El documento narra la historia de Pedro de Ursúa, un joven vasco que decide embarcarse hacia las Indias Occidentales después de escuchar las historias de su tío Miguel Díez de Aux sobre sus aventuras en el Nuevo Mundo.
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El documento narra la historia de Pedro de Ursúa, un joven vasco que decide embarcarse hacia las Indias Occidentales después de escuchar las historias de su tío Miguel Díez de Aux sobre sus aventuras en el Nuevo Mundo.
El documento narra la historia de Pedro de Ursúa, un joven vasco que decide embarcarse hacia las Indias Occidentales después de escuchar las historias de su tío Miguel Díez de Aux sobre sus aventuras en el Nuevo Mundo.
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es Empieza a leer... Ursúa
No había cumplido diecisiete años, y era fuerte y
hermoso, cuando se lo llevaron los barcos. Tenía el mismo nombre de la tierra que sería suya, en las colinas doradas de Navarra, donde siglos atrás sus mayores alzaron un casti- llo para resistir a franceses y godos y merovingios. Arizcún es el pueblo más cercano. Una aldea belicosa en la vecindad enorme de Francia, cerca de una línea fronteriza inestable y vibrante, como esas cuerdas sobre las que saltan los niños. Ante los hombres diminutos en el paisaje las colinas susu- rraban preguntas y las nubes formulaban enigmas, porque toda frontera está tejida de incertidumbre y de hierro. Pero la fortaleza era vieja como su linaje sangriento: un fortín im- penetrable con troneras y barbacanas, ceñido por un foso, con saeteras verticales para disparar las ballestas, ranuras por las que sólo caben una flecha y una estría de luz, y, al frente de una ermita milagrosa, muros nunca vencidos, hechos con piedra gris traída de las canteras del norte, de allá donde las vacas rumian en los acantilados mirando un mar frío que a veces se llena de niebla. Yo nunca vi esas cosas, pero aquí estoy copiando sus recuerdos. Su padre se llamaba Tristán, Tristán de Ursúa. Y si el muchacho viajó temprano a tierras desconocidas es porque sabía que la fortaleza familiar estaba destinada a Mi- guel, su hermano mayor, y nunca imaginó que éste se de- sangraría batiéndose por una hembra en calles de Tudela. Él ya estaba muy lejos cuando ocurrió aquel duelo, y des- pués heredó en vano el castillo y los campos, porque otros 20
espejismos se habían apoderado de su mente. Por ello fue
el tercer hermano, Tristán, como su padre, una espada obe- diente en las guerras del emperador, quien recibió finalmen- te el señorío con su ermita y sus murallas. Hubo también hermanas, aunque Ursúa nunca me dijo cuántas, que fue- ron vientres dóciles para los burdos y ricos señores de aque- llos condados, y madres del futuro; y un hermano menor al que le asignaron un lugar en la Iglesia, para que la fami- lia cumpliera con todos los poderes de la tierra y del cielo. Apenas le asomaba en la cara una pelusa de cobre, y no fue la pobreza lo que lo lanzó a la aventura. Si hubiera decidido quedarse en su tierra, confiando en los favores del amo del mundo, cuyo abuelo Fernando de Aragón tuvo siem- pre en la casa de Ursúa un aliado invariable, y cuyo camar- lengo era primo de uno de sus mayores, sin duda habría ob- tenido algún cargo menor en la corte. Pero el mismo Dios que puso belleza en su rostro, y rabia y diablura en la muñe- ca de su brazo derecho para maniobrar la daga hacia arriba y la espada hacia toda la estrella del espacio, sembró inquie- tud en su pensamiento y avidez en sus entrañas, y al mu- chacho le aburrían los trabajos del campo, y soñaba con lances de sangre y con ciudades de oro. Los criados ordeñaban las vacas enormes y mansas de pelaje encendido, las criadas cargaban en cubos de ma- dera el agua de cristal y la leche espumosa, las ancianas sal- picaban los quesos fragantes con pimienta y tomillo, y con alguna oración dicha entre dientes, los pastores andrajosos empujaban nubes de ovejas por las lomas, los toscos ofician- tes de la vendimia pisaban a gritos las uvas y llenaban con mosto los grandes barriles, sus propios primos iban de ne- gocios a Flandes y al norte de Francia, a comprar piezas de seda y grana, hilos para entorchados y bramantes, holanda para sábanas y lencería, y pesados paños de Ruán, pero él prefería demorarse en las posadas riesgosas de la costa, en 21
