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Anatomia Del Amor, Helen E. Fisher

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Helen E.

Fisher

Anatomía del amor


Historia natural de la monogamia,
el adulterio y el divorcio

Traducción de Alicia Plante

EDITORIAL ANAGRAMA
HAHCELONA
Título de la edición original:
Anatomy of Love. The Natural History of Monogarny, Adultery, and Divorce
W.W. Norton & Company
Nueva York, 1992

Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración: (<Eros y Psique se ahrazan,J, Antonio Casanova
Museo Cívico de Venecia, foto© Oronoz/COVER

Primera edición en «La educación sentimental»: junio 1994


Primera edición en «Argumentos»: noviembre 2007

cultura Libre
© Helen E. Fisher, 1992
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1994
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona

ISBN, 978-84-339-6267-6
Depósito Legal: B. 43896-2007

Printed in Spain

Liberdtíplex, S. L. U., ctra. BY 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo


08791 Sant Llorenc; d'Hortons
Para Ray Carroll
AGRADECIMIENTOS

Gracias a Ray Carroll, Florine y Gene Katz, y a Helen Fisher, mi


madre, por el estupendo apoyo que me brindaron. Gracias a Judy An-
drews y Sue Carroll por su importante colaboración en las tareas de in-
vestigación.
Les estoy enormemente agradecida a Mary Cunnane, mi editora de
W.W. Norton, así como a William Rusin, Fran Rosencrantz, Jeannic
Luciano, Patricia Anthonyson, Caroline Crawford, y al resto del perso-
nal de Norton, por sus inapreciables contribuciones en la preparación
de este libro.
También quiero darles las gracias a Aman da U rban, mi agente, por
su experto asesoramiento, a Lynn Goldbcrg y Louise Brockett por sus
sabios consejos, a Nancy Crampton por tomar mi fotografía, a Michacl
Rothman por dibujar la ilustración del libro y a Otto Sonntag por co-
rregir las pruebas.
Me siento en deuda con mis colegas Robert Alford, Laura Betzig,
Vern Bullough, Robert Carneiro, Ray Carroll, Andrew Cherlin, Ceci-
ley Collins, Ellen Dissanayake, Perry Faithorn, Stan Freed, David Gi-
vens, Terry Harrison, Sarah Hrdy, Albin Jones, Florine Katz, Warren
Kinzey, Laura Klein, Peter Lacey, 1fichael Liebowitz, Richard 11ilner,
Merry Muraskin, Barbara Pillsbury, Carolyn Reynol<ls, Alice Rossi,
Lionel Tiger, Wenda Trevathan, Michacl Trupp, Randall White y Mil-
ford Wolpoff por sus excelentes opiniones e importantes comentarios
acerca de diversas secciones del manuscrito.
Además, quiero agradecer a mis amigos y a mi familia su paciencia
y buen humor durante los años que duró la preparación del libro.
AL LECTOR:
U na «forma de mirar»

Mi hermana y yo somos gemelas idénticas. Cuando cumplí cuatro o


cinco años empecé a notar que los mayores nos observaban a mi her-
mana y a mí y nos hacían preguntas. ¿Percibía yo cuando Lorna tenía
un problema? ¿Nos gustaban los mismos juguetes? ¿Pensaba yo alguna
vez que era ella? Nos recuerdo sentadas en el asiento posterior del co-
che de la familia mientras comparábamos nuestras manos. Nuestra risa
era igual, y aún lo es. A las dos nos atrae el peligro, si bien lo vivimos
de maneras muy diferentes. Ella es piloto de un globo aerostático en
Colorado, mientras que yo participo en polémicas sobre temas canden-
tes como el adulterio y el divorcio en mesas redondas, por televisión o
desde un estrado. Además ella es artista. Pinta telas enormes con pe-
queños toques de pincel, mientras que yo cambio de lugar minúsculas
palabras a lo largo de cientos de páginas de manuscrito. Ambas son ta-
reas que requieren paciencia y meticulosidad con los detalles. Y ambas
trabajamos solas.
De modo que ya de pequeña comencé, casi sin darme cuenta, a ob-
servar mi conducta: ¿en qué proporción era heredada? ¿Cuánto se de-
bía al aprendizaje?
Luego, en la universidad, descubrí el debate sobre la polaridad «na-
turaleza-educación» (nature-nurture). El concepto de John Locke de la
tabula rasa, o página en blanco, me perturbó profundamente. ¿Era
realmente cada niño como una hoja en blanco sobre la cual la cultura
inscribía la personalidad? No podía creerlo.
Luego leí el libro de Jane Goodall En la senda del hombre, sobre
los chimpancés salvajes de Tanzania. Estos animales tenían diferentes
personalidades, y hacían amistades, se cogían de la mano, se besaban,
se daban unos a otros obsequios de hojas y hierbas, y estaban de duelo
cuando moría un compañero. Me impresionó la continuidad emocio-
nal entre hombres y bestias. Y quedé convencida de que parte de mi
comportamiento era de origen biológico.
De modo que este libro trata de los aspectos innatos del sexo y el

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amor y el matrimonio, esos rasgos y tendencias del apareamiento que
heredamos de nuestros antepasados. El comportamiento humano es una
mezcla compleja de fuerzas ambientales y hereditarias y no pretendo
minimizar el poder que tiene la cultura de influir en las acciones hu-
manas. Pero son las contribuciones genéticas de la conducta las que
siempre me han intrigado.
El libro comenzó en el metro de Nueva York. Leía unas estadísti-
cas sobre el matrimonio en los Estados U nidos cuando descubrí lo re-
lativo al divorcio. 1fe pregunté si ese mismo esquema aparecería en
otras culturas. Entonces analicé la información sobre el divorcio en se-
senta y dos sociedades incluidas por las Naciones Unidas en sus anales
demográficos ..Me encontré con patrones peculiares muy semejantes.
Luego examiné datos sobre adulterio en cuarenta y dos culturas.
Cuando comparé estas cifras sobre los vínculos humanos a escala mun-
dial con modelos de monogamia, «infidelidad>) y abandono en pájaros y
mamíferos no humanos, encontré semejanzas tan impresionantes que
llegué a formular una teoría general sobre la evolución de la sexualidad
y de la vida familiar en los humanos.
¿Por qué nos casamos? ¿Por qué algunos de nosotros cometemos
adulterio? ¿Por qué las personas se divorcian? ¿Por qué lo intentamos
una vez más y volvemos a casarnos? El libro comienza con capítulos
sobre la naturaleza del cortejo, el enamoramiento, la monogamia, el
adulterio y el divorcio. Luego, a partir del capítulo VI, retrocedo hasta
el comienzo de la vida social humana y rastreo la evolución de nuestra
sexualidad desde sus comienzos en las praderas de África oriental unos
cuatro millones de años atrás, pasando por la vida de los pintores de
cavernas de la edad de hielo europea hasta los tiempos modernos,
tanto en Occidente como en regiones más «exóticas>>.
Durante la presentación de mis teorías analizo por qué nos enamo-
ramos de una persona y no de otra, la experiencia del amor a primera
vista, la fisiología del afecto y de la infidelidad, por qué los hombres
tienen grandes penes y las mujeres exhiben permanentemente sus pe-
chos agrandados, las diferencias entre sexos a nivel cerebral, la evolu-
ción del concepto «mujeres, hombres y podern, la génesis de la adoles-
cencia, el origen de nuestra conciencia, y muchas otras creaciones del
impulso sexual humano. Finalmente, en el último capítulo, utilizo toda
esta información para hacer algunas predicciones sobre los «vínculos»
del mañana y, si sobrevivimos como especie, de los próximos milenios.
Pero, primero, algunas advertencias. A lo largo del libro incurro en
muchas generalizaciones. Ni la conducta del lector ni la mía encajan en
todos los modelos que describiré. ¿Por qué había de ser de otro modo?
No existe ningún motivo para esperar una correlación estrecha entre
todas nuestras conductas y las reglas generales de la naturaleza hu-

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mana. Lo que puntualizo son los esquemas predominantes más que las
excepciones.
Por otra parte, no hago el menor esfuerzo por ser «políticamente
correcta». La naturaleza hizo a los hombres y a las mujeres para que
trabajen hombro a hombro. Pero no puedo afirmar que son iguales. No
lo son. Y he dado explicaciones evolucionistas y biológicas de las dife-
rencias cuando me ha parecido apropiado.
También me he resistido a algunas modas en antropología. Actual-
mente, por ejemplo, ha caído en desuso utilizar a los bosquimanos
!kung de África meridional como modelo para reconstruir la vida en
nuestro pasado de cazadores-recolectores. Las razones por las cuales
elegí seguir recurriendo a dicha sociedad como modelo las explico en
muchas notas al final del texto que espero que el lector tenga tiempo
de leer.
Algo muy alarmante para muchos lectores es que incursione en los
posibles componentes genéticos y adaptativos de conductas sociales
complicadas, polémicas y a menudo muy dolorosas como el adulterio y
el divorcio. Y, por cierto, no d~fiendo la infidelidad ni el abandono;
más bien trato de entender estos perturbadores fenómenos de la vida
humana.
Por último, yo soy etóloga, es decir, alguien interesado en los as-
pectos genéticos de la conducta. Los etólogos, como Margaret Mead
dijo en una oportunidad de la perspectiva antropológica, tienen «una
forma de mirar». Desde mi punto de vista, los seres humanos poseen
una naturaleza común, un juego de tendencias o potencialidades in-
conscientes compartidas que están codificadas en nuestro ADN y que
evolucionaron porque les eran útiles a nuestros antepasados millones
de años atrás. No estamos al tanto de estas predisposiciones, pero aún
hoy motivan nuestra conducta.
No creo, sin embargo, que seamos títeres de nuestros genes, que
nuestro ADN determine nuestros actos. Al contrario, la cultura esculpe
innumerables y diversas tradiciones con nuestro material genético.
Luego los individuos responden a su ambiente y herencia en formas
idiosincrásicas que desde tiempos inmemoriales los filósofos atribuyen
al «libre albedrío».

En nuestro empeño por comprendernos, primero estudiamos el sol,


la luna y las estrellas, luego las plantas y animales que nos rodean.
Hace apenas dos siglos que analizamos científicamente nuestras redes
sociales y nuestras mentes. Durante la época victoriana los libros escri-
tos por hombres o por mujeres iban en estantes separados. Alfred Kin-
sey, el sexólogo, realizó sus revolucionarios estudios sobre la vida se-

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xual en los Estados Unidos ya en la década de los cincuenta. Y los aca~
démicos sólo últimamente han empezado a analizar las corrientes gené-
ticas que subyacen a las costumbres humanas de apareamiento. De
modo que este libro intenta explorar la naturaleza de nuestra vida
erótica.
Hay magia en el amor, como bien saben los poetas y los enamora-
dos. No pretendo violar ese santuario. Pero nuestros imperativos se-
xuales son tangibles, cognoscibles. Y creo firmemente que cuanto me-
jor comprendamos nuestra herencia humana, más la dominaremos y
más amplio será nuestro libre albedrío.
HELEN E. FISIIER

14
Conócete entonces a ti mismo, no supongas que Dios se ocupará;
el hombre es el objeto de un correcto estudio de la humanidad.
Ubicado en este istmo de un estado intermedio,
un ser oscuramente sabio y groseramente grande:
con demasiados conocimientos para el Escepticismo,
con demasiadas debilidades para el Estoicismo,
allí se balancea, vacilando entre la acción y el reposo;
sin saber si considerarse Dios o bestia;
dudando de si cuerpo o mente preferir;
nacido apenas para morir, y racional apenas para errar;
igualmente ignorante su razón,
sea porque piensa poco o demasiado;
caos de pensamiento y pasión, todo confundido;
aún responsable de engaños y desengaños;
creado tanto para erguirse como para caer;
gran señor de todas las cosas, y sin embargo presa de todas ellas;
único juez de la verdad, enredado en errores interminables;
gloria, broma y enigma del universo.

ALEXANDER POPE
l. EL CORTEJO
Juegos que juega la gente

.Motivados por la fuerza del amor,


fragmentos del mundo se buscan entre sí
para que pueda haber un mundo.
PIERRE TEILHARD DE CHARDIN

En una historia apócrifa, un colega se dirigía al gran genetista bri-


tánico J. B. S. Haldane de esta manera: «Dígame, señor Haldane, sa-
biendo de sus trabajos sobre la naturaleza, ¿qué puede decirme acerca
de Dios?» Haldanc respondía: «Que siente una asombrosa simpatía por
los escarabajos.» Realmente, hay en el mundo más de trescientas mil
especies de escarabajos. Y o agregaría que a «Dios)) le encantan los jue-
gos humanos de apareamiento, ya que ningún otro aspecto de nuestra
conducta es tan complejo, tan sutil o tan penetrante. Y a pesar de que
las estrategias sexuales varían de un individuo a otro, la coreografía
esencial del cortejo, del amor y del casamiento entre los seres humanos
tiene una miríada de diseños que parecen inscritos en la mente hu-
mana como resultado del tiempo, la selección y la evolución.
Comienzan en el momento en que hombres y mujeres, con nuestras
formas de flirtear, entramos en el terreno del galanteo.

EL LENGUAJE DEI. CUERPO

En la década de los sesenta, Eibl-Eibesfeldt, un etólogo alemán, 1


creyó descubrir un curioso esquema de conductas femeninas de flirteo.
Eibl-Eibesfeldt había utilizado una cámara con una lente secreta:
cuando la apuntaba al frente en realidad estaba fotografiando lo que te-
nía al costado. De este modo podía enfocar objetos cercanos y fotogra-
fiar expresiones faciales no ensayadas de las personas que tenía junto a
él. En sus viajes a Samoa, Papúa, Francia, Japón, África y Amazonia,
registró numerosas secuencias de cortejo. Después, en su laboratorio
del Instituto :rviax Planck de fisiología de la Conducta, ubicado cerca
de Munich, Alemania, analizaba cuidadosamente, cuadro por cuadro,
cada episodio de cortejo.
Un esquema universal del flirteo femenino comenzó a surgir. Apa-
rentemente, mujeres dt:. lugart:.s tan diferentes como la jungla amazó-

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nica, los salones de París y las tierras altas de Nueva Guinea, flirtean
con la misma secuencia de expresiones.
En primer lugar, la mujer sonríe a su admirador y levanta las cejas
con una sacudida súbita mientras abre bien los ojos para observarlo.
Luego baja los párpados, ladea y baja la cabeza y mira hacia otro lado.
Con frecuencia también se cubre el rostro con las manos, riendo ner-
viosamente mientras se oculta tras las palmas. Esta secuencia gestual
de flirteo es tan característica que Eibl-Eibesfeldt está convencido de
que es innata, una táctica femenina de cortejo a la que la hembra hu-
mana llegó millones de años atrás para indicar interés sexual.
Otras estrategias utilizadas por la gente quizá también provengan
de nuestro pasado primitivo. La mirada tímida es un gesto en el cual la
mujer tuerce la cabeza y levanta los ojos tímidamente hacia su preten-
diente. El opósum hembra hace lo mismo, y gira la cabeza hacia el ma-
cho, ladeando el hocico para mirarlo directamente a los ojos. Es fre-
cuente que los animales muevan la cabeza para llamar la atención. Las
mujeres lo hacen comúnmente mientras flirtean: alzan los hombros, ar-
quean la espalda y echan el pelo hacia atrás con un único movimiento
de balanceo. El albatros tuerce la cabeza y hace crujir el pico entre tan-
das de movimientos afirmativos, reverencias y restregamiento mutuo
del pico. Las tortugas de barro extienden y retraen sus cabezas, hasta
llegar casi a tocarse las narices. Las mujeres no son las únicas criaturas
que recurren a la cabeza para flirtear. 2
Los hombres también utilizan tácticas de cortejo similares a las que
se observan en otras especies. ¿Ha entrado usted alguna vez en la ofi-
cina de su jefe y lo ha visto recostado contra el respaldo de su sillón,
las manos cruzadas detrás de la cabeza, los codos levantados y el pecho
echado hacia adelante? Tal vez salió de detrás del escritorio, caminó
hacia usted, sonrió, arqueó la espalda y echó hacia adelante, en su di-
rección, la parte superior del torso. Si fuera así, cuidado. Podría estarle
anunciando inconscientemente el dominio que ejerce sobre su persona.
Si usted es una mujer, en cambio, tal vez le esté haciendo la corte.
El «pecho hacia adelante» es parte de un mensaje postura} básico
utilizado en todo el reino animal: «el cuerpo bien enhiesto». Los ani-
males muy poderosos se hinchan. Los bacalaos agrandan la cabeza y
avanzan las aletas pelvianas. Las víboras, sapos y escuerzos insuflan sus
cuerpos. Los antílopes y camaleones se ponen de costado para parecer
de mayor tamaño. Los cariacús miran de reojo para mostrar la corna-
menta. Los gatos se erizan. Las palomas se dilatan. Las langostas se ele-
van sobre las puntas de sus patas y extienden las pinzas bien abiertas.
Los gorilas se golpean el pecho. Los hombres simplemente echan el
pecho hacia adelante.
En la confrontación con un animal más poderoso, muchas criaturas

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se contraen. Las personas doblan hacia dentro los dedos de los pies,
encogen los hombros y bajan la cabeza. Los lobos meten la cola entre
las patas y huyen furtivamente. Las langostas sumisas se agazapan, y
muchas especies se inclinan. Un bacalao sometido dobla el cuerpo ha-
cia dentro. Las lagartijas mueven todo el cuerpo de arriba abajo. En se-
ñal de respeto los chimpancés sacuden la cabeza afirmativamente tan
rápida y repetidamente que los primatólogos lo llaman meneo.
Estas actitudes de «encogerse» y «asomarse» observadas en cantidad
de animales se manifiestan asimismo en el cortejo. Recuerdo una tira
cómica de una revista europea. En el primer cuadro un hombre en ba-
ñador está de pie en una playa desierta: la cabeza le cuelga, la barriga
le sobresale, el pecho es cóncavo. En el siguiente cuadro, una mujer
atractiva aparece caminando por la playa cerca del hombre: ahora la
cabeza del hombre está erguida, la barriga metida para adentro, el pe-
cho inflado. En el último cuadro, la mujer ha desaparecido y él ha
vuelto a su habitual postura desgarbada. No es raro ver que hombres y
mujeres se hinchen o encojan a fin de indicar importancia, vulnerabili-
dad y disponibilidad.

LA MIRADA «COPCLATORIA)i

La mirada es posiblemente la más asombrosa técnica humana de


cortejo: el lenguaje de los ojos. En las culturas occidentales, donde el
contacto visual entre los sexos está permitido, hombres y mujeres a me-
nudo miran fijamente a una pareja potencial por dos o tres segundos
durante los cuales sus pupilas pueden dilatarse: una señal de extremo
interés. Luego el o la que mira baja los párpados y aparta la vista ..i
No es extraño que la costumbre del velo haya sido adoptada en
tantas culturas. El contacto visual parece tener un efecto inmediato.
Dispara una parte primitiva del cerebro humano, y provoca una de dos
emociones básicas: interés o rechazo. Los ojos de otra persona fijos en
los propios no pueden pasar inadvertidos, es necesario responder de al-
guna manera. Uno puede sonreír e iniciar una conversación; puede
desviar la mirada y dirigirse a la puerta disimuladamente. Pero primero
es probable que uno se toque el lóbulo de la oreja, se acomode el suéter,
bostece, juegue con las gafas o realice cualquier otro movimiento sin im-
portancia -un «gesto sustituto»- destinado a aliviar la tensión mientras
uno decide cómo reaccionar ante la invitación, por ejemplo abando-
nando el lugar o permaneciendo allí y aceptando el juego del cortejo.
Esta mirada, identificada por los etólogos como la mirada copulato-
ria, bien podría estar inscrita en nuestro psiquismo evolutivo. Los
chimpancés y otros primates miran al enemigo para amedrentarlo; se

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miran profundamente a los ojos también para reconciliarse después de
una batalla. La mirada se emplea asimismo antes del coito, como
puede observarse en los chimpancés ((pigmeos)), unos monos íntima-
mente emparentados con el chimpancé común pero más pequeños y
tal vez más inteligentes. V arios de estos animales casi humanos viven
en el wológico de San Diego, donde machos y hembras copulan con
regularidad. Pero, inmediatamente antes de tener relaciones, la pareja
pasa unos momentos mirándose a los ojos fijamente. 4

Los babuinos o mandriles también se miran a los ojos durante el


cortejo. Esos animales quizá sean un desprendimiento de nuestro árbol
evolutivo humano, ocurrido más de diecinueve millones de años atrás,
y sin embargo la semejanza en el flirteo aún subsiste. Como dijo la an-
tropóloga Barbara Smuts respecto del galanteo de dos babuinos en las
montañas Eburru de Kenia: «Me parecía estar observando a dos princi-
piantes en un bar para solteros.~)'
La relación comenzó una noche cuando una babuina joven, Thalia,
giró sobre sí misma y descubrió a un joven macho, Alex, mirándola fi-
jamente. Estaban a unos cinco metros de distancia uno de otro. De in-
mediato, él apartó la mirada. Entonces ella lo miró a él, hasta que Alex
volvió a mirarla. En ese momento, ella comenzó a mover los dedos de
los pies con extrema concentración. Y así continuaron. Cada vez que
ella lo miraba, él apartaba los ojos; cada vez que él la miraba, ella se
ocupaba de sus pies. Hasta que al fin Alex la pescó mirándolo: la «mi-
rada de respuesta».
A continuación él aplastó las orejas contra la cabeza, entrecerró los
ojos, y comenzó a chasquear los labios, con el gesto de simpatía por ex-
celencia en la sociedad de los babuinos. Thalia quedó helada. Enton-
ces, durante un largo rato, lo miró a los ojos. Justo después de produ-
cido este contacto visual, Alex se aproximó a ella, momento en el cual
Thalia comenzó a acicalarlo. Era el comienzo de una amistad y de un
vínculo sexual que seis años más tarde, cuando Smuts regresó a Kenia
para estudiar la amistad entre los babuinos, habían preservado toda su
intensidad.
Tal vez sean los ojos -y no el corazón, los genitales o el cerebro-
los órganos donde se inicia el idilio, ya que es la mirada penetrante la
que con frecuencia provoca la sonrisa humana.

«Hay una sonrisa de amor / y una sonrisa mentirosa», escribió el


poeta William Blake. En realidad, los seres humanos tienen un reperto-
rio de por lo menos dieciocho tipos de sonrisas diferentes/' de las cua-

20
les sólo usamos algunas durante el flirteo. Tanto hombres como muje-
res usan «la sonrisa simple», un gesto con la boca cerrada con el cual se
saluda a un conocido que pasa cerca. En esta expresión los labios están
cerrados pero extendidos y no se ven los dientes; a menudo el gesto se
acompaña de un movimiento de cabeza que expresa reconocimiento.
Las personas que le sonrían de este modo posiblemente no se detengan
para entrar en conversación.
En las personas, la «sonrisa de mitad superior» indica un interés
más marcado. En esta expresión se descubren los dientes para indicar
que se tienen intenciones positivas. La sonrisa de mitad superior a me-
nudo se acompaña de un relampagueo de cejas de un sexto de segundo
en el cual las cejas se elevan y vuelven a bajar. Eibl-Eibesfeldt observó
esa sonrisa entre europeos, balineses, indios amazónicos y bosquimanos
de África del Sur, e informa que se utiliza en todo tipo de contactos
cordiales, entre ellos el flirteo. Los chimpancés y los gorilas utilizan
esta media sonrisa cuando juegan, pero muestran los dientes inferiores
en lugar de los superiores. De este modo ocultan los colmillos superio-
res, afilados como dagas, que muestran para amenazarse.
«La sonrisa abierta», en la cual los labios están del todo separados y
se ven tanto los dientes superiores como los inferiores, es la que sole-
mos utilizar para «animarnos» unos a otros. La sonrisa del ex presi-
dente Jimmy Carter es un ejemplo notable. Carter cortejaba nuestras
mentes, nuestros votos, nuestras opiniones; de haber combinado esta
«supersonrisa» con la secuencia de flirteo: la actitud tímida, el ladeo de
cabeza, el avance del pecho o la mirada penetrante, sus intenciones ha-
brían sido inconfundiblemente sexuales.
Otro tipo de gesto humano, la «sonrisa social nerviosa», cumple un
papel claramente negativo en el cortejo. Surge de la antigua costumbre
de los mamíferos de mostrar los dientes cuando se ven arrinconados.
Una vez presencié un soberbio ejemplo durante una entrevista por tele-
visión. Mi anfitriona era hostigada verbalmente por la otra invitada.
No podía ser descortés ni abandonar el lugar. Entonces entreabrió los
labios y mostró los dientes, firmemente apretados. En ese momento se
quedó congelada, manteniendo mientras tanto su sonrisa nerviosa.
Los chimpancés utilizan la sonrisa social nerviosa, «muestran los
dientes», cuando los desafía un superior. Lo hacen para expresar una
combinación de miedo, cordialidad y deseo de aplacar al otro. Noso-
tros también recurrimos a la sonrisa social nerviosa en situaciones so-
ciales difíciles, pero jamás cuando flirteamos. De modo que si un posi-
ble pretendiente le sonríe con dientes apretados, puede tener la
seguridad casi absoluta de que piensa más en sobrevivir a la situación
que en flirtear con usted.

21
SEÑALE.'-; UNIVERSALES DEL CORTEJO

A pesar de la evidente correlación entre los gestos de cortejo de los


seres humanos y los de los de otros animales, ha hecho falta más de un
siglo de investigaciones para demostrar que las personas de todo el
mundo realmente comparten muchas señales no verbales. Darwin fue
el primero en preguntarse qué papel desempeña la herencia en las ex-
presiones faciales y en las posturas del cuerpo del ser humano. Para
confirmar su sospecha de que todos los hombres y mujeres recurren a
los mismos gestos y posturas a fin de expresar las emociones humanas
básicas, en 1867 envió un cuestionario a colegas de lugares tan remotos
como las Américas, África, Asia y Australia.
Entre las muchas preguntas relativas a los aborígenes figuraban las
siguientes: «Cuando un hombre está indignado o adopta una actitud
desafiante, ¿frunce el ceño, endereza los hombros y la cabeza, y aprieta
los puños?» «¿Expresan la repugnancia doblando el labio inferior hacia
abajo y alzando ligeramente el superior, con una exhalación repen-
tina?» «Cuando están contentos, ¿sus ojos echan destellos y la piel pre-
senta pequeñas arrugas alrededor y debajo de los ojos, mientras la boca
aparece ligeramente curvada hacia abajo en las comisuras?»'
Las respuestas que Oarwin recibió de parte de científicos, periodis-
tas, misioneros y amigos de todo el mundo fueron afirmativas, y él
quedó convencido de que la alegría, la felicidad, la sorpresa, el miedo,
así como muchas otras emociones humanas, se expresaban de acuerdo
con modelos gestuales comunes a todos los seres humanos, provenien-
tes de un pasado evolutivo común. Estas señales no verbales incluían
la sonrisa humana. Como escribió más tarde en su libro La expresión
de las emociones en el hombre y los animales (1872): «En todas las razas
humanas la expresión de la alegría es aparentemente la misma y se la
reconoce con facilidad.>)
Más de un siglo había transcurrido cuando el psicólogo Paul Ek-
man y sus colegas confirmaron la convicción de Darwin de que los
mismos gestos faciales básicos son utilizados por diferentes pueblos de
todo el mundo. Cuando mostró fotografías de rostros norteamericanos
a indígenas de la tribu fore de Nueva Guinea, a aldeanos sadong de Sa-
rawak, a brasileños y japoneses, y les pidió que identificaran las expre-
siones, esos hombres y mujeres de tan diversos orígenes reconocieron
fácilmente las expresiones de pena, sorpresa, repugnancia, miedo y có-
lera, así como la sonrisa norteamericana. 8
Aparentemente nacimos para sonreír. Algunos bebés comienzan a
imitar la sonrisa de su madre a las treinta y seis horas de nacidos, y to-
dos los niños comienzan a tener sonrisas sociales a los tres meses de
edad. 9 Hasta los niños ciegos y sordos de nacimiento estallan en ra-

22
diantes sonrisas, a pesar de que nunca han visto este gesto facial en los
que los rodean.
Al igual que la sonrisa, la secuencia del flirteo -la actitud tímida, el
ladeo de cabeza, el pecho hacia adelante y la mirada penetrante- es
probablemente parte de un repertorio estándar de gestos humanos que,
utilizado en ciertos contextos, evolucionó como un código para atraer a
la pareja.

¿Podrían estas señales de cortejo formar parte de una danza hu-


mana de apareamiento más extensa?
David Givens, un antropólogo, y Timothy Perper, un biólogo, así
lo creen. Ambos científicos pasaron varios cientos de horas en reunio-
nes sociales de los Estados U nidos observando cómo hombres y muje-
res se seducían mutuamente. Givens llevó a cabo su investigación en
pubs de la zona del campus que la Universidad de Washington tiene en
Seattle. Perper bebía cerveza observando a jóvenes solos de ambos se-
xos y tomando notas en el Main Brace Lounge, en The Homestead y
otros bares de Nueva Jersey, Nueva York y el Canadá oriental. Ambos
jóvenes científicos voyeurs verificaron el mismo esquema general de
conducta en el proceso de flirteo. 10
Según estos investigadores, el cortejo en los bares norteamericanos
frecuentados por personas solas tiene varios estadios, cada uno con eta-
pas progresivas precisas. Las dividiré en cinco. La primera es la fase de
«llamar la atención». Los hombres y mujeres jóvenes utilizan técnicas
ligeramente diferentes. En cuanto entran en el bar, es típico que tanto
unos como otros establezcan sus territorios: un asiento, un espacio
donde apoyarse, un lugar junto a la máquina tocadiscos o cerca de la
pista de baile. U na vez instalados, comienzan a llamar la atención hacia
ellos.
Las tácticas varían. Los hombres tienden a avanzar y mover los
hombros, se estiran, se yerguen hasta alcanzar su máxima estatura, y
pasan el peso del cuerpo de un pie a otro de un modo ondulante. Tam-
bién exageran los movimientos del cuerpo. En lugar de usar sólo la
muñeca para mezclar una bebida, los hombres a menudo usan todo el
brazo, como si revolvieran barro. El ademán normalmente suave que
se requiere para encender un cigarrillo se convierte en un movimiento
de todo el cuerpo, que culmina en una elaborada sacudida desde el
codo a fin de apagar el fósforo. Utilizan el cuerpo entero para emitir
una carcajada alegre, a la cual se le imprime volumen suficiente para
atraer a una multitud. De ese modo los gestos más simples son adorna-
dos, sobreactuados.
Luego está el balanceo hacia adelante y hacia atrás que es tan fre-

23
cuente en los hombres jóvenes. Los babuinos machos en África orien-
tal también se balancean cuando prevén un posible encuentro sexual.
El gorila macho avanza y retrocede rígidamente mientras observa a
una hembra de reojo. Esta puesta en escena es conocida por los prima-
tólogos con el nombre de «estar al acecho». Los machos de muchas es-
pecies también «acomodan sus plumas». Los machos humanos se aco-
modan el cabello y la ropa, se frotan el mentón, o realizan otros
movimientos de autocontacto o de acicalamiento que difunden la ener-
gía nerviosa y mantienen el cuerpo en acción.
Los hombres de más edad tienen recursos diferentes, y anuncian su
disponibilidad por medio de alhajas o ropas costosas u otros adornos
que denotan éxito. Pero todas estas señales pueden reducirse a un tri-
ple mensaje básico: «Aquí estoy; soy importante; soy inofensivo.» U na
combinación de señales difíciles de trasmitir simultáneamente: impor-
tancia y disponibilidad. Sin embargo, los hombres lo logran; las muje-
res por regla general cortejan a los hombres.
«Es mejor que te miren de arriba abajo a que no te miren», dijo
Mae West una vez. Y las mujeres lo saben. Las más jóvenes abren la
fase de «llamar la atención» con muchas maniobras iguales a las de los
hombres: sonríen, miran fijamente, se balancean, cambian de pie, están
al acecho, se estiran, se mueven dentro de su territorio para llamar la
atención. A menudo incorporan además una serie de gestos femeninos.
Enredan los dedos en los rizos del cabello, tuercen la cabeza, alzan los
ojos con timidez, ríen nerviosamente, levantan las cejas, hacen chas-
quear la lengua, se lamen los labios, se sonrojan, y ocultan la cara para
enviar la señal de «aquí estoy».
Algunas mujeres utilizan también una forma característica de cami-
nar cuando tratan de seducir: arquean la espalda, empujan hacia ade-
lante los pechos, menean las caderas y se pavonean. No es sorpren-
dente que tantas mujeres usen tacones altos. Esta extraña costumbre
occidental, inventada por Catalina de Médicis en el 1500, arquea anti-
naturalmente la espalda, levanta las nalgas y resalta el pecho de la mu-
jer, otorgándole una pose de «aquí estoy». El sonido agudo de sus taco-
nes de aguja ayuda a llamar la atención.
Con ese andar que les dan los tacones altos, con labios fruncidos,
caídas de ojos, bailoteos de cejas, manos desplegadas, pies levemente
torcidos hacia dentro, cuerpos cimbreantes y dientes deslumbrantes, las
mujeres indican a los hombres su disponibilidad.

24
CHARLA DE E_['\¡AMORADOS

La etapa dos, la del <(reconocimientrn), comienza cuando se encuen-


tran las miradas; entonces uno de los dos amantes potenciales reconoce
la maniobra con una sonrisa o un leve cambio de postura corporal, y la
pareja está en condiciones de iniciar una conversación. 11 Esto puede ser
el comienzo de un idilio.
Pero no implica ni la mitad del riesgo que el siguiente punto de la
escalada, la etapa tres: <da charla». Esta conversación lánguida, a me-
nudo inconsecuente, que Desmond Morris identifica como charla de
enamorados, se distingue porque casi siempre las voces se vuelven más
agudas, más suaves y más acariciantes, con los tonos que muchas veces
también se emplean para expresar afecto a los niños e interés por aque-
llos que necesitan cuidados.
La charla de enamorados comienza con comentarios tan inocentes
como: «Me gusta tu reloj>) o «¿Está buena tu comida?>). Las frases para
romper el hielo varían tanto como lo permite la imaginación humana,
pero las mejores aperturas son los cumplidos o las preguntas, ya que
ambas demandan respuestas. Más aún, lo que se dice muchas veces im-
porta menos que cómo se dice. Esto es fundamental. Desde el mo-
mento en que se abre la boca para hablar, uno delata sus intenciones
por medio de las inflexiones y entonaciones. Un «hola» agudo, suave y
melifluo es con frecuencia señal de interés sexual, mientras que un sa-
ludo cortante, grave, concreto o impersonal, rara vez conduce al idilio.
Si un pretendiente ríe un poco más de lo que la situación justifica, él o
ella probablemente también estén flirteando.
Hablar es peligroso por una razón importante. La voz humana es
como una segunda firma que revela no sólo las intenciones de su
dueño, sino también su ambiente social, su grado de educación e intan-
gibles idiosincrasias de carácter que pueden atraer o repeler al preten-
diente en un instante. Los actores, los oradores públicos, los diplomáti-
cos y las personas acostumbradas a mentir, conocen el poder de las
entonaciones de la voz, y por lo tanto modulan sus voces habitual-
mente. Los actores y actrices de cine elevan sus voces casi una octava
para adoptar tonos dulces y fluidos cuando flirtean frente a la cámara.
Un mentiroso hábil evita engañar por teléfono, un medio puramente
auditivo que permite reconocer con más facilidad las sutiles inconsis-
tencias de énfasis y entonación. Desde chicos se nos enseña a controlar
las expresiones faciales, como cuando nuestros padres nos dicen «son-
ríele a la abuelita», pero casi nadie es consciente del poder de la voz.
Tanto Givens como Perper observaron cómo numerosos idilios po-
tenciales fracasaban enseguida de iniciarse la conversación. 12 Pero si
una pareja sobrevive a esta embestida perceptiva -y cada uno comienza

25
a escuchar activamente al otro-, casi siempre pasan a la etapa si-
guiente: el contacto físico. 13

El tocarse comienza con «señales de intención»: inclinarse hacia


adelante, apoyar un brazo sobre la mesa próximo al de la otra persona,
acercar un pie si ambos están de pie o palmear el propio brazo como si
fuera el del otro. Luego el clímax: uno de los dos toca al otro en el
hombro, el antebrazo, la muñeca, o cualquier otra parte del cuerpo so-
cialmente aceptable. Por regla general, la mujer toca primero, rozando
con la mano el cuerpo de su festejante de modo casual pero perfecta-
mente calculado.
Qué insignificante parece este contacto y, sin embargo, qué impor-
tante es. La piel humana es como una pradera en la que cada hoja de
hierba equivale a una terminación nerviosa, sensible al más leve con-
tacto, y capaz de dibujar en la mente humana el recuerdo del instante.
El receptor percibe este mensaje de inmediato. Si vacila, la seducción
se terminó. Si retrocede, por poco que sea, la emisora puede no inten-
tar tocarlo nunca más. Si no se da por aludido, tal vez ella lo toque otra
vez. Pero si se inclina en su dirección y sonríe, o si retribuye el con-
tacto con un contacto deliberado, han superado una barrera enorme,
bien conocida en la comunidad animal.
La mayoría de los mamíferos se acarician cuando flirtean. Las ba-
llenas azules se frotan mutuamente con las aletas. Las mariposas macho
golpean y frotan el abdomen de sus parejas mientras se aparean. Los
delfines se mordisquean. Los topos restriegan sus narices. Los perros se
lamen. Los chimpancés se besan, se abrazan, se palmean y se toman de
las manos. Los mamíferos, en general, golpetean, acarician u hoci-
quean antes de copular.
El tacto ha sido definido como la madre de todos los sentidos. Sin
duda es verdad, ya que todas las culturas humanas tienen códigos que
indican quién puede tocar a quién, y cuándo, dónde y cómo. Imagina-
tivos y creativos en su riqueza de recursos, estos juegos son esenciales
también en la seducción humana. De modo que si la pareja que obser-
vamos continúa charlando y tocándose -balanceándose, torciéndose,
mirando fijamente, sonriendo, meciéndose, flirteando-, en general al-
canza la última etapa del ritual del cortejo: la sincronía física total.

SEGUIR EL RITMO

La sincronía física es el componente final y más enigmático de la


seducción. Cuando los enamorados en potencia llegan a sentirse cómo-

26
dos, giran sobre sí mismos hasta que, con los hombros alineados, que-
dan frente a frente. La rotación hacia el otro puede comenzar antes
que la charla u horas después, pero pasado cierto tiempo el hombre y
la mujer pasan a moverse en espejo. Al principio, ligeramente. Cuando
él levanta su copa, ella hace lo mismo. Luego desincronizan sus movi-
mientos. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, vuelven a copiar
los movimientos cada vez más. Cuando él cruza las piernas, ella cruza
las suyas; cuando él se inclina hacia la izquierda, ella se inclina hacia la
izquierda; si él se pasa la mano por el pelo, ella hace otro tanto. Se
mueven con ritmo perfecto mirándose profundamente a los ojos.
Este compás del amor, de la sexualidad, de la eterna reproducción
del hombre, puede verse interrumpido en cualquier momento. Pero si
la pareja está llamada a perpetuar la especie, recuperarán el ritmo y
continuarán con su danza de apareamiento. Las parejas que logran una
total sincronía de los cuerpos suelen salir juntas del bar.
¿Son universales las cinco etapas de la seducción para hombres y
mujeres? No lo sabemos. Por cierto, no todo el mundo cumple con la
totalidad de los esquemas de conducta que Givens y Perper observaron
en los bares estadounidenses para personas solas. La gente de la mayo-
ría de las sociedades no se conoce en bares. Muchos ni siquiera flirtean
abiertamente; en cambio, sus matrimonios son concertados. Además,
pocos antropólogos han estudiado las posturas, ademanes y expresiones
de hombres y mujeres que interactúan en otras culturas. Pero hay mu-
chos datos que indican que algunos de estos modelos son comunes a
toda la humanidad.
En Borneo, por ejemplo, una mujer dusun a menudo ladea la ca-
beza y mira fijamente al posible amante. Cuando le alcanza el vino de
arroz durante una fiesta, también toca sus manos como al pasar. 14 En
realidad, la mayor parte de los viajeros sabe que no es necesario cono-
cer la lengua local para flirtear con éxito. La mirada fija, la sonrisa, la
caricia delicada se interpretan de la misma forma en todas partes.
Hay más pruebas aún de que la sincronía física es universal en el
flirteo humano. En toda sociedad donde hombres y mujeres pueden
elegir libremente a sus parejas, los solteros se conocen en fiestas o festi-
vales, y bailan. ¿Y qué es el baile sino gestos rítmicos, movimiento cor-
poral en espejo?
Los medlpa de Nueva Guinea incluso han ritualizado la mímica.
Entre esta gente las mujeres solteras conocen a sus potenciales esposos
en un tanem het, una habitación colectiva en la casa de sus padres. Va-
rios cónyuges potenciales, ataviados de pies a cabeza con finas ropas, se
reúnen y se sientan de dos en dos. Las fiestas en que «ruedan las cabe-
2:as» comienzan al son del cántico de las parejas. Entonces las parejas
potenciales balancean la cabeza, se frotan recíprocamente la frente y la

27
nariz, y se hacen mutuas y reiteradas reverencias, todo al compás de un
ritmo muy fuerte. Para los medlpa, la sincronía es armonía. Dicen que
mientras mejor mantenga una pareja el ritmo, más probable es que
luego se lleven bien. 15
En realidad, la sincronía corporal es fundamental en muchas inte-
racciones sociales, de las cuales el flirteo es sólo una. En la década de
los sesenta, un estudiante del antropólogo Edward Hall llevó una cá-
mara a un patio de juegos del Medio Oeste de los Estados U nidos. Con
el fin de grabar y filmar, se puso en cuclillas detrás de un automóvil
abandonado y logró tomas de los movimientos que realizaban los niños
durante la interacción de un recreo. Analizando cuidadosamente las se-
cuencias filmadas, Hall notó un ritmo sincronizado, uniforme en los
movimientos corporales de los niños. Aparentemente todos los niños
jugaban moviéndose en espejo, con un cierto ritmo. Más aún, una niña
muy activa saltaba con un pie alrededor del patio de juego, estable-
ciendo el compás. Los demás niños inconscientemente seguían su
ritmo. 16
Este mecanismo de espejo humano recibe el nombre de sincronía
interacciona! y comienza en la infancia. Al segundo día de vida el re-
cién nacido ha comenzado a sincronizar sus movimientos corporales
con los esquemas rítmicos de la voz. Y actualmente es sabido que en
muchas culturas los individuos adaptan sus ritmos cuando se sienten a
gusto unos con otros. Existen fotografías y filmaciones en cámara lenta
tomadas a personas en bares, estaciones de ferrocarril, supermercados,
fiestas y otros lugares públicos de diversas sociedades que ilustran esta
tendencia humana a adoptar las posturas del otro.
Y el ritmo continúa. Cuando se les han tomado electroencefalogra-
mas -mediciones de la actividad cerebral- a dos amigos, los trazos cap-
tados demuestran que incluso las ondas cerebrales entran en sincronía
cuando dos personas mantienen una conversación armoniosa. En reali-
dad, si uno observa cuidadosamente a su alrededor durante una comida
familiar, es posible dirigir la conversación con la mano mientras los
presentes conversan y comen. Las sílabas enfatizadas normalmente
marcan el ritmo. Pero aun los silencios son rítmicos; mientras una per-
sona se palmea la boca con la servilleta, otra se estira para tomar el sa-
lero, al mismo tiempo. Los descansos y las síncopas, las voces amorti-
guadas, los codos levantados marcan el pulso de la vida tanto como el
del amor. 1:
Nuestra necesidad de mantener el compás del otro responde a una
mímica rítmica que es común a muchos otros animales. En múltiples
oportunidades, al internarse en el sector de los chimpancés de un cen-
tro de investigaciones con primates, el primatólogo w· olfgang Kohler
se encontró con un grupo de machos y hembras trotando en torno a un

28
Joste «a más o menos el mismo ritmo». Kohler dice que los animales
novían la cabeza a un lado y a otro mientras corrían, y que todos
tvanzaban con el mismo pie. Es también frecuente que los chimpancés
;e balanceen lateralmente mirándose fijamente a los ojos justo antes de
:opular. En realidad, no hay nada más básico en el cortejo entre ani-
nales que el movimiento rítmico. Los gatos describen círculos. Los
:iervos rojos hacen cabriolas. Los monos aulladores flirtean con movi-
nientos rítmicos de lengua. Los peces espinosos realizan una especie
:le danza en zigzag. Durante los prolegómenos amorosos todos los ani-
nales, desde los osos a los escarabajos, ejecutan rituales rítmicos para
~xpresar sus intenciones.
La danza es algo natural. Me parece por lo tanto razonable sugerir
::¡ue la sincronía corporal es una etapa universal del proceso humano
:le flirteo: en la medida en que nos sentimos atraídos por otro, comen-
zamos a compartir un ritmo.

EL CORTEJO l'UNCJONA CON i\IENSA_JES

El cortejo humano tiene otras semejanzas con su equivalente en los


animales «inferiores». Normalmente, las personas avanzan despacio en
el proceso de seducirse. La cautela durante el cortejo también es carac-
terística de las arañas. La araña-lobo macho, por ejemplo, debe pe-
netrar en el largo y oscuro túnel que conduce al habitáculo femenino a
fin de galantear y copular. Esto lo hace lentamente. Si se pone ansioso,
ella lo devorará.
Hombres y mujeres que se muestran demasiado apremiantes al co-
mienzo del proceso de cortejar también sufren consecuencias desagrada-
bles. El que se acerca demasiado, toca antes de tiempo o habla en exceso,
probablemente será rechazado. Igual que entre las arañas-lobo, los ba-
buinos y muchas otras criaturas, la seducción entre los seres humanos se
desarrolla por medio de mensajes. En cada coyuntura del ritual los parti-
cipantes deben responder correctamente, si no el cortejo fracasa.
En realidad, Perper comenzó a observar una curiosa división del
trabajo en este intercambio de señales. En los Estados U nidos, la mujer
es en general la que inicia la secuencia de cortejo, a partir de sutiles se-
f\ales no verbales tales como un leve cambio en el apoyo del peso del
cuerpo, una sonrisa o una mirada de soslayo. Dos tercios de las con-
quistas observadas por Perper fueron iniciadas por las mujeres. Y aque-
llas a las que más tarde entrevistó tenían plena conciencia de haber
inducido a una pareja en potencia a la conversación, rozándola cuida-
dosamente aquí o allá, estimulándola a avanzar más y más con miradas
coquetas, preguntas, cumplidos y bromas.

29
La osadía femenina no es un fenómeno exclusivo de los Estados
U nidos, por supuesto. En la década de los cincuenta, Clellan Ford y
Frank Beach, conocidos tabuladores de prácticas sexuales intercultura-
les, confirmaron que si bien la mayoría de las personas piensa que la
iniciativa en los escarceos amorosos debe recaer en los hombres, en la
práctica son las mujeres las que, en todo el mundo, inician los vínculos
sexuales. Esto sigue siendo así. Hombres y mujeres de setenta y dos so-
ciedades -de un total de noventa y tres que fueron estudiadas en la dé-
cada de los setenta- sostuvieron que ambos sexos comparten la inicia-
tiva sexual en niveles parejos. 18

La poderosa iniciativa sexual de las mujeres es un reflejo de la con-


ducta en otros ámbitos del reino animal. Todos los mamíferos hembras
se excitan, y cuando aparece el celo buscan activamente al macho, con-
ducta que se conoce con el nombre de proceptividad femenina.
Una chimpancé hembra en celo, por ejemplo, caminará serena-
mente hacia un macho, le apuntará con sus nalgas a la nariz y lo hará
poner de pie para copular. Cuando el macho haya terminado, ella co-
pulará con prácticamente todos los demás machos de la comunidad.
En el entorno de un laboratorio, las chimpancés cautivas iniciaron
hasta el 85 % de los apareamientos. 19 Los orangutanes cautivos tienden
a quedarse dormidos después del coito, pero en el clímax del celo las
hembras molestarán al macho y lo mantendrán despierto para un se-
gundo asalto. Si el lector no ha tenido oportunidad de observar la de-
terminación sexual de los simios hembra, al menos seguramente habrá
notado las travesuras de las perras. Es necesario poner candado en la
puerta si se desea mantener casta a una perra en celo.
Esta persistencia sexual femenina tiene una explicación biológica.
Como sefíaló Darwin, los que se reproducen sobreviven. Por lo tanto,
es de interés genético para una hembra provocar la cópula.
En realidad, es curioso que los occidentales sigan aferrados al con-
cepto de que son los hombres los que seducen y las mujeres las recep-
toras pasivas y sometidas a la iniciativa masculina. Semejante error
conceptual es probablemente una reliquia de nuestro prolongado pa-
sado agrícola, cuando las mujeres eran como los peones de ajedrez en
los complejos intercambios de patrimonio que rodeaban al matrimonio,
y su valor dependía de su «pureza». De ahí que las niñas fueran estric-
tamente vigiladas y que sus impulsos sexuales resultaran negados. Sin
embargo, actualmente la mujer occidental ha recuperado su libertad se-
xual. Liberada del mundo de las dotes arregladas y del subyugamiento
sexual, a menudo va tras lo que le interesa.
Sin embargo, algún día el hombre debe responder a la iniciativa

30
femenina si el vínculo ha de prosperar. Como una mujer le dijo a Per-
per: ((Llegado cierto momento, el hombre debería captar el mensaje y,
a partir de ahí, hacerse cargo.»

Los hombres parecen darse cuenta de este cambio en el liderazgo,


un cambio que Perper denomina transferencia de la iniciativa. Nor-
malmente ocurre enseguida de que una pareja sale del bar. Ahí el va-
rón debe dar sus propios ((pasos»: poner el brazo alrededor de los hom-
bros de la mujer, besarla, emitir las señales que la predispongan para el
coito. Es interesante observar lo bien que los hombres conocen su pa-
pel. Cuando Perper interrogó a treinta y uno de sus informantes mas-
culinos pidiéndoles que describieran la secuencia de la seducción, to-
dos salvo tres omitieron mencionar las primeras etapas, dirigidas por la
mujer. Sólo un hombre pudo recordar en detalle quién había hablado
primero, quién tocó a quién y cuándo, o cómo cada uno expresó su in-
terés por el otro. Pero los treinta y un hombres hablaron extensamente
de sus propias responsabilidades, y de cómo habían comenzado a besar,
acariciar y conducir a la mujer a la cama.
¿Quién, entonces, es el cazador y quién la presa? ¿Quién seduce y
quién es embrujado? Es evidente que ambas partes desempeñan pape-
les esenciales. Si uno u otro interpreta mal una señal, la secuencia se
corta. Cuando se han recibido todas las señales y cada uno de los dos
responde correctamente, el ritmo continúa. Pero, como los demás ani-
males entregados a un flirteo, los seres humanos deben reaccionar ade-
cuadamente para que la seducción tenga éxito.

Los bares norteamericanos para gente sola se asemejan de un modo


peculiar a los puntos de reunión de ciertos pájaros: los lek. Lek es un
término ornitológico sueco que alude al territorio donde pájaros macho
y hembra se encuentran, se mezclan y se aparean. No son muchas las
especies de aves que copulan en un lek, pero entre las que lo hacen
está la chachalaca norteamericana. A comienzos de marro la chacha-
laca macho aparece en zonas que van desde California oriental a Mon-
tana y Wyoming. Allí, en puntos específicos de la pradera que utilizan
anualmente para aparearse, cada macho establece un pequeño territo-
rio de «exhibición» que usa para promocionarse. Mantiene esta actitud
durante varias horas a partir del amanecer y a lo largo de seis semanas.
Dicha actividad consiste en pavonearse, limpiar y acomodar sus plu-
mas, bramar y resoplar para resaltar su importancia ante las hembras
que sobrevuelan el territorio. 20
Las chachalacas hembra migran al leh después de que los machos se

31
han instalado. La hembra empieza por pavonearse dentro de los límites
de los territorios establecidos por los machos y les pasa revista, proceso
que puede llevarle de dos a tres días. Entonces descansa dentro del te-
rritorio del individuo que encontró atractivo. De inmediato, el dueño
de casa y su visitante dan comienzo a la danza del cortejo, adaptándose
mutuamente al ritmo del otro y paseándose, como prueba de afecto an-
tes de la cópula.
¿Son acaso fundamentalmente diferentes de esto los juegos que per-
sonificamos en un cóctel o en la vida social de nuestra parroquia, o du-
rante los almuerzos de trabajo, o en los bares y puntos de reunión noc-
turna? Como antropóloga, no puedo pasar por alto el hecho de que
tanto las personas como las chachalacas establecen territorios de exhi-
bición, que unas y otras despliegan actitudes destinadas a seducir al
otro, y que ambas comparten la sincronía de movimientos frente a la
pareja. Aparentemente, la naturaleza tiene algunas reglas básicas para
el flirteo.

LA INVITACI()I\" A CENAR

Hay dos aspectos del cortejo que son menos sutiles: la comida y las
canciones. Probablemente no exista entre los potenciales amantes de
Occidente un ritual más difundido que «la invitación a cenarn. Si el
hombre festeja a la mujer, paga la cuenta; y la mujer casi instintiva-
mente sabe que su compañero la pretende. En realidad, la técnica de
seducción más difundida es ofrecer comida con la esperanza de obtener
favores sexuales a cambio. En todo el mundo los hombres dan regalos
a las mujeres antes de hacerles el amor. Un pescado, una porción de
carne, dulces y cerveza son algunas de las innumerables delicias que los
hombres han inventado como ofrendas. 21
Esta táctica no es exclusiva del hombre. La mosca rastrera macho a
menudo caza pulgones, arañas de patas largas o moscas domésticas so-
bre el suelo del bosque. Cuando atrapa una presa especialmente sa-
brosa, exuda secreciones olorosas de una glándula abdominal, que
transportadas por la brisa, anuncian el éxito de una expedición de caza.
Muchas veces una hembra que pasa cerca se detiene a disfrutar la co-
mida, no sin copular mientras come. Los pájaros macho también ali-
mentan a la hembra que pretenden. La golondrina macho común a
menudo trae un pequeño pescado de regalo a su amada. El correcami-
nos macho obsequia pequeñas lagartijas. Los chimpancés macho que
habitan a lo largo del lago Tanganica, en África oriental, ofrecen un
bocado de gacela, liebre u otro animal que han capturado y matado. La
hembra en celo consume el regalo y luego copula con el donante. 77·

32
«El camino al corazón de un hombre pasa por el estómago», reza el
dicho.
Tal vez. Algunas hembras mamíferas alimentan a sus enamorados;
las mujeres están entre ellas. Pero en ningún lugar del mundo las muje-
res alimentan a sus pretendientes con la frecuencia que los hombres las
alimentan a ellas. 2-' En aquellos casos en que la comida no resulta un
regalo adecuado o socialmente aceptado, los hombres dan a sus mujeres
tabaco, alhajas, ropa, flores, o algún otro objeto pequeño pero apre-
ciado como prenda de amor y como delicado estímulo a una retri-
bución.
El «alimento seductor», como se llama a esta costumbre, probable-
mente sea anterior a los dinosaurios, porque cumple una importante
función reproductora. Al entregar comida a las mujeres, los machos
prueban su habilidad como cazadores, proveedores y valiosos compa-
ñeros de procreación.

«Si la música es el alimento del amor, deja que suene.» Shakespeare


rindió elegante tributo a la última de las primitivas técnicas de seduc-
ción: la melodía. Cantar o tocar un instrumento a fin de llamar la
atención de la persona deseada es práctica común en el mundo entero.
Observaciones de los indios hopi, habitantes del Sudoeste de los Esta-
dos Unidos, revelan que los hombres tradicionalmente les cantan una
complicada canción de amor a sus cortejadas. Lo mismo hacían los
hombres de Samoa, sobre el Pacífico occidental; los chiricahua del Su-
doeste de los Estados Unidos, y los sanpoil, de lo que hoy es la porción
oriental del Estado de Washington. El hombre apache confiaba condu-
cir a su enamorada al monte tocando una serenata con la flauta, y
tanto los hombres como las mujeres ifugao, de la zona central de Lu-
zón, Filipinas, utilizaban el arpa del amante para generarle pasión
amorosa. 24
Sin embargo, quizá la sociedad más cautivada por la música sea la
nuestra. Tanto las radios que los adolescentes escuchan a todo volu-
men por la calle como los altavoces que a volumen atronador están
casi siempre presentes en los lugares públicos de reunión son prueba
de que la música reina dondequiera que hombres y mujeres se congre-
guen. Y cuando a uno lo invitan a la casa «de éh) o «de ella» a cenar,
con seguridad recibirá algo más que una pizza o un bistec: también le
darán música.
Tal como es de esperar, la música del galanteo humano tiene su co-
rrelato en las melodías de la comunidad animal. Sólo es preciso salir a
la puerta de la propia casa una noche agobiante de verano para oír la

33
batahola. Los sapos croan, los grillos cantan. Los gatos maúllan. Los
insectos zumban. Los puercoespines emiten un gemido agudo. Los co-
codrilos braman. En todo el reino animal, las apremiantes llamadas de
los machos -desde el tamborileo de la vejiga de aire de los bacalaos y
el sor_do rumor que emiten los elefantes hasta el gritito de la minúscula
salamandra- sirven como potentes mensajes de cortejo.
Algunas décadas atrás, Otto Jespersen, el filólogo danés, incluso
consideraba posible que los primeros sonidos humanos de cortejo hu-
biesen promovido el desarrollo del lenguaje. «El lenguaje nació cuando
hombres y mujeres empezaron a cortejarse; las primeras formas verba-
les murmuradas por la humanidad las imagino como algo a mitad de
camino entre la llamada nocturna de amor del gato sobre los tejados y
las melodiosas canciones de amor del ruiseñor», sostenía Jespersen. 2s
Esto suena rebuscado. Posiblemente hubo múltiples razones por las
cuales hombres y mujeres necesitaron una comunicación más avanzada.
Pero las canciones de amor, como los himnos patrióticos, pueden cier-
tamente «poner los pelos de punta)).

Me gustaría pensar que el cortejarse empieza cuando «él» o «ella))


hacen una broma maravillosa sobre un político al que nadie quiere,
una crítica ingeniosa sobre la economía mundial o un comentario pro-
fundo acerca de un espectáculo teatral o de un encuentro deportivo:
algo divertido, inteligente. Pero el enamoramiento puede comenzar a
partir de un leve movimiento de cabeza, de una mirada, de un roce de-
licado, de una sílaba tierna, de una chuleta de carne asada en un res-
taurante sofisticado o de una melodía susurrada durante el baile. En se-
guida el cuerpo se precipita, y deja para el intelecto la tarea de
desentrañar el enigma que hay detrás del enamoramiento: «¿Por qué
él?» «¿Por qué ella?>>

34
II. EL ENAMORAMIENTO
¿Por qué él? ¿Por qué ella?

El encuentro de dos personalidades es como el con-


tacto de dos sustancias químicas; si se produce alguna
reacción, ambas se transforman.
CARL jUNG

«Por si te viera un solo instante, / mi voz de inmediato se acalla en


susurros;/ sí, se quiebra mi lengua y una y otra vez fuegos impalpables
/ me recorren debajo de la piel y me estremecen.» Así comienza un
poema que, a fin de expresar su enamoramiento, escribió Safo en la isla
griega de Lesbos unos veinticinco siglos atrás. 1
Casi todo el mundo conoce las sensaciones del enamoramiento. Esa
euforia. Ese tormento. Esas noches en vela y esos días sin descanso.
Envueltos en éxtasis o aprensión, soñamos despiertos durante una clase
o en el trabajo, olvidamos el abrigo, seguimos de largo donde debíamos
doblar, nos sentamos junto al teléfono o planeamos lo que diremos, ob-
sesionados, ansiando otro encuentro con «él» o «ella». Y entonces,
cuando esto ocurre, el más mínimo gesto de él nos congela el pulso. La
risa de ella nos marea. Corremos riesgos estúpidos, decimos tonterías,
reímos demasiado, revelamos secretos oscuros, hablamos la noche en-
tera, paseamos de madrugada y a menudo nos abrazamos y besamos,
a.jenos al resto del mundo, cautivados y febriles, sin aliento, etéreos de
felicidad.
A pesar de miles de poemas, canciones, libros, óperas, obras de tea-
tro, mitos y leyendas que, desde épocas anteriores a la era cristiana,
describen el enamoramiento, a pesar de las innumerables veces que el
hombre o la mujer han abandonado familia y amigos, se han suicidado,
han asesinado o han languidecido a causa del amor, pocos científicos
han investigado esta pasión con la profundidad que merece. Sigmund
Freud la desechó por considerarla un impulso sexual bloqueado o pos-
tergado. Havelock Ellis definió la atracción romántica como «sexo-
más-amistad», una descripción poco convincente de la fiebre que ori-
gina. Y muchas personas consideran que el enamoramiento es una ex-
periencia mística, intangible, inexplicable, casi sagrada, que desafía las
leyes de la naturaleza y el escrutinio de la ciencia. Cientos de académi-
cos y filósofos mencionan al enamoramiento al pasar; pocos intentaron
comprender esta atracción animal hacia otro ser humano.

35
ENAMORARSE

Sin embargo, una elocuente disección de esta locura aparece en


Lave and Limerence, de la psicóloga Oorothy Tennov. 2
A mediados de la década de los sesenta, Tennov preparó aproxima-
damente doscientos enunciados sobre el amor romántico y solicitó a
cuatrocientos hombres y mujeres de la Universidad de Bridgeport,
Connecticut, y alrededores, que anotaran si en su opinión eran «verda-
deras» o «falsas». Cientos de personas más contestaron versiones poste-
riores de su cuestionario. A partir de las respuestas, así como de diarios
íntimos y de otros relatos personales, Tennov identificó una constela-
ción de características comunes a la condición de «enamoramientrn>, un
estado que ella denomina limerence o amartelamiento, que algunos psi-
quiatras llaman atracción, y que yo llamaré enamoramiento.
El primer aspecto significativo de esta condición es su comienzo, el
momento en que otra persona adquiere un «significado especial».
Puede ser un viejo amigo al que de golpe vemos desde una nueva pers-
pectiva, o un perfecto desconocido, pero tal como lo describe un en-
cuestado: «Toda mi vida se había transformado. Tenía un nuevo eje y
ese eje era Marilyn.»
A partir de ese instante el enamoramiento se desarrolla de un
modo característico, empezando por la «invasión de ideas». Pensamien-
tos del «objeto de amor», o persona amada, invaden la mente. Algo que
él nos dijo resuena en nuestros oídos, vemos la sonrisa de ella, recorda-
mos un comentario que hizo, un momento especial, una alusión, y lo
atesoramos. Nos preguntamos qué pensaría nuestro enamorado del li-
bro que estamos leyendo, de la película que acabamos de ver o del pro-
blema con que nos enfrentamos en el trabajo. Cada instante del tiempo
que los dos han pasado juntos adquiere peso y se transforma en mate-
rial para analizar.
En un principio las conexiones intrusivas ocurren a intervalos irre-
gulares. Algunos encuestados informaron que los pensamientos relati-
vos a la persona amada ocupaban menos del 5 % de sus horas de vigi-
lia. Pero muchos dijeron que, a medida que la obsesión crecía, pasaban
del 85 % a casi el 100 % de sus días y noches en una atención mental
sostenida, pensando en ese único individuo. Más aún, comenzaban a
prestar atención a aspectos muy triviales del ser adorado y a magnifi-
carlos como parte de un proceso que T ennov llama cristalización.
La cristalización se diferencia de la idealización en que la persona
enamorada ve claramente las debilidades de su ídolo, hombre o mujer.
En realidad, todos los sujetos de Tennov pudieron enumerar los fallos
de la persona amada. Pero los dejaban a un lado o se convencían a sí
mismos de que dichas debilidades eran únicas y simpáticas. E infalible-

36
mente se derretían por los aspectos positivos de la apariencia física o la
personalidad del ser amado.
Dos sentimientos dominaban las ensoñaciones de los enamorados
encuestados por Tennov: la esperanza y la inseguridad. Si la persona
adorada tenía la más mínima reacción positiva, el ((amartelado» revivía
esos preciosos recuerdos durante días y días. Si, en cambio, él o ella re-
chazaban una iniciativa del enamorado, la inseguridad podía conver-
tirse en angustia, y el sujeto rumiaba su desgracia, ausente y apático,
hasta que él o ella lograban explicar el malentendido y renovar la con-
quista. Resultó interesante observar que la adversidad es una clave in-
cendiaria que siempre estimula la pasión.
Subyaciendo a toda esta angustia y éxtasis estaba el miedo sin ate-
nuantes. Un camionero de veintiocho años sintetizó lo que dijeron casi
todos los encuestados: ((Vivía en vilo. Era parecido a lo que llaman pá-
nico a salir al escenario, como aparecer frente a una platea llena de
gente. :i\tfe temblaban las manos cuando tocaba el timbre. Cuando la
llamaba por teléfono me parecía oír el pulso en mis sienes con más
fuerza que el timbre del aparato ... »
La mayoría de los encuestados por Tennov hablaron de temblores,
palidez, rubor, una debilidad generalizada y sensaciones abrumadoras
de incomodidad, tartamudez, y hasta pérdida de casi todas sus faculta-
des y capacidades básicas. Stendhal, el novelista francés del siglo X IX,
describió a la perfección este sentimiento. Recordando los paseos ves-
pertinos con su amada, escribió: ((Cuando le daba el brazo a Leonera
siempre tenía la impresión de que me iba a caer, y era preciso que pen-
sara cómo caminar.» 3
La timidez, el miedo al rechazo, la expectativa y el ansia de lograr
la reciprocidad eran otras características del enamoramiento. Sobre
todo, aparecía la sensación de impotencia, la idea de que esa pasión era
irracional, involuntaria, que no estaba en los planes, y que era incon-
trolable. Como decía un ejecutivo de algo más de cincuenta años que le
escribió a Tennov acerca de una relación dentro del ámbito de la em-
presa: ((Cada vez estoy más convencido de que esta atracción por Emily
es una especie de reacción biológica, semejante a lo instintivo en el
sentido de que no está sujeta a mi voluntad ni al control de la lógica ...
Me domina. Intento desesperadamente hacerle frente, poner límites a
IU influencia, canalizarla (hacia el sexo, por ejemplo), negarla, disfru-
tarla, y sí, maldición, ¡lograr que ella comparta mis sentimientos! A pe-
1ar de saber que Emily y yo no tenemos ninguna posibilidad de cons-
truir una vida juntos, la idea de ella me obsesiona.>)
Parecería que el enamoramiento es una panoplia de emociones in-
tensas que van del cielo al infierno, y que están como sujetas a un pén-
dulo manejado por una sola persona, cuyos caprichos nos dominan en

37
detrimento de todo lo que nos rodea, incluso del trabajo, la familia y
los amigos. Y este mosaico involuntario de sensaciones está sólo par-
cialmente relacionado con el sexo. El 9 5 % de las mujeres encuestadas
por Tennov y el 91 % de los hombres rechazaron la siguiente afirma-
ción: «Lo mejor del amor es el sexo.»

¿Por qué nos enamoramos de Ray y no de Bill, de Sue y no de Ce-


ciley? ¿Por qué él? ¿Por qué ella? «El corazón tiene razones que la ra-
zón no entiende», afirmaba el filósofo Blaise Pascal. Los eruditos pue-
den, sin embargo, proponer algunas explicaciones «razonables)) para
semejante huracán de emociones.

LA SEDUCCIÓN DE LOS AROMAS

El enamoramiento podría desencadenarlo, en parte, uno de nues-


tros rasgos más primitivos: el sentido del olfato. Cada persona tiene un
olor ligeramente diferente; todos tenemos un «olor distintivo» personal
que se distingue al igual que nuestra voz, nuestras manos, nuestro inte-
lecto. Cuando somos bebés recién nacidos podemos reconocer a nues-
tra madre por el olor, y a medida que crecemos llegamos a poder reco-
nocer diez mil aromas diferentes. 4 De modo que si nos dejamos guiar
por la naturaleza, es probable que seamos susceptibles a la seducción de
los aromas.
Muchas criaturas utilizan el olor para seducir, tal como estableció
con abundantes pruebas el naturalista francés Jean Henri Fabre casi un
siglo atrás. Fabre había encontrado un capullo de la hermosa polilla
imperial. Lo llevó consigo a su casa de campo y lo dejó en el laborato-
rio durante la noche. A la mañana siguiente una hembra emergió del
capullo, aún rodeada de los destellos de la metamorfosis. Fabre la co-
locó dentro de una jaula. Para su asombro, cuarenta machos de polilla
imperial volaron a través de la ventana abierta de su laboratorio esa
noche para cortejar a la virgen; más de ciento cincuenta machos apare-
cieron a lo largo de las noches subsiguientes. Como estableció Fabre
posteriormente, la polilla hembra había exudado por el abdomen ex-
pandido una secreción invisible: una «feromona», cuyo olor había
atraído a sus festejantes en un radio a campo traviesa de un kilómetro y
medio."
Desde la época de los experimentos de Fabre, se han aislado los
aromas seductores de más de doscientas cincuenta especies de insectos
y de muchos otros animales. Algunos de estos olores -como el castóreo
de las glándulas odoríferas de los castores de Rusia y el Canadá; el al-

38
mizcle, esa feromona roja de consistencia gelatinosa que proviene del
ciervo almizclero asiático, y el civeto, una secreción melosa del gato ci-
veto de Etiopía-, han sido utilizados por pueblos tan diversos como los
antiguos griegos, los hindúes y los chinos para embriagar a un enamo-
rado o enamorada.
Pero el cuerpo humano puede producir algunos de los más podero-
sos afrodisíacos olfatorios. Tanto el hombre como la mujer tiene glán-
dulas «apocrínicas» en las axilas, alrededor de los pezones y en las in-
gles. Estas glándulas entran en actividad en la pubertad y son
almacenes aromáticos que difieren de las glándulas «ecrinas» -que cu-
bren casi todo el cuerpo y producen líquidos inoloros-, debido a que
su exudado, en combinación con las bacterias de la piel, produce el po-
tente y acre olor de la transpiración.
Ba udelaire pensaba que este sudor erótico era la residencia del
alma humana. El novelista francés del siglo XIX Joris Karl Huysmans
solía seguir a las mujeres a través de los campos mientras las olía.
Huysmans escribió que el aroma de las axilas de una mujer «liberaba
fácilmente al animal enjaulado dentro del hombre». Napoleón estaba
de acuerdo. Según se comenta, envió una carta a Josefina en la que.le
decía: «Llegaré a París mañana por la noche. No te laves.>/'
Actualmente, en lugares de Grecia y los Balcanes algunos hombres
se colocan pañuelos bajo los brazos durante las festividades y ofrecen
estos olorosos obsequios a las mujeres que invitan a bailar. El éxito está
garantizado. En realidad, en todo el mundo se utiliza el sudor como in-
grediente de los brebajes afrodisíacos. En la época de Shakespeare, las
mujeres se colocaban una manzana pelada bajo el brazo hasta que la
fruta se saturaba de su aroma, y entonces la entregaban al amante para
que la oliera. Una receta contemporánea cocinada por unos inmigran-
tes caribeños en los Estados U nidos da las siguientes indicaciones:
«Prepare una hamburguesa. lmprégnela en su propio sudor. Cocínela.
Sírvala a la persona que desea conquistar.»'

Ahora bien, ¿podría el olor de un hombre realmente enamorar a


una mujer? Esto es algo extraordinariamente difícil de comprobar. En
1986 Winnifred Cutler, George Preti y sus colegas del Monel Chemical
Scnses Center, en Filadelfia, descubrieron una relación entre las muje-
res, los hombres y los olores que les intrigó. 8 Diseñaron un experi-
mento en el cual varones voluntarios usaron almohadillas debajo de los
brazos durante varios días a la semana. De dichas almohadillas se ex-
trajo luego una «esencia viril». La mezclaron con alcohol, la congelaron
y guardaron. Posteriormente, a las mujeres que iban a la clínica tres ve-
ces por semana les colocaban una gota de la sustancia entre el labio su-

39
perior y la nariz. Las mujeres dijeron no sentir ningún olor más que el
del alcohol.
Los resultados eran sorprendentes. Ciertas mujeres sometidas a la
prueba presentaban ciclos menstruales irregulares, períodos ya fuera
más prolongados o más breves que el promedio de 29,5 días. Sin em-
bargo, tras doce a catorce semanas de tratamiento, el ciclo menstrual
de estas mujeres se volvió más regular. La esencia viril parece estimu-
lar la normalización menstrual, un aspecto importante de la fertilidad
potencial.
Esta posible relación entre la esencia viril y la salud reproductora
femenina podría darnos una clave en el tema de la atracción. Las muje-
res perciben los olores mejor que los hombres. Son cien veces más sen-
sibles al exaltolide, un compuesto muy parecido al almizcle sexual mas-
culino.9 Pueden percibir un olor suave a transpiración a más o menos
un metro de distancia. Al promediar el ciclo, durante la ovulación, las
mujeres pueden reconocer el almizcle masculino con mayor nitidez
aún. Tal vez durante la ovulación las mujeres se vuelven más suscepti-
bles al enamoramiento si pueden oler esencia viril y ser inconsciente-
mente inducidas por ella a mantener ciclos menstruales normales.
Sin embargo, un dato clave de los informes de Cutler y Preti es el
descubrimiento de que las mujeres son afectadas por la esencia viril so-
lamente si hay contacto directo con el cuerpo. Si las feromonas mascu-
linas pueden atraer a una mujer a distancia es un hecho que no nos
consta.
De todos modos hay algunas pruebas de que los olores del cuerpo
femenino pueden tener efecto a distancia sobre los hombres. Hace más
de una década que los investigadores establecieron que las compañeras
de cuarto en los dormitorios universitarios y las mujeres que trabajan o
viven con gran intimidad tienen ciclos menstruales sincronizados.]() És-
tos son datos especulativos. Pero entre otros animales, la sincronía del
celo es causada por misiles de olor o feromonas.
¿Podría una «esencia femenina» causar este tipo de sincronía tam-
bién en las mujeres? Para averiguarlo, Preti, Cutler y sus colegas expu-
sieron a diez mujeres con ciclos normales al sudor axilar de otras muje-
res. 11 Emplearon la misma técnica: a intervalos de pocos días las
mujeres recibían una gota de sudor femenino bajo la nariz. A los tres
meses, las menstruaciones de estas mujeres empezaron a coincidir con
los ciclos de las donantes de sudor. Si realmente las mujeres exudan
olores tan penetrantes como para afectar a otras mujeres, tal vez esos
mismos olores puedan seducir a un hombre que está al otro lado de un
salón lleno de gente.

40
El olor de él o de ella puede desencadenar reacciones físicas y psi-
cológicas muy internas. Entre nuestros ojos, dentro del cráneo, en la
base del cerebro, unos cinco millones de neuronas olfativas cuelgan del
techo de cada cavidad nasal, balanceándose al ritmo de las corrientes
de aire que inhalamos. Estas células nerviosas trasmiten mensajes a la
porción del cerebro que controla nuestro sentido del olfato. Pero tam-
bién están vinculadas con el sistema límbico, un grupo de estructuras
primitivas emplazadas en el centro del cerebro que gobiernan el
miedo, la cólera, el odio, el éxtasis, la lujuria. A causa de estas conexio-
nes cerebrales, los olores tienen la posibilidad de generar intensos sen-
timientos eróticos.
El olor de una mujer o de un hombre puede también despertar un
sinfín de recuerdos. El sistema límbico es asiento del centro de la me-
moria a largo plazo. Así es como uno puede recordar un olor tras va-
rios años de no percibirlo, mientras numerosas percepciones visuales y
auditivas se desvanecen en días o semanas. Hay una conmovedora re-
ferencia a este tipo de evocaciones en el poema de Kipling «Lichten-
berg», en el cual dice que el olor de las acacias empapadas por la lluvia
significaba para él el hogar. Sin duda todo el mundo recuerda el olor
de un árbol de Navidad, del perro de la casa, hasta de un antiguo
amante, y todos los sentimientos asociados a ellos. De modo que un
cierto olor humano en el momento adecuado podría evocar vívidos re-
cuerdos agradables y posiblemente provocar ese asombroso momento
inicial de adoración romántica.
Pero los norteamericanos, los japoneses y mucha otra gente consi-
deran que los olores corporales son ofensivos. Para casi todos ellos el
olor de la transpiración resultará más repelente que atractivo. Algunos
científicos consideran que a los japoneses los perturban los olores del
cuerpo debido a su larga tradición de matrimonios negociados: hom-
bres y mujeres eran forzados a entrar en íntimo contacto con parejas
que no les resultaban atractivas. 12 No conozco la razón de la fobia nor-
teamericana a los olores naturales del cuerpo. Tal vez las agencias de
publicidad nos han deformado para poder vendernos productos deso-
dorantes.
Pero ciertamente nos gusta percibir en nuestra pareja los aromas fa-
bricados para la venta. Consumimos fragantes champúes, jabones aro-
máticos, lociones para después de afeitarse y perfumes a precios exorbi-
tantes. Además, todos los aromas de la comida, del aire fresco, del
tabaco, y los olores de la oficina y el hogar se mezclan con nuestros
olores naturales para conformar una cóctel de fragancias. U na etiqueta
silenciosa. Y la gente reacciona. En una encuesta reciente que realizó
Fragrance Foundation, tanto hombres como mujeres opinaron que el
olor es un aspecto importante del atractivo erótico y le atribuyeron una

41
puntuación de 8,4 sobre 10. ° Como las polillas imperiales, los seres hu-
manos consideran que los olores poseen atractivo sexual.
Pero las opiniones culturales acerca de la transpiración varían cla-
ramente. El clima, los tipos de ropa, el acceso al baño diario, los con-
ceptos de limpieza, la crianza y muchas otras variables culturales condi-
cionan el gusto de las personas por los olores. Más aún, el vínculo
entre las feromonas humanas y el estado de euforia y angustia al que
llamamos enamoramiento sigue siendo un enigma.
Sin embargo, propongo lo siguiente: cuando el lector conoce a una
persona nueva a la que considera atractiva, probablemente «le gusta
cómo huele» y ello contribuye a predisponerlo al idilio. Luego, una vez
que el enamoramiento florece, el aroma de esa persona se convierte en
un afrodisíaco, un estímulo continuo para el erotismo.

Los MAPAS DEL AMOR

Uil mecanismo más importante que lleva a los seres humanos a


quedar cautivos de «él» o «ella» podría ser lo que el sexólogo John Mo-
ney llama el mapa del amor de cada uno. 14 Mucho antes de que una
persona quede fijada a Ray en lugar de a Bill, a Sue en lugar de a Ceci-
ley, ha construido un mapa mental, un molde repleto de circuitos cere-
brales que determinan lo que la excitará sexualmente, lo que la hará
enamorarse de una persona y no de otra.
Money considera que los niños desarrollan esos mapas entre los
cinco y los ocho años de edad (o incluso antes) como resultado de aso-
ciaciones con miembros de su familia, con amigos, con experiencias y
hechos fortuitos. Por ejemplo, de pequeña una persona se habitúa al al-
boroto o a la calma hogare:fia; al modo en que la madre presta aten-
ción, reprende o acaricia; a las bromas del padre, a su forma de cami-
nar o a sus olores. Ciertos rasgos de personalidad de sus amigos y
parientes le resultarán atractivos; otros quedarán asociados con inci-
dentes perturbadores. Gradualmente los recuerdos comienzan a formar
un modelo dentro de su mente, un molde subliminal de lo que le pro-
duce rechazo y de lo que la atrae.
A medida que esa persona crece, el mapa inconsciente toma forma
y una protoimagen compuesta de la pareja ideal emerge poco a poco.
Luego, en la adolescencia, cuando las pulsiones sexuales inundan la
mente, esos mapas eróticos se solidifican y se vuelven «bastante con-
cretos en cuanto a detalles de la fisonomía, estructura física, raza y co-
lor del amante ideal, y mucho más del temperamento, los gustos y de-
más». 15 Surge una imagen mental de la pareja ideal, de los rasgos que
uno encuentra atractivos y de los temas de conversación y actividades
sexuales que a uno lo excitan. 16

42
De modo que, mucho antes de que el verdadero amor pase a nues-
tro lado en el aula del colegio, por la calle o en la oficina, uno ya ha
elaborado los elementos esenciales de la persona ideal a quien amar.
Entonces, al encontrar realmente a alguien que encaja en las caracterís-
ticas ideales, uno se enamora de él o de ella y proyecta sobre esta
«mancha amorosa» el propio mapa del amor. El receptor generalmente
difiere bastante del verdadero ideal. Pero uno deja a un lado esas con-
tradicciones y se derrite por el ser que construyó. De ahí las famosas
palabras de Chaucer: «El amor es ciego.»

Estos mapas del amor varían de un individuo a otro. Algunas per-


sonas se excitan cuando ven un traje elegante o la bata de un médico, a
otros les atraen los pechos grandes, los pies pequeños o el sonido de
una carcajada alegre. La voz, la sonrisa, las amistades, la paciencia, la
espontaneidad, el sentido del humor, los proyectos, la coordinación, el
carisma: una miríada de elementos subliminales, tan obvios como ni-
mios, se combinan para convertir a este hombre o a esta mujer en al-
guien mucho más atractivo que cualquier otra persona. Todos podemos
enumerar unas cuantas cosas concretas que consideramos atractivas, y
en lo profundo de nuestra mente hay muchas más.
Sin embargo, los gustos norteamericanos en materia de parejas
ideales evidencian ciertos rasgos definidos. En una encuesta de la dé-
cada de los setenta, 1.031 estudiantes caucásicos de la Universidad de
Wyoming definieron el retrato de la persona sexualmente atractiva. 17
Sus respuestas se ajustaron a lo que cabía esperar. Los hombres tendían
a preferir a las rubias de ojos azules y piel clara, mientras a las mujeres
les resultaban más atractivos los hombres de piel más oscura. Pero
hubo algunas sorpresas. A pocos hombres les gustaban los pechos gran-
des o las mujeres muy delgadas, con cuerpos de muchachito, y a casi
ninguna de las mujeres le atraía los físicos masculinos muy musculosos.
En realidad, ambos sexos preferían un modelo promedio. Demasiado
bajos o demasiado altos, demasiado delgados o demasiado fornidos, de-
masiado rubios o demasiado morenos: todos los extremos eran recha-
zados.
El modelo promedio sigue llevando ventaja. En un estudio más re-
ciente los psicólogos seleccionaron treinta y dos rostros de mujeres nor-
teamericanas caucásicas y por medio de computadoras extrajeron los
promedios de todos sus rasgos. Luego mostraron estas imágenes com-
puestas a estudiantes universitarios. De noventa y cuatro fotografías de
rostros femeninos reales, sólo cuatro recibieron una puntuación más
alta que los rostros inventados. 18
Como es de suponer, el mundo no comparte los ideales sexuales de

43
los estudiantes caucásicos de Wyoming. Cuando los europeos emigra-
ron inicialmente a África, el pelo rubio y la piel blanca de la mayoría
hiw pensar a los africanos en los albinos, considerados por ellos como
repugnantes. Al tradicional nama del África meridional le gusta que los
labios de la vulva cuelguen, de modo que las madres masajean con tena-
cidad los genitales de sus hijas pequeñas para que en la adolescencia los
labios se les balanceen seductoramente. Es tradicional que las mujeres de
Tonga hagan dieta para mantenerse delgadas, mientras que las mujeres
siriono de Bolivia comen continuamente para mantenerse gordas.
En realidad, las cosas que pueden hacerse para embellecer el
cuerpo humano y suscitar el enamoramiento parecerían no tener fin:
cuellos estirados, cabezas moldeadas, dientes limados, narices perfora-
das, pechos con cicatrices, pieles quemadas o «doradas», y tacones tan
altos que casi impiden a las mujeres caminar, así como las fundas de
medio metro, en color naranja calabaza, con que los indios de Nueva
Guinea cubren sus penes y las barbas teñidas de púrpura de los distin-
guidos caballeros isabelinos. La belleza, realmente, está en los ojos del
que mira. Pero en todas partes la gente se siente sexualmente atraída
por determinados aspectos de los que la rodean.
Sin embargo, a pesar de las marcadas diferencias en las normas de
belleza y el poder de seducción, existen algunas opiniones general-
mente compartidas acerca de lo que incita la pasión. Los hombres y las
mujeres de todo el mundo gustan de un buen cutis. En todas partes la
gente se siente atraída por lo que consideran que es una persona lim-
pia. Casi en general los hombres prefieren a las mujeres rollizas y de
caderas anchas en lugar de a las delgadas. 1' 1 El aspecto físico es impor-
tante.
El dinero también. De un estudio con treinta y siete personas de
treinta y tres países el psicólogo David Buss infirió una diferencia mar-
cada en las preferencias sexuales de hombres y mujeres. 2n Tanto a los
zulúes de las zonas rurales como a los brasileños de las grandes ciuda-
des les gustan las mujeres jóvenes, hermosas y dinámicas, mientras que
a las mujeres les atraen los hombres con un patrimonio, propiedades o
dinero en efectivo. Las norteamericanas no son ninguna excepción. A
las adolescentes les gustan los muchachos con automóviles lujosos, y las
mujeres mayores prefieren a los hombres que tengan su propia casa,
tierras, barcos u otros bienes costosos. Por lo tanto, a las mujeres que
no conquiste el carpintero gentil y poético, probablemente se las quede
el insensible banquero.

Estos gustos masculinos/femeninos probablemente sean innatos.


Al macho le conviene genéticamente enamorarse de una mujer que le

44
dará hijos sanos. Una mujer joven, de piel clara y ojos brillantes, con
pelo reluciente, dientes blancos, un cuerpo suave y una personalidad
vivaz es una mujer sana, con la vitalidad que necesita el futuro gené-
tico del hombre. Para las mujeres, el patrimonio indica poder, presti-
gio, éxito y la capacidad de satisfacer sus necesidades. Y la mujer tiene
buenas razones para que esto le importe: le conviene biológicamente
ser conquistada por un hombre que la ayudará a mantener a sus hijos.
Como lo resumió Montaigne, el ensayista francés del siglo XVI: «No
nos casamos por nosotros mismos, no importa lo que digamos; nos ca-
samos tanto o más por nuestra posteridad.))

LA PERSECUCIÚN

Pero que no falte el misterio. U na cierta falta de familiaridad re-


sulta esencial en el enamoramiento. Casi nunca las personas son cau-
tivadas por alguien que conocen muy bien, como lo ilustra clara-
mente un clásico estudio llevado a cabo en un kibbutz de Israel. 71 Allí
los niños eran ubicados en grupos de pares durante las horas del día
en que sus padres trabajaban. Era frecuente que antes de cumplir
los diez años estos niños se iniciaran en el juego sexual, pero al acer-
carse a la adolescencia tanto varones como niñas se inhibían y se po-
nían tensos en presencia unos de otros. Luego, ya en la adolescencia,
desarrollaron fuertes vínculos fraternales. Sin embargo, casi ninguno
de ellos se casó con un compañero de aquel grupo de pares. Un análi-
sis de 2. 769 casamientos de muchachos criados en kibbutz estable-
ció que sólo trece ocurrieron entre pares. En todos ellos, uno de los
dos había abandonado el grupo comunal antes de los seis años de
edad.
Aparentemente, durante un período decisivo de la niñez la mayoría
de los individuos pierden para siempre todo interés sexual en aquellos
a. los que frecuentan de forma regular. El misterio es fundamental en
el amor romántico.
Las barreras también parecen fomentar esta locura. La persecución.
Si una persona es difícil de «conquistar», ello provoca nuestro interés.
En realidad, este elemento de la conquista es con frecuencia esencial
en el enamoramiento, de ahí lo que se conoce como el efecto Romeo y
Julieta: si existen impedimentos reales, tales como la enemistad entre
los Capuleto y los Montesco de Shakespeare, los obstáculos probable-
mente intensificarán nuestra pasión. No es para sorprenderse que las
personas se enamoren de aquel que está casado, es extranjero o del que
IC está separado por dificultades que parecen casi insuperables. Sin em-
bargo, en general debe existir alguna remota posibilidad de satisfacción

45
antes de que los primeros síntomas de enamoramiento se incrementen
hasta convertirse en una obsesión.
La oportunidad también desempeña un papel importante en el
enamoramiento. 22 Cuando los individuos buscan una aventura, ansían
abandonar el hogar paterno, se sienten solos, están desarraigados en
un país extranjero, en transición hacia una nueva forma de vida, o fi-
nanciera y psicológicamente preparados para compartir la vida o for-
mar una familia, se vuelven susceptibles. A partir de sus investigacio-
nes con más de ochocientos norteamericanos, Tennov informa que el
enamoramiento se produjo justo cuando se sintieron en condiciones
de brindar todo tipo de atenciones a un objeto amoroso.
Por último, nos atraen las personas semejantes a nosotros mismos.
Las personas tienden a casarse con sus símiles, es decir, individuos
del mismo grupo étnico, con rasgos físicos y niveles de educación pa-
recidos, lo que los antropólogos llaman apareamientos de asociación
positiva.
Los enamoramientos en general comienzan poco después de la
pubertad, pero pueden ocurrir en cualquier etapa de la vida. Los jóve-
nes conocen el amor adolescente; algunos octogenarios se enamoran
desesperadamente. Sin embargo, una vez que un individuo se vuelve
receptivo, él o ella está en peligro de enamorarse de la primera per-
sona aceptable que le pase cerca.

EL PLECHAZO

Es esta constelación de factores, .simultáneamente presentes -la


oportunidad, los obstáculos, el misterio, las semejanzas, un mapa del
amor compatible, hasta los olores adecuados-, lo que a uno lo vuelve
susceptible de enamorarse. Entonces, cuando ese potencial objeto
amoroso ladea la cabeza, sonríe o nos mira, uno siente el impacto.
Puede ocurrir gradualmente o en un instante, de allí el fenómeno del
flechazo o amor a primera vista.
Esta atracción poderosa, a veces instantánea, no es exclusiva de
los occidentales.
Andreas Capellanus, un clérigo de la corte de Eleonor de Aquita-
nia en la Francia del siglo xu, escribió acerca del enamoramiento: «El
amor es un cierto dolor innato derivado de la visión de una belleza
del sexo opuesto, acompañada de una exagerada meditación sobre
ella, que lleva a cada uno a desear por encima de todas las cosas los
abrazos del otro.» 23 Desde entonces algunos occidentales han llegado a
pensar que el amor romántico es una invención de los trovadores,
esos caballeros, poetas y románticos de los siglos XI a XIII, que en

46
Francia derramaban palabras elocuentes acerca de las vicisitudes del
amor.
Esto me parece totalmente absurdo. El amor romántico está mucho
más extendido. Vatsya, el autor del Kama Sutra, la clásica obra sobre el
amor en idioma sánscrito, vivió en la India en algún momento entre
los siglos I y VI de la era cristiana, y describió claramente el amor ro-
mántico entre hombres y mujeres. Da incluso detalladas instrucciones
acerca de cómo una pareja puede flirtear, abrazarse, besarse, juguetear y
copular. Desde siempre las tradiciones chinas aparecen impregnadas
del mandato confuciano de obediencia filial y, sin embargo, ya en el si-
glo VII de nuestra era aparecen relatos escritos que describen el tor-
mento de hombres y mujeres atrapados en el conflicto de obedecer a
sus mayores o ceder a la pasión romántica. 24 En el Japón tradicional al-
gunas veces los amantes desafortunados elegían el doble suicidio, cono-
cido como .shin ju, si los comprometían con otras parejas.
El cherokee oriental creía que si un hombre joven le canta a me-
dianoche a su dama, «ella soñará con él, sentirá nostalgia y cuando
vuelvan a verse, no podrá resistirse a su atractivo)). Las jóvenes yukag-
hir, del noreste de Siberia, escribían cartas de amor en la corteza del
abedul. En Bali los hombres creían que una mujer se «enamoraría» de
aquel que le diera a comer un determinado tipo de hoja sobre la cual se
hubiese dibujado la imagen de un dios dotado con un gran pene.
Aun los pueblos que reniegan del concepto de «amorn o de la con-
dición de «enamorado)) actúan de modo contradictorio. Los mangaia-
nos de la Polinesia son aparentemente indiferentes al tema de las rela-
ciones eróticas, pero de vez en cuando un joven al que no se le permite
casarse con la mujer que ama se suicida. Los bem-bem, de las zonas
montañosas de Nueva Guinea, tampoco admiten conocer esta pasión,
pero de pronto una muchacha se niega a casarse con el hombre elegido
por su padre y huye con el hombre del que está «realmente enamo-
rada». Los tiv de Africa, que no tienen un concepto formal del idilio,
llaman a esta pasión «locura». 2s
Las historias de amor, los mitos, leyendas, poemas, canciones, ma-
nuales de instrucciones, las pociones afrodisíacas y los amuletos, las pe-
leas de enamorados, los lugares de encuentro secretos, las fugas y los
suicidios son parte de la vida en las sociedades tradicionales de todo el
mundo. Más aún, en una encuesta realizada en ciento sesenta y ocho
culturas, los antropólogos William Jankoviak y Edward Fischer descu-
brieron pruebas directas de la existencia del amor romántico en el
87 % de esos pueblos tan diferentes. 26
Esta locura, este amartelamiento, esta atracción, este enamora-
miento, este éxtasis dejado con mucha frecuencia de lado por los cien-
tíficos, debe de ser un rasgo humano universal.

47
Es bien posible que el enamoramiento tampoco sea un fenómeno
exclusivamente humano. Lo que primero me hizo sospechar esto fue la
historia antropológica de una gorila de nombre Toto, criada en los Es-
tados Unidos. Toto entraba regularmente en celo en el medio de su ci-
clo menstrual, estado que se prolongaba unos tres días; al parecer tam-
bién se enamoraba de los varones humanos. Un mes era el jardinero y
al siguiente el chófer o el mayordomo, a los que miraba con «inconfun-
dibles ojos de amorn.r
Al aparearse, los leones expresan una gran ternura mutua durante
el período de celo de la hembra. Las jirafas se acarician dulcemente an-
tes de aparcarse. Los babuinos, los chimpancés y otros primates más al-
tos en la escala evidencian clara preferencia por un individuo respecto
de otro, y son amistades que perduran más allá del período en que la
hembra está sexualmente receptiva. Y una hembra y un macho de ele-
fantes pasarán horas juntos durante el celo de la hembra, frecuente-
mente dándose golpecitos con las trompas. J\luchos animales se pal-
mean, restriegan sus hocicos, se arrullan y se miran a los ojos con
cariño durante la conquista.
Sin embargo, la historia más notable de un posible enamoramiento
fuera de la especie humana es una de la que se presentó un informe en
1988. Los periódicos publicaron la noticia de un alce que parecía ha-
berse enamorado de una vaca en Vermont, Estados Unidos. 2 H El herbí-
voro hechizado siguió a la hembra de sus sueños durante setenta y seis
días antes de darse por vencido en sus señales y «embestidas amorosas».
Esa angustia, esa euforia del enamoramiento, parece golpear no sólo a
la humanidad.
Flechazo. Amor a primera vista. ¿Podría provenir de la naturaleza
esta capacidad humana de adorar a otro a los pocos segundos de cono-
cerlo? Creo que sí. En realidad, el flechazo podría cumplir una esencial
función adaptativa entre los animales. Durante la temporada de apa-
reamiento la ardilla hembra, por ejemplo, necesita procrear. No le con-
viene copular con un puercoespín. Pero si ve pasar una saludable ardi-
lla macho no debería perder tiempo. Debería evaluarlo, y si lo
encuentra aceptable, haría bien en aprovechar la oportunidad de copu-
lar. Quizá el amor a primera vista no sea más que una tendencia innata
de muchas criaturas, que surgió para estimular el proceso de aparea-
miento. Entonces, lo que entre nuestros antepasados humanos era una
atracción animal evolucionó hasta transformarse en el enamoramiento
instantáneo.
Pero ¿cómo creó realmente la naturaleza esa sensación física del
enamoramiento? ¿Qué es eso que llamamos amor?

48
LA QUJMTCA DEL AMOR

Es probable que la gente empezara a hablar de la atracción hace


más de un millón de años, mientras se echaban a orillas de los ríos
africanos para descansar y contemplar el cielo. Pensadores más mo-
dernos propusieron interpretaciones ingeniosas de esta fiebre. w·. H.
Auden comparó el deseo sexual con una «intolerable comezón neuro-
nal». H. L. .l'vlencken la describió de otra manera al decir: «Estar ena-
morado es simplemente un estado de anestesia de los sentidos.>) Am-
bos intuyeron que ocurre algo físico a nivel cerebral, anticipándose
así a lo que podría ser el asombroso descubrimiento de una química
del amor.
La violenta perturbación emocional que llamamos enamoramiento
(o atracción) podría iniciarse en una pequeña molécula llamada fenile-
tilamina, o FEA. Conocida como la amina excitante, la FEA es una
sustancia localizada en el cerebro que provoca sensaciones de exalta-
ción, alegría y euforia. Pero a fin de comprender exactamente cómo
podría contribuir la FEA a la atracción es necesario saber un poco qué
es lo que tenemos dentro de la cabeza.
El cerebro humano tiene aproximadamente el tamaño de un po-
melo y pesa más o menos un kilo y medio. El volumen promedio es de
unos 1.400 centímetros cúbicos. Es unas tres veces más grande que el
de nuestros parientes más cercanos, los chimpancés y los gorilas, cuyo
volumen promedio va de los 400 a los 500 centímetros cúbicos, respec-
tivamente.
En la década de los setenta, el investigador del sistema nervioso
Paul MacLean postuló que el cerebro está dividido en tres secciones
generales. En realidad el tema es bastante más complejo, pero la pers-
pectiva de _MacLean aún resulta útil como panorama general. La sec-
ción más primitiva rodea el bulbo terminal en el extremo de la espina
dorsal. Esta área, que bien merece su reputación de «cerebro de reptil}),
gobierna nuestras conductas instintivas, por ejemplo la agresividad, el
territorialismo, los rituales y el establecimiento de las jerarquías socia-
les. Es probable que sea esta parte del cerebro la que usamos cuando,
durante el flirteo, «instintivamente>> nos pavoneamos, acomodamos la
postura y coqueteamos.
Por encima del cerebro de reptil, y rodeándolo, existe un grupo de
estructuras localizadas en medio de la cabeza que se conocen con el
nombre colectivo de sistema límbico. Tal como ya mencionamos, di-
chas estructuras gobiernan las emociones básicas: el miedo, la cólera, la
alegría, la tristeza, la repugnancia, el amor y el odio. De modo que
cuando nos sentimos inundados de felicidad o paralizados de miedo,
enfurecidos, asqueados o abatidos, se debe a que porciones del sistema

49
límbico nos producen perturbaciones eléctricas y químicas. La tor-
menta del enamoramiento casi seguramente tiene su origen físico en
esta zona.
Por encima del sistema límbico (y separado de él por una gruesa
capa de materia blanca que comunica las diferentes partes del cere-
bro) está la corteza, una superficie gris enrollada de materia esponjosa
que se halla debajo mismo del cráneo. La corteza procesa funciones
básicas como la vista, el oído, el habla y la capacidad matemática y
musical. La función más importante de la corteza consiste en integrar
nuestras emociones y nuestros pensamientos. Es esta zona del cerebro
la que piensa en «él» o «ella».
Así es, probablemente, como la FEA (y quizá otras sustancias neu-
roquímicas, como la norepinefrina y la dopamina) desempeña su pa-
pel. Las neuronas o células nerviosas -en cantidades nunca inferiores
a los cien mil millones- están ubicadas dentro del cerebro y conectan
sus tres zonas básicas. Los impulsos se trasladan a lo largo de las neu-
ronas y saltan de una a otra a través de un espacio que las separa: la
sinapsis. De este modo brincan por las carreteras neuronales de la
mente.
La FEA se encuentra al final de algunas células nerviosas y ayuda
al impulso de saltar de una neurona a la siguiente. Igualmente impor-
tante es el hecho de que la FEA es una anfetamina natural; dinamiza
el cerebro. De ahí que el psiquiatra Michael Liebowitz, del New
York State Psychiatric lnstitute, opine que nos enamoramos cuando
las neuronas del sistema límbico, nuestro núcleo emocional, se satu-
ran o son sensibilizadas por la FEA y/u otras sustancias químicas ce-
rebrales, y estimulan el cerebro. 29
Con razón los enamorados pueden permanecer despiertos toda la
noche conversando y acariciándose. Con razón se vuelven tan distraí-
dos, tan atolondrados, tan optimistas, tan sociables, tan llenos de vida.
Las anfetaminas se han acumulado de forma natural en los centros
emocionales del cerebro. Los enamorados están «acelerados» por la
naturaleza.

LA ADICCIC)N AL IDILIO

Liebowitz y su colega Donald Klein llegaron a esta conclusión


mientras trataban a pacientes que denominaron adictos a la atracción.
Dichas personas ansían una relación amorosa. En su apuro eligen una
pareja que no les conviene. A corto plazo son rechazados y su dicha
se convierte en desesperación, hasta que retoman la búsqueda. Mién-
tras continúa este ciclo de desafortunadas aventuras amorosas, el

50
adicto al idilio se siente ya sea profundamente desgraciado o profun-
damente dichoso, según la etapa de sus inadecuados idilios en que
se encuentre.
Ambos psiquiatras sospecharon que estas personas enfermas de
amor padecían alteraciones en sus conexiones románticas, en con-
creto, una necesidad de FEA. Entonces tomaron la decisión alta-
mente experimental de administrar inhibidores de la MAO a estos
adictos al idilio. Dichas drogas antidepresivas bloquean la acción de
una enzima cerebral especial, la monoamina oxidasa, o MAO, una
clase de sustancia que descompone la FEA y otros neurotrasmisores
(la norepinefrina, la dopamina y la serotonina). O sea que los inhi-
bidores de la MAO elevan el nivel de la FEA y de esas otras anfe-
taminas naturales, incrementando la euforia del enamoramiento.
Para asombro de todos, en pocas semanas de administración de
los inhibidores de la MAO, un hombre perpetuamente enfermo de
pasión comenzó a poner más cuidado en la elección de la pareja, y
pudo incluso vivir solo con bienestar. Aparentemente ya no anhe-
laba la euforia de FEA que le proporcionaban sus excitantes aunque
desastrosas relaciones amorosas. Este paciente haría años que estaba
en terapia, sesiones que lo ayudaban a entenderse a sí mismo. «Sin
embargo, parecería que hasta que se le administró un inhibidor de
la MAO no tuvo mayor éxito en aplicar lo que había descubierto,
debido a su irrefrenable respuesta emocional», afirma Liebowitz.
Independientemente del experimento de Liebowitz, el psiquiatra
Héctor Sabelli llegó a idéntica conclusión acerca de la FEA. En un
estudio que realizó con treinta y tres personas que mantenían rela-
ciones de pareja satisfactorias y que informaban al doctor Sabelli que
se sentían muy bien, pudo establecer que todos ellos presentaban un
alto nivel del metabolito de la FEA también en orina. Los niveles
de la FEA eran bajos en un hombre y una mujer que atravesaban
un divorcio, probablemente porque ambos esposos sufrían una de-
presión menor a causa de la separación. 3u
La FEA parece tener un efecto igualmente poderoso en las cria-
turas no humanas. Cuando se les inyecta FEA, los ratones saltan y
gritan en un despliegue de euforia conocido en los laboratorios
como el «síndrome palomitas de maíz». Los macacos de la India tra-
tados con sustancias químicas semejantes a la FEA producen con los
labios sonidos normalmente reservados al flirteo, y los babuinos tra-
tados oprimieron el llamador de sus jaulas más de ciento sesenta ve-
ces en tres horas para obtener complementos que mantuvieran la
euforia de la FEA.
Auden y Mencken probablemente fueron astutos al describir el
enamoramiento. El sentimiento de amor puede resultar de la inun-

51
dación de la FEA y/u otros estimulantes naturales que saturan el ce-
rebro, transformando los sentidos y alterando la realidad.

Pero el enamoramiento es más que una mera euforia. Es parte del


amor, una devoción profunda y «mística» por otro ser humano. ¿Esta
compleja sensación se debe solamente a los estimulantes naturales del
cerebro?
Por supuesto que no. Tal como indica Sabelli, la FEA en realidad
no puede proporcionarnos más que una sensación generalizada de di-
namismo, un estado de alerta, una excitación y un humor exaltado.
Sabelli midió la cantidad de FEA eliminada con la orina por unos pa-
racaidistas antes y después del salto. Durante la caída libre los niveles
de FEA eran altísimos. Una pareja que se estaba divorciando también
alcanzó esos niveles durante las audiencias en los tribunales. ;i Parece-
ría, entonces, que la FEA sólo nos proporciona una pequeña descarga
de dicha y recelo, una exaltación química que acompaña a un amplio
espectro de experiencias, de las cuales el enamoramiento es sólo una
más.

LA SEGUNDA FLECHA DI•: CUPIDO: LA CULTURA

El trabajo de Liebowitz y Sabelli con la química del amor desató


una gran polémica, no sólo entre colegas que, como ellos, reconocían
que esta investigación aún es especulativa, sino también entre aque-
llos enredados en la vieja controversia naturaleza/educación, es decir,
ese debate perenne acerca de cuánto de nuestro comportamiento de-
riva de los genes, la naturaleza y lo heredado, y cuánto de las expe-
riencias de la infancia, la cultura y lo aprendido.
De modo que a estas alturas quisiera subrayar un concepto funda-
mental. El cerehro y el cuerpo producen docenas (si no cientos) de
sustancias químicas diversas que afectan a nuestra conducta. La adre-
nalina, por ejemplo, es secretada por las glándulas suprarrenales
cuando nos enojamos, nos asustamos o nos ponemos eufóricos; hace
que el corazón lata más rápido, acelera la respiración y prepara el
cuerpo para la acción de muchas maneras. Pero no es la adrenalina la
que dispara la cólera, el miedo o la alegría. Son los estímulos del me-
dio ambiente.
Por ejemplo, un compañero de oficina comenta algo desagradable
de nuestro trabajo. U no se siente insultado, una respuesta en general
producto de la educación. El cuerpo secreta adrenalina. U no siente
este combustible. Y entonces la mente, culturalmente condicionada,

52
convierte esta energía natural en furia, en lugar de en miedo o alegría.
Y uno larga una respuesta cáustica al compañero.
De la misma manera, la cultura desempeña un papel principal en el
amor. En la niñez comenzamos por sentir gusto o disgusto ante los olo-
res que nos rodean. Aprendemos a responder a ciertos tipos de humor.
Nos acostumbramos a la paz o la histeria de nuestros hogares. Y co-
menzamos a construir nuestro mapa del amor a través de nuestras ex-
periencias. Luego, en la adolescencia, el varón entra en el servicio mi-
litar, entramos en la universidad, o de alguna otra manera nos vemos
desarraigados. Estos y muchos otros hechos culturaleJ determinan a
quién, cuándo y dónde amaremos. Pero después de encontrar a esa per-
sona especial probablemente sea la FEA y/u otras sustancias neuroquí-
micas las que determinarán cómo nos sentimos cuando amamos. Como
siempre ocurre, la cultura y la biología van de la mano.
Sin embargo, parecen existir ciertas variaciones individuales en esta
experiencia. Algunas personas que dicen no haber estado nunca ena-
moradas sufren de hipopituitarismo, una enfermedad fuera de lo co-
mún en la cual la pituitaria funciona mal en la infancia y provoca pro-
blemas hormonales, así como una «ceguera al amorn. Estos hombres y
mujeres llevan vidas normales; algunos se casan por la compañía; pero
ese rapto, ese dolor del corazón para ellos son pura mitología. 52
Tennov también descubrió variaciones entre más de ochocientos
norteamericanos a los que consultó sobre el tema del idilio en las déca-
das de los sesenta y de los setenta. Algunos hombres y mujeres afirma-
ron que jamás se habían enamorado, mientras otros dijeron que se ena-
moraban con frecuencia. Pero Tennov informa que la enorme mayoría
tanto de hombres como de mujeres conocían el éxtasis del amor ro-
mántico, y que lo habían experimentado «en proporciones bastante pa-
rejas». Los sexólogos John Money y Anke Ehrhardt confirman estos da-
tos; igual que Tennov, descubrieron que la diferencia de sexo no se
traduce en diferencias en la experiencia del enamoramiento . .J,;
Los científicos están muy lejos de comprender esta obsesión. Pero
hay un hecho cada día más innegable: el enamoramiento es un fenó-
meno tanto físico como psicológico. Y los mecanismos físicos se modi-
fican con la evolución. El sistema límbico, el núcleo emocional del ce-
rebro, es rudimentario en los reptiles pero está bien desarrollado en los
mamíferos. Por lo tanto, en los próximos capítulos sostendré que nues-
tros antepasados heredaron la emoción primaria de la atracción animal
que, unos cuatro millones de años atrás, con la evolución y la adapta-
ción a un mundo enteramente nuevo en las praderas de África, se con-
virtió en la envolvente sensación del enamoramiento.

