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Sabato, E. Uno y El Universo

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Ernesto Sabato

Uno y el Universo

Seix Barral Biblioteca Breve


NUNC COGNOSCO EX PARTE

THOMASJ. BATA LIBRARY


TRENT UNIVERSITY
Digitized by the Internet Archive
in 2019 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/unoyeluniversoOOOOsaba
UNO Y EL UNIVERSO
ERNESTO SABATO

UNO Y EL UNIVERSO

EDICIÓN DEFINITIVA

Tr«mt

BIBLIOTECA BREVE

EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A.


BARCELONA - CARACAS - MÉXICO
Primera edición: 1945

Diseño de la colección: Jaume Bordas


Cubierta: Josep Navas

Primera edición
en Biblioteca Breve: febrero de 1981
Segunda edición: julio de 1982

© 1945, 1981 y 1982: Ernesto Sabato

Derechos exclusivos de edición en castellano


reservados para todo el mundo:
© Editorial Seix Barral, S. A
Tambor del Bruc, 10 - Sant Joan Despí (Barcelona)

ISBN: 84 322 0386 6


Depósito legal: B. 24.329 - 1982

Printed in Spain

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o
transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, opaco, de graba¬
ción o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
A
Matilde Kusminsfy-Richter
Cette amplification, que l’on con-
fond si souvent avec le bien écrire,
je la supporte de moins en moins...
Quelle nécessité de faire un article
ou un livre...? Ou trois lignes suffi-
sent je n’en mettrai pas une de plus.

Gide, Pages de Journal.


PROLOGO PARA LA EDICION DE 1968

Durante muchos años me negé a reeditar este lihrito, a


pesar de las insistencias de editores y amigos. Estoy tan
lejos de la mayor parte de las ideas expuestas en él que
siento, al reexaminarlas, la misma tierna ironía con que
miramos las viejas fotos familiares: si, claro, ahí está
uno, ciertos gestos lo delatan, quita una misma inclina¬
ción de la cabetq o una forma de colocar las manos.
Pero, cuántas arrugas en torno de los labios y de los ojos
nos separan! Qué devastación ha traído el tiempo sobre
aquella sonrisa y aquel resto de frescura o de espíritu ju¬
guetón! Qué abismos se han abierto entre el muchacho de
la fotografía y el hombre de ahora! Cuántas ilusiones se
advierten allí que han sido agostadas por el frío y las
tormentas, por los desengaños y las muertes de tantas
doctrinas y seres que queríamos!
Al fin pensé que esta negativa a reeditar el libro po¬
dría tomarse como una cobardía intelectual, y así cedí a
la reimpresión. Con todo, querría pedir al lector perdone
las arbitrariedades y violencias que encuentre, las más de
las veces motivadas por la pasión que siempre he puesto
en mis ideas, en tantas ocasiones defraudadas por los he¬
chos. Así me sucedió con el surrealismo, al que con fervor
me acerqué en 1938, cuando trabajaba en el Laborato¬
rio Curie de París, y cuando el creciente odio que experi¬
mentaba por el fetichismo científico me condujo a esa ca-
racterística revuelta contra la Raigón y lo Objetivo, los
dos ídolos de esa religión. Viviendo como vivía sus li¬
mitaciones, ansioso por encontrar una salida que me per¬
mitiera acceder al hombre concreto enajenado por una ci-
vih\ación tecnolátrica era inevitable que me volcara ha¬
cia el surrealismo. Ya en decadencia, aquel movimiento
no podía satisfacerme del todo, y aunque me salvaguar¬
daba (y me sigue salvaguardando) una figura trágica
como la de Artaud, era también lógico que me repeliera
la mistificación de artistas como Dalí, así como la ca¬
rencia de rigor filosófico y el dogmatismo de André
Bretón, por admirable que fuese su obra poética. En tales
condiciones, no porque hubiese dejado de amar al surrea¬
lismo sino precisamente por amarlo demasiado, reaccioné
irónica o ásperamente en algunos fragmentos de este li¬
bro; mientras permanecería en mí lo mejor de aquel mo¬
vimiento, para manifestarse años más tarde en el In¬
forme sobre Ciegos.
Procesos psicológicos y espirituales semejantes pueden
explicar esas y otras duréis que el lector encontrará. Y
en otros casos deberá tener en cuenta que los veintitrés
años transcurridos han alterado muchas de las hipótesis
o ilusiones que todavía allí se manifiestan. No imagi¬
naba, por ejemplo, que también por la iiqquierda se po¬
dían llegar a cometer los crímenes que se cometieron en la
tiranía stalinistay en las que todavía ahora la imitan;
no tenía aún suficiente (y amarga) experiencia histórica
para admitir que nada vale luchar por la justicia social
si no es al propio tiempo una lucha por la libertad del ser
humano y por la dignidad que le corresponde. Y en mo¬


mentos en que con todo el poderío de sus tanques Rusia
invade a un pequeño e indefenso país como Checoslova¬
quia, alguien que grita en defensa del pueblo vietna¬
mita, arrasado por la potencia más grande del mundo,
no puede sino poner una triste y melancólica marca al
lado de los parágrafos que en este libro se dedican a la
ilusión soviética.

Ernesto Sabato

Santos Lugares, setiembre de 1968

13
ADVERTENCIA

Las reflexiones que aparecen aquí por orden alfabético


no son producto de la vaga contemplación del mundo: se
refieren a entes que he encontrado en el camino hacia mí
mismo. (Uno se embarca hacia tierra lejanas, o busca el
conocimiento de hombres, o indaga la naturaleza, o
busca a Dios; después se advierte que el fantasma que se
perseguía era Unomismo.) Fuera de mi ruta debe de ha¬
ber otros entes, otras teorías e hipótesis. El Universo de
que se habla aquí es mi Universo particular y, por lo
tanto, incompleto, contradictorio y perfeccionable; no po¬
seo la más modesta Weltanschauung que pueda satisfa¬
cer a una persona respetable o germánica; prohíbo a es¬
tos inspectores del urbanismo filosófico que lean este libro
(no veo, además, para qué habrían de leerlo).
Este libro es el documento de un tránsito y, en conse¬
cuencia, participa de la impureza y de la contradicción,
que son los atributos del movimiento. Imagino la irrita¬
ción que producirá a los fanáticos del sistema, que tienen
la curiosa pretensión de ser propietarios de la Verdad,
frente a los otros mil sistemas, como por alguna especie de
arreglo personal con el Organizador del Espectáculo. Por
mi parte, reconozco no tener vinculaciones tan influ¬
yentes.
La ciencia ha sido un compañero de viaje, durante
un trecho, pero ya ha quedado atrás. Todavía, cuando
nostálgicamente vuelvo la cabella, puedo ver algunas de
las altas torres que divisé en mi adolescencia y me atraje¬
ron con su belleza ajena de los vicios carnales. Pronto
desaparecerán de mi horizonte y sólo quedará el re¬
cuerdo. Muchos pensarán que esta es una traición a la
amistad, cuando es fidelidad a mi condición humana.
De todos modos, reivindico el mérito de abandonar
esa clara ciudad de las torres —donde reinan la seguri¬
dad y el orden— en busca de un continente lleno de peli¬
gros, donde domina la conjetura. Montaigne mira con
ironía a los hombres porque son capaces de morir por
conjeturas. No veo nada que merenga la ironía: en eso
reside la grandeva de estos pobres seres.

Santos Lugares, otoño de 1945

16
ANTEOJO ASTRONÓMICO

Combinación de dos lentes que sirve para ver ob-


jetos lejanos y para refutar a Aristóteles.
“El firmamento es eterno, inmutable y sin ori¬
gen”, había decretado el sabio de Estagira. Galileo
se limitó a dar tres conferencias ante mil personas so¬
bre la estrella nueva aparecida en la constelación de
la Serpiente. La disputa se exacerbó cuando empezó
a escrutar el cielo con su anteojo y a encontrar cosas
raras. Primero descubrió las fases de Venus, e hizo
notar que ese hecho era la mejor prueba de la hipóte¬
sis copernicana. Luego descubrió los satélites de
Júpiter, que si bien constituían otra prueba de esa hi¬
pótesis eran filosóficamente absurdos: según los aris¬
totélicos un cuerpo en movimiento no podía ser cen¬
tro de otro movimiento.
El matemático y astrónomo Clavius, de Roma,
expresó con sobriedad su opinión sobre el descubri¬
miento: “Me río de los pretendidos acompañantes
del Júpiter.” Otros peripatéticos, más conciliadores,
afirmaron que quizá el instrumento mismo producía
los satélites; Galileo ofreció diez mil escudos al que
fabricara un anteojo tan astuto. La mayoría de los

17

2
aristotélicos, sin embargo, se negó en redondo a mi¬
rar por el tubo, asegurando que no valía la pena bus¬
car semejantes objetos celestes, ya que Aristóteles no
los había mencionado en ninguno de sus volúmenes.
En una carta a Kepler decía Galileo: “Habrías
reído estrepitosamente si hubieras oído las cosas que
el primer filósofo de la facultad de Pisa dijo en mi
contra delante del Gran Duque, y cómo se esfor¬
zaba, mediante la ayuda de la lógica y de conjuros
mágicos, en discutir la existencia de las nuevas estre¬
llas”

APEIRÓN

Se nos dice que este imperfecto Universo en que vi¬


vimos está formado por una única sustancia que se
transmuta sin cesar, asumiendo transitoriamente la
forma de árboles, criminales y montañas. Como un
artista insatisfecho que destruye siempre su obra,
este proceso intenta copiar en Universo Fantástico
donde el movimiento no existe, un Universo donde
está el Arbol, el Animal, la Justicia, Sócrates, y el
Triángulo. Todos estos objetos son inalterables, in¬
corruptibles, porque el tiempo no pasa por ellos, el
tiempo que todo lo corrompe y todo lo transforma,
el tiempo que quizá es la corrupción y la transforma¬
ción.
De modo que las cosas, las muertes, los amores
del universo cotidiano son como aproximaciones

18
groseras de esos Objetos Fantásticos. Y aunque
nunca los hemos visto, creemos que existen en al¬
guna parte. Creemos, por ejemplo, en la eternidad
de algo que llamamos el Árbol, que es una idea fija,
cristalizada, a la que tímidamente se acerca, con rie¬
gos y cuidados, un montón de partículas universales,
que antes eran sal, montaña y agua. Este frágil ser
vacila y muere antes de haber alcanzado aquel es¬
tado ideal, porque parece como si la naturaleza fuera
enemiga de las cosas puras e incorruptibles. Y así la
piedra se transmuta en árbol, el hidrógeno en
oxígeno. Platón en Aristóteles, el amor en odio, el
criminal en santo.

BERKELEY

Cuando el doctor Johnson sintió que los argumen¬


tos del Obispo lo estaban metiendo en una maraña,
decidió cortar por lo sano, a la acreditada manera de
los pragmatistas ingleses: dio un puntapié a una pie¬
dra y exclamó:
—Lo refuto así.
De este modo creía certificar que la piedra no
era un fantasma perceptual. Pero acaso las piedras
de Berkeley no pueden recibir puntapiés? También
en sueños podemos golpear una piedra.
No tengo interés en salvar a Berkeley, pero, en
prestigio de la inteligencia, solicito mejores argu¬
mentos.

19
BORGES

Las obras sucesivas de un escritor son como las ciu¬


dades que se construyen sobre las ruinas de las ante¬
riores: aunque nuevas prolongan cierta inmortali¬
dad, asegurada por leyendas antiguas, por hombres
de la misma raza, por las mismas puestas de sol, por
pasiones semejantes, por ojos y rostros que retornan.
Cuando se hace una excavación en la obra de
Jorge Luis Borges, aparecen fósiles dispares: manus¬
critos de heresiarcas, naipes de truco, Quevedo y
Stevenson, letras de tango, demostraciones mate¬
máticas, Lewis Carroll, aporías eleáticas, Franz
Kafka, laberintos cretenses, arrabales porteños,
Stuart Mili, de Quincy y guapos de chambergo re¬
quintado. La mezcla es aparente: son siempre las
mismas ocupaciones metafísicas, con diferente ro¬
paje: un partido de truco puede ser la inmortalidad,
una biblioteca puede ser el eterno retorno, un com¬
padrito de Fray Bentos justifica a Hume. A Borges
le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo
un relato policial y de pronto se encuentra con Dios
o con el falso Basflides.
Las causas eficientes de la obra borgiana son,
desde el comienzo, las mismas. Parece que en los re¬
latos que forman Ficciones la materia ha alcanzado su
forma perfecta y lo potencial se ha hecho actual. La
influencia que Borges ha ido teniendo sobre Borges

20
parece insuperable. Estará destinado, de ahora en
adelante, a plagiarse a sí mismo?

En el prólogo a La invención de Morel, Borges se


queja de que en las novelas llamadas psicológicas la
libertad se convierte en absoluta arbitrariedad: asesi¬
nos que matan por piedad, enamorados que se sepa¬
ran por amor, y arguye que sólo en las novelas lla¬
madas de aventuras existe el rigor. Creo que esto es
cierto, pero no puede ser aceptado como una crítica:
a lo más, es una definición. Sólo en ciertas novelas
de aventuras —preferentemente en las policiales,
inauguradas por Poe— existe ese rigor que se puede
lograr mediante un sistema de convenciones simples,
como en una geometría o en una dinámica; pero ese
rigor implica la supresión de los caracteres verdade¬
ramente humanos. Si en la realidad humana hay una
Trama o Ley, debe ser infinitamente compleja para
que pueda ser aparente.
La necesidad y el rigor son atributos de la lógica
y de la matemática. Pero, cómo ha de ser posible
aplicarlos a la psicología si ni siquiera son aptos para
aprehender la realidad física? Como dice Russell, la
física es matemática no porque sepamos mucho del
mundo exterior sino porque lo que sabemos es dema¬
siado poco.
Si se comparan algunos de los laberintos de Fic¬
ciones con los de Kafka, se ve esta diferencia: los de
Borges son de tipo geométrico o ajedrecístico y pro¬
ducen una angustia intelectual, como los problemas

21
de Zenón, que nacen de una absoluta lucidez de los
elementos puestos en juego; los de Kafka, en cam¬
bio, son corredores oscuros, sin fondo, inescrutables,
y la angustia es una angustia de pesadilla, nacida de
un absoluto desconocimiento de las fuerzas en juego.
En los primeros hay elementos a-humanos, en los se¬
gundos los elementos son simplemente humanos. El
detective Erik Lónnrot no es un ser de carne y
hueso: es un títere simbólico que obedece ciegamente
—o lúcidamente, es lo mismo— a una Ley Mate¬
mática; no se resiste, como la hipotenusa no puede
resistirse a que se demuestre con ella el teorema de
Pitágoras; su belleza reside, justamente, en que no
puede resistir. En Kafka hay también una Ley ine¬
xorable, pero infinitamente ignorada; sus personajes
se angustian porque sospechan la existencia de algo,
se resisten como se resiste uno en las pesadillas noc¬
turnas, luchan contra el Destino; su belleza está, jus¬
tamente, en esa resistencia que es vana.
También se podría decir que Borges hace álge¬
bra, no aritmética (como pasa con el Teste o el Leo¬
nardo de Valéry). El memorioso de Fray Bentos po¬
día ser de Calcuta o de Dinamarca. Induce a error la
necesidad —inevitable, por convención literaria— de
dar nombres precisos a los personajes y lugares. Se
ve que Borges siente esta limitación como una falla.
No pudiendo llamar alfa, ene o kappa a sus persona¬
jes, los hace lo menos locales posible: prefiere remo¬
tos húngaros y, en este último tiempo, abundantes
escandinavos.

22
La escuela de Viena asegura que la metafísica es una
rama de la literatura fantástica. Esta afirmación
pone de mal humor a los metafísicos y de excelente
ánimo a Borges: los juegos metafísicos abundan en
sus libros. En rigor, creo que todo lo ve Borges bajo
especie metafísica: ha hecho la ontología del truco y
la teología del crimen orillero; las hipóstasis de su
Realidad, suelen ser una Biblioteca, un Laberinto,
una Lotería, un Sueño, una Novela Policial; la histo¬
ria y la geografía son meras degradaciones espacio-
temporales de alguna eternidad regida por un Gran
Bibliotecario.

En Tres versiones de Judas, Borges nos dice —y le


creemos— que para Nils Runeberg, su interpretación
de Judas fue la clave que descifra un misterio central
de la teología, fue motivo de soberbia, de júbilo y de
terror: justificó y desbarató su vida. Podemos agre¬
gar: también por ella, quizá, habría aceptado la ho¬
guera.
Para Borges, en cambio, esas tesis son “ligeros
ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfe¬
mia”. Con la misma alegría —o con la misma tris¬
teza, que da la falta de cualquier fe— Borges enun¬
ciará la tesis de Runeberg y la contraria, la defen¬
derá o la refutará y, naturalmente, no aceptará la ho¬
guera ni por una ni por otra. Borges admira al hom¬
bre capaz de todas las opiniones, lo que equivale a
cierta especie de monismo. Alguna vez planeó un

23
cuento en que un teólogo lucha toda su vida contra
un heresiarca, lo refuta y finalmente lo hace quemar:
después de muerto, ve que el heresiarca y él forman
una sola persona. También Judas refleja de alguna
manera a Jesús. Pero tampoco se dejaría quemar
Borges por este monismo, porque también es dua¬
lista y pluralista.
La teología de Borges es el juego de un des¬
creído y es motivo de una hermosa literatura. Cómo
explicar, entonces, su admiración por Léon Bloy No
admirará en él, nostálgicamente, la fe y la fuerza
Siempre me ha llamado la atención que admire a
compadres y a guapos de facón en la cintura.
Por eso planteo estas cuestiones:
Le falta una fe a Borges?
No estarán condenados a algún Infierno los que
descreen?
No será Borges ese Infierno?

A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, lati¬


nista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios
hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo,
de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fie¬
rro; a usted, Borges, lo veo ante todo como un Gran
Poeta.
Y luego, así: arbitrario, genial, tierno, relojero,
débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fra¬
casado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e in¬
mortal.

24
CASUALIDAD

Barbarismo, por causalidad?

CIENCIA

Durante siglos el hombre de la calle tuvo más fe


en la hechicería que en la ciencia: para ganarse la
vida, Kepler necesitó trabajar de astrólogo; hoy los
astrólogos anuncian en los diarios que sus procedi¬
mientos son estrictamente científicos. El ciudadano
cree con fervor en la ciencia y adora a Einstein y a
Madame Curie. Pero, por un destino melancólico,
en este momento de esplendor popular, muchos pro¬
fesionales comienzan a dudar de su poder. El mate¬
mático y filósofo inglés A. N. Whitehead nos dice
que la ciencia debe aprender de la poesía; cuando un
poeta canta las bellezas del cielo y de la tierra no ma¬
nifiesta las fantasías de su ingenua concepción del
mundo, sino los hechos concretos de la experiencia
“desnaturalizados por el análisis científico”.

Probablemente, este desencuentro entre el profesio¬


nal y el profano se debe a que el desarrollo de la
ciencia a la vez implica un creciente poder y una cre¬
ciente abstracción. El hombre de la calle sólo ve lo
primero, siempre dispuesto a acoger favorablemente

25
a los vencedores; el teórico ve ambos aspectos, pero
el segundo comienza a preocuparle en forma esen¬
cial, hasta el punto de hacerle dudar de la aptitud de
la ciencia para aprehender la realidad. Este doble re¬
sultado del proceso científico parece contradictorio
en sí mismo. En rigor es la doble cara de una misma
verdad: la ciencia no es poderosa a pesar de su abstrac¬
ción sino justamente por ella.
Es difícil separar el conocimiento vulgar del
científico; pero quizá puede decirse que el primero se
refiere a lo particular y concreto, mientras que el se¬
gundo se refiere a lo general y abstracto. “La estufa
calienta” es una proposición concreta, hasta domés¬
tica y afectiva, con reminiscencias de cuentos de
Dickens. El científico toma de ella algo que nada
tiene que ver con estas asociaciones: provisto de
ciertos instrumentos, observará que la estufa tiene
mayor temperatura que el medio ambiente y que el
calor pasa de aquélla a éste. En la misma forma exa¬
minará otras afirmaciones parecidas, como “la plan¬
cha quema”, “las personas que se retardan toman el
té frío”. El resultado de las reflexiones y medidas
será una sola y seca conclusión: “El calor pasa de los
cuerpos calientes a los fríos.”
Todavía esto es bastante accesible para la mente
común: el desiderátum del hombre de ciencia es
enunciar juicios tan generales que sean ininteligibles,
lo que se logra con la ayuda de la matemática. El
enunciado anterior todavía no le satisface y sólo
queda tranquilo cuando puede llegar a decir: “La

26
entropía de un sistema aislado aumenta constante¬
mente.” »
Del mismo modo, cuestiones como la caída de
la manzana sobre la cabeza de Newton, la existencia
de las cataratas del Iguazú, la fórmula del movi¬
miento acelerado y el accidente de Cyrano, pueden
reunirse exitosamente en la proposición “El tensorg
es nulo”, que, como observa Eddington, tiene el
mérito de la concisión, ya que no el de la claridad.
La proposición “la estufa calienta” expresa un
conocimiento y por lo tanto da algún poder al que lo
posee: sabe que si tiene frío será conveniente acer¬
carse a una estufa. Pero este conocimiento es bas¬
tante modesto, no le sirve para ninguna otra situa¬
ción.
En cambio, si alguien tiene pleno conocimiento
de que la “entropía de un sistema aislado aumenta
constantemente”, no sólo buscará una estufa para ca¬
lentarse —resultado muy magro para veinte años de
estudio— sino que podrá resolver una enorme canti¬
dad de problemas, desde el funcionamiento de un
motor hasta la evolución del Universo.
Así, a medida que la ciencia se vuelve más abs¬
tracta y en consecuencia más lejana de los proble¬
mas, de las preocupaciones, de las palabras de la
vida diaria, su utilidad aumenta en la misma propor¬
ción. Una teoría tiene tantas más aplicaciones cuanto
más universal, y por lo tanto cuanto más abstracta,
ya que lo concreto se pierde con lo particular.
El poder de la ciencia se adquiere gracias a una

27
especie de pacto con el diablo: a costa de una pro¬
gresiva evanescencia del mundo cotidiano. Llega a
ser monarca, pero, cuando lo logra, su reino es ape¬
nas un reino de fantasmas.
Se logra unificar todas aquellas proposiciones
porque se eliminan los atributos concretos que per¬
miten distinguir una taza de té, una estufa y personas
que se retardan. En este proceso, de limpieza, va
quedando bien poco; la infinita variedad de concre¬
ciones que forma el universo que nos rodea desapa¬
rece; primero queda el concepto de cuerpo, que es
bastante abstracto, y si seguimos adelante apenas
nos quedará el concepto de materia, que todavía es
más vago: el soporte o el maniquí para cualquier
traje.
El universo que nos rodea es el universo de los
colores, sonidos, y olores; todo eso desaparece
frente a los aparatos del científico, como una formi¬
dable fantasmagoría.
El Poeta nos dice:

El aire el huerto orea


y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido.

Pero el análisis científico es deprimente: como


los hombres que ingresan en una penitenciaría, las
sensaciones se convierten en números. El verde de

28
aquellos árboles que el aire menea ocupa una zona
del espectro alrededor de las 5.000 unidades Angs-
tróm; el manso ruido es captado por micrófonos y
descompuesto en un conjunto de ondas caracteriza¬
das cada una por un número; en cuanto al olvido del
oro y del centro, queda fuera de la jurisdicción del
científico, porque no es susceptible de convertirse en
matemática. El mundo de la ciencia ignora los valo¬
res: un geómetra que rechazara el teorema de Pi-
tágoras por considerarlo perverso tendría más pro¬
babilidades de ser internado en un manicomio que
de ser escuchado en un congreso de matemáticos.
Tampoco tiene sentido una afirmación como “tengo
fe en el principio de conservación de la energía";
muchos hombres de ciencia hacen afirmaciones de
este género, pero se debe a que construyen la ciencia
no como científicos sino simplemente como hom¬
bres. Giordano Bruno fue quemado por haber can¬
tado frases por el estilo de “creo exaltadamente en la
infinidad del universo”; es explicable que haya su¬
frido el suplicio por esta frase en tanto que poeta o
metafísico; pero sería penoso que haya creído su¬
frirla como hombre de ciencia, porque en tal caso ha¬
bría muerto por una frase fuera de lugar.
Estrictamente, los juicios de valor no tienen ca¬
bida en la ciencia, aunque intervengan en su cons¬
trucción; el científico es un hombre como cualquiera
y es natural que trabaje con toda la colección de pre¬
juicios y tendencias estéticas, místicas y morales que
forman la naturaleza humana. Pero no hay que co-

29
meter la falacia de adjudicar estos vicios del modus
operandi a la esencia del conocimiento científico.

