La casa de Albián
Por J.J. Arevi
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La casa de Albián es el primer volumen de la trilogía Los doce hijos.
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La casa de Albián - J.J. Arevi
Tímidos vientos de cambio soplan en el corazón de Allegaia. Cinco siglos después de que Azra I el Grande unificara con la fuerza de la espada, en un solo imperio, los once reinos que lo componían, la rebelión de varios de los linajes desposeídos, junto con el resurgir de una magia ya olvidada, están a punto de cambiar el rumbo de la historia. El fortuito encuentro entre Gaël, el hijo de una simple cazadora, y Jeorhos, el poco disciplinado hijo del duque de Turme, puede ser el detonante que ponga fin a décadas de dominio despótico de la casa imperial de Jabharia. ¿Tendrá algo que ver con ello esas extrañas marcas que de pronto han aparecido en la nuca de Gaël y la muñeca de Jeorhos?
La casa de Albián es el primer volumen de la trilogía Los doce hijos.
La casa de Albián (Los doce hijos 1ª parte)
J. J. Arevi
www.edicionesoblicuas.com
La casa de Albián
© 2020, J. J. Arevi
© 2020, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-17709-90-7
ISBN edición papel: 978-84-17709-90-7
Primera edición: abril de 2020
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de portada: Pilar Orellana
Ilustración «Gobierno de Azra»: Carla Codorníu
Ilustración «mapa de Allegaia»: José Javier Arenas Villafranca & Carla Codorníu
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
Contenido
Agradecimientos
Gobierno de Azra
Prólogo
I. La Puerta del Bosque
II. El chico tranquilo
III. La bestia
IV. La marca
V. El paseo
VI. La fiesta del año
VII. La llamada
VIII. El encargo
IX. La Puerta de los Cazadores
X. Los perseguidos
XI. La orden
XII. La visión
XIII. La verdad a medias
XIV. El relato incompleto
XV. El enemigo oculto
XVI. La Vara de Abedul
XVII. La princesa
XVIII. El don
XIX. La pérdida
XX. La lealtad
XXI. El Heredero de Nerulam
XXII. El miedo
XXIII. El destino
Epílogo
Glosario: los once antiguos reinos
Mapa del imperio
El autor
Agradecimientos
Esta, mi segunda novela, representa un verdadero sueño hecho realidad. La historia que siempre he querido contar está aquí, acaba de empezar y espero que podamos vivirla y disfrutarla juntos hasta el final.
Este proyecto, mucho más ambicioso y serio que el anterior, no habría sido posible sin la ayuda incansable de las personas que componen mi día a día, mis cafés, mis cenas, mis grupos de Whatsapp o mis tertulias de pasillo. Tengo que agradecer en primer lugar, y por igual, el entusiasmo con el que Begoña Tortajada, Carmen Marín y Vicky Caparrós me animan casi cada día a seguir con este proyecto tan complejo. Creo que están casi igual de enganchadas que yo a lo que va saliendo de esta cabeza cada vez que se enciende la bombilla.
También reconocer de corazón a todos los que han hecho el esfuerzo de leer este proyecto cuando no era nada y ofrecerme sus consejos y, sobre todo, su entusiasmo para que siguiera. Mi flamante club de lectores: Álex Serrano, Marta Eguiluz, Ana Carbonero, Mercedes Ortega, Fernando Chaves, José Daniel García, Adolfo Pascual, Laura Reyes, Antonio Fernández, Anabel Rodríguez Castro, Omar Floro y mi prima Elena González.
Especialmente dar las gracias a Jaime Morales por ir más allá y revisar el texto en profundidad; a Carla Codorníu por ser fan acérrima de Gaël y ayudarme compartiendo su arte conmigo, retocando el mapa y realizando el organigrama del imperio; a Pilar Orellana por prestarme su magia con la portada y por aguantarme, que reconozco que soy muy pesado a veces con los detalles; y a mis tíos Elena y Luis, mis lectores de referencia, porque sé que si a ellos les gusta puedo estar tranquilo, que voy por buen camino.
Nada habría sido posible sin el apoyo de Ediciones Oblicuas y sin el de mis padres y hermano que están en esto como si mis libros fueran suyos, acompañándome en todo lo que hago y arropándome en cada decisión que tomo. Menos mal que os tengo a mi lado.
