Entre Naranjos
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ENTRE NARANJOS
--NOVELA--
15.000
VALENCIA
1904
* * * * *
PRIMERA PARTE
I, II, III, IV, V, VI
SEGUNDA PARTE
I, II, III, IV, V, VI, VII
TERCERA PARTE
I, II, III
* * * * *
PRIMERA PARTE
Las dos de la tarde. Casi hacía calor, aunque era el mes de Marzo.
Rafael, habituado al viento frío de Madrid y a las lluvias de invierno,
aspiraba con placer la tibia brisa que esparcía el perfume de los
huertos por las estrechas callejuelas de la ciudad vieja.
Las calles estaban solitarias. Se habían ido a los campos los que horas
antes las llenaban en ruidosa manifestación. Los desocupados se
encerraban en los cafés, frente a los cuales pasaba apresuradamente el
diputado, recibiendo al través de las ventanas el vaho ardiente en que
zumbaban choques de fichas y bolas de marfil, y las animadas discusiones
de los parroquianos.
Rafael llegó al puente del Arrabal, una de las dos salidas de la vieja
ciudad edificada sobre la isla. El Júcar peinaba sus aguas fangosas y
rojizas en los machones del puente. Unas cuantas canoas balanceábanse
amarradas a las casas de la orilla. Rafael reconoció entre ellas la
barca que en otro tiempo le servía para sus solitarias excursiones por
el río, y que, olvidada por su dueño, iba soltando la blanca capa de
pintura.
Era algo más que la belleza del campo lo que le atraía fuera de la
ciudad. Cuando los rayos del sol naciente le despertaron por la mañana
en el vagón, lo primero que _vio_, antes de abrir los ojos, fue un
huerto de naranjos, la orilla del Júcar y una casa pintada de azul, la
misma que asomaba ahora, a lo lejos, entre las redondas copas de
follaje, allá en la ribera del río.
¡Cuántas veces la había visto en los últimos meses con los ojos de la
imaginación!...
Ahora volvía a ver con intensa emoción aquella casa y marchaba hacia
ella, no sin vacilaciones; con cierto temor que no podía explicarse y
que agitaba su diafragma, oprimiéndole los pulmones.
Rafael, anonadado por aquella madre enérgica que era el alma del
partido, prometió no volver más a la casa azul, no ver a la _perdida_,
como la llamaba doña Bernarda, con una entonación que hacía silbar la
palabra.
¿Para qué resistir más? Podía pensar en ella cuanto quisiera; esto no lo
sabría su madre. Y se entregó a unos amores de imaginación, en los
cuales la distancia hermoseaba aún más a aquella mujer.
Apareció en el balcón una amplia bata de color celeste. Lo único que vio
Rafael fueron los ojos, el relámpago verde que pareció llenar de luz
todo el hueco del balcón.
Era una dinastía que venía reinando treinta años sobre el distrito, cada
vez con mayor fuerza.
Cuando hizo una pequeña fortuna, continuó en las modestas funciones para
conservar en su persona ese respeto supersticioso que infunde a los
labriegos todo el que está en buenas relaciones con la ley, pero en vez
de ser un pedigüeño, solicitante eterno del ochavo de los pobres, se
dedicó a sacarles de apuros, prestándoles dinero con la garantía de las
futuras cosechas.
Quería ser militar, pero su padre se indignaba cada vez que el muchacho
hacía referencia a lo que llamaba su vocación. ¿Para eso había trabajado
él haciéndose rico? Recordaba la época en que, pobre escribiente, tenía
que halagar a sus superiores y escuchar sus reprimendas humildemente
con el espinazo doblado. No quería que a su único hijo lo llevasen de
aquí para allá como una máquina.
Ramón pasó algunos años en Valencia, sin que pudiera saltar más allá de
los prolegómenos del Derecho, por la maldita razón de que las clases
eran por la mañana y él tenía que acostarse al amanecer, hora en que se
apagan los reverberos que enfocaban su luz sobre la mesa verde. Además
tenía en su cuarto de la casa de huéspedes una magnífica escopeta,
regalo de su padre, y la nostalgia de los huertos le hacía pasar muchas
tardes en el tiro del palomo, donde era más conocido que en la
Universidad.
El viejo Brull murió como un santo. Salió de la vida ayudado por todos
los últimos sacramentos; no quedó clérigo en la ciudad que no empujase
en alma camino del cielo, con nubes de incensario en los solemnes
funerales, y aunque los pillos, los rebeldes a la influencia del hijo
recordaban aquellos días de mercado en los cuales el rebaño de los
huertos venía a dejarse esquilar en su despacho de rábula, toda la gente
sensata que tenía que perder, lloró la muerte del hombre digno y
laborioso que, salido de la nada, había sabido crearse una fortuna con
su trabajo.
Por una anomalía notable, ella, tan avara, tan guardadora, capaz de
palabrotas de plazuela cuando había que defender el dinero de la casa,
disputando con jornaleros o con los compradores de la cosecha era
tolerante con los despilfarros del esposo para mantener su soberanía
sobre el distrito.
Y cuando tras una declaración como esta que halagaba su amor propio,
dándole cierta tranquilidad para después de la muerte, pasaba por las
calles de Alcira con su hábito modesto y su mantilla, no muy limpia,
saludada con afecto por los vecinos más importantes, le perdonaba a su
Ramón todos los devaneos de que tenía noticia y daba por bien empleados
los sacrificios de fortuna.
--Don Ramón: debía usted quitarse esos bigotes--le decían los curas
amigos con acento de cariñoso reproche.--Parece usted el propio Víctor
Manuel, el carcelero del Papa.
Pero aunque don Ramón era un ferviente católico (que casi nunca iba a
misa) y odiaba a los impíos verdugos del Santo Padre, sonreía
acariciándose los mostachos, muy satisfecho en el fondo de tener alguna
semejanza con un rey.
Allí donde don Ramón no podía ir, se presentaba don Andrés, como si
fuese la propia persona del jefe. En los pueblos le respetaban como
vicario supremo de aquel dios que tronaba en el patio de los plátanos, y
los que no se atrevían a aproximarse a éste con sus súplicas, buscaban a
aquel solterón de carácter alegre y familiar que siempre tenía una
sonrisa en su cara tostada cubierta de arrugas y un cuento bajo su
bigote recio tostado por el cigarro.
Lo que más íntimamente unía a las tres personas era el afecto por
Rafael, aquel pequeño que había de ilustrar el apellido de Brull,
realizando las ilusiones del abuelo y el padre.
Don Andrés era el único que le alegraba con sus cuentos y sus paseos por
los huertos, cogiendo flores para él, fabricándole flautas de caña. El
fue quien se encargó de acompañarle a la escuela y de hacerse lenguas de
su afición al estudio.
Ya veréis lo que es bueno, así que Rafaelito sea hombre. Ese va a ser un
Cánovas.
Y ante aquella reunión de gente tosca, pasaba como un relámpago la
visión de un Brull jefe del gobierno, llenando la primera plana de los
periódicos con discursos de seis columnas y al final _Se continuará_; y
todos ellos nadando en dinero y gobernando a su capricho España, como
ahora manejaban el distrito.
--Bernarda, cuida del chico; que no estudie tanto. Eso es malo. ¡Mira
qué amarillento está!...
Cada vez que volvía a su casa el estudiante, era recibido por su padre
con la misma caricia muda. El duro había sido reemplazado por billetes
de Banco, pero la garra poderosa que se posaba sobre su cabeza,
acariciábale cada vez con mayor flojedad; pesaba menos.
Rafael, por sus ausencias, notaba mejor que los demás el estado de su
padre. Estaba enfermo, muy enfermo. Erguido como siempre, grave,
imponente, hablando apenas; pero adelgazaba, se hundían los fieros ojos,
sólo quedaba de él el macizo esqueleto, marcábanse en aquel cuello, que
antes parecía la cerviz de un toro, los tendones y arterias entre la
piel colgante y flácida, y los arrogantes mostachos, cada vez más
blancos, caían con desmayo como una bandera rota.
Al estudiante le sorprendió el gesto de ira, la mirada fiera empañada
por lágrimas de despecho con que acogió la madre sus temores:
--Que se muera cuanto antes... ¡Para lo que hace!... Que el señor nos
proteja llevándoselo pronto.
--¡Señor! ¡Dios mío! ¡Que se muera pronto este hombre! ¡Que acabe tanto
asco!
--Cuídese usted, don Ramón,--decían los curas amigos, únicos que osaban
aludir a los desórdenes de su vida.--Va usted haciéndose viejo y a su
edad, vivir como un joven, es llamar a la muerte.
Sonreía el cacique, orgulloso en el fondo de que los hombres conocieran
sus hazañas, y volvía a sumirse en su rabiosa hidropesía, sintiendo que
cada trago de placer le quemaba con nuevos deseos.
III
Contaba con el consejo y experiencia de don Andrés, más unido a ella que
nunca y con la figura de Rafael, el joven abogado sostenedor del nombre
de los Brull.
Algún día se vería libre, levantaría las alas; y esta liberación había
de realizarse cuando le eligiesen diputado. Deseaba su mayoría de edad,
como el príncipe heredero ansía el momento de ser coronado rey.
¡Cuánto hubiera dado por ser un bohemio como los que encontraba en los
libros de Mürger, formando regocijada banda; paseando la alegría de
vivir y el fiero amor al arte por ese mundo burgués, agitado por la
calentura del dinero y las manías de clases! ¡Talento para escribir
cosas hermosas, versos con alas como los pájaros, un cuartito bajo las
tejas, allá en el barrio Latino; una Mimi pobre pero sentimental, que le
amase hablando entre dos besos de _cosas elevadas_ y no del precio de la
naranja como aquellas señoritas que le seguían con ojos tiernos; y a
cambio de esto daría la futura diputación y todos los huertos de su
herencia, que aunque gravados por el padre con hipotecas y trampas,
todavía le proporcionaban una renta deshonrosa para sus ensueños de
bohemio!
Reinaba allí el silencio de las alturas. Los ruidos de abajo, todos los
rumores de vida y labor incesante de la inmensa llanura, llegaban
arrollados y aplastados por el viento, cual el susurro de un lejano
oleaje. Entre la apretada fila de chumberas que se extendía detrás del
banco, revoloteaban los insectos, brillando al sol como botones de oro,
llenando el profundo silencio con su zumbido. Unas gallinas--las del
ermitaño--picoteaban en un extremo de la plazoleta, cloqueando y
moviendo rudamente sus plumas.
Rafael oyó voces de mujeres que subían por el camino, y tendido como
estaba vio aparecer sobre el borde del banco e ir remontándose poco a
poco dos sombrillas; una de seda roja, brillante, con primorosos
bordados como la cúpula de afiligranada mezquita, la otra de percal
rameado, modesta y respetuosamente rezagada.
Era una hortelana pobremente vestida. Parecía joven, pero su cara pálida
y flácida como de papel marcando los salientes y cavidades de su cráneo,
los ojos hundidos y mates y las mechas de cabello sucio que se escapaban
por bajo el anudado pañuelo, dábanla aspecto de enfermedad y miseria.
Caminaba descalza, con los zapatos en la mano, balanceándose
penosamente, con las piernas abiertas, como si experimentara inmenso
dolor al poner las plantas en el suelo.
Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ella
rápidamente. No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban con
palabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente
educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos.
Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla. Y
todas las semanas, descalza, con los zapatos en la mano, subía la penosa
cuesta, ella que en su huerto apenas podía moverse de la silla y
necesitaba que el marido la arrease para cuidar la casa.
Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo. Tenía los
macilentos ojos fijos en la imagen con una expresión dolorosa de
súplica, y se cubrían de lágrimas mientras la voz sonaba cada vez más
trémula y lejana.