De este modo, el mundo se ha ido transformando


paulatinamente de un conjunto de piedras, pájaros, ’
árboles, sonetos de Petrarca, cacerías de zorro y lu¬
chas electorales, en un conglomerado de sinusoides,
logaritmos, letras griegas, triángulos y ondas de pro¬
babilidad. Y lo que es peor: nada más que en eso.
Cualquier científico se negará a hacer consideracio¬
nes sobre lo que podría estar más allá de la mera es¬
tructura matemática.
La relatividad completó la transformación del
universo físico en fantasma matemático. Antes, al
menos, los cuerpos eran trozos persistentes de mate¬
ria que se movían en el espacio. La unificación del
espacio y del tiempo ha convertido al universo en un
conjunto de "sucesos”, y en opinión de algunos la
materia es una mera expresión de la curvatura cós¬
mica. Otros relativistas imaginan que en el universo
no hay pasado, ni presente, ni futuro; como en el
reino de las ideas platónicas, el tiempo sería una ilu¬
sión más del hombre, y las cosas que cree amar y las
vidas que cree ver transcurrir apenas serían fantas¬
mas imprecisos de un Universo Eterno e Inmutable.
La ciencia estricta —es decir, la ciencia matema-
tizable— es ajena a todo lo que es más valioso para
un ser humano: sus emociones, sus sentimientos de
arte o de justicia, su angustia frente a la muerte. Si el
mundo matematizable fuera el único mundo verda-

30
dero, no sólo sería ilusorio un palacio soñado, con
sus damas, juglares y palafreneros; también lo serían
los paisajes de la vigilia o la belleza de una fuga de
Bach. O por lo menos sería ilusorio lo que en ellos
nos emociona.

CIENCIA Y MORAL

U n telémetro de artillería requiere el concurso de


matemáticos, físicos e ingenieros; pero puede ser uti¬
lizado por los ejércitos de un bandolero o por hom¬
bres que luchan por la libertad. Los productos de la
ciencia son ajenos al mundo de los valores éticos: el
teorema de Pitágoras puede ser verdadero o falso;
pero no puede ser perverso, ni respetable, ni decente,
ni bondadoso, ni colérico.
Sin embargo, la matemática, la física y en gene¬
ral todas las ramas que han llegado al estadio de
ciencia estricta, no de simple conocimiento o clasifi¬
cación empírica —Wissenschaft— tienen un valor for-
mativo que debe ser calificado como moralizador.
En la ciencia estricta, el yo debe ser sacrificado a la
objetividad; el hombre que investiga la naturaleza lo
hace con los deseos, prejuicios y vanidades que son
inseparables de la pobre condición humana; pero,
frente a los insobornables hechos, hay un instante en
que el investigador debe abandonar sus deseos, sus
prejuicios y sus vanidades; este es el duro momento
en que un verdadero científico se manifiesta superior

31
al resto de los mortales; si Aristóteles hubiera sobre¬
vivido hasta el Renacimiento y hubiera aceptado la
refutación de su teoría ante la experiencia de la To¬
rre de Pisa, entonces habría pasado a la historia
como un verdadero hombre de ciencia. Estas rectifi¬
caciones no son fáciles; la historia de la ciencia está
llena de hombres que se aferraron a teorías falsas
mucho después que los hechos las hubieron destro¬
zado. Los peripatéticos contemporáneos de Galileo
se negaron a aceptar la existencia de los satélites de
Júpiter; Poggendorff pasó a la historia por haber en¬
cajonado la memoria de Mayer, descubridor del
principio de la energía; Painlevé se negaba a aceptar
la teoría de Einstein; Le Chatelier comentaba con
sorna que “algunos ilusos dicen haber comprobado
la producción de gas helio por el uranio”, varios
años después que centenares de físicos trabajaban en
radiactividad. La ciencia es una escuela de modestia,
de valor intelectual y de tolerancia: muestra que el
pensamiento es un proceso, que no hay gran hombre
que no se haya equivocado, que no hay dogma que
no se haya desmoronado ante el embate de los nue¬
vos hechos.

CITAS

Hay por lo menos dos formas de mostrar una erudi¬


ción irritante: una, acumulando citas, y otra, no ha¬
ciendo ninguna. La segunda es abundante en los ge-

32
nios. Uno de los aspectos más hirientes de los hom¬
bres geniales es su desprecio por las frases conoci¬
das, probablemente causado por una mera cuestión
de competencia, ya que ellos mismos son constructo¬
res de frases conocidas en el futuro. De este modo,
los genios se caracterizan por citarse insistentemente
a sí mismos; con el pretexto de rehuir el brillo de la
erudición manifiesta, practican una de sus formas
más odiosas: la erudición de sí mismo, una como
erudición con signo menos, concluyendo por caer en
una pedantería al revés.
Lo prudente es, pues, emplear una dosis amis¬
tosa de citas. Y además, hablando con franqueza,
cómo sería posible hoy escribir nada sin citar a
Rilke, o a Kafka, o a Heidegger? O, al menos, sin
hacer uso de la palabra Weltanschauung?

COBARDÍA

Esa típica cobardía de los japoneses, que temerosos


de un mundo imperfecto y propicio a la deshonra, se
lanzan a la muerte para asegurarse una confortable
eternidad.

CONTINUIDAD DE LA CREACIÓN

Una catástrofe que sumiera a la humanidad en la


miseria y en la ignorancia transmutaría el valor de

33

3
todas las obras de arte, aniquilaría las riquezas de
Leonardo, de los diálogos platónicos; nadie puede
ver en una novela, en un cuadro, en un sistema de fi¬
losofía, más inteligencia, más matices de espíritu que
los que él mismo tiene.
Pero aún sin catástrofe, la humanidad cambia
constantemente y, con ella, las creaciones del pasado
y los personajes históricos: el presente engendra el
pasado; el Cervantes que escribió el Quijote no es el
mismo que el Cervantes de hoy; aquél era aventu¬
rero, lleno de vida y despreocupado humor; el de
hoy es académico, envejecido, escolar, antológico.
Lo mismo pasa con Don Quijote, oscilando entre la
ridiculez y la sublimidad, según la época, la edad de
los lectores y su talento. No hay tal abismo entre la
realidad y la ficción. Hoy es tan real —o tan ficti¬
cio— Cervantes como Don Quijote. Al fin de cuen¬
tas, nosotros no hemos conocido a ninguno de los
dos y no nos consta su existencia o inexistencia efec¬
tiva, de carne y hueso; de ambos tenemos una noti¬
cia literaria, llena de creencias y suposiciones. En ri¬
gor, Don Quijote es menos ficticio, porque su histo¬
ria está relatada en un libro, en forma coherente, lo
que no sucede con la historia de Cervantes.

CREACIÓN DEL HOMBRE

El doctor Lightfoot, vicerrector de la Universidad


de Cambridge, mediante un cuidadoso estudio del

34
Génesis, encontró que el hombre fue creado el 2 3 de
octubre de 4004 a. C., a las nueve de la mañana.

DALÍ

Se discute si Dalí es auténtico o farsante. Pero tiene


algún sentido decir que alguien se ha pasado la vida
haciendo una farsa? Por qué no suponer, al revés,
que esa continua farsa es su autenticidad? Cualquier
expresión es, en definitiva, un género de sinceridad.

DESCUBRIMIENTO DE AMERICA

H. G. Wells dice: “Fue una desgracia para la


ciencia que los primeros europeos que llegaron a
América fueran españoles sin curiosidad científica,
sólo con sed de oro, y que, movidos por ciego fana¬
tismo, todavía exacerbado por una reciente guerra
religiosa, apenas hicieran muy pocas observaciones
interesantes sobre las costumbres e ideas de estos
pueblos primitivos. Los asesinaron, los robaron, los
esclavizaron, pero no tomaron ninguna nota de sus
costumbres.''
El botánico Hicken emite el siguiente veredicto:
“Llegaron, pues, los primeros exploradores al Río de
la Plata con el bagaje aristotélico, casi completa¬
mente analfabetos..."
Dejando de lado esta idea de la formación aris-

35
totélica en los marineros españoles —y la valerosa si¬
nonimia entre aristotelismo y analfabetismo— las
opiniones citadas reflejan el juicio que existió du¬
rante mucho tiempo sobre el descubrimiento y colo¬
nización de América. No se ve claro, sin embargo,
cómo pueden realizarse el descubrimiento de un con¬
tinente, los largos y riesgosos viajes marítimos, el
trazado de cartas geográficas y la explotación de las
minas peruanas y mejicanas, sin conocimientos de as¬
tronomía, geografía, náutica, cartografía y metalur¬
gia. Hay motivos para acusar a H. G. Wells de falta
de imaginación, lo que es singular, y al doctor Hic-
ken de optimismo exagerado sobre la posibilidad de
combinar la doctrina de Aristóteles con el analfabe¬
tismo.

La navegación de altura fue posible gracias al legado


de la astronomía griega, enriquecido luego por los
árabes, judíos y cristianos de la Edad Media, que
eran impulsados por necesidades técnicas y por pre¬
juicios astrológicos; las Tablas Alfonsíes son la reco¬
pilación de todo lo que en la época se sabía de esen¬
cial en las ciencias astronómicas. La astronomía náu¬
tica es ibérica y su origen está en los Regimientos de
las navegaciones portuguesas; resultó de la colabora¬
ción de Abraham Zacuto con los náuticos de la Junta
de Matemáticos de Lisboa y en especial con José Vi-
sinho: es una aplicación de las doctrinas grecoarábi-
gas contenidas en la obra de Alfonso X.
La Metalurgia, que permitió la explotación mi-

36
ñera de América, provenía de los romanos y había
sido perfeccionada por los árabes en las minas de Al¬
madén.
Recíprocamente, los grandes descubrimientos de
los siglos xiv y xv destruyen supersticiones, prejui¬
cios astronómicos, geográficos, etnográficos, lingüís¬
ticos, climatológicos. Se fortalece la naciente tenden¬
cia al libre examen, y tanto por la revolución mental
que provocan como por las transformaciones eco¬
nómicas y sociales, los descubrimientos de esa época
acentúan el hecho cultural del Renacimiento. La in¬
vención de la imprenta multiplica la importancia de
las nuevas ideas y se inicia una era de gran actividad
material y espiritual. A partir del descubrimiento se
desvanecen como fantasmas nocturnos los mons¬
truos que Estrabón, Aristóteles y pensadores medie¬
vales imaginaban que poblaban el mundo más allá
de las fronteras de la ecumene: los basiliscos, grifos,
dragones, desaparecen con los fabulosos mares y tie¬
rras que los contenían: la zona periusta, el pulmón
marino, el mar tenebroso. Apenas si el Almirante
anota en sus cuadernos la aparición de dos o tres si¬
renas, no muy bonitas. Desde ese momento, esos
monstruos pierden su condición de objetos reales
(ganando, claro, la eternidad que les confiere su con¬
dición de objetos ideales).

El propio Colón estaba dotado de espíritu cien¬


tífico: sentido de la observación y empeño teórico.
Sus observaciones de la declinación magnética basta-

37
rían para asegurarle un nombre en la historia de la
Física; es cierto que su teoría sobre el fenómeno es
falsa, pero también son falsas las actuales. Hasta los
errores del Almirante son científicos, y lejos de servir
para condenarlo son la mejor prueba de su saludable
confianza en la ciencia de la época. El error más
grande de todos los que cometió fue, sin duda, el propio
descubrimiento. Al respecto, los manuales escolares
han difundido la imagen de un Colón omnisciente
discutiendo ante una junta salmantina astuta, igno¬
rante y mal dispuesta. Es difícil saber hoy lo que en
aquella reunión se discutió, pero puede presumirse
que muchos de los argumentos esgrimidos contra el
Almirante eran científicamente correctos. No es creí¬
ble que se discutiese la posibilidad teórica de llegar a
oriente partiendo de occidente: en aquella época nin¬
guna persona medianamente culta negaba la esferici¬
dad de la Tierra —que había sido medida por Eratós-
tenes de Alejandría. Es probable que hubiera dos
clases de objeciones: en primer lugar, algún teólogo
puede haber hablado de la posibilidad de “resbala¬
miento”, una vez sobrepasado cierto límite en la na¬
vegación; esta era una opinión corriente, pues, como
no se tenía idea de la gravitación hacia el centro, se
pensaba que era imposible habitar en regiones un
poco alejadas del centro europeo: San Isidoro no ad¬
mitía siquiera la existencia de habitantes en Libia,
por la excesiva inclinación del suelo; mucho menos
podría creerse en la posibilidad de dar la vuelta al
mundo, por la misma razón que se negaba la existen-

38
cia de los antípodas, esos absurdos habitantes con la
cabeza para abajo; el propio Cicerón, ecléctico y es¬
céptico, cree necesario asegurar a su amigo Lúcido
que no desprecia “esa-creencia” (Primeras cuestiones
académicas, Libro II). El otro género de objeción
que puede haber tenido el Almirante es sensato y
atendible: los geodestas griegos habían calculado va¬
lores bastantes diferentes para la circunferencia te¬
rrestre, y el que Paolo del Pozzo Toscanelli ofreció a
Colón en su mapa estaba basado en los datos de Po-
sidonio —muy inferiores a los valores reales— y en su
exagerado cálculo de la extensión del viejo conti¬
nente. En resumen, Colón pensó que la distancia
hasta el oriente no era superior a 1200 leguas, reco¬
rrido que calculaba hacer en cinco semanas. Por el
contrario, muchos eruditos de la época conocían los
cálculos de Eratóstenes, que son casi exactos, y que
daban un valor mucho más grande del obtenido por
Posidonio. Estos cálculos demostraban que el viaje
era una locura.
A pesar de todo Colón hizo la expedición y el
azar quiso que tardara justamente cinco semanas en
llegar al nuevo continente, lo que explica que se afir¬
mara en su idea errónea de haber llegado a las In¬
dias. Hoy sabemos que Eratóstenes de Alejandría
había calculado con asombrosa precisión y que Co¬
lón y sus asesores técnicos estaban equivocados.
Pero con esta clase de equivocaciones es como
avanza la humanidad.

39
DETERMINISMO

La vertiginosa idea de que todo está inexorable¬


mente vinculado y que una nariz diferente de Cleo-
patra habría producido una vida diferente del señor
J. M. Smith, empleado del Banco de Boston, pro¬
duce en muchas personas una especie de desmorali¬
zación. “Si eso es cierto —dicen—, no vale la pena
esforzarse en nada.” No dándose cuenta de que si eso
es cierto no hay tal efecto desmoralizador: esa apa¬
rente desmoralización estaba decidida de antemano
por las infinitas causas que la precedieron.
Una candidez parecida es provocada a veces por
la idea de un eterno retorno: hay personas que creen
poder echarse al abandono porque se han conven¬
cido de que esta vida y este universo han sucedido
exactamente otras veces y han de suceder infinitas
veces más. Pero, si realmente hay eterno retorno y
reproducción idéntica de los ciclos, es claro que ese
echarse al abandono no puede ser una novedad: se
ha producido en cada ciclo y se ha de producir por
toda la eternidad.

Entonces, qué? dice esta gente, desalentada —aun¬


que ya con temor de que ese desaliento no sea volun¬
tario ni nuevo. Pero si es muy simple: basta rechazar
el determinismo absoluto y el eterno retorno.

40
DIOS

Hay muchos pensadores que sostienen la ineptitud


de la Metafísica para probar nada. Sea como sea, pa¬
rece que problemas como el de la existencia de Dios
sólo tienen cabida en la Filosofía; si ésta no sirve,
tanto peor para los que no les basta con la fe y sien¬
ten la necesidad de probar la existencia o inexistencia
de Dios; pero que no se busquen argumentos en la
ciencia.
La ciencia es totalmente ajena a esta cuestión y
la prueba está en que de ella se ha pretendido sacar
argumentos en favor y encontra de la existencia de
Dios: Kepler y Newton se extasiaban ante el orden
universal que, según ellos, implicaba la existencia de
Alguien que lo hubiese establecido; Maupertuis su¬
ponía que el principio de mínima acción de la di¬
námica era la mejor prueba de una Sabiduría Di¬
vina: Jeans piensa que este universo ha sido cons¬
truido por un Dios Matemático, con conocimiento
del cálculo tensorial y la teoría de los grupos. Por el
otro lado, hay espíritus dispuestos a creer que el de¬
sarrollo de la ciencia prueba la inexistencia de Dios;
no veo, sin embargo, cómo el descubrimiento de
leyes en el terreno de la biología y de la psicología
puede resultar reconfortante para los que piensan
así; si no he entendido mal, las experiencias de Pav-
lov demuestran que buena parte del mundo psíquico
revela ya una obediencia a leyes estrictas; pero, no es

41
la existencia de leyes ineluctables lo que lleva a otros
a creer en la existencia de Dios?
En realidad, un censo de opiniones mostraría
que buena parte de los sabios creen en un Principio
Ordenador. Por mi parte, me parece que la ciencia
estricta nada puede probar en este problema. En la
medida en que sus hombres pronuncian estas ansio¬
sas afirmaciones no pertenecen a la ciencia; pertene¬
cen a la Teología o a la Metafísica, que tanto odian.

DIVULGACIÓN

Alguien me pide una explicación de la teoría de


Einstein. Con mucho entusiasmo, le hablo de tenso¬
res y geodésicas tetradimensionales.
—No he entendido una sola palabra —me dice,
estupefacto.
Reflexiono unos instantes y luego, con menos
entusiasmo, le doy una explicación menos técnica,
conservando algunas geodésicas, pero haciendo in¬
tervenir aviadores y disparos de revólver.
—Ya entiendo casi todo —me dice mi amigo,
con bastante alegría—, Pero hay algo que todavía no
entiendo: esas geodésicas, esas coordenadas...
Deprimido, me sumo en una larga concentra¬
ción mental y termino por abandonar para siempre
las geodésicas y las coordenadas; con verdadera fe¬
rocidad, me dedico exclusivamente a aviadores que
fuman mientras viajan con la velocidad de la luz, je-

42
fes de estación que disparan un revólver con la mano
derecha y verifican tiempos con un cronómetro que
tienen en la mano izquierda, trenes y campanas.
—Ahora sí, ahora entiendo la relatividad! —ex¬
clama mi amigo con alegría.
—Sí —le respondo amargamente—, pero ahora
no es más la relatividad.

DOGMATISMO

En todas las épocas de la historia, los enemigos más


encarnizados del Dogma se han reclutado entre los
partidarios de un Dogma Diferente, quemándose,
ahorcándose o crucificándose mutuamente. El autén¬
tico espíritu libre está abierto a todas las posibilida¬
des, incluyendo los dogmas y supersticiones. Este es¬
píritu debería ser la esencia del pensamiento cien¬
tífico y filosófico; y lógicamente lo es, pero es raro
que psicológicamente o históricamente lo alcance a
ser: los hombres de ciencia y los filósofos son hom¬
bres de carne y hueso y no están desposeídos de los
vicios de los demás mortales; tienen mayor dominio
de la inteligencia y más espíritu crítico; pero es una
diferencia de grado, no de esencia.
Y así nos encontramos con un hecho muy cu¬
rioso: los siglos xvin y xix desencadenaron una espe¬
cie particularmente peligrosa de dogmatismo: el
científico. Es cierto que en nuestro siglo, algunos de
los más grandes epistemólogos han recomendado la

43
cautela y la modestia; pero el hombre de la calle, im¬
presionado por el desarrollo de la técnica, no ve esos
titubeos teóricos, y ha adquirido la más singular de
las supersticiones: la de la ciencia; que es como decir
que ha adquirido la superstición de que no debe ser
supersticioso.
Era un acontecimiento previsible: la ciencia se
ha hecho crecientemente poderosa y abstracta, es de¬
cir, misteriosa: para el ciudadano se ha convertido
en una especie de magia, que respeta tanto más
cuanto menos la comprende. Este nuevo esoterismo
tiene por dignidades el Miedo y el Poder, y estas
dos fuerzas engendran siempre las supersticiones.
En la ciencia hay un elemento eterno y otro
mortal: el primero es el método, que consiste en ob¬
servación cuidadosa y razonamiento impecable; la
parte mortal es, en cambio, el conocimiento mismo.
La teoría de Tolomeo fue superada por la de Copér-
nico, esta por la de Einstein y la de Einstein ha de
ser superada por otra más compleja. El desarrollo del
pensamiento se hace a menudo a través de estas nega¬
ciones dialécticas. Esta mortalidad del conocimiento
es lo que hace tan cauteloso a los hombres de ciencia,
que nunca son dogmáticos cuando son auténticos.
En líneas generales, puede decirse que practican
tanto menos el dogmatismo de la ciencia cuanto más
a fondo han llegado a ella; tiene mayor fanatismo
científico el médico, cuya ciencia está probablemente
en el estado en que se hallaba la física en la época de
Aristóteles, que el matemático, cuya ciencia, por ser

44
la más simple de todas, es la más avanzada.
Si hay algo seguro en nuestros conocimientos es
la verdad de que todos los conocimientos actuales
son parcial o totalmente equivocados. Dentro de
cien años parecerán monstruosas las operaciones co¬
metidas por los médicos del siglo xx en los ulcero¬
sos. En general, les parecerá bastante cómico el afán
de las curaciones locales, tendencia del hombre inge¬
nuo a dividir la realidad. La experiencia realizada
hasta el presente ha mostrado que viejas teorías que
constituían Dogma apenas han resultado ser Equivo¬
caciones. Este hecho melancólico debería hacer me¬
ditar a los médicos y en general a los científicos que
dogmatizan. A menos que piensen, valerosamente,
que ese proceso de transmutación de Dogma en
Equivocación^ terminó y que ahora todo lo que di¬
cen es inmutable. No veo, sin embargo, por qué ha
de poder establecerse un límite entre el Dogma y la
Equivocación que pase, justamente, por nuestro
tiempo.

DROITSURRÉALISME

Decidimos organizar una escuela para pintar lo


que está a la derecha y arriba de la realidad, dejando
las demás zonas para otros investigadores.

45
EDAD

Qué se puede hacer en ochenta años? Probable¬


mente, empezar a darse cuenta de cómo habría que
vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la
pena.
Un programa honesto requiere ochocientos
años. Los primeros cien serían dedicados a los jue¬
gos propios de la edad, dirigidos por ayos de qui¬
nientos años; a los cuatrocientos años, terminada la
educación superior, se podría hacer algo de prove¬
cho; el casamiento no debería hacerse antes de los
quinientos; los últimos cien años de vida podrían de¬
dicarse a la sabiduría.
Y al cabo de los ochocientos años quizá se em¬
pezase a saber cómo habría que vivir y cuáles son las
tres o cuatro cosas que valen la pena.
Un programa honesto requiere ocho mil años.
Etcétera.

EDUCACIÓN

U n animal se educa chocando contra el mundo exte¬


rior y adquiriendo así ciertos reflejos que lo hacen
apto para soportar la vida. Un niño también. No
veo, entonces, cómo han de poder considerarse cier¬
tos castigos como contraindicados; no forma parte
la mano del padre del mundo exterior? No creo que

46
se pretenda argüir seriamente que hay una diferencia
esencial entre un niño que va hacia un objeto y un
objeto que viene hacia un niño; sería reincidir en las
oscuras creencias del movimiento absoluto.

ESPRIT DE MESURE

Por alguna razón oculta muchos se empeñan en


considerar como franceses a Rabelais, Moliere, la re¬
volución de 1789, Robespierre, Marat, Balzac, el
proceso Dreyfus, Monsieur Chauvin, Barba Azul, el
Marqués de Sade, Lautréamont, los jansenistas, Víc¬
tor Hugo, la pelea de Hernani, los chalecos de Gau-
tier, la Marsellesa, León Bloy, Raimbaud, los su¬
rrealistas, L. F. Céline, Napoleón y Paul Claudel.

ETERNO RETORNO

El paisaje se repite cada vez que se ha dado una


vuelta en la calesita. Desde luego es necesario que
haya un paisaje permanente para que la repetición se
pueda realizar. El eterno retorno implica una eterni¬
dad o, mejor, “un paisaje fuera del tiempo ". Como
en el Timeo, el tiempo habría sido hecho junto con
los cuerpos que giran, para dar una imagen móvil de
la ternidad.

