré. Puedo hacer
algo para vengar la muerte de tu hermano. Aguardaré mañana al anochecer
impaciente vuestra visita. ¡Adiós, Oyvind, hijo del relámpago! No
desfallezcas ahora que has recorrido tan largo y duro camino —y Torilo se
alejó abatido mientras un fino hilo de humo brotaba de la boca de su pipa,
indicando que acababa de apagarse el débil fuego que la consumía.
Oyvind permaneció largo tiempo tumbado en el suelo después de que
los portones de Eloburgo se cerrasen tras Torilo, ahogado en un mudo y
desconsolado llanto. Maldijo a la estirpe groning y a la suerte que el destino
le deparaba. Tan cerca y tan lejos. A solo unos pasos del lugar donde su
hermano fue torturado durante largos meses y en el cual ahora descansaría
por toda la eternidad bajo la tierra y la roca viva en las entrañas de las
minas. Pero los gronings pagarían por ello. Claro que lo harían. No había
llegado hasta las puertas de Eloburgo para lamentar la muerte de Ingvar.
Destruiría aquel antro de vileza y tortura, y luego marcharía sobre
Groningburgo para arrancarle el corazón al mismísimo Zornik. A fe que lo
haría, aunque le fuera la vida en la encomienda.
La rabia y el odio le nublaban la mente. Una vez que la estrella de
Ingvar se había apagado para siempre, únicamente la luz de su amada Edda
refulgía en el lejano horizonte oriental para mostrarle el camino del amor y
el bien, que ahora se tornaba difuso en la creciente oscuridad que cubría el
mundo de los hombres.
EL RELÁMPAGO Y EL TRUENO

L a pálida luz de decenas de lunas se había consumido desde que Ingvar,


Vladas, Simas y un centenar de soldados de la Alianza de Tenkolmar
habían partido de Sildenburgo. En el último burgo meridional de las Tierras
Frías se habían despedido con hondo pesar de Gródolas, separando allí sus
caminos, los cuales quizás no volvieran nunca más a encontrarse. El gran
líder de Tenkolmar, al mando de un millar de hombres, había partido en
auxilio de los pueblos libres del este, descendiendo por la costa oriental
desde Podiol hasta enlazar con el Camino del Oeste que le condujo a It-
sonod, corazón de la antigua Comarca Central del Reino de Esreghaia.
Por su parte, la Compañía del Trueno, como se hizo llamar el grupo
comandado por Ingvar, se aprestaba a desatar una terrible tempestad de
fuego y acero sobre el erial en que se levantaba Eloburgo. Un centenar de
hombres que cabalgaban hacia un incierto destino al encuentro del jinete sin
rostro.
Si la compañía decidiese cruzar las llanuras al norte de la Savakien, no
pasaría desapercibida a los ojos de las patrullas gronings con base en
Halthoria. Por ello convinieron partir de Sildenburgo por una ruta que los
llevaría hasta Eloburgo cabalgando en paralelo a las Montañas Blancas.
Una vez sobrepasasen el límite occidental de sus nacaradas cumbres,
seguirían el mismo rumbo, hasta alcanzar los Valles Solitarios al norte de
Bosque Frío. Desde allí, descendiendo hacia el sur, caerían como una horda
despiadada sobre la ciudad-prisión, antro de maldad y tortura, para arrasarla
y convertirla en humeantes cenizas.
La Compañía del Trueno galopó como una manada de bisontes en
estampida, contagiada por las ansias de venganza de Ingvar y Vladas.
Anhelaban poder enfrentarse a Loriklen y sus esbirros, y devolver la
libertad a los miles de elothas que permanecían cautivos en Eloburgo.

En la undécima luna arribaron a los Valles Solitarios.


Si desoladas les parecieron a Ingvar y Vladas las mesetas que se
extendían entre la Cordillera Savakien y las Montañas Blancas, mortecinos,
amortajados y largo tiempo abandonados por dioses y hombres se
mostraron ante ellos los Valles Solitarios. Un extenso enjambre de desiertas
hondonadas, colinas, planicies y resecos humedales, en las que únicamente
una rala y corta hierba grisácea crecía cubriendo de vida aquellos olvidados
parajes. Ni siquiera el rocío de la mañana osaba adentrarse en aquellas
regiones, y hasta la luz del sol lucía pálida y gris, despreocupada por
iluminar las inermes y deshabitadas tierras al norte de Bosque Frío.
Una inexplicable angustia oprimió el corazón de cada miembro de la
Compañía; una terrible sensación de desamparo se apoderó de ellos al
contemplar aquella desoladora imagen de abandono y olvido. Se hallaban
en el umbral de unas vastas soledades, a las que el tiempo parecía haber
abandonado centurias atrás. Valles donde el tiempo transcurría gris y
sombrío, sobre tierras monótonas y devastadas. No encontraron alivio para
sus ojos mientras cruzaban los Valles Solitarios, ni un mísero árbol o una
hoja que con sus verdes tonalidades los reconfortara.
Había transcurrido cerca de media jornada desde que se internaron en
los valles. En las desiertas planicies soplaba un helado y malsano viento del
noreste. La Compañía del Trueno transitaba desconfiada e inquieta por la
yerma región, abatida, como tropa derrotada y perseguida por el enemigo.
Los corceles ahogaban relinchos de desesperación, contagiados por la
tremenda desesperanza que corría por la caña de los huesos de sus jinetes.
Ingvar recobró momentáneamente la cordura y se estremeció al recordar los
vergeles que rodeaban el Lago Argul, rememorando su infancia en
Alkoburgo. Sintió cómo la brisa fresca del oeste y el verde esmeralda de sus
campos en primavera purificaban su alma. Contempló entonces a la
Compañía: sus jinetes cabizbajos y encorvados, sus brazos laxos, sus
miradas torvas y ausentes, perdidas en reinos lindantes con la locura.
Entonces cayó en la cuenta. Los Valles Solitarios eran una tierra encantada
por la magia negra. Su viento hechizaba a todo aquel que en ella penetraba,
nublando su mente con grises y pesadas brumas que lo conducirían a la
demencia. El hijo del trueno se sobrepuso y, titubeante, comenzó a entonar
una canción que horadara un diminuto orificio en el corazón de aquellos
hombres por el que pudiera penetrar la luz de la esperanza:

El sol brilla sobre las praderas de terciopelo,


la verde hierba se mece al son de la brisa temprana,
las aves sobrevuelan las plateadas aguas del lago,
los caballos trotan hacia las colinas de luz dorada.
¡Por fin la primavera ha llegado!
Ya no temeré a la fría oscuridad del invierno.
Las hojas ausentes y las flores delicadas brotan por doquier;
la vida renace de nuevo en los campos y en el cielo,
la lluvia nos trae su fértil abrazo,
el sol radiante ahuyenta las nubes amortajadas.
¡Por fin la primavera ha llegado!
Ya no temeré a la fría oscuridad del invierno.


Las estrofas de aquella canción brotaban cada vez con más fuerza de la
garganta de Ingvar. La Compañía fue milagrosamente recuperando su
ánimo, abandonando los oscuros pensamientos que la envolvían. La estrella
del día atraída por la dulce melodía quiso visitar aquellos grises y apagados
eriales y, durante un tiempo, acompañó a los valientes guerreros en su
transitar por los Valles Solitarios. La Compañía del Trueno recobró su
alegría y los caballos trotaron nuevamente veloces en dirección al sombrío
y maligno Bosque Frío.
Tras una jornada y media de viaje, finalmente el grupo logró atravesar
aquellos valles encantados. Se desprendieron de la angustia que los oprimía
y se liberaron de la pesada carga que atenazaba sus corazones. El viento
dejó de soplar traicionero del noreste y roló repentinamente hacia el oeste.
Su recia caricia sobre los rostros de los jinetes, terminó por alejar cualquier
rescoldo de los sombríos pensamientos que los habían poseído.
—Tu canción me hizo recuperar la cordura —le confesó Vladas a
Ingvar—. No era capaz de articular palabra, pues una sombría voluntad se
apoderaba de mí. Sólo deseaba bajar de mi caballo y acurrucarme junto a
una roca, dejarme envolver por la gris penumbra que cubría los Valles
Solitarios y caer eternamente en indolentes y vagas ensoñaciones.
—Estas tierras están malditas, mi buen Vladas —contestó Ingvar—. Un
maléfico sortilegio cubre de norte a sur y de este a oeste sus grises
extensiones. Y ese viento ominoso, acunado por las pérfidas cantinelas de
brujas y nigromantes. Él es el mensajero de la oscuridad, el que lleva hasta
el último rincón de los valles el sonido de un mal de los Días Antiguos, un
mal que ahora mora en Groningburgo. Yo vi los ojos de Zornik, y la misma
maldad que se escondía tras ellos es la que flotaba lóbrega y tenebrosa en
los Valles Solitarios. Mas la luz ha vencido a las sombras. ¡Qué esta victoria
nos sirva de acicate! —gritó a los hombres—. ¡La noche viene a nuestro
encuentro! ¡Que no nos sorprenda en los lindes de estas tierras malditas!
Hoy dormiremos al norte de Bosque Frío. El cielo raso terminará de
purificar nuestro espíritu y se llevará consigo las brumas que nublaban
nuestra mente. ¡Guerreros de la Compañía del Trueno, descansad y dejad
que el viento del oeste acaricie vuestros rostros! Mañana al anochecer
caeremos sobre Eloburgo —y espoleando a su caballo galopó hacia el linde
septentrional de Bosque Frío.

Esa luna durmieron bajo el cielo estrellado como Ingvar había


ordenado. La noche fue larga y fría, pero las estrellas irradiaron una extraña
luz, cálida y titilante como la de una hoguera, que envolvió los sueños de la
Compañía. El viento del oeste alejó los ominosos cantos de los valles y las
maldiciones que transportaban se disiparon lejos de los lindes del bosque.
Los hombres recibieron a la aurora con una sincera bienvenida. Ésta les
obsequió con un cielo ensortijado pleno de destellos rojos, azules y
amarillos, trayéndoles nuevos bríos con los que enfrentar la misión que el
día les reservaba.
La Compañía levantó el improvisado campamento y se apresuró en
reanudar la marcha cabalgando hacia el interior del bosque. Vladas previno
a los hombres que permanecieran alerta, pues en Bosque Frío moraban
numerosas manadas de despiadados wolkurs.
Fuera porque el día era límpido y huérfano de nubes o porque la
Compañía del Trueno irradiaba valor y clamaba venganza, no hubo bestia
alguna que osó acercase a ellos. Antes de que el sol alcanzase su cénit,
abandonaron las sombras protectoras de la floresta y, cruzando hacia el este,
cabalgaron por los cerros y colinas que amurallaban el perímetro exterior
del Valle de los Elothas. Al caer la tarde, se ocultarían en las lomas
meridionales y, una vez que los esclavos abandonasen las minas, galoparían
como una horda desbocada para cargar contra Eloburgo.
Con el atardecer alcanzaron los últimos picos de la gran espalda de
dragón de la Savakien. Desde allí divisaron al este de su posición las
estribaciones de otro valle, también vasto y terrible: el Valle del Rauron.
Simas ordenó desmontar a la Compañía para que sus hombres recuperasen
fuerzas y disfrutasen de un último descanso antes de caer sobre Eloburgo.
—El paso por los Valles Solitarios nos ha retrasado. No llegaremos a
Eloburgo hasta la medianoche —indicó Simas mientras se sentaba al lado
de Ingvar y Vladas.
—Será mejor descansar aquí hasta que llegue el ocaso —respondió
Vladas—. Para entonces los gronings habrán abandonado las minas y
descansarán confiados en sus barracones.
—Sorprenderemos a los despistados centinelas de las torres de
vigilancia —añadió Ingvar—. No creo que sea difícil, pues no esperarán un
ataque desde el exterior.
—Nuestros arqueros harán ese trabajo —dijo Simas—. ¿Pero cómo
entraremos en Eloburgo?
—Varios hombres treparán por las torres en las que los centinelas hayan
sido abatidos —respondió Ingvar—. Una vez dentro, abrirán los portones y
nosotros penetraremos en Eloburgo como un río de lava.
—¿Y qué harán si los descubren los soldados que se encuentran en el
interior? —preguntó Simas.
—Solamente una media docena vigilarán los barracones, y dos más los
portones —contestó Vladas—. Si los nuestros se deslizan con sigilo, no será
difícil sorprenderlos.
—Y si ese plan fallase —añadió Ingvar—, derribaremos y quemaremos
los portones de madera, aunque sea lo último que hagamos. Pero no fallará,
Simas, te lo aseguro. Yo mismo treparé por las empalizadas.
—Y yo te acompañará —se ofreció Vladas—. No dejaré que vuelvas a
entrar tú solo en esa maldita prisión.
—Dos norteños más os acompañarán —dijo Simas—. Kurtas y Kröt os
cubrirán las espaldas. Yo aguardaré en el exterior con los hombres vuestra
señal. Si no tenéis suerte en vuestra misión, os prometo que arrasaré en
llamas Eloburgo.
—Que así sea —dijo Ingvar, y los tres guerreros se conjuraron contra el
incierto destino que les aguardaba.
El cielo se cubrió de diminutos jirones de nubes y los lejanos y dorados
destellos de la estrella del día comenzaron a apagarse. La luz decayó y el
terreno mudó a pálidos colores grisáceos, hasta que la noche los envolvió
convirtiendo la región en un paisaje informe.
Simas reunió a los hombres y les habló.
—¡Hombres de la Alianza de Tenkolmar! ¡Guerreros de la Compañía
del Trueno! —les arengó—. Ha llegado la hora de la venganza. La hora de
vengar a nuestros muertos, a todos aquellos que perecieron en las guerras
del norte. A todos los que murieron tras una cruel agonía en la prisión de
Eloburgo. ¡Luchad por la libertad! ¡Luchad por Tenkolmar! ¡Vengad a los
que defendieron las Tierras Frías!
—¡Tenkolmar! ¡Tenkolmar! —gritaron con fervor los hombres, e Ingvar
sintió su cuerpo estremecerse.
Entonces Vladas, recordando a su hermano de sangre Gródolas, entonó
con voz profunda un canto ya conocido por Ingvar, mientras los norteños
guardaban un temeroso silencio:

Mortales tinieblas con el crepúsculo nos alcanzan,


brillos que se apagan en melladas espadas,
vientos ululantes terribles nuevas anuncian,
bravos guerreros en busca de nuevas alboradas,
vida o muerte, bandera de esperanza enarbolan,
Tenkolmar y Tierra Blanca, jamás serán derrotadas

—Tenkolmar y los cinco clanes, jamás serán derrotados —musitó


Ingvar.
—¡A los caballos! —ordenó Simas y, presta, la Compañía del Trueno se
puso en marcha.

Habían recorrido cerca de dos leguas cuando la Compañía divisó las


minas de oro. Un sudor frío recorrió la espalda de Ingvar y Vladas al
contemplar las luces de las antorchas que iluminaban las empalizadas.
—Mi corazón se acelera y un creciente temor se apodera de mí —le
confesó Vladas a Ingvar.
—No temas amigo, estoy a tu lado —trató de reconfortarle Ingvar—. Es
la proximidad de Eloburgo lo que turba y reaviva tus funestos recuerdos.
¡Pero no pienses en ello ahora! Recuerda a Gródolas, y él te insuflará el
valor necesario para enfrentarnos a los sicarios de Loriklen —e hizo una
pausa para dirigirse a Simas y los norteños—. Desmontad de los caballos y
caminad en silencio. Una pequeña guarnición permanece durante la noche
en un barracón próximo a la entrada de las minas custodiando los
almacenes de oro. Confío en que ya se hallarán sumidos en los efluvios del
alcohol. Una docena de los nuestros se quedarán aquí esperando que
Eloburgo caiga. Si los gronings se percatan de la batalla, vosotros acabaréis
con ellos por sorpresa. Si duermen borrachos por el vino, al alba
regresaremos y no verán un nuevo amanecer.
—Kintras, elige a diez hombres y deslizaos hasta las puertas de entrada
a las minas. Permaneced allí escondidos hasta que nosotros regresemos o
esos malditos salgan de su madriguera —ordenó Simas—. Los demás
seguidme. Ser cautos y sigilosos, caminad como sombras en la noche.
La Compañía aguardó hasta que Kintras y los suyos desaparecieron en
la oscuridad. Cuando sólo se volvió a escuchar el ulular de un insomne
autillo, la Compañía del Trueno reanudó sigilosamente la marcha.
Simas mantenía templados sus nervios de acero, pero Ingvar y Vladas
se revolvían inquietos con cada nuevo paso que los acercaba a Eloburgo.
Dejaron atrás las minas de oro, sin que la guardia que las vigilaba diese
señales de vida. Salieron al camino y, tras zigzaguear en varios recodos,
Simas ordenó a sus hombres que volviesen a cabalgar sobre sus monturas.
La Compañía avanzaba con paso lento, tratando que el ruido de los
cascos no les delatase en aquel profundo silencio que parecía acunar a la
oculta luna. Súbitamente, Ingvar se detuvo tensando todos los músculos de
su cuerpo. Vladas, que cabalgaba a su lado, dio el alto a la Compañía.
—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja Simas acercándose a la
posición de Ingvar.
—¡Silencio! —mandó callar el hijo del trueno.
Durante unos instantes la Compañía contuvo la respiración aguardando
la respuesta de Ingvar.
—Sonidos de guerra —habló Ingvar con los ojos cerrados—. Crepitar
de fuego, el canto de los arcos, entrechocar de espadas, miles de voces
clamando venganza… ¡Por Nerlinguia, Eloburgo está siendo asediado!
¡Apresurémonos a ayudar a los desconocidos vengadores! —y sin esperar
un solo instante, desenvainó su espada y se lanzó en un desesperado galope
hacia la ciudad-prisión, al tiempo que una repentina emoción parecía
conectarle con aquellos que ahora se enfrentaban a los hombres del
Senescal.
Vladas, Simas y el resto de norteños contemplaron atónitos la galopada
de Ingvar. Aún no podían salir de su asombro al escuchar las palabras del
alko. Otra compañía había osado penetrar en el corazón del territorio
groning para destruir Eloburgo y liberar a los esclavos. ¡No estaban solos en
su lucha contra el terror de Zornik! La esperanza alumbró ante sus ojos el
camino y, enrabietados, galoparon tras Ingvar para descargar todas sus
fuerzas contra la guarida de Loriklen.
Los furibundos golpes de los cascos y herraduras de los caballos
restallando contra el suelo elevaron el polvo del camino a sus espaldas. La
Compañía del Trueno parecía ahora estar envuelta y protegida por un halo
de deidad, ángeles exterminadores enviados por los dioses, una devastadora
nube de cenizas y humo que avanzaba implacable hacia Eloburgo.
El humo y el fuego rodeaban la ciudad-prisión, envolviéndola en
mortecinos vapores que le otorgaban el aspecto de un siniestro antro de
pérfidas hechiceras. Los portones entreabiertos dejaban escapar el
desesperado lamento de los elothas clamando venganza y suplicando
libertad. A los pies de las grandes puertas, una decena de cuerpos sin vida
descansaban para siempre sobre las áridas tierras de Eloburgo. En el
interior, Oyvind, Narno, Leonek y Lorinek, amparados por las sombras,
hacían cantar incansables sus arcos abatiendo a los sorprendidos y
extrañamente aturdidos gronings. Cuando sus carcajes se vaciaron, Oyvind
y Narno se lanzaron en un ataque suicida contra los gronings, luchando a
hacha y espada, como dos hombres que hubieran renunciado de antemano a
la vida, corriendo con el odio prendido en sus ojos al encuentro de la
muerte, al encuentro del jinete sin rostro.
Leonek y Lorinek se dirigían ahora a restituir la robada libertad a los
cientos de elothas que gritaban aferrados a los barrotes de los barracones,
jaleando a sus ángeles salvadores, mientras Aimon, Perlivarce y el resto de
Los Quince de Klimerik penetraban en Eloburgo, una vez que los centinelas
de las torres de vigilancia habían sido abatidos.
Los soldados gronings que dormían apaciblemente en sus barracones,
despertaron sobresaltados por el alboroto y comenzaron a asomar por
decenas tras las puertas. Pero aquella era una tropa extraña, mezcla de
diestros y experimentados guerreros, mezcla de desgarbados e inexpertos
principiantes, pues estos últimos parecían tenerla mente nublada; de torpes
movimientos, sus reflejos estaban aturdidos y su puntería se asemejaba a la
de un ebrio anciano. Rápidamente fueron cayendo como moscas atrapadas
en la miel, bien bajo las mortales estocadas de Oyvind, Narno y Aimon o
atravesados por las flechas de penachos verdes de Los Quince de Klimerik.
Sin embargo parte de la defensa de la guarnición logró repeler el ataque
lanzado por Aimon, quien diezmado, con Bladuf y Oakes heridos por las
flechas gronings, tuvo que retroceder hasta los mismos portones.
Leonek y Lorinek acababan de romper las cadenas que mantenían
cerrados los barracones y los elothas comenzaron a huir como un
incontenible río de lava. En ese momento el Senescal Loriklen asomó por la
puerta de sus aposentos, con la espada desenvainada y exhortando a los
suyos a acabar con los invasores:
—¡Muerte a los traidores! ¡Muerte a los elothas! —gritaba encendido de
ira.
La situación se tornó complicada para Oyvind y Narno quienes se
vieron acorralados por un grupo de gronings que trataban de rodearlos.
Algunos de los soldados se quedaban paralizados por la sorpresa al
contemplar el rostro de Oyvind al que confundían con su hermano Ingvar, a
quien creían había regresado desde más allá de los confines de la muerte
para vengar a los esclavos.
—¡El fantasma nerlingo! ¡Ha regresado de su tumba bajo las minas! —y
huían atemorizados al contemplar la ira centellear en sus azules ojos.
Gracias a ello Gyvind y Narno pudieron a duras penas contener el
embate de los gronings. Peor parado salió Leonek, quién sufrió la
mordedura de una espada y al que ahora con gran esfuerzo defendía
Lorinek.
Con el grupo de Aimon y Perlivarce abocado a la huida, los cuatro
asaltantes se vieron acorralados y comenzaron a sentir el gélido hálito del
jinete sin rostro, que impaciente, rondaba en derredor.
Y en ese instante de desesperación, cuando las fuerzas de los asaltantes
flaqueaban, cuando sus vidas pendían de un fino hilo, un bizarro jinete, un
terrible guerrero, un ángel vengador ataviado con un collar de dientes de
wolkur, irrumpió como un torrente desbocado en el antro del Senescal.
Agitaba su espada y gritaba con ensordecedores aullidos de guerra, y los
gronings se batían en retirada, pues aquel era realmente el fantasma
nerlingo, el que había vuelto de la tumba de piedra y oro. Y tras él,
surgiendo entre el fuego y las sombras, como demonios emergiendo del
averno, un centenar de jinetes descargaron toda su furia en la ofensiva final
contra Eloburgo.
El caos se apoderó de las huestes gronings y aquellos que parecían
aturdidos fueron abatidos con facilidad mientras el resto de la guarnición
huía aterrorizada por los rumores de los fantasmas de los muertos,
perseguidos sin piedad por los asaltantes y por los elothas que, insuflados
de nuevos bríos, clamaban venganza.
El Senescal gruñía desesperado, blandiendo su espada y elevando
amenazante el muñón de su mano izquierda hacia aquellos quienes osaban
invadir sus dominios. Preso de un último arrebato, se lanzó furibundo
contra Oyvind, quien ahora descuidaba su retaguardia, sorprendido por la
irrupción de aquel magnífico jinete, un mortal emisario enviado por los
dioses para vengar todo el mal allí engendrado. Sin embargo la espada de
Loriklen nunca llegó a alcanzar al joven alko, pues una certera daga lo
alcanzó antes a él. El vil Senescal detuvo su carrera y se volvió para
contemplar sorprendido la figura de su verdugo:
—¡Tú! —exclamó sorprendido—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué? —
y exhalando su último aliento cayó de bruces al suelo y murió sobre aquella
tierra que, durante interminables inviernos, había sembrado de muerte y
dolor.
—Así queda saldada en la tierra tu deuda con los hombres. Que ahora tu
alma vague eternamente sin descanso por los campos del horror y el
desconsuelo, consumida por los fuegos eviternos —sentenció Torilo con
gravedad, mientras sus ojos contemplaban reconfortados cómo las llamas
consumían Eloburgo.
Aimon, Perlivarce y el resto de Los Quince de Klimerik se unieron a la
horda destructora que azotaba Eloburgo.
Pero Oyvind permanecía paralizado en mitad del patio de los
barracones, como una figura hermana a la del pétreo Narno. Fue el
Guardián de Bosque Salvaje quien le sacó de su catatónico estado:
—¿Qué te ocurre, peregrino? —le exhortó—. Despierta o los gronings
te atravesarán con sus espadas.
Pero Oyvind estaba poseído por una ambigua percepción, por una rara
premonición, obnubilado contemplando el rojo centellear de las llamas en la
silueta de aquel jinete. Algo familiar, una figura largamente añorada vino a
su memoria, y entonces gritó, gritó desesperado, gritó de alegría, no
importaba si el fin del mundo sobreviniese en aquel preciso instante pues su
misión había concluido:
—¡Ingvar! ¡Hermano mío! —gritó sollozando a los cuatro vientos—.
¡Ingvar! ¡Estoy aquí! ¡Soy yo, Oyvind!
Cuando aquel jinete escuchó los alegres llantos del alko, irguió a su
corcel sobre sus patas traseras y volvió sus ojos hacia los de Oyvind. Y
entonces, tras largos días de dolor y añoranza, el mayor presente que
ninguno de los dos hubiera imaginado se hizo realidad, y el trueno regresó
de entre los muertos para reencontrarse con el relámpago. Ambos cruzaron
sus miradas y la luz que desprendieron sus ojos fue más brillante que las
llamas que consumían la ciudad-prisión, y deslumbraron a todos los
hombres allí presentes. Las dos almas que jamás debieron separarse
volvieron a unirse y tan fuerte fue ese fulgor que, como una afilada daga
alcanzó el corazón de Zornik en las oscuras soledades de su palacio, y el
dolor que le produjo fue mayor que el que cualquier hombre le había
infligido en su vida mortal.
Ingvar descabalgó de su caballo y se acercó con paso lento hacia su
hermano, quien lo contemplaba con ojos incrédulos. Ambos detuvieron su
caminar y, durante unos interminables instantes plenos de dicha, se miraron
hasta que las lágrimas brotaron de sus párpados.
—Me dijeron que habías muerto —sollozaba de alegría Oyvind fundido
en un infinito abrazo con su gemelo.
—Tuvimos que mantener ese engaño para evitar que nos persiguieran
—respondió Ingvar—. Pero no imaginas la alegría y el gozo que inundan
mi corazón al contemplarte. Jamás pensé reencontrarme contigo en este
templo del mal.
—No hubo otro pensamiento que ocupase mi mente desde el funesto día
en que nos separamos —contestó Oyvind—. Solamente la promesa que me
ataba a Kiril me hizo posponer mi regreso.
—Entonces… —habló con voz temblorosa Ingvar—, ¿lo lograsteis?
—Sí, hermano. Lo logramos. Encontramos al sexto clan, a nuestros
hermanos alkos perdidos, allá en el lejano oriente, donde el Mar del Este
acuna las costas de finas arenas e inmensos acantilados —le relató Oyvind
con añoranza de la lejana Caterziveen y su amada Edda.
—Recé por ti y por los otros —hablaba emocionado Ingvar sin dejar de
abrazar a Oyvind—. Recé por que no os rindierais y mantuvieses con vida
la llama de la esperanza. Y Nerlinguia escuchó con creces mis plegarias,
pues te ha devuelto sano y salvo al oeste para poder reencontrarnos —y
durante largo rato los gemelos de la tormenta, el hijo del relámpago y el
trueno, permanecieron abrazados, en silencio, sin necesidad de pronunciar
palabra alguna para transmitirse toda la añoranza y el sufrimiento padecido
en aquellos terribles meses de separación.
Perlivarce fue quien interrumpió el abrazo de los dos hermanos, pues
llorando corrió hacia ellos, aferrándose a sus brazos, colmado de gozo por
verlos nuevamente reunidos. También Torilo, quien había salvado de una
muerte segura a Oyvind, se acercó atónito hacia los jóvenes alkos, dos gotas
de agua ahora diferentes aunque muy parecidas, pues Ingvar recobraba con
cada nuevo día que transcurría la belleza y juventud de su rostro.
—¡Moriste sepultado bajo las minas! ¡Eso me dijeron! —gritó de
alegría al ver a Ingvar.
—Se equivocaron —respondió el hijo del trueno—. Te ruego que algún
día me perdones por mi engaño, mas solo con nuestra muerte podía tener
éxito nuestro plan de huida.
—¿Y Gródolas? —le preguntó ansioso Torilo.
—Marchó muchas lunas atrás al frente de un millar de norteños de la
Alianza de Tenkolmar en socorro de Kiril y los hombres libres de las tierras
del este.
Al oír esas palabras, Torilo derramó lágrimas de alegría y se unió al
círculo que formaban Oyvind, Ingvar y Perlivarce. Narno, quien
contemplaba emocionado la escena, ahogó una lágrima por la felicidad de
Oyvind.
—Que la ventura te acompañe, peregrino —musitó entre dientes—. Que
al menos tú puedas encontrar la dicha que por derecho te corresponde. El
Guardián velará siempre tus sueños en sus infinitos días sin sol —y una
lágrima de amargura asomó a sus tristes ojos.

La batalla de Eloburgo había terminado. El Senescal y sus hombres


habían caído bajo las espadas y las flechas de los libertadores: la Compañía
del Trueno y los fundadores de La Colonia, junto al Guardián de Bosque
Salvaje y el Peregrino habían acabado con el reinado del mal de Loriklen.
Los elothas huían de la ciudad-prisión y se apretaban en los campos
lindantes, tumbados sobre la áspera hierba parda, contemplando impávidos
cómo las llamas consumían Eloburgo hasta reducirlo a humeantes cenizas.
Los libertadores levantaron un improvisado campamento a una milla al sur
de Eloburgo, donde Perlivarce y los demás se afanaban en curar a los
heridos.
Con las primeras luces del alba, Kintras y sus hombres llegaron al
campamento. Dieron las nuevas a Simas, quien sonrió satisfecho al
escuchar que ninguno de los gronings que custodiaban las minas había
quedado con vida.
Oyvind e Ingvar no durmieron en toda la noche y tampoco lo harían en
la jornada que ahora comenzaba. Muchos e importantes eran los asuntos
que debían de relatarse. Pero el cansancio ya no se reflejaba en sus rostros,
pues la alegría y la felicidad por tan añorado reencuentro habían disipado
todas las brumas y temores que atenazaban sus almas.
Perlivarce departía animadamente con Torilo y se congratuló de que
también el viejo nerlingo fuera un conocedor de los secretos que encerraban
hierbas y plantas. Puesto sobre aviso por Oyvind del ataque a Eloburgo y,
conocedor de las propiedades adormecedoras de ciertas plantas, había
preparado una suerte de “infusión digestiva” con una base de mandrágora,
tila y raíces de valeriana, como colofón a la cena de la guardia del Senescal.
No todos la tomaron, pero aquellos que lo hicieron cayeron sumidos en un
extraño estado mezcla de aletargamiento y aturdimiento, lo que facilitó el
trabajo de los invasores una vez comenzó el ataque a la ciudad-prisión.
Frente a la pétrea figura de Narno, volutas de humo y cenizas se
elevaban al cielo en forma de desmembradas columnas, ayudadas por el
continuo soplo del viento del este. Eran el eco de las ruinas de Eloburgo,
que ahora se consumían sobre el áspero suelo entre ascuas rojas y negras, la
destrucción del templo de la tortura, la liberación de la eterna condena de
los sin futuro.
A lo lejos, al sur del Valle del Rauron, esas estelas de humo suspendidas
en el cielo gris no pasaron desapercibidas para los viles ojos de los espías
gronings. Ojos acechantes que insomnes escrutaban los puntos cardinales
de Tierra Conocida. Zornik sería informado antes de que la estrella del día
alcanzase su cénit. De nuevo el destino de los gemelos alkos se tomaba
incierto. La batalla de Eloburgo había culminado con una victoria, mas la
guerra por la tierra de los mortales no había hecho aún más que comenzar.
LA ÚLTIMA DESPEDIDA

E l caluroso abrazo del estío se resistía a acoger entre sus brazos a los
habitantes de Tierra Conocida. En ese año de terror y muerte,
pareciese que el frío y la oscuridad anhelasen conquistar la hermosa Tierra
Verde. Las nubes poblaban el cielo formando un denso y opaco tapiz que
impedía a la estrella del día enviar sus reconfortantes rayos. La canícula del
verano era un lejano recuerdo de dichosos tiempos pasados.
Los hombres de Kiril y Gródolas avanzaban cautelosos al encuentro de
la Savakien bajo la profunda sombra que cubría el firmamento. Desde su
victoria en el Delta del Taquakland, el cielo había ido perdiendo su precioso
azul intenso bajo la lóbrega oscuridad que llegaba desde el oeste. Los
aliados temían que el rey brujo, mediante algún siniestro conjuro,
encolerizado por su fracaso en la ocupación de las regiones orientales,
hubiera comenzado a extender el reinado de las tinieblas sobre el mundo de
los hombres. Por desgracia sus negros augurios no tardaron en verse
confirmados.
—Nos acercamos al final del Camino del Oeste —informó jadeante el
recién llegado Olaf—. Debemos detenernos aquí hasta que anochezca. Hay
gronings merodeando al norte y al sur de donde nos encontramos.
—¡Maldita sea! —gruñó Gródolas—. ¿Cuántos efectivos vigilan el paso
hacia el norte?
—Divisamos una compañía de unos doscientos gronings que se dirigían
hacia Halthoria —contestó Olegar, sobrino de Siriard, uno de los numerosos
luinas que se habían alistado como voluntarios para combatir en el ejército
de la Alianza y quien, además de estar bajo su protección, había trabado una
gran amistad con Olaf—. Fueron los únicos enemigos a los que pudimos
descubrir. No vimos otros jinetes en las llanuras cercanas.
—¿Y los que deambulan al sur? —preguntó intrigado Maikel—. ¿Acaso
Zornik ha enviado nuevas tropas para tratar de conquistar el este?
—No lo creo —respondió Olaf—. Se trata de un grupo desperdigado de
no más de cincuenta soldados que avanzan hacia el oeste a unas diez millas
de aquí; seguramente desertores de las legiones que derrotamos en el
Taquakland o el Morkurgul, y que ahora tratan de alcanzar el embarcadero
desde el que descendieron el río.
—Olaf tiene razón —habló Kiril—. No podemos arriesgarnos a ser
descubiertos. Zornik se percatará de nuestra presencia cuando asestemos el
primer golpe en Jactinia, pero por ahora nuestros planes deben permanecer
ocultos. Tenemos que dar tiempo a que la compañía de jinetes regrese a
Halthoria y de esta manera los hombres de Gródolas puedan avanzar
remontando hacia las Tierras Frías.
—Mis hombres cruzarán las Montañas Blancas por el Paso del Corzo —
dijo Gródolas—. Se alejarán de Sildenburgo, pero esa ruta será más segura
que hollar el Paso de Rocagrande.
—Hay algo maligno en el cielo del oeste —añadió Olaf—. Una
creciente malsana oscuridad, una negrura que cubre el cielo y avanza lenta
desde el lejano occidente. También aquí cerca de nosotros, tras la Savakien,
en el mismo corazón de Bosque Salvaje, una extraña columna de brunos
vapores sulfurosos brota de entre su floresta.
—El rey brujo quiere cubrir el mundo de oscuridad —dijo con voz
grave y profunda Oerlikon—. Presiente la luz del único poder que podría
derrotarlo y, para someterlo, pretende oscurecer y llenar de desesperanza los
corazones de los hombres. Solamente las costas bañadas por el Mar del Este
estarán a salvo de ese maligno manto. El milagroso aliento de la Sagrada
Bestia, que llega desde lo más profundo del infinito mar cabalgando a
lomos de las olas, disipará las brumas encantadas que cubrirán Tierra
Conocida. Descansaremos aquí hasta el anochecer, pero no podemos
demorarnos. El advenimiento del gran lobo ha comenzado y, si no
consumamos su derrota antes de que las primeras nieves caigan desde el
cielo, todo se habrá perdido para siempre.
Un terrible silencio se hizo entre todos aquellos que escucharon los
aterradores vaticinios de Oerlikon. Zornik había iniciado con sus artes
oscuras el asalto definitivo al mundo de los hombres y, si ellos no lo
remediaban, no habría ejército que pudiera detener su eterno reinado.
—Caeremos sobre los desertores al anochecer —ordenó Kiril. No debe
quedar ningún groning con vida. No podemos arriesgarnos a que nos
descubran e informen a sus Mariscales sobre nuestro viaje. Les atacaremos
cuando acampen a orillas del Río Gorlin. Una vez acabemos con ellos, nos
dirigiremos al embarcadero del Taquakland. Mañana al anochecer arderá en
una inmensa pira que podrá ser contemplada desde Halthoria. Eso ayudará a
que nuestros aliados de Tenkolmar tengan el camino despejado para poder
cruzar hacia las Tierras Frías. Cuando los gronings hayan llegado hasta el
embarcadero, nuestras tropas se encontrarán ya al otro lado de la Savakien.
Quizás ello nos obligue a adentrarnos unas millas al sur de Bosque Salvaje
para atajar y evitar ser descubiertos por los gronings. Creerán que el
embarcadero fue atacado por alguna partida de hombres del este, por lo que
no sospecharán de nuestra presencia.
—Cruzaré Bosque Salvaje si así lo ordenas —habló Gródolas con voz
trémula—, mas preferiría no hacerlo. Un mal de los Días Antiguos habita
en sus entrañas, y puedo sentir cómo en estos días aciagos su maldad crece
sin cesar.
—A mí tampoco me agrada la idea de internarme en ese maldito bosque
plagado de wolkurs y quien sabe que otras inmundas criaturas infernales —
dijo Maikel—, pero si hemos de permanecer ocultos a los ojos del enemigo
esa será la última ruta que esperarán que tomemos.
—Acamparemos entonces aquí —añadió con voz autoritaria Enna—.
Decid a los hombres que no enciendan ningún fuego. Formad una compañía
de cien soldados para partir enseguida hacia las orillas del Gorlin. El resto
de nuestro ejército aguardará aquí la señal para reanudar la marcha. Será
entonces cuando nuestros caminos se separen.
—Enna y Maikel me acompañarán en esta misión —dijo Kiril—.
Oerlikon y Gródolas, permaneceréis al mando del grueso de las tropas.
Dispondremos postas de mensajeros cada milla para que las nuevas lleguen
veloces a vuestros oídos. Guerrero del norte —le dijo solemnemente a
Gródolas—, disfruta de los últimos momentos en compañía de tus
hermanos de Tenkolmar, pues ninguno de nosotros sabe lo que el incierto
destino le deparará, y esta podría ser la última vez que compartieseis una
cena —y sus palabras sonaron como un funesto presagio.

Antes de que se cumpliese el plazo fijado por la primogénita de


Oerlikon, la compañía que partiría a la caza de los gronings estaba pronta
para la revista de armas. Olaf y diez de sus exploradores acababan de
abandonar el improvisado campamento en las veredas del Camino del
Oeste, y cruzaban ahora sigilosamente los campos salpicados de robles y
fresnos enfundados en sus pardos ropajes que los hacían casi invisibles. El
día declinaba mientras el sol se despedía internándose en las yermas
extensiones de Tierra Seca, proyectando las alargadas sombras de los
exploradores sobre la reseca hierba de aquellos deshabitados campos.
A Enna, Kiril y Maikel montaron a lomos de sus corceles y se
despidieron con un hasta pronto de todos aquellos hombres que habían
contribuido a detener la ocupación del este. Kiril, espoleando a su caballo,
gritó “¡Siempre libre Tenkolmar!”, a lo que los norteños respondieron con
emocionados vítores de “¡Tenkolmar, Tenkolmar, larga vida a
Therliangator!” mientras el Rey Nerlingo se alejaba a través de la vasta
campiña.
La compañía avanzaba veloz campo a través guiada por las postreras
luces del crepúsculo. Cuando apenas habían recorrido una milla se toparon
con el primer explorador, quien les comunicó que el camino estaba
expedito. Continuaron avanzando sin sobresaltos hasta que alcanzaron la
octava posta. Allí les aguardaban Olaf y Olegar.
—Habéis sido casi tan veloces como los exploradores —les dijo el
enjuto norteño con una pícara sonrisa en los labios.
—Rápidos deben ser los guerreros si quieren conservar su vida —
respondió Maikel.
—Estamos muy cerca de los gronings —continuó Olaf—, pero también
muy cerca del embarcadero del Taquakland. He enviado a dos de mis
hombres a vigilarlo. Desde aquí no se aprecia presencia groning, pero no
debemos confiarnos. Puede que lo abandonasen temporalmente una vez
lanzaron a sus legiones río abajo.
—La compañía groning descansa ahora en la orilla norte del Gorlin.
Marchan despacio, pues varios de los legionarios están heridos —contestó
Olegar.
—¿Cuántos centinelas guardan el campamento? —preguntó Enna.
—Sólo hay un par de hombres a cada extremo del asentamiento —
respondió Olaf—. Viajan confiados y parece no importarles ser vistos. Han
encendido varias hogueras que pueden verse a millas de distancia.
—Confían en que los suyos los encuentren —dijo Maikel—. Lo que
menos se imaginan es la visita que recibirán esta noche.
—Entonces aguardaremos aquí hasta que anochezca —ordenó Olaf, que
Olegar vigile el campamento. Cuando la noche haya caído atacaremos a los
gronings.
—Tú deberías permanecer apostado en la retaguardia y no entrar en
combate a menos que la situación lo requiera —le dijo Maikel a Kiril—.
Los gronings conocen a Darbrethil, y el rumor de que Therliangator cabalga
a pocas lunas de las fronteras de Jactinia podría poner sobre aviso a Zornik.
Quien sabe qué maléficos espías están a su servicio en estas tierras tan
próximas a Bosque Salvaje.
—Maikel tiene razón —asintió Enna—. El eco de la muerte de los
gronings se perderá arrastrado por la corriente del Taquakland, pero si un
solo soldado pronunciara el nombre de Therliangator, el rumor llegaría
hasta las mismísimas puertas de Groningburgo.
—Puede que esta vez deba seguir vuestro consejo —habló Kiril tras
unos instantes de reflexión—. Pero sólo permaneceré aquí si ambos me
acompañáis. Me sois muy preciados y no soportaría presenciar vuestra
muerte sin haber podido luchar a vuestro lado.
—De acuerdo —respondieron Enna y Maikel al unísono—.
Permaneceremos a tu lado durante la contienda, ocultos a los ojos de los
gronings.
Enna dividió como un experimentado oficial a los hombres en tres
grupos y decidió la estrategia de ataque. El primer grupo avanzaría reptando
desde el norte, mientras el segundo grupo se dejaría llevar por la plateada
corriente del Río Gorlin para atacar desde el sur. El tercer grupo, que era el
menos numeroso, se colocaría a retaguardia del primero, e iniciaría las
hostilidades contra los gronings lanzando varias descargas de flechas,
permaneciendo oculto tras la frondosa arboleda cercana al campamento.
Los hombres comieron y descansaron hasta que la noche se apoderó del
último rincón de aquellas regiones. No vieron brillar estrella alguna en el
firmamento, pues la maligna columna sulfurosa que brotaba de las entrañas
de Bosque Salvaje había teñido la oscuridad de la noche de un negro
malsano que, al contemplarlo, ensombrecía sus corazones. Una profunda
desazón y desesperanza comenzó a invadirles mientras reposaban sobre la
adormecida hierba, lúgubres sensaciones creadas por el mismo hechizo que
casi logró enloquecer a Ingvar y Simas cuando transitaban por los Valles
Solitarios. Perversos sortilegios de brujas y lamias, emponzoñados conjuros
de la pérfida Urkha.
La aparición de los dos exploradores llegados de las cercanías del
embarcadero del Taquakland rompió súbitamente el deprimente silencio que
se había instalado entre los hombres.
—Nada parece escapar ya al control de Zornik —dijo Maikel taciturno
—. Oerlikon tenía razón, el advenimiento del gran lobo ha comenzado.
—Nosotros haremos que se retire a su hedionda guarida —contestó
Kiril—. No permitirá que sus hechizos nublen nuestras mentes.
—¿Qué habéis descubierto en el embarcadero? —interrogó Olaf a la
pareja de exploradores.
—El embarcadero está desierto —respondieron—. No queda rastro de
los gronings en las inmediaciones.
—Lo abandonaron como suponíamos —dijo satisfecho Kiril—. Sólo lo
construyeron como punto de partida para la invasión, pero al ver que ha
fracasado parecen haberse retirado hacia el norte.
—Adelante entonces —dijo Enna—. No hay nada ya que nos retenga
aquí. Pondremos en marcha nuestro plan de ataque. Que los hombres
empaquen y formen enseguida. ¡Marcharnos hacia el campamento groning!
—y a la enérgica voz de su capitana los hombres se levantaron y
comenzaron prestos a prepararse para el combate.

La compañía recorrió sigilosamente las apenas dos millas que les


separaban de los gronings, tratando de no turbar el silencio de la noche.
Olegar los esperaba oculto tras unos apretados arbustos. Sin pronunciar
palabra alguna les indicó con ligeros movimientos de sus brazos la posición
que ahora ocupaban los centinelas. Enna, Kiril, Maikel y Olaf se acercaron
reptando como ofidios hasta llegar a la altura del joven Olegar.
—En efecto, solamente hay dos parejas de centinelas —dijo Maikel—.
No habrá problema para tomarlos por sorpresa.
—Nosotros nos esconderemos tras aquella pequeña arboleda.
Dispondremos a los arqueros unos pasos por delante parapetados tras esas
rocas —indicó Kiril.
—Ordenaré a los otros dos grupos que comiencen a avanzar —dijo
Enna—. Nuestra segunda salva de flechas será la señal para atacar el
campamento. Que los arqueros afinen la puntería sobre los centinelas.
—De acuerdo entonces —asintió Ordena a los hombres que avancen.
Enna retrocedió silenciosamente y puso en marcha a cada uno de los
tres grupos. Kiril y Maikel esperaron a que los dos primeros grupos
desaparecieran engullidos por las sombras de aquella noche sin luna para
unirse al grupo de arqueros que ocuparía la retaguardia. No tardaron en
alcanzar la arboleda y posicionaron a diez arqueros tras una curiosa
formación rocosa que se asemejaba a la silueta de un diminuto castillo.
Ocultos tras la apretada comunidad de fresnos, contemplaron al segundo
grupo zambullirse calladamente en las aguas del Gorlin para después
dejarse llevar por la corriente. Tras avanzar unos doscientos pasos,
bracearon hasta la orilla donde tomaron posiciones; al mismo tiempo, el
primer grupo se detenía a cien pasos del campamento aguardando la señal
esperada. Todo estaba listo para el asalto, por lo que Enna dio la ansiada
orden a los arqueros:
—Acabad con los centinelas —ordenó en un alto susurro—. Después
lanzad dos andanadas de flechas y aguardad nuevas órdenes.
Los arqueros obedecieron a su capitana y cuatro flechas volaron hacia
los centinelas. Las dos primeras atravesaron a los soldados que patrullaban
la zona oeste, quienes cayeron desplomados sin vida emitiendo un gutural
sonido que quedó apagado por el murmullo de la corriente del río. Sin
embargo, una de las flechas destinadas a los vigilantes del lado este erró el
blanco tras su veloz vuelo, y sólo consiguió herir en el brazo al centinela.
Éste, al ver caer a su compañero atravesado por una certera saeta, gritó
dando la voz de alarma:
—¡Nos atacan! ¡Nos atacan! —gritó aterrorizado.
Los hombres que aguardaban la señal en la orilla del río, emergieron
súbitamente desde las aguas para caer sobre los enemigos que aún dormían.
Los arqueros ya habían lanzado la primera lluvia de flechas sobre los
gronings y, tomando nuevas saetas de sus carcajes, en esos momentos
armaban ya sus brazos para hacerlos cantar sobre los enemigos.
—¡Alto! ¡No disparéis! —ordenó Enna al ver que aquella nueva
andanada podía acabar con varios de sus hombres.
Sin embargo la orden llegó tarde para algunos de los arqueros que,
imbuidos del fragor de la batalla, hicieron cantar de nuevo sus arcos. Al
menos una decena de hombres cayeron abatidos por flechas amigas.
—¡Maldición! —gritó Maikel al ver a parte de los hombres del segundo
grupo caer abatidos por las flechas de sus hermanos—. Los gritos del
centinela han hecho que pierdan la templanza. ¡Deberían haber esperado a
atacar cuando las flechas hubieran dejado de caer!
—Ya nada podemos hacer por ellos —trató de consolarles Kiril. Al
menos el primer grupo ha cumplido las órdenes que les dio Enna. ¡Ahora
cargan sobre el enemigo!
En efecto, el primer grupo que aguardaba tumbado sobre el prado, tras
asegurarse que la lluvia de saetas había cesado, se lanzaba en esos instantes
contra el campamento enemigo. Para entonces el segundo grupo había
acabado con muchos de los gronings que habían sido sorprendidos mientras
dormían. Sin embargo, el resto de los experimentados legionarios habían
reaccionado veloces saliendo de su duermevela y ahora se batían en un
mortal combate cuerpo a cuerpo con los hombres de Kiril. De no ser por la
superioridad numérica de la Alianza del Este, el combate hubiera deparado
un incierto resultado, pero cuando el grupo que atacaba desde el norte cayó
sobre los gronings, la contienda se decantó a favor de los aliados. Varios de
los gronings trataron de huir, pero esta vez las flechas de los arqueros que
cubrían la retaguardia no fallaron. La orden dada por Therliangator había
sido clara: ningún groning podía salir con vida del combate.
Tras una encarnizada lucha, el fragor de la contienda se fue apagando
lentamente, hasta que la vida del último enemigo abandonó aquel
ensangrentado campo y de nuevo el rumor de la corriente volvió a acunar el
silencio de la oscura noche sin luna.
Enna, Kiril y Maikel se acercaron al campamento cuando todo hubo
acabado. Contemplaron con tristeza como al menos una veintena de sus
hombres habían perecido en el ataque, al menos la mitad de ellos por
flechas aliadas. Los arqueros lloraron desconsolados al recibir la noticia.
—Debemos partir sin demora —dijo Kiril—. Llevad los cuerpos tras la
arboleda y enterrad a los nuestros. Olaf —se dirigió al norteño—. Pon en
marcha las postas de mensajeros y que trasmitan veloces las nuevas a
nuestro ejército. No nos demoraremos mucho tiempo aquí, pues debemos
cabalgar hacia el embarcadero.
—Tus palabras son órdenes para mí —respondió el espíritu errante del
norte y se alejó junto a Olegar campo a través al encuentro de la primera
posta.
No se habían apagado aún lo ecos de la batalla cuando Gródolas y
Oerlikon recibieron la noticia de la victoria sobre los gronings y el apremio
con el que Kiril los reclamaba para cabalgar hacia el embarcadero.
Gródolas sintió que su corazón se quebraba al tiempo que una extraña
amalgama de tristeza y alegría se apoderaba del gran guerrero del norte.
Debía afrontar un nuevo adiós, la última despedida de sus hermanos que le
conduciría a los abismos del averno. Pero Gródolas sabía que así estaba
escrito en su destino y que después de aquella ya no volvería a haber
dolorosas separaciones, pues la añoranza y el dolor darían paso a la paz y al
sosiego, al anhelado sosiego para un alma atormentada por los demonios de
su cautiverio. Enjugó sus lágrimas y ya solo su corazón lloró en su interior.
Se plantó altivo y sereno entre los hombres, enfrentados ahora en
formación, separados en dos compañías en las que solamente las miradas
hablaban y las mentes escuchaban: la compañía del norte, la más numerosa,
cerca de seiscientos valientes que regresarían al reino helado de las Tierras
Frías; y la compañía del oeste, trescientos hombres de Tenkolmar que
ofrecían su vida como sacrificio al mundo de los hombres, dirigiéndose a
combatir en los oscuros fuegos del reino del mal. Gródolas empuñó
solemne su espada y la elevó apuntando con su afilada hoja hacia la morada
de Olión:
—¡Hermanos de las Tierras Frías! —dijo emocionado—, hijos de
Tenkolmar, de Orlag y de Trondemag, de Ostenburgo y de Sildenburgo,
hijos de la nieve y del hielo. Aquí, en los lindes del Camino del Oeste se
separan nuestras vidas, mas nunca lo harán nuestros destinos. Algunos
jamás volveremos a vernos en este mundo mortal, pero un día Olión nos
acogerá a todos en su morada honrándonos con su eterna protección. ¡No
temáis al destino, no lucharéis solos! El frío de nuestro acero helará el
fuego del enemigo; pero si caéis en la lucha, que vuestro último hálito sirva
para que en lo más recóndito de la Tierra Verde se escuche vuestro grito de
libertad: ¡¡¡Tenkolmar, Tenkolmar, Tenkolmar!!! —y los norteños
contestaron desgarrando sus gargantas “¡¡¡Tenkolmar, Tenkolmar,
Tenkolmar!!!”.
Gródolas, poseído por el inmortal espíritu de la Alianza, corrió de
izquierda a derecha entrechocando su espada con la de sus hermanos del
norte, al tiempo que un baile de centelleantes destellos y una metálica
sinfonía reverberaron en la oscuridad de la siniestra noche sin luna. Los
alkos, esmugas y luinas contemplaban con dolor y emoción la despedida de
los norteños.
Cuando el ritual de las espadas hubo finalizado, la compañía del norte
montó presta a lomos de sus monturas y, con trote lento pero decidido,
encaró el camino hacia las faldas orientales de la Cordillera Savakien que
les conduciría más allá del asentamiento groning de Halthoria.
—¡Que Olión os guarde de los ojos del enemigo! —gritó Gródolas
despidiéndose una última vez—. Contad a nuestro pueblo la gran victoria
del Taquakland, transmitidles la esperanza para que persistan en la lucha.
Simas regresará victorioso y también lo hará Gródolas, y entonces la paz
reinará para siempre en nuestras blancas regiones.
La larga columna se alejó silenciosa, amparada por la oscuridad de la
noche y se perdió en el horizonte confundiéndose con las primeras
estribaciones de la gigantesca cordillera. Con el adiós a la última de las
siluetas, una lágrima brotó de los ojos de Gródolas, el símbolo de la
insoportable añoranza de su hogar, de su amada Tenkolmar.
—Un día volveré para ya nunca jamás abandonarte —prometió
tembloroso mientras contemplaba el insaciable vacío de la noche que todo
lo devoraba bajo su oscuridad.

Cuando los hombres de Gródolas llegaron a las riveras del Gorlin, Kiril
y los suyos finalizaban de dar sepultura en un improvisado túmulo a los
caídos en la contienda contra los gronings. Permanecieron todos unidos en
silencio, encomendando a los dioses el alma de aquellos valientes. Cuando
sus plegarias se hicieron oír en lo más profundo de la bóveda celeste, las
tropas partieron taciturnas hacia el sur.
La madrugada avanzaba inexorable y los hombres de Therliangator
cabalgaban sumidos en un pesado silencio cercano a un furtivo duermevela.
Las laderas de la Savakien parecían estar desiertas, huérfanas de la vida
nocturna de insectos, rapaces o roedores. A pesar de avanzar con un trote
cansino, las tropas aliadas no tardaron en alcanzar el embarcadero del
Taquakland. Su construcción y la de cientos de barcazas habían deforestado
los bosques y arboledas de la zona. Kiril contempló abatido la desoladora
imagen de miles de árboles brutalmente cercenados, la savia de la vida
reseca sobre sus mellados troncos, y no pudo evitar que a su memoria
acudiese la imagen del Bosque de Alkos devorado por las llamas del mal.
Kiril decidió que el grueso de las tropas continuaran avanzando unas
millas más hacia el sur hasta dar con un paraje más frondoso en el que
pudieran ocultarse durante el día. Mientras tanto, un pequeño grupo de
veinte hombres aguardaría en las inmediaciones del embarcadero para, al
caer el día, destruirlo convirtiéndolo en una gigantesca pira.
Las primeras luces del alba asomaron tímidamente por el este, peinando
dulcemente la sedienta hierba de los campos orientales. Los soldados de la
Alianza dormitaban intranquilos mientras comenzaban a sucederse los
primeros turnos de guardia. Aguardarían hasta la llegada del crepúsculo
para incendiar el embarcadero y continuar hacia el sur en busca de un paso
que les permitiera cruzar al otro lado de la Savakien y adentrarse en el
interior de Bosque Salvaje, el hogar del primigenio germen del mal y el
camino que ningún hombre en su sano juicio tomaría.
El día transcurrió en calma bajo los rayos del sol que, jugueteando con
las nubes, asomaban con desordenada intermitencia. La calidez de la
estrella del día y los rumores de la brisa que llegaba desde el este disiparon
durante un tiempo su pesadumbre, mas si volvían sus ojos hacia el oeste, la
creciente oscuridad que envolvía al mundo oprimía nuevamente sus
corazones.
El crepúsculo, frío preludio de la noche, acudió fiel a su cita con el
mundo, pero esta vez acompañado de un inesperado mensajero para las
tropas aliadas. Un jinete galopaba como alma que lleva el diablo en
dirección al embarcadero. Los centinelas alkos que se ocupaban de la
vigilancia dieron la voz de alarma al retén que descansaba a la espera de
llevar a cabo su misión.
—Es un solo jinete y parece un hombre del norte —dijo el centinela a
los hombres que se acercaban sobresaltados a su posición.
El jinete recorrió veloz el tramo que le separaba de los alkos del sexto
clan, mientras agitaba enérgicamente sus brazos. Los alkos armaron sus
arcos y desenvainaron sus espadas.
—¡No disparéis, no disparéis! —gritó atemorizado al ver la actitud
hostil de los alkos—. ¡Soy uno de los vuestros, un hombre de Tenkolmar!
Los alkos parecieron tranquilizarse al oír aquellas palabras, pero
mantuvieron sus arcos prestos para cantar la mortal sonata. El jinete tiró con
fuerza de las riendas de su corcel y éste se detuvo frente a los amenazantes
alkos.
—Me llamo Kantaras —dijo jadeante—. Pertenezco a la compañía de
norteños que nos dirigimos a las Tierras Frías. Vengo a avisaros de un
peligro inminente. Los gronings cabalgan solamente a unas millas de las
orillas del Gorlin.
—¿Qué demonios hacen patrullando tan al sur de sus tierras? ¿Acaso
planean una nueva invasión del este? —preguntó uno de los alkos.
—Sus malditos halcones descubrieron el ataque a los desertores
gronings que acamparon en el río —respondió sin resuello—. Seguramente
uno de esos demonios alados viajaba con ellos.
—Y tras el ataque voló hacia Halthoria para advertir de nuestra
presencia a sus amos —maldijo el alko.
—Es cierto que nos han descubierto, pero esas bestias no pueden hablar
—dijo Kantaras—. Todavía desconocen cuántos sois y hacia dónde os
dirigís. Ignoran si sois un grupo que perseguía a los gronings derrotados en
el este o una tropa rebelde que deambula por estas tierras.
—Tienes razón, Kantaras —dijo el centinela—. ¡Daralen! —ordenó a
uno de los suyos—. Trasmite estas nuevas a Kiril. Dile que aguardamos su
señal para destruir el embarcadero. Debemos darnos prisa si no queremos
que los gronings nos descubran. ¡Cabalga tan rápido como puedas! —y
cumpliendo presto la orden, Daralen montó a su caballo dejando tras de sí
restos de tierra y hierba arrancados por las herraduras del corcel.
—Por suerte no se percataron de nuestra presencia —continuó hablando
Kantaras—. Vimos a lo lejos a la compañía groning dirigirse veloz hacia el
Camino del Oeste, pero no repararon en nosotros. Rezo porque mis
hermanos logren atravesar sanos y salvos las Montañas Blancas y porque
algún día yo también pueda seguir sus pasos hasta las Tierras Frías —
finalizó Kantaras resignado, pues sabía que ahora ya no podría regresar con
sus hermanos de Tenkolmar a su añorada tierra septentrional.
Daralen no tardó en llegar al campamento de Kiril. Desde allí
ejecutaron con una antorcha la señal convenida para incendiar el
embarcadero del Taquakland. Los veinte alkos cumplieron con diligencia la
orden y encendieron numerosas antorchas que habían preparado durante el
día, prendiendo fuego a decenas de montones de ramas secas
estratégicamente distribuidos a lo largo del embarcadero. El enorme muelle
fluvial comenzó a arder devorado pasto de las llamas. Las ramas, resecas
por la ausencia de lluvias durante las últimas lunas, facilitaron la labor de
los alkos. La madera crepitaba estruendosamente mientras se consumía por
el fuego entre estertores de agonía. El humo comenzó a elevarse en densas
volutas hacia el cielo, convirtiéndose en una turbulenta columna de brasas y
cenizas, de llamas y vapores, que emergía majestuosa teñida por los colores
de la devastación.
La estructura de madera crujía y los enormes maderos se resquebrajaban
como hierba marchita cayendo al río envueltos en llamas. El fuego
avanzaba implacable como una incontenible lengua de lava, hasta que su
insaciable voracidad terminó por consumirlo todo. El armazón del
embarcadero se colapsó, derrumbándose como un animal exangüe sobre las
aguas del Gorlin, las cuales arrastraron corriente abajo los humeantes restos
de su descompuesto esqueleto.
Una vez cumplida su misión, los alkos se alejaron de la gran hoguera en
que se había convertido el embarcadero del Taquakland siguiendo el cauce
del Gorlin.
—¿Pero qué están haciendo? ¿Por que cabalgan hacia el sur? —gritaba
desconcertado Daralen.
—Cubren nuestra huida —respondió emocionado Kiril—. Ofrecen su
vida por nosotros, se muestran como señuelo a los gronings para que
podamos culminar nuestra misión.
—¿Jamás volveré a verles? —sollozó Daralen.
—Volverás a encontrarte con ellos, en este mundo o en la morada
celestial, y entonces podrás agradecerles y recompensar su sacrificio —dijo
Kiril—. Ahora ya sólo nos queda rezar por ellos y ofrecer nuestra vida a los
dioses para derrotar al enemigo.
Kiril ordenó levantar el campamento, mientras sus azules ojos se
velaron al contemplar el centelleante refulgir de las llamas que lentamente
se ahogaban en las aguas del Gorlin.

Las tropas de la Alianza continuaron avanzando hacia las faldas de la


Savakien. Tras su apresurada huida del embarcadero, los exploradores que
vigilaban la retaguardia del ejército aún no habían avistado a la anunciada
compañía groning. A pesar de que esas noticias tranquilizaron a Kiril,
Gródolas y Oerlikon, no cejaron en el empeño de encontrar antes del
amanecer un paso por el que hollar la Savakien y cruzar a su falda oeste.
Olaf, en compañía de Olegar, se afanaba en vislumbrar una falla en la
infranqueable muralla de piedra que formaba la cordillera. No era sencilla
tal encomienda, pues la oscuridad de la noche confundía con sus
caprichosas sombras a los avezados ojos del norteño. Mas esa noche la luna
estaba de su lado y un tenue rayo de luz se coló entre las oscuras brumas
que cubrían el firmamento, mostrando al espíritu errante una angosta
garganta que se abría en las faldas de la Savakien y que, tras elevarse en una
fuerte pendiente, culminaba en lo alto de la espalda del dragón. Olaf ordenó
a Olegar que corriese a informar a los capitanes mientras él se internaba en
la garganta para escrutar el paso que acababa de descubrir.
Kiril, Gródolas y Maikel se adelantaron a la columna y acompañaron a
Olegar, quien les condujo hasta el inicio del paso. Enseguida divisaron entre
las sombras nocturnas una diminuta silueta que se acercaba veloz a su
encuentro. Era Olaf que regresaba de explorar el paso.
—La garganta conduce a una fuerte pendiente que será complicada de
superar con esta oscuridad. Nos obligará a marchar en fila de a uno; aun así
ganaremos más de una jornada si tomamos este paso —comenzó a explicar
Olaf antes de ser interrogado—. Puede que más al sur encontremos otro
paso más abierto y sencillo de franquear, pero podríamos tardar días en
hallarlo y los gronings seguirían merodeando por la zona.
—Tendremos que arriesgarnos y cruzar por aquí —dijo Kiril—. No
podemos permitir que los gronings nos descubran.
—Sin luz que nos guíe corremos el riesgo de que nuestros hombres
mueran despeñados —incidió Olaf.
—Deberemos asumir ese riesgo. No encenderemos ningún fuego que
pueda delatarnos —contestó Kiril—. Confiemos en que la luna nos ayude
—y cuando pronunció esas palabras, un escalofrío recorrió su espalda al
venir a su mente un retazo de las profecías de Barlok.

Largo es el camino, fría es el alma del viajero que cabalga bajo la luz
de la luna muerta. La estrella del día con su huidizo fuego la reconforta,
pero rauda la oscura luna corre a su encuentro.
El corazón se enfría y la mente se enturbia, los rayos de la luna al
viajero hacia el mal transportan. Huid de la noche, cabalgad hacia el día,
pues en la hora bruja ni siquiera vuestra diosa con su manto dorado podrá
consolaros.

—¿Qué te ocurre Kiril? —le preguntó Maikel al ver sus ojos invadidos
por el miedo.
—No es nada, solo un mal presagio —contestó Kiril.
—No dejes que las tinieblas de la noche nublen tu razón —dijo
Gródolas—. Debes mantenerte firme y ser la luz que nos guíe. Todos te
seguiremos a través de la cordillera. Cruzaremos junto a ti el Paso Oscuro.
—Comunicaré tus órdenes a los hombres —añadió Maikel—. Cuando
el amanecer llame a las puertas de Tierra Conocida nuestro ejército habrá
hollado el paso y las tinieblas se retirarán acobardadas ante las luces de la
estrella del día —y dando media vuelta se dirigió hacia la larga columna
comandada por Enna y Oerlikon.
Olaf encabezaba lentamente la ascensión una vez había logrado sortear
la garganta y acceder a la pendiente de roca viva. Caminaba a ciegas por el
angosto y empinado sendero y, de cuando en vez, se trastabillaba con
alguna arista que emergía cual afilado cuchillo de la pétrea cordillera. Sus
indicaciones eran transmitidas a lo largo de la hilera que ahora formaban las
tropas aliadas. La marcha era lenta, pues Olaf y Olegar viajaban a pie,
ralentizando el avance de la caballería. En las contadas ocasiones en las que
la luna se dignaba a hacer acto de presencia en el firmamento, Olaf corría
como un zorro persiguiendo a su presa, tratando de aprovechar hasta el
último destello de luz que la hermana de la estrella del día proyectaba sobre
la rocosa senda. Hasta ese momento el camino había sido tortuoso, mas no
peligroso. Sin embargo llegaron a un punto donde la oscuridad era tan
inescrutable que Olaf no tuvo más remedio que detenerse. Habían llegado
aparentemente a un punto sin salida, un pequeño circo de roca maciza en el
que el camino parecía morir.
—Ordena a la columna que se detenga —le dijo a Olegar mientras el
norteño quedó pensativo escrutando confusas formas en la oscuridad. Kiril
y Gródolas no tardaron en llegar caminando a la encrucijada. Olaf
permanecía inmóvil como una estatua frente a una pared sellada.
—¿Qué ocurre, Olaf? —preguntó Kiril.
—Hemos llegado al final del camino. No podemos seguir avanzando —
respondió contrariado el explorador.
—¿No hay forma de franquear la pared? —inquirió Gródolas mientras
se acercaba a la roca que les cerraba el paso, palpando con sus encallecidas
manos la superficie en busca de alguna grieta o pasaje velado a sus ojos.
—El camino se corta en este punto —dijo Olaf—. A menos que
encendamos un fuego que nos ilumine, tendremos que aguardar hasta que
amanezca.
—No encenderemos ningún fuego —sentenció Kiril—. Sería como
enviar una señal a los gronings indicándoles dónde nos encontramos. Y
tampoco esperaremos aquí cruzados de brazos la llegada del amanecer.
Atrapados en este camino seriamos un blanco perfecto para sus arqueros.
Debemos cruzar al otro lado antes de la nueva alborada.
—¿Y cómo lo haremos? —contestó frustrado Olaf—. Es imposible
avanzar en esta maldita oscuridad.
—Aquí… aquí hay algo —dijo nervioso Gródolas—. Un pequeño
pasaje tras la roca. Suficiente para que pase un hombre, aunque no creo que
los caballos sean capaces de lograrlo.
Olaf y Kiril se acercaron al lugar desde donde llegaba la voz de
Gródolas. Al avanzar, Olaf se golpeó con la roca vertical y profirió un
ahogado gruñido. Súbitamente, como vomitado por la montaña, surgió ante
ellos el norteño, y tanto Kiril como Olaf retrocedieron sobresaltados.
—Mis asustadizos amigos, he pasado muchos inviernos bajo la montaña
en las minas del norte y sería capaz de encontrar la más mínima grieta en la
piedra aunque me arrancaran los ojos —dijo burlándose de ambos.
A sus espaldas escucharon las voces de Enna, Maikel y Oerlikon que se
acercaban.
—¿Qué ocurre? —preguntó impaciente Maikel.
—Parecía que el camino se cortaba en este punto, pero Gródolas ha
descubierto una falla en la montaña —respondió Olaf.
—El problema es que es demasiado angosto para que los caballos
puedan pasar por él —añadió Gródolas.
—¿Y si volvemos sobre nuestros pasos? Quizás pudimos haber pasado
por alto una bifurcación del camino —sugirió Enna.
—No podemos arriesgarnos a que el amanecer nos sorprenda
deambulando sin rumbo fijo en busca de una salida —dijo Kiril.
—¿Por qué no agrandamos esa grieta para que nuestros caballos puedan
cruzar a través de ella? —propuso Maikel.
—No disponemos de picas o mazas con que derribar la roca —contestó
Gródolas—. Tardaríamos días en ensanchar el paso con las herramientas
que tenemos.
—Disponemos de la más poderosa de todas ellas —apuntó
enigmáticamente Oerlikon.
—Darbrethil… —musitó Kiril.
—¡Es cierto! —dijo Maikel con gran contento—. Darbrethil destrozará
la roca sin que siquiera su hoja sufra una sola melladura.
—Por aquí —le indicó sin perder tiempo Gródolas a Kiril—. Tras la
gran roca que confundió el avezado olfato de Olaf —y el explorador
refunfuñó al escuchar el comentario de Gródolas.
Kiril siguió a tientas los pasos de Gródolas en la oscuridad, rodeando la
gran roca hasta que al tacto de sus manos descubrió el angosto pasaje.
—Éste es el lugar —confirmó Gródolas—. Espero que Darbrethil y la
mano que la empuña sea tan poderosa como Oerlikon proclama.
—La divina aleación que la constituye romperá en mil pedazos la roca
al igual que quiebra y hiende el acero enemigo —replicó Kiril al tiempo que
desenvainaba ceremoniosamente La Espada de Libertad.
Kiril palpó con sus manos la fría roca, eligiendo el punto exacto en el
que descargar el golpe. Pidió a Gródolas que se alejara unos pasos de allí y,
cuando se aseguró que el norteño había retrocedido lo suficiente, elevó a
Darbrethil por encima de su cabeza y golpeó con todas sus fuerzas sobre la
roca. Un tremendo estallido reverberó en el paso, seguido por el sonido de
cientos de fragmentos de piedra que golpearon el suelo como un apagado
eco de la estocada que Kiril había infringido a la montaña. Gródolas se
acercó a Kiril y, tocando nuevamente con sus manos el paso en la roca,
comprobó atónito que el terrible golpe de Darbrethil había logrado
desprender más de dos pies de la pétrea pared.
—¡Por Olión! —exclamó Gródolas—. Con un solo golpe de tu espada
has conseguido lo que un veterano picador no lograría en cien golpes. ¿Y tu
brazo? Semejante descarga fracturaría todos los huesos del más poderoso de
los guerreros.
—Como te dije, la aleación de Darbrethil es un regalo de nuestra diosa
Nerlinguia, y protegerá a quien haya sido elegido para empuñarla —
contestó orgulloso.
—Otro golpe como ése y los caballos podrán transitar por la senda —
dijo Gródolas retirándose para que Kiril ejecutase otra demoledora
estocada.
El sonido de la piedra quebrantada asustó a los caballos que se
revolvieron inquietos en sus posiciones, hacinados unos junto a otros a lo
largo de la angosta pendiente. Darbrethil había logrado abrir la brecha
necesaria para continuar la penosa marcha y Kiril ordenó a sus hombres
reanudar la escalada.
Nuevamente Olaf y Olegar se pusieron al frente del grupo escrutando
metódicamente cada recodo del camino. Tras recorrer unos quince pasos, el
sendero tornó en una especie de sinuosa escalera de caracol, que tras
describir media docena de anillos, dio paso a un altiplano donde el camino
se abría en una nueva pendiente jalonada de grandes rocas desprendidas de
la montaña. Otra vez la luna asomó traviesa entre las nubes, proyectando
una difusa luz sobre la falda oriental de la Savakien.
—Mira, Olaf —dijo Olegar señalando con su brazo hacia las sombras
de oriente—. La luna refleja su luz en las aguas de un nuevo afluente del
Morkurgul.
—Es el Rafkul, hermano del Gorlin —respondió Olaf contemplando sus
calmadas y plateadas aguas.
—Las llamas del embarcadero se han apagado —dijo Olegar—. Será
difícil que los gronings den con nosotros.
—No menosprecies las habilidades de esos demonios del norte. No he
conocido mejor explorador que sus vigías alados —dijo Olaf—. Esos
halcones parecen estar tocados por algún extraño sortilegio. Sus ojos son
capaces de ver a muchas millas de distancia en la oscuridad.
—Ojalá también nuestros ojos pudieran ver en la oscuridad —se
lamentó Olegar—. Apenas si soy capaz de distinguir las veredas de este
maldito sendero. Temo conducir a nuestras tropas hacia el abismo.
—Deja de hablar y pon todos tus sentidos en la misión que nos ha sido
encomendada —le recriminó Olaf al dicharachero joven quien, cabizbajo,
dejó de hablar y siguió los pasos de Olaf.
Continuaron caminando a ciegas durante algo más de media legua, hasta
que Olaf pareció vislumbrar un ligero cambio de luz entre aquella cegadora
sombra, una suavizada forma que imitaba a un lineal horizonte.
—¡Olegar! ¡Creo que hemos llegado a la cima! —gritó con júbilo Olaf.
Su joven amigo corrió trastabillándose entre las rocas y salientes de la
oculta senda. Cuando llegó a la altura de Olaf, el norteño contemplaba el
occidente de Tierra Conocida.
—Hacia allí es a dónde nos dirigirnos —le dijo a Olegar—. El otrora
luminoso occidente hoy se nos muestra lóbrego, envuelto por las tinieblas
del mal.
Olegar no pronunció palabra alguna y permaneció inmóvil junto a su
amigo, tratando de vislumbrar en la inescrutable noche del oeste las luces
de los burgos que, como reflejos de las estrellas sobre la Tierra Verde,
habían sido durante centurias fieles compañeras de los solitarios peregrinos.
Kiril y Gródolas también alcanzaron la cima y acompañaron durante
unos instantes de reflexión a los dos exploradores. Tras mirar hacia los
cuatro puntos cardinales, Gródolas habló solemne:
—He aquí que la gran cordillera pone a prueba nuestra determinación,
mostrándonos en su cima la encrucijada de nuestros destinos. Huir hacia el
Sur, las cálidas tierras más allá del Desierto Rojo, un mundo de abrasadoras
arenas incendiado por el fuego de mil soles, a salvo por el momento de la
amenaza groning; regresar al Norte, al amado hogar, al gélido frío de sus
inviernos, al inigualable cielo de las auroras boreales y de las noches de luz,
a Tenkolmar, la ciudad de los legendarios guerreros del norte, a la cabaña
donde nacía orillas del Río Osterdal; volver al Este, al maravilloso oriente
bañado por el gran mar, a la tierra de esmugas y luinas, a los campos donde
los norteños vengamos a nuestros antepasados derrotando al enemigo, a
reconstruir el renacido Reino de Esreghaia; o marchar al Oeste, hacia la
oscuridad, al encuentro de los terribles demonios que nos atormentan, en
busca del cruel jinete sin rostro, hacia el más aterrador de los infiernos, pero
la única esperanza de salvación para el mundo de los hombres.
No había acabado Gródolas de pronunciar las últimas palabras de su
reflexión cuando, por última vez aquella noche, la luna volvió a asomarse
entre las nubes, esta vez clara y serena y, proyectando una límpida luz
azulada, se perdió más allá de los lindes de Bosque Salvaje.
—Esta noche temía a la luna traicionera, a su marchita luz que pudiera
confundirnos y ayudar al enemigo a descubrir nuestros planes —dijo Kiril
—. Mas hoy la luna brilla en el firmamento con la luz de nuestra diosa
empujándonos hacia el oeste; quizás hacia un trágico destino, sin embargo
ese es el camino que hemos de seguir. Los dioses siguen velando por
nosotros, guerrero de Tenkolmar —dijo Kiril—, y no nos abandonarán a
nuestra suerte. No permitirán que la maligna oscuridad haga presa en
nosotros, no sin antes presentar batalla.
Las palabras de Kiril alentaron a Gródolas y borraron de su mente los
temores que lo torturaban.
—¡Marcharemos hacia el oeste! —gritó desprendiéndose de una pesada
carga largo tiempo sobrellevada—. Marcharemos al encuentro de Zornik,
aunque ello nos lleve ante el jinete sin rostro.
—¡Adelante entonces! —dijo Kiril—. En Bosque Salvaje nos aguarda
la primera gran prueba de nuestro viaje. ¡No mostremos temor ante el
enemigo! ¡Rumbo al oeste! —y poniéndose en cabeza de sus tropas se
lanzó en un temerario descenso por las empinadas laderas occidentales de la
Savakien.

La madrugaba discurría lentamente al encuentro del amanecer mientras


el sol comenzaba a erguirse más allá de las tierras vírgenes de ultramar. Sus
rayos eran aún imperceptibles en el horizonte de la marina oriental y bajo la
opresiva espesura de Bosque Salvaje seguía reinando la oscuridad.
A medida que las tropas aliadas se fueron acercando a los lindes del
bosque comenzaron a escuchar extraños sonidos que brotaban de la malsana
floresta: estremecedores aullidos, ahogados gemidos, una turbadora sinfonía
que despertó los temores de los soldados, alimentados por el recuerdo de las
horrendas historias que habían escuchado acerca del bosque maldito.
Cuando restaba menos de una milla para llegar al lindero de Bosque
Salvaje, Kiril detuvo la marcha de la columna. Un tenso silencio se adueñó
de los hombres; ninguno se atrevió a descender de su montura mientras
mantenían aferrados con fuerza entre sus manos los arcos y las espadas.
—Descansaremos aquí hasta que amanezca —ordenó Kiril—. Que los
hombres duerman hasta entonces.
—Los hombres no quieren dormir —contestó Gródolas—, pero
tampoco se internarán en el bosque hasta que el sol brille en el cielo.
—Este maldito bosque proyecta un aura estremecedora —añadió
Maikel—. Yo tampoco podré conciliar el sueño.
—Me temo que el brillo del sol será invisible a nuestros ojos bajo el
frondoso manto de hojas —añadió Enna.
—Al menos sus inmundas criaturas dormitarán cuando lo crucemos —
dijo Oerlikon—. Marcharemos en apretada formación, manteniendo los
ojos bien abiertos. Quién sabe qué trampas y ardides nos reserva Bosque
Salvaje.
—Reemprenderemos la marcha al amanecer —sentenció Kiril—. Yo
trataré de dormir junto a aquel tocón. Quizás así los hombres logren
tranquilizarse.
Kiril tomó la manta que guardaba en una alforja de su caballo y caminó
hacia el tronco cercenado del gran roble. Se tumbó cubriéndose con la
manta mientras el resto de hombres le contemplaban. Cerró los ojos y,
agotado por el cansancio, cayó sumido en un sueño inquieto. Sin embargo,
el letargo de Therliangator no logró ahuyentar el miedo que mantenía alerta
a sus soldados.

Por fin amaneció y, como Oerlikon había vaticinado, el sol permaneció


oculto tras el velo de oscuridad que brotaba al norte de la floresta. Enna
despertó a Kiril con un beso en la frente mientras las tropas se preparaban
para partir. Gródolas se revolvía inquieto perseguido por un mal
presentimiento. Maikel se acercó para tranquilizarlo.
—El recuerdo de Bosque Frío y sus wolkurs han venido a mi memoria
al contemplar el amenazante lindero —dijo Gródolas con la mirada clavada
en el bosque—. Pareciera que los árboles quisieran cortarnos el paso, que
protejan la guarida de esos demonios.
—Tampoco yo guardo un grato recuerdo de mi encuentro con los
wolkurs —contestó Maikel—, pero hoy el bosque no se atreverá a
causarnos ningún daño. Esta vez no estaremos solos, amigo, nos tenemos
los unos a los otros, ¡y realmente somos muchos! No habrá bestia alguna
que ose acercarse a nosotros.
—Así lo espero, Maikel —murmuró intranquilo Gródolas—. Así lo
espero.
Oerlikon se colocó a la diestra de Kiril y se dirigió con voz firme a los
hombres:
—¡Soldados de la Alianza! —gritó—. Ha llegado el momento de
internarnos en Bosque Salvaje. Debemos desaparecer a los ojos de nuestros
enemigos y la senda más corta para alcanzar el Río Morkurgul es la que
cruza el bosque. ¡Desterrad de vuestras mentes las leyendas que alguna vez
escuchasteis! Hoy marcharemos bajo el auspicio de los dioses y su luz
guiará nuestro camino. ¡No temáis!, mas vigilad vuestros flancos, escrutad
vuestra retaguardia, pues el mal no descansa y sus mensajeros nos rodean
en estos tiempos de infortunio.
—¡En columna de a seis! ¡Adelante, y que Nerlinguia y Olión nos
protejan! —ordenó Kiril, quien girando sobre su montura encaró el camino
hacia el bosque.
La primera línea de árboles se erguía infranqueable como una sólida
muralla frente a los capitanes. Los altos pinos acompañados por alisos y
olmos, formaban una apretada comunidad que, a medida que se internaba
en el bosque, convivía con viejos fresnos, nudosos robles y oscuros
abedules, salpicados por cipreses y sauces que se retorcían dibujando
siniestras formas. A cada paso que los soldados se adentraban en Bosque
Salvaje el aire se volvía más pesado, opresivo, difícil de respirar, cobrando
un olor acre que lograba resecar sus gargantas.
—El bosque comienza a lanzar sus traicioneras redes sobre nosotros —
musitó Oerlikon a Kiril—. Ordena a los hombres que no beban otro líquido
que no sea el que transporten en sus odres o pellejos —y Kiril transmitió
presto las órdenes de Oerlikon.
Las tropas aliadas avanzaban lenta y cautelosamente a través del
bosque. Los exploradores no se alejaban más de veinte pasos de la columna
principal, y escrutaban cualquier señal que revelase la proximidad de una
amenaza. Los hombres marchaban tensos, erguidos sobre los lomos de sus
corceles, mientras éstos relinchaban agitados percibiendo el mal que
emanaba de la floresta. No había camino sobre el terreno o estrella en el
cielo que los pudiera orientar, por lo que viajaban en línea recta hacia el
oeste únicamente guiados por la llamada de su hogar.
El suelo comenzó a cubrirse de matorrales y frondosos helechales que
dificultaban el avance de las tropas. Cuanto más espesa era la maleza que
tapizaba el suelo, más difícil resultaba mantener una dirección fija. Los
árboles comenzaron a guiar a los hombres de Kiril, en ocasiones
cerrándoles el paso al juntarse sus nudosos troncos formando
infranqueables paredes o abriéndose a repentinos claros huérfanos de
vegetación en otras. El bosque trataba de confundir a los capitanes.
Encontraban repentinamente sendas abiertas, que al cabo de varios cientos
de pasos parecían moverse y cambiar incomprensiblemente de lugar,
mientras los árboles murmuraban conspirando en un ininteligible lenguaje a
los oídos de los hombres. Las raíces comenzaron a aflorar de entre el
musgoso suelo, entrelazadas y retorcidas, como los tentáculos de un gran
kraken. El aire se tornó caluroso y húmedo, los árboles se apretaban a
ambos lados de la columna y las ramas más altas, que al amanecer rozaban
las brunas nubes del cielo, se cernían ahora amenazantes sobre sus cabezas.
Se hizo el silencio más absoluto y el sonido de los cascos de los caballos,
que aplastaban las ramas y hojas secas, reverberaban en la cúpula del
bosque. Los aliados marchaban fatigados tras la noche en vela, pero se
prometieron a sí mismos que cruzarían Bosque Salvaje antes de que la luna
volviera a pasearse caprichosa en el firmamento.
Continuaron la tensa marcha durante más de diez millas a través de
zarzas y arbustos, con la sensación de que transitaban por una senda que
otros habían elegido por ellos. Kiril no se atrevía a confesarlo, pero
comenzaba a dudar que realmente se dirigieran al oeste.
—Desde hace un buen rato siento que decenas de ojos malignos nos
vigilan —confesó Maikel.
—Yo tengo la misma turbadora sensación —dijo Enna.
—Mantened la vista al frente y continuad cabalgando —les recomendó
Oerlikon—. Son vuestros propios miedos los que os observan desde la
espesura.
Repentinamente la cabeza de la columna salió a un enorme claro
atravesado por un sendero que dedujeron cruzaba el bosque de norte a sur.
En medio del sendero descubrieron los restos de lo que parecía un ciervo
despellejado. Se acercaron cautelosamente hasta el inmóvil amasijo de
carne y huesos, y contemplaron aterrados cómo el animal había sido
salvajemente despedazado.
—¿Esto ha sido también obra de nuestros miedos? —preguntó con
sorna Gródolas—. Yo diría que se trata de una alimaña salvaje que mata por
el mero placer de matar. Mirad como ha arrancado la piel del desgraciado
animal y ha esparcido sus intestinos por el suelo —y una nube de moscas
voló desde las tripas del ciervo molestas por la presencia de Gródolas.
—Extremad las precauciones —dijo Kiril—. Puede que esa bestia aún
ronde por los alrededores. Cruzaremos perpendicularmente al sendero. Si
mi intuición no me falla creo que vamos en la buena dirección, hacia el
oeste —y los demás asintieron sin demasiada convicción.
La columna continuó tras los huellas del corcel de Kiril, evitando mirar
las entrañas del masacrado animal para así poder mantener el miedo alejado
de sus corazones.

El terreno se tornó más abrupto, irregular, con extraños terraplenes en


los que el suelo se volvía más blando, por momentos pantanoso, hasta que
después de varias millas se convirtió en un hediondo humedal. Nuevamente
el avance de la gran compañía se ralentizó. Los cascos de los caballos se
hundían en aquel fango pegajoso y los que marchaban a pie veían como sus
piernas quedaban sepultadas hasta las rodillas en el lodazal. Una siniestra
bruma grisácea flotaba con vida propia sobre las verdosas aguas estancadas,
desplazándose en derredor de los atemorizados soldados de la Alianza.
La marcha era agotadora a través del humedal, sorteando el fango, las
infranqueables comunidades de cañas y juncos, o los restos sumergidos de
cientos de sauces que habían sido devorados por el tenebroso pantano y que
ahora descansaban para siempre en su tumba acuosa. La bruma comenzaba
a elevarse cada vez más alta sobre el hediondo marjal, hasta que al cabo de
una milla, se convirtió en una densa niebla gris verdosa que lo envolvió
todo, oscureciendo hasta el último rayo de tenue luz que osaba penetrar en
la floresta. Los sonidos del bosque enmudecieron repentinamente y un
sobrecogedor silencio se apoderó del humedal.
Los capitanes detuvieron la marcha de la compañía, mientras el
castañetear de dientes de los aterrorizados soldados reverberaba de un
siniestro modo transportado a lomos de la cambiante bruma del bosque.
—Nos hemos perdido —sentenció Kiril tras escrutar durante unos
interminables instantes las difuminadas siluetas que lo rodeaban—. Hemos
caído en las malignas redes de Bosque Salvaje.
—No desesperemos —respondió Gródolas—. Este pantano y su
traicionera niebla no durarán eternamente.
—Si el bueno de Perlivarce estuviera ahora con nosotros… —se
lamentó Maikel—. Su ingenio de orientación nos sacaría de este atolladero.
—Ordenad a los hombres que enciendan las antorchas —sugirió Enna
—. El fuego ahuyentará sus temores y hará que la niebla se desvanezca.
—¡No lo hagáis, mi señora! —advirtió Olaf acercándose hacia los
capitanes—. El bosque sofoca las llamas con su pesado aliento y la leña
muerta no obedece a las leyes del fuego. Solo lograríais asustar aún más a
los hombres. Bosque Salvaje está embrujado y su maléfica alma no permite
que las llamas purificadoras crepiten sobre ardientes brasas, no el menos en
lo más profundo de su floresta.
—Olvidáis todos una luz que el bosque jamás podrá sofocar —habló
Oerlikon por primera vez con aire misterioso cubierto bajo la capucha de su
capa—. Sobre Caterziveen —relató el Kliat con sus ojos encendidos por un
extraño brillo, mirando hacia el techo de hojas del bosque—, Eilaredithil
surcó los cielos de la noche anunciando la llegada de Dhil Amoethil, La
Señal Esperada, y de sus ardientes entrañas nació Darbrethil, La Espada de
Libertad. La luz de aquella esquirla desprendida del infinito manto de
estrellas brillará por siempre en la aleación de Darbrethil. Su poder no
solamente se manifiesta en su afilada e indestructible hoja, sino también en
su alma de estela celestial.
Kiril contempló obnubilado la poderosa luz que emanaba de los ojos de
Oerlikon. Aferró su mano a la empuñadura de Darbrethil y sintió una ola de
calor que invadía su cuerpo. Con un rápido movimiento desenvainó La
Espada de Libertad y la mostró al improvisado concilio. La hoja de
Darbrethil brilló cubierta de una luz purificadora, perfecta combinación de
un blanco ebúrneo y nacarado envuelto por los fugaces destellos de un
límpido azul cobalto. La bruma retrocedió aterrada ante la luz de Darbrethil
y, repentinamente, las pantanosas aguas parecieron menguar bajo las
herraduras de sus corceles. Un creciente murmullo se extendió por toda la
compañía, y los hombres recobraron el temple mientras contemplaban
admirados la luz que los dioses les habían entregado.
—La luz de Nerlinguia brilla en tus manos, hijo mío —le dijo Oerlikon
a Kiril—. Que ella nos guíe a través de tus ojos.
Kiril extendió su brazo derecho al frente y la luz purificadora de Dhil
Amoethil, que ahora brotaba de la hoja de Darbrethil, iluminó el camino a
través del tenebroso marjal. La maligna bruma se retorcía presa de un
terrible dolor y retrocedía alejándose al paso de Kiril. Mas la columna
aliada era muy grande y los vapores del hediondo pantano se concentraron
en la retaguardia del ejército. Los hombres comenzaron a turbarse, sus
sentidos se fueron apagando débilmente y la demencia asomó en el abismo
de sus mentes.
—¡Manteneos agrupados! —gritaban constantemente Enna y Maikel a
los hombres—. ¡Reagrupamiento en columna de a diez! —ordenaban
inútilmente, pues sus voces no eran sino un lúgubre susurro de las criaturas
del bosque para los hombres alejados de la vanguardia.
El sonido de veloces chapoteos y el de burbujas de vapores sulfurosos
que rompían en la superficie de las estancadas aguas comenzaron a rodear a
un centenar de hombres de retaguardia. Asustados por aquellas señales
detuvieron su marcha, atenazados por el miedo y la oscuridad, hasta quedar
aislados de sus compañeros. Gritaron desesperados, pero sus llamadas de
auxilio fueron ahogadas por la maligna bruma del bosque. Aterrados y
perdidos se apretaron unos junto a otros blandiendo sus lanzas y espadas
ante invisibles enemigos que les susurraban terribles maldiciones en un
idioma que no comprendían. Un crujido sonó en el flanco izquierdo y un
par de hombres cayeron descabalgados sobre las verdosas y hediondas
aguas.
—¿Quién anda ahí? ¿Quién va? —gritaban aterrorizados por el miedo.
Nadie respondió. Ante ellos aparecieron siete gigantescas formas,
monstruos de cien brazos que batían sus extremidades contra los soldados;
decenas de ellos cayeron al suelo entre desconsoladas súplicas y aterradores
gritos de dolor. Mas sus gritos se fueron apagando bajo las cenagosas aguas,
al tiempo que los huesos se quebraban por las raíces de los sauces asesinos.
Pues no fueron monstruos gigantescos los que atacaron a la compañía, sino
los Sauces Caminantes, una especie que solamente habitaba ya en el gran
marjal de Bosque Salvaje. Pequeñas criaturas acuáticas de poderosas fauces
y afilados dientes terminaron por despedazar a aquellos que se zambulleron
en las sulfurosas aguas; los Morglins de las Aguas, nutrias de seis patas y
cola de pez, con piel escamosa y prominentes mandíbulas de caimán,
ocultos moradores bajo los lodos de los pantanos y ciénagas de Bosque
Salvaje, a los que la sola caricia del aire abrasaría su cuerpo.
Los hombres que ahora formaban la retaguardia de la compañía
enviaron un hombre a vanguardia para informar a los capitanes que más de
cien hombres habían desaparecido tras la inescrutable bruma que los
rodeaba.
—Tras perderlos de vista sólo escuchamos lamentos —dijo el soldado
—, lejanos sonidos, más de cinco millas a nuestras espaldas diría yo, pero al
cabo de un rato las voces se apagaron y otra vez ese aterrador silencio
volvió a caminar tras nosotros.
—No hay nada que ya podamos hacer por ellos —dijo Oerlikon—. No
podemos poner en peligro a todo nuestro ejército por tratar de salvar a esos
desdichados.
—¡Pero padre! —replicó Enna—. ¡No podemos abandonarlos a su
suerte!
—El Bosque está maldito —contestó Oerlikon—. Nadie puede hacer
nada por ellos, si es que aún siguen con vida.
—Pero tenemos la luz de Darbrethil —volvió a insistir Enna.
—La luz de Darbrethil nos guiará, pero esos soldados deberán encontrar
otro faro que los ilumine —contestó su padre.
—Oerlikon tiene razón —habló Gródolas—. El Bosque cobrará su
precio a todo aquél que ose internarse en él. Nuestra misión nos aguarda en
el oeste, no en las fétidas entrañas de Bosque Salvaje. Una vez que hayamos
logrado nuestro objetivo, el mal que mora en esta floresta ya no será
inmune al fuego purificador, y sus árboles y sus criaturas perecerán
consumidas por las llamas de los dioses.
—Recemos porque Nerlinguia y Olión guíen a esos hombres hacia la
luz del mundo exterior —dijo resignado Maikel.
Kiril, sin pronunciar una palabra, reanudó la marcha como adalid
silencioso de la luz de Dhil Amoethil.

Llevaban más de seis leguas de marcha ininterrumpida y, cuando


parecía que la determinación de los capitanes sucumbiría bajo la maldad del
bosque, las fangosas aguas desaparecieron ante la luz de Darbrethil tras la
orilla repleta de juncos. La bruma que envolvía pesadamente el aire acre
que respiraban también pareció abandonarles. Unos tímidos rayos de la
estrella del día se colaron a través de la tupida vegetación, mostrándoles un
amplio y despejado claro más allá de los pantanosos terrenos por los que
habían transitado toda la jornada.
Los capitanes y los hombres gritaron al unísono alborozados por dejar
atrás el lóbrego y avieso marjal que los había aterrorizado. Los corceles
relincharon de alegría por poder pisar al fin sobre terreno firme y seco,
fuera de aquel lodazal en el que moraban sanguijuelas, babosas, gusanos y
otras deleznables criaturas.
—Descansaremos en el claro —ordenó Llevamos marchando
demasiado tiempo en estado de alerta. Los hombres necesitan reponer
fuerzas y dormir.
—A pesar de que están agotados, no querrán demorarse aquí mucho
tiempo —añadió Maikel—. Yo tampoco podría dormir bajo esta siniestra
sombra que nos acecha.
—Está bien —replicó Kiril. Nos detendremos solo el tiempo necesario
para que los hombres y las bestias repongan fuerzas. Mas no os prometo
que esta noche durmamos bajo el cielo estrellado al otro lado del bosque.
Nuestro paso por la ciénaga nos ha demorado y, si antes dudaba de si nos
dirigíamos hacia el oeste, ahora no tengo ninguna certeza de hacia dónde
vamos. Es la luz de Darbrethil el capitán que ahora guía nuestro destino.
—Confiemos entonces en ella —dijo Gródolas—. No nos queda otra
elección.
Los soldados que iban llegando del marjal se fueron asentando
silenciosamente en el claro; al cabo de un rato fue imposible distinguir a
vista de pájaro una sola brizna de hierba.
—Los hombres están asustados —comentó Enna—. Se hacinan unos
junto a otros buscando protección al amparo del grupo.
—Todos saben que el bosque está maldito, que los árboles y las bestias
que lo pueblan nos escudriñan día y noche con ojos de condenación —dijo
Maikel—. Es un bosque asesino, siempre en busca de nuevas víctimas a las
que arrebatar sus vidas.
—Y hoy ha vuelto a cobrar su sangriento tributo —añadió Gródolas—.
Las almas de decenas de los nuestros vagarán para siempre en este funesto
bosque.
El tiempo de descanso que Kiril había fijado hasta reanudar la marcha
transcurrió envuelto en una tensa calma. Los hombres apenas si cruzaron
palabra mientras reposaban cabizbajos con la mirada perdida en la fina
hierba del claro, teñida ahora con el oscuro y pegajoso fango que cubría sus
botas. Si pensaban en sus compañeros desaparecidos o si el miedo los
atenazaba al contemplar la floresta que les rodeaba, solamente ellos lo
sabían.
Kiril dio presto la orden y, con inusual marcialidad, todos los hombres
se levantaron al unísono preparándose para la partida. El Rey Nerlingo
desenvainó a Darbrethil y su hoja volvió a refulgir serena, inflamada por el
resplandor de Dhil Amoethil.
—Que la luz de Nerljnguia nos guíe hacia la salida de Bosque Salvaje
—habló Kiril a los capitanes blandiendo a Darbrethil—. Si su hado nos
abandonase, nos encontraremos a merced del bosque embrujado, como un
solitario viajero guiado por la traicionera luz de la luna muerta.
Kiril tiró de las riendas de su caballo y, girando unos grados hacia la
izquierda, reemprendió la marcha acompañado por el cercano y sepulcral
silencio de los capitanes y sus hombres. El cansancio y la desesperanza
comenzaban a apoderarse de él, mas ahora no podía desfallecer: el añorado
Oeste les aguardaba a pocas millas al otro lado del lindero del bosque.

El ejército de la Alianza se asemejaba a una larga y luctuosa comitiva


de almas en pena condenadas a vagar por toda la eternidad a través de las
oscuras brumas del camposanto. Su lastimera peregrinación era observaba
por las aviesas sombras que pululaban por doquier. En el mundo exterior
era más de medianoche, pero en las perennes tinieblas de Bosque Salvaje la
noción del tiempo se diluía como un puñado de sal en el océano. Hombres y
bestias apenas si podían ya seguir caminando. La desesperación los asaltaba
a cada paso que avanzaban, pues la espesura nunca acababa, sus infinitas y
nudosas ramas, sus incontables y retorcidos troncos, nuevos y siniestros
árboles que se erguían frente a ellos cuando confiaban en haber sorteado el
último quiebro del imaginario camino por el que creían transitar.
Desde hacía largo rato, un coro de bestias ululantes colmaban de tétricos
alaridos el vigilante silencio que habitualmente presidía el bosque durante
el día. Los hombres se giraban nerviosos hacia los flancos y a retaguardia,
temerosos de que una cohorte de alimañas cayese repentinamente sobre
ellos por sorpresa.
Fue entonces cuando Kiril se detuvo, exhausto, su rostro demacrado y
macilento; la luz de Darbrethil consumía las energías del portador de la
llama celestial.
—Tengo que descansar —susurró lacónicamente a Oerlikon sin apenas
resuello y, desmontando apresuradamente de su corcel, se dejó caer rendido
junto al tocón de un enorme aliso.
—No podemos detenernos aquí —dijo en voz baja Olaf a los capitanes
—. Los hombres se sublevarán. Los sonidos del bosque los están
conduciendo a la locura.
—Solamente la luz de Darbrethil nos conducirá fuera de este
endemoniado bosque —replicó irritado Oerlikon—. Y nuestro guía necesita
descansar. Si no lo hacemos, pereceremos todos bajo su maléfico manto.
—Trataremos de encender fuego —dijo Gródolas—. Eso mantendrá
ocupados a los hombres por un tiempo. También organizaremos un círculo
defensivo alrededor de nuestras posiciones.
—Padre —dijo Enna—, tú podrías mantener vivo el resplandor de
Darbrethil. La luz de Dhil Amoethil también responderá a la llamada del
descendiente de Barlok. Su fulgor reconfortará a los hombres y ahuyentará
durante un tiempo a sus demonios.
—Y también espantará a las alimañas del bosque —dijo Maikel—.
Blandirás La Espada de Libertad en el centro de nuestra columna, en el
corazón de la tropa de Nerlinguia, y su luz mantendrá viva la esperanza de
los hombres.
—Yo me quedaré junto a Kiril —dijo Enna y, reclinándose junto a su
amado, lo arropó con un tierno y protector abrazo.
Los capitanes pusieron a trabajar a los hombres, organizando
rápidamente el anillo defensivo. Arrastraron una gran roca oblonga, que
parecía una estela conmemorativa tallada en honor a los dioses, hasta el
centro del terreno donde se ubicaban las tropas y Oerlikon se subió a ella
elevando al cielo a Darbrethil. La luz que la espada proyectaba era más
tenue y titilante que la que emanaba de ella cuando Kiril la empuñaba, pero
fue suficiente para mantener el frágil equilibrio y determinación de los
soldados. A pesar de que Gródolas y varios norteños se afanaban en hacer
fuego con las ramas y hojas más resecas que encontraron, fue tarea
imposible.
—En verdad que este bosque está maldito —renegó Gródolas—. La
pétrea madera helada de las faldas de las Montañas Nevadas no pudo
resistirse al calor del fuego, mas estas quebradizas ramas, resecas de savia,
vacías de vida, se niegan a inflamar la más mínima lumbre.

Kiril dormía arropado por su dama, ajeno al creciente temor de los


hombres. Hacía solo unos instantes que unos gritos roncos y desgarradores
habían resonado a menos de una milla del lugar donde la tropa aliada
permanecía apostada, uniéndose al frenético y agudo siseo que viajaba
incansable de norte a sur desde horas atrás. Cuando uno de los hombres
informó de un cercano y sonoro crujir de ramas, todo el anillo defensivo se
sumió convulso en un agitado mar de temblores. Oerlikon arengó a sus
hombres y empuñó a Darbrethil con ambas manos, tratando denodadamente
de multiplicar su luz. Enna despertó delicadamente a Kiril en previsión de
un ataque inminente.
—¡Manteneos unidos, espadas y lanzas al frente! —ordenó Gródolas a
los soldados.
—Si veis a una sola de las malditas criaturas que pueblan el bosque,
¡acabad con ella! —gritó Maikel—. ¡No demostréis piedad alguna!
No bien hubo terminado Maikel de dirigirse a los soldados, cuando
cuatro gigantescos Trolls emergieron de entre la floresta derribando como
ramas marchitas los árboles que hasta entonces los habían ocultado. Sus
hambrientas bocas babeaban infecta saliva y sus repugnantes dentaduras
castañeteaban descontroladas, ávidas de carne que masticar. Sin importarles
las lanzas o espadas se abalanzaron sobre la primera línea de soldados. El
primer Troll cayó enseguida ensartado por una decena de lanzas mientras
diez guerreros lo laceraban con tremendos mandobles de sus espadas, pero
bajo su mugriento y enorme corpachón perecieron aplastados dos de los
soldados. El segundo y tercer Troll pasaron por encima del cadáver de su
hermano, quien había conseguido abrir una brecha en la defensa de los
soldados. Los arqueros hicieron cantar sus arcos y cientos de flechas se
clavaron en aquellas inmensas y deformes moles de carne. Al menos una
docena de guerreros sucumbieron aplastados por las amorfas pezuñas que
tenían por pies. Ambos se abalanzaron sobre varios hombres a los que
arrancaron sus miembros con potentes dentelladas. El olor de la carne
palpitante y la sangre humeante los volvió locos y los Trolls se ensañaron
salvajemente en sus presas descuidando su defensa, lo que aprovecharon los
soldados comandados por Gródolas y Maikel para abatirlos bajo una nube
de flechas y lanzas. El cuarto Troll aprovechó la confusión para apresar con
sus poderosas manos a modo de tenazas al menos a media docena de
soldados y, viendo que sus hermanos agonizaban entre un horrible amasijo
de lanzas, guerreros y sangre, se alejó internándose en la espesura, y los
hombres de Kiril jamás volvieron a saber nada más de él.
Los soldados aún se afanaban en rematar a los dos Trolls cuando un
grito de socorro se elevó sobre la confusión de la contienda. No eran nuevos
Trolls los que ahora atacaban al grupo, sino pérfidos Espíritus de Sombra
que habían seguido los pasos de los hambrientos gigantes. Silenciosos y
etéreos, envueltos en el propio manto del mal, levitaron hacia la retaguardia
del grupo arrastrando a varios soldados hacia la bruna sombra que los
creaba. El anillo defensivo comenzó a desmoronarse y los hombres corrían
aterrados huyendo en cualquier dirección. No existía aleación, metal, piedra
o fuego sobre Tierra Conocida que pudiera lacerar a los Espectros de
Sombra; solamente la luz de la estrella del día era capaz de acabar con ellos.
Oerlikon, quien era conocedor de la existencia de esas malignas criaturas
por antiguas leyendas, saltó desde la gran roca cargando contra ellas,
blandiendo en su mano la luz de Darbrethil.
Enna se percató de las intenciones de su progenitor y, con un desgarrado
grito de horror, puso a Kiril sobre aviso. El Rey Nerlingo, aunque todavía
débil, había recuperado parte de su energía y corrió en auxilio del Kliat del
sexto clan.
Los sibilantes murmullos de los Espectros de Sombra taladraban los
tímpanos de los soldados hasta tornarse insoportables al descubrir la luz de
Darbrethil. Los brunas criaturas retrocedieron ante la embestida de Oerlikon
refugiándose en la espesura. Darbrethil centelleaba alimentada por la ira de
Oerlikon, pero los Espectros de Sombra no estaban dispuestos a rendirse tan
fácilmente. Veloces volvieron a la carga sobre un descontrolado grupo de
luinas y nuevamente Oerlikon cargó sobre ellos. Un espectro osó
enfrentarlo y una estocada de luz lo envió para siempre al mundo de las
sombras. Los demás espectros ulularon enloquecidos con su penetrante
chillido al tiempo que los soldados caían al suelo con sus manos cubriendo
inútilmente sus oídos. Retrocedieron a la floresta por una segunda vez, pero
no tardaron en atacar al grupo desde otro de los flancos. Kiril trataba de
alcanzar la posición de Oerlikon, pero la confusión y la desbandada de su
ejército dificultaban su avance. El Kliat cargó nuevamente contra los
Espectros de Sombra y logró con un preciso mandoble extinguir la maléfica
sombra de otra criatura. Mas la llama de Dhil Amoethil consumía
rápidamente sus fuerzas y, en uno de sus movimientos, se trastabilló con la
raíz de un amenazante ciprés, que asomaba traicionera sobre el terreno,
cayendo pesadamente al suelo. Darbrethil se desprendió de la mano que lo
empuñaba y la última luz que protegía a los hombres de la Alianza se apagó
consumida por las tinieblas del mal. Los Espectros de Sombra levitaron
veloces hacia Oerlikon, deleitándose con la visión de la codiciada presa a la
que en unos instantes darían caza. Cuando todo parecía perdido, cuando los
alaridos de cientos de criaturas se elevaron en un nuevo y tenebroso aullido
alrededor del desbandado ejército, cuando la demencia atrapaba en sus
garras las mentes de los hombres, surgió la mano salvadora del Rey
Nerlingo quien, empuñando nuevamente a Darbrethil, gritó con voz temible
y aterradora enfrentándose a los espectros y a las deleznables criaturas del
bosque maldito:
—¡Yo soy Therliangator, El Verdugo de la Oscuridad, y ésta es
Darbrethil, La Espada de Libertad! ¡Por la gracia que los dioses me han
concedido, os ordeno regresar para siempre a la negra sombra en la que
fuisteis engendrados! ¡Que la llama de Nerlinguia abrase vuestros
corrompidos espíritus! —y rasgando su garganta con un grito descarnado,
un renovado fulgor prendió poderoso en la hoja de Darbrethil mientras una
cegadora vena de luz blanca arrasó a los Espectros de Sombra, devolviendo
la cordura a los hombres que contemplaban aturdidos la grandeza del poder
que los dioses habían entregado a Therliangator.
Un silencio mortal envolvió la floresta. Los aullidos, graznidos y
alaridos de las infames criaturas que moraban en Bosque Salvaje cesaron
por completo. El brillo de la luz de la diosa había obrado el mismo milagro
que la campana de oro del Guardián de Piedra. Los hombres se recuperaban
lentamente del terror que los había invadido mientras contemplaban con
veneración al Rey Nerlingo.
—Los dioses cabalgan a nuestro lado —fue lo único que acertó a decir
Gródolas tras contemplar la proeza del joven alko.
Kiril ayudó a incorporarse a Oerlikon, mientras Enna se abrazaba
desconsolada a su padre.
—Estuviste a punto de morir arrastrado por la sombra —sollozó Enna.
—Algún día moriré, hija mía —le contestó Oerlikon tratando de
consolarla—, y entonces deberás estar lista para reemplazarme.
—Pero no puedes morir aquí, no en este bosque maldito —negaba
aferrándose con más fuerza a su padre.
—Vamos, mi valerosa dama —le habló Kiril acariciándole con su mano
la espalda—. No debemos demorar la partida.
—Kiril tiene razón —y Oerlikon la separó a duras penas de su fuerte
abrazo—. Las criaturas no osarán volver a acercarse a nosotros, no al
menos esta noche. Tenemos que encontrar la salida del bosque.
Kiril volvió caminando lentamente a la cabeza de la columna y, a su
paso, consolaba a todos aquellos que aún lloraban asustados o le miraban a
los ojos temblorosos, incapaces de poder escapar de la pesadilla que los
mantenía atrapados.
—¡En marcha! —gritó al llegar junto a los demás capitanes—. Los
dioses nos asisten y os prometo que encontraremos la puerta de salida de
este averno de árboles y oscuridad —y rezando a Nerlinguia porque esa vez
fuera la definitiva, espoleó a su caballo y se internó en las brumas mefíticas
que envolvían la floresta.
Avanzaron varias leguas en una inusual calma mientras la tropa aliada
marchaba a buen ritmo tras la estela de Therliangator. La luz de Darbrethil
brillaba transformándose a cada paso en un blanco nacarado, y el mismo
aire que respiraban parecía regenerarse por momentos, dejando atrás el
insano olor acre y la agobiante pesadez que durante toda la jornada se había
cernido sobre la compañía.
Debía estar amaneciendo en el mundo exterior cuando un débil hilo de
brisa fresca se deslizó por el rostro de Kiril; un soplo de vida que le hizo
recordar la dulce caricia del Mar del Este. El nerlingo detuvo a su corcel y
permaneció inmóvil ante la atenta mirada de los capitanes, al tiempo que
disfrutaba del roce de aquel aire purificador, del aliento de su diosa. Abrió
los ojos volviéndose hacia Enna, Oerlikon, Gródolas, Maikel y Olaf, y con
una sonrisa perlada que iluminaba su rostro les dijo con lágrimas en los
ojos:
—Lo hemos logrado. La brisa del oeste nos da la bienvenida —y
entonces espoleó a su caballo para cabalgar al encuentro de la luz del sol.
El eco de los cascos de su corcel, piafando sobre el reseco suelo del
bosque, se entremezcló con el rugido de las aguas bravas de un viejo
conocido. El Morkurgul saludaba a Kiril desde el siniestro lindero del
bosque y el Rey Nerlingo correspondió cortés a su salutación surgiendo
majestuoso entre la floresta como un héroe de los Días Antiguos. La luz de
Darbrethil había derrotado al Bosque Salvaje.
LA PESADILLA DE ZORNIK

Z ornik cabalgaba a lomos de su orgulloso y negro corcel en busca del


anhelado tesoro, de su oscuro deseo, de su ansiada posesión. Galopaba
escrutando con sus ávidos ojos cada loma, cada quebrada de aquellos valles,
siempre en busca de su presa, de la Sagrada Bestia que le devolvería al
olimpo de los dioses: el Unicornio.
Una espesa sombra negruzca flotaba en el cielo acompañando la estela
del rey brujo. A su paso, los campos se teñían de colores pardos y grises, las
flores se marchitaban y las luces se consumían bajo aquella maligna
oscuridad. Si cabalgaba por el Valle del Rauron o por lejanas tierras aún por
descubrir Zornik lo desconocía, mas presentía que el Unicornio se ocultaba
en ellos, tras una hondonada, quizás al abrigo de un frondoso humedal,
protegido por sauces y juncos.
Súbitamente distinguió una sombra que avanzaba a su espalda, una
figura de color blanco nacarado, que veloz, huía del cazador groning.
Zornik tiró bruscamente de las bridas de su corcel, y éste levantó furioso las
patas delanteras deteniendo su cabalgar. El caballo, guiado por la mente de
su amo, giró en redondo y galopó presto tras el Sagrado Corcel.
Allí estaba la Sagrada Bestia, frente a él, solamente a unos pasos de
poder recuperar su don perdido, el que le fuera arrebatado por el Creador, el
progenitor de los cinco Espíritus Puros. Zornik tomó una flecha de su carcaj
y armó el arco veloz como una serpiente. Apuntó al asustado Unicornio y
disparó la mortal saeta.
La flecha volaba en busca de su presa, certeramente proyectada, mas
cuando la punta de aquel dardo envenenado se disponía a morder la tersa
piel cubierta de blancas y delicadas crines, el joven Kiril emergió de la
nada, anteponiéndose entre la flecha y el Unicornio, partiéndola en mil
pedazos con una diestra estocada de Darbrethil.
El caballo de Zornik relinchó rabioso y el rey brujo bramó encolerizado
contra la estirpe nerlinga.
—¡Acabaré contigo y con toda la maldita ralea de tu linaje! ¡Y los
nerlingos no serán más que el vago recuerdo de una leyenda que se perderá
en las mareas del tiempo! —maldijo el rey brujo.
Zornik desenvainó su espada y cargó contra Kiril. En ese instante,
Oyvind e Ingvar surgieron como por encanto, flanqueando a Kiril a derecha
e izquierda.
—¡Los gemelos nerlingos! —exclamó turbado Zornik, y su fiereza
comenzó a descomponerse al contemplar juntos al hijo del relámpago y el
trueno—. ¡Los que nacieron bajo la tempestad, morirán bajo ella! —y las
brunas sombras que acompañaban a Zornik cubrieron el cielo, y comenzó a
tronar y a relampaguear—. Vuestros simples poderes mortales jamás podrán
enfrentar a uno de los Espíritus Puros.
—No menosprecies el poder de los clanes nerlingos, pues sus
fundadores fueron engendrados por uno de tus hermanos —respondió
Oerlikon, quien repentinamente se apareció delante de Kiril—. ¡Yo,
Oerlikon, el Kliat nerlingo, el custodio de la Sagrada Bestia, te ordeno que
regreses a la sombra de donde viniste, al hediondo cubículo donde te crio la
pérfida bruja! ¡Regresa al lugar donde fuiste desterrado!
Zornik se burló de las palabras del Kliat con una ronca y desagradable
carcajada.
—¿Acaso pensáis insensatos que cuatro hombres menores pueden hacer
frente al poder de un dios? —y Zornik se burló con risa torva.
Entretanto, el Unicornio contemplaba a Kiril, Oyvind, Ingvar y
Oerlikon desafiar al poder del rey brujo. Confiado por la determinación y
esperanza que irradiaban sus paladines, la Sagrada Bestia esbozaba una
sonrisa desafiante.
—¡Apartaos de mi camino o morid a los pies de mi caballo! —les instó
Zornik.
—¡Mi hacha te quebrará las costillas y después te cercenará la cabeza si
osas cruzarte en nuestro camino! —habló la grave voz de Narno, cuya
impresionante figura emergió tras los cuatro nerlingos—. He aquí al
Guardián de Bosque Salvaje, aquel que guarda las fronteras de Tierra
Conocida de las deleznables criaturas creadas por tu demencia. Atrévete a
dar un solo paso y abandonarás el mundo de los mortales para nunca más
regresar. No esperes vida después de la muerte, solo un anodino y eterno
limbo del que jamás podrás escapar.
Y cuando Narno terminó de pronunciar esas palabras, tras las siluetas de
los cinco caballeros, cuales fabulosas estatuas de antiguos reyes de los
hombres, Zornik tuvo una horrenda visión: vio desmoronarse su palacio en
Groningburgo y con él todos sus dominios, el vasto imperio soñado; y hasta
la última piedra caía derruida entre columnas de fuego y humo, una enorme
pira de la que ni siquiera quedarían rescoldos en forma de humeantes
cenizas.
Y en medio de aquella hoguera de destrucción se encontraba atrapada su
ama de cría, entre volutas y lenguas de fuego, Urkha, la maligna y diabólica
lamia, era también irremisiblemente consumida por el fuego entre terribles
gritos de dolor y desesperación. Y Zornik tembló, y se estremeció al
contemplar al Guardián de Bosque Salvaje, aquel al que la lamia le ordenó
destruir, pues en él vio su fin.
Zornik despertó empapado en ríos de sudor que brotaban de su cabeza y
de su cuello, de su pecho y de su espalda. El corazón le latía acelerado, con
violentas palpitaciones, por primera vez enfrentado a una realidad que hasta
ahora le había sido velada: el horror de la muerte. Y mientras las brumas de
aquella terrible pesadilla aún enturbiaban su mente, las frases del oráculo de
la lamia resonaron una vez más en su cabeza:

Alejados a los gemelos mantendrás, o a miles de tus hombres


enterrarás… una extraña figura de piedra me perturba, pues tu súbita
muerte en ella veo… la llama del cielo mi mente turba, ya que en manos del
nerlingo la creo.
MUGABURGO, EL RETORNO A JACTINIA
—¡Habla, perro traidor! —gritó iracundo el oficial groning al tiempo
que descargaba un terrible latigazo sobre el cuerpo descarnado de Olegar.
El joven luina a duras penas mantenía la consciencia mientras su mente
transitaba más allá de los límites del dolor.
—¡Habla te digo! —y un nuevo latigazo desgarró el último trozo de piel
que quedaba en la espalda de Olegar—. ¿Dónde se reunirán los ejércitos del
Reino de Saralamath con los renegados del Este?
Olegar se desangraba por la espalda; su camisa hecha jirones se
confundía con las ensangrentadas tiras de piel que habían sido arrancadas
por el lacerante látigo groning. Su boca reseca, sus labios cuarteados como
tierras yermas, eran el reflejo de la interminable semana de torturas a la que
los gronings habían sometido al desdichado luina. Privado de comida y
bebida, había permanecido siete días maniatado en un cobertizo; sus manos
apresadas entre gruesos grilletes mientras yacía hacinado junto a media
docena de hambrientos y enormes cerdos. Sus heces y orines le cubrían las
piernas, y el hedor a defecación, barro, puercos y sangre era insoportable.
—¡Responde! —gritó nuevamente enrabietado el oficial groning—.
¿Dónde se reunirán los traidores? —y prendiéndole violentamente de sus
castaños cabellos levantó la inerte cabeza de Olegar para poder mirarle a los
ojos.
El joven luina entreabrió sus ojos y contempló por última vez,
abotargado por las brumas del dolor, el rostro del despiadado groning antes
de desmayarse. Por la comisura de su boca fluyó un espeso y amarillento
limo, mientras su cabeza se volteó inerte hacia el lado derecho de su cuerpo.
—No conseguiremos más información del prisionero —le dijo uno de
los soldados al oficial—. Está agonizando —sentenció impasible.
—Tienes razón —respondió el oficial—. Remátalo con tu espada y
échalo como comida a los puercos. Degustarán con fruición su carne aún
caliente y ensangrentada —y a la orden del oficial, sin vacilar, el soldado
atravesó con su espada el cuerpo de Olegar.
Después, sin mostrar respeto alguno por la vida del joven, de una patada
lo empujó hacia una esquina de aquella infecta porqueriza, mientras las
bestias se acercaban lentamente, atraídas por el olor de la carne, con
hambrientos ojos y babeantes bocas hacia el cuerpo del luina. Su carne
saciaría la hambruna a la que el racionamiento de alimentos impuesto por
los gronings les había abocado durante los últimos meses.
Y en aquella lejana tierra, en un hediondo y olvidado cobertizo de
Skeldonburgo, terminó la corta vida del joven Olegar, sobrino de Siriard, el
gran maestro constructor luina y nuevo Senescal de Porliton.
Olaf no se perdonaría jamás haber permitido que aquel funesto día, en la
encrucijada de caminos de Jactinia, Olegar partiera en misión secreta hacia
las tierras de los lupenos. Era un joven generoso e impulsivo, pero también
inexperto y confiado. Aquella no era una misión para él, no al menos en
esta guerra. El espíritu errante maldeciría para siempre aquella cueva,
aquella grieta, aquellas rocas traicioneras en las que se fracturó el brazo.
Pues debía haber sido él y no Olegar quien tenía que haber cumplido
aquella misión; era él y no Olegar quien debía haber viajado a tierras
lupenas como lunas atrás hizo al levantar en armas a los luinas. Y aunque él
aún no lo sabía, cuando llegase el día en el que conociese el cruel final que
el destino había deparado al desdichado luina, sus ojos se arrasarían en
lágrimas y llorarían como nunca antes lo habían hecho por otra persona.

El oficial groning regresó al puesto de mando y ordenó llamar con


premura a un mensajero. Mientras éste acudía a sus aposentos, escribió en
un pergamino, con su elegante y ostentosa pluma de faisán, una misiva para
el Mariscal Burkelen. En ella decía:

Excelentísimo Mariscal Burkelen,


En menos de cuarenta lunas los bárbaros del Reino de
Saralamath atacarán desde el sur de Jactinia con tres mil hombres.
Su objetivo es unir sus fuerzas a las tropas rebeldes comandadas
por el proscrito nerlingo.
Tras las recientes órdenes recibidas, en las que el Rey Zornik
decretaba cancelar la invasión de los reinos sureños, me he
permitido poner en marcha el siguiente plan de acuerdo a la crucial
información obtenida de un rebelde al que capturamos cerca de
Skiroburgo.
Retiraremos nuestras compañías hacia Lothikaton dejando
libres a lupenos y skelingos, haciéndoles creer que nuestra retirada
hacia el norte es fruto de un pacto con los sureños, quienes serán
los nuevos señores de sus tierras. Los lupenos y skelingos tratarán
de reagruparse y presentar batalla a los invasores, con lo que
lograremos mermar las fuerzas de ambos sin derramar una sola
gota de la sangre de nuestros soldados. Será entonces cuando
caigamos sobre sus debilitadas tropas como una manada de lobos
hambrientos.
Dentro de siete lunas iniciaremos el repliegue hacia el antiguo
territorio nerlingo. Si en ese tiempo no he recibido una contraorden
suya, nos reuniremos dentro de veinte lunas en Lothikaton.
Su humilde y fiel servidor;

Karthan, oficial al mando de la cuarta y sexta compañía de las


Legiones del Sur

Karthan dobló cuidadosamente el pergamino y lo selló con lacre. En


cuanto el heraldo se presentó ante él le entregó el mensaje, ordenándole
cabalgar sin descanso hasta llegar a Lothikaton y entregárselo
personalmente al Mariscal Burkelen. El mensajero se cuadró marcialmente
despidiéndose de su oficial y desapareció con la misma celeridad con la que
había llegado. Un nuevo y maquiavélico plan se había puesto en marcha
para hacer fracasar la misión de Therliangator.

Trece días antes. Fatídico y maldito número. Trece días habían


transcurrido desde que el luina se había despedido de los capitanes del este
para cumplir la peligrosa misión que le había sido encomendada. Trece días
desde que el ejército de Therliangator había cruzado la Iugur-András por las
Cuevas Escondidas. Trece días desde que Kiril había vuelto a contemplar
emocionado, desde lo alto de la gran grieta, la grandeza de su amada
Jactinia. Trece días desde que, con honda tristeza, descubrieron que el cielo
había dejado de lucir azul en las regiones centrales, cubriéndose de un
opaco velo gris que todo lo teñía de una insufrible tristeza. Trece días desde
que Olaf se rompió el brazo al tropezar con una roca traicionera, cuando
atropelladamente abandonaba el opresivo y claustrofóbico confinamiento
bajo las Cuevas Escondidas.
El espíritu errante necesitaba respirar aire fresco, sentir en su rostro la
suave caricia de los rayos del sol otoñal, abandonar los oscuros y profundos
túneles por los que, como un topo en su laberíntica madriguera, había
transitado durante las cinco últimas lunas. Ese exasperado impulso de
volver a sentirse libre bajo el firmamento lo llevó a tropezar y fracturarse el
brazo derecho. Fue Olegar el primero en acudir en su auxilio al verle
retorcerse en el suelo entre ahogados gritos de dolor. Frente a aquella
fantástica grieta de la montaña, sobre la pequeña balconada que dominaba
el este de Mugaburgo, la sangre de Olaf se depositó sobre las afiladas rocas
como meses atrás lo había hecho la sangre del traidor Tortion. Aquel mal
presagio fue una inequívoca señal de los hados: el destino de Olegar estaba
escrito con sangre.
Tras cruzar a través de las Cuevas Escondidas, las tropas de Esreghaia
se encontraban a las puertas de Jactinia. Era en ese preciso instante cuando
más expuestas estaban a sus enemigos. Miles de hombres que brotaban de
la montaña como hormigas en procesión, abandonando su hormiguero en
busca de nuevas tierras que explorar. A pesar de que el sol no brillaba con
el fulgor de antaño, el brillo de su luz, reflejado en las espadas y los yelmos
de los soldados de la Alianza, sería como un Caleidoscopio a los ojos de los
gronings. Fue por ello que decidieron aguardar la llegada del crepúsculo
para abandonar con cautela su escondite. Kiril y Maikel ya recorrieron
meses atrás el camino desde Mugaburgo hasta la entrada de las cuevas, por
lo que estimaron que lo más conveniente sería que sus tropas acamparan al
amparo de los bosques que se extendían al pie de la Iugur-András.
Permanecerían allí apostados hasta recibir la orden de invadir Mugaburgo,
pues los alkos habían trazado un audaz plan para reconquistar la ciudad
fronteriza.

Kiril, Maikel, Enna, Oerlikon y el magullado Olaf divisaron a media


milla de distancia, iluminado por la titilante luz de una docena de antorchas,
el gran portón del este. Pero al contrario del día en el que escaparon de
Mugaburgo, esta vez permanecía cerrado y custodiado por un retén de
guardia.
—Los gronings controlan los accesos al burgo como suponía —dijo
Kiril—. Nuestro plan funcionará, os lo aseguro. Permaneced serenos y
tranquilos.
—De acuerdo —respondió Maikel con poca convicción—. Pero no
estoy seguro que los gronings se traguen nuestro anzuelo.
—Lo harán —respondió con firmeza Kiril—. Lo harán si mostramos
convencimiento.
—Silencio —susurró Oerlikon—. Nos estamos acercando al portón y no
debemos levantar sospechas. Maikel, tira con firmeza de Olaf y muéstrate
enojado.
—¡Cuidado! —gruñó el enjuto norteño—. Para ser convincente no es
necesario que me rompas también el otro brazo —y Enna sonrió mientras
una mueca de dolor recorría el rostro de Olaf.
Los cuatro se cubrieron la cabeza con las capuchas de sus capas color
pardo, mientras Olaf apretaba los dientes resignado.
—¡Alto! ¿Quién va? —gritó una voz desde el exterior de una ruinosa
caseta de madera a los pies del gran portón del este.
—¡Gracias a los dioses! —gimió Oerlikon mostrando un enorme alivio
—. ¡Por fin llegamos a un burgo civilizado! ¡Que los dioses os bendigan!
—¡Alto he dicho! —ladró el centinela—. Avanzad lentamente veinte
pasos y mostraos a la luz de las antorchas.
—¡De acuerdo! Pero no disparéis con vuestras flechas a estos pobres y
desdichados viajeros —suplicó Oerlikon—. Sólo buscamos la protección de
un techo bajo el que comer y descansar.
Los cinco avanzaron lentamente, a excepción de Olaf, quien caminaba a
trompicones, tironeado sin piedad por Maikel, quien lo había atado
fuertemente con una cuerda alrededor del pecho, inmovilizando su brazo
izquierdo junto al cuerpo mientras llevaba su brazo derecho en cabestrillo.
Tras contar mentalmente los veinte pasos, Kiril se detuvo frente a las
luces de las antorchas que bailaban una siniestra danza mecidas por el
viento nocturno. Uno de los soldados del retén se adelantó amenazándoles
con su lanza.
—¿Quiénes sois y qué os trae a Mugaburgo? —preguntó exigiendo una
inmediata respuesta.
—Somos unos desdichados viajeros que acabamos de ser brutalmente
asaltados por los bandidos de las cuevas —lloriqueó Oerlikon—. Gracias a
que mis dos hijos varones nos acompañaban durante este terrible viaje, pues
no sé qué hubiera sido de mí y de mi pobre hija de no haber estado ellos
presentes en el momento del ataque.
El groning miró de soslayo a Enna y sonrió maliciosamente, mientras
sucios y oscuros pensamientos cruzaban su mente. Kiril luchaba consigo
mismo por no cercenar allí mismo la cabeza de aquel miserable.
—En la refriega logramos capturar a uno de los bandidos —continuó
Oerlikon, al tiempo que Maikel dio un tremendo tirón a la cuerda
arrastrando sin piedad al pobre Olaf, haciéndole caer a los pies del groning
—. Mi hijo mayor Lekam le rompió el brazo con sus propias manos —dijo
mirando a Maikel—, y mi hijo Krill, junto con mi hija Naena, lograron
hacer huir a los otros cuatro bandidos, pero no pudieron evitar que robasen
todas nuestras pertenencias. Buen soldado, prometedme que perseguiréis a
esos desalmados para que no vuelvan a cometer nuevas fechorías. El gran
Zornik ha logrado restablecer la paz y el buen gobierno de estas regiones y
no puede permitir que esos miserables sigan vagando libres sin pagar por
sus viles actos. ¡Prometédmelo, buen soldado! —dijo Oerlikon dando un
paso adelante y postrándose teatralmente a los pies del groning.
—¡Levántate, viejo! —gruñó el groning dando un paso atrás—. Nos
ocuparemos de esta escoria —dijo mirando con desprecio a Olaf—, pero
tendréis que acompañarme a la prisión para entregar al prisionero. Será el
oficial quien decida si merece la pena perseguir a esos rufianes. Después, si
lo deseáis, podréis pernoctar en alguna de las posadas de Mugaburgo.
—¡Bendito seáis! —agradeció Oerlikon poniéndose nuevamente de
rodillas—. Algún día llegaréis a ser un gran capitán del glorioso ejército
groning —continuó halagando al soldado al ver que le incomodaba—. Mi
nombre es Noeklin y os estaré eternamente agradecido. ¿Sería posible que
vos nos acompañarais en nuestro viaje hacia Maraburgo? Vuestra compañía
reconfortaría nuestras almas y alejaría todos nuestros miedos.
—Mi puesto está aquí, en Mugaburgo, como el del resto de soldados —
respondió el groning hastiado de aquella conversación—. Nuestro deber es
proteger estas tierras. Pero no temáis si son los ladrones los que os
preocupan. Ahora los caminos de Jactinia son seguros; los hemos limpiado
de rufianes y renegados. Ya no queda un solo traidor con vida que
vagabundee por ellos —y esta vez fue Maikel quien enrojeció de ira por las
palabras del groning—. Tras entregar al prisionero, os darán un
salvoconducto para poder viajar a través de los territorios ocupados. Con él
en vuestras manos ya nada deberéis de temer.
—Gracias por su ayuda, bravo soldado —habló con voz melosa Enna
—. Os agradecería pudiéramos deshacernos cuanto antes de este miserable.
Estoy fatigada por el viaje y desearía poder descansar en un mullido jergón.
—Seguidme —respondió con voz galante el groning—. La prisión se
encuentra a pocos pasos de aquí. Yo mismo os acompañará después a una
de las posadas para asegurarme que sois bien atendidos —y Enna le sonrió
pícaramente con sus ojos.
—La Luna Blanca sería una buena opción —sugirió Oerlikon—. En mis
anteriores viajes a Mugaburgo disfruté de agradables estancias en esa
posada. La comida es excelente y la cerveza no se queda atrás.
—De acuerdo, veremos qué puedo hacer —dijo el soldado frunciendo el
ceño.
—¿Hay algún problema con esa posada? —preguntó Kiril, quien hasta
ahora había permanecido callado—. Si no es de su agrado podríamos
pernoctar en cualquier otra.
—No, en verdad la comida es la mejor de todo Mugaburgo. Es ese
mequetrefe sabelotodo el que me saca de quicio… —farfulló el groning, y
Kiril y Maikel se miraron sonriendo, pues esas palabras no podían ir
dirigidas más que al resabiado Loit—. ¡Abrid el portón! —gritó a la pareja
de soldados que lo custodiaban desde el otro lado.
El pesado sonido del madero de anclaje golpeando el suelo alivió a los
proscritos. El gran portón del este se abrió frente a ellos y, siguiendo los
pasos del soldado, penetraron en Mugaburgo. Habían cumplido la primera
parte de su plan.
Tras caminar unos trescientos pasos, el centinela les condujo hasta la
casona que hacía las veces de prisión. El groning despertó al carcelero,
quien somnoliento y contrariado por haber visto interrumpido su descanso,
encerró con malos modos a Olaf en una de las hediondas celdas. Una vez
finalizó su trabajo entregando los salvoconductos a los cuatro viajeros,
volvió a dormitar en su camastro sin ni siquiera preguntar cuál era el motivo
por el que habían apresado al norteño.
—Has tenido suerte, Lonar —le habló con ironía el groning al otro
preso que dormitaba en el húmedo suelo de su celda—. No estarás solo en
tu ejecución. Esta escoria te acompañará a la horca dentro de dos lunas.
Hasta entonces tendréis tiempo de conoceros y de disfrutar de vuestra
mutua compañía, ¡ja, ja, ja! —y con una desagradable carcajada dio media
vuelta y se encaminó al exterior de la casona.
Un sudor frío recorrió a los nerlingos al escuchar las palabras del
groning. Cuando salieron a la calle, Oerlikon preguntó al soldado:
—¿Qué delito cometió ese hombre? ¿Acaso también robó a un grupo de
desvalidos viajeros?
—Su falta no tiene perdón —respondió con severidad el groning—. Fue
descubierto enviando un mensaje subversivo a un grupo de rebeldes en
territorio skelingo.
—Sin duda su traición es imperdonable —respondió Oerlikon—. No
obstante, siento un ligero desasosiego al pensar que ese pobre rufián que
nos asaltó acabe pagando con su vida por ello. ¿No valdría más que fuese
deportado como esclavo a las minas de oro?
—Ese enano no aguantaría una semana como porteador —se burló el
groning de Olaf—. No merece la pena gastar un cuenco de alimento por un
tullido como él.
Los nerlingos se miraron y, sin pronunciar una sola palabra, convinieron
en que debían acelerar su plan si no querían ver el cuerpo sin vida de Olaf
colgando de una soga.
Las calles de Mugaburgo estaban desiertas a causa del toque de queda
que los gronings habían impuesto en la mayoría de burgos de Jactinia. Ya
no quedaba ni rastro de comerciantes o viajeros que animasen los otrora
bulliciosos cosos del burgo fronterizo.
El groning se encaminó calle abajo y, mientras seguían sus pasos, Kiril
creyó distinguir entre las sombras de la noche aquel familiar edificio de
madera, al que iluminaba un viejo candil cuya tenue luz se reflejaba sobre
la blanca luna dibujada en el tablero que colgaba sobre la entrada. Una
extraña sensación en forma de amargo y dulce recuerdo se apoderó de Kiril
y Maikel. Regresaban al lugar en el que encontraron la traición de Zakotet y
los suyos, pero también la hospitalidad de Haakoin y Loit. Ambos se
cubrieron las cabezas y se colocaron discretamente tras Oerlikon y Enna.
El soldado fue el primero en llegar a la entrada de La Luna Blanca.
Golpeó ruidosamente la puerta y llamó con voces destempladas al
posadero:
—¡Posadero! —gritó ansioso por deshacerse de una vez de aquellos
molestos viajeros—. ¡Posadero, abre la puerta! —y solamente se lamentaba
por tener que despedirse de aquella bella joven de deslumbrantes ojos
verdes.
Se oyeron unos agitados pasos en el interior de La Luna Blanca y una
ronca voz que gritaba entre bostezos:
—¡Loit, ve a ver qué ocurre! —refunfuñó entre sueños Haakoin.
—¡Sí, señor Haakoin! —contestó el vivaracho Loit—. No se preocupe,
yo me ocupo de todo.
—Entonces quizá deba empezar a preocuparme… —farfulló el gruñón
posadero.
La puerta de madera crujió, protestando por ver también interrumpido
su placentero sueño, abriéndose lenta y parsimoniosamente. La tenue luz de
las velas recortó la diminuta silueta del joven Loit.
—¿Qué desea, buen soldado? —preguntó con voz adormilada—. Siento
informarle que nuestro comedor está cerrado hasta el amanecer. No
obstante, podría hacer una excepción por tratarse de un honorable servidor
de Zornik y ofrecerle si así lo desea un vaso de vino o una jarra de cerveza.
—Te arrancaré la lengua si no cierras tu maldita boca —ladró irritado el
groning—. Calla y escucha lo que tengo que decirte —y Loit se despertó
bruscamente con las altisonantes palabras del soldado—. Necesito que
hospedes en tu posada a estos cuatro viajeros que acaban de llegar al burgo.
Han sido asaltados por bandidos que merodeaban por las Cuevas
Escondidas. Quizá deseen cenar algo caliente para apaciguar su desazón.
—No deseamos molestar a este gentil joven más de lo necesario —
respondió Oerlikon—. Será suficiente con que nos lleve a nuestras
habitaciones. Nuestros estómagos podrán esperar hasta el desayuno.
—Gracias por todo —se despidió apresuradamente Enna del soldado.
—Si volvieran a necesitar de mi ayuda me encontrarán en el retén del
portón del oeste —contestó el groning irguiéndose y dedicándole a Enna la
mejor de sus sonrisas.
—No dudaré en acudir allí si necesitamos volver a abusar de vuestra
gentileza —le sonrió también Enna.
—Hasta mañana entonces —se despidió el soldado recobrando su
brusquedad habitual.
Cuando el groning se alejó unos pasos, Loit recuperó el habla.
—¡Pero pasen por favor, mis queridos huéspedes! ¡Sean bienvenidos a
La Luna Blanca!, la posada más famosa de Mugaburgo, en la cual podrán
degustar y disfrutar de los mejores…
—¡Calla de una vez, aprendiz de cotorra! —gruñó Haakoin, quien se
acercaba con su habitual pesado caminar desde su estancia—. ¿Es que no es
posible conciliar el sueño sin que un coro de voces interrumpa el merecido
descanso de este pobre viejo?
—Disculpe, señor Haakoin —respondió apurado Loit al tiempo que
bajaba su estridente tono de voz—, pero se trataba de un groning que
llamaba a la puerta de la posada acompañado por estos cuatro viajeros que
acaban de llegar al burgo, tras haber sido asaltados por los bandidos de las
cuevas.
—¡Maldición! —volvió a gruñir Haakoin—. Disculpen mi hosco
recibimiento, caballeros y… dama —dijo al reparar en Enna—, pero es que
este jovenzuelo es un experto en convertir la noche más apacible en la más
horrenda de las pesadillas. Más le valdría esmerarse en aprender el oficio
por el que generosamente le pago.
—Hablando de pagos y aprovechando que el caprichoso destino nos ha
conducido a este lugar —dijo repentinamente Kiril quien, al igual que
Maikel, permanecía en pie unos pasos tras Enna y Oerlikon ocultando su
cabeza bajo la capucha de su capa—, saldaremos una antigua deuda
contraída con ustedes —y en ese mismo momento Maikel desenfundó
teatralmente su espada.
—¡Por Olión, caballeros! —jadeó atemorizado Haakoin—, disculpen si
mi inepto ayudante les ha ofendido o lo hizo en el pasado, pero les prometo
que si envainan esa espada y olvidan la afrenta de Loit, disfrutarán de las
mejores habitaciones y de vino gratis durante el tiempo que estimen sea
oportuna su estancia en mi humilde posada.
Kiril y Maikel cruzaron sus miradas y sonrieron ocultos bajo las
sombras de las capuchas que cubrían sus rostros, mientras Enna y Oerlikon
los miraban atónitos sin comprender qué era lo que ambos alkos pretendían.
—Aceptamos gustosamente su ofrecimiento —respondió Maikel—. En
particular nos sentimos honrados y satisfechos por otorgarnos libre acceso a
su magnífica bodega, mas…
—… mas muy a nuestro pesar debemos saldar la vieja deuda contraída
—continuó Kiril—, o nuestro honor quedará mancillado para siempre —y
Kiril introdujo su mano entre la gruesa capa buscando algo.
—¡No, por favor, mi señor! —casi sollozaba Haakoin como un infante
al interpretar el movimiento de Kiril como la búsqueda de la empuñadura
de su espada o de una daga oculta bajo la capa—. Le prometo que su
estancia será totalmente gratuita, no sólo esta vez… —y parecía que
Haakoin estuviese entregando su tesoro más preciado a aquellos viajeros—
… sino en todas y cada una de las ocasiones en que gusten visitarnos
durante sus viajes a Mugaburgo, su estancia no supondrá cargo alguno a su
bolsa de monedas.
—La deuda debe ser saldada aquí y ahora —sentenció Kiril y sacó
lentamente la mano de su capa al tiempo que Haakoin tragaba saliva y el
rostro de Loit mudaba a un blanco macilento—. Tomad las dos monedas de
oro que quedaron pendientes de ser abonadas en nuestra última visita a
Mugaburgo —y Haakoin y Loit se miraron sin reaccionar ante aquel
inesperado giro del destino.
Kiril y Maikel retiraron las capuchas que cubrían sus cabezas y
posadero y ayudante quedaron mudos y paralizados con una ahogada mueca
de asombro.
—Los… los nerlingos —musitó Loit.
—Están… están vivos —balbuceó Haakoin—. Escaparon de los
gronings, ¡por Olión, que me aspen si lo entiendo! ¡Ja, ja, ja! ¡Valientes
pillastres! —y el orondo posadero recuperó el sonrosado color de su tez,
aunque los nerlingos dudaban si el motivo de su repentina alegría fuera por
volver a verles sanos y salvos o si era el fulgor del dorado metal el que
había obrado el milagro de hacerle esbozar una sonrisa.
—¿Señor… Kiril? ¿Era ése su nombre? —preguntó Loit.
—Y aún sigue siéndolo. Buena memoria, Loit —respondió el Rey
Nerlingo—. Pero por el momento me llamarás Krill. Éstos son mi hermano
Lekan —dijo señalando a Maikel—, mi hermana Naena y mi padre
Noeklin. Y ahora —dijo mirando fijamente a los ojos de Haakoin—, a pesar
de lo intempestivo de la madrugada, necesitamos saber cómo van las cosas
por aquí, todo lo que ha sucedido y está sucediendo en Mugaburgo y
Jactinia desde el día en que partimos apresuradamente de La Luna Blanca.
Una hueste de más de mil hombres aguarda mis órdenes oculta en las
proximidades del burgo. Gran parte de nuestro éxito dependerá de las
cruciales nuevas que vosotros, amigos míos, podáis relatarnos.
—El bueno de Esmut nos sería de gran ayuda —reaccionó rápidamente
Loit—. Hace dos lunas realizó un trueque de caballos, ademas de vender
varias raciones de provisiones, a unos viajeros que tenían un salvoconducto
para viajar libremente por Jactinia. Por lo que sé, no se detuvieron mucho
tiempo en el burgo, solamente el necesario para tomar caballos de refresco
y una rápida comida caliente en La Casa de Matork.
—Ve a buscarlo, Loit —le ordenó Haakoin—. Pero cuídate de las
patrullas gronings. Recuerda que la pena por violar el toque de queda son
cinco latigazos.
—Lo tendré en cuenta —y antes de que terminara de hablar, Loit ya
había abandonado la posada por la portezuela trasera, internándose en la
oscuridad de las callejuelas de Mugaburgo.
—Esmut rezó a Olión por vosotros —les dijo Haakoin—. Y creo que
también a vuestra diosa Nerlinguia. En más de una ocasión me dijo que
regresaríais para salvarnos de los gronings, aunque la verdad es que yo
nunca llegué a confiar demasiado en sus presentimientos. Los gronings son
unos depredadores implacables. El odio y la codicia les llevarían a
perseguir a sus presas hasta el mismísimo corazón de Bosque Salvaje si
fuera necesario.
—A fe que lo harían —respondió Kiril—, pues así fue como obraron
con nosotros, no concediéndonos tregua alguna durante nuestra huida.
—Pero ahora las tornas han cambiado —habló Maikel—, y serán ellos
quienes sientan el frío hálito de nuestro acero cortando el aire a sus
espaldas.
—Que Nerlinguia te escuche, Maikel —dijo Oerlikon—, mas presiento
que nuestro caminar a través de estas tierras ocupadas reclamará un terrible
sacrificio para nuestro ejército —y la mirada de Oerlikon se perdió en la
penumbra de la posada.
Haakoin se levantó y calentó un gran cuenco con leche para reconfortar
los maltrechos cuerpos de los viajeros. A fe que lo agradecieron, pues
durante los cinco días de lenta y angustiosa travesía a través de las Cuevas
Escondidas, apenas si habían comido algo caliente. Mientras tanto, el
posadero les indicó que podían dormir en la habitación que eligieran, pues
esa noche no había ningún otro huésped en La Luna Blanca. Desde la
invasión groning y la imposición del toque de queda en toda la región, el
tránsito de viajeros y comerciantes era casi inexistente, y ahora durante el
verano, los osados que se atrevían a viajar entre los burgos o aquellos pocos
afortunados que disfrutaban de un salvoconducto, preferían dormir al raso,
alejados de los retenes de tropas gronings que se atrincheraban en cada
burgo, pues sus caprichosas decisiones podían hacer que sus huesos
terminaran en las lejanas minas de oro, en el temido Valle de los Elothas.
Loit no tardó de aparecer arrastrando tras de sí a Esmut, aquel generoso
comerciante que les regaló en su primera visita a Mugaburgo arcos y
carcajes repletos de flechas con los que combatir la tiranía groning.
Cuando Esmut contempló el rostro de Kiril y Maikel se emocionó, y los
abrazó como si fuera la última vez que fueran a verse en esta vida.
Recuperado de la impresión que le había producido el reencuentro con los
dos nerlingos, les preguntó sobre el resto de hombres que los acompañaban
en su anterior visita al burgo, a la sazón, Oyvind, Thelmor y Tortion. El
comerciante se entristeció profundamente al saber que Thelmor y Tortion
habían muerto a manos de los gronings. No confesaron a Esmut que Tortion
les había traicionado, pues ambos le habían perdonado tras su sincero
arrepentimiento en su agonía a las puertas de la muerte. Una vez Esmut
hubo tomado asiento tras aceptar un vaso de leche caliente, Kiril y Maikel
le interrogaron acerca de aquellos viajeros que había nombrado Loit y las
noticias que habían traído consigo. El comerciante les relató, bajo la atenta
mirada de Enna y Oerlikon, que aquellos viajeros venían desde los burgos
lupenos con la intención de dirigirse hacia el sur, más allá de la Barrera de
Dunas. Mencionaron, a preguntas de Esmut, que en toda Jactinia reinaba
una cierta calma toda vez que la resistencia nerlinga había sido exterminada
y la ocupación groning se había asentado. Parecía ser que la única revuelta
de rebeldes bortigos fue finalmente sofocada y, como represalia para
disuadir a los habitantes de Jactinia de futuros levantamientos, dos
centenares de bortigos fueron enviados como esclavos a las minas auríferas
del norte.
Los nerlingos sintieron su alma estremecer cuando escucharon las
funestas noticias sobre los prisioneros bortigos, y rezaron para que su amigo
Perlivarce no se encontrase entre el grupo de desdichados que serían
deportados a Eloburgo. Esa solitaria semilla de esperanza que había
comenzado a germinar y enraizarse en Jactinia, había vuelto a ser arrancada
por los bárbaros gronings. El camino que el ejército de Therliangator había
emprendido hacia Groningburgo se tornaba aún más oscuro y angosto. Sin
apenas aliados que pudieran unirse a su causa, con el Este exhausto tras las
batallas del Morkurgul y el Taquakland, y rezando porque el príncipe Ilanit
cumpliese su promesa, las huestes de Zornik aparecían como formidables e
invencibles legiones que les aguardaban al final del camino que conduce al
averno, en el cual perecerían bajo la espada del rey brujo. Sin embargo,
Kiril todavía capitaneaba un ejército de más de mil almas dispuestas a
luchar hasta la muerte por salvar Tierra Conocida de las sombras que se
cernían sobre su futuro.
Mientras Kiril y Maikel aún pensaban en la debacle de los rebeldes
bortigos, Enna preguntó a Esmut:
—¿Os informaron esos viajeros de movimientos de tropas gronings?
—En realidad no mencionaron nada extraordinario —respondió Esmut
—. Hace meses que los gronings controlan la región y, a excepción de las
habituales compañías que patrullan por los caminos de los burgos, ninguna
legión ha variado significativamente su posición o emprendido la marcha
para atacar otras regiones.
—Desde la campaña para la ocupación de las regiones orientales no se
han recibido noticias relevantes de los ejércitos de Zornik —apuntó
Haakoin mientras el inquieto Loit asentía con un repetido movimiento de su
cabeza.
—¿Os hablaron de los burgos nerlingos, de Alkoburgo, de Lothikaton?
—preguntó Maikel tras sentir una repentina y dolorosa añoranza de su
hogar.
Esmut miró con tristeza a ambos jóvenes y se tomó unos instantes para
componer una respuesta antes de contestar al forzudo alko.
—Lothikaton se ha convertido en un asentamiento groning, en una
cabeza de puente para sus tropas. Una compañía de unos trescientos
hombres se encuentra permanentemente destacada en vuestra antigua
capital. El castillo del rey está prácticamente en ruinas y los gronings
ocupan ahora las desvencijadas cabañas que rodean a Lothikaton —Esmut
tragó saliva e hizo una solemne pausa antes de continuar—. Por lo que
respecta a los burgos… —contempló a los dos alkos y tuvo que hacer
grandes esfuerzos para evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos castaños
—, …fueron completamente destruidos. Los gronings los incendiaron, uno
a uno; nada quedó en pie, ni una sola cabaña, ni un solo establo. Alrededor
del Lago Argul no hay nada más que piedras quebradas y cenizas, negras y
corrompidas cenizas. El otrora frondoso y bello Bosque de Alkos es ahora
un extenso yermo calcinado y reseco —y Esmut agachó la cabeza, no
pudiendo soportar por más tiempo la desconsolada mirada de Kiril y
Maikel.
—La hierba volverá a brotar, los árboles volverán a crecer, y la luz de la
libertad volverá a brillar en el cielo nerlingo —sentenció Oerlikon—.
Zornik ganó aquella batalla, pero nosotros le derrotamos en el Este, y le
demostraremos que somos capaces de ganar esta guerra aunque sea a costa
de nuestras propias vidas.
Si las palabras de Oerlikon buscaban consolar a Kiril y Maikel no lo
lograron, pues los dos alkos quedaron profundamente abatidos tras escuchar
por boca de Esmut cómo las tierras que los habían visto nacer habían sido
salvajemente profanadas por la horda groning.
—Kiril, Maikel, no podemos permitir que la desesperanza anide en
nuestros corazones y vele la luz que guía nuestras almas —les exhortó Enna
—. Un poderoso ejército entregado a nuestra causa aguarda las órdenes de
su capitán a las puertas de Mugaburgo. Es hora de continuar con nuestro
plan. Debemos apresurarnos o será demasiado tarde para Olaf, demasiado
tarde para todos los hombres de bien. Una soga mortal pende ahora sobre su
cabeza.
—Es cierto —recobró el ánimo Maikel al acordarse del enjuto norteño
—. Los gronings lo han sentenciado a la horca dentro de dos lunas.
—¿Han capturado los gronings a algún amigo vuestro? —preguntó
intrigado Loit.
—En honor a la verdad habría que decir que no lo capturaron los
gronings, sino que fuimos nosotros quienes se lo entregamos —respondió
Oerlikon—. Les hicimos creer de esa manera que Olaf era uno de los
bandidos que nos habían atacado en la Cuevas Escondidas y al cual
habíamos logrado capturar. Él fue nuestro salvoconducto para entrar en
Mugaburgo sin levantar sospechas.
—¿Dónde celebran los gronings los ajusticiamientos? —preguntó Kiril.
—Solamente cuatro desdichados han sido ahorcados hasta la fecha —
respondió Haakoin—, y siempre fueron ejecutados cerca del portón del
este, a unos cincuenta pasos de la casona que utilizan como prisión.
—Eso nos beneficia —dijo Kiril—. Nuestras tropas podrían penetrar en
la ciudad por el este creando la confusión necesaria para liberar a Olaf.
—¿Conocéis al otro preso que será ejecutado junto a Olaf? —preguntó
Oerlikon—. Creo que oí llamarle Lenar al soldado groning.
—Lonar —le corrigió Esmut—. Se llama Lonar.
—Podría sernos de gran utilidad si en verdad se trata de un rebelde en
tratos con otros rebeldes lupenos o skelingos —sugirió Oerlikon.
—Sin duda se unirá gustosamente a vuestra causa —dijo Esmut—. Es
uno de los más activos ciudadanos de Mugaburgo. Ojalá hubiera muchos
más como él. Regenta una tienda de trueque de caballos cercana a la mía, y
enviaba mensajes ocultos bajo las sillas de montar a sus contactos en los
burgos lupenos y skelingos. Pero la última vez fue sorprendido por los
gronings tras un registro sorpresa. Apostaría el cuello que algún miserable
traidor amigo de los gronings lo delató —maldijo Esmut con rabia—. Es
una persona muy cauta, celosa de sus secretos, y amiga de sus amigos. Si lo
liberáis de una muerte segura en la horca, no dudará en ayudaros y
compartir con vosotros valiosa información acerca de los territorios
ocupados.
—No se hable más entonces —dijo Oerlikon—. Todos estamos
cansados y necesitamos dormir. Mañana, después del desayuno,
acordaremos las últimas lineas de nuestro plan. Debemos buscar una buena
excusa para permanecer en Mugaburgo sin levantar sospechas hasta el día
en que Olaf vaya a ser ejecutado. Quizás la repentina indisposición de esta
bella joven… —y sonrió mirando a Enna.
—Estoy de acuerdo con Oerlikon —bostezó Haakoin—. El sueño antes
interrumpido vuelve a reclamarme con fuerza. Loit, ocúpate de instalar a
nuestros nobles huéspedes y después acompaña a Esmut a su cabaña.
—No será necesario que Loit venga conmigo —replicó Esmut—. Me
deslizaré sigilosamente entre las sombras de los callejones traseros. La
patrulla groning no dará conmigo.
—De acuerdo. Volveremos a reunirnos aquí después del amanecer —les
emplazó Kiril—. Ahora apagad las luces y cumplid la guarda de silencio —
y Enna sonrió al recordar los preceptos que regían en Caterziveen cada
noche al morir el día.
—Hasta mañana —se despidió Esmut entre susurros.
—Hasta mañana, y que duermas bien —respondieron todos mientras
Haakoin se dirigía como un sonámbulo hacia la dulce llamada del sueño en
su mullido jergón.
Esmut desapareció silenciosamente tras el umbral de la puerta y el
dicharachero Loit los acompañó a sus aposentos mientras les relataba las
bondades y maravillas que escondía La Luna Blanca. Kiril y Maikel apenas
si podían contener la risa al escuchar la perorata de Loit.
—Una deuda saldada y un feliz reencuentro —pensó Kiril—. Nuestros
próximos pasos nos conducirán al añorado hogar. Y después, el viaje hacia
Groningburgo, la batalla definitiva contra la oscuridad.