A esto no supo Rafael qué contestar. ¿Pero qué mujer era aquella? ¡Qué
modo de expresarse, caballeros! Acostumbrado el pobre muchacho a las
vulgaridades y soseces de las amigas de su madre, y bajo la impresión de
aquel encuentro que tan profundamente le turbaba, creía estar en
presencia de un sabio con faldas, un filósofo venido de allá lejos, de
alguna sombría cervecería alemana, para turbarle bajo el disfraz de la
belleza.
Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta: ella misma se
la ofrecía.
Rafael creyó que se hundía el suelo bajo sus pies. Una nueva mirada de
aquellos ojos verdes: pero esta vez fría, amenazadora, algo así como un
relámpago lívido, reflejándose en el hielo.
Y tras una nueva pausa, miró a Rafael de frente, para saludarle con un
frío movimiento de cabeza.
Le había dado un duro, una rodaja blanca de las que hacía muchos años,
por culpa de la poca fe, no subían a aquellas alturas. Y allí estaba
_Visanteta_, la pobre enferma, sentada en la puerta de la ermita mirando
fijamente su delantal, como hipnotizada por el brillo del puñado de
plata; duros, pesetas dobles y sencillas, monedas de cincuenta céntimos;
todo el contenido del bolso; hasta un botón de oro que debía ser de
algún guante.
Volvió Rafael a seguir con la vista las dos sombrillas que descendían la
pendiente como insectos de colores. Disminuían rápidamente. Ya no era la
grande más que un punto rojo: ya se perdía abajo en la llanura entre las
verdes masas de los primeros huertos... ya había desaparecido.
IV
Los más bulliciosos correligionarios le rodearon para hablar una vez más
de la gran noticia que hacía una semana traía revuelto al partido. Iban
a ser disueltas las Cortes; los diarios no hablaban de otra cosa. Dentro
de dos o tres meses, antes de finalizar el año, nuevas elecciones, y con
ellas el triunfo ruidoso y unánime de la candidatura de Rafael.
Todas estas manifestaciones dejaban frío a Rafael. El, que tanto había
deseado la llegada de las elecciones para verse libre, allá en Madrid,
permanecía insensible aquella tarde como si se tratara de la suerte de
otro.
Miraba con impaciencia la mesa de tresillo donde don Andrés con otros
tres prohombres jugaba su diaria partida, y esperaba el momento en que
viniera cual de costumbre a sentarse junto a él, para que le
contemplasen en sus funciones de Regente, cobijando bajo su autoridad y
sabiduría de maestro al príncipe heredero.
--Usted que conoce a todo el mundo. ¿Quién es una señora muy guapa que
parece extranjera y que encontré ayer en la montañita de San Salvador?
Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos
eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre
mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio.
A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el
entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido. Mandaban los otros...
todos menos la casa de Brull.
Pero el doctor se opuso a tales deseos. Si iba a Madrid, ¿qué sería del
triste rebaño que encontraba en él salud y protección? Además, él era un
sedentario. Se sentía ligado a aquella vida de estudio y soledad, en la
que cumplía sus gustos sin obstáculo alguno. Sus convicciones le
arrastraban a mezclarse entre la masa, a hablar en los lugares públicos,
provocando tempestades de entusiasmo; pero se negaba a tomar parte en
las organizaciones de partido, y después de una reunión pública, pasaba
días y días encerrado en casa entre sus libros y revistas, sin más
compañía que la de su hermana, dócil devota que le adoraba, aunque
lamentando su irreligiosidad, y la de su hija, una niña rubia que Rafael
recordaba apenas, pues la antipatía que inspiraba el padre a las
principales familias, obligaba a la pequeña a un forzoso aislamiento.
Los compañeros de Rafael escuchaban con tanta atención como éste. Les
agitaba la malsana curiosidad de las pequeñas poblaciones donde el
ahondar de la vida ajena es el más vivo de los placeres.
--Y ahora viene lo bueno--continuó don Andrés,--El loco del doctor tenía
dos santos: Castelar y Beethoven, cuyos retratos figuraban en todas las
habitaciones de su casa, hasta en el granero. Ese Beethoven (por si no
lo sabéis), es un italiano o inglés, no lo sé cierto, de esos que se
sacan la música de la cabeza para que la toquen en los teatros o se
diviertan a solas los locos como Moreno. Al tener una hija, anduvo
preocupado con el nombre que había de ponerla. Quería llamarla Emilia
para hacer así un homenaje a su ídolo Castelar; pero le gustaba más
Leonora, (¡fijáos bien! no digo Leonor), Leonora, que según nos dijo él,
era el título de la única función escrita por Beethoven, una ópera que
leía él a ratos perdidos, como yo leo el periódico. El recuerdo del
extranjero pudo más, y envió a su hermana a la iglesia con unas cuantas
vecinas pobres a bautizar la niña, con el encargo de que le pusieran por
nombre Leonora. Figuráos qué contestaría el cura después de buscar en
vano en el santoral. Yo estaba entonces en las oficinas del ayuntamiento
y tuve que intervenir. Era antes de la Revolución; mandaba González
Bravo; los buenos tiempos; por poco que alzase el gallo un enemigo del
orden y las sanas creencias, iba en cuerda camino de Fernando Póo. Y sin
embargo, ¡floja zambra armó aquel hombre! se plantó en la iglesia, donde
no había entrado nunca, empeñado en que bautizasen a la pequeña a su
gusto. Después quiso llevársela sin bautizar, diciendo que le tenía sin
cuidado este requisito y que sólo lo cumplía por dar gusto a su hermana.
En la disputa llamaba con gran retintín a los curas y acólitos reunidos
en la sacristía, cuadrilla de _bramantes_...
--Sí, eso es: y también bonzos; así, por chunga; de esto me acuerdo
bien. Por fin, dejó que el cura la bautizase con el nombre de Leonor.
Pero como si nada. Al marcharse le dijo al párroco:--«Será Leonora por
razones que le placen al padre y que no comprendería usted aunque yo se
las explicase». ¡Qué tremolina aquella! Tuvimos que intervenir tu padre
y yo para amansar a los buenos curas: querían formarle un proceso por
sacrilegio, ultrajes a la religión y qué se yo cuántas cosas más. Nos
dio lástima. ¡Ay, hijo mío! en aquel tiempo una causa así era más de
cuidado que hacer una muerte.
--Sobre eso se cuentan muchas cosas; tal vez sea todo mentira. ¡Quién
sabe! ¡se marchó tan lejos!... Cuando al caer la República volvió el
tiempo de las personas decentes, el pobre Moreno se puso peor aún que
al morir su Teresa. Vivía encerrado en su casa. Tu padre era respetado
más que nunca; mandábamos que era un gusto. Don Antonio, desde Madrid,
daba orden a los gobernadores de que abriesen la mano, dejándonos en
completa libertad para barrer lo que quedaba de la revolución, y los que
antes aclamaban al doctor, huían de él para que nosotros no les
tomásemos entre ojos. Alguna tarde salía a pasear por las afueras; iba
al huerto de su hermana, junto al río, llevando siempre al lado a
Leonora, que ya tenía unos once años. En ella concentraba todo su
afecto... ¡Pobre doctor! Ya estaban lejos aquellos tiempos en que toda
su banda de amigotes se agarraba a tiros con la tropa en las calles de
Alcira, dando vivas a la Federal... Su soledad y la tristeza de la
derrota, le hicieron entregarse más que nunca a la música. Sólo tenía
una alegría en medio de la desesperación que le causaba el fracaso de
sus perversas ideas. Leonora amaba la música tanto como él. Aprendía
rápidamente sus lecciones; acompañaba al piano el violoncello del papá,
y así se pasaban los días toca que toca, revolviendo todo el inmenso
montón de solfas que guardaban en el granero, junto con los libros
malditos. Además, la pequeña mostraba cada día una voz más hermosa y
sonora. «Será una artista, una gran artista», decía el padre
entusiasmado. Y cuando algún arrendatario de sus tierras o uno de sus
protegidos entraba en la casa y permanecía embobado ante la chicuela,
que cantaba como un ángel, decía el doctor con entusiasmo: «¿Qué os
parece la señorita?... Algún día estarán orgullosos en Alcira de que
haya nacido aquí».
Se detuvo don Andrés para coordinar sus recuerdos y añadió tras larga
pausa:
Guiñaba los ojos maliciosamente y reía como un fauno viejo, dándole con
el codo a Rafael, que le escuchaba absorto.
--Sí; ¡hijos míos! se lleva chasco. Aquí hay mucha moral, y sobre todo,
mucho miedo al escándalo. Seremos tan pecadores como en otra parte, pero
no queremos que nadie se entere. Me temo que esa Leonora se pase la vida
sin más sociedad que la de su tía, que es tonta, y la de una criada
franchuta que dicen ha traído... Aunque ella ya se lo recela. ¿Sabéis lo
que le dijo ayer a Cupido? Que venía aquí únicamente por el deseo de
vivir sola, de no ver gente, y cuando el barbero le habló del señorío de
Alcira, hizo un gesto burlón como si se tratara de gente despreciable de
poco más o menos. Esto es lo que más se comentaba anoche por las
señoras. ¡Ya se ve: acostumbrada a ser la querida de grandes
personajes!...
Por la arrugada frente de don Andrés pareció pasar una idea provocando
su risa.
--¿Sabes lo que pienso, Rafael? Que tú que eres joven y guapo, y has
estado en aquellos países, podías dedicarte a conquistarla, aunque sólo
fuera por bajarle un poco los humos y demostrar que aquí también hay
personas. Dicen que es muy guapa y ¡qué demonio! la cosa no será
difícil. ¡Cuando sepa quién eres!...
Don Andrés se puso serio de repente, como si ante sus ojos pasase una
pavorosa visión y añadió con tono respetuoso:
--Pero no: fuera bromas. No hagas caso de lo que digo. Tu madre sufriría
un gran disgusto.
Pasó por dos veces frente a los rayados cristales de la barbería, sin
atreverse a poner la mano en el picaporte, y acabó por salir al campo,
siguiendo la orilla del río, lentamente, con la vista fija en aquella
alquería azul, que nunca había llamado su atención, y ahora le parecía
la más hermosa del dilatado paraíso de naranjos.
Era la doncella italiana; aquella Beppa de pelo rojizo que había visto
en la tarde anterior, acompañando a su señora.
Pero a pesar del peligro, los vecinos no iban más allá de una alarmada
curiosidad. Nadie sentía miedo ni abandonaba su casa para pasar los
puentes, buscando un refugio en tierra firme. ¿Para qué? Aquella
inundación sería como todas. Era inevitable de vez en cuando la cólera
del río: hasta había que agradecerla, pues constituía diversión
inesperada; una agradable paralización de trabajo. La confianza moruna
daba tranquilidad a la gente. Lo mismo había hecho en tiempo de sus
padres, de sus abuelos y tatarabuelos, y nunca se llevó la población:
algunas casas la vez que más. ¿Y había de sobrevenir ahora la
catástrofe?... El río era el amigo de Alcira: se guardaban el afecto de
un matrimonio que, entre besos y bofetadas, llevase seis o siete siglos
de vida común. Además, para la gente menuda, estaba allí el _padre_ San
Bernardo, tan poderoso como Dios en todo lo que tocase a Alcira, y único
capaz de domar aquel monstruo que desarrollaba sus ondulantes anillos de
olas rojizas.
Los hombres se miraban con inquietud. Nadie podía arreglar aquello como
el glorioso patrón. Ya era hora de buscarle, cual otras veces, para que
hiciese el milagro.
Por esto Rafael, después de hacerse explicar por los más exaltados el
deseo de la manifestación ordenó con majestuoso ademán:
Había que hablar con el cura para sacar el santo, y el buen párroco,
bondadoso, obeso y un tanto socarrón, se resistía siempre a acceder a lo
que él llamaba una tradicional mojiganga. Le complacía poco salir en
procesión, bajo un paraguas, con la sotana remangada, perdiendo a cada
paso los zapatos en el barro. Además, cualquier día, después de sacar en
rogativa a San Bernardo, el río se llevaba media ciudad, ¿y en qué
postura,--como decía él--quedaba la religión por culpa de aquella turba
de vociferadores?