Andaya, en Donostia y hasta en Saint Jean de Luz, detrás
de la frontera (donde una vez de niño vio un pequeño bar- co encantado flotando en las naves de la catedral) y oír los relatos asombrosos de los veteranos del mar. Desde muy jo- ven frecuentaba esas fondas de rufianes y gritos, y mientras sus oídos bebían los relatos exagerados e inventivos de los aventureros, él adivinaba al fondo de sus narraciones de sal y de vientos salvajes, de selvas descomunales atravesadas por grandes pájaros de colores, de sirenas viejas fatigadas en los escollos y de un cielo de cántaro azul cuyas constelaciones formaban figuras de leones y de serpientes, un sedimento de verdad, un alcohol de mundos nuevos y de peligros más punzantes que los trabajos insípidos de la aldea. Alguien me contó que en un mesón de Tudela ha- bía dejado malherido a un hombre, y que ésa fue la causa de que abandonara sus tierras y se atreviera a cruzar el océa- no, contrariando las costumbres de sus mayores, que sólo amaban la hierba y los montes, y la caza del jabalí de curvos colmillos, y que, agazapados a la sombra de las montañas, miraban al mar con desconfianza. Pero es probable que mi informador haya confundido los lances del muchacho con los tropeles de su hermano mayor y se dejara inspirar por el hecho de que Ursúa, en una de sus guerras, fundó en el nuevo mundo una ciudad a la que llamó Tudela en recuer- do de su remoto país. Pero la Tudela de España es una vie- ja ciudad de campanarios, que recibe y despide siempre las aguas desbordadas del Ebro, y la que Ursúa fundó en tie- rra de los muzos era un fuerte fantástico, llamado a ser con los siglos la Ciudad de las Esmeraldas, si no hubieran tor- cido su destino los astros, que nadie gobierna. Es verdad que su linaje era vasco, pero su familia cer- cana estaba más ligada a la tierra que al agua, y no se aso- maba a los puertos ni husmeaba en las naves que buscan el revés del mundo. Y eso suena extraño, porque aunque los 22
vascos tengan la costumbre de hablar con los árboles, y sean
capaces de dar vino dulce a las abejas en invierno para que no se mueran de frío, y protejan las cosechas sembrando ave- llanos rezados, nadie ignora su destreza con el viento y las olas, y tal vez no miente quien dice que esos hombres ten- sos, en auroras lejanas, les enseñaron a navegar a los vikings. Los Ursúa, en cuyo nombre hay una parte de agua y una parte de fuego, habían sido los primeros pobladores de to- do el valle, y nadie recordaba una época en que no estuvie- ran allí con sus lebreles y sus palomas, ni siquiera el poeta Arbolante, que cantó las dinastías de España desde la crea- ción del mundo, y la edad en que pastaban bisontes rojos en las llanuras. Se dice que uno de los primeros Ursúas de los tiempos antiguos se encolerizó cuando otra familia plan- tó tiendas a leguas de distancia hacia el sur, porque sintió que le robaban el aire y la luz. Con los siglos se hicieron más corteses, y la familia se envanecía en recordar que alguna vez mozos de su sangre fueron aceptados como rehenes para garantizar un convenio entre Pedro el Ceremonioso y Carlos el Malo, en tiempos de las guerras entre Aragón y Navarra. Yo sólo sé que Pedro de Ursúa no había tenido nun- ca relación con barcos y navegaciones, y que, más allá de sus fantasías juveniles, no había deseado de veras viajar hacia tierras lejanas antes de aquel mediodía de marzo de 1542. Era apenas un muchacho de quince años que volvía con su criado de los mesones de San Sebastián, cuando vio a la distancia la polvareda que se alzaba por el camino de Elizon- do, y no podía saber que esa polvareda indiferente iba a des- viar su vida. Porque lo que levantaba el polvo eran los cas- cos de los caballos de Miguel Díez de Aux, pariente cercano de su madre, que venía rodeado de guardias y sirvientes, de fortaleza en fortaleza, recorriendo las tierras de su familia después de más de treinta años de ausencia. Era el tío legen- dario y un poco increíble que tiempos atrás, cuando el mun- 23