El sueño se apoderó, con sus persuasivos cantos, de los cuatro viajeros.


La noche transcurrió en paz, serena bajo la custodia de las estrellas que
dibujaban la arcana constelación de Eubalil, insomnes e incansables
guardianes de la noche.
Kiril y Maikel viajaron por agitados mares de ensoñaciones, conducidos
caprichosamente por las fuertes mareas del recuerdo. Su apresurada huida
de Mugaburgo y su claustrofóbica travesía por las Cuevas Escondidas no
les abandonaron durante toda esa noche.
Ambos despertaron al alba y, sin cruzar palabra alguna, salieron de la
posada para contemplar el hermoso amanecer. Las crestas de la Cordillera
Iugur-András se elevaban recortándose frente al cielo lapislázuli, el cual,
lenta y delicadamente, mudaba a tonos amarillentos y suaves bermejos. Con
la luz de la alborada se desvanecieron los demonios y fantasmas que los
habían atormentado durante la noche.
—Nuevamente Nerlinguia nos saluda con su luz divina —habló Kiril
rompiendo el silencio que los había envuelto desde su despertar.
—Al igual que la mañana en la que tras sortear los Rápidos del Ansar
reanudamos nuestra travesía para descender el último tramo del Morkurgul
anhelando alcanzar el Mar del Este —añadió Maikel recordando el fabuloso
caleidoscopio que la escarcha y la luz del amanecer crearon ante los
atónitos ojos de Kiril, Maikel y el añorado Oyvind.
—El Mar del Este, Thioluka… —fantaseó Kiril creyendo sentir la brisa
del mar oriental acariciando su rostro mientras contemplaba el inalcanzable
horizonte de la grandiosa marina.
—Confío en que Tirk, Holm y Kilma se encuentren sanos y salvos, y
cuiden de la sin par Dos Aguas —dijo Maikel.
—Yo también lo espero —musitó Kiril aún embelesado por el recuerdo
de la cálida brisa de oriente.
El despertar del burgo, con el golpeteo de los contrafuertes de las
ventanas, el crepitar de la leña seca en el hogar y los sonidos de los
animales, volatilizaron como un fuego fatuo la lejana visión en la que los
alkos levitaban, devolviéndoles de nuevo a la realidad de aquella tierra
sojuzgada por el yugo de Zornik.
—Regresemos a la posada —sugirió Kiril—. Nuestros amigos nos
esperan.
Maikel asintió y lentamente regresaron caminando por la pedregosa y
embarrada calle principal de Mugaburgo.
En La Luna Blanca, Haakoin y Loit se esmeraban en preparar un
suculento desayuno que complaciera a tan notables huéspedes. Esmut se
acercaba también caminando a la posada, esta vez por la calle principal y no
a hurtadillas a través de los angostos callejones que daban a los establos
como la pasada luna.
Enna y Oerlikon bajaban de sus habitaciones en el piso superior cuando
Kiril y Maikel entraban por la puerta. Kiril se acercó a Enna y la besó
cariñosamente en la mejilla dándole los buenos días. La primogénita de
Oerlikon se sonrojó al recibir el beso ante tan indiscreto público y su mejilla
se arreboló mientras los demás sonreían divertidos ante la simpática escena.
Al cabo de unos instantes, Haakoin y Loit se aparecieron ante ellos
como dos sacerdotes de un extraño culto que pretendieran aplacar la ira de
su dios mediante la ofrenda de las más exquisitas viandas y suculentos
manjares. Dos enormes bandejas repletas de comida sepultaron la superficie
de la mesa, alrededor de la cual, los cuatro viajeros acompañados por Esmut
se encontraban sentados. Bizcocho, huevos revueltos, salchichas de cerdo,
queso de cabra, bayas silvestres, peras, manzanas, frutos secos, tocino y
hasta varios generosos muslos de pollo perfectamente troceados cubrían las
bandejas.
—¡Y ahora las bebidas! —anunció satisfecho ante semejante despliegue
culinario el orondo Haakoin.
Nuevamente apareció presto Loit, quien había desaparecido veloz como
una lagartija sin que hubiesen reparado en él, con una enorme bandeja sobre
la que bailaban jarras de leche caliente, cerveza floja y agua.
—¿Y naranjas? —preguntó con sorna Enna ante semejante despliegue
culinario—. ¿No tenéis naranjas para ofrecernos un refrescante zumo? —
bien sabía ella que ni era la época de su recolección ni tampoco que en
aquellas regiones abundasen los árboles frutales que necesitaban del calor y
del sol más propio de las regiones sureñas.
—Disculpe, joven dama —respondió Haakoin apurado y con su rostro
repentinamente perlado por gotas de sudor—. Siento informarle que no
tenemos naranjas.
—Quizás si deseara volver a honrarnos con su presencia en los albores
del solsticio de invierno, podríamos ofrecerle un refrescante y saludable
zumo exprimido de las más jugosas y carnosas naranjas de las tierras
orientales lindantes con la Barrera de Dunas —apuntilló el joven Loit a
Haakoin sin ruborizarse lo más mínimo.
Tras escuchar la respuesta de ambos posaderos, Maikel se levantó con
gesto malencarado y, dirigiéndoles una colérica mirada, gritó:
—¡Devuélvenos las dos monedas de oro, desagradecido posadero! Nos
prometiste que todos nuestros apetitos serían saciados siempre que nos
hospedásemos en La Luna Blanca, y tú ahora te niegas a complacer los
deseos de esta desvalida dama.
—Pero… —tartamudeó Haakoin—, pero… mi señor… —y Maikel
estalló en una estruendosa carcajada al no poder contener la risa por más
tiempo mientras interpretaba aquella farsa.
Haakoin resopló aliviado y los demás rieron la broma de Maikel.
Incluso Loit se unió brevemente al coro de risas, hasta que Haakoin le
fulminó con la mirada.
—Disfrutemos del desayuno que Haakoin con esmero nos ha preparado
—dijo Oerlikon—, pero no olvidemos cual es el motivo por el que nos
encontramos aquí y ahora. Recordad a vuestro amigo Olaf. A buen seguro
estará comiendo un trozo de pan reseco y sorbiendo un vaso de leche
agriada mientras se recuesta en su maloliente celda.
Los tres jóvenes borraron las sonrisas de sus rostros y en silencio
comenzaron a dar buena cuenta del desayuno. Tras días de comer pan,
frutos secos y carne ahumada recalentada en minúsculas brasas ahogadas
por la agobiante penumbra de las Cuevas Escondidas, sus estómagos
recibieron como una bendición de los dioses los alimentos frescos y
calientes que el huraño Haakoin les había preparado.
Cuando saciaron los primeros embates de su desatado apetito, Oerlikon
retomó la conversación:
—Dos son ahora los asuntos que nos apremian —dijo el lacrag del sexto
clan—. El primero de ellos es evitar que los gronings ahorquen al bueno de
Olaf y el segundo enviarla señal a nuestro ejército para que ocupe
Mugaburgo.
—Podríamos hacer coincidir ambos acontecimientos —apuntó Kiril. La
ejecución de Olaf con la toma de Mugaburgo.
—Es una gran idea —le felicitó Enna—. Los gronings estarán más
preocupados por la ejecución que por la vigilancia del portón del este.
—¿Y cómo pretendéis lograr que vuestro ejército ataque el portón del
este en el momento exacto? —preguntó Esmut—. No sabemos cuando los
gronings tienen planeado ejecutar a Olaf y Lonar.
—No sería difícil enterarse de eso. Yo podría hacerlo —intervino Loit y
todos lo miraron con sorpresa y curiosidad—. Podría acercarme a la casona
donde custodian a los prisioneros y preguntar por la ejecución. Les diré a
los gronings que nuestros huéspedes desean presenciar tan cabal
ajusticiamiento como muestra de represalia a los bandidos que los asaltaron
en las cuevas.
—Ésa también es una gran idea —dijo Maikel sonriendo—, si no fuera
porque los gronings están hastiados de tu incansable parloteo. Sería mejor
que Enna con sus artes de mujer sonsacara esa información.
—Enna no irá —replicó Kiril con sentido celo que enseguida trató de
ocultar con una rápida justificación—. Enna es nuestra excusa para
permanecer un par de lunas más en Mugaburgo. Su repentina indisposición
no será creíble si la ven coqueteando con uno de los soldados gronings.
—Iré yo —sentenció Oerlikon—. No tardarán en darme la información
para librarse de un viejo pesado y adulador —y todos asintieron menos
Loit, quien ansiaba poder participar en los planes de los nerlingos—. Ahora
ya sólo nos queda por resolver cómo haremos llegar a nuestras tropas el
mensaje una vez que sepamos la fecha del ahorcamiento.
—Yo podría llevar el mensaje a sus hombres —volvió a ofrecerse
desinteresado Loit.
—¿Es que no piensas en otra cosa que buscar cualquier excusa para
escabullirte de la posada y abandonar las labores que tienes asignadas? —
gruñó Haakoin, quien se imaginaba al pillastre de Loit bordeando a
hurtadillas las altas empalizadas del burgo mientras él tenía que dividirse en
las tareas de hospedero, cocinero y camarero, mientras decenas de
comensales gruñían hambrientos en el salón, haciendo tamborilear sus
tenedores y cuchillos demandando las viandas que habían ordenado al
agobiado Haakoin.
—Deja hablar al muchacho —le espetó Esmut—. Si hay alguien capaz
de burlar la vigilancia de las patrullas gronings ése es Loit.
—Gracias, caballero —dijo Loit—. Si maese Oerlikon logra tirar de la
lengua a esos engreídos y estúpidos gronings, esta misma noche yo podría
deslizarme entre las sombras y abandonar el burgo para hacer llegar el
mensaje a vuestras tropas. A cambio de ello solo pido que garanticéis mi
seguridad, que no moriré ensartado por diez lanzas o atravesado por cien
flechas cuando me aproxime al campamento.
—¿Por dónde piensas saltar las empalizadas? —le preguntó Haakoin—.
No pretenderás franquearlas de un salto con tu estatura; menos aún tratar de
cruzar al exterior por los portones. Sabes bien cuán protegidos y vigilados
se encuentran.
—Que no sea alto ni fuerte no significa que no sea capaz de traspasar
altos muros —respondió huraño el siempre afable Loit herido en su orgullo,
mas la hostil mirada que nuevamente le dirigió Haakoin le hizo aplacar con
rapidez sus ímpetus juveniles—. Por muy altos que sean, un escurridizo
conejo siempre encuentra una madriguera —y sin revelar nada más sobre su
plan de fuga guiñó teatralmente un ojo.
—No se hable más entonces —zanjó Oerlikon la conversación viendo
que Haakoin volvía a hacer amago de arremeter contra la propuesta de Loit
—. Y no te preocupes; te garantizo que nada te ocurrirá cuando llegues al
campamento. Enna será tu salvoconducto. Ella te acompañará en la huida.
—¿Pero… cómo…? —tartamudeó Kiril—. ¡Es muy peligroso! Podrían
descubrirle cuando trate de escapar de Mugaburgo junto a Loit.
—Siempre podría decir que el jovenzuelo le llevó hasta allí con alguna
excusa para robarle unas monedas de oro —respondió Oerlikon mientras
Kiril le dirigía una mirada poco amigable—. De otra forma pondríamos la
vida de Loit en peligro. Es muy probable que al llegar al campamento,
Gródolas y los demás le consideren un espía groning y acaben con él.
¿Crees, joven Loit, que tu nueva compañera podrá cruzar a través de tu
madriguera? —y guiñó un ojo al jovenzuelo ayudante del posadero el cuál
recuperó la sonrisa.
—¡Hummm…! —exclamó Loit tomándose su tiempo en escrutar con
ojos penetrantes a Enna—. Su bella figura de doncella le permitirá entrar en
ella —dijo finalmente.
—Gracias —dijo Enna incorporándose al tiempo que ejecutaba una
jovial reverencia—. Será un honor para mí poder visitar su humilde morada.
—Esto no tiene ni pizca de gracia —le regañó Kiril a Enna—. ¿Y si los
gronings acuden a La Luna Blanca a comprobar que realmente Enna está
enferma? —y se giró ahora hacia Oerlikon—. ¿Qué haremos entonces?
—Los gronings no vendrán, aunque es un riesgo que debemos correr —
sentenció Oerlikon—. Estarán demasiado ocupados persiguiendo a los
bandidos y preparando el patíbulo para los dos presos.
—¿Persiguiendo a los bandidos? —preguntó intrigado Maikel—. ¿A
qué bandidos?
—Al señuelo que nuestros hombres prepararan —respondió Oerlikon
—. Será parte del mensaje que Enna y Loit llevarán a los nuestros —y les
explicó a todos cuál sería el plan definitivo que había trazado.
Tras convenir y acordar los detalles del plan, a pesar de la obstinada
oposición de Kiril a que Enna abandonase el burgo, terminaron de dar
buena cuenta del desayuno. Esmut abandonó tempranamente la posada por
la portezuela que daba acceso a los establos y se dirigió a abrir las puertas
de su negocio. No convenía que los gronings o cualquier traidor de
Mugaburgo sospechase que algo tramaban en el interior de La Luna Blanca
aquellos cuatro extraños viajeros, el hosco posadero, su resabiado ayudante
y el desconfiado Esmut.

Era media mañana y Oerlikon caminaba presuroso fingiendo enfado


hacia la casona donde los gronings tenían preso a Olaf. Tal y como había
previsto, tras deshacerse en halagos con los soldados y apoyar
enérgicamente la ejecución del bandido junto al rebelde agitador, éstos le
informaron del momento en el cual Olaf sería ejecutado para poder librarse
del Kliat del sexto clan.
—Si hubiesen sabido los planes que Zornik guarda para las legiones del
norte también me los habrían contado —dijo satisfecho al regresar a La
Luna Blanca.
Allí relató a Enna, Kiril y Maikel lo que los gronings le habían
confesado. Olaf sería ejecutado mañana al caer el ocaso. Esto les daría
tiempo suficiente para que Enna y Loit se escabulleran e informaran al
ejército de la Alianza de los planes de Oerlikon. Sin embargo, Kiril seguía
disgustado por el riesgo que Enna correría al tratar de huir de Mugaburgo
en compañía de Loit.
Decidieron permanecer todo el día en la posada para no levantar
sospechas. De esa forma, tanto los gronings como los colaboracionistas que
habitaban en el burgo fronterizo se olvidarían de ellos. El día se hizo
terriblemente largo; el tiempo transcurría lento y tedioso, demorándose en
partir como las hojas secas se resisten a abandonar sus moradas arbóreas
con la llegada del otoño. Enna conversaba con Loit siempre que éste
conseguía escabullirse de las labores que Haakoin le había encomendado, y
ambos prepararon su huida del burgo. Oerlikon escribió el mensaje que
deberían entregar a Gródolas y los oficiales, al tiempo que Kiril se sumió en
sus propios pensamientos, mientras imágenes de futuras batallas y la penosa
marcha de su ejército al encuentro del rey brujo le mortificaban. Maikel,
ajeno al grupo, dormitaba sentado junto a una de las mesas del comedor
mientras sostenía en su mano derecha una enorme jarra de cerveza tostada
por la que se derramaba su espuma.
—Está oscureciendo —anunció Loit inquieto a los huéspedes de La
Luna Blanca.
—Debemos prepararnos —respondió Enna al tiempo que se
incorporaba—. Subiré a mi estancia para tomar mi capa y mi daga.
—Sabes que no tienes por qué hacerlo —le dijo Kiril una última vez.
—Y tú sabes que soy la única que puede hacerlo —le respondió Enna
con firmeza—. De otra forma, sentenciaríamos a Loit a una muerte segura.
Kiril no respondió y Enna subió por las escaleras, mientras el alko la
contemplaba al mismo tiempo con orgullo y tristeza. La primogénita de
Oerlikon era una digna capitana de sus hermanos del sexto clan. Antes de
que pudiera darse cuenta, Enna bajaba por las escaleras abrigada con su
capa.
—Loit —le llamó Oerlikon—. Acércate al establo para abrevar a los
caballos —y le guiñó un ojo.
—Entendido —le respondió con otro guiño el joven ayudante de
posadero y, en menos de un abrir y cerrar de ojos, desapareció por la puerta
trasera de la posada. Al cabo de un tenso impás de espera, Loit regresó al
interior de La Luna Blanca.
—La noche ha caído en las cumbres de la Iugur-András —les informó
—. En unos momentos la oscuridad se habrá apoderado de Mugaburgo. Ya
no queda nadie en las calles, sólo los vigilantes de ambos portones y la
patrulla que recorre las calles para hacer cumplir el toque de queda. Acaban
de pasar frente a la posada, por lo que el camino estará despejado durante
un rato.
—Perfecto —dijo Oerlikon—. No debéis demoraros. Loit, toma tu capa
y un cuchillo.
Mientras el joven corría a su habitación, Oerlikon le entregó a Enna el
mensaje que había escrito.
—Hacédselo llegar a los oficiales —dijo Oerlikon—. Si no lográis
entregar este mensaje, la vida de Olaf correrá un serio peligro. Cuidaos y,
por Nerlinguia, llegad sanos y salvos al bosque.
—También nosotros correremos grave peligro entonces —añadió
Maikel—. Pues en ese caso tendremos que poner fin a esta farsa para salvar
a ese pequeño norteño.
—Padre, te prometo que esta noche Loit y yo habremos entregado este
mensaje a Gródolas y los oficiales. Mañana con el ocaso, las espadas de
nuestros soldados brillarán con fulgores mortales para los gronings.
—Estoy preparado —les interrumpió Loit al irrumpir corriendo en el
comedor—. Si mi dama también está presta, deberíamos partir ya.
—Al menos permitirás que me despida de ella —dijo Kiril sonriendo
tras abandonar el taciturno semblante que le había acompañado durante
todo el día.
—Por supuesto —respondió Loit—. Permiso concedido —y los demás
rieron.
—Cuídate —le dijo Kiril mientras abrazaba a Enna y besaba su mejilla
—. No soportaría perderte ahora. No me castigues haciéndome padecer la
misma angustia que tú sufriste a orillas del Taquakland. No soportaría verte
caer herida de muerte, no tendría tu entereza.
—Destierra de tu mente esos lóbregos pensamientos —respondió Enna
—. Mañana, al caer la noche, volveremos a vernos. Mugaburgo caerá bajo
la espada de Therliangator y estaremos un paso más cerca de acabar con el
poder de Zornik. Te prometo que no te haré sufrir; además, mi fiel escudero
Loit cuidará de mí.
—Daré mi vida por vos si es necesario —afirmó Loit con firmeza.
—Esperemos que nunca llegue ese momento —respondió Kiril mirando
con cariño al joven bortigo.
—Vamos, es la hora de partir —dijo Oerlikon con la voz entrecortada
por la emoción.
Enna se acercó a Oerlikon y ambos se fundieron en un abrazo.
—No te defraudaré, padre —le susurró Enna al oído.
—Nunca lo has hecho —respondió Oerlikon—. Cuídate —le dijo con
un nudo en la garganta mientras contemplaba sus brillantes ojos verdes.
Enna mantuvo unos instantes la paternal mirada de su padre hasta que,
viendo que Loit se retorcía de inquietud, se alejó lentamente de los dos
hombres a los que más amaba en este mundo. Cuando se dirigían a la puerta
trasera de la posada, una enorme mano carnosa agarró a Loit por su hombro
izquierdo:
—Ten cuidado, mozalbete —dijo Haakoin con ojos vidriosos—. Ya
sabes lo que hacen los gronings con los traidores.
—No se preocupe, señor Haakoin —respondió Loit sorprendido y
emocionado—. No les daré el placer de capturarnos.
—Eso espero, pues mañana por la noche habrá mucha cerveza y comida
que servir. La celebración de la victoria durará hasta bien entrada la
madrugada, y… cuento contigo para ayudarme —dijo Haakoin.
—Puede contar conmigo —respondió satisfecho Loit—. Aquí estaré
puntual para ayudarle —y posadero y ayudante cruzaron una sonrisa.
—¡Adiós! —dijo Enna abriendo la puerta trasera de la posada—. ¡Que
Nerlinguia nos proteja! Mañana volveremos a vernos y brindaremos por la
victoria de nuestro ejército.
—¡Que Nerlinguia guíe vuestros pasos! —respondieron Kiril, Maikel,
Oerlikon y Haakoin.
Enna y Loit dirigieron una última mirada a los cuatro hombres antes de
que la puerta se cerrara tras ellos. Una enorme tristeza invadió la posada,
dejándolos cabizbajos y pensativos. Haakoin fue el primero en reponerse y
trató de animar a sus huéspedes:
—¡Vayamos al salón! —dijo con voz atronadora—. Tomaremos unas
jarras de cerveza a la salud de esos valientes. Y reservad para La Luna
Blanca y este posadero unas estrofas en las canciones que celebren la
primera victoria de los ejércitos del Rey Nerlingo en la reconquista de
Jactinia. La fama de mi negocio se extenderá hasta el último confín de
Tierra Conocida, y no habrá viajero que merodee por Mugaburgo que
pierda la ocasión de visitar mi posada. De esta manera compensaré con
cientos de monedas de oro el injusto trato al que me obligasteis a llegar,
saqueadores nerlingos, ¡ja, ja, ja!
—Valiente usurero estás hecho, Haakoin —rió Maikel—. Vamos, trae
esas cervezas antes de que te arrepientas de tu insólito acto de generosidad
—y todos rieron.

Loit dirigía a Enna con maestría a través de las callejuelas, cabañas y


establos, que emergían a su paso como fantasmagóricas siluetas envueltas
por las sombras nocturnas de Mugaburgo. No había rastro de la patrulla
groning, por lo que avanzaban con rapidez doblando continuamente hacia la
empalizada norte. El cielo también estaba envuelto bajo el oscuro manto de
negras y grises nubes. Solamente el titilar de las antorchas, ampliamente
espaciadas a lo largo de la empalizada, recortaba tenuemente las figuras de
Loit y Enna. Varios caballos relincharon al pasar ambos junto a uno de los
establos, y una vaca mugió contrariada al verse sobresaltada durante su
duermevela.
—Un par de establos más y habremos llegado —le susurró Loit a Enna
mientras avanzaba encorvado como una nerviosa ardilla.
Continuaron caminando por un estrecho callejón que discurría en
paralelo a la parte trasera de una cabaña abandonada que algunos de los
comerciantes de Mugaburgo utilizaban a modo de almacén de leña para el
invierno. Tras la cabaña apareció un desvencijado establo sin techo, en el
que dormitaban media docena de ovejas apretujadas unas contra otras. Los
animales no se inmutaron cuando Loit y Enna pasaron a su lado.
—Hemos llegado —dijo Loit deteniéndose—. Allí está mi madriguera
—señaló con el dedo pero Enna no alcanzó a ver nada.
Se encontraban en la última línea de edificaciones de la zona norte del
burgo. La empalizada se erguía cercana frente a ellos. La oscuridad era
total. La luz de la antorcha más próxima resplandecía cincuenta pasos a sus
espaldas oculta por la tejavana de uno de los establos. Loit husmeó los
alrededores como un sabueso. El camino estaba despejado.
—Escucha —le susurró a Enna—. Ahora correré hacia la empalizada.
Cuando llegue al túnel, silbaré para indicarte que no hay peligro. Entonces
corre hacia mi tan rápido como puedas. Una vez alcances mi posición, te
mostraré el túnel. Entrarás tú primera. No te asustes, no mide más de cuatro
pasos de longitud, aunque está oscuro, húmedo y embarrado. Si sientes que
te has quedado bloqueada, golpea tres veces con las punteras de tus zapatos
en el suelo. Te empujaré para que puedas alcanzar el otro lado. ¿Lo has
entendido? —le preguntó Loit.
—Sí —respondió Enna sorprendida por la desenvoltura del joven
aprendiz de posadero.
—Aguarda entonces mi señal —y sin más demora Loit abandonó veloz
su escondite.
En un abrir y cerrar de ojos alcanzó la empaliza; se quedó acurrucado
sobre ella, como una ardilla oculta al abrigo de la espesura del bosque. Tras
una tensa espera, Loit imitó el canto de un jilguero y, sin dudarlo, Enna
siguió decidida los pasos del joven ayudante de posadero.
—¡Vamos, por aquí! —le ordenó Loit a Enna mostrándole la angosta
entrada al túnel mientras ella jadeaba después de la veloz carrera que le
había conducido desde el establo.
Enna pudo adivinar en la oscuridad una pequeña abertura en la tierra,
cubierta por hierbajos y varias ramas secas.
—Ahora entiendo por qué lo llamabas tu madriguera —dijo Enna
contemplando con desconfianza la entrada.
—¡Vamos! ¡Entra adentro! —le apremió Loit—. Los gronings podrían
aparecer en cualquier momento.
Enna entró decidida al túnel. Apenas sus brazos y su cabeza hubieron
penetrado en él, sus hombros quedaron bloqueados. Rápidamente dio tres
golpes como Loit le había indicado, y éste le empujó por los pies. La tierra
estaba reblandecida por las lluvias de la pasada semana, y el empujón de
Loit fue suficiente para que la grácil Enna pudiera cruzar al otro lado de la
empalizada no sin ciertas dificultades.
—Ya estoy en el otro lado —le informó Enna.
Loit comprobó una vez más que no había ojos indiscretos por los
alrededores y, cuando estuvo seguro, se internó como un experto topo en el
túnel. Antes de que la nerlinga se diera cuenta ya se encontraba al otro lado
de la empalizada junto a ella.
—Ha sido más fácil de lo que esperaba —sonrió Enna.
—Ahora eres tú quien debe conducirnos al encuentro de los soldados —
dijo Loit.
—Se ocultan en los bosques, al pie de la cordillera —indicó Enna—.
Nos alejaremos de las empalizadas dirigiéndonos una milla hacia el norte
para después continuar hacia el este. Tus avispados ojos nos guiarán en la
oscuridad, ratón.
—Con gusto os obedeceré, mi dama —respondió sonriendo Loit—.
¡Seguidme! —y ambos se alejaron corriendo de la empaliza ocultos bajo el
bruno manto de la noche de Jactinia. Mugaburgo desaparecía lentamente a
sus espaldas mientras Enna y Loit corrían sin descanso campo a través en
busca del campamento aliado.

—¡Anders, Anders! —llamó uno de los centinelas en un alto susurro a


su compañero que, al igual que él, permanecía encaramado en lo alto de un
enorme y frondoso olmo—. Alguien se acerca. A unos treinta pasos al oeste
de tu posición.
—Sí, yo también lo veo —contestó en voz baja Anders—. Son dos y
caminan por el helechal. Klinat, avisaré a la guardia, aunque no parece que
se trate de gronings. Más parecen dos muchachos que huyan de Mugaburgo.
Anders armó su arco y lanzó una flecha silbadora a retaguardia, hacia la
posición que ocupaba la segunda línea de centinelas. Cuando oyeron cómo
la flecha silbaba al surcar el cielo y la vieron clavarse cerca de su posición,
el retén de guardia se movilizó con pasmosa celeridad y sigilosamente una
docena de hombres avanzaron hacia las posiciones que Klinat y Anders
ocupaban.
Loit y Enna seguían avanzando en dirección al bosque. Se trastabillaban
continuamente en la oscuridad, y ahora caminaban con dificultad a través
de los altos helechos que crecían por doquier en aquella pradera que parecía
no acabar nunca. Loit tropezó con una piedra y cayó ruidosamente al suelo,
gimiendo de dolor al golpearse en su caída con varias ramas que
anunciaban el lindero de una nueva y cerrada comunidad de árboles. Enna
se acercó a Loit y se arrodilló junto a él:
—¡Silencio! —le reprendió Enna—. Haces más ruido que un jabalí
herido. Si los centinelas nos descubren ahora, sus flechas acabarán con
nosotros antes de que puedan ver quiénes somos.
—Está bien, está bien —refunfuñó Loit ahogando sus gemidos mientras
trataba de mitigar el dolor de sus piernas con un rápido y enérgico masaje.
—Vamos Loit, presiento que estamos cerca del campamento —le animó
Enna, apoyando su mano en el hombro del muchacho.
Loit le sonrió y, tomando la mano que Enna le tendía, ambos se
incorporaron. Al levantarse sintieron que las sombras crecían a su
alrededor, velando las escasas luces que el apretado manto de nubes filtraba.
Cuando se pusieron en pie, comprendieron que aquellas sombras no
provenían ni del cielo ni de los árboles, sino de las fornidas siluetas de seis
soldados que los rodeaban apuntándoles con sus arcos, prestos para hacer
cantar su mortal sonata. Loit y Enna se apretaron, espalda contra espalda,
sorprendidos por la emboscada en la que habían caído.
—¡No temáis! —reaccionó rápidamente Enna apartando el miedo de su
lado—. ¡Soy Enna, hija de Oerlikon! ¡No somos espías gronings!
—¡No disparéis! —gritó también Loit saliendo de su aturdimiento—.
Traemos un mensaje de Oerlikon para los oficiales de vuestro ejército.
Durante unos interminables instantes un tenso silencio envolvió la
escena. Loit podía oír como las cuerdas de los arcos se tensaban y, no
queriendo presenciar su propia ejecución, cerró los ojos y se apretó contra
la espalda de Enna. Cuando todo parecía perdido, uno de los centinelas
reconoció a la prometida de Kiril.
—¡Es cierto! —exclamó el centinela—. ¡No disparéis! ¡Es Enna, la
primogénita de Oerlikon!
—¿Cómo puedes estar seguro de ello? —preguntó el que parecía ser el
jefe de la partida de centinelas.
El hombre bajó su arco y dejó de apuntar a la joven. Avanzó unos pasos
hacia ella y, después de mirarla a los ojos a través de aquella oscuridad,
inclinó ceremoniosamente su cabeza y dijo:
—Disculpad, mi señora. Me llamo Toilok, y como vos, soy miembro del
sexto clan. Pensábamos que erais espías gronings o algún grupo de
pendencieros fugitivos.
—No tienes por qué disculparte, Toilok —contestó Enna dando un paso
al frente—. Has cumplido con celo la tarea que te había sido encomendada.
Pero ahora —dijo mirando hacia el jefe del grupo—, debéis llevarme
inmediatamente ante Gródolas y los demás oficiales. Porto un importante
mensaje de mi padre. ¡Vamos! —les espetó—, no hay tiempo que perder.
—Así lo haremos, mi señora —respondió sorprendido el jefe del grupo,
y en columna de a dos partieron veloces al encuentro de los oficiales.

Aún no había amanecido en Mugaburgo cuando Kiril, Maikel y


Oerlikon deambulaban nerviosos por la planta inferior de La Luna Blanca
mientras Haakoin se afanaba en seguir su rutina diaria. Incluso a través del
poco expresivo rostro del orondo posadero se vislumbraba su preocupación
por la suerte de su joven ayudante. Trataban de aplacar sus temores con
unas tazas de leche recién ordeñada, acompañadas por unos trozos de pan
del día anterior que habían calentado en el fuego del hogar y que ahora
untaban con una aromática mermelada de frutas.
Las luces de la mañana comenzaban a colarse a través de las rendijas de
los contrafuertes de madera que cerraban las ventanas desde el exterior.
Haakoin caminó hacia la puerta principal y abrió la posada al público dando
una falsa sensación de normalidad. El posadero sabía que esa mañana
tampoco tendría huéspedes; bien diferente transcurriría la noche si el plan
que Oerlikon había trazado tuviera éxito. Más valía que así fuera, pues de
otra forma su cabeza colgaría de la soga del patíbulo junto con la de Olaf y
el resto de traidores a Zornik.
En cuanto Kiril y Maikel dieron cuenta del pan con mermelada,
comenzaron a caminar por la posada como ratas enjauladas. No pudiendo
aguantar por más tiempo aquel forzado cautiverio, decidieron salir a
caminar por las calles de Mugaburgo.
—No es prudente que abandonéis la posada —les aconsejó Oerlikon—.
Es mejor que los gronings se olviden de nosotros. Quien sabe qué espías de
Zornik acechan en el burgo.
—No nos meteremos en líos —respondió Maikel—. Sólo necesitamos
respirar aire fresco. La incertidumbre de la espera me está matando.
—Si permanezco un instante más encerrado en la posada mi cabeza
estallará —se justificó Kiril—. No dejo de pensar en Enna, y de si ella y
Loit se encuentran ahora sanos y salvos en el campamento de nuestro
ejército.
—Enna y Loit están a salvo, os lo aseguro —respondió Oerlikon—.
Pero está bien, quizás no os venga mal que el frescor de la mañana aclare
vuestras ideas. Cuidaos de acercaros a las patrullas gronings, pues alguno
de esos malditos podría reconoceros como nerlingos.
—Tomaremos todas las precauciones necesarias —respondió Maikel
dirigiéndose hacia la puerta—. Los gronings no repararán en nosotros —y
abrigándose con sus capas, ambos jóvenes abandonaron La Luna Blanca
mientras se cubrían con las capuchas.
El burgo amanecía tranquilo esa mañana a diferencia del trasiego y
bullicio que lo envolvía antes de la ocupación groning. Sin embargo, al
igual que Haakoin, el resto de posaderos y comerciantes llevaban a cabo su
rutina habitual, con la vaga esperanza de que algún día el burgo fronterizo
recuperase el bullicio de antaño.
Kiril y Maikel caminaron por la calle principal en dirección a la tienda
de Esmut. Apenas si se cruzaron con una docena de personas en su camino,
ninguna de las cuales pareció reparar en ellos. Divisaron al fondo de la calle
el portón del oeste, cerrado y trancado al igual que su gemelo del este.
—Mañana por la mañana los portones volverán a abrirse como símbolo
de la añorada libertad que regresa a Jactinia —pensó Kiril.
No tardaron en llegar a la tienda de Esmut, la cual acababa de abrir sus
puertas. Entraron adentro, donde encontraron al bueno del comerciante
ordenando unos sacos de frutos secos.
—Buenos días, Esmut —le saludó Kiril—. ¿Cómo va todo? ¿Hay
alguna novedad?
—Buenos días, amigos —les saludó sorprendido—. No deberíais estar
aquí. Arriesgáis mucho exponiéndoos a que los gronings os descubran.
—Eres casi tan miedoso como Oerlikon —dijo Maikel—. Si por él
fuera, estaríamos encerrados una semana en la posada de Haakoin.
—Miedoso no, solamente precavido —respondió Esmut—. Y también
os valdría a vosotros ser un poco menos inconscientes y algo más
prudentes.
—Tendremos en cuenta tu consejo —dijo Kiril.
—En respuesta a vuestras preguntas, no, no hay novedades —continuó
hablando Esmut—. Por desgracia para mi negocio, ningún viajero se ha
acercado en las dos últimas lunas al burgo. Es por ello que debéis ser
cautelosos, pues en estos días no abundan los forasteros en Mugaburgo. Los
gronings o cualquier colaboracionista podrían comenzar a sospechar si os
descubren merodeando aún por el burgo. Os ruego que volváis a La Luna
Blanca. Os prometo que me pasaré por allí después del mediodía y os
informaré de las últimas nuevas y movimientos de los gronings.
—Seguiremos tu consejo —le dijo Kiril mientras Maikel fruncía el ceño
—, y aguardaremos impacientes tu visita.
—Allí estaré —contestó Esmut—. Pero ahora marchaos, por favor —les
despidió.
Kiril y Maikel tuvieron que resignarse y obedecer al testarudo Esmut.
No podrían disfrutar del sol de aquella luminosa mañana ya que tendrían
que pasar todo el día enclaustrados en la posada de Haakoin, aguardando
impacientes hasta que llegase el atardecer para así poder abandonar su
encierro y acudir a presenciar la ejecución de Olaf.
Salieron de la tienda de Esmut y, tan pronto comenzaron a desandar sus
pasos en dirección a La Luna Blanca, escucharon una voz a sus espaldas:
—¡Forasteros! ¡Eh, forasteros! —les llamó una voz extrañamente
familiar. Kiril y Maikel se miraron con recelo y, girándose lentamente hacia
el lugar de donde provenía la voz, descubrieron al groning que les había
conducido a La Luna Blanca apoyado sobre una viga de madera del pórtico
de una casona cercana.
—¡Forasteros! —les gritó mientras elevaba sonriente un enorme vaso de
vino tinto—. ¡Acompañadme y bebamos juntos el vino de los malditos
bortigos! —y la lengua se le espesaba en la boca denotando un evidente
estado de embriaguez—. No podéis abandonar Mugaburgo sin probar el
único de sus placeres —y rió con voz ronca acompañado por otro groning.
—Maldita sea —farfulló Kiril—. Debimos haber hecho caso a las
advertencias de Oerlikon.
—Tenemos que deshacernos de él cuanto antes y regresar a la posada —
dijo Maikel.
Los dos alkos caminaron hacia la improvisada taberna en que habían
transformado la vieja casona con una forzada sonrisa en sus labios.
Intuyeron que hacía largo rato ambos gronings habían finalizado su turno de
guardia y ahora deambulaban por la calle principal, emborrachándose con el
vino más rancio que los posaderos de Mugaburgo les ofrecían.
—¡Tabernero! —gritó el otro groning cuando Kiril y Maikel llegaban a
su lado—. Trae dos vasos para los amigos forasteros de mi amigo, ¡ja, ja,
ja! —y él mismo se rió de su torpe juego de palabras—. Y de paso llena
nuestros vasos, ¡nos estamos quedando secos! ¡ja, ja, ja! —y ahora ambos
rieron con estridencia mientras los dos alkos permanecían callados.
No tardó en asomar por el pórtico un barbudo y alto tabernero con cara
de pocos amigos. Probablemente el hombre no cobraría una sola moneda de
oro por dar de beber a aquellos rufianes que vaciaban las reservas de vino
de su bodega. Kiril y Maikel agradecieron la invitación al posadero y éste
les devolvió el agradecimiento con una cómplice mirada. Si hubiera podido
habría degollado allí mismo a los dos gronings.
—Por lo que veo aún seguís en el burgo —preguntó el groning mientras
su compañero vaciaba de un solo trago el vaso que el tabernero acababa de
rellenarle—. ¿Qué es lo que os retiene en esta infesta pocilga de bortigos?
—Nuestra hermana se encuentra indispuesta —se apresuró a responder
Maikel—. Permaneceremos en Mugaburgo hasta que ella se recupere;
posiblemente mañana por la tarde podremos partir hacia Jactinia —y Kiril
le clavó una mirada asesina a Maikel que lo contemplaba extrañado.
—No sólo se trata de mi hermana —habló Kiril tratando de desviar la
conversación—. También queremos presenciar la ejecución de ese bandido
que nos asaltó cerca de las cuevas.
Pero ya era demasiado tarde, pues el groning sólo había escuchado las
palabras de Maikel. Kiril sabía que la mezcla del alcohol y el rumor de una
bella mujer sería una fatal combinación que despertaría los apetitos del
groning.
—Quiero presentar mis respetos a vuestra bella hermana —dijo el
groning—. En cierto modo me siento responsable de su seguridad mientras
permanezca en Mugaburgo, y creo que ella también estará encantada de
recibir mi visita —y guiñó burdamente un ojo a su compañero que a duras
penas mantenía el equilibrio apoyado en la otra columna del pórtico de
madera. ¿Neenna era su nombre?
—Naena —respondió secamente Kiril.
—Naena, su nombre suena como la lujuriosa llamada de una sirena —
dijo el groning, mientras Maikel detuvo a Kiril con su mirada, pues el Rey
Nerlingo a punto estuvo de abalanzarse contra el soldado—. Acompañadme
a la posada, ardo en deseos de ver nuevamente los verdes ojos de su
hermana y…
En ese momento el sonido de un cuerno reverberó en el portón este.
Voces y gritos se alzaron desde el extremo este de Mugaburgo y una
patrulla de veinte soldados corrió por la solitaria calle principal en dirección
al portón. Kiril y Maikel se miraron con el brillo de la esperanza
centelleando en sus ojos.
—Vamos, Klioren —dijo el groning a su compañero de borrachera—.
Tenemos que acudir a la llamada. Yo me uniré más tarde al grupo. Primero
visitaré a la bella hermana de estos dos forasteros. Si el oficial pregunta por
mi dile que el capitán me ha destinado al portón del oeste.
—De acuerdo —respondió Klioren balbuceando por los efectos del
vino.
—Te acompañaremos hasta La Luna Blanca —le dijo el groning—.
Vamos en la misma dirección —y echó a correr, recuperado de su ebrio
estado, bien por la llamada del cuerno o por la imaginaria llamada de su
bella sirena, mientras Kiril y Maikel le seguían de cerca y Klioren se
arrastraba tras ellos.
No tardaron en llegar a La Luna Blanca, donde pudieron contemplar
cómo el ajetreo de los gronings alrededor del portón del este aumentaba.
Observaron a un grupo de unos veinte jinetes apresurándose en formar para
abandonar rápidamente el burgo.
—¿Qué es lo que ocurre? —le preguntó Kiril al groning.
—No lo sé, pero sospecho que alguien ronda por el exterior de las
empalizadas —respondió el groning—. ¡Vamos Klioren! —gritó
volviéndose hacia atrás donde, a unos diez pasos, llegaba el groning
jadeando—. Entérate de qué es lo que está ocurriendo.
Klioren les adelantó corrió en dirección al portón. Allí se cruzó con una
pareja de centinelas que le informaron de lo que sucedía. Cansado por la
falta de sueño y el exceso de vino, volvió para dar las nuevas a su
compañero.
—Forajidos —exhaló la palabra con un apestoso aliento a alcohol—.
Merodean por el exterior del burgo. El capitán ha ordenado que salgan en su
persecución para darles caza.
—¡Fantástica noticia! —exclamó Kiril—. Apuesto dos monedas de oro
a que se trata de la partida de bandidos que nos asaltaron. Deberíais ir
prestos a reforzar la guardia de las empalizadas. Yo mismo presentaré
vuestros respetos a mi indispuesta hermana una vez se levante. No sería
propio de un caballero despertarla de su sueño reparador.
—Me uniré a la guardia de las empalizadas —dijo el groning—, pero
después de visitar a tu hermana. Deseo contemplar una vez más sus bellos
ojos verdes y su hermoso porte de doncella —afirmó testarudo—. ¡Corre a
las empalizadas! —le ordenó a Klioren—. Enseguida me reuniré contigo. Y
ahora, amigos forasteros, entremos en la posada. Ardo en deseos de saludar
a Naena.
Kiril y Maikel no tuvieron más remedio que acompañar al groning al
interior de La Luna Blanca. Cuando Oerlikon oyó el crujido de la puerta al
abrirse, se levantó de la mesa de la cocina donde charlaba con Haakoin y se
acercó hacia la entrada.
—Por Nerlinguia que tenía el corazón en un puño. Creía que los
gronings os habían descubierto. Habéis tardado más de… —y súbitamente
las palabras dejaron de brotar de su garganta al contemplar a Kiril y Maikel
acompañados por el groning, quien contemplaba a Oerlikon con ojos de
estupor tras escuchar lo que acababa de decir.
Todo se desató a una velocidad asombrosa. Antes de que el groning
pudiera gritar “¡Nerlingos!”, Maikel le golpeó por la espalda derribándole.
A pesar de quedar aturdido, el groning trató de revolverse contra ellos
empuñando una daga, pero antes de que pudiera atacarles, Kiril le clavó en
el pecho su cuchillo de caza. El groning se derrumbó y cayó de espaldas al
suelo con los ojos completamente abiertos, envueltos por un halo de
incredulidad y asombro. Para cuando Haakoin llegó desde la cocina atraído
por el ruido de la pelea, el groning yacía inerte en el suelo de la posada
mientras un charco de sangre crecía lentamente en derredor suyo.
—Hay que deshacerse cuanto antes del cuerpo y limpiar toda esta
sangre —dijo Oerlikon mientras las piernas de Haakoin temblaban como si
fuera un alfeñique al contemplar el cadáver del groning—. ¿Podemos
ocultarlo en algún establo cercano?
Haakoin seguía sin reaccionar, atónito ante la escena que sus ojos le
mostraban.
—Debemos ocultar el cuerpo cuanto antes —le dijo Maikel acercándose
al posadero al tiempo que le agarraba del hombro—. Necesitamos que tú
nos digas dónde.
—En mi establo… —respondió aún aturdido—. Al lado del abrevadero
hay una trampilla cubierta de paja que da a un pequeño foso. Suelo usarlo
para guardar algunos excedentes de la bodega.
—Eso nos valdrá —dijo Kiril—. Maikel y yo tomaremos unas sábanas
y envolveremos al groning. Tú y Oerlikon limpiad la sangre del suelo y
trancad por ahora la puerta de entrada hasta que hayamos terminado. No
creo que los gronings se acerquen por aquí, ocupados como están en
perseguir a los bandidos. Tu plan ha funcionado —le dijo sonriendo a
Oerlikon—. Enna y Loit pudieron entregar el mensaje a Gródolas.
Los cuatro se pusieron rápidamente manos a la obra para borrar
cualquier rastro de la presencia del groning en la posada. Kiril y Maikel
envolvieron el cadáver en las sábanas más viejas que Haakoin guardaba y,
con gran esfuerzo, levantaron pesadamente del suelo el cuerpo y lo
trasladaron sigilosamente al establo adyacente a la posada. El foso que
Haakoin les había indicado no era muy amplio, por lo que tuvieron que
emplearse a fondo para ocultar al groning en su interior. Si todo salía como
Oerlikon lo había planeado, no sería necesario ocultarlo allí más de una
noche. Esa misma luna Mugaburgo pasaría a manos de los capitanes de la
Alianza.

Olaf se sobresaltó al escuchar el sonido del cuerno de llamada. Se


incorporó en su mugrienta celda aferrándose a los barrotes. El cuerno
volvió a sonar apremiante, esta vez con más fuerza.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó a uno de los gronings que le
custodiaban.
—No lo sé, maldita rata —le respondió el groning—. Además, ¿qué te
importa a ti lo que ocurra ahí fuera? Esta noche estarás balanceándote con
tu cuello quebrado colgando de una áspera y dura soga, ¡ja, ja, ja!
—Quizás sean mis compañeros que acuden a rescatarme —le respondió
Olaf—. Entonces podría ser tu cuello el que esta noche cuelgue de la horca.
—¡Maldito rufián! —gritó el groning y, levantándose de la silla, golpeó
los barrotes de la celda con la empuñadura de su lanza justo un instante
después de que Olaf retirara sus manos—. Cierra tu maldita boca o te
ensartaré con esta lanza ahora mismo —el groning se dio la vuelta con sus
ojos enrojecidos de ira pero, inquieto por la sugerencia de Olaf, salió al
exterior de la casona que hacía las veces de prisión para averiguar que era
lo que ocurría en el burgo.
El gronin no tardó en regresar. Despreocupado, se sentó de nuevo en su
silla.
—¿No vas a dignarte a decirme qué ocurre? —le espetó Olaf.
El groning se levantó rápido como una serpiente y golpeó con su lanza a
Olaf en el estómago. El enjuto norteño se dobló por la cintura y, dolorido y
sin apenas poder respirar, cayó de rodillas al suelo mientras gemía de dolor.
—Tenías razón. Eran esos malditos rufianes a los que llamas amigos —
dijo el groning—. Un increíble ejército de una docena de tullidos forajidos.
¡Ja, ja, ja! Con suerte les daremos caza antes del ocaso para que puedan
hacerte compañía en el patíbulo. Estás de suerte, maldita rata; no te mataré
ahora. Te dejaré vivir para que puedas contemplar el terror y la muerte en
los ojos de tus compañeros cuando cuelguen sobre el vacío, solamente
aferrados a esta vida por una soga que acabará partiendo sus gaznates.
Olaf se retiró arrastrándose como un animal herido a un rincón de su
celda. A medida que recuperaba la respiración una sonrisa se fue dibujando
en su rostro. Sus amigos habían puesto en marcha el plan para su liberación.
Apoyó su espalda contra la pared y, cuando se hubo recuperado del brutal
golpe que el groning le había propinado, llamó susurrando a Lonar, su
compañero de prisión.
—Lonar, Lonar —dijo en un alto susurro.
Olaf escuchó a Lonar acercarse silenciosamente a la fina pared que
separaba ambas celdas.
—Estoy aquí, Olaf —respondió el bortigo al tiempo que se ocultaba
bajo las sombras de su celda.
—El plan de ataque a Mugaburgo ha comenzado —le confesó Olaf—.
Kiril y los otros han enviado un señuelo a los gronings. Intuyo que todo se
desatará en el momento en que vayamos a ser ejecutados.
—Espero que lleguen a tiempo para salvarnos —respondió Lonar—. No
me entusiasma la idea de acabar colgado en la horca como una marioneta
rota.
—Confía en ellos —le dijo Olaf—. Un ejército de más de mil hombres
aguarda en los bosques lindantes con Mugaburgo. Te prometo que esta
noche brindaremos con un buen vaso de vino y mañana nos ayudarás a
contactar con los rebeldes skelingos y lupenos. Tenemos que informarles de
lo que va a suceder y avisar a todos aquellos que estén dispuestos a hacer
frente a los gronings.
—Tan pronto los gronings sean derrotados en Mugaburgo la noticia
correrá como un río de lava por toda Jactinia —dijo Lonar—. Entonces será
el momento de anticipar nuestros movimientos a los aliados del resto de
burgos. Tendremos que actuar prestos y aprovechar el desconcierto inicial.
A medida que pase el tiempo, los gronings comenzarán a pensar con
claridad y volverán a ser peligrosos. Sus tropas esparcidas por toda Jactinia
superan en número a las vuestras. Será crucial no demorarnos en
Mugaburgo una vez haya caído. Vuestro ejército debería marchar raudo
sobre los burgos skelingos y llegar a Maraburgo antes de tres lunas. Allí las
guarniciones gronings no son numerosas, pues concentran el grueso de sus
tropas en los antiguos burgos nerlingos.
—Si conquistamos los burgos skelingos y Maraburgo, ¿aún faltarían
otros dos burgos lupenos si no me equivoco?
—En efecto. Igoroburgo y Ballinburgo. La suerte para nosotros es que
están ubicados al sur del Bosque Ranwuhan, más de cincuenta millas al
oeste del Bosque de Alkos. No había nada por allí que preocupase o
interesase a los gronings, por lo que únicamente establecieron una
compañía de diez soldados al mando de una suerte de alguacil que gobierna
los burgos bajo la supervisión de los oficiales de mayor rango ubicados en
los antiguos burgos nerlingos.
—Si la suerte y los dioses nos acompañan, en menos de tres semanas
Jactinia habrá retornado a las manos de sus legítimos dueños —dijo Olaf.
—¡Cerrad el pico, malditas ratas! —ladró enfurecido el groning—. ¡Es
que acaso os he dado permiso para parlotear como viejas chismosas! Y tú,
maldito traidor colaboracionista —le gritó a Lonar—. ¡Lárgate al otro
extremo de la celda! —y poniéndose en pie introdujo la empuñadura de su
lanza a través de los barrotes y golpeó a Lonar azuzándolo para que se
alejase de la pared que separaba su celda de la de Olaf.
Lonar se revolvió y corrió a gatas hasta el rincón más alejado para
ponerse a salvo de los golpes del carcelero.
—Os juro que si vuelvo a oíros cuchichear os enviaré a la horca con
vuestros estómagos vacíos —les amenazó dirigiéndoles una mirada preñada
de rabia y odio.
El groning pareció calmarse y, volviendo a su asiento de madera, se
estiró para acomodarse y tratar de volver a dormitar. Lonar lo miraba
también con odio y murmuró entre dientes:
—La suerte y los dioses nos acompañarán, y nuestra fortuna será tu
ruina y la de vuestro abominable rey —sentenció el bortigo.
Si las horas discurrieron lentas durante las jornadas anteriores, ese día
parecía que el tiempo se hubiese detenido. Kiril, Maikel, Oerlikon y
Haakoin tenían el corazón en un puño, aguardando con inquietud la visita
de la patrulla groning para detenerlos por el asesinato de uno de sus
soldados. Poco a poco fueron serenándose, casi al mismo tiempo que
cesaron los reproches de Oerlikon a los dos imprudentes jóvenes. Gracias a
que Enna y Loit habían logrado llevar el mensaje al ejército aliado, el
señuelo había mantenido ocupados a los gronings durante toda la mañana,
por lo que no repararon en la desaparición de uno de sus soldados. Quizás
pensaron que habría partido a dar caza a los ladrones o que estaba de
guardia en el otro extremo del burgo. Además, las confusas explicaciones
que ofrecería su ebrio compañero no tendrían mucha credibilidad cuando su
apestoso aliento a vino barato abofetease la cara del oficial de guardia.

Klinat y Anders acechaban agazapados tras los árboles que lindaban con
el frondoso helechal donde descubrieron a Enna y Loit la pasada luna. Era
más del mediodía y, según lo planeado, los soldados atraerían a los gronings
hacia su posición después de obligarles a perseguirlos al sureste de
Mugaburgo. Una vez los centinelas diesen la señal, el señuelo los
conduciría al interior del bosque, donde más de sesenta arqueros les
aguardaban para abatirlos.
El objetivo no se hizo esperar y a lo lejos, a menos de media milla de su
posición, Anders divisó al grupo de aliados perseguidos a cierta distancia
por los gronings.
—¡Los he visto! —exclamó—. ¡Mira, Klinat!, al frente, están llegado al
gran helechal.
—¡Yo también los veo! —respondió alborozado Klinat—. He de avisar
a los arqueros.
—¡Vamos, apresúrate! —le ordenó Anders mientras Klinat ya se
descolgaba del árbol y corría en dirección a dónde permanecían apostados
los arqueros. Interrumpió dos veces su carrera para silbar la señal acordada,
no fuera que su impaciencia le llevara a acabar ensartado por flechas
amigas.
En cuanto escucharon la señal, los arqueros tomaron una flecha de sus
carcajes. Los arcos se tensaron prestos a cantar su mortal sonata. Klinat
llegó exhausto a la posición de los arqueros e informó al oficial.
—Veinte, no más de treinta jinetes… —explicó entre jadeos—. Están
muy cerca… —y apenas terminó Klinat de hablar, cuando un creciente eco
de cascos comenzó a elevarse al oeste de su posición.
—¡Vamos, ocúltate tras esos matorrales! —le ordenó uno de los
arqueros—. Y no te asomes si no quieres que ensartemos una flecha en tu
cabeza como si fuera una calabaza —y el arquero sonrió, pero Klinat
prefirió seguir su consejo, pues no quería pararse a comprobar si aquel
hombre le estaba gastando una broma.
El grupo que Gródolas había enviado para tentar a los gronings a modo
de señuelo irrumpió en el helechal cruzándolo velozmente para internarse
en la floresta. Los gronings los seguían de cerca pese a que los aliados
habían apretado el galope de sus caballos sabedores de que se encontraban
muy cerca del lugar fijado para la emboscada. Cruzaron sin detenerse a
galope tendido por el corredor que flanqueaban los arqueros, mientras éstos
tensaban todos los músculos de sus brazos para lanzar con certera precisión
las saetas que acabarían con los gronings. Los perseguidores irrumpieron al
cabo de unos instantes en el bosque, y el estruendoso ruido de los cascos de
sus corceles se fundió súbitamente con el agudo silbido de docenas de
flechas que brotaron desde la espesura para ahogar hasta el último de los
sonidos del bosque. Sólo el atemorizado relincho de los caballos y los
agonizantes estertores de los gronings rompieron la mortal quietud que los
arqueros de la Alianza habían sembrado en la floresta.
—Calmad y recoged a los caballos —ordenó Gródolas surgiendo de
entre los árboles con la estampa de un gran guerrero—. Ocultad los cuerpos
de los muertos en el bosque y despojadlos de sus vestiduras. Enseguida
partiremos hacia Mugaburgo —y contemplando los cuerpos inertes de la
partida groning, se dirigió caminando lentamente hacia el campamento.

El temido y anhelado ocaso se acercaba perezoso a Jactinia. Los


gronings acababan de atar las dos sogas al tablón superior del patíbulo y
acercaban ahora dos escaleras de madera de cinco peldaños con un pequeño
saliente en su parte superior. El verdugo comprobaba, tironeando de ambas
sogas, que estuvieran bien amarradas al patíbulo.
Mientras, en el interior de la prisión, Olaf y Lonar degustaban la que
sería su última cena por cortesía de sus captores. Un cuenco de carne de
cerdo recalentada y un vaso de vino tinto serían los últimos manjares que
probarían antes de abandonar este mundo.
—Deberíais estar agradecidos —les dijo el groning—. En estos tiempos
de escasez bien os podríamos enviar hambrientos al encuentro de la muerte
—y se carcajeó burdamente del destino al que ambos presos estaban
abocados.
Olaf y Lonar aguardaban resignados su cita con el jinete sin rostro. Su
destino estaba ahora en manos de sus amigos.

Cuando las primeras sombras comenzaron a deslizarse por las altas


cumbres de la Iugur-András, los gronings abrieron las cancelas de las celdas
de los dos condenados. Ataron a Lonar ambas manos a la espalda con una
gruesa cuerda, mientras Olaf quedó libre de ataduras; aún llevaba un brazo
en cabestrillo y, viendo el tamaño del enjuto norteño, los gronings
consideraron que no representaba mayor amenaza que una gallina coja.
En la calle principal de Mugaburgo, apenas si una docena de personas
caminaban en dirección al patíbulo situado cerca del portón del este.
Cuando Olaf y Lonar abandonaron la improvisada prisión custodiados por
cuatro gronings, Kiril, Maikel y Oerlikon ya aguardaban frente al patíbulo,
simulando una falsa ansiedad por presenciar el ajusticiamiento de ambos
reos. Cuando Olaf pasó a su altura, Maikel le escupió a los pies y Oerlikon
clamó nuevamente justicia para saldar el agravio sufrido a manos de aquel
bandido. Los habitantes de Mugaburgo que se habían acercado a
contemplar la ejecución permanecían callados y expectantes. Si se
alegraban por las ejecuciones o, por el contrario, simpatizaban con los
condenados, sus rostros no dejaban entreverlo. Haakoin y Esmut,
aconsejados por Oerlikon, permanecieron recluidos en sus establecimientos.
No quería que ambos corriesen ningún riesgo en caso de que el plan trazado
para liberar a Olaf y Mugaburgo no tuviera éxito.
Los gronings condujeron a Olaf y Lonar ante el verdugo, quien colocó
una capucha sobre sus cabezas para evitar que los allí presentes
contemplaran durante la ejecución los rostros de los condenados crispados
de dolor y deformados por el ahorcamiento.
Maikel comenzó a impacientarse al ver cómo los preparativos
avanzaban y aún las tropas aliadas no habían hecho acto de presencia.
—Si nuestros hombres no aparecen tendremos que intervenir —dijo
nervioso el hijo de Torilo.
—Aún nos queda tiempo —respondió Oerlikon tratando de
tranquilizarle—. Según me explicó Haakoin, antes de comenzar la
ejecución el Senescal de Mugaburgo pronunciará unas palabras.
—Todavía no ha llegado —añadió Kiril—. Pero creo que se acerca.
Mirad al final de la calle.
El Senescal se acercaba caminando con paso lento y gesto cansado,
flanqueado por dos de los soldados del retén de guardia. La calle estaba
desierta a su paso y sólo la furtiva mirada de algún comerciante desde el
interior de su establecimiento alteraba la quietud del atardecer. Justamente
cuando el Senescal dejaba atrás La Luna Blanca, un cuerno de llamada
interrumpió aquella escena.
—¡Los soldados han dado caza a los bandidos! —anunció un vigía
desde el puesto exterior de guardia del portón del este—. ¡Abrid el portón!
—¡Fantástico! —exclamó complacido el Senescal—. Parece que hoy
celebraremos un vistoso ajusticiamiento. Quizás no tengamos suficiente con
ese pequeño patíbulo. ¡Ja, ja, ja! —y los dos gronings que le acompañaban
corearon su carcajada.
—Preparaos —fue por el contrario la escueta frase que pronunció en
voz baja Oerlikon.
Los gronings desatrancaron el portón y lo abrieron de par en par,
burlándose de los bandidos que sus compañeros habían apresado y que
ahora correrían la misma suerte que Olaf y Lonar. El Senescal acababa de
llegar al patíbulo y, viendo que el trabajo se le acumulaba, ordenó al
verdugo que procediera a ajusticiar a Olaf. Sin embargo lo que sucedió no
fue lo que los gronings esperaban.
Cuando los falsos gronings se aseguraron que el portón del este se había
abierto de par en par, fustigaron a sus caballos y entraron al galope en
Mugaburgo. Los supuestos bandidos se desprendieron de las cuerdas que
les maniataban y atacaron a la guardia del exterior. La confusión se apoderó
de la zona este del burgo y rápidamente los efectivos gronings fueron
diezmados.
La carga de la caballería del ejército comandado por Gródolas a través
de las desiertas calles de Mugaburgo, fue el preludio para que un torrente de
jinetes e infantes invadieran la ciudad fronteriza y los campos que la
circundaban. Los gronings que descansaban en sus barracones se vieron
sorprendidos por aquella marea humana y, sin apenas tiempo para
reaccionar, tuvieron que enfrentarse en un mortal cuerpo a cuerpo con los
invasores. La lucha era desigual y, a pesar de que los gronings se
defendieron con fiereza, la superioridad numérica de los hombres de Kiril
decantó rápidamente la contienda a su favor. Tras los infantes los arqueros
tomaron posiciones y, con su constante martilleo en forma de andanadas de
saetas, debilitaron paulatinamente a las fuerzas gronings.
En el patíbulo, el verdugo siguió al pie de la letra las órdenes del
Senescal y subió a Olaf por la escalera hasta llegar al último peldaño.
Cuando intentaba colocarle la soga alrededor del cuello, Kiril lanzó su
cuchillo de caza al verdugo, clavándoselo en el pecho. El verdugo
contempló con ojos de terror y asombro cómo la sangre brotaba de su pecho
y, en un último gesto de rabia y maldad, dio una patada a Olaf, empujándolo
al vacío. El cuerpo del norteño se tambaleó y se tensó, solamente aferrado a
la vida por una cuerda que, traicionera, le conduciría a la muerte. Maikel y
Oerlikon se encararon al Senescal y a los soldados que le acompañaban,
mientras Kiril sorteó la embestida de otro groning al que dio muerte con
una certera estocada de Darbrethil. Rápidamente un grupo de soldados
aliados se unieron a la lucha de Maikel y Oerlikon, y fue entonces cuando
por fin Kiril tuvo el camino despejado para liberar a Olaf.
De un salto se encaramó al último de los peldaños de la escalera y cortó
la soga que mantenía a Olaf prendido del patíbulo. El norteño cayó
violentamente al suelo gritando de dolor al torcerse un tobillo. Mientras
tanto Lonar permanecía acurrucado con la espalda apoyada en la pared de
una vieja casona, intentando zafarse sin suerte de la capucha y las cuerdas
que le cegaban y maniataban. Para entonces Maikel y Oerlikon se habían
desecho del Senescal y de los gronings con la ayuda de los soldados de la
Alianza, quienes ahora continuaban avanzando hacia el otro extremo del
burgo para tomarlo definitivamente.
—¿Cómo te encuentras, Olaf? —le preguntó Kiril al norteño una vez le
hubo quitado la capucha que cubría su cabeza.
—Dolorido y magullado —respondió el espíritu errante—. Mi
garganta… —gimió acariciándose el cuello—. No sé si podré cenar algo
esta noche —se lamentó.
—Alégrate por seguir vivo —dijo Maikel acercándose al norteño—. Por
unos instantes pensé que tu gaznate se partía en dos. El verdugo quiso
llevarte con él en su agonía de muerte. Esos malditos gronings se
adelantaron a nuestro ejército.
—Desatad al pobre Lonar —dijo Olaf agarrándose ahora su maltrecho
tobillo—. Esta noche os dará una valiosa información.
—Quizás deberíamos dejarte con Haakoin en La Luna Blanca y
llevarnos a Lonar como explorador. Con tu brazo roto y tu tobillo
accidentado no serás más que un lastre que retrasará nuestra marcha —rió
Maikel.
—Maldita sea, no deseo que tu cabeza cuelgue de la horca, pero no te
vendría mal un buen escarmiento, grandullón nerlingo —gruñó enfadado el
norteño.
—Cálmate, Olaf —le dijo Oerlikon mientras ayudaba a Lonar a
liberarse—. Te llevaremos a la posada de Haakoin y allí te vendaré tu
maltrecho tobillo. Si sigues mis consejos, en menos de treinta lunas podrás
corretear por las llanuras de Jactinia.
En ese momento aparecieron Enna y Loit montados a lomos de un
caballo. Enna bajó del animal y corrió a abrazar a Kiril.
—¡Estás viva! —exclamó Kiril aliviado y exultante de alegría mientras
besaba a su prometida—. Bendita sea Nerlinguia por velar por vosotros —y
estiró su mano para alborotar el pelo del joven Loit—. Veo que te has
comportado como un fiel y valiente escudero —y el aprendiz de posadero
se hinchó como un pavo real.
—Yo también me alegro de que estéis sanos y salvos —dijo Oerlikon—,
y esta noche habrá tiempo para celebrar tan alegre reencuentro. Mas ahora
Maikel y tú debéis dirigiros al extremo oeste del burgo. Gródolas os
necesitará a su lado para terminar esta batalla. Tu sola presencia será un
acicate para que nuestros hombres logren la victoria.
—De acuerdo —respondió Kiril—. ¡Vamos, Maikel! —le dijo al alko y
ambos corrieron calle abajo hacia el portón del oeste.
La batalla concluyó antes de que la noche se cerrase sobre Mugaburgo.
Decenas de gronings yacían abatidos en las proximidades de ambos
portones junto a soldados de la Alianza. Los habitantes de Mugaburgo
salieron a la calle con la felicidad reflejada en sus rostros, una felicidad que
había desaparecido de aquellas tierras cuando los gronings invadieron
meses atrás el burgo fronterizo.
Cerca del portón del oeste varios soldados acudieron agitados ante Kiril:
—Mi señor, media docena de gronings han logrado escapar —le dijeron
nerviosos—. Ordene su persecución y saldremos tras ellos para darles caza.
—No —respondió tajante Kiril—. Dejad que huyan. Tarde o temprano
Zornik habrá de saber de nuestra presencia en Jactinia y es mejor que lo
averigüe viendo el terror reflejado en el rostro de sus lacayos. Que el
nombre de Therliangator brote de sus bocas como un hálito mortal, como la
negra premonición del fin de su reinado de oscuridad —y los soldados
asintieron vitoreando el nombre de su capitán.
Aquella fue la noche más larga y festiva desde hacía muchos inviernos
en Mugaburgo. Los portones fueron nuevamente abiertos y el burgo fue
declarado un enclave libre de la tiranía groning. Kiril y sus hombres
celebraron por todo lo alto su primera victoria en la que llamaron la
Campaña de la Reconquista de Jactinia. Éste sería el primer paso que les
conduciría en fechas no muy lejanas a liberar su antiguo hogar, Lothikaton
y los cinco burgos nerlingos, para emprender la última etapa de su épica
aventura, la travesía hacia Groningburgo.
LÁGRIMAS DE ARENA

H abían transcurrido más de veinte lunas desde que las tropas del
príncipe Ilanit partieron de Saimán. Su anciano padre, el Rey Naveen,
lo había despedido con lágrimas en los ojos, rezando a los dioses del
desierto para que su hijo regresase sano y salvo al palacio real. Aunque a
decir verdad, más que en los dioses confiaba en el fiel Senthilkumar, el
bravo capitán de sus ejércitos, a quien consideraba como un hijo a pesar de
que la sangre de la estirpe real no corriera por sus venas.
El Rey temía no volver a ver a su primogénito, pues conocía el peligro
al que Ilanit debería hacer frente. Muchos inviernos atrás, los bárbaros
gronings trataron de conquistar el reino de Margalath que se extendía más al
sur del Oasis del Oeste, cuando todavía la dinastía Trodmelgin reinaba en
Groningburgo. Eran los tiempos en los que el bisabuelo de Ilanit, Sahid el
Grande, dirigía los designios de su pueblo. En aquella ocasión, el ardiente
sol y la Barrera de Dunas lograron frenar la embestida de las legiones
gronings, pero el hoy extinto reino de Margalath tuvo que pagar un terrible
precio en forma de vidas para preservar su libertad, que en las décadas
venideras lo condujeron a su ocaso y definitiva desaparición. Pero ahora el
príncipe Ilanit lucharía más allá de las doradas y bermejas arenas del
Desierto Rojo, en una tierra hostil donde un velo gris amortajaba el cielo
cubriendo de una siniestra penumbra las regiones centrales de Tierra
Conocida. Zornik se aprestaba a consumar el golpe definitivo al mundo de
los hombres y, en esa funesta hora, su bien amado hijo Ilanit acudía en
socorro de un rey sin reino, en ayuda del Rey Nerlingo.
La salud del anciano Rey Naveen comenzaba a resquebrajarse como el
hielo bajo el sol del equinoccio. Con gran pesar para el príncipe Ilanit,
partió de Saimán para cumplir la promesa que hizo en Rangalpur al bueno
del capitán Falk. Se prometió que regresaría al reino de Saralamath antes de
que finalizase el invierno y así poder compartir, en la primavera del nuevo
mundo, el final del otoño en la vida de su padre.
Encomendó el cuidado de su anciano padre a su hermano Iltaniel, un
impulsivo joven de diecisiete años, a quien su sed de aventuras le hubiera
llevado a acompañar a Ilanit hasta el fin del mundo. El joven Iltaniel acató a
regañadientes las órdenes de su hermano mayor, accediendo a cuidar en
ausencia de Ilanit, de su padre y del reino de Saralamath.
Finalmente, una hueste de más de dos mil quinientos soldados partieron
hacia Jactinia a las órdenes del príncipe Ilanit. Su primer objetivo sería
Maraburgo, el cual, aunque más alejado de su territorio, se encontraba a
medio camino entre las capitales nerlingas y skelingas, una isla solitaria en
las grandiosas praderas de Jactinia. De esta manera, previendo que el
ejército de Kiril irrumpiría por el este desde Mugaburgo hacia territorio
skelingo, el ataque aliado formaría una cuña que penetraría imparable en el
corazón de Jactinia.
El ejército de Saralamath siempre se había distinguido por su temible
caballería; cientos de cuadrigas convertían a su infantería a caballo en una
mortal y devastadora horda. Serían el complemento perfecto para las
compañías de arqueros e infantería de a pie que componían el grueso de las
tropas de Kiril.
Avanzaron a ritmo lento pero constante a través del Desierto Rojo hasta
alcanzar la Barrera de Dunas. Jinetes y bestias debían llegar frescos a la
batalla y ambos recibían los mismos cuidados y atenciones. La canícula
reinaba durante el día, pero durante la madrugada, un frío helador que
parecía traído del mismísimo Mar de los Vientos, vagaba azotando sin
piedad las infinitas arenas del desierto.
Todas las noches antes de acostarse, el príncipe Ilanit gustaba de
sentarse fuera de su tienda a contemplar las luces del firmamento; decenas
de miles de estrellas que, con su titilante fulgor, adornaban la inmaculada
noche del desierto. No había nube, bruma o neblina que se atreviese a
profanar la infinita cúpula del cosmos que Ilanit observaba extasiado
durante largas horas.
Cuando el príncipe Ilanit y Senthilkumar hollaron la Barrera de Dunas,
algo muy dentro de sus corazones se estremeció. Quizá fuera porque por
primera vez tomaban conciencia de la misión en la que se habían
embarcado o quizá por su amor incondicional y apego a aquellas áridas y
ardientes tierras bañadas de arena. Mas fuera lo que fuese, sintieron que
desempeñarían un crucial papel en la tragedia en la que se había convertido
el devenir del fututo cercano al que se enfrentaba Tierra Conocida.
Contemplaron por última vez desde lo más alto de las cambiantes
atalayas que formaban la Barrera de Dunas, las eviternas arenas abrasadas
por los rayos del sol sureño, un infinito campo de ascuas bermejas. Las
arenas en las que habían nacido y vivido, las arenas de vida y de muerte, las
arenas del rojo sin fin. Después miraron al frente y un universo de tonos
verdes y ocres se abrió ante sus ojos, un mundo al que ellos no pertenecían,
pero al que acudían prestos ante su desesperada llamada de auxilio. Y a lo
lejos, tan lejos como ellos se sentían ahora de su hogar, los negros vapores
fruto del maligno hechizo de la lamia Urkha les daban la bienvenida a la
oscuridad con la que el rey brujo pretendía cubrir hasta el último confín de
Tierra Conocida. Ilanit espoleó a su caballo y Senthilkumar arengó a sus
hombres, y así fue como el ejército de Saralamath, a pesar de las dudas y la
congoja que embargaba a sus capitanes, se despidió de sus amadas tierras
para adentrarse en los dominios del diabólico Zornik.
Los ecos de la reconquista de Mugaburgo a manos de un ejército
rebelde llegado desde el este y comandado por Therliangator, el gran
guerrero que había derrotado a las legiones gronings en las regiones
orientales, se había extendido como un reguero de pólvora por toda Jactinia.
Los soldados gronings que lograron huir durante la batalla cabalgaron sin
descanso noche y día hasta alcanzar Bortiburgo. Allí informaron de lo
sucedido a Lunden, capitán y Senescal del burgo, quien recibió
conmocionado la noticia. Como si repentinamente hubiera contraído una
mortal enfermedad, su rostro se tornó macilento al tiempo que un sudor frío
recorría su espalda. Inmediatamente envió un mensajero a Lothikaton,
quien entregaría como pájaro de mal agüero las nefastas nuevas al Mariscal
Burkelen. En menos de tres lunas Zornik conocería el avance del Rey
Nerlingo a través de los territorios ocupados.
Tras festejar brevemente la victoria lograda en la ciudad fronteriza, a la
mañana siguiente Kiril, Enna, Maikel y los demás capitanes departieron
animados junto a Lonar, quien les informó de la pequeña red de
colaboradores que había tejido entre los burgos vecinos. En Skeldonburgo
disponía de un grupo de comerciantes con los que compartía información
sobre las tropas gronings y otros grupos subversivos que se oponían al
invasor, mientras que en Skiroburgo y Skoroburgo varios pastores y
ganaderos apoyaban al núcleo rebelde que se concentraba en Skeldonburgo.
También disponía de fieles contactos en Maraburgo, no tanto así en
Igoroburgo y Ballinburgo, desde donde muy de vez en cuando recibía
alguna nueva. Aquellos burgos situados al oeste de Jactinia, casi en el linde
con las regiones occidentales, no habían sufrido los padecimientos de la
invasión groning, pues únicamente habían visto sustituida la autoridad que
los regía durante una forzada pero pacífica transición. Fue por ello que la
población optó por someterse a los gronings y continuar con sus vidas como
si nada hubiera sucedido. Kiril interrogó a Lonar acerca de Bortiburgo, pero
éste le respondió que no disponía en él de ningún contacto. Tras los burgos
nerlingos, Bortiburgo fue la ciudad más castigada por la ocupación groning.
Lonar le relató el hostigamiento que sufrieron las tropas gronings por un
grupo de rebeldes que se ocultaba en Bosque Verde. Sin embargo, tras unos
meses de escaramuzas, los rebeldes huyeron o cayeron abatidos por las
espadas gronings. Como escarmiento a cualquiera que osase volver a
levantarse contra los gronings, llegaron a oídos de Lonar noticias sobre el
envío de doscientos bortigos al Valle de los Elothas, condenados a trabajar
como esclavos en las minas de oro hasta el día en que la muerte acudiese a
su encuentro. Kiril y Maikel pensaron preocupados en la suerte que habrían
podido correr Perlivarce y su esposa Milla, quien además se encontraba en
estado de buena esperanza. Rezaron a Nerlinguia porque ambos no
formasen parte de los doscientos deportados al Valle de los Elothas.

Therliangator había enviado una avanzadilla de una docena de


exploradores hacia territorio skelingo. Mientras el grueso de su ejército se
acercaba lentamente hacia Skiroburgo, Kiril quería confirmar la
información que Lonar le había facilitado acerca de las tropas destacadas en
cada uno de los burgos. Olaf, todavía con su brazo en cabestrillo, había
logrado convencer a los capitanes para que le dejaran acompañarles al
frente aunque, mermado en sus facultades, apenas si podía montar a caballo
y dar órdenes a los exploradores que estaban bajo su mando.
Cuando se encontraban a unas diez leguas de Skiroburgo, los
exploradores que viajaban a vanguardia dieron la voz de alarma:
—¡Se acerca un jinete a lo lejos! —gritó uno de los centinelas—.
¡Cabalga veloz cruzando el valle en dirección a nosotros!
Kiril ordenó dividirse a sus tropas, separándolas en dos grandes grupos
que se ocultaron a ambos lados de la ancha senda que conducía desde
Mugaburgo hasta territorio skelingo. Más que una senda, una enorme y
zigzagueante pradera flanqueada a ambos lados por dispersas comunidades
de fresnos y hayas. El otoño comenzaba a visitar las regiones centrales de
Tierra Conocida, tiñendo de tonalidades amarillas, ocres y rojizas las copas
de los árboles y cubriendo con una incipiente alfombra de hojas los campos
y praderas. La floresta comenzaba a ralear, por lo que aunque los hombres
se ocultaron en ella, unos ojos avezados como los de Oyvind se hubieran
percatado de la presencia de los soldados de la Alianza.
El jinete cabalgaba a galope tendido y rápidamente alcanzó la posición
en la que se ocultaban los centinelas. Absorto en su misión, no se percató de
la presencia de los soldados y pasó a su altura sin reparar en ellos. Fue
entonces cuando de entre los árboles surgieron tres alkos del sexto clan
lanzando sus boleadoras hacia las patas del desbocado corcel. Dos de ellas
dieron en el blanco, obligando al caballo a doblar sus patas delanteras,
derribando a bestia y montura. El jinete rodó por el suelo, pero se incorporó
ágilmente con gesto sorprendido. Una docena de arqueros salieron entonces
de entre los árboles mientras le apuntaban con sus flechas.
—¡Detente! —le gritó uno de los alkos—. ¡No des un paso más o te
atravesaremos con nuestras flechas!
El jinete desenvainó su espada y la depositó lentamente en el suelo.
Después levantó las manos y habló:
—¡No me hagáis daño! —dijo—. ¡Soy un pobre comerciante que se
dirige a Mugaburgo!
Los tres alkos que habían lanzado las boleadoras se acercaron con
precaución hacia el hombre, seguidos a unos veinte pasos por los arqueros.
—¿Qué menester es el que tanto te apremia? —preguntó nuevamente el
alko—. No creo que el género con el que vayas a comerciar en Mugaburgo
te reclame allí con tanta premura. Si sigues galopando de esa manera
acabarás matando a tu caballo y estoy seguro que ese no sería un buen
negocio para ti.
El hombre contemplaba absorto a los alkos y a los arqueros. No se
trataban de soldados gronings, ni tampoco parecían renegados al servicio de
Zornik, ni mucho menos salteadores de caminos.
—¿Quiénes sois y de dónde salís? —les inquirió el jinete.
—Somos nosotros los que hacemos las preguntas —respondió el alko
—. ¿Por qué galopabas con tanta prisa hacia Mugaburgo?
El jinete recorrió con su mirada las arboledas cercanas. Sentía que
cientos de ojos se clavaban en él, pero no adivinaba a ver aquellos rostros
que le escrutaban. Sin embargo pudo distinguir, tras los arqueros que lo
seguían apuntando, el reflejo centelleante de los rayos del sol sobre el acero
desnudo de varios de los soldados de la Alianza. En ese instante, su rostro
mudó a una expresión que denotaba la luz de una renacida esperanza.
—Entonces los rumores eran ciertos… —balbuceó—. Un gran ejército
avanza desde el este para liberar a Jactinia del yugo groning. Vosotros
acudís en nuestra ayuda… sois nuestros salvadores…
A través de los árboles que conformaban la floresta, Kiril y los
capitanes observaban al jinete. Olaf y Lonar se encontraban a su derecha. El
bortigo susurró a Olaf:
—La figura de ese hombre me resulta conocida —dijo—. Juraría que…
¡hummm!, no estoy seguro.
—¿De quién sospechas podría tratarse? —le preguntó Olaf.
—Podría ser… pero no estoy seguro —dudaba Lonar—. Quizás un
skelingo, uno de mis contactos…
Y arriesgándose a equivocarse, Lonar llamó al jinete oculto tras la
arboleda.
—¿Sven…? ¡Sventegard! —gritó.
Rápidamente el jinete se volvió hacia los árboles y sorprendido
exclamó:
—¿Quién me llama? ¿Quién de entre vosotros conoce mi nombre?
Lonar se volvió hacia Kiril y los soldados que le acompañaban, quienes
le miraban sin comprender nada.
—Es un amigo, uno de los nuestros —dijo Lonar nervioso—. Se trata
de Sventegard, mi contacto en Skiroburgo. Algo trascendental ha debido
suceder para que cabalgue hacia Mugaburgo arriesgando su vida.
—Lonar y Olaf, acompañadme —ordenó Kiril, quien abandonando la
protección del bosque avanzó montado sobre su caballo hacia Sventegard.
A pesar de no haber sido invitados, su amada Enna y su inseparable
Maikel avanzaron prestos tras los pasos de Kiril.
A medida que se acercaban a los arqueros, quienes aún mantenían su
gesto amenazante sobre el jinete, las sospechas de Lonar se confirmaron:
ciertamente se trataba de su amigo Sventegard.
—¡Bajad vuestros arcos! —gritó Lonar a los arqueros—. Es uno de los
nuestros —y diciendo esto, espoleó a su caballo hasta detenerlo
bruscamente frente al skelingo. Lonar bajó de su montura y se abrazó
efusivamente a su amigo.
—¡Sventegard, amigo mío! —dijo emocionado—. Hacía casi un
invierno que no nos habíamos visto.
—¡Es cierto! —respondió el skelingo mientras recapacitaba sobre las
palabras de Lonar—. Desde aquel maldito día en que los gronings
invadieron Jactinia. En verdad parece que hubiera transcurrido una
eternidad —y miró con gesto apesadumbrado a su amigo bortigo, mientras
Kiril, Enna, Maikel y Olaf los contemplaban.
Kiril hizo una señal a sus hombres y, los tres alkos y los arqueros,
depusieron su actitud y fueron a formar a las compañías en las que estaban
encuadrados.
—¿Por qué galopabas como alma que lleva el diablo hacia Mugaburgo?
—preguntó Lonar—. Si mal no recuerdo no disponías de ningún
salvoconducto para poder viajar hacia el este. ¿Qué te ha llevado a arriesgar
tu vida? Los gronings no hubieran dudado en apresarte y deportarte a las
minas de oro o incluso matarte.
—Se han ido —respondió Sventegard atropelladamente—. Los
gronings se han retirado a Lothikaton. Han llegado a un acuerdo con los
hombres del desierto. Ellos serán nuestros nuevos dueños. Han entregado
los territorios lupenos y skelingos a los bárbaros del sur. ¡Pero nos estamos
preparando! Hace ahora siete lunas que los gronings abandonaron territorio
skelingo y desde entonces estamos formando un pequeño ejército junto a
los lupenos. ¡Esta vez venderemos cara nuestra derrota!
Todos miraban atónitos a Sventegard. Aquella noticia los había dejado
mudos. El skelingo volvió a hablar.
—Galopaba hacia Mugaburgo para informaros de las últimas nuevas —
continuó hablando Sventegard preso de la excitación—. Probablemente no
creeríais la noticia si os la hiciese llegar a través de un mensaje. Pensaríais
que se trataba de un ardid de los gronings. Y necesitaba saber si también los
gronings se habían retirado de Mugaburgo y así poder reclutar a aquellos
bortigos que quisieran ayudarnos. Enviamos días atrás varias avanzadillas
hacia el sur y descubrimos al ejército sureño. Se hallaban a menos de cuatro
lunas de camino, por lo que si no mañana, pasado mañana a más tardar
comenzará la invasión. Pero no encontrarán cientos de sumisos campesinos
dando la bienvenida a sus nuevos señores, sino un pueblo levantado en
armas dispuesto a morir por defender sus recién recuperados territorios.
A medida que Sventegard relataba los últimos acontecimientos, el rostro
de Kiril se crispaba, mientras su mente parecía sumirse en una profunda
oscuridad. Cuando el skelingo terminó de hablar, Kiril profirió un terrible
lamento que encogió los corazones de quienes participaban en aquella
conversación:
—¡No! ¡Por Nerlinguia! ¡Debemos detener a lupenos y skelingos! —
clamó angustiado.
—¿Pero qué estás diciendo? —replicó Sventegard con una pregunta—.
¿Acaso crees que vamos a permanecer impasibles ante una nueva invasión?
—¿Pero es que no os dais cuenta? —preguntó con una mirada
desesperada volviéndose hacia Maikel y Enna—. ¿Es que no lo veis? ¡Es
una trampa! ¡Una maldita trampa de los gronings!
—No lo entiendo… —musitó Lonar sin alcanzar a comprender lo que
Kiril trataba de decirles.
—El ejército que viene del sur no es un nuevo invasor —respondió Kiril
—. Los hombres del desierto no han llegado a ningún acuerdo con los
gronings. ¡Maldita sea! ¡Se trata del ejército del reino de Saralamath! ¡El
príncipe Ilanit acude en nuestra ayuda como prometió al capitán Falk en
Rangalpur!
Un silencio sepulcral envolvió a los allí presentes. Maikel y Enna
rápidamente cayeron en la cuenta de que Kiril estaba en lo cierto. Los
gronings habían tendido una trampa a skelingos y lupenos.
—¡Maldición! —bramó Maikel—. Los gronings se han retirado
haciéndoos creer que un nuevo invasor se acerca para conquistar vuestros
territorios. Y esperan que hagáis exactamente lo que ahora estáis haciendo:
levantaros en armas para combatir a los hombres del desierto.
—Y de esa manera acabarán con dos problemas al mismo tiempo —
continuó Enna—. Debilitarán vuestras fuerzas y las de los aliados del sur y,
cuando uno de los dos salga victorioso pero exhausto tras la batalla, caerán
sobre él para acabar con esa amenaza. Los gronings no se habrán ido muy
lejos; os aseguro que estarán agazapados acechando como un lobo a un
viejo venado, aguardando a que en un momento de descuido se aleje de la
manada para caer sobre él.
—Debemos detener inmediatamente vuestro levantamiento o habrá un
terrible baño de sangre entre aliados —sentenció Kiril acuciante—. ¿Hacia
dónde se dirigía el ejército del sur? —preguntó Kiril a Sventegard.
El skelingo tardó unos instantes en contestar, desconcertado como
estaba ante lo que acababa de escuchar.
—Nuestras avanzadillas de exploradores dijeron que parecían marchar
hacia Maraburgo —respondió Sventegard.
—No es una buena noticia —dijo Kiril—. Si hubieran irrumpido por
territorio skelingo hubiéramos llegado antes de que comenzase la batalla.
Pero Maraburgo se halla a unas doscientas millas de aquí. No llegaremos a
tiempo. Sangre aliada será derramada —sentenció con honda tristeza.
Todos callaron durante unos instantes hasta que Lonar rompió el
silencio.
—¿Cómo pudieron saber los gronings que el ejército sureño acudía en
vuestro auxilio? —preguntó el bortigo.
—Quién sabe qué maldito traidor informó a los gronings —respondió
Maikel—. Muchos son los espías que trabajan para Zornik.
—Pero nadie además de nosotros, que no fueran el capitán Falk, el
Senescal Adelel, Ghior, Tirgo de Tirón o el mismísimo príncipe Ilanit lo
sabían. Y apostaría mi alma a que ninguno de ellos puso sobre aviso a los
gronings —dijo Enna con convicción.
—Nos olvidamos de alguien… —dijo con voz temblorosa Olaf—.
Temo que lo peor haya sucedido.
—¿A qué te refieres? —inquirió nervioso Kiril.
—Olegar, el joven Olegar —se lamentó Olaf mientras los ojos le
brillaban—. Los gronings podrían haber capturado a Olegar, descubrieron
quién era y lo torturaron hasta que confesó —y los ojos se le enrojecieron
mientras evitaba que las lágrimas se derramasen por sus párpados—. Amigo
Sventegard, ¿acaso os cruzasteis con un joven viajero que os previniera de
la llegada del ejército del sur o de la liberación de Mugaburgo?
—Lamento de todo corazón tener que decirte que no —respondió con
profunda tristeza Sventegard, comprendiendo que los temores de Olaf eran
fundados.
Olegar no había logrado alcanzar los burgos skelingos para cumplir la
misión que Olaf debiera haber realizado. El enjuto norteño se encerró en sí
mismo, maldiciéndose y culpándose por haberse fracturado el brazo y ser
tan estúpido de dejar que el inexperto Olegar le sustituyera en aquella
peligrosa misión que a la postre le había costado la vida.
Nadie de los allí presentes pronunció palabra alguna y su silencio no
hizo sino confirmar las sospechas de Olaf. El sobrino de Siriard había sido
capturado por los gronings cuando se aprestaba a informar a skelingos y
lupenos que el ejército que arribaría desde el sur era un aliado en su lucha
contra Zornik. Pero los gronings se habían adelantado haciéndoles creer que
eran los nuevos invasores.
—¡Oerlikon, Gródolas! —les llamó Kiril con desesperación.
Rápidamente el Kliat del sexto clan y el guerrero de Tenkolmar
surgieron de entre la floresta y alcanzaron prestos la posición que Kiril
ocupaba en medio de la amplia pradera. No había tiempo que perder y el
alko les informó escuetamente de lo que Sventegard les había contado y de
la trampa que los gronings habían urdido.
—Gródolas —le dijo sombríamente—. Toma cien hombres y dirígete
veloz hacia Maraburgo. Lonar y Sventegard te acompañarán. Son bien
conocidos por los rebeldes lupenos y skelingos, y serán tus credenciales
para evitar que seáis atacados. Tu misión será harto difícil, pues esta vez
deberás detener una batalla, evitar que la sangre se derrame entre aliados. Y
tan rápido como lo consigas, tendrás que refundir ambos ejércitos en uno, y
mirarás hacia el norte, pues los gronings os estarán acechando y no tardarán
en atacaros. Mantén ocultas a las tropas; cuanto más débiles y vulnerables
os crean, antes caerán sobre vosotros. Pero no imaginan que será entonces
la furia de Nerlinguia y Olión la que caerá sobre ellos, desde el norte y
desde el sur, pues las tropas de Therliangator serán invisibles a los ojos de
su retaguardia, mientras el gran Gródolas los enfrenta desde el sur. Confío
en ti, guerrero del norte —y con su mano agarró el antebrazo del de
Tenkolmar.
—Una vez acudí en tu ayuda —dijo Gródolas—. Espero que esta vez tú
también lo hagas —dijo sonriendo.
—Nerlinguia es testigo de que así lo haré —respondió Kiril—. Y ahora,
torna a tus hombres y galopa veloz hacia Maraburgo. Lonar, Sventegard,
acompañad a Gródolas. ¡Nos veremos en la batalla!
El guerrero de Tenkolmar tiró enérgicamente de las riendas de su
caballo, obligándole a levantar sus patas delanteras como saludo al Rey
Nerlingo. Después hizo girar a su montura y salió disparado hacia la
floresta para reclutar a los cien hombres que le acompañarían a Maraburgo.
Mientras tanto trajeron un caballo para Sventegard, pues el suyo había
quedado cojo tras la caída provocada por el impacto de las boleadoras.
Lonar se despidió efusivamente de Olaf y partió junto con Sventegard tras
la estela de Gródolas, quien en un abrir y cerrar de ojos había reclutado a
cien voluntarios de entre los norteños. La compañía no se demoró y, en
menos de que una lechuza volase de un árbol a otro, los hombres galopaban
hacia su destino levantando por doquier tierra y hierba bajo la poderosa
pisada de los cascos de sus caballos. Los gritos y las arengas de los jinetes,
junto con el resoplar y relinchar de sus corceles, estremeció la calma que
reinaba en el mediodía de Jactinia. El retumbar de los cascos se fue
apagando hasta que solamente una lejana nube de polvo denotaba el
marchar de la compañía, toda vez que sus figuras se perdieron entre las
suaves hondonadas de las praderas que conducían a territorio skelingo.

Había transcurrido una luna desde que el ejército de Saralamath dejara


atrás la Barrera de Dunas. Los cerca de dos mil quinientos hombres que
avanzaban a las órdenes del príncipe Ilanit, contemplaban anonadados el
nuevo mundo que se abría ante sus ojos. La mayoría de ellos jamás habían
viajado más allá de Saimán y muy pocos eran los afortunados que
conociesen los oasis situados en los lejanos confines, donde las arenas del
Desierto Rojo se extinguían en los yermos fronterizos. Las praderas y los
collados, el verde de la hierba y el ocre rojizo de la otoñal floresta
deleitaban sus ojos, mostrándoles una fascinante y sorprendente orografía
colmada de tonalidades jamás soñadas.
Senthilkumar había ordenado acelerar el ritmo de la marcha, ya que el
terreno facilitaba notablemente el avance de sus carros de guerra, alejados
ahora como estaban de las fatigosas arenas a las que tanto amaban. Se
encontraban a menos de una jornada de camino de Maraburgo y el príncipe
Ilanit colocó su imponente cuadriga al par de la de Senthilkumar para
hablar con su fiel capitán y preparar el asalto a la ciudad lupena.
—Nos acercamos a Maraburgo —dijo Ilanit.
—Mañana al atardecer llegaremos a sus puertas —dijo Senthilkumar—.
¿Atacaremos entonces o aguardaremos hasta despuntar el alba?
—¿Cómo se encuentran nuestras tropas? —respondió Ilanit con otra
pregunta—. ¿Llegarán las bestias frescas a la batalla?
—La travesía por las arenas del desierto siempre es dura y penosa para
las bestias que arrastran los carros de guerra —respondió Senthilkumar—.
Nuestros corceles son poderosos y bravos nuestros soldados, pero sus
fuerzas están debilitadas. No sabemos qué hueste enemiga nos aguarda en
Maraburgo, por lo que aconsejaría descansar antes del asalto para que las
bestias y los hombres puedan beber, dormir y alimentarse.
—Que así sea entonces —aprobó Ilanit el consejo de Senthilkumar—.
Acamparemos al atardecer a unas diez millas al sur de Maraburgo. Envía
una avanzadilla de exploradores para escrutar el terreno. No quisiera que
nuestras tropas fueran emboscadas mientras duermen. Haz que los hombres
marchen desde ahora en formación de ataque: cuadrigas en el centro, trigas
en vanguardia y bigas en los flancos y retaguardia.
—A sus órdenes, mi señor —respondió Senthilkumar, y ordenó apretar
el paso de los corceles al jinete de su cuadriga, para colocarse a la
vanguardia del ejército y transmitir las órdenes del príncipe Ilanit.
El ejército de Saralamath se reorganizó veloz como el viento del
desierto transforma la silueta de las cambiantes y caprichosas dunas. Como
el príncipe había ordenado, las trigas avanzaron impulsadas por los gritos
de Senthilkumar a la vanguardia del ejército, carros de guerra sustentados
sobre dos grandes ruedas de radios tirados por tres caballos, sobre cuya
plataforma viajaban dos soldados, un arquero y un jinete que también hacía
las veces de lancero. El jinete, quien llevaba las riendas de los tres corceles,
se situaba al lado derecho del carro, en cuyo exterior tenía asidas seis lanzas
que utilizaría durante la carga contra los ejércitos enemigos; el arquero se
colocaba a la izquierda del jinete y, además del carcaj que siempre llevaba a
su espalda, disponía de otros cinco carcajes situados en la pared interior
izquierda de la triga. Para ganar precisión y estabilidad, habían diseñado un
soporte de madera en forma de gancho en el que el arquero apoyaba su
pierna, lo que le ayudaba a mantener el equilibrio y disparar con mayor
precisión cuando la triga cargaba contra el enemigo.
Las cuadrigas comenzaron a colocarse en el centro de las huestes de
Saralamath. Similares a las trigas, solamente presentaban tres diferencias
respecto a éstas: sus carros eran ligeramente más anchos y arrastrados por
cuatro caballos, de ambos extremos del eje que unía las dos ruedas,
perpendicularmente a éstas, surgían dos nuevos ejes dentados a modo de
afilados dientes de sierra. Las cuadrigas eran las más temibles armas de
guerra del ejército de Saralamath, pues su carga era devastadora sobre las
huestes enemigas, que se veían embestidas y atrapadas por un inexpugnable
muro de patas, lanzas, flechas y terribles sierras que cercenaban los
miembros y extremidades de bestias y soldados enemigos. Diferentes a ellas
eran las cuadrigas delos capitanes, sobre las que ahora viajaban el príncipe
Ilanit y Senthilkumar, cuyo carro formaba una simétrica y abierta “V”
inicial donde se ubicaba el jinete y unida a ella, un amplio pentágono en
cuyo centro se colocaba el oficial y en cada extremo del mismo un arquero.
En la parte trasera lucía un estandarte de color dorado sobre el que había
dibujadas un par de lanzas en cruz.
Finalmente las rápidas y manejables bigas, tiradas por dos caballos con
un solo jinete arquero, equipadas también con cuatro lanzas en el flanco
exterior derecho del carro. Utilizadas para realizar rápidos ataques y
retiradas, o maniobras envolventes que requiriesen agilidad, formaban la
caballería ligera del ejército de Saralamath. Un grupo de cuatro bigas se
alejaba ahora de la formación en dirección a Maraburgo, para cumplir las
tareas de exploración que Senthilkumar les había encomendado.
El equipamiento militar de los soldados de Saralamath se completaba
con una espada, más corta que la usada por nerlingos o gronings y de hoja
curva, similar a una cimitarra, y un escudo redondo también de inferior
tamaño al de los pobladores de tierras más septentrionales, el cual jinetes y
lanceros portaban a la espalda.

El latir del tiempo transcurría monótono, mientras un suave viento del


norte curtía los rostros de los hombres del desierto. A medida que se
internaban en territorio lupeno comenzaron a divisar, muy lejos en el
horizonte, el nacimiento de una nebulosa gris y plomiza, un manto ominoso
que mostraba amenazante el inaccesible reino del rey brujo, un oscuro velo
que comenzaba a ensombrecer sus corazones y que no les abandonaría
mientras transitasen por aquellas tierras desconocidas.
Con el declinar del día, los exploradores volvieron con las esperadas
nuevas. No había rastro de tropas gronings en los lindes del burgo lupeno.
Maraburgo y sus alrededores vivían una extraña calma, pues a excepción de
un grupo de campesinos que regresaban al burgo tras terminar su jornada de
labranza, apenas si avistaron a otras personas. De las cabañas brotaban hilos
de humo blanco, lo que denotaba que en los hogares los lupenos se
afanaban en preparar la cena. Ilanit ordenó acampar junto a un pequeño
bosque de pinos y abetos que se erguía a un lado del camino. Rápidamente
se organizaron turnos de guardia y posicionaron los puestos de centinela a
media milla al norte y al este del campamento; el bosque protegía su flanco
oeste y no tenían enemigos en el sur, por lo que su posición estaría
asegurada durante la noche.
Ilanit cenaba en compañía de Senthilkumar y tres de los capitanes de su
ejército.
—No me gusta esta aparente calma —habló el príncipe mientras mordía
un trozo de carne de cordero—. Esto no era lo que esperaba encontrar, no es
lo que el capitán Falk nos relató.
—No creo que Falk nos mintiese en Rangalpur —respondió
Senthilkumar—. Ningún hombre en su sano juicio se atrevería a internarse
en solitario en los dominios de Tirgo de Tirón a menos que una acuciante
necesidad le obligase a ello. Me inclino a pensar que los gronings traman
algo.
—¿Pero qué es lo que pueden estar tramando? —inquirió Ilanit—. Muy
pocos son los que saben de mi pacto con los nerlingos. Nuestra irrupción en
Jactinia debería ser una sorpresa para ellos.
—Puede ser que alguien os haya traicionado, mi príncipe —dijo uno de
los oficiales.
—Cabe esa posibilidad, pero la considero muy remota —dijo Ilanit—.
No obstante, extremaremos las precauciones. De madrugada quiero que
veinte hombres a pie se acerquen hasta los lindes de Maraburgo para espiar
las defensas del burgo. Quiero saber quiénes la custodian, cuántos son,
dónde se ubican los puestos de vigilancia y los retenes de tropas si los hay.
Cuando lancemos el ataque al amanecer debemos estar seguros que no
caeremos en una emboscada.
—Así lo haremos, mi príncipe —respondió el oficial, quien tras apurar
su vaso de agua, se disculpó levantándose de la improvisada mesa que
habían dispuesto en torno a un gran tocón, para dirigirse a organizar la
partida de exploradores.
—Descansad vuestros cuerpos y reposad vuestras mentes —dijo el
príncipe Ilanit levantándose tras su oficial—. Pronto caeremos sobre
Maraburgo. La victoria será nuestra y convertiremos al burgo lupeno en un
bastión de la reconquista de Jactinia. Aquí nos acantonaremos y
aguardaremos la llegada de los ejércitos aliados del este. ¡Que los dioses del
desierto velen nuestros sueños! —y se despidió caminando pausadamente
hacia su tienda.
Esa noche las nubes que cubrían el cielo privaron a Ilanit de su cita
diaria con las infinitas constelaciones que adornaban el firmamento como
deslumbrantes diamantes. Fue entonces cuando comprendió que no volvería
a contemplar el límpido cielo estrellado hasta que regresase a su amado
desierto, a su hogar en Saimán. Porque cuanto más se internasen en el
corazón de Jactinia y, a pesar de que un día las nubes se retirasen de las
alturas, aquel lejano y oscuro manto ocuparía su lugar cubriendo el cielo y
su espíritu de angustia y desesperanza.
Era medianoche y el silencio se había apoderado del campamento. Los
soldados y los caballos del ejército de Saralamath descansaban, recobrando
fuerzas para la batalla que se desataría con la nueva alborada. El cielo
seguía cubierto de nubes mientras la luna caminaba distraída por el
firmamento. El viento del norte no había amainado y, con el adiós de la
estrella del día, la noche fue fría, anunciando un desapacible otoño. Tras
concluir los tres primeros turnos de guardia, el grupo de veinte exploradores
partió camuflado por las sombras nocturnas en dirección a Maraburgo.
Caminaban tan sigilosamente que apenas si los centinelas del campamento
se percataron de su partida. Avanzaron veloces a través de la diáfana senda
que conducía al burgo, a pesar de que esa noche la luna no les guiaba con su
luz mortecina.
No tardaron en divisar a lo lejos las tenues luces de Maraburgo. El
burgo lupeno dormía y, como habían informado los exploradores, no había
indicios de que las tropas gronings patrullaran la zona. El grupo se dividió
en dos, ocupando ambos linderos del camino, buscando la protección de los
árboles durante la aproximación al burgo.
—Avanzad en silencio hasta llegar al final de la pradera —ordenó en un
alto susurro uno de los soldados—. Nos reagruparemos después al llegar a
aquella pequeña loma. ¡Adelante! —finalizó, y los soldados asintieron con
un leve movimiento de cabeza.
Ambas columnas continuaron su avance hacia Maraburgo, escrutando
nerviosas cada una de las sombras que parecían cobrar vida en la oscuridad
de la noche. Se encontraban ya a menos de quinientos pasos de las primeras
cabañas del burgo y seguían sin encontrar rastro de los gronings. Los
soldados de Saralamath comenzaban a poner en duda que realmente los
gronings hubieran invadido la región de Jactinia. Alcanzaron el punto más
alto de aquella loma descarnada, huérfana de vegetación, donde volvieron a
reagruparse.
—Todo esto es muy extraño —musitó el oficial—. Parece que el burgo
duerme en paz, ajeno a la ocupación enemiga.
—¿Y si el burgo no ha sido ocupado por los gronings? ¿Y si Jactinia
sigue viviendo en libertad? —preguntó uno de los soldados.
—Recemos a los dioses porque así sea —respondió el oficial—. En ese
caso el mundo no padecerá más sufrimientos y nuestra misión habrá sido un
viaje a lejanas tierras que de otra manera jamás hubiéramos conocido. Mas
presiento que la mano de Zornik se halla detrás de todo esto. Seguiremos
manteniendo la guardia alta y bordearemos el burgo por el este. Desde
aquella otra loma dominaremos todo Maraburgo y nos aseguraremos que no
hay peligro en los alrededores.
El oficial se incorporó y, en el momento que dio la orden a sus hombres
para que lo acompañaran, una flecha se clavó en su pecho. Atónito,
contempló la saeta prendida de su camisola y, cuando se volvió hacia sus
hombres, dos nuevas flechas se clavaron en su espalda. El oficial cayó
abatido sobre la rala hierba de la loma. El pánico se apoderó entonces de los
soldados.
—¡Nos atacan! ¡Nos atacan! —comenzaron a gritar descontrolados.
—¡A cubierto! —ordenaban otros.
Pero en la posición que ahora se encontraban, situados en lo alto de la
loma y sin vegetación tras la cual guarecerse, eran un blanco perfecto. Las
flechas comenzaron a llover por doquier y los soldados de Saralamath
comenzaron a caer rápidamente abatidos bajo la lluvia de saetas. El
desconcierto entre las filas sureñas aumentaba por momentos, pues sin luces
que iluminasen el terreno, no alcanzaban a adivinar desde dónde les
atacaban. Cuando más de la mitad de los exploradores habían caído,
descubrieron la posición de uno de los grupos que los hostigaba a unos
setenta pasos a su izquierda.
—¡Allí! ¡Desde allí nos atacan! —gritó el soldado, y reagrupando a los
efectivos que aún quedaban con vida, cargaron veloces hacia aquella
posición.
A pesar de haber localizado la posición de un grupo de atacantes, no fue
aquel el único punto desde el que continuaban siendo hostigados, por lo que
las bajas continuaron aumentando. Para cuando recorrieron a grandes
zancadas la distancia que los separaban de sus atacantes, solamente seis
exploradores quedaban con vida. Se enzarzaron en una frenética lucha a
vida o muerte, hasta que consiguieron abatir con sus espadas al último de
los atacantes que ocupaban esa posición. Sin embargo también dos de los
exploradores murieron en la refriega. La lluvia de flechas cesó y, gracias a
esa pequeña tregua, pudieron reunirse y decidir cómo escapar de allí.
—¡Maldición! —dijo uno de los exploradores—. Nos han tendido una
emboscada. Aguardaban nuestra llegada y esperaron a atacar en el momento
en el que éramos más vulnerables.
—¡Miserables y traicioneros gronings! —maldijo otro—. Mañana
pagarán por su afrenta.
—¿Pero es que acaso no te has dado cuenta? —replicó otro explorador
contrariado—. ¡No son gronings! Son los propios lupenos los que nos han
atacado. Mirad sus vestiduras; son las ropas de un granjero o de un
campesino, no las cotas de malla de un soldado del ejército de Zornik.
—¡Es cierto! —exclamó sorprendido un soldado al contemplar el
cadáver de un lupeno—. No había reparado en ello.
—¡Eh, prestad atención! Este hombre aún respira —advirtió uno de
ellos—. ¿Puedes oírme? —le gritó al moribundo mientras lo zarandeaba.
—Cerdos sureños… Jamás poseeréis estas tierras… —y tras pronunciar
esas palabras el lupeno expiró.
—Maldita sea, ha muerto —gruñó el soldado—. En su agonía nos ha
maldecido. Creen que hemos venido a invadir sus tierras.
—No seré yo quien se quede aquí por más tiempo para averiguarlo —
dijo otro de los soldados—. Varios hombres se acercan. ¡Regresemos al
campamento! ¡Rápido! —y los cuatro supervivientes corrieron veloces
internándose en una apretada comunidad de abetos que crecía al oeste de
Maraburgo.
Los cuatro exploradores lograron escabullirse entre el bosque de abetos
y, una vez dejaron atrás a sus perseguidores, huyeron presurosos hacia el
campamento corriendo como corceles en estampida para informar al
príncipe Ilanit de lo que acababa de acontecer en el linde del burgo. El
destino les había deparado una amarga e inesperada sorpresa.
Avanzaron a trompicones a través del velo nocturno, hasta que después
de una angustiosa carrera campo a través, divisaron aliviados el
campamento donde descansaban las tropas de Saralamath. Sintiéndose a
salvo gritaron para que los centinelas despertaran al príncipe Ilanit y a los
capitanes:
—¡Somos los exploradores! ¡Nos han tendido una emboscada! —
gritaban unos.
—¡Despertad al príncipe Ilanit! ¡Convocad a los capitanes! —
vociferaban otros.
Cuando llegaron a la posición de los centinelas, estos se sorprendieron
al ver regresar solamente a cuatro de los veinte exploradores que habían
partido en la misión de reconocimiento.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntaron nerviosos los centinelas
—. ¿Dónde están los demás?
—Caímos en una emboscada —respondió un explorador—. Mas no
fueron los gronings quienes nos emboscaron. Fueron los propios lupenos.
—¿Os atacaron los habitantes de Maraburgo? —volvió a preguntar
sorprendido el centinela—. Nosotros somos sus aliados, es a los gronings a
quienes deben enfrentarse.
—Da la voz de alarma en el campamento —le ordenó sin resuello otro
explorador—. Despertad al príncipe Ilanit. Que los hombres se preparen
para la lucha.
—De acuerdo —respondió asustado el centinela, quien salió corriendo
con grandes zancadas hacia el campamento mientras los cuatro
supervivientes le siguieron caminando, tratando de recuperar el aliento tras
su veloz carrera campo a través.
El centinela se dirigió sin perder un instante a la tienda del príncipe
Ilanit. Cuando llegó frente a ella, tomó aire y, acercándose a la puerta, llamó
al heredero del trono de Saralamath:
—Excelencia —le llamó sin elevar demasiado la voz—. Príncipe,
despierte, los exploradores que envió a Maraburgo han caído en una
emboscada —dijo con voz entrecortada, a pesar de que el príncipe era una
persona afable y cordial que raras veces perdía la compostura con sus
servidores.
Desde el interior llegó un sonido ininteligible, mezcla de bostezo y
gruñido. El Centinela volvió a llamar a Ilanit.
—Príncipe, su presencia es requerida en el campamento. Los
exploradores han sido emboscados en Maraburgo —volvió a poner en
antecedentes a Ilanit.
Se escuchó un ruido de pieles y unos pasos que se acercaban hacia la
entrada de la tienda. Entonces el telón que cubría la entrada se abrió y tras
él surgió el príncipe Ilanit con el pelo alborotado y ojos somnolientos.
—¿Qué es lo que decías soldado? —preguntó Ilanit—. Me ha parecido
despertarme envuelto en un mal sueño.
—Excúseme, excelencia, por importunarle e interrumpir su descanso —
se disculpó cabizbajo el centinela sin atreverse a mirar a los ojos al príncipe
—. Mas los recientes acontecimientos aconsejaban despertarle para
informarle acerca de los mismos.
En ese momento llegaron a la altura de la tienda del príncipe los cuatro
exploradores que habían sobrevivido a la emboscada.
—Excelencia —continuó el centinela mirando ahora a los exploradores
—. De la partida de veinte exploradores que enviaron a Maraburgo,
solamente estos cuatro hombres han regresado con vida. Cayeron en una
emboscada en las proximidades del burgo.
—Nos atacaron arqueros desde varias posiciones —explicó un
explorador—. Aguardaron hasta que alcanzamos una loma en la que no
había lugar para refugiarnos.
—Los gronings estaban ocultos —farfulló el príncipe—. Nos hicieron
creer que no patrullaban territorio lupeno.
—No, mi señor —le corrigió otro explorador—. No fueron los gronings
quienes nos atacaron. Fueron los lupenos quienes se apostaban alrededor de
las lomas.
—¿Qué? ¿Pero qué es lo que dices, insensato? —preguntó atónito y
sobresaltado Ilanit—. ¡No puede ser! ¿Cómo podéis afirmar semejante
dislate? —les recriminó enfadado el príncipe.
—Descubrimos la posición de uno de los grupos que nos hostigaba y
cargamos contra ellos, excelencia —dijo el explorador—. Tras una dura
lucha acabamos con su resistencia y, mi señor, le juro que no se trataba de
los gronings. Eran habitantes de Maraburgo o de los burgos cercanos.
—Uno de los hombres que abatimos nos maldijo en su agonía —añadió
otro explorador—. “Cerdos sureños, jamás poseeréis estas tierras”, fueron
las últimas palabras que pronunció antes de morir.
El príncipe Ilanit quedó boquiabierto, con los ojos perdidos en la
oscuridad de la noche, nublados al igual que su mente por el velo del
desconcierto. Por más que lo intentaba no podía comprender lo que aquellos
hombres le relataban.
—Juradme por los dioses que no me mentís —les dijo alterado el
príncipe.
—Por los dioses, excelencia, jamás osaríamos mentirle —dijeron al
unísono los cuatro exploradores mientras se postraban ante Ilanit en señal
de sumisión y pleitesía.
—Levantaos, no es necesario que os arrodilléis ante mí —les excusó el
príncipe—. Puedo leer la verdad en vuestras palabras. Disculpadme
vosotros por haber dudado de vuestra lealtad.
El príncipe permaneció unos instantes en silencio, dando tiempo a su
mente a asimilar las sorprendentes nuevas que portaban los exploradores.
¿Qué es lo que había sucedido para que los lupenos mostrasen tamaña
hostilidad contra los hombres del sur? ¿Cómo podían pensar que su objetivo
era ocupar sus territorios cuando en realidad acudían en socorro de aquellas
tierras sometidas? Alguien debía haber envenenado con turbias mentiras la
mente de los lupenos. ¿Pero quién? Y por ende, ¿dónde estaban los
gronings? ¿Se habían retirado hacia el norte? ¿O realmente nunca habían
invadido aquellas tierras? Fuera lo que fuese el corazón de Ilanit sintió que
esa mañana se derramaría sangre con gran dolor por ambos bandos.
—Avisad a Senthilkumar y a los otros capitanes —ordenó Ilanit—. Que
acudan prontos a mi tienda. Mantendremos un consejo para valorar esta
inusitada situación a la que debemos hacer frente.
—A sus órdenes, excelencia —dijeron los exploradores y corrieron a
convocar a los capitanes.
El príncipe Ilanit regresó pensativo al interior de su tienda, mientras el
centinela montaba guardia en el exterior.
Senthilkumar y los capitanes no tardaron en presentarse ante el príncipe,
pues se habían despertado por la atropellada entrada de los exploradores en
el campamento. Sin más preámbulos el príncipe Ilanit les expuso la
situación. Los capitanes no salían de su asombro cuando escuchaban de
boca del príncipe que fueron los lupenos y no los gronings quienes atacaron
a la partida de exploradores.
—¿No estarán equivocados nuestros hombres? —preguntó
Senthilkumar—. He visto a grandes soldados perder la cordura presas del
pánico durante la batalla. Pudiera ser que la oscuridad y el miedo hubieran
nublado los sentidos de los exploradores.
—No lo creo, mi buen Senthilkumar —respondió el príncipe—. Menos
aún si tenemos en cuenta lo que aquel lupeno dijo a nuestros exploradores
en su agonía. Aquel hombre defendía su tierra del invasor; no fueron las
palabras de un invasor que defiende una posición conquistada.
—¿Cómo procederemos a partir de ahora? —preguntó uno de los
capitanes—. Si avanzamos hacia Maraburgo la batalla será inevitable y
habrá un baño de sangre inocente.
—Tenemos que lograr que los lupenos comprendan que somos sus
aliados, no sus enemigos —dijo Senthilkumar—. Mas en verdad no veo
cómo hacerlo.
—Enviaremos a tres emisarios bajo el pabellón de una bandera blanca
—dijo Ilanit—. Llevarán un mensaje en el que les ofreceremos nuestra
alianza, explicándoles que no es nuestro objetivo conquistar su territorio,
sino liberarles de la ocupación groning. Ese mensaje les emplazará a
parlamentar y de esa manera evitaremos un enfrentamiento.
—Es la única forma posible de evitar una tragedia —aprobó la idea del
príncipe uno de los capitanes y, uno a uno, terminando por Senthilkumar,
todos suscribieron la propuesta.
—No se hable más entonces —dijo Ilanit—. Preparad a nuestro ejército.
Al rayar el alba partiremos hacia Maraburgo. Radhanam —señaló a uno de
sus capitanes—, tú llevarás junto a dos de tus hombres el mensaje a los
lupenos. Confío en ti para hacer entrar en razón a los habitantes de
Maraburgo y que accedan a parlamentar con nosotros. Si fracasamos, la
sangre de ambos pueblos bañará las verdes praderas de esta región.
—Le prometo que lograré que los lupenos concedan reunirse con su
excelencia —respondió orgulloso Radhanam por la importante misión que
el príncipe Ilanit le había encomendado.
Los capitanes abandonaron la tienda, pero Senthilkumar se quedó
taciturno frente al príncipe.
—¿Qué te ocurre, Senthilkumar? —le preguntó Ilanit.
—No viajamos hasta aquí para esto. No para luchar contra campesinos
que defienden sus tierras —musitó con tristeza.
—Lo sé —respondió el príncipe—. Y por los dioses del desierto te juro
que haré todo lo que esté en mi mano para evitar que eso ocurra. Las malas
artes de Zornik han invadido estas tierras, ¿pues quién crees acaso que ha
envenenado la mente de los lupenos con engaños y mentiras? ¿Quién si no
Zornik y sus secuaces? No sabría explicar a ciencia cierta cuál es su
propósito, pero presiento que no tardaremos en descubrirlo. Mi corazón me
dice que el lobo negro aguarda agazapado, escondido muy cerca de donde
ahora nos encontramos, relamiéndose y deleitándose, anhelando que con la
nueva alborada se desate una batalla fratricida, una batalla tras la cual la
bestia dará caza a aquellos que aún queden con vida. Es por ello, mi fiel
Senthilkumar, que aunque nos duela y desgarre nuestras almas, si es
necesario tendremos que luchar contra los lupenos hasta hacerles entender
que es la mano de Zornik la que se esconde tras este vil engaño —finalizó
Ilanit tratando de reconfortar a su capitán, mas no logró que la tristeza le
abandonase.
Senthilkumar salió de la tienda del príncipe Ilanit sin pronunciar una
sola palabra y, cabizbajo y apesadumbrado, se dirigió hacia el lugar donde
ahora se desperezaban con dificultad los soldados de su regimiento, para
hacerlos formar y partir hacia la más amarga y penosa misión que jamás
había debido enfrentar en sus largos lustros de capitán al servicio del
ejército de Saralamath.

Las primeras luces del alba llegaron con inusitada claridad desde el este.
El extremo meridional de la Cordillera Iugur-András apenas si llegaba a
interponerse entre los emergentes rayos del lejano sol oriental,
acariciándolos lánguidamente con sus puntiagudas estribaciones. La
amalgama de destellos rosáceos y bermejos que se dibujaban en el cielo,
peinaban las tostadas puntas de la hierba que cubría la campiña, debilitadas
y maltratadas por el impenitente sol del solsticio de verano. Esos débiles
fulgores se reflejaban sobre las bigas, trigas y cuadrigas que encaraban el
camino hacia Maraburgo, haciendo presagiar un violento amanecer bañado
en sangre.
El príncipe Ilanit encabezaba el ejército de Saralamath montado en su
imponente cuadriga, flanqueado por las no menos soberbias cuadrigas de
Senthilkumar y Radhanam. Los carros de guerra horadaban con sus ruedas
el camino, rasgándolo en grandes rodadas. El formidable ejército de
Saralamath avanzaba imparable hacia Maraburgo como la estrella del día en
busca del anhelado amanecer.
A lo lejos divisaron el burgo lupeno aparentemente sumido en la misma
plácida quietud con la que los exploradores lo habían oteado la pasada luna.
Sin embargo, y sin que los soldados del príncipe Ilanit pudieran aún
descubrirlos, decenas de ojos vigilantes contemplaban aterrados desde la
distancia el avance del poderoso ejército sureño.
—Hoy pereceremos hasta el último de los lupenos —dijo uno de los
centinelas que se apostaban camuflados por la maleza en los alrededores del
burgo—. Mas vuestra sangre será derramada en estas tierras, y tan terrible
será la batalla, que a pesar de vuestra victoria el terror a nuestro pueblo os
hará regresar para siempre a vuestros malditos cubículos en lo más
profundo del yermo desierto —sentenció el lupeno la suerte de los soldados
de Saralamath.
El centinela dio la voz de alarma y los habitantes de Maraburgo se
movilizaron preparándose para la batalla. Y es que los lupenos habían
decidido, tras unánime acuerdo, luchar hasta que el último de los habitantes
de Maraburgo cayese abatido en el campo de batalla. Nunca más serían
sometidos por otro pueblo y, en solemne juramento colectivo, prometieron
morir antes que claudicar. Con la retirada de los gronings, los dioses les
habían dado la oportunidad de volver a ser libres y ninguno de los lupenos
estaba dispuesto a desaprovechar aquella ocasión.
La quietud se esfumó del burgo como niebla empujada por los rayos del
sol. Los hombres de Ilanit observaron cómo Maraburgo se movilizaba
repentinamente, revolviéndose contra el ejército invasor que se aproximaba.
—Radhanam —llamó Ilanit a su capitán—. Adelántate a nosotros y
entrega el mensaje a los prohombres del burgo. Cuídate, pues su
recibimiento será hostil. Nuestro ejército marchará a media milla de tu
cuadriga. Confío en que de esa manera entiendan que solamente buscamos
parlamentar con ellos.
—A sus órdenes, mi señor —respondió Radhanam, quien
inconscientemente se llevó la mano a uno de los bolsillos de su camisola
para comprobar que portaba el mensaje que el príncipe Ilanit le había
entregado antes de levantar el campamento.
La cuadriga del capitán Radhanam se adelantó a la vanguardia de las
huestes sureñas mientras desplegaba una gran bandera blanca visible a los
ojos de todo aquel que quisiera contemplarla.
—Suerte, amigo mío, y que los dioses del desierto te protejan —musitó
en voz baja Senthilkumar, quien en su interior albergaba un funesto
presentimiento.
Cuando Radhanam se encontraba aproximadamente a media milla del
grueso del ejército, el príncipe Ilanit ordenó a sus tropas reemprender la
marcha. A medida que se acercaban a Maraburgo, los cuatro exploradores
revivieron la emboscada de la todavía cercana madrugada. Radhanam
divisaba ya claramente el burgo y comenzó a ascender por la suave loma
que hacia las veces de mirador. Rápidamente constató que aquel había sido
el lugar elegido por los lupenos para emboscar a sus hombres, al contemplar
los cuerpos inertes de los exploradores sobre la hierba humedecida por el
rocío temprano e intuyó que los lupenos no tardarían en aparecerse frente a
él.
Radhanam no se equivocó y, nada más hollar la pendiente, un reducido
comité de bienvenida apareció súbitamente surgido de la nada. Diez
arqueros lo apuntaban con sus flechas dispuestos a hacer cantar sus arcos en
cuanto el hombre que los comandaba diese la señal.
—¿Por qué os escudáis a la luz del día bajo el blanco estandarte de la
paz, cuando amparados por la oscuridad de la noche os arrastráis como ratas
asesinas? ¿Es ésa la paz que venís a ofrecernos? —preguntó amenazante el
cabecilla del grupo—. Pues sabed que esta es la respuesta del pueblo lupeno
a vuestro ofrecimiento —y escupió teatralmente a los pies de los caballos
que tiraban de la cuadriga.
—Mi nombre es Radhanam —se presentó el hombre del desierto
obviando la hostil acogida—, y porto un mensaje de su excelencia el
príncipe Ilanit, un mensaje de paz, un mensaje de libertad. Y esta bandera
será el símbolo de la alianza de nuestros pueblos. ¿Cuál es tu nombre, bravo
lupeno?
—Me llamo Markeliot —contestó sin deponer su actitud hostil—. Mas
cuál es mi nombre carece ahora de importancia. En nombre de los
habitantes de Maraburgo y del resto de hermanos lupenos, te conmino, rata
del desierto, a que regreses con tu ejército al hediondo erial del que
procedes, pues de otro modo probaréis en vuestras carnes nuestro acero. Es
probable que tras la batalla no quede un solo lupeno con vida, mas vuestras
bajas serán también numerosas, vuestra sangre barbara regará nuestros
campos y lamentaréis por siempre haberos internado en un territorio que no
os pertenece.
—¡No es la guerra lo que nosotros deseamos! —gritó con voz potente
Radhanam—. Es una promesa para ayudaros a escapar del yugo groning la
que nos ha traído hasta aquí. La promesa que su excelencia, el príncipe
Ilanit, hizo al capitán Falk.
—No conozco a ningún capitán Falk y mucho menos a tu príncipe —le
interrumpió Markeliot—. Pero sí conozco la traición, la codicia y la sed de
poder que muestran ahora tus ojos. Comerciasteis con los gronings, nos
tratasteis como vil mercancía, pero ahora que hemos logrado recuperar
nuestra libertad no os la entregaremos en bandeja de plata. ¡Defenderemos
nuestra tierra y nuestro hogar!
—Estáis equivocado —insistió Radhanam—. No venimos a invadiros,
mucho menos queremos ser vuestros señores. ¡Venimos en son de paz!
Acudimos en vuestro socorro para liberaros de la tiranía groning. El
mensaje que porto conmigo lo demuestra.
En ese momento, Radhanam se llevó la mano a la camisola. Uno de los
nerviosos arqueros creyó que el capitán sureño buscaba una daga entre su
ropa y, poseído por la tensión y el miedo, hizo cantar su arco. Una flecha
voló veloz hacia Radhanam, clavándose certeramente en su estómago. El
jinete de la cuadriga y los dos arqueros que flanqueaban a Radhanam se
revolvieron y armaron sus brazos al contemplar a su capitán malherido. Los
arqueros lupenos no pudieron mantener por más tiempo la templanza y
descargaron la furia de sus arcos contra los hombres de la cuadriga. Los
sureños fueron abatidos bajo una lluvia de flechas y Markeliot ordenó la
retirada de sus hombres. Los corceles que tiraban de la cuadriga patalearon
y piafaron alborotados, y regresaron galopando en estampida hacia las
posiciones que ocupaba el ejército sureño, arrastrando los cuerpos sin vida
de Radhanam y sus hombres.
El príncipe Ilanit contempló con honda tristeza morir a Radhanam y su
séquito ensartados por las flechas lupenas. Senthilkumar, cabizbajo,
murmuró:
—Hoy lágrimas de arena brotarán de nuestros ojos.
Sin solución de continuidad, Ilanit dio a sus hombres la orden que jamás
habría pensado decretar cuando abandonó lunas atrás su hogar en Saimán:
cargar contra los lupenos. Las bigas y trigas sobrepasaron inmediatamente
la posición del príncipe y sus capitanes, lanzándose loma abajo en dirección
a Maraburgo. El atronador estruendo de cientos de carros de guerra tirados
por briosos corceles estremeció el corazón de los lupenos quienes, a pesar
de no haber visto jamás la cólera del mar, imaginaban así el rugir del
océano contra los altos acantilados protectores de las tierras costeras.
Los carros de guerra del ejército de Saralamath irrumpieron como un
gigantesco alud de nieve en Maraburgo. Una primera e intensa lluvia de
flechas lupenas logró abatir a un buen número de soldados del sur, mas sin
apenas tiempo para realizar una segunda descarga, los lupenos se
encontraron frente a frente con la desbocada carga de las bigas y trigas. La
embestida de las tropas de Saralamath fue devastadora, abriéndose paso
entre las defensas lupenas como un cuchillo en un trozo de mantequilla.
Decenas de lupenos cayeron abatidos por flechas y lanzas, o aplastados bajo
las ruedas de los carros de guerra y las patas de los caballos. Tras ese primer
ataque, el príncipe Ilanit ordenó a sus tropas retirarse y regresar a sus
posiciones iniciales.
—Confío en que ahora decidan parlamentar —dijo apesadumbrado el
príncipe.
—No estaría tan seguro de ello —respondió Senthilkumar—. Esos
hombres han decidido morir por defender sus tierras y solo un milagro
lograría hacerles cambiar de opinión.
—¿Pero no se dan cuenta que si siguen decididos a hacernos frente
hasta el último de sus hombres morirá? —preguntó desesperado Ilanit, mas
no encontró respuesta en Senthilkumar.
El ejército de Saralamath formó en una posición más adelantada, unos
doscientos pasos loma abajo de dónde Radhanam había sido abatido. El
príncipe Ilanit se adelantó a la vanguardia de su ejército para ofrecer una
tregua a los lupenos.
—¡Amigos lupenos! —gritó con toda la fuerza que le permitía el aire
que brotaba de sus pulmones—. ¡Detened esta locura! Hemos recorrido un
largo y fatigoso camino a través del desierto para acudir en vuestra ayuda.
¡No queremos invadiros! Al igual que vosotros, ¡nosotros también
luchamos contra los gronings! Deponed vuestra actitud y parlamentemos
como aliados. ¿Qué respondéis?
Un silencio sepulcral se apoderó del valle mientras los últimos ecos del
mensaje de Ilanit reverberaban entre las lomas y los árboles, perdiéndose
como palabras baldías más allá de los límites de Maraburgo. Sin embargo,
un agudo y sibilante sonido rasgó el efímero silencio que había separado
por unos instantes a ambas fuerzas contendientes. Una flecha dirigida
contra el corazón del príncipe Ilanit fue la respuesta lupena. Uno de los dos
soldados que flanqueaban al príncipe en la cuadriga, reaccionó veloz
interponiendo su escudo entre la flecha y el príncipe. La tristeza inundó
entonces los corazones de Ilanit y Senthilkumar, quienes tras cruzar sendas
miradas apesadumbradas, se aprestaron a ordenar el ataque definitivo sobre
Maraburgo.
Pero fue en aquel instante cuando aconteció el milagro demandado por
el capitán Senthilkumar. Cuando los jinetes de las bigas y migas del ejército
de Saralamath tiraban con firmeza de las riendas de sus corceles, cuando los
bravos lupenos se aprestaban para la última y desesperada defensa tensando
las cuerdas de sus arcos y clavando sus rodillas en la embarrada y pisoteada
hierba para formar un muro de alabardas frente a la caballería sureña, fue
entonces cuando un poderoso y estremecedor aullido detuvo el tiempo
anunciando el providencial advenimiento de un ángel salvador, aquél quien
irrumpiera con sus huestes en las riveras del Taquakland para decantar la
batalla a favor de los ejércitos de la Alianza, el mismo que ahora acudía a
Maraburgo enarbolando la bandera de la paz, el blanco ángel del norte, el
gran Gródolas, el guerrero de Tenkolmar.
La llamada del cuerno de Gródolas paralizó a las huestes de sureños y
lupenos que, desconcertados, se volvieron hacia el este para contemplar
cómo las tempranas luces de la estrella del día recortaban la silueta de un
centenar de jinetes enviados por los dioses para detener aquella contienda
fratricida. Gródolas hizo sonar por segunda vez su cuerno, una regia sonata
que apaciguó la ira entre ambos ejércitos. Cuando los ecos del cuerno de
llamada se apagaron, Gródolas, flanqueado por Lonar y Sventegard, y
seguido de cerca por la columna de los cien jinetes norteños, se encaminó
con un lento y pausado trote hacia el terreno que separaba a las vanguardias
de ambas huestes.
Los habitantes de Maraburgo y los hombres de Saralamath
contemplaban sorprendidos a los jinetes llegados del este. La sorpresa fue
mayor entre los lupenos, pues cuando Gródolas y los suyos se encontraban
a menos de cincuenta pasos de ambas vanguardias, Markeliot reconoció a
aquellos dos jinetes que flanqueaban al desconocido guerrero que
capitaneaba aquella tropa.
—¡Sventegard!, ¡Lonar!… ¿sois vosotros? —exclamó estupefacto.
—¡Lo somos! —respondió con una amplia sonrisa Sventegard, la cual
no tardó en tornarse en una mueca de dolor al contemplar los numerosos
cadáveres desperdigados que cubrían la pradera sur de Maraburgo.
—Hemos llegado tarde —se lamentó Lonar.
—Pero a tiempo para evitar el desastre —apostilló Gródolas—. La
traición de los gronings ha estado a punto de acabar con tu pueblo.
Rápidamente Lonar y Sventegard recuperaron la cordura y, con grandes
aspavientos, comenzaron a gesticular gritando a los soldados de ambos
ejércitos.
—¡Detened esta locura! ¡Los hombres del sur han venido en nuestro
socorro! ¡Los gronings os han mentido! —gritaban hacia los lupenos—.
¡Detened vuestro ataque! ¡Los lupenos han sido traicionados! ¡Solamente
defendían sus tierras frente al ejército invasor! —se dirigían ahora a los
hombres de Saralamath.
—Gracias, dioses del sol y de las arenas —dijo el príncipe Ilanit
mirando hacia el cielo—. Gracias por detener esta matanza.
—¡Escuchadme todos! —alzó ahora Gródolas su grave voz por encima
de aquel clamor de almas desconcertadas—. Mi nombre es Gródolas,
guerrero del norte, hijo de la tierra de Tenkolmar, y hablo en nombre de
Therliangator, el Rey Nerlingo, quien me envía para detener esta contienda
entre hermanos, fruto de un perverso ardid pergeñado por los hombres de
Zornik. Los ejércitos del sur han acudido a la llamada del Rey Nerlingo,
han sido convocados a la gran Alianza que formarán el este, el norte y el
sur, para acabar con la tiranía groning —y todos los hombres escuchaban
con respetuoso silencio las palabras de aquel guerrero que parecía salido de
una de las leyendas de los Días Antiguos—. Pues amigos, la reconquista de
Jactinia ha comenzado. Mugaburgo ha sido liberada y un millar de hombres
al mando de Therliangator avanzan hacia los burgos skelingos y lupenos.
Aquí, en Maraburgo, se fundirán los ejércitos aliados, nerlingos y esmugas,
luinas y skelingos, sureños y norteños, y por supuesto vosotros, hermanos
lupenos. Juntos reconquistaremos toda Jactinia y será entonces cuando
emprendamos el último viaje de nuestra misión, el viaje que nos lleve a las
puertas de Groningburgo, donde acabaremos con el reinado de Zornik. Y
ahora, ¡enfundad vuestras espadas! ¡Guardad vuestras lanzas y flechas!
¡Enterrad y honrad a los caídos en este sinsentido! —ordenó Gródolas
mientras un murmullo de admiración y asentimiento se elevaba en todo el
valle de Maraburgo.
Y así fue como el guerrero de Tenkolmar logró hermanar a sureños y
lupenos. Los hombres depusieron las armas y, tristes y abatidos,
comenzaron a retirar los cadáveres de amigos y enemigos. Lentamente,
hombres del sur y habitantes de Maraburgo comenzaron a entremezclarse,
se acercaron y saludaron, envueltos por una sombría congoja que les
acompañaría durante las próximas lunas, hasta que contemplaran la llegada
de Kiril marchando al frente del ejército de la Alianza, incrementado en
número por los hermanos skelingos que habían decidido unirse a sus filas.
Como Senthilkumar había presagiado, un río de lágrimas se derramó
durante la fatídica jornada, y aquella batalla fue recordada por siempre con
el nombre de la Batalla de las Lágrimas de Arena.
Mas el tiempo era ahora escaso y Gródolas debía organizar presto la
defensa de Maraburgo ante el inminente ataque groning, pues el plan de
Karthan había sido aprobado por el mismísimo Mariscal Burkelen. Pero
esta vez los aliados harían pagar a los gronings con su misma moneda: la
traición y el engaño.
CONSPIRANDO EN LA OSCURIDAD

E ra noche cerrada en Groningburgo y una legión de gorglins velaban


como insomnes guardianes los sueños de los habitantes de la capital.
En el palacio del rey, Inorkul y su guardia pretoriana escrutaban desde los
puestos de Centinela la insondable oscuridad de la noche. Hacía muchas
lunas que el negro hálito de la lamia Urkha había convertido los días en una
noche sin fin. Los fétidos vapores que brotaban en forma de enormes
volutas de la cabeza del wolkur que presidía la balconada de Zornik,
cubrían hasta el último resquicio de los cielos al norte de Jactinia.
Zornik deambulaba caminando, revolviéndose inquieto en su estancia.
Desvelado por delirios y tribulaciones no podía conciliar el sueño. Acababa
de volver de visitar a sus halcones en la gigantesca pajarera construida en el
ala sur del castillo. Buscaba en la compañía de las aves el sosiego necesario
para reflexionar sobre las últimas e inquietantes noticias que, desde el este,
habían llegado a palacio. El maldito nerlingo había regresado a Jactinia
reconquistando Mugaburgo. Mas no era el tamaño del ejército rebelde lo
que preocupaba a Zornik, pues aún mantenía intactas las legiones del norte
al mando del Mariscal Zotelen, así como las legiones del sur al mando del
Mariscal Burkelen que actualmente ocupaban toda Jactinia; además, más de
mil gorglins formaban la última y temible línea defensiva alrededor de
Groningburgo. Eran por el contrario la fe y la determinación que empujaban
a Kiril, protegido por el ancestral halo de poder del Unicornio, lo que
turbaba a Zornik.
El rey brujo sabía que Kiril había hallado el arcano poder que él ansiaba
poseer y, en manos de Therliangator, no tardaría en llegar el día en que éste
desafiase su reinado sobre Tierra Conocida. Debía acabar con el joven Kiril
antes de que su leyenda continuara creciendo; arrancarle el secreto que
portaba y arrojar su cuerpo a los cachorros wolkur que criaba en
Groningburgo.
Zornik se retorcía de ansiedad, apresado en su palacio como un ruiseñor
confinado en una jaula de oro. La estancia rezumaba odio y maldad, codicia
y crueldad. Súbitamente, una ráfaga de aire emponzoñado, una brisa
maligna, penetró sibilante invadiendo cual mórbido murmullo los aposentos
del rey brujo.
—Soñé tu sueño —siseó una voz a sus espaldas.
—¿Qué haces aquí en palacio, madre Urkha? —preguntó contrariado
Zornik sin mover un solo músculo de su cuerpo—. Nadie debe saber de tu
existencia.
—Aún más visibles que la bella lamia son las oscuras sombras de
palacio —respondió Urkha—. He acudido a tu llamada, mi pequeño,
aunque ni tú mismo sepas que me has reclamado.
La lamia avanzó lentamente hacia la débil luz de la vela que colmaba la
estancia de sombras aviesas. A cada paso sus patas de gallina dejaban un
inmundo reguero de líquido nauseabundo. Cuando se encontró frente a
frente con los ojos sin vida de Zornik, le besó delicadamente en la mejilla
con los labios aún humedecidos por el pestilente brebaje que le había traído,
desde su cueva en las Montañas Oscuras, hasta la terrible cabeza del
Wolkur.
—El nerlingo turba tus sueños —dijo la lamia—. Cada día que se
consume bajo el sol ardiente, su poder crece como la hierba en primavera.
Su auge tortura tu alma, su ascenso mortifica mi oráculo. El custodio del
poder inmortal le acompaña y en el oeste los gemelos se han reunido. Mas
el torrente de sus destinos confluye en Groningburgo, donde reina nuestra
magia. Mas esa… esa presencia, carne y piedra, ¡aaahhh! —gritó y se
abrazó con fuerza a Zornik mientras gimoteaba desconsolada.
—¿Qué te ocurre, madre? ¿Qué es lo que te hace estremecer? —
preguntó desconcertado Zornik.
—Mi pequeño, mi pequeño —lloriqueaba la lamia—. Una eternidad sin
luz ni oscuridad, un horizonte velado y cristalino, ¡nada pueden ver mis
ojos a través, ni por frente ni por envés! ¡Blanco y negro, negro y blanco!
¡Maldito sortilegio!
—Cálmate, madre —trataba de consolarla Zornik mientras le acariciaba
sus ralos y grasientos cabellos canos.
Urkha se calmó y permaneció abrazada a su pequeño durante largo rato.
Después, se sentó en el borde del lecho y, cadenciosa y delicadamente,
comenzó a alisarse su lacia melena con su peine dorado mientras
continuaba con su demente perorata:
—Las batallas caerán de su lado, avanzará a través del angosto corredor,
¡presiento la insurrección! —gritaba agitada Urkha—. Una alianza de
sangre, una alianza consagrada a los dioses… ¡ofrece a tu bella hija al
bárbaro de los yermos occidentales! Te dará un heredero, sí, un heredero, y
el mundo se postrará ante ti, ¡te rendirá pleitesía! Y cuando aquellos que lo
engendraron mueran, cuando la sangre de tu sangre mortecina se seque,
cuando el tiempo a tu mismo heredero haya consumido como a roca
arcillosa, tú, mi pequeño, seguirás reinando en el gran trono bajo las
estrellas, tan cerca de los dioses, tan alto sobre los hombres, ¡rey de las
deidades, dios de los mortales!
—Madre, oscuros pensamientos me atormentan, terribles pesadillas me
torturan en interminables duermevelas —se arrodilló Zornik ante la lamia
Urkha—. ¡Prométeme que arrebataré el poder de la bestia al nerlingo!
¡Júrame que poseeré el cuerno del Unicornio!
—Mi pequeño, mi indefensa criatura —sonrió maliciosamente Urkha
con un brillo maligno en sus ojos—. Te prometo que tus ojos desenterrarán
de lo más profundo del nerlingo el escondite del Unicornio. Tu mirada lo
poseerá, corroerá su espíritu y entonces podrás mirar a través del pozo de su
alma, límpido y diáfano, y le arrebatarás su secreto, pues ya nada podrá
detener el irrefrenable poder de tu mirada. Y ambos viajaremos al escondite
del Unicornio, y le arrancaremos el corazón, y le seccionaremos los
miembros, y le sacaremos los ojos, y comeremos de sus entrañas, y
beberemos de su sangre, y cuando ya no quede nada sobre su quebrada
osamenta, ni piel, ni músculo, ni membrana, ni cartílago, el cuerno de la
inmortalidad será por siempre nuestro, ¡solamente nuestro! ¡Ja, ja, ja! —y la
lamia se puso a danzar alborozada como un infante alrededor del lecho
mientras entonaba una horrible e interminable cantinela:
Cortar, trinchar, arrancar,
¡carne, tripas, ojos!
Comer, beber, vomitar;
¡intestinos, sangre, huesos!
Corre, escapa, huye,
¡te atrapo, te mato, te despellejo!
A nadie podrás salvar,
¡muerto estás por toda la eternidad!

Cortar, trinchar, arrancar;


¡carne, tripas, ojos!
Comer; beber, vomitar;
¡intestinos sangre, huesos!
Corre, escapa, huye,
¡te atrapo, te mato, te despellejo!
A nadie podrás salvar;
¡muerto estás por toda la eternidad!
UNA DIFÍCIL DECISIÓN

A nochecía en el Valle de los Elothas. La oscuridad de la noche se


entremezclaba con las últimas nubes de humo y ceniza negra que
brotaban de las ahogadas ascuas que aún consumían Eloburgo. Los elothas
habían disfrutado de su primer día de libertad tras sobrevivir al inhumano
cautiverio. La gran mayoría había aprovechado la jornada para dormir y
descansar, tumbados sobre el improvisado lecho de árida hierba que crecía
en las praderas cercanas. Aquellos que aún disponían de fuerzas y entereza,
colaboraron en las tareas de cura de los numerosos heridos que había dejado
la batalla. Un reducido grupo ayudaba a Torilo, quien se afanaba en acabar
de preparar el rancho para aquella multitud de almas con los víveres que
habían encontrado junto al almacén de oro de las minas.
Con el ocaso comenzaron a repartir la cena en los cuencos de madera de
los que los elothas aún se resistían a desprenderse. Un caliente y nutritivo
potaje a base de arroz, lentejas, cebollas y algún trozo de tocino para los
más afortunados, logró reconfortar sus estómagos, que acompañado por un
vaso de vino aguado, cortesía de los ajusticiados centinelas del almacén de
oro, logró que los elothas conciliaran el sueño con una sonrisa en sus labios.
Oyvind e Ingvar no se habían separado un sólo instante en todo el día,
narrándose las tribulaciones y aventuras de los últimos meses. Cuando era
Oyvind quien contaba a su hermano su huida hacia el Mar del Este, el
descubrimiento del sexto clan y el encuentro con el Guardián de Piedra,
Ingvar permanecía boquiabierto, incrédulo ante el relato del hijo del
relámpago; mas cuando era el hijo del trueno quien relataba sus penurias en
Eloburgo, su fuga de las minas auríferas y su huida hacia las Tierras Frias,
era entonces Oyvind quien escuchaba atónito y en silencio a su gemelo. Ni
siquiera Perlivarce o Torilo se atrevieron a interrumpirles, pues la profunda
herida con la que la añoranza había lacerado sus corazones debía ser
rápidamente restañada. Apenas si se percataron que Simas les acercó un
cuenco repleto de potaje y un vaso de vino a cada uno, pues siguieron
absortos en sus conversaciones.
La noche cayó con su inescrutable manto de oscuridad sobre el noroeste
de Tierra Conocida, luna y estrellas veladas por los últimos estertores de la
pira de Eloburgo. Hacía un rato que Narno había vuelto a despertar a la
vida, pero aún el corazón de Ingvar latía desbocado ante la inesperada y
extraordinaria visión contemplada. El Guardián de Piedra acompañaba
ahora a los dos gemelos alkos, el único al que habían permitido interrumpir
su charla, pues si en aquel mar de almas había alguien al que la añoranza y
la pérdida de un ser querido hubiera atormentado tanto como a Oyvind e
Ingvar, ese era sin duda Narno.
El cansancio hizo por fin presa en los gemelos alkos y, tras cabecear
frente a la titilante luz de la hoguera, no tuvieron más remedio que rendirse
ante la llamada del dios del sueño. Antes de acostarse junto al resto de
elothas que hacía rato dormitaban bajo la única protección del firmamento,
Simas y Aimon cruzaron unas palabras con ellos.
—Mañana al amanecer nos reuniremos a las puertas de las minas —dijo
Simas.
—Debemos decidir sin más demora nuestro destino —añadió Aimon—.
No nos resta mucho tiempo antes de que los gronings lleguen con refuerzos.
Oyvind e Ingvar asintieron y los líderes de La Alianza de Tenkolmar y
Los Quince de Klimerik dejaron descansar a los gemelos.
—Espero que ahora que me has encontrado, no sea yo quien ocupe por
más tiempo tus sueños y sea esa bella nerlinga la que more en ellos —dijo
bromeando Ingvar mientras enrollaba y aplastaba su capa bajo la cabeza a
modo de almohada.
—Edda… —murmuró Oyvind—. Mi querida y hermosa Edda… —y
cerró sus ojos mientras sonreía y dejaba que el sueño se apoderase de él,
fantaseando con besar los finos y dulces labios de la hija menor de
Oerlikon.
La noche transcurrió en calma, envuelta en un completo silencio, pues
ni siquiera los insectos se atrevieron a molestar a los elothas en su merecido
descanso. Narno custodiaba el sueño de aquellos hombres renacidos a la
libertad, caminando incansable alrededor del campamento, mientras cuatro
grupos de centinelas vigilaban los puntos cardinales. Cada cierto tiempo se
acercaba a comprobar cómo se encontraban sus nuevos hermanos, Los
Quince de Klimerik, pues Leonek, Oakes, Bladuf y Alvar habían sido
heridos en la Batalla de Eloburgo o Bosque Frío. Alvar era quien se había
llevado la peor parte. La ponzoña depositada en su pierna por las garras del
wolkur mantenía al celko en un agitado estado febril en el que deliraba
llamando desesperadamente a su malogrado compañero Larklin. Perlivarce
no se separaba del celko ni un instante y en esos momentos trataba de
tranquilizar a Narno:
—Todavía mañana su frente arderá —le dijo Perlivarce al gigante—. Es
el precio que debe pagar por la herida del wolkur. Pero te aseguro que con
estas curas y emplastos, en menos de siete lunas la fiebre habrá
desaparecido por completo y Alvar podrá volver a caminar y luchar como
un guerrero.
Esas palabras serenaban a Narno, quien volvía a sus tareas de vigilancia,
pero el Guardián de Bosque Salvaje no tardaba en volver inquieto junto a
Alvar y de nuevo Perlivarce tenía que desplegar sus mejores virtudes de
tarluk para apaciguarle.

Con las primeras luces del amanecer el silencio de la noche se


transformó en un coro de toses y bostezos. Los elothas contemplaban
absortos el nacimiento del nuevo día, tratando de alejar la angustia que el
sonido del cuerno de llamada provocaba en sus corazones. Pero el sordo
grito del cuerno se había apagado para siempre. La Alianza del Trueno y los
hombres de La Colonia habían obrado el milagro. Y esos hombres que les
habían devuelto la libertad, decidían ahora su futuro frente a las puertas de
las minas de oro.
—Hemos logrado una gran victoria de libertad y esperanza —hablaba
Aimon—, pero con cada soplo de viento que aleja los latidos del tiempo
lejos de aquí, nuestra situación se torna cada vez más desesperada. Las
columnas de humo que se alzan sobre Eloburgo habrán advertido a nuestros
enemigos de que algo marcha mal en las minas. Si no nos movilizamos esta
misma mañana corremos el riesgo de que el ejército groning caiga sobre
nosotros.
—¿Y hacia dónde marcharemos? ¿Cómo ocultaremos a un famélico
ejército de más de mil hombres avanzando a través de territorio enemigo?
—preguntó contrariado Simas—. Esos hombres están exhaustos, no
soportarán una rápida marcha a pie día y noche.
—No sé hacia dónde debemos dirigirnos —contestó Aimon—, pero
debemos partir sin más demora.
—Aunque no lo creas, esos hombres soportarán el cansancio y el dolor
en sus piernas —habló Ingvar recordando su frenética huida hacia las
Tierras Frías en compañía de Gródolas y Vladas—. Es cierto que algunos
morirán en el camino, pero su muerte tendrá un sentido para ellos, más allá
de una muerte ignominiosa en los túneles y terraplenes de las minas.
—El grueso de los elothas debería marchar en sentido inverso al que
nosotros recorrimos —dijo Oyvind mirando a Perlivarce mientras el bortigo
asentía con la cabeza—. Su única posibilidad de salvación es alejarlos de la
guarida del lobo. Deberán dirigirse hacia Bosque Frío, para después cruzar
por los límites orientales de Tierra Seca en dirección sur hacia Las
Montañas Oscuras y, desde allí, encaminarse al Bosque Ranwuhan. En él
encontrarán abrigo y alimento. Podrán establecer un asentamiento en el
interior del bosque aguardando a que los vientos soplen favorables a nuestra
causa. Allí podrán descansar y recuperarse. Puede que pronto necesitemos
del vigor de sus brazos para la batalla final. Vosotros, Perlivarce y Aimon,
los acompañaréis hasta el paso de las Montañas Oscuras. Una vez allí,
debéis encaminaros hacia La Colonia. En aquel lugar tenéis seres queridos
y amigos a los que proteger.
—Y vosotros, Simas —continuó ahora Ingvar sin dar tiempo a que
Perlivarce o Aimon replicasen a Oyvind, mientras jugueteaba con su collar
de afilados dientes de Wolkur—, regresaréis al norte, a las Tierras Frías.
Numerosos han sido los sacrificios que la Alianza de Tenkolmar ha
realizado por la causa nerlinga. Hora es que regreses a defender las
fronteras de tu pueblo.
—¿Y qué haréis entonces vosotros, solos en el corazón del territorio
enemigo? —preguntó Aimon—. ¿Acaso pensáis dirigiros hacia
Groningburgo?
Sin que apenas hubiera Aimon terminado de pronunciar el nombre de la
capital groning, el celko se percató, por la sonrisa que esbozaron los
gemelos alkos, que había acertado en su disparatada suposición.
—Un señuelo para cubrir nuestra huida… —musitó Perlivarce.
—¿Es que ambos os habéis vuelto locos? —gritó enfadado Simas—.
¿Cómo ha podido vuestro reencuentro trastornaros de esta manera? Si os
dirigís a Groningburgo, en menos de siete lunas vuestras cabezas colgarán
de las murallas que rodean al palacio de Zornik. No, jamás permitiré que os
encaminéis a vuestra propia muerte.
—Nunca podré agradecerte la desinteresada ayuda que nos has prestado
—contestó Ingvar—. Mas es mi destino y el de Oyvind dirigirnos al palacio
del rey brujo. Tu amistad me honra, Simas, más allá de lo que puedas
imaginar, así como también lo hace la de Gródolas, para siempre mi
hermano de sangre. Pero debéis entender que los gronings no tendrán
piedad con vosotros si os encuentran aquí. Confío en que su arrogancia les
lleve a pensar que el humo que se eleva desde Eloburgo sea un
desafortunado incendio en el que han perecido unas docenas de esclavos.
Jamás esperarán que alguien ose atacarles en el corazón de sus dominios.
Mas si Nerlinguia ha escuchado nuestras plegarias, y Kiril y Maikel han
salido victoriosos de las batallas del este, Zornik se habrá vuelto
desconfiado y a buen seguro enviará junto a la caravana semanal del oro un
pequeño destacamento de legionarios para protegerla.
—Como he dicho antes —continuó Oyvind—, vosotros tenéis familia y
amigos a los que proteger. Esta vez seremos Ingvar y yo quienes os
protejamos, atacando al enemigo allí donde nunca lo imaginaría,
provocando el desconcierto y sembrando el miedo en su propio hogar.
Vuestro deber es partir ahora sin más demora. Aimon y Los Quince de
Klimerik, junto a Perlivarce, acompañarán a los elothas hacia el Bosque
Ranwuhan hasta asegurarse de que se encuentran a salvo. Una vez logrado
este primer objetivo, estableceréis un sistema de mensajeros entre ellos y La
Colonia.
—Simas. Tú y tus hombres regresaréis a Sildenburgo —continuó ahora
Ingvar tomando el relevo de su hermano—, cruzando a través de los Valles
Solitarios. Por Nerlinguia, que las fuerzas que os haya insuflado esta batalla
logren mantener el desánimo alejado de vuestros corazones. Mas si notáis
que la desesperanza se apodera de vosotros, ¡cantad a la primavera! ¡Cantad
a la nueva era que se acerca! ¡Paz y libertad! ¡Amor y esperanza! —y
lágrimas de emoción se asomaron a los ojos de Ingvar—. Una vez en
Sildenburgo, vigilaréis a las legiones gronings del norte. Sus movimientos
os indicarán cuándo deberéis marchar sobre Groningburgo, cuándo se
acerca la hora final en la que todo se decidirá.
—No os abandonaremos —respondió Aimon—. Los Quince de
Klimerik os seguirán hasta Groningburgo.
—No, mi buen Aimon —respondió Oyvind—. Tú y Los Quince debéis
regresar a La Colonia. Sois los protectores de ese famélico ejército como
antes lo has llamado. Será vuestra responsabilidad mantenerlos a salvo.
Además, no permitiría que mi gran amigo el tarluk regresase en solitario al
hogar donde Milia y el pequeño Oyvar le esperan —y Perlivarce miró a
Oyvind agradeciéndole que le hubiera liberado de la pesada carga de elegir
entre acompañarle o regresar junto a su familia.
—Entonces yo os acompañaré —replicó Simas.
—Jamás lo consentiría —contestó ahora Ingvar—. Los norteños
aguardan ansiosos el regreso de su líder. Si incierto es el futuro de Gródolas
en las lejanas tierras orientales, arriesgar tu vida en esta misión no haría
más que privar a la Alianza de Tenkolmar de su legítimo líder. El norte
volvería a desmembrarse y debilitarse, lo que no haría más que contribuir a
los planes de Zornik. No, Simas, tu lugar está ahora en las Tierras Frías,
donde tu victorioso regreso insuflará la moral necesaria a tus hombres,
haciendo que el norte vuelva a ser un territorio inexpugnable incluso para
las legiones gronings.
—Solamente aceptaremos la compañía de media docena de hombres —
contestó Oyvind—, pero no podrá ser ninguno de vosotros, nadie de Los
Quince de Klimerik, ni… —y aquí Oyvind tragó saliva, pues la palabra que
iba a pronunciar ahogaba su garganta antes de brotar de ella—, Narno.
Hubo unos instantes de silencio, pues si bien Simas e Ingvar conocían la
relación que unía a Oyvind y Narno, Perlivarce y Aimon sabían por el
tiempo que habían compartido con ellos, que el cariño que Oyvind tenía por
el Guardián de Piedra solo era comparable al de su gemelo Ingvar y al de su
amada Edda. Fueron ahora los ojos del hijo del relámpago los que se
arrasaron en lágrimas, desconsolado por la separación de aquel espíritu
atormentado con el cual había compartido penas y alegrías y que un día le
bautizó con el nombre de Peregrino.
—Seis norteños os acompañarán —sentenció lacónicamente Simas.
—De acuerdo —respondió Ingvar—. Una vez más no sé cómo podré
agradecértelo, Simas.
El norteño contestó con un leve movimiento de su cabeza, no queriendo
interrumpir con sus palabras la congoja de Oyvind. Fue el alko quien
rompió el silencio.
—Y ahora marchad al campamento —habló con la voz entrecortada—.
Preparadlo todo y partid prestos hacia Bosque Frío.
—¿No aguardarás a que caiga la noche para despedirte de Narno? —fue
Perlivarce el único que se atrevió a preguntar al hijo del relámpago.
—No. No soportaría decirle adiós mientras le miro a los ojos —contestó
Oyvind—, y él nunca me permitiría marchar sin su compañía a
Groningburgo. Cuando estéis lejos, recordad a Narno la promesa que le une
ahora a Los Quince de Klimerik. Será la única forma de que no monte en
cólera y vuelva en mi busca trastornado por la demencia.
Los demás no se atrevieron a contrariar las firmes palabras que Oyvind
acababa de pronunciar. Tras un interminable silencio, y sin que nadie lo
ordenase, los allí presentes fueron regresando lentamente hacia el
campamento hasta disolver completamente el improvisado concilio.
Caminaban cabizbajos, entristecidos por una nueva separación y por la
misión suicida que Oyvind e Ingvar iban a emprender. Los gemelos alkos se
quedaron ligeramente rezagados mientras contemplaban a Simas, Aimon y
Perlivarce alejarse hacia el campamento de los fugitivos.
—Nos toman por locos, hermano —habló Ingvar—. Sus corazones han
comenzado a llorar por la muerte que creen inevitablemente nos aguarda.
—Todos moriremos algún día —respondió Oyvind—, sólo el tiempo y
los hados del destino saben cuando. Mas te prometo que el jinete sin rostro
no nos alcanzará en Groningburgo. Acechará montado a lomos de su
siniestro corcel, pero no será allí donde exhalaremos nuestro último aliento.
—Que Nerlinguia escuche tus palabras —respondió Ingvar—, pues
necesitaremos de la ayuda de todos los dioses, amigos y enemigos, para
poder salir de la guarida de Zornik con vida.
—Las escuchará, Ingvar, las escuchará —sentenció Oyvind.
El hijo del trueno caminó sin hablar una veintena de pasos hasta que se
decidió a preguntar nuevamente a Oyvind:
—¿Y Narno? —dijo Ingvar—. ¿Comprenderá la decisión que has
tomado?
—No —respondió Oyvind imbuido por un terrible halo de tristeza—.
Nunca lo hará. Lo único que espero es que algún día me perdone por
abandonarle. Yo le hice volver a creer en la amistad, yo prendí el fuego que
logró derretir el hielo que velaba su corazón, y sin embargo ahora le pago
con la misma moneda que los hombres a los que él protegía: con el
abandono y el olvido. Una vez sobrevivió a la terrible decepción en Fuente
Dorada, pero no sé si podrá volver a soportarlo.
—Perlivarce y Aimon sabrán cómo aplacar su rabia y tristeza —dijo
Ingvar sin mucha convicción.
—Lo dudo, hermano mío. Mas espero que el juramento que le ata a Los
Quince de Klimerik evite que cometa una locura —finalizó Oyvind con la
mirada perdida en el pedregoso camino.
Y en silencio, reflexionando sobre lo que el futuro más cercano podría
depararles, siguieron los pasos de sus amigos hasta el campamento donde el
famélico ejército de elothas les aguardaba.