A todos, por todo lo que me dais cada día, sin pedir nada a cambio, mi estrella-corazón es vuestra.
A mis Elenas
No dejes que el pasado te diga quién eres,
deja que te diga quién serás.
L. Pausini
Gobierno de Azra
Prólogo
Trageroth, ciudad libre de Allegaia. Tiempo atrás
Las escaleras del torreón estaban casi a oscuras a causa de la exagerada separación que existía entre las antorchas que las iluminaban. Las densas nubes que tapaban la luna en aquel momento tampoco ayudaban a aportar claridad a la escena, pero eso a él no le importaba. Había recorrido aquellas escaleras tantas veces que conocía cada peldaño de memoria. Ahora, con el alma llena de urgencia, subía esos peldaños de dos en dos.
Sin pausa, continuó su camino hasta lo más alto del torreón derecho del castillo, también conocido como Torre del Agua. A pesar de la oscuridad, percibía cómo la humedad se filtraba por las paredes y formaba una película líquida que se deslizaba, como por encanto, en forma de sutil y fina cascada. La magia que envolvía el lugar pretendía dar siempre una sensación de sosiego y paz, pero en aquel momento nada podía calmar su espíritu.
Finalmente llegó a una puerta de doble entrada hecha de madera de cerezo, lisa y bien barnizada, que acomodaba perfectamente con el tono calizo que tenía la piedra de los muros durante el día. Impulsado por la inercia de su ascenso, empujó ambas puertas con fuerza haciendo que estas rebotaran contra la pared con gran estruendo.
—Nephir lo sabe.
Una mujer asomada a la ventana se había girado en dirección a la puerta tras el fuerte golpe, y posteriormente se había llevado las manos a la boca con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Oh, Diosa! ¿Qué he hecho, Aldeste? ¡Nos matará!
—Calmaos, mi señora. El vednis Áscalon ha dispuesto un carro con los mejores caballos del establo para que os lleven ahora mismo a Fenerell. Una partida de hombres fieles a la casa de Albián os escoltará. Lleváis caballos de sobra para que vos misma hagáis que os conduzcan a casa sin descanso, con los vuestros.
—Los caballos morirán —contestó con pena—. Este pecado nuestro… al final se ha de pagar con sangre. Debimos mantenernos firmes ante el pacto y ante la tradición.
—De nada sirven los lamentos ahora, mi señora. Debéis partir de inmediato si queréis salvaros. Áscalon retendrá a Nephir el tiempo necesario para que podáis llegar hasta el reino de Faneria, una vez allí, el bosque os protegerá hasta que vuestro padre decida qué hacer.
—He puesto demasiadas vidas en peligro por un capricho…
Un grave y retumbante rugido se oyó en la lejanía. A través de la ventana la mujer observó cómo la noche se iluminaba con una fuente de luz arcana. Aldeste se asomó al ventanal junto a ella.
—Nephir ha invocado a Illygnhar…, ¡no tenemos tiempo! ¡Vamos!
La mujer alcanzó su vara hecha de abedul de la que salían pequeños brotes verdes, y se tapó con la capa, para posteriormente atarse la vara a la espalda. El sirviente la tomó de la mano y juntos descendieron a toda prisa hacia las grutas subterráneas que conectaban el palacio con la ciudad de Trageroth.
Caminaron a oscuras durante un par de kilómetros, solamente iluminados por una antorcha que portaba Aldeste. Anduvieron por túneles que ella no había visto nunca pero que su guía dominaba a la perfección. Durante el trayecto sonó un estallido seco que hizo retumbar el techo de la gruta; a continuación, oyeron un fuerte graznido, tan sonoro que parecía emanar de la garganta de un ave gigante.
—Aeogias… —murmuró ella.
—Sigamos, señora, o todo será en vano.
Continuaron a toda prisa, hasta que finalmente llegaron a su destino. Asomaron a la noche sin luna y la brisa fresca llenó sus pulmones.
—Por aquí.
Aldeste la guio hasta un cobertizo donde varios guardias vestidos de granjeros la esperaban. La mujer se paró en seco al ver los caballos. Diez hermosos corceles, fuertes y jóvenes, serían las primeras víctimas de su grave error. Los acarició un momento y subió a la carreta.
