El Rey Casamentero 928831
El Rey Casamentero 928831
El Rey Casamentero 928831
CAPÍTULO I
Anchurosa que remedaba la sacristía de alguna famosa catedral era la estancia y todo
el empaque severo que de ordinario se halla en tales lugares, se reflejaba en el mobiliario
de este otro recinto.
Allá en el fondo, un enorme velón de Lucena reverberaba la luz de sus ocho mecheros
sobre la monda y reluciente calva de un anciano que muy ensimismado se inclinaba sobre
unos pianos que, a lo que a primera vista parecía, eran de fortificaciones.
Acudía de vez en vez a unas notas manuscritas que tenía a una parte y tornaba a los
mapas.
Un viejo lebrel, a sus pies tendido, le daba calor y le hacía ofrenda de fidelidad. Fuera,
la lluvia y el viento (que la noche era una muy cruda del mes de noviembre), azotaba sin
piedad las vidrieras y ventanales.
De una lejana torre trajo el eco el acorde de nueve sonoras campanadas. Al caer el
sonido dentro de la severa estancia no parecía sino que las horas iban a cobijarse al calor
del estudio.
La luz del velón, muy clara en la parte que tomaba bajo su imperio, buscaba la silueta
de los muebles más próximos y en fantasmales proporciones extendía las sombras por la
habitación.
Un punto de luz iba a posarse sobre el peto bruñido de una armadura que el caballero
tenía a su diestra, y el reflejo que de ella manaba era el único punto brillante que había en
todo el austero aposento. De no ser por este arnés de guerra, reliquia de pasados tiempos,
y por una panoplia llena de gumías y alfanjes tunecinos, más pudiera tenerse el aposento
por la celda de algún grave religioso que por el cuarto de un caudillo insigne.
De vez en cuando bajo la mesa sonaba el herraje de un gran brasero de bronce que,
puesto sobre la soberbia tarima de nogal, aliviaba las destemplanzas del anciano.
Aquel cuerpo rudo y fuerte que había resistido intensas heladas y devastadores
huracanes ya no podía sufrir el aliento del Guadarrama ni la neblina del Manzanares.
No se advertía otro ruido que el crujir de los papeles entre las sarmentosas manos del
prócer.
Se oyó el chirrido de una puerta. Alzó el viejo la cabeza y los resplandores del velón
acusaron las duras facciones del Duque de Alba.
El señor don Fernando Álvarez de Toledo, como quien dice el brazo diestro de Felipe
II, era hombre como de sesenta a sesenta y dos años, mostraba muy recia complexión y
la rudeza de su rostro encuadraba muy bien con la severidad del aposento.
Se desperezó el lebrel bostezando estrepitosamente.
Sobre la alfombra de la contigua estancia se sintió la pesadumbre de unos callados
pasos, y seguidamente, sin ruido alguno, se descorrió un magnífico tapiz que servía de
cancel al aposento de S. E. y apareció un apuesto mancebo en cuyas angulosas facciones
encuadradas por pulcra y sedosa barba negra se acusaban las enérgicas líneas de los
Álvarez de Toledo.
—Dios le guarde, padre y señor —dijo respetuosamente, y fue a besar la diestra que
el duque le tendía.
—Ya era tiempo que te dejases ver esta noche.
—Pues, ¿tan urgente es mi presencia? —preguntó el mezo.
—Mucho, que hay mucho que tratar y ciertamente que poco agradable. Bien que me
pesa, tanto por tratarse de ti como por quien nos ordena esta entrevista, que no es menos
que el Rey.
Apartó S. E. a un lado las cartas geográficas en que sin duda buscaba nuevos estados
que regalar a su amo y señor y se dispuso, con mucha parsimonia, a entablar plática con
su primogénito.
Se diría que el brillo de los ojos y las angulosidades del rostro se acentuaban como
esas arbitrarias y maravillosas figuras que viera la calenturienta imaginación de El Greco.
Un criado pidió venia para entrar en el preciso instante en que la conferencia iba a
comenzar. Dado que fue el permiso, dijo el fámulo que en la antecámara esperaba un
correo de Alba.
Puestos en repujada bandeja de plata entregó el lacayo unos pliegos. Los abrió el
duque saltando los sellos con un estilete de oro, y así como pasó la vista por ellos, los
dejó junto a los otros papeles diciendo a su hijo don Fadrique:
—Este capellán y estos colonos han de acabar con mis días antes que los años y los
achaques: que el año es malo, que si se han perdido las viñas. Todo son lamentaciones…
Mandó al criado que esperase el correo y, para que la espera se le hiciera más corta,
que le diesen de cenar.
CAPÍTULO II
—Este lance de los locos amores en que te has complicado con doña Magdalena de
Guzmán —habló el duque así como se vio a solas con su hijo— más pesares tiene que
traernos de lo que imaginamos, porque es cosa en la que ha tomado cartas S. M., y ya
sabes que don Felipe lleva tan a punto las buenas costumbres caseras como el gobierno
de sus estados. Con esta aventura tan sin seso has venido a destruir los planes que yo
acariciaba de casarte con tu prima doña María.
—Padre —repuso don Fadrique—, ciertamente que en este mal paso no me cabe otra
disculpa que los arrojos de la mocedad y la notable lindeza de doña Magdalena, que aun
pudo ser que sabiendo que iba a traer vuestro enojo y la ira del Rey, ni tanto respeto, ni
tanta autoridad fueran bastante a contenerme; además, padre y señor, que cuando el
malaventurado martelo comenzó, nada sabía yo de los proyectos que tuvierais con mi
prima, ni por otra parte es ella mujer a quien yo me habría detenido a mirar más que como
a hermana. Pero, ya en mí el tiempo y el hastío han hecho lo que yo no pensé que pudiera
llegar con doña Magdalena, que es serme enojosa. Ved aquí por tanto que yo soy quien
os pide que me ayudéis a sortear los escollos para libarme del capricho del Rey.