Las órdenes que habían dado los gemelos alkos se cumplieron con
presteza y, antes de que el sol del mediodía acariciase sus rostros, seis
guerreros de Tenkolmar se presentaron ante Oyvind e Ingvar. Junto a ellos
acudieron Simas y Aimon, acompañados por los cariacontecidos Perlivarce
y Torilo. Fue el padre de Maikel el primero en hablar.
—No bien acabas de regresar y ya nuevamente partes lejos de aquí —
dijo mirando fijamente a Ingvar, quien se sintió culpable por alejarse del
viejo alko.
—Esos hombres que hoy han recuperado la libertad te necesitan —
respondió Ingvar mirando hacia los elothas.
—Quizá sea así, amigo mío, pero este viejo también necesita la
compañía de los suyos, y ambos hacéis que sienta más cerca a mi hijo
Maikel —respondió Torilo.
—Maikel jamás te ha olvidado —habló ahora Oyvind—, y presiento
que antes de lo que puedas imaginar volverás a reencontrarte con él. Mi
corazón me dice que Kiril y Maikel avanzan con paso firme hacia Jactinia.
—Venid aquí y abrazadme, maldito par de locos —y con lágrimas en los
ojos el bonachón de Torilo se abrazó con fuerza a los dos gemelos alkos.
—Veo que mi consejo sobre ser el cocinero del Senescal no cayó en
saco roto. Esta barriga apenas si deja que nos acerquemos a ti —bromeó
Ingvar y las lágrimas de Torilo se tomaron en una sonora carcajada.
Cuando Torilo finalizó su abrazo de oso sobre Oyvind e Ingvar,
Perlivarce tomó la palabra.
—Locos hermanos, como bien ha dicho Torilo. Prometedme una única
cosa: que regresaréis con vida de Groningburgo y que volveremos a cenar
en mi casa de Bortiburgo, todos juntos, Milia y Oyvar, mi hijo que en su
nombre lleva grabado lo mejor del relámpago y del trueno.
—Te prometo que Ingvar y yo regresaremos de Groningburgo —dijo
Oyvind—, para degustar un exquisito faisán junto a la lumbre de tu hogar,
querido tarluk —y diciendo esto se acercó a Perlivarce y lo abrazó con
fuerza, al igual que instantes después hizo Ingvar.
—Bueno, bueno —dijo Aimon—, ya basta de besos y abrazos, de
lágrimas y sollozos. ¿Es que acaso nos hemos convertido en un grupo de
plañideras?
Todos sonrieron ante la ocurrencia del celko.
—Ingvar —habló ahora Simas—. Regreses o no con vida de tu misión,
tu nombre será por siempre recordado en las Tierras Frías. Tenkolmar
también es tu hogar. Estos seis hombres que te acompañarán a ti y a tu
hermano son testigos de esta promesa, pues morirán si es necesario por
vosotros.
—Gracias, Simas —respondió Ingvar—. Si vuelves a ver a Gródolas
antes que yo, dile que cada nuevo día rezo para que encuentre la paz
perdida, para que esta funesta guerra termine y pueda regresar a las Tierras
Frías, para vivir en paz hasta el fin de sus días.
—Te prometo que así se lo haré saber —contestó emocionado Simas.
—Los Quince de Klimerik también rezarán por vosotros a Nerlinguia
—dijo Aimon—. Regresad pronto, amigos, pues ansío luchar junto a
vosotros en la última batalla, la que decidirá el destino de Tierra Conocida.
—Allí nos encontraremos —respondieron al unísono los gemelos alkos.
—Bueno, ¿pero es que acaso no pensáis abrazarnos a Simas y a mí? ¿Es
que únicamente Torilo y Perlivarce son merecedores de vuestro afecto?
—¡Ja, ja, ja! —rieron Oyvind e Ingvar—. Después de escuchar tu
alegato sobre las plañideras pensábamos que ofenderíamos tu orgullo de
gran guerrero celko si osásemos demostrar la más mínima muestra de afecto
hacia ti.
Simas, Aimon, Oyvind e Ingvar se abrazaron y estrecharon sus manos
mientras Torilo y Perlivarce les contemplaban envueltos por una extraña
sensación de alegría y tristeza.
—Es hora de partir —dijo Ingvar.
Uno de los seis guerreros de Tenkolmar acercó a los gemelos alkos las
bridas de los caballos que les llevarían a Groningburgo. Ambos se subieron
con pasmosa agilidad a lomos de sus monturas y, con voz clara y potente,
gritaron para que todos pudieran oírles:
—¡Hasta pronto, amigos! ¡Que Nerlinguia y los dioses os acompañen!
¡Volveremos a encontrarnos a las puertas del palacio de Zornik!
—¡Que los dioses os acompañen! —fue el clamor que brotó de las
voces de los elothas y todos los allí acampados, mientras contemplaron la
partida al galope de aquellos ocho hombres que se encaminaban hacia una
muerte segura.
Cuando el grupo se alejaba ya del campamento, Oyvind tiró
repentinamente con fuerza de las riendas de su caballo hasta lograr
detenerlo. Lo espoleó nuevamente, pero esta vez en dirección hacia el
campamento. Todos observaban con curiosidad al joven alko dirigirse hacia
una apartada carreta, hacia el lecho diurno del Guardián de Piedra.
Sin descender de su corcel, acarició con su mano el pétreo rostro de
Narno y, acercando su cabeza a la del Guardián, musitó unas palabras en
voz baja que nadie más alcanzó a escuchar:
—Perdóname. Perdóname por abandonarte, mi buen Narno —y Oyvind
guardó unos instantes de silencio—. Perdóname y prométeme que velarás
por Los Quince de Klimerik, porque Aimon y los suyos sigan con vida. No
intentes seguir el camino del Peregrino, pues como tú una vez dijiste “no es
camino seguro al caer la noche”. Porque esta vez, mi buen Narno, no habrá
campana que pueda mantener alejados a los demonios que acechan. Rezo a
mi diosa porque la luz de la vida ilumine tu eterna noche. No permitas que
la tristeza vuelva a tu corazón. Nunca te abandonaré, mi partida no es más
que un hasta pronto. Te entrego la eukhiloe que me regalaste en el Paso del
Nevado. Consérvala hasta que volvamos a encontrarnos. Que ella sea la luz
que te alumbre en tu nocturno caminar y vele tus sueños al calor del sol.
Adiós, Narno, hasta pronto. Que el destino nos sea propicio y volvamos a
encontrarnos para luchar en la última batalla contra la oscuridad —y
Oyvind acarició el cabello petrificado del Guardián, y sintió cómo una leve
conmoción recorría la pétrea superficie de la estatua.
El alko espoleó a su caballo y el viento se llevó las lágrimas que
resbalaban por sus mejillas. Rápidamente se unió al grupo de Ingvar y los
norteños, y juntos cabalgaron hacia el este, hacia el corazón del territorio
groning, para cumplir la primera de sus misiones en los dominios de
Zornik: interceptar la caravana del oro.
LA CARAVANA DEL ORO

H abían transcurrido dos lunas desde que Oyvind, Ingvar y los seis
norteños partiesen rumbo a Groningburgo. Decidieron cabalgar en
dirección sureste, trazando una diagonal desde Eloburgo hasta la capital
groning, evitando en todo momento internarse en el Valle del Rauron, pues
como Simas les había advertido, se trataba de un lugar en el que las
legiones gronings solían acampar o concentrarse en espera de las órdenes de
su rey. Y a fe que los consejos del líder de Tenkolmar fueron acertados,
pues hasta ese momento no habían vislumbrado tropas enemigas por los
alrededores ni encontrado atisbo alguno de que aquellas tierras estuviesen
pobladas.
Al tercer día divisaron la caravana del oro.
Tras sortear una hermosa comunidad de tilos, los prodigiosos ojos
élficos de Oyvind descubrieron a lo lejos una imperceptible nube de polvo.
Con un enérgico ademán hizo detenerse a sus compañeros y, colocando la
palma de su mano por encima de sus traslúcidos ojos azules para evitar el
reflejo del sol, escrutó con gesto contrariado el horizonte.
—Aquí llegan esos miserables —dijo Oyvind—. Vienen a por el oro
obtenido con el sudor y la sangre de los desdichados elothas. Pero esta vez
no encontrarán lo que ellos esperan.
—¿Es la caravana del oro? —preguntó Ingvar.
—Sí —respondió lacónicamente Oyvind mientras continuaba
escudriñando las lejanas praderas.
—¿Cuántos son? —preguntó Gregas, el más veterano de los norteños
que les acompañaban.
—Diez jinetes además de otros tres soldados que viajan montados en la
carreta —contestó Oyvind.
—Trece gronings… nos superan en número —se lamentó Lartas, otro
de los norteños.
—Nosotros les superamos en valor, destreza e inteligencia —respondió
Ingvar—. Además la sorpresa está de nuestro lado; confío en que nuestras
plegarias a Nerlinguia hayan sido escuchadas y los gronings aún no nos
crean capaces de asestar un golpe en su territorio.
—No deberías estar tan seguro de ello, hermano —puntualizó Oyvind
—. Bien pudiera ser que su falta de precauciones sea debida a que Kiril y
Maikel no hayan logrado contener la invasión groning en el este —y un
desalentador silencio se apoderó por unos instantes del grupo.
Fue Gregas, el veterano norteño, nacido en una lejana aldea en las
riberas del Río Osterdal, quién se decidió a romper aquel triste silencio.
—Deberíamos retroceder e internarnos en el pequeño bosque para
emboscarlos por sorpresa —propuso Gregas.
Oyvind e Ingvar se giraron sobre sus monturas tratando de localizar la
posición más propicia para sorprender a los gronings y neutralizar así su
superioridad numérica. Tras inspeccionar rápidamente el terreno, ambos se
miraron y asintieron con la mirada.
—De acuerdo —dijo Ingvar—. Nos ocultaremos en el bosque. ¡Rápido,
no hay tiempo que perder! —ordenó el hijo del trueno y, sin demora, los
ocho jinetes cabalgaron al galope hacia la frondosa floresta.

Los gronings tardaron un tiempo en recorrer la legua que les separaba


de las inmediaciones del bosque de tilos donde los nerlingos y norteños se
ocultaban. Realmente los ojos de Oyvind alcanzaban a divisar lejanos
parajes que cualquier otro mortal jamás alcanzaría a contemplar sin la
ayuda de uno de los ingenios de Perlivarce. Comenzaron lentamente a girar
para seguir avanzando en paralelo al linde del bosque, cuando
repentinamente uno de los soldados gronings dio el alto a la caravana:
—¡Alto! ¡Detened la marcha! —ordenó el soldado.
—¿Qué ocurre? —le preguntaron los otros jinetes mientras el conductor
de la carreta tiraba enérgicamente de las riendas de los tres caballos que la
arrastraban para detenerla.
—¿Es que no habéis escuchado eso? ¡Eran cascos de caballos! Juraría
que un par de jinetes —respondió el groning—. Y se acercan hacia nuestra
posición.
—¡Vosotros seis conmigo, en posición de ataque! —ladró el que parecía
estar al mando de la caravana—. Gurk, Morkek y Lathon, os quedaréis
protegiendo la carreta.
Y antes de que el groning terminara de dar las órdenes a sus hombres,
de entre los últimos tilos que configuraban el linde del bosque, a unos
treinta pasos frente a ellos, surgieron las figuras de Ingvar y Gregas
cabalgando a galope tendido. El hijo del trueno y su compañero norteño
detuvieron su frenético cabalgar al descubrir la inesperada presencia de los
gronings.
—No son gronings ni jinetes de Tierra Seca —informó el cabecilla
groning a sus hombres—. ¡Deteneos! ¿Quiénes sois, forasteros? ¿Acaso
disponéis de algún salvoconducto para viajar por estas tierras? —gritó
dirigiéndose a Ingvar y Gregas, quienes lejos de atender a las órdenes del
soldado, espolearon a sus caballos y volvieron a penetrar en la floresta.
—¡Tras ellos! —gritó el groning—. ¡Que no escapen! ¡Mañana darán
con sus huesos en Eloburgo! —y los seis jinetes se lanzaron en persecución
de Ingvar y Gregas, mientras los tres jinetes restantes montaban guardia
alrededor de la carreta.
Ingvar y Gregas condujeron a sus corceles por la más estrecha de las
numerosas sendas que se abrían en el interior del pequeño bosque de tilos.
Sus perseguidores no tuvieron más remedio que ponerse en fila de a uno.
Tras zigzaguear a derecha e izquierda, la columna de perseguidores se
estiró. Cincuenta pasos antes de salir a un pequeño claro del bosque los
corceles de Ingvar y Gregas tuvieron que saltar por encima de una gruesa
rama que obstaculizaba el camino. Los gronings la fueron sorteando sin
dificultad uno a uno, hasta que cuando le tocó el turno al quinto jinete,
súbitamente y como por arte de magia, la rama se levantó del suelo, levitó y
golpeó a su caballo, el cual cayó derribado con sus patas delanteras
dobladas, lo que hizo que rodase violentamente por el suelo. El jinete que
cerraba la columna no pudo evitarlo, chocó contra el caballo y, como si
ambos hubieran sido zancadilleados, corcel y jinete rodaron por la hierba
hasta ser detenidos por el fuerte y áspero tronco de un soberbio tilo.
—¡Estúpidos! —gruñó irritado el groning al oír los relinchos, golpes y
gritos de dolor—. ¡Levantaos del suelo y seguidnos! —y nuevamente
dirigió su mirada al frente para no perder de vista el caballo de Gregas.
Pero los dos gronings no volvieron a levantarse del suelo, pues desde lo
alto de los árboles, una andanada de flechas acabó con los dos jinetes.
Habían caído en la trampa pergeñada por los gemelos alkos.
Los corceles de Ingvar y Gregas bufaban respirando agitadamente,
mientras sus cascos golpeaban poderosos sobre la hierba del bosque,
dejando en él el legado de las indelebles marcas de sus herraduras. Ingvar,
quien marchaba por delante de Gregas, giró su cabeza hacia el norteño y le
gritó:
—¡Allí! ¡A la derecha!
Gregas asintió con un cabeceo y continuó su galope pegado a los
cuartos traseros del corcel de Ingvar. Los gronings se mantenían a una
prudencial distancia. En varios ocasiones el más diestro de sus arqueros
había tratado de hacer cantar su arco contra los fugitivos, mas la primera
vez erró ampliamente el disparo y su segundo intento casi le costó ser
descabalgado por una rama rota que colgaba amenazante de uno de los
árboles, por lo que finalmente desistió de su empeño hasta no salir a campo
abierto. El cabecilla groning apretaba el galope de su bestia, fustigándola y
espoleándola, pero no era capaz de reducir la distancia que le separaba de
aquellos dos insolentes fugitivos, pues sus continuos requiebros y cambios
de dirección extrañamente estudiados y certeros, le obligan a detener
bruscamente a su caballo y volver a arrancar en su persecución. Pero el
siguiente zigzagueo lo desconcertó por completo. Ingvar y Gregas giraron
bruscamente noventa grados hacia la derecha y desaparecieron ante los ojos
del groning protegidos por un tupido matorral formado por arbustos de
laburno. Sin embargo, eso no fue lo más sorprendente, pues al mismo
tiempo que ellos desaparecían ante sus ojos, dos nuevos jinetes emergieron
cruzando veloces en dirección contraria a la que Ingvar y Gregas habían
tomado.
El groning quedó desconcertado durante unos instantes sin saber bien
qué hacer. Aquellos fugitivos estaban burlándose de él. Bien, si lo que
querían era jugar al escondite, él también jugaría con ellos. Y al final del
día los fugitivos continuarían jugando, pero esta vez en compañía del jinete
sin rostro, enterrados en cuatro tumbas en lo más profundo del bosque. Un
oficial groning no podía permitirse que nadie osara burlarse de él, y menos
aún en sus dominios, en territorio groning, pues eso suponía reírse del
mismísimo Zornik, el que sería el futuro emperador de Tierra Conocida. Así
lo haría: castigaría a los cuatro fugitivos y después participaría de buen
grado en las represalias a aquellos bastardos elothas que habían osado
incendiar alguno de los barracones de Eloburgo. Disfrutaría azotando a
aquellos sublevados con el látigo del Senescal Loriklen.
—¡Vosotros tres! —gritó enfadado—. ¡Continuad hacia la derecha! ¡El
resto, seguidme! —y el oficial giró hacia la izquierda siguiendo el rastro de
hierba arrancada en persecución de los dos nuevos fugitivos que habían
surgido del interior del bosque.
—¡Han caído en la trampa! —gritó satisfecho Oyvind a Lartas—.
¡Dividen sus fuerzas!
Ahora los gronings perseguían en dos grupos de tres jinetes a los
fugitivos: Ingvar y Gregas cabalgaban en dirección sureste y Oyvind y
Lartas en dirección noroeste. Los instantes de duda en los que el oficial
groning se vio obligado a tornar una decisión, habían proporcionado una
distancia adicional a los fugitivos, dando un pequeño respiro a los corceles
de Ingvar y Gregas.
—¡En media milla volvemos a girar a la derecha! —gritó Ingvar y
Gregas asintió.
Mientras tanto, Oyvind y Lartas no hacían sino aumentar la distancia
que les separaba del trío perseguidor comandado por el oficial. Los caballos
gronings comenzaban a acusar el feroz galope al que estaban siendo
sometidos, sin embargo continuaban siendo fustigados sin piedad por sus
jinetes.
Si uno de los halcones de Zornik hubiera sobrevolado vigilante aquella
mañana la floresta, hubiera contemplado a Oyvind e Ingvar, vinculados por
un halo divino desde el mismo instante en que vinieron al mundo, como si
fueran dos siameses, realizar al unísono un preciso y simétrico movimiento
girando otra vez noventa grados sobre su trayectoria para tomar una
dirección previamente estudiada: la salida del bosque donde la carreta y los
tres jinetes restantes aguardaban confiados.
Ingvar y Gregas se acercaban velozmente al último tramo de su huida.
A un cuarto de milla frente a ellos, aguardaban agazapados dos de los
norteños. El hijo del trueno sobrepasó el lugar donde se ocultaban y
contempló cómo sus arcos estaban ya tensos, prestos para cantar su mortal
sonata sobre sus perseguidores. Transcurrieron unos instantes desde que
Gregas cruzase frente a sus hermanos del norte hasta que los tres gronings
se pusieron en la línea de tiro de los arqueros norteños. Dos flechas volaron
certeras contra los jinetes, pues atravesaron el cuello del primero y el pecho
del tercero. Ambos fueron derribados de sus monturas, cayendo
pesadamente sobre el suelo, sus cuerpos privados del alma que el jinete sin
rostro acababa de robarles.
Ingvar y Gregas detuvieron su cabalgar y, con un suave trote, se
encaminaron al lugar donde los gronings acababan de caer en la emboscada.
El jinete groning que aún quedaba con vida miraba desconcertado a sus
compañeros caídos y al mismo tiempo a los árboles y arbustos de alrededor.
Desenvainó frenéticamente su espada pero, para cuando logró esgrimirla
amenazante, dos nuevas flechas volaron desde la espesura clavándose en su
pecho y en su costado y, al igual que sus compañeros, cayó sin vida del
caballo para acabar sus días en aquel olvidado bosque al norte de
Groningburgo.
—¡Vamos! —ordenó ahora Ingvar—. ¡Debemos volver prestos al punto
de encuentro! —y veloces los dos arqueros norteños surgieron como
sombras aviesas de entre los árboles y montaron a lomos de los caballos de
Ingvar y Gregas.
Mientras tanto, Oyvind y Lartas conducían al segundo grupo de jinetes
gronings a una muerte segura. El jinete sin rostro acechaba oculto tras unos
tupidos matorrales, susurrando extrañas palabras a las flechas que ahora se
apoyaban sobre las cuerdas de los arcos norteños. Como antes había
sucedido con los perseguidores de Ingvar y Gregas, dos de los jinetes
fueron rápida y certeramente abatidos por la magnífica puntería de los
arqueros. Únicamente el cabecilla del grupo quedaba ya con vida. Al
contrario que su compañero, decidió huir en lugar de enfrentarse a los
fugitivos, pero una nueva flecha logró derribarle antes de que lo
consiguiera. Oyvind se acercó al moribundo groning para interrogarle.
—¿Quién eres…, maldito traidor? —se adelantó en tomar la palabra el
groning.
—Guarda las pocas fuerzas que te quedan —le respondió Oyvind—. De
nada te valdrá ya saber quienes somos. ¿A dónde os dirigíais? ¿Qué hacen
nueve soldados custodiando una carreta?
—Eres más estúpido de… —y el groning tosió sangre por su boca—, …
de lo que pensaba. ¡Somos la caravana del oro! —gritó sacando fuerzas de
flaqueza—. Miles de legionarios os buscarán hasta daros caza al ver… al
ver que la caravana no regresa con su cargamento. Os azotarán hasta
mataros… junto a los elothas que incendiaron los barracones —terminó
jadeando y tosiendo mientras un sudor frío comenzaba a perlarle la frente.
—¿Quién crees que vendrá tras nosotros? —preguntó Oyvind tratando
de sonsacar información al groning—. ¿Quizás las legiones del norte?
¿Acaso los gorglins al servicio de Zornik? —preguntó con irónico
desprecio.
—Maldito seas… tu cabeza colgará de Groningburgo. Las tropas de la
ciudad acudirán en vuestra busca. Y por supuesto Loriklen… —y volvió a
toser sangre mientras su voz iba perdiendo fuerza con cada palabra que
pronunciaba—, …el Senescal os desollará vivos.
—¿Loriklen? —preguntó nuevamente Oyvind elevando su pregunta al
cielo—. ¿El Senescal de Eloburgo?
—Sí, maldito perro… él mismo acabará… contigo… ¡ja, ja, ja! —
terminó ahogando una siniestra carcajada.
—Quizás en otra vida, soldado —respondió Oyvind mientras esbozaba
también una malévola sonrisa—. Tu tirano Senescal arde desde hace dos
lunas en los fuegos del averno pero… —e hizo una pausa teatral para que
las palabras que iba a pronunciar a continuación calasen hondo en el
corazón del groning—, …pero antes ardió bajo las llamas de Eloburgo.
Los ojos del groning querían salirse de sus órbitas al escuchar lo que
Oyvind acababa de decir.
—El humo… el humo de Eloburgo… maldito perro elotha… —y el
groning profirió su último estertor sin poder cerrar sus párpados,
contemplando con el terror dibujado en sus ojos el rostro sonriente de
Oyvind.
—Te equivocas —susurró Oyvind al cuerpo inerte del groning—. Yo no
soy ningún elotha.
El hijo del relámpago se incorporó y volvió hacia Lartas y los dos
norteños que acababan de abandonar el escondite donde habían
permanecido emboscados.
—¡Rápido! —ordenó Oyvind—. ¡Al punto de encuentro!
Y los cuatro hombres, montados a lomos de dos corceles, se dirigieron
al lugar donde habían acordado reunirse con el grupo de Ingvar y Gregas.
No habían transcurrido más que un breve impás de espera cuando el
hijo del trueno y del relámpago se reencontraron bajo dos enormes tilos.
—Veo que habéis regresado sanos y salvos —les recibió Ingvar con una
amplia sonrisa que denotaba alivio y satisfacción.
—Y con alguna valiosa información —le respondió Oyvind con otra
sonrisa.
—¿Habéis podido sonsacar algo a los gronings? —preguntó impaciente
Gregas.
—No fueron muchas palabras, pero sí reveladoras —contestó Oyvind
—. Los gronings no imaginan ni por lo más remoto que Eloburgo haya sido
destruido. Creían que el humo que se elevaba desde el burgo era debido al
fuego que renegados elothas habrían provocado al quemar alguno de los
barracones.
—Ésa es una gran noticia, pero por otro lado siembra la inquietud en mi
corazón sobre el destino que Kiril y Maikel hayan podido correr —
reflexionó Ingvar.
—Lo sé, hermano —contestó Oyvind—. Mas no pierdas la esperanza.
El soldado groning me amenazó tratando de atemorizarme, sentenciando
que las tropas acantonadas en Groningburgo saldrían a darnos caza una vez
se percatasen que la caravana del oro no había regresado. ¡Por Nerlinguia,
ésa si es una buena noticia! Pues no serán las legiones del norte, del sur, del
este o del oeste las que se encuentran cerca de Groningburgo; Zornik las
mantiene en guardia, alertas, ya que a buen seguro Kiril y Maikel tienen en
jaque a los gronings. Ni siquiera amenazó con que los gorglins acudirían en
nuestra búsqueda. ¡Señal de que deben proteger al rey brujo! —exclamó
eufórico Oyvind.
—Ojalá estés en lo cierto, hermano —dijo Ingvar—. Pero seamos
cautelosos y guardemos silencio. Aún nos quedan seis gronings con los que
acabar.
—Sin embargo ahora somos nosotros quienes les superamos en número
—añadió sonriente Lartas.
—Y aún seguimos ganándoles en valor e inteligencia —dijo también
Gregas.
—¡Adelante entonces! —dijo Oyvind—. Acabemos de una vez con
ellos —y a su orden, todos montaron sobre los caballos y avanzaron en
silencio a través de la calmada floresta.
Los ocho fugitivos alcanzaron rápidamente el linde del bosque. Ataron a
seis de los caballos al grueso tronco de un anciano tilo mientras Gregas,
acompañado por otro norteño, avanzó un centenar de pasos en dirección
opuesta al lugar donde la carreta permanecía detenida aguardando el
regreso de los seis jinetes gronings. Pero no fueron ellos los que regresaron,
sino los gemelos alkos acompañados por los hombres de las Tierras Frías.
—Acabad primero con los tres jinetes —explicó Ingvar—. Después
atacaremos a los dos soldados que acompañan a quien lleva las riendas de
los caballos. Él será el único al que le perdonaremos la vida, pues lo
necesitaremos vivo para poder cumplir nuestros planes.
—No disparéis vuestras flechas contra él —añadió Oyvind—. Gregas le
cortará el paso si tratase de huir.
—Entendido —respondió escuetamente Lartas por todos sus
compañeros.
Una vez se cercioraron que Gregas y su compañero del norte habían
alcanzado la posición que Ingvar les había ordenado ocupar, reptaron sobre
la húmeda hierba hasta alcanzar el linde con la pradera. Se colocaron rodilla
en tierra, tomaron una flecha del carcaj, tensaron el arco, contuvieron la
respiración y, a la señal de Ingvar, hicieron cantar sus arcos.
Una bandada de gorriones levantó el vuelo, asustados por el lacerante
silbido de las flechas atravesando la brisa del mediodía, las cuales acabaron
prendidas en el cuerpo de los tres jinetes gronings. Los corceles se agitaron
nerviosos por el ataque sorpresa y huyeron veloces al galope, mientras los
cuerpos sin vida de sus jinetes rodaban por el suelo. Los ojos de los tres
gronings supervivientes se cubrieron de un velo de terror.
—¡Nos atacan! —gritaban inútilmente tratando de reclamar ayuda.
—¡Salgamos de aquí! —ordenó con cordura uno de los soldados—.
¡Vamos, por todos los dioses, mueve esta maldita carreta y sácanos de aquí!
—le gritaba fuera de sí al conductor de la carreta quien ya azuzaba alterado
a los caballos.
Pero antes de que pudiesen huir de allí, Oyvind, Ingvar y dos de los
norteños emergieron del linde del bosque colocándose al par del flanco
derecho de la carreta. Uno de los dos soldados trató de armar su ballesta,
pero Oyvind fue más rápido que él abatiéndole con su arco.
—¡Vamos, corred! —gritaba aterrado el groning a los caballos que
tiraban de la carreta viendo que los asaltantes iban acabando uno a uno con
sus compañeros.
Los caballos intuyeron el peligro que les acechaba y tiraron con fuerza
de la carreta, pero a veinte metros frente a ellos aparecieron súbitamente
Gregas y uno de los norteños cortándoles el paso. Sus arcos se tensaron y
descargaron sus flechas contra el último de los soldados que acabó
ensartado en la carreta.
—¡Detente! —le gritó Oyvind al último groning—. ¡Detente si quieres
salvar tu vida!
Pero el groning presa del pánico hizo caso omiso a la advertencia de
Oyvind y continuó fustigando a los caballos. Gregas y su compañero
tuvieron que hacerse a un lado para no ser embestidos. Sin embargo Lartas,
quien instantes antes había saltado sobre la carreta y trepado por el techo,
avanzó hasta colocarse justo encima del conductor. Desenvainó su espada y
la acercó a la garganta del groning mientras le decía:
—¡Detente, maldito! O no respondo de que mi brazo mantenga la
firmeza y el filo de mi espada te degüelle.
La amenaza logró el efecto deseado y el groning tiró firme, pero
lentamente, de las riendas para detener el galope de los caballos, no fuera a
provocar un movimiento brusco que hiciera que la espada de aquel rebelde
terminase clavada en su garganta.
Enseguida Oyvind, Ingvar y el resto de los norteños rodearon la carreta.
Fue el hijo del trueno quien se acercó a parlamentar con el groning,
mientras Lartas aún apretaba su espada contra el cuello del soldado.
—¿Erais la caravana del oro? —le interpeló Ingvar, enfatizando la
primera palabra.
El groning, cabizbajo y atemorizado, tardó unos instantes en responder.
—Sí… nos dirigíamos como todas las semanas a Eloburgo —dijo con
pánico en su voz.
—¿Cuándo teníais pensado regresar a Groningburgo? —volvió a
preguntar Ingvar.
—Mañana al anochecer. Debíamos informar a nuestro regreso al oficial
de guardia de la ciudadela sobre la situación en Eloburgo.
—Vamos, maldito groning, no trates de ocultarnos información —
contestó airado Oyvind—. ¿O es que acaso es habitual que al regresar a
Groningburgo debáis rendir cuentas ante los oficiales de guardia?
—No, siempre nos dirigimos directamente a los almacenes de oro
adyacentes al palacio del rey. Pero antes de partir de la capital llegaron
noticias de las patrullas permanentes de vigilancia. Habían divisado varias
columnas de humo que se elevaban en las proximidades de Eloburgo.
Pensamos que se trataba de un pequeño motín de los esclavos que habría
concluido con la quema de uno de los barracones. No dudamos que el
Senescal Loriklen habría aplastado con mano de hierro la revuelta, pero
nuestros oficiales quisieron asegurarse que todo seguía en orden, por lo que
ordenaron que nos acompañasen cuatro jinetes adicionales de refuerzo.
—Esto complica nuestro plan —le dijo Oyvind a Ingvar.
—Seguiremos adelante con él —respondió el hijo del trueno.
—¿Dónde debíais presentaros a los oficiales? —preguntó Oyvind al
groning, escrutando sus traicioneros ojos que delataban un embuste en las
palabras que pronunciaría a continuación—. Y no me mientas, pues puedo
leer la traición en tus ojos. Si no me dices la verdad, dejaré que mi amigo te
cercene la cabeza con su espada —y nuevamente Lartas apretó el filo de su
arma contra el cuello del groning, del que comenzó a manar un fino hilo de
sangre.
El groning tragó saliva con dificultad mientras sentía la presión del
acero sobre su carne.
—Tras los muros de la ciudad… —comenzó a hablar con voz trémula
—. Hay que cruzar a través de la gran puerta y continuar cien pasos por la
calle principal. Después nos detendremos frente a una de las casonas de
madera custodiadas por cuatro centinelas. Ése es el puesto de guardia donde
tendremos que presentarnos ante el oficial al mando del retén —e hizo una
pausa buscada—. Pero si también me matáis a mí no podréis seguir
adelante. Los centinelas sospecharán de no ver a ninguno de los soldados
que habitualmente viajan con la caravana del oro.
Oyvind e Ingvar se miraron y se acercaron a la posición de Gregas y el
resto de los norteños. Lartas seguía inmovilizando con su espada al groning.
—Ese traidor tiene razón —dijo Oyvind—. Si acabamos con él no
tendremos manera de dar más de veinte pasos en Groningburgo antes de
que toda la guardia caiga sobre nosotros.
—Pero intentará traicionarnos y delatarnos en cuanto crucemos los
muros del burgo —dijo Gregas.
—Probablemente así será —dijo Ingvar—, pero es nuestro único
salvoconducto. Tendremos que vestirnos como gronings, hacernos pasar por
ellos. Una vez dentro, dos de nosotros permaneceremos a su lado para
asegurarnos de que no trata de delatarnos. El resto continuará avanzando
por la calle principal hacia el palacio de Zornik. De esa manera no
levantarán sospechas y parecerá que abren paso a la caravana.
—¿Y si alguno de los centinelas quiere ver el cargamento de oro? —
preguntó uno de los norteños.
—Pues tendremos que negarnos —dijo Oyvind—. Defenderemos el oro
imaginario con nuestras propias vidas si es necesario. Solamente
permitiremos que lo revisen a la entrada del gran almacén.
—De acuerdo —asintieron los norteños.
—Pero una vez estemos frente a Groningburgo nuestras vidas penderán
de un hilo —añadió Gregas.
Oyvind e Ingvar se acercaron nuevamente hacia el groning.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Oyvind.
—Nevart —respondió el groning.
—Bien, Nevart —dijo Ingvar—. Condúcenos a Groningburgo. Y por tu
bien confío en que no se te pase por la cabeza traicionarnos Entonces
podrás elegir tu forma de abandonar este mundo: ensartado por medía
docena de flechas, atravesado por nuestras espadas o desollado por las
dagas.
Nevart volvió a tragar saliva y asintió sin pronunciar una sola palabra.
Su destino estaba ahora indefectiblemente ligado al de aquellos hombres, un
puñado de locos que querían internarse en la mismísima guarida del gran
lobo negro, en el hogar del pérfido rey brujo.

Los nerlingos y norteños ocultaron los cadáveres de los soldados en el


bosque y tomaron sus capas y yelmos para hacerse pasar por gronings. Se
internaron en el bosque y permanecieron al cobijo de la floresta durante lo
que restaba de día. Esa noche durmieron bajo la verde alfombra formada
por las hojas de los tilos.
Al día siguiente reemprendieron la lenta marcha hacia Groningburgo
conducidos por el atemorizado Nevart. Sólo Oyvind e Ingvar parecían
guardarla calma, pues a medida que se acercaban a la capital groning, los
norteños sintieron un profundo y extraño miedo que comenzó a apoderarse
de ellos. Un aura maléfica se agitaba en el cielo, una bruna maldad que
comenzaba a teñir de un gris emponzoñado el firmamento; una creciente
oscuridad que brotaba desde las mismísimas entrañas de Groningburgo, de
la ciclópea cabeza de wolkur que lúgubre adornaba la gran balconada
adyacente a las estancias del rey brujo y desde la que en ese mismo instante,
Zornik amenazaba con furibunda cólera a su renegada hermana Eubalil.
UNA EXTRAÑA COMITIVA

P erlivarce y Aimon marchaban hacia el oeste encabezando la


interminable serpiente de almas que habían escapado con vida a la
toma de Eloburgo. Se cumplían ya dos lunas desde que partieran del otrora
templo del terror de Loriklen, una jornada después de que Oyvind e Ingvar
emprendieran su descabellado camino hacia Groningburgo. El tiempo les
era favorable y avanzaban a buen paso teniendo en cuenta la terrible fatiga
que acompañaba prendida a los huesos de los renacidos elothas, como si de
hiedra aferrada a los muros de un derruido castillo se tratara. Sin embargo,
la recién conquistada libertad había obrado milagros en el espíritu de
aquellos centenares de hombres y mujeres que ahora caminaban hacia un
futuro desconocido, como si fuera un delicioso paseo campestre durante un
merecido día de asueto.
Perlivarce, Aimon y el resto de los miembros de la hermandad de
Klimerik los contemplaban felices, orgullosos de haber arriesgado sus vidas
y así poder devolverles al menos una pequeña parte de su olvidada libertad,
logrando que recuperasen su condición humana, perdida durante lustros en
lo más profundo de aquellos hediondos barracones ahora reducidos a
cenizas.
Leonek, Oakes, Bladuf y Alvar, olvidaban el dolor de las heridas que los
gronings y los Wolkurs les habían infringido en el asalto a Eloburgo o en
Bosque Frío mientras observaban la marcha de aquel famélico ejército de
espíritus libres. Era en ese instante cuando sentían que la llama de su fe se
apagaba al recordar con honda pena al malogrado Larklin, si bien la
esperanza volvía de nuevo a renacer cuando contemplaban a quien había
ocupado su lugar dentro de la hermandad, el pétreo Narno. Transportaban al
Guardián con sumo cuidado, apoyado sobre una mullida cama de hierba y
paja seca en la parte trasera de una de las carretas, cubierto con mantas,
oculto a los ojos de los espías del rey brujo. Qué depararía el destino a los
renacido elothas era un misterio que Perlivarce y los demás aún no
alcanzaban a adivinar.
La marcha transcurrió sin sobresaltos durante las dos siguientes lunas
hasta que los fugitivos alcanzaron la frontera con Tierra Seca. Interminables
y yermas extensiones se abrían ante sus desconfiados ojos. La fina línea del
remoto horizonte se difuminaba muy a lo lejos en el oeste, convirtiendo
aquellos insondables paramos en una inmensa masa informe en la que
Tierra Conocida parecía acabar devorada.
Aimon decidió que la compañía descansase antes de internarse en el
erial de Tierra Seca. Los renacidos elothas no soportarían una marcha
forzada hasta el Bosque Ranwuhan y, mientras el enemigo no les acosase,
no tenía sentido acelerar la marcha y provocar más muertes inocentes.
Además, no disponían más que de tres carretas que eran utilizadas para
transportar los escasos víveres que habían conseguido rescatar del incendio
de Eloburgo y al Guardián de Bosque Salvaje. El líder celko se revolvía
inquieto en aquel páramo fronterizo donde no había ni árboles ni valles
donde ocultarse a los ojos del enemigo. Eran un gran grupo que sería presa
fácil para los gronings o cualquiera de sus aliados en una emboscada.
Nervioso llamó a Enoc y Eboc y también a Oran y Marlin, y les ordenó que
salieran a patrullar por los alrededores. Enoc y Eboc se internarían en Tierra
Seca, mientras que Oran y Marlin retrocederían parte del camino andado
para asegurarse que los gronings no les atacarían por la retaguardia.
Apenas si era mediodía y Aimon les conminó a que regresaran cuando
el sol comenzase a declinar en el oeste. Si todo marchase bien, caminarían
cerca de dos leguas más hasta la llegada del ocaso para adentrarse en Tierra
Seca, dirigiéndose hacia el sur en busca de su primer obstáculo natural: el
río Nezov.
Los cuatro celkos partieron prontos tras beber unos sorbos de agua y
tomar unos trozos de carne ahumada. Oran y Marlin desaparecieron
rápidamente en dirección este, engullidos por el sinuoso terreno que
conducía al corazón del territorio groning. Por contra, la gran compañía de
fugitivos pudo vislumbrar durante largo tiempo como Enoc y Eboc se
alejaban hacia el oeste, hasta que sus siluetas se difuminaron
confundiéndose entre el polvo del camino, devorados por la reseca y baldía
inmensidad que les rodeaba.
El sol asomaba caprichoso entre los grises nubarrones les acompañaban
desde que partieron de las ruinas de Eloburgo. Sus rayos proyectaban
negras sombras frente a Enoc y Eboc. Ambos se habían alejado algo más de
una legua del improvisado campamento, cuando súbitamente un destello en
el horizonte sacó a los celkos de sus pensamientos.
—¡Por Nerlinguia! ¿Qué ha sido eso? —preguntó sobresaltado Eboc—.
¿Lo has visto?
—Sí —respondió inquieto Enoc—. Un destello metálico, el reflejo del
sol sobre el acero.
—¿Jinetes de Tierra Seca? —preguntó Eboc en lo que parecía ser la
afirmación de un mal presagio.
—Es posible… —respondió Enoc mientras escrutaba el horizonte con
sus cinco sentidos en guardia, rezando a Nerlinguia porque aquello que
creían haber visto no fuera más que un caprichoso espejismo provocado por
el reflejo de aquel desolador desierto.
—¡Mira, allí, hacia el norte! —gritó Eboc.
—Maldición —gruñó Enoc confirmando que había visto lo que Eboc le
señalaba—. Jinetes de Tierra Seca, sin duda alguna. Se encuentran a menos
de una legua de camino. Debemos regresar inmediatamente al campamento
para prevenir a Aimon y Perlivarce.
—Si siguen avanzando en esa dirección será imposible ocultar a sus
ojos a una compañía de más de un millar de hombres —sugirió Eboc—.
Incluso aunque consiguiéramos movilizarnos con presteza, el maldito polvo
que cubre estos resecos eriales delatará nuestra marcha.
—Ya pensaremos más tarde qué hacer para no ser descubiertos, pero por
Nerlinguia, huyamos antes de que esos jinetes se percaten de nuestra
presencia.
Los celkos retrocedieron y corrieron veloces a través de los lindes de
Tierra Seca, ocultos por sus pardos ropajes, evitando mostrar a la estrella
del día el delator acero desnudo de sus espadas, el cual podría traicionarles
como había hecho con la partida de jinetes que se acercaba a sus fronteras
orientales.
Enoc y Eboc alcanzaron exhaustos el campamento. El sol, a pesar de
acercarse el otoño y juguetear entre las grandes comunidades de cúmulos y
nimbos, golpeaba duro con su fuego sobre aquellos yermos. Aimon les
ofreció agua de un pellejo y, jadeantes, saciaron su sed bebiendo con ansia
el agua fresca que manaba de él. Una vez recuperados de la frenética
carrera que les había traído de regreso, Enoc fue el primero en hablar:
—Jinetes… jinetes de Tierra Seca —dijo aún con la respiración
entrecortada por el esfuerzo—. Una partida de unos cincuenta hombres.
Avanzan a una legua o legua y media al norte de nuestra posición.
—Parece que se dirigen hacia territorio groning —apostilló Eboc—,
pues ya deberían haber girado hacia el sur cuando nosotros les descubrimos.
—Hay que levantar el campamento y partir ahora mismo de aquí —
reaccionó sin perder un instante Aimon—. No pueden descubrirnos. Si lo
hacen, esos forajidos nómadas caerán sobre nosotros. Son aún más
despiadados que los gronings y no dejarán a uno solo de nosotros con vida
por haber osado internarnos en su territorio.
—Es demasiado tarde para evitar que nos descubran —habló con calma
Perlivarce—. Somos demasiados, avanzamos lentamente y lo hacemos a
pie. Ellos disponen de caballos y en menos de lo que pensamos alcanzarían
nuestra posición.
—¿Y qué es entonces lo que propones que hagamos? —preguntó
contrariado Aimon al ver que Perlivarce rechazaba su plan.
—Partiremos hacia el sur como bien dices, Aimon —contestó el tarluk
bortigo y el celko dejó de fruncir el ceño, más receptivo ahora a la
propuesta que Perlivarce iba a realizar—. Hacia el sur, sí, pero no como
fugitivos. Marcharemos como un destacamento de las legiones gronings,
con orden, con marcialidad, con firmeza y determinación en cada paso que
nos aleje de aquí. Esos jinetes nos verán marchar, desfilando al paso, en
ordenadas columnas, pero únicamente contemplarán nuestra retaguardia,
difuminada por el polvo del camino y envuelta por las caprichosas sombras
del atardecer. No verán fugitivos, verán legionarios gronings, creerán que
Zornik envía tropas de reserva para apoyar a sus ejércitos en el sur, quizás
para sofocar una revuelta luina, quizás para invadir los reinos sureños más
allá de la Barrera de Dunas. Simplemente nos verán desaparecer en
dirección a tierras meridionales y no sospecharán quienes somos, unos
atemorizados fugitivos sin hogar en busca de una tierra segura. Sí, querido
Aimon, queridos Enoc y Eboc, esos jinetes morderán nuestro anzuelo y para
cuando quieran darse cuenta de lo que realmente está sucediendo, confío en
que hayamos alcanzado el Bosque Ranwuhan, el nuevo hogar que dará
abrigo a esas miles de almas en pena que siguen nuestros pasos. A partir de
ahora Aimon, pongo en tus manos este ejército para que lo dirijas hacia el
bosque prometido. Que bajo tu mando estas legiones marchen con orgullo
hacia su nuevo hogar —y tras terminar su alocución, Perlivarce enjugó sus
labios con el agua fresca que brotaba del pellejo que Aimon había ofrecido
antes a sus dos compañeros de hermandad.
Los tres componentes de Los Quince de Klimerik quedaron en silencio,
callados y meditabundos, reflexionando sobre el ingenioso plan que una vez
más había brotado de la inquieta mente del bortigo. Aimon se revolvió,
entrecerró sus ojos y finalmente se decidió a hablar:
—Maldita sea, tarluk bortigo, quizás vuelvas a tener razón —dijo con
una mueca de sonrisa en sus labios—. No se me ocurre una idea mejor, pues
en verdad que no pasaremos inadvertidos a los ojos de esos jinetes
nómadas. Somos demasiados y, como bien dices, avanzamos lentamente —
y quedó pensativo durante unos instantes—. De acuerdo entonces. Los
Quince de Klimerik haremos que esos hombres y mujeres marchen como un
auténtico ejército. El último fulgor del ocaso y las sombras que le
acompañarán serán nuestros aliados. ¡Odd, Aimerin, Oran, Marlin! —gritó
Aimon y los cuatro celkos acudieron prestos al improvisado corrillo que
Perlivarce, Enoc, Eboc y él mismo habían formado—. ¡Escuchadme bien,
pues no lo repetiré dos veces! —les dijo con apremio—. Cada uno de
vosotros formaréis una compañía de doscientos hombres. Colocadlos en
columna de a diez, dos compañías al frente, otras dos a retaguardia. Eboc y
Enoc, vosotros os ocuparéis del resto. Disponedlos entre vanguardia y
retaguardia, en el centro de la formación, custodiando las tres carretas. De
esta manera simularéis las tropas de intendencia que nos acompañan.
¡Rápido! ¡Formad a los hombres! ¡Partimos ahora mismo hacia el sur! —y
a la orden de Aimon los seis celkos corrieron hacia los fugitivos que
seguían descansando sobre el árido suelo de aquellos yermos y, con
inusitada presteza y eficacia, comenzaron a organizarlos en compañías.
—En verdad que por algo siempre los celkos fueron de largo los
mejores guerreros de entre los cinco clanes —musitó para sí Perlivarce
mientras contemplaba el rápido despliegue de los renacidos elothas en las
compañías que Aimon había ordenado disponer.
Mucho antes de lo que Perlivarce pudo imaginar, el improvisado
ejército partió hacia tierras meridionales. Aún les aguardaba una rápida
marcha hasta que las últimas luces del ocaso les alcanzasen, pero a pesar de
su fatiga, desfilarían marcialmente ante la atenta mirada de aquella extraña
comitiva de jinetes de Tierra Seca que parecía dirigirse hacia territorio
groning.
La mente de Perlivarce sopesaba diferentes posibilidades, pero había
una que realmente le inquietaba: Zornik convocaba a sus lejanos parientes
del oeste para cerrar una alianza que acabase de una vez por todas con la
molesta resistencia que los últimos nerlingos oponían desde el este.

Un jinete explorador regresaba al galope hacia la comitiva que se


acercaba a la frontera groning.
—Mi señor —dijo el jinete agachando la cabeza sin atreverse a mirar a
los ojos a quien parecía ser el caudillo de aquellos hombres—. Un gran
contingente de tropas gronings marcha hacia el sur a menos de una milla de
distancia. Son más de un millar de hombres.
—Zornik envía sus tropas hacia el sur… —musitó entre dientes Nurgul
—. Necesitará de nuestra caballería para frenar a los rebeldes que avanzan
desde el este. ¿Qué preciado tesoro ofrecerá Zornik al emperador de Tierra
Seca para sellar una alianza? ¡Ja, ja, ja! —y rió sin que sus hombres
llegaran a comprender el motivo de su irónica alegría—. ¡Adelante! —y a
su orden la extraña comitiva reanudó la marcha.
Nurgul y sus jinetes nómadas se lanzaron al galope internándose en los
dominios de Zornik, buscando una frondosa arboleda al abrigo de la que
pasar la noche en torno al fuego de una hoguera, mientras Perlivarce, Los
Quince de Klimerik y cientos de elothas apretaban el paso escapando del
horror de su anterior vida, abandonándolo para siempre en los paramos de
Tierra Seca, envuelto por las nubes de polvo que se levantaban al paso de
aquellos hombres y mujeres renacidos a la libertad.
EL SUR, EL NORTE Y EL ESTE

K iril y su ejército fueron recibidos con loas y vítores cuando entraron


en Skiroburgo. Una multitud se agolpaba en las calles del burgo
skelingo mientras un único grito brotaba poderoso de sus gargantas:
“¡Libertad, libertad, libertad!”.
El caluroso recibimiento insufló renovadas fuerzas al ejército de la
Alianza, fatigado tras el largo viaje que les había traído a Jactinia desde el
lejano It-sonod. Los skelingos organizaron una gran fiesta de bienvenida
que consistió en una comida popular en las campas lindantes al burgo,
culminada con un baile al atardecer. Kiril, a pesar de estar profundamente
preocupado por la suerte de Gródolas y los lupenos, decidió aceptar el
convite, pues sabía que sus hombres necesitaban distraerse y disfrutar del
calor que les brindaban los skelingos.
La celebración fue todo un éxito, una gran fiesta en la que hombres del
norte, del este y de las regiones centrales se hermanaron compartiendo sus
anhelos y temores. Los dioses les regalaron un hermoso día de límpido cielo
azul en el que los rayos del sol reconfortaron sus corazones, despidiendo los
últimos retazos del verano para recibir a un otoño en plenitud. Se
sacrificaron más de una docena de animales entre corderos, cerdos y vacas;
se consumieron decenas y decenas de barriles de vino y cerveza, y los
manzanos que crecían en los campos al oeste de Skiroburgo quedaron
huérfanos de frutos, como si súbitamente el invierno se hubiera presentado
en aquella región de Jactinia. Y al atardecer, cuando los oscuros destellos
del ocaso se asomaban por el este sobre la espalda de dragón de la Iugur-
András, la música sonó y los acordes de laúdes y violines animaron las
atormentadas almas de aquellos hombres y mujeres que se apretaban en
torno a las hogueras y a los músicos, cantando y danzando canciones
festivas, canciones de júbilo y libertad ahora tristemente olvidadas. La
noche fue larga y dichosa, y todos los allí reunidos postergaron los
demonios que los atormentaban, y la música y las canciones purificaron sus
almas recobrando la dicha que el pérfido Zornik les había arrebatado.
Mas la mañana les devolvió a su dolorosa existencia con el soplo de su
frío viento escarchado. Apenas si los ecos del festejo se habían apagado,
cuando Kiril ordenó a sus oficiales que los hombres estuviesen formados y
prestos para partir después del desayuno hacia Skoroburgo.
La víspera Kiril había enviado emisarios a Skoroburgo y Skeldonburgo
para informarles de su inminente llegada. En su mensaje también solicitaba
voluntarios para unirse a su ejército que en próximas fechas encararía la
senda hacia Groningburgo. Pero también dejó bien claro que no aceptaría
voluntarios hasta que, en cada uno de los burgos, se hubiese completado un
retén de doscientos hombres para custodiarlos y defenderlos. Kiril temía
que si vaciaba de hombres los burgos skelingos y lupenos, los gronings
volvieran a ocuparlos, lo que supondría que su ejército sería un barco a la
deriva dentro del mar groning, pues en su transitar por Tierra Conocida se
vería rodeado de enemigos por los cuatro puntos cardinales.
Los soldados de la Alianza se resistían a abandonar el calor de
Skiroburgo. Desde hacía muchas lunas no habían encontrado un momento
de asueto más allá de la apresurada celebración por la conquista de
Mugaburgo. Pero a diferencia de la cena que disfrutaron en el burgo
fronterizo, no sentían aún tibia sobre sus manos la sangre del enemigo. En
Skiroburgo habían encontrado un remanso de paz, pero el nuevo día les
llamaba a reemprender la senda de la lucha y la muerte. Mas hubo algo que
logró mitigar su tristeza, pues la aparición de Kiril empuñando a Darbrethil,
consiguió desatar el voluntariado entre los skelingos. Trescientos hombres
organizarían la defensa del burgo y más de un centenar se unirían a las filas
del ejército de Therliangator en su marcha hacia Groningburgo. El ejército
de la Alianza partió de Skiroburgo con renovadas esperanzas; aunque la
añoranza del lejano hogar embargaba los corazones de los soldados. Los
skelingos despidieron con cantos a los héroes que se encaminaban hacia un
incierto destino, para entablar una lucha a vida o muerte con la que liberar
para siempre al mundo de la oscuridad.
Kiril y sus hombres llegaron a Skoroburgo antes del atardecer. Al igual
que en las últimas lunas no encontraron rastro alguno de los gronings,
quienes parecían haberse retirado definitivamente hacia el norte. No
obstante Kiril había dispuesto sendas patrullas de exploradores a varias
millas de distancia del flanco norte de su ejército, pero éstas no hicieron
más que corroborar la información que Sventegard les había transmitido.
Pasaron la noche en Skoroburgo y, al amanecer, partieron sin más
demora hacia Skeldonburgo. Cuando Kiril y el ejército de la Alianza
abandonó Skoroburgo, cerca de cincuenta voluntarios se unieron a ellos y
un retén de doscientos skelingos quedó al mando de las labores de defensa
del burgo.
El objetivo de Kiril era llegar a Skeldonburgo al mediodía, organizar su
defensa y reclutar cuantos más voluntarios fuera posible y así, con el
amanecer del nuevo día, marchar veloces hacia Maraburgo para en dos
lunas, reunirse en el burgo lupeno con Gródolas y las huestes comandadas
por el príncipe Ilanit.
La mañana transcurrió sin sobresaltos mientras el ejército de la Alianza
avanzaba bajo un cielo azul y en calma, sin viento que azotase sus cuerpos
ni nubes que ensombrecieran el camino. Los colores otoñales bañaban las
praderas por las cuales transitaban en dirección a Skeldonburgo. Alrededor
de bosques y aisladas comunidades arbóreas, las hojas caían resecas al
suelo cubriendo de un nostálgico adiós los territorios más al sur de Jactinia.
No bien acababa la estrella del día de alcanzar su cénit en la bóveda
celeste, cuando la vanguardia del ejército divisó el burgo skelingo. Como
había ocurrido en los días precedentes parecía que los gronings se hubieran
volatilizado.
Los skelingos aguardaban ansiosos y expectantes la llegada de
Therliangator, el invencible guerrero que había arribado desde las lejanas
regiones orientales envuelto en un halo de libertador. Cuando los primeros
soldados entraron en el burgo, una salva de vítores y gritos de alegría se
elevaron al cielo con gran estruendo. El corazón de Kiril y Maikel volvió a
iluminarse gracias a las renovadas fuerzas que aquellos hombres y mujeres
les insuflaban con la incondicional esperanza que depositaban en ellos. El
bruno horizonte que se elevaba en grises tonalidades desde el septentrional
Groningburgo, se tornaba ahora menos temible y tenebroso que cuando lo
contemplaron al abandonar las Cuevas Escondidas.
Los emisarios enviados por Kiril habían realizado un gran trabajo y, en
un breve lapso de tiempo, se había organizado un retén de doscientos
cincuenta hombres y reclutado doscientos nuevos voluntarios para el
ejército de la Alianza. Kiril agradeció de todo corazón a los habitantes de
Skeldonburgo su generosidad y sacrificio al confiarle la vida de muchos de
los jóvenes skelingos. Con los nuevos voluntarios, su ejército volvía a
superar el millar de hombres tras las bajas sufridas al cruzar Bosque Salvaje
y en las batallas y escaramuzas con los gronings.
Kiril dio permiso a sus hombres para que disfrutasen de lo que quedaba
del día. Mañana, al despuntar el alba, partirían hacia Maraburgo. Sus
pensamientos se volvían ahora hacia Gródolas e Ilanit, y rezaba a
Nerlinguia para que el guerrero de Tenkolmar pudiera detener el
derramamiento de sangre que los gronings ansiaban contemplar. Los
hombres descansaron, comieron, bebieron y departieron animadamente con
los skelingos que los veneraban como ángeles libertadores.
Sin embargo, Olaf, fiel a su apodo de espíritu errante, decidió alejarse
del bullicio que envolvía el burgo y caminar por los alrededores, cerca de
una solitaria zona en la que se apretaban cobertizos, establos y graneros.
Deambulaba taciturno entre las edificaciones, entristecido por la
desaparición de Olegar y los terribles presentimientos que lo atormentaban.
El silencio que envolvía el lugar, solo alterado por un continuo murmullo
procedente del burgo o algún altisonante gruñido de los animales
encerrados en los cobertizos, logró cual pócima milagrosa apaciguar el alma
del norteño.
De repente escuchó la inconfundible risa de dos niños que correteaban
persiguiéndose entre los cobertizos. Tras doblar un establo se dio de bruces
con ambos chiquillos.
—¡Devuélvemelo! ¡Es mío! —le gritaba uno al otro mientras trataba de
alcanzarle.
—¡Ja, ja, ja! —se rió el que escapaba mientras corría como una liebre
moviendo veloz sus diminutas piernas—. ¡Primero tendrás que cogerme!
—¡Si no me lo devuelves te daré un puñetazo cuando te coja! —le
amenazó.
—¡Prueba a quitármelo si te atreves! —respondió el otro niño
desafiándole a continuar la persecución.
Los dos chiquillos no repararon en Olaf y, si lo lucieron, no le prestaron
más atención que a un viejo árbol. El norteño se quedó observándolos y, por
primera vez en muchas lunas, sonreía mientras disfrutaba con sus juegos.
El perseguidor era mayor y más alto que el ladronzuelo que huía y, tras
varias idas y venidas a la carrera, terminó por darle caza. Lo agarró por la
espalda, lo zarandeó y lo tiró al suelo. Sin embargo el más pequeño seguía
riendo y resistiéndose a entregarle al otro niño el objeto de la discordia.
Olaf se acercó lentamente hacia ellos y, en el momento que observó que el
mayor de los dos empezaba a perder la paciencia y hacía amago de golpear
al más pequeño, separó trabajosamente con su único brazo sano a los dos
chiquillos.
—¡Estaos quietos! ¡Calmaos! —les ordenó—. ¿Es que no sabéis jugar
sin pelearos?
—Es que Klin me ha robado mi tesoro —se quejó el mayor.
—Yo no te he robado nada —refunfuñó el pequeño—. Esto no es tuyo,
lo encontramos los dos.
—¡Lo encontré yo primero! —gritó el mayor.
—¡Mentira! —contestó Klin—. Yo lo vi primero. Señalé donde estaba y
tú lo cogiste porque tienes los brazos más largos que yo.
—¡Es mío! —lo reclamó para sí el mayor.
—¡Alto! Callaos un momento —les interrumpió Olaf haciendo enormes
esfuerzos por aguantar la risa—. A ver, tú, ¿cómo te llamas? —le preguntó
al mayor.
—Blook, me llamo Blook —dijo.
—Está bien, Blook —dijo Olaf—. ¿Es cierto lo que dice Klin? ¿Fue él
quien descubrió vuestro… tesoro?
—Yo lo cogí primero —respondió Blook.
—Blook —respondió paciente Olaf—, no es eso lo que te he
preguntado. ¿Fue Klin quien lo descubrió?
Blook miró de reojo a Klin, quien aguardaba ansioso la respuesta de su
amigo. Agachó la cabeza y, sin mirar a los ojos a Olaf, respondió
enfurruñado.
—Sí, fue el enano el que lo vio… ¡Pero yo lo cogí primero!
—¡Pero yo lo vi primero, flacucho! —replicó el pequeño pero vivaracho
Klin haciendo referencia a la delgadez de su amigo.
—Está bien, está bien —trató de poner paz Olaf—. Escuchadme. Esto
será lo que haremos —y ambos niños miraron recelosos al norteño—. Ha
quedado demostrado que Klin descubrió el tesoro, pero también es cierto
que fue Blook quien lo cogió, por lo que ciertamente el tesoro es propiedad
de ambos. Os propongo que elijáis entre las siguientes opciones para
solventar este embrollo: el tesoro es para Klin, el tesoro es para Blook,
partimos el tesoro por la mitad y cada uno se queda con una parte; o la
última de todas, el tesoro es de los dos y ambos os comprometéis a
compartirlo, cuidarlo y jugar con él.
Los dos chiquillos se quedaron pensativos mientras se miraban
fijamente a los ojos. Fue Klin quien se decidió a hablar.
—¡El tesoro es para Klin! —dijo.
—¡El tesoro es para Blook! —se apresuró a contestar el mayor gritando
con más fuerza que su pequeño amigo.
—Vamos, vamos —dijo Olaf—. ¿Es que no habéis aprendido nada en la
escuela? —y guardó unos instantes de silencio para que su mensaje calara
en ambos—. ¿No os han enseñado que siempre es mejor compartir a
discutir? Imaginad que Klin se queda con el tesoro. Blook no querrá volver
a jugar con él y, por lo tanto, perderá su amistad. Klin se convertirá en un
chico egoísta y ya nadie querrá ser su amigo. Vivirá siempre sólo, olvidado
por los demás, como un viejo lobo en la soledad de la noche. Y lo mismo le
ocurriría a Blook si eligiese el camino del egoísmo. ¿Es esto lo que queréis
que suceda?
Klin y Blook negaron mudos con la cabeza.
—¿Y qué me decís de partir por la mitad vuestro tesoro? —les preguntó
Olaf—. Estaría bien si se tratase de una manzana o de un trozo de queso,
pero no creo que esa sea la clase de tesoro por la que se pelean dos niños.
¿Estaríais dispuestos a partir en dos vuestro tesoro? ¿Queréis que lo rompa
con un golpe de hacha? El tesoro se partiría en dos y resultaría inservible.
Lo mismo ocurriría con vuestra amistad: os dividiría en dos, os
reprocharíais haber destruido el tesoro y no haberlo conservado para poder
disfrutarlo juntos. Entonces —hizo un gesto teatral con su brazo sano para
atraer toda la atención de Klin y Blook—, ¿volveréis a meditar antes de dar
una respuesta definitiva?
Los dos niños no se atrevieron a cruzar sus miradas.
—Yo no quiero partir el tesoro por la mitad —dijo Blook con gesto
ceñudo tras reflexionar largo tiempo—. Se estropearía y ya no valdría para
nada.
—Tienes razón —dijo Klin—. No podríamos jugar con él. Aunque no
creo que tú puedas partirlo con un solo brazo sano —y Olaf apenas si podía
aguantar la risa por la desfachatez del pequeño Klin.
—Entonces, ¿qué es lo que decidís? —dijo Olaf tratando de guiar la
decisión de los niños.
—Pues… si no puedo tenerlo solo para mí, entonces… lo mejor sería
compartirlo —dijo con gran sufrimiento Blook.
—Bueno —respondió Klin—. Pero solo lo compartiré contigo. No se lo
dejaremos ni a Tik, ni a Maler, ni a Kotlan, ni a esa tonta de Danka —y Olaf
ya no pudo contener su risa por más tiempo.
—¡Fantástico! Habéis tomado la decisión correcta —se alegró Olaf—.
Siento curiosidad por ver cual es el objeto de la discordia. Mostradme ese
misterioso tesoro que tanto apreciáis.
Klin miró de soslayo a Blook y luego a Olaf, y finalmente comenzó a
extender trabajosamente su brazo con un gesto de desconfianza reflejado en
su rostro.
—¿No nos robarás nuestro tesoro? —preguntó receloso cuando su brazo
se encontraba a medio camino de la mano de Olaf.
—Klin, tú y Blook podéis estar tranquilos —respondió Olaf—.
Solamente tengo curiosidad por verlo. Te prometo que ahora mismo te lo
devolveré.
—De acuerdo —dijo Klin—. Y alargó totalmente el brazo abriendo su
mano, mostrando a Olaf una pequeña figura de madera.
Cuando Olaf se percató de lo que aquella preciosa talla representaba, un
sudor frío recorrió la espalda del enjuto norteño mientras sus ojos se
arrasaban en lágrimas. Un diminuto barquito, con su mástil y sus preciosas
velas extendidas al viento, el distintivo de pertenencia al gremio de los
maestros constructores de barcos luinas, el reconocimiento a aquellos
artesanos que trabajaban en los astilleros de Porliton. El emblema de
Olegar, la confirmación de la sentencia de muerte del sobrino de Siriard.
—¿Dónde habéis encontrado esto? ¡Vamos, hablad! ¿Dónde lo habéis
encontrado? —les gritó súbitamente a los dos niños. Klin y Blook dieron un
paso atrás asustados. Solo el atrevido Klin se atrevió a hablar.
—¡Dijiste que nos lo devolverías! —respondió entre sollozos.
—¡Por Olión, decidme! ¿Dónde lo encontrasteis? —volvió a gritar Olaf
pero esta vez en tono suplicante—. Esta talla pertenecía a un amigo.
Los dos chiquillos se quedaron sorprendidos y parecieron comprender el
enfado de Olaf.
—Nosotros no le robamos el barco —dijo Blook tratando de excusarse
—. Fue Klin quien lo encontró.
—¡Maldita sea! Eso ya lo sé —replicó Olaf perdiendo la paciencia—.
Quiero que me digáis dónde lo encontrasteis.
—Allí… —habló titubeando Klin mientras señalaba con su tembloroso
dedo índice un cobertizo cercano.
Sin mediar palabra Olaf se dirigió con los ojos anegados en lágrimas
hacia el lugar que indicaba Klin. Al pasar a la altura del niño extendió su
mano y le entregó el pequeño barco. Klin lo recogió con gesto asustado y se
quedó quieto contemplando a Olaf alejarse en dirección al cobertizo. Blook
se acercó a Klin y le puso la mano sobre el hombro para tranquilizarle.
—Vamos —le dijo, y ambos niños siguieron a Olaf a una prudencial
distancia.
El norteño sintió un escalofrío al llegar a la puerta del cobertizo.
Aquella era una hedionda pocilga en la que medía docena de puercos se
revolcaban entre el fango, la paja y sus excrementos. Cuando abrió la
desvencijada portezuela los puercos se quedaron mirándole un instante,
pero enseguida continuaron comiendo una repugnante pasta apelmazada
que Olaf no alcanzó a averiguar de qué estaba compuesta. Echó un rápido
vistazo en derredor y se percató que, del techo de una de las esquinas de la
porqueriza colgaba una gruesa soga. Olaf se abrió paso a la fuerza entre los
cerdos y descubrió con pesadumbre restos de sangre en los carcomidos
tablones de madera de la pared. Después miró al suelo y descubrió varios
jirones de ropa mezclados con aquella inmundicia. Retrocedió un paso atrás
y tropezó con algo parecido a un palo. Volvió la mirada para ver de qué se
trataba y, atónito, descubrió que era un hueso humano, probablemente de un
brazo. Hurgó en el suelo y encontró nuevos huesos, hasta que se topó, entre
las heces y la paja, con un cráneo. Olaf se echó hacia atrás y, sin poder
sofocar su impulso, vomitó sobre el suelo de la pocilga.
Sin duda aquel era el lugar en el que había muerto Olegar. Los gronings
lo habían torturado hasta matarle y después su cuerpo había servido de
comida para los puercos. Cuando Olaf se repuso, se levantó enervado y la
emprendió a patadas con los cerdos.
—¡Malditas bestias! ¡Devorasteis a mi amigo! —y pateaba con
violencia a los puercos a diestro y siniestro, descargando su ira por los
gronings contra aquellos animales.
Los puercos chillaron asustados y escaparon en estampida de la
porqueriza. Klin y Blook, que observaban sorprendidos a Olaf, tuvieron que
apartarse de la puerta para no ser embestidos por los cerdos.
Olaf lloraba poseído por el odio y la rabia. Caminó perdido de un lado a
otro de la pocilga hasta que encontró la puerta de salida. El aire fresco le
hizo recobrar el sentido y, no pudiendo soportar por más tiempo el dolor
que le embargaba, se derrumbó y cayó al suelo gimiendo y sollozando.
Olegar, el joven sobrino de Siriard, al que había tornado bajo su
cuidado, había sido salvajemente asesinado. ¿Qué le diría a Siriard el día
que regresase a Porliton? El nuevo Senescal le había confiado la vida de su
querido sobrino y Olaf le había fallado. Y todo era por su culpa, por su
torpeza al fracturarse el brazo, por su impaciencia en volver a respirar el
aire de la mañana. Olaf se golpeó con fuerza su brazo magullado, pero el
dolor por haberle fallado a Olegar era más grande que el que él mismo
podía infligirse.
Tras permanecer durante un largo rato a una prudencial distancia de
Olaf, Klin y Blook se acercaron al norteño una vez que sus lamentos se
fueron apagando. Se sentaron en silencio a su lado, mirándolo con honda
pena. Viendo que el llanto de Olaf parecía no tener fin, Klin le tocó el
hombro y le susurró al oído:
—Por favor, no llores más. Si quieres… puedes quedarte con nuestro
tesoro.

Aún no había despuntado el alba, pero Kiril ya deambulaba por el


campamento. Apenas si había logrado conciliar un agitado duermevela,
preocupado por la suerte de Gródolas, el príncipe Ilanit y los lupenos. Aún
debería aguardar al menos dos días más hasta poder descubrir si la nueva
traición groning había logrado enfrentar a los aliados en la lucha contra
Zornik, mas la espera torturaba implacable su mente. Mientras caminaba sin
rumbo fijo alrededor de Skeldonburgo, vio una sombra aproximarse desde
la zona oeste del burgo. Parecía ser la silueta de un joven o de un hombre
menudo la que se perfilaba a medida que se acercaba a las temblorosas
luces de las antorchas. Finalmente Kiril se percató que era Olaf aquel
nocturno caminante.
—¿Olaf, qué haces despierto antes del alba? —le preguntó.
Olaf se sobresaltó pues, embargado por la tristeza, no había reparado en
la presencia de Kiril.
—No podía dormir —respondió el norteño—, pero veo que a ti te
sucede lo mismo.
—Tienes razón —dijo Kiril—. Me preocupa la suerte de Gródolas y la
misión que le he encomendado.
Olaf no respondió. Estaba distante, a cientos de millas de allí.
—¿Qué te ocurre, amigo? ¿Qué es lo que te preocupa? —le preguntó
Kiril.
—Olegar ha muerto —respondió con voz entrecortada el norteño—.
Los gronings lo torturaron y lo asesinaron. He encontrado restos de su ropa
y de sus huesos en uno de aquellos cobertizos —y sus ojos ya no fueron
capaces de derramar más lágrimas por su amigo luina.
—Lo siento —dijo Kiril apesadumbrado—. Lo siento de veras. Esta
cruel guerra nunca parece saciar su mortal apetito. ¿Cuántos seres queridos
más habrán de morir? ¿Cuántos inocentes perecerán por la locura groning?
—No lo sé —respondió taciturno Olaf—. Solo sé que no podré volver a
mirar a los ojos a Siriard, que no podré darle la terrible noticia. Soy un
cobarde, ¡todo esto ha sido por mi culpa! ¡Debía ser yo y no él quien tendría
que haber viajado a estas tierras! —y el norteño se quedó mudo, temblando
por el insoportable dolor que desgarraba su espíritu.
Kiril se acercó al norteño y lo abrazó con fuerza, mientras Olaf se
hundía en las brumas de una infinita tristeza.
—No estarás solo cuando hables con Siriard —trató de consolarle Kiril
—. Yo estaré a tu lado en Porliton. Te lo prometo.
Los dos hombres permanecieron abrazados buscando mutuo consuelo a
sus aflicciones. Las palabras y el apoyo del nerlingo lograron reponer al
bueno de Olaf lo bastante como para poder caminar. Kiril le acompañó a
tomar un vaso de leche caliente. Las tropas partirían poco después del
amanecer hacia Maraburgo y ambos debían recomponer su ánimo y sus
fuerzas para enfrentar las decisivas jornadas que se avecinaban. Ni el licor
de fuego ni el hidromiel lograrían ahogar en esta ocasión los pensamientos
y las aflicciones que a ambos embargaban.

Gródolas y el príncipe Ilanit descubrieron con gran satisfacción que los


gronings les habían subestimado. Confiados en la superioridad de sus
tropas, no más de seiscientos hombres eran los que, tras varias semanas de
permanecer agazapados al norte a medio camino entre Maraburgo y
Bilkoburgo, marchaban de nuevo sobre los territorios que recientemente
habían abandonado. Incluso si Kiril y sus hombres se retrasaban, las huestes
aliadas que ocupaban Maraburgo podrían hacer frente a los invasores.
Las tropas de la Alianza habían dispuesto una compleja avanzadilla de
centinelas, con órdenes explícitas de no entablar combate con los gronings.
Su única pero crucial encomienda era informar diariamente y con sumo
detalle de la posición y el número de tropas gronings.
Hacía tres días que por primera vez los centinelas establecieron contacto
visual con los gronings, cuando a treinta millas al norte de Maraburgo, tras
el bosque de hayedos, divisaron una partida de exploradores que avanzaba
en dirección al burgo lupeno. Rápidamente la red de centinelas se puso en
marcha, surcando las flechas silbadoras veloces el cielo de Jactinia,
empujadas por el viento del norte en dirección a Maraburgo.
Cuando la primera flecha mensajera cayó en el punto fijado de
Maraburgo, los soldados de la Alianza informaron a Gródolas, quién
convocó de urgencia al príncipe Ilanit y a Senthilkumar por los sureños y a
Markeliot por los lupenos. Trazaron cuidadosamente su plan y lo pusieron
en marcha sin más demora. Los primeros exploradores gronings llegarían
en menos de dos lunas y deberían caer en la trampa que los aliados se
afanaban en preparar. El plan de Gródolas se había puesto en marcha y esta
vez los gronings probarían de su propia medicina: el engaño y la traición.

—Vosotros dos, avanzad hasta aquella arboleda. Tú, sígueme hasta la


loma. ¡Adelante! —ordenó el jefe de exploradores gronings. Los esbirros de
Zornik corrieron agazapados, amparados aún por las últimas sombras que se
resistían al empuje del amanecer. Sus botas se movían veloces sobre la
hierba, impregnándose de la humedad con la que el rocío había vuelto a
escarchar las praderas de Jactinia. Tras una rápida carrera, los exploradores
ocuparon las posiciones indicadas. Desde allí, a una milla de distancia,
divisaron Maraburgo.
—Allí están. Esos estúpidos cayeron en la trampa —dijo el cabecilla
relamiéndose de satisfacción.
—El espía que capturamos en Skeldonburgo estaba en lo cierto —
añadió el otro groning—. Apenas han sido quinientos hombres los que han
acudido desde allende el desierto.
—¿Es que acaso lo dudabas? ¿Quién en su sano juicio osaría desafiar a
nuestras legiones? Esos sureños son unos insensatos, pero pagarán cara su
afrenta. Cuando reconquistemos Maraburgo y el Mariscal Burkelen sofoque
el conato de rebelión en el este de Jactinia, te prometo que Zornik enviará a
nuestras legiones más allá de la Barrera de Dunas para arrasar las tierras
donde moran esas ratas del desierto —amenazó el jefe de exploradores.
Desde las dos posiciones que los exploradores gronings ocupaban
escrutaron el burgo y sus alrededores. Al norte de Maraburgo los hombres
del sur habían levantado una cerca de madera en un extenso perímetro que
delimitaba el improvisado campamento de prisioneros. En su interior se
encontraban confinados cerca de quinientos hombres, sin duda lupenos
capturados tras su rendición. Los hombres del sur concentraban alrededor
del cercado la mayor parte de sus tropas, con trescientas bigas y sus
correspondientes soldados descansando o realizando la guardia. Al oeste, la
floresta se erguía protegiendo el burgo y, hacia el este, otros veinte carros de
guerra entre trigas y cuadrigas se apostaban frente a las tiendas de los
oficiales. Al sur del burgo los gronings divisaron los restos de la batalla que
había enfrentado a los aliados, cuerpos y carros diseminados por la vasta
pendiente que descendía hacia Maraburgo.
—¡Los sureños y lupenos lucharon entre ellos! ¡Estúpidos! ¡ja, ja, ja! —
rió el groning que acompañaba al jefe de los exploradores.
—¡Silencio! —le ordenó éste—. ¿Acaso quieres que nos descubran? —
y el groning se calló mirando cabizbajo hacia el burgo—. El plan de
Karthan ha funcionado. Esos mentecatos se han diezmado entre ellos.
Ahora únicamente los hombres del sur están preparados para repeler
nuestro ataque. Los lupenos se encuentran presos, e incluso llegado el
momento, nos ayudarían a acabar con los sureños bajo una falsa promesa de
paz. ¡Fantásticas noticias! Debemos regresar e informar a Karthan —y
haciendo una señal a los dos exploradores que se ocultaban bajo la
arboleda, reptaron sigilosamente alejándose del burgo.
Cuando los cuatro exploradores se alejaban perseguidos por los rayos
del amanecer, una flecha silbadora salió volando de entre la floresta
surcando el cielo, mientras el aire de la mañana acariciaba su afilada punta
metálica como el pico de un halcón en caída libre sobre su presa. La saeta
se clavó certera en el lugar convenido, hendiendo la tierra reblandecida por
la humedad. Era la señal que Gródolas aguardaba con inquietud: los
gronings se aprestaban a reconquistar Maraburgo.

Después de que los exploradores gronings diesen las buenas nuevas a


Karthan, los centinelas que Gródolas había dispuesto en el antiguo camino
que llevaba a Bilkoburgo avistaron a los primeros efectivos gronings.
Cumpliendo la orden que les había dado el de Tenkolmar, abandonaron sus
posiciones y se retiraron hacia Maraburgo. Sin embargo, antes de
emprender la huida, lanzaron una nueva flecha de aviso a sus compañeros
para que pudieran poner en marcha el plan que Gródolas, el príncipe Ilanit,
Senthilkumar y Markeliot habían urdido.
Karthan avanzaba con porte soberbio, erguido sobre su zaino corcel,
cuya piel cobriza refulgía con los rayos del sol. El suave viento del norte
mesaba sus crines al tiempo que el animal elevaba grácilmente sus
poderosas patas, como sólo podían hacerlo aquellos majestuosos ejemplares
pertenecientes a la estirpe de los caballos de guerra. Tras el oficial, un
séquito de seiscientos hombres marchaba confiado a la reconquista de
Maraburgo. Karthan estaba cometiendo el mismo error que el Mariscal
Zunkonel durante la batalla librada en la desembocadura del Morkurgul:
subestimar a los aliados. Como oficial al mando de la cuarta y sexta
compañía de las Legiones del Sur, podría haber convocado al doble de
efectivos de los que ahora le acompañaban, mas confiado en las medias
verdades que obtuvieron de Olegar y, despreciando a Kiril y los soldados de
la Alianza a los que catalogaba como un puñado de aldeanos rebeldes,
prefirió hacer méritos ante el Mariscal Burkelen y decidió dejar
acantonados en Lothikaton a más de quinientos de sus soldados junto al
contingente de tropas al mando del Mariscal.
Antes de que nadie pudiera avisarle, Karthan divisó desde lo alto de la
loma el burgo lupeno.
—¡Alto! —ordenó a sus tropas.
Las huestes gronings se detuvieron y Karthan escrutó el paisaje para
confirmar si la información que le habían transmitido sus exploradores
había sido precisa. En efecto, un gran número de lupenos permanecían
encerrados tras el cercado que los hombres del sur habían levantado en la
zona norte del burgo. Superaban en número a los hombres del sur, pero peor
armados y adiestrados habían sucumbido fácilmente ante ellos. Maraburgo
respiraba una tensa calma, “el preludio de una tormenta de acero” —se dijo
Karthan.
—¡Soldados! ¡En posición de ataque! —ordenó a sus hombres—.
¡Jinetes e infantes de Groningburgo! ¡Seguidme! ¡¡¡¡¡Eeeeelllllyyyyy!!!!!
—y el terrible y desgarrador grito de guerra groning reverberó en todo el
valle de Maraburgo.
El retumbar de los cascos de los caballos y las pisadas de cientos de
hombres terminaron por apagar el canto de muerte de Karthan. Sus hombres
se lanzaron en un desbocado galope pendiente abajo contra las sorprendidas
tropas del sur, que contemplaban la imparable marea roja y negra que se
precipitaba como una gigantesca ola contra sus descolocadas defensas.
Los hombres del sur corrieron hacia sus carros de guerra y, viendo que
los gronings eran superiores en número y atacaban desde una posición
ventajosa, decidieron batirse en retirada hacia el sur del burgo. Cerca de
trescientas bigas se pusieron en marcha huyendo ante la caballería groning,
cuyos primeros efectivos ya habían alcanzado el cercado donde se
encontraban confinados los prisioneros lupenos. Los jinetes arqueros
groning abatieron en su huida a varias decenas de sureños mientras los
lupenos les jaleaban con grandes vítores.
La carga de Karthan y sus soldados obligó a los sureños a retirarse en
desbandada. Más jinetes fueron abatidos, lo que no hizo sino envalentonar
aún más a los gronings, que continuaron implacables la persecución de los
hombres del desierto. Las bigas que encabezaban la huida alcanzaron el pie
de la loma que se elevaba al sur del burgo. Los caballos tiraban de ellas con
fuerza y habían logrado dejar momentáneamente atrás a sus perseguidores.
Los jinetes gronings cruzaban ahora frente al bosque que se extendía al
oeste de Maraburgo y los infantes los seguían a cierta distancia, sin reparar
en los prisioneros lupenos que continuaban enfebrecidos alentando a los
gronings.
Cuando los últimos efectivos de infantería dejaron atrás la floresta, un
grito, antaño familiar para los gronings, se elevó ahogado entre las hojas y
las ramas de los árboles:
—¡Tenkolmar, Tenkolmar, Tenkolmar! —gritó Gródolas desgarrando su
garganta.
—¡Tenkolmar, Tenkolmar, Tenkolmar! —contestaron al unísono un
centenar de almas.
Y aquel lacerante aullido, aquella llamada a la guerra, se multiplicó
cuando los falsos prisioneros lupenos descubrieron bajo sus vestiduras el
frío acero de hachas y espadas, convirtiéndose en un feroz bramido que
clamaba libertad:
—¡Maraburgo, Maraburgo, Maraburgo!
Karthan y sus hombres detuvieron su irrefrenable avance al escuchar el
clamor de sus enemigos. De entre los árboles surgieron los hombres de
Tenkolmar, disparando sus arcos y blandiendo sus espadas. A retaguardia,
los valientes lupenos embistieron contra los gronings a golpe de hacha y
espada, entablando un mortal combate.
—¡Reagrupaos! —gritaba ahora desconcertado Karthan—. ¡Reagrupaos
en el centro!
Pero las huestes gronings estaban siendo divididas en dos, pues
Gródolas y sus hombres atacaban ahora el flanco derecho de la compañía de
Karthan, abriéndose paso a través de sus filas formando una puntiaguda y
afilada cuña.
La caballería groning no tuvo más remedio que avanzar unos cientos de
pasos para ponerse a salvo, pero dejó a su infantería a merced de los
lupenos y norteños. El combate era desigual, tres aliados por cada groning,
pero éstos superaban en destreza a los lupenos, quienes eran abatidos en
gran número bajo el acero groning. Mientras tanto Gródolas encabezaba el
ataque norteño, infligiendo un gran daño a los esbirros de Zornik, que caían
como hojas secas bajo el viento de su espada.
Karthan reorganizó rápidamente a su caballería para acudir en ayuda de
sus infantes, pero cuando estaba a punto de dar la orden de atacar, sintió una
creciente sombra oscurecer el cielo a sus espaldas. Volvió la cabeza y divisó
una fantástica hueste de hombres de piel tiznada, montados sobre cientos de
relucientes carros de guerra que ocultaban el horizonte que se erguía tras la
loma meridional. Decenas de cuernos sonaron desde lo alto de la loma y un
aterrador terremoto se desató cuando las bigas, trigas y cuadrigas se
lanzaron pendiente abajo a la señal del príncipe Ilanit.
—¡Maldición! —gritó Karthan.
—¿De dónde sale ese terrible ejército? ¡Son miles de hombres los que
cubren el verde de la hierba! —replicó alarmado uno de sus oficiales.
—¡Retirada! ¡Retirada! —gritó desolado Karthan.
A su orden la caballería groning emprendió un desesperado galope
hacia el norte del burgo. Su única opción era abrir una brecha entre los
hombres de Gródolas y los lupenos para huir hacia el camino de
Bilkoburgo. La situación era más desesperada de lo que Karthan podía
imaginar. Los hombres de retaguardia estaban siendo ahora abatidos por
una nube de flechas sureñas, quienes pagaban a los gronings con su misma
moneda. La carga de los carros de guerra arrasaría a sus tropas, pero aún
albergaba la esperanza de que sus hombres se volcasen en su lucha con los
lupenos, los rivales más débiles a los que ahora se enfrentaban. Si pudieran
romper el frente norte de los lupenos, se abriría una vía de escape en esa
dirección, su única salvación.
Sumido en el fragor de la batalla, Gródolas se percató de la carga de
Karthan y reorganizó a sus tropas.
—¡Hombres de Tenkolmar! ¡En posición defensiva hacia el sur! —
gritaba desgañitándose.
Sus hombres le obedecieron prestos, apostándose en tres lineas
defensivas para repeler la desesperada carga de Karthan. Ese movimiento
de los norteños fue aprovechado por la infantería groning para lentamente
empujar hacia el norte a los lupenos, logrando debilitar su frente que
rápidamente comenzó a desmoronarse.
El ataque de Karthan no pilló desprevenido a Gródolas, por lo que el
daño que los gronings pensaban infligirles fue notablemente amortiguado.
La primera línea defensiva contuvo con gran esfuerzo y sacrificio el embate
de los gronings, pero fue suficiente para que la segunda y tercera línea
impidieran que Karthan y los suyos abriesen una brecha que les permitiese
huir hacia el norte. La astuta maniobra de Gródolas resultó fatal para los
gronings, pues fueron brutalmente embestidos desde el sur por las tropas de
Saralamath. Cientos de gronings perecieron bajo las lanzas y las flechas de
los soldados del príncipe Ilanit, y otros tantos sucumbieron aplastados por
las ruedas y los cascos de los caballos de aquellos formidables carros de
guerra.
Entretanto, la segunda hueste groning logró por fin abrirse paso entre
los atacantes lupenos. Algo más de cincuenta soldados lograron escapar del
cerco aliado y encarar el camino a Bilkoburgo. Por el contrario, el grupo
comandado por Karthan fue consumiéndose como el hielo bajo los
ardientes rayos del sol de mediodía. Tras una dura lucha, sureños y norteños
se encontraron frente a frente, separados por una macabra alfombra de
cadáveres enemigos. Tras de sí, los lupenos trataban de agruparse y atender
a los numerosos heridos, mientras los escasos supervivientes gronings
trepaban por la loma norte del burgo. Pero inesperadamente los aliados
contemplaron sorprendidos cómo los gronings, al hollar lo que parecía la
puerta hacia su salvación, detuvieron su carrera y se quedaron inmóviles,
petrificados, incapaces de dar un paso adelante ante el abismo que
repentinamente se había abierto bajo sus pies.
Entonces los cuernos sonaron y la luz de Darbrethil refulgió sobre la
loma norte de Maraburgo, y un inmenso muro de amenazantes siluetas se
recortó frente a los gronings. Therliangator acudía al encuentro de
Gródolas. Y los gronings enmudecieron y temblaron ante la grandeza del
Rey Nerlingo, y entregaron sus armas y se rindieron al ejército de la
Alianza evitando una muerte segura.
Un único y ensordecedor gritó de júbilo y victoria brotó de las gargantas
de los hombres de la Alianza cuando los gronings claudicaron ante Kiril.
Habían logrado una nueva victoria y la paz y la esperanza se extendía ya
por todo el este y sur de Jactinia.
Kiril cabalgó majestuoso blandiendo a Darbrethil, la Espada de
Libertad, hacia el centro del campo de batalla donde Gródolas y el príncipe
Ilanit le aguardaban junto a sus hombres.
—Veo ahora que mi promesa fue innecesaria —dijo Kiril al norteño—.
No has necesitado de mi espada, pues bravos y valientes aliados luchaban
junto a ti —y miró dedicando una sonrisa cómplice al príncipe Ilanit.
—Los hombres de Tenkolmar somos tan duros como el hielo —
respondió Gródolas—, pero me reconforta sentir cercana la presencia de tu
espada a pesar de no haberla necesitado. La luz que de ella dimana es la
confirmación de que los dioses luchan a nuestro lado. Amigo mío, quiero
presentarte al príncipe Ilanit, hijo del Rey Naveen, del reino de Saralamath.
Fiel a su promesa, ha acudido a la llamada de auxilio del capitán Falk junto
a más de dos mil quinientos hombres. Ha jurado fidelidad a nuestra causa y
nos acompañará hasta el fin del mundo si fuera necesario.
—Es un placer conocerte —saludó cordialmente Kiril a Ilanit
estrechándole la mano—. No puedo expresar con palabras mi gratitud y la
de mi pueblo, pues vuestro desinteresado sacrificio os honra y os convierte
para siempre en hermanos de los nerlingos. Jamás podremos saldar la deuda
que con vos y vuestros hombres hemos contraído.
—No debéis preocuparos —respondió Ilanit—, pues no hay mayor
honra que combatir al lado de hombres de palabra, valientes reyes y
capitanes que luchan por una noble causa. Si alguna vez dudé en cumplir mi
promesa, vuestra luz, gran Rey de los Nerlingos, y la luz que vuestra espada
proyecta sobre esta hermosa tierra ha despejado todas mis dudas.
—Mas ahora una triste labor nos aguarda —dijo Kiril—. Muchos han
sido los que han caído en la batalla, hombres del sur, del norte y del este,
hijos de Saralamath, de Tenkolmar y de Maraburgo. Hombres que merecen
una noble sepultura, un gran funeral que honre sus almas y perdure en el
recuerdo de todos los hombres de bien. Pues tras la victoria de Mugaburgo,
ahora el sur de Jactinia vuelve a ser libre. Es un nuevo paso que nos
conducirá a la victoria en esta guerra para que la paz vuelva a ser restaurada
en toda Tierra Conocida.
—Sanaremos a los heridos y enterraremos a los muertos —dijo
Gródolas—. Si a bien así lo tenéis, enterraremos en un gran túmulo a
sureños, norteños y lupenos. Ése será el mejor recuerdo a la inquebrantable
alianza sellada con sangre de los tres pueblos.
—Aplaudo tu idea —dijo Ilanit—. Lágrimas de arena han sido
derramadas por mi pueblo en Maraburgo y sangre lupena fue vertida sobre
estos campos. La alianza quedará sellada para siempre.
—Que así sea —dio también su aprobación Markeliot, quien se había
acercado a aquella improvisada deliberación en representación de los
lupenos.
Así pues, los aliados se pusieron manos a la obra. Los cerca de
cincuenta gronings que se habían rendido a Kiril, fueron confinados en la
gran cerca. Muchos lupenos tuvieron que ser atendidos por heridas de
espadas y flechas. Algunos de ellos murieron durante los días venideros a
consecuencia de sus graves laceraciones. Se cavaron dos grandes túmulos,
uno para enterrar a los aliados y otro para los gronings.
Tres días más tarde enterraron a los muertos de ambos bandos y los
aliados velaron armas, formados frente al gran túmulo donde estaban
enterrados sus amigos y familiares. Tras permanecer inmóviles, mientras
rezaban a sus dioses encomendando las almas de los caídos, Gródolas dio
un paso al frente y, con voz grave y profunda, entonó solemnemente la
Canción de los Muertos:

El cielo yermo de estrellas,


la tierra huérfana de tus huellas.
Ya no queda nada que refleje tu luz,
en la noche todo se vuelve quietud
Negro y blanco, amarga oscuridad
en tu eterno viaje serán toda tu verdad
Ya no queda nada que refleje tu luz,
en la noche todo se vuelve quietud

Sereno el cielo, mudo el mar;


los pájaros no han de cantar.
Haz que suene danzante el laúd
en la noche todo se vuelve quietud
Desde la distancia el viento volvió,
mas su nombre en silencio tornó.
Haz que suene danzante el laúd
en la noche todo se vuelve quietud.

Las gentes despiden tu alma,


y la marea regresa en lánguida calma.
Libre eres de mortal esclavitud
en la noche todo se vuelve quietud.
Infinito cielo, oscuro firmamento,
vuela en brazos del viento,
Libre eres de mortal esclavitud
en la noche todo se vuelve quietud.

Mustia llama de la candela,


soledad de las noches en vela.
Lejana y añorada juventud,
en la noche todo se vuelve quietud.
Dioses que dictáis el destino,
mostrad el nuevo camino.
Marchita y presente senectud,
en la noche todo se vuelve quietud.

Cuando el guerrero de Tenkolmar terminó la última estrofa de la


Canción de los Muertos, un solemne silencio envolvió los campos de
Maraburgo. Cada uno de los allí presentes recordó con profundo dolor a los
seres queridos que habían perdido. Gródolas rememoró a los caídos en el
Sitio de Orlag, a los que no sobrevivieron al horror de Eloburgo, a su amigo
del alma, Mindrukas. Y sintió un repentino anhelo, un ansia irrefrenable por
regresar a las Tierras Frías, a Tenkolmar. Quería volver a sentir el frío del
viento en su rostro en un día de caza, el calor del fuego en el hogar. Quería
volver a contemplar el infinito manto blanco, las auroras boreales, el
inigualable sol de medianoche. Pero su hogar estaba lejos y, aunque era lo
que más anhelaba en el mundo, se había prometido que no regresaría a sus
añoradas tierras norteñas hasta que la oscuridad que amenazaba con cubrir
de sombras Tierra Conocida no hubiera sido desterrada, empujada para
siempre por las tempestades del Mar de los Vientos hacia ultramar,
haciéndola desaparecer por toda la eternidad en las infinitas profundidades
abisales.

Las huestes aliadas se fundieron en un gran ejército, cuatro mil


soldados, la esperanza de los habitantes de Tierra Conocida para destronar a
Zornik, el emperador del terror. Tras semanas de descanso en las que
repusieron fuerzas y sanaron a los heridos, el ejército de la Alianza partió
una lluviosa mañana de finales de octubre hacia su penúltima misión,
anhelada y esperada durante largo tiempo por Kiril y Maikel, la reconquista
de los burgos nerlingos y su capital, la bella Lothikaton. Unos trescientos
hombres se separaron del grueso del ejército, cincuenta de ellos voluntarios
de Maraburgo, para dirigirse hacia los dos restantes burgos lupenos,
Igoroburgo y Ballinburgo, a los que liberarían en cercanas fechas del yugo
groning.
Kiril encabezaba la marcha, acompañado a su derecha por su
inseparable Maikel y a su izquierda por Enna, Gródolas, Oerlikon, el
príncipe Ilanit y su fiel Senthilkumar. Markeliot designó a uno de sus
hombres de confianza para que permaneciera en Maraburgo y restaurase el
legítimo poder de los lupenos reconstruyendo todo aquello que había sido
destruido durante el período de ocupación groning.
Olaf marchaba ensimismado en sus pensamientos a cola del ejército
acompañado por Lonar y Sventegard. Recibieron a su paso el calor y los
gritos de ánimo de los habitantes de Maraburgo que, a pesar de la hora
temprana en que partían, no quisieron perderse tan emotiva despedida.
Cuando comenzaban a ascender la loma norte, unas voces infantiles
despertaron a Olaf de sus cavilaciones.
—¡Olaf, Olaf! —gritaban dos vocecillas a su espalda a las que
rápidamente puso rostro.
Se trataba de los traviesos Klin y Blook que corrían al lado del norteño.
Olaf se detuvo y se acercó a los niños.
—¿Pero qué hacéis en Maraburgo? ¿Cómo habéis llegados hasta aquí,
pillastres? —les preguntó con una sonrisa de sorpresa reflejada en sus ojos.
—Nuestro padre nos trajo —respondió Blook—. Le dijimos que
teníamos que darle un regalo a un gran guerrero.
Los dos niños se miraron y sonrieron tímidamente. Klin alargó su brazo
hacia Olaf.
—Esto es para ti —dijo ahora temeroso el atrevido Klin—. Es para que
se lo devuelvas al padre de tu amigo, aquél por el que lloraste en el
cobertizo. Seguro que querrá tenerlo…
—Hemos construido otro barco más grande —dijo Blook satisfecho
mostrándole un tosco y retorcido trozo de madera—. Éste ya no lo
necesitaremos.
—Yo elegí la madera y Blook la talló con un cuchillo —apuntó
orgulloso Klin.
Olaf no pudo soportar por más tiempo la emoción que le embargaba y
sus ojos se anegaron en lágrimas.
—Abrazadme —les suplicó con voz trémula y, tras un pequeño titubeo,
los dos chiquillos se abalanzaron sobre Olaf, al que casi tiraron al suelo—.
Se lo daré a su tío, os prometo que se lo daré —les dijo mientras pensaba en
Siriard, y lloró desconsoladamente abrazado a Klin y Blook.
EN LA GUARIDA DEL LOBO NEGRO

L a falsa caravana del oro se aproximaba a su destino. Nevart había


explicado a sus ocho captores que habitualmente la caravana semanal
arribaba a la capital groning después del atardecer, una vez que la noche
comenzaba a caer sobre el oeste de la Cordillera Savakien. Por lo tanto, si
no querían levantar sospechas entre los centinelas de guardia, no era
conveniente variar esa rutina. Fue por ello que durante toda la jornada
ralentizaron la marcha para alcanzar la capital con el ocaso del día. Cuando
comenzaba a atardecer y, tras sortear la suave pendiente de unas lomas
cercanas, los nueve hombres divisaron claramente a lo lejos el corazón de
los dominios de Zornik: Groningburgo.
Oyvind e Ingvar ordenaron instintivamente a Nevart detener la carreta.
Todos quedaron mudos, sumidos en un terrible silencio al que también se
unieron los seis guerreros de la Tierras Frías; incluso los caballos que
tiraban de la carreta ahogaron sus relinchos mientras contemplaban desde lo
alto de aquellas lomas que se abrían hacia las Landas de Edhilien, el
majestuoso burgo groning, una inmensa fortaleza amurallada que, incluso
desde la distancia, despertó el miedo que hasta ahora se ocultaba en lo más
profundo de sus corazones.
Nevart vio ese miedo prendido en los ojos de los dos alkos no dudó en
tratar de sacar provecho de ello.
—¿Aún seguís pensando que es una buena idea adentrarse en
Groningburgo? —y durante unos instantes calló para que sus palabras
avivasen el fuego de la duda que ardía en sus captores—. Contemplad la
grandeza de nuestra capital. ¿Creéis acaso que podréis causar el menor daño
en ella? Vuestras acciones no supondrán más que el leve picotazo de una
abeja. Haríais bien en huir ahora que aún no habéis sido descubiertos. Al
menos así conservaréis vuestras vidas. No debéis sentiros unos cobardes por
ello, pues no seré yo quien así os considere. Es de sabios retirarse antes de
sufrir una derrota total. Si me perdonáis la vida, prometo decir a los
soldados que me atacasteis muchas millas atrás, cerca de Eloburgo.
Entonces podréis huir hacia el norte y, aunque las patrullas salgan en
vuestra persecución, para cuando alcanzasen el linde del bosque en el que
nos asaltasteis, vosotros ya estaríais lejos, cerca del Valle de los Elothas.
Desde allí, podréis internaros en los Valles Solitarios para alcanzar las
Tierras Frías. ¿Qué decís? —dijo mirando a derecha e izquierda, pues
Oyvind e Ingvar viajaban sentados en la carreta flanqueando a Nevart.
Los gemelos alkos parecieron dudar, mientras algunos de los norteños
aguardaban esperanzados una respuesta afirmativa que les alejase de aquel
lugar en el que tenían la certeza encontrarían una muerte segura.
Sin embargo la respuesta que escucharon de boca de Ingvar desbarató
aquella lejana ilusión.
—Guarda tu maldita lengua bífida de serpiente —contestó iracundo el
hijo del trueno—. Tus palabras no nos infunden ningún temor. Estás muy
equivocado si crees que ahora que hemos llegado hasta aquí huiremos como
viejas asustadas. Nuestros ataques serán como tú bien dices leves picaduras
de abeja, pero serán tan repetidos y dolorosos, que harán dudar al oso antes
de robar la miel de la colmena.
—La duda que con tus envenenadas palabras tratas de provocar en
nosotros, será la misma que asaltará a Zornik cuando se sienta amenazado
en su inexpugnable fortaleza —añadió Oyvind—. Y ahora continúa, azuza a
los caballos para recorrer el último tramo de nuestra senda. Escucha bien
esto, Nevart: ni por lo más remoto se te ocurra intentar traicionarnos,
porque esta daga te seccionará el cuello antes de que hayas terminado de
pronunciar la primera palabra —y el alko le mostró veloz como el rayo la
afilada y reluciente daga que guardaba escondida bajo su capa.
Nevart tragó saliva y miró hacia los jinetes norteños que avanzaban a
ambos lados de la carreta y, a pesar de que vio el miedo en sus ojos,
también se percató que acatarían sin rechistar las órdenes de aquellos dos
locos nerlingos. Esos seis jinetes que les acompañaban debían haberse
presentado voluntarios para acompañar a Oyvind e Ingvar en aquella
descabellada misión. Cabeceó varias veces y escupió desde lo alto de la
carreta maldiciendo su suerte: o moría degollado por la daga del alko o
quién sabe si acabaría sus días pudriéndose en las hediondas mazmorras de
Groningburgo por haber colaborado con aquellos saboteadores. No, ninguna
de aquellas dos opciones le agradaban. Debería estar atento y buscar su
momento, su momento de salvación.
La carreta, flanqueada a cada lado por tres jinetes norteños, comenzó a
descender por una larga pero suave y verde pendiente hacia la capital
groning. Un incierto destino les aguardaba a unas millas de distancia, un
incierto pero al menos buscado destino. Los nerlingos estaban hastiados de
ir contracorriente en aquella guerra, pues Zornik siempre había llevado la
iniciativa: desde el infausto día del adiós a Lothikaton, donde fueron
vilmente traicionados y exterminados, hasta la tentativa de invasión del
este. Pero por fin había llegado el día en que todo aquello iba a cambiar.
Los gemelos alkos, por fin reunidos, nunca más volverían a separarse, ni en
la vida ni en la muerte, y aunque su destino fuera morir en aquella misión
suicida, así lo harían, morirían con honor, sembrando el miedo y la
incertidumbre en Zornik, allí donde el rey brujo se sentía más seguro, tras
las impenetrables murallas de su gran burgo. Y hacia allí, hacia
Groningburgo, avanzaban lentamente Oyvind, Ingvar, Gregas, Lartas,
Kuriktas, Kriktas, Marlunas y Vaeras, acompañados por Nevart, el
prisionero groning que se debatía entre el sometimiento y la traición.

Desde la lejanía la capital groning había logrado sorprender a los


gemelos alkos, pero a medida que avanzaban hacia ella, fueron tomando
conciencia de lo inexpugnable de aquella fortaleza hasta terminar
completamente abrumados por su grandiosidad. Groningburgo estaba
erigida al oeste de Las Landas de Edhilien y al norte de los Guardianes de
Groning, pero la orografía del terreno guardaba una gran similitud con las
llanas y extensas landas. Únicamente una elevación, a modo de risco de no
más de doscientos pies de altura, emergía en la llanura como un desafiante
convidado de piedra. Sin embargo, sobre esa elevación pivotaba toda la
arquitectura del burgo. En lo alto de la misma se elevaba el palacio de
Zornik, su hogar y el de decenas de sus amados halcones, el lugar donde se
erigía la ciclópea cabeza de wolkur desde la cual, como una inagotable
catarata, brotaban los maléficos vapores de la magia negra de Urkha.
Alrededor del palacio se alzaba una muralla con cuatro torres de vigilancia
uniformemente distribuidas que, apuntando a los cuatro puntos cardinales,
circundaban el palacio del rey brujo. Una sola puerta orientada al este y
fuertemente custodiada por cincuenta gorglins, daba acceso al corazón del
burgo. En su interior se apretaban cerca de cien casonas de piedra y madera,
caóticamente distribuidas y en las que vivían las familias nobles que no
habían caído en desgracia con el ascenso al trono de Zornik. Los más
pudientes habitaban las casonas de piedra, mientras que los nuevos ricos o
recién llegados al círculo más cercano del rey brujo vivían en las casonas de
madera, ansiando algún día poseer una de las casonas de piedra que les
reportase el buscado reconocimiento social. Varias calles más abajo, se
abría un gran espacio situado en el centro geométrico del burgo, la gran
plaza pública, lugar de congregación y mercadeo entre los habitantes de
Groningburgo y aquellos que habitaban en el exterior de las murallas. Hacia
el este, se extendía la otra parte de la ciudad, a la sazón, una congregación
de tabernas y posadas, una angosta red de pasadizos y vericuetos que
desembocaba en los grandes barracones de soldados y bestias destinados a
la defensa de la ciudad. Incluso un par de plantaciones y cultivos convivían
en aquella zona, formando un tapiz verde y rojizo, que probablemente sería
de gran utilidad durante un poco probable asedio al burgo.
Todas estas edificaciones estaban circunscritas en un gigantesco anillo
de gruesas murallas perfectamente protegidas por veinticuatro torres de
vigilancia culminadas por grandes almenas. Y por si esto fuera poco, un
foso de más de diez pies de profundidad cubierto hasta la mitad de su altura
por agua y con un fondo de arenas movedizas traídas, según contaban
algunos, desde los hediondos marjales de Bosque Salvaje, circundaba a su
vez al gran anillo amurallado. Únicamente dos puertas se abrían al mundo
exterior, ambas orientadas hacia el norte y situadas bajo las dos torres más
altas. Disponían de un largo pasillo flanqueado a ambos lados por gruesos
muros que abocaban a un gran portón de madera que descendía dando
acceso al exterior del burgo a modo de pasarela, para cuyo accionamiento
era necesaria la fuerza de media docena de hombres aplicada sobre una
enorme rueda. Ya en el exterior del recinto amurallado, cientos de cabañas
se arremolinaban también en una caótica distribución, ocupando los
terrenos lindantes que servían de campos de cultivo y pastizales.
Hacia esos campos se aproximaba con el declinar del día la caravana del
oro.
Nevart conducía con ceño fruncido a los caballos que tiraban de la
carreta, mientras Oyvind e Ingvar escrutaban como halcones gronings a los
granjeros y aldeanos que, al igual que un ordenado ejército, abandonaban
sus labores de labranza y recolección para dirigirse a reponer fuerzas con
una merecida cena. Aquel bucólico paisaje trajo a la mente de los gemelos
alkos el recuerdo de sus añorados días de juventud en los alrededores de
Alkoburgo. Al contemplar aquella estampa pareciese que la paz reinase en
Tierra Conocida, por lo que por unos instantes, ambos sintieron que un
placentero sosiego se apoderaba de sus almas, pero cuando la visión del
Bosque de Alkos ardiendo en llamas cruzó ante sus ojos, la rabia y el odio
se apoderaron de ellos y prometieron que llevarían a esas tierras la misma
desolación que Zornik y sus esbirros habían propagado por toda Jactinia.
—¿Por qué ansiáis la guerra? ¿Por qué ese afán invasor? ¿Es que no son
suficientes para vosotros estas bellas y fértiles tierras en las que vivir en
paz? —le preguntó irritado Ingvar a Nevart.
El groning bajó la mirada y dudó unos instantes antes de contestar.
—Los gronings somos un pueblo pacífico… —y levantó una mano
interrumpiendo la airada respuesta que Oyvind estaba a punto de dar—.
Son… —y se detuvo, pues parecía debatirse en una terrible lucha interna
antes de pronunciar las siguientes palabras—. Son Zornik y el alto mando
del ejército. Ellos son quienes ansían la conquista de Tierra Conocida. Pero
ellos detentan el poder y tienen la misión de regir nuestros destinos. Y
nosotros debemos obedecer las órdenes de nuestro Rey —y finalizó la frase
recomponiendo su voz y su semblante, dirigiendo una mirada desafiante a
los alkos queriendo apartar de su rostro la fugaz sombra de duda que lo
había recorrido.
—¿Y por qué no os reveláis y derrocáis a vuestro Rey? —preguntó
Ingvar.
—Zornik es invencible. Nadie escapa a su ira ni a la de sus gorglins —
respondió tajante Nevart.
—Nadie es invencible —replicó Oyvind.
—Zornik lo es, te lo aseguro, ingenuo nerlingo —y Nevart sonrió con
una mezcla de malicia y resignación—. Y vosotros más que ningún otro
pueblo en Tierra Conocida debería saberlo.
Al escuchar las palabras de Nevart, un escalofrío recorrió el cuerpo de
Ingvar, pues recordó el interrogatorio al que Zornik le sometió tras ser
capturado en los campos lindantes con el Bosque de Alkos. Y recordó los
fríos y vacíos ojos del rey brujo escrutando con avidez sus entrañas, y cómo
sin pronunciar una sola palabra, Zornik descubrió el destino de la huida que
Kiril y los suyos habían emprendido.
La caravana continuó avanzando silenciosa a través de la verde llanura,
mientras la luz del sol se apagaba en el occidente de los yermos de Tierra
Seca. Los norteños flanqueaban y cerraban la caravana a lomos de sus
caballos, aparentemente ajenos a las conversaciones que el hijo del trueno y
del relámpago mantenían con Nevart. Sin embargo, también ellos, a medida
que se acercaban a una de las dos grandes entradas de Groningburgo,
dirigían sus pensamientos a sus hogares en las Tierras Frías, Tenkolmar,
Ostenburgo o Trondemag, pues quizás nunca más volverían a contemplar la
eléctrica luminiscencia de una aurora boreal o el deslumbrante sol de
medianoche.
Cuando habían recorrido más de tres cuartas partes de la extensión de
campos y pastizales, Oyvind ordenó a Ingvar y los norteños que se
cubriesen con las capuchas de sus capas. La noche casi se había apoderado
de todo el territorio groning y confiaba en que la oscuridad y la laxitud de
los centinelas facilitasen su entrada al burgo. Nevart no se cubriría la cabeza
pues era el único al que los gronings debían reconocer.
—¿Cómo lograremos que bajen el portón de entrada al burgo? —
preguntó Oyvind.
—Eso será fácil. Bastará con gritar el santo y seña y decir que somos la
caravana del oro —respondió Nevart.
—Ni se te pase por la cabeza traicionarnos o te destriparé como a un
cerdo —le amenazó Ingvar.
Nevart cabeceó y respondió:
—El peligro vendrá después. Nada más penetrar en el burgo, los
soldados de las torres nos observarán y apuntarán con sus arcos. Mantened
la calma. Después como os dije, hay que recorrer unos cien pasos a través
de la calle principal hasta llegar al puesto de centinelas donde tendremos
que presentarnos ante el oficial de guardia. Allí es donde la diosa fortuna
dictará sentencia —finalizó con una sonrisa enigmática.
—Reza porque la suerte nos sonría a todos, o por Nerlinguia, que tú
serás el primero en dejar este mundo —sentenció Oyvind.
—Que los norteños no abran la boca —dijo Nevart—, o su acento les
delatará. El acento nerlingo no difiere mucho del groning, pero la
brusquedad de la lengua del norte no pasará inadvertida para los centinelas.
—Seguiremos el consejo de Nevart. Y no olvidéis lo que ahora somos:
soldados gronings, custodios del oro del Senescal Loriklen —dijo Ingvar,
mientras Gregas y los suyos asintieron con la cabeza.
—¡Adelante entonces! Que Nerlinguia y Olión nos protejan en la
guarida del gran lobo negro —dijo Oyvind—. Y ahora, guardad silencio.
Únicamente Nevart será quien hable. Nos acercamos a la gran puerta de
entrada a Groningburgo.
La noche se apoderó de Tierra Conocida ahogando hasta el último
sonido de aquellos campos, logrando que los nerlingos y norteños sólo
escuchasen el sonido de los cascos de los caballos y las ruedas de la carreta
avanzando sobre el arcilloso camino que conducía a la gran puerta del
burgo amurallado. Cuando se encontraban a apenas veinte pasos de las
murallas, Nevart detuvo la carreta. Sin solución de continuidad, una voz
grave brotó de lo más profundo de aquellos muros:
—¡Alto! ¿Quién va?
—“Tres valles encontraré en mi camino: uno jamás visitaré, en otro
nunca moraré, y por el Rauron el oro custodiaré” —contestó Nevart
recitando el santo y seña.
—¡Bajad el portón! —gritó la voz invisible—. ¡Llega la caravana del
oro!
Nevart azuzó a los caballos con las riendas y la carreta comenzó a
moverse mientras el gran portón descendía lentamente.
—Dijiste que darías el santo y seña y después informarías que éramos la
caravana del oro —dijo Oyvind—. Espero que no nos hayas delatado —y le
presionó con fuerza el costado con la punta de la daga.
—¡Basta ya! —protestó revolviéndose Nevart—. La caravana del oro
tiene su propio santo y seña. El resto deben dar el santo y seña general y a
continuación identificarse.
—Déjalo, Oyvind —respondió circunspecto Ingvar—. Pronto
averiguaremos si nos ha traicionado. Y si lo ha hecho, seré yo mismo el que
lo degüelle.
—¿Cuál es el santo y seña general? —preguntó Oyvind—. Quizás lo
necesitemos.
—Cambia cada siete lunas, por lo que no te valdrá de mucho —
respondió Nevart.
—Yo decidiré si es o no de utilidad —dijo Oyvind volviendo a
amenazarle con la daga—. ¡Dímelo, maldito traidor!
—Está bien —respondió el groning—. “El halcón sobrevuela y el lobo
merodea”. ¿Satisfecho?
—Estaré satisfecho cuando hayamos pasado sanos y salvos por el
puesto de guardia. Aunque quizás entonces aún me queden ganas de
degollarte —respondió Oyvind mientras el groning pasaba una mano por su
todavía intacto cuello.
El crujido de los maderos que conformaban la enorme puerta,
combinados con el sonido metálico de las cadenas deslizándose sobre las
ruedas que las guiaban en su descenso, pusieron punto y final a la discusión
que mantenían Oyvind y Nevart. El gran portón descendió con lentitud
hasta caer pesadamente con estruendo sobre él, durante lustros, maltratado
suelo.
Los gemelos alkos contemplaron impávidos durante unos instantes el
profundo y oscuro pasaje que se abría ante sus ojos; se encontraban frente a
la puerta de entrada a los dominios del rey brujo, ante el acceso a la guarida
del lobo negro. Con un lacónico “Adelante”, Oyvind ordenó a Nevart que
se adentrase en el corazón del territorio groning. Los seis norteños miraron
con respeto aquel oscuro pasadizo y, tragando saliva, siguieron a la carreta
que lentamente se dirigía hacia el interior de Groningburgo.
La falsa caravana del oro se internó en el largo pasaje al que enormes
muros de piedra flanqueaban por ambos lados. Lentamente comenzaron a
percibir cómo la cerrada oscuridad que invadía el pasadizo empezaba a
difuminarse a lo lejos, gracias a la titilante luz de las antorchas que
iluminaban la salida del mismo. Repentinamente, a la luz de las teas,
emergieron las siluetas de tres soldados gronings que acababan de
descender de lo alto de las murallas de Groningburgo. Oyvind e Ingvar
cruzaron por unos instantes sus miradas y, agachando la cabeza, hundieron
sus rostros en las sombras protectoras de sus capuchas.
—No te detengas hasta que los soldados te lo ordenen —le indicó
Oyvind a Nevart, y de nuevo apretó la daga escondida bajo su capa contra
el costado del groning.
—Buenas noches —saludó amable uno de los centinelas—. Habéis
arribado justo a tiempo para degustar una cena caliente. ¿Qué nuevas traéis
de vuestro viaje? ¿Pudisteis descubrir cuál fue el origen de aquellas
columnas de humo que se elevaban al noroeste? —preguntó curioso el
groning.
Nevart dudó unos instantes antes de responder, pero la creciente presión
de la daga que Oyvind empuñaba logró rápidamente soltar su lengua.
—Buenas noches, centinela —habló Nevart—. Largo y fatigoso ha sido
el viaje, pero también tranquilo y aburrido. Todo está en calma ahí fuera.
—Pero aquellas columnas de humo, ¿de dónde provenían? —preguntó
insistente el segundo de los centinelas.
—Nada que temer, amigo —respondió Nevart quitando importancia a la
pregunta del groning—. Los soldados de Eloburgo quemaron decenas de
árboles y ramas secas que dificultaban el trayecto entre la ciudad-prisión y
las minas de oro. Aunque por lo que nos contaron durante la cena con la
que nos agasajó el Senescal Loriklen, también varios renegados ardieron en
aquella pira, ¡ja, ja, ja! —rió Nevart y los alkos y norteños esbozaron una
forzada sonrisa.
—¡Ja, ja, ja! —se carcajearon los tres gronings al unísono— ¡Bravo por
el Senescal Loriklen! —y nuevamente rieron.
Nevart quería finalizar cuanto antes aquella conversación pero el primer
centinela se le adelantó.
—Ésas sí son buenas noticias —dijo el groning—. Espero que cuando
lleguen arriba todo vuelva a tranquilizarse.
—Durante las últimas lunas nuestros oficiales se comportan como viejas
asustadas —continuó el tercer centinela—. Parece que el Rey Zornik arde
encolerizado, pues no son buenas las nuevas que llegan desde el este.
—¡Silencio! ¡Cállate o te apresarán por traidor! —le recriminó el
segundo centinela mientras miraba asustado en derredor para asegurarse
que nadie había escuchado los comentarios de su compañero.
—Pero es cierto —le replicó—. Recuerda que todo empezó el día que
llegó desde el este aquel maldito halcón a la gran pajarera de palacio. Se
rumorea que se trataba del halcón de uno de los Mariscales encargados de
dirigir la invasión de las tierras orientales.
—Ese halcón resultó ser un pájaro de mal agüero. Desde su llegada se
han incrementado los turnos de guardia y las patrullas de vigilancia —se
quejó su compañero—. No tenemos tiempo ni para beber un trago de
hidromiel…
—Amigos —interrumpió Nevart al groning—. Estamos cansados por el
largo viaje y queremos entregar cuanto antes la valiosa carga que portamos.
Mañana por la mañana —dijo sonriendo con picardía—, tras haber cenado
y yacido junto a una lozana joven, podremos charlar en compañía de unas
cervezas al calor de la lumbre en El Monte Nevado.
—Es cierto —respondió el primer centinela—. Disculpad nuestra
curiosidad, pero nos inquieta esta tensa calma que envuelve Groningburgo
desde hace lunas. Marchad a entregar el oro y descansad, pues os lo habéis
ganado; mañana compartiremos esas cervezas antes del mediodía.
—Os esperaremos entonces en un rincón de El Monte Nevado —dijo el
segundo centinela relamiéndose solo de pensar en la espumosa jarra de
cerveza y el trozo de carne de cerdo en el que invertiría parte de las
monedas de oro de su paga recién cobrada.
Nevart azuzó con las riendas a los caballos y con paso lento la carreta
comenzó a avanzar entre los semidesiertos cosos de Groningburgo,
encarando la gran calle principal que habría de conducirles hasta su
siguiente obstáculo: el puesto de vigilancia.
Uno de los centinelas se volvió hacia ellos mientras trepaba por las
escaleras que ascendían a lo alto de las murallas recordándoles su próxima
escala:
—¡Que tengáis suerte en el puesto de guardia! —les deseó—. Pero me
temo que el estúpido del oficial al mando os interrogará como si fueseis
unos proscritos. Quizás esa lozana deba pasar aún una noche más privada
de vuestra compañía, ¡ja, ja, ja! —y los tres centinelas rieron a coro, hasta
que el eco de sus risas se fue difuminando entre los rumores de la brisa
nocturna que soplaba en lo alto de las murallas de la capital groning.
Oyvind e Ingvar maldijeron las palabras del centinela mientras Nevart,
impasible, dirigía la carreta vacía de oro a través del ancho coso.
Había anochecido y apenas si unos centenares de personas
vagabundeaban por Groningburgo. La mayoría se dirigían a beber cerveza,
vino o quizá hidromiel, antes de recogerse en sus casonas; algunos
compraban las últimas hogazas de pan para la cena y otros se dirigían al
exterior del burgo, regresando a su hogar en alguna de las innumerables
cabañas que se apiñaban en torno a los campos de cultivo. La calle por la
que la caravana del oro avanzaba era una de las arterias principales de
Groningburgo pero, dado que no se ubicaban en ella ninguno de los
establecimientos que ocupaban ahora los quehaceres de los más taciturnos
habitantes de la capital groning, estaba prácticamente desierta.
—¿Cuánto resta hasta llegar al puesto de guardia? —le preguntó Ingvar
a Nevart.
—No más de cincuenta pasos —respondió el groning—. Mira allí
adelante —dijo señalando al frente con su dedo índice—. Los soldados
están apostados en aquella casona de madera en el lado izquierdo de la
calle. Cuando lleguemos allí dejad que hable yo.
—De acuerdo —respondió huraño Oyvind—. Pero recuerda que mi
daga estará lista para clavarse en tu cuello. Ingvar volvió la cabeza hacia
Gregas, Lartas y el resto de norteños y les dijo:
—Mantened la calma y la boca cerrada. Si los gronings preguntan a
alguien de nosotros que no sea Nevart, seremos Oyvind o yo quienes
contestemos. Vosotros permaneced tras la carreta.
—Cuando hayamos franqueado el puesto de vigilancia, dos de vosotros
colocaos a la cabeza de la caravana —añadió Oyvind.
Nevart escuchó las últimas palabras del hijo del relámpago y musitó
para sus adentros:
—No será tan fácil amigo, no lo será.
Para los gemelos alkos y los seis norteños transcurrió una eternidad
hasta que la carreta recorrió los escasos cincuenta pasos que restaban hasta
llegar al puesto de guardia. Cuando la caravana llegó a la altura de la
casona, cuatro soldados gronings emergieron de entre la sombras a ambos
lados de la calle y se interpusieron cortándoles el paso.
—¡Alto a la guardia! —ordenó uno de ellos—. ¿Quiénes sois?
—¡Soooooo! —gritó Nevart a los caballos mientras tironeaba de las
riendas para que detuvieran su avance—. Somos la caravana del oro —
respondió Nevart una vez los animales se quedaron quietos—. Vuestros
compañeros del portón ya nos han autorizado el paso. Estamos agotados y
solo queremos entregar el oro en el gran almacén y poder descansar.
—Antes deberéis hablar con el oficial de guardia —dijo uno de los
soldados—. Aguardad aquí. Yo mismo iré a buscarle —y el groning se
dirigió al interior de la casona mientras los tres gronings restantes
permanecieron apostados frente a la carreta.
No tardó el groning en regresar con el oficial de guardia al que también
acompañaba un imberbe joven vestido de soldado que no tendría más de
dieciséis años. El oficial escrutó de soslayo a los norteños que permanecían
quietos y en silencio como estatuas de piedra tras la carreta. Se adelantó
unos pasos en dirección a Nevart y a los gemelos alkos que lo flanqueaban.
—Buenas noches, mi buen Nevart —dijo el oficial reconociendo al
groning.
—Buenas noches, oficial Irmelin —respondió Nevart sonriendo—.
¿Una fría noche para hacer guardia, verdad?
—Cierto es, amigo mío —respondió Irmelin—, pero nos debemos a
nuestro Rey y a nuestro pueblo, por lo que pasaremos esta y las noches que
hagan falta a la intemperie —y los cuatro soldados gronings que lo
acompañaban maldijeron al oficial, pues serían ellos quienes realizarían las
labores de vigilancia bajo la única protección del cielo de Tierra Conocida,
mientras Irmelin permanecería cabeceando en el interior de la casona
aferrado a una jarra de vino frente al fuego del hogar—. Y bien, Nevart,
¿cómo ha ido esta vez vuestro viaje a Eloburgo?
—Tranquilo y aburrido como siempre —respondió con desgana Nevart
—. Si la visión de aquellas columnas de humo que divisamos días atrás es
lo que te preocupa, olvídate de ello. No se trataba más que de una hoguera
con árboles y ramas que entorpecían los desplazamientos de los elothas.
Aunque el Senescal Loriklen no desaprovechó la ocasión para que también
ardieran en ella varios lisiados y renegados, ¡ja, ja, ja!
—¡El bueno de Loriklen! Él sí sabe regir con puño de hierro a aquel
atajo de esclavos. Lástima que esté lisiado para la guerra. Nos vendrían bien
hombres de su carácter y su raza en la campaña del este —y mientras
agachaba instintivamente la cabeza, bajó el tono de su voz hasta convertirlo
casi en un susurro—. Sé de buena tinta que nuestros hombres están teniendo
grandes dificultades para poder conquistar aquellas regiones.
«Kiril y Maikel están logrando contener a las legiones gronings —dijo
para sí Oyvind—. Hermanos míos, que Nerlinguia os proteja y os guíe
hacia la victoria. Como os prometí, volveremos a encontrarnos a las puertas
de Groningburgo. Esperaré con Ingvar vuestra llegada y juntos pondremos
fin a esta guerra».
La voz de Nevart sacó a Oyvind de sus ensoñaciones.
—Irmelin, mis compañeros y yo estamos cansados y queremos llegar
cuanto antes a nuestros hogares. No veo el momento de poder entregar el
oro en el almacén y tomar un buen vaso de vino con una hogaza de pan y un
trozo de queso de oveja.
—Veo que tus compañeros también parecen fatigados —respondió
Irmelin—. Aunque no creo recordar a ninguno de ellos.
—Torel, Runiel y los otros fueron destinados a las patrullas que se
formaron para reforzar la vigilancia en los alrededores de Groningburgo —
respondió con presteza Nevart sin titubear un ápice—. Los soldados que
ahora me acompañan son reclutas de la última hornada, granjeros y
carpinteros reclutados en las últimas levas —dijo sonriendo con resignación
y Oyvind e Ingvar cabecearon confirmando las palabras de Nevart—. Pero
no tardarán en convertirse en verdaderos soldados, pues su brío y su lealtad
a nuestro Rey son incuestionables.
Irmelin escrutó con su mirada a Ingvar, quien se sentaba en el lado
izquierdo de la carreta. El alko sonrió tímidamente oculto bajo las sombras
protectoras de la capucha que le cubrían la cara. Después miró hacia los
jinetes norteños y, cuando parecía que iba a preguntar algo a Gregas, el
oficial se dio la vuelta y se dirigió al joven que le acompañaba.
—¿Ves, Meolin? —le dijo—. Pronto formarás parte de nuestro ejército.
Si sigues mis consejos y cumples con tu deber, tendrás un futuro
prometedor. Fíjate en mí y llegarás lejos, sobrino. Quizás después del
verano puedas acompañar a Nevart a Eloburgo dirigiendo la caravana del
oro.
—La caravana del oro… —fantaseó Meolin—. Yo al mando de la
caravana del oro…
—Está bien, Nevart —dijo finalmente Irmelin—. No te importunaré por
más tiempo. Os habéis ganado un merecido descanso. Podéis continuar en
dirección al gran almacén.
Oyvind, Ingvar y los seis norteños tragaron saliva y suspiraron
aliviados. Nevart se aprestaba a azuzar a los caballos, cuando la adolescente
voz de Meolin se elevó en el silencio de la noche.
—Tío, ¿puedo ver el oro que transporta la caravana? Nunca he visto el
mineral en bruto tal y como se extrae de las minas.
—Por supuesto, Meolin —respondió complacido Irmelin por la
curiosidad de su sobrino—. Nevart, muestra a mi inquieto sobrino esos
enormes pedazos de oro extraídos de las vetas de las minas de Eloburgo.
Los gemelos alkos tensaron súbitamente todos los músculos de su
cuerpo, mientras los norteños se revolvieron nerviosos sobre sus monturas
esforzándose por no demudar sus rostros. Oyvind miró a Nevart, quien le
devolvió una mirada asustada e inquisitoria en la que Oyvind pudo leer lo
que sus labios sellados no dijeron: “¿Qué hacernos ahora?”
—¿Qué te pasa, Nevart? ¿Parece que hayas visto un fantasma cruzar
frente a la carreta? —le dijo Irmelin viendo el miedo reflejado en su cara.
—No, no es nada —respondió titubeante Nevart—. Es solo que estoy
agotado y necesito llegar a mi cabaña o caeré desmayado aquí mismo.
—En un momento podrás irte. Tan pronto Meolin satisfaga su
curiosidad te dejaré marchar —respondió Irmelin mientras dirigía una
cariñosa sonrisa a su sobrino.
—De acuerdo… —dijo Nevart—. Acercaos a la parte trasera de la
carreta.
Nevart descendió de la carreta por el lado derecho en compañía de
Oyvind. Ingvar permaneció sentado, mientras por su lado pasaban Irmelin y
Meolin. Mentalmente calculó el reparto de fuerzas: ocho contra seis; en
realidad ocho contra siete si incluía a Nevart en el bando groning. Tenían
superioridad numérica sobre los gronings, pero no era cuestión de
enzarzarse en un violento combate. Debían acabar rápida y silenciosamente
con ellos. Mientras Oyvind y Nevart se dirigían a la parte trasera de la
carreta, Ingvar se volvió y, sin que los gronings se percatasen, hizo un gesto
con sus dedos índice y anular a Gregas y Lartas indicando que deberían
apoyarle para enfrentarse a los cuatro soldados que, distraídos, charlaban
frente a la carreta. Oyvind también clavó sus ojos en Vaeras para que
preparase su espada, pues necesitaría su ayuda para deshacerse del oficial
groning y su sobrino. En ese instante le invadió una sensación de pena y
dolor por Nevart, pues a pesar de todo, no les había traicionado, mas no
podrían dejarlo con vida. Una vez que acabasen con los gronings y huyesen
entre las sombras de las calles de Groningburgo, él sería el único que podría
reconocerles y delatarles. Por ello, y a su pesar, también debería morir. Sin
embargo, mientras la mente de Oyvind se sumergía en esos pensamientos,
Nevart aprovechó el despiste del alko y se deslizó súbitamente bajo la
carreta al tiempo que gritaba:
—¡Traidores! ¡Nerlingos! ¡A mí la guardia!
La confusión se apoderó de los alkos, norteños y gronings. Oyvind
corrió hacia la posición que Irmelin y Meolin ocupaban y, sacando la daga
de entre sus vestiduras se la clavó en el corazón a Irmelin. Meolin comenzó
a gritar como un cerdo al que estuvieran destripando cuando vio brotar la
sangre a borbotones del pecho de su tío mientras se tambaleaba envuelto
por una palidez mortal. Gregas y Lartas reaccionaron rápidamente y,
armando sus arcos, los hicieron cantar por dos veces abatiendo a una pareja
de gronings. Entretanto Ingvar había saltado de la carreta abalanzándose
sobre un tercer Centinela con el que luchaba ahora a muerte sobre el frío
empedrado. El cuarto centinela tuvo tiempo de armar su brazo y lanzar su
lanza contra uno de los jinetes norteños, hiriendo mortalmente a Kuriktas
quien cayó abatido de su caballo. Los corceles de Kriktas y Marlunas se
asustaron por la repentina refriega y trataron de descabalgar a sus jinetes. El
groning que había acabado con Kuriktas, espada en mano se abalanzó sobre
Oyvind, que en ese momento intentaba alcanzar a Nevart, quien huía en
dirección al gran portón de entrada aprovechando la confusión. Cuando el
soldado groning estaba a punto de ensartar a Oyvind con su espada, una
certera flecha lanzada por Vaeras lo derribó. Aunque esa flecha no fue
mortal de necesidad, permitió a Oyvind continuar la persecución de Nevart.
Ingvar había logrado acabar con su adversario y se levantaba del suelo
tras apartar el cuerpo inerte del groning. Una vez logró incorporarse, fijó
sus ojos en Meolin, quien continuaba chillando con un llanto ensordecedor,
a pesar de que curiosamente se mantenía quieto en la misma posición, de
pie, frente a la parte trasera de la carreta, paralizado por el miedo. Antes de
que Ingvar llegase hasta su posición, una nueva flecha lanzada por Vaeras
atravesó la garganta del joven groning apagando para siempre su voz.
Marlunas no fue capaz de controlar a su caballo que terminó por
descabalgarlo. Cayó violentamente al suelo golpeándose la cabeza contra el
empedrado y quedó tendido inconsciente. El cuarto groning al que la flecha
de Vaeras había herido, aún tuvo fuerzas y, tomando su cuchillo, se
abalanzó sobre Marlunas dándole muerte. Ingvar no pudo salvar al norteño
y solo pudo rematar al groning que ya estaba herido de muerte.
Los gritos de Meolin y Nevart advirtieron a los centinelas gronings de
que algo sucedía frente al puesto de guardia. Rápidamente seis centinelas
comenzaron a descender de lo alto de las murallas para dirigirse al puesto
de control. Nevart corría poseído hacia los soldados que ya se encontraban a
medio camino de su descenso por las empinadas escaleras. Oyvind no
lograba alcanzarle por lo que, desesperado, se giró hacia sus compañeros.
Como si éstos le hubieran leído el pensamiento, Gregas y Lartas cabalgaban
a su espalda con los arcos prestos a cantar su mortal sonata.
—¡No dejéis que huya con vida! —les gritó a los dos norteños, al
tiempo que sendas flechas salían disparadas de sus arcos.
Las dos saetas alcanzaron a Nevart en la espalda y lograron derribarlo.
Los seis gronings acababan en esos instantes de llegar al coso principal y
tres de ellos armaron sus brazos y dispararon sus lanzas contra los tres
proscritos. Por fortuna erraron el tiro, pues se encontraban a más de
cuarenta pasos de Oyvind y los dos norteños, aunque una lanza pasó
rozando la cabellera de Gregas. Nevart, malherido, trataba inútilmente de
incorporarse, y una nueva flecha lanzada por Lartas segó definitivamente su
vida.
Vaeras y Kriktas no tardaron en acudir en apoyo de sus amigos.
Lanzaron dos salvas de flechas contra los soldados gronings, quienes
tuvieron que protegerse en primera instancia con sus escudos, para después
retroceder ante la nueva andanada de flechas lanzadas esta vez por Gregas y
Lartas, hasta parapetarse en una oquedad bajo las escaleras o tras un
pequeño murete que se adentraba en dirección a la calle empedrada. Oyvind
aprovechó esos instantes de tregua para regresar corriendo hacia la carreta
donde Ingvar se afanaba en retirar los cuerpos sin vida de los dos norteños y
los seis gronings. Los cuatro jinetes norteños volvieron a disparar una lluvia
de flechas contra los gronings, manteniéndolos retenidos tras los
improvisados parapetos. Pero finalmente el sordo grito de un cuerno de
llamada reverberó entre los muros de Groningburgo. Los gronings habían
dado la alarma y comenzaba la caza de los proscritos.
Oyvind llegó jadeante a la posición de Ingvar.
—Hermano los gronings nos han descubierto. Debemos huir —le gritó
casi sin resuello mientras Ingvar parecía no escuchar las palabras de Oyvind
—. Ingvar, no tenemos tiempo para enterrar a los muertos. ¡Debemos irnos
de aquí!
—Sólo quería dar una digna sepultura a Kuriktas y Marlunas —hablaba
Ingvar con la mirada perdida en el rostro sin vida de Kuriktas—. Se
merecen una digna sepultura —hablaba ausente, como trastornado por una
súbita demencia, mientras tocaba con sus dedos el collar de dientes de
Wolkur que colgaba de su cuello—. No los abandonaré aquí a merced de
esos salvajes. Henk no me lo perdonaría… —dijo recordando a su amigo
celko enterrado en aquel oscuro y desolado bosque del norte.
—¡Ingvar, por Nerlinguia! ¡Debemos huir! —gritaba desesperado
tratando de hacer salir a su hermano de aquel repentino estado catatónico.
En ese instante Gregas y Lartas llegaron a la altura del puesto de
guardia, mientras Vaeras y Kriktas seguían cubriendo a sus compañeros,
manteniendo a duras penas su posición frente a los soldados gronings
quienes, parapetados tras sus grandes escudos, avanzaban rodilla en tierra
lentamente hacia ellos.
—¡Vamos! ¡Debemos irnos de aquí! —gritó nervioso Gregas—. Vaeras
y Kriktas no podrán cubrirnos por mucho más tiempo. Enseguida
aparecerán decenas de gronings alertados por el cuerno de llamada.
—No puedo abandonar a mis hermanos del norte —habló con voz
monocorde Ingvar—. No puedo traicionar a Gródolas y a la Alianza de
Tenkolmar.
Gregas tomó la cabeza de Ingvar entre sus enormes y callosas manos y,
volviendo el rostro del alko hacia el suyo, le miró fijamente a los ojos y le
dijo:
—Jamás traicionarás a nuestro pueblo dejando aquí a dos de sus hijos.
Sus almas cabalgan ahora en busca de Olión. Sus cuerpos inertes no son
más que el recuerdo de su paso por este mundo mortal, un efímero vestigio
de su existencia que desaparecerá en las mareas del tiempo.
Ingvar permaneció unos instantes contemplando los profundos ojos
grises de Gregas, como si fueran los de un sagrado oso blanco que le
mostraban el camino a la morada de los dioses. Finalmente, justo en el
momento en que Vaeras y Kriktas llegaban a la altura de los cuatro
proscritos, Ingvar recobró la lucidez.
—Que Olión os acoja en su eterna morada —dijo con una profunda
congoja, al tiempo que cerraba los párpados de ambos norteños para que sus
ojos descansaran por siempre en paz.
—Debemos irnos —le dijo Oyvind apoyando su mano en el hombro de
Ingvar.
—De acuerdo —respondió Ingvar, mientras le miraba con una tristeza
tan profunda como jamás su hermano había contemplado en los ojos del
hijo del trueno.
—¡Oyvind, sube a mi caballo! —gritó Gregas—. ¡Y tú, Ingvar, sube al
caballo de Lartas! Vaeras, Kriktas, ¡seguidnos! —y tras pronunciar esas
palabras, una lanza se clavó en la carreta al tiempo que el cuerno hacía
llegar su llamada de alarma a todos los rincones de Groningburgo.
Los proscritos salieron en estampida mientras el grupo de centinelas
gronings comenzaba a correr tras ellos. Aún les restaba un tercio de calle
por completar y, al fondo de la misma, se adivinaba un cruce con otras
callejuelas.
—¡Al llegar al final de la calle gira hacia la izquierda! —le ordenó
Oyvind a Gregas, quien se aferraba al cuerpo del norteño para no caer
descabalgado—. Si Nevart no mentía, hacia el este encontraremos las
tabernas y un sinfín de pequeños callejones. Pero antes tendremos que
deshacernos de los caballos.
—¡Espero que el sonido del cuerno de llamada no haya llegado aún allí!
—replicó Gregas—. Tras las tabernas se encuentran los barracones de los
soldados.
—¡Recemos a Nerlinguia para que no lo hayan oído! —respondió
Oyvind.
Los caballos enseguida alcanzaron el final de la calle dejando atrás a sus
perseguidores. Gregas giró hacia la izquierda como Oyvind le había
ordenado y, a continuación, los caballos de Lartas, Vaeras y Kriktas
siguieron su estela. Nuevas lanzas caían tras ellos, pero cada vez más lejos,
por lo que respiraron aliviados. Galoparon por la siguiente calle hasta que
vieron un nuevo cruce de callejuelas iluminado por antorchas. Cuando
llegaron a él, Gregas se detuvo unos instantes.
—¡Soltemos a los caballos en esta dirección! —dijo Ingvar, y los demás
lo miraron y esbozaron una sonrisa, pues habían recuperado al hijo del
relámpago en el momento más comprometido de la persecución.
—¡Haced lo que os dice Ingvar! —gritó Oyvind—. ¡Rápido,
descabalgad de vuestras monturas!
No bien hubo Oyvind acabado la frase cuando todos estaban ya pie a
tierra. Gregas, Lartas y Vaeras azuzaron a los caballos y estos salieron
trotando hacia el final de la calle.
—¡Apagad las antorchas y seguidme! —ordenó Gregas.
Oyvind, Ingvar y Kriktas arrancaron las antorchas de la empalizada de
la cual colgaban y fueron apagándolas una a una. Cuando la llama de la
antorcha que Kriktas aún sostenía en su mano se ahogaba contra el húmedo
y embarrado suelo de aquella callejuela, una flecha asesina se clavó en el
pecho del norteño. Kriktas la aferró instintivamente con sus dos manos y
quedó petrificado, sus dos ojos grotescamente abiertos, al tiempo que su
mente le transportaba al blanco y algodonado paisaje de la nevada
Tenkolmar. Súbitamente se giró hacia sus compañeros y de su boca brotó
una sola y desesperada palabra:
—¡Huid! —y tras pronunciarla cayó desplomado sin vida sobre el suelo
de Groningburgo.
Oyvind, Ingvar, Gregas, Lartas y Vaeras contemplaron desconsolados la
muerte de Kriktas. Pero rápidamente se vieron obligados a reaccionar, pues
tres nuevas flechas volaron desde una de las numerosas encrucijadas que
formaba aquella tela de araña de callejuelas.
—¡Seguidme! —ordenó Oyvind quien echó a correr hacia la oscuridad
poseído por una extraña fuerza—. ¡Tras aquel caserón hay una nueva
confluencia de calles! ¡Allí doblaremos hacia la derecha!
Sus cuatro compañeros le siguieron como caballos desbocados y, tras
alcanzar el caserón, giraron a la derecha. Continuaron corriendo por la
nueva callejuela, más angosta y oscura que la que acababan de abandonar,
por lo que supusieron que se trataba de un corredor secundario. Oyvind
encabezaba el grupo y decidió volver a girar a la izquierda en el siguiente
cruce que encontrase, manteniendo la dirección este. Una vez penetrase en
una nueva callejuela, esta vez giraría hacia la derecha, en dirección sur. De
esta forma nunca perdería su orientación y lograría alcanzar la zona de
posadas y tabernas, siempre y cuando alguna de las calles no cruzase, por
algún extraño capricho del arquitecto de la ciudad, en diagonal al resto de
cosos, con lo que entonces todo su razonamiento resultaría inútil.
Nuevos cuernos de llamada comenzaron a elevarse a sus espaldas por lo
que aceleraron aún más si cabe su carrera. Los sonidos de las pisadas de sus
perseguidores se fueron desvaneciendo siendo sustituidos por el desbocado
palpitar de sus agitados corazones. Oyvind repitió su estrategia, y
nuevamente giró primero a la izquierda y después a la derecha. La
oscuridad que les había acompañado en las últimas callejuelas comenzó a
dar paso a una tenue pero creciente iluminación, lo que hizo pensar al hijo
del relámpago que se estaban aproximando a las zonas de las tabernas como
Nevart les había explicado. Oyvind se percató que el final de la calle por la
que ahora corrían desembocaba a una plaza. Unos pasos antes de salir a
ella, Oyvind detuvo su frenética carrera y ordenó al resto que hicieran lo
mismo. Ingvar se acercó a su lado mientras los tres norteños vigilaban la
retaguardia en previsión de que súbitamente apareciese una de las patrullas
que los buscaban.
—¿Qué haremos ahora? —le preguntó jadeando Ingvar.
—No lo sé —respondió Oyvind—. Podríamos tratar de acercarnos a una
de las tabernas y confundirnos entre los que allí beben.
—Creo que si entramos juntos los cinco podríamos levantar sospechas
—apuntó Ingvar—. Quizás deberíamos separarnos.
—Ésa puede ser una buena idea —dijo Gregas quien se había acercado
a la altura de los dos gemelos alkos mientras Lartas y Vaeras apuntaban con
sus arcos hacia el otro extremo de la calle—. Los gronings buscarán a un
grupo más numeroso.
—De acuerdo entonces —dijo Oyvind—. Ingvar y yo nos dirigiremos a
una de las tabernas del lado izquierdo. Llamaremos la atención por ser
gemelos, pero será más difícil que alguien sospeche de nosotros que si nos
ven por separado, pues entonces pensaran que han visto al mismo grupo en
varios lugares diferentes. Vosotros tres buscad alojamiento en una posada.
Nosotros lo haremos después de tomar una cerveza en aquella taberna —
dijo señalando a una vieja casona de la que ahora salían tres gronings
enjugándose los restos de espuma que colgaban de sus pobladas barbas—.
Aguzaremos los oídos para descubrir qué nuevas se escuchan en
Groningburgo. Después buscaremos hospedaje. Mañana al amanecer nos
reuniremos en esta misma plaza.
—¡Lartas, Vaeras! —les llamó en voz baja Gregas tras asentir a la
propuesta de Oyvind—. ¡Acercaos! —y los dos norteños retrocedieron
hasta la posición que ocupaban sus tres compañeros sin perder de vista su
retaguardia.
—Nosotros saldremos primero —les indicó Ingvar—. Aguardad hasta
que hayamos entrado en una de las tabernas. Deshaceos de los arcos, pues
levantaréis sospechas entre las patrullas.
—Podemos esconder los arcos y los carcajes en ese tonel —sugirió
Vaeras—. Mañana los recuperaremos y nadie sospechará de nosotros.
Podríamos pasar por un grupo de cazadores o tramperos.
—Debéis iros ya —les ordenó nervioso Lartas a Oyvind e Ingvar—.
Los soldados que nos persiguen podrían aparecer en cualquier momento.
Ambos hermanos asintieron con la mirada y, cubriendo las espadas bajo
sus capas, avanzaron hacia la luz de las antorchas que iluminaban la ahora
desierta plaza.
—Que Olión os proteja —susurró Gregas al ver marchar a los gemelos
alkos.
—Y que también nos proteja a nosotros —musitó Lartas.
La taberna en la que los alkos entraron se llamaba El Lobo Solitario. Se
trataba de una Vetusta y oscura tasca con varias mesas repartidas en aquella
diáfana planta rectangular. Confiaron en que aquel nombre significase que
la clientela de la misma solo acudiese a tomar una cerveza sin prestar
atención a asuntos ajenos y no fuera un nido de espías al servicio del
emblema del lobo negro.
Oyvind se dirigió con paso tranquilo hacia la barra, mientras Ingvar, sin
retirar la capucha de su cabeza, se instaló en una de las mesas libres ubicada
en el rincón más oscuro de la taberna.
—Dos jarras de cerveza —pidió Oyvind sin mirar a los ojos del
tabernero.
El hombre asintió y se dirigió hacia uno de los barriles que almacenaba
detrás de la barra. Mientras tanto, Oyvind aprovechó para mirar de soslayo
a la concurrencia de la taberna. Solo había un par de mesas ocupadas. En
una de ellas cuatro gronings, probablemente carpinteros a juzgar por las
rudimentarias sierras y martillos que habían dejado en el suelo junto a su
mesa, terminaban de dar cuenta de una botella de vino y de unas hogazas de
pan con cebolla. En la otra, dos hombres de mediana edad, que por su tez
morena y cabellos rizados parecían ser comerciantes del sur, hablaban
distraídos bajo la tenue luz de un candil.
—No sois de por aquí, ¿verdad? —preguntó una voz a su espalda
sobresaltando a Oyvind quien, preocupado en escrutar la taberna, no se
había percatado que el tabernero había regresado con las dos jarras
rebosantes de espumosa cerveza.
—¿Perdón? —respondió el alko tratando de sobreponerse.
—Te preguntaba que no eres de por aquí, ni tampoco tu amigo —dijo
señalando con un movimiento de su cabeza a Ingvar.
—No, ciertamente no somos de esta región —contestó—. Venimos del
este, de una pequeña aldea situada a unas cincuenta millas al norte de
Forgol; pero no tan al norte como las Tierras Frías.
—¿Y qué es lo que hacéis tan lejos de vuestro hogar, más ahora en estos
turbulentos tiempos que corren? —inquirió el posadero confirmando que la
taberna no hacía honor a su nombre en lo que a la discreción se refería.
—Viajamos en busca de fortuna —respondió Oyvind tras dudar unos
instantes—. Nuestro padre murió hace unos meses y las monedas de oro se
acabaron. Mi hermano y yo escuchamos a unos viajeros que en las Landas
de Edhilien habitan unas enormes vacas de codiciada carne y exuberante
pelaje. Queríamos ir allí y capturar al menos media docena de esas bestias
para después venderlas en algunas de las ferias de ganado de Jactinia,
quizás en Mugaburgo. Pero estúpidos de nosotros, no nos informamos antes
de emprender viaje y aquí nos vemos atrapados en Groningburgo, mientras
vuestras legiones apostadas en el Valle del Rauron nos impiden el paso
hacia las Landas de Edhilien.
—¡Ja, ja, ja! —se carcajeó burlándose el tabernero—. Y aunque
lograseis llegar allí y capturar a esas malditas vacas, jamás llegaríais a
Mugaburgo sin un salvoconducto. Toda Jactinia es ahora un territorio
ocupado y conseguir uno de esos permisos para poder comerciar os costaría
más monedas de oro que las que ganaríais con la venta de las reses.
Oyvind agachó la cabeza con gesto contrariado y maldijo su suerte, no
fuera a sospechar el tabernero.
—Al menos espero que aún te queden monedas suficientes para pagar
estas cervezas —le dijo con voz inquisitoria.
—Sí, al menos tengo oro suficiente para que mi hermano y yo
sobrevivamos durante veinte lunas. Pero no sé qué haremos después.
—Si quieres un consejo, regresa a Forgol o de dondequiera vengas.
Pronto las cosas empeorarán para los extranjeros y quizás tus huesos y los
de tu hermano acaben dando en las minas de oro del Valle de los Elothas,
¡ja, ja, ja! —volvió a burlarse el tabernero.
Oyvind dejó sobre la larga barra de madera una moneda de oro y, sin
mirar al tabernero, cogió ambas jarras de cerveza y fue a reunirse con
Ingvar en aquel oscuro rincón de la posada.
—¿Qué has averiguado? —le preguntó Ingvar.
—Nada nuevo. He tenido que contarle a ese mentecato que nos
dirigíamos hacia las Landas de Edhilien a capturar vacas salvajes para luego
venderlas en Mugaburgo.
—¿No se te ocurrió una excusa mejor, hermano? —rió mientras
enjugaba sus labios con la espumosa jarra de cerveza—. Pues mientras tú
hablabas de vacas salvajes con el tabernero, creo que he encontrado la
manera de pasar a salvo esta noche. Mira a esos dos hombres. No son
gronings, sino extranjeros como nosotros. Diría que son comerciantes del
sur, que llevan varios días en Groningburgo y que a buen seguro ayudarían
gustosamente a encontrar una posada a dos forasteros como ellos.
—No me parece una mala idea —respondió Oyvind—. Quizás porten
nuevas de Jactinia.
—Deberíamos pues acercarnos a charlar con ellos antes de que decidan
retirarse —sugirió el hijo del trueno.
—Te sigo —respondió Oyvind dando un largo trago de su cerveza.
Ingvar se levantó y su hermano hizo lo propio, acercándose a la mesa
donde los dos sureños charlaban animadamente.
—Buenas noches —saludó amable Ingvar—. Nos hemos percatado que
también son forasteros, pero al contrario que nosotros, se diría que llevan
varias lunas en Groningburgo.
—Nosotros acabamos de llegar al burgo con el ocaso del día —continuó
Oyvind—, y necesitamos encontrar un techo bajo el que cobijarnos.
¿Podrían ayudarnos a encontrar una posada?
—Les estaríamos enormemente agradecidos —finalizó Ingvar.
El mayor de los dos hombres escrutó los blanquecinos rostros de
aquellos jóvenes que se parecían como dos gotas de agua.
—A buen seguro que el tabernero podría aconsejarles una posada en la
que poder dormir —dijo con mirada recelosa el sureño.
—No corren buenos tiempos en Tierra Conocida y quién sabe si el
posadero quisiera sacar tajada de ello —dijo con mesura Oyvind—. Por el
contrario, ¿qué mal podríamos esperar de dos extranjeros como vosotros?
No hay nadie mejor en quien confiar que aquel que se encuentra en tus
mismas circunstancias.
Los dos sureños cruzaron sus miradas y el más joven asintió con la
cabeza sin pronunciar una palabra.
—Sentaos y bebed con nosotros, pues símbolo de nobleza es ayudarse
entre forasteros. Me llamo Hamad y este es Lamad, mi sobrino, el
primogénito de mi hermana Ahlisa —respondió invitándoles a compartir su
mesa—. Os llevaremos hasta la posada en la que nos alojamos y allí podréis
encontrar cobijo por unas lunas.
—Os lo agradecemos de verdad, Hamad y Lamad. Mi hermano, Ingvar,
y yo, Oyvind, tenemos una deuda con vosotros. Permitid que al menos
paguemos vuestra cena para devolveros el favor.
—Guardad vuestras monedas de oro para tiempos mejores —contestó
Hamad—, pues no es difícil ver que la fortuna no os ha tratado bien en los
últimos tiempos.
—Cierto es —respondió Ingvar con velado sonrojo—. Nuestro padre
murió y viajamos hacia Las Landas de Edhilien para capturar unas
codiciadas vacas salvajes y después venderlas en alguna feria de ganado en
Jactinia. A fe que necesitaremos toda nuestra bolsa de oro para comprar
cuerdas, madera y una carreta. El largo y tortuoso trayecto desde el este en
estos tiempos de guerra no ha hecho sino menguar nuestra escasa reserva de
oro.
—Osados sois en viajar desde el este en busca de un incierto beneficio
—dijo Lamad—. Nosotros nunca hubiéramos partido desde Nagapanam de
no ser por la seguridad de un suculento negocio.
Hamad dirigió una mirada de reproche a su sobrino. Aquellos forasteros
parecían ser buena gente, pero uno nunca sabía frente a quien podía
encontrarse, quizás un ladrón, un asesino o un espía, y más que nunca ahora
en aquella turbulenta época.
Aquella mirada no pasó desapercibida para Oyvind, pero el alko
tampoco pudo evitar preguntar a los dos sureños cuál era aquel negocio que
les había traído a Groningburgo desde tan lejanas latitudes.
—El amor a nuestra madre y el procurarle unos placenteros últimos
años de vida fue lo que nos movió a emprender este peligroso viaje —dijo
tratando de ganarse la confianza de Hamad antes de preguntar por el motivo
de su viaje—. Mas las tropas de Zornik nos cortaban una y otra vez el paso
y decidimos llegar hasta Groningburgo para tratar de conseguir un
salvoconducto o acompañar a alguna caravana de viajeros que retornase
hacia el este. Sin embargo veo que vosotros habéis sido más afortunados al
encontrar vuestro avance expedito hasta la capital groning. ¿Cuál es pues
ese trato que os ha traído hasta aquí? A buen seguro que no será el trueque
de unas reses salvajes como las que nosotros andamos buscando, ¡ja, ja, ja!
—rió mientras Ingvar también comenzaba a carcajearse.
—No, no tratamos con vacas salvajes —sonrió Lamad—. Somos
comerciantes de finas sedas y telas.
Oyvind e Ingvar sonrieron ante la respuesta de Lamad y bebieron un
trago de su cerveza, confiando en haberse ganado la confianza de Hamad y
que éste les desvelara el motivo de su viaje.
—Recibimos un encargo más de cuarenta lunas atrás —comenzó a
hablar Hamad bajando el tono de su voz, queriendo mantener en secreto
aquello que iba a contarles—. Viajábamos bordeando la Barrera de Dunas,
tras haber pasado varias semanas en Saralamath, en dirección al Oasis del
Oeste. Una noche, cuando nos encontrábamos a unas trescientas millas al
este del oasis, nos cruzamos con una compañía de soldados gronings que
viajaban hacia el sur.
—¿Qué buscaban los gronings tan al sur de Jactinia? —preguntó Ingvar
sin poder reprimirse.
—Las más bellas y finas telas que se puedan encontrar en Tierra
Conocida. Terciopelos, sedas, franelas, tafetanes, algodones, lanas, tan
hermosas que hasta la mismísima heredera de Zornik no podría prescindir
de ellas para engalanar sus nupcias.
—¿La hija de Zornik va a casarse? —exclamó Oyvind.
—¡Silencio! —le espetó Hamad clavando una mirada asesina en los
ojos del hijo del relámpago. Miró en derredor de la taberna para ver si
alguno de los lugareños había escuchado la exclamación de Oyvind, pero
los pocos que aún quedaban en ella solo parecían estar preocupados en dar
buena cuenta de su bebida. Aún Hamad se mantuvo callado durante unos
largos y tensos instantes, hasta que volvió a retomar la conversación—.
Zornik aún no ha anunciado el compromiso de su hija. Es un secreto. Ni
siquiera los soldados con los que nos cruzamos sabían con quién iba a
contraer matrimonio. Pero una cosa si parece segura: el compromiso se
anunciará en breves fechas.
—La pasada luna una comitiva llegada del oeste fue recibida con
honores en el palacio real —continuó Lamad—. Se dice que hasta el
mismísimo Zornik salió a recibirla.
—¿Es que acaso Zornik planea sellar una alianza con otro pueblo? —
preguntó Ingvar—. Ningún gobernante, ni siquiera si existiera nación
alguna en las tierras de allende el Mar del Gruneng se atrevería a pactar con
él tras la miserable traición a los nerlingos —y su alma se estremeció
recordando las llamas de Alkoburgo y las interminables lunas de
confinamiento sufridas en el Valle de los Elothas.
—Sí hay alguien que pactaría con Zornik —susurró Oyvind.
—¿Quién sería el insensato que se atreviese a cometer semejante
locura? —preguntó desconcertado Ingvar.
—Alguien que comparte sus orígenes y que siempre le ha rendido
pleitesía —dijo Hamad mientras Oyvind asentía con la cabeza—. Alguien
al que Zornik quiere implicar en esta guerra y que sabe que nunca le
traicionaría. El rey de las tribus nómadas de Tierra Seca, Nurgul el bárbaro.
Ingvar se estremeció al escuchar la respuesta de Hamad, incluso
Oyvind, quien ya había adivinado quién podría ser el futuro marido de la
exuberante Ihola. Zornik convocaba a nuevos aliados en torno suyo, nuevos
esbirros con los que poder cumplir su siniestro plan. Ya no habría un solo
rincón en toda Tierra Conocida en la que poder esconderse del bruno legado
del espíritu de Euwalur.
Los hijos del relámpago y el trueno se miraron y un extraño fulgor los
iluminó incendiando sus azules ojos. Su misteriosa conexión les había
llevado a converger en un mismo pensamiento que ahora se reflejaba en los
ojos de uno y otro. Y esos ojos les hablaban, les decían que era el destino el
que les había conducido a Groningburgo para cumplir una última misión:
impedir la boda de Ihola y Nurgul. A partir de ese día aquel sería su
objetivo, y se prometieron que lo cumplirían mientras aguardaban la llegada
de Kiril y Maikel al frente de un gran ejército que derrumbaría a su paso las
gruesas y altas murallas de Groningburgo para terminar por siempre con el
reinado del mal de Zornik.
Los cuatro extranjeros en tierras gronings dieron buena cuenta de sus
bebidas tras un largo rato en el que apenas si cruzaron varias palabras.
Después, Hamad y Lamad se ofrecieron gentilmente a acompañar a Oyvind
e Ingvar a su posada que se encontraba sólo a un par de calles de distancia
de El Lobo Solitario.
Caminaron en silencio bajo la serena oscuridad de aquella calmada
noche, en ocasiones tenuemente iluminada por dispersas antorchas que
colgaban de las paredes de los cosos principales. Giraron varias veces hacia
la izquierda hasta que salieron a una callejuela en la que se dieron de bruces
con la posada.
—Hemos llegado —dijo Lamad.
—Aquí es —confirmó Hamad señalando al tablón de madera en el que
se podía leer el nombre de la posada: El Lago Durmiente.
—Confío en que la posada haga honor a su nombre —dijo Oyvind—.
Mi hermano y yo estamos rendidos y necesitamos descansar.
—Os aseguro que es un buen lugar para dormir —dijo Lamad sonriendo
—. Además el posadero es un viejo entrañable. Eso sí, un poco sordo, por
lo que será mejor que paguéis lo que él os pida si no queréis despertar a los
demás huéspedes —y mientras abría la puerta, con un gesto de su cabeza
invitó a los nerlingos a pasar al interior de la posada.
Nada más penetrar en ella, un anciano enjuto de cabellos plateados se
apareció como un fantasma de entre las sombras que envolvían la estancia.
—Buenas noches y bienvenidos a El Lago Durmiente —dijo el
posadero—. Veo, Hamad, que has, recogido a un par de forasteros
desorientados y con buen criterio les has conducido hasta mi posada.
—Cierto es, Tigot —respondió Hamad—. ¿En qué otro lugar de
Groningburgo podrían dormir mejor estos dos jóvenes?
—Son dos monedas de oro por cada noche que pasen aquí —dijo Tigot
pareciendo no haber oído lo que Hamad había dicho—. No ofrezco cenas,
solamente un poco de leche y una hogaza de pan con cebolla como
desayuno, que les costará otra moneda de oro. Seguidme y os mostraré
vuestra habitación.
Oyvind e Ingvar se encogieron de hombros y, sonriendo a Hamad y
Lamad, siguieron al posadero. Habían tenido suerte, pues aquel anciano
únicamente parecía estar interesado en las monedas de oro que sus
huéspedes debían pagarle, ya fueran gronings, forasteros o salteadores de
caminos.
Tigot les mostró la estancia, un pequeño cuarto con una ventana que
daba a la callejuela trasera, un par de gruesos y roídos jergones que cubrían
el suelo, una tinaja de agua y un cubo de barro a modo de improvisada
letrina.
—No madruguen demasiado, pues los panaderos de Groningburgo
tampoco lo harán. Si no gastarán una moneda de oro en un vaso de leche y
una cebolla, ¡ja, ja, ja! —y no pudo terminar de reír pues una tos tísica
atacó su garganta. Cuando se recuperó, extendió su mano derecha abierta
sin pronunciar palabra.
—¡Ah, el oro! —dijo Ingvar—. Aquí tiene sus dos monedas —y Tigot
cerró su mano sobre las monedas que le había tendido Ingvar como un
wolkur cierra las mandíbulas sobre su presa. Con un leve cabeceo se
despidió de ellos y desapareció tosiendo entre la oscuridad de la posada
como si nunca hubiera existido.
—Curioso personaje —dijo Oyvind.
—Sí que lo es, pero también noble y discreto —añadió Hamad.
—Nos vemos mañana en el desayuno. Que descansen, amigos —dijo
Lamad.
—Buenas noches —respondieron al unísono los gemelos alkos.
Hamad y Lamad se dirigieron a su estancia mientras Oyvind e Ingvar se
acomodaron sobre los jergones y, cubriéndose cada uno con una manta, se
desearon buenas noches y comenzaron a cabecear cayendo en un rápido y
profundo sueño.
Agotados por la tensión y la lucha contra los gronings, ni siquiera
repararon en sus últimos pensamientos en cuál habría sido la suerte que
habrían corrido sus compañeros norteños Gregas, Lartas y Vaeras antes de
caer en los brazos del dios del sueño.
Mañana, con el despertar del nuevo día, descubrirían lo que los hados
del destino habían deparado a los fugitivos norteños.
LA ESCLAVA DE IHOLA

U n creciente desasosiego se apoderó de las ensoñaciones de los dos


gemelos alkos. La calma que los había arropado hasta instantes antes
del alba se transformaba por momentos en inquietud, y ambos comenzaron
a percibir cómo una súbita conmoción envolvía la capital groning.
Permanecieron durante un rato en silencio, temiendo despertarse, en un
estado de alerta duermevela, hasta que la certidumbre de los sonidos que
llegaban de las calles adyacentes les confirmó que la guarnición de soldados
gronings y gorglins habían comenzado la caza del nerlingo.
Oyvind se levantó del jergón y escrutó, oculto desde la penumbra de la
estancia a través de la ventana, la callejuela trasera.
—Una patrulla de gronings acaba de pasar corriendo en dirección a la
plazoleta donde se encuentra El Lobo Solitario —le dijo a Ingvar—. A buen
seguro que más soldados patrullarán por el burgo.
—Y darán el alto a todos los extranjeros y forasteros que encuentren —
respondió bostezando el hijo del trueno mientras estiraba brazos y piernas
tumbado boca arriba sobre el jergón.
—Hamad y Lamad serán nuestro salvoconducto —dijo Oyvind—.
Debemos permanecer junto a ellos al salir de la posada al menos durante
dos días más. Una vez que las patrullas que merodeen por esta zona no
sospechen de nosotros, ya no será necesaria su compañía.
—Pero pondremos en peligro sus vidas. Hamad y Lamad son buena
gente.
—Buena gente que colabora con los gronings —respondió contrariado
Oyvind—. Escuchaste cómo no dudaron en acudir a Groningburgo para
vender sus frías sedas a cambio del oro groning. Ese oro obtenido con la
sangre de miles de elothas inocentes. Y tú mejor que nadie deberías saberlo.
Ingvar guardó silencio durante unos instantes antes de responder,
mientras recordaba a las decenas de desgraciados elothas que vio morir el
pasado invierno en las veredas del camino que conducía desde Eloburgo a
las minas auríferas.
—Lo sé, Oyvind, claro que lo sé; yo mejor que nadie, como bien dices.
Pero, ¿estás seguro que Hamad y Lamad no acudieron a Groningburgo
amenazados por una muerte segura en caso de no hacerlo? Esos soldados
gronings encontraron el cuerno de la fortuna al toparse con ellos,
mercaderes que les libraron de una agonizante travesía bajo el sol y las
ardientes arenas del Desierto Rojo. No, Oyvind, aún no me atrevo a juzgar
como tú lo haces a esos sureños. Es cierto que en su naturaleza está el
mercadeo y la búsqueda de beneficio, pero no veo en sus ojos una maligna
codicia que les lleve a hacerlo a cualquier precio. Y tú, con tu prodigiosa
visión, deberías ser el primero en verlo, querido hermano —le devolvió
Ingvar su maliciosa pregunta.
Oyvind sonrió moviendo la cabeza hacia derecha e izquierda.
—De acuerdo. Tú ganas. La rabia por el mero hecho de que hayan
entrado en tratos con los malditos gronings ha nublado mi mente. Tienes
razón. Hamad y Lamad se merecen una oportunidad. No les pondremos en
peligro, pero debemos aprovechar la oportunidad que el destino nos brinda.
Una cita con las esclavas de Ihola no es una situación que podemos ni
debemos desaprovechar.
—¿Ves nuevas patrullas por alrededor? —preguntó Ingvar—. Escucho
el sonido de numerosas pisadas sobre la piedra y el barro repartidas por toda
la ciudad. Los gronings bullen en frenética actividad.
—No hay gronings por las callejuelas adyacentes —respondió e hizo
una pausa—. Creo que no debemos bajar a desayunar hasta que oigamos
que Hamad y Lamad lo hacen. No sería conveniente que dos forasteros
agotados por un largo viaje se despierten sobresaltados al alba por el sonido
de las patrullas de vigilancia. Levantaríamos sospechas en el posadero. Que
esté casi sordo no quiere decir que tenga el resto de sus sentidos aturdidos.
—De acuerdo. Aprovecharé entonces para dar otra cabezada, si es que
el fastidioso ruido de las patrullas gronings consigue salir de mi cabeza.
—Como si eso hubiera sido alguna vez un problema para que pudieras
conciliar el sueño, incansable dormilón —dijo sonriendo Oyvind mientras
se volvía a tumbar en el jergón—. Seguiré también tus consejos y trataré de
dormir algo, o al menos descansar. Presiento que las próximas jornadas
serán agitadas.
—Deja de hablar y cierra los ojos —gruñó Ingvar.
El hijo del relámpago entornó sus párpados y, aunque no pudo dormir,
sus pensamientos le transportaron al lejano este, al refugio de Caterziveen,
donde rememoró los escasos pero preciados momentos que había
compartido con su amada Edda, a la que ahora añoraba cada día con más
fuerza toda vez que por fin había logrado reencontrarse con su hermano.