47
ETERNORRETORNÓGRAFO

Este notable aparato ha sido inventado por el se¬


ñor Morel, quien ha sido inventado por A. Bioy Ca¬
sares. En La invención de Morel, puede leerse la des¬
cripción: “Una persona o un animal o una cosa es,
ante mis aparatos, como la estación que emite el con¬
cierto que ustedes oyen en la radio. Si abren el recep¬
tor de ondas olfativas, sentirán el perfume de las dia¬
melas que hay en el pecho de Madeleine, sin verla.
Abriendo el sector de ondas táctiles, podrán acari¬
ciar su cabellera, suave e invisible, y aprender, como
ciego, a conocer todas la cosas con las manos. Pero
si abren el juego de receptores, aparece Madeleine
completa, reproducida, idéntica: no deben olvidar
que se trata de imágenes extraídas de los espejos, con
los sonidos, la resistencia del tacto, el sabor, los olo¬
res, la temperatura, perfectamente sincronizados.
Ningún testigo admitirá que son imágenes.”
Morel ha filmado un grupo de amigos en una
isla y ha dejado allí los aparatos proyectores, que
funcionan con las mareas: cada vez que el mar sube,
los motores se ponen en marcha e, interminable¬
mente, las mismas escenas se reproducen.
Un evadido llega a la isla y observa con estupor
escenas incomprensibles, repetidas; se enamora de la
mujer fantasma; descubre el mecanismo; hace un ho¬
rrible sondaje en aquel universo coexistente. Hay
una dimensión irreversible, semipermeable, el eva-

48
dido puede ver, oír, sentir ese universo de fantas¬
mas; pero éstos lo ignoran para siempre, repetida¬
mente.
Pero si los fantasmas no tienen la menor remi¬
niscencia de sus ciclos anteriores y si ignoran la exis¬
tencia de un mundo exterior al de ellos, tiene algún
sentido decir que son seres fantasmales? Viven, co¬
men, se enamoran, juegan al tenis, mueren; no es una
vida como cualquier otra? Nosotros, que vemos el
espectáculo, afirmamos que es un mundo fantasmal,
un eternorretornograma y creemos que el nuestro es
el verdadero. Por el contrario, la verificación de un
espectáculo de esa naturaleza creo que debería hacer¬
nos dudar de la realidad de nuestro propio universo.
Si Morel ha encontrado el procedimiento para crear
un mundo que se repite sin cesar, no es posible que el
propio Morel, sus fantasmas, el evadido, Bioy Casa¬
res y todos nosotros estemos repitiendo algún Eter¬
norretornograma de algún Gran Morel?

EXPANSIÓN DEL UNIVERSO

La idea de un universo en expansión fue originada


en una memoria del astrónomo holandés W. de Sit-
ter, publicada en 1917, que llevando a sus últimos
términos la teoría de Einstein extraía la siguiente
conclusión: el tiempo no fluye con la misma rapidez
en todas partes; considerado desde la Tierra, se re¬
tarda cada vez más hasta llegar a territorios donde

49

4
se detiene por completo. En estas remotas regiones
del espacio, las cosas no suceden: están. Las conclu¬
siones de de Sitter parecían demasiado fantásticas
para corresponder a la realidad (como si la realidad
tuviera la obligación de ser aburrida). Había, sin em¬
bargo, una forma de poner a prueba la teoría: si el
tiempo transcurre con mayor lentitud, el péndulo de
un reloj debe oscilar más lentamente; no hay posibi¬
lidad de colocar relojes de péndulo desde la Tierra
hasta los confines de nuestro universo, pero tampoco
hay necesidad: los átomos contenidos en cada astro
oscilan como relojes y el color de la luz que emiten
es la expresión de esa rapidez, como el tono de una
nota musical es la expresión de la frecuencia con que
vibra la cuerda. Y así como la nota se hace más baja
cuando el número de vibraciones por segundo de
una cuerda se hace menor, el color de la luz se acerca
más y más al rojo.
Si es cierto que en las zonas habitadas por remo¬
tas nebulosas del tiempo transcurre con mayor lenti¬
tud, la luz que nos viene de allá debe estar levemente
enrojecida. Los astrónomos Slipher y Humason fo¬
tografiaron los espectros de estas nebulosas: las foto¬
grafías revelaron que la luz era más rojiza que la co¬
rrespondiente a condiciones normales. Las doscien¬
tas nebulosas examinadas en los observatorios de
Monte Wilson y Flagstaff confirmaban la predic¬
ción del astrónomo holandés.
Pero había una variante: el enrojecimiento po¬
día ser causado por un veloz retroceso de las nebulo-

50
sas, así como el silbato de una locomotora se hace
más grave a medida que se aleja. Frente a la hipóte¬
sis de la paralización del tiempo apareció la de la ex¬
pansión general del universo, la hipótesis de un esta¬
llido de la burbuja cósmica. Esta idea fue propuesta
en 1922 por Friedmann, desarrollada en 1927 por
el abata Lemaitre y llevada a sus consecuencias más
extrañas por Eddington, a partir de 1930. De ella
dice el propio Eddington: “Contiene elementos apa¬
rentemente tan increíbles que casi siento indignación
de que alguien tenga fe en ella, excepto yo mismo.’’
Ha tenido pocos motivos de indignación.

Este misterio tiene una clave: la constante lambda.


La primera ley einsteniana de gravitación afirma que
el tensor G es nulo (G — O), fórmula que, como
dice Eddington tiene el mérito de la brevedad, ya
que no es de la claridad. Esta fórmula encontraba di¬
ficultades a distancias infinitas, pero siempre hay una
forma de resolver las dificultades con el infinito:
abolirlo. Un año más tarde, Einstein modificó lige¬
ramente su ecuación para que el espacio se cerrase a
grandes distancias y tuviese una dimensión finita; la
fórmula modificada fue G = X g, donde aparece por
primera vez la misteriosa constante lambda.
Einstein emitió esta constante con temor, casi
con desconfianza. Pero H. Weyl la puso en primer
plano, en su teoría del campo. Sin embargo la teoría
de la relatividad por sí sola se manifestó incapaz de
calcular el valor de lambda.

51
Es entonces cuando aparece Eddington con una
teoría revolucionaria. Guiado por la idea de que la
palabra expansión se refiere a algo esencialmente re¬
lativo, atacó el enigma desde un punto de vista
nuevo. Cuando decimos que el universo se expande
queremos significar que se agranda con relación a algo
de tamaño constante, por ejemplo, con respecto al me¬
tro de París. Esta clase de expresiones tiene un valor
relativo: Gulliver es un gigante al llegar a Lilliput y
se convierte en un enano al llegar a Brondingnag.
Podemos decir que el universo se expande con
relación a nuestro planeta y a nuestros cuerpos; pero
también podemos afirmar que el universo tiene un
tamaño constante y que nuestros cuerpos se están
empequeñeciendo rápidamente. Un ser de dimensio¬
nes cósmicas, en el transcurso de millones de años
vería la contracción paulatina de nuestro pequeño
sistema planetario; la Tierra describiría una órbita
decreciente, nuestros años se acortarían, la vida del
hombre se haría más fugaz: “Recorremos el escena¬
rio de la vida, actores de un drama para beneficio
del espectador cósmico. A medida que las escenas se
desarrollan, observa que los actores se hacen más pe¬
queños y la acción más rápida. Cuando se levanta el
telón en el último acto, los actores enanos se despla¬
zan en el escenario a una velocidad fantástica. Cada
vez se hacen más pequeños y cada vez se mueven
más de prisa. Un último y borroso trazo micros¬
cópico de intensa agitación. Y después nada."
De acuerdo con este sentido relativo de la pala-

52
bra expansión, Eddington pensó que era imposible
hablar de expansión si no se fijaba un patrón cons¬
tante. Este patrón era, en definitiva, un átomo. El
juego se realizaba así entre los dos extremos: el uni¬
verso y el átomo. La expansión del universo y la
contracción del átomo eran expresiones equivalentes.
Pero la expansión del universo aparecía regida
por la constante lambda y esa constante estaba ro¬
deada de misterio y de temor. Dónde podía estar su
secreto? La conclusión era clara: tenía que estar en
el átomo, pues era el elemento que había sido olvi¬
dado. Eddington pensó que de algún modo debía
ser posible explicar la aparición de la constante y
hasta calcular su valor juntando las dos teorías: la de
Einstein, que se aplicaba al universo, y la cuántica,
que se aplicaba al átomo. (Cf. Relativity Theory of
Protons and Electrons, Cambridge, 1936.)
Durante años, Eddington se propuso desvelar el
misterio de la constante. Había muchas otras en el
universo físico, honradas y reconocidas; se pensaba
que siete regían la estructura y el ritmo del cosmos,
como una sinfonía heptatónica: la carga del electrón,
la masa del electrón, la masa del protón, la constante
de Planck, la velocidad de la luz, la constante de la
gravitación universal, la constante lambda.
El problema era: cuántas son verdaderamente
básicas?, no habrá vínculos secretos desconocidos,
entre algunas de ellas? El progreso de la ciencia ha
sido promovido por sucesivas unificaciones y esas
unificaciones consisten, en definitiva, en la revela-

53
ción de esas secretas identidades.
En New Pathways in Science, Eddington decide
que de las siete constantes hay tres que deben ser eli¬
minadas, porque se basan en la elección arbitraria de
patrones de longitud, tiempo y masa. Quedan cuatro
que parecen fundamentales y entre ellas lambda, la
clave. La imbricación de la relatividad y de los cuan¬
tos le hace dar un paso más: concluye que las cuatro
constantes son variaciones de una sola; la calcula y
encuentra que su resultado está de acuerdo con los
datos obtenidos en los espectros de las nebulosas en
retroceso.
Una sola constante regía el cosmos: lambda era
el número secreto con que el Gran Arquitecto había
construido el Templo, Lambda era el puente entre el
Universo y el átomo. Quizá ese puente entrevisto en
muchos años de meditación y de cálculo sea irreal,
ficticio; quizá, como los dragones y los grifos, ape¬
nas pertenezca al museo monstruoso de los objetos
de Meinong: aun así, tiene la calidad de su rara be¬
lleza.

Pero Eddington no había dado todavía el paso más


audaz. Milagrosamente, se había mantenido en el te¬
rreno de la física. Es cierto que las leyes y las cons¬
tantes del Universo las obtenía por juegos matemáti¬
cos, a partir de un solo número; pero ese número re¬
presentaba todavía un mensaje venido desde el
mundo exterior, desde el vasto continente que está
más allá del sujeto. Todavía lambda significaba un

54
dato y la física era, a pesar de todo, una ciencia a
posteriori. Eddington necesitaba que los astrónomos
y los físicos le dieran ese número obtenido con teles¬
copios y balanzas, para luego edificar la física. Pero
se acercaba lo peor: Eddington intentaría probar
que ese número puede ser calculado volviendo la es¬
palda a la naturaleza e investigando las formas de
nuestro conocer. (Cf. The Philosophy of Physical
Science.)
Supongamos que un ictiólogo quiere estudiar los
peces del mar. Con ese fin, arroja su red al agua y
extrae una cantidad de peces diferentes; repite la
operación muchas veces, inspecciona su pesca, la cla¬
sifica; procediendo en la forma usual en la ciencia,
generaliza sus resultados en forma de leyes:
1) No hay pez que tenga menos de cinco cen¬
tímetros de largo.
2) Todos los peces tienen agallas.
Estas dos afirmaciones son correctas en lo que
se refiere a su pesca y supondrá que seguirán sién¬
dolo cada vez que repita la operación. El reino de
los peces es el mundo físico, el ictiólogo es el hombre
de ciencia, la red el aparato cognoscente.
Dos espectadores observan al pescador sin decir
nada, hasta que ha formulado sus leyes. Entonces
uno hace el siguiente comentario:
— Usted afirma en su primera ley que no hay pe¬
ces que tengan menos de cinco centímetros. Creo
que esa conclusión es una mera consecuencia de la
red que usted emplea para pescar; el cuadro de la red
no es apto para pescar peces más cortos, pero de ahí
usted no puede concluir que no hay peces más cortos.
El ictiólogo ha escuchado esta manifestación
con desprecio, porque pertenece a la nueva clase de
hombres de ciencia: opina que la ciencia debe ocu¬
parse únicamente de lo que se puede observar. Res¬
ponde:
—Cualquier cosa que no sea pescable con mi red
está ipso facto fuera del conocimiento ictiológico y no
me interesa. En otras palabras: llamo pez a lo que es
capaz de pescar mi red, y no cabe duda de que a esa
clase de seres le viene muy bien mi primera ley. Los
“peces” a que usted hace referencia son peces meta-
físicos. No me competen.
Hasta este momento, el físico de laboratorio no
verá con alarma las manifestaciones de Eddington.
Por el contrario, mirará con simpatía su opinión de
que la ciencia debe ser construida con el solo uso de
los entes observables. Pero, desde este momento,
tendrá excelentes motivos de indignación, pues entra
en escena el segundo espectador:
—He oído su conversación con el otro especta¬
dor y me apresuro a manifestarle mi simpatía. Creo,
en efecto, ocioso discutir sobre peces no pescables,
sobre todo si se trata de ictiología y no de meta¬
física. Ahora bien: usted establece sus leyes mediante
el tradicional método de examinar la pesca. Puedo
sugerirle un método más eficaz?
—No tengo inconveniente, aunque dudo de que
exista —responde el ictiólogo, con desconfianza.

56
—No le parece que podía haber establecido la
primera ley con sólo examinar la red? No ha obser¬
vado que el cuadro tiene justamente cinco centíme¬
tros ?
—Así es, en efecto.
—En esas condiciones, usted puede afirmar a
priori y de una vez por todas que jamás tendrá peces
que tengan menos de cinco centímetros. La segunda
ley le puede fallar; en otras aguas quizá pesque peces
sin agallas; pero la primera obtenida mediante el
examen de la red, no le fallará nunca: es necesaria y
universal, es la ley por excelencia. La “ley” de las
agallas es apenas una generalización empírica y lo
expone a desengaños; hablando con franqueza, es
una ley bastante desagradable y será bueno ver si
también puede ser reemplazada por otra del primer
tipo.
El primer espectador es un metafísico que des¬
precia la física a causa de sus limitaciones; el se¬
gundo es un epistemólogo que cree poder ayudar a
la física a causa de sus limitaciones. El método tradi¬
cional del examen sistemático de los datos obtenidos
por la observación no es el único camino para alcan¬
zar las leyes de la ciencia física; algunas, al menos,
pueden obtenerse escrutando el equipo sensorial e in¬
telectual usado en la observación.
Los físicos han rechazado enérgicamente cual¬
quier pretensión de adquirir conocimientos a priori.
Sin embargo, en cierto sentido —sostiene Edding-
ton— los dos grandes avances de la física actual han

57
sido el producto de un análisis epistemológico: por
este procedimiento Einstein probó la imposibilidad
de un movimiento absoluto y Heisenberg llegó a su
principio de incerteza.
Puede chocar la idea de que la inexistencia de
movimientos absolutos o cualquier otra característica
del mundo físico pueda ser revelada volviendo la es¬
palda al mundo exterior y examinando la estructura
del sujeto. Pero es preciso no olvidar que para Ed-
dington el “mundo físico” no es el mundo exterior
sino el mundo fenoménico; para él, este mundo es
parcialmente objetivo y parcialmente subjetivo y so¬
lamente nos es dado conocer lo que tiene de subje¬
tivo. El hombre encuentra lentamente aquellos ele¬
mentos que él mismo puso en la naturaleza: “Ha
perseguido durante siglos las misteriosas huellas de¬
jadas en la arena por alguien, hasta darse cuenta de
que esas huellas son las suyas propias.”
En su última obra, Eddington intenta probar que
las leyes de la relatividad y de los cuantos —es decir,
toda la física— son la expresión de estas huellas del
sujeto trascendental. Las formas primitivas del pen¬
samiento (categorías?) que dominan toda la física se¬
rían:
1. La forma que lleva a considerar el conoci¬
miento obtenido mediante la experiencia sensorial
como una descripción del universo.
2. El concepto de análisis, que representa el
universo como una coexistencia de cierto número de
partes.

58
3. El concepto atómico, que exige un sistema
de análisis tal que los constituyentes últimos sean
unidades estructurales idénticas. Las variedades se
originan por la estructura y no por sus elementos.
4. El concepto de permanencia (una forma mo¬
dificada del concepto de substancia).
5. El concepto de autosuficiencia de las partes
(derivada, presumiblemente, del concepto de existen¬
cia).
Son las características del sello que el hombre
aplica sobre la naturaleza y que luego ha rescatado a
través de los siglos —en forma de leyes y de constan¬
tes— en un largo y monumental examen de astros y
átomos. Armados de telescopios, balanzas, termóme¬
tros, relojes, los físicos escrutaron el Universo en to¬
das direcciones, fijaron sus límites, midieron las
constantes que son sus piedras angulares; la observa¬
ción de nebulosas reveló la expansión del Universo,
o la paralización del tiempo; se calculó el radio total
y la masa encerrada en esta burbuja cósmica; se cal¬
culó el número total de partículas.
Y cuando se hubo hecho todo esto, Eddington
afirmó que esas búsquedas han sido superfluas; el
hombre que con un reflector escrutaba remotas gala¬
xias hacía, en realidad, un examen de su propio es¬
píritu.

Las constantes universales derivan —en opinión de


Eddington— de la constante lambda o, lo que es equi¬
valente, del número cósmico N (número total de

59
partículas contenidas en el universo). Este número
cree poder calcularlo mediante el solo mecanismo de
las formas del pensamiento. El cálculo teórico de N
depende del hecho de que una medida involucra cua¬
tro entidades y queda por lo tanto asociada a un
símbolo de existencia cuádruple. De esto concluye
que el número cósmico debe ser: 2.1 36.2256. Es el
número de protones y electrones que componen el
universo físico. El número cósmico habría sido intro¬
ducido, pues, por el hombre: vemos el universo
como si estuviese compuesto de N partículas, como
vemos cuadriculado un cielo a través de un alambre
tejido. Y el responsable de esta cuadriculación y de
este número no es el inventor de la mecánica ondula¬
toria; tampoco lo es el que hilo los electrones. El
responsable es el conjunto de formas del pensa¬
miento: el hombre que tomó la primera medida de¬
sencadenó el proceso que debía terminar en el
número cósmico.
Un ligero enrojecimiento en las nebulosas que
están más allá de nuestras regiones del espacio fue el
indicio del número cósmico. Pero para el episte-
mólogo, observador de observadores, su valor
exacto estaba implícito en su primera mirada a un
físico experimental:

Alcé después mis ojos y vi a un varón


que tenía en su mano una cuerda de medir

(Zacarías, II. I)

60
ESPEJO DE STENDHAL

Suponiendo posible la reproducción fiel del


mundo externo, no veo para qué esa inútil duplica¬
ción. Muchos se proponen este desatinado oficio de
papel carbónico con tanta furia como ineficacia, por
ignorar que el hombre es un papel carbónico que
presta a la realidad externa su propio color. Otros
pretenden engañarse a sí mismos y a los demás rei¬
vindicando oficio de espejo y respaldando sus pre¬
tensiones con el inevitable espejo de Stendhal. Arte¬
facto bastante mentiroso, por cierto; al menos, el uti¬
lizado por su inventor.

FAMA

La fama la realizan sucesos contingentes o equivoca¬


dos: Liszt se ha hecho famoso por su Rapsodia
N.° 2; Einstein, por la frase "todo es relativo", que
jamás pronunció y que enérgicamente refuta; Baude-
laire, por un título que parece prestado de Vargas
Vila; Newton, por la caída de una manzana que pa¬
rece no haber caído nunca. La gloria se equivoca casi
siempre y rara vez se adquiere por motivos que po¬
drían justificarla. En estos hombres, por ejemplo, la
fama es merecida, pero sus causas son equivocadas.
Excelentes personas se hacen la ilusión de tener un
buen gusto literario porque leen a Proust, a Shakes-

61
peare, a Cervantes; pero a menudo sucede que lo
que gustan de ellos no es otra cosa que sus defectos.
A veces la fama se debe a una frase histórica. De
todas las cosas apócrifas, las más enérgicamente apó¬
crifas son, quizá, las frases históricas. Dada la natu¬
raleza de la historia humana, casi siempre han sido
pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de
torturas, o al morir en la guillotina. En tales momen¬
tos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia
frases que puedan hacerse célebres por su estilo lite¬
rario; y las frases históricas son, precisamente, frases
pulidas y trabajadas. No hay duda de que las in¬
venta laboriosamente la posteridad —como muchas
cosas históricas.

FANTÁSTICO

Es la palabra con que designamos lo insólito. Por


eso se aplica continuamente en los viajes y en la his¬
toria del pensamiento. No es que designe cosas de
contenido mágico: simplemente designa otras cosas.

FASCISMO

Si se piensa que el fascismo es un producto específi¬


camente alemán o italiano; si se cree que es resultado
de una mentalidad que sólo puede darse en esos pue¬
blos, entonces es claro que su capitulación, el des-

62
mantelamiento de su industria pesada, el fusila¬
miento de los líderes y la reeducación de sus hom¬
bres señalarían el fin del fascismo y de la guerra, que
es su producto inevitable.
Peligrosa ingenuidad: las causas del fascismo es¬
tán latentes en todas partes y puede resurgir en mu¬
chos otros países, si las condiciones son propicias.
No se defiende aquí la ingenuidad de que el fascismo
alemán pueda resurgir en otros lugares con idénticos
atributos; la historia nunca se repite. Se defiende la
hipótesis de que puede resurgir con sus atributos de
barbarie espiritual, esclavitud de las almas y de los
cuerpos, odio nacional, demagogia y guerra. No es
una hipótesis aventurada: el fascismo ha nacido en la
crisis general de un sistema; vivimos en un período
de transformación más vasto y profundo que el que
señaló el fin del Imperio Romano o el fin de la aris¬
tocracia feudal en Europa. Esta crisis no ha sido
resuelta, por cierto, con la derrota militar de Ale¬
mania.