A esto replicó el Duque:
—Esta mañana hallé en el Alcázar a Fray Diego de Chaves, que me puso en
antecedentes de lo que de este pleito se habla en la cámara real. Doña Magdalena, quejosa
de tu desvío, se querelló con el rey, el cual le prometió hacerla justicia como a su rango
corresponde.
De un momento a otro espero ser llamado por Su Majestad, quien seguramente, para
castigar tu falta, si no estás dispuesto a repararla con el matrimonio, no tendrá en cuenta
los servicios que mi brazo ha prestado a su corona.
—En consecuencia, padre —arguyó don Fadrique—, queréis pedirme que admita por
esposa a doña Magdalena; si es así, permitidme que os responda que no es costumbre en
la casa de Alba llevar mancebas al tálamo nupcial.
—¡Mozo! —exclamó el viejo caudillo, dando tan gran puñada en la mesa que hizo
zozobrar cuando sobre ella había—, medid las palabras y no se os olvide que en mi casa
no ha de haber otra voluntad que la mía, y si la tal fuese que os caséis con la Guzmán,
aunque en tomarla por vuestra os fuese la vida, la tendríais que tomar solo porque yo lo
mandaba; pero en esta ocasión es empeño y conveniencia de esta casa que no sea así. Vos
no debéis de casaros con otra mujer que con vuestra prima. Así se lo haré entender a Su
Majestad cuando se digne llamarme.
—En todo sabéis, padre y señor, que me tenéis siempre sumiso y fiel a vuestro
mandato, y mucho me complace que en este punto os parezca bien mi decisión.
—No es que me parezca bien —atajó prestamente el duque— el que os dediquéis a
embaucar mujeres, y las hagáis perder la honra, pero está el naipe en que este matrimonio
que quiere concertar el monarca no nos conviene, y es menester arbitrar todos los medios
posibles para que no se lleve a cabo. No harás más que obedecerme en todo, y yo te fío
que, aunque otra cosa quiera don Felipe, habremos de salirnos triunfantes con nuestro
empeño. Además, que yo no sé por qué pueda ser tan grande el interés de Su Majestad
por doña Magdalena que mire por ella como por una hija. Ella no es ya ninguna niña y
sabe muy bien el alcance que pueden tener sus actos. Tomaré consejo de Fray Diego de
Chaves y ya veremos si por este camino se da de lado el regio empeño.
—Dios lo haga —replicó el mayorazgo—, pues si da en tomarlo con la testarudez que
suele, muy bien puede darnos que sentir. ¿Tenéis ahora algo más que mandarme?
A lo que respondió el duque, ya más humano:
—Nada más, sino que todo lo dejes a mi cargo y no te pesará.
Se retiró el galán de la estancia de su padre, si tranquilo por ver que este aprobaba su
resolución, desasosegado por tener al rey de la parte contraria.
Miles de historias se le venían a la cabeza, que hablaban de modo elocuente de quién
era Felipe II cuando tenía empeño en lograr una cosa, así fuese la mayor hazaña como la
más infame avilantez, que junto a su gran talento político tenía un corazón de hombre
egoísta y vengativo.
Recordaba el suceso con la divina tuerta doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa
de Éboli y condesa de Mélito.
La cobarde alevosía con Escobedo, y de entre todos los hechos o fantasías, el que con
mayor fuerza se le representaba era la cruel persecución de Antonio Pérez, que tan tristes
consecuencias había de traer al reino de Aragón…
CAPÍTULO III
No eran aquellas damas de la reina doña Ana como cohorte de grandeza y respeto
solamente que cualquiera que no tuviera costumbre desgastar alfombras de redas
antecámaras, creyera que fuesen espléndida servidumbre del rey Amor.
La austeridad de Felipe II no llegaba a tanto como para ordenar que la servidumbre
de sus esposas alejara del ánimo de los cortesanos el buen gusto por el bello sexo, y así,
si mucha ranciedad había en la ejecutoria de las damas, no solía faltar la hermosura en los
rostros ni la bizarría en la figura.
¡Cuántos graves y encumbrados caballeros tuvieron que alegrarse mucho de que en
este punto femenil flaqueara un tanto la rigidez del monarca y aun alguno de ellos,
después de haber gustado la miel, tuvo que dolerse de que el dulzor le pasara de los labios
y le empalagara el corazón!
De entre todas las damas de Su Majestad, era acaso doña Magdalena de Guzmán la
más bizarra y apuesta.
Por la esplendidez de su estampa, más devotos solía traer en su torno que muchos
santos de los altares.
La belleza de la persona unía tan bien el agrado del trato y amenidad de su charla, que
la reina la distinguía sobre todas las demás.
Parece que una tarde hubo en palacio no sé qué fiesta para festejar el arribo de una
embajada extraordinaria que enviaba al católico fundador del monasterio escurialense el
lejano reino de Persia y toda la grandeza de la corte se desparramó por los salones de la
regia mansión.
Amor, que en toda fiesta donde hay hombres y mujeres gusta de meter su cuarto a
espadas, enredando más que el diablo, anduvo por allá haciendo muy buenos y traviesos
conciertos, y fue uno de los tales el de la magnífica dama y el mayorazgo de la casa de
Alba.
La belleza de doña Magdalena acertó a cautivar en forma al apuesto marqués de Coria,
(que este título nobiliario tenía el primogénito del Terror de Flandes), que presto le tuvo
por su único adorador, y con tantas veras hubieron de tomarlo ambos, que, para cuajar el
martelo en matrimonio, no necesitaban otra cosa que la bendición de la iglesia, pues todo
lo demás lo habían tomado ellos por su cuenta y riesgo con mucho contentamiento.