El sol se elevaba cada mañana más perezoso en el este a medida que los
días se adentraban en el equinoccio. Esa mañana amaneció bajo un cielo
plomizo, opresivo, infectado por los hediondos vapores que manaban del
palacio de Zornik y que veloces volaban hacia Jactinia, con el único
objetivo de ensombrecer la esperanza de las gentes que en ella habitaban,
además de dar la bienvenida al averno a la vanguardia de las tropas
encabezadas por aquel a quien los gronings ya conocían como
Therliangator, el mortal que volvió de entre los muertos. Las noticias de los
escasos supervivientes de la campana del este que lograron huir de la
Batalla del Taquakland, hablaban de un temible guerrero que, habiendo
caído abatido a orillas del gran río, fue capaz de regresar de entre los
muertos para conducir a sus tropas a la victoria final en aquella batalla. Los
rumores de que aquel guerrero protegido por los dioses avanzaba ahora
hacia las regiones centrales para reconquistar los territorios ocupados, había
sembrado la inquietud entre los más débiles de espíritu de las legiones
gronings. Pero gracias a las brunas neblinas que seguían brotando desde el
palacio del rey brujo habían recobrado la templanza, pues veían renacer el
poder de su rey frente al de aquel nerlingo conocido como Therliangator.
El aliento maligno, como lo conocían ya los moradores de Jactinia,
había comenzado a minar la resistencia de los oprimidos por el yugo
groning. Comenzó a escucharse que ancianos y niños enfermaban bajo el
influjo de aquellas nubes: terribles migrañas, dificultad para respirar o
extrañas fiebres se ensañaban con los más débiles moradores de aquellas
tierras. Sólo la luz de Darbrethil sería capaz de hacer retroceder a aquel mal
pergeñado por la pérfida lamia Urkha.
Oyvind e Ingvar escucharon a Hamad y Lamad salir de su estancia y
aguardaron un tiempo prudencial para abandonar la suya. Cuando los dos
sureños daban buena cuenta del escueto desayuno, los dos gemelos alkos
entraron en el comedor con gestos de remanente somnolencia.
—Buenos días —saludaron los nerlingos.
—Buenos días, amigos —respondió un sonriente Lamad—. Sentaos con
nosotros.
Antes de que pudieran hacerlo, al igual que la pasada noche, el posadero
surgió como una aparición frente a la mesa. Ni los oídos de Ingvar ni los
ojos de Oyvind se habían percatado de su llegada. Ambos pensaron que
bien podría haberse ganado la vida como explorador en las legiones de
Zornik de no ser por su casi completa sordera.
Sin decir una palabra, de su bandeja trasladó a la carcomida mesa de
madera dos vasos de leche, dos hogazas de pan y un par de cebollas asadas
tal y como les había anunciado la pasada noche. Con un ligero cabeceo de
asentimiento que venía a decir “Que disfruten del desayuno”, abandonó el
comedor.
—Está claro que Tigot no es amigo de las sorpresas —dijo Ingvar
contemplando el espartano desayuno mientras los demás reían su
ocurrencia.
Los alkos comenzaron a dar cuenta del desayuno sin apremiar a los
sureños a que hablasen acerca de los planes que tenían para esa jornada.
Tuvieron que contener su impaciencia para no iniciar una conversación en
ese sentido hasta que, finalmente, respiraron aliviados cuando Hamad
comenzó a hablar una vez hubo terminado su cuenco de leche ya casi fría.
—Esta mañana nos reuniremos con una enviada de Ihola en un almacén
cerca de la plaza central del burgo —les explicó—. Allí debemos llevar
unas muestras de nuestras mejores telas para que la esclava de la princesa
haga una primera selección y las lleve a palacio. Mañana nos reuniremos de
nuevo con ella para concretar cuáles son las finalmente elegidas por la
princesa Ihola.
—¿Qué es lo que haréis vosotros? —preguntó Lamad.
—Vagaremos al menos un par de días ociosos por Groningburgo —
contestó presto Oyvind—. En nuestro viaje conocimos a varios hombres del
norte que también se dirigían hacia Las Landas de Edhilien. Acordamos
reunirnos con ellos en Groningburgo, pero presiento que aún tardarán unos
días en llegar.
—Cuando nos despedimos cerca del Paso del Corzo —continuó Ingvar
—, se dirigían a visitar a unos familiares que vivían en una cabaña en las
estribaciones occidentales de las Montañas Blancas. Recibieron noticias
sobre la grave enfermedad de un anciano tío y decidieron acompañarle en
sus últimos días de vida.
Los dos sureños lamentaron la triste noticia y, tras unos momentos de
silencio, cuando ya se aprestaban a levantarse de la mesa, Oyvind sugirió:
—Me preguntaba si no os importaría que os acompañásemos a ese
almacén. Podríamos ayudaros a llevar las telas hasta allí. Esta mañana no
tenemos otra cosa mejor que hacer y así ocuparemos el tiempo en algo más
provechoso que merodear por las tabernas y gastar en jarras de cerveza las
escasas monedas de oro que nos quedan.
Los dos sureños se miraron y a ninguno pareció disgustarle la idea.
—No es ningún problema —contestó Lamad.
—Cuatro hombres serán mejor que dos —añadió Hamad—. Quién sabe
lo que pudiera pasar.
—De acuerdo entonces —dijo sonriente Oyvind mientras apuraba el
cuenco de leche al tiempo que seguía masticando la cebolla.
—Aguardad un momento a que cojamos las espadas de la estancia.
Seríamos de poca ayuda en una disputa estando desarmados —sugirió
Ingvar, levantándose de la mesa, pues ya había terminado el desayuno.
No tardó en regresar al comedor, justo cuando también Lamad acudía a
aquel improvisado punto de encuentro tirando de una especie de baúl con
ruedas, en el que debía de transportar los tejidos que mostraría a la esclava
de Ihola.
—Si no es demasiada indiscreción por mi parte el preguntarle, ¿dónde
guardáis vuestras telas y sedas? —dijo Ingvar—. Pues no creo que hayáis
viajado desde la mismísima Barrera de Dunas portando ese diminuto baúl.
—¡Ja, ja, ja! —rió Hamad—. Por supuesto que no. Esto es sólo una
pequeña selección de lo que podemos ofrecer a la princesa. El resto del
material está a buen recaudo en la posada bajo la atenta vigilancia de Tigot.
¿O es que acaso creéis que regala tan frecuentes sonrisas al resto de
huéspedes como lo hace con nosotros?
—Dejaos de tanto parloteo —dijo Lamad—, o llegaremos tarde a la cita
con la enviada de la princesa.
—Es cierto. No hagamos esperar a la princesa groning —dijo Oyvind
con un sibilino tono de desprecio que no pasó desapercibido a los oídos del
viejo Hamad.
Abrieron la pesada puerta de la posada y se despidieron de Tigot,
aunque no recibieron respuesta alguna por su parte. Tampoco esperaban
escuchar otra cosa que no fuera el crujido metálico de los goznes del portón
de entrada al cerrarse. Dondequiera estuviese en esos momentos el anciano
posadero, era imposible que pudiera escucharles con su galopante sordera.
Nada más salir de la posada, los gemelos alkos dirigieron
instintivamente sus miradas al cielo en busca de la cálida luz de la estrella
del día, pero los rayos del sol no habían arribado esa mañana a
Groningburgo. La visión del plomizo amanecer no había mejorado con el
paso de las horas. El oscuro aliento maligno seguía ensombreciendo el
firmamento de aquellos hostiles parajes de Tierra Conocida.
Hamad y Lamad se encaminaron a través de la callejuela para después
girar hacia la derecha y salir a una calle principal. Desde allí siguieron
caminando a paso ligero mientras Oyvind e Ingvar les seguían unos pasos
por detrás escrutando con cautela cada rincón y esquina de los cosos de
Groningburgo.
—¿Crees que Gregas, Lartas y Vaeras estarán a salvo? ¿Dónde habrán
pasado la noche? —preguntó Oyvind.
—Seguro que están bien —respondió Ingvar en voz queda—. Los
norteños pertenecen a una raza especial, capaces de sobrevivir en las
situaciones más desesperadas.
—Y qué mejor que esta maldita cueva de lobos para demostrarlo —
sonrió irónicamente Oyvind.
—Confío en que los encontremos más tarde. No podemos rechazar la
oportunidad que Hamad y Lamad nos brindan.
Continuaron caminando durante un buen rato hasta que, tras cambiar un
par de veces más de callejuela observaron, a unos cincuenta pasos al frente,
cómo el final de la calle por la que transitaban parecía ensancharse para
abocar a un enorme espacio abierto donde el creciente bullicio de un
mercado rompía la calma y el sosiego de las otras arterias del burgo.
Sin embargo, el corazón de los alkos se aceleró al comprobar cómo una
patrulla de ocho soldados gronings permanecía apostada al final de la calle,
montando guardia e interrogando a cada uno de los ciudadanos y forasteros
que quería entrar al mercado.
—¿Dónde se encuentra ese almacén al que vamos? Si no recuerdo mal
estaba situado antes de llegar al mercado —preguntó Oyvind queriendo
obtener como respuesta la pregunta que acababa de formular a los sureños.
—Sí —respondió Lamad—. Pero todo depende desde dónde partas para
llegar hasta él. Viniendo desde la posada, no hay más remedio que atravesar
el mercado. Si llegas desde las grandes puertas de entrada, no hace falta
cruzarlo.
—Maldición —farfulló entre dientes el hijo del relámpago.
—Tranquilo —le susurró Ingvar—. Ya nada podemos hacer. Confiemos
en que Nerlinguia nos proteja una vez más. Si tratásemos de volver
caminando en dirección contraria los gronings se percatarían de ello y, si no
lo hicieran, Hamad y Lamad sospecharían y perderíamos nuestra
oportunidad.
—Tus palabras en absoluto me consuelan. Seremos desenmascarados
tanto si huimos como si nos quedamos. ¡Maldita nuestra suerte!
—Vamos, amigos —les dijo sonriente Lamad—. A solo cien pasos tras
ese puesto de vigilancia se encuentra el almacén. Ardo en deseos de mostrar
a esa esclava nuestro exquisito género.
—Y yo sólo espero que esa esclava tenga el buen gusto de una princesa
—respondió Hamad—. Hemos hecho un largo viaje para que nuestro
destino dependa de unos ojos inexpertos. Confío en que sea capaz de
distinguir la lana de la seda —terminó farfullando entre dientes.
Llegaron al improvisado puesto de guardia y se colocaron al final de la
cola en la que esperaban contrariadas cerca de una docena de personas.
—¿A qué se debe que los soldados vigilen la entrada al mercado? —
preguntó Lamad a un groning que guardaba cola impaciente justo delante
de él.
El groning se giró y le miró con cara de pocos amigos.
—Unos malditos nerlingos entraron en el burgo después de haber dado
muerte a toda la caravana del oro. Se enfrentaron con los centinelas de las
grandes puertas y varios de ellos murieron. Al resto aún no los han
encontrado.
—Y vosotros, forasteros, haríais bien en abandonar cuanto antes estas
tierras —añadió otro hombre que acompañaba al groning—. Estamos en
guerra y los extranjeros no son bienvenidos en Groningburgo, a no ser que
lleguen atados por grilletes en pies y manos —y con una desafiante mirada
volvió a girarse hacia los soldados mientras maldecía a aquellos nerlingos
que habían hecho que tuviera que esperar para entrar al mercado.
Oyvind e Ingvar no replicaron al groning y rezaron porque Hamad y
Lamad no sospecharan nada y llegaran a relacionarlos con aquellos
nerlingos que habían irrumpido la pasada luna en Groningburgo.
Lentamente fueron avanzando, hasta que se encontraron frente a frente
con los soldados gronings. Hamad dio un paso al frente y se presentó a
ellos:
—Buenos días —dijo con tono dulce y afable—. Mi nombre es Hamad
y este es mi sobrino Lamad. Somos comerciantes llegados del sur y
acudimos a una llamada de su princesa Ihola, la cual nos solicitó
acudiésemos a la capital con las más finas telas y sedas tejidas al otro lado
de la Barrera de Dunas. Debemos reunirnos antes del mediodía con una de
sus esclavas en un almacén cercano para mostrarle nuestro exquisito
género.
El que parecía el jefe de los centinelas le miró con la misma expresión
de desprecio que le había dedicado aquel groning mientras aguardaban en la
cola.
—¿Qué llevas ahí? —ladró señalando al baúl.
—¿Os referís a este baúl? —contestó Lamad.
—No estoy hablando contigo. Le he preguntado al viejo —replicó el
groning.
—Una muestra de lo que podemos ofrecer a la princesa —contestó
sumiso Hamad sin mirar a los ojos del groning.
—Ábrelo para que pueda verlo —ordenó el jefe de los centinelas.
Lamad le tendió el baúl a Hamad y éste se agachó ceremonialmente
para abrirlo como si en su interior escondiese el más fabuloso de los
tesoros.
—¿Veis, mi señor? —dijo Hamad—. Como os había dicho: las más
bellas sedas, terciopelos, franelas, tafetanes…
—¡Cállate viejo! —volvió a ladrar el groning—. Sólo te he pedido que
me enseñes cuál es el contenido del maldito baúl, no que me aburras con tu
palabrería de mercachifle.
—Perdone, mi señor. No era mi intención molestarle —se disculpó
Hamad agachando la cabeza, mientras Lamad, Oyvind e Ingvar tragaban
saliva temiendo la reacción del groning.
El centinela revolvió las muestras de tela que los sureños guardaban
cuidadosa y ordenadamente en el baúl hasta que, por fin, pareció quedar
satisfecho.
—Puedes guardar tus trapos de mujer, viejo —le gruñó el groning.
—Gracias, mi buen señor —contestó Hamad mientras por dentro
maldecía al groning por llamar trapos a sus telas más exquisitas.
Cuando parecía que los gronings les iban a permitir el paso al mercado,
otro de los centinelas gronings preguntó:
—¿Quiénes son esos dos que os acompañan? No tienen aspecto de ser
sureños —dijo con sonrisa maliciosa.
Lamad fue a contestar pero cruzó una mirada con su tío y recordó que
los gronings sólo se habían dirigido a Hamad.
—Son dos gentiles hermanos de las tierras orientales que nos brindan
desinteresadamente su protección y compañía durante unos días. Como bien
sabéis, corren tiempos turbulentos de guerra y saqueo, y un viejo
acompañado por un sobrino voluntarioso aunque inútil con la espada, son
una presa fácil para los salteadores que rondan por los caminos o para los
ladrones que acechan desde los oscuros rincones del burgo.
—Los caminos que discurren por territorio groning y nuestra capital,
Groningburgo, están limpios de ladrones y bandidos. Las espadas de esos
dos jóvenes no harán más que poner en alerta a nuestros soldados y a los
gorglins del rey Zornik —respondió el jefe groning.
—A tenor de vuestras palabras, con gran placer las dejaremos la
próxima jornada en la posada para no importunar a los defensores del burgo
—dijo ladino Oyvind.
—Preferiría que mañana mismo tú y tu hermano recogierais vuestras
pertenencias y os marcharais de Groningburgo. Los extranjeros no son
bienvenidos aquí, y menos aún rebeldes supervivientes de las regiones
orientales.
—No son rebeldes, mi señor —contestó en voz queda Hamad
anticipándose a una posible respuesta exaltada de Oyvind o Ingvar—. Son
simples jóvenes granjeros que luchan por subsistir y dar de comer a su
anciana madre. Dentro de pocas lunas partirán hacia Las Landas de
Edhilien.
—Espero no volver a veros por aquí dentro de siete lunas, u os juro que
yo mismo os llevaré presos a las profundas mazmorras del palacio del rey
acusados de espionaje y rebeldía.
—Será como mi señor dice —contestó Hamad agachando nuevamente
la cabeza en señal de fingida pleitesía.
—¡Vamos, largaos! ¡Dejad pasar a esta escoria! —ladró por igual a
gronings, sureños y nerlingos—. ¡Fuera de mi vista! No quiero volver a
veros por aquí —les despidió amenazante.
Hamad, Lamad, Oyvind e Ingvar no se demoraron un solo instante y
abandonaron con premura el puesto de vigilancia. Sin cruzar palabra
penetraron veloces en el mercado y caminaron al trote mientras el baúl
saltaba al entrechocar sus ruedas con las piedras que sobresalían del
empedrado. Cruzaron en diagonal el atestado mercado y giraron hacia una
callejuela, hasta que por fin desaparecieron de la vista de los centinelas
gronings. Solo entonces suspiraron aliviados y volvieron a caminar como
cualquier otro ciudadano del burgo.
—Es allí —les indicó Lamad pronunciando las primeras palabras desde
que habían franqueado el puesto de vigilancia.
—Hemos alquilado ese pequeño almacén a un amigo de Tigot —añadió
Hamad—. No es comparable a una estancia palaciega, pero es luminoso y
está bastante limpio, por lo que servirá para nuestro propósito.
Hamad sacó de entre sus largas vestiduras una llave oxidada y se acercó
con paso decidido hacia la puerta del almacén. Introdujo la llave en la
cerradura y ésta crujió emitiendo un lamento metálico, hasta que finalmente
cedió y la puerta se abrió, mostrando ante sus ojos un diáfano y vacío
almacén que únicamente contenía una alargada mesa de madera en uno de
sus laterales.
—Pasad, amigos —les invitó Hamad—. Ayudadnos a abrir las ventanas
mientras Lamad y yo colocamos las telas sobre la mesa. La enviada de la
princesa Ihola y su séquito no tardarán en llegar.
Oyvind e Ingvar comenzaron a retirar los travesaños de madera que
tapaban las ventanas para que poco a poco la luz pudiera abrirse paso a
través del almacén, hasta que finalmente la plomiza y grisácea luz que
llegaba del cielo de Groningburgo inundó la estancia. Cuando los gemelos
alkos terminaron su labor, se percataron que el almacén había sido ventilado
pocas lunas atrás, pues no percibían ese característico olor a humedad y
cerrado, ni tampoco el molesto polvo ya que también el suelo había sido
barrido.
—Ese Tigot es sordo pero muy eficiente —murmuró Ingvar en voz baja.
Ambos se acercaron a la mesa donde Hamad y Lamad se afanaban en
colocar con suma delicadeza las muestras del género que habían traído
desde allende la Barrera de Dunas. Cuando el jefe de los centinelas
gronings había manoseado y revuelto con rudeza aquellas telas en el puesto
de vigilancia, no pudieron apreciar la perfección de las mismas, atenazados
como estaban por el miedo; pero ahora, incluso bajo una luz cien veces
menos intensa que la que brillaba en las tierras del sur, pudieron contemplar
sorprendidos su belleza, la inigualable maestría y primor con que los
maestros tejedores sureños habían creado aquellos tejidos.
—Telas y sedas dignas de una princesa —dijo Oyvind absorto mientras
Hamad y Lamad se miraron sonriendo.
—¿Hay alguna princesa que ocupe tu corazón? —le preguntó Hamad.
Oyvind quedó mudo durante unos instantes ante aquella inesperada
pregunta que le transportó repentinamente a las húmedas y lejanas estancias
de Caterziveen, donde la imagen de su amada Edda ahora se le aparecía
clara y diáfana.
—Sí, hay una princesa que ocupa mi corazón —respondió embobado
Oyvind con los ojos perdidos en una de las ventanas del almacén—. Una
princesa de oriente, una hermosa joven de cabellos castaños y ojos verde
esmeralda bañados en lágrimas, que confío siga anhelando mi regreso.
—Veo que la recuerdas con amor pero al mismo tiempo con gran
tristeza —le dijo Hamad.
—La abandonó por encontrar a la sangre de su sangre —contestó Ingvar
mirando con pena a Oyvind—. Pero pronto llegará el día en que ambos
vuelvan a reencontrarse —y Oyvind se volvió para mirar a los ojos de
Ingvar con una sonrisa de añoranza dibujada en su boca.
Hamad intuyó que aquellos dos jóvenes hermanos guardaban un
doloroso secreto y decidió no seguir preguntado sobre sus vidas para no
atormentar aún más sus corazones.
—Toma, joven Oyvind —le dijo Hamad—. Guarda contigo este
presente para que algún día adorne a tu princesa —y le entregó una delicada
seda que lucía una amalgama de colores blancos y verdes junto con unos
finos y apenas imperceptibles bordados de color oro.
Oyvind observó boquiabierto aquel pañuelo, mientras Hamad, Lamad e
Ingvar lo contemplaban sonriendo.
—En verdad que tu hermano está enamorado de esa misteriosa dama —
dijo Lamad.
Oyvind dobló delicadamente el pañuelo y lo guardó bajo sus vestiduras,
junto a su corazón, en el mismo lugar en el que llevaba consigo el
imborrable recuerdo de su amada Edda.
—Gracias —fue lo único que alcanzó a decir el hijo del relámpago, al
tiempo que Hamad inclinaba su cabeza para corresponder al
agradecimiento.

Apenas terminaron los sureños de presentar sobre la vieja mesa de


madera la ingente cantidad de muestras de sus mejores telas, cuando Ingvar,
quien escrutaba los alrededores desde el interior del almacén, les sobresaltó
gritando:
—¡Se acerca el grupo de la esclava de Ihola! Son tres mujeres y cuatro
soldados… pero no son soldados gronings, ¡son gorglins de la guardia del
rey!
—Vamos, Lamad. Estira esa seda y coloca aquí el terciopelo de color
ciruela —ordenó nervioso Hamad—. Vosotros colocaos en aquella esquina
de la estancia, mis jóvenes amigos.
Oyvind e Ingvar obedecieron y se colocaron donde el viejo sureño les
había indicado, aferrando nerviosamente la empuñadura de sus espadas,
mientras Hamad se alisaba y estiraba sus largas vestiduras y acudía con
pasos apresurados hasta el umbral de entrada al almacén. Lamad aguardaba
también inquieto a un lado de la mesa adornando su rostro con la mejor de
sus sonrisas.
No tardaron en escuchar las recargadas y zalameras salutaciones que
Hamad dedicó a las esclavas de Ihola y a los soldados gorglins, a los que
con adornadas genuflexiones les invitó a pasar al interior del humilde
almacén.
Primero entraron los cuatro gorglins, examinando la enorme y diáfana
cabaña con desconfianza. Se encontraron de bruces con Lamad, quien les
dedicó un teatral saludo acompañado de una ostentosa reverencia. Mientras
los gorglins observaban al sureño, tras ellos entraron al almacén, callada y
silenciosamente en una ordenada fila, las tres esclavas de la princesa Ihola.
Encabezaba la comitiva una bella y espigada joven de apenas dieciocho
años, de larga melena castaña y porte orgulloso, seguida por dos mujeres
que doblaban su edad y que tenían sus cabellos recogidos en un enorme
moño en el que se adivinaban numerosas hebras grises y canosas. La joven
pareció presentir que otros ojos diferentes a los de los sureños la
contemplaban, y dirigió su mirada a la esquina donde los dos gemelos alkos
permanecían de pie como estatuas de piedra a las que solo el mismísimo
Narno hubiera podido igualar.
Los ojos de aquella joven esclava se cruzaron con los de Ingvar y, en
aquel preciso instante, el corazón de ambos se agitó y sus rostros
palidecieron.
—¡Ira! —musitó atónito Ingvar, mientras Oyvind comenzaba a ser presa
de la misma turbación que atenazaba a su hermano tras contemplar el rostro
de aquella esclava.
—Ingvar… —susurró la esclava con sus ojos color miel abiertos de par
en par.
Uno de los gorglins se percató que algo había sobresaltado a la esclava
y siguió la mirada de la joven hasta toparse con los dos alkos.
—¿Quiénes son esos dos hombres y qué hacen aquí armados? —
preguntó enfadado el gorglin a Hamad al ver cómo los dos gemelos asían la
empuñadura de sus espadas.
—Son solo dos buenos amigos que acompañan a este viejo y a su
sobrino para evitar que cualquier despiadado rufián robe nuestras preciadas
sedas —respondió Hamad mirando a Oyvind e Ingvar al tiempo que sus
ojos parecían decirles “soltad vuestras espadas”—. Los soldados del puesto
de guardia ya nos interrogaron antes de dejarnos pasar al mercado.
—Al Rey Zornik no le gustan ni las mentiras ni las sorpresas —
amenazó el gorglin—. Acordamos reunirnos solamente contigo y tu
sobrino. Los forasteros no traen nada bueno a estas tierras. Anoche
proscritos nerlingos se escabulleron entre las lanzas de la guardia del
portón. Aunque no tardaremos en dar con ellos y colgar sus cabezas de la
almena más alta del burgo —pareció terminar el gorglin, pero mirando
fijamente a los ojos de Ingvar volvió a gruñir—. Y no me gusta la forma en
que tus amigos miran a la joven esclava de la princesa Ihola, sureño. Si
quieren yacer con una mujer que acudan a un burdel. El deleite de esta
joven está solamente reservado para los honorables Mariscales o altos
oficiales del ejército groning.
Ingvar apartó su mirada de Ira y Oyvind hizo lo propio, agachando la
cabeza y dirigiendo sus ojos al suelo desvencijado del almacén al tiempo
que soltaban sus manos de las empuñaduras de sus espadas.
—No os preocupéis por mis dos jóvenes acompañantes —dijo Hamad
—. No os molestarán ni tampoco a las esclavas de la princesa. Venid por
aquí, acercaos —le habló directamente Hamad a Ira—. Exquisitos deben ser
vuestros gustos cuando la mismísima princesa Ihola delega en vos la
elección de los tejidos que la adornarán en un acontecimiento tan
importante.
La joven esclava se acercó a la mesa, pero apenas podía disimular su
agitación ni tampoco apartar sus ojos de Ingvar. Cuando llegó frente a la
mesa, pareció recomponerse ante la ingente cantidad y calidad del género
que Hamad y Lamad habían expuesto.
—¡Por Nerlinguia! Es Ira, la prima de Thelmor —dijo susurrando
Ingvar a Oyvind—. La separaron a ella y a su hermana Kajsa de nuestro
grupo cuando nos condujeron al Valle de los Elothas.
—Ella también nos ha reconocido —contestó Oyvind en un tono de voz
apenas audible.
—Debemos hablar con ella a solas.
—No será fácil. Esos malditos gorglins no se separan de las esclavas.
—Pero tenemos que intentarlo. Nos daría información de vital
importancia sobre palacio. Además, una vez concluyamos nuestra misión,
podríamos rescatar a Ira y a su hermana Kajsa y huir con ellas al encuentro
de los ejércitos de Kiril —dijo Ingvar anhelando que sus palabras pudieran
cumplirse.
La joven Ira hacía esfuerzos por calmar su agitación y aparentar
tranquilidad tras haber reconocido a Oyvind e Ingvar, aquellos traviesos
gemelos íntimos amigos de su primo Thelmor. Comenzó a respirar lenta y
parsimoniosamente y se obligó a fijar toda su atención en el género que
aquel amable sureño se afanaba en mostrarle. Mientras Hamad desplegaba
sus mejores artes de comerciante ante la esclava de Zornik, Ira apenas si
escuchaba sus palabras. Su mente se agitaba entre sentimientos
encontrados, pues deseaba abrazar con todas sus fuerzas a Oyvind e Ingvar
para volver a sentir el cariño y la protección de los antiguos hermanos del
clan alko, mas un pavoroso temor le obligaba a ocultar sus anhelos a los
ojos de los gorglins y las dos arpías esclavas, pues cualquiera de ellos, ante
la más mínima sospecha de traición, informarían a la princesa Ihola. Eso la
llevaría a ser desterrada a las minas de oro, ser vendida como esclava a
algún oficial de bajo rango o a morir ejecutada en la plaza de Groningburgo.
Sin embargo, su cerebro bullía tumultuoso y cientos de preguntas acudían a
ella: ¿qué fue del resto de esclavos nerlingos deportados al Valle de los
Elothas? ¿Cómo logró Ingvar huir de allí? ¿Dónde y cuándo se reunió con
Oyvind, quien no viajaba preso en la caravana de esclavos? ¿Cuál fue la
suerte que corrió Thelmor? ¿Eran ciertos los rumores de que una fuerza
rebelde se había levantado en el este de Tierra Conocida? ¿Dónde habían
conocido a aquellos mercaderes sureños? ¿Cómo habían llegado a
Groningburgo? ¿Por qué se habían metido en la guarida del lobo? Y la más
importante, si realmente la habían reconocido como parecía por la
expresión de Ingvar, ¿cómo podría hablar con ellos para que respondiesen a
sus preguntas?
—… y este suave terciopelo verde será el complemento perfecto para
rematar el vestido teniendo en cuenta que el invierno se acerca —decía
Hamad—. Aunque quizás esta fina lana tintada de verde esmeralda… —y
le mostró la tira de lana extendiéndola delicadamente con ambos manos
mientras se giró hacia Ira para ver su expresión—, mi señora, ¿os ocurre
algo? ¿Os encontráis bien? —preguntó Hamad viendo que la joven tenía el
rostro de un color blanco macilento y su mirada estaba perdida entre las
muestras de algodones y sedas.
—Perdonadme, sí, estoy un poco mareada —respondió Ira titubeante—.
Creo que necesito respirar un poco de aire fresco, me encuentro algo
aturdida.
—Ya te dije que debíamos haber ventilado durante más tiempo el
almacén —le regañó Hamad a su sobrino—. El aire está aún viciado y ha
indispuesto a la joven.
—No regañe a su sobrino. Él no tiene la culpa. El almacén está limpio y
saneado, soy yo quien hoy se siente un poco indispuesta —sonrió a Hamad
quién creyó comprender con ese gesto a qué se refería la joven.
—Acompañadme fuera. Respirar el cálido aire del mediodía os hará
bien —dijo Hamad ofreciéndole su brazo para que se aferrara a él.
—¡Viejo, quita tus sucias manos de la esclava de la princesa! —ladró
uno de los gorglins empujando a un lado a Hamad quien casi cayó al suelo
de no ser por la rápida intervención de Lamad.
Oyvind e Ingvar enseguida volvieron a aferrar la empuñadura de sus
espadas, pero con un gesto Lamad les ordenó que depusieran su actitud.
—Soldado, respeta a los comerciantes —dijo Ira con firmeza haciendo
valer su papel de representante de la princesa Ihola en aquella tarea, a pesar
de que su posición no le permitía enfrentarse con un gorglin—. Han venido
desde muy lejos por mandato de la princesa, y no querrás que por tu
desafortunada intervención decidan regresar a su hogar. En ese caso serás tú
mismo quien le explique a la princesa Ihola por qué no podrá tener el
vestido de exquisitas telas sureñas que tanto anhela —y sus airadas palabras
le hicieron recobrar el sonrosado color de sus mejillas.
El gorglin se contuvo de responder a Ira, temiendo que se cumpliesen
sus palabras.
—Traedme una tinaja de agua —ordenó Ira a las otras dos esclavas que
le acompañaban, mientras salía caminando lentamente al exterior del
almacén—. Necesito beber.
—Esperad —gritó uno de los gorglins a las dos esclavas que salían del
almacén tras los pasos de Ira—. Sabes que las esclavas de la princesa no
pueden caminar solas por Groningburgo. ¡Vosotros! —ordenó a dos de los
gorglins—, acompañadlas al mercado o alguna de las posadas y regresad
rápido con esa maldita tinaja de agua.
En ese momento Ingvar vio la oportunidad de hablar con Ira. Se deslizó
disimuladamente hacia la mesa donde reposaban las telas de las que tan
orgulloso se mostraba Hamad y tomó un par de muestras de algodón y seda.
Oyvind, quien había comprendido lo que pretendía su hermano, se acercó a
hablar con los gorglins.
—Soldados —dijo Oyvind acercándose a ellos.
—No somos soldados —le replicó el que había empujado al pobre
Hamad—. Somos gorglins, la guardia del rey. Y tú, extranjero, no tienes
derecho a dirigirte a nosotros.
—Sólo quería mostraros mi espada —dijo sonriendo mientras la
desenfundaba de su vaina—, pues querría…
—¡Guarda tu espada, maldito extranjero! —le gritó el gorglin mientras
el otro le apuntaba con su lanza.
—No debéis asustaros, mi señor —continuó Oyvind importunando a
posta al gorglin—. Sólo quiero que veáis la hoja de mi espada y que vos me
mostréis vuestra legendaria hoja de diente de sierra.
—Cierra la boca o te juro que en verdad verás la hoja de mi espada,
pero será para cortar tu impertinente garganta —amenazó airado el gorglin,
quien hacía esfuerzos por contenerse y no acabar allí mismo con aquel
insolente extranjero.
—No, por favor, mi señor —intervino Hamad para terciar en la disputa
—. Mi joven amigo no busca más que saciar su curiosidad. Disculpadle, por
favor.
Y mientras los dos gorglins continuaban discutiendo con Oyvind,
Hamad y Lamad en el interior del almacén, Ingvar se deslizó como un
ofidio fuera de la desvencijada cabaña.
—Finge que miras estas telas —le dijo Ingvar colocándose frente a Ira,
mientras la esclava se volvió hacia él sobresaltada.
—¿Qué es lo que pretendes? —dijo mirando asustada en derredor suyo
—. Te matarán si descubren quien eres.
—Entonces, ¿me has reconocido? —preguntó el hijo del trueno.
—A ti, Ingvar —dijo mirándole con el brillo de una larga añoranza en
sus ojos—. A ti y a tu hermano. Y más os valdría a los dos que esta misma
noche abandonaseis Groningburgo. Los gronings os buscan y han puesto un
alto precio a vuestras cabezas —terminó mirando al empedrado con infinita
tristeza.
—Sigue mirando las telas —le dijo Ingvar—. Hemos venido a
Groningburgo para matar a Zornik. Necesitamos tu ayuda para entrar en
palacio.
—¡¿Es que acaso te has vuelto loco?! —exclamó la joven alka
mirándolo con los ojos fuera de sus órbitas—. Nadie que no sea su hija o su
guardia personal de gorglins puede acercarse a menos de cien pasos del rey.
Y aunque lo hicieses, no podrías matarlo. Le he visto degollar con su daga a
gorglins, sirvientes, esclavas o cualquier desdichado que osase
importunarlo. Y te juro, Ingvar, que la velocidad de sus movimientos solo
es comparable a la destreza en el vuelo de sus halcones. Ni la más rápida de
las serpientes, ni el más veloz de los wolkurs, es comparable a él. No es
humano, el pánico se apodera de mí cada vez que lo veo en palacio. Hay
algo maligno en su mirada, en sus ojos oscuros, vacíos, sin alma.
—Sea humano o sea un demonio de Bosque Salvaje acabaremos con él
—dijo Ingvar mientras acariciaba el collar de dientes de wolkur que
adornaba su cuello.
—¡Por Nerlinguia! ¡Huid adonde podáis vivir en paz! Huye, Ingvar,
huye ahora que aún puedes hacerlo —le suplicaba entre sollozos la joven.
—¿Huir? ¿Huir, a dónde? No queda lugar en Tierra Conocida que no
haya caído o esté a punto de claudicar ante las legiones de Zornik. Oyvind y
yo aguardaremos en Groningburgo hasta que Kiril y Maikel llamen a sus
puertas. Y mientras tanto, sembraremos el terror en la guarida del lobo
negro.
—Si os quedáis en Groningburgo os matarán —insistió angustiada ante
la testarudez del alko.
—Pronto volverán las esclavas —le apremió Ingvar—. ¿Cómo podemos
entrar en palacio?
—Ahora mismo es imposible —respondió Ira resignada—. Pero dentro
de treinta lunas…
—¿Qué sucederá dentro de treinta lunas?
—La boda de la princesa Ihola. Entonces Groningburgo abrirá sus
puertas, a gronings, nómadas de Tierra Seca e incluso a forasteros. Se
celebrarán grandes fastos, y harán falta sirvientes, cocineros, mozos de
establo… Llegado el momento, yo podría deciros con quién hablar para que
os contratasen en palacio.
—¡Fantástico! —dijo Ingvar y enseguida bajó el tono de su voz y miró
discretamente a ambos lados para ver si alguien les observaba—. Qué mejor
día para acabar con Zornik. Pagará con su propia sangre la traición al
pueblo nerlingo. Los caprichos del destino han querido brindarnos esta
oportunidad en la nueva boda de su hija.
—Ingvar, te lo ruego —dijo mirándole a los ojos con un mirada que
conmovió al alko—. Huid de Groningburgo. Por Nerlinguia, si es necesario
os daré el santo y seña…
—“El halcón sobrevuela y el lobo merodea” —dijo esbozando una triste
mueca Ingvar.
—Ése sólo te servirá durante las tres próximas lunas. ¿Y si os veis
acosados por los gronings y necesitáis huir para salvar vuestras vidas?
¿Cómo escaparéis de estos altos muros sin saber el santo y seña?
—Si las cosas se ponen difíciles, tú nos dirás cuál es el que regirá las
próximas lunas.
—¿Y cómo lo haré? Ya no volveremos a vernos más —dijo Ira con una
desesperación que traspasó como una flecha envenenada el alma de Ingvar.
—Volveremos a vernos. Te lo prometo —y con disimulo, aferró las
delicadas y temblorosas manos de la joven mientras las acariciaba con
dulzura a través de la seda—. Haz dudar en la elección de los tejidos a la
princesa. Reúnete nuevamente con los comerciantes sureños. Mantente
fuerte, pues te prometo que te salvaremos, a ti y a tu hermana. Siento que
Kiril está cada día más cerca de Groningburgo. Te prometo que la libertad
llegará con el frío del invierno.
—Kajsa, mi hermanita Kajsa —musitó Ira recordando a su hermana
menor—. Tan bella y radiante como una estrella del firmamento. Rezo cada
día a Nerlinguia porque no la arranquen de mi lado y la entreguen como
esclava a uno de esos bárbaros oficiales, ávidos de sangre y lujuria.
—No desfallezcas, Ira. Por nuestra diosa, sé fuerte y astuta. Envuelve
con tus dudas a la princesa. Vuelve a reunirte con nosotros en este almacén
dentro de tres lunas. Mientras tanto Oyvind y yo permaneceremos
aguardando tu llamada en la posada El Lago Durmiente junto a los
comerciantes sureños —algo llamó la atención del alko y miró hacia un
lado de la calle—. ¡Cuidado! Las esclavas y los gorglins se acercan.
Disimulad, mi dama —dijo Ingvar extendiendo las muestras de tela hacia
Ira mientras agachaba su cabeza en señal de pleitesía, apartando su mirada
de la bella joven. El corazón del alko, tras contemplar una última vez
aquellos tristes y profundos ojos del color de la miel, se hundió en una
desconocida agitación la cual presintió ya nunca jamás le abandonaría.
—¡Maldito bastardo extranjero! ¡Aléjate de la esclava! —le gritó uno de
los gorglins que se acercaban por el lado izquierdo de la callejuela. ¡Viejo
sureño! Vigila a tus amigos o yo mismo le cortaré las manos si vuelve a
acercarse a la esclava.
Hamad y Oyvind salieron apresuradamente del almacén alertados por
los gritos del gorglin, seguidos por los otros dos gorglins que aún discutían
con el hijo del relámpago.
—No ocurre nada —terció otra vez Ira—. Yo misma le pedí que me
acercara unas muestras a la calle. Vuestros compañeros no hacían más que
importunar a los comerciantes. Nos estamos retrasando y la princesa Ihola
montará en cólera. Dadme de beber de esa tinaja —dijo a una de las enjutas
esclavas de nariz aguileña y ojos profundos que escrutaba a Ira con mirada
recelosa.
La esclava le acercó la tinaja e Ira bebió con fruición. Una vez hubo
terminado, se acercó con paso firme hasta Hamad y le dijo:
—Vuestras muestras son de una calidad y belleza sin parangón en estas
tierras. Doy fe que la fama que os precede es realmente merecida.
—Joven, me abrumáis con semejante cumplido —respondió Hamad
ejecutando una reverencia imposible.
—Me llevaré estas sedas y este terciopelo. Creo que esta fina tela podría
ser la base del vestido, aunque quizás… También me llevaré ésta y ésta.
—Ya habéis escuchado a la esclava, sureños —ordenó el gorglin—.
Entregádselas para que la princesa pueda elegir.
—Mi señora, si me permitís un humilde consejo, quizás este algodón…
—¡Cierra la boca, viejo! —ladró el groning—. La esclava ha elegido.
Haz lo que te he ordenado y prepara las muestras.
Ira miró de soslayo al pobre Hamad y quiso con toda su alma poder
decirle que había olvidado a posta elegir aquel precioso algodón que ahora
el anciano, con excelente criterio, le sugería. Pero no podía hacerlo, pues
confiaba en que el refinado gusto de la princesa coincidiese con el suyo y
echase en falta el complemento adecuado para la tela elegida. Ésa sería la
excusa para reunirse de nuevo con Ingvar y volver a mirar de frente la
esperanza que le habían mostrado los ojos del alko.
Mientras Hamad y Lamad envolvían las muestras elegidas por Ira con
un cuidado y delicadeza sólo comparable al que una madre emplea para
abrazar a su retoño recién nacido, Oyvind e Ingvar se refugiaron en la
oscura esquina del almacén para evitar enfurecer aún más a los gorglins. El
anciano sureño entregó el liviano paquete a Ira con una sonrisa que dejaba
traslucir su orgullo. La joven alka correspondió a Hamad con una leve
inclinación y le confirmó que en breves fechas tendría noticias de la
princesa. Un instante antes de abandonar el almacén, miró de soslayo hacia
el lugar donde permanecían de pie y en silencio los gemelos alkos. Vio
como Ingvar no despegaba sus ojos de ella y le dedicó una disimulada
sonrisa. Ingvar también esbozó un amago de sonrisa, pero fueron sus azules
ojos los que le delataron y aquella expresión de su rostro no pasó
desapercibida para la enjuta esclava de la nariz ganchuda que, una vez salió
al exterior del almacén, susurró con gesto agriado unas palabras al oído del
gorglin al mando del pequeño cortejo.
Cuando los gorglins y las esclavas se perdieron entre las callejuelas en
dirección al palacio del rey, Hamad y Lamad se apresuraron en recoger el
resto de la mercancía y, empaquetándola en el baúl con el mismo cuidado
que habían puesto en preparar las muestras entregadas a Ira, trancaron la
puerta del almacén, la cerraron con llave y, satisfechos por la excelente
impresión que sus telas habían causado en la esclava de la princesa Ihola,
invitaron a comer a Oyvind e Ingvar en El Lobo Solitario donde se habían
conocido la noche anterior.

—Nos habéis traído fortuna. ¡No os marcharéis de Groningburgo hasta


que hayamos vendido la última de nuestras sedas a la princesa groning!
¡Por todos los lagartos del Desierto Rojo, mandad al diablo a esas vacas
salvajes y a vuestros amigos los norteños! ¡Ja, ja, ja! —dijo inusualmente
dicharachero Hamad tras haber dado cuenta de un suculento estofado de
cerdo y varias jarras de cerveza roja.
—Aunque ese gorglin casi os corta el cuello —añadió Lamad—. ¿Cómo
diantres se te ocurrió desenfundar tu espada delante de ellos?
—Simple curiosidad —respondió sin dar mayor importancia Oyvind—.
Sólo quería ver su tan nombrada hoja de sierra.
—Y tú, Ingvar —continuó Lamad—. ¡Valiente galán! ¡Te sorprendieron
a solas cortejando a la esclava de la mismísima princesa! —y también rió
embriagado por los efluvios de la cerveza.
—Fue ella la que me pidió le acercara las muestras —respondió
sonrojándose—. Si Oyvind y vosotros dos no hubierais importunado a los
gorglins no habrían intentado degollarme —y terminaron por reír todos
juntos.
Continuaron charlando y bebiendo durante largo rato. Los sureños les
relataron sus innumerables viajes de comercio a lo largo y ancho de los
lejanos reinos del sur. La luz del día comenzaba a declinar en el exterior de
la taberna a pesar de que el color del cielo permanecía inmutable desde el
último amanecer, un ominoso gris plomizo, más y más tenebroso a medida
que las malignas nubes que cubrían el firmamento se acercaban a tierras
cercanas a Jactinia.
Cuando abandonaron la taberna en dirección a la posada de Tigot,
cualquier luz que hubiera brillado en el cielo parecía ahora olvidada,
perdida en algún lejano lugar de las mareas del tiempo. Los cuatro
caminaban despacio, los sureños unos pasos por delante, arrastrando el baúl
con ruedas a través de calles embarradas o empedradas, y los alkos les
seguían mientras mantenían una conversación en voz baja.
—Vi cómo mirabas a la prima de Thelmor y cómo te sonrojaste cuando
Lamad te llamó galán —dijo Oyvind divertido.
Ingvar continuó caminando, con la mirada perdida en las huellas que las
ruedas del baúl dejaban en la embarrada callejuela por la que ahora
transitaban, hasta que alzó su cabeza y habló entre dientes:
—¿Verdad que es bella? ¿Viste sus preciosos y tristes ojos color miel?
Imagino lo que debe sufrir al servicio de la princesa, luchando cada día por
mantenerse con vida y cuidar de su hermana Kajsa.
—Ahora sólo tengo ojos para mi amada Edda —dijo Oyvind—, aunque
he de decir que hace honor a la belleza de las mujeres alkas.
—Debo salvarla de las garras de esa arpía groning.
—¡Ay, querido hermano! Veo que la mirada de Ira ha nublado tu mente
y te ha robado el corazón, ¡ja, ja, ja! —rió entre dientes—. Te libraste de los
grilletes de Eloburgo para caer preso en la cárcel del amor —y nuevamente
volvió a reír.
—No te burles de mí, por Nerlinguia —respondió contrariado Ingvar—.
No sé si es amor o compasión lo que siento por Ira, pero hay algo que me
impide olvidar sus ojos color miel.
—El amor, hermanito —dijo entre chanzas—, es el amor, ¡ja, ja, ja! ¿O
es que acaso creías que ese collar de dientes de wolkur te protegería de toda
amenaza?
Ingvar protestó y empujó a su hermano, quien continuó riendo mientras
los dos sureños volvían la vista atrás tratando de averiguar qué era lo que
tanta gracia hacía al hijo del relámpago.
Poco antes de llegar a El Lago Durmiente, Oyvind retomó la
conversación con su hermano.
—Pensaba en Gregas, Lartas y Vaeras. Confío en que se encuentren a
salvo, pero también en que no lleven a cabo ningún sabotaje. Eso haría que
los gronings desplegasen más patrullas por el burgo para controlar los
accesos a los cosos principales. Quién sabe si incluso decretarían el toque
de queda al anochecer.
—Presiento que están a salvo, mas no puedo garantizar que no intenten
nada. Conozco bien a los norteños, y te aseguro que no permanecerán
mucho tiempo de brazos cruzados. Nos acompañaron a Groningburgo con
un objetivo claro: sembrar el miedo en la guarida del lobo. Si no logramos
contactar con ellos, apostaría mi collar de dientes de wolkur a que en menos
de tres lunas veremos arder alguna de las casonas del burgo.
Justo en el mismo instante en el que Ingvar terminó de pronunciar
aquellas palabras, un cuerno de alarma reverberó sordo y penetrante en el
interior de las altas murallas que rodeaban a la capital groning. Hamad y
Lamad se sobresaltaron y miraron asustados hacia ambos extremos de la
calle.
—Hasta Tigot habrá escuchado el grito del cuerno —dijo Hamad.
—Suena igual que los que escuchamos ayer al atardecer —le dijo
Lamad a su anciano tío—. Puede que los soldados gronings hayan dado con
esos proscritos que se infiltraron en el burgo.
—Esos cuernos no anuncian nada bueno. Apresurémonos. Cuanto antes
lleguemos a El Lago Durmiente antes estaremos seguros —sugirió Hamad,
y su sobrino y los dos gemelos alkos asintieron apretando el paso para
poder seguir al asustado comerciante sureño.
Cuando giraban hacia la calle adyacente a la estrecha callejuela en la
que se ubicaba la posada de Tigot, se encontraron frente a una patrulla de
seis gronings que corrían hacia ellos. Instintivamente se hicieron a un lado
para dejar pasar a los soldados.
—¡Fuera de las calles! ¡Regresad a vuestra posada, extranjeros! La
noche no es segura. Han asesinado a varios de nuestros hombres —les
gritaron los gronings mientras pasaban corriendo veloces junto a ellos.
Los cuatro extranjeros no pronunciaron palabra alguna y, una vez vieron
que los gronings se alejaban, echaron a correr hacia la posada.
—¡Vamos, rápido, por los dioses de las arenas! —gritó Hamad—. Puede
que la siguiente patrulla no tenga tanta consideración y nos detenga como
presuntos asesinos de esos soldados.
Corrieron como corceles desbocados por vastas y verdes praderas, hasta
que se dieron de bruces con El Lago Durmiente. Tanto sureños como
nerlingos suspiraron de alivio al ver el portón de madera de entrada. Lamad
abrió nervioso la puerta y, cuando comenzaban a entrar al hogar de Tigot,
nuevas voces amenazantes se elevaron a sus espaldas:
—¡Entrad en la posada! ¡Se ha decretado el toque de queda en el burgo!
Aquel que vague por las calles será detenido y conducido a las mazmorras
de Groningburgo.
Los sureños entraron de un salto al interior de la posada arrastrando con
ellos el baul, pero el fuerte acento y la brusquedad con que eran
pronunciadas aquellas palabras hicieron que los nerlingos se volviesen a
mirar a aquellos que gritaban. Vieron a tres soldados gronings armados con
lanzas y arcos correr hacia ellos, en dirección contraria a la que había
tomado la primera patrulla con la que se habían cruzado. Cuando los
soldados pasaron corriendo frente a ellos haciendo gestos ostensibles para
que se encerrasen en la posada, gronings y nerlingos cruzaron sus miradas
y, todos quedaron desconcertados, boquiabiertos. ¡Los tres gronings no eran
otros que Gregas, Lartas y Vaeras! Los norteños continuaron corriendo
hacia el final de la callejuela, hasta que se perdieron en la oscuridad de la
noche, fuera del tenue titilar de las antorchas. Los nerlingos cerraron la
puerta de la posada y se miraron con un sentimiento encontrado de alegría y
frustración. Los tres norteños estaban vivos y habían encontrado la manera
de no ser descubiertos por los gronings pero, como Ingvar temía, habían
desatado las hostilidades contra el enemigo y ahora los esbirros de Zornik
aumentarían los controles y la vigilancia en toda la capital. Nuevamente
deberían rezar con todas sus fuerzas a la diosa Nerlinguia para que el albur
del destino no desbaratase el plan que habían trazado: acabar con la vida del
rey brujo infiltrándose en palacio y salvar a Ira y Kajsa de la esclavitud.
UNA NUEVA ESPERANZA

L a ruta que condujo a los elothas desde las minas auríferas hasta el
Bosque Ranwuhan fue dura, mortal para muchos de ellos. Decenas
perecieron por el camino, tres cuartas partes de los que cayeron murieron
cuando avanzaban a través de los paramos y yermos de Tierra Seca. A pesar
de que el otoño parecía haber arribado a Tierra Conocida, el sol del
mediodía azotaba a los más débiles como un látigo de colas ardientes. El
agua escaseaba y Aimon se vio obligado a racionarla. Cada persona podía
beber tres veces al día: al amanecer antes de iniciar la marcha, al mediodía
durante la parada para la frugal comida y al atardecer cuando acampaban al
final de la jornada.
El avance fue lento y tortuoso, y si Oyvind y Los Quince de Klimerik
invirtieron cerca de una semana en recorrer el camino inverso desde el
Bosque Ranwuhan hasta alcanzar los límites septentrionales de Tierra Seca,
fueron quince lunas las que necesitó la compañía para llegar al que sería su
nuevo hogar. Además todos los elothas convinieron, hastiados del desprecio
por la vida que los gronings habían demostrado en Eloburgo, que muerto
descansaría sobre el camino para que los cuervos, los buitres o los lobos,
despedazaran vilmente su cadáver como si de carne de carroña se tratase.
Por tanto, cada vez que un elotha era llamado por el jinete sin rostro, la
comitiva se detenía para cavar una tumba y dedicar unas sentidas palabras o
un solemne silencio por aquel que había mantenido viva la esperanza de la
libertad.

Tampoco la extraña comitiva avanzaba una vez que había caído el


ocaso, reconvertida ahora en un apretado y desordenado grupo, toda vez
que Aimon consideró que ya no había peligro de que jinetes de Tierra Seca
o soldados gronings pudieran seguirles el rastro. Las fuerzas entre los
elothas flaqueaban y, si en su época de esclavitud habían detestado el
rancho preparado por los gronings, esos días de tránsito por Tierra Seca
incluso lo habían llegado a echar en falta. Los víveres que rescataron del
almacén de Eloburgo hubieran sido suficientes para alimentar durante un
par de semanas a una compañía compuesta por un centenar de hombres,
pero los elothas alcanzaban casi el millar de almas, por lo que los alimentos
no tardaron en escasear y ser racionados igual que el agua. Por desgracia,
aquellos estériles eriales apenas estaban habitados más que por lagartos,
serpientes y unas extrañas plantas achaparradas de color pardo y verdoso,
con pinchos como púas de puercoespín, que sin embargo tenía un tallo
jugoso del cual muchos se alimentaban. Con las hojas de la planta, de un
olor parecido al de la menta, y sus diminutas pero prietas raíces, el bueno de
Torilo cocinaba todas las noches una sopa verdosa a la que aderezaba con
unos granos de sal, la cual al menos servía para que la comitiva ingiriese
algo caliente en el estómago. El día en que Enoc y Eboc, en una de sus
habituales misiones de exploración, descubrieron una madriguera de
conejos en las estribaciones de las Montañas Oscuras, Torilo preparó un
guisado de conejo mezclado con carne en salazón, un auténtico festín para
los elothas.
Mientras Torilo no tenía apenas un instante de descanso, siempre
cavilando qué alimentos podría ofrecer a los hambrientos caminantes,
Narno se revolvía inquieto en sus noches en vela, despertando en aquellos
malditos yermos vacíos de vida, cubiertos por colores pardos que rodeaban
por doquier al campamento que, jornada tras jornada, se sumía en un
sepulcral silencio. Los elothas no tenían fuerzas ni para masticar los
alimentos que Torilo preparaba y caían rendidos, completamente agotados
tras la larga marcha. Narno vagaba por el campamento, ora atendiendo a los
heridos ora mirando a la pléyade de estrellas que cubría el cielo occidental.
Mas la partida de Oyvind había vuelto a oscurecer el corazón de Narno. El
gigante no guardaba rencor a su amigo el peregrino por haberse marchado
sin despedirse, pues sabía cuán grande era el aprecio que el alko sentía por
él. Comprendía que no habría podido partir hacia Groningburgo si hubiera
tenido que despedirse de él cara a cara. Sólo la pequeña imagen de la
estrella del día que guardaba en forma de Eukhiloe conseguía mitigar la
oscuridad en la que se corazón se sumía en aquellas interminables noches
en vela. El despertar de Narno la noche que siguió a la partida de Oyvind,
jamás sería olvidado por nadie de los que formaban parte de la comitiva.
Narno, quien en su pétreo estado percibió la marcha de Oyvind cuando el
nerlingo se acercó para hablarle a la estatua, explotó a su sesgada existencia
con un rugido cien veces mayor al de un tornado, mientras la piedra que
había formado aquella escultura voló fragmentada en mil pedazos que se
elevaron hacia el firmamento, envueltos por una súbita ventisca que apagó,
como el aliento de un gigante, todas las hogueras y antorchas del
campamento.
Narno apretó los puños, elevó su cabeza y sus poderosos brazos hacia el
infinito y gritó con voz lacerante, mientras los supervivientes al infierno de
Eloburgo se cubrían los oídos con sus manos, pues los sentían sangrar al
escuchar el grito del Guardián:
—¡¡¡¡¡¡Nooooooooooooooooooooooo!!!!!!
Nadie se atrevió a preguntar a Narno si aquel aterrador lamento era
debido a la partida de Oyvind o al lugar al cual el alko ahora se dirigía:
Groningburgo.
Perlivarce era quien más tiempo pasaba en compañía de Narno, la
mayor parte de él en silencio, caminando junto al gigante a través de la
insondable oscuridad, descansando apoyados en una de las carretas o
atendiendo a los heridos y enfermos. Aunque parecía que el Guardián no
reparaba en él, Perlivarce sentía que su presencia era reparadora, la única
medicina que podía evitar que nuevamente el corazón de Narno se
congelase. Si eso llegara a suceder ya no habría fuego en las fraguas de
Tierra Conocida que pudiera fundir el gélido desamor que anhelaba volver a
anidar en su corazón.
El bueno del tarluk bortigo a punto estuvo de enfermar, pues se ocupaba
noche y día en curar a los heridos y enfermos, además de acompañar a
Narno en su desolada existencia bajo la luz de la luna, por lo que apenas
dormía ni comía. Aimon casi tuvo que encadenarlo a una de las carretas
para obligarlo a descansar. Gracias a que Alvar, Leonek, Oakes y Bladuf,
mejoraron notablemente de sus heridas, pudo delegar parte de las curas más
sencillas en ellos y descansar a ratos tumbado sobre la carreta en la que
transportaban a Narno.

Cuando alcanzaron el Río Nezov, más de un centenar de elothas habían


perecido persiguiendo una nueva esperanza.
Si difícil fue cruzar el Nezov, el paso del Arquiri-Valu se convirtió en
una auténtica odisea. Aimon ordenó construir media docena de balsas para
realizar un primer asalto al río, teniendo presente en su cabeza el recuerdo
de la balsa que acabó destrozada río abajo contra las rocas. Esos menesteres
mantuvieron la mente y los brazos de Narno ocupados, muy a pesar del
resto de la compañía que a duras penas podía pegar ojo con el continuo
golpeteo del hacha de Narno contra los árboles, como si de un incansable
pájaro carpintero se tratara. Una vez los árboles estuvieron talados, los
troncos ensamblados y las balsas construidas, los osados Enoc y Eboc se
prestaron voluntarios para ser los primeros en intentar cruzar el río.
Educadamente le ofrecieron a Barbat acompañarles en aquella misión, pero
el celko comenzó a sentirse mareado mientras su rostro mudaba a un blanco
macilento. Todos rieron, en especial Los Quince de Klimerik, y el que más
entre ellos el magullado Bladuf, su fiel compañero de aventuras. Diez de los
elothas más fuertes fueron elegidos para acompañar a Enoc y Eboc. Botaron
la balsa al río cuyo cauce, en los albores del otoño, descendía menos
caudaloso. Con un diestro Enoc al timón sortearon el cauce del Arquiri-
Valu sin mayores contratiempos. El problema volvió a presentarse una vez
llegaron a la otra orilla. Cuando la mayoría de los ocupantes de la balsa
habían descendido y Enoc gritaba avisando que saltaría a la orilla soltando
el timón que mantenía estable la rudimentaria embarcación, los elothas no
tuvieron fuerzas suficientes para varar la balsa en el margen del río y ésta
fue arrastrada corriente abajo, llevándose con ella a uno de los elothas.
Enoc saltó como un corzo alcanzando milagrosamente la orilla, pero el
desdichado elotha pereció cuando la balsa se estrelló contra las rocas de los
rápidos río abajo, desapareciendo engullido bajo las enfurecidas aguas.
La mente de tarluk de Perlivarce comenzó rápidamente a cavilar
haciendo unos sencillos cálculos:
—Si de cada docena de hombres perdemos uno, cada vez que tratemos
de vadear el río perderemos unos diez hombres por cada centenar —
rnurmuró entre dientes—, lo que nos llevaría a enterrar bajo las aguas a
cerca de cien de los desdichados elothas. ¡Aimon! —gritó Perlivarce—.
Hay que pensar otra manera de cruzar el río.
Perlivarce, Aimon, parte de Los Quince de Klimerik y una
representación de los elothas se reunieron esa noche en torno a la hoguera
para discurrir la manera en la que cruzar el Arquiri-Valu sin poner en
peligro sus vidas. Mientras tanto, al otro lado del río, Enoc, Eboc y nueve
elothas se habían internado varias millas en el Bosque Ranwuhan como
vanguardia de exploradores para tratar de localizar la mejor ubicación
posible donde levantar el futuro hogar de los elothas. Tras la trágica
experiencia, no tenían ninguna intención de volver a cruzar a la otra orilla
para reunirse con el grueso de la compañía.
En el improvisado consejo, discutieron sobre la posibilidad de construir
un puente, pero esa opción fue desechada pues les llevaría demasiado
tiempo al no disponer de las herramientas necesarias ni ser expertos en ese
tipo de edificaciones. Uno de los elothas propuso construir una pequeña
aldea al abrigo de las Montañas Oscuras, pero hasta el poco hablador
Narno, quien tras su ruidoso despertar se había unido al grupo, se mostró
vehemente y elocuente para desaconsejar aquella posibilidad. Esas
montañas de piedra descarnada le trasmitían algo maligno, un peligro
latente, tan familiar y conocido como el que amortajaba su alma en Bosque
Salvaje y al cual sólo el tañido de la campana de oro conseguía ahuyentar.
Tampoco fue aplaudida la idea de continuar avanzando en paralelo al cauce
del Arquiri-Valu, pues el desconocido occidente y el oscuro Mar del
Gruneng no eran el lugar idóneo para un nuevo hogar. Finalmente la opción
elegida, cómo no, fue la propuesta por Perlivarce. El tarluk bortigo
diseñaría un sistema de poleas, cuerdas y anclajes para poder cruzar al otro
lado del río. Utilizaría las cinco balsas restantes a modo de plataformas
móviles sobre el río. El desplazamiento de cada una de las plataformas
dentro de aquel esqueleto de madera no sería superior a diez trancos de
caballo y las balsas se mantendrían unidas entre ellas y a la estructura
flotante por un entramado de cuerdas. Estimó que deberían emplear cerca
de cinco lunas para tener todo preparado, lo que apenas retrasaría su
marcha, por lo que todos apoyaron la idea.
Cinco lunas más tarde, como había predicho Perlivarce, toda la
compañía había logrado cruzar a la orilla este del Arquiri-Valu. Nadie
resultó herido, a excepción de Barbat, al que sus compañeros tuvieron que
atar de pies y manos para hacerle rodar como un tonel de cerveza de
plataforma en plataforma, para que de esa manera cruzase sobre las frías
aguas del río.
Aimon y Perlivarce discutieron sobre la alternativa de prender fuego a
la estructura que el ingenio del tarluk había creado, en previsión de que
pudiera ser descubierta por alguna compañía de exploradores gronings que
merodeasen por aquellas regiones. “El puente que anda sobre las aguas”,
como lo habían bautizado los elothas, podría ponerles sobre aviso acerca de
la existencia de un asentamiento rebelde cercano. Pero gracias a las sentidas
palabras de uno de los elothas, decidieron no destruir aquel entramado que
flotaba sobre las plateadas aguas del Arquiri-Valu:
—Si creemos en una nueva esperanza no podemos ahogarla en el
desaliento. Estamos obligados a confiar en que Kiril y el resto de paladines
de los pueblos libres de Tierra Conocida lograrán la paz. Si no, ¿qué sentido
tendrá el que creemos un nuevo hogar en este hermoso bosque que se
yergue majestuoso frente a nosotros? No, mis amigos, es aquí y ahora, aquí
por siempre, y quiero creer y que todos creamos, que en un futuro cercano
las gentes de bien que pueblan el oeste de Tierra Conocida visiten nuestro
nuevo hogar, un nuevo Lothikaton como vosotros los nerlingos lo llamáis
—finalizó mirando emocionado a los ojos del celko Aimon.
La compañía decidió dormir bajo la noche estrellada a orillas del
Arquiri-Valu. Aimon había ordenado a Enoc y Eboc regresar al amanecer
del sexto día, y los dos celkos no faltaron a su cita. Ningún elotha les
acompañaba.
—¿Cómo están nuestros compañeros? —les preguntó preocupado uno
de los elothas.
—No temáis —respondieron ambos al unísono—. Están trabajando para
levantar los primeros cimientos de vuestro nuevo hogar. Lo han bautizado
con el nombre de Arroyo Escondido.
—Arroyo Escondido… —dijo fantaseando el elotha—. ¡Arroyo
Escondido! ¡Arroyo Escondido! ¡Nuestro nuevo hogar! —y gritó
emocionado el nombre de la nueva aldea al resto de los elothas mientras la
alegría y la esperanza se contagiaban entre los centenares de elothas que
poblaban la orilla este del río.
Enoc y Eboc condujeron a la compañía a través del Bosque Ranwuhan.
Cuando traspasaron el linde del bosque, muchos sintieron una honda pena
por alejarse de aquellos verdes márgenes y adentrarse en un tupido y
sombrío mar arbolado. Pero cuando tras caminar cerca de cinco millas hacia
el interior de la floresta, alcanzaron el lugar que sus compañeros habían
elegido para levantar su aldea, toda la pena y tristeza que habían podido
sentir se esfumaron como la niebla de la mañana en el valle bajo la caricia
del sol.
Los hermanos Enoc y Eboc habían dado con un pequeño pedazo de la
morada de los dioses en aquel recóndito lugar de Tierra Conocida. Un
inmenso claro alfombrado por verde hierba, rodeado de altos fresnos a
modo de guardianes silenciosos, en el que en su extremo sur emergía de las
entrañas de la tierra un arroyo de aguas claras que, media milla hacia el
este, volvía a sumergirse en el corazón de aquella región.
Los elothas quedaron mudos, fascinados por aquella visión, alejada de
los áridos pedregales de roca viva en la que un día se erigió el templo de
tortura de Eloburgo. Desde aquel momento hicieron suyo aquel rincón
oculto en el Bosque Ranwuhan, Arroyo Escondido, en el que los troncos de
varios árboles habían comenzado a dar forma a la primera cabaña de aquel
lugar de reunión.
Los Quince de Klimerik, experimentados organizadores y hábiles
constructores tras su paso por Bosque Verde y La Colonia, dispusieron con
diligencia las tareas que tendrían que realizar los elothas para conseguir que
Arroyo Escondido se convirtiera en una realidad.
Narno se contagió del entusiasmo desplegado por los elothas y pareció
olvidar durante esos días la falta de Oyvind. Sin embargo, la cercanía de las
Montañas Oscuras seguía provocándole un extraño desasosiego.
Tras casi veinte días de duro trabajo, Arroyo Escondido comenzó a
tomar forma. En ese período de tiempo se habían levantado quince cabañas
y una decena más estaba en construcción. También se había construido un
profundo pozo para garantizar el suministro de agua dulce, pues no tenían la
certeza de que, durante el invierno, el riachuelo que daba nombre a la aldea
siguiese discurriendo por la superficie. Y por supuesto, como a Los Quince
de Klimerik les gustaba, habían erigido varias plataformas en los árboles
para darles el uso que los elothas considerasen. Varios de los elothas que
antes de ser esclavizados por los gronings habían sido agricultores, se
afanaban en desbrozar y arrancar las malas hierbas de un prado cercano a la
aldea donde pretendían cultivar cebollas y otras hortalizas. Enoc y Eboc,
quienes no podían permanecer por mucho tiempo ociosos en el mismo
lugar, se dedicaron a explorar los alrededores. Cuando regresaron de su
batida por la floresta, informaron a los elothas que encontrarían abundante
caza cerca de Arroyo Escondido. Habían divisado varios grupos de ciervos
y más de un jabalí, además de algún conejo y, por supuesto, búhos, lechuzas
y otras aves. Y si la caza escasease o la cosecha no fuese buena, siempre
quedaba el recurso de pescar en el Arquiri-Valu, ya que el río estaba
habitado por numerosas truchas y también por colonias de cangrejos en los
márgenes más rocosos.
Perlivarce, Los Quince de Klimerik y Narno, se reunieron esa noche.
Departieron animadamente en torno al cálido fuego de una hoguera
mientras contemplaban el cielo estrellado bañado por la nívea luz de la luna
con la que Nerlinguia les había obsequiado.
—Observo con alegría que vuestras heridas parecen haber sanado por
completo —se dirigió Aimon a Alvar, Leonek, Oakes y Bladuf—. De nuevo
debo rendirme ante tu sabiduría, amigo bortigo.
—Los pacientes fueron obedientes y escucharon mis consejos —
respondió Perlivarce—. Eso hizo que sanarán más rápido.
—Y tú, Perlivarce, ¿cómo te encuentras? —le preguntó Aimon.
—Cansado, pero satisfecho…
—Eso ya lo sé —le interrumpió el celko sonriendo—. No hace falta más
que ver tu afilado rostro escondido bajo esa poblada barba. Pero tú sabes a
qué me refiero, amigo.
—Los echo de menos. Los echo mucho de menos. Cada luna que pasa
me es más difícil permanecer en Arroyo Escondido —respondió el tarluk
bortigo con la mirada perdida entre las llamas de la hoguera, tratando de
imaginar en ellas los rostros de la albina Milia y el pequeño Oyvar.
—Creo que ha llegado la hora de partir —dijo Aimon mientras Los
Quince de Klimerik lo miraban atentos—. Nuestra misión aquí ha
terminado. Todos debemos sentirnos orgullosos por lo que hemos logrado.
Mirad a vuestro alrededor y contemplad a esos hombres y mujeres. Hace
una estación no eran más que fantasmas vagando por el valle de los
esclavos y sin embargo han renacido como un ave fénix, aferrándose a la
vida con todas sus fuerzas.
—¿A dónde iremos ahora? —preguntó Barbat—. ¿Regresaremos a La
Colonia? —y el silencio se hizo en aquel círculo de amistad, solo roto por el
crepitar de la madera consumiéndose en la hoguera.
—No. No al menos en las próximas lunas —sentenció Aimon con su
mirada perdida en las llamas danzantes—. Los bortigos no nos necesitan.
Volveremos a Bosque Verde —y el rostro de todos los miembros de la
hermandad se iluminó, incluso el de Narno, el último en llegar a Los
Quince de Klimerik y quien soñaba con aquella floresta de la que sus
nuevos hermanos tantas veces le habían hablado—. Quiero comprobar con
mis propios ojos si los rumores son ciertos, si es verdad que el hijo de
Akrog avanza hacia Jactinia con un poderoso ejército. Y si es así, nos
uniremos a él para expulsar a los gronings de nuestras tierras. Volveremos a
pisar nuestra amada Celkoburgo, aunque solo queden de ella sus cenizas —
y un coro de vítores acompañó las palabras del líder celko.
Cuando las muestras de júbilo cesaron, Perlivarce volvió a tomar la
palabra.
—Os ruego no os sintáis ofendidos si esta vez decido no acompañaros.
Necesito volver a ver a Milia y Oyvar.
—No tienes que disculparte con nosotros. No al menos conmigo —
respondió Alvar—. Además, ya no necesito de tus cuidados, ¡ja, ja, ja! —y
todos le acompañaron en su risa.
—Partiré al alba —y mirando a los ojos de Narno le dijo—, por lo que
aún tendremos tiempo para conversar antes de la despedida, querido amigo.
—Te echaré de menos, aunque sé que me dejas en la mejor de las
compañías —y todo su ser se estremeció al recordar a Oyvind, a su añorado
peregrino. El joven Aimerin aferró su mano al hombro de Narno para tratar
de borrar de su mente el recuerdo del alko y hacerle sentir que la
hermandad de Klimerik nunca le abandonaría.
El fuego de la hoguera se fue consumiendo hasta que solo quedaron
brasas humeantes, como si las estrellas flamígeras que surcaban los
confines del universo se reflejasen en aquel espejo creado por la hoguera de
Arroyo Escondido. Todos aquellos hermanos de sangre se retiraron a
descansar, mientras la noche avanzaba pausada y acompasada al encuentro
del nuevo día.
Con las primeras luces de la aurora, un jinete solitario desapareció en el
interior de la sombría floresta en dirección a la Senda de las Águilas,
mientras en el nuevo hogar de los elothas, una formidable escultura
despedía al jinete. El rocío de la mañana jugaba caprichoso con ella
dibujando lágrimas de cristal en los ojos de la estatua. Si en verdad aquellas
lágrimas eran fruto del rocío o brotaban del corazón de Narno solo los
dioses podían saberlo.
FRÍO Y VERDE TERCIOPELO

T ranscurrieron dos interminables lunas hasta que por fin Hamad y


Lamad recibieron la esperada embajada de la princesa Ihola. Mientras
tanto los norteños habían vuelto a golpear, esta vez quemando parte de los
establos del acuartelamiento. La reacción del alto mando groning no se hizo
esperar. Ajusticiaron en la plaza mayor de Groningburgo a los oficiales y
centinelas que se encontraban al cargo del turno de vigilancia como
escarmiento para el resto de soldados y redoblaron los controles por todo el
burgo. No había ya callejuela, plaza, taberna o posada que no fuera vigilada
por los esbirros de Zornik. Los dos alkos podían considerarse afortunados,
pues nadie los había relacionado con otros menesteres que no fueran el
acompañamiento a los comerciantes sureños. Incluso Tigot fue interrogado,
no sin cierto esfuerzo y desesperación por parte de los soldados que se
acercaron a El Lago Durmiente. El sordo posadero no pudo informar de
nada sospechoso sobre Oyvind e Ingvar pues, por lo que él conocía, habían
llegado a su posada de la mano de Hamad y Lamad. Los sureños habían
sido los clientes que más monedas de oro habían depositado en sus raídos
bolsillos desde que, más de veinte inviernos atrás, abriera El Lago
Durmiente, por lo que lo último que pretendía era incomodarlos.
Durante esas dos lunas los dos gemelos alkos apenas si habían
encontrado otra distracción con la que ocupar su tiempo que afilar con una
piedra el filo de sus espadas. Sólo salieron de la posada al mediodía
acompañados por los dos sureños para comer en El Lobo Solitario donde,
nerviosos y taciturnos, ni siquiera disfrutaron del exquisito estofado de
cordero y del dulce vino de la frontera con Tierra Seca. Se preguntaban
cómo lograrían seguir manteniendo su engaño una vez la princesa Ihola
adquiriese los tejidos necesarios a los comerciantes del sur, pues
necesitarían permanecer en Groningburgo al menos varias semanas más
hasta que se anunciase el compromiso de la princesa con Nurgul, emperador
de los jinetes nómadas de Tierra Seca. Y aunque Ira había prometido les
ayudaría, no sería tarea fácil para ella poder encontrar una excusa con la
que escabullirse de palacio una vez concluyese la encomienda que le había
asignado la princesa, más aún en aquellos turbulentos días en los que nada
ni nadie parecía estar seguro en Groningburgo. Si como así parecía, Ira era
una de las esclavas predilectas de la princesa Ihola, ésta no se arriesgaría a
perderla en una reyerta o en un incendio provocado por aquellos
saboteadores.
Tampoco Hamad y Lamad se mostraron especialmente dicharacheros,
pues aguardaban con inquietud la llamada de la princesa Ihola. Sólo
deseaban culminar cuanto antes su forzado viaje a Groningburgo, a pesar de
que una vez habían llegado allí, buscaban que la princesa quedase
satisfecha con el exquisito género que habían traído de allende La Barrera
de Dunas y luciese espléndida el día de su enlace. La voz se correría como
el rumor de las olas entre las mujeres de nobles y acaudalados de toda
Tierra Conocida y, pese a que aquellos eran tiempos de guerra e infortunio,
siempre habría una mujer de noble cuna dispuesta a brillar con el fulgor de
una princesa gracias a las finas sedas y a los delicados terciopelos de
Hamad y Lamad, cuyos bolsillos se llenarían de oro como si del cuerno de
la fortuna se tratase.
Cuando transcurrieron aquellas dos eternas lunas, dos gorglins
aparecieron como heraldos de la muerte en el umbral de la posada. Mas esta
vez no empuñaron sus legendarias espadas de hoja de sierra, sino que
mostraron al asustado Tigot un pergamino lacrado con el sello real, un
inconfundible lobo que parecía lucir negro incluso sobre el color rojizo del
lacre. En cuanto el pergamino pasó de sus manos a las de Tigot, los gorglins
desaparecieron con el mismo sigilo con el que habían llegado. Tigot emitió
un suspiro de alivio como despedida, pues entre los gronings era grande el
miedo y el respeto que infundía la guardia personal de Zornik.
El posadero entregó presto el mensaje a Hamad quien, en ese momento,
departía relajado con su sobrino junto al calor del hogar. El anciano sintió
cómo le daba un vuelco al corazón cuando, al estudiar el lacre, comprobó
que se trataba del sello real. Comenzó a abrir el pergamino con sumo
cuidado, tratando por todos los medios de no dañar aquel trozo de papiro
enrollado, mientras Lamad lo contemplaba sin poder disimular su inquietud,
esperando ansioso a que su tío leyese el mensaje de la princesa Ihola.
—… mañana antes del mediodía os reuniréis con mi esclava en el
almacén. Ella os indicará los tejidos y las medidas necesarias para
confeccionar el vestido. Treinta monedas de oro os serán entregadas como
primer pago y, una vez reciba y compruebe los tejidos elegidos, se os
entregarán otras cincuenta monedas de oro como segundo y último pago —
terminó de leer Hamad.
—¿Dice algo más, tío? —preguntó Lamad.
—No. Únicamente termina el mensaje con un lacónico “Princesa Ihola”.
—¿Cómo nos aseguraremos que nos entregan el segundo pago?
—De ninguna manera —respondió el anciano—. Sólo podemos confiar
en su palabra. Y tampoco podremos abandonar Groningburgo con vida si la
princesa no lo permite.
—Los gronings son supersticiosos. No creo que la princesa quiera pagar
con sangre su vestido de compromiso.
Hamad se quedó pensativo unos instantes, hasta que por fin volvió a
hablar a su sobrino.
—Lamad, avisa a Oyvind e Ingvar. Diles que mañana nos reuniremos
con la esclava de la princesa y que esta noche vamos a celebrarlo con una
suculenta cena en El Lobo Solitario.
—Enseguida, tío —respondió Lamad a quien comenzaba a hacérsele la
boca agua fantaseando con suculentas viandas.

Esa noche sureños y nerlingos cenaron juntos por última vez. Tras
cerrar el trato, Hamad y Lamad confiaban en recibir con prontitud el
segundo pago tras entregar sus sublimes tejidos a la princesa. No dudaban
ni por un instante que Ihola quedaría embelesada con las telas sureñas y
querría recompensar a aquellos sufridos comerciantes que habían realizado
un largo y fatigoso viaje desde las lejanas tierras meridionales. Oyvind e
Ingvar ya no podían seguir fingiendo por más tiempo que aguardaban a los
imaginarios norteños que habían conocido durante su viaje hacia
Groningburgo y que les acompañarían a Las Landas de Edhilien para cazar
vacas salvajes. Deberían buscarse otra posada donde pasar la noche y parte
del día al refugio de las vigilantes miradas de los cientos de soldados
gronings que se repartían por la capital con el único objetivo de encontrar a
los traidores.
Los cuatro comensales dieron cuenta de un crujiente y aceitoso lechón
deliciosamente especiado sobre una base de manzanas al que acompañaron
esta vez con un oscuro y ardiente vino fermentado en el Valle del Rauron.
Los sureños estaban alegres, deseosos de emprender el viaje de regreso
a su lejano hogar. Por el contrario, los gemelos alkos sintieron cómo una
profunda amargura comenzaba a anidar en sus corazones. La añoranza del
hogar, de su amada Alkoburgo y de su lugar de reunión, de Lothikaton, los
atormentaba. Una vez Hamad y Lamad abandonasen Groningburgo por las
grandes puertas del norte, serían libres y regresarían con sus seres queridos
a su hogar, en lo más profundo de las ardientes arenas del Desierto Rojo.
Pero ellos no podrían hacerlo. Volverían a ser perseguidos sin descanso por
toda Tierra Conocida, y no podrían regresar a Alkoburgo, pues el burgo en
el que habían nacido y crecido había sido arrasado y sus ahora yermos
terrenos estaban ocupados por los usurpadores gronings. Pero ese profundo
dolor sería el que les daría fuerzas para seguir adelante con el plan suicida
que habían trazado.
—¡Por la mañana de mañana! —alzó su copa Hamad despertando a
Oyvind e Ingvar de sus tristes pensamientos.
—¡Por la mañana de mañana! —exclamaron junto a Lamad uniéndose a
aquel brindis. Cuando entrechocaron sus vasos, violáceas gotas de vino se
derramaron sobre la centenaria madera de la mesa que ocupaban, como
sombrío presagio de la sangre que en lunas venideras cubriría los campos y
caminos del territorio groning.

El crepitar de las llamas y el crujido de la madera seca rompió


súbitamente el silencio de la noche. El ronco quejido de decenas de cuernos
llegaba, ahogado por el viento y las sombras nocturnas, desde el extremo
este de Groningburgo hasta El Lago Durmiente. El hijo del trueno, con su
privilegiado don, fue el primero en percatarse de que algo se agitaba en el
burgo. Sonidos de una breve lucha llegaron a sus oídos, para después
percibir el inconfundible rugido del fuego, aquella voz de destrucción y
purificación, el rumor de voraces llamas, siempre ávidas, insaciables.
Ingvar se levantó de su jergón y abrió la ventana. Oyvind se acercó a él y
dirigió su élfica mirada hacia el lugar donde las llamas bermejas danzaban
ondulantes como banderas mecidas al viento.
—Gregas, Lartas y Vaeras no duermen. Son insomnes lobos de Los
Siete Lagos Helados —murmuró Oyvind.
—Osos —le corrigió Ingvar—. Son grandes osos blancos, los señores
de Los Hielos Perpetuos. Vigilan cuando el enemigo acecha y atacan
cuando éste descansa.
—Sabes que esto lo hará aún más difícil.
—¿Es que acaso alguna vez fue fácil? Duerme, hermano. Mañana el sol
volverá a salir de su lecho nocturno, aunque esas malditas nubes grises nos
saluden con un nuevo amanecer ominoso —dijo Ingvar mientras se volvía a
tumbar sobre el raído jergón.
—Por la mañana de mañana —despidió Oyvind a las llamas que se
alzaban amenazantes sobre la noche de Groningburgo.

Los gemelos alkos se unieron aquella mañana al temprano desayuno de


los comerciantes sureños. Hamad y Lamad llevaban despiertos desde
mucho antes que la aurora saludase al nuevo día, oculta tras el aliento
maligno que Urkha extendía desde el palacio de su amado infante. Los
sabotajes de la pasada noche les habían sobresaltado en su inquieta
duermevela y el temor a no poder cerrar el encargo de la princesa les
agitaba y preocupaba. Sabían que si hacía tres lunas tuvieron dificultades
para atravesar los controles que los gronings habían dispuesto por
Groningburgo, esa mañana el soldado que prometió los encerraría en las
mazmorras de palacio, a buen seguro que cumpliría su amenaza, ansioso
por encarcelar a cuatro forasteros y limpiar las calles de traidores. Las
noticias que les hizo llegar el diligente Tigot junto al habitual escueto
desayuno (un vaso de leche, una hogaza de pan y dos cebollas asadas), no
hicieron sino alentar los temores de los sureños. Zornik había ordenado
desplegar a doscientos gorglins por todo el burgo, dividiéndolos en
cincuenta patrullas que se unirían a las ya existentes en los pasos,
confluencias y enclaves principales de la capital groning. Las órdenes que
Zornik había dado a su guardia personal eran detener y apresar a todo
extranjero que transitase por las calles del burgo para ser interrogado y, en
caso de oponer resistencia, matarlo y arrojarlo al foso de arenas movedizas
que circundaba las murallas de Groningburgo. El rey brujo no estaba
dispuesto a permitir que un atajo de traidores osasen instaurar el miedo en
el mismísimo corazón de su imperio. Y para ello había puesto al mando de
aquella misión a Inorkul, el capitán de los gorglins.
Hamad y Lamad gimoteaban como viejas asustadas, pues no solo no
podrían reunirse con la esclava de la princesa Ihola con lo que perderían las
monedas de oro que con tanto esfuerzo se habían ganado, sino que tampoco
podrían regresar a su hogar hasta que aquellos traidores fueran apresados.
Quién sabe si tras aquellos sabotajes Zornik dispondría nuevos puestos de
vigilancia en los caminos que conducían hacia Nornogham, Halthoria, Los
Valles Solitarios, el antiguo territorio nerlingo o el burgo fronterizo de
Mugaburgo. Oyvind e Ingvar no sabían cómo consolar a los sureños, ya que
en ese momento estaban más preocupados tratando de discurrir cómo
revertir aquella situación que había echado por tierra todos sus planes.
Necesitaban a toda costa reunirse con Ira para que ella les facilitase la
entrada a palacio. Ésa era su única oportunidad de acabar con Zornik donde
el rey brujo nunca lo esperaría.
—Yo podría hacer que la esclava de la princesa acudiese a mi posada —
habló Tigot de improviso con tono monocorde—. Soy un groning.
Confiarán en mí.
Los cuatro forasteros le miraron boquiabiertos no sabiendo muy bien
cuál era el motivo por el que el posadero se había ofrecido a ayudarles;
quizás porque viera que una suculenta comisión en forma de monedas de
oro se le escapaba entre las manos a causa del dictado de Zornik o quizás
porque simplemente había tomado cariño a aquellos alegres y generosos
sureños. Fuera lo que fuese, aquello sería su salvación y la de los gemelos
alkos.
—Si estáis de acuerdo me acercaré al almacén y traeré conmigo a la
esclava. Vuestras telas están aquí, en la posada, por lo que mostrárselas no
supondrá ningún problema —y antes de que nadie pudiera decir nada, Tigot
se esfumó en la penumbra de la posada dejando tras de sí la estela del
sonido del portón de madera cerrándose a su espalda.
—Gracias… —fue lo único que alcanzó a musitar Hamad cuando la
entrada de El Lago Durmiente volvió a quedar sellada.

Como esa mañana no había más huéspedes hospedados en la posada,


corrieron a recoger y limpiar las mesas, ordenaron como mejor pudieron la
estancia y extendieron los tejidos de las muestras que previamente Ira había
seleccionado. Cuando Tigot regresó a El Lago Durmiente con el cortejo que
acompañaba a la joven esclava nerlinga, el oscuro comedor de la posada se
asemejaba más a un salón del castillo de un noble caballero.
El posadero llegó acompañado por los cuatro gorglins, Ira y las dos
mismas esclavas que visitaron lunas atrás el desvencijado almacén. Oyvind
percibió un extraño brillo en los ojos de aquella esclava enjuta de nariz
ganchuda que siempre parecía desconfiar de todo lo que le rodeaba. Cuando
Ira entró en la posada evitó por todos los medios mirar a los ojos a Ingvar y
se dirigió con un cortés saludo a los dos sureños. El hijo del trueno sintió
cómo el vacío se hacía bajo sus pies cuando vio a Ira. Si la primera vez que
contempló su larga melena castaña y sus ojos color miel le pareció una
hermosa muchacha, aquella mañana sintió que era la mujer más bella que
jamás moraría en Tierra Conocida. Oyvind tuvo que golpearle
disimuladamente en la espalda para que apartase la vista de Ira, pues los
gorglins los observaban con desconfianza.
—Habéis hecho bien en acudir desarmados —les dijo con desprecio el
gorglin al mando del grupo—, pues esta vez no habría dudado en
cercenaros la cabeza con sumo placer.
Los nerlingos no contestaron al desafiante gorglin y retiraron sus
miradas agachando la cabeza.
—Posadero, no quiero tener ante mí a esos dos extranjeros —ladró el
gorglin—. Y esta vez me obedecerás, esclava —dijo mirando a Ira—.
Nuestro capitán Inorkul así lo ha dispuesto.
—Tigot, acompaña a nuestros dos jóvenes amigos a la cocina y
ofréceles una jarra de cerveza a mi salud —dijo sonriendo Hamad—. Eso
hará que la espera les sea más llevadera.
—Cuidado con lo que dices viejo, o… —y el gorglin interrumpió la
frase guardándose para sí lo que pensaba haber dicho.
Oyvind e Ingvar acompañaron a Tigot a la estrecha y alargada cocina,
quien amablemente les sirvió una jarra de cerveza a cada uno atendiendo al
convite de Hamad. Mientras tanto, en el improvisado salón, Ira y los
comerciantes sureños terminaban de elegir y acordar las cantidades de tela,
seda, terciopelo y otros hermosos tejidos que serían necesarios para
confeccionar el vestido de la princesa. La bella nerlinga estaba tan
ensimismada en su labor que no se percató que la esclava de la nariz
aguileña subía por las escaleras en dirección a las estancias superiores, al
tiempo que uno de los gorglins abandonaba en silencio la posada y se
dirigía a la callejuela trasera.
Una de las ventanas del primer piso de la posada se abrió y por ella
asomó la cabeza de la enjuta esclava. Con sigilo deslizó por la ventana
hasta la callejuela, las capas y las espadas enfundadas en las vainas de los
dos alkos. El gorglin que se había deslizado a la trasera de El Lago
Durmiente desenfundó una de las espadas y examinó cuidadosamente su
hoja.
—Acero norteño, forjado en Las Tierras Frías —dijo contemplando el
brillo del acero que se deslizaba a lo largo de la hoja de la espada y que
terminó desapareciendo en una runa que simbolizaba la letra T, invisible a
los ojos no avezados de quien no supiera cómo orientar el filo en dirección
a la luz de la estrella del día—. Forjada por la Alianza de Tenkolmar. El
mismo acero que portaban los traidores que acabaron con la caravana del
oro y cayeron en el portón del norte —y guardando la espada en su vaina,
con un gesto ordenó a la esclava que regresase a la estancia principal. No le
hizo falta examinar la espada de Oyvind, auténtico acero nerlingo que
acompañaba al hijo del relámpago desde el día de la matanza del Bosque de
Alkos.
El gorglin silbó imitando el canto de un gorrión y, súbita y
sigilosamente, dos docenas de gorglins aparecieron desde ambos extremos
de la calle y se situaron frente a la puerta de entrada tachonada con clavos
de acero de El Lago Durmiente.
—Aguardad a mi señal —dijo el gorglin—. Cuando la escuchéis,
prended a los dos jóvenes. Si oponen resistencia, acabad con ellos. Mis
hombres y yo nos ocuparemos del viejo sureño y su sobrino. La princesa
Ihola decidirá qué hacer con ellos y con esa esclava traidora.
—No me importaría que la princesa me la entregase como concubina —
dijo uno de los gorglins y el resto de los hombres rieron soeces.
—Silencio, estúpido, o pondrás sobre aviso a los traidores —ordenó
airado—. Recordad que son peligrosos. Ya han matado a más de una decena
de los nuestros —y diciendo esto, se acercó a la posada y entró en ella sin
permitir que desde el interior pudiesen descubrir a los gorglins que
permanecían apostados en el coso exterior.
Dentro de la posada, Hamad acercaba a Ira un precioso terciopelo,
suave como las crines de un unicornio y de un verde sorprendente, único y
deslumbrante, como si el herrero de los dioses hubiera fundido en su fragua
esmeraldas de secretas tierras allende los mares junto a las hojas florecidas
en el primer equinoccio de la era de los hombres. Incluso Ira lo
contemplaba y acariciaba maravillada, no pudiendo creer que aquel tejido
hubiera podido ser confeccionado por la mano de un mortal.
—Fabuloso… —musitaba entre dientes Ira—. Será el perfecto
complemento que realce los ojos verdes de la princesa cuando luzca el
vestido de tela nacarada.
—¡Posadero! —gritó el gorglin—. Tengo un trabajo para esos dos
haraganes extranjeros. Necesito que acarreen unos baúles al interior de la
posada para así poder guardar las telas elegidas por la esclava.
Tigot no oyó lo que el gorglin ordenaba, pero sí lo escucharon Oyvind e
Ingvar, quienes a regañadientes se presentaron ante el gorglin que, como
una inmutable estatua, señalaba con su brazo extendido la puerta de la
posada.
Uno de los gorglins comenzó a abrir lentamente el portón mientras la
plomiza luz del exterior, carente de fulgor y vida, penetraba cubriendo de
sombras el suelo de piedra de El Lago Durmiente.
Ira reflexionó, confundida, sobre las palabras del gorglin, pues no
habían traído ningún baúl desde palacio. Los comerciantes sureños habían
acordado que les proveerían de sacos o baúles para transportar las telas. Fue
entonces cuando Ira miró hacia el exterior de la calle y observó cómo varias
siluetas se retiraban veloces a ambos lados del umbral de entrada a la
posada. La sombra delatora de una alargada lanza le puso en alerta.
Entonces, aterrada, comprendió que los gorglins habían descubierto la
verdadera identidad de los gemelos alkos y se aprestaban a tenderles una
emboscada.
Justo cuando Oyvind e Ingvar caminaban desganados hacia la puerta
seguidos por dos de los gorglins, Ira gritó advirtiéndoles:
—¡Cuidado! ¡Es una trampa!
Ira, que estaba situada junto a los sureños un par de pasos por delante de
los dos alkos, saltó como un corzo hacia la puerta de entrada y se abalanzó
contra el gorglin que permanecía allí apostado. Éste se vio sorprendido y
cayó de espaldas contra la puerta, con Ira tumbada a horcajadas sobre su
pecho. La puerta se cerró con violencia bloqueando la entrada de la posada.
Oyvind e Ingvar se giraron rápidamente y golpearon a los dos gorglins que
caminaban a sus espaldas. A pesar de que los sorprendieron con la guardia
baja y consiguieron arrebatarles las lanzas, el cuarto gorglin que estaba al
mando del séquito, desenfundó su espada de hoja de sierra y se abalanzó
contra ellos. Mientras Hamad y Lamad presenciaban aturdidos la refriega,
Tigot asomó por el fondo del pasillo que conducía a la cocina con un gesto
de incredulidad prendido en el rostro. Ira forcejeaba luchando en el suelo
con el gorglin, tratando de trancar el portón por dentro, aprovechando que el
soldado estaba aún conmocionado por el golpe que se había dado en la
cabeza contra la puerta. La esclava que había delatado a Ira y a los gemelos
alkos, sacó de entre sus ropajes una diminuta daga y se abalanzó contra la
joven nerlinga. Gracias a que Ingvar había acabado con uno de los gorglins
pudo reaccionar con presteza y, justo cuando la enjuta y arpía esclava
elevaba su brazo para descargar toda su maldad sobre la espalda de Ira, la
certera lanza de Ingvar la atravesó clavándola como si de un trofeo de caza
disecado se tratara en la puerta de la posada. Ingvar corrió a ayudar a Ira y,
tomando del suelo la daga de la esclava, le seccionó la garganta al gorglin
que aún forcejeaba con ella. Mientras tanto, Oyvind había dejado
inconsciente al tercer gorglin y trataba de esquivar las embestidas del cuarto
hombre. Se defendía como podía, pero el gorglin estaba logrando
acorralarlo en una esquina de la estancia con sus terribles mandobles.
Oyvind no podía hacer otra cosa que tratar de parar los golpes de espada
con el mango de la lanza, hasta que en uno de los embates el gorglin la
partió en dos. El gorglin lanzó una nueva estocada y Oyvind se trastabilló,
lo que aprovechó el esbirro de Inorkul para atacar nuevamente y darle un
profundo tajo en el brazo izquierdo. El alko sintió como si mil dientes de
Wolkur le desgarrasen la piel, lacerasen el músculo y llegasen hasta lamerle
el mismo hueso. El dolor fue tan intenso y terrible que sintió que las fuerzas
le abandonaban. En ese instante comprendió por qué eran tan temidas y
odiadas las espadas de hoja de sierra gorglin.
Ingvar, que estaba abrazado a una temblorosa Ira, vio la desesperada
situación en la que se encontraba Oyvind y, tras besarla en la frente, volvió
a empuñar la daga y corrió hacia el otro extremo de la estancia. Sin
embargo, antes de que Ingvar pudiera llegar hasta la esquina donde su
hermano y el gorglin peleaban, Lamad se interpuso entre ambos empuñando
un trozo de la lanza partida con el que pretendía golpear al gorglin. Pero el
buen sureño no era un experto guerrero sino un habilidoso tejedor y, antes
de que pudiera hacer daño al gorglin, éste ya había presentido el ataque y,
viendo que Oyvind era ya una presa madura, se giró como un tornado con
su espada y seccionó de lado a lado el estómago de Lamad. El sureño quedó
de pie, inmóvil, con los dos brazos en alto aferrando el trozo de lanza
partida por encima de la cabeza, mientras de la enorme brecha que el
gorglin había abierto en su estómago, comenzaba a brotar un mar de sangre
roja entremezclada con intestinos y órganos negruzcos que llenaron la
estancia de un olor hediondo.
—¡¡¡Nooooooooo!!! —fue el desgarrador grito que profirió Hamad al
ver cómo su sobrino era casi partido en dos por el gorglin. Sus ojos se
arrasaron en lágrimas y, como un niño asustado y abandonado a su suerte,
se desplomó en el suelo, aferrando sus rodillas contra el pecho mientras
violentos temblores sacudían todo su cuerpo.
Ingvar lanzó su daga contra el gorglin, pero antes de que llegara a
clavarse certera en el corazón del asesino de Lamad, el cuchillo de cocina
de Tigot atravesó la sien del gorglin. Ingvar contempló cómo éste caía
inerte al suelo, como una marioneta a la que hubieran cortado los hilos que
la mantenían en pie, para después mirar a los ojos de Tigot, quien
impasible, permanecía de pie frente al cadáver del gorglin.
Los gritos de la tercera esclava, que se protegía tras la mesa sobre la
cual estaban extendidos los tejidos ahora salpicados por caprichosos lunares
de sangre, les devolvió a la realidad. Desde el exterior, los gorglins trataban
de derribar el pesado portón de madera sin conseguirlo, pues el cadáver de
su compañero y el de la esclava empalada en la puerta eran una pesada
barricada que desplazar.
Ingvar corrió hacia Oyvind y examinó su herida. Enseguida comprobó
que era profunda y sangraba profusamente. La maldita hoja de sierra había
hecho bien su trabajo, desgarrando piel, músculo y nervio.
—Si no logramos detener la hemorragia te desangrarás —dijo el hijo del
trueno—. Ira, torna mi daga y acércala al fuego del hogar. La única
esperanza de que Oyvind siga con vida es cauterizar la herida.
Ira se acercó presta y, sin pronunciar palabra, tomó la daga de Ingvar y
corrió veloz hacia el hogar.
—¿Por dónde podemos escapar? —preguntó casi gritando a Tigot.
—La ventana de la cocina. Da a la callejuela trasera —dijo aturdido el
posadero—. Pero una vez en la calle las patrullas os detendrán.
—Tenemos que intentarlo, es nuestra única oportunidad. Hamad, ¿nos
acompañarás? —preguntó al sureño, pero Ingvar no recibió respuesta, solo
desconsolados gemidos que a cada instante que pasaba conducían al
anciano comerciante a las puertas de la demencia.
—¡Yo os acompañaré! —habló sorpresivamente la otra esclava que
lucía hebras grises que le brotaban desde la frente en su enmarañado cabello
—. Si me quedo los gorglins me matarán; creerán que también era una
traidora como ella —dijo mirando con desprecio a Ira que llegaba sujetando
la daga al rojo vivo con un paño húmedo.
—No vendrás con nosotros —le gritó con autoridad la nerlinga a pesar
de su juventud—. Esa maldita traidora y tú nos habéis vendido por los
favores de la princesa.
Los ojos de la esclava se encendieron y brillaron preñados de cólera.
Poseída por la una furia descontrolada, se abalanzó contra Ira. Sin embargo,
de nuevo e inesperadamente, Tigot avanzó impasible hacia ella y,
golpeándola en la cabeza con una de las lanzas, la derribó dejándola
inconsciente.
Ira le entregó la daga a Ingvar, quien le ordenó que le abriera la boca a
Oyvind y le pusiera un trapo entre los dientes.
—Esto te dolerá, hermano —le previno, pero Oyvind, aturdido, no
pareció comprender el aviso.
Ingvar acercó bruscamente la hoja de la daga a la herida del antebrazo,
y una voluta de vapor y humo brotó de la misma, mientras el hijo del
relámpago mordía con tal fuerza el trapo que terminó desgarrándolo,
mientras gruñía y bufaba como una bestia encolerizada. Cuando Ingvar
retiró la daga de su brazo, Oyvind cayó desmayado pero por fin la herida
dejó de sangrar. El olor a carne quemada inundó la estancia.
—¡Rápido! Los gorglins no tardarán en rodear la posada. Corred a la
cocina —dijo Tigot.
—Oyvind, vamos, despierta —le dijo Ingvar golpeándole con suavidad
en la cara—. Ira, trata de despertarlo e incorporarlo.
—De acuerdo —asintió la esclava nerlinga mientras Ingvar se acercaba
a Hamad.
El anciano sureño seguía tumbado en el suelo retorciéndose entre
convulsiones, las rodillas apretadas contra el pecho y farfullando palabras
inconexas.
—Lamad… Lamad… el desierto está cerca… verde terciopelo… verde
terciopelo… sol y estrellas…
—Hamad —le habló Ingvar asiendo con ternura el tembloroso cuerpo
del sureño, tratando en vano de consolarlo—. Hamad, debes acompañarnos.
Ven con nosotros. Lamad ya no… —y se interrumpió, contemplando con
gran dolor al noble y generoso comerciante.
Pero Hamad no atendía y su mente había traspasado el umbral de las
puertas de la demencia.
—Verde terciopelo, Lamad, verde terciopelo… sol sobre el desierto…
verde terciopelo —deliraba Hamad.
Ingvar se incorporó al tiempo que en su cabeza reverberaban lacerantes
las palabras que le dijo a su hermano la noche que conocieron a los dos
sureños: “Pondremos en peligro sus vidas. Hamad y Lamad son buena
gente”. Aquel augurio, tristemente, se había cumplido.
—Cuídale —le rogó Ingvar con mirada suplicante a Tigot quien no oía
al alko pero leía las palabras brotando de sus labios.
El hijo del trueno se encaminó hacia Ira y Oyvind. Su hermano, aunque
aturdido, parecía haber recobrado el conocimiento.
—¡Vámonos! No hay tiempo que perder. Los gorglins caerán sobre
nosotros.
Oyvind se apoyó en los hombros de Ira e Ingvar y, caminando con
dificultad, se dirigieron hacia la cocina tan rápido como las fuerzas del alko
le permitían.
Fuera de la posada los gorglins se habían hecho con un grueso madero
que ahora usaban como ariete para tratar de derribar la puerta. Parte del
grupo se disgregó, afanándose en encontrar otra vía de entrada a la posada.
Cuando Ingvar ya se hallaba en la callejuela exterior y ayudaba a Oyvind a
salir por la ventana de la planta baja, escucharon los gritos de los gorglins
desde el otro extremo de la calle:
—¡Aquí! ¡Los traidores tratan de escapar!
Rápidamente nuevos gorglins acudieron a reforzar a los cuatro que
habían descubierto a los nerlingos, mientras el resto redoblaba las
embestidas contra el portón con el improvisado ariete. La madera tachonada
por remaches de hierro negro comenzó a agrietarse, cediendo ante los
embates de los esbirros de Zornik. Ingvar fue a echar mano de su espada
para defenderse de los cuatro gorglins que corrían a atacarles desde el
extremo del callejón, pero se percató que estaba desarmado.
—¡Maldición! —gruñó enfurecido—. Mi espada está en la posada.
¡Rápido Ira, alcánzame el puñal de Oyvind!
Ira obedeció y diligente le entregó el puñal de caza que su hermano
siempre llevaba colgando de la cintura. Oyvind, apenas sin fuerzas para
hablar, negó con la cabeza, tratando de evitar que su hermano se enfrentase
contra los cuatro gorglins con sólo un cuchillo.
—Rindámonos —le dijo sin apenas fuerza en la voz.
—Antes varios de los gronings pagarán con sangre la muerte de Lamad.
Entrad dentro de la posada —les ordenó y, girando sobre sí mismo, se
precipitó contra los gorglins.
La anchura de la callejuela trasera no era mayor a un par de pasos, por
lo que la inicial ventaja numérica de los gorglins quedaba anulada. Cuando
Ingvar escuchó con nitidez la agitada respiración del primero de sus
adversarios lanzó con increíble precisión el puñal de Oyvind, clavándolo en
el cuello del gorglin, quien soltó la lanza y aferró con sus dos manos el
cuchillo que comenzaba a teñirse del rojo de la muerte. Ingvar se lanzó de
un salto al suelo con los dos pies por delante y, con un rápido movimiento,
arrancó del cinturón del moribundo la espada y su vaina. Desenfundó la
espada con maestría mientras empujaba de una patada al gorglin contra los
tres compañeros que avanzaban por la angosta callejuela. Una lanza pasó
silbando a menos de tres palmos del alko, quien se incorporó de un nuevo
salto y, elevando la espada con ambas manos sobre su cabeza, descargó con
inusitada furia un mandoble sobre el gorglin que le había lanzado la
alabarda.
—¡Probad en vuestras carnes vuestra maldita hoja de sierra! —aulló con
fiereza una vez acabó con el segundo adversario—. ¡Probad el frío de
vuestro acero! —y siguió avanzando mientras el collar formado con los
dientes del demonio gris se balanceaba sobre la cicatriz de su cuello
confiriéndole un aspecto de temible guerrero.
Los dos gorglins restantes parecieron acobardarse ante el empuje y la
destreza demostrada por su adversario con la espada, pero la llegada de
nuevos refuerzos hizo que recuperasen su coraje. Dos nuevas lanzas volaron
contra Ingvar, quien a duras penas pudo esquivarlas, parapetándose tras uno
de los cadáveres de los gorglins. Un nuevo enemigo corrió desafiando al
alko y le hizo retroceder ante sus estocadas, pues Ingvar acababa de
levantarse tras evitar las alabardas gronings. Ambos se enfrascaron en un
terrible duelo, pues el gorglin era veloz y experto con la espada y, con cada
embestida, lograba hacer retroceder al alko. Los refuerzos lanzaron una
nueva lanza e Ingvar no tuvo más remedio que batirse en retirada, pues el
gorglin al que se enfrentaba era un adversario terrible y, si ya de por sí era
incierto el resultado del duelo de espadas entre ellos, sería imposible
derrotarlo mientras nuevos refuerzos lo hostigaban. Aún en dos ocasiones
debió detenerse y contraatacar para no verse alcanzado por el desgarrador
tajo del filo de la hoja de sierra. Cuando llegó a la ventana por la que había
abandonado la posada contempló con impotencia y desesperación, cómo
dos gorglins maniataban a su hermano y un tercero tenía presa a Ira,
abrazando con el filo de una daga curvada la delicada garganta de la
nerlinga.
—Entrégate o la esclava morirá —le conminó el gorglin.
Ira negó con la cabeza y dirigió una mirada suplicante a Ingvar para que
no se rindiera ante los gorglins, pero el hijo del trueno decidió claudicar. No
se perdonaría que algo pudiera ocurrirle a la joven nerlinga, no ahora que
sabía que estaba enamorado de ella.
Ingvar miró con desprecio al gorglin que lo observaba desafiante con
una ladina sonrisa en la boca, y a regañadientes soltó la empuñadura de la
espada. Cuando ésta cayó en el suelo, reverberó con un frío y metálico
sonido en las paredes de la angosta callejuela. Ese sonido fue el último que
el hijo del trueno escuchó antes de sumirse en la más profunda y oscura de
las noches, ya que el gorglin con el que había luchado en el callejón le
golpeó en la cabeza con la cara plana de la hoja de su espada. Ingvar cayó
inerte en el callejón, desplomado junto a la espada gorglin sobre el frío
suelo de piedra.
—¡Apresadle y conducidle junto al otro traidor a palacio! —gritó el
gorglin que había derribado a Ingvar.
—Se hará como ordena, mi capitán Inorkul.
—Y tú, maldita renegada, pagarás por la traición a la princesa. Ahora
sabrás lo que te aguarda a ti y a los de tu inmunda calaña —sentenció
Inorkul.
—¡No! ¡Maldito, no te atrevas a tocar a Kajsa! —y el gorglin que la
mantenía inmovilizada ahogó el desesperado grito de Ira, presionando con
la afilada daga sobre el delicado cuello de la esclava, adornándolo al
instante con un fino collar de rojizas cuentas.

El latido del tiempo no conocía demora posible y la estrella del día


caminaba incansable sobre ominosas nubes grises, siniestros artificios
algodonados de la lamia Urkha que privaban a los hombres de la cálida
caricia del sol. Era más del mediodía, pero en Groningburgo, las brumas
amortajaban el palacio del rey.
—¡Arrodillaos ante el Rey y la princesa! —fueron las primeras palabras
que volvió a escuchar Ingvar tras recobrar el conocimiento.
La cabeza le retumbaba y le dolía terriblemente. Se tocó la nuca y sintió
un pinchazo al palpar una costra de sangre seca que se le había formado
bajo el cabello. Aquella voz que gritaba amenazante era la misma que había
escuchado antes de que le golpeasen por la espalda. Era la voz del
mismísimo Inorkul, capitán de los gorglins y mano derecha de Zornik. Trató
de mirar a derecha e izquierda, pero un repentino mareo se apoderó de él.
No podía caer al suelo, pues yacía tumbado sobre una lisa, fría y pulida
superficie. Sin embargo sintió la cálida y suave caricia de las manos de Ira
que, junto a su herido hermano, le sujetaban tratando de incorporarle para
que Inorkul no hiciera chasquear el látigo que portaba en su mano.
Ingvar se inclinó sobre su rodilla derecha y a duras penas pudo alzar la
mirada. Entre borrosas siluetas pudo percibir la grandiosidad de la sala del
trono, un bosque de impresionantes columnas de mármol decoradas con
cuidados relieves y coronadas por capiteles en forma de flor de loto. Frente
a él, sentado en un egregio trono de mármol negro, alcanzó a distinguir una
amenazante y conocida figura.
—¡Ja, ja, ja! ¡Por todos los dioses! —rió grotescamente Zornik al
contemplar su rostro—. El traidor nerlingo vuelve a arrastrarse a mis pies.
¿Es que acaso no tuviste suficiente con nuestro encuentro en el paso del
norte que de nuevo regresas a mí?
Ingvar agachó su cabeza como en un acto reflejo, pues recordaba la
terrible huella que dejó en su alma la incontenible mirada del rey brujo.
Podría enfrentarse a la más brutal de las torturas, mas no sería capaz de
volver a soportar un duelo de miradas con Zornik. Antes de hacerlo pudo
distinguir sentada sobre un sitial blanco a la diestra de Zornik, a una bella
joven de cabellos negros y rizados como una catarata de obsidiana, sin duda
la princesa Ihola.
—Así que no te bastaba con colaborar y proteger al maldito bastardo de
la extinta estirpe real, sino que además pensabas que podrías sembrar el
terror en el corazón de mi imperio —y Zornik se levantó de su trono
acercándose pausadamente hacia los tres alkos, quienes eran vigilados de
cerca por Inorkul y media docena de sus gorglins—. ¿O quizás lo que
pretendías era acabar conmigo, insensato mortal? —y con tres pasos ágiles
y silenciosos como los de un gran felino se plantó frente a Ingvar. Agarró
con su mano nervuda la barbilla del hijo del trueno y le obligó a mirarle a
los ojos. Bastó un solo instante para que la mirada de Zornik traspasara el
alma del nerlingo—. Vaya, vaya. A fe que no me equivocaba. El joven
cachorro de oso blanco porfiaba por asesinarme, ¡ja, ja, ja! —y de un
manotazo soltó la presa sobre el rostro de Ingvar desechándolo como a un
manantial agotado—. Y además esta vez has venido acompañado. Muy bien
acompañado por lo que veo —susurró pérfido al tiempo que rodeaba por la
espalda a Ira—. No, realmente eres egoísta, avaricioso, insaciable. En eso te
pareces a mí, ¡ja, ja, ja! —y volvió a reír—. No solo no te valía con
matarme, sino que además tenías que hacer daño a mi pequeña —y se giró
hacia su hija extendiendo su brazo derecho, invitándola a acercarse—. El
cachorro de oso blanco se enamoró de la esclava de mi princesa y pensó
arrebatársela de su lado. ¿No es cierto, mi dulce pequeña? —terminó con
una siniestra sonrisa cuando su mano se unió a la de su hija.
—Es cierto padre —habló Ihola—. Esta bastarda nerlinga, fiel a la
sangre de su calaña, conspiraba a nuestras espaldas. Thura, la vieja esclava
me lo contó todo. Vio cómo se miraban, como hablaban, y no se equivocó
en su juicio. Y por ende, descubrió a los traidores de Groningburgo —e
Ihola agarró la larga melena castaña de Ira, la sujetó con fuerza y, sacando
una daga de entre su blanca túnica de seda, se la cortó de un tajo. Ira no dijo
una sola palabra, no emitió un solo gemido, no pronunció una sola súplica,
pues era conocedora de la crueldad de la princesa. Si Ihola hubiera intuido
en ella la menor muestra de debilidad, no hubiera dudado en matarla allí
mismo sobre el suelo de palacio.
—¿Qué sugiere mi dulce princesa que hagamos con tamaña ingrata? —
preguntó divertido Zornik.
—Profanar el amor, la confianza, la compasión, la piedad. Ésas parecen
ser las virtudes de la esclava traidora —dijo Ihola—. Quizás su destino más
apropiado sea retozar en algún lupanar cercano al acantonamiento de las
legiones del norte. El invierno y la soledad logran enfriar el corazón y el
espíritu del más bravo de los soldados. Nuestra querida traidora podrá
profanar sin descanso en aquellos agrestes eriales el cuerpo de los
legionarios.
—Sea —concedió Zornik al tiempo que el desgarrador grito de Ingvar
pidiendo clemencia resonó en toda la sala del trono.
Inorkul hizo restallar su látigo contra la espalda del alko y, sin solución
de continuidad, uno de sus gorglins le golpeó con la empuñadura de la
lanza, dejándolo de nuevo tendido e inconsciente sobre el frío suelo de
mármol. Oyvind no levantó la cabeza, pero pudo sentir cómo los ojos de Ira
se llenaban de lágrimas ante el destino que Ihola le había reservado. Pero la
princesa aún tenía guardado un último y emponzoñado presente para la
joven esclava nerlinga.
—Tengo otro deseo que querría me concedieras, padre —continuó con
voz sumisa Ihola.
—Si está en mi mano el poder complacerte… —dejó Zornik la frase
teatralmente suspendida en el aire.
—Se trata de la hermana de la esclava, una jovencita de apenas quince
años —dijo Ihola—. Es aún más hermosa que la traidora, pero ya no podría
confiar en ella. Soy demasiado débil y benévola con mis esclavas, lo admito
—dijo burlándose—. Pero quizás un regio Mariscal como Burkelen podría
domar a esa joven potrilla y hacer que su descendencia no termine
degenerando en una pocilga repleta de bastardos.
—Si es tan bella como dices, el buen Mariscal estará encantada de
tomarla como concubina —volvió a conceder Zornik.
—Nooo… Nooo, por favor, os lo ruego —gimió entre sollozos Ira—.
Matadme, tomadme, haced conmigo lo que queráis, pero por favor, os lo
ruego, no hagáis daño a Kajsa, no a mi pequeña…
—¡Silencio, esclava! ¡¿Cómo osas dirigirte al Rey o a la princesa?! —
ladró Inorkul y su látigo golpeó sobre la espalda de Ira estremeciendo todo
su cuerpo.
—Quitad de mi vista a esta traidora —ordenó con voz firme y cruel
Ihola—. Ya no posee la consideración de esclava —y los gorglins
obedecieron prestos las órdenes de la princesa, arrastraron fuera de la sala
del trono a Ira, quien gritaba llorando desconsolada ante el terrible castigo
que Ihola le había impuesto.
Cuando los gorglins desaparecieron tras la gran puerta de entrada a la
sala, Zornik volvió a dirigirse a su hija:
—¿Han quedado satisfechos los deseos de mi dulce princesa?
—Más que satisfechos, mi señor y complaciente padre —y con una
sonrisa burlona a la que correspondió su padre con una teatral reverencia, la
princesa se encaminó altiva hacia el acolchado sillón de plumas de cisne
tapizado en un singular y nacarado cuero. Una vez Ihola se hubo sentado,
Zornik volvió su atención hacia Oyvind.
—Esta audiencia comienza a hastiarme —dijo y los gorglins rieron con
ahogadas risas guturales—. ¿Cuál será el dictado para el último de los
traidores? ¿Cuál será su merecida condena? ¿Quizás alimentar a mis
cachorros de wolkur? ¿Acaso decorar con su cabeza y su rubia cabellera las
almenas de Groningburgo? —e Inorkul y los gorglins seguían riendo entre
dientes—. ¡Vamos, maldito cobarde! ¡Alza tu cabeza y mírame a los ojos!
—gritó súbitamente Zornik—. ¿O es que te asusta contemplar el rostro de
un rey, de tu único y verdadero Rey?
Hasta ese instante Oyvind no había levantado la mirada del suelo, pero
al oír la orden de Zornik, alzó lentamente su cabeza hasta cruzar su mirada
con la del rey brujo, y así la sostuvo sin mostrar el menor atisbo de temor,
serena pero desafiante. Zornik se quedó helado al contemplar el rostro de
Oyvind, idéntico como una gota de agua a otra a su gemelo Ingvar, al rostro
de aquel maldito nerlingo, aquel hermano de sangre de los norteños a quien
había interrogado cientos de lunas atrás en el paso del norte y al que apenas
unos instantes antes acababa de volver a escrutar a través de sus ojos. Mas
algo muy dentro de Zornik comenzó a agitarse, pues aquellos ojos, iguales
pero tan diferentes a los del otro gemelo, proyectaban un aura poderosa, un
halo que traspasaba la negra e invisible coraza que le protegía y que hasta
ahora ningún mortal había logrado destruir. Y ambas miradas, la traslúcida
y noble de Oyvind, y la bruna y pérfida de Zornik, se enfrentaron en un
duelo singular en la sala del trono de Groningburgo, mientras los gorglins y
la princesa Ihola contemplaban atónitos la escena.
Y Zornik no pudo leer en el alma de Oyvind, no pudo penetrar más allá
de sus azules ojos, y éstos se convirtieron en un gigantesco océano en el que
Zornik y el espíritu que lo poseía se desvanecieron como granos de arena en
el desierto. Y a la mente de Zornik retornaron los augurios de la lamia, y en
su cabeza una y otra vez, una y otra vez, la frase de Urkha se repetía hasta
el infinito, debilitando la voluntad del rey brujo: “Alejados a los gemelos
mantendrás, o a miles de tus hombres enterrarás”.
Y fue entonces que, cuando una minúscula falla se abrió en el manto de
infinita maldad de Zornik, cuando el bruno poder del maligno espíritu se
resquebrajó, Nerlinguia bendijo la mirada del hijo del relámpago y Oyvind
pudo leer en lo más profundo de la lóbrega oscuridad de Zornik. Y leyó sus
pensamientos, sus anhelos, sus planes más cercanos, y lo que el alko vio fue
tan maléfico, tan aterrador, tan tenebroso, que sintió jamás podría volver a
descansar una sola noche hasta acabar con la amenaza que se cernía sobre el
mundo de los hombres.
Zornik contempló impotente cómo la luz de la diosa Nerlinguia
penetraba en su espíritu a través de los azules ojos de aquel alko escrutando
curiosa como una niña, buscando los secretos que ocultaba en lo más
profundo de su diabólico ser.
—¡¡¡Los que nacieron bajo la tempestad, morirán bajo ella!!! —gritó
con voz demente Zornik mientras retrocedía apartando sus ojos de los de
Oyvind.
Las mismas palabras que había pronunciado en su pesadilla, cuando se
encontró frente a frente ante Kiril y los dos gemelos del trueno y el
relámpago, volvieron a brotar de sus labios como única defensa posible.
Mientras, Oyvind, exhausto tras el duelo con Zornik y debilitado por la
sangre que había perdido a causa de su herida, cayó desvanecido al suelo,
como si un rayo hubiera traspasado su cuerpo.
En la sala del trono nadie osó pronunciar ni un solo murmullo. Sólo
Ihola se atrevió, al cabo de unos instantes, a acercarse a su padre.
—¿Te encuentras bien, padre? —preguntó aferrándole del brazo.
—Déjame, no me pasa nada —respondió enojado Zornik—. Llevaos de
mi vista a este nerlingo. Encerradlo con su hermano, pero no en las celdas
de la prisión, eso sería gratificarles con un premio. ¡Llevadlos a la Celda del
Wolkur! Si sobreviven a su estancia en ella, tendrán el honor de ser una de
las atracciones en la boda de Ihola. ¡Los traidores siameses contra la
camada de wolkurs! ¡Ja, ja, ja! ¡Vamos! ¡¿A qué esperáis para cumplir mis
órdenes?! —e Inorkul y tres de sus gorglins prendieron a Oyvind e Ingvar y
los condujeron fuera de la sala.

Cuando Oyvind despertó, una insondable oscuridad le rodeaba. Recordó


la lucha silenciosa que había mantenido con Zornik y creyó haber
abandonado para siempre Tierra Conocida. Sin embargo, los sordos y
amenazantes gruñidos que llegaban desde las entrañas del mundo, le
hicieron pensar que había sido abandonado a su suerte en una caverna
habitada por alimañas. Pero fue la caricia de Ingvar sobre su hombro lo que
lo serenó.
—No te muevas, hermano —le previno—. Una jauría de wolkurs está
confinada con nosotros en esta prisión. Los gorglins la llaman la Celda del
Wolkur. Gruesos barrotes de hierro oxidado al frente, húmedas y frías
paredes por techo y, a ambos lados, suelo de piedra cubierto de musgo. A
nuestra espalda, el infernal vacío, la nada y la muerte en forma de afiladas
fauces y ojos inyectados en sangre. No hay escapatoria, hermano. Hemos
sido condenados a morir.
Oyvind sintió que de nuevo las fuerzas le fallaban y la consciencia le
abandonaba entre oscuras y difuminadas brumas. Se tumbó sobre el
húmedo suelo de piedra, y el musgo que crecía en aquellas oscuridades le
hizo creer que yacía sobre un acolchado y suave jergón.
—Dormiré sobre este suave terciopelo —musitó delirando Oyvind antes
de perder el conocimiento.
—Verde terciopelo —dijo derrotado Ingvar, acariciando los rubios
cabellos de su hermano, recordando al anciano Hamad—. Verde terciopelo
—repitió mientras sus ojos se colmaron de lágrimas—. Frío y verde
terciopelo.
TENKOLMAR SE LEVANTA

L a insondable oscuridad que acompañaba a las noches sin luna no era la


misma en las estribaciones septentrionales de las Montañas Blancas.
Las primeras nieves del otoño habían bañado de un blanco níveo las laderas
montañosas al resguardo de las cuales transitaba la compañía de norteños
comandada por Simas. El sol se había hundido en el oeste con el ocaso,
incendiando con sus últimos destellos de un color rubí los escarchados
campos del norte.
La compañía procedente de la Batalla de Eloburgo había cruzado sin
contratiempos los Valles Solitarios para después remontar hasta las
Montañas Blancas y dirigirse a Sildenburgo. Esa noche, bien entrada la
madrugada, alcanzarían el burgo más meridional de las Tierras Frías. Los
norteños anhelaban dormir al abrigo de un techo, comer carne crujiente y
aceitosa asada en un espetón, beber una buena jarra del áspero vino del
norte y, por qué no, un buen trago de su codiciado licor de fuego.
Cuando el sueño comenzaba a emboscar a la silenciosa compañía bajo
el frío manto estrellado, las llamas de media docena de antorchas que
circundaban el burgo irradiaron su fulgor sobre los campos blanquecinos,
tiñéndolos de amarillo como si el amanecer acudiera a darles la bienvenida.
—Las luces del norte, imperecederas y fugaces, visibles y ocultas —
susurró con añoranza Simas.
Con un penetrante silbido, los exploradores que se habían adelantado a
la compañía, confirmaron que el burgo dormía tranquilo. Envueltos en un
completo silencio, que ni siquiera los caballos osaron romper con un
relincho, Simas y sus hombres llegaron como sombras furtivas a
Sildenburgo. El líder de Tenkolmar se dirigió a la cabaña de Dinara, en la
cual, lunas atrás, se reencontró con el fantasma de su amigo Gródolas. La
buena de Dinara, quien tenía un sueño ligero, se despertó en cuanto escuchó
los golpes en la puerta de entrada. Abrió la puerta de su cabaña envuelta en
una gruesa manta de lana y, cuando contempló el rostro de Simas frente a
ella, se abrazó fuertemente al norteño, a quien aquellas efusivas muestras de
cariño pillaron por sorpresa. Tal fue el énfasis que puso Dinara, que no se
percató que la manta se le había desprendido de los hombros, por lo que
cuando se separó de Simas tras el caluroso abrazo, su cuerpo sólo quedó
cubierto por un largo camisón de tela de color crema. Cuando Simas y los
hombres que le acompañaban la miraron, Dinara no se ruborizó.
—¿Es que no habéis visto nunca a una mujer en paños menores? ¿Sólo
por estar unas lunas guerreando y durmiendo entre árboles, pájaros y
montañas, me miráis como si fuera una bella doncella? Pasad desdichados.
Un buen lechón y una jarra de vino sanarán esas fiebres, ¡ja, ja, ja! Y
vosotros os hacéis llamar hombres del norte. ¡Ja, ja, ja! —y rió a carcajadas
invitándoles a entrar al calor de la posada, mientras Simas y sus hombres
eran los que sentían el fuego del rubor en sus rostros.
Los norteños no rechazaron la invitación de Dinara, pues la travesía
bajo el cielo raso les había dejado ateridos de frío. Simas fue el único que se
atrevió a hablar a la oronda posadera sin ruborizarse.
—Intentaremos no importunarte en demasía esta noche —dijo
frotándose las manos y echando su aliento sobre ellas, tratando en vano de
hacerlas entrar en calor—. Unas jarras de vino y algo de queso serán
suficientes para mis hombres. Pero lo que más agradeceremos será poder
dormir al cobijo de un techo.
—Los que no tengamos sitio en la posada o cabañas de los lugareños
nos arreglaremos para dormir en los establos y almacenes —se animó a
hablar Vladas—. Después de dormir tantas lunas al raso, incluso la paja
húmeda bajo una tejavana será un confortable jergón.
—Eso no será ningún problema —sonrió Dinara—. Como veis, la
recepción de mi posada es amplia, al igual que el suelo de mi comedor, por
lo que al menos veinte de vosotros podréis descansar aquí. Avisaré también
a Rhimas, Sarunas, Valdemaras y los otros, si es que aún no se han
despertado con mis carcajadas.
—Mil gracias, Dinara. Mil gracias otra vez por tu hospitalidad —dijo
Simas.
—No hay de qué, pero confío en que cuando los gronings hayan
desaparecido de la faz de la tierra y el gran Simas pueda gobernar en el
norte, recuerde la contribución de esta pobre posadera a la Alianza de
Tenkolmar y envíe a algunos de sus hombres para reparar y ampliar la
cabaña, y así poder convertirla en la posada más hermosa y renombrada al
norte de las Montañas Blancas.
—Te doy mi palabra, mas con una condición: tendrás que ponerle un
nombre.
—La posada de Dinara —respondió sin vacilar la mujer norteña—. Así
es como se llamará, pues así es como todos la conocen. Y sobre la entrada
penderá un tablero con ese nombre, en letras de color oro sobre fondo negro
y un gran oso blanco hibernando… mi gran oso blanco… —y recordó con
añoranza a su marido al que tiempo atrás había perdido—. Pero dejémonos
de cháchara —dijo mientras se giraba dando la espalda a los hombres para
enjugarse una lágrima—. Ayudadme a preparar unas jarras de vino y a
cortar el queso. Los demás que vayan instalándose sobre el suelo de la
posada.
Los norteños, agotados por el viaje, obedecieron a Dinara y, en menos
que canta un gallo, toda la compañía había sido alojada por los hospitalarios
habitantes de Sildenburgo. En la posada, muchos roncaban ya
ruidosamente, sin haber tenido apenas tiempo para dar siquiera un trago del
vino de tonos violáceos que Dinara les había ofrecido.
—Esta noche será peor que pasarla en compañía de un grupo de bardos
borrachos —le dijo sonriendo la oronda posadera a Simas—. Tus hombres
no han hecho más que empezar a entonar las primeras estrofas de sus
estridentes melodías sin letra —se rió refiriéndose a la ruidosa serenata de
ronquidos.
—Discúlpanos por irrumpir de esta manera en tu hogar y privarte de tu
merecido descanso —dijo Simas—. Las próximas lunas habilitaremos un
campamento en el burgo y podrás descansar. Pero prométeme que
podremos regresar al atardecer para degustar tus exquisitos guisos.
—Por supuesto —sonrió Dinara—. Podéis regresar siempre que querías;
al despuntar o al caer el día. Sabes bien que no me importa. Es gratificante
ayudaros y sentirse de cuando en vez acompañada —y el líder de
Tenkolmar pudo percibir la profunda añoranza que la mujer sentía por la
ausencia de su marido y sus dos hijos que fueron asesinados por una
incursión groning durante las guerras del norte.
Con el transcurrir de la noche, la agitación que había envuelto a
Sildenburgo fue apagándose con el ritmo acompasado de las confiadas
respiraciones de los norteños. Sin embargo Dinara apenas si pudo conciliar
el sueño y se afanó en preparar pan y bizcocho para saciar el voraz apetito
con el que se despertarían sus huéspedes. Cuando despuntaba el alba, se
acercó a la cabaña del cuñado de Rhimas para ayudarle a ordeñar sus cinco
vacas lecheras y de esa manera poder llevarse la mayor parte de la
producción de leche, pues algo más nutritivo que el vino aguado o la
cerveza floja tendrían que beber aquellos enjutos hombres si no querían
caer enfermos.

El día amaneció vacilante, despidiendo a las negras tonalidades que


habían reinado durante la noche para dar la bienvenida al color oro con el
que la luz del sol teñía las heladas tierras del norte. A pesar del luminoso
amanecer, los hombres continuaron durmiendo durante largo rato. Cuando
despertaron y contemplaron el desayuno que Dinara les tenía preparado, no
pararon de agradecer a la posadera por sus cuidados y de alabar sus dotes
culinarias. Tras dar buena cuenta del mismo, Simas ordenó a sus hombres
levantar un campamento en la zona norte del burgo. El líder de la Alianza
de Tenkolmar había decidido permanecer apostado y agazapado al sur de
las Tierras Frías.
Durante la larga marcha que les había traído desde el Valle de los
Elothas, Simas había reflexionado sobre el futuro que le aguardaba a su
pueblo. Más de diez inviernos después del fin de las guerras del norte, en
las que la Alianza de Tenkolmar quedó prácticamente desmembrada, el
escaso ejército regular que se ocultaba al norte del Río Lathi había vuelto a
salir de su escondite para combatir en el este junto a sus antiguos hermanos
del extinto reino de Esreghaia, mientras que otro pequeño contingente
participaba en el asalto a Eloburgo. El norte se había desangrado en el
pasado y, ahora que apenas había comenzado a restañar sus heridas, de
nuevo la savia joven de su pueblo volvía a derramar su sangre, esta vez
lejos de sus hogares. Sin embargo Simas había comprendido que de nada
valdría esconderse en lo más profundo de las heladas tierras septentrionales.
El mal que los amenazaba no se limitaría a diezmar a su ejército, sino que
aniquilaría a todo el pueblo norteño y esclavizaría a los escasos
supervivientes que ya no tendrían más esperanza que rezar a Olión para que
pusiese fin a sus vidas. Las palabras que Gródolas pronunció en la misma
cabaña en la que ahora descansaba, habían reverberado en sus oídos durante
todo el trayecto que le trajo desde Eloburgo:
—… llegará a nuestros burgos, hasta los Siete Lagos Helados y más allá
de los Hielos Perpetuos. No habrá un lugar a donde huir, no habrá futuro
para el mundo de los hombres.
Aquellas palabras le habían llevado a tomar una decisión que haría que
su pueblo volviera a sangrar, pero aquella sería la sangre que los dioses
reclamaban a cambio de un futuro en libertad.
—Olión, no permitas que tome la decisión equivocada. Ayúdame, te lo
ruego… —musitaba angustiado.
Simas había decidido convocar a todos los hombres con edad de poder
empuñar un arma y a todas las mujeres que fueran diestras con la espada, el
arco o el hacha y que estuvieran dispuestas a luchar junto a él contra la
horda groning. Decidió no enviar mensajeros en busca del ejército de Kiril,
el cual se rumoreaba avanzaba imparable hacia Jactinia. No se arriesgaría a
que Zornik descubriese su plan. Dejaría que el rey brujo siguiera pensando
que el gran oso blanco aún hibernaba en su helada cueva en lo más
profundo de las Montañas Nevadas, que creyese que no más de varios
centenares de estúpidos norteños se habían unido a la causa nerlinga.
Ordenó llamar a Valdemaras, el joven mensajero que ejercía de correo entre
el norte y el sur de las Tierras Frías, y le encomendó viajar hacia el norte
siguiendo el camino principal que llevaba a los burgos pasando por
Ostenburgo, Orlag, Trondemag y Tenkolmar. Portaría un único y breve
mensaje: dentro de treinta lunas, Simas convocaba a los hijos del norte en
Sildenburgo para partir a la última batalla, la batalla en la que Olión les
brindaría la ansiada libertad pero en la que reclamaría la sangre y las
lágrimas de su pueblo. Recordó al joven norteño que los puestos de
vigilancia a lo largo del camino y las almenaras que jalonaban las colinas de
aquellas regiones estuvieran provistas de madera seca, presta para ser
quemada si Simas se veía obligado a convocarlos antes de treinta lunas.
Entonces, llegado ese momento, sabrían que el destino se había anticipado y
deberían cabalgar al galope día y noche sin descanso para llegar a
Sildenburgo. Tras recibir la encomienda Valdemaras no se demoró y, con un
ligero equipaje, partió presto a lomos de su corcel hacia Ostenburgo,
mientras el sol, que en esos instantes se elevaba grandioso en el este sobre
la aldea costera de Podiol, comenzaba a acariciar la figura del jinete.
Más tarde Simas hizo llamar a Vladas para confiarle la tarea de
construir un pequeño fuerte en lo alto del Paso de Rocagrande, más como
punto de vigilancia sobre las llanuras al norte de Halthoria que como
baluarte defensivo. Una vez ese puesto hubiera sido levantado, dejaría allí
un retén con una docena de hombres y seis caballos, y se dirigiría hacia el
Paso del Corzo para repetir la misma operación. Ambos puestos ubicados
en la frontera meridional de las Tierras Frías le servirían para controlar los
movimientos de las legiones gronings del norte comandadas por el Mariscal
Zotelen.
Simas había puesto en marcha su plan y rezó con todas sus fuerzas a
Olión para que protegiera al Rey Nerlingo y a su amigo Gródolas, junto a
los que anhelaba luchar para derrotar el imperio del terror de Zornik. Mas la
visión del campo de batalla regado por ríos de sangre purpúreos no dejaba
de atormentarle. Sólo las palabras de Gródolas que lunas atrás le
inquietaban, lograban calmarle reafirmándole en su decisión:
—… No habrá un lugar a donde huir, no habrá futuro para el mundo de
los hombres.