do era joven, había viajado a las Indias Occidentales enro-
lado en la inmensa expedición de Pedrarias Dávila, y que para los pequeños de aquel país lleno de Ursúas y de Aux y de Armendáriz, todos parientes entre sí, herederos de vie- jas batallas y de viejos contratos matrimoniales, ya parecía menos un hombre que un cuento. Venía por primera y por última vez de visita, en plena ancianidad, cumplidos ya vein- te años de ser regente de Borinquen, una isla enclavada en el esternón del mar de los caribes, comedores de hombres. En el patio central de la fortaleza de Ursúa, el viejo Díez de Aux fue saludado por cuernos de caza. Caminó con Tristán, acompañado por otros patriarcas de la familia, mirando el valle de Baztán desde las murallas, y el perfil di- fuso de los montes que ocultan para siempre la tierra fran- cesa. En la casa se respiraba el clima atónito de las ocasio- nes solemnes, y los niños nunca olvidaron el momento en que, ya en la mesa familiar junto al fuego, el viejo regente les contó a sus sobrinos adultos, y al grupo de muchachos silenciosos enrojecido por la luz de las llamas, entre grandes sombras que se movían sobre los muros, a veces exageran- do y a veces inventando, sus muchas aventuras en el nue- vo mundo. Tristán, el señor de la casa, lo escuchaba con atención, tratando de formarse una imagen de los territo- rios desconocidos, calculando el poderío de las poblacio- nes, asimilando las tareas de los enviados que tenían el de- ber de hacer prevalecer la Corona en orillas tan lejanas de Dios, y al mismo tiempo sondear las riquezas, recoger los tesoros. Él mismo había viajado a cumplir tareas guerreras, pero nunca tan lejos. Y escudriñaba el rostro del anciano para entender de qué modo lo habrían cambiado los soles crueles y las tierras bárbaras. Su regencia era un favor enor- me del emperador, quién lo dudaba, no sólo a su pariente, sino a todo su linaje, pero al señor de Ursúa lo inquietaban la lejanía agobiante y los desmesurados peligros. 24
Miguel Díez de Aux lo escuchó sonriente, y le ha-
bló de las tierras conquistadas. Grandes islas ya firmes en manos del imperio, fuertes de la Española, ciudades prin- cipales en Isabela, en Fernandina, las domadas arenas de las Antillas. Todo iba tan de prisa en las Indias que hasta ha- bía ciudades muertas ya… Él mismo recordaba como un hecho de su borrosa juventud la nube de alcatraces sobre Santa María la Antigua del Darién, cuando llegaron a sus playas los veintidós barcos de la flota real. Y le costaba pen- sar que sobre esa ciudad, de donde salió Balboa a buscar de- trás de las sierras no un río ni un lago sino otro océano, en donde habitaron miles de hombres y mujeres a la orilla de un río tempestuoso, la selva había empujado de nuevo y ya estaban en ruinas, estrangulados por las lianas y apenas ha- bitados por los lagartos, la bella catedral y el hospital y las costosas fortalezas blancas. Pero el tesoro de México, la plata del Perú, las per- las de las costas de Tierra Firme, no eran más que el comien- zo. Aquello era un mundo entero por explorar, con más ca- nela aromada que Arabia, con más zafiros que Cipango. Los pueblos se asentaban sobre montañas que tenían espinazos de oro. El metal corría en arenas por los ríos, se encontra- ban bolas doradas en el buche de los caimanes y plumas de oro en las alas de los pájaros, y en un lugar secreto de los nue- vos dominios, juraban los nativos, estaba bien guardada una ciudad de oro. Yo puedo ver la luz que brillaba en los ojos de Pe- dro de Ursúa ante aquellos relatos. Era como si todos sus sueños de adolescencia se estuvieran volviendo realidad de repente, y desde aquella hora no pensó en otra cosa que en viajar a las tierras que gobernaba Miguel Díez de Aux, y avanzar más allá, a la conquista de las tierras grandes. No lo embriagaba más la codicia de riquezas que la promesa abier- ta de las batallas, las licencias sangrientas y las crueles exci- 25