Mas como Amor no tiene nada de callado y discreto, y de cuanto hace da, como dicen,
un cuarto al pregonero, no tardó en saberse en Palacio por qué pasos andaban los
amartelados, aunque en verdad pocos creían que hubieran traspasado las lindes del pecado
por el que la humanidad perdió las delicias del Paraíso.
La reina llamó un día a su camarista predilecta, y le dijo con muestras de alegrarse
mucho, porque ya es sabido que la quería bien:
—Venid acá, hija, que os dé la enhorabuena, que ya sé lo bien que marchan los
negocios de vuestro corazón con el marqués de Coria.
—Señora —respondió doña Magdalena bajando los ojos como una novicia.
A lo que replicó la soberana:
—No neguéis, que estoy muy bien enterada; ya sabéis que las personas reales tenemos
muy buenos correos de gabinete. ¿O es que acaso querías ocultarlo porque aún no están
muy firmes las raíces de ese cariño?
—Eso no, señora —protestó graciosamente la enamorada—, si ya es tiempo de decir
la verdad, como parece, sepa Vuestra Majestad que yo quiero a don Fadrique un punto
más de lo que él me quiera. Si bajé ahora los ojos y no se movió la lengua al compás del
corazón, fue porque entendí que Vuestra Majestad estaría enojada por haber tenido
noticias de ello por otra boca que la mía.
—Ello, ¿Por qué? Estas cosas acontecen saberse siempre por referencias ajenas. Se
comentan, se charlan, se sopesan las ventajas y las contras, no ya por alegrarse de aquellas
y dolerse de estas, sino por el humano afán de la murmuración, y a la postre, hasta
nosotros llegan, a pesar de estar a tanto nivel del suelo —prosiguió la reina, y continuó la
dama:
—No piense Vuestra Majestad que yo hubiese podido permanecer mucho espacio sin
comunicárselo, que para mí no hay ni puede haber suceso notable en mi vida, si no lo
muestro al parecer de mi reina y señora.
Agradeció la reina la fineza de su azafata, y, tras las palabras de gratitud, continuó:
—Mas, como sabéis que os quiero bien, se me acude un recelo, que siempre somos
desconfiadas las mujeres.
—¿Y es ese recelo? —preguntó respetuosa la Guzmán, a que respondió la soberana:
—Que el amor os ciegue y no sea el marqués tan digno de vos como tenéis merecido.
Al escuchar esta duda la hermosa dama, se nubló en celosos temores, y tornó a
preguntar, más con el alma que con los labios:
—Pues, ¿cómo? ¿Por acaso sabe algo Vuestra Majestad? Por quien es, le suplico de
rodillas, si es menester, que me diga si alguna cosa sabe que no me esté bien creer de mi
don Fadrique.
—No, mujer —replicó riendo bondadosamente la reina—, nada sé que pueda
redundar en menosprecio de vuestro galán; ello no ha sido más que un escrúpulo de mi
cariño, que todo se le hace poco para vos.
—¿Desde luego le parece bien a Vuestra Majestad el hombre que tengo elegido para
dueño de mi corazón? Dígamelo, señora, sin que en vuestro pensamiento quede la más
pequeña sombra de recelo —volvió a insistir la enamorada.
—No solo me parece bien —la tranquilizó la soberana—, sino que creo que aparte de
la noble inclinación que desde luego doy por cierto que ha tenido este querer, es partido
que os conviene mucho, y veréis cómo cuando el rey lo sepa ha de ser de la misma
opinión.
Por un largo espacio prosiguieron charlando la reina y la dama, y parece que fue toda
la charla que a doña Magdalena correspondía un continuo elogio de las buenas prendas
de su galán.
Escuchaba doña Ana con mucha complacencia, como si fuese una bondadosa madre
que se encantara con los felices proyectos de su hija.
De vez en cuando detenía la encomiástica charla de la azafata para poner al margen
un buen consejo, que siempre era acertado y como sapientísimo comentario de la ciencia
moral y cristiana que trae en sí el séptimo sacramento, aunque tengo para mí que en este
caso era como simiente que cae fuera del surco.
CAPÍTULO IV
Mal se compaginaban las amorosas inquietudes de la hermosa doña Magdalena con
las miras y cortesías que sobre su belleza comprometiera el primogénito del mejor general
de las huestes de Felipe II.
Ella, como ya había expresado a la reina su señora, dejándose querer y siendo nada
esquiva ni zahareña a las asiduidades de su galán, le había tomado tan dentro de su ánima,
que para sacarle de tan hondo fuera necesario arrancarla el corazón.
Hartos días pasaba la enamorada esperando la vuelta de su amor, que estaba en las
montañas de Toledo divirtiéndose en una cacería, y en todo el tiempo que llevaba en ella
(y ya iba para mucho) no dejaba de tenerle presente como si fuese la luz de sus ojos.
Mas nunca en todo este dicho compás de espera, y aunque sabía que a diario venían a
la corte correos de aquella parte, hubo alguno que fuese portador de dos letras para ella.
Miles de figuraciones extrañas, aunque ninguna de ellas tenía semejanzas de olvido,
se le venía a la cabeza y al corazón cada vez que miraba caer la tarde sin recibir ni la
presencia ni la memoria escrita de su mancebo.
Un anochecer en que puesta ante un ventanal estaba con los ojos y el alma hincados
en la lejanía, esperando al que tardaba tanto, pasó el bufón del rey, y con esa insolencia
que tenían estas sabandijas palatinas, exclamó, adivinando la angustia de la dama:
—¡Vélame Nuestra Señora y qué de nubes entristecen este buen otoño! Como ellas
den en nublar el cielo, no ha de tardar el invierno en venir duro y frío, que no habrá quien
le pueda sufrir.
Nada respondió la Guzmán, que era muy comedida, y aun puede que no oyera la
descortesía, pues, como digo, no parecía vivir en otro mundo que el de sus angustiosos, y
amonados pensamientos.