Más tarde el líder de Tenkolmar observaba distraído a sus hombres


mientras instalaban el campamento, cuando Vladas se le acercó inquieto
antes de partir hacia el Paso de Rocagrande.
—¿Será éste nuestro final? —preguntó temeroso.
—Nuestro final… —repitió Simas sin mirarle—. Nuestro final o el
comienzo de una nueva era —añadió pensativo con su mirada perdida en
las Montañas Blancas.
—Que Olión nos proteja —musitó Vladas, quien en lo más profundo de
su corazón presentía que el cercano invierno que se avecinaba podría ser el
último que contemplaran los norteños.
FUEGO Y CENIZAS

L a luz del día se consumía entre las oscuras y apretadas nubes que
cubrían el cielo de Lothikaton. A medida que transcurrían las
jornadas, el firmamento se revelaba más negro y opresivo. Sin embargo, esa
oscuridad no lograba ensombrecer el ánimo del Mariscal Burkelen, quien en
esos instantes desgarraba entre sus dientes el muslo de un jugoso faisán.
Tras dar otro par de bocados deleitando su paladar con el delicioso sabor
del ave, se limpió la grasa que chorreaba por su barba y dio un generoso
trago de biluk.
—Malditos nerlingos —dijo para sí—. Ahora que se acaban los últimos
barriles de biluk necesitaría a un maestro destilador para rellenar esos
cientos de toneles vacíos, pero resulta que no queda uno solo de esos
bastardos con vida en los alrededores. Creo que debería enviar un halcón a
Loriklen para que me obsequiase con varios de sus esclavos, si es que aún
no los han devorado los wolkurs de Bosque Frío, ¡ja, ja, ja! —y rió como un
demente al tiempo que apuraba su jarra de espumosa biluk.
Repentinamente alguien comenzó a golpear con insistencia la puerta de
la estancia en la que cenaba. Visiblemente contrariado, gritó desde el
interior de sus aposentos sin levantarse de la silla.
—¿Quién osa importunarme? —bramó enfadado.
—Mariscal, ha llegado un mensaje del rey Zornik —contestó uno de los
soldados que estaban destinados a la guardia del castillo.
—Pasa el pergamino por debajo de la puerta —dijo Burkelen—. Lo
leeré cuando termine de cenar.
—Mariscal, no hay ningún pergamino que…
—¿Cómo que no hay ningún pergamino? —le gritó al soldado—. ¿Es
que acaso han grabado con un cuchillo el mensaje en las plumas del halcón?
—No ha llegado ningún halcón de Groningburgo. El mensaje lo portan
tres gorglins de la guardia personal del rey.
—¡¿Cómo?! —contestó Burkelen incrédulo mientras se levantaba de la
mesa.
Tres gorglins portando un mensaje de palacio. Aquello no podía
significar nada bueno. Por su dilatada experiencia en el ejército groning,
bien sabía Burkelen que la llegada de los gorglins siempre estaba
relacionada con malos augurios. Desterrado, apresado o ejecutado. Ésas
eran las tres opciones que ahora acudían a su cabeza.
—Maldito aquél que se hace llamar Rey Nerlingo. Yo te maldigo
Therliangator —volvió a increpar Burkelen.
Pues aquella y no otra debía ser la causa por la que había caído en
desgracia. Él, al que siempre le encargaban las misiones más importantes y
peligrosas, ahora se veía incapaz de contener el avance de los ejércitos
llegados desde el este que habían reconquistado Mugaburgo, mientras
seguían avanzando sin oposición a través de territorio skelingo y lupeno.
Zornik no perdonaba los errores y enviaba a sus verdugos para ajusticiarle.
Lo había presentido al escuchar la titubeante y temerosa voz del soldado
groning desde el otro lado de la puerta. Pero si pensaban matarle, vendería
cara su vida. Si debía morir, sólo lo haría a manos de su rey. Se había
ganado ese honor en decenas de triunfales campañas. Se ató el cinturón con
su espada a la cintura y, caminando con soberbia, se dirigió hacia la puerta
para enfrentarse a su destino.
—¿Dónde están esos gorglins? —preguntó extrañado cuando abrió la
puerta y únicamente encontró al soldado.
—Están cenando unas hogazas de pan con carne ahumada en el
comedor, Mariscal —dijo asustado el soldado.
—Condúceme ante ellos —le espetó Burkelen y, asintiendo con la
cabeza, el soldado se dirigió hacia el comedor mientras el Mariscal seguía
sus pasos.
El soldado descendió por las escaleras de piedra hasta la planta baja del
castillo. Tras la Batalla de Lothikaton, Burkelen se había apropiado del
mismo y lo había convertido en su centro de operaciones. El antiguo castillo
de los reyes nerlingos había sufrido grandes daños durante el ataque
groning a Lothikaton, pero su robusta estructura de piedra había resistido lo
suficiente como para que el Mariscal lo considerase más adecuado para
establecer en él sus aposentos personales que instalarse en una de las
desvencijadas cabañas que rodeaban al castillo. Sabía que su misión en
territorio nerlingo se prolongaría más de un invierno y no estaba dispuesto a
padecer el frío, la nieve o la lluvia bajo una de las tiendas de campaña que
los altos mandos del ejército groning tenían asignadas durante sus
campañas militares. Concretamente se hospedaba en la misma estancia que
habían ocupado los lacrags nerlingos durante el período de regencia. La
segunda planta se había conservado mejor que la planta baja, excepto varias
estancias cuyos techos de vigas de madera habían sido consumidos por el
fuego. Sin embargo la planta baja mostraba aún las cicatrices que las llamas
habían provocado en ella. Las paredes de piedra estaban teñidas de un color
ceniciento, negro en ocasiones, mientras que en los rincones aún quedaban
restos de madera carbonizada, piedra rota y otros objetos destrozados que
los gronings no se habían molestado en retirar. Únicamente el gran salón,
donde los nerlingos solían celebrar la Ceremonia del Tránsito, había
resistido el embate de la horda groning. Ahora había sido reconvertido en
una especie de barracón que la guarnición de Lothikaton utilizaba a modo
de cocina y comedor, pero en la que no quedaba rastro alguno de los
emblemas o estandartes nerlingos. Muchas de las mesas y bancos habían
sido pasto de las llamas, por lo que en ocasiones los soldados utilizaban
toneles vacíos a modo de improvisadas mesas o sillas.
En un apartado y oscuro rincón de aquel gran salón, ahora sombrío y
teñido del gris y negro de las cenizas de Lothikaton, los tres gorglins
devoraban ansiosos una nueva ración de carne ahumada que el cocinero del
Mariscal les ofrecía.
—Ojos ávidos y voraces, ojos asesinos, ojos de wolkur —dijo para sí el
Mariscal—. Así son los cachorros de Inorkul.
Los tres gorglins desviaron su feroz mirada hacia la entrada del gran
salón en cuanto percibieron la presencia del Mariscal. Burkelen cruzó con
paso altivo por el arco de la misma, pues ya no había puerta que franquease
el paso, más que unos carcomidos listones de madera y tres goznes
metálicos anclados en la piedra.
Los tres gorglins parecieron quedar saciados de repente, olvidando la
sazonada ración de carne que instantes antes devoraban con avidez. Se
dirigieron prestos al encuentro del Mariscal quien, haciendo valer su rango,
permaneció con gesto solemne aguardando a que los esbirros de Inorkul se
presentaran ante él.
—Gran Mariscal de las legiones gronings del Sur —saludó con una
tensa reverencia el gorglin, mientras el soldado que acompañaba a Burkelen
y el resto de gronings que cenaban en el salón se hicieron a un lado,
temerosos de la guardia personal de Zornik—. Porto un mensaje de nuestro
rey. Mi capitán Inorkul quiso venir a entregároslo en persona, mas
inaplazables asuntos lo retienen ahora en Groningburgo —dijo refiriéndose
a los recientes sabotajes en la capital groning de los que Burkelen no tenía
noticia alguna.
—Dile a tu capitán que queda excusado —contestó con forzada cortesía
el Mariscal mientras recordaba cómo Zornik, Inorkul y varios de sus
gorglins irrumpieron en la tienda de los Mariscales en el Embarcadero del
Morkurgul y el mismo rey brujo colocó su afilada daga en el cuello de
Arniokelen. La mirada de desprecio que Inorkul les dedicó a él y a los otros
Mariscales aún permanecía grabada a fuego en su orgullo.
—Éste es el mensaje del rey —dijo el gorglin extendiendo un
pergamino enrollado y sellado con lacre real.
Burkelen lo tomó sin dejar de mirar a los ojos del gorglin, quien en su
mirada mostraba una extraña mezcla de fiereza, desprecio y desafío.
Rompió cuidadosamente el lacre para no dañar el pergamino y lo extendió
con lentitud. Apartó su mirada de la de aquel gorglin y comenzó a leer con
interés el mensaje. Sus ojos se fueron abriendo más y más en un gesto de
sorpresa a medida que leía una nueva línea. Cuando terminó de leer la breve
misiva volvió a mirar al gorglin quien lo contemplaba impertérrito sin
expresar emoción alguna.
—¿Habéis comprendido el mensaje? —preguntó repentinamente el
gorglin.
—¿Qué? —respondió sorprendido Burkelen.
—Si habéis comprendido el mensaje, Mariscal —volvió a repetir
impasible—. El rey Zornik me ordenó que os hiciera expresamente esa
pregunta, pues a mi regreso debo transmitirle en persona vuestra respuesta.
—Sí sí, lo he entendido —contestó dubitativo Burkelen—. Pero…
—Son las órdenes del rey, si es lo que nuevamente preguntáis. Nuestro
rey me previno ante vuestras más que probables dudas. ¿Cuál es entonces la
respuesta que debo transmitir?
El Mariscal Burkelen ardía de ira en su interior y en aquel momento no
deseaba otra cosa que no fuera ahogar con sus propias manos al insolente
gorglin, pero no se permitió traslucir sino unos leves coléricos destellos a
través de sus pupilas. Respiró tratando de serenarse y respondió al gorglin:
—Transmite este mensaje a nuestro rey. Dile que el Mariscal Burkelen
se presentará ante él dentro de dos semanas en Groningburgo al frente de
las legiones del Sur. Dile que mañana antes del mediodía, partiremos de
Lothikaton cumpliendo la encomienda que en su mensaje ha detallado —
terminó cortante.
—Partiré hacia Groningburgo junto a mis dos hermanos con las
primeras luces del alba —respondió el gorglin—. Nuestro rey se
complacerá de escuchar el mensaje que portamos.
—Confío en que así sea —respondió Burkelen dulcificando el tono de
su voz—. Y ahora, tú y tus dos compañeros podéis terminar vuestra cena. Si
necesitáis aposentos para alojaros hacédselo saber a mis hombres —y sin
dar tiempo a que el gorglin rechazase su ofrecimiento, Burkelen dio media
vuelta y a paso ligero salió del salón y subió los escalones de piedra que
conducían hasta sus aposentos mientras maldecía las órdenes recibidas por
Zornik. En su camino se cruzó con una pareja de soldados que acababan de
terminar su turno de guardia en las almenas del castillo.
—¡Vosotros dos! —les gritó mientras los dos soldados se agitaron
sobresaltados.
—Acabamos de terminar nuestro turno de guardia, Mariscal —
respondió uno de los dos soldados sin atreverse a mirar a Burkelen.
—Bien por ti, estúpido —respondió—. ¿Vais de camino al gran salón,
no?
—Sí, mi señor.
—Pues decidle al maldito cocinero que prepare una gran tinaja de vino
tinto para mí. ¡Y la quiero ya en mis habitaciones! —bramó rojo de ira.
Los dos gronings no dijeron palabra y bajaron de tres en tres los
escalones que conducían a la planta baja. Transmitieron los deseos al
cocinero y le dijeron que el Mariscal había pedido que fuera él mismo el
que le llevara el vino. Ellos no deseaban volver a cruzarse una vez más con
el iracundo Burkelen antes de que terminase aquel día.
El cocinero preparó una tinaja de barro con el mejor vino tinto que
había encontrado en sus incursiones por las bodegas del castillo de
Lothikaton. Era un vino violáceo de las regiones skelingas, recio y con
aroma a roble, que a buen seguro calmaría a la fiera que había despertado
dentro del Mariscal. Calentó unos trocitos de carne cortados con precisión
de las manos de un cerdo, los cuales enrolló en un perfecto rulo,
presentándolos sobre una bandeja de plata junto a varios trozos de carne
ahumada. Cuando llamó a la puerta del Mariscal, éste reprendió al cocinero
por su tardanza, pero al olfatear el olor de la carne mezclada con el aroma
del balsámico vino skelingo, indultó a su sirviente reprendiéndole con un
“la próxima vez no seré tan magnánimo”.
Tras dar cuenta de varios vasos de vino y degustar la deliciosa carne de
cerdo, la cólera de Burkelen se fue apagando al igual que se sofocan las
llamas con el agua de un diluvio. El vino atemperó su ánimo y dejó que su
mente pudiera reflexionar libre del yugo de la ira.
—Devolver sin presentar batalla estas tierras conquistadas a ese traidor
que se proclama Rey de los Nerlingos —pensaba en voz alta Burkelen—.
¿Es que acaso Zornik teme a un puñado de renegados y aldeanos venidos
del este? ¡Qué si les acompañan varios cientos de norteños! Por muy bravos
que sean no serán rival para mis legiones. ¡Los aplastaría como a hormigas
en campo abierto! —gritó dando un puñetazo en la mesa mientras varias
gotas de vino se derramaron sobre la mesa—. ¿Es que el rey ya no confía en
su más valiente y leal Mariscal? —y permaneció callado durante unos
instantes—. No, eso no. Si hubiera perdido su confianza en mí esos tres
malditos gorglins habrían venido a ejecutarme, no a entregarme un mensaje
del mismísimo rey. No, por alguna extraña razón, Zornik no quiere aún
enfrentarse al renegado nerlingo. Quizás sepa algo que los demás
desconocemos. Quizás busca que el nerlingo acuda a su encuentro, que
continúe su largo camino, que lentamente se vaya desangrando, para al final
ejecutar el golpe maestro que acabe para siempre con él y extermine a esa
cohorte de proscritos y rufianes que lo siguen —y mientras cavilaba volvió
a beber del vino, mientras su mente parecía volverse más lúcida con cada
nuevo sorbo del néctar violáceo—. Le mostraremos el camino hacia
Groningburgo. Lo verá, sí, claro que lo verá. El fuego y las cenizas lo
conducirán hasta Puente de Piedra. Fuego y cenizas, fuego y cenizas, ¡ja, ja,
ja! —y el vino skelingo se abría paso en su garganta abrasando el gaznate
del ebrio Mariscal.
El ejército de la Alianza, comandado por Kiril y sus capitanes, avanzaba
a paso lento bajo la fina pero persistente lluvia que azotaba a Jactinia y que
no les había abandonado desde que partieran de Maraburgo. A medida que
se acercaban a Helkoburgo, el más meridional de los burgos nerlingos, el
ominoso aliento de Urkha comenzaba a cubrir el cielo de grises vapores. A
pesar del hostil recibimiento, para Kiril y Maikel suponía el anhelado
regreso al hogar. Los dos alkos cabalgaban ensimismados en esos
pensamientos, mientras los hombres de Saralamath sentían una creciente
angustia en sus corazones, recordando cada día y cada noche los azules y
cálidos cielos sureños. Repentinamente, la irrupción de dos jinetes frente a
la columna hizo despertar a Kiril de sus ensoñaciones.
—¡Olaf y Lonar se acercan! —gritó uno de los soldados que viajaban a
la vanguardia de las tropas.
Tras las dos semanas que el ejército de la Alianza permaneció en
Maraburgo, el bueno de Olaf se había recuperado de su fractura en el brazo
y nuevamente se había incorporado al grupo de exploradores para el que
había reclutado a Lonar, su compañero de celda en Mugaburgo.
—¿Qué noticias traéis? —les preguntó Maikel a los dos exploradores.
Olaf tardó unos instantes en responder mientras trataba de disimular una
expresión de sorpresa en su cara.
—¡Vamos, hablad! ¿Qué es lo que sucede? —les apremió Kiril, para
quien el gesto de sorpresa del espíritu errante no había pasado
desapercibido.
—Los gronings se retiran del territorio nerlingo —dijo el norteño—.
Los últimos hombres de su retaguardia se internan en la Senda de las
Águilas…
—¡No puede ser cierto! —replicó Maikel.
—Es una trampa —añadió Gródolas—. Sus hombres estarán ocultos en
el Bosque de Alkos.
—El Bosque de Alkos no es más que un montón de cenizas y madera
quemada —se lamentó Kiril.
—No sólo el Bosque de Alkos —habló Lonar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Maikel al instante, mientras Enna y
Oerlikon temían que algo peor pudiera haber ocurrido.
Olaf y Lonar cruzaron temerosos sus miradas antes de responder.
—Las llamas del Bosque de Alkos se consumieron hace cientos de
lunas, mas el fuego destructor vuelve a devorar vuestro hogar —dijo Olaf
con tristeza—. Los gronings han incendiado los cinco burgos y la capital
avivando el fuego con leña nueva y, a pesar de la lluvia, columnas de fuego
se extienden de este a oeste alcanzando las estribaciones de Bosque Verde y
el Bosque Ranwuhan.
Un desolador silencio se hizo entre el grupo de los capitanes. Todos
sabían lo que para Kiril y Maikel suponía regresar a su hogar. Habían
imaginado que entrarían victoriosos en Lothikaton tras derrotar a los
esbirros de Zornik, pero jamás supusieron que el rey brujo les entregaría ese
presente envuelto en lenguas de fuego.
Kiril se alzó sobre su montura y miró hacia el horizonte, pero desde la
hondonada por la que ahora transitaban solo pudo contemplar el manto gris
con el que Urkha cubría aquellas tierras.
—¡Maldito! ¡Mil veces maldito! —gritó Maikel elevando su puño
cerrado hacia el cielo—. ¿No fue suficiente tu inmunda traición? ¿No te
valió la masacre de Lothikaton que además pretendes borrar cualquier
recuerdo de nuestro pueblo? —y lágrimas de rabia brotaron de sus ojos.
—Cálmate, Maikel —le habló Oerlikon—, pues ésta será a partir de
ahora la estrategia que presidirá las acciones de Zornik. Sospecho que
tratará de acabar con lo único que sabe que puede llevarnos a la victoria:
nuestra esperanza. Y no tenéis más que mirar al cielo y contemplar cómo
nos recibe a sus dominios. Oscuridad, fuego y desesperanza. Deberemos
estar alertas, pues no dejará de hostigarnos a través de sus hombres y de sus
artes oscuras, para que cuando llegue el momento en que todo se decida, la
fuerza de nuestros brazos, de nuestra mente y de nuestro espíritu se haya
doblegado.
—No lo conseguirá —dijo Enna quien trataba de consolar a Maikel
apoyando su mano en el hombro del alko—. No desfalleceremos.
Seguiremos hacia delante, hasta nuestro final si es necesario.
—Será más fácil decirlo que lograrlo —añadió Gródolas con cierta
pesadumbre en su voz—, pero si pude sobrevivir a la tortura de Eloburgo y
escapar de sus empalizadas, no abandonaré ahora que estamos tan cerca de
conseguirlo.
—Tampoco nosotros vinimos desde más allá de la Barrera de Dunas
para rendirnos ante las tretas de Zornik —dijo el príncipe Ilanit.
—A pesar de que el sol no brille sobre mi cabeza desde que pisamos
estas tenebrosas regiones, continuaré mi viaje junto a vosotros hacia las
Tierras Negras, pues así es como mis hombres han bautizado a los
territorios gronings —y los demás sonrieron por la añoranza que
Senthilkumar sentía por la luz de la estrella del día.
—Adelante entonces, amigos —ordenó Kiril con voz firme—. El
desánimo no se apostará en el ejército de la Alianza. Serán las tropas de
Zornik las que lo sientan prendido de sus uniformes al ver nuestros
estandartes frente a las murallas de Groningburgo. Porque amigos,
seguiremos el camino que el enemigo nos ha marcado. Seguiremos el
camino del fuego. ¡Adelante! —y espoleando a su caballo comenzó a
remontar la pendiente que le llevaría hasta los lindes del antiguo territorio
nerlingo.
Kiril se adelantó al grupo, pues no quería que los demás vieran las
lágrimas correr por su rostro. Therliangator no podía flaquear, la luz de
Darbrethil no podía temblar ante la visión del hogar profanado. El amor de
Nerlinguia no podía claudicar ante la oscuridad de su renegado hermano.
Su corcel remontó veloz la pendiente y condujo a Kiril hacia las
praderas que dibujaban el camino hacia Helkoburgo. Cuando el nerlingo
dirigió su mirada hacia el norte, la pavorosa imagen que acudió a sus ojos
fue más terrible de lo que jamás su mente hubiera podido imaginar. Su
caballo pareció presentir la consternación de su amo y detuvo su trote frente
al infierno que se mostraba ante ellos. El fuego parecía brotar de las
entrañas de la tierra, vomitado al mundo de los mortales por algún
insaciable demonio de los Días Antiguos. La devastación se extendía
decenas de leguas hacia el este y el oeste, y un gran y lejano arco de fuego
parecía indicar al ejército de la Alianza la senda que les conduciría al origen
de ese averno. El hogar que vio nacer a Kiril se consumía envuelto en una
danza siniestra de voraces llamas y todo lo que alguna vez había amado era
arrasado por el fuego del pérfido Zornik. No necesitaba más que mirar hacia
el oeste para ver en qué se convertirían los antiguos territorios nerlingos: en
un erial de tierra quemada y calcinada, en un páramo de raíces retorcidas y
carbonizadas, pues esa y no otra era la imagen que sus ojos veían al
contemplar lo que un día no tan lejano fuera la frondosa floresta del Bosque
de Alkos.
Las primeras unidades de la vanguardia del ejército de la Alianza
comenzaban a alcanzar las praderas y, al igual que Therliangator, se
detuvieron consternados frente a aquel lienzo que Zornik había dibujado
para ellos. El silencio se apoderó nuevamente de la gran tropa, solo roto por
el lejano y siniestro crepitar de las llamas destructoras. La retaguardia del
ejército estaba desconcertada tras detenerse la marcha nada más haberse
iniciado. Los hombres treparon por la pendiente rompiendo las columnas
para formar una gigantesca hilera de rostros desolados frente al infierno de
fuego.
—Que Olión nos proteja —fue lo único que alcanzó a musitar Gródolas
espantado ante las columnas de humo y fuego que se elevaban hacia el
norte.
Kiril tiró con suavidad de las riendas de su caballo y reemprendió la
marcha hacia Lothikaton, mientras la nubes de polvo y ceniza se mezclaban
con los brunos vapores del aliento maligno de Urkha, formando un opaco y
negro tapiz en el cielo, sobre el que se dibujaba el caprichoso reflejo de
aquellas llamas de destrucción. Los capitanes le siguieron mudos y
abatidos. Maikel era el único que rompía aquel silencio con su ahogado
llanto.
A medida que avanzaban hacia su amada Lothikaton, las nubes de humo
lloraban una lluvia de ceniza que comenzó a cubrir sus capas y ropajes de
un color ceniciento. Ni siquiera la lluvia lograba sofocar los fuegos que
Zornik había provocado. Con el ocaso del día, las sombras que proyectaban
las llamas se transformaron en formas perversas y siniestras, y el miedo
comenzó a hacer presa en los hombres, un miedo demente como el que se
apoderó de ellos al cruzar Bosque Salvaje. Kiril no tenía la fuerza necesaria
para empuñar a Darbrethil y espantar con su luz a los demonios que los
atemorizaban y claudicó ante la petición de sus hombres para dormir en
campo abierto a media milla del devastado Helkoburgo. Nadie quería
penetrar en aquel burgo calcinado durante la noche, y los hombres del sur
rezaban a los dioses del desierto para que su príncipe abandonase aquella
descabellada misión y pudieran regresar al hermoso Reino de Saralamath.
Mas las escasas luces del nuevo día, ahogadas bajo el manto negro del
cielo que los oprimía, no lograron devolver el ánimo a los hombres. El
silencio se había apoderado del campamento. Los capitanes apenas si
cruzaban palabra y Kiril se mostraba solitario y taciturno. Maikel, quien
había permanecido apresado por un desconsolado llanto, se acercó a su
amigo y hermano de sangre y se sentó a su lado. Ambos contemplaron
desde la distancia las llamas que envolvían Lothikaton y que se resistían a
consumirse bajo la cortina de fina lluvia de agua y cenizas.
—Ethril Eilalith —le susurró—. Debemos recuperar a Ethril Eilalith.
Kiril se giró súbitamente hacia Maikel, como si éste hubiera
pronunciado las palabras mágicas que deshiciesen un terrible sortilegio.
—La estatua de Nerlinguia —dijo Kiril—. Junto a ella reposa Ethril
Eilalith. El fuego de nuestra diosa consumirá el fuego de Zornik —y ambos
se abrazaron y en sus rostros resplandeció la luz de un nuevo amanecer.
Los dos alkos se acercaron a los hombres y, con voces fuertes y briosas
prendidas de sus gargantas, comenzaron a movilizar aquel ejército
derrotado por la visión del nuevo mundo en el que Zornik ansiaba convertir
Tierra Conocida. Los capitanes no salían de su asombro al ver recobrar a
Kiril y Maikel toda su fuerza y determinación y Enna se acercó a su amado
con una sonrisa en la boca:
—¿Qué ha sucedido? ¿Nerlinguia te ha hablado?
—Sí —dijo sonriendo—, pero esta vez a través de los labios de Maikel.
En Lothikaton recuperaremos la esperanza que por un día el maldito rey
groning nos ha arrebatado. Acompáñame, Enna, hija de Oerlikon. Cabalga a
mi lado y entra junto a mí en el sagrado lugar de reunión de todos los
nerlingos. Pues allí nuestra diosa nos aguarda con la luz que iluminará
nuestro camino hacia Groningburgo. No dejaremos que sea el fuego de
Zornik el que guíe nuestros pasos.
—Cabalgaré junto a ti, amor mío, pues ya nada podrá separarnos. Ni
siquiera la muerte puede ya asustarme; el jinete sin rostro podrá arrastrarme
de tu lado, pero yo te esperaré paciente en la morada de los dioses.
—No llames a la muerte antes de tiempo, Enna —le reprendió con un
cariñoso beso en la frente—, pues en las próximas lunas el jinete sin rostro
robará miles de nuestras almas y de los soldados de Zornik. La batalla final
se aproxima y siento cómo se revuelve inquieto a lomos de su terrible y
negro corcel.
—Apartaré esas palabras de mis labios —respondió Enna—. Pero no
nos demoremos más frente a la gran hoguera de Helkoburgo. Condúcenos a
Lothikaton o adonde quiera Nerlinguia te haya ordenado.
Kiril volvió a besarla, esta vez en la boca, y desterró aquellas palabras
de los labios de su amada. Mientras ellos se besaban, Maikel con la ayuda
de Gródolas y Senthilkumar, había logrado que el ejército de la Alianza
estuviera presto y en estado de revista. Kiril montó sobre su corcel y,
desenvainando a Darbrethil, gritó a los hombres:
—¡Hacia Lothikaton! ¡El fuego del infierno se sofocará a nuestro paso!
Y el ejército se puso en marcha a paso lento pero firme hacia la capital
nerlinga. A pesar de la vehemente arenga de Kiril, eran aún muchos los que
dudaban de las palabras del Rey Nerlingo. Se preguntaban cómo acabaría
con las llamas de Lothikaton si durante toda la noche la gran pira en la que
ardía Helkoburgo apenas si había menguado bajo la pertinaz cortina de
lluvia. Sin embargo Kiril, ajeno a los temores que atenazaban a sus
hombres, avanzaba hacia el norte con sus ojos clavados sobre Lothikaton.
Apenas si tardaron unas horas en alcanzar la antigua capital nerlinga.
Cuando penetraron en aquel mar de desolación y destrucción, Kiril
encabezaba la marcha sosteniendo a Darbrethil en su mano derecha. Las
llamas parecían menguar al paso de la Espada de Libertad, pero
recuperaban su furia cuando Therliangator se alejaba de ellas. El humo y las
cenizas que revoloteaban a su alrededor como pérfidos cuervos negros
apenas si les permitían respirar, pero Kiril avanzaba erguido sobre su corcel
en dirección a la que en su día fue la plaza central de Lothikaton, donde la
estatua de la diosa Nerlinguia otrora había lucido majestuosa, iluminada por
la límpida llama de Ethril Eilalith que descansaba sobre un hermoso
pedestal de plata. A unos trescientos pasos de su posición, Kiril divisó el
semiderruido castillo en el que hacía poco más de un invierno había vivido
acompañando al entonces regente nerlingo, su padre Akrog. En aquellos
instantes de dolorosos recuerdos, una parte de su ser agradeció que su padre
no pudiera contemplar la devastación que había sufrido su hogar tras el
delirio de poder de Torko, al que el mismo Akrog apoyó con su voto en el
último Consejo de los Lacrags.
Sobre el castillo Kiril creyó ver sobrevolar a un pájaro, pero confundido
por el humo, las cenizas y el aliento maligno de Urkha que velaban las luces
del cielo, concluyó que serían restos de las ascuas elevadas al cielo por la
virulencia de las llamas. Continuó avanzando hasta que se dio de bruces con
la gran plaza circular de Lothikaton. En el centro de la misma descubrió la
estatua de mármol de Nerlinguia destrozada en mil pedazos por la barbarie
groning. El pedestal de plata que descansaba sobre la mano de la diosa
había desaparecido, probablemente expoliado por el saqueo groning tras la
terrible batalla. Kiril desmontó de su corcel y, a su lado, emergió Maikel
como una sombra protectora. Un brillo de esperanza iluminó los ojos de los
dos alkos, pues a pesar de la ruina, a pesar de los sortilegios de Zornik y
Urkha, a pesar del tiempo transcurrido, allí, sobre el suelo de Lothikaton,
rodeada por el fuego de la devastación, por el negro velo que amortajaba el
cielo de Jactinia, la nacarada llama de Ethril Eilalith seguía brillando con
inusitado fulgor. Ni el viento, ni la lluvia, ni la nieve, habían sido capaces
de apagar a la llama imperecedera.
Kiril, sin saber bien por qué lo hacía, quizás guiado por la mano de
Eubalil, acercó a Darbrethil a aquel níveo fuego purificador, y ambos, el
fuego y el metal, que un día llegaron de lo más profundo de la cúpula
celeste, se fundieron en uno solo, refulgiendo con una luz tan cegadora que
sus destellos deslumbraron a todo aquel que la contempló.
Y la hoja de Darbrethil brilló como nunca antes lo había hecho y Ethril
Eilalith se alzó varios pies por encima de las cabezas de Kiril y Maikel
como un fuego súbitamente avivado por los dioses. Y fue entonces cuando
Therliangator hendió las llamas color marfil con la Espada de Libertad, y de
la hoguera de los dioses brotaron seis brazos, uno por cada clan nerlingo, y
se lanzaron como seis arietes contra las llamas con las que el Mariscal
Burkelen había incendiado el hogar de los nerlingos. Y aquellos arietes
sofocaron el fuego de la destrucción y en dos millas a la redonda el fuego se
consumió, las cenizas se volatilizaron y un enorme claro se abrió en el
cielo, una gigantesca cicatriz que rasgaba el aliento de Urkha por el que,
tras muchos días de oscuridad, los rayos del sol volvieron a acariciar
aquellas tierras que por fin habían vuelto a manos de sus legítimos dueños.
Todo el ejército de la Alianza prorrumpió en vítores y alabanzas cuando
aquel mágico episodio aconteció. La esperanza volvió a prender en sus
corazones, pero esta vez de una manera definitiva, pues tras aquel milagro
que acababan de contemplar, ya nadie dudaría del poder de Kiril y su
espada. Sentían que quizás podrían morir camino de Groningburgo, pero lo
harían con bravura, desterrando todo temor al enemigo, pues la luz de
Darbrethil, como antes lo hizo en Bosque Salvaje, había logrado salvarles
del más terrible de los peligros: el miedo.
Pero mientras los hombres gritaban y festejaban la luz de la estrella del
día, el chillido de uno de los halcones de Zornik hizo enmudecer a las
tropas de la Alianza. Enna y Oerlikon, quienes habían contemplado
maravillados el poder de Nerlinguia, se giraron en dirección al castillo y
pudieron contemplar cómo el halcón descendía en picado desde el cielo
para posarse sobre una de las almenas.
—No fueron imaginaciones mías —le dijo Kiril a Maikel—. Ese
maldito halcón nos observaba desde el cielo cuando entramos en
Lothikaton.
—¿Qué diablos pretende? ¿Será una trampa? Bien sabes que donde los
halcones vuelan los gronings merodean.
—Esta vez presiento que no hay gronings en los alrededores, mas ese
pájaro endemoniado ha sido enviado a Lothikaton por algún oscuro
propósito. Acerquémonos al castillo.
Kiril avanzó hacia la almena desde la que el halcón le miraba insolente.
Maikel retrocedió unos pasos y tomó su arco y una de las flechas de su
carcaj. Hundió la punta de la flecha en Ethril Eilalith y sus llamas
prendieron en el aguijón de la saeta. Cuando Maikel se volvió, Kiril se
encontraba a solo cincuenta pasos de las derruidas murallas del castillo,
acompañado por Enna, Oerlikon y Gródolas. El halcón seguía observándolo
desde lo alto de las murallas con unos extraños ojos amarillos mientras su
pico parecía retorcerse en una mueca burlona. Una flecha voló del arco de
un norteño desde la apretada formación del ejército de la Alianza, pero el
halcón ejecutó una veloz pirueta y esquivó la flecha, retomando desafiante
su anterior posición.
—¡Son demonios alados! —gritaban algunos.
—¡No hay pájaro que pueda esquivar la certera flecha de un arquero! —
exclamaban otros.
El príncipe Ilanit, diestro con el arco sureño, también trató de abatir al
halcón, pero el ave volvió a esquivar la flecha con inusitada facilidad.
Tras otro par de fallidos intentos por derribarlo, el halcón, hastiado con
aquel aburrido juego, reanudó el vuelo sobrevolando en tres ocasiones las
cabezas de Kiril, Enna, Oerlikon y Gródolas, hasta que dejó caer sobre ellos
un pequeño pergamino que sujetaba entre sus patas. Lanzó un lacerante
chillido y giró rumbo hacia las Montañas Artankal para reunirse con su
amo. Pero en aquel instante algo ocurrió y una última saeta voló a su
encuentro. Esta vez las artes oscuras de Zornik no pudieron proteger al
halcón, el cual fue traspasado por la flecha de llamas blancas que Maikel
había disparado. El pájaro cayó abatido desde la cicatriz abierta en el
aliento de Urkha sobre el suelo de Lothikaton, y su cuerpo fue consumido
por las llamas nacaradas de la flecha nerlinga como si de una antorcha
celestial se tratase.
—Ese demonio alado ya no volará hacia las Montañas Nerlingas —dijo
Maikel—. Pues hoy esas montañas han recuperado su nombre. Y al igual
que este halcón ha caído bajo las flechas nerlingas, también Zornik caerá
abatido por ellas.
Los hombres jalearon a Maikel por su hazaña. Kiril se acercó a él y le
dijo emocionado:
—Mi padre se hubiera enorgullecido al verte abatir a ese halcón. Con
gran honor te hubiera nombrado el mejor arquero de nuestro pueblo.
Maikel sonrió agradecido pero enseguida sus ojos se desviaron hacia el
pergamino que Kiril tenía en su mano.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Maikel.
—El halcón groning lo llevaba entre sus garras. Apuesto a que se trata
de una amenaza de Zornik y sus Mariscales.
Kiril rompió el lacre y desenrolló cuidadosamente el pergamino. Los
rayos del sol proyectaron su luz sobre la misiva de Burkelen. La intuición
del joven Rey Nerlingo no había fallado. Comenzó a leerlo en voz alta para
que Maikel, Enna, Oerlikon, Gródolas, Ilanit y varios de los oficiales y
hombres de confianza que se habían acercado pudieran oírlo. El mensaje
del Mariscal rezaba así:

Traidores del este, renegados norteños, rufianes sureños, esclavos


nerlingos:
seguid el camino de fuego y cenizas, marchad hacia vuestra ruina.
Repugnantes gusanos que seréis devorados por la serpiente de fuego.
Rendíos ante el poder groning y jurad pleitesía a su emperador
o acompañad al bastardo nerlingo al más terrible de los tormentos.
Pues sólo el poder del lobo negro se perpetuará en Tierra Conocida.

—Maldito loco… —susurró Gródolas—. Sólo un demente que secunda


el delirio de su rey podría haber escrito semejante misiva.
—No te equivoques, Gródolas —respondió Oerlikon—. El Mariscal
groning no es ningún demente. Ese mensaje no solo busca asustarnos, sino
también encolerizarnos. Busca que marchemos al galope por la senda de
devastación que los gronings nos muestran. Y en verdad más temprano que
tarde deberemos avanzar por ella, pero manteniendo un delicado equilibrio
entre templanza y bravura.
—Si la ira cegase nuestros ojos encontraríamos la muerte antes de
alcanzar nuestro destino —dijo Ilanit—. Dejemos que las llamas se
sofoquen y que sean las ascuas las que nos muestren el camino. No
permitamos que el fulgor del fuego destructor sea el que nos guíe.
Descansemos en Lothikaton, devolvamos a vuestra llama imperecedera el
lugar que le corresponde. Cuando reanudemos la marcha para completar la
última etapa de nuestro viaje, cientos de antorchas encabezarán la marcha
del ejército de la Alianza prendidas con la llama de Ethril Eilalith. Tras
ellas, el sonido de los cuernos y el brillo de los estandartes anunciarán a
Zornik el fin de sus días.
—Descansaremos una última vez en Lothikaton —sentenció Kiril—. En
el sagrado lugar de reunión de los nerlingos estaremos a salvo de todo mal.
Una vez nos alejemos de su aura protectora, solamente nuestras espadas y el
amor de Nerlinguia nos protegerán de la muerte.
Todos asintieron a la orden de Kiril y en los días venideros los hombres
y mujeres que componían el ejército de la Alianza dedicaron sus esfuerzos
en reconstruir parte de las ruinas de Lothikaton. Retiraron los escombros,
despojos, cascotes y madera quemada que cubrían por doquier la capital
nerlinga. Un maestro luina talló un precioso y sobrio busto en madera de la
diosa Nerlinguia, mientras un herrero norteño forjó un nuevo pedestal de
acero sobre el que la nívea llama de Ethril Eilalith volvió a danzar
serenamente.
El día previo a la partida de Lothikaton, Kiril y Maikel, acompañados
por Enna y Oerlikon, se acercaron a Alkoburgo, pues no querían partir al
encuentro de Zornik sin antes haber pisado una última vez su hogar. Sus
corazones volvieron a encogerse de la misma manera que el día en que
contemplaron la gran pira en la que ardía Helkoburgo. Pero esta vez las
llamas se habían apagado y un inmenso mar de ceniza cubría lo que otrora
fuera la bella Alkoburgo, una amable y acogedora aldea a las orillas del
Lago Ya no quedaba una sola cabaña en pie; no había graneros, ni corrales,
ni campos que cultivar. Solo desolación, una desolación más terrible que la
que pudieran encontrar en lo más profundo de los Valles Solitarios.
Enna abrazó a Kiril y a Maikel, mientras Oerlikon los contemplaba tan
impotente como nunca antes se había sentido. Caminaron sin rumbo fijo por
la devastada Alkoburgo, tratando de recordar cómo eran las cabañas en las
que un día vivieron y a las que no habían perdido la esperanza de regresar
algún día.
Cuando pisaron el erial de tierra quemada y cenizas en el que meses
atrás se levantaba el hogar de Maikel, el alko se arrodilló y, tomando un
puñado de aquella estéril mezcolanza que los gronings con su fuego habían
pergeñado, derramó un río de lágrimas sobre ellas. Tras un largo rato en que
los cuatro nerlingos permanecieron mudos, amortajados por una profunda
pena, Maikel se incorporó y, mirando con coléricos ojos hacia el norte, hizo
una terrible promesa:
—Juro por la vida de mi padre que estas lágrimas de dolor devolverán la
fertilidad a nuestra tierra hoy yerma. Pero también juro que arrancará el
corazón de Zornik de su pecho y, con su sangre emponzoñada, regaré los
campos de Groningburgo para que jamás la vida vuelva a crecer en ellos.
HACIA EL PASO DEL GORGLIN

H abía transcurrido más de una semana desde que el grueso del ejército
de la Alianza se acantonase en Lothikaton. Las labores de
reconstrucción de la capital nerlinga no habían hecho más que comenzar,
pero al menos sus calles y la plaza central volvían a ser transitables. El
busto de madera de Nerlinguia y el pedestal sobre el que la llama
imperecedera brillaba con blanco fulgor, habían logrado devolver la
esperanza a los nerlingos. Esperanza que se convirtió en dicha cuando
medio centenar de fugitivos nerlingos abandonaron sus escondites en lo
más profundo de las Montañas Nerlingas al ver a los gronings retirarse a
Groningburgo a través de la Senda de las Águilas. Acudieron a Lothikaton
ansiosos por unirse al ejército libertador. Kiril y Maikel fueron los únicos
nerlingos de los antiguos cinco clanes a los que encontraron en aquella
tropa, por lo que fueron invadidos por una profunda tristeza. Mas cuando
los dos nerlingos les relataron que los alkos perdidos del sexto clan se
encontraban entre ellos, nuevamente la alegría retornó a sus corazones.
Escucharon con gran atención por boca de Maikel el relato de la
peligrosa huida hacia las regiones orientales, cómo encontraron al sexto
clan y cómo lograron, gracias a la Alianza con los norteños y los pueblos
libres del este, la victoria contra las legiones de Zornik. Cuando escucharon
que Kiril pretendía atacar la fortaleza de Zornik en Groningburgo, los
nerlingos se estremecieron pero, a pesar del miedo, decidieron ofrecerse
voluntarios para participar en esa campaña.
Los fugitivos habían sobrevivido ocultos al amparo de las Montañas
Nerlingas, cazando al caer la noche y ocultándose de los ojos de los
halcones durante el día. Maikel, conmovido por su relato, se encargó
durante esas jornadas de que nada les faltase. Él sabía lo gratificante que era
la hospitalidad en territorio extranjero, pues la había recibido cuando más lo
necesitaba de Loit y Haakoin, de Tirk, Kilma y los habitantes de Thioluka,
del Senescal Adelel, de Ebba y Oerlikon e incluso del huraño capitán Falk.
Y aquellos nerlingos, aunque de nuevo en Lothikaton, parecían forasteros
en su propio hogar.
Mientras todo esto acontecía, cerca de doscientos hombres y una decena
de exploradores comandados por Olaf y su ya inseparable Lonar, habían
partido por orden de Kiril hacia el antiguo destacamento del Puente de
Piedra a las orillas del Río Grazemberg. El Rey Nerlingo quería comprobar
por un lado si los gronings realmente se habían retirado a sus territorios y
por otro si el Puente de Piedra aún se mantenía en pie. Si los gronings lo
hubieran derribado tras su paso, el avance de los carros de combate de las
tropas del príncipe Ilanit se vería seriamente comprometido. No sería nada
fácil levantar un puente provisional con maderos que soportase el peso de
bigas, trigas y cuadrigas, con lo que Kiril perdería gran parte del poder de
su ejército, reduciéndose a la infantería y a varios cientos de unidades de
caballería. Un enfrentamiento en campo abierto contra la potente caballería
groning les llevaría a una debacle segura.
Pero el ejército aliado había sido afortunado, pues las nuevas que
llegaron desde el río Grazemberg confirmaron que el Puente de Piedra aún
se alzaba sobre sus frías aguas. A pesar de que los gronings habían tratado
de derrumbar el puente para dificultar el avance de las tropas de Kiril, la
estructura del mismo, construida centurias atrás durante la regencia de
Bulbarot el bilko, había resistido y apenas si unas pocas losas de piedra
descansaban ahora en el fondo del cauce del río. Varias trigas y una
cuadriga habían franqueado el puente sin el más mínimo atisbo de que su
estructura estuviese dañada. Olaf también informó que a pocas millas de
distancia habían descubierto los cimientos del embarcadero que Zornik
había mandado construir en el Arquiri-Valu. Como ese embarcadero no
constituía ninguna amenaza inmediata para el ejército de la Alianza, ya que
el río cruzaba al sur de Tierra Seca para ir a desembocar en el lejano Mar
del Gruneng, Kiril decidió no malgastar esfuerzos en destruirlo.
Estas nuevas tranquilizaron a Therliangator, quien sabía de los
innumerables peligros que le aguardaban al otro lado del río, por lo que no
quería que sus hombres gastasen más energías de las necesarias. Pues si
bien la reconstrucción de Lothikaton era una tarea fatigosa pero a la vez
gratificante, construir un puente era comenzar a bregar contra las
contrariedades demasiado temprano.

Una tarde, antes de que la noche cayera sobre Jactinia, Kiril convocó a
sus capitanes y les comunicó que a la mañana siguiente partirían hacia
Puente de Piedra.
—Ya no volverá a haber descansos. Ya no habrá nuevos Skeldonburgo,
Maraburgo o Lothikaton donde detenernos. Aquel que quede atrás en las
veredas del camino sera porque la muerte ha acudido a su encuentro. No
nos detendremos hasta llegar a las puertas de Groningburgo. El final del
camino se muestra frente a nosotros, pero no sabemos si es vida o muerte lo
que allí nos aguarda —y Kiril cerró los ojos y guardó unos solemnes
instantes de silencio—. Y ahora, mis leales y fieles compañeros —volvió a
hablar pausadamente mientras recorría con su mirada los severos rostros de
aquellos que participaban en el cónclave—, recemos a los dioses para que
nos protejan y se apiaden de nuestras almas. Rezad a Olión, a los dioses del
desierto, a los dioses del mar, o a cualquier otro dios al que adoréis, pero
por encima de todos rezad a Nerlinguia, pues de su mano pende la suerte de
nuestro destino, el único destino que ya todos compartimos —y todos
cerraron los ojos imitando a Kiril y durante largo rato encomendaron sus
almas a los dioses que velaban por el bien de Tierra Conocida.

Al despuntar el alba la tropa aliada partió de Lothikaton acompañada


por la fina lluvia y el cielo gris ceniciento que no les había abandonado
desde que pusieron pie en Jactinia. Un desapacible y frío viento del norte
comenzó a soplar con fuerza a medida que se acercaban a la Senda de las
Águilas. Kiril y Oerlikon sabían que una vez cruzasen el Puente de Piedra,
los elementos se volverían en su contra y los gronings les hostigarían sin
descanso, minando lentamente la resistencia de sus hombres. Ambos habían
convenido en que la campaña contra Groningburgo debía ser rápida, pues si
esta se alargaba, con el invierno llamando a las puertas de Jactinia y con
una limitada intendencia en territorio hostil, las posibilidades de una
victoria ante Zornik se verían notablemente reducidas.
Para alentar a su ejército, como el príncipe Ilanit había sugerido, un
centenar de hombres de vanguardia portaban antorchas con la llama de
Ethril Eilalith refulgiendo sobre ellas. Los hombres encontraron una nueva
razón para creer en las palabras de Kiril, pues la llama imperecedera
realmente era una llama enviada por los dioses; iluminaba de un blanco
nacarado el camino que ante ellos se mostraba, mas no consumía la madera
que la sustentaba.
Al igual que en cada uno de los burgos que el ejército de la Alianza
había liberado, Kiril dejó en Lothikaton un retén de cerca de doscientos
hombres, muchos de ellos fugitivos nerlingos que habían permanecido
ocultos en las Montañas Artankal, ahora de nuevo y por siempre Montañas
Nerlingas. Aquellos hombres habían recuperado la esperanza al ver
liberadas sus ciudades y, tras haber sufrido un invierno de penalidades y
sufrimientos, Kiril prefirió que permaneciesen en Lothikaton y trabajasen
en las labores de reconstrucción de la ciudad. Serían de mayor utilidad en la
capital nerlinga que acompañando a sus tropas en un largo y fatigoso viaje
lleno de peligros y batallas al que probablemente no sobreviviesen.
Durante todo el día cruzaron a paso lento la Senda de las Águilas,
siempre alertas ante la posibilidad de una emboscada groning.
Continuamente dirigían desconfiados sus miradas hacia el linde de Bosque
Verde y las faldas de las Montañas Nerlingas en busca de cualquier
movimiento, sonido o reflejo que delatase la presencia de enemigos. Pues a
pesar de que la información transmitida por Olaf indicaba que los gronings
se habían replegado con gran celeridad hacia el norte, solo dos lunas atrás
esos territorios habían permanecido ocupados por los esbirros de Zornik.
Colocaron a la caballería ligera a la cabeza y a cola de la gran columna,
seguidos y precedidos por la caballería pesada de carros de combate y,
finalmente en el centro, el grueso de la infantería de a pie. De esa manera, si
fuesen hostigados, podrían repeler con presteza el ataque, mientras el centro
permanecería afianzado. Sin embargo los nerlingos podrían avanzar
tranquilos, pues el supersticioso Mariscal Burkelen jamás osaría atacar al
ejército de la Alianza en el mismo lugar en el que Borbul Ojo de Águila
infringiese una de las más severas derrotas al ejército groning dos centurias
atrás.
Con la llegada del ocaso, la retaguardia del ejército dejó varias millas
atrás el paso de la Senda de las Águilas. Kiril ordenó detener la marcha y
levantar un improvisado campamento. Nada más descabalgar de su corcel
llamó a consejo a sus capitanes.
—Avanzamos más lentos de lo que esperaba —les dijo.
—Nuestros carros se hunden en la hierba y el barro —respondió el
príncipe Ilanit—. Reventaríamos a los caballos si acelerásemos más la
marcha.
—De nada servirían entonces nuestras bigas, trigas y cuadrigas —
añadió Senthilkumar—. Las bestias deben llegar frescas a la batalla. ¿Por
qué los dioses siguen llorando? Su llanto consume lentamente a los
hombres y la tierra no puede soportar tanto dolor. El barro y el frío acabarán
con nosotros.
—A medida que avancemos hacia el norte la lluvia se multiplicará, el
barro cubrirá todo el camino y el frío se clavará como puñales de hielo en
nuestros cuerpos, mi buen amigo sureño —dijo Gródolas con sarcasmo
mientras Senthilkumar lo miraba enrabietado—. Esta batalla no se librará
sobre las cálidas arenas del desierto, sino sobre la fría roca del norte.
—Quizás nunca antes oíste hablar sobre la leyenda del Viento del Norte
y el Sol, querido Gródolas —interrumpió Oerlikon mientras el norteño
negaba con la cabeza—. En ese caso te conviene escucharla de boca de este
anciano —y Oerlikon se aclaró la voz antes de continuar—. Un lejano día,
miles de centurias atrás, el Viento del Norte y el Sol discutían sobre quien
era más fuerte sin lograr ponerse de acuerdo. A lo lejos divisaron a un
viajero que se acercaba envuelto en su capa y acordaron que aquel que
lograse que el viajero se quitase su capa sería el más fuerte de los dos. El
Viento del Norte sopló y sopló con fuerza devastadora, pero cuanto más
soplaba, más se aferraba el viajero a su capa. Después de largo rato el
Viento del Norte desistió. Fue entonces cuando el Sol se elevó sobre el
firmamento y brilló luciendo en todo su esplendor, ahuyentando a la niebla,
a las nubes y al frío. El viajero no tardó en quitarse su capa. Y así fue como
el Viento del Norte tuvo que claudicar ante la fuerza del Sol.
Cuando Oerlikon terminó de relatar aquella historia todos los allí
presentes sonrieron.
—Necesitamos a todos los hombres, Gródolas —continuó hablando el
lacrag del sexto clan—. Sean del norte o del sur. Ahora formamos parte de
un mismo todo, de una gran cadena compuesta por eslabones de diferentes
metales. Y esa cadena será tan fuerte como lo sea su eslabón más débil.
Todos callaron ante las palabras de Oerlikon, mientras Kiril agradeció
su intervención con una cómplice mirada.
—Adecuaremos nuestro ritmo de avance al de las cuadrigas —dijo Kiril
—. Y recemos a Nerlinguia para que cese esta molesta lluvia. Pero no
depositéis demasiadas ilusiones en ello, pues a buen seguro que formará
parte de los sortilegios de Zornik. Y ahora podéis retiraros. Comed algo y
descansad. Mañana partiremos al alba hacia Puente de Piedra.
—Si es que el alba nos encuentra en este maldito cielo de oscuridad —
se quejó Senthilkumar.
—Vamos, mi señor sureño —dijo Enna—. Acompáñame a la hoguera y
deja que la luz de un buen fuego y un trozo de carne asada traigan a tu
mente los recuerdos del lejano hogar.
—Y si no, ¡un buen vaso de vino lo hará! —dijo Maikel y la luz de las
sonrisas regresaron a los rostros de los capitanes.
La noche transcurrió en calma, pero la lluvia y el viento del norte no
cesaron y siguieron azotando a los hombres, quienes en vano trataban de
refugiarse bajo los carros, comunidades de rocas o arboledas cercanas en las
que su frondoso manto de hojas comenzaba a ralear. No disponían de más
tiendas de campaña que para una cuarta parte del ejército, por lo que
muchos se apretujaban dentro de ellas hacinados en busca de calor y
refugio. Los capitanes decidieron establecer turnos para que al menos cada
cuatro noches los soldados pudieran dormir protegidos de la intemperie.
La aurora llegó velada por el lúgubre manto gris que se extendía
inmutable sobre sus cabezas. Ni siquiera Oyvind hubiera podido decir en
qué instante el sol se había alzado por encima de la Iugur-András. Sólo el
fulgor de las antorchas sagradas, como los hombres llamaban a las teas
sobre las que danzaba Ethril Eilalith, iluminaban con luz clara y diáfana la
región de Jactinia.
Partieron sin demora abandonando la estrecha senda por la que habían
transitado para ahora avanzar a través de las vastas praderas que morían en
el margen meridional del río Grazemberg. Tampoco allí hallaron rastro
alguno de los gronings. A medida que avanzaba el día se encontraron con
varias patrullas de vigilancia que Olaf había dispuesto a lo largo del brazo
occidental de la Iugur-András, las cuales volvieron a confirmarles que el
camino estaba expedito. Antes del atardecer, las primeras unidades de la
vanguardia del ejército de la Alianza alcanzaron Puente de Piedra. Kiril
saludó a Olaf y a los dos centenares de hombres que allí les aguardaban.
Decidió que pasarían la noche al sur del Grazemberg. Quería dormir una
vez más en la tierra que lo vio nacer, ya que cuando cruzasen Puente de
Piedra se internarían en el corazón del territorio enemigo. Kiril se sentía
como un invasor, irrumpiendo en regiones que en modo alguno le
pertenecían. Él jamás había anhelado la conquista de tierras o riquezas, pero
sabía que la única forma de devolver la libertad y la paz a Tierra Conocida
era adentrarse en los dominios del rey brujo.
Esa noche cenó en compañía de Enna y Maikel en una de las tiendas
reservadas a los capitanes. Enna se sentía cansada y, una vez dio buena
cuenta de un par de las numerosas palomas que los exploradores de Olaf
habían cazado, se echó sobre el suelo de la tienda arrebujada en su capa. Al
calor del fuego rápidamente cayó dormida en placenteros sueños.
Kiril y Maikel contemplaban absortos el crepitar del fuego. Las
pequeñas llamas dibujaban curiosas formas en las sombras que danzaban
reflejadas sobre la tela de la tienda. Mordisqueaban los últimos trozos de
paloma con sus ojos clavados en las cálidas y volubles llamas. En un
extremo de la tienda, una antorcha con la luz de Ethril Eilalith velaba los
sueños de Enna.
—Nunca he cruzado más allá de Puente de Piedra —habló Kiril
rompiendo el prolongado y sereno silencio.
—Tampoco yo lo he hecho —contestó Maikel concentrado en la sinuosa
oscilación del fuego.
Los dos jóvenes siguieron contemplando concentrados las llamas que
lentamente consumían la madera que les daba la vida.
—Tengo miedo, Maikel —le confesó.
—¿Miedo? ¿A qué tienes miedo? —y el corpulento alko miró esta vez a
los ojos de su amigo.
—Miedo a convertirme en un tirano asesino como Zornik. A no saber
distinguir cuándo la muerte y el sacrificio de los hombres son necesarios. A
dejarme llevar por la venganza, a disfrutar de la sangre derramada por
Darbrethil, a anhelar el dulce sabor de la victoria.
—¡Por Nerlinguia, Kiril! No te tortures así. Eso jamás ocurrirá. Tu
corazón es noble y generoso; el de Zornik es maligno y cruel. Y te prometo
que si percibiera en ti el menor atisbo de soberbia o crueldad, sería el
primero en hacerte entrar en razón. Pero no sólo estaré yo: Enna, Oerlikon,
Gródolas, Olaf, Ilanit o cualquiera de los que te conocemos y queremos no
dejará jamás que te apartes del recto camino por el que transitas.
—Gracias, hermano mío. Nerlinguia me bendijo mucho tiempo atrás
con tu fiel amistad.
—Sabes que jamás te abandonaré. Te seguiré hasta la guarida del jinete
sin rostro si es necesario.
Sus miradas volvieron a centrarse en el fuego que plácidamente
comenzaba a menguar. Maikel se levantó sin decir nada y caminó hacia un
pequeño zurrón que descansaba junto a su capa al otro lado del fuego.
Volvió a sentarse junto a Kiril y, mostrándole una pequeña botella, le dijo:
—Aún guardo un poco del licor de fuego de nuestro amigo Falk.
Siempre bebemos de él al calor de una hoguera, así pues qué mejor
momento que este para festejar que mañana emprenderemos un nuevo viaje
hacia los territorios gronings.
—Un precioso y bucólico paseo otoñal por la campiña —dijo con ironía
—Ni el mismo Oerlikon podría haberlo definido mejor, bucólico y
otoñal —y ambos estallaron en una sonora carcajada.
Enna se revolvió en el suelo importunada en su sueño y, gruñendo, dio
media vuelta y volvió a caer dormida. Kiril y Maikel sonrieron al
contemplar a la bella nerlinga.
—Dame un trago de ese licor de fuego —dijo Kiril—. Creo que hoy lo
necesitaré para conciliar el sueño.
—Toma, pero deja algo para los días venideros. A buen seguro que
volveremos a necesitarlo —y Kiril dio un trago al néctar destilado en el
norte que incendió su estómago.
Las llamas fueron consumiéndose hasta que solo quedaron diminutas
brasas candentes en el círculo de piedras donde el fuego había terminado
por devorar toda la madera seca. Los dos alkos dormían ahora inmersos en
mágicos sueños transportados por el balsámico licor de fuego. Mañana un
nuevo reto les aguardaba, mientras el gran lobo negro les acechaba desde lo
más profundo de la espesura.
Aquella madrugada, mientras Kiril dormía en los lindes de la tierra que
le vio nacer, por tercera vez desde el infausto día de la traición groning,
volvió a soñar el sueño que le asaltó en la Guarida del Oso y en la lejana
Caterziveen. Soñó que caminaba junto a su padre Akrog por los alrededores
del Bosque de Alkos. Divisaron un negro corcel que cabalgaba por la
pradera aproximándose hacia ellos. Akrog montó sobre el caballo y se alejó
al galope, despidiéndose de Kiril sin pronunciar palabra alguna. Entonces el
cielo se cubrió de nubes y comenzó a llover. Cientos de ojos aparecieron
desde lo más profundo del bosque. Observaban a Kiril, quien permanecía
inmóvil en el claro empapado por la lluvia. Un rayo partió un roble en dos y
comenzó a arder. Kiril tomó una de las ramas del árbol caído y la acercó al
fuego. Las llamas enseguida prendieron en la rama y con la luz que
proyectaban trató de divisar a su padre. Sin embargo no alcanzó a ver nada.
Se giró hacia el bosque y, luchando con su mirada contra aquellos ojos
ominosos, logró vencerlos, y uno a uno fueron desapareciendo hasta que no
hubo mal que lo contemplase desde las profundidades de la floresta.
Entonces Kiril dirigió su mirada hacia Alkoburgo, pero únicamente divisó
ruinas. Sin embargo, en el lejano horizonte de Tierra Conocida, vislumbró
una delgada linea azul celeste iluminada por la luz de los rayos del sol que
traspasaban la opaca cortina de nubes. Sin vacilar comenzó a caminar en
aquella dirección, sosteniendo con su mano la antorcha que alumbraba con
tenue luz el camino que debía seguir. A sus espaldas, en lo alto de la colina,
surgieron dos jinetes que entablaron un combate mortal bajo la tormenta.
Mientras los dos guerreros luchaban a muerte, Kiril caminaba veloz hacia el
luminoso horizonte tratando de alcanzarlo antes de que el fuego de su
antorcha se extinguiese.
Un terrible trueno al que no acompañó relámpago alguno anunció la
derrota de uno de los guerreros. Kiril se detuvo y miró hacia lo alto de la
colina. Aquel guerrero que había defendido su huida había sido derrotado y
yacía ahora tumbado agonizante sobre la hierba. En su último aliento, le
ordenó al joven alko que encontrara a sus hermanos perdidos del sexto clan.
Fue entonces cuando reconoció la voz de su padre Akrog. Tras pronunciar
esas palabras, el lacrag alko murió. Kiril permaneció inmóvil mirando hacia
la colina, mientras el guerrero victorioso se lanzaba en una desenfrenada
persecución tras los pasos del joven nerlingo. Kiril reemprendió su camino
en busca de aquella débil luz en el horizonte de Tierra Conocida, mientras
su camino era iluminado por la llama de Ethril Eilalith, esta vez condenada
a extinguirse con la última astilla de la rama de aquel viejo roble. Una voz
grave resonó entonces en su cabeza como una terrible premonición:
Si la llama se apaga, la luna cubrirá de sombra el fulgor del sol y el
lobo reinará por siempre en la bruna oscuridad.
Kiril apresuró su paso y después corrió, corrió, corrió tan rápido como
sus piernas jamás lo habían hecho. La maldición que pesaba sobre Ethril
Eilalith era poderosa y la llama consumía aquella tea que el nerlingo
portaba. Cuando el fuego blanco comenzaba a quemar su mano, Kiril alzó
su mirada y contempló cómo la luz de aquel antes horizonte lejano
comenzaba a acariciar su rostro. Se giró queriendo dirigir una última mirada
a su hogar en Alkoburgo, pero vio que el guerrero de la noche casi lo había
alcanzado. Sin embargo, cuando todo parecía perdido, seis unicornios de
preciosas crines plateadas emergieron galopando frente a Kiril desde las
orillas del lejano mar.
Los unicornios le sonrieron con su mirada sobrepasándole con enérgicos
trancos para enfrentarse, con las brillantes lanzas que llevaban prendidas de
sus cabezas, a aquel guerrero de la noche. La lucha fue terrible y la sangre
de los unicornios y del guerrero fue derramada, mas finalmente, las bestias
sagradas derribaron de su negro corcel al maligno guerrero y con sus seis
cuernos helicoidales empalaron al enviado de la oscuridad acabando para
siempre con él. Cuando aquel guerrero murió, la tea que portaba Kiril
volvió a crecer y esta vez la llama de Ethril Eilalith ya no la consumió pues
la maldición se había roto. Los seis unicornios, agotados por el esfuerzo y
las heridas de la batalla, se tumbaron exhaustos sobre la hierba de aquellas
praderas, dejando que las gotas de escarcha restañasen sus heridas
fundiéndose con la sangre que brotaba de ellas. Kiril se acercó a ellos y
trató de aliviar el dolor de las seis bestias sagradas. Acarició sus crines, sus
lomos, les habló con dulzura, hasta que agotados cayeron sumidos en un
profundo y placentero sueño. Pero antes de que cerrasen sus ojos, una
nueva luz se mostró en la lejanía, esta vez en el oeste, una luz ahogada que
débilmente titilaba en un lejano bosque. Sobre ese bosque, una ominosa
oscuridad danzaba como un destructor tornado, mancillando la escasa luz
que aún brillaba en la floresta. Súbitamente el ensordecedor grito de miles
de almas que desafiaban a la noche sin luz se elevó al cielo y aquel oscuro
manto de maldad se lanzó contra el bosque. En el centro de la floresta
emergió un enorme árbol negro. Pero aquel árbol no tenía hojas en sus
ramas, sino negras plumas que brotaban por doquier. Las plumas
comenzaron a batir como miles de alas a un mismo tiempo y, al igual que
sumisos lacayos del mal, enviaron un negro velo de oscuridad de norte a sur
y de este a oeste, cubriendo con su aura maligna hasta el último confín de
Tierra Conocida.
Pero la débil luz que parecía agonizar bajo aquel velo mortuorio se
resistía con denuedo a ser consumida. Y cuando parecía que finalmente la
negra luz de las plumas del gigantesco árbol iba a devorarla, de los cuernos
de las seis bestias brotó un fulgor cegador, que unido a la danzante llama de
Ethril Eilalith, enviaron un rayo de nacarado resplandor contra el origen de
aquel mal. Cuando ambas luces colisionaron, la tierra tembló, el cielo se
estremeció y todo se consumió bajo un estallido de fuego destructor.
Justo antes de despertarse, Kiril escuchó las últimas estrofas de un
desconocido poema:

… Por fin regreso al lejano reino,


allí nací y a él vuelvo para morir.
Cruel fue el interminable invierno,
condenado a nacer sin poder morir:
Ya nadie queda preso en el infierno,
y los hombres en su reino volverán a vivir…
Therliangator abrió sus ojos, pero esta vez en calma, con una extraña
sensación que le embargaba. Permaneció durante largo rato tumbado en el
suelo, con la mirada perdida en la penumbra que amortajaba la tienda. Por
tres veces había soñado el mismo sueño y en cada ocasión nuevas visiones
le habían sido reveladas. Y esta vez a las indescifrables imágenes se había
unido aquella extraña canción que aún permanecía presente en sus oídos.
—Aún resta otro sueño. Aún queda el sueño final —musitó para sí.
Durante la última parte del sueño había percibido la presencia del
mismo mal que brotaba en forma de aliento maligno desde la cabeza del
wolkur en Groningburgo. El árbol de plumas negras había logrado turbarle,
pero la Sagrada Bestia y Ethril Eilalith le habían infundido el coraje y valor
necesarios para enfrentarse al mal que en él moraba. Sin embargo, cuando
la oscuridad y la luz se habían enfrentado en la última batalla, aquel fuego
devastador le había impedido ver quién había salido victorioso de tan
terrible contienda. Aquellos sueños siempre le obligaban a dar un paso
adelante para enfrentarse a sus miedos, pero nunca le revelaban cual sería el
destino que en ellos encontraría.
—Aún resta otro sueño —se obligó a repetir—. Otro sueño y el mal que
tiempo atrás Euwalur engendró habrá sido derrotado.
Pero aquella canción, aquella canción, ¿qué significaba? ¿Quizás la luz
lograba derrotar a la oscuridad? ¿Pero aquella victoria reclamaría su vida?
—… Por fin regreso al lejano reino, allí nací y a él vuelvo para
morir… —recitó parte de la tonada—. Si he de morir para que el resto de
los hombres vivan, que así sea —se dijo y recitó la última estrofa—. Ya
nadie queda preso en el infierno, y los hombres en su reino volverán a
vivir…
Kiril no logró volver a conciliar el sueño, por lo que decidió salir fuera
de la tienda y caminar hasta Puente de Piedra donde quizás el rumor de las
aguas del Grazemberg le serenase. Se calzó sus botas y, en silencio, sin que
Maikel ni Enna se despertasen, tomó una de las antorchas y salió con sigilo
a la oscuridad de la noche.
Los centinelas que montaban guardia ocupando las posiciones del
antiguo destacamento saludaron a Kiril al verlo caminar hacia el puente. El
nerlingo avanzaba cada vez con pasos más cortos, como si una oculta
amenaza le aguardase al otro lado. Se detuvo en el centro del puente para
contemplar las aguas del Grazemberg a la luz de la llama imperecedera, que
ahora cercanas, ahora distantes, fluían calmadas sobre el lecho pedregoso.
La noche se aferraba con garras de águila sobre las cumbres de la Iugur-
András, mientras un viento helado azotaba el valle. Las estribaciones de las
montañas parecían lomas descarnadas y las vastas llanuras que conducían al
Río Arquiri-Valu se mostraban grises y profundas, abriéndose como puerta
de entrada a los paramos de Tierra Seca. El aliento de Urkha parecía que
nunca se desvanecería y, al mirar hacia el norte, adivinó el camino, que
desierto a la luz de la luna muerta, les conduciría hacia el Paso del Gorglin
serpenteando en suaves quiebros por el bajo valle.
Kiril permaneció durante largo rato en lo alto del puente tratando de
adivinar sin fortuna, entre las sombras aviesas de la noche, lo que los hados
del destino le reservaban. Al menos sintió su espíritu serenarse mientras el
frío viento del norte le ayudaba a reflexionar con mayor claridad. Decidió
regresar a su tienda y tratar de dormir hasta el amanecer, pues con la llegada
del nuevo día se adentrarían en los dominios del rey brujo.

Antes de que los rayos de sol tratasen de penetrar el oscuro velo que
cubría Jactinia, Kiril ya estaba en pie y había convocado nuevamente a sus
capitanes, a los que ahora se dirigía:
—Hay tres posibles rutas a través de las cuales alcanzar Groningburgo:
la primera cruza el Isengur y bordea por el oeste los Guardianes de
Groning; la segunda discurre por el Paso del Gorglin atravesando la Iugur-
András y los Guardianes de Groning; la tercera y última cruza el Paso de la
Rocosa para luego bordear por el este los Guardianes de Groning. La
primera y la tercera son más largas, pero más cómodas para nuestra
caballería ligera y pesada. Sin embargo, el Paso del Gorglin sería la mejor
opción para irrumpir por sorpresa frente a las murallas de Groningburgo
con nuestra infantería.
—¿Qué es lo que estás pensando? —le interrumpió Enna.
—La manera de sorprender a Zornik —respondió pensativo—. Y la
mejor manera es hacer lo que nunca esperaría: que dividamos nuestro
ejército. El mensaje de Burkelen, el camino de fuego que los gronings nos
marcaron, todo converge en un mismo punto: buscan que un resplandor de
cólera ciegue nuestros ojos, que avancemos como una manada de caballos
desbocados contra sus ejércitos para caer en la trampa que nos han tendido.
Zornik sabe de las nuevas alianzas de los hombres libres. Conocerá desde
lunas atrás que un formidable ejército sureño se ha unido a nuestras tropas,
y buscará emboscarnos allí donde seamos más vulnerables. Quizás en las
ciénagas y humedales entre el Paso de la Rocosa y las Landas de Edhilien;
quizás en los campos huérfanos de vegetación y enfangados por la lluvia
más allá del Río Isengur.
—Pero no esperará que osemos irrumpir por el Paso del Gorglin —
concluyó Gródolas.
—En efecto —dijo Kiril—. Por lo que sé es un camino angosto y
escarpado, un terreno pedregoso controlado por varias torres de vigilancia a
lo largo del paso, que a buen seguro también estará vigilado desde el aire
por sus halcones.
—Entonces estaremos perdidos —dijo Senthilkumar—. Si esos pájaros
nos descubren será el fin de aquellos que se internen en el paso.
—Te olvidas que ahora sabemos cómo derribar a los halcones de Zornik
—dijo Kiril mirando a Maikel.
—Ethril Eilalith —dijo el fiel alko mientras Kiril asentía.
—Escuchadme atentamente, pues este es el plan que deberá
conducirnos a la victoria —y todos los capitanes se apretaron en torno a
Kiril con sus cinco sentidos puestos en lo que el Rey Nerlingo iba a
explicarles—. Dividiremos a nuestro ejército en tres grandes compañías. La
primera de ellas, la que será conocida como Luz de Medianoche, tendrá
como capitán a Gródolas, y la compondrán la caballería ligera y los
hombres del norte. Bravo guerrero de Tenkolmar —se dirigió al norteño—,
cruzarás el Paso de la Rocosa y te dirigirás hacia Groningburgo al abrigo de
las faldas de los Guardianes de Groning. Avanza rápido, pues la Luz de
Medianoche deberá ser la primera en llegar e iluminar el camino de las
otras compañías.
—Así lo haré, Kiril. Lo prometo por mi amada Tenkolmar —respondió
con vehemencia.
—Gran príncipe y futuro Rey de Saralamath —continuó el alko—. Tú
serás quien comande la segunda de las compañías, la Estrella del Desierto.
Tus carros de combate y hombres del sur te seguirán hacia el oeste, más allá
del Isengur. En esta época del año su torrente descenderá calmado, por lo
que no deberías encontrar grandes dificultades en franquearlo. Además, no
te privaré de la compañía y protección de tu fiel Senthilkumar.
—Que los dioses del desierto bendigan tu plan —e Ilanit asintió con una
reverencia—. Tampoco seré yo quien robe de tu lado al inseparable
guardián del Rey Nerlingo —y todos sonrieron mirando a Maikel.
—Al igual que Gródolas, una vez franqueada la vertiente occidental de
los Guardianes de Groning, avanzarás al encuentro de la Luz de
Medianoche. Pero será muy difícil ocultar el estruendo y el polvo del
camino que se elevará al cielo al paso de vuestra compañía.
—¡Que tiemble Groningburgo! —exclamó Senthilkumar—. Muchas
veces el miedo hiere más profundo que una lanza. Ese miedo debilitará la
confianza de los gronings.
—Y por último, la Furia de Dioses cruzará bajo mi mando el Paso del
Gorglin. Lanceros, arqueros y el resto de la infantería de a pie compuesta
por esmugas, luinas, bortigos, lupenos, skelingos y nerlingos. Esta vez
volveremos a encontrarnos al sur de Groningburgo para la batalla final en la
que el reino del terror de Zornik será sometido y derrocado por los hombres
de los pueblos libres —y todos jalearon a Kiril—. Pero no penséis que será
fácil lograrlo. Los dioses deberán estar de nuestra parte. En nuestro camino
hacia la capital groning los esbirros de Zornik nos hostigarán, emboscarán y
atacarán. Muchos de los nuestros caerán en el camino, pero recordad, jamás
desfallezcáis, pues la llama de Ethril Eilalith siempre estará a vuestro lado.
—Antes de emprender la marcha y dividir a nuestras tropas deberíamos
limpiar de enemigos los alrededores —dijo Maikel.
—Te has anticipado a mis palabras —respondió Kiril—. Enviaremos
tres avanzadillas a cada una de las rutas que seguiremos. Debemos
asegurarnos que no haya ningún groning en quince millas a la redonda.
Cada uno de los capitanes elegiréis a quién enviar como vanguardia. Si las
avanzadillas no encuentran oposición, los exploradores deberán dar la orden
de avanzar al grueso de la compañía. Por el contrario, si encuentran
resistencia en el camino, deberán enfrentarse a ella para aniquilarla
completamente o retroceder si los efectivos enemigos superan el centenar.
Pensarán entonces que nos retiramos, y así lo haremos, aguardando un par
de jornadas apostados en las veredas del camino. Cuando confiados
descuiden la vigilancia de esa ruta o avancen contra nosotros, acabaremos
con ellos para a continuación marchar veloces sobre Groningburgo.
Sospecho que esto es lo que bien la Luz de Medianoche o bien la Estrella
del Desierto puedan encontrarse, mas no así la Furia de Dioses. A buen
seguro que el Paso del Gorglin estará vigilado, pero solo por centinelas
repartidos en las torres de vigilancia que jalonen la senda. No perdamos
tiempo, amigos —ordenó Formad a las tres compañías y poned en marcha
el plan que os he relatado. ¡Que la ventura de los dioses nos acompañe!
—¡Que así sea! —contestaron todos.
Uno a uno los capitanes fueron abandonando el improvisado cónclave,
hasta que sólo quedó Oerlikon.
—Hoy estás más callado de lo habitual —le dijo Kiril, incómodo al
sentir la mirada del Kliat clavada en sus ojos.
—No más que en otras ocasiones —respondió Oerlikon esbozando una
sonrisa—. Es solo que guardaba mis palabras para pronunciarlas en el
momento preciso.
—Y supongo que ese momento ha llegado —dijo Therliangator
resignado.
—Siéntate a mi lado, Kiril —y el alko caminó hasta la posición en la
que Oerlikon le esperaba—. Cuéntame el verdadero plan que guardas en tu
cabeza.
—Ya la has oído, maestro. Es el que hace unos instantes acabo de relatar
a los capitanes. Las tres compañías, unidas y a salvo tras franquear las
murallas naturales que protegen a Groningburgo, se mostrarán como un
único ejército frente a las murallas construidas por el hombre.
—Luz de Medianoche, Estrella del Desierto y Furia de Dioses, ¿esos
eran sus nombres, verdad? Muy apropiados para infundir valor a los
hombres —y sonrió con sarcasmo—. ¿Es que acaso me tomas por un
anciano sordo y ciego? Eso ya lo he escuchado, pero no es lo que quiero oír.
Quiero saber la jugada maestra que esconde tu plan, pues al igual que tú, sé
que la ruina nos aguarda si nos lanzamos contra las murallas de
Groningburgo, con tres o con el doble de compañías bajo nuestro mando.
Kiril, hijo mío, no tengas miedo de contarme lo que piensas, pues sabes que
confío en tu buen discernimiento.
—Prométeme que no se lo dirás a nadie. Ni a Maikel, ni a… ni a Enna
—dijo repentinamente apesadumbrado por una terrible carga que su
corazón parecía sobrellevar—. Sobre todo a Enna.
—Te lo prometo, Te prometo por Nerlinguia que no revelaré tu plan
secreto.
—Los hombres se descorazonarían, su confianza menguaría y la fuerza
de sus brazos no seria la misma en el fragor de la batalla —contestó Kiril,
quien permaneció callado durante unos instantes—. Desafiaré a Zornik.
Lograré que abandone su castillo, que se muestre fuera de las murallas. Le
retaré a un combate singular, solos él y yo, nadie más, ni hombre ni animal
en doscientos pasos a la redonda. Un Duelo de Reyes en el que acabaré con
él, aunque quizás él también acabe conmigo. Pero esa será la única forma
de devolver la luz y la paz a Tierra Conocida.
—Dos veces el doble de dos docenas de dobles huellas… —recitó
el padre de Enna.
—Exacto. Y en ese confinado espacio en el que únicamente mi corazón
y el corazón de Zornik latirán como uno solo, se decidirá el destino de los
hombres —finalizó Kiril aliviado por haber podido compartir con Oerlikon
el secreto que guardaba.
—Tu solo sacrificio no valdrá sin la ayuda de los demás. Como días
atrás nos dijiste, esta misión resultará victoriosa si todos permanecemos
juntos y unidos. Confía en tus hombres, confía en tu amada Enna, confía en
tu inseparable Maikel, pues ellos te darán la fuerza para lograrlo.
—Ellos me ayudarán a llegar a los acantilados del infierno, pero seré yo
quien deba saltar al vacío y destruir al demonio que mora en ellos —habló
Kiril—. Si Enna o Maikel supieran lo que pretendo hacer no lo permitirían,
pues antepondrían el amor incondicional que me profesan ante la salvación
del resto de los hombres. Siempre creerán que habrá otra forma de derrotar
a Zornik, otra manera de culminar esta encomienda sin cobrarse el precio de
mi vida. Pero maestro, yo sé que esa es la única opción de victoria y
salvación. Desafiar el poder de Zornik frente a sus murallas, servirle en
bandeja de plata una victoria que él considerará segura en un combate
singular frente al bisoño descendiente de la estirpe real nerlinga. No,
maestro, no hay otra opción. Por muy dolorosa que sea, aunque reclame mi
vida, es la opción que yo he elegido, y no habrá nada ni nadie que logre
apartarme de ese camino.
—Respetaré tu decisión, Kiril —dijo con cierta tristeza Oerlikon, quien
a pesar de todo en su fuero interno también presentía que aquella era la
única opción de victoria—. Sé que durante largo tiempo ha sido meditada y
que con ella pretendes evitar un gran derramamiento de sangre,
anteponiendo tu vida a la de los demás. Ello te hace ser aún más grande.
Pero hijo mío, sigo creyendo que no deberías ocultar tus decisiones a los
ojos de quienes te son más queridos.
—He de hacerlo, maestro. Por mucho que me duela he de hacerlo —y
levantándose se volvió, para regresar caminando cabizbajo hacia su tienda
mientras una frenética actividad se apoderaba del campamento, donde los
capitanes se afanaban en convocar a las tres compañías que partirían a la
conquista de Groningburgo.
Antes de que el sol pudiera anunciar el mediodía a través de la plomiza
mortaja gris que cubría el cielo de Jactinia, la Luz de Medianoche, la
Estrella del Desierto y la Furia de Dioses formaban frente a Therliangator y
sus capitanes, prestas para la revista de armas antes de la batalla. Como tres
temibles galeras que emprendiesen una última travesía para surcar los
tempestuosos océanos, mostraban ahora orgullosas todo el poder que serían
capaces de desplegar frente al monstruo de las profundidades abisales.
Como Kiril había ordenado, algo más de un centenar de hombres de
cada compañía se internó en la ruta que más tarde la Luz de Medianoche, la
Estrella del Desierto y la Furia de Dioses tomarían. Al frente de la
avanzadilla de la Furia de Dioses partieron Olaf, Lonar y Sventegard. Su
principal cometido era trazar la posición y el número total de torres de
vigilancia que los gronings habían levantado a lo largo del Paso del
Gorglin. Kiril y los suyos permanecerían al menos dos días más acampados
en la orilla sur del Río Grazemberg aguardando noticias no solo de Olaf y
su avanzadilla, sino también de las que pudieran llegar de las vanguardias
de la Luz de Medianoche y la Estrella del Desierto. Si alguna de ellas debía
enfrentarse a los gronings, la infantería del ejército de la Alianza debería
entrar en combate para que fuese creíble a los ojos del enemigo que todo el
ejército rebelde avanzaba en esa dirección.
Tras la primera jornada de marcha a través de territorio groning las
noticias que llegaron fueron tranquilizadoras. Ninguna de las tres
avanzadillas había avistado enemigo alguno y avanzaban a buen paso.
El segundo día solo recibieron un mensaje de la Estrella del Desierto.
Senthilkumar, quien había partido al mando de los sureños, informaba que
las cincuenta bigas y veinte trigas habían cruzado sin problemas el Río
Isengur diez millas al este de la entrada al Paso del Gorglin. El mensaje
terminaba diciendo que los hombres de la Furia de Dioses también habían
cruzado el Isengur y que encaraban el camino que conducía a las faldas de
la Cordillera Iugur-András.
Al mediodía del tercer día de marcha y, sin que la lluvia les hubiera
concedido tregua alguna, llegó un mensaje de la vanguardia de la Luz de
Medianoche. Los norteños comunicaban a Gródolas que el camino estaba
completamente despejado y, que tras hollar el Paso de la Rocosa, no
vislumbraban rastro alguno de compañías gronings en muchas leguas a la
redonda. Kiril y Gródolas convinieron en que el grueso de la Luz de
Medianoche podía partir hacia Groningburgo.
—Permaneced alertas durante vuestra marcha y extremad las
precauciones cuando alcancéis las estribaciones orientales de los
Guardianes de Groning. Es probable que entonces diviséis a las legiones del
norte apostadas en las Landas de Edhilien.
—Así lo haremos —respondió el de Tenkolmar—. Guardaos también
vosotros de los ojos de los halcones. La senda que habéis de tomar puede
convertirse en una trampa mortal si los gronings os descubren.
—Sé que Olión y Nerlinguia velarán por todos nosotros. Volveremos a
vernos a las puertas de Groningburgo —dijo Kiril.
—Allí uniremos de nuevo nuestras espadas —sentenció Gródolas—.
¡Luz de Medianoche! —gritó—, ¡Adelante! —y la compañía de norteños
comenzó a caminar bajo la impenetrable cortina de lluvia que brotaba
inagotable del maligno manto creado por la oscura de Urkha.
El resto del ejército de la Alianza que permanecía acampado al otro lado
de Puente de Piedra despidió con miradas silenciosas a la compañía.
Llegó el cuarto día y con él las malas nuevas. La vanguardia de la
Estrella del Desierto había caído en una emboscada groning unas diez
millas antes de alcanzar el límite occidental de los Guardianes de Groning.
Más de veinte hombres habían muerto durante el combate. Los gronings les
atacaron por sorpresa al caer la noche y los sureños se vieron obligados a
retroceder. En su precipitado repliegue volvieron a cruzar a través de una
zona enfangada por la lluvia por la cual sus carros de combate encontraron
grandes dificultades para avanzar y en la que algunos quedaron atascados.
Fue precisamente allí donde un segundo grupo groning les atacó, esta vez
acompañados por media docena de wolkurs. Los perros de la guerra de
Zornik se ensañaron con los caballos e inutilizaron varias de las bigas y
trigas.
Los sureños, aterrorizados por las bestias wolkur, descuidaron la
formación defensiva y Senthilkumar tuvo que acabar con dos de los
wolkurs para que sus hombres recobraran el valor. Mientras tanto, los
sureños eran atacados desde ambos flancos por las dos partidas gronings.
Tras una dura contienda, acabaron con el grupo de los wolkurs y gronings
que los hostigaban desde el este. Gracias a ello, los cerca de setenta
supervivientes de la avanzadilla de la Estrella del Desierto pudieron batirse
en retirada hacia el Isengur. Se hicieron fuertes en lo alto de una suave loma
desde la que contraatacaron haciendo retroceder a los restos del primer
grupo groning, quienes tras un nuevo ataque, en el que nuevamente fueron
repelidos por los soldados de Senthilkumar, optaron por retirarse. Con toda
seguridad, solicitarían refuerzos al Mariscal Burkelen para tratar de detener
el avance del ejército de la Alianza.
Tras leer el mensaje de Senthilkumar, el príncipe Ilanit solicitó permiso
a Kiril para partir en ayuda de sus hombres. El permiso le fue concedido,
además de refuerzos adicionales para la Estrella del Desierto: ciento
cincuenta hombres de infantería y arqueros que, tras luchar contra la nueva
y previsible numerosa ofensiva groning, deberían regresar para cruzar a
retaguardia de la Furia de Dioses el Paso del Gorglin.
Al quinto día llegó el primer mensaje de Olaf. Habían cruzado el brazo
meridional de la Iugur-András sin encontrar en el camino ninguna torre de
vigilancia. Tras descender a las desnudas praderas que formaban el circo de
la cordillera, comprobaron al anochecer las luces de varias almenaras que
dibujaban frente a los exploradores una amenazante serpiente de luz.
Contaron desde la lejanía cinco torres, aunque quizás, ocultas entre los
escarpados riscos pudieran esconderse más atalayas. Sugirieron a Kiril que
la Furia de Dioses emprendiese la marcha hacia la Iugur-András y se
acantonase al abrigo de sus faldas hasta recibir un nuevo mensaje.
Kiril ordenó pues levantar el campamento y la Furia de Dioses comenzó
a avanzar lentamente hacia el Paso del Gorglin. Cuando su caballo pisó
territorio groning, se volvió y cruzó su mirada con la de Enna, Maikel y
Oerlikon, quienes con una sonrisa de asentimiento le respondieron, sin
necesidad de pronunciar palabra alguna, que le seguirían hasta el fin del
mundo. Enna y Maikel apretaron el paso de sus corceles y se colocaron a
derecha e izquierda de Kiril, mientras Oerlikon les contemplaba a unos
trancos de distancia.
—Fieles y amantes escuderos —musitó el Kliat para sí—. Llegado el
crucial momento, ruego perdonéis a Kiril y a su humilde maestro por
ocultaros el terrible final que le aguarda tras la última etapa de su misión.
El príncipe Ilanit condujo velozmente a sus huestes al encuentro de la
vanguardia comandada por su fiel Senthilkumar. Tan rápido fue su avance,
que los hombres de a pie que Kiril había enviado como refuerzo a la
Estrella del Desierto quedaron cortados varias millas por detrás del gran
grupo, siguiendo la estela de los surcos que los carros de combate dejaban
sobre las enfangadas praderas. Por una vez dieron gracias a la lluvia que
seguía cayendo incansable, pues de haber transitado por terrenos secos y
yermos como los eriales de Tierra Seca, se hubieran visto envueltos en una
irrespirable tormenta de nubes de polvo y arena. En menos de una jornada
habían cruzado el Isengur y al caer la noche llegaron a la loma en la que
Senthilkumar y sus hombres se habían atrincherado aguardando la llegada
de refuerzos. Los sureños recibieron con gran alegría a su príncipe y a los
hombres que le acompañaban.
—Los gronings nos emboscaron varias millas al oeste —le explicaba
Senthilkumar a Ilanit—. Un primer grupo se ocultó a nuestro paso tras las
arboledas que crecen en las faldas de las montañas. Nuestros exploradores
no los descubrieron y seguimos avanzando. Al caer la noche decidí acampar
antes de proseguir la marcha a través de las llanuras que separan Tierra Seca
y los Guardianes de Groning. Cuando aún montábamos el campamento una
compañía de legionarios bien adiestrados cayó sobre nosotros y decidimos
retirarnos siguiendo el plan de Kiril. Sin embargo los gronings tenían bien
planeada su emboscada y el segundo grupo cayó sobre nosotros cuando
transitábamos por aquella maldita pradera enfangada. El lodo se convirtió
en una trampa mortal. Los gronings soltaron a unas terribles bestias contra
nosotros, feroces lobos rabiosos que enloquecieron cuando mataron al
primer caballo.
—Wolkurs… —musitó Ilanit.
—Esas bestias desataron el pánico entre nuestros hombres. Nuestra
defensa se desmoronó, y los gronings aprovecharon el desconcierto para
infligirnos un gran número de bajas. No tuve más remedio que
sobreponerme a mis temores y lanzarme cimitarra en mano contra uno de
esos wolkurs. Le cercené la cabeza de un terrible mandoble y rápidamente
tuve que hundir mi cimitarra entre las costillas de una segunda bestia que se
abalanzaba contra mí con sus ojos inyectados en sangre para vengar la
muerte de su hermano. La muerte de los dos wolkurs hizo que los hombres
recuperasen el valor y la templanza. Lentamente volvimos a tomarla
iniciativa de la contienda. El segundo grupo que nos atacaba desde el este
era menos numeroso, por lo que decidí embestirlos con veinte bigas. Tras
una breve pero cruenta lucha conseguimos exterminarlos. Ordene a los
hombres retirarnos hacia el este hasta llegar a esta pequeña loma, donde
logramos una posición de ventaja sobre los gronings. Dos veces nos
atacaron y por dos veces los repelimos.
—Obraste bien, Senthilkumar —le felicitó Ilanit—. Mas de este
enfrentamiento debemos sacar una clara conclusión. Éste es el camino que
los gronings esperan que tome el ejército de la Alianza para continuar su
avance hacia Groningburgo. En las cuatro jornadas que aguardamos las
noticias de las tres compañías al sur de Puente de Piedra, no supimos de
ninguna escaramuza con los gronings hasta que llegó tu mensaje. Como
Kiril bien predijo, serán la Estrella del Desierto y la Luz de Medianoche las
que encuentren una mayor resistencia a su avance. Pero la compañía
comandada por Gródolas no hallará resistencia hasta franquear los
Guardianes de Groning. Después, si son precavidos y logran ocultarse a los
ojos de las legiones del norte que a buen seguro patrullarán al sur y al oeste
de Nornogham, puede que no tengan que entrar en combate hasta llegar a la
capital groning. Pero la Estrella del Desierto encontrará las trampas y los
ataques furtivos del enemigo en cada vereda y recodo del camino. Los
gronings no dejarán de hostigarnos, tratarán de desmoralizarnos, pero te
aseguro que no lo lograrán. Zornik y sus esbirros jamás han combatido
contra el ejército de Saralamath, por lo que no saben de qué son capaces los
hombres del sur.
—¿Qué haremos ahora, mi señor? —preguntó cansado Senthilkumar.
—Esta noche seguiremos acampados en esta loma —dijo el príncipe—.
Que tus hombres descansen. Las tropas de refresco realizarán la guardia.
Antes de medianoche más de un centenar de hombres de la Furia de Dioses
llegará al campamento. Dadles de comer y beber, y dejadles descansar.
Mañana partiremos para dar caza a ese grupo de gronings y a los que se
oculten en los Guardianes de Groning. Después, los hombres de la Furia de
Dioses regresarán hacia el Paso del Gorglin y nosotros avanzaremos a
través del corredor de Tierra Seca. Una vez acabemos con la resistencia
groning al sur de los Guardianes, cabalgaremos tan rápido como sea posible
hacia Groningburgo para desafiar a los ejércitos de Zornik.
—De acuerdo, mi señor —asintió agradecido Senthilkumar—.
Comunicaré las órdenes a los hombres y advertiré a los centinelas de la
llegada de los refuerzos. Mañana los gronings descubrirán el poder de
Saralamath.
—Lo verán y jamás lo olvidarán. Cuando lleguemos a Groningburgo las
noticias nos precederán y, desde lo alto de sus murallas, los gronings
temblarán al ver nuestros estandartes —sentenció Ilanit.
La noche, o quizás el día, cubrió con su oscuridad las regiones al norte
de Jactinia. Por encima del aliento maligno de Urkha, un gran ejército de
negras nubes, gigantescos cumulonimbos transportados por las alas de
lejanas ventiscas nacidas en el Mar de los Vientos, presagiaban la llegada de
una gran tormenta de nieve que, muchas lunas antes, pretendía anticipar la
llegada del despiadado invierno. Los espíritus del mal se habían conjurado
para sepultar a los hombres del desierto bajo heladas dunas de nieve y hielo,
condenándolos a morir lejos de las cálidas y bermejas arenas de su añorado
hogar.
ENCRUCIJADA DE DESTINOS

E l otoño se desvaneció y, sobre la alfombra de hojas secas, se alzó el


martillo helado del invierno.
En los albores del décimo mes la nieve invadió Jactinia y las regiones
del norte, golpeando dura e impenitente, desde las lejanas cavernas del gran
oso blanco. El silencio se apoderó de Tierra Conocida, un silencio malvado,
ominoso, un silencio que ansiaba apagar la voz del agonizante mundo de los
hombres.
La nieve caía sin descanso en forma de gigantesca catarata desde el
cielo invisible, oculto bajo un opresivo manto gris que día a día descendía
unos pies sobre sus cabezas, tratando como fin último aplastarlos contra la
fría alfombra que cubría las regiones del centro y el noroeste.
El silencio ahogaba su esperanza, sofocaba la llama de sus espíritus; el
silencio era el dueño y señor de aquellos eviternos días sin sol y noches sin
luna. A medida que las tres compañías se adentraban en territorio groning,
el blanco algodonado de la nieve paulatinamente se iba transformando en
un tono grisáceo, sucio, corrompido por los endemoniados sortilegios de la
arpía Urkha.
Y la nieve caía y caía sin cesar, mientras las fuerzas de los capitanes del
este menguaban con cada paso que les acercaba hacia Groningburgo. Desde
cientos de millas atrás, Kiril había sentido que el final estaba cerca, que
quizá su vida se extinguiría en aquella trampa mortal, en un angosto y
helado pasaje sobre el que sobrevolaba la negra magia de Zornik. Éstos eran
los pensamientos que asaltaban a Kiril mientras la Furia de Dioses hollaba
las cumbres de la Iugur-András y él, al frente de la vanguardia de la
compañía, descendía por las nevadas laderas del norte para dirigirse hacia el
Paso del Gorglin. Al pie de los Guardianes de Groning les aguardaban Olaf
y sus hombres, quienes habían podido concluir que eran cinco las torres de
vigilancia que los gronings habían dispuesto a lo largo del ascenso a la
escarpada pendiente.
Si bien los hombres de la Furia de Dioses habían padecido fríos
inviernos en sus lejanos hogares y los norteños de la Luz de Medianoche
estaban habituados a la oscuridad, al frio y la nieve, eran los hombres del
sur, la poderosa caballería pesada de la Estrella del Desierto, quienes
padecían con mayor sufrimiento y angustia las inclemencias que azotaban
los dominios al sur de la capital groning. Aquellas regiones se dibujaban
ahora antes sus ojos como un espectral mundo de horror.
Sólo las victorias que las tropas del príncipe Ilanit habían logrado
durante su avance hacia el oeste, conseguían mantener el ánimo entre los
sureños. Dos días atrás cayeron sobre los gronings que habían emboscado a
la avanzadilla de Senthilkumar. Acabaron con más de cincuenta gronings y,
antes del anochecer, volvieron a entrar en combate contra una nueva
compañía que había acudido en apoyo de los dos primeros grupos. Ilanit
había previsto ese posible movimiento y, anticipándose a las órdenes de los
oficiales gronings, ordenó a los arqueros que Kiril había enviado en su
apoyo, se escondieran en una zona elevada del terreno, en las primeras
pendientes que ascendían hacia los picos de la Iugur-András. Cuando las
tropas gronings y sureñas se encontraron frente a frente, los arqueros
castigaron con dureza las posiciones enemigas, lo que logró decantar
rápidamente la contienda en favor de los sureños. El príncipe Ilanit no quiso
mostrar todo el potencial de su ejército a los gronings y dejó acantonados
varias millas atrás a más de mil de sus hombres. La magnitud de sus fuerzas
debía aún permanecer velada a los ojos de los esbirros de Zornik pues, de
otra forma, quizás el rey brujo decidiese enviar a todas las legiones del
norte contra sus carros de combate. A pesar de que una decena de gronings
consiguió escapar con vida de la contienda y varios halcones sobrevolaron
sus posiciones, Zornik no enviaría aún a todos sus efectivos contra Ilanit y
preferiría seguir hostigándoles en la creencia de que de esa manera
debilitaría las fuerzas del ejército de la Alianza, al que creía avanzaba hacia
el oeste.
—Los gronings nos hostigan constantemente —dijo Senthilkumar a su
príncipe—, pero lo hacen en pequeños grupos. Si saben que avanzamos
hacia el oeste por este camino, ¿por qué no envían al grueso de sus legiones
para acabar con nosotros?
—Como dijo Kiril, Zornik busca que sigamos el camino de fuego y
cenizas que nos ha marcado —respondió Ilanit—. Piensa que todo el
ejército aliado avanza en esta dirección, lo que es una gran noticia para
Kiril y Gródolas. Quiere que sigamos acercándonos a Groningburgo, y que
en ese avance nos debilitemos, incluso a costa de la vida de sus hombres.
No mostrará piedad alguna, ni siquiera por sus soldados, pues sabe que
atacando en grupos de cincuenta o cien hombres no logrará la victoria. Nos
iremos desangrando, nos agotaremos al tener que estar alertas mientras él
sacrifica a sus peones. Presiento que su último fin, tras el fracaso de la
invasión de las regiones del este, es atraernos hacia su guarida, aunque no
alcanzo a comprender con qué intención.
—Juraría por todos los dioses del desierto que Kiril conoce ese fin por
el que Zornik le atrae hacia Groningburgo —dijo pensativo Senthilkumar.
—Quizás sea así, o quizás sea Kiril el que esté dejando a Zornik que
juegue con él al gato y al ratón —terminó la frase Ilanit justo en el
momento en que la llamada de un cuerno reverberó en los muros de piedra
de la Iugur-András.
—¡Gronings! ¡Una compañía de cien gronings a caballo nos ataca! ¡A
las armas! —gritó uno de los oficiales avisado por los exploradores de
vanguardia.
—Adelante, mi fiel Senthilkumar —le dijo Ilanit con voz cansada—.
Interpretemos el papel que nos ha sido otorgado en esta tragedia. Que los
ojos de Zornik crean contemplar el pérfido plan que su mente ha pergeñado.
¡Por Saralamath!
—¡Por Saralamath! —respondió Senthilkumar, y ambos se lanzaron
sobre sus carros de combate campo a través para enfrentarse a sus
enemigos.

Era noche cerrada y ni el blanco de la nieve lograba arrojar un solo


destello de luz sobre el mundo de oscuridad que rodeaba a los hombres de
la Luz de Medianoche. Gródolas marchaba al frente de la compañía,
dominado por la misma premura que meses atrás le empujó a avanzar sin
descanso hacia Sildenburgo a través de las llanuras al norte de Halthoria. Y
si en aquella ocasión el destino que le aguardaba era el añorado retorno al
hogar, esta vez bien pudiera ser que los hados le reservasen el infortunio de
conocer al jinete sin rostro.
Hacía una luna que la compañía había franqueado el Paso de la Rocosa
para dirigirse hacia las estribaciones orientales de los Guardianes de
Groning. Hasta ahora no habían encontrado rastro de los gronings y
Gródolas quería aprovechar aquellos vientos favorables para avanzar veloz
hacia Groningburgo. Descansaron tres veces ese día y cenaron frugalmente
para, de madrugada, continuar con la marcha a través del corazón del
territorio groning.
—La Luz de Medianoche deberá ser la primera en llegar e iluminar el
camino de las otras compañías —repetía continuamente Gródolas la
consigna que le dio Kiril—. Ese orgulloso príncipe sureño no llegará antes
que los norteños a Groningburgo, jamás marchando bajo la nieve.
La caballería ligera y los norteños seguían ciegamente a su líder por
aquellas vastas y despobladas praderas, sin que las remotas e invisibles
luces de Nornogham pudieran inquietarles. Continuarían avanzando a un
ritmo extenuante para tratar de alcanzar la próxima noche los Guardianes de
Groning. Gródolas les había prometido a sus hombres que descansarían allí
una jornada completa para, a continuación, partir con la oscuridad de la
noche hacia Groningburgo al abrigo de los Guardianes. Si las compañías
que pudieran patrullar por las Landas de Edhilien no les descubrían en ese
crucial instante, podrían llegar muy cerca de la capital groning sin que las
legiones del Mariscal Zotelen fueran alertadas, lo que les proporcionaría
unas preciosas jornadas de ventaja sobre ellas en su ataque a la guarida del
rey brujo.
Y bajo la impenitente nevada, la Luz de Medianoche, honrando a su
nombre, se perdió difuminándose entre las sombras que danzaban sobre
aquellas vastas soledades al son del viento ululante. No tardaron en borrarse
las huellas de bestias y hombres, sepultadas por los copos de nieve que
brotaban del oscuro e insondable lienzo en el que el firmamento se había
transformado.

Debía ser mediodía, pero ninguno de los componentes de la Furia de


Dioses, ni siquiera Kiril o el clarividente Oerlikon podían atestiguarlo.
Cielo y tierra se habían convertido en superficies informes, donde el relieve
del terreno o las formas de las nubes habían dado paso a un mismo todo
indefinido. Únicamente la cercana silueta de las laderas meridionales de los
Guardianes de Groning obraba de faro que guiase el barco a la deriva en
que podría haberse convertido la compañía comandada por Kiril. Sin
embargo, los avezados ojos de Olaf, Lonar y Sventegard, ya habían
localizado desde hacía más de media milla el avance de la Furia de Dioses.
Montaron prestos sobre sus corceles y salieron al encuentro de Kiril y los
suyos.
—Varios jinetes se acercan, mi señor —le informó a Kiril uno de los
alkos del sexto clan.
—Los veo —respondió Therliangator.
—Apuesto a que se trata de Olaf y sus nuevos amigos —sonrió Maikel
—. Solo espero que ese norteño haya encontrado un buen lugar bajo el que
guarecernos de esta maldita nevada. Estoy empapado hasta los huesos.
Apenas si siento los pies y tengo las manos ateridas de frío. Necesitaré
vuestra ayuda para poder soltar las riendas de mi caballo.
—Vamos, Maikel —contestó Enna—. Si los hombres ven a un
grandullón como tú recibiendo la ayuda de una delicada joven como yo, a
buen seguro que alguno compondrá una hiriente canción en tu honor —dijo
mirando a los escépticos ojos del alko—. Conozco a un joven de
Caterziveen con las habilidades de un bardo que ha traído su laúd desde
nuestro añorado hogar, ¡ja, ja, ja! —y rió burlándose del corpulento
nerlingo.
Cuando Enna terminó de reír, Olaf, Lonar y Sventegard, ya habían
llegado a la altura de la vanguardia de la compañía. Una enorme sonrisa se
dibujó en sus rostros cuando contemplaron a Kiril y a los capitanes.
—¡Saludos, amigos! —dijo Olaf—. Os echábamos de menos. Sin
embargo debo decir que habéis avanzado rápido.
—Nos pusimos en marcha en cuanto recibimos tu mensaje —respondió
La marcha ha sido tranquila, tal y como asegurabas.
—Nos alegramos por ello —dijo Lonar e hizo una leve pausa—. ¿Cómo
les va al resto de compañías? —preguntó intranquilo.
—La peor parte se la llevó la Estrella del Desierto —les informó
Oerlikon—. Varios grupos de gronings y wolkurs los emboscaron, aunque
parece ser que Senthilkumar pudo hacerse fuerte y repeler su ataque tras un
rápido repliegue. Cuando el príncipe Ilanit supo del ataque groning, partió
enseguida en socorro de sus hombres.
—Envié en su apoyo a cerca de ciento cincuenta hombres —añadió
Kiril—. Una vez Ilanit y los suyos acaben con ellos, esos soldados se
reunirán aquí con nosotros.
—Eso nos concede un tiempo adicional para estudiar la estrategia de
asalto a las torres de vigilancia que jalonan el Paso del Gorglin —dijo
Sventegard.
—Ya tendremos tiempo para hablar de ello —refunfuñó Maikel—. En
lo único que pienso ahora es en calentarme frente al fuego de una hoguera y
comer algo. Por Nerlinguia, Olaf, dime que habéis encontrado un buen
refugio. Esta nevada me está congelando hasta el cabello.
—¡Ja, ja, ja! —rió a carcajadas Olaf—. ¿No pretenderás que
encendamos una hoguera e invitemos a los gronings a cenar con nosotros
un lechón asado? ¡Ja, ja, ja! ¡Valiente hijo de Jactinia estás hecho! Parece
que la cálida brisa del Mar del Este y los paseos junto al capitán Falk a
bordo de La Sirena de los Mares te han ablandado —y Lonar y Sventegard
hicieron coro a las risas de Olaf.
—Basta ya, muchachos —habló Oerlikon—. Nos os burléis de Maikel,
¿o acaso es necesario que vuelva a relataros la historia del Sol y del Viento
del Norte?
Los tres exploradores decidieron dar una tregua a Maikel e indicaron a
los capitanes de la Furia de Dioses que les siguiesen. La compañía volvió a
ponerse en marcha y avanzaron a paso lento tras las huellas que los corceles
de Olaf, Lonar y Sventegard, dejaban sobre la hierba cubierta de nieve.
Vladas había cumplido con presteza las órdenes que Simas le había
dado. Tras dejar encauzados los trabajos de construcción del puesto de
vigilancia en el Paso de Rocagrande, se dirigió con media docena de
hombres hacia el Paso del Corzo. En una jornada talaron la madera que
necesitarían para construir el puesto y, cuando comenzaron a caer los
primeros copos de nieve, empezaron a levantarlo. Prepararon una almenara
con madera seca al igual que habían hecho en Rocagrande para utilizarla
como sistema de comunicación entre ambos destacamentos. Si las llamas se
alzasen sobre las cumbres de las Montañas Blancas eso sólo significaría una
cosa: las legiones del norte acudían a Groningburgo convocadas por su rey.
La abundante nieve que manó del cielo durante los días venideros
apenas si llegó a humedecer aquella madera seca. Vladas regresaba
meditabundo hacia Sildenburgo una vez terminada la encomienda de Simas,
cuando comprobó con pánico en sus ojos como, cerca de diez millas al
frente, la almenara del Paso de Rocagrande ardía incendiada por llamas
amarillas y bermejas. Volvió su mirada hacia el puesto de vigilancia del
Paso del Corzo y contempló también arder su almenara en una gran pira.
—¡Maldición! —se lamentó—. Los gronings retornan a Groningburgo.
El rey brujo convoca a sus ejércitos. Han sido los vigilantes del Paso del
Corzo quienes los han descubierto. Nos tomarán una importante ventaja al
cruzar a través del Valle del Rauron, más aun teniendo en cuenta que la
Alianza de Tenkolmar aún no está reunida en Sildenburgo. Simas deberá
convocarla con urgencia —y el fiel amigo de Gródolas dirigió su mirada
entrecerrando sus ojos hacia el oeste, pero la cortina de nieve y viento que
azotaba el norte de Tierra Conocida le impidió ver otra cosa que no fueran
espejismos helados—. ¡Vamos, amigo mío! —le dijo a su caballo mientras
le acariciaba el cuello—. ¡Cabalga veloz hacia Sildenburgo! —y el palafrén
pareció comprender las palabras de su amo, pues se lanzó con un desbocado
galope hacia la ciudad fronteriza de los norteños.

Simas estudiaba absorto en la cabaña de Dinara un mapa que mostraba


con detalle varios pasos al norte y al noroeste de Nornogham que cruzaban
la Cordillera Savakien, cuando los gritos de Rimas y Sarunas le hicieron
volver su atención hacia el exterior de la cabaña.
—¡Mi señor, mi señor! —gritaban a coro los dos norteños—. ¡Arde la
almenara del Paso de Rocagrande!
Simas comprendió lo que aquello significaba y una enorme tristeza se
apoderó de él.
—El desenlace de la terrible tragedia de nuestro tiempo ha llegado —
musitó—. Zornik no da tregua a los que se interponen en su camino. El
árbol de la vida se agosta en el norte, la sangre de los hijos de Olión volverá
a derramarse. A ti te rezo, Olión, y a ti me encomiendo, Kiril el Verdugo de
la Oscuridad, para que los inviernos venideros sean fértiles como la
primavera y la luz de la vida vuelva a brillar en el rostro de nuestro pueblo.
Mientras Simas musitaba estas palabras contemplando desde la ventana
la agitación que por momentos se apoderaba de Sildenburgo, Rimas y
Sarunas irrumpieron con estruendo en la cabaña de Dinara:
—¡Mi señor Simas! ¡La almenara de Rocagrande está en llamas!
—Lo sé —respondió con voz grave—. Encended las demás almenaras.
Tenkolmar deberá acudir antes de la fecha fijada. Informad a los oficiales
que comiencen a inventariar armas y provisiones. En breve partiremos hacia
Groningburgo.
—De… de acuerdo, mi señor —respondieron mientras un nudo de
terror atenazó sus gargantas al conocer el destino final hacia el que se
dirigían.
Rimas y Sarunas abandonaron temblorosos la cabaña, y corrieron hacia
los nuevos barracones y cabañas que Simas había ordenado construir en las
afueras del burgo, para transmitir a los oficiales norteños las órdenes del
líder de la Alianza de Tenkolmar.
Dinara se acercó a la planta baja de su cabaña atraída por la agitación y
las voces de los hombres. Vio a Simas inmóvil frente a la ventana, con la
mirada perdida en la nevada calle central del burgo. Se acercó lentamente
hacia él y pudo percibir cómo el rumor del crepitar de las almenaras en
llamas le atormentaba.
—El destino de nuestro pueblo vuelve a recaer en ti —habló Dinara—.
Pero esa pesada carga se repartirá entre las espaldas de los hombres y
mujeres de las Tierras Frías. Una vez reconstruiste al norte de sus cenizas;
ahora podrás terminar la obra que diez inviernos atrás comenzaste.
—Fue duro salvar los restos de la Alianza de Tenkolmar, abandonar a
Gródolas a su suerte para ocultarnos como conejos asustados en nuestras
madrigueras. Pero ahora… ahora que las Tierras Frías comenzaban a
recuperar la paz perdida, debemos volver a derramar la sangre de nuestros
jóvenes, el futuro de nuestro pueblo, en lejanas y hostiles tierras. Dudo de
mí mismo, Dinara. Dudo de mis decisiones, pues quizás estoy conduciendo
a mi pueblo al exterminio.
—Nadie lo sabe, Simas. Ni tan siquiera Olión es capaz de augura:
nuestro destino —respondió Dinara—. Pero la decisión que hoy has tomado
no es una decisión en soledad, sino una decisión compartida. Todos y cada
uno de los habitantes del norte te seguiremos hacia donde tú nos guíes.
—Gracias, Dinara —dijo con voz angustiada Simas—. Rezo porque
estés en lo cierto.
Las almenaras ardieron entre Sildenburgo y Ostenburgo, entre
Ostenburgo y Orlag, y desde allí, a lo largo del Paso del Norte, hasta
Trondemag, para por fin terminar alumbrando las orillas de la hermosa
Tenkolmar. Los osos blancos del norte se movilizaron a la orden de Simas y
vaciaron todos sus burgos y aldeas al sur de las Montañas Nevadas para
dirigirse hacia sus fronteras meridionales. En menos de diez lunas, una
hueste de más de dos mil hombres acudiría al encuentro de Simas.
Durante las jornadas siguientes Simas se afanó en preparar su plan de
ataque sobre las legiones gronings. Vladas no tardó en llegar a Sildenburgo
desde el Paso del Corzo para ayudar a su líder.
—He revisado cientos de veces estos mapas —le decía Simas a Vladas
—, y solo veo dos rutas posibles a seguir. Podríamos marchar hacia el oeste
en paralelo a las Montañas Blancas y después cruzar por el corredor que se
abre entre ellas y los Valles Solitarios, para finalmente descender a través
del Valle del Rauron…
—Pero esa opción no acaba de convencerte —dijo Vladas.
—No. Es la misma ruta que van a seguir las legiones del norte y además
es la más larga. Si mi intuición no me falla, el ejército capitaneado por Kiril
atacará Groningburgo desde el sur, mientras que nosotros quedaremos
cortados al norte de la capital. Ni nosotros ni Kiril capitaneamos una tropa
tan numerosa como para combatir a los gronings desde dos frentes distintos.
Nos superan en número y, si dividimos nuestros efectivos, no les será difícil
acabar con nosotros.
—Si no es a través del Valle del Rauron, ¿desde dónde piensas atacar a
los gronings?
—Cruzaré a través de la Savakien. Mira este otro mapa —le indicó a
Vladas mientras extendía un viejo y arrugado mapa sobre la mesa que
gentilmente Dinara les había prestado para que Simas convirtiera la planta
baja de la posada en su cuartel general—. Muestra varios pasos que los
comerciantes utilizaban en el pasado como rutas para cruzar de un lado a
otro de la cordillera. Y mira aquí. Justo aquí. Casi a la altura de
Nornogham. Un amplio y cómodo corredor que nos llevará directamente a
las Landas de Edhilien.
—Te olvidas del destacamento groning acantonado en Nornogham.
—Nos desviaremos diez millas hacia el oeste para después avanzar a
través de las Landas de Edhilien. En las faldas de los Guardianes de
Groning es donde encontraremos a Kiril y los suyos. O al menos es hacia
dónde creo que ellos se dirigirán.
—¿Y si el destacamento de Nornogham nos descubre? —le cuestionó
Vladas.
—Antes lanzaremos un señuelo a ese pez —sonrió con malicia Simas
—. Y si no pica el anzuelo, tendremos que pescarlo con nuestras lanzas.
Vladas escrutó durante un rato el mapa de la Savakien.
—Creo que tu plan funcionará —concedió al fin—. Aquí perdimos a un
gran amigo. Se llamaba Henk —dijo con honda pena señalando una amplia
extensión del terreno que aparecía cubierta por árboles en el mapa—.
Bautizamos a ese bosque como el Bosque del Demonio Gris. Confío en que
esta vez los wolkurs no merodeen por aquella zona.
—El restallar de las pisadas del ejército de Tenkolmar los mantendrá
alejados de nosotros. Te lo prometo, Vladas —dijo Simas apoyando la
mano en el hombro de su amigo.
Así quedó fijada la ruta que los hombres del norte seguirían para
encontrarse con el ejército de la Alianza. Y mientras el fuego que ardía en
las almenaras del norte se consumía, la nieve parecía seguir brotando
inagotable desde lo más profundo de los oscuros corazones de Eulur,
Euwalur y Euquilur, los tres espíritus corrompidos.

La nieve cubría las capas de Enoc y Eboc camuflándolos con aquel


níveo paisaje. Los dos hermanos de la hermandad de Klimerik
contemplaban desde las estribaciones del brazo occidental de la Iugur-
András, allí donde moría la Senda de las Águilas, las blancas praderas que
conducían hasta el Puente de Piedra. Eran evidentes, incluso ahora
disimulados por la nieve, los indicios de que lunas atrás una gran hueste
había permanecido acampada en aquellos campos.
—Era cierto lo que nos relataron aquellos bunkos —dijo Enoc.
—¿Acaso dudabas de ello? —le cuestionó Eboc—. El sentimiento de
culpa por la traición de Torko aún permanecía marcado indeleble en sus
rostros.
—Nunca me gustaron los bunkos. Siempre desconfié de ellos como de
un interesado y ladino gato.
—Quizás sea demasiado tarde, pero la desgracia que cayó sobre nuestro
pueblo forjará un nuevo carácter en su clan.
—Si es que al final del camino aún queda algún bunko con vida —
finalizó Enoc envolviendo sus palabras en un halo de desesperanza.
Los Quince de Klimerik habían partido de Arroyo Escondido con el
propósito de dirigirse hacia Bosque Verde y comprobar si eran ciertos los
crecientes rumores de que Kiril, el hijo de Akrog, había regresado a Jactinia
para reconquistarla y devolver la libertad a aquellas tierras. Cruzaron desde
el Bosque Ranwuhan hasta adentrarse en la Senda de las Águilas, donde
divisaron un grupo de unas sesenta personas que, varias millas al este,
avanzaban a través del paso. Aimon ordenó acelerar la marcha y, con la
llegada del ocaso, cayeron sobre el grupo que descansaba confiado en los
lindes de Bosque Verde sin centinelas que vigilasen la llegada de intrusos.
Sin embargo no fueron enemigos lo que allí encontraron, sino un grupo de
bunkos que había abandonado su escondite en lo más profundo del bosque
para dirigirse a la nueva Lothikaton. Relataron a Aimon y sus hombres que
los gronings se retiraron apresuradamente del territorio nerlingo y, a los
pocos días, un gran ejército al mando del último descendiente de la estirpe
real llegó a la capital nerlinga. Desde su escondite en Bosque Verde
observaron a un numeroso grupo de exploradores y soldados cruzar a través
de la Senda de las Águilas para dirigirse hacia el Puente de Piedra. Ellos
permanecieron ocultos en el bosque hasta que finalmente vieron avanzar a
través de la angosta senda a Kiril encabezando a aquel gran ejército. Les
observaron durante lunas mientras permanecían acantonados en las
inmediaciones de Puente de Piedra, hasta que por fin cruzaron el
Grazemberg para internarse en territorio enemigo. Fue entonces cuando,
seguros de que no se trataba de una argucia de los gronings, decidieron
abandonar su escondite en el bosque para regresar a su añorado
Bunkoburgo.
Tras escuchar el relato de los bunkos, Los Quince de Klimerik
decidieron descansar aquella noche junto a ellos para, a la mañana
siguiente, cruzar la Senda de las Águilas hacia el oeste siguiendo el rastro
del ejército de la Alianza.
Para acelerar su marcha, antes de abandonar Arroyo Escondido,
construyeron una especie de parihuelas con ramas y pequeños troncos para
transportar a Narno durante el día. Una carreta sería un buen medio de
transporte para avanzar por llanuras y praderas, pero Aimon tenía la certeza
de que deberían internarse por los complicados pasos de la Iugur-András o
los Guardianes de Groning. Por ello ordenó que aligerasen la carga que
cada uno llevaría consigo. De esta manera, Narno sería remolcado por solo
un caballo y, en caso de necesidad o de muerte de la bestia, dos de sus
hombres podrían arrastrarle por cualquier senda, ya fuera llana como las
Landas de Edhilien o escarpada como los gigantescos acantilados de la
costa oriental.
Enoc y Eboc informaron a sus compañeros de hermandad que el camino
estaba despejado y Aimon ordenó avanzar hacia Puente de Piedra.
Descansaron aquella noche en la orilla sur del Río Grazemberg y, al igual
que le ocurriera a Kiril lunas atrás, una extraña sensación se apoderó de
Aimon.
—Invasor de territorios extranjeros —se decía a sí mismo mientras
contemplaba reflejado su rostro sobre los destellos plateados de las aguas
del Grazemberg, que cruzaban serenas bajo los asimétricos arcos de Puente
de Piedra. Aquello que siempre había detestado de la naturaleza groning era
en lo que ahora creía haberse convertido.
—¿En qué piensas, Aimon? —preguntó una voz grave y poderosa que
se acercaba desde la pradera.
El celko apenas si esbozó una leve sonrisa mientras su mirada se perdía
en el calmado cauce del río, quien sabe si transportado por sus
pensamientos al oscuro y lejano Mar del Gruneng. Narno se colocó a su
lado y, juntos, admiraron el sosegado fluir de las aguas. Al cabo de un rato,
Aimon se giró y apoyó durante unos instantes su mano en el hombro del
Guardián de Bosque Salvaje.
—En la muerte —dijo Aimon antes de comenzar a caminar de regreso
al campamento.
—¿Qué has dicho? —preguntó desconcertado Narno.
—En la muerte —respondió Aimon—. Era eso en lo que pensaba.
—Nadie debería meditar durante la noche. Las sombras aviesas aturden
los sentidos, nuestros miedos nos conducen a la ruina, nuestros
pensamientos se tornan dementes.
—Quizás sea lo que los dioses quieran revelarnos, alumbrar los
designios que se esconden en nuestro destino.
—La noche jamás revelará otra cosa que no sean las tinieblas de tus
demonios. Abandona esos pensamientos que te atormentan, pues la noche
es larga y traicionera —le dijo Narno acercándose a él—. Te hará dudar de
tus actos e intentará atraparte en sus oscuras garras de melancolía y
pesadumbre. Yo pienso en mi muerte todas y cada una de las noches en las
que despierto a mi vida sesgada. Deseo morir, Aimon. Lo deseo con todas
mis fuerzas. Deseo acabar con esta maldición que me posee. Deseo morir
para poder volver a abrazar a los míos, a Xenia y a mi pequeño Odrán.
Xenia…, mi amada Xenia —y las lágrimas brotaron de los ojos del gigante
—. Mas cuando presiento que el amanecer se acerca, una extraña esperanza
se apodera de mí, invade mi cuerpo y me recuerda que ese mal que me
condenó, ese mal que busca mi tormento, renegará y maldecirá, se retorcerá
en terribles espasmos de dolor al contemplar mis ganas de vivir, de hacer el
bien, de luchar contra todas las abominaciones creadas por su dios del
averno. Y cuando los rayos de la alborada me alcanzan, es en ese instante,
breve y fugaz, cuando mi mente y mi alma se sumen en una paz serena.
Todo se vuelve blanco y placentero, todos los temores son desterrados, pero
después de ese mágico instante, mis sueños vuelven a sumirse en una
insondable penumbra. Y de nuevo mi mente comprende que, durante toda la
eternidad, tendré que luchar contra mi destino cuando la oscuridad de la
noche vuelva a alumbrar tenebrosa mi triste despertar —e hizo una pausa
—. Ahora ve y descansa, Aimon. El nuevo día alejara las brumas que velan
tu razonamiento. Deja que este condenado cargue con los temores que
turban tus sueños —y Narno se alejó caminando hacia el territorio groning,
mientras su enorme figura se desvanecía entre la niebla que cubría las
orillas del Grazemberg.
A la mañana siguiente, Los Quince de Klimerik cruzaron Puente de
Piedra siguiendo los pasos de Therliangator a través del territorio groning.
No tardaron en descubrir las huellas de un gran contingente de caballería
que parecía separarse del gran grupo en dirección al Paso de la Rocosa. Sin
embargo Aimon decidió continuar hacia el oeste. El líder de Klimerik no
supo con certeza por qué tomó aquella decisión, bien porque su intuición le
decía que Kiril no viajaba en aquel grupo o bien porque el grueso del
ejército continuaba avanzando hacia el oeste.
Continuaron su avance y cruzaron el Isengur siguiendo el rastro de las
profundas rodadas que los carros de combate de las tropas de Saralamath
habían dejado sobre el terreno. Varias millas más allá del Isengur hallaron
indicios, apenas visibles por el manto de nieve que comenzaba a cubrir
aquellas regiones, de una nueva escisión en el ejército aliado. Las huellas de
las bigas, trigas y cuadrigas continuaban hacia el oeste, mientras que un
grupo más pequeño que parecía marchar a pie se dirigía hacia los
Guardianes de Groning. Pero esta vez Aimon no necesitaría de su intuición
para decidir qué camino tomar.
—¡A cubierto! ¡Ocultaos! —gritaban Enoc y Eboc a sus compañeros de
hermandad.
—¿Qué ocurre? —gritó Aimon quien corría al encuentro de los dos
hermanos celkos flanqueado por Odd y Oakes.
—¡Se acerca un numeroso grupo de soldados por el oeste! —gritaban
sin resuello.
—¿Son gronings? —preguntó nervioso Odd.
Enoc y Eboc los alcanzaron exhaustos y se tomaron unos instantes antes
de responder para poder recuperar el aliento.
—Creo que sí, pero no puedo asegurarlo —dijo Eboc jadeando—. Esta
oscuridad vela toda luz en el cielo.
—Caminan enfundados en sus capas para protegerse del frío y la nieve.
No pudimos distinguir más que colores pardos en la lejanía, pero puede que
el rojo sangre de los gronings se oculte bajo sus capas —apuntilló Enoc.
—Corred hacia esa arboleda y tornad posiciones —ordenó Aimon—.
No tenemos tiempo de ocultar nuestras huellas. Esconded a Narno bajo la
nieve. Nadie debe descubrirlo si caemos —concluyó preocupado.
—Sobreviviremos. Siempre lo hemos hecho —replicó Oakes.
—Que Nerlinguia te escuche —dijo Aimon, mientras su mente trataba
de cavilar un plan que les salvase de una muerte segura frente a tan
numerosa compañía—. Vamos, no perdáis tiempo y avisad a los demás.
—De acuerdo —asintieron Odd y Oakes al tiempo que se alejaban
prestos para alertar al resto de los componentes de la hermandad de
Klimerik.
Aimon quedó abatido y taciturno, sintiéndose por primera vez desde la
traición groning atrapado en una trampa de la que no podía escapar. Los
gronings le habían sorprendido y, por un capricho del destino, los esbirros
de Zornik acabarían por fin el trabajo que el Senescal Lunden no pudo
concluir en Bosque Verde. Los Quince de Klimerik descansarían hasta el fin
de Tierra Conocida en aquellas soledades.

Varios de los exploradores de la Furia de Dioses habían enfermado y


sufrían fiebres, temblores y fuertes accesos de tos. Sus labios estaban llenos
de llagas, sus manos y orejas cubiertas de sabañones, y sus dedos apenas si
eran capaces de sentir el tacto de la ropa seca. La razón no era otra que las
largas guardias a las que se presentaron voluntarios y en las que, durante las
últimas tres lunas, habían permanecido semienterrados en la nieve,
observando todos y cada uno de los movimientos del enemigo, muy cerca
de la torre de vigilancia que se erguía tras los primeros cien pasos de
ascensión al Paso del Gorglin. Sventegard era uno de los desdichados
centinelas que había enfermado. Ahora sus amigos Olaf y Lonar se
afanaban en curarlo, pero escasos eran los medios de los que disponían.
Apenas si podían encender un fuego a hurtadillas para no ser descubiertos
por los gronings y las plantas medicinales escaseaban en la reducida
intendencia que la compañía transportaba. Cuando Kiril supo de la
enfermedad de los exploradores, rezó a Nerlinguia para que no los dejase
morir en aquellas regiones y lamentó profundamente que Perlivarce no
estuviera con ellos.
Sin embargo, la información transmitida por Sventegard y sus
compañeros exploradores fue de gran ayuda, pues lograron descubrir la
forma en que los gronings se comunicaban entre las cinco torres de
vigilancia. La tercera era la torre principal y hacia la cual fluían las
novedades del resto de torres cuatro veces por día: al amanecer, al
mediodía, al llegar el ocaso y una última vez en plena madrugada. La
comunicación se realizaba mediante señales con antorchas. Siempre
comenzaba desde la primera de las torres al pie del paso. Dos antorchas
estáticas significaban que todo estaba en orden. Dos antorchas que se
elevaban, significaba que soldados de la primera o segunda torre se
acercarían a la torre principal. Dos antorchas que descendían, significaba
que soldados de la cuarta o quinta torre se acercarían a la torre principal.
Una antorcha en movimiento lateral en cualquiera de las torres parecía
señalar que un grupo de centinelas descendería de la torre para patrullar por
los alrededores. Tres antorchas en la quinta torre indicaban que los
centinelas de esa torre eran relevados por un nuevo contingente,
probablemente llegado de algún retén acampado al sur de Groningburgo.
Pero lo que aún no habían logrado averiguar era la señal que los gronings
utilizaban cuando algo iba mal. A fe que nunca querrían descubrirlo, pues
entonces el final estaría próximo.
Por suerte para Kiril y los suyos, no había halcones vigilando el paso, lo
que les daba al menos una oportunidad para poder sorprender a los
gronings. Sin embargo aún seguían cavilando cómo poder franquearlo sin
que ninguna de las torres diese la voz de alarma. Únicamente un pequeño
grupo, no mucho más numeroso de una docena de hombres, que era el
número de centinelas que los exploradores habían estimado componían el
retén de cada torre, sería capaz de avanzar y conquistar, uno a uno, cada
puesto de vigilancia groning. Una vez hubieran caído las cinco torres, el
grueso de la Furia de Dioses podría cruzar el Paso del Gorglin y mostrarse
desafiante frente a las puertas de Groningburgo.
Kiril, Maikel, Enna y Oerlikon trazaron un estudiado plan para
conquistar el paso. Estimaron que al menos tardarían tres días en lograrlo,
siempre y cuando los gronings no los descubriesen. Esa misma noche al
caer el ocaso, una vez que los centinelas transmitiesen las nuevas, pondrían
en marcha su plan y un primer grupo compuesto por veinte hombres
asaltaría la primera torre. Tras lograrlo, un segundo grupo, que se
mantendría a distancia prudencial del primer escollo, avanzaría hasta el
puesto de vigilancia y, nuevamente, tras la comunicación planeada para la
madrugada, marcharían a la conquista de la segunda torre. Si todo salía
bien, aguardarían pacientes todo el día para de nuevo, al caer el ocaso,
emprender la misma maniobra realizada la noche anterior, esta vez contra la
tercera y cuarta torre. Sería durante la tercera noche cuando asaltarían la
quinta y última torre, para así avanzar y cruzar el Paso del Gorglin
amparados por la oscuridad de aquellas noches huérfanas de luna y
estrellas.
La incertidumbre atenazaba a los hombres en el campamento donde la
Furia de Dioses permanecía apostada. Olaf había ocultado a las huestes de
Kiril tras una quebrada en las faldas de los Guardianes de Groning, a menos
de una milla del inicio del paso, donde ahora aguardaban nerviosos la
llegada del crepúsculo sin saber qué les depararía el destino tras la
traicionera oscuridad de la noche. La nieve les había dado una tregua
durante aquel día y parecía que al menos esa noche tampoco los visitaría.
Pero nadie era capaz de aventurar lo que podría brotar de aquellas maléficas
nubes que, en cruel amalgama, se retorcían amenazantes sobre sus cabezas
ansiosas por alumbrar una nueva tempestad de frío y hielo.
Los días pasaban y los efectivos que Kiril había cedido al príncipe Ilanit
no regresaban de su misión. La Furia de Dioses no podía perder más tiempo
apostada en las faldas de los Guardianes de Groning. El tiempo se agotaba y
la compañía debía acudir, al encuentro de la Luz de Medianoche y la
Estrella del Desierto. Por ello, y a pesar del incierto destino que pudieran
correr aquellos hombres, Kiril ordenó que esa noche iniciarían el asalto al
Paso del Gorglin.
El ocaso alcanzó las montañas y la oscuridad cayó sobre el
campamento. El primer grupo aguardaba tras la quebrada a que los gronings
transmitiesen las novedades entre las torres. Las antorchas se elevaron y sus
llamas parecieron danzar en el vacío, levitando sobre el aire. Todas las
torres transmitieron a la tercera que la noche estaba en calma, excepto la
quinta torre que mostró tres antorchas, por lo que sus hombres serían
relevados por un nuevo retén. Olaf frunció el ceño al contemplar aquella
señal, pues sería muy probable que hubiera un trasvase de hombres entre los
demás puestos de vigilancia al haber llegado hombres de refresco. Sin
embargo, ya nada podían hacer por evitarlo. Cuando las antorchas se
apagaron, Kiril ordenó a los hombres del primer grupo que partieran de
inmediato hacia la primera torre. Junto a ellos un segundo grupo abandonó
el campamento, aquel que debería conquistar esa noche la segunda de las
torres.
Al mando del primer grupo marchaba Pothalion, el alko del sexto clan
que salvó a los nerlingos de la emboscada groning en las veredas del
Camino del Oeste. Tras ellos, Brandur, un fornido esmuga de It-sonod,
corría encabezando el segundo grupo. Kiril, Enna y Maikel habían querido
comandar alguno de los grupos restantes, pero Oerlikon se lo prohibió con
vehemencia. Debía preservar a toda costa la vida de sus capitanes para la
última y definitiva misión.
La nieve amortiguaba todos los sonidos de la noche y un absoluto
silencio amortajaba el Paso del Gorglin. En lo alto de la primera torre, dos
centinelas vigilaban la parte baja del paso. De sus bocas y fosas nasales
brotaban vaharadas de vapor. Continuamente frotaban sus manos tratando
en vano de hacerlas entrar en calor. A unos cincuenta pasos de la torre,
Pothalion observaba las posiciones enemigas. Una gran escalera de más de
veinte pies de alto crecía desde la nieve hasta alcanzar la plataforma de la
torre. Cuando el alko iba a ordenar a sus hombres que avanzasen otros diez
pasos, un sonido de ágiles pisadas hizo abortar su orden. Los hombres
permanecieron inmóviles tumbados sobre la gélida nieve mientras
Pothalion dirigía su mirada hacia el lugar del que provenían las pisadas.
Dos cabras montesas cruzaban en ese momento hacia el este a pocos pasos
de la torre. El alko se percató que uno de los dos centinelas también había
descubierto la presencia de los dos animales.
—¡Eh! ¡Irmat! ¡Tráeme el arco y el carcaj! —le ordenó al otro centinela
en un alto susurro.
—¿Qué? —le respondió con voz más alta.
—¡Que me traigas el arco y el carcaj! Y baja la voz. No querrás
despertar al oficial —le ordenó por segunda vez.
Irmat hizo caso de lo que su compañero le ordenaba y se acercó
agachado y en silencio.
—¿Qué ocurre, Klotik? ¿Has visto algo? —le dijo mientras le entregaba
las armas.
—Sí, mira ahí abajo.
Irmat levantó la cabeza por encima del parapeto de madera y vio a las
dos cabras montesas cruzar por delante de la torre.
—Mañana comeremos carne —le dijo Klotik mientras sacaba una
flecha del carcaj y la colocaba en el arco. Irmat sonrió deleitándose al
pensar en la pata de cabra montesa asada de la que mañana daría cuenta.
El centinela se levantó tras el parapeto y, veloz como una serpiente,
tenso la cuerda de su arco haciéndolo cantar con mortal destreza. La flecha
se clavó en el cuello del animal, mientras la segunda cabra desapareció
saltando a grandes trancos entre las sombras de la noche. El animal se
retorcía herido de muerte, agitado por fuertes convulsiones. Una segunda
flecha se clavó en su vientre y, al cabo de unos instantes, dejó de moverse.
—Vamos Bajemos a por ella antes de que aparezcan los lobos atraídos
por el olor de su sangre —dijo Klotik.
—¿No deberíamos avisar al oficial? —preguntó Irmat.
—No tardaremos nada en volver a subir a la torre con ese animal. Yo al
menos no me atrevería a despertar al oficial en mitad de un plácido sueño.
Ya sabes cómo se las gasta.
—Está bien —accedió Irmat.
Los dos centinelas descendieron por la larga escalera en busca de su
trofeo. Entretanto, Pothalion, quien no había quitado ojo a los dos
centinelas, había ordenado a cuatro de los mejores arqueros con los que
contaba en el grupo, que tomasen una flecha de los carcajes y tensasen los
arcos en espera de su señal.
—Esos dos estúpidos nos lo han puesto en bandeja —le dijo en voz baja
a uno de sus hombres—. Fíjate, no quedan centinelas que vigilen desde lo
alto de la torre. El resto de la guardia duerme. Si esto sucede también en el
resto de las torres las tomaremos más fácil de lo previsto.
Irmat y Klotik ya habían descendido de la torre y avanzaban ahora con
cierta dificultad a través de la capa de nieve que cubría la pendiente del
Paso del Gorglin. Se acercaron hasta el animal abatido y echaron una ojeada
alrededor por si la otra cabra merodeaba por allí, pero no vieron ni rastro
del animal.
Los arqueros de Pothalion comenzaban a impacientarse, ya que el alko
no daba la señal.
—¿Disparamos ya? —preguntó un luina.
—Aguardad a que carguen con el animal —ordenó Pothalion.
Irmat y Klotik se acuclillaron y con dificultad levantaron entre ambos a
la cabra montesa. Cuando comenzaron a caminar de regreso a la torre,
cuatro flechas volaron certeras hacía ellos. Las saetas se clavaron en su
objetivo y los dos gronings cayeron abatidos sobre la nieve. En ese instante,
seis hombres del grupo corrieron hacia los centinelas para rematarlos con
sus cuchillos. Apenas si un leve gemido escapó de sus gargantas, pero
enseguida quedó sepultado por el silencio con el que la nieve envolvía a los
Guardianes de Groning. Rápidamente arrastraron los cuerpos de los dos
centinelas debajo de la torre y los enterraron bajo grandes montones de
nieve.
Pothalion reunió a sus hombres bajo la torre.
—Quiero cuatro arqueros aquí abajo —les dijo—. Si veis a algún
centinela aparecer por la plataforma abatirlo inmediatamente. No pueden
dar la voz de alarma o estaremos perdidos. Los demás, seguidme en
completo silencio. Treparemos por la escalera y, una vez arriba, acabaremos
con el resto de la guardia. Probablemente duerman. Obsequiémosles pues
con un sueño eterno.
Los hombres asintieron y, a una señal de Pothalion, comenzaron a trepar
uno a uno por la larga escalera. El alko encabezaba la línea de sombras que
ascendía hacia la plataforma. Había superado ya más de la mitad de los
peldaños cuando, de repente, se detuvo.
—Pasos. Oigo pasos —susurró a los que le seguían. Todos se quedaron
quietos, inmóviles, aferrados a la escalera mientras contenían la respiración.
Sobre la plataforma restallaron, en el abrumador silencio de la noche,
los pasos del oficial al mando de la guarnición de la torre. Nunca conseguía
conciliar un sueño profundo y se mantenía en un alerta duermevela. Pero no
siempre había sido así. Dos lustros atrás, cuando sirvió al mando del
Mariscal Zotelen en la campaña del norte, no logró dormir una noche
completa. Las terribles escaramuzas entre gronings y norteños durante
interminables noches y días en los alrededores de Trondemag le habían
dejado aquella molesta secuela. Y ahora, la llegada de las nieves y el
invierno a aquellas regiones, habían traído a su cabeza el vivido recuerdo de
aquellas campañas.
—Maldito frío y maldita nieve —gruñó el oficial mientras por su boca
salían vaharadas de vapor helado. Echó un vistazo a la torre y se percató
que los vigías no estaban en sus puestos—. ¿Dónde están esos dos estúpidos
centinelas? —dijo mirando con ojos aún entrecerrados por el reciente sueño
inconcluso—. ¡Irmat! ¡Klotik! ¿Dónde demonios os habéis metido? —les
llamó sin obtener respuesta mientras daba una vuelta completa alrededor de
la plataforma—. Os he dicho mil veces que nunca abandonéis la vigilancia
en la torre sin que alguien os releve —y enfadado asomó la cabeza desde lo
alto tratando de ver si merodeaban por la parte baja de la torre.
En cuanto los arqueros vislumbraron la cabeza del groning en lo alto de
la torre, tres saetas volaron a su encuentro. Una le atravesó el cuello, otra se
clavó en un hombro y la tercera quedó prendida en el parapeto de madera.
La flecha que le traspasó el cuello ahogó sus últimos estertores, y el cuerpo
inerte del groning cayó al vacío.
Pothalion continuó de inmediato la ascensión y sus hombres le
siguieron veloces. Los arqueros corrieron hacia el cadáver del oficial
groning y lo arrastraron debajo de la torre. Lo enterraron en aquel
improvisado túmulo de nieve junto a Irmat y Klotik.
En lo alto de la torre, un groning se despertó por el sonido de la flecha
que se había clavado en los maderos del parapeto y salió al exterior a
comprobar de dónde provenía aquel ruido. Pero nada más puso un pie sobre
la plataforma, los cuchillos de Pothalion y el segundo alko que le seguía se
clavaron en su pecho. Antes de que su cuerpo se desplomase sobre el suelo
de madera, los alkos lo sujetaron y segaron para siempre su vida. Después
lanzaron su cuerpo inerte desde lo alto de la plataforma y los arqueros
volvieron a repetir la misma operación que habían realizado con el oficial.
Todo lo que vino a continuación sucedió muy rápido. Los hombres del
primer grupo pasaron a los gronings a cuchillo mientras dormían o
comenzaban a despertarse aturdidos, alertados por los ahogados sonidos de
la lucha. Arrojaron al suelo nevado los cadáveres de los gronings y, tras
ampliar el túmulo funerario, tomaron posiciones en la torre. Uno de los
arqueros corrió a avisar al grupo de Brandur, quienes aguardaban
agazapados la señal para avanzar. Tras saber que Pothalion había tomado la
primera torre, treparon animados por la pendiente hasta la base de la misma,
para esperar allí a la nueva comunicación que, de madrugada, se produciría
entre las torres. Kiril fue informado de la conquista de la primera torre. La
noticia fue recibida con júbilo y elevó la moral de capitanes y soldados.

Pothalion y sus hombres se revolvían nerviosos en la torre. Aguardaban


con impaciencia el momento de comenzar la comunicación con la torre
principal, mas dudaban del instante exacto en el que deberían iniciarla, pues
era la primera torre a la que siempre le correspondía comenzar a trasmitir
las nuevas. ¿Pero cuándo? ¿En plena madrugada? ¿Cómo sabrían que el
momento había llegado? Quizás los gronings disponían de algún método de
medida del tiempo que ellos desconocían. Pothalion ordenó que rebuscasen
en la torre y en la plataforma exterior cualquier artilugio que pudiera
resultarles extraño. Quizás así lograsen descubrir la perfecta coordinación
que existía entre las cinco torres. Sin embargo, tras un buen rato en el que
los invasores se afanaron en encontrar algo que no encajase o que jamás
hubieran visto, tuvieron que dar por terminada la búsqueda sin éxito. Al
final todo resultó ser más sencillo de lo que habían pensado. Observaron
sobre la plataforma de la segunda y cuarta torre los destellos de una tenue
luz que se movía de un extremo a otro de la plataforma y que comenzaba a
prender sobre varias teas que iluminaron con briosas llamas a los centinelas
que las portaban.
—¡Rápido, traed un par de antorchas! —ordenó presto Pothalion al
contemplar la creciente luz en dos de las torres—. Se están preparando para
comunicarse.
El alko había sido precavido y, en previsión de tener que reaccionar con
rapidez en un caso como el que ahora se les presentaba, había ordenado
preparar y mantener, casi sofocado, un pequeño fuego en el interior de la
torre.
—Tres hombres conmigo en el exterior, dos de ellos portando las
antorchas. Los demás permaneced agazapados en el habitáculo interior de la
torre. Si ven a más hombres en el exterior en plena madrugada podrían
sospechar que algo no marcha bien.
Dos de los alkos que acompañaban a Pothalion en aquel grupo de
asaltantes salieron con brazos temblorosos portando las antorchas, mientras
un luina les acompañaba aterido por el frío y el miedo.
—Manteneos firmes, no tengáis miedo —les dijo Pothalion—. Esos
gronings no sospechan ni por lo más remoto lo que está ocurriendo. Vamos,
alzad las dos antorchas. Que no tiemblen vuestros brazos.
Las dos antorchas mostraron el fuego que danzaba sobre las teas,
resquebrajando con su fulgor el oscuro velo que amortajaba la madrugada.
—Dos estrellas penden inmóviles sobre el manto de la noche. Dos
estrellas que anuncian la ruina de los esbirros de la oscuridad —sonrió Olaf
mientras contemplaba la comunicación entre las torres oculto a los pies de
la montaña.
El tiempo transcurría angustiosamente lento y Pothalion dudaba si había
llegado el momento de retirar las antorchas. Cuando no pudo soportar por
más tiempo su desazón, hizo una señal a los dos alkos, y estos bajaron al
mismo tiempo sus antorchas ocultándolas tras los parapetos de protección.
Los instantes que siguieron fueron de una insoportable angustia hasta que,
por fin, dos antorchas se alzaron en la segunda torre mostrando a la torre
principal que todo seguía en calma. Pothalion, los dos alkos y el luina
suspiraron aliviados y se dejaron caer sobre el suelo de la torre. Olaf cerró
sus puños en señal de alegría y, tras la quebrada donde el grueso de la Furia
de Dioses permanecía oculta, Kiril y los capitanes fueron informados de las
buenas nuevas.
La cuarta torre también elevó dos antorchas que permanecieron
estáticas. Cuando llegó el turno de la quinta torre, dos nuevas antorchas
surgieron en lo alto de la misma, para de repente, iniciar un movimiento
descendente. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Soldados de la quinta torre
descenderían hacia la cuarta torre.
—Todo transcurre como esperaba —musitó Olaf—. El próximo
movimiento groning será al amanecer. Apostaría mi brazo sano a que
soldados de la cuarta torre descenderán a la torre principal. Pero será al
mediodía cuando el grupo de Brandur estará en peligro y por ende nuestra
misión. Si la secuencia se mantiene, los hombres de la tercera torre
descenderán hacia la segunda. A plena luz del día, incluso bajo este cielo
ceniciento que mantiene confinado al sol en una oscura celda, será muy
difícil ocultar a los ojos de los centinelas de la tercera torre la lucha entre
ambos grupos. Tengo que avisar a Kiril para que la Furia de Dioses esté
presta y formada a mediodía. Si los gronings nos descubren, no podremos
seguir ocultándonos y tendremos que lanzarnos a la conquista del paso
antes que lleguen refuerzos desde el norte y nos acosen desde lo alto de las
montañas. Cada uno de sus hombres valdrá por tres de los nuestros. Desde
posiciones elevadas los arqueros gronings masacrarán a nuestra compañía
—y el norteño retornó al campamento hasta la próxima comunicación con
la llegada de la aurora.
Mientras tanto, Brandur, al mando de veinte hombres, abandonó su
escondite bajo la primera torre y se adentró en la insondable oscuridad de la
noche en dirección al segundo puesto de vigilancia. Los luinas y esmugas
que componían aquel grupo se deslizaron silenciosos tras las huellas de
Brandur.
El frío se volvía insoportable a medida que la madrugada avanzaba al
encuentro del alba. Una fina niebla comenzó a ascender desde los pies de
los Guardianes de Groning y el grupo de Brandur tuvo que apretarse para
evitar que alguno de sus miembros se extraviase. Aceleraron el ritmo de
ascensión para no perder de vista a la segunda torre. Cuando se encontraban
a menos de cien pasos de ella, y ya seguros de que la niebla no podría
desorientarlos, se tumbaron sobre la nieve para escuchar las órdenes de
Brandur.
—Los dioses están con nosotros —comenzó el nervudo esmuga
animando a sus hombres—. Esta niebla nos permitirá acercarnos y trepar a
la torre sin ser vistos. Procederemos de la misma manera que el grupo de
Pothalion. Cuatro arqueros a los pies de la torre. No será fácil distinguir con
esta niebla si algún centinela se asoma desde lo alto de la torre, pero
mantened los ojos abiertos y abatidlos sin piedad si es que lo hacen —y los
cuatro arqueros a los que previamente había asignado esa misión asintieron
—. Los demás seguidme. Treparemos por la escalera y, tras matar a los
centinelas, acabaremos con el resto de la guarnición mientras duerme.
Debemos ser muy rápidos y sigilosos. Estamos cerca de la tercera torre y
apuesto lo que sea a que su retén dobla en número al del resto de puestos de
vigilancia. Si nos descubren será nuestro final. ¡Al asalto! ¡Adelante! —y
Brandur se lanzó pendiente arriba al tiempo que la niebla comenzaba a
cubrir las faldas de las montañas con su siniestro tapiz de informes siluetas.
En lo alto de la segunda torre, dos centinelas caminaban en círculos
sobre la plataforma superior. Ateridos por el frío, golpeaban de cuando en
vez sus pies contra el suelo de madera tratando de evitar que se congelasen.
Caminaban sin parar, pero por lo que Brandur pudo ver a través de la
niebla, apenas si parecían preocupados de lo que pudiera pasar más allá de
los parapetos.
Brandur y sus hombres avanzaron veloces, escalonados en cuatro
grupos, hasta situarse bajo la estructura de la torre. Cuando los últimos
cinco hombres alcanzaron la posición acordada, Brandur emitió un gruñido
de enfado.
—¿Qué ocurre? —le preguntó uno de los esmugas.
—Mira alrededor y dímelo tú —respondió Brandur contrariado.
El esmuga miró en derredor, pero sus ojos parecían cegados por la
niebla que avanzaba hacia lo alto del Paso del Gorglin.
—No sé a qué te refieres —respondió confundido.
—¡Maldita sea! —volvió Brandur a gruñir con voz ahogada—. ¡La
escalera! ¡No hay una maldita escalera por la que subir a la torre!
Todo el grupo quedó mudo cuando se percató de lo que Brandur
acababa de decir. Era cierto; aquella torre no tenía una escalera como la que
Pothalion había asaltado. ¿Cómo podrían entonces trepar hasta la
plataforma?
La mente del esmuga comenzó a cavilar, tratando de discurrir una genial
idea que pudiera sacarles del atolladero en el que se encontraban.
Apremiado por el tiempo y por el creciente nerviosismo de sus hombres su
cabeza se quedó en blanco. Pero cuando parecía que finalmente tendrían
que abortar su plan y regresar al pie de la torre tomada por Pothalion, esa
imagen, como un rayo de luz en su mente, fue la que le hizo discurrir un
nuevo plan. Sus ojos se abrieron mientras volvía su mirada hacia la
insondable niebla que cubría el Paso del Gorglin.
—Tengo una idea —les susurró a sus hombres—. No será fácil, pues
podríamos perdernos con esta niebla, pero es nuestra única esperanza.
Regresaremos a la primera torre —les Formaremos una fila de hombres
cada veinte pasos para tratar de no desorientarnos. Traeremos hasta aquí a la
cabra montesa. Nos haremos pasar por gronings de la primera torre que
venimos a ofrecerles parte de la caza. Eso nos servirá de señuelo para que
los centinelas lancen las escalas o la escalera para poder subir hasta ellos.
Una vez arriba, acabaremos con toda la guarnición.
—Debemos apresurarnos entonces —dijo un luina—. No nos resta
mucho tiempo hasta la siguiente comunicación.
—Vosotros cuatro aguardad escondidos hasta que regresemos —les dijo
a los arqueros—. Los demás, id saliendo en silencio —ordenó Brandur—.
No podemos perder el contacto entre nosotros o entonces la niebla será
nuestra perdición —y uno a uno, los hombres del este fueron deslizándose
fuera de la estructura de la torre.

—¡A de la torre! —gritó una voz al pie de la misma. Uno de los


centinelas que vigilaba desde lo alto de la plataforma miró hacia el mundo
de oscuras nebulosas que envolvían el paso. Como si fuera ciego, tuvo que
orientarse por el sonido de aquella voz que surgía entre las formas
fantasmales de la noche.
—¿Quiénes sois y que hacéis aquí? —preguntó el centinela cuando
alcanzó a adivinar dos siluetas difusas al pie de aquel abismo informe.
Entretanto, él y su compañero, habían sacado una flecha del carcaj y
tensaban ahora sus arcos.
—Venimos de la primera torre —respondió Brandur tratando de imitar
como mejor podía el acento groning—. Mientras vigilábamos vimos pasar a
dos cabras montesas y las abatimos. El oficial de guardia nos dijo que os
trajésemos una de ellas para compartirla con vosotros. Así comeréis carne
asada y no esos resecos trozos de carne en salazón.
—Pero no podemos subir —añadió el luina que acompañaba a Brandur
y que cargaba con la cabra.
Los centinelas se miraron dubitativos hasta que por fin asintieron. Qué
diablos, qué mal podría hacerles el poder disfrutar de un asado de cabra.
Hasta el oficial estaría de acuerdo.
—De acuerdo —respondió un centinela—. Ahora lanzaremos una
cuerda para que atéis a la cabra.
—¿Podemos subir a calentarnos? —preguntó Brandur, quien veía cómo
su plan se iría al traste si él y su compañero no podían ascender a la
plataforma—. Estamos ateridos de frío. Si pudiéramos calentarnos al lado
del fuego antes de regresar a nuestra torre…
—Está bien —respondió comprensivo el groning—. Os lanzaremos
también una escala.
No bien hubo acabado la frase, cuando una larga cuerda cayó desde lo
alto de la torre. Enseguida una escala brotó desde la plataforma y cayó
sobre la nieve.
Brandur y su compañero luina se apresuraron en atar concienzudamente
la cuerda alrededor del cuerpo y extremidades de la cabra. Cuando hubieron
terminado, dieron un tirón acompañado de un grito, y los centinelas
gronings comenzaron a subir con dificultad al animal.
—¡Rápido! —dijo Brandur—. Debemos trepar por la escala antes de
que ellos suban a la cabra montesa. Los tomaremos por sorpresa y con las
manos ocupadas —y el esmuga comenzó a trepar veloz y con maestría por
la inestable y oscilante escala, mientras su compañero luina lo seguía con
dificultad.
Brandur trepaba como una araña ascendiendo hábilmente por su tela.
No tardó en superar a mitad de ascensión al cuerpo inerte del animal al que
con dificultad elevaban los dos gronings. Siguió ascendiendo mientras el
luina se iba quedando cada vez más rezagado. La plataforma superior
comenzó a mostrarse más diáfana, lo que le hizo trepar aún más rápido.
Cuando su cabeza se asomaba por lo alto de la plataforma vio a los dos
gronings tirando con gran esfuerzo de la cuerda. Se apoyó en la plataforma
y, cuando comenzaba a desenvainar su cuchillo, del interior de la torre
surgió un centinela.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué ocurre? —exclamó al ver a Brandur
surgir de entre la niebla y contemplar cómo sus dos compañeros tiraban de
la cuerda.
—¡Deja de preguntar y ayúdanos con esto! —le replicaron los dos
gronings mientras Brandur suspiró aliviado—. ¡Vamos, apresúrate! Si es
que mañana quieres comer carne asada —y el somnoliento centinela no
tuvo más remedio que acudir a ayudarles.
Brandur aprovechó ese instante para saltar al interior de la plataforma,
colocarse tras los tres centinelas y aguardar unos interminables instantes la
llegada de su compañero. En cuanto su cabeza surgió a través de los
parapetos de madera, Brandur le hizo una señal y el luina asintió con un
leve cabeceo. El esmuga se acercó con sigilo por la espalda al tercer
centinela y, rápido como un felino, le cortó la garganta mientras con su
mano tapaba su boca. La resistencia del groning se fue apagando
lentamente, hasta que cuando el último hálito de vida le abandonó, sus
manos se soltaron de la cuerda.
—¡Maldita sea! —protestaron los dos centinelas—. ¡Tira con fuerza!
Al ver que su compañero no atendía sus órdenes, el segundo centinela
se giró hacia él, pero en su lugar vio a Brandur amenazante empuñando un
cuchillo. Cuando sus ojos vieron la sangre que manchaba el pecho del
esmuga y el cuerpo inerte de su compañero de guardia tumbado a un lado
de la plataforma, comprendió que el jinete sin rostro lo reclamaba en su
morada. Brandur le asestó una puñalada en el vientre y, con la inercia de su
embestida, lo arrojó desde lo alto de la torre.
El último de los centinelas vio atónito cómo el cuerpo de su compañero
caía al vacío nebuloso para desparecer ante sus ojos. La conmoción que se
apoderó de él, unido al peso del cadáver de la cabra montesa, le hicieron
trastabillarse, lo que aprovechó el luina para agarrarle de sus ropajes y
lanzarlo en busca de su compañero. El centinela gritó mientras caía al
vacío. Al chocar contra el suelo, un sonido hueco anunció su caída
amortiguada por la nieve. En un abrir y cerrar de ojos, dos sombras
emergieron al pie de la torre y, como ángeles exterminadores, acabaron con
la vida del groning. Los cuerpos de ambos centinelas desaparecieron bajo la
estructura de madera, pasando a formar parte de un nuevo túmulo helado.
Brandur y su compañero luina se habían colocado, ocultos entre las
sombras, a ambos lados de la puerta de entrada al habitáculo interior de la
torre. El grito del centinela parecía haber despertado a alguno de los
hombres del retén de guardia y no tardaron en escuchar pasos que se
acercaban hacia la puerta.
—Un solo hombre —musitó el luina y Brandur respiró aliviado.
El groning salió al exterior de la plataforma, pero antes de que pudiera
ver lo que estaba ocurriendo, Brandur y el luina se abalanzaron sobre él
dándole muerte con sus cuchillos. Sus estertores se ahogaron entre el sonido
del gélido viento nocturno y el silencio del manto nevado. Arrojaron el
cuerpo del centinela desde lo alto y rápidamente su cuerpo fue arrastrado
hacia la tumba de hielo al pie de la torre. Brandur silbó, y sus hombres
comenzaron a ascender por la escala. Los cuatro arqueros permanecieron
vigilando desde el suelo. Serían los encargados de enterrar al resto de la
guarnición a la que Brandur y los suyos se disponían a pasar a cuchillo.