Después de 1918; todo el mundo era optimista y re¬


pudiaba el militarismo y la guerra. Innumerables
conferencias, pactos y comités creyeron resolver el
problema, reduciéndolo a una cuestión de fronteras,
armas y personas. No es difícil que esta actividad
haya contribuido al florecimiento de la economía
suiza; pero ni uno solo de los factores económicos y
sociales que produjeron la guerra fue realmente to¬
cado, con el resultado que conocemos. La guerra del

63
14 tuvo, sin embargo, un resultado de trascenden¬
cia; mientras los diplomáticos de los demás países
charlaban y elaboraban fomentos y parches, esta¬
llaba un movimiento que atacaba a fondo el pro¬
blema de la crisis contemporánea. Gobernantes que
decían haber estado luchando por la libertad y los
derechos del hombre, lanzaron entonces sobre Rusia
numerosos ejércitos, y durante años no mezquinaron
ningún recurso militar, económico y propagandístico
para aplastar la revolución naciente. Los líderes eran
bandidos, el pueblo era torturado y masacrado por
cien o doscientos pistoleros, se comía carne humana,
se sembraba el terror, se disolvía la familia; cómo no
intervenir en favor de la dignidad del hombre y de
su libertad? Todos sabemos ahora que, en medio del
hambre, de la guerra civil, de la lucha contra la inter¬
vención armada y contra la grosera propaganda,
hombres intrépidos luchaban por instaurar una orga¬
nización social más justa. Todos sabemos, también,
que los estadistas que llamaron bandidos a Lenin y
sus compañeros no defendían la libertad o la digni¬
dad humana: simplemente defendían la estructura de
un régimen en bancarrota.
La primera guerra mundial fue en buena medida
una guerra por los mercados; pero la existencia de
una nación grandemente socializada y la existencia
del movimiento fascista ha dado un carácter muy
distinto a la segunda, un carácter ideológico y po¬
lítico. Ha sido, en verdad, una lucha feroz contra el
fascismo. Pero volvemos a preguntarnos qué desen-

64
cadenó al fascismo. Este movimiento ha asumido
formas tan complejas que nos hacen olvidar, a me¬
nudo, lo esencial por lo circunstancial. Contribuyen
a este fenómeno hechos aparatosos pero secundarios:
el racismo, el antisemitismo, el resentimiento nacio¬
nal, la mística exaltación; el movimiento mostró,
además, una jerga anticapitalista y ciertas medidas
económicas que lo asemejaban, al parecer, con el so¬
cialismo; el movimiento se titulaba nacionalsocialista.
Podemos pensar lo que queramos del señor
Thyssen, o de Krupp, o de Henry Ford. Pero habrá
que admitir que estas personas saben defender sus
negocios; ignoramos sus condiciones para la música
o para la natación, pero nadie puede razonablemente
poner en duda su habilidad comercial. Y bien: todas
estas personas apoyaron al fascismo y hasta lo finan¬
ciaron; lo que significa que, a pesar de los esplendo¬
rosos rótulos contra el capitalismo, veían en esa
banda de forajidos una barrera contra el comunismo,
una nueva y más sutil forma de aprovechar el des¬
contento de las masas en favor de sus propios usu¬
fructuarios.
La memoria individual puede ser buena o mala;
pero la memoria colectiva es mala. Recordemos,
pues, que muchos estadistas ingleses elogiaron a
Mussolini; el rearme alemán fue facilitado por finan¬
cistas ingleses, franceses y norteamericanos; hasta
Pearl Harbor, los hombres de empresa de los Esta¬
dos Unidos estuvieron vendiendo petróleo y acero al
imperio japonés; durante la misma guerra, la Stan-

65

s
dard Oil de Nueva Jersey vendió al monopolio
químico alemán la fórmula que reducía a la mitad el
costo del caucho sintético, mientras la negaba a su
propio gobierno; estadistas de Inglaterra, Francia y
Estados Unidos dejaron que ios fascistas italianos y
los nazis alemanes hicieran y deshicieran en España;
esas mismas personas, en fin, facilitaron el destrozo
de la infortunada Checoslovaquia y se apresuraron a
entregar a los alemanes el oro que esa nación guar¬
daba en el banco internacional.
Todos estos hechos revelan que mientras el na¬
zismo no fue una amenaza contra algunos imperios,
contó con el apoyo de banqueros y estadistas no ale¬
manes. Es lícito, pues, sostener que lejos de ser un
movimiento anticapitalista, el fascismo se inició
como la manifestación más brutal y cínica del régi¬
men en bancarrota. Esto no quiere decir, de ningún
modo, que todos los líderes nazis fueran conscientes
de este papel histórico de guardaespaldas del capita¬
lismo. Es muy probable que muchos de ellos pensa¬
ran que se hallaban empeñados en una revolución
contra la plutocracia; pero estas son interpretaciones
de hechos, ya no simplemente hechos. Lo cierto es
que el movimiento fue apoyado por los grandes fi¬
nancistas alemanes y extranjeros; que luego haya to¬
mado autonomía propia, es también cierto; pero eso
sucede siempre en la historia: los medios se trans¬
forman en fines, y lo que fue un bárbaro medio de
parar la revolución en Europa se convirtió, durante
el proceso mismo, en la barbarie por la barbarie

66
misma, en el odio por el odio y en el poder por el
poder.
Admitiendo que el nazismo surgió de la crisis
del capitalismo y como una forma de detener la re¬
volución, puede parecer contradictorio que haya
contado con la opinión y hasta con el fanatismo de
las grandes masas. No veo nada teóricamente deci¬
sivo en esta contradicción: la masas no se mueven
mecánicamente, a impulsos de sus apetitos materia¬
les, sino psicológicamente, a impulsos de las ideas o
de las fes que algunos hombres les han inculcado; si
esos hombres tienen suficiente habilidad, pueden
mover a las masas en contra de sus intereses más
profundos; hay muchos ejemplos en la historia, pero
quizá ninguno tan ejemplar y trágico como el fas¬
cismo: las masas llegaron a apoyar con fanatismo a
un movimiento que en ultima instancia estaba desti¬
nado a esclavizarlas, embrutecerlas y lanzarlas a la
guerra más sangrienta de toda la historia.
Es fácil explicar este fenómeno en Alemania: ha¬
bía un resentimiento contra los países aliados, había
miedo por el futuro, había desconfianza en los parti¬
dos obreros — que estaban en lucha entre sí y no se
manifestaban capaces de resolver los problemas. El
partido nacionalista aprovechó toda esta materia
prima, desató odios unificadores y erigió, mediante
la propaganda, el sofisma como sistema.
El fascismo empleó un lenguaje anticapitalista y
vociferó que luchaba contra los países “plutócratas”,
como si no hubiera plutócratas en todas partes o

67
como si el señor Thyssen fuera un profesor de es¬
grima o un ensayista. Desvió la atención de la esen¬
cia del problema, haciendo creer al pueblo que capi¬
talismo y judaismo era la misma cosa y que por lo
tanto matar y torturar judíos era una operación equi¬
valente a suprimir la banca privada, dejando de citar
el curioso hecho de que Thyssen era ario cien por
cien y que en los ghettos de Rumania, Polonia y
Hungría se hacinaban millones de judíos miserables.
Aprovechó la confusión vulgar de revolución con
violencia, la reforzó e hizo olvidar que las más níti¬
das contrarrevoluciones han sido bárbaras y violen¬
tas (la represión de la Comuna, la represión del mo¬
vimiento chino).
Pero hubo muchos otros elementos confusionis¬
tas: el hecho de usar la palabra “revolución”, el he¬
cho de ser los nazis vulgares y malhablados —favore¬
ciendo así un lugar común—, el hecho de organizar
una nueva burocracia con déclassés, con gente resen¬
tida y fracasada, con basura humana, como si el pue¬
blo fuera lo mismo que basura; el hecho de terminar
con el paro, olvidando que este fenómeno estaba
vinculado a la formación de una poderosa industria
de guerra, de un gran ejército, y, en definitiva, el de¬
sencadenamiento de una guerra mundial.
Y, en fin, el sofismo de la estatización: el socia¬
lismo es estatal, luego todo lo estatal es socialista; ol¬
vidándose que se puede estatizar para el bien como
para el mal, en favor del pueblo como en su contra,
para la paz y el bienestar común como para la guerra

68
y el privilegio de una casta.
El socialismo, tal como ha sido expuesto por sus
teóricos — marxistas o no— es algo más que la nacio¬
nalización de la producción y del consumo: es un
movimiento profundamente moral, destinado a enal¬
tecer al hombre y a levantarlo del barro físico y espi¬
ritual en que ha estado sumido en todo el tiempo de
su esclavitud. Es, quizá, la interpretación laica del
cristianismo.

Hay quienes creen que siendo el fascismo un fe¬


nómeno alemán, no hay de qué preocuparse una vez
que Alemania esté aniquilada militarmente. De todas
las formas de hacer el juego al fascismo, creo que
ésta es una de las más sutiles, porque facilita su resur¬
gimiento en cualquier otro país del mundo (Estados
Unidos, por ejemplo).
Esta concepción está vinculada a la creencia de
que en los alemanes hay algo misterioso y oculto que
los distingue de los demás. En esto, por los visto,
esta clase de antinazis están de acuerdo con los nazis.
Extraña y retorcida forma de apoyar las doctrinas
racistas!
Los partidarios de esta doctrina consideran
que en el fondo de todo alemán hay un invariante
que desafía las transformaciones seculares de la eco¬
nomía, de la política, de los regímenes sociales, de
las costumbres. Ese invariante sería un germen mis¬
terioso de militarismo, disciplina ciega y aptitud
para la barbarie.

69
Es fácil comprobar que esta doctrina seudocien-
tífica no revela nada necesario ni suficiente del hom¬
bre germano. Que para ser germano no es necesario
ser bárbaro, lo revela una simple enumeración: Leib-
niz, Kant, Nietzsche, Bach, Beethoven, Mozart,
Gauss, Riemann, Weierstrass, Bolzano, Hilbert,
Planck, Ostwald, Goethe, Schiller, Lessing, Nova-
lis, Hoelderlin, Haendel, Schubert, Schumann; sería
inútil hacerla completa y ordenada: todos sabemos
que no hay rama de la ciencia, de la filosofía o de las
artes más delicadas que no haya sido enriquecida por
alemanes. Que para ser germánico no es suficiente
ser bárbaro lo revela otra enumeración: Atila, Juan
Vicente Gómez, los miembros del Ku-Klux-Klan, la
Inquisición, la policía social de cualquiera de nues¬
tros países; tampoco es necesario completar u orde¬
nar esta lista: la historia nos revela que cada vez que
las condiciones, la época, las costumbres y la luchas
lo han permitido o facilitado, el hombre ha descen¬
dido a las más abominables profundidades de cruel¬
dad y refinamiento en el sadismo.
Nunca he podido comprender el entusiasmo con
que muchos se aferran a una teoría tan manifiesta¬
mente falsa; la historia muestra hasta el cansado que
no hay caracteres nacionales invariables y que a me¬
dida que las condiciones económicas, sociales o reli¬
giosas cambian, también cambian las costumbres, las
modalidades, los gustos, el humor. Oblomov es un
arquetipo de la Rusia prerrevolucionaria; qué queda
de este señor en los rusos de la actualidad? Hay

70
gente que sólo se siente tranquila cuando esquema¬
tiza: el esprit de mesure de los franceses, el sense of hu-
mour de los ingleses, el mercantilismo de los judíos.
La realidad, en cambio, no tiene la misma debilidad
por los esquemas y casi nunca condesciende a darles
la razón a esta clase de personas. Dónde está el es¬
píritu de medida de Rabelais? Qué hay en común
entre el humorismo de Rabelais y el de Giraudoux?
Parece también una empresa preferentemente desti¬
nada al fracaso buscar un denominador común entre
la procacidad y violencia temperamental de la época
isabelina y la flema que nos pretenden hacer pasar
como un rasgo distintivo de la raza inglesa; ese sen¬
tido que sólo se explica cuando se ha redondeado un
buen imperio.
Este punto de vista sobre la relatividad de los
caracteres nacionales no significa negar que el ale¬
mán actual no tenga deplorables condiciones, pro¬
ducto de una serie de circunstancias históricas y so¬
ciales. Ignoro cuáles pueden ser las causas generatri¬
ces, pero sin duda alguna el alemán contemporáneo
se muere por formar parte de organizaciones que lo
priven de la libertad —cualesquiera que sean—, es
gregario, es favorable a toda clase de excesos, es in¬
capaz de vivir sin reglamentos, en cuanto puede
construye un sistema filosófico, es obediente, ve en
el Estado un dios todopoderoso y venerable. Claro
está que un hombre con semejantes características es
materia propicia para que surjan individuos como
Hitler. Es explicable, pues, que bajo su forma más

71
brutal el fascismo haya estallado en Alemania: había
condiciones sociales y económicas que en todo el
mundo señaló la culminación de la crisis; había, ade¬
más, condiciones nacionales propicias; había un
hombre medio, bien preparado para el fascismo por
sus características de obediencia y militarismo; ha¬
bía, en fin, un núcleo de bandoleros bien decididos y
con un programa claro de combate.
Es difícil que todas esta circunstancias se reúnan
nuevamente en otro país; pero esa improbable reu¬
nión sería necesaria para reproducir el mismo tipo del
naipsmo alemdm. El peligro no está en esa utópica
reencarnación sino en el triunfo del nazismo en con¬
diciones diferentes, lo que sí cuenta con gérmenes y
probabilidades en muchos países del mundo. En
tanto que bárbaro y demagógico movimiento pro¬
ducto del derrumbe de un sistema, puede darse en
muchas partes fuera de Alemania. Eso es lo verdade¬
ramente importante y ésa es la razón por la cual la
identificación del fascismo con los alemanes es una
de la formas más peligrosas de hacer el juego a ese
movimiento.
No veo sobre qué base puede suponerse que
Henry Ford, haya dejado de ser antisemita y antiso¬
cialista. Y en tanto pesen en los Estados Unidos
hombres como Ford subsistirán los peores peligros
para el pueblo norteamericano, para el mundo entero
y en particular para nuestros países — apéndices eco¬
nómicos. No veo tampoco de qué manera individuos
como Ford han de favorecer una real democracia en

72
nuestros países.
No se puede luchar durante años con un ene¬
migo poderoso sin terminar por parecerse algo a él.
Este hecho psicológico explica los extraños fenóme¬
nos a que estamos asistiendo: a ciertos antinazis no
les basta con que los jefes alemanes sean fusilados o
ahorcados, añoran formas más crueles y muertes más
lentas; no propician la seguridad sino la venganza y
el odio; animados de un fervoroso sadismo dan
rienda suelta a las pasiones que justamente detesta¬
mos en el fascismo. El espíritu fascista renace así, su¬
tilmente, en el alma de sus propios victimarios.
El movimiento que ha degradado a Italia y par¬
ticularmente a Alemania no ha de pasar sin dejar
graves rastros en todos los pueblos. Hay ciertos sen¬
timientos y prejuicios que es muy difícil recoger una
vez vertidos; el nazismo ha hecho recrudecer el anti¬
semitismo en los países donde era activo y lo ha he¬
cho surgir en otros donde era casi inexistente; ha di¬
vulgado sofismas sobre la inferioridad de ciertas ra¬
zas; ha provocado una nueva ola de nacionalismo
agresivo en todo el mundo; ha destruido la fe en el
respecto mutuo, en la dignidad humana, en las virtu¬
des de la tolerancia, de la razón y de la discusión. La
humanidad necesitará mucho tiempo para restaurar
estos sentimientos y no sé si podrá hacerlo en tanto
las naciones que pueden abrir nuevas y grandes rutas
para la historia persistan en el insensato manteni¬
miento en formas caducas.

73
FÍSICA ESCANDALOSA

En el buen tiempo viejo, un señor trabajaba un año


en un escritorio, haciendo cálculos, y luego enviaba
un telegrama a un observatorio: “Dirijan el telesco¬
pio a la posición tal y verán un planeta descono¬
cido.” Los planetas eran muy corteses y tomaban lu¬
gar donde se les indicaba, como en un ballet bien or¬
ganizado. Hoy, las partículas atómicas aparecen de
súbito y como por escotillón, haciendo piruetas. La
física de antaño tenía algo de fiesta de salón con
música de Mozart, mientras que ahora parece una fe¬
ria de diversiones, con salas de espejos, laberintos de
sorpresas, tiro al blanco y hombres que pregonan fe¬
nómenos.
Y a la astronomía, que era una recatada niña de
su hogar, laboriosa y modesta, le ha salido ahora un
hermano menor que ensucia la casa, convierte el alti¬
llo en polvorín, hace preguntas insoportables e in¬
venta cuentos descabellados.

GALILEO

Galileo fue escasamente lo que se llama una per¬


sona bien educada. Ya antes de ser profesor en la
Universidad de Pisa era famoso por sus bromas
contra la escuela aristotélica; cuando comenzó a en¬
señar en la facultad declaró que las teorías de Aris-

74
tóteles no eran dignas del menor respeto; escribió un
libro en que ridiculizaba el afán académico por la
toga; salía a beber con sus alumnos; componía ver¬
sos de amor; armaba pendencia con los colegas peri¬
patéticos y se divertía en refutar sus teorías arro¬
jando piedras desde lo alto de la torre inclinada. En
pocas palabras: usó los métodos más eficaces para
lograr mala fama en los círculos filosóficamente de¬
centes de la ciudad de Pisa.

Sin duda, la historia es hecha por los hombres, sobre


todo por los grandes, por los genios y héroes; pero
la hacen en un terreno elaborado, en medio de una
atmósfera determinada por la propia historia. En la
alta Edad Media se gestaron las fuerzas que irrum¬
pieron con violencia en los siglos xiv y xv, promo¬
viendo la industria, el comercio dentro y a través de
los estados feudales, los descubrimientos marítimos y
la apertura de los mercados ultramarinos, la explota¬
ción del oro y la plata, y plantearon urgentes proble¬
mas técnicos y científicos en la metrópoli. Es sinto¬
mático que buena parte de los grandes hombres de la
época estuvieran preocupados por cuestiones prácti¬
cas: Leonardo es ingeniero en la corte de los Borgia;
Tartaglia aplica las matemáticas a la artillería, como
también su discípulo Benedetti, que pone los cimien¬
tos de la geometría analítica para estudiar el pro¬
blema del tiro oblicuo; Cellini es técnico militar;
Copérnico es médico, estudia la crisis monetaria de
su país y planea el servicio de aguas para la villa de

75
Frauenberg; Galileo estudia la mecánica de las
máquinas simples y el tiro oblicuo; Torricelli, dis¬
cípulo suyo, descubre el fenómeno de la presión at¬
mosférica estudiando problemas de bombeo en la
ciudad de Florencia.
Naturalmente, este movimiento técnico viene
mezclado con preocupaciones filosóficas y aun reli¬
giosas, y muchas veces la inquietud especulativa
lleva a hombres como Galileo a analizar las doctri¬
nas aristotélicas. Pero es probable que es estos casos
la investigación fuera producto de la atmósfera gene¬
ral de libre examen creada por los descubrimientos
geográficos y la invención de la pólvora y la im¬
prenta. Parece difícil concebir una mente desapren¬
siva, libre, clara como la de Galileo —éste es el co¬
mienzo de “una época de mentes despejadas”, como
dice Vico— en medio de la servidumbre feudal y teo¬
lógica, en una sociedad más o menos estable y sin
grandes preocupaciones materiales.
Cuando un banquero como Santángel resolvió
dar capital a Cristóbal Colón no lo hacía, segu¬
ramente, porque de pronto se le apareciese filosó¬
ficamente más apropiada la idea de una Tierra es¬
férica, sino, porque esa idea podía resolver proble¬
mas comerciales con las Indias. Del mismo modo,
un militar apremiado por los peligros de la pólvora,
debía sentirse más inclinado a confiar en los cálculos
de Tartaglia o Benedetti que en las argucias de la es¬
cuela peripatética; en la defensa de una plaza fuerte
servía más un torno que un silogismo.

76
Galileo se entiende en una ciudad italiana del si¬
glo xvi, febril, activa, habitada por comerciantes es¬
cépticos y por militares interesados en resolver sus
problemas de fortificación y artillería.

La fama y la persecución fueron debidas a las inves¬


tigaciones experimentales en astronomía; pero su
obra genial es la fundación de la dinámica, sobre
todo, la aplicación sistemática del método científico,
que nace con sus trabajos.
Mucho tiempo antes de hacerse cargo de la cáte¬
dra, siendo un muchacho de unos veinte años, Gali¬
leo era un pésimo estudiante de medicina porque vi¬
vía preocupado con la ideas aristotélicas sobre la
caída de los cuerpos. Conocía las críticas de Lucre¬
cio, Leonardo y Tartaglia, que hacían pensar en la
falsedad de aquella doctrinas. Aristóteles sostenía
que un cuerpo pesado debe caer con mayor rapidez
que uno liviano. Galileo afirmó que tal idea era inco¬
rrecta; pero en vez de argüir, como era propio de fi¬
lósofos, comunicó que resolvería la cuestión arro¬
jando dos pesas desde lo alto de la torre inclinada.
Los profesores se abstuvieron de concurrir al desa¬
gradable espectáculo considerando indigno que se
discutiera a Aristóteles haciendo caer cuerpos, cua¬
lesquiera fueran sus pesos. Delante de algunos ami¬
gos y discípulos, Galileo arrojó simultáneamente dos
cuerpos, uno de 1 libra y otro de 10, comprobando
todos que tocaban el suelo en el mismo instante.
Desde este momento dedicó sus esfuerzos a fun-

77
dar la ciencia de la dinámica y a combatir las ideas
del filósofo de Estagira sobre el mundo físico. Sus
investigaciones abarcaron toda la mecánica, pero su
obra magna es el establecimiento del pricipio de
inercia. Leonardo y Benedetti habían tenido la intui¬
ción del principio, pero en la época de Galileo seguía
dominando la idea equivocada de que ningún movi¬
miento puede mantenerse sin la acción de una fuerza
permanente: la observación cotidiana de que un ca¬
rro se detiene tan pronto como deja de actuar la
fuerza del caballo conducía a la conclusión de que
los cuerpos no se mueven sin una fuerza constante
que actúe sobre ellos.
Para los escolásticos la mecánica era una especie
de capítulo de la metafísica: se hablaba de substan¬
cias, de movimientos naturales y violentos, de esen¬
cias y entelequias. Todo este aparato era puesto en
funcionamiento mediante la máquina silogística que,
cuidadosamente revisada y aceitada por los técnicos,
producía verdades en forma industrial.
Arquímedes de Siracusa había resuelto el pro¬
blema de la corona del rey Hierón no por puro razo¬
namiento —como propiciaba el gran estilo— sino me¬
diante pesadas y razonamientos. Galileo, que había
ya reflexionado largamente, resolvió someter a la
prueba experimental la ley de la fuerza permanente.
Experimentando con bolitas esféricas que arrojaba
sobre una superficie horizontal, verificó que el movi¬
miento perduraba tanto más cuanto menor era el
roce. Imaginó entonces que en una superficie infini-

78
tamente lisa el movimiento debería de proseguir sin
necesidad de otro impulso que el inicial.
Esta concepción resultó extravagante para los
peripatéticos, que no podían imaginar cómo un pla¬
neta podría mantener su movimiento sin el primer
motor fijo o alguna artimaña por el estilo. La premo¬
nición platónica de que los globos celestes se movían
indefinidamente una vez puestos en movimiento (Cf.
Tinieo) fue confirmada por Galileo, no por argumen¬
taciones o por valoraciones éticas o estéticas, sino
arrojando con modestia una bolita sobre una superfi¬
cie plana y horizontal.
El principio de inercia fue enunciado por Gali¬
leo para movimientos horizontales. Su alumno Ba-
liani escribió respetuosamente una carta al maestro
haciéndole notar que no había razón para restrin¬
girlo a ese tipo de movimientos. Pero el maestro no
aceptó la sugestión del muchacho, porque hasta en
los genios es más difícil combatir los prejuicios pro¬
pios que los ajenos.

GENGIS KANT

Bárbaro conquistador y filósofo alemán.

GEOMETRIZACIÓN DE LA NOVELA

La muerte y la brújula representa un caso extremo de


geometrización y es el legítimo descendiente de la

79
novela científica inaugurada por Poe. En ésta se pro¬
cede así: hay un conjunto de hechos —cadáveres,
guantes perdidos, impresiones digitales, palabras,
odios conocidos— que es necesario hacer coherente
mediante una hipótesis; esta hipótesis debe explicar
el crimen mediante los hechos restantes del mismo
modo que un astrofísico intenta explicar el estallido
de una estrella mediante las presiones interiores, tem¬
peraturas, masas y fuerzas gravitatorias.
Qué significa explicar? Significa establecer una
rigurosa cadena causal que termina en el crimen. El
universo en que se mueven estos personajes está re¬
gido por leyes inexorables, donde no hay lugar para
el milagro: es un universo estrictamente racional.
Para que la novela cumpla con esta condición, se
descartan deliberadamente los elementos irracionales
o demoníacos que no se puedan plegar al esquema.
Ciertos sucesos en la serie de crímenes de La muerte y
la brújula pueden parecer la obra de un criminal ma¬
niático, y en cierto sentido es así; pero esa manía
obedece a un canon geométrico y la serie de actos
demenciales obedece a un plan racional. Quizá para
una Inteligencia Divina, todo lo irracional que existe
en nuestro mundo sea también aparente. En este sen¬
tido, la novela policial científica presenta con clari¬
dad un problema de vasta trascendencia y es algo así
como su reducción al absurdo: es racional la reali¬
dad?
La novela común sería así el reino de la contin¬
gencia y de las veri tés de fait en tanto que esta clase

80
de novela policial sería el reino de la necesidad y de
las vérités de raison. El detective que convierte una
multitud de hechos incoherentes en un riguroso es¬
quema lógico-matemático, realiza el ideal leibniziano
del conocimiento. Claro que faltaría saber si nuestro
universo ha sido hecho por un Autor con mentalidad
parecida a la de Edgar Poe.

En La muerte y la brújula se da un paso más y la rea¬


lidad se convierte en geometría. Los personajes son
títeres, pero no como consecuencia de un defecto de
construcción sino, precisamente, por su perfecto
ajuste. La perfección del mecanismo implica la sim¬
plicidad de los personajes, del mismo modo que un
alfil no es capaz de actitudes imprevistas o proble¬
mas de conciencia. Por encima de la psicología, Bor-
ges desenvuelve un problema de lógica y geometría.
El pistolero Red Scharlach odia al detective Erik
Lónnrot y jura matarlo. Este es el único elemento
psicológico, pero es apenas el motor que pone en
marcha la maquinaria matemática. Como Borges, el
criminal ama la simetría, el rigor geométrico, el
número, el silogismo; de manera que piensa y ejecuta
un plan matemático: el detective termina por ha¬
llarse en el punto prefijado de un rombo trazado so¬
bre la ciudad, y el pistolero lo mata como quien ter¬
mina una demostración, more geométrico.
En este cuento no se cometen asesinatos: se de¬
muestra un teorema. Los crímenes del pistolero no
emocionan de distinta manera que el resultado

81

<)
a2 + b2 = h1

del teorema de Pitágoras. Es decir, hay una emo¬


ción, pero no es sensorial sino intelectual, del tipo
que producen las teorías filosóficas o las inferencias
científicas.
La ciudad en que Red Scharlach comete sus
crímenes es Buenos Aires, pero parece no serlo; es
conocida, pero irreal; los nombres de sus calles son
fantásticos, los nombres de sus habitantes son increí¬
bles, la frialdad de sus actitudes es inhumana.
Pero son todas cualidades, si se piensa que es la
geometría del sistema lo que interesa, no sus elemen¬
tos inevitables pero indiferentes. Piensa Lónnrot
cuando cree que ha descifrado el enigma de los
crímenes sucesivos: “Virtualmente había descifrado
el problema: las meras circunstancias, la realidad
(nombres, arrestos, trámites judiciales y carcelarios),
apenas le interesaban ahora.’’
En la demostración de un teorema es indiferente
el nombre de los puntos o segmentos, las letras lati¬
nas o griegas que los designan. No se demuestra una
propiedad para un triángulo particular, sino para el
triángulo en general; ni siquiera es necesario que esté
bien dibujado y casi es mejor que no lo este, para
evitar la falacia de que la corrección del resultado se
crea debida a la corrección de la figura; por el con¬
trario, la geometría es una ciencia que extrae conclu¬
siones correctas de figuras incorrectas. Claro que, de
todos modos, una figura es necesaria y también los

82
crímenes de Red Scharlach deben ser cometidos en
alguna parte. Pero induciría a error dar a esa figura
real un sentido preciso y definido, como si el valor
de las conclusiones dependiese de esa clase de correc¬
ción. Se necesita una ciudad un poco genérica, con¬
creta y a la vez abstracta, con nombres cualesquiera,
internacionales; es un Buenos Aires donde todo ha
sido generalizado lo suficiente como para ser geome¬
tría y no mera geografía. El cuento podía haber sido
comenzado con la palabras: “Sea una ciudad X cual¬
quiera”.