***
Era finales de noviembre.
Ya el invierno había entrado con tal empuje y hosca autoridad que no parecía sino los
comienzos de enero.
La sierra vecina, que desde los ventanales del Alcázar se veía, estaba bellamente
coronada por la nieve, haciendo con su inmaculado reflejo pálido el celaje, blanca la
tierra.
La intensa mancha verde que ya por aquellos contornos tiene ramalazos de la árida
Castilla era fortísimo imán de sus melancolías.
Se diría que todo el paisaje que a simple vista se alcanzaba era el espejo de su espíritu
acongojado. En el terruño se reflejaban los suspiros, en el verdor perenne de los pinos las
esperanzas y en las aguas del río el caudal de las lágrimas.
Subiendo la empinada Cuesta de la Vega, venía un pastor con sus rebaños y sus perros;
junto a él un lego mendicante departía amigablemente y le ayudaba a gobernar el ganado.
En ellos tuvo doña Magdalena puestos los ojos muy gran espacio, hasta que coronaron
el áspero repecho y entraron en la coronada villa.
No se acertaba a explicar por qué aquel sencillo cuadro traía un poco de consuelo a
su ánima. Sin duda por la paz y sosiego que lo componían.
Pensaba ella que aquellos hombres no deberían de tener más anhelos ni más cuidados
que los que llevaban delante de los ojos; el pastor, sus ovejas y sus mastines y el lego el
asnillo que le precedía cargado con las alforjas. Ahí debía finarse el mundo para ellos; ni
egoísmo ni ilusiones.
¡Qué dicha poder vivir con esta tranquilidad! ¡No hay pena como el amor!
La tarde caía melancólicamente; la luz comenzaba a faltar en el cielo; la poca que aún
quedaba comenzaba a agonizar en los altos picos de la sierra…
Luego, su pensar mudó de orden; discurría que era aquel el más apropiado fondo para
las fantásticas y milagrosas apariciones que de ordinario leía en los libros devotos.
Y estándose como estaba bien dispuesta para echar a volar la imaginación, he aquí
que en un momento que puso los ojos en el jardín palatino dio un grito que lo mismo pudo
arrancársele la sorpresa que el despecho...
Por una de las sendas que pasaban ante el ventanal, que era atalaya de su amorosa
impaciencia, vio cruzar a su don Fadrique, departiendo muy sosegadamente con tres o
cuatro cortesanos del Cuarto del Rey.
No esperaba ella como buena enamorada, que un enamorado fuese capaz de semejante
desaire con su dama.
Las trazas del marqués no eran ni mucho menos de haber llegado con alguna urgente
comisión y estar tratando de ella, pues iba muy puesto de corte y la conversación, a juzgar
por los ademanes y el tinte placentero de los rostros, no era ningún grave secreto de
Estado.
Llorando lágrimas de coraje se apartó la Guzmán del potro de su tortura y fue a
recogerse a su aposento, en donde el caudal de las lágrimas rompió la corriente de su
pena...
CAPÍTULO V
La bella ultrajada, después de que recibió la ofensa del amoroso desvío, entendió que
a tal incivilidad no debía de responder sino con las mismas armas del desprecio.
Pero la honra ofendida que dejaba su nombre en entredicho le advertía que aquello no
era cosa para andarse con melindres de celos y desvíos, sino que debía solucionarse de
forma que su decoro no padeciera.
Se retiró a sus habitaciones y, tomando un plieguecillo de perfumada vitela, escribió
en él estas razones para su desviado amante:
«Si lo que parece que os falta de enamorado porque ya conseguisteis lo que
pretendíais, no os falta de caballero, espero de vos que vengáis a verme esta noche antes
de las diez. Al pie de la escalera de damas encontraréis esperándoos a mi doncella
Margarita, que os guiará hasta mi aposento, porque no quiero que de noche entréis en él
por donde solíais, sino por otra parte que no conocéis —Magdalena».
Cerró la carta y la entregó a un paje que aun encontró al marqués de Coria antes de
salir de Palacio.
Tomó el papel y después de que lo hubo leído dijo por respuesta que estaba bien, que
acaso acudiese si otra ocupación más perentoria no se atravesaba por medio.
Con lo frío de la respuesta le acometieron a doña Magdalena tales angustias que
comenzó a llorar con visos de muchas veras la muerte de su amor.
Todas las horas que dio el reloj del Alcázar hasta las diez eran recibidas y contadas
por la humillada amante con las mismas congojas que si fuese la hora de la cita la postrera
de su vida.
Media hora antes ya había enviado a Margarita que bajase al comienzo de la escalera
de damas.
Se envolvió esta en un grueso y amplio manto, porque la noche era fría y de muy recio
viento y allá se fue a recibir al burlador de su ama.
Desierto en aquellas horas estaba el recinto.
Sonaron los cuartos para las diez.
Un zaguanete de guardias tudescas, la tropa aguerrida y veterana que acompañara al
César en sus correrías por tierras que iba anexionando a la corona de España, cruzó por
medio del patio y desapareció en la otra escalera que a los reales aposentos conducía.
Unos roncos ladridos turbaban la augusta quietud de la noche.
Un silbido y una voz que llamaba al can alborotador se oyeron en seguida, y luego el
jadeante respirar de un mastín y el rastrear de sus patas sobre las losas.
En el primer rellano de la escalera apareció la grotesca figura del bufón del rey
trayendo sujeto por gruesa cadena un formidable mastín, que muy bien le pudiera servir
de cabalgadura.
Traía en la siniestra mano una linternilla con la que enfocó de lleno el rostro de la
azafata.
—¿Quién va allá? —preguntó, mas habiéndola reconocido, prosiguió su camino, no
sin murmurar, mientras a desiguales zancadas bajaba el último tramo.
