El Reino de Los Tres Soles
El Reino de Los Tres Soles
El Reino de Los Tres Soles
com/es
© 2019, Nando López
© De esta edición:
2020, Santillana Infantil y Juvenil, S. L.
Avenida de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos (Madrid)
Teléfono: 91 744 90 60
ISBN: 978-84-9122-339-9
Depósito legal: M-37.466-2018
Printed in Spain - Impreso en España
Directora de la colección:
Maite Malagón
Editora ejecutiva:
Yolanda Caja
Dirección de arte:
José Crespo y Rosa Marín
Proyecto gráfico:
Marisol del Burgo, Rubén Chumillas, Julia Ortega y Álvaro Recuenco
Mapa:
Eva Palomar Gómez
Liber Noctis
Tractatus II. De gente naturae unicae
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Prólogo
La edad de la ceniza
18 —¿Qué os parece?
Samir abrió la puerta con aire solemne, inten-
tando contener la ilusión que lo embargaba aque-
lla mañana de primavera, y esperó a que el rey
cruzara el umbral del que había de ser su espacio
predilecto en adelante.
Malkiel, que se hallaba algo inquieto debido a su
inminente viaje a Aquidonia, ni siquiera sabía qué
responder. Le costaba creer que fuera cierto cuan-
to abarcaban sus ojos. A su alrededor, cientos de
estanterías dispuestas simétricamente y llenas
de manuscritos organizados con esmero llenaban
todas y cada una de las paredes de aquella gigan-
tesca sala que habían habilitado en una de las de-
pendencias anejas al palacio. Habían sido Aldo y
Estrella quienes, en estrecha colaboración con su
querido Samir, se habían ocupado de organizar la
que había de convertirse en la primera biblioteca
del reino, un territorio que, desde entonces, que-
daría consagrado al conocimiento y la cultura y
con el que Malkiel soñaba emular al mismísimo
Alfonso X, de quien se decía que, además de po-
seer algunos de los manuscritos más hermosos del
mundo, también los escribía.
—Algún día seré yo mismo quien componga 19
esas historias —deseaba Malkiel.
—Nada os lo impide —lo animaba Aldo, quien,
convertido en príncipe de los juglares gracias al
nombramiento con que había sido premiado por
el valor demostrado en el pasado, era ya también
uno de sus mejores amigos—. La poesía es un te-
soro que no conoce dueño: a todos nos pertenece
por igual.
—Pero solo unos pocos domináis sus artes…
—le respondió el rey, que envidiaba el talento de
quienes, como Aldo, conocían los secretos de la
música y el verso.
—Nada que no podáis lograr vos si al corazón
le sumáis tiempo.
Si de algo carecía el rey era, precisamente, de
ese tiempo del que Aldo le hablaba. ¿Cómo soñar
con escribir cuando eran tantas las obligaciones
que lo acuciaban? Desde la muerte de su padre, el
rey Olav, Malkiel se había visto obligado a asumir
todas las responsabilidades que, desde niño, había
deseado esquivar. Solo la presencia firme y cons-
tante de Estrella, compañera en el trono y cómpli-
ce en su corazón, le hacía sentir una seguridad de
20 la que carecía cuando uno de los dos debía ausen-
tarse en alguno de los muchos viajes que la nueva
diplomacia les exigía.
—Son tiempos de cambio —le insistía Samir,
que hablaba del nacimiento de una nueva era en
la que los acuerdos habrían de imponerse a las ar-
mas.
—Un tiempo que por ahora es solo un espejis-
mo —le contradecía Walhard, encargado de pro-
teger a sus reyes en cada una de aquellas salidas
a los territorios vecinos—. Cuando llegue, bajare-
mos nuestras espadas. Entretanto, deberán seguir
tan afiladas como lo están ahora.
Pero aquella mañana de abril, mientras con-
templaba esa sala llena de páginas cuidadosamen-
te ilustradas y volúmenes que escondían todos
los saberes de su tiempo, Malkiel se olvidó por un
momento de las amenazas que los acechaban fue-
ra. De los tumultos que, ante la llegada de mujeres
y hombres nómadas, habían empezado a suceder-
se en alguno de los rincones de su propio reino.
Y hasta de la continua tensión en sus fronteras,
asediadas tanto por la presencia de aquellos foras-
teros de origen incierto como por la ambición de
Griselda, reina de la vasta Aquidonia. Allí debía 21
partir ese mismo día con la esperanza de que las
palabras pudieran reemplazar a las armas.
—¿Os complace lo que veis, majestad? —le pre-
guntó Samir, que conocía perfectamente la res-
puesta de su discípulo. Llevaba demasiados años
junto a Malkiel como para no leer en sus ojos la
emoción que aquel lugar le había despertado.
Tras ellos, expectantes, aguardaban el veredic-
to los monjes copistas que, bajo la tutela de fray
Theobald, se habían ocupado de restaurar e ilu-
minar los pergaminos que llenaban gran parte de
aquellas estanterías.
—Mucho, Samir —respondió al fin Malkiel—.
Este ha de ser, desde hoy, el corazón del reino. Y
así, en honor a eso mismo, recibirá el nombre de
la Sala del Origen, pues de este lugar nacen todas
las ideas de cuanto somos y los deseos de cuanto
soñamos llegar a ser.
Los monjes no pudieron reprimir su entusias-
mo y se escuchó un sordo rumor de aprobación y
euforia que, sin embargo, no tardaría en ser sofo-
cado por la voz de Walhard.
—Necesito que me acompañéis, majestad —le
22 pidió el capitán de la guardia real—. Es urgente.
—¿Ha sucedido algo?
Samir no necesitaba oír la respuesta.
Sabía que Walhard estaba a punto de informar-
les de que se había iniciado una nueva revuelta en-
tre los súbditos del reino.
Pero esta vez no se trataba solo del habitual pi-
llaje con el que la turba, alentada por palabras in-
cendiarias, llevaba meses asaltando las calles. En
esta ocasión habían ido mucho más lejos. Tanto
como para haberse atrevido a llevarse con ellos a
alguien a quien sabían que el rey tenía en su más
alta estima.
Malkiel salió corriendo en busca de Estrella
–«Ella sabrá qué hacer», pensó– en cuanto Walhard
le dio la noticia. Además, era necesario que al-
guien se ocupase de todo mientras él salía rumbo
a Aquidonia: tan urgente resultaba reunirse con
quienes los amenazaban fuera de sus fronteras
como dar respuesta a lo que acababa de suceder
dentro del reino.
Aldo, el príncipe de los juglares, había sido
secuestrado.
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