53
Pero atención, el enamoramiento desaparece. Como dijo Emerson:
«El amor predomina durante la conquista; en la posesión, la amistad.»
En algún momento esa vieja magia negra se desvanece. En la adoles-
cencia la «pasión» puede durar una semana. Los amantes que tienen
contacto esporádico debido a alguna barrera, por ejemplo el océano o
un anillo de casamiento, pueden en algunos casos sostener el embrujo
durante muchos años.
Sin embargo, parece haber una regla que siempre se cumple. Ten-
nov buscó establecer la duración del amor romántico a partir del mo-
mento en que se produce el mágico despertar hasta la aparición del
«sentimiento neutral» para con la persona amada. Llegó a la siguiente
conclusión: «El período más frecuente, así como el promedio, es de
aproximadamente dieciocho meses a tres años.» John Money con-
cuerda, proponiendo que una vez que el contacto con la persona
amada se vuelve regular, lo típico es que la pasión dure de dos a tres
años. 34
Liebowitz sospecha que el final del enamoramiento tiene también
un fundamento fisiológico. Formula la teoría de que el cerebro no
puede sostenerse eternamente en el estado de exaltación de la felicidad
romántica. Ya sea porque las terminaciones nerviosas se habitúan a los
estimulantes naturales del cerebro, o porque los niveles de FEA (y/u
otras sustancias naturales semejantes a la anfetamina) comienzan a dis-
minuir. El cerebro no tolera más el asalto de semejantes drogas. Como
él lo sintetiza: «Si deseamos que perdure una situación de excitación
con nuestra pareja a largo plazo, deberemos trabajarla, porque en cierto
modo nos estaremos resistiendo a una marea biológica.» ' 5

Aquí surge una nueva y más insidiosa emoción: el apego, ese senti-
miento cálido, cómodo y seguro del que hablan tantas parejas. Y Lie-
bowitz está convencido de que, a medida que el enamoramiento pierde
terreno y el apego crece, un nuevo sistema químico entra en acción:
los opiáceos de la mente. Estas sustancias, las endorfinas (abreviatura
de morfinas endógenas), son químicamente semejantes a la morfina, un
opiáceo, un narcótico. Como la FEA, la endorfina reside en las termi-
naciones nerviosas del cerebro, se traslada de un nervio a otro a través
de las sinapsis y se acumula en puntos específicos del cerebro. A dife-
rencia de la FEA, serenan la mente, eliminan el dolor y reducen la an-
siedad.
Liebowitz considera que, en la etapa del apego, las parejas se pro-
vocan mutuamente la producción de endorfinas, y de este modo surge
la sensación de seguridad, estabilidad y tranquilidad. Ahora los aman-
tes pueden conversar, comer y dormir en paz. 36

54
Nadie ha especulado acerca de la duración de la etapa del apego, ya
sea en el cerebro o en el vínculo. Y o pienso que depende de las carac-
terísticas de cada cerebro humano, de las circunstancias sociales y de la
edad. Como se comprobará a lo largo de la lectura de este libro, con el
paso de los años es más fácil permanecer en esta etapa. Pero la sensa-
ción de enamoramiento tiene tanto un principio como un final. Como
Stendhal tan bien lo describe: «El amor es como una fiebre que llega y
se va con total independencia de la voluntad.>)
¿Por qué el amor mengua y fluye? El ritmo del enamoramiento,
como tantos otros aspectos del flirteo, puede ser parte de un esquema
de la naturaleza, y estar delicadamente conectado en el cerebro por el
tiempo, la evolución y arcaicos modelos de vinculación entre los seres
humanos.

55
III. LOS VÍNCULOS HUMANOS
¿Es natural la monogamia?

Respira allí un hombre de piel tan dura,


¿quién dice que dos sexos no bastan?
SAMUEL HCWl·ENSTLIN

Cuando Darwin acuñó el concepto supervivencia del más apto no


se refería a la belleza de los rasgos físicos ni a lo abultado de la cuenta
bancaria; lo que hacía era ocuparse de nuestros hijos. Si traemos niños
al mundo que traerán a su vez a otros, somos lo que la naturaleza de-
fine como aptos. Hemos traspasado nuestros genes a la siguiente gene-
ración y, en términos de supervivencia, ganamos la batalla. De modo
que los sexos están atrapados en una danza de apareamiento, en la cual
buscan eternamente la recíproca adaptación de los movimientos. Sólo
en un tándem pueden hombres y mujeres reproducirse y mantener el
pulso de la vida humana.
Esta danza de apareamiento -nuestra «estrategia de reproducción»
humana básica- comenzó mucho, mucho tiempo atrás, cuando el
mundo era joven y nuestros antepasados primigenios evolucionaron
hasta adoptar dos sexos diferenciados.

¿POR QUÉ EL SEXO?

Las distintas especies responden de distinta manera. Algunas, como


una variedad de lagartijas de cola azotadora, han eliminado por com-
pleto lo sexual. Esos pequeños reptiles recorren los chaparrales semiá-
ridos del Sudoeste norteamericano. Durante la época de cría cada uno
desarrolla de ocho a diez huevos no fertilizados que empollarán como
perfectas réplicas de sí mismos. Semejante tipo de reproducción ase-
xuada -la partogénesis o alumbramiento virgen- tiene sus ventajas.
Las lagartijas de cola azotadora no pierden tiempo ni energía corteján-
dose. No mezclan sus genes con los de otros ejemplares, individuos que
podrían tener características genéticas inferiores. No necesitan acarrear
pesadas cornamentas como el ante macho a fin de pelear con otros pre-
tendientes, ni extravagantes plumas en la cola como los pavos reales
para seducir a las hembras. Ni siquiera atraen a los depredadores mien-

56
tras se cortejan o copulan. Y sus crías presentan el ciento por ciento de
su ADN.
¿Es necesario el amor entre sexos? No para las lagartijas de cola
azotadora de las praderas desérticas, para las matas de diente de león o
de mora, para los álamos crespos o los asexuados pastos silvestres. Es-
tas especies sencillamente prescinden del apareamiento. 1
Y sin embargo, a pesar de las enormes ventajas darwinianas de la
asexualidad, nuestros antepasados y muchas otras criaturas eligieron la
vía sexual de reproducción por al menos dos razones. Los individuos
que se aparean introducen en sus crías una característica vital: la varie-
dad. Un collie y un caniche pueden dar origen a un cachorro que no se
asemejará a ninguno de los dos. Ello puede tener consecuencias negati-
vas: algunas veces la mezcla da por resultado un mal producto. Pero la
recombinación crea nuevas «personalidades» genéticas. Algunas mori-
rán. Pero otras vivirán y resistirán el eterno esfuerzo de la naturaleza
por eliminar a los más débiles.
Recientemente los biólogos propusieron una explicación más sutil
para el hecho de que nuestros ancestros evolucionaran hacia la repro-
ducción sexual: confundir al enemigo. 2 Esto se conoce como la hipóte-
sis de la Reina Roja, en referencia a un incidente en el libro de Lewis
Carroll A través del espejo.
La Reina Roja toma a Alicia del brazo, y cogidas de la mano se lan-
zan a correr en forma alocada. Pero cuando se detienen, están exacta-
mente en el lugar de partida. La Reina explica esta extraña circunstan-
cia a Alicia diciendo: «Bueno, como ves, es necesario correr todo lo
posible para permanecer donde uno estaba.>) Traducido al lenguaje evo-
lucionista, esto significa que las criaturas que cambian con regularidad
son biológicamente menos vulnerables a las bacterias, virus y demás
parásitos que las atacan. De ese modo, la reproducción sexual evolu-
cionó para eludir los gérmenes personales. 1
Pero ¿por qué dos sexos: masculino y femenino? ¿Por qué nuestros
primeros progenitores no eligieron una estrategia reproductora que
permitiera a cualquier individuo intercambiar su material genético con
el de otro individuo?
Las bacterias lo hacen. Los organismos simplemente se juntan e in-
tercambian ADN. A puede aparearse con B; B puede aparearse con C;
C puede aparearse con A; todos y cada uno pueden aparearse con
quien se les antoje. Las bacterias no tienen diferencias sexuales.'1 Sin
embargo, a diferencia de las bacterias, los remotos antepasados del
hombre (y de muchas otras criaturas) se diferenciaron en dos grandes
grupos: hembras con grandes óvulos indolentes que contienen ADN y
1ustanciosos nutrientes, y machos con espermatowides pequeños y ági-
les, desprovistos de todo salvo de sus genes.

57
Nadie sabe cómo los dos sexos se diferenciaron de la pegajosa sus-
tancia inicial. Una posible explicación es que nuestros primeros ante-
pasados sexuados tuvieron ciertas semejanzas con las bacterias pero fue-
ron de mayor tamaño, formas multicelulares de vida que producían
células sexuales (gametos) que contenían la mitad de su ADN. Como
las bacterias, cada individuo producía gametos capaces de combinarse
con cualquier otro gameto. Pero algunos organismos diseminaron
grandes gametos rodeados de una gran cantidad de citoplasma nutri-
tivo. Otros esparcieron células sexuales más pequeñas con menos ali-
mento. Un tercer grupo eyectó pequeños gametos casi desprovistos de
nutrientes.
Todas estas criaturas sexuadas lanzaron sus células sexuales en las
corrientes marinas. Sin embargo, cuando dos gametos pequeños se jun-
taban carecían de los nutrientes suficientes para la subsistencia. Si se
unían dos células sexuales grandes, eran demasiado torpes para seguir
adelante. Pero cuando un gameto pequeño, ágil y libre de trabas, una
protoesperma, se unía con un gameto recubierto de nutrientes, un pro-
tóvulo, el nuevo organismo sobrevivía a sus precarios comienzos. Y
con el tiempo evolucionaron dos sexos separados, uno que portaba los
óvulos, el otro que llevaba la esperma."
Hay aspectos de esta teoría que son objetables, y además existen
otras hipótesis. 6 Lamentablemente, no disponemos de organismos vi-
vos que reflejen los hábitos de nuestros primeros antepasados sexuados.
Sin embargo y de alguna manera, miles de millones de años atrás apa-
recieron individuos de dos razas complementarias. Más tarde surgieron
dos sexos separados. Sus crías, siempre diferentes, vivieron y se multi-
plicaron a lo largo de la eternidad de nuestro inquieto y cambiante
pasado.

SENDEROS SEXUALES QUE NUESTROS ANTEPASADOS I\ü EXPLORARON

Sorprende que nuestros rudos antepasados no hayan optado por la


vida sexual de las fresas, las cuales, como la lagartija de cola azotadora,
pueden reproducirse asexualmente pero que también se aparean se-
xualmente. Cuando las fresas se sienten seguras, la zona no ha sido ex-
plotada y el entorno es estable, se reproducen por clonación. ¿Para qué
molestarse por el sexo? Cuando el espacio es escaso, forzando a las fre-
sas a dispersarse por tierras que no tenían previstas, emiten flores y se
aparean. Después de que las pioneras se instalan, recurren nuevamente
a la reproducción clónica.
Los gusanos de tierra utilizan otra variante de la sexualidad. Estos
animales son al mismo tiempo macho y hembra; pueden autofecun-

58
darse. Pero la mayoría de las plantas y animales hermafroditas se to-
man grandes trabajos para evitar la autofertilización, un proceso que
presenta los déficits tanto de la sexualidad como de la asexualidad.
Tal vez la forma más excéntrica de reproducción, comparada con la
humana, sea la de ciertos individuos capaces de adoptar un sexo u otro.
Entre éstos se encuentran unos peces que habitan la Gran Barrera de
Arrecifes de Australia. Conocidos como peces limpios o labroides di-
midiatus, esos habitantes de los arrecifes viven en grupos formados por
un macho y cinco o seis hembras. Si el único macho muere o desapa-
rece, la hembra más poderosa comienza a metamorfosearse en macho.
En pocos días «ella>) se convierte en «él».
Si los hombres y las mujeres fueran capaces de reproducirse por clo-
nación, si pudiéramos tener ambos sexos a la vez, o si pudiéramos
transformarnos totalmente en pocas horas pasando de un sexo a otro,
es probable que nunca hubiésemos desarrollado nuestra mirada seduc-
tora, nuestra expresión para el flirteo o la fisiología cerebral que nos
prepara para el enamoramiento y el apego. Pero los antepasados de la
especie humana, como la mayoría de las demás especies vivientes, no
eligieron la vida sexual de las fresas clónicas, de los gusanos hermafro-
ditas o de los peces transexuales. Nos convertimos en hombres y muje-
res, en subespecies que debemos mezclar nuestros genes o deslizarnos
al olvido.

La cópula no es la única forma que tenemos de garantizar nuestro


futuro genético. U na segunda forma de que los organismos sexuados
propaguen su ADN es la conocida como selección por parentesco. 7 El
nombre deriva de una realidad de la naturaleza: todo individuo com-
parte su estructura genética con sus parientes. De la madre el niño re-
cibe la mitad de sus genes; del padre, la otra mitad. Si un niño tiene
hermanos o hermanas de los mismos padres, comparte la mitad de sus
genes con cada uno de ellos. Un octavo de sus genes es compartido
con sus primos, etcétera. De modo que si un hombre o una mujer
pasan toda la vida criando a parientes genéticos, están en realidad con-
tribuyendo al desarrollo de su propio ADN. Cuando los parientes gené-
ticos sobreviven, uno sobrevive, de allí el concepto de «aptitud inclu-
siva».8 No en vano todos los pueblos del mundo tienden a favorecer a sus
consanguíneos.

Sin embargo, el camino más directo a la posteridad es el aparea-


miento. En realidad, todos nuestros rituales humanos relacionados con
el galanteo y el apareamiento, el casamiento y el divorcio, pueden ser

59
considerados como guías a través de las cuales hombres y mujeres se se-
ducen entre sí a fin de reproducirse, lo que los biólogos denominan es-
trategias reproductivas. ¿En qué consisten estos juegos de aparea-
miento?
Los hombres, del mismo modo que las mujeres, tienen dos alterna-
tivas que se reconocen fácilmente con sólo contar cabezas. El hombre
puede formar pareja con una sola mujer por vez: monoginia (del griego
mono, «uno», y ginia, «hembra»), o puede tener varias parejas simultá-
neas: poliginia (varias mujeres). Las mujeres tienen dos posibilidades
semejantes: la monandria (un hombre) o la poliandria (varios hom-
bres). Son los términos que suelen utilizarse para describir los diferen-
tes tipos de matrimonios humanos. De este modo, el diccionario define
monoginia como «la situación o costumbre de tener una sola esposa por
vez», monandria como «un marido», poliginia como «varias esposas», y
poliandria como «varios maridos>). Monogamia significa «un cónyuge»;
poligamia connota «varios cónyuges», sin definición de sexo.')
Por lo tanto, monogamia no implica fidelidad.
Es importante tener esto en cuenta: la palabra monogamia casi
siempre se emplea de forma equivocada. El Oxjord English Dictionary
define la monogamia como «la condición, regla o costumbre de estar
casado con sólo una persona a la vez». Esto no implica que los inte-
grantes de la pareja sean sexualmente fieles entre sí. Los zoólogos Ja-
mes Wittenberger y Ronald Tilson emplean el término monogamia
para referirse a «una asociación prolongada y una relación de aparea-
miento esencialmente exclusiva entre un hombre y una mujern. 111 Pero
la fidelidad no es tampoco un elemento central de esta definición cien-
tífica. Agregan: «Con las palabras "esencialmente exclusiva" queremos
decir que la existencia de apareamientos furtivos ocasionales fuera del
vínculo de la pareja (o sea, "engaños") no significa que la monogamia
no exista.>)
Por lo tanto, monogamia y fidelidad no son sinónimos. Es más, el
adulterio generalmente va de la mano de la monogamia, así como de la
de otras estrategias reproductivas aquí enumeradas. 11

El. PEYTON PL4CF. DE L/\ N ,\ TU RALEZA

Los mirlos de alas rojas macho, por ejemplo, controlan un gran te-
rritorio pantanoso durante la época de apareamiento. Varias hembras
se unen a un solo macho en su parcela de territorio y copulan sólo con
él: monandria. Al menos eso se cree. Hace poco un grupo de científi-
cos realizaron vasectomías de algunos de estos machos antes de la
época de aparcamiento. 12 Las hembras se unieron luego a los machos

60
neutralizados, copularon con ellos e hicieron nido dentro de su espa-
cio: nada extraordinario.
Sin embargo, muchas hembras pusieron huevos fértiles. Resulta
evidente que las hembras monándricas en cuestión no habían sido fie-
les a sus parejas. Para asegurarse de este hecho, los científicos tomaron
muestras de sangre de los pichones de treinta y una hembras de mirlo
de alas rojas. Casi la mitad de los nidos contenían uno o más pichones
cuyo padre no era el dueño de la casa. La mayoría de las hembras ha-
bían copulado con «vecinos», es decir, con machos que vivían en la
parcela de al lado. 1 1
El adulterio es común también en otras especies. Los ornitólogos
han observado estas cópulas extramaritales, o «traiciones», en más de
cien especies de pájaros monogámicos. Los tití, pequeños monos suda-
mericanos, en su variedad femenina de marmosetos y tamarinos, así
como muchas otras hembras mamíferas monogámicas que se pensaba
eran el paradigma de la virtud, también «engañan». Los pantanos, las
praderas, los bosques que cubren la superficie de la tierra, serían algo
así como el Pleyton Place de la naturaleza.
El que no haya verificado por sí mismo la combinación de mono-
gamia e infidelidad en las hembras de mirlo o en las monas tití, segura-
mente habrá verificado la existencia de la infidelidad entre la gente.
Todos los hombre y mujeres de los Estados Unidos son, por definición,
monógamos. La bigamia está penada por la ley. Según cálculos recien-
tes, más del 50 % de los norteamericanos casados son asimismo adúlte-
ros. 14 Nadie puede comprobar la precisión de estas cifras. Pero nadie
negará que el adulterio existe en todas las culturas del mundo.
He aquí, entonces, lo que nos importa. En algunas culturas los
hombres tienen una sola esposa mientras otros, en otras sociedades,
tienen un harén. Algunas mujeres se casan con un solo hombre, mien-
tras que otras tienen varios maridos a la vez. Pero el matrimonio es
sólo una parte de nuestra estrategia de reproducción humana. Las rela-
ciones sexuales extramaritales son con frecuencia un componente se-
cundario y complementario de nuestras tácticas mixtas de aparea-
miento. Por otra parte, antes de explorar la amorfa confusión del
adulterio humano, querría ver qué ocurre con los modelos humanos de
apareamiento que están a la vista, nuestros sistemas de matrimonio. ic;

Quizá la más curiosa característica compartida por ambos sexos sea


que deseen casarse. El matrimonio es culturalmente universal; predo-
mina en todas las sociedades del mundo. Más del 90 % de los hombres
y mujeres norteamericanos se casan. Los registros a través de censos
lnodernos se remontan hasta mediados del siglo pasado. 16 Mediante el

61
estudio de registros parroquiales y judiciales, y de listados de defuncio-
nes y matrimonios, en noventa y siete sociedades industrializadas y
agrícolas, el Departamento de Estadística de las Naciones Unidas reu-
nió información sobre casamientos realizados a partir de 1940. Entre
1972 y 1981 un promedio del 93,1 % de las mujeres y 91,8 % de los
hombres estaban casados al llegar a la edad de cuarenta y siete años. 17
El matrimonio también es la norma en regiones donde aún no se
llevan registros. Para los indios cashinahua de Brasil el casamiento es
una cuestión secundaria. Cuando una adolescente comienza a intere-
sarse en la posibilidad de contraer matrimonio y obtiene la autoriza-
ción de su padre, le pide al futuro marido que la visite en su hamaca
cuando la familia se retira a dormir. El pretendiente debe desaparecer
antes del amanecer. Gradualmente va trayendo sus posesiones a la casa
de la familia. Pero al matrimonio no se le presta mayor atención hasta
que la mujer queda embarazada o la relación tiene como mínimo un
año de existencia. En la India, en cambio, los padres le eligen marido a
su hija a veces antes de que la niña aprenda a caminar. Existen varios
ritos de esponsales sucesivos. Tiempo después de haberse consumado
el matrimonio, las familias de la novia y el novio continúan intercam-
biando propiedades de acuerdo con los términos negociados con años
de antelación.
Las costumbres varían en lo que respecta al casamiento. Pero desde
las estepas de Asia hasta los arrecifes coralinos del Pacífico occidental,
la enorme mayoría de los hombres y de las mujeres se desposan. Más
aún, en todas las sociedades tradicionales el matrimonio marca el um-
bral de la entrada a la vida adulta; las solteras y los solteros son raros.
¿Cuáles son las estrategias matrimoniales de hombres y mujeres? Si
bien sostengo que la monogamia, o vínculo de pareja, es la marca de
fábrica del animal humano, es incuestionable que una minoría de hom-
bres y mujeres se guían por otros cánones. Los hombres son más varia-
bles como sexo, de modo que empecemos por ellos.

LA PORMACIÓN DE UN HARÉN

«Hogamus, higamus, los hombres son polígamos», dice la cantilena.


Sólo el 16 % de las ochocientas cincuenta y tres culturas estudiadas
prescriben la monoginia, en la cual al hombre se le permite sólo una
esposa por vez. 18 Las culturas occidentales son parte de ese 16 %. So-
mos una minoría, por lo tanto. Un clamoroso 84 % de todas las socie-
dades humanas permiten que el hombre tome varias esposas a la vez:
poliginia.
A pesar de que los antropólogos han gastado mucha tinta y papel

62
para describir hipotéticos motivos culturales que expliquen la difun-
dida tolerancia con los harenes, se la puede explicar con un simple
principio de la naturaleza: la poliginia proporciona a los hombres enor-
mes beneficios genéticos. 19
Según los datos de que disponemos, el hombre que mayor éxito
tuvo en la formación de harenes fue Moulay Ismail el Sanguinario, un
emperador de Marruecos. El Libro Guinness de los récords mundiales
informa que lsmail engendró 888 niños con sus múltiples esposas. Pero
es posible que lo hayan superado. Algunos emperadores chinos muy
«trabajadores» copulaban con más de mil mujeres, las cuales se turna-
ban de modo que visitaran los aposentos reales en el momento de
mayor fertilidad. Estos privilegiados jefes de Estado, sin embargo, no
son los únicos que han experimentado los harenes. La poliginia es ex-
tremadamente común en algunas sociedades del África occidental,
donde más o menos el veinticinco por ciento de los hombres mayores
tienen dos o tres esposas al mismo tiempo.
En términos occidentales, el ejemplo más pintoresco de formación
de harenes es el de los tiwi, que habitan la isla Melville, a unos cua-
renta kilómetros de la costa norte de Australia.
En esta gerontocracia la tradición establecía que todas las mujeres
debían casarse, incluso las que aún no habían sido concebidas. Así
pues, tras la primera menstruación las niñas púberes emergían del ais-
lamiento provisional de los bosques para saludar a su padre y a su fu-
turo yerno. Tan pronto como encontraba a estos hombres, la niña se
echaba en la hierba y fingía dormir. Delicadamente, el padre colocaba
una lanza de madera entre sus piernas, a continuación entregaba esa
arma ceremonial a su compañero, que la palmeaba, la abrazaba y se di-
rigía a ella como a su esposa. Mediante esta simple ceremonia, el
amigo del padre -hombre de unos treinta años- acababa de contraer
matrimonio con todas las hijas no concebidas que la niña púber daría a
luz algún día.
Debido a que se comprometían con bebés que todavía no habían
sido gestados, los hombres tenían que esperar hasta pasar los cuarenta
aftas para hacer el amor a sus esposas púberes. Los hombres jóvenes co-
pulaban, naturalmente; los amantes se escapaban al bosque constante-
mente. Pero los muchachos ansiaban el prestigio y el poder que aportaba
el matrimonio. De modo que aprendían a negociar, a trocar promesas,
comida y trabajo por riquezas y esposas potenciales para más adelante.
Así, mientras acumulaban consortes y engendraban hijos, los hombres
lograban el control de las hijas no concebidas de sus hijas, a las que casa-
ban con sus amigos a cambio de aún más esposas potenciales. 20 Al llegar
1 los setenta años de edad, un hábil caballero tiwi podía haber acumu-
lado hasta diez esposas, sin bien la mayoría tenía muchas menos.

63
Este tradicional sistema tiwi de enlace se mantuvo vigente hasta
la llegada de los europeos. A causa de las grandes diferencias de edad
entre los cónyuges, los hombres y las mujeres se casaban varias veces.
A medida que avanzaban en edad, las mujeres tiwi preferían que sus
nuevos maridos fueran hombres jóvenes. Los hombres y las mujeres
maduras disfrutaban de la ingeniosa negociación que esto implicaba.
Y según decían los tiwi, todo el mundo gozaba de la variedad en ma-
teria sexual.

Las mujeres en la mayoría de las sociedades intentan impedir que


sus maridos desposen a mujeres jóvenes, si bien están más dispuestas a
aceptar como coesposa a una hermana menor. Las mujeres tampoco
quieren ser la esposa más joven. Además de los celos crónicos y de las
batallas para llamar la atención del esposo, las mujeres casadas con el
mismo hombre tienden a enfrentarse por la comida y los demás re-
cursos que suministra el marido común. Sin embargo, llega un punto
en que las mujeres desean entrar en un harén, un Rubicón conocido
como el umbral de la poliginia. 21
Ésta era la situación entre los indios piesnegros, habitantes de las
praderas de Norteamérica a fines del siglo XIX. A esas alturas la gue-
rra se había vuelto crónica y las bajas eran enormes, de modo que los
hombres piesnegros disponibles se volvieron muy escasos. Las mujeres
necesitaban maridos. Al mismo tiempo, los hombres necesitaban más
esposas. Los caballos y las armas de fuego adquiridas a los europeos
permitían a los indios cazar más búfalos que los que mataban a pie,
con arco y flechas. Los cazadores más hábiles necesitaban manos extra
para teñir las pieles, columna vertebral de su poderío comercial. Esto
inclinó la balanza. Las jóvenes solteras preferían ser la segunda esposa
de un hombre rico a ser la única de uno pobre, o a permanecer sol-
teras. ~2
La poliginia también se practica en los Estados Unidos. A pesar
de que la formación de harenes es ilegal aquí, algunos hombres mor-
mones toman varias esposas por razones religiosas. Sus precursores en
la Iglesia de los Santos de Jesucristo de los Últimos Días, fundada en
1831 por Joseph Smith, originalmente establecían que los hombres
debían tomar más de una esposa. Y si bien la Iglesia mormona dio
oficialmente la espalda a la poliginia en 1890, algunos devotos funda-
mentalistas mormones aún practican los matrimonios plurales. No
sorprende descubrir que muchos mormones que practican la poliginia
son además hombres acaudalados. 2-'
Si la poliginia estuviera permitida en Nueva York, Chicago o Los
Ángeles, un feligrés de la Iglesia episcopal con un patrimonio de dos-

64
cientos millones de dólares posiblemente también atraería a varias mu-
jeres jóvenes dispuestas a compartir su amor y su billetera. 24

De modo que los hombres desean la poliginia para desparramar sus


genes, mientras que las mujeres ingresan en los harenes para obtener
recursos y asegurar la supervivencia de sus hijos. Pero es importante re-
cordar que éstas no son motivaciones conscientes. Si se le pregunta a
un hombre por qué desea una segunda esposa, quizá responda que lo
seduce su ingenio, su talento para los negocios, su espíritu dinámico o
sus soberbias caderas. Si se le pregunta a una mujer por qué está dis-
puesta a «compartirn a un hombre, podría responder que le encanta la
forma en que sonríe o los lugares a los que la lleva de vacaciones.
Pero al margen de las razones que ofrezcan las personas, la poligi-
nia permite al hombre engendrar más hijos, y en las circunstancias ade-
cuadas también la mujer obtiene beneficios reproductores. De modo
que tiempo atrás los hombres ancestrales que buscaron la poliginia y
las mujeres ancestrales que se avinieron a la vida de harén, sobrevivie-
ron desproporcionadamente, inducidos en su selección por estos moti-
vos inconscientes. No es para sorprenderse que los harenes surjan
donde puedan.

EL HOMBRE: UN PRIMATE MONOGÁMICO

A causa de las ventajas genéticas que la poliginia proporciona a los


hombres y de que tantas sociedades permiten la poliginia, muchos an-
tropólogos piensan que la formación de harenes es una característica
del animal humano. Yo no estoy de acuerdo. Evidentemente es una es-
trategia reproductiva secundaria oportunista. Pero en la gran mayoría
de las sociedades en las que la poliginia está permitida, sólo del 5 % al
1O % de los hombres tiene en realidad más de una esposa a la vez. 2'i A
pesar de que la poliginia es un tema de discusión tan difundido, no es
muy practicada.
En realidad, tras analizar doscientas cincuenta culturas, el antropó-
logo George Peter Murdock resume la polémica de la siguiente ma-
nera: «Un observador imparcial que empleara el criterio de la prepon-
derancia numérica, se inclinaría a definir como monogámicas a casi
todas las sociedades humanas conocidas, a pesar de que la abrumadora
mayoría prefiere y de hecho practica la poliginia.» 26 En todo el mundo
los hombres tienden a casarse con una sola mujer a la vez.

65
«Higamus, hogamus, las mujeres son monógamas.» En efecto, las
mujeres también tienden a tomar un solo marido: monandria. Todas
las mujeres de las así llamadas sociedades monogámicas tienen un solo
marido a la vez; nunca tienen dos esposos al mismo tiempo. En las así
llamadas sociedades poliginias, la mujer también toma un solo marido,
a pesar de que puede compartirlo con varias otras coesposas. Dado que
en el 99,5 % de las culturas del mundo la mujer se casa con un solo
hombre a la vez, es razonable concluir que la monandria, un único es-
poso, es el modelo matrimonial abrumadoramente predominante para
la hembra humana.
Esta afirmación no implica que las mujeres jamás formen un harén
de hombres. La poliandria es rara. Sólo el 0,5 % de las sociedades per-
miten a la mujer tomar varios maridos al mismo tiempo. 2~ Pero, en
ciertas circunstancias peculiares, por ejemplo cuando las mujeres son
muy acaudaladas, el caso se presenta.
Los indios tlingit de Alaska meridional eran muy ricos antes de la
llegada de los europeos. Vivían, como lo siguen haciendo, a lo largo de
la costa de la región pesquera más abundante del mundo: el archipié-
lago de Alaska. Durante los meses de verano los hombres tlingit se de-
dicaban a la pesca del salmón y atrapaban miríadas de animales en los
bosques contiguos a la costa. Las mujeres se unían a sus maridos du-
rante la temporada estival de pesca y caza, cosechaban frutas pequeñas
y plantas silvestres y convertían lo obtenido en pescado seco, ricos
aceites, carnes ahumadas, pieles y valiosos bienes de intercambio como
madera y corteza. Luego, en el otoño, hombres y mujeres recorrían la
costa en expediciones de trueque.
Pero el comercio para los tlingit era esencialmente diferente del
europeo. Las negociaciones estaban a cargo de las mujeres. Ellas esta-
blecían los precios, se ocupaban del regateo, cerraban los tratos y se
embolsaban las ganancias. Las mujeres ocupaban con frecuencia luga-
res de prestigio. 28 Y no era raro que las mujeres adineradas tomaran
dos maridos.
También se verifica la práctica de la poliandria en los Montes Hi-
malaya, si bien por razones ecológicas muy diferentes. Las familias ti-
betanas opulentas de la región montañosa de Limi, en Nepal, están de-
cididas a mantener sus tierras unidas. Si dividen sus territorios entre
los herederos, el precioso patrimonio se devaluará. Por otra parte, los
padres necesitan varios hijos para trabajar la tierra, cuidar los rebaños
de yaks y cabras y trabajar para los amos. De modo que, si una pareja
tiene varios hijos, los inducirán a compartir la esposa. Desde el punto
de vista de la mujer, esto es poliandria.
No es de extrañar que los coesposos tengan problemas entre sí. Los
hermanos son a menudo de diferente edad, y una esposa de veintidós

66
puede encontrar que su marido de quince es inmaduro y en cambio
su marido de veintisiete es excitante. Los hermanos menores tienen
que avenirse al favoritismo sexual para poder permanecer en la tie-
rra de la familia, aunque rodeados de joyas, tapices, caballos: la
buena vida. Pero los resentimientos fermentan.

La poliandria es rara entre las personas, y también entre los ani-


males, por poderosas razones de orden biológico. 29 Los pájaros hem-
bra y los mamíferos pueden engendrar sólo un número limitado de
crías a lo largo de sus vidas. La gestación requiere tiempo. Los ca-
chorros a menudo precisan de cuidados especiales hasta el destete.
Las hembras necesitan intervalos fijos entre sucesivas gestaciones.
Las mujeres, por ejemplo, no pueden gestar más de unos veinticinco
hijos durante su vida. El récord lo batió una mujer rusa que dio a
luz sesenta y nueve hijos, la mayoría nacimientos múltiples, a través
de veintisiete embarazos. Pero esto es excepcional. La mayoría de
las mujeres pertenecientes a culturas de economía agrícola-cazadora
no dan a luz más de unas cinco criaturas. ' 11 La poliandria puede ase-
gurar la subsistencia de los descendientes de una mujer, pero no
hará que una mujer engendre más de un número limitado de cria-
turas.
Para los hombres, la poliandria puede significar un suicidio ge-
nético. Los mamíferos macho no son los que engendran a sus hijos,
no les dan de mamar. De modo que, tal como hacían los antiguos
emperadores chinos, cualquier hombre puede engendrar miles de
crías, si logra organizar un desfile de parejas y soporta el agota-
miento sexual. Por lo tanto, si un hombre integra el harén de una
sola mujer, mucho esperma suyo se desperdiciará.

LA VIDA EN LAS HORDAS

Todavía más fuera de lo común que la poliandria es el «matri-


monio de grupo», la poliginandria, término derivado del griego «mu-
chas mujeres y varones». Esta táctica sexual merece ser mencionada
no a causa de su frecuencia, sino porque pone de manifiesto el
rasgo más importante en los vínculos humanos.
Pueden contarse con los dedos de la mano los pueblos que prac-
tican este tipo de matrimonio. Entre ellos están los pahari, una tribu
del norte de la India. Allí las esposas son tan costosas que algunas
veces dos hermanos juntan su dinero para poder pagar «el precio de
una esposa» al padre de una muchacha. Ésta se casa con ambos a la

67
vez. Luego, si los hermanos prosperan, compran una segunda espo-
sa. Aparentemente, las dos esposas hacen el amor con ambos ma-
ridos.-11
Los enlaces grupales se llevan a cabo en los Estados Unidos en las
comunas sexuales que surgen cada década. -12 Pero el ejemplo clásico es
la comunidad oneida, y lo que ocurrió en ella ilustra cómo funciona el
más esencial aspecto de los juegos humanos de apareamiento.
Esta colonia de vanguardia comenzó a funcionar en la década de
1830 a instancias de un fanático religioso, John Humphrey Noyes, un
hombre osado y sexualmente enérgico que deseaba fundar una utopía
cristiano-comunista.'-' En 184 7 esta comunidad se instaló en Oneida,
Nueva York, donde funcionó hasta 1881. Cuando estaba en su apogeo,
más de quinientas mujeres, hombres y niños trabajaban las tierras co-
munales y fabricaban las trampas de acero que vendían al resto del
mundo. Todos vivían en el mismo edificio, Mansion House, que sigue
existiendo. Cada mujer u hombre adulto tenía su propio dormitorio,
pero todo lo demás era compartido, incluso los niños que aportaban a
la comunidad, sus ropas y sus parejas.
Noyes gobernaba. El amor romántico por una persona en particu-
lar era considerado egoísta y vergonzante. Los hombres tenían prohi-
bido eyacular a menos que una mujer hubiese pasado la menopausia.
Ningún niño debía nacer. Y se suponía que todos copulaban con
todos.
En 1868 Noyes levantó la prohibición de reproducirse y, autoriza-
ción especial mediante, varias mujeres dieron a luz. Noyes y su hijo en-
gendraron a doce de los sesenta y dos niños que nacieron en los dos o
tres años siguientes. Pero los conflictos entre los integrantes de la co-
munidad fueron aumentando. Se esperaba que los hombres más jóve-
nes fecundaran a las mujeres mayores, mientras que Noyes tenía priori-
dad sobre todas las niñas púberes. En 1879 los hombres se rebelaron y
acusaron a Noyes de violar a varias jóvenes. El hombre huyó. En pocos
meses la comunidad se disolvió.
Lo más interesante del experimento sexual oneida es lo siguiente: a
pesar de su tiránico reglamento, Noyes nunca fue capaz de evitar que
hombres y mujeres se enamoraran y formaran parejas clandestinas. La
atracción entre las personas era más poderosa que sus decretos. En ri-
gor, ningún experimento occidental de matrimonios grupales ha lo-
grado sostenerse por muchos años. Como dice Margaret Mead: «No
importa cuántas comunidades se inventen, la familia siempre vuelve a
infiltrarse.»·'4 El animal humano parece estar psicológicamente condi-
cionado para formar pareja con una sola persona.

68
¿Es natural la monogamia?
Sí.
Por supuesto, hay excepciones. Si se les da la oportunidad, los
hombres a menudo eligen tener varias esposas para ampliar su perdu-
rabilidad genética. La poliginia también es natural. Las mujeres se in-
tegran en harenes cuando los recursos que obtendrán pesan más que
las desventajas. La poliandria es natural. Pero las coesposas entran en
conflicto. Los coesposos también se pelean. Tanto hombres como mu-
jeres tienen que ser persuadidos por los bienes materiales para deci-
dirse a compartir al cónyuge. Mientras los gorilas, los caballos y los
animales de muchas otras especies siempre forman harenes, entre los
seres humanos la poliginia y la poliandria parecen ser opciones excep-
cionales y oportunistas. La monogamia es la regla general. 3:i No es
casi nunca necesario persuadir a los seres humanos de que formen pa-
reja. Lo hacemos naturalmente. Flirteamos. Nos enamoramos. Nos ca-
samos. Y la inmensa mayoría de nosotros se casa con una sola per-
sona a la vez.
El vínculo de a dos es una característica del animal humano.

EL AMOR CONVENIDO

No por eso pensamos que todos los hombres y mujeres llegan al


matrimonio enamorados uno del otro. En casi todas las sociedades
tradicionales el primer matrimonio del hijo o la hija es negociado. 16
En los casos en que las familias se valen del matrimonio para lograr
alianzas -por ejemplo, entre muchos pueblos agricultores tradicionales
de Europa y África del norte, así como en la India, China y Japón
preindustriales-, una pareja joven puede llegar a contraer enlace sin
siquiera haberse conocido previamente. Pero en la enorme mayoría
de las culturas se busca el acuerdo del varón y la mujer antes de se-
guir adelante con los planes de la boda.
Los egipcios modernos son un buen ejemplo. Los padres de los
potenciales cónyuges organizan un encuentro entre los jóvenes. Si se
gustan, los padres comienzan a proyectar el casamiento. Aun en plena
ciudad de Nueva York, los chinos, coreanos, judíos originarios de Ru-
sia, hindúes occidentales y árabes tradicionales con frecuencia presen-
tan a sus hijos e hijas a pretendientes adecuados y los inducen a ca-
sarse.
Resulta interesante que en muchos casos estas personas se enamo-
ran. En la India el fenómeno está bien documentado. A los niños
hindúes se les inculca que el amor marital es la esencia de la vida. De
modo que hombres y mujeres a menudo ingresan en la vida de casa-

69
dos llenos de entusiasmo, confiando en que florecerá un idilio. Y, en
efecto, a menudo surge el idilio. Como explican los hindúes: «Primero
nos casamos, luego nos enamoramos.)) 37 No me sorprende. Dado que
el amor puede ser disparado por una sola mirada en un determinado
momento, no es de extrañar que algunos matrimonios convenidos se
conviertan rápidamente en vínculos amorosos.

¿A qué hemos llegado, entonces? La estrategia reproductora hu-


mana básica es por lo tanto la monogamia, un cónyuge, a pesar de
que los seres humanos a veces viven en harenes. Pero no es posible
destruir el amor romántico. Aun en los casos en que hombres y muje-
res viven con varios esposos a la vez, hay una pareja a la que prefie-
ren. En las comunidades de sexo libre hombres y mujeres tienden a
formar pareja. Aun cuando los matrimonios son el resultado de con-
venios estrictos y el amor romántico está proscrito, el amor aparece,
como tan bien ilustra la novela La familia, de Ba Jin.
Jin describe la vida en un hogar chino tradicional en la década de
1930. Oscilando entre el ancestral mandato chino del amor filial y los
valores modernos del individualismo, los jóvenes hijos de un tiránico
anciano luchan por otorgar sentido a sus vidas. El mayor acepta su
destino y un matrimonio convenido. Pero cada día sufre por su
amada, una novia que muere de amor por él. La sirvienta de la fami-
lia se arroja a las aguas de un lago y se ahoga; no pertenece a la clase
social adecuada para casarse con el hijo del que está enamorada y
quiere evitar el matrimonio convenido con un viejo desagradable.
Bajo la luz de la luna, el hijo menor abandona la propiedad familiar
buscando realizarse en una ciudad de la China occidental donde las
costumbres son más modernas. Mientras todos estos hechos ocurren,
el viejo patriarca cena con su concubina, una mujer de la que se ena-
moró años antes.
Durante cientos de años la tradición china intentó doblegar el
enamoramiento. El destino, la resignación y la obediencia eran incul-
cados a los jóvenes. Y la más denigrante de todas las prácticas del
mundo -la de vendarles los pies, que tiene más de mil años de anti-
güedad- mantenía a la joven esposa en su telar, evitando que huyera
de la casa del esposo. Hoy en día, sin embargo, los chinos han co-
menzado a abandonar la tradición de convenir los matrimonios. Cada
vez más personas compran novelas románticas, cantan canciones sen-
timentales, se dan cita, se divorcian de parejas a las que nunca ama-
ron y eligen sus propios cónyuges. Llaman a estas nuevas convencio-
nes «amor libre)).
Existen tabúes, mitos, rituales y un sinfín de invenciones cultura-

70
les que instan a los jóvenes del mundo entero a formalizar matrimonios
convenidos. Sin embargo, donde estos casamientos pueden disolverse,
como en Nueva Guinea, en los atolones del Pacífico, en gran parte de
África y en el Amazonas, es común que las personas se divorcien y
vuelvan a casarse con personas que eligen por sí mismas. Flirtear, ena-
morarse, formar pareja, es característico de la naturaleza humana.
¿Por qué algunos de nosotros rompemos nuestros votos de fideli-
dad sexual?

71
IV. ¿POR QUÉ EL ADULTERIO?
La naturaleza de la infidelidad

Que podamos considerar nuestras a tan delicadas criaturas


y no a sus apetitos. Preferiría ser un escuerzo,
y vivir de los vapores <le una mazmorra,
antes que reservar una parte de lo que amo
para que lo disfruten otros.
WILLIAM SHAKESPEARE, Otelo

A lo largo de la costa meridional del Adriático, las playas italianas


se ven interrumpidas cada tanto por colinas rocosas que descienden
hasta el mar. Aquí, detrás de las rocas, en cavernas aisladas con pisci-
nas naturales de agua arenosa y poco profunda, los jóvenes hombres
italianos seducen a las mujeres extranjeras que han conocido en los ho-
teles de temporada, las playas, bares y lugares de reunión. Aquí los mu-
chachos pierden la virginidad antes de los veinte años y perfeccionan
sus dotes sexuales, contabilizan sus conquistas y desarrollan una reputa-
ción como audaces y apasionados amantes italianos, personaje que cul-
tivarán durante el resto de sus vidas.
Debido a que las mujeres italianas locales son demasiado vigiladas
como para que puedan acceder a ellas y como la prostitución no se
practica en estos pueblos, los jóvenes dependen del turismo de tempo-
rada para su educación sexual hasta que se casan. Pero al llegar a la
madurez estos hombres ingresan en una nueva red de vínculos sexua-
les, un sistema complejo y cuasiinstitucionalizado de relaciones extra-
maritales, con las mujeres del lugar. Con el tiempo, estos donjuanes
aprenden a comportarse con discreción y cumplen con una serie de es-
trictas reglas que todo el mundo comprende.
Tal como concluye la psicóloga Lewis Diana, el adulterio es más
bien la regla que la excepción en estos pueblos que salpican la costa
adriática meridional; prácticamente todos los hombres tienen una
amante a la que visitan con regularidad durante los días de semana, ya
sea cerca del mediodía o al anochecer, mientras los maridos aún traba-
jan en los viñedos, los botes de pesca, los pequeños comercios minoris-
tas, o están ocupados en sus propios asuntos clandestinos.
En general, los hombres de clase media o alta mantienen prolonga-
das relaciones con mujeres casadas de su misma clase o de una clase in-
ferior. Algunas veces los jóvenes sirvientes visitan a las esposas de sus
patrones, mientras los hombres de prestigio se citan con sus criadas o
cocineras. Pero las relaciones más duraderas son las que mantienen los

72
hombres y mujeres casados con otros; muchos de estos vínculos duran
varios años y algunas veces toda la vida.
Las únicas relaciones tabú son aquellas entre mujeres mayores y sin
compromisos, y los hombres jóvenes y solteros, en general porque los
hombres jóvenes gustan de alardear. El chismorreo es insoportable. En
estos pueblos, la familia sigue siendo el fundamento de la vida social, y
las murmuraciones ponen en peligro el secreto de la red de relaciones
extramaritales y, por consiguiente, la cohesión comunitaria y la vida de
familia. De modo que, aunque la infidelidad sea un lugar común entre
los adultos -un hecho conocido por la mayoría debido a la falta de in-
timidad-, se respeta un código de absoluto silencio. La vida de familia
debe ser preservada.
Esta complicidad colectiva fue quebrada en una oportunidad
cuando un comerciante italiano retirado de los negocios y que había
vivido en los Estados U nidos desde la infancia, hizo un comentario en
un club de hombres acerca de una mujer que deseaba seducir. Todos
los que lo rodeaban se quedaron en absoluto silencio. Acto seguido,
cada uno de ellos se levantó y se alejó. Como informa Diana: «El hom-
bre había cometido un desliz monumental. Ningún hombre casado ha-
bla jamás de su interés por otras mujeres. El tabú es estricto e inque-
brantable. Y a es bastante difícil la vida como para poner en peligro
uno de sus escasos atractivos.» 1

A un océano de distancia, en la Amazonia, los vínculos extramari-


tales son igualmente furtivos, pero mucho más complejos. Los hombres
y mujeres kuikuru, un grupo de aproximadamente ciento sesenta perso-
nas que viven en una misma aldea sobre las márgenes del río Xingú,
en las selvas brasileñas, en general se casan poco después de la puber-
tad. Pero en algunos casos a los pocos meses de la boda, ambos cónyu-
ges comienzan a tener amantes a los que llaman ajois. 2
Los ajois gestionan sus citas por medio de amigos; luego, a la hora
convenida, salen caminando lentamente del territorio comunitario con
la excusa de buscar agua, tomar un baño, ir de pesca o cuidar el jardín.
En cambio, los enamorados se encuentran y se escabullen a algún dis-
tante claro de la selva donde conversan, intercambian pequeños rega-
los y hacen el amor. Informa el antropólogo Robert Carneiro que hasta
los hombres y mujeres kuikuru de más edad se escapan regularmente
de la aldea para un encuentro al atardecer. La mayoría de los aldeanos
mantienen relaciones simultáneas con un número de amantes que os-
cila entre los cuatro y los doce.
Sin embargo, a diferencia de los hombres del litoral italiano, los
kuikuru disfrutan conversando de estos asuntos. Hasta los niños peque-

73
11.os suelen recitar la trama de las relaciones ajois, del mismo modo que
los niños norteamericanos repiten el abecedario. Sólo marido y mujer
evitan hablar entre ellos de sus aventuras sexuales extramaritales, más
que nada porque una vez enfrentados con los hechos, uno de los cón-
yuges podría sentirse obligado a denunciar a su cónyuge públicamente,
una alteración del orden que nadie desea. Sin embargo, si una mujer
hace ostentación de una de sus aventuras, o pasa demasiado tiempo
fuera de la aldea y descuida sus obligaciones domésticas, el marido
puede llegar a irritarse. Entonces se discute el problema públicamente.
Pero los kuikuru consideran normal la libertad sexual; el castigo por
adulterio es raro.
Existen varios estudios etnográficos -sin mencionar los incontables
informes históricos y obras de ficción- que dan testimonio de la fre-
cuencia de las relaciones sexuales extramaritales entre hombres y muje-
res del mundo entero.; Si bien es cierto que flirteamos, nos enamora-
mos y nos casamos, los seres humanos también tendemos a ser
sexualmente infieles a nuestros cónyuges. De modo que el presente ca-
pítulo explora este segundo aspecto de nuestra estrategia humana de
reproducción: cómo varían las relaciones clandestinas; por qué el adul-
terio ha evolucionado.

L. \S
1 DffERENTES CARAS DEL ADULTERIO

Los turu de Tanzania se conceden libertad sexual durante la cere-


monia de pubertad de sus hijos varones. Durante el primer día de las
fiestas, los amantes extramaritales danzan imitando la cópula y entonan
canciones de exaltación del pene, la vagina y la cópula. Si estas danzas
no son «calientes», o llenas de pasión sexual, como dicen los turu, la
celebración fracasará. Esa noche los amantes consuman lo que insinua-
ron a lo largo de todo el día. 4 Más cercano a nosotros, los festejos de
Carnaval también tienen un aire de liberalidad sexual.
El préstamo de la esposa, conocido como hospitalidad femenina, es
habitual para los pueblos inuit (esquimales). Esta forma de adulterio
surge de su concepto del parentesco. Si un marido está interesado en
cimentar su amistad con un compañero de caza, puede ofrecerle los
servicios de su esposa, pero sólo si ella está de acuerdo. Si todos se po-
nen de acuerdo, ella copulará con este socio a lo largo de varios días, e
incluso semanas. Las mujeres también se ofrecen sexualmente a visi-
tantes y extranjeros. Pero las mujeres inuit consideran estos vínculos
extramaritales como preciosos ofrecimientos de una duradera amistad,
no como una indiscreción social. ·e;
Tal vez la más curiosa costumbre que instituye el adulterio abierto

74
sea la que nos viene de nuestra herencia occidental. En diversas socie-
dades europeas, el señor feudal se reservaba el derecho de desflorar a la
novia de su vasallo la noche de la boda, una costumbre conocida como
el jus primae noctis, de «derecho de la primera noche)) o «derecho de
pernada». Algunos historiadores ponen en duda que esta tradición es-
tuviera muy difundida, pero parece haber algunas pruebas de que los
nobles escoceses realmente llevaban a la cama a las novias de sus súb-
ditos. 6
Todo lo cual plantea el siguiente interrogante: ¿en qué consiste el
adulterio? Las definiciones varían. Los lozi de África no asocian el
adulterio con la relación sexual. Sostienen que si un hombre camina
por un sendero junto a una mujer casada a la cual no lo une una rela-
ción de parentesco, o si la convida con cerveza o con rapé, ha come-
tido adulterio. Esto parece una exageración. Pero los norteamericanos
tampoco asocian necesariamente el adulterio con hacer el amor. Si un
hombre de negocios norteamericano se encuentra de visita en una ciu-
dad e invita a comer a una colega atractiva y realiza con ella toda clase
de actividades sexuales excepto la cópula, podría sentir que ha come-
tido adulterio, aunque no haya llegado al coito. Más aún, en una en-
cuesta realizada por la revista People en 1986, el 74 % de 750 encuesta-
dos consideró que no era necesario llegar a hacer el amor para cometer
adulterio. 7
Los kofyar de Nigeria definen el adulterio de manera muy dife-
rente. Una mujer insatisfecha con su marido que sin embargo no desee
el divorcio puede tomar legítimamente un amante que vivirá con ella
en la casa de su marido. Los hombres kofyar gozan del mismo privile-
gio. Y nadie considera estas relaciones extramaritales como adulterio.
El Oxford English Dictionary define el adulterio como relaciones
sexuales de una persona casada con alguien que no es el cónyuge. De
modo que, de acuerdo con los valores occidentales, los hombres italia-
nos, las mujeres esquimales y la esposa kofyar que buscó un amante,
son adúlteros, mientras que el marido lozi y el norteamericano casado
que invitó a una mujer con una copa, que tal vez hasta llegó al or-
gasmo con ella -pero sin llegar al coito-, no lo son. Las tradiciones
culturales realmente inciden en la definición y la actitud de las perso-
nas respecto al adulterio.
En ningún lado es esto tan evidente como en las sociedades agríco-
las donde la gente emplea el arado (en lugar de la azada) para cultivar
la tierra, culturas como la japonesa, la china, la hindú tradicional o la
europea preindustrial. En estas sociedades patriarcales, adulterio no era
un término que siquiera se aplicara a los hombres; se lo consideraba un
vicio principalmente femenino.
La aplicación parcial del término surgió en las culturas agrícolas

75
junto con la creencia de que el varón es el portador de la «semilla»
familiar. Era su responsabilidad reproducirse y traspasar su linaje.
Pero sólo en la India se exigía que los hombres fueran fieles a sus es-
posas. En casi todo el territorio asiático, a los maridos se los estimu-
laba a tomar concubinas. 8 En China, donde los hombres estaban auto-
rizados a tener una sola esposa legal, a menudo, cuando se incorpora-
ban concubinas a la casa de la familia, se les asignaban departamentos
privados, lujos y atenciones. Más aún, estas mujeres eran tratadas con
mucho más respeto que una amante occidental hoy en día, sobre todo
porque las concubinas cumplían una función importante: concebían
hijos. Y como sus hijos eran portadores de la sangre paterna, en
China todas las criaturas nacidas fuera del matrimonio eran considera-
das legítimas.
Un chino o un japonés tradicional sólo podía ser acusado de adul-
terio si dormía con la esposa de otro hombre. Esto era tabú. La se-
xualidad ilícita con una mujer casada era una violación de la dignidad
del esposo de dicha mujer y de todos sus antepasados. En China los
que violaban esta ley morían en la hoguera. En la India, si un hom-
bre seducía a la esposa de su gurú, se lo podía obligar a sentarse sobre
un disco de acero al rojo vivo y luego a cortar su propio pene. La
única salida honorable para un japonés era el suicidio. En las socieda-
des agrícolas tradicionales de Asia, sólo las geishas, las prostitutas, las
esclavas y las concubinas eran juego limpio. El sexo con ellas sencilla-
mente no se consideraba adulterio.
Los derechos sexuales de la mujer en la sociedades tradicionales
de India, China y Japón eran una cuestión totalmente diferente. La
valía de una mujer se medía de dos maneras: por su habilidad para in-
crementar el patrimonio y prestigio de su esposo por medio de la
dote que aportaba al matrimonio, y por la capacidad de su vientre de
fecundar la semilla del esposo. Dado que la tarea de la mujer en la
vida era producir descendientes para su pareja, debía llegar casta al
matrimonio y mantenerse fiel a su esposo durante toda su vida. La
paternidad debía estar garantizada para no poner en peligro la línea
de herencia familiar paterna. Como resultado de todo esto, las niñas
respetables generalmente eran dadas en matrimonio a los catorce años
para no darles oportunidad de sucumbir a seductores clandestinos. A
partir de ese momento, quedaba presa en la casa de su esposo para
toda la vida, bajo supervisión de su familia política.
El sexo extramarital estaba estrictamente prohibido para las muje-
res. Una mujer infiel no merecía vivir. Un hindú podía matar a su es-
posa adúltera. En China y Japón, en cambio, se esperaba que la mujer
culpable se suicidara. En estas sociedades patriarcales, una esposa pro-
miscua representaba una amenaza para la tierra del marido, para su

76
patrimonio, su nombre y su posición. Tanto sus antepasados como sus
descendientes estaban en peligro.

Entre los padres de la civilización occidental, esta aplicación de


preceptos con relación al adulterio femenino se registró por primera
vez en varios códigos de leyes escritos en dialectos semíticos entre el
1800 y el 1100 antes de Cristo, en poblados de la antigua Mesopota-
mia.9 Los trozos que sobrevivieron se ocupaban de la posición legal y
de los derechos de la mujer.
Tal como en otras comunidades agrarias, estos pueblos antiguos del
valle entre el Tigris y el Éufrates consideraban que la mujer debía «cui-
dar su virtud». La esposa adúltera podía ser ejecutada o se le podía cor-
tar la nariz. Mientras tanto, el marido tenía la libertad de fornicar con
prostitutas cuantas veces quisiera; la infidelidad sólo era una transgre-
sión si el hombre seducía a la mujer de otro hombre o desvirgaba a la
hija casadera de un par. Sólo por estos delitos podía aplicársele una
multa severa, o se lo podía castrar o ejecutar.
Sin embargo, tal como ocurre hoy en los Estados Unidos, se apli-
caba más de un código simultáneamente. Algunos antiguos celebraban
fiestas de la fertilidad en las que cabía esperar realizar el coito extrama-
rital. 111 En ellas, el sexo tenía un aura sagrada; el acto sexual traería fer-
tilidad y poder. Pero en general, en la cuna de la civilización occiden-
tal prevalecieron códigos más severos. Sólo a las mujeres, sin embargo,
se les exigía que fueran fieles a sus esposos. Para la mayoría de los pue-
blos asiáticos históricos que cultivaron la tierra, el adulterio masculino
era esencialmente una transgresión contra la propiedad de otro hom-
bre. Más aún, igual que en otras sociedades agrícolas antiguas, el adul-
terio no era considerado pecado ni una ofensa contra Dios.
Esto iba a cambiar.

«NO CO\.1ETERAS ADULTERIO»

Según el historiador V ern Bullough, fueron los antiguos hebreos


quienes primero relacionaron el adulterio con el pecado en la historia
de Occidente. Antes del exilio de Babilonia, el judaísmo tradicional te-
nía un sencillo código de conducta sexual; algunas prácticas sexuales
eran equiparadas con la inmoralidad. Pero en el período posterior al
exilio, aproximadamente entre el año 516 antes de Cristo hasta que los
romanos destruyeron Jerusalén en el año 70 de la era cristiana, los há-
bitos sexuales judíos se fueron relacionando más y más con la idea de
Dios. Según la ley mosaica la mujer debía llegar virgen a la noche de

77
bodas y permanecer fiel a su esposo toda la vida. Pero las prostitutas,
concubinas, viudas y sirvientas podían relacionarse con los hombres.
Sólo las relaciones con las mujeres casadas estaban prohibidas. 11 Dios
había dicho: «No cometerás adulterio.»
En el período talmúdico posterior, a lo largo de los primeros si-
glos de la era cristiana, la actitud de los hebreos ante el sexo se tornó
más explícita.
Se decía que Dios había decretado que los cónyuges realizaran el
acto sexual durante la víspera del sabat. Se confeccionaron listas de
obligaciones sexuales mínimas para las diferentes clases sociales. Los
caballeros acaudalados debían copular con sus esposas todas las no-
ches; a los obreros residentes en la misma ciudad en la que trabaja-
ban, se les indicaba tener relaciones dos veces por semana; a los mer-
caderes que viajaban a otras ciudades, una vez por semana; la
obligación de los camelleros era cada treinta días. Y los eruditos de-
bían realizar el acto sexual los viernes por la noche. 12 El sexo dentro
del matrimonio fue bendecido, celebrado, santificado.
«¡Despierta, oh, viento norte, y ven, oh, viento sur! Sopla sobre
mi jardín y lleva su fragancia hasta otras tierras. Haz que mi amado
venga a su jardín a comer el fruto mejor.» Esto era sólo parte de la
Canción de Salomón, la extravagante y alegre oda al amor entre ma-
rido y mujer que los judíos incluyeron en la Biblia Hebrea, docu-
mento redactado alrededor del año 100 de la era cristiana. El cabello,
los dientes, los labios, las mejillas, el cuello y los pechos de una es-
posa eran motivo de celebración ante el Señor. 13 Los judíos equipara-
ron el amor entre los cónyuges con el amor entre los pueblos de Is-
rael y el Señor. Pero la homosexualidad, las relaciones sexuales con
animales, el travestismo, la masturbación y el adulterio por parte de
la mujer, o del hombre con una mujer casada, eran condenados por
Dios.
Esta actitud hebraica ante el adulterio, así como algunas curiosas
tradiciones de los antiguos griegos, iban a ejercer gran influencia so-
bre las costumbres occidentales.
A menudo considerados el primer pueblo de la historia que se de-
dicó organizadamente a la recreación, los griegos se deleitaban con
sus juegos. Como los dioses griegos permitían la concupiscencia, tam-
bién lo hacían los mortales. Y a en el siglo V antes de Cristo, los jue-
gos sexuales eran uno de los pasatiempos favoritos para los hombres.
Los varones griegos se consideraban superiores a las mujeres. Las ni-
ñas de buena familia eran entregadas en matrimonio en la temprana
adolescencia a hombres que duplicaban su edad. Sus maridos las trata-
ban más como pupilas que como esposas y las encerraban en sus casas
para que engendraran hijos. La única transgresión sexual para un ma-

78
rido era el coito con la esposa de otro hombre, acción por la cual se lo
podía condenar a muerte.
Pero estos lazos que ponían en peligro la vida no se daban con de-
masiada frecuencia. En cambio, la mayoría de los gentilhombres casa-
dos de Atenas y Esparta se distraían con una gran variedad de legíti-
mos vínculos extramaritales. Las concubinas se ocupaban de satisfacer
sus necesidades cotidianas. Las cortesanas educadas, conocidas como
hetairas, los divertían fuera de sus casas. Y algunos hombres, especial-
mente en la clase alta, participaban con regularidad en encuentros ho-
mosexuales con adolescentes.
Los primeros cristianos iban a reaccionar violentamente ante estas
costumbres, pero sin embargo abrazaron otros ideales griegos. A pesar
de que en general los griegos ensalzaban el sexo, algunos de ellos in-
tuían que la sexualidad era contaminante e impura, que corrompía el
espíritu. 14 Veían el celibato como algo celestial. Y a en el siglo VI antes
de Cristo los intelectuales habían empezado a elegir el ascetismo y el
celibato, conceptos que serían adoptados por grupos periféricos de tra-
dición hebraica y luego se trasmitirían de generación en generación
hasta influir en los primeros líderes cristianos y con el tiempo saturar
las costumbres de hombres y mujeres occidentales. 1-'
El ascetismo y el celibato permanecieron vigentes -si bien de
forma marginal a la vida diaria- en la Roma clásica. Los antiguos ro-
manos son bien conocidos por sus hábitos libertinos. 11' En el siglo I an-
tes de Cristo aparentemente el criterio de muchos romanos respecto al
adulterio era semejante al de los norteamericanos que encuentran justi-
ficada la evasión de impuestos.
Pero los romanos también tenían un lado estoico. Muchos aspira-
ban a volver a las fuentes, a la época en que Roma era una ciudad de
alta integridad moral y todo el mundo tenía gravitas, un sentido de la
dignidad y la responsabilidad. Una tendencia subyacente de moralidad,
continencia y abstinencia era común en el carácter romano. 17 Y a pesar
de los excesos sexuales de emperadores y ciudadanos comunes -muje-
res tanto como hombres-, durante los días de gloria del Imperio, algu-
nos filósofos y maestros siguieron difundiendo y propiciando la escasa-
mente conocida filosofía griega de la negación de los placeres carnales.

Esta veta grecorromana del ascetismo, combinada con el concepto


hebreo de que ciertas formas de la actividad sexual -el adulterio una
de ellas- eran pecado a los ojos de Dios, atrajo a los primeros líderes
cristianos.
Las interpretaciones de las enseñanzas de Jesús sobre el tema de la
conducta sexual varían enormemente. Tal vez Jesús tenía una exce-

79
lente opinión de la sexualidad dentro del matrimonio. Pero San Mar-
cos, 10:11, le hace decir lo siguiente acerca del adulterio: «El que se di-
vorcie de su esposa y se case con otra mujer, comete adulterio contra la
primera; y si la mujer se divorcia de su esposo y se casa con otro hom-
bre, comete adulterio contra él.» Incluso el divorcio y un nuevo matri-
monio eran vistos como actos promiscuos.
En los siglos siguientes al nacimiento de Cristo, algunos líderes in-
fluyentes de la fe cristiana se volvieron más y más hostiles al sexo de
cualquier clase. A pesar de que hay quienes creen que Pablo puede ha-
ber sido un judío de la tradición hebraica que había adoptado una posi-
ción positiva respecto al sexo, es también un hecho cierto que estaba a
favor del celibato. Tal como escribió en 1 Corintios 7:8-9: «Para los sol-
teros y las viudas digo que está bien que permanezcan sin pareja como
lo hago yo. Pero si no pueden contenerse, deben casarse. Porque es
mejor estar casado que arder en las llamas de la pasión.» 18
Vade retro, sexualidad. El celibato no se impuso oficialmente al
clero cristiano hasta el siglo XL Pero a medida que pasaban las genera-
ciones, en el mundo cristiano la abstinencia sexual se asociaba cada vez
más a Dios y el adulterio al pecado, tanto para los hombres como para
las mujeres.
San Agustín, que vivió entre los años 354 y 430 de la era cristiana,
iba a difundir estas enseñanzas a todo el mundo cristiano. De joven,
Agustín estaba ansioso por convertirse al cristianismo, pero no podía
controlar las pasiones sexuales por su amante ni el amor por el hijo de
ambos. Como dice en sus Confesiones, donde relata la historia de su
conversión y que es el libro del misticismo cristiano por excelencia, le
rezaba a Dios constantemente diciéndole: <<Dame castidad y continen-
cia, pero no todavía.» 19
A instancias de su madre, Mónica, una mujer dotada de una volun-
tad poderosa, Agustín con el tiempo echó a su concubina a fin de to-
mar una esposa legal del nivel social adecuado. Pero su matrimonio ja-
más se llevó a cabo. Durante los dos años que esperó para casarse, tuvo
una amante provisional. Fue la gota que colmó el vaso. Enfermo de
culpa, abandonó los planes de casamiento, se convirtió al cristianismo
y llevó una vida de continencia. No mucho más tarde, Agustín llegó a
ver el coito como algo vil, la lujuria como vergonzosa, y todos los actos
que rodean el acto sexual como antinaturales. 211 Consideraba el celibato
como el mayor bien. La cópula entre marido y mujer debía estar exclu-
sivamente al servicio de la reproducción. Y el adulterio, por parte de
mujeres tanto como de hombres, era el demonio encarnado.
Esta actitud frente al adulterio como transgresión moral tanto para
hombres como para mujeres dominó, desde entonces, las costumbres oc-
cidentales.

80
INFibLMENTE SUYO EN LOS ESTADOS UNIDOS

Este código moral no impidió que hombres y mujeres occidentales


-o la gente de cualquier sociedad- engañaran a sus cónyuges. Los nor-
teamericanos no son ninguna excepción. A pesar de nuestra actitud de
rechazo ante la infidelidad como algo inmoral, a pesar de nuestros sen-
timientos de culpa cuando incurrimos en aventuras amorosas, a pesar
del riesgo para nuestras familias, nuestros amigos y nuestro modo de
vida, siempre amenazados por el adulterio, nos permitimos iniciar rela-
ciones extramaritales con regular avidez. Como describe George Burns:
«La felicidad consiste en tener una familia grande, encantadora, cari-
ñosa y unida, en otra ciudad}). 21
Cuántos norteamericanos son adúlteros es algo que nunca sabre-
mos. En la década de los veinte, el psiquiatra Gilbert Hamilton, un
pionero en la investigación sexológica, informó que veintiocho de cada
cien hombres, y veinticuatro de cada cien mujeres entrevistados habían
cometido deslices. 22 Esto dio que hablar en nuestras reuniones sociales
durante más de una década.
Los famosos informes Kinsey de fines de la década de los cuarenta
y comienzos de la de los cincuenta afirmaban que algo más de un ter-
cio de los 6.427 maridos encuestados había engañado a sus esposas. Sin
embargo, debido a que la mayoría de estos hombres vacilaban en ha-
blar de sus aventuras, Kinsey dio por sentado que sus cifras eran dema-
siado bajas, que probablemente la mitad de los hombres norteamerica-
nos eran infieles a sus esposas en algún momento del matrimonio.
Kinsey informó además que el 26 % de las 6. 972 mujeres norteamerica-
nas casadas, divorciadas o viudas que fueron entrevistadas, había te-
nido relaciones sexuales extramaritales antes de los cuarenta años. El
41 % de las adúlteras había hecho el amor con una sola pareja; el 40 %
lo había hecho con de dos a cinco; el 19 % había tenido más de cinco
amantes.n

Casi dos décadas más tarde estas cifras aparentemente no habían


cambiado de manera significativa, a pesar de los enormes cambios en
la actitud norteamericana respecto al sexo que se produjeron durante
las décadas de los sesenta y setenta, período cumbre de la «revolución
sexual». U na investigación encargada por la revista Playboy y dirigida
por Morton Hunt en la década de los setenta dio como resultado que el
41 % de 691 hombres y más o menos el 25 % de las 740 mujeres casa-
das, blancas, de clase media de la población encuestada habían sido in-
fieles.
Sin embargo, dos nuevas tendencias aparecían: ambos sexos tenían

81
sus primeras aventuras más temprano que en décadas anteriores, y la
aplicación de preceptos iguales para ambos sexos había ganado terreno.
Mientras que en los años cincuenta sólo el 9 % de las esposas de menos
de veinticinco años había tenido algún amante, en los años setenta la
cifra se elevaba al 25 %. Hunt llegó a la siguiente conclusión: «La mu-
jer busca el sexo fuera del matrimonio con la misma frecuencia que el
hombre si ella y su medio social establecen que tiene tanto derecho a
hacerlo como él.»24 Una investigación de Redbook confirmó los datos
obtenidos por Hunt para la década de los sesenta. De unas 100.000
mujeres encuestadas, el 29 % de las que estaban casadas había tenido
relaciones sexuales extramaritales, pero la infidelidad había ocurrido
poco tiempo después de casarse.1-'i «¿Para qué esperar?», parecía ser la
explicación.
¿Habrán aumentado las cifras en los años setenta?
Quizá sí, quizá no. Una encuesta de 106.000 lectores de la revista
Cusmopolitan a comienzos de los años ochenta indica que el 54 % de las
mujeres casadas participantes había tenido al menos una aventura amo-
rosa,21' y un escrutinio con 7.239 hombres estableció que el 72 % de los
hombres casados había cometido adulterio en los dos últimos años. r
Las cifras sobre hombres y mujeres fueron luego independientemente
verificadas por otros investigadores. 2H Según el número del 1 de junio
de 1987 de Marriage and Divorce Today: «El 70 % de todos los norte-
americanos tienen una aventura en algún momento durante su vida de
casados.»2 El adulterio continúa haciendo su aparición cada vez más
l)

temprano. En una investigación reciente con una población de 12.000


individuos casados, cerca del 25 % de los hombres y mujeres de menos
de veinticinco años había engañado a sus cónyuges.'º
Pero ¿cómo saber si estas cifras son correctas?
Los hombres tienden a alardear sobre sexo, mientras que las muje-
res en general ocultan sus deslices. Quizá en décadas anteriores las mu-
jeres casadas estaban menos dispuestas a confesar todas las aventuras
que habían tenido, mientras que las de los años ochenta son más since-
ras. Tal vez las mujeres de clase media de hoy en día tienen más «opor-
tunidades» porque trabajan fuera de casa. Es posible que los hombres se
sientan más libres de jugar al donjuán en la medida en que las mujeres
se vuelven más independientes económicamente. Es indudable que las
encuestas tampoco llegan a una población escogida al azar, y que los
investigadores pueden estar formulando preguntas diferentes o encues-
tando poblaciones en las que la infidelidad es más esperable o que es-
tán más dispuestas a admitir sus aventuras amorosas en una encuesta.
«¿Quién ha dormido en mi cama?», pregunta Papá Oso en uno de
nuestros cuentos infantiles típicos. Nadie sabe con certeza qué alcance
tiene la vida adúltera en los Estados Unidos en la actualidad ni en el

82
pasado. Después de todo, a diferencia de lo que le ocurre a Hester
Prynne en la novela de Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata, las
mujeres adúlteras no anuncian sus aventuras con una letra A. Y si bien
las leyes sobre adulterio se mantienen vigentes en veinticinco estados,
nuestras leyes actuales respecto al divorcio «sin ofensa» cambiaron la
definición del matrimonio y lo presentan más como una asociación
económica de las partes; la transgresión sexual muy excepcionalmente
llega a los tribunales o a los que hacen los censos. De modo que los
científicos que piensan que lo saben todo acerca de la infidelidad en
los Estados U nidos pecan de ingenuos.
Pero de una cosa estoy segura: a pesar de nuestros tabúes culturales
en contra de la infidelidad, los norteamericanos son adúlteros. Nues-
tros hábitos sociales, nuestras enseñanzas religiosas, nuestros amigos y
parientes, todos nos inducen a invertir toda nuestra energía sexual en
una sola persona, marido o mujer. Pero, en la práctica, un alto porcen-
taje de hombres y mujeres distribuyen el tiempo, el vigor y el amor en-
tre múltiples parejas, cuando se deslizan en los dormitorios de otros. ;i

No tenemos nada de extraordinarios. Hace poco leí cuarenta y dos


etnografías acerca de pueblos diversos del pasado y del presente y com-
probé que el adulterio estuvo presente en todos ellos. Algunos vivieron
en palacios, otros en casas estándar o chozas con techo de paja. Algu-
nos cultivaron el arroz, otros el dinero. Algunos eran ricos, otros eran
pobres. Algunos abrazaron el cristianismo, otros adoraron dioses encar-
nados en el sol, el viento, las rocas o los árboles. Al margen de sus tra-
diciones respecto del matrimonio, a pesar de sus códigos de divorcio,
sin prestar atención a sus hábitos culturales sobre sexo, en todos hubo
conductas adúlteras, aun si el adulterio era castigado con la muerte.
Estos cuarenta y dos pueblos no están solos en su tendencia a la in-
fidelidad. Como afirma Kinsey en la conclusión: ((La forma en que
tanto biografías como ficción en el mundo se preocupan, a lo largo del
tiempo y en todas las culturas, de las actividades extramaritales de
hombres y mujeres es prueba de la universalidad de los deseos huma-
nos en este tema». 32 El adulterio es causal principal de los divorcios y
de la violencia familiar en los Estados Unidos y en muchos otros luga-
res. No existe ninguna cultura en la cual el adulterio sea desconocido,
ni hay recurso cultural o código alguno que haga desaparecer la aven-
tura amorosa.
«La amistad es constante en todas las situaciones, salvo en el oficio
y en los asuntos del amon>, escribió Shakespeare. La tendencia humana
a los vínculos extramaritales parece revelar el triunfo de la naturaleza
sobre la cultura. Igual que el flirteo estereotipado, la sonrisa, la fisiolo-

83
gía cerebral del enamoramiento y nuestra necesidad de formar pareja
con un solo cónyuge, la infidelidad parece ser parte de nuestro arcaico
juego reproductivo.

¿POR QUÉ EL ADULTERIO?

Los azotes; los estigmas; los garrotazos; el ostracismo; la mutilación


de genitales; la amputación de narices y orejas; los tajos en pies, en ca-
deras o muslos; el divorcio; el abandono; la muerte por lapidación, en
la hoguera, por asfixia bajo el agua, por estrangulamiento, fusilamiento
o apuñalamiento: todas estas crueldades se practican en el mundo para
castigar la infidelidad. Considerando la magnitud de las penas es asom-
broso que los seres humanos osen tener relaciones extramaritales. Y sin
embargo las tenemos.
¿Por qué? Desde una perspectiva darwiniana, es fácil explicar por
qué los hombres están interesados -por naturaleza- en la variedad se-
xual. Si un hombre tiene dos hijos con la misma mujer, genéticamente
hablando se ha «reproducido». Pero si también se permite tener aven-
turas con más mujeres y sucede que engendra a otros dos hijos, dobla
su participación en la siguiente generación. De modo que, si aceptára-
mos la explicación biológica, los hombres que buscan la variedad tam-
bién tienden a tener más hijos. Estos vástagos sobreviven y aportan a
las generaciones posteriores ese elemento del mapa genético masculino
que procura «carne fresca», como decía Byron de la necesidad de los
hombres de la novedad sexual. ' 3
Pero ¿por qué son las mujeres adúlteras? Una mujer no puede en-
gendrar un hijo cada vez que se desliza en una cama con un nuevo
amante: puede quedar encinta sólo en cierta etapa de su ciclo mens-
trual. Más aún, una mujer tarda nueve meses en gestar a un niño, y
pueden pasar varios meses y años también antes de que pueda concebir
a otro. A diferencia del hombre, la mujer no puede engendrar cada vez
que copula. El antropólogo Donald Symons afirma que, en realidad,
dado que el número de hijos que una mujer puede engendrar es limi-
tado, las mujeres están menos motivadas biológicamente para buscar
carne fresca.

¿Están realmente menos interesadas las mujeres en la variedad se-


xual? Podemos abordar la cuestión desde diferentes perspectivas. De
modo que yo me colocaré en el lugar del abogado del diablo para ex-
plorar la posibilidad de que las mujeres estén tan interesadas en la va-
riedad sexual y sean tan adúlteras como los hombres, si bien por moti-

84
vos que les son propios. Empezaremos con Symons. que propone un
argumento interesante para sostener que los hombres tienden más que
las mujeres a la novedad sexual.
Symons basa su premisa de que los hombres están más interesados
que las mujeres en la variedad sexual no sólo en la lógica genética an-
tes explorada. sino también en los hábitos sexuales de los homosexua-
les norteamericanos. Afirma que dichos individuos proporcionan la
«prueba ácida)) de las diferencias sexuales entre hombres y mujeres por-
que la conducta homosexual «no se enmascara detrás de las transaccio-
nes que implican las relaciones heterosexuales y los mandatos mo-
rales». J4
Symons acepta este presupuesto como si fuera el evangelio, y cita
diversos estudios de los años sesenta y setenta sobre los homosexuales
de los Estados Unidos para llegar a la conclusión de que los hombres
homosexuales tienden a vincularse por una noche, buscan el sexo fácil,
anónimo y sin compromiso. Prefieren el coito libre de compromisos
con varias parejas diferentes, la formación de harenes y el recambio de
amantes. Las mujeres homosexuales, en cambio, tienden a buscar rela~
ciones más duraderas y comprometidas, tienen menos amantes, parejas
semejantes y una sexualidad con afecto más que el sexo por el sexo
mismo.
Symons propone también que estas diferencias en las «psicologías
sexuales» de hombres y mujeres provienen del largo pasado de caza y
de recolección de la humanidad: durante incontables milenios, los ma-
chos que gustaban de la variedad sexual impregnaron más hembras,
procrearon más crías y enriquecieron sus linajes genéticos. Por lo tanto,
para los machos ancestrales la infidelidad era adaptativa.
Pero el objetivo fundamental de la hembra ancestral era conseguir
un único protector que garantizara la supervivencia de sus hijos. La
mujer que buscara la variedad sexual corría el riesgo de ser abandonada
por una pareja celosa. Más aún, las aventuras sexuales femeninas quita-
ban tiempo a la cosecha de vegetales y al cuidado de los hijos. De
modo que las hembras que se apareaban con más de un varón morían
con mayor facilidad o procreaban menos, y trasmitieron a la mujer mo-
derna la tendencia a la fidelidad.
Con su lógica darwiniana, sus ejemplos de homosexuales y sus hi-
pótesis evolutivas, Symons concluye que los hombres son, por natura-
leza, más propensos a la variedad sexual que las mujeres.
De esto resulta que el hombre es un donjuán natural y la mujer una
esposa sumisa, y los norteamericanos se apresuraron a creerlo. A causa
de nuestro pasado de agricultores y de nuestra parcialidad sexual nos
pareció aceptable considerar a los hombres como donjuanes potenciales
y a las mujeres como el más noble de los sexos. De modo que cuando

85
Symons presentó una explicación evolutiva para la inestable naturaleza
masculina, muchos científicos adoptaron su teoría. La idea de que los
hombres ansían la variedad sexual más que las mujeres satura hoy los
textos y las mentes de los académicos.

¿CUÁL DE LOS DOS SEXOS ES MÁS lNFlEL?

De cualquier modo, no estoy en absoluto convencida de que la ho-


mosexualidad ilustre verdades esenciales acerca de la naturaleza sexual
de hombres y mujeres. La mayoría de los expertos cree que aproximada-
mente el 5 % de los hombres norteamericanos y un porcentaje algo me-
nor de las mujeres son homosexuales. ,_í El comportamiento homosexual
no constituye una norma en los Estados Unidos ni en ningún otro lugar
del mundo. Más aún, no estoy de acuerdo con Symons en que la con-
ducta homosexual represente la naturaleza «concentrada» de ninguno de
los dos sexos; al contrario, los homosexuales están probablemente tan
condicionados por sus entornos como los heterosexuales. En los años se-
tenta, cuando se hiw el muestreo utilizado por Symons, la sexualidad in-
consecuente y liberal estaba «de moda» entre los hombres. Las lesbianas,
por otra parte, pueden haber estado condicionadas por la creencia cultu-
ral de que las mujeres no deben permitirse las aventuras sexuales.
Un factor de igual importancia es que la sexualidad varía con la
edad y con otros factores. Kinsey y sus colegas descubrieron que los
hombres jóvenes de la clase obrera se permitían cometer numerosas in-
fidelidades entre los veinte y los veinticinco años, y que sus impulsos
sexuales disminuían alrededor de los cuarenta. Los empleados de ofi-
cina y los profesionales, en cambio, tendían a ser más fieles entre los
veinte y los treinta, pero sus amoríos aumentaban a casi una vez por
semana a los cincuenta. Las mujeres, por otra parte, alcanzaban la cima
de sus infidelidades a los treinta y cinco y hasta apenas pasados los cua-
renta_-11. Si la mayoría de los hombres y mujeres homosexuales analiza-
dos por Symons eran, por ejemplo, obreros jóvenes, no sería nada sor-
prendente que sus datos indicaran que los hombres buscaban la
variedad sexual más que las mujeres.
Existe además un obvio problema aritmético. Después de todo,
cada vez que un hombre heterosexual «duerme con alguien», copula
con una mujer. Y dado que la enorme mayoría de los adultos de todas
las sociedades del mundo están casados, por lógica, cuando un hombre
casado se esconde con una mujer entre los matorrales de la Amazonia o
detrás de las rocas de las planicies australianas o se mete en una choza
de África o Asia, lo más probable es que esté copulando con una mujer
casada.

86
En las culturas urbanas modernas, el conjunto de personas solteras
es rotativo y altera esta simple correlación matemática. Más aún, de un
8 % a un 15 % de las infidelidades de los hombres norteamericanos
ocurren con prostitutas. r Pero corresponde aclarar que la enorme
mayoría de las aventuras heterosexuales del mundo se producen entre
hombres casados y mujeres casadas. Y cuesta creer que todas las muje-
res casadas del planeta que copularon con parejas ocasionales a lo largo
de la historia de la humanidad fueran forzadas a cometer adulterio.
En realidad, hay por lo menos cuatro razones por las cuales el adul-
terio podría haber sido biológicamente adaptativo en el caso de nues-
tras abuelas.
El más evidente de todos fue elegantemente descripto por Nisa,
una mujer !kung que vive actualmente en el Desierto de Kalahari,
Africa meridional. Cuando la antropóloga Marjorie Shostak la conoció
en 1970, Nisa vivía con un grupo de cazadores-recolectores junto con
su quinto marido. Además, Nisa había tenido cantidad de amantes.
Cuando Shostak preguntó a Nisa por qué había tenido tantos amantes,
Nisa respondió: ((Una mujer debe realizar muchos tipos de trabajo y de-
bería tener amantes dondequiera que vaya. Si va de visita y está sola,
alguien le dará cuentas de colores, otro le ofrecerá carne y habrá quien
le dé otros alimentos. Cuando vuelva a su aldea se habrán ocupado de
sus necesidades.» ' 8
En pocas frases Nisa ofreció una estupenda explicación adaptativa
del interés femenino en la variedad sexual: la subsistencia complemen-
taria. Los bienes y servicios adicionales habrían proporcionado a nues-
tras abuelas adúlteras más resguardo y alimento adicional, lo que se
traducía en mayor protección y mejor salud, algo que, en última instan-
cia, significaba la supervivencia desproporcionada de sus vástagos.
En segundo término, el adulterio probablemente servía a las muje-
res ancestrales de póliza de seguro. Si un «marido» moría o abandonaba
el hogar, había otro varón al que podía convencer de ayudarla en las
tareas domésticas.
En tercer lugar, si una mujer ancestral estaba «casada» con un caza-
dor pobre, con problemas en la vista y un temperamento terrible y que
le brindaba poco apoyo, tenía posibilidades de mejorar su línea gené-
tica si tenía hijos con otro hombre: el señor Buenos Genes.
En cuarto término, si una mujer tenía hijos con diferentes padres,
cada uno podía ser ligeramente diferente, con lo cual aumentaban las
posibilidades de que alguno de ellos sobreviviera a las fluctuaciones
imprevisibles del entorno.
En tanto las hembras prehistóricas fueran discretas respecto a sus
aventuras extramaritales, podían lograr recursos complementarios, te-
ner un seguro de vida, mejores genes y un ADN más variado en su fu-

87
tura biológico. Por lo tanto, las que se escapaban al bosque con aman-
tes furtivos sobrevivían, pasando inconscientemente a través de los si-
glos ese no sé qué del espíritu femenino que hoy motiva a la mujer mo-
derna a ser infiel.
En consecuencia, la infidelidad femenina fue probablemente adap-
tativa en el pasado. Tan adaptativa, en realidad, que dejó su marca en
la fisiología femenina. En el momento del orgasmo los vasos sanguí-
neos de los genitales masculinos envían la sangre de vuelta a la cavidad
del cuerpo, el pene se pone laxo y el acto sexual termina. El hombre
debe recomenzar desde el principio para lograr otro orgasmo. Para la
mujer, sin embargo, el placer puede estar en sus inicios. A diferencia
de sus compañeros, los genitales femeninos no expelen toda la sangre.
Si ella sabe cómo hacerlo, y lo desea, puede alcanzar el clímax una y
otra vez. Algunas veces los orgasmos se suceden tan rápidamente que
uno no se distingue de otro, un fenómeno conocido como orgasmo
múltiple.
Este alto rendimiento orgásmico de la hembra humana, en conjun-
ción con datos de otros primates, condujo a la antropóloga Sarah Hrdy
a formular una hipótesis novedosa acerca de los comienzos primitivos
del adulterio humano femenino. J9
Hrdy señ.ala que los simios y monos hembra participan en frecuen-
tes apareamientos no reproductivos. Durante el celo, por ejemplo, la
hembra chimpancé copula con todos los machos de las cercanías ex-
cepto sus hijos. Esta actividad sexual secundaria de las hembras chim-
pancés y de muchas otras hembras primates no es necesaria para conce-
bir una cría. Sobre la base de estas observaciones, Hrdy propone que el
instinto sexual de la hembra chimpancé que la lleva a procurar la va-
riedad sexual cumple dos propósitos darwinianos: aplacar a los machos
que podrían querer matar al recién nacido y, a la vez, confundir lapa-
ternidad para que cada macho de la comunidad actúe paternalmente
con respecto a la criatura por nacer.
Hrdy pasa luego a aplicar este ra7.,onamiento a las mujeres, atri-
buyendo la gran magnitud de impulso sexual femenino a una táctica
evolutiva ancestral -copular con múltiples parejas- para obtener así de
cada varón la inversión suplementaria de protección paternal que im-
pida el infanticidio. Es una buena idea. Tal vez cuando nuestras abue-
las primitivas vivían en los árboles procuraban llegar al coito con múl-
tiples varones para hacer amistad. Luego, cuando unos cuatro millones
de años atrás nuestros ancestros fueron empujados a las praderas de
África y surgió el apareamiento de a dos para la crianza de los hijos, las
hembras pasaron de la promiscuidad desembozada a las cópulas furti-
vas, y lograron así el beneficio de mayores recursos y, al mismo
tiempo, una mayor variedad de genes.

88
Casi nadie aceptaría la teoría de Donald Symons o la creencia
norteamericana de que el donjuanismo es prerrogativa de los hom-
bres mientras que las mujeres son las receptoras tímidas y pasivas de
la sexualidad.
La tradición del velo se desarrolló en la sociedad musulmana en
parte porque el pueblo islámico está convencido de que las mujeres
son muy seductoras. La clitorisectomía o mutilación del clítoris (y a
menudo de parte del tejido vecino) se realiza en diversas culturas
africanas para aplacar la potente libido femenina. Los escritores tal-
múdicos de comienzos de la era cristiana estipulaban que era res-
ponsabilidad del marido copular con regularidad con su esposa pre-
cisamente porque pensaban que la mujer tiene impulsos sexuales
más poderosos que el hombre. Los indios cayapa del Ecuador occi-
dental piensan que las mujeres son promiscuas. Hasta los españoles,
que se pavonean, engalanan y seducen a las mujeres en las pequeñas
aldeas de Andalucía están convencidos de que las mujeres son peli-
grosas, potentes y promiscuas, de ahí la costumbre del acompañante
(«ir de carabina»).
En realidad, si Clellan Ford y Frank Beach, investigadores sexua-
les de la década de los cincuenta, hubiesen sido consultados acerca
de cuál era el sexo que más se interesaba en la variación sexual, ha-
brían respondido: «En las sociedades en que no existe la parcialidad
en materia sexual y en las que la diversidad de vínculos está permi-
tida, las mujeres buscan su oportunidad con tanta ansiedad como los
hombres.» 4° Kinsey estuvo de acuerdo, y afirmó: «Aun en aquellas
culturas que más rigurosamente pretenden controlar el coito extra-
marital en las mujeres, es muy evidente que dicha actividad se ma-
nifiesta, en muchos casos, con considerable regularidad.» 41
Por cierto que todos estos datos nos llevan a sospechar que las
mujeres disfrutan procurándose amantes ilícitos, quizá tan ávida-
mente como los hombres.

Por lo tanto, el rompecabezas del adulterio va tomando forma: la


necesidad biológica de los hombres de desparramar sus genes y el
número notablemente alto de varones homosexuales activos permi-
ten suponer que los hombres están más interesados por naturaleza
que las mujeres en la variedad sexual. Por otra parte, cada vez que
un hombre heterosexual comete una infidelidad, lo hace con una
mujer. Más aún, la necesidad biológica femenina de adquirir recur-
sos, obtener una póliza de seguro y lograr un ADN más variado o
mejor, la intensa y prolongada respuesta sexual femenina, y la alta
incidencia del adulterio femenino en las sociedades en las que no

89
existe la parcialidad sexual, indican que las mujeres buscan la variedad
sexual regularmente, tal vez tan regularmente como los hombres.
Hay una última prueba para incorporar al caldero de nuestro análi-
sis: la de la prostitución.

LA MÁS ANTIGUA DE LAS PROFESIONES

En las sociedades agrícolas con reglas morales estrictas respecto a la


conducta femenina, las mujeres elegían tiempo atrás una de dos carre-
ras profesionales sexuales muy diferentes. Una, el matrimonio, impli-
caba el encierro correspondiente a la esposa. La otra, las convertía en
cortesanas, concubinas o prostitutas. En dichas culturas, por lo tanto,
algunas mujeres tenían una sola pareja, mientras las otras copulaban
con muchos hombres. Estas «damas de la noche» tampoco existían so-
lamente en las sociedades agrícolas. 42
En la aldea mehinaku de la selva amazónica, la persona sexual-
mente más activa era una mujer que, en pago por sus favores a una
gran variedad de compañ.eros, recibía pescado, carne o chucherías. 4 '
Tradicionalmente, algunas mujeres navajo elegían no casarse; en cam-
bio, vivían solas y recibían una gran variedad de visitantes masculinos
a los que cobraban honorarios. 44 En muchas otras tribus indígenas nor-
teamericanas las mujeres acompañaban a los cazadores en sus expedi-
ciones y regresaban a sus casas con carne a cambio de satisfacer las ne-
cesidades sexuales de varios de los cazadores. 45
En el centro de Brasil, una muchacha canela soltera que deseara
obtener alimentos o servicios elegía un amante en potencia y por me-
dio de su propio hermano concertaba una cita. Muchas de estas aven-
turas se convertían en convenios comerciales duraderos. 46 Las mada-
mas florecieron entre los tradicionales habitantes de Sierra Tarascana
de México. Estas mujeres mayores disponían de un grupo de jovencitas
a las que podían convocar de un instante para otro. 47 Las mujeres nupe
de la zona al sur del Sáhara, en África, llegaban al mercado por la no-
che ataviadas con sus mejores ropas y joyas; allí vendían nueces de
cola, pero los compradores también podían pagarles por pasar la noche
con ellas. 48
El lector puede argüir que estas mujeres (así comó tantas otras en
muchas culturas) se dedicaban a la prostitución por razones puramente
económicas. Sin embargo, muchas mujeres afirman que disfrutan de la
variedad sexual.
Y las mujeres que se enrolan en esta vocación no están solas. El
reino animal está repleto de hembras independientes. Como se recor-
dará, en el capítulo I describíamos la conducta de las hembras de

90
chimpancé y de otras especies de mamífero, así como de las hembras
de ciertas especies de aves, insectos y reptiles que salen a buscar a los
machos y copulan a cambio de comida. En Australia, a la ofrenda eró-
tica del grillo macho se la llama -igual que a la de otros insectos- re-
galo nupcial. La prostitución merece su venerable título: «La profesión
más antigua del mundo.»

UNA PROPCESTA HUMILDE

De modo que volvemos a la misma pregunta: ¿Quién husca más la


variedad sexual, los hombres o las mujeres?
La explicación que humildemente propongo es que durante la larga
historia de nuestra evolución la mayoría de los machos buscaron tener
aventuras a fin de diseminar sus genes, mientras que las hembras desa-
rrollaron dos estrategias alternativas: algunas eligieron ser relativa-
mente fieles a un solo hombre para poder sacarle múltiples beneficios;
otras prefirieron involucrarse en el sexo clandestino con diversos hom-
bres a fin de sacarles beneficios a todos. Este panorama coincide a
grandes rasgos con la creencia del vulgo: el hombre es el donjuán por
naturaleza; la mujer, en cambio, es una santa o una ramera.

U o viejo axioma entre los científicos afirma que uno tiende a des-
cubrir precisamente lo que busca. Éste puede muy bien haber sido el
caso en el análisis científico del adulterio. Por ejemplo, en un estudio
reciente de Donald Symons y Bruce Ellis, se les preguntó a 415 estu-
diantes universitarios si se acostarían con un/una estudiante descono-
cido/a del sexo opuesto. En esta situación imaginaria, se les dijo que
no habría peligro alguno de embarazo, de ser descubiertos o de con-
traer enfermedades. Los resultados fueron los esperables. Las respues-
tas de la población masculina fueron más positivas que las de la pobla-
ción femenina, y esto dio pie a que los investigadores llegaran a la
conclusión de que los hombres están más interesados en la variedad se-
xual que las mujeres. 49
Pero aquí está el fallo. El estudio toma en consideración la motiva-
ción genética primaria de la infidelidad masculina: fecundar mujeres
jóvenes. Pero no hace lo mismo con el motivo primario de la infideli-
dad femenina: la adquisición de recursos.
Cabe preguntarse qué habría pasado si Symons y Ellis hubiesen for-
mulado a los mismos hombres una pregunta diferente: «¿Estarías dis-
puesto a pasar la noche con una mujer del geriátrico más cercano?»
Dudo mucho de que dichos hombres hubiesen manifestado tan buena

91
disposición a la variación sexual. ¿Qué habría pasado si Symons y Ellis
hubiesen planteado a las mismas muchachas la siguiente pregunta?:
«¿Estarías dispuesta a tener una aventura de una noche con Robert
Redford a cambio de un Porsche cero kilómetro?» La lógica evolutiva
propone que las mujeres tienen aventuras a cambio de bienes y capri-
chos. Y hasta que los científicos tomen en consideración las motivacio-
nes genéticas subyacentes de cada sexo, así como la edad y nivel social
de los encuestados, nunca sabremos qué sexo está más interesado en la
variedad sexual.
Al margen de lo que hagamos con toda esta información y estas
ideas, la realidad es que nada demuestra que las mujeres sean sexual-
mente tímidas o de que eviten las aventuras sexuales clandestinas.
Tanto hombres como mujeres, en cambio, parecen poner de manifiesto
una estrategia reproductora mixta: a nosotros nos toca la monogamia y
el adulterio.

EL AMOR «PERFECTO»

Tal vez no sepamos nunca quién es más infiel. Lo que sí sabemos


es por qué hombres y mujeres dicen ser adúlteros.
Cuando las encuestas preguntan a hombres y mujeres por qué tie-
nen aventuras extramaritales, los adúlteros siempre responden: «por
placer», «por amorn, o «no lo sé>>. Los psicólogos agregarían que algu-
nos adúlteros quieren ser descubiertos para poder hacer las paces con
sus cónyuges. Otros usan las aventuras para mejorar sus vínculos con-
yugales, satisfaciendo ciertas necesidades fuera de casa. Y están tam-
bién aquellos a los que los deslices les sirven de excusa para abandonar
al cónyuge. Algunas personas buscan llamar la atención. Otras necesi-
tan más autonomía o más independencia. Hay quienes buscan sentirse
especiales, deseados, más masculinos o más femeninas, más atractivos o
mejor comprendidos. El objetivo puede ser una mejor comunicación,
una mayor intimidad, o simplemente una vida sexual más intensa.
Otros ansían la fantasía, la excitación o el peligro. U nos pocos lo hacen
para vengarse. Algunos otros buscan el amor <<perfecto». Y hay quienes
buscan demostrarse a sí mismos que todavía son jóvenes, buscan la
aventura que representa la última oportunidad. 50
Carol Botwin nos dice que algunos hombres son incapaces de man-
tenerse fieles porque están detenidos en la «etapa del bebé». Estas per-
sonas necesitan tener a su lado a uno de sus progenitores cuando viajan
o cuando su cónyuge no está disponible. Otros hombres o mujeres
adúlteros se criaron en hogares donde sus padres nunca buscaban la in-
timidad, de modo que de adultos estas personas tienden a formar pare-

92
jas superficiales y a procurarse relaciones poco comprometidas. Algu-
nos hombres ponen a sus esposas sobre pedestales pero gustan de pasar
la noche con mujeres «de la calle». Algunas mujeres y algunos hombres
son narcisistas: necesitan múltiples amantes para hacer alarde de sus
deslumbrantes fachadas. Unos pocos disfrutan de las relaciones trian-
gulares, o de la competencia con otro. A otros los excita la clandestini-
dad. Y otros quieren solucionar un problema sexual. 'iJ
Hay muchos otros factores sociológicos y psicológicos que se rela-
cionan con el adulterio además de los anteriores. El trabajo de horario
completo en el caso de las mujeres, nuestro nivel de educación, la dé-
cada en que nacimos, la frecuencia con que vamos a la iglesia, nuestro
grado de independencia económica, la experiencia sexual previa al ma-
trimonio que tenemos, el código de valores y la ocupación de nuestros
padres, la enfermedad crónica de un cónyuge, la frigidez de la esposa o
los viajes constantes de uno de los cónyuges, todo puede afectar nues-
tra tendencia al adulterio.
Pero, como darwinista, prefiero la simple explicación del hombre
que dice buscar la variedad y la de Nisa, que cuenta lo siguiente: «Un
hombre te dará sólo un tipo de comida, pero si tienes amantes, uno te
traerá una cosa y el otro te traerá otra. U no llegará de noche con carne,
otro con dinero, otro con cuentas de colores.»-' 2 Estas respuestas tienen
veracidad evolutiva. Porque si bien la mujer que se acuesta con un co-
lega no está pensando en su futuro genético cuando se mete entre las
sábanas, y un embarazo es lo último que quiere el marido que seduce a
una compañera de trabajo después del brindis de Navidad, son los mi-
lenios de escaparse con un amante -y los beneficios proporcionados
por dicha práctica- lo que explica la tendencia mundial actual al adul-
terio.

«Cometerás adulterio.» Debido a un error de imprenta en la edi-


ción de 1805 de la Biblia, este mandamiento de pronto ordenó practi-
car la infidelidad. Rápidamente pasó a ser conocida como la Biblia per-
versa ..s' Pero el animal humano parece condenado a una cohtradicción
del espíritu. Buscamos el verdadero amor, lo encontramos y echamos
raíces. Después, cuando el hechizo empieza a desvanecerse, la mente
comienza a vagar. Osear Wilde sintetizó así nuestra contradicción:
«Hay dos grandes tragedias en la vida, perder al ser amado y encontrar
al ser amado.»
¡Ay de nosotros! El éxito a menudo nos conduce a otra región de
nuestra estrategia reproductora, la tendencia humana al divorcio.

93
V. RADIOGRAFÍA DEL DIVORCIO
La comezón del cuarto año

Fue una mujer respetable toda su vida,


maridos a la puerta de la iglesia tuvo cinco.

GEOI'l'REY CIIAUCER, la esposa de Bath

«Ay, ojos míos, sed fuertes. Adoráis a una persona y ella os abando-
nará.» Safia, una beduina de mediana edad del Desierto Occidental
egipcio, reprimió las lágrimas mientras recitaba este triste poema a la
antropóloga Lila Abu-Lughod. 1 El año anterior, tras casi veinte años
de matrimonio, su esposo se le había acercado mientras cocinaba para
decirle: «Considérate divorciada.» En ese momento Safia había actuado
con displicencia. Aún fingía indiferencia, y dijo a la antropóloga: «No
me importó en lo más mínimo cuando se divorció de mí. Nunca lo
quise.>> Pero Safia ocultaba su angustia. Sólo en un breve poema reveló
cuán vulnerable era y todo su anhelo o apego.
A pesar de que sus canciones y sus relatos expresan la pasión entre
hombres y mujeres, los beduinos consideran que el amor romántico es
vergonzante. En esta sociedad los individuos deben casarse según los
intereses familiares. Sólo debe sentirse amor profundo por los padres,
hermanos, hermanas e hijos, no por el cónyuge. De modo que los be-
duinos se horrorizan ante las manifestaciones públicas de afecto entre
marido y mujer. Y a pesar de creer que los cónyuges pueden enamo-
rarse profundamente, la gente respetable debe cuidar su hasham: la dis-
creción y el decoro sexuales. La pasión desembozada sólo se expresa en
unos cortos versos. 2
Actualmente estos nómadas han formado asentamientos donde
crían ovejas, cultivan higos y olivos, hacen contrabando u otras activi-
dades comerciales, pero llevan dentro un antiguo amor por el amor.
Antes de que llegara el ferrocarril, antes de que aparecieran los ca-
miones Toyota, sus antepasados atravesaban el desierto del norte de
África transportando dátiles y otros productos por medio de caravanas
que iban de un oasis a otro a través de las arenas del valle del Nilo.
Traían con ellos sus costumbres tribales árabes: amor por la indepen-
dencia, honor, coraje, caballerosidad y hospitalidad, propensión a las
venganzas y, sobre todo, afición a las mujeres, al vino y a las cancio-
nes. 3 El breve poema de Safia, como toda la poesía beduina moderna

94
sobre las penas de amor o la exaltación del idilio, es una reminiscen-
cia de los grandes maestros de la canción, desaparecidos mucho
tiempo atrás.
«Me divorcio de ti; me divorcio de ti; me divorcio de ti.» Estas
palabras, también, vienen de la época preislámica. En aquellos días
las mujeres eran honradas y respetadas. También significaban un bien
muy apreciado. Las muchachas eran pupilas de la familia. Después de
la boda, las mujeres se convertían en propiedad del esposo y podían
ser despedidas si no lo satisfacían. De acuerdo con la descripción que
hace al-Ghazali, el extraordinario intelectual y escritor del siglo XI, el
divorcio en la antigua sociedad árabe se obtenía con facilidad. 4 Bas-
taba con declararse divorciado tres veces.
En el siglo V 1 de la era cristiana, el profeta Mahoma basó sus ar-
gumentos en esta costumbre tribal. A diferencia de los padres del
cristianismo que veneraban el celibato, Mahoma pensaba que el coito
era uno de las mayores alegrías de la vida y que el matrimonio
ayudaba a hombres y mujeres a ponerse a salvo del mundo sin reli-
gión de la promiscuidad. Por lo tanto insistía en que sus seguidores se
casaran. Según sus palabras: «Yo ayuno y como, hago vigilia y
duermo, y estoy casado. Y si alguien no está dispuesto a seguir mi
Sunna (tradición), no me pertenece.» 5 No habría celibato en el islam.
La doctrina de Mahoma produjo una influencia que perdura toda-
vía y que los científicos definen como una cultura islámica sexual po-
sitiva, una sociedad que venera el amor, el sexo y el matrimonio en-
tre un hombre y una mujer. La sociedad occidental, en cambio, es
definida algunas veces como sexualmente negativa porque histórica-
mente nuestros preceptos religiosos alabaron el celibato y el monasti-
cismo.

El sello de Mahoma aparece también en otras tradiciones. Si bien


consideró a las mujeres como seres subordinados a los hombres, una
creencia heredada de los pueblos preislámicos, Mahoma introdujo una
serie de códigos sociales, morales y legales para proteger a las mujeres,
así como una lista explícita de derechos y deberes de cada cónyuge.
Entre ellos figuraba que ningún hombre podía tener más de cuatro
esposas y debía distribuir sus atenciones entre todas en noches conse-
cutivas. Por encima de todo, el esposo debía proveer a las necesidades
de todas sin favoritismos.
La esposa también tenía obligaciones, en especial las de parir hi-
jos, criarlos, cocinar y obedecer al marido. En el islam, el matrimonio
se basaba en un contrato legal. A diferencia del casamiento cristiano,
que se volvió un sacramento y por lo tanto indisoluble, el compro-

95
miso matrimonial musulmán podía quebrarse. El mandato del profeta
venía de Dios.
En la actualidad, este procedimiento tradicional para divorciarse si-
gue vigente en gran parte del mundo islámico, si bien en algunos luga-
res el divorcio se volvió algo más difícil de lograr. La forma más acep-
tada de divorcio sigue siendo Talaqus-Sunna, de acuerdo con los
dictados del profeta. Esta forma de talaq o divorcio puede llevarse a
cabo de dos maneras ligeramente diferentes, ambas aceptadas. U na de
ellas, talaq ahrnn, consiste en una simple declaración: «Me divorcio de
ti; me divorcio de ti; me divorcio de ti», que debe hacerse en un mo-
mento en que la esposa no esté menstruando y después de tres meses
de abstinencia sexual. El divorcio se revoca si el esposo retira sus pala-
bras o si la pareja vuelve a tener relaciones sexuales durante los tres
meses de espera.
La ley islámica establece una cantidad de estipulaciones más en re-
lación con el divorcio -cuándo es apropiado que la esposa deje al es-
poso y cómo cualquiera de los dos puede negociar la separación con
sensatez-, ya que Mahoma apreciaba la armonía entre hombres y muje-
res, estuvieran o no juntos. Como prescribe el Corán: «Entonces, lle-
gado el momento, acéptalo otra vez con amabilidad o sepárate con
amabilidad.» 6
Aun así, Safia sufrió cuando su esposo la dejó.

SEPARARSE

Todos tenemos problemas. Pero posiblemente una de las situacio-


nes más difíciles de vivir es la de abandonar a un cónyuge. ¿Existe al-
guna forma de hacerlo bien?
Lo dudo. Pero las personas han ideado muchos métodos para dar
por terminado un matrimonio. En algunas sociedades existen tribuna-
les o consejos especiales para negociar los divorcios. A veces el jefe de
la aldea escucha los casos de divorcio. Con mayor frecuencia se consi-
dera el divorcio como un asunto privado que deben arreglar los intere-
sados y sus familias.' Esto puede ser tan sencillo como trasladar una
hamaca de una chimenea a otra, o puede perturbar a toda una comuni-
dad, como ocurrió recientemente en la India.
En 1988 el New York Times informó sobre el divorcio de una joven
hindú, Ganga, que abandonó al hombre con el que llevaba casada
cinco años después de que éste la golpeó duramente. 8 Al día siguiente
más de quinientas personas se reunieron en un campo cerca de la aldea
para escuchar lo que la pareja y su parentela contestarían a ciertas pre-
guntas formuladas por los ancianos de la casta. Pero cuando Ganga

96
acusó a su suegro y al hermano de su suegro de haber intentado abusar
de ella sexualmente, estalló la polémica. Los insultos derivaron rápida-
mente en una pelea con garrotes y en pocos minutos varios hombres
golpeados y cubiertos de sangre yacían en el campo. La batahola sólo
se detuvo cuando corrió la voz de que la policía estaba por llegar. Las
deliberaciones del divorcio sin duda continuaron con amargas palabras
detrás de los muros de adobe. Sea con furia o desapasionadamente, con
todas las de la ley o con un mínimo de escándalo, el divorcio es indu-
dablemente parte de la condición humana. En casi todos los países del
mundo el divorcio está permitido. Los antiguos incas no lo practica-
ban. La Iglesia católica apostólica romana se negaba a admitirlo. Algu-
nos otros grupos étnicos y sociedades no aceptan la disolución matri-
monial. 9 En algunas culturas los divorcios son difíciles de obtener. 10
Pero, desde las tundras de Siberia a la selva amazónica, la gente
acepta el divorcio como algo lamentable, pero algunas veces necesario.
Tiene procedimientos sociales o legales específicos para el divorcio. Y,
efectivamente, se divorcia. Más aún, a diferencia de muchos occidenta-
les, los pueblos tradicionales no hacen del divorcio una cuestión moral.
Los mongoles de Siberia expresan sintéticamente lo que en realidad es
la opinión de todo el mundo: «Si dos personas no pueden vivir juntas
armoniosamente, mejor será que se separen.» 11

¿Por qué se divorcian las personas? Las discusiones amargas, los co-
mentarios hirientes, la falta de sentido del humor, ver demasiada tele-
visión, la incapacidad de escuchar, el alcoholismo, el rechazo sexual:
los motivos que hombres o mujeres dan para querer interrumpir el
vínculo matrimonial son tan variados como los que tuvieron para ca-
sarse. Pero hay algunas circunstancias comunes a todas las personas
que eligen terminar una relación.
El adulterio manifiesto encabeza la lista. En un estudio sobre 160
sociedades, la antropóloga Laura Betzig demostró que la infidelidad
desembozada, en especial por parte de la mujer, es la ofensa más co-
múnmente alegada para desear el divorcio. La esterilidad y la impoten-
cia le siguen. La crueldad, sobre todo por parte del marido, aparece en
tercer lugar entre las razones esgrimidas en el mundo para el divorcio
de una pareja. Luego sigue un conjunto de acusaciones acerca de la
personalidad y la conducta del cónyuge. Entre las razones más aducidas
están: el mal carácter, celos en exceso, hablar demasiado, regañar cons-
tantemente, no ser respetuoso, que la esposa es vaga, que el marido no
aporta los recursos necesarios, la indiferencia sexual, la violencia, el es-
tar siempre ausente o la existencia de otra pareja. 12
No me sorprende que el adulterio y la infertilidad sean considera-

97
dos tan graves. Darwin sostenía la teoría de que las personas se casan
sobre todo para reproducirse. Es indudable que mucha gente llega al
matrimonio para obtener un cónyuge económicamente valioso o para
acumular hijos que los mantengan cuando envejezcan; otros lo hacen
para cimentar vínculos políticos con parientes, amigos o enemigos.
Pero como demuestra Betzig, Darwin tenía razón: dado que las princi-
pales razones esgrimidas para el divorcio están íntimamente relaciona-
das con la sexualidad y la reproducción, se deduce que las personas se
casan para reproducirse. 13
También debería ocurrir que la mayoría de las personas divorciadas
en edad de reproducirse volvieran a casarse. Y así lo hacen. 14 A pesar
de los sueños frustrados, del recuerdo fresco de las amargas peleas, in-
diferentes a la prueba de que el matrimonio puede ser irritante, abu-
rrido y doloroso, la enorme mayoría de la gente divorciada vuelve a
casarse. En los Estados Unidos el 75 % de las mujeres y el 80 % de los
hombres que se separan vuelven a contraer matrimonio. 15 Y como el
matrimonio nos define como adultos en la mayoría de las culturas, las
personas divorciadas del mundo buscan una nueva pareja.
Parecería que somos eternamente optimistas acerca de la nueva
oportunidad.