Pero el viejo rey de Carlet había muerto. En el mando del pequeño estado
feudatario, especie de jefatura de kabila militar, le había sucedido su
primogénito, el arrogante Almanzor, un moro brutal y orgulloso, que se
afrenta de que individuos de su familia vayan por los caminos rotos y
miserables, predicando una religión de mendigos, y con unos cuantos
jinetes sale en persecución de sus hermanos. Los encuentra junto a
Alcira ocultos en la orilla del río; con un revés de su espada, corta el
cuello a las dos hermanas y San Bernardo es crucificado y le taladran la
frente con un clavo enorme. Así pereció el santo patrón, adorado con
fervor por los pequeños; el príncipe hermoso, convertido en vagabundo y
pordiosero, sacrificio que halagaba a los más pobres de sus devotos.
Era un espectáculo extraño ver toda aquella gente empujada por la fe,
descendiendo por las callejuelas convertidas en barrancos. Los devotos,
levantando el hachón sobre sus cabezas, entraban sin vacilar agua
adelante hasta que el espeso líquido les llegaba cerca de los hombros.
Había que acompañar al santo.
Aún anduvo la procesión más de una hora por las inmediaciones del río,
hasta que el cura que chorreaba por todas las puntas de su sotana y
llevaba cansados más de doce feligreses convertidos voluntariamente en
cabalgaduras, se negó a pasar adelante. Por voluntad de aquella gente,
el paseo de San Bernardo hubiese durado hasta el amanecer. Pero lo que
respondía el cura:--«¡Lo que al santo le tocaba hacer ya lo ha hecho! ¡A
casa!»
--Es el mejor de la familia; el único Brull que tiene más talento que
malicia.
--Es verdad; podríamos ir. Tendrá chiste que la _célebre diva_ nos vea
llegar como unos venecianos para darla una serenata en medio de su
susto... Casi estoy por ir a casa y traerme la guitarra.
El río mugía con sordo hervor en torno del bote, pugnando por
arrebatarlo. Los robustos brazos tiraban con fuerza de la cuerda,
manteniéndolo junto a la orilla.
Cupido protestaba. No; para aquella empresa cuanto menos gente mejor; la
barca había de estar ligera: él se bastaba para los remos y don Rafael
para el timón.
Encajonado el brazo del río entre la ciudad vieja y la nueva, las aguas
altas y veloces arrastraban el bote como una rama. El barbero sólo había
de mover los remos para desviar la barca de la orilla. Los obstáculos
sumergidos producían grandes remolinos que sacudían la embarcación, y a
la luz de la antorcha que ensangrentaba las ondas gelatinosas, veíanse
pasar troncos de árboles, cadáveres de animales, objetos informes que
apenas si asomaban una punta negra en la superficie, y hacían pensar en
ahogados, cubiertos de barro, flotando entre dos aguas. Arrastrados por
la vertiginosa corriente, respirando el vaho fangoso del río como si
mascasen tierra, sacudidos a cada momento por los remolinos, Rafael se
creía en plena pesadilla; comenzaba a sentirse arrepentido de su
audacia. De las casas inmediatas al río partían gritos. Se iluminaban
las ventanas. En sus huecos algunas sombras saludaban con brazos que
parecían aspas, aquella llama roja que resbalaba sobre el río, marcando
la línea negra de la barca y las siluetas de los dos hombres encogidos
en sus asientos. Había corrido la noticia de la expedición por toda la
ciudad y la gente gritaba saludando el rápido paso de la barca: ¡Viva
don Rafael! ¡viva Brull!
Y en verdad que el bote era bueno, pues otro, sin sus sólidas maderas y
su costillaje de acero, se hubiera abierto en uno de los encontronazos
con los sumergidos obstáculos.
Daban rápidamente la vuelta a la ciudad. Ya no se veían casas con
ventanas iluminadas. Altos ribazos coronados por tapias; inabordables
riberas de barro y cañaverales sumergidos; un poco más allá el río
libre, la confluencia de los dos brazos que abarcaban la antigua ciudad
y unían sus corrientes extendiéndose como inmenso lago.
--Puede que sea--afirmó Cupido.--Tal vez hemos pasado cerca sin verla y
vamos abajo, hacia el mar... Y aunque no sea la casa azul, ¿qué? Lo
importante es que allí hay alguien y vale más eso que errar en la
obscuridad. Dame los remos, Rafael. Si no es la casa de doña Pepita, al
menos sabremos dónde estamos.
Una voz sonora y ardiente, voz de mujer en la que vibraba una intensa
dulzura, rasgó el silencio.
--¡Pero qué buen amigo es este Cupido!... Gracias, muchas gracias. Esta
es una atención de las que no se olvidan... ¿Pero quién viene con
usted?...
La vieja parecía imbécil por el terror. Miraba con ojos sin expresión a
los recién llegados, como si hubieran estado allí toda su vida. Por fin
pareció enterarse de lo que le decían.
Mientras los dos hombres oían a la vieja, Leonora iba de una parte a
otra dando prisas a su doncella y a la hortelana. Aquellos señores no
podían estar así con las ropas impregnadas de humedad, cansados y
desfallecidos por una noche de lucha. ¡Pobrecitos, bastaba verles! Y
colocaba sobre la mesa galletas, pasteles, una botella de ron; todo lo
que podía encontrar en la despensa, y hasta un paquete de cigarrillos
rusos con boquilla dorada que la hortelana miraba con escándalo.
Rafael admiraba los hoyuelos que una risa graciosa trazaba en aquellas
mejillas; la luminosa dentadura, que parecía temblar en su estuche de
rosa.
--A ver, Cupido; fuera pronto ese traje; no quiero que por mí pille
usted una pulmonía que prive a la ciudad de su principal regocijo. Aquí
tiene usted para cubrirse mientras secamos sus ropas.
--Vamos, Rafael, no sea usted tonto. Habrá que tratarle como a un niño.
Quedaron los dos en silencio un buen rato, hasta que Leonora reanudó la
conversación.
El tímido Rafael creía que el balcón iba a hundirse bajo sus pies.
Temblaba de miedo, arrebujábase en el manto de pieles, sin saber lo que
hacía y protestaba con enérgicas cabezadas, negando las afirmaciones de
Leonora.
--A ver; levante usted esa cabeza; proteste un poquito como antes. ¿Es
verdad o no lo que digo?
--De lo contrario, seré todo lo ingrata y cruel que usted quiera; pero
a pesar de la hermosa acción de esta noche, usted no entrará más aquí.
No quiero adoradores: he venido buscando reposo, amigos, tranquilidad...
¡El amor! ¡hermosa y cruel patraña!...
Dijo estas últimas palabras con acento grave, y quedó inmóvil mucho
rato, con la vista perdida en la inmensa sábana de agua.
Rafael estrechó con avidez aquella mano suave y fuerte, sintiendo en sus
dedos como cariñosa mordedura, el contacto de las sortijas.
--Seré un amigo dispuesto a hacer por usted mucho más que esta noche.
También espero yo que usted llegará a conocerme.
--Déjese usted de promesas. ¿Qué más ha de hacer usted por mí? El río no
se desborda todos los días, ni son posibles a cada momento estas hazañas
novelescas. Me basta con lo de esta noche. No sabe usted cuánto se lo
agradezco. Ha sido un paso decisivo en mi corazón de amiga... ¿Quiere
usted que siga siendo franca? Pues cuando le encontré allá en la ermita,
me pareció usted uno de esos señoritos lugareños que, acostumbrados a
triunfar en el pueblo, miran como de su dominio cuantas mujeres
encuentran. Después, al verle rondando esta casa, se aumentó mi
desprecio y mi rabia. «¿Pero ese señoritín qué se habrá figurado?» ¡Lo
que hemos reído a costa de usted Beppa y yo! Ni siquiera me había fijado
en su cara y su figura: no me había dado cuenta de que es usted guapo...
Leonora reía recordando sus cóleras contra Rafael, y éste, anonadado por
su franqueza, sonreía también para ocultar su turbación.
Comenzaba a desplomarse del cielo una luz gris, cernida por el denso
celaje: la inmensa sábana de agua tomaba un color blancuzco de ajenjo.
Flotaban en la corriente, como escobazos de miseria, los despojos de la
inundación; árboles arrancados de cuajo, haces de cañas, techumbres de
paja de las chozas; todo sucio, pringoso, nauseabundo. Estas almadías
del desastre, se enredaban entre los naranjos y formaban barreras que,
poco a poco iban engrosándose con nuevos despojos de la corriente.
Sus ojos verdes se iluminaron; brilló el polvo de oro que moteaba sus
pupilas y avanzó hacia Rafael, tendiéndole la mano.
VI
Doña Bernarda conocía aquella nueva amistad. Sin otra preocupación que
la salud y los actos de Rafael, y ayudada por el chismorreo de una
ciudad curiosa, nada hacía su hijo que no lo supiera a las pocas horas.
Hasta tenía noticias, por una indiscreción de Cupido, de aquel
arriesgado viaje de noche y a través de los peligros de la inundación,
para ir a presentarse a _la cómica_, como ella decía con rabioso acento
de desprecio.
Además (y al llegar aquí doña Bernarda se mostraba más tierna y con voz
insinuante), ya que era el primer hombre del distrito, debía ser el más
acaudalado; lograrlo no resultaba difícil. Todo consistía en ser buen
hijo, en dejarse guiar por ella, la que mejor le quería en el mundo...
Ahora diputado y después, cuando volviera de Madrid, a casarse. No
faltarían buenas muchachas, educadas con el temor de Dios, y además
millonarias que se darían por contentas siendo su mujer.
Por esto le recomendaba su madre con tanto interés que visitase aquella
casa, enviándole a ella con cualquier pretexto. Además, doña Bernarda
llevaba a Remedios a la suya con frecuencia, y rara era la tarde que al
entrar en su casa Rafael no encontraba a aquella muchacha tímida, torpe
y de una belleza insignificante, vestida con trajes que aprisionaban
cruelmente su soltura de chicuela criada en los huertos, transformada
rápidamente en señorita por la buena suerte del padre.
--Esas cosas, por dulces que sean, acaban por cansar, doña
Bernarda--decía el viejo sentenciosamente.--La cómica levantará el vuelo
cualquier día; además, deje usted que Rafael vaya como diputado a Madrid
y vea aquel mundo; a la vuelta no se acordará de esa mujer.
Además, ¡qué tardes aquellas en que quería ser buena; cuando cansada de
pasear por el huerto, fastidiada en su carácter ligero y voluble por la
monotonía de los naranjos y las palmeras, se refugiaba en el salón
poniendo sus manos en el piano! Rafael, con el recogimiento de un
devoto, se sentaba en un rincón, y contemplando los soberbios hombros
sobre los cuales ondeaban como plumas de oro los rizados bucles de la
nuca, oía aquella voz hermosa que sonaba dulce y velada, mezclándose a
los desmayados acordes del piano, mientras que por las abiertas ventanas
entraba la respiración del huerto rumoroso bajo la dorada luz del otoño,
el perfume sazonado de las naranjas maduras que asomaban sus caras de
fuego entre los festones de hojas.
Contemplaba sus retratos en las diversas óperas por ella cantadas; una
numerosa colección de hermosas fotografías, llevando al pie el nombre
del gabinete en casi todos los idiomas de Europa; en alfabetos raros que
hacían parpadear a Rafael. La Elisabeta, pálida y mística, del
_Tanhäuser_, había sido retratada en Milán; la Elsa, ideal y romántica
de _Lohengrín_, era de Munich; había una Eva, cándida y burguesa de _Los
maestros cantores_, fotografiada en Viena, y una Brunilda soberbia,
arrogante, de mirada hostil y centelleadora, que llevaba al pie el sello
de San Petersburgo. Esto sin contar un sinnúmero de otras fotografías,
recuerdo de temporadas en el Convent-Garden de Londres, el San Carlos de
Lisboa, los grandes coliseos de toda Italia, y los teatros de América,
desde el de Nueva York al de Río Janiero.