—¡Cuerpo de mi padre! ¡Si es la falderilla de la Guzmana, que anda de gatuperio! Y
qué, ¿es paje, lacayo, cochero o galopín de las cocinas? Yo, por mí, no he de contarlo a
nadie, aunque os topara cumpliendo como buenos aquello de Creced y multiplicaos, que
dicen que mandó Cristo; puedes fiárteme como al confesor.
A este tiempo dio el perrazo un terrible tirón y allá fue toda aquella poquedad de
hombre rodando los últimos escalones.
Se alzó no tan sano como quisiera y, al fin, echando pestes, y despedido por la
regocijada risa de la moza, despareció en una revuelta que había al comienzo de la
escalera.
Las diez sonaron graves y lentas.
Otro buen espacio transcurrió hasta que Margarita lograra ver ante sí al dulce enemigo
de su señora.
Muy envuelto venía en los luengos embozos de una capa gris.
—Ya pensé que no venía V. E. —le dijo la muchacha por vía de saludo.
—Y aún fue mucho que me determinara —respondió don Fadrique—, que con esta
perra noche no sé cómo haya cristiano que se determine a salir fuera de su casa.
—Pues mi ama pensaba que no se haría de rogar vuecelencia.
—Y ¿qué quiere vuestra ama?
—Eso, ella dirá, que no pienso que los pleitos que tengáis entre ambos sean para
confiárselos a nadie.
Y cruzando corredores, no tardaron mucho en dar en el aposento de doña Magdalena
de Guzmán.
CAPÍTULO VI
Tranquilo estaba el despectivo galán, que no parecía que iba a sufrir una escena de
celos y reproches.
Apareció doña Magdalena y el paso de Amor y Hastío que se siguió fue en esta forma:
La dama encarna el papel de Amor y el galán el de Hastío.
Amor. —¡Bien venido seáis a donde ya a lo que parece perdisteis la memoria! Tanto
como hicisteis por entrar en este aposento...
Hastío. —No es que memoria ni gusto perdiera de acudir aquí, sino que ya sabéis que
los hombres no tenemos muchas veces la devoción de acuerdo con la obligación.
Amor. —En el tiempo que hace que regresasteis de aquella cacería (y a lo que sé habrá
para tres días) ¿no tuvisteis lugar para venir a verme, ni siquiera ocasión de enviarme un
criado avisándome de vuestra ligada y de las causas que os obligaran a demorar la visita?
Hastío. —Pues confieso mi falta; no di en ello...
Amor. —Eso es como lo que dicen de aquel herrero, que machacando, machacando,
se le olvidó el oficio. Bien sé yo lo que es esto, aunque me estuviera mejor no saberlo.
Hastío. —Pues, si vos lo sabéis ¿para qué queréis que yo lo diga? Vos misma os dais
la respuesta.
Amor. —No son reticencias lo que yo busco. Aunque bien se me alcanza que no le
está bien a una mujer de mis prendas y de mi orgullo el pretender sujetar al Amor si este
da en alejarse; os he querido llamar para que por vos mismo y con toda franqueza, sin
paliativo de ninguna especie, me digáis por qué motivo hacéis esto.
Hastío. —Acaso no hay más que distracción, sin mezcla de malicia alguna, sino que
las mujeres sois tan suspicaces, que veis montañas en donde solo hay granos de arena.
Amor. —Por tierras de la distracción se camina a los campos del olvido.
Hastío. —Puede ser que tengáis razón hasta cierto punto. Oíd, Magdalena; yo quisiera
que fuésemos un poco razonables y entendieseis que no es bien proseguir por más tiempo
esta situación equívoca. A los ojos del mundo somos prometidos, a los de Dios esposos y
engañando a aquel y ofendiendo a Este, vamos sin sentir como quien dice laborando
nuestra desventura, puesto que desperdiciamos la vida deshonestamente.
Amor. —Hablad claro, que no os entiendo, aunque bien se me alcanza que ni una sola
palabra debí querer escuchar de vuestros fementidos labios desde el punto y hora en que
no tornasteis a mí con aquel buen amor que os apartasteis.
Hastío. —Pues la razón que os pido es que conviene que nuestro amor se acabe.
Amor. —Y ¿vos lo decís?
Hastío. —Con la pretensión justa de que vos lo comprendáis así y miréis fríamente
que ello es cosa que conviene a ambos.
Amor. —No sé, don Fadrique, cómo he tenido paciencia para escucharos sin escupiros
en la cara, por infame y por rufián. ¿Queréis decir, señor mío, que yo no he sido para vos
ni más ni menos que una daifa, vertedero de vuestra lujuria, a quien, después de curados
los aguijonazos de la carne, se arroja de sí con asco? De suerte, señor jaque alcurniado,
¿que mi honra valió de remiendo a un jirón de la casa de Alba?
Hastío. — (Un poco confuso.) No es esto.
Amor. —Pues bien lo parece.
Hastío. —Atended con frialdad.
Amor. —Como solo hielo hay en vuestro corazón no es mucho que recomendéis
frialdad. Cuánto diera a la hora presente por tener un hermano.
Hastío. —¿Para qué?
Amor. —Para que te cruzara el rostro y paseara el escudo de tu casa atado a la cola
de su caballo por todos los muladares de Castilla.
Hastío. —¡Doña Magdalena!
Amor. —¡Rufián! Salid de aquí pero no olvidéis cómo me habéis robado la honra y
con creces tenéis de pagármela. Antes que la casa de Alba, vino al mundo la de Guzmán.
Y yendo desenfrenadamente hacia la puerta como una loca, encendido el rostro, los
ojos casi fuera de las órbitas, gritó:
—¡Margarita! ¡Margarita!
Entró la azafata al instante como si hubiese estado escuchando detrás de la puerta.