EL DINERO TIENE LA PALABRA

Samuel Johnson definió el nuevo matrimonio como el triunfo de la


esperanza sobre la experiencia. Los norteamericanos bromean acerca
de la «comezón del séptimo año». Los antropólogos definen este hábito
humano como «monogamia en serie». Llámesela como se quiera, la
tendencia humana a divorciarse y volver a casarse es un fenómeno
mundial. Y tiene otras características notables.
En primer lugar, el divorcio es frecuente en las sociedades donde
tanto las mujeres como los hombres son dueños de tierras, animales, di-
nero en efectivo, información u otros bienes valiosos o recursos, y
donde ambos tienen el derecho de distribuir o intercambiar sus patri-
monios fuera del círculo de la familia inmediata. Si una persona es la
dueña de un banco en la ciudad de Nueva York, o tiene la concesión
sobre la explotación del único pozo de agua en el Desierto de Kalahari,
en el África meridional, o si transporta cereales a Nigeria y vuelve a
casa con dinero que puede ahorrar, invertir, prestar o regalar, esa per-
sona es rica. Cuando hombres y mujeres no dependen uno del otro
para la supervivencia, una pareja con problemas puede divorciarse, y
de hecho a menudo lo hace.
Un ejemplo que ilustra el poder de la autonomía económica lo dan

98
los bosquimanos !kung del desierto de Kalahari. Es frecuente entre
ellos que hombres y mujeres se casen más de una vez. 16 Y no creo que
sea una coincidencia que las mujeres !kung sean también económica y
socialmente poderosas.
A pesar de que los !kung están adoptando rápidamente los valores
y la tecnología moderna del mundo occidental, su alta tasa de divorcios
no es un hecho nuevo. Cuando en la década de los sesenta los antropó-
logos registraron sus formas de vida, durante la temporada de las llu-
vias esa gente vivía en pequeños grupos de diez a treinta individuos.
Luego, cuando el clima cambiaba y el sol abrasador de octubre secaba
la superficie, se agrupaban en comunidades mayores en torno a los po-
ros de agua permanentes. Pero aun cuando los !kung se desparramaban
por la espesura, hombres y mujeres se visitaban con regularidad en las
diferentes comunidades. Esto mantenía una fluida red de comunica-
ción entre varios cientos de parientes.
Las mujeres !kung se trasladaban hasta el lugar de trabajo, aunque
no todas las mañanas. Pero cada dos o tres días, cuando las provisiones
disminuían, las esposas debían ir a buscar comida. Llevaban al bebé de
pecho amarrado a la espalda dentro de una pañoleta y dejaban a los ni-
ños mayores a cargo de amigos o familiares para agregarse a un grupo
de mujeres y marchar a través del chaparral.
Cada expedición de cosecha era diferente de las anteriores. Algunas
veces la mujer regresaba con frutas de baobab, con cebollas silvestres,
melones de tsama y dulces nueces de mongongo. Otro día traía ciruelas
agrias, bayas de tsin, verduras de hoja y raíces acuáticas. También eran
alimento la miel, las orugas, las tortugas y los huevos de pájaro. Y lo
que la mujer siempre encontraba era información valiosa. Por la huella
de los animales que descubría en su recorrido podía saber qué bestias
habían pasado, cuándo, cuántas integraban el grupo y adónde se di-
rigían.
Los hombres !kung salían de caza dos o tres veces por semana en
busca de ciervos, guacos, liebres de primavera, puercoespines, un antí-
lope o incluso una jirafa. Algunas veces el marido volvía a casa con
carne apenas suficiente para alimentar a su mujer y sus hijos; otras, un
grupo de hombres abatía a una bestia lo bastante grande para compar-
tirla con los compañeros de caza, parentela y amigos. La carne era un
refinamiento, y a los buenos cazadores se los honraba. Pero los hom-
bres traían carne a casa sólo cada cuatro días.
En consecuencia, las mujeres aportaban de un 60 % a un 80 % de la
cena de todos los días. Las mujeres también compartían los derechos
sobre los puntos del desierto que tenían agua, una situación no dema-
siado diferente de ser dueña del banco local. Durante los años aptos
para la fecundación las mujeres tenían gran prestigio como reproducto-

99
ras. Las mujeres mayores a menudo se convertían en chamanes y tam-
bién en líderes de los asuntos de la comunidad.
De modo que las mujeres !kung eran poderosas.
Y cuando un hombre y su esposa se encontraban en una situación
desesperada como pareja, uno u otro generalmente empaquetaba sus
escasas pertenencias y se iba a otro campamento. ¿Por qué? Porque se
lo podían permitir. Los cónyuges !kung en general discutían durante
meses antes de tomar la decisión de separarse. Palabras duras y lágri-
mas amargas corrían por las arenas del desierto. Los vecinos termina-
ban siempre involucrados, pero con el tiempo la mayoría de las rela-
ciones desgastadas se interrumpían. De los 331 matrimonios !kung
declarados por las mujeres a la antropóloga Nancy Howell en la década
de los setenta, 134 terminaron en divorcio. 1~ Luego tanto hombres
como mujeres contrajeron nuevos enlaces. Algunas mujeres lkung tu-
vieron hasta cinco esposos consecutivos.

Esta correlación entre independencia económica y divorcio se veri-


fica en numerosas culturas.18 Por ejemplo, entre los yoruba del África
occidental son las mujeres quienes controlaban el complejo sistema
económico. Manejaban el cultivo, luego transportaban la cosecha hasta
el mercado semanal, un mercado que controlaban por entero mujeres.
Como resultado de esto, las mujeres traían a casa no sólo provisiones
sino también dinero y artículos suntuarios, riqueza independiente.
Hasta un 46 % de los matrimonios yoruba terminaban en divorcio. 19
Los hadza habitan en las praderas alrededor del desfiladero de 01-
duvai, Tanzania. A pesar de que el área es seca y rocosa, abundan las
raíces, las frutas y los pequeños ciervos, y durante la temporada de llu-
vias es normal que los cónyuges abandonen individualmente los cam-
pamentos para obtener sus propios alimentos. Luego, en la temporada
de sequía, se forman grupos que acampan en torno a los pozos de agua
permanente, los hombres salen de caza y traen grandes presas y todos
juntos danzan, juegan, chismorrean y comparten la carne. Pero los
hombres y mujeres hadza no dependen unos de otros para llenar la olla
diaria de comida. Y sus parejas reflejan este espíritu de independencia.
En la década de los sesenta su tasa de divorcio era una cinco veces más
alta que la de los Estados Unidos. 20
La autonomía económica personal genera libertad para separarse.
Y, a mi juicio, la más innegable prueba de esta correlación la propor-
cionan los navajos del Sudoeste norteamericano, sin duda porque en
1968 viví con ellos durante varios meses.
Si se torna la Ruta 66 Oeste en Gallup, Nuevo México, y tras unos
cuarenta y cinco minutos de automóvil se dobla en dirección al norte

100
por un ancho camino de tierra que atraviesa el chaparral, el polvo y el
aroma a salvia, luego se pasa el almacén de ramos generales de Pine
Springs hasta la choza abandonada (una cabaña de troncos de siete la-
dos) y se dobla a la derecha después del pino grande, subiendo por la
ladera de flores silvestres, aparece nuestra casa de madera. Tiene una
estufa panzona para dar calor, una hornalla para cocinar pan frito, café
y sopa de cordero, dos grandes camas de bronce, una mesa de cocina y
tres lámparas de queroseno que usamos de noche para sentarnos a con-
versar. Disfruto de mi casa, con su puerta de entrada que mira al este,
los dos grandes depósitos de preciosa agua potable anidando en el bos-
quecillo de pinos, y el cañón anaranjado atravesando como una cinta
frente al enorme jardín.
Mi ((madre» navajo organizaba la vida cotidiana. Juntaba escrofula-
rias y otras flores silvestres, cardaba y teñía lana y tejía las típicas man-
tas de los navajos para mantener a su familia de cinco. Además, era
dueña de la toda la tierra que la rodeaba. Los navajos son matrilineales;
sus hijos rastrean la ascendencia a través del linaje materno, de modo
que las mujeres tienen grandes propiedades. También son ellas las que
realizan los diagnósticos médicos y desempeñan un papel de vital im-
portancia en la vida ritual de los navajos. 21 Examinan a los enfermos,
identifican las enfermedades físicas y espirituales, y prescriben la cere-
monia curativa apropiada para cada caso. Por lo tanto, las mujeres tie-
nen mucho prestigio; participan de todos los asuntos comunitarios y
aproximadamente una de cada tres se divorcia. 22
«No tiene sentido casarse para ser desgraciado el resto de la vida»,
dicen los micmac del Canadá oriental. n Casi todo el mundo está de
acuerdo. Donde mujeres y hombres pueden permitirse dejar al cónyuge,
la gente que no es feliz a menudo lo hace. Y en general después vuel-
ven a casarse.

Las tasas de divorcio son mucho más bajas cuando los cónyuges de-
penden unos de otros para la subsistencia. La más notable correlación
entre dependencia económica y una baja tasa de divorcios se verifica
en la Europa preindustrial y en todas la sociedades que trabajan la tie-
rra con arado, como es el caso de la India y China. 24 Algunas personas
atribuyen el bajo índice de divorcio entre los europeos cristianos histó-
ricos a razones religiosas, por razones comprensibles. Jesucristo prohi-
bía el divorcio. 25 Y como ya lo mencioné, en el siglo XI después de
Cristo el matrimonio cristiano se había convertido en un sacramento;
el divorcio era imposible para los cristianos.
Pero la cultura a menudo se complementa con las leyes de la natu-
raleza, y los bajos índices de divorcio de las sociedades europeas prein-

101
dustriales se debían también a una ineludible realidad ecológica: las pa-
rejas de agricultores se necesitaban mutuamente para sobrevivir. 26 U na
mujer que viviera en una granja dependía de su marido para quitar las
rocas, talar los árboles y arar la tierra. El marido precisaba de ella para
sembrar, quitar la maleza, cosechar, acondicionar y almacenar los vege-
tales. Hombro a hombro trabajaban la tierra. Y además, si uno de los
dos elegía dejar al otro, tenía que hacerlo sin llevarse nada. Ninguno
de los cónyuges podía coger la mitad del trigo y volverlo a plantar en
otro lado. Los agricultores estaban atados a la tierra, uno al otro, y a
una compleja parentela que conformaba una red inalterable. En estas
circunstancias ecológicas, el divorcio no era una alternativa práctica.
No es extraño que el divorcio fuera algo fuera de lo común en la
Europa preindustrial, a todo lo ancho del granero formado por la re-
gión caucásica y entre los varios pueblos agricultores que habitaban las
tierras que llegan hasta el borde del Pacífico.

La Revolución Industrial modificó la relación económica entre


hombres y mujeres, y contribuyó a estimular el surgimiento de modelos
más modernos de divorcio (véase el capítulo XVI).
Los Estados Unidos son un buen ejemplo. Cuando aparecieron las
fábricas detrás de los graneros de la América agrícola, mujeres y hom-
bres comenzaron a abandonar las granjas para buscar trabajo. ¿Qué
traían a casa si no dinero: patrimonio trasladable, divisible? Durante
buena parte del siglo XIX la mayoría de las mujeres seguían a cargo del
gobierno de la casa. Pero en las primeras décadas del siglo XX las muje-
res norteamericanas de clase media comenzaron a incorporarse al mer-
cado laboral en cantidades cada vez mayores, lo cual les dio autonomía
económica.
No es casualidad que el índice de divorcio en los Estados Unidos,
que empezó a aumentar con el advenimiento de la Revolución Indus-
trial, haya seguido creciendo lenta pero constantemente. Porque el ma-
rido dejará a la esposa que trae a casa un sueldo con mayor facilidad
que a la mujer que le desmaleza el jardín. Y la mujer que cobra un
sueldo será probablemente menos tolerante con los problemas matri-
moniales que una que depende de él para tener qué comer cada día.
Numerosos observadores identifican el trabajo femenino fuera de casa
-y el consiguiente control de su propio dinero- como el factor princi-
pal en este aumento de las tasas de divorcio. 27
Y a se observó antes en la historia de Occidente un incremento co-
rrelativo de la tasa de divorcio y de la autonomía económica femenina.
Cuando en los siglos anteriores al nacimiento de Cristo los romanos
ganaron varias guerras en el extranjero, los monopolios del comercio

102
generaron una riqueza sin precedentes en el Imperio. Surgió una clase
alta urbana. Los acaudalados patricios se mostraron entonces menos
dispuestos a traspasar grandes dotes a manos de sus yernos. De modo
que, en el siglo I antes de Cristo, mediante una serie de nuevas regla-
mentaciones del matrimonio, las mujeres de clase alta pasaron a con-
trolar una mayor porción de sus fortunas, y de su futuro. Y en la me-
dida en que esto daba pie a la aparición de una nueva clase -la de las
mujeres financieramente independientes-, en la antigua Roma el di-
vorcio se volvió epidémico. 28

LAZOS QUE ATAN

«All you need is lave» (Todo lo que necesitas es amor) cantaban


los Beatles. Y no es así. Existen muchos otros factores culturales ade-
más de la autonomía económica que contribuyen a la estabilidad o a
la inestabilidad del matrimonio.
Tradicionalmente, los índices de divorcio eran más altos en los
Estados U nidos en el caso de los cónyuges provenientes de medios
socioeconómicos, étnicos y religiosos diferentes. 29 Esto, sin embargo,
tal vez esté cambiando. En un estudio sobre una población de 459
mu¡eres de Detroit, el sociólogo Martín Whyte descubrió que estos
factores tenían escasa incidencia en el destino de una relación. En
cambio, las características de personalidad semejantes, los hábitos
compartidos, los intereses paralelos, los valores en común, las activi-
dades recreativas compartidas y los mismos amigos eran la base de los
mejores pronósticos de estabilidad matrimonial. Resulta interesante el
hecho de que Whyte también llegara a la siguiente conclusión: «Es un
buen pronóstico casarse en la madurez, si se está muy enamorado, si
se es de color blanco y se proviene de un hogar donde hubo comuni-
cación y amor.»"º Las personas que no presentan estas características
corren más riesgos.
Los psicólogos informan que las personas inflexibles forman pare-
jas inestables. 31 Los terapeutas afirman que las parejas unidas por lazos
más fuertes que los factores que tienden a separarlos suelen mante-
nerse unidas.-12 La forma en que los cónyuges se adaptan uno a otro,
negocian entre sí, se pelean, se escuchan y se persuaden, también
tiene importancia en los resultados; cuando las transacciones son esca-
sas, las parejas son más propensas a disolverse.·'' Los demógrafos de-
muestran que, cuando abundan los hombres o escasean las mujeres,
las esposas se convierten en un bien preciado y las parejas se separan
menos. '4 Las parejas norteamericanas con un hijo varón tienen, esta-
dísticamente, una mayor posibilidad de permanecer juntas. 35 Esto es

103
también aplicable a las esposas con hijos en edad preescolar.-ir, Por otra
parte, las parejas que se casan muy jóvenes suelen divorciarse. n
Los antropólogos agregan una perspectiva transcultural a nuestro
análisis del divorcio. 38 El divorcio es común en las culturas matrilinea-
les como la de los navajo, probablemente porque la esposa dispone de
recursos, los hijos son miembros de su propio clan y el marido tiene
más responsabilidades respecto a los hijos de su hermana que a los pro-
pios. Por lo tanto, los cónyuges son compafieros, no socios económicos
vitales. Cuando el marido está obligado a «pagar por la novia» a la fa-
milia de su pretendiente a cambio del privilegio de desposarla, el ín-
dice de divorcio suele ser inferior porque, en caso de divorcio, hay que
devolver dichos bienes. La endogamia -el matrimonio dentro de la
propia comunidad- está asociada a relaciones más duraderas porque
los parientes, amigos y obligaciones en común tienden a cimentar el
vínculo dentro de una red que ambos comparten ..w
La poliginia tiene un curioso efecto sobre el divorcio. Cuando un
hombre tiene varias esposas, éstas tienden a luchar por la atención y
los beneficios del marido que comparten. Los celos originan confronta-
ciones y divorcios. Más aún, un hombre con varias esposas puede pres-
cindir de los servicios de una de ellas, mientras que el que tiene sólo
una lo pensará dos veces antes de abandonar a la única mujer que co-
cina para él. En realidad, los índices de divorcio han disminuido en las
sociedades musulmanas a partir del contacto con las costumbres occi-
dentales;40 nuestra tradición monogámica está estabilizando la vida de
familia en el islam.
«No hay ninguna sociedad en el mundo en la cual la gente haya
permanecido casada sin una enorme presión de la comunidad para que
así lo hagan», afirmó Margaret Mead. 41 Y tenía razón. La tasa de divor-
cio de muchas sociedades tradicionales es tan alta como la de los Esta-
dos U nidos. 42
Esto puede parecer extrafio. Después de tantas sonrisas y miradas,
de la embriagadora sensación del enamoramiento, de los secretos com-
partidos y las bromas privadas, de los hermosos momentos en la cama,
de los días y las noches con la familia y los amigos, a pesar de los hijos
que trajeron al mundo, del patrimonio que acumularon juntos, de las
divertidas experiencias vividas durante horas, meses y años de reír y
amarse y luchar hombro con hombro, ¿por qué hombres y mujeres de-
jan atrás relaciones tan ricas?
Quizá esta inestabilidad sea generada por corrientes ocultas en
nuestra mente, fuerzas reproductoras profundas que han evolucionado
a través de millones de apareamientos cotidianos a lo largo de nuestro
ignoto pasado.

104
LA CO.:.\IEZÓN DEL CUARTO AÑO

Con la esperanza de lograr una mejor comprensión de la naturaleza


del divorcio, recurrí a las publicaciones demográficas anuales de las
Naciones Unidas. Estos libros comenzaron a aparecer en 1947, cuando
los censistas de países tan diferentes en lo cultural como Finlandia, Ru-
sia, Egipto, Sudáfrica, Venezuela y los Estados Unidos empezaron a in-
terrogar a sus habitantes sobre el tema del divorcio. De dicha informa-
ción, reunida cada década por la Oficina de Estadística de las Naciones
Unidas en distintas sociedades, seleccioné las respuestas a tres pregun-
tas: ¿Cuántos años llevaba casada/o al divorciarse? ¿Qué edad tenía
cuando se divorció? ¿Cuántos hijos tenía en el momento de divor-
ciarse?
Surgieron tres tendencias notables.
Y las tres aluden a las fuerzas evolutivas.
Lo más notable es que el divorcio se produce a los pocos años del
casamiento -con una mayor concentración aproximadamente en la
época del cuarto año- y los porcentajes bajan en la medida en que
aumentan los años de convivencia (véase el apéndice A). 4 -1 En realidad,
me decepcionó descubrir esto; esperaba que la mayor concentración se
diera alrededor del séptimo año de matrimonio. 44 Pero no fue así. Fin-
landia representaba un ejemplo típico. En 1950 el número de divorcios
fue en su mayoría de parejas que llevaban casados unos cuatro años; el
porcentaje declinaba gradualmente en parejas de períodos más prolon-
gados. En 1966 los divorcios en Finlandia ocurrían con mayor frecuen-
cia durante el tercer año de matrimonio. En 1974, 1981 y 1987 los
porcentajes volvían a concentrarse en torno al cuarto año (véase el
apéndice, gráfico 1, A~E).
Al comparar estos cuatro picos porcentuales del divorcio en Fin-
landia y los picos en sesenta y una culturas más, según una tabulación
general de todos los años disponibles (apéndice, gráfico 2), resultó evi-
dente que en todos estos pueblos el divorcio solía llegar a su punto má-
ximo alrededor del cuarto año de matrimonio. La comezón del séptimo
año no existía; lo que en cambio aparecía era la comezón del cuarto
año.

Por supuesto, había diferencias en el pico del cuarto año. En


Egipto y otros países musulmanes, por ejemplo, el divorcio se producía
con mayor frecuencia durante los primeros meses de matrimonio, en
absoluto cerca del pico de los cuatro años (apéndice, gráfico 3).
Sin embargo, tales variaciones no eran sorprendentes. En estas cul-
turas la familia del novio tiene que devolver a la nuera a sus padres si

105
ella no se adapta bien al nuevo hogar, algo que los suegros hacen sin
dilación cuando toman una decisión. 45 Más aún, el Corán exceptúa al
marido musulmán de pagar la mitad del estipendio por matrimonio si
disuelve la unión antes de consumarla. 46 De ese modo, la presión social
y los incentivos económicos empujan a egipcios y a otros musulmanes
con matrimonios desgraciados a divorciarse sin demora. Finalmente,
dichas estadísticas incluyen los «divorcios revocables», decretos provi-
sionales qtie requieren pocas reparaciones financieras. Los divorcios re-
vocables hacen que el proceso de separación sea rápido y sencillo, y
acortan el período de matrimonio. 47
El pico de divorcio en los Estados Unidos oscila algo más abajo de
la media de cuatro años, y también resulta muy interesante especular
sobre semejante diferencia. Durante algunos años, como en 1977, el
pico de divorcios se concentró en torno al cuarto año de matrimonio. 48
Pero en 1960, 1970, 1979, 1981, 1983 y 1986, el pico se produce antes,
entre el segundo y el tercer año desde la boda (apéndice, gráfico 4). 4')
¿A qué se debe esto?
Sé que este pico de divorcios en los Estados U nidos no guarda rela-
ción alguna con el creciente porcentaje de divorcios en el país. El por-
centaje de divorcios se duplicó entre 1960 y 1980, y sin embargo du-
rante dicho período las parejas se divorciaban alrededor de dos años
después de casarse. Sé que tampoco se explica por el creciente número
de parejas que viven juntas. La cantidad de hombres y mujeres que se
fueron a vivir juntos sin casarse casi se triplicó en la década de los se-
tenta, pero el pico de divorcios en los Estados Unidos no aumentó.su
Puramente a modo de conjetura, yo diría que el pico norteameri-
cano de divorcios puede estar relacionado con la actitud norteameri-
cana ante el matrimonio en sí mismo. Nosotros no solemos casarnos
por razones económicas, políticas o de interés familiar. En cambio,
como señala el antropólogo Paul Bohannan: <<Los norteamericanos se
casan para enriquecer su mundo interior, una región en general muy
secreta». º1
El comentario me parece fascinante, y correcto. Nos casamos por
amor y para subrayar, equilibrar o enmascarar partes de nuestro mundo
interior. Ésa es la razón de que a veces un discreto funcionario se case
con una exuberante rubia o de que una científica se case con un poeta.
Tal vez no sea casualidad que el pico de divorcios en los Estados Uni-
dos se corresponda tan perfectamente con la duración promedio del
enamoramiento: de dos a tres años. Si los cónyuges no están satisfechos
con la pareja, se separan poco después de que el clímax del enamora-
miento quede atrás.
De modo que hay algunas excepciones a la comezón del cuarto
año.

106
Estos datos presentan algunos problemas. ' 2
En algunas sociedades el hombre y la mujer se hacen la corte du-
rante meses; en otras se casan de inmediato. El tiempo empleado en
los preparativos de la boda, los meses o años que una persona sopor-
tará un matrimonio desdichado, lo simple o complicado que resulte
obtener un divorcio y el tiempo que transcurrirá hasta que el trámite
de divorcio se complete también varían de una cultura a otra. En reali-
dad, entonces, las relaciones humanas comienzan antes de q;uedar le-
galmente registradas y fracasan antes de ser legalmente finiquitadas.
No hay manera de medir todas las variables que afectan a estos da-
tos reunidos por las Naciones Unidas. Pero he aquí un asunto que es
central en este libro: dada la enorme cantidad de factores culturales y
diferencias individuales puestos en juego por un matrimonio o un di-
vorcio, cabría esperar que no aparecieran coincidencias ni remota-
mente significativas; es sorprendente que un patrón cualquiera se ma-
nifieste. Sin embargo, a pesar de la gran variedad de tradiciones
matrimoniales, del sinfín de opiniones que definen el divorcio en el
mundo, y de la diversidad de procedimientos para separarse, hombres y
mujeres se abandonan mutuamente más o menos de la misma manera.
Algunas personas son banqueros, otros se ganan la vida haciendo
jardinería, criando ganado, pescando o con un comercio. Algunos son
universitarios; otros son analfabetos. Entre los cientos de millones de
hombres y mujeres pertenecientes a 62 culturas, los individuos hablan
diferentes idiomas, tienen diferentes oficios, usan ropas diferentes, lle-
van en sus bolsillos monedas diferentes, entonan diferentes plegarias,
temen a diferentes demonios, y acarician diferentes esperanzas y dife-
rentes sueños. Sin embargo, sus divorcios se arraciman siempre en
torno al pico de los cuatro años.
Este patrón transcultural no se relaciona con los índices de divor-
cio. Se presenta en sociedades donde la tasa de divorcio es alta y en
culturas donde el divorcio es algo fuera de lo común. 51 Es una cons-
tante que se mantiene a lo largo del tiempo, incluso dentro de la
misma sociedad, a pesar de la gran incidencia del divorcio. Qué pecu-
liar: el matrimonio tiene un patrón transcultural de decadencia.
Este patrón de vinculación humana está presente incluso en la mi-
tología occidental. Durante el siglo XII los trovadores ambulantes euro-
peos convocaban a damas y caballeros, nobles y plebeyos, a oír la dra-
mática saga épica de Tristán e Isolda: el primer idilio occidental
moderno. Decía un poeta: «Mis señores, si desean oír una maravillosa
historia de amor y muerte, aquí está la de Tristán y la reina !solda.
Cómo para su bien y alegría, pero también para su pena, se amaron, y
cómo al fin murieron un día juntos de ese mismo amor: ella a manos
de él, y él a manos de ella.» 54

107
Como el escritor francés Denis de Rougemont dijo acerca de este
mito sobre el adulterio: ((Es una especie de arquetipo de nuestros más
complejos sentimientos de inquietud.>) Su observación es más sagaz to-
davía de lo que él pensaba. La historia comienza cuando un joven no-
ble y una hermosa reina beben juntos un elixir que saben induce al
amor durante aproximadamente tres años.
¿Existe un punto débil inherente a los vínculos humanos de pareja?
Tal vez.
También existen otros.

EL DIVORCIO ES PARA LOS JÚVEJ',;ES

Entre 1946 y 1964 nacieron alrededor de setenta y seis millones de


norteamericanos. Bienvenido el baby boom, un auge de nacimientos en
masa que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Hoy en día estas perso-
nas tienen entre casi treinta años y más de cuarenta. Y como ven que
sus pares se divorcian suponen que la disolución del matrimonio pre-
domina en la edad madura. No es así. El pico más alto de divorcios se
da en los más jóvenes.
En los Estados Unidos el riesgo de divorcio para hombres y mujeres
alcanza el punto más alto entre los veinte y los veinticuatro años, edad
un poco baja en comparación con la media mundial. En las veinticua-
tro sociedades sobre las cuales los anuarios de las Naciones Unidas
ofrecen información, el riesgo de divorcio alcanza su pico máximo en-
tre los veinticinco y los veintinueve años para los hombres, mientras
que el riesgo de divorcio para las mujeres tiene un doble pico máximo,
entre los veinticinco y los veintinueve, y entre los veinte y los veinti-
cuatro años. En los grupos de mayor edad, el divorcio se vuelve menos
y menos frecuente. Y ya en la edad madura el divorcio es un fenó-
meno raro. El 81 % de todos los divorcios ocurre antes de los cuarenta
y cinco años en el caso de las mujeres; el 74 % de todos los divorcios
ocurre antes de los cuarenta y cinco años en el caso de los hombres. 55
Resulta sorprendente. Parecería más natural pensar que, con el
transcurso de los afios, los cónyuges se aburren o se sacian uno de otro,
o que abandonan la vida conyugal una vez que los hijos dejan el hogar
a causa del trabajo o del ingreso en la universidad. No ocurre así. En
cambio, hombres y mujeres se divorcian con una regularidad impresio-
nante entre los veinte y los treinta años, cuando están en el punto más
alto de su capacidad reproductora y parental.
También nos separamos cuando hay hijos.
Un tercer patrón que se deduce de la información de las Naciones
U ni das se relaciona con ((el divorcio de padres con hijos dependientes».

108
Entre los cientos de millones de parejas de cuarenta y cinco sociedades
que, según los registros, se divorciaron entre 1950 y 1989, el 39 % no
tenía hijos dependientes; el 26 o/o eran parejas con un solo hijo depen-
diente; el 19 o/o eran parejas con dos; el 7 o/o eran parejas con tres; el 3 o/o
eran parejas con cuatro, y las parejas con cinco o más hijos raramente
se separaron. 'ir, Por lo tanto, parecería que, cuantos más hijos tiene una
pareja, menos probable es que los cónyuges se divorcien.
Los datos de la ONU son menos concluyentes sobre este tercer pa-
trón que sobre los dos anteriores.57 Sin embargo, lo sugieren con insis-
tencia y además tiene sentido desde la perspectiva genética. Desde el
punto de vista del darwinismo, es lógico que las parejas sin hijos se se-
paren; ambos cónyuges formarán una nueva pareja y probablemente
tengan hijos, y así garantizarán su futuro genético. En la medida en que
las parejas tienen más hijos se sienten menos capacitadas económica-
mente para abandonar una familia en expansión. Y es genéticamente
razonable que permanezcan juntos para cuidar de su cría.
Pero esto sí es ((innegable»: un cuarto de todos los divorcios corres-
ponde a parejas con un solo hijo dependiente; casi el 20 o/o se da en pa-
rejas con dos hijos. Mucha gente se divorcia después de traer al mundo
uno o dos hijos.

A menudo me preguntan: «¿Cuál de los dos sexos abandona con


mayor frecuencia al otro?».
Nunca lo sabremos. Las leyes y las costumbres a menudo indican
cuál de los cónyuges debe iniciar los trámites de divorcio. Pero qué in-
dividuo inicia realmente la separación emocional, física y legal no es
un dato mensurable. Después de que las discusiones y las lágrimas ter-
minan, a veces ni los mismos interesados saben con certeza quién dejó
a quién. Pero una cosa es evidente: la enorme mayoría de las personas
vuelven a casarse.
Es «típico» que las mujeres norteamericanas se casen de nuevo unos
cuatro años después del divorcio, mientras que «típicamente» los hom-
bres dejan pasar tres años desde la ruptura del vínculo anterior para
volver a casarse. 'iH El período promedio entre divorcio y nuevo casa-
miento es de tres años. 'i 9 Y el tiempo promedio entre divorcio y nuevo
casamiento en función de la edad varía entre los tres y los cuatro años
y medio.<'º Más aún, el 80 o/o de todos los varones divorciados nortea-
mericanos y el 75 o/o de las mujeres divorciadas norteamericanas vuel-
ven a casarse. r,i
En 19 79 la edad pico para el nuevo matrimonio de los varones se
ubicaba entre los treinta y los treinta y cuatro años; para las mujeres os-
cilaba entre los veinticinco y los veintinueve años. El porcentaje de

109
hombres y mujeres pertenecientes a otras culturas que vuelven a ca-
sarse no fue calculado por los censistas de las Naciones Unidas. Pero
en las 98 culturas analizadas entre 1971 y 1982, la edad pico para un
nuevo matrimonio era, entre los varones, de los treinta a los treinta y
cuatro años, y para las mujeres, de los veinticinco a los veintinueve,
igual que en los Estados Unidos. 62

¿ESTÁ CA YENDO EN DESUSO EL VÍI\'.CULO DE PAREJA?

Tal vez. El matrimonio muestra, sin duda, diversas modalidades de


decadencia. Los cálculos estadísticos de divorcio apuntan a los cuatro
años. El riesgo de divorcio es mayor en el caso de los cónyuges de en-
tre veinte y treinta años, o sea, de las personas en la cima de su capaci-
dad reproductora. Un gran número de divorcios afecta a parejas con
uno o dos hijos. Las personas divorciadas vuelven a casarse mientras
son jóvenes. Y cuanto más tiempo permanece casada una pareja, es de-
cir, a medida que envejecen los cónyuges, y probablemente cuantos
más hijos tengan, menos probable es que los cónyuges se separen. 1'-1
Ello no significa que todo el mundo se ajuste a este modelo.
George Bush, por ejemplo, no lo hizo. Pero Shakespeare sí. A fin de
continuar con su carrera de dramaturgo, a los tres o cuatro años de ca-
sado dejó a su esposa, Anne, en Stratford y partió hacia Londres. 64 En
coincidencia con las características del matrimonio de Shakespeare, los
casos de divorcio registrados en el mundo trazan un mapa, un diseño
primitivo. El animal humano parece destinado a cortejar, enamorarse y
contraer matrimonio con una persona a la vez; luego, en la cima de su
capacidad reproductora, a menudo con un solo hijo, se divorcia; algunos
años más tarde, vuelve a casarse.
¿Cómo se escribió este guión? La explicación de los patrones de
conducta humana para formar pareja es el nudo de los próximos capí-
tulos de esta obra.

A lo largo de los afluentes del Amazonas, en los atolones coralífe-


ros del Pacífico, en los desiertos árticos y en las llanuras australianas,
así como en otros lugares remotos del mundo, hombres y mujeres tam-
bién se separan. Pocos científicos o censistas han tenido acceso a dicha
gente para preguntarles cuánto duraron sus matrimonios, a qué edad se
divorciaron o cuántos niños habían tenido. Pero vale la pena echar una
vistazo a la escasa información de que disponemos.
Entre los yanomano, un pueblo tradicional de Venezuela, casi el
100 % de los niños vive con su madre natural, la mayoría convive acle-

110
más con su padre natural. Pero la convivencia de los padres biológicos
declina rápidamente cuando los niños alcanzan los cinco años de edad,
no sólo porque uno de los padres muere, sino porque los padres se di-
vorcian. 65 En la comunidad de los ngoni de Fort Jameson (África meri-
dional), el pico más alto de divorcio también se manifiesta entre el
cuarto y el quinto año de matrimonio. 66 Estos datos confirman la co-
mezón del cuarto año.
También la información disponible sobre el divorcio entre los jóve-
nes coincide con los datos de las Naciones Unidas. En las islas Truk de
Micronesia, y entre varios pueblos dedicados a la horticultura y la caza
en Nueva Guinea, África, la costa del Pacífico y el Amazonas, los ma-
trimonios son muy frágiles entre las personas que rondan los veinte
años. 67
La gente de todo el mundo afirma que el nacimiento de un hijo
fortalece el vínculo de sus padres. 68 Por ejemplo, en el Japón rural es
frecuente que las autoridades a cargo de llevar los registros ni siquiera
anoten los casamientos hasta que la pareja tiene un hijo. m Los isleños
andaman de la India no consideran que un matrimonio esté realmente
consumado hasta que los esposos se convierten en padres. 11 ' Y los tiv de
Nigeria hablan de «matrimonio de prueba» hasta que un hijo cimenta
el lazo de la pareja. 71
Pero no deberíamos dar por sentado que el nacimiento de un niño
necesariamente genera una relación para toda la vida. 72 Sospecho que
los aweikoma del Brasil oriental son un buen ejemplo de las tendencias
en las sociedades tradicionales. Para ellos «una pareja con varios hijos
permanecerá unida hasta la muerte ... , pero las separaciones antes de
que nazcan varios hijos son incontables».~, Éste es exactamente el pa-
trón que se deduce de los datos de las Naciones Unidas.
Hay excepciones, naturalmente. Las estadísticas demuestran que el
divorcio entre los musulmanes kanuri, de Nigeria, alcanza el pico má-
ximo antes del primer aniversario. El antropólogo Ronald Cohen
opina que este pico temprano de divorcio se debe a que «las mucha-
chas jóvenes tienden a separarse de sus primeros maridos con los cuales
los padres las fuerzan a casarse». 74 Resulta interesante comprobar que
los bosquimanos !kung también se divorcian poco después de casarse, y
que también ellos negocian el primer matrimonio. 75
Hasta esto coincide con los ejemplos de las Naciones Unidas, a pe-
sar de ser una excepción y no la regla. Como el lector recordará,
Egipto y otros países musulmanes muestran sin excepción un pico má-
ximo de divorcio anterior al primer año de matrimonio. Dichos países
tienen una alta incidencia de matrimonios convenidos, y un matrimo-
nio convenido puede llevar a cualquiera a separarse rápidamente, y de
esta forma se anticipa la comezón del cuarto año.

111
Todo tipo de hábitos culturales desvirtúan los patrones de conducta
en los vínculos humanos: la autonomía económica femenina, el urba-
nismo, el secularismo y los matrimonios convenidos representan sólo
una parte. A pesar de tales influencias, el apareamiento humano pre-
senta algunas reglas generales: hombres y mujeres, desde Siberia occi-
dental hasta el extremo sur de Sudamérica, se casan. Muchos se sepa-
ran. Otros abandonan al cónyuge alrededor del cuarto año de
matrimonio. 11uchos interrumpen la convivencia cuando son jóvenes.
Muchos se divorcian mientras tienen un solo hijo. Y muchos vuelven a
casarse.
Durante años, décadas y siglos, representamos una y otra vez este
antiguo guión: nos pavoneamos, acomodamos las plumas, flirteamos,
nos hacemos la corte, nos deslumbramos y nos atrapamos mutuamente.
Luego hacemos nido, nos reproducimos, nos somos infieles y abando-
namos el redil. A corto plazo, embriagados de esperanza, flirteamos
otra vez. Con eterno optimismo, el animal humano padece de inquie-
tud mientras está en edad de reproducirse y luego, al madurar, él y ella
sientan cabeza.
¿Por qué? Creo que la respuesta se esconde entre los caprichos de
nuestro pasado, <<cuando el noble hombre salvaje corría libre por los
bosques».

112
VI. «CUANDO EL NOBLE HOMBRE SALVAJE
CORRÍA LIBRE POR LOS BOSQUES»
Nuestros antepasados: la vida en los árboles

Soy tan libre como la naturaleza hizo primero al hombre


antes de que las innobles leyes de la esclavitud comenzaran,
cuando el buen salvaje corría libre por los bosques.
JOHN DRYDEN, The ConqueJt of Granada

Árboles de caoba, árboles tropicales de hoja perenne, laureles, pera-


les salvajes, nefelios, mangos, gomeros, mirras, ébanos: árboles, árboles
y más árboles se extendían desde las playas doradas de Kenia hasta la
costa atlántica. 1 Veinte mill6nes de añ.os atrás, África ecuatorial era
una impenetrable cortina verde. La espesura se veía interrumpida de
vez en cuando por algunos claros, charcos, pantanos y arroyos, uno que
otro monte de vegetación menos tupida y praderas cubiertas de hierba.
Pero semillas fosilizadas, frutas y nueces desenterradas en la isla Ru-
singa del lago Victoria y sus alrededores indican que África oriental es-
taba cubierta principalmente por bosques libres de viento. 2
Las mariposas danzaban en la tenue luz que se filtraba por el fo-
llaje. Las ardillas voladoras planeaban de horqueta en horqueta y los
murciélagos colgaban de las grietas oscuras. Arcaicos antepasados de
los rinocerontes, elefantes, hipopótamos, jabalíes, okapis y ciervos, así
como otros animales de la selva, se alimentaban entre los helechos. Y
las polillas doradas, las musarañas elefante, los hámsters, erizos, rato-
nes, jerbos y muchos otros pequeños animales buscaban larvas de in-
secto, lombrices de tierra, hierbas o frutas sobre el húmedo suelo de la
selva. La temperatura era un poco más alta que la actual y casi todas
las tardes la lluvia caía sobre los vapores de la jungla, alimentando la-
gunas y arroyos con agua fresca y golpeando las capas superiores de la
espesa bóveda vegetal.
Nuestros antepasados deambulaban entre estos árboles.
Nos referimos a ellos con una gran variedad de nombres científi-
cos, pero se los conoce colectivamente como hominoideos: los antece-
sores de simios y humanos. S~ han encontrado cientos de sus dientes y
huesos fósiles en África oriental (así como en Eurasia), y se calcula que
tienen entre veintitrés y catorce millones de años de antigüedad. Todos
ellos tenían rasgos mixtos, semejantes tanto a los simios como a los
monos, si bien algunos se parecían más a los monos y en cambio otros
compartían más características con los simios. 3

113
Los huesos de una especie localizada en la isla Rusinga indican
que estas criaturas tenían más o menos el tamaño de un gato do-
méstico actual, mientras que otros eran tan grandes como el chim-
pancé moderno. Ninguno de ellos se asemejaba a los seres humanos.
Pero de estas familias provendrían en algún momento tanto nuestros
antepasados como los grandes simios vivientes.
No es fácil deducir de qué manera los hominoideos pasaban sus
días y sus noches. Algunos tal vez corrían por las ramas más altas
como hacen hoy día muchos monos, saltando de una a otra y tre-
pando para tomar el siguiente camino por encima de las copas de
los árboles. Otros quizá se colgaban de las ramas y se columpiaban.
La distinción es muy importante para la evolución humana, ya
que una y otra opción implican formas muy diferentes de desplaza-
miento. Cuando los precursores de monos y simios abandonaron la
vida en las gruesas ramas centrales y pasaron a colgarse de las infe-
riores y más delgadas, desarrollaron la estructura básica de nuestro
esqueleto humano. En primer lugar, nuestros antepasados perdieron
el rabo. Estos apéndices llenos de gracia habían cumplido la misma
función que la vara de los equilibristas, un elemento perfectamente
adecuado para ayudarlos a mantener el equilibrio y para darles
mayor estabilidad mientras se deslizaban por encima de las robustas
ramas. Pero en la medida en que los antepasados de monos y simios
empezaron a colgarse por debajo del nivel de las ramas, las colas se
convirtieron en equipaje que la naturaleza podía descartar.
Hubo otros rasgos determinantes que también derivaron de co-
lumpiarse de las ramas, sobre todo modificaciones del hombro, brazo
y torso. Si tomamos delicadamente a un gato por las patas delante-
ras, veremos que su cabeza cuelga detrás de las zarpas; el gato no
puede ver lo que hay entre sus patas. Si entonces nos agarramos con
las manos de una barra de gimnasia y dejamos colgar todo el peso
del cuerpo, notaremos cómo nuestros hombros no se colapsan de-
lante de la cara; podemos mirar entre los codos mientras estamos
suspendidos. Las clavículas humanas, el emplazamiento de nuestros
omóplatos a lo ancho de la espalda, nuestro gran esternón, nuestra
amplia caja torácica y nuestras pequeñas vértebras lumbares fueron
el resultado de que el cuerpo colgara de lo alto en lugar de apoyarse
en la base.
Otro rasgo distintivo es que los humanos y todos los simios po-
demos girar las muñecas ciento ochenta grados. Gracias a ello somos
capaces de columpiarnos de una barra de gimnasia con las palmas
de las manos hacia adelante o hacia atrás. Nuestros antepasados ad-
quirieron todos estos rasgos anatómicos de los braws y parte supe-
rior del cuerpo tiempo atrás, a fin de poder balancearse entre las ra-

114
mas de los árboles y hamacarse entre las ramas más delgadas, alimen-
tándose mientras tanto con frutos y flores.
Exactamente cuándo ocurrió esto ha sido motivo de debate durante
décadas. Una posibilidad es que nuestros antepasados comenzaran a di-
ferenciarse de los monos primitivos y a colgar debajo de las ramas hace
treinta millones de años. 4 Sin embargo, habrían mantenido el aspecto
de simios y monos hasta unos dieciséis millones de años atrás. 'i De
modo que no sabemos cómo se propulsaban los hominoideos hace
veinte millones de años.
Pero vivían entre las hojas. Y por las docenas de quijadas y dientes
que dejaron atrás resulta evidente que dichos animales pasaban gran
parte del tiempo juntando frutos. 6 Con sus hocicos adelantados, afilados
colmillos y dientes delanteros aserrados, estos hominoideos arrancaban,
despellejaban, descarozaban y deshollejaban su ración cotidiana. Debe-
rían de beber de las bromelias con forma de tulipa, de otras plantas, y
de las grietas donde cada día se juntaba el agua de lluvia. Y segura-
mente charlaban con sus compañeros, competían por el liderazgo y la
comida, y se acomodaban en las amplias horquetas de los árboles para
dormir.

AMOR EN LA SELVA

Sin duda los hominoideos también «hacían el amorn. Tal vez hasta
sentían algo parecido a un enamoramiento mientras se olían, palmea-
ban y acariciaban antes de copular. Pero es poco probable que el sexo
fuera cosa de todos los días para estos arcaicos antepasados nuestros.
¿Por qué? Porque todas las hembras primates -excepto las mujeres-
tienen un período de celo o estro. Las monas de algunas especies en-
tran en celo estacionalmente; otras, y todos los simios hembra, tienen
mensualmente un ciclo menstrual de modo muy semejante al de las
mujeres. Pero en la mitad de cada ciclo, que puede durar de veintiocho
a cuarenta y cinco días, entran en celo durante un período de unos
veinte días, dependiendo de cada individuo y de la especie.
Los babuinos son un buen ejemplo del patrón común de conducta
sexual de los primates, y su vida sexual expresa varias cosas acerca del
coito entre nuestros parientes hominoideos de hace veinte millones de
años.
Al entrar en celo, el olor de la hembra babuina cambia, y la «piel
sexual» alrededor de sus genitales se inflama anunciando su condición
de fertilidad como si fuera una bandera. Comienza a «presentarse», la-
dea las nalgas, mira sobre el hombro, se pone en cuclillas y retrocede
hacia los machos para incitarlos a la cópula. Sin embargo, cuando su

115
período de celo empieza a desaparecer, la babuina siempre rechaza la
cópula, hasta el mes siguiente. Las hembras normalmente no copulan
mientras están encintas. Y después del parto no reanudan los períodos
de celo ni la actividad sexual regular hasta destetar a la cría, en total,
entre cinco y veintiún meses. Por lo tanto, las babuinas sólo están dis-
ponibles para la cópula durante una veinticincoava parte de su vida
adulta.'
Es posible que nuestros antepasados no fueran más activos sexual-
mente que los babuinos.
La vida sexual de varios simios lo confirma. Las hembras del chim-
pancé «común» tienen períodos de celo que duran de diez a catorce
días; las gorilas permanecen en celo de uno a cuatro días, y los orangu-
tanes hembra presentan estros que se prolongan entre cinco y seis días
de su ciclo menstrual.8 La enorme mayoría de las cópulas de estos sal-
vajes parientes nuestros ocurre durante dichos períodos de celo. 9 Du-
rante la preñez estos simios cesan en sus ciclos e interrumpen la activi-
dad sexual habitual. Y el celo no reaparece hasta que la madre desteta
a la cría, un período de reposo sexual posparto que se prolonga de tres
a cuatro años entre las hembras de chimpancé y gorila común, un lapso
mucho más largo entre las hembras de orangután. 111 Sólo los chimpan-
cés pigmeos copulan más a menudo. Pero como dichos animales pre-
sentan un patrón de sexualidad atípico, probablemente no se los pueda
considerar un modelo válido para la vida de unos veinte millones de
años atrás. 11
Es realmente posible que nuestros antepasados fueran semejantes a
los primates comunes, y que la actividad sexual fuera periódica. Algu-
nas hembras eran más sensuales que otras, igual que algunas hembras
de primate y algunas mujeres de hoy. Estaban las que permanecían en
celo más tiempo y otras eran más populares entre los machos. Pero el
apareamiento probablemente estaba restringido al período de estro. La
vida apacible tal vez se hacía orgiástica cuando las hembras entraban
en celo y los machos luchaban entre los árboles por el privilegio del
coito. Pero las hembras debían de volver al reposo sexual durante la
preñez y seguramente se abstenían hasta destetar a la cría. Es probable
que su actividad sexual se limitara a unas pocas semanas intermitentes
cada varios años.
Sin embargo, los primates comunes también tienen conductas ex-
cepcionales, y eso me lleva a formular algunas especulaciones más
acerca de la vida sexual de nuestros peludos ancestros. Como la excita-
ción social estimula a las hembras de muchas especies a copular en mo-
mentos que no corresponden al clímax de su propio celo, es posible
que factores como un nuevo líder, la incorporación de un miembro
a la comunidad o algún alimento especial, por ejemplo un poco de

116
carne, indujeran a las hembras a copular aunque no estuvieran en
celo. 12 Las hembras posiblemente usaban la sexualidad para obtener bo-
cados deliciosos y ganar amigos.
Es probable que durante la preñez o el amamantamiento las hem-
bras se permitieran breves incursiones ocasionales en la sexualidad. Los
macacos de la India, así como las chimpancés y gorilas comunes, algu-
nas veces copulan durante los primeros meses de preñez 1' o antes de
destetar a sus crías. 14 De modo que es razonable suponer que nuestras
antepasadas también lo hacían. Algunas veces pueden haberse mastur-
bado, tal como hacen las gorilas. l'i Dado que la homosexualidad es un
fenómeno observable entre hembras de gorila, chimpancé y muchas
otras especies, nuestras abuelas debían de montarse o frotarse mutua-
mente como estímulo. 16 Por último, como los simios macho algunas
veces fuerzan a las hembras a la cópula cuando éstas se resisten, es pro-
bable que las hominoideas fueran violadas alguna que otra vez. P
No podemos agregar nada más acerca de la sexualidad o sistema de
apareamiento de esos animales, salvo que los profundos cambios en el
clima empujarían imperceptiblemente a algunos de ellos hacia la hu-
manidad, y hacia nuestra costumbre de flirtear, enamorarnos, casarnos,
sernos infieles, divorciarnos y formar nueva pareja.
Todo empezó con los derretimientos y las corrientes que sacudie-
ron el interior de la Tierra.

CONMOCIC)r,,.¡ EN EL OCÉANO

Veinte millones de años atrás África y Arabia formaban una sola


gran isla-continente que estaba emplazada un poco más al sur que en la
actualidad. 18 Hacia el norte había un mar, el océano Tetis, que se ex-
tendía desde el Atlántico, al oeste, hasta el Pacífico, al este, y que co-
nectaba las aguas del mundo. En aquel entonces, esta compuerta era el
radiador de la Tierra. Corrientes submarinas cálidas provenientes del
Tetis bañaban todo el globo, elevando la temperatura de las mareas y
los vientos que bañaban todas las playas del mundo con olas cálidas y
empapaban las selvas con tibias lluvias. 19
Esta caldera iba a desaparecer. Unos diecisiete millones de años
atrás, empujada por feroces corrientes subterráneas, la plataforma afro-
árabe de la corteza terrestre comenzó a desplazarse hacia el norte hasta
chocar contra lo que hoy denominamos el Oriente Medio, y dio origen
a las cadenas montañosas Zagros, Taurus y Cáucaso. Pronto un in-
menso corredor terrestre se desplegó desde África hasta Eurasia, co-
nectando los infinitos bosques del mundo antiguo. 20
A consecuencia del proceso, el Tetis se dividió por la mitad. La

117
porción oeste se convirtió en el mar Mediterráneo, y tibias aguas sala-
das continuaron vertiéndose en el océano Atlántico. Pero el Tetis
oriental, lo que luego evolucionó hasta conformar el océano Índico,
dejó de recibir corrientes tropicales. Los océanos Atlántico e Indo-Pa-
cífico quedaron desconectados: ya no había mareas cálidas que bañaran
el globo, entibiando las selvas del mundo antiguo. 21 Más de sesenta y
cinco millones de años atrás, cuando en los albores de la era cenowica
los mamíferos reemplazaron a los dinosaurios, las temperaturas del
mundo habían empezado a bajar. En este punto volvieron a bajar. En
la Antártida se formaron capas de hielo sobre la cima de las montañas.
A lo largo del ecuador la tierra comenzó a secarse.
La Tierra se estaba enfriando.
Las transformaciones climáticas afectaron entonces al África orien-
tal. Anteriores forcejeos en la corteza terrestre habían dejado dos tajos
profundos, grietas paralelas que se extendían de norte a sur, a lo largo
de cinco mil kilómetros, cruzando Malaui desde la región hoy llamada
Etiopía. Pero cuando el continente afroárabe se desplazó hacia el
norte, estas fisuras empezaron a alejarse una de otra. A su alrededor el
suelo se hundió, dando origen al paisaje actual de África oriental: una
serie de valles bajos que anidan entre tierras altas y montañosas. 22
Entonces, mientras las nubes del África ecuatorial depositaban su
cálida humedad antes Je remontar la saliente oeste de la Grieta Occi-
dental, los vientos alisios del océano Índico, en camino a la Grieta
Oriental, descargaban las lluvias. La región del Valle de la Grieta, en
África oriental, quedó dentro de la ((Sombra de la lluvia». Donde la
bruma había velado el sol de la mañana, ahora los días eran claros y re-
secos.
Las estaciones pronto marcaron la ronda incesante de nacimientos
y muertes. Diecisiete millones de años atrás el monzón ya soplaba
desde el océano Índico entre octubre y abril, pero para mayo las plan-
tas estaban en latencia. Las higueras, las acacias, los mangos y los pera-
les silvestres ya no daban frutas y flores a lo largo de todo el año; los
retoños, las hojas nuevas y las nuevas ramas sólo aparecían en la esta-
ción de las lluvias. 23 Las lluvias tibias que empapaban al África oriental
todas las tardes se estaban convirtiendo en un fenómeno del pasado.

Lo que era peor, los volcanes empezaron a escupir rocas derretidas.


Algunos ya habían entrado en erupción veinte millones de años antes.
Pero, al llegar a dieciséis millones de años atrás, el Tinderet, el Y elele,
el Napak, el Moroto, el Kadam, el Elgon y el Kisingeri lanzaron olas
de lava y nubes de cenizas sobre l9s animales y las plantas que había
debajo."

118
El enfriamiento de la Tierra, los efectos de la sombra de lluvia y la
entrada en actividad de los volcanes de la zona provocaron que las sel-
vas tropicales de África oriental comenzaran a encogerse, mientras los
bosques del resto del mundo iban volviéndose más ralos.
En lugar de los árboles aparecieron dos nuevos fenómenos ecológi-
cos: los montes y las sabanas. 25 En las márgenes de lagos y ríos, los ár-
boles aún formaban grupos nutridos. Pero en cuanto el terreno subía y
los arroyos se convertían en hilos de agua, aparecían los montes, donde
árboles más achaparrados extendían sus ramas, y los follajes apenas al-
canzaban a rozarse. Y donde el agua era aún más escasa, hierbas y pas-
tos que habían luchado por sobrevivir bajo la bóveda de ramas, ahora
cubrían kilómetros y kilómetros de montes y sabanas. 2r, Al llegar a ca-
torce millones de años atrás, el mundo frondoso y protector de los ho-
minoideos completaba su declinación.
Reinaba la destrucción.
También las oportunidades.
En esta época muchos animales de la selva habían empezado a de-
saparecer. Los minúsculos antepasados del caballo y otras criaturas
emigraron a África desde las disminuidas selvas de Eurasia. Y muchas
otras especies emergieron de los claros de la selva para congregarse en
grupos más numerosos, y evolucionaron hasta convertirse en las nue-
vas especies de las estepas. Entre los inmigrantes de las praderas esta-
ban los antepasados del rinoceronte y de la jirafa actuales, el avestruz,
infinitas variedades de antílopes y los otros herbívoros que pastan y
que rumian que hoy pueblan la llanura de Serengeti. Junto con ellos
evolucionaron los depredadores, leones, leopardos y otros carnívoros,
así como chacales y hienas, los basureros del mundo antiguoY
La agitación en el océano, el nuevo puente terrestre hacia el norte,
el cielo de las estaciones, la reducción de las bóvedas de follaje y la ex-
pansión de los montes y las praderas cubiertas de hierba iban a afectar
profundamente a los hominoideos. Al llegar a los quince millones de
años atrás, nuestros precursores habían experimentado una «radiación
adaptativa». Indudablemente, gracias al nuevo camino de salida desde
África, algunos se desplazaron hacia Francia, España y Hungría e in-
cluso hasta Asia, antes de que la mayoría desapareciera del registro de
fósiles hace unos once millones de años. Algunos derivados florecie-
ron, luego se extinguieron, meros callejones sin salida.
El más interesante de estos grupos de exploradores se conoce colec-
tivamente con el nombre de los ramamorfos (que incluye a los Rama-
pithecus y a los Sivapithecus), que ya desde hace tiempo se considera el
eslabón perdido. Estos «cascanueces» aparecieron en el África oriental
unos catorce millones de años atrás, y luego se irradiaron a través de
Medio Oriente hasta la India y China. El grueso esmalte de sus mola-

119
res sugiere que recorrían los bosques comiendo nueces y frutas de cás-
cara dura, aunque probablemente también incursionaban en regiones
más descampadas. 28 Parece ser que desaparecieron unos ocho millones
de años atrás.
¿Quiénes eran los ramamorfos? Hoy en día algunos antropólogos
consideran que dichos animales eran parientes arcaicos de los orangu-
tanes, de apariencia apañuscada, simios de pelaje rojo que aún habitan
las selvas en retroceso del sudeste asiático. 29 Otros sostienen que de ese
grupo en general surgieron nuestros antepasados casi humanos, así
como todos los simios vivientes. -'0 No se ha zanjado la cuestión y en su
esencia perdura un interrogante básico: ¿qué era el eslabón perdido,
esa raza de hominoideos que abandonó los árboles de África y que co-
menzaría la marcha hacia la humanidad? Aún no lo sabemos.
Seis millones de años atrás los pastizales cubrían el África orien-
tal; las condiciones estaban dadas para que emergiera la humanidad.
Se han hallado pedacitos y restos de huesos casi humanos fosilizados,
pero no alcanzarían a llenar una caja de zapatos. Y prácticamente no se
han descubierto restos fósiles de los simios correspondientes a este pe-
ríodo de tiempo. De modo que los científicos no disponen de pruebas
suficientes de ese antepasado arbóreo que iba a emerger en las praderas
para construir el mundo sexuado en el que luchamos hoy.
Sin embargo, hay una clave esencial que se ha materializado. A
partir de semejanzas bioquímicas en las proteínas de la sangre y en
otras moléculas, la gente de ciencia ha descubierto que los antepasados
del orangután son un derivado de este grupo básico de los ramamorfos,
surgidos unos diez millones de años atrás. Por lo tanto, estamos muy
estrechamente emparentados con los simios africanos, gorilas y chim-
pancés. Nuestros antepasados homínidas probablemente se diferencia-
ron de los de estos animales hace no más de cuatro o cinco millones de
años. 31
Los amigos se eligen, de los parientes no se escapa. De modo que
la relación con los simios africanos es importante para rastrear la histo-
ria del amor humano; la naturaleza juega con lo que tiene: por medio
de las adaptaciones de un animal selecciona los nuevos diseños. O sea
que si bien los simios africanos son, por supuesto, el resultado de una
evolución de milenios, sus íntimos vínculos biológicos con la humani-
dad los vuelve excelentes modelos para reconstruir cómo era la vida
antes de que nuestros antepasados fueran forzados a abandonar las sel-
vas en vías de desaparición del África oriental, justo antes de que los
patrones humanos de casamiento, adulterio y divorcio se desarrollaran.

120
LAS TÁCTICAS DE LOS GORILAS

Los gorilas viven en harenes. En la actualidad, estos tímidos y en-


cantadores animales todavía vagabundean por los inactivos volcanes
Virunga de Zaire, Uganda y Ruan da. Hasta su asesinato en la selva en
1985, la antropóloga Dian Fossey estudió a treinta y cinco bandas de
gorilas y registró su vida cotidiana a lo largo de dieciocho años.
Cada harén está a cargo de un único adulto de lomo plateado (así
llamados por la montura de pelo plateado que les atraviesa el lomo) y
de dos «esposas» como mínimo. A menudo un macho de lomo negro
(subadulto) o un macho más joven pero plenamente desarrollado ocu-
pan en la banda una posición de menor autoridad junto al jefe. Este
subjefe va acompañado de sus propias esposas jóvenes. De modo que el
líder, los machos menores, las esposas de cada uno y un racimo de jó-
venes recorren juntos el corazón de África, y entre la bruma y la ma-
leza que rodean los troncos cubiertos de musgo de los árboles de hage-
nia buscan cardos y apio silvestre.
Las gorilas empiezan a copular entre los nueve y los once años de
edad. Cuando entra en celo, estado que le dura de uno a cuatro días,
una hembra comienza a coquetearle al macho de mayor jerarquía, que
no sea su padre ni su hermano. 32 Inclina las nalgas hacia él, lo mira fi-
jamente a los ojos marrones y retrocede decidida hacia él frotando los
genitales rítmicamente contra su cuerpo o sentándose a horcajadas so-
bre sus rodillas para copular frente a frente. Mientras tanto emite todo
el tiempo una llamada suave, aguda y ondulante. 3 1
Sin embargo, si en su banda de origen no hay un «marido» disponi-
ble, la abandona para unirse a otro grupo del que forme parte un ma-
cho adecuado. Y si tampoco allí encuentra pareja, se une a algún sol-
tero solitario y viaja independientemente con él. No obstante, si su
pareja no consigue una segunda hembra en pocos meses, la hembra
abandonará a su amante para integrarse a un harén. Las gorilas hembra
no toleran la monogamia, prefieren la vida del harén.
Los machos jóvenes también son volubles. Si un macho de lomo
negro alcanza la pubertad dentro de una banda en la que hay una o
más hembras jóvenes, a menudo permanece en el grupo de origen para
tener cría con ellas. Pero si no hay hembras púberes o son todas her-
manas, se unirá a otro grupo o vagará como soltero solitario a fin de
atraer a las hembras jóvenes y formar su propio harén. Esta movilidad
impide el incesto. En realidad, en sólo una ocasión presenció Fossey
un incesto: un lomo plateado se apareó con su propia hija. Curiosa-
mente, algunos meses después del parto, la parentela dio muerte a la
cría. La presencia de partículas de hueso en sus heces indica además
que comieron parcialmente el cuerpo del bebé muerto. ·14

121
U na vez formado el harén, el marido y sus esposas se establecen en
un lugar fijo. Normalmente el apareamiento es para toda la vida, juntos
tornarán baños de sol cuando aparecen los primeros rayos y cumplirán
en pareja la rítmica ronda de actividades de trabajo y juego. De vez en
cuando una hembra abandona a su esposo para unirse a otro macho:
monandria en serie.-is Pero es raro. Sin embargo, los cónyuges no son
necesariamente fieles en el plano sexual. La hembra en celo se aparea
sólo con su marido e interrumpe las provocaciones a otros machos. No
obstante, una vez que está preñada, la hembra a menudo copula con
los machos de menor jerarquía, en las narices del marido. Y a menos
que el acto sexual resulte demasiado entusiasta, el marido no inte-
rrumpe tales encuentros. Los gorilas son infieles y toleran el adulterio.
¿También nuestros antepasados -en la época en que vivían en los
árboles- se habrán desplazado en harenes al estilo de los gorilas, seis
millones de años atrás? ¿Se aparearían para toda la vida machos y hem-
bras para luego copular ocasionalmente con otros miembros de la
banda? Tal vez.
No obstante, existen marcadas diferencias entre las preferencias se-
xuales humanas y los hábitos reproductores de los gorilas. Los gorilas
siempre copulan en público, mientras que una importante caracterís-
tica del apareamiento humano es la intimidad. Y una diferencia aún
más importante es que el gorila macho siempre forma harenes. Los
hombres, en cambio, no. Como es sabido, la enorme mayoría de los
machos humanos tienen una sola esposa a la vez. Las hembras gorila y
las hembras humanas tienen todavía menos características en común.
Si bien las mujeres pueden formar parte de harenes, en general entran
en conflicto con la otra esposa. Las mujeres no se adaptan por tempe-
ramento a la vida del harén.
Sin embargo, lo que más distingue a los seres humanos de los gori-
las es la duración de nuestras «relaciones)). Los gorilas casi siempre es-
tablecen vínculos para toda la vida. Las personas, en cambio, suelen
cambiar de cónyuge, en algunos casos varias veces. Rn nuestro caso, un
matrimonio durable es algo difícil de lograr.

LA HORDA PRI.MITIV A

Darwin, Freud, Engels y muchos otros pensadores han postulado


que nuestros primeros antepasados vivían en una «horda primitiva», es
decir, que hombres y mujeres copulaban con quien querían, cuando se
les antojaba.-'6 Corno decía Lucrecio, el filósofo romano del siglo I de la
era cristiana: «Los seres humanos que en esos días vivían en los cam-
pos eran gente más dura, como la dura tierra los había hecho ... Vivie-

122
ron muchas revoluciones del sol, vagando de un lado a otro a la ma-
nera de las bestias salvajes. Y Venus unía los cuerpos de los amantes en
la selva, ya que era el mutuo deseo lo que los hacía buscarse, o la
fuerza frenética y la violenta lujuria de los varones, o un soborno con
bellotas, peras o frutas de madroño.» 3~
Es posible que Lucrecio tuviera ra7..ón. Nuestros parientes más cer-
canos, los chimpancés comunes y los chimpancés pigmeos, viven en
hordas, y el soborno sexual es cosa de todos los días entre ellos, en es-
pecial entre los pigmeos, la más pequeña de las variedades. Además,
somos genéticamente tan semejantes a estos chimpancés como el perro
doméstico al lobo. De modo que podemos deducir bastante acerca de
nuestro pasado mediante la observación de sus hábitos de vida.

Hoy en día, los chimpancés pigmeos (Pan paniscus), llamados co-


múnmente bonobos, se conservan en unas pocas selvas pantanosas que
abrazan el río Zaire (Congo), donde realizan proezas acrobáticas, se
cuelgan de los brazos, pegan brincos, se zambullen y caminan sobre los
miembros traseros como equilibristas, a menudo a treinta metros del
suelo. No obstante, la mayor parte del tiempo se mueven sobre el suelo
a cuatro patas, recorriendo los bosques, buscando frutas jugosas, semi-
llas, brotes nuevos, hojas, miel, lombrices y orugas, haciendo agujeros
en la tierra para buscar hongos o robando azúcar y piñas a los gran-
jeros. 18
También comen carne. En dos ocasiones antropólogos que los estu-
diaban observaron cómo machos de chimpancé pigmeo intentaban
atrapar ardillas voladoras, sin éxito. En otras dos ocasiones los vieron
cazar y matar en silencio un pequeño antílope del bosque, y compartir
la carne. Los aldeanos locales afirman que los bonobos cavan en el ba-
rro junto a los arroyos para cazar peces, y que desparraman los hormi-
gueros de termitas para comerse a las residentes. '9 Quizá nuestros ante-
pasados cazaban animales e ingerían otras proteínas para complemen-
tar la dieta de frutas y nueces.
Los antropólogos empiezan ahora a investigar la vida social de los
bonobos. De lo que pueden inferir, los animales en cuestión se trasla-
dan en grupos mixtos de machos, hembras y crías. Algunos grupos son
pequeños, de dos a ocho individuos que se desplazan en bandas relati-
vamente estables. Sin embargo, de quince a treinta, y a veces hasta cien
individuos, se reúnen para comer, distenderse o dormir unos junto a
otros. Los individuos van y vienen entre un grupo y otro, según la dis-
ponibilidad de comida, y forman así una comunidad cohesionada de
varias docenas de animales. He aquí una horda primitiva.
El sexo es casi un pasatiempo cotidiano. El período mensual de

123
celo de las hembras de bonobo es extenso, ya que abarca casi tres cuar-
tas partes de su ciclo menstrual. Pero la sexualidad, como decíamos
más arriba, no está limitada al celo. Las hembras copulan durante casi
todo el ciclo menstrual, un patrón de conducta sexual más semejante al
de la mujer que al de cualquier otro animal. 40
Y es frecuente que las hembras sobornen con el sexo a los machos
conocidos. Por ejemplo, una hembra irá a sentarse junto a un macho
que está comiendo caña de azúcar y con la palma de la mano hacia
arriba, a la usanza humana, lo mirará a los ojos con expresión melancó-
lica y le pedirá que comparta su banquete con ella. Sus ojos pasarán en-
tonces al azúcar, luego volverán a mirarlo a él. El macho siente el peso
de esa mirada. Cuando la convida, ella ladea las nalgas y copula con él;
luego se aleja con el pedazo de caña en la mano. No está excluido que
las hembras provoquen a otras hembras. U na de ellas, por ejemplo, se
acercará a una camarada y trepará a sus brazos de frente, abrazada a su
cintura con las patas traseras, y frotará sus genitales contra los de la
otra antes de aceptar un trozo de caña. La homosexualidad entre ma-
chos, la estimulación oral del pene, también ocurre. 41
Los bonobos copulan para disolver las tensiones, para estimular la
comida compartida, para disminuir la tensión durante los viajes y para
cimentar las amistades durante las reuniones conflictivas. «Haz el amor
y no la guerra» es evidentemente un lema bonobo.
¿Hacían lo mismo nuestros antepasados?
Los bonobos, en realidad, despliegan muchos hábitos sexuales que
se observan en la gente en medio de la calle, en los bares y restaurantes
y detrás de las puertas de los pisos de Nueva York, París, Moscú y
Hong Kong. Antes del coito los bonobos a menudo se miran fijamente
a los ojos. Como ya he mencionado, la mirada copulatoria es también
un componente central del galanteo humano. Y los bonobos, como los
seres humanos, caminan del brazo, se besan las manos y los pies y se
dan largos y apretados abrazos y besos de lengua. 42

Darwin sospechaba que el beso era natural en las personas. Si bien


sabía que era una práctica desconocida en varias culturas, pensaba que
el impulso de acariciar al ser amado era innato.
Y tenía razón. Más del 90 % de los pueblos registrados se besan.
Antes de los primeros contactos con Occidente, el beso era, según los
informes, desconocido para los somalíes, los lepcha de Sikkim y los si-
riono de Sudamérica, mientras que los thonga de Suráfrica y algunos
otros pueblos tradicionalmente consideraban el beso como algo repug-
nante. 4-' Pero aun en estas sociedades los amantes se acariciaban, la-
mían, frotaban, chupaban, mordisqueaban o soplaban en la cara antes

124
de copular. Los grandes besadores del mundo son los hindúes y los oc-
cidentales; hemos hecho un arte del beso. Pero los bonobos -y muchos
otro animales- comparten nuestra afición.
Los bonobos en el zoológico de San Diego también copulan en la
postura del misionero (cara a cara con el macho encima) el 70 o/o de las
veces, aunque esto tal vez se deba a que allí disponen de una superficie
plana y seca. 44 En la jungla africana, 40 de las 106 copulaciones obser-
vadas fueron cara a cara; el resto, en cambio, fue en la postura de pe-
netración desde atrás. 4 'i Pero a los chimpancés pigmeos les gusta variar.
La hembra puede sentarse sobre las rodillas del macho para copular,
acostarse sobre él, ponerse en cuclillas mientras él está de pie, o pue-
den estar ambos de pie, o colgados de una rama de árbol. Algunas ve-
ces se toquetean mutuamente los genitales mientras copulan. Y siem-
pre se miran a los ojos mientras «hacen el amor».
Nuestros últimos antepasados que vivían en los árboles probable-
mente también se besaban y abrazaban antes del coito; quizá hasta «ha-
cían el amor» cara a cara mirándose profundamente a los ojos. 46
Como los bonobos parecen ser los más sagaces de los simios, como
tienen muchas características semejantes a las nuestras y como copulan
con gracia y gran frecuencia, algunos antropólogos deducen que los bo-
nobos son muy parecidos al prototipo de hominoideo africano, nuestro
último antepasado en los árboles. 47 Tal vez los chimpancés pigmeos son
reliquias vivientes de nuestro pasado. Pero, por otra parte, manifiestan
algunas diferencias fundamentales en su conducta sexual. Para empe-
zar, los bonobos no establecen parejas a largo plazo como los humanos.
Ni crían a sus hijos como marido y mujer. Los machos se ocupan de los
hermanos pequeños, 48 pero la monogamia no es vida para ellos. Prefie-
ren, en cambio, la promiscuidad.
Si los chimpancés pigmeos son lo que queda de nuestros antepasa-
dos primordiales que vivían en los árboles, el adulterio humano es en-
tonces realmente muy antiguo.

LA ÉPOCA DE LOS CHIMPANCÉS

Los chimpancés comunes, o Pan troglodytes, nombre impuesto en


honor a Pan, espíritu de la madre naturaleza y dios de los antiguos
griegos, son igual de promiscuos. Desde 1960 Jane Goodall viene ob-
servando a estos animales en la Reserva de Gombe Stream, Tanzania, y
ha registrado algunas conductas notables que nos ayudan a comprender
cómo pudo ser la vida de nuestros antepasados en los árboles unos seis
millones de años atrás.
Dichos chimpancés viven en comunidades de quince a ochenta in-

125
dividuos, en territorios de cinco a doce kilómetros cuadrados sobre la
margen oriental del lago Tanganica. Lo que llamarían su «hogarn pre-
senta características que varían de la selva tupida al bosque más
aireado y a los claros tipo sabana cubiertos de pasto y con árboles aisla-
dos. Dado que el alimento está disperso y es desigual, los individuos se
ven obligados a viajar en grupos pequeños y provisionales.
Los machos recorren el territorio en grupos de cuatro o cinco. Dos
o más madres con cría a veces se juntan durante unas horas en una es-
pecie de reunión de «guardería». Y los individuos de ambos sexos mu-
chas veces vagabundean por su cuenta o se reúnen con uno o más ami-
gos en pequeños grupos mixtos. Los grupas son flexibles, los indivi-
duos van y vienen. Pero si los integrantes de un grupo encuentran una
cantidad exuberante de higos, brotes nuevos o algún otro manjar,
aúllan por la selva o golpean los troncos de los árboles con los puños
para atraer a los demás. Entonces todos se reúnen para el banquete.
Las hembras de chimpancé común entran en celo en mitad del ci-
clo, y a menudo el estro les dura entre diez y dieciséis días, y sus patro-
nes de sexualidad me parecen el mejor modelo de cómo puede haber
sido la vida de nuestros antepasados tiempo atrás. 4~
Cuando una hembra entra en celo la piel que rodea sus genitales se
hincha hasta adoptar el aspecto de una enorme flor rosada, un pasa-
porte para la actividad masculina. A menudo se une a un grupo de ma-
chos y procede a seducirlos a todos, excepto a sus hijos y hermanos.
Hasta ocho machos pueden hacer fila y esperar turno en lo que se co-
noce como apareamiento oportunista. Los machos completan la cópula
en dos minutos antes de hacer lugar al siguiente; la penetración, fric-
ción y eyaculación normalmente les lleva sólo de diez a quince se-
gundos.-'iº
Los cortejadores más dominantes, en cambio, pueden tratar de mo-
nopolizar a la hembra en celo, en lo que se llama «apareamiento pose-
sivo». El macho la mirará fijamente para llamarle la atención, se sen-
tará con las patas abiertas para exhibir el pene en erección, le dará
golpecitos, oscilará a un lado y a otro, la llamará con los brazos abier-
tos, se contoneará frente a ella o la seguirá obcecadamente. 11 Un ma-
cho durmió toda la noche bajo la lluvia esperando que una hembra en
celo saliera de su territorio. Cuando un macho logra atraer a su lado a
una hembra, se queda cerca de ella y trata de evitar que los otros ma-
chos copulen con ella. Algunas veces, incluso, los machos persiguen o
atacan a los otros pretendientes. Pero las confrontaciones de este tipo
ocupan un tiempo precioso, minutos que la hembra a veces usa para
copular con hasta tres admiradores más.
Las hembras de chimpancé son sexualmente agresivas. En una
oportunidad Flo, la más sensual de las chimpancés de Gombe, copuló

126
varias docenas de veces en el curso de un solo día. Las hembras adoles-
centes a veces resultan insaciables y llegan a pellizcar el fláccido pene
de los compañeros indiferentes. Parece ser que algunas hembras tam-
bién se masturban. Además, las hembras pueden ser exigentes. Prefie-
ren a los machos que las atienden y les dan de comer, no necesaria-
mente los individuos dominantes en la jerarquía de los machos. 'i2 A
ciertos aspirantes los rechazan de plano. Con otros mantienen amista-
des profundas y copulan con ellos con más regularidad. Y ambos sexos
evitan el coito con los parientes cercanos, como por ejemplo la madre
o las hermanas. ' 3
Las hembras de chimpancé gustan de las aventuras amorosas. Las
adolescentes de Gombe a menudo abandonan el grupo de origen mien-
tras les dura el celo para unirse a machos de una comunidad vecina~ un
hábito que a veces mantienen de adultas. Los machos extraños obser-
van la piel sexual inflamada y rosada de las hembras en celo y les ins-
peccionan la vulva. Entonces ellas copulan con el extraño en lugar de
atacarlo. Como algunas adolescentes humanas, las hembras en general
dejan el hogar para aparearse. Algunas regresan; otras, en cambio, con-
vierten la escapada en una transferencia permanente.
¿Eran las hembras hominoideas sexualmente agresivas? ¿Se unían a
los grupos de machos durante el estro, copulaban con estos solteros, se
masturbaban de vez en cuando y hacían amistad con ciertos y determi-
nados machos? Es probable.
Puede ser que también tuvieran relaciones más durables.

DARSE CITA

Algunas veces una hembra en celo y un macho soltero desaparecen


para copular donde no serán observados ni oídos, lo que se conoce
como ir de safari.·'i4 Estas aventuras a menudo las inicia el macho. Con
el pelo y el pene en erección, le hace señas, se balancea de un lado a
otro, abanica el aire con ramas de árboles y mira fijamente a su corte-
jada. Cuando ella avanza, él se da la vuelta y se aleja, confiando en que
ella lo seguirá. Los gestos se vuelven más intensos hasta que ella obe-
dece sus órdenes. Algunas veces un macho llega a atacar a la hembra
hasta que ella lo acepta.
O sea que estamos ante algunos signos de monogamia, con coito en
privado y todo. Los galanteos clandestinos se prolongan a menudo du-
rante varios días; a veces pueden durar semanas, y tienen compensacio-
nes reproductoras. Por lo menos la mitad de las preñeces registradas en
Gombe se concretaron cuando la hembra había estado de safari. -55
Quizá nuestros antepasados en los árboles a veces también formaban

127
parejas a corto plazo, desaparecían entre el follaje para copular cara a
cara, abrazarse, acariciarse, besarse las caras, las manos y los cuerpos, y
anidar uno en brazos del otro, convidarse mutuamente con pequeños
trozos de fruta y, gracias a estas «aventuras>), reproducirse.
Pero una vez más dichos chimpancés difieren de los seres humanos
en un aspecto esencial. Cuando una hembra de chimpancé común está
visiblemente preñada, comienza a vagabundear sola o se incorpora a
un grupo de madres y niños. Y cuando se acerca la fecha del parto, se
echa en un territorio propio que funciona como <<nido)), Algunas hem-
bras prefieren hacerlo en el centro de una comunidad; otras, en la peri-
feria. En esta guarida acolchada dan a luz a su criatura y la crían sin
ayuda de nadie. Los chimpancés no forman pareja para criar a sus hijos.
Para ellos, el papel del padre es desconocido.

Los chimpancés comunes despliegan muchos otros hábitos sociales


que habían de germinar entre nuestros antepasados para luego florecer
en la humanidad. Uno de ellos es la guerra.
Los machos de Gombe patrullan los límites de su guarida. Tres o
más machos adultos parten juntos. A veces pegan gritos, tal vez para
amedrentar a los extraños, pero en general patrullan en silencio. Se de-
tienen para erguirse y miran en derredor sobre los pastizales altos, o
trepan a un árbol para observar las propiedades adyacentes. Algunos
revisan el alimento descartado, examinan las guaridas vacías o prestan
atención para detectar el sonido de chimpancés intrusos mientras se
desplazan furtivamente. Cuando se encuentran con vecinos, orinan o
defecan a causa del nerviosismo y se tocan entre ellos para darse con-
fianza, pegan gritos agresivos y parodian un ataque. Algunos sacuden
ramas de árboles. Otros golpean el suelo. Y están los que arrojan o em-
pujan rocas. Luego ambos grupos retroceden. 56
En 1974 se desató una guerra de chimpancés. A comienzos de la
década de los setenta un desprendimiento de siete machos y tres hem-
bras había comenzado a recorrer principalmente la parte sur del terri-
torio perteneciente a la comunidad kasakela, y para 1972 estos emi-
grantes se habían establecido como una comunidad independiente, a la
cual los observadores denominaron kahama, por el valle del río homó-
nimo, ubicado al sur. De vez en cuando los machos kasakela se encon-
traban con machos kahama en su nueva frontera y, antes de retirarse,
ambos grupos aullaban, golpeaban los árboles y arrastraban ramas dra-
matizando su hostilidad.
Sin embargo, en 1974, cinco machos kasakela se adentraron pro-
fundamente en un territorio ubicado más al sur, sorprendieron a un
macho kahama y le propinaron una paliza. Según la descripción que

128
Goodall hizo del incidente, un macho kasakela sostuvo al intruso
mientras los demás lo mordían, pateaban, golpeaban con los puños y le
saltaban encima. Finalmente, uno de los machos se levantó sobre sus
patas traseras, dio un grito que se oyó sobre el ruido de la batahola y
arrojó una piedra al enemigo. No le acertó. La violencia continuó diez
minutos más y los guerreros abandonaron al macho kahama, que
quedó lleno de heridas sangrantes y huesos rotos. 5~
Durante los tres años siguientes otros cinco machos kahama y una
hembra corrieron la misma suerte. Para 1977, los machos kasakela ha-
bían exterminado a casi todos sus vecinos; el resto desapareció. Poco
después la comunidad kasakela extendió sus territorios al sur hasta las
márgenes del lago Tanganica. -"8
¿Habían comenzado a hacerse la guerra nuestros antepasados que
vivían en los árboles seis millones de años atrás? Parece verosímil.

Probablemente también habían empezado a cazar animales.\() Los


cazadores chimpancé son siempre adultos, y casi indefectiblemente ma-
chos. Las víctimas son en general babuinos jóvenes, monos, gamos o
cerdos salvajes. Algunas veces un macho atrapa a un mono despreve-
nido que se alimenta cerca de él en un árbol y lo destroza: «caza opor-
tunista)). Pero las expediciones de caza organizadas y en equipo tam-
bién son frecuentes. La caza siempre es silenciosa. La dirección de la
mirada del cazador, su pelo erizado, la cabeza ladeada, la cautela de su
andar o una mirada intercambiada alertan a los otros de que hay una
presa cerca. Entonces un grupo de machos rodea colectivamente a la
víctima.
Tan pronto como un chimpancé atrapa a la presa comienzan los ti-
rones y la lucha por los mejores pedazos. Cada cazador da alaridos y
arranca trozos y, en pocos minutos y sin alejarse demasiado, se forman
los «grupos de participación)) en torno a los poseedores de los restos.
Algunos chimpancés mendigan con las palmas de las manos hacia
arriba; otros miran fijamente al dueño o a la carne, y también los hay
que hurgan en el pasto buscando los bocados caídos. Entonces todos se
sientan a comer, agregando lánguidamente algunas hojas a la carne
para complementar las proteínas: el proverbial bistec con ensalada. A
veces una docena de chimpancés pueden tardar un día entero en aca-
bar una presa que pesaba menos de diez kilos, lo cual resulta bastante
semejante a una cena de Navidad norteamericana.
Los chimpancés pelean por la carne. En algunas ocasiones pierden la
paciencia, pero resulta interesante el hecho de que la jerarquía no signi-
fica necesariamente una porción mayor. En este único aspecto de la vida
social de los chimpancés, los subordinados no se diferencian de los lí-

129
deres. En cambio, la edad sí influye. También la capacidad de seducción
de las hembras. U na hembra en celo siempre recibe bocados extra. 60

El talento para anticiparse, la caza en equipo, la cooperación, la


disposición a compartir: estas características de la caza iban a ser muy
mejoradas por nuestros ancestros, ya que los chimpancés en general ca-
recen de un elemento clave en nuestras estrategias de caza: el uso de
las armas. En una sola ocasión un chimpancé de Gombe utilizó un ob-
jeto para cazar a la presa. Un grupo de machos había rodeado a cuatro
cerdos salvajes y los cazadores intentaban hacer salir un lechón del cen-
tro. Finalmente, un macho entrado en años arrojó una piedra del ta-
maño de un melón que fue a golpear a un cerdo adulto. La manada es-
capó. De inmediato, los chimpancés cazadores atraparon, destrozaron y
devoraron al lechón. 61
Los chimpancés utilizan armas más a menudo cuando se enfrentan
entre ellos. 62 Dejan caer gruesas ramas de árbol sobre los que están de-
bajo, fustigan a sus enemigos con pequeños árboles, se elevan sobre las
patas traseras para blandir garrotes, arrojan piedras y ramas y arrastran
troncos o hacen rodar rocas cuando cargan contra sus adversarios.
Quizá cuando nuestros antepasados que vivían en los árboles no esta-
ban cortejando a las hembras en celo se dedicaban a hacer la guerra, a
cazar, o a luchar unos con otros con garrotes y piedras. Lo más proba-
ble es que también invirtieran bastante tiempo en tratar de mantener
la paz. 63

Los chimpancés macho suelen recurrir a las armas, pero las hem-
bras fabrican y utilizan herramientas con mayor frecuencia, sobre todo
cuando buscan insectos. 64 Las hembras de chimpancé «hurgan)) bus-
cando hormigas, abriendo hormigueros subterráneos con los dedos e
introduciendo ramitas. Cuando las hormigas trepan por el palo, la caza-
dora se mete los pequeños y rápidos animales en la boca como si fue-
ran cacahuetes, y los mastica frenéticamente para devorarlos antes de
que las hormigas le piquen la lengua. Los chimpancés también usan las
piedras para abrir nueces y frutas de cáscara dura. Pescan en los túneles
de los hormigueros con varitas de pasto y usan hojas de los árboles para
quitarse la suciedad del cuerpo, palitos para escarbarse los dientes, ho-
jas para espantar a las moscas, hojas masticadas para absorber agua de la
grieta de un árbol, y palitos y piedras para arrojar a gatos y víboras, o a
chimpancés hostiles. 6 -5
Nuestros antepasados deben de haber usado herramientas todo el
tiempo.

130
La odontología y la medicina probablemente empezaron también
con nuestros predecesores. En Gombe, la chimpancé aprendiz de «den-
tista>), Belle, utilizó ramitas para limpiar los dientes de un macho joven
mientras él mantenía la boca abierta de par en par. En una ocasión Be-
lle logró incluso hacer una extracción, arrancando una muela infectada
mientras su paciente se quedaba quieto, con la cabeza echada hacia
atrás y la boca muy abierta. 66 En el Centro de Investigaciones con Pri-
mates de la Universidad de Washington un macho joven utilizó una ra-
mita para limpiarle una herida en el pie a un compañero. 6 ~ Los chim-
pancés también se sacan mutuamente las costras cuando se acarician.
Los chimpancés no abandonan a sus enfermos graves. En Gombe,
después de que una hembra fue atacada por un grupo de machos, la
hija estuvo sentada junto a su cuerpo destrozado durante horas y le es-
pantó las moscas hasta que la madre murió. Pero la joven no dejó una
hoja de árbol, una rama o una piedra que conmemorara la muerte. Sólo
los elefantes «entierran)) a sus muertos, colocando ramas sobre la ca-
beza y hombros del difunto. 6H
Por otra parte, nuestros antepasados probablemente tenían un rico
código de etiqueta seis millones de años atrás. Hoy en día los chimpan-
cés hacen regalos de hojas y raíces a sus superiores, se inclinan ante los
compañeros de gran jerarquía, mantienen «amistades)) y viajan con di-
chos compañeros. Se dan la mano, se palmean en señal de solidaridad
y se dan golpecitos en el trasero al estilo de los jugadores de fútbol nor-
teamericano. Aprietan los dientes y retraen los labios igual que hace-
mos nosotros en la llamada sonrisa social nerviosa. Hacen pucheros, se
ponen de mal humor y tienen caprichos. Y a menudo se acarician, qui-
tándose mutuamente trocitos de pasto y de polvo del pelo de una
forma muy semejante a como nosotros arrancamos bolitas de lana del
suéter de otra persona.

Los BUENOS SALVAJES

¿Vivirían nuestros últimos antepasados en comunidades como los


chimpancés? 69 ¿Formarían pandillas, protegerían sus fronteras y harían
la guerra contra sus vecinos, una pasión que obsesiona a los seres hu-
manos actuales? ¿Planearían sus actividades, usarían palitos para cazar
hormigas, cooperarían en las excursiones de caza y compartirían lo ob-
tenido? Parece razonable pensar que sí.
Algunos tal vez fueron precursores de la medicina; otros, guerreros.
Probablemente se gastaban bromas y arrojaban agua u hojas de árbol
sobre un compañero distraído porque a los chimpancés les encanta ha-
cer de bufones y bromean unos con otros. Algunos de nuestros antepa-

131
sacios debieron de ser serios; otros, creativos; algunos tímidos y algunos
valientes; otros cariñosos; algunos serían seguramente egoístas y otros
pacientes; los habría cautos, mezquinos, como las personas y todos los
simios pueden serlo.
También debieron de tener un sentido de la familia. Los chimpan-
cés, los gorilas y todos los primates superiores se relacionan con sus
madres, hermanas y hermanos. Y probablemente hacían regalos a sus
amigos, se asustaban de los extraños, reñían con sus pares, se inclina-
ban ante los superiores, besaban a sus amantes, caminaban del brazo y
se tomaban de las manos y los pies. Indudablemente se comunicaban
con afecto, se divertían, se irritaban y sentían muchas otras emociones
que expresaban con el rostro, con risitas, resoplidos y aullidos. Y segu-
ramente pasaban largo rato sentados en el suelo de la selva, palmeán-
dose, abrazándose, sacándose mutuamente suciedades y hojas, jugando
con sus crías, amigos y amantes.
Tal vez desaparecían en la jungla con la pareja durante días o sema-
nas para copular en privado. Quizá algunos sentían adoración por este
cónyuge pasajero o se entristecían cuando terminaba el safari. Pero casi
con certeza el sexo era una cuestión secundaria. Seis millones de años
atrás los hijos crecían bajo la tutela de mamá y sus amigas. El «padre»,
el «marido», la «esposa>>, nuestra estrategia reproductora humana de
monogamia en serie y adulterio clandestino no había surgido aún.
Pero el escenario estaba preparado; los actores esperaban entre bas-
tidores. Pronto nuestros antepasados serían arrojados fuera del Paraíso,
a los bosques y praderas del mundo antiguo. Allí desarrollarían la am-
bivalente compulsión a buscar un amor y a serle infiel, que perseguiría
a sus descendientes hasta el día de hoy.

132
VII. FUERA DEL EDÉN
U na teoría acerca del ongen de la monogamia y el abandono

La bestia y el ave se ocupan de la misma carga,


las madres les dan abrigo, y los señores protección;
los jóvenes se despiden para recorrer aire o tierra,
y allí se detiene el instinto, y allí acaban los cuidados;
los lazos se disuelven, cada uno procura un nuevo abrazo,
otro amor aparece, otra carrera.
Y un cuidado más duradero la indefensión del hombre reclama;
ese cuidado más prolongado le proporciona lazos más estables.

ALEXANDER POPE, Erl5ayo rnbre el hombre

Comenzaba la estación húmeda en el África oriental, unos tres mi-


llones seiscientos mil años atrás. Hacía varias semanas que el volcán
Sadimán venía escupiendo nubes de grises cenizas volcánicas y diaria-
mente las praderas que lo rodeaban aparecían cubiertas de una capa de
polvillo. Todos los mediodías la llovizna mojaba la ceniza y al atarde-
cer el frío de la tarde la endurecía formando una costra. Sobre ella que-
daban marcadas las gotas de lluvia, el relieve de las hojas de acacia y
las huellas de antílopes, jirafas, rinocerontes, elefantes, cerdos, gallinas
de Guinea, babuinos, liebres, insectos, hienas, gatos de dientes afilados
y algunos antiguos parientes nuestros. 1
Tres homínidos primitivos, 2 los más antiguos precursores de los que
hay registro en la línea que conduce al hombre moderno, eligieron pa-
sar por el lodazal volcánico y dejaron a la posteridad las huellas de sus
pies. El de mayor tamaño atravesó la ceniza y a cada paso se hundió
unos cinco centímetros. Junto a sus huellas están las de un homínido
más pequeño, tal vez una hembra, que apenas superaba el metro
veinte. Y dado que un tercer juego de huellas se superpone con las de
la criatura más grande, deducimos que un homínido algo más pequeño
los seguía, y que fue metiendo cuidadosamente los pies en las huellas
del líder. Iban rumbo al norte, hacia un pequeño desfiladero, tal vez
para acampar bajo los árboles junto a un arroyo, porque los rastros
avanzan unos veinticinco metros hasta el borde del cañón y de repente
se detienen.
En 1978, Mary Leakey, la bien conocida arqueóloga y esposa de
Louis Leakey, el ahora desaparecido y célebre padre de la paleoantro-
pología africana, descubrió con su equipo las huellas mencionadas en
un estrato geológico antiguo sobre el cual se destacaban por efecto de
la erosión. Desde mediados de los años setenta, Leakey había estado
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excavando en una localidad llamada Laetoli, una región al norte de

133
Tanzania a la cual los nativos masai bautizaron así a causa de las lilas
rojas que la cubren actualmente. A pocas semanas de comenzar la esta-
ción de siembra descubrió este mensaje a través del tiempo. Salvo por
pequeñas diferencias, las huellas eran exactamente iguales a las de los
hombres y mujeres actuales.
Estos animales pueden haber estado paseando, viajando o eligiendo
un rumbo, y pueden haber pasado juntos o en diferentes momentos. Es
algo que no se ha podido deducir de los muchos estudios que se han
realizado de las huellas. Pero sí es indudable que vivieron y murieron
cerca del desfiladero. En otras estaciones de siembra Leakey desenterró
una gran cantidad de fósiles de homínidos, en su mayoría cráneos y
fragmentos de mandíbula, así como dientes que aparecieron aislados de
otros restos y que pertenecieron a más de veintidós individuos que re-
corrían estas praderas bajo el monte Sadimán hace de 3,5 a 3,8 millo-
nes de afios. 4
No estaban solos. Al norte, junto a lo que es hoy el río Hadar, en la
región Afar de Etiopía, vivía Lucy. El antropólogo Donald Johanson y
miembros de su equipo la desenterraron en 1974. Llamada así por la
canción de los Beatles «Lucy in the Sky with Diamonds», (Lucy en el
cielo con diamantes), Lucy medía en su tiempo un metro cinco centí-
metros de estatura, pesaba veintisiete kilos y comía su cena a la orilla
de un lago poco profundo en lo que entonces era el paisaje irregular y
boscoso de Etiopía. Sufría de artritis y murió con poco más de veinte
años de edad, aproximadamente tres millones de años atrás. s
El equipo de Johanson recobró más o menos el 40 % del esqueleto
de Lucy. Y a pesar de que los dedos de sus pies y manos estaban curva-
dos y eran algo más largos que los nuestros, lo cual indica que Lucy pa-
saba mucho tiempo en los árboles, los restos de la cadera, rodilla, tobi-
llo y pie confirman que caminaba a dos patas en lugar de a cuatro. 6 Al
afio siguiente Johanson descubrió los restos parciales de no menos de
otros trece individuos, tal vez los amigos de Lucy, que recorrieron los
bosques de Etiopía mucho tiempo atrás. Recientemente fueron rescata-
dos los fragmentos de unos quince homínidas más.
No sabemos con exactitud quiénes eran estos homínidas de Laetoli
y Hadar. Los especialistas en pisadas de hominoides son conocidos
como icnólogos, y ellos piensan, igual que muchos otros antropólogos,
que las huellas de Laetoli pudieron ser hechas por un pie como el de
Lucy. De modo que asignan a todos estos individuos a la misma espe-
cie arcaica, los Au.stralopithecw ajaren.sis, una rama de los homínidas
bastante cercana al origen de la línea humana. 7
El aspecto de estos animales era posiblemente semejante al de los
chimpancés actuales, con cerebros algo más grandes (pero no mucho
más que la tercera parte de los nuestros), órbitas protuberantes bajo las

134
cejas, ojos y piel oscuros, labios delgados, un mentón recesivo, y man-
díbulas prominentes con dientes centrales hacia afuera y colmillos afi-
lados. Muchos detalles de sus cráneos, mandíbulas y esqueletos recor-
daban a los simios, pero sus cuerpos eran notablemente humanos. Y
caminaban erguidos. La raza humana había hecho su aparición sobre la
Tierra.
¿De dónde venía esta «gente»? ¿Cómo habían hecho sus antepasa-
dos la transición hacia la humanidad?

LA ENCRUCIJADA

«Dos caminos se abrían ante mí en el bosque, y yo ... , yo elegí el


menos transitado. Y eso cambió totalmente las cosas.» Robert Frost
captó ese momento de la vida que irrevocablemente modifica todo lo
que viene después. En la evolución humana hubo un momento así,
una era en la que nuestros primeros antepasados dieron un paso irre-
versible que los alejó para siempre de sus parientes que vivían en los
árboles, y avanzaron por el camino que los llevaría a la vida social hu-
mana tal como la conocemos hoy. Los restos fósiles correspondientes a
este surgimiento guardan silencio. El «eslabón perdido» se extravió en

(al dono) - Un momento en la evolución de nuestros antepasados: La es-


cena de las páginas siguientes muestra a miembros de la especie Australo-
pithecus afarensis, nuestros antepasados más antiguos, que habían comen-
zado a vivir en los bosques y llanuras del África oriental unos cuatro
millones de años atrás. Esta «gente» tenía dedos largos (y un poco curvos)
en manos y pies, piernas cortas, brazos largos, cerebros pequeños, mandí-
bulas prominentes y otros rasgos anatómicos que los diferencian de las
personas contemporáneas. Pero caminaban erguidos y habían comenzado
su marcha hacia la vida humana moderna. Estos individuos posiblemente
se desplazaban en grupos de doce a veinticinco amigos y parientes, forma-
ban pareja poco después de la pubertad, compartían los alimentos con el
cónyuge, permanecían unidos por lo menos durante la infancia de un hijo
(alrededor de cuatro años) y solían separarse cuando el niño tenía edad su-
ficiente para participar en las actividades comunitarias. Entonces era tí-
pico que cada uno formara nueva pareja con alguien de otro grupo vecino
y diera a luz otros hijos. En capítulos posteriores sostengo que la actual
anatomía sexual humana y las emociones sexuales humanas evolucionaron
simultáneamente con la estrategia de reproducción de la monogamia en
serie y el adulterio clandestino. Ilustración de Michael Rothman.

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el tiempo y entre las piedras. Sin embargo, a lo largo de los siglos, teó-
logos, filósofos y científicos han urdido teorías acerca de nuestra géne-
sis basadas en delgados hilos de información.
La siguiente es otra versión. Proviene de datos científicos de diver-
sas disciplinas, incluso de lo que se sabe de animales y plantas que tu-
vieron su apogeo en África oriental millones de años atrás, de las cos-
tumbres de simios y monos, de los hábitos de apareamiento de otras
especies monogámicas, como zorros y petirrojos, de la forma de vida de
los pueblos cazadores y recolectores contemporáneos, y de los patrones
de enamoramiento, apego y abandono humano que expongo en este li-
bro. He aquí, pues, una hipótesis acerca de los orígenes del matrimo-
nio, el divorcio y la formación de una nueva pareja.

El período tuvo lugar de cuatro a seis millones de años atrás, diga-


mos cuatro, un poco antes de que los contemporáneos de Lucy dejaran
sus huesos y huellas al pie del monte Sadimán. Junto a los lagos azul-
verdosos, al borde del agua perezosa de los ríos, bajo los árboles de la
selva y las vides trepadoras, se ocultaba la costa. Pero a cierta distancia
del agua los árboles de caoba y los árboles de hoja perenne empezaban
a ser menos densos y crecían entre montes de árboles silvestres. Y más
allá de los montes, al otro lado de las ondulantes colinas de África
oriental, se extendía un océano de hierba. H
Antiguas variedades de elefantes, avestruces, okapis, gacelas, ce-
bras, ñu azules y negros, gamos del chaparral, antílopes, búfalos, hasta
caballos primitivos venidos de Asia, recorrían las llanuras. Sus enemi-
gos, leones ancestrales, leopardos y perros salvajes, iban tras ellos. Al
amanecer, al caer el sol, a lo largo de todo el día y de toda la noche, es-
tos carnívoros atrapaban a los más débiles de cada manada. Entonces
los buitres, hienas, chacales y demás animales que se alimentaban de
carroña se encargaban de los restos. 9
Fue hacia este escenario -hacia las vastas extensiones de sabana-
que nuestros primeros antepasados se vieron empujados por el retro-
ceso de las selvas. El proceso había comenzado miles de años antes,
cuando nuestros predecesores que vivían en los árboles, semejantes a
los simios, se aventuraron por primera vez a salir de la jungla y a incur-
sionar en los bulevares de hierba que entretejían su trama en torno a
árboles más espaciados. 10 Quizá pequeños grupos de machos recorrie-
ron los bosques buscando carne fresca. Tres o cuatro hembras pueden
haber aparecido juntas en el bosque buscando hormigueros de termitas.
Y en algún momento comunidades enteras, tal vez hasta treinta indivi-
duos -los ancianos, los jóvenes, los osados y los temerosos-, se congre-
garon bajo las ramas ya despojadas de frutos.

138
Cuántos siglos pasaron nuestros antepasados en este hábitat de los
bosques es algo que nunca sabremos. Pero con el tiempo fueron empu-
jados hacia el borde de estos árboles que se desparramaban. Allí se sen-
taron a contemplar la llanura. La jungla que habían dejado atrás estaba
llena de zonas seguras. Aun en los bosques, donde los árboles estaban
más separados, había siempre una vía de escape cerca. En las llanuras
cubiertas de hierba no había dónde esconderse. Pero unos cuatro mi-
llones de años atrás nuestros antepasados no tenían alternativa: era ne-
cesario comer. De modo que posiblemente avanzaron con cautela ha-
cia la hierba, manteniéndose uno cerca del otro durante la marcha.
Si descubrían un bosquecillo de anacardos o un campo de simientes
daban gritos para atraer a los menos valientes a la pradera abrasada por
el sol. Y los tímidos venían, inducidos por una curiosidad nacida de la
necesidad Al comienzo, nuestros antepasados posiblemente se aventu-
raban hacia los pastizales sólo en la temporada seca, cuando la selva y
las frutas y brotes nuevos del bosque eran difíciles de encontrar. Pero
el hambre y la rivalidad debieron de presionarlos. Entonces, como los
ratones, como los rinocerontes, como muchas otras especies selváticas,
incursionaban en lo desconocido. En las sabanas calcinadas nuestros
ancestros posiblemente se apropiaban de huevos de avestruz, aves que
empollaban en sus nidos, musarañas, crías de antílope y hasta babuinos
desprevenidos, cualquier cosa que les pareciera comestible, incluso ani-
males muertos.
El hombre comedor de carroña. Varios antropólogos han pro-
puesto hace poco que el «acopio oportunista)) y la ingesta de carroña
precedieron la caza de piezas grandes, que nuestros antepasados llega-
ron a las llanuras del mundo antiguo para vivir de la caza de pequeños
animales y de carroña. 11

PIRATAS DE LA CARNE

Poco tiempo atrás el antropólogo Gary Tunnell puso a prueba esta


hipótesis. Usó los recursos de la selva para comprobar si millones de
años atrás nuestros antepasados podrían haber sobrevivido por medio
de la caza oportunista y la ingesta de carroña.12 En 1984 Tunnell ins-
taló su carpa en la llanura Serengeti del África oriental. Eligió un área
de seis kilómetros cuadrados al sudoeste de Kenia, correspondiente al
ecosistema de Serengeti. Compartió el territorio con nueve leones. El
objetivo era comer los restos de la cena de los leones en lugar de con-
vertirse en parte de ella.
Por la noche Tunnell dormía al pie de dos altas colinas, rodeado de
los árboles en que pernoctaba el grupo local de babuinos. Estos vecinos

139
lo alertaban cuando el león más grande hacía su visita nocturna para
husmear a Tunnell y marcar el territorio de su dominio en torno a su
carpa. Durante la noche, y nuevamente al amanecer, Tunnell prestaba
atención. De este modo pudo saber dónde cazaban los leones de noche.
Entonces, a las nueve de la mañana, cuando los leones se quedaban
dormidos, recorría una ruta prefijada en busca de carne.
Tunnell siempre encontraba proteínas comestibles: un suido afri-
cano imprudente, un topi herido, tres murciélagos dormidos, varios
buitres ahítos de comida, diez bagres en un charco a punto de desapa-
recer, un lagarto de un metro de largo en un pequeño cañón, o el es-
queleto de un búfalo, un ñu azul o una gacela Grant cazados horas an-
tes por leones o leopardos. Tunnell no comió nada de lo que encontró.
Pero llegó a la conclusión de que con sólo una piedra filosa y un palo
con punta un carroñero humano y alguien que lo ayudara a descarnar
podían alimentar fácilmente a un grupo de diez, siempre y cuando se
mantuvieran fuera del territorio de las hienas, el mayor rival de la hu-
manidad en la obtención de carne.

Del mismo modo que lo hizo Tunnell, los actuales hadza de Tanza-
nia a veces buscan carroña en la estación seca. Escuchan las llamadas
nocturnas de los leones y observan el vuelo de los buitres. A la mañana
siguiente buscan los restos del festín, avanzan sobre el lugar, espantan a
los carnívoros y mediante herramientas sencillas rescatan la carne.
Es improbable que nuestros primeros antepasados terrestres utiliza-
ran herramientas de la manera que lo hacen los hadza, al menos no se
descubrió resto alguno de herramientas. De modo que estos primeros
antepasados humanos no habrían podido cortar la piel ni las articula-
ciones ni pirateado grandes pedazos de carne cuatro millones de años
atrás. Pero otros primates comen carroña de vez en cuando, y no em-
plean utensilios. 11
Además, los leones y leopardos generalmente abandonan las piezas
atrapadas sin dar cuenta de ellas. Los leopardos ni siquiera cuidan su
presa, que queda colgando del árbol donde la estuvieron comiendo. 14
Tal vez nuestros antepasados esperaban hasta que el último felino tras-
tabillaba de sueño, y entonces se deslizaban en silencio hasta la víctima
para romperle el cráneo, sacarle el cerebro, deshollarla, quitarle los
tendones y buscar restos de carne. En otras ocasiones tal vez arrojaban
piedras a los carnívoros mientras comían, para espantarlos por un mo-
mento, y les robaban pedacitos de carne antes de darse a la fuga.
Indudablemente nuestros predecesores también se alimentaban con
frutas y vegetales, así como con semillas, raíces y rizomas. 15 Como re-
cordarán, las mujeres de los cazadores-recolectores !kung de África me-

140
ridional juntaban más de noventa variedades de frutas y vegetales, y
contribuían con más del 65 % de las calorías ingeridas diariamente por
la banda. 11' Y las mujeres !kung generalmente salían de expedición sólo
dos o tres veces por semana, y dedicaban el resto de su tiempo al espar-
cimiento, los juegos, a planear rituales y a chismorrear. Las tareas do-
mésticas les llevaban aproximadamente cuatro horas por día. 1~ En rea-
lidad, debido a la extensión de los territorios de los que disponían, el
antropólogo 11arshall Sahlins llamó a nuestros antepasados cazadores-
recolectores la «primera sociedad opulenta». iR
Con sólo un palo y una piedra nuestros predecesores podrían haber
comido una gran variedad de frutas, nueces y también bayas.
Sin embargo, sus comidas deben de haber sufrido frecuentes inte-
rrupciones. A campo abierto es imposible comer sin ser visto. Comer
lleva tiempo. Los grandes felinos, enemigos primordiales de los prima-
tes, estaban a la altura <le los ojos, y la seguridad de las ramas había de-
saparecido. De modo que, igual que Tunnell, nuestros primeros ante-
pasados posiblemente permanecían donde el pasto estaba corto,
mantenían árboles y colinas a la vista y evitaban el pasto alto, los ma-
torrales y las orillas de la selva, donde rondaban los leones. Es posible
que también vigilaran a los grupos de babuinos. Cuando estos animales
se ponían nerviosos, el estado de alerta era aún mayor. Entonces,
cuando un león avanzaba, nuestros antepasados se amontonaban es-
palda contra espalda, se erguían sobre las patas traseras, agitaban los
brazos en alto, arrojaban piedras y pegaban alaridos.
Hicieron una última adaptación, una adaptación que cambiaría
irrevocablemente el curso de la historia humana y con el tiempo la
vida sobre la Tierra. En algún momento nuestros antepasados comen-
zaron a alzar y a cargar en sus brazos la comida que obtenían y a alma-
cenarla en un montecillo, una grieta, un hoyo arenoso junto a un lago:
un lugar donde podrían comer sin ser molestados por depredadores.
Tunnell está convencido de que nunca permanecían en el lugar donde
cazaban ni llevaban la comida a donde dormían. En cambio, la junta-
ban, la trasladaban y «salían a cenar».
Y para trasladar con· las manos y salir a cenar es necesario caminar
erguido.

«Sólo el hombre ha llegado a ser bípedo», escribió Darwin en


1871. 1~ Dedujo que nuestros antepasados se alzaron sobre los pies a fin
de usar las manos para arrojar piedras y ramas a los enemigos y atacar a
sus presas. El hombre, un cazador, y también un protector de las mu-
jeres.
Desde la época de Darwin hasta aquí, generaciones de científicos

141
se han dedicado a reconstruir este enfoque. En los años sesenta todo el
mundo pensaba que nuestros antepasados se pusieron de pie para car-
gar armas y estar en condiciones de cazar presas grandes como jirafas y
cebras, y que esgrimían armas para proteger a sus parejas. En respuesta
a esta explicación machista, diversas antropólogas arguyeron en los
años setenta y ochenta que nuestros antepasados posiblemente camina-
ban erectos a fin de juntar y transportar vegetales. 211 La mujer recolec-
tora. Ahora la opinión de los especialistas ha vuelto a cambiar y los an-
tropólogos sostienen que los primeros homínidos caminaban con dos
pies para poder reunir y comer carroña. 21
Probablemente todas estas teorías son correctas. Al llevar consigo
un palo afilado, los hombres y mujeres primitivos podían desenterrar
raíces y tubérculos del suelo. Llevando consigo piedras, podían derri-
bar un suido africano, una cría de antílope o un babuino. Cargando ra-
mas, podían espantar chacales o buitres de la comida. Si disponían de
una rudimentaria bolsita de hojas y una cuerda, podían trasladar carne
y vegetales a un punto seguro en las rocas o los árboles. El caminar con
dos pies también favorece un metabolismo eficaz, necesario para em-
prender largas y lentas marchas. La cabeza está elevada, lo cual es
bueno para avizorar el alimento y a los depredadores. Por último,
cuando los primeros seres humanos usaban sus manos para cargar, po-
dían usar las bocas para aullar ante un depredador, alertar a un compa-
ñero o dar indicaciones.
¡Qué transformación deben de haber sufridd nuestros antepasados!
Es posible que al principio apenas se alzaran momentáneamente sobre
sus miembros traseros, que se pusieran de pie manteniendo con dificul-
tad el equilibrio y que avanzaran dando tumbos algunos metros -como
hacen los chimpancés-, antes de recuperar la posición cuadrúpeda. Sin
embargo, con el tiempo los pulgares de sus pies giraron hasta quedar
paralelos a los demás dedos. Además, desarrollaron un arco desde el ta-
lón a los dedos y un segundo arco a lo largo de la base de los dedos
que, combinados, operaban como trampolines, alargándose y luego en-
cogiéndose con cada paso a fin de propulsar el cuerpo hacia adelante.
Con poderosos músculos nuevos en las nalgas, una pelvis que se había
ensanchado y achatado, rodillas alineadas con las caderas y fuertes hue-
sos en los tobillos, ya no necesitaban balancearse al caminar. En cam-
bio, recogían casi sin esfuerzo el peso cuando caían hacia adelante y
daban el paso humano.
Con el caminar, el acopio y la carga, los antepasados de los abuelos
de los abuelos de los abuelos de Lucy encontraron su hogar en la
sabana.
Pero yo sostengo que al tranformarse en bípedos se inició una revo-
lución sexual.