Es claro que los objetos ideales pertenecen a un uni¬


verso sin tiempo y sin causalidad. Un círculo no na¬
ció algún día y no morirá jamás: es incorruptible.
Los centauros, la Blancura, las figuras matemáticas,
pertenecen a un mundo incorruptible como el cielo
platónico, donde el movimiento y el tiempo no exis¬
ten, donde todo es eterno e invariable.

Si esta novela policial culmina en la geometría, es


evidente que sus elementos ingresan al propio
tiempo en este reino de la intemporalidad. No hay
razón para hablar de un transcurso: no hay que con¬
fundir el tiempo que se tarda en hacer una demostra¬
ción con el tiempo intrínseco que puede existir en los
elementos puestos en juego. Tampoco se puede ha¬
blar de causalidad: en estas novelas policiales no
existe ninguna causa de ningún crimen, como la rec¬
titud de un ángulo no es la causa de que el cuadrado

83
de la hipotenusa sea igual a la suma de los cuadrados
de los catetos. En estas ficciones, como en la geome¬
tría, hay implicación.
El resultado es el siguiente: la culminación de
cierto género policial conduce a la novela geométrica
y por lo tanto a la eternidad. Cuando el lector lee y
va haciendo desfilar la hojas delante de sí, este mu¬
seo de formas eternas y petrificadas sufre un simula¬
cro de tiempo, prestado por el que lee. Y cuando la
lectura termina, las sombras de la eternidad vuelven
a posarse sobre sus criminales y policías.
Pero, no seremos también nosotros un Libro
que Alguien lee? Y no será nuestro tiempo el
Tiempo de la Lectura? Si esta hipótesis es correcta,
el tiempo existiría verdaderamente en el instante pre¬
sente. El pasado habría vuelto al mundo subsistente
y atemporal; de modo que a través del instante ac¬
tual, como por un agujero, el mundo existente de las
cosas reales estaría convirtiéndose continuamente en
el mundo subsistente de los entes ideales. Así que el
Universo Ideal sería: un Almacén Infinito que pro¬
vee al Presente; un Cementerio Infinito de las cosas
que ya fueron, como Napoleón y el Rapto.de las Sa¬
binas; y un Museo Infinito de aquello que jamás
existió ni existirá, como Hamlet, la Blancura, la
Triangularidad, los dragones y centauros.

84
HELIOCENTRISMO

La teoría heliocéntrica es tan sencilla que podría


asombrar la resistencia que suscitó en la época de
Copérnico. Hay dos razones para explicar este fe¬
nómeno. Primero, desdeñaba el antropocentrismo
siempre ruidoso:

0 God, I could be bounded in a nutshell


And count myself a kjng of infinite space.

Desde Moisés, la gente no quiere abdicar de sus


privilegios cósmicos e imagina que de algún modo la
Creación ha sido organizada en su beneficio particu¬
lar. Bernardin de Saint-Pierre opinaba que el melón
tiene rajas para facilitar su consumo en familia. Era
inevitable que la doctrina copernicana chocase con¬
tra estos prejuicios teológicos y gastronómicos. Ya
Aristarco de Samos había sido acusado de impiedad
por la misma razón y el temeroso Pitágoras llevaba
una doble contabilidad: geocéntrica para el público
y heliocéntrica para su logia, como esos confiteros
que no comen lo que venden.
El otro obstáculo fue, como siempre, el acredi¬
tado y siempre aconsejado por los ancianos sentido
común. Esta institución es producto de unos pocos
reflejos condicionados y de una experiencia escasa,
lo que no impide que pretenda ser profética, con re¬
sultados invariablemente desastrosos. El modo de
operar es así: un anciano ha viajado en carros y tri-

85
rremes a la velocidad de cien estadios por hora; se
ha fatigado y, a consecuencia del movimiento, se ha
mareado. Si la Tierra girase en torno del Sol debería
estar lanzada a una velocidad miles de veces más
grande, lo que no puede ser cierto, puesto que nin¬
gún anciano se marea ni se queja.
La hipótesis heliocéntrica durmió hasta Copér-
nico. Uno de los responsables de esta catalepsia fue
Aristóteles, que con su inmensa autoridad policial
impidió cualquier alzamiento contra el régimen esta¬
blecido. Schopenhauer y Bertrand Russell afirman
que este filósofo constituyó una calamidad pública
que duró veinte siglos. Muchos se enojan arguyendo
que fue un gran genio. No veo la contradicción: so¬
lamente un gran genio puede constituir una gran ca¬
lamidad. Si Aristóteles hubiese sido un mediocre no
habría sido capaz de impedir durante dos mil años el
advenimiento de la nueva física. Los genios promue¬
ven grandes adelantos en el pensamiento humano;
pero, cuando les da por estar equivocados, son capa¬
ces de frenarlo durante varios siglos.

HOMBRE Y MUJER

Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa


se derrumbe, estará preocupado por el Universo.
Habrá siempre una mujer tal que, aunque el Uni¬
verso se derrumbe, estará preocupada por su casa.

86
IDEÓLOGOS DE LA BARBARIE

Se puede pensar que una banda de forajidos que se


propone someter al mundo no necesita de teorías fi¬
losóficas sino de garrotes explosivos y campos de
concentración: es de esperar que el movimiento nazi
constituya una enseñanza para los que así piensan.
Harold Laski nos dice que el nazismo no tiene un
sistema teórico; si por sistema teórico se entiende un
edificio conceptual coherente y que aspire a la ver¬
dad, quizá tenga razón; pero no veo por qué ha de
restringirse la definición de ese modo: una doctrina
teórica puede ser contradictoria, puede ser falsa,
puede ser sofística y puede ser criminal: no por eso
deja de ser una doctrina. Hay que recordar que los
nazis llegaron al poder por convicción y que, a pesar
de sus luchas callejeras con los socialistas y comunis¬
tas, obtuvieron la enorme mayoría del electorado a
base de propaganda, es decir, a base de ideología. Se
ha dicho que sin una teoría revolucionaria no puede
haber una acción revolucionaria. Parece inútil agre¬
gar que tampoco es posible instaurar el reinado de la
barbarie sin una doctrina de la barbarie.
No sabemos si esto lo sabían los capitanes del
capital financiero que fomentaron el nazismo, con la
creencia de que así resolverían sus problemas. Pero
lo sabían, con seguridad, varios de los sujetos freu-
dianos y adlerianos que se reunían en la cervecería
de Munich — se puede quemar a Freud y Adler y sin

87
embargo constituir sus ejemplos. Rosenberg y Goeb-
bels y algún otro miembro de esa banda de psicópa¬
tas que formaron la guardia vieja del nazismo sabían
que el pueblo debe ser conquistado teóricamente; y
que antes que los palos están los sistemas de filoso¬
fía, sobre todo si se trata de alemanes contempo¬
ráneos. El garrote es una excelente cosa; pero si se lo
puede enarbolar y descargar según los postulados de
un sistema filosófico, mejor.
No debe de haber necesitado mucho el doctor
Rosenberg para lucubrar la ideología del movi¬
miento: ahí estaban las doctrinas racistas del conde
de Gobineau, los restos sueltos o falsificados de
Nietzsche, escorias sacadas —justa o injustamente—
de la República de Platón y de Heidegger; viejos
cuentos raciales, políticos y económicos, todos desti¬
nados a rebajar la dignidad del hombre, a conver¬
tirlo en una bestia obediente, apta para servir los de¬
signios del fascismo; y todo mezclado, a alta tempe¬
ratura, con tratado de Versalles y bajas pasiones.
Así fue elaborada la ideología de la barbarie, eso
que el doctor Ernst Krieck, profesor de filosofía y
pedagogía de la Universidad de Heidelberg, deno¬
minó concepción obligatoria del mundo. La libertad de
pensamiento y de crítica, la ciencia y la filosofía en
libre expansión son revolucionarias por esencia, por¬
que para ellas no hay una concepción del mundo sa¬
grada e inalterable, y menos una concepción basada
en la mentira y el sofisma. Cómo ha de extrañar que
el nazismo impusiera a sangre y fuego un sistema sa-

88
grado e indiscutible? Y cómo ha de extrañar que el
diálogo socrático, esencia misma del pensamiento
occidental, fuera suplantado por el Ausrichtung del
profesor Krieck, por el adiestramiento que lleva a la
filosofía los métodos de cuartel?
El mariscal Goering dijo alguna vez esta frase
que pasará a la historia: “Cuando oigo la palabra
cultura, saco el revólver.” Se podrá decir lo que se
quiera contra este aforismo, pero no se le puede ne¬
gar una concisión clásica y una notable consecuencia.
Cuánto más repugnante nos resultan aquellos que
justificaron esa abominación de la cultura mediante
productos culturales.
Será bueno recordar los nombres de los que co¬
metieron esta especie de parricidio: Ernst Krieck,
profesor de filosofía y pedagogía de la Universidad
de Berlín; Karl Larenz, profesor de derecho; el doc¬
tor y profesor Móller von der Bruck; y, en fin, el in¬
creíble, el insuperable profesor de filosofía de la cul¬
tura de la Universidad de Marburgo, el doctor E.
H. Jaensch, que exclamó en uno de sus trabajos: “Es
lamentable que nosotros, los profesores, no hayamos
podido tomar parte en las refriegas en que, antes de
la toma del poder, los muchachos pardos abrían con
sus vasos de cerveza la cabezas de los socialistas, de¬
mócratas y judíos.” Este teórico del cachiporrazo
perpetró un monumental estudio tipológico: El
antitipo.
El antitipo es el hombre de la clase S, el hombre
débil, desorientado, corrompido y disolvente; es el

89
execrable producto de la mezcla de razas, de la ma¬
sonería, del judaismo y del asfalto. Este producto
debe ser aniquilado sin piedad por el tipo J, el super¬
hombre nazi, aurora y ejecución de una Nueva Hu¬
manidad cuyas notables virtudes no deben extrañar,
pues resultan de la suma de los subtipos J2 y J3. La
lucha debe ser particularmente implacable contra el
S2, el subtipo más pernicioso y degenerado, pues
suma a las calamidades del S el entendimiento y la
razón.

INDETERMINACIÓN

La noticia de que los físicos habían descubierto un


misterioso principio de indeterminación fue recibida
alegremente por ciertas escuelas teológicas y filosófi¬
cas, creyéndose que la propia ciencia proclamaba su
bacarrota y que el libre-albedrismo tomaba nueva
fuerza.
Ignoro por qué razón el hecho de que el hombre
pueda tener libre albedrío y ser responsable de todas
las tonterías que comete constituye un motivo de sa¬
tisfacción para muchos filósofos. Pero dejando de
lado esta cuestión creo que la alegría es precipitada,
ya que ni los propios hombres de ciencia han lo¬
grado ponerse de acuerdo, todavía, sobre el conte¬
nido y el nombre del principio: los que proponen de¬
nominarlo Principio de Indeterminación creen que
es la exteriorización de una indeterminación esencial

90
de la naturaleza; los otros opinan que debe interpre¬
tarse como una fórmula taxativa, quizá como una
medida de impotencia humana o actual de alcanzar
el mundo físico, y por eso proponen que se deno¬
mine Principio de Incerteza.
Los malentendidos a que ha dado origen se de¬
ben a que deriva de la hipótesis cuántica, que tiene la
desgracia de ser oscura cuando es rigurosa y de ser
totalmente falsa cuando todo el mundo la com¬
prende.

INERCIA MENTAL

E l hombre común tiende a la conservación de sus


ideas y convenciones. Pero el peor conservatismo es
el engendrado por una revolución triunfante: el con¬
servatismo que la precede es indeciso, agrietado,
conciliador; no se cree en las nuevas ideas pero tam¬
poco se confía mucho en las antiguas. En cambio,
cuando una revolución triunfa se constituye un
nuevo y rígido sistema de convenciones, que es muy
peligroso discutir; en las revoluciones políticas, el
apartamiento de la ortodoxia se paga con la vida o
la libertad; en las del pensamiento, se paga con la
burla o la acusación de locura.
El hombre es partidario del triunfador. Por eso,
cuando un movimiento revolucionario está en prepa¬
ración o fracasa, sus hombres son bandidos (en el
caso de la política) o locos (en el caso del pensa-

91
miento). Pero si triunfa, son prohombres o genios.
Sobre un individuo ha estado así suspendido por ins¬
tantes el calificativo de patriota o bandido en torno
de algún puente que podía saltar antes o después de
la columna revolucionaria.
Es sintomático ver cómo se orientan los hom¬
bres débiles —es decir la mayoría— en las grandes
convulsiones. Cuando Robert Mayer presentó sus
ideas sobre la conservación de la energía, el profesor
Poggendorff, ilustre filisteo, no quiso publicar su
memoria, por considerar que ese hombre no sabía no
sé qué fórmula de la física y porque, además, estaba
loco. Un repudio oficial de este género es peligroso
en cualquier parte, pero en Alemania era homicida:
Mayer fue encerrado en un manicomio, donde in¬
tentó suicidarse. Cuando Lord Kelvin y otros físicos
ingleses reivindicaron las ideas del médico alemán, el
principio terminó por convertirse en uno de los pila¬
res esenciales de la ciencia moderna, pero también en
un nuevo fetiche popular. Desde luego, los pobres de
espíritu fueron a partir de entonces sus más encarni¬
zados defensores y se mofan de los nuevos Mayer
que aparecen por ahí.
El hombre es conservador. Pero cuando esa ten¬
dencia se debilita, las revoluciones se encargan de re¬
novarla.

92
INFINITO

Es digno de ser meditado el hecho de que, cada vez


que es posible, el hombre elimina apresuradamente el
infinito. Los griegos, tan amantes de lo mesurado y
perfecto, trataron de descartarlo, pues les parecía
irracional, impensable e imperfecto. Por desgracia, la
realidad se ha visto frecuentemente obligada a refu¬
tar a los griegos, y el fantasma rechazado por la
puerta ha entrado por la ventana, acompañado de
varios parientes. La matemática moderna exhibe una
considerable variedad de infinitos, como si se hubie¬
ran reproducido en el éxodo, como los judíos. Desde
luego, todos son inintuibles y jalonan el creciente
alejamiento entre el mundo sensible y el mundo ma¬
temático. El infinitamente pequeño y el infinita¬
mente grande marcan las fronteras de las zonas pro¬
hibidas para el ciudadano. Cuando un enamorado
afirma un amor infinito, su forma de hablar debe ser
denunciada como una forma filosóficamente irres¬
ponsable.

INFINITUD DEL UNIVERSO

La infinitud del espacio —que aparece en Nicolás de


Cusa como una manifestación de Dios— cobra
nuevo impulso con la doctrina heliocéntrica resuci-

93
tada por Copérnico. Giordano Bruno, entusiasmado
(demasiado, para su desgracia), escribe:

Quindi l’ale sicure a Varia porgo


Ne temo intoppo di cristallo o vetro
Ma fendo i cieli, e a l ’infinito m ’ergo.

Estas divagaciones eran muy delicadas, de


modo que el poeta fue cuidadosamente quemado en
el año 1600.
Pero el ataque contra la cosmología oficial de la
Iglesia fue mucho más grave en Galileo, porque no
se basaba en valoraciones estéticas (como en Copér¬
nico o Bruno) sino en simples hechos de observa¬
ción: las fases de Venus y los satélites de Júpiter.
En opinión de los altos cardenales, la suerte co¬
rrida por Galileo debía ser de saludable influencia,
en el sentido de que otras gentes “se abstuvieran de
delincuencias de este género ”.

INTELIGENCIA

Entender es relacionar, encontrar la unidad bajo


la diversidad. Un acto de inteligencia es darse
cuenta de que la caída de una manzana y el movi¬
miento de la Luna, que no cae, están regidos por la
misma ley.
Como una especie de detective secular en una
Gran Novela Policial, la inteligencia persigue inter¬
minablemente a la verdad, buscándola hasta en los

94
lugares menos sospechosos; está abierta a todas las
posibilidades y por eso debe combatir a cada ins¬
tante contra la rutina, el lugar común, el dogma y la
superstición, que pretenden en cada caso saber acla¬
rado el enigma, ignorado o queriendo ignorar que la
verdad tiene infinitos cómplices e infinitos lugares
diferentes.
Porque combate contra todos los dogmas y su¬
persticiones la inteligencia es capaz de comprender
lo que hay de verdad en cada uno de ellos; un hom¬
bre inteligente no se caracteriza porque no comete
errores sino porque está dispuesto a rectificar los co¬
metidos; los hombres que no cometen errores y que
tienen todo definitivamente resuelto son los dog¬
máticos: se caracterizan por tener siempre una Igle¬
sia, una Ortodoxia, un Papa infalible, una Inquisi¬
ción; no hay que creer que estas organizaciones sólo
aparecen para defender a Dios: algunas aparecen
para demostrar su inexistencia.
La creación de estas Iglesias es lo que hace tan
difícil la búsqueda de la verdad. Porque entonces no
basta la inteligencia: se requiere la intrepidez. Se re¬
quiere mucho valor para defender a la vez la parte
de verdad en Berkeley contra los marxistas y la
parte de verdad en los marxistas contra Berkeley.
Este valor intelectual es lo que los fanáticos de la
secta llaman confusionismo.
Lo difícil de esta tarea está en que la inteligencia
debe proceder en forma helada e imparcial en este
interminable pleito siendo que a la vez aparece en-

95
carnada en forma humana y, por lo tanto, mezclada
con la debilidad, la simpatía, la violencia, el fana¬
tismo y la furia, que son nuestros atributos más fre¬
cuentes.

INVENCIÓN Y DESCUBRIMIENTO

Podría decirse que cuando fue inventado el aje¬


drez, quedaron dadas, potencialmente, todas las par¬
tidas: a través de los siglos, los jugadores descubri¬
rían las partidas preexistentes, como en una selva.
Pero dando un paso más atrás, se podría decir
que el hombre no inventó el ajedrez, sino que lo des¬
cubrió. Considerando el Universo como dado, todas
las creaciones e invenciones del hombre serían como
partidas en este Gran Ajedrez, descubrimientos en
una Gran Selva.
Pero dando otro paso más atrás, podría decirse
que quizá el Universo no ha sido creado sino descu¬
bierto en una Selva de Universos Posibles, selva di¬
fícil, oscura, sublime, en que sólo un Dios puede
aventurarse.

LAUTRÉAMONT

“Hay que defenderse del culto a los hombres, por


muy grandes que aparenten ser, pues, excepción he¬
cha de Lautréamont, no creo que hayan dejado hue-

96
lia inequívoca de su paso por el mundo.” Bueno,
Bretón, bueno.

LENGUAJE

El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para


designar todas las cosas; luego se va diversificando
y especializando; este proceso se llama enriqueci¬
miento y es alentado por los padres y profesores de
lenguas.
Pero cuando se llega a tener cien o doscientas
mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en ex¬
presarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es
muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espa¬
cio, tiempo, fin y alguna otra más. Si lo apuran mu¬
cho se arregla con una sola palabra,-como apeirón o
substancia. Es probable que el ideal de muchos fi¬
lósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y
monista.

LOGÍSTICA

Algunos no creen en el porvenir de la ignorancia.


He aquí la definición del número 1 que Burali-Forti
da en su trabajo Una questione sui numeri transfiniti:

1 = i T’ [K o t) (u, h) e (u £ U n)]

97

7
MARGOTINISMO

De Margotín, nombre de un perro perteneciente a


un chacarero de Entre Ríos, República Argentina.
La noticia de las raras condiciones de ese perro y de
su dueño la tuve en 1928, en la ciudad de La Plata,
por intermedio de Miguel Itzigsohn, estudiante de
astronomía; con él estudiamos el problema y llega¬
mos a la conclusión de que las actitudes del perro
eran el indicio de algo mucho más vasto, que podía
ser llamado margotinismo y que constituía una espe¬
cie de Weltteinfühlung, si se puede decir así. Sin em¬
bargo, nos fue más fácil construir algunos entes mar-
gotínicos que definir la esencia general: realizamos
así los dos modelos: Las 99 patas y la Teoría de los
No-Cosas (1928-1932).
Pero en 1938 encontré en una librería del Sena
un libro titulado Liure des Fait\ et Dict\ de Maistre
Margotin, “cóposez par R. I.”. Pensé en una simple
coincidencia de palabra, pero el contenido fue más
sorprendente que el título: a pesar de diferencias de
estilo y de época, era evidente que se trataba del
mismo margotinismo. Por desgracia, del misterioso
R. I. sólo pude averiguar lo que se decía en el pro¬
pio libro: “Né de Leduc, emprés de Lyon.”
Se podían establecer tres hipótesis:
1. El quintero había sido el libro de R. I. Mi
amigo se divirtió mucho con mi cara: el campesino
era analfabeto.

98
2. El quintero había reivindicado la palabra
con su mismo sentido después de cinco siglos. Resol¬
vimos que un golpe de azar tan formidable debía ser
excluido. Queda, pues, la tercera y más asombrosa
posibilidad:
3. El oscuro quintero de Entre Ríos había sido
el último descendiente de una familia o logia her¬
mética, que transmitía por tradición, de padres a hi¬
jos, el sentido de la palabra.
En 1940 volví a la Argentina y averiguamos el
destino de aquel hombre, pero por desgracia había
muerto, miserable, sin parientes, sólo rodeado por
sus perros, Margotín entre ellos.

METÁFORA

Las metáforas son eficientes en la medida en que se


alejan del objeto a que aluden. La más cercana es la
no-metáfora, la simple reproducción del objeto: “El
pájaro es como el pájaro" es, desde luego, una pro¬
posición correctísima, hasta el punto que es inservi¬
ble. La identidad da un efecto cero.
La metáfora es útil precisamente porque representa
algo distinto. Pero no totalmente distinto; lo que
quiere decir que hay un núcleo común, hundido y
oculto por los atributos exteriores; y tanto más le¬
jana es la metáfora, menor es el número de atributos
comunes y más profundo es, por lo tanto, el núcleo
idéntico. De ahí ese poder de alcanzar esencias pro-

99
fundas que tiene la poesía.
La metáfora es, quizá, un aspecto de la tenden¬
cia a identificar bajo la diversidad y tiende, en con¬
secuencia, a la indiferencia y a la inmovilidad abso¬
luta, puesto que el tiempo se revela por los cambios.
En la ciencia, esta tendencia metafórica se mani¬
fiesta en los principios de la causalidad y, sobre
todo, en los de conservación de la masa y de la ener¬
gía; ya los griegos se plantearon el problema de la
permanencia de una substancia primordial por de¬
bajo del continuo mudar de los acontecimientos. El
fuego de Heráclito es la metáfora del Universo en¬
tero.
Se han argumentado repetidas veces que la me¬
táfora tiene un valor psicológico, que actúa por des¬
lumbramiento. Me parece, más bien, que tiene un
valor ontológico, que actúa por alumbramiento de
los estratos más profundos de la realidad.

MÉTODO CIENTÍFICO

La escuela de Aristóteles hacía ciencia de la si¬


guiente manera:

Los planetas son eternos.


Su movimiento debe ser, por lo tanto, eterno.
El único movimiento eterno es el circular.
Por consiguiente, los planetas se mueven en círculos.

Esto parece irreprochable. No se ve, sin em-

100
bargo, por qué no aceptar directamente la conclu¬
sión, en vez de partir de una proposición que es bas¬
tante dudosa.
Con el método silogístico se cree averiguar ver¬
dades nuevas, cuando en el fondo tales verdades es¬
tán ya contenidas en las premisas que se aceptan ale¬
gremente; de este modo todo se convierte en una
tautología. Una de las críticas más agudas del
método puede leerse en The Problems of Philosophy,
de Bertrand Russell, al analizar el silogismo clásico:

Todos los hombres son mortales;


Sócrates es hombre;
luego, Sócrates es mortal.