Rafael se fijaba en los retratos uno por uno: aquí parecía más esbelta y
triste, como si acabara de salir de una enfermedad; allí fuerte y
arrogante, como si desafiara la vida con su hermosura.
--Un muchacho de Nápoles--contestó por fin una tarde Leonora con voz
triste, parpadeando, como si quisiera ocultar sus pupilas, en las que
asomaban lágrimas.--Un día le encontraron bajo los pinos de Posilippo
con la cabeza atravesada de un balazo. Quería morir y se mató... Pero
recoja usted todo eso y bajemos al jardín. Necesito aire.
--Quiere usted saber más que todos los que me han conocido. ¿Qué sé yo
si estaré aquí? Nadie en el mundo ha estado seguro de tenerme. Ni yo
misma sé dónde estaré mañana... Pero no--continuó con gravedad;--si
viene usted en primavera aquí me encontrará. Pienso permanecer hasta
entonces. Quiero ver cómo florece el naranjo; volver a mis recuerdos de
niña, la única memoria de mi pasado que me ha seguido a todas partes.
Muchas veces he ido a Niza, gastando un dineral para ver florecer cuatro
naranjos de mala muerte; ahora quiero embriagarme en la inundación de
azahar de estos campos. Es el único deseo que me sostiene aquí... Estoy
segura. Si vuelve usted para entonces, me encontrará y nos veremos por
última vez, porque después irremisiblemente levanto el vuelo, aunque
llore y rabie la pobre tía... Por ahora estoy bien aquí. ¡Qué cansada me
encuentro! Esto es una cama después de un largo viaje. Sólo un gran
suceso me obligaría a saltar.
Leonora se volvió. Había cogido una naranja y abría su piel con las
sonrosadas y largas uñas.
--¿Mañana?--dijo sonriente.--Todo llega por fin... Que tenga usted
grandes éxitos, señor diputado.
--Ya ve usted que soy fuerte--dijo Leonora con voz algo temblona por la
ira.--Nada de juegos o saldrá usted perdiendo.
--¡Pero qué niño este!... ¿Es manera de despedirse de los amigos la que
usted usa?... Tonto, fatuo; ¡cuán poco me conoce usted! Querer tomarme a
mí por la fuerza, ¡a mí! la mujer inexpugnable cuando no quiero, por
quien se han muerto los hombres, sin poder conseguir ni un beso en la
mano. Márchese usted mañana, Rafael. Seremos amigos... Pero por si hemos
de volver a vernos no olvide usted lo que le digo. Acabemos de una vez
con todas estas tonterías. No se fatigue; yo no puedo ser suya. Estoy
cansada de los hombres; tal vez los odio. Yo he conocido a los más
hermosos, a los más elegantes, a los más ilustres. He sido hasta reina;
reina de la mano izquierda, como dicen los franceses, pero tan dueña de
la situación, que a haber querido meterme en tales vulgaridades,
hubiese cambiado ministerios y trastornado países. Hombres famosos en
Europa por su elegancia y sus locuras, han caído a mis pies y los he
tratado como chiquillos. Me han envidiado y odiado las damas más
célebres, copiando mis trajes y mis gestos. Y cuando cansada de este
Carnaval brillante le he dicho ¡adiós! para venir a esta soledad como a
un convento, ¡había de entregarme a un señorito de pueblo, capaz
únicamente de entusiasmar a las lugareñas!... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!...
Y reía con una risa cruel, con carcajadas incisivas y sardónicas que
parecían penetrar en las carnes de Rafael, estremeciéndole con su
frialdad. El joven bajaba la cabeza; agitábase su pecho con un penoso
estertor, como si le ahogase el llanto al no encontrar salida en aquel
cuerpo varonil. La emoción de Rafael, abrumado por aquella crueldad,
enterneció a Leonora, haciéndola cambiar de tono.
Se aproximó al joven, casi se pegó a él, y agarrándole la barba con sus
finas manos, le obligo a levantar la cabeza.
--¡Ay! ¡Cuán mala soy! ¡Qué cosas le he dicho a este pobre niño! A ver,
levante usted la cabeza; míreme de frente; diga que me perdona... ¡Esta
maldita manía de no callarme nada! Le he ofendido... no diga usted que
no le he ofendido; pero no haga usted caso; lo que he dicho sólo son
tonterías. ¡Qué modo de agradecer lo que usted hizo por mí aquella
noche!... No: ¡pero si usted es muy guapo... y muy distinguido... y hará
usted una gran carrera política!... Será usted un personaje y se casará
en Madrid con una muchacha elegantísima. Se lo aseguro... Pero hijo; en
mí no piense usted; seremos amigos, nada más que amigos... ¿Pero llora
usted? Vamos... béseme la mano, se lo permito... como en aquella noche:
así. Yo sólo podría ser de usted por el amor, pero ¡ay! nunca llegaré a
enamorarme del atrevido Rafaelito. Soy vieja ya: en fuerza de gastar el
corazón, creo que no le tengo... ¡Ay, pobrecito bebé mío! Lo siento
mucho... pero ha llegado usted tarde.
SEGUNDA PARTE
En uno de ellos leía la sencilla doña Pepita la historia del santo del
día, ayudada por unas antiguas gafas con montura de plata. Beppa la
doncella, escuchábala atenta para comprender todas las palabras, con
una admiración respetuosa de muchacha de la campiña romana familiarizada
con la devoción desde sus primeros años.
Rafael intentó decir que la encontraba más hermosa que antes, y así lo
creía de buena fe. La veía más cerca de su persona: era como si
descendiese de su altura para aproximarse a él. Pero Leonora, adivinando
sus palabras y queriendo evitarlas, se apresuró a seguir hablando.
--No diga usted que le gusto más así. ¡Qué disparate! ¡ahora que viene
usted de Madrid, de ver un mundo que no conocía!... Pero en fin; a mí me
gusta esta sencillez y lo que me importa es agradarme a mí misma. Ha
sido una transformación lenta, pero irresistible: el campo me ha
saturado con su calma; se me ha subido a la cabeza como una embriaguez
mansa y dulce, y duermo y duermo, siguiendo esta vida animal, monótona y
sin emociones, deseando no despertar nunca. ¡Ay Rafaelito! Como no
ocurra algo extraordinario y el diablo tire de la manta, me parece que
aquí me quedo para siempre. Pienso en el mundo como un marino piensa en
el mar cuando se ve en su casa; después de un viaje de continuos
temporales.
--No se casaría usted, y haría muy bien. ¡Como que resultaría una
solemne barbaridad! Yo no soy de las mujeres que sirven para eso. Muchos
me lo han propuesto en mi vida, acreditándose con ello de imbéciles. Más
de una vez me han ofrecido sus coronas de duque o de marqués, creyendo
que con esto me aprisionaban, me podían conservar, cuando yo sintiendo
fastidio pretendía levantar el vuelo. ¡Casada yo! ¡Qué disparate!...
Reía como una loca con una risa que hacía daño a Rafael. Era una
carcajada sardónica, de inmenso desprecio, que recordaba al joven la
risa de Mefistófeles en su infernal serenata a Margarita.
--No crea usted tales cosas; son chismes de enemigos. Yo soy mayor de
edad, y me figuro que sin miedo a mamá puedo ir donde mejor me parezca.
--Sea así; siga viniendo, ya que tal es su gusto; pero no me negará
usted que existe contra mí una hostilidad declarada. Y si yo llegase a
amarle, ¡Dios mío! ¿qué dirían entonces de mí? Creerían que había venido
únicamente para seducir a don Rafael, y ya ve usted cuán lejos estoy de
ello. Con esto perdería la tranquilidad que tanto me gusta. Si ahora
hablan contra mí ¡figúrese lo que sería entonces!... No: yo deseo
permanecer quieta. Que me muerdan cuanto quieran pero que sea sin
motivo; por pura envidia. Ya ve usted el caso que hago.
Y mirando hacía el punto donde estaba la ciudad oculta tras las filas de
naranjos, reía desdeñosamente.
--Y luego, Rafaelito, usted no se ha fijado bien en mí. ¡Si soy casi una
vieja!... Ya lo sé; no necesito su advertencia: tenemos la misma edad,
pero la diferencia de sexo y de vida aumentan considerablemente la mía.
Usted es hombre y casi comienza ahora a vivir. Yo voy desde los
dieciséis años rodando por el mundo, de escenario en escenario, y este
maldito carácter, este afán de no ocultar nada, de no mentir, ha
contribuido a hacerme peor de lo que soy. Yo tengo en el mundo muchos
enemigos que a estas horas se creerán felices con mi inexplicable
desaparición. En nuestra vida de artistas es imposible avanzar un paso
sin despertar el odio del camarada, la más implacable de las pasiones. Y
¿sabe usted lo que han dicho de mí esas buenas gentes? Pues que soy una
mujer galante más bien que una artista; una especie de _cocotte_ que
canta y se exhibe en el escenario como en un escaparate.
--¡Bah! No sea usted niño. Será una infamia, pero no carece por completo
de fundamento. He sido algo de eso que dicen; pero a los hombres les
corresponde más culpa que a mí... He sido una loca sin freno en mis
caprichos, dejándome tentar unas veces por el esplendor de la riqueza,
otras por la hermosura o por el valor; huyendo tan pronto como me
convencía de que no había de encontrar nada nuevo, sin importarme la
desesperación de los hombres al ver su ensueño interrumpido. Y de toda
esta carrera loca, desesperando a unos, enloqueciendo a otros,
trastornando la vida en muchos puntos de Europa, he sacado una
consecuencia: o eso que los poetas llaman amor no existe y es una
invención agradabilísima, o yo no he nacido para amar y soy inmune,
puesto que después de una vida tan agitada, cuando recopilo el pasado,
reconozco que mi corazón no ha sentido de verdad... ni esto.
Rafael creyó que se burlaba de él como otras veces. Pero no: su acento
era sincero, su rostro no estaba contraído por la sonrisa irónica;
hablaba con ternura, como amonestando a un hijo que sigue torcidos
derroteros.
--Creo que estoy enferma, Rafael. No sé qué tengo hoy. Tal vez la
extrañeza de verle; de seguir esta conversación que evoca mi pasado
después de tantos meses de calma... No hable usted; no diga nada, por
favor. Usted tiene la rara habilidad, sin saberlo, de hacerme hablar, de
recordarme lo que deseo tener olvidado... A ver, deme usted el brazo,
paseemos por el jardín: esto me sentará bien.
II
Los partidarios le habían obsequiado con una serenata hasta más de media
noche. Los más notables se mostraban ofendidos por haber pasado toda la
tarde en el casino esperando en vano al diputado. Este, apareció allí al
anochecer, y después de estrechar de nuevo manos y contestar saludos
como por la mañana, volvió a su casa sin atreverse a levantar la cabeza
ante su madre.
Mientras tanto, los parias, los que nunca llegan, los bohemios de Milán,
al quedar solos, se consuelan hablando mal de los compañeros famosos;
mienten contratas que nadie les ha ofrecido, fingen una altivez
irreductible con empresarios y compositores, para justificar su
inacción; y con el filtro garibaldino en el cogote, enfundados en el
ruso que casi barre el suelo, ruedan las mesas de Biffi desafiando la
fría ventolera que sopla en el crucero de la Galería, hablan y hablan
para distraer el hambre que les muerde las entrañas, y despreciando el
trabajo vulgar de los que se ganan el pan con las manos, siguen
impávidos en su miseria, satisfechos de su calidad de artistas, haciendo
cara a la desgracia con una candidez y una fuerza de voluntad que
conmueven, iluminados por la Esperanza, que les acompaña hasta el último
instante para cerrarles los ojos.