La madrugada avanzaba al encuentro de la autora. Tras observar leves


destellos de antorchas en varias de las torres, Pothalion ordenó a sus
hombres que elevaran al cielo dos antorchas y las mantuvieran quietas. Tras
contar mentalmente hasta veinte, indicó a los dos centinelas que las bajaran
y apagaran. A continuación, Brandur hizo lo propio desde la segunda torre,
y dos antorchas se alzaron sobre la oscura madrugada indicando a la torre
principal que todo continuaba en calma. El resto de comunicaciones fueron
de calma, excepto la de la cuarta torre, la cual informó que parte de sus
hombres descenderían a la torre principal.
—No me equivocaba —le dijo Olaf a Kiril, mientras juntos
contemplaban al pie del Paso del Gorglin las comunicaciones entre las
cinco torres, ya sin miedo a ser descubiertos una vez recibieron la noticia de
que la segunda también había caído en su poder.
—Como habías predicho, el primer gran peligro de nuestra misión
acontecerá entre el amanecer y el mediodía. Será entonces cuando los
hombres de la tercera torre desciendan a la posición de Brandur.
—Confío en que la niebla siga velando el paso. Ojalá la nieve regrese
para ayudar a los nuestros —dijo Olaf.
—Hay que enviar más efectivos a la segunda torre —indicó Kiril—.
Pothalion y sus hombres se unirán a los de Brandur. Otro grupo los relevará
en la primera torre. ¡Vamos, Olaf! No hay tiempo que perder. Nuestros
hombres deberán ocupar sus nuevas posiciones antes de que amanezca —y
ambos corrieron con dificultad hacia el campamento, mientras sus pies se
hundían pesados en la nieve, atrapados en las blancas arenas movedizas que
Urkha había enviado.

Los primeros rayos del sol despuntaban perezosos en lo más profundo


del firmamento, pero el hálito maligno de Urkha impedía que el más
mínimo fulgor penetrase el bruno manto que cubría aquellas regiones. En
aquellos momentos, la Luz de Medianoche se acercaba cada vez más hacia
Groningburgo. Habían dejado atrás las Landas de Edhilien y la amenaza de
las patrullas que por ellas cabalgaban. Avanzando incansables al abrigo de
las faldas de los Guardianes de Groning habían logrado evitar ser
descubiertos por las compañías enemigas. Sin embargo, a medida que
menguaban las millas que los separaban de la capital, el peligro volvía a
amenazarlos. Pero a pesar de ello, la compañía al mando de Gródolas
continuaba avanzando con paso decidido. El norteño tenía grabadas a fuego
en su cabeza las palabras de Kiril y no fallaría al nerlingo: la Luz de
Medianoche sería la primera en alcanzar el punto de reunión.
Bien distinta era la suerte que estaba corriendo la Estrella del Desierto.
La compañía del príncipe Ilanit y su fiel Senthilkumar avanzaba con
dificultad hacia Groningburgo, continuamente hostigada por las huestes de
Zornik. Los sureños no desfallecían, pero el cansancio y el desánimo
comenzaban a hacer presa en ellos. Día y noche tenían que hacer frente a
las escaramuzas de los gronings que salían a su encuentro o intentaban
emboscarlos. Los soldados que Kiril cedió a Ilanit habían decidido
continuar acompañando a los sureños en su avance, al menos hasta que
estos alcanzasen el límite occidental de la Cordillera Iugur-András.
Cuando por fin lo lograron, regresaron veloces hacia el este para
reunirse con la Furia de Dioses, sabedores que llegarían con varias lunas de
retraso al otro lado de la Iugur-András.
Y mientras Gródolas planeaba que la Luz de Medianoche descansase
oculta al cobijo de un bosque de pinos que se mostraba unas tres millas al
oeste, Ilanit y Senthilkumar luchaban en sus carros de combate sobre un
prado nevado contra la caballería groning.

El pálido brillo que anunciaba al amanecer no fue capaz de disipar la


niebla que envolvía el paso y apenas si pudo iluminar aquel mundo
ceniciento. Los lejanos destellos de las antorchas que se alzaban sobre las
torres parecían brillar con más fuerza que la hace tiempo olvidada estrella
del día.
Olaf no se equivocó y las dos temidas antorchas desplazándose de arriba
a abajo sobre la plataforma de la tercera torre anunciaron la próxima llegada
de refuerzos a la que ahora ocupaban Brandur y sus hombres. En el
campamento aliado, un grupo de veinte soldados había partido hacia la
primera torre donde ahora relevaban al grupo comandado por Pothalion. El
alko de Caterziveen se dirigiría presto a reforzar el contingente de la
segunda torre. Allí, Brandur, había puesto en marcha un plan para
sorprender a los gronings.
Con el amanecer el opaco manto de niebla comenzó lentamente a
deshacerse en jirones nebulosos. Sin embargo aún continuaba envolviendo a
los Guardianes de Groning en una siniestra nebulosa. Pothalion alcanzó con
increíble presteza la segunda torre. Su grupo llegó agotado por el esfuerzo a
los pies del puesto de vigilancia. Los centinelas aliados que ahora lo
ocupaban lanzaron las escalas para que pudieran trepar hasta la plataforma
superior. Una vez arriba, Pothalion informó a Brandur que Kiril les había
ordenado avanzar hasta la segunda torre para apoyarles ante la inminente
llegada de los gronings.
El esmuga agradeció la ayuda y, mientras dejaba que los alkos
recuperasen el resuello, sonrió maliciosamente y relató a Pothalion la
bienvenida que tenía reservada para los gronings que en ese mismo instante
comenzaban su descenso desde la torre principal.

—Los gronings se acercan —susurró un esmuga.


—Brandur no se equivocó. La niebla aún nos protegerá —respondió un
luina.
Los amortiguados sonidos del trabajoso caminar del grupo de gronings
que se acercaban a la segunda torre apenas si eran perceptibles en aquel
paraje donde el silencio reinaba sobre todas las cosas. Fueron los centinelas
que vigilaban desde lo alto de la plataforma los que adivinaron las informes
figuras avanzando entre la niebla, la cual se resistía a abandonar la
pendiente del paso aferrándose a ella como una enredadera.
—¿Cuántos son? —preguntó Brandur al ser alertado por los centinelas.
—Diez o doce hombres —respondió un centinela.
—Tensad vuestros arcos —ordenó el esmuga.
Tras una angustiosa espera, los gronings se aparecieron como
fantasmales siluetas alumbradas por aquella mortaja de niebla. Caminaban
con dificultad, hundiendo sus piernas en la nieve. Al contemplar los oscuros
trazos de la torre de vigilancia a menos de treinta pasos frente a ellos,
aceleraron la dificultosa marcha espoleados por la imagen de un
reconfortante fuego sobre la plataforma superior.
Tres de los gronings se adelantaron al resto y sus voces reverberaron
atronadoras en aquel mudo silencio.
—¡Vamos! —gritaron—. ¡Lanzad las escalas!
Sin embargo, lo único que contemplaron fue a una docena de arqueros
que les apuntaban amenazantes desde lo alto de la torre.
—¡Maldita sea! ¿A qué esperáis? —protestaron—. Aquí abajo hace un
frío insoportable.
Los centinelas no respondieron y mantuvieron tensos sus arcos mientras
los gronings se acercaban al pie de la torre.
—Esperad —susurró Brandur—. Dejadles que se acerquen un poco
más.
El enfado fue creciendo entre los tres gronings, quienes seguían
gritando a los centinelas.
—¡Vamos! ¡Lanzad las escalas, estúpidos! —gritaban contrariados—. O
seguiréis haciendo guardia hasta que la barba os crezca blanca.
Los tres gronings estaban a menos de diez pasos de la torre cuando
Brandur alzó el brazo derecho y pronunció su sentencia de muerte:
—¡Ahora! —gritó, y los arcos cantaron su mortal sonata desde lo alto
de la torre.
Los gronings cayeron abatidos por las certeras flechas que se clavaron
con violencia en ellos traspasando las gruesas ropas de abrigo que no
habían podido librarles ni del frío ni de la muerte.
Los nueve gronings restantes que caminaban rezagados tras sus
compañeros se vieron sorprendidos por la extraña visión que contemplaron
a través del velo nebuloso que confundía sus ojos.
—¿Habéis visto eso? —dijo el que encabezaba el grupo—. Esos tres
han caído desplomados como si algo les hubiera abatido.
—¿Qué sucede? —preguntó otro de los gronings que marchaba a cola
de la columna.
—Mielkat y los otros han caído. Estaban acercándose a la torre
cuando… —y el groning tropezó con algo enterrado bajo la nieve y rodó
varios pasos pendiente abajo—. Pero… ¿qué diantre? —masculló enfadado
cuando quedó sentado sobre la nieve.
—¡Ja, ja, ja! —se rieron a coro el resto de sus compañeros burlándose
de él—. Tú, Mielkat y esos estúpidos habéis sido abatidos por el mismo
enemigo, vuestra torpeza, ¡ja, ja, ja! —y volvieron a reírse.
Sin embargo el groning se giró sobre sí mismo y contempló cómo
Mielkat y los dos soldados que le acompañaban seguían tendidos sobre la
nieve. Observó unas finas sombras que parecían brotar de sus pechos.
—¡Mielkat! ¿Estáis bien? ¡Mielkat! ¡Responde, por favor!
En ese mismo instante una docena de hombres, cual guardia de ángeles
exterminadores enviados desde las entrañas de la tierra, emergieron de sus
escondites bajo la nieve cuchillo en mano. Se abalanzaron sobre los
sorprendidos gronings, quienes apenas si tuvieron tiempo de ver cómo eran
degollados por sus atacantes. Un groning logró zafarse del abrazo mortal de
uno de los esmugas, pero cuando se aprestaba a hacer sonar su cuerno para
dar la voz de alarma, tres nuevas flechas segaron su vida.
Una vez los hombres de Brandur y Pothalion se aseguraron de que no
quedaba un solo groning con vida, se aprestaron a ocultar sus cuerpos en el
nevado camposanto que habían improvisado bajo la torre de vigilancia.
Cubrieron con nieve como mejor pudieron los rastros de sangre que habían
quedado esparcidos por la pendiente y rezaron para que la niebla no los
abandonase al menos hasta que la noche volviera a cubrir de oscuridad
aquellas tierras.
Llegó el mediodía y, con él, la comunicación entre los puestos de
vigilancia. Todo seguía en calma desde la primera torre. Brandur informó
que varios de sus hombres descenderían a la primera torre para relevar a
parte de su contingente. A continuación la angustia se apoderó de las dos
primeras torres, de Olaf, de Kiril y de todo aquel que contemplaba en
aquellos momentos la comunicación entre los puestos de vigilancia. Un
ahogado y enorme suspiro de alivio brotó de sus bocas cuando vieron
alzarse dos antorchas en lo alto de la plataforma de la tercera torre y
permanecer inmóviles en el aire cual águila acechando a su presa desde el
cielo. La misma señal se repitió en la cuarta y quinta torre. Ya sólo debían
aguardar a que la noche llegara para iniciar el asalto a la tercera torre.
El día declinaba en Tierra Conocida. Las escasas luces que en aquellos
tiempos de infortunio alumbraban la existencia de los moradores de La
Colonia, se apagaban devoradas por las sombras proyectadas por la Iugur-
András. Milia y Perlivarce, quien sostenía en brazos a su hijo Oyvar,
caminaban de vuelta a las cuevas en las que moraban. La compañía de su
esposa y su primogénito le habían mantenido ajeno a las tribulaciones que
azotaban a sus amigos nerlingos. La Colonia no se encontraba muy lejos de
Puente de Piedra y, a pesar de que los ecos del avance del ejército aliado en
dirección al territorio groning también llegaron a la aldea, Perlivarce
levantó un muro alrededor de sí mismo, que sólo Milia y Oyvar podían
franquear.
Durante las últimas lunas sólo se había preocupado de que su mujer y su
hijo se sintiesen a salvo, de que no les faltase un fuego en el que calentarse,
alimento del que nutrirse o agua de la que beber. Pero lo que Perlivarce más
ansiaba era colmarles del amor incondicional que sentía por ellos. Durante
las noches se despertaba por el mero placer de contemplarlos dormir
plácidamente, sintiéndose dichoso por tenerlos a su lado. Ver la calmada
respiración del pequeño Oyvar, observar su rostro sonrosado y sus ojos
cerrados entregados a los brazos del dios del sueño, le henchía de felicidad.
Mas con el paso de los días, al pronunciar el nombre de su hijo algo
comenzó a agitarse en su interior, pues el recuerdo de Oyvind e Ingvar
acudía a su mente con creciente intensidad.
Esa noche, mientras cenaban y Oyvar entrecerraba sus ojos, al tiempo
que su cuna se mecía al calor del fuego del hogar, Perlivarce confesó a
Milia los temores que en las últimas lunas le asaltaban.
—Presiento que el final se acerca —le dijo mientras mordisqueaba una
pata de conejo asado—, pero no alcanzo a adivinar de qué lado se decantará
la balanza. Además… un mal presagio sobre Oyvind e Ingvar me tortura.
Esos dos locos gemelos deberían habernos escuchado. Al partir hacia
Groningburgo ellos mismos fijaron su condena.
—Ya nada puedes hacer más que rezar a los dioses para que velen por
ellos —respondió Milia con voz suave y calmada tratando de tranquilizarle
—. Sobrevivieron a la terrible traición de los gronings; sobrevivieron a su
dolorosa separación. Verás como también sobrevivirán a Groningburgo.
—Ojalá fuera así, pero algo me dice que Oyvind e Ingvar están en
peligro de muerte. Lo siento cada vez que miro a los ojos de nuestro hijo.
—Quizás sean tus miedos lo que ves reflejado en los ojos de Oyvar.
Perlivarce no contestó y, tras beber un trago de agua de una tinaja,
permaneció largo rato pensativo y en silencio, contemplando las llamas del
fuego, como si en su ondulante danza fuera a encontrar las respuestas a las
inquietudes que le perseguían desde hacía varias lunas. Para cuando
terminaron de cenar Oyvar ya había caído dormido. Perlivarce le besó en la
frente y después besó a su mujer.
—Ojalá tengas razón. Ojalá la tengas —le susurró mientras se aferró a
ella tratando de consolarse en su abrazo.

El ocaso volvió a acudir un día más presto a su cita en Tierra Conocida.


El cielo parecía finalmente haberse desangrado después de incontables
lunas en las que había vertido, por miles de yagas lacerantes, un inagotable
torrente de lluvia y nieve.
Desde lo alto de la segunda torre, Pothalion y Brandur, preparados para
la próxima comunicación entre puestos de vigilancia, contemplaban con
desconfianza aquella tregua que los dioses les habían concedido. La nieve
había cesado, pero aquella maléfica sombra en forma de extrañas nubes que
flotaban estáticas sobre sus cabezas seguía sin abandonarles.
Esa manifestación no había pasado desapercibida para Kiril, quien, al
pie del Paso del Gorglin, también fijaba su mirada sobre el cielo ceniciento.
Desde que se internaron en territorio enemigo, y a medida que recortaban la
distancia que les separaba de Groningburgo, había observado aquellas
misteriosas nubes que, como pliegues sobre un tapiz, dibujaban sobre el
cielo las arrugas de un rostro maligno. Su sola contemplación lograba turbar
el corazón de Kiril, quien comenzó a dar crédito a los rumores que decían
que aquel velo de oscuridad brotaba desde el mismo palacio de Zornik.
Un nuevo grupo había partido hacia la segunda torre para relevar a los
hombres de Pothalion y Brandur, quienes, tras la comunicación, deberían
acometer el asalto a la torre principal. Ésta sería la parte más complicada de
la misión. La tercera torre parecía contar con el doble de hombres que el
resto de los puestos de vigilancia, por lo que el más mínimo descuido les
llevaría a la perdición; serian descubiertos y el plan de Kiril se iría al traste.
Al otro lado del Paso del Gorglin las tropas gronings serían alertadas,
desatándose una cruel batalla en la que la Furia de Dioses ocuparía una
posición estratégica muy desfavorable, por lo que incluso a pesar de lograr
la victoria sufrirían un gran número de bajas.
Los hombres de Therliangator que ocupaban la primera torre
comenzaban a impacientarse ante la inminente comunicación entre los
cinco puestos de vigilancia. Kiril permanecía impasible al pie de la
pendiente, arrebujado en su capa tratando de combatir el frío que
acompañaba la llegada de la noche junto a Enna, Maikel y Olaf.
El titilar de una débil llama en lo alto de la plataforma de la primera
torre anunciaba que en unos momentos comenzarían a dar las nuevas. Las
llamas de aquella antorcha crecieron en intensidad y saltaron traviesas para
incendiar la segunda tea que se elevaría sobre aquel vacío de niebla y
oscuridad. Las dos antorchas iniciaron un acompasado movimiento
ascendente cuando el ensordecedor grito de alarma de un cuerno groning se
alzó a sus espaldas, tras la quebrada al pie de la montaña donde la Furia de
Dioses permanecía acampada. El desgarrador sonido reverberó en el Paso
del Gorglin, desde sus faldas hasta la cumbre.
Kiril quedó aturdido, mudo durante unos instantes, al tiempo que Enna,
Maikel y Olaf se giraban hacia el campamento tratando inútilmente de ver
qué ocurría a través de aquel informe velo de oscuridad.
En lo alto de la primera y segunda torre los centinelas alkos, esmugas y
luinas se sumieron en un caótico desconcierto. Aquel cuerno había acabado
con todas sus esperanzas. Desconocían qué señal debían enviar al resto de
torres para informar que todo estaba en calma y que aquello era una falsa
alarma. Desde la primera torre elevaron las dos antorchas al aire y las
mantuvieron quieras, tan quieras que parecía que las llamas no eran más
que un perfecto dibujo plasmado sobre un lienzo que colgase de la torre.
Pothalion y Brandur se apresuraron a hacer lo mismo y dos nuevas
antorchas se elevaron desde la plataforma de la segunda torre.
Kiril rezaba a Nerlinguia para que la tercera torre también alzase dos
antorchas. El tiempo pareció detenerse entonces, pues no hubo respuesta
desde la tercera torre. Sin embargo, los sonidos de una contienda
comenzaron a llegar al pie del paso.
—Kiril, nos atacan —dijo Enna recuperando el habla.
—Una emboscada —añadió Maikel—, aunque no podrán ser muchos.
Si lo fueran, significaría que el príncipe Ilanit y la Estrella del Desierto han
sucumbido ante las tropas de Zornik…
—No moriremos en este recóndito agujero al pie de la montaña —
replicó Olaf—. Corramos al campamento. Hay que acabar con esos
gronings —y echó a correr sin esperarles.
Enna y Maikel se quedaron mirando a Kiril, quien contemplaba inmóvil
aquella nevada pendiente tratando de escrutar las señales de la tercera torre.
Pero esta vez no fueron antorchas las que se elevaron al cielo, sino el sordo
sonido de un cuerno que imitaba la voz de un lobo rabioso. Un aullido, una
pausa; un aullido, otro aullido, una pausa interminable. Y entonces lo
escucharon. Como si una manada de lobos aullase amedrentando a su
próxima presa, como si mil truenos anunciasen la tormenta perfecta, como
si la tierra se retorciese en terribles alaridos, en la quinta torre, desde lo más
alto del Paso del Gorglin, desde las cumbres de los Guardianes de Groning,
un estruendo jamás antes escuchado brotó del gigantesco cuerno que se
orientaba hacia Groningburgo. Y su terrible rugido se escuchó en la capital
groning, en el Valle del Rauron, en las Landas de Edhilien, en Nornogham,
e incluso su rumor alcanzó los impenetrables Valles Solitarios.
Kiril entrecerró sus ojos, pesaroso, sintiendo que el destino le había
alcanzado antes de lo esperado. El preludio del fin, el comienzo de la última
batalla había llegado. A su mente acudió entonces el lamento por el Sitio de
Orlag y recordó cómo los hombres de Tenkolmar entonaron aquella canción
a orillas del Taquakland. “Vida o muerte, bandera de esperanza enarbolan”.
—Acabaremos con ellos —dijo mirando a los ojos a Enna y Maikel—.
No dejaremos que esas siniestras arrugas en el cielo sean la primera imagen
que los moradores de Tierra Conocida contemplen cada día al despertar —y
con un extraño brillo en sus pupilas desenvainó a Darbrethil al tiempo que
una fulgurante luz azulada recorrió su hoja—. ¡Corramos al campamento!
¡Nuestros hombres están en peligro y no lucharán solos! —y junto a su
amada y su fiel protector corrieron como corceles desbocados sobre el
manto de nieve hacia la batalla.

En La Colonia, Perlivarce se despertó sobresaltado, envuelto en sudor


mientras su corazón pugnaba por abandonar su pecho. Una terrible pesadilla
le había asaltado nada más caer dormido.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Milia alterada al sentir la agitación de su
esposo en el lecho.
—Algo terrible ha sucedido —dijo jadeando—. ¡Algo ha ocurrido!
—Tranquilízate. Bebe un poco de agua —le dijo la albina bortiga
acercándole una tinaja.
—Ha comenzado… El final ha comenzado. Kiril y Maikel, Oyvind e
Ingvar. Todos se enfrentan a un trágico destino.
—Tranquilízate y duerme, amor mío. Recemos a los dioses porque no
los abandonen a su suerte.
—Es cierto —respondió abatido—. Ya nada puedo hacer por ellos. Fui
cobarde —le dijo a su esposa con lágrimas en los ojos—. Preferí regresar a
La Colonia y volver a veros en vez de acompañarles a la batalla final. Y
ahora son ellos los que arriesgarán su vida para darnos un futuro —y miró
con cariño y tristeza a Oyvar mientras dormía en su cuna—. Para dar a mi
hijo la oportunidad de vivir en libertad. Debí acompañarles, debería estar
ahora con ellos —terminó entre sollozos.
—Grande es el sacrificio que tendrán que realizar, mas ellos son
guerreros y tú solamente un maestro. Tu lugar está aquí, junto a nosotros y
los demás bortigos. Tu sabiduría, tu noble corazón, construirán un nuevo
pueblo, una nueva comunidad. Impregnarás con tu bondad los corazones de
nuestra gente, y el rencor y el odio jamás crecerán entre nosotros. Y ahora
duerme, esposo mío. Aleja de ti esos remordimientos que han sido enviados
por el mismo mal que combaten nuestros amigos. Duerme —y lo abrazó
con infinito cariño, mientras de los ojos de Perlivarce brotaba un río de
lágrimas como ofrenda al sacrificio de los nerlingos.
—Que los dioses os protejan, amigos míos —musitó abrazado a su
esposa—. Que los dioses os protejan y se apiaden de vuestras almas.
CAUTIVOS EN LA CELDA DEL WOLKUR

L os días transcurrían insoportablemente lentos en la oscura y tenebrosa


Celda del Wolkur. La estremecedora visión de aquel negro vacío que
se hundía a sus espaldas en las profundidades de Groningburgo, no daba un
instante de tregua a los gemelos alkos. Decenas de ojos brillantes,
inyectados en sangre, centelleaban espeluznantes en lo más hondo de
aquella nada, ora cercanos ora lejanos, mientras los inquietantes gruñidos y
aullidos de aquellas bestias demoníacas ululaban como un devastador
viento helado.
El terror se apoderaba de Oyvind e Ingvar cada vez que sus carceleros,
dos veces al día, se acercaban a la puerta de su celda, antorcha en mano,
para acercarles un repulsivo cuenco de despojos que ni los puercos se
atreverían a probar. Era entonces cuando el débil reflejo de la titilante luz se
colaba curiosa a través de la Celda del Wolkur asomándose al vacío sobre el
que flotaban aquellos ojos amenazantes. Era en aquel instante cuando los
aullidos arreciaban, cuando la luz lamia el brillante pelaje de los wolkurs,
cuando los perros de la guerra de Zornik saltaban enloquecidos, batiendo
sus fauces al aire, tratando inútilmente de alcanzar el jugoso manjar
humano que los gronings almacenaban en lo alto de aquel pozo. Ingvar se
estremeció al comprobar a la numerosa progenie, descendientes de bestias
como el maldito Demonio Gris, que se hacinaban en el fondo de aquella
sima. El más mínimo descuido, un ligero traspiés, un giro equivocado
mientras dormían, y antes de llegar a la base del pozo morirían
despedazados por las fauces de aquellas bestias.
Hacía más de quince lunas que Oyvind e Ingvar permanecían presos en
las profundas mazmorras excavadas en la piedra bajo el palacio del rey
brujo. Los días se sucedían como interminables noches invernales de las
regiones del norte. Al principio, Oyvind se mantuvo en un permanente
duermevela, debilitado por la herida de la espada de hoja de sierra del
gorglin. Ingvar se esforzó en darle de beber y comer unos bocados de
aquella repulsiva comida. Gracias a ello, Oyvind no empeoró y lentamente
comenzó a recuperar parte de sus fuerzas. Aquellos fueron los momentos
más duros para Ingvar, quien rememoró su cautiverio en Eloburgo. Sin
embargo esta vez la presencia de su hermano y el recuerdo de Ira le dieron
fuerzas para mantenerse firme. Los gronings jamás conseguirían doblegar
su voluntad. El hijo del trueno tenía la intuición de que tarde o temprano
Zornik volvería a por ellos, aunque no lograba aún a alcanzar con qué
propósito. Mientras tanto, él comenzó a urdir un plan para escapar de
aquella maldita celda y partir en busca de la mujer de la que se había
enamorado. Y juró que arrancaría con sus propias manos el corazón de
aquel quien se atreviera a mancillar la virtud de aquella hermosa esclava
nerlinga. Lo juró mientras agarraba con su mano el collar de dientes de
wolkur y se acariciaba la cicatriz que aquel demonio había dibujado para
siempre en su cuello. Lo juró por Nerlinguia y por Ira.

En la capital groning los sabotajes se habían venido sucediendo sin


descanso a pesar de que los nerlingos habían sido capturados y encerrados
en las profundidades de palacio. Establos incendiados, patrullas de guardia
pasadas a cuchillo, alimentos echados a perder, armas destruidas… Zornik
había comenzado a barajar la posibilidad de que se tratase de un grupo de
detractores, contrarios a aquella guerra que comenzaba a prolongarse y en
la que miles de gronings ya habían encontrado la muerte. Encargó
personalmente a Inorkul investigar y realizar una purga entre los soldados y
ciudadanos de Groningburgo. Aquella revuelta encubierta debía ser
inmediatamente sofocada. Sin embargo Inorkul no había sido capaz de
encontrar a ningún traidor si bien aprovechó la ocasión para ajusticiar a un
buen número de indeseables.
Durante las siete últimas jornadas no se habían perpetrado nuevos
sabotajes, en buena parte debido a que el burgo parecía encontrarse en
estado de sitio, con patrullas gorglins repartidas en todas y cada una de sus
calles, respirándose una tensa pero relativa calma.
Esa noche, Zornik y Nurgul, acompañados de Ihola, hija del primero y
futura esposa del segundo, cenaban en uno de los inmensos comedores de
palacio.
—Parece que tus gorglins han logrado lo que los gronings no
consiguieron —dijo con ironía Nurgul mientras daba una dentellada al
faisán con pimienta que degustaban.
—Mis gorglins son la élite de los guerreros de Tierra Conocida —
respondió Zornik dirigiéndole una feroz mirada—. Mis gronings son la
horda que barrerán de ella a cualquier reino hostil.
—Por lo que ha llegado a mis oídos —continuó hablando Nurgul sin
apartar los ojos del sabroso faisán haciendo caso omiso de la mirada de
Zornik—, parece que el Este está siendo un hueso duro de roer para tus
hordas de legionarios.
—Una leve resistencia a la primera avanzadilla —respondió Zornik sin
sulfurarse—. Mas nuestra alianza te brindará la oportunidad de viajar a
tierras orientales y ver cómo mis legiones aplastan cualquier atisbo de
rebeldía.
—Puede que finalmente no sea necesario que lleve a cabo tan fatigoso
viaje a lejanas tierras —sonrió maliciosamente—. Ayer mismo escuché
rumores de cómo los rebeldes avanzan a través de Jactinia sin encontrar
resistencia, igual que una grácil mariposa volando sobre un campo de
amapolas. Quizás esa sea la verdadera razón de tu llamada, el verdadero
motivo de reclamar el juramento de lealtad que nuestros antepasados
hicieron ante el consejo groning.
—¡No te equivoques, engreído jinete de Tierra Seca! —bramó Zornik
incorporándose veloz como un felino mientras su cuchillo se clavaba en la
pata del faisán que un Nurgul atónito mordisqueaba instantes antes—. Te he
llamado a Groningburgo no sólo para que me rindas obligada pleitesía —
continuaba hablando con ojos coléricos—, sino también para retornar la
alianza de sangre que centurias atrás sellaron nuestros pueblos. La sangre
groning corre por vuestras venas al igual que la sangre de los jinetes de
Tierra Seca corre por las nuestras. No te equivoques, Nurgul, no lo hagas.
El poder de los gronings es infinito, y nadie en Tierra Conocida, nadie, ni
siquiera tus bravos jinetes nómadas escaparían a mi ira.
—Perdóname si te he ofendido, gran emperador —respondió con una
estudiada voz suplicante y mirada sumisa—, pues no puedo sentirme más
honrado por tus palabras y por tu generoso presente, por la carne de tu carne
que ahora me ofreces, por el regalo más codiciado. Jamás podré agradecerte
el que me entregues a Ihola, una diosa entre las mortales —y tomó la mano
de la groning mientras Nurgul y la joven princesa se dirigían una cálida
mirada—. Mi pueblo te rinde pleitesía y yo soy el primero en postrarme
ante ti, poniendo mi espada y mi brazo a tu servicio.
Zornik pareció sentirse satisfecho con la respuesta de Nurgul, pero la
discusión le había hecho perder el apetito.
—Dentro de dos lunas será vuestro gran día —se despidió con tono
conciliador dirigiéndose ahora a su hija—. Entonces ambos uniréis vuestros
destinos y el de nuestros dos pueblos. Descansad, pues tres días de fastos
ininterrumpidos os aguardan… y confío en que pronto la estirpe de nuestra
familia se vea bendecida por un nuevo miembro.
—Será como tú dices, padre —contestó conciliadora Ihola—. Te
prometo que el próximo invierno mi vientre alumbrará a un hermoso varón
fruto de la sangre hermanada, que perpetuará hasta el fin de los días el
poder de tu imperio.
Zornik sonrió malévolo y, dándoles la espalda, abandonó con asombrosa
rapidez pero inusitada parsimonia el grandioso comedor de palacio, donde
dejó a Nurgul e Ihola departiendo sobre su próximo futuro. Aquel
impetuoso e insolente jinete de Tierra Seca le resultaba atractivo y deseable
a la princesa groning, no como aquellos imberbes y pánfilos herederos de
los clanes nerlingos que le fueron presentados en Lothikaton antes de la
gran traición. Nurgul sería el perfecto semental para engendrar al más
terrible y poderoso guerrero que jamás el mundo hubiera conocido. Más
terrible incluso que su padre, más que aquel quien se hacía llamar el
emperador de Tierra Conocida. Y ella sería la madre de aquel guerrero, la
que le aconsejaría y guiaría en la conquista del mundo conocido y el mundo
por conocer.
El rey brujo regresó a sus aposentos. Cuatro gorglins permanecían de
guardia en el exterior velando sus sueños. Zornik encendió una diminuta
candela y se sirvió una generosa copa de vino especiado. La oscuridad de la
noche bañaba el interior de sus aposentos. Mientras disfrutaba del aroma y
el sabor del vino, una sibilante voz se abrió paso desde la balconada
exterior:
—El cachorro nómada te ha desafiado. En vez del faisán su lengua
deberías haber ensartado.
—Ni siquiera el rumor de los lejanos mares pasa desapercibido a tus
oídos, madre Urkha —sonrió Zornik mientras daba un generoso trago a su
copa de vino.
—El nerlingo avanza en tu busca…
—¡Soy yo quien permito que se acerque a mí! —le cortó irritado
Zornik, aún susceptible por la arrogancia de Nurgul.
—Ha recuperado su hogar.
—Yo se lo he cedido, en una bandeja de fuego y cenizas.
—Mi amado niño, no te reveles contra tu madre —gimoteó ladina la
pérfida lamia—. Soló tu bien busco, sólo ansío ayudarte a alcanzar tu
destino.
—¡Oh, madre! —exclamó Zornik—. No es a ti a quien quiero regañar.
Tienes razón, siempre tienes razón. He sido débil y confiado. Jamás volveré
a permitir que nadie me hable así.
—Mi adorado infante —dijo Urkha mientras se acercaba a Zornik para
acariciarle el pelo—. Utilizarás a ese jinete de las regiones yermas. Lo
utilizarás para que tu hija engendre un varón, un heredero que garantice tu
dinastía, alguien de tu misma sangre al que sentarás en el trono de los
mortales cuando tú logres el gran poder y reines en la morada de los dioses.
—Tan sabia, tan inteligente —sonrió Zornik con maldad en sus ojos—.
Te juro que aplastaré al nerlingo, le despojaré del arcano poder que esa
maldita deidad entregó a los Primeros Nacidos y reclamaré el trono de los
mortales y el de los dioses —y alzó el puño cerrado hacia el cielo—. Y
cuando todos se hayan arrodillado ante mí, ante su nuevo señor, enviaré al
jinete sin rostro al encuentro de Nurgul.
—Mi niño, mi precioso niño —decía Urkha sentada junto a Zornik
sobre el lecho, mientras le atusaba los cabellos con su reluciente peine
dorado.
El ponzoñoso hálito de la lamia brotaba esa noche con más fuerza que
nunca desde la ciclópea cabeza de mármol que representaba al gran lobo
negro, al temido wolkur, que presidía desde lo alto de la balconada la
capital groning.
Bajo el palacio de Zornik, en las mazmorras de Groningburgo
excavadas en la roca viva, Oyvind e Ingvar dormían cautivos en la Celda
del Wolkur, transitando por agitadas ensoñaciones mientras el burgo
groning se preparaba para celebrar los fastos de la boda entre la princesa
Ihola y Nurgul, el caudillo de las tribus de jinetes nómadas de Tierra Seca.
Zornik no se había olvidado de los gemelos alkos y, en menos de cinco
lunas, ambos volverían a tener el dudoso privilegio de reunirse con el rey
brujo y participar en los festejos por la unión de los dos pueblos. La jauría
de bestias que ahora se revolvían rugiendo hambrientas en el fondo del
pozo serían sus afortunadas compañeras de baile.
LA BODA DE IHOLA

L a mañana en la que se celebrarían las nupcias entre la princesa groning


y el monarca de las tribus de jinetes nómadas, el sol envolvía con su
añorada luz las murallas de Groningburgo. Parecía que en ese señalado día,
la lamia Urkha hubiera entregado por adelantado su regalo de bodas a Ihola.
Su negro y emponzoñado hálito había dejado de brotar desde la balconada
exterior de los aposentos de Zornik, pero sus brunos vapores neblinosos
seguían flotando al sur de la capital groning.
En los aposentos de la princesa, media docena de esclavas corrían
atareadas de un lado a otro de la enorme estancia. Dos de las esclavas más
jóvenes bañaban en esos instantes a Ihola, acariciando su blanca piel con
suma delicadeza, envolviéndola en aromáticas esencias y delicados óleos.
Otra esclava enjabonaba su preciosa melena azabache, brillante como una
estrella negra, mientras sus amplios rizos se desenmarañaban bailando al
son de la rítmica danza que marcaban las manos de la experta esclava.
Sobre su recién compuesto lecho, descansaba huérfano de arruga alguna
su espectacular vestido blanco de novia, una rara y refinada mezcla de seda,
gasa y algodón, rematado por finísimos ribetes de verde terciopelo
esmeralda. Sin duda alguna se trataba de la más bella tela tejida en el lejano
Reino de Saralamath y por la que la princesa Ihola había pagado
derramando la sangre de Lamad y desterrando a la desdichada Ira a un
olvidado lupanar de Halthoria.
A los pies de la cama le aguardaban unas sandalias color marfil que, con
delicados cordajes adornados por redondas perlas nacaradas, engalanarían
las estilizadas piernas de la princesa como si de una frondosa enredadera se
tratase.
En las cocinas de palacio la actividad era frenética a pesar de la hora
temprana. Todo debía resultar perfecto en la boda de la princesa, ya que de
lo contrario, quien cometiese el más mínimo desliz moriría a manos de
Zornik como castigo a su desidia e ineptitud.
El festín, al que acudirían cerca de cuatrocientos invitados entre los que
se encontraban los nobles que habían apoyado el ascenso de Zornik al
trono, oficiales de confianza de su ejército, así como una nutrida
representación de las tribus de jinetes nómadas, consistiría en diez platos
diferentes: setas cocinadas sobre un refrito de cebolla, puerro y zanahoria;
caracoles cocidos en salsa de tomate; sopa de pescado con patas de cangrejo
rojo de río; trucha a la plancha con trozos de jamón de cerdo; tacos de filete
de salmón ahumado; muslos de codorniz en salsa de champiñones;
pechugas de paloma a la pimienta; cochinillo asado al espetón; manzanas
asadas y una gigantesca tarta recubierta de piñones, almendras y dulces
variados. Y todo ello regado con los mejores vinos norteños y skelingos,
cerveza negra y dorada del este, y los licores más fuertes y aromáticos entre
los que destacaba el famoso licor de fuego.
En los salones donde se celebraría el convite, decenas de personas del
servicio de palacio se afanaban en colocar las mesas, sillas, flores y demás
adornos con los que se engalanarían esas estancias para mostrar a todos los
invitados el esplendor del imperio groning. Sobre las mesas extendieron
preciosos y delicados manteles, colocando a su vez una variada cubertería
con la que poder degustar los diez platos del festín.
Durante el banquete un grupo de bardos amenizaría con sus canciones la
sobremesa y la larga velada. Cuando el sol cayese en el oeste, se celebraría
el encamamiento de Ihola y Nurgul, quienes serían empujados a sus
aposentos para consumar, antes de la medianoche, su recién bendecido
matrimonio. Los festejos se alargarían al menos dos días más, aunque era
probable que a pesar de tratarse de una boda real, la guerra que parecía
acercarse peligrosamente hacia Groningburgo hiciera que los fastos
concluyesen antes de lo esperado. Se había organizado un torneo de tiro con
arco para entretener al pueblo llano, así como también una actuación del
mismo grupo de bardos que cantarían en el convite, programada para la
noche del segundo día. Zornik había concedido generosamente cerveza
gratis para los asistentes además de repartir todas las sobras del banquete
nupcial del día anterior, por lo que se esperaba una gran afluencia de
público en la plaza central de Groningburgo. Sin embargo, ni Zornik, ni
Ihola, ni Nurgul acudirían a ese evento, pues el rey brujo se había reservado
esa noche un espectáculo que deleitaría sus sentidos: la lucha de los
siameses nerlingos contra los wolkurs. Un espectáculo en el que por
desgracia Oyvind e Ingvar se habían convertido en sus protagonistas.

La luz que iluminaba la capital groning contrastaba con la sórdida


oscuridad que envolvía la Celda del Wolkur. Apenas los lejanos destellos de
las antorchas que los gronings mantenían encendidas a la entrada de las
mazmorras arrojaban una leve amalgama de luces y sombras. Los dos
gemelos alkos intuían que algo sucedía en el exterior, ya que una inusual
agitación se había apoderado de sus carceleros. Incluso durante las dos
últimas lunas les habían doblado la ración de agua y comida, como si por
alguna extraña razón quisieran que recuperasen sus fuerzas.
Cuando estaban ocupados en estos pensamientos, apareció uno de sus
carceleros portando una bandeja con varias costillas y chuletas de cordero,
dos vasos de agua y una tinaja de vino tinto rebajado. Oyvind e Ingvar
cruzaron atónitos sus miradas y, antes de que pudieran decir nada, el
carcelero se adelantó a sus preguntas:
—Aquí tenéis, jóvenes traidores —sonrió malévolo—. Una suculenta
comida, cortesía del mismísimo Rey Zornik. Comed y bebed, pues hoy se
celebra la boda de nuestra princesa Ihola. Mañana formaréis parte del
convite y os aseguro que necesitaréis de todas vuestras fuerzas si es que no
queréis regresar aquí de nuevo dentro de un saco de huesos roídos y
despellejados, ¡ja, ja, ja! —y con una sonora carcajada se alejó perdiéndose
en la penumbra de aquellos túneles, sin dar tiempo a que los gemelos alkos
pudieran hacerle una sola pregunta.
—Nos ceban como a puercos antes de matarlos —renegó Ingvar—.
Apuesto mi collar de dientes de wolkur a que el miserable Zornik nos tiene
reservada una sorpresa.
—Formaremos parte del espectáculo de la boda —dijo Oyvind—. Pero
no sé de qué manera. Quizás nos haga luchar contra diez de sus gorglins, o
nos arranque uno a uno nuestros miembros, o seamos las dianas para un
concurso de lanceros. Sea lo que sea nos necesita vivos.
—Muertos y débiles no le servimos. No disfrutará si no nos ve sufrir y
luchar hasta la última gota de nuestra sangre.
—Aunque sé que eso es lo que busca, no rechazaré su comida. La
fuerza y la esperanza es lo único que realmente nos mantendrá vivos.
Nerlinguia mantiene viva en mi la esperanza, pero en esta hedionda celda
esa carne será lo único que pueda darme fuerzas —concluyó Oyvind
mientras tomaba con avidez un trozo de cordero.
—Estoy contigo, hermano —e Ingvar le imitó dando un gran bocado a
un pedazo de costilla.

El día avanzaba y los nerlingos, a pesar de estar apresados bajo el


palacio de Zornik, pudieron seguir paso a paso la ceremonia en la que Ihola
y Nurgul contrajeron matrimonio. Primero fueron las trompetas y los
cuernos los que sonaron atronadores cuando los futuros esposos acudieron a
la gran sala de palacio. Allí, una suerte de santón ofició una breve
ceremonia para unir las vidas de Ihola y Nurgul. Ambos leyeron los votos
en los que se juraban mutua lealtad y fidelidad para, a continuación,
entregarse dos presentes, uno para su cónyuge y otro para su pueblo. Así
Oyvind e Ingvar pudieron escuchar las exclamaciones, aplausos y redobles
de tambor cuando Ihola entregó a Nurgul una daga de oro y quince cofres
repletos de oro, uno por cada una de las tribus de jinetes nómadas a las que
representaba. Después fue el turno de Nurgul, quien entregó primero a Ihola
una impresionante yegua azabache que dejó boquiabierta por su belleza a la
no menos bella princesa y después una manada de cincuenta veloces y
resistentes corceles de Tierra Seca al pueblo groning, que pasarían a
engrosar a buen seguro las filas de la caballería de las legiones de Zornik.
Terminado el intercambio de regalos, las trompetas volvieron a sonar
sin solución de continuidad, anunciando a los invitados que en breves
instantes comenzaría el convite. Todos los allí presentes se apresuraron a
entrar en palacio y a ocupar sus asientos, preparados para ovacionar a los
recién casados en cuanto entrasen en los grandes salones habilitados para
aquella ocasión.
Ihola entró resplandeciente agarrada del brazo de Nurgul, quien no
había abandonado su pose altiva y desafiante ni siquiera en presencia del
mismísimo Zornik. El líder de los jinetes nómadas de Tierra Seca avanzó
hasta la mesa presidencial henchido de orgullo, luciendo el hermoso trofeo
que había conseguido de manos del rey groning.
Zornik caminaba tras los recién casados seguido de Inorkul y dos de sus
gorglins. El aura terrorífica que lo envolvía atemorizaba a todos los allí
presentes, especialmente a los numerosos criados que ese día se ocuparían
de que nada faltase a la mesa de los comensales. Mientras los invitados a la
boda aplaudían y aclamaban a los novios, éstos ocuparon su lugar en la
mesa presidencial, cada uno a un lado de Zornik. El rey brujo quería dejar
claro quién seguía y seguiría ostentando el poder de la nación groning
durante muchos lustros. A una señal suya los invitados dejaron de aplaudir
y la legión de criados comenzó a servir el primero de los diez platos, setas
sobre refrito de cebolla, puerro y zanahoria, mientras las copas comenzaban
a llenarse de vino tinto y cerveza.
Como tres estatuas de piedra, Inorkul y los dos gorglins permanecieron
de pie tras su rey, escrutando con ojos de camaleón hasta el último rincón
de aquellos grandiosos y diáfanos salones.
En uno de los laterales de la sala, tres soldados gronings que habían
acudido como escolta de un renombrado oficial de la guarnición de
Groningburgo, hablaban en voz baja a unos pasos de la mesa que ocupaba
su mando superior:
—Zornik no se separa jamás de sus halcones aunque estos no tengan
alas —dijo uno de ellos.
—Ni su propia sombra está tan cerca de él como el capitán Inorkul —
respondió otro.
—Esperemos que la noche y el vino aturdan sus sentidos —suspiró el
tercero.
—Mirad para otro lado —les ordenó el primero—. Inorkul nos está
observando. Si esos gorglins llegasen a sospechar algo, esta noche
dormiríamos en las mazmorras de palacio.
El banquete continuó entre animadas conversaciones ayudadas por los
primeros efectos de la desmesurada pasión de los comensales por el
exquisito vino skelingo que parecía haber arrebatado el protagonismo a los
novios. Cuando terminaron la suculenta sopa de pescado a la que habían
aderezado con las tan codiciadas patas del cangrejo rojo del Río Isengur,
dos bardos saltarines irrumpieron en el salón al son de un laúd y una
guitarra, entonando la famosa canción de La boda de Turkimirael y Muriel,
en la que se narraba el largo y feliz matrimonio de dos príncipes de un
lejano e imaginario país. Los bardos sustituyeron los nombres de
Turkimirael y Muriel por los de Nurgul e Ihola, lo que provocó que la rima
de la canción se rompiese y sus estrofas quedaran desacompasadas respecto
a la melodía, por lo que el resultado no fue del agrado de los allí presentes.
Los bardos, cabizbajos, abandonaron apresuradamente el gran salón,
temerosos de que la ira de Zornik cayera sobre ellos. Sin embargo, la trucha
que se sirvió a continuación junto con el vino skelingo, pareció aplacar el
malcontento de los invitados.
Luego vino el salmón, después los muslos de codorniz y cuando se
sirvieron las pechugas de paloma, desde la cocina informaron al
responsable del convite que las reservas de vino skelingo se acababan de
agotar. El groning, apurado, ordenó servir el vino tinto norteño como si
fuera skelingo. A esas alturas del banquete más de la mitad de los
comensales se encontraban en un evidente estado de embriaguez, y los que
aún no lo estaban pronto lo estarían, por lo que sus paladares no serían
capaces de distinguir un exquisito y aromático vino especiado de uno
picado. También ordenó traer con urgencia a palacio todos los toneles de
vino tinto disponibles en las tabernas de la ciudad, pues apenas si los
invitados habían degustado cerveza o vino blanco. Si seguían bebiendo de
aquel modo, pronto acabarían con el vino norteño que tenían almacenado en
la cocina, lo que podría originar una revuelta en el interior de los salones.
Como el groning imaginó, nadie se dio cuenta del cambio. A ello ayudó
la entrada de dos nuevos bardos que, con la picante canción El tesoro de la
dulce campesina, enardecieron a la audiencia al tiempo que los invitados
aplaudían entusiasmados la llegada de decenas de platos de cochinillos
asados al espetón. Los bardos tuvieron que prolongar su actuación mientras
los comensales daban cumplida cuenta del cochinillo al que regaron con
abundante vino, poniendo el broche de oro al despedirse entonando Mi
jergón, tu señora y su doncella, gracias a la cual fueron despedidos con un
atronador griterío.
Zornik parecía complacido con los fastos, y Nurgul e Ihola cruzaban
miradas aguardando a que el convite terminara. Tuvieron que servirse más
platos de cochinillo a pesar de que los estómagos de los allí presentes
estaban a punto de reventar con los siete platos anteriores.
Apenas si probaron las manzanas asadas ni tampoco tuvo mucho éxito
la tarta. La mayoría de los invitados dormitaban sobre la mesa mientras el
vino se derramaba por sus comisuras o bailaban borrachos al son de la
música del tercer grupo de bardos, esta vez formado por cinco hombres que
tocaban y cantaban festivas canciones campestres.
Tras una larga actuación, cuando la noche hacía rato que había tomado
el cielo de Groningburgo, uno de los invitados comenzó a gritar con
evidente embriaguez:
—¡A encamarse! ¡A encamarse!
Y como poseídos por un hechizo todos los invitados que dormitaban
ebrios sobre las mesas despertaron para unirse en una sola voz:
—¡A encamarse! ¡A encamarse! ¡A encamarse!
Zornik se levantó de la mesa y, repentinamente, el griterío se silenció
como la llama de una vela sofocada por una súbita corriente de aire. Miró a
derecha e izquierda, a Ihola y Nurgul, y sin pronunciar palabra asintió
levemente con la cabeza. Los invitados prorrumpieron en aplausos y
vítores. Nurgul tomó la mano de su esposa y ambos cruzaron el gran salón
entre desbocados gritos de “¡A encamarse!”. Si no hubiera sido porque se
trataba de la princesa y por la protección de los dos gorglins que
acompañaban a Inorkul, aquella muchedumbre hubiera desnudado allí
mismo a los recién consagrados esposos, arrancándoles como era tradición
sus ropajes nupciales. Nurgul e Ihola desaparecieron en la oscuridad de
palacio en dirección a su alcoba, donde esa noche disfrutarían durante
largas horas consumando su matrimonio.
En el salón continuó corriendo el vino y el licor de fuego, mientras los
bardos amenizaban la madrugada a aquella multitud de borrachos.
—Sólo Inorkul acompaña ahora a Zornik —dijo uno de los tres
gronings que velaban los ebrios sueños de su oficial.
—Es el momento perfecto para acercarnos a él —añadió otro de los
gronings—. Apuesto a que los dos gorglins custodiarán la puerta del
dormitorio de Ihola y Nurgul durante toda la noche.
—De acuerdo —respondió el que parecía ser el más veterano de los tres
—. Pero acerquémonos con precaución. Puede que la mayoría estén
borrachos, pero su riel halcón no ha probado una gota de vino.
Los tres gronings comenzaron a avanzar lentamente y con discreción
entre las sombras de los fondos del gran salón hacia la mesa presidencial.
Cuando se encontraban a apenas diez pasos de Zornik, cuatro gorglins
irrumpieron en el salón por uno de los laterales y se arrodillaron ante la
mesa del rey groning. Inorkul se acercó a ellos y uno de los gorglins le
susurró unas palabras al oído. Cuando el gorglin terminó, Inorkul les ordenó
abandonar el salón con gesto contrariado. Ahora era él quien susurraba al
oído de su rey mientras el gesto de Zornik se tornaba por momentos en un
colérico rictus.
—Algo sucede. Algo grave acontece —dijo el groning más veterano,
quien se había detenido al ver irrumpir a los cuatro gorglins y ahora
contemplaba a Zornik.
—¿Qué puede haber ocurrido?
—No lo sé, pero debe ser algo que interfiera gravemente en sus planes
más inmediatos.
Cuando el capitán de los gorglins terminó de informar a su rey, Zornik
se levantó iracundo de su silla y abandonó precipitadamente la sala por la
salida en la que los tres gronings simulaban estar vigilando. Cuando Zornik
pasó a su lado, los gronings realizaron un marcial saludo y pudieron
escuchar cómo el rey groning le decía a Inorkul:
—Ese bastardo nerlingo no me privará de ver cómo mañana mis
wolkurs despedazan a los dos gemelos alkos.
Inorkul dirigió una glacial y penetrante mirada a los tres gronings,
quienes agacharon sus cabezas al paso del capitán gorglin en señal de
sumisión. Zornik e Inorkul desaparecieron del salón en dirección a las
murallas de Groningburgo.
—Mañana debemos volver a palacio —dijo uno de los gronings—.
Mañana será nuestro gran día —y los otros dos asintieron.
Cuando amaneció, mientras aún resonaban en los salones de palacio los
ecos de la celebración por las nupcias de Ihola y Nurgul, en las murallas y
cuarteles de la capital groning la actividad continuaba siendo frenética. El
mensaje que de madrugada los cuatro gorglins llevaron a palacio había
desencadenado una urgente revista de armas tanto para la guarnición
groning de la ciudad, como para los más de mil gorglins bajo el mando
directo de Inorkul. Las inquietantes nuevas que contenía el mensaje habían
llevado en plena noche de fastos al mismísimo Zornik a las murallas de la
zona sur de la capital. Desde lo alto trató de confirmar lo que aquel mensaje
decía. Pero a pesar de su terrible poder, eran demasiadas millas las que
separaban Groningburgo del Paso del Gorglin. Zornik no poseía la élfica
visión de Oyvind, y no pudo más que intuir lejanas y débiles luces titilar en
las amplias praderas del Corredor de Groningburgo.
“El cuerno del Paso del Gorglin ha rugido. El traidor nerlingo ha sido
avistado al frente de su ejército”. Ése fue el mensaje que le transmitió
Inorkul. Ésas fueron las palabras que lo encolerizaron, las que le hicieron
abandonar los festejos por la boda de su hija. En verdad los festejos por su
alianza de sangre con las tribus de jinetes nómadas de Tierra Seca.
—Ese príncipe de los caballos deberá cumplir ahora con su alianza —
gruñó Zornik—. Enviaré primero a las legiones del norte contra el nerlingo
y, si aún logra salir con vida, quinientos jinetes de Tierra Seca y quinientos
de mis gorglins se unirán a ellos para terminar de aplastarle. Y cuando no
quede un solo soldado de su ejército en pie, cuando no quede un solo
nerlingo con vida más que él, lo prenderé con mis propias manos y leeré en
su mente; entonces sabré dónde se oculta la maldita bestia, dónde se oculta
el unicornio al que mi bastarda hermanita entregó su poder, ¡ja, ja, ja! —rió
demente—. ¡Seré el emperador del mundo! Arrojaré a ese nerlingo a los
wolkurs para que lo despedacen y ya no quedara en este mundo, ni en
ningún otro, rastro alguno de su existencia. ¡Ja, ja, ja! ¡Acércate a mi
guarida, estúpido nerlingo! Acércate y en ella encontrarás tu final, ¡ja, ja,
ja!
Las tropas de Groningburgo habían reforzado la vigilancia de las
murallas y decenas de patrullas recorrían la ciudad, mientras el resto de
hombres permanecían alertas acantonados en los cuarteles. Inorkul había
convocado también a sus gorglins además de conminar al contingente de
jinetes de Tierra Seca que acompañaba a Nurgul a estar preparados para
entrar en combate. Los jinetes nómadas no defraudaron a Inorkul y,
haciendo honor a su carácter guerrero, no dudaron en prestarse voluntarios
para combatir al lado de sus hermanos de sangre.
Todos los efectivos de la ciudad aguardaban en pie de guerra las noticias
que pudieran llegar desde el Paso del Gorglin. Confiaban en que las
legiones del norte al mando del Mariscal Zotelen aplastasen sin
contemplaciones al temerario Therliangator que osaba internarse en el
corazón del territorio groning. Ajenos a estos acontecimientos, Ihola y
Nurgul continuaban retozando en su alcoba, deleitándose con el placentero
tacto de la desnudez de sus lozanos cuerpos, mientras yacían entrelazados
sobre su lecho de amor.

Hacia el mediodía llegaron a palacio noticias desde el sur. Zotelen había


alcanzado a la vanguardia del ejército rebelde, el cual se encontraba
notablemente debilitado por las escaramuzas libradas para franquear el Paso
del Gorglin. La caballería groning de las legiones del norte era muy
superior a la caballería enemiga y el Mariscal estaba menguando lenta pero
eficazmente con cada una de sus cargas a los efectivos rebeldes. Antes de
que cayera la noche el traidor nerlingo estaría encadenado y arrodillado a
los pies del rey groning.
Estas noticias tranquilizaron a Zornik, quien decidió permanecer en la
capital y disfrutar de una suculenta comida que culminaría con el postre
más delicioso que pudiera desear: ver a los gemelos alkos despedazados por
sus wolkurs. Invitó para la ocasión a un grupo más selecto y reducido de
comensales, oficiales de la guarnición de Groningburgo y a varios de los
hombres más fieles de Nurgul. Invitó a estos últimos para que presenciasen
con sus propios ojos lo que le ocurría a cualquiera que osaba traicionarle,
más que por una mera deferencia protocolaria. Por supuesto también el
emperador de los jinetes de Tierra Seca y su esposa Ihola estarían presentes
en el macabro espectáculo.
El evento se celebraría en un secreto salón del que muy pocos habían
tenido siquiera conocimiento de su existencia. Se ubicaba sobre las
mazmorras talladas bajo la piedra de Groningburgo, en uno de los extremos
de palacio, al que únicamente se podía acceder por un pasadizo secreto que
se ocultaba tras una gigantesca estatua de un legionario groning, cerca de
las escaleras que conducían a las pajareras en las que Zornik cuidaba y
adiestraba a sus halcones.
El salón tenía en su zona central un enorme foso de forma elíptica, de
unas dimensiones de quince pasos de longitud en su eje mayor y de unos
diez en el eje menor. La profundidad del foso era de más de quince pies y el
fondo estaba cubierto de arena que, a pesar de haber sido uniformemente
distribuida, en determinadas zonas estaba teñida de un color violáceo que
denotaba la existencia de sangre coagulada y restos de órganos.
Distribuidos a lo largo del perímetro de la elipse se contaban ocho enormes
argollas de acero incrustadas en la pared de roca. Junto a alguna de ellas
descansaban en el suelo gruesas y oxidadas cadenas. En uno de los
extremos del eje mayor, bajo las argollas, había un martillo sobre la arena y
en el extremo opuesto de la elipse un cincel. En el exterior del foso, dos
líneas espaciadas y ubicadas a diferentes alturas formaban lo que parecían
ser unos graderíos.
Zornik, Nurgul, Ihola y el selecto grupo de invitados degustaron una
copiosa comida en los salones de palacio. Tras una breve sobremesa, el rey
brujo, inquieto y ansioso por disfrutar del espectáculo que se reservaba para
sí como regalo de bodas, condujo como buen cicerone a sus huéspedes a
través del pasadizo secreto. Inorkul le seguía sin separarse de él junto a dos
nuevos gorglins, que ahora le acompañaban en sustitución de los dos que
habían sido destinados a la protección de la princesa. También Nurgul,
quien desconfiaba de la seguridad que le brindaban los gronings, se hizo
acompañar por dos jinetes de su tribu. Tras ellos caminaba sorprendido a
través del angosto y oscuro pasadizo el oficial de mayor rango al frente de
la guarnición de Groningburgo, al que seguían a unos pasos de distancia los
mismos tres gronings que la víspera le habían acompañado al banquete
nupcial. Cerraban la comitiva un selecto grupo de nobles, comerciantes y
miembros del ejército groning a los que acompañaban sus esposas o
concubinas, quienes gozaban de los favores del impredecible e irascible
Zornik.
Al fondo del pasillo se dibujaban unos pulidos escalones de piedra sobre
los que se reflejaban las luces y sombras proyectadas por decenas de
antorchas que colgaban de los graderíos. Un creciente y gutural sonido
comenzó a reverberar en el tramo final del pasadizo secreto que, a
excepción de Zornik, logró estremecer a todos los miembros de la singular
comitiva.
Cuando los invitados de Zornik emergieron a la luz de las antorchas en
las tribunas superiores, ahogadas exclamaciones de terror brotaron de sus
gargantas. Las mujeres que les acompañaban apenas si pudieron contener
los gritos de horror al comprobar cómo aquellos sonidos provenían de las
hambrientas gargantas de ocho wolkurs que ahora aullaban frenéticos sobre
el elíptico foso de arena. Los wolkurs estaban amarrados con gruesos
collares de los que brotaban unas cortas cadenas que a su vez se amarraban
a cada una de las ocho argollas incrustadas en los muros de piedra del foso.
Y sobre él, en inestable equilibrio, apoyados en unos listones de madera,
pendía la comida de las ocho bestias de Zornik: Oyvind e Ingvar.
Los gemelos alkos habían sido atados uno al otro con grilletes y cadenas
como si fueran dos siameses. La mano izquierda de Oyvind atada a la mano
derecha de Ingvar. Lo mismo ocurría con sus tobillos. Los invitados al
macabro espectáculo de Zornik fueron tomando asiento a lo largo de las dos
filas del ovalado graderío. Zornik permaneció de pie para tomar la palabra.
—Mis queridos invitados. Mi querido hijo, Nurgul —comenzó con
cierta ironía en su voz— y mi amada hija, Ihola. Sed todos bienvenidos a
mi refugio secreto. Consideraos unos privilegiados por poder acompañarme
hoy aquí, disfrutando de la lucha por la supervivencia que vais a
contemplar. Pocos son los elegidos que tienen el honor de compartir
conmigo este teatro de vida y muerte. Pero no quiero dilatar por más tiempo
tan ansiado momento, tan bella lucha entre mis cachorros de lobo y los
gemelos nerlingos. Desdichados jóvenes, sus vidas truncadas por los
caprichosos hados del destino. Siempre juntos, después separados por la
fuerza y ahora, que tan enternecedoramente habían vuelto a reencontrarse,
parece que un nuevo y desgraciado designio de la diosa fortuna los presenta
en inesperada audiencia ante el jinete sin rostro —e Inorkul y sus gorglins a
duras penas contuvieron unas risas sordas mientras los wolkurs gruñían y
aullaban revolviéndose inquietos en la arena del foso—. Los dos gemelos
creyeron que podrían entrar en Groningburgo y hacer daño al Rey mientras
se sentaba en su trono, ¡ja, ja, ja! ¿Quién es el que ahora hará daño a quién?
—dijo girándose para mirar a los ojos a Oyvind e Ingvar—. Confío en que
mis wolkurs sean magnánimos y os regalen una muerte rápida, pues si yo
fuera el verdugo designado para ejecutaros, os prometo que os arrancaría
lentamente cada trozo de vuestra piel, os cercenaría vuestros miembros en
minúsculos pedazos y suplicaríais con sangre en vez de lágrimas a vuestra
falsa diosa porque acabase de una vez por todas con vuestra miserable
existencia —y Zornik les lanzó una mirada incendiada por el odio que
estremeció a los dos alkos—. Y ahora, ¡que comience la lucha!
Al grito de Zornik, los dos gorglins que acompañaban a Inorkul se
acercaron como escorpiones al improvisado trampolín sobre el que Oyvind
e Ingvar trataban de mantenerse en pie. Con la punta de sus lanzas les
obligaron a avanzar hacia el extremo opuesto para que saltasen al vacío,
como si estuviesen siendo ajusticiados por Tirgo de Tirón a bordo de El
Indomable. Los gemelos alkos se resistían a saltar de los listones de
madera, pero las lanzas gorglins les golpeaban cada vez con más fuerza con
sus afiladas puntas.
—Caeremos de todos modos —le dijo Ingvar a Oyvind—. Pero si
además esas lanzas nos hieren, los Wolkurs enloquecerán con el olor de
nuestra sangre.
—Tienes razón —contestó Oyvind—. ¿Has visto el martillo y el cincel?
—Sí. Nuestra única oportunidad de sobrevivir.
—Ése será el siguiente paso.
—¿Y cuál es el primero?
—Acabar con ese maldito wolkur pintado —sentenció Oyvind mientras
señalaba con su mano derecha a un wolkur de pelaje negro con irregulares
manchas de color pardo que saltaba con sus fauces abiertas, retenido una y
otra vez por la cadena de hierro que lo aferraba a la argolla—. Tendremos
que ahogarlo rápidamente y mantenernos todo lo alejados que podamos del
wolkur situado frente a él.
—No será tarea fácil mantenernos alejados de sus garras —le dijo
Ingvar.
—¡Basta ya de tanto parloteo! —ladró uno de los gorglins y volvió a
armar su brazo para clavar la punta de la lanza en el muslo de Oyvind.
Sin embargo, antes de que el gorglin los golpease de nuevo, el hijo del
relámpago miró a los ojos del hijo del trueno y ambos asintieron.
—¡Ahora! —gritaron ambos al unísono lanzándose de cabeza al foso,
mientras la mujer de uno de los nobles de Groningburgo no pudo evitar
proferir un grito de angustia.
El vuelo de los dos alkos sobre el primero de los wolkurs simuló el
perfecto picado de uno de los halcones híbridos de Tierra Seca que Zornik
poseía en su pajarera. El wolkur abrió sus fauces de forma antinatural, sus
mandíbulas desencajadas, ávidas por beber la sangre de sus presas. Pero sus
presas se convirtieron en cazadores, pues los gemelos alkos separaron sus
cuerpos todo lo que aquellas cadenas les permitían y, formando una cuerda
de eslabones de acero, la introdujeron en la boca del wolkur, desgarrándola
con el ímpetu de su caída de lado a lado. Oyvind e Ingvar cayeron sobre la
bestia y rodaron unos pasos más allá de ella. El wolkur comenzó a emitir
sus últimos estertores mientras su cuerpo era sacudido por terribles
espasmos, hasta que su grotesca boca dejó de respirar. El wolkur que se
encontraba frente al que habían abatido comenzó a lanzar frenéticamente
zarpazos al aire. Oyvind a duras penas pudo esquivarlos mientras
recuperaba su posición después de haber rodado por el suelo tras la caída.
Ingvar tiró de él con fuerza y, gracias a la cadena que los unía, evitó que un
zarpazo del wolkur arrancara el brazo de su gemelo.
—Hay que acabar con esta maldita bestia —dijo Ingvar jadeando—. De
esa forma lograremos un espacio seguro en el centro del foso.
—Estoy contigo, hermano —asintió Oyvind—. Si no lo matamos
rápidamente no tendremos ninguna opción para sobrevivir. Hay que lograr
tumbar a ese demonio y ahogarlo con las cadenas.
—¡A por él! —gritó Ingvar y ambos se lanzaron contra el segundo
wolkur, nuevamente con la cadena estirada a modo de cuerda.
El wolkur abrió sus fauces y rugió desafiando a los nerlingos. Sin
embargo no se arredraron y embistieron a la bestia frontalmente. Cuando se
encontraban a un paso del wolkur y la bestia se aprestaba a atacarlos, los
dos gemelos alkos se lanzaron al suelo con los pies por delante
zancadilleando con la cadena que unía sus tobillos al sorprendido animal,
quien cayó trastabillado al suelo con sus patas delanteras dobladas bajo su
cuerpo. Antes de que pudiera reaccionar, la cadena que unía las muñecas de
Oyvind e Ingvar se retorció desde abajo hacia arriba en el cuello del wolkur,
formando un mortífero collar. Los dos nerlingos apretaron con todas sus
fuerzas la cadena alrededor del cuello de la bestia y lentamente fueron
trepando sobre el perro de la guerra de Zornik, hasta conseguir colocarse
sobre él. Después de unos instantes de lucha el wolkur se agitó en una
terrible convulsión y cayó inerte sobre la arena, ahogado sin aire que poder
respirar.
Zornik se removió contrariado en su asiento al contemplar cómo en un
breve espacio de tiempo los dos gemelos alkos, desarmados, habían sido
capaces de acabar con dos de sus mejores y más feroces wolkurs. Nurgul
contemplaba impasible el espectáculo en compañía de Ihola, mientras la
esposa de uno de los comerciantes se agitaba angustiada y sorprendida,
impresionada por la destreza en la lucha demostrada por los dos nerlingos.
Inorkul traspasó a la mujer con la mirada, tentado de apuñalarla con su
daga, por lo que el capitán de los gorglins consideraba una traición a la
causa groning.
Oyvind e Ingvar habían logrado dejar despejada la zona central de la
elipse, acabando con los dos wolkurs que ocupaban los extremos del eje
menor. Ahora tendrían un lugar seguro al que poder retroceder en caso de
errar en sus embestidas.
Los dos alkos comenzaron a soltar su presa sobre el cuello del wolkur y
se movieron para ocupar el centro del foso. Mas repentinamente Ingvar se
trastabilló, al estar su zancada limitada por la cadena que le ataba al tobillo
izquierdo de su hermano, y cayó al suelo empujando a Oyvind hacia el lado
derecho del foso. En ese instante, el wolkur que se encontraba más próximo
estiró su zarpa delantera izquierda y sus garras se clavaron en el brazo
derecho de Oyvind. El alko gritó al sentir el lacerante zarpazo del wolkur
mientras la sangre comenzaba a brotar por su herida. Los wolkurs
enloquecieron y comenzaron a aullar enfebrecidos, sus ojos iracundos,
arrasados por una cólera irrefrenable, sus esqueletos a punto de desgarrar su
piel, solo contenidos por las gruesas cadenas de acero. Antes de que el
wolkur pudiera provocarle una herida más profunda al hijo del relámpago,
Ingvar logró alejarlo de aquel demonio tironeando con todas sus fuerzas de
las cadenas que los unían.
—¿Estás bien, Oyvind? —le preguntó asustado.
—Sí, no te preocupes. No es más que un rasguño superficial. Hará falta
algo más para acabar conmigo —y su hermano sonrió aliviado al escuchar
aquellas palabras.
—El martillo. Lo necesitamos.
—Lo sé, es nuestra única esperanza de salvación. Pero no podremos
llegar hasta él si no matamos a los tres wolkurs. Y allí el espacio se
estrecha. No podremos luchar con tres a la vez —dijo pesimista Oyvind.
—No podremos con tres, pero sí con dos —respondió el hijo del trueno
—. Debemos luchar frente a ellos para que sólo dos de esos demonios
puedan alcanzarnos con sus garras. Más tarde nos ocuparemos del tercero y
cogeremos el martillo. Aplastaremos con él una a una las cabezas de esas
bestias del averno.
—¿Crees que Zornik lo permitirá? Lo dudo mucho, hermano. Apuesto a
que si conseguimos el martillo Zornik soltará a los otros tres wolkurs. Y ése
será nuestro fin.
—Maldita sea, no desfallezcas ahora —gruñó Ingvar—. No me importa
si debo enfrentarme a wolkurs encadenados o a wolkurs en libertad. ¿Ves
este collar? —dijo sujetando entre sus manos aquel amasijo de dientes que
colgaba de su cuello—. No sobreviví a aquel demonio en el bosque del
norte para acabar aquí muerto por su maldita progenie —y de un tirón
arrancó el collar de su cuello y le dio a Oyvind dos grandes colmillos—.
Utilízalos para pagarles con su misma moneda.
Oyvind sonrió a Ingvar y éste le devolvió la sonrisa.
—Sabes que esto les enloquecerá —dijo Oyvind mostrando a su
hermano su brazo ensangrentado.
—Y será su perdición. Deja que el olor de tu sangre los vuelva locos;
eso les hará más descuidados y vulnerables. Y ahora, hermano, que tus
garras laceren la carne de esas bestias.
—Que Nerlinguia nos proteja —y tras pronunciar estas palabras los dos
alkos caminaron lentos pero con paso firme hacia el extremo derecho del
foso mientras los wolkurs y el público se revolvían alterados en sus
posiciones.
Los wolkurs que se ubicaban en los dos vértices de la base de un
imaginario triángulo lanzaban espasmódicamente zarpados al aire a medida
que los dos alkos se acercaban a ellos. Esta vez Oyvind e Ingvar trataron de
irritar y cansar a los wolkurs, avanzando hacia ellos y retrocediendo en el
momento justo para evitar sus zarpazos, mientras las bestias saltaban y se
movían apenas un paso tironeadas por las gruesas cadenas. Tras más de
treinta amagos, ambos wolkurs comenzaron a sangrar por el cuello, heridos
por el collar que se clavaba en su carne cada vez que saltaban tratando de
alcanzar el brazo de Oyvind, de cuya herida manaba un enloquecedor
aroma que nublaba la mente de los wolkurs.
Cuando los nerlingos vieron que el ímpetu de los wolkurs comenzaba a
menguar, atacaron súbitamente a ambas bestias, clavando en sus patas
delanteras los colmillos que Ingvar había tomado de su collar. Los colmillos
del Demonio Gris hendieron la carne de los descendientes de su estirpe
lacerando con sangrantes llagas las patas de los wolkurs.
Las bestias enloquecieron de rabia. La fuerza que parecía haberles
abandonado por unos instantes, volvió a reflejarse en forma de terrible
cólera a través de sus ojos inyectados en sangre, desatando la locura en sus
mentes. Ingvar, rápido como una serpiente venenosa, clavó uno de los
colmillos en el ojo de un wolkur. La bestia profirió un estremecedor aullido
de dolor y, revolviéndose inesperadamente, hirió a Ingvar con un
descontrolado zarpazo en su brazo izquierdo. Ingvar retrocedió y cayó al
suelo.
—Ahora estamos igualados —le dijo con sorna Oyvind, mientras el hijo
del trueno contemplaba contrariado la herida que le había provocado la
bestia.
Mientras tanto el wolkur se retorcía moviéndose de un lado a otro
tratando de quitarse el colmillo que Ingvar le había clavado en su ojo. Sin
embargo los zarpazos que él mismo se daba no lograban más que agravar su
situación y aumentar su ceguera. El wolkur se tendió en el suelo mientras
pasaba sin parar sus garras sobre el ojo. Oyvind e Ingvar vieron entonces la
oportunidad para atacar al wolkur, pero justo en el momento en que se
aprestaban a hacerlo, el otro wolkur se adelantó a ellos y de un tremendo
zarpazo arrancó media cara de la bestia que yacía tumbada. Con sus patas
delanteras la atrajo hacia ella y, abriendo sus poderosas fauces, apresó entre
sus mandíbulas la cabeza de su hermano y lo destrozó hasta matarlo.
Oyvind e Ingvar contemplaban incrédulos la escena, mientras varias de
las mujeres gemían horrorizadas por el macabro espectáculo que estaban
contemplando. Sólo Zornik se relamía de placer con aquella lucha entre
bestias y hombres, el mismo placer que Eulur, Euquilur y Euwalur
experimentaron al crear a las primigenias y malignas criaturas de Bosque
Salvaje para enfrentarlas en sangrientos y mortales combates. De nuevo los
alkos cruzaron sus miradas y, aprovechando que el wolkur se ensañaba con
su hermano de carnada, ambos saltaron sobre él clavando varios de los
colmillos del collar de Ingvar en la nuca de la enloquecida bestia. Al verse
atacado, el wolkur abandonó a su presa y se giró para atacar a los dos
nerlingos, momento que aprovecharon para rodear su cuello con las cadenas
y abalanzarse sobre el wolkur. El empuje de Oyvind e Ingvar hizo que la
bestia cayera de espaldas, indefensa ante el asfixiante abrazo que la gruesa
cadena que unía a los siameses nerlingos estaba provocando en su cuello.
Los alkos mantuvieron la terrible presión sobre el cuello del wolkur hasta
que, tras agitarse en violentas convulsiones, la bestia murió asfixiada.
—Ya sólo nos queda acabar con ese wolkur para poder coger el martillo
—dijo Oyvind jadeando mientras se agarraba dolorido el brazo
ensangrentado.
—No te olvides que tres más nos esperan en la otra esquina —respondió
Ingvar—. Recemos a Nerlinguia porque no nos abandonen las fuerzas.
Ambos sangramos y nos estamos debilitando lentamente. Además dudo que
Zornik nos deje con vida aunque acabemos con sus ocho bestias.
—Acabaremos también con él si es necesario —dijo Oyvind mientras
Ingvar apoyaba su mano encadenada en el hombro de su gemelo.
Ambos permanecieron unos instantes agachados, hombro con hombro,
recuperando el aliento. Cuando se incorporaban para enfrentar al quinto
wolkur, un gran macho albino de ojos rojos, un gorglin entró en el gran
anfiteatro privado de Zornik. Oyvind e Ingvar se quedaron quietos
contemplando al gorglin que ahora hablaba al oído a Inorkul. Cuando el
gorglin transmitió su mensaje una fugaz mueca de sorpresa y disgusto cruzó
por el rostro del capitán para inmediatamente recuperar su impávido gesto.
Se acercó entonces al asiento que ocupaba Zornik y transmitió palabra por
palabra el mensaje de su lacayo. El rostro de Zornik comenzó a contraerse
en una terrible mueca que anunciaba que su cólera se desataría como una
devastadora tormenta.
El rey brujo se incorporó enojado y gritó con sus puños cerrados hacia
el techo mientras el resto de los asistentes tragaban saliva atemorizados e,
instintivamente, se alejaban del tirano. El wolkur albino continuaba
aullando y mostrando sus afiladas fauces a los gemelos alkos, atado por el
collar y la gruesa cadena metálica a la pared del foso elíptico, incapaz de
alcanzarles con sus zarpas.
—¡Atajo de ineptos y estúpidos! —ladró Zornik—. ¡Sois tan inútiles
como ese perro atado a la pared! Ladráis, amagáis, pero sois incapaces de
cumplir las órdenes que se os dan —Zornik se giró con un movimiento tan
veloz y felino hacia los gorglins que lo escoltaban, que el soldado no tuvo
tiempo de percatarse que su rey le había arrebatado la lanza que portaba—.
Si no me servís para nada, entonces no os necesito —y lanzó la lanza con
tremenda virulencia contra Oyvind e Ingvar.
Un silencio sepulcral se apoderó del gran salón secreto. Los tres
wolkurs que ocupaban el lado derecho de la gran elipse retrocedieron
gimoteando como niños asustados. Los invitados de Zornik temblaban
aterrados ante la cólera de su rey; sólo Inorkul se mantenía de pie impasible
tras su amo. Sobre el suelo del foso, un gran charco de sangre comenzaba a
apelmazar la arena en aquella rojiza amalgama. Tendido inerte en el fondo
del foso, descansaba el cadáver del wolkur albino con la lanza atravesando
de lado a lado su cabeza. Los dos alkos permanecían inmóviles, desafiantes,
retando con sus miradas a Zornik.
—¡Maldita sea! —volvió a gritar enervado Zornik—. ¿Es que acaso
esos dos malditos traidores son los únicos con agallas para desafiar a la
muerte? Lástima que seáis dos bastardos nerlingos y no hayáis nacido en
Groningburgo. Sin embargo no merecéis que ensucie mis manos con
vuestra sangre. ¡Acabad con ellos! —gritó Zornik a los tres gronings que
acompañaban al oficial al mando de la guarnición de Groningburgo—. Y
también con esos tres perros domesticados, pero antes, dadles de comer la
carne de su criador. Ese pusilánime cuidador de perros ha corrompido la
raza de wolkurs salvajes que los gronings crearon en tiempos inmemoriales.
Inorkul, tú y tus gorglins seguidme —le ordenó al capitán de su guardia
personal—. Partimos hacia el Corredor de Groningburgo. Tengo que
encargarme de un asunto largamente postergado —y sonrió ladino—. Hoy
el destino ha venido a mi encuentro —y a grandes pasos abandonó el
macabro anfiteatro internándose en el túnel que conducía a los salones de
palacio. Inorkul y sus gorglins salieron tras él y, después de unos instantes
de tensa espera, el resto de invitados corrieron asustados hacia el pasadizo
con el único objetivo de regresar cuanto antes a sus hogares.
El oficial de la guarnición se volvió hacia su escolta y les dijo:
—No os demoréis. Matad de una vez a esos dos malditos nerlingos y
arrojad después al criador del wolkur al foso. Los gorglins acabarán más
tarde con las bestias. Os necesitaré cuanto antes en las murallas.
Los tres gronings no pronunciaron palabra alguna y asintieron con una
teatral reverencia a su oficial. Tomaron sus tres lanzas y se acercaron a la
parte baja del primer anillo del anfiteatro. El oficial groning caminó hacia la
salida y se perdió en las sombras del angosto pasadizo en dirección al
cuerpo de guardia donde aguardaba acantonada la guarnición.
Oyvind e Ingvar retrocedieron viendo que había llegado la hora de su
muerte y se acuclillaron apoyados sobre la pared del foso aguardando
resignados su final.
—Hasta aquí hemos llegado, hermano —dijo Ingvar.
—Y desde aquí juntos comenzaremos un nuevo camino —contestó
Oyvind.
—Juntos.
—Juntos, siempre juntos.
Oyvind pronunció la última palabra cuando los tres gronings elevaron
sus brazos y apuntaron a los nerlingos con sus lanzas. Los dos gemelos
cerraron sus ojos y se abrazaron, enfrentando juntos su amargo destino. Las
lanzas volaron cortando el aire con un silbido mortal mientras los wolkurs
aullaban y gruñían celebrando la inminente muerte del hijo del relámpago y
el hijo del trueno.
—Juntos —dijo uno de los gronings—. Juntos y acompañados —y el
groning rió a carcajadas mientras sus otros dos compañeros se unían a él en
un improvisado coro de risas.
Los desgarradores aullidos de los wolkurs se apagaron entre ahogados
estertores. Oyvind e Ingvar abrieron los ojos y contemplaron atónitos cómo
las tres bestias yacían inertes traspasadas por las lanzas de los gronings que
ahora saltaban al foso de arena.
—¿Qué demonios…? —musitó Ingvar al ver acercarse a los tres
gronings.
—¡Por todos los dioses! —exclamó estupefacto Oyvind.
—¿Acaso creíais que os dejaríamos morir despedazados por una jauría
de wolkurs?
—¡Por Nerlinguia! ¡Gregas! ¡Sois vosotros! —e Ingvar comenzó a
llorar de alegría al descubrir bajo el uniforme groning la sonrisa de sus tres
amigos norteños.
—Gregas, Lartas y Vaeras… —dijo Oyvind—. ¡Que me aspen si lo
entiendo!
—¡Ja, ja, ja! —rió Gregas—. Los norteños somos diferentes. El gran
blanco del norte curte a sus hijos y los forja de un material más duro que el
acero.
—Tiempo tendremos de contarnos nuestras aventuras —les apremió
Lartas—. Debemos salir cuanto antes de aquí. No creo que los gorglins
tarden demasiado en regresar.
—Necesitaremos unos uniformes para vosotros dos —dijo Vaeras—. Y
unos paños para cubrir vuestras heridas. De lo contrario vuestros brazos
ensangrentados podrían delataros.
—Dentro de poco anochecerá —apuntó Gregas—. Debemos huir de
Groningburgo antes de que caiga la noche. Si Zornik y sus gorglins parten
hacia el Corredor de Groningburgo la confusión se adueñará del burgo. Será
entonces cuando se presente nuestra oportunidad para huir. Después nos
dirigiremos al encuentro del ejército aliado.
—¡Volveremos a reencontrarnos con Kiril y Maikel! —gritaron al
unísono henchidos de alegría los dos alkos.
—Silencio —susurró Vaeras—. Oigo pasos por el túnel.
—Yo también los he oído —confirmó Ingvar.
—Quizás sean vuestros nuevos uniformes los que se acercan caminando
—les dijo Gregas guiñándoles un ojo y los nerlingos asintieron.
Los norteños extrajeron las tres lanzas de los wolkurs abatidos y
treparon al primer anillo. El sonido de los pasos era cada vez más audible y
se prepararon para emboscar a quienes avanzaban a través del túnel.

Como Gregas había planeado, esa misma noche antes del toque de
queda, los cinco fugitivos abandonaron Groningburgo por la puerta norte
junto a una de las compañías que habían sido convocadas a la revista de
armas para partir hacia el Corredor de Groningburgo en apoyo de los
legionarios de Zotelen. Marcharon a cola de la compañía pasando
inadvertidos entre el resto de soldados y aprovecharon un requiebro del
camino al paso de una angosta garganta para separarse de la tropa.
Bordearon ya en solitario la gran peña sobre la que se alzaba majestuoso el
palacio del rey. Los ponzoñosos y brunos vapores que brotaban de la cabeza
del wolkur desde la gran balconada de los aposentos de Zornik, se
convertirían esa noche en sus mejores aliados. Camuflados entre las aviesas
sombras nocturnas, Oyvind, Ingvar, Gregas, Lartas y Vaeras, cabalgaron
furtivos al encuentro del ejército de Therliangator para participar en la gran
batalla en la que se decidiría el destino de Tierra Conocida.
SANGRE SOBRE LA NIEVE

L a noche reinaba con su insondable oscuridad más allá de Puente de


Piedra. Gródolas acababa de caer en brazos del dios del sueño después
de haber escrutado mapas y pergaminos bajo la tenue luz de una minúscula
vela. La Luz de Medianoche se hallaba acampada a escasas diez millas del
Paso del Gorglin. El norteño había decidido que la compañía aguardase
oculta bajo las faldas septentrionales de los Guardianes de Groning la
llegada de la Furia de Dioses.
Durante las últimas lunas, Gródolas había sentido un creciente temor
apoderarse de él a medida que se aproximaban a Groningburgo. Los
demonios de su cautiverio en Eloburgo volvían a revivir y la angustia que le
impidió acompañar a Ingvar y Vladas en su marcha contra la ciudad-prisión
gobernada con puño de hierro por el pérfido Loriklen crecía imparable en
su interior.
—No dejaré que el miedo me convierta en un cobarde. No puedo faltar
a la promesa que le hice a Kiril —se repetía una y otra vez en su fuero
interno, mas el temor de no volver a ver de nuevo a su añorada Tenkolmar
no cesaba de atormentarle.
Por esas agitadas ensoñaciones transitaba Gródolas cuando el eco de un
sordo y lejano, pero a la vez terrible y cercano cuerno de llamada, despertó
al antiguo líder de la Alianza de Tenkolmar.
No tardaron en aparecer frente a su tienda varios hombres que habían
acudido alertados por las nuevas de los centinelas. Gródolas los aguardaba
vestido con su capa de color verde pardo sobre los hombros y su afilada
espada enfundada en la vaina que colgaba de un viejo cinturón de cuero.
—He escuchado el sonido de un horrible augurio —les dijo a los dos
norteños que se aparecieron ante él con el miedo prendido en los ojos.
—Mi señor —dijo uno de ellos—. Los centinelas nos han informado
que un cuerno groning ha dado la voz de alarma en la salida del Paso del
Gorglin.
—Y enseguida cientos de antorchas se encendieron a menos de cinco
millas al norte. Allí nuevos cuernos han tocado a rebato —concluyó el
segundo de los norteños.
—Los gronings han descubierto a Kiril y a los suyos —se lamentó
Gródolas—. Convocarán a todas sus tropas al sur de Groningburgo y caerán
sobre ellos como una manada de lobos.
—¿Acudiremos en su ayuda? —preguntó el norteño que primero había
hablado.
—Acudiremos —respondió con firmeza Gródolas—. Marcharemos
hacia el Paso del Gorglin ocultos a los ojos del enemigo sin encender fuego
alguno. Aguardaremos a que su vanguardia se interne en el paso y crean
confiados que desde lo alto acabarán con la Furia de Dioses. Entonces
seremos nosotros los que caigamos sobre ellos desde la retaguardia.
¡Rápido! —les apresuró Gródolas—. Formad a la compañía. La Luz de
Medianoche alumbrará el camino que ahora se torna en oscuridad para Kiril
y Maikel. ¡Vamos! ¡Quiero a todos los hombres prontos para partir!
Los dos norteños salieron apresuradamente de la tienda de su capitán y
observaron a lo lejos un gusano de fuego avanzar perpendicularmente al
Corredor de Groningburgo para encarar el Paso del Gorglin. Los cuernos
gronings no cesaban de rugir en aquellas llanuras, mientras la quietud de la
noche se había roto para siempre.

La confusión se había apoderado del campamento en el que se


acantonaba la Furia de Dioses. Un cuerno groning no cesaba de lacerar el
silencio de la madrugada. Los hombres se despertaban sobresaltados y
dirigían sus miradas perdidas hacia la indescifrable oscuridad tratando de
distinguir entre las sombras a quien hacía sonar el cuerno delator.
Comenzaron a encender antorchas para tratar de descubrir a sus enemigos.
Mientras, Kiril, Maikel, Enna y Olaf, corrían veloces hacia el campamento,
el retén aliado que ocupaba la primera de las torres al pie del paso
abandonaba sus labores de vigilancia y trepaba apresuradamente pendiente
arriba en apoyo de los hombres de Pothalion y Brandur. Los gronings que
dominaban la tercera, cuarta y quinta torre, se mantenían firmes en sus
puestos, aguardando la llegada de refuerzos desde el Corredor de
Groningburgo.
Cuando Kiril alcanzó la quebrada tras la cual se ocultaba el grueso de la
compañía, se percató que los sonidos de la lucha que creyó haber oído antes
no provenían del campamento, sino desde más de media milla al sur del
mismo. Los ecos de la batalla parecieron apagarse y el cuerno que había
descubierto a la Furia de Dioses enmudeció de repente, como una llama
ahogada por el agua de lluvia. Treinta hombres al mando de un oficial
esmuga habían partido hacia el lugar de la contienda instantes antes de que
Kiril llegara al campamento. No obstante Therliangator ordenó nada más
llegar, que dos líneas de cuarenta arqueros formaban en el flanco sur del
campamento al tiempo que el grueso de la infantería de a pie se agrupaba en
apretada formación.
Tras una interminable y tensa espera, Kiril y sus hombres creyeron
vislumbrar las siluetas de un nutrido grupo de soldados que se aproximaba.
Maikel les dio el alto y el grupo se detuvo. Un par de hombres se
adelantaron para mostrarse a la luz de las antorchas. Kiril suspiró aliviado al
verlos, pues se trataba de dos de los oficiales que lunas atrás habían partido
hacia el oeste en apoyo de las huestes del príncipe Ilanit.
—Bendita sea Nerlinguia por haberos traído por fin de vuelta con
nosotros —dijo Kiril recibiéndoles con alegría—. Bienvenidos seáis a la
Furia de Dioses, Orgit y Mellan.
—Nerlinguia nos ha protegido —respondió Mellan—, y también
protegió a Ilanit y a sus guerreros del desierto. Continuas y sangrientas
fueron las refriegas que mantuvimos con los gronings, pues cada día nuevos
grupos acosaban a los hombres del sur. Decidimos acompañarles hasta el
brazo occidental de los Guardianes de Groning. Allí nos despedimos de
ellos y regresamos para unirnos a vosotros.
—Mas hemos llegado tarde —añadió Orgit—. Nos retrasamos por
ayudar a Ilanit y su ejército. Si hubiéramos regresado una luna antes
hubiéramos caído sobre esos gronings antes de que descubriesen el
campamento y diesen la voz de alarma. Pero por Nerlinguia que su cuerno
ya no volverá a sonar, pues no ha quedado un solo groning con vida.
—Nada podemos hacer ya por evitarlo —dijo Kiril—. Solo nos queda
luchar. Sé que estáis fatigados tras una larga y dura marcha, pero ahora no
podemos detenernos. Los gronings han hecho sonar el cuerno de alarma de
la última torre en lo más alto del paso. No tardarán en llegar refuerzos y a
buen seguro que lo harán en gran número. Tenemos que remontar cuanto
antes esa pendiente y, a pesar de la nieve, deberemos hacerlo muy rápido,
pues de otro modo los gronings atacarán desde una posición elevada y nos
masacrarán.
—No todo son malas nuevas —dijo Mellan—. En nuestro camino de
regreso encontramos a un grupo de aliados a nuestra causa. No son muchos,
pero por lo que nos relataron, mantuvieron a raya al destacamento groning
de Bortiburgo. Se hacen llamar Los Quince de Klimerik, aunque en verdad
son catorce hombres los que componen tan singular grupo. Creo que
reconocerás a su líder —Mellan hizo una señal y de entre el numeroso
contingente surgió una silueta que avanzó con paso tranquilo hasta
colocarse frente a Kiril. El alko balbuceó y fue Maikel quien al
contemplarlo pronunció su nombre:
—¡Aimon! ¡Estás vivo!
—Vosotros erais quienes hostigabais a los gronings. Vosotros erais el
germen de la revolución que se gestaba en el corazón de Jactinia —dijo
Kiril emocionado—. Aimon, mi querido Aimon —y dando un paso al frente
se abrazó al celko.
Tras unos instantes en los que ambos permanecieron inmóviles y
abrazados mientras Enna, Maikel y Olaf los observaban emocionados, Kiril
le dijo a Aimon:
—Lo siento, Aimon. Siento como mía la pérdida de tu hermano.
Recuerdo cómo descubrimos el cuerpo de Anodrac —dijo volviéndose
hacia Maikel—, atados sus brazos mediante camisolas a los de Talik, Olisen
y Droko, en torno a una gran roca sobre la que los malditos gronings habían
escrito con la sangre de aquellos inocentes “El círculo se cierra sobre todos
los nerlingos”. Aquella imagen aún me persigue en mis peores pesadillas y
rezo cada noche a Nerlinguia para que devuelva a Zornik multiplicado por
diez el dolor que ha causado a nuestro pueblo.
—Juntos lo lograremos, mi Rey —respondió Aimon—. A nuestros
oídos llegaron las nuevas de que el Rey Nerlingo cabalgaba sobre Jactinia
al frente de un gran ejército con el que enfrentarse a Zornik. La fama de tu
espada te precede, Kiril. Hoy Los Quince de Klimerik te rendimos pleitesía
y ponemos nuestras espadas a tu servicio —y de entre el numeroso grupo
avanzaron Odd, Oakes, Enoc, Eboc, Leonek, Lorinek, Aimerin, Barbat,
Bladuf, Oran, Marlin, Alvar y un tímido Narno. Todos se arrodillaron ante
Kiril, incluido Aimon.
—Levantaos, hermanos míos —les dijo—. Probada ha sido vuestra
valía y fidelidad en el campo de batalla. No merezco que me rindáis estos
honores. Pues si bien hasta esta noche pensaba que era el único
descendiente de la estirpe real que quedaba con vida, veo que estaba
equivocado, pues la sangre de los lacrags también corre por tus venas,
Aimon, y un día serás tú el Rey Nerlingo y yo quien me postre ante ti. Ésta
es una noticia que reconforta mi corazón —y ambos sonrieron.
—Otra nueva tengo que relatarte que te hará aún más dichoso —dijo
misterioso Aimon—. Y también a ti, Maikel. Pues Oyvind e Ingvar
lucharon junto a nosotros en la Batalla de Eloburgo. Juntos redujeron la
ciudad-prisión de los elothas a cenizas.
Kiril y Maikel lo miraron sorprendidos, mientras sus rostros mudaban
de la sorpresa inicial a una incontenible alegría.
—¡Oyvind sigue vivo! —gritó alborozado Maikel—. ¡Y encontró a su
hermano Ingvar! ¡Ja, ja, ja! ¡Por Nerlinguia que ese testarudo lo consiguió!
¡Bravo por él!
—El relámpago y el trueno vuelven a estar juntos —susurró Kiril con
gozo—. ¡Bendita seas Nerlinguia por haber logrado que esas dos almas que
nunca debieron separarse se hayan vuelto a encontrar!
—¿Dónde paran ahora ese par de rufianes? —preguntó Maikel.
De repente una gran figura emergió de entre el grupo y, con una voz
profunda y preñada de tristeza, contestó al alko:
—El testarudo peregrino y su hermano nos abandonaron tras la batalla.
No dejaron que Narno les acompañase en su última misión. Ese par de
locos cabalgan al encuentro de la muerte.
Kiril y Maikel quedaron mudos al escuchar las palabras de aquel
gigante.
—Tras liberar a los elothas —continuó Aimon—, Oyvind e Ingvar
partieron hacia Groningburgo.
—¿A Groningburgo? —gritó espantado Maikel—. ¿Qué demonios
pretenden hacer en Groningburgo? ¡Los matarán en cuanto los descubran!
—Quieren resquebrajar la confianza de los gronings, haciéndoles sentir
el miedo en el corazón mismo de su bastión más inexpugnable.
—Sabotajes —musitó Kiril.
—Partieron muchas lunas atrás —continuó Narno—, y desde entonces
no hemos tenido noticias suyas.
—Cuando huimos con los elothas, vimos en las fronteras de Tierra Seca
a una compañía de jinetes nómadas dirigirse hacia Groningburgo —
apostilló Aimon.
—Zornik convoca a todos sus aliados para la batalla final —dijo
Maikel.
Kiril quedó durante unos instantes en silencio, pensativo, mientras su
mirada escrutaba a Narno. No recordaba a ningún nerlingo tan alto y
corpulento como él. Aquel gigante le sacaba casi una cabeza a Maikel,
quien desde pequeño había sido uno de los más fornidos entre los cinco
clanes nerlingos.
—No recuerdo haberte visto por Celkoburgo —se dirigió Kiril a Narno.
—Jamás he estado allí —respondió Narno—. Los Quince de Klimerik
me han acogido en su hermandad, pero mi hogar se encuentra muy lejos de
aquí. Nací y crecí en una cabaña en el lejano este, en el linde de un gran y
ominoso bosque. Mi nombre es Narno y fui el Guardián de Bosque Salvaje.
Kiril y Maikel, además de Oerlikon, Enna, Olaf y muchos de los
hombres que presenciaban aquella conversación quedaron mudos al
escuchar las palabras de Narno. Sus ojos se iluminaron con un destello de
ira, pues no alcanzaban a comprender que alguien pudiera proclamarse a sí
mismo como el guardián de aquella maligna floresta. Aimon percibió la
cólera en los ojos de los nerlingos y se apresuró en salir en defensa de su
amigo:
—No os equivoquéis con Narno, amigos míos —dijo el celko—. Narno
no es el custodio de las abominables criaturas y los pérfidos demonios que
moran en el bosque innombrable. Al contrario, él era quien luchaba con
ellos, él era quien velaba los sueños de los habitantes de Fuente Dorada.
Con el tañido de su campana de oro ahuyentaba a las bestias,
manteniéndolas recluidas en sus guaridas del bosque.
—Mi campana de oro… —balbuceó Narno mientras los nerlingos lo
contemplaban con tristeza y admiración, pues podían comprender la
soledad de aquel hombre que debía contener cada día y cada noche al mal
que moraba en Bosque Salvaje—. Con ella tañendo los lobos dragón no
osaban ascender por el sendero oculto, los espíritus de sombra se refugiaban
al sur del bosque. Y gracias a su sonido encontré a mi salvador, a Oyvind
Soplo de Viento…
Cuando Kiril iba a tomar la palabra, en lo alto del Paso del Gorglin se
escucharon el aullido de nuevos cuernos gronings.
—Continuaremos esta conversación después de la batalla. Los gronings
no tardarán en aparecer —dijo Kiril mirando a lo alto de la pendiente—.
Controlamos la primera y la segunda torre, pero el resto aún están en poder
del enemigo. ¡Apresurémonos! Tenemos que hollar el paso antes de que los
gronings concentren a más tropas en el Corredor de Groningburgo. De otra
manera perderemos a un gran número de hombres durante el combate.
—¡Adelante! —gritó Maikel desenvainando su espada—. ¡El Paso del
Gorglin nos espera! —y todos los hombres respondieron con gritos y
vítores al alko.
La Furia de Dioses emprendió el asalto final al Paso del Gorglin
envuelta por las sombras nocturnas. Reforzada con los hombres que habían
luchado junto a los sureños de la Estrella del Desierto y los escasos pero
bravos efectivos de Los Quince de Klimerik, comenzaron a trepar, no sin
cierta dificultad por la gran cantidad de nieve acumulada, hacia la primera
de las cinco torres. Nada más llegaron al puesto de vigilancia, Kiril ordenó
a los hombres que la ocupaban destruir la torre. No tardaron en rodearla las
llamas de un fuego devastador, y la luz de aquella gigantesca antorcha se
irguió majestuosa sobre la blanca y fría nieve.
—Jamás imaginé que algún día contemplaría arder la nieve —dijo Kiril
para sí al verla torre en llamas.
El avance de la compañía era lento, pero los hombres no desfallecían y
nadie se detenía para recuperar el resuello. Eran conscientes de que sería
crucial alcanzar el paso antes de que los refuerzos gronings descendieran
por el mismo. Además había algo más que les infundía coraje y esperanza:
Enna, la capitana de los alkos perdidos, que ahora encabezaba la Furia de
Dioses junto a Kiril, Maikel y Los Quince de Klimerik. Fuerte y decidida
como cualquiera de los capitanes aliados, valiente como el mismísimo
Borbul Ojo de Águila, avanzaba con paso firme sobre la nieve, flotando
sobre ella como una libélula sobre los humedales.
Cuando por fin alcanzaron la segunda torre, Pothalion y Brandur los
aguardaban junto a cuarenta de sus hombres con gesto sombrío al pie de la
misma. El fuego comenzaba en aquellos instantes a devorar con voracidad
la base del puesto de vigilancia.
—Los gronings nos han descubierto —les dijo jadeando Enna al ver la
desesperanza prendida en sus miradas—, pero no nos han derrotado.
Lucharemos hasta derramar la última gota de nuestra sangre si es preciso
para hollar el Paso del Gorglin. Una vez al otro lado de la montaña
contemplaremos el miedo en los ojos de los gronings cuando vean aparecer
a la Furia de Dioses. ¡Adelante valientes guerreros de los pueblos libres!
¡Os prometo que la luz del amanecer bañará vuestros rostros con la nueva
alborada al otro lado del paso! ¡Seguidme! —y los hombres recuperaron el
ánimo perdido y se lanzaron tras la primogénita de Oerlikon siguiendo las
huellas que dejaba sobre la nieve, mostrándoles el camino para conquistar
la tercera torre.
La luz de las llamas iluminaba ya un tercio de la pendiente nevada,
Parecía que la niebla se había retirado asustada ante la terrible batalla que
presentía acontecería. Sin embargo, el humo que acompañaba al fuego que
consumía a las dos primeras torres comenzaba a ocupar su lugar.
Kiril y Maikel flanquearon a Enna tras alcanzarla. El reflejo de las
llamas doradas y bermejas se reflejaba en la inmensa estructura de madera
de la torre principal, la cual se erguía desafiante a unos trescientos pasos
frente a ellos. Las siluetas de un nutrido grupo de hombres se recortaban en
lo alto de la plataforma. Por suerte, por lo que los nerlingos intuían, aún no
habían recibido el apoyo de los soldados de la cuarta y quinta torre.
Avanzaron decididos hasta que Kiril dio el alto a la compañía. Las
huestes de la Furia de Dioses trepaban dispersas, extendiéndose la
formación desde la ya derruida primera torre hasta la desordenada
vanguardia de la compañía formada por Kiril, Maikel, Enna, Olaf,
Pothalion, Brandur y Los Quince de Klimerik.
—Pothalion, Brandur —les llamó Kiril—. Tomad cada uno a vuestros
hombres y bordear a derecha e izquierda de la torre hasta colocaros a
retaguardia de los gronings. Acabad con la resistencia que encontréis al pie
o a los flancos de la misma. Una vez estéis situados tras ella, hacednos una
señal. Entonces atacaremos la torre, primero con flechas de fuego; tenemos
que derribarla y lograr que los gronings descienda de la plataforma.
—De acuerdo —dijo Brandur—. Mi grupo irá por la derecha. Tú ve por
la izquierda —le indicó a Pothalion.
—Esperaremos vuestra señal —dijo Kiril.
—Tened cuidado —les previno Maikel y ambos asintieron.
En unos instantes, tanto el alko como el esmuga habían reunido a sus
hombres y avanzaron perdiéndose en la penumbra de la noche tenuemente
iluminada por las llamas que aún luchaban por derribar el segundo puesto
de vigilancia groning.
Desde lo alto de la torre los gronings se percataron de la maniobra
ordenada por Kiril y comenzaron a disparar sus arcos y ballestas contra los
enemigos que trataban de bordear y sobrepasar su posición. Pero Pothalion
y Brandur se mantuvieron a una prudencial distancia de las flechas que
caían silbando muy cerca de ellos sin lograr alcanzarlos. El grupo de
Brandur fue el primero en colocarse tras la retaguardia de la torre. Sin
embargo, cuando Pothalion se dirigía a su encuentro, nuevas flechas
surcaron el aire entonando una mortal sonata. Cuatro de sus hombres
cayeron abatidos por las flechas gronings.
—¡Nos atacan! ¡Nos atacan! —gritó uno de los alkos del sexto clan.
Nuevas flechas silbaron cortando el aire y abatieron a otros tres alkos.
—¡Están en el suelo! ¡Allí, parapetados tras aquel promontorio! —gritó
otro alko.
—¡Maldita sea! ¡Nos estaban esperando! —gruñó Pothalion. ¡Rápido!
¡Abatidlos o acabarán con nosotros!
En ese instante comenzó un terrible intercambio de flechas entre las
tropas aliadas y los gronings. El grupo de Pothalion se estaba llevando la
peor parte. Otros diez hombres murieron por las certeras saetas enemigas y
apenas únicamente cuatro hombres luchaban ya junto al alko.
Desde la distancia Kiril contempló cómo la debacle se cernía sobre ellos
y envió a veinte nuevos hombres de refuerzo para fortalecer aquel flanco.
Mientras tanto, Brandur y sus compañeros observaban impotentes a los
gronings diezmar al grupo de alkos.
Los hombres de refuerzo embistieron a los gronings y se libró un duro
combate cuerpo a cuerpo. Tras una sangrienta lucha lograron acabar con los
soldados de Zornik que ocupaban el promontorio y pudieron avanzar hasta
colocarse a retaguardia de la tercera torre. Hicieron la señal convenida y, de
entre las apretadas filas que formaban los soldados de la Furia de Dioses,
varias líneas de fuego iluminaron el mundo nevado de aquel paso. No
tardaron en elevarse al cielo como cientos de cometas surcando el
firmamento en una lluvia de estrellas fugaces. Las flechas se clavaron en la
torre principal que comenzó a arder por varios puntos. Los gronings se
sintieron como ratas atrapadas en un barco a punto de naufragar y, a la
desesperada, descendieron de la torre para tratar de huir hacia lo alto del
Paso del Gorglin, ya que preferían luchar contra Pothalion y Brandur antes
que resistir desde lo alto de la plataforma en llamas el ataque de la
numerosa compañía que ascendía imparable la pendiente.
Los arqueros siguieron martilleando incansables con sus flechas de
fuego a la tercera torre, al tiempo que trataban de acabar con los gronings
antes de que descendiesen de la torre. Más de una docena cayeron abatidos
por las flechas aliadas, pero otros tantos alcanzaron la nieve y, sin dudarlo,
se lanzaron contra los alkos, luinas y esmugas que los hostigaban desde la
retaguardia. Esta vez la superioridad numérica de los aliados decantó la
balanza a su favor. Cuando apenas el último de los gronings había caído,
Enna alcanzó la posición que ocupaban Pothalion y Brandur.
—¡Rápido! ¡No podemos detenernos ahora! —les arengó.
Y mientras las llamas devoraban insaciables la estructura de la gran
torre, la Furia de Dioses trepaba por el paso en pos de su salvación.
Los hombres comenzaron a avanzar con dificultad. El esfuerzo que
debían realizar para ascender por aquella pendiente cubierta por casi dos
pies de nieve era tremendo. Sin embargo Enna no parecía sentir el
cansancio y flotaba sobre la nieve, mientras el resto de la compañía,
asombrada por la determinación de la primogénita de Oerlikon, trataba a
duras penas de seguir sus pasos.
Enna se detuvo al descubrir la compacta silueta de la cuarta torre
emerger entre los jirones de niebla y oscuridad que danzaban siniestros en
aquella sangrienta madrugada. Observó detenidamente el puesto de
vigilancia y llegó a la conclusión de que la torre estaba desierta. A su
espalda escuchó el sonido de pasos sobre la nieve y agitadas respiraciones
que se acercaban a ella. Cuando Kiril y Maikel llegaron jadeando a su altura
les indicó que los gronings habían abandonado la torre.
—Quizás sea una trampa y aguarden ocultos en la niebla —dijo Maikel.
—Creo que Enna está en lo cierto —afirmó Kiril—. Han visto cómo el
resto de torres ardían y han decidido huir al otro lado del paso en busca de
su ejército. Sin embargo debemos ser precavidos. Nos desplegaremos a
ambos lados de la torre, manteniendo una prudencial distancia. Maikel,
ordena a los arqueros que disparen flechas de fuego contra ella. Una vez
estemos seguros que los gronings han huido continuaremos avanzando. No
me gustaría dejar enemigos a retaguardia que más tarde puedan atacarnos
—dijo recordando cómo esa misma noche habían sido descubiertos por la
patrulla groning.
—De acuerdo —asintió Maikel, e hizo una señal a los arqueros para que
vaciaran sus carcajes contra la cuarta torre.
Mientras decenas de flechas volaban al encuentro del puesto de
vigilancia groning, la vanguardia de la Furia de Dioses se desplegó al frente
y alrededor de la misma. No vieron a ningún groning y el fuego que
comenzaba a arder en lo alto de la plataforma sólo arrancó el sonido de la
madera crepitando por las llamas. Varios luinas confirmaron que los
gronings habían huido apresuradamente hacia la parte alta del paso pues
habían descubierto, aún frescas, numerosas huellas sobre la nieve que se
perdían en aquella dirección.
—Ya sólo nos resta superar el último obstáculo —dijo animado Kiril—.
Un último esfuerzo y habremos hollado el Paso del Gorglin. Enna, Maikel,
ordenad a la compañía que forme en columna de a treinta. Si nos
encontramos con los gronings debemos intimidarlos.
Los dos fieles escuderos de Therliangator corrieron prestos a cumplir
sus órdenes. Mientras la Furia de Dioses se organizaba en una amenazante
columna, Kiril escrutaba con su mirada el final del paso. Los jirones de
niebla se arracimaban en la cumbre del brazo septentrional de la Iugur-
András, empujados por el viento surgido de las llamas que ascendía desde
las cuatro torres incendiadas.
—La niebla nos salvará una vez más —musitó Kiril tratando de
insuflarse ánimos—. La niebla nos guiará hacia el Corredor de
Groningburgo.
La voz de Maikel a sus espaldas le devolvió a la oscuridad y al frío de la
madrugada.
—La Furia de Dioses está lista para continuar —dijo el corpulento alko.
—No hagamos pues esperar a nuestro destino —le respondió Kiril
girándose para poder contemplar los ojos de Maikel—. ¡Adelante! ¡Vivir o
morir! —y desenvainó a Darbrethil para que toda la compañía pudiera
contemplar la luz de Dhil Amoethil resplandecer sobre la hoja de la Espada
de Libertad.
Aimon, Narno y el resto de Los Quince de Klimerik quedaron
asombrados ante el poder que Nerlinguia había otorgado a su Rey.
—La victoria será nuestra —murmuró Aimon al contemplar el fulgor
desgarrador que laceraba el siniestro velo de la noche.
Los hombres hicieron acopio de sus últimas energías y, sacando fuerzas
de flaqueza, se lanzaron a la conquista del Paso del Gorglin.
A medida que la Furia de Dioses ascendía al encuentro de la quinta y
última torre de vigilancia, Kiril comenzó a percibir cómo sus sentidos
entraban en un estado de aturdimiento, casi de hibernación. El mundo se
volvió de un gris nebuloso, las siluetas se difuminaron hasta desaparecer,
los sonidos se apagaron lentamente y sintió estar encerrado en una fría,
húmeda y oscura celda.
No veían nada. No escuchaban nada.
Todo estímulo era amortiguado, adormecido por aquel velo neblinoso
que cubría las cumbres lindantes al paso. Ni siquiera la luz de Darbrethil era
capaz de traspasar más de un par de pasos aquel manto mortuorio que
amortajaba el mundo.
De repente una voz resonó en aquel silencio ominoso. Una voz maligna
y ladina, una voz que los maldecía. La voz de la pérfida lamia Urkha:
—Yaceréis muertos envueltos en sudarios de niebla.
Kiril escuchó una sola vez aquella voz, aquel nefasto presagio que los
señalaba condenándolos a morir en aquella maléfica niebla. Los ecos de la
voz de la arpía se apagaron lentamente en la cabeza de Kiril y, de nuevo, el
mundo quedó envuelto en el silencio del hálito de Urkha.
Y entonces lo sintieron. No sólo Kiril, sino también las primeras líneas
que componían la vanguardia de la compañía. Todos percibieron una
creciente vibración que parecía brotar de las entrañas de la tierra. Ese
temblor fue en aumento y pequeñas bolas de nieve comenzaron a caer desde
lo alto de la pendiente. Al principio fueron pequeñas y dispersas, pero no
tardaron en convertirse en una torrencial catarata. La vanguardia de la Furia
de Dioses se detuvo, desconcertada por aquel extraño fenómeno. Kiril se
adelantó unos pasos y alargó el brazo con el que empuñaba a Darbrethil.
Fue entonces cuando descubrió aterrorizado una extraña ola de negras y
grandes formas que, avanzando envuelta por sordos temblores, estaba a
punto de engullirlos. Sobre aquella ola, un terrorífico y sibilante sonido se
elevó en la madrugada. Antes de ser engullido por el alud de oscuridad,
Kiril tuvo tiempo de gritar a sus hombres:
—¡¡¡Nos atacan!!!
El impacto de la embestida groning contra la vanguardia de la Furia de
Dioses fue brutal. Los cientos de flechas que instantes antes habían brotado
de los arcos enemigos cayeron como ángeles exterminadores contra
nerlingos, luinas, esmugas, lupenos y skelingos. La infantería groning abrió
una enorme brecha en el frente aliado, ayudada por el ataque sorpresa y la
inercia que habían logrado al cargar desde posiciones tan elevadas.
El caos se apoderó de la Furia de Dioses.
Muchos hombres cayeron en aquella primera embestida, bien por las
flechas de los arqueros gronings, bien por el sorpresivo ataque. Kiril y los
suyos trataban de recuperarse del ataque inicial para poder plantar cara al
enemigo. El ímpetu con el que los gronings habían atacado a la compañía
aliada había creado una estela de aire que estaba logrando deshilachar las
intrincadas costuras que mantenían aferrados los jirones de niebla. Quizás
fuese ese viento o quizás fuese la visión de la cruenta batalla que se libraba
sobre la nieve lo que hizo que la niebla huyese horrorizada hacia las tierras
del norte.
Kiril intentó recomponerse en medio de aquel caos de sangre y muerte.
Instantes antes del ataque contempló a la horda groning y pudo reaccionar
tirándose al suelo a la vez que lanzaba una estocada con su espada a la
pierna del groning que se acercaba amenazante. Darbrethil segó la pierna
del groning derribándolo. Kiril se incorporó y abatió a un nuevo enemigo
que en aquel momento lo sobrepasaba. Después se giró y lanzó un nuevo
tajo que acabó frenado en el estómago de otro legionario. Pero la avalancha
de enemigos era imparable y, cuando extraía la hoja de su espada del cuerpo
de su tercera víctima, el tremendo impacto de un escudo le golpeó por la
espalda y logró derribarle, haciéndole caer pendiente abajo, chocando y
derribando a varios esmugas.
Cuando volvió a incorporarse se percató que la niebla estaba
desapareciendo y descubrió con pavor la gigantesca riada de gronings que,
como un torrente desbocado, brotaban desde lo alto de la montaña
inundando el paso. Apenas si pudo pensar en nada más, pues tuvo que
esquivar una lanza que volaba a su encuentro. Se hizo a un lado para a
continuación detener el golpe de espada de un groning que le atacaba desde
la derecha. Tras forcejear con él, la aleación de Darbrethil partió el acero
enemigo y, ante los atónitos ojos del groning, la Espada de Libertad le
atravesó de lado a lado. Recuperó su posición inicial encarando la pendiente
y acabó con dos nuevos gronings que se abalanzaban contra él. Los
soldados que luchaban cerca de Kiril también eran bravos y diestros, por lo
que lograron crear un pequeño frente y recuperar el orden en la formación.
Fue entonces cuando pudo tomar conciencia de la desesperada situación
en la que se encontraban. Los gronings habían penetrado en la Furia de
Dioses como un cuchillo en la mantequilla, causando un gran número de
bajas. La marea groning no cesaba y nuevos efectivos emergían desde lo
alto del paso. Mientras tanto, la retaguardia de su compañía trataba de
avanzar ordenadamente para soportar el embate de los gronings, quienes a
pesar de haber perdido su ímpetu inicial, seguían combatiendo desde una
posición favorable. Sus arqueros, ocultos en posiciones cercanas y
parapetados en lo alto de la quinta torre, no cejaban en sus continuos
ataques que lentamente estaban logrando menguar las fuerzas y la
resistencia de su compañía.
En el fragor de la batalla contempló la enorme figura de aquél a quien
Aimon le había presentado como Narno, el Guardián de Bosque Salvaje. Su
formidable hacha de dos cabezas ascendía y descendía en violenta
oscilación a derecha e izquierda, hendiendo los escudos y yelmos de sus
adversarios, manteniendo a raya el flanco izquierdo en el que también vio
luchar al descendiente del lacrag celko.
—Necesitaríamos a cien guerreros como él —dijo para sí Kiril, quien
no tuvo más tiempo para reflexionar al ver que una nueva oleada groning se
lanzaba contra su posición.
Abatió a otro groning e instintivamente quiso llamar a Maikel, pero se
percató que éste no luchaba a su lado. Detuvo el ataque que le lanzó un
nuevo groning y, tras un duro duelo de espadas, pudo acabar con él. Se
rehízo y mató a un lancero que trataba de ensartarle con su alabarda. El
siguiente enemigo tropezó con uno de los cadáveres que comenzaban a
amontonarse en torno a Kiril y uno de los alkos que luchaban a su lado
acabó con el groning.
Kiril comenzó a inquietarse. Miró enloquecido a derecha e izquierda,
pero no vio a Maikel. ¡Y tampoco a Enna! La carga groning había sido tan
poderosa como el batir de una ola gigantesca contra los acantilados de la
costa. Su cabeza no paraba de pensar. Quizás Enna y Maikel habían caído
en el ataque groning.
Una nueva flecha silbó cerca de él, pero acabó clavándose en la
garganta de un esmuga, quien entre ahogados estertores cayó fulminado sin
vida sobre el gran túmulo en el que se estaba convirtiendo el campo de
batalla.
—¡Enna! ¡Maikel! —gritó presa de una desesperación que ya no pudo
contener por más tiempo—. ¡Enna! ¡Maikel! —volvió a gritar sin obtener
respuesta.
Trató de recordar dónde se encontraban su amada y su inseparable
amigo antes del ataque groning. A su espalda. Unos pasos a su espalda.
Pero durante la embestida él mismo había caído derribado y había rodado
muchos pasos pendiente abajo. Ellos habían podido correr la misma suerte.
—¡Enna! ¡Maikel! —gritó de nuevo tratando de elevar su voz entre el
estruendo de gritos y el entrechocar del metal que se amortiguaban por la
nieve algodonada.
—¡Aquí! —escuchó responder a una voz familiar—. ¡Aquí!
No era la voz de Enna ni la de Maikel, sino la de Brandur, el bravo y
nervudo esmuga, quien luchaba contra dos enemigos junto a los últimos
supervivientes de su grupo.
Kiril corrió poseído hasta la posición de Brandur más de veinte pasos a
su izquierda. Antes de llegar hasta él, Kiril abatió a dos nuevos enemigos. A
medida que veía caer a los suyos, sentía como poco a poco sus fuerzas se
iban debilitando, sus piernas se movían con mayor dificultad y su brazo ya
no empuñaba con la misma firmeza a Darbrethil.
—¡Brandur! ¿Dónde están Enna y Maikel? —le apremió Kiril al llegar a
su altura.
—Maikel lucha a nuestra izquierda, apoyando al grupo de Pothalion…
—¿Y Enna? Maldita sea, ¿dónde está Enna?
—Cayó herida… una flecha groning le alcanzó. Pothalion corrió a
defenderla. Creo que ahora se encuentra a salvo, pero no sé por cuanto
tiempo. Los gronings nos están superando y no cesan de llegar nuevas
tropas en su apoyo.
—¡Sigue luchando! ¡Mantente firme y resiste en esta posición! —le
gritó Kiril mientras corría hacia el lugar en el que se recortaba la corpulenta
figura de Maikel luchando sin descanso contra un numeroso grupo de
gronings.
—¡Maikel, Maikel! —le gritó Kiril.
—¡Kiril! ¡Por Nerlinguia! —contestó el alko—. ¡Estás vivo! ¡Te
necesitamos! —y de un mandoble atravesó el yelmo de su enemigo
abatiéndole al instante.
Kiril se lanzó contra un groning que trataba de sorprender a Maikel por
la espalda y Darbrethil bebió de su sangre.
—¡Maikel! —le dijo apoyando su mano sobre el hombro del alko.
—¡Cubridnos! —ordenó Maikel al grupo de alkos del sexto clan que
luchaban a su lado—. Retrocedamos, amigo mío —y Kiril asintió siguiendo
sus pasos.
Traspasaron una línea de lanceros esmugas que ascendían
ordenadamente acudiendo a reforzar el desmoronado frente de la Furia de
Dioses. Eso les concedería un breve respiro para poder conversar.
—¿Dónde está Enna? —preguntó Kiril dejando traslucir sólo a Maikel
el miedo que se reflejaba en sus ojos.
—Está herida, pero a salvo. Te acompañaré si quieres verla.
—¿Qué le ha sucedido? Brandur me ha dicho que una flecha groning le
alcanzó —preguntó inquieto.
—Con la primera embestida sus arqueros dispararon una gran lluvia de
flechas. Una de ellas alcanzó a Enna, clavándose en su hombro derecho.
Pero ella es valiente, Kiril. Muy valiente —sonrió Maikel a pesar de la
pesadumbre que le embargaba—. Incluso con su hombro herido vi como
aún tuvo arrestos para acabar con tres gronings. Pero las fuerzas
comenzaron a abandonarle y desfalleció. Gracias a que pude deshacerme de
varios enemigos que me rodeaban llegué a tiempo para salvarla. Pero la
marea enemiga no cesaba y fue necesaria la intervención de Pothalion y
varios de sus hombres, pues los gronings lograron acorralarme y apenas si
podía ya defenderme. Gracias a su ayuda pudimos llevarla a retaguardia
junto a Oerlikon.
—Gracias de corazón, Maikel. Te debo la vida. No sé cómo podré
agradecértelo —dijo ahora algo más animado Kiril.
—Venciendo en esta batalla. Ganando la guerra. Acabando con el
reinado de Zornik —respondió sonriendo.
Mientras los dos alkos descendían hacia la retaguardia, los gronings
continuaban diezmando sin piedad a la Furia de Dioses. Más de un tercio de
la compañía había caído y la inestable vanguardia se desmoronaba de este a
oeste, retrocediendo un nuevo paso con cada golpe de espada groning.
Cuando Kiril llegó al lugar en el que Enna yacía tendida con su cabeza
apoyada sobre las rodillas de Oerlikon, la situación se tornó desesperada
para los aliados.
—Enna, amor mío —le susurró al tiempo que se arrodillaba para besarla
en la frente.
Ella no le contestó, pero le sonrió con la mirada.
—Se pondrá bien, Kiril —le dijo Oerlikon—. Pero si de verdad quieres
salvarla, retorna a la lucha. Nuestros hombres te necesitan al frente de
nuestro ejército —y le dirigió una profunda mirada escrutando sus ojos.
El nerlingo asintió y se inclinó una última vez para besar la frente de
Enna.
—Resiste —le dijo—. Volveré a por ti —y acariciando su fría mejilla se
incorporó para regresar junto a Maikel al campo de batalla.
Los hombres parecieron recobrar parte del coraje perdido cuando vieron
al Rey Nerlingo empuñar a Darbrethil con bríos renovados. Los soldados
siguieron decididos a Kiril, ya sin miedo a morir luchando por su libertad
en aquella montaña nevada.
Kiril y Maikel se acercaban ya al fragor de la batalla cuando decenas de
cuernos volvieron a sonar desde lo alto del Paso del Gorglin. Mensajeros de
muerte que anunciaban un trágico final para los aliados.
—Es el fin —pensó Kiril—. Aquí terminará para siempre la esperanza
de nuestro pueblo. Hoy se extinguirá la sangre de la estirpe real. ¡Por
Nerlinguia! ¡¡¡Muerte, muerte, muerte!!! —fueron sin embargo las palabras
que brotaron de su boca.
—¡¡¡Muerte, muerte, muerte!!! —fue la respuesta con la que
contestaron sus hombres, una única voz que desató la última carga de la
Furia de Dioses contra la horda groning.
LUNA DE ESPERANZA

L a Furia de Dioses trepaba pendiente arriba como un barco a la deriva a


punto de naufragar. El último y sobrenatural esfuerzo que los hombres
comandados por Therliangator estaban realizando para contener y repeler a
los gronings parecía estar resultando baldío. Los esbirros de Zornik
continuaban infringiendo un gran daño a las filas aliadas. Cuando aquella
súbita miríada de cuernos reverberó en el Paso del Gorglin, los frentes de
ambos ejércitos quedaron inmóviles, aguardando la llegada de un
apocalipsis.
Los hombres de Kiril quedaron sumidos en una terrible desesperanza
hasta que el nerlingo decidió abrazar a su destino gritando “¡¡¡Muerte!!!” al
gélido cielo de la madrugada, logrando así que sus soldados le
acompañasen en su último grito de aliento.
Y cuando de nuevo todo parecía perdido, un grito de esperanza se alzó
desde lo alto del paso. Un grito conocido, un grito que muchas lunas atrás
se escuchó en la desembocadura del Taquakland salvando en aquella
ocasión al ejército aliado de una derrota segura. Y esa noche como aquel
día, el grito fue acogido como si la voz de los dioses les hablase:
—¡Tenkolmar, Tenkolmar, Tenkolmar! —se escuchó—. ¡Tenkolmar,
Tenkolmar, Tenkolmar! —y después un terrible silencio se hizo en la
montaña, hasta que de nuevo, decenas de cuernos rasgaron la quietud de la
madrugada.
Con el bramido de los cuernos, La Luz de Medianoche cayó desde lo
alto del Paso del Gorglin como un devastador huracán, como si una
sangrienta aurora boreal se precipitase sobre la horda groning.
Los gronings tuvieron entonces que mirar hacia el norte, pero cuando
quisieron reaccionar para establecer un frente defensivo a retaguardia, los
norteños cargaron con gran violencia sobre ellos. La embestida fue terrible,
virulenta, feroz. Se hendieron escudos, se quebraron lanzas, las espadas
traspasaron la carne, las hachas amputaron miembros y la sangre bañó la
nieve tiñéndola de un rojo muerte. Tanta sangre fue derramada que logró
derretir la nieve que cubría el campo de batalla. Ríos de color carmesí
descendieron por la pronunciada pendiente como nacederos en primavera.
Los esbirros de Zornik se vieron atrapados entre dos fuegos y, a pesar
de oponer una fiera resistencia, fueron aniquilados por los norteños que los
atacaban desde su retaguardia y por el empuje de la Furia de Dioses que
avanzaba ahora lenta pero con paso firme hacia la cima de la montaña. Sin
embargo las pérdidas que la compañía de Kiril sufrió fueron incontables e
irreparables. Casi la mitad de sus hombres perecieron en el Paso del Gorglin
y un gran número de supervivientes resultaron heridos.
Kiril y Gródolas volvieron a encontrarse frente a frente como aquel
recordado día a orillas del Taquakland. El nerlingo, emocionado, abrazó con
lágrimas en los ojos al norteño.
—Otra vez nos has salvado —le dijo Kiril—. Jamás podré
agradecértelo. Jamás.
—Quizás en otra vida, amigo mío —le respondió sonriendo Gródolas.
Permanecieron abrazados unos instantes, hasta que Maikel se acercó
fundiéndose en un nuevo abrazo con el norteño.
—Bienaventurado seas, Gródolas de Tenkolmar —dijo Maikel—. Tu
llegada ha sido providencial. Estábamos perdiendo la batalla. No sólo
habéis derrotado a los gronings sino que también habéis salvado de la
muerte a muchos hombres leales y valientes.
—Los norteños nunca faltamos a nuestra palabra. Os prometí que
seríamos los primeros en llegar y así lo hemos hecho —terminó orgulloso.
—No nos demoremos —les apremió Kiril—. Tenemos que salir cuanto
antes de esta ratonera. Hay que hollar el Paso del Gorglin antes de que
nuevas tropas enemigas acudan a la llamada de socorro. Estoy seguro de
que los gronings no tardarán en regresar. Debemos poner a salvo a nuestras
tropas y a nuestros heridos —y un profundo halo de tristeza recorrió sus
ojos al recordar a su amada Enna—. Maikel, reagrupa a la Furia de Dioses y
conduce a los hombres hacia el Corredor de Groningburgo. Gródolas, haz lo
mismo con la Luz de Medianoche. Cuando crucemos al otro lado seremos
una única compañía. Yo ahora marcharé a retaguardia —concluyó abatido.
—De acuerdo —asintieron ambos y, mientras se aprestaban en convocar
a sus hombres, Maikel le relató a Gródolas cómo una flecha groning había
herido a Enna.
Kiril corrió a retaguardia a abrazar a su amada. Oerlikon no se había
separado durante todo este tiempo de su primogénita. Había arrancado la
flecha del hombro de la joven e improvisado un vendaje con la camisola de
un soldado abatido. Cuando Kiril llegó hasta ellos, a punto estaban ya de
alcanzar la quinta torre. Junto a Oerlikon y Enna se aglomeraban un
numeroso grupo de heridos.
—¿Cómo estás, amor mío? —le dijo mientras le besó en la mejilla.
—Débil y dolorida —le respondió ella con voz trémula pero con una
sonrisa en sus labios—. Me pondré bien. Ahora estoy en manos del mejor
sanador de toda Tierra Conocida —dijo mirando a su padre.
—No hables. Te harán falta todas las fuerzas que puedas reunir para
culminar la ascensión —le reprendió Oerlikon—. Ha perdido mucha sangre,
pero la hemorragia ha cesado y su vida ya no corre peligro. Sin embargo
muchos de los heridos necesitan reposo y atención —se dirigió ahora a
Kiril.
—No podemos quedarnos aquí —respondió con firmeza el alko—.
Debemos cruzar al otro lado. Allí podremos establecer una línea defensiva
y montar un campamento donde atender a los heridos. Pero si
permanecemos aquí, esta vez no tendremos una segunda oportunidad. Hay
que reanudar la marcha.
—Muchos no sobrevivirán —le dijo Oerlikon mirándole fijamente a los
ojos.
—Lo sé —respondió el nerlingo con mirada resignada pero decidida—.
¡Adelante! —gritó al grupo de heridos que se arremolinaba alrededor suyo
—. ¡La esperanza nos aguarda al otro lado del paso!
La maltrecha comitiva comenzó a levantarse y, casi arrastrándose,
encaró el último tramo de la pendiente. Mientras Kiril los contemplaba, se
preguntó si su padre hubiera tomado aquella decisión. Pero Akrog no estaba
ahora junto a él para poder aconsejarle. Incluso en sus sueños el lacrag alko
moría a manos del guerrero negro y en esos instantes Kiril solamente
escuchaba en su mente las últimas palabras que le dedicaba en su agonía:
“¡Huye!”
Maikel y Gródolas habían reorganizado con presteza a sus hombres,
quienes estaban a punto de hollar el Paso del Gorglin. Los soldados que se
habían separado hacía más de quince lunas en dos compañías volvían a
unirse ahora formando el ejército de la Alianza. Todos volvieron sus
pensamientos hacia el príncipe Ilanit y la Estrella del Desierto, y rezaron
para que en breves fechas ellos también pudieran unificarse con sus huestes.
Esa noche, al borde del abismo, cuando se aprestaban a librar la última y
definitiva batalla, los necesitaban más que nunca. Gródolas se sintió
estúpido al recordar su discusión con Ilanit, una lucha de egos que Zornik
hubiera estado encantado de contemplar.
Kiril encabezaba la compañía de heridos que lentamente comenzaba a
aproximarse a la quinta torre que ardía convertida en una gigantesca
hoguera. En la ascensión se cruzaron con Los Quince de Klimerik, quienes
le aguardaban descansando sobre la nieve. Aimon se acercó a Kiril.
—Tengo que hablar contigo —le dijo con un tono de voz que denotaba
que no aceptaría un no por respuesta.
—De acuerdo —contestó Kiril, quien se adelantó unos pasos al grupo.
Narno acompañó a Aimon y Kiril a parlamentar.
—¿A qué se debe todo este misterio? —preguntó Kiril sonriendo
tratando de restar importancia al severo rostro que lucía Aimon.
—Pronto amanecerá —dijo el celko—. La luz de la aurora alcanzará
esos cerros y el secreto que guarda Narno podría llevarlo a la muerte.
—¿Qué secreto…? —preguntó Kiril sorprendido sin alcanzar a
comprender las palabras de Aimon.
—El secreto del Guardián de Bosque Salvaje —habló con voz grave y
profunda Narno—. La maldición a la que me condenó la bruja del bosque.
Mi maldición: guardián de noche, estatua de día.
—Narno se convierte en estatua de piedra cuando la luz del amanecer
acaricia su rostro —le aclaró Aimon—, y no despertará a la vida hasta que
el último rayo de sol se haya ocultado en el horizonte. Ésa es su terrible
condena. Vagar por la oscuridad de la noche y convertirse en un objeto sin
vida cuando el sol se alza en el cielo. Y ahora nosotros, Los Quince de
Klimerik, velamos su pétreo sueño como el de uno de nuestros hermanos.
—Te compadezco, Narno —fue lo único que alcanzó a musitar Kiril.
—No te compadezcas de mí, nerlingo —respondió Narno—. Ya no.
Oyvind Soplo de Viento logró destruir los muros que se alzaban en torno a
mi corazón. Altos y recios muros que creía me protegerían de la pérdida de
mis seres queridos. Pero Oyvind me hizo ver que el amor y la esperanza
seguían existiendo en el mundo, y Aimon y sus compañeros de Los Quince
de Klimerik confirmaron que no me equivoqué en seguir los consejos del
testarudo peregrino.
—Haced lo que consideréis necesario —le dijo Kiril a Aimon—. Nadie
os reprochará por ello. Tiempo habrá de que vuestras espadas se
desenvainen durante la noche. Guarda tu hacha hasta mañana, amigo mío
—le habló ahora a Narno—. La necesitaremos para que nos abras paso
entre los enemigos. Ahora ve y descansa, y que la paz presida tus sueños.
El gigante asintió agradecido y Kiril se despidió de ambos, para
continuar la ascensión junto a la pléyade de heridos. Cuando se alejaban,
Narno levantó su mano y musitó:
—Hasta la próxima madrugada.
Enoc, Eboc y el resto de los miembros de la hermandad de Klimerik
aguardaban a Aimon y Narno al abrigo de una pequeña comunidad de pinos
cerca de media milla al norte de la quinta torre. Era un lugar lo
suficientemente apartado del campo de batalla como para poder pasar
desapercibidos a los ojos de los enemigos. Allí descansarían unas horas
velando el sueño diurno de Narno. El gigante no quería compartir con más
personas su secreto. Ya eran demasiados los que lo conocían y no todas las
personas estaban preparadas para poder asimilarlo.
Desde su refugio contemplaron a la unificada retaguardia de las dos
compañías perderse entre los últimos jirones de niebla y humo que brotaban
de las cinco chimeneas en las que se habían convertido las torres de
vigilancia groning.
La madrugada se agostaba al sur de Groningburgo y las tenues luces de
la alborada comenzaron a elevarse a través del velo maléfico creado por el
hálito de Urkha. Sin embargo aquel amanecer parecía teñirse de una
renovada esperanza, pues el avance del ejército aliado hacía retroceder a
aquel negro y sórdido tapiz que cubría el cielo sobre la Iugur-András.
Cuando Kiril hollaba el paso llevando en brazos a su amada Enna, un
grito desgarrador se elevó a sus espaldas. “Esperanza” fue la única palabra
que reverberó al otro lado de la montaña. Era el mensaje que Narno quería
transmitir a todos los hombres que ahora se dirigían hacia el Corredor de
Groningburgo. Si aún quedaba un halo de esperanza para él, con más
motivo lo habría para los demás. Kiril volvió unos instantes su mirada hacia
el paso en el que tantos de sus hombres habían encontrado la muerte.
Después, besó la fría frente de Enna mientras la joven se estremecía de
dolor entre sus brazos y, mirando con determinación a las luces del
amanecer, comenzó a caminar en dirección a Groningburgo.
No bien los aliados se habían reunificado y marchaban hacia el norte
mientras su retaguardia trataba de montar una improvisada enfermería para
atender a los heridos, un creciente rumor que acabó convirtiéndose en
estruendo, provocó que la Furia de Dioses y la Luz de Medianoche se
detuvieran. El sonido de miles de pasos y cascos de caballos retumbaron en
el territorio groning. Dos millas al norte, tras una suave depresión del
terreno, los débiles reflejos de las primeras luces del día que trataban de
abrirse paso a través de la cenicienta cortina de nubes, centellearon
amenazantes sobre el acero desnudo de una gran hueste enemiga. Gródolas,
inmóvil, tragó saliva antes de hablar.
—Las legiones gronings del norte. Los hombres del Mariscal Zotelen —
dijo con voz trémula mientras Maikel y los demás le observaban asustados
—. Zornik pone en escena a todos sus actores en el desenlace final de esta
siniestra tragedia. Las legiones del norte estarán hambrientas de sangre,
ansiosas por volver a entrar en combate y redimir su fracaso cuando hace
más de dos lustros intentaron conquistar las Tierras Frías.
—¿Conoces a su Mariscal? —preguntó Maikel.
—Luché contra Zotelen. Conozco bien su crueldad y la de sus
legionarios. No gustan de hacer prisioneros ni de dejar heridos con vida. No
respetan siquiera la de los niños. No quieren dejar tras de sí a nadie que
pueda alzar un arma contra ellos.
Maikel, Gródolas, Olaf, Pothalion, Brandur, Orgit, Mellan y el resto de
oficiales contemplaban desconsolados como la marea negra y roja de
lanzas, espadas y escudos, no paraba de crecer mientras el estruendo de sus
pisadas se hacia cada vez más ensordecedor.
—Son más de dos mil hombres —dijo Brandur.
—Más de tres mil —le corrigió Pothalion.
—No podremos derrotarlos —dijo abatido Olaf—. No al menos con las
fuerzas con las que contamos ahora.
—Lucharemos —respondió con firmeza Maikel—. Con los hombres
que dispongamos y con la ayuda de los que puedan llegar. Y si no
lográsemos la victoria, moriremos derramando hasta la última gota de
nuestra sangre y la de nuestros enemigos. Si quieren derrotarnos deberán
estar dispuestos a que muchos de sus hombres caigan en la lucha.
—Tenemos que avisar inmediatamente a Kiril —sugirió Gródolas—.
Debemos prepararnos para el combate.
Olaf corrió presto en busca de Kiril y Oerlikon. Entretanto, Gródolas y
Maikel comenzaron a organizar a sus hombres. Dispusieron el centro de sus
tropas dividido en tres grandes grupos. Las primeras líneas las formaban
lanceros y soldados de infantería poco experimentados en combate. Tras
ellos, un contingente de arqueros divididos a su vez en dos grupos para
poder hostigar sin descanso con sus flechas a los gronings. En la retaguardia
concentraron a los soldados más experimentados al objeto de reservarlos
para hacerles entrar en combate una vez la vanguardia hubiera desgastado a
las fuerzas enemigas. A ambos flancos de estos tres grupos dispusieron a las
escasas unidades de caballería de las que disponían. En total no sumaban
más de mil trescientos hombres que tendrían que enfrentarse a la
interminable columna de legionarios que seguían brotando de aquella
hondonada.
Kiril y Oerlikon dejaron a Enna en manos de un curandero luina y no
tardaron en llegar al lugar en el que Gródolas y Maikel les aguardaban
expectantes. Enseguida Kiril se percató que la situación se había tornado
desesperada. Sin los esperados refuerzos de la Estrella del Desierto no
serían capaces de sobrevivir al océano de legionarios que comenzaban a
cubrir las praderas al oeste del Corredor de Groningburgo. No podía
trasmitir aquello a sus hombres, por lo que trató por todos los medios de
animarlos y elevar su moral.
—Buen trabajo —les dijo a Gródolas y Maikel—. Habéis dispuesto con
gran acierto a los hombres. Conseguiremos detener la embestida enemiga y
lograremos rechazarlos —dijo tratando de insuflarles ánimo y confianza—.
Se lo pensaran dos veces antes de atacarnos.
En ese mismo instante, de entre la legión de gronings, dos demonios
alados remontaron el vuelo hacia el oscuro firmamento y comenzaron a
planear a gran altura describiendo amplios círculos sobre el ejército aliado.
—Descended un poco más, malditos —les amenazó enfurecido Maikel
—. Acercaos a mí y probaréis en vuestras carnes el fuego de Ethril Eilalith.
Las legiones del Mariscal Zotelen avanzaban veloces y ordenadas hacia
las posiciones aliadas. Casi la mitad de sus tropas eran caballería, superando
con creces a la escasa en número caballería aliada.
Cuando los halcones parecieron aburrirse de su hipnótico y monótono
planear, regresaron a tierra posándose en cada uno de los brazos del
Mariscal. Zotelen los contempló con orgullo y nuevamente los lanzó hacia
el cielo para que reemprendieran el vuelo. Al mismo tiempo que los
halcones agitaban enérgicamente sus alas, los tambores gronings
comenzaron a tronar en aquellas desiertas praderas. Tum, tum, tumtumtum.
Tum, tum, tumtumtum. Tum, tum, tumtumtum. El rítmico y aterrador sonido
de los tambores gronings volvió a reverberar en las cabezas de Kiril y
Maikel, trayendo a sus mentes los funestos recuerdos de la destrucción de
Lothikaton.
Tum, tum, tumtumlum. Tum, tum, tumtumtum. Tum, tum, tumtumtum.
Los tambores gronings siguieron marcando un tétrico compás, una especie
de cuenta atrás para los aliados. Repentinamente los tambores cesaron y, en
su lugar, el ensordecedor grito de más de tres mil almas se elevó al cielo
saludando al negro aliento de Urkha.
—¡¡¡¡¡Eeeeelllllyyyyy!!!!! —gritaron los gronings hasta desgarrarse las
gargantas.
Entonces el suelo tembló.
La carga de las legiones del norte enmudeció el latido de los corazones
aliados.
La caballería de Zotelen desenterró la tierra que se ocultaba bajo el
manto nevado, provocando que un velo nebuloso cubriera el aire, como si la
niebla hubiera vuelto a brotar desde lo más profundo del Paso del Gorglin.
La tierra se estremeció y el mundo pareció desaparecer entre una
maléfica mezcolanza de polvo, niebla y oscuridad. Sólo los gritos de los
hombres atravesados por espadas, flechas y lanzas aferraban al ejército de
Therliangator a tan terrible realidad.
La carga de los hombres de Zotelen tomó por sorpresa a los aliados. La
repentina oscuridad que cubrió el campo de batalla desconcertó a la
vanguardia de lanceros e infantes, quienes apenas si podían guiarse más que
por el creciente temblor de la tierra bajo sus pies. Zotelen, experto y
avezado militar, había escrutado y analizado con prontitud desde la
distancia a las huestes de Kiril. Enseguida concluyó que su principal
ventaja, además de la numérica, era la caballería. Sin solución de
continuidad, ordenó a sus jinetes simular atacar el frente de la vanguardia
aliada para, en el último momento, dividirse en dos compañías y atacar los
flancos de la formación enemiga.
El ejército aliado se vio sorprendido al ver aparecer tras las nubes de
polvo, niebla y nieve, a la poderosa caballería de las legiones del norte para,
a continuación, sobrepasar sus posiciones y arremeter contra los flancos de
su formación mientras una hueste de cien jinetes arqueros atacaba al frente
de la vanguardia descargando varias salvas de flechas. Muchos de los
lanceros del ejército de Kiril cayeron abatidos, mientras los jinetes se
retiraron sin sufrir bajas. En ese mismo instante, la escasa caballería aliada
trataba de hacer frente a la caballería groning, que la superaba en número de
dos a uno. Kiril ordenó a los arqueros que ocupaban el centro de la
formación que acudieran en ayuda de sus flancos. Los arqueros comenzaron
a vaciar sus carcajes contra la caballería enemiga y durante un tiempo
lograron contenerlos e incluso hacerles retroceder. Los jinetes aliados
recuperaron el valor y redoblaron sus embestidas contra los gronings.
Ambos flancos se fueron progresivamente separando del centro de la
formación mientras la caballería groning seguía retrocediendo. Un nuevo
redoble de tambores gronings resonó en las praderas, lo que se tradujo en
una nueva carga de los jinetes arqueros de Zotelen. Lanzaron dos nuevas
andanadas de flechas cuando se encontraban a menos de cien pasos de la
vanguardia aliada y causaron más de cincuenta muertos entre lanceros e
infantes. De nuevo se replegaron sin apenas sufrir bajas.
Kiril observaba desde la retaguardia el desenlace de la batalla. Sus
flancos, a pesar de ser inferiores en número estaban manteniendo a raya a la
caballería enemiga con ayuda de los arqueros, obligándoles a retroceder.
Por el contrario el centro de la compañía se había debilitado en su
vanguardia, mientras las compañías de arqueros y los soldados más
veteranos mantenían sus fuerzas casi intactas. Pero si miraba a lo lejos,
podía comprobar cómo Zotelen, además de a sus jinetes arqueros a los que
hacía entrar en combate con cierta sincronía, aún reservaba a más de mil
soldados de su infantería de a pie.
—Zotelen nos está probando —dijo Kiril—. Aguarda paciente para
comprobar qué parte de nuestra formación flaqueará y así atacar nuestro
punto más débil.
—Kiril, me preocupan nuestros flancos —dijo Gródolas—. Se alejan de
nuestro centro empujando a nuestros enemigos.
—¿No serán quizás nuestros enemigos los que están tratando de alejar a
nuestra caballería del centro de nuestro ejército? —añadió Oerlikon.
—Si es así, no sólo están logrando separar a la caballería. Fijaos, los
arqueros también acompañan a la caballería. Su posición es ahora
vulnerable en caso de que nuevos efectivos los ataquen —apuntilló Maikel.
—¡Maldición! —gritó Kiril—. Si decidiesen atacarnos ahora podrían
penetrar por esas dos cuñas —les dijo señalando hacia los dos grandes
pasillos que se estaban abriendo entre los flancos y el centro de sus huestes
—. ¡Maikel, Gródolas! ¡Seguidme! Yo me encargaré de reagrupar el frente,
vosotros haced lo mismo con el flanco derecho e izquierdo. Oerlikon,
mantente vigilante ante los movimientos de los gronings —y sin dar tiempo
a que Oerlikon pudiera responder, Kiril se lanzó a la batalla seguido por
Maikel y Gródolas.
Zotelen parecía haber leído el pensamiento de Kiril y con el terrible
grito de guerra groning desató la feroz carga de las huestes que había
mantenido expectantes en vanguardia:
—¡¡¡¡¡Eeeeelllllyyyyy!!!!!
Sus jinetes arqueros encabezaron la embestida, seguidos por un torrente
de hombres que corrían como wolkurs a través de los prados nevados del
Corredor de Groningburgo. La caballería groning seguía retrocediendo
mientras los aliados, envalentonados por superar a los hombres de Zotelen,
continuaban avanzando protegidos por sus arqueros hacia derecha e
izquierda.
Kiril, Maikel y Gródolas surgieron en el frente de la batalla con bríos
renovados, tratando de ordenar a sus huestes aunque ya era demasiado
tarde.
Los jinetes arqueros de Zotelen cargaron por tercera vez contra las
tropas aliadas, pero si en las dos ocasiones anteriores habían detenido su
carga a escasos cien pasos de la vanguardia enemiga, esta vez se dividieron
en dos grupos que penetraron por los dos pasillos que se habían creado
entre las huestes de Kiril. Vaciaron sus carcajes contra el centro de la
formación, la cual debió replegarse y protegerse en formación de tortuga.
Varias decenas de infantes cayeron abatidos por los jinetes, quienes ahora,
desenvainando sus espadas se lanzaron por la espalda contra los arqueros
que apoyaban a la caballería aliada.
La carga resultó ser una masacre para los arqueros. Éstos centraban sus
esfuerzos en castigar a la caballería groning, descuidando completamente su
retaguardia, por lo que fueron una presa fácil para los jinetes. A pesar de
que Maikel y Gródolas acudieron a cada flanco para reorganizar a su
ejército, los arqueros fueron prácticamente aniquilados por la caballería
groning.
Mientras tanto Kiril alcanzaba la vanguardia central de sus tropas,
reorganizándolas para hacer frente a la inminente embestida groning. Pero
la imagen que contempló dibujó el terror en sus ojos. Decenas, cientos de
los hombres que cargaban contra ellos a pie, se detuvieron para montar a
lomos de corceles que corrían ocultos tras ellos por la gigantesca polvareda.
Y mientras los infantes de uno y otro ejército estaban a punto de chocar,
cientos de nuevos efectivos de caballería cargaron contra los flancos
aliados, los cuales ya se encontraban rodeados por la caballería groning y
por los jinetes arqueros reconvertidos ahora en tropas de caballería.
Oerlikon contemplaba desolado desde la distancia el desenlace de la
batalla. Si bien Kiril logró frenar con sus lanceros e infantería el embate de
los hombres de a pie de Zotelen, los últimos arqueros y la caballería aliada
caían por decenas a cada instante que pasaba. Aislados de su infantería y
envueltos en una tormenta de enemigos, apenas si lograban mantenerse
sobre sus caballos. La llegada de los nuevos refuerzos gronings continuó
diezmándolos. Cuando Oerlikon vio que la situación era ya desesperada,
acudió hacia la improvisada enfermería para reclutar a todos los heridos que
pudieran luchar y formó una improvisada defensa frente al campamento.
A medida que la mañana avanzaba la suerte de los aliados se
transformaba más y más en un destino aciago. Como Gródolas había
predicho, las legiones del norte estaban ávidas de sangre. Su destreza en
combate y su superioridad numérica hizo que su moral se elevase y su
ímpetu fuera incontenible. Esmugas, luinas, bortigos, lupenos, skelingos,
norteños, nerlingos, cientos de vidas de los hombres de los pueblos libres se
apagaban sobre aquellos campos solitarios, sobre aquellas praderas que
conducían a la guarida del rey brujo, a la guarida del gran lobo negro.
Kiril luchaba con todas las fuerzas que le quedaban, sabedor de que si
desfallecía la muerte se llevaría a todos los hombres que junto a él
combatían. Quizás no lograse más que prolongar inútilmente la vida de un
enfermo que agonizaba, pero se había prometido que los gronings seguirían
cayendo bajo sus espadas hasta que el último de los soldados de la alianza
se mantuviera en pie.
Darbrethil causaba un gran daño entre las filas gronings, pero la
poderosa caballería enemiga debilitaba con cada paso que el sol daba hacia
el oeste a la caballería aliada. No obstante Kiril había logrado recomponer
en cierta manera el centro de su ejército y obligó a la infantería groning a
retroceder. Ordenó a los escasos arqueros que aún quedaban con vida atacar
con sus flechas a los gronings, quienes no tuvieron más remedio que seguir
replegándose. En ese instante, la caballería enemiga vio cómo su infantería
era obligada a retroceder, por lo que parte de ella acudió en su apoyo.
Gródolas y Maikel aprovecharon para embestir contra los jinetes que se
encontraban entre ellos y el centro del ejército aliado. Kiril se percató de
ese movimiento y ordenó también atacar a los jinetes enemigos que se
agolpaban en los dos pasillos que habían creado en el ejército de
Therliangator durante el ataque inicial. Gracias a ello y a una rápida y
acompasada maniobra, las tres facciones del ejército se recompusieron
formando una sola.
—¡Infantería! ¡Formad un gran anillo de tres líneas! ¡Lanceros al frente!
¡Caballería, a guarecerse en el interior del anillo! —gritó con voz potente
Gródolas.
Kiril y Maikel comprendieron la maniobra del norteño. Protegería al
menos por ahora a los restos de su caballería dentro de un gran muro
formado por los lanceros y demás hombres de infantería. El centro del
ejército había sido el menos castigado por los gronings, a excepción de los
arqueros que habían sido barridos de la faz de Tierra Conocida.
Gródolas corrió a reunirse con Kiril y Maikel.
—Hay que obligar a los gronings a que pierdan la ventaja de su
caballería. Cargarán contra nosotros, pero nuestros lanceros deben
mantenerse firmes —les dijo el norteño.
—Cuando hayamos detenido su carga, dejaremos que nuestra caballería
abandone el círculo de escudos y lanzas por el lado contrario, y con un
movimiento envolvente cargue contra la caballería enemiga —explicó Kiril
quien había comprendido la táctica que Gródolas quería emplear.
—Resistir, contener, atacar y replegarse —recitó Maikel como si se
tratase de la maniobra de un gran estratega descrita en un antiguo libro.
—Resistiremos durante algún tiempo, prolongaremos la batalla, mas
dudo que logremos vencer —habló con desánimo y en voz baja Kiril para
que el resto de soldados no pudieran escucharles.
—Sólo un milagro nos salvará, pero igualmente seguiremos luchando si
no llega —replicó Gródolas.
—Llegará. Y Nerlinguia nos conducirá a la victoria —concluyó Maikel
cuando la caballería groning se aprestaba a atacar a la nueva formación
defensiva.
—¡Círculo y triángulo! ¡Círculo y triángulo! —gritó Gródolas mientras
los dos alkos se miraron extrañados al escuchar las palabras del norteño.
Gródolas hablaba a sus hombres de la Luz de Medianoche que
formaban precisamente en el sector del círculo sobre el que ahora la
caballería groning se aprestaba a embestir. Los hombres de la Alianza de
Tenkolmar entendieron las órdenes de Gródolas ya que se trataba de una
táctica empleada por ellos durante las guerras del norte. El gran círculo que
formaban los hombres de a pie se fue transformando, primero lentamente,
para en el último momento hacerlo a velocidad endiablada, en un triángulo
isósceles cuyo vértice más afilado apuntaba directamente a la caballería
enemiga que justo en esos instantes embestía contra ellos. El ejército aliado
había pasado de ofrecer un amplio frente a un ángulo puntiagudo y
compacto que penetró como una cuña en las tropas enemigas, provocando
en ellas el efecto que Zotelen había querido producir en las tropas aliadas.
Los lanceros de la primera línea se mantuvieron firmes pie a tierra y, desde
la segunda línea, con largas lanzas hostigaron a los jinetes que se habían
quedado trabados en la primera línea defensiva. Muchos de ellos fueron
derribados o tuvieron que retroceder trastabillándose. Los lanceros aliados
también acabaron con numerosos corceles, provocando que sus jinetes
cayeran al suelo. Aprovechando la confusión, desde el lado opuesto al
vértice del triángulo, la caballería aliada abandonó el muro de escudos
protector y cargó contra el contingente enemigo. La inercia de su carga
logró derribar y acabar con un gran número de gronings que, una vez
descabalgados, fueron rematados por los lanceros o por la infantería de a
pie que sorpresivamente aparecía y desaparecía entre la muralla de escudos.
La compañía de caballería enemiga había menospreciado a los aliados y,
ahora diezmada, se retiraba derrotada hacia el grueso de las tropas de
Zotelen. Los aliados gritaron de alegría y elevaron amenazantes sus espadas
y lanzas hacia el cielo desafiando a los gronings. Momentos antes se habían
visto casi derrotados y al borde de la aniquilación y ahora, tras haberse
reagrupado y ejecutado la magistral estratagema de Gródolas, veían
nuevamente surgir un halo de esperanza.
—¡Manteneos firmes! —gritaba Gródolas—. ¡No podemos confiarnos!
—Esta vez los gronings atacarán más duramente y no lo harán por un
único lugar —dijo Kiril mientras contemplaba cómo su caballería retornaba
al interior del gran círculo que de nuevo volvía a cerrarse en tres apretadas
filas.
—Apenas si hemos sufrido bajas esta vez —dijo satisfecho Maikel—.
Pero temo su próxima carga, pues creo que atacarán con todos sus efectivos.
—Zotelen estará furioso. No dejará que juguemos durante mucho
tiempo con sus tropas al gato y al ratón —sentenció Gródolas.
—Debemos resistir. Si nosotros caemos los heridos no tendrán ninguna
oportunidad de sobrevivir —dijo con pesar Kiril pensando en su amada
Enna.
—¡Atención! ¡Lanzas al frente! ¡Los gronings vuelven a la carga! —
gritó Gródolas al ver a la caballería groning volver a lanzarse al galope.
Esta vez Zotelen lanzó a la mitad de su caballería contra las tropas de
Kiril. Se desplegaron galopando en un gran frente compuesto por dos líneas
separadas más de cincuenta pasos entre ellas. A medida que se acercaban al
apretado círculo defensivo, los extremos de las dos líneas de ataque
aceleraron el galope dejando unos pasos retrasados al centro de cada fila.
De esa manera querían lograr una maniobra envolvente sobre el círculo
enemigo, evitando que éste se transformase en un triángulo defensivo. Esta
vez Gródolas no dio esa orden y mantuvieron la formación circular. Ambas
líneas enemigas se partieron repentinamente por la mitad y embistieron
sobre los dos sectores superiores del círculo de escudos. A pesar de que los
lanceros volvieron a mantenerse firmes, la embestida provocó un ligero
desmoronamiento de la línea de retaguardia. Antes de que los aliados
tuvieran tiempo para recomponerse, la primera oleada de caballería se retiró
y la segunda línea que avanzaba a veloz galope impactó con potencia sobre
los dos mismos sectores iniciales. Esta vez el empuje groning debilitó las
defensas logrando penetrar en el círculo para enfrentarse a los jinetes
aliados.
—¡Caballería! ¡Abandonad el círculo! —gritó contrariado Gródolas al
ver cómo sus jinetes quedaban inmovilizados en el interior de la línea
defensiva luchando contra una creciente marea de enemigos.
Los aliados reaccionaron rápidamente y abrieron el círculo por el lado
contrario al del ataque groning. La caballería aliada comenzó a salir por él,
pero no tardaron en verse acosados por los jinetes que habían cargado en
primer lugar sobre las defensas aliadas. La confusión se apoderó de la
batalla y los frentes de ambos ejércitos se difuminaron mientras los
soldados luchaban entremezclados entre sí.
—¡Hay que reorganizar las líneas defensivas! —gritó Maikel.
—¡Infantería! ¡En círculo de tres líneas! —gritaba también Kiril.
Poco a poco los infantes aliados fueron recomponiendo parte de su
formación. Lograron contener la embestida de la caballería enemiga y
cerraron lentamente el círculo defensivo dejando encerrados en su interior a
más de treinta jinetes enemigos que cayeron ensartados por las lanzas
aliadas. Sin embargo la peor parte se la estaba llevando la caballería de
Therliangator. Sin tiempo para poder tomar distancia y velocidad con la que
cargar contra la caballería de Zotelen, luchaban en posiciones estáticas
sobre los caballos, siendo superados por el mayor contingente enemigo.
Kiril, viendo que los gronings terminarían por masacrar a sus jinetes, les
ordenó de nuevo replegarse al interior del círculo defensivo.
—¡Caballería! ¡Retirada a la formación! ¡Retirada hacia el sur!
¡Retirada hacia el sur!
Los jinetes del ejército de la Alianza tuvieron grandes dificultades para
poder regresar a su formación y muchos cayeron abatidos durante la huida.
Finalmente, gracias a la ayuda de los lanceros que mantuvieron a raya a la
caballería enemiga, los jinetes pudieron ponerse a salvo dentro del círculo
de escudos.
Esta vez los hombres no prorrumpieron en vítores, pues la caballería
aliada había quedado reducida a un tercio de la que disponían al comenzar
la batalla. Los gronings retrocedieron a sus posiciones iniciales y se
agruparon en torno a su Mariscal.
—Esta vez ya no podremos contenerles —se lamentó abatido Gródolas
—. Será nuestro fin.
Kiril y Maikel no contestaron a Gródolas y contemplaron el campo de
batalla cubierto por centenares de cadáveres que teñían el blanco de la nieve
con el carmesí de la sangre.
A lo lejos, el Mariscal Zotelen gesticulaba dando órdenes a sus
hombres. Los gronings comenzaron a reagruparse. La caballería se dividió
en dos grandes grupos, que se colocaron a ambos flancos de la infantería.
Mientras los aliados escrutaban los movimientos de las legiones del norte su
moral volvió a derrumbarse. Desde aquella distancia parecía que las tropas
de Zotelen siguieran intactas tras los dos ataques, mas si ellos contemplaban
sus huestes, su formación defensiva se había reducido a un gran círculo
formado por lanceros y hombres de a pie en el que apenas si quedaba rastro
alguno de la caballería.
El Mariscal Zotelen apenas les concedió tiempo para lamentarse, ya que
los tambores de guerra groning no tardaron en hacer sonar la que parecía
sería la despedida definitiva de los hombres de Tum, tum, tumtumtum. Tum,
tum, tumtumtum. Tum, tum, tumtumtum. Tres largas y ominosas series de
redobles lograron estremecer el alma de los aliados. El último gritó paralizó
a la Furia de Dioses y la Luz de Medianoche.
—¡¡¡¡¡Eeeeelllllyyyyy!!!!! —gritaron miles de gronings y hasta las
nubes detuvieron su lento transitar por el cielo.
Un terrible estruendo, un devastador terremoto sacudió el suelo de
Tierra Conocida cuando todos los legionarios de Zotelen se lanzaron contra
los supervivientes del ejército de la Alianza.
La última carga había comenzado.
No habría odas que los bardos quisieran cantar sobre la ruina de
Therliangator, pues esa sería la ruina del mundo de los mortales.
Los pájaros callaron y las liebres se ocultaron en sus madrigueras.
La debacle de los pueblos libres era inminente y nadie quería
contemplarla.
Los vapores del aliento de Urkha que brotaban inagotables de la
ciclópea cabeza del wolkur se volvieron más densos, silenciando el llanto
de las nubes cenicientas que, arrepentidas, querían llorar por la suerte de
todos los hombres de noble corazón.
Mas repentinamente, un súbito viento del este comenzó a soplar,
agitando la fina capa de nieve que cubría el terreno que separaba a ambos
ejércitos. El maligno hálito de Urkha luchó contra aquel extraño viento del
este, pero el empuje y la frescura de ese aire le obligó lentamente a
retroceder. La oscuridad ya no cubría las cabezas del ejército aliado y se
retiraba contrariada hacia el norte. Los rayos del sol asomaron tímidamente
entre las apretadas comunidades de nubes y la luz de la estrella del día
brilló por primera vez, tras más de cincuenta lunas, sobre las regiones que
circundaban Groningburgo.
Acompañando al purificador viento del este llegaron los sonidos de un
lejano temblor, para lentamente convertirse en una poderosa convulsión que
sacudió las praderas del Corredor de Groningburgo.
Kiril y sus hombres tenían fijados sus ojos en las legiones del norte que
se hallaban a menos de ciento cincuenta pasos de embestirles. Sin embargo
los hombres de Zotelen dirigieron sus miradas hacia el este. Los soldados
de la Alianza creyeron que los gronings buscaban respirar aquel aire fresco
y límpido antes del último ataque. Pero los legionarios tornaron sus feroces
expresiones en muecas de miedo y terror, frenando la velocidad con la que
hacía unos instantes cargaban contra los hombres de Therliangator.
De nuevo aquel grito llegó enviado por los dioses. De nuevo aquel grito
acudía en socorro de Kiril.
—¡Tenkolmar! ¡Tenkolmar! ¡Tenkolmar!
Los osos blancos rugían rabiosos y, aunque esta vez su voz llegaba
desde el este, el sonido de sus caballos y sus espadas volvió a sonar como
una dulce melodía para el ejército de la Alianza.
Los gronings frenaron su avance tratando de improvisar con gran
destreza una línea defensiva. Pero ya era demasiado tarde. Dos mil jinetes
de las Tierras Frías comandados por el gran Simas y Vladas el elotha,
chocaron como un arrollador torrente sobre el flanco izquierdo de las tropas
gronings ocupado por la caballería. Esta vez fueron los norteños los que
cruzaron de lado a lado entre las legiones enemigas. En su sorpresiva y
devastadora carga acabaron con cientos de legionarios, quienes
desconcertados veían cómo ríos de enemigos los atacaban desde el sur y el
este. Pues cuando Kiril, Maikel y Gródolas se percataron del regalo que
Nerlinguia y Olión les habían enviado, ordenaron a todos sus hombres
lanzarse contra los gronings. Ahora las fuerzas se habían igualado,
superando incluso los efectivos aliados a los esbirros de Zornik. El
llamamiento que Simas había realizado a todos los norteños, había vaciado
las Tierras Frías de hombres y mujeres que pudieran luchar y, desde Los
Siete Lagos Helados hasta las Montañas Blancas, sólo ancianos y niños
habían quedado custodiando sus hogares.
Los gronings, acosados desde el este y el sur, caían a decenas bajo las
estocadas de las espadas enemigas. El Mariscal Zotelen, sorprendido por la
irrupción de los hombres del norte, trataba sin éxito de contener al ejército
aliado.
La batalla fue larga y sangrienta. Lentamente las legiones gronings se
fueron desangrando y la contienda comenzó a decantarse a favor de las
huestes de Therliangator. Zotelen retrocedió a retaguardia y, con premura,
escribió un mensaje que ató a la pata de uno de sus halcones. Lanzó al
mensajero alado al cielo y el halcón voló veloz en línea recta hacia el
palacio del rey Zornik. Una vez el ave se perdió en el horizonte, los cuernos
de llamada groning tocaron a retirada. Zotelen había decidido retroceder
hacia el camino de Groningburgo, unas cinco millas hacia el norte, antes de
que sus legiones fuesen aniquiladas por el ejército aliado.
Los hombres de Simas y Vladas acosaron a los gronings durante su
retirada acabando con muchos de ellos. Cuando ya se habían alejado más de
dos millas del campo de batalla, Simas ordenó regresar al encuentro de
Kiril. No conocían las huestes que Zornik pudiera tener acantonadas en el
camino a la capital groning, por lo que no era conveniente correr más
riesgos de los necesarios.
Cuando los norteños regresaron fueron recibidos con gritos de júbilo y
victoria. Gródolas se adelantó a todos y corrió a abrazarse con Vladas.
—Lo logramos —le dijo Vladas con lágrimas en los ojos—. Lo
logramos. Redujimos Eloburgo a cenizas.
—Lo sé, hermano mío —lloraba también Gródolas emocionado
abrazando a Vladas.
—Y Loriklen murió —le relató Vladas—. ¡Fue el bueno de Torilo quien
acabó con él! El viejo nerlingo le preparó su última y mortal cena, ¡ja, ja,
ja! —y ambos lloraban felices por haberse vuelto a reencontrar.
Simas se acercó a ellos y tendió su mano a Gródolas para saludarle.
—Veo que tú también triunfaste en el este —dijo Simas.
—Los norteños siempre cumplimos nuestras promesas —respondió
Gródolas enjugándose las lágrimas.
No tardaron en llegar Kiril y Maikel a aquel emotivo reencuentro.
—Simas, Vladas —dijo Gródolas—, os presento a Kiril, el Rey
Nerlingo, y también a Maikel, su inseparable amigo e hijo de Torilo —y le
guiñó un ojo a Vladas.
—Tu fama te precede —dijo Simas haciendo una reverencia con su
cabeza a Kiril—. Tu espada ha logrado reconstruir la extinta alianza de
Esreghaia y reconquistar Jactinia para los tuyos.
—Mi espada yacería junto a mí en un túmulo olvidado en algún lejano
erial de Tierra Conocida si no fuera por el valor y el sacrificio de los
hombres del norte. Si ya me era imposible saldar la deuda contraída con
Gródolas, este nuevo milagro de la sagrada Tenkolmar atará a todo mi linaje
a vuestro pueblo.
—¡Ja, ja, ja! —rió Simas—. No pienses en eso ahora. Tiempo
tendremos para cavilar de qué modo podrás pagar nuestra generosidad.
Quizás parte del oro que Zornik guarda en sus almacenes sería una buena
manera de hacerlo.
—Antes tengo que saldar mi deuda con un indomable corsario del Mar
del Este. También le prometí el oro de Zornik, y creo que necesitaré mucho
del que guarda en sus almacenes para cubrir los barcos y hombres que
perdió luchando contra los legionarios de Arniokelen y Zunkonel.
—¿Siempre prometes pagar con la piel del oso que aún no has cazado?
Algún día un truhan que se sienta engañado te dará tu merecido, ¡ja, ja, ja!
—y todos rieron a carcajadas.
—Así que tú eres Maikel —se dirigió Vladas al alko una vez cesaron las
risas—. No te pareces demasiado a Torilo.
—Ambos tienen el mismo buen corazón —dijo Kiril.
—Tu padre nos mantuvo con vida en Eloburgo, robaba en la cocina del
Senescal y nos daba de comer. Pero también alimentaba nuestra esperanza y
si hoy estamos aquí es también gracias a él. Así que parte de la deuda
contraída con los norteños ha quedado saldada.
—¡Por Olión que eso es cierto! —gritó Gródolas—. Ese viejo nerlingo
nos alegraba cada noche con su presencia en los barracones. A pesar de que
el maldito Senescal ofreció hospedarle en su misma casa Torilo se negó.
Cada noche regresaba a los hediondos barracones donde nos encerraban con
un trozo de carne o una pieza de fruta, además de palabras de ánimo y
consuelo. Espero que ese orondo nerlingo siga sano y salvo.
—Lo está —dijo Maikel—. Aimon me relató brevemente cómo
construyeron un campamento para los elothas en el interior del Bosque
Ranwuhan. Lo llamaron Arroyo Escondido y mi padre decidió quedarse allí
hasta el final de la guerra. Cuando todo termine, iré a buscarlo —dijo con
añoranza en su voz.
—Allí te esperará, amigo mío —respondió emocionado Vladas.
—Debemos ahora pensar cuál será nuestro próximo paso a dar —habló
Kiril—. Nos instalaremos junto a la improvisada enfermería. Creo que los
gronings ya no atacarán desde el Paso del Gorglin. Hemos conquistado ese
territorio, pero mantendremos una compañía de vigilancia en lo alto del
paso. Esta noche todos los capitanes junto a Oerlikon celebraremos un
cónclave. Aunque quizás no tengamos tiempo para ello. Los gronings
podrían llegar en cualquier momento con nuevas tropas de refresco. Pero
ahora descansad, pues la lucha ha sido terrible. Disculpadme —les dijo—.
Debo acudir junto a Enna —y dando media vuelta, se dirigió al galope
hacia la enfermería que Oerlikon había organizado tras la retaguardia del
ejército aliado.
La madrugada, la aurora, el mediodía y las primeras luces de la tarde se
habían consumido. Pero por primera vez, tras tristes y aciagas lunas, el sol
volvía a brillar tímidamente sobre el cielo de Tierra Conocida. La noche
estaría adornada por cientos de estrellas y por la pálida luz de la luna. Una
luna de esperanza.
FRENTE AL ABISMO DEL DESTINO