“En este caso —dice Russell— lo que conocemos


más allá de toda duda razonable es que ciertos hom¬
bres A, B, C, eran mortales, puesto que realmente
han muerto. Si Sócrates es uno de estos hombres, es
absurdo el rodeo de 'todos los hombres son morta¬
les’, para llegar a la conclusión de que probablemente
Sócrates es mortal. Si Sócrates no es uno de los hom¬
bres sobre los cuales se funda nuestra inducción, me¬
jor será que vayamos directamente de nuestros A, B,
C a Sócrates, en vez de dar la vuelta por la proposi¬
ción general todos los hombres son mortales. Pues la
probabilidad de que Sócrates sea mortal es mayor,
según nuestros datos, que la probabilidad de que to¬
dos los hombres sean mortales. (Esto es evidente,
pues si todos los hombres son mortales, Sócrates lo
es también; pero si Sócrates es mortal, no se sigue

101
que todos los hombres deban ser mortales.) Por con¬
siguiente, alcanzaremos la conclusión de que Sócra¬
tes es mortal con una mayor aproximación de cer¬
teza si hacemos un razonamiento puramente induc¬
tivo que si pasamos por todos los hombres son mortales
y usamos de la deducción.”
Las fallas de este procedimiento habían sido vis¬
tas en la época de Bacon por mucha gente, no sólo
por el Lord Canciller de la Corona; y por otra parte
el método inductivo por sí solo no era capaz de supe¬
rar ese estado de cosas. No se ve, pues, la razón para
que algunos adjudiquen a Bacon el título de “padre
de la ciencia moderna”, que corresponde a Galileo.
El físico italiano se dio cuenta de que la mera in¬
ducción no podía constituir el método de la ciencia.
Por el contrario, si bien parte de la experiencia, se
pone en guardia contra el fetichismo empirista que
lleva a menudo a conclusiones equivocadas. Al fin de
cuentas, era justamente la observación la que había
llevado a los aristotélicos a creer en la rotación del
Sol y en el principio de la fuerza permanente, dos
grandes errores. Galileo indaga las leyes naturales
superando las malas observaciones, los hechos em¬
píricos en bruto, por medio del pensamiento. La ra¬
zón, manejada con prudencia, le permite llegar mu¬
cho más allá de la apariencia sensible, que tienta al
error. Esto es, verdaderamente, el método científico.

102
OFICIO

El oficio —en el arte— consiste en que no se lo ad¬


vierta.

OSCURIDAD

Aparte de razones vinculadas a la psicología de la


infancia, el prestigio de la oscuridad se debe al hecho
de que lo profundo es frecuentemente oscuro, lo que,
desde luego, no implica la verdad recíproca. Especu¬
lando sobre este paralogismo, muchos escritores mo¬
dernos han logrado fama de grandes psicólogos.
Habría que distinguir la oscuridad de expresión
y la expresión de la oscuridad. Es cierto que hay
problemas oscuros, como el de Dios o el de la eterni¬
dad. Pero es deseable que se haga ver claramente en
qué son oscuros.

PERSONAJES HISTÓRICOS

El señor Rene Kraus ha elaborado una Vida pública


y privada de Sócrates y alguien se irrita sobre la base
de que nada o casi nada se sabe sobre los hechos do¬
mésticos de Sócrates.
Esto me parece, por el contrario, una gran ven¬
taja. El arte crea los personajes históricos, y en

103
cuanto a la vida de este filósofo, tiene la ventaja de
que todavía permanece casi increada: está todo por
hacer. Sus biógrafos pueden inventarlo sin prisa y
realizar un trabajo limpio.
Desde el punto de vista documental, el libro
será precioso dentro de diez mil años. En ese enton¬
ces, Kraus será contemporáneo de Platón, Aristófa¬
nes, Jenofonte y del propio Sócrates; sus páginas
constituirán un notable documento para otras cons¬
trucciones de la vida del filósofo. La obra del señor
Kraus contribuirá, sin duda, a formar la futura per¬
sonalidad de Sócrates.
Fuera de esta posibilidad no se qué otra puede
buscarse en la historia. Apenas han transcurrido dos
siglos y ya nos es imposible saber si la manzana real¬
mente cayó sobre la cabeza de Newton. Pero, qué
quiere decir la palabra realmente? Hay una cabeza
física y una cabeza histórica de Newton. Ignoramos
si sobre la cabeza física de este sabio cayó una man¬
zana física; pero indudablemente sobre su cabeza
histórica cayó una manzana histórica.

PITÁGORAS

Como todos los personajes históricos, Pitágoras es


un ente que se propaga en el espacio y en el tiempo,
fuera de sus límites carnales y después de su desinte¬
gración física. Para la posteridad, el Pitágoras que
nació en la isla de Samos y murió en Metaponte,

104
casi no interesa, es un falso-Pitágoras que debe de ha¬
ber pronunciado frases y cometido acciones adversas
al pitagorismo. Nos interesa más el verdadero Pi¬
tágoras, ese mito que frágilmente construido con al¬
gunos fragmentos dudosos de Filolao, Heráclito y
Heródoto, ha resistido como un promontorio de
dura roca el embate de dos mil quinientos años.
La Fama se adelanta precedida y propagada por
la Equivocación y, aun en los casos en que es mere¬
cida, raramente se debe a lo más valioso; muchos
aprecian a Cervantes por esos convencionales cuen¬
tos de pastores que plagan el Quijote; otros admiran
a Shakespeare esas calamitosas frases que yuxtapone
a los versos más dramáticos:

Here’s to my love! 0 true apothecary!


Thy drugs are quick.■ Thus uith a kjss I die.

Son generalmente los defectos, los vicios, las


tonterías, las vulgaridades y las frases que nunca di¬
jeron lo que realza la celebridad de los grandes hom¬
bres. Einstein es famoso por la frase “todo es rela¬
tivo”, y por su pelo; la frase es equivocada y expresa
un programa mortal para Einstein; el pelo nada
tiene que hacer con la genialidad de su propietario.
Difícilmente un gran hombre escapa a este ma-
lancólico destino y tanto más difícilmente cuanto
más famoso, porque las equivocaciones aumentan
con la popularidad y con el tiempo. Las famas anti¬
guas son así las peores; como en esos monumentos
restaurados en todas las épocas ya no queda casi

105
nada del original. Cuando el hombre ha dejado una
obra escrita —el caso de Platón— se puede siempre
reivindicar la verdadera doctrina en medio de las fal¬
sas interpretaciones, aunque de todos modos es un
hermoso problema distinguir una interpretación falsa
de una verdadera, pues, por esencia, una interpreta¬
ción es ya algo distinto del original; pero cuando,
como en el caso de Pitágoras, no hay documentos
dejados por el autor, todos y en la medida en que
han contribuido a la creación del mito tienen dere¬
cho a reivindicar su propia contribución. En estos
casos, es una pretensión escolástica la de querer mos¬
trar al “verdadero” pensador: su única verdad es su
historia.
Este monstruoso Pitágoras nace en la isla de Sa¬
naos, enseña sus doctrinas en Italia, entra en la teolo¬
gía cristiana y se propaga, a través de la magia y de
la arquitectura, a todo el pensamiento occidental
hasta nuestros días. Su fama es merecida y puede de¬
cirse que de haber prevalecido sobre Aristóteles, el
pensamiento moderno habría llegado varios siglos
antes; pero las causas de su fama constituyen lo me¬
nos valioso de su doctrina: el teorema del triángulo
rectángulo era ya conocido antes de él y la magia de
los números pequeños había sido ya elaborada por
los chinos (es muy difícil no ser precedido por los
chinos) y es lo más deleznable de toda su obra.
Realizando experiencias con el monocordio, Pi¬
tágoras descubrió que el tañido de una cuerda al
mismo tiempo que el de otra cuerda de longitud mi-

106
tad, da un acorde perfecto; es el armonioso sonido
que forman una nota con su octava. Nuevos experi¬
mentos revelaron que todos los acordes eran siempre
producidos por cuerdas que guardaban entre sí rela¬
ciones de longitud dadas por números pequeños y ente¬
ros. De pronto, la inefable y sutil armonía musical se
mostraba rígidamente gobernada por los números.
Es posible imaginar el revuelo que este descubri¬
miento debe de haber producido en la logia pita¬
górica; el descubrimiento es en verdad un hecho im¬
portante en la historia de la ciencia, porque frente al
puro razonamiento introduce la experiencia y la me¬
dida, los más grandes motores del movimiento cien¬
tífico moderno; pero, desde luego, no fue por esta
razón que la logia se entusiasmó sino porque refor¬
zaba ciertos postulados de la organización.
El entusiasmo no es el estado de ánimo más fa¬
vorable para escribir un buen poema; con mayor ra¬
zón, tampoco lo es para organizar una concepción
del mundo. Es cierto que la idea pitagórica de la me¬
dición es muy superior a la idea aristotélica de la cla¬
sificación y es muy probable que la ciencia moderna
habría llegado antes de haber prevalecido ese as¬
pecto del pitagorismo. La causa de que no haya sido
así es, quizá, la exaltación de sus partidarios, que de¬
formó y exageró la esencia de la doctrina.
Es difícil ver la relación que puede haber entre
un monocordio y el sistema planetario; pero el entu¬
siasmo, como el amor, tiene la virtud de disminuir la
inteligencia y de convertir los deseos en realidades

107
objetivas: hay que creer para ver. Los pitagóricos de¬
cretaron que el universo respondía a un esquema mu¬
sical y que los planetas giraban a distancias adecua¬
das de un centro común como para que sus rotacio¬
nes produjesen una armonía celestial regida por los
números pequeños. Esa música celeste tenía un pe¬
queño inconveniente: no se oía.
El descubrimiento del monocordio inició la or¬
gía numerológica: los números enteros y pequeños
eran mágicos y sagrados, regían el Cosmos como a
un gran instrumento musical. El 1 era el número
místico por excelencia, puesto que era el origen de
todos los demás, el que por desdoblamiento engen¬
dra la multiplicidad del mundo; el 2 es el signo de
ese desdoblamiento o de esa oposición, como en la
tesis y en la antítesis de Hegel; el 3, suma del origen
y de la duplicidad, tiene que ser, necesariamente, un
número sagrado; el 4 es el cuadrado de 2; la suma
del 3 y del 4 da el 7, prestigioso en muchas religio¬
nes y clubs internacionales. La combinación ansiosa
de estas cifras da origen a tantos resultados que casi
no queda ningún número pequeño —y grande— que
no pueda aspirar a la magia. San Agustín hace, por
ejemplo, la siguiente combinación: el 1 (Dios) su¬
mado al 3 (Trinidad) da 4; la suma de las cuatro pri¬
meras cifras da 10; el 4 multiplicado por 10 da 40,
razón por la cual esta cantidad debe ser considerada
como sagrada para los ayunos; en opinión del santo,
el desconocimiento de esta clase de manejos dificulta*
enormemente el entendimiento de las Escrituras.

108
El nombre de Pitágoras fue propagado con esta
clase de interpretaciones. En el Gritias nos entera¬
mos de que en la Atlántida había diez príncipes, diez
provincias y diez toros sagrados. El 5, mitad del 10,
suma del primer número masculino y del primer
número femenino, es la cifra de Afrodita y sus cuali¬
dades están a la vista: había 5 planetas, los acordes
derivaban de quintas, la mano tenía 5 dedos; como
consecuencia, el pentágono, la estrella de cinco pun¬
tas y el pentagrama eran sagrados.
El pitagorismo y la cábala judía se propagaron
al cristianismo primitivo y a la masonería. La edifi¬
cación quedó de este modo vinculada a problemas
sobre la estructura del Universo y, así como los tem¬
plos se construían de acuerdo con ciertos números
regulares, el Cosmos debía de obedecer a alguna ci¬
fra secreta impuesta o respetada por el Gran Arqui¬
tecto; encontrar esa cifra equivalía a encontrar la
clave del misterio y durante siglos infinidad de hom¬
bres se empeñaron en esa pesquisa. El doctor Eve-
lino Leonardi, por ejemplo, en su obra La unidad de
la Naturales, manifiesta haber encontrado por fin
la clave, el número 744; de acuerdo con el as¬
trónomo Gabriel, cada 744 años el Sol, la Tierra y
la Luna se vuelven a encontrar en la misma posición
recíproca; pero 744 equivale a 67 períodos de man¬
chas solares undecenales; con la ayuda del 1 1 y del
744, el doctor Leonardi encuentra interesantes
vínculos entre las formaciones geológicas, el desarro¬
llo del feto humano, el número de electrones atómi-

109
eos y la multiplicación del ganado vacuno (Op. cit.,
capítulo IV).

El pitagorismo, en tanto que arte de cubilete y ma¬


gia combinatoria, nada tiene que hacer con el pensa¬
miento moderno. La grandeza del pitagorismo re¬
side en algo menos popular pero que permite colo¬
carlo como iniciador de la matemática moderna: el
descubrimiento de que el número pertenece a un uni¬
verso que no es el universo físico en que vivimos.

Tres pirámides y tres panteras no tienen casi nada de


común: aquéllas son inertes, geométricas, no se re¬
producen, no tienen garras, no son cuadrúpedos ni
carnívoros. Y sin embargo, entre ambos grupos hay
un núcleo idéntico que queda cuando todos los ca¬
racteres físicos han sido descartados: la trinidad de
los dos grupos.
Los niños no saben razonar con números puros:
necesitan sumar manzanas o libros; mucho más
tarde, incoscientemente, prescinden de los objetos
físicos y calculan con números puros, abstraídos de
la realidad física por un largo proceso mental. Es
muy probable que en los pueblos primitivos haya pa¬
sado algo semejante y es a Pitágoras a quien el
mundo occidental debe el primer atisbo de este nota¬
ble hecho: aunque participan en este mundo, los
números y las formas geométricas son entes abstrac¬
tos que pertenecen a una realidad más pura y esen¬
cial.
Sin embargo, que para llegar hasta el ente mate¬
mático se necesite un proceso mental no significa que
sea inventado por la mente: el hombre no inventa el
carácter común a un grupo de pirámides y uno de
panteras; descubre algo preexistente. El tres y el
triángulo existieron antes de aparecer los hombres y
subsistirán, por toda la eternidad, después que estos
seres hayan desaparecido del Universo.
Cheops, construida con dura piedra y con el sa¬
crificio de miles de esclavos, es implacablemente de¬
rruida por la arena y el viento del desierto; la pi¬
rámide matemática que forma su alma, invisible, in¬
grávida, impalpable, resiste el embate del tiempo;
más, todavía, está fuera del tiempo, no tiene origen,
no tiene fin.
Este mundo de los entes matemáticos es un
mundo rígido, eterno, invulnerable, un helado Mu¬
seo de formas petrificadas que nuestro universo
físico, en un proceso sin fin y sin eficacia, intenta co¬
piar.
Mucho tiempo después de la muerte de Pitágo-
ras, Platón intentó, con el mito de Fedro, explicar el
misterioso acceso del hombre mortal e imperfecto a
ese museo de las formas eternas: el espíritu y el ape¬
tito son dos caballos alados que arrastran el carro
conducido por el alma; todavía no se ha corpori-
zado, todavía tiene algo de los dioses y marcha con
ellos hacia el lugar donde residen las formas puras.
Cuando alcanzaba a entrever el resplandor divino de
las formas, el alma pierde el gobierno de sus caballos
y cae a tierra, donde se encarna y olvida el maravi¬
lloso mundo que entrevio. Ahora estará condenado a
ver las groseras encarnaciones de las formas puras
que constituyen este universo cotidiano, fluyente y
contradictorio. Su inteligencia es quizá un resto de
su confraternidad con los dioses; las ciencias exactas
del peso, del cálculo y de la medida, le advierten en
un arduo proceso que este mundo fluyente es quizá
una ilusión y que por detrás del árbol que tímida¬
mente crece y muere, de los hombres que luchan y de
las civilizaciones que aparecen y desaparecen, hay un
mundo rígido donde imperan el Número y las For¬
mas Eternas.
Bajo el claro cielo de Calabria, ayudado por la
Música, la Aritmética y la Geometría, fue el pode¬
roso cerebro de Pitágoras el primero que tuvo la in¬
tuición de este topos uranos.

PODERÍO DEL LENGUAJE

La riqueza del lenguaje puede ser medida por el


número de las palabras, pero no su poderío. Hay es¬
critores que se arreglan con un vocabulario restrin¬
gido, que sacan matices y partido del que tienen por
la maestría en la colocación. Como en el ajedrez, una
palabra no vale por sí sola sino por su posición rela¬
tiva, por la estructura total de que forma parte. Sólo
un escritor mediocre puede desdeñar ciertas pala¬
bras, como un mal jugador de ajedrez desdeña un
peón: no sabe que a veces sostiene una posición.
POESÍA PURA

Algunos opinan que en la poesía pura no deben


intervenir elementos didácticos; otros han prohibido
los elementos filosóficos, políticos, raciales, científi¬
cos; otros, los valores musicales, como el ritmo y la
rima. Sería bueno escribir un poema purificado se¬
gún todas estas recomendaciones: no quedaría nada.
Se cree que el problema de la poesía pura es un
gran problema porque es interminable, olvidando
que también eran interminables las disputas medie¬
vales sobre cuántos granos de trigo forman un mon¬
tón. En realidad, los logísticos modernos dirían que
tanto uno como otro son seudoproblemas de defini¬
ción: dada una definición se termina la disputa, que
simplemente se debe a que cada uno habla de algo
diferente.
En general, todos los conceptos en que entra la
palabra pura, son sospechosos de escolasticismo:
poesía pura, raza pura, música pura. Propongo la si¬
guiente definición: poesía pura es toda poesía exenta de
impureza. Puede parecer irritante, pero hay que reco¬
nocer que es irrebatible.

PORVENIR DE LA IGNORANCIA

Dice Bertrand Russell que las explicaciones popula¬


res de la relatividad dejan de ser irt iigibles justa-

113

H
mente en el momento en que comienzan a decir algo
de importancia. Excelente síntoma de lo que pasa
con los conocimientos actuales y anuncio de la catás¬
trofe futura.
El Universo es diverso pero también es uno; por
debajo de la infinita diversidad ha de haber una
trama unitaria que debe ser descubierta mediante es¬
fuerzos de síntesis; pero cada día que pasa va siendo
más difícil realizar las síntesis por la creciente abs¬
tracción, complejidad y masa de hechos diversos que
hay que abarcar; y cuando surge alguno capaz de un
esfuerzo de universalidad —como Whitehead— es
parcialmente entendido y equivocadamente juzgado.
Por otra parte, un Whitehead no es universal en
el sentido en que lo era Leonardo, quizá el más com¬
pleto de esta fauna en extinción. Esta clase de hom¬
bres se interesa por el universo total: por lo concreto
y por lo abstracto, por lo intuitivo y por lo concep¬
tual, por el arte y por la ciencia. Pero el desarrollo
de estas distintas fases de la actividad humana ha
ido obligando a la especialización. Quién es hoy a la
vez capaz de pintar como Velázquez, construir una
teoría científica como Einstein y una sinfonía como
Beethoven? El solo estudio de la física hoy lleva
toda la vida; cuándo aprender a pintar como Veláz¬
quez, aun suponiendo que se tengan condiciones na¬
turales como él? Y cómo aprender todo lo que la
química, la biología, la historia, la filosofía y la filo¬
logía han hecho por su lado? Y, sobre todo, quién ha
de ser capaz de realizar la síntesis de este mundo casi
infinito?
A los hombres de espíritu universal sólo les
queda el recurso de la melancolía. Ya Valéry repre¬
senta un poco esa situación, en que la realidad será
suplantada por un conjunto de añoranzas y de insa¬
tisfechos deseos de universalidad. En Passage de
Verlaine cuenta cómo veía pasar al poeta casi todos
los días: flanqueado por sus amigos, asombraba la
calle con su majestad brutal y sus bárbaras palabras,
deteniéndose de vez en cuando para dar salida a sus
invectivas; algunos minutos antes pasaba un hombre
de una especie diferente, encorvado, grave, silen¬
cioso, de mirada ausente y fija, moviéndose con tor¬
peza en un universo de los tantos geométricamente
posibles: Henri Poincaré. Dice Valéry: "Me era ne¬
cesario elegir, para pensar, entre dos órdenes de co¬
sas admirables que se excluyen en sus apariencias,
que se asemejan por la pureza y la profundidad de
sus objetos...’’
Cuánto hubiera dado entonces Paul Valéry por
ser algo así como la suma de Verlaine y Poincaré!
Pero Atenas estaba ya muy lejos y también lo estaba
el Renacimiento. Sólo restaba soñar con Leonardo y
añorar Vuomo universale.

El futuro estará en manos de especialistas, lo que no


creo pueda ser motivo de orgullo o alegría; hay mu¬
chas personas que desconfían cuando ven a un hom¬
bre como Whitehead hablar de política o de moral:
creen que ignorar a fondo la lógica, la ciencia y la fi-
losofía es un buen antecedente para constituir esta¬
distas y sociólogos.
La ciencia moderna —y sobre todo la técnica-
deben tanto al especialista que el hombre de la calle,
siempre dispuesto a la adoración de fetiches, ha
creado el fetichismo de la especialización, confun¬
diendo una lamentable consecuencia del progreso de
la ciencia con su motor principal.
No es que quiera negar el valor de la especializa¬
ción: las ciencias han llegado a un grado de desarro¬
llo tal que un hombre está condenado a especiali¬
zarse, si quiere llegar hasta el frente donde se lucha
con lo desconocido; también es cierto que el enorme
aporte de hechos por los especialistas ha sido y es
constantemente factor de progreso (basta recordar el
descubrimiento de la radiactividad, del efecto foto¬
eléctrico y tantos otros). Pero es necesario observar
que los grandes avances del pensamiento científico
no están constituidos por hechos sueltos sino por
teorías, por síntesis conceptuales, y no se comprende
cómo los especialistas puedan ser capaces de realizar
síntesis que desbordan el campo de su actividad. Un
especialista es Madame Curie, que aísla paciente¬
mente un nuevo elemento químico; un hombre de
síntesis es Einstein, que reúne en una gran teoría mi¬
les de pequeños hechos aportados por especialistas.
Es la distancia que hay entre un investigador común
y un genio.
Un hombre es capaz de realizar síntesis sólo en
la medida en que es capaz de elevarse sobre su pro-

116
pió territorio para determinar, a vuelo de pájaro, su
situación respecto a los territorios vecinos. Pero a
medida que pasa el tiempo la vida en cada uno de
ellos se va haciendo más complicada, más rica, el
lenguaje, que era una variedad dialectal de la lengua
madre, se separa, se convierte en algo autónomo y
parcialmente incomprensible para el vecino. Cada
día se hace más difícil encontrar los vínculos, el ras¬
tro materno. El dilema es irremediable y parece que
hemos de chocar con un límite, más allá del cual
todo progreso será imposible.
La evolución de la física es ejemplar, por ser la
más simple de las ciencias de la naturaleza y, por lo
tanto, la que ha llegado más lejos. Como en todas
las ramas del conocimiento científico, su marcha ha
sido marcada por sucesivas unificaciones. Newton
demuestra que la caída de un cuerpo y el movi¬
miento de un planeta son fenónemos regidos por la
misma ley; Oested y Faraday demuestran que la
electricidad y el magnetismo no son autónomos sino
dos expresiones de una misma realidad; Mayer y
Joule demuestran que el calor y el trabajo están esen¬
cialmente vinculados; los físicos de hoy intentan
unificar los fenómenos gravitatorios y electromag¬
néticos.
Pero cada unificación ha sido más difícil que la
anterior, y a medida que se ha sido avanzando ha
parecido que se acercaba al límite de lo racionaliza-
ble. En un momento se creyó que los cuantos eran ese
límite; más allá se extendía el vasto y extraño conti-

117
nente de lo irracional. Como en una casa descono¬
cida y sin luz, los físicos ambulaban ciegamente, sin
acertar con las puertas y escaleras. La física de an¬
taño, clara y lógica, cumplía con su misión funda¬
mental: explicaba y preveía. Ahora, los hechos son
raros y a menudo vienen sin que nadie los espere;
luego, los teóricos inventan complicadas hipótesis
para justificarlos. La especialidad de la física actual
parece ser la profecía del pasado. Qué lejos están los
buenos tiempos de Leverrier, cuando un astrónomo,
sentado, en su escritorio, con lápiz, papel y una
máquina de calcular descubría un planeta! Ahora es¬
talla un átomo de uranio y los físicos, confusos, pero
siempre vanidosos, tratan de asegurarse la paterni¬
dad del estallido con abundantes telegramas post fac-
tum.
Metidos en una maraña de ecuaciones, los hom¬
bres de ciencia son observados con suficiencia por fi¬
lósofos que, no habiendo querido tomarse el trabajo
de comprenderlos, prefieren hacer de espectadores y
extraer de vez en cuando apresuradas conclusiones a
partir de frases que no entienden. Así pasó con el
principio de Heisenberg: se creyó que revelaba el li¬
bre albedrío de la materia; se imaginó que la ciencia
apoyaba postulados irracionalistas; se vinculó este
fenómeno con el auge de la subconsciencia, estable¬
ciendo alguna vaga vinculación entre Freud, Heisen¬
berg y André Bretón; se supuso que de algún modo
explicaba las guerras y la existencia del mal entre los
hombres.
La raíz de este fenómeno es que, simplemente,
las cosas se están poniendo muy complicadas; esta¬
blecer la ley de la caída de los cuerpos es un pro¬
blema de niños al lado de las complicaciones concep¬
tuales que debe enfrentar la física contemporánea: el
espacio-tiempo, la relación entre masa y campo, la
unificación de los campos gravitatorio y electromag¬
nético, la racionalización de los postulados cuánti¬
cos, la conciliación de la reversibilidad mecánica con
la esencial irreversibilidad de los procesos reales.