Rafael recordaba este mundo extraño, visto ligeramente en los pocos días
que permaneció en Milán. Su acompañante, el canónigo, había encontrado
allí un antiguo niño de coro de la catedral de Valencia, sin otra
ocupación ahora que estar día y noche plantado en la Galería. Con él
había conocido Brull la vida de aquellos jornaleros del arte, siempre de
pie en el mercado, esperando el amo que no llega.
Se imaginaba la adolescencia de Leonora en aquella gran ciudad, formando
parte del innumerable rebaño de muchachas que trota graciosamente por
las aceras con la partitura bajo el brazo o anima los estrechos
callejones con sus trinos y gorgoritos al través de las ventanas.
La veía pasando por la Galería al lado del doctor Moreno: ella rubia,
flacucha, angulosa, con el desequilibrio de un exagerado crecimiento,
mirando asombrada con sus ojazos verdes aquella ciudad fría y
tumultuosa tan distinta de los cálidos huertos de su niñez; el padre,
barbudo, cejijunto, enérgico, irritado todavía por el fracaso de sus
adoradas creencias; un espantable ogro para los que no conocieran su
sencillez casi infantil. Los dos marchaban como desterrados que habían
encontrado un refugio en el arte; se agitaban en el vacío de aquella
vida, entre maestros avaros que querían prolongar indefinidamente la
enseñanza y artistas incapaces de hablar bien hasta de sí mismos.
Quería a Leonora con el cariño del inválido por el recluta que entra en
filas. Todos los días el doctor Moreno iba a un café de la Galería,
donde encontraba una tertulia de viejos músicos que habían peleado a las
órdenes de Garibaldi, y jóvenes que escribían libretos para la escena y
artículos en los periódicos republicanos y socialistas. Aquel era su
mundo: lo único que le hacía simpática su permanencia en Milán. Después
de su aislamiento allá abajo en su patria, le parecía un paraíso aquel
rincón del café lleno de humo, donde en trabajoso italiano, matizado de
españolas interjecciones, podía hablar de Beethoven y del héroe de
Marsala, y permanecía horas enteras en delicioso éxtasis, viendo a
través de la densa atmósfera la camisa roja y las melenas rubias y
canosas del gran _Giuseppe_ mientras sus compañeros le relataban las
hazañas del más novelesco de los caudillos.
Amor de niña, pasión de colegiala que nadie adivinó, pues aunque la hija
del doctor pasaba las horas con sus ojos verdes y dorados puestos en el
poeta, éste nunca se dio cuenta de la muda adoración, como si la
protectora y vieja diva le abrumase hasta el punto de hacerle insensible
para las demás mujeres.
Este era el hecho más terrible de su vida. Ella, tan valerosa con el
pasado, que no se arrepentía de nada, parpadeaba conteniendo las
lágrimas al recordar tal locura.
Lloró la artista oculta en su hotel más de una semana, con gran enfado
de Salvatti, que no gustaba de la desesperación dolorosa porque agostaba
la hermosura.
Daba el cuerpo, como sobre las tablas daba la voz, con el desprecio de
quien está seguro de su fuerza indestructible. Era en su lecho como en
la escena; de todos y de ninguno, y al quedarse a solas con sus
pensamientos, comprendía que algo se ocultaba en ella, todavía virgen:
algo que se replegaba con vergüenza al sentir los estremecimientos y
apetitos monstruosos de la envoltura, y tal vez estaba destinado a morir
sin nacer, como esas flores que se secan dentro del capullo. No podía
recordar los nombres de los que la habían amado en aquella época de
locura. ¡Eran tantos los arrastrados por su ruidoso revuelo al través
del mundo! Volvió a Rusia y fue expulsada por el Czar en vista de sus
escándalos públicos con un Gran Duque, quien loco de rabia amorosa,
quería casarse con ella, comprometiendo el prestigio de la familia
imperial. En Roma se desnudó ante un joven escultor de escaso renombre,
al que había hecho el regalo de una noche, apiadada de su muda
admiración. Le dio su cuerpo para modelo de una Venus y ella mismo lo
hizo público, buscando que el escándalo mundano diese celebridad a la
obra y a su autor. Encontró a Salvatti en Génova, retirado de la escena,
dedicado a comerciar con sus ahorros. Le recibió con amable sonrisa,
almorzó con él, tratándole como a un camarada, y a los postres, cuando
le vio ebrio, enarboló un látigo y vengó su antigua servidumbre, los
golpes recibidos en la época de timidez y encogimiento, con una
ferocidad encarnizada que manchó de sangre su habitación y atrajo la
policía al hotel. Un escándalo más y su nombre en los tribunales,
mientras ella, fugitiva y orgullosa de su hazaña, cantaba en los Estados
Unidos, aclamada locamente por el público americano que admiraba a la
amazona más aún que a la artista.
Hans Keller, al ver la sonrisa que caía como un rayo de sol sobre sus
partituras, las cerró, dejándose arrastrar por el amor.
Las revelaciones de él, del Maestro, como decía con unción Hans Keller,
fulguraban ante los ojos de la cantante, como el relámpago que
transformó a Pablo en el camino de Damasco. Ahora veía claro. La música
no era un medio para deleitar a las muchedumbres, luciendo la hermosura
y llevando por todo el mundo una vida de _cocotte_ célebre; era una
religión, la misteriosa fuerza que relaciona el infinito interior con la
inmensidad que nos rodea. Sentía la misma unción que la pecadora que
despierta arrepentida y en su fervor religioso no duda en hundirse en el
claustro. Era Magdalena, tocada en medio de una vida de frivolidades
galantes y de locos escándalos por la sublimidad mística del arte y se
arrojaba a los pies de El, del Maestro soberano, como el más victorioso
de los hombres, señor del sublime misterio que turba las almas.
--Tú que le conociste, dime cómo vivía. Cuéntamelo todo: háblame del
poeta... del héroe.
Por esto cuando Leonora se presentó sobre las tablas un invierno con el
alado casco de walkiria, tremolando la lanza de virgen belicosa,
prodújose aquella explosión de entusiasmo que había de seguirla en toda
su carrera. El mismo Hans se estremeció en su sillón de director,
admirando la facilidad con que su amante había sabido asimilarse el
espíritu del maestro.
Pero las pasiones de artista son iguales a las flores por su intenso
perfume y su corta duración. El rudo maestro alemán era un ser infantil,
voluble y tornadizo, pronto a palmotear ante un nuevo juguete. Leonora,
consultando su pasado, se reconocía capaz de haber llegado hasta la
vejez sumisa a él, obediente a todos sus caprichos y nerviosidades. Pero
un día Keller la abandonó como ella había abandonado a otros; se fue
arrastrado por el marchito encanto de una contralto tísica y lánguida,
que tenía el enfermizo perfume, la malsana delicadeza de una flor de
estufa. Leonora, loca de amor y de despecho, le persiguió, fue a llamar
a su puerta como una criada, sintió una amarga voluptuosidad viéndose
por primera vez despreciada y desconocida, hasta que una reacción de
carácter hizo renacer en ella su antigua altivez.
Creía también, sin saber por qué, que aquel regreso a la tierra natal
amortiguaría el recuerdo doloroso de la ingratitud que había costado la
vida a su padre. Cuidaría a la pobre vieja, alegraría con su presencia
aquella vida monótona y gris que se había deslizado sin la más leve
ondulación. Su voz y su cuerpo necesitaban reposo. Y bruscamente una
noche, después de ser Isolda, por última vez ante el público de
Florencia, dio la orden de partida a Beppa, la fiel y silenciosa
compañera de su vida errante.
No: amigos nada más. No quería amor: ya sabía ella lo que era aquello.
Además, llegaba tarde.
III
--Temprano nos vemos hoy: buenos días, Rafaelito... Madrugo por ver el
mercado. De niña era para mí un acontecimiento la llegada del miércoles.
¡Cuánta gente!
Y el joven la vio cómo se abría paso entre el gentío, seguida de las dos
campesinas; como se detenía ante los puestos, acogida por una sonrisa
amable de los vendedores cual parroquiana que no regateaba jamás; cómo
se interrumpía en sus compras para acariciar los niños sucios y
aulladores que las pobres mujeres llevaban al brazo, sacando de su cesta
las mejores frutas para dárselas.
«Pero no hay como ser bruto para llegar a rico», según decía el barbero
Cupido al hablar de don Matías.
Y este rústico afortunado, al verse rico, sin más mérito que el capricho
de la suerte, se daba aires de inteligente con la petulancia que
proporciona el dinero y acosaba a Rafael, a _su diputado_, con una
reforma de tarifas de ferrocarril para esparcir la naranja por el
interior de España. ¡Como si él hubiese necesitado de planes para
hacerse rico!
--No sé; creo que todo son habladurías. Mi Remedios sólo es una muchacha
de pueblo y el diputado querrá una señorona de Madrid.
Aquella mañana pasó por dos veces junto a Rafael, seguida de una vieja
sirvienta, con toda la gravedad de una huérfana que tiene que ocuparse
del gobierno de su casa y hacer las veces de señora mayor. Apenas si le
miró. La mansa sonrisa de futura sierva con que le saludaba otras veces
había desaparecido. Estaba pálida y apretaba los labios descoloridos.
Seguramente le había visto de lejos hablando y riendo con Leonora.
Pronto sabría su madre el encuentro. Aquella muchacha parecía mirarle
como cosa suya, y su gesto de mal humor era ya el de la esposa que se
prepara para una escena, de celos a puerta cerrada.
Leonora aún estaba allí. La esperaría en el camino del huerto; había que
aprovechar la mañana.
Sentíase animado por una audacia que nunca había conocido y sus manos
ardían de fiebre. Tal vez era la emoción que le producía su propio
atrevimiento. Estaba resuelto a decidir su suerte aquella misma mañana.
La fatuidad del hombre que se cree en ridículo y desea realzarse a los
ojos de sus admiradores le excitaba, dándole una cínica audacia.
--Gracias, Rafael: son las primeras que veo este año. Ya está aquí mi
fiel amiga, la primavera; usted me la trae, pero hace ya días que
adivinaba su llegada. Estoy contenta, ¿no lo nota usted? Me parece que
he sido durante el invierno un gusano de seda apelotonado en el capullo,
y que ahora me salen alas y voy a volar por ese inmenso salón verde que
exhala sus primeros perfumes. ¿No siente usted lo mismo?
Se alejaron las dos mujeres con vivo paso, hablando en voz baja. Leonora
adivinaba la sonrisa de sus rostros invisibles.
--¡Pero qué mala cara tiene usted hoy! ¿Está usted enfermo?... ¿Qué le
pasa?
Rafael aprovechó el momento. Estaba enfermo, sí; enfermo de amor.
Comprendía que toda la ciudad hablase de ellos; él no podía ocultar sus
sentimientos. ¡Si supiera lo que le costaba aquella adoración muda!
Quería arrancar de su pensamiento la devoción por ella, y no podía.
Necesitaba verla, oírla; sólo vivía para ella. ¿Leer? imposible. ¿Hablar
con sus amigos? Todos le repugnaban. Su casa era una cueva en la que
entraba con gran esfuerzo para comer y dormir. Salía de ella tan pronto
como despertaba y abandonaba la ciudad, que le parecía una cárcel. Al
campo; y en el campo la casa azul donde ella vivía. ¡Con qué
impaciencia esperaba la llegada de la tarde, la hora en que por una
tácita costumbre, que ninguno de los dos marcó, podía él entrar en el
huerto y encontrarla en su banco bajo las palmeras!... No podía vivir
así. La pobre gente le envidiaba al verle poderoso, diputado tan joven;
y él quería ser... ¿a qué no lo adivinaba? ¡qué cosas tan absurdas! ¡que
no se burlara Leonora! El daría cuanto era por ser aquel banco del
jardín, abrumado dulcemente por su peso las tardes enteras; por
convertirse en la labor que giraba entre sus dedos delicados; por
transfigurarse en una de las personas que la rodeaban a todas horas, de
aquella Beppa, por ejemplo, que la despertaba por las mañanas,
inclinándose sobre su cabeza dormida, moviendo con su aliento la
cabellera deshecha, esparcida como una ola de oro sobre la almohada y
que secaba sus carnes de marfil a la salida del baño, deslizando sus
manos por las curvas entrantes y salientes de su suave cuerpo. Siervo,
animal, objeto inanimado, algo que estuviera en perpetuo contacto con su
persona, eso ansiaba él: no verse obligado con la llegada de la noche a
alejarse tras una interminable despedida prolongada con infantiles
pretextos, al volver a la irritante vulgaridad de su vida, a la soledad
de su cuarto, en cuyos rincones obscuros, como maléfica tentación, creía
ver fijos en él unos ojos verdes.