L a luna y las estrellas brillaban deslumbrantes esa noche en el cielo de


Tierra Conocida. Un suave y extrañamente cálido viento del este
soplaba en las llanuras del Corredor de Groningburgo, derritiendo la fina
capa de nieve caída las pasadas lunas. Un cerco de antorchas circundaba el
campamento iluminándolo con suaves luces anaranjadas. Los centinelas
escrutaban a lo lejos el creciente movimiento de tropas enemigas al otro
lado del Corredor de Groningburgo, mientras a sus espaldas se celebraba el
que todos habían acordado en llamar “El último concilio”.
Alrededor de una hoguera sobre la que se asaban a fuego lento una
docena de conejos, Kiril, Maikel, Oerlikon, Gródolas, Simas, Vladas,
Pothalion, Brandur, Aimon, Narno, Olaf y una recuperada Enna, debatían
sobre la estrategia a seguir. Kiril era quien había tomado la palabra y,
mientras el alko hablaba, Oerlikon no apartaba sus ojos de él.
—Nuestra situación ya no es tan desesperada al caer la noche como lo
era cuando despuntó el alba, amigo mío —respondía Kiril a Gródolas, quien
se lamentaba por no poder contar con el apoyo de las tropas del príncipe
Ilanit—, pero mirad hacia el norte y contemplad el fuego enemigo. Cientos
de antorchas tras las que miles de gronings se agitan como un avispero
encolerizado a punto de lanzar un devastador ataque. Y a pesar de que
hemos logrado contenerlos, no tardarán en llegar tropas de refresco desde
Groningburgo y, con ellos, los temibles gorglins de Zornik. No desdeño la
bravura de los norteños, ni la de esmugas, luinas, lupenos, bortigos,
nerlingos o skelingos. Sólo digo que nunca lograremos derrotarlos en una
batalla en campo abierto.
—¡Pero tú mismo dijiste que asaltaríamos y tomaríamos Groningburgo!
—se quejó Maikel con rabia y abatimiento—. Que derrotaríamos a los
gronings en sus propios dominios.
—Y lo sigo manteniendo, Maikel, pero no en una batalla frente a frente
—replicó—. La única manera posible de acabar para siempre con esta
guerra es acabar con Zornik —y al escuchar esas palabras Oerlikon cerró
los ojos e inclinó la cabeza, asumiendo lo que desde muchas lunas atrás
adivinaba pero se negaba a admitir.
—¿Cómo piensas acabar con Zornik? —preguntó Aimon—. Si como
dicen está protegido por una infranqueable muralla de gorglins será
imposible llegar hasta él; no al menos hasta que hayamos logrado derrotar a
sus legionarios —y dirigió una mirada hacia la posición en la que los
gronings permanecían acantonados.
—Haciéndole salir de su madriguera —contestó Kiril tras una breve
pausa.
—¿Cómo lo lograrás, amor mío? —preguntó Enna con voz trémula
invadida por un funesto presentimiento.
Kiril sólo pudo sostener por unos instantes la mirada de la joven.
Cuando volvió a hablar, sus ojos estaban clavados sobre el fuego que
tostaba la piel de los conejos.
—Nos mantendremos firmes en nuestra posición. Con la llegada de las
tropas comandadas por Simas hemos logrado equilibrar en cierta medida las
fuerzas. La balanza sigue decantándose a su favor, pero el equilibrio
comienza a ser más inestable. Ellos son más numerosos, pero con la
estrategia adecuada, les será muy difícil derrotarnos. Al menos no lo harán
de una manera rápida y contundente. De esa forma ganaremos un tiempo
precioso y, con la ayuda de los dioses, Ilanit y los sureños llegarán a nuestro
campamento en las dos próximas lunas. Si somos capaces de resistir hasta
entonces, Zornik comenzará a dudar, o quizás sean sus hombres los que lo
hagan. Se impacientarán por no poder repeler y acabar con la invasión
enemiga. Ése será el momento en que envíe mi mensaje a Zornik —terminó
con voz entrecortada.
—¿Qué mensaje? —de nuevo la voz de Enna se elevó por encima de la
del resto de asistentes al concilio.
—Un mensaje en el que retaré a Zornik a un combate singular. Él y yo,
frente a frente, su espada contra Darbrethil. Si yo venzo, los gronings se
rendirán y pondrán fin a las hostilidades, retirándose a sus dominios. Si
Zornik vence, en vuestras manos quedará el rendiros o luchar hasta la
muerte por la libertad.
—Maldita sea, ¡no puedes, no puedes hacerlo! —replicó Enna con
lágrimas de rabia en los ojos—. ¿Es que acaso crees que eres un dios
inmortal? ¿Es que acaso crees que por tercera vez mi padre, los dioses o
quienquiera que sea volverá a devolverte a la vida si caes bajo el acero de
Zornik? ¿Es que acaso crees que Zornik no acabará contigo antes de que
puedas enfrentarte a él? ¿Qué una flecha asesina te abata antes siquiera de
que puedas mirarle a los ojos?
—Zornik no me matará. No al menos antes de haber hablado conmigo
—sentenció el nerlingo.
—Lo que dice Kiril es cierto —habló Oerlikon con pesadumbre en su
voz, anticipándose a la réplica de su hija—. Zornik anhela encontrarse cara
a cara con Kiril, desea leer en su mente. No, hija mía, no lo matará en una
emboscada.
—Padre, ¿te pones del lado de Kiril? ¿Apruebas la locura que pretende
llevar a cabo? —preguntó desesperada Enna—. Estoy herida y las fuerzas
me abandonan. No estoy dispuesta a malgastarlas discutiendo con hombres
engreídos que no saben más que presumir de su supuesta hombría, a seguir
hablando con guerreros que han perdido el juicio y están poseídos por la
demencia —y la joven se levantó del concilio—. Quizás nuestro Rey
pretenda suicidarse entregándose al enemigo, pero yo lucharé hasta que las
fuerzas me abandonen y ya no sea capaz de empuñar mi espada. Pero caeré
luchando, no rendida a los pies de Zornik —y dándoles la espalda se alejó
perdiéndose entre los círculos de soldados que descansaban sentados sobre
el suelo nevado.
—Enna… —musitó Kiril con inmensa tristeza.
—Déjala marchar —le aconsejó Oerlikon mientras el resto de asistentes
al concilio se preguntaban si no estaría la joven en lo cierto y realmente
Kiril y Oerlikon habían perdido la cordura.
Sin embargo los gritos de los centinelas no les dejaron reflexionar por
más tiempo sobre las palabras de Enna.
—¡Los gronings se movilizan! ¡Su caballería avanza hacia el
campamento! —y la calma que durante un breve tiempo había reinado en el
campamento se transformó en una repentina agitación.
—La luna me envía un inesperado presente —dijo Narno mientras
afilaba con una piedra los filos de su hacha de dos cabezas de la que nunca
se separaba.
El resto sonrieron complacidos por la templanza de Narno. Los
capitanes corrieron para formar a sus hombres, pero antes de que el concilio
se disolviera Kiril les dio una última consigna:
—Resistid. Resistid una tras otra las embestidas gronings y os prometo
que pronto os conduciré a la victoria —y todos asintieron con un halo de
tristeza en sus ojos, pues esa noche habían comprendido el plan que Kiril
planeaba realizar, sacrificando su vida para acabar con aquella sangrienta
guerra.
Los capitanes se alejaron prestos para ordenar a sus hombres ocupar las
posiciones que tenían asignadas en el frente, pero Oerlikon permaneció al
lado de Kiril.
—¿No marchas al combate? —le preguntó el anciano lacrag del sexto
clan.
—Antes debo hablar con Enna —respondió apesadumbrado.
—Enna te ama, si eso es lo que te preocupa. Y aunque ahora desearía
odiarte con todas sus fuerzas y alejarte para siempre de su lado, no puede
hacerlo. Su incondicional amor por ti se lo impide. Teme perderte, Kiril.
Teme que tu descabellado plan te conduzca a la muerte y su corazón se
rompa para siempre.
—Si muero tú podrás resucitarme… —esbozó Kiril una mueca de
sonrisa.
—Si caes ante Zornik, no dudes que su abominable espíritu entregará tu
cuerpo desmembrado a sus rabiosos wolkurs y después esparcirá tus cenizas
a los siete vientos. No, Kiril, si esta vez caes, ni la misma Nerlinguia podrá
devolverte a la vida.
—Therliangator y Darbrethil triunfarán. El Verdugo de la Oscuridad y
La Espada de Libertad acabarán con el sombrío mal que dicta los designios
de Zornik.
—Rezo porque así sea —dijo Oerlikon—. Por tu bien y por el nuestro.
Y ahora arregla con mi hija lo que has estropeado en el concilio. Enna y los
hombres te necesitan al frente de nuestro ejército.
—Creo que el hacha de Narno me concederá unos instantes para poder
hablar con Enna antes de que nuestra vanguardia se desmorone al no ver a
Therliangator comandándola en primera línea del frente.
—Apresúrate o quizá tengas que buscar a Enna en esa vanguardia.
Kiril corrió hacia la improvisada enfermería pues intuía que Enna
regresaría allí para cambiar los vendajes de su herida, tomar una infusión de
hierbas que adormeciesen por un tiempo el punzante dolor que sentía en su
hombro y, a continuación, partir a guerrear junto a los nerlingos del sexto
clan contra los legionarios gronings.
A fe que Kiril no se equivocaba pues, a veinte pasos frente a él bajo una
improvisada carpa, uno de los curanderos terminaba de ajustar el vendaje de
la joven. El Rey Nerlingo caminó hacia ella con gesto cariacontecido.
—Déjanos solos, por favor —le dijo al curandero en un tono imperativo
que no concedía espacio para la duda.
La figura del alko se recortó frente a la tienda de campaña a la luz de las
antorchas.
—Sí, mi señor… —respondió titubeante el curandero cuando reconoció
a Kiril.
—No tienes por qué irte —replicó molesta Enna—. Termina de
vendarme el hombro.
—Ya lo he hecho, mi señora —y sin despedirse se alejó para seguir
atendiendo al resto de soldados que habían sido heridos durante los
combates del Paso del Gorglin.
Durante unos instantes un tenso y gélido silencio se interpuso entre
ambos jóvenes, irguiéndose como una inexpugnable muralla. Fue Kiril el
primero en hablar.
—Entiendo tu enfado en el concilio, Enna. Entiendo que…
—¡No entiendes nada! ¡No entiendes ni una sola palabra! —gritó
girándose y retirándole la mirada.
—Pero Enna, yo… —balbuceaba Kiril desconcertado—. Yo soy el líder
de esos hombres y debo ser yo quien me enfrente a Zornik. Hay cosas que
tú desconoces y que me empujan irremediablemente a cumplir con el
destino que está escrito.
—Tú. Tú y mi padre —gruñó enfadada—. Vosotros y vuestros secretos
de Kliat, de lacrag o de como infiernos lo llaméis. Sí, tú eres nuestro líder,
Kiril. Yo y todos los hombres que hemos llegado hasta aquí te seguiremos
hasta la misma morada del jinete sin rostro si es necesario. Pero lo haremos
juntos, ¡juntos! No dejaré que tú enfrentes solo ese destino del que hablas.
Me niego a creer que los dioses hayan escrito en las estrellas que toda esta
maldita guerra se reduzca a que entregues tu vida en sacrificio. Me niego a
aceptarlo. ¡Y renegaré de todos los dioses si es así! ¡Repudio a Nerlinguia!
¡Maldición! —y comenzó a llorar desconsolada, apretando tanto los puños
por la rabia que los dedos se tornaron blancos pues la sangre no podía
circular por sus venas. Kiril la contempló con una mezcla de ternura y pena
al verla sufrir de esa manera—. Porque yo ya no puedo vivir sin ti. Te amo,
Kiril. Mi amor es generoso pero tú insistes en ser egoísta, en buscar a tu
manera el fin de todos los males que nos asolan, alejándome de tu lado.
¡Por favor, te lo ruego! —gimió ahora suplicante mirando de nuevo a los
ojos del alko—. Déjame luchar a tu lado, déjame compartir tu destino.
Puedo luchar y sé luchar mejor que muchos de los soldados de tu ejército.
No me alejes ahora de ti, no en esta hora aciaga. Juntos hemos llegado hasta
el borde del abismo. Te lo prometo, Kiril hijo de Akrog: si tú saltas, yo
saltaré contigo.
Kiril no pudo soportar por más tiempo permanecer separado de los
brazos de su amada tras aquella muralla de reproches y corrió a abrazarse a
Enna. Los dos jóvenes se fundieron en un desgarrador abrazo mientras la
primogénita de Oerlikon lloraba de rabia, sintiéndose impotente ante la
tozudez y determinación de Kiril.
—Luchemos codo con codo, juntos hasta la muerte si es necesario —
insistía la joven.
—Te lo prometo —contestó Kiril con el corazón roto, prometiendo algo
que sabía no podría cumplir.
Enna le abrazó tan fuerte que apenas si podía respirar. La joven nerlinga
había olvidado el dolor de la herida provocada por la flecha groning que le
había mantenido apartada de la lucha la pasada luna.
Los legionarios gronings no les concedieron más tiempo para poder
disfrutar de su reconciliación, pues el brutal sonido del choque del acero
reverberó en el Corredor de Groningburgo. La caballería enemiga cargaba
contra la vanguardia del ejército aliado que se defendía ordenadamente en
apretada formación.
—Debo acudir al frente. Descansa, recupera tus fuerzas —le dijo con
dulzura—. Volveré. Hoy no es el día en el que el jinete sin rostro acudirá a
mi encuentro —y Enna asintió a regañadientes, pero besó a Kiril en los
labios.
—Te esperaré. Velaré rezando por la victoria de nuestro ejército. Que
Nerlinguia te proteja —y con una melancólica mirada se despidió del alko.
Kiril corrió hacia la vanguardia de su ejército empuñando a Darbrethil.
A medida que se fue acercando a la batalla descubrió, entre cientos de
siluetas que se difuminaban amortajadas por las sombras de la madrugada,
la danza mortal del hacha de Narno que, con poderosos y precisos
movimientos, acababa por docenas con los legionarios gronings.
—Bravo Narno, bravo Guardián —musitó Kiril—. Que Nerlinguia nos
regale una larga y oscura noche. Que la luna mantenga alejado al poderoso
sol en una interminable madrugada. El Guardián de Bosque Salvaje será
esta noche el paladín de los pueblos libres —y corrió a través de las filas de
su ejército para unirse en la lucha a los intrépidos capitanes aliados.
La batalla fue breve y la caballería groning se replegó ordenadamente al
comprobar que no podría abrir una brecha en el frente defensivo formado
por el ejército de la Alianza. Los hombres prorrumpieron en vítores y Narno
alzó desafiante al cielo su enorme hacha.
Cuando los gronings se reagruparon los cuernos de llamada volvieron a
sonar. Pero esta vez no ordenaban una nueva carga contra los rebeldes. Los
cuernos anunciaban la llegada de su rey al frente de más de mil quinientos
hombres, gorglins y soldados de la guarnición de Groningburgo a partes
iguales. Decenas, cientos de antorchas emergieron tras el paso que conducía
a la capital groning, una temible serpiente de fuego más ávida aún de sangre
que los legionarios del Mariscal Zotelen. Al frente de la comitiva,
precedidos por un coro de estremecedores aullidos, caminaban más de un
centenar de las bestias wolkur, los demoníacos perros de la guerra de
Zornik.
Los rugidos de los wolkurs aterrorizaron a los soldados del ejército de la
Alianza. El frente de la vanguardia comenzó instintivamente a retroceder,
hasta que sólo Narno quedó al frente del ejército aliado. El gigante se
volvió hacia los hombres y, antes de que pudiera pronunciar una sola
palabra, Los Quince de Klimerik se adelantaron colocándose junto a Narno.
—¡Hombres y mujeres que formáis el ejército libertador, no temáis! El
Guardián velará esta noche por vosotros. A pesar de que mi campana de oro
se encuentra a muchas millas de aquí, mi hacha mantendrá a raya a esas
bestias. ¡Que Zornik se atreva a enviar contra el Guardián a su manada de
perros rabiosos esta noche! ¡Le devolveré las cabezas de esas bestias para
que adorne con ellas las paredes de los salones de su palacio! ¡Ja, ja, ja!
¡Venid aquí, os estoy esperando! —gritó riendo como un demente al tiempo
que se volvía para mirar hacia las luces que incendiaban la zona norte del
Corredor de Groningburgo.
Los Quince de Klimerik, encabezados por Aimon, también dirigieron
sus miradas hacia el grandioso ejército groning y alzaron desafiantes sus
espadas. Enoc, Eboc, Aimerin y Alvar hicieron sonar sus cuernos creando
una desafiante y burlona sinfonía. Cientos de cuernos se unieron al desafío
de Los Quince de Klimerik y lograron que wolkurs, gronings y gorglins
enmudecieran ante el atronador bramido de los aliados.
En el frente enemigo los gronings abrían paso a las bestias que
avanzaban hacia vanguardia, asustados por los guturales sonidos y los
aterradores ojos de los wolkurs, que brillaban perfilando la muerte en sus
pupilas al pasar entre las antorchas.
Uno de los gorglins encargados de conducir a las bestias mediante
gruesas cadenas metálicas, se detuvo unos instantes para hablar con Inorkul:
—Mi capitán, las bestias se revuelven inquietas. Perciben algo extraño,
algo que parece intimidarlas. Nunca las había visto comportarse de esta
manera. Cuando sienten que la lucha está a punto de comenzar se tensan y
parecen enloquecer, sus ojos se inyectan en sangre y ríos de saliva brotan de
sus fauces.
—La raza de los wolkurs se está debilitando —respondió tajante Inorkul
—. Las bestias se han domesticado. Yo mismo lo he comprobado con mis
propios ojos y ahora vuelvo a constatar que los bramidos de un puñado de
cuernos las amedrentan como a ratas asustadas.
—Sí, mi capitán —asintió el gorglin sin contradecir a Inorkul, aunque
en su fuero interno sentía que un gran poder aguardaba oculto por las
sombras nocturnas tras las filas rebeldes. Un poder que los wolkurs
presentían; un poder al que por alguna extraña razón temían y respetaban.
El capitán gorglin regresó al lado de Zornik quien en ese momento
transmitía órdenes al Mariscal Zotelen.
—Reservaremos a los gorglins para acabar con su ejército —dijo al ver
acercarse a Inorkul—. Lanzaremos ahora a las bestias wolkur contra los
rebeldes. El terror a los wolkurs junto a la aviesa penumbra de la noche,
debilitará el valor de los soldados. Una vez que los wolkurs hayan
irrumpido entre las filas enemigas, lanzarás a quinientos hombres de tu
infantería de a pie contra los rebeldes —dijo mirando fijamente a Zotelen
—. Los iremos debilitando lentamente. Cuando la madrugada toque a su fin
lanzarás a los jinetes arqueros de Tierra Seca junto a tu caballería contra los
rebeldes. No permitiré que disfruten de un solo instante de tregua. No
dejaremos que se alimenten; no dejaremos que duerman. Al despuntar el
alba, serán los soldados de la guarnición de Groningburgo los que los
hostiguen y, cuando el sol alcance su cénit, lanzaremos el ataque definitivo.
Cargaremos en bloque pero tus gorglins permanecerán a retaguardia —le
indicó a Inorkul—, pues una vez los proscritos que acaudilla ese maldito
nerlingo hayan agotado sus fuerzas, los gorglins los masacrarán —e Inorkul
sonrió deleitándose con la visión de la sangrienta victoria que acudía a su
mente—. ¡Pero escuchadme! —les inquirió Zornik con extraña vehemencia
—. Quiero al bastardo nerlingo vivo. ¡Traédmelo vivo! Corred la voz entre
vuestros hombres. Aquél que capture con vida a ese que se hace llamar a sí
mismo El Verdugo de la Oscuridad, recibirá diez cofres repletos de oro,
tierras y haciendas, además de una docena de bellas y jóvenes esclavas.
¡Pero ay de aquél que lo mate! Entonces yo mismo lo despedazaré, le
arrancaré con mis propias manos el corazón y, cuando los wolkurs lo hayan
devorado, daré los restos de carne y órganos que ellos hayan desechado a
mis halcones —y el precioso halcón híbrido de Tierra Seca que descansaba
posado en el brazo izquierdo de Zornik chilló complacido por la promesa de
su amo—. ¡Y ahora lanzad a los wolkurs contra esos malditos rebeldes!
Que tus infantes aguarden prestos la señal. Cuando la confusión se haya
apoderado de las tropas enemigas ese será el momento justo de atacar.
Inorkul y Zotelen asintieron y avanzaron entre la pléyade de soldados
que se apretaban en la zona septentrional del Corredor de Groningburgo.
La luna y las estrellas brillaban ahora con un pálido fulgor, iluminando
las vastas planicies cubiertas por un fino manto blanco de nieve. Frente a la
vanguardia aliada la nieve se había derretido, trasformando aquel erial en
una siniestra mezcolanza de hierba, barro, tierra, sangre y muerte. Sobre
aquel túmulo encharcado bajo el cielo raso, centenares de cadáveres de
hombres y caballos descansaban inmóviles, aguardando a ser pasto de las
aves de carroña que, desde hacía horas, sobrevolaban inquietas y
hambrientas en grandes círculos el campo de batalla.
Esta vez los gronings no hicieron sonar sus cuernos. Tampoco
redoblaron sus tambores. Esta vez no avanzaron con antorchas que los
delatasen. Simplemente lanzaron a sus wolkurs a través de la bruna
oscuridad de la noche, bajo la luz de la luna muerta, trotando a través de las
inmensas extensiones nevadas.
El oscuro y pardo pelaje de los wolkurs contrastaba con el blanco
purificador de la nieve que se dibujaba bajo el firmamento. El rugido de las
bestias y las enérgicas pisadas con las que avanzaban pusieron sobre aviso a
la primera fila de la vanguardia aliada.
—¡¡¡Wolkurs!!! —gritaron horrorizados varios de los centinelas.
Como Zornik había predicho, el miedo y la confusión se apoderaron de
los soldados del ejército de la Alianza. Los lanceros retrocedían buscando la
protección de los arqueros y los arqueros buscaban escudos y espadas tras
las que parapetarse de aquellos demonios de ojos brillantes que se
abalanzaban veloces sobre ellos. Pero en esos cruciales momentos de
desconcierto, cuando el valor de los hombres se esfumaba como jirones de
niebla rota por el sol del mediodía, surgió la formidable figura de Narno, el
Guardián de Bosque Salvaje quien, blandiendo su enorme hacha por encima
de su cabeza como si de una liviana flor se tratase, se plantó frente a la
manada de wolkurs que avanzaban como bisontes en estampida,
desafiándoles sin atisbo alguno de temor en su rostro.
El gigante gritó con voz firme y poderosa antes de asestar el primer
golpe mortal:
—¡Arqueros! ¡Descargad, descargad! —y como si fueran las órdenes de
un general las que brotaban de la garganta de Narno, la entereza, el aplomo
y el valor prevalecieron sobre el miedo, y los arqueros se reagruparon para
descargar una mortal lluvia de flechas contra la manada de wolkurs.
La primera bestia no fue abatida por las flechas aliadas sino por el hacha
del Guardián. Cuando los wolkurs percibieron la presencia de Narno,
buscaron otras presas a las que atacar entre la nutrida vanguardia aliada. Sin
embargo el gigante, como experto cazador de malignas criaturas, no dejó
escapar al primero de los wolkurs que trató de evitarle y descargó sobre él
toda la fuerza de su hacha cortándolo en dos desde la espalda hasta el
pecho. Las bestias se agitaron y gruñeron y aullaron, pero sólo un par de
aquellos lobos engendrados en el averno se atrevieron a enfrentar a Narno
para vengar la muerte de su hermano. El gigante no les dio tiempo a que lo
rodearan y, de un violento y sorpresivo movimiento, girando sobre sí mismo
ensartó con su hacha a una de las bestias por las costillas. Después golpeó
con el hacha, en la que estaba atravesada y desangrándose agonizante el
primero de los wolkurs, al segundo demonio que lo hostigaba. El golpe
derribó al animal, momento que aprovechó Narno para abalanzarse sobre él
y, con un terrible abrazo, partió el cuello del wolkur acabando con él al
instante.
Mientras tanto los arqueros habían abatido a más de quince wolkurs con
su andanada de flechas y una compañía de lanceros que había recuperado el
valor perdido, luchaba cuerpo a cuerpo contra las bestias defendiéndose con
sus largas alabardas. Sin embargo muchos de los wolkurs habían penetrado
ya entre las filas aliadas acabando con más de una decena de hombres y
mutilando a otros tantos, arrancándoles piernas o brazos.
Narno no daba tregua a los wolkurs y lentamente consiguió diezmarlos
con la inestimable ayuda de los arqueros. Aquellas bestias no eran soldados
adiestrados que supieran cuando debían seguir luchando o cuando debían
retirarse. Enloquecidas por el olor de la sangre y de los miembros lacerados
su mente se nublaba, y ya nada más que la muerte o el exterminio de sus
presas podría detenerlas.
Con gran esfuerzo y sacrificio de vidas humanas los aliados fueron
acabando uno a uno con los wolkurs. Kiril, Maikel, Simas, incluso Aimon y
Vladas, lucharon encarnizadamente contra las bestias de Zornik. No así
Gródolas, el gran guerrero de Tenkolmar, quien atenazado por el recuerdo
de aquella funesta noche en Bosque Frío, retrocedió silencioso hacia
retaguardia, cabizbajo, ocultando su rostro a los ojos de los soldados. Los
demonios que aún moraban en lo más profundo de su alma le obligaron a
renunciar a aquel combate. La huella que Eloburgo había dejado grabada a
fuego en sus entrañas jamás podría ya ser borrada en esta vida.
Mientras Gródolas caminaba abatido hacia retaguardia, los cuernos de
la vanguardia del ejército de la Alianza y los tambores de guerra groning
tronaron al unísono anunciando la carga de la infantería de Zotelen. El de
Tenkolmar detuvo su caminar justo cuando se encontraba tras las filas
aliadas con el firme propósito de regresar al frente, toda vez que los
gronings reanudaban las hostilidades. Mas unos gritos que provenían de las
improvisadas tiendas de campaña donde se ubicaba la enfermería lo
desviaron de su camino. Gródolas corrió en aquella dirección armado con
su espada.
Cuando el norteño llegó a la enfermería sus piernas se paralizaron, su
mente se bloqueó y su corazón se detuvo. Tres wolkurs atacaban a los
heridos. Uno de los desdichados tullidos era arrastrado de la pierna por dos
de las bestias que con sus fauces hacían presa sobre la extremidad de aquel
desgraciado. El tercer wolkur se aprestaba para abalanzarse sobre un
anciano con un brazo mutilado, cuando de entre las tiendas surgió la figura
de Enna como si de una diosa de la guerra se tratara. Arrojó una lanza con
suma destreza contra el wolkur que amenazaba al anciano, atravesándole la
cabeza de lado a lado. Tomó con su mano derecha la espada y cargó contra
los dos wolkurs que desgarraban la pierna del otro tullido.
Gródolas permanecía impasible, sin poder reaccionar, atenazado por el
terror de Bosque Frío, mientras Enna, con la valentía de veinte soldados se
lanzaba contra las bestias. Los perros de Zornik soltaron a su presa y se
abrieron a derecha e izquierda. El olor de la sangre los había conducido
hasta la enfermería y no pensaban dejar pasar la ocasión de deleitarse con
los manjares que aquel almacén de carne humana les ofrecía.
Enna blandía con ambas manos la espada sobre su cabeza al tiempo que
seguía aproximándose a las bestias. Amagó con atacar al wolkur que la
observaba gruñendo a su izquierda, el cual instintivamente retrocedió.
Aprovechó entonces para, con un movimiento felino, cargar contra el
wolkur que se agazapaba a su derecha. La espada de Enna cayó como un
rayo desde lo alto, sorprendiendo al wolkur y provocándole un enorme
corte entre el cuello y la pata delantera de la bestia. El wolkur aulló
retorciéndose entre terribles espasmos de dolor, momento que aprovechó el
segundo wolkur para atacar a Enna. La joven reaccionó con presteza y pudo
armar su brazo para descargar con furia una estocada en el pecho del perro
de Zornik, pero la inercia del potente salto del animal hizo que éste cayera
sobre Enna agitándose entre horrendas convulsiones. La hoja de la espada
de la joven nerlinga surgió por la espalda del wolkur acompañada de un
gran chorro de sangre emponzoñada.
El peso de la bestia fue demasiado para las escasas fuerzas que le
quedaban a Enna. La hija de Oerlikon había caído de espaldas al suelo con
el pesado cadáver del wolkur sobre ella. Trató de zafarse del cuerpo, pero el
wolkur permaneció inerte sobre ella, como una gran alfombra de piel de oso
sobre el suelo de una cabaña. La otra bestia que estaba herida, se acercó
cojeando hasta ella, con ojos incendiados por el odio, y la contempló
durante unos instantes, viendo cómo su presa permanecía atrapada bajo el
cuerpo de su hermano de camada, inmóvil, indefensa, impotente ante su
inminente ataque. El wolkur acercó sus fauces al rostro de Enna,
olfateándola con delectación, emitiendo un repugnante y gutural sonido
mientras ríos de saliva se descolgaban por sus afilados colmillos hasta caer
sobre la cara de la nerlinga. El wolkur abrió sus mandíbulas y se irguió
tomando impulso para su último y devastador ataque, pero el brillo de los
ojos del wolkur se apagó súbitamente y el filo de la espada de Gródolas
atravesó el cráneo de la bestia para salir por su boca.
El guerrero de Tenkolmar había vencido a los demonios que lo
atormentaban y, cuando el jinete sin rostro se aprestaba a montar a la joven
nerlinga a lomos de su negro corcel, el acero de Gródolas le salvó la vida.
Enna suspiró aliviada, soltando una bocanada de aire que vació sus
pulmones. El norteño arrancó su espada de la cabeza del wolkur y la dejó en
el suelo para poder retirar el cuerpo de la bestia que yacía muerta sobre
Enna. Gródolas sintió de pronto una presencia a su espalda. Volvió su
cabeza y contempló horrorizado las fauces sanguinolentas de un enorme
macho pardo que se abrían frente a sus ojos. Las imágenes del cielo
iluminado por el sol de medianoche, el blanco eterno de los hielos
perpetuos y la visión de una aurora boreal cruzaron fugaces por sus pupilas
hasta que los ojos del guerrero de Tenkolmar se sumieron en una insondable
oscuridad.
—¡¡¡Noooooo!!! —gritó Enna destrozada al ver al gran wolkur
desgarrar la cara y el pecho de Gródolas.
Aún la joven nerlinga sacó fuerzas de flaqueza y tuvo arrestos para
poder ponerse en pie. Cuando fue a echar mano de su espada se percató que
estaba clavada en el wolkur que ahora yacía a sus pies.
—¡Te mataré con mis propias manos aunque sea lo último que haga! —
gritó iracunda al wolkur que se ensañaba con el desdichado Gródolas.
Cuando se disponía a atacar al wolkur, recortadas por la luz de la luna,
Enna vio las siluetas de cinco hombres que se acercaban corriendo hacia la
enfermería. A medida que se aproximaban pudo distinguir con
desesperación que se trataba de soldados gronings.
—Es el fin —musitó para sí—. Los gronings han derrotado a nuestro
ejército. No importa ya morir a manos de wolkurs o gronings. Pero yo elijo
vengar al guerrero del norte. ¡Acabaré contigo, bestia maldita! —y de un
salto Enna se abalanzó con sus manos como única arma contra aquel
enorme wolkur pardo.
Enna lo aferró por el cuello y lo derribó, cayendo al suelo junto al
wolkur. Mientras rodaba abrazada a la bestia sintió cómo los músculos del
wolkur se quedaron repentinamente rígidos e inmóviles. Cuando terminaron
de rodar agarró al wolkur por la espalda y trató de ahogarlo, pero el cuello
del animal estaba flácido, como si fuera un juguete roto. Se zafó del wolkur
y se puso en pie. Enseguida cayó en la cuenta del motivo por el que el
animal no se movía ni oponía resistencia alguna. Tres flechas de penachos
rojos y negros brotaban como estacas de su espalda. El wolkur había sido
abatido por las flechas gronings.
La joven nerlinga se volvió hacia el lugar donde los cinco gronings se
apostaban en actitud amenazante. Pero había algo extraño en aquellos
soldados. Cuando uno de ellos se adelantó unos pasos y cayó de rodillas al
suelo llorando desconsolado frente al cuerpo mutilado de Gródolas, Enna
comprendió que aquellos gronings eran afines a su causa.
Un segundo groning se adelantó acercándose a la hija de Oerlikon. El
legionario contempló su rostro bajo la pálida luz de la luna y de su boca
brotó el sonido de una voz familiar:
—E… ¿Enna? —dijo el groning.
—¿Oyvind…? ¡Por Nerlinguia! ¿Eres tú?
Los dos nerlingos se quedaron mirándose como estatuas de piedra
durante unos instantes. Varios soldados de la Alianza que acababan de
llegar alertados por los gritos de los heridos sacaron prestos las flechas de
sus carcajes y armaron sus arcos para hacerlos cantar contra los gronings.
Pero al contemplar el emotivo abrazo entre su capitana y aquel groning,
bajaron sus arcos y depusieron su actitud hostil.
Enna y Oyvind lloraron abrazados por tan gozoso reencuentro, pero a
solo unos pasos de ellos, Ingvar y los tres norteños, Gregas, Lartas y Vaeras,
formaban un círculo alrededor del agonizante Gródolas.
—Al final ha sido un wolkur el que ha acabado conmigo… —hablaba
en voz muy baja y un hilo de sangre brotaba por la comisura de sus labios.
El wolkur le había mordido en la cara, en el cuello, en el hombro y en el
pecho, pero la peor parte se la había llevado su estómago donde la bestia se
había ensañado.
—No hables amigo —le dijo Ingvar con lágrimas en los ojos—. No
malgastes tus fuerzas. Enseguida vendrán a curarte —trató de darle
esperanza sin apenas convicción al ver como Gregas, quien estaba agachado
tras Gródolas, negaba con la cabeza.
—No me compadezcas, asesino de wolkurs —y Gródolas esbozó lo que
quiso ser una mueca de sonrisa dentro del insoportable dolor que padecía—.
Sabes… sabes tan bien como yo que estaré muerto antes del alba. ¡Ay
infeliz de mí! —se lamentó—. Cuántas… cuántas veces llamé a la muerte
durante mi cautiverio en Eloburgo. Pero cuando ella acudía a mi encuentro
le decía que la había llamado para que me ayudara en mi tarea de picador.
Sin embargo ahora… ahora que el final… —tosió sangre mientras su voz se
apagaba lentamente—, ahora que el final está tan cerca, ahora que podría
regresar a Tenkolmar, ahora… ahora es cuando el maldito jinete sin rostro
acude a mi encuentro. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué estúpido fui! Nadie… nadie escapa a
su destino —Gródolas jadeó y sus párpados comenzaron a cerrarse sobre
sus ojos sin vida.
—¡Gródolas! ¡Gródolas! ¡No te vayas! —le suplicó Ingvar.
Enna y Oyvind se acercaron al círculo que formaban el hijo del trueno y
los tres norteños en torno al agonizante Gródolas.
—Enterradme… en… Tenkolmar —rogó el norteño y expiró. Sus
párpados se detuvieron a medio camino e Ingvar con suma pena y ternura se
los cerró.
El hijo del trueno se levantó poseído por el dolor y la rabia, y elevó su
potente voz al cielo que, desde el este, anunciaba la llegada de la aurora:
—¡Yo os maldigo! ¡Yo os maldigo dioses del firmamento! Os maldigo
por haber permitido que Gródolas de Tenkolmar haya muerto en estas
tierras hostiles. ¿Es que acaso envidiáis nuestra condición de mortales? ¿Es
que acaso disfrutáis contemplando cómo mueren los hombres de bien?
¡Abandonad vuestros tronos dorados y descended a Tierra Conocida!
¡Probad en vuestros sagrados cuerpos la mezquindad de una vida
perecedera! ¿Es que no os es suficiente con vuestra infinita eternidad?
Oyvind fue el único que se atrevió a acercarse a su hermano para tratar
de consolarlo y calmarlo. El resto de los soldados, incluso Gregas, Lartas y
Vaeras, retrocedieron ante la cólera desatada del hijo del trueno.
—Cálmate hermano mío. Lo sucedido no es obra de Nerlinguia, ni
siquiera de otros dioses que velan por sus pueblos. Es el mal que mora en
Groningburgo el que ha provocado todas estas desgracias. Ese mal busca
que reneguemos incluso de la piedad de nuestra diosa. Nuestra mortalidad
es el regalo de la Sagrada Bestia como Oerlikon y Kiril bien conocen. Fue
el Unicornio quien nos salvó del exterminio en la Primera Tierra.
Ingvar cesó de maldecir pero su rostro seguía contraído, enrojecido por
la ira. Súbitamente un resplandor colérico incendió sus ojos y gritó con la
furia de un trueno a sus hombres:
—¡Corred la voz! ¡Gródolas ha muerto! ¡Hay que vengar a Gródolas!
¡Venganza, venganza, venganza! —y el alko armado con su espada corrió
hacia el frente de la batalla sin cesar de gritar.
Los hombres, exaltados por los gritos de Ingvar, corrieron tras él como
un torrente desbocado al clamor de “¡Gródolas ha muerto! ¡Venganza,
venganza, venganza!”.
Enna aconsejó a Oyvind que acompañase a su gemelo a la batalla. Ella
estaría a salvo en la enfermería toda vez que los Wolkurs habían sido
abatidos. Oyvind y los tres norteños asintieron y corrieron tras los pasos de
Ingvar a través de la menguante oscuridad de la madrugada. El amanecer no
tardaría en alcanzarlos y los rayos del sol iluminarían el sangriento lienzo
en el que se había convertido el campo de batalla.
La desbocada carrera de Ingvar avanzando entre las tropas aliadas
encendió a los soldados de la Alianza, contagiando especialmente su furia a
todos los norteños que escuchaban las aciagas nuevas sobre la muerte del
antiguo líder de la Alianza de Tenkolmar. Un incontenible empuje se
apoderó de los hombres y desembocó en una terrible ola que surgió desde
las entrañas de aquel ejército. Cientos de soldados corrieron hacia
vanguardia, donde Kiril y los otros capitanes luchaban sin descanso contra
el ataque de la infantería groning. Aquella ola se abrió paso y terminó
arrasando con el frente enemigo, sorprendiendo incluso a los capitanes del
ejército de la Alianza que contemplaban atónitos cómo un imparable
torrente de hombres arremetía con desatada violencia sobre los enemigos.
Los gronings cayeron abatidos a cientos y, antes de que la debacle fuera
total, se batieron en una caótica retirada. Los gronings que se cruzaron
aquella noche con el hijo del trueno y tuvieron la fortuna de escapar con
vida, jamás olvidaron la cólera de mil dioses que ardía incendiando sus
ojos.
Los gronings se dispersaron y huyeron diezmados hacia las posiciones
que ocupaban el grueso de sus tropas. Durante las próximas horas Zornik se
pensaría muy mucho volver a hostigar a los aliados sino era con todo el
poder de su ejército.
En el frente se produjeron inesperados y gozosos reencuentros. Los de
Ingvar, Gregas, Lartas y Vaeras con Simas y Vladas a pesar de que la dicha
por volver a verse quedó enseguida postergada por el dolor de la muerte de
Gródolas. Vladas se derrumbó al escuchar de boca de Ingvar los detalles de
la muerte del norteño.
—Vladas, hermano de sangre —trataba inútilmente de consolarle—
juntos llevaremos el cuerpo de Gródolas a su amada Tenkolmar. Allí lo
enterraremos en una alta atalaya para que pueda contemplar el mar, el cielo
y las heladas praderas de las Tierras Frias. Te prometo que lo haremos y
juntos beberemos en su memoria.
Mientras Ingvar se abrazaba a Vladas, Oyvind lloraba de emoción al
reencontrarse con Kiril y Maikel, sus dos amigos de la añorada y ahora
lejana infancia en Alkoburgo. Los tres alkos sólo se abrazaron, pues no
tenían palabras para expresar la alegría por haberse vuelto a reunir. Unos
instantes después Ingvar se unió a ellos y, tras permanecer más de un
invierno separados, los cuatro alkos volvieron a reír. Juntos de nuevo, esta
vez frente a las puertas del infierno, sólo Thelmor ausente contemplándoles
ahora dichoso desde la morada de Nerlinguia.
Pero aún hubo tiempo para otro reencuentro. Advertidos por los
soldados de que un guerrero con ropajes de guerra groning había liderado al
ejército de la Alianza a la victoria ante la infantería enemiga, Los Quince de
Klimerik al completo acudieron curiosos desde el flanco en el que
combatían, a conocer a aquel misterioso guerrero. Cuando Narno contempló
a Oyvind abrazado a Kiril, Maikel y otro hombre que parecía el reflejo del
alko robado de un espejo, se frotó los ojos pensando que se trataba de una
ilusión, de uno de esos sueños que rayaban la locura, quizás ya
transformado en su pétreo estado sin aún haberse percatado de ello.
El gigante avanzó con grandes zancadas hacia el hijo del relámpago y,
apartando de un empujón a Kiril, Ingvar y al corpulento Maikel como si
fueran hojas marchitas, estrujó entre sus brazos a Oyvind:
—Testarudo peregrino, te escapaste como un ladrón en mitad de la
noche. Abandonaste a tu compañero de viaje. Eres un traidor, peregrino —
dijo emocionado Narno.
—¡Ja, ja, ja! —rió Oyvind—. ¡No me abraces tan fuerte o moriré
ahogado! —y volvió a reír—. Sabes que si te hubiese contado mi plan no
me habrías dejado marchar, o incluso peor, habrías querido acompañarme.
Tu maldición te habría perseguido y te habría conducido a la muerte en
Groningburgo. Sabes que no te abandoné; te dejé en la mejor de las
compañías —dijo mirando a Aimon y al resto de Los Quince de Klimerik
—. Ahora eres uno de ellos, un celko más, y tu destino está ligado al suyo al
menos hasta el final de esta sangrienta guerra.
—Me abandonaste —insistió testarudo Narno—. Pero te perdono,
Oyvind Soplo de Viento. Durante tu ausencia he comprendido que no puedo
dirigir tu destino, ni siquiera yo soy dueño del mío —apartó los ojos de los
del alko para ocultar su tristeza—. Y ese destino me persigue incansable
amanecer tras amanecer. Y hoy no será una excepción.
Narno volvió su mirada hacia el este y vio las luces de la aurora perfilar
la silueta de las lejanas cumbres de la Cordillera Savakien.
—Ésta ha sido una noche provechosa —le dijo el Guardián a Oyvind
sonriendo mientras le mostraba la sangre coagulada sobre los filos de su
hacha de dos cabezas—. Confío en que mañana lo sea más, pero ahora debo
irme. Mi destino me llama —y el alko asintió solemnemente.
Narno se alejó seguido por Los Quince de Klimerik.
—Tienes razón —dijo volviéndose hacia Oyvind—. Mi destino está
atado al de estos celkos que celosos velan mis sueños —y se alejó veloz
para ocultarse de la caricia de los rayos del sol—. Tienes razón —musitó
ahora para sí cuando alcanzó la arboleda bajo la que dormiría su sueño de
piedra durante el día—. Siempre la tienes, testarudo peregrino —repitió, y
su boca quedó sellada en el instante en que el primer rayo de luz le alcanzó
convirtiéndole en una grandiosa estatua de piedra.
LA DECISIÓN DE THERLIANGATOR

E l nuevo día trajo una breve y forzada tregua entre los dos ejércitos.
Mientras Zornik maldecía la torpeza y cobardía de su infantería y se
reunía con Zotelen e Inorkul para pergeñar el ataque definitivo, en el
campamento aliado se celebró un encuentro entre los capitanes al que
también fueron invitados Oyvind e Ingvar.
Mientras tanto, Gregas, Lartas y Vaeras desayunaban unas gachas junto
a Vladas tratando de consolarlo, de apartar de su corazón la honda pena que
le embargaba por la muerte de su inseparable hermano de cautiverio
Gródolas.
Kiril exponía con calculada precisión su visión de lo que ocurriría en las
próximas horas. Aprovechando la confusión producida por los ataques
gronings que se habían ido sucediendo durante la madrugada, el Rey
Nerlingo había enviado dos parejas de exploradores hacia el oeste (una de
ellas formada por Olaf y Lonar), para tratar de descubrir qué había sucedido
con las huestes de la Estrella del Desierto. No sólo necesitaba saber si
podría contar con los refuerzos sureños, sino también si debía estar
preparado para un ataque desde el oeste en caso de que los hombres del sur
hubiesen sido derrotados por las huestes de Zornik. Ninguno de los
presentes en el concilio, incluida Enna, tuvieron fuerzas esta vez para
contradecir la determinación y vehemencia con la que Kiril expuso su plan.
—Los gronings volverán a atacar antes del mediodía —vaticinó Kiril—,
y esta vez golpearán con todas sus fuerzas.
—Los gorglins son temibles y diestros luchadores —dijo Oyvind—.
Ingvar y yo nos enfrentamos a ellos en Groningburgo tras caer en una
emboscada. Apenas si pudimos hacer algo más que salvar nuestras vidas.
—Son mortales como nosotros —añadió Ingvar irritado, aún la cólera
por la pérdida de Gródolas ardiendo en sus ojos—. Si alguno de ellos
vuelve a ponerse al alcance de mi espada, esta vez de nada le servirá su filo
de hoja de sierra.
—No debemos permitir que sea la ira quien guíe nuestros actos —
respondió Kiril—, pues nos llevaría a la ruina.
—Ira —suspiró Ingvar con ironía—. Terrible y hermosa palabra. Si mi
corazón ya no puede soportar el dolor por la muerte de Gródolas, la
angustia por la suerte de Ira, por el destino de la mujer de la que me he
enamorado, devora mi alma. Ojalá los gronings nos ataquen ahora. Así
acabaremos de una maldita vez con esta insoportable espera. Cuando los
derrotemos y todo haya terminado cabalgaré en busca de Ira y, una vez la
haya encontrado y liberado, viajaré al norte, a Tenkolmar, para dar sepultura
al llorado líder de la Alianza del Norte.
—Tiempo habrá de cumplir esas promesas, Ingvar —dijo Oerlikon—.
Mas ahora deberá ser la cordura la que rija nuestros actos. De otra forma la
única esperanza de victoria se desvanecerá como una estrella fugaz en el
oscuro firmamento.
El alko miró fijamente a los ojos de Oerlikon, pero su mirada ausente se
perdió en las nebulosas de sus pensamientos, en las regiones del norte más
allá de Groningburgo.

Los halcones de Zornik y Zotelen volaban de este a oeste, planeando


veloces a gran altura sobre las caprichosas corrientes de aire que soplaban
con gran intensidad sobre el Corredor de Groningburgo. Barrieron el cielo
escrutando toda la barrera montañosa de los Guardianes de Groning,
dejándose arrastrar hasta las fronteras con Tierra Seca. Por el contrario, en
el campamento aliado reinaba la calma y, tras haber recuperado fuerzas con
el desayuno, muchos hombres aprovechaban esos instantes para dormir un
alerta duermevela. Los capitanes preveían que durante ese día podría
decidirse el signo de aquella batalla y quizás también el de la guerra.
Incluso los dioses parecían haberse tornado un respiro tras velar durante
interminables jornadas a sus protegidos. El cielo seguía despejado, los
oscuros vapores de la pérfida lamia concentrados sobre la fortaleza de
Zornik, y un fresco viento del este flotaba sobre la nieve que cubría las
praderas del Corredor de Groningburgo.
Antes del mediodía los centinelas del flanco oeste alertaron a los
capitanes. Dos jinetes se acercaban a galope tendido hacia el campamento.
Los gronings también se percataron de la existencia de aquellos jinetes y
enviaron un contingente de veinte hombres a caballo para tratar de
interceptarlos. Kiril reaccionó con presteza y envió dos grupos de jinetes,
uno para enfrentar a los gronings y obstaculizarlos en su objetivo y otro
para tratar de proteger a los jinetes. Gracias a la élfica vista de Oyvind, el
alko distinguió en la lejanía el enjuto cuerpo del espíritu errante, pues eran
Olaf y Lonar quienes galopaban en dirección al campamento aliado.
Los jinetes norteños enviados por Kiril interceptaron a los gronings
antes de que pudieran capturar a los dos exploradores, enzarzándose en una
lucha cuerpo a cuerpo. Los norteños, con la muerte de su querido Gródolas
aún presente, embistieron con toda su rabia y furia a los gronings que
enseguida se vieron superados. Cuatro norteños murieron, pero fueron doce
los gronings que cayeron bajo las espadas y lanzas de los de Tenkolmar.
Ante la inminente derrota, los supervivientes gronings decidieron retirarse.
Desde el campamento aliado sonaron los cuernos, obligando a los norteños
a regresar, pues sus ansias de venganza les empujaban a perseguir a los
gronings hasta acabar con el último de los jinetes. Muy a su pesar tuvieron
que regresar al campamento, mientras la estela de los gronings se perdía
hacia las posiciones donde el ejército de Zornik se acantonaba.
Olaf y Lonar alcanzaron sanos y salvos el campamento. Sin perder un
solo instante descabalgaron de un salto de sus monturas e informaron a
Kiril y los capitanes:
—¡El príncipe Ilanit avanza a solo tres millas de aquí! Probablemente se
encuentre ya a dos millas de distancia —dijo exultante y jadeante Olaf.
—¡Son muchos, cerca de dos mil hombres! ¡Todos en sus carros de
combate! —añadió entusiasmado Lonar.
—¡Fantástico! —gritó Maikel—. Con las fuerzas sureñas de nuestro
lado podremos vencer a Zornik.
—No será fácil —respondió Kiril—. Zornik cuenta con miles de
hombres y una negra magia que lo protege. Pero es cierto, la llegada de
Ilanit infundirá un gran respeto a sus tropas.
—Además equilibraremos los contingentes de caballería. Ya no les será
tan fácil a los gronings atacar nuestros flancos —pensó en voz alta Aimon.
—Hoy la fortuna nos sonríe —dijo Simas—. Si los dioses también están
de nuestro lado esta será la oportunidad de acabar con la tiranía de Zornik.
¡Victoria o muerte!
—¡Victoria o muerte! —gritaron los demás, pero Kiril y Oerlikon
permanecieron en silencio, pues sabían que sólo un gran ejército no sería
suficiente para acabar con el reinado del mal del Zornik.
Olaf y Lonar continuaron relatando a los capitanes su encuentro con el
príncipe Ilanit. Durante su avance hacia el oeste, bordeando la falda
meridional de los Guardianes de Groning habían sido hostigados sin
descanso día y noche por partidas gronings. Cerca de trescientos sureños
habían perdido la vida en esos combates, pero también los gronings habían
sufrido numerosas pérdidas, siendo muchas de sus compañías masacradas
por las tropas del reino de Saralamath. Tras bordear las estribaciones
occidentales de la cadena montañosa, apenas si encontraron ya resistencia a
su avance, por lo que marcharon recorriendo muchas millas cada jornada,
recuperando parte del retraso acumulado.
Ambos exploradores narraron cómo el corazón les dio un vuelco cuando
la pasada luna divisaron a lo lejos la gran caravana de carros de combate
sureños. Ambos se acercaron con los brazos en alto en señal de paz y, tras
una breve conversación con el príncipe y su capitán Senthilkumar, Ilanit
ordenó a Olaf y Lonar que partieran hacia el campamento para transmitir su
plan a Kiril. Dividirían sus tropas en dos grandes compañías: la primera y
más numerosa al mando de Ilanit, concentrando casi las dos terceras partes
de sus hombres, todas las trigas y cuadrigas y un pequeño número de bigas,
se dirigiría hacia las posiciones ocupadas por Kiril y su ejército. La segunda
compañía, comandada por Senthilkumar al mando de unos quinientos
hombres montados sobre bigas, se separarían de la compañía principal
tratando de sorprender a los gronings desde el noroeste con un ataque fugaz,
buscando causar el mayor daño posible en las legiones de Zornik para
después replegarse veloces hacia el campamento aliado. El objetivo de este
ataque, además de debilitar a las tropas gronings era que los legionarios
perdiesen sus posiciones y persiguiesen a los sureños, con lo que las
reforzadas huestes de Kiril podrían atacarlos ordenadamente desde el frente
y los flancos.
Apenas si Olaf había terminado de transmitir las nuevas cuando una
miríada de cuernos tronó a una milla de distancia en las llanuras del
Corredor de Groningburgo. El eco de aquel bramido se extendió por
doquier alcanzando el ensangrentado campo de batalla que separaba a
ambos ejércitos. Los aliados miraron hacia el oeste y el reflejo del sol sobre
la pulida superficie de cientos de escudos metálicos cegó sus ojos. En las
posiciones gronings el silencio se adueñó de los legionarios que
contemplaron boquiabiertos la irrupción de aquella formidable tropa
montada sobre sus temibles carros de combate. Los aliados prorrumpieron
en vítores gritando al cielo en honor a los sureños y a los dioses por no
haberles abandonado.
Los hombres de Ilanit recorrieron al galope la última milla de su viaje y
formaron ordenadamente en la vanguardia aliada mirando hacia el norte,
desafiando a las tropas de Zornik. Cuando todo el contingente sureño
estuvo formado, hicieron sonar sus cuernos y aquel potente y regio sonido
hizo temblar a los legionarios. Los halcones que volaban sobre el
campamento enemigo regresaron aleteando con fuerza hacia el norte.
Incluso Zornik parecía impresionado por la demostración de fuerza que el
ejército de la Alianza estaba llevando a cabo. El rey brujo ordenó que sus
tropas retrocedieran media milla hacia el norte, amagando con retirarse
hacia su bastión de Groningburgo.
Cuando los aliados vieron el movimiento de las tropas enemigas
gritaron enardecidos e hicieron sonar de nuevo sus cuernos. Los capitanes
sonreían y vitoreaban a Ilanit y al ejército de Saralamath. Kiril se adelantó
junto a Oerlikon, Maikel y Simas, para saludar al príncipe.
—Eres más que bienvenido, Ilanit —dijo Kiril.
—Por fin juntos de nuevo. Todas y cada una de las pasadas lunas recé a
los dioses del desierto para que siguieseis con vida.
—Como ves lo hemos logrado, a pesar de que muchos cayeron en el
Paso del Gorglin —dijo Maikel.
—También nosotros sufrimos grandes pérdidas, pero las bajas gronings
doblaron las nuestras.
—Habéis realizado un enorme y generoso sacrificio —dijo Simas—.
Nadie en Tierra Conocida podrá olvidar jamás la sangre que los hombres
del sur derramaron por la libertad de los pueblos libres —y el príncipe
agradeció las palabras del líder norteño con un ceremonial gesto.
—Olaf y Lonar me han transmitido tu mensaje. ¿A qué distancia se
encuentra Senthilkumar? —preguntó Kiril.
—Es un escorpión a punto de picar a su presa —respondió misterioso
Ilanit—. Ordena a tus hombres que se preparen. Antes de que el sol se
coloque sobre nuestras cabezas la sangre volverá a ser derramada. Vuestras
tropas deberán mantener estas posiciones y avanzar siempre hacia el norte.
No sigáis a nuestros carros. Senthilkumar y mi compañía tratarán de dividir
a las fuerzas gronings. Ése será el momento en el que tendréis que atacar,
siempre de frente, siempre hacia el norte.
—De acuerdo —asintió Kiril, comprendiendo lo que el príncipe
planeaba ejecutar.
—¡Mirad! —gritó Maikel—. Los gronings se revuelven y desplazan su
vanguardia hacia el oeste. ¡Parece que Senthilkumar carga contra ellos!
En efecto, desde el requiebro que el camino hacia Groningburgo
realizaba en dirección noroeste, la compañía de Senthilkumar emergió
como una bandada de águilas en busca de su presa. Atacaron
inesperadamente el flanco occidental de las tropas gronings desde la
retaguardia, emergiendo entre las suaves ondulaciones del terreno tomando
por sorpresa a los legionarios. El grueso del ejército giraba en esos instantes
hacia el oeste, pues las bigas de Senthilkumar habían irrumpido causando
un gran daño en aquel flanco.
Como Ilanit había previsto, los gronings bascularon hacia la zona por la
que estaban siendo atacados. El príncipe hizo entonces sonar su cuerno y
más de mil quinientos sureños partieron en estampida en apoyo de
Senthilkumar. El polvo y la nieve se fundieron en una gran nube que, tras el
paso de los carros de guerra, mostró cientos de profundas rodaduras sobre
las vastas llanuras, cicatrices que la cruenta batalla dibujaba sobre Tierra
Conocida.
Los hombres de Senthilkumar seguían causando un gran daño en las
primeras filas del flanco groning, pero lentamente su empuje comenzó a
menguar. La compañía del príncipe Ilanit se encontraba ya a menos de
media milla de Senthilkumar cuando del cuerpo principal del ejército
enemigo surgió una gigantesca compañía de caballería, más de mil jinetes
que veloces se lanzaron contra el capitán sureño. Al mismo tiempo, más de
mil legionarios formaron una barrera a vanguardia del ejército, sus largas
lanzas al frente, una gran empalizada tras la que se parapetaban medio
millar de arqueros, todos avanzando acompasadamente con paso firme
hacia el oeste. El resto de las fuerzas gronings, incluyendo los temidos
gorglins quedaron apostados frente a las tropas que ahora comandaba Kiril.
La caballería groning cayó con toda su fuerza contra la compañía de
Senthilkumar. Reducida la inercia y la velocidad de sus carros tras la
embestida inicial y ayudada por la excelente labor defensiva de los
gronings, los sureños vieron reducida la amplitud de sus maniobras de
ataque a pesar de la agilidad de las bigas, lo que los jinetes gronings
aprovecharon para atacar desde el sur a los de Saralamath. Senthilkumar
pasó de sorprender a los gronings a verse acorralado. El empuje de la
caballería enemiga desde el sur le obligó a retroceder por el camino a
Groningburgo para poder reagruparse y cargar de nuevo contra los
gronings, mientras la férrea muralla defensiva de los legionarios desde el
flanco occidental mantenía alejada a la compañía de Ilanit.
El príncipe y los soldados que le acompañaban en su gran cuadriga
espoleaban a sus caballos, viendo que Senthilkumar era obligado a
replegarse hacia el norte. Mientras tanto los legionarios y arqueros se
habían colocado a una distancia desde la que podían hostigar sin riesgo a
los sureños. Su ataque no se hizo esperar y miles de flechas volaron desde
sus arcos oscureciendo el cielo. Las flechas cayeron como mortales
presentes sobre los hombres de Ilanit. Decenas cayeron abatidos por las
saetas enemigas y trigas y cuadrigas chocaron entre ellas mientras
cabalgaban desbocadas sin jinete alguno que las dirigiese. Una segunda
lluvia de flechas brotó de los arcos gronings y, aunque esta vez la mayor
parte de las saetas terminaron ensartadas en los escudos sureños, el ataque
obligó al príncipe Ilanit a alejarse hacia el oeste para ponerse fuera del radio
de alcance de los arcos gronings, mientras Senthilkumar continuaba
replegándose hacia el norte.
—Lanza a tus gorglins —ordenó Zornik a Inorkul desde las primeras
filas de la vanguardia enemiga—. Que los legionarios carguen contra los
rebeldes —mandó ahora a Zotelen.
Sin pronunciar una sola palabra, Inorkul hizo sonar su cuerno y un
extraño sonido brotó de él, un sonido inhumano, como el aullido de una
bestia. Cuando el bramido del cuerno cesó, Inorkul espoleó a su caballo y
galopó hacia el oeste. A continuación fue el turno de Zotelen quien también
hizo sonar su cuerno, al que replicaron los tambores de guerra groning y
todo el ejército enemigo comenzó a avanzar cadenciosamente contra Kiril y
los suyos.
La batalla se complicaba para los aliados. Ilanit había creído que el
inesperado ataque de Senthilkumar desde la retaguardia tomaría por
sorpresa a los gronings sumiéndoles en una caótica confusión. De esa
manera dividiría al flanco occidental del resto del ejército y así, entre la
compañía de Senthilkumar y sus hombres, diezmarían a los gronings
apresándolos en una mortal tenaza. Pero Zornik disponía de los mejores
espías, sus halcones, quienes la pasada luna advirtieron la separación de
ambas compañías. El rey brujo prefirió sacrificar a parte de sus hombres
para que los sureños creyeran que los habían sorprendido con aquel ataque,
y así después contraatacar calculadamente de una forma devastadora.
—El cazador cazado —se relamía de satisfacción el rey brujo.
Senthilkumar creyó haber logrado una distancia de seguridad respecto a
la caballería groning y detuvo su retirada para reagruparse y volver a cargar
contra el enemigo. De súbito, tras los requiebros del camino que venía de la
capital, surgieron de la nada quinientos gorglins que emboscaron a los
sureños. Con sus espadas de hoja de sierra desenvainadas se lanzaron sobre
las bigas de Saralamath para entablar un cruento y sangriento combate
cuerpo a cuerpo. No tardó en unirse a ellos la caballería groning que llegaba
desde el sur embistiendo con furia a los invasores.
La ruina cayó sobre la compañía de Senthilkumar. Pese a que opusieron
una feroz resistencia los enemigos les superaban en número de tres a uno, y
los gorglins, las tropas de élite de Zornik, comenzaron a imponer su
destreza con la espada. Percatándose de la desesperada situación, el
príncipe Ilanit no tuvo más remedio que dividir a su compañía: la mitad de
los hombres comandados por él mismo galoparon en ayuda de
Senthilkumar, mientras la otra mitad cargaba frontalmente contra la
empalizada de lanzas que protegía a los arqueros quienes continuaban
hostigándoles desde el noreste. Desde sus posiciones Kiril y los capitanes
veían alarmados tornar el signo de la batalla al color rojo y negro groning.
Zornik había mantenido ocultas a parte de sus huestes entre Groningburgo y
el campo de batalla y la aparente igualdad numérica volvía a decantarse a
favor del ejército del rey brujo.
Los gorglins y la caballería groning habían acorralado a los últimos
cuarenta supervivientes de la compañía de Senthilkumar, quien con su
cimitarra encabezaba la última defensa y mantenía viva la esperanza de los
soldados que le acompañaban. Las primeras trigas y cuadrigas comandadas
por Ilanit embistieron a la caballería groning, la cual se enfrascó en bloque
en una descarnada lucha contra la compañía comandada por el príncipe,
dejando a los gorglins la tarea de acabar con los últimos sureños. Las trigas
y cuadrigas seccionaron decenas de extremidades de los corceles y sus
lanzas y flechas causaron numerosas bajas a los gronings. Pero la caballería
formaba un apretado rectángulo, una gruesa muralla que impedía a los
sureños socorrer a sus hermanos.
Los hombres caían alrededor de Senthilkumar y aún no había habido un
solo gorglin capaz de acabar con el capitán sureño. Era el más diestro
espadachín del reino de Saralamath y de todos los reinos más allá de la
Barrera de Dunas. Ahora luchaba con un gorglin arropado solamente por
una docena de soldados. Con una certera estocada acabó con él y por un
instante miró hacia el sur, y vio una marea de jinetes gronings, un dique de
contención que impedía el paso a su príncipe y amigo. Observó cómo sus
hermanos luchaban a sólo unos pasos de allí tratando inútilmente de llegar
hasta ellos. Su mirada se perdió más allá de la batalla, muy lejos, muy al
sur, y creyó contemplar su amado Desierto Rojo, la tierra de ardientes
arenas y noches estrelladas.
—Volveré a verte desde el cielo —susurró y abandonó aquella extraña
ensoñación.
Presintió que su destino se acercaba, que la muerte lo llamaba a su
morada. De entre el polvo, la nieve y la sangre, surgió la oscura figura de un
jinete, un guerrero despiadado que galopaba hacia él para arrebatarle su
alma.
—El jinete sin rostro cabalga a mi encuentro —musitó Senthilkumar
preparándose para repeler el ataque.
Inorkul obligó a su caballo a recortar bruscamente en el último instante,
esquivando al capitán de Saralamath con una pirueta propia de un arlequín.
Senthilkumar, cansado por la dura lucha, no pudo anticipar el movimiento
del corcel de Inorkul y erró el mandoble que lanzó contra el gorglin.
Inorkul, aprovechando que Senthilkumar tenía su guardia desprotegida,
lanzó un tajo con su espada de hoja de sierra a la espalda del sureño,
desgarrándole de lado a lado la piel. El capitán de Saralamath se tambaleó e
hincó sus rodillas en el suelo. Inorkul bajó de un salto de su montura y, sin
dar tiempo a que Senthilkumar pudiera mirarle a los ojos, le cercenó la
cabeza. La boca del sureño quedó abierta mientras su cabeza rodaba por el
suelo, dibujando en su paladar el sonido de las últimas palabras que el
gorglin le había privado de pronunciar.
Alrededor de Senthilkumar siguieron cayendo los escasos soldados
sureños que aún quedaban en pie. Los gorglins no mostraron piedad y no
cejaron hasta acabar con el último de ellos. Tras aniquilar a la compañía de
Senthilkumar, Inorkul ordenó a sus hombres acudir en ayuda de los
legionarios y arqueros, que al contrario que ellos, estaban siendo diezmados
por la compañía sureña.
Apenas si el príncipe Ilanit pudo mantener su coraje y templanza
cuando contempló destruida la compañía de Senthilkumar. Su más fiel y
valeroso capitán, su amigo y confidente había muerto en aquellas hostiles
praderas nevadas. Pero no pudo hacer otra cosa más que reponerse y
recuperar el valor al ver cómo los gorglins se disponían a atacar al otro
contingente de sureños.
La compañía de Ilanit, a pesar de no haber podido avanzar demasiado,
estaba causando numerosas bajas en la caballería groning obligándoles
lentamente a retroceder. El futuro rey de Saralamath, al toque de su cuerno,
ordenó a sus tropas replegarse hacia el este para reunirse con la compañía
contra la que ahora cargaban los gorglins. En el centro del campo de batalla,
un gran contingente aliado comandado por Simas luchaba pie a tierra frente
a los primeros legionarios que Zornik había enviado contra las huestes de
Los soldados de ambos ejércitos cubrían el Corredor de Groningburgo, y el
entrechocar del acero y los gritos de dolor componían la devastadora
melodía de aquella tormenta de sangre y muerte. La gran batalla se había
desatado y el jinete sin rostro robaba por docenas las almas de los hombres
cubriendo aquellos vastos territorios de incontables cadáveres.
El tiempo que transcurrió desde que el sol alcanzó su cénit hasta que el
cuerno de Kiril rugió ordenando el repliegue de las tropas aliadas a las
estribaciones del Paso del Gorglin, fueron las horas más horribles y
sangrientas jamás antes vividas en Tierra Conocida.
La pradera nevada se tiñó de un color rojo purpúreo. La sangre
derramada de nerlingos, gronings, bortigos, skelingos, luinas, esmugas,
lupenos, gorglins, sureños, norteños y jinetes de Tierra Seca, mezclada con
la nieve y el barro formó un siniestro lodazal sobre el que el negro corcel
del jinete sin rostro galopaba desbocado. Cientos, miles de cadáveres yacían
marchitos sobre las praderas, despojos de la cosecha que la muerte acababa
de recolectar.
Kiril, en el fragor de la batalla, mientras segaba decenas de vidas
blandiendo a Darbrethil, tuvo una visión, un instante en el que el tiempo se
congeló, en el que sus aliados y sus enemigos quedaron paralizados
formando un aterrador lienzo en el que sólo se dibujaban trazos de muerte y
destrucción. En aquel apocalíptico tapiz contempló cientos de cuerpos sin
vida desgarrados por el acero y las bestias, de grandes capitanes como
Gródolas o Senthilkumar y de desconocidos que, por voluntad propia, se
unieron lunas atrás a la causa nerlinga. Miró en torno a sí y vio a Maikel, el
siempre fiel escudero, a Enna, herida pero indómita, a Oyvind e Ingvar, la
cólera desatada del relámpago y el trueno, a Simas y Vladas, la esperanza
de Tenkolmar, y a muchos otros más, y entonces se preguntó hasta cuándo
debería continuar sangrando la tierra, hasta cuándo la savia que corría por el
árbol de la libertad tendría que ser derramada. Decidió entonces que su hora
había llegado; el sacrificio del Elegido debía poner fin a aquella era de
infortunio.
—Es la hora de mi destino —murmuró en el sepulcral silencio que
sitiaba la imagen del campo de batalla suspendida en aquel tiempo
congelado.
Kiril, el gran Therliangator, tomó su cuerno y lo hizo sonar con furia
desmedida, exhalando hasta la última gota de aire que quedaba en sus
pulmones. El tiempo volvió a fluir y con él la sangre que manaba de los
cuerpos lacerados por el acero. La voz de Kiril se escuchó a lo largo y
ancho del Corredor de Groningburgo. “¡Reagruparse y replegarse!
¡Reagruparse y replegarse!”. Nadie osó discutir las órdenes del Rey
Nerlingo y hasta la última de las compañías aliadas, infantes, arqueros,
caballería, caballería pesada, bascularon como un único ser, agrupándose en
una compacta formación. No quedó enemigo con vida que pudiera detener
el reagrupamiento del ejército de la Alianza. Ni los sanguinarios gorglins
pudieron impedirlo. En el frente, cientos de lanceros mantenían a raya a la
vanguardia enemiga y, tras ellos, la infantería de a pie se entremezclaba con
los arqueros. Todos retrocedían ordenadamente, paso a paso, sin dejar de
mirar a los ojos del ejército enemigo. La caballería y las bigas, trigas y
cuadrigas de Saralamath retrocedían veloces ocupando prestas sus
posiciones en ambos flancos.
Un redoble de tambores gronings desde las posiciones de retaguardia,
en las que Zornik permanecía contemplando la batalla, detuvo el avance del
ejército enemigo, obligando a los gorglins y legionarios a mantener sus
posiciones sobre aquel sangriento lodazal.
El ejército aliado detuvo su retirada tras distanciarse más de un tercio de
milla del frente enemigo. Kiril desmontó de su caballo y, sin permitir que
nadie se atreviera a cuestionar su retirada, gritó con voz grave e imperiosa:
—¡Pluma y pergamino! ¡Necesito una pluma y un pergamino!
Aquellas palabras hicieron saltar las lágrimas en los ojos de Enna. La
joven no pudo contenerse y fue la única que se atrevió a hablar:
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué? ¡Será tu perdición! —dijo sollozando
desconsolada.
—¿Cuántos más han de morir para que nosotros seamos felices?
¿Cuántos más han de caer para que todo esto acabe? ¿Acaso quieres que
muera tu padre? ¿U Oyvind? ¿O Simas? No permitiré que se acabe con más
vidas. Ya no puedo soportar el peso de tantas muertes sobre mis espaldas —
terminó con el corazón desgarrado.
En ese instante llegó un luina portando un pergamino y una pluma de
faisán y tinta negra. Kiril se sentó en el suelo y, apoyando el pergamino
sobre su escudo, comenzó a escribir en él. Todos le contemplaban
cariacontecidos, sabedores del significado de aquellas palabras que ahora
plasmaba en el papiro.
Therliangator redactó un breve mensaje y pidió un arco y una flecha que
Oyvind le acercó diligente. Kiril desató la cinta azul que se anudaba a su
aún incipiente trenza y ató con él el pergamino que había enrollado
alrededor de la saeta. Se adelantó diez pasos e hizo sonar su cuerno.
Después colocó la flecha en el arco y, tensando la cuerda con todas las
fuerzas que pudo reunir, disparó la flecha mensajera hacia el ejército de
Zornik. Un círculo se abrió en las filas enemigas y la flecha cayó en su
centro geométrico. Un gorglin surgió de entre los miles de legionarios y,
recogiendo la flecha, la llevó veloz al lugar donde Zornik permanecía
apostado.
La espera fue insoportable. Un silencio aún más espantoso que el del
camposanto en la madrugada se apoderó del campo de batalla. El mundo
pareció enmudecer, pero aquel infernal silencio también fue breve. De entre
las filas de la vanguardia enemiga surgió un arquero y, al igual que Kiril,
hizo sonar un cuerno antes de disparar una flecha en dirección al ejército de
la Alianza. La flecha lanzada por el arquero se clavó con precisión a cinco
pasos de Therliangator. Con gran solemnidad el Rey Nerlingo caminó hacia
ella, tomó el pergamino que estaba atado a la flecha y leyó la concisa
respuesta que Zornik había escrito sobre el pergamino que Kiril le había
enviado:
“Tu generosidad me conmueve, pero no impedirá que mañana acabe
contigo y descubra el escondite del Unicornio”.
El nerlingo se volvió para mirar a los capitanes y, con voz grave pero
serena, les dijo:
—Ha llegado la hora de ser dueños de nuestro destino.
EL VUELO DE EULUR

E l día agonizaba en los territorios groning. Aquel cálido viento del este
se resistía a abandonarlos, empujado por una extraña y lejana fuerza,
quizá el aliento de miles de almas del extinto reino de Esreghaia que
trataban de insuflar valor y esperanza al ejército de la Alianza. Lo cierto era
que ese viento estaba logrando derretir la nieve, haciéndola desaparecer de
las vastas praderas del Corredor de Groningburgo. La luna y las estrellas
volverían esa noche a engalanar el solitario firmamento y, si nada cambiaba,
la mañana del nuevo día en la que Kiril y Zornik se enfrentarían en combate
singular, luciría luminosa y esplendorosa en honor a los dos guerreros.
La calma se había aposentado en ambos campamentos. Los soldados de
ambos bandos sabían que la tregua no se rompería esa noche, no al menos
hasta que concluyese el Duelo de Reyes, como ya muchos lo habían
llamado. A pesar de la inquietud por la espera, todos decidieron reponer
fuerzas y descansar aguardando los acontecimientos que les depararía el día
venidero. Los soldados de la Alianza devoraron con avidez la solitaria
ración de comida que se repartió, pues las provisiones comenzaban a
escasear y los capitanes habían decidido racionarlas. Si después del
combate singular la guerra se prolongara, los aliados deberían enviar a una
compañía más allá de Puente de Piedra para garantizar la intendencia de su
ejército.
Por el contrario en el campamento groning se respiraba una mayor
euforia que en el campamento aliado. Gronings, gorglins y jinetes de Tierra
Seca habían recibido con agrado la noticia de aquel combate singular entre
los líderes de ambos ejércitos. Todos habían podido contemplar alguna vez
lo diestro, rápido y letal que era Zornik en la lucha. Cuando el rey brujo lo
deseaba era capaz de degollar a su víctima sin que ésta pudiera siquiera
darse cuenta de que ya estaba muerta. A esa euforia contribuyó la orden de
Zornik de repartir una ración doble de cena a cada soldado además de
cuatro vasos de vino. Los gronings se hallaban acampados a menos de
quince millas de su capital, por lo que las provisiones no escaseaban como
en el campamento aliado. El acantonamiento groning bullía festivo cuando
cayó la noche, contrastando con el mortecino silencio que envolvía a los
soldados de la Alianza. Si de ello dependiera el resultado del combate de
mañana, Zornik habría ganado con solvencia de antemano el Duelo de
Reyes.
Bajo la pálida luz de la luna, Kiril inspeccionaba en compañía de
Oyvind la frondosa arboleda que rodeaba al gran claro donde había retado a
mortal combate a Zornik. Caminando entre los árboles pensaba en Enna y
en cómo la joven le había evitado durante toda la noche, triste y enojada por
la decisión de Kiril, por haber roto la promesa que sólo un día antes había
realizado.
—¿Por qué me has pedido que te acompañe? —le preguntó Oyvind
viendo caminar taciturno a Kiril—. ¿No deberían haber estado aquí contigo
Enna o Maikel? Ella te ama y te ha seguido desde que partiste de
Caterziveen para luchar en la Batalla del Taquakland. O bien Maikel, tu fiel
escudero desde que huimos de Lothikaton. No os habéis separado en ningún
momento desde entonces y nadie mejor que él podría protegerte hasta tu
duelo con Zornik.
—Puede que tengas razón, Oyvind —contestó con tristeza—, pero
ahora necesito tus ojos, los más agudos y penetrantes de toda Tierra
Conocida. Además no creo que hubiera sido una buena idea acudir con
Enna a contemplar el lugar donde quizá mañana yazca agonizante
traspasado por la espada de Zornik. Y aunque se lo hubiese pedido, esta
noche no me habría acompañado —y guardó un profundo silencio—. Y
Maikel, mi hermano de sangre Maikel. A él le he pedido que cumpla otro
cometido; que en estos trascendentales momentos proteja a lo que estimo
más que a mi propia vida. Le he obligado a jurar que permanezca al lado de
Enna, que la proteja con su vida si es necesario, pase lo que pase en el
duelo, y que jamás permita que los gronings la tomen como esclava. Con
gran pesar me ha jurado que así lo hará, pues no deseaba otra cosa más que
permanecer junto a mí en esta hora oscura.
Oyvind asintió, percibiendo el dolor del alko por la ausencia de Enna y
Maikel, pero continuó caminando en silencio entre aquellas apretadas
comunidades de pinos y abetos que ahora parecían bañados por la nieve
recién derretida. Siguieron internándose entre los árboles y no tardaron en
salir al gran claro, un círculo de hierba alfombrada circundado por los altos
pinos y abetos a modo de empalizada. Un circo en el que dos gladiadores se
batirían en un combate a vida o muerte para decidir la suerte de Tierra
Conocida.
—Mañana me acompañarás hasta este lugar —dijo Kiril volviéndose
hacia Oyvind tras un largo silencio. El Rey Nerlingo se quedó apostado a la
entrada del claro contemplando, bajo la débil luz de las estrellas, los árboles
que le rodeaban. No había querido encender ninguna antorcha para no
alertar al campamento groning. Kiril estaba convencido que ningún
enemigo merodearía por el lugar del duelo, pues sabía que Zornik lo
despreciaba y sólo pensaba utilizarlo para después desembarazarse de él
como un despojo a merced del jinete sin rostro—. Aquí me encontraré con
Zornik. Él llegará acompañado por otro hombre y ambos velaréis porque
sólo podamos luchar con la espada. Os aseguraréis de que no haya nadie
más alrededor del lugar del duelo y después os retiraréis a las posiciones
donde aguarden las tropas. Quien salga victorioso del combate declarará la
victoria de su ejército.
—Kiril… —dijo dubitativo Oyvind—. ¿Qué debemos hacer si… si tú
mueres?
El hijo de Akrog esbozó una sonrisa y dirigió su mirada a lo más
profundo e insondable del cosmos.
—Luchar. Seguir luchando —respondió—. Hasta la muerte, pues ése
será el destino que os aguarde si decidís claudicar ante Zornik. Si yo muero,
ese miserable no dudará en pasar a cuchillo a aquellos que se rindan ante él
confiados en recibir su clemencia —Kiril se giró y aferró con sus manos los
hombros de Oyvind—. Luchad, Oyvind, luchad en busca de un mañana de
esperanza. Yo sólo soy uno entre miles de hombres y mujeres de noble
corazón. No es Kiril, no es Therliangator quien cambiará la suerte de este
mundo. Será la determinación y la fuerza con la que luchen esos soldados
que ahora descansan en nuestro campamento y muchos otros que se unirán
a nuestra causa los que devuelvan la paz y libertad. Sed fuertes, Oyvind.
Hay grandes líderes entre esos hombres y mujeres: tú, Ingvar, Simas,
Aimon, Maikel, Oerlikon, y por encima de todos Enna, brava capitana,
mortífera guerrera que acaudillará a las tropas si yo caigo. Oerlikon la
educó para liderar el clan de los alkos perdidos, para ser la nueva Kliat, la
guardiana del secreto de nuestro pueblo. Entre todos, uniendo vuestras
fuerzas, seréis más poderosos que cien Therliangators. Zornik no podrá
derrotaros, pues aunque alguno caiga otro ocupará su lugar. Al final la
determinación de su maligno espíritu se derrumbará frente a la luz de
vuestro coraje. Mañana, Oyvind, mañana traerás contigo la luz de Ethril
Eilalith y te aseguro que su sola presencia debilitará la fuerza de Zornik.
—Así lo haré —respondió el hijo del relámpago tras escuchar las
aciagas palabras de Kiril—. Y cuando el rey brujo vuelva a contemplar mis
ojos su negra alma se estremecerá al ver que el hijo del relámpago escapó
de su maldito teatro de la muerte.
Los dos nerlingos permanecieron largo rato de pie frente al claro,
inmóviles, cada uno absorto en sus pensamientos, temerosos ante la suerte
que el nuevo día les depararía. Sin cruzar palabra alguna, conectados por un
extraño vínculo, volvieron sobre sus pasos y abandonaron la arboleda. Al
salir a campo abierto divisaron docenas de antorchas que proyectaban sobre
el campamento aliado una titilante luz, creando curiosas sombras
crepusculares que se entremezclaban con ahogados destellos anaranjados. A
sus espaldas se alzaban grandes hogueras cuyas llamas lamían la oscuridad
del firmamento, iluminando con intensidad los rostros de los soldados
enemigos que cantaban y danzaban alrededor del fuego, celebrando
anticipadamente la victoria de su sanguinario rey.

La quietud de la noche logró apagar los últimos ecos que se resistían a


enmudecer. Sólo el sosegado crepitar de las hogueras y las cadenciosas
pisadas de los centinelas lograban elevarse sobre la canción de cuna que el
viento del este recitaba. Los hombres dormían bajo el cielo raso abrigados
con sus capas, apretujados unos contra otros alrededor de los fuegos. Enna
y Kiril también dormían. La valiente hija de Oerlikon descansaba abrazada
por Kiril en una de las tiendas adyacentes a la enfermería. Enna había
decidido que no merecía la pena pasar esa noche alejada de su amado,
quizás la última noche que podría abrazarlo y sentir el calor de su cuerpo
contra el suyo. En los campamentos se escuchaban ronquidos y profundas y
acompasadas respiraciones por doquier. Todos dormían. Todos salvo Narno.
El insomne Guardián de Bosque Salvaje se enfrentaba una noche más a
su maldición, a su vida sesgada, condenado a no sentir jamás la caricia del
sol sobre su piel. Esa noche Narno se revolvía inquieto, caminando de un
lado a otro, contemplando cómo un profundo sueño se había apoderado de
todos los soldados del ejército de la Alianza. Incluso cuando se cruzaba con
alguno de los centinelas éstos parecían estar aletargados.
La madrugada había consumido más de la mitad de su tiempo y Narno,
incómodo, inquieto y sintiéndose fuera de lugar, decidió alejarse del
campamento y caminar por las vastas praderas del Corredor de
Groningburgo, rememorando sus casi olvidadas noches de soledad en sus
lejanos dominios de Bosque Salvaje. El gigante caminó hacia el norte y,
movido por la curiosidad, se dirigió con paso lento, disfrutando de la
quietud y del silencio de la noche, hacia el pequeño bosquecillo en el que
Kiril combatiría a muerte contra Zornik. Las pesadas pisadas de Narno se
hundían en la fina capa de nieve que cubría las praderas, mezclándose con
la tierra húmeda. Mientras caminaba en dirección a las apretadas
comunidades de abetos y pinos, el gigante creyó oír una voz transportada
por la brisa nocturna:
—Naaarrrnooo… Naaarrrnooo… —le pareció escuchar su nombre
susurrado por el viento—. Naaarrrnooo… Naaarrrnooo… —de nuevo
escuchó aquella llamada tras unos instantes de completo silencio.
El Guardián de Bosque Salvaje se quedó inmóvil escrutando a través de
la insondable oscuridad de la noche, tratando de descubrir a aquella voz que
le llamaba. Por tercera vez volvió a escuchar su nombre:
—Naaarrrnooo… Naaarrrnooo…
—¿Quién me llama? —bramó con voz grave que reverberó en el mudo
silencio nocturno en forma de interminable eco.
Nadie contestó. Narno miró hacia el norte y al sur, hacia el este y al
oeste, pero siguió sin ver a nadie. Decidió continuar caminando, alerta a
cada nuevo paso que daba, y aferró con fuerza su hacha de dos cabezas de
la que nunca se separaba. Volvió su mirada hacia el campamento y constató
que la calma seguía envolviéndolo bajo la titilante luz de los fuegos y las
antorchas. Únicamente las siluetas de los centinelas y de algún insomne
soldado se perfilaban caminando entre la concentración de cuerpos que
dormían alrededor de las hogueras.
La visión de las cálidas llamas sosegó al gigante y le animaron a
continuar su paseo nocturno. La arboleda estaba cada vez más próxima. La
oscuridad de la noche parecía amortajar de una siniestra manera aquel
solitario bosquecillo. Un escalofrío recorrió la espalda de Narno un instante
antes de que aquella ominosa voz regresase transportada por el suave viento
del este:
—Naaarrrnooo… Naaarrrnooo… —susurró el viento con un hipnótico
canto de sirena.
—¿Quién me llama? ¡Muéstrate, por todos los dioses! —gritó irritado.
Tampoco ahora halló respuesta alguna. Sin embargo, en el lindero de
pinos y abetos, percibió un leve y sutil movimiento entre los arbustos que
crecían a los pies de los gruesos troncos. Narno clavó en ellos su mirada y
dirigió todo el potente timbre de su voz en aquella dirección:
—¡Sal de ahí! ¡Muéstrate quienquiera que seas!
La voz que lo llamaba calló, pero pudo ver con claridad una sombra que
se agitaba entre los arbustos. Cuando Narno se aprestaba a avanzar hacia
ella blandiendo su enorme hacha, el gigante quedó paralizado, inmóvil, su
boca abierta con las palabras que iba a pronunciar estranguladas entre sus
cuerdas vocales, los ojos luchando por salirse de sus órbitas, pues la visión
que se mostraba a unos pasos frente a él jamás creyó volverla a contemplar
en esta vida.
Un niño de pelo moreno y piel blanquecina, de piernas y brazos
regordetes se apareció frente a él, mirándole a través de sus saltones ojos
marrones con una expresión de sorpresa y alegría. El infante cubría su
cuerpo desnudo con una tela raída anudada sobre su hombro izquierdo y
caminaba descalzo sobre la hierba nevada. El niño se quedó quieto,
protegido tras los arbustos, mientras observaba curioso la expresión del
Guardián quien parecía haber regresado a su pétreo estado. Ambos
permanecieron mudos, mirándose a los ojos, hasta que el pequeño esbozó
una sonrisa en sus labios y dijo:
—Papá.
Narno no podía creer lo que estaba sucediendo. El gigante seguía aún
inmóvil, sus pies anclados sobre la hierba. El niño sonriendo con picardía
volvió a hablar:
—Papá. Papá.
Esa palabra terminó por derretir los últimos resquicios de tristeza y
amargura que pudieran quedar en su corazón. Lágrimas de alegría brotaron
de los ojos de Narno, quien instintivamente se agachó depositando su hacha
en el suelo y abrió sus enormes brazos invitando a aquel niño a un anhelado
y largamente postergado abrazo.
—¡Odrán, hijo mío! —fue lo único que alcanzó a decir el gigante.
Pero el pequeño, travieso, quería jugar al gato y al ratón con Narno
antes de fundirse con él en un fraternal abrazo y, con gran agilidad, volvió a
ocultarse tras los arbustos. Narno se incorporó y corrió veloz hacia el linde
del bosque del que apenas le separaban una docena de pasos. Cuando llegó
hasta los arbustos el pequeño ya no estaba allí. Narno gritó apurado:
—¡Odrán! ¡Odrán! ¡Hijo mío, ven aquí!
Sus ojos, habituados a la oscuridad de la noche, escrutaron los árboles
más próximos tratando de descubrir al travieso infante. De repente el rostro
sonriente de Odrán asomó tras un grueso tronco de abeto, a unos quince
pasos a su izquierda.
—¡Odrán, espérame por favor! —le suplicó Narno pero de nuevo el
niño se ocultó detrás del tronco y echó a correr internándose en el
bosquecillo.
Odrán siguió jugando con Narno, mostrándose y escondiéndose,
mostrándose y escondiéndose. Cuanto más corría el gigante tratando de
alcanzar al pequeño, más lejos se aparecía tras un árbol, un grupo de
helechos o un tupido arbusto. El Guardián comenzó a impacientarse y
enfadarse.
—¡Odrán, aguarda ahí! Quédate quieto, te lo ruego, o acabarás
perdiéndote en el bosque.
El pequeño volvió a esconderse, pero esta vez, por mucho que Narno
miró y rebuscó entre la floresta, no volvió a ver la figura de Odrán.
Alarmado ante la posibilidad de que se hubiera perdido le llamó
desesperado con todas sus fuerzas:
—¡Odrán, Odrán! ¡Estoy aquí, hijo mío!
Pero la turbadora respuesta que la noche le envió fue diferente a la que
él esperaba:
—Naaarrrnooo… Naaarrrnooo… Una voz femenina volvió a pronunciar
su nombre, pero si antes había sido dulce y armoniosa ahora era pérfida y
ladina.
—Naaarrrnooo… Naaarrrnooo… mi querido Narno. ¡Ja, ja, ja! —rió
con desprecio la voz.
El gigante se estremeció al reconocer aquella voz, una voz que muchos
inviernos atrás escuchó en lo más profundo de Bosque Salvaje, una voz que
con un maléfico hechizo le sentenció a una eterna condena. Del suelo
embarrado brotaron enormes raíces de cada abeto que lo flanqueaba, como
los tentáculos de un gigantesco kraken, que se enroscaron en una tremenda
presa sobre las piernas del Guardián. Narno contempló, inmovilizado, cómo
la figura que surgía de entre la floresta no era la añorada imagen del
sonriente Odrán, sino la de la arpía lamia Urkha. Sus lacios y grasientos
cabellos grises colgaban a ambos lados de su cabeza dejando grotescamente
visible en su rostro la horrible cicatriz que el cuchillo del Guardián había
dibujado en ella. La lamia se acercó caminando torpemente sobre sus patas
de gallina al tiempo que se atusaba sin descanso sus cabellos con el brillante
peine de oro.
—¡Tú! ¡Maldita bruja! —gritó Narno iracundo—. ¡Otra vez tú! ¿Qué le
has hecho a mi hijo? ¿A dónde te lo has llevado?
—¡Ja, ja, ja! No te rebeles contra mí, Guardián del Bosque, o mis
servidores te cortarán las piernas y no podrás volver a correr tras el
espejismo de tu hijito Odrán, ¡ja, ja, ja! —y al son de la risa de Urkha las
raíces de los abetos se enroscaron con más fuerza en los pies y pantorrillas
de Narno, impidiendo que la sangre fluyera por sus venas. El gigante se
estremeció de dolor pero siguió mostrando cólera en sus ojos—.
Tranquilízate, viejo amigo. Nuestro hijo está bien…
—¡Odrán no es tu hijo, maldita bruja!
—¡Cállate estúpido. Es mi hijo. Yo lo crié. Le enseñé todo lo que sabe y
ahora es un gran hombre, un hombre poderoso que pronto se convertirá en
el más poderoso entre los mortales, ja, ja, ja! —volvió a reír con dementes
carcajadas—. ¿Acaso crees que tú y tu necia esposa habríais podido
educarle para convertirlo en el Emperador de Tierra Conocida? —y de
súbito, la lamia Urkha cayó desplomada al suelo, agitándose entre horribles
convulsiones mientras un limo amarillento brotaba de su boca—. ¡Y ahora
tú quieres hacerle daño, quieres matarlo! ¡Lo he visto en los huesos! ¡Lo he
visto en los huesos, miserable asesino! ¡El oráculo de la lamia jamás se
equivoca!
—Estás loca, maldita bruja —escupió Narno sus palabras—. ¿Cómo
puedes creer que haría daño a mi hijo? ¿Cómo puedes pensar que lastimaría
a Odrán, el último miembro de mi familia?
—¡Lo harías! ¡Quieres hacerlo! —gritó la lamia al oído de Narno.
Urkha se separó tan rápido del gigante como se había acercado a él, pues
percibió que éste iba a atacarla—. ¡Ja, ja, ja! Te la dejaste olvidada en la
pradera. Tu hacha descansa sobre la húmeda hierba de la pradera. ¡Qué
estampa tan preciosa! El grandullón queriendo abrazar al pequeño bastardo,
¡patético Guardián, ja, ja, ja! —y Narno recordó que había soltado su hacha
cuando trató de abrazar a Odrán.
—¡¿Dónde está mi hijo?! —clamó desesperado—. Ten piedad de mí y
muéstramelo una última vez.
—Eso que viste no era tu hijo, no era más que una mera ilusión, un
regalo de disculpa de esta bondadosa lamia por haberte condenado a tu
eterna maldición.
—¡Mientes, maldita bruja! ¡Mientes! Mi hijo está vivo. ¡Te ordeno que
me devuelvas a Xennia y Odrán!
—¿Me ordenas? ¿Tú me ordenas? ¡Ja, ja, ja! Eres más estúpido de lo
que pensaba, Guardián. Tu querida esposa descansa en el fondo de la
hermosa laguna, si es que aún queda algún pedazo de ella que no haya sido
devorado por los gusanos, el lodo o las raíces de mis hermosos sauces. Y tu
hijo… tu hijito… ¡¡¡Jamás volverá a ser tu hijo!!! Odrán murió para el
mundo, su nombre cayó por siempre en el olvido… —y la lamia apareció
de repente tras la espalda de Narno—. Desapareció como tú lo harás tras tu
último amanecer. Mira hacia oriente, mira hacia tu añorado hogar… ya
viene… ya viene… ya regresa, ¡la maldición de Urkha acude a tu
encuentro! —y la lamia recitó los versos de aquel horrible conjuro:

El bruno crepúsculo, tu radiante amanecer.


El frío helado que precede al alba, tu sombrío atardecer.
Como un cruel troll en el bosque habitarás;
mas no busques cobijo al llegar la alborada,
pues los rayos del sol dondequiera que estés,
siempre alcanzarán tu alma atormentada.
Trémula carne de noche, fría roca de día.
Media vida que vivir eternamente durante medio día.
Tu espíritu en llama arderá ante la pétrea estatua;
Tus recuerdos incendiarán la mente del medio mortal.
Toca la campana, huye hacia la cabaña,
pues piedra serás al amanecer del mañana.
El bruno crepúsculo, tu radiante amanecer.
El frío helado que precede al alba, tu sombrío atardecer.

La lamia saltaba alborozada alrededor del incrédulo Narno, alzando su


peine de oro al cielo, tratando de capturar en él los primeros rayos de luz
que anunciaban la llegada del nuevo día.
—No permitiré que acabes con mi niño —decía Urkha—, no dejaré que
mates a mi infante, porque tú quieres matarlo, ¡tú quieres matarlo!
—¡No lo mataré! ¡Te juro que no mataré a mi hijo! —aulló desesperado
Narno mientras comprendía que esa sería la última vez que contemplaría el
destello fugaz de la luz del amanecer.
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Sí lo harás! Lo harás si yo te dejo, pero no
te lo permitiré. La lamia lo ha visto en los huesos, ¡el oráculo de la lamia
jamás se equivoca!
—¡Esta vez sí! Esta vez te equivocas. Déjame al menos abrazar una
última vez a mi hijo. ¡Déjame verlo una última vez! —sollozó desesperado.
—¡Ja, ja, ja! Lamia bondadosa, lamia generosa —se relamía Urkha al
pronunciar esas palabras mientras la luz de la alborada comenzaba a
acariciar las altas copas de los árboles—. ¡Qué tu deseo se haga realidad!
Adiós Guardián, adiós cruel asesino de indefensas criaturas. Disfruta de tu
última visión. ¡Ahora te liberaré de tu maldición!
Cuando Urkha concluyó su rima, las raíces de los abetos aumentaron la
fuerza de su presa sobre las extremidades inferiores de Narno. El burlón
canturreo de la lamia no cesaba a sus espaldas. Súbitamente todo se
oscureció y, entre brunas neblinas, surgió frente a Narno la imagen del sitial
de un rey, un gran trono de brillante mármol negro. Sentado sobre él, un
hombre de rostro cruel y pelo de color azabache anudado en una trenza,
contemplaba a Narno a través de sus ojos negros y sin alma con mirada
terrible y desafiante, vestido con los ropajes rojos y negros de los gronings,
mientras sobre su hombro un halcón abría el pico graznando el nombre de
“Odrán”.
—¡¡¡Noooooo!!! ¡Maldita bruja, aparta de mis ojos esa mentira! —gritó
impotente Narno al ver que el monstruo que se aparecía frente a él en aquel
negro sitial era su hijo, su amado Odrán, convertido ahora en Zornik, el rey
brujo que ansiaba cubrir el mundo con su maldad. Aquel era el envenenado
regalo de Urkha, la última visión que vería antes de morir y que le
acompañaría por toda la eternidad.
—Mi niño, nuestro pequeño niño se ha convertido en todo un hombre,
¡ja, ja, ja! ¡El conquistador del mundo! —rió burlona Urkha—.
¿Comprendes ahora por qué debo ser clemente y liberarte de la horrible
maldición que te persigue? Mi niño, mi pequeño y querido infante… —
pronunció Urkha aquellas palabras con insólita dulzura al contemplar
conmovida la siniestra figura de Zornik erguida sobre el trono oscuro.
Narno cerró los ojos, tratando inútilmente de apartar aquella imagen de
su mente, de reemplazarla en vano por la del sonriente niño que lo
contemplaba con mirada descarada tras los arbustos del bosquecillo. El
gigante lloró amargamente, sus ojos cerrados, sus párpados apretados,
privado de contemplar el último fulgor del amanecer antes de su muerte.
Los rayos del sol le alcanzaron mientras su cuerpo se estremecía por las
convulsiones de un llanto desgarrador.
Su carne se transformó en piedra.
Sus lágrimas se secaron como un riachuelo bajo la canícula del verano.
Entonces Urkha alzó el peine dorado para clavarlo en la estatua en la
que se había convertido Narno.
—Hijo mío, infante querido. Por ti borraré la última huella de tu pasado.
Por ti pondré fin a la maldición del Guardián —y descargó toda la fuerza de
su brazo en busca de la espalda del gigante.
El peine de oro brilló con mortales destellos a la luz del amanecer, pero
cuando sus afiladas púas comenzaban a acariciar a Narno, un destello aún
más refulgente que el de cien amaneceres surgió entre la mano de la lamia y
el gigante. El peine de Urkha salió despedido y un horrendo alarido brotó
de la garganta de la lamia:
—¡Aaaagggghhhh! ¡Me abrasa, me quema!
—¡Aléjate de él, inmunda criatura! —gritó amenazante Enna
preparando presta una nueva flecha bañada en la luz de Ethril Eilalith para
dispararla contra la lamia.
Urkha se retorcía de dolor, encorvada sobre su estómago, sujetándose la
mano que Enna había traspasado de lado a lado con su flecha.
—¡Bastarda nerlinga! —gruñó iracunda la lamia—. ¡Yo te maldigo! ¡Te
maldigo a ti y a toda tu parentela! —y de las comisuras de sus labios caían
ríos de saliva espumosa como si de un wolkur rabioso se tratara—. Has
herido a la bella lamia, has osado atacar a la madre del Emperador del
mundo.
—Cierra tu hedionda boca y aléjate de aquí si no quieres que la luz de
mi diosa te consuma y te envíe para siempre al averno más profundo,
maldita bruja —le amenazó Enna.
Urkha se arrancó la flecha, se lamió la mano y retrocedió lentamente
mirando con ojos asesinos a Enna. La joven alka mantenía tensa la cuerda
de su arco presto para hacerlo cantar. La lamia se revolvió de improviso y
se lanzó al suelo para recuperar su tesoro más preciado, su peine dorado. Lo
recogió con su mano sana y trató de impulsarse para atacar a Enna, pero la
hija de Oerlikon no vaciló y disparó una segunda flecha de fuego divino
contra la lamia. La certera flecha se clavó en el brazo de Urkha quien chilló
con un quejido inhumano, gimiendo de dolor y maldiciendo a la joven:
—¡Bastarda nerlinga! ¡Morirás retorciéndote entre mil tormentos, tú y
todos los de tu repugnante estirpe! ¡Maldita nerlinga, yo te maldigo! —y
desapareció entre la floresta dejando tras de sí una estela de luz y humo que
se consumió como una estrella fugaz.
—Vuelve al inmundo agujero del que jamás debiste haber salido —le
ordenó Enna con voz poderosa a la estela que Urkha había dejado flotando
evanescente en el aire.
La joven caminó hacia la estatua de Narno y contempló el rictus de
tristeza y dolor con el que el Guardián había despedido al que creía su
último hálito de vida.
—Descansa, Narno. Con el ocaso tus lágrimas se consumirán y la noche
te devolverá la paz robada —y acariciando el rostro de la estatua depositó a
los pies del Guardián su fiel hacha de dos cabezas.
Enna, quien había acudido a contemplar en soledad el lugar en el que
Kiril se batiría en combate singular contra Zornik, había descubierto cómo
Urkha planeaba acabar con Narno. La joven alka no alcanzó a escuchar las
palabras que intercambiaron, pero comprendió que terribles y poderosas
fuerzas oscuras jugaban del lado de Zornik. Abatida, abandonó el
bosquecillo y se dirigió veloz hacia el campamento para alertar a Kiril de
los peligros que le acechaban en aquellas hostiles regiones.

Los soldados de la Alianza comenzaban a desperezarse al sentir sobre


sus rostros la caricia del sol del amanecer. Los centinelas dieron la voz de
alarma sobresaltados al ver acercarse a Enna corriendo desbocada como un
potro asustado. Incluso aquellos que dormían profundamente como Maikel
despertaron bruscamente de sus sueños. Cuando el hijo de Torilo descubrió
que la joven alka no estaba en la improvisada tienda se asustó y no recuperó
el color de su rostro hasta percatarse que era Enna la supuesta exploradora
que corría veloz hacia el acantonamiento aliado.
Kiril, seguido de Maikel como si de su propia sombra se tratase,
corrieron al encuentro de la primogénita de Oerlikon.
—Kiril, lo siento. Te he fallado, perdóname —le suplicó Maikel
mientras corrían hacia el lugar donde los centinelas habían dado la voz de
alarma.
—No te tortures, Maikel. La culpa no es tuya sino de Enna. Testaruda y
cabezota. Aunque hubiese apostado una guardia de diez hombres, de un
modo u otro se las habría ingeniado para burlar su vigilancia.
Maikel se sintió aliviado al escuchar las palabras de Kiril y se liberó de
la pesada carga que le atenazaba.
—¡Kiril, Maikel! —gritaba Enna mientras se acercaba corriendo hacia
ellos—. ¡Kiril, no puedes enfrentarte a Zornik! ¡Es una trampa! ¡Maikel no
puedes dejar que lo haga!
Enna alcanzó a los dos alkos y saltó a los brazos de Kiril, abrazándole
con todas sus fuerzas.
—¡Una bruja rondaba por el bosque! ¡Le he disparado dos flechas con
el fuego de Ethril Eilalith! ¡Quería acabar con Narno!
—Tranquilízate, Enna —le pidió Tranquilízate y explícame qué hacías
de madrugada en el lugar del duelo.
—¡Lo mismo que tú has hecho con Oyvind! Asegurarme que todo
estaba bien, que nadie te tendería una trampa. Y rezar a Nerlinguia para que
no encuentres la muerte en esa siniestra arboleda…
—Si querías ir allí tenías que haberme avisado. Yo te habría
acompañado —le dijo Maikel cariacontecido—. No es seguro deambular en
solitario de madrugada en estas tierras hostiles.
—Roncabas como un oso y además, si te lo hubiera dicho, no me
hubieras dejado ir al bosque —le reprochó la joven.
—Mi deber es protegerte y…
—Déjalo Maikel —le interrumpió con cariño Kiril—. Antes debemos
aclarar qué es todo eso de que una bruja rondaba por el bosque tratando de
matar a Narno.
Justo en el momento que Kiril pronunciaba el nombre del Guardián,
Oyvind, Ingvar y Aimon se unieron al grupo.
—Estaba durmiendo pero me sentía intranquila, percibía un mal que
rondaba cerca del campamento. Decidí asegurarme de que Zornik no
preparaba nada contra ti y tomé mi arco y mi carcaj. Antes de abandonar el
campamento algo en mi interior me previno y me impulsó a llevar conmigo
la luz de Ethril Eilalith. Cuando llegué al bosque, oí voces y vi a lo lejos la
silueta de Narno. Pero su voz se apagó…
—¿Qué le ha ocurrido a Narno? —preguntó inquieto Oyvind.
—Narno está bien, gracias a Nerlinguia y al poder de su luz —trató de
tranquilizarle Enna—. Los tempranos destellos de la aurora lo alcanzaron
bajo la umbría del bosque y su cuerpo se transformó en una estatua de
piedra. Entonces la bruja… esa espantosa criatura con patas de gallina elevó
un objeto dorado con decenas de afiladas púas para clavarlas en la espalda
del Guardián. Pero pude adelantarme y clavarle una flecha en la mano con
la que empuñaba ese extraño objeto. Después tuve que volver a hacer cantar
mi arco alcanzándole en el brazo. Entonces la criatura huyó, perdiéndose
entre los árboles y helechos.
—¿Narno está en el bosque? Si los gronings lo descubren no sé qué
harán con él —dijo Oyvind.
—Será muy difícil que lo vean, pues está en una zona sombría,
circundada por numerosos pinos y abetos, más próxima a nuestro
campamento que al asentamiento groning. Pero no es ahora Narno quien me
preocupa mientras duerme su furtivo sueño pétreo, sino tú, amor mío —dijo
ahora temblando al mirar a Kiril, quién sabe si la última vez que podría
contemplar aquellos ojos azules con vida—. ¿Y si esa abominación vuelve
en tu busca? ¿Y si Zornik ha enviado a esa bruja para hechizar el bosque,
para lograr con sus sortilegios atraerte hacia la muerte como quería hacer
con Narno?
—El poder de Nerlinguia mantendrá a raya a esa bruja —respondió con
templanza Kiril.
—Enna tiene razón, Kiril —trató de persuadirle Oyvind—. El que esa
bruja se aparezca aquí, antes del combate singular con Zornik, no es debido
a ningún capricho del destino. Si lo que dice Enna es cierto, esa bruja mató
a Xennia, la mujer de Narno, y robó a su hijito Odrán allá en el lejano
Bosque Salvaje. Y ahora intenta acabar con Narno. ¿Por qué poner
precisamente esta noche fin a la maldición que lo perseguía y a la que ella
misma lo condenó? Kiril, hay fuerzas ocultas, una increíble e insondable
maldad en todo esto. Creo que no es una buena idea enfrentarte a Zornik y a
sus artes oscuras.
—Ni esa bruja ni ningún otro encantamiento podrán interponerse entre
Zornik y yo. La luz de Ethril Eilalith, la luz de la Llama Imperecedera me
acompañará en este día y, si una vez ha logrado ahuyentar a esa criatura,
volverá a hacerlo si se atreve a regresar. A ella o a cualquier otro engendro
creado en el averno donde nació el espíritu que posee a Zornik —dijo
mirando a Oyvind.
—Veo que nada te detendrá, que ya nada te hará recapacitar —se rindió
Enna, triste y abatida—. Acude pues a tu cita, Kiril hijo de Akrog, y que
Nerlinguia y todos los dioses te protejan, pues yo no podré más que rezar
por ti. Aquí te esperaré, aguardando tu regreso, en vida o muerte.
—No te tortures, Enna —la atrajo abrazándole con todo el cariño que
podía darle—. Volveré sano y salvo, volveré para poder contemplar a tu
lado el nacimiento de una nueva edad, de tiempos de paz y prosperidad, en
la que el reino del terror de Zornik haya sido desterrado para siempre —y
Maikel, Oyvind y Aimon imploraron a Nerlinguia para que Kiril estuviera
en lo cierto—. Y ahora comamos juntos una última vez antes del combate.
Permitidme disfrutar de vuestra grata compañía, de la compañía de mis
seres más queridos.
Nadie habló, nadie esbozó una sola palabra, pero todos acompañaron a
Therliangator alrededor del cálido fuego de la hoguera para compartir junto
a él el frugal desayuno y un sereno y plácido silencio que envolvía el
acantonamiento aliado en la antesala del Duelo de Reyes.

Kiril contemplaba absorto las primeras sombras que proyectaba el alba,


tras las cuales surgió de las entrañas de la Cordillera Savakien la esperada
estrella del día. El nerlingo vivió con gran intensidad aquellos instantes,
pues éste podría ser el último amanecer que admirara. La mañana despertó a
la vida mecida por la calidez del viento del este y la caricia de los rayos del
sol. Los hombres se arremolinaban impacientes en ambos frentes,
aguardando con inquietud el momento en el que sus caudillos partirían
hacia el bosque para enfrentarse en el Duelo de Reyes.
Zornik no se hizo esperar y un cuerno de llamada tronó en las
estribaciones septentrionales del Corredor de Groningburgo. Kiril hizo una
señal y el cuerno de Olaf contestó con igual furia a la llamada del cuerno
groning. Kiril se volvió hacia los capitanes y los contempló uno a uno,
posando su mirada sobre ellos, tratando de guardar para siempre en su
retina aquella irrepetible y hermosa estampa.
Primero se dirigió a Oerlikon.
—Maestro, gracias por tu hospitalidad, por haber cuidado de mí, por
haberme devuelto a la vida cuando el jinete sin rostro me conducía a su
lejana morada a lomos de su negro corcel. Y sobre todo gracias por tu
confianza, por tus enseñanzas, por los secretos que me has revelado. Trataré
hoy de ser merecedor del título de Elegido que me otorgaste en Caterziveen,
de ser un digno descendiente dela noble estirpe que se remonta a los Días
Antiguos en los que los Primeros Nacidos fueron bendecidos por nuestra
diosa.
—Sé que lo harás, hijo mío. Sé que lo harás —y se abrazó a Kiril
mientras derramaba furtivas lágrimas pues, de entre todos los allí presentes,
Oerlikon era el único que realmente sabía lo que Kiril pretendía hacer.
Después de un emotivo abrazo ambos se miraron a los ojos y, con una triste
sonrisa de complicidad, se desearon en silencio la mayor de las fortunas.
Después Kiril habló a Simas y al príncipe Ilanit.
—Grandes guerreros del norte y del sur. Contemplando vuestros rostros,
la determinación que centellea en vuestros ojos me infunde la fuerza
necesaria para luchar contra Zornik. Ya no puedo más que agradecer
vuestro sacrificio, la sangre de vuestros hermanos derramada por la causa
nerlinga en tierras lejanas y hostiles —se dirigió a Ilanit—. Acudisteis a la
llamada de auxilio de un gran amigo, del inefable capitán Falk, sin pedir
nada a cambio, sin condiciones, con vuestra generosidad por bandera —y el
príncipe sonrió agradeciendo el reconocimiento de Kiril—. ¿Y qué puedo
decir de los norteños? Siempre prestos a la lucha, siempre el acero de la
Alianza de Tenkolmar presto para luchar a nuestro lado. ¡Y a fe que lo
habéis hecho! Sin vuestra providencial intervención, sin vuestro vuelo de
ángeles salvadores el ejército de la Alianza habría perecido en las orillas del
Taquakland o en las pendientes nevadas del Paso del Gorglin. Amigos,
hermanos de sangre —les dijo Kiril aferrando con sus manos el hombro de
cada líder—. No puedo ya pediros nada a cambio, no otra cosa que no sea
rezar a Olión y a los dioses del desierto. Si hoy cayera en la lucha,
quedaréis liberados de cualquier atadura con la causa nerlinga y seréis libres
de regresar a vuestra tierra para proteger a vuestros súbditos y seres
queridos.
—Nuestra tierra es ahora la tierra donde combate el ejército de la
Alianza —dijo Ilanit.
—El norte y sus hijos permanecerán a tu lado mientras una gota de
sangre corra por sus venas —añadió Simas, y los tres guerreros se fundieron
en un sentido abrazo en el que Ilanit y Simas trataron de insuflar todo su
valor y su fuerza a Therliangator y su mortífera espada Darbrethil.
El sol seguía elevándose poderoso hacia su alto trono en el cielo
mientras una cascada de sentimientos embargaba a los capitanes aliados en
aquella despedida. Cuando los líderes del norte y del sur le desearon por
última vez a Kiril la mayor de las venturas en su encomienda, el alko
avanzó hacia Aimon.
—Aimon, por tu valentía, por tu lealtad, por tu destreza en el campo de
batalla, a ti te entrego aquí y ahora el mando del ejército aliado. Como
legítimo descendiente de la noble estirpe real del clan celko, como único
heredero del gran Borbul Ojo de Águila, tú serás el Rey Nerlingo si yo
muero. Sobre ti recaerá entonces la dura tarea de mantener vivo a nuestro
pueblo, de que la llama de Los Quince de Klimerik sea la que incendie
Tierra Conocida y destierre de ella cualquier resquicio de la sombra maligna
de Zornik. A ti te confío esta tarea. Por Anodrac, y por todos los inocentes
que cayeron.
—Por Anodrac… —fue lo único que alcanzó a musitar el siempre serio
e imperturbable Aimon antes de que sus ojos se arrasaran en lágrimas y se
fundiese en un abrazo con Kiril.
Los Quince de Klimerik, a excepción de Narno, contemplaban
emocionados el emotivo abrazo.
—Respetadle y veneradle ahora más de lo que lo habéis hecho. Si os
atrevéis a desobedecerle tiene mi permiso para castigaros con una buena
ración de latigazos —bromeó Kiril con los miembros de la hermandad de
Klimerik, quienes desterraron las lágrimas de sus ojos con la fuerza de una
sonrisa en sus labios.
Kiril se acercó ahora a los dos gemelos alkos.
—Por fin juntos —dijo satisfecho—. El relámpago y el trueno reunidos
de nuevo. El cruel destino jamás debió apartarte de nuestro lado, Ingvar.
Pero fuiste capaz de recorrer una senda más dura que la nuestra, sobrevivir
a la esclavitud y lograr que los hombres de las Tierras Frías se unieran a
nuestra causa. Sé que tu corazón soporta un gran dolor por la pérdida de
Gródolas. Yo tuve también el honor de conocerle y, a pesar de no haber
podido compartir tanto tiempo con él, no por ello es menor mi pena. Él fue
quien nos anunció que tú vivías. Recuerdo cómo Maikel y yo lloramos de
emoción al saber que la aventura que el testarudo de tu hermano había
emprendido para encontrarte no fue en vano —y sonrió a Oyvind—. Ahora
solo os pido que sigáis juntos y unidos, que las ausencias que soportan
vuestros corazones no nublen vuestra razón —y de nuevo miró a Ingvar—.
Vuestra fuerza, vuestra unión será imprescindible para reconstruir nuestro
antiguo hogar, para establecer los cimientos de nuestro pueblo. El mundo de
los hombres de bien os necesitará y ambos deberéis estar preparados para
ello.
—Lo estaremos —respondió Ingvar—. Y antes de que ese momento
llegue lograré recuperar a Ira, aunque para ello tenga que cabalgar hasta el
mismo Mar del Gruneng.
—No estarás sólo —añadió Oyvind—. Te acompañaré en tu búsqueda y
después tú vendrás conmigo hasta Caterziveen y conocerás a Edda.
—No os retraséis —sonrió con pesadumbre Kiril mientras su mirada se
perdía en el lejano oriente preñada de melancolía—. No sé si podré
posponer por mucho tiempo mi boda con Enna. Ella está impaciente por
convertirse en la esposa de un Rey antes de que entregue el báculo de
mando a Aimon —y una furtiva lágrima recorrió su mejilla al tiempo que
los tres alkos se abrazaban antes del duelo.
El tiempo de las despedidas se consumía entre abrazos y lágrimas. Kiril
bromeó con Oyvind instándole a que no fuera muy lejos a buscar espada,
arco y carcaj, pues sino partiría sin él hacia el claro donde se celebraría el
combate singular. El hijo del relámpago sonrió, y se alejó caminando
apresuradamente, además de a por sus armas, en busca de la Llama
Imperecedera.
Kiril estaba a punto de concluir la ronda de despedidas, cada una de
ellas más dolorosa y emotiva que la anterior. Esta vez eran los penetrantes
ojos de Maikel a los que debía hablar sin romper a llorar. Sin embargo fue
el hijo de Torilo quien se adelantó a sus palabras:
—¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe? Sabes que tengo
mejor puntería que ese presumido de Oyvind y diez veces más fuerza y
destreza con la espada —y esbozó una mustia sonrisa.
Kiril se acercó a Maikel y le abrazó antes de que el corpulento nerlingo
le aplastara con su habitual abrazo de oso.
—Claro que lo sé —le susurró al oído—. Sólo quiero darle la
oportunidad de poder abatir a uno de los halcones de Zornik. Le corroe la
envidia por saber que tú has sido el único en lograrlo en toda Tierra
Conocida —y Maikel sonrió satisfecho aunque enseguida su sonrisa se
apagó—. Maikel, cuida de Enna. No podrá tener a nadie mejor que pueda
velar por ella. Sé que la protegerás con tu vida si es necesario —y Maikel
comenzó a llorar desconsolado—. No llores, hermano mío, yo estaré bien.
Cuando todo esto haya terminado, cabalga a Caterziveen y desposa a Ebba,
vive feliz y ten muchos hijos, pues los necesitaremos para construir la
nueva era que se avecina. Pero antes de todo, si yo caigo, Aimon te
necesitará, necesitará a todos los grandes héroes de esta guerra que aún
queden con vida, y tú, mi querido Maikel, eres uno de los más grandes.
—No caerás, no morirás —renegó Maikel con sus ojos inundados en
lágrimas—. Therliangator y Darbrethil derrotarán al mal que mora en
Groningburgo. ¡Venceremos en esta guerra!
—Lo haremos, claro que lo haremos. Con tu fuerza y la de los otros,
nadie podrá derrotarnos. Nuestra fuerza reside en nuestra unión, y si uno
cae otro ocupará su lugar en el campo de batalla. ¡Lucha Maikel, lucha por
la libertad! —y no pudiendo tampoco contenerlas lágrimas, Kiril se abrazó
de nuevo al corpulento alko ocultando la pena y el miedo que comenzaba a
embargarle tras las anchas espaldas de Maikel.
El abrazo de los dos amigos de la infancia se prolongó largo rato, pues
ninguno de ellos quería separarse del otro. Cuando Kiril retrocedió
enjugándose las lágrimas Maikel le habló por última vez:
—Estaré allí contigo, Kiril. Aunque tú no me veas, estaré junto a ti.
—Lo sé, Maikel. Sé que velarás por mí —y Therliangator no pudo
sostener por más tiempo la mirada de su amigo del alma. Apartó sus ojos
del hijo de Torilo para encontrarse con la devastadora mirada de ojos verdes
que lo contemplaban temblorosos y suplicantes, sabedores de que ellos eran
el último muro que Kiril debía superar antes de marchar al encuentro de su
destino. El alko tomó a Enna de las manos y la condujo unos pasos más allá
del círculo de los capitanes que los observaban emocionados.
—Mi reina —le dijo Kiril—. La primera y angelical visión que
Nerlinguia me regaló cuando regresé de la muerte en aquella estancia de
Caterziveen. Pensé que me habías secuestrado, que habías robado mi
espada y apresado a mis amigos. Sólo era cierto mi primer pensamiento,
pues desde aquel día mi corazón te pertenece. Ya nunca volveré a ser el
único dueño de mi alma.
—¿Y así me lo demuestras? ¿Marchando hacia una muerte segura?
¿Dejándome aquí abandonada, mi corazón roto en mil pedazos? —replicó
con rabia en sus ojos derramando infinitas lágrimas de amor.
—No me culpes por ello, Enna. Esto es lo que debo hacer, está escrito
en mi destino. Si realmente soy el Elegido, si realmente es verdad todo lo
que dicen las profecías de Barlok, triunfaré y regresaré a tus brazos para ya
jamás volver a abandonarte. Pero solo soy un simple mortal, no soy un dios,
y no sé silo que he interpretado de todas esas enseñanzas y augurios es lo
correcto.
—Si como bien dices eres un simple mortal, ¿por qué juegas a ser un
dios? Tu vida es una sola, única y finita, ¿por qué has de marchitarla
invocando a la muerte para que acuda a tu encuentro? Repites una y otra
vez sin descanso que juntos triunfaremos, que la unión es nuestra fuerza,
pero Kiril, actúas siguiendo tu propia voluntad, te empeñas en ser tú solo
quien devuelva la paz al mundo, en enfrentarte al mal ofreciendo tu vida a
cambio de su rendición —y Enna se aferró con fuerza a Kiril, tratando por
última vez de hacer reflexionar al alko—. Perdóname, pues mis palabras no
quieren herirte, no pretenden hacerte dudar. Has tomado una difícil y
dolorosa decisión y sé que es firme. Mis súplicas para que permanezcas a
mi lado sólo lograrán debilitarte jugando a favor del mal que se oculta en
Groningburgo. Hoy te ofrezco una vez más mi amor incondicional; mi
corazón luchará junto a ti, mi espada hendirá el escudo de Zornik y mis
piernas te harán más rápido. Yo también estaré junto a ti. Aunque tú no me
veas, estaré junto a ti —repitió las palabras que antes había pronunciado
Maikel y besó en los labios a Kiril antes de que un desconsolado llanto se
apoderase de todo su ser.
—Yo también te amo, Enna —susurró Kiril—. Te prometo que nada me
infundirá más fuerza y valor en la lucha que saber que tras la victoria tú
estarás aquí esperándome —y ambos se vincularon por toda la eternidad en
un apasionado beso.
Un nuevo cuerno groning aulló en el frente enemigo, justo en el instante
en el que Oyvind regresaba pertrechado con su espada a la cintura, su arco y
su carcaj repleto de flechas cruzados a la espalda y una antorcha portando la
sagrada llama de Ethril Eilalith en su mano derecha. Kiril dio un tímido
paso atrás, y su determinación flaqueó en el instante en el que se separó de
Enna.
Contemplando la límpida y vivida luz de la Llama Imperecedera, gritó a
los cuatro vientos para que todos, incluso los gronings, pudieran escucharle:
—¡Contemplad la luz de nuestra diosa! ¡Contemplad el fuego de
Nerlinguia! ¡La llama purificadora de Ethril Eilalith devorará el mal que
amenaza este mundo! ¡Por Nerlinguia!
—¡Por Nerlinguia! —gritaron miles de voces desde las filas aliadas y a
continuación una miríada de cuernos tronaron al unísono, entonando la
melodía de la victoria, logrando enmudecer a las tropas enemigas.
—Ha llegado la hora. ¡Seremos los dueños de nuestro destino! Luchad,
amigos míos, luchad hasta que el mal haya sido derrotado —dijo mirando
una última vez a los capitanes, contemplando uno a uno sus ojos de
añoranza, tristeza y ánimo, hasta que su mirada se posó en los ojos de Enna.
No pudiendo reprimir un último adiós, se acercó a la joven y la besó en la
frente. Después se alejó caminando acompañado por Oyvind, mientras el
sol de la mañana proyectaba sus alargadas sombras sobre las vastas y
desoladas praderas del Corredor de Groningburgo. Frente a ellos, Zornik
avanzaba altivo y sereno acompañado por su fiel Inorkul hacia el
bosquecillo de pinos y abetos en el que se decidiría el destino de la gran
guerra de su tiempo. Los frentes de ambos ejércitos avanzaron tras sus
paladines y, después de recorrer doscientos pasos se detuvieron,
intercambiando desde sus posiciones miradas torvas y desafiantes,
manteniéndose alejados a una prudencial distancia del lugar del duelo.
Kiril y Oyvind penetraron en la floresta por la misma zona de altos
arbustos que lo habían hecho la pasada luna. Kiril avanzaba tranquilo
acariciando la empuñadura de Darbrethil, lo que contrastaba con la tensión
de Oyvind, la flecha llameante de Ethril Eilalith armada sobre el arco, su
élfica mirada escrutando todos y cada uno de los rincones del bosquecillo.
No tardó el hijo del relámpago en descubrir en una zona sombría bajo un
apretado grupo de abetos la figura de Narno. Oyvind hizo una señal a Kiril
y corrió agazapado hasta la estatua de piedra. Kiril le contemplaba inmóvil
desde la distancia.
Enseguida Oyvind alcanzó el lugar en el que Narno dormía su pétreo
sueño. Se detuvo y miró en derredor. Zornik e Inorkul aún no habían
llegado al claro. A través de la umbría del bosque divisó a Inorkul
escudriñando los árboles y arbustos cercanos en busca de algín signo que
denotase una emboscada. Oyvind volvió su mirada hacia Narno y
contempló el dolor y la angustia que expresaba el gigante en su rostro.
—Olvida lo que te dijo esa bruja. Duerme ahora, amigo mío. Cuando
despiertes el mundo volverá a ser un lugar para los hombres de noble
corazón —le susurró mientras acariciaba sus ojos desconsolados.
El alko recogió de alrededor varias ramas caídas y cortó un arbusto para
camuflar la enorme estatua. Cubrió el cuerpo del gigante como mejor pudo
y regresó en busca de Kiril.
—Será difícil que alguien lo vea —dijo Oyvind dubitativo buscando la
confirmación de Kiril—. Está en una zona sombría y apartada.
—Nadie lo descubrirá, te lo aseguro. Hoy Zornik sólo tendrá ojos para
mí. Y ahora continuemos. Nuestros invitados estarán llegando al claro y
sospecharán si nos demoramos —y ambos reanudaron su pausado caminar,
Kiril un par de pasos por delante del hijo del relámpago.
No tardaron en vislumbrar la luz que se abría frente a ellos
anunciándoles que habían llegado al claro. Oyvind se detuvo unos instantes
para escrutar una última vez los alrededores. Su élfica visión le tranquilizó,
pues a excepción de Zornik y su acompañante, nadie merodeaba por la
floresta. Sin embargo sintió una extraña presencia que lo observaba oculto
desde las altas ramas de los árboles. Una presencia maligna, a imagen y
semejanza de Zornik. El alko llamó a Kiril antes de que éste se mostrase en
el claro:
—Kiril, aguarda —le dijo con apremio.
El hijo de Akrog se volvió hacia él deteniéndose.
—¿Qué sucede, Oyvind?
—Un halcón, uno de los siniestros mensajeros alados de Zornik. Allí, en
aquel árbol —le indicó señalando con su dedo—. Nos observa oculto entre
las ramas.
—Abátelo a mi señal. Derríbalo con el fuego de Nerlinguia cuando me
muestre en el claro.
Oyvind asintió y avanzó varios pasos parapetándose tras unos arbustos.
Se agachó, rodilla en tierra, y tensó el arco apuntando al halcón con la
danzante y centelleante Llama Imperecedera ardiendo en la punta de su
flecha. Kiril caminó con paso firme y salió al claro, donde en el extremo
opuesto Zornik e Inorkul aguardaban su llegada.
—¡Por fin te muestras ante mí! ¡Cuánto te has hecho de rogar,
comadreja nerlinga! ¡Bienvenido al día de tu muerte! —le saludó Zornik
nada más verle aparecer entre las sombras de la floresta.
—Ahora —le ordenó en voz baja a Oyvind.
El hijo del relámpago fijó su penetrante mirada en las ramas que
brotaban como púas de aquel abeto y disparó su arco. La flecha voló veloz,
poseída por el espíritu de Nerlinguia, al encuentro del halcón del rey brujo.
El mensajero alado sintió que la muerte acudía a su encuentro y ejecutó un
rapidísimo e imposible quiebro en el aire nada más abandonar la rama en la
que se ocultaba. A la mente de Oyvind acudió el recuerdo de la fallida
flecha que disparó contra otro de los halcones gronings a orillas de
Morkurgul, aquel funesto día en el que Thelmor fue asesinado y Kiril
herido de muerte. Recordó al pájaro de Zornik evitar su disparo con una
increíble pirueta para después huir hacia Groningburgo portando el kolkar
robado a Kiril. Pero esta vez el poder de la llama de Ethril Eilalith desbarató
cualquier maléfica artimaña e, irónicamente, persiguiendo como un halcón
a una paloma, traspasó de lado a lado su musculoso cuerpo abatiéndolo al
instante. El halcón cayó inerte sobre la hierba mojada por la nieve derretida,
consumiéndose entre las llamas como si Nerlinguia lo estuviera devorando
tras asarlo en un espetón.
—¡Traidor! ¡Maldito traidor! —gritó Zornik poseído por la cólera de
mil dioses—. ¡No has respetado tu palabra! ¡Tus hombres nos han tendido
una emboscada!
—¡Silencio, asesino de inocentes! —gritó Kiril con la grandeza de un
rey de los días Antiguos—. Eres tú quien no ha respetado el pacto al traer
contigo a esa maligna criatura. Mi acompañante acaba de equilibrar las
fuerzas y de asegurarse que nadie más que tú y yo lucharemos en combate
singular —y Oyvind se mostró en el claro cuando Kiril calló.
Inorkul sintió que la muerte del halcón había estremecido a Zornik de
una manera irracional, como si el mensajero alado formara parte del plan
que el rey brujo había pergeñado. Kiril, sintiendo también el
estremecimiento de Zornik y la duda de Inorkul, recordó las palabras que un
día Oerlikon pronunció en Caterziveen: “Recuerda que ni hombre ni bestia
deberán poseer. Mas por las noticias que a mis oídos han llegado, Zornik
nunca se repara de su endemoniado halcón…”
—Ahora yo seré tu única opción. Ese maldito halcón ya no podrá
ayudarte —musitó entre dientes Kiril esbozando una malévola sonrisa. Dejó
que Oyvind llegara a su lado y entonces habló—. ¡Que tu hombre y el mío
inspeccionen los alrededores! Ardo en deseos de combatir contigo, asesino
de inocentes.
—¡De acuerdo! Mi espada también ansia decapitar tu cabeza de
bastarda comadreja. Eres el último escalón que me queda por pisar para
convertirme en el señor del mundo, en el asesino de inocentes, ¡ja, ja, ja! —
y Zornik rió grotescamente burlándose de las amenazas de Kiril.
Kiril hizo una señal a Oyvind y el alko avanzó hacia la posición que
ocupaba Zornik. Inorkul caminaba como un reptil hacia el lugar en el que
Kiril permanecía inmóvil, altivo, con el regio porte heredado de los
ancestros de su estirpe. Cuando Inorkul se aproximó a Oyvind, cerca del
centro geométrico del claro, sus ojos brillaron incendiados por una
repentina furia:
—¡¿Tú?! ¡Escapaste a los wolkurs! Te mataré, te prometo que te mataré
cuando mi rey haya acabado con el bastardo nerlingo.
—Necesitarás la ayuda de tus gorglins —esbozó una mueca de ironía al
tiempo que apuntaba con su arco a Inorkul—, pues mi hermano también
sobrevivió a vuestros cachorros domesticados. Mira mis ojos y guarda esta
imagen en tu memoria, ya que será lo último que veas antes de morir —y
Oyvind bordeó la posición del gorglin y siguió caminando hacia Zornik.
El odio consumía a Inorkul, quien aceleró su paso hasta llegar al par de
Kiril.
—Mataré a esos dos malditos siameses. Los mataré con mis propias
manos —dijo amenazante mientras sobrepasaba a Kiril y se internaba en el
bosque para asegurarse que allí no se ocultaban soldados de la Alianza.
Oyvind se acercó con precaución hacia Zornik. El alko sabía de lo que
era capaz el groning por lo que mantuvo una distancia prudencial. Zornik se
sorprendió en un primer momento al ver aparecer tras la llama de Ethril
Eilalith a uno de los dos gemelos alkos, aunque después lo observó curioso.
—Por lo visto los wolkurs no encontraron vuestra carne de su agrado —
se lamentó—. Fue una lástima que tuviera que acudir al rescate de mis
legiones. Vuestro rey me privó de terminar de contemplar el espectáculo.
Hubiera disfrutado arrancándoos el corazón con mis propias manos.
—Jamás volverás a tener la oportunidad de hacerlo —habló con rabia
Oyvind sin dejar de caminar hacia el linde del claro—. Veo tus intenciones,
leo en tus ojos el propósito de este duelo, pero jamás lograrás lo que te
propones.
—Es cierto, ¡ja, ja, ja! No recordaba que hablaba con el gemelo
clarividente de mirada profunda. Disfrutaría más degollando a tu hermano,
al menos él tiene alma de guerrero, infame cobarde. ¡Busca! ¡Busca entre la
maleza que no encontrarás a nadie! —le gritó cuando Oyvind se internaba
en la floresta—. No necesito la ayuda de ningún maldito mortal para lograr
mi sueño. ¡Seré terrible sentado en mi trono sobre la Tierra Verde! —y rió
rayando en la locura.
Kiril y Zornik se observaban desafiantes en el claro sin apartar la
mirada, separados por medio centenar de pasos. Oyvind e Inorkul no
tardaron en constatar que nadie más que ellos merodeaban entre las
apretadas comunidades de pinos y abetos, por lo que regresaron al lado de
los dos reyes. Zornik dio una breve orden a Inorkul y éste se alejó veloz
para integrarse en la vanguardia de su ejército. Kiril se despidió brevemente
de Oyvind:
—Puedes irte, Oyvind. Te agradezco que me hayas acompañado. Has
sido leal y valiente y por ello te ordeno una última misión. Transmite tu
valor y tu fuerza a los hombres. No desfallezcáis, pues aunque yo muera
vosotros seguiréis siendo un gran ejército. ¡Luchad, Oyvind, luchad!
—Así lo haremos —respondió emocionado mientras le aferraba el
antebrazo tratando de insuflarle su energía—. Hasta pronto, ¡Que
Nerlinguia te proteja!
—¡Qué así sea!
Oyvind se alejó lentamente del claro y, con una última y taciturna
mirada, se despidió de Corrió por el bosquecillo para reunirse con los
capitanes aliados pero cuando pasó cerca del lugar dónde Narno se erguía
en estatua de piedra, sintió una llamada en su interior que le hizo detenerse.
Tras contemplar la efigie del Guardián, el alko decidió permanecer a su
lado.
—Esta vez no te abandonaré, amigo mío. Te protegerá con mi vida
como tú hiciste en Bosque Salvaje —y se quedó acurrucado al lado de
Narno, con su mirada clavada hacia el norte, donde Kiril y Zornik se
aprestaban a entablar combate.
En el claro, Kiril y Zornik desenvainaron sus espadas. Una luz azulada
refulgió centelleante en la hoja de Darbrethil, la luz de la estrella que viajó
desde lo más profundo de la bóveda celeste hasta las costas del Mar del
Este.
—¿Acaso crees que lograrás asustarme con los fuegos fatuos de mi
hermanita? ¡Ja, ja, ja! —y los ojos de Zornik se tornaron negros, oscuros
como un pozo sin fondo, vacíos de alma humana—. Por fin te tengo a mi
merced, maldita rata nerlinga. Has sido una presa difícil de acorralar, mas
ahora ya no dejaré que escapes.
Zornik avanzó unos pasos hacia Kiril y comenzó a caminar
describiendo un círculo alrededor del nerlingo.
—¿Quién es el que habla ahora? ¿Zornik el mortal rey de los gronings o
el corrompido espíritu que lo posee? —preguntó el nerlingo colocándose en
guardia mientras Darbrethil brillaba con destellos lapislázulis.
—¿Acaso eso importa? —respondió burlándose Zornik al tiempo que
sus ojos sin alma se clavaban en los azules ojos de Kiril—. ¿Es que crees
que ambos no son una misma cosa, que no pertenecen a un único todo? El
mortal y el espíritu desterrado ansían un mismo tesoro: ¡¡¡la inmortalidad!!!
Hombre inmortal entre los mortales para dominarlos, espíritu eterno en la
Tierra Verde y en el Cielo Oscuro para someterlos. Hombre y espíritu,
espíritu y hombre, ambos fusionados, fundidos en una misma materia, un
único dios temido y venerado, un dios ante el que el Único se postrará.
¡Todo gracias a ti, rata nerlinga! —y Zornik embistió feroz como un
bisonte, rápido como un escorpión. Kiril detuvo gracias a Darbrethil el
golpe de la espada del rey brujo, quien se retiró tan rápido como había
atacado—. Magnífica espada, más resistente que el acero groning. Apuesto
a que has hendido centenares de escudos y quebrado espadas y lanzas con
ella.
—El acero de mi espada no es de este mundo. Fue enviada desde lo más
profundo del cosmos por Nerlinguia, mi diosa y protectora, aquella a quien
trataste de deshonrar ante el gran padre.
—¡Oh, sí! Mi querida hermanita, la gran diosa a la que tú miserable
llamas Nerlinguia. Eubalil… ¡Maldita Eubalil! ¡Maldita por toda la
eternidad! Esa engreída quiso revelar nuestro secreto al Único, pero
nosotros fuimos más astutos que ella —y Zornik volvió a lanzar un
mandoble con su espada que Kiril logró detener con maestría—. ¡Nos
anticipamos como yo me adelanto a ti! Cuando logre descubrir el lugar
donde se oculta el maldito Unicornio ella volverá a caer, volverá a ser
desterrada a la tierra, y entonces mi espada le atravesará el corazón.
—¡No si yo puedo evitarlo! —y esta vez fue Kiril quien con un
sorpresivo giro lanzó una serie de estocadas contra el rey brujo haciéndole
retroceder hacia el centro del claro mientras se protegía con su espada.
Kiril caminaba ahora en círculo alrededor de Zornik, acechándole como
un león a punto de saltar sobre su presa.
—Buena estocada, ¡ja, ja, ja! —rió Zornik—. ¿Eso es todo lo que sabes
hacer con ese trozo de metal?
—Bien sabes que mi espada no está forjada con un acero cualquiera, es
mucho más que una aleación única en este mundo. También forma parte de
ella la Sagrada Bestia, ella me protege, vela por mi y lucha al lado de
Nerlinguia —y mostró a Zornik los remaches de níveo marfil originarios
del cuerno del Unicornio.
Las pupilas de los ojos de Zornik se dilataron de una manera inhumana,
y su iris desapareció, mostrando en su rostro dos perlas negras que sólo
reflejaban el brillo del mal.
—¿Qué te ocurre ahora? ¿Por qué has enmudecido? ¿Acaso es terror lo
que asoma en tu mirada? —trataba Kiril de provocarle con sus palabras.
—¡Cállate, comadreja nerlinga! —gritó Zornik—. Ésta es la prueba que
durante tanto tiempo he buscado. La prueba de que el maldito Unicornio
vive, de que su cuerno sigue guardando el don de la inmortalidad. Si la
bestia hubiera muerto, ese marfil que adorna tu espada de luces azuladas se
habría desvanecido —y gruñó como un wolkur rabioso—. Esta
conversación comienza a hastiarme. Dime dónde se esconde la bestia. Dime
dónde habita el Unicornio en el que Eubalil ocultó su poder y te
proporcionará una muerte rápida. Pero si te empeñas en resistir, te aseguro
que igualmente descubriré tu secreto y tú morirás entre terribles dolores y
tormentos. Tus ojos se abrasarán ante el fuego de mi mirada, tu alma se
oscurecerá y arderá carbonizada. ¡Dime nerlingo! ¡¿Dónde se esconde la
bestia?! —gritó con voz poderosa que hizo temblar a Kiril.
—¡Jamás! ¡Jamás te lo diré! Aunque mi cuerpo arda en el fuego más
terrible y devastador —y Kiril atacó al rey brujo.
Ambos reyes se enzarzaron en un terrible combate, lanzando estocadas
y mandobles por doquier, demostrando una gran destreza y rapidez, no
permitiendo que su oponente tuviera tiempo de atacar mientras se defendía.
El filo de las espadas centelleaba a cada golpe y chasquidos metálicos se
mezclaban con destellos de fuego que brotaban del mortal abrazo del acero
contra el acero.
Zornik recobró la iniciativa y Kiril no tuvo más remedio que retroceder.
La espada del rey brujo resistía los embates de Darbrethil y, a diferencia de
las espadas de otros enemigos contra los que Kiril había combatido, apenas
si el filo de la espada de Zornik había sufrido unas leves melladuras. El
espíritu que poseía a Zornik era poderoso y un halo de maligno poder
envolvía a su espada protegiéndola de la divina aleación de Darbrethil. El
groning continuó atacando y acorralando lentamente al nerlingo. Zornik
embestía cada vez con más ímpetu y Darbrethil a duras penas podía
contener la furia de la espada groning.
En uno de sus violentos ataques, Zornik lanzó una certera estocada a la
pierna derecha de Kiril, provocándole un profundo corte justo por encima
de la rodilla. Una perfecta linea roja se dibujó en la pierna de Kiril. El
nerlingo no pudo mantener el equilibrio y se trastabilló hasta caer al suelo,
clavando la rodilla herida en él. Un punzante dolor recorrió todo su cuerpo
haciéndole estremecer. Zornik se interpuso entre Kiril y el sol, sumiéndole
en una total oscuridad.
—¡Levántate nerlingo! ¡Aún no he acabado contigo! ¡Ja, ja, ja! —rió
Zornik y retrocedió unos pasos permitiendo que su rival pudiera
incorporarse.
La sombra de Zornik dejó de nublar los ojos del nerlingo, pero éste
sintió que la ominosa oscuridad del rey brujo comenzaba a cegarle. La luz
del mediodía parecía atenuarse lentamente por alguna extraña razón. Kiril
alzó su mirada al cielo y contempló sorprendido cómo un gran disco negro
comenzaba a cubrir la radiante esfera solar. Se quedó quieto en el claro,
inmóvil, con la rodilla herida clavada en la húmeda hierba, contemplando
aquella turbadora escena que se dibujaba en el firmamento.
—Es el fin del mundo —musitó para sí sintiéndose débil y derrotado, su
sangre nerlinga derramándose sobre el suelo groning.
—¡La oscuridad ha llegado! ¡El tiempo del lobo negro ha comenzado!
¡Ja, ja, ja! ¡Levántate! —le ordenó el groning con voz imperiosa—. Antes
de que el mundo se cubra de oscuridad habré acabado contigo.
Kiril, sacando fuerzas de flaqueza, se encomendó a Nerlinguia y,
haciendo acopio de todo el valor que le quedaba, se levantó con dificultad y
encaró a Zornik.
Oculto entre la floresta, Oyvind observaba preocupado el Duelo de
Reyes. El hijo del relámpago también se había percatado que la estrella del
día estaba siendo amortajada por un negro sudario que la magia de Zornik y
aquella maldita bruja habían creado.
—Vamos, Kiril. Levántate —le animaba Oyvind desde la distancia sin
que el Rey Nerlingo pudiera escucharle.
Oyvind sintió en ese instante que unas extrañas formas crecían a su
alrededor. Miró hacia el suelo, ya casi huérfano de nieve, y contempló
dibujarse sobre la hierba cientos de figuras similares a la silueta del sol,
proyecciones generadas por los rayos de luz que ahora atravesaban aquel
manto de hojas que creaba sobre el terreno un extraño caleidoscopio. El
alko se atemorizó ante la poderosa magia de Zornik y, al igual que él, todos
los capitanes y soldados que formaban el ejército de la Alianza sintieron
que un pánico irrefrenable se apoderaba de ellos. Oerlikon, Kliat y custodio
del secreto del sexto clan, rezaba asustado a la diosa Nerlinguia ante el
advenimiento de la oscuridad. Incluso los gronings, quienes estaban seguros
de que aquel fenómeno era obra de su rey, se agitaban nerviosos en las
llanuras del Corredor de Groningburgo.
Kiril y Zornik continuaron con su duelo. El nerlingo, ahora un animal
herido, se volvió peligroso al sentirse acorralado. Percutiendo sobre su
pierna sana, se lanzó contra Zornik y, cuando el nerlingo parecía que iba a
retroceder tras un terrible intercambio de golpes, con un certero mandoble
cortó de un tajo parte del antebrazo izquierdo de Zornik, provocándole una
herida superficial. El rey brujo no se inmutó y sonrió siniestramente. Tomó
su espada con el brazo herido y apoyó los dedos de su mano derecha sobre
el corte por el que comenzaba a sangrar. Mirando a los ojos a Kiril lamió
con deleite su propia sangre.
—Sangre de un mortal, sangre de un espíritu Pronto sangre inmortal.
Pero antes beberé de tu sangre para arrancarte tu secreto. ¡Lucha cobarde!
¡Lucha contra el Emperador de la Tierra Verde!
Kiril comenzaba a sentirse cansado. Su herida era mucho más profunda
que la que había provocado a Zornik y sangraba profusamente por ella.
Además aquella creciente oscuridad nublaba sus ojos, arrebatándole la
energía para luchar. El fulgor de la hoja de Darbrethil menguaba a cada
instante que aquella lóbrega penumbra velaba la luz del sol anunciando un
inminente atardecer. La estrella del día era invadida en lo alto del
firmamento por aquel enorme y siniestro disco negro que amenazaba con
ocultar para siempre la luz que iluminaba el mundo.
Zornik rugió colérico y enrabietado y atacó de nuevo a Kiril antes de
que el alko tuviera tiempo de revolverse. Una, dos, tres, cuatro, hasta cinco
estocadas lanzó el rey brujo contra Kiril, y hasta cinco veces el nerlingo
pudo defenderse. Sin embargo el sexto golpe le laceró su costado izquierdo
y el séptimo le hirió en el brazo derecho. Kiril retrocedió unos pasos y, sin
saber muy bien cómo, logró colocarse fuera del alcance de la espada de
Zornik. El nerlingo sangraba por tres profundas heridas y sus fuerzas
comenzaban a abandonarle. Contempló descorazonado apagarse el fulgor
de la estrella del día al par que lo hacía la luz de su espada. Sin embargo,
dirigió una feroz mirada a Zornik y, aferrando con sus dos manos la
empuñadura de Darbrethil, alzó desafiante la Espada de Libertad por
encima de su cabeza.
—¿Aún no has tenido suficiente? ¿Osas volver a desafiarme? —le
preguntó Zornik—. Te brindo mi bondadosa clemencia por última vez. ¿Me
dirás donde se oculta el Unicornio o deberé cercenar tu cabeza y beber de tu
sangre para descubrirlo?
—Jamás lo escucharás de mi boca, espíritu corrompido. La fuerza de
Darbrethil y la llama de Ethril Eilalith te desterrarán a tu inmundo cubículo
y allí el gran padre hará que pagues por todas tus maldades. Y entonces
desearás ser un maldito gusano que se arrastre por el fango de una hedionda
ciénaga —y escupió a los pies de Zornik.
—Tú lo has querido, rata nerlinga. Tus días acabarán en la tierra de tus
enemigos. La vida te será arrancada en este claro. ¡Defiéndete! —y el rey
brujo lanzó un terrible mandoble contra el malherido Kiril.
El nerlingo apenas si pudo desviar el embate de Zornik. El corte del
brazo derecho le dolía con cada golpe que lanzaba o detenía, y se veía
obligado a empuñar la espada con ambas manos. La herida de la pierna
reducía su movilidad y la laceración del costado era la que más sangraba y
por la que la vida se le escapaba lentamente. Kiril tomó conciencia de que
aquellos serían sus últimos instantes sobre la faz de Tierra Conocida. El
disco negro seguía cubriendo imparable a la estrella del día y Kiril sintió
que aquella era una cuenta atrás, en la que su vida se apagaría cuando el
último rayo de luz desapareciese tras aquel maléfico sortilegio de Zornik.
—La oscuridad ha vencido a la luz. El espíritu corrupto ha derrotado a
Nerlinguia —pensó, y sus ojos se nublaron y las fuerzas le abandonaron
defendiéndose inútilmente de los ataques de Zornik.
La espada del rey brujo bebió nuevamente de la sangre de Kiril e hirió
al nerlingo en su otro costado. Kiril ya no pudo mantenerse en pie por más
tiempo y cayó de rodillas al suelo, empuñando aún a Darbrethil.
—¿Me dirás ahora dónde se esconde el Unicornio? —le preguntó con
sarcasmo Zornik mientras caminaba en un cerrado círculo sobre el nerlingo,
emulando el vuelo de uno de sus halcones.
—Jamás… —respondió Kiril lanzando una débil estocada desde el
suelo.
—¡Ja, ja, ja! Mírate, aún te revuelves en tu agonía, resistiéndote a
claudicar. A pesar de todo demuestras valentía, bastardo nerlingo —y Kiril
volvió a lanzar un tajo que únicamente logró cortar el aire—. Pero deberías
ser más razonable y colaborar conmigo.
—¡Jamás! —gritó con las últimas fuerzas que le quedaban—. Antes
tendrás que matarme y nunca sabrás donde se oculta la Sagrada Bestia.
—Tú lo has querido —concluyó Zornik con una voz extrañamente
suave y calmada.
Kiril miró a los insondables ojos del rey brujo pero sólo vislumbró el
germen de un antiguo mal. Después buscó una última vez con su mirada la
luz del sol, pero el atardecer se había apoderado del mundo. Sintió el miedo
de los animales del bosque que se retiraban a sus nidos y madrigueras
buscando cobijo al igual que cuando se acerca la noche, pues el disco negro
cubría ahora casi por completo la silueta del sol.
Zornik también volvió sus ojos al firmamento al ver la desesperación
prendida en el rostro de Kiril, y sonrió al ver el efecto que los últimos rayos
del sol producían al pasar entre las montañas y cráteres del limbo de la luna,
aquel desconocido disco negro que luchaba por cubrir el mundo de
oscuridad.
—¡Ja, ja, ja! ¡Contempla el regalo del universo a su nuevo dios y señor!
¡Contempla al firmamento entregarme el anillo de Emperador del Mundo!
—y el rey brujo gritaba y reía como un demente poseído por la locura.
El ominoso disco negro cubrió por completo a la estrella del día y
dibujó un perfecto anillo de luz coronado por destellos que se asemejaban a
preciosas perlas y diamantes. La noche cayó de repente sobre Tierra
Conocida como un gigantesco tapiz negro que cubrió hasta el último rincón
de aquella tierra de desolación.
Fue entonces cuando Zornik lanzó su ataque mortal.
Golpeó con una patada en la cabeza a Kiril y el nerlingo cayó al suelo.
El groning se abalanzó como una serpiente sobre él y clavó la punta de su
espada hundiéndola en el pecho de Kiril hasta que el hueso de una costilla
detuvo su avance. Extrajo sin contemplaciones la hoja de su espada
mientras la mente de Therliangator se nublaba sumergiéndose en las brumas
que anunciaban la inminente llegada del jinete sin rostro. Entonces Zornik
se llevó la punta de la espada a su boca y con una lengua blanquecina lamió
la sangre de Kiril.
Zornik pareció entrar en un estado de éxtasis, transportado a miles de
leguas de distancia, hasta que embriagado por el sabor de la sangre, gritó al
cielo cubierto por la impenetrable oscuridad:
—¡Ahora sé dónde te ocultas! ¡Pronto caerás en mis manos, maldito
Unicornio! ¡Tu poder te será arrebatado y yo seré encumbrado al trono
oscuro! ¡Mi hora ha llegado, mi hora ha llegado! ¡ja, ja, ja! —y Zornik
volvió a lamer la sangre de Kiril que pintaba de rojo carmesí el filo de la
espada del groning—. El Mar de Cristal, allí está tu infecta guarida. Más
allá del mar helado, en donde el hielo jamás se derrite. ¡Tú tesoro será aún
más preciado! Cambiaste tus bellas crines, tu esbelto cuerpo, tus
musculosas extremidades por un enorme saco de grasa gris moteada, ¡ja, ja,
ja! Pero tu poder creció, el tamaño de tu cuerno aumentó. ¡Nunca antes fue
tan poderoso! El bastardo nerlingo lo ha probado, ha bebido de él, el
sagrado poder corre por sus venas. ¡Y ahora correrá por las mías!
¡Dominaré a dioses y hombres! ¡Por toda la eternidad! ¡ja, ja, ja!
—¿En qué te has convertido? —susurró con inmensa pena una voz a sus
espaldas mientras Kiril yacía moribundo en el suelo.
Zornik se volvió sorprendido, aún inmerso en su estado de enajenación,
y descubrió una enorme silueta que se alzaba frente a él.
—¿En qué te has convertido, hijo mío? —continuó Narno—. ¿Cuándo
te hechizó esa maldita bruja?
—¿Quién eres tú? —preguntó desconcertado Zornik—. Éste es un
convite al que no has sido invitado. Regresa con tu ejército para morir junto
a esos desdichados con honor.
—Hijo mío… —sollozó Narno—. Hijo mío. No puedes ser tú el que ha
causado todo este dolor, todo este sufrimiento, ¡abandona esta locura, hijo
mío!
—¡Yo no soy tu hijo! Ni siquiera sé quién eres tú, maldito loco. Vete de
aquí antes de que acabe contigo.
—Odrán, tú…, tú eres mi hijo, mi niño Odrán.
Al escuchar el nombre de Odrán, algo muy dentro de Zornik se agitó,
los ahogados ecos de una corriente subterránea escondida muchas millas
bajo una gigantesca montaña.
—Odrán… —musitó Zornik y miró con curiosidad al gigante.
—Sí, hijo mío. Odrán. Tú naciste en el lejano Bosque Salvaje. Xennia y
yo te criamos, hasta…, hasta que aquella bruja te arrebató de nuestro lado.
Mató a tu madre e hizo que sobre mi cayera una terrible maldición. Pero
ahora que he vuelto a encontrarte no puedo volver a perderte.
—Tú, sí, ahora lo recuerdo —replicó Zornik con repentina cólera en sus
ojos—. Tú eres quien desfiguró el rostro de mi madre. Tú eres aquel a quien
Urkha me envió para matar en Bosque Salvaje. Tu maldición es convertirte
en piedra durante el día. ¡Tú quieres matarme! ¡Mi madre lo vio en su
oráculo!
—¡Urkha no es tu madre! ¡Tu madre se llama Xennia! Yo no quiero
matarte, no quiero hacerlo… pero no permitirá que seas el instrumento con
el que esa bruja acabe con Tierra Conocida —dijo también con furia en su
voz el Guardián.
—Urkha es mi única madre. La madre que me crió y me enseñó todo lo
que sé. Y ella estaba en lo cierto. Lo veo en tus ojos. Ella me lo advirtió.
Pretendes matarme. ¡El oráculo de la lamia nunca se equivoca! —gritó
Zornik enfurecido—. Yo no soy tu hijo pero acabaré ahora lo que no pude
hacer en Bosque Salvaje. Hoy pondré fin a la maldición que te persigue.
Zornik tensó todos los músculos de su cuerpo y su brazo ejecutó un
amplio giro para lanzar una estocada al corazón de Narno. Pero súbitamente
el movimiento se detuvo, los ojos de Zornik querían salirse de sus órbitas
mientras un alarido de dolor brotó desde lo más profundo de su garganta.
Narno contempló desconcertado asomar por el estómago de Zornik la hoja
azulada de Darbrethil brillando con destellos lapislázuli. Kiril había
ensartado al rey brujo con la Espada de Libertad como a un jabalí
atravesado por un espetón.
—Mal… maldito nerlingo. Te pudrirás en… en el más oscuro y…
profundo de los avernos —le maldijo Zornik mientras por su herida y por su
boca brotaba la sangre al borbotones.
—¡Odrán! ¡Odrán! —gimoteó Narno al ver a su hijo atravesado por la
espada de Therliangator.
—No soy tu hijo —respondió testarudo—. Yo… soy Zornik, Emperador
del… Mundo… y del Cielo Oscuro… —y el rey brujo expiró mientras
Darbrethil refulgía centelleante.
Kiril cayó de nuevo al suelo y junto a él el cuerpo inerte y sin vida de
Zornik. Sin embargo, un halo de negrura cubrió por completo el cuerpo del
rey brujo, hasta condensarse en una pequeña nube negra, jirones de brunas
ascuas de una hoguera de brujas que se combinaron con sonidos aviesos y
sibilantes, más terribles que las voces de los Espectros de Sombra contra los
que habían combatido en lo más profundo de Bosque Salvaje.
Narno retrocedió asustado, aún conmocionado por la muerte de su hijo
Odrán. Aquella nube que destilaba maldad, se elevó abandonando el cuerpo
sin vida de Zornik y sobrevoló a Kiril. El pérfido espíritu corrompido y
desterrado de la morada del Único olfateó como un repugnante wolkur a
Kiril. El nerlingo agonizaba, por tercera vez en menos de un invierno, pero
esta vez parecía que el jinete sin rostro lo arrebataría para siempre de Tierra
Conocida. Su rostro se había tornado de un color macilento y los últimos
hálitos de vida se escapaban nadando por la sangre que brotaba de sus
numerosas heridas.
La bruna nube de maldad desechó la idea de poseer a Kiril, presintiendo
que la vida del alko se apagaría en unos instantes. Nuevamente se elevó,
esta vez más alto, a más de diez pies sobre el suelo, buscando al mensajero
alado que siempre acompañaba a Zornik, mas lo vio muerto en el suelo del
claro, abatido y consumido por las llamas de Ethril Eilalith.
El tiempo se acababa para el espíritu corrompido y éste comenzó a
agitarse. Entonces reparo en la figura de Narno, que caminaba aturdido y
sin rumbo fijo hacia el linde del claro. La bruna nube maligna se condensó,
emitió un agudo e insoportable chillido y descendió en picado en busca del
Guardián.
—¡Cuidado Narno! ¡A tu espalda! —trató de advertirle inútilmente Kiril
con voz débil.
Cuando Narno quiso percatarse de la amenaza que lo acechaba fue
demasiado tarde. Aquella nube oscura lo envolvió como un enjambre de
abejas a un intruso que osa robar miel de su colmena y penetró en el cuerpo
y en el alma de Narno por su boca, oídos, ojos y todos y cada uno de los
poros de su piel.
Kiril lloró de amargura. Su plan había fracasado. Era él a quien debía
haber poseído el espíritu. Era él quien moribundo, tras matar a Zornik,
recibiría al maligno huésped en su cuerpo. Y cuando eso ocurriera, se
clavaría en el corazón la punta de flecha envenenada que guardaba en el
bolsillo de su pantalón. Así pondría fin a su vida. Una vez muertos Kiril,
Zornik y su halcón, la bruna nube de maldad vagaría desesperada por el
claro, el tiempo durante el que podría volar se consumiría y finalmente se
desvanecería en el viento del mediodía, desapareciendo para siempre de la
faz de Tierra Conocida. Kiril recordó una última vez aquellas frases de la
primera profecía de Barlok:
“Solamente en tierra yerma podrán desvanecerse, pues ni
hombre ni bestia en ese crítico lapso podrán poseer. Si tras volar
dos veces el doble de dos docenas de dobles huellas ser vivo alguno
no lograran dominar, el maligno parásito un último y terrible estertor
proferirá, y entre llamas y brunas cenizas se consumirá”.
Pero Narno había aparecido cuando nadie lo esperaba y el espíritu lo
había elegido a él en vez de a Kiril, pues percibía que la vida del nerlingo se
apagaría como la llama de una vela consumida. Su sacrificio no había
servido para nada. La maldad seguiría viviendo ahora en Narno y, aquel
hombre torturado de noble corazón se convertiría en el azote y ruina para el
mundo de los hombres.
Sin embargo he aquí que algo inesperado sucedió y cambió el devenir
del destino. El anillo de perlas y diamantes que lucía aterrador en el cielo, y
que Zornik había reclamado para él, desapareció súbitamente. El ominoso
disco negro comenzó lentamente a desplazarse hacia el oeste y, si antes
anunció el atardecer del mundo, ahora reveló con renovados rayos de luz el
amanecer de una nueva era.
Los rayos de luz de aquella inesperada alborada acariciaron el cuerpo de
Narno y la maldición que implacable perseguía al Guardián acudió a su
encuentro. Su cuerpo se transformó inmediatamente en piedra y la bruna
nube de maldad quedó atrapada por la maldición del gigante, mientras el
rostro del que un día fue leal Guardián de Bosque Salvaje mostraba una
petrificada expresión de asombro y horror.
A punto de desmayarse, Kiril creyó ver una silueta que corría por el
claro hacia él. Imaginó que se trataba del jinete sin rostro que por fin acudía
en la hora de su muerte. Cuando iba a enviar un último pensamiento a Enna,
Maikel y el resto de capitanes, aquella figura que se difuminaba entre las
nieblas que cegaban sus ojos, le llamó por su nombre:
—¡Kiril! ¡Kiril! —le gritaba.
Reconoció aquella voz familiar. Era la voz de Oyvind. El hijo del
relámpago seguramente también había muerto y acudía ahora a
acompañarle en su último viaje a la morada del jinete sin rostro.
Pero por fortuna Oyvind seguía vivo. Había permanecido apostado tras
las sombras de la floresta contemplando el Duelo de Reyes, hasta que se vio
sorprendido por el despertar de Narno cuando la estrella del día fue cubierta
por la total oscuridad de un eclipse de sol. El gigante se había despertado
agitado, sobresaltado, alterado, y de su boca no salía más que un continuo y
recurrente monólogo: “Tengo que hablar con mi hijo, tengo que hablar con
Odrán”. Cuando Narno se percató que quien luchaba en el claro contra Kiril
era aquél a quien Urkha le había mostrado antes de convertirse en estatua de
piedra, trató de ir a su encuentro pero Oyvind se lo impidió. El Guardián,
ofuscado y con la mente trastornada por las palabras de la lamia, se zafó de
Oyvind de un puñetazo que dejó inconsciente al alko tendido sobre el suelo
de la floresta. Cuando Oyvind recobró el conocimiento, vio como Zornik y
Kiril yacían tumbados en el suelo y Narno se erguía de pie en el claro
convertido en estatua de piedra.
Oyvind llegó junto a Kiril y, tomándole por los hombros y la espalda, lo
incorporó con sumo cuidado.
—Acaba… acaba con Narno. Destrúyelo con… mi espada —le dijo
Kiril sin apenas fuerza en la voz.
—¿Matar a Narno? ¿Por qué? —preguntó incrédulo al escuchar las
palabras de su amigo.
—Mátalo. El… espíritu… el espíritu lo… lo ha poseído. Acaba con él…
antes… antes de que Narno despierte.
—Pero Kiril. Yo, yo… Yo no puedo matar a Narno.
—¡Hazlo! Te… te lo ordeno —sacó el último resquicio de furia que aún
quedaba en su corazón.
Oyvind contempló con tristeza a Kiril y lo abrazó.
—Hazlo, Oyvind. Por favor… mátalo —volvió a susurrar con firmeza
Therliangator.
—De acuerdo, Kiril. Destruiré a Narno —asintió con inmensa pena,
creyendo con fe ciega en las palabras de su lacrag.
—Toma… toma a Darbrethil. Es la única que… que podrá acabar con…
con el espíritu.
Oyvind obedeció a Kiril y empuñó la Espada de Libertad que
descansaba sobre la húmeda hierba. El hijo del relámpago volvió a mirar a
los ojos de Kiril y éste le confirmó con su mirada lo que debía hacer.
Oyvind se puso en pie y caminó lentamente con lágrimas en los ojos hacia
la estatua de piedra en la que se había convertido el Guardián de Bosque
Salvaje.
El sol, en su particular combate con la luna, estaba logrando liberarse
del maléfico influjo de aquella oscuridad. La cálida y reparadora luz de sus
rayos volvió a acariciar a Tierra Conocida. Cuando Oyvind llegó al lugar en
el que Narno había sido petrificado, la luz de aquella nueva alborada
iluminaba con un brillo cegador la superficie de la estatua del gigante. Una
expresión de horror y angustia, que nunca antes Oyvind había visto en
Narno, se dibujaba ahora en su rostro de piedra. Con su mano tocó el pecho
de la estatua y sintió una terrible conmoción percibiendo cómo el alma del
Guardián se estremecía impotente en su pétreo estado.
—Perdóname, amigo mío —dijo Oyvind con lágrimas en los ojos—. No
es así como me hubiera gustado despedirme de ti, aunque bien sabes que
soy un cobarde, que me asustan las despedidas. No fui capaz de enfrentar la
mirada de Edda cuando abandoné Caterziveen, ni tampoco fui capaz de
mirarte a los ojos y decirte adiós cuando marche hacia Groningburgo —y el
alko suspiró emocionado—. Sé que muchas noches deseaste la muerte,
acabar con la maldición a la que aquella bruja te condenó. Mi querido
amigo —volvió a sollozar—. Ser yo quien te libere de ella es lo único que
me da fuerzas para empuñar esta espada. Adiós, Narno. Adiós al último
Guardián de Bosque Salvaje. Que en la morada de los dioses encuentres el
consuelo y la paz que mereces; que allí te reúnas con tu amada Xennia y tu
añorado Odrán. Rezaré a todos los dioses para que os acojan en sus bosques
sagrados y moréis en ellos por toda la eternidad. Adiós, Narno. Perdona al
testarudo peregrino, a tu siempre fiel amigo, a Oyvind Soplo de Viento.
Adiós… —y con los ojos arrasados en lágrimas el hijo del relámpago clavó
a Darbrethil en el corazón de Narno.
Oyvind aulló con un desgarrador y desolador alarido mientras la
centelleante hoja de azul lapislázuli se hundía en el corazón de la estatua de
piedra y emergía por la espalda del Guardián. Una terrible explosión
sacudió a la estatua destrozándola en mil pedazos. Oyvind cayó de espaldas
sobre la hierba, pero Darbrethil quedó suspendida en el aire, levitando sobre
el suelo, ensartando a la bruna nube de maldad.
El espíritu corrompido trató de volar, de recorrer el espacio que le
separaba de Oyvind y poseerlo con fuerza irrefrenable, pero ahora era la
mano de Nerlinguia la que empuñaba a Darbrethil, y la ominosa nube de
oscuridad quedó prendida en el aire, agitándose impotente como una mosca
que acaba de caer en una tela de araña. El lapso de tiempo que el espíritu
podía permanecer con vida sin poseer el cuerpo de un ser vivo se extinguió
lentamente, cayendo al vacío del olvido como los granos de un reloj de
arena ante los asombrados ojos de Oyvind, hasta que, derrotado por la
divina aleación de Darbrethil, se consumió devorado por níveas llamas de
fuego purificador.
Darbrethil cayó al suelo, clavándose majestuosa en la tierra húmeda del
claro, refulgiendo con increíbles destellos azul cobalto y lapislázulis. El
espíritu corrompido, la bruna nube de maldad se desvaneció en el aire con
un insufrible quejido de dolor, con un sonido tan agudo e insoportable que,
a pesar de que Oyvind y el moribundo Kiril se taparon los oídos, el lamento
del espíritu desterrado dejó sordos por unos instantes a los dos alkos. Con
un arrebatador fulgor nacarado las llamas consumieron al mal que había
poseído durante lustros a Zornik y un último alarido de venganza desveló el
nombre del espíritu desterrado de la casa de los dioses:
—¡¡¡EULUR!!!