taciones de la guerra. Porque él era un guerrero desde siem-
pre, como Tristán, su padre, que malhirió franceses en las guerras de frontera pero atacó también en tierras vascas el castillo de Maya, y como su trasabuelo francés Hugo de Aux, hijo del señor de Aquitania, que en un amanecer del siglo XII, cerca a Jerusalén, mató a dieciséis moros y los mar- có en su escudo con dieciséis rayos que brotaban de una cen- tella roja. Sin duda, oyendo a Miguel Díez, Pedro sintió latir su sangre guerrera. Debieron despertarse en sus venas los abuelos dormidos, las espadas sangrantes, bosques avan- zando contra las fortalezas, ráfagas de jinetes con turban- tes sobre caballos agilísimos cortando el viento con sus sa- bles torcidos, y algo que imaginaba sin saber por qué desde niño, el rostro de un hombre soplando un cuerno de mar- fil con tanta fuerza que se le agrietaban las sienes, y más allá sudorosos legionarios atrincherados en fila tras los escudos, y últimas oleadas de una tinta roja con cráneos humanos en lo alto de las lanzas, bajo cielos de incendio empavesa- dos de buitres. Una noche, años después, en el barco que nos lle- vaba a saltos hacia la Ciudad de los Reyes de Lima, me dijo que fue esa tarde cuando descubrió lo que quería, y que oyen- do a aquel viejo de barbas blancas que gobernaba unos ma- res remotos comprendió por qué llevaba meses frecuen- tando las posadas de los puertos, armando ociosas tropelías en su mente, oyendo hablar de tierras deformes y de hallaz- gos deslumbrantes, delirando a solas en las tabernas, y ejer- citando la ciencia de la espada y la daga en las ferias de los embarcaderos. Que por ello le preguntó de pronto a su an- ciano pariente, con un entusiasmo desafiante: «¿Y cómo se llama ese país a donde vamos?», y que Miguel Díez de Aux, quien sabía apreciar esos gestos de audacia, pareció com- prender al oírlo su propio pasado. Por qué había salido tan 26
pronto de aquellos muros familiares, qué sed gobernaba la
fatalidad de su sangre, qué avidez de tierra y cielo crecía en las almas de aquellos muchachos atascados en las ruedas del tiempo. Tal vez era su propio destino, destilado en san- gre nueva, lo que había venido a interrogar en ese viaje úl- timo, en las viejas fortalezas de su familia. «Tú no vas a ninguna parte, Pedro», le dijo Leonor, intentando impedir lo inevitable, mientras descuidaba el estofado de ovejo con manzanas que le ofrecía un sirviente. «Aquí está tu casa, y tu herencia, y no necesitas ir a correr pe- ligros en tierras salvajes». Miguel Díez de Aux celebró que Pedro quisiera ve- nir con él a las tierras nuevas, y declaró con voz de seda que por supuesto no se lo llevaría sin el consentimiento de sus padres, pero en adelante se dirigió más al muchacho que a los otros parientes. Y se sintió en sus palabras mucho me- nos el deseo de relatar a la familia las sorpresas del nuevo mundo, que el afán de ilustrar al joven sobre sus maravi- llas y peligros. Tampoco él conocía bien los grandes reinos de Tierra Firme, pero fue tan florido y minucioso en la des- cripción de esas cosas que no había visto, y por momentos habló con tanta alarma de tigres hambrientos y de reptiles descomunales, que la madre de Pedro creyó de verdad que el propósito del anciano era disuadir al muchacho de su an- tojo de cruzar el océano. Pero Miguel Díez de Aux conocía su sangre: la mejor manera de atraer a un mozo de su es- tirpe no sería atenuando el peligro sino pintando bien los reinos desconocidos con colores de aventura y de riesgo. Ellos se comprendían desde el comienzo. «Lo que hizo Cortés fue someter más por la astucia que por las armas a una ciudad inmensa», dijo, «una ciudad de templos bárbaros y de altares sangrientos, alzada sobre una laguna que atravesaban barcas llenas de flores, y que go- bernaba un reino de millones de indios. Y siguiendo su ejem- 27