142
Cuando nuestros antepasados vivían en los árboles y las mujeres ca-
minaban a cuatro patas, los recién nacidos se aferraban al abdomen de
la madre; a medida que la criatura crecía se montaba sobre su espalda
mientras ella se desplazaba sin entorpecimientos. Pero en las praderas
las mujeres caminaban erguidas. Ahora tenían que llevar a sus bebés en
brazos.
¿Cómo podía una mujer cargar palos y piedras, saltar para atrapar
una liebre, salir disparada detrás de una lagartija o arrojar piedras a los
leones para obligarlos a abandonar una presa, y además llevar un bebé
en brazos? ¿Cómo podía una mujer exponerse al peligro de estar sen-
tada sobre el pasto buscando raíces, acopiando vegetales o atrapando
hormigas, y proteger a su hijo? En la selva los niños jugaban entre los
árboles. Había rincones seguros por todos lados. En la llanura los niños
debían ser cargados y vigilados constantemente porque, si no, podían
terminar en la panza de los leones.
¿Quién podría sobrevivir en el desierto australiano llevando una
carga pesada y ruidosa durante varios años? Al empezar a caminar con
dos pies las madres necesitaron protección y comida extra, o sus crías
no sobrevivirían. El momento había llegado para la entrada en escena
del esposo y padre."

LA PATERNIDAD

La pareja es rara en la naturaleza. El cocodrilo del Nilo, el escuerzo


americano, los peces damisela, los langostinos comedores de asterias,
las cucarachas de la madera, los escarabajos del estiércol, los escarabajos
con cuernos y algunos piojos de la madera del desierto son todos mo-
nógamos. El 90 % de las aves forma parejas. Pero sólo el 3 % de los
mamíferos forma parejas a largo plazo con un solo cónyuge. Entre ellos
figuran algunas ratas almizcleras, algunos murciélagos, las nutrias sin
garras del Asia, los castores, ciertas especies de ratas, las mangostas
enanas, distintos tipos de antílopes, los gibones y las siamangas, algu-
nas focas y unos pocos monos sudamericanos, y todos los perros salva-
jes. Los zorros, coyotes, chacales, el lobo melenudo de Sudamérica y el
mapache de Japón forman parejas estables y crían a sus cachorros como
«marido» y «mujer». 2 '
La monogamia es rara entre los mamíferos porque genéticamente
al macho no le conviene permanecer con una sola hembra cuando
puede copular con varias y traspasar más genes suyos a la posteridad.
De modo que la mayoría de las especies, como los gorilas, tratan de
formar un harén.
Lo hacen de diversas maneras. Si un macho puede defender su pa-

143
trimonio, como por ejemplo el mejor lugar para comer o copular, va-
rias hembras se congregarán a su alrededor dentro de su territorio.
Los machos de impala, por ejemplo, compiten entre ellos por los me-
jores pastos a fin de que sus rebaños errantes de hembras puedan pas-
tar allí. Si los recursos están distribuidos de forma tan pareja en la re-
gión que no es preciso defender los territorios, los machos pueden
adoptar establemente a un grupo de hembras para viajar con ellas y
protegerlas de otros machos que puedan rondar sus fronteras, del
mismo modo que hacen los leones. Y cuando un macho no logra ha-
cerse con un harén de un modo u otro, puede demarcar un gran terri-
torio y apropiarse de 1as hembras que vivan dentro de los límites,
algo como la ronda del lechero que recorre el barrio casa por casa.
Los orangutanes hacen precisamente esto.
De modo que son necesarias circunstancias muy especiales para
que un macho llegue a viajar con una única pareja y que la ayude a
cuidar de sus crías.
Desde una perspectiva femenina, el vínculo de pareja tampoco es
normalmente adaptativo; un macho puede traer consigo más proble-
mas que soluciones. Las hembras de muchas especies prefieren vivir
con otras hembras y copular con sus visitantes; las hembras de ele-
fante hacen esto. Y si una hembra necesita de un macho para tener
protección, ¿por qué no viajar en un grupo mixto y copular con va-
rios machos, que es precisamente la táctica de las hembras de chim-
pancé? Todo un conjunto de condiciones ecológicas y biológicas de-
ben estar presentes en las proporciones adecuadas para que la
gratificación supere el costo, y que la monogamia sea la mejor -o la
única- alternativa tanto para los machos como para las hembras de
una especie.
Sin embargo, una combinación apropiada de estas condiciones está
presente en el caso de los zorros rojos y los petirrojos orientales. Y el
estudio de sus hábitos sexuales me dio la primera pista importante en
la comprensión de cómo evolucionó la monogamia y el divorcio en la
humanidad. 24

Las hembras de zorro rojo dan a luz cachorros muy indefensos e


inmaduros, un rasgo que se denomina altricialidad. 25 Al nacer, los ca-
chorritos son sordos y ciegos. Y no es sólo que la hembra gesta crías
indefensas, además a menudo nacen un mínimo de cinco. Por otra
parte, al contrario de las ratas que producen una leche rica y pueden
dejar a sus recién nacidos altriciales en el nido mientras ellas buscan
comida en otro lado y regresan, la zorra produce una leche pobre en
grasas y proteínas, de modo que debe alimentar a sus crías constante-

144
mente durante varias semanas. No puede abandonarlas ni un mo-
mento.
Qué acertijo ecológico. La hembra de zorro rojo se moriría de ham-
bre si no tuviera una pareja que le trajera alimento mientras se ocupa
de sus indefensos cachorritos. 26
Sin embargo, la monogamia también le conviene al macho. Estos
animales viven en territorios donde los recursos están muy desparra-
mados. En circunstancias normales el macho no puede apoderarse de
un pedazo de territorio tan rico en alimento ni con tan buenos lugares
donde anidar como para que dos hembras estén dispuestas a residir en
él, compartiendo su atención. La poliginia pocas veces es una alterna-
tiva. Pero el macho puede desplazarse con una hembra y evitar que se
le acerquen otros machos durante el clímax de su celo (para asegurar la
paternidad de los cachorros), y luego ayudarla a criar los bebés altrida-
les en un pequeño territorio propio. 27
La monogamia es entonces la mejor solución para ambos sexos, y
los zorros rojos forman parejas estables a fin de criar a sus hijos. Pero
he aquí la clave: los zorros no se aparean de por vida.
En febrero la zorra comienza su dania de apareamiento. Es típico
que varios festejantes se peguen a sus talones. En el punto máximo de
su celo uno de ellos se convertirá en su pareja. Se besan y lamen las ca-
ras, caminan uno junto al otro, marcan su territorio y construyen varias
madrigueras mientras termina el invierno. Entonces, después de dar a
luz en primavera, la hembra amamanta a sus crías durante casi tres se-
manas mientras su «marido» regresa todas las noches para darle de co-
mer un ratón, un pescado o algún otro manjar. A lo largo de los vi-
brantes días y noches de estío, ambos padres hacen guardia frente a la
madriguera, entrenan a los cachorros y cazan para la voraz familia.
Pero cuando pasa el verano, papá viene cada vez menos a casa. Para
agosto el temperamento maternal de mamá también cambia; saca a sus
cachorros del nido y ella también parte.
Entre los zorros el apareamiento no dura más que la crianza de los
cachorros. 28

La monogamia durante la estación de cría también es común para


las aves. La mayoría de las aves forman pareja por la misma razón que
los zorros. Como los territorios varían poco en la calidad de los alimen-
tos y de los espacios adecuados para anidar, el petirrojo oriental macho,
por ejemplo, rara vez puede construir un nido tan atractivo como para
atraer a varias hembras a sus dominios. Pero puede defender un pe-
queño territorio y cuidar de una sola pareja. Un factor igualmente deci-
sivo es que la hembra dt petirrojo oriental da a luz varios pichones al-

145
triciales, huevos que requieren incubación, pichones que necesitan ali-
mento y protección. Alguien debe permanecer con las criaturas cons-
tantemente. Y como los bebés de petirrojo no maman la teta, los ma-
chos están igualmente capacitados para encargarse de ellos.
A ca.usa de estas circunstancias, los petirrojos orientales y alrededor
del 90 % de más de nueve mil especies aladas forman pareja mientras
crían a sus pichones. 29
Pero aquí está la clave otra vez: como los zorros rojos, los petirrojos
orientales no forman pareja para toda la vida. Se aparean en la prima-
vera y crían una o más nidadas durante el tórrido calor de los meses de
verano. Pero cuando en agosto el último pichón abandona el nido, los
padres se separan para unirse a una bandada. El ornitólogo Eugene
Morton calcula que por lo menos el 50 % de las especies de aves que se
aparean monogámicamente lo hacen sólo durante la estación de cría,
apenas el tiempo suficiente para que sus pichones maduren. -'0 Al año
siguiente una pareja puede volver al mismo lugar y aparearse otra vez;
pero es más frecuente que uno de ellos muera o desaparezca, y que el
otro cambie de pareja.

UNA TEORÍA SOBRE LA NATURALEZA DE LA MONOGAMIA


Y EL ABANDONO

Nuestros primeros antepasados homínidas tenían varias cosas en


común con los zorros rojos y los petirrojos orientales. En la cuna de la
humanidad nuestros predecesores sobrevivieron caminando, aco-
piando, comiendo carroña y cambiando de lugar. Las nueces, bayas,
frutas y carne podían encontrarse en distintos puntos de la pradera. Un
macho nómada no podía acopiar ni defender suficientes recursos para
un harén. Tampoco podía monopolizar el mejor lugar para habitar por-
que nuestros antepasados copulaban durante el descanso para a conti-
nuación seguir el viaje; el mejor lugar sencillamente no existía. Y aun
si un macho lograba atraer a un grupo de hembras, ¿cómo podía prote-
gerlas? Cuando los leones no estaban cuidando de su rebaño de «espo-
sas», los solteros podían llegar sigilosamente desde la retaguardia para
robárselas. En circunstancias normales la poliginia no era posible. ' 1
Pero el macho podía caminar junto a una única hembra, tratar de
protegerla de los otros machos durante el celo y ayudarla a criar su
progeme: monogamia.
El problema femenino era todavía más apremiante. Es poco proba-
ble que nuestras primeras antepasadas dieran a luz bebés marcada-
mente inmaduros, altriciales, como los que procrean las mujeres hoy
(véase el capítulo XII), o que engendraran más de uno a la vez.

146
Ninguno de los simios engendra varios hijos, bebés que se caerían de
los árboles. Sin embargo, según decíamos antes, cuando nuestros ante-
pasados se alzaron sobre las piernas, las hembras quedaron sometidas a
la carga de sus crías.
De modo que el vínculo de pareja se convirtió en la única alterna-
tiva posible para las hembras -un vínculo que, además, era viable para
los machos-, y así surgió la monogamia.

Pero ¿qué necesidad había de que los vínculos de pareja fueran per-
manentes? Tal vez, igual que los zorros rojos y los petirrojos, nuestros
antepasados sólo necesitaban formar pareja el tiempo suficiente para
que las crías superaran la infancia.
Lo que me hizo pensar esto fue la notable correlación entre la du-
ración de la infancia humana en las sociedades tradicionales, cerca de
cuatro años, y la duración de muchos matrimonios, cerca de cuatro
años. Entre los !kung tradicionales las madres mantienen a sus hijos
cerca de la piel, les dan de mamar a intervalos regulares durante todo
el día y la noche, les prestan atención especial cuando el bebé lo re-
quiere y les ofrecen el pecho a modo de chupete. A consecuencia de
este constante contacto corporal y esta estimulación del pezón, así
como de la gran cantidad de ejucicio físico que realizan las madres y
de su dieta baja en calorías, la ovulación se interrumpe y la capacidad
de quedar embarazadas de nuevo se detiene durante más o menos tres
años.-' 2 De ahí que los bebés !kung nazcan cada cuatro años. Cuatro
años es el período usual de espera entre sucesivos nacimientos de los
aborígenes australianos que también practican el amamantamiento
continuo-1-' y entre los gainj de Nueva Guinea. ' 4 Los niños también son
destetados aproximadamente en el cuarto año por los yanomano de
Amazonia, \ó los esquimales netsilik, 1~ los lepcha de Sikkim, ' 7 y los dani
de Nueva Guinea. ' 8
A pesar de que la espera entre nacimientos varía de un pueblo ca-
zador-recolector a otro, y la edad a la que se produce el primer parto,
así como el número de hijos previamente dados a luz por una mujer in-
ciden sobre los intervalos entre nacimientos, estos datos han conducido
a la antropóloga Jane Lancaster'') y a otros a concluir que el patrón de
cuatro años entre partos -causado por el ejercicio frecuente y el hábito
de amamantar continuamente durante todo el día y la noche- era el
patrón reproductivo habitual durante nuestro largo pasado evolutivo. 40
De este modo, el pico mundial actual de divorcio -aproximada-
mente cuatro años- se adecua al período tradicional entre los naci-
mientos humanos: cuatro años.

147
Y ésta es mi teoría, entonces. Tal como en la.s relaciones de pareja
entre zorro.s, petirrojos y mucha.s otra.s e.specie.s que .se aparean .sólo du-
rante el período de crianza, lo.s vínculos humanos de pareja .se desarro-
llaron en un principio para durar .sólo el tiempo que !Leva criar a un
hijo dependiente durante la infancia, es decir, lo.s primeros cuatro años,
a meno.s que un .segundo hijo .sea concebido.
Seguramente hubo variaciones sobre este tema. Algunas parejas pa-
saban meses o años después del apareamiento sin concebir un hijo. A
menudo el hijo moría en la infancia, con lo cual la cuenta volvía a cero
y extendía la duración del vínculo. Algunas parejas probablemente per-
manecían juntas indiferentes a la esterilidad porque gustaban uno del
otro o porque no había otras parejas disponibles. Todo un conjunto de
factores debe de haber afectado a la duración de las parejas primitivas.
Pero a medida que se sucedían las estaciones, mientras las décadas se
convertían en siglos, esos primeros homínidas que permanecían unidos
ha.sta que .su criatura era destetada sobrevivían desproporcionada-
mente, y preparaban el terreno para la monogamia en serie.
La comezón del séptimo año, reformulada como ciclo humano re-
productivo de cuatro años, puede ser un fenómeno biológico.

AMISTADES ESPECJALFS

Cómo surgió la monogamia en serie es algo sobre lo que sólo pode-


mos hacer suposiciones. Nuestros primeros antepasados probablemente
vivieron en comunidades muy semejantes a las de los chimpancés mo-
dernos. 41 Todos copulaban con casi todos, salvo con la madre o los her-
manos directos. Luego, gradualmente, la monogamia en serie fue apa-
reciendo. Sin embargo, la forma de vida de los babuinos aceituneros
nos proporciona un modelo fascinante para la comprensión de cómo
evolucionaron el vínculo de pareja, el núcleo familiar y el divorcio en
estas hordas primarias. 42
Los babuinos aceituneros viajan en manadas de unos sesenta ani-
males, recorriendo las praderas del África oriental. Cada manada está
compuesta por varias familias matriarcales, gobernadas por una hembra
rodeada de sus hijos, y a menudo por las hermanas y sus crías. Los hijos
varones abandonan el grupo en la pubertad para unirse a grupos veci-
nos. Igual que las familias humanas de muchos pueblos pequeños, una
familia babuina «matrilineal» domina la vida social local; otra familia
ocupa el segundo lugar en jerarquía y así sucesivamente. Y todos saben
cuál es el lugar de cada uno.
Los machos babuinos participan en la red de vida social a través de
«amistades especiales» con hembras específicas. En primer lugar, dichas

148
amistades les proporcionan el acceso a la manada. Ray, por ejemplo,
era un macho saludable y atractivo que apareció en la periferia de una
manada de babuinos, el Grupo Pumphouse, poco antes de que la an-
tropóloga Shirley Strum comenzara también a rondarlos. Ray permane-
ció fuera de las actividades del grupo durante varios meses, un solita-
rio. Pero poco a poco se fue haciendo amigo de Naomi, hasta que al
final se sentaron juntos para comer y durmieron uno cerca del otro to-
das las noches. A través de Naomi, Ray trabó amistad con otras hem-
bras y con el tiempo fue aceptado en la manada.
Las amistades especiales tienen otros beneficios. En el punto cul-
minante de su celo la hembra babuina toma como consorte a un único
macho, casi siempre un «amigo especial». Otros machos los siguen, los
molestan y tratan de distraer al macho para robarle la «novia». Pero si
además los consortes son amigos especiales, la hembra tiende a perma-
necer cerca de su «amante» y dificulta la intención de los machos. Si su
amigo especial atrapa una gacela bebé escondida en el pastizal, ella es
la primera en obtener un bocado. Su vigilancia también crea una «zona
de recreación»: un espacio en el cual ella puede bajar la guardia, jugar
con sus crías y comer tranquila.
El macho también obtiene beneficios de una amistad especial. A
menudo se convierte en el padre social de las crías de la hembra. Las
carga, las cuida, las mima y protege. Pero también las usa. Si otro ma-
cho lo amenaza, el macho agarra al pequeño y lo sostiene contra el pe-
cho. Esto detiene el ataque de inmediato. Entre los babuinos, los ami-
gos especiales son camaradas con los cuales se intercambian favores,
toma y daca.
Probablemente nuestros antepasados trababan amistades especiales
mucho tiempo antes de bajar de los árboles. Como recordará el lector,
a menudo los chimpancés van de safari con su pareja. Pero cuando el
caminar con dos pies obligó a las hembras a cargar con sus crías a tra-
vés de pastizales peligrosos, con lo cual pasaron a necesitar de protec-
ción masculina, dichas amistades podrían muy bien haberse convertido
en relaciones más profundas y durables, el comienzo primitivo del ma-
trimonio humano.

Es relativamente sencillo explicarnos cómo nuestros antepasados


homínidas conocían a una futura «esposa». Las bandas formadas por
cuatro o cinco hembras, sus amigos especiales y las crías respectivas
-un grupo lo bastante grande para protegerse a sí mismo y a la vez lo
bastante pequeño para moverse rápidamente- sin lugar a dudas viaja-
ban juntos. 41 Lo más probable es que los territorios de tales bandas se
superpusieran. De esta manera una presa pasada por alto por un grupo

149
de «gente» primigenia era atrapada por el siguiente grupo que pasaba
cerca.
En muchas especies de primates, ya sea los machos o las hembras
abandonan el grupo natal en la pubertad, de modo que parece razona-
ble pensar que cuando los grupos se cruzaban, los adolescentes a veces
cambiaban de residencia. Cuatro millones de años atrás, en las ardien-
tes llanuras de África, los individuos probablemente crecían dentro de
una red de varias manadas conectadas sin restricciones. Los jóvenes se-
leccionaban entre dichos individuos a aquellos con quienes establece-
rían amistades especiales y luego relaciones de pareja: los primitivos
matrimonios homínidas.
Probablemente las hembras se sentían atraídas por los machos que
se mostraban simpáticos, atentos y dispuestos a compartir su comida,
mientras que los machos puede que se sintieran atraídos por las hem-
bras más sensuales y pertenecientes a familias de prestigio. Durante el
estro femenino, su cónyuge seguramente trataba de evitar los avances
de los otros machos, quizá no siempre con éxito, machos y hembras
probablemente se escapaban a los pastizales con otros amantes siempre
que podían. Pero la hembra y el macho apareados recorrían juntos la
llanura. Juntos buscaban y comían su comida. Juntos protegían y cria-
ban a sus hijos. Y entonces, una mañana, él o ella abandonaba la banda
para viajar con un nuevo amigo especial perteneciente a otro grupo.

ADVERTENCIAS

No pretendo insinuar que nuestros antepasados se tomaban a la li-


gera la cuestión de abandonarse mutuamente. El «divorcio» debe de
haber generado el caos, igual que lo hace hoy. En todo el mundo la
gente discute antes de separarse. Hay quienes cometen homicidio o
suicidio. Los hijos terminan confundidos, asustados y desplazados. La
parentela se enemista. En ocasiones, comunidades enteras acaban in-
volucrándose. Aun entre los primates las redistribuciones en el orden
social a menudo originan peleas feroces.
Tampoco afirmo que los niños primitivos eran independientes a los
cuatro años de edad, ni en lo nutricional ni en lo emotivo. Pero los ni-
ños de las comunidades modernas de cazadores-recolectores comienzan
a integrarse en los grupos de juego de diversas edades más o menos
para esa época de la vida. Los hermanos mayores, parientes, amigos y
las demás personas de la comunidad también participan más en su cui-
dado. En otras especies a esos hermanos mayores se los llama ayu-
dantes del nido, mientras que los parientes adultos de la madre y sus
amigos, que echan una mano en la crianza del niño, son llamados

150
«alopadres». No cabe duda de que estas madres extra, presentes en gran
cantidad de otras especies y en todas las culturas humanas, también
existían en las bandas prehistóricas.
De modo que, en cuanto la madre dejaba de cargar a su hijo cons-
tantemente, o dejaba de darle de mamar noche y día, su urgente de-
pendencia de un protector-proveedor disminuía. Su incipiente «ma-
rido» también dependía menos de ella. Para poner a salvo su futuro
genético, se había visto obligado a proteger a su progenie hasta que
otros pudieran empezar a ayudarlo en la tarea. Sin embargo, en la me-
dida en que el niño salía de la infancia, una vez más estaba en condi-
ciones de responder al imperativo biológico de reproducirse de nuevo.
Es posible que los antiguos amantes no necesitaran permanecer en pa-
reja pasada la primera infancia del bebé, a menos que un segundo bebé
dependiente naciera.
Por último, tampoco afirmo que todos los machos y hembras de
nuestra temprana prehistoria se abandonaran mutuamente en cuanto
sus crías empezaban a salir tambaleando de la infancia. En realidad, los
datos sobre el divorcio moderno indican la presencia de diversas cir-
cunstancias sorprendentes que hacen que la monogamia de por vida
sea un fenómeno frecuente, circunstancias que indudablemente tam-
bién hicieron que nuestros ancestros practicaran el vínculo para toda la
vida.

U na circunstancia asociada con los vínc11los de pareja estables en


las personas es el aumento de la edad cronológica. Como recordará el
lector, en todo el mundo las cifras de divorcio disminuyen de modo
impresionante después de los treinta años. Quizá cuatro millones de
años atrás las parejas entradas en años permanecían unidas a fin de
darse apoyo recíprocamente y para ver crecer a sus nietos, y así marca-
ron pautas para la tendencia humana actual.
En segundo lugar, la monogamia de por vida parece ser común hoy
en día en parejas incluidas en las muestras de las Naciones Unidas que
tienen tres o más hijos dependientes, un patrón que es muy común en
las sociedades tradicionales. 44 Por lo tanto, cuantos más niños se den a
luz, más probable será que la pareja permanezca unida. Dicha tenden-
cia quizá también provenga de los remotos días de la humanidad en
que los consortes con varios hijos no podían abandonar la familia. ¿Por
qué habían de hacerlo? Si los cónyuges eran compatibles -y el aparea-
miento era conducente a la crianza de varios hijos-, era genéticamente
ventajoso para ambos formar una pareja permanente.
En tercer lugar, la monogamia de por vida se pone en práctica por
razones ecológicas. El lector recordará que el divorcio es menos fre-

151
cuente en las sociedades donde hombres y mujeres dependen recípro-
camente en lo económico, lo cual es más evidente en las sociedades
que trabajan la tierra con arado. El divorcio también es de índices bajos
en las culturas que crían animales y en otras sociedades en las que los
hombres realizan la mayor parte de las tareas pesadas y controlan re-
cursos importantes de los cuales las mujeres dependen para sobrevivir.
Por lo tanto, si ambos sexos dependían por completo de los recursos
del otro en aquellos días remotos de la humanidad, la monogamia per-
manente era probablemente lo normal.
Sin embargo, dudo de que ésta fuera la regla general. Antes de que
surgiera el trabajo de la tierra, antes del arco y la flecha, antes de que la
«gente» fabricara armas de piedra, nuestros antepasados viajaban en pe-
queños grupos nómadas de cuatro o cinco parejas, sus hijos y algunos
parientes y amigos solteros. La carne era un lujo que se compartía. Las
mujeres eran eficientes recolectoras. Y como se verá en próximos capí-
tulos, cada sexo tenía una relativa autonomía económica. De ese
modo, cuando los cónyuges terminaban atrapados en un «matrimonio»
conflictivo, ya fuera ella o él recogían unos pocos efectos personales y
se alejaban; la monogamia en serie era probablemente la regla.

Por lo tanto, la vida monogámica de algunas aves y mamíferos, la


conducta de primates no humanos, la vida cotidiana de las personas en
las sociedades cazadoras-recolectores como los !kung tradicionales, y
los modernos patrones de matrimonio y divorcio de todo el mundo me
llevan a pensar que cuando Lucy y sus amigos pasaban caminando por
el lodazal al pie del monte Sadimán unos tres millones y medio de años
atrás ya habían adoptado nuestra estrategia humana básica mixta de re-
producción.
Dicha estrategia reproductora constaba de varias partes. Las parejas
jóvenes y sin hijos tendían a vincularse, a separarse y a aparearse de
nuevo. Las parejas con uno o dos hijos tendían a permanecer juntas por
lo menos el tiempo suficiente para verlos superar la infancia. Luego se
«divorciaban» y escogían nuevos cónyuges. Las parejas con tres o más
hijos tendían a permanecer juntas de por vida. Las parejas entradas en
años tendían a permanecer juntas. Y algunos machos y hembras come-
tían adulterio mientras tanto. No todo el mundo seguía este guión so-
bre la reproducción; muchos todavía no lo hacen. Pero debido a que
estos patrones se reiteran en todo el planeta, es probable que resulten
de una evolución genética.
Probablemente también eran adaptativos.

152
L1\ NATURALEZA ROJA EN LOS DIENTES Y EN LAS CARRAS

Cuando le preguntaron por qué todos sus matrimonios habían fra-


casado, Margaret :i\tlead respondió: «Estuve casada tres veces y ninguna
de las tres fue un fracaso.>) 1-lead era una mujer fuerte. Pero la mayoría
de los norteamericanos idealizan los matrimonios de por vida; para
ellos, y para muchos pueblos, divorcio equivale a fracaso. Desde una
perspectiva darwiniana, sin embargo, la monogamia en serie de mile-
nios atrás tuvo sus ventajas.
En primer lugar, la variedad. Si los descendientes eran variados en
inclinaciones y habilidades, unos cuantos sobrevivirían al impulso per-
sistente de la naturaleza de destruir a los débiles. De igual importancia
era que los machos ancestrales pudieran elegir hembras más jóvenes y
capaces de dar a luz bebés sanos/'i y las hembras podían elegir a los
machos que les proporcionarían mejor protección y más provisiones. 41'
Hoy en día estas premisas se mantienen vigentes. Hombres y mujeres a
menudo dan a luz un niño con una pareja, y luego otros con un se-
gundo cónyuge. Los hombres continúan casándose con mujeres más jó-
venes en segundas nupcias, y las mujeres siguen haciéndolo con hom-
bres que consideran más responsables y más capaces de proveer a sus
necesidades. A pesar de que estos reciclajes pueden conducir a conflic-
tos sociales dolorosos, desde un enfoque darwiniano tener hijos con di-
ferentes cónyuges es genéticamente sensato.
Pero ¿les convenía genéticamente a los machos abandonar a sus hi-
jos biológicos para volver a aparearse y tal vez asumir responsabilidades
respecto a sus hijos adoptivos? De la misma manera, ¿tenía sentido,
desde un punto de vista reproductor, que las hembras ancestrales so-
metieran a sus hijos a los caprichos de un «padrastro))? El sentido co-
mún darwiniano indica que no es adaptativo abandonar el propio
ADN para ocuparse del protoplasma ajeno.
Las respuestas a estas preguntas son, en mi opinión, muy sencillas.
Las vicisitudes de la relación entre padrastros e hijastros se han com-
plejizado con la vida moderna. En general, actualmente los padres oc-
cidentales crían a sus hijos por sí mismos, y los costos de la educación y
la recreación son altos. Los chicos quieren bicicletas, estéreos, compu-
tadoras, y quieren ir a la universidad. Por lo tanto, hacerse cargo de hi-
jos ajenos puede representar una gran desventaja económica. Pero en
nuestro pasado prehistórico, los niños se integraban a los grupos de
juegos de edades mixtas al poco tiempo de ser destetados, y sus herma-
nos, abuelos y otros miembros de la comunidad ayudaban a criar a los
niños. El núcleo familiar aislado no existía. Las guarderías eran gratui-
tas. Y el costo de la educación y la recreación era bajo. De modo que
para un macho convertirse en padrastro (pasada la primera infancia del

153
niño) era bastante menos exigente en el pasado. En realidad, es muy
común en las sociedades tradicionales de la actualidad, probablemente
por estas razones.
Los niños ancestrales posiblemente tampoco sufrían demasiado a
causa del divorcio primitivo, en tanto en cuanto el padrastro aparecía
en escena cuando él ya estaba integrado en un grupo de juego y en la
comunidad en general. Sin embargo, si el padrastro aparecía mientras
el niño todavía tomaba el pecho de la madre, las consecuencias para el
niño pueden haber sido desastrosas, debido a otra dura realidad de la
naturaleza que los leones ilustran muy bien.
Cuando un nuevo grupo de leones machos se apoderan de un terri-
torio y desplazan a sus líderes, matan a todos los leones pequeños que
encuentran; desde una perspectiva darwiniana, no les conviene criar
cachorros que no engendraron. Al perder a sus hijos, las hembras del
territorio rápidamente entran en celo, los nuevos líderes se aparean
con ellas, y de ese modo los machos crían cachorros que tienen su pro-
pio ADN."
Este patrón de infanticidio tiene su atroz equivalente en los seres
humanos actuales. Hoy en día, en los Estados U nidos y el Canadá los
padrastros también matan hijastros pequeños. Cuando los niños supe-
ran los cuatro años de edad el índice de infanticidios disminuye. 48 He
aquí, entonces, otro motivo por el cual las hembras ancestrales posible-
mente se sentían más libres de cambiar de pareja cuando el hijo había
aprendido a caminar y a hablar y se había integrado en la vida de la co-
munidad.
También puede haber habido ventajas culturales para el primitivo
«divorcio» y «segundo matrimonio». Edward Tylor, uno de los padres
fundadores de la antropología, afirmó en 1889: «En las tribus de escasa
cultura se conoce un solo medio de mantener alianzas, y ese medio son
los matrimonios convenidos.»49 Actualmente, muchos pueblos dedica-
dos a la horticultura en Nueva Guinea, África, Amazonia y otros tan-
tos lugares entregan sus hijos en matrimonio con el objetivo de hacer
amistades. Pero los primeros matrimonios no suelen ser duraderos. 'iO
Aparentemente nadie se preocupa demasiado por estos divorcios. El
compromiso de matrimonio se cumplió. La alianza entre los adultos
fue cimentada. Los hijos han regresado sin sufrir daños. No nacieron
nietos. Y los padres están encantados de recuperar a sus hijos.
Si estas actitudes prevalecían milenios atrás, ¿por qué no volver a
casarse? Con cada nuevo apareamiento los laws sociales se ampliaban a
las bandas vecinas. Las costumbres, ideas e información también entra-
ban en circulación.
Es indudable que nuestros primeros antepasados no pensaban en el
ADN cuando se abandonaban; la gente continúa siendo bastante indi-

154
ferente a las consecuencias genéticas de su vida sexual y reproductora.
Pero los machos y hembras ancestrales que se abandonaban mutua-
mente unos cuatro millones de años atrás sobrevivieron desproporcio-
nadamente, y establecieron los patrones primitivos del matrimonio, el
divorcio y el nuevo matrimonio que nos fueron legados a través de in-
finitas noches y días a cada uno de nosotros.

En la película La reina de África, Katharine Hepburn le dice a


Humphrey Bogart: «En este mundo, señor Alnutt, fuimos puestos
frente a la naturaleza para superarla.» ¿Podemos superar nuestra heren-
cia natural?
Por supuesto que sí. Nuestros patrones contemporáneos de matri-
monio son testimonio del triunfo de la cultura y la personalidad sobre
las tendencias humanas naturales. Casi la mitad de los matrimonios
norteamericanos duran toda la vida; aproximadamente la mitad de las
personas casadas son fieles a sus cónyuges. El mundo está lleno de
gente que se casa una sola vez y renuncia al adulterio. Algunos hom-
bres tienen harenes; algunas mujeres tienen harenes. Prácticamente to-
das las estrategias reproductoras conocidas -salvo la promiscuidad in-
discriminada- es practicada por alguien en alguna parte. Algunos de
nosotros incluso elegimos el celibato o renunciamos a tener hijos: la
muerte genética. Así de maleable es el animal que somos.
Pero hay voces que susurran en nuestro interior: fuimos hechos
para que durante los años fértiles nos apareáramos una y otra vez. ¡Qué
mundo forjaría este imperativo sexual!

155
VIII. EROS
La aparición de las emociones sexuales

Nunca estamos tan indefensos contra el dolor


como cuando nos enamoramos.
STGMUND FREUD

Verla sonreír, oír la voz de él, verla caminar, recordar un mo-


mento encantador o un comentario ingenioso: hasta la menor visión
de la persona amada envía una oleada de placer al cerebro. ((Ese re-
molino, ese delirio de Eros», escribió el poeta Robert Lowell, uno de
los millones, quizá miles de millones de personas que experimentaron
la tormenta arrasadora del enamoramiento. Qué gran igualadora es
esta pasión que reduce a poetas y presidentes, a académicos y técni-
cos, al mismo estado de tartamudez, expectativa, esperanza, agonía y
éxtasis.
Después, cuando el enamoramiento pasa, una nueva sensación sa-
tura la mente: el apego. Tal vez sea éste el más sensato de los senti-
mientos humanos, esa sensación de bienestar, de compartir, de ser
uno con otro ser humano. Cuando caminamos de la mano, cuando
nos sentamos uno junto al otro al atardecer para leer un libro, cuando
reímos al mismo tiempo viendo una película, o paseamos por el par-
que o por la playa, nuestras almas se funden en una sola. El mundo
entero es nuestro paraíso.
Qué pena, sin embargo, que hasta el apego se empañe a veces y
que lo reemplace una indiferencia plúmbea o una insoportable in-
quietud que poco a poco devora nuestro amor y nos lleva al adulte-
rio, a la separación, al divorcio. Entonces, cuando el vínculo está fi-
nalmente terminado y ambos cónyuges se ven liberados de los
sentimientos que los maniataban como a marionetas, algunas personas
sienten otra vez la vieja esperanza y la intensa excitación que da vol-
ver a enamorarse.
El ansia humana de idilio, esa avidez que tenemos de establecer
vínculos sexuados, nuestra inquietud cuando una relación se extiende
demasiado, nuestro eterno optimismo respecto a un nuevo amor: estas
pasiones nos arrastran como cometas en un vendaval cuando nos er-
guimos y volvemos a zambullirnos impredeciblemente de un senti-
miento en otro. Estas emociones deben de provenir de nuestros ante-

156
pasados. La hipótesis que propongo es que surgieron con la génesis
para conducir a nuestros antepasados a formar y romper vínculos,
unos cuatro millones de años atrás.

EL AMOR ES ALGO PRIMITIVO

Existen realmente algunas pruebas de que el enamoramiento y el


apego son emociones muy antiguas. Como recordará el lector, la teo-
ría del psiquiatra Michael Liebowitz sostiene que la euforia y la ener-
gía de la atracción son producidas por un baño natural de anfetami-
nas que inundan los centros emocionales del cerebro. Por eso los
amantes enamorados pueden permanecer despiertos toda la noche
conversando, por eso son tan optimistas, tan sociables y están tan lle-
nos de vida.
Sin embargo, con el correr del tiempo, el cerebro ya no puede to-
lerar este estado continuo de excitación. Las terminaciones nerviosas
se vuelven inmunes o se agotan, y el regocijo se desvanece. 1 Algunas
personas se mantienen en ese estado sólo unas semanas o unos meses.
Los que bloquean el deseo respecto al objeto amoroso, por ejemplo
porque están casados con terceros, pueden sostenerse en ese estado de
éxtasis respecto al ser amado durante varios años. Pero la mayoría de
las personas que se ven con frecuencia sienten la euforia de la atrac-
ción durante dos o tres años. 2
Después, cuando el entusiasmo y la novedad se desvanecen, el ce-
rebro incorpora nuevos elementos químicos, las endorfinas, sustancias
naturales semejantes a la morfina, que serenan la mente. Liebowitz
sostiene que mientras las endorfinas irrumpen en las vías primarias
del cerebro, inauguran la segunda etapa del amor -el apego- con sus
sensaciones de seguridad y paz.
No sólo estas emociones sexuales se hallan emplazadas en el cere-
bro, lo cual demuestra la antigüedad de la atracción y del apego, sino
que además ocurren en personas del mundo entero. Nisa, la mujer
!kung del desierto de Kalahari de la que ya hablé, describe sucinta-
mente la doble faz del desarrollo al que está sujeto el idilio diciendo:
«Cuando dos personas primero están juntas, sus corazones se incen-
dian y la pasión que los une es muy poderosa. Después de un tiempo,
el fuego se atenúa y así permanece. Siguen amándose, pero de una
manera diferente, cálida y dependiente.»'
Son pocas las personas que han observado tan bien las etapas del
amor romántico. Pero la inmensa mayoría de la gente acepta que la
pasión romántica existe. Más aún, según un estudio reciente llevado a
cabo en 168 sociedades, el 8 7 % de estas culturas tan variadas dieron

157
pruebas directas de que sus integrantes están familiarizados con ese
estado parecido a la insania. 4

De modo que el enamoramiento y el apego tienen componentes


fisiológicos, y dichas emociones son comunes a toda la humanidad.
Más aún, Liebowitz afirma que estos dos sistemas químicos cerebrales
perfectamente diferenciables aparecieron en el animal humano por
una simple razón: «Para el hombre primitivo había dos aspectos de la
relación con el sexo opuesto que eran esenciales a la supervivencia
como especie. El primero era que machos y hembras se atrajeran mu-
tuamente el tiempo suficiente para que copularan y se reprodujeran.
El segundo era que los machos se encariñaran tanto con las hembras
como para que permanecieran cerca mientras ellas criaban a sus hijos,
los ayudaban a obtener alimentos y resguardo, mantenían alejados a
los intrusos y les enseñaban ciertas habilidades a sus vástagos»."
Yo avanzaré un paso más: tal vez la tendencia a separarnos de los
cónyuges también tiene un componente fisiológico que surgió hace
unos cuatro millones de años cuando nuestros primeros antepasados
homínidas comenzaban a aparearse y luego a abandonarse mientras
criaban a sus hijos.
Mis ideas a este respecto fueron inducidas por los trabajos de un
etólogo, Norbert Bischof. En su afán de explicar por qué las aves
abandonaban sus nidos al terminar la temporada de reproducción y se
unían a una bandada, y por qué las criaturas dejaban la seguridad que
les proporcionaba su primer hogar al terminar la infancia, Bischof se-
ñala que los animales sienten un «exceso de seguridad>> al que respon-
den apartándose del objeto de cariño. 1' Denominó a esta retirada la
respuesta por empacho. 7 Sospecho que el mismo fenómeno podría
presentarse en la humanidad. Llegado un punto en una relación larga,
los receptores cerebrales de la endorfina probablemente pierden la
sensibilidad o se sobresaturan y el apego se desvanece, preparando al
cuerpo y al cerebro para la separación o el divorcio.
¿Se trata de una caducidad establecida en las terminaciones ner-
viosas para estimular en épocas pasadas la monogamia en serie? Tal
vez.

Los occidentales adoramos el amor. Lo simbolizamos, estudiamos,


idolatramos, idealizamos y aplaudimos, lo tememos y envidiamos, vi-
vimos y morimos por él. El amor es muchas cosas para muchas perso-
nas. Pero si el amor es común a todas las personas en todas partes y
está asociado a pequeñas moléculas que residen en las terminaciones

158
nerviosas de los centros emotivos del cerebro, entonces el amor es algo
primitivo.
Sospecho que los sistemas químicos que promueven el enamora-
miento y el apego (y quizá la indiferencia) ya habían aparecido en la
época en que Lucy y sus camaradas caminaban a través de las praderas
del África oriental, unos tres millones y medio de años atrás. Aquellos
que sucumbían a la pasión del enamoramiento formaban parejas más
seguras con sus amigos especiales. Los que sentían la fuerza del apego
el tiempo suficiente para criar un hijo durante la infancia, cuidaban su
propio ADN. Los machos que hacían escapadas ocasionales con otras
amantes desparramaban más genes, mientras que las hembras que te-
nían aventuras obtenían recursos adicionales para sus crías pequeñas.
Y los que cambiaban una pareja por otra tenían bebés más variados.
Los hijos de estos individuos apasionados sobrevivieron desproporcio-
nadamente y nos trasmitieron la química cerebral del enamoramiento,
del apego y de la inquietud durante las relaciones demasiado largas.
¿Qué consecuencias iba a generar esta química del cerebro? El
«marido», el «padre», la «esposa» y el «núcleo familiar», el sinfín de
convenciones para el flirteo, las celebraciones humanas del matrimo-
nio, los procedimientos para el divorcio, los castigos de la humanidad
para el adulterio, los hábitos culturales de conducta sexual, los patrones
de violencia familiar provenientes del abandono: incontables costum-
bres e instituciones que iban a derivarse de la simple tendencia de
nuestros antepasados de aparearse y romper sus compromisos.
Sin embargo, el legado más desgarrador son las crisis emocionales
que aún originan dichos registros del romanticismo. Mal de amores.
Parecemos emocionalmente inacabados. Los enamorados tienden a su-
frir durante los períodos de separación, por ejemplo los viajes de nego-
cios o las vacaciones. Liebowitz piensa que durante la separación los
enamorados se ven privados de la dosis diaria de drogas narcóticas na-
turales. Los niveles de endorfina bajan. Entonces, cuando se manifiesta
la privación, los enamorados se añoran profundamente y en algunos
casos llegan a desesperarse.
Es posible que este circuito romántico sea en parte la causa de que
algunos hombres y mujeres se muestren dispuestos a tolerar los malos
tratos psicológicos y físicos. Algunos amantes rechazados se compro-
meten a cosas ridículas o aceptan castigos horribles por temor a perder
al ser amado. Liebowitz cree que estos «adictos al amorn sufren de ba-
jos niveles de las drogas narcóticas naturales, de modo que se aferran a
la persona amada porque lo prefieren antes que el riesgo de la baja de
dichos opiáceos. Como los adictos a la heroína, están químicamente ca-
sados con sus parejas. 8 Algo que es igualmente sorprendente es que las
personas castigadas lleguen a asociar el sufrimiento vivido con el pla-

159
cer.9 De modo que mientras son maltratados el nivel de las endorfinas
puede llegar a subir de verdad, llevándolos a buscar más dolor y la co-
rrespondiente plenitud.
Los psiquiatras también piensan que la tristeza tiene un compo-
nente fisiológico conectado con el sistema cerebral de los afectos. Las
personas se ponen tristes durante el duelo por un ser querido. Algunos
apenas pueden trabajar, comer o dormir. Tal como lo describe el psi-
quiatra John Bowlby: «La pérdida de un ser querido es una de las expe-
riencias más dolorosas que puede vivir un ser humano.» 10 La soledad
que sienten las personas cuando no están enamoradas también debe de
ser causada, al menos en parte, por moléculas del cerebro.

EL AMOR HOMOSEXUAL

Tan intensos son estos sentimientos de amor, tan básicos de la na-


turaleza humana, que todos los conocemos, sea nuestro «objeto de
amOD> una persona del sexo opuesto o uno del propio.
Los científicos saben muy poco sobre las causas de la homosexuali-
dad, así se trate de amor entre hombres o entre mujeres. Algunos in-
vestigadores informan que los homosexuales varones provienen con
mayor frecuencia de hogares en los que el padre estaba ausente, o era
un ser frío y distante, mientras que la madre mantenía con el hijo un
vínculo primario, de asfixiante intimidad. 11 Otros sostienen que la vida
de familia de homosexuales y heterosexuales no manifiesta diferencias
esenciales. 12
En la actualidad, en cambio, algunos científicos consideran que la
homosexualidad está asociada, en parte, con cambios en el cerebro del
feto. Algunas semanas después de la concepción, las hormonas fetales
comienzan a esculpir los genitales masculinos y femeninos. Hoy se
piensa que dichas hormonas podrían conformar también el cerebro
masculino o femenino del feto. Sin embargo, cualquier complicación
en este baño hormonal modifica la orientación sexual de la persona en
su vida posterior. 11
Se ha escrito una enorme cantidad de material sobre el tema de la
homosexualidad, pero por ahora no existe consenso alguno. En mi opi-
nión, sólo puedo agregar que la homosexualidad es muy común en la
naturaleza. 14 Las gatas criadas sin contacto con machos exhiben patro-
nes de conducta que indican la existencia de excitación homosexual.
Las gaviotas hembra a veces se aparean como las parejas lesbianas. Los
gorilas macho se juntan en bandas y tienen relaciones homosexuales.
Las hembras de chimpancé pigmeo mantienen relaciones homosexua-
les con frecuencia. Incluso los peces espinosos de vez en cuando se

160
comportan como hembras, así como los patos silvestres y otras aves.
En realidad, la homosexualidad es tan común en otras especies -y se
manifiesta en circunstancias tan variadas- que la homosexualidad hu-
mana llama la atención no por su frecuencia sino por su rareza.
Sospecho que tanto las hormonas como el medio ambiente tienen
importantes efectos en las preferencias sexuales de la humanidad y de
otros animales. Pero sólo un aspecto guarda relación con el presente
estudio: los hombres y mujeres homosexuales experimentan las mismas
sensaciones de amor romántico de las que hablan los heterosexuales, y
sufren los mismos problemas del circuito romántico. i'.i Es evidente que
dichas emociones aparecieron mucho tiempo atrás.

Los CELOS

«El monstruo de ojos verdes que ultraja la carne de la que se ali-


menta.» Así de gráfica es la descripción que hace Shakespeare de los
celos, esa intensa aflicción humana, esa combinación de posesividad y
sospecha. Los celos pueden aparecer en cualquier momento de una re-
lación. Durante la fase de la atracción, es decir, cuando las personas es-
tán perdidamente enamoradas; cuando ya están cómodamente encari-
ñadas; mientras ellas mismas tienen aventuras; aun después de haberse
ido o de haber sido abandonadas, el monstruo de ojos verdes puede ha-
cer su aparición.
Exámenes psicológicos realizados a hombres y mujeres norteameri-
canos revelan que ninguno de los dos sexos es más celoso que el otro,
si bien cada uno maneja los ataques de manera diferente. En general,
las mujeres están más dispuestas a fingir indiferencia a fin de salvar
una relación deteriorada. Los hombres, en cambio, frente a los celos
abandonan a su pareja con mayor frecuencia. Según parece, sienten
mayor necesidad de reparar su autoestima y salvar las apariencias. 11. Las
personas que sufren un sentimiento de inadecuación o que son insegu-
ras o muy dependientes de su pareja suelen ser más celosas.
Los celos masculinos son la causa principal de asesinato del cón-
yuge en los Estados Unidos. 1~ Por otra parte, los celos no son monopo-
lio de los occidentales. En otras culturas son tan comunes como el res-
friado. Aun donde el adulterio es permitido, la gente siente celos
cuando se entera de las aventuras de su ser amado. 18 Un aborigen de
Arnhem Land, Australia, lo resumió de la siguiente manera: «Los
yolngu somos un pueblo celoso y siempre lo hemos sido, desde la
época en que vivíamos en clanes en los bosques. Tenemos celos de
nuestro marido o de nuestra esposa por temor a que se interese en un
tercero. Si un marido tiene varias esposas es aún más celoso, y las espo-

161
sas tienen celos entre ellas ... Que no le quepa duda, los celos son parte
de nuestra naturaleza.» 1'J
Nunca sabremos si otros animales sienten celos. Pero machos y
hembras de muchas especies exhiben conductas muy posesivas respecto
a sus parejas. Los gibones macho, por ejemplo, expulsan a los otros ma-
chos del territorio de su familia, y las hembras echan a las otras hem-
bras. En una ocasión, Pasión, una chimpancé hembra de la Reserva
Gombe Stream, en Tanzania, coqueteó con un macho joven. Él se
mantuvo indiferente a sus actitudes eróticas y se puso a copular con la
hija de ella, Pom. Con expresión enfadada ella se le fue encima y lo
abofeteó con fuerza. 20
Las aves nos proporcionan mejores ejemplos. En la prueba de «tole-
rancia a los cuernos», el antropólogo David Barash interrumpió el ri-
tual de la cópula anual de un par de azulejos de la montaña que co-
menzaban a construir su nido. Mientras el macho estaba fuera
buscando comida, Barash colocó un azulejo macho de utilería a un me-
tro del nido. El dueño de casa regresó y se puso a chillar, revolotear y
hacer sonar el pico frente al supuesto intruso. Pero también atacó a su
«esposa>>, arrancándole algunas plumas primarias del ala. Ella desapare-
ció. Dos días más tarde una nueva «esposa)) tomó su lugar. 21 ¿Una pa-
liza a la esposa de parte de un azulejo celoso?
Esta posesividad tiene una lógica genética. Los machos celosos de
cualquier especie vigilan a sus cónyuges más asiduamente, por lo tanto,
los machos celosos tienen más posibilidades de engendrar a sus hijos y
trasmitir sus genes. Por su parte, las hembras que no toleran la presen-
cia de otras hembras obtienen más protección y beneficios. Gracias a
los celos, han adquirido recursos adicionales, por lo cual su progenie
tiene más posibilidades de sobrevivir. De esta manera, los animales po-
sesivos se reprodujeron a lo largo de las eras en forma desproporcio-
nada gracias a las diversas manifestaciones de ese sentimiento que lla-
mamos celos. De igual manera, los celos de hombres y mujeres
modernos adoptan diversas características: el hombre norteamericano
suele ser más celoso si su pareja le es sexualmente infiel, y la mujer es
más celosa si su cónyuge se compromete emocionalmente con otra
mujer. 22
Los celos probablemente ya habían alcanzado su forma humana
cuando Lucy y sus amigas comenzaron a perseguir muchachos y a apa-
rearse con ellos, unos tres millones y medio de años atrás. Si un «ma-
rido» volvía de robar la caza ajena y sospechaba que su hembra le era
infiel, puede haberse enfurecido, atacando a su rival con palos y pie-
dras, alaridos y gruñidos. Y si Lucy hubiera descubierto a su marido
con otra hembra, tal vez los habría atacado de palabra para luego tratar
de aislar a su rival del grupo. Los celos sirven para poner límites a la

162
infidelidad de las mujeres y al abandono por parte de los machos, po-
niendo en juego lo que sea que, en el cerebro del roacho y de la hem-
bra, contribuye a aumentar la intensidad del ataqlle de celos.

Es DIFÍCIL SEPARARSE

Qué torbellinos ha forjado la evolución. El deseo de una pareja, la


dependencia emocional del cónyuge, la tolerancia a los malos tratos fí-
sicos y psicológicos, la melancolía, el dolor, los cdos son reacciones
emocionales poderosas que pueden desencadenarse- cuando el sistema
amoroso del cuerpo se ve amenazado. Pero para algunas personas el ci-
clón emocional tal vez más poderoso al que puedert verse expuestas es
que el ser amado se vaya para siempre.
El sociólogo Robert Weiss, divorciado, se abocó al estudio de la se-
paración marital en los integrantes de la organización Padres sin Pa-
reja. Después, en función de conversaciones con 1SÜ personas que par-
ticiparon de sus «Seminarios para Separados)), comenzó a entrever
ciertas constantes en la separación. n En primer lugilr, confirmó la sub-
sistencia de un sentimiento de cariño en el cónyuge abandonado. A pe-
sar de las amargas desilusiones, las promesas no curnplidas, las encona-
das discusiones y diversas humillaciones, el hogar sigue estando donde
está la pareja: cualquier otro lugar es el exilio. Lo más interesante es
que el vínculo amoroso se disuelve siguiendo un patrón, una configu-
ración específica que podría haber evolucionado a lo largo de los mi-
lenios.
Si la relación termina abruptamente, el shock es la primera sensa-
ción que abruma a la persona rechazada. Mudo d<;, asombro, él o ella
reaccionan negando los hechos durante varios dfaS, en algunos casos
durante tanto como dos semanas. Pero con el tiempo la realidad se ins-
tala. «Ella» o «él» se han ido.
Luego comienza la etapa de la «transición». E} tiempo pesa sobre
los hombros. Muchas de las rutinas diarias se har'l evaporado, y uno
apenas sabe qué hacer con el vacío. U na mezcla de rabia, pánico, pena,
dudas acerca de sí mismo y una tristeza desesperante embargan al indi-
viduo rechazado. Weiss afirma que algunas personas abandonadas en-
tran también en un estado de euforia o experimentan una sensación de
liberación. Pero esta alegría no es duradera. Los hu.mores varían conti-
nuamente, y una decisión tornada hoy se desvanece mañana. Algunos
se dan a la bebida o a las drogas, al deporte o a los amigos; otros recu-
rren al psiquiatra, a consejeros o a libros de autoayuda; muchos simple-
mente se echan en la cama a llorar.
Y mientras se lamentan, no paran de darle vueltas a la relación, de

163
un modo obsesivo. Hora tras hora se dedican a rebobinar viejos recuer-
dos, examinando las tardes compartidas y los momentos conmovedo-
res, las discusiones y los silencios, las bromas y los comentarios iróni-
cos, buscando hasta el infinito las claves de por qué «él» o «ella» se
fueron. «¿Qué fue lo que falló?» «¿De qué otra manera podría haber
manejado las cosas?» 1fientras la persona reconstruye los hechos que
llevaron a la separación, él o ella desarrollan una «versión» de quién le
hizo qué a quién.
Los temas y los incidentes clave dominan la explicación mental,
mientras el individuo queda fijado a las peores humillaciones. Pero con
el tiempo él o ella elaboran una historia con un comienzo, un desarro-
llo y un final. Esta versión es algo así como la descripción de un acci-
dente automovilístico: las percepciones aparecen entremezcladas. Pero
el proceso es importante. Una vez definida, la historia puede ser diri-
gida, trabajada y, con el tiempo, descartada.
En algunos casos la fase de transición dura un año. Cualquier retro-
ceso, como por ejemplo el fracaso de un intento de reconciliación o el
rechazo por parte de un nuevo enamorado, puede arrojar al ser su-
friente a un nuevo pozo de angustia. Pero en la medida en que él o ella
desarrollan un nuevo y coherente es1 ilo de vida, comienza la fase de
«recuperación». Poco a poco el individuo abandonado adquiere una
nueva identidad, algún grado de autoestima, nuevos amigos e intereses,
y algo de flexibilidad. El pasado comienza a aflojar su nudo corredizo.
Ahora él o ella pueden seguir viviendo.
Pero hay dos aspectos del estudio de Weiss que resultan particular-
mente interesantes. Los datos demuestran que nuestras emociones tie-
nen componentes fisiológicos y que la química del amor y del aban-
dono surgieron hace muchísimo tiempo como parte de un diseño
evolutivo específico. Weiss notó que ninguno de los 150 hombres y
mujeres «separados» que participaron en sus seminarios había permane-
cido casado por menos de un año; unos pocos se habían separado du-
rante el segundo año de matrimonio. Para explicar este hecho, Weiss
deduce lo siguiente: «Hacen falta aproximadamente dos años de matri-
monio para que los individuos integren del todo el nuevo estado a su
vida emocional y social.»
Sospecho que la química cerebral tiene que ver con esto. Como re-
cordarán, en general transcurren un par de años antes de que el punto
máximo del enamoramiento ceda y las drogas del apego comiencen a
actuar, ligando profundamente a los individuos. Tal vez ésta sea tam-
bién la razón de que tan pocas parejas divorciadas dentro de los dos
años de matrimonio hayan participado de los seminarios de Weiss.
Como nunca llegaron a la etapa del apego, no necesitaron ayuda en el
proceso de la separación.

164
Todavía más interesante resulta que, según notó Weiss, el proceso
completo de la separación normalmente torna de dos a cuatro años,
((con un promedio que está más próximo a los cuatro que a los dos)). El
número cuatro aparece otra vez. No sólo tendernos a formar parejas
que duran cuatro años, sino que además nos cuesta aproximadamente
ese mismo tiempo disolver el vínculo.
El animal humano parece impulsado por una corriente de senti-
mientos que se entrelazan y fluyen de acuerdo con un compás interno,
un ritmo que surgió cuando nuestros antepasados bajaron de los árbo-
les que estaban en rápida desaparición en África y desarrollaron un
ritmo en sus relaciones que estaba sincronizado con su ciclo natural de
reproducción: aproximadamente cuatro años.

«CARNE FRESCA»

«Las cadenas del matrimonio son pesadas y hacen falta dos para so-
portar el peso, a veces tres)), comentó alguna vez Osear Wilde. Con lo
cual subrayó otra emoción que probablemente tiene un componente fi-
siológico y que evolucionó con la humanidad: nuestra avidez de varie-
dad sexual. Los psicólogos, psiquiatras, terapeutas sexuales y consejeros
familiares están acostumbrados a entrevistar pacientes que luchan con-
tra vínculos que se han vuelto rancios, y a muchos otros que optan por
el alivio sexual en vínculos nuevos. ¿Qué lleva a las personas a la infi-
delidad?
Existen innumerables razones. Al parecer, algunas personas que co-
meten adulterio necesitan compañía cuando están en una ciudad ex-
traña. Otros gustan de pasar la noche con representantes de otros gru-
pos étnicos, de otra clase social, de otra generación. Algunos procuran
solucionar un problema sexual, o desean contactos íntimos, situaciones
excitantes, o buscan venganza. El capítulo IV, que trata el tema del
adulterio, enumera numerosas razones de orden psicológico por las
cuales hombres y mujeres llegan a la cama con amantes auxiliares. Pero
parece probable que también existe un componente biológico en la in-
fidelidad que habría evolucionado a lo largo del tiempo y de inconta-
bles aventuras.
El trabajo del psicólogo Marvin Zuckerman y sus colegas nos pro-
porciona pruebas sobre el aspecto fisiológico del adulterio y sobre las
diferentes respuestas de la gente a las situaciones nuevas. Muchas per-
sonas las evitan. Pero los que buscan el estímulo de las emociones fuer-
tes se pueden clasificar en cuatro grandes categorías. 24 Están los que
ansían los deportes y las actividades al aire libre que ofrecen velocidad
y peligro. Otros prefieren experimentar sensaciones internas por medio

165
de drogas, viajes, las artes y estilos de vida transgresores. Los que están
en los placeres mundanos gustan de las fiestas desenfadadas, de la va-
riedad sexual, del juego y de ingerir grandes cantidades de alcohol. Por
último, algunos individuos no toleran ni a las personas convencionales
ni la rutina de cualquier tipo.
Estos hombres y mujeres sacan puntuaciones más altas en las prue-
bas de sensibilidad al aburrimiento, y las pruebas psicológicas muestran
que sufren menos de ansiedad y falta de contención. Zuckerman con-
cluye que en estos cazadores de emoción las conexiones cerebrales rela-
cionadas con la búsqueda de sensaciones, experiencias, teatralidad y
aventura, es decir, novedades de cualquier índole, están reforzadas.
La monoaminoxidasa, o MAO, puede ser la cómplice biológica.
Los adultos con bajo nivel de MAO, una enzima cerebral, suelen ser
gregarios, beben en abundancia, consumen drogas, les gustan los auto-
móviles veloces y buscan el estímulo de los conciertos de música rock,
de los bares y de otros lugares públicos de esparcimiento. Las personas
con poca MAO también llevan una vida sexual activa y variada. 25 Pare-
cen estar fisiológicamente preparados para generar aventura y excita-
ción. Todo ello tal vez comienza en la infancia: los bebés recién naci-
dos con bajos niveles de MAO son más excitables y caprichosos.
Los seres humanos no son las únicas criaturas que parecen diferir
en su relación con el peligro. Algunos gatos, perros, monos, lobos, cer-
dos, vacas y hasta peces buscan lo novedoso más que sus congéneres.
Algunos se interesan indefectiblemente por lo desconocido mientras
que otros lo rehúyen. La timidez es un rasgo congénito de carácter. 21'
¿Por qué alguien con una relación relativamente satisfactoria ha-
bría de arriesgar su familia, sus amigos, su carrera, su salud y su tran-
quilidad por seguir adelante con una aventura ocasional? Los norte-
americanos desaprueban la infidelidad, y sin embargo se embarcan
constantemente en aventuras extramatrimoniales. O sea que algo debe
de haber en el cerebro que promueve semejante locura. Sea cual sea la
fisiología cerebral subyacente, el componente genético de la infidelidad
probablemente comenzó a aparecer poco después de que nuestros ante-
pasados primigenios dieron los primeros pasos por el camino que con-
ducía a la humanidad.

¿Estamos solos en nuestra inclinación a flirtear, a amarnos y aban-


donarnos unos a otros? ¿El potro que patea la tierra, inhala profunda-
mente el aroma de una yegua en celo y la monta siente el mismo ena-
moramiento? ¿Siente apego el zorro que husmea una apetitosa rata
muerta camino de su madriguera y de la hembra que lo espera ham-
brienta? ¿Sienten cariño uno por otro los cocodrilos del Nilo que crían

166
a sus hijos en equipo? ¿Se alegran los azulejos de abandonar el nido
en otoño? ¿Conocieron cientos de millones de animales a lo largo
de millones de años el éxtasis del enamoramiento, la serenidad del
apego, la tensión del flirteo, el dolor del abandono?
Varios factores llevan a pensar que un amplio espectro de ani-
males son capaces de experimentar las sensaciones del amor. Todas
las aves y mamíferos presentan un hipotálamo en las profundidades
del cerebro. A veces llamada el caldero de las emociones, esta pe-
queña glándula desempeña un importante papel en la estimulación
de las conductas sexuales. El hecho de que este nódulo ha evolucio-
nado muy poco en los últimos setenta millones de años y es tan si-
milar en todas las especies sugiere una continuidad entre hombre y
bestia. 27
El sistema límbico del cerebro, que gobierna las sensaciones de
lujuria, cólera, miedo y éxtasis, es rudimentario en los reptiles pero
está bien desarrollado en aves y mamíferos, lo cual también sugiere
que otras criaturas son capaces de sentir emociones intensas. 28 Por
último, está generalmente aceptado que las emociones básicas de
miedo, alegría, tristeza y asombro van unidas a expresiones faciales
específicas. Y dado que los seres humanos y otras especies compar-
ten varias de estas expresiones faciales, como el gruñido, es posible
que también compartan algunas de dichas emociones. 2')
Quizá todas las aves y mamíferos del mundo fueron condiciona-
dos por un par de sustancias químicas que fluyen a través de sus di-
versos sistemas nerviosos dirigiendo la trama y el desarrollo de la
atracción, el apego y la indiferencia necesarias para la consumación
de sus ciclos reproductores.
Y si los animales aman, Lucy amaba.
Es probable que haya flirteado con los muchachos que conocía
cuando, a comienzos de la sequía, se congregaban los diferentes gru-
pos. Y es posible que se haya enamorado de alguno que le regalaba
carne. Puede haberse acostado junto a él entre los matorrales para
besarse y abrazarse y luego haber permanecido despierta toda la no-
che, eufórica. Mientras ella y su amigo especial recorrían juntos la
llanura buscando melones, bayas y carne de antílope fresca, debe de
haberse regocijado. Cuando se abrazaban para soñar juntos, probable-
mente sentía el calor cósmico del apego. Tal vez se aburrió a me-
dida que pasaban los días, y conoció la alegría de escaparse al bos-
que para copular con otro. Probablemente se sintió muy triste
cuando ella y su compañero se separaron una mañana para inte-
grarse a grupos diferentes. Y luego volvió a enamorarse.
No me sorprende que sintamos con tanta intensidad. Después de
todo, la reproducción es el objetivo principal de todo organismo. La

167
naturaleza habría hecho mal las cosas si no nos hubiese provisto de me-
canismos poderosos que nos hicieran reproducir una y otra vez.

¡Qué programación más asombrosa! La desgarradora pasión del


enamoramiento, la profunda intimidad del apego, la seductora inclina-
ción a la infidelidad, el tormento del abandono, la esperanza de una
nueva pareja: los hijos <le los hijos de los hijos de los hijos de Lucy ha-
brían de legarnos, a cada uno de nosotros y a través de las eras y de los
laberintos del azar y las circunstancias, la semilla de la mente humana.
Y de esta historia evolutiva surgiría una lucha eterna del espíritu hu-
mano: la inclinación a casarnos, a ser infieles, a divorciarnos y a for-
mar nuevas parejas.
No es de extrañar que rindamos culto al amor. No es de extrañar
que tantas personas hayan conocido el dolor de un corazón destrozado.
Si el amor es un proceso cíclico del cerebro humano que evolucionó
para generar la variedad en nuestra especie, la pasión romántica debe
ser poderosa, y pasajera.
Nuestro temperamento inquieto e inestable había de crear algo más
que emociones sexuales. También dio lugar a la evolución de nuestra
anatomía sexual humana, atributos físicos destinados a seducir a las pa-
rejas potenciales con cantos de sirena.

168
IX. CANTOS DE SIRENA
Evolución de la anatomía sexual humana

¿Por qué nos crucificó con el sexo?


¿Por qué no nos dio por terminados
y completos en nosotros mismos,
tal como empezamos,
como él seguramente empezó,
tan perfectamente solo?

D. H. J ,i\WRET\LH, Grito de tortuga

Narices rojizas, pechos escarlata, nalgas prominentes, rayas, lunares


y motas, penachos, coronas y melenas, cuernos y manchones sin pelo,
tales son los adornos de la naturaleza. Los seres sexuados parecen arbo-
litos de Navidad, adornados con un arsenal de atributos que les permi-
tan asegurar su fortuna y su futuro mediante la cópula y la reproduc-
ción. Los seres humanos tenemos además nuestro propio arsenal.
Entre ellos, grandes penes, barbas y pechos carnosos, labios protube-
rantes y rojizos, receptividad femenina continua, y otros rasgos femeni-
nos y masculinos seductores que funcionan como cantos de sirena, se-
ñuelos sexuales que evolucionaron a través de millones de seducciones.
¿Cómo hemos llegado a estar adornados de esta manera?

SELECCI()N SEXUAi.

Mas de cien años atrás Darwin propuso una solución a muchos


enigmas sobre la sexualidad humana. Intentaba explicar por qué los ve-
nados tienen cornamenta y los leones melena, por qué los pavos reales
machos despliegan una cola tan espectacular y los elefantes marinos
machos son dos veces más grandes que las hembras. Dado que seme-
jantes características representan un obstáculo, elementos de escasa uti-
lidad en la vida diaria, poco adaptativas incluso, Darwin no podía
creer que resultasen de la selección natural, por supervivencia de los
más aptos en la lucha por la vida. De modo que en The Descent aj Man
and Selection in Relation to Sex (La herencia del hombre y la selección
en relación con la sexualidad) (1871), presentó un corolario detallado a
la selección natural: la selección sexual.
Según mi teoría, dichas peculiaridades evolucionaron a través de
una forma de selección algo diferente e íntimamente relacionada con
la otra: la selección reproductora, el juego del apareamiento. 1
El argumento de Darwin era sensato. Si una melena hacía que un

169
león resultara más amenazador para los otros machos, o más atractivo
para las hembras, los que tuvieran melena copulaban más a menudo y
se reproducían más, y las crías trasmitían dicho rasgo, por lo demás
inútil. Del mismo modo, si los elefantes marinos de mayor tamaño
mantenían alejados a los más pequeños y débiles y además podían sin-
cronizar esto con la formación de un harén que disfrutaban durante la
breve temporada de apareamiento, los machos grandes copulaban con
mayor frecuencia. O sea que a través de estas interminables batallas y
rituales de seducción, el venado adquirió la cornamenta, el pavo real
su brillante cola, el elefante marino su apabullante tamaño y excesivo
peso.

Darwin era muy consciente de que la selección sexual no alcanza a


explicar todas las diferencias entre los sexos. Pero la eterna lucha de
quién copulará y tendrá cría con quién -el juego del apareamiento- es
la única explicación para la evolución de algunos asombrosos atavíos
sexuales creados por la naturaleza, como por ejemplo el pene humano.
Los hombres tienen grandes penes, de mayor tamaño incluso que
el de los gorilas, un primate con un cuerpo tres veces más grande que
el del varón humano. Los gorilas por lo visto tienen penes pequeños
porque no compiten con sus genitales. Son animales que viven con ha-
renes estables. Los machos son dos veces más grandes que las hembras
y buscan apabullar a sus rivales por el tamaño del cuerpo; los genitales
no forman parte del despliegue. De ahí que el pene en erección del go-
rila llegue apenas a los cinco centímetros.
No se sabe por qué el hombre tiene genitales tan llamativos, pero
el macho de chimpancé intenta seducir a la hembra abriéndose de pier-
nas, mostrándole el pene erecto, y agitándolo con un dedo mientras
mira fijamente a los ojos a su potencial pareja. Un pene prominente y
bien notable sirve para promover la individualidad y el vigor sexual
del macho y puede seducir a sus amigas. En muchas especies de insec-
tos y primates, los machos tienen penes muy perfeccionados y los cien-
tíficos piensan que evolucionaron de esta forma porque las hembras
eligen a los machos con genitales perfeccionados y sexualmente estimu-
lantes.' De modo que quizá, cuatro millones de años atrás, cuando los
antepasados de Lucy se convirtieron en bípedos, los machos comenza-
ron a alardear de sus penes con el fin de seducir a las hembras que les
interesaban y que los seleccionaban en función de sus grandes órganos.
Sin embargo, hay dos factores que hacen que un pene llame la
atención: el grosor y la longitud. Estos dos aspectos pueden haber evo-
lucionado por separado y a través de medios algo diferentes de selec-
ción sexual.

170
Los penes humanos son relativamente gruesos, lo que puede haber
surgido en la evolución humana simplemente porque Lucy y sus ami-
gas preferían los penes gruesos. Un pene grueso distiende los músculos
del tercio externo del canal vaginal y tironea de la cápsula del clítoris,
creando una fricción excitante y haciendo que el orgasmo se produzca
con mayor facilidad. En verdad, si las hembras elegían a los machos
con penes gruesos, como posiblemente lo hicieron, entonces los que
poseían penes gruesos tenían más amigas especiales a lo largo de toda
la vida y también más amantes paralelas. Estos machos produjeron más
niños. Y los penes gruesos evolucionaron. Como escribió Darwin: «El
poder de seducir a una hembra ha sido a veces más importante que el
poder de vencer a otros machos en batalla.» Es realmente probable que
el grosor del pene sea resultado de esto.

LA GUERRA DE LA ESPERMA

Los penes largos, por su parte, pueden haber evolucionado por una
causa diferente: otra forma de la selección sexual llamada competencia
espermática. La teoría de la competencia espermática surgió primero
para explicar las tácticas de apareamiento de los insectos. 1 La mayoría
de los insectos hembra son muy promiscuos, copulan con diversos ma-
chos y luego eliminan la esperma o la acumulan durante días, meses y
hasta años. Así que los machos compiten entre sí en el interior del sis-
tema reproductor de las hembras.
El macho de mosca damisela, por ejemplo, emplea el pene para ex-
traer la esperma de los machos que lo precedieron, antes de eyacular.
Los insectos macho también intentan diluir la esperma de sus rivales o
de empujarla hasta lograr desplazarla. Algunos introducen un «tapón
de apareamiento» en la abertura del genital femenino después de la có-
pula, mientras que otros vigilan a la hembra hasta que ella deposita sus
huevos. 4 Tal vez el largo pene humano también se debe a la competen-
cia espermática, y está diseñado para dar a los eyaculadores una ventaja
inicial. 5
Los testículos de tamaño medio del hombre probablemente son
también el resultado de batallas entabladas en el canal vaginal. Este ra-
zonamiento se basa en datos acerca de los chimpancés. Los machos de
chimpancé tienen testículos muy grandes en relación con el tamaño de
sus cuerpos, además de penes largos, y se cree que transportan dichos
órganos debido a su promiscuidad. En una horda de chimpancés, los
machos se toleran bastante bien mutuamente, y hasta forman fila para
copular. De modo que, siguiendo esta línea de pensamiento, en el pa-
sado los machos de chimpancé con grandes testículos y abundantes y

171
rápidos espermatozoides habrían depositado en el sistema reproductor
femenino cantidades mayores de una esperma altamente móvil. Estos
chimpancés concebían más temprano, dando origen así a la selección
de chimpancés con grandes testículos. Los gorilas, por otra parte, tie-
nen testículos muy pequeños y, como es de esperar, copulan con escasa
frecuencia y ¡:oca competencia por parte de los otros machos. 6
Estos hechos condujeron al científico Robert Smith a proponer que
los testículos de tamaño medio del hombre y su copiosa eyaculación
evolucionaron por la misma razón que surgieron en los chimpancés:
los hombres ancestrales con vigorosas bolsas de semillas y más esper-
matozoides producían más concepciones, generándose de este modo
los testículos tamaño promedio del hombre y su abundante y dinámica
semilla. Smith piensa que incluso las poluciones nocturnas y la mastur-
bación masculina son el resultado de la competencia espermática entre
machos, una forma placentera de reemplazar la esperma vieja por
nueva.

Competencia entre machos. Selectividad femenina. Los científicos


en general subrayan estos dos aspectos de la selección sexual porque las
hembras deberían ser naturalmente selectivas con sus amantes, mien-
tras que los machos deberían enfrentarse entre ellos por el privilegio
de engendrar. 8
En realidad, esta línea de pensamiento hace gala de una lógica im-
pecable, dado que para las hembras de muchas especies los costos de la
reproducción son altos. Las hembras conciben el embrión, cargan el
feto durante días y meses, y casi siempre crían a sus hijos con muy es-
casa ayuda. Además, las hembras están limitadas en la cantidad de crías
que pueden producir: lleva tiempo gestar y criar a cada hijo, nidada o
lechigada. De modo que a la hembra le conviene seleccionar cuidado-
samente a su consorte, no tiene tantas oportunidades de reproducirse.
Para los machos de la mayoría de las especies los costos de la repro-
ducción son mucho más bajos. Los machos simplemente donan su es-
perma. Y lo que es más importante, los machos pueden concebir crías
con mucha mayor regularidad que las hembras, en tanto en cuanto
puedan mantener a raya a los otros aspirantes y logren atraer a las
hembras y aguantar el agotamiento sexual. De modo que, desde el
punto de vista reproductor, a los machos les conviene copular con rela-
tiva indiscriminación.
Debido a estas diferencias en la «inversión parental», son por lo ge-
neral los machos de las especies los que compiten entre sí por las hem-
bras, y casi siempre las hembras las que eligen entre los diversos ma-
chos. Pero la forma alternativa de selección sexual, es decir, machos

172
que eligen entre diversas hembras y hembras que compiten entre ellas
para gestar, también se da en la naturaleza. Los seres humanos no so-
mos una excepción. Basta con ir a un bar o a una fiesta cualquiera y
ponerse a observar cómo las mujeres rivalizan entre sí mientras los
hombres eligen a la que prefieren. Como sintetiza H. L. Mencken:
«Cuando las mujeres se saludan siempre parecen pugilistas dándose la
mano antes de la pelea.»
En realidad, varios atributos femeninos importantes son probable-
mente consecuencia de la arcaica rivalidad entre hembras frente a ma-
chos que elegían entre ellas. Entre los más llamativos figuran los siem-
pre agrandados pechos femeninos.

¿POR QUÉ LOS PECHOS SON TAN GRANDES?

En 1967, el etólogo Desmond Morris propuso que cuando nuestros


antepasados se convirtieron en bípedos, los signos sexuales que inicial-
mente ornamentaban la grupa, pasaron a decorar el tórax y la cabeza. 9
A partir de ahí las mujeres desarrollaron labios rojizos y protuberantes
para semejar labios vaginales, y pechos bamboleantes y carnosos para
semejar nalgas prominentes. A los machos ancestrales los atraían las
mujeres con estos signos de predisposición sexual, de modo que las
mujeres con pechos protuberantes engendraron más hijos, legando este
rasgo a través de los siglos.
Varios científicos agregaron otras hipótesis. Quizá los pechos evo-
lucionaron para indicar «potencial ovulatorio». Como las mujeres en
edad reproductora óptima tienen pechos más voluptuosos que las muy
jóvenes o las posmenopáusicas, los hombres ancestrales pueden haber
interpretado esta carnosidad como un signo de fertilidad segura. rn Otra
hipótesis propone que, como entre los primates los pechos de las hem-
bras sólo se hinchan durante el período de amamantamiento, estos
símbolos visibles se convirtieron evolutivamente en promoción de la
capacidad de las mujeres para reproducirse y alimentar a las crías 11 -la
señal de la «buena madre))-, o sea, en un truco para engatusar a los
machos y hacerles creer que una determinada hembra resultaría una
buena inversión reproductora. 12 U na última e interesante teoría sos-
tiene que los senos eran originalmente depósitos de grasa, reservas cru-
ciales de las que nutrirse durante el embarazo o durante la lactancia si
la comida escaseaba. 13
Todas estas teorías tienen una lógica genética.
Pero ¡qué error de diseño! Estas protuberancias en torno a las glán-
dulas mamarias están muy mal emplazadas. Se bambolean dolorosa-
mente cuando la mujer corre. Se interponen en la visión cuando se in-

173
dina a buscar alimentos, y pueden asfixiar al bebé mientras mama ..Más
aún, los pechos (de cualquier tamaño) son sensibles al contacto. ¿Por
qué? Los pezones de la mujer se endurecen ante el más mínimo con-
tacto. Y en el caso de muchas, acariciarlos estimula el deseo sexual.
En ello no quiero pasar por alto la original teoría de Morris acerca
del sentido sexual de los pechos femeninos: por las razones genético-
adaptativas que fuesen (y probablemente había más de una), a los ma-
chos ancestrales les gustaban las hembras con esos apéndices sensibles
y mullidos y copulaban con mayor frecuencia con las que estaban dota-
das de grandes pechos, dando pie así a la trasmisión de dicho adorno.

Mientras las mujeres seleccionaban a sus amantes y los hombres


elegían entre las mujeres, mientras todos nuestros antepasados compe-
tían por esposas y maridos que fueran buenos «partidos», probable-
mente se fraguaron otros aspectos fundamentales de la sexualidad
humana.
Los hombres tienen barba, las mujeres tienen cutis delicados; los
hombres desarrollan voces graves en la pubertad mientras que las mu-
jeres mantienen sus tonos melifluos. ¿Por qué? Del vello facial Darwin
escribió: «Nuestros progenitores semejantes a los simios adquirieron sus
barbas como ornamento para seducir o excitar al sexo opuesto ... »14 Tal
vez las barbas eran señal de fuerza y madurez para las mujeres. Darwin
también se refirió a la aguda voz femenina como un instrumento musi-
cal, y llegó a la siguiente conclusión: «Podemos inferir que original-
mente adquirieron poderes musicales para atraer al sexo opuesto.» 1'i Tal
vez para los hombres las dulces voces femeninas sonaban inofensivas
como las de niños.
Por las razones que fuesen, en la época de Lucy algunos machos y
hembras se apareaban antes que otros, seleccionándose en función de
los peculiares ornamentos físicos de los individuos en cuestión: gruesos
y largos penes, pechos siempre de gran tamaño, barbas masculinas y
dulces voces femeninas.

Somos realmente simios desnudos, y la pérdida del pelo del cuerpo


podría deberse también, al menos en parte, a la selección sexual. En
realidad no perdimos el pelo del cuerpo; tenemos el mismo número de
folículos pilosos que los simios, pero el pelo en sí mismo está menos
desarrollado.
Las explicaciones de este rasgo, nuestro ralo pelaje, han costado
mucha tinta y papel. La explicación clásica es que resulta de una modi-
ficación en el sistema de refrigeración y calefacción del cuerpo. El co-

174
rredor empapado en sudor. A fin de que nuestros ancestros cazadores-
ladrones de caza ajena pudieran recorrer grandes distancias en busca de
alimento, el poder aislante del pelo fue reemplazado por tejido adiposo
y glándulas sudoríparas que, cuando el calor era excesivo, cubrían el
pecho y miembros expuestos al aire con una película de líquido refrige-
rante. Otras teorías afirman que nuestros antepasados perdieron el pelo
para reducir la frecuencia de infecciones por parásitos. Otros científi-
cos opinan que nuestra piel lampiña puede haber evolucionado junto
con el rasgo humano de ser excesivamente inmaduros al nacer (véase
capítulo XII)."
Pero Morris propuso que estos patrones capilares humanos también
cumplieron la función de señuelos sexuales. Con una pelambre mí-
nima, las zonas delicadas del pecho y de la ingle quedaron a la vista,
más expuestas, más sensibles al tacto. No por casualidad las mujeres
perdieron el pelo alrededor de los labios y los senos, zonas en las que la
estimulación puede derivar fácilmente en el acto sexual. Y cabe pensar
que los lugares donde nuestros antepasados mantuvieron el pelo resul-
tan tan estimulantes sexualmente como aquellos donde lo perdieron.
El pelo debajo de los brazos y en la entrepierna retiene los aromas del
sudor y del sexo, olores que resultan sexualmente excitantes para mu-
cha gente.
Como la barba, las voces profundas, los mentones suaves y las vo-
ces agudas, algunos patrones capilares modernos también se manifies-
tan en la pubertad, al comienzo del período sexual de la vida. De
modo que la explicación más simple es que todas esas características
evolucionaron por diversas razones, entre otras, para deslumbrar al
cónyuge y a los amores paralelos, cuando nuestros antepasados emer-
gieron inicialmente de las selvas en retroceso de África para aparearse
y criar a sus hijos como futuros ((maridos» y «esposas».

De todos nuestros hábitos sexuales los más notables y placenteros,


tanto para los hombres como para las mujeres, son tres insólitos rasgos
de la hembra humana: la capacidad de copular cara a cara, el intenso
pero inestable patrón orgásmico y su rara capacidad para copular en
cualquier momento. Los hombres vienen ensalzando esos encantos fe-
meninos desde hace siglos, por no decir milenios.
¿Copularía Lucy cara a cara? Y o creo que sí. La vagina de las muje-
res modernas apunta hacia abajo, en lugar de la vulva vuelta hacia atrás
de todas las otras primates. Gracias a la vulva inclinada la cópula cara
a cara es cómoda. En realidad, en esta posición los huesos pelvianos
del hombre frotan contra el clítoris, lo cual convierte al acto sexual en
algo extremadamente estimulante.

175
No es nada extraño que la cópula cara a cara, en la postura del mi-
sionero, sea la preferida en la mayoría de las culturas, si bien abundan
las variaciones. i: Los kuikuru de Amazonia duermen en hamacas indi-
viduales colgadas en derredor del hogar familiar, de modo que los
amantes tienen escasa intimidad. Más aún, con un solo movimiento en
falso los cónyuges caerían sobre las brasas ardientes. A causa de estos
inconvenientes los cónyuges y los amantes hacen el amor en la selva,
donde el suelo es desparejo y a menudo está húmedo. Aquí la mujer no
puede tenderse boca arriba para copular, por lo tanto se pone en cucli-
llas, se echa hacia atrás y mantiene las nalgas en el aire, con los brazos
y piernas flexionados. De todos modos, hace el amor mirando a su
amante. Las personas han inventado docenas de posiciones para hacer
el amor. Pero la posición cara a cara es conocida en el mundo entero;
es probablemente un distintivo del animal humano.
El canal vaginal humano apuntado hacia abajo podría haber evolu-
cionado por vía de la selección sexual. 18 Si Lucy tenía una vagina incli-
nada y buscaba el coito cara a cara, sus amantes podían verle la cara,
susurrarle cosas, mirarla y percibir sutilezas de su expresión. La cópula
cara a cara favorece la intimidad, la comunicación y la mutua com-
prensión. O sea que, igual que las hembras ancestrales con pechos
bamboleantes y sensibles, las que poseían vaginas inclinadas tal vez es-
tablecían vínculos más fuertes con sus amigos especiales, y engendra-
ron más hijos, y nos legaron dicha característica.

EL ORCAS~10 MÚLTIPLE

Otro rasgo femenino deslumbrante es el «orgasmo múltiple». A di-


ferencia de los de su pareja, los genitales femeninos no expulsan todo
su líquido durante el orgasmo, y -si sabe cómo hacerlo- la mujer
puede alcanzar el clímax una vez tras otra. ¿Por qué tienen las mujeres
la capacidad del orgasmo múltiple y los hombres, en cambio, no lo
tienen?
Es una buena pregunta. En los machos, el orgasmo es esencial para
la inseminación: las embestidas empujan los espermatozoides dentro de
la vagina. Pero el huevo de la mujer es expulsado naturalmente por el
ovario una vez al mes, independientemente de su respuesta sexual. En
realidad, el antropólogo Donald Symons piensa que, al no tener el or-
gasmo femenino una utilidad directa en la concepción, es un fenó-
meno anatómico y fisiológico innecesario que ha subsistido a la evolu-
ción femenina sólo por su importancia para los hombres. Compara el
orgasmo femenino y el clítoris a los pezones de las tetillas masculinas,
apéndices inútiles que decoran el cuerpo sólo porque son de vital im-

176
portancia para el otro. Symons concluye por lo tanto que el orgasmo
femenino no es en absoluto adaptativo. 19
Pero atención. El clítoris no es una pedazo relativamente inerte de
tejido como el pezón masculino, sino un nudo nervioso muy sensible
que produce el orgasmo, una sensación física violenta y palpitante, una
experiencia emocional tumultuosa. Más aún, el orgasmo es señal de
algo: de satisfacción. A los hombres les gusta que la mujer alcance el
orgasmo porque es la prueba de la gratificación de su compañera y tal
vez porque suponen que de ese modo tenderá menos a buscar aventu-
ras sexuales. El orgasmo femenino alimenta el ego del macho. 20 Si no
fuera así, ¿por qué simularían algunas mujeres el orgasmo?
Y para la mujer el orgasmo es un viaje, un estado alterado de con-
ciencia, una realidad diferente que la eleva por una espiral que llega
hasta el caos, y que luego le proporciona sensaciones de calma, ternura,
y cariño, que tienden a cimentar la relación con el compañero. 21 El or-
gasmo también sacia a la mujer, y eso la induce a permanecer acostada,
así es menos factible que la esperma escape del canal vaginal. Por úl-
timo, es prohable que el propio orgasmo estimule a la mujer a buscar el
coito, que inevitablemente también facilita la concepción.
No puedo estar de acuerdo con Symons. Considero que el orgasmo
femenino evolucionó con objetivos importantes: estimular a las muje-
res a que busquen la sexualidad, a que entablen vínculos íntimos con
un compañero reproductor o con un amante paralelo, a que le expre-
sen su satisfacción y a que propicien la fertilización. 22
Y probablemente evolucionó mucho antes de que nuestros antepa-
sados descendieran de los árboles. Todas las hembras de primate y los
mamíferos superiores hembra tienen clítoris. El clítoris de la hembra
de chimpancé es más largo que el de la mujer, tanto relativa como ab-
solutamente, y cuando la hembra de chimpancé se excita copula a un
ritmo febril, sugiriendo que alcanza el clímax varias veces. Las hem-
bras de varias especies evidencian modificaciones en la presión arterial,
en la respiración, el ritmo cardiaco, la tensión muscular, los niveles de
hormonas y los tonos de la voz de modo semejante al que experimenta
la mujer durante el orgasmo. De modo que el orgasmo probablemente
se manifiesta en muchas otras criaturas. n
El orgasmo múltiple también habría sido adaptativo para nuestras
antepasadas que vivían en los árboles, cuya supervivencia dependía del
establecimiento de buenas relaciones con varios machos. O sea que
Lucy probablemente heredó la capacidad de tener orgasmos múltiples
de sus antepasadas en los árboles y nos la trasmitió a nosotras.
Sin embargo, las mujeres no alcanzan siempre el clímax. Incluso
esta característica puede haber evolucionado milenios atrás. Las muje-
res suelen lograr el orgasmo cuando están relajadas, con hombres que

177
se ocupan sexualmente de ellas, y con compañeros de bastante tiempo,
con los cuales se sienten comprometidas. Las mujeres alcanzan el or-
gasmo con mucho mayor frecuencia con sus maridos, por ejemplo, que
con un amante clandestino. Y las prostitutas callejeras, que copulan
con extraños, llegan al clímax con menor frecuencia que las prostitutas
más refinadas, que se acuestan con clientes de más dinero y más consi-
derados. Quizá esta selectividad orgásmica es un mecanismo que las
mujeres desarrollaron inconscientemente a fin de reservarse para el
hombre adecuado, paciente y dedicado, y no entregarse a amantes im-
pacientes. 24
Podemos elegir. El orgasmo femenino tal vez no sea más que una
rareza sin función práctica, una consecuencia del desarrollo embriona-
rio que resulta de tan crucial importancia para la sexualidad masculina
que las mujeres la han preservado durante su evolución, o un rasgo
muy adaptativo de la compleja estrategia femenina para salir airosa en
el juego del apareamiento.

¿ELLA QUERRÁ O NO?

De todas las tácticas sexuales adquiridas por las mujeres en el pa-


sado, ninguna es tan cautivante para los científicos -ni tan placentera
para hombres y mujeres- como la habilidad femenina para copular
siempre que la mujer tiene ganas. Como el lector recordará, para ma-
chos y hembras de ninguna otra especie viviente es posible la sexuali-
dad constante. ¿Por qué? Porque las hembras en edad de reproducirse
sexualmente tienen períodos de celo, o estro, y si no están en celo ge-
neralmente rechazan a los machos.
Por supuesto, hay excepciones. 25 Pero las mujeres se clasifican en el
extremo más distante de una conducta casi constante: pueden copular
-y lo hacen- durante todo el ciclo menstrual mensual; pueden copular
durante casi todo el embarazo, y pueden -y a menudo lo hacen- reto-
mar el coito tan pronto como se recuperan del parto, meses o años an-
tes de que el bebé sea destetado.
Los críticos dicen que la predisposición sexual femenina constante
sólo existe en los temores de los viejos y en las esperanzas de los jóve-
nes. No es verdad. Si la mujer quiere, puede copular cuando le da la
gana. Las norteamericanas casadas copulan, como promedio, de una a
tres veces por semana, dependiendo de la edad. 26 Según los informes,
en muchas culturas las mujeres hacen el amor todos los días o todas las
noches, excepto cuando los rituales de guerra, la religión u otras cos-
tumbres locales lo impiden. 27 La sexualidad tampoco termina con la
menopausia o la vejez. 28 Ello no significa que la libido femenina se

178
mantenga siempre alta. Pero la hembra humana dejó atrás el período
de celo.

Existen varias teorías acerca de la pérdida del período de celo. 2~ La


explicación clásica sostiene que las hembras ancestrales perdieron el es-
tro a fin de cimentar el vínculo de pareja con el macho. La posibilidad
de copular en cualquier momento permitía a las hembras mantener
permanentemente atentos a sus amigos especiales. Es una idea intere-
sante. Pero muchas aves y algunos mamíferos son monogámicos, y las
hembras de ninguna de estas especies excepto las mujeres manifiestan
dicha predisposición erótica permanente. Por lo tanto, tiene que existir
una explicación de más peso para este notable rasgo humano.
Tal vez el adulterio originó la selección resultante en la pérdida del
celo. Si las cópulas clandestinas proporcionaron protección y sostén
adicional a Lucy y sus compatriotas hembras, habría sido una ventaja
para ellas poder copular paralelamente siempre que surgiera la oportu-
nidad. Pero para tener aventuras hay que aprovechar el momento. Si el
amigo especial estaba de excursión en busca de alimento y aparecía su
hermano para buscar nueces con ella, no podía esperar hasta que el pe-
ríodo de celo se presentara, debía hacer el amor en ese momento.
La disponibilidad sexual constante dio a las hembras la posibilidad
de concretar sus dos estrategias reproductoras fundamentales: hacer pa-
reja con un macho y copular paralelamente con amantes ocasionales.
Los factores ecológicos sin duda contribuyeron a la pérdida del
celo. Habría sido adaptativo por parte de nuestros ancestros dar a luz
en cualquier momento del año para que las crías no nacieran todas al
mismo tiempo, lo cual habría resultado problemático para el grupo y
habría atraído a los leones a un fácil banquete. La pérdida del celo ha-
bría favorecido los nacimientos durante todo el año. Quizá el estro re-
presentaba también una suerte de exceso de equipaje, una parte del sis-
tema hormonal femenino del que debían librarse a fin de incorporar
otras adaptaciones fisiológicas. Y lo principal es que la pérdida del es-
tro pudo representar un vale de comida. Cuando los chimpancés ma-
chos obtienen una presa y todos se congregan a su alrededor para men-
digarle bocados, las hembras en estro reciben porciones adicionales. -'11
Las mujeres ancestrales pudieron necesitar también estos beneficios.
De modo que si Lucy hubiese tenido un período mensual de recep-
tividad sexual un poco más largo, que durara alrededor de veinte días
en lugar de diez, habría mantenido relaciones sexuales más prolonga-
das con su amigo especial y con sus amantes clandestinos, y habría ob-
tenido de ese modo más protección y más alimentos. Habría sobrevi-
vido. Sus hijos habrían sobrevivido. Y la propensión a períodos de

179
receptividad sexual más prolongados habría evolucionado. ' 1 Del mismo
modo, las hembras que copulaban durante la mayor parte del embarazo
y más pronto después del parto también habrían recibido beneficios
adicionales, habrían sobrevivido desproporcionadamente y habrían le-
gado a las mujeres modernas el rasgo de la disponibilidad sexual ininte-
rrumpida.

ÜVULACIÓr-;- SILE-r-..:CIOSA

Tan magnífico es este extraño rasgo de la disponibilidad sexual


constante que debió de ser la culminación de varias fuerzas ambienta-
les y reproductivas. Pero ¿perdieron el celo las mujeres o entraron en
celo permanente?
Lo perdieron. Las mujeres no manifiestan prácticamente ningún
signo de ovulación en mitad del ciclo. Poco después de que el óvulo es
despedido por el ovario, la mucosidad viscosa del cuello del útero se
vuelve más resbaladiza, suave y elástica. Algunas mujeres sienten mo-
lestias. U nas pocas tienen leves pérdidas de sangre en ese momento. A
otras el cabello se les pone más grasoso, los senos se les vuelven más
sensibles, o tienen más energía de la usual. La temperatura corporal de
la mujer sube más de un grado durante la ovulación y permanece nor-
mal o algo superior a lo normal hasta la menstruación siguiente. Y en
la medida en que se eleva el voltaje de su cuerpo, toda ella se carga de
más electricidad. n Aparte de estas excepciones, la ovulación es silen-
ciosa.
Las mujeres tampoco se obsesionan con el sexo en mitad del ciclo.33
No todas las primates exhiben genitales inflamados y llamativos du-
rante el celo. Pero todas sin excepción delatan la ovulación con seduc-
tores aromas y persistentes actitudes provocativas. De ahí el término
e.strus, derivado de la palabra griega equivalente a «tábanrn). Sin em-
bargo, la mayoría de las mujeres no saben cuándo están en el período
fértil. Más aún, las mujeres deben copular con regularidad a fin de que-
dar embarazadas y tomar precauciones si quieren evitarlo. Para las mu-
jeres, el momento de la ovulación es un dato oculto.
¡Qué inconveniente más peligroso es la «ovulación silenciosa»! Ha
derivado en millones, tal vez cientos de millones de embarazos no de-
seados. Pero es fácil comprender las ventajas de la ovulación silenciosa
en la época de Lucy.

Si el compañero de Lucy no sabía cuándo ella entraba en el período


de fertilidad, estaba obligado a copular con ella regularmente a fin de

180
engendrar un hijo. La ovulación silenciosa mantenía al amigo especial
en íntima proximidad constante, y aseguraba el suministro de protec-
ción y comida que la hembra necesitaba. Los amantes paralelos tam-
poco sabían cuándo Lucy estaba fértil. También podía contar con sus
atenciones. Y como los primates macho que se aparean con una hem-
bra son casi siempre solícitos con las crías de ella, los amantes auxilia-
res tal vez sentían debilidad por sus hijos. La ovulación silenciosa su-
ministraba a la hembra abundancia de aquello que precisaba: machos.
Los machos lograban copular con mayor frecuencia. Con la pérdida
del estro, la hembra estaba permanentemente disponible. Los amantes
también estaban siempre a disposición. Con la ovulación silenciosa el
«marido» no necesitaba espantar a los otros aspirantes a su hembra,
porque ni la «esposa» ni los amantes daban indicación alguna del es-
tado de fertilidad. La ovulación silenciosa probablemente contribuyó
también a mantener la paz. '4
De todos los beneficios derivados de este magnífico rasgo feme-
nino, el más asombroso era la posibilidad de elegir. Liberada del ciclo
ovulatorio de los demás animales -y del impulso sexual que alcanzaba
un punto máximo y después se desvanecía-, Lucy finalmente podía
empezar a elegir a sus amantes con más cuidado.
Si bien las hembras de chimpancé sin duda dan prioridad a sus pa-
rejas y algunas veces se niegan a copular con los machos que no les
gustan, por ejemplo moviéndose inapropiadamente en el momento cul-
minante o mostrándose poco dispuestas a adoptar la postura de apareo,
estas hembras no pueden ocultar su receptividad ni fingirse cansadas o
rechazar a sus candidatos por medio de la indiferencia o los insultos.
Sus procesos químicos las impulsan a copular. Una vez liberadas del
flujo hormonal mensual, las hembras ancestrales obtuvieron más con-
trol cortical del deseo erótico. Podían copular por una multitud de ra-
zones, incluso por poder, despecho o lujuria, por la compañía o por
amor. «¿Ella querrá o no?» fue la pregunta que se puso de moda.
De los penes grandes y los pechos bamboleantes a la cópula cara a
cara y la disponibilidad sexual permanente, toda esa rivalidad sin tre-
gua, esas aventuras amorosas y los reciclamientos de pareja comenza-
ron a cambiar nuestros cuerpos. A medida que hombres y mujeres an-
cestrales se apareaban y trabajaban hombro a hombro, la selección
operó también modificaciones a nivel del cerebro de ambos sexos.
Ya la psique humana estaba lista para cobrar altura.

181
X. ¿POR QUÉ LOS HOMBRES NO PUEDEN SER
MÁS PARECIDOS A LA MUJERES?
Desarrollo del cerebro sexual humano

He aquí al hombre compuesto de dos partes.


La primera es toda naturaleza; la otra, arte.

ROHERT HERRICK, «Upon Man»

«El hombre tiene más coraje, es más belicoso y más enérgico que la
mujer, y tiene más creatividad ... La mujer parece diferenciarse del
hombre ... especialmente en su mayor capacidad de ternura y menor
egoísmo.» Darwin escribió estas líneas en 1871. El hombre agresor, la
mujer educadora y nutricia. Darwin creía que estas cualidades de sexo
eran características por «derecho de nacimiento)) de la humanidad, ad-
quiridas en nuestro lejano pasado.
Oarwin también creía que los hombres son naturalmente más inte-
ligentes. Sostenía que la inteligencia superior masculina se desarrolló
porque los hombres jóvenes debían pelear para obtener parejas. Como
los machos ancestrales necesitaban defender a sus familias, cazar para
la subsistencia común, atacar a los enemigos y construir armas, los ma-
chos requerían facultades mentales superiores, «como por ejemplo la
capacidad de observación, de razonamiento, de invención o de imagi-
nación». Por lo tanto, a causa de la rivalidad ancestral entre machos y
de la supervivencia del más apto, la inteligencia se desarrolló ... en los
hombres.
Un Adán poderoso e inteligente, una Eva delicada y simple: Dar-
win encontró a su alrededor múltiples pruebas de esta desigualdad en-
tre sexos. Los poetas, comerciantes, políticos, científicos, artistas y filó-
sofos de la Inglaterra victoriana eran, en sus inmensa mayoría,
hombres. Por su parte, Paul Broca, el eminente neurólogo francés del
siglo XIX, que además era una autoridad en razas, había confirmado el
criterio de la inferioridad intelectual femenina. Después de calcular el
peso de la masa encefálica en más de cien hombres y mujeres cuyos
cuerpos habían sido sometidos a autopsia en los hospitales de París,
Broca escribió en 1861: «Por término medio, las mujeres son un poco
menos inteligentes que los hombres, una diferencia que no debemos
exagerar pero que, de todos modos, existe.>) 1
Broca no contempló en sus cálculos el menor tamaño del cuerpo
femenino. Usó una impecable «fórmula de correccióm) para demostrar

182
que los franceses eran tan capaces como los alemanes. Pero no hizo las
adaptaciones para los cráneos de mujer. En cualquier caso, ya todo el
mundo sabía que las mujeres eran intelectualmente inferiores: ésa era
la creencia de la época.

El credo sexista era una reacc1on amarga tras la Primera Guerra


Mundial. Margaret Mead estaba entre los líderes intelectuales que en la
década de los veinte subrayaron el predominio de la educación sobre la
naturaleza. Afirmaba que el medio ambiente moldeaba la personalidad.
Como escribió en 1935: «Se podría afirmar que muchas -si no todas-
de las características de personalidad que hemos definido como mascu-
linas y femeninas están tan poco relacionadas con el sexo de las perso-
nas como la ropa, los modales o los tocados que una sociedad les im-
pone en un momento dado a cada uno.» 2
El mensaje de Mead daba esperanzas a las mujeres -así como a las
minorías étnicas, a los inmigrantes y a los pobres- y contribuyó a in-
troducir en el dogma científico el concepto de «determinismo cultu-
ral», la doctrina según la cual los individuos son esencialmente todos
similares. 3 Si las personas fueran despojadas de unos pocos ornamentos
culturales, básicamente nos encontraríamos siempre frente al mismo
animal. La sociedad y la educación hacen que las mujeres se comporten
como mujeres y que los hombres tengan una conducta típicamente
masculina. Y adiós a la biología.
En los años treinta y en las décadas siguientes vieron la luz innu-
merables tratados científicos proclamando que hombres y mujeres eran
esencialmente iguales. Pero ahora el viento ha cambiado otra vez de
dirección. Disponemos de una cantidad de datos nuevos, y hoy muchos
científicos piensan que los sexos son bastante diferentes y que las dife-
rencias empiezan a establecerse en el cerebro humano dentro del útero,
durante la gestación.
Cuando el óvulo se une con el espermatowide y se produce la fe-
cundación, el embrión no tiene genitales femeninos ni masculinos.
Pero alrededor de la sexta semana de vida fetal se produce un salto ge-
nético y los cromosomas dirigen a los precursores de las gónadas para
que desarrollen testículos u ovarios. A estas alturas la suerte está
echada. En el caso de los testículos, las gónadas diferenciadoras co-
mienzan a producir testosterona fetal. Cuando en el tercer mes de vida
esta poderosa hormona masculina impregna los tejidos embrionarios, se
forman los genitales masculinos. Las hormonas fetales también confor-
man el cerebro masculino. Si el embrión ha de ser una mujer, se desa-
rrollará sin la participación de hormonas masculinas, y los genitales fe-
meninos emergen, junto con el cerebro femenino. 1

183
De modo que las hormonas otorgan la identidad sexual al cerebro.
Y varios científicos piensan que la arquitectura cerebral desempeña un
papel importante en la creación de las diferencias de sexo que se mani-
fiestan después en la vida. Yo agregaría que las diferencias de sexo han
surgido a lo largo de los siglos, que provienen de nuestro lejano pa-
sado, cuando hombres y mujeres ancestrales comenzaron a aparearse y
a criar a sus hijos, como «marido)) y «mujer».

EL DON DEL HABLA

En exámenes de habilidad verbal efectuados a norteamericanos, se


hace cada vez más evidente que, en términos generales, las niñas ha-
blan antes que los varones. Hablan con mayor fluidez, con mayor co-
rrección gramatical y con más palabras por emisión. Cuando alcanzan
los diez años de edad, las niñas se destacan en razonamiento verbal,
prosa escrita, memoria verbal, pronunciación y ortografía. Aprenden
mejor los idiomas extranjeros. Tartamudean menos. La dislcxia se ma-
nifiesta en ellas con una frecuencia cuatro veces menor. Y muchísimas
menos niñas se quedan atrasadas en el aprendizaje de la lectura. 'i
Ello no quiere decir que los varones sean incoherentes ni que todos
los varones estén menos desarrollados verbalmente que todas las niñas.
Los hombres varían; las mujeres varían. En realidad, hay más diferen-
cias entre los individuos de un mismo sexo que entre sexos. 6 La prueba
de esto la encontramos en nuestra herencia occidental. Durante los úl-
timos cuatro mil años, la cultura occidental impidió que las mujeres
fueran oradoras, escritoras, poetas, dramaturgas, y en cambio cultivó el
genio de los hombres. No es de extrañar, pues que la enorme mayoría
de los oradores públicos y de los gigantes literarios hayan sido hom-
bres. Pero los científicos están comenzando a ponerse de acuerdo en
que el promedio de las mujeres manifiestan mayor habilidad verbal que
los hombres.
Las diferencias de sexo podrían ser adquiridas. Hay quienes afir-
man, por ejemplo, que el hecho de que las niñas nazcan más maduras
que los varones explicaría que ingresen en el mundo con una ligera
ventaja en habilidad lingüística, habilidad que los padres y el siste-
ma educativo cultivan a medida que crecen. 7 En realidad, existe una
amplia variedad de argumentos en el sentido de que las habilidades
verbales son inculcadas a las niñas más regularmente que a los varo-
nes. 8 Pero la información actual apunta a demostrar que dichas dife-
rencias entre los sexos tienen además un componente biológico subya-
cente.
Las mujeres tienen un discurso más fluido no sólo en los Estados

184
Unidos sino en lugares tan diversos como Inglaterra, Checoslovaquia y
Nepal.') La International Association for the Evaluation of Educational
Achievement (Asociación Internacional para la Evaluación de Logros
de Aprendizaje) informó recientemente que en 43.000 muestras de re-
dacción correspondientes a estudiantes de catorce países en los cinco
continentes, las niñas manifestaron sus ideas por escrito con mayor cla-
ridad que los varones. Sin embargo, el argumento más fuerte a favor de
la superioridad verbal femenina es la relación entre el estrógeno, la
hormona femenina, y la habilidad verbal femenina.
En un estudio reciente realizado con 200 mujeres en edad repro-
ductora, los psicólogos demostraron que en mitad del ciclo menstrual,
cuando el nivel de estrógeno alcanza su punto más alto, la habilidad
verbal femenina es mayor. 1u Cuando se les solicitaba, por ejemplo, que
repitieran el trabalenguas: «Tres tristes tigres comen tres platos de
trigo» cinco veces seguidas, lo hacían especialmente bien cuando esta-
ban en mitad de su ciclo. Directamente después de la menstruación,
cuando el nivel de estrógenos alcanzaba el mínimo, la velocidad de es-
tas mujeres declinaba. Aun en sus peores momentos, la mayoría de
ellas superaba a los hombres en todas las tareas verbales. ,

LA DEFICIENCIA EN MATEMÁTICAS

Los hombres, en promedio, destacan en los problemas de altas ma-


temáticas (no en aritmética). En general son superiores en la lectura de
mapas, en la solución de laberintos y en completar varias otras tareas
visuales-espaciales-cuantitativas. 11
Algunas de estas habilidades se manifiestan en la infancia. Los ni-
ños pequeños desmontan juguetes y exploran más el espacio que los ro-
dea. Tienen mayor facilidad para detectar objetos en el espacio y perci-
ben los diseños abstractos y las relaciones más correctamente. Al llegar
a los diez años, son más numerosos los varones que pueden hacer girar
en la imaginación objetos tridimensionales percibidos visualmente, que
perciben correctamente espacios tridimensionales sobre un papel plano,
y que comienzan a obtener puntuaciones más altas en otros problemas
mecánicos y espaciales. Luego, en la pubertad, los varones superan a
las niñas en álgebra, geometría y en otras materias que involucran ha-
bilidades visuales-espaciales-cuantitativas. 12
En un examen aplicado a casi 50.000 estudiantes de séptimo grado
a los que se les tomó la Prueba de Aptitud Escolar, 260 varones y 20
niñas obtuvieron casi 700 (del total de 800) puntos en problemas mate-
máticos, una relación de 13 a 1. u En los Estados Unidos, tres de cada
cuatro individuos que se doctoran en matemáticas son hombres. Y ta-

185
les diferencias entre los sexos en agudeza espacial e interés en las mate-
máticas se verifican también en varias otras culturas. 14
Igual que la habilidad verbal femenina, estas habilidades verificadas
en muchos niños y hombres adultos tienen evidentemente un compo-
nente cultural. Pero también existe una relación entre la hormona
masculina predominante, la testosterona, el cromosoma masculino Y y
la excelencia en matemáticas y en ciertas tareas visuales-espaciales-
cuantitativas. Las niñas que reciben dosis inusuales de hormonas mas-
culinas durante la gestación (debido a malformaciones fetales o a dro-
gas ingeridas por la madre durante el embarazo) manifiestan conductas
varoniles durante la infancia, y obtienen mejores notas en los exáme-
nes de matemáticas mientras están en el colegio. Por su parte, los pú-
beres varones con bajos niveles de testosterona obtienen notas bajas en
las tareas que requieren alta percepción espacial. Más aún, los hombres
con un cromosoma Y de más (XYY) logran puntuaciones superiores
en los exámenes visuales-espaciales, mientras que los que tienen un
cromosoma femenino de más (XXY, síndrome de Klinefelter) mani-
fiestan una aptitud espacial inferior. 1~
No es mi intención afirmar que las mujeres no han desarrollado
una capacidad espacial superior. Al contrario. Los investigadores Irwin
Silverman y Marion Beals descubrieron recientemente en las mujeres
una enigmática aptitud espacial. Enseñaron diversos objetos distribui-
dos en una habitación y dibujados en una hoja de papel a un grupo de
hombres y mujeres a los que se les solicitó que memorizaran los objetos
que veían. Luego se les pidió a los participantes que enumeraran los
que recordaban. El resultado fue que las mujeres recordaron muchos
más de estos objetos estáticos y su ubicación en el espacio. 16
De modo que cada sexo tiene aptitudes espaciales propias y especí-
ficas.