—Señora, está en vuestras manos que os lleven lejos de aquí. Haced que vuelen como el viento.
El sirviente le besó en la mano y se retiró.
—Aldeste, hijo de Maion, venid conmigo.
—No, mi señora. Esto aún no ha terminado y Áscalon me necesita. Ahora ¡id!
La mujer, con lágrimas en los ojos, lo vio regresar al túnel. «Directo a una muerte segura», se dijo para sí. Se volvió hacia los caballeros y con un gesto les ordenó que empezasen la marcha.
Ella guardó silencio y cerró los ojos. Murmuró un par de palabras que hicieron que los primeros dos caballos pusieran su cuerpo en tensión y comenzaran la huida, al principio despacio, para no alertar a los campesinos del extrarradio, pero una vez dejaron atrás la última casa, los corceles imprimieron a sus patas toda la fuerza de la que eran capaces, llevando el carro a una velocidad de vértigo.
La mujer cerró los ojos y acarició su vientre con mimo.
I. La Puerta del Bosque
Gaël no podía si quiera pensar.
Su mente estaba congelada, prácticamente colapsada, mientras las imágenes de lo que sucedía antes sus ojos se convertían en fogonazos delirantes y sin sentido.
Era noche cerrada y sus manos crispadas agarraban con fuerza las crines de un caballo negro azabache en un intento desesperado por mantener la postura en la endiablada silla de montar, al menos mientras durase aquella carrera infernal.
No estaba solo. En el flanco izquierdo, algo más retrasado, un encapuchado de negro lo seguía. No lo perseguía, al contrario, su gesto serio y concentrado parecía más preocupado en mantener el equilibrio de Gaël sobre el caballo que el suyo propio.
Delante, una capa gris perlada con una llamativa cenefa blanca que emulaba unas hojas de roble, ondeaba con fuerza y rabia al compás de un galope demencial, marcando el ritmo del extraño trío.
—¡Mantened el ritmo! —gritó el hombre de la capa gris—. ¡Tenemos poco tiempo, ya mismo se darán cuenta que no estás en tu…!
No pudo terminar la frase. Un ruido ensordecedor inundó el momento. Las cornetas de guerra retumbaron por todo Jabharia como Gaël no recordaba haberlas oído jamás. Las propias gárgolas, en forma de pequeños dragones que colgaban de los puntiagudos salientes de los intramuros, temblaron ante el estruendo, incluso pequeños cascotes de piedra caían sobre el suelo de la reverberación producida por los cuernos.
—¡Corred! —volvió a gritar el hombre mientras miraba con gesto imperioso a Gaël.
El corcel, como entendiendo la orden y presa de un ímpetu implacable, dio más fuerza si aún era posible a su galope. El paso de los tres caballos dejaba surcos profundos en el barrizal del suelo. Había estado lloviendo todo el día.
Aquello era una locura. ¿Por qué huían?, Gaël era incapaz de recordarlo.
—¡Ya estamos llegando! ¡Este lodazal significa que estamos en las afueras de la ciudadela! Por aquí alcanzaremos la Puerta del Bosque en breves minutos —dijo el encapuchado que guiaba al grupo.
—¡Deberíamos ir por la Puerta de los Cazadores! ¡La Puerta del Bosque siempre está vigilada! —habló por primera vez el chico que iba en la retaguardia. La capucha negra se le había caído y ahora Gaël podía distinguir nítidamente sus rasgos. Era muy moreno, de pelo completamente negro y de facciones bien parecidas. Sus ojos de azabache impenetrable mostraban intensa preocupación.
De repente, el primer caballo se frenó en seco. El impresionante corcel blanco se giró hacia Gaël y hacia el otro chico.
—Iremos por donde yo diga, ¡no podemos fiarnos de ti, hijo de Nerulam!
Se hallaban justo en un cruce de caminos. Gaël conocía bien aquella zona, la había recorrido cientos de veces. A la derecha, a menos de tres minutos a galope, se hallaba la Puerta de los Cazadores; enfrente, a su alcance y ya visible, se vislumbraba la imponente Puerta del Bosque. Ambas conducían al Bosque de Jabhar-arth. ¿Pero por qué ir hacia el bosque en plena noche?