La agraviada ricahembra dijo:
—Acompaña al marqués.
El Hastío cruzó la estancia y salvó la puerta, harto más confuso y corrido de lo que
ofrecía esperarse de su resolución.
CAPÍTULO VII
Gran impresión causó en el ánimo de doña Magdalena aquel paso de tragicomedia
habido una noche en su mismo aposento, y según el verdadero y fiel testimonio de la
doncella Margarita, salir el marqués de Coria del aposento y caer la dama presa de un
terrible paroxismo fue todo uno.
Más de una semana estuvo sin asistir a la cámara regia con cuya ausencia no se hallaba
la soberana porque era la dama a quien más quería.
Margarita, viendo a su señora tan fuera de salud más en el alma que en el cuerpo, la
consolaba dándole noticias de don Fadrique y haciéndola creer que sin duda ya este estaba
pesaroso de su acción y aguardaba una circunstancia para pedir perdón por lo pasado.
La triste, como todo el que bien ama, lo creyó así, y pensó que con que ella cediera
de su parte y se mostrara un tanto blanda vendría todo a su antiguo y apacible cauce.
Pidió a su doncella un pliego y escribió al que huía este tierno reclamo:
«Don Fadrique de mi vida: El no estar en mí por estar sin ti y saber que acaso andas
tú lo mismo, pues de finos amantes es el reñir fuerte para hacer luego más estrechas las
paces, que esto de las pendencias es la salsa de los que se quieren bien, me obliga a
escribirte estas líneas, con las que siendo la ofendida te brindo la paz que a ambos ha de
estarnos como de perlas. De todo punto desconozco los motivos que puedan asistirte para
haber sufrido tal cambio, y casi me resigno a ignorarlos siempre a condición que tornes
al cariño de tu Magdalena».
***
No mucho espacio transcurrió entre el momento que la claudicadora epístola fue
escrita y el que dio en las manos de su destinatario. De tal diligencia se encargó la doncella
Margarita.
Tomó el papel don Fadrique, pero, contra lo que esperaba y advertido tenía la moza,
no recibió respuesta alguna escrita, sino la promesa de que él ya respondería cuando
hubiere lugar, que entonces no lo había.
Y más de otra semana se pasó sin que el de Alba contestara cosa alguna, con lo que
las esperanzas de la repudiada fueron desvaneciéndose como el humo, no dejando más
rastro que el buen recuerdo de los días que fueron felices.
Por otra parte, le aconsejaba la negra honrilla que tanto por su honor como por el
injusto desprecio, no debía de tolerar aquel desaire, sino procurar enérgicamente la
satisfacción ante el mismo trono si fuere preciso.
Una tarde que doña Magdalena salía de la cámara de su señora se topó de manos a
boca con el galán despreciativo.
Pasaba este adelante, pero ella le llamó y ya no tuvo otro remedio que acudir si no
quería pasar plaza de descortés,
—Me he rebajado ante vos —le dijo—, como le está bien rebajarse a toda mujer que
ha puesto su honra en hombre; no he dudado por un solo instante, siendo yo la ofendida,
de acudir a vos humillada diciéndoos: Señor, ya que aquello y sobre palabra de
matrimonio hicisteis conmigo, pagadlo como hicisteis juramento, porque yo quede con la
honra que perdí y luego, si queréis, arrinconadme en un desván. Y tened entendido que,
si a esto os negáis, tendréis que purgar mi desgracia como un crimen.
CAPÍTULO VIII
El esquivo don Fadrique partió sin darle cuidado de aquella escena, porque entendía
que debía de ser la última del idilio, mas no pensaba de la misma manera la ofendida, y
procuró no demorar más el momento de la reparación.
Puede tenerse por cosa cierta, según confesiones de la doncella Margarita, que no
logró conciliar el sueño en toda la noche.
—¿No os habéis acostado? —preguntó la moza.
—No —respondió la dama—, que me entretuve en arreglar ciertos papeles que he de
entregar a aquel mal caballero; cuando quise recordar ya era día claro.
—¡Ay, señora! —replicó Margarita—, y perdóneme vuecelencia este consejo por el
mucho amor que la tengo, mire por sí únicamente y no cure más de ese hombre, que es
de la pasta de todos y solo procurará escarnecerla y humillarla.
—Déjate tú de ese pleito que solamente yo sé lo que me conviene y pregunta si ya
está despierto el Rey —respondió doña Magdalena con más acritud que la que de
ordinario solía emplear con su fidelísima sirviente, quien contestó a la orden de su ama.
—Hace rato que el Rey está en pie, pues ya es sabido que madruga antes que el sol.
—Pues arréglame un poco, que no se me advierta la mala noche pasada en vela, y
dame luego el manto que tengo de ver a S. M.
—Mas, ¿a tal hora, señora? —se atrevió a preguntar la doncella—. ¿No sabe
vuecelencia que es a esta hora cuando el soberano trabaja solo con su secretario y no gusta
de que le interrumpan?
—Aun así y todo —replicó doña Magdalena—, Felipe II tiene siempre lugar para
recibirme; prevén lo que te he dicho y no opines más por tu cuenta.
Calló la oficiosa y consejera azafata que ya sabía que cuando su señora hablaba de
aquella manera no debía sino callar y obedecer, porque cuan buena y amable era de
ordinario se tornaba altiva y dominante en los pocos momentos que tenía de mal talante.
Se sentó doña Magdalena ante el tocador, y las manos expertas y finas de Margarita
echaron al aire la complicada fábrica del peinado, que, al caer sobre los blanquísimos
hombros de la señora, parecía si sol en hebras que se esparcía por las ampulosas lomas
de una nevada sierra.
Recargó luego en su indumento los tonos oscuros, que eran etiqueta en aquella corte
sombría, y salió de su aposento, camino de las habitaciones del dueño y señor de medio
mundo.