Por qué suponer que estos dilemas marcan el límite


de lo racional y no el límite de la capacidad humana
agobiada por el peso de una formidable masa de co¬
nocimientos y de hechos que es necesario hacer enca¬
jar en el Rompecabezas? Puede suponerse que es una
incapacidad práctica y no teórica para racionalizar la
realidad. El desarrollo de la física ha llegado a ser
tan vasto que ha impuesto una especialización en
cada uno de los capítulos, con el agravante de que
esos especialistas cada día se entienden menos entre
sí: uno que mide espectros puede ser incapaz de
comprender a otro que se ocupa de las teorías del nú¬
cleo.
Si esto pasa entre dos físicos que se ocupan del
átomos, qué podemos esperar sobre la mutua com¬
prensión de un físico, un biólogo y un sociólogo? El
problema se plantea con máxima gravedad para los
filósofos. Ciertos optimistas suponen que la filosofía
puede prescindir de la ciencia, lo que me parece una

1 19
curiosa forma de fomentar la universalidad. En los
tiempos felices, un filósofo era una especie de suma
de los conocimientos de la época: Aristóteles era
físico, matemático, biólogo y sociólogo. Con el
tiempo, esta condición se convirtió en un lujo; toda¬
vía Descartes y Leibniz eran espíritus universales,
pero a partir de ellos comienza el éxodo de las cien¬
cias particulares. Algunos piensan que al salir todo
esto la filosofía queda tan purificada que no queda
nada\ parece una opinión exagerada: quedarían la
ontología, la gnoseología y la lógica. Es decir, sólo
quedaría lo universal. Pero es lícito preguntar: se
puede establecer un límite entre lo universal y lo par¬
ticular? Es acaso posible que un filósofo pueda esta¬
blecer las leyes generales del ser y del conocer igno¬
rando las ciencias particulares? Los grandes pensa¬
dores de todos los tiempos basaron sus investigacio¬
nes en la ciencia de la época; pero como la ciencia se
ha puesto intransitable, la mayoría de los filósofos
han decidido cambiar de sistema y parecen creer que
la firme ignorancia de la matemática, de la logística
y de la relatividad es una ventaja. No se ve, sin em¬
bargo, de qué manera los filósofos del futuro han de
poder encarar el problema del espacio, del tiempo y
de la causalidad sin la ayuda de la física y de teorías
matemáticas como la de los grupos.
No se piense que este es un ataque a los filóso¬
fos: es un ataque a la ingenua idea de poderse ocupar
de lo universal prescindiendo de lo particular. El re¬
verso de esta ingenuidad es la de los hombres de

120
ciencia, que creen poder ocuparse de lo particular
prescindiendo de lo general: es la ingenuidad de los
especialistas.
El triunfo de las ciencias positivas en el siglo xix
y la incapacidad de la filosofía idealista para resolver
los problemas del mundo físico trajo el descrédito de
la especulación filosófica en el campo científico: los
físicos, químicos, biólogos y hasta psicólogos se jac¬
taron de ignorarla y aun de detestarla. En esa época
pareció que para investigar la realidad bastaba con
pesar, tomar temperaturas, medir tiempos de reac¬
ción, observar células a través de un microscopio. Se
originó un tipo de físico que sólo tenía confianza en
cosas como un metro o una balanza y que despre¬
ciaba la filosofía; y esta tendencia se extendió hasta
alcanzar a hombres alejados de la ciencia, pero que
admiraban su precisión (Valéry). El Dios de los fi¬
lósofos ha imaginado un castigo para los que hablan
mal de la filosofía, incluyendo a Valéry: que esas ha¬
bladurías sean también filosofía, pero mala. A estos
físicos les pasó lo que a esos campesinos que no tie¬
nen fe en el banco y guardan sus ahorros debajo del
colchón, que es un banco menos seguro: si se analiza
la estructura en que hacían descansar sus observacio¬
nes se descubre que no era cierto que no tuvieran una
posición filosófica: tenían una muy mala. La falta de
un criterio epistemológico les hacía aceptar sin cau¬
tela artículos de discutible calidad, bajo la creencia
de que un buen instrumento no podía dar un pro¬
ducto execrable. Basta pensar con qué paz un físico

121
de esta clase creía no hacer especulaciones filosóficas
cuando medía un tiempo con un reloj; no obstante,
se basaba en una hipótesis metafísica —el tiempo ab¬
soluto— que invalidaba todos sus resultados experi¬
mentales. Ignoraba que un reloj puede ser más peli¬
groso que un tratado de metafísica.
La relatividad y los cuantos iniciaron una nueva
era, marcada por un análisis del conocimiento cien¬
tífico: los físicos teóricos tuvieron que convertirse en
epistemólogos, del mismo modo que los matemáti¬
cos acabaron en la lógica.
El siglo pasado trazó una línea divisoria entre la
ciencia y la filosofía que pretendió ser definitiva,
pero que apenas ha resultado ser desastrosa. En The
philosophy of physical Science. Eddington discute las
consecuencias de esta actitud: formalmente, todavía
se puede distinguir una división entre ciencia y epis¬
temología; pero no es más una división eficiente. La
epistemología es el territorio en que la ciencia se su¬
perpone a la filosofía, lo que no quiere decir que la
física ha de ser hecha ahora por los filósofos que se
quedaron en la filosofía; por el contrario, la física ac¬
tual debe tener una proyección decisiva sobre la con¬
cepción del mundo, tal como en el pasado sucedió
con Copérnico y Newton. Parece lógico pensar que
esas síntesis sean hechas por los filósofos; pero su¬
cede que en general los filósofos ignoran la física y
es poco razonable abandonar el estudio de las conse¬
cuencias filosóficas de la física a las personas que no
la entienden. Pero tampoco parece posible que estas

122
síntesis sean elaboradas por los especialistas.
Resulta entonces que estas síntesis deben ser he¬
chas por una especie de matemático-lógico-físico-
epistemólogo-gramático. Y hay melancólicos moti¬
vos para suponer que este superhombre jamás exis¬
tirá. Tendría que resolver, en efecto, a más de los
problemas de la física, los referentes a la química, a
la biología, a la historia; tendría que entrar en la
lógica con todo el moderno equipo de la logística y
de la teoría de los grupos matemáticos; tendría que
vincular lo absoluto con los invariantes de estos gru¬
pos, el espacio-tiempo y la causalidad con los proble¬
mas filosóficos del progreso, de la moral y de la ab-
solutidad o relatividad de los valores estéticos. El
lenguaje de estos monstruos también tendría que ser
monstruoso: quizá no se hablaría de sustantivos, ad¬
jetivos, verbos transitivos e intransitivos; sino de in¬
variantes, relativos, funciones, verbos inmanentes y
trascendentes. Este lenguaje dejaría de ser probable¬
mente oral para transformarse en un mundo e impo¬
nente desfile de símbolos abstractos, que el hombre
de la calle vería con asombro, terror y admiración.
La raigón —motor de la ciencia y de la filosofía—
habría desencadenado finalmente la fe, pues el hombre
de la calle, totalmente incapaz de comprender, su¬
plantaría la comprensión por el fetichismo y la fe.
No hay que abrigar, sin embargo, muchas espe¬
ranzas en este sentido (si es que un lenguaje y una si¬
tuación semejantes pueden constituir la esperanza de
alguien). Es cierto que el descubrimiento de nuevos

123
aparatos conceptuales podría multiplicar la capaci¬
dad mental del hombre, como una palanca multi¬
plica su fuerza física; pero la experiencia ha revelado
que el número y complejidad de los problemas cre¬
cen con mucha mayor rapidez que la capacidad de
comprensión del hombre. Todavía hoy viven hom¬
bres como Whitehead; pero los acontecimientos so¬
brepasarán rápidamente la existencia de estos hom¬
bres universales y entonces el pensamiento humano,
embarcado alegremente en algún puerto de la costa
de Jonia, se encontrará perdido en un oscuro, in¬
menso y embravecido océano.

Al comienzo era el Caos. Con el nacimiento de la


ciencia y la filosofía, el hombre fue ordenando el
mundo exterior y tratando de averiguar la idea de su
Autor, si lo hay. Así apareció el Cosmos, el Orden,
la Ley.
Pero el afán de conocimiento desencadena una
nueva especie de Caos. Salimos de la ignorancia y
llegamos así nuevamente a la ignorancia, pero a una
ignorancia más rica, más compleja, hecha de peque¬
ñas e infinitas sabidurías. El mundo que ignoraba
Aristóteles era casi nulo: todos los conocimientos de
la época cabían en su mente poderosa; no había vita¬
minas, ni tensores, ni grupos, ni reflejos condiciona¬
dos, ni geometría no euclidianas Pero la ciencia si¬
guió avanzando y cada avance en la ciencia o en la
íilosofía significó una nueva ignorancia que se incor¬
poraba al espíritu de los profanos. Cada día nos en-

124
teramos de que una nueva teoría, un nuevo modelo
de universo acaba de ingresar en el vasto continente
de nuestra ignorancia. Y entonces sentimos que el
desconocimiento y el desconcierto nos invaden por
todos lados y que la ignorancia avanza hacia un in¬
menso y temible porvenir.

REALISMO

Los pintores hacen su autorretrato de dos maneras:


una, la menos representativa, tratando de represen¬
tar su cara; otra, la más valiosa, pintando un árbol, o
unos caballos, o la destrucción de Sodoma y Gomo-
rra. Un árbol de Van Gogh no es un árbol de Mi-
llet, aunque los dos tengan el mismo modelo. Pintar
o relatar algo “tal como es" es el propósito de lo que
suele llamarse realismo, pero en la práctica es la for¬
ma más eficiente de incurrir en las candideces del
realismo ingenuo.
La causa de tantas interminables discusiones so¬
bre el realismo en el arte hay que buscarla en la ten¬
dencia de la mente a dividir y cristalizar lo que está
unido y en movimiento. Los realistas ingenuos par¬
ten de la base de que fuera del hombre hay un
mundo que puede ser conocido o descrito o pintado
independientemente de nuestras características sen¬
soriales e intelectuales. Pero la realidad no está
solamente fuera sino también dentro del hombre,
constituida por una unidad sujeto-objeto que no

125
puede ser escindida. El conocimiento es la manifes¬
tación de esta interacción entre el mundo exterior y
el hombre. Y en cuanto al arte, la ingenuidad de dar
cuenta de la realidad externa sin contaminación hu¬
mana es todavía más evidente; el mundo de la pin¬
tura es el mundo de los colores, y los colores no exis¬
ten en la naturaleza; fuera de nosotros hay quizás
ciertos corpúsculos que viajan a una velocidad fan¬
tástica, acompañados por “ondas pilotos" de natura¬
leza matemática. Como dice Whitehead, la natura¬
leza es una triste cosa, sin colores, ni sonidos ni fra¬
gancias; todos estos atributos son puramente huma¬
nos, forman parte de nuestra manera de sentir el
mundo exterior. Radical e inexpunablemente, nues¬
tra visión de ese mundo exterior es subjetiva; cada
uno de nosotros, en un continuo acto de creación
está llenando el ámbito de colores y música, groseros
o delicados, complejos o simples, según nuestra pro¬
pia sensibilidad.

RELATIVIDAD

Exista o no un mundo exterior, sea capaz o no la


ciencia de aprehenderlo, una cosa parece indiscuti¬
ble: el conocimiento científico marcha constante¬
mente de lo relativo a lo absoluto. Un ejemplo claro
lo constituye la teoría einsteniana: en ella se prueba
que los viejos conceptos de espacio y tiempo son re¬
lativos y que es menester reemplazarlos por el con-

126
cepto de intervalo, ente absoluto e independiente del
observador y del sistema de referencia. Según esto,
la doctrina de Einstein debe ser considerada como
una verdadera teoría de la absolutidad, y es lástima
que no se la denominara así. El uso de la palabra re¬
latividad constituyó una de las más memorables ca¬
lamidades filosóficas de este siglo, pues, por un mal¬
entendido tenaz —como todos los malentendidos-
todos los relativismos filosóficos resurgieron con
brío, como si se les hubiera renovado el crédito en el
Banco de la Epistemología. José Ortega y Gasset,
en un largo ensayo, reivindicó para sí la paternidad
de las ideas einstenianas, creyendo cándida y apresu¬
radamente que de algún modo Albert Einstein afir¬
maba la equivalencia de las perspectivas china y
griega para juzgar un jarrón o la nariz de una mujer.
Si no he entendido mal a Einstein y a Ortega la rela¬
tividad no tiene nada que hacer con el perspecti-
vismo. Mejor dicho: son exactamente lo contrario.

RUSSELL

El conde Bertrand Arthur William Russell nació en


1872 y se educó en el Trinity College de Cam¬
bridge. Fue el primero de su clase, desmintiendo así
a los que creen necesario que un genio sea un mal
alumno y desilucionando a todos los malos alumnos
o ex malos alumnos que confían en esta paradoja! hi¬
pótesis. Se distinguió en matemática y filosofía, pero

127
durante toda su vida ha manifestado una pasión ina¬
gotable por todas las cosas del espíritu. Por sus ideas
sociales ha sufrido vejámenes y por oponerse a la pri¬
mera guerra mundial estuvo preso durante seis me¬
ses; en la cárcel escribió su Introducción a la Filosofía
Matemática. Jamás ha hecho concesiones a los pre¬
juicios morales o intelectuales de sus semejantes (lla¬
mémoslos así) y en 1940 fue expulsado del Colegio
de Nueva York por exponer ideas que no coinciden
con los prestigiosos lugares comunes de la sociedad y
de la policía norteamericanas.
Pertenece a la misma estirpe de Berkeley, Swift,
Hume, Chesterton y Shaw. Al lado de obras capita¬
les sobre lógica matemática y filosofía, ha escrito so¬
bre historia, moral sexual, política y teología, en mu¬
chos casos para el hombre de la calle. Este genio
tiene demasiado cariño a la pobre humanidad para
desentenderse de sus problemas cotidianos; podría
haber vivido su vida de conde en un peñasco inacce¬
sible, aislado por los abstractos símbolos de la logís¬
tica, pero ha preferido mezclarse a las confusas lu¬
chas del mundo terrenal.
Su filosofía no está pegada a su personalidad
como un rótulo, ni la sobrelleva como una carga pro¬
fesional: es consubstancial con su vida misma, como
en Sócrates o Spinoza. Concluye An Outline oj Pbi-
losophy con estas palabras: “La filosofía debería
mostrarnos los fines de la vida y los elementos de
día que tienen valor por sí mismos. Por muy limi¬
tada que esté nuestra libertad en la esfera causal no

128
es preciso que admitamos limitación alguna en la es¬
fera de los valores; lo que juzgamos bueno por sí
mismo podemos seguir juzgándolo bueno sin consi¬
deración a ninguna otra cosa que no sean nuestros
propios sentimientos. La filosofía no puede determi¬
nar por sí los fines de la vida, pero puede liberarnos
de la tiranía del prejuicio y de las aberraciones deri¬
vadas de miras estrechas. El amor, la belleza, el co¬
nocimiento y el goce de la vida: he aquí las cosas
que conservan brillo inmarcesible, por remotos que
sean nuestros horizontes. Y si la filosofía puede ayu¬
darnos a sentir el valor de estas cosas, habrá repre¬
sentado el papel que le corresponde en la obra colec¬
tiva de la humanidad, cuyo objeto es llevar la luz a
un mundo de tinieblas.”

SENTIDO COMUN

El mundo de la experiencia doméstica es tan redu¬


cido frente al universo, los datos de los sentidos son
tan engañosos, los reflejos condicionados son tan
poco proféticos, que el mejor método para averiguar
nuevas verdades es asegurar lo contrario de lo que
aconseja el sentido común. Esta es la razón por la
que muchos avances en el pensamiento humano han
sido hechos por individuos al borde de la locura.
Mediante una lógica estricta Parménides llega a pro¬
bar que la realidad es inmóvil, eterna e indivisible; si
alguien viene y le observa que el mundo, por el con-

129

9
trario, está compuesto por infinidad de cosas y que
esas cosas no están en reposo sino que se mueven, y
que no son eternas, pues se desgastan o rompen o
mueren, el filósofo dirá:
—Tiene usted razón. Eso prueba que el mundo
tal como lo vemos es una pura ilusión.
Dudo de que un griego medio no calificase a
Parménides de insano, después de esta conclusión.
También parece locura afirmar, como Zenón de
Elea, que la flecha no se mueve, o que la tortuga no
será jamás alcanzada por Aquiles; o, como Hume,
que el yo no existe; o, como Berkeley, que el uni¬
verso entero es una fantasmagoría. Sin embargo, son
teorías lógicamente irrebatibles y señalan una posibili¬
dad. El hecho de que contradigan brutalmente al
sentido común no es una prueba de que sean inco¬
rrectas. Como dice Russell, “la verdad acerca de los
objetos físicos debe ser extraña. Pudiera ser inasequi¬
ble, pero si algún filósofo cree haberla alcanzado, el
hecho de que lo que ofrece como verdad sea algo
raro, no puede proporcionar una base sólida para ob¬
jetar su opinión”.
Creo que un tribunal que actuase en nombre del
Sentido Común, condenaría al manicomio a Zenón,
Parménides, Berkeley, Hume, Einstein.
Es digno de admiración, sin embargo que el sen¬
tido común siga teniendo tanto prestigio didáctico y
civil a pesar de todas las calamidades que ha reco¬
mendado: la plenitud de la Tierra, el geocentrismo,
el realismo ingenuo, la locura de Pasteur. Si el sen-

130
tido común hubiese prevalecido, no tendríamos ra¬
diotelefonía, ni sueros, ni espacio-tiempo, ni Dos-
toievski. Tampoco se habría descubierto América y
este comentario, como consecuencia, no se habría
publicado (hecho que, desde luego, no pretendo po¬
ner a la par del indescubrimiento de América).
El sentido común ha sido el gran enemigo de la
ciencia y de la filosofía, y lo es constantemente. Ar¬
gumentar la inverosimilitud en contra de ciertas
ideas es muestra de una enternecedora candidez. Les
pasa a esta gente lo que a aquellos campesinos de
Mark Twain que asistían a una función de circo:
cuando vieron la jirafas se levantaron y exigieron la
devolución del dinero, pues se creyeron víctimas de
una estafa.
El Hombre Medio se jacta de cierto género de
astucia, que consiste en descreer de lo fantástico. Sin
embargo, hablando en términos generales, se puede
afirmar que vivimos en un mundo enteramente fan¬
tástico.
Este hecho evidente es oscurecido por su evi¬
dencia, como dice Montaigne de “ce qu’on dict des
voysins des cataractes du Nil”, que no oyen el ruido.
El sentido común es el rechazo de fantasmas
desconocidos pero es la creencia en fantasmas fami¬
liares: rechaza los cinocéfalos y monóculos, como si
fuese menos monstruosa la existencia de personas sin
su correspondiente cabeza de perro, o con dos ojos
en vez de uno. Es en parte cierto que el sentido co¬
mún es enemigo del milagro, pero del milagro inusi-

131
tado, si se permite.
Es el sentido de la comunidad apto para una
confortable existencia dentro de límites modestos, de
espacio y tiempo: en Laponia recomienda ofrecer la
mujer al caminante y aquí asesinarlo si la toma. Un
galeote se admiraría de la pretensión de curar un do¬
lor de muelas con una aspirina siendo sabido que se
cura aplicando una rana en la mejilla; por un meca¬
nismo similar el médico se asombraría de que alguien
pretenda curar el dolor de muelas con una rana. La
diferencia estriba (según el médico) en que la idea
del galeote es una superstición y la de él no. No veo
una diferencia esencial. Al final de cuentas, buena
parte de la terapéutica contemporánea consiste en su¬
persticiones que han recibido nombre griego. Y en
rigor poca gente hay tan supersticiosa como los
médicos: cuando cunde alguna nueva superstición,
como la extirpación de las amígdalas, llegan a pensar
que cualquier enfermedad puede ser curada mediante
ese extraño procedimiento, no sólo los dolores de
'muelas. En general, puede decirse que el rechazo
enérgico de una superstición solamente puede ser he¬
cho por gente supersticiosa, pues son los únicos que
creen firmemente en algo: los verdaderos hombres
de ciencia son demasiado cautelosos para rechazar
definitivamente nada.
Que el sentido común es la magia y la fantasía
más desatada, es fácil de probar: mediante ese dia¬
bólico consejero un campesino jura que la tierra es
plana y que el Sol es un disco de veinte centímetros

132
de diámetro. En su furia mágica, puede llegar a abo¬
lir grandes sectores de la realidad, no sólo a defor¬
marlos.
Es probable que muchos de los problemas actua¬
les de la filosofía y de la ciencia tengan solución
cuando el hombre se decida de una vez a prescindir
del sentido común. Apenas salimos de nuestro uni¬
verso cotidiano, dejan de valer nuestras ideas y pre¬
juicios. Esta es la causa de que el absurdo nos aco¬
meta por todos lados. Más, todavía: es deseable que
sea así, pues es garantía de que se anda por buen ca¬
mino. Si un astrónomo presenta una teoría del Uni¬
verso que sea aceptable para el hombre corriente, se¬
guramente que está equivocado. Si otro afirma que
en ciertas regiones remotas el tiempo se paraliza, ese
señor debe ser escuchado con respeto, pues puede te¬
ner razón.
Las teorías científicas y filosóficas están todavía
demasiado adheridas al sistema conceptual de entre¬
casa. Su defecto tal vez es el de ser aún poco desca¬
belladas.

SIMPLICIDAD DE LA MATEMATICA

Existe una opinión muy generalizada según la cual


la matemática es la ciencia más difícil cuando en rea¬
lidad es la más simple de todas. La causa de esta pa¬
radoja reside en el hecho de que, precisamente por su
simplicidad, los razonamientos matemáticos equivo-

133
cados quedan a la vista. En una compleja cuestión
de política o arte, hay tantos factores en juego y tan¬
tos desconocidos o inaparentes, que es muy difícil
distinguir lo verdadero de lo falso. El resultado es
que cualquier tonto se cree en condiciones de discutir
sobre política y arte —y en verdad lo hace— mien¬
tras que mira la matemática desde una respetuosa
distancia.

SOCIALIZACIÓN

He visto algunas críticas al socialismo que, esque¬


máticamente, consisten en lo siguiente: las ideas mar-
xistas sobre el átomo son equivocadas; luego, el socia¬
lismo es una ingenuidad. Con lo cual sus autores se
quedan muy tranquilos y no sufren problemas de
conciencia ante el hecho de que millones de hombres
vivan y mueran como bestias en minas, ingenios o
frigoríficos.
Por mi parte no me parece necesario averiguar
antes si la ley dialéctica de transformación de causa
en efecto vale o no en la física para hacer algo en fa¬
vor de los mineros que son explotados en Gales o de
los peones que viven como esclavos en el norte de la
Argentina.
Supongamos que la teoría dialéctica de la natu¬
raleza es equivocada: por qué no ha de ser posible
nacionalizar la industria del carbón en Inglaterra?
Ningún espíritu digno desciende a esta clase de

134
sofismas. En cambio aun sin ser economista o so¬
ciólogo, verá fácilmente, en cuanto examine unas
cuantas estadísticas, cómo la libre concurrencia con¬
dujo a la concentración industrial y financiera; y
cómo la lucha económica entre los monopolios se ha
convertido frecuentemente en luchas políticas y en
guerras internacionales por la hegemonía. Y verá
también que mientras la máquina y los medios de
producción estén al servicio de una minoría engen¬
drarán la desocupación, la miseria, el subconsumo, la
aparente superproducción y el consiguiente combate
por el mercado.
Muchas personas de excelente fondo temen las
revoluciones sociales porque han visto algunas pe¬
lículas de Cedí B. de Mille; pero no hay que con¬
fundir una transformación social con una película de
Cecil B. de Mille. Las gentes que están atemoriza¬
das por estas perturbaciones de la etiqueta, pueden
tranquilizarse; hasta no es difícil que Inglaterra esta¬
blezca el socialismo con el rey, fiestas de coronación
y ese duque (no recuerdo cuál) que puede y debe per¬
manecer con el sombrero puesto delante de la reina.
La libre iniciativa económica ya desempeñó su
papel y nadie niega el mérito que tuvo en toda la
época que nos ha precedido; pero a la larga ha en¬
gendrado el monopolio, que es su negación, el paro,
la miseria, el fascismo y la guerra. Para qué empe¬
ñarse en empezar de nuevo, aunque fuese posible?