A pesar de sus palabras airadas hacia el otro chico, el hombre que los guiaba parecía sopesar el aviso. Sin embargo, todo atisbo de duda se disipó de su faz en menos de un segundo, cuando a su derecha, por el camino que llevaba hacia la Puerta de los Cazadores, se empezaron a oír gritos y ruidos de armaduras corriendo hacia ellos.
El hombre de gris y blanco se giró con odio hacia el chico de negro que le devolvió la mirada con gesto de total desconcierto. El guía tensó las riendas y apretó las espuelas entonces en dirección a la Puerta del Bosque.
—Maldita sea tu raza —se escuchó perjurar al hombre, mientras miraba con desdén al chico moreno y tiraba con fuerza de las riendas de Gaël para que su caballo emprendiera la marcha de nuevo.
Los tres caballos enfilaron, otra vez, el barrizal en que se había convertido el camino hacia la Puerta. No habían recorrido ni la mitad de la distancia cuando una enorme cortina de fuego les cortó el paso.
El jinete de blanco no frenó.
—¡Antiaphiros! —le oyó Gaël gritar. Acto seguido, un hálito de viento helado surgió de las manos del hombre de la capa blanca, bloqueando el fuego como si nunca hubiera estado allí, a la vez que creaba un pasaje durante el tiempo necesario para que los tres caballos pasaran. Después, el fuego volvió en sí, mucho más violento que antes.
Tras las llamas, una figura envuelta en una capa negra y unos guantes de cuero de un rojo vivo les cortaba el paso. El jinete de blanco aminoró el paso mientras balanceaba la situación con creciente tensión.
—Mala elección —les dijo irónico el hombre de la capa oscura.
A un gesto suyo, medio centenar de arqueros surgió de la nada, con los arcos tensados y unas llameantes flechas ya cargadas.
—¡FUEGOOO! —les gritó la figura negra.
Unas cincuenta flechas surcaron el cielo creando una bella parábola. Todo sucedía muy despacio. Gaël podía ver, nítidamente, la curva que cada dardo incandescente marcaba contra la oscuridad de la noche.
El jinete de blanco se giró hacia él con aprehensión. Se podía entrever la pena y la derrota en su cara. También el miedo. En un acto de desesperación, este alzó las manos al cielo y, pronunciando unas palabras inaudibles, empezó a formar una barrera invisible contra la cual las flechas iban chocando sin alcanzar al grupo.
Pero esa barrera llegaba tarde, una de las primeras flechas disparadas ya se encontraba atravesando el corazón de Gaël.
—¡NO!
Con la camisola empapada en sudor, Gaël se irguió de la cama y se palpó con angustia el pecho. ¿Cómo era posible? El sueño le había parecido tremendamente real.
Se miró las manos y las extendió suavemente. Le dolían aún, como si de verdad hubiera estado agarrando aquellas crines negras con fuerza. Le resultaba curioso lo vívido de la carrera a caballo teniendo en cuenta que nunca había montado en uno.
«¿Quién demonios serían aquellos encapuchados?», se dijo para sí, mientras un escalofrío recorría su espalda al recordar el dolor que había sentido al notar la flecha atravesando su pecho.
—¿Estás bien, Gaël? —La voz adormilada de su madre se escuchó tras la puerta.
—Sí, madre, ha sido solo un sueño.
—Está bien; descansa, hijo. Buenas noches.
—Buenas noches, madre —contestó, mientras se erguía completamente y caminaba hacia la ventana.
La luna llena inundaba la estancia: una habitación diáfana y con poco mobiliario sobre el que destacaban algunas prendas de ropa amontonadas en una silla. Gaël miró en derredor. Nada.
¿Por qué sentía que no estaba solo, allí en su habitación? Tenía el miedo calado hasta los huesos, eso debía de ser. Se rascó la nuca y con ese gesto se acordó de un comentario que le había hecho su madre la tarde anterior acerca de una mancha que le había salido justo al final del cuello. Dejó sus dedos ahí, imaginándose cómo debía de ser esa extraña marca entre la turbidez de pensamientos que le había dejado el sueño. Se frotó los ojos y volvió a su cama tratando de zafarse.