¿Condicionará la sociedad a mujeres y hombres para fracasar res-


pectivamente en matemáticas y en lengua?
Se han propuesto varias explicaciones culturales para dar cuenta de
las diferencias entre sexos: las ideas de los maestros y su forma de tra-
tar con los estudiantes, las actitudes de los padres con respecto a los hi-
jos y su modo de prepararlos para la vida adulta, la concepción social
de las matemáticas como un área masculina del conocimiento, los dife-
rentes juegos y deportes practicados por niñas y varones, la percepción
y aspiraciones propias de cada sexo, las múltiples presiones sociales que
pesan sobre los adolescentes, hasta el diseño de las diversas pruebas y
la interpretación que los científicos hacen de los resultados, todo in-
cide sobre el resultado de los exámenes. 17 La Prueba de Aptitud Esca-

186
lar, por ejemplo, arroja resultados que varían tanto en función de la
clase social y el grupo étnico de pertenencia como del sexo. Y la bre-
cha entre resultados de varones y mujeres en pruebas matemáticas es-
tandarizadas ha disminuido desde los años setenta.
¿Determina la biología el destino?
No, en absoluto. Nadie niega que la cultura desempeña un papel de
enorme importancia en el condicionamiento de las acciones humanas,
Pero sería poco científico pasar por alto los siguientes hechos igual-
mente significativos: la serie de datos acerca de las diferencias de sexo
en los bebés, la persistencia de las diferencias masculino/femenino en
otras pruebas además de la P AE, el hecho de que las adolescentes no
se quedan atrás en las demás tareas a causa de las presiones sociales, la
información confirmatoria proveniente de otros países. También la bi-
bliografía que vincula a la testosterona con aptitudes espaciales y a los
estrógenos con aptitudes verbales, que sin excepción corrobora el
punto de vista según el cual los sexos realmente manifiestan diferen-
cias en algunas aptitudes espaciales y verbales, y que dichas diferencias
surgen, por lo menos en parte, de las variaciones biológicas masculino/
femenino.
Sólo cabe agregar que, desde una perspectiva antropológica, dichas
diferencias entre sexos se articulan correctamente con el enfoque evolu-
tivo. Cuando los machos ancestrales comenzaron a rastrear, a perseguir y
a acorralar animales millones de años atrás, los machos que se orienta-
ban bien o encontraban el camino en zonas laberínticas podrían haber
sobrevivido en una proporción mucho mayor. Las mujeres ancestrales
necesitaban localizar vegetales comestibles dentro de una tupida maleza
de vegetación, de modo que habrían desarrollado la capacidad de me-
morizar la ubicación de objetos estáticos, es decir, un talento espacial di-
ferente, Y para las mujeres que estaban a cargo de criar a los más peque-
ños, las habilidades verbales también pudieron ser decisivas.
En mi opinión, pues, cuando emergió el vínculo de pareja, y la tra-
dición humana de cazar, recolectar y robar la caza ajena fue tomando
forma, también se definieron estas sutiles diferencias en las aptitudes
de ambos sexos.
Otras diferencias entre los sexos que también se manifiestan po-
drían asimismo tener un fundamento biológico y podrían haber evolu-
cionado a lo largo de nuestro prolongado pasado nómada.

LA INTUICIÓN FEMENINA

Darwin escribió: «En general, se piensa que en la mujer los poderes


intuitivos ... están más acentuados que en el hombrc.» 18

187
La ciencia comienza a demostrar que Darwin tenía razón. Las
pruebas demuestran que las mujeres, como promedio, perciben las
emociones, el contexto y todo tipo de información periférica no verbal
con más exactitud que los hombres. 19 Un leve ladeo de la cabeza, los
labios apretados, los hombros alzados, el pasaje del peso corporal de un
pie a otro, un cambio en el tono de voz, cualquiera de estos sutiles mo-
vimientos pueden llevar a una mujer a sentir que su invitado no está
cómodo, que siente miedo, que está irritado o que algo lo decepcionó.
¿Podría surgir esta aptitud de la anatomía del cerebro? Tal vez.
El haz de fibras nerviosas que conecta las dos mitades del cerebro,
el cuerpo calloso, es más grueso en las mujeres y forma una protube-
rancia en la parte posterior, mientras que en los hombres es homogé-
neamente cilíndrico. 20 Por lo tanto, las dos mitades del cerebro feme-
nino están mejor conectadas. Las secciones dentro de cada hemisferio
quizá también estén mejor conectadas. 21 Se realizaron varios cientos de
experimentos con víctimas de infarto de miocardio, con enfermos de
tumores cerebrales o con lesión cerebral, y con sujetos normales, y pa-
recería que las aptitudes femeninas están distribuidas en toda la corteza
mientras que las aptitudes masculinas se localizan más puntualmente y
están más compartimentadas, y sus hemisferios funcionan con un poco
más de independencia. 22
Este mapa de los circuitos cerebrales sugiere una explicación de la
intuición femenina. Es posible que las mujeres absorban de modo si-
multáneo las claves de un espectro más amplio de percepciones visua-
les, auditivas, táctiles y olfativas. Luego conectan estos pedazos de in-
formación subordinada, lo cual otorga a las mujeres esa perspicacia
inmediata de la que hablaba Darwin.
Y no sería nada absurdo inferir que, si efectivamente existe un
componente biológico en la intuición femenina, éste habría evolucio-
nado principalmente para que millones de años atrás las mujeres detec-
tasen las necesidades de sus hijos pequeños. n

La habilidad verbal femenina, la excelencia masculina en las mate-


máticas y en algunos problemas espaciales y la intuición femenina no
son las únicas diferencias entre sexos que podrían responder a un com-
ponente biológico y que podrían haberse desarrollado durante nuestra
larga prehistoria.
Las mujeres de cualquier edad tienen una coordinación motora «su-
periorn y manipulan con facilidad los objetos pequeños. ¡No es de ex-
trañar que sean mejores costureras! También manejarían mejor el escal-
pelo de cirugía. Esta destreza femenina se incrementa en la mitad del
ciclo menstrual, cuando los niveles de estrógeno están más altos, lo

188
cual indica la presencia de un elemento fisiológico en esta habilidad
manual. 24 Los hombres y los niños, en promedio, son más hábiles en
las aptitudes motrices groseras que requieren velocidad y fuerza, desde
la carrera y el salto hasta el lanzamiento de un palo, una piedra o una
pelota. 25
Una vez más, estas diferencias entre sexos se explican desde e1 en-
foque evolutivo. En tanto en cuanto las mujeres ancestrales selecciona-
ban más raíces y bayas y con mayor regularidad quitaban briznas de
hierba, motas de polvo y ramitas del pelaje de sus hijos, las que dispo-
nían de una destreza motriz superior pudieron sobrevivir en una pro-
porción mucho mayor, y legaron a las mujeres modernas este rasgo.
Por otra parte, parece probable que mientras los hombres arrojaban
más proyectiles a depredadores y animales en movimiento, emergiera
una aptitud masculina para la coordinación motriz más grosera.

Los V ARONES SERÁN VARONES

Un último rasgo distingue a hombres y mujeres. Como decía Dar-


win, los hombres, en promedio, son más agresivos y las mujeres se ocu-
pan más de la nutrición y la crianza.
En un estudio revelador sobre la agresión en aldeas de Japón, las
Filipinas, México, Kenia e India, así como en «Orchard Town», una
anónima ciudad de Nueva Inglaterra, Estados Unidos, los antropólogos
Beatrice y John Whiting demostraron que los varones son más agresi-
vos que las niñas en cada una de las culturas estudiadas. 21' Los psicólo-
gos confirman este dato respecto a los norteamericanos. Los varones
que empiezan a andar aferran y arañan. Los niños de guardería se per-
siguen y luchan. Los adolescentes prefieren los deportes de contacto fí-
sico. El juego de la lucha violenta es casi exclusivamente una preocu-
pación de los varones y se extiende durante toda la infancia, igual que
en otros primates. Más hombres se sienten atraídos por las violentas
acciones de guerra. Y la enorme mayoría de los homicidios de todo el
mundo son cometidos por hombres, a menudo por hombres jóvenes
con altos niveles de testosterona. 2'
No pretendo afirmar que las mujeres no son agresivas. Todos sabe-
mos que las mujeres pueden ser sumamente duras y algunas veces físi-
camente violentas, y que protegen a sus hijos con celo. Bastaría amena-
zar a un bebé para que la madre tenga un acceso de furia indomable.
Sin embargo, los científicos piensan que el entorno tendría una mayor
incidencia en la agresividad femenina, mientras que en el hombre la
agresividad está más sujeta a la influencia de las hormonas mascu-
linas. 2H

189
Este espíritu agresivo ciertamente les habría venido bien a los
hombres varios millones de años atrás, mientras avanzaban contra sus
enemigos y depredadores en las llanuras africanas.

La función nutricia se considera a menudo el equivalente feme-


nino de la agresividad masculina. Las mujeres de todos los grupos ét-
nicos y de todas las culturas del mundo (y de todas las especies de
primates) manifiestan mayor interés en los niños y más tolerancia
ante sus demandas y necesidades. Además, en todas la sociedades re-
gistradas, las mujeres se ocupan de la mayoría de las tareas cotidianas
relacionadas con la crianza de las criaturas. n
Hay quienes prefieren considerar la función nutricia femenina
como una conducta aprendida. Pero los datos disponibles indican que
también este patrón podría responder a fundamentos biológicos ..1o Las
bebés pequeñas parlotean, sonríen y arrullan a los rostros conocidos,
mientras que, en el caso de los bebés varones, es igualmente factible
que balbuceen ante un objeto cualquiera o ante una luz intermitente.
Las niñas son más sensibles al contacto, a los sonidos agudos, a los
ruidos, a las inflexiones de la voz, a los sabores y a los olores. Las ni-
ñas pequeñas pueden concentrar su atención durante períodos más
prolongados y dedican más tiempo a menos proyectos; los varones se
distraen con mayor facilidad, son más activos, más proclives a la ex-
ploración. Las niñas manifiestan más interés en las personas nuevas,
mientras que los varones se sienten atraídos por los juguetes nuevos.
Y las niñas son más capaces de captar el estado de ánimo de un
adulto por su tono de voz. Todas estas características son útiles en la
crianza de niños.
En su libro de 1982, In a Difjerent Vo1ce (Con una voz diferente),
la psicóloga Carol Gilligan propone que las mujeres también poseen
una extraordinaria sensibilidad para los vínculos interpersonales. Tras
entrevistar a más de cien hombres, mujeres, niños y niñas, ella y sus
colegas determinaron que las mujeres se insertan como protagonistas
en una compleja red de afectos, afiliaciones, obligaciones y responsa-
bilidades respecto a otras personas. Luego nutren estos vínculos, otro
atributo útil en la crianza grupal de bebés.
Así como la agresividad masculina está relacionada con la testos-
terona, la capacidad nutricia femenina también parece tener un fun-
damento fisiológico. Las niñas que nacen con un sólo cromosoma X
-síndrome de Turner- son «extremadamente femeninas)>, manifiestan
menos interés en los deportes y las luchas infantiles y mayor interés
en el arreglo personal que las niñas normales. También obtienen pun-
tuaciones muy bajas en los exámenes de matemáticas y en las tareas

190
que requieren noción del espacio. Estas n1nas se muestran muy inte-
resadas en la idea del matrimonio y les atraen intensamente los
bebés.-' 1
Quizá la sensibilidad femenina a las relaciones interpersonales, su
necesidad de afiliación, su natural interés en los rostros de las perso-
nas, su gran sensibilidad a los ruidos y a los olores, al contacto y a los
sabores, así como su capacidad de concentración durante períodos
prolongados, sean también aspectos de la psiquis femenina que evolu-
cionaron mientras las hembras ancestrales criaban a sus hijos millones
de años atrás.

«Si es cierto que descendemos de los monos, debe de haber sido


de dos especies diferentes. Porque no somos parecidos en nada, ¿no
es cierto?», le dice un hombre a una mujer en la obra El padre, escrita
por August Strindberg en 1887. El misógino sueco por supuesto exa-
geraba. Pero, por regla general, los hombres y las mujeres parecen es-
tar dotados con habilidades diferentes en lo espacial, verbal e intui-
tivo, con tipos diversos de coordinación mano-ojo, y con disimilitudes
en la agresividad y capacidad nutricia, que parecen responder a com-
ponentes biológicos. Y la lógica indica que dichas diferencias habrían
evolucionado junto con la tradición de caza y recolección.
Sin embargo, ninguno de los dos sexos es más inteligente que el
otro.
En eso Darwin estaba equivocado. La inteligencia es una combi-
nación de miles de habilidades separadas, no es un rasgo único. Algu-
nas personas destacan en la lectura de mapas o en el reconocimiento
de rostros. Otras pueden hacer girar los objetos mentalmente, arreglar
el coche o escribir un poema. Algunas personas razonan correcta-
mente frente a los más complejos problemas científicos, otras lo ha-
cen ante las situaciones sociales delicadas. Están los que aprenden
música rápidamente y los que aprenden un idioma extranjero en po-
cas semanas. Algunos recuerdan teorías económicas, otros recuerdan
sistemas filosóficos. Ciertas personas recuerdan mejor todo pero tie-
nen dificultad para expresar correctamente lo que saben o para apli-
carlo de forma significativa; otros saben muchas menos cosas pero se
expresan creativamente o tienen una capacidad fuera de lo común
para generalizar o poner en práctica sus ideas o conocimientos. De
ahí la maravillosa variedad de la sagacidad, el ingenio y la personali-
dad humanas.
Sin embargo, los sexos no son idénticos. Algunas mujeres son bri-
llantes matemáticas, compositoras o jugadoras de ajedrez; algunos
hombres se destacan a nivel mundial por su oratoria, o como actores

191
o dramaturgos. Pero existe una cantidad importante de datos que en
general sugieren que cada sexo funciona de acuerdo con una corriente
subyacente, con una especie de melodía, de tema.
¿Por qué los hombres no pueden ser más parecidos a las mujeres?
¿Por qué las mujeres no pueden ser más parecidas a los hombres?
La selección que condujo a las habilidades espaciales y verbales, a
la intuición femenina, a la coordinación motora grosera o fina, a la
agresividad o a las conductas nutricias pudo haber comenzado antes
aún de que nuestros antepasados femeninos y masculinos avanzaran so-
bre la llanura del mundo antiguo para ponerse a cazar, a robar las pre-
sas ajenas y a acopiar alimentos con los cuales sobrevivir.

«El hombre darwiniano, aunque se ha bien comportado, en todo


caso sólo es un mono bien afeitado.» Así dice la cantinela escrita por el
libretista británico W. S. Gilbert. En realidad, los científicos modernos
no son los primeros en pensar que existe una continuidad entre el
hombre y la bestia. De todos modos, el antropólogo William McGrew
lo confirma con su descubrimiento de rudimentos de la tradición hu-
mana de caza y recolección entre los chimpancés modernos. 12
Como recordará el lector, los chimpancés macho que habitan en las
márgenes del lago Tanganica, África oriental, practican la caza. Ace-
chan a sus presas, las persiguen y matan. Éstas son tareas espaciales, si-
lenciosas y agresivas. Los machos también patrullan los límites de su
dominio y protegen el territorio comunitario, ocupaciones que son aún
más espaciales, silenciosas y agresivas. Los machos también arrojan ra-
mas y piedras, hábitos motrices groseros.
Las hembras de chimpancé realizan la recolección. Se dedican a la
caza de termitas y hormigas tres veces más a menudo que los machos,
tareas que requieren una delicada destreza manual. Las hembras de
chimpancé común también se acicalan más que los machos, y necesitan
una diestra motricidad fina para quitarse motas de polvo mutuamente
durante largas horas. Y mientras recolectan alimentos y se acicalan
mutuamente, las hembras de chimpancé interactúan con sus crías, to-
cándolas y vocalizando. Estas actividades estimularon su habilidad ver-
bal. Del mismo modo que sus homólogos en muchas especies de pri-
mates, los chimpancés macho suelen emitir ladridos, gruñidos, rugidos
y estridentes sonidos agresivos, mientras las hembras producen «llama-
dos más claras», convocando a la parentela. 33
Estos datos sugieren que algunas diferencias modernas entre los se-
xos precedieron nuestro descenso a las llanuras de África. Entonces,
cuando nuestros antepasados empezaron a procurarse presas pequeñas,
a cazar, a robar presas ajenas y a recolectar semillas y bayas en las pla-

192
nicies desprotegidas, estas funciones determinadas por el sexo deben de
haberse vuelto esenciales para la supervivencia, dando origen a las ac-
tuales diferencias masculino/femenino en lo que se refiere a habilida-
des espaciales y verbales, intuición, coordinación mano-ojo y agresi-
vidad.

«EL DESFILADERO»

Por supuesto, no tenemos ninguna prueba física de que cuatro mi-


llones de años atrás los machos amigos de Lucy robaran presas ajenas y
cazaran en las sabanas de África ni de que sus compañeras hembras re-
colectaran alimentos. Sólo disponemos de huellas de pies y de unos po-
cos huesos antiguos. Pero los restos fósiles de dos millones de años de
antigüedad son más abundantes. Y algunos restos arqueológicos pecu-
liares sugieren que las funciones humanas de ambos sexos -y las dife-
rencias cerebrales de cada sexo- ya comenzaban a insinuarse.
La información proviene del desfiladero de Olduvai, Tanzania, ac-
tualmente un cañón disecado y desértico. Sin embargo, unos 200.000
años atrás un río se abrió camino a través de esas tierras trazando a su
paso una profunda grieta en las rocas que, al secarse el río, dejó expues-
tas las capas de antiguos estratos geológicos. A partir dt 1930, _Mary y
Louis Leakey realizaron excavaciones en esta hendidura buscando
pruebas del hombre antiguo. En 19 59 Mary descubrió un yacimiento
en el fondo del desfiladero, Estrato I, que dejaba al descubierto la vida
tal como era de 1,7 a 1,9 millones de años atrás.
La zona había sido un lago color esmeralda, salobre y poco pro-
fundo. Estaba rodeado de pantanos, árboles y matorrales. Poblaban la
wna pelícanos, cigüeñas, garzas e hipopótamos que caminaban por las
aguas tranquilas. Los cocodrilos flotaban sobre las aguas salinas, y los
patos y gansos hacían sus nidos en las plantas de papiro que rodeaban
las orillas. Los matorrales se extendían desde las márgenes del lago ha-
cia la llanura alta, donde cada tanto una acacia interponía su estatura.
Contra el horizonte se recortaban las selvas de árboles de caoba y de
hoja perenne que avanzaban cuesta arriba por las laderas de las monta-
ñas hacia los picos volcánicos.
En la orilla oriental de lo que fuera el lago, donde los pantanos sa-
lobres alguna vez habían sido alimentados por arroyos de agua clara,
Mary Leakey desenterró unas dos mil quinientas herramientas antiguas
y fragmentos de piedra trabajada.-i 4 Alguien con «buen ojo» las había
construido. Algunas eran grandes trozos de lava, cuarzo u otros tipos
de piedra que presentaban algunas aristas cortadas de un golpe para
que tuvieran filo. Otras eran pequeños desprendimientos resultantes

193
del tallado de piedras más grandes. Cerca de la orilla se encontró débi-
tage, pequeñas astillas de piedra filosa, y además grandes trozos de pie-
dra sin trabajar. Algunas herramientas eran de piedra local, pero mu-
chas se habían traído desde otras zonas, como por ejemplo los lechos
de los arroyos y las lenguas de lava a kilómetros de distancia. Algunas
se habían labrado en otro lugar y luego las abandonaron intactas junto
al lago. Otras se habían trabajado o cortado entre los matorrales, donde
sólo quedaron los fragmentos desprendidos. Aquí había, pues, una fá-
brica y un almacén de herramientas.
Este conjunto de hachuelas y descarnadores, conocido como las he-
rramientas Oldowan, no es el más antiguo que se ha hallado. Dos mi-
llones y medio de años atrás, alguien dejó herramientas en Etiopía.
Pero estos utensilios de Olduvai, Estrato I, eran especiales.
A su alrededor se encontraron sesenta mil fragmentos de huesos de
diferentes animales. La mayoría eran de elefante, hipopótamo, rinoce-
ronte, cerdo, búfalo, caballo, jirafa, órix, antílope, ñu azul, kongoni, to-
pee, kobo, gacela Grant, gacela Thompson e impala. También yacían
en el lugar restos de tortugas, musarañas elefante, liebres y patos, y
huesos de cientos de aves y otros animales pequeños. Durante los años
sesenta y setenta el matrimonio Leakey descubrió otros cinco yaci-
mientos en los alrededores de este antiguo lago. En uno de ellos se ha-
bía carneado un elefante.
Semejantes a palimpsestos, estos yacimientos de Olduvai son como
pizarrones a medio borrar. Pero el flamante campo de la tafonomía ha
comenzado a establecer qué ocurrió realmente siglos y siglos atrás junto
a este lago.

ROMPECABEZAS ÓSEOS

La tafonomía es la ingeniosa ciencia que estudia los huesos fosiliza-


dos reconstruyendo hacia atrás.-'' Observando cómo descarnamos ac-
tualmente, cómo arrancan la carne de los huesos otros carnívoros mo-
dernos como leones y hienas, y cómo el agua y el viento desparraman
los huesos por el paisaje, los tafonomistas determinan de qué manera
los huesos antiguos llegaron a ocupar las posiciones y a estar en las
condiciones en que se los encuentra hoy. Por ejemplo, los tafonomistas
han observado la manera en que los cazadores trocean las reses y nos
informan de que cuando desprenden la carne dejan marcas de cuchillo
en el centro de los huesos largos; a fin de extraer la piel y los tendones,
hacen marcas visibles en los extremos de los huesos. Las hienas, en
cambio, mastican las patas y las puntas de los huesos, y dejan marcas
muy diferentes en los huesos abandonados.

194
Basándose en estas y muchas otras claves tafonómicas, los antropó-
logos intentaron reconstruir lo que ocurrió en Olduvai unos dos millo-
nes de años atrás. Las conclusiones más convincentes son las de Henry
Bunn y Ellen Kroll. ' 1'
Tras analizar todos los huesos antiguos del yacimiento, los antropó-
logos mencionados sostienen que nuestros antepasados atraparon las
tortugas, musarañas, garzas y otros animales pequeños con trampas ar-
madas con cuerdas, o con las manos. Como los leones habrían arras-
trado el cuerpo completo, concluyen que los animales medianos como
las gacelas fueron cazados y matados por nuestros antepasados. Los
huesos de animales más grandes que no presentan marcas de dientes de
carnívoros, probablemente fueron atrapados por nuestros antepasados
al final de la estación seca, cuando los animales se desploman solos. Y
los huesos con marcas de dientes de carnívoro, sin duda pertenecen a
piezas cazadas por otros animales y arrebatadas por nuestros antepa-
sados.
Tal vez ahuyentaban a sus competidores carnívoros mediante estra-
tegias intimidatorias y los mantenían alejados durante los segundos ne-
cesarios para robarles parte de la pieza cazada. Quizá recogían las so-
bras abandonadas cuando sus rivales se alejaban para dormitar.
También pueden haber robado los animales muertos que los leopardos
arrastraban hasta los árboles. -17
Nuestros antepasados no sólo recogían, robaban y cazaban anima-
les, También deben de haberlos descarnado. Algunas herramientas pre-
sentan microscópicas rayaduras causadas al cortar carne. En muchos
huesos aparecen marcas de cortes paralelos en medio del eje, donde al-
guien debe de haber sacado bocados de carne. Y otros huesos fósiles
presentan marcas de cortes en las coyunturas donde alguien desarticuló
los miembros y transportó estos largos huesos a la orilla del agua.
Por último, la desproporcionada cantidad de huesos de extremidades
carnosas correspondientes a animales de tamaño mediano como los ñu
azules indica que nuestros antepasados disponían de carne suficiente
para compartir en «cooperativa». La «gente» había comenzado a descar-
nar, trasladar y compartir la carne hace casi dos millones de años.-" 8
Pero ¿por qué los huesos y piedras están amontonados en pilas se-
paradas? Tras un cuidadoso análisis de los huesos, las herramientas y
los emplazamientos, y de simulaciones computerizadas que combina-
ban toda esta información con factores como el gasto de energía, el
tiempo de traslado y otras variables, el antropólogo Richard Potts for-
muló la teoría de que las pilas de huesos y piedras de Olduvai eran «es-
condrijos de piedras», lugares en los que nuestros antepasados almace-
naban sus herramientas y piedras en bruto. w Aquí fabricaban y
guardaban herramientas, hasta aquí trasladaban trozos de animales para

195
procesarlos rápidamente. Luego, tras arrancar la carne, extraer la
médula y quitar los tendones y la piel, daban por terminadas las ta-
reas antes de que llegaran las hienas. Cuando andaban de nuevo por
la zona con algún trozo de carne, recurrían otra vez a los escondrijos
de piedras.
Los huesos, las herramientas y las piedras en bruto se acumula-
ron durante años, décadas y siglos. Hasta que un buen día Mary
Leakey descubrió las pilas de basura.
Estos depósitos de desperdicios nos dicen algo acerca de las mu-
jeres, de los hombres y de la evolución de las habilidades de cada
sexo. Si dos millones de años atrás nuestros antepasados tenían es-
condites de piedras desperdigados por la llanura, en los cuales con-
servaban herramientas y piedras en bruto, adecuadas para cortar y
acondicionar la carne, es evidente que estas personas coordinaban
sus actividades, se ocupaban de la peligrosa aventura de obtener
carne de animales de tamaño mediano a grande, se demoraban co-
miéndola, transportaban trozos de animales hasta puntos comunita-
rios junto al lago, que habían sido específicamente convenidos, des-
carnaban a los animales y disponían de suficiente comida para
compartirla con familiares y amigos. Y es muy poco probable que
muchas mujeres ancestrales, a menudo a cargo de niños pequeños,
participaran en las peligrosas actividades de la caza o el robo de
presas de tamaño mediano.
Después de que Darwin lanzó el concepto del ((hombre cazador»,
pasaron varias décadas antes de que los científicos se ocuparan del
papel que les correspondió a la mujeres ancestrales. Pero a comien-
zos de los años ochenta los antropólogos revisionistas empezaron a
corregir los datos. 411 En la actualidad, la mayoría de ellos opina que
las mujeres ancestrales se ocupaban principalmente de la tarea mu-
cho más productiva y confiable de recolectar nueces, bayas, vegetales
y pequeñas delicias como huevos y frutas.
Lamentablemente, las principales herramientas de recolección
-las palas para cavar y las bolsas- normalmente no se fosilizan. Sin
embargo, recientemente un equipo de científicos descubrió en la ca-
verna de Swartkrans, en el África meridional, largos huesos de antí-
lope quebrados y con los extremos pulidos. Los patrones microscópi-
cos de desgaste de los bordes indican que alguien utilizó estos
elementos también para sacar vegetales de la tierra. Los dientes anti-
guos correspondientes a la misma época sugieren que nuestros ante-
pasados también comían abundante fruta. 11 En realidad, Potts sos-
tiene que la carne representaba menos del veinte por ciento de la
dieta.
De modo que si los hombres se ocupaban de la mayor parte de

196
la caza y del robo de la carne, mientras las mujeres realizaban casi toda
la recolección de vegetales, hace dos millones de años las mujeres cum-
plían una tarea esencial.
Con el tiempo estas distintas funciones de cada sexo evolucionaron
hasta convertirse en la habilidad innata masculina en rutas laberínticas
y en otras tareas espaciales, y se volvieron características su agresividad
y coordinación motriz grosera. Y a medida que los días se transforma-
ban en siglos, la memoria espacial femenina para los objetos estáticos,
su agudeza verbal, su capacidad nutricia, su hábil motricidad fina y su
notable intuición también se consolidaban definitivamente.

LA NATURALEZA DE LA INTIMIDAD

Estos rasgos diferentes podrían explicar algunos malentendidos en-


tre los sexos. Cada uno de nosotros, usted y yo incluidos, luchamos por
la intimidad. Tanto los sondeos de opinión corno los libros y los artícu-
los de revistas revelan la desilusión de las mujeres ante la resistencia de
sus parejas a hablar de sus problemas, a expresar sus emociones, a escu-
char, a compartir verbalmente. Para las mujeres la intimidad deriva del
hablar. Sin duda, semejante concepción de la intimidad les viene de su
prolongada prehistoria de educadoras.
El sociólogo Harry Brod informa que los hombres a menudo bus-
can la intimidad por otra vía. Brod escribió: «Numerosos estudios de-
muestran que los hombres tienden más a definir la cercanía emocional
como una situación de trabajo o juego compartido, mientras para las
mujeres a menudo se define más apropiadamente como una situación
de conversación cara a cara.)) 42 Para los hombres, por ejemplo, la inti-
midad es el resultado de participar en encuentros deportivos o presen-
ciarlos. No me sorprende. ¿Qué es un partido de fútbol sino una ruta,
un laberinto, un rompecabezas, acción en el espacio y competencia
agresiva, todo lo cual implica habilidades que entusiasman a la mente
masculina? En realidad, mirar un partido de fútbol en televisión no es
muy diferente de sentarse detrás de un matorral en la llanura africana
tratando de establecer qué ruta tomarán las jirafas. No es de extrañar
que la mayoría de las mujeres no comprenda que los hombres disfruten
tanto mirando programas deportivos: estos pasatiempos no despiertan
ningún eco en sus psiques evolutivas.
Los psicólogos han comenzado incluso a capitalizar las diferencias
entre los sexos en el concepto de intimidad. Un psicólogo de Iowa
hace propaganda de su forma de terapia «sólo para hombres» en las pá-
ginas amarillas de la guía telefónica. Ofrece ayuda a los hombres por
medio de actividades deportivas, danza y teatro. Sostiene que hablar es

197
una actividad femenina, inadecuada para los hombres. El resto de no-
sotros haríamos bien en recordar esta diferencia masculino/femenino.
Las mujeres probablemente deberían adoptar al menos una actividad
de esparcimiento no verbal a compartir con sus maridos, mientras que
los hombres seguramente mejorarían las relaciones en el hogar si dedi-
caran tiempo a sentarse cara a cara con sus esposas a conversar y a
practicar un poco la «escucha activa».
Otro rasgo que posiblemente sea una diferencia entre los sexos y
que guarda relación con los conceptos de intimidad quizá proviene de
nuestros antepasados. Los psicólogos consideran que las mujeres bus-
can con mayor frecuencia la inclusión, los vínculos afectivos, mientras
que los hombres disfrutan más frecuentemente del espacio, el aisla-
miento y la autonomía. 4 ' El resultado: las mujeres dicen sentirse evita-
das por sus maridos, mientras que los hombres dicen sentirse invadidos
por sus esposas. ¿Podría haberse originado la evolución de ese interés
de las mujeres en ser incluidas, en la época en que su papel de educa-
doras las llevó a sentirse cómodas dentro de los grupos? Tal vez la ten-
dencia masculina a buscar la autonomía también comenzó en la época
en que los hombres llevaban una vida solitaria como exploradores y
rastreadores furtivos, y evolucionaron hasta el individuo que hoy dis-
fruta de los espacios abiertos y la desconexión.
Tal vez algunas de nuestras preferencias sexuales también procedan
de nuestro lejano pasado. Ciertos hombres son voyeurs. Algunos disfru-
tan de los espectáculos pornográficos. Otros tienen debilidad por la
ropa interior, los camisones y los objetos eróticos. En realidad, es co-
mún que las fantasías sexuales masculinas se exciten ante estímulos vi-
suales de todo tipo. 41 Tal vez estas peculiaridades sean, en parte, dirigi-
das por sus cerebros más espaciales. A las mujeres les gusta leer
historias románticas y ver culebrones, tibia pornografía verbal. Quizá
estas inclinaciones surgen de su sensibilidad al lenguaje.
Con esto no quiero decir que todos los hombres sean voyeurs, que
todos los hombres se sientan invadidos por sus esposas, o que todos los
hombres busquen la intimidad en los deportes o que sean verbalmente
inexpresivos. Tampoco todas las mujeres leen novelas románticas, evi-
tan mirar fútbol por televisión o buscan la intimidad en charlas cara a
cara. La mezcla de gustos en cada personalidad humana es vasta. A mí
me asombra siempre lo profundamente diferentes que son las personas.
Pero, en cualquier caso, se han constatado esas diferencias en la con-
ducta de hombres y mujeres.
Debemos admitir que los hombres siguen elucubrando acerca de la
eterna pregunta: «¿Qué quieren las mujeres?» Por otra parte, las muje-
res dicen habitualmente: «Ellos no entienden nada.>> Yo sospecho que
nuestros antepasados habían comenzado a sorprenderse acerca del sexo

198
opuesto dos millones de años atrás, cuando machos y hembras empeza-
ron a discriminar sus actividades con relación a los alimentos alrededor
del lago color esmeralda de Olduvai, y así dieron origen a las habilida-
des fundamentales de los dos sexos.

¿Quiénes eran esas «personas» de Olduvai?


En el Estrato I, o sea, en la capa sedimentaria inferior del desfila-
dero, se recuperaron los huesos de dos especies separadas de homínidas
antiguos. Unos individuos con muelas enormes y cráneos de frente re-
cesiva, conocidos como Au.stralopithecu.s boisei, habitaron las márgenes
del lago y desaparecieron cerca de un millón de años atrás. Si bien la
capacidad craneal de esos homínidos había alcanzado de 430 a 550
centímetros cúbicos y los especímenes hallados presentan manos capa-
ces de construir armas y herramientas con las cuales dar caza y descar-
nar presas, 45 sus monstruosas mandíbulas y la estructura y patrón de
desgaste de sus muelas sugiere que en cambio se sentaban entre los ma-
torrales a masticar enormes cantidades de vegetales duros y fibrosos,
nueces y semillas. Es probable que no fueran cazadores.
El «Hombre Hábil», u Homo habilis, también habitó estos parajes.
Dicha especie tenía cráneos más ligeros y muelas de menor tamaño.
Los primeros cuatro especímenes fósiles que se hallaron fueron fami-
liarmente llamados Twiggy (un cráneo aplastado con siete piezas den-
tarias), George (piezas dentarias y fragmentos del cráneo), Cindy y el
Niño de Johnny (más fragmentos de mandíbulas y piezas dentarias).
Los cuatro habían muerto hace aproximadamente 1,9 millones de años,
en puntos próximos a arroyos desde los cuales el agua potable desem-
bocaba en los pantanos salobres de la margen oriental del lago. Hace
poco se recuperó también el esqueleto parcial de una mujer: medía me-
nos de un metro de estatura. 46
Al norte de Kooby Fora, una lengua de tierra reseca y desolada que
se extiende hasta lo que hoy es el lago Turkana, en Kenia septentrio-
nal, estaban los parientes de Twiggy. Fue en este lugar donde, a partir
de 1968, Richard Leakey, el hijo de Mary y Louis Leakey, descubrió
más de trescientos especímenes. Un filón. El fósil más famoso es un
cráneo al que todos conocen como «1470», nombre derivado del nú-
mero de catálogo correspondiente. ¿Por qué es 14 70 tan famoso?
Porque la capacidad craneal del individuo en cuestión había
aumentado hasta alcanzar de 600 a 800 centímetros cúbicos. Más aún,
igual que Twiggy y otros especímenes de Hombre Hábil, 14 70 tenía
una capacidad craneal muy por encima de la de sus contemporáneos y
contemporáneas, los australopithecines, un volumen equivalente a la
mitad de la del hombre moderno.

199
Los muchachos iban despertando. El antropólogo Ralph HoJlowa y
reconstruyó el exterior de sus cerebros haciendo vaciados en látex del
interior de estos cráneos fósiles. Nos informa que las áreas frontal y pa-
rietal de la corteza -las porciones del cerebro empleadas para distin-
guir, categorizar, reflexionar y razonar- habían comenzado a adoptar la
forma actual. Twiggy y sus parientes pueden muy bien haber desarro-
llado la capacidad para planificar por adelantado.
Pueden haber debatido sus planes, también. Los endovaciados de
Holloway muestran una leve protuberancia en el área de Broca, así de-
nominada en homenaje al neurólogo del siglo pasado que ya mencioné
al principio de este capítulo. El área de Broca es la porción de la cor-
teza ubicada sobre la oreja izquierda que controla la boca, la lengua, la
garganta y las cuerdas vocales, a fin de producir los sonidos del habla.
En el cerebro de 14 70, así como en el de otros especímenes de Hom-
bre Hábil, este sector del lenguaje había empezado a crecer. 4 ~
El lenguaje es el distintivo de la humanidad. A pesar de que se han
escrito más de diez mil obras sobre el origen del lenguaje, nadie ha po-
dido explicar cómo o cuándo nuestros antepasados comenzaron a asig-
nar palabras arbitrariamente a los objetos (del mismo modo que llama-
mos gato al ser de cuatro patas que maúlla y con el que jugamos en el
jardín), a separar las palabras en sonidos diferentes (g-a-t-o), o a recom-
binar estos pequeños sonidos para crear palabras nuevas con significa-
dos nuevos (como en t-o-g-a). Pero con nuestras pequeñas exclamacio-
nes, ruidos, silbidos y bisbiseos sin sentido, unidos en forma de
palabras, con todas las palabras relacionadas unas con otras de acuerdo
con reglas gramaticales hasta formar oraciones, con el tiempo la huma-
nidad iba a dominar el mundo.
Tal vez Twiggy cruzó este umbral de la humanidad.
¿Le diría Twiggy «hola» a su amante cuando volvía de recolectar
nueces? ¿Le describiría ella las huellas de animales que había visto en
la pradera o le susurraría que lo amaba cuando se acurrucaba para dor-
mir? ¿Reprenderían George y 14 70 a sus hijos? ¿Tendrían sentido del
humor? ¿Contarían anécdotas, mentirían, se harían cumplidos, discuti-
rían los planes de mañana y de ayer, con palabras? Por supuesto, no de
la manera en que los hacemos nosotros hoy. Las posturas, los gestos,
las expresiones faciales, las entonaciones de la voz probablemente eran
esenciales también en la trasmisión del mensaje. Pero como el área de
Broca realmente se estaba desarrollando en el cerebro, es probable que
Twiggy haya conversado en un lenguaje prehumano, primitivo.

El hombre como explorador, rastreador, ladrón de caza ajena, caza-


dor y protector. La mujer como recolectora, nutricia, educadora y me-
diadora. Tal vez nunca sepamos qué grupos humanos primitivos empe-
zaron a encargarse de tareas distintas. Pero hace dos millones de años al-
guien se ocupaba de acarrear los pedazos de carne hasta los cañaverales y
de arrancarla de los huesos. 48 Y no creo que las hembras con niños pe-
queños fueran las que se ocuparan de la caza y del descarne.
Al mismo tiempo, no hay razón para pensar que cada sexo tuviera
funciones rígidas, fijas. Posiblemente las mujeres sin niños se unían a
las partidas de caza y tal vez las dirigían. Por supuesto, los hombres
muchas veces recolectaban plantas, nueces y bayas. Es posible que al-
gunas parejas agitaran los pastizales conjuntamente para atrapar peque-
ños animales. Pero nuestros antepasados habían comenzado a recolec-
tar, descarnar y compartir la carne. Los sexos habían comenzado a
sobrevivir en equipo.
Freud llamó a la psique femenina «el continente oscuro». Y tenía
razón. Durante décadas, por no decir siglos, los científicos que busca-
ban comprender la naturaleza humana emplearon la conducta mascu-
lina como punto de partida, comparando todos los datos sobre las mu-
jeres con dicho modelo. Es por lo tanto muy poco lo que sabemos
acerca de las tendencias biológicas de las mujeres. Los tiempos han
cambiado. Y de lo que hoy sabemos de la psique femenina surge como
algo cada vez más evidente que los dos sexos se crearon a lo largo de
los milenios para unir sus esfuerzos.
Dichos hábitos de caza y recolección iban a originar un intrincado
equilibrio entre las mujeres, los hombres y el poder.

201
XI. LAS MUJERES, LOS HOMBRES Y EL PODER
La naturaleza de la política sexual

Toda es la suma del pasado, y nada es comprensible salvo


a través de la historia.
PIERRE T.EILHARD DE CHARDIN

Una mañana de 1929, decenas de miles de mujeres, con las caras


sucias de cenizas y vestidas con taparrabos y coronas de plumas, surgie-
ron de las aldeas de Nigeria sudorienta! y marcharon sobre sus centros
locales de «administración nativa». Allí vivían los funcionarios colonia-
les británicos del distrito. Se congregaron frente a las puertas de dichos
administradores y agitando los tradicionales bastones de guerra, baila-
ron y los ridiculizaron con canciones mordaces, mientras exigían las in-
signias de los hombres igbo locales que habían colaborado con este
enemigo. En algunos centros de administración las mujeres se abrieron
paso hasta las cárceles para soltar a los prisioneros; en otras incendia-
ron o destruyeron parcialmente los edificios de los tribunales. Pero a
nadie le hicieron daño.
Los británicos tomaron represalias. Abrieron fuego sobre las mani-
festantes en dos centros y asesinaron a sesenta mujeres. Eso terminó
con la insurrección. Los ingleses habían <<ganado».
La historia por regla general registra la palabra de los ganadores, y
esta «Guerra de las Mujeres», como la llamaron los igbo, rápidamente
pasó a ser conocida como la Rebelión de Aba. 1 Pero los británicos
nunca entendieron qué había detrás de la guerra, orquestada entera-
mente por las mujeres y para las mujeres. El concepto de violación de
los derechos de la mujer estaba más allá de su capacidad de compren-
sión. En realidad, la mayoría de los funcionarios británicos estaban
convencidos de que la manifestación la habían organizado los hombres
igbo, que luego llevaron a sus esposas a la revuelta. Los funcionarios
coloniales pensaron que las mujeres igbo se habían rebelado porque
contaban con que los ingleses no abrirían fuego contra el sexo débil. 2
Un colosal abismo cultural separaba a los ingleses de los igbo, un
vacío que dio pie a la Guerra de las Mujeres igbo y simbolizó la pro-
funda incomprensión europea acerca de las mujeres, los hombres y el
poder en las culturas del mundo entero.
Durante siglos, las mujeres igbo, igual que las mujeres de muchas

202
otras sociedades del África occidental, habían sido autónomas y pode-
rosas, en lo económico y en lo político. Vivían en aldeas patrilineales
en las que el poder era informal: cualquiera podía participar en las
asambleas de las aldeas igbo. Los hombres participaban en mayor nú-
mero de debates y normalmente eran los que proponían la solución de
los conflictos. Los hombres disponían de más recursos, y por lo tanto
estaban en condiciones de pagar por la organización de banquetes que
redundaban en más títulos y más prestigio. Además, los hombres con-
trolaban la tierra, pero al casarse estaban obligados a entregarle a sus
esposas algo de tierra para cultivo.
Esta tierra era la cuenta bancaria de las mujeres. Cultivaban una
gran variedad de productos y llevaban las cosechas a los mercados loca-
les, que eran manejados exclusivamente por mujeres.' Y de ese modo
las mujeres llegaban a casa con artículos de lujo y dinero en efectivo
que eran de su propiedad. O sea que las mujeres igbo disponían de un
patrimonio propio, es decir, de independencia financiera y poder eco-
nómico. Por lo tanto, si un hombre permitía que sus vacas pastaran en
tierras de una mujer, maltrataba a su esposa, violaba el código del mer-
cado, o cometía algún otro delito grave, las mujeres le hacían lo mismo
que a los administradores británicos: se congregaban frente a la casa
del ofensor, lo insultaban con cánticos, y a veces llegaban a destruir su
casa. Los hombres igbo respetaban a las mujeres, el trabajo de las muje-
res, los derechos de las mujeres y las leyes de las mujeres.
Entran en escena los británicos. En 1900, Inglaterra declaró a Ni-
geria meridional protectorado de la corona e instaló un sistema de cor-
tes regionales de nativos. Cada distrito era gobernado desde su propia
sede, la corte de nativos, por un funcionario colonial británico. Seme-
jante sistema era muy poco aceptado. Pero, además, los ingleses incor-
poraron a un nativo al personal de cada corte en calidad de represen-
tante de su aldea. Casi siempre era un joven igbo que intercambiaba
favores con los conquistadores y no un respetable anciano de la aldea.
Siempre era un hombre. Formados en el credo victoriano de que las
esposas son meros apéndices de sus maridos, los ingleses no podían
concebir que las mujeres ocuparan lugares de poder. De modo que las
excluyeron a todas. Las mujeres igbo perdieron la posibilidad de parti-
cipar.
Luego, en 1929, los británicos decidieron realizar inventarios de los
patrimonios femeninos. Temiendo la aplicación de inminentes impues-
tos, las mujeres igbo se encontraron en las plazas donde funcionaban
sus mercados para discutir esta destructiva acción económica. Estaban
preparadas para la rebelión. En noviembre, tras una serie de enfrenta-
mientos entre las mujeres y los censistas, éstas se vistieron con los tra-
dicionales atavíos de guerra y marcharon hacia el frente de batalla. La

203
revuelta abarcó un territorio de diez mil kilómetros cuadrados y parti-
ciparon decenas de miles de mujeres.
Después de que los británicos aplastaran la revolución, las mujeres
igbo solicitaron que ellas también pudieran ocupar el papel de repre-
sentantes de aldea en las cortes de nativos. Fue inútil. Para ellos, el lu-
gar de la mujer estaba en su hogar.

«Es UN MCJ\DO DE HOMBRES»

La convicción occidental de que los hombres dominan universal-


mente a las mujeres pasa de generación en generación como un gen
pernicioso. 4 ¿Es un hecho real? ¿Ha sido siempre así? Antes de analizar
la larga historia de la evolución de las mujeres, los hombres y el poder,
intentaré descifrar lo que sabemos de las relaciones entre los dos sexos
en las sociedades de todo el mundo en la actualidad.
Antes del movimiento femenino de los años setenta, los antropólo-
gos norteamericanos y europeos simplemente daban por sentado que
los hombres eran siempre más poderosos que las mujeres, y sus investi-
gaciones reflejaban sus convicciones. La información disponible acerca
de los aborígenes australianos nos proporciona un ejemplo interesan-
tísimo.
Varios académicos -en su mayoría, hombres- escribieron que el
sistema matrimonial de estos pueblos por el cual las niñas eran casadas
con hombres treinta años mayores que ellas al mismo tiempo que, ade-
más, cada hombre tenía varias esposas, era el ejemplo supremo de do-
minación masculina. Desde su perspectiva, las mujeres aborígenes eran
meros peones, patrimonio, caudales en efectivo manipulados en las ne-
gociaciones matrimoniales de los hombres. 5 Afirmaban que la separa-
ción en las ceremonias religiosas de hombres y mujeres era una prueba
más de la subordinación femenina. Y en cuanto al trabajo de las muje-
res, en 1937 Ashley Montagu resumió el punto de vista en boga al de-
finirlas como «vacas domesticadas». 6
Hoy sabemos que semejante interpretación de la vida aborigen es
una distorsión. V arias etnógrafas han viajado al interior de Australia
para hablar con las mujeres. Gracias a las conversaciones registradas en
el curso de expediciones de recolección, durante las competiciones de
natación o a través de las hogueras nocturnas, estas estudiosas pudieron
descubrir que las mujeres aborígenes politiquean ávidamente en el
juego de póquer de los compromisos matrimoniales y que comienzan a
elegir a sus propios nuevos maridos cuando alcanzan la madurez. Es
común que las mujeres tengan amantes. En algunas tribus existe un ji-
limi o campamento de mujeres solas, en el cual, libres de los hombres,

204
viven las viudas, las mujeres separadas y las que están de paso. Lejos de
ser esposas maltratadas, las mujeres a veces golpean al marido perezoso
con el «bastón de pelea». Las mujeres realizan ceremonias de las cuales
excluyen a los hombres. Y la contribución femenina a la economía fa-
miliar es de suma importancia para la vida cotidiana. En síntesis, si
bien las actividades de hombres y mujeres a menudo están segregadas,
la mujer aborigen de Australia parece disponer de tantos poderes como
el hombre.'
Ningún sexo domina al otro, un concepto que aparentemente re-
sultaba inconcebible para los eruditos occidentales. La obsesión de las
jerarquías, en coincidencia con valores profundamente asimilados
acerca de los sexos, restó objetividad a los análisis de otros pueblos.

Las cosas cambiaron con el movimiento de liberación de la mujer,


cuando las antropólogas feministas empezaron a poner en tela de juicio
el dogma universal de la subordinación femenina. Arguyeron que,
como casi todos los trabajos de campo habían estado a cargo de hom-
bres, éstos habían buscado información entre los hombres y habían ob-
servado principalmente las actividades masculinas, por lo tanto, mu-
chos informes antropológicos estaban desvirtuados. No habían escu-
chado las voces de las mujeres.
Algunas afirmaron, además, que los antropólogos hombres habían
deformado lo que observaban, denigrando el trabajo femenino como
((tareas domésticas», la conversación femenina como «chismorreo su-
pedicial», la creatividad femenina como «artesanía», y la participación
femenina en las ceremonias como «no sagrada». En cambio, habían
magnificado la caza, las artes masculinas, los rituales religiosos masculi-
nos, la oratoria masculina y muchas otras actividades de los hombres. 8
Por culpa de la ceguera selectiva, del androcentrismo, o de la parciali-
dad sexista -llámesela como se quiera-, habían pasado por alto el tra-
bajo y la vida de las mujeres, por lo que los informes antropológicos
falseaban la realidad.
Estas acusaciones no son del todo ciertas. El sociólogo Martín
Whyte comparó recientemente las funciones de los sexos en 93 socie-
dades tradicionales y detectó que en algunos de estos estudios las fun-
ciones femeninas habían sido descuidadas o minimizadas; en otros exis-
tían aspectos del poder masculino que no habían sido registrados. Sin
embargo, las omisiones eran fortuitas, no respondían sistemáticamente
a prejuicios contra las mujeres. Más aún, estas omisiones no estaban es-
pecialmente ligadas a autores de sexo masculino o femenino. Tal vez el
androcentrismo no está tan generalizado como informan las femi-
nistas. 9

205
De todos modos, hasta un lector desprevenido de dicha literatura
señalaría algunas etnografías clásicas en las cuales la mujer aparece
como un ser sin rostro ni presencia. Y los omnipresentes artículos so-
bre «el hombre cazadorn sólo recientemente se equilibran con la litera-
tura acerca de «la mujer recolectora». De modo que la era feminista
modificó las corrientes al agregar una lente necesaria a las investigacio-
nes que los eruditos llevan a cabo con otros pueblos, compuestos tanto
por mujeres como por hombres.
Este nuevo enfoque de la vida de las mujeres ha dejado al descu-
bierto una realidad de gran importancia: igual que las mujeres igbo de
Nigeria, las mujeres de muchas otras culturas tradicionales eran relati-
vamente poderosas, hasta la llegada de los europeos. 111 Algunas sobrevi-
vieron a la influencia occidental con su poder intacto. Pero muchas
otras, como las igbo, fueron víctimas de las tradiciones europeas.
La antropóloga Eleanor Leacock llegó a esta conclusión mientras
estudiaba a los indios montagnais-naskapi, del Canadá oriental. En su
investigación le resultó de especial utilidad el diario del sacerdote je-
suita Paul Le Jeune. Le Jeune ocupó su cargo como superior de la mi-
sión francesa en Quebec en 1632. Allí pasó el invierno con los mon-
tagnais-naskapi. Para su espanto se encontró con el espectáculo de una
sociedad de padres indulgentes, mujeres independientes, hombres y
mujeres divorciados, hombres con dos esposas, ningún líder formal,
una cultura peripatética, relajada e igualitaria, en la que las mujeres te-
nían un nivel social y económico alto.
Le Jeune decidió de inmediato que él cambiaría semejante situa-
ción. Estaba sinceramente convencido de que el rigor con los niños, la
fidelidad dentro del matrimonio, la monogamia de por vida y, sobre
todo, la autoridad masculina y la obediencia femenina eran esenciales
para la salvación. Como les decía a los indios: «En Francia las mujeres
no mandan a sus maridos.>) 11 A los pocos meses Le Jeune había conver-
tido a un puñado de estos «herejes». Diez años más tarde algunos ha-
bían comenzado a golpear a las mujeres.
¿A cuántas mujeres maniataron el colonialismo y la cristiandad? Es
imposible saberlo. Pero la Guerra de las :Mujeres igbo no fue un hecho
esporádico en la historia del colonialismo. Como lo sintetizó un cientí-
fico: «La penetración del colonialismo occidental, y con él las prácticas
y actitudes occidentales respecto a las mujeres, incidió sobre los papeles
femeninos en la sociedades aborígenes hasta el punto de rebajar la con-
dición femenina prácticamente en todo el mundo.» 12

206
EL PODER ENTRA EN ESCE.c\A

Y a que sabemos, pues, que las mujeres han sido realmente podero-
sas en muchas sociedades tradicionales del planeta, ¿qué podemos de-
ducir acerca de la vida en África durante nuestro largo pasado prehis-
tórico nómada, millones de años antes de que los cañones y los
evangelios europeos distorsionaran las relaciones de poder entre hom-
bres y mujeres? Tenemos dos caminos para deducirlo: examinar la vida
cotidiana en las sociedades tradicionales modernas, o hacer una vivi-
sección de las relaciones de poder de nuestros parientes cercanos, los
simios. Empecemos con el poder entre las personas. 11
En términos generales, los antropólogos está de acuerdo en que el
poder (la capacidad para influir o persuadir, concepto contrapuesto al
de autoridad, o sea, el mando formal institucionalizado) recae por regla
general en manos de los que controlan bienes o servicios socialmente
valorizados, y que tienen derecho a distribuir esta riqueza fuera de los
límites del uso personal.
El regalo. Si alguien es dueño de la tierra, o si la arrienda, regala o
distribuye recursos en ella, como pozos de agua o permisos de pesca,
esa persona tiene poder. Si alguien está en condiciones de prestar un
servicio, relacionado por ejemplo con la salud, o tiene conexiones con
el mundo espiritual que las demás personas necesitan, esa persona
tiene poder. Si alguien mata una jirafa y regala la carne, o si fabrica ca-
nastos, cuentas, mantas, u otros productos comercializables, esa per-
sona puede hacer muchas amistades, alianzas que generan lazos comer-
ciales, prestigio y poder. De modo que la cuestión de quién es dueño
de qué, y quién regala, alquila, vende o comercializa qué con quién son
cosas que importan en la danza del poder entre los sexos. 14
La sociedad tradicional de los inuit (los esquimales), en Alaska, re-
presenta un buen ejemplo de esta relación directa entre los recursos
económicos y el control social. En los áridos territorios al norte del
continente americano, donde la única vegetación que aparece sobre el
permagel durante la mayor parte del año son el musgo y algunos pas-
tos, no existían plantas que se pudieran recolectar. Como resultado de
esto, tradicionalmente las mujeres no salían de sus casas para trabajar
como recolectoras o para juntar bienes valiosos que pudieran ser per-
mutados. Los hombres eran los únicos que se ocupaban de cazar. Eran
ellos los que dejaban el hogar para perseguir focas o ballenas durante
los largos meses de invierno, y los que cazaban o pescaban caribúes du-
rante los largos días del verano ártico. Eran los hombres los que traían
la grasa de ballena para las lámparas de aceite; las pieles con que con-
feccionar abrigos, pantalones, camisas y calzado; los tendones que se
convertirían en cuerdas; los huesos para fabricar adornos y herramien-

207
tas; y hasta el último bocado de comida. Las mujeres dependían de es-
tas provisiones. Los hombres esquimales dependían de sus esposas para
teñir los cueros, ahumar la carne, y confeccionar toda la ropa de
abrigo. De modo que ambos sexos se necesitaban mutuamente para so-
brevivir.
Pero los hombres tenían acceso a los recursos fundamentales. Y las
niñas esquimales descubrían de muy jóvenes que el secreto del éxito re-
sidía en «casarse bien». l'i Las mujeres jóvenes no tenían ninguna otra
forma de acceso al poder.

En cambio, las mujeres bosquimanas !kung del desierto de Kalahari


eran mucho más poderosas económicamente. Y el matrimonio no era
para ellas una carrera profesional. Como ya hemos dicho, cuando en
1960 los antropólogos realizaron los primeros registros de sus hábitos
de vida, las mujeres viajaban al trabajo y volvían a sus casas con una
gran parte del alimento diario. Las mujeres !kung tenían poder econó-
mico; también tenían voz y voto. Pero las esposas !kung, a diferencia
de sus maridos, no compartían su comida con el resto del grupo social.
Esta distinción es importante. Al regresar de una expedición de
caza exitosa, los hombres dividían la preciosa carne obtenida de
acuerdo con las reglas, y todos juntos lo celebraban con entusiasmo. El
dueño de la flecha que había matado al animal tenía la prestigiosa ta-
rea de distribuir la presa. El hombre que primero lo había avizorado
recibía algunas partes especialmente sabrosas, los que habían seguido el
rastro recibían otras, etcétera. Luego, a su vez, cada participante en la
obtención de la pieza distribuía porciones de carne y órganos entre sus
familiares y otros allegados. Sin embargo, se trataba de ((inversiones»,
no regalos. Los cazadores !kung esperan ser reembolsados. Porque en
el acto de entregar estos trozos de carne a sus vecinos, el cazador acu-
mulaba honra y obligaciones: poder. Y si bien las mujeres «disponían
de un formidable grado de autonomía», tanto los hombres como las
mujeres !kung pensaban que los hombres eran un poco más influyentes
que sus esposas. 16
«Es mejor dar que recibirn, afirma el refrán. Los !kung y muchos
otros pueblos estarían de acuerdo. Los que manejan el dinero tienen un
sustancial poder social: una fórmula económica según la cual las muje-
res ancestrales habrían contado con un grado importante de ascenden-
cia social.

Pero el poder, por supuesto, no es siempre una cuestión econó-


mica. ¿Puede alguien asegurar, por ejemplo, que las mujeres u hombres

208
económicamente poderosos también son persuasivos en el dormito-
rio? Ese no es necesariamente el caso.
Las mujeres inuit buscarán casarse bien para progresar en la
vida, pero ello no significa que se sientan subordinadas a sus espo-
sos. ¿Quién puede estar seguro de que el granjero que preside la
mesa durante la cena también domina las conversaciones cuando
está a solas con su esposa? En realidad, en las sociedades campesinas
contemporáneas en las que los hombres monopolizan todas las posi-
ciones de prestigio y autoridad y las mujeres suelen actuar con defe-
rencia frente a ellos cuando están en público, las mujeres poseen
una gran influencia informal. La antropóloga Susan Rogers informa
que, a pesar de los alardes y actitudes masculinas de poder, ninguno
de los dos sexos considera realmente que los hombres dominan a las
mujeres. Rogers llega a la conclusión de que el poder entre los sexos
está más o menos equilibrado, y que el predominio masculino es un
mito. 1~
De modo que la economía indudablemente desempeñó un papel
importante en las relaciones de poder de los hombres y mujeres de
milenios atrás. Pero en realidad los sexos estaban enzarzados en un
duelo mucho más complejo.

En un esfuerzo por desentrañar esta sutil dinámica del poder en-


tre hombres y mujeres, :Martín Whyte exploró el Archivo del Área
de Relaciones Humanas, un avanzado banco de datos que contiene
información sobre más de ochocientas sociedades. rn Basándose en el
material de este archivo y de otras fuentes etnográficas, Whyte pre-
paró un estudio acerca de noventa y tres culturas preindustriales. De
ellas, un tercio eran cazadores-recolectores nómadas; otro tercio,
granjeros labriegos, y el último tercio estaba compuesto por gente
que se ganaba la vida cuidando rebaños y/o cultivando la tierra. El
espectro de los pueblos estudiados iba desde los babilónicos que vi-
vieron aproximadamente en el 1750 antes de la era cristiana hasta
las culturas tradicionales modernas. La mayoría de dichas culturas
venía siendo estudiada por antropólogos desde el 1800 de la era
cristiana.
Whyte extrajo de esta información las respuestas a una cantidad
de interrogantes sobre cada cultura: ¿De qué sexo eran los dioses?
¿Qué sexo era objeto de ceremonias fúnebres más elaboradas? ¿Quié-
nes eran los líderes políticos? ¿Quién contribuía con qué para la
mesa familiar? ¿Quién tenía la última palabra en la educación de los
hijos? ¿Quién arreglaba los matrimonios? ¿Quién heredaba las pro-
piedades de valor? ¿Qué sexo tenía más iniciativa sexual? ¿Se creía

209
que las mujeres eran inferiores a los hombres? Luego interrelacionó es-
tas y muchas otras variables a fin de determinar el lugar ocupado por
las mujeres en las sociedades de todo el mundo.
Las conclusiones de Whyte confirman algunas creencias amplia-
mente difundidas. 1')
No hubo ninguna sociedad en la cual las mujeres dominaran a los
hombres en la mayoría de las esferas de la vida social. El mito de las
mujeres amazonas, las historias de las matriarcas que gobernaban con
puño de terciopelo, son sólo eso: mitos e historias. En el 6 7 % del total
de las culturas (principalmente en el caso de los pueblos agricultores)
los hombres parecían haber controlado a las mujeres en la mayoría de
los ámbitos de actividad. En una cantidad importante de sociedades
(30 %) hombres y mujeres parecían haber detentado jerarquías equiva-
lentes, en especial en el caso de los pueblos dedicados a la horticultura
y en el de los cazadores-recolectores. Y en el 50 % del total de las cul-
turas, las mujeres tenían mucha más influencia informal de la otorgada
por las reglas de la sociedad.
Whyte descubrió un hecho aún más importante: no había ninguna
constelación de factores interculturales que en su conjunto equivaliera
a la posición social de la mujer. En cambio, en cada sociedad había sus
más y sus menos. En algunas culturas las mujeres habían hecho una
trascendental contribución económica, pero disponían de menor poder
en sus vidas maritales y sexuales. En otras podían divorciarse con faci-
lidad pero tenían escasa gravitación en el aspecto religioso o no ocupa-
ban ningún puesto político formal. Aun en las sociedades en que las
mujeres tenían valiosas propiedades y ejercían considerable poder eco-
nómico, no necesariamente contaban con derechos políticos amplios o
influencia religiosa. En síntesis, eL poder en un sector de la sociedad no
se traducía en poder en Los demás ámbitos.
En ningún lugar es este hecho más evidente que en los Estados
Unidos. En 1920 las mujeres lograron el derecho al voto y su influen-
cia política aumentó. Pero continuaron siendo ciudadanas de segunda
clase en lo laboral. Actualmente, el poder de las mujeres dentro del
mercado laboral está en alza. Muchas, además, recibieron una forma-
ción profesional del más alto nivel. Sin embargo, en el hogar las muje-
res casadas continúan realizando la inmensa mayoría de las tareas do-
mésticas, como cocinar, lavar y limpiar. 211 Debido a que los norteameri-
canos damos por sentado que la posición social es un fenómeno
unifacético, no podemos comprender que las mujeres que trabajan si-
gan realizando casi todas las tareas domésticas. Pero la posición de una
persona en un ámbito de la sociedad no afecta necesariamente a su po-
sición en los demás.
Whyte demostró que no existe nada parecido a una posición social

210
femenina única, que tampoco existe en el caso de los hombres. El
juego por el poder entre los sexos es en cambio como una bola de
cristal: si se gira un poco la esfera, proyectará una luz muy diferente.
Por lo tanto, las mujeres ancestrales pueden haber sido poderosas en
lo económico y tal vez tuvieron gran ascendiente informal, pero no
por eso fueron necesariamente líderes de sus respectivos grupos de
pertenencia.

¿Qué otra cosa puede revelar un estudio de los pueblos tradiciona-


les sobre las mujeres, los hombres y el poder en el pasado? Bueno, las
cuestiones de clase, de raza, la edad, el atractivo sexual, los logros y
los lazos de familia también pueden contribuir a explicar el mosaico
que llamamos poder.
En determinadas circunstancias el más insípido miembro <le la
clase alta o del grupo étnico dominante puede reinar sobre una per-
sona más inteligente y más dinámica que esté situada un escalón más
abajo. Y aunque tengamos tendencia a formular generalizaciones ta-
jantes acerca de la miserable condición de las mujeres en Asia, las an-
cianas chinas o japonesas pueden ser tan autoritarias como cualquier
hombre. En muchas culturas la edad establece importantes diferen-
cias. También el atractivo sexual, d ingenio y la simpatía. La cama-
rera de un bar puede dominar a un ejecutivo con el sexo; un humo-
rista puede destruir a un político con papel y lápiz; una estudiante
puede fascinar a su prestigioso y mucho más culto profesor con una
mirada.
El parentesco también influye en quién domina a quién. En las
sociedades patrilineales, en las que los hombres son en general los
dueños de la tierra y los niños se identifican en función del padre del
que descienden, las mujeres suelen disponer de escaso poder formal
en la mayoría de los sectores de la sociedad. En cambio, en las socie-
dades matrilineales las mujeres tienen mayor patrimonio, lo que les
otorga más influencia dentro del conjunto de la comunidad.
Por último, los sexos derivan poder del mundo simbólico de la so-
ciedad a la que pertenecen. A medida que una cultura evoluciona, va
desarrollando un «patrón sexual» o guión social acerca de cómo deben
comportarse los sexos, así como creencias sobre los poderes de cada
uno. 21 Dichos guiones son incorporados mentalmente por las perso-
nas. Los pigmeos mbuti de Zaire, por ejemplo, creen que las mujeres
son poderosas porque sólo ellas pueden dar a luz. Los mehinaku de
Amazonia y muchos otros pueblos otorgan poder a la sangre mens-
trual, tocarla es causa segura de enfermedad. Los occidentales inmor-
talizaron el poder de seducción de la mujer sobre el hombre con la fá-

211
bula de Adán, Eva, la serpiente y la manzana. En última instancia, lo
que una sociedad designa como simbólicamente poderoso se vuelve
poderoso.
El poder, pues, es un compuesto de múltiples fuerzas que operan
en conjunto para que una mujer o un hombre tengan más influencia
que otras mujeres y otros hombres.

¿Qué pasa entonces con Twiggy, George, 1470, y los otros homíni-
das a los que nos referimos en el capítulo anterior y que dejaron sus
huesos junto al lago color turquesa de Olduvai hace dos millones de
años? ¿Tenían esos hombres y mujeres poderes sociales equivalentes?
No cabe la menor duda de que entre esta «gente» no existían dife-
rencias de clase o de raza. Es poco probable que tuvieran una vida cul-
tural rica en asociaciones simbólicas de poder. Pero con cierto grado de
certeza podemos aventurar algunas afirmaciones acerca de Twiggy y
sus compañeros. Por ejemplo, que no vivían como los inuit, cuyos
hombres obtenían todo el alimento mientras las mujeres se quedaban
en casa. No había una «casa». Twiggy tampoco era la hija de un gran-
jero. Por el contrario, era nómada. Nadie se quedaba en el campa-
mento. Y las mujeres trabajaban.
Lo que es aún más importante: Twiggy y sus amigas comían carne.
Y como vengo diciendo, la caza y el robo de la caza ajena no son pasa-
tiempos lógicos en mujeres embarazadas y madres de niños pequeños.
Así pues, muy probablemente Twiggy dejaba que su amante se ocupara
de obtener la carne, los tendones y la médula de los huesos de las bes-
tias peligrosas, mientras ella y sus amigas se dedicaban a recolectar
fruta, vegetales, semillas y a obtener presas menores. De esta manera
Twiggy hacía una importantísima contribución a la alimentación dia-
ria. De ser así, tenía poder económico, igual que las mujeres !kung lo
tenían y lo tienen hoy en día. En el mundo de Twiggy, las mujeres se-
xualmente activas y carismáticas probablemente detentaban aún más
poder.
Pero ¿cómo vivía Twiggy? ¿Quién mandaba realmente a quién?
No sólo las culturas tradicionales nos dan una clave; también lo ha-
cen otras especies. En realidad, podemos lograr una buena compren-
sión del poder que ejercía Twiggy en la vida cotidiana analizando una
fascinante colonia de chimpancés, en el zoológico Arnhem, de Ho-
landa. 22 Para dichos chimpancés, la manipulación en busca de prestigio
y poder es la sal de la vida diaria.

212
Los CHIMPANCÉS y LA POLÍTICA

En 1971 más de una docena de chimpancés fueron instalados en su


nueva residencia del zoológico. De noche dormían en jaulas bajo techo
e independientes. Luego, después del desayuno, los chimpancés esta-
ban en libertad de salir a un espacio al aire libre de aproximadamente
una hectárea. El lugar estaba rodeado de un foso y un alto muro en el
borde externo. Cerca de cincuenta robles y hayas, cada uno envuelto
en un cerco electrificado que los volvía inaccesibles, se alzaban a su al-
rededor. Para trepar disponían de rocas y algunos robles secos que ha-
bía esparcidos por el lugar. Aquí los chimpancés se dedicaban a sus jue-
gos políticos, centrados en el objetivo de la gran huida.
Cada mañana los chimpancés inspeccionaban centímetro a centí-
metro su reducto a cielo abierto. U na tarde, después de que los antro-
pólogos, los guardianes del wológico y los entrenadores se habían reti-
rado, pusieron en práctica su plan de fuga. Algunos de ellos calzaron
una rama de árbol de cinco metros de largo contra el muro posterior y
entonces varios chimpancés escalaron en silencio la fortaleza. Según
los informes algunos hasta ayudaron a trepar a los menos ágiles. Luego
descendieron por los árboles cercanos y tomaron a su cargo las instala-
ciones del zoológico. Gran Mamá, la hembra de mayor edad del grupo,
se dirigió en línea recta a la cafetería del zoológico, donde se sirvió una
leche con cacao y fue a instalarse entre sus protectores.
Tras ser devueltos a sus jaulas, los chimpancés se dedicaron de
forma permanente a luchar entre ellos por el poder, manejos que vuel-
ven más comprensible la vida de Twiggy en los tiempos antiguos y la
naturaleza de los juegos humanos modernos en pos del poder.

Los chimpancés machos negocian constantemente por el poder. El


macho comienza su «despliegue intimidatorio» erizando el pelo, gri-
tando, balanceando el peso del cuerpo de un pie a otro o pateando la
tierra, a menudo con una piedra o un palo en la mano. Luego pasa co-
rriendo junto a su rival, golpea el suelo y ulula con gran convicción.
En general, este ritual es suficiente para inducir a su oponente a reti-
rarse. La retirada respetuosa es un gesto característico. El subordinado
emite una secuencia de gruñidos cortos y jadeantes y hace una pro-
funda reverencia ante su superior, o se pone en cuclillas con el pelaje
aplastado para parecer más pequeño.
Los agresores también buscan aliados. Al comienw de este desplie-
gue intimidatorio el atacante casi siempre procura conseguir un com-
pañero que lo respalde, para lo cual alza una mano con la palma hacia
adelante en dirección al amigo potencial, invitándolo así a secundarlo.

213
Si consigue un aliado puede cargar contra su oponente, apedrearlo, gri-
tarle, golpearlo con los puños, morderle las manos, los pies o la cabeza.
Pero al mismo tiempo vigila a su aliado. Si su lugarteniente parece va-
cilar en la alianza, el agresor renueva los gestos de ruego a él dirigidos.
Se dice que «nada es gratis», y esto se cumple tanto en la política de
los chimpancés como en la de los seres humanos. Cuando un chim-
pancé respalda a otro, espera obtener una recompensa. En realidad, los
chimpancés parecen disfrutar de las rencillas y pueden interrumpir una
siesta perfectamente plácida para acercarse a observar un conflicto o
para meterse en la refriega. Las alianzas son importantes. En una oca-
sión, en Arnhem, el macho que era segundo en la línea de mando de-
dicó su atención a cada una de las hembras, les dio palmaditas y jugó
con sus crías. Inmediatamente después de terminado el recorrido, desa-
fió al macho jefe. ¿Había sobornado a las hembras para que se pusieran
de su parte? Probablemente. Igual que los políticos que besan a los be-
bés y hacen referencia a las reivindicaciones femeninas, los chimpancés
macho cultivan el apoyo de las hembras.
Algunas coaliciones de machos duran años; la mayoría dura apenas
unos minutos; los chimpancés macho hambrientos de prestigio hacen
amistades poco profundas. Pero cuando un individuo se mete otra vez
en problemas, «recurre a sus trucos», dando gritos hasta que sus aliados
vienen a socorrerlo o a participar de la pelea. Algunas veces cuatro o
cinco machos participan en la refriega, formando un gran nudo de ala-
ridos, caídas y cuerpos de simios furiosamente enredados.
Quizá mientras Twiggy y sus camaradas homínidas descansaban a
mediodía, un macho paseaba su prestigio resoplando, pegando gritos y
balanceándose amenazador hasta que un subordinado se inclinaba re-
verente frente a él. De vez en cuando alguna pelea debía de surgir. Y
es probable que los machos cultivaran la amistad de Twiggy buscando
su apoyo y el de sus amigas.

LA FORMACIÓN DE LAS REDES

Curiosamente, los machos y hembras de Arnhem se organizan en


estructuras de poder muy diferentes, una disimilitud que bien podría
darse también entre los seres humanos y que tendría sus orígenes en la
época de Twiggy.
Los chimpancés macho se relacionan con sus amigos y enemigos
por medio de una trama de intrigas jerárquicas que forman una pirá-
mide flexible de dominio rematada por el macho que ocupa la cima.
En ningún momento cabe ninguna duda acerca de quién ocupa cada
nivel en la escala jerárquica, ya que cada uno está claramente demar-

214
cado. Pero en la medida en que un macho obtiene más aliados y parti-
cipa en más escaramuzas, la escala de la dominación se modifica poco a
poco. Finalmente, una serie de confrontaciones o una única pelea muy
feroz invierte los platillos de la balanza y un nuevo individuo emerge
como rey de la jerarquía de los machos.
El jefe tiene una tarea importante: mantener el orden. Se mete en
las peleas y aparta a los rivales uno de otro. Y se espera que se com-
porte como un árbitro imparcial. Si este macho alfa logra disminuir la
cantidad de luchas al mínimo, sus compañeros lo respetan, lo apoyan y
hasta le rinden pleitesía. Le hacen reverencias inclinando la cabeza y la
parte superior del cuerpo en movimientos rápidos y repetidos. Le be-
san las manos, los pies, el cuello y el pecho. Se agachan para confirmar
que están por debajo de él. Y lo siguen formando un séquito. Pero si el
jefe no logra mantener la armonía, sus inferiores le quitan el apoyo
hasta que la jerarquía cambia lentamente y se logra la paz. Los subordi-
nados son los que crean al jefe.
Las hembras de chimpancé no crean esta especie de pirámide de je-
rarquía. En cambio, forman pandillas, subgrupos de individuos relacio-
nados lateralmente que se cuidan mutuamente a las crías y se protegen
y se ayudan en momentos de caos social. Las hembras son menos agre-
sivas, menos interesadas en dominar, y esta red puede mantenerse esta-
ble -y con relativa igualdad- durante años. En realidad, la hembra
más dominante por lo general adquiere dicha posición sólo en función
de su personalidad, de su carisma tal vez, también de su edad, pero no
mediante la intimidación.
Las chimpancés hembra tienen conflictos y, al igual que los ma-
chos, recurren a sus aliados para inclinar la balanza a su favor. En una
ocasión una hembra en peligro llamó a un macho amigo para que la
ayudara. En medio de agudos gritos de «indignación>), apuntó con toda
la mano (más que con un dedo) en dirección a su atacante, mientras
acariciaba y besaba a su aliado. Al volverse sus llamadas más insisten-
tes, el macho amigo contraatacó a la antagonista mientras la hembra
observaba desde fuera con expresión satisfecha.
¿Tienden naturalmente los machos humanos a formar pirámides je-
rárquicas y luego, desde ahí, a procurarse mejores posiciones, mientras
las mujeres forman grupos más igualitarios y estables? Sería difícil de-
mostrarlo. Pero si Twiggy se asemejaba de alguna forma a las chimpan-
cés de Arnhem, entonces tenía una red de amigos devotos. También
tenía enemigos mortales. Y podía alimentar un rencor durante años.
Sin embargo, el papel más importante que Twiggy puede haber de-
sempeñado era el de árbitro. En Arnhem, Gran Mamá cumplía esa
función. Hacía cesar las discusiones entre los jóvenes con sólo pararse
junto a ellos, gritando y agitando los brazos. Era siempre Gran Mamá

215
la que dominaba al vencedor cuando se subía al árbol seco situado en
el centro del cercado. Y después de cualquier reyerta el perdedor co-
rría gimiendo hacia ella. Con el paso del tiempo, Gran Mamá se con-
virtió en la zona de seguridad, la policía, el juez y el jurado.
Otras hembras de Arnhem también actuaban como mediadoras.
En cierta ocasión, durante el «paseo intimidatorio» de un macho, una
hembra fue hacia él, despegó uno por uno sus dedos de la piedra que
empuñaba y se la llevó. Cuando el macho encontró otra piedra, ella
también se la quitó; este proceso de confiscación se repitió seis veces
seguidas. Otras mediadoras proceden de otras maneras. Algunas sim-
plemente clavan la punta de los dedos en el costado del vencedor,
empujándolo hasta su enemigo y haciéndolo sentar junto a él, para
empezar la ceremonia de las caricias.
El ritual de las caricias tiene una estructura definida, y señala
quizá el aspecto más importante de las relaciones de poder de nuestro
pasado: hacer las paces era el mayor acontecimiento de la vida coti-
diana. Pocos minutos después de una escaramuza, horas o quizá días
más tarde, los chimpancés enemistados caminan uno hacia otro, se
gruñen con suavidad, se dan la mano, se abrazan, se besan en los la-
bios y se miran fijamente a los ojos. Entonces toman asiento, se la-
men mutuamente las heridas y se acarician. Los chimpancés rivales
también invierten extraordinarias cantidades de energía en suprimir la
animosidad, acariciándose recíprocamente con furia cuando están bajo
gran tensión.
Los chimpancés y todos los otros primates realizan grandes esfuer-
zos para apaciguar a sus compañeros. La violencia es poco habitual; lo
normal es aplacar, como debió de ser entre nuestros antepasados en
tiempos de Twiggy.

Basándose en las perpetuas luchas por el poder en el zoológico de


Arnhem, el primatólogo Franz De Waal demostró varias cosas acerca
del poder entre estos primates, principios que probablemente se apli-
can a nuestros antepasados en las llanuras de África milenios atrás y
que fueron trasmitidos a través del tiempo hasta la humanidad mo-
derna.
En primer lugar, el poder cambia de manos. Las jerarquías se for-
malizan, pero los animales son parte de una dúctil red de relaciones.
Por otra parte, la capacidad para gobernar no depende de la fuerza, el
tamaño, la velocidad, la agilidad o la agresividad; depende del inge-
nio, de las amistades, de cómo se pagan las deudas sociales. Por úl-
timo, el poder puede ser tanto formal como informal. Como fuerzas
de apoyo y árbitros, las hembras desempeñan un papel fundamental

216
en el juego del poder. En las circunstancias adecuadas hasta una hem-
bra podría reinar.
En realidad, cuando los visitantes le preguntaron a De Waal quié-
nes detentaban más poder, si las hembras o los machos de chimpancé,
él se encogió de hombros y dio la siguiente explicación. Si uno se fija
en quién saluda a quién, los machos dominan a las hembras el 100 %
del tiempo. En función de quién gana en las interacciones agresivas,
los machos ganan el 80 % de las veces. Pero si se toma en cuenta quién
le quita la comida a quién, o quién se sienta en los mejores lugares, las
hembras ganan el 80 % de las veces. Y para subrayar la complejidad del
poder, a De Waal le gustaba agregar: «Nikkie (macho) es el simio que
ocupa la posición más alta en la jerarquía, pero depende totalmente de
Yeroen (macho). Luit (macho) es individualmente el más poderoso.
Pero a la hora de ver quién puede hacer a los otros a un lado, Mamá
(hembra) es la que manda.» 23
De Waal confirmó las dos cosas observadas por los antropólogos en
las culturas humanas: la jerarquía no es una cualidad única, monolítica,
que pueda medirse de una sola manera, y el dominio de los machos, si
implica poder sobre las hembras en todos los aspectos de la vida, es un
mito.

Hay un último factor que puede haber contribuido al poder de


Twiggy: su estado civil. En varias especies de primates, como los ba-
buinos, por ejemplo, los grupos de hembras emparentadas permanecen
generalmente juntas, mientras que los machos cambian de una manada
a otra. Dentro de cada manada, una «matrilínea» tiende a predominar
sobre las otras, y así sucesivamente, de modo que se forma una jerar-
quía dinástica relativamente estable, la red de «las chicas mayores». ~4
Por lo tanto, con frecuencia una jovencita perteneciente a un clan de
hembras de gran jerarquía dominará a una hembra madura de una fa-
milia de menor prestigio.
Por otra parte, las crías a menudo asumen la jerarquía de la madre.
Entre los chimpancés salvajes de Gombe, donde las hembras no están
organizadas en clanes matrilineales sino que forman pandillas, los hijos
de la hembra reinante, Flo, al crecer adquirieron influencia sobre la
comunidad, mientras que las crías de una compañera sometida se con-
virtieron en adultos sometidos.

217
LAS RELACIONES ENTRE SEXOS EN LA ANTIGUA ÜLDCV Al

Las relaciones de poder en las culturas humanas tradicionales y la


política entre los chimpancés, nuestros parientes vivos más cercanos,
ciertamente indican cómo puede haber sido la vida de nuestros antepa-
sados y de qué manera pueden haber rivalizado entre sí por el poder en
el desfiladero de Olduvai hace dos millones de años.
El primer recuerdo de Twiggy puede haber sido el de la hierba on-
dulando en la pradera, mientras su madre corría con ella montada so-
bre una cadera. Para la época en que cumplió tres o cuatro años, ya sa-
bía dónde crecían los árboles de acajú y cómo desenterrar raíces.
Probablemente jugaba en los pozos de agua mientras su madre buscaba
cangrejos y se hamacaba de las ramas de las higueras mientras los adul-
tos buscaban retoños y frutas dulces. Si su madre era poderosa, como
Gran Mamá, probablemente Twiggy descansaba en los lugares um-
bríos. Si el amante de mamá era un buen ladrón de caza ajena, cenaba
lengua y otros bocados deliciosos de ñu azul. Y tal vez cuando todos se
ponían en fila para beber el agua fresca que goteaba de una roca,
Twiggy iba primera.
Si estos antepasados viajaban en grupos de machos o de hembras
emparentados, es algo que nunca sabremos. Pero cada mañana, entre
diez y cincuenta miembros de la manada de Twiggy deben de haberse
despertado, parloteado, bebido, hecho sus necesidades, y abandonado
sus guaridas nocturnas para recorrer las márgenes del lago o lanzarse a
la pradera. Algunas veces unos pocos machos se desprendían del grupo
para explorar o robar carne y regresaban más tarde. Entonces, al atar-
decer, se instalaban juntos a compartir la comida y a dormir bajo un
montecillo de higueras, en un risco cubierto de hierba, o en el lecho de
un arroyo seco. Y a la mañana siguiente todo volvía a empezar.
A medida que pasaban los días, Twiggy probablemente se acostum-
bró a ver que otros machos y hembras se inclinaban y hacían reveren-
cias a su madre a medida que avanzaban. Al crecer un poco más, pro-
bablemente pasó a corretear pegada a su hermana mayor, formó una
pandilla con otras niñas, y pasaban el tiempo acicalándose mutua-
mente, jugando al corre que te pillo y persiguiendo a los varones. Sin
duda, Twiggy sabía cuál era su lugar en la red social y sonreía, se incli-
naba, y besaba las manos y los pies de sus superiores. Cuando Twiggy
peleaba con otros niños, su madre (o su padre) la defendía y ella ga-
naba. Y, por medio de artilugios y simpatía, Twiggy se hizo amiga de
los varones, y luego los halagó para que compartieran con ella sus bo-
cados de carne.
Cuando Twiggy llegó a la pubertad, debe de haberse apareado con
algún amigo especial. Tal vez él pertenecía a otra manada con la que se::

218
cruzaron mientras la suya realizaba la peregrinación anual de la tempo-
rada seca hasta el lago color turquesa. Juntos, Twiggy y su amante cru-
zaron las abiertas llanuras; juntos compartieron la comida y tuvieron
un hijo. Si la vida en pareja se agrió, ella probablemente esperó hasta
que su cría dejó de mamar y entonces buscó su varita de cavar y su
bolsa y se unió a una manada vecina. La autonomía económica permi-
tía a Twiggy abandonar a su pareja tan pronto como su hijo podía te-
nerse en pie.
También puede haber sido poderosa en otros aspectos de la vida
diaria. Si Twiggy recordaba constantemente dónde encontrar miel y
vegetales muy preciados, era digna de admiración. Tal vez también era
árbitro, y quitaba las piedras y los palos de la mano de su marido mien-
tras él se balanceaba y le gritaba a un rival. Es indudable que tenía una
o dos amigas que siempre la defendían en las peleas. Y si Twiggy era
carismática, brillante, respetada y sabía qué hacer para retener a sus
amigos, puede muy bien haber sido líder de su grupo. Entre los prima-
tes la ley de la selva no es la fuerza bruta sino la inteligencia.
Esta inteligencia pronto descubrió el fuego e inventó nuevas herra-
mientas y armas. Y entonces nuestros antepasados entraron como un
cohete en la vida social «casi humana».

219
Xll. CASI HUMANOS
Génesis del parentesco y de la adolescencia

Descender de antepasados importantes es algo real-


mente deseable, pero la gloria les pertenece a ellos.

PLUTARCO, Moral

Fuego.
A partir de su descenso de los árboles, nuestros antepasados deben
de haber corrido a lagos y arroyos cada vez que los volcanes escupían
bolas de roca incandescente o cuando los rayos lamían la pradera y las
llamas se propagaban por los pastizales. A través de la llanura todavía
ardiente, pisando con cuidado entre las brasas, probablemente volvían
atrás recogiendo en su camino liebres, lagartos, colmenas caídas y se-
millas, y luego se deleitaban con el sabor de la comida asada.
En la entrada de las cavernas, donde el excremento de búhos, mur-
ciélagos, tigres de largos colmillos y demás habitantes de las mismas se
acumulaba en ricos depósitos, las llamas pueden haber ardido durante
días y tal vez semanas, y poco a poco los antiguos se acostumbraron a
dormir junto a estas brasas e incluso a alimentar las ávidas llamas con
ramas secas, hasta que el paso de alguna presa, la promesa de distantes
frutales en flor o la escasez de agua forzaban al pequeño grupo a dejar
atrás el brillo cálido y protector.
El fuego acompañaba a la humanidad, como enemigo cuando se
descontrolaba y como amigo cuando cedía. Pero cuando nuestros ante-
pasados descubrieron la forma de controlar las llamas, de trasladar bra-
sas dentro de un cráneo de babuino o envueltas en hojas carnosas, el
fuego se convirtió en su fuerza más importante. Mediante el fuego po-
dían endurecer la madera para fabricar lanzas más mortíferas. Que-
mando musgo podían hacer humo y así sacar a los roedores de sus ma-
drigueras o conducir a los conejos hacia las trampas. Haciendo
hogueras podían mantener alejados a los sigilosos depredadores noctur-
nos de las presas a medio consumir. Y con ramas encendidas podían
sacar a las hienas de sus cuevas para usurpar sus refugios y dormir den-
tro del haz de luz. Ahora, tanto los heridos como los machos y hembras
entrados en años, las hembras encintas y los niños pequeños podían
permanecer en el campamento. Porque había un campamento. Libera-
dos de la dependencia total del sol, nuestros antepasados podían ali-

220
mentar las brasas y holgazanear al alba, reparar las herramientas al
atardecer y revivir los hechos del día hasta avanzada la noche.
Esta innovación era sólo una parte de los adelantos logrados por
nuestros antepasados hace un millón de años, con lo cual también
abrían la puerta a profundos cambios en la sexualidad.

Tal vez no sepamos nunca con certeza cuándo la humanidad co-


menzó a controlar el fuego. Los antropólogos no se ponen de acuerdo. 1
Pero lo que podría ser la más antigua prueba de un campamento con
fuego la encontramos en la caverna de Swartkrans, en Suráfrica, donde
los antropólogos C. K. Brain y Andrew Sillen recientemente descubrie-
ron doscientos setenta restos de huesos de animales chamuscados. 2
Ellos informan que los fósiles se quemaron a una temperatura en-
tre 200 y 800 grados centígrados. Éste es el espectro térmico generado
hoy por un fuego de campamento armado con ramas de los árboles
malolientes. Quizá alguien haya recogido ramas secas de los muchos
árboles malolientes que cubrieron esta zona durante milenios, y haya
disfrutado de las ventajas del fuego casi un millón y medio de años
atrás. Y una vez que nuestros antepasados comenzaron a hacer hogue-
ras, repitieron la operación una y otra vez. Más de veinte niveles dife-
rentes de restos de hogueras se superponían en Swartkrans, lo cual nos
remite a nuestro atávico amor por el fuego.
¿Qué «gente}) era la que se calentaba las manos y quemaba estos
huesos en la caverna de Swartkrans?
Entre los restos encontrados aparecen partes de esqueletos de A us-
tralopithecus robustus primitivos, los cuales desaparecieron hace aproxi-
madamente un millón de años. Pero también los Horno erectus habita-
ron la región. Y Brain piensa que fueron estos homínidas más
avanzados quienes arrojaron ramas en las hogueras. ¿Por qué? Porque
los homínidas Horno erectus eran mucho más inteligentes y más orien-
tados hacia la humanidad.
Esa «gente» aparece en los registros de restos fósiles encontrados en
el desfiladero de Olduvai, Tanzania, en Koobi Fora, Kenia, y en el va-
lle del Río Orno, en Etiopía meridional, con una antigüedad de 1,8 mi-
llones de años. Pero el yacimiento más elocuente de Horno erectus es
Nariokotome III. 1
Aquí, entre áridos sedimentos situados cerca de la orilla del lago
Turkana, en Kenia, un individuo joven murió entre los matorrales
hace casi 1,6 millones de años. El aspecto robusto del cráneo y la
forma de las caderas indican casi con seguridad que se trataba de un
varón. 4 Debía de tener unos doce años de edad y medía poco menos de
un metro setenta en la fecha de su muerte. Si hubiera sobrevivido, po-

221
siblemente habría superado el metro ochenta. Sus manos, brazos, cade-
ras y piernas eran muy semejantes a los nuestros. El pecho era un poco
más redondeado que el de los hombres modernos, y tenía una vértebra
lumbar más. Pero si este joven, vestido con ropas actuales, hubiese gol-
peado la puerta del lector con una máscara en la víspera de Todos los
Santos (Halloween ), con seguridad no habría reparado en él.
En cambio, si se hubiese quitado la máscara, el lector habría salido
corriendo. La mandíbula prominente y los dientes enormes, la protu-
berante estructura ósea sobre los ojos, la frente plana y recesiva, el
grueso cráneo y los abultados músculos del cuello habrían paralizado
hasta al policía de la esquina. Sin embargo, el muchacho era razonable-
mente inteligente. Tenía una capacidad craneal de 900 centímetros cú-
bicos, mucho mayor que la de Twiggy o sus contemporáneos australo-
pitecinos y muy poco por debajo del promedio humano actual de 1.000
a 2.000. Los cráneos de los Homo erectus posteriores muestran capaci-
dades craneales aún mayores, que llegan hasta los 1.300 centímetros
cúbicos.
Resulta interesante destacar que a los chimpancés les gusta fumar
cigarrillos y tienen gran habilidad para encender fósforos y apagar la
llama de un soplo.'i De modo que es probable que el Homo erectus, con
una capacidad craneal muchísimo mayor que la de los chimpancés, su-
piera cómo manejar el fuego y abanicar las llamas en la caverna de
Swartkrans más de un millón de años atrás. Con sus avanzados cere-
bros, estos creativos animales empezarían a construir los aspectos socia-
les y sexuales de nuestro mundo humano actual.

En primer lugar, el Homo erectus creó herramientas sofisticadas.


Mientras los primitivos residentes de la caverna de Swartkrans ha-
bían fabricado rudimentarias herramientas de cristal de roca -simples
trozos de roca gastados por el agua y partidos de un golpe a fin de sa-
carles filo-, el ingenioso H omo ere etus comenzó a apartar las delicadas
escamas desprendidas de las piedras mayores. Probablemente emplea-
ban estas pequeñas escamas para cortar, tajear, raspar o cavar. Sin em-
bargo, resultan aún más impresionantes sus grandes hachas de mano,
de piedra, que miden de quince a dieciocho centímetros. Se las llama
hachas de mano achelenses, porque las primeras se descubrieron en la
localidad de St. Acheul, Francia. Con un extremo romo y redondeado,
y cuidadosos cortes en ambos laterales hasta formar en el otro extremo
una punta ahusada, dichas herramientas tenían aspecto de almendras,
peras o lágrimas de piedra.
Como pelotas de golf en una trampa de agua, las hachas de mano
se hallaron desparramadas a lo largo de antiguos arroyos y ríos, en han-

222
cos que atravesaban canales, en las márgenes de los lagos, en pantanos
y ciénagas del África meridional y oriental, así como junto a diversos
cursos de agua de Europa, la India e Indonesia. De modo que, si bien
algunas pueden haberse empleado para cavar alrededor de los vegetales
que crecían junto a las orillas, desde hace tiempo se piensa que el
Homo erectus primitivo utilizaba las herramientas fusiformes principal-
mente para arrancar el cuero y desarticular animales muertos junto al
agua, así como para separar la carne del hueso, cortar los tendones y
partir los huesos para extraerles la médula.
Éste pudo muy bien haber sido el destino de un cachorro de rino-
ceronte cuyos restos fueron encontrados junto al lago Turkana, en lo
que 1,5 millones de años atrás era un lago fangoso y poco profundo. Se
hallaron varias hachas de mano achelenses en los alrededores. Y siete
huellas de pie de un individuo H omo erectus quedaron marcadas en el
barro de las cercanías. 6 Quizá el individuo, que medía más o menos un
metro sesenta y pesaba unos 60 kilos, vadeó silenciosamente las aguas
hasta el lugar donde la bestia retozaba, y la mató.
Fuego. Herramientas sofisticadas. Cazar animales de mayor tamaño.
Actualmente, los antropólogos piensan que estos antepasados también
tenían residencias permanentes a las que regresaban, campamentos en
los que pasaban días o semanas.' En síntesis, los hombres y mujeres
Homo erectw habían comenzado a perfeccionar los elementos esencia~
les del estilo de vida cazador-recolector. Con estos progresos, los fun-
damentos de nuestra forma de vida humana, de nuestra sexualidad y de
nuestra concepción del amor iban a emerger a corto plazo. Sin em-
bargo, nuestro cerebro en expansión creó algunas complicaciones que
aceleraron el recorrido de dicho camino.

NACIDOS ANTES DE TIE11PO

A partir de la década de los sesenta, los antropólogos consideran


que en algún momento de la evolución de los homínidas el cerebro se
volvió tan grande en proporción con el canal pelviano de la madre que
la mujeres comenzaron a tener dificultades con los partos de criaturas
con grandes cerebros. En síntesis, con sus cabezas expandidas no po-
dían salir. Esta conflictiva estrechez es conocida como el dilema obsté-
trico. H La solución de la naturaleza fue que los partos se produjeran an-
tes, en una etapa anterior del crecimiento fetal (feto más pequeño),
para que el desarrollo cerebral se completara a pmteriori, en la vida
posnatal. 9 Como lo resume Ashley Montagu: «Si no hubiesen nacido en
el momento en que lo hacían, no habrían nacido nunca.>> 11J
En realidad nacemos antes de tiempo: el bebé humano recién na-

223
cido es apenas un embrión. Todos los primates dan a luz criaturas in-
maduras, y el grado de inmadurez va en aumento de monos a simios, y
de simios a humanos. Pero los bebés humanos nacen aún más inmadu-
ros que los de nuestros parientes más cercanos, una característica cono-
cida como inmadurez o altricialidad secundaria. 11 El recién nacido hu-
mano tarda entre seis y nueve meses en adquirir las respuestas
químicas de hígado, riñones, sistema inmunológico y tracto digestivo,
las reacciones motoras y el desarrollo cerebral del que otros primates
disponen poco después del nacimiento.
Los científicos calculan que nuestros antepasados comenzaron a dar
a luz bebés muy inmaduros cuando el cráneo del adulto alcanzó una
capacidad de 700 centímetros cúbicos, es decir, hace casi un millón de
años, en tiempos del Hamo erectus. 12

Esa adaptación tuvo grandes repercusiones en los patrones huma-


nos de conducta en las áreas del matrimonio, el sexo y el amor. En
particular, las criaturas indefensas debieron de aumentar enormemente
la «carga reproductora» de las mujeres Hamo erectus, estimulando más
aún la elección del enamoramiento, el apego y la monogamia. Enton-
ces, el tener un consorte estable era todavía más decisivo para la super-
vivencia de la indefensa criatura. 13
La antropóloga Wenda Trevathan considera que las complicaciones
de esta estrechez del canal pelviano en el parto también estimularon
el surgimiento de la primera profesión femenina especializada: la de
comadrona partera. En su libro Human Birth: An Evolutionary Pen-
pective (El nacimiento humano: una perspectiva evolucionista), Treva-
than analiza el parto humano desde la perspectiva de observadora con-
ductista. Propone, por ejemplo, que cuando una madre humana acari-
cia a su recién nacido, este gesto proviene no sólo de la necesidad psi-
cológica de establecer vínculos, sino también de la costumbre de los
mamíferos de lamer al recién nacido para estimularlo a que respire
y a que cumpla otras funciones biológicas. Debido a que los recién na-
cidos humanos vienen al mundo cubiertos de un fluido cremoso cono-
cido como vernix caseosa, tal vez las madres que acaban de dar a luz
heredaron el hábito de acariciarlos de las que los frotaban para que este
gel grasoso lubricara la piel y los protegiera de virus y bacterias. Tre-
vathan también destaca que, al margen de que sean diestras o zurdas,
las madres sostienen al recién nacido con el braw izquierdo, directa-
mente sobre el corazón, probablemente porque los latidos calman al
niño.
De todavía mayor pertinencia para nuestra historia, Trevathan
piensa que en tiempos del Hamo erectus los partos se habían vuelto tan

224
difíciles que las mujeres necesitaban de alguien que cogiera al recién
nacido. Así habría aparecido la tradición humana de la comadrona.
Quizá esas ayudantas también quedaban relacionadas con el bebé, am-
pliándose de este modo el círculo de adultos que se sentían responsa-
bles del niño. 14

Nuestros antepasados Homo erectus se enfrentaron con otra carga


monstruosa: los adolescentes. A partir de las características de los dien-
tes antiguos, los antropólogos infieren a qué velocidad crecían nuestros
antepasados. Parecería que en cierto momento, entre un millón y dos-
cientos mil años atrás, el proceso humano de maduración se volvió
más lento. En ese momento no sólo las mujeres daban a luz bebés muy
inmaduros, sino que también se hizo más larga la infancia. l'i
Démosle la bienvenida a la aparición de la adolescencia, otra carac-
terística exclusiva del animal humano, una divergencia que lo distin-
gue claramente de nuestros parientes, los simios. El chimpancé tiene
una infancia bastante similar a la de los pueblos cazadores-recolectores,
de unos cuatro años. Pero el primer molar de los chimpancés aparece
aproximadamente a los tres años, y entran en la pubertad más o menos
a los diez años de edad. Nuestro primer molar no aparece hasta los seis
años. Y es frecuente que las niñas de los pueblos cazadores-recolectores
no tengan la menarquía hasta los dieciséis o diecisiete años; los varones
también atraviesan una prolongada adolescencia. En realidad, los seres
humanos no cesan de crecer físicamente hasta cerca de los veinte años.
Lo que resulta más sorprendente es que los padres continúen sumi-
nistrando casa y comida a los hijos adolescentes. Cuando la madre
chimpancé desteta a su bebé, éste pasa a procurarse su propia comida y
arma su propio nido todas las noches. El chimpancé joven todavía per-
manece cerca de la madre la mayor parte del tiempo. Pero en cuanto
dejan de mamar, la madre del simio se desentiende de la alimentación
y la habitación de sus crías. No ocurre así con la humanidad. A los
cinco años un niño humano apenas podría d~senterrar una raíz; aun el
niño más adelantado de una sociedad cazadora-recolectora sería inca-
paz de procurarse comida y de sobrevivir hasta pasada la adolescencia.
De modo que los padres continúan criando a sus hijos unos diez o doce
años más después del destete. 16
Por lo tanto, la infancia humana se volvió el doble de larga que la
de chimpancés y otros primates.

¿Por qué el proceso de maduración humana se hizo tan prolon-


gado? Creo que para ganar tiempo, tiempo en la niñez que permita

225
descubrir pautas de supervivencia en un mundo cada vez más com-
plejo. Los varones necesitaban aprender dónde buscar piedras adecua-
das, cómo y exactamente dónde golpearlas para quitarles una arista y
para darles la forma correcta para arrojarlas. Los varones debían obser-
var a los animales, aprender cuándo y dónde las hembras daban a luz a
sus crías, qué animales conducían los rebaños, cómo cambiaban los
vientos y las estaciones, qué presa seguir, cómo seguir un rastro, cómo
acorralar y atacar a la presa, cómo descuartizarla y dividir los pedazos.
Las niñas tenían aún más que aprender: cómo transportar el fuego,
dónde crecían las matas de bayas, qué plantas evitar, dónde buscar los
huevos de las aves, cómo eran los ciclos vitales de cientos de plantas
diferentes, dónde se refugiaban los animales pequeños y dónde se aso-
leaban los reptiles, y qué hierbas eran mejores para los resfriados, las
gargantas doloridas y los estados febriles. Todo este aprendizaje impli-
caba prueba, error e inteligencia. Quizá los jóvenes también tenían que
memorizar largos cuentos, historias ejemplares que les proporcionaban
información acerca del clima, de los hábitos de las plantas y los anima-
les que los rodeaban.
Además, debían aprender las sutilezas del juego del apareamiento.
Con la evolución de la adolescencia pudieron disponer de todos esos
años adicionales para experimentar en las artes del cortejo, la sexuali-
dad y el amor: aspectos cruciales de la vida en un mundo socializado
en el cual hombres y mujeres necesitaban aparearse para compartir su
comida y criar a sus hijos en equipo.

AMOR FRATERNAL

A medida que se expandía el cerebro y las mujeres comenzaban a


parir criaturas indefensas con una larga adolescencia por delante, la
presión sobre los padres debió de aumentar, dando pie al desarrollo de
otra característica humana: el parentesco.
Muchos animales, incluso todos los grandes primates, reconocen el
parentesco biológico y tienden a favorecer a tíos, sobrinos y aun a pa-
rientes más lejanos. De modo que las raíces del parentesco humano es-
tán profundamente incorporadas desde nuestro más distante pasado de
mamíferos. Pero cuando nuestros antepasados comenzaron a dar a luz
criaturas indefensas que necesitaban casi veinte años para madurar, es-
tas nuevas presiones debieron de acelerar la evolución de una de las
más importantes invenciones sociales humanas: los parientes formales
con funciones específicas, la argamasa de la vida social humana tradi-
cional.
Se podría decir que la aparición de los adolescentes dependientes

226
obligó a los padres a permanecer juntos por más tiempo a fin de satisfa-
cer sus necesidades. Pero, como ya subrayé en el capítulo V, los divor-
cios tienden a acumularse en el cuarto año de matrimonio, es decir, la
duración aproximada de la primera infancia. En ninguna parte del
mundo es característico que las personas permanezcan unidas hasta
completarse la adolescencia de sus hijos y que después, sistemática-
mente, se separen.
Como nuestros antepasados no adoptaron la estrategia reproductora
de permanecer juntos para criar a sus hijos adolescentes, la naturaleza
dio un paso creativo dando lugar al fenómeno humano del parentesco.
¡Qué recurso tan ingenioso!: una red de individuos emparentados y no
emparentados, enlazados en una trama formal de lazos y deberes, una
alianza eterna e inquebrantable dedicada al cuidado mutuo de sus des-
cendientes, del ADN común. ¿Cómo ocurrió esto, y qué relación
guarda con la evolución del matrimonio, el adulterio y el divorcio?

La naturaleza de los primeros grupos humanos de parientes y la


evolución de nuestros exclusivos sistemas de parentesco concentran al-
gunas de las más antiguas polémicas antropológicas. Un aspecto esen-
cial del debate es qué vino primero, si la cultura matrilineal o patrili-
neal, es decir, si nuestros antepasados rastreaban sus orígenes en
función de la herencia materna o de la paterna. Analizaremos esta po-
lémica en el capítulo XV. Por ahora sólo quiero puntualizar una cosa.
Entre los chimpancés comunes, los machos emparentados suelen
permanecer juntos para defender a la comunidad, mientras que es ca-
racterístico de las hembras abandonar el grupo en la pubertad para bus-
car pareja en otra parte. Por lo tanto, los hermanos comparten la vida
adulta y las hermanas tienden a dispersarse. He aquí la semilla de la
cultura patrilineal, el sistema de parentesco basado en los lazos mascu-
linos. Entre los babuinos de la sabana ocurre lo contrario. Los grupos
de hembras emparentadas se trasladan en conjunto, mientras que al lle-
gar a la edad adulta los machos se apartan a fin de integrarse en otras
manadas. He aquí el origen de la cultura matrilineal. ¿Qué pretendo
demostrar con esto? Como la estructura de parentesco varía entre los
primates, es imposible formular una hipótesis fundamentada acerca de
los lazos de parentesco de las manadas homínidas tempranas.
Pero hay una excepción. Tal como ya lo expuse, los machos y las
hembras ancestrales comenzaron a relacionarse y desplazarse en con-
junto por la llanura tan pronto como descendieron de los árboles, unos
cuatro millones de años atrás. Ahora puedo agregar que las parejas via-
jaban dentro de grupos mayores, cuyos miembros estaban sólidamente
unidos a través de lazos formales de parentesco.

227
Cómo las vagas nociones viscerales de parentesco se convirtieron
en reglas concretas es un tema sobre el que sólo podemos hacer suposi-
ciones. De pequeña, la niña antigua probablemente esperaba que el
amigo especial de su madre compartiera la carne con ella, que la prote-
giera y la tomara en sus brazos cuando lloraba. El vínculo específico
que tenía con él se transformaría en el de «hija-padre)). La niña tenía la
obligación de ayudar en la crianza de sus hermanos pequeños, un deber
definido que se convertiría en el lazo «hermana-hermano)), Y a las
hembras que estaban generalmente cerca de su madre con el tiempo las
llamaría «tías)).
Con el desarrollo de la caza de animales de mayor tamaño, la inten-
sificada división del trabajo entre sexos y las vicisitudes de criar a los
bebés indefensos hasta completada la adolescencia, nuestros antepasa-
dos comenzaron a visualizar categorías de individuos, cada una con res-
ponsabilidades, tareas específicas y funciones sociales implícitas. Y con
la evolución de los sistemas de parentesco, nuestros antepasados debie-
ron de empezar a definir quién podía aparearse con quién. Como se
verá en el próximo capítulo, en ese momento surgieron las reglas se-
xuales.