Y había tal sinceridad en esta confesión de amor, que Leonora, cada vez
más conmovida, se aproximaba a él, caminaba pegada a su cuerpo sin darse
cuenta y sonreía levemente, repitiendo su frase, mezcla de afecto
maternal y de lástima.
Morir, sí; él había leído esto muchas veces en las novelas sin poder
contener una sonrisa. Ahora ya no reía. Había pensado algunas noches, en
la turbación del delirio, terminar aquel amor de un modo trágico. La
sangre de su padre, violenta y avasalladora, hervía en él. Si llegaba a
convencerse de que nunca sería suya, ¡matarla para que no fuese de
nadie, y matarse él después! Caer los dos sobre la tierra empapada de
sangre, como sobre un lecho de damasco rojo; besarla él, en los labios
fríos, sin miedo a que nadie le estorbara; besarla y besarla hasta que
el último soplo de vida fuese a perderse en la lívida boca de ella.
Fue una lucha brutal, innoble que duró unos instantes. La walkyria
reapareció en la mujer vencida. Su cuerpo robusto vibró con un supremo
esfuerzo, incorporose sofocando con su peso a Rafael, y al fin Leonora
se irguió, poniendo su pie brutalmente, sin misericordia, sobre el pecho
del joven, apretando como si quisiera hacer crujir la osamenta de su
pecho.
Fue una escena penosa. Los dos sentían frío, no veían luz, como si el
sol se hubiera apagado y sobre el huerto soplase un viento glacial.
--¡Vete!
Levantó los ojos y vio los de Leonora irritados y altivos, fijos en él.
Doña Bernarda admiraba una vez más el talento del consejero, viendo
cumplidas sus predicciones, hechas con un cinismo que enrojecía a la
devota señora.
Ella también lo creía acabado todo. Su hijo era menos ciego que el
padre. Se había cansado del amor de una mujer perdida como aquella; no
quería reñir con su madre por tan poca cosa, ni que los enemigos le
desacreditasen y volvía a su deber con gran alegría de la buena señora
que le rodeaba de solícitas atenciones.
--Eso marcha.
--Cada día más. La cosa va a todo vapor. Ese chico es en esto el vivo
retrato de su padre. Crea usted que conviene que no les pierda de vista.
Si no estuviera yo aquí, ese diablillo sería capaz de una locura que
desacreditase la casa.
Sabía por sus espías que una mañana de mercado se habían encontrado los
dos en las calles de Alcira. Rafael volvió la mirada como si buscase un
sitio por donde huir; ella palideció y siguió adelante fingiendo no
verle. ¿Qué significaba esto?... La ruptura para siempre. Ella, la buena
pieza, palidecía de rabia, tal vez porque no podía atrapar de nuevo a su
Rafael, porque éste, cansado de inmundicia, la abandonaba para siempre.
¡Ah, la perdida! ¡la ramera!
¿Pues qué no había más que educar un hijo en las más sanas y virtuosas
creencias y hacer de él un personaje, para que después llegase una
correntona peor mil veces que las que por dinero hacen porquerías en un
callejón para llevársele con sus manos sucias? ¿Qué había creído la hija
del descamisado?... ¡Rabia! ¡Palidece de pena, al ver que se te va para
siempre!
Don Andrés contraía su cara arrugada con una sonrisa de viejo fauno.
Aquellos juegos le rejuvenecían.
--¡Hum, señora! Sí que va la cosa a todo vapor. Está que arde. Cáselos
usted pronto; mire que si no, podemos dar mucho que reír a Alcira.
Don Andrés y los amigos del casino le preguntaban cuándo sería la boda;
su madre hablaba en presencia de los chicos de las grandes
trasformaciones que se tendrían que hacer en la casa. Ella, con las
criadas abajo, y todo el primer piso para el matrimonio, con
habitaciones nuevas que habían de ser asombro de la ciudad, y para cuyo
adorno vendrían los mejores decoradores de Valencia. Don Matías le
trataba familiarmente, como cuando se presentaba en el patio a recibir
órdenes, y le veía niño, jugueteando en torno del imponente don Ramón.
Rafael no podía dormir. Por las rendijas de las ventanas, por debajo de
las puertas, al través de las paredes parecía filtrarse el perfume
virginal de los inmensos huertos; aquel olor que evocaba la visión de
carnales desnudeces, acosaba con agudas punzadas su joven virilidad. Era
el aliento embriagador que venía de allá abajo, después de haber pasado
tal vez por los pulmones de ella agitando su mórbido pecho.
--¡Leonora! ¡Leonora!
Se deseaba vivir más que nunca; la sangre parecía correr por el cuerpo
más aprisa, los sentidos se afinaban y el paisaje imponía silencio con
su belleza pálida, como esas intensas voluptuosidades que se paladean
con un recogimiento místico. Rafael seguía el camino de siempre, iba
hacia la casa azul.
--Cállese usted; habla muy fuerte y podrían oírle. Mi tía duerme al otro
lado de la casa, tiene el sueño ligero... Además, no quiero oír nada de
remordimiento y perdón. Eso me trae a la memoria la vergüenza de aquella
mañana. ¿No le dice a usted bastante que yo le permita estar aquí? De
nada quiero acordarme... ¡A callar, Rafael! En silencio se paladea mejor
la belleza de la noche; parece que el campo habla con la luna y el eco
de sus palabras son estas olas de perfume que nos envuelven.
--No sé qué tengo esta noche. Quiero llorar sin saber por qué; siento en
mí una inexplicable felicidad, y sin embargo prorrumpiría en sollozos.
Es la primavera; ese maldito perfume que es un latigazo para mis
nervios. Creo que estoy loca... ¡La primavera! ¡Mi mejor amiga y no le
debo más que rencores! Si alguna locura he hecho en mi vida, ella ha
sido la consejera... Es la juventud que renace en nosotros; la locura
que nos hace la visita anual... ¡Y yo, fiel siempre a ella; adorándola;
aguardando su llegada cerca de un año en este rincón para verla aparecer
con su mejor traje, coronada de azahar como una virgen, una virgen
malvada que paga mi cariño con golpes!... Mire usted cómo me ha puesto.
Estoy enferma no sé de qué: enferma de exceso de vida; me empuja no sé
dónde; seguramente donde no debo ir... Si no fuese por mi fuerza de
voluntad, caería tendida en este banco. Estoy como los ebrios que hacen
esfuerzos por mantenerse sobre las piernas y marchar rectos.
Era verdad, estaba enferma. Cada vez sus ojos aparecían más lacrimosos;
su cuerpo, estremecido, parecía encojerse, desplomarse sobre si mismo,
como si la vida, cual un fluido dilatado, buscase escape por todos los
poros.
--No sé qué tengo... Me siento morir... pero con una muerte ¡tan dulce!
¡tan dulce!... ¡Qué locura Rafael! ¡qué imprudencia haberme visto esta
noche!...
Sí, era verdad; aquella noche era la soñada por el gran artista: la
noche de bodas del arrogante Mayo con su armadura de flores y la
sonriente Juventud. El campo se estremecía voluptuosamente bajo la luz
de la luna; y ellos, jóvenes, sintiendo el revoloteo del amor en torno
de sus cabellos estremecidos hasta la raíz, ¿qué hacían allí, ciegos
ante la hermosura de la noche, sordos al infinito beso que resonaba en
torno de sus cabezas?
Se había deslizado del banco: estaba casi sin saberlo, arrodillado ante
ella, agarrado a sus manos y avanzaba el rostro, sin atreverse a llegar
hasta su boca.
--¡Dios mío! ¿qué es esto?... ¿Qué me pasa? Debe ser el amor; un amor
nuevo que no conocía... Rafael... ¡Rafael mío!
--¡Loca! Así no llegaremos nunca. Con descansos como estos se hace poco
camino, y yo te he prometido llevarte a la isla.
Volvió a encorvarse sobre los remos bogando por el centro del río, sobre
las aguas que temblaban reflejando la luna, como si quisiera que la
arboleda de ambas orillas gozase por igual en la contemplación de la
amorosa escapatoria.
Llevaba más de una semana de dulce embriaguez. Jamás había creído que la
vida fuese tan hermosa. Vivía en una dulce inconsciencia. La ciudad no
existía para él. Le parecían fantasmas todos los que le rodeaban; su
madre y Remedios eran como seres invisibles a cuyas palabras contestaba
sin tomarse el trabajo de levantar la cabeza para verlas.
Pasaba los días agitado por el vehemente deseo de que llegase pronto la
noche, que terminase la cena en familia, para subir a su cuarto y salir
después cautelosamente, apenas quedaba silenciosa la casa, con la calma
del sueño.
No adivinaba la extrañeza que esta conducta debía producir en su madre,
al ver cerrado su cuarto toda la mañana mientras él dormía con la fatiga
de una noche de amor. No se fijaba en el rostro ceñudo de doña Bernarda,
cansada ya de preguntarle si estaba enfermo y de oír la misma respuesta:
La madre tenía que contenerse para no gritar: ¡Mentira! por dos noches
había subido a su cuarto, encontrando cerrada la puerta y obscuro el ojo
de la cerradura. Su hijo no estaba allí. Le vigilaba, y todos los días
poco antes del amanecer, escuchaba cómo abría suavemente la puerta de la
calle y subía las escaleras quedamente, tal vez descalzo.
No; llegaban a la isla donde muchas veces había pasado las tardes
Rafael, oculto en los matorrales, aislado por el agua, soñando con ser
uno de aquellos aventureros de las praderas vírgenes o de los inmensos
ríos americanos, cuyas peripecias seguía en las novelas de Fenimore
Cooper y Maine Reid.
El ruiseñor volvió a cantar con timidez, como un artista que teme ser
interrumpido. Lanzó algunas notas sueltas con angustiosos intervalos,
como entrecortados suspiros de amor; después fue enardeciéndose poco a
poco, adquiriendo confianza, y comenzó a cantar, acompañado por el
murmullo de las hojas agitadas por la blanda brisa.
¡Qué feliz se sentía allí! Todo llega para el amor. Muchas veces en su
época de resistencia, al contemplar por la noche desde su balcón aquel
río que serpenteaba a través de la campiña dormida, había pensado con
delicia en un paseo por el inmenso jardín del brazo de Rafael, en
deslizarse por el Júcar, llegando hasta la isla.
Otra vez comenzaron a resonar entre las altas ramas las notas sueltas,
los lamentos tiernos del solitario pájaro, llamando al amor invisible. Y
familiarizado con los extraños rumores que aquella noche poblaban la
isla y que llegaban de nuevo hasta él como bocanadas de lejano incendio,
se lanzó en una carrera loca de trinos, cual si se sintiera espoleado
por la voluptuosidad de la noche y fuese a reventar de fatiga, cayendo
del árbol su envoltura de pluma como un saco vacío después de haber
derramado su tesoro de notas.
Rafael remó río arriba hacia la ciudad. Aquel viaje a solas, cansado y
luchando contra la corriente, fue lo peor de la noche.
Cuando amarró su barca cerca del puente era ya de día. Se abrían las
ventanas de las casas vecinas al río; pasaban por el puente los carros
cargados de vituallas para el mercado y las filas de hortelanas con
grandes cestas en la cabeza. Toda aquella gente miraba con interés al
diputado. Vendría de pasar la noche pescando. Se lo decían unos a
otros, a pesar de que en la barca no se veía ningún útil de pesca.