Las llamas se apagaron.


La maligna niebla se consumió y desapareció arrastrada por el viento
del Este.
El sol volvió a brillar libre en el cielo.
El silencio envolvió Tierra Conocida.
El mal había sido derrotado.

Oyvind, aún aturdido, no salía de su asombro. No lograba entender qué


había sucedido. Qué era aquella silueta oscura y neblinosa que había
quedado ensartada en Darbrethil y que había emitido aquel espantoso
chillido antes de desaparecer consumida entre las llamas blancas. Sin
embargo un súbito y enorme pesar lo asaltó al ver que su amigo Narno
había muerto. No quedaba rastro alguno de la estatua sobre la húmeda y
verde hierba del claro. La huella del Guardián de Bosque Salvaje había
desaparecido para siempre, por fin liberado de su maldición. Pero el
recuerdo de Narno permanecería imborrable en el corazón de Oyvind. Él
nunca lo olvidaría. Su campana de oro seguiría brillando al final del camino
de piedras blancas y, algún día, Oyvind se prometió viajaría de nuevo a
Bosque Salvaje y pasaría toda la noche haciendo repicar la campana del
Guardián.
—Adiós, Narno. Hasta pronto —lo despidió por última vez, pero ahora
con alegría en su corazón.
De repente Oyvind cayó en la cuenta de que había olvidado a Kiril.
Corrió de nuevo hacia él y lo encontró moribundo, desvanecido junto al
cuerpo inerte de Zornik, respirando con dificultad. El hijo del relámpago le
incorporó con cuidado y le llamó por su nombre tratando de que despertara:
—¡Kiril! Lo hemos logrado. ¡Hemos derrotado a Zornik! ¡Kiril!
¡Despierta!
El Rey Nerlingo se agitó y torció el rictus en un gesto de dolor. Sus
heridas eran numerosas y profundas y seguía sangrando por ellas.
Entreabrió los ojos pero Oyvind no sabía si realmente le escuchaba.
—¡Kiril, hemos vencido! ¡El mal ha sido desterrado!
Kiril esbozó una mueca de sonrisa y de sus labios brotaron unas
palabras que Oyvind no llegó a entender. Acercó su oído a los labios de
Kiril y el alko repitió aquellas palabras:
—Proclama… la victoria. Da… las nuevas al ejército —y su voz se
apagó en un mudo susurro.
—Así lo haré, Kiril. Aguarda aquí. Aguanta, por favor. Resiste, no te
mueras. No ahora que hemos logrado la victoria —y Oyvind le incorporó
con suma delicadeza y, apoyándolo sobre la espalda de Zornik, corrió tan
rápido como nunca antes lo había hecho abandonando el claro para
internarse en la floresta al encuentro del ejército de la Alianza.
Kiril agonizaba y sus ojos volvieron a nublarse, cerrándose muy
lentamente hasta sumirse en un placentero sueño que le reconfortaba del
frío aliento del jinete sin rostro que comenzaba a recorrer su cuerpo. Antes
de desmayarse, en un último momento de lucidez, escuchó a lo lejos con
claridad la dulce melodía de miles de gargantas que gritaban al viento con
una sola voz:
¡ ¡ ¡ ¡ ¡ ¡ VICTORIA ! ! ! ! ! !
TRAS LA TORMENTA

A quella mañana el sol ascendió altivo y dorado, iluminando desde las


alturas un paisaje sereno. Tras la conmoción y la terrible tormenta de
la pasada luna, en la que los relámpagos centellearon sobre las colinas y los
truenos restallaron en las praderas, los campos y estribaciones del Corredor
de Groningburgo componían hoy un bucólico paisaje.
Los cielos de Tierra Conocida, en especial los de Jactinia y los de las
regiones al norte de ella, habían sufrido durante demasiado tiempo el
emponzoñado aliento de Urkha y, tras la muerte de Zornik y el
desvanecimiento de Eulur, el firmamento había llorado de alegría, un llanto
purificador que celebraba la victoria del bien sobre el mal. Los truenos
tronaron, los relámpagos resplandecieron y la lluvia cayó torrencial sobre
aquellas tierras que habían vivido bajo la terrible desolación de Eulur. El
hálito de Urkha se deshizo en minúsculos jirones de neblinas cenicientas y
huyó hacia el oeste acosado por la luz de la estrella del día. En las vastas
praderas gronings, bajo aquella grandiosa tormenta, se libraron los últimos
combates entre el ejército de la Alianza y las legiones enemigas.
Cuando Oyvind surgió de entre los altos pinos y abetos gritando
“¡Victoria!” la confusión se apoderó del campo de batalla. Los primeros en
salir de su asombro fueron los capitanes aliados, quienes comandados por
Enna y Maikel, comenzaron también a gritar “¡Victoria!” poseídos por un
brío y alegría incontenibles que brotaban de su corazón. En unos instantes
todo el ejército aliado gritaba con una sola voz, con el estruendo de un
volcán en erupción, poseídos por el ansia de escuchar aquella palabra que
les había conducido desde lejanas tierras hasta las vastas praderas del norte.
La Batalla del Guardián y los Dos Reyes, así es como llamaron a la
sangrienta contienda con la que concluyó la guerra y en la que se decidió el
destino de Tierra Conocida.
La confusión y la conmoción fue grande entre las filas enemigas. En un
primer momento todos escuchaban incrédulos los gritos de Oyvind,
dudando que Zornik hubiera caído derrotado ante Therliangator. Pero al
sentir la fuerza y determinación con la que los aliados proclamaban la
victoria de Kiril, los gronings empezaron a creer que su rey había muerto.
El único que con gran vehemencia se resistía a creerlo era Inorkul, quien
ordenó a sus gorglins que le acompañasen al claro ubicado en el centro de
aquella apretada y extensa arboleda. Oyvind, al ver cómo Inorkul corría
hacia la floresta seguido por los más de seiscientos gorglins supervivientes
de los combates precedentes, recordó que Kiril yacía moribundo junto a
Zornik, por lo que gritó a los capitanes para que corrieran a protegerle de la
venganza de los gorglins. Enna, Maikel, Ingvar, Aimon y Simas corrieron
tras Oyvind mientras el príncipe Ilanit ordenaba a sus hombres cargar con
todos los carros de combate disponibles contra la guardia personal del
difunto rey.
Así fue como se desató el último combate de La Batalla del Guardián y
los Dos Reyes. Las bigas, trigas y cuadrigas del ejército de Saralamath
embistieron con tal furia a los gorglins, que más de la mitad murieron
pisoteados por los carros de combate o ensartados por las flechas y lanzas
de sus jinetes. Los legionarios gronings contemplaban con atención el
combate como convidados de piedra, renunciando por el momento a
presentar batalla. Los gorglins que lograron penetrar en la comunidad de
pinos y abetos tras los pasos de Inorkul, se vieron sorprendidos al llegar al
claro por una lluvia de flechas que los detuvo en el linde de la floresta.
Oyvind e Ingvar, quienes habían sido los primeros en llegar junto a Kiril, se
ocupaban del malherido Rey Nerlingo.
Inorkul les gritó parapetado tras el grueso tronco de un abeto:
—Apartad vuestras sucias manos del gran Zornik. Llevaos a ese
bastardo nerlingo para enterrarlo en una ciénaga putrefacta.
—Es a tu rey al que tendrás que enterrar, maldito gorglin —replicó
Ingvar—. Él es quien ha muerto.
—¡Mientes, rata nerlinga! —gritó Inorkul abandonando la protección
del árbol y mostrándose en el claro, resistiéndose a creer las palabras del
hijo del trueno.
—Ven a comprobarlo por ti mismo si quieres. Pero silo haces, te juro
que no saldrás con vida de aquí —le amenazó Ingvar.
—Acabaré contigo y después con tu rey bastardo —ladró Inorkul y
corrió acompañado por dos de sus gorglins más fieles.
—Llevaos a Kiril —ordenó Ingvar a Maikel y los otros—. Oyvind y yo
tenemos una cuenta pendiente que saldar con ese maldito gorglin.
Entre Maikel y Simas levantaron con sumo cuidado a Kiril y se lo
llevaron a la enfermería para tratar de salvar su vida. Enna los seguía
desolada viendo cómo una vez más su amado estaba al borde de la muerte.
Ya sólo restaba la esperanza de que Oerlikon pudiera volver a sanarlo.
Aimon permaneció junto a los gemelos alkos mientras Los Quince de
Klimerik, sin aún conocer la muerte de Narno, permanecían apostados en el
linde de la floresta preparados para combatir si fuera necesario.
Inorkul llegó acompañado por los dos gorglins hasta el lugar en el que
yacía el cadáver de Zornik. A pesar de que se resistía a creerlo, rápidamente
se percató que Oyvind no había mentido al gritar “¡Victoria!”. Zornik
estaba tendido inmóvil sobre la hierba, huérfano de vida. En verdad el rey
groning había muerto.
—¡Miserables, traidores asesinos! —gritó iracundo Inorkul—. Sólo
mediante una traición, mediante una emboscada habéis podido acabar con
nuestro rey.
—Kiril acabó con él en buena lid. Hizo que el destino que estaba escrito
se cumpliese —replicó Oyvind.
—Y aquí y ahora tú encontrarás el tuyo —le desafió Ingvar.
Inorkul y los dos gorglins desenvainaron sus temibles espadas de hoja
de sierra aceptando el desafío, y Aimon y los dos gemelos alkos hicieron lo
propio.
—No lo matéis. Antes de hacerlo necesito hablar con él —les susurró
Ingvar y ambos asintieron.
Los gorglins atacaron veloces como una manada de lobos mientras en
ambos extremos del claro hombres de uno y otro ejército contemplaban
expectantes el combate que se acababa de iniciar.
Inorkul se enfrentó a Ingvar mientras que Oyvind y Aimon lo hicieron
con los dos gorglins restantes. Los dos gemelos alkos no se encontraban en
plenitud de facultades por lo que deberían ser diestros y certeros en las
estocadas que lanzasen a sus contrincantes. El cautiverio en las mazmorras
de Groningburgo y las heridas que aquellos ocho wolkurs les provocaron
cuando lucharon en el circo privado de Zornik habían debilitado sus
fuerzas. Sin embargo Aimon, con una maestría sin igual, tras cinco
intercambios de golpes en los que pareció brotar fuego del choque entre las
espadas, logró desarmar a su oponente y, con un preciso ataque, le clavó la
espada en el estómago. El gorglin abrió los ojos incrédulo mientras un río
de sangre brotaba de su vientre. Aimon extrajo la hoja de su espada con
inusitada rapidez y el gorglin cayó muerto al suelo.
Sin detenerse un solo instante, Aimon atacó al gorglin que luchaba
enconadamente con Oyvind y, a pesar de la destreza con el manejo de la
espada de hoja de sierra, entre ambos lograron acorralarle hasta que el alko
le provocó una dolorosa y profunda herida en el costado que le hizo
descuidar su defensa, lo que aprovechó el celko para rematarle de la misma
manera que había hecho con el primer gorglin.
Entretanto Ingvar e Inorkul hacían que las chispas centelleasen sobre el
acero de sus espadas con cada nueva embestida. El hijo del trueno se
defendía con la misma fuerza que Inorkul le atacaba, fruto de la furia que
brotaba desde lo más profundo de su corazón. El recuerdo de la sentencia
de Ira, condenada a que su cuerpo fuera profanado día tras día hasta que la
muerte acudiera a su encuentro, martilleaba su mente sin descanso y le
infundía una fuerza casi salvaje. En uno de los golpes, Ingvar e Inorkul
entrechocaron sus espadas y mantuvieron abrazados el acero nerlingo
contra el acero groning.
—¡Vas a morir! —le gritó el alko mientras los ojos le brillaban
incendiados por una temible cólera—. Pero antes me dirás dónde está Ira.
¡¿Dónde está la esclava de Ihola a la que tu rey condenó a un lejano
lupanar?!
—¿Aquella sucia y traidora nerlinga? —replicó Inorkul mirándole con
desprecio—. Creo que finalmente quedó durante unos meses bajo la tutela
del Mariscal Burkelen. Él se ofreció a enseñarle a ella y a su hermanita el
oficio que les aguarda en el destacamento de Halthoria, ¡ja, ja, ja!
—¡Cerdo degenerado! ¡Kajsa es solo una niña!
—Dejará de serlo una vez que el Mariscal pruebe su dulce carne.
Apostaría a que ahora mismo está jugando con ellas en palacio. Con la edad
se ha vuelto más perezoso para luchar en el camp… —y las palabras
cesaron de brotar de la boca de Inorkul, extinguidas al igual que su vida,
como un regato azotado por el sol del verano.
—Dijiste que no lo matásemos antes de que hablara —dijo Oyvind tras
la espalda de Inorkul empuñando el acero que había traspasado al capitán
gorglin. Ingvar no dijo nada y sólo sonrió a su hermano.
El alko extrajo la hoja e Inorkul cayó sobre la hierba del claro junto a su
rey. Oyvind, Ingvar y Aimon escucharon un ahogado gemido que brotó de
la boca de Inorkul, por fin el último estertor del reino del terror. Ingvar
escupió sobre el cuerpo del gorglin deseándole que se consumiera hasta el
fin de los tiempos en un abrasador fuego imperecedero.
Cuando los gorglins supervivientes contemplaron cómo su capitán era
abatido por los nerlingos y, viendo que Zornik también había muerto,
decidieron huir hacia Groningburgo. El pequeño contingente de jinetes
nómadas de Tierra Seca les acompañó en su huida, pero los carros de
combate del ejército sureño volvieron a cargar contra ellos una vez tomaron
el camino que conducía a la capital.
Ingvar habló con Aimon mientras se reunían con el resto de miembros
de la hermandad de Klimerik en el linde del claro para volver junto al resto
de sus huestes.
—Aimon, ahora eres tú quien estás al mando de nuestro ejército. Kiril
se debate entre la vida y la muerte y no puede liderar a nuestros hombres.
Tú eres quien debes parlamentar con los gronings y pactar su rendición —y
Aimon asintió recordando las palabras del hijo de Akrog—. Necesito que
logres su rendición cuanto antes y que impongas una condición a ese
acuerdo. Que Burkelen entregue sanas y salvas a Ira y Kajsa. Sus vidas
corren gran peligro, más ahora que Zornik ha caído. Te pido que me dejes
viajar a la capital. Debo entrar en Groningburgo; debo hacerlo antes de que
ese Mariscal groning escape con Ira y su joven hermana aprovechando la
confusión tras el fin de la guerra.
—Parlamentaré con los oficiales gronings —le respondió con voz
serena el celko—. Les ofreceré nuestro perdón si se rinden y prometen por
sus dioses que no volverán a atacarnos, que permanecerán recluidos en sus
territorios. Deberán pagar con su oro parte del daño que han causado y, con
él, reconstruiremos los burgos destruidos y compensaremos a los pueblos
libres que generosamente se unieron a nuestra causa. Sus oficiales de más
alto rango deberán entregarse y, como cómplices de las maldades de Zornik,
morirán ajusticiados en la horca. Pero no marches ahora a Groningburgo,
Ingvar —le dijo Aimon mirándole a los ojos—, pues morirías a manos de
algún renegado que busque saciar su sed de venganza. Concédeme un día,
un solo día y te prometo que yo mismo te acompañaré hasta los aposentos
de ese Mariscal para arrancarle de su lado a la mujer a la que amas.
—Aimon habla con sabiduría —dijo Oyvind tratando de hacer entrar en
razón a su hermano—. La guerra acaba de terminar, pero aún no hay
pactada ninguna condición. Los gronings acabarían con nosotros antes de
poner un pie en su capital. No podemos entrar en Groningburgo sin su
consentimiento y la salvaguarda de nuestro ejército. Muerto no lograrás
salvar a Ira.
—¿Y si ese Mariscal huye con Ira y Kajsa? ¿Y si decide acabar con
ellas al conocer la derrota de su ejército? Entonces no me lo perdonaría
jamás, hermano.
—Tendrás que esperar un día, Ingvar. Sólo un día. Concédeme ese
tiempo para negociar la rendición de los gronings.
Ingvar no respondió, pero asintió con su triste y rabiosa mirada.
—Ahora debo reunirme con el oficial de mayor rango groning —
continuó hablando Aimon—. Un norteño, un sureño, un esmuga, un luina,
un skelingo, un lupeno, un bortigo y un nerlingo del sexto clan me
acompañarán. Quiero que los gronings contemplen que están solos en esta
absurda guerra contra el resto de pueblos libres de Tierra Conocida.
Vosotros ayudad ahora a Oerlikon en todo lo que necesite. Kiril no puede
morir. No debe morir.
Oyvind asintió y acompañó a Ingvar hasta la enfermería en la que
Oerlikon había acomodado a Kiril. Esta vez el semblante de Oerlikon era
grave. Las heridas que había sufrido Kiril eran numerosas, algunas de ellas
habían lacerado profundamente su carne y había sangrado profusamente. El
rostro del joven mostraba un color níveo, como el de un cuerpo
embalsamado, y el frío avanzaba lentamente desde sus extremidades para
aposentarse en su cuerpo. Permanecía inconsciente, su respiración era muy
débil y apenas si eran perceptibles los latidos de su corazón.
—No sé si esta vez podré salvarte, hijo —le susurró al oído mientras
acariciaba sus cabellos.
Enna, que había desaparecido de la enfermería, regresó azorada
trayendo en un cestaño hojas y plantas medicinales.
—Padre, esto es todo lo que he podido encontrar en el campamento.
Hojas de helecho, flores de manzanilla, diente de león, un poco de miel y
sal. Pero tampoco he conseguido hallar esta vez caléndula, valeriana y
árnica. En el Taquakland tu poción sanó a Kiril sin tener esos ingredientes.
¿Verdad que también lo hará ahora? —preguntó con ojos suplicantes
mientras Maikel hervía una cacerola de cobre llena de agua siguiendo las
instrucciones que le había dado la joven alka.
—No lo sé, hija mía. No lo sé —respondió Oerlikon con voz taciturna
—. Kiril casi se ha desangrado, numerosas heridas laceran su cuerpo. Está
muy débil, tan débil que incluso una poción tan poderosa como aquella
podría matarlo.
El agua comenzó a hervir y, envueltos por un pesaroso silencio, Enna y
Oerlikon comenzaron a cortar y machacar las hierbas en un mortero, para
después verter todos los ingredientes de la poción al caldero de cobre.
Oerlikon extrajo ceremoniosamente de entre sus vestiduras el pequeño
recipiente en el que guardaba las limaduras del cuerno de la Sagrada Bestia.
Dudó unos instantes, pues tenía que medir muy bien la proporción de aquel
polvo blanco que debía añadir a la pócima curativa. Finalmente vertió sobre
ella las limaduras del Unicornio y Enna comenzó a revolver el verdoso
brebaje a derecha e izquierda. Cuando la cura dejó de borbotear, Oerlikon
indicó a Maikel que incorporara a Kiril. El alko ni siquiera se estremeció
cuando Maikel lo alzó con delicadeza.
—No es buena señal —dijo para sí Oerlikon—. Su alma está ya más
próxima al reino de los muertos que al de los vivos. Nerlinguia, no permitas
que Kiril muera. No permitas que pague con su vida el generoso sacrificio
por el mundo de los hombres. No lo permitas…
Enna llamó con voz trémula a Kiril, pero éste ni siquiera entreabrió los
ojos. Intentaron despertarle pero el alko seguía inconsciente. No tuvieron
más remedio que abrirle la boca y darle de beber de aquella pócima a
pequeños sorbos. El líquido verdoso se derramaba por sus comisuras y en
ocasiones parecía ahogar su respiración. Transcurrió un largo rato hasta que
terminó de beberla. De nuevo Maikel lo tumbó en el improvisado jergón
que habían preparado con capas y pieles, y dejaron que Kiril durmiese aquel
macilento sueño, no sabiendo si despertaría en la morada del jinete sin
rostro o volvería a la vida en el campamento aliado.
Oerlikon se quedó velando durante la primera guardia a Kiril. Enna
salió en silencio de la tienda y corrió hacia la entrada del Paso del Gorglin,
poseída por un desconsolado llanto, sus ojos completamente arrasados en
lágrimas. No quería que nadie contemplara su dolor. Desde lo alto de la
pendiente del paso rezaría en soledad a Nerlinguia rogándole que
devolviera a la vida a su amado prometido. Mientras el frío viento que
azotaba la cumbre mecía sus largos cabellos, la joven permaneció inmóvil,
arrebujada en su capa, sollozando y rezando a Nerlinguia, a la diosa
femenina, apelando al amor que un día Eubalil sintió por el extinguido
Euphil.

Aimon no se demoró en el campamento y, bajo el estandarte de una


gran bandera blanca, avanzó a lomos de su caballo al encuentro de los
gronings, flanqueado a derecha e izquierda por los representantes de los
pueblos libres de Tierra Conocida que habían luchado en aquella guerra:
Simas por los norteños, el príncipe Ilanit por los sureños, Brandur por los
esmugas, Sventegard por los skelingos, Markeliot por los lupenos,
Lindeloth por los bortigos, Pothalion por el sexto clan y el bueno de Olaf,
designado por los luinas, un miembro más del pueblo de los constructores
de barcos.
De la vanguardia de las legiones gronings surgió también un pequeño
grupo de media docena de jinetes encabezado por el Mariscal Zotelen
hondeando una bandera blanca. Los gronings avanzaban con paso lento,
cabizbajos, desposeídos del porte altivo y desafiante que hasta ahora habían
mostrado. Ambas embajadas se encontraron en el centro del corredor.
Aimon tomó inmediatamente la iniciativa y, sin saludar a los gronings,
comenzó a exponer sus condiciones para su rendición. El Mariscal Zotelen
le escuchaba con rabia contenida, apenas pudiendo soportar que aquel
engreído nerlingo le impusiese los términos de su rendición…
—… el oro groning será confiscado —recitaba Aimon las condiciones
—, y utilizado para costear la reconstrucción de los burgos destruidos así
como pago por los hombres y bestias de los pueblos libres que han
participado en esta guerra. Por último, los oficiales de más alto rango,
Mariscales y Senescales, deberán ser entregados a los capitanes del ejército
aliado para, como cómplices de las maldades de Zornik, redimir sus
felonías con la muerte siendo ajusticiados en la horca en la plaza central de
Groningburgo dentro de cinco lunas.
Los gronings que acompañaban al Mariscal Zotelen, a pesar de
rebelarse aún en su fuero interno por la victoria aliada, encontraron
razonables las condiciones que había impuesto Aimon. Sin embargo,
Zotelen replicó iracundo cuando el celko terminó de hablar:
—¿Acaso te has vuelto loco, engreído nerlingo? ¿Crees que te entregaré
en bandeja de plata mis tierras y mi oro? Mira al frente y contempla a mis
legiones. Si osas avanzar un solo paso más en dirección a nuestra capital,
tus hombres perecerán bajo el filo de nuestras espadas.
Aimon le miró a los ojos y esbozó una burlona sonrisa pero permaneció
callado. El Mariscal de las legiones del norte se impacientó y volvió a gritar
al celko:
—¡Retírate a tu lejana madriguera y escóndete bien profundo en ella!
Quizás así me olvide de ti y puedas vivir en paz tu vil existencia. ¿Qué
respondes ahora?
El celko volvió a sonreír pero enseguida su rictus se tornó adusto antes
de replicar al Mariscal:
—Mira ahora a tu espalda, engreído groning —comenzó respondiendo
de la misma manera y Zotelen hirvió de rabia—. ¿Dónde están los gorglins?
¿Dónde están tus aliados, los jinetes nómadas de Tierra Seca? Yo te lo diré.
Han huido, han huido al ver a su rey muerto. Esas ratas escapan ahora hacia
los yermos de Tierra Seca. ¡Que se pudran como raíces resecas en aquellos
eriales! Pero si algún día osan cruzar de nuevo esa frontera, no volverán a
ver la luz del sol agostarse en el lejano oeste al atardecer —y Aimon hizo
una pausa—. Dime Mariscal, si las tropas de élite de Zornik ya no quieren
luchar, ¿piensas que campesinos, herreros, carpinteros y demás hombres
reclutados en las últimas levas querrán hacerlo? Quizás parte de tus
legionarios te sigan en tu demencia hacia la muerte, pero apuesto todo el
oro que escondes en Groningburgo a que la cordura prevalecerá en la
decisión que tomen —y Aimon miró entonces uno a uno a los cinco
gronings que acompañaban al Mariscal y les habló con severidad—.
Regresad ahora al campamento y transmitid mis palabras a los soldados de
vuestro ejército. Creo que las condiciones que os he impuesto son
razonables, incluso generosas, frente al mal y la desolación causada por
vuestro pueblo en Tierra Conocida. Aguardaré vuestra respuesta hasta el
atardecer. Si para entonces no os habéis rendido y aceptado mis
condiciones, mi ejército atacará y os juró que no quedará un solo groning
con vida cuando llegue la aurora. Os ofrezco vida y libertad frente a la
muerte. Os juro que cada uno de esos hombres que forman en las filas del
ejército de la Alianza clama venganza. Muchos han venido para luchar aquí
desde lejanas tierras. Han perdido a muchos seres queridos durante la
guerra y no cejarán ahora en acabar con el último de los gronings si os
resistís a rendiros. Si eso ocurriese, los nerlingos encabezaríamos esa horda
y yo, Aimon, descendiente del gran Borbul Ojo de Águila, daría la orden de
exterminaros para vengar a los miles de alkos, bilkos, celkos, helkos y
bunkos que murieron en Lothikaton por la inmunda traición groning. ¡Y
ahora marchad! —ladró furioso Aimon—. Mi clemencia se agotará al
atardecer. ¡Vosotros sois ahora dueños de vuestro destino! —y espoleando a
su caballo, regresó al galope hacia la vanguardia aliada flanqueado por los
representantes de los pueblos libres.
Los ecos de la noticia de la muerte de Zornik y el más que probable fin
de la guerra no tardaron en llegar a Groningburgo. Dos de los jinetes
nómadas que sobrevivieron al ataque de los carros de combate del príncipe
Ilanit, irrumpieron en la capital dirigiéndose prestos a informar a su líder. A
pesar de la premura y la importancia de las nuevas que portaban, debieron
aguardar durante un largo rato a que Nurgul les atendiera, pues se hallaba
retozando entre las sábanas con su recién tomada esposa y había ordenado
que por ningún motivo osasen molestarle.
Cuando el emperador de los jinetes nómadas les recibió en audiencia,
escuchó atentamente la información que aquellos leales hombres portaban.
Cuando éstos concluyeron, Nurgul les ordenó que huyeran a Tierra Seca y
que dieran cobijo entre sus tribus a los gorglins que decidieran
acompañarles. Les indicó que él y su esposa pronto se reunirían con ellos en
los yermos del oeste, antes de que el ejército aliado entrase en
Groningburgo si se confirmaba la rendición de las legiones leales a Zornik.
Nurgul despidió a sus hombres y regresó a su alcoba. Cerró la puerta tras de
sí y, al volver su mirada hacia la cama donde yacía su esposa, se sobresaltó
al ver en la balconada exterior la figura de una vieja de canos cabellos
lacios y grasientos. Nurgul fue a echar mano de su daga, pero enseguida se
percató que únicamente una sábana de seda cubría su cintura.
Ihola advirtió el sobresalto de su esposo y miró hacia la puerta en la que
Nurgul tenía clavados los ojos.
—¿Quién eres, anciana? ¿Cómo osas entrar en nuestros aposentos? —le
dijo desafiante el jinete de Tierra Seca.
—No temas, esposo mío —dijo la princesa—. Es Urkha, la madre
adoptiva de mi padre. Disfruta allanando la intimidad y surgiendo
súbitamente de entre las sombras.
—Siempre fuiste una descarada y maleducada —le regañó Urkha—. Mi
hijo cedió a tus caprichos desde que eras una niña. Pero hoy tu padre ha
muerto. ¡Ay, mi amado infante! ¡El único que me ha querido y
comprendido! —y pareció que la lamia comenzaría a llorar, pero enseguida
se repuso y gritó a los dos príncipes—. ¡Vosotros dos! ¡Vestíos! Dejad de
revolcaros entre la seda y el terciopelo o las bestias que acaudilla el
nerlingo clavarán vuestras cabezas en picas en lo alto de las murallas.
¡Aprisa! Seguidme hasta los aposentos del rey, hasta las estancias de mi
niño, mi niño muerto… —y volvió a gimotear—. Os proporcionaré un
refugio seguro, sí, oculto y seguro, lejos de los caminos transitados y de las
miradas curiosas. Os esconderé en mi guarida, en la Fuente de la Lamia.
Ihola y Nurgul se despabilaron ante las apremiantes palabras de la lamia
y se vistieron. Urkha les ordenó que le siguieran y salió apresurada de la
alcoba de los recién casados. Cuando le seguían por los pasillos de palacio,
Nurgul se percató que la lamia tenía patas de gallina en vez de extremidades
humanas. El jinete de Tierra Seca aferró la mano derecha a la empuñadura
de su espada y aquel gesto volvió a infundirle calma y serenidad. Nurgul
temía a las brujas y hechiceras, pues había escuchado escalofriantes
historias acerca de las felonías de esos seres malignos que se ocultaban tras
las nieblas cenicientas de las Montañas Oscuras.
Urkha los condujo con presteza hasta los aposentos de Zornik. Cuando
se plantaron frente a la majestuosa puerta de madera y oro que les cerraba la
entrada a las estancias reales, la lamia extrajo de entre sus ropajes una llave
y abrió la pesada puerta. Los aposentos estaban a oscuras, únicamente
iluminados por la tenue luz del atardecer. Urkha los guio hasta la balconada
exterior donde les aguardaba la ciclópea cabeza del wolkur que desde lo
alto dominaba toda la capital groning. La lamia se acercó a Ihola y, con
extraña delicadeza, la acercó a la fuente apoyando una mano en la espalda y
otra en el vientre de la joven. La lamia sonrió maliciosa al calor del
contacto con el cuerpo de la princesa. Ihola se apartó de la lamia y de su
inusual caricia, ya que a diferencia de su padre, a la princesa groning le
repugnaba la presencia de Urkha.
La lamia no pareció reparar en el desplante de Ihola y, del borde de
mármol de la fuente tomó dos vasos que contenían un repulsivo líquido
negruzco.
—¡Bebed de esta pócima! ¡Bebed y a salvo estaréis! —canturreó Urkha.
Nurgul miró con repugnancia el brebaje que les ofrecía la lamia.
—Yo no beberé de ese fétido líquido. ¿Quién me dice que no es un
veneno? Prefiero caer atravesado por el acero antes de morir por tu brujería.
—¡Desconfiado! Ingrato y desconfiado jinete de Tierra Seca. La lamia
arriesga su vida por protegeros. La lamia se sacrifica por poner a salvo de la
turba a los nuevos reyes —dijo enfatizando la palabra reyes—, y solo
encuentra como agradecimiento ingratitud y descortesía. ¡Ay, niño mío!
¿Por qué me has abandonado? Tú nunca osarías hablarme de esa manera.
Las palabras de Urkha hicieron dudar a Nurgul. Viendo un tercer vaso
sobre la fuente le dijo a la lamia:
—Bruja, deja ya de parlotear. Demuéstrame que esa infecta poción
puede sacarnos de aquí. Bebe de ese vaso y saldremos de dudas.
—¡Ja, ja, ja! Desconfiado, ingrato e insolente. Debería dejar que los
nerlingos te capturasen y despellejasen tu cuerpo. Pero por el amor a mi
niño, por respeto a la semilla de mi niño, para salvaguardar la vida de la
princesa Ihola y la estirpe del gran Zornik, yo te mostraré el camino de la
salvación, el camino a la Fuente de la Lamia —y de un salto metió sus patas
de gallina dentro de la fuente y bebió de un trago el brebaje—. ¡Adiós,
incrédulo jinete de los yermos resecos! ¡ja, ja, ja! —y entre dementes
carcajadas Urkha se volatilizó ante los atónitos ojos de Nurgul.
El emperador de los jinetes nómadas de Tierra Seca no salía de su
asombro mientras sumergía sus manos en la fuente bajo la gran cabeza del
wolkur, buscando una trampilla o un pasadizo secreto por el que la lamia se
hubiera podido escabullir. Pero por mucho que buscó no halló nada. Al
cabo de unos instantes, la lamia regresó como por arte de magia, pisoteando
con sus patas de gallina las manos de Nurgul.
—¡Suelta mis manos, maldita bruja! —ladró iracundo.
—Con gran placer, mi señor —respondió burlona y de un salto
descendió a la balconada.
—¿Cómo lo has hecho? ¿Qué truco has usado?
—No he usado ningún truco. Se trata de magia. La magia que enseñaron
a la buena Urkha. Una magia más antigua que el propio mundo, mucho
antes incluso que el primero de tu sangre hubiera puesto un pie en Tierra
Conocida.
—Es cierto, Nurgul —intervino Ihola—. Lo vi hacerlo con mi padre
cuando era una niña. No hay truco. Es magia, una magia arcana y oscura.
—Es cierto. Lo viste, lo viste cuando eras una niña obediente. ¡Pero te
apartaste de ese camino! Te gustaban las muñecas de madera y tela más que
las pociones, te gustaba vestirte con sedas en vez de leer en los huesos. Te
apartaste del camino… —y la lamia trató de contener su rabia—, pero ahora
volverás a ser una niña obediente. Bebe de la poción, querida mía. Bebe y
refúgiate en el hogar de la lamia. Lo reconocerás al llegar. Estuviste allí
cuando eras pequeña. Recuerdo cómo gateabas por el regato de aguas claras
y jugabas con las raíces de los sauces…
—No seré tu niña. Sólo te acompañaré para ponernos a salvo de esa
horda ávida de sangre y venganza que se acerca a Groningburgo. Pero
cuando todo se haya calmado regresaremos a la capital y reclamaremos el
trono que por derecho nos pertenece —e Ihola miró con desconfianza a la
lamia y, subiendo grácilmente a la fuente, sumergió sus esbeltas piernas en
el agua y bebió de un trago la poción para no vomitarla. Esta vez fue la
imagen de Ihola la que desapareció frente a los incrédulos ojos de Nurgul.
—Es tu turno, querido —le dijo Urkha.
—Espero que tu guarida se oculte profunda en las montañas y esos
rebeldes no puedan dar con nosotros.
—Oculta y escondida, querido. Tan profunda que ni los propios dioses
pueden descubrirla, ¡ja, ja, ja! —y Urkha rió esta vez de una forma que hizo
estremecer a Nurgul.
El jinete de Tierra Seca se obligó a avanzar sin titubear hacia la fuente y
beber de aquel repugnante brebaje. Antes de meter sus pies en el agua tomó
el único vaso que quedaba sobre el borde. Contempló con asco aquel
líquido negruzco y miró por última vez al cielo de Groningburgo, hacia el
azul y las nubes que volaban a gran altura sobre su cabeza, antes de beber la
poción y desaparecer a la secreta Fuente de la Lamia. Cuando Nurgul se
llevó el vaso a su boca, sintió un gélido aliento que acariciaba su cuello.
Pero aquella caricia se convirtió en un punzante dolor, como si decenas de
agujas se hubieran clavado en su cuello. Sintió un repentino calor, un calor
que se derramaba en forma de líquido viscoso sobre sus hombros. Giró la
cabeza y contempló el color carmesí de la sangre tiñendo su camisola. Su
mente se nubló, las fuerzas le abandonaron y cayó desplomado sobre la
fuente, su cabeza sumergida en el agua que ahora también se teñía con el
rojo de la sangre de Nurgul. Urkha le arrancó el dorado peine de oro del
cuello y, sentándose sobre la cabeza del jinete de Tierra Seca, comenzó a
atusarse los cabellos mientras Nurgul moría ahogado entre convulsiones
antes de terminar de desangrarse.
—Desconfiado, ingrato e insolente. A la lamia ya no herirás con tus
palabras envenenadas. Ahora tu semilla es mía, ¡ja, ja, ja! ¡Mía es tu
semilla! ¡Mía es tu semilla! —y durante un rato Urkha continuó peinándose
sus lacios cabellos con su preciado tesoro sentada sobre el cadáver de
Nurgul hasta que, hastiada de la compañía de éste, bebió un trago de su
mágica poción y se desvaneció entre las sombras del atardecer.

Con el ocaso los gronings acudieron al encuentro al que Aimon les


había emplazado. El descendiente de Borbul les aguardaba en las llanuras
del Corredor de Groningburgo acompañado por los representantes de los
pueblos libres. Aimon constató desde la distancia que la comitiva groning
era más reducida que la que había acudido a parlamentar a mediodía. A
medida que se fueron acercando distinguió en cabeza a dos gronings que
eran los que ahora aparentaban ostentar el mando, y vio con satisfacción al
Mariscal Zotelen acudir al encuentro con las manos atadas a la espalda
custodiado por un legionario. Cuando ambas representaciones se
encontraron frente a frente se saludaron y fue Aimon el primero en hablar:
—Veo que la cordura ha prevalecido —y dirigió una desafiante mirada a
Zotelen.
—Algún día pagarás cara tu osadía —replicó el Mariscal—. Si osas
pisar Groningburgo tu cabeza adornará nuestras murallas.
—¡Silencio! —le gritó quien parecía ahora encontrarse al mando del
ejército groning. El antiguo Mariscal de las legiones del Norte calló
reprimiendo su rabia—. Me llamo Gothram y he sido elegido por mis
hombres como nuevo Mariscal de todos los ejércitos gronings y asumiré a
partir de hoy el mando de lo que queda de nuestras legiones.
—En nombre del pueblo nerlingo y del resto de pueblos de Tierra
Conocida te presento mis respetos, Gothram —dijo Aimon—. Confío en
que los gronings hayan acertado al elegirte, aunque la primera decisión que
has tomado parece darles la razón —dijo sin apartar la mirada de Zotelen—.
Y ahora, Mariscal Gothram, aguardamos impacientes tu respuesta.
—Muerto nuestro rey y desaparecida nuestra princesa —comenzó a
hablar con solemnidad—, y tras sopesar las condiciones, el ejército groning
ha decidido aceptar tu propuesta. Pero escucha, Aimon, descendiente de
Borbul, esto no es una rendición; decidimos cesar las hostilidades no por
cobardía, sino porque continuar con esta guerra sólo conducirá a una
matanza, a un horrible derramamiento de sangre.
—Sabia decisión, Gothram —respondió Aimon—. Nadie duda de la
valentía de vuestros hombres ni de vuestra destreza en el combate. No
tenemos más que mirar los cientos de hombres del ejército de la Alianza
que han caído bajo el acero groning. Pero como bien dices continuar la
batalla sólo nos conduciría a derramar más sangre. Contemplo a tu
aguerrido ejército y también a mis soldados, y la única visión que acude a
mi mente si seguimos luchando es la de la aniquilación total, la de la hierba
de estas praderas oculta por una alfombra de cadáveres, la de miles de
hombres conducidos a la muerte persiguiendo una sinrazón.
—Entregaremos a los oficiales del alto mando que tomaron parte en los
planes que condujeron a la traición y matanza de Lothikaton —continuó
Gothram—. Firmaremos un armisticio por el que nuestro pueblo se
comprometerá a no hostigar al resto de pueblos de Tierra Conocida, a no ser
que seamos atacados o nuestros territorios sean invadidos.
—Haz que tus escribanos incluyan en ese papiro dos condiciones
adicionales: la primera, que las minas de oro del Valle de los Elothas jamás
volverán a ser explotadas por esclavos, sino por trabajadores que
voluntariamente así lo decidan, recibiendo una justa paga por ello; y la
segunda, que detendréis y ajusticiaréis a cualquier gorglin que trate de
volver a vuestros territorios. Esa cruel y despiadada guardia personal al
servicio de Zornik ha cometido terribles crímenes que jamás podrán ser
perdonados.
—Así se hará —asintió Gothram—. Una vez se lleven a cabo las
ejecuciones, firmaremos el armisticio y vuestro ejército dispondrá de siete
lunas para abandonar el territorio groning. Si tras ese plazo alguno de
vosotros permaneciera aún en nuestras tierras sería tomado por un invasor y
nuestros soldados lo perseguirán sin descanso hasta acabar con él.
—Sea —asintió Aimon—. Agradezco tu postura y confío en que
gobiernes durante muchos inviernos el destino de tu pueblo.
—Solamente soy un regente temporal. Nuestro pueblo deberá designar
al nuevo rey.
—Si antes te he pedido que incluyas en el tratado dos condiciones,
ahora te hago dos ruegos personales.
—Habla, nerlingo —dijo con severidad Gothram.
—Te pido que permitas que un joven de mi pueblo pueda viajar a
Groningburgo antes del ajusticiamiento del alto mando. Zornik le arrebató a
la mujer que amaba y, por lo que hemos sabido, la entregó junto con su
hermana al Mariscal Burkelen. Son dos jóvenes nerlingas a las que Zornik
planeaba enviar a un lupanar en Halthoria para divertimento de los
legionarios.
—Sea —respondió Gothram—. Aunque sospecho que el Mariscal
tratará de huir de Groningburgo ahora que Zornik ha muerto. Si lo hace, mis
hombres acompañarán a tu amigo para darle caza. ¿Cuál es tu segunda
petición?
—Que Lunden, el oficial que estuvo al mando de Bortiburgo durante la
ocupación, sea uno de los ajusticiados. Fue despiadado con sus habitantes y
envió a más de doscientos hombres como esclavos a Eloburgo
arrancándoles de sus familias. Sus atrocidades no pueden quedar impunes y
debe pagar por ello —finalizó el celko recordando al capitán contra el que
la hermandad de Klimerik había combatido desde su escondite en Bosque
Verde.
—No será necesario —respondió el groning—. Cayó atravesado por
una lanza en los combates de la pasada luna y descansa para siempre en la
morada del jinete sin rostro —y Aimon asintió complacido—. Ahora soy yo
quien también tiene una petición que hacerte.
—Habla, Mariscal.
—Acudirás acompañado por solo veinte hombres a Groningburgo para
presenciar las ejecuciones. Nuestro pueblo no debe sentir que ha sido
conquistado o derrotado, sino que sus gobernantes han recobrado la razón y
la cordura. Nosotros también hemos vivido sojuzgados por el yugo de
Zornik y, si bien es cierto que fuimos cobardes por no oponernos a sus
planes de conquista, no merecemos que se nos pague con la misma moneda.
Nosotros también hemos perdido amigos y seres queridos en esta guerra.
Aquellos que osaron revelarse contra las órdenes de los Mariscales fueron
cruelmente asesinados como escarmiento para quien quiera se atreviera a
seguir sus pasos.
—¿Cómo sé que no será una emboscada, que en realidad el patíbulo y
las cuerdas no estarán preparados para nosotros? —preguntó con firmeza
Aimon.
—No lo sabes, ¡pero así será! —gritó Zotelen.
—¡Silencio! —le ordenó callar Gothram—. Tienes mi palabra de que
nadie os hará nada y de que Zotelen y los demás serán quienes cuelguen de
la horca.
Aimon escrutó durante unos tensos instantes los ojos del groning.
—Tu palabra me basta —dijo finalmente—. En siete lunas acudiremos a
Groningburgo. Ese día firmaremos el armisticio y la bandera de la paz
volverá a ondear en Tierra Conocida.
—Confió en que así sea durante muchas centurias.
—Olaf —llamó Aimon al espíritu errante—. Ve al campamento y dile a
Ingvar que los gronings le llevarán ante Burkelen. Que Oyvind y Gregas le
acompañen.
El enjuto norteño asintió y cabalgó veloz hacia la vanguardia del
ejército aliado que aguardaba expectante las nuevas. No tardó en regresar
acompañado por los dos gemelos alkos y Gregas.
—Te rogué que me concedieras un día —y el alko asintió con gesto
serio—. Pero tu deseo será satisfecho antes de que ese día termine.
Gothram, Mariscal de todas las legiones gronings, ha accedido a
acompañarte a Groningburgo para encontrar a Ira y Kajsa. Ahora el
Mariscal Burkelen es un prófugo y ellos te ayudarán a darle caza si trata de
huir con las dos jóvenes. Acompañad a los gronings y ellos os escoltarán
hasta su capital.
—Gracias por cumplir tu promesa, Aimon —contestó Ingvar mientras
observaba receloso a los gronings.
—No temas, Ingvar. Tenemos su palabra de que no intentarán nada —y
antes de que el hijo del trueno le interrumpiese añadió—. La palabra de un
hombre noble, no la de un traidor. Y ahora marchad —se despidió de ellos y
de los representantes de los gronings—. Mañana prepararemos una gran
pira funeraria y al atardecer incineraremos y honraremos a los caídos.
—No queméis en esa pira el cuerpo de Gródolas —le recordó con gran
tristeza Ingvar—. Le prometí que lo enterraríamos en su amada Tenkolmar.
Embalsamar su cuerpo para que no se corrompa durante el viaje hacia el
norte. Los norteños querrán contemplar el rostro del gran guerrero antes de
que descanse para siempre bajo la tierra de los reinos del norte.
—No partiremos hacia las Tierras frías hasta que regreses de
Groningburgo —le tranquilizó Simas—. Vladas y los norteños
aguardaremos tu vuelta para partir juntos hacia Tenkolmar. El gran guerrero
del norte no será enterrado sin que su hermano de sangre esté presente en
los funerales.
—Gracias, Simas —respondió—. Juntos le daremos el último adiós.
Antes de que ambos grupos se separaran, Gothram hizo una última
petición a Aimon.
—Que en esa pira ardan también los gronings caídos en combate. Ése
será el primer paso hacia la paz entre ambos pueblos.
—Así lo haremos y vuestros hombres serán tratados con los mismos
honores que nuestros muertos —respondió respetuoso Aimon mientras la
comitiva groning se alejaba.
La noche comenzó a cubrir de oscuridad el Corredor de Groningburgo,
pero esta vez no fue la ominosa oscuridad del aliento de Urkha la que se
apoderó de las vastas praderas, sino la serena y acogedora oscuridad que
sigue al atardecer, la que todo lo envuelve en calma y quietud. Cuando las
sombras cubrían ya por completo los picos de la Savakien, las legiones
gronings, envueltas por la luz de cientos de antorchas, se replegaron hacia
su capital desapareciendo engullidas en las gargantas que conducían al
camino que llevaba a Groningburgo.

A la mañana siguiente varias compañías de soldados del ejército de la


Alianza se afanaron en preparar la pira funeraria en la que arderían los
soldados caídos en el campo de batalla. Cavaron una enorme fosa de más de
seis pies de profundidad y la cubrieron con ramas secas y troncos. Sobre el
inmenso lecho de madera colocaron uno a uno a todos los muertos en la
batalla: gronings, nerlingos, esmugas, luinas, bortigos, skelingos, lupenos,
norteños y sureños, pero Aimon ordenó que los cadáveres de los gorglins
quedaran esparcidos por el Corredor de Groningburgo como comida para
los buitres y las demás aves carroñeras.
De acuerdo a lo que Ingvar había pedido, el cuerpo de Gródolas no
descansó sobre la cama de ramas y maderos. El cadáver del norteño estaba
siendo rudimentariamente embalsamado por los curanderos para lograr que
se conservase en el mejor estado posible y llegase incorrupto a su añorada
Tenkolmar.
Les llevó dos días en transportar y colocar a todos los caídos sobre el
lecho funerario que les conduciría a la eternidad. Al atardecer, todos los
supervivientes de la Batalla del Guardián y los Dos Reyes formaron con
marcialidad y gran solemnidad velando armas, inmóviles y en silencio,
frente al gran túmulo donde reposaban sus compañeros.
Después de largo rato, Aimon se acercó ceremoniosamente al gran
túmulo de cadáveres y lanzó sobre él una antorcha con el fuego de Ethril
Eilalith. Los cuerpos habían sido rociados con óleo y las primeras ramas
prendieron con rapidez, encendiéndose con furia y toda la pira funeraria
comenzó a arder en un torbellino de grandes llamas y nubes de humo.
Entonces, decenas, centenares de soldados imitaron a Aimon, y un
terrible y grandioso fuego purificador se elevó al cielo, lanzando destellos
amarillentos y anaranjados que volaron muchas millas hacia el norte, el sur,
el este y el oeste, perdiéndose hasta desvanecerse en dirección a los yermos
de Tierra Seca y Bosque Salvaje, pero reflejándose centelleantes sobre los
Guardianes de Groning y las colinas cercanas que ocultaban Groningburgo.
Las llamas devoraron la madera y la carne, borrando de aquellas regiones el
recuerdo de la reciente guerra.
Mientras todos permanecían inmóviles rezando a sus dioses
encomendándoles el alma de los caídos, Aimon comenzó a entonar
solemnemente, con voz grave y profunda, la Canción de los Muertos:
El cielo yermo de estrellas,
la tierra huérfana de tus huellas.
Ya no queda más que refleje tu luz,
en la noche todo se vuelve quietud.
Negro y blanco, amarga oscuridad,
en tu eterno viaje serán toda tu verdad.
Ya no queda nada que refleje tu luz,
en la noche todo se vuelve quietud.

y todos los hombres se unieron a Aimon y cantaron emocionados con


una sola voz el resto de estrofas de la oda a los muertos.
Las llamas danzaron sobre el túmulo hasta bien entrada la madrugada y,
frente a la gran pira funeraria, los hombres permanecieron firmes
contemplando cómo las almas de sus compañeros volaban libres hacia el
cielo, impulsadas por la fuerza de las llamas hacia la morada de los dioses.

Tras la Batalla del Guardián y los Dos Reyes la noche llegó temprana y
oscura. Un gran frente de cúmulos y nimbos llegaron desde el oeste
cubriendo el cielo de Groningburgo cuando Gothram, acompañado de
Oyvind, Ingvar y Gregas, cruzaba las grandes puertas del norte. El hijo del
trueno se revolvía inquieto sobre su montura anhelando reencontrarse con
Ira. El Mariscal de todas las legiones gronings había enviado una
avanzadilla de cinco soldados a Groningburgo para apresar a Burkelen.
Gothram sospechaba que el antiguo Mariscal trataría de huir con parte del
oro que atesoraba hacia algún lejano lugar más allá de la Barrera de Dunas,
hacia las inexploradas costas del oeste bañadas por el oscuro Mar del
Gruneng o a algún escondite al este de la muralla de piedra de la Savakien.
Cuando los gemelos alkos y el norteño franquearon la entrada a la
capital groning rememoraron con angustia cómo el oficial del puesto de
guardia los detuvo para enseñar a su estúpido sobrino Meolin el oro que
transportaban. Allí murieron Kriktas, Kuriktas y Marlunas, y a punto
estuvieron ellos de perder la vida en la persecución a la que fueron
sometidos por los gronings. A medida que siguieron avanzando, el recuerdo
de Hamad y Lamad también los asaltó con fuerza.
Pero esta vez no entraban en Groningburgo como proscritos ocultos
bajo una falsa identidad, sino como acompañantes del nuevo caudillo del
ejército groning y posible futuro regente. El eco de cascos de caballos que
se aproximaban a gran velocidad les hizo regresar bruscamente de sus
pensamientos. Dos jinetes se acercaron hasta ellos deteniéndose frente a
Gothram.
—Mariscal, el Maris… Burkelen ha desaparecido —se corrigió el jinete
—. Las estancias de su mansión en las cercanías de palacio están desiertas.
Todo indica que ha huido precipitadamente llevándose todos los objetos de
valor que podía acarrear.
—Maldición —gruñó Gothram—. Confiaba en que las noticias de la
muerte del rey no hubieran llegado aún a palacio.
—El Maris… Burkelen —volvió a corregir el jinete—, disponía de
fieles servidores y espías, mi señor.
—¿Qué haremos ahora? No sabemos cuanta ventaja nos lleva ni hacia
dónde ha huido —se lamentó contrariado Ingvar—. ¿Y los esclavos que
estaban bajo su tutela? ¿No estaban en su mansión?
El groning miró con una mezcla de sorpresa y desdén a aquel prisionero
enemigo que osaba hablarle.
—Respóndele, soldado —le ordenó Gothram.
—La mansión estaba vacía. No había nadie allí —contestó conciso el
jinete.
—Buscad a su mayordomo —dijo Gothram—. Él sabrá hacia dónde se
dirige Burkelen.
—Mi señor —dijo el otro jinete.
—Habla, soldado —dijo el Mariscal.
—He hablado con el puesto de guardia y con los hombres que vigilan
desde las murallas. Todos y cada uno de ellos juran no haber visto salir a
Burkelen de la ciudad.
—Entonces… entonces han tomado el pasadizo —pensó en voz alta
Gothram.
—¿Qué pasadizo? —inquirió Ingvar.
—No me pidas que te revele todos los secretos de mi pueblo —le
contestó el Mariscal—. Olvidad a su mayordomo. Ahora estoy seguro que
viaja con él. ¡Soldados, seguidme! —ordenó a los jinetes y dando media
vuelta abandonaron la capital por el gran portón del norte.
Cuando cabalgaban en la oscuridad bordeando las granjas que rodeaban
a las grandiosas murallas, Ingvar le preguntó al Mariscal.
—¿Hacia dónde nos dirigimos?
—Hacia el camino que cruza el Valle del Rauron hasta llegar a
Nornogham. Burkelen planea huir a Halthoria, pero no permitiremos que
llegue tan lejos. No nos lleva demasiada ventaja y no podrá viajar tan
rápido como nosotros. Sus esclavos y las posesiones que transporta
ralentizarán su marcha. Además la sorpresa está de nuestra parte. Tengo la
certeza de que no espera que lo persigamos, no antes de tres o cuatro lunas.
—Es probable que viaje protegido por varios de sus hombres más fieles
—sugirió Oyvind quien cabalgaba a la par del Mariscal e Ingvar.
—Sí, es lo más probable, aunque el grupo con el que viaje no superará
la media docena. Querrá pasar desapercibido, al menos hasta haber cruzado
la Cordillera Savakien.
—Estaremos preparados para luchar llegado el momento —dijo Ingvar.
—Vosotros sólo entraréis en combate si nuestras vidas corren peligro.
Nh misión es capturar con vida a Burkelen para que sea ajusticiado dentro
de siete lunas. Ése fue mi trato con Aimon.
—No permitiré que Burkelen haga daño a las dos mujeres nerlingas —
respondió con rostro severo Ingvar.
—Te prometo que no dejaré que lo haga, nerlingo. Pero tú mantendrás
tu espada envainada o de lo contrario tendré que encadenarte.
Ingvar no contestó y Gothram aceleró el trote de su caballo colocándose
al frente de la comitiva dando por terminada la conversación. Galoparon
confundiéndose entre las sombras nocturnas mientras los débiles destellos
de las antorchas de Groningburgo se difuminaban a medida que dejaban
atrás la capital groning.
Gothram no se equivocaba en sus suposiciones. Burkelen tenía la
intención de llegar a Halthoria cruzando el Valle del Rauron en dirección
este, deteniéndose antes en Nornogham. El antiguo Mariscal de las legiones
gronings del Sur había recibido a primera hora de la tarde la noticia de la
muerte de Zornik. Era sabedor de que, una vez muerto su rey, el miedo que
atenazaba por igual a civiles y legionarios se esfumaría y, llegado ese
momento, los gronings recapacitarían antes de enfrentarse a la devastación
mutua luchando contra el ejército de la Alianza. Por ello decidió huir antes
de que su situación de privilegio cambiara. Ordenó a dos de sus oficiales de
confianza que recogieran el oro, la plata y las piedras preciosas, las
empaquetasen en alforjas y le aguardasen junto a la puerta trasera del
palacio del rey con su mejor jinete. Allí se reunirían con él, su mayordomo
y cuatro de sus esclavas. Si se mantenían leales a él, Burkelen les entregaría
una de sus esclavas y les pagaría con una bolsa de cincuenta monedas de
oro al salir de Groningburgo y otras tantas más una vez llegasen sanos y
salvos a Halthoria. En aquel burgo Burkelen disponía de una gran finca en
la que ocultaba la fortuna amasada durante largos inviernos en campañas de
guerra y saqueos al frente de sus legiones. Allí era donde había planeado
pasarlos últimos años de su vida y a donde ahora se veía forzado a escapar.
Si Gothram había acertado en el destino que Burkelen había elegido no
era porque supiera que disponía de un gran latifundio cercano a Halthoria,
sino porque el pasadizo secreto del que sólo un reducido número de
oficiales del alto mando groning tenía conocimiento, abocaba a una zona
despoblada y poco accesible al noreste de la capital, cercana a los primeros
pasos del camino que cruzaba de oeste a este el Valle del Rauron.
El grupo de Burkelen les llevaba cerca de tres leguas de ventaja, pero el
antiguo Mariscal, confiado en que nadie les perseguiría ni repararía en ellos,
decidió descansar al abrigo de una solitaria posada llamada El Reposo del
Rauron, que se encontraba en las veredas del camino a unas treinta millas
de Groningburgo.
Haciendo ostentación de su perdido rango de Mariscal, Burkelen alquiló
toda la posada por esa noche. Los ojos del posadero se iluminaron con el
brillo del oro al ver las monedas que Burkelen le entregaba para que les
agasajara con una buena cena y la regase con un buen vino tinto.
Desde que comenzara la guerra habían sido tiempos aciagos para el
posadero y su esposa, pues apenas si había viajeros que se atrevieran a
transitar por aquellos lares. Ocasionalmente se cruzaban con soldados y
legionarios, quienes casi siempre pasaban de largo para terminar durmiendo
en los barracones del acuartelamiento de Groningburgo.
El posadero preparó presto una mesa para Burkelen y los tres
legionarios que le acompañaban y otra para las cuatro esclavas y el
mayordomo. Ira y Kajsa comieron con avidez el conejo asado que la
posadera les sirvió junto con una jarra de cerveza aguada. Burkelen y los
legionarios dieron buena cuenta de un gran trozo de lechón asado al que
acompañaron con un recio vino bortigo. A pesar de que era bien entrada la
madrugada, los cinco hombres devoraron el crujiente lechón y bebieron
hasta terminar totalmente ebrios. Burkelen ordenó entonces a su asustado
mayordomo que llevase a las cuatro esclavas a las estancias superiores y las
desnudara, ya que él y sus hombres aún tenían otros apetitos que saciar.
Ira abrazó a su hermana y ambas acompañaron escaleras arriba al
posadero, quien les indicó cuáles serían sus habitaciones mientras Kajsa
gemía y sollozaba desconsolada. Cuando el mayordomo trató de separarlas
Ira se negó, aferrándose a su hermana pequeña. Entonces el mayordomo la
golpeó varias veces en la cara y en los brazos, mas no logró separarla de
Kajsa. Un hilo de sangre corrió por sus labios pero ni una sola lágrima brotó
de sus ojos.
El mayordomo bajó nervioso y alterado las escaleras e informó a
Burkelen de lo sucedido pero éste se carcajeó y después le golpeó con la
empuñadura de su espada. El enjuto y débil hombre cayó al suelo
temblando de miedo.
—¡Estúpido! —ladró Burkelen borracho—. No sirves ni para domar a
una chiquilla. Debería dejar que los perros salvajes acaben contigo —y el
hombre temblaba de miedo—. De acuerdo, ¡ja, ja, ja! —río entre sonoras
carcajadas de burla mientras se enjugaba las gotas de vino que se le
escapaban por las comisuras—. Pensándolo bien, deja a las dos rameras
nerlingas juntas. ¡Hoy me merezco doble diversión! ¡Ja, ja, ja! ¡Tú! —le
gritó a uno de los gronings—. Sal ahí fuera y monta guardia hasta que
amanezca. Agradéceselo a mi gentil mayordomo. Y vosotros dos, ¿a qué
esperáis? Tomad vuestras copas de vino y acompañadme. ¡La cena está
servida! ¡Ja, ja, ja! —y mientras Burkelen subía torpemente las escaleras,
tambaleándose de lado a lado, el posadero y su esposa desaparecieron no
fuera a ser que el ebrio Mariscal quisiera recuperar el oro con el que les
había pagado sus servicios.
Las escasas horas que aún le restaban a la madrugada se hicieron
eternas para las dos hermanas nerlingas. En las estancias contiguas las otras
dos esclavas parecían disfrutar de la compañía de los gronings a tenor de las
risas y ahogados gemidos que se escuchaban en ellas. Sin embargo, el
veterano Burkelen, cansado y borracho, no podía controlar a Ira y Kajsa que
huían del groning parapetándose tras el camastro y la mesa de madera,
únicos muebles que adornaban la habitación.
—¡Estaos quietas, malditas rameras! —gritó Burkelen enojado mientras
cogía la daga que tenía atada a su cinturón.
—Está bien —habló aterrorizada Ira al ver la daga de oro que Burkelen
empuñaba. Kajsa se escondió acurrucada tras la espalda de su hermana—.
Cálmese, buen señor. Tómeme a mí si es lo que quiere. Pero os lo ruego,
dejad a mi hermana, respetadla por piedad. No es más que una niña.
—¡Cállate y desnúdate! —y acercándose con inusitada agilidad hacia
las dos jóvenes, abofeteó con fuerza a Ira quien volvió a sangrar por la boca
—. ¡Nadie da órdenes al Mariscal Burkelen! ¡Mucho menos una ramera
como tú! Túmbate en el lecho y tal vez me olvide por ahora de tu hermana;
pero al amanecer tendrá que venir a la cama de este viejo Mariscal a darle
los buenos días, ¡ja, ja, ja! —y agarró con fuerza a Ira arrojándola encima
del jergón y arrancándole de un manotazo la parte superior de su vestido.
Burkelen apuró un largo trago de vino hasta vaciar la copa y comenzó a
quitarse la ropa. Los efluvios del alcohol rápidamente hicieron presa en él y,
apenas se tumbó en la cama y comenzó a manosear a la aterrorizada Ira, el
Mariscal groning se quedó dormido sobre ella entre profundas respiraciones
y un pestilente aliento a vino.
—Escapa hermanita. Escóndete y no salgas hasta que nos hayamos
marchado —le susurró Ira a Kajsa con el cuerpo del desvanecido Burkelen
aprisionando el suyo.
—Podría intentar matarlo… —dijo temblando Kajsa.
—No serviría de nada. Los otros gronings nos atraparían y nos
matarían. Así al menos una de las dos se salvará. Yo intentaré escapar
cuando lleguemos a nuestro destino. Y ahora huye, ¡márchate Kajsa!
La joven alka se resistió a abandonar a su hermana, pero la insistencia
de Ira hizo que terminara por obedecerla. Antes de salir con pasos
silenciosos de la estancia, cogió la daga que Burkelen había dejado en el
suelo a los pies del camastro y besó la frente de su hermana.
—Podría matarlo… —dijo con pánico en sus ojos.
—Por Nerlinguia, Kajsa, huye por favor.
—Adiós, Ira. Hasta pronto —se despidió asustada.
—Hasta pronto —le respondió Ira y dibujó en sus labios un beso de
despedida.
Kajsa abrió con cuidado la puerta de la habitación y la cerró tras de sí
sin hacer ruido. Cruzó el estrecho pasillo de puntillas, rezando porque la
madera del suelo no crujiese, con el sonido de fondo de los gemidos que se
escuchaban en las otras dos habitaciones. Kajsa subió a la tercera planta de
aquel caserón, un enorme desván donde el posadero guardaba algunos útiles
de labranza y viejos aparejos. La joven constató que aquel diáfano desván
había sido utilizado como dormitorio común para el acomodo de viajeros en
otros tiempos de bonanza. La media docena de raídos jergones que ahora
descansaban apilados en una esquina del mismo, cubiertos de polvo y
telarañas así lo atestiguaban. Kajsa se ocultó tras la pila de jergones en
aquella oscura esquina. Al cabo de un rato, vencida por el agotamiento, se
tumbó en el suelo y cayó dormida al instante en un agitado duermevela.

La aurora alcanzó con su prematuro frío invernal al Valle del Rauron.


Una tupida niebla brotó de aquellas húmedas tierras cubriendo el aire con
un velo insondable. El grupo de nueve hombres que perseguía al fugitivo
Burkelen se vio sorprendido por el manto de niebla antes de que la
madrugada abandonase los solitarios parajes del bajo valle. Decidieron
hacer un breve alto para reponer fuerzas y descansar. Comieron unos trozos
de carne ahumada, refrescaron sus gargantas con unos tragos de agua,
encendieron un par de antorchas y reemprendieron la marcha.
Gothram les había asegurado que Burkelen se detendría en la posada El
Reposo del Rauron. Era el único hospedaje que encontraría en el camino
hacia Nornogham si tomaba aquella ruta. El antiguo Mariscal y su comitiva
habían escapado de la capital antes del atardecer y, con la previsión de
dormir varias noches al raso, no desaprovecharían la ocasión de comer y
descansar al calor del fuego del hogar. Gothram había recorrido más de
veinte veces el camino en ambos sentidos y, en una ocasión, había
compartido mesa en esa posada con el Mariscal Arniokelen.
El groning calculó que se encontraban a unas cinco millas de distancia
de la posada. El Reposo del Rauron estaba situado en un punto muy
característico del camino, un lugar donde la senda realizaba una amplia
curva elevándose hacia el este, dejando un frondoso bosque de robles a su
derecha. En los días despejados desde allí podía divisarse el angosto paso
que formaban el brazo occidental de la Savakien con las estribaciones
montañosas que marcaban el linde oriental del Valle de los Elothas.
—Marcharemos agrupados tres millas más —les informó Gothram—.
Después, Tarlen y Kartien os adelantaréis al grupo. Quiero que localicéis la
posada. Necesito saber cuántos soldados viajan con Burkelen además de sus
esclavas. Aguardad hasta que os alcancemos. Burkelen no es estúpido y,
aunque no crea que le estemos persiguiendo, habrá apostado centinelas
alrededor de la posada.
—De acuerdo —asintieron los gronings.
—¿Qué haréis si los hombres de Burkelen se resisten? —preguntó
Ingvar.
—Entonces no tendremos más remedio que matarlos.
—Puede que os superen en número.
—En ese caso reclamaría tu ayuda, nerlingo —sonrió Gothram—. Y
ahora, partamos sin más demora. Puede que Burkelen decida también
reanudar la marcha con el alba temprana. La posada está cerca de
Groningburgo y Burkelen es un viejo zorro. No me extrañaría que ya
hubiese olfateado nuestra presencia.
El grupo reemprendió la marcha sumiéndose en el velo neblinoso que
amortajaba el Valle del Rauron. Enseguida el débil titilar de las antorchas
desapareció devorado por la niebla.
Un sereno silencio envolvía los territorios gronings. El deseado fin de la
guerra se había llevado consigo la agitación y el miedo de hombres y
mujeres, y ahora una silenciosa calma inundaba de paz Tierra Conocida.
Gothram guio con destreza al grupo a través del camino cubierto por la
niebla. Cuando estimó que habían recorrido cerca de tres millas, ordenó a
Tarlen y Kartien que se adelantasen al grupo, indicándoles con precisión
dónde se ubicaba la posada. Debían apresurarse pues, por encima del mar
de niebla, el amanecer del nuevo día comenzaba a despuntar entre las altas
comunidades de nubes. Oyvind, Ingvar y Gregas ciñeron con fuerza los
cinturones de los que colgaban sus espadas y comprobaron que sus carcajes
estaban repletos de flechas. Intuían que esa mañana se derramaría sangre y
que ellos tendrían que participar en la lucha.
Tarlen y Kartien divisaron la posada entre la niebla. El caserón de
piedra era visible desde la distancia a la luz de las antorchas que iluminaban
la puerta de entrada. Distinguieron en la parte trasera de El Reposo del
Rauron un pequeño establo abierto y cubierto por una larga e inclinada
tejavana de madera.
—Desde aquí no puedo ver cuántos caballos hay en el establo —dijo
Tarlen.
—Tendremos que acercarnos más —respondió Kartien—. ¡Mira! —le
advirtió en un alto susurro—. Allí, junto a la puerta de entrada.
—Lo veo. Un centinela apostado —dijo mientras lo contempló durante
unos instantes en silencio—. ¿Crees que duerme? No se mueve.
—Con este frío no tardará en despertar. Eso o es que está muerto.
Apresurémonos. Tenemos que llegar al establo sin que nos descubra.
Los dos gronings reptaron ocultos por la niebla hasta el establo. Los
caballos se agitaron y relincharon nerviosos al ver acercarse a los dos
hombres. Tarlen logró calmarlos acariciándoles el cuello y las crines.
—Hay cuatro sillas de montar de nuestro ejército —susurró Tarlen.
—El resto pertenecerá a los esclavos del Mariscal —y Kartien comenzó
a revolver husmeando entre las alforjas—. ¡Ja, ja, ja! ¡Valiente bribón de
Burkelen! Estas alforjas están repletas de oro y plata. Con esto podríamos
hacernos ricos.
—No toques ese oro —le reprendió Tarlen—. No es nuestro. Déjalo en
las alforjas.
—Pero si tomamos un poco nadie se dará cuenta —insistió—. La paga
mensual es una miseria y apenas si nos da para comer y tomar un par de
copas de vino en esas sucias y rancias posadas de la capital. Con esto
podríamos tener nuestra propia granja, nuestra propia bodega, ¡y nuestras
propias esclavas! Piénsalo, viviríamos como Senescales.
—¡Maldita sea! ¡Deja en paz ese oro! —gritó Tarlen acercándose hacia
las alforjas y apartando de un empujón a su compañero.
A sus espaldas escucharon una voz furiosa.
—¡Malditos bandidos! —y el centinela que vigilaba la puerta de la
posada hundió la hoja de su espada en Kartien.
Tarlen reaccionó con presteza y, tomando su cuchillo, se abalanzó sobre
el centinela que se vio sorprendido por el rápido movimiento de ataque.
Tarlen derribó al centinela y, montándose a horcajadas sobre él, lo
inmovilizó y le clavó el cuchillo en el corazón.
El centinela había acudido al establo despertado de su placentero sueño
por el relincho de los caballos. Adormilado y con sus ojos velados por la
niebla, había tomado a los dos gronings por un par de rufianes salteadores
de caminos.
—¡Maldición! —se lamentó Tarlen nada más deshacerse del centinela
—. Si se percatan que no hay nadie vigilando la puerta sospecharán que
algo raro sucede —y su mente discurría a gran velocidad—. Ocuparé su
lugar. No serán capaces de reconocerme aquí fuera enfundado en mi capa y
rodeado por la niebla. Al fin y al cabo ambos vestimos el mismo uniforme.
Tarlen no se lo pensó dos veces y, tras ocultar los dos cuerpos sin vida
entre la paja y limpiar los restos de sangre, se encaminó con parsimonia
hacia la puerta de la posada, donde permaneció vigilante apoyado sobre la
fría piedra de la fachada del caserón.
—Confío en que el Mariscal Gothram no me confunda con uno de los
hombres de Burkelen y acabe conmigo con una certera flecha. Cuando vean
que ni Kartien ni yo le estamos esperando creerá que nos han apresado o
asesinado.
Tarlen no se equivocaba. Cuando la partida de perseguidores
encabezada por Gothram divisó la posada envuelta por la niebla que
lentamente comenzaba a desgajarse en grandes jirones, el Mariscal se
inquietó al no ver a ninguno de los dos hombres a los que había enviado
como avanzadilla.
—¡Por todos los dioses! ¿Dónde están Tarlen y Kartien? —se preguntó
en voz alta.
—No logro verlos por ningún lado —respondió otro groning.
—Los hombres de Burkelen los han tomado presos… o algo peor —
sugirió Ingvar.
—No lo creo —respondió Gothram—. Si fuera así la posada entera
estaría sumida en una frenética agitación, incluso puede que hubieran
partido ya hacia Nornogham. Sin embargo reina la calma.
—Silencio —les advirtió Oyvind—. Una ventana se ha abierto en la
segunda planta, allí, sobre la puerta principal —y todos entrecerraron los
ojos tratando de verlo que el hijo del relámpago les indicaba.
—¡Centinela! —bramó una voz ronca y pastosa desde la ventana—.
¿Has visto por ahí a la más joven de esas esclavas nerlingas?
—No, mi señor —respondió Tarlen evitando mirar hacia arriba—. He
permanecido aquí toda la noche de guardia. Si hubiera salido por esta puerta
o alguna de las ventanas la hubiera visto.
—Si descubro que te has quedado dormido y esa ramera nerlinga ha
escapado, te prometo que te destriparé con mis propias manos —y de un
fuerte golpe cerró la ventana.
—Ésa era la voz de Burkelen —dijo Gothram.
—Ira y Kajsa están con ellos. ¡Debemos rescatarlas! —habló exaltado
Ingvar.
—Cálmate, nerlingo —le ordenó con voz firme Gothram—. Antes de
poder rescatar a esas jóvenes debemos reducir a Burkelen y sus hombres.
Vosotros dos y el norteño quedaos aquí. Vigilad lo que sucede y tened listos
vuestros arcos para hacerlos cantar. Si alguno de ellos trata de escapar
tenéis mi permiso para abatirlo.
Ingvar asintió. Le hubiera gustado poder participar en la lucha, pero
Oyvind y Gregas le habían hecho comprender que los gronings no
aceptarían de buen grado que matase a ninguno de sus compatriotas a no ser
que sus vidas corrieran peligro. Las profundas heridas provocadas por la
reciente guerra aún seguían abiertas en ambos bandos.
El Mariscal Gothram y los cuatro gronings se deslizaron sigilosos hacia
la posada. Oyvind, Ingvar y Gregas tomaron una flecha de sus carcajes y
clavaron sus ojos en la difusa imagen de la posada. El hijo del trueno rezó a
Nerlinguia para que velase por las dos jóvenes hermanas.
En el interior de la posada, Burkelen forcejeaba con Ira.
—Deja a mi hermana —suplicaba Ira colocándose delante de la puerta
—. Déjala marchar. ¡Es sólo una niña!
—¡Esa niña es mía! Me servirá como esclava. ¡Aparta de mi camino,
maldita nerlinga! —y Burkelen le propinó un puñetazo que derribó a Ira
dejándola inconsciente en el suelo.
El antiguo Mariscal salió de la habitación y abrió la puerta de las
estancias en las que los otros dos gronings yacían dormidos junto a sus dos
esclavas.
—¡Levantaos, por todos los dioses! —bramó—. La cachorra nerlinga ha
huido. Tenemos que encontrarla antes de marchar. Si logra escapar podría
delatarnos.
Los dos gronings se vistieron apresuradamente y salieron al pasillo.
—¡Buscadla por toda la casa! —les ordenó—. Tú, pregunta al posadero
si ha visto u oído algo y después dile al centinela que compruebe los
alrededores.
—Sí, Mariscal —respondió diligente y bajó por las escaleras hasta la
planta baja donde interrogó al posadero quien también confirmó no haber
visto nada. Transmitió a gritos la información a Burkelen y salió al exterior
para avisar al centinela que montaba guardia.
—Si ese maldito centinela no miente… entonces, entonces esa pequeña
ramera se oculta en la casa —y miró hacia el final del pasillo donde las
escaleras continuaban ascendiendo a la tercera planta—. Arriba, por todo
los dioses. Tiene que estar arriba —y comenzó a avanzar a grandes trancos,
tambaleándose aún ebrio.
En el exterior el groning se acercó al centinela y le dijo:
—Yorten, el Mariscal quiere que compruebes los alred… —y un hilo de
sangre brotó de la boca del groning mientras pendía clavado del estómago
por la espada de Tarlen, quien con su otra mano ahogó los gritos de socorro
del moribundo.
Los acontecimientos se precipitaron a partir de ese instante. Gothram y
los otros tres gronings emergieron de entre la niebla y, justo cuando se
disponían a atacar a Tarlen, pudieron verle el rostro percatándose que era
uno de los suyos. Juntos irrumpieron en la casona y al verlos entrar, la
posadera gritó asustada. Su marido surgió de la cocina empuñando un gran
cuchillo y se abalanzó sobre ellos, pero los gronings fueron más rápidos y
sus espadas acabaron con el desdichado posadero.
Al oír los gritos y los ruidos que subían desde la primera planta,
Burkelen ordenó al groning que le acompañaba que bajase a comprobar qué
sucedía. Burkelen continuó subiendo las escaleras hasta que llegó al desván.
Mientras tanto, nuevos gritos y el entrechocar del acero reverberaron en las
escaleras, hasta que al final los gritos cesaron y volvió a escucharse el
acelerado ruido de pasos que continuaban ascendiendo a los niveles
superiores.
Entretanto Burkelen escrutaba el desván buscando a su presa. Kajsa se
había despertado sobresaltada por los gritos de los gronings y había abierto
una de las cuatro ventanas del desván para tratar de escapar por ella.
Cuando estaba a punto de hacerlo, escuchó los pesados pasos del Mariscal
acercándose. Decidió entonces retroceder y ocultarse tras la pila de raídos
jergones. Los dientes le castañeteaban y la joven alka trataba inútilmente de
ahogar sus sollozos de angustia. Burkelen escuchó los gemidos de la
esclava y avanzó hacia la esquina del desván.
—No trates de ocultarte de tu amo. Basta ya de juegos, mi pequeña. Ven
aquí con tu amo, te trataré con dulzura —y siguió avanzando hasta
colocarse frente al escondite de la nerlinga.
Kajsa, como un ratón acosado en su madriguera, saltó por encima de los
jergones y empujó al sorprendido Burkelen, corriendo como una ardilla
hasta trepar a la ventana que había dejado abierta.
—¡Ven aquí, maldita puerca! —ladró iracundo Burkelen—. Baja de ahí,
o te juro que te arrastraré del pelo y te llevaré a mi cama tironeando de él.
Kajsa miró aterrorizada a los ojos de Burkelen y no vio atisbo de compasión
en ellos. Extrajo de su vestido la daga que la pasada noche había robado al
groning y la alzó a la altura del hombro.
—¡Ni se te ocurra amenazarme con esa daga! —gritó Burkelen—.
Antes de que intentes clavármela yo ya te habré roto el brazo. ¡Ven aquí,
ramera nerlinga! —y avanzó un nuevo paso hacia la ventana.
Kajsa se agarró con una mano al marco de la ventana y miró hacia el
Valle del Rauron, tan cercano y tan distante, envuelto por un lúgubre manto
de niebla ceniciento. Después contempló el mortal destello que recorrió el
filo de la daga robada, quizás el reflejo de la cólera que relampagueaba en
los ojos de Burkelen. Y finalmente observó impávida cómo el antiguo
Mariscal de las legiones gronings del Sur se aproximaba mirándola con un
brillo asesino en sus pupilas. Entonces un leve susurro brotó de los finos y
delicados labios de Kajsa:
—Adiós, Ira. Adiós para siempre, mi amada hermana —y clavándose la
daga de oro en el pecho saltó de espaldas al vacío, regalando una última
mirada de desprecio al atónito groning.
El cuerpo de la joven golpeó contra el suelo arrancándole la vida. Unos
instantes después, Burkelen, quien seguía sin salir de su asombro, se asomó
por la ventana del desván y contempló cómo el cuerpo sin vida de la joven
yacía en el suelo en una grotesca postura.
—Tú te lo has buscado, ramera desobediente —le espetó Burkelen al
cadáver de Kajsa.
Sin embargo, en aquel instante, Burkelen percibió un sonido que había
escuchado en cientos de batallas en las que había combatido, un sonido que
anunciaba al heraldo de la muerte, al jinete sin rostro. Una flecha atravesó
de lado a lado el cráneo del antiguo Mariscal, esparciendo sangre y masa
cerebral entre los jirones de niebla gris. Burkelen ya no sería sentenciado a
morir colgado en la horca en la plaza mayor de Groningburgo. La justicia
de Ingvar acababa de dictar su sentencia.
Gothram, Tarlen y los otros llegaron al desván cuando todo hubo
acabado. Miraron por la ventana y vieron con gran pena el cuerpo sin vida
de Kajsa yacer sobre la hierba y a su lado el del Mariscal Burkelen
atravesado por la flecha nerlinga. Gothram volvió sus ojos hacia el altiplano
donde había ordenado que permanecieran los nerlingos y Gregas. En lo alto
de aquella pequeña elevación del terreno vio con claridad la silueta de
Ingvar, sus brazos aferrando el arco que había segado la vida de Burkelen.
Gothram se lamentó, negó con la cabeza y volvió a contemplar la terrible
estampa del cadáver de Kajsa.
—Su vida corría peligro. Su vida corría peligro… —murmuró con gran
pesar mientras los legionarios asentían cabizbajos.
Más tarde, cuando Ira despertó y vio a Ingvar frente a ella, no recordaría
haber sido nunca antes tan feliz. Sin embargo, cuando el hijo del trueno le
relató la muerte de su hermana pequeña, una insoportable tristeza se
apoderó de ella sumiéndola en un hermético silencio. Ira se encerró en si
misma y tardó muchas lunas en volver a hablar. La culpabilidad por no
haber sido capaz de proteger a Kajsa mortificaba su alma lo que entristecía
profundamente a Ingvar, quien también se sentía culpable de la muerte de la
joven. Ellos las habían puesto en peligro cuando acompañaban a los
comerciantes sureños en sus tratos con la princesa Ihola.
Pero un día la luz volvió a abrirse paso en el corazón de Ira y la joven
comprendió que no podía seguir torturándose, pues no sería únicamente su
vida la que destrozaría sino también la de Ingvar.
Gothram y sus hombres llevaron el cadáver de Burkelen a
Groningburgo, pero no dijeron que fue el nerlingo quien lo había abatido.
Durante esos días capturaron y detuvieron al resto de oficiales que habían
participado activamente en los planes de Zornik y los condujeron a las
mazmorras de la capital.
Cumpliendo el pacto acordado con el ejército de la Alianza, el ll de
Noviembre de 1046 según el calendario groning, tres días antes de que se
cumpliese un año de la matanza de Lothikaton, Aimon, descendiente de
Borbul Ojo de Águila, líder de Los Quince de Klimerik y último de la
estirpe real del clan celko, entró en Groningburgo al mando de una
compañía de veinte hombres en la que estaban representados todos los
pueblos libres que habían luchado por la causa nerlinga. En la capital
groning fueron recibidos con los honores que les correspondían y Aimon y
el resto de sus acompañantes mostraron un sincero respeto ante el pueblo
contra el que habían combatido.
En la plaza mayor presenciaron el ajusticiamiento de Zotelen y otros
siete oficiales de alto rango y Senescales. Nadie celebró su muerte cuando
colgaron de la horca, pero tampoco nadie derramó una sola lágrima en señal
de luto por ellos. A continuación, Gothram y Aimon firmaron el armisticio
entre los gronings y el resto de pueblos libres. Fue un acto breve y sereno,
en el que no hubo vencedores ni vencidos, pues todos habían sufrido
incontables pérdidas durante aquella guerra sin sentido. Antes de despedirse
se emplazaron a mantener un nuevo encuentro una vez hubiera transcurrido
el invierno y las heridas que había dejado la guerra comenzasen a cicatrizar.
—Confío en volver a verte coronado como nuevo rey —dijo Aimon.
—Esa decisión corresponderá a nuestro pueblo.
—Si tu pueblo es inteligente serás su nuevo rey. Adiós, Gothram. ¡Que
Nerlinguia te acompañe!
—Adiós, Aimon del clan celko, ¡que también los dioses te acompañen a
ti!
Aimon abandonó Groningburgo encabezando la comitiva que
representaba a los pueblos libres. El celko sintió una enorme sensación de
paz cuando cruzó la gran puerta del norte y franqueó el profundo foso de
oscuras aguas. Muertos Zornik y sus adláteres, Inorkul, Arniokelen,
Zunkonel, Zotelen y Burkelen, el horizonte del mundo parecía brillar ahora
luminoso y brillante, pleno de ilusión y esperanza, libre de nubes y
tormentas que lo ensombreciesen.
Y mientras Aimon abandonaba Groningburgo a través de las grandes
puertas del norte, el Rey Nerlingo seguía debatiéndose entre la vida y la
muerte. Kiril yacía inconsciente desde el Duelo de Reyes, desde aquel
glorioso instante en el que escuchó a los hombres proclamar la victoria ante
los gronings. En aquel inolvidable instante su cuerpo y su mente se
sumieron en un profundo y frío letargo. Ni los cuidados de Enna ni las curas
de Oerlikon habían logrado rescatar a Kiril del limbo en el que se había
sumergido.
Oerlikon trataba de animar a Enna con la esperanza de que cada día que
el nerlingo se mantenía alejado del jinete sin rostro era un nuevo día en el
que su espíritu se aferraba un poco más a Tierra Conocida. Sin embargo la
joven seguía desconsolada, embargada por una profunda tristeza mientras
contemplaba el color macilento y el frío que se habían asentado en el
cuerpo de Kiril, como si su amado se preparase para exhalar el último
aliento.
Pero esa noche, cuando Enna se quedó dormida junto al camastro de
Kiril agotada por las interminables jornadas en que le había velado, algo
despertó en lo más profundo del alko y condujo su mente hacia el reino de
los sueños. Y soñó un sueño premonitorio, un mensaje que la Sagrada
Bestia le enviaba.
Esta vez Kiril no soñó con los dos guerreros que luchaban a su espalda,
ni con los ojos que le acechaban desde el bosque, ni tampoco con aquel
luminoso cielo en el lejano oriente. Esta vez todo se volvió blanco, un vasto
lienzo de color nacarado en el que era imposible distinguir la línea del
horizonte. El reflejo del sol sobre aquel níveo universo era tan deslumbrante
que Kiril no podía mantener los ojos abiertos. Tuvo que colocar su mano a
modo de visera para que una mínima sombra le permitiera entrecerrar los
párpados y tratar de escrutar aquel infinito paisaje blanco.
Súbitamente sintió cómo un frío insoportable le atenazaba, y de su boca
brotaron vaharadas de vapor helado. El silencio era abrumador, sólo roto
por el crujido del hielo y la nieve congelada bajo sus pies. Kiril pensó que
quizás había muerto, pues aquel inmenso mundo de soledad era lo más
parecido a la desolación de la muerte. El alko necesitaba imperiosamente
entrar en calor y luchar contra el frío glacial, por lo que comenzó a caminar
hacia el frente buscando la luz de aquel cielo nacarado, un inmenso y
deslumbrante tapiz huérfano de soles y estrellas.
Kiril caminó y caminó pero el frío hacía presa en él cada vez con más
fuerza. Apenas si podía mover sus extremidades y sentía que un millón de
agujas se clavaban por toda su piel. El alko no cesó en su empeño y siguió
caminando millas y millas, mas el infinito paisaje helado permanecía
inmutable.
Se detuvo a descansar, aterido de frio, angustiado porque su fatigado
cuerpo se negase a reemprender la marcha. Miró al frente, a derecha e
izquierda, incluso a sus espaldas, pero no logró ver ser alguno que habitase
aquellas soledades heladas.
Al cabo de un rato, justo cuando se disponía a reanudar la marcha,
vislumbró algo en el cegador horizonte, una mancha negra a muchas millas
de distancia, la silueta de lo que parecía ser un gran pájaro negro. Kiril
reemprendió curioso su caminar rumbo hacia aquella lejana forma de vida.
A medida que iba recortando la distancia que le separaba de la criatura
voladora, descubrió que en realidad aquella forma ya no volaba sino que
reposaba estática sobre el suelo helado. El nerlingo apretó el paso todo lo
que sus agotadas piernas le permitieron. El fulgor de la luz que fundía el
cielo con los terrenos helados de aquella inhóspita y desconocida región
comenzó a atenuarse y, conforme Kiril se acercaba más y más a la extraña
criatura, una creciente agitación se fue apoderando de él.
Cuando por fin logró ver con cierta claridad la negra silueta que se
erguía contra el infinito mundo blanco, comprendió por qué su alma se
había agitado. Aquella silueta era la del siniestro y maligno árbol de negras
plumas con el que Kiril soñó lunas atrás en las estribaciones del Río
Grazemberg. El nerlingo se detuvo al sentir cómo el árbol entraba en su
mente para atormentarle:
—Vivirás para morir. Vivirás para contemplar la destrucción.
—Sobreviviste… —musitó abatido Kiril—. ¡Sal de mi cabeza! —le
ordenó.
—Esta vez el hacha de tu Guardián ya no podrá ayudarte —le contestó
—. ¡Inclínate ante el último de los desterrados! Ríndeme pleitesía o morirás
junto al Unicornio.
Antes de que Kiril pudiera replicar, cientos de plumas negras, tan
oscuras como la infame voz del árbol, se separaron de las ramas y volaron
hacia el este, o hacia donde Kiril creía se ubicaba el este en aquellos
informes yermos congelados. Las plumas recorrieron volando cerca de
media milla hasta que, reagrupándose y formando una gran lanza, cayeron
en picado contra el suelo penetrando la gruesa capa de hielo y se
sumergieron en las gélidas aguas que fluían bajo el mar sobre el que Kiril
caminaba.
No tardaron las negras plumas en emerger a la superficie en apretado
círculo transportando un extraño cuerpo. Las plumas volaron al encuentro
del árbol y depositaron frente a él la cabeza seccionada de un gran animal
marino, la sangre congelada cauterizando el extremo seccionado de la
cabeza. De aquel formidable cráneo brotaba un gigantesco cuerno que Kiril
calculó mediría más de diez pies de longitud.
El siniestro engendro de los bosques avanzó caminando sobre sus
negras raíces hacia la cabeza del animal. Extendió dos grandes ramas y
tomó entre ellas el despojo de la bestia marina. En su tronco comenzó a
perfilarse una tina pero terrorífica línea horizontal que acabó convirtiéndose
en una espantosa boca de afilados colmillos negros, con la que devoró de un
bocado el cráneo del desdichado animal. El árbol de plumas negras seguía
sujetando con sus ramas el largo cuerno de marfil.
—Sé dónde se oculta tu bestia. Sé qué forma ha tomado el Unicornio —
y no bien hubo terminado de pronunciar esas palabras arrojó con furia el
cuerno del narval contra Kiril con la precisión de un lancero bunko.
Kiril abrió los ojos sobresaltado mientras un velo de sudor helado le
cubría de la cabeza a los pies. Vio una gran tela blanca que envolvía el
habitáculo bajo el que yacía tumbado y el titilar de la luz de las antorchas
reflejada en ella. Una acompasada y profunda respiración le hizo reparar
que alguien estaba acostado en un jergón al lado del suyo. Se trataba de
Enna, su amada y fiel protectora.
—Siempre te encuentro a mi lado cuando despierto de la muerte —
susurró complacido Kiril. Tenía la garganta seca y la lengua pastosa, pero
aún pudo musitar nuevas palabras—. El último de los espíritus aún sigue
vivo. Jamás descansará hasta acabar con la Sagrada Bestia.
Una voz en su interior le reclamó apremiante, esta vez para sumirse en
la paz de un placentero sueño. Desfallecido, sus ojos se apagaron y su
mente viajó hasta la lejana morada del dios de los sueños, la primera de las
estancias que el nerlingo debería cumplir en las casas de curación que los
dioses le ofrecían como premio a su generoso sacrificio. Aún deberían
transcurrir muchos días, miles de lunas, antes de que Kiril pudiera
emprender el último viaje para cazar al espíritu de Euwalur.
L A CUARTA PROFECÍA DE BARLOK

H abían transcurrido más de ocho meses desde la Batalla del Guardián y


los Dos Reyes, y agosto azotaba con su canícula las costas orientales.
El Mar del Este disfrutaba mecido, día sí día también, por el suave y cálido
viento del sur que portaba los rumores de la distante Ratnagira o la exótica
Apulabad.
El sol golpeaba con fuerza ese día de finales del solsticio de verano
sobre el Camino del Oeste, por lo que Perlivarce decidió guarecerse un rato
a la sombra del frondoso bosque que crecía junto a la senda. Bebió un buen
trago de agua de su pellejo y después comió un trozo de queso de cabra y
media hogaza de pan duro. Se apoyó sobre el grueso tronco de un pino y
contempló fascinado la inmensa marina oriental que teñía de un azul celeste
el resto del mundo conocido.
Mientras descansaba sentado bajo la agradable sombra del bosque de
pinos, Perlivarce volvió a consultar el mapa que aquel mensajero le había
entregado. Confirmó que se encontraba en el teórico punto de intersección
entre el Camino del Oeste y la recta que unía Forgol con la zona en la que el
Golfo de Eukad penetraba en el interior del continente. Miró hacia su
derecha y descubrió, envuelto por la bruma de las olas que embestían a los
acantilados, un islote próximo a la costa. Aquél era el lugar al que se
dirigía: Caterziveen. En la arcana morada del sexto clan volvería a
reencontrarse con muchos de sus viejos amigos. Los recuerdos de los
acontecimientos posteriores al final de la guerra asaltaron a Perlivarce,
ansiando volver a contemplar el rostro de aquellos heroicos personajes que
serían recordados durante las centurias venideras.
Tras el armisticio firmado entre los gronings y el resto de pueblos libres
de Tierra Conocida, los caminos de los capitanes aliados se separaron. Las
obligaciones en sus respectivos reinos y naciones les reclamaban después
de tan largo tiempo alejados de ellas.
El primero en marchar fue el príncipe Ilanit, necesitado de saber y
volver a ver a su enfermo padre, el Rey Naveen, del que hacía muchas lunas
no recibía noticias. Ilanit temía que el anciano monarca estuviera
agonizando y desde el reino de Saralamath no quisieran comunicarle la
trágica noticia. El príncipe se despidió de todos y marchó en dirección a la
Barrera de Dunas, esta vez un triste viaje de retorno en el que añoraría la
compañía de su amigo y capitán Senthilkumar.
El siguiente en abandonarles fue Olaf, el inquieto espíritu errante.
—Ya no soy útil aquí. No necesitáis exploradores, ya no hay nadie a
quien vigilar —le dijo a Aimon quien le dio permiso para viajar hacia el
este.
Olaf, siempre incansable, siempre nómada, escondía a los ojos de los
demás una pesada carga. Muchas lunas atrás, el mismo día que descubrió el
cadáver despedazado de Olegar, se prometió que viajaría a Porliton y daría
personalmente al ahora Senescal Siriard la trágica noticia de la muerte de su
sobrino. Olaf seguía culpándose por la muerte del joven luina; se repetía
una y otra vez que deberían haber sido sus huesos los que tendrían que estar
mezclados con el fango y los excrementos en aquel olvidado cobertizo de
Skeldonburgo.
Pero por fin Olaf pudo desprenderse de aquella losa que lo atormentaba.
Viajó hasta Porliton, donde encontró a Siriard en el bello puerto luina
dirigiendo las labores de un grupo de hombres. Sintió que volvía a
contemplar la misma estampa que aquel lejano día cuando apareció en los
astilleros montado a lomos de su caballo con la incierta misión de unir a la
causa nerlinga a aquellos constructores de barcos. Y allí, abrazados en los
muelles de Porliton, ambos lloraron desconsolados la pérdida de Olegar.
Los ojos de Siriard se arrasaron en lágrimas al ver de nuevo el pequeño
barco de madera que Klin y Blook recuperaron en la hedionda porqueriza,
el distintivo de pertenencia al gremio de constructores de barcos luinas. El
Senescal de Porliton perdonó al enjuto norteño y, desde aquel día, el
espíritu errante volvió a vagar en paz y libertad por Tierra Conocida,
aunque siempre mantuvo indeleble el recuerdo de Olegar por quien todas
las noches rezaba a Olión.
El resto de capitanes permanecieron juntos varios días más, hasta que
una fría y pálida mañana de diciembre, Simas, al frente de los norteños,
abandonó aquellas regiones para marchar hacia las Tierras Frías. Ingvar no
dudó un instante y partió con ellos para enterrar a Gródolas en su amada
Tenkolmar. Ira también viajó en aquella caravana, pues no se separaba del
hijo del trueno desde la muerte de Kajsa. Oyvind decidió partir junto a ellos
y acompañarles en el último adiós al gran guerrero del norte. Pospondría
unas semanas su reencuentro con Edda, pero sentía que debía hacer aquel
viaje en compañía de Ingvar.
El trayecto estuvo preñado de melancolía, de un sentimiento contenido
de pérdida, un adiós postergado, un tiempo robado a los dioses. Cuando la
caravana entró en las Tierras Frías no hubo una sola aldea en la que sus
habitantes no salieran a despedir al admirado Gródolas. La gente lloraba al
paso de la comitiva, lágrimas que se congelaban en sus mejillas nada más
brotar de sus párpados. El invierno recibía con todos los honores al antiguo
líder de la Alianza de Tenkolmar, al norteño que sobrevivió a Eloburgo.
Gródolas fue enterrado una gélida mañana en la que un límpido cielo
lucía sobre Tenkolmar. Sus amigos escogieron una suave colina que se
alzaba sobre la capital norteña, y cavaron su tumba junto a un grueso y
viejo roble. Desde aquel promontorio se divisaba toda la costa, dominando
el entrante de mar en el que desembocaba el ahora congelado Río Osterdal.
En días claros como aquél, podían distinguirse al norte las Montañas
Nevadas y muy al sur las Montañas Blancas, el enclave perfecto para que
Gródolas velase desde allí por toda la nación norteña.
Miles de lágrimas heladas como las aguas del Osterdal se derramaron
aquel día. Nadie quiso faltar en la despedida del gran guerrero, en el último
adiós antes de que emprendiera el viaje a la casa de Olión. Todos
permanecieron largo rato frente al túmulo a pesar del frío y, como última
despedida, entonaron la canción del Sitio de Orlag, tan fuerte y
conmovedora que el cielo lloró en forma de nieve honrando a Gródolas.
Tras enterrar a su irreemplazable amigo, Ingvar, Ira y Oyvind, se
despidieron de Simas, Vladas, Gregas, Lartas, Vaeras y el resto de norteños,
y partieron hacia Alkoburgo, al añorado hogar que deberían levantar de sus
cenizas.
Una noche, en su viaje de regreso, mientras cenaban en una posada del
camino, escucharon a un bardo entonar una canción que él mismo había
compuesto y que había titulado la Canción de la Memoria:

Hombres y mujeres, ancianos y niños,


escuchad la oda a los que por vosotros dieron su vida,
aquellos que enfrentaron a la maldición temida,
¡honradlos en esta tierra en la que ahora yacen dormidos!

Therliangator y Darbrethil, una espada y una mano


la llama que el cielo de luz ordenó teñir:
El Guardián la pétrea maldición tuvo que sufrir,
mas al fin, el eterno descanso logró el buen Narno.

Hoy sabemos que el gran daño ha sucumbido,


¿pero alguien puede afirmar que jamás volverá a renacer?
Solamente una certeza podemos tener;
la victoria del inmortal guerrero hemos contemplado.

Cerrad los ojos, comprobad cómo el miedo os ha abandonado,


un mal compañero al que con valor habréis de someter;
pues si alguna ves a nuestro refugio tratara de volver
no preguntéis su nombre y por siempre sera olvidado.

El mañana nos llevará a un horizonte lejano,


a un mundo de paz y de amor que compartir,
a lejanas tierras aún por descubrir,
¡celebremos hoy la caída del tirano!

Hombres y mujeres, ancianos y niños,


escuchad la oda a los que por nosotros dieron su vida,
aquellos que enfrentaron a la maldición temida,
¡honradlos en esta tierra en la que ahora yacen dormidos!
Gródolas, el más temible guerrero del norte,
heroico paladín que en días aciagos lideró a los hombres de Tenkolmar
y quien de la lóbrega oscuridad de las minas de oro logró escapar.
Aunque ahora descanses dormido, tus enemigos jamás dejarán de
temerte.

Veo en el horizonte un guerrero de espada curva y piel cetrina,


nacido en las ardientes dunas, donde la arena se mete como el mar.
Veo en la distancia al noble y valiente capitán Senthilkumar,
sobre su cuadriga por las arenas del Desierto Rojo altivo camina.

Ancianos y nobles Senescales la gobernaron,


Esreghaia, ¡tú eres el antiguo reino hoy renacido!
Por ti el valiente Amir en las orillas del gran río ha sucumbido,
¡Alzad nuestras cabezas y llorad por los que lucharon!

Ruge la tormenta en el cielo con fulgor y estruendo desatado.


Sus hijos han regresado triunfantes de la muerte,
los gemelos por siempre caminarán bajo el sol rutilante.
Relámpago y trueno, trueno y relámpago, luz y rugido que al enemigo
han derrotado.

Hombres y mujeres, ancianos y niños,


escuchad la oda a los que por vosotros dieron su vida,
aquellos que enfrentaron a la maldición temida,
¡honradlos en esta tierra en la que ahora yacen dormidos!

Oyvind e Ingvar sonrieron al escuchar la estrofa que hablaba de ellos.


Siguieron cenando en la esquina de la posada bajo la tenue luz de las velas
sin revelar su identidad al bardo, aunque varias veces estuvieron tentados de
hacerlo y reír a carcajadas, pues el trovador se había olvidado de Maikel en
sus versos.
Antes de que los gemelos regresaran a Alkoburgo, Aimon ya había
comenzado a organizar las labores de reconstrucción de los cinco burgos.
Realmente se quedó sorprendido del avance logrado en Lothikaton, donde
el grupo de supervivientes que bajó de sus escondites en las montañas había
reconstruido muchas de las cabañas que lindaban con el castillo del regente
al que ahora se afanaban en reparar su tejado. El interior del mismo había
sido limpiado y reacondicionado, aunque faltaban muchas paredes por
arreglar. Todavía parte de las murallas exteriores estaban en mal estado y
habría que repararlas con grandes bloques de piedra que aún no disponían.
El entusiasmo y el esfuerzo de aquellos nerlingos compensaban la falta de
herramientas y la escasez de materiales. Viendo el ritmo que llevaban los
trabajos de reconstrucción en Lothikaton, Aimon estimó que antes del final
del próximo otoño los cinco burgos volverían a rodear, adornando con sus
cabañas y establos, al Lago Argul.
Los Quince de Klimerik se repartieron entre Lothikaton, Celkoburgo,
La Colonia y Arroyo Escondido. Alvar y Aimerin se quedaron con Aimon
en Lothikaton para ayudarle a coordinar los trabajos en la capital nerlinga.
Enoc y Eboc fueron a Celkoburgo a ayudar en su reconstrucción, mientras
que Leonek y Lorinek se dirigieron a La Colonia para informar a los
bortigos que la guerra había terminado y que acompañarían de regreso a
Bortiburgo a todos aquellos que quisieran hacerlo. El bueno de Perlivarce,
Milia y su pequeño Oyvar fueron una de las familias que decidieron
regresar a su hogar. Leonek y Lorinek bromearon con Enoc y Eboc
instándoles a que terminasen rápidamente sus cabañas para que estuviesen
preparadas cuando regresasen a Celkoburgo. Barbat, Bladuf, Oran, Marlin,
Odd y Oakes viajaron a Arroyo Escondido para asegurarse que todo
marchaba bien en el nuevo hogar de los elothas. También les ofrecerían la
posibilidad de viajar con ellos de regreso e instalarse en alguno de los cinco
burgos nerlingos en los que serían recibidos con los brazos abiertos.
Todos ellos tarde o temprano terminaron visitando al convaleciente Kiril
en su reconstruida cabaña de Alkoburgo. Por tercera vez las limaduras del
cuerno de la Sagrada Bestia volvieron milagrosamente a salvar la vida del
nerlingo. Pero esta vez Kiril había perdido tanta sangre que su recuperación
fue lenta y sacrificada. El malherido nerlingo tuvo que ser trasladado en un
fatigoso viaje desde el Corredor del Groningburgo hasta Alkoburgo. Los
nerlingos se resistieron a pedir ayuda a los gronings para que éstos
acogiesen a Kiril en su capital hasta que su salud le permitiese realizar tan
largo trayecto. Él era quien había acabado con su rey y no permitirían que
su verdugo permaneciese convaleciente y agasajado con todo lujo de
atenciones por los curanderos de palacio.
El invierno llegó con fuerza a Tierra Conocida y Kiril padeció la lluvia,
el frío y la nieve en su viaje de regreso a Alkoburgo. Maikel y Pothalion
construyeron una parihuela cubierta por una especie de dintel de madera,
que ataron a un viejo caballo de carga que a Maikel le recordó a Tranco. La
caravana transitaba con gran lentitud avanzando unas pocas millas cada
jornada, deteniéndose al menos en cuatro ocasiones cada día para descansar,
pues Therliangator se encontraba muy débil y sus heridas requerían de un
reposo absoluto. Maikel, Oerlikon y sobre todo Enna, se desvivían por el
nerlingo, cubriéndole con mantas, preparando caldo caliente y curando con
mimo cada una de sus heridas. No se separaban de él velando a Kiril de día
y de noche, siempre alertas para ahuyentar al jinete sin rostro si osaba
acercarse a la parihuela del nerlingo.
Todo mejoró cuando llegaron a Alkoburgo. El retorno al hogar hizo que
Kiril por fin pudiera descansar en cuerpo y espíritu. En aquella cabaña a
orillas del lago, los ecos de la guerra se apagaron para siempre y, solamente
el rumor de las aves volando sobre el burgo lograba despertar a Kiril de sus
profundos sueños. Cuando el alko dormía envuelto entre gruesas pieles,
Oerlikon lo contemplaba mirándole con compasión, tan joven y frágil,
lamentándose por su cruel destino, apenas un muchacho que había sentido
la muerte tan cercana, la muerte que él mismo había administrado a sus
enemigos. Un joven que había cargado sobre sus espaldas el arcano secreto
de su pueblo y había urdido un plan en el que decidió sacrificar su vida a
cambio de acabar con el espíritu de Eulur.
Fue entonces cuando Maikel se sintió capaz de partir hacia la aldea de
Arroyo Escondido para volver a ver a su padre Torilo. El reencuentro entre
ambos fue dichoso, solo comparable al que protagonizaron Oyvind e Ingvar
antes del final de la guerra. El alko permaneció quince lunas en aquella
aldea oculta en la floresta del Bosque Ranwuhan y finalmente regresó a
Alkoburgo en compañía de su padre. Torilo sintió que una parte de su
corazón se había quedado para siempre en Arroyo Escondido junto a los
elothas.
Pasó el invierno y Kiril comenzó a levantarse de su camastro. Con las
primeras lluvias de la primavera ya caminaba del brazo de Enna alrededor
del Lago Argul y, cuando llegó el solsticio de verano, Kiril emprendió el
viaje de regreso a Caterziveen junto a Enna y Maikel. Oerlikon había
partido hacia las regiones orientales a mediados de la primavera, cuando
comprobó que la recuperación del joven iba por buen camino y sus
cuidados ya no eran necesarios.
Kiril y Maikel, acompañados por Enna, realizaron el viaje que
prometieron harían una vez terminase la guerra. Disfrutaron con cada milla
del camino, con el sol y la lluvia, con el frío y el calor, durmiendo en
posadas o bajo el cielo estrellado. Antes de llegar a Caterziveen hicieron
una última parada en Thioluka, en la hermosa Dos Aguas, donde se
reencontraron con viejas amistades en la posada de Tirk el Rojo. Allí, en la
confluencia de las aguas dulces y saladas, saldaron la deuda con Tirgo de
Tirón, al que entregaron un cargamento de oro procedente de los almacenes
de Groningburgo. El corsario rió a carcajadas y celebró durante toda la
noche las felices nuevas que los nerlingos le transmitieron hasta que, al
despuntar el alba, acabó con la última botella de licor de fuego que Tirk
guardaba en su bodega secreta.
El único e inefable capitán Falk se disculpó teatralmente por no poder
obsequiarles con una travesía por el Mar del Este, pues aún trabajaba
ayudado por los luinas en la construcción de un nuevo barco. Pero les
prometió que tan pronto estuviera terminado y hubiera elegido un nombre
adecuado para él, les invitaría a navegar por las azules aguas de la marina
oriental. Sin embargo, pícaro y listo como ninguno, adivinó los planes
inmediatos de Kiril y Enna y, anticipándose a todos, fue el primero que les
obsequió con un presente por sus próximas nupcias.
Falk les entregó una hermosa cuna construida con la madera de La
Sirena de los Mares. Les explicó que si la madera de la cuna provenía de un
barco que hubiera surcado mares y océanos, nunca sería necesario mecerla
si el infante que dormía en ella comenzaba a llorar, ya que sería el vaivén de
las olas el que sustituiría las manos de sus progenitores.
Tras la agradable estancia en Thioluka viajaron a caballo siguiendo el
camino que transitaba en paralelo a los acantilados hasta Porliton y, desde
allí, completaron la última etapa del viaje. Arribaron a los acantilados de
Caterziveen una noche cálida y estrellada. Cuando penetraron en la morada
secreta del sexto clan se percataron de que nuevas reglas regían en el burgo
escondido entre la tierra y el mar. Oerlikon había abolido los dos preceptos
que imperaban al caer la noche: ocultar cualquier luz, lumbre o fuego y la
guarda de silencio. Un nuevo tiempo había comenzado, un nuevo tiempo de
libertad en el que jamás nadie tendría que volver a ocultarse.
Allí se reencontraron con Oyvind e Ingvar, además de Ira, quien era
desde hacía tiempo la compañera inseparable del hijo del trueno. Cuando
Enna vio a sus hermanas Ebba y Edda asomar por uno de los pasillos, la
primogénita de Oerlikon estalló en lágrimas y corrió a fundirse en un
interminable abrazo con sus dos hermanas menores. El corazón de Ira lloró
por su hermana Kajsa al contemplar aquella imagen, pero ni una sola
lágrima corrió por sus mejillas.
Kiril y Enna anunciaron aquella noche que contraerían matrimonio en
Caterziveen, en aquel mágico lugar en el que se conocieron y en el que Kiril
fue salvado de la muerte por el poder del Unicornio.
Maikel y Ebba y Oyvind y Edda quisieron también casarse en la misma
ceremonia, pero Oerlikon les replicó que no habría nuevos casamientos
hasta la primavera, pues no permitiría que tres ladrones nerlingos le
arrebataran a sus tres hijas el mismo día.
Siete lunas después del anuncio de su compromiso, los dos jóvenes se
casaron en una sencilla e íntima ceremonia en Caterziveen, en un rincón
mágico para ambos, en el Ulkildiriath, “El balcón sobre el mar”. Bajo la luz
de la luna y las estrellas, mientras la cálida brisa marina les acariciaba sus
cabellos, Oerlikon les entregó en matrimonio y fueron bendecidos por
Nerlinguia y el resto de dioses que los contemplaban desde el firmamento.
El bueno de Perlivarce no pudo acudir al compromiso, a pesar de que
Kiril y Enna habían enviado con antelación un mensajero a Bortiburgo. Sin
embargo, el tarluk bortigo aceptó de buen grado la invitación para poder
visitar Caterziveen y sumergirse en los secretos que guardaban los
centenares de documentos almacenados en su biblioteca; ejemplares únicos
que hablaban del mundo antiguo y que estaban preñados de los orígenes y
la historia del pueblo nerlingo.
Y en aquello se concentró Perlivarce durante largas jornadas de estudio
desde que llegó a Caterziveen. Oerlikon estaba sorprendido por la voracidad
con la que el bortigo era capaz de leer. A mediodía y al anochecer, debían
acudir a rescatarle de aquel universo de papeles y pergaminos en el que se
sumía abstrayéndose del resto del mundo.
Una noche, tras cenar en compañía de Kiril, Enna, Maikel, Ebba y
Oerlikon, Perlivarce se disculpó escabulléndose a la biblioteca para
terminar la lectura de un apasionante ejemplar que había encontrado
sepultado bajo docenas de libros y que trataba sobre la genealogía de los
nigromantes blancos y Kliats remontándose hasta Barlok y la Primera
Tierra.
Perlivarce estaba enfrascado en su lectura, iluminado por la luz de una
candileja de tres velas, devorando cada una de las páginas que le restaban
para terminar el libro. Sus ojos le escocían, enrojecidos por las
interminables jornadas de lectura ininterrumpida, pero ese era un mal menor
que tendría que sufrir a cambio de acceder a aquel almacén de
conocimiento. Pasó la hoja que acababa de leer y encontró un fino y
pequeño pergamino doblado entre las dos siguientes paginas. Lo tomó
contemplándolo con curiosidad, y enseguida lo desdobló para ver su
contenido. Sorprendido por el título que encabezaba aquel texto escrito en
la lengua antigua, comenzó a leer con atención el pergamino:

CUARTA PROFECÍA DE BARLOK

El viento soplará estridente, amenazando a los moradores


de tierras yermas y de tierras fértiles. El sol volverá a
apagarse, amortajado por un velo de maldad tras la noche sin
oscuridad.
Los mortales en indefensos clanes serán disgregados y
poseídos por el pánico a sus deidades rezarán. Aunque lejana
la gran batalla se libre, la tierra se llagará, sangrará y por sus
hijos llorará.
l d l d l l d l d
La luz de la espada celestial en socorro de la sagrada
bestia acudirá. Acorralada en su fortaleza por el último de los
tres espíritus desterrados, su ancestral poder amenazado se
hallará.
Y los mortales llorarán, y los mortales rezarán, mas su
destino en manos del otrora salvador quedará. Su corazón
por las incurables heridas del mal padecerá, mas de nuevo su
destino por el bien del mundo sacrificará.
Aquí termina el oráculo del nigromante, el oráculo sobre el
último espíritu repudiado. Su destino velado para los hombres
basta el crucial momento permanecerá. Rezad mortales para
que el indómito salvador con el último desterrado pueda
acabar, o, de lo contrario, jamás vuestros ojos la luz de la
Felicidad volverán a contemplar.
El destino de los hombres será dictado por la espada, por
el sagrado poder y por el último demonio condenado, allende
las aguas azules, tras el lejano ultramar, en el mar del gélido
blanco, donde aún todo está por dilucidar.

Perlivarce rápidamente se percató que había realizado un crucial


descubrimiento. ¡Barlok había escrito una cuarta profecía! Pero esa profecía
hablaba de un último espíritu, de un último espíritu repudiado.
—Pero entonces eso significaría que si Euwalur murió a manos de
Euphil en un combate fratricida, y Eulur y Euquilur no se unificaron en un
solo espíritu como su hermano les ordenó… eso significa… eso significa
que uno de ellos aún vive. ¡Por todos los dioses! ¡El mal aún pervive! —
gritó desesperado Perlivarce dando un puñetazo sobre la mesa con el que
casi se lastimó la mano—. Por todos los dioses, por todos los dioses —
musitó desesperado.
El bortigo volvió a leer una y otra vez la profecía. Miró el pergamino
por el frente y el envés pero no descubrió nada que le hiciera dudar de su
autenticidad. Angustiado por su descubrimiento, salió cabizbajo de la
biblioteca y se encaminó a las estancias comunes en busca de Oerlikon y
Kiril.
Los encontró a ambos charlando en compañía de Enna, Maikel, Ebba y
otros alkos del sexto clan mientras bebían unas jarras de biluk. Perlivarce
no quiso alarmar al resto y desde el pasillo le hizo una señal a Oerlikon. El
Kliat la interpretó como el adiós de buenas noches del bortigo antes de
retirarse a sus aposentos y le invitó a compartir la velada junto a ellos:
—Acércate, Perlivarce. Ven aquí a compartir con nosotros una jarra de
biluk antes de acostarte.
—Sí, por favor, ven con nosotros —le dijo Maikel—. Si no sales de esa
biblioteca terminarás ciego y con cara de ratón aburrido —y todos rieron la
ocurrencia del corpulento alko.
—No, gracias —respondió con voz temblorosa—. Aún debo continuar
leyendo un rato más. Pero necesito la ayuda de Oerlikon y Hay un enigma
que no soy capaz de resolver y que seguro ellos lo harán con facilidad.
—De acuerdo, Perlivarce —dijo Oerlikon con voz perezosa—. Te
ayudaremos a resolver ese enigma que de otra manera no te dejará dormir.
—Yo también necesito que me ayudéis a resolver otro enigma —dijo
con sorna Maikel—. ¿Alguien sabe cómo fue capaz este rancio bortigo de
que la hermosa Milia se enamorara de él? —y todos prorrumpieron en una
sonora carcajada.
Perlivarce no esbozo siquiera una sonrisa y caminó taciturno de vuelta a
la biblioteca.
—¿Qué te ocurre, amigo? —le preguntó Kiril cuando vio el rostro
cariacontecido del tarluk.
Perlivarce sin pronunciar palabra les entregó el pergamino que contenía
la cuarta profecía de Barlok. A medida que Oerlikon y Kiril fueron leyendo
el pergamino sus rostros se tornaron severos y preocupados. Una vez
leyeron la profecía, se miraron unos a otros con una mezcla de angustia y
temor en los ojos. Fue Oerlikon quien rompió aquel tenso silencio.
—Desde hace meses presentía que el mal no había abandonado Tierra
Conocida, que permanecía latente y escondido en algún maligno paraje al
amparo de las fuerzas oscuras.
—¿Crees que esta profecía es verdadera? ¿Qué fue el propio Barlok
quien la escribió? —preguntó Perlivarce esperando escuchar una respuesta
negativa a su pregunta.
—Sí que lo es. Está escrita por el puño y letra del nigromante blanco.
No hay duda de que Barlok tuvo una revelación posterior, una señal que le
hizo dejar este último testimonio.
Kiril permanecía callado, de repente su rostro había tornado a un color
blanquecino y decenas de diminutas arrugas lo ensombrecieron, como si
hubiera contemplado agostarse un centenar de inviernos.
—Tú lo sabías —le dijo Oerlikon mirando fijamente a los ojos de Kiril
—. Lo supiste desde el instante en que el espíritu murió.
—Gritó su nombre —respondió Therliangator con la mirada perdida en
algún punto de la biblioteca—. Gritó un solo nombre, con voz terrible y
lacerante. Eulur. Ése era su nombre.
—Eulur —repitió Perlivarce.
—La cuarta profecía corrige a la primera —habló Oerlikon—. Ahora
sabemos el nombre de nuestro último enemigo: Euquilur.
—Y también el nombre de quién deberá volver a sacrificar su vida para
acabar con él —añadió Perlivarce.
—No digáis nada de esto al resto —les suplicó Kiril quien parecía haber
envejecido cuatro lustros—. No al menos por un tiempo. Enna se merece
vivir alejada de esas preocupaciones, se merece olvidar la guerra y la
maldad.
—¿Cuándo se lo dirás entonces? —preguntó Oerlikon—. También
merecen conocerla verdad.
—Es cierto, Kiril —dijo Perlivarce—. Si como nos relataste, el espíritu
que poseía a Zornik dijo que sabía dónde moraba el Unicornio, ¿qué le
impide ahora a Euquilur viajar a ese lugar, acabar con él y lograr el poder
absoluto sobre dioses y hombres?
—Euquilur aún no se ha manifestado, pero lo sabré cuando lo haga —
respondió Kiril—. Ahora más que nunca estoy conectado a la Sagrada
Bestia y si ella se sintiese amenazada yo percibiría una gran conmoción en
mi interior. Cuando el último espíritu desterrado crezca en poder y trate de
revelarse al mundo, entonces y sólo entonces, revelaremos este funesto
augurio. Ahora Tierra Conocida debe creer en la esperanza, en la paz y la
libertad, y construir entre todos sus pueblos un nuevo orden. Sé que seré yo
quien deba volver a enfrentarme al espíritu maligno, siempre lo he sabido
—dijo con voz cansada—. Esta vez será en un lejano lugar, acompañado
por un puñado de hombres leales. Allí, en aquellas tierras de ultramar,
Therliangator, Darbrethil y la Sagrada Bestia acabaremos para siempre con
el último germen del mal —y tras escuchar las palabras de Kiril los tres
hombres permanecieron largo rato en silencio.
Fue Oerlikon el primero en hablar.
—Guardaré el secreto. Así lo haré, si ése es tu deseo Tú eres el Elegido,
hijo mío, y tuya es la misión de combatir el mal.
—Guardaré con gran dolor y pena este secreto —dijo con tristeza
Perlivarce.
—Agradezco vuestro sacrificio y lealtad. Y ahora, volvamos ahí fuera y
disfrutemos del biluk y de la compañía de nuestros seres queridos. No
ensombrezcamos con estos aciagos vaticinios la alegría que hoy les
embarga. Mi corazón es fuerte y será capaz de llevar el peso de este
ominoso secreto. Nerlinguia me dará el valor necesario para soportarlo y
volver a enfrentarme a mi destino llegado el momento —y el alko fue el
primero en abandonar la biblioteca mientras Oerlikon y Perlivarce lo
miraban compadeciéndolo.
En Caterziveen, en la arcana morada del sexto clan, entre la tierra y el
mar, quedó enterrado y velado durante lustros a los ojos del mundo el
fatídico hallazgo de la cuarta profecía de Barlok. Cuando el espíritu de
Euquilur se revelaría mostrando su maldad sólo los hados del destino lo
sabían.
LA SEMILLA DEL MAL

E l verano se agostaba sereno en Tierra Conocida. Durante el solsticio,


la estrella del día había regalado hermosas jornadas a los sufridos
habitantes de aquel mundo mortal bañándolos con su luz, sosiego y calidez.
Tras la muerte de Zornik, los vientos de esperanza y libertad lograron
desterrar los ominosos cielos que durante los tiempos aciagos habían
oscurecido sus almas. Por fin la paz había regresado y, a pesar de las
turbulentas lunas que siguieron a la caída del reinado de Zornik, todos los
moradores de la Tierra Verde rezaron a sus dioses para que nunca jamás la
paz volviera a abandonarles.
Sin embargo, como las ascuas de un devastador incendio que se resisten
a extinguirse, las negras y mefíticas brumas que un antiguo y poderoso mal
había creado, seguían meciéndose impenetrables sobre dos regiones
malditas de Tierra Conocida: Bosque Salvaje y las Montañas Oscuras.
Comenzaron a llegar rumores de intrépidos viajeros que habían
recuperado la antigua ruta del oro que cruzaba por la ahora abandonada
aldea de Fuente Dorada. Esos rumores hablaban de ponzoñosas brumas que
se concentraban amenazantes sobre lo más profundo de Bosque Salvaje.
Aquellos osados (o más bien inconscientes) que se atrevían a pernoctar al
raso en las cercanías del bosque maldito, afirmaban haber escuchado
durante la madrugada el rítmico tañido de una campana. “La campana de
oro del Guardián”, decían sin atisbo de mentira en sus ojos. Y aunque la
fiebre del oro parecía haber vuelto a despertar, nadie osaba internarse en el
bosque para tratar de encontrar la campana dorada. Con el paso de los
inviernos, aquel misterioso sonido se convirtió en la salvaguarda y escudo
protector de los peligros que pudieran acechar al viajero que transitase por
aquellos lares.
Y si bien en Bosque Salvaje las negras brumas se habían replegado a lo
más recóndito e inaccesible de la floresta, en las Montañas Oscuras, refugio
de brujas y hechiceras según contaban las antiguas leyendas, los vapores
que un día cubrieron el territorio nerlingo en Jactinia se acumulaban en las
faldas occidentales de las montañas. Aquellas nubes eran oscuras como un
infinito abismo, amenazantes como una manada de wolkurs, amortajando
con su lúgubre algodón aquellas regiones, sumiéndolas en una lóbrega
oscuridad, cobijando bajo su siniestra sombra a una anciana maldad que en
el origen del mundo crearon Eulur, Euquilur y Euwalur.
Al abrigo de aquellas montañas nubladas que ahogaban la vida de otros
seres que no fueran asquerosos gusanos, fétidos batracios o repugnantes
insectos, se hallaba la infecta Fuente de la Lamia, el hediondo cubículo de
Urkha. Irrespirables vapores de azufre brotaban del lodazal adyacente al
riachuelo de insanas aguas turbias, franqueado por dos sauces que se
erguían como retorcidas columnas, antesala de entrada al altar oculto tras
las paredes de aquella oscura rinconera donde Urkha realizaba sus
sacrificios. Sobre aquella superficie cenagosa comenzó a flotar un hilo
acuoso de color carmesí, que lentamente cubrió por completo el arroyuelo.
Aquel líquido brotaba desde el interior de la cueva y, como un diminuto
afluente, descendía ansioso por unirse al torrente principal.
Desde la entrada de la gruta, tres ratas del tamaño de un gato,
contemplaban ávidas de alimento el último sacrificio de la lamia con la
esperanza de poder saciar su apetito con las sobras que la vieja arpía
desechase. Sin embargo, un estridente y repentino llanto las asustó y
huyeron veloces hacia las faldas de la montaña cuales aves carroñeras en
busca de algún despojo abandonado por otros depredadores.
Pero el hambre pudo más que el miedo y la más grande de aquellas tres
ratas volvió sobre sus pasos, penetrando sigilosa en la cueva.
Una insondable oscuridad reinaba en la gruta. Tras continuar avanzando
unos pasos, la rata percibió un débil y fugaz destello luminoso que provenía
de lo más profundo de aquella caverna tallada en las entrañas de las
Montañas Oscuras. El estridente llanto llegaba del mismo lugar en el que la
luz crecía con cada paso que el roedor se internaba en la cueva. La caverna
pareció agrandarse ahora que la luz crecía en intensidad. Un candil de
titilante llama, que colgaba de una de las paredes de la gruta, permitió a la
rata vislumbrar la figura de la lamia; sus lacios y canosos cabellos cayendo
por su espalda, sus imposibles patas de gallina clavadas sobre un bulto que
descansaba inmóvil sobre el suelo, al tiempo que Urkha mecía su cuerpo y
sus brazos al son de una tonadilla que la rata no fue capaz de entender.
Azuzada a partes iguales por la curiosidad y el hambre, la enorme rata
siguió avanzando sigilosamente pegada a la pared, oculta entre las sombras
escupidas por la luz del desvencijado candil. Aquel llanto no cesaba y,
cuanto más retumbaba en la cueva, más exagerados eran los espasmódicos
vaivenes del cuerpo de la lamia.
El roedor avanzó hasta llegar al límite en el que las sombras reinaban
frente a la luz, siguiendo el aroma dulzón que aquel líquido carmesí
desprendía. Comprobó que provenía de aquel bulto inerte sobre el que
Urkha estaba encaramada. Fijó su mirada en aquella masa informe y vio
con delectación cómo el líquido carmesí era la sangre que brotaba de un
humano muerto. Asomó su peludo hocico y sus ojos ratoniles más allá del
manto de sombras y confirmó que se trataba del cadáver de una joven
hembra recién sacrificada. La rata se imaginó clavando sus afilados
colmillos en la apetitosa carne de aquella mujer. También descubrió que la
bruja había rajado de lado a lado el cuerpo de la mujer, abriéndola en canal
con un extraño y dorado artilugio que resplandecía con el danzar de las
llamas clavado en el pecho de la difunta.
De repente, la lamia dio un salto y soltó la presa que sus patas de gallina
mantenían sobre el cuerpo de la mujer. La rata retrocedió asustada y corrió
a ocultarse entre las sombras protectoras. La lamia se giró hacia el escondite
del roedor, sobre el que a varios pies de altura reposaban unos carcomidos
estantes en los que se apilaban una ingente cantidad de recipientes y vasijas.
La rata, creyendo haber sido descubierta por la lamia, huyó veloz hacia el
exterior de la cueva. “La carne tendrá que esperar”, pensó resignada y se
perdió entre las ominosas brumas que flotaban sobre el suelo cenagoso en
busca del rastro de sus dos compañeras.
Pero antes de abandonar la lóbrega caverna, la enorme rata pudo
contemplar con sorpresa cómo la bruja mecía entre sus brazos a un recién
alumbrado cachorro humano. Aquel era el origen de los estridentes gritos
que había escuchado dentro de la gruta.
Urkha acunaba sin descanso a aquella desconsolada criatura, un varón,
al que cantaba una cancioncilla tratando de acallar su angustioso llanto:

… Duerme mi niño, niño de la noche.


El cuervo grazna y el lobo aúlla
y el niño de la noche se quiere despertar.
Duerme mi niño, niño de la noche.
La luna se esconde y el sol se apaga
y el niño de la noche se quiere despertar.
Duerme mi niño, niño de la noche.
La lamia te mostrará el camino,
la lamia te devolverá tu reino.
Duerme mi niño, niño de la noche.
La lamia peinará tu cabello,
la lamia te mecerá en sus brazos.
Duerme mi niño, niño de la noche…

Y mientras la pérfida Urkha acunaba con su brazo izquierdo al


desconsolado infante de piel trémula y lechosa, con su brazo derecho tomó
un recipiente de cristal en el que, bajo un turbio y espeso líquido de fondo
cenagoso, descansaba una repugnante y negra sanguijuela. La lamia alzó el
tarro de cristal hacia la amarillenta luz del candil y la inmunda criatura se
agitó perturbada en su descanso.
—Paciencia mi señor, paciencia mi dios —dijo con voz sibilina—. Mi
niño de la noche debe aún crecer para poder hospedar al último de los
espíritus. El tercer hermano vengará la muerte de su parentela y la bastarda
caerá desde su morada cuando la Sagrada Bestia sea aniquilada —y acercó
sus vidriosos y sanguinolentos ojos al cristal. Sonrió y volvió a hablar a la
negra sanguijuela mientras devolvía el recipiente al estante donde instantes
antes reposaba—. Paciencia mi señor, el niño de la noche crecerá y los
mortales se postrarán ante tu trono. Paciencia mi señor.
La lamia caminó hacia la oscuridad de su cubículo dejando a sus
espaldas el cuerpo profanado y sin vida de Ihola. La sangre de la hija de
Zornik seguía brotando a borbotones de su cuerpo mientras la silueta de
Urkha se difuminaba entre las sombras aviesas de la gruta.
El eco del rasgado canturreo se hundió junto a la lamia en las entrañas
de las Montañas Oscuras:

… Duerme mi niño, niño de la noche.


La lamia te mostrará el camino,
la lamia te devolverá tu reino.
Duerme mi niño, niño de la noche…
GORKA ECEOLAZA ZABALZA. Nacido en 1969 en San Sebastián,
Gorka Eceolaza estudió Ingeniería Industrial, desarrollando su carrera
profesional en el ámbito de la empresa. Junto a esa formación pragmática
de “más vale una imagen que mil palabras”, siempre ha coexistido en su
interior una faceta creativa de construir imágenes a través de las palabras.
Esa faceta se manifestó a finales de 1999 y fue la que le llevó a comenzar a
escribir lo que sería el embrión de la saga de las Crónicas Nerlingas.
Tardío lector de novelas, entre sus lecturas favoritas destacan todos los
libros relacionados con el universo creado por John Ronald Ruelen Tolkien,
así como las cuatro novelas del escritor Dan Simmons que configuran la
saga de ciencia ficción conocida como los Cantos de Hyperion. También
disfruta con la novela negra o policiaca, con autores como el danés Jussi
Adler-Olsen.

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