FUERA DE ÁFRlLA

Nuestros antepasados Hamo erectus también comenzaron a despa-


rramarse por todo el globo. Algunos antropólogos piensan que los pri-
meros homínidas aparecieron en Europa hace dos millones de años. 17
En algunos puntos al norte del mar Mediterráneo se encontraron he-
rramientas que se calcula tienen una antigüedad aproximada de un mi-
llón de años. A esas alturas, nuestros mayores indudablemente habían
avanzado también hacia el este, llegando a Java. Hace unos 500.000
años llegaron también al norte de China. En realidad, se han hallado
sus cráneos y huesos, así como sus herramientas, en yacimientos de
toda Eurasia que se remontan a 500.000 años atrás.
No conocemos la razón por la cual nuestros antepasados abandona-
ron África. Tal vez porque podían hacerlo. Un millón de años atrás la
temperatura de la Tierra había vuelto a descender mucho. Al norte, en
Europa y Asia, la nieve se acumulaba en las tierras altas durante los in-
viernos más largos y fríos, y se derretía menos cantidad de nieve du-
rante los fríos días y noches del verano. A lo largo de los siglos las ca-
pas de hielo se convirtieron en costras glaciales de más de un
kilómetro de altura. Luego la fuerza de gravedad volteó estas fortalezas
de hielo de las altas cumbres, y dio pie de este modo a la formación de
valles, cambió grandes masas rocosas de lugar, arrancó árboles y exten-

228
dió el crudo clima hacia el sur. Cada espasmo de frío se prolongaba du-
rante varios miles de años.
Con cada golpe de frío intenso era mayor la masa de agua de los
mares que se convertía en hielo. De modo que imperceptiblemente el
nivel del mar bajó unos ciento cincuenta metros y dejó al descubierto
grandes puentes terrestres, caminos que conducían hacia el norte.
No sólo podían nuestros ancestros caminar ahora hacia el norte, tal
vez tuvieron que hacerlo. A medida que se volvieron más hábiles en el
arte de la caza, probablemente necesitaron ampliar sus horizontes y
buscar presas en las tierras del norte. 18 Por otra parte, las grandes an-
torchas con las que podían cazar y protegerse, así como las herramien-
tas más eficaces para carnear las presas, les permitían obtener más
carne, lo cual facilitó la supervivencia de más niños. De modo que
cuando un pequeño grupa aparecía en la caverna Swartkrans, otro ya
estaba instalado allí; de lo contrario, el grupo que llegaba se apoderaba
de las higueras y de los estanques de cangrejos. Por último, el estallido
de conflictos entre vecinos o entre integrantes de un mismo grupo po-
drían haber derivado en el hecho de que subgrupos o comunidades en-
teras abandonaran la región natal.
Sea cual fuere la causa de la migración, poco a poco nuestros ante-
pasados empezaron a explorar los nuevos ríos formados en los valles y
las nuevas vías de salida de África. Avanzando no más de quince kiló-
metros por generación, en menos de veinte mil años habrían llegado a
Pekín.
Y eso es precisamente lo que hicieron.
La más importante reserva de pruebas está en Dragon Bone Hill,
un yacimiento ubicado a unos cuarenta y cinco kilómetros de Pekín,
un lugar bien conocido por los antropólogos con el nombre de Zhou-
koudian. Aquí los cazadores de fósiles venían encontrando huesos ar-
caicos desde siglos atrás, tesoros que vendían a los químicos locales.
Éstos, a su vez, molían los fragmentos hasta convertirlos en un polvo
de sabor agrio que luego pregonaban como elixires medicinales. En
1927, después de oír hablar de estas expediciones, el anatomista cana-
diense Davidson Black organizó su propia peregrinación a la zona.
Desde entonces, más de una docena de cráneos, unos ciento cin-
cuenta dientes y fragmentos de más de cuarenta individuos Hamo erectus
fueron desenterrados en Dragan Bone Hill, junto con huesos de cerdos
salvajes, elefantes, rinocerontes, caballos, así como cientos de herra-
mientas de piedra. Curiosamente, algunos cráneos de homínidas habían
sido destrozados en la base, como si les hubiesen extraído el cerebro.
¿Canibalismo?
Ésta es la explicación aceptada. Hombres y mujeres Hamo ere etus
acampaban en el lugar, tal vez en el otoño, época en que los mamuts y

229
mastodontes, rinocerontes, ciervos y antiguos caballos pasaban a todo
galope junto al campamento buscando un clima más cálido y húmedo
en las tierras del sur. En este punto, hace aproximadamente 500.000
años, algunos individuos Hamo erectw se alimentaron con carne de
otros individuos, ya fuera como un ritual destinado a honrar a amigos
muertos o para execrar a sus enemigos. 1~
Mientras algunos de nuestros mayores seguían a los ciervos, bueyes
almizcleros, bisontes, alces gigantes y otras bestias de gran tamaño en
su travesía en dirección a China del norte, unos 500.000 años atrás,
otros se trasladaron en pequeños grupos rumbo al sur, hacia Java,
donde dejaron sus restos junto al vaporoso río Solo. Otros muchos co-
mieron cerca del mar de Galilea hace unos 700.000 años. Y otros, en
diversos momentos que oscilan entre los 400.000 y los 200.000 años
atrás, acamparon y abandonaron sus desperdicios en Hungría, Francia,
Inglaterra, Gales y España. 20

¿Qué ocurrió entonces con la sexualidad, el amor y la vida coti-


diana de los hombres y mujeres que merodeaban en torno a los hipopó-
tamos en el lago Turkana, de los que comían y dormían en Zhoukou-
dian, así como de todos esos antiguos que dejaron sus huesos,
herramientas y desechos en los alrededores de las dunas de Argelia, las
tundras de España, las llanuras de Hungría, las estepas de Rusia, los
bosques de Inglaterra y las junglas de Java entre 1.600.000 y 200.000
años atrás?
Probablemente, los hombres valoraban a las mujeres por su trabajo
como recolectores y madres. Estas mujeres debían de estar familiariza-
das con cada planta de artemisa, con cada árbol azucarero. Segura-
mente conocían hasta el más mínimo matorral de habichuelas, cada
hilo de agua resbalando por las rocas, todos los huecos, cuevas y sende-
ros en cien millas a la redonda, aun en llanuras aparentemente tan uni-
formes como el océano Pacífico. La mayoría de las mañanas las muje-
res debían de dejar el campamento con sus niños dentro de bolsas de
piel sujetas a la espalda. Y cada atardecer regresaban con nueces, bayas,
madera para el fuego, y a menudo información acerca de rebaños,
agua, enemigos y parientes. Los hombres contaban con las mujeres
para la supervivencia.
Las mujeres deben de haber apreciado el coraje de sus hombres en
la caza, así como sus regalos de bocados, trozos y costillas de carne
asada, y su protección contra los enemigos. Las mujeres necesitaban las
pieles de los animales carneados para confeccionarse chales y mantas,
los cráneos como recipientes, los huesos para herramientas y los tendo-
nes para fabricar cuerdas y cordeles.

230
Seguramente, por la noche, al volver al campamento a alimentar el
fuego, hombres y mujeres sonreían y bromeaban al relatarse los aconte-
cimientos del día. Sin duda flirteaban unos con otros a través de la nie-
bla humeante del fuego mientras chupaban los huesos y comían bayas.
Y es probable que mientras la oscuridad de la noche cerraba su cerco,
se deslizaran uno junto a otro a la luz de los rescoldos y que a veces se
besaran y ya tarde se durmieran abrazados. Pero lo que estas personas
soñaban, a quién amaban o qué pensaban mientras se quedaban dormi-
dos es algo que se desvaneció con la luz de sus hogueras.
No eran réplicas antiguas de la gente actual. No pintaban osos ni
bisontes en los muros de las cavernas. Ninguna pequeña aguja de hueso
sugiere que cosieran sus atavíos. Ningún amuleto indica que adoraran
al sol, a las estrellas o a algún dios. No dejaron tumba alguna. Pero
eran caú humanos. Tenían grandes cerebros. Alimentaban el fuego.
Daban a luz bebés muy indefensos, como hoy lo hacemos nosotros. Los
inmaduros adolescentes iban tras uno de sus padres o detrás de ambos
y del resto del grupo. Los ancianos y los jóvenes estaban íntimamente
relacionados en una compleja red de parentesco. Y la hoguera se había
vuelto sinónimo de ((hogarn.
Hace 300.000 años, algunos antepasados nuestros habían comen-
zado a adoptar formas arcaicas del hombre y la mujer modernos. Ahora
nuestro mundo sexuado tomaría una forma definitivamente humana.

231
XIII. LA PRIMERA SOCIEDAD OPULENTA
El surgimiento de la conciencia

Dos cosas llenan mi mente con creciente asombro y


perplejidad, y con mayor frecuencia e intensidad el pen-
samiento se concentra en ellas: el cielo estrellado sobre
mí y la ley moral dentro de mí.
IM.MAJ\L'EL KANT, Crítica de la razón pura

Al sur de las serenas ciudades del sudoeste francés, en los Pirineos,


y al norte de Espafia, los furiosos torrentes antiguos abrieron un labe-
rinto de cavernas. Allí, en las cuevas sin viento de las profundidades
de la tierra, cual si fueran centinelas, las estalagmitas y estalactitas vigi-
lan como fantasmales soldados de marfil. En el silencio absoluto, el
restallar metálico de las gotas de agua suena como balazos. La danza
inquieta de los murciélagos delata la existencia de agujeros y huecos, y
el rugido repentino de ríos que subsistieron a los siglos sube por con-
ductos y túneles para desvanecerse a la distancia tras algún recodo.
Lo que la naturaleza construyó, entre veinte y diez mil años atrás,
nuestros antepasados lo decoraron, y dejaron miles de pinturas, dibujos
y grabados rupestres como prueba de que la humanidad moderna es-
taba instalada sobre la Tierra.
En las gigantescas rotondas de la caverna de Lascaux, cerca de Les
Eyzies, Francia, alguien pintó docenas de animales de rebaño en es-
tampida. En un repliegue de la caverna de Les Trois FrCres, en los Pi-
rineos, otro artista grabó una bestia mágica con la cabeza de un hom-
bre, la cornamenta de un venado y el cuerpo y la cola de un caballo.
En la caverna de El Juyo, en España, nuestros mayores esculpieron la
monstruosa cabeza de piedra de un ser mitad hombre y mitad gato. En
más de treinta cavernas aparecen las figuras de gigantescos bisontes,
venados, mamuts, cabras monteses, osos y otras bestias pintadas en rojo
o negro, el pelaje y los músculos delineados con cuidado y las fisuras y
protuberancias de la roca aprovechadas para otorgar relieve a las fi-
guras.
Y donde las figuras reales son reemplazadas por otras, posible-
mente mágicas -caballos sin cabeza, personas semejantes a ornitorrin-
cos, osos con cabeza de lobo, manos sin el cuerpo correspondiente y
con menos °de cinco dedos, brazos y piernas flotantes, formas de ser-
piente-, puntos y rayas danzan por los muros y el techo. Algunas de
estas pinturas se hicieron en grandes galerías; otras se encuentran en

232
callejones sin salida tan remotos que más de un espeleólogo profesional
se desmayó de claustrofobia buscando el acceso a estas criptas.

Algo trascendente estaba ocurriendo en estos túneles sin luz solar


en los que tanto los sonidos como el frío se agudizan, y la falta de ven-
tilación vicia la atmósfera. Nadie vivía allí. Nuestros antepasados, en
cambio, ingresaban en las profundas cavernas para pintar y reunirse a
fin de tratar asuntos comunitarios. Tal vez realizaban ceremonias invo-
cativas de una buena temporada de caza, o celebraban el nacimiento de
un hijo o una hija. Quizá era en dichos lugares donde se curaba a los
enfermos, se cumplían rituales dictados por la mitología, o tantas otras
actividades. 1 John Pfeiffer, en su libro The Creative Explosion (La ex-
plosión creadora), propone la explicación de que tal vez también se
realizaban allí complejas ceremonias de iniciación.
Pfeiffer considera posible que los jóvenes iniciados fueran dejados a
solas en tumbas aisladas en las entrañas de la tierra hasta que el miedo,
la soledad y la monotonía les hacían perder los sentidos normales y los
introducía en un estado de trance especialmente receptivo. Entonces
sus mayores, por medio de trucos e ilusiones, conducían a los jóvenes
hechizados a través de las galerías, y les informaban mientras tanto de
las importantes tradiciones del clan, de su historia, sus leyendas, y de la
sabiduría acumulada de la tribu.
Para subrayar la importancia de un hecho en un relato enciclopé-
dico, los hechiceros tal vez levantaban la lámpara hasta una determi-
nada pintura. La temblorosa luz de la antorcha iluminaba una mano o
un ave o un pez y entonces, repentinamente, a fin de animar un detalle
concreto del relato, mostraba un ante bufando o un venado nadando.
Entonces, después de cada sesión formativa, los sacerdotes reunían a
sus desorientados estudiantes en grandes teatros subterráneos donde,
con los cerebros lavados, los sometían a más rituales y repeticiones que
permeahan sus mentes para siempre con estos «libros de texto».
¿Cuál era el mensaje de sus mayores? ¿Por qué este primer floreci-
miento del arte humano? ¿Qué nos dice esta primera manifestación de
la expresión artística respecto a la sexualidad humana de veinte mil
años atrás?

Pfeiffer piensa que dicha gente experimentaba una especie de «ex-


plosión informativa» derivada de amplias modificaciones en lo tecno-
lógico así como en la trama social. Y puesto que en varias cavernas las
huellas de pies de niño son mucho más numerosas que las de adulto, su
teoría es que los jóvenes eran conducidos a estos irreales laberintos

233
para participar en rituales de iniciación destinados a impartirles todas
esas enseñanzas.
Aún hoy semejante estrategia es moneda corriente. Los seres huma-
nos de todo el mundo acumulan conceptos e información en forma de
obras de arte. U na mirada a la cruz esvástica puede evocar un gran
conjunto de información incorporada acerca de Hitler y el nazismo,
mientras que una cruz contiene tremendo poder simbólico para el cris-
tiano. Los aborígenes australianos emplean sus mitos y artes como
mnemotecnias (así como para muchos otros fines), y fue la inventiva
de esa gente lo que llevó a Pfeiffer a formular su teoría acerca del arte
de las cavernas.
Los aborígenes australianos viven en el desierto más árido del
mundo. A fin de encontrar agua con regularidad están obligados a re-
cordar cada elevación, cada bajada, cada árbol, roca y agujero de la re-
gión en varios cientos de kilómetros. De modo que las características
del paisaje se transmiten en complejas historias de los seres míticos an-
cestrales. Los puntos, culebras y figuras que pintan en sus herramien-
tas, en los muros y sobre sus propios cuerpos a menudo ilustran simbó-
licamente los pozos de agua y las formaciones rocosas visitados por
estas apariciones. De este modo, los mitos, las canciones y el arte pic-
tórico son en realidad mapas del interior de Australia. Cuando se re-
cuerdan las aventuras de los dioses, con ellas vuelven también a la me-
moria los más mínimos detalles del desierto.
Para enseñar a sus hijos el saber de las tradiciones, los aborígenes
australianos los someten a todo tipo de penosas pruebas. Tradicional-
mente, los arunta de Australia central conducían a los varones que
iban a ser iniciados al desierto, lejos del hogar y la familia, les negaban
ropa y comida y cantaban, danzaban y representaban estas historias de
supervivencia para ellos. 2 En la noche final del ritual los jóvenes eran
escondidos bajo mantas junto a una gran hoguera. Y después de que las
canciones, la oscuridad, el aislamiento y el miedo habían hecho presa
de ellos, les practicaban un corte en el pene desde el extremo hasta la
base. U na experiencia espantosa. Pero estos muchachos nunca olvida-
ban el argumento trasmitido, algo que para siempre los conduciría de
un pozo de agua a otro.
Pfeiffer piensa que las pinturas rupestres de los antiguos pobladores
de Europa cumplían una función semejante, eran claves para antiguas
historias épicas, parte de un «curso de supervivencia» en una era de pe-
ligrosos cambios sociales.
Nunca sabremos con seguridad qué ocurría en las entrañas de la
tierra tanto tiempo atrás. Pero una cosa es evidente: la humanidad ha-
bía sufrido una metamorfosis. De simples animales cazadores-ladrones
de caza ajena-recolectores que conocían el fuego y fabricaban algunas

234
herramientas rudimentarias habían pasado a ser individuos que cons-
cientemente buscaban la profundidad de las cavernas para pintar sus
muros, primates ricamente dotados de una cultura simbólica abstracta.

Los antropólogos emplean el concepto de pensamiento simbólico


para referirse a la capacidad de asignar arbitrariamente un concepto
abstracto al mundo concreto. El ejemplo clásico es el agua bendita.
Para un chimpancé, el agua del recipiente de mármol cóncavo de una
catedral es sólo eso: agua. Para un católico es algo enteramente dife-
rente, es agua bendita. Del mismo modo, el color negro es negro para
cualquier chimpancé, mientras que para uno podría connotar el con-
cepto de muerte. Cuando nuestros antepasados adquirieron la capaci-
dad de crear símbolos para los pensamientos, las ideas y los conceptos,
y aprendieron a emplear dichos símbolos para expresarse, el verdadero
mundo moderno había surgido.
En nuestro días se discute si el precursor inmediato de los pintores
de cavernas, el hombre de Neanderthal, tenía ya un pensamiento sim-
bólico o si en cambio el pensamiento simbólico cobró vida con los mo-
dernos artistas de las cavernas.' Dicha cuestión es importante para
comprender la evolución de la sexualidad humana, ya que gracias al
pensamiento simbólico y a la formulación de ideas abstractas como las
de bien/mal, correcto/equivocado y deber/prohibición la humanidad
estuvo realmente en condiciones de desarrollar reglas morales, la con-
ciencia, y nuestro vasto código de creencias, rituales, tabúes y reglas
culturales sobre el sexo y el amor.
Como era de esperar, los registros fósiles aportan un cúmulo con-
fuso de claves al enigma de cuándo surgió el pensamiento simbólico en
la historia de la humanidad.

EL FENÓMENO NEANDERTHAL

Desde más de un millón de años antes de que nuestros predeceso-


res empezaran a pintar los muros de las cavernas de Francia y España,
grandes olas de frío habían cubierto de hielo las regiones septentriona-
les y castigado con sequías las zonas tropicales. Cada edad de hielo se
prolongó varios miles de años, seguida de un clima más benigno. Du-
rante las duras eras glaciales y las épocas interglaciales más cálidas,
nuestros antepasados avanzaron hacia el norte en pequeños grupos.
Unos 100.000 años atrás, el Hamo sapiens neanderthalensis -una ar-
caica variante racial del hombre moderno- vivió en Europa, así como
en el Próximo Oriente y en Asia central. 4

235
Los hombres de Neanderthal reunían una curiosa combinación de
características físicas. Tenían prominentes arcos superciliares, robustos
dientes y mandíbulas, y cuerpos musculosos, de huesos pesados. Si hoy
nos cruzáramos con uno por la calle, desde luego pensaríamos que es
un ser brutal. Sin embargo, esa gente con cejas de escarabajo tenía crá-
neos de mayor tamaño que los nuestros, así como cerebros organizados
igual que los de todos nosotros. Lo sabemos gracias al estudio de la
periferia craneana, algo bastante fácil de hacer por medio de endova-
ciados.
Se trata de invenciones ingeniosas: simplemente se toma un poco
de goma, se vuelca dentro de un cráneo Neanderthal, se deja que fra-
güe y se extrae. Sobre la superficie de este endovaciado aparecen todas
las pequeñas impresiones del cráneo hechas por el cerebro cuando di-
cho protoplasma se hizo un lugar dentro de su casco óseo. De modo
que el diseño de costuras, estrías y fisuras de la superficie de goma re-
vela cómo estaban organizados los lóbulos cerebrales. Los endovacia-
dos indican que el cerebro del hombre de Neanderthal estaba cons-
truido tal como el nuestro actualmente. 'i
Esos seres pensaban.
También hablaban. El notable descubrimiento de un hueso hioides
de Neanderthal, es decir, del pequeño hueso en forma de U que está
suspendido en la garganta y contribuye al lenguaje, indica que el hom-
bre de Neanderthal tenía la capacidad física de hablar con el lenguaje
humano moderno. 6 Pero aquí surge el desacuerdo. Algunos científicos
informan que la forma de la base craneal del hombre de Neanderthal,
el ba.sicranium, no aparece flexionada por completo (como en el crá-
neo humano contemporáneo), lo cual indicaría que la laringe (o caja de
resonancia de la voz) no había descendido del todo por la garganta.~
Por lo tanto, el hombre de Neanderthal puede no haber estado en con-
diciones de pronunciar los sonidos de las vocales i y u. Tal vez habla-
ban de modo más nasal que la gente actual.
Sin embargo, varios antropólogos no están convencidos de la exac-
titud de esta conclusión. Afirman que la forma del ba.sicranium puede
no ser un indicador adecuado de la forma de las cavidades orales. Ade-
más, nosotros no necesitamos todo el despliegue de sonidos lingüísticos
para hablar con tonos humanos o para formar construcciones gramati-
cales humanas. Las lenguas de Hawai, por ejemplo, presentan muchos
menos sonidos que el inglés, y la de los indios navajo menos aún. Sin
embargo, todos estos pueblos emplean un lenguaje humano moderno.
Sospecho que hace unos 100.000 años, en la época en que el hom-
bre de Neanderthal asaba lenguas de mamut y se acostaba en sus caver-
nas cubiertas de nieve de la antigua Francia, hablaba de modo muy se-
mejante al nuestro.

236
Pero ¿«creía» en algo el hombre de Neanderthal? ¿Había creado el
concepto de alma o proyectaba una vida en el más allá? ¿Tenía un
mundo simbólico?
En varias cavernas de Europa los arqueólogos han encontrado lo
que parecerían ser tumbas superficiales, en las cuales el hombre de
Neanderthal quizá enterraba a sus muertos en posición de reposo. Los
parientes tal vez también dejaban ofrendas a los muertos, ya que algu-
nos esqueletos aparecían rodeados de herramientas de piedra, rocas
cuidadosamente distribuidas o huesos y cornamentas de animales. En
el yacimiento más controvertido, una caverna ubicada en un punto alto
de las colinas de Irak, amigos y amantes tal vez colocaron ramos de flo-
res sobre el cuerpo de sus muertos hace unos sesenta mil años. En
torno a los huesos se descubrieron restos fosilizados del polen de malva
real, jacintos, aciano, hierba caballar y otras flores silvestres de la
región. 8
Si el hombre de Neanderthal creía en la vida más allá de la muerte,
si pensaba que los seres humanos tenían alma, entonces podía simboli-
zar. Y si podía simbolizar y pensar en términos abstractos, sin duda
también había desarrollado creencias y reglas acerca de cosas tan fun-
damentales como la sexualidad y el matrimonio.
Los escépticos no aceptan esta posibilidad. Opinan que los enfer-
mos pudieron arrastrarse hasta estas cavernas para morir, que otros
fueron enterrados sólo para desembarazarse de los cuerpos y que algu-
nos otros cuerpos fueron arrastrados hasta las cavernas por animales
carnívoros. Los objetos se materializaron posteriormente en torno a los
esqueletos por casualidad. O sea que, según ellos, los enterramientos
no fueron intencionales. Y en cuanto a las flores, el polen podría haber
entrado en las cavernas por obra del viento, o también los roedores po-
drían haberlo llevado pegado a las patas o quizá los insectos lo llevaron
adherido a las alas. Llegan a la conclusión de que no existieron cere-
monias fúnebres ni ofrendas sobre las tumbas ni ramo de flores alguno.
El hombre de Neanderthal no había desarrollado la capacidad de pen-
sar simbólicamente.')
Los escépticos probablemente argüirían que el almagre (u ocre
rojo) descubierto en varios yacimientos Neanderthal tampoco demues-
tra su capacidad para pensar simbólicamente. Numerosos pueblos de
todo el mundo utilizan el almagre para colorear sus rostros, manos,
cuerpos y atavíos especiales antes de una ceremonia. Pero esta roca roja
que se desmenuza con facilidad se emplea también para teñir cueros y
para repeler las sabandijas. Tal vez el hombre de Neanderthal lo utili-
zaba solamente para estos fines prácticos; tal vez no tenía el sentido
simbólico estético necesario para decorarse a sí mismo.

237
¿PARA QUÉ SIRVE EL ARTE?

Nadie sabe si el hombre de Neanderthal había comenzado a orna-


mentar los entierros de los seres amados con ofrendas fúnebres o si se
adornaba a sí mismo y sus pertenencias. Pero la etóloga Ellen Dissa-
nayake formula una interesante propuesta acerca de la evolución del
impulso humano a crear y a apreciar el arte.
En su libro What Is A rt For.'l (¿Para qué sirve el arte?) atribuye el
origen de todas las artes a la aparente necesidad humana de modelar y
embellecer los objetos y las actividades a fin de convertirlos en algo
«especial». Los que volvían especial un acontecimiento o una herra-
mienta con adornos o rituales luego recordaban la ocasión. Y dado que
la creación de herramientas y la práctica de ceremonias eran actos de
importancia para la supervivencia, los que creaban arte y lo apreciaban
vivían más tiempo. Por lo tanto, nuestros antepasados desarrollaron la
tendencia biológica a producir y disfrutar de las pinturas, las esculturas
y las demás artes.
Dissanayake destaca que hace unos 250.000 años dos individuos
que habitaban en la Inglaterra actual tallaron en trozos de pedernal dos
mangos de hacha. Ambas herramientas presentaban una conchilla fósil
bien visible en el centro del mango. Estas personas habían hallado los
fósiles y dieron forma a las herramientas a su alrededor. Habían co-
menzado a reconocer lo especial de los objetos y a fabricar herramien-
tas especiales. Más o menos en la misma época de la prehistoria al-
guien abandonó terrones de ocre rojo, amarillo, marrón y violeta en
una cueva de un risco sobre el mar de Francia. Tal vez estas personas
también habían comenzado a buscar un aspecto especial para sí mismos
y para sus pertenencias personales.
Sin embargo, el hombre de Neanderthal no nos legó mucho arte, si
suponemos que lo haya tenido. Uno de ellos marcó unos dientes de oso
con finas ranuras; otro agujereó un diente de zorro; otro perforó un
hueso de reno. Sólo nos quedan unos pocos signos cuestionables del es-
fuerzo artístico de este período de la prehistoria humana, un inventario
no muy impresionante de creatividad estética. Pero eran los comien-
zos. De modo que Dissanayake está convencida de que el hombre de
Neanderthal realmente buscaba embellecer sus tumbas y de que em-
pleaba ocre para fines decorativos; es decir, que a estas alturas se mani-
festaba por primera vez en la naturaleza humana una predisposición ar-
tística codificada en nuestro ADN.

El hombre de Neanderthal sigue siendo un misterio. No podemos


tener la certeza de que disfrutara del pensamiento simbólico abstracto

238
o de que hubiese reglamentado la sexualidad y el amor. Lo único que
sabemos con seguridad es que vivió en reducidos grupos nómadas caza-
dores, que fabricaba grandes herramientas de piedra, que algunos gru-
pos recorrieron grandes distancias a través de Europa, que cazaba gran-
des animales y que comía mucha carne. V arios miles de huesos de
mamuts, de rinocerontes lanudos, de renos y de bisontes fueron descu-
biertos bajo muros de roca pura a los cuales estos hombres los condu-
cían desde mesetas más elevadas. La caza mediante la técnica del «des-
peñamiento» marcó una innovación, y era planeada de modo organi-
zado y sistemático. 10
Cómo amaba esta gente, a quiénes amaban, dónde se amaban, son
aspectos de su vida sobre los que sólo podemos formular preguntas. La
pasión y el dolor, los celos y las intrigas, los conflictos y las conversa-
ciones se han desvanecido. Sólo esos antiguos vestigios de polen sobre
viejas tumbas nos indican que tantos años atrás un ser puede haber en-
trado en duelo por la muerte de otro.
Luego, hace unos 36.000 afios, el hombre de Neanderthal desapare-
ció misteriosamente, reemplazado en Europa por el moderno Horno sa-
piens sapiens, hombres y mujeres cuya apariencia era exactamente igual
a la nuestra, personas totalmente modernas que comenzaron a pintar
los muros de las cavernas de Francia y España y a llevar a cabo cere-
monias bajo tierra, en un mundo húmedo y silencioso.
Los nuevos individuos dejaron tras de sí todo tipo de objetos, claros
signos de que los seres humanos habían desarrollado la capacidad de
pensar de modo simbólico y abstracto, además de una conciencia, un
complejo sistema de creencias acerca del bien y el mal y estrictas reglas
acerca del sexo y el amor.

Cómo y por qué la humanidad moderna reemplazó al hombre de


Neanderthal son interrogantes que han cautivado la imaginación de ar-
queólogos, novelistas y legos desde hace más de un siglo. Tradicional-
mente, los científicos pensaban que el Hamo sapiens era el resultado de
la evolución a partir del hombre de Neanderthal que habitaba Europa.
Actualmente, en cambio, muchos piensan que este hombre moderno se
originó en África no menos de 90.000 años atrás y que avanzó sobre
Europa desde el Próximo Oriente, exterminando al hombre de Nean-
derthal. 11 Cualesquiera que fueran sus relaciones, lo cierto es que el
desventurado hombre de Neanderthal dejó de existir y el nuevo hom-
bre de Cro-Magnon, así llamado por referencia al lugar de Francia
donde sus huesos fueron descubiertos inicialmente, apareció en Europa
hace unos 35.000 afios.
A estas alturas, el arte y la vida cultural humanas estallaron.

239
Hay quienes piensan que esta notable explosión creativa comenzó
con la presión demográfica. 12 En esa época, la inclemencia climática de
la más reciente era glacial hacía estragos en el norte. La tierra en la
que hoy se encuentra Londres estaba cubierta por una capa de hielo de
un kilómetro y medio de espesor. Pero a lo largo de lo que hoy es el
mar :rviediterráneo existían vastas praderas muy semejantes al actual Se-
rengeti. Aquí pastaban manadas de mamuts y rinocerontes lanudos, re-
nos, cabras monteses, bisontes y antiguos caballos, y cientos de otros
animales con cascos. Empujados por los glaciares del norte y los desier-
tos del sur, nuestros antepasados también se congregaron en estas saba-
nas que hoy conforman Francia y España.
Y a medida que los individuos vivían rodeados por más individuos,
se vieron forzados a fotjar nuevas redes sociales y a crear todo tipo de
tradiciones a fin de sobrevivir.
El arte rupestre fue sólo una de sus innovaciones. Un equipo de
aproximadamente doce personas debió de trabajar durante una semana
apilando una sobre otra las mandíbulas de noventa y cinco mamuts
hasta formar un diseño de espina de pescado. La construcción, que
tiene unos 20.000 años de antigüedad, se descubrió en Ucrania y cons-
tituye los lados de una choza oval. 1' Otras personas de esta antigua al-
dea se tomaron el trabajo de ordenar los grandes huesos de mamut en
forma de chozas ovales. Luego, esos primitivos arquitectos tendieron
cueros sobre los huesos o calafatearon cada estructura con barro y pasto
para que no penetraran los vientos del invierno. Y cerca de sus casas
cavaron pozos para el almacenamiento de alimentos, lo cual significa
que nuestros antepasados habían comenzado a echar raíces.
El hombre de Cro-Magnon también construyó casas de cuero y ma-
dera en las márgenes de los ríos, donde iban a beber grandes rebafíos,
sobre las laderas de las montañas con vista al paisaje y en soleadas pra-
deras anegadizas, en medio de las rutas migratorias. En general, estas
casas miraban al sur para aprovechar el calor del sol. Es indiscutible
que para la época en que el arte rupestre alcanzó su apogeo, unos
15.000 años atrás, algunos de nuestros antepasados vivían en grandes
comunidades según la estación del año.
Los hombres y mujeres ya no podían recoger sus pertenencias y
marcharse cuando surgían conflictos. En cambio, los grupos debían
cooperar unos con otros, y establecer así las condiciones para el surgi-
miento de jerarquías sociales y políticas reglamentadas.
Con el surgimiento de más poblaciones y la disminución de los re-
cursos, el hombre de Cro-Magnon se vio forzado a inventar nuevas he-
rramientas y también armas. Mientras el hombre de Neanderthal sólo
había fabricado grandes herramientas de piedra, estos modernos seres
humanos manufacturaron utensilios de marfil, hueso y cuerno. Surgió

240
un vasto despliegue de nuevas armas mortales, compuesto de ligeros
arpones dentados, anzuelos, cerbatanas y minúsculos proyectiles pun-
tiagudos, tal vez utilizados con los primeros arcos y flechas. 14 Ello per-
mitió que se intensificara la caza de grandes piezas, como venados y ga-
nado salvaje.
Impresiones de cordeles trenzados descubiertas en un trozo de ba-
rro en la caverna de Lascaux indican que sabían cómo fabricar cuerdas,
probablemente sogas, hilo, redes y sedal para pescar. Además, el descu-
brimiento de ámbar procedente del Báltico en sus hogares de la llanura
rusa, y de conchas del Atlántico en Les Eyzies, Francia, a más de
ciento cincuenta kilómetros de la costa de origen, indica que esos seres
humanos debieron de establecer redes de intercambio y que en forma
regular comerciaban a larga distancia con piedras preciosas y materia
prima lítica. 1'
La vida se volvió alegre. El hombre de Cro-Magnon inventó la
flauta, el silbato y el tambor. Usaban collares de dientes de oso y de
león, brazaletes de hueso y pendientes, y cientos y cientos de cuentas
de marfil, de concha y de piedraY Agujas de hueso tan pequeñas y afi-
ladas como cualquiera de las que hoy adquirimos con un juego de ele-
mentos de costura se empleaban para coser abrigos con capucha y ca-
misas con cuello y puños, túnicas, sobrecalzas, botas y otras prendas de
vestir. Estatuillas portátiles del tamaño de la mano con la imagen de
mujeres de senos y nalgas enormes (conocidas como estatuillas de V e-
nus), así como animales esculpidos en marfil, hueso y cerámica, se han
hallado en diversos lugares dispersos entre los Pirineos y los Urales.
Tal vez se trataba de símbolos de la fertilidad, accesorios de la adivina-
ción o amuletos de la buena suerte. 17
Es posible que también hayan surgido clases sociales. En los fune-
rales de dos niños enterrados cerca de !vloscú, nuestros antepasados
Cro-Magnon decoraron los cuerpos con anillos, brazaletes para los to-
billos, saetas, dardos, dagas y unas diez mil cuentas. No es posible que
estos muchachos adquirieran fama como poderosos cazadores ni líderes
de ninguna clase. ¿Pertenecerían a una clase superior?
Con bastante razón Pfeiffer piensa que esa gente llevaba a sus niños
a las entrañas de la tierra y casi los mataban del susto a fin de preparar-
los para la vida adulta. La vida se había vuelto infinitamente más com-
pleja. Estos seres vivían en estrecha intimidad en las primeras aldeas
estacionales del mundo. Tenían mitos, magia, rituales y dioses. Disfru-
taban de la música, la danza y el canto. Enterraban a sus muertos con
bienes fúnebres. Usaban abrigos de piel de zorro, se trenzaban el cabe-
llo, usaban joyas y fabricaban sus vestimentas. Empleaban lámparas de
piedra en las que quemaban aceite a fin de pintar las cavernas y alum-
brarse de noche. Se sentaban en torno a hogares bien construidos, asa-

241
ban grandes trozos de carne y hablaban un lenguaje humano. Su as-
pecto era igual al nuestro; su pensamiento también. Y tenían todo un
corpus de tradiciones que reflejaban en su arte. La suya fue la sociedad
opulenta original.
Esos hombres y mujeres debían de tener costumbres acerca de la
sexualidad, el matrimonio, el adulterio y el divorcio. ¿Cuáles eran sus
códigos para el amor?

EL FRUTO PROHIBIDO

Todas las sociedades humanas tienen algún tipo de tabú sobre el in-
cesto. 18 En algunos momentos de la historia tanto los egipcios como los
iraníes, los romanos y otros pueblos dieron el visto bueno al incesto
entre hermanos en el caso de grupos especiales como los de la realeza.
Pero, salvo estas curiosas excepciones, los apareamientos madre-hijo,
padre-hija y hermano-hermana no estaban permitidos. El tabú del in-
cesto es universal en la humanidad. Más aún, esta estricta regla es la
primera restricción sexual que aprenden los niños. La infracción algu-
nas veces es castigada severamente, hasta con la muerte, la mutilación
o el ostracismo. Y el tabú no se levanta jamás, al margen de la edad o
la aptitud procreadora de los interesados.
Por varias razones se justifica suponer que el tabú humano del in-
cesto existía ya entre el hombre de Cro-Magnon, y tal vez mucho an-
tes. Por otra parte, el incesto habría sido muy poco práctico. Si una
niña de Cro-Magnon se apareaba con su hermano o su padre y daba a
luz a un bebé, el grupo familiar tenía un nuevo miembro indefenso y
ningún nuevo adulto que colaborara en la crianza y el mantenimiento.
¡Qué carga económica más peligrosa! Era mucho más lógico desde el
punto de vista económico reproducirse con un extraño e incorporarlo
como mano de obra para que participara en la crianza del hijo.
Las parejas incestuosas también habrían originado interminables
conflictos sociales. Los seres humanos somos criaturas celosas y posesi-
vas; no estamos creados para compartir a nuestras parejas sexuales. De
modo que el sexo incestuoso habría sido la causa de graves rivalidades
domésticas y esto, a su vez, habría puesto en peligro la frágil relación
entre marido y mujer, y habría debilitado además los vínculos de amis-
tad entre parientes, perturbando así el orden social. 19 Por otra parte, el
incesto podría haber afectado también al desarrollo social del niño. Los
niños sienten afecto por sus padres. Pero si un progenitor llega a la re-
lación sexual con su hijo, ello puede debilitar la autoridad del adulto,
inhibir la confianza y obstaculizar el proceso psicológico de separación
de la familia.

242
El hombre de Cro-Magnon no podía permitirse todos estos con-
flictos.
Además, el incesto implicaba responsabilidades políticas. Como
dice el viejo axioma: «Más vale casarse con un extraño que morir a sus
manos.» 211 Si una hija abandonaba el grupo para formar pareja con un
hombre del valle vecino, las relaciones con esa gente mejoraban; se
convertían en parientes. Si se quedaba en casa para formar pareja den-
tro de la familia, no se obtenían mejores intercambios comerciales ni se
establecían nuevas alianzas sociales o para la guerra.
No es nada sorprendente que la enorme mayoría de las culturas hu-
manas recomiendan que los jóvenes se casen con pretendientes exter-
nos a la familia, al clan, algunas veces hasta a la comunidad. 21 Ello no
impide necesariamente el incesto, pero garantiza el flujo de adultos, de
bienes y de información entre las diferentes unidades sociales y reduce
las posibilidades de incesto además de estimular la política del «buen
vecino». Reproducirse con extraños también era importante para evitar
los defectos físicos peligrosos.U
De modo que, probablemente, por razones económicas, sociales,
políticas y genéticas, el hombre de Cro-Magnon tenía reglas que esta-
blecían que con padres y hermanos carnales el apareamiento no estaba
permitido. En realidad, tan importantes eran los que colabor~ban en la
crianza de los jóvenes y en la defensa de la armonía grupal, en la cohe-
sión de la banda, en los vínculos políticos y en la salud genética, que
nuestros antepasados de Cro-Magnon pudieron incluso heredar un de-
sagrado biológico por las relaciones incestuosas, una predisposición a
aparearse y reproducirse fuera del núcleo familiar.

INCESTO

¿Una tendencia genética a evitar el sexo con la madre, el padre y


los hermanos? Semejante idea no es nueva. En 1891 Edward Wester-
marck la propuso por primera vez. Dijo que los niños desarrollan una
repulsión física natural a todos aquellos con los que se crían. n Poste-
riormente dicha aversión fue confirmada por los estudios sobre sexuali-
dad llevados a cabo en Israd.
Las investigaciones comenzaron a raíz de la observación, por parte
de Melford Spiro, de los niños que crecían juntos en un kevutza, un es-
pacio común que funcionaba como sala de estar, baño y dormitorio, y
en el que un grupo de la misma edad compartía la vida hasta la juven-
tud. 24 Aquí, varones y niñas realizaban juegos sexuales, se acostaban
juntos bajo las mantas y se examinaban unos a otros en un juego que
llamaban la clínica, que consistía en besarse, abrazarse y en tocarse mu-

243
tuamente los genitales. Sin embargo, cuando rondaban los doce años
estos mismos niños se volvían tímidos y tensos cuando estaban juntos;
a los quince años habían desarrollado fuertes lazos fraternales.
Si bien dichos jóvenes, que no estaban relacionados por vínculos
de sangre, tenían total libertad para copular y casarse entre sí, hasta
donde Spiro pudo verificarlo ni uno solo de ellos contrajo matrimonio
ni tuvo relaciones sexuales con un compañero del mismo kevutza.
Prosiguiendo con esta investigación a comienzos de la década de
los setenta, el sociólogo Joseph Shepher logró acceder a los registros
de matrimonio completos de todos los miembros de kevutzas. De
2. 769 matrimonios, sólo 13 fueron entre individuos que habían cre-
cido en el mismo grupo de iguales. Y en ninguno de los 13 casos los
cónyuges habían ingresado al kevutza para compartir la rutina coti-
diana de la niñez antes de cumplir los seis años de edad. Shepher
piensa que existe un período crítico de la niñez, entre los tres y los
seis años de edad, en el que los niños desarrollan una aversión sexual
natural respecto a las personas que ven regularmente. Z'i

La química parece desempeñar un papel en la tendencia a evitar


el incesto. Y esta respuesta fisiológica debió de manifestarse ya en la
época en que nuestros antepasados usaban abrigos de piel de zorro,
tocaban la flauta y decoraban los muros de las cavernas de Francia y
España, ya que el hecho de evitar el incesto presenta un amplio co-
rrelato en el resto de la comunidad animal.
Entre las aves, los insectos y otros mamíferos, los animales de
sexo opuesto que se criaron juntos también prefieren aparearse con
extraños. En realidad, las otras especies han desarrollado tantas for-
mas de evitar el apareamiento dentro de la familia que los biólogos
piensan que el tabú humano del incesto deriva de nuestra naturaleza
animal. 26
Los grandes primates, por ejemplo, reconocen a los parientes y ra-
ras veces se aparean con los muy cercanos, en especial con la madre.
Una de las razones para esto es bellamente ilustrada por los jóvenes
machos de mono rhesus de la isla de Cayo Santiago, al este de Puerto
Rico, si bien el principio también se aplica a nosotros. En dicho lugar
los machos crecen bajo la tutela de la madre y de las hembras más ín-
timamente emparentadas. Sin embargo, a medida que los jóvenes ma-
duran, raras veces se relacionan sexualmente con la madre. La ima-
gen de esta hembra, en cambio, es investida de autoridad y opera
además como muro de los lamentos. En lugar de intentar seducirla se
vuelven infantiles frente a ella, se acurrucan en su regazo y la arru-
llan; algunos hasta intentan mamar.7' Hombres y mujeres a veces tam-

244
bién hacemos regresiones y nos volvemos bastante infantiles en pre-
sencia de nuestros progenitores.
El incesto entre hermanos y el apareamiento entre padre e hija son
raros en la naturaleza por otro motivo. En muchas especies, los púbe-
res, ya sea el macho o la hembra, abandonan el grupo social. Sin em-
bargo, los chimpancés hermanos algunas veces terminan quedándose
en la misma comunidad, y en la Reserva Gombe Stream, de Tanzania,
Goodall presenció varios apareamientos incestuosos. Durante dichas
cópulas, ya fuera el hermano o la hermana parecían estar profunda-
mente aburridos o de lo contrario surgía entre ellos una tremenda pe-
lea. Fifí, por ejemplo, se colgó de la rama de un árbol y se puso a gritar
mientras su hermano, Figan, la obligaba a copular con él.
Las mismas antipatías naturales al incesto deben de haberse mani-
festado durante nuestro lejano pasado humano. Es probable que ya
cuatro millones de años atrás los individuos sintieran rechaw por
aquellos con quienes se habían criado, que buscaran a sus padres
cuando necesitaban auxilio y no para copular, y que niñas y varones
cambiaran de grupo de pertenencia en la pubertad. En condiciones
«naturales)) el incesto era raro. Luego, cuando la humanidad desarrolló
un cerebro capaz de establecer, recordar y cumplir reglas sexuales, la
gente intuyó rápidamente las desventajas económicas, sociales y políti-
cas del incesto. De modo que lo que había Jido una tendencia natural u
convirtió ademá5 en un dictado cultural. 28
Cuándo ocurrió esto en la historia humana es algo que nunca sa-
bremos, pero con toda seguridad ya en la época en que las mujeres y
los hombres de Cro-Magnon aprendían las leyendas de sus antepasados
en las espectrales cavernas al pie de los Pirineos, sabían a quién podían
seducir y con quién podían casarse, y quién era «fruto prohibido». El
incesto se había convertido en tabú.

Indudablemente, esa gente tenía otras prohibiciones sexuales. Los


tabúes posparto figuran entre las costumbres más universales, ya que
existen en el 94 % de las culturas registradas. 2') En general, se espera
que las parejas se abstengan de copular durante unos seis meses des-
pués de que un niño es dado a luz. Es probable que dichas reglas sur-
gieran evolutivamente para que la madre y el padre pudieran ocuparse
de la criatura indefensa.
En todas la sociedades conocidas la actividad sexual ha dado pie al
surgimiento de miles de creencias, por ello está justificado suponer que
nuestros antepasados Cro-Magnon también tenían las suyas. Pero,
¿cuáles eran? Por ejemplo, los bellacoola de la Columbia Británica cen-
tral, en el Canadá, creen, como muchos cristianos, que la castidad

245
acerca al hombre a lo sobrenatural. 11uchos pueblos consideran que la
continencia es esencial antes de la caza y algunos entrenadores nortea-
mericanos de fútbol están convencidos de que los jugadores tendrán
una mejor actuación deportiva si evitan el sexo antes del partido.
Las parejas de Cro-Magnon probablemente evitaban hacer el amor
durante un tiempo después del parto y nunca lo hacían antes de salir a
perseguir animales o de participar en un ritual en las cavernas. Y de-
ben de haberse apareado en la oscuridad o donde nadie pudiera verlos.
En ninguna parte del mundo las personas copulan normalmente a la
vista de los demás.
En la enorme mayoría de las sociedades hombres y mujeres asignan
poder a la sangre menstrual. Nuestros antepasados europeos estaban
inmersos en supersticiones acerca de esto. Sir James Frazer, el gran in-
vestigador de las diversas características de la tradición en todos los
rincones del mundo, escribió: «En varios puntos de Europa todavía se
cree que si una mujer que tiene la regla entra en una destilería de cer-
veza, la bebida se pondrá agria; que si toca la cerveza, el vino, el vina-
gre o la leche, éstos se arruinarán; que si prepara mermelada, no se
conservará; que si monta una yegua preñada, el animal abortará; que si
toca pimpollos de alguna flor, se marchitarán; que si trepa a un cerezo,
el árbol se secará.» in Hasta la década de 1950 las mujeres norteamerica-
nas todavía se referían a la menstruación como «la maldición» y evita-
ban las relaciones sexuales cuando la tenían.
Es probable que nuestros antepasados de Cro-Magnon también evi-
taran hacer el amor durante el período menstrual femenino.

Indudablemente, también cumplían con códigos de pudor sexual.


Hasta en las selvas húmedas y vaporosas de la Amazonia hombres y
mujeres usan ropa, aunque podríamos no reconocerla como tal. Las
mujeres yanomano sólo usan una cuerda alrededor de la cintura. Pero
si se le pide a una de ellas que se quite el cordel, se angustiará tanto
como una mujer norteamericana a la que se le pida que se quite la
blusa. El hombre yanomamo lleva una cuerda atada en torno al abdo-
men, bajo la cual coloca cuidadosamente a resguardo la piel del pene,
de modo que sus genitales quedan apoyados y cómodos contra el vien-
tre. Cuando el pene se desliza fuera de su refugio, el hombre yana-
mamo reacciona con tanta turbación como la que mostraría un jugador
de tenis al que el pene se le asomara por la pernera del pantalón corto.
Sea un cinturón de cuerda en la Amazonia o un vestido largo en la
Inglaterra victoriana, hombres y mujeres otorgan poder a las vestimen-
tas. Sin estos ropajes quedarían desnudos, vulnerables, avergonzados.
Dado que nuestros antepasados de Cro-Magnon usaban túnicas de

246
cuero y collares de dientes de león, no cabe duda de que tenían códigos
acerca de la ropa que se ponían con el fin de cubrir sus genitales. Y
eran exigentes respecto al pudor sexual.
Por último, nuestros mayores deben de haber tenido preceptos so-
bre el adulterio y el divorcio. Como recordará el lector, los pueblos ca-
zadores-recolectores y los horticultores en general son menos estrictos
con la infidelidad que muchas sociedades industriales de Occidente.
Quizá el castigo a la infidelidad en una comunidad de Cro-Magnon no
pasaba de una tarde de ridiculización pública, unos leves azotes o al-
guna discusión acalorada. Pero seguramente 35.000 años atrás nuestros
antepasados ya habían desarrollado normas con respecto a la fidelidad,
y tanto hombres como mujeres conocían las reglas.
Hasta los más rebeldes también deben de haber cumplido con las
costumbres fundamentales del divorcio. En pequeños grupos, en los
que las habladurías son el eterno pasatiempo y el ostracismo es equiva-
lente a la muerte, nadie está dispuesto a arriesgarse demasiado al aisla-
miento. De modo que mucho antes de que el hombre y la mujer de
Cro-Magnon reunieran algunas pertenencias y huyeran en dirección al
próximo valle para integrarse a otro grupo, él o ella debieron de pasar
muchas tardes contemplando el horizonte, dudando, deliberando
acerca de cómo dar la noticia, decidiendo cuál sería el momento más
apropiado para partir y cómo hacerlo de acuerdo con las reglas de la
etiqueta.

Los ORÍGENES DEL «DEBER SER))

Reglas, reglas y más reglas. ¿Cómo lograba el hombre de Cro-Mag-


non dominar sus deseos sexuales y cumplir con todas las restricciones?
¿Tenía una conciencia, un sentido de la moral, conceptualizaba el bien
y el mal?
Probablemente. Darwin escribió: «De todas las diferencias entre el
hombre y los animales inferiores, el sentido moral o conciencia es sin
lugar a dudas el más importante.» Definió la conciencia con las si-
guientes palabras: «Se resume en ese breve pero imperativo concepto:
"deber ser"». ' 1 Sospecho que el deber ser era un término bastante usado
en la época en que la gente de Cro-Magnon aterrorizaba y educaba a
sus hijos en cavernas mágicas ocultas en las entrañas de la tierra.
¿Cómo surgió esta cosa extraordinaria, nuestra conciencia humana?
En 1962 Michael Chance propuso una teoría para explicar la evo-
lución de la autodisciplina que nos da una clave sobre cómo podría ha-
ber aparecido la conciencia en la humanidad. 32 Chance pensó que para
manipular a los machos adultos y poderosos y lograr trepar en la espi-

247
ral de la dominación, los primates mas jóvenes tenían que «equilibrarn,
sopesar los pros y los contras de las diferentes opciones y controlar sus
impulsos sexuales y agresivos. Aquellos que conseguían actuar desde la
cabeza y no desde el corazón eran los que sobrevivían, dando origen
entre los grandes primates a la selección de un cerebro más expandido
y de una mayor capacidad para postergar la gratificación y controlar los
impulsos sexuales.
El antropólogo Robin Fox empleó luego este núcleo de pensa-
miento para proponer una teoría sobre la evolución de la conciencia
en las personas. Pensó que en la medida en que la vida social se fue
desarrollando, los hombres jóvenes tuvieron que cumplir con estrictas
reglas nuevas en lo concerniente a quién cortejar y a quién evitar, in-
tensificando así la necesidad de reprimir los impulsos sexuales y agresi-
vos. Fox escribe: «El resultado de este proceso selectivo fue la apari-
ción de una criatura que era capaz de sentirse profundamente culpable
acerca de su sexualidad.w''
Y Fox está convencido de que nuestra conciencia está profunda-
mente «encarnada)) en el cerebro. Define dicha predisposición como «un
síndrome de conductas genéticamente determinadas por las cuales en
particular el púber humano es susceptible a la culpa y a otras formas de
condicionamiento respecto a los impulsos sexuales y agresivos.)) ' 4 Fox
piensa que el lugar donde reside la conciencia es la amígdala, una pe-
queña glándula conectada con el primitivo centro emocional (el sistema
límbico ), así como con el vecino hipocampo que controla la memoria, y
con las complejas áreas de pensamiento neocorticales del cerebro.
Bienvenida, amígdala. ¿Será posible que este trocito de protoplasma
extra sea uno de los responsables de nuestras noches en blanco cuando
necesitamos resolver un problema ético? Algunos científicos piensan
que las endorfinas, las sustancias químicas cerebrales que nos permiten
«sentirnos bien)), también estarían relacionadas. Cuando uno actúa de
acuerdo con las reglas, secreta estas morfinas naturales y se siente grati-
ficado y seguro. 35

Tal vez Fox haya dado con el quid de la cuestión. Quizá la proclivi-
dad a la ética está alojada en nuestro ADN. Los estudios con niños
ciertamente confirman este punto de vista. Los científicos suponen en
la actualidad que el potencial de las reacciones éticas ya está presente
cuando el neonato sale del útero.,(, Un niño, por ejemplo, se pondrá a
llorar si oye sollozar a otro. Conocida como empatía global, esta preo-
cupación generalizada, esta solidaridad, esta <<piedra fundamental»,
como la llamaba Darwin, es el primer guiño de lo que en el niño flore-
cerá como código moral.

248
Posteriormente, la moral se desarrolla por etapas. 37 Entre el primer
y el segundo año de vida, el niño adquiere el sentido del «yo» y de «el
otro» y comienza a poner de manifiesto atenciones especiales para con
los que lo rodean. Un niño que está empezando a caminar intentará
consolar a su amigo lastimado, por ejemplo. Los niños sienten ver-
güenza y, algo más adelante, culpa. Comprenden las reglas que estable-
cen lo que está bien y lo que está mal. Hacen todo lo posible por cum-
plir con las convenciones, saben guardar un secreto, pueden actuar
furtivamente y cumplir con los cánones sociales.
A partir de estas bases, niñas y varones continúan absorbiendo las
reglas morales impuestas por la cultura y edifican sus propios estilos de
adhesión y subversión. Aun esos estilos generalizados tienen un com-
ponente adaptativo. Los niños pequeños son extraordinariamente ego-
céntricos. En realidad, mirados desde una perspectiva darwiniana de-
ben ser egocéntricos; el altruismo no es lógico en los muy jóvenes, cuyo
objetivo primordial es la supervivencia. Por otra parte, conviene a la
adaptación de un adolescente que establezca alianzas con sus iguales. Y
todos sabemos que los adolescentes son muy sensibles a la aprobación
de los compañeros de la misma edad. Sus códigos éticos reflejan la ne-
cesidad obsesiva de que aprueben sus actos. Luego, a medida que ma-
duran, las personas hacen propios los sistemas morales de sus padres,
evidentemente a fin de prepararse para criar a sus propios hijos.
«No sólo no sé si la virtud es algo que aprendemos o heredamos: ni
siquiera sé qué es», dijo Sócrates una vez. La verdad es que las defini-
ciones de la ética varían con la edad, con la condición social, y tam-
bién de un sujeto a otro y de una cultura a la siguiente. Lo que en
Nueva Guinea es considerado como un comportamiento virtuoso no lo
es necesariamente en los Estados Unidos. Pero parecería que el animal
humano nace para elaborar principios sobre el bien y el mal, después
absorbemos las costumbres de nuestra cultura y posteriormente lucha-
mos con nuestra predisposición interna a cumplir o romper dichas re-
glas. Por lo tanto, no es preciso que nadie nos enseñe a sentirnos cul-
pables; los demás nos enseñan simplemente ante qué debemos tener
remordimientos.

EL DESDOBLAMIENTO DE LA CONCIENCIA

Cuándo evolucionó la predisposición humana a las conductas mo-


rales es harina de otro costal. Darwin observó que muchos animales
presentaban «instintos sociales}), lo que se comprueba, por ejemplo, en
cómo defienden a sus crías, en la manera de consolarse unos a otros y
en la tendencia a compartir la comida, conductas que los seres huma-

249
nos definimos sin dudarlo como comportamientos morales cuando los
observamos entre nosotros. La moralidad tenía analogías en las criatu-
ras no humanas. De modo que Darwin propuso que las formas ances-
trales del hombre también tenían esos instintos sociales, que esos im-
pulsos «... servían en una etapa muy arcaica como un grosero código de
bien y mal. Pero en la medida en que el hombre desarrolló gradual-
mente su poder intelectual... también subió más y más de nivel su mo-
ralidad». ,iH
No es difícil imaginar que cuatro millones de años atrás la evolu-
ción de la monogamia en serie y el adulterio clandestino originaran la
elección que derivó en el surgimiento de estas conexiones morales.
¡Qué conflicto debió de producir esta doble estrategia reproductora!
Formar una pareja y además cometer adulterio requería la capacidad de
engañar y juzgar, y además el criterio suficiente para sopesar los pros y
los contras, para equilibrar, como dice Chance. Por lo tanto, si lo que
afirma Fox es correcto, en la medida en que la vida social humana se
fue volviendo más compleja y nuestros antepasados continuaban lu-
chando por obtener más satisfacción sexual y más poder, también desa-
rrollaron la conciencia.
La antropóloga Mary Maxwell avanza todavía un paso más en la di-
sección de cómo evolucionó la conciencia. 19 Maxwell propone que a
medida que hombres y mujeres participaban en redes cada vez mayores
de obligaciones sociales, los individuos se sintieron más y más tironea-
dos por valores opuestos: por un lado, el interés personal en reprodu-
cirse, y por otro la necesidad de cooperar dentro de una comunidad
mayor. Y aquí aparece el conflicto. El buen samaritano corría peligro
de desaparecer por no aprovechar las oportunidades sexuales y obede-
cer las reglas. De modo que, a partir de que los individuos aprendieron
a disimular mientras buscaban el rédito reproductivo, los preceptos
morales -junto con la predilección humana por evaluar la corrección o
incorrección de las acciones, comúnmente conocida como conciencia-
evolucionaron para contrarrestar este egoísmo.
El biólogo Richard Alexander agrega un último estímulo a la evo-
lución de las reglas morales y de la conciencia: la guerra. Sostiene que
nuestros antepasados cazadores y recolectores vivían en entornos su-
perpoblados y ricos en los cuales surgían bastantes problemas entre ve-
cinos. Las bandas necesitaban presentar un frente unido contra sus
enemigos. A causa de que cada individuo era, en última instancia, un
egoísta, fue necesario que surgieran las reglas morales. Estas opiniones
ampliamente difundidas y aceptadas -acerca de las restricciones mora-
les- sentaron precedentes. Y el acuerdo entre los integrantes del grupo
les dio cohesión, paz y un frente unido contra los vecinos hostiles.
Sin embargo, los tramposos también fueron seleccionados; mientras

250
no fueran descubiertos podían obtener beneficios personales secunda-
rios de sus indiscreciones. O sea que cuando los individuos comenza-
ron a sopesar las desventajas e inconvenientes de adherir a dichas cos-
tumbres en lugar de hacer trampa aquí y allá, hombres y mujeres
desarrollaron la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Tam-
bién desarrollaron una conciencia, «la pequeña vocecita que nos dice
hasta dónde podemos llegar en la búsqueda de nuestros propios intere-
ses sin correr riesgos intolerables)), como dice Alexander. 411
«Una sociedad funciona bien cuando la gente desea hacer lo que
debe hacer», afirmó el psicoanalista norteamericano Erich Fromm. Co-
nocía el poder de la conciencia como aglutinante social.

¿Qué ocurrió, pues, con los hombres y mujeres de Cro-Magnon?


Estos antepasados nuestros por cierto ya no eran salvajes sin preocupa-
ciones, libres de vagabundear cuanto quisieran, de copular y de aban-
donar a sus parejas. Sin lugar a dudas el núcleo de su espíritu moral
surgía directamente de su naturaleza y ya estaba presente en forma em-
brionaria hace cuatro millones de años, cuando nuestros primeros ante-
pasados homínidas desarrollaron evolutivamente la estrategia humana
de la monogamia, la infidelidad y el divorcio. El hombre de Neander-
thal, con cerebro moderno pero con una cultura en general desprovista
de arte, probablemente tenía nociones del bien y del mal, unas cuantas
reglas morales y un sentido del deber que lo llevaba a seguir las cos-
tumbres de la comunidad. Luego, para la época en que el hombre de
Cro-Magnon pintaba símbolos en los muros de las cavernas al sur de la
antigua Francia, nuestros antepasados ya estaban abrumados de códigos
sexuales, presionados por sus iguales, por las supersticiones y por sus
conciencias.
«El corazón del hombre está preparado para conciliar las contradic-
ciones)), afirmó en una ocasión David Hume, el filósofo escocés del si-
glo XVIII. Puedo imaginar a más de una mujer de Cro-Magnon desve-
lada dentro de su tibia choza de cuero, revolviéndose en su jergón y
escuchando el crepitar de las ascuas y la respiración de su marido dor-
mido mientras intentaba decidir si encontrarse o no con otro hombre
en un claro del bosque a la mañana siguiente.
Esas mujeres no fueron las últimas en bregar con las pasiones volu-
bles de la humanidad.

251
XIV. PASIONES VOLUBLES
El idilio de antaño

Soy el rostro de la familia;


la carne perece, yo sobrevivo,
proyectando peculiaridades y huellas
a través de los tiempos,
y brincando de un lugar a otro
por encima del olvido.
El rasgo heredado por el tiempo que puede
en una curva o en la voz o los ojos
burlar el lapso humano de duración: ése soy yo,
la porción eterna del hombre,
que no atiende las llamadas de la muerte.

TIIOMJ\S HARDY, «Herencia»

«Río arriba, más allá de la saliente de piedra, verás unos pequeños


guijarros blancos en el sendero que lleva al bosque. Síguelos. No muy
lejos por el sendero llegarás a un lugar donde el agua gotea de la roca.
Desde encima de la roca se ve un paisaje de pinos. Espérame allí. V en-
dré a ti.» El hombre se sentó y prestó atención mientras recordaba la
risa de ella y pensaba en sus claras indicaciones, en este lugar secreto.
Mientras así pensaba continuó tallando el caballito de marfil del ta-
maño de su puño. Pensó que ese día le entregaría su regalo.
¿Cuántos millones de hombres y mujeres se han amado a lo largo
de tantas estaciones que nos precedieron? ¿Cuántos de sus sueños se
cumplieron? ¿Cuántas veces nuestros antepasados se encomendaron a
las estrellas para un cambio de suerte, o agradecieron a los dioses por
la paz que les daba dormirse acurrucados uno en brazos del otro? Algu-
nas veces, mientras recorro las salas del Museo Norteamericano de
Historia Natural, me maravilla pensar en las grandes historias de amor
que continúan vivas en los pequeños caballitos de marfil, en las cuen-
tas de concha, en los pendientes de ámbar y en las antiguas herramien-
tas, huesos y piedras que hoy reposan en las vitrinas de los museos.
¿Cómo amaban nuestros antepasados?
Tenemos una clave cierta sobre la naturaleza de la sexualidad en
épocas lejanas: las vidas de los pueblos tradicionales que hoy habitan el
mundo. De modo que elegí dos para escribir sobre ellos, los lkung del
desierto de Kalahari y los mehinaku de la Amazonia. El motivo principal
de mi elección es la vívida descripción que los antropólogos Matjorie
Shostak y Thomas Gregor hicieron de sus actitudes y conductas sexuales. 1
Ninguna de las dos culturas refleja lo que era la vida hace 20.000

252
años, cuando nuestros antepasados de Cro-~Iagnon habían empezado a
desarrollar una moral y a tener inquietudes, a adorar deidades y a obe-
decer, a tallar mujeres de grandes pechos y a dibujar vaginas en los mu-
ros de húmedas cavernas subterráneas. Pero las sociedades tradiciona-
les contemporáneas comparten entre sí ciertos patrones de conducta
sexual. Esos temas, esas similitudes, esos patrones básicos de idilio, se
observan también en otras sociedades del mundo, y por lo tanto debie-
ron de evolucionar cuando amanecía la humanidad moderna, y tal vez
muchísimo antes.

LA SEXCALIDAD El\ EL KALAHAR1

Los primeros recuerdos sexuales de Nisa se refieren a sus padres,


acostados junto a ella en su pequeña choza de troncos y paja, apenas lo
suficientemente grande para que pudieran dormir dentro de ella. Si
Nisa fingía dormir podía observar a sus padres «hacer la tarea». Papi se
mojaba la mano con saliva, ponía el líquido en los genitales de mami y
se balanceaba sobre ella. Algunas veces, durante una excursión al bos-
que en busca de vegetales, la madre dejaba a Nisa a la sombra de un ár-
bol y se iba a copular con otro hombre. Una vez Nisa se impacientó
tanto que gritó a su madre a través de los matorrales: «¡Le voy a contar
a papá que ese hombre ha hecho el amor contigo!»
Nisa sabía mientras era pequeña que el sexo era una de esas cosas
que hacían los grandes y que tenía reglas que ellos a menudo rompían.
Tras ser destetada, Nisa dejó de acompañar a la madre en sus expedi-
ciones de recolección. Los !kung dicen que los niños caminan demasiado
despacio y que sólo sirven para complicar la vida. En lugar de acompañar
a la madre, Nisa se quedaba en el campamento y jugaba con sus compañe-
ras. Sin embargo, a menudo los niños salían del círculo de cinco o seis
chozas para entrar en el bosque que estaba a cierta distancia y construir
una aldea «de mentira». Allí jugaban a que cazaban, recolectaban, canta-
ban, «se enamoraban», cocinaban, compartían y «se casaban».
«Casarse» consistía en elegir pareja, compartir la «presa» supuesta-
mente cazada con el supuesto «esposo» y practicar juegos sexuales con
el cónyuge. Los chicos quitaban a las chicas los delantales de cuero que
llevaban puestos, se acostaban sobre ellas, mojaban sus genitales con sa-
liva y apoyaban allí su miembro en una semierección como si estuvie-
sen copulando. Según Nisa comentó a la antropóloga, al principio ella
no estaba ansiosa por jugar pero en cambio le gustaba mirar.
Chicos y chicas también se escapaban al bosque para encontrarse y
hacer el amor con parejas prohibidas. En general, eran los muchachos
quienes iniciaban este juego diciendo: «Seremos vuestros amantes por-

253
que ya tenemos esposas en otras chozas por ahí. Nos encontraremos y
haremos lo que hacen los amantes, luego volveremos con ellas.» Otra
variante era «ser infieles». Una vez más eran los muchachos los que to-
maban la iniciativa diciendo a las chicas: «La gente nos comenta que os
gustan otros hombres.» Las chicas lo negaban. Pero los muchachos in-
sistían en que las chicas habían sido infieles y amenazaban con casti-
garlas para que nunca más tuvieran otros amantes. Según el relato de
N isa, así jugaban interminablemente.
Los padres !kung no aprueban estos juegos sexuales, pero sólo se li-
mitan a reprender a sus hijos y a decirles que «jueguen bien». Con los
adolescentes usan esa táctica tan difundida en los Estados Unidos que
consiste en mirar en otra dirección.
El primer amor de adolescente de Nisa fue Tikay. Ella y su amigo
construyeron una pequeña choza y todos los días jugaban al sexo «ha-
ciendo de todo salvo copular». Pero como dijo Nisa: «Yo todavía no
entendía qué era el placer sexual, simplemente me gustaba lo que hacía
Tikay y disfrutaba jugando con él de ese modo.» Nisa tampoco quería
compartir a su amante. Se puso furiosamente celosa cuando Tikay deci-
dió «tomar una segunda esposa», y pasó a jugar un día con Nisa y al si-
guiente con la otra niña.
¿Comenzarían nuestros antepasados de Cro-Magnon a jugar en la in-
fancia a que se casaban y se eran infieles para luego, en la adolescencia,
tener sus primeros enamoramientos? Es probable. Los niños norteame-
ricanos juegan a ser médicos, inventan toda clase de pasatiempos un tanto
sexuados, y tienen una sucesión de enamoramientos en la pubertad. Estos
juegos infantiles y pasiones de adolescentes son bastante comunes en el
mundo entero; probablemente comenzaron mucho tiempo atrás.

La vida sexual de Nisa como adulta -sus varios matrimonios y nu-


merosas aventuras- también nos resulta familiar.
Alrededor de los dieciséis o diecisiete años las jovencitas !kung
«empiezan la luna», es decir, comienzan a menstruar. A menudo a esta
edad se casan con muchachos elegidos por sus padres, si bien algunas
lo hacen antes de entrar en la pubertad. Los padres son los que deciden
si un pretendiente es o no es aceptable. Por lo general seleccionan a un
hombre varios años mayor que su hija. Dado que los jóvenes deben
atravesar por ceremonias iniciáticas secretas y también matar un ani-
mal de gran tamaño antes de ser considerados aptos para el matrimo-
nio, los novios son normalmente hasta diez años mayores que las no-
vias. 2 Los padres desean además que sus yernos sean buenos cazadores
y prefieren hombres responsables y solteros, en lugar de casados en
busca de una segunda esposa.

254
Las jóvenes parecen no expresar ninguna opinión acerca de con
quién querrían casarse. Los muchachos, sin embargo, dicen que prefie-
ren mujeres jóvenes, laboriosas, atractivas, simpáticas y fértiles. Y
cuando Shostak preguntó a un hombre si se casaría con una mujer más
inteligente que él, el hombre respondió: «Por supuesto. Si me casara
con ella me enseñaría además a ser más inteligente.»
Nisa se casó antes de la pubertad. Sus padres eligieron a un mucha-
cho mayor, pero no más responsable. Como era la costumbre, tras las
negociaciones y el intercambio preliminar de regalos, el casamiento se
llevó a cabo. A la caída del sol los amigos condujeron a la pareja a la
nueva choza construida a cierta distancia del campamento. Cruzaron el
umbral llevando a Nisa en brazos y la depositaron dentro, mientras su
marido tomaba asiento del lado de fuera de la puerta. Entonces la fa-
milia de Nisa y los parientes del novio trajeron brasas para encender
fuego nuevo frente a la choza de la pareja, y todos juntos cantaron y
danzaron e hicieron bromas hasta bien entrada la noche. A la mañana
siguiente tanto el marido como la mujer recibieron de manos de la ma-
dre del cónyuge una friega ceremonial con aceite, una celebración
normal.
Pero Nisa tuvo una extraña noche de bodas, y un matrimonio que
sólo duró unos pocos días de furia. Nisa no había comenzado a mens-
truar, y tal como es normal entre los !kung, una mujer mayor se acostó
con Nisa y el marido para tranquilizar a la joven novia. Pero la dama
de compañía de Nisa tenía otras intenciones. Tomó al nuevo marido
como amante propio, y traumatizó a Nisa con su ardiente cópula. Nisa
no pudo dormir. Cuando dos días más tarde sus padres se enteraron de
lo que estaba ocurriendo se pusieron furiosos. Tras anunciar que daban
el matrimonio por terminado, abandonaron el campamento con cajas
destempladas, llevando a Nisa con ellos.
El segundo matrimonio de Nisa tuvo otros problemas. Entre los
!kung la virginidad no es un requisito previo para el compromiso ma-
trimonial. En realidad, Shostak no pudo descubrir una palabra de su
idioma que hiciera referencia a ella. Pero muchas veces las niñas jóve-
nes no consuman los matrimonios en la noche de bodas. Son mucho
más jóvenes que sus maridos; tanto, que se comportan con indiferencia
y rechazan al novio. Ése era el estilo de Nisa. Sus pechos comenzaban
a desarrollarse; no estaba preparada para hacer el amor. Y su forma de
negarse a copular fue tan persistente que, después de varios meses, su
segundo marido, Tsaa, se hartó de esperarla y la abandonó.
Entonces Nisa se enamoró de Kantla, un hombre casado. Kantla y
su esposa intentaron convencerla de que se convirtiera en coesposa.
Pero ella se negó. A las mujeres !kung no les gusta compartir el ma-
rido. Dicen que los celos respecto a la sexualidad, los sutiles favoritis-

255
mos y las peleas pesan más que la compañía y las ventajas de compartir
las tareas domésticas. Más aún, los tres compañeros a menudo compar-
ten la pequeña choza-dormitorio, de modo que ninguno de los tres dis-
pone de intimidad alguna. A consecuencia de todas estas presiones,
apenas un 5 por ciento de los hombres !kung mantienen relaciones
conyugales prolongadas con dos esposas a la vez. Los hombres que in-
tegran el otro 9 5 por ciento se divierten enormemente y cuentan histo-
rias sobre las complicaciones que surgen en estos ménages a trois.
A Nisa le gustaba su tercer marido. Con el tiempo llegó a enamo-
rarse de él, y le hizo el amor. Según contó a Shostak: «Vivíamos juntos
y yo lo amaba y él me amaba a mí. Lo amaba del modo que saben
amar los adultos jóvenes; sencillamente lo amaba. Cuando se iba y yo
me quedaba sola, lo echaba de menos ... Me entregué a él totalmente.>>
Al poco tiempo, Nisa comenzó a tener amantes secretos. Kantla, su
amor de la pubertad, fue el primero de muchos. Algunas veces se en-
contraba con su amante en el monte mientras el marido estaba lejos,
cazando o de viaje; otras veces lo recibía en su choza mientras estaba
sola. Si visitaba a algún pariente también tenía amantes en los otros
campamentos.
Estos encuentros eran tan apasionantes como peligrosos; a menudo
eran también emocionalmente dolorosos. Los !kung creen que si una
mujer hace el amor con un amante mientras está embarazada, abortará
al hijo. Nisa abortó un feto después de una aventura con un amante.
Pero de todos modos buscó tener más amantes. Y algunos la llenaron
de celos y de ese intolerable sentimiento de angustia que sufren las
personas cuando son rechazadas.
Al morir prematuramente su joven marido, Nisa se convirtió en
una mujer sola con hijos pequeños. Su padre y demás parientes le da-
ban carne y ella parecía decidida a criar a su familia sin la ayuda de un
nuevo cónyuge. El progenitor solo no es un fenómeno exclusivo del
mundo occidental.
Hasta que un día Besa, uno de los amantes de Nisa, después de per-
severar por mucho tiempo, la convenció y ella se casó por cuarta vez.
Nisa y Besa discutían constantemente, en general sobre su vida sexual.
Como Nisa le dijo a la antropóloga Shostak: «Besa era como un mucha-
cho joven, un niño casi, que constantemente quiere hacer el amor con
su mujer. Y a ella terminan doliéndole los genitales.» «Eres como un
gallo», le gritaba a su marido. «Una vez por noche está bien; una vez es
suficiente; ... pero tú, ¡en una noche eres capaz de matar a una mujer
con tanto sexo!»3 Y a partir de ahí las discusiones se volvían cada vez
más violentas.
Pero Nisa y Besa vivieron juntos varios años, y ambos tenían aven-
turas extramaritales. U na vez Besa siguió las huellas de Nisa. Ella había

256
ido a juntar leña y sus rastros se unían a los de un hombre. A poca
distancia Besa encontró a su esposa descansando bajo un árbol junto
a su amante. Los amantes comenzaron a temblar cuando vieron la
expresión de Besa. Tras largas y amargas acusaciones, el airado Besa
los condujo de regreso al campamento, donde el jefe condenó tanto
a Nisa como a su enamorado a ser azotados. Nisa se negó a aceptar
el castigo, afirmando con arrogancia que prefería que le pegaran un
tiro. A continuación se alejó majestuosamente. Su compañero recibió
el castigo: cuatro awtes fuertes.

Aquí tenemos, entonces, los patrones de sexualidad humana de


los !kung, patrones que se asemejan a los de las culturas occidenta-
les: juegos infantiles, enamoramientos adolescentes, ensayos de apa-
reo entre jóvenes, y luego una serie de matrimonios y aventuras a lo
largo de los años reproductores. Todos estos patrones de comporta-
miento eran probablemente comunes hace 20.000 años, en la época
en que nuestros antepasados pintaban murales de bestias en estam-
pida en las oscuras cavernas de Francia y España.

Los !kung también tienen todo tipo de códigos sexuales, otro


elemento fundamental del juego humano del apareamiento. A dife-
rencia de la enorme mayoría de los pueblos tradicionales, los !kung
no sienten temor alguno ante la sangre menstrual u otros fluidos del
cuerpo. Piensan que las mujeres deben abstenerse de participar en
una cacería mientras sangran. Hombres y mujeres por lo general
también evitan hacer el amor en el momento de mayor flujo mens-
trual. Pero si desean tener un niño, los cónyuges reinician la cópula
durante los últimos días. Ellos creen que la sangre menstrual se
combina con el semen para formar a la criatura.
Y a los !kung les encanta hacer el amor. «El sexo alimenta»,
afirman. Piensan que si una niña crece sin aprender a disfrutar del
coito, su mente no se desarrollará normalmente y luego andará por
allí comiendo pasto. «La falta de suficiente sexo puede ser mortal»,
sostienen categóricamente.
Sin embargo, las mujeres tienen quejas concretas acerca de los
genitales masculinos. No les gusta que el pene del hombre sea de-
masiado grande porque produce dolor, o que eyacule demasiado se-
men porque es sucio. De modo que las mujeres hablan entre ellas
del tamaño y contenido de los penes de sus hombres. Y exigen or-
gasmos. Si un hombre «termina su trabajo», debe seguir haciéndole
el amor a la mujer hasta que su propio trabajo también esté termi-

257
nado. Se supone que las mujeres deben quedar sexualmente satisfechas.
Los hombres, por supuesto, también tienen opiniones claras sobre
lo que constituye un buen coito. Uno de ellos sintetizó una mala expe-
riencia de este modo: «Esta mujer la tiene tan ancha que parece la boca
de un herero. 4 Y o flotaba dentro de ella pero no sentía nada. No sé
cómo habrá sido para ella, pero a mí me duele la espalda y estoy ago-
tado.>> Los hombres se preocupan también por su comportamiento.
Cuando no logran tener erecciones se medican.
A los !kung les encanta besarse en la boca, pero no practican el
sexo oral. «La vagina quemaría los labios y la lengua del hombre», ex-
plica Nisa. Tanto hombres como mujeres se masturban de vez en
cuando. Todos bromean acerca de la sexualidad. Una reunión puede
convertirse en un torneo de comentarios ingeniosos, bromas y burlas
procaces. Los sueños eróticos son considerados buenos. Y las mujeres
chismorrean interminablemente acerca de sus amantes mientras reco-
lectan vegetales en compañía de amigas íntimas.
Sin embargo, hay algunas reglas estrictas de etiqueta sexual. Hom-
bres y mujeres siempre hacen todo lo posible por ocultar sus aventuras
a los cónyuges. Sienten que las relaciones furtivas golpean en zonas de-
licadas: un «corazón ardiente». Como los cónyuges sienten celos, es
prudente ocultar las pasiones que uno siente para evitar la violencia en
el hogar. De mcxio que los amantes tratan de encontrarse en lugares
seguros, lejos de ojos indiscretos y lenguas malintencionadas. Dicen
que su amor por el cónyuge es algo diferente. Cuando se deja atrás el
tórrido deseo sexual de comienzos del matrimonio, es frecuente que
marido y mujer se vuelvan excelentes amigos y formen una relación de
características filiales.
El quinto marido de Nisa desempeñó este papel. Ella dice: «Pelea-
mos y nos amamos; discutimos y nos amamos. Así vivimos.» Mientras
tanto, Nisa sigue escapándose al monte con su primer amor, Kantla, así
como con otros hombres.

¿Sentirían nuestros antepasados hace 20.000 años la misma avidez


sexual que Nisa? ¿Jugarían los niños a juegos eróticos y sentirían los
adolescentes las mismas pasiones mientras perseguían venados a través
de las praderas de Francia y España? ¿Se casarían tras horrendos ritua-
les iniciáticos en las cavernas subterráneas? Y, como Nisa, ¿se divorcia-
rían y volverían a casarse cuando las cosas no resultaban bien, mientras
continuaban encontrándose de vez en cuando con sus amantes para
una tarde divertida en algún rincón oculto?
Probablemente sí, ya que las escapadas sexuales de los pueblos tra-
dicionales que habitan lejos de los áridos matorrales del África meri-

258
dional no son muy diferentes de los de Nisa y sus amigos. Ambas cul-
turas evidentemente reflejan un mundo erótico y romántico que surgió
muchos años antes de la época contemporánea.

AMOR EN LA JUNGLA

«El buen pescado se pudre, pero el sexo, en cambio, es siempre di-


vertido», explicó Ketepe, un hombre perteneciente a la tribu mehi-
naku, que habita en el centro del Brasil, en el corazón de la Amazonia,
al antropólogo Thomas Gregor. Ketepe tiene una esposa a la que dice
querer. Le gusta llevarla junto con sus hijos en largas excursiones de
pesca para estar juntos. Cuando los niños se duermen y Ketepe intenta
copular con ella en su hamaca, invariablemente algún vecino se le-
vanta para avivar el fuego o sale a hacer sus necesidades: el hogar no es
un lugar privado que estimule el erotismo. Es más, Ketepe a menudo
está demasiado ocupado para encontrarse con su esposa por la tarde y
hacer el amor en el huerto de la familia. Dice que la. vida en la aldea es
muy caótica.
Ketepe abandona su hamaca al amanecer. Algunas veces él y su es-
posa van hasta el río para bañarse juntos, y se detienen por el camino
para conversar con otras parejas. Pero la mayor parte de las veces se
une a alguno de los grupos de pesca que salen de la aldea al alba. Su es-
posa se queda en casa para dar de comer a los niños y realizar otras ta-
reas domésticas, cosas de mujeres. Para el mediodía Ketepe está de re-
greso, entrega el pescado a su esposa y se reúne con sus amigos en la
«casa de los hombres», situada en el centro de la plaza de la aldea.
Las mujeres tienen prohibida la entrada en la casa de los hombres.
Ninguna de ellas entró jamás, ya que aquí, ocultas en un rincón, están
guardadas las flautas sagradas. Si una mujer accidentalmente contempla
esos objetos sagrados, los hombres la acecharán en la selva y la violarán
por turno, una práctica común en varias sociedades de la región ama-
zónica.
La casa de los hombres es un lugar alegre. Además de bromear,
contar historias obscenas y chismorrear, los hombres tejen canastos,
trabajan en sus flechas o se decoran el cuerpo con pinturas que prepa-
ran para «la hora de la lucha», a media tarde. Luego, tras el esfuerzo,
los gruñidos, el polvo levantado y los gritos de aliento que en general
provocan las competencias, tanto los vencedores como los vencidos se
retiran a sus casas con techo de paja, dispuestas en círculo alrededor
del campo de juego de la plaza. Aquí Ketepe se sienta junto al fuego
con su familia, come rebanadas de pan de mandioca sobre el cual dis-
pone porciones generosas de un sabroso guisado de pescado y juega con

259
sus hijos hasta la hora en que todos se dirigen a sus respectivas hamacas
y se abandonan al sueño.
Los mehinaku son gente muy laboriosa. Las mujeres trabajan entre
siete y nueve horas por día en el procesamiento de harina de man-
dioca, en el tejido de hamacas, el hilado y devanado de algodón, en la
búsqueda de madera para el fuego y en el traslado de barriles de agua
desde el arroyo vecino. Los hombres trabajan bastante menos. La
pesca, el intercambio, echar una mano en el huerto de la familia y par-
ticipar en los numerosos rituales locales les ocupa apenas unas tres ho-
ras y media por día, salvo cuando hay sequía, ocasión en la cual traba-
jan duramente limpiando la tierra y dejándola en condiciones para la
nueva plantación de mandioca.
Pero los aldeanos también se dedican ávidamente a otra actividad
que les absorbe mucho tiempo: el sexo. Afirman: «El sexo es el condi-
mento que da vigor y vida.» Y sazonan liberalmente su vida cotidiana
con sexo.
Poco después de empezar a caminar, los niños mehinaku se inte-
gran en los grupos que juegan en la plaza. Mientras las criaturas se re-
vuelcan y forcejean en el campo de juego, los adultos bromean di-
ciendo, por ejemplo: «Mira, mira, mi hijo está copulando con tu hija.»
Los niños aprenden rápidamente. Cuando crecen, igual que los niños
!kung, juegan a «casarse».
Los niños y las niñas cuelgan hamacas de los árboles que hay detrás
de la aldea y mientras ellas simulan encender el fuego o juegan a hilar
algodón, los niños juntan grandes hojas. Ellos traen «peces de menti-
ras» que orgullosamente presentan a las esposas para que los cocinen.
(Esto, como se recordará, es una forma simbólica de cortejar por medio
de alimentos.) Entonces, después de que la pareja comió, comienza
otro juego: el de «tener celos». Y a sea el varón o la niña se dirigen a
hurtadillas al monte seguidos de cerca por el celoso «cónyuge)), que
cuando descubre a su pareja en una supuesta traición finge ponerse fu-
rioso.
Los niños de más edad han observado a sus padres copulando en el
huerto de la familia y a menudo abandonan sus inocentes juegos por
actividades sexuales más serias y adultas. Sin embargo, si los padres
descubren a sus hijos jóvenes tratando de aparearse, los castigan srn
piedad, de modo que los niños aprenden temprano en la vida a ser
prudentes.

Los despreocupados días de la sexualidad infantil terminan de re-


pente cuando los niños alcanzan más o menos los once o doce años de
edad. A estas alturas, las estrictas reglas de decoro sexual exigen que

260
los varones cumplan con un máximo de tres años de reclusión. El pa-
dre levanta un muro de estacas y hojas de palmera en un extremo de la
casa de la familia y cuelga la hamaca de su hijo detrás de dicha barrera.
Allí el adolescente pasará la mayor parte de su tiempo, y tomará medi-
cinas que garanticen su crecimiento. El adolescente debe hablar suave-
mente, cumplir severas restricciones dietéticas y, sobre todo, evitar
todo encuentro erótico. No obstante, hacia el final de su permanencia
comienza a escabullirse y tener aventuras.
Cuando el padre se entera de alguna de estas aventuras, derriba el
muro. El muchacho se ha convertido en un hombre, está listo para ha-
cer prolongadas excursiones de pesca por su cuenta, está preparado
para acondicionar un huerto y buscarse una esposa.
A partir de ese momento los jóvenes tienen libertad para permitirse
las aventuras amorosas, aventuras que se convertirán en parte normal
de su vida de adultos. Los jóvenes se encuentran con sus enamoradas
en el bosque y copulan. s Dedican escaso tiempo a los juegos preparato-
rios. 6 Si una pareja encuentra un lugar adecuado, donde haya un gran
tronco caído, puede que hagan el amor sobre él en la posición conven-
cional, es decir, con el hombre sobre la mujer. Pero los troncos confor-
tables son escasos, el suelo está a menudo embarrado y los insectos pi-
can. De modo que los amantes normalmente hacen el amor sentados
frente a frente, la mujer sobre el hombre, con las piernas enroscadas al-
rededor de las caderas de su amante.
Otro recurso muy difundido es que el hombre se arrodille sobre la
mujer y pase las piernas por debajo del cuerpo de ella a fin de mante-
ner sus muslos, nalgas y parte inferior de la espalda separados del
suelo, mientras ella levanta la mitad superior colgándose con ambos
brazos del cuello de su amante. A los amantes también les gusta el
coito realizado dentro de aguas tranquilas. Afirman que estar cubiertos
hasta el pecho es la profundidad que permite la palanca perfecta. Y si
disponen de poco tiempo, los amantes pueden copular de pie: la mujer
rodeará la cintura de su amante con una pierna mientras él la alza lige-
ramente en el aire.
El coito termina inmediatamente cuando el hombre eyacula. A pe-
sar de que los mehinaku no tienen una palabra para nombrar el or-
gasmo femenino, tienen plena conciencia de que el clítoris se agranda
durante la cópula y de que es la sede del placer femenino. Comparan
los genitales femeninos con una cara: el clítoris es la nariz, que «hus-
mea a los amantes». Pero si es normal o no que las mujeres tengan or-
psmos es un dato que los antropólogos desconocen.
Enseguida de terminada la cópula los amantes vuelven a sus res-
pectivas casas por diferentes caminos, no sin antes intercambiar peque-
ftos regalos. El pescado es moneda corriente para el sexo. Tras una ex-

261
pedición de pesca ocurre con frecuencia que el hombre se detenga a las
puertas de la aldea, que aparte el más carnoso de los pescados y que lo
envíe a una amante por medio de un mensajero. Además, le entregará
un segundo pescado cuando se encuentren. Por otra parte, es normal
que los amantes intercambien recuerdos entre sí, por ejemplo un huso
para hilar, una canasta o alguna pequeña alhaja de concha. Esta sexua-
lidad adolescente es tan común, que cuando una joven atraviesa la
plaza central manchada con la pintura del cuerpo de algún amante, a
nadie se le mueve un pelo. Los mehinaku no consideran que el sexo
prematrimonial en los bosques tenga nada de malo.
Pero los padres se ponen furiosos si una hija soltera queda embara-
zada. De modo que al completarse el período de reclusión de las niñas,
que comienza con la primera menstruación y dura por lo menos un
año, la casan. El día del casamiento es muy especial. El nuevo esposo
instala su hamaca en casa de la novia y le ofrece una abundante canti-
dad de pescado. Ella prepara una partida de pan de mandioca especial-
mente dulce. Y durante varios días los amigos y parientes intercambian
más regalos y recuerdos.
Los mehinaku consideran que los despliegues de amor romántico
son una tontería, y de mal gusto, de modo que se espera que los recién
casados sean reservados. Creen que pensar demasiado en un ser amado
puede atraer a víboras venenosas, jaguares y espíritus malévolos. Sin
embargo, los recién casados comparten una hamaca de gran tamaño y
pasan los días bañándose juntos, conversando y haciendo el amor en
los bosques que rodean la aldea. Los jóvenes casados también se ponen
celosos si descubren al cónyuge en una aventura.
Las aventuras extramatrimoniales suelen comenzar poco después
del casamiento. Algo que los mehinaku consideran esencial en los en-
cuentros es lo que llaman «hacer la del cocodrilo». El hombre que esta-
bleció un vínculo con una mujer se queda esperándola en un «lugar de
cocodrilos)), ya sea en el bosque detrás de su casa, en uno de los sende-
ros que surgen como radios de la plaza central, cerca de los huertos o
de los lugares de baño. Cuando la mujer pasa por el lugar, su preten-
diente le tira besos para llamarle la atención, y cuando la tiene más
cerca, la invita a acostarse con él. La mujer puede hacer lo que el hom-
bre le pide o concretar una cita para más adelante. Los hombres dicen
que las mujeres son «mezquinas con sus genitales», aunque nosotros
pensaríamos lo contrario. Tamalu, la mujer más promiscua de la aldea,
tiene catorce amantes. Como promedio, todo hombre mehinaku tiene
cuatro amantes independientes.
Gregor informa que los vínculos extramatrimoniales cumplen una
función social valiosa: dar cohesión a los aldeanos. Los mehinaku pien-
san que el semen hace a los bebés y que son necesarias varias eyacula-

262
cienes para formar uno. Según informan los hombres, hacer un bebé es
un «proyecto de trabajo colectivo», algo parecido a una excursión de
pesca. Por esa razón cada amante está convencido de que la criatura de
la que está embarazada una mujer es en parte suya. Algunas veces ocu-
rre que un hombre reconoce como propio al bebé de un rival y ayuda
en la crianza del niño. 7 Pero los esposos se ponen celosos; como ellos
dicen: «Se valoran mutuamente los genitales.» De modo que el verda-
dero padre de una criatura rara vez se revela. Dicha creencia acerca de
la forma en que se conciben los bebés vincula silenciosamente a hom-
bres y mujeres en una compleja red de parentescos.
Probablemente a consecuencia de todas estas veladas conexiones
sexuales, los adúlteros pocas veces resultan castigados o golpeados. En
los mitos de los mehinaku los esposos infieles son golpeados, descuarti-
zados, hasta asesinados. Pero en la vida real sólo los recién casados ar-
man un escándalo o se enfrentan con el cónyuge por una infidelidad,
por razones comprensibles. Los aldeanos a menudo se burlan de los es-
posos celosos y los llaman «martín pescador», porque dichos pájaros
aletean sin rumbo, chillando y protestando. Rara vez un hombre está
dispuesto a correr el riesgo de que su dignidad se vea ridiculizada de
este modo.
Ello no quiere decir que hombres y mujeres con cónyuges inesta-
bles no sufran; la tensión sexual con frecuencia acaba en divorcio. La
discordia matrimonial se mide con especial claridad en función del lu-
gar donde duermen los cónyuges. Si los esposos colgaron sus hamacas a·
pocos centímetros una de otra es probable que sean rawnablemente fe-
lices. Estas parejas suelen conversar de los acontecimientos del día
cuando sus hijos se quedan dormidos, y hasta copulan en una de las dos
hamacas. Cuando sus peleas suben de tono, cuelgan sus hamacas más
alejadas una de otra; a veces llegan a dormir uno a cada lado del fuego
del hogar. Y si la esposa se enfurece, hasta puede tomar un machete y
cortar las ataduras de la hamaca del esposo, lo cual suele iniciar el di-
vorcio.
Si bien algunas mujeres solteras con niños pequeños viven en la al-
dea, la enorme mayoría de los adultos vuelve a casarse. Lo tienen muy
claro: el hombre necesita una esposa que busque leña para el fuego,
prepare la mandioca y remiende su hamaca, así como alguien que lo
acompañe y haga el amor con él. Como los !kung y muchos otros pue-
blos, los mehinaku cumplen metódicamente con la estrategia reproduc-
tora humana mixta de casarse, cometer adulterio, divorciarse y volver a
casarse.
Coincidiendo también en eso con los !kung, a los mehinaku les en-
canta el sexo, una preocupación que se manifiesta en sus miles de
creencias. Tanto el pescado como la mandioca, sus dos fuertes, tienen

263
connotaciones sexuales. Cuando las mujeres rallan los tubérculos de
mandioca, una actividad que las ocupa la mayor parte del día, los al-
deanos dicen que están copulando. El sexo es el cañamazo donde se te-
jen las bromas diarias. Hombres y mujeres con mucha frecuencia se
gastan bromas sobre asuntos sexuales. Las mujeres se pintan el cuerpo,
se depilan el vello del pubis y usan un taparrabos que les cubre los la-
bios vulvares y las nalgas a fin de subrayar sus genitales. Los mitos de
los mehinaku, sus canciones y rituales, su actividad política, su forma
de vestir y su rutina cotidiana están profundamente saturadas de sim-
bolismo sexual.
Sin embargo, en su sexualidad existe una fuerte corriente de miedo
subyacente. Gregor piensa que los hombres mehinaku padecen de una
fuerte angustia de castración. En un estudio que realizó sobre los sue-
ños de los mehinaku, descubrió que al 35 % de los hombres les preocu-
paba la posibilidad de que su miembro viril fuera mutilado o triturado,
un porcentaje mucho más alto del verificado en los hombres norteame-
ricanos. Los mehinaku también sienten pánico a la impotencia, y por
muy buenas razones. La murmuración y el chismorreo son males endé-
micos en esta aldea de apenas ochenta y cinco personas, y el grado de
virilidad de un hombre es información que rápidamente se vuelve pú-
blica. Por lo tanto, tener dificultades para copular por la mañana, al
anochecer puede haberse transformado en «angustia de rendimiento».
Por otra parte, los hombres sienten terror ante la sangre menstrual
de las mujeres. Afirman que, en cuanto la mujer comienza a sangrar, la
oscura y maloliente secreción se apresura a contaminar los recipientes
con agua, el guisado de pescado, el jugo de mandioca y el pan. Creen
que si este veneno llega a penetrar bajo la piel de un hombre, se con-
vertirá en un cuerpo extraño y causará dolores hasta que un brujo, por
medio de artes mágicas, lo extraiga. De modo que no es raro ver a una
esposa arrojar en la selva la harina de mandioca obtenida mediante
todo un día de trabajo si una mujer en la casa comienza a menstruar al
atardecer.
Los mehinaku afirman que el sexo detiene el crecimiento, debilita
al hombre, inhibe su capacidad para luchar y pescar y atrae a los espíri-
tus malignos. Hasta pensar en copular mientras se está de viaje puede
ser peligroso para la salud.
Estas creencias intimidan de tal modo a algunos hombres que lle-
gan a la impotencia o se abstienen. Otros, en cambio, dejan a un lado
la cautela y plantan sus semillas siempre que pueden y dónde sea. Gre-
gor opina que, en general, los mehinaku son gente llena de preocupa-
ciones. Piensan que el exceso de sexo o las relaciones en momentos
prohibidos o con una compañera inapropiada a causa de la relación de
parentesco pueden causar enfermedades, lesiones o la muerte. Gregor

264
define las aventuras amorosas de este pueblo como «pasiones ansiosas)),
definición que, a nuestro juicio, resulta insuficiente.

RADIOGRAFÍA DE LA SEXUALIDAD HUMANA

¿Son las escapadas de Ketepe en los bosques junto al Amazonas


muy diferentes de los encuentros de Nisa y Kantla en el desierto de
Kalahari? Seguramente nuestros antepasados de Cro-Magnon crecieron
en una atmósfera cargada de sexo. De pequeños jugaron a copular, en
la adolescencia tuvieron que someterse a ceremonias de iniciación que
anunciaban su condición sexual adulta, H e ingresaron en un laberinto
de matrimonios y aventuras impregnados de pasión, reglas y supersti-
ciones.
Seguramente, por la noche los niños de Cro-Magnon se amontona-
ban sobre alfombras de piel de oso, dentro de chozas construidas con
huesos de mamut, y oían los movimientos y la respiración pesada de
sus padres. Por la mañana los veían sonreírse mutuamente. En ocasio-
nes, después de que el padre dejaba el campamento para salir de caza,
veían cómo la madre desaparecía detrás de la colina con un hombre
que la admiraba y le hacía regalos. Y como los niños de muchas otras
culturas, los que tenían más picardía estaban al tanto de en qué anda-
ban sus padres y podían recitar los nombres de los amantes clandesti-
nos de casi todos los adultos de la comunidad. Sin embargo, probable-
mente no lo comentaban.
Al llegar a los diez años de edad, los jóvenes de Cro-Magnon deben
de haber comenzado sus propias incursiones en la sexualidad y el
amor. 9 Las niñas pequeñas pueden haber escapado al río con los varo-
nes para bañarse y jugar a «casarse)) y a «tener celos)). Probablemente se
movían en grupo, y al alcanzar la adolescencia -bastante antes de la
pubertad- muchas empezaban a jugar al sexo en serio. 10 Mientras algu-
nas amaban a un compañero y luego a otro, seguramente también esta-
ban las que eran fieles a un solo amor.
Al entrar en la adolescencia invertían horas en la decoración de sus
propios cuerpos -tal como hacen las adolescentes en muchas culturas-,
trenzándose el cabello, tejiendo guirnaldas de flores para tener buen
olor, colocándose brazaletes y pendientes, y decorando sus túnicas y
polainas con pieles, plumas, cuentas y ocre amarillo. Entonces, a la luz
del fuego de las hogueras, se pavoneaban y alardeaban frente a sus
compañeras.
En algún momento de la prepubertad nuestros antepasados de Cro-
Magnon comenzaban los importantes rituales de la madurez que culmi-
naban en las cavernas subterráneas. Aquí accedían al mundo espiritual

265
y danzaban y cantaban en ceremonias destinadas a enseñarles a ser va-
lientes e inteligentes. Y a medida que maduraban, las chicas se iban ca-
sando con los muchachos mayores que habían demostrado su capaci-
dad para cazar.
Cuando en la primavera los venados comenzaban su migración
anual, la pareja de «recién casados» y sus amigos deben de haber encen-
dido hogueras de ramas secas a fin de provocar las estampidas de estas
bestias, a las que entonces conducían hasta el borde de profundos ba-
rrancos al pie de los cuales se estrellaban. A continuación carneaban a
las enormes bestias y volvían a casa con grandes pedazos de carne. En
torno a un gran fuego comentaban los momentos más emocionantes de
la caza. Entonces algunos de ellos se escabullían al monte, lejos de la
luz, para abrazarse y acariciarse.
En los meses de verano la mujer posiblemente teñía el cuero del
oso atrapado por su marido, asaba el pescado obtenido en el arroyo, y
volvía a casa de sus excursiones de recolección para informarle de
dónde pastaban los caballos y dónde las abejas fabricaban la miel. El
marido mostraba a su mujer el lugar donde había descubierto un grupo
de nogales y un buen lugar para pescar. Juntos recolectaban frambuesas
y moras. Y luego, al atardecer, buscaban rincones ocultos donde des-
cansar.
En el otoño pueden haber realizado juntos algunas excursiones
hasta el lugar de la playa donde las olas caían con fuerza. Allí trocaban
pieles de zorro por conchas de color violeta y piedras doradas, y se en-
contraban con viejos amigos y parientes. Luego, cuando el invierno co-
menzaba a hacer sentir su furia, probablemente pasaban largas horas
dentro de la casa, perforando cuentas, tallando estatuillas y relatando
historias.
Algunos hombres y mujeres se casaban más de una vez. Algunos te-
nían amantes extramatrimoniales. Pero todos conocían la esperanza y
el miedo y sabían lo que era el amor porque en el fondo de sus corazo-
nes tenían grabada una vieja inscripción, el patrón que rige los víncu-
los humanos. Como lo describió Thomas Hardy: «Ese aire de familia,
lo eterno en el hombre que no atiende a la llamada de la muerte.»

Esta naturaleza humana fundamental iba a verse severamente


puesta a prueba por lo que ocurrió después. Hace unos 10.000 años, la
más reciente edad de hielo había terminado, y había dado lugar al
deshielo interglacial actual. La tierra empezó a calentarse. Los glaciares
que avanzaban sobre el planeta llegando tan al sur como a la moderna
ciudad de Londres, se retiraron hacia el norte, y las vastas praderas que
cubrían Eurasia desde Europa hasta la porción meridional del mar de

266
la China se cubrieron de kilómetros y kilómetros de tupidos bosques.
Desaparecieron los mamuts y rinocerontes lanudos, así como muchos
otros mamíferos, que fueron reemplazados por venados, ciervos, jaba-
líes y otros animales modernos que aún habitan los bosques europeos.
Ahora hombres y mujeres se vieron forzados a cazar animales más pe-
queños, a pescar más peces, a matar más aves y a buscar muchos más
vegetales en la selva. 11
A corto plazo, algunos de ellos iban a establecerse y echar raíces, y
aprenderían a domesticar tanto las semillas como a las bestias salvajes.
Con esto, los antepasados de los hombres y mujeres occidentales modi-
ficarían las características del matrimonio al introducir dos nuevas
ideas: «honrarás a tu esposo» y «hasta que la muerte nos separe».

267
XV. «HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE»
Aparición de la subordinación femenina en Occidente

Prometemos, a partir de este día,


para bien y para mal,
en la abundancia y en la pobreza,
en la enfermedad y en la salud,
amarnos y respetarnos,
hasta que la muerte nos separe.
Libro de oraciones (1549)

Los golpes secos y sonoros retumbaron en el bosque. Un sauce gi-


gantesco crujió, se balanceó y lentamente se desplomó con estruendo
sobre el margen del lago. Truchas, percas, sollos, cachos y bagres se
alejaron del lugar a toda velocidad, pasando como saetas bajo los juncos
y las hojas flotantes de los lirios de agua que cubrían las orillas del lago.
Un jabalí herido y enloquecido de miedo salió corriendo de entre los
matorrales. Con sonoros gritos y aleteos, patos, gansos y gallinas levan-
taron vuelo desde el cañaveral. Entre las espadañas, dos nutrias presta-
ron atención, paralizadas de sorpresa. Alguien nuevo había llegado al
bosque.
Para el año 5000 antes de la era cristiana Europa central estaba cu-
bierta de lagunas, lagos y ríos, restos de enormes glaciares que se ha-
bían retirado hacia el norte unos cinco mil años antes. Alrededor de las
huellas de los glaciares habían crecido enormes y espesos bosques. Pri-
mero fueron abedules y pinos los que cubrieron las praderas. Luego
surgieron los robles, olmos, abetos y piceas. Recién unos 5.000 años
antes de Cristo, las hayas, los castaños, fresnos y arces poblaron los va-
lles de los ríos. Donde los robles extendían sus ramas, la luz bañaba el
suelo del bosque. Allí, los cardos, las ortigas y otros tipos de maleza po-
dían prosperar, y proporcionaban un lujurioso entorno a la vibrante
vida selvática. Pero donde se apretujaban las hayas, las gruesas hojas se
bebían la luz solar y a sus pies sólo crecían helechos, cebollas silvestres,
plantas de ajo y pastizales.
Los gritos de los mamuts y los mastodontes ya no atronaban el
aire de la mañana. Habían desaparecido las llanuras, la hierba ondu-
lante, los matorrales achaparrados y el helado aire de la mañana. En su
lugar, la luz de agosto danzaba en la cristalina superficie de lagos y la-
gunas y se reflejaba en las hojas y la corteza de los árboles. Criaturas so-
litarias, venados, jabalíes, ciervos y tejones, buscaban bocadillos en el
suelo del bosque. Corzos y osos marrones merodeaban en los bordes de
las mesetas, donde crecían matas de fresas, avellanas, frambuesas y

268
saúco. Los linces perseguían a los conejos por los claros cubiertos de
diente de león. El paisaje moderno y toda la fauna que hoy vive en
Europa habían aparecido. 1
Otro tipo de gente habitaba también en la región: los granjeros.
Junto a los valles de los ríos de Alemania, Austria, Checoslovaquia,
Polonia y los Países Bajos, hombres y mujeres habían comenzado a ta-
lar árboles y a trabajar la tierra. En algunos claros había una sola casa.
En otros puntos habían surgido pequeñísimos villorrios compuestos de
cuatro a diez rústicas construcciones de madera de escasa altura. En pe-
queñas «huertas domésticas» emplazadas frente a la puerta de entrada,
estos primeros granjeros europeos cultivaban guisantes, lentejas, ama-
polas y lino. Tenían ganado domesticado, cerdos, ovejas y cabras, en
establos adyacentes a la casa. Los perros dormían a sus pies. Y detrás
de sus casas se extendían las plantaciones de trigo.
Nunca sabremos cómo se llevaban los primeros granjeros del su-
doeste alemán con los cazadores-recolectores locales. Pero la arqueó-
loga Susan Gregg tiene una hipótesis que basa en datos ingeniosos. 2
A fin de reconstruir la vida cotidiana en estas riberas, seleccionó
una hipotética aldea formada por seis casas, habitadas por treinta y cua-
tro mujeres, hombres y niños. Luego, tras analizar meticulosamente el
paisaje, los objetos de la época y los ciclos vitales del trigo, los guisan-
tes, los cerdos y otras plantas y animales que vivían en la región, Gregg
reconstruyó la rutina de trabajo de los primeros granjeros, así como sus
métodos de cultivo y pastoreo, y calculó su producción y consumo
anuales en carne, leche, granos y vegetales por individuo.
Sus cálculos incluyeron la cantidad exacta de tiempo necesaria para
sembrar cada hectárea con trigo antiguo, los tamafios más adecuados
para las parcelas y las huertas, y las pérdidas que caracoles, ratones, pá-
jaros y el almacenamiento invernal ocasionaban en las cosechas. A la
ecuación le agregó el rendimiento de paja obtenido con cada cosecha,
la cantidad de tierra requerida para el pastoreo y el forraje y ramas del
bosque necesarios para mantener el número óptimo de ganado de ove-
jas, cabras y cerdos. También calculó el término medio de vida de estas
especies, el número de crías nacidas anualmente, la disponibilidad de
bayas, vegetales y condimentos, el tiempo invertido diariamente en
cortar leña y muchos otros factores a fin de determinar el mejor estilo
de vida de los granjeros.
Su conclusión: plantaban trigo en la primavera y empleaban a tra-
bajadores locales para que los ayudaran a sembrar las tierras.
Gregg opina que a cambio de esto los granjeros entregaban a los
braceros contratados carne extra, corderos, terneros y lechones muertos
en seguida de nacer, a comienzos de la primavera, cuando los nómadas
encontraban más dificultades para sobrevivir. Gregg piensa que luego,

269
en agosto, cuando el trigo maduraba, los granjeros volvían a contratar a
los nómadas de la región para que los ayudaran a cortar el grano, juntar
la paja y estibarla en arcones, esta vez a cambio de leche. Es posible
que también compraran a los nómadas los animales salvajes cazados
por éstos, así como pedernales y rocas volcánicas adecuadas para la fa-
bricación de hachas. Lo más importante que obtenían de ellos era in-
formación, noticias de otros granjeros, que estos nómadas obtenían du-
rante sus viajes.
Gregg piensa que los braceros mantenían buenas relaciones con los
granjeros, no sólo por la carne, la leche y el grano, sino también por los
campos que abandonaban. Estos claros abrían espacios en la espesura
de los bosques donde brotaban nuevos retoños, hierbas y pastos que
atraían a los ciervos y cerdos salvajes. De modo que en estos campos de
rastrojos la caza debió de ser particularmente abundante. Y lo que es
aún más importante, al disponer de productos de granja, los braceros
podían encarar algunas de sus largas y arduas expediciones de pesca.
También podían comenzar a radicarse en lugares fijos.
Sin duda los antiguos contactos entre granjeros y braceros no eran
tan amistosos ni tan simbióticos como los describe Gregg. Seguramente
cazadores y plantadores muchas veces tenían enfrentamientos violen-
tos. Pero con el tiempo los últimos prevalecieron. Al establecer códi-
gos y actitudes sexuales respecto a las mujeres que nos serían legados a
través de los siglos, estos colonizadores alteraron los antiguos papeles
sexuales de manera fundamental.

APARICIÓN DE UNA NCEVA CLASE EN EUROPA

De qué modo y por qué la agricultura arraigó en Europa es un


tema ávidamente debatido.:i Pero el cultivo de la tierra en Occidente se
originó en las laderas que se extienden como una herradura de caballo
desde Jordania septentrional, a través de Israel, Líbano, Siria y Tur-
quía, hasta el sur cruzando por Irak e Irán, el Oriente Fértil. Aquí,
unos 10.000 años antes de nuestra era, en los claros que se abrían en el
bosque de pistachos, olivos, enebros, cedros, robles y pinos, la hierba
silvestre crecía y las manadas de cerdos, ovejas y cabras salvajes venían
a pastar.
Nuestros antepasados nómadas probablemente cazaban y recolecta-
ban granos en estas praderas desde miles de años antes. Sin embargo, a
medida que los veranos cálidos y secos se fueron volviendo más cálidos
y más secos y la gente se amontonó en torno a los escasos lagos de agua
fresca que quedaban, la disponibilidad de alimento disminuyó. Con el
tiempo estas comunidades comenzaron a almacenar los granos obteni-

270
dos en el bosque, y en un esfuerzo por incrementar su provisión de ce-
reales silvestres, plantaron las semillas. Los primeros granjeros pueden
haber habitado la región del valle del Jordán. Pero unos 8.000 años an-
tes de Cristo habían surgido muchos otros caseríos, y los aldeanos del
Oriente Fértil habían aprendido a plantar trigo, centeno y cebada sil-
vestres y tenían rebaños de ovejas y cabras. 4 La piedra fundamental de
la civilización occidental había sido colocada.
La agricultura se extendió luego hacia el norte y el oeste. Y en la
medida en que la costumbre de plantar cereales y vegetales penetró en
Europa a lo largo de las riberas del Asia Menor, el cultivo de la tierra
se convirtió poco a poco en un estilo de vida. Durante cuatro millones
de años nuestros antepasados habían recorrido el mundo antiguo en
una constante búsqueda de alimentos. Ahora el nomadismo se trans-
formaba en algo del pasado. El arqueólogo Kent Flannery sintetiza
muy gráficamente la situación: «¿Adónde puede uno ir con una tone-
lada métrica de trigo?»

El arado. Probablemente no hay una sola herramienta en la historia


de la humanidad que haya originado una revolución tan profunda en la
vida de hombres y mujeres o que haya estimulado la aparición de tan-
tos cambios en los patrones humanos de conducta sexual y en la con-
cepción humana del amor como el arado. Nunca sabremos exacta-
mente cuándo apareció el arado. Los primeros granjeros empleaban el
azadón o la vara para cavar. Entonces, unos 3.000 años antes de Cristo,
alguien inventó el arado primitivo, una herramienta que consistía en
una cuchilla de piedra y un mango semejante al del arado.
¡Qué diferentes eran las cosas de este modo!
En las culturas donde la gente trabaja la tierra con azada, las muje-
res realizan casi todas las tareas del cultivo. En muchas de esas socieda-
des las mujeres son también relativamente poderosas.·' Pero con la apa-
rición del arado -que requería mucha más fuerza- la mayor parte de
las tareas de cultivo de la tierra fueron absorbidas por los hombres. Pa-
ralelamente, las mujeres perdieron su antiguo y honrado papel de reco-
lectores independientes, suministradoras del alimento nocturno. Y
poco después de que el arado se se convirtiera en el elemento principal
de la producción, en las comunidades agrícolas surgió una doble tabla
de valores, es decir, un doble criterio moral que permitía más liberta-
des sexuales al hombre que a la mujer. Las mujeres eran consideradas
inferiores a los hombres.