Envidiaban a la gente rica que puede dormir de día y entretener su
tiempo como mejor le parece.
Al subir al puente con paso tardo y perezoso, muertos los brazos por sus
esfuerzos de remero, oyó que le llamaban.
Don Andrés estaba allí mirándole con sus ojillos de color de aceite que
brillaban entre las arrugas con una expresión de autoridad.
--Me has dado la gran noche, Rafael. Sé dónde has estado. Vi anoche cómo
te embarcaste con esa mujer, y no han faltado amigos que os han seguido
para saber dónde ibais. Habéis estado en la isla toda la noche; esa
mujer cantaba sus cosas como una loca... Pero ¡rediós! ¿es que no hay
casas en el mundo? ¿es que os divertís así más, paseando a cielo abierto
vuestro enredo para que todo Cristo se entere?
Y el viejo se indignaba de veras, como libertino rústico y ducho que
adoptaba toda clase de precauciones para no comprometerse en sus
_debilidades_ con la chiquillería de los almacenes de naranja. Sentía
furor y tal vez envidia al ver aquella pareja sin miedo a la
murmuración, inconsciente ante el peligro, burlándose de toda prudencia,
ostentando su pasión con la insolencia de la dicha.
Pero Rafael no vaciló. Siguió subiendo los peldaños, sin recatarse, sin
temblar cual otras veces; como el señor que ha estado ausente mucho
tiempo y entra arrogante en la casa que es suya.
VI
--Dice usted bien, Andrés. Rafael no es mi hijo; me lo han cambiado. Esa
perdida ha hecho de él otro hombre. Peor, mil veces peor que su padre.
Loco por esa mujer; capaz de pasar por encima de mí si le separo de
ella. Usted se queja de su falta de respeto; ¿pues y yo?... Se hubiera
avergonzado usted viéndole. La otra mañana al entrar en casa me trató
igual que a usted. Pocas palabras, pero buenas. El hará lo que quiera, o
lo que es lo mismo, seguirá con esa mujer hasta que se canse o reviente
de una indigestión de pecados como su padre... ¡Dios mío! ¿y para esto
he sufrido yo? ¿para esto me he sacrificado años y más años queriendo
hacer de él un grande hombre?
Eran solos los dos contra mucha gente; se abandonaban con el plácido
impudor de los antiguos idilios en medio de la monotonía de una vida
estrecha, en la que la murmuración era el más apreciado de los talentos.
Una noche le habló con regocijo de lo que la gente decía de ellos. Todo
se sabía en aquella ciudad. Hasta la casa azul llegaba el eco de las
murmuraciones. La hortelana la había recomendado bondadosamente que no
pasease mucho por el río: podía pillar unas tercianas. En el mercado
sólo se hablaba de aquel paseo nocturno por el Júcar; el diputado,
sudoroso, encorvado sobre los remos, y ella despertando con sus
canciones extrañas a la gente de las alquerías. ¡Lo que decían aquellos
maldicientes!... Y ella reía, pero con risa ruidosa, agitada por
estremecimientos nerviosos; con una risa que sonaba a falsa; sin una
palabra de queja.
Otra noche Leonora le recibió con una sonrisa que daba miedo. Se
esforzaba por parecer alegre, intentaba aturdirse, abrumando a su amante
con una charla graciosa y ligera; pero de repente se abandonó, no pudo
más, y en mitad de una caricia rompió a llorar, cayó en un diván agitada
por los sollozos.
Pero ella no podía contestar, sofocada por el llanto, hasta que por fin,
con las palabras sacudidas por un hipo doloroso, comenzó a hablar,
abatida, inerte, ocultando en un hombro de su amante su rostro bañado en
lágrimas.
--Estoy decidida a todo. Me hace mucho daño lo que voy a decirte, pero
no retrocederé: será inútil que protestes. Ya no puedo estar bajo este
techo; comprendo que he acabado para mi tía: ¡pobre vieja! Mi ilusión
era verla morir entre mis brazos como una lucecita que se apaga; ser
para ella lo que no fui para mi padre... Pero la venda ha caído de sus
ojos; yo no soy más que una pecadora que con mi presencia turbo su
vida... Me voy, pues. Ya he dicho a Beppa que mañana arregle los
equipajes... Rafael, dueño mío, esta es la última noche... Pasado mañana
ya no me verás.
--¿Irte? ¿Y lo haces con esa frialdad?... ¿Irte tú, así, así, en plena
dicha?
Sentía frío hasta en la raíz de los cabellos al pensar que antes de dos
días se vería sola, vagabunda por Europa, cayendo de nuevo en aquella
vida agitada y loca a través del arte y del amor. Después de haber
gozado la dulzura de la pasión más fuerte de su existencia, lo que ella
creía _su primer amor_, resultaba cruel lanzarse de nuevo en una
navegación sin rumbo a través de las tempestades. Le quería más que
nunca: le adoraba con nuevo ardor, ahora que iba perderle.
Rafael se indignaba.
--¿Pues entonces?
VII
Acababan de almorzar entre las maletas y las cajas, que ocupaban una
gran parte de la habitación de Leonora en el hotel de Roma.
Rafael no tenía nada. Había huido como quien escapa de un incendio, con
el traje que primero encontró al saltar de la cama. Necesitaba muchas
cosas indispensables y pensaba salir a comprarlas: asunto de un
momento.
--Rafael, Rafael...
--¿Usted aquí?
--He llegado en el correo de Madrid. Hace dos horas que te busco por
todas las fondas de Valencia. Ya sabía que estabas aquí... Pero vámonos,
tenemos que hablar; este no es buen sitio.
--Rafael; señor diputado, ¿está usted contento?... ¿Quiere usted dar que
reír más aún a sus enemigos?
--¡Si don Ramón viese esto!... El era capaz de dar toda su fortuna por
una mujer, pero no hubiera tomado juntas las más hermosas del mundo a
cambio de perder un solo voto.
Todo esto del amor sin trabas ni leyes, del amor que se hurta de la
sociedad y sus costumbres, bastándose a si mismo y, despreciando el que
dirán, eran mentiras de poetas, músicos y danzantes, gente perdida y
loca como aquella mujer que le arrebataba lejos, muy lejos, rompiendo
para siempre sus lazos con la familia y con su país.
--Y luego, ¡qué mujer! Yo he sido joven como tú; es verdad que no he
conocido señoras como esa, pero, ¡bah! todas son iguales. He tenido mis
debilidades; pero te digo que por una mujer como esa no hubiese perdido
ni una uña. Cualquier muchacha de las que tenemos por allá vale más.
Mucho traje, mucha palabra, polvos y pinturas a puñados... No es que yo
diga que sea fea, no señor; ¡pero hijo, poco necesitas para volverte
loco; las sobras de los demás!...
Rafael bebió, sin saber ciertamente el contenido del vaso; un veneno tal
vez que le helaba el corazón. Don Andrés contemplaba sobre el mármol de
la mesa el recado de escribir; la cartera de roto hule y el mísero tarro
de tinta, golpeándolos con el rabo de la pluma, una pluma de café,
engrasada, torcida de puntas, instrumento de tortura para desesperar la
mano.
--Falta una hora para el tren. Rafael, sé hombre; aún es tiempo. Vente y
remediaremos esta chiquillada.
--Sé todo lo caballero que quieras. Lo serás para esa mujer. Pero cuando
rompas con ella, cuando te deje o la abandones tú no vuelvas a Alcira.
Tu madre no existirá: yo estaré no sé dónde, y los que te hicieron
diputado te mirarán como un ladrón que robó y mató a su madre...
Enfurécete, pégame si quieres; ya nos miran de las otras mesas... da un
escándalo en el café; no por esto dejará de ser verdad lo que te digo...
Miró su reloj. Las seis. ¿Pero dónde se había metido aquel hombre? Iban
a perder el tren, y para aprovechar hasta el último minuto, daba
órdenes a Beppa, queriendo que todo estuviese en orden y dispuesto para
la marcha. Recogía sus objetos de tocador, cerraba las maletas después
de pasear su mirada interrogante por todo el cuarto con la inquietud de
una partida rápida, y colocaba en una butaca, junto al balcón, el abrigo
de viaje, el saco de mano, el sombrero y el velo para arreglarse sin
tardanzas ni vacilaciones, apenas se presentase Rafael, jadeante y
cansado por el retraso.
¡Una carta para ella!... La tomó febril de la mano del camarero, ante la
mirada vaga y sin expresión de la doncella, sentada sobre las maletas.
«Mi madre muy enferma... voy allá por unos días nada más... mi deber de
hijo... pronto nos veremos»; y las cobardes excusas de costumbre para
suavizar la rudeza de la despedida; la promesa de reunirse con ella tan
pronto como le fuese posible; los juramentos apasionados, afirmando que
era la única mujer que amaba en el mundo.
Pasó como un relámpago por su voluntad el propósito de salir en seguida
para Alcira aunque fuese a pie; quería avistarse con Rafael, arrojarle
al rostro aquella carta, abofetearle, batirse.
TERCERA PARTE
--Voy al momento.
Ocho años estaba allí. Casi había perdido la cuenta de las veces que le
declararon el acta limpia en el caprichoso vaivén de la política
española, que da a los parlamentos una vida fugaz. Los ujieres, el
personal de secretaría, todos los dependientes de la casa le miraban con
respetuosa confianza, como un compañero superior, unido cual ellos para
siempre a la vida del Congreso. No era de los que pescan milagrosamente
un acta en el oleaje de la política y no repiten la suerte, quedando
adheridos por toda la vida a los divanes del salón de Conferencias,
tristes, con la nostalgia de la perdida grandeza, siendo los primeros
todas las tardes a entrar en el Congreso para conservar su carácter de
exdiputados, deseando con vehemencia que vuelvan los suyos para sentarse
otra vez allá dentro en los escaños rojos. Era un señor con distrito
propio: llegaba con su acta pura e indiscutible, lo mismo si mandaban
los suyos que si el partido estaba en la oposición. A falta de otros
méritos decían de él los de la casa: «Ese es de los pocos que vienen
aquí de verdad». Su nombre no figuraba gran cosa en el extracto de las
sesiones, pero no había empleado, periodista o tertuliano de la clase de
caídos que al ver el apellido de Brull invariablemente en la lista de
todas las comisiones que se formaban, no dijera «¡Ah! sí: Brull el de
Alcira».
Hacía su carrera con lentitud, mas según los maldicientes del salón de
Conferencias, era un joven serio y discreto, de pocas palabras, pero
seguras, que acabaría por llegar a alguna parte. Y él, satisfecho del
papel de hombre serio que le asignaban, reía pocas veces, vestía
fúnebremente, sin el menor color disonante sobre sus negras ropas;
prefería oír pacientemente cosas que no le importaban a aventurar una
opinión, y estaba contento de engordar prematuramente, de que su cráneo
se despoblara, brillando con venerable luz bajo las lámparas del salón
de sesiones, y de que en el vértice de sus ojos se fuera marcando la
pata de gallo de la vejez prematura. Tenía treinta y cuatro años y
parecía estar más allá de los cuarenta Al hablar se calaba los lentes
con un movimiento de altivez cuidadosamente imitado del difunto jefe del
partido, y nunca manifestaba su opinión sin decir antes: «Yo
entiendo»... o «sobre ese asunto tengo mis ideas particulares y
propias»... ¡Lo que había aprendido en aquellos ocho años de abono
parlamentario!...
Junto con esto, los honores parlamentarios, la gran cruz que le habían
dado como esas gratificaciones que se conceden por años de servicios y
el formar en todas las comisiones encargadas de representar el poder
legislativo en las solemnidades públicas. Si había que llevar a Palacio
la contestación del Mensaje, él era de los designados y temblaba de
emoción pensando en su madre, en su mujer, en todos los de allá al verse
en los carruajes de gala, precedido de brillantes jinetes y saludado por
las trompetas que entonaban la regia marcha. También era él de los que
salían a la escalinata del Congreso a recibir las reales personas en la
sesión inaugural, y en una legislatura fue de la comisión de gobierno
interior, lo que le dio gran realce ante los ujieres.
