Las hijas del rey-Obra.
Las hijas del rey-Obra.
Las hijas del rey-Obra.
Acto I
Hace veinticuatro, casi veinticinco años, existió un vasto reino, un lugar donde la población
era tan extensa como los bosques que se desplegaban a lo lejos y tan próspera como los
campos dorados bajo el sol. En lo alto de una colina, donde el viento susurraba secretos a los
árboles y las estrellas se reunían cada noche para contemplar la tierra, se erigía un castillo.
Este no era un castillo cualquiera, sino el más majestuoso y altivo de todos. Sus torres
rasgaban el cielo y sus murallas parecían inquebrantables, como si la misma eternidad las
hubiera forjado.
En ese castillo vivía un rey, un hombre cuya presencia inspiraba tanto respeto como temor.
Junto a él y su esposa, sus dos hijas, las princesas del reino, florecían como las rosas en un
jardín bien cuidado. Sin embargo, como ocurre con todas las rosas, cada una tenía sus
espinas, y aunque compartían la misma sangre, sus corazones no podrían haber sido más
distintos.
Valeria, la mayor, era de una belleza indomable, pero su carácter era tan arrogante como una
tempestad. Se deleitaba en su superioridad, despreciando a quienes no podían igualarla en
inteligencia o gracia. Isabella, la segunda hija, mostraba una dulzura que solo ocultaba su
verdadera naturaleza: egoísta y moralista, siempre dispuesta a juzgar a los demás mientras
mantenía una fachada impecable ante los ojos de su padre. Por último, estaba Rous, la menor,
una joven callada y reservada, cuyo silencio era tanto un escudo como un enigma que pocos
lograban penetrar.
Acto I - Escena I
El amanecer iluminaba el gran salón del castillo, donde la familia real solía reunirse en un
tiempo pasado que parecía, ahora, un sueño distante. Las tres princesas, con sus vestidos
adornados y rostros radiantes, pasaban sus días en la inocente dicha de la niñez, ignorantes
del oscuro giro que el destino les tenía reservado. Fue entonces, cuando apenas contaban con
cinco años de edad, que el manto de la felicidad que envolvía sus vidas comenzó a
desgarrarse.
El rey, Penilo, un hombre de noble porte y mirada severa, había sucumbido a la tentación. Su
esposa, la reina Emily, lo descubrió en un momento de indiscreción. Lo que una vez fue un
hogar lleno de amor y risas, ahora estaba dividido por una traición tan profunda como las
raíces de un roble antiguo.
Emily: "Querido, tenemos que hablar." – La voz de la reina, normalmente suave y melodiosa,
estaba teñida de una gravedad inusual mientras se dirigía a su esposo, que reposaba
despreocupadamente en la alcoba.
Penilo: "¿Qué sucede, Emily?" – Respondió el rey con un desdén apenas disimulado, sin
levantar la mirada del libro que tenía entre las manos.
Emily: "He notado un cambio en ti, Penilo. Ya no eres el hombre que solías ser. Tus visitas al
pueblo son cada vez más prolongadas, y los murmullos llegan hasta aquí, a nuestras propias
paredes." – La preocupación en su voz era palpable, como una niebla densa que amenaza con
envolverlo todo.
Penilo: "¿De qué hablas, mujer? No dejes que las habladurías de los sirvientes llenen tu
cabeza de dudas. He estado ocupado, nada más. Los asuntos del reino no se resuelven solos."
– Su tono era desdeñoso, casi irritado por la acusación implícita.
Emily: "No soy una tonta, Penilo. He oído rumores de que una mujer ocupa tus pensamientos
y tus noches." – Su mirada se endureció, y las lágrimas, contenidas por tanto tiempo,
comenzaron a nublar sus ojos.
Penilo: "¡Por el amor de Dios, Emily! Deja de creer en esos chismes infundados. ¿Acaso le
darías más crédito a unos pueblerinos que a tu propio esposo, el hombre con quien has
compartido tu vida durante tres décadas?" – Exclamó él, irritado, pero también preocupado
por lo que podría venir.
Emily: "Bien, bien… Pero si descubro que lo que temo es cierto, que Dios tenga misericordia
de tu alma." – Y con estas palabras, la reina se retiró, dejando al rey solo con sus
pensamientos.
Acto II
La tormenta que había comenzado en el corazón de Emily solo creció en intensidad. Se retiró
a su cámara, donde el eco de la traición resonaba en cada rincón, hiriendo su espíritu como
espinas de una rosa marchita, así fue durante el resto de los días. Hasta que aquella noche, la
reina, incapaz de soportar el dolor que la consumía, tomó una decisión fatal.
Con manos temblorosas, alcanzó un frasco de medicinas que había sido su única compañía en
las noches de insomnio. Lentamente, uno por uno, fue ingiriendo los comprimidos, buscando
en ellos el alivio que su alma quebrantada necesitaba. Finalmente, se desplomó sobre su
lecho, rodeada por las sombras que la acompañarían en su viaje final.