271
HONRARÁS A TU ESPOSO

La primera prueba escrita de la subyugación femenina en las comu-


nidades agrícolas proviene de los códigos de leyes de la antigua .rvieso-
potamia. En estos códigos, que se remontan al año 1100 antes de
Cristo, las mujeres eran descritas como esclavas, posesiones. r, Un código
indicaba que la esposa podía ser sacrificada por fornicación, pero al es-
poso le estaba permitido copular fuera del vínculo matrimonial, siem-
pre y cuando no violara la propiedad de otro hombre, es decir, su es-
posa. El matrimonio estaba principalmente destinado a la procreación,
de modo que el aborto estaba prohibido.: Y si una mujer no producía
descendientes, el marido podía divorciarse de ella.
El tratamiento de las mujeres como productoras de niños, o sea, se-
res inferiores, no era monopolio de los pueblos del Medio Oriente. Es-
tas costumbres surgieron en muchas comunidades agrícolas. 8
En la India, región tradicionalmente agraria, se esperaba que la
viuda honesta se arrojara al fuego de la pira funeraria de su esposo, una
costumbre conocida como sutí. En la China, cuando las niñas de clase
alta cumplían aproximadamente cuatro años, se le vendaban los dedos
de los pies -todos salvo el pulgar- doblados hacia abajo. Esto hacía
que caminar fuera terriblemente doloroso y que les resultara imposible
huir del hogar del esposo. Durante la edad de oro de la antigua Grecia,
las niñas de clase alta eran casadas a los catorce años, asegurando que
llegaran castas al matrimonio. Entre los pueblos germánicos que inva-
dieron la Roma clásica, las mujeres podían ser compradas y vendidas.')
«Esposas, someteos a vuestros esposos, que es ése el deseo de nues-
tro Señor», manda el Nuevo Testamento. 10 Semejante credo no respon-
día solamente al punto de vista cristiano. En la antigua Sumeria, en
Babilonia, Asiria, Egipto, la Grecia clásica y Roma, en toda la Europa
preindustrial, en la India, Japón y las comunidades agrícolas de África
del norte, los hombres se convierten en sacerdotes, líderes políticos,
guerreros, comerciantes, diplomáticos y jefes de familia. La mujer era
primero súbdita de su padre y de su hermano, luego de su marido, y
por último de su hijo.
En el siglo V antes de Cristo, el historiador griego Jenofonte encap-
suló los deberes de la esposa en el siguiente mandato: «Sé por lo tanto
diligente, virtuosa y púdica, y dame la necesaria atención a mí, a tus
hijos y a tu hogar, y tu nombre será honrado aun después de tu
muerte.» 11

No es mi deseo dar a entender que el doble criterio moral que


otorga más libertad al hombre que a la mujer sea exclusivo de las cultu-

272
ras agrícolas. En algunas comunidades de la Amawnia que cultivan la
tierra (y que emplean la vara de cavar y no el arado) y en ciertas socie-
dades del África oriental, las mujeres están indudablemente sometidas
a los hombres en la mayoría de las situaciones de la vida social. Pero
los códigos de valores que someten a la mujer en lo sexual y lo social
no se observan en todas las comunidades que crían animales, que culti-
van la tierra con azada o que cazan y recolectan como forma de super-
vivencia, mientras que, en cambio, sí prevalecen en las sociedades que
utilizan el arado. 12
Tampoco deseo insinuar que todas las mujeres en las sociedades
agrícolas están sometidas a igual grado de restricción sexual e inferiori-
dad social. La condición de las mujeres ha cambiado siglo a siglo. La
clase social, la edad, y la situación socioeconómica también incidieron
en la posición femenina.
Hatshepsut, por ejemplo, gobernó Egipto en el año 1505 antes de
Cristo y hubo varias reinas egipcias poderosas. A diferencia de las amas
de casa de la Grecia clásica, que vivían recluidas, las cortesanas eran
educadas y muy independientes. En los siglos I y II de la era cristiana
algunas mujeres romanas de la clase alta urbana alcanzaron notoriedad
como literatas; otras trascendieron en la política. Durante la Edad Me-
dia muchas monjas fueron intermediarias del poder dentro de la Igle-
sia; otras ejercieron enorme influencia en el mundo mercantil. En el
1400 algunas mujeres pertenecientes al mundo islámico del Imperio
Otomano eran dueñas de tierras y barcos. Y durante el Renacimiento,
una cantidad importante de mujeres inglesas y del continente eran tan
cultas como cualquier hombre.
Por otra parte, aun donde el sometimiento de las mujeres es cuida-
dosamente preservado, no siempre está garantizado el poder informal
de los hombres, su influencia en lo cotidiano. Como todos sabemos, la
más insípida de las mujeres perteneciente a la clase alta o a un grupo
étnico prestigioso puede a veces dominar a un hombre de un estrato
social inferior. Las mujeres maduras casi siempre pueden dominar a los
hombres más jóvenes. Las mujeres jóvenes y atractivas pueden manipu-
lar a los hombres más influyentes que ellas. Las hermanas pueden do-
minar a los hermanos. Y, desde luego, las esposas pueden gobernar a
sus maridos. Aun donde el sometimiento se aplica con especial rigor,
los hombres nunca dominaron universalmente a las mujeres; por
cierto, no lo hicieron en la Norteamérica agrícola ni en las pequeñas
granjas que abrazaban el Danubio varios miles de años atrás.
A pesar de estas excepciones, no cabe duda de que durante nuestro
prolongado pasado agrícola la sexualidad femenina se vio seriamente
restringida; además, en casi todas las circunstancias las mujeres eran
consideradas ciudadanas de segunda. A diferencia de las mujeres de las

273
sociedades nómadas cuya supervivencia se basaba en la recolección y
que rutinariamente salían del campamento para trabajar y traer a casa
bienes preciosos e información valiosa, que se desplazaban libremente
para visitar a amigos y parientes y tenían una vida amorosa indepen-
diente, las mujeres pertenecientes a las sociedades agrícolas ocupaban
su lugar en la huerta o la casa y cumplían con sus deberes: criar a los
hijos y servir al hombre.
Con la incorporación del arado a la agricultura llegó la subordina-
ción femenina y quedaron establecidas las bases del panorama general
de la vida sexual y social de Occidente.
Exactamente de qué modo el arado y la vida en las granjas desenca-
denó los cambios en la sexualidad occidental ha sido objeto de amplios
debates durante los últimos cien años. Personalmente, yo propongo
como explicación que la vida sedentaria, la necesidad de una monoga-
mia que fuera para toda la vida, el surgimiento de la sociedad de clases,
la intensificación de las guerras, así como una peculiar propiedad de la
testosterona, la hormona sexual masculina, fueron todos factores de
importante participación en el fenómeno. Pero antes de presentar mis
argumentos con relación a la hipótesis de la evolución de la subordina-
ción femenina en el pasado de Europa, querría revisar algunas de las
principales teorías modernas sobre el tema. Es interesante comprobar
que la monogamia para toda la vida es mencionada en cada una de
ellas.
Primero, querría recordar al lector que matriarcado significa go-
bierno por parte de las mujeres; matrilínea, en cambio, alude al rastreo
genealógico a través de la línea femenina.

EL DERECHO DE LA MADRE

U no de los primeros en proponer una explicación para la pérdida


de poder por parte de las mujeres fue Johann Jakob Bachofen, un abo-
gado alemán que, en 1861, escribió Das M utterrecht (El derecho de la
madre). En dicha obra Bachofen propuso que inicialmente la humani-
dad vivía en un estado de promiscuidad sexual en el cual las mujeres
tenían exactamente tanto poder como los hombres. Con la invención
de la agricultura -por parte de las mujeres-, la sociedad evolucionó a
su primera forma de orden social, el matriarcado.
Bachofen sostenía que, como nadie podía tener certeza acerca de
qué hombre había engendrado a qué hijo, los agricultores pioneros ras-
treaban la ascendencia a través de la línea materna: matrilínea. Como
las mujeres eran las exclusivas progenitoras de la próxima generación,
también se las honraba. Por lo tanto, las mujeres gobernaban: matriar-

274
cado. La sociedad reemplazó el «derecho de la madre» por el «dere-
cho del padre» durante la edad heroica en Grecia a causa de la adop-
ción de la monogamia, y a causa también del cambio de los preceptos
religiosos. Bachofen basó su teoría sobre la caída de las mujeres en in-
numerables pasajes de la literatura clásica, textos que remiten a los
antiguos mitos, según los cuales las mujeres detentaron otrora gran
poder. 1'
El concepto del matriarcado primigenio predominó en los círculos
intelectuales del siglo XIX. Poco después, el antropólogo norteameri-
cano Lewis Henry Morgan presentó pruebas que demuestran la teoría
de Bachofen sobre la decadencia de las mujeres.
Como Morgan vivió con los iroqueses, que rastreaban sus orígenes
a través de la línea materna, señaló a dichos indios como una reliquia
viviente de la etapa matriarcal original del orden social humano.
Igual que Bachofen, Margan pensó que con el surgimiento de la agri-
cultura, la promiscuidad primitiva se transformó en un orden social
matriarcal, y que con el posterior desarrollo de la misma, el matriar-
cado fue suplantado por el patriarcado. A diferencia de Bachofen,
propuso una explicación económica para la evolución del dominio de
los hombres.
Morgan pensaba que la propiedad privada estaba en la raíz de la
subordinación sexual. Así, en su libro de 1877, Ancient Society (La so-
ciedad antigua), propuso que, en la medida en que los agricultores
fueron adquiriendo las tierras de cultivo comunitarias, obtuvieron el
poder suficiente para terminar con el dominio de las mujeres. De
gran interés resulta el origen del «apareamiento exclusivo», un aspecto
básico de la teoría de Morgan. Hasta que no surgió la monogamia
permanente -lo cual daba a los gran;eros la seguridad de la paterni-
dad- no pudieron éstos arrogarse el poder, y comenzar a legar su pro-
piedad a los hijos varones.
Friederich Engels ahondó sobre el esquema de Morgan, y llegó a
su propia fórmula económica acerca de la pérdida de los derechos fe-
meninos. Engels propone que en la primera época de las sociedades
agrícolas, la propiedad era patrimonio de la comunidad. Mujeres y
hombres vivían en grupos emparentados matrilinealmente más que en
núcleos familiares encabezados por hombres. La paternidad era relati-
vamente secundaria; el divorcio y la infidelidad eran cosa de todos los
días; las mujeres obtenían por lo menos igual cantidad de productos
para la subsistencia que los hombres, y las mujeres gobernaban la ex-
tensa familia con la que vivían. Luego, en la medida en que hombres
y mujeres comenzaron a sembrar y cosechar, y empezó la cría de ani-
males, el papel de los hombres como granjeros y pastores se fue vol-
viendo más y más importante. Con el tiempo, los hombres surgieron

275
como propietarios de la única propiedad valiosa: el suelo y las bestias.
Los hombres utilizaron su poder como dueños del patrimonio para ins-
tituir la patrilínea y el patriarcado.
Tal como Bachofen y Morgan lo habían hecho antes que él, Engels
consideró que la monogamia -que definió como la estricta fidelidad
femenina de por vida a un único cónyuge- fue decisiva en la pérdida
del poder de las mujeres. Afirmó que la monogamia evolucionó para
garantizar la paternidad. Y como la monogamia estaba reñida con los
lazos y obligaciones de la esposa respecto a un grupo más amplio de
parientes, la monogamia abrió las puertas de la esclavitud femenina.
Engels se refiere a esta transición como «la derrota mundial histórica
del sexo femenino». 14
¿Era el Paraíso Perdido? Los científicos han demostrado ahora que
estas teorías estaban en general equivocadas, si bien, a la vez, tenían
algo de cierto. El pensamiento moderno empezó con el siglo, cuando
los antropólogos comenzaron a observar que ninguna sociedad exis-
tente funcionaba como un matriarcado; la mayoría ni siquiera eran ma-
trilineales. 15 A partir de entonces los antropólogos han estudiado mu-
chas sociedades más, y continúan sin encontrar ni una sola cultura
matriarcal. Por lo demás, no existen pruebas arqueológicas de que al-
guna vez en la historia haya habido una sociedad matriarcal en la
tierra.
Algunas feministas modernas no están de acuerdo. Arguyen que las
figuras femeninas en las vasijas antiguas y las diosas y otros motivos fe-
meninos descubiertos tanto en las sociedades arqueológicas como en
las tradicionales contemporáneas son prueba de que originalmente
hubo matriarcados. 16 Pero esta línea de pensamiento también se contra-
dice con los datos disponibles. De las 9 3 sociedades estudiadas por el
sociólogo Martín Whyte en la década de los setenta, 83 carecían de
creencias populares sobre un período de poder omnímodo de las muje-
res. Y en las culturas en que la gente veneraba a diosas mujeres y se ha-
cía referencia a mitos de dominio femenino, no había rastros de supre-
macía política femenina. 17
Sin embargo, e.s cierto que en otra época las mujeres tuvieron mucho
má.s poder. Como ya lo analizamos en el capítulo XI, la enorme mayo-
ría de los pueblos cazadores-recolectores son (y probablemente fueron)
relativamente igualitarios. Ninguna sociedad cazadora-recolectora, sa-
queadora o cultivadora de la tierra se maneja con una rígida codifica-
ción de la subordinación femenina. Y las mujeres han tenido un posi-
ción inferior en sociedades que utilizan el arado en la agricultura. 18 De
modo que, si bien posiblemente nunca existieron sociedades matriarca-
les, Bachofen, Margan y Engels tenían parte de razón: una relativa
igualdad entre los sexos era probablemente la regla en muchas socieda-

276
des preagrícolas antiguas, y es verdad que este equilibrio de poder en-
tre los sexos se volvió marcadamente desigual algún tiempo después de
que se generalizó el uso del arado.

En los años setenta la antropóloga marxista feminista Eleanor Lea-


cock actualizó todas estas ideas con nuevos argumentos. Sabiamente
abandonó la idea del matriarcado femenino. Pero introdujo datos pro-
venientes de todo el mundo para demostrar que en las comunidades
prehistóricas hombres y mujeres eran, en realidad, prácticamente igua-
les (ver capítulo XI). Y formuló la hipótesis de que, en la medida en
que los granjeros comenzaron a trocar bienes, a vender artículos co-
merciables y a monopolizar las redes de comercialización, las esposas
de los granjeros quedaron subordinadas a sus esposos. r9 Como sus pre-
decesores Bachofen, Morgan y Engels, Leacock también afirmó que la
emergencia de la familia monogámica como núcleo económico vital
(en conjunción con la vida sedentaria y la implantación del arado) fue
de central importancia en el deterioro de la vida cotidiana de las mu-
jeres.

«GRANDES HOMBRES»

«Todo pensamiento es una hazaña de asociaciones», dijo Robert


Frost en cierta oportunidad. De modo que me gustaría tomar prestadas
todas estas líneas de pensamiento, agregarles una perspectiva biológica
y proponer una hipótesis un poco más completa acerca de la decaden-
cia de las mujeres.
Empecemos, entonces, con lo que tenemos. El arado era pesado,
requería ser arrastrado por un animal grande, exigía la fuerza de los
hombres. Como cazadores, los maridos habían suministrado los lujos
que volvían interesante la vida, satisfaciendo también parte de las ne-
cesidades diarias, pero como labradores de la tierra se volvieron esen-
ciales para la supervivencia. Por otra parte, el papel imprescindible de
las mujeres como recolectoras perdió importancia cuando nuestras an-
tepasadas comenzaron a depender menos de las plantas silvestres que
de las cosechas en la preparación del alimento diario. Durante largos
siglos las mujeres habían sido las proveedoras de la sustanciosa comida
de cada día, pero ahora pasaron a realizar tareas secundarias, como
arrancar la maleza, cosechar y cocinar la cena. En síntesis, los antropó-
logos coinciden en que, cuando las tareas de labranza de la tierra reali-
zadas por los hombres se hicieron esenciales, el papel primordial en la
subsistencia pasaron a desempeñarlo ellos y ya no por mujeres.

277
Este factor ecológico -la asimetría en la división entre los sexos del
trabajo por la supervivencia y el control por parte de los hombres de
los recursos vitales de producción- es suficiente para explicar la pér-
dida de poder social por parte de las mujeres. El que controla la econo-
mía familiar gobierna el mundo. Pero hubo además otros factores que
concurrieron a determinar la caída de las mujeres. Con el adveni-
miento de la agricultura del arado, ni el marido ni la mujer pudieron
ya divorciarse. Trabajaban la tierra juntos. Ninguno de los cónyuges
podía abrir la mitad de los surcos y abandonar la tarea. Habían que-
dado ligados a la propiedad común, y uno al otro: monogamia perma-
nente.
Se comprende mejor de qué manera contribuyeron el fenómeno del
arado y de la monogamia permanente a la decadencia de la mujer si lo
observamos conjuntamente con un tercer fenómeno insidioso de la
vida de los granjeros: la jerarquía. A lo largo de los milenios los «gran-
des hombres>> deben de haber surgido de entre nuestros antepasados
nómadas durante las expediciones de caza, saqueo e intercambio. Pero
los cazadores-recolectores tienen poderosas tradiciones de equidad y
solidaridad. Para la enorme mayoría de la humanidad, las jerarquías
formales no existían. Sin embargo, la organización de la cosecha anual,
el almacenamiento de cereales y forraje, la distribución del alimento
sobrante, la planificación del comercio sistemático a larga distancia y la
representación de la comunidad en las reuniones regionales dieron pie
al surgimiento de los líderes.
En los documentos arqueológicos europeos hay algunas pruebas de
que ya existían las jerarquías quince mil años atrás. En algunas tumbas
se observaron adornos fúnebres mucho más valiosos que en otras. Por
lo tanto, cabe inferir que los jefes de aldea habían adquirido poder con
el surgimiento de los primeros asentamientos estacionales de estas co-
munidades no agrícolas. Más aún, unos 5.000 años antes de nuestra
era, en los villorrios a lo largo del Danubio, una de las chozas general-
mente era de mayor tamaño que las otras, de modo que la estratifica-
ción social seguramente ya había comenzado en esa época. Más tarde,
con la difusión de la agricultura del arado y la vida sedentaria, la orga-
nización política se volvió más y más compleja, y con seguridad tam-
bién más jerárquica. 2r1
De modo que aquí estamos ahora, ante el sedentarismo, la mono-
gamia permanente y las jerarquías.
Otro factor que influyó en la pérdida de los derechos sociales y se-
xuales de la mujer es la guerra. Cuando las aldeas proliferaron y la den-
sidad de población aumentó, la gente se vio obligada a defender su
propiedad, y también a ampliar sus territorios cuando podían. Los gue-
rreros se volvieron de incalculable valor para la vida social. Y como

278
subraya el antropólogo Robert Carneiro, en todas las partes del mundo
en que luchar contra los enemigos constituye una actividad esencial de
la vida cotidiana, los hombres incrementan su poder sobre las mujeres.
¡Qué mezcla más volátil!: la importante función económica que les
correspondía a los hombres como labradores, la inevitable necesidad
de permanecer juntos los cónyuges dentro de las propias tierras, los al-
deanos que necesitaban jefes que organizaran su trabajo, las sociedades
que requerían guerreros para la defensa del territorio. He allí el per-
fecto conjunto de condiciones para que un sexo estableciera su autori-
dad sobre el otro.
En realidad, eso es exactamente lo que ocurrió. El patriarcado esta-
lló a través de toda Eurasia y echó fuertes raíces en la tierra.

Pero ¿por qué el patriarcado y no el matriarcado? ¿Por qué no fue-


ron las mujeres las que se apoderaron de los resortes del poder? La
fuerza física necesaria para manejar el arado y la valentía requerida por
la guerra son suficiente respuesta a estas preguntas. Pero creo que al
menos un factor más intervino en el florecimiento del patriarcado y la
decadencia del mundo femenino: la biología.
En todas las sociedades donde prevalecen las jerarquías, los hom-
bres detentan la mayoría de las funciones de autoridad. En realidad, en
el 88% de las 93 sociedades estudiadas, todos los líderes políticos loca-
les e intermedios son hombres; en el 84% de dichas culturas los hom-
bres también ocupan todas las posiciones de mayor autoridad dentro
del grupo familiar. 21 Ello no se debe a que a las mujeres se les prohíba
el acceso a dichas funciones. En muchas de estas culturas -como en los
Estados U nidos, por ejemplo-, a las mujeres se les permite buscar
puestos influyentes en el gobierno. Hoy en día, un número cada vez
mayor de mujeres se presentan como candidatas. Pero ni siquiera en la
actualidad las mujeres tratan de obtener los puestos políticos con la re-
gularidad con que lo hacen los hombres.
A fin de explicar la diferencia de sexo que determina quiénes persi-
guen y obtienen prestigio y poder político, el sociólogo Steven Gold-
berg afirma que los hombres están neuroendocrinológicamente condi-
cionados -por la testosterona, que inscribe el sexo en el cerebro fetal-
para buscar el poder con más energía que la mujer. Goldberg llama a
este impulso el «logro masculino». Por lo tanto, a causa del impulso
biológico de obtener una jerarquía más alta, los hombres están más dis-
puestos a renunciar a su tiempo, placer, salud, seguridad, afecto y re-
creación a cambio de obtener prestigio, autoridad y poder. 22

279
Se trata de una idea peligrosa. La mayoría de las feministas segu-
ramente la rechazarán, así como cualquiera que deje de lado los fac-
tores biológicos que intervienen en las actividades humanas. Pero
como alguien que se toma la ciencia seriamente, no puedo descartar
la posibilidad de que la biología desempeñe un papel importante en
la adquisición de prestigio. En realidad, existen varias líneas de pen-
samiento que apoyan dicha conclusión.
Es un hecho que las hormonas fetales determinan sexualmente el
cerebro antes del nacimiento. Hay una evidente relación entre la
testosterona y el comportamiento agresivo en los animales y las per-
sonas. 2 El ocupar altos puestos en la jerarquía también va asociado
_1

con altos niveles de hormonas masculinas en hombres 24 y monos. 25


Por último, en muchas culturas las mujeres ocupan puestos de mayor
nivel de liderazgo una vez dejados atrás los años de capacidad repro-
ductora. 26 Ciertamente existen motivos culturales para este fenó-
meno. Aliviadas de las absorbentes tareas de la crianza de los hijos,
las mujeres posmenopáusicas se ven en condiciones de asumir activi-
dades fuera del hogar. Pero también puede haber razones de orden
biológico para semejante transformación. Los niveles de estrógeno
declinan con la menopausia, desenmascarando los niveles de testos-
terona. La naturaleza ha combinado la química de modo que posi-
blemente contribuya a este surgimiento del impulso a obtener presti-
gio y jerarquía.
Puede haber otro elemento químico más en el cóctel. La seroto-
nina, otra de las moléculas del cerebro. Según pudieron demostrar
los científicos, el mico macho típico del África del sur con más
autoridad en la manada siempre presenta niveles más altos de sero-
tonina en la sangre. Los monos macho que crecen al mando exhi-
ben una elevación natural de los niveles de serotonina en la sangre.
Y cuando la autoridad de un mono declina, sus niveles naturales de
serotonina disminuyen. 27 Cuando a un mono macho se le administra
serotonina artificialmente su autoridad aumenta, y los monos macho
que reciben drogas que inhiben la secreción de serotonina experi-
mentan una disminución de autoridad. 28
Las mismas correlaciones se observan en los seres humanos. Los
líderes de las asociaciones estudiantiles presentan niveles más altos
de serotonina en sangre que los que no lo son. Lo mismo ocurre
con los capitanes de equipos deportivos. 29 Estas simples correlaciones
no parecen estar presentes en las mujeres. Los científicos concluyen
preliminarmente que en las mujeres y los primates hembra se ob-
serva un sistema más complejo no sólo de comportamiento sino
también fisiológico en relación con el dominio.
Sin embargo, parece existir una correl<lción directa entre la tes-

280
tosterona y la jerarquía, así como hay algunas pruebas de que otras sus-
tancias cerebrales contribuyen a la biología de las jerarquías.

«HASTA QUE LA MCERTE NOS SEPARE»

De modo que nuestros antepasados se volvieron sedentarios y se


pusieron a trabajar la tierra. Se aparearon para toda la vida. Araban,
hacían la guerra y comerciaban. Y gradualmente las nuevas tareas de
los hombres como encargados de arar y como guerreros se volvieron
esenciales para la subsistencia, mientras que la función vital de recolec-
toras de las mujeres fue perdiendo importancia. Luego, cuando surgió
la cuestión de la jerarquía y los hombres forcejearon para obtenerla, el
poder formal de las mujeres se desvaneció. Porque los pies de cada
granjero estaban ahora metidos profundamente en la tierra. U na mez-
cla de inmovilidad, funciones económicas asimétricas, monogamia per-
manente, una incipiente sociedad de jerarquías, el florecimiento de la
guerra y, muy posiblemente, una peculiar combinación de testosterona
y otros mecanismos fisiológicos pusieron en movimiento los sistemas
patriarcales característicos de las sociedades agrícolas. Con el patriar-
cado, las mujeres se convirtieron en una propiedad que había de ser vi-
gilada, guardada y explotada, lo que promovió el desarrollo de precep-
tos sociales perversos a los que se alude colectivamente como doble
criterio moral o subordinación de la mujer. Estos credos fueron enton-
ces legados a todos nosotros.
La difundida creencia de que los hombres tienen apetitos sexuales
más apremiantes que las mujeres, la convicción de que los hombres son
menos fieles, la tradición de que la mujer debe llegar virgen al matri-
monio y la vieja idea de que en general las mujeres son débiles, estúpi-
das y dependientes están profundamente arraigadas en la tierra que el
hombre rotura con el arado. Sin embargo, de todos los cambios sociales
que originó la agricultura, el más espectacular es el de nuestros patro-
nes de divorcio.

Los índices de divorcio fueron muy bajos durante la mayor parte de


nuestro pasado agrícola. En las antiguas tierras de Israel, por ejemplo,
el divorcio era raro. 30 Los antiguos griegos se permitían prácticamente
cualquier experimento en el terreno de la sexualidad, pero estaba pro-
hibida cualquier actividad sexual (como traer a una cortesana al hogar)
que pusiera en peligro la estabilidad de la vida familiar. 31 El divorcio
estaba permitido para los griegos de la época de Homero, pero era
poco frecuente. La disolución matrimonial era infrecuente en la pri-

281
mera época romana, cuando la inmensa mayoría de los ciudadanos
eran agricultores. Hasta que no florecieron las ciudades y algunas muje-
res se volvieron ricas e independientes -y vivieron en las ciudades-,
no subieron notablemente los índices de divorcio en la clase alta. 32
Los primeros padres cristianos consideraban que el matrimonio era
un remedio necesario para la fornicación. Para ellos, solteros y solteras,
célibes y vírgenes en nombre del Señor eran mucho más puros. Acerca
del tema del divorcio sus opiniones estaban divididas. «Lo que Dios ha
unido, que el hombre no lo separe», había aconsejado Jesús.-\\ No obs-
tante, algunos pasajes de la Biblia enviaban mensajes contradictorios y
algunos eruditos piensan que los primeros cristianos tenían el derecho
tanto legal como religioso a divorciarse de su esposa por adulterio o
por no ser creyente. De todos modos, el divorcio nunca fue común en-
tre los cristianos agricultores, ni antes ni después de la decadencia
romana. i 4
Cuando los pueblos bárbaros teutónicos invadieron los territorios
de Roma, aportaron sus propias costumbres. El divorcio y la poliginia
estaban permitidos en las clases gobernantes de la Alemania prefeudal.
Los pueblos precristianos celta y anglosajón también permitían el di-
vorcio y un nuevo matrimonio. Considerando los beneficios genéticos
que la poliginia tenía para los hombres, no es sorprendente que los que
poseían un gran patrimonio tomaran varias esposas. Pero las pruebas
disponibles sugieren que, durante las oscuras centurias que siguieron a
la caída de Roma, la tasa de divorcio entre los pastores y agricultores
europeos era muy baja. i.s
Durante el siglo IX el feudalismo se extendió por Europa desde su
lugar de origen, Francia. Como era costumbre dentro de este sistema,
los señores feudales concedían tierras a sus vasallos a cambio de fideli-
dad y compromiso militar. Cada vasallo otorgaba luego sus tierras a los
arrendatarios a cambio de servicios especiales. En teoría, tanto los va-
sallos como los arrendatarios «ocupaban» las heredades sin poseerlas,
pero en la realidad vasallos y arrendatarios se traspasaban las concesio-
nes -y la tierra- de generación en generación dentro de sus respectivas
familias. Durante el feudalismo, por lo tanto, el matrimonio conti-
nuaba siendo la única forma de que la mayoría de los hombres y las
mujeres pudieran adquirir tierras y asegurarlas para sus herederos.
Las parejas europeas podían hacer anular un matrimonio por adul-
terio, impotencia, lepra o consanguinidad, lo cual los ricos y los bien
relacionados por cierto hacían.·16 Un cónyuge también podía abandonar
a su consorte si una corte adecuadamente constituida sentenciaba una
separación judicial que les ordenaba vivir separados. Pero este acuerdo
traía aparejada una restricción: ninguno de los dos podía volver a con-
traer enlace. ' 7 En ese caso, ¿quién iba a ocuparse del patrimonio, las

282
tierras, los animales, la casa? Sin pareja, un agricultor no podía mante-
nerse apropiadamente. En la Europa feudal sólo los ricos podían per-
mitirse el lujo de divorciarse de sus cónyuges.
La monogamia permanente. Lo que la naturaleza y la economía ha-
bían prescripto para los labradores de la tierra fue santificado por los lí-
deres cristianos. Se piensa que San Agustín fue el primer líder de la
Iglesia que consideró el matrimonio un sacramento sagrado, pero con
el paso de los siglos prácticamente todas las autoridades cristianas coin-
cidieron con este criterio. El divorcio se volvió impensable en cual-
quier circunstancia para los miembros de la Iglesia católica. 3~ A pesar
de que la doctrina católica continúa contemplando la posibilidad de
anulaciones y separaciones, el matrimonio permanente -un requisito
de la vida en las granjas- se convirtió en un mandato emanado directa-
mente de Dios.
Con el desarrollo de las ciudades y del comercio en Europa en los
siglos X y XI, las mujeres se hicieron cargo de todo tipo de ocupaciones.
En el Londres medieval, en el 1300, las mujeres negociaban en mer-
cancías textiles y alimenticias, y trabajaban como barberas-cirujanas, co-
merciantes en sedas, panaderas, destiladoras de cerveza, servicio do-
méstico, bordadoras, zapateras, joyeras, fabricantes de sombreros y
artesanas. No resulta nada sorprendente que algunas mujeres, como la
esposa de Bath, la concupiscente empresaria de Chaucer, tuvieran
cinco maridos sucesivos. Pero ésta no era una mujer corriente. En ge-
neral, las mujeres trabajaban hombro con hombro con sus maridos y es-
taban socialmente sometidas a ellos. De hecho, las deudas de comercio
de una mujer eran responsabilidad del marido, la mujer no era «una
persona libre y legítima>). w Como era de prever, el divorcio era poco
frecuente en las ciudades medievales europeas.
Este patrón de bajos índices de divorcio persistió. Tras la Reforma,
para los protestantes el matrimonio se convirtió en un contrato civil
más que en un sacramento. De modo que las mujeres del 1600 que ha-
bitaban en países no católicos podían obtener el divorcio de las autori-
dades civiles. 40 En realidad, los índices de divorcio fluctuaron ostensi-
blemente durante los siglos siguientes a la exigencia de Cristo de
respetar la monogamia permanente. En las regiones donde hombres y
mujeres podían interrumpir la convivencia, así lo hacían. Pero los índi-
ces de divorcio continuaron siendo notablemente bajos en Escandina-
via y las Islas Británicas, en las tierras agrícolas de Alemania, Francia,
los Países Bajos, España e Italia, en Hungría y otras culturas europeas
orientales, en Rusia, Japón, China y la India, y en las sociedades agrí-
colas musulmanas del Africa del norte, hasta que la Revolución Indus-
trial comenzó a erosionar la vida familiar. 41
Cuando uno de los cónyuges moría (y un nuevo matrimonio estaba

283
permitido), el otro volvía a casarse. Los hombres que eran dueños de
tierras solían casarse pocos días después de terminado el periodo de
luto. Un nuevo casamiento por parte de las viudas no era bien visto en
las culturas agrícolas preindustriales europeas, tal vez porque ello alte-
raba el esquema de herencia. Pero, aun así, muchas mujeres volvían a
contraer matrimonio.
Las realidades de la vida agrícola exigían el apareamiento.

No todos nuestros antepasados labriegos creían en Dios. No todos


esos hombres y mujeres formaban parejas felices. A no todos ellos les
entusiasmaba tampoco la idea de volver a casarse. Pero la inmensa
mayoría de esas personas vivían del sol y de la tierra. Los labriegos es-
taban uncidos a sus tierras y a sus parejas ... para siempre.
Hasta que no surgieron las fábricas detrás de los graneros y establos
de Europa y Norteamérica, hombres y mujeres no empezaron a recupe-
rar su independencia. Entonces, los patrones del sexo, el amor y el ma-
trimonio avanzaban rápidamente hacia el pasado.

284
XVI. LA SEXUALIDAD DEL FUTURO
Avanzando hacia el pasado

Y la culminación de todas nuestras exploraciones


será llegar al punto de partida
y conocerlo por primera vez.
T. S. ELIOT, Cuatro sonetos

«De modo que la suma de todas las cosas siempre se está reno-
vando y los mortales viven, todos y cada uno, en un constante dar y re-
cibir. Algunas razas ascienden y caen, y de pronto las comunidades de
seres vivientes se modifican y cual corredores se pasan unas a otras la
antorcha de la vida.» 1 Lucrecio, el poeta romano, se refirió de este
modo a la cualidad inquebrantable de la naturaleza humana, aquellas
disposiciones que emergieron con nuestro nacimiento y que actual-
mente podemos observar en todos los hombres y mujeres del mundo.
Entre ellas figura nuestra estrategia humana de reproducción, la forma
en que nos apareamos y reproducimos.
Día tras década tras siglo nuestros antepasados se enamoraron, for-
naron pareja, fueron infieles, se abandonaron uno a otro y formaron
ma pareja nueva, luego sentaron cabeza al volverse mayores o tener
nás hijos, seleccionándose para este mapa de la vida romántica hu-
nana. No todos se adaptaron a semejante esquema sexual multipartito .
.,os individuos difirieron en el pasado tal como lo hacen hoy, y como
o harán dentro de otros dos mil años. Pero los patrones naturales
nencionados prevalecen en todo el mundo. A pesar de sus vaivenes, la
ultura no borrará este esquema.
Sin embargo, la cultura puede cambiar la incidencia del adulterio y
:l divorcio, el número de personas que interpretan este antiguo guión .
.,a vida rural, por ejemplo, introdujo en nuestras flexibles tribus la mo-
Logamia permanente. ¿Continuarán aumentando los índices de divor-
:io en los Estados U nidos? 2 ¿Sobrevivirá la institución del matrimonio?
Qué tipos de familias veremos en el futuro? ¿Hacia qué nos dirigimos
.ctualmente?

Como se sabe, todo tipo de factores sociológicos, psicológicos y de-


mográficos contribuyen a alimentar los índices de divorcio. La vida
•nómada)) es uno de ellos. La inmensa mayoría de nosotros hemos

285
abandonado el hogar de nuestros padres, que viven en otras ciudades, a
menudo con nuevas parejas. De modo que la amplia red de apoyo fa-
miliar y comunitario que las parejas necesitan cuando llegan los mo-
mentos difíciles se ha desvanecido, lo cual incrementa las posibilidades
de divorcio. Los que eligen cónyuges con hábitos diferentes, valores di-
ferentes, intereses diferentes y diferentes actividades recreativas son
más propensos a divorciarse. La vida urbana y secular está asociada a la
disolución matrimonial. El énfasis contemporáneo en el individua-
lismo y en la satisfacción personal también contribuyó a que la inci-
dencia del divorcio aumentara.
Pero de todos los factores que promueven la inestabilidad matrimo-
nial, quizá el más poderoso hoy en día en los Estados U nidos puede
sintetizarse en tres palabras: mujeres que trabajan.' Las tasas de divor-
cio son altas en las parejas donde los ingresos del hombre son marcada-
mente inferiores a los de la mujer. 4 En las clases socioeconómicamente
más altas los hombres tienen parejas más estables porque suelen tener
más dinero que sus esposas. Y en general las mujeres con una sólida
formación académica y un trabajo bien pagado se divorcian con mayor
facilidad.'
El dinero significa libertad. Las mujeres que trabajan disponen de
mayor cantidad de dinero que las que se dedican a cuidar la casa. Y los
demógrafos con frecuencia mencionan esta correlación entre las muje-
res que trabajan y las elevadas tasas de divorcio.
Ello no quiere decir que las mujeres que trabajan son responsables
de los altos índices de divorcio en los Estados U nidos. A pesar de que
actualmente el 60 % de los juicios de divorcio los inician las mujeres,
los demógrafos nunca sabrán con certeza quién abandona a quién. Pero
en los casos en que la mujer está en condiciones de traer al hogar pro-
ductos, objetos suntuarios o dinero en efectivo, las parejas que comien-
zan a tener dificultades pueden romper el vínculo. Y de hecho lo
hacen.

EL CAMINO AL DIVORCIO MODERNO

La Revolución Industrial inició la tendencia a que más mujeres tra-


bajen fuera de casa. Rastrear este solo fenómeno en los Estados U nidos
explica muchas cosas sobre el ritmo de vida de la familia actual.
Tan pronto como las cabañas de los colonizadores europeos comen-
zaron a salpicar el paisaje de la costa atlántica, las mujeres norteameri-
canas comenzaron a ganar dinero fuera del hogar, vendiendo el jabón
sobrante, frascos de frambuesas en conserva, velas perfumadas y paste-
les caseros. Algunas solteronas abrieron comercios para la venta de li-

286
bros y ropa importada. Algunas viudas se convirtieron en posaderas
o se dedicaron a la venta de tierras. Pero la mayoría de las mujeres
eran amas de casa.
Sin embargo, en 1815 las hilanderías habían comenzado a apare-
cer detrás de los jardines de cereros y los gallineros, y algunas muje-
res jóvenes comenzaron a salir del hogar para trabajar en las fábri-
cas. Buscaban un ingreso estable y menos horas de trabajo, tiempo y
dinero para gastar hojeando los catálogos de ropa de las grandes
tiendas. Aun las mujeres casadas empezaron a realizar algunas tareas
en el hogar a fin de hacerse con algún dinero adicional. Los Esta-
dos U nidos se volvían un país industrializado. Hacia mediados del
siglo XIX el índice de divorcios empezó a subir.
A partir de entonces las tasas de divorcio continuaron aumen-
tando por rachas. A mediados del siglo pasado la mano de obra ba-
rata -los hombres inmigrantes- arrebató a las mujeres sus trabajos.
Esta vasta fuerza de trabajo que aparecía, la migración de la pobla-
ción rural masculina norteamericana del campo a las fábricas de la
ciudad, la creencia de que las mujeres que trabajan hacían bajar la
paga de los hombres, la convicción de que una prole más numerosa
traía consigo una base imponible más amplia, un ejército más fuerte,
el crecimiento del mercado de consumo y más cabezas en la iglesia
los domingos popularizaron el aforismo: «El lugar de la mujer es su
hogar.»' En 1900 apenas un 20 % de las mujeres integraba el mer-
cado laboral, la mayoría de las cuales eran inmigrantes, jóvenes y
solteras. No obstante, había más mujeres casadas que trabajan que en
las décadas anteriores, y los índices de divorcio aumentaron un poco
más.
En el siglo XX somos testigos de una escalada periódica de estas
tendencias sociales iniciadas en la era industrial: más mujeres que
trabajan, más divorcios. 7 Con una excepción. El perfilamiento de los
Estados U nidos como potencia mundial después de la Segunda Gue-
rra Mundial trajo aparejada una etapa de estabilidad matrimonial que
algunos consideran como la edad de oro.

En realidad, la década de los cincuenta fue la más atípica de


nuestro siglo. Millones de mujeres abandonaron el trabajo cuando los
veteranos de guerra volvieron al hogar y reclamaron sus empleos en
la industria. Los maridos de posguerra recibieron todo tipo de bene-
ficios económicos: préstamos para estudiantes, seguros de vida a bajo
costo, hipotecas con garantía del gobierno, ventajas impositivas para
los matrimonios, y además la economía en plena expansión. Estos
1óvenes hombres y mujeres habían vivido además la Gran Depresión,

287
cuando la vida de familia era particularmente turbulenta. Por lo tanto,
apreciaban la estabilidad en el hogar.
De modo que en los años cincuenta los norteamericanos se queda-
ron tranquilos. En 1955 Adlai Stevenson sintetizó los criterios de la
época al aconsejar a las mujeres que se graduaban en el Smith College
que «ejercieran su influencia sobre hombres y niños» desde el «humilde
lugar del ama de casa». 8
Los Estados Unidos siguieron el consejo de Stevenson. La vida de
hogar se puso de moda. Las revistas para mujeres advertían a las novias
de los peligros de mezclar el trabajo con la maternidad. Los psiquiatras
describían a las mujeres profesionales como víctimas de la «envidia del
pene». Y los críticos sociales proclamaban que la maternidad y las ta-
reas domésticas eran las funciones naturales de la mujer. El antropó-
logo Ashley Montagu dio el golpe de gracia, diciendo: «Ninguna mujer
casada y con hijos pequeños puede trabajar ocho horas fuera de su casa
y ser, además y al mismo tiempo, una buena madre y esposa.»9
No resulta nada sorprendente que hombres y mujeres se casaran
más jóvenes en la década de los cincuenta que en cualquier otra década
del siglo XX: la edad promedio de las mujeres era 20,2 y 22,6 la de los
hombres. 10 El índice de divorcios permaneció atípicamente estable. Los
índices de segundo matrimonio bajaron. Y las tasas de nacimiento al-
canzaron el punto más alto del siglo XX: el baby boom. En 1957 la
enorme cantidad de nacimientos alcanzó su punto más alto; los barrios
residenciales en expansión se convirtieron en una gran cuna.

«Bate las palmas, bate las palmas hasta que papaíto llegue a casa
porque papaíto tiene dinero y mamaíta no.» Esta canción infantil pasó
de moda a comienzos de los años sesenta, cuando las tendencias histó-
ricas desencadenadas por la Revolución Industrial se renovaron: más
mujeres trabajando fuera del hogar, más divorcios. El difundido uso de
nuevos métodos anticonceptivos como «la píldora», así como otros fac-
tores, pueden haber incidido también en el fenómeno. 11 Pero los de-
mógrafos señalan a las jóvenes esposas como un factor clave en los al-
tos índices de inestabilidad matrimonial.
Sin embargo, muchas mujeres no pretendían convertirse en profe-
sionales. Buscaban trabajos administrativos, empleos que les permitie-
ran complementar el presupuesto familiar o comprar un lavavajillas,
una lavadora, un automóvil o un televisor. Su objetivo: la buena vida.
Y los empresarios norteamericanos les abrieron los brazos. Aquí tenían
a estas mujeres que hablaban inglés, que sabían leer y escribir, que esta-
ban dispuestas a aceptar empleos de media jornada, o a realizar tareas
espantosamente aburridas y sin ninguna perspectiva de progreso. Como

288
decía el antropólogo Marvin Harris refiriéndose a la situación de la
época: «Cuando la generación de peones inmigrantes comenzó a desa-
parecer del escenario laboral, el ama de casa norteamericana salió de
su estado de latencia y se convirtió en la bella durmiente del empresa-
rio, en cuanto a servicios e información.» 12
Y a sabemos lo que ocurrió después: el movimiento feminista entró
en erupción. Y lo que es aún más importante para nuestro análisis, los
Estados U nidos retomaron su rumbo moderno: entre 1960 y 1983 se
duplicó el número de mujeres que trabajaban fuera de casa. 13 Entre
1966 y 1976 el índice de divorcios también se duplicó." Y en 1981 la
tasa de segundos matrimonios alcanzó los altos índices actuales. 15
Después de regir durante muchos siglos la monogamia permanente,
establecida por nuestros antepasados rurales, resurgía el primitivo pa-
trón humano de casamiento, divorcio y segundo casamiento.
¿Dejará de crecer alguna vez la espiral de los índices de divorcio?
El demógrafo Richard Easterlin piensa que en la actualidad los índices
están estabilizados, si bien sus críticos no concuerdan con él. Easterlin
predice que en la década de los noventa, los Estados Unidos volverá
atrás, a una época semejante a la década de los cincuenta, caracterizada
por el matrimonio precoz, más hijos y menos divorcios. 16
Easterlin señala que tras el fenómeno del auge de los nacimientos
hubo una generación opuesta, es decir, hacia fines de la década de los
sesenta y comienzos de la de los setenta se produjo un descenso en las
tasas de nacimiento. Y piensa que, como hay menos gente en esta ge-
neración disminuida, en la década de los noventa los hombres jóvenes
irán a las mejores universidades, obtendrán mejores empleos y ascende-
rán más deprisa por los escalafones de las empresas. Como dichos jóve-
nes dispondrán de buenos ingresos, podrán permitirse matrimonios
precoces y más hijos. Y como tendrán seguridad económica y familias
más numerosas, se divorciarán con más dificultad. Por lo tanto, Easter-
lin cree que las tendencias de los años cincuenta se repetirán.
Ya veremos. Tras un alza en la tasa de divorcios en 1979 y 1981,
los índices, en efecto, disminuyeron un poco, y han permanecido casi
estables desde 1986. 17 De modo que la predicción de Easterlin tal vez
se cumpla. Pero él basó su estimación en la escasez de hombres jóve-
nes. Yo agregaría que una característica intrínseca de la naturaleza hu-
mana, conjuntamente con un factor fortuito en la demografía nortea-
mericana contemporánea, contribuirá también a la estabilidad matri-
monial.

El riesgo de divorcio para hombres y mujeres es mayor alrededor


de los veinte años de edad. 18 Como nuestros diarios y revistas informan

289
siempre de la gente que se divorcia al llegar a la madurez, tendemos
a pensar que la mayoría de los divorcios se producen cuando la
gente pasa de los treinta, los cuarenta y los cincuenta años de edad.
No es así. Como recordará el lector, en el capítulo V citamos esta-
dísticas que demuestran que el divorcio es para los jóvenes. Con el
paso del tiempo las posibilidades de divorcio disminuyen.
Este simple aspecto de la naturaleza humana se vuelve especial-
mente significativo si lo juntamos con el hecho de que los bebés de
la etapa del auge de nacimientos alcanzaron la mayoría de edad.
Una asombrosa cantidad de setenta y seis millones de bebés nacie-
ron en los Estados Unidos entre 1946 y 1964. Una enorme canti-
dad. Los bebés del auge se movilizan en la sociedad norteamericana
como un cerdo desplazándose a través de una serpiente pitón, es de-
cir, cambiando visiblemente nuestra cultura a medida que crecen.
Cuando este grupo tenía corta edad, los publicistas inventaron los
frascos para medicamentos a prueba de bebés. Cuando llegaron a la
adolescencia fue la explosión del rock and rol/. Cuando tenían ape-
nas más de veinte años, se produjo la revolución sexual (y la revolu-
ción de la droga). Y ahora que tienen entre treinta y más de cua-
renta años, los temas principales de los medios de difusión son las
guarderías de bebés, las mujeres que trabajan y el aborto.
O sea que, aparentemente, los Estados Unidos hacen lo que dic-
tan los bebés del boom. Y pronto sentarán cabeza. ¿Por qué? Porque
estos bebés ya han dejado atrás la edad del riesgo de divorcio. Ade-
más, muchos de ellos siguen teniendo hijos, con lo cual se reduce
aún más la posibilidad de que se separen. Como afirmó Margaret
Mead en cierta ocasión: «La primera relación busca el sexo; la se-
gunda, los hijos; la tercera, la compañía.» Los bebés parecen estar
entrando en esta tercera etapa en la cual se busca el alma gemela.
La mayoría se casará o volverá a casarse, y permanecerán juntos.
Está inscrito en sus genes.
Y mientras las minúsculas familias de los bebés encanecidos sal-
pican el paisaje norteamericano, estas parejas pueden contribuir a
iniciar unas dos décadas de relativa estabilidad matrimonial.

A TRAVÉS DEL ESPEJO DE LA PREHISTORIA

«Si puedes contemplar las semillas del tiempo y predecir cuáles


granos germinarán y cuáles no, entonces hablaremos», escribió Sha-
kespeare. Predecir el futuro es peligroso. Pero el animal humano fue
preparado por la evolución para hacer ciertas cosas con mayor facili-
dad que otras. Recurriendo a nuestra prehistoria como guía, me

290
atreveré a formular algunos pronósticos acerca del futuro de las rela-
ciones hombre/mujer. ¿Qué puede el pasado decirnos sobre el futuro?
Las mujeres seguirán trabajando.
Recientemente, la socióloga Eli Ginzberg definió el ingreso de la
mujer en el mercado laboral como «el acontecimiento más importante
de nuestro siglo». 19 Pero ¿es en realidad tan asombroso que las mujeres
trabajen? Las hembras de chimpancé trabajan. Las hembras de gorila,
orangután y babuino trabajan. Durante milenios las mujeres de las co-
munidades cazadoras-recolectores trabajaron. En las tierras de labranza
las mujeres trabajaban. El ama de casa es más un invento de los grupos
privilegiados de las sociedades opulentas que una función natural en el
animal humano. La familia con una doble fuente de ingresos es parte
de nuestra herencia humana.
En mi opinión, por lo tanto, si la predicción de algunos científicos
se cumple y la mujer de la década de los noventa vuelve a ocultarse en
el hogar, el hecho se traducirá apenas en un pequeño salto en las cur-
vas demográficas, tal como ocurrió en la década de los cincuenta.
Desde la perspectiva antropológica, las mujeres que trabajan llegaron
para quedarse, mañana y dentro de mil años.
¿Qué más puede decirnos el pasado acerca del futuro?
Sí, quiero. Sí, quiero. Sí, quiero. «El casamiento es la única aven-
tura que corren hasta los cobardes», dijo Voltaire. En realidad, los nor-
teamericanos participan con mucho gusto. Hoy en día, más del 90 % de
los hombres y las mujeres de los Estados U nidos tarde o temprano se
casan. Y a pesar de que nuestros periódicos afirman que son cada vez
menos los que están dispuestos a correr el riesgo, los índices de matri-
monio han cambiado muy poco a lo largo de nuestra historia. De he-
cho, el porcentaje de personas que «nunca se casaron» era casi el
mismo en 1989 que en 1890, casi cien años atrás. 2t1
Los norteamericanos ni siquiera se casan más tarde en la vida, que
es lo que en cambio nos dicen a menudo. 21 En 1990 la edad promedio
a la que se casaban las mujeres era 23,9 años y para los muchachos la
edad era 26, 1 años; en 1890 las mujeres se casaban a una edad prome-
dio de 22,0 y los hombres, a su vez, a los 26, 1. 22 A causa de que los
norteamericanos tienden a comparar los patrones de matrimonio ac-
tuales con los de la década de los cincuenta, cuando hombres y mujeres
sí se casaban mucho más jóvenes, se llega a la conclusión de que la
edad promedio actual es un fenómeno nuevo. No lo es. Más aún, a pe-
sar de que muchos afirman que el casamiento pasó de moda, el casa-
miento es un signo distintivo del Hamo .sapien.s.
Vincularse es humano. Es un impulso que surgió hace unos cuatro
millones de años y, si sobrevivimos como especie, debería continuar
siendo parte de nosotros dentro de cuatro millones de años más.

291
Las mujeres seguirán dando a luz menos niños, también otro distin-
tivo que nos viene del pasado. Las familias numerosas contradicen la
naturaleza humana. Las mujeres !kung y las madres de otras sociedades
tradicionales tienen de cuatro a cinco niños cada una, pero en general
sólo dos de sus hijos alcanzan la edad adulta. De modo que las familias
eran pequeñas durante nuestro prolongado pasado nómada. 25 En los
hogares de los labradores, en cambio, era barato criar hijos y las peque-
ñas manos venían bien en los huertos, campos y establos. O sea que a
comienzos del siglo XIX las mujeres norteamericanas daban a luz un
promedio de siete a ocho niños. Con la industrialización y el desarrollo
de la vida urbana comenzaron a disminuir los promedios de nacimien-
tos porque las parejas vieron que criar muchos niños era antieco-
nómico. ~4
El promedio actual de hijos de las mujeres norteamericanas que al-
canzan la edad adulta es de l,8. 2-' Por lo tanto, en la medida en que los
hijos se volvieron innecesarios como mano de obra de la tierra, las mu-
jeres están volviendo a un patrón de reproducción más natural: la fami-
lia pequeña.
¿Por qué habría de cambiar este patrón?
Las mujeres han empezado también a espaciar sus embaraws. ~6
Como sabemos, en las sociedades en las que las mujeres recolectan o
atienden la huerta como forma de supervivencia, suelen dar a luz niños
cada cuatro años. Ello permite a la madre dedicarse sin interrupciones
a la crianza de cada niño antes de engendrar otro. Actualmente, con el
espaciamiento de los embarazos este rasgo está volviendo.
Bravo. Varios estudios indican que los niños provenientes de fami-
lias pequeñas obtienen mejores resultados en los exámenes escolares.
Avanzan hasta más alto en la pirámide educativa. Y reciben más aten-
ción de sus padres a medida que crecen. 27 Para los padres también es
saludable espaciar más los nacimientos. Ni hombres ni mujeres fueron
preparados por la evolución para asumir la carga de criar dos niños al
mismo tiempo. Tener menos hijos más espaciados debería no sólo
aumentar su potencial educativo, sino que además reduciría el maltrato
de los niños por parte de los padres que no pueden manejar los proble-
mas de criar más de un niño a la vez.

Veamos entonces. Sabiendo lo que sabemos de la naturaleza hu-


mana y de las fuerzas de la cultura moderna, podríamos proponer con
fundamento que, al comenzar el siglo XXT, nuestro antiguo esquema re-
productor permanecerá básicamente inalterado: los jóvenes se enamo-
rarán y formarán parejas; muchos se abandonarán y formarán vínculos
nuevos. Con el paso de los años y cuantos más hijos hayan nacido y

292
cuantos más permanezcan juntos, más posibilidades tendrán los cón-
yuges de continuar unidos toda la vida. 1-Iujeres y hombres continuarán
casándose a más edad que en la década de los cincuenta y tendrán me-
nos hijos, más espaciados. Las mujeres seguirán trabajando fuera del
hogar y manteniendo los índices de divorcio relativamente altos. Para
equilibrar esta tendencia estarán todas las parejas que se casarán a
mayor edad y todos los que sentarán cabeza tardíamente. Por lo tanto,
reinará una relativa estabilidad matrimonial.
No es mi intención afirmar que los bebés del boom o cualquiera de
nosotros retrocederá al estilo de vida de Ozzie y Harriet, el matrimonio
ejemplar de la televisión de la década de los cincuenta. Por el contra-
rio, en 198 7 sólo el 1O % de las familias norteamericanas pertenecían a
la categoría rural tradicional, en la cual el padre aportaba todos los in-
gresos del hogar y la madre se quedaba en casa para criar a los niños.
Hoy en día las madres salen a trabajar. Y algunos observadores afirman
que estamos entrando en una era de nuevos formas de asociación.
No es así. Tomemos la hipergamia, por ejemplo. La costumbre de
«casarse bien)) está desapareciendo rápidamente. En las granjas, el obje-
tivo principal de las niñas era casarse bien; el matrimonio era su única
fuente de beneficio económico y social. Pero en la actualidad los es-
fuerws de la mujer apuntan a la educación y al empleo. Las mujeres
aún suelen casarse con hombres que tienen un sueldo más alto porque,
en general, los hombres ganan más dinero. Pero las mujeres ya no ne-
cesitan casarse «bien» para progresar. Pueden permitirse formar pareja
por la compañía y no buscando el beneficio económico o social.
¿Es este fenómeno tan novedoso? Indudablemente, durante todo
nuestro pasado de caza y recolección las mujeres y los hombres también
aspiraban a casarse bien. Y, por cierto, ambos cónyuges dependían de
alguna manera del otro para sobrevivir. Pero, para asegurar el futuro,
el cónyuge no era la única preocupación de la mujer. Ella tenía a sus
parientes, a sus amigos, su propia capacidad productora, tan valorada
socialmente. O sea que en el pasado remoto las mujeres de la mayoría
de las sociedades estaban en condiciones de elegir a sus compañeros
sin prestar atención a las posibilidades de ascenso social, igual que cada
vez más mujeres han comenzado a hacer hoy.
Es posible que con el descenso de la hipergamia veamos más espo-
sas maduras con maridos jóvenes y un incremento de los hombres y
mujeres que se casan con miembros de otros grupos étnicos, religiosos,
económicos y sociales.

El matrimonio de personas que trabajan en lugares distantes y que


se ven de vez en cuando no es algo novedoso. Actualmente es común

293
conocer a una mujer que trabaja en Nueva York y que está casada con
un hombre que vive en Boston o Chicago. Estos vínculos tienen venta-
jas e inconvenientes. Algunos bebés del boom ya entrados en años y
con empleos que les otorgan mucho poder consideran que este tipo de
matrimonio es un alivio, al principio. La pareja puede asumir los com-
promisos con facilidad. No se ve amenazada la profesión de ninguno de
los dos. No necesitan fusionar ninguna propiedad. Y algunos de ellos
afirman que la distancia mantiene viva la frescura del matrimonio.
Desde una perspectiva antropológica, en parte tienen razón. El ani-
mal humano no está preparado para vivir pegado a su pareja las veinti-
cuatro horas del día. En muchas sociedades tradicionales los cónyuges
no se ven hasta la hora de retirarse a compartir las historias del día an-
tes de dormir. Más aún, los hombres organizan expediciones de caza
que duran varios días y las mujeres viajan para visitar a sus parientes y
permanecen ausentes durante varias semanas. Las barreras geográficas
pueden vivificar el vínculo. También ayudan a las parejas modernas a
separar el trabajo del placer, y dan origen al «momento del encuentro»,
las horas libres de interferencias en las que los cónyuges pueden dejar
los problemas de trabajo en la oficina y estar realmente juntos.
Sin embargo, este tipo de relación contraría otras tendencias natu-
rales del ser humano. Las parejas jóvenes necesitan pasar mucho
tiempo uno cerca del otro a fin de establecer sus funciones, sus bromas,
su intimidad, sus proyectos. La pareja apartada inhibe este proceso de
vinculación. Las personas mayores también sufren las consecuencias de
este tipo de vínculo. Como me dijo una amiga de más de cincuenta
años: «En los años de mayor empuje siempre se piensa en el futuro.
Pero con la edad uno se interesa más en el presente. Quieres llegar a
casa por la noche y compartir tus ideas con tu pareja hoy, no el pró-
ximo fin de semana.» Otro problema de las parejas que se hallan en lu-
gares distantes es que facilitan la infidelidad: el animal humano tiene
una predisposición a ser infiel que la pareja a distancia promueve.
En la década del auge del jazz, la de los años veinte, los teóricos so-
ciales de «avanzada» proponían a hombres y mujeres que formaran pa-
rejas con «régimen de visita», es decir, los matrimonios debían mante-
ner hogares separados y visitarse sólo tras previo acuerdo. 28 Algunos lo
hicieron. O sea que las parejas a distancia no son una novedad. Tenían
adeptos en la década de los veinte y probablemente prevalecían un mi-
llón de años atrás.

294
«VIVIR EN PECADO»

En su famoso artículo del R edbook de julio de 1966, Margaret Mead


propuso que los norteamericanos crearan otro esquema matrimonial
aparentemente no convencional: el matrimonio «en dos etapas». 2'1
Mead afirmó que la pareja joven sin planes inmediatos de repro-
ducción debería casarse primero «individualmente», un vínculo legal
que excluyera la concepción de niños, que no implicara un compro-
miso de por vida y que no tuviera consecuencias económicas en caso
de que la pareja decidiera separarse. Mead recomendaba además que
cuando esta pareja decidiera reproducirse entraran en un casamiento
«de padres», un vínculo legal que confirmara el compromiso a largo
plaw y previera formalmente las necesidades de los hijos en caso de di-
vorcio.
En la década de los sesenta la propuesta de Mead se consideró de
vanguardia. Pero en los años setenta se popularizó enormemente una
versión adaptada de la primera parte del casamiento en dos etapas: las
parejas se iban a «vivir juntos». Las cifras se triplicaron entre 1970 y
1981. Lo que empezó siendo escandaloso se convirtió en rutina. Re-
sulta interesante que el 60 % de dichas relaciones con el tiempo ter-
minó en el altar.-'º Sin embargo, es difícil apreciar el efecto de los ma-
trimonios a prueba en los índices de divorcio porque la información
disponible es contradictoria. Según algunos estudios, estas parejas de
convivencia están asociadas a índices de divorcio más altos, pero otros
estudios afirman exactamente lo contrario. ' 1 Es perfectamente posible
que la convivencia previa al casamiento no sea un factor que incida de
manera importante en el divorcio.
Los sociólogos saben poco acerca de estas parejas de convivencia
salvo que no hay signos de que vayan a desaparecer. No me sorprende.
La convivencia de prueba es tan antigua como la humanidad misma.

No obstante, hay un ingrediente esencial del plan de matrimonio


de Mead que ha sido descuidado: las parejas de norteamericanos que
entran en la segunda etapa por lo general no prevén nada respecto a lo
que ocurrirá con sus hijos en caso de divorcio. No nos gustan las nego-
ciaciones prenupciales. Y aquí contradecimos nuestra prehistoria.
Mucho antes del día del casamiento, los cónyuges de muchas socie-
dades tradicionales saben exactamente qué derechos tienen sobre la
casa, la tierra y los hijos. Cuando una criatura navajo nace y se incor-
pora al clan de su madre, todo el mundo sabe quién será el «dueño» del
niño si los padres se separan. La tierra y el patrimonio tampoco son
negociables. Las mujeres navajo son las dueñas de su propio patrimo-

295
nio, y los hombres del suyo. Como resultado de esto, a pesar de lo trau-
mático del divorcio, no surgen discusiones acerca de a quién le perte-
nece cada cosa.
Entre la mayoría de los norteamericanos la situación es diferente.
En el momento de la boda, por regla general mezclamos nuestros bie-
nes. Y estamos tan entregados a las emociones románticas que nos ne-
gamos a prever la separación o a llegar a los más elementales acuerdos
sobre el futuro de nuestros hijos en caso de que el matrimonio fracase.
Este cóctel de sentimentalismo y falta de sentido práctico se vuelve
volcánico cuando llega el momento del divorcio. Los individuos invo-
lucrados en un juicio de divorcio en los Estados U nidos forman legión:
jueces, alguaciles, abogados, detectives, mediadores, tasadores de pro-
piedad, corredores de fincas, hasta artistas que eliminan rostros de los
álbumes de fotos de la familia. La infatigable «industria del divorcio»,
que abarca desde diseñadores de tarjetas de saludo hasta expertos en
impuestos, es un negocio floreciente en nuestro país. El antropólogo
Paul Bohannan piensa que deberíamos convertir este inmenso sector
empresarial en una «industria de la familia unida».-"12 Mead tal vez agre-
garía a esto un convenio prenupcial frente al altar.
La industria de las «segundas nupcias» también es todo un éxito.·,i
En los Estados Unidos, las asociaciones a favor de una vida saludable,
los clubs atléticos, las agencias de turismo, los bares para solteros, los
grupos de apoyo, los servicios de citas y los perfiles personales por
aviso clasificado están todos relacionados con nuestra búsqueda de «él»
o «ella». A pesar de una cierta estabilización del matrimonio en lo que
va de la década de los noventa, es probable que aproximadamente un
50 % de las parejas de norteamericanos que se casan busquen luego el
divorcio. De modo que las industrias del divorcio y del segundo matri-
monio deberían continuar siendo un éxito. Es incluso posible que
vuelva a ponerse de moda el viejo oficio del casamentero.

PRISIONEROS DEL TIEMPO PRESENTE

Así pues, hoy en día las mujeres trabajan. Dan a luz menos niños y
en forma más espaciada. Las mujeres ya no consideran el casamiento
como una profesión. Algunas hacen parejas de prueba. Algunos cónyu-
ges viajan constantemente entre dos hogares. Todos estos patrones de
conducta tienen antecedentes en las etapas tempranas de la evolución
humana. Pero ¿qué pasa con las familias con un solo progenitor y con
las familias «mezcladas»? ¿Son realmente un fenómeno nuevo, o somos
una vez más prisioneros de la tendencia a conjugar en tiempo presente?
En 198 7 alrededor de un 20 % de las familias norteamericanas es-

296
taba a cargo de un único progenitor: en aproximadamente el 90 % de
los casos era la madre y en el 1O %, el padre. La cantidad de estos ho-
gares manejados por progenitores únicos se duplicó desde comienzos
de la década de los setenta hasta la fecha, no solamente a causa de los
altísimos índices de divorcio, sino también porque más mujeres tienen
hijos sin casarse.-'4 Una de cada cuatro criaturas pasa algún tiempo en
un hogar con sólo el padre o la madre. ¿Es esto atípico?
Sí y no. Menos de un siglo atrás se acostumbraba que las madres
solteras entregaran sus hijos a orfelinatos o al cuidado de parientes.
En 1940, hace apenas medio siglo, uno de cada diez niños norteame-
ricanos no vivía con ninguno de sus padres. Actualmente sólo uno de
cada treinta y siete niños es criado en un hogar adoptivo. Más vale
un progenitor que ninguno. Por otra parte, muchas familias a cargo
del padre o de la madre no son permanentes. La inmensa mayoría de
los padres divorciados vuelven a casarse; aproximadamente la mitad
lo hace dentro de los tres años posteriores al divorcio. 35 O sea que el
promedio de tiempo que los hijos de una pareja divorciada pasa en un
hogar con sólo el padre o la madre es de unos cuatro años. 16 Por lo
tanto, dichos hogares son en general soluciones provisorias.
Además, la paternidad o la maternidad individual no es ninguna
novedad. Considerando que los índices de divorcio eran probable-
mente bastante altos entre nuestros antepasados cazadores y recolecto-
res, las familias con sólo el padre o la madre son casi con seguridad
otro atavismo que nos llega del pasado.
Como lo son todas nuestras familias mezcladas. Más de uno de
cada seis niños norteamericanos vive en familia con un padrastro;
muchos conviven además con medio hermanas y medio hermanos. Y
aquí la historia nos habla en voz clara y fuerte. Dado que en el pa-
sado más hombres y mujeres morían a una edad temprana, las fami-
lias en realidad permanecían unidas durante períodos de tiempo más
cortos ..H Por lo tanto, el segundo matrimonio, las familias mezcladas, y
los padrastros eran fenómenos bastante comunes cien añ.os atrás.
¿Es la familia una especie en extinción? En absoluto. Los segun-
dos vínculos, los entretejidos de los lazos matrimoniales, no eran nue-
vos en el siglo XIX. Tampoco lo eran entre los antepasados nuestros
que por primera vez encendieron antorchas en las cavernas de África
hace más de un millón de años. El divorcio, las familias con sólo el
padre o la madre, el nuevo matrimonio, los padrastros, las familias
mezcladas son todos tan antiguos como el animal humano, creaciones
de una distante edad prehistórica. Como lo resume Paul Bohannan:
«La familia es la más adaptable de las instituciones humanas y cambia
con cada demanda social. La familia no se rompe durante una tor-
menta como si fuera un roble o un pino, pero se inclina ante el

297
viento como lo hace el árbol de bambú en los cuentos orientales y
vuelve a su lugar.»-;8

NUEVA PARENTELA

¿Qué fenómeno es entonces auténticamente nuevo? Desde la pers-


pectiva antropológica el único fenómeno de la vida de familia eviden-
temente novedoso es el elevado número de personas solteras o divor-
ciadas y de viudas y vi.udos que viven solos. «Sopa para uno» podría ser
el lema del día.
En realidad, el número de norteamericanos adultos y solteros no ha
cambiado en los últimos cien años. En nuestros días, alrededor del
41 % de los norteamericanos mayores de quince años permanecen sol-
teros. En 1900, el promedio de personas mayores de quince años que
permanecían solteros era del 46 %.w Pero en nuestro pasado como país
y en todas las sociedades tradicionales, los padres únicos, los jóvenes
solteros y las viudas y viudos que no volvían a casarse vivían con pa-
rientes, no vivían solos. Sin embargo, en 1990, casi veintitrés millones
de norteamericanos vivían solos. (Un dato interesante: el tiempo pro-
medio durante el cual hombres y mujeres viven solos es de 4,8 años.)
Esto no tiene antecedentes. Más aún, dicho hábito contemporáneo
está generando un fenómeno que podría considerarse como una forma
de vida de familia realmente moderna: la asociación. Los antropólogos
afirman que las asociaciones se componen de amigos no emparenta-
dos. 40 Los miembros conversan entre sí con frecuencia, y comparten
sus logros y sus problemas. Se reúnen para celebrar acontecimientos
menores, como por ejemplo los cumpleaños o el Día del Trabajo, y se
prestan ayuda unos a otros cuando están enfermos. Estas personas tie-
nen una red de amigos a los que consideran su familia. Sin embargo, la
red suele quebrarse para las fiestas importantes como Navidad, ocasión
en la que las personas se reúnen con sus parientes genéticos. No es de
extrañar que dichas fiestas puedan ser tan angustiantes. Desplazadas de
su vida de familia cotidiana, las personas se sienten fuera de lugar, ena-
jenadas.
De modo que, por primera vez en la historia de la humanidad, los
norteamericanos y otros pueblos industrializados han comenzado a ele-
gir a sus parientes, forjando así una flamante red de parentescos basada
en la amistad en lugar de en la sangre. Tales asociaciones pueden con
el tiempo originar nuevos términos de parentesco, nuevos tipos de pó-
lizas de seguro, nuevas cláusulas en las coberturas de salud, nuevos
contratos de alquiler, nuevos proyectos de construcción de viviendas, y
muchos otros cambios en el terreno de lo legal y lo social.

298
¿Qué otra cosa es realmente nueva?
Bueno, observamos una revolución en la psiquiatría que podría
modificar el rostro del amor. El cerebro ha sido un misterio durante si-
glos; los científicos aún se refieren a él como la caja negra. Pero ahora
comenzamos a desentrañar los mecanismos de la mente. Tal como lo
planteamos antes en este libro, los psiquiatras Michael Liebowitz, Hec-
tor Sabelli y otros opinan que el enamoramiento está asociado a ciertas
anfetaminas naturales que se acumulan en los centros emocionales del
cerebro, mientras que el apego está relacionado con sustancias seme-
jantes a la morfina, las endorfinas. Y algunos psiquiatras han comen-
zado a tratar a los hombres y mujeres enfermos de amor con drogas que
actúan como antídotos sobre algunas de estas sustancias químicas cere-
brales.
¿Podremos entonces curar el «síndrome del donjuanismo» mediante
comprimidos? ¿Podrá algún nuevo elixir ayudar a los «enamorados cró-
nicos)) a terminar con las relaciones frustrantes en cadena? Tal vez du-
rante el próximo siglo los científicos profundizarán su comprensión del
enamoramiento y del apego y dispondremos de pociones para el amor
o de curas provisionales. Si fuera así, seguramente los que desfallecen
de amor por alguien a quien le resultan indiferentes y los que sufren
porque alguien los ha abandonado comprarán estos preparados por li-
tros, ya sea para avivar la pasión en otros o para apagar la propia ob-
sesión.
Los «elixires de amor» se vendían mil años atrás; volverán a ven-
derse dentro de mil años más.

El médico francés Étienne-Émile Baulieu encendió la chispa de


una verdadera revolución en el control de la natalidad con la droga
RU-486. Finalmente dispondremos de una píldora abortiva eficaz y se-
gura, un antídoto contra los embarazos no deseados que reforzaría va-
rias de las tendencias sociales modernas ya mencionadas.
Pero la droga RU-486 no es de uso legal en los Estados Unidos ni
está disponible en el mercado. A causa, sobre todo, de la amplia oposi-
ción por parte de los grupos en defensa de la vida, pueden pasar varios
años antes de que la droga RU-486 esté a disposición del público, en el
consultorio del médico. Pero ¿esperaron alguna vez los norteamerica-
nos hasta que el uso de una droga fuera legalizado? Si la RU-486 no se
legaliza, casi con seguridad para el año 2000 aparecerá un mercado ne-
gro de alguna versión de la droga.
De ser así, los adolescentes la compararán como si fuera su tabla de
salvación. Nuestros años de juventud fueron traicionados por la evolu-
ción. En los tiempos prehistóricos la pubertad se producía en las niñas

299
entre los dieciséis y los diecisiete años de edad, y le seguía una etapa de
ovulaciones irregulares que duraba no menos de dos años y que es co-
nocida como la subfertilidad adolescente. O sea que durante nuestro
prolongado pasado de cazadores y recolectores, los adolescentes podían
copular durante varios años sin los riesgos ni los costos de los embara-
zos. Sin embargo, en la actualidad nuestra dieta rica en grasas y nuestro
estilo sedentario de vida elevaron el peso corporal y provocaron en
nuestros cuerpos una pubertad temprana. Por lo tanto, en Occidente la
edad promedio para la menarquía es hoy en día alrededor de los trece
años de edad, mientras que en 1900 era los dieciséis. 41
No es extraño que nuestras jóvenes queden embarazadas mucho an-
tes de lo que deberían. Están diseñadas por la naturaleza para experi-
mentar con la sexualidad y el amor, y sin embargo sus mecanismos na-
turales de control de la natalidad han desaparecido. No obstante, si
surge un mercado negro para la comercialización de la RU-486, las
adolescentes norteamericanas podrán arriesgarse a solucionar el pro-
blema de los embaraws, sin ayuda y por sí mismas, al margen de lo
que establezcan nuestras leyes sobre el aborto. Y esta opción reproduc-
tora probablemente estimulará la tendencia a que más mujeres salgan a
trabajar, a que tengan menos hijos, a que haya más divorcios y más
nuevos casamientos.

SURGIMIENTO DE NUEVOS EMPRESARIOS

Los Estados Unidos están en el punto de convergencia de varias


tendencias comerciales que deberían afectar a mujeres y hombres, así
como al amor. En primer lugar, muchos de aquellos bebés del auge se
están iniciando como empresarios. Estos hombres y mujeres se integra-
ron a la mano de obra activa cuando tenían alrededor de veinte años y
en la actualidad muchos se sienten empantanados en puestos directivos
medios. Tienen la formación, la experiencia, los contactos y el deseo
de romper los moldes convencionales. El espíritu empresarial nortea-
mericano querría verlos abrirse paso. Las empresas sufren las conse-
cuencias de un engrosamiento de sus niveles directivos medios. Tres
millones de ejecutivos norteamericanos perdieron sus empleos en la
década de los ochenta, y es probable que continúe la «reducción de es-
cala» de las empresas 42
Y mientras las empresas expulsan a los bebés del boom, las indus-
trias de servicios los absorben. La franja de nuestros ciudadanos de más
edad, las mujeres que trabajan, todos los solitarios y hasta las grandes
empresas compran una enorme variedad de servicios. No sólo de per-
sonal doméstico y comidas para llevar, sino también de masajistas, de-

300
coradores y demás. Algunos profesionales muy ocupados contratan in-
cluso a especialistas para que les limpien y organicen los armarios.
O sea que, según el futurólogo ]\ilarvin Cetron: «Para fines de siglo
la mayoría de nuestras medianas empresas habrán desaparecido, pero
miles de pequeñas compañías habrán florecido a los pies de los gigan-
tes.»n El desarrollo de todas estas pequeñas empresas se verá facilitado
por una cantidad de innovaciones tecnológicas, como por ejemplo los
ordenadores personales y las máquinas de fax. El timing es perfecto: la
«cabaña electrónica» pronosticada por Alvin Toffler está alcanzando la
mayoría de edad.
La globalización es otra gran tendencia de cambio en el mundo de
los negocios. Las compañías abren sucursales en todo el mundo. Estas
empresas requieren «agentes culturales>), individuos capaces de actuar
con eficacia en diferentes sociedades, con actitudes diferentes y en di-
ferentes idiomas.

¿Qué influencia tendrán sobre el idilio estas tendencias, la apari-


ción de los nuevos empresarios y la globalización?
Favorecen a las mujeres.
Como decíamos en el capítulo 10, las mujeres tienen, en general,
mayores aptitudes verbales que los hombres. También son mejores que
ellos en captar los signos más adecuados y eficaces de la comunicación
no verbal. Y son extraordinarias en el establecimiento de redes de con-
tactos. Antes de la aparición de los ordenadores personales, antes de
que se comenzara a tejer con agujas, antes incluso del arco y la flecha,
las mujeres ya habían desarrollado otra herramienta de trabajo: el arbi-
traje. ¿Recuerda el lector a Gran Mamá, la reina de la colonia de chim-
pancés del zoológico de Arnhem? Gran Mamá era el árbitro del grupo,
constantemente tenía que estar interrumpiendo peleas y aplacando los
ánimos tras las discusiones políticas incesantes que complicaban la vida
de la comunidad chimpancé. Durante milenios las mujeres ancestrales
deben de haber cumplido una función semejante, manipulando a sus
iguales con ingenio y palabras en lugar de con los puños. La negocia-
ción es un talento femenino.
Un último aspecto favorable de la situación en que estará la mujer
en el siglo XXI será su edad. En las sociedades tradicionales las mujeres
se vuelven más seguras y aplomadas a medida que envejecen. En ge-
neral también adquieren más poder en el terreno político, el religioso
y el de la vida social. Sin duda ello se debe a que están menos atadas a
las tareas derivadas de la crianza de los hijos. Pero como ya he mencio-
nado, la biología puede estar desempeñando un papel importante en
este fenómeno. Con la menopausia, los niveles de estrógeno declinan y

301
la dosis de testosterona del cuerpo son desenmascaradas. La testoste-
rona suele estar presente en asociación con la autoridad y la jerarquía.
En cierta ocasión Margaret Mead afirmó: «No hay poder más
grande en el mundo que el tesón de una mujer posmenopáusica.» Me-
diante palabras e inducciones no verbales, a través de sus redes de con-
tactos y su talento negociador -así como con la testosterona liberada-,
es muy posible que las mujeres se perfilen de una forma mucho más vi-
sible en el mundo moderno de los negocios nacionales e internacio-
nales.
Y casi con certeza las poderosas mujeres de negocios cumplirán con
las tendencias iniciadas por la Revolución Industrial: matrimonios más
tardíos, menos hijos, más divorcios, y más nuevos matrimonios.

Nuestros problemas con el sexo en las oficinas probablemente se


agudizarán, ya que en este terreno estamos nuevamente en conflicto
con nuestra prehistoria. Durante milenios hombre y mujeres realizaron
tareas diferenciadas. A consecuencia de ello, a veces resulta incómodo
para hombres y mujeres trabajar en situaciones de gran proximidad:
tendemos a flirtear. No es de extrañar que los lugares de trabajo hayan
funcionado desde tiempo atrás como pantanos de acoso sexual. En
parte estas tonterías pueden resultar de utilidad, por supuesto: algunas
aventuras de oficina terminan en matrimonios felices. Pero yo me re-
fiero a las proposiciones sexuales no deseadas.
Mead indicó un antídoto para el libertinaje en las oficinas; propuso
que se instituyeran tabúes. Las reuniones periódicas de concienciación
serían un buen comienzo. En estos encuentros, el personal y los ejecu-
tivos se reunirían para recibir información acerca de las cuatro etapas
del flirteo y de cómo no deben sonreír, del poder de la mirada, de los
sutiles mensajes que las personas emiten con los pequeños contactos,
los ge~tos, las posturas del cuerpo, las entonaciones de la voz, la ropa,
el uso del espacio y los demás ingredientes del acoso sexual. A pesar de
las consiguientes bromas sobre la reunión, algunos puntos importantes
quedarían establecidos.
Los mediadores institucionales, especialistas empleados para escu-
char las quejas sexuales y autorizados para recomendar acciones concre-
tas, también pueden volverse corrientes. Estos policías no siempre lo-
gran erradicar a los depredadores ni salvan infaliblemente a las
víctimas. Pero, al menos, cada uno de ellos mantendrá en primer plano
la política de la empresa y se convertirá en una luz roja de peligro:
«¡Cuidado! La empresa no permite el juego sucio.)) Otro factor de con-
trol probablemente será el miedo. A medida que más y más casos de
acoso sexual aparezcan en los periódicos, cuantos más políticos, ejecuti-

302
vos de empresas y personalidades conocidas sean castigados pública-
mente, y cuantas más leyes sean promulgadas y puestas en vigor, más
posibilidades habrá de contener el acoso sexual.
Sin embargo, me parece poco probable que desaparezca. Nuestros
genes están dispuestos al flirteo, aun cuando sólo nos traiga problemas.
El único hecho novedoso tal vez será que en una proporción mayor los
acosadores serán mujeres.
Cientos de factores más afectarán a nuestros matrimonios. Los ho-
rarios de trabajo más flexibles, los empleos de media jornada, los em-
pleos compartidos y las licencias por maternidad y paternidad posible-
mente modificarán nuestra vida de pareja. Las esposas que trabajen
fuera de sus casas no serán por supuesto el tipo de compañeras que fue-
ron las amas de casa. Las conversaciones serán diferentes. Las formas
de discutir pueden cambiar. La decisión de quién paga la cuenta del
restaurante puede ser diferente. Pero dudo de que muchas esposas lo-
gren que sus maridos absorban proporciones mayores de las tareas do-
mésticas. Como ya dije anteriormente, en todo el mundo las mujeres se
ocupan de la inmensa mayoría de las tareas del hogar, tanto en los paí-
ses que son económicamente poderosos como en los que no lo son.
Pienso que los cónyuges seguirán asignándose las tareas domésticas
según sus reglas personales. Y la multiplicación de las mujeres econó-
micamente poderosas no modificará demasiado estos acuerdos.

AVANZANDO HACIA EL PASADO

De modo que somos criaturas que vivimos en un mar de corrientes


que tironean nuestra vida de familia en una y otra dirección. Sobre el
antiguo mapa de la monogamia en serie y el adulterio clandestino,
nuestra cultura proyecta la sombra de su propio diseño. El hecho de
que para los Estados Unidos también pasen los años tenderá a estabili-
zar los índices de divorcio. Que nos casemos hoy a mayor edad que en
la década de los cincuenta es otro hecho que colabora para estabilizar
las tasas de divorcio. No obstante, las mujeres que trabajan fuera de sus
casas y las parejas a distancia deberían contrarrestar las influencias esta-
bilizadoras, manteniendo los índices de divorcio relativamente altos. Y
otros fenómenos como los matrimonios de prueba, las madres solteras,
las familias más pequeñas y las familias mezcladas deberían volverse
corrientes en las décadas venideras.
Pero ninguna de estas tendencias sociales modernas es nueva. Por
el contrario, nos llegan a través de los siglos, desde los primitivos que
recorrían las llanuras de África por lo menos cuatro millones de años
atrás.

303
Sin embargo, de todos los cambios sociales que se están produ-
ciendo, el más interesante de todos es, en mi opinión, el siguiente: es-
tamos desprendiéndonos de nuestra tradición agrícola y, de alguna ma-
nera, vamos camino de regreso a nuestras raíces nómadas.
Muy pocos de nosotros viven aún en la casa en la que se criaron.
En cambio, muchos de nosotros tenemos varios lugares que considera-
mos nuestra casa: la de nuestros padres, la oficina, nuestra propia resi-
dencia, y tal vez un lugar de veraneo. Migramos de uno a otro. Y a no
cultivamos lo que vamos a comer. Actualmente, cazamos y recolecta-
mos en el supermercado y llevamos la presa a casa, tal como Twiggy y
el Hamo erectu.s hacían más de un millón de años atrás. (Tampoco me
sorprende que nos gusten las comidas rápidas, o que comamos entre
comidas, aquí y allá y a lo largo del día. Nuestros antepasados cierta-
mente se alimentaban mientras viajaban de un punto a otro.) De nuevo
tenemos que viajar para realizar nuestro trabajo. Y tenemos una red di-
fusa de amigos y parientes, muchos de los cuales viven lejos de no-
sotros.
Todos estos hábitos nos vienen del pasado.
También nos estamos desprendiendo de las actitudes sexuales de la
vida de los granjeros. En la Europa preindustrial, un casamiento casi
siempre marcaba la integración de propiedades y la alianza de dos fa-
milias, de modo que los matrimonios debían ser estables y permanen-
tes. Esta necesidad ya no existe. La tarea de la mujer era llevar en su
cuerpo la semilla del marido y criarle los hijos, por lo tanto, nuestros
antepasados agrícolas exigían que la mujer llegara virgen al matrimo-
nio. Dicha costumbre ya no existe. La mayoría de nuestros antepasados
rurales negociaban sus matrimonios. Este hábito prácticamente ha de-
saparecido. Prohibían el divorcio. Ya no es así. Respecto al adulterio,
la prohibición regía sólo para la mujer. Esto ha cambiado. Y honraban
dos lemas matrimoniales sagrados: «Honrarás a tu esposo» y «Hasta que
la muerte nos separe». Esto también tiende a desvanecerse.
Durante los últimos miles de años la mayoría de las mujeres rurales
tenían fundamentalmente tres opciones: convertirse en esposas igno-
rantes y sometidas, ser monjas de clausura o ser cortesanas, prostitutas
o concubinas. Los hombres, en cambio, eran los únicos depositarios de
la responsabilidad de proveer a las necesidades materiales de la familia
y al progreso de los hijos.
Actualmente, numerosísimas mujeres trabajan fuera de sus hogares.
Las familias suelen disponer de una doble fuente de ingresos. Somos
más nómadas y existe mayor igualdad entre los sexos. En este sentido,
estamos volviendo a una forma de vivir el amor y el matrimonio más
compatible con nuestro antiguo espíritu humano.

304
NOTAS

l. EL CORTEJO: Juegos que juega la gente

1. ETOLOGÍA: el término etología proviene del griego ethos, que significa


((modales» o «conducta» (véase Gould, 1982). En general, se considera
que la etología es la observación y análisis del comportamiento animal
en su medio natural. Parte de la premisa de que los patrones caracte-
rísticos de conducta de una especie determinada evolucionaron de la
misma manera que las características físicas, es decir, a través de la se-
lección natural y la evolución. Darwin sentó las bases para la etología
con su análisis de los patrones motrices, como por ejemplo el gruñido
y otros gestos faciales, en las diferentes especies (véase Darwin [1872],
1965).
2. Para similitudes entre especies en su lenguaje corporal y expresiones
faciales, véase Givens, 1986, 1983; Goodall, 1986; Van Hooff, 1971;
Darwin [1872], 1965.
3. Eibl-Eibesfeldt, 1989; Hess, 1975.
4. De Waal, 1987.
5. Smuts 1985, 1987.
6. Ekman, 1985.
7. Darwin [1872], 1965.
8. Ekman, Sorenson y Friesen, 1969; Ekman, 1980, 1985; Goleman,
1981. CARTOGRAI;ÍA DEL ROSTRO: mediante textos de anatomía, cá-
maras y un espejo, el psicólogo Paul Ekman y sus colegas aprendieron
a contraer sus músculos faciales individualmente y a voluntad. Cuan-
do no estaban seguros de qué músculos estaban usando, se insertaban
agujas con conexiones especiales en músculos concretos a fin de aislar
la actividad de cada uno. Ekman informa que la «sonrisa amplia>> hu-
mana es una de las expresiones faciales menos complicadas. Sólo con
la participación del «elevador de la comisura de los labios», el «forma-
dor de hoyuelos» y el «elevador de las mejillas» nuestra sonrisa se
vuelve amplia y sugerente. Las noventa y seis versiones principales

305
del enojo emplean varios cientos de combinaciones musculares, según
su intensidad. Véanse Ekman, 1985; Goleman, 1981.
9. Field y otros, 1982; Trevathan, 1987.
10. Givens, 1983; Perper, 1985.
11. TERRITORIOS ESPACIALES HUMANOS: la gente divide el espacio en cua-
tro tipos diferenciados. Para los norteamericanos, el «espacio íntimo»
es en general de cuarenta y cinco centímetros alrededor de la cabeza.
Sólo a personas de íntimo conocimiento y a las mascotas se les per-
mite el acceso a este territorio privado durante un tiempo significa-
tivo. El ((espacio personal>► es el territorio de sesenta centímetros a un
metro veinte en torno a la persona; los amigos tienen acceso a él. El
(<espacio social» va del metro veinte a los dos metros cuarenta y se uti-
liza en la interacción con otras personas en el trabajo y en las reunio-
nes sociales. Los ((espacios públicos» son todas las áreas a una distancia
superior a los dos metros setenta o tres metros. Las diversas socieda-
des miden el territorio en torno al cuerpo de diferentes maneras, pero
en todas existe un código de la proximidad. Véase Hall, 1966.
12. TÁCTICAS DE CONVERSACIÓI\ EN EL CORTEJO: cuando una pareja co-
mienza a conversar, busca intereses comunes e intenta establecer com-
patibilidades. Pueden ponerse mutuamente a prueba mediante el desa-
cuerdo, y luego observar cómo maneja el otro este inconveniente. El
objetivo es la confianz.a. Una persona puede revelar una debilidad y
sin embargo presentarla dentro de una imagen de sí mismo positiva.
Y cuando el cortejo comienza, uno de los dos puede pedir un pequeño
favor, otra puesta a prueba. Existen tres corrientes ocultas que resul-
tan de vital importancia en estas interacciones. La gente hace grandes
esfuerzos por ((dejar una buena impresiórn), busca llamar la atención
del otro y hace regresiones a los arrullos y a otros comportamientos
infantiles. Mientras tanto, intenta trasmitir un conjunto de virtudes,
como por ejemplo estabilidad, autocontrol, inteligencia, OOndad, con-
sideración, aceptación, competencia, seriedad, valentía, sentido del
humor y, sobre todo, disponibilidad. Véase Eibl-Eibesfeldt, 1989.
13. EL CONTACTO: en la primera infancia nuestros antepasados eran teni-
dos en brazos continuamente y dormían contra el pecho materno, de
modo que los seres humanos están condicionados para el contacto
constante con la piel de otros. En algunas culturas se sostiene a los ni-
ños en brazos de forma tan permanente que nunca gatean; su primera
exploración independiente del mundo ocurre cuando intentan cami-
nar. Como resultado de esto, lo natural es que nos guste tocar y ser to-
cados, a menos que se nos haya educado de otra manera. Véanse Hall,
1959; Montagu, 1971; Morris, 1971; Henley, 1977.
14. Givens, 1983.
15. Eibl-Eibesfeldt, 1989.

306
16. Hall, 1976.
17. Douglas, 1987.
18. Whyte, 1978.
19. Yerkes y Elder, 1936.
20. Daly y Wilson, 1983.
21. LA COMIDA COMO OFRENDA DE CORTEJO: es posible que la comida
como ofrenda de cortejo reproduzca la mecánica de la alimentación
del bebé por parte de la madre, lo cual desencadenaría sentimientos
de cuidado y protección en el hombre y de aceptación infantil en la
mujer, que cimientan el desarrollo del vínculo. Véase Eibl-Eibesfeldt,
1989.
22. Goodall, 1986; Teleki, 1973a.
23. Ford y Beach, 1951.
24. !bid.
25. Jespersen [ 1922], 19 50.

II. EL ENAMORAMIENTO: ¿Por qué él? ¿Por qué ella?

l. Hunt, 1959, 45.


2. Tennov, 1979.
3. Stendhal [1822], 1975.
4. Ackerman, 1990; Russell, 1976; Hopson, 1979.
S. FEROMOr\AS: el término jeromonas, acuñado en 1959, puede aplicarse
a cualquier sustancia química que una criatura excrete como señal in-
ductiva de una respuesta específica, no aprendida, en otras criaturas. A
pesar de que las criaturas producen feromonas como repelentes y para
otros fines, el término Jeromonas en general se utiliza para aludir a los
que cumplen la función de atraer sexualmente. Véase Shorey, 1976.
6. Hopson, 1979; Ackerman, 1990.
7. Gregersen, 1982.
8. Cutler y otros, 1986; FEROMONAS HUMANAS MASCULINAS: estos datos
sobre las feromonas humanas masculinas son hasta el presente pura-
mente especulativos (véase Wilson, 1988). Pero es un hecho que la
presencia de un macho estimula el celo en otras especies. Los científi-
cos del Monell Chemical Senses Center sugieren que la «esencia mas-
culina» puede llegar a ser útil en la corrección de ciertos tipos de este-
rilidad, regulando el ciclo menstrual, mejorando el método rítmico en
el control de la natalidad y aliviando algunos de los síntomas de la
menopausia.
9. Forsyth, 1985.
10. McClintock, 1971. Entre los que ponen en duda esta información
cabe mencionar a Graham y McGrew, 1980; Quadagno y otros, 1981.

307
11. Prcti y otros, 1986.
12. Eibl-Eibesfeldt, 1989.
13. Givens, 1983.
14. Money, 1986.
15. /bid., 19.
16. PERVERSIONES SEXL'ALES:John Money (1986) propone que las parafi-
lias o perversiones sexuales comienzan en la infancia cuando algún
hecho traumático impide el desarrollo normal de los sentimientos eró-
ticos, sexuales y amorosos, y los impulsos sexuales del niño son en
cambio dirigidos hacia esquemas desviados de atracción y excitación.
Cuando entra en la adolescencia, el sujeto ha desarrollado un mapa
amoroso excéntrico. A estas personas les resulta imposible encontrar
un compañero cuyo mapa amoroso se complemente con el propio, y
por esta razón buscan compañeros inadecuados que satisfagan sus
necesidades de excitación sexual. El vínculo entre amor y lujuria ha
sido en su caso cercenado, bloqueado o distorsionado, y el sujeto co-
mienza a permitirse las perversiones sexuales. Para profundizar en el
tema de las perversiones sexuales humanas y su etiología, véase Mo-
ney, 1986.
17. Feinman y Gill, 1978.
18. Bower, 1990.
19. Ford y Beach, 1951; Frayser, 1985.
20. Buss, 1989.
21. Shepher, 1971; Spiro, 1958.
22. Tennov, 1979.
23. Capellanus, 1959.
24. Jankowiak, 1992.
25. /bid.
26. Jankowiak y Fischer, 1992.
27. Givens, 1983.
28. Fehrenbacker, 1988,
29. Liebowitz, 1983.
30. Sabelli y otros, 1990.
31. Sabelli, 1991.
32. EL PAPEL DE LA HLHL EN EL ENAMORAMIENTO: es probable que haya
varios neuroquímicos más asociados al enamoramiento. Entre ellos
está la HLHL, u hormona luteinizante-hormona liberadora. El hipotá-
lamo produce HLHL, que entonces se traslada hasta la vecina pituita-
ria. Desde allí, la HLHL dispara la producción de hormonas que regu-
lan la producción de estrógeno y progesterona en los ovarios, y los
andrógenos en los testículos. En algunos animales la HLHL también
viaja directamente desde el hipotálamo a las zonas emocionales e inte-
lectuales del cerebro, suministrándoles la información acerca de

308
cuándo cortejar y copular. La asociación entre el hipopituitarismo y la
falta de excitación erótico-sexual sugiere que esta brecha en la retroa-
limentación hormonal está en relación directa con el enamoramiento.
Véase Money, 1980.
33. Money y Ehrhardt, 1972.
34. Money, 1980, 65.
36. Liebowitz, 1983, 200; Bowlby, 1969.
36. LA OXITOCINA Y LA EXCITACIÓN SEXUAL: indudablemente, se descu-
brirá que otros neurotrasmisores cerebrales y hormonas secretadas por
el cerebro contribuyen a nuestro sistema humano de apego y desa-
pego. La oxitocina, por ejemplo, es un péptido sintetizado primaria-
mente por el hipotálamo, que está ubicado en la base del cerebro y
forma parte del sistema límbico. Es conocido por la función q1:1e de-
sempeña en la estimulación de las contracciones uterinas durante el
parto y en la producción de la leche materna humana. Actualmente
los científicos piensan que la oxitocina también puede cumplir una
función en los impulsos sexuales, en la tendencia a cuidar y proteger a
los niños y en las sensaciones de placer y satisfacción en el contacto fí-
sico, en la excitación sexual y en la plenitud sexual. Un estudio lle-
vado a cabo con hombres demostró que los niveles de oxitocina en
sangre durante el orgasmo aumentaban de tres a cinco veces (Angier,
1991).

III. LOS VÍNCULOS HUMANOS: ¿Es natural la monogamia?

1. Daly, 1978.
2. Van Valen, 1973.
3. Hamilton, 1980; Hamilton y otros, 1981.
4. Dougherty, 1955.
5. Parker, Baker y Smith, 1972.
6. HL ORIGEN DE LOS SEXOS: hay varias teorías acerca de por qué surgie-
ron dos sexos. En ciertas algas verdeazuladas primitivas se observan
dos tipos reproductores a los cuales se designa con el símbolo + y -,
respectivamente, debido a que el sexo no es identificable en ninguno
de los dos. U na de las teorías sostiene que los dos tipos reproductores
de estas algas evolucionaron para evitar la endoprocreación (véase
Daly y Wilson, 1983). La teoría de la «reparación genética» propone
que, mediante la reproducción sexual, las nuevas combinaciones po-
drían reparar el daño mutacional sufrido por el material ADN, que
había ocurrido durante las divisiones celulares precedentes (véase Mi-
chod, 1989). Otra teoría es conocida como la hipótesis de la parasita-
ción. Los sexos surgieron de la misma manera en que actualmente los

309
virus parasitan a las células receptoras: el virus incorpora su propio
ADN a la célula receptora; luego, cuando la célula receptora se repro-
duce, copia asimismo el ADN del virus. De ese modo, los precursores
de los machos eran minúsculos gametos que parasitaban a los gametos
femeninos, de mayor tamaño. Para un análisis de las ventajas de la re-
producción sexual y asexual, de las implicaciones de la reproducción
sexual y de las teorías acerca del origen de la reproducción sexual,
véanse Daly y Wílson, 1983; Williams, 1975; Maynard Smith, 1978;
Low, 1979; Daly, 1978 Michod y Levin, 1987.
7. Hamilton, 1964.
8. «APTITUD 11\CLUSIVA» Y ALTRUISMO: la teoría de la aptitud inclusiva la
propuso inicialmente Darwin (1859) cuando observó que la selección
natural puede operar a nivel de la familia más que a nivel individual.
La aptitud inclusiva fue nuevamente anticipada en la década de los
treinta por el genetista británico J. B. S. Haldane. Pero la teoría la
propuso formalmente en 1964 el genetista demográfico británico Wil-
liam D. Hamilton a fin de explicar la evolución del altruismo: si un
hombre ancestral se sacrificaba para salvar a un hermano en trance de
perecer ahogado, en realidad estaba salvando la mitad de su propio
ADN y, por lo tanto, una parte de su propia naturaleza altruista. Por
lo tanto, la aptitud de cada uno se mide por la cantidad de genes pro-
pios más los de los parientes de cada uno que sobreviven. Por medio
de los conceptos de Hamilton sobre la aptitud inclusiva, muchas otras
conductas sociales se volvieron comprensibles: los animales defienden
el territorio común; los animales comparten y cooperan; las personas
son nacionalistas porque cuando colaboran con sus parientes fortale-
cen su propio ADN (véase Wilson, 1975). Hoy en día, la aptitud in-
clusiva, así como el concepto de selección relacionado con ella en el
terreno del parentesco, son ejemplos habitualmente utilizados para ex-
plicar algunas conductas animales. Véanse idem.; Barish, 1977; Ha-
milton, 1964.
9. ESTRATEGIAS REPRODUCTORAS: esta adaptación de los términos ha
sido incompleta. Las dos variantes de monogamia -monoginia y mo-
nandria- no se emplean para describir los sistemas humanos de matri-
monio. Como resultado de esto, las tácticas reproductoras diferentes
de hombres y mujeres son en general dejadas de lado. Por ejemplo, se
nos informa que los afikpo ibo de Nigeria oriental son «poliginias>>.
Algunos hombres afikpo ibo tienen varias esposas. Pero las mujeres
afikpo ibo se casan con un solo hombre a la vez: monandria. De modo
que, en realidad, corresponde diferenciar dos esquemas matrimoniales
simultáneos: poliginia y monandria, según si se habla de hombres o de
mujeres. Cuando los científicos sociales describen una sociedad como
poliginia, pasan por alto las tácticas reproductoras femeninas.

310
10. Wittenberger y Tilson, 1980, 198.
11. Véanse Trivers, 1985; Mock y Fujioka, 1990; Westneat, Sherman y
Morton, 1990; Hiatt, 1989; Wilson y Daly, en impresión.
12. Bray, Kennelly y Guarino, 1975.
13. Gibbs y otros, 1990.
14. Lampe, 1987; Wolfe, 1981.
15. DEFI-r,.;ICIONES DE MATRI.i\101\IO: muchos antropólogos han formulado
definiciones del matrimonio. La versión de Suzanne Frayser es una de
las mejores: «El matrimonio es la relación dentro de la cual la socie-
dad aprueba que haya relaciones sexuales y que se den a luz niños»
(Frayser, 1985, 248). En una definición semejante, el antropólogo
Ward Goodenough propone que los tres componentes esenciales del
matrimonio son: la dimensión jurídica o legal, la prioridad del acceso
sexual y la idoneidad reproductora (Goodenough, 1970, 12).
16. Cherlin, 1981.
17. Fisher, 1989.
18. Murdock, 1967; Van den Berghe, 1979; Betzig, 1986.
19. Betzig, 1982, 1986.
20. EL MATRIMONIO PARA LOS TIWI Y EL PAPEL QUE DESEMPEÑA LA MC-
JER: las mujeres tiwi no son sólo peones en las guerras matrimoniales
de los hombres. Muy por el contrario, desempeñan un papel crucial
en las negociaciones. Todo yerno debe hacerse cargo de satisfacer las
necesidades de la mujer que dará a luz a sus esposas, y toda suegra
puede romper este contrato si sus regalos y su trabajo son insuficien-
tes. De modo que las mujeres tiwi son nódulos poderosos en el sis-
tema matrimonial, así como lo son en otros aspectos de la sociedad.
Véanse Goodale, 1971; Hart y Pilling, 1960; Rohrlick-Leavitt, Sykes y
Weatherford, 1975; Berndt, 1981.
21. Verner y Willson, 1966; Orians, 1969; Borgerhoff Mulder, 1990.
22. LA POLIGINIA y LAS MUJERES: las mujeres que viven con otras coespo-
sas son generalmente menos fértiles que las mujeres de los matrimo-
nios monogámicos (Daly y Wilson, 1978). Sin embargo, entre las mu-
jeres que viven con esposos poliginios, la primera esposa a menudo
procrea más hijos que las esposas más jóvenes, probablemente porque
realiza menos tareas exigentes y tiene acceso a una mejor alimentación
(Isaac y Feinberg, 1982).
23. Bohannan, 1985; Mealey, 1985.
24. FORMAS DE POLIGINIA: los machos de la comunidad animal adquieren
harenes como mínimo de cuatro formas; cada una tiene su paralelo en
la humanidad (Flinn y Low, 1986). La poliginia se observa común-
mente en las especies cuya fuente de alimentación, guaridas, lugares
de anidación o áreas de apareamiento aparecen apiñadas. Las hembras
tienden a reunirse en estos lugares para comer o alimentar a sus crías,

311
y si un macho logra erigirse en único propietario de uno de estos ricos
emplazamientos, puede hacerse un harén con sólo ahuyentar a los
otros machos y esperar a que lleguen las hembras. Esta táctica es co-
nocida como POLll;JNii\ CO.MO DEFENSA DE LOS RECURSOS (Emlen y
Oring, 1977). Entre los kipsigis de Kenia, las mujeres en general eli-
gen casarse con hombres poliginios que sean propietarios de grandes
territorios (Borgerhoff Mulder, 1990).
El macho de algunas especies rodea a un grupo de hembras y por
la fuerza impide que otros machos se les acerquen. Esta técnica se co-
noce como POLIGINIA POR DEFENSA DE LAS HEMBRAS. Si un marido
tiwi, de Australia, sospecha que una de sus esposas le es infiel, puede
golpearla o quejarse a la familia de origen de la mujer. Si un mucha-
cho y una adolescente casada se fugan juntos y el varón se niega a
arrepentirse, el airado esposo puede matar al ladrón (Goodale, 1971).
Esta conducta de guardián es reminiscente de la poliginia por defensa
de las hembras observada en otras especies (Flinn y Low, 1986).
Otra estrategia es conocida como POLIGINIA POR DOMINACIÓN
MASCULINA. Los machos maniobran entre ellos sabiamente para ad-
quirir «estaciones de apareamiento)) sobre los barrancos (véase capí-
tulo I), en puntos bien a la vista de las hembras que pasan. Las hem-
bras entonces caminan entre ellos y descansan en las estaciones de
apareamiento a fin de aparearse. Los machos mayores y más vigorosos
tienden a atraer a la mayoría de las hembras que pasan (De Vos,
1983). Entre los !kung san del Desierto de Kalahari, en el sur de
África, algunos hombres son carismáticos, fuertes y saludables, y oca-
sionalmente obtienen dos esposas sin recursos pero con fuerte perso-
nalidad (Shostak, 1981). Los orangutanes, los antes y los abejorros bus-
can persistentemente hembras receptivas, se aparean y siguen su
camino. Esta técnica es identificada como POLIGINIA POR BÚSQUEDA.
Una variación de esta técnica para formar un harén es característica
de los camioneros, los viajantes de comercio, los ejecutivos internacio-
nales y los marineros que tienen «una novia en cada puerto». Véanse
Flinn y Low, 1986; Dickemann, 1979.
25. Frayser, 1985; Van den Berghe, 1979; Murdock y White, 1969.
26. Murdock, 1949, 27-28.
27. Murdock, 1967; Van den Berghe, 1979.
28. Klein, 1980.
29. Alexander, 1974; Finn y Low, 1986; Goldizen, 1987; Jenni, 1974.
30. Lancaster y Lancaster, 1983.
31. TRADICIONES MATRIMONIALES DE LOS NAYAR: los nayar, que habitan
la Costa Malabar de Kerala, en la India, tienen una forma de casarse
que desafía toda clasificación. Estas personas viven en grupos forma-
dos por los hermanos y la madre. El jefe de la familia es un hombre.

312
La ceremonia del primer casamiento de una mujer es breve y sencilla.
Después del ritual no necesita mantener relaciones sociales ni sexuales
con su esposo. Si desea tener otros amantes está en libertad de ha-
cerlo. El marido y los amantes la visitan sólo de noche, por lo tanto,
se los llama esposos visitantes. Las mujeres tienen un mínimo de tres
y hasta doce amantes simultáneos. La relación matrimonial cesa
cuando el esposo deja de hacerle regalos a su mujer en los festivales
anuales. Es esencial que uno o más hombres del grupo social ade-
cuado reconozcan la paternidad cuando una «esposa}) queda embara-
zada, a pesar de que a menudo el padre biológico se limite a respetar
posteriormente el tabú del incesto, si está seguro de que la criatura es
suya. Para los nayar, el matrimonio sólo cumple la función de propor-
cionar legitimidad a los hijos. Véanse Gough, 1968; Fuller, 1976.
32. COMUNIDADES DE «AMOR LIBRb); estudios realizados en seis comuni-
dades norteamericanas indican que sus miembros no practican real-
mente el «amor libre}). En cambio, las reglas sobre sexualidad son rígi-
das y las funciones sexuales y sociales son jerárquicas y muy es-
tructuradas. Véase Wagner, 1982; Stoehr, 1979; Constantine y Cons-
tantine, 1973.
33. Véase Van den Berghe, 1979.
34. Bohannan, 1985.
35. POLl(iINIA Y POLIANDRIA: ESTRATEGIAS REPRODUCTORAS HUMANAS
SECUNDARIAS: debido a que la poliginia proporciona a los varones
ciertas ventajas genéticas, y la poliandria representa para las mujeres
beneficios adicionales, algunos antropólogos afirman que estas estrate-
gias reproductivas son primariamente tácticas reproductivas de la hu-
manidad, que los hombres y las mujeres toleran la monogamia sólo
porque los hombres son incapaces de obtener los recursos necesarios
para formar harenes, y que las mujeres soportan la monogamia sólo
porque no logran inducir a más de un varón a suministrarles recursos.
En apoyo de esta teoría están las abundantes manifestaciones de poli-
ginia observables entre hombres poderosos (Betzig, 1986). Pero la es-
trategia reproductiva variable de la monogamia en combinación con
el adulterio proporciona ventajas reproductivas semejantes: los varo-
nes tienen la oportunidad de inseminar a múltiples mujeres, y las mu-
jeres logran obtener recursos adicionales. Es más, la mayoría de los se-
res humanos practican la monogamia en combinación con el adulte-
rio. De modo que, en mi opinión, ésta es la estrategia reproductiva
primaria del Homo sapiens, mientras que la poliginia y la poliandria
son tácticas reproductivas oportunistaJ y secundarias.
36. Whyte, 1978, 74; Frayser, 1985, 269.
37. Mace y Mace, 1959.