plo, este hombre de Extremadura, Francisco Pizarro, al que
acaban de matar sus propios amigos, encontró hace apenas doce años una cordillera con ciudades laminadas de oro, el país de Atahualpa, en las montañas del Perú, y la ciudad del Cuzco, llena de momias de reyes guardadas en cofres de oro. Pero allá queda todo por descubrir. Basta ver al licen- ciado Quesada, que anda derrochando oro por España. Ha- ce cuatro años sometió otro reino en las montañas muy adentro de Tierra Firme, y muy pronto el emperador ten- drá que unificar las gobernaciones que están creciendo al ritmo de esas campañas de conquista, en un territorio sal- picado de hordas nativas, cada cual con sus jefes y sus gue- rreros. Al sur del mar de los caribes son todavía escasas las poblaciones españolas, y las separan provincias enteras lle- nas de sierras sin nombre y de ejércitos sin Dios. Los encla- ves del imperio son como islas pequeñas y desamparadas, en tanto que los fortines nativos son incontables». Entonces Pedro soñó también con irse a fundar ciu- dades en esas sierras bárbaras, nuevas Pamplonas y Tudelas y Olites amasadas con el barro y la plata de los infieles, pa- ra que el Cristo de Navarra abriera sus brazos sangrantes y abrazara al mundo, para que sonaran también en lo alto de esos reinos de tigres las campanas piadosas de las iglesias, y para que los cazadores que dormían a la intemperie cono- cieran por fin los zaguanes y las puertas que dejan afuera al mundo y custodian el sueño. El señor Tristán le preguntó al anciano cuántas ve- ces había estado allí, y Díez de Aux evocó sus viajes de los primeros tiempos, cuando iba al azar de las expediciones, antes de echar raíces en las islas. Colón había bordeado las costas medio siglo atrás; Alonso de Ojeda y Diego de Ni- cuesa habían fundado puertos en ellas; pero tierra adentro aquello era un país desconocido, con montañas más gran- des y abismales que los Pirineos, con nieves más altas que 28
los Picos de Europa, con valles húmedos y ardientes y cor-
dilleras selváticas, con ríos infestados de cocodrilos y po- blaciones feroces para el combate, pero también con pue- blos industriosos que cultivaban la tierra, y tejían mantas de algodón. Añadió que todos malgastaban el oro, que era mucho, y el tiempo, que era todo, en hacer figuritas de ani- males y adornos para sus cuerpos desnudos. La madre de Ursúa se santiguó y se fue a la cocina, pero Pedro se sentía más a gusto por primera vez en la me- sa familiar que en las fondas de Saint Jean de Luz, y a lo mejor ya se veía a sí mismo descabezando reyes y recogiendo te- soros. Acostumbrado a vivir en un mundo donde las criatu- ras salvajes, los jabalíes hirsutos y las urracas habladoras, se habían convertido en parte doméstica del escudo de su fa- milia, y donde la aventura de los días parecía limitarse al pa- so de las bandadas de palomas migratorias, que eran una sola paloma de sombra sobre los prados, soñaba con ver aque- llos animales fantásticos. No necesitaba muchas razones pa- ra intentar la aventura, y empezó a hablar de su viaje como de un hecho cumplido. Ésa era siempre su manera de lo- grar lo que se proponía. Bastaba una obsesión en su mente y ya no hablaba de otra cosa; sus palabras les daban a los presentimientos la forma de hechos concluidos, de haza- ñas realizadas, cosas irreparables como si ya estuvieran en la memoria. No me cuesta entender que las decisiones se tomaran tan pronto. Su padre temía por él, pero lo halaga- ba la idea de que fuera a la aventura en unas tierras donde ya era regente en nombre del Imperio un pariente cercano. Todo ello rebajaba los riesgos a un nivel tolerable, y lo que había sido un capricho absurdo horas antes, se fue cambian- do en esperanza y poco después en promesa. Fue así como empezó a tomar su forma el destino de Pedro de Ursúa. Sigo pensando en él como en un mu- chacho, porque era seis años más joven que yo. Cuando lo 29
conocí, ya treinta y cinco me pesaban sobre los huesos, y