CAPÍTULO IX
Acababan de dar las siete en el reloj del Alcázar.
Más de una hora hacía que el monarca trabajaba. Pocas veces las luces del alba
sorprendieron en el lecho al hijo de Carlos I.
Como es bien sabido, no había necesidad precisa de secretarios, puesto que él mismo,
de su puño y letra, despachaba los reales decretos, y al margen de las causas y procesos
ponía las sentencias.
Un gentilhombre le avisó de la presencia de la Guzmán.
—Hacedla pasar —mandó el monarca, sin hacer comentario alguno a tan inesperada
visita.
Un instante después la dama estaba al lado del rey.
—Señor —murmuró la penitente de amor acudiendo a besarle la mano.
—¿Qué os ocurre, doña Magdalena, para que estéis tan madrugadora? —preguntó,
afable, el monarca—. Esperad un instante que firme esta orden para el duque de Alba.
Al oír tal nombre, doña Magdalena sintió una sensación de frío que le corrió por todo
el cuerpo, haciéndola estremecer nerviosamente. La mandó el monarca tomar asiento
junto a él, y así como hubo estampado aquella firma, señor y vasalla hablaron de esta
suerte:
—Vengo a buscar el amparo de Vuestra Majestad.
—Hablad.
—Señor, hay un hombre a quien por ley humana entregué mi corazón y por credulidad
de sus promesas, mi honra. Él, que es mayorazgo de muy ilustre casa, me había jurado
palabra de matrimonio. Pasó el tiempo, y un día, sin que yo le hubiera exigido aún el
cumplimiento de aquella promesa en que engarzados iban mi honor y buen nombre, me
repudia, acogiéndose al amor de cierta pariente suya.
—Doña Magdalena, en lo que mi autoridad valga no será así, y en esta vez, antes que
por vos, será por la buena y honrada memoria de vuestro padre, así como por el limpio
decoro que deseo en mi servidumbre.
—Señor, ¿cómo agradecer a Vuestra Majestad de otra manera que besando
humildemente la tierra que pisa?
—Pero os quiero advertir antes de mostrarme parte en este pleito, que habéis andado
algo liviana y que no tuvisteis en mucho el honor que venís a reclamar de mí, cuando
solamente sobre palabras le disteis.
Con mucha humildad escuchaba su merced las enérgicas palabras del rey. Pasó un
largo espacio que a la dolorida debió de parecerle un siglo. Al cabo volvió a escucharse
la voz de Felipe II.
—Es preciso que os caséis con don Fadrique de Toledo.
—Esa justicia, señor, es la única que vengo a implorar de Vuestra Majestad.
—Pues yo os prometo desde ahora que la tendréis. Y ahora, perdonadme, si más cosas
no tenéis que pedirme, que me dejéis solo, que hoy se presenta el día harto laborioso.
Tendió la marfileña y descarnada mano hacia la Guzmán, y los carnosos y
gordezuelos labios de la admirable burlada se apresuraron a estampar en la regia mano el
beso de respeto y sumisión...
Un instante después había salido de la cámara real y se dirigía a sus habitaciones, con
el ánimo más sosegado.
CAPÍTULO X
Toda aquella mañana la pasó más tranquila doña Magdalena, y con mirar en qué
poderosas manos había puesto su querella, le parecía que la desgracia no era tan apretada.
Acudió como de ordinario a la cámara de la reina, y con ella hubo segunda parte de
la escena habida con el rey.
No con tan pesadas razones fue amonestada por doña Ana, pero también esta señora
reprendió la excesiva credulidad que la Guzmán puso en las promesas y juramentos del
seductor.
Desde luego, la augusta señora se mostró conforme con lo que el rey su esposo había
determinado en aquel pleito, y prometió a su doncella imponer toda su influencia para
que ello se llevara a cabo con la mayor brevedad que fuese posible.
Mirándose la Guzmán con tan poderosos valedores, daba su triunfo por tan seguro
como si ya se encontrara en el altar y con el esposo al lado, el manto sobre la cabeza.
Se retiró a su aposento poco después del mediodía, y a tiempo de entrar le entregó
Margarita un pliego que iba cenado con el real sello.
Lo abrió con mucha presteza y se halló con que decía:
«Doña Magdalena de Guzmán:
Es mi voluntad, y para el mayor servicio de vuestro honor, que os vais depositada al
monasterio de la Santa Fe en la ciudad de Toledo, y que la partida sea hecha esta misma
tarde, dos horas después de haber recibido este pliego. El duque de Feria os acompañará
en la jornada.
En el dicho monasterio esperaréis hasta que yo lo disponga lo que resulte de vuestro
pleito, que siempre será lo que más convenga para lo que os está bien y para las honestas
costumbres que quiero mantener en mi casa.
Yo el Rey».
Casi al mismo tiempo recibía el duque de Alba otro pliego concebido en tales
términos:
«Duque: Es mi voluntad que vuestro hijo don Fadrique cumpla a doña Magdalena de
Guzmán, dama de la servidumbre de la reina, la palabra de matrimonio que le tiene dada
sobre prendas de la honra, y que, si otro compromiso tiene hecho después de este, como
parece, desde ahora lo dé por nulo.
Venid a las cuatro a decirme qué haya de esto.
Yo el Rey.»
A media tarde salía del patio principal del Alcázar un coche de camino, en el que iban
doña Magdalena de Guzmán, su doncella Margarita y el duque de Feria, gentilhombre de
Su Majestad.
La pesada máquina, arrastrada por cuatro poderosas mulas, echó por la Vega adelante,
y, cruzando por el puente segoviano, se fue al de Toledo, y tomó carretera arriba, hacia la
Ciudad Imperial.
A igual hora el viejo caudillo de las campañas de Flandes entraba en el Alcázar, y
pocos momentos después era recibido por Felipe II en audiencia secreta.