Tras días de búsqueda y desolación, las princesas, llenas de furia y dolor, enfrentaron a su
padre. La verdad, tan cruel como implacable, fue desvelada ante ellas: el rey había
reemplazado a su esposa con otra mujer, una simple aldeana, y no solo eso, sino que esta
mujer era alguien a quien habían conocido desde la infancia, una amiga cercana de su difunta
madre.
El rey, Penilo, al ver a sus hijas entrar, supo que el momento que tanto temía había llegado.
Ya no podía ocultar la verdad; las sombras de sus acciones lo habían alcanzado, y no había
escapatoria.
Valeria: "¡Padre!" – gritó la mayor, su voz resonando con la fuerza de una tormenta. –
"¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudiste manchar el recuerdo de nuestra madre con tus mentiras y tu
desdén?"
Penilo: "Hijas mías…" – intentó decir, pero su voz era débil, apenas un murmullo frente a la
tempestad de emociones que lo rodeaba. – "Lo siento… Desde hace mucho he estado
perdido, ciego por todas mis amarguras y frustraciones… No soy el hombre que una vez
fui…"
Isabella: "¡Perdido!" – replicó con amargura la segunda princesa. – "Perdido en los brazos de
otra mujer, en lugar de encontrar consuelo en nosotras, tus hijas. Has traicionado todo lo que
amábamos, todo lo que éramos."
Rous: "Padre…" – susurró la más joven, cuya voz, normalmente apagada, ahora sonaba como
un eco de desolación. – "Nos has quitado a nuestra madre, y ahora… ¿qué nos queda? Nada
más que el vacío y la vergüenza."
El rey, abrumado por la culpa, dejó caer la cabeza entre sus manos. Sabía que no había
justificación, no había excusa que pudiera mitigar el dolor que había causado. Sin embargo,
su caída estaba lejos de haber terminado.
Las princesas, consumidas por el dolor y la desesperación, decidieron tomar la justicia en sus
propias manos. Una noche, mientras el castillo dormía, las tres hermanas se reunieron en
secreto. Sus corazones, llenos de un amor roto y de una ira incontenible, conspiraron para
poner fin a la tiranía de su padre.
Valeria: "No podemos permitir que siga gobernando," dijo con determinación. – "Este reino,
nuestro hogar, está condenado si él permanece en el trono."
Isabella: "Si no hacemos algo, todo lo que madre amaba será destruido por su egoísmo. No
nos queda más opción."
Rous: "Entonces que así sea," añadió la menor, con una frialdad que sorprendió incluso a sus
hermanas. – "Es hora de que el rey pague por sus pecados."
La noche siguiente, mientras la luna llena iluminaba el castillo, las hermanas llevaron a cabo
su plan. Se deslizaron en la cámara de su padre, donde Penilo yacía dormido, ajeno al destino
que le aguardaba. Con una mezcla de tristeza y resolución, las tres princesas levantaron la
copa envenenada que habían preparado, la misma copa que alguna vez había simbolizado el
poder y la unidad de la familia real.
Penilo despertó al sentir la presencia de sus hijas, y al verlas frente a él, supo en ese instante
lo que estaba por suceder. Sus ojos se llenaron de lágrimas, no por el temor a la muerte, sino
por el dolor de ver cómo su legado se desmoronaba ante sus propios ojos.
Penilo: "Hijas mías… perdónenme…" – murmuró con una voz quebrada, alzando una mano
en un gesto de súplica.
Valeria: "No hay perdón para ti, padre," respondió ella con firmeza. – "Solo justicia."
Las hermanas obligaron al rey a beber de la copa, su mirada fija en él mientras el veneno
hacía su trabajo. Penilo, sintiendo la vida escapar de su cuerpo, cayó al suelo, su mirada aún
suplicante clavada en las de sus hijas hasta que finalmente, sus ojos se cerraron para siempre.
El reino, al enterarse de la muerte de su rey, cayó en una profunda tristeza. Las princesas, que
habían actuado con la creencia de salvar su hogar, pronto se dieron cuenta de la magnitud de
lo que habían hecho. El trono, ahora vacío, se convirtió en un símbolo del precio que se paga
por el poder y la traición.
Las tres hermanas, incapaces de soportar el peso de sus acciones, decidieron abandonar el
reino. En una noche sin luna, se marcharon en silencio, dejando atrás el castillo, ahora
desierto y envuelto en sombras. Se dice que vagaron por tierras lejanas, buscando redención
en un mundo que parecía haberles dado la espalda.
El reino, sin un heredero y sin un rey, se desmoronó en el caos. Las tierras, una vez fértiles y
prósperas, se marchitaron bajo el peso de la maldición que parecía haber caído sobre ellas.
Los aldeanos recordaron con tristeza la era dorada que una vez fue, ahora perdida en la bruma
del tiempo, junto con las hijas del rey.