él estaba siempre comenzando a vivir, cada día inventado por un proyecto nuevo, más delirante y más sugestivo que el anterior. Por los tiempos en que inicié, sin quererlo, mi primer viaje, en busca del País de la Canela, él tendría ape- nas trece años, todavía recogido en la casa familiar, custodia- do por muros de piedra, bendecido su sueño por ancianas diligentes, llamado a los días bulliciosos por el metal de las campanas y por el mugido maternal de las vacas. Yo iba arrojado al azar de las expediciones entre varones brutales, mientras él todavía se arrullaba recordando las gestas de sus mayores. Abuelos que se batieron en las guerras de Nava- rra y que le habían dejado a su padre una ristra de títulos demasiado larga y solemne: Tristán, señor de Ursúa, Rico- hombre de Navarra con escaño en las Cortes, barón de Oti- corén, señor de Gentheyne, bayle del Baztán, potestad de Soule, gobernador de la Villa y castillo de San Juan de Pie del Puerto… Sombras que se perdían hacia atrás en el tiem- po, un brumoso tropel de capitanes y de príncipes; varones insolentes que ya habían devastado la tierra antes de que pasara Carlomagno combatiendo a los hijos de la luna; an- tes de que sonara el cuerno de Roldán allá, detrás de su ca- sa, en las gargantas de Roncesvalles; antes de que su trasa- buelo Orsuba se convirtiera en el decimonono rey de España; antes de que los bandos de Corbis y de Orsúa, representa- dos por los cuervos y las picazas, y empujados por los Esci- piones romanos, se disputaran los reinos que alientan a la sombra de los Pirineos, y la gruta mágica donde Hércules buscaba en vano a la ninfa Pirene. Pasaba los días embele- sado por esas imágenes antiguas, y no podía saber que en su destino lo esperaban las batallas bestiales y las flechas em- ponzoñadas, que llegaría a ser el hombre más poderoso de un reino indescifrable, que él mismo se trenzaría en cinco guerras tratando de alcanzar un espejismo, que tendría en sus brazos a la mujer más bella de una raza nueva, y que fi- 30
nalmente la selva se cerraría sobre él como se cierra el agua
sobre los pobres náufragos. Así que Miguel Díez de Aux se alejó de la casa de Ur- súa dejando la promesa de solicitar al emperador una reco- mendación para que el muchacho pudiera viajar a Borin- quen, donde le prometió techo y muralla, o a cualquier otro destino en el continente. El joven Ursúa dedicó desde en- tonces sus días a contactar en tabernas de la costa a todo aven- turero, averiguar las condiciones de los viajes, los calendarios de las flotas, a convencer a algunos de sus vecinos, a Juan Ca- bañas, un mozo de su edad, a Johan el cantero, al licenciado Balanza, para que viajaran con él a las tierras desconocidas. Y pocos meses después, con una avanzada de mu- chachos navarros, Pedro, hijo principesco del Castillo de Ursúa, ni siquiera lloró al despedirse de su madre en el por- tal familiar, prometiéndole volver muy pronto cargado de tesoros y de historias gloriosas. Tristán sabía mejor que su hijo que el mar es muy grande y que el mundo no está he- cho a nuestra medida, pero no dijo nada que pudiera ma- lograr el entusiasmo de los viajeros. Y Leonor Díaz de Ar- mendáriz lloró con razón en aquella mañana, porque a pesar de los buenos augurios que llevaba la expedición, a pesar del poder de su pariente Díez de Aux sobre la lejana Borinquen, ella no podía ignorar que el muchacho se estaba despidien- do para siempre del viejo solar de los Ursúa, bañado en la sangre generosa de sus abuelos; que su hijo no vería más los rebaños de ovejas por las lomas, y no dormiría nunca más a la sombra de los montes que asediaron sus antepasados de Aquitania. Ella sentía cosas crueles en el fondo de la men- te: unos mares amargos le estaban ocultando a su hijo, unos barcos temibles se lo estaban llevando, unas selvas espesas se iban cerrando sobre la caravana que apenas se alejaba. Ese alegre jinete, cada vez más pequeño por el camino de Eli- zondo, no encontraría jamás la ruta del regreso al país que allá arriba se borraba en las lágrimas. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).