135
SURREALISMO

En The New Image, Wolfgang Paalen anatematiza a


Salvador Dalí: “Ese Jacques-Louis David del surea-
lismo jamás ha hecho nada en pintura que pueda ser
calificado de automático.”
Paalen tiene toda la razón posible; pero es lícito
preguntar para qué reivindica el automatismo. Como
instrumento de investigación psicológica o como
productor de belleza? Esta parece ser la cuestión que
los teóricos del movimiento no han terminado de
aclarar. André Bretón definió primero el surrealismo
como “automatismo psíquico puro, por medio del
cual uno se propone expresar el funcionamiento real
del pensamiento. Dictado del pensar con ausencia de
todo control ejercido por la razón y al margen de
toda preocupación estética o moral”. Al frente del
Bureau des Recherches Surréalistes se puso la siguiente
advertencia: “Que nadie se engañe; nuestra acción
reviste un carácter experimental y aventurado que
nada tiene en común con las vulgares especulaciones
literarias y artísticas que otros han querido bautizar
con la misma palabra.” Finalmente a propósito de
Les champs magnetiques, primer texto automático,
dice Fíugnet: “Se trataba, aparentemente, de hacer
abstracción del talento y de sus pretensiones, de la
razón y de toda preocupación, cualquiera que fuera,
para abandonarse a una catarata de palabras e
imágenes, dejándose llevar por ella vertiginosamente

136
a través del pensamiento, libre de toda ligadura
lógica. Prácticamente, era preciso escribir a la mayor
velocidad, sin correcciones, sin vueltas atrás, en una
palabra: transcribir.”
La respuesta parece no favorecer las dudas: el
surrealismo constituiría un capítulo del psicoanálisis
o una psicoterapia coadyuvante. Por desgracia, la
modesta declaración anterior es reforzada y debili¬
tada por una multitud de frases contradictorias. Sus
numerosos manifiestos y proclamas recomiendan al
surrealismo no sólo como instrumento científico sino
también como método de acción revolucionaria,
como teoría del arte, como insuperable productor de
belleza, como promotor del bienestar futuro del pro¬
letariado y como concepción del mundo.
En verdad es difícil, si nos atenemos a sus teóri¬
cos, averiguar qué no es surrealismo. Si en la duda
acudimos al Diccionario Abreviado del Surrealismo,
tropezamos con la siguiente definición del sistema:
“Viejo cubierto de estaño antes de la invención del
tenedor”, que como muestra de la eficiencia del au¬
tomatismo es más bien decepcionante.
Poderosos en la confusión mental, los surrealis¬
tas utilizan dos procedimientos para evitar cualquier
intento discriminativo: primero, el olvido de sus de¬
claraciones teóricas en la práctica; y segundo, el em¬
brollo de conceptos como arte, poesía, belleza e ins¬
piración (ya bastante embrollados para que faltara la
invasión surrealista). André Bretón, por ejemplo,
piensa que el automatismo, al introducirnos en la

137
subconsciencia, nos introduce en el mundo de lo ma¬
ravilloso y por lo tanto de lo bello, paralogismo op¬
timista, pues faltaría demostrar que el subconsciente
es maravilloso y que lo maravilloso es bello.
Que el automatismo no es una invariable fuente
de belleza, se prueba fácilmente. Cuando el automa¬
tismo es practicado en forma ortodoxa, los resulta¬
dos son melancólicos: “La ostra del Senegal comerá
el pan tricolor.” (La Révolution Surréaliste, n.° 9); o
también este otro, más ruinoso: “El topacio ven¬
gado comerá a besos al paralítico de Roma.” (Le Su-
rréalisme au Service de la Révolution, n.° 4.) Cabría
preguntar a qué revolución se sirve con estos produc¬
tos.
Una de las características esenciales de los movi¬
mientos románticos es la desproporción entre sus
grandiosos propósitos y los resultados pequeñitos,
con lo que lo grande se convierte meramente en
grandilocuente. En el Manifiesto nos enteramos de
que “el surrealismo es el rayo invisible que nos permi¬
tirá un día triunfar sobre nuestros adversarios”; los
ejemplos anteriores muestran sin embargo una activi¬
dad más bien cautelosa de este rayo mortífero. En el
número 4 de La Révolution Surréaliste, agrega Bre¬
tón: “Se trataba, ante todo, de remediar la insignifi¬
cancia profunda que puede alcanzar el lenguaje bajo
el impulso de un Anatole France o de un André
Gide”. Los surrealistas son más potentes en sus de¬
claraciones teóricas que en sus realizaciones. En los
manifiestos se cita enérgicamente a Hegel, Marx y

138
Freud; las realizaciones ya no son tan grandiosas.
La verdad es que el surrealismo tiene cierta ten¬
dencia a la indefinición. A primera vista parece que
no es así, puesto que hay revistas, telas, manifiestos y
personas que dicen ser surrealistas; más todavía,
Bretón parece encabezar una rígida academia que
dictamina y excomulga, lo que equivale a una junta
de moralidad y buenas costumbres en el Infierno.
Pero la realidad no es tan simple, como lo revela la
existencia de distintos grupos que se combaten entre
sí. Estos grupos se acusan mutuamente de no practi¬
car el verdadero automatismo, lo que revelaría que la
esencia del movimiento está definida por el proceso auto¬
mático. Pero luego se plantea un nuevo problema:
qué se proponen hacer o buscar con este instru¬
mento? Aquí la discusión se hace inacabable, pues
mientras el surrealismo se encuentra tratado como un
hecho en los libros de arte moderno, muchos de ellos
niegan enérgicamente que pertenezca al arte. Hugnet
lo dice expresamente, al referirse a la poesía: “No es
más un arte”, y agrega más adelante: “El surrea¬
lismo se desinteresa de la literatura, de la buena y de
la mala. Inscripto fuera de toda estética, el surrea¬
lismo se sitúa en lo irreparable... He ahí el resultado
de la supresión de la mentalidad artista y el adveni¬
miento del espíritu emisor de ondas.
Es inútil: fuera de vagas imágenes radiotelefóni¬
cas o guerreras es imposible encontrar un camino en
las declaraciones de los teóricos.
Admitiendo tímidamente que un pintor o un

139
poeta surrealista quiera alcanzar la belleza no se ve
cómo ha de lograrlo mediante el mero automatismo.
Admitiendo también que automatismo sea el nombre
que los surrealistas dan a la inspiración, cualquiera
reconocería de buen grado que el automatismo ha
sido siempre el instrumento con el cual el artista ha
obtenido la materia prima de su creación, pero no
que es la creación artística misma; es su condición
necesaria mas no su condición suficiente.
Platón afirma que los poetas crean en estado de
delirio, poseídos por los dioses (Cf. Ion y Fedón).
Pero entonces es preciso convenir en que los dioses
griegos debían de tener una excelente educación lite¬
raria, y que si sus ministros se dejaban conducir cie¬
gamente por la inspiración divina, en cambio ellos
no lo hacían.
El arte (con la misma raíz: artificio, artesanía,
artimaña) es todo lo contrario de la transcripción au¬
tomática: es actividad consciente, no descubrimiento
pasivo.
Aun admitiendo una objetividad de la belleza,
como en Platón, se podría hasta admitir a los surrea¬
listas que el alma arrebatada por el sueño, por el éx¬
tasis o por el estado de gracia podría entrever el
reino fantástico e inmutable de las Formas. Pero una
cosa es soñar y otra expresar un sueño, y la poesía y
el arte son expresión. Y en este momento es cuando
se requiere toda la fuerza, la madurez, la plena inteli¬
gencia creadora.
Se suele decir, otras veces, que el surrealismo es

140
sencillamente la entrada de la subconsciencia en el
arte. En ese caso, sólo los que usan la miopía como
principal instrumento de análisis pueden afirmar que
el surrealismo es un producto de la guerra de 1914.
Desde que nacieron, el arte y la literatura se han
construido con los materiales ofrecidos por la sub¬
consciencia, y no creo que Homero, ni los trágicos
griegos, ni Dante ni Shakespeare fueran ajenos a esta
intromisión; más estrictamente, hay surrealismo en
las leyendas, en Breughel el Viejo, en Jerónimo
Bosch, en Grünewald, en Durero, en los románticos.
Bretón establece una larga lista de clásicos par¬
cialmente surrealistas: Heráclito es surrealista en la
dialéctica, Swift en la maldad, Baudelaire en la mo¬
ral, Carroll en el non-sense, etc. Agregando en el
mismo Manifiesto-. “Pero insisto, no son siempre su¬
rrealistas, porque es posible encontrar en cada uno
de ellos ideas preconcebidas a las que —muy inge¬
nuamente— se aferraban".
Es evidente que en esta lista hay una sola per¬
sona que se aferra a su ingenuidad: André Bretón.
No se da cuenta, en efecto que si toda esa gente ha
llegado a hacer algo de valor es, justamente, por te¬
ner tales ideas preconcebidas; en otras palabras, pa¬
saron a la posteridad porque no eran totalmente su¬
rrealistas: el único surrealismo inmortal es el malo.
Declaro, por otra parte, no entender los pro¬
pósitos y el alcance de esa enumeración. No veo por
qué misteriosa razón la idea de Heráclito sobre el
devenir universal puede ser surrealista: en cierto

141
modo, llegar a la conclusión de que las cosas cam¬
bian continuamente y que no es posible bañarse dos
veces en el mismo río, porque las aguas corren, es
propio del sentido común más cotidiano y despierto;
creo que el afán de querer conciliar el marxismo con
su teoría es el culpable de esta ingenuidad de Bretón.
Los restantes personajes no parecen mejor ele¬
gidos. En realidad no podían haber sido peor
elegidos: Swift, Carroll y Baudelaire son tres escri¬
tores de gran inteligencia, que construían sus obras
como un ingeniero sus puentes. Las fantásticas crea¬
ciones de Lewis Carroll eran el producto de una
mente matemática ejercitada en las demostraciones
geométricas y en el cálculo infinitesimal. En cuanto
al poeta francés, sabemos que fue engendrado por
Edgar Poe, quien dice en La filosofía de la composi¬
ción: “La mayoría de los escritores —los poetas en
particular— prefieren hacer creer que el éxtasis intui¬
tivo, o algo así como un delicado frenesí, es el estado
en que se encuentra cuando realizan sus composicio¬
nes, y se estremecerían de pies a cabeza si dejaran
que el público echara una mirada tras los bastidores
y presenciase las escenas de la elaboración y las vaci¬
laciones del pensamiento que ocurren en el proceso
de la creación, que notara los verdaderos propósitos,
captados sólo a último momento, los innumerables
vislumbres de la idea que no llegó a madurar plena¬
mente, las fantasías rechazadas por rebeldes, las cau¬
telosas selecciones y exclusiones, las dolorosas raspa¬
duras e interpolaciones, en pocas palabras, las ruedas

142
y piñones, los aparejos para cambiar las escenas, que
en noventa y nueve de cien casos constituyen las
cualidades del histrión literario”.
En cuanto a Valéry, dice a propósito de Baude-
laire: “aunque romántico de origen y hasta por sus
gustos, puede a veces aparecer como clásico. Hay
una infinidad de maneras de definir, o de creer defi¬
nir al clásico. Nosotros adoptaremos hoy la si¬
guiente: clásico es el escritor que lleva un crítico dentro
de sí, y que lo asocia íntimamente a sus trabajos. En Ra-
cine había un Boileau, o una imagen de Boileau
Agregando, más adelante: “El orden supone un
cierto desorden que ha sido dominado. La composi¬
ción, que es artificio, sucede a algún caos primitivo
de intuiciones y de desarrollos naturales. La purera
es el resultado de operaciones infinitas sobre el len¬
guaje, y el cuidado de la forma no es otra cosa que la
reorganización meditada de los medios de expre-
•/
sion .
Sin embargo, se puede argüir, el surrealismo es
un hecho y no se puede negar que, además de los
méritos que tiene siempre un movimiento que agita
profundamente los espíritus, ofrece una obra que
parcialmente ha de ser perdurable.
Nadie niega el valor catártico del surrealismo.
En cuanto a su obra perdurable, lo será en la medida
en que es heterodoxo, lo que ha sido bastante fre¬
cuente; porque a pesar de todas sus declaraciones,
los mejores elementos del surrealismo han hecho arte
y literatura en la misma proporción en que se han ol-

143
vidado de sus juramentos automatistas. Ninguno
creerá, seriamente, que Salvador Dalí pinta en forma
automática, o que algunos poemas de Éluard son
más automáticos que los de Rimbaud. Por el contra¬
rio, debemos pensar que en un cuadro de Bosch hay
más auténtico automatismo —o sea más ingenua
transcripción del subconsciente— que en la atenta,
vigilante, académicamente freudiana y atiborrada de
manifiestos sabiduría de Dalí. Es cierta, pues, la acu¬
sación que Paalen hace al pintor español, de no prac¬
ticar el automatismo. Pero quién lo practica? Se
puede admitir la posibilidad de que el mensaje de la
subconsciencia pueda ser transcrito rápidamente por
un escritor en estado de trance —dejo ahora de lado
el valor artístico de esta actividad—, pero qué posibi¬
lidad existe para que un pintor haga lo mismo? En
todas las obras perdurables de pintores surrealistas
predomina justamente la construcción, la solidez, el
equilibrio, el método y el oficio, todo aquello que es
ajeno al mero automatismo.

TÁCTICA MILITAR

Como los oficiales egipcios en Caesar and Cleopatra,


el general von Kleist declaró, en 1942, que el ejér¬
cito ruso no había sido aún aniquilado porque los
mariscales soviéticos ignoraban las reglas del arte
militar.

144
TRANSITORIEDAD

La gente se sorprende de que el geómetra Bolyai se


bata en duelo. No veo nada de sorprendente: el pa¬
ralogismo consiste en pensar que el señor Bolyai se
bate en duelo como geómetra, como si eso formase
parte de su oficio: se bate en tanto que oficial del
ejército o deportista, o sujeto adleriano.
Por razones didácticas, pedagógicas, de confort
social, el hombre corta el flujo fenoménico que cons¬
tituye este raro mundo cotidiano en pedazos, que
después clasifica, rotula y coloca en estantes; de
modo que ese Universo fluyente es curiosamente
convertido en una especie de Gran Despensa.
Si este atentado es cometido con una piedra que
es colocada en la estantería con el rótulo “espato de
Islandia”, permaneceremos más o menos corteses,
porque, al final de cuentas, su permanencia es del or¬
den de magnitud de las edades geológicas. Pero si,
en cambio, toman un río y le colocan el rótulo
“Amazonas”, ya el acontecimiento presdipone al
mal humor. El Amazonas en que alguien se baña en
1944 no es el mismo que el Amazonas en que esa
misma persona se bañó en 1914, tal como lo garan¬
tiza Heráclito de Éfeso. El problema es doblemente
irritante porque no sólo nadie se baña dos veces en el
mismo río sino que el río no baña dos veces a nadie.
Demostración: el Amazonas no puede bañar dos ve¬
ces a Pedro por la sencilla razón de que no hay nada

145

10
que pueda ser designado con el nombre propio “Pe¬
dro”: en el mejor de los casos esta palabra se refiere
a lo que tiene algunas condiciones de “pedroso” (Cf.
Russell, An Outline of Philosophy, XXIV). En ver¬
dad, es extraño que se considere a un ser humano
como algo inalterable e idéntico consigo mismo en el
tiempo, a pesar de que crezca, se enferme, aprenda
filosofía, se vuelva loco o pierda un brazo en la gue¬
rra.
En esta tendencia a encuadernar un código de
señales entra el hecho de clasificar a los hombres en
filósofos, poetas, sabios, alpinistas o picapedreros.
Supongamos a un alpinista, y hasta aceptemos
que es el mejor alpinista del mundo; y ahora imagi¬
némoslo en el momento en que se afeita. Es, en este
instante, el mejor alpinista del mundo? Sería caer en
los más bochornosos extremos de la manía clasifica-
toria responder positivamente. Ni siquiera es admisi¬
ble afirmar que es un alpinista común. En este ins¬
tante no es ni la décima parte de un alpinista. Para
decirlo brutalmente y de una vez por todas: no es al¬
pinista en absoluto.
Pensemos en Sócrates comiendo con su mujer.
Es filósofo en esa circunstancia? Me imagino que
Bertrand Russell suele decir, candorosamente, como
el realista ingenuo más transitable: “Me siento a la
mesa”, aniquilando a su propio monismo neutro, que
aconseja, para tales ocasiones: “Uno de los sucesos
de una cierta serie, causalmente ligados en la forma
que constituye la serie total que se llama persona,

146
tiene ciertas relaciones espaciales con respecto a uno
de otra serie de sucesos causalmente vinculados entre
sí de una manera distinta y que tienen la configura¬
ción espacial de la especie denominada mesa" (Op.
cit., XXIII). Contra esta frase se podrá decir lo que
se quiera, pero hay que reconocer que es filosófica¬
mente decorosa y que es una de las pocas que puede
proferir en tales circunstancias un pensador.
Richard von Schubert-Soldern se quejaba de que
no hubiese en su universidad otros solipsistas como
él, porque le parecía excelente e irrebatible la doc¬
trina que afirma la existencia de un solo sujeto en el
Universo. Es claro que este señor, al menos en el ins¬
tante de su queja, no podía ser calumniado con la de¬
signación de solipsista.
En resumen, parece necesario abolir frases como
“El gran poeta Baudelaire”. Propongo sustituirlas
por otras del siguiente tipo: “Lo baudeleriante, en
los momentos en que asume estados poéticos gran¬
diosos.”
De este modo quedarían excluidas sus meras ac¬
tividades ciudadanas de comer, vestir, toser, estornu¬
dar, sufrir insomnios, afeitarse, sacar punta al lápiz,
etcétera.
Sería indigno edificar con estos productos el sus¬
tantivo Poeta.

147
VALÉRY Y LA FILOSOFÍA

Su admiración por la matemática es el reverso de su


desdén por la filosofía, con sus seudoproblemas y sus
disputas interminables sobre palabras mal definidas.
Para Valéry lo impuro es lo vago y la filosofía es la
vaguedad por excelencia; de ahí su desprecio por
Pascal, que se entrega a la teología y a la metafísica
después de haber sido un geómetra genial, como un
honesto padre de familia que en su vejez sale a bus¬
car aventuras con mujeres de mala vida.
En realidad, la crítica de Valéry a la filosofía es
también filosofía aunque no sea consecuente ni clara.
A veces es pragmática, positivista; otras veces parece
estar con Platón y creer en la existencia de no sé qué
formas puras objetivas.
Su crítica de la filosofía es, en general, injusta.
No es cierto que todos los filósofos desdeñen las pa¬
labras bien definidas. En cierto sentido, muchos sis¬
temas son esfuerzos para definir tres o cuatro pala¬
bras. Por otra parte, no hay que confundir a los fi¬
lósofos con la filosofía: muchos pensadores son dis¬
cutibles, pero toda la filosofía es desdeñable? Valéry
opone a la vaguedad de la filosofía, la precisión de la
matemática; pero es posible una filosofía que aplique
los métodos de la ciencia. (Cf. Russell: Mysticism
and Logic.)
Valéry afirma, en fin, que la filosofía hace sus
construcciones con palabras mal definidas, con me-

148
táforas. Habrá que agregar que, en ese caso, él
mismo es un filósofo?

VALORES

En la historia del pensamiento nos encontramos a


menudo con la ingenuidad de atribuir a Dios nues¬
tros prejuicios éticos o estéticos. Cuando encontra¬
mos alguna ley natural que nos halaga o satisface,
nos sentimos inclinados a pensar que es una prueba
de la existencia de Dios; vanidosamente, el hombre
piensa que sólo una divinidad puede conformar sus
gustos. Cuando Maupertuis descubrió el principio
de la Mínima Acción, sostuvo que era la mejor
prueba de la existencia de un Espíritu Ordenador.
No veo por qué —sin embargo— algo que satisface la
pobre y limitada mente del hombre ha de ser forzo¬
samente obra de dioses. Vanidad semejante a la que
experimentamos cuando un autor nos parece inteli¬
gente porque piensa como nosotros.

VERDAD Y BELLEZA

Hay más libertad acaso, para hacer una sonata que


un puente? El ingeniero debe respetar ciertas leyes
(resistencia de materiales, gravedad, composición de
fuerzas). El músico se enfrenta con las leyes de la ar¬
monía. Ambos trabajan con un material objetivo y

149
preexistente: hierros y notas. Ambos tienen que
construir. La construcción, en los dos casos tiene que
cumplir con ciertos requisitos: máximo resultado con
mínimo de elementos (estilo?), equilibrio, propor¬
ción de las partes: no será que la belleza, en ambos
casos, es el resultado inevitable de estos requisitos?

no
INDICE
Prólogo para la edición de 1980 11
Advertencia 15

Anteojo astronómico 17
Apeirón 18
Berkeley 19
Borges 20
Casualidad 25
Ciencia 25
Ciencia y moral 31
Citas 32
Cobardía 33
Continuidad de la creación 33
Creación del hombre 34
Dalí 35
Descubrimiento de América 35
Determinismo 40
Dios 41
Divulgación 42
Dogmatismo 43
Droitsurréalisme 45
Edad 46

153
Educación 46
Esprit de mesure 47
Eterno retorno 47
Eternorretornógrafo 48
Expansión del Universo 49
Espejo de Stendhal 61
Fama 61
Fantástico 62
Fascismo 62
Física escandalosa 74
Galileo 74
G engis Kant 79
Geometrización de la novela 79
Heliocentrismo 85
Hombre y mujer 86
Ideólogos de la barbarie 87
Indeterminación 90
Inercia mental 91
Infinito 93
Infinitud del Universo 93
Inteligencia 94
Invención y descubrimiento 96
Lautréamont 96
Lenguaje 97
Logística 97
Margotinismo 98
Metáfora 99
Método científico 100

154
Oficio 103
Oscuridad 103
Personajes históricos 103
Pitágoras 104
Poderío del lenguaje 112
Poesía pura 113
Porvenir de la ignorancia 113
Realismo 125
Relatividad 126
Russell 127
Sentido común 129
Simplicidad de la matemática 133
Socialización 134
Surrealismo 136
Táctica militar 144
Transitoriedad 145
Valéry y la Filosofía 148
Valores 149
Verdad y belleza 149

155
Impreso en el mes de julio de 1982
en I. G. Seix y Barral Hnos., S. A.
Carretera de Cornelia, 134-138
Esplugues de Llobregat
(Barcelona)
629035
Date Due
PQ 7797 S214 U5 1982 010101 000
Sabato, Ernesto R
Uno el universo / Ernesto ba

PQ7797 .S21UU5 1982


Sabato, Ernesto R.
Uno y el universo.

DATE ISSUED
liur o
362883
Ernesto Sabato
Uno y el Universo

Uno y el Universo, primer libro publicado por Ernesto Sabato, ob¬


tuvo en i el primer premio de prosa de la Municipalidad de
Buenos Aires. Formaban el jurado Vicente Barbieri, Francisco Fuis
Bernárde\, Feónidas Barletta, Ricardo Molinari y Adolfo Bioy
Casares. Fibro inaugural, Uno y el Universo se resume en su título:
en concisa brevedad, pulida y bruñida, de epigramas o cápsulas ver¬
bales, Sabato repasa, por riguroso orden alfabético, con voluntad
sistemática a la que con frecuencia no es ajena la ironía, todo un
vasto catálogo de temas que van desde la anécdota cotidiana a lo
más amplio del cosmos. Tal pesquisa es sustentada por la insobor¬
nable honestidad humana, la lucide\crítica y la hondura y ampli¬
tud de visión que, confirmadas a lo largo de toda la obra, asegura¬
rían a Sabato un papel central en nuestra escritura contemporánea.
Desde esta primera obra, de excepcional madure\, se asientan las
raíces del universo de un gran escritor.

X
470
ENSAYO

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