313
IV. ¿POR QUÉ EL ADULTERIO?: La naturaleza de la infidelidad

1. Diana, sin fecha.


2. Carneiro, 1958.
3. PATRONES MUNDIALES DE ADL'LTERIO: en el 72 % de 56 sociedades
estudiadas, el adulterio femenino es de moderado a común (Van der
Berghe, 1979). De 139 sociedades estudiadas en la década de los cua-
renta, el 39 % permitía que hombres y mujeres tuvieran relaciones
extramaritales ya fuera durante ciertas fiestas o celebraciones, con
ciertos y determinados parientes, como por ejemplo la hermana de la
esposa o el hermano del esposo, o en otras circunstancias especiales.
Las relaciones extramaritales eran extremadamente comunes en 17
de las 85 culturas restantes, y los transgresores rara vez recibían al-
gún castigo (véase Ford y Beach, 1951). En un estudio diferente, el
antropólogo George Murdock analizó 148 sociedades, pasadas y re-
cientes, y descubrió que 120 de ellas tenían tabúes contra el adulte-
rio, 5 permitían el adulterio en forma irrestricta, 19 permitían la in-
fidelidad en determinadas circunstancias y 4 desaprobaban pero no
prohibían de forma estricta el sexo fuera del vínculo matrimonial
(Murdock, 1949). En 'todos los casos, no obstante, Murdock estaba
midiendo el adulterio como una actividad sexual con personas remo-
tamente emparentadas o no emparentadas en absoluto. Esta distin-
ción es importante. Murdock confirmó el descubrimiento de Ford y
Beach (1951) de que una mayoría sustancial de sociedades permiten
las relaciones extramaritales con individuos emparentados en alguna
medida. Suzanne Frayser (1985) también confirmó la existencia am-
pliamente difundida del tabú del adulterio con sujetos no emparenta-
dos. Su informe establece que el 74 % de 58 culturas prohíben el
adulterio, ya sea a la mujer o a ambos cónyuges. Destaca que el cas-
tigo del adulterio varía. En el 83 % de 48 sociedades, ambos cónyu-
ges reciben castigo por cometer adulterio; en el 40 % de ellas, hom-
bres y mujeres son castigados con igual severidad; en el 31 % de los
casos, el castigo infligido al hombre es más severo que el que recibe
su amante. Ninguna sociedad tolera que la mujer tenga aventuras, y
en cambio castiga a los hombres por el mismo motivo; y una mayo-
ría significativa de culturas impone más restricciones a las mujeres
que a los hombres. Las sociedades con escasas restricciones contra
los vínculos extramaritales de cualquier tipo y con un alto grado de
conducta sexual extramarital en ambos sexos incluyen a los dieri de
Australia, los gilyak del nordeste asiático, los indios hidatsa de Da-
kota del Norte, los lesu de Nueva Irlanda, los masai del África orien-
tal, los toda de la India, los kaingang de Brasil y los yapese del Pací-
fico (Ford y Beach, 1951). Stephens (1963) informa que aun en las

314
culturas donde el adulterio es tolerado, hombres y mujeres tienen
celos.
4. Schneider, 1971.
5. Gove, 1989.
6. Westermarck, 1922.
7. Revista People, 1986.
8. Bullough, 1976.
9. Ibid.
10. Lampe, 1987.
11. Lampe, 1987; Bullough, 1976.
12. Bullough, 1976.
13. Canción de Salomón, 3: 16.
14. Lawrence, 1989; Foucault, 1985.
15. Lampe, 1987; Bullough, 1976.
16. ORIGEN DE LOS TÉRMINOS SEXUALES: en el siglo IV de la era cristiana
el adulterio era tan común en Roma que los funcionarios comenzaron
a multar a los transgresores. Los ingresos obtenidos con dichas multas
eran tan abultados que aparentemente el Estado construyó con ellos
un templo para honrar a Venus (Bardis, 1963). Los términos uxo oral,
fetación, masturbación y prostituta provienen todos del dialecto de la
antigua Roma (Bullough, 1976).
17. Bullough, 1976; Lawrence, 1989.
18. Véanse Bullough, 1976; Lawrence, 1989; Brown, 1988; Pagels, 1988.
19. Bullough, 1976, 192.
20. Lampe, 1987, 26; Lawrence, 1989, 125; Pagels, 1988.
21. Burns, 1990.
22. Lawrence, 1989, 169.
23. Kinsey, Pomeroy y Martin, 1948; Kinsey y otros, 1953.
24. Hunt, 1974, 263.
25. Tavris y Sadd, 1977.
26. Wolfe, 1981.
27. Hite, 1981.
28. Lawson, 1988; Lampe, 198 7.
29. Marriage and Divorce Today, 1987.
30. Blumstein y Schwartz, 1983.
31. OPORTUNIDAD Y DURACIÓN DE LAS RELACIONES .EXTRAMARITALES:
la duración de las relaciones extramaritales es difícil de establecer a
partir de la bibliografía. En un estudio llevado a cabo con 200 parejas,
los esposos mantuvieron sus relaciones extramaritales durante un pro-
medio de 29 meses, mientras las esposas mantuvieran las suyas du-
rante un promedio de 21 meses (Hall, 1987). Kinsey (1953) observó
que aproximadamente el 42 % de los casos de su muestra de mujeres
copuló fuera de la pareja matrimonial durante un período inferior al

315
año, el 23 % lo hizo durante 2 a 3 años, y el 35 % lo hiw durante 4
años o más. Pero Kinsey no informa la duración de cada aventura
sino apenas cuánto tiempo estas mujeres copularon fuera del matri-
momo.
Un estudio realizado con aproximadamente 600 hombres y muje-
res ingleses estableció que los hombres casados en la década de los se-
tenta tuvieron su primera relación extramarital 5 años después del ca-
samiento y que las mujeres fueron fieles a su pareja durante 4 años y
medio a contar desde el casamiento. Los hombres casados en la dé-
cada de los sesenta esperaron un promedio de 7 años; las mujeres es-
peraron un promedio de 8 años antes de tener su primera aventura.
Entre los casados antes de 1960, los hombres tomaron una amante
después de un promedio de 11 años, mientras que las mujeres espera-
ron un promedio de 14 años y medio (Lawson, 1988).
32. Kinsey y otros, 1953, 409.
33. Véanse Bateman, 1948; Trivers, 1972; Symons, 1979.
34. Symons, 1979, v, 291.
35. Ruse, 1988.
36. Kinsey, Pomeroy y Martin, 1948; Kinsey y otros, 1953.
37. Kinsey, Pomeroy y Martin, 1948.
38. Shostak, 1981, 271.
39. Hrdy, 1981, 1986.
40. Ford y Beach, 1951, 118.
41. Kinsey y otros, 1953, 415.
42. Werner, 1984; Bullough y Bullough, 1987.
43. Gregor, 1985.
44. Reichard, 1950.
45. Bullough y Bullough, 1987.
46. Nimuendaju, 1946.
4 7. Beals, 1946.
48. Nade!, 1942.
49. Symons y Ellis, 1989.
50. Véanse Lampe, 1987, 178 y sigs.; Brown, 1987; Hall, 1987; Lawson,
1988; Pittman, 1989; Atwater, 1987; Wolfe, 1981, Hite, 1981; Hunt,
1974; Tavris y Sadd, 1977; Kinsey, Pomeroy y Martín, 1948; Kinsey y
otros, 1953.
51. Botwin, 1988.
52. Shostak, 198 l.
53. Lampe, 1987, 199.

316
V. RADIOGRAFÍA DEL DIVORCIO: La comezón del cuarto año

l. Abu-Lughod, 1987, 24.


2. Abu-Lughod, 1986.
3. Farah, 1984.
4. !bid.
5. !bid., 26.
6. Ibid., 20.
7. Murdock, 1965.
8. Weisman, 1988.
9. Murdock, 1965; Betzig, 1989.
1 o. EL DERECHO AL DIVORCIO DEL HOMBRE y DE LA MUJER: en 30 de las
40 sociedades tradicionales analizadas por George Peter Murdock en
1950, hombres y mujeres tenían igual derecho a iniciar el divorcio; en
el 1O % de dichas culturas las mujeres tenían mayores privilegios res-
pecto al divorcio. Murdock llegó a la conclusión de que el divorcio
era igualmente accesible a ambos sexos (Murdock, 1965). En un estu-
dio que realizó con noventa y tres sociedades, Whyte confirmó esta
conclusión al afirmar: «Observamos que la equivalencia de derecho al
divorcio para ambos sexos es evidentemente el patrón más difundido»
(Whyte, 1978). Suzanne Frayser informó que, de las 45 sociedades por
ella estudiadas, el 38 % permitía que tanto el marido como la mujer se
divorciaran; uno de los cónyuges o ambos tuvieron dificultades en ob-
tener el divorcio en el 62 % de dichas culturas. En muchas sociedades
insulares del Pacífico el divorcio era fácil de obtener tanto para hom-
bres como para mujeres. En las sociedades que circundaban el Medite-
rráneo era más difícil para las mujeres obtener el divorcio, pero en
muchas sociedades africanas era en general más dificultoso para los
hombres. Véase Frayser, 1985.
11. Murdock, 1965, 319.
12. Betzig, 1989.
13. EL MATRIMONIO C0,\10 ESTRATEGIA REPRODUCTORA: :Murdock
(1949) sostiene que, dado que el sexo y la reproducción eran accesi-
bles fuera del matrimonio, la cooperación económica y la división del
trabajo entre los sexos eran las razones principales para el casamiento.
Pero en las 40 sociedades tradicionales que analizó en 1950, observó
que la razón principal del divorcio eran los problemas de reproduc-
ción (Murdock, 1965). Un estudio de Frayser confirma el importante
papel que desempeña la reproducción en el divorcio, y por lo tanto en
el casamiento. En una muestra de 56 culturas, los hombres se divor-
ciaban de sus esposas, en primer lugar, debido a problemas de repro-
ducción; en segundo lugar, por incompatibilidad; tercero, debido a in-
fidelidad por parte de la mujer. En un muestreo de 48 culturas, las

317
mujeres abandonaban a sus esposos con mayor frecuencia debido a in-
compatibilidad de caracteres; segundo, porque el hombre era incapaz
de cumplir con sus responsabilidades económicas y domésticas; ter-
cero, a causa de agresiones físicas. Véase Frayser, 1985.
14. EL NL'EVO CASAMIEI'\TO: un estudio de 37 pueblos tradicionales de-
mostró que el nuevo casamiento era ampliamente permitido en el
78 o/o de los casos; en los casos en que un nuevo matrimonio era difícil
de lograr (en el 22 % de estas culturas), en general era más problemá-
tico volver a casarse para las mujeres que para los hombres (Frayser,
1985). El nuevo matrimonio se practicaba en las sociedades de la
Europa occidental preindustrial, pero por lo general como consecuen-
cia de la muerte de uno de los cónyuges más que tras el divorcio, ya
que el mismo era prohibido por la Iglesia católica apostólica romana.
En estos pueblos era común la adhesión a la tradición charivari, es de-
cir, a la creencia de que era antiético que las viudas volvieran a ca-
sarse. Subyacente a dicho precepto estaban las complejas transacciones
y mecanismos de herencia patrimonial que el nuevo casamiento de la
viuda ponía en peligro (Dupáquier y otros, 1981 ). A pesar de que el
nuevo casamiento de las viudas (y en algunos casos, de los viudos)
fuera desaprobado por los pueblos agricultores europeos de siglos an-
teriores, los nuevos casamientos se daban con frecuencia y estaban
ampliamente difundidos (Dupáquier y otros, 1981; Goody, 1983). El
nuevo casamiento por parte de las viudas era dificultoso en la época
preindustrial en la India, China y Japón, así como en culturas agríco-
las (Dupáquier y otros, 1981; Goody, 1983, 40). Sin embargo, en todas
las sociedades de las que se tienen datos, los índices de nuevos casa-
mientos eran más altos en el caso de Las mujeres en edad reproductiva.
Véanse Dupiquier y otros, 1981; Furstenberg y Spanier, 1984; véase
también el capítulo XIV de la presente obra.
15. Cherlin, 1981.
16. Howell, 1979; Shostak, 1981.
17. Howell, 1979.
18. LA AUTOI\OMÍA FEMENINA Y LOS ALTOS ÍNDICES DE DIVORCIO: las
culturas que presentan un alto grado de autonomía femenina así como
altos índices de divorcio incluyen a los semang, de la península de
Malasia (Sanday, 1981; Murdock, 1965; Textor, 1967); a varias pobla-
ciones del Caribe (Flinn y Low, 1986); a los dobu, que habitan en una
isla frente a la punta oriental de Nueva Guinea (Fortune, 1963); a los
ngoni de Fort Jameson, a los yao y los lozy de África del sur (Barnes,
1967); a los turu de Tanzania (Schneider, 1971); a los samoanos de
Oceanía (Textor, 1967); a los gururumba de Nueva Guinea (Friedl,
1975); a los isleños trobriand de Papúa y Nueva Guinea (Weiner,
1976); a los nativos de Mangaia, Polinesia (Suggs y Marshall, 1971); a

318
los tlingit de Alaska del sur (Laura Klein, Departamento de Antropo-
logía, Universidad Luterana del Pacífico, comunicación personal con
la autora); a los kaingang del sur de Brasil, a los crow de Montana y a
los iroqueses de Nueva York (Murdock, 1965).
19. Lloyd, 1968, 79.
20. Friedl, 1975.
21. Brenda Kay Manuelito, Departamento de Antropología, Universidad
de Nuevo México, comunicación personal con la autora.
22. Van den Berghe, 1979.
23. Le Clercq, 1910, 262.
24. Dupa.quier y otros, 1981.
25. Evangelio según San Marcos 10:11-12; Lawrence, 1989, 63.
26. Fisher, 1987, 1989.
27. Cherlin, 1981; Levitan, Belous y Gallo, 1988; Glick, 1975; Espen-
shade, 1985; Whyte, 1990.
28. LA PROGRESIVA AUTONOMÍA DE LAS MUJERES ROM/\1\:AS: los historia-
dores no se ponen de acuerdo acerca de las razones ni del momento
en que comenzó a aumentar la emancipación y la afirmación de sí
mismas de las mujeres de la antigua Roma. Algunos señalan la derrota
de Aníbal en el afio 202 antes de Cristo; otros, la derrota de Macedo-
nia en el 168 antes de Cristo, y están los que piensan que coincidió
con la destrucción de Cartago en el año 146 antes de Cristo. Sin em-
bargo, a consecuencia de una serie de acontecimientos históricos,
Roma experimentó una época de opulencia en los siglos que precedie-
ron el nacimiento de Cristo, un aumento concomitante de los poderes
económico, político y social de las mujeres y un alza en el índice de
divorcios. Véanse Balsdon, 1973; Carcopino, 1973; Rawson, 1986;
Hunt, 1959.
29. Burgess y Cottrell, 1939; Ackerman, 1963; Lewis y Spanier, 1979; Bo-
hannan, 1985; London y Wilson, 1988.
30. Whyte, 1990, 201.
31. Cohen, 1971.
32. Levinger, 1968.
33. Bernard, 1964.
34. Guttentag y Secord, 1983,
35. Paul Margan, Departamento de Sociología, Universidad de Pensilva-
nia, comunicación personal con la autora.
36. Levitan, Belous y Gallo, 1988.
37. Fisher, 1989.
38. DATOS SOBRE DIVORCIO EN EL ARCHIVO DEL ÁREA DE RE.LACIONES
HUMANAS: el Archivo del Área de Relaciones Humanas proporciona
información comparada de diversas culturas y las tasas de divorcio.
Este archivo, conocido como el AARH, lo inició en los afias cin-

319
cuenta George Peter Murdock, que obtuvo «etnografías» (descripcio-
nes antropológicas de culturas concretas) y luego clasificó y registró
los libros y artículos mediante diferentes formas de ingreso en la in-
formación. Actualmente están catalogadas más de 850 culturas. Sin
embargo, los datos sobre divorcio en este archivo presentan diversos
problemas. Como lo indica Charles Ackerman (1963): «La mayoría de
los etnógrafos informan que el divorcio es "poco frecuente", "fre-
cuente", "atípico", etc. Rara vez un etnógrafo justifica sus aseveracio-
nes acerca de las frecuencias de divorcio con cifras sobre su incidencia
real.>) Ackerman destaca asimismo que la información del AARH im-
pide la comparación de los índices de divorcio entre las diversas socie-
dades. Es imposible saber si un índice «bajo» dentro de una cultura es
equivalente al índice «baj0>) de otra. Además, el investigador no tiene
forma de saber si el «bajo» índice informado para una comunidad se
refiere a los índices de divorcio de las aldeas vecinas o a la misma co-
munidad en otras décadas. Se carece de datos sincrónicos y diacróni-
cos sobre el fenómeno del divorcio. Más aún, diferentes etnógrafos de
la misma cultura informan diferentes frecuencias de divorcio, y en al-
gunos registros la información se contradice con la proporcionada por
científicos sociales en otros artículos de revistas especializadas y en li-
bros (Textor, 1967). Por último, son pocos los etnógrafos que tabulan
la duración del matrimonio que culmina en divorcio, la edad a la que
el divorcio se produce, el número de niños afectados por el divorcio y
otros datos que podrían utilizarse para realizar comparaciones con los
pueblos occidentales.
39. Ackerman, 1963; Murdock, 1965; Friedl, 1975.
40. Coheo, 1971.
41. Avery, 1989, 31.
42. Barnes, 1967; Murdock, 1965; Textor, 1967; Friedl, 1975.
43. Fisher, 1989, 1991, en preparación.
44. LA COMEZÓN DEL SÉPTIMO AÑO: el concepto norteamericano de co-
mezón del séptimo año se originó en el empleo demográfico del valor
medio a fin de determinar la duración del matrimonio. El valor me-
dio es el número central de un grupo de números. El 50 % de los inci-
dentes ocurren antes del valor medio y el otro 50 % después del valor
medio. En los Estados Unidos, entre 1960 y 1982, la duración prome-
dio del matrimonio que culminó en divorcio oscilaba entre los 7,2 y
los 6,5 años, por lo tanto, el 50 % de todos los matrimonios se habían
disuelto alrededor de los siete años (U. S. Bureau of the Census, 1986,
tabla 124). Pero lo que a mí me interesa es determinar lo que la mayo-
ría de las personas hace, el pico o modo de divorcio. El universo estu-
diado por Naciones Unidas confirma que un promedio del 48 % de
todos los divorcios ocurre dentro de los siete años de matrimonio -el

320
valor medio-, pero los divorcios se acumulan en torno al pico de los
cuatro años (Fisher, 1989).
45. Andrew Cherlin, Departamento de Sociología, Universidad de Johns
Hopkins, comunicación personal con la aut?ra.
46. Bullough, 1976, 217.
4 7. Fisher, 1989.
48. Vital Statistics of the United States, 1981.
49. !bid., 1964, 1974, 1984, 1985, 1987, 1990.
50. Cherlin, 1981.
51. Bohannan, 1985, 14 7.
52. PROBLEMAS DE PROCEDIMIENTO QUE DESVIRTUARON LOS DATOS DE
LA ONU: en los casos incluidos en la muestra de Naciones Unidas, el
tiempo transcurrido desde la petición de divorcio hasta la sentencia
que lo concede es de un período que oscila entre unas semanas y alre-
dedor de un año (Naciones Unidas, 1958, 1984). Algunos otros tecni-
cismos tienden a desvirtuar estas estadísticas sobre divorcio: ciertos
países incluyen las anulaciones, que disminuyen la duración del matri-
monio; otros incluyen las separaciones legales, que aumentan la dura-
ción del matrimonio; los hay también que incluyen el divorcio en
ciertas condiciones, como por ejemplo la «separación por dos años>>,
con lo cual se prolonga el proceso de divorcio; otros basan sus estadís-
ticas en las «peticiones de divorcio» en lugar de en las sentencias de
divorcio, etcétera. Los problemas de procedimiento, como el hecho de
que hacia fin de año se acumulen las demandas de divorcio y las
audiencias de los casos, también contribuyen a desvirtuar la informa-
ción. Afortunadamente, la incidencia de las anulaciones y las separa-
ciones legales es baja. (Véase Naciones Unidas, 1984, tabla 37.) De-
bido a la imprecisión de estos datos sobre duración legal del
matrimonio, preferiría estudiar la duración de los vínculos humanos
de pareja, a contar desde el momento en que un hombre y una mujer
comienzan a salir juntos y a comportarse como una pareja hasta el mo-
mento en que deciden dar el vínculo por terminado. Pero estas cifras
no están disponibles.
53. Naciones Unidas, 1955, 1984; Fisher, 1989.
54. Johnson, 1983, l.
55. Fisher 1989, 1991, en preparación.
56. !bid.
57. EL RIESGO DE DIVORCIO POR NÚMERO DE NIÑOS DEPENDIENTES: UN
PROBLEMA IMPORTANTE: para determinar el riesgo de divorcio en ca-
sos con cantidades específicas de niños en la familia se necesitaría in-
formación que los anuarios de las Naciones Unidas no proporcionan.
Por ejemplo, para determinar el riesgo de divorcio de una pareja con
un solo hijo dependiente, es necesario dividir el número de pareJas

321
que se divorcian con un hijo dependiente por el número de parejas
con un solo hijo que no lo hacen. Me fue imposible obtener los datos
de correlaciones adecuadas entre censos que me habrían permitido de-
terminar el riesgo de divorcio por número de hijos dependientes, co-
rrespondientes a un año y a un país extranjero determinado, o para un
año cualquiera dentro de los Estados U nidos. Por lo tanto, los datos
sobre divorcio con hijos dependientes que se mencionan sugieren que
la presencia de hijos estabiliza el matrimonio, pero no lo demuestran.
58. London y Wilson, 1988.
59. Glick, 1975.
60. Levitan, Belous y Gallo, 1988.
61. Cherlin, 1981.
62. Naciones U ni das, 1984.
63. RELACIÓN ENTRE ESTOS PERFILES DE DIVORCIO: estos datos acerca de
la duración de los matrimonios que terminan en divorcio, de las eda-
des a las que el divorcio se produce y de los casos de divorcio con hi-
jos dependientes, fueron extractados de los anuarios demográficos de
las Naciones Unidas y no están disponibles en forma polivalente. Por
lo tanto, no pueden reflejar las relaciones existentes entre estos tres
perfiles de divorcio. El pico de divorcio en las parejas con uno o nin-
gún hijo, por ejemplo, puede ser un motivo del pico de divorcio du-
rante o alrededor del cuarto afio de matrimonio.
64. Chute, 1949.
65. Chagnon, 1982.
66. Barnes, 196 7.
6 7. Murdock, 1965.
68. Betzig, 1989.
69. Beardsley y otros, 1959.
70. Radcliffe~Brown, 1922.
71. East, 1939.
72. PATRONES MUNDIALES DE TENENCIA DE HIJOS Y DISTRIBUCIÓN DEL
PATRIMONIO TRAS EL DIVORCIO: los motivos más frecuentes de inhibi-
ción del divorcio surgen en las parejas a raíz de la indecisión acerca de
la tenencia de los hijos y la distribución del patrimonio y otros recur-
sos. El estudio de 41 culturas reveló que el 44 % resolvían la tenencia
de los hijos en función de las circunstancias que habían precipitado la
separación, o según las preferencias o edades de los niños «en litigio».
En el 22 % de las 41 sociedades analizadas, la tenencia de los niños se
dio al esposo; en el 20 % de los casos los niños se convirtieron en pro-
piedad de la esposa. Las circunstancias del divorcio determinaron la
asignación de bienes en el 41 % de 39 sociedades. En el 29 % de las
39 culturas los recursos económicos se repartieron equitativamente
entre los cónyuges; en el 23 % de los casos, la esposa sufrió una pér-

322
dida financiera mayor, y el esposo y sus parientes sufrieron una mayor
devastación económica en el 15 % de los casos (Frayser, 1985).
73. Henry, 1941.
74. Cohen, 1971, 135.
75. Howell, 1979.

VI. «CUANDO EL BUEN SALVAJE CORRÍA LIBRE POR LOS


BOSQUES)): Nuestros antepasados: la vida en los árboles

1. La fauna y flora mencionados aquí y en capítulos posteriores del libro


son variedades antiguas de antiguas especies y familias que en la ac-
tualidad están extinguidas.
2. Chesters, 1957; Andrews y Van Couvering, 1975; Bonnefille, 1985;
Van Couvering, 1980.
3. Corruccini, Ciochon y McHenry, 1976; Rose, 1983.
4. Sibley y Ahlquist, 1984; Simons, 1985.
5. Corruccini, Ciochon y McHenry, 1976; Rose, 1983.
6. Andrews, 1981.
7. Smuts, 1985, 16.
8. Nadler, 1988.
9. Goodall, 1986; Fossey, 1983; Galdikas, 1979.
10. Tutin y McGinnis, 1981; Fossey, 1979; Veit, 1982; Galdikas, 1979.
11. CO\1PORTAMIENTO SEXUAL DE LOS CHIMPANCÉS PIGMEOS: en los
chimpancés pigmeos, también conocidos como bonobos, se observan
conductas y hábitos sexuales bastante diferentes de los observados en
otros simios. Aparece un índice alto de homosexualidad, y si bien la
actividad homosexual alcanza su punto más alto durante el celo, di-
chos contactos se presentan también en otros momentos del ciclo
menstrual (De Waal, 1987; Thompson-Handler, Malenky y Badrian,
1984). La actividad heterosexual de los bonobos es asimismo observa-
ble durante todo el ciclo menstrual (ibid. ). Y las hembras bonobo
vuelven a la actividad heterosexual dentro del afio posterior al parto
(Badrian y Badrian, 1984). Debido a que en los chimpancés pigmeos
se observan estos extremos de la sexualidad de los simios, y debido a
que los datos bioquímicos sugieren que los chimpancés pigmeos apa-
recieron sobre la Tierra no más de dos millones de afl.os atrás (Zihl-
man y otros, 198 7), no me inclino a considerarlos un modelo ade-
cuado de la vida de los hominoideos hace veinte millones de afl.os.
12. Hrdy, 1981; Goodall, 1986; De Waal, 1982.
13. Conoway y Koford, 1964; Goodall, 1986; Rowell, 1972; Harcourt,
1979; Veit, 1982; Fossey, 1983.
14. Goodall, 1986; MacKinnon, 1979.

323
15. Fossey, 1983.
16. Veit, 1982; Fossey, 1983; De Waal, 1982, 1987.
17. LA VIOLACIÓN EN OTRAS ESPECIES: en diversas pruebas de libre ac-
ceso (PLA), una hembra de chimpancé, de gorila o de orangután fue
alojada con un macho de la misma especie dentro de una jaula com-
partida; cada uno de los animales tenía acceso constante al otro. Al-
gunos de los machos de las tres especies dominaban a la hembra y
forzaban la cópula, al margen del estado sexual de la hembra o de
sus preferencias (Nadler, 1988). Los ejemplos más frecuentes y cons-
picuos de violación los dieron los machos de orangután. La violación
se producía en cada ocasión en que una hembra y un macho eran
encerrados juntos, independientemente del momento del ciclo mens-
trual en que la hembra se encontrara o de su disposición a la cópula.
En una segunda prueba se instaló una puerta que dividía la jaula en
dos mitades iguales. El diseño de la puerta permitía que la hembra
ingresara libremente en el sector del macho, pero el macho no podía
entrar libremente en el sector de la hembra. En estas condiciones,
las hembras de las tres especies sólo buscaron la cópula solamente
durante un período restringido, asociado al momento central del celo
(ibid). Por lo tanto, cuando las hembras podían controlar el aparea-
miento, la actividad sexual se volvió marcadamente periódica (ibid.).
La violación también se produce en los simios en libertad. Exis-
ten informes de dos ocasiones en que se observaron cópulas forzadas
entre chimpancés (Tutin y McGinnis, 1981). En ambos casos, un
macho atrapó a una hembra en un árbol y forzó el apareamiento. En
algunas ocasiones se observó que el gorila macho dirigía gestos agre-
sivos a la hembra durante el cortejo, pero en ninguno de los casos la
cópula fue forzada (Harcourt, 1979). La violación tal vez sea una de
las estrategias reproductoras primarias de los orangutanes macho
subadultos. Los machos dominantes y plenamente desarrollados enta-
blan el cortejo de la hembra durante su período receptivo; no fuerzan
a la hembra a copular (Galdikas, 1979). Pero los subadultos a me-
nudo abordan a la hembra e intentan copular por la fuerza (MacKin-
non, 1979). Estas «violaciones furtivas» son ahora consideradas como
una «estrategia reproductora alternativa estable» de los orangutanes
(Rodman, 1988). La violación también se ha observado en otras es-
pecies como patos, gaviotas, garzas, albatros y golondrinas de ribera,
El macho de golondrina de ribera, por ejemplo, una especie monó-
gama que anida en colonias, intentará derribar en pleno vuelo a
otras hembras apareadas con otros machos para forzar la cópula
(véase Daly y Wilson, 1983).
18. Van Couvering, 1980.
19. Berggren y Hollister, 1977.

324
20. Van Couvering y Van Couvering, 1975; Berggren y Hollister, 1977;
Thomas, 1985.
21. Axelrod y Raven, 1977.
22. Andrews y Van Couvering, 1975, 65.
23. Van Couvering, 1980; Axelrod y Raven, 1977.
24. Andrews y Van Couvering, 1975.
25. La sabana es un terreno tapizado de hierbas con adecuado drenaje y
cubierto de un 1O % a un 40 % de árboles (Retallack, Dugas, y Best-
land, 1990).
26. Andrews y Van Couvering, 1975; Van Couvering, 1980; Retallack,
Dugas y Bestland, 1990.
27. Andrews y Van Couvering, 1975; Van Couvering, 1980; Axelrod y
Raven, 1977; Maglio, 1978; Bernor, 1985; Vrba, 1985.
28. Kay, 1981; Pilbeam, 1985.
29. Greenfield, 1980, 1983; Andrews y Cronin, 1982; Conroy y otros,
1990.
30. Wolpoff, 1982; Ciochon y Fleagle, 1987.
31. LA DIVERSIFICACIÓN HUMANA EN EL TIEMPO: la información prove-
niente del ADN y de las diferencias entre la humanidad y los simios
africanos determinadas por medio de análisis bioquímicos, anatómicos
y genéticos sugiere épocas para la diversificación de la línea humana
que varían un poco. Los cálculos van de los 1O a los 4 millones de
años antes de la época presente. (Véanse Sarich y Wilson, 1967a,
1967b; Cronin, 1983; Sibley y Ahlquist, 1984; Andrews y Cronin,
1982.) Información más reciente señala que los seres humanos están
más íntimamente relacionados con los chimpancés, y que los gorilas
se diversificaron más temprano (Miyamoto, Slightom y Goodman,
198 7). Partes de esta investigación, sin embargo, se han puesto en
duda (Lewin, 198 7b).
32. Veit, 1982.
33. Nadler, 1975.
34. Veit, 1982.
35. Fossey, 1983.
36. Darwin, 1871; Freud, 1918; Engels [1884], 1954.
3 7. Lucrecio, 1965, 162-63.
38. Kano, 1979; Kano y Mulavwa, 1984.
39. Kano, 1979; Badrian y Malenky, 1984.
40. De Waal, 1987; Thompson-Handler, Malenky y Badrian, 1984; Kano
y Mulavwa, 1984.
41. Kuroda, 1984; De Waal, 1987; Savage-Rumbaugh y Wilkerson, 1978.
42. De Waal, 1987.
43. Ford y Beach, 1951.
44. De Waal, 1987.

325
45. Kano, 1980.
46. EL COITO CARA A CARA EN LA NATCRALEZA: diversos animales copu-
lan cara a cara algunas veces, incluso los gorilas (Nadler, 1975), los
orangutanes (Galdikas, 1979), las siamangas (Chivers, 1978) y las ba-
llenas y marsopas (Harrison, 1969).
47. Coolidge, 1933; Zihlman y otros, 1987; Zihlman, 1979; Susman, 1984.
48. Ellen Ingmanson, antropóloga, comunicación personal.
49. McGinnis, 1979; Goodall, 1986.
50. Tutin, 1979; McGinnis, 1979; McGrew, 1981; Goodall, 1986.
51. McGrew, 1981; Goodall, 1986; De Waal, 1982; McGinnis, 1979.
52. McGinnis, 1979; Tutin, 1979; Goodall, 1986; McGrew, 1981.
53. Pusey, 1980.
54. McGinnis, 1979; Tutin, 1979; Goodall, 1986.
55. Tutin y McGinnis, 1981.
56. Bygott, 1979; Goodall y otros, 1979; Wrangham, 1979b; Goodall,
1986.
57. Goodall y otros, 1979.
58. Bygott, 1974, 1979; Goodall y otros, 1979; Goodall, 1986.
59. Teleki, 1973a, 1973b; Goodall, 1986.
60. Teleki, 1973a; McGrew, 1981.
61. Plooij, 1978.
62. Goodall, 1968, 1970, 1986; McGrew, 1981.
63. De Waal, 1989.
64. McGrew, 1979, 1981; véase también Boesch y Boesch, 1984.
65. Goodall, 1970, 1986; McGrew, 1974, 1981.
66. Goodall, 1986.
6 7. Fouts, 1983.
68. Moss, 1988.
69. Tanner, 1981; McGrew, 1981; Fisher, 1982; Mansperger, 1990; Foley
y Lee, 1989.

VII. FUERA DEL EDÉN: U na teoría acerca del origen de la


monogamia y el abandono

1. Hay y Leakey, 1982.


2. LOS TÉRMINOS H0.:\1INOIDEO Y HOMÍNIDA: tradicionalmente los antro-
pólogos usaban el término hominoideo para designar a los antepasados
de los grandes simios y de la humanidad. El término homínida lo em-
pleaban para designar exclusivamente a los antepasados de los seres
humanos. Desde entonces la ciencia de las cladísticas ha evolucio-
nado. Esta escuela de pensamiento afirma que las especies deberían
agruparse según lo reciente de sus antepasados comunes, y a causa de

326
las remotas relaciones bioquímicas entre los humanos y los oranguta-
nes y de la íntima relación entre humanos, chimpancés y gorilas, algu-
nos de estos científicos aspiran a cambiar estos términos en función de
ello. Personalmente, empleo el término tradicional hominoideo para
designar a todos los antepasados de los simios y de los seres humanos,
y homínida lo reservo exclusivamente para los antepasados de la hu-
manidad (véase Marks, 1989).
3. Leakey y Hay, 1979; Hay y Leakey, 1982.
4. Leakey y otros, 1976; White, 1977, 1980.
5. Johanson y Edey, 1981; Johnston, 1982; Lewin, 1983a.
6. Johanson y White, 1970; véanse Johnston, 1982; Susman, Stern y Jun-
gers, 1985; Jungers, 1988; McHenry, 1986.
7. Johanson y White, 1979; White, 1985; Tuttle, 1990.
8. Van Couvering, 1980.
9. [bid.; Vrba, 1985; Axelrod y Raven, 1977; Bernor, 1985.
1O. Pilbeam, 1985.
11. Binford, 1981, 1985; Blumenschine, 1986, 1987, 1989; Shipman,
1986; Potts, 1988; Sinclair, Leakey y Norton-Griffiths, 1986; Lewin,
1987b.
12. Tunnell, 1990; Schaller y Lowther, 1969; Blumenschine, 1986.
13. EL ROBO DE LA CAZA AJENA ENTRE LOS PRIMATES NO HUMANOS: Goo-
dall informó de robos de la caza ajena observados entre los chimpan-
cés de la Reserva Gombe Stream, de Tanzania, en diez ocasiones. En
la mayoría de los casos se trataba de un chimpancé que volvía para co-
mer carne abandonada por un grupo de chimpancés que habían captu-
rado y matado una presa más temprano ese mismo día. En uno de los
casos, un chimpancé robó el cuerpo exánime de un mono en el mismo
momento en que Goodall lo enfocaba con la cámara fotográfica. Los
chimpancés de Gombe no prestaban la menor atención a la carne
fresca de un cervatillo muerto ni de una gallina. Pero en cuatro opor-
tunidades chimpancés procedentes del territorio de investigación de
las Montañas Mahale, ubicado en las inmediaciones, robaron restos de
antílopes azules o de ciervos (Goodall, 1986). Los babuinos de sabana
también realizan robos de presas ajenas (Strum, 1990; Cavallo y Blu-
menschine, 1989).
14. Cavallo, 1990; Cavallo y Blumenschine, 1989.
15. McHenry, 1986; Ryan y Johanson, 1989.
16. Gaulin y Konner, 1977.
17. LOS PUEBLOS CAZADORES-RECOLECTORES MODERNOS COMO MODELO
DE LA EVOLUCIÓN HOMÍNIDA: en la década de 1960 se puso de moda
entre los antropólogos emplear a los !kung como modelo para recons-
truir la vida como habría sido durante nuestro pasado de cazadores-re-
colectores (Lee, 1968). Actualmente la tendencia cayó en desuso.

327
Wilmsen (1989) argumenta que los !kung tienen contacto con pueblos
pastores vecinos desde hace varios siglos y que sus aparentes costum-
bres de pueblo recolector de alimentos son el resultado de aconteci-
mientos históricos recientes (ibid.). Por lo tanto, los !kung no repre-
sentan la prístina sociedad cazadora-recolectora que en un momento
los antropólogos creyeron haber descubierto; tampoco ofrecen un mo-
delo adecuado para la comprensión de la vida en el pasado.
Recientemente, los antropólogos comenzaron a analizar las activi-
dades de caza y recolección de los pueblos tradicionales en términos
de «ESTRATEGIAS ÓPTIMAS PARA ALIMENTARSE». Esta línea de inves-
tigación afirma que una sociedad modificará su forma cotidiana de
obtener alimento según las dificultades para conseguirlo y procesarlo,
la constancia de la fuente y la cantidad y calidad del alimento obte-
nido, así como varios factores más, a fin de optimizar su incorpora-
ción de nutrientes y minimizar el gasto de energía, tiempo y riesgo
requeridos (Hawkes y otros, 1982; Torrence, 1989). Por lo tanto,
como desconocemos las características del microentorno específico
del África oriental en los milenios pasados, no podemos estar seguros
de que los actuales cazadores-recolectores sean modelos aceptables
para la reconstrucción de la vida de las poblaciones antiguas.
Tras estas advertencias, aún consideramos justificado afirmar que
el pueblo !kung tradicional vivió en un medio ambiente básicamente
semejante al de los primeros homínidas y que desplegaron una orga-
nización social notablemente poco contaminada por las influencias
exteriores. Por lo tanto, en mi intento de comprender nuestro pasado
continuaré recurriendo a los !kung como modelo. Véanse Schrire,
1984; Solway y Lee, 1990; Wilmsen y Denbow, 1990.
18. Sahlins, 1972.
19. Darwin, 1871, 434.
20. Tanner y Zihlman, 1976; Zihlman y Tanner, 1978; Zihlman, 1981;
Tanner, 1981.
21. Potts, 1988; Watanabe, 1985.
22. LA PATERNIDAD EN LAS DIVERSAS ESPECIE5: en los machos de nume-
rosas especies se observan conductas paternales, a pesar de que mu-
chos no son monogámicos. La manifestación paternal del macho se
presenta de dos maneras: a) cuidados directos, como por ejemplo la
alimentación y/o la carga de las crías, su custodia en ausencia de la
madre, dormir en contacto con las crías, su higienización, los juegos
y/o el entrenamiento para captura y devolución de objetos; b) cuida-
dos indirectos, como la defensa de los recursos, el almacenamiento
de alimentos o la construcción de guaridas para las crías, la colabora-
ción con las hembras preñadas o que amamantan, el marcado y/o
mantenimiento del territorio, la defensa y patrullaje de los límites del

328
propio territorio, la expulsión de intrusos y/o los gritos para espantar-
los (Kleiman y Malcolm, 1981; véase también Hewlett, 1992).
23. Wittenberger y Tilson, 1980; Kleiman, 1977; Orians, 1969; Lack,
1968; Mock y Fujioka, 1990.
24. UNA PERSPECTIVA TRANSVERSAL DE LA MOI'\OGAMlA EN LAS DIVER-
SAS ESPECIES: varias circunstancias deben concurrir para que se pro-
duzca la monogamia, y los investigadores proponen explicaciones al-
ternativas para la evolución de la monogamia en las diferentes
criaturas. El trabajo de Devra Kleiman es el que mayor influencia
ejerció sobre mi punto de vista; específicamente, su opinión de que la
monogamia se manifiesta «cuando más de un único individuo (la
hembra) es necesario para criar a los hijos» (Kleiman, 1977, 51). Esto
mismo afirmaron con otras palabras Ember y Ember (1979): «Las pa-
rejas heterosexuales aparecen siempre que la necesidad de la madre de
satisfacer sus necesidades de nutrición entran en conflicto con el cui-
dado de las crías. La duración del vínculo depende de cuánto tiempo
necesiten los cuidados de los padres.)) Creo que este factor fue decisivo
en la evolución de la monogamia en el Horno .sapien.s. Para el estudio
de la monogamia en aves y mamíferos, véanse Kleiman, 1977; Wit-
tenberger y Tilson, 1980; Lack, 1968; Orians, 1969; Rutberg, 1983;
Peck y Feldman, 1988; Mock y Fujioka, 1990.
25. CRÍAS PRECOCES: las criaturas cuyas crías nacen en un estado de rela-
tiva madurez, a diferencia de la inmadurez, se dice que dan a luz crías
precoces. Los caballos proporcionan un buen ejemplo: el potrilla
puede ver y caminar pocas horas después de nacer.
26. Kleiman, 1977; Henry, 1985; Lloyd, 1980; Zimen, 1980; Gage, 1979;
Rue, 1969.
27. Trivers, 1972; Emlen y Oring, 1977.
28. Henry, 1985; Lloyd, 1980; Zimen, 1980; Gage, 1979; Rue, 1969.
29. Orians, 1969; Mock y Fujioka, 1990.
30. Eugene Morton, Departamento de Ornitología, Smithsonian Institu-
tion, comunicación personal.
31. EL DIMORFIS.\1O SEXUAL, LA POLIGINIA Y LA .\1ONOGAMIA: en numero-
sas especies poliginias los machos se disputan físicamente el privilegio
de convertirse en jefe del harén. Los más débiles y pequeños son
ahuyentados, los machos grandes se aparean, y se produce de este
modo la selección de los machos grandes. Como los huesos desente-
rrados en Hadar y Laetoli eran de diferentes tamaños, algunos antro-
pólogos sostienen que estos individuos tenían un sistema de aparea-
miento poliginia. Dicho argumento presenta varios problemas. a) La
correlación entre machos grandes, hembras pequeñas y poliginia no es
una constante en la naturaleza. Las excepciones son tan numerosas
que los antropólogos ahora postulan que no existe ninguna conexión

329
necesaria entre el grado del dimorfismo sexual y las estrategias de apa-
reamiento (Frayer y Wolpoff, 1985; Mock y Fujioka, 1990). b) Muy
pocos huesos fósiles se encuentran en Hadar y Laetoli y las muestras
poco abundantes a menudo no expresan nada acerca de poblaciones
enteras (Gaulin y Boster, 1985). e) La diferencia de tamaño en estos
huesos se puede explicar por otras fuerzas ecológicas. El robo de la
presa ajena y la caza (así como la monogamia en serie) pueden haber
provocado la selección de los machos grandes, mientras que el dimi-
nuto esqueleto de Lucy podría deberse a una compensación de las exi-
gencias en la crianza de los hijos. A causa del embarazo y la lactancia,
los mamíferos hembra necesitan calorías adicionales, deben comer por
dos y luego amamantar a la criatura, de modo que mientras más pe-
queña fuera Lucy, menos alimento necesitaría para ella misma. Para
más datos sobre dimorfismos sexuales, véase Hall, 1982.
32. Cohen, 1980; Hassan, 1980; Lee, 1980; Short, 1976, 1984; Konner y
Worthman, 1980; Simpson-Hebert y Huffman, 1981; Lancaster y Lan-
caster, 1983; Frisch, 1978.
33. Birdsell, 1979.
34. Galdikas y Wood, 1990.
35. Raymond Hames, Departamento de Antropología, Universidad de
Nebraska, comunicación personal.
36. Briggs, 1970.
37. Gorer, 1938.
38. Heider, 1976.
39. Lancaster y Lancaster, 1983.
40. EL CICLO DE CUATRO AÑOS PARA LA RECUPERACIÓN DE LA FECUNDI-
DAD: VARIACIONES MODERNAS, ORIGEN DE LOS SIMIOS: la vida mo-
derna ha modificado este ciclo general de cuatro años para la recupe-
ración de la fecundidad humana. Incluso las mujeres que practican la
lactancia constante en la India, Bangladesh, los Estados U nidos y Es-
cocia comienzan a ovular tras un período de cinco a dieciocho meses
a contar desde el parto (Simpson-Hebert y Huffman, 1981; Short,
1984). De modo que los intervalos entre nacimientos pueden durar
apenas dos años o menos. Este fenómeno se explica actualmente por
medio de la HIPÓTESIS DEL NIVEL «ESENCIAL DE GRASA)). En los años
setenta Rose Frisch y sus colegas propusieron la hipótesis de que para
disparar el mecanismo de la ovulación la mujer necesita disponer de
los niveles adecuados de grasa (Frisch y Revelle, 1970; Frisch, 1978,
1989). A causa de la dieta hipercalórica moderna, de la falta de ejerci-
cio y de la frecuencia limitada de la lactancia, las mujeres a menudo
ovulan y quedan embarazadas pocos meses después del parto.
Sin embargo, los ciclos modernos de espaciamiento de los naci-
mientos no se ajustan a los patrones tradicionales. Cuando nuestros

330
antepasados caminaban kilómetros para encontrar qué comer ese día,
cuando se alimentaban de fruta y carne magra y las mujeres amaman-
taban a sus crías continuamente, las reservas de grasa eran inferiores y
es muy probable que las mujeres dieran a luz a intervalos de aproxi-
madamente cuatro años (Lancaster y Lancaster, 1983). La informa-
ción sobre intervalos entre nacimientos de los simios confirma la anti-
güedad de este patrón reproductor. Entre los chimpancés y los gorilas
los intervalos entre nacimientos son en general de aproximadamente
cuatro a cinco años, mientras que los intervalos entre nacimientos de
los orangutanes son casi siempre de ocho años (Allen y otros, 1982;
Galdikas y Wood, 1990).
41. Tanner, 1981; McGrew, 1981; Fisher, 1982; Foley y Lee, 1989; Mans-
perger, 1990.
42. Strum, 1990; Smuts, 1985, 1992.
43. COMPOSICIÓN DE LOS GRUPOS HOMÍNIDAS PRnl!TIVOS, Birdsell (1968)
propuso que los grupos primitivos de homínidas estaban compuestos
por aproximadamente veinticinco individuos, la mitad de los cuales
eran adultos. Este modelo estándar de los grupos sociales primitivos
de homínidas me parece razonable. Véase también Foley y Lee, 1989.
44. Laura Betzig, Programa de Evolución y Conducta Humana, Universi-
dad de Michigan, comunicación personal.
45. RAZONES ADAPTATIVAS PARA QUE LOS MACHOS VUELVAN A CON-
TRAER «MATRIMONIO»: entre los simios, los machos prefieren copular
con hembras de más edad y más maduras en lugar de con adolescen-
tes, presumiblemente porque las hembras con hijos ofrecen el antece-
dente de una buena trayectoria reproductora. Esto plantea el interro-
gante de por qué los machos homínidas ancestrales habrían de buscar
el apareamiento con hembras jóvenes en lugar de con las más madu-
ras. Considero que la respuesta reside en la ecología de la monogamia.
En las especies monógamas los machos invierten tiempo y esfuerzo en
la crianza de sus propias crías. Por lo tanto, los valores adscritos a la
juventud -como por ejemplo óvulos frescos, cuerpo elástico, persona-
lidad adaptable y futuro reproductor más prolongado- pueden resultar
más importantes para un macho que los antecedentes de una buena
trayectoria reproductora.
46. RAZONES ADAPTATIVAS PARA QCE LAS HEMBRAS VUELVA!\ A CON-
TRAER ((i\1ATRIMON1On: el psicólogo David Buss (Departamento de
Psicología, Universidad de Michigan, comunicación personal) destaca
que una vez que una mujer ha dado a luz a un niño, su valor repro-
ductor desciende, lo cual la vuelve menos atractiva para los machos
que están en su plenitud. Por lo tanto, a medida que una mujer enve-
jecía, sus apareamientos posteriores eran con hombres de menor valor
reproductor. En consecuencia, la monogamia en serie no era una es-

331
trategia adaptativa en el caso de las hembras ancestrales. Este argu-
mento es lógico. No obstante, debemos considerar diversas variables
prácticas. a) El tamaño del grupo y la escasa frecuencia de los contac-
tos intergrupales pueden haber reducido las oportunidades de las
hembras para conseguir machos potentes en sus primeros apareamien-
tos, lo cual significaba buenas posibilidades de subir en la escala en los
apareamientos sucesivos. b) El valor reproductor del primer cónyuge
de una hembra podía bajar repentinamente a causa de una lesión, por
lo tanto, aunque la segunda pareja pudiera no estar en la flor de la
edad, resultaría de mayor valor reproductor que la primera. e) Es pro-
bable que los machos jóvenes fuesen fuertes y rápidos para cazar y
proteger, aunque también fueran inexpertos, mientras que los machos
maduros indudablemente tenían más experiencia en la caza, el robo
de la caza ajena y la paternidad (aunque también tenían la carga eco-
nómica de esposas e hijos anteriores). Por consiguiente, el valor repro-
ductor de los machos probablemente variaba muchísimo a causa de
factores independientes de la edad. d) El valor reproductor de la hem-
bra puede haber aumentado con la edad en el caso de que se volviera
una recolectora más eficaz y a la vez permaneciera fértil, con lo cual
atraería a más machos potentes en sus apareamientos posteriores. Sos-
pecho que el valor reproductor de cada macho y cada hembra subía o
bajaba de acuerdo con diversas variables. Seguramente, las vicisitudes
del medio ambiente también agregaban sus propias variables. Por con-
siguiente, que las hembras temieran una estrategia reproductora de
monogamia en serie, flexible y «oportunista)) habría sido adaptativo.
4 7. Bertram, 1975; Schaller, 1972; Hausfater y Hrdy, 1984.
48. Daly y Wilson, 1988.
49. Tylor, 1889, 267-68.
50. Friedl, 1975.

VIII. EROS: La aparición de las emociones sexuales

l. Liebowitz, 1983.
2. Tennov, 1979; Money, 1980.
3. Shostak, 1981, 268.
4. Jankowiak y Fischer, 1992.
5. Liebowitz, 1983, 90.
6. Bischof, 1975; Wickler, 1976.
7. LOCALIZACIONES DEL AFECTO: los etólogos observan que los animales
se encariñan (buscan y mantienen el contacto) con diferentes cosas:
objetos, por ejemplo un árbol o una cerca; lugares, por ejemplo una
porción de terreno o de playa; individuos o grupos de la misma espe-

332
cie, por ejemplo infantes, parejas, o agrupaciones de compañeros. Las
personas se encariñan con los mismos objetos mencionados: el hogar,
ciertas porciones de terreno, niños, parientes y amigos. Varios científi-
cos han confirmado que la motivación del cariño es instintiva. Véanse
Wickler, 1976; Bowlby, 1969.
8. EL CARIÑO EN LOS ANIMALES: los cachorros pequeños, los bebés de
mono, los pollitos y los cobayos lloran cuando la madre los deja solos,
aunque estén abrigados, cómodos y no tengan hambre. El pulso car-
díaco se acelera, la presión arterial aumenta y la temperatura del
cuerpo se eleva en la medida en que la «angustia de la separación)) se
intensifica hasta alcanzar el pánico. Sin embargo, si se les administran
endorfinas u otros opiáceos naturales, estas criaturas se calman. El lo-
cus ceruleus, un área del tronco cerebral, y otros loci del cerebro tam-
bién desempeñan un papel en el pánico episódico y en los ataques de
angustia. Véase Liebowitz, 1983.
9. Michael Trupp, psiquiatra de la ciudad de Nueva York, comunicación
personal.
10. Bowlby, 1969.
11. Bieber y otros, 1962; Ruse, 1988.
12. Bell y Weinberg, 1978.
13. Ruse, 1988.
14. Merry Ratliff Muraskin, terapeuta y antropólogo de Nueva York, co-
municación personal.
1 S. Kinsey, Pomeroy y Martín, 1948; Kinsey y otros, 1953; Silverstein,
1981; Ruse, 1988.
16. Adams, 1980.
17. Daly y Wilson, 1988.
18. Stephens, 1963.
19. Hiatt, 1989.
20. Goodall, 1986.
21. Hiatt, 1989.
22. David Buss, Departamento de Psicología, Universidad de Michigan,
comunicación personal.
23. Weiss, 1975.
24. Zuckerman, Buchsbaum y Murphy, 1980; Zuckerman, 1971; Weiss,
1987.
25. Sostek y Wyatt, 1981; Weiss, 1987.
26. Kagan, Reznick y Snidman, 1988.
27. Donaldson, 1971.
28. Mellen, 1981; Donaldson, 1971.
29. Oarwin [1872], 1965.

333
IX. CANTOS DE SIRENA: Evolución de la anatomía sexual humana

1. SELECCIÓN NATURAL VERSUS SELECCIÓN SEXUAL: en términos de


transmisión de genes, no existe ninguna diferencia entre selección na-
tural y selección sexual. La distinción se refiere al tipo de selección y
al tipo de resultados adaptativos. La selección sexual se define como
selección en función de características que están específicamente co-
nectadas con el aumento de las propias posibilidades de éxito en la
atracción y obtención de parejas. Los resultados son la evolución de
rasgos útiles a la sexualidad y la reproducción más bien que adaptacio-
nes al entorno ,general. De acuerdo con Darwin, es habitual distinguir
dos tipos de selección sexual: a) LA SELECCIÓN INTRASEXUAL es la se-
lección basada en los rasgos que permitirán la competencia con miem-
bros del mismo sexo por parejas del sexo opuesto; b) LA SELECCIÓN Il\"-
TERSEXUAL es la selección basada en las características que volverán
al sujeto atractivo para el sexo opuesto. Véanse Darwin, 1871; Camp-
bell, 1972; Gould y Gould, 1989.
2. Eberhard, 1987, 1990.
3. Smith, 1984: Eberhard, 1985, 1990.
4. Daly y Wilson, 1983.
5. Smith, 1984.
6. Short, 1977; Moller, 1988; Lewin, 1988d.
7. Smith, 1984.
8. Darwin, 1871; Bateman, 1948; Trivers, 1972.
9. Monis, 1967.
1O. Gallup, 1982.
11. Lancaster, 1986.
12. Low, Alexander y Noonan, 1987.
13. Mascia-Lees, Relethford y Sorger, 1986.
14. Darwin, 1871, 907.
15. !bid., 881.
16. Alexander, 1990.
17. Ford y Beach, 195 l.
18. NEOTENIA: Ashley Montagu (1981) propone la hipótesis de que la
curvatura hacia abajo del canal vaginal de la hembra humana y el
coito cara a cara evolucionaron como subproducto de la «neotenia», o
fenómeno de irse «volviendo joven». El término neotenia alude al no-
table fenómeno de la continuidad de rasgos infantiles en la vida
adulta; tenemos varios rasgos neoténicos, incluso los rostros planos,
los cráneos redondeados, la capacidad lúdica, la curiosidad, así como
otros rasgos emocionales y físicos observables en los primates no hu-
manos durante la infancia, pero ausentes en los adultos. La vagina
curvada hacia abajo está presente en los embriones de todos los mamí-

334
feros, pero después del nacimiento el canal vaginal gira hacia atrás y
queda alineado paralelamente con la columna vertebral. Las mujeres
retienen esta orientación embrionaria de la vagina toda la vida. Mon-
tagu (1981) formuló la hipótesis de que el emplazamiento inmaduro
de la vagina humana (así como los demás rasgos neoténicos humanos)
evolucionaron en conjunto cuando la evolución favoreció el desarro-
llo del cerebro milenios atrás. El cerebro fetal en expansión requirió
que la madre diera a luz a sus criaturas en una etapa anterior del desa-
rrollo. Montagu sostiene que, junto con el parto prematuro, los seres
humanos experimentaron una maduración más lenta, una niñez más
prolongada y retuvieron numerosos rasgos infantiles que perduran en
la vida adulta, entre ellos la vagina curvada hacia abajo. Información
obtenida posteriormente se contradice con la teoría de Montagu. Di-
versos rasgos neoténicos del cráneo homínida pueden haber evolucio-
nado en diferentes momentos, lo cual indica que cada uno estuvo su-
jeto a una selección directa (Lewin, 1985).
19. Symons, 1979.
20. Rancourt-Laferriere, 1983.
21. EL ORGASMO COMO UNA FORMA DE ESTIMULAR LAS SENSACIONES FI-
SIOLÓGICAS DEL APEGO: la oxitocina, un péptido originado en el cere-
bro por la glándula pituitaria, es secretada (al menos en los hombres)
durante el orgasmo y cumple la función de producir sensaciones de
placer y plenitud sexual (Angier, 1991). Ello significa que el orgasmo
podría producir respuestas químicas que aumentan los sentimientos de
apego.
22. Smith, 1984; Alcock, 198 7.
23. Burton, 1971; De Waal, 1982; Whitten, 1982; Lancaster, 1979; Hrdy,
1981; Savage-Rumbaugh y Wilkerson, 1978.
24. LA INESTABILIDAD DEL ORGASMO FEMENINO HUMAl\'O: a partir de da-
tos relacionados con la forma en que las personas aprenden, actual-
mente se ha podido demostrar que las recompensas parciales o no
constantes las estimulan a realizar esfuerzos más persistentes que las
recompensas totales y constantes. Por eso hay quien afirma que la
frustración sexual provocada por la irregular respuesta del orgasmo fe-
menino cumplió la función de estimular a las hembras ancestrales a
buscar nuevas relaciones sexuales (Diamond, 1980).
25. LAS RELACIONES SEXUALES FUERA DEL CELO EN OTROS ANIMALES: las
hembras de chimpancé pigmeo tienen relaciones sexuales con otras
hembras de forma cotidiana. Las cópulas heterosexuales también se
observan durante la mayor parte del ciclo menstrual, si bien no todo
(Thompson-Handler, Malenky y Badrian, 1984). Los informes indican
que las hembras de delfín se masturban y copulan regularmente, con
escasos signos de periodicidad (Diamond, 1980). En las hembras de

335
varias especies de primates se observan conductas sexuales fuera del
pico central del celo, ¡;:orno por ejemplo durante las revueltas en la
manada, cuando viven en cautiverio o durante la preñez. Podrían
mencionarse numerosas excepciones, pero en términos generales la
mayoría de las relaciones heterosexuales entre las hembras de primate
ocurren en el momento pico del celo. Véanse Fedigan, 1982; Lancas-
ter, 1979; Hrdy, 1981.
26. K.insey y otros, 1953; Ford y Beach, 1959; Wolfe, 1981.
27. Ford y Beach, 1951.
28. LA MENOPAUSIA: el complejo cese programado de la ovulación cono-
cido como menopausia, que ocurre en todas las mujeres de edad ma-
dura, no parece presentarse en otros primates ni en otros mamíferos,
si bien en las hembras de elefante, en las ballenas piloto y en algunas
hembras de primates se observan algunos signos de menopausia
cuando llegan a la vejez (Alexander, 1990, Pavelka y Fedigan, 1991).
En la actualidad, algunos científicos piensan que la menopausia evo-
lucionó en las homínidas ancestrales como una estrategia adaptativa
destinada a favorecer la supervivencia de las crías existentes y de otros
parientes genéticos, en lugar de generar nuevas crías que requerirían
muchos años de cuidados. En consecuencia, la madre posmenopáusica
podía desempeñar los papeles de ABUELA y NIÑERA de los nietos. La
menopausia también podría ser un efecto secundario de la prolonga-
ción de la vida, o efecto pleiotrópico (Pavelka y Fedigan, 1991). Tal
vez el alto nivel de libido de la hembra homínida posmenopáusica
evolucionó para favorecer el mantenimiento de los apareamientos (y
las coaliciones político-sociales a las cuales servían de base), así como
para permitir a las hembras que continuaran obteniendo recursos adi-
cionales a cambio de las cópulas «extramaritales». Véanse Alexander,
1990; Dawkins, 1976; Pavelka y Fedigan, 1991.
29. Strassman, 1981; Alexander y Noonan, 1979; Turke, 1984; Fisher,
1975, 1982; Lovejoy, 1981; Burley, 1979; Sma!l, 1988; Gray y Wolfe,
1983; Benshoof y Thomhill, 1979; Daniels, 1983; Burleson y Trevat-
han, 1990; Hrdy, 1983.
30. Teleki, 1973a; Goodall, 1986.
31. Fisher, 1975, 1982.
32. Rosenblum, 1976.
33. PICOS NATURALES EN EL IMPULSO SEXUAL FEMENINO HUMANO: los es-
tudios indican que el pico de la sexualidad femenina se manifiesta en
la mitad de su ciclo menstrual (Hrdy, 1981). Las mujeres casadas a las
que se les suministró una amplia variedad de dispositivos anticoncep-
tivos manifestaron, durante la ovulación y prácticamente en cualquier
condición, un incremento en la actividad sexual por ellas iniciada;
esto desapareció con la administración de anticonceptivos orales

336
(Adams, Gold y Burt, 1978). Sin embargo, en una muestra de mujeres
norteamericanas casadas la intensidad de la actividad sexual alcanzó
su punto máximo inmediatamente después de terminada la menstrua-
ción (Udry y Morris, 1977). Otros estudios indican que las esposas
norteamericanas (así como las mujeres de otras culturas) experimentan
un alza de la excitabilidad inmediatamente antes o después de la
menstruación (Ford y Beach, 1951; Kinsey y otros, 1953). Esta infor-
mación me lleva a proponer que las mujeres tienen dos picos naturales
del impulso sexual: uno durante y alrededor de la ovulación, y otro
justo antes o durante la menstruación. El pico que se produce durante
la ovulación puede ser un remanente del celo. El pico en la menstrua-
ción puede haber evolucionado como consecuencia de convertirse en
bípedas. Antes de la menstruación la sangre se acumula naturalmente
en la región pelviana, y a esas alturas del ciclo el hecho de ser bípedas
podría elevar la tensión en los tejidos genitales.
34. Daniels, 1983.

X. ¿POR QUE LOS HOMBRES NO PUEDEN SER MÁS


PARECIDOS A LAS MUJERES?: Desarrollo del cerebro
sexual humano

1. Gould, 1981; Russett, 1989.


2. Mead, 1935, 280.
3. DETERMINISMO CULTURAL: el marcado viraje hacia el «determinismo
cultural» que tuvo lugar en los años veinte y treinta no se concentró
solamente en las diferencias de sexo, sino que fue una reacción inte-
lectual ante el movimiento eugenésico de aquel momento, y también
subrayó los aspectos raciales y étnicos comunes. Para una mejor com-
prensión de la historia del debate naturaleza-educación y de los acon-
tecimientos a comienzos del siglo XX que influyeron en la polémica,
véase Degler, 1991.
4. Jost, 1972; Otten, 1985.
5. Maccoby y Jacklin, 1974; McGuinness, 1976, 1979, 1985.
6. Benderly, 1987, 1989.
7. Sherman, 1978.
8. Benderly, 1987.
9. McGuinness, 1985, 89.
1O. Kimura, 1989; Weiss, 1988.
11. Fennema y Leder, 1990.
12. Maccoby y Jacklin, 1974; McGuinness, 1979; Fennema y Leder, 1990.
13. Benbow y Stanley, 1980, 1983.
14. Leder, 1990; Benderly, 1987.

337
15. Kimura, 1989; Moir y Jessel, 1989.
16. Silverman y Beals, 1990.
17. Fennema y Leder, 1990; Sherman, 1978; Benderly, 1987; Bower,
1986.
18. Darwin, 1871.
19. McGuinness, 1979; McGuinness y Pribram, 1979; Hall y otros, 1978,
1977; Zuckerman y otros, 1976; Hall, 1984.
20. De Lacoste-Utamsing y Holloway, 1982.
21. Kimura, 1983; McGuinness, 1985.
22. Geschwind, 1974; Springer y Deutsch, 1985.
23. ORÍGENES DE LA INTUICIÓN FEMENINA. UNA PERSPECTIVA DIFE-
RENTE: Donald Symons (1979) sostiene que las mujeres desarrollaron
su notable habilidad para interpretar claves no verbales porque las
hembras homínidas necesitaban seleccionar al macho adecuado para
la crianza de los hijos. Las hembras que lograban «leer» correctamente
las claves de la personalidad sobrevivían mucho más (Symons, 1979).
Los sociólogos señalan que los individuos de baja clase social son ob-
servadores más agudos de los individuos de clase alta que lo contrario.
Y podría argumentarse que la intuición femenina proviene de su larga
historia de ciudadanas de segunda clase en las sociedades patriarcales.
Los factores culturales ciertamente desempeñan un papel importante
en la capacidad personal de captar las claves no verbales. Pero sospe-
cho que las funciones ancestrales de las mujeres como cuidadoras pro-
porcionaron la presión selectiva primaria del talento intuitivo fe-
menino.
24. Kimura, 1989.
25. McGuinness, 1979, 1985; McGuinness y Pribram, 1979.
26. Whiting y Whiting, 1975.
27. Konner, 1982.
28. Miller, 1983.
29. Rossi, 1984; Frayser, 1985.
30. McGuinness, 1979, 1985; McGuinness y Pribram, 1979.
31. Otten, 1985; Moir y Jessel, 1989; Money y Ehrhardt, 1972.
32. McGrew, 1981.
33. McGuinness, 1979.
34. Leakey, 1971.
35. Behrensmeyer y Hill, 1980; Brain, 1981.
36. Bunn y Kroll, 1986.
37. Cavallo, 1990; Cavallo y Blumenschine, 1989.
38. ALGO MÁS SOBRE EL ROBO DE PRESAS MUERTAS: existe una gran polé-
mica acerca del papel cumplido por el robo de presas muertas en la
dieta homínida primitiva. Pat Shipman, por ejemplo, afirma que nues-
tros ancestros robaban en grupo en lugar de cazar, y que probable-

338
mente lo que más obtenían eran piel y tendones. Por lo tanto, «los
cuerpos de animales ... no eran troceados y trasladados sistemática-
mente a los campamentos para su ingesta colectiva>>. Véanse Shipman,
1984, 27; Shipman, 1987; Binford, 1985.
39. Potts, 1984, 1988.
40. Zihlman, 1981.
41. Lewin, 1987b; McHenry, 1986.
42. Brod, 1987; Goleman, 1986.
43. Gilligan, 1982a.
44. Ellis y Symons, 1990.
45. Bower, 1988a; Susman, 1989, 1990.
46. Johanson y Shreeve, 1989.
47. Tobías, 1991.
48. ¿QUJ.ÉN FABRICABA LAS HERRAMIENTAS Y ARRANCABA LA CARNE EN
OLOUV Al? Si bien la información reciente sugiere que los robustos
australopitecinos podrían haber fabricado y empleado herramientas, y
que esas criaturas presentaban un agrandamiento del área de Broca en
el cerebro, diversas líneas de estudio sugieren que dos millones de
años atrás los individuos Horno ha bilis fabricaban y almacenaban estas
herramientas y que idearon el sistema de escondrijos para el descarne
en Olduvai. a) Las pequeñas piezas dentarias laterales del Humo habi-
Lis indican que se alimentaban especialmente de carne (McHenry y
O'Brien, 1986). b) La capacidad craneal incrementada de esta especie
tal vez requiriera la ingesta de alimentos ricos en energía, como por
ejemplo la carne (Ambrose, 1986). e) Los huesos de Humo habilis
descubiertos están dispuestos en diseños espaciales semejantes a los
de las herramientas de hueso encontradas en Olduvai, y estos diseños
en Olduvai coinciden con los diseños de fósiles y herramientas de
Koobi Fara. d) Varios detalles anatómicos de estos huesos fósiles su-
gieren que el Horno habilis está ubicado en la línea directa de la hu-
manidad.

XI. LAS MUJERES, LOS HOMBRES Y EL PODER: La naturaleza


de la política sexual

l. Van Allen, 1976.


2. !bid.
3. Van Allen, 1976; Okonjo, 1976.
4. ENFOQUES SOBRE LA DOMINACIÓN MASCULINA UNIVERSAL: los antro-
pólogos han propuesto diversas razones por las cuales los hombres do~
minan universalmente a las mujeres. Algunos apuntan a la biología:
los hombres son por naturaleza más fuertes y más enérgicos. Por esa

339
razón los hombres siempre han dominado a las mujeres (Sacks, 1979).
Otros proponen una explicación psicológica: los hombres dominan a
las mujeres para rechazar a las mujeres poderosas de su vida (Whiting,
1965). Otros dicen que la dominación masculina universal se origina
en las funciones reproductoras femeninas, Como las mujeres engen-
dran hijos, están más relacionadas con el mundo natural que con el
cultural (Ortner y Whitehead, 1981) o con el sector privado más que
con el público (Rosaldo, 1974). A los interesados en el enfoque antro-
pológico de la dominación masculina universal y en las teorías de por
qué las relaciones entre los sexos varían de una cultura a otra, les reco-
miendo vean Dahlberg, 1981; Reiter, 1975; Etiennc y Leacock, 1980;
Leacock, 1981; Friedl, 1975; Harris, 1977; Sanday, 1981; Sacks, 1979;
Ortner y Whitehead, 1981; Rosaldo y Lamphiere, 1974; Collier, 1988.
5. Elkin, 1939; Hart y Pilling, 1960; Rohrlich-Leavitt, Sykes y Weather-
ford, 1975; Berndt, 1981.
6. Montagu, 1937, 23.
7. Kaberry, 1939; Goodale, 1971; Berndt, 1981; Bel!, 1980.
8. Reiter, 1975; Slocum, 1975.
9. Whyte, 1978.
1O. SOCIEDADES TRADICIONALES CON MUJERFS PODEROSAS: las mujeres
pigmeas del Congo, las mujeres navajo del sudoeste de los EE.UU., las
mujeres iroquesas de Nueva York, las mujeres tlingit del sur de
Alaska, las mujeres algonkian del noreste de los EE.UU., las mujeres
de Bali, las mujeres semang de las selvas tropicales de la península de
Malasia, las mujeres de la Polinesia, las mujeres en ciertas regiones de
los Andes, de África, del sudoeste asiático, del Caribe, las isleñas tro-
briand del Pacifico y las mujeres de muchas otras sociedades tradicio-
nalmente detentan un poder económico y social considerable. Véanse
Sanday, 1981; Etienne y Leacock, 1980; Dahlberg, 1981; Reiter, 1975;
Sacks, 1979; Weiner, 1976.
11. Leacock, 1980, 28.
12. Sanday, 1981, 135.
13, TIPOS DE PODER: el poder en las sociedades tradicionales se manifiesta
de diversas maneras. Sin embargo, para el sociólogo Robert Alford el
poder se divide en tres variantes bien diferenciadas: a) la capacidad
para influir o persuadir; b) la autoridad o mando formalmente insti-
tuido; e) lo que los sociólogos a veces llaman hegemonía, acepción
casi idéntica a uno de los significados del término cultura, dado que se
refiere a las costumbres no cuestionadas y aceptadas de una cultura
que invisten de poder a un sexo o individuo y no a otro (Alford y
Friedland, 1985). Se recomienda a los interesados en un análisis de la
evolución de la jerarquía y la autoridad que vean el capítulo XV del
presente libro.

340
14. Friedl, 1975; Sacks, 1971; Sanday, 1974; Whyte, 1978.
15. Friedl, 1975.
16. Shostak, 1981, 243.
17. Rogers, 1975.
18. EL ARCHIVO DEL ÁREA DE RELACIONES HUMANAS: muchos antropólo-
gos consideran dicho archivo corno una fuente muy irregular y equí-
voca debido a que la información sobre cada cultura fue recogida por
diferentes etnógrafos. Cada uno de ellos formuló preguntas diferentes
de maneras diferentes, registró sus percepciones en diferentes circuns-
tancias y con el condicionamiento de perspectivas subjetivas. Los da-
tos del archivo fueron luego tamizados por Whyte y sus colegas, redu-
ciendo aún más las posibilidades de que resultaran fehacientes.
Recurro aquí al análisis de Whyte porque no deseo pasar por alto una
fuente disponible y porque mi experiencia con la bibliografía etnográ-
fica indica que las conclusiones de Whyte acerca de este tema reflejan
algunas verdades interculturales generales.
19. Whyte, 1978.
20. Belkin, 1989; Hochschild, 1989.
21. Sanday, 1981.
22. De Waal, 1982, 1989.
23. De Waal, 1982, 18 7.
24. Hrdy, 1981; Fedigan, 1982.

XII. CASI HUMANOS: Génesis del parentesco y de la adolescencia

1. EL USO DEL FUEGO: UN TEMA POLÉMICO: en la actualidad, varios an-


tropólogos sostienen que el fuego en la caverna de Swartkrans y en
otros puntos de África, el Próximo Oriente, Asia y Europa, en los que
se constató una antigüedad que varía entre 1.800.000 y 120.000 años
se produjo por obra de la naturaleza, es decir que sería el resultado de
incendios de matorrales, erupciones volcánicas, rayos, combustión es-
pontánea o ramas incendiadas que penetraron a través de grietas en
los techos de las cavernas Qames, 1989; Binford, 1981, 1985, 1987).
Pero existen abundantes pruebas circunstanciales de que la humani-
dad que vivió en este período utilizó el fuego. a) Trows de carbón,
huesos quemados, piedras calcinadas, arcilla cocida, tierra enrojecida
y otros indicios de fuego anteriores a los 120.000 años fueron descu-
biertos en treinta y cuatro localizaciones de África, el Próximo
Oriente, Asia y Europa Qames, 1989). b) Anualmente, durante la tem-
porada de sequía, se producían pequeños incendios de matorrales, de
modo que los humanos tuvieron tanto la oportunidad de experimen-
tar a intervalos regulares con el uso del fuego, como la inteligencia su-

341
ficiente para controlarlo. e) Las cavernas son húmedas, frías e inacti-
vas; no proporcionan condiciones adecuadas para la atracción de rayos
o la combustión espontánea de estiércol en estado de putrefacción.
d) Rara vez los rayos provocan incendios importantes en pastizales, es
más, la humanidad puede haber creado las praderas del África oriental
mediante el fuego. Cuando la gente abandona una región en la actuali-
dad, las sabanas rápidamente vuelven a conformar paisajes más natu-
rales de praderas salpicadas de matorrales y árboles. e) En numerosas
cavernas de toda África y Eurasia se han hallado huesos de homínidas
ancestrales de una antigüedad correspondiente al período mencio-
nado. ¿Podrían haber sobrevivido en cavernas congeladas si no hubie-
sen controlado el fuego? Estos datos han llevado a diversos antropólo-
gos a la conclusión de que es muy probable que la humanidad que
vivió en dicho período encendiese hogueras. Véanse James, 1989;
Straus, 1989.
2. Brain y Sillen, 1988.
3. Brown y otros, 1985.
4. EL H0/110 l!,RECTUS Y EL DIMORFISMO SEXUAL: los fósiles de Horno erec-
tus muestran una reducción del dimorfismo sexual a nivel del tamaño
del cuerpo respecto a las formas homínidas más primitivas. No obs-
tante, en las notas del capítulo VII sostengo que el dimorfismo sexual
observable en el tamaño de los huesos de machos y hembras no puede
decirnos nada acerca de las estrategias reproductoras ancestrales; por
lo tanto, no analizaré aquí este rasgo evolutivo.
5. Brink, 1957.
6. Behrensmeyer, 1984.
7. Gibbons, 19906.
8. Montagu, 1961; Gould, 1977; Fisher, 1975, 1982; Trevathan, 1987.
9. Martín, 1982; Lewin, 1982.
10. Montagu, 1961, 156.
11. LA ALTRICIALIDAD HUMANA SECUNDARIA: los recién nacidos humanos
no son uniformemente altriciales; en cambio, se observa en ellos un
mosaico de rasgos, algunos de los cuales implican una mayor altriciali-
dad que otros (Gibson, 1981). En nuestros días los científicos discuten
si la «altricialidad secundaria» de algunos rasgos neonatales evolu-
cionó en respuesta a la desproporción céfalo-pelviana (Lindburg,
1982). Personalmente, empleo la explicación más difundida de que la
altricialidad secundaria es una respuesta a la desproporción céfalo-pel-
viana. Véanse Montagu, 1961; Gould, 1977; Bromage, 1987; Trevat-
han, 1987.
12. Trevathan, 1987; Bromage, 1987.
13. Fisher, 1975, 1982.
14. Trevathan, 1987.

342
15. Bromage, 198 7; Smith, 1986.
16. Lancaster y Lancaster, 1983; Lancaster, en preparación.
17. Ackerman, 1989.
18. LA EVOLUCIÓN DE LA CAZA: UNA POLÉMICA: algunos antropólogos du-
dan de que el Homo erectus cazara grandes animales; sostienen, en
cambio, que el Hamo erectus subsistía primordialmente gracias al robo
de la caza ajena (Binford, 1981, 1985, 1987). Personalmente, y por las
razones que siguen, pienso que el Homo erectus cazaba grandes piezas:
a) Actualmente existen más de 105.000 kilogramos vivos de grandes
animales por cada kilómetro cuadrado del Parque Nacional Albert, en
Uganda, y la información arqueológica sugiere que un millón de años
atrás prevalecían las presas salvajes. b) El Homo erectus fabricaba he-
rramientas de piedra adecuadas para la función de descarnar piezas de
caza, y dichas herramientas han sido encontradas a lo largo de las
márgenes de los ríos, donde las bestias acudían para beber. e) Los hal-
cones cazan; los tiburones cazan; los lobos cazan en manadas coordi-
nadas; los chimpancés cazan grandes animales en relación con su pro-
pio tamaño y no dejan rastros arqueológicos de sus matanzas; no es
realmente necesario un cerebro humano moderno para matar y comer
carne. Pienso que el Homo erectus ya cazaba, mataba y compartía la
carne hace un millón de años.
19. Jia y Weiwen, 1990.
20. EL JJOMO SAPIENS ARCAICO: varios antropólogos piensan que es el
Homo sapiens arcaico, en lugar del Homo erectus, la especie represen-
tada en estos yacimientos tardíos (Wolpoff, 1984). Más aún, algunos
de ellos piensan que el Homo erectus era una especie única que cam-
bió gradualmente a lo largo del tiempo (ibid.); otros piensan que estos
huesos representan diversas variedades o incluso especies indepen-
dientes y que sólo una de las ramas condujo al Hamo sapiens moderno
(Lewin, 1989).

XIII. LA PRIMERA SOCIEDAD OPULENTA: El surgimiento


de la conciencia

l. Conkey, 1984.
2. Service, 1978; Pfeiffer, 1982.
3. Gargett, 1989; Chase y Dibble, 1987.
4. Para un análisis de los argumentos esgrimidos en torno a la evolución
del Hamo sapiens neanderthaLensis, véanse Delson, 1985; Mellars, 1989.
5. Holloway, 1985.
6. Arensburg, 1989.
7. Lieberman, 1984; Laitman, 1984; Laitman, Heimbuch y Crelin, 1979.

343
8. Leroi-Gourhan, 1975; So!ecki, 1971, 1989.
9. Gargett, 1989; Chase y Dibble, 1987.
10. Mellars, 1989.
11. ORÍGENES DEL HOMO SAPIENS SAPIENS: LAS TEORÍAS: algunos antropó-
logos opinan que el Horno ere etus surgió de África hace cosa de un
millón de años y que luego, siguiendo líneas paralelas en diferentes
regiones de África y Eurasia, es decir, según el modelo «candelabro)),
evolucionó poco a poco hasta convertirse en lo que son los pueblos
modernos. Otros piensan que un único conjunto de pueblos modernos
se originó en África hace más de 100.000 años y que desde allí se dis-
persó por todo el Viejo Mundo, reemplazando a medida que avanza-
ban a poblaciones preexistentes y más primitivas (entre ellas el hom-
bre de Neanderthal), es decir, la hipótesis del «arca de Noé» o de
«todo comenzó en África». Ciertos yacimientos de África y Medio
Oriente, de una antigüedad que supera los 70.000 años, proporcionan
pruebas de la existencia de pueblos plenamente modernos. También
se encontraron restos de esqueletos de pueblos plenamente modernos
en el sudeste asiático, Australia, Nueva Guinea y en el Nuevo Mundo.
12. Para estudiar otras hipótesis respecto a los orígenes del arte, la cultura
y la organización política del Alto Paleolítico, véanse Conkey, 1983;
Price y Brown, 1985; Johnson y Earle, 1987; Cohen, 1977.
13. G!adkih, Kornieta y Soffer, 1984.
14. White, 1986.
15. !bid.; Mellars, 1989.
16. White, 1989a, 19896.
17. LA CERÁMICA PRIMITIVA, ¿UNA ACTIVIDAD AL SERVICIO DE LO RI-
TUAL?: los restos arqueológicos procedentes de Checoslovaquia sugie-
ren que estas estatuillas cumplían fines ceremoniales. En las laderas
inferiores de los montes Pavlov, en lo que hoy es conocido como Mo-
ravia, hace 26.000 años estos antepasados construyeron sus casas de
frente a la confluencia de dos ríos de tortuoso recorrido. A ochenta
metros sobre el nivel de la aldea, en una ladera rocosa, construyeron
una depresión circular con cúpulas en dos lados, uno de los varios
hornos descubiertos en la región. Dentro de la construcción se encon-
traron miles de fragmentos de estatuillas, hechas de una cerámica
fuerte y durable compuesta de grasa de mamut mezclada con ceniza de
huesos, loes y algo de arcilla. Sólo una de las esculturas de estos yaci-
mientos de Moravia permanece intacta, un glotón del tamaño de un
puño. O nuestros antepasados eran unos pésimos alfareros o su inten-
ción era destrozar su obra a fin de adivinar el futuro o para algún otro
fin ceremonial (Vandiver y otros, 1989).
18. Fox, 1972, 1980; Bischof, 19756: Frayser, 1985.
19. Cohen, 1964; Fox, 1980; Malinowski, 1965.

344
20. Tylor, 1889.
21. LA EXOGAMIA COMO ESTRATEGIA PROCREADORA PRIVILEGIADA: los
antropólogos ponen especial cuidado en la distinción entre las re-
glas sexuales, como el tabú del incesto, por ejemplo, y las reglas re-
lativas al matrimonio. Sin embargo, estos fenómenos están íntima-
mente relacionados, y las evidentes ventajas políticas de aparearse
fuera del círculo de la familia inmediata bien podrían haber favore-
cido la difundida tradición humana de la exogamia, el matrimonio
con individuos externos a la comunidad. En un estudio intercultu-
ral de los patrones de matrimonio de 62 sociedades, Suzanne Fray-
ser (1985) informa que en el 35 % de los casos es imperativo con-
traer matrimonio Juera de la comunidad; en el 42 % de los casos se
espera que los sujetos se casen dentro de la comunidad; y en el
resto no se especifican preferencias.
22. ENDOGAMIA: a menudo son necesarias numerosas generaciones de
endogamia muy cercana para que los genes dañinos sean seleccio-
nados y causen las tan temidas alteraciones dentro de la línea de
una familia. En realidad, cierta cantidad de endogamia es necesaria
para acentuar los rasgos positivos; ése es el motivo por el cual los
criadores cruzan a los perros buscando por ejemplo un cierto tem-
peramento o capacidad de resistencia. Para una adecuada salud ge-
nética, una especie necesita la proporción de endogamia necesaria
para fijar los rasgos positivos y la proporción de exogamia que en-
mascare los genes deletéreos recesivos y enriquezca el genoma con
material genético nuevo y vital. De modo que, si bien el tabú del
incesto (el apareamiento con miembros de la familia de origen) es
universal, el apareamiento entre primos hermanos es obligatorio o
privilegiado en muchas sociedades (Bischof, 1975; Daly y Wilson,
1983).
23. Westermarck, 1934.
24. Spiro, 19 58.
25. Shepher, 1971, 1983.
26. Bischof, 1975b; De Waal, 1989.
27. Sade, 1968; Bischof, 1975b.
28. Bischof, 1975b; De Waal, 1989; Daly y Wilson, 1983.
29. Frayser, 1985, 182.
30. Frazer [1922], 1963, 702.
31. Darwin, 1871, 47.
32. Chance, 1962.
33. Fox, 1972, 292.
34. !bid., 287.
35. Eibl-Eibesfeldt, 1989.
36. Damon, 1988; Kohlberg, 1969.

345
3 7. Kohlberg, 1969; Gilligan y Wiggins, 1988; Damon, 1988; Kagan y
Lamb, 1987.
38. Darwin, 1871, 493.
39. Maxwell, 1984.
40. Alexander, 1987, 102.

XIV. PASIONES VOLUBLES: El idilio de antaño

l. Shostak, 1981; Gregor, 1985.


2. LAS DffERENCIAS DE EDAD ENTRE LA NOVIA Y EL NOVIO: es corriente
en todas las culturas del mundo que el novio sea varios años mayor
que la novia (Daly y Wilson, 1983).
3. Shostak, 1981, 226.
4. Los hereros son pueblos pastores que se asentaron en la región de los
!kung dobe a mediados de los años veinte.
5. LA INTIMIDAD PARA EL SEXO: en todo el mundo las personas procuran
copular en privado. Los chimpancés, los babuinos y otros primates al-
guna que otra vez se ocultan con la pareja detrás de los matorrales
para copular, pero en general los primates realizan el coito a la vista
de sus semejantes. El impulso humano de copular en privado y sin in-
terrupciones es probablemente un rasgo más surgido en las llanuras
africanas cuando, milenios atrás, nuestros antepasados primitivos co-
menzaron a aparearse.
6. LA ESTIMULACIÓN ERÓTICA PREVIA AL COITO: los habitantes de Po-
nape y de las islas Trobriand, en el Pacífico insular, dedican horas a la
estimulación previa, mientras que los lepcha, de Sikkim, casi no se
acarician antes del coito. La cantidad de juegos eróticos previos al
coito varía de una sociedad a otra. Tras el análisis de los estudios rea-
lizados en el mundo sobre estimulación erótica, Goldstein (1976a)
enumera en orden decreciente según la preponderancia mundial los
diversos tipos de contacto previo a la cópula. Las caricias en todo el
cuerpo son el tipo de estimulación más difundido; instintivamente te-
nemos tendencia a abrazarnos, tocarnos y acariciarnos antes de hacer
el amor. El «beso simple», el contacto boca a boca, está tan próximo a
la universalidad que probablemente también sea básico en nuestro re-
pertorio sexual humano, a pesar de las escasas culturas en las cuales el
beso resulta repugnante (Ford y Beach, 1951). El beso de lengua tam-
bién es muy común. Acariciar los pechos de la mujer aparece en tercer
lugar en el listado decreciente de las formas de estimulación sexual
previa según su preponderancia mundial. A continuación aparecen la
caricia de los genitales femeninos, la estimulación oral de sus pechos,
la caricia de los genitales masculinos, la felación, el cunilinguo, el ani-

346
lingU5 y, por último, la estimulación dolorosa de partes del cuerpo
(Goldstein, 1976a). La estimulación previa se observa asimismo en
otras especies. Las aves golpetean mutuamente sus picos. Los perros
se lamen. Las ballenas se golpean recíprocamente con las aletas. La
mayoría de las aves y de los mamíferos realizan algún tipo de estimu-
lación precopulatoria.
7. LA COVADA: en diversas sociedades del mundo se observa una tradi-
ción conocida como la covada, del francés couver, «incubar o empo-
llar». Dicha costumbre establece que el padre imite algunas de las
conductas de su esposa durante el embarazo y cuando se aproxima el
momento del parto. En algunas culturas el hombre simula sufrir los
dolores físicos del parto; en otras simplemente cumple con ciertos ta-
búes de la nutrición. Los mehinaku, por ejemplo, sólo exigen que se
cumplan algunas restricciones dietéticas. En algunas ocasiones, el pa-
dre (que no es el marido de la mujer) cumplirá con las restricciones de
la covada; pero es más frecuente que pase por alto estas tradiciones
para que su vínculo con la madre del recién nacido no quede en evi-
dencia.
8. RITUALES DE LA PUBERTAD: la mayoría de las culturas celebran el in-
greso en la pubertad con ceremonias destinadas tanto a los muchachos
como a muchachas, de modo que probablemente en época de nuestros
antepasados ambos sexos eran sometidos a rituales puberales antes del
casamiento. Como los matrimonios de conveniencia también son co-
munes en el mundo entero, es posible que en aquella época fuera co-
mún que los padres seleccionaran el primer cónyuge del hijo adoles-
cente. Véase Frayser, 1985.
9. EL SEXO PRE.MATRlMONlAL: en la mayoría de las culturas del Pacífico
insular, así como en numerosas regiones de África al sur del Sáhara
y en Eurasia, los pueblos toleran el sexo prematrimonial. En muchas
regiones alrededor del Mediterráneo el sexo prematrimonial está es-
trictamente prohibido. En el 82 % de 61 culturas registradas, las
mismas limitaciones (o falta de restricciones) se aplican a ambos sexos
por igual; en dichas sociedades no se observa un sometimiento de la
mujer con respecto a las relaciones sexuales prematrimoniales. En las
culturas donde sí se observa un sometimiento de la mujer, el varón a
veces recibe un castigo más severo que su pareja; muchas de estas so-
ciedades habitan regiones de África, al sur del Sáhara (Frayser, 1985,
205).
10. EDAD MEDIA DE LA MENARQUÍA: en la actualidad, la edad media para
la menarquía o primera mestruación en las niñas blancas de los Esta-
dos Unidos es a los 12,8 años de edad; para las niñas negras la edad
media es a los 12,5 años. La pubertad temprana también es común en
las poblaciones europeas contemporáneas. No obstante, la edad de la

347
menarquía ha bajado gradualmente en los últimos ciento cincuenta
años en las culturas de los Estados Unidos y Europa. En 1840 la edad
promedio oscilaba entre los 16,5 y los 17,5 años en diversos pueblos
europeos. Esto no implica que la menarquía se esté adelantando pro-
gresivamente a través de la evolución humana. En las culturas griega
y romana antiguas, las niñas tal vez tenían la menarquía ya a los 13 o
14 años (Eveleth, 1986). Como se recordará, en los pueblos cazadores-
recolectores, en general las niñas se desarrollaban entre los 16 y los 17
años, lo cual sugiere que en los pueblos ancestrales la menarquía apa-
recía bastante cerca de los veinte años, y que la menarquía tardía es tí-
pica de la condición humana (Lancaster y Lancaster, 1983).
11. Clark, 1980; Cohen, 1989.

XV. «HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE»: Aparición de la


subordinación femenina en Occidente

l. Gregg, 1988.
2. !bid.
3. Actualmente se discute si la domesticación de plantas y animales en
Europa fue introducida por inmigrantes o si la práctica se difundió de
igual modo que otras nuevas que fueron adoptadas por los forrajeado-
res locales (Howell, 1987).
4. Nissen, 1988; Clark, 1980; Lewin, 1988a; McCorriston y Hole, 1991;
Blumler y Byrne, 1991.
5. Whyte, 1978.
6. Bullough, 1976, 53.
7. EL ABORTO no fue siempre ilegal en la historia de Occidente. Los an-
tiguos griegos, por ejemplo, estaban a favor de las familias pequeñas y
aprobaban el aborto. Las leyes sobre el aborto han variado radical-
mente en la historia occidental, en consonancia con las circunstancias
sociales.
8. Whyte, 1978.
9. Lacey, 1973; Gies y Gies, 1978; Lampe, 1987.
10. Colosenses, 3:18.
11. Hunt, 1959, 22.
12. Whyte, 1978.
13. Leacock, 1972.
14. !bid., 120.
15. Whyte, 1978.
16. EL MATRIARCADO PRIMITIVO: a pesar de la insuficiente información
disponible acerca de la ausencia o presencia de un matriarcado primi-
tivo, diversos académicos contemporáneos defienden dicho concepto

348
(véanse Fluehr-Lobban, 1979; Davis, 1971; Gimbutas, 1989). Par-
tiendo de la supervivencia de las deidades femeninas de Grecia y
Roma, de misteriosas figuras femeninas en el arte popular, de los
cuentos de hadas europeos y de dibujos de figuras de apariencia divina
en la alfarería y en los frescos primitivos, Gimbutas sostiene que los
matriarcados existieron en Europa siete mil años atrás y que estos
pueblos fueron luego dominados por pueblos merodeadores proceden-
tes de las estepas rusas que trajeron consigo tradiciones de descenden-
cia y gobierno patrilineal.
17. Whyte, 1978.
18. SUBORDINACIÓN SOCIAL DE LAS MUJERES EN LAS CULTURAS AGRÍCO-
LAS: el análisis de noventa y tres sociedades preindustriales muestra
que las mujeres en las comunidades agrícolas detentan menos autori-
dad doméstica, menos solidaridad ritual con otras mujeres y menos
control del patrimonio que las mujeres pertenecientes a sociedades de-
dicadas al cultivo de pequeñas huertas y a la caza y la recolección. Las
mujeres de las comunidades agrícolas recurren con mayor frecuencia a
formas informales de influencia. Los hombres expresan un temor más
ritualizado de las mujeres en estas culturas. El trabajo de las mujeres es
menos valorizado y se asigna menos valor a sus vidas (Whyte, 1978).
19. Leacock, 1972; Etienne y Leacock, 1980.
20. EVOLUCIÓN DE LAS JEFATURAS: Johnson y Earle (1987) sostienen que
la organización política europea caracterizada por la presencia de
«grandes hombres» permanentes o jefes surgió en el Alto Paleolítico
de 35.000 a 12.000 años atrás, a causa de la caza en gran escala y de la
necesidad de defender los territorios en las regiones densamente po-
bladas de Europa, pero que los jefes se volvieron un fenómeno co-
rriente en Europa con el desarrollo de la agricultura. Para un análisis
de la evolución de la organización política humana, véanse Carneiro,
1991, 1987, 1981; Nissen, 1988; Johnson y Earle, 1987.
21. Whyte, 1978, 169.
22. Goldberg, 1973.
23. Davis, 1964.
24. Eibl-Eibesfeldt, 1989, 267; Sapolsky, 1983.
25. Velle, 1982; Sapolsky, 1983; Rose, Holaday y Bernstein, 1971; Rose y
otros, 1974.
26. Brown, 1988. Esta tendencia aparece en toda la bibliografía antropo-
lógica.
27. McGuire, Raleigh y Brammer, 1982.
28. Raleigh y otros, en impresión; Tiger, 1992.
29. Frank, 1985.
30. Goody, 1983, 211; Queen y Habenstein, 1974.
31. Bullough, 1976; Lacey, 1973.

349
32. Hunt, 1959, 63; Carcopino, 1973, 60; Phillips, 1988.
33. Mateo, 19:3-9.
34. Phillips, 1988.
35. Gies y Gies, 1978; Bel!, 1973; Bullough, 1978; Hum, 1959; Phillips,
1988.
36. Gies y Gies, 1978, 33.
37. Queen y Habenstein, 1974, 265.
38. Gies y Gies, 1978, 18; Dupaquier y otros, 1981.
39. Bell, 1973; Power, 1973; Abrams, 1973.
40. Phillips, 1988.
41. Goody, 1983, 211; Dupaquier y otros, 1981; Phillips, 1988; Stone,
1990.

XVI. LA SEXUALIDAD DEL FUTURO: Avanzando hacia el


pasado

1. Lucrecio, 1965.
2. TASAS DE DIVORCIO: la tasa de divorcio es mucho más difícil de
calcular de lo que comúnmente se cree. En 1989 la tasa de divor-
cio anual de los Estados Unidos era de 4,7 por cada 1.000 perso-
nas, lo cual significa que aproximadamente 5 de cada 1.000 perso-
nas se divorciaban por año. Dichas cifras no dicen nada acerca de
las posibilidades que tiene una persona de divorciarse en el curso
de su vida. Para calcularlo, los demógrafos emplean el término
«método de la curva de la vida)). Analizan qué experiencia han te-
nido respecto al divorcio diversos grupos de adultos de edades pro-
gresivas a lo largo de toda su vida, y establecen todos los factores
que contribuyeron a la frecuencia de divorcio a través del tiempo
en los grupos en cuestión. Luego evalúan la fuerza actual de estos
factores, prevén nuevos factores que podrían contribuir al divorcio
y emplean todos estos datos para calcular cuántas personas se divor-
ciarán durante el año en curso y en las décadas venideras. Los
CÁLCULOS ACTUALES, resultantes de la proyección de las tendencias
de divorcio durante el presente siglo mediante la aplicación del
«método de la curva de la vida», indican que el 4 7,4 % de todos los
norteamericanos que se casaron en 1974 se divorciarán con el
tiempo, suponiendo que se mantengan estables los promedios de di-
vorcio y de muerte prevalecientes en 1975 (Cherlin, 1981, 25).
Otro pronóstico: el 54 % de las mujeres casadas en primeras nup-
cias, que en 198 7 tenían de veinticinco a veintinueve años de edad,
terminarán divorciándose (Levitan, Belous y Gallo, 1988, 1). Para
un detalle completo de los porcentajes de divorcio por edad, nú-

350
mero de hijos y estado civil anterior, véanse London y Foley Wilson,
1988.
3. Cherlin, 1981, 53; Levitan, Belous y Gallo, 1988, 32, 99; Glick 1975,
8; Espenshade, 1985.
4. Cherlin, 1978.
5. Glick, 1975.
6. Harris, 1981; Levitan, Belous, y Gallo, 1988.
7. Evans, 1987; Harris, 1981; Cherlin, 1981; Levitan, Belous y Gallo,
1988.
8. Cherlin, 1981, 35.
9. Harris, 1981.
10. Glick, 1975; Levitan, Belous y Gallo, 1988.
11. CONTROL DE LA NATALIDAD Y DIVORCIO: algunos científicos afirman
que la introducción de la píldora anticonceptiva, los dispositivos in~
trauterinos y la esterilización quirúrgica desempeñaron un papel im-
portante en la declinación de los índices de natalidad en los años se-
senta y en décadas sucesivas. Sin embargo, los índices de natalidad
también eran bajos durante la Gran Depresión, cuando las parejas en
crisis económica preferían postergar la vida de familia y las formas
modernas de control de la natalidad no existían (Cherlin, 1981, 57).
Los índices de natalidad también bajaron a comienzos de la década de
los sesenta, antes de que los métodos anticonceptivos alcanzaran su
amplia difusión posterior (Harris, 1981 ). En realidad, la natalidad
viene disminuyendo desde hace cien años, mucho antes de que los
cambios tecnológicos de control se desarrollaran (Goldin, 1990). Sin
embargo, las nuevas formas de control de la natalidad pueden haber
afectado a las tendencias demográficas de otras maneras. Mediante el
uso de estos dispositivos, más mujeres solteras pueden evitar el emba-
razo, por lo tanto menos mujeres se casan muy jóvenes, con el proba-
ble resultado de que la edad promedio para el primer casamiento haya
aumentado y de que más mujeres se incorporen al mercado laboral
más temprano. Sin embargo, el demógrafo Andrew Cherlin (1981)
llega a la conclusión de que las nuevas formas de control de la natali-
dad no fueron los factores determinantes de las tendencias de los años
sesenta a favor de matrimonios tardíos, menos hijos y más divorcios.
12. Harris, 1981, 93.
13. Evans, 1987.
14. Cherlin, 1981.
15. !bid.; Levitan, Belous y Gallo, 1988.
16. Easterlin, 1980; véanse también Cherlin, 1981; Espenshade, 1985; Le-
vitan, Belous y Gallo, 1988.
1 7. Levitan, Belous y Gallo, 1988, 77.
18. Fisher, 1989.

351
19. Levitan, Belous y Gallo, 1988, 77.
20. Norman Goodman, Departamento de Sociología, SUNY, Stony
Brook, comunicación personal.
21. EDAD EN EL MOMENTO DEL MATRIMONIO Y DIFERENCIAS DE EDAD
ENTRE MARIDO Y MUJER: el matrimonio tardío no es habitual en las
sociedades tradicionales. En el 69 % de 45 culturas tradicionales estu-
diadas, las jóvenes se casaban a una edad inferior a los 18. La catego-
ría de edad en la que aparecía la frecuencia más alta iba de los 12 a los
15 años (Frayser, 1985, 208). En el 74 % de 42 culturas, los varones
tenían un mínimo de 18 o más años en el momento de casarse. La ca-
tegoría de edad que mostraba la frecuencia más alta iba de los 18 a los
21 (ibid.). Aun en los Estados Unidos, aproximadamente el 25 % del
total de mujeres se casan a los 19 años, y esta cifra permanece cons-
tante desde 1910 (Cherlin, 1981, 10). En las culturas agrícolas el sis-
tema de dotes a menudo demora el matrimonio de una mujer que
pasó de los veinte años de edad. Actualmente, el matrimonio tardío
en los Estados Unidos es en general consecuencia de que las mujeres
prefieran terminar sus estudios universitarios e incorporarse al mer-
cado laboral (Glick, 1975). En todo el mundo los maridos suelen ser
de dos a seis años mayores que sus esposas. En los Estados U nidos la
diferencia de edad entre marido y mujer aumenta con la edad del va-
rón porque los hombres divorciados suelen casarse por segunda vez
con mujeres más jóvenes (London y Foley Wilson, 1988).
22. Barringer, 1991; Levitan, Belous, y Gallo, 1988.
23. Lancaster y Lancaster, 1983.
24. Harris, 1981.
25. Levitan, Belous y Gallo, 1988.
26. /bid.
27. /bid.; Blake, 1989a, 1989b.
28. Hunt, 1959.
29. Mead, 1966; Kirkendall y Gravatt, 1984.
30. Krier, 1988.
31. Cherlin, 1981; White, 1987; Barringer, 19896; Stone, 1990.
32. LAS LEYES DE DIVORCIO EN EUROPA Y LOS ESTADOS UNIDOS: para un
análisis de la historia de las leyes y la práctica del divorcio en los Esta-
dos U nidos y Europa occidental, véanse Phillips, 1988; Stone, 1990;
Bohannan, 1985; Dupiquier y otros, 1981.
33. PORCENTAJE DE PERSONAS DIVORCIADAS QUE VUELVEN A CASARSE Y
MOMEr-;To DEL NUEVO CASAMIENTO: la Oficina de Censos informa
que el 76,3 % de las mujeres que se divorcian antes de los treinta años
con el tiempo vuelven a casarse; el 56,2 % de las que se divorcian en-
tre los treinta y los cuarenta vuelven a casarse, y el 32,4 % de las que
se divorcian después de los cuarenta vuelven a casarse (Levitan, Be-

352
lous y Gallo, 1988). Aproximadamente el 75 % de las mujeres y el
80 % de los hombres que se divorcian volverán a casarse (Glick, 1975;
Cherlin, 1981; Levitan, Belous y Gallo, 1988). Un tercio de los adul-
tos jóvenes pueden hoy tener expectativas de un segundo matrimonio
(Cherlin, 1981, 69). La mitad de los segundos matrimonios ocurren
dentro de los tres años posteriores al divorcio (Cherlin, 1981; Fursten-
berg y Spanier, 1984).
EL N(;_MERO PROMEDIO DE AÑOS ENTRE EL DIVORCIO Y EL SE-
CUNDO MATRIMONIO es de 2,9 para las mujeres norteamericanas de
menos de treinta años y sin hijos; de 3,0 años para las mujeres con uno
a dos hijos, y aproximadamente de 4,4 años para las mujeres que tie-
nen de tres a cinco hijos (Levitan, Belous y Gallo, 1988). Otros datos
llevan a la conclusión de que lo normal es que las mujeres vuelvan a
casarse cuatro años después del divorcio, mientras que lo normal en el
caso de los hombres es que vuelvan a casarse a los tres años después
del divorcio (London y Foley Wilson, 1988). El demógrafo Paul Glick
(1975) informa que el promedio de años entre el divorcio y el nuevo
casamiento es de tres años. La cantidad promedio y mediana de años
que un niño pasa con uno solo de sus padres es de 3,98 (Marriage and
Divorce Today, 1986).
LAS TASAS DE NUEVO CASAMJhNTO han aumentado progresiva-
mente desde la década de los treinta, a excepción de la década de los
cincuenta (Levitan, Belous y Gallo, 1988, 33). Unos pocos l)IVURCIOS
más se produjeron entre las parejas hN SEGCNDAS NUPCIAS que entre
los cónyuges de primer matrimonio (Cherlin, 1981; Furstenberg y
Spanier, 1984). Muy pocos hombres y mujeres se casan más de dos ve-
ces (Levitan, 1988). Glick informa que las mujeres que se divorcian y
VUELVEN A CASARSE con un hombre soltero terminan teniendo 3, 1
hijos, y que los hombres y mujeres que se casan una sola vez terminan
teniendo 3,2 HIJOS. En los segundos casamientos entre dos personas
divorciadas, hombres y mujeres terminan teniendo un número algo
menor de hijos, un total de 2,9 criaturas (Glick, 1975).
34. Levitan, Belous, y Gallo, 1988; Espenshade, 1985; Cherlin, 1987.
35. Cherlin, 1981; Furstenberg y Spanier, 1984.
36. Marriage and Divorce Today, 1986.
3 7. Bohannan, 1985; Levitan, Belous y Gallo, 1988.
38. Bohannan, 1985.
39. Krier, 1988.
40. MÁS INFORMACIÓJ:\" SOBRE ASOCIACIONES: hay abundantes razones para
pensar que los sujetos de las sociedades basadas en el parentesco esta-
blecían lazos de familia con iguales que no eran parientes directos.
Pero es muy poco probable que estas asociaciones cumplieran la
misma función que cumplen hoy en día en la sociedades modernas, en

353
las que los lazos de parentesco no definen la vida cotidiana (Leith
Mullings, Departamento de Antropología, Centro de Graduados de la
CUNY, comunicación personal). Más aún, estas asociaciones induda-
blemente no se formarán dentro de todas la poblaciones norteameri-
canas. Por ejemplo, me parece probable que se formen con mayor fre-
cuencia en los medios urbanos que en los rurales, y que sean más
comunes dentro de algunos grupos étnicos que en otros.
41. Eveleth, 1986; Goldstein, 1976.
42. Cetron y Davies, 1989.
43. !bid.

354
APÉNDICE:
Tablas de divorcio

Gráfico 1: Evolución del divorcio en Finlandia, 1950-1987

A) Finlandia, 1950
B) Finlandia, 1966
C) Finlandia, 19 74
D) Finlandia, 1981
E) Finlandia, 1987

Gráfico 2: La comezón del cuarto año: punto álgido de divorcios en


62 sociedades, años disponibles, 194 7-1989

Gráfico 3: El divorcio en Egipto en 1978

Gráfico 4: El divorcio en los Estados U nidos en 1986


GRÁFICO 1: EL DIVORCIO EN FINIANDIA, 1950-1987

A) Finlandia, 1950

Punto álgido de divnrdos: t¡ af10s

<1 l 2 3 4 5 6 7 8 9 10-14" 15-19" 20+


Número de años de matrimonio ha.,ta el divorcio

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z Número de años de matrimonio hasta el divorcio

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Número de años de matrimonio hasta el divorcio
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Número de años de matrimonio hasta el divorcio
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Punto álgido de divorcios: 4 años
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Número de años de matrimonio hasta el divordo
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11
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<l 1 2 3456789

Los gráficos A-E muestran la evolución del divorcio en Finlandia en cinco


anos no consecutivos, según los datos de los informes demográficos anua-
les publicados por las Naciones Unidas. En 1987, por ejemplo, ochenta y
cuatro parejas se divorciaron antes de un ano de matrimonio, doscientas
veintiocho después de un ano, cuatrocientas treinta y dos después de dos
anos, y así sucesivamente. La mayoría de los divorcios tuvieron lugar entre
los cuatro y cinco años de matrimonio. Los datos sobre los divorcios entre
los quince y los diecinueve años de matrimonio son una cifra promedio,
porque en las estadísticas aparecían en un solo bloque. Los divorcios pos-
teriores a los veinte años de matrimonio están considerados como •divor-
cios entre veinte y cuarenta años,,, y también son cifras promedio. En reali-
dad, el número de divorcios desciende de manera constante a medida que
aumenta el número de anos de matrimonio. Como es posible ver en estos
gráficos, los divorcios tienden a aumentar hasta llegar a su número máxi-
mo, que se da alrededor del cuarto año de matrimonio, y esta curva se
mantiene constante, a pesar del creciente aumento en el porcentaje de
divoróos en las décadas que hemos estudiado.
GRÁFICO 2: 1A COMEZÓN DEL CUARTO AÑO: Punto álgido de divorcios en
62 sociedades. Estadísticas de los años 1947-1989 (188 casos)

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El gráfico 2 muestra la evolución del divorcio en sesenta y dos países; se


han trazado las zonas y grupos étnicos en años determinados entre 1947 y
1988 (188 casos). Posteriormente el punto álgido de divorcios para cada
uno de esos histogramas fue señalado como un segmento en el gráfico
principal. Finlandia 1987, por ejemplo, está representada como un segmen-
to en la columna cuatro. Se advierte que los seres humanos, en una gran
variedad de sociedades, tienden a divorciarse entre el segundo y el cuarto
año de matrimonio, y el número más alto de divorcios se da en el cuarto
año.
GRÁFICO 3: EL DIVORCIO EN EGIPTO, 1978

25.000
::::
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"co.,.:._
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e,,, 15.000
Punto álgido de divordos: >1 año
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o 10.000
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o
·lo

o
<1 1 2 7 8 9 15-19• 20+
Número modal de años de matrimonio hasta el divorcio

El gráfico 3 muestra que en Egipto 0978), así como en casi todos los otros
países musulmanes de los que las Naciones Unidas tienen datos disponi-
bles en el período 1947-1989, la mayoría de los divorcios tuvieron lugar an-
tes de cumplirse un año de matrimonio, y que cuanto más tiempo las pare-
jas permanecen casadas, más posibilidades tienen de continuar unidas. En
el capítulo V explicamos los motivos de esta variación.
GRÁFICO 4: EL DIVORCIO EN WS EE.UU., 1986

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N 5
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o Punto álgido de divorcios, 2 años
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<1 2 4 6 8 10 12 14 16 18 20 22 24 25-29' 30-:W 35+
Número de años d'-' matrimonio hasta el divorcio

El gráfico 4 muestra la evolución del divorcio en los EE.UU., según Vital


Statistics qf the Uníted States. Los datos sobre los divorcios entre los veinti-
cinco y veintinueve años de matrimonio. entre los treinta y treinta y cuatro
años, y más de treinta años y cinco años, son datos promedio, porque en
las estadísticas aparecían agrupados en un único bloque. La mayoría de los
divorcios tienen lugar entre el segundo y tercer año de matrimonio, y lo
mismo sucede en los otros años que he examinado del período 1960-1989.
En el capítulo V se explica esta pauta.
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400
ÍNDICE

Agradecimientos . . . . 9
AL LECTOR:
U na «forma de mirarn 11
I. EL CORTEJO
Juegos que juega la gente 17
Il. EL ENAMORAMIENTO
¿Por qué él? ¿Por qué ella? 35
lll. LOS VÍNCULOS HUMA.NOS
¿Es natural la monogamia? 56
IV. ¿POR QUÉ EL ADULTERIO?
La naturaleza de la infidelidad 72
V. RADIOGRAf·ÍA DEL DIVORCIO
La comezón del cuarto año . 94
VI. «CCANDO EL NOBLE HOMBRE SALVAJE
CORRÍA LIBRE POR LOS BOSQUES»
Nuestros antepasados: la vida en los árboles . 113
VII. FUERA DEL EDÉN
U na teoría acerca del origen de la monogamia
y el abandono . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
VIII. EROS
La aparición de las emociones sexuales 156
IX. CANTOS DE SIRENA
Evolución de la anatomía sexual humana 169
X. ¿POR QUE LOS HOMBRES NO PUEDEN SER
MÁS PARECIDOS A LAS MUJERES?
Desarrollo del cerebro sexual humano . . 182
XI. LAS MUJERES, LOS HOMBRES Y EL PODER
La naturaleza de la política sexual . . . . 202
XII. CASI HUMANOS
Génesis del parentesco y de la adolescencia 220
XIII. LA PRIMERA SOCIEDAD OPULE!',;TA
El surgimiento de la conciencia 232
XIV. PASIONES VOLUBLES
El idilio de antaño . 252
XV. 11HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE»
Aparición de la subordinación femenina en Occidente 268
XVI, LA SEXUALIDAD DEL FUTURO
Avanzando hacia el pasado. 285
Notas 305
Apéndice . . 355
Bibliografía 361

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