«Mañana será otro día», pensó.
En la calle, unos metros por debajo de su ventana, un viento frío arrastraba las primeras hojas caídas del otoño. Una ráfaga de aire las alzaba, ya inertes, y las arremolinaba en torno a una figura casi exangüe que ocupaba el centro de la estrecha travesía.
El viento volvió a soplar con fuerza, generando suaves ondas en una fina capa de color gris perlado, a la vez que hacía que unas hojas de roble bordadas en un blanco impoluto ondearan a su son, creando una sensación irreal de floresta zarandeada por la brisa.
El encapuchado alzó la vista hacia la ventana donde Gaël dormía:
—Por fin te he encontrado.
II. El chico tranquilo
—¿Dónde está esa desgracia de hijo mío?
La voz hastiada del duque de Turme resonaba por el corredor bajo el compás de sus pasos. Los tacones de sus elegantes botas retumbaban sobre el suelo oscuro de turmalina con su rítmico caminar.
—Señor duque, ¿a qué hijo andáis buscando? Tenéis dos —le respondió con una reverencia el ama, mirando hacia el suelo.
—¿Acaso es necesario que lo aclare, ama? —dijo el duque arrastrando las palabras, a la vez que la vena de su cuello comenzaba a hincharse—. Traédmelo aquí, ¡ahora! —gritó, rojo de furia.
—Enseguida, señor —respondió el ama, mientras salía de la habitación sin dar la espalda al duque, con la mirada fija en el suelo.
A poco menos de quinientos metros de allí, un joven de diez años, sentado en un tronco y vestido casi como un príncipe, observaba cómo otro muchacho mucho mayor que él, de dieciséis, cortaba leña.
Hacía un día bastante caluroso y el leñador se había quitado la camisa. Partía la leña concentrado, dando tajos certeros con fuerza, uno tras otro a un ritmo constante, mientras gotas de sudor recorrían una espalda fuerte y trabajada.
El chico de diez años, cuyos cabellos eran rizados y de un negro corvino, estaba a la sombra de un árbol, hipnotizado por el movimiento rítmico del hacha. Parecía embrujado por la hoja de hierro que atravesaba limpiamente la madera partiéndola en dos, al son de las contracciones de los músculos bien definidos de los brazos del otro chico.
—¡Jeorhos! ¡JEOORHOOS! —se oyó de repente vociferar a lo lejos. El chico sentado en el tronco dio un respingo y puso cara de miedo.
—¡Jeorhos! ¡Señor! —El sirviente enviado por el Ama corría hacia ellos, casi ahogándose—. Señor… —Tomó un poco de aire—. Me envía el ama, vuestro padre anda buscándoos como un loco, está muy enojado, señor.
El chico se puso en pie al momento con cara de circunstancia. Mientras, el leñador dio un golpe aún más fuerte, partiendo el trozo de madera que quedaba y dejando el hacha clavada en la base del tronco cortado que le servía de apoyo.
—Maldita sea —respondió Jeorhos mientras se echaba un poco de agua sobre el cabello y la espalda sudados por el esfuerzo—. Me temo que era hoy cuando teníamos que salir hacia Jabharia por el Día de la Llamada.
El cortador de leña se pasó las manos por su morena faz para retirarse el agua que le chorreaba. Se acarició su incipiente barba de adolescente y fue consciente en aquel momento de lo poco aseado de su aspecto.
—¡No quiero que te vayas! —dijo el chico de diez años.
—Volveré en unas semanas, Teo —contestó mientras se abrochaba la camisa. Jeorhos suspiró hinchando mucho sus carrillos y habló para sí en voz queda—. Se me había olvidado completamente… No quiero ni pensar cómo se va a poner padre cuando se entere de que ni he preparado el equipaje.
El sirviente, al escucharlo, puso cara de preocupación mientras una imagen del duque Arcán gritando a diestro y siniestro a la par que empezaba a dar las órdenes de empaquetar los trajes del señorito Jeorhos «para ayer» surcaba su mente.