¿Tendrían que bajar de su tribuna a los bancos para que por primera vez
se dejase oír allí la opinión nacional?
Nada notable había ocurrido para él durante aquellos ocho años. Su vida
era un río turbio, monótono, sin brillantez ni belleza, deslizándose
sordamente como el Júcar en invierno. Al repasar su existencia, la
resumía en pocas palabras. Se había casado; Remedios era su mujer, don
Matías su suegro. Era rico, disponía por completo de una gran fortuna,
mandando despóticamente sobre el rudo padre de su esposa, el más
ferviente de sus admiradores. Su madre, como si los esfuerzos para
emparentar con la riqueza hubiesen agotado la fuerza de su carácter,
había caído en un marasmo senil rayano en la idiotez, sin más
manifestaciones de vida que la permanencia en la iglesia hasta que la
despedían cerrando las puertas, y el rosario, continuamente murmurado
por los rincones de la casa, huyendo de los gritos y los juegos de sus
nietos. Don Andrés había muerto, dejando con su desaparición árbitro y
señor absoluto del partido a Rafael. El nacimiento de sus tres hijos,
las enfermedades propias de la infancia, el diente que apunta con
rabioso dolor, el constipado que obliga a la madre a pasar la noche en
vela y las estúpidas travesuras de su cuñado--aquel hermano de Remedios
que le temía a él más que a su padre, influenciado por el respeto que
infundía su majestuosa persona--eran los únicos sucesos que habían
alterado un poco la monotonía de su existencia.
Sobre esto tenía ella sus «ideas particulares y propias» como su marido
allá en las Cortes. El querer mucho a los hombres no era de mujeres
buenas; eso de entregarse a la caricia con estremecimientos de pasión y
abandonos de locura, era propio de las _malas_, de las perdidas. La
buena esposa debía resignarse para tener hijos... y nada más; lo que no
fuese esto eran porquerías, pecados y abominación. Estaba enterada por
personas que sabían bien lo que se decían. Y orgullosa de aquella virtud
rígida y áspera como el esparto, se ofrecía a su esposo con una frialdad
que parecía pincharle, sin otro anhelo que lanzar al mundo nuevos hijos
que perpetuasen el nombre de Brull y enorgulleciesen al abuelo don
Matías, que veía en ellos un plantel de personajes, destinados a las
mayores grandezas.
Rafael vivía envuelto en aquel mismo ambiente tibio y suave del hogar
honrado, que una tarde, paseando por Valencia, le mostró don Andrés como
esperanza risueña si quería volver la espalda a la locura. Tenía mujer e
hijos; era rico. Sus escopetas las encargaba el suegro a los
corresponsales de Inglaterra; en la cuadra tenía cada año un caballo
nuevo, encargándose el mismo don Matías de comprar lo mejor que se
encontraba en las ferias de Andalucía. Cazaba, galopaba por los caminos
del distrito, distribuía justicia en el patio de la casa lo mismo que su
padre; sus tres pequeños, intimidados por sus largos viajes a Madrid y
más familiarizados con los abuelos que con él, colocábanse cabizbajos en
torno de sus rodillas, aguardando en silencio el beso paternal; todo
cuanto le rodeaba estaba al alcance de su deseo, y, sin embargo, no era
feliz.
Rafael evitó con gran cuidado volver a la casa azul. Temía despertar
cierta susceptibilidad de su esposa. Bastante le pesaba en ciertos
momentos el silencio de ella; su prudencia extraña que jamás le
permitió hacer la más leve alusión al pasado, mientras que en su mirada
fría y en la entereza con que abominaba de las locuras del amor
adivinábase el recuerdo tenaz de aquella aventura que todos habían
querido ocultar y que turbó profundamente los preparativos de tu
matrimonio.
Coronado del azahar de los huertos, el amor había pasado ante él,
cantando el himno de la juventud loca, sin escrúpulos ni ambiciones,
invitándole a ir tras sus pasos, y él le había contestado con una
pedrada en las espaldas.
Por dos meses fue el amante de Cora, una muchacha popular en los
entresuelos de Fornos; una gallega alta, esbelta y fuerte (¡ay, como la
otra!) que había pasado algunos meses en París y al volver de allá con
el pelo teñido de rubio, recogiéndose el vestido con la misma gracia
que si hiciera el _trottoir_ en los boulevares, mezclando con dulzura en
la conversación palabras francesas, llamando _mon cher_ a todo el mundo
y dándosela de entendida en la organización de una cena, brillaba como
una gran _cocotte_ entre sus amigas, sin más alardes que el lamentable
flamenco y la palabra desvergonzada de brutal gracia.
II
La Cámara estaba llena desde primera hora. Era día de emociones: una
discusión entre el jefe del gobierno y un antiguo compañero que ahora
estaba en la oposición; un antagonismo de viejos compadres, en el que
salían a luz los secretos de la intimidad, todas las antiguas artimañas
en común para sostenerse en el poder. Y el silencioso público que se
deleitaba con este pugilato, los diputados que llenaban los escaños, las
dos masas que se estrujaban a ambos lados de la presidencia,
emprendieron la fuga al ver terminado el incidente, sabiéndoles a poco
las dos horas de alusiones y punzantes recuerdos.
Púsose en pie el anciano. Era tan pequeño, tan débil de cuerpo, que aún
parecía estar sentado. Toda la fuerza de su vida se había concentrado en
la cabeza, enorme, de nobles líneas, sonrosada en la cúspide, entre los
blancos mechones echados atrás. Su cara pálida tenía esa transparencia
de cera de una vejez sana y vigorosa, a la que añadían nueva majestad
las barbas plateadas, brillantes, luminosas como las que el arte da
siempre al Todopoderoso.
Y había que oír con qué ligero tono de desprecio marcaba aquello de
_ideólogo_ y lo de sabiduría adquirida en los libros y lo de vivir fuera
de la realidad.
Muy bien; así, así,--le decían los compañeros de comisión, moviendo sus
cabezas peinadas, lustrosas e indignadas contra todos los seres que
quisieran vivir fuera de la realidad. Había que cantarles las verdades a
los _ideólogos_.
Su voz resonaba con ese triste eco que conmueve las casas vacías. Miró
el reloj con angustia. Media hora; ya llevaba media hora hablando y aún
no había comenzado de veras el discurso. Ahora lamentaba que la Cámara
estuviese vacía. ¡Tan bien que marchaba aquello!... Frente a él, en la
penumbra de la tribuna diplomática, seguía moviéndose el abanico,
distrayéndole con su aleteo. ¡Diablo de señora! Bien podía estarse
quieta.
Y como si hubiera sido una señal aquel himno a la luz cristiana entonado
por el orador casi invisible en la penumbra del salón, comenzaron a
encenderse las lámparas eléctricas, saliendo de la obscuridad los
cuadros, los dorados, los escudos, las figuras duras y chillonas
pintadas en la cúpula.
Miró otra vez el reloj; con quince minutos más redondeaba el discurso. Y
emprendió una carrera loca, con voz precipitada, olvidando su economía
de ideas para prolongar la peroración, soltándolas todas de golpe, con
el deseo de terminar cuanto antes. «El Concordato... obligaciones
sagradas con el clero... sus antiguos bienes... compromisos de estrecha
amistad con el Papado, padre generoso de España... en fin, que no podían
hacerse economías ni por valor de un céntimo y que la comisión sostenía
el presupuesto sin reforma alguna».
--Muy bien, muy bien. Ha dicho usted lo mismo que hubiera dicho yo.
III
--Llegué ayer, mañana salgo para Lisboa. Una corta detención: hablar dos
palabras con el empresario del Real; tal vez venga el próximo invierno a
cantar _La Walkyria_. Pero hablemos de usted, ilustre orador... más bien
dicho de ti, porque nosotros creo que aún somos amigos.
--Sí; aquel amor que mataste... Amigos nada más; camaradas unidos con la
complicidad del crimen.
Era verdad. Los ocho años no habían marcado su paso por ella. La misma
frescura, igual esbeltez, robusta y fuerte; idéntico fuego de arrogante
vitalidad en sus ojos verdes. Parecía que al arder en incesante llama de
pasión, en vez de consumirse se endurecía, haciéndose más fuerte.
--No eres feliz, ¿verdad? y sin embarga debías serlo. Te habrás casado
con aquella muchacha que te ofrecía tu madre; tendrás hijos... no
intentes negarlo para hacerte el interesante: lo adivino en tu persona,
tienes el aire de padre de familia; a mí no se me escapan estas cosas...
¿Y por qué no eres feliz? Tienes todo el aspecto de un personaje y lo
serás muy pronto; de seguro que usas faja para disimular el vientre;
eres rico, hablas en esa cueva lóbrega y antipática; tus amigos de allá
se entusiasmarán leyendo el discurso del señor diputado, y estarán ya
preparando los cohetes y la música para recibirte. ¿Qué te falta?
--Huiré contigo; todos me son extraños cuando pienso en ti. Tú sola eres
mi vida.
--No te esfuerces, Rafael. Esto se acabó. El amor que dejaste pasar está
lejos, tan lejos que aunque corriéramos mucho, nunca le daríamos
alcance. ¿A qué cansarnos? Al verte ahora, siento la misma curiosidad
que ante uno de esos vestidos viejos que en otro tiempo fueron nuestra
alegría. Veo fríamente los defectos, las ridiculeces de la moda pasada.
Nuestra pasión murió porque debía morir. Tal vez fue un bien que
huyeses. Para romper después, cuando yo me hubiese amoldado para siempre
a tu cariño, mejor fue que lo hicieses en plena luna de miel. Nos
aproximó el ambiente, aquella maldita primavera, pero ni tú eras para
mí, ni yo para ti. Somos de diferente raza. Tú naciste burgués, yo llevo
en las venas el ardor de la bohemia. El amor, la novedad de mi vida te
deslumbraron; batiste las alas para seguirme, pero caíste con el peso de
los afectos heredados. Tú tienes los apetitos de tu gente. Ahora te
crees infeliz, pero ya te consolarás viéndote personaje, contemplando
tus huertos cada vez más grandes y tus hijos creciendo para heredar el
poder y la fortuna del papá. Esto del amor por el amor, burlándose de
leyes y costumbres, despreciando la vida y la tranquilidad, es nuestro
privilegio, la única fortuna de los locos a los que la sociedad mira con
desconfianza desdeñosa. Cada uno a lo suyo. Las aves de corral a su
pacífica tranquilidad, a engordar al sol; los pájaros errantes a cantar
vagabundos, unas veces sobre un jardín, otras tiritando bajo la
tempestad.
--¿Para qué? Te aburrirías; seré la misma que aquí. Arriba no hay luna
ni naranjos en flor. Es inútil esperar una borrachera como la de aquella
noche. Además, no quiero que te vea Beppa. Se acuerda mucho de aquella
tarde en el hotel de Roma al recibir tu carta, y me creería una mujer
sin dignidad al verme contigo.
--¡Pero así te vas!... ¡Así acaba para ti una pasión que aún llena mi
vida!... ¿Cuándo volveremos a vernos?
--No sé: nunca... tal vez cuando menos lo esperes. El mundo es grande,
pero rodando por él como yo ruedo, hay encuentros inesperados, como
este.
--Si vuelvo, serás uno de mis innumerables amigos; nada más. Y no creas
que soy ahora una santa. La misma que antes de conocerte; pero de todos,
¿sabes? del portero del teatro, si es preciso, antes que de ti. Tú eres
un muerto... Adiós, Rafael.
* * * * *
NOVELAS
CUENTOS
VIAJES
París (_agotada_).
En el país del Arte (_Tres meses en Italia_). 1'50 ptas.
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