Ajeno a la creciente congoja del sirviente y como si con él no fuera, Jeorhos caminó despacio hacia el castillo. Casi quince minutos después, un espeluznante proyecto de heredero del ducado y de una de las once casas más importantes de todo Azra entraba por la puerta, con el pelo mojado y marcas de sudor en la camisa. Camisa que debía de haber sido blanca inmaculada por la mañana, en su armario, pero que ahora tenía una suerte de tonos terracota y verde musgo.
Se presentó ante el duque tras tocar a la puerta del salón. Este se alzó de la butaca y con gesto serio se acercó a él decididamente.
Una bofetada cruzó su cara como un latigazo. Jeorhos no se lo esperaba.
—Perdonad, Padre, lo olvi… —Otra bofetada en la mejilla contraria cortó su disculpa. Tenía la cara enrojecida y los carrillos le palpitaban como ascuas incandescentes.
—Tienes UNA HORA para asearte y disponer de tus mejores galas en el baúl que los sirvientes han dejado en tu habitación. Tarda un solo minuto más, y harás las quince horas de viaje a Jabharia a pie, atado de una cuerda a la carroza.
Jeorhos sabía que no bromeaba. Agachó la vista y abandonó la estancia.
Maldito Día de la Llamada, era absurdo. Y lo peor no era el día en sí, eran todas las galas, cenas y eventos que se organizarían entre la aristocracia de Azra para matar el tiempo durante la semana previa.
Tomó las escaleras, hechas también del brillante mineral negro, y ascendió hasta su habitación. Se desvistió y se metió en la bañera que el ama le había preparado previamente. El agua se enturbió al momento. «¡Pues sí que estaba guarro!», pensó esbozando un amago de sonrisa que se cortó al acordarse del escozor de sus mofletes.
Se aseó rápido y se puso el traje azul y blanco que tanto le gustaba a su madre, decía que realzaba su tez morena y sus ojos negros.
Metió los que valoró como mejores trajes en base a las veces que su madre había dicho «carísimo» cuando se los probaba. Metió también sus zapatos, la daga que le regaló su abuelo y un par de libros que tenía sobre la mesilla, pues si conseguía escabullirse de las fiestas, habría poco que hacer en la capital y necesitaría entretenimiento. Pensó que tal vez pudiera ir a cazar, pero el acceso al bosque de Jabhar-arth estaba muy restringido y no le sería fácil tampoco.
Estaba arreglándose los puños de la camisa cuando vio una mancha negra en su muñeca derecha. Menos mal que la había visto antes que su padre. Empezó a frotar con fuerza, pero la extraña marca no se iba.
—Jeorhooos —se oyó entonces gritar desde abajo.
—Estoy listo —respondió un poco agobiado al mirar su muñeca. La mancha seguía ahí, y no tenía tiempo. La tapó anudándose bien la muñeca de la camisa y empujó el baúl hacia la puerta—. Voooy
En Jabharia, a unos trescientos kilómetros al noroeste del ducado de Turme, el día amaneció con sol, pero neblinoso. El otoño había entrado con fuerza y los rayos del astro solar apenas si calentaban.
Gaël se despertó algo trastornado. El sueño de la noche anterior había sido muy extraño, demasiado vívido. Pero bueno, con la luz del día tomaba otro cariz.
Se desperezó palpándose el pecho de manera instintiva justo donde debía de haberle atravesado la flecha. Pisó el agradable suelo de madera y se puso una camisa y un calzón. Los únicos que tenía, puesto que su otra muda estaba secándose en el patio común.
Gaël vivía dentro de una gran casa arrendada. La casa estaba dividida en unas diez viviendas. El edificio tenía dos plantas, en la de abajo había cuatro apartamentos más grandes y en la de arriba seis, donde Gaël vivía solo con su madre.
Casi todos los habitantes del edificio pertenecían al gremio de los cazadores, Gaël y su madre incluidos.
A pesar de la larga tradición de grandes cazadores que existía en su familia, Gaël no era especialmente habilidoso en ese arte. En general no lo era para ninguna actividad que entrañara pericia alguna, y, por tanto, tampoco lo era para disparar una flecha certera o ensartar a una presa en movimiento con la lanza.
Aun así, en su gremio lo querían. A su manera tal vez, pues era un gremio algo tosco. Pero el resto de cazadores siempre encontraban en él