CAPÍTULO XI
No hizo mucha antesala el señor don Fernando Álvarez de Toledo, pues tan pronto
como el soberano tuvo noticia de su llegada le hizo pasar a su presencia.
—Duque —le dijo apenas lo tuvo delante—. Me pesa haberos llamado en esta
ocasión, porque no es para otra cosa que obligaros a tener la autoridad necesaria dentro
de vuestra misma casa, que así le están bien a la moralidad y decencia que quiero que
haya dentro de la mía. Se trata de que, si vuestro hijo don Fadrique tiene dada palabra de
matrimonio a alguna dama, se la obliguéis a retirar porque la retorne a quien hubo de
darla primero, que es a doña Magdalena de Guzmán, dama de la reina...
—Señor —respondió el caudillo—, nada sabía yo de esto, y ahora lo que sí bien puede
creer Vuestra Majestad que me pesa en el alma; tanto por ser cosa que os ofende, como
por tener yo (de muy antemano) hecho propósito de que mi hijo casara con mi sobrina
doña María.
—Pues es fuerza —replicó el rey— que desde ahora mismo vayáis desechando ese
pensamiento, porque se ha cruzado de por medio la dama cuyo nombre os dije y a la que
es preciso satisfacer.
—Y ¿no habría medio, señor, de anular esa palabra? Tal merced sería la única que me
atrevería a suplicar a Vuestra Majestad como pago de mis servicios —dijo el duque.
A lo que tornó a replicar el soberano:
—No lo hay, porque sobre el cumplimiento de esa palabra descansan el honor y el
buen nombre de una mujer, y esto ya sabéis que es cosa que yo tengo siempre decidido
empeño en hacer respetar, y ved si estaré dispuesto a llevarlo adelante con todo rigor, que
he mandado formar proceso por medio de una junta de la que es presidente el del Consejo
de Castilla y Obispo de Ávila, don Antonio de Pazos y Figueroa, Fray Diego de Chaves
y Mateo Vázquez; de modo que espero que vos pongáis toda vuestra autoridad paterna en
aconsejar a vuestro don Fadrique a lo que no tuvo inconveniente en prometer para lograr
sus propósitos, si no es ya que él y vos queréis que esta causa tenga un desagradable final.
—Señor...
—¿Me lo prometéis?
—Yo me atrevo a rogar a Vuestra Majestad que deponga esa decisión. Acaso estos
amores, aunque más allá hayan ido de las fronteras de la honestidad, no fueran antes de
comenzados, por lo que toca a la dama, todo lo puros que es de desear en una mujer que
se destina a esposa —habló con entereza el de Alba.
A lo que respondió don Felipe:
—Por lo menos, la fama de ella honesta era, y a esto no más tengo que mirar. Bajo
palabra de honor tenéis que prometerme que no continuaréis las negociaciones de
matrimonio de don Fadrique y vuestra sobrina.
Tal entereza puso el rey en estas palabras, y tal gesto al pronunciarlas, que el rudo
soldado no pudo sufrir el peso de la mirada regia, y bajando los ojos al suelo exclamó:
—Lo prometo, señor.
—Bien sé que lo cumpliréis —comentó el rey, y variando de conversación y de tono,
prosiguió:
—Los negocios de Flandes van cada día más desordenados y levantiscos, y para que
en aquella parte no se resienta mi poderío, se necesita de un brazo tan fuerte como el
vuestro. Estad prevenido, pues brevemente deberéis partiros para allá nuevamente, y
mirad, duque, que tendréis que tener mano de hierro. Pero, en fin, ya hablaremos de esto
en otra ocasión, quizás mañana; por hoy tened presente solo el caso por el que os he
llamado. Vuestro mayorazgo don Fadrique no habrá de casarse con otra mujer que con
doña Magdalena de Guzmán, cuya honra tiene en rehenes.
Se levantó del amplio sitial que ocupaba y con ello dio la audiencia por terminada.
Dobló la rodilla don Fernando, y después de besar la diestra de Su Majestad, salió de
la estancia.
CAPÍTULO XII
Ni los saludos de las guardias, que con los regatones de las picas reciamente golpeadas
contra el pavimento marcaban la presencia del duque, eran bastante para distraerle de las
amargas ideas con que llevaba embargado el pensamiento.
Entró en la litera que al pie de la escalera le aguardaba, y diciendo: «A casa», se metió
dentro con el humor más negro que la conciencia del rey.
En la misma puerta de su casa le salió al paso un soldado inútil que, alegando haber
servido a sus órdenes en otro tiempo, le pidió una limosna; le arrojó una moneda de plata
y entró en el zaguán diciendo para sí:
«—Quién fuera él; su propia miseria le hace libre. No tiene conveniencias que guardar
ni autoridades que sufrir. Su patria es el mundo y Dios su soberano. Las cuentas que haya
de rendirle allá se verán al cabo de su vida».
Así como llegó a su vivienda se encerró y en todo lo que restaba de la tarde no salió
de su aposento.
Harto tenía que violentarse el altivo viejo para no echarlo todo a doce y decirle al
señor de dos mundos:
—Estos son negocios de familia; cure Vuestra Majestad de atender a la suya y déjeme
a mí el cuidado y conservación de la mía.
CAPÍTULO XIII
En la severa estancia no se oía más que la voz grave y recia del duque; don Fadrique
se limitaba a escuchar en silencio:
—El rey —decía el viejo— está enteramente de parte de la Guzmán y no sé por qué
extraño interés pone testarudo empeño en que vuestro amancebamiento cuaje en boda.
Dice que para cualquier otro matrimonio no te da licencia. A pesar de que le he prometido
que así sería, mi voluntad es muy otra y es necesario darse maña para desobedecer este
mandato. Influencias y prestigios no me faltan gracias a Dios; y aunque dice haber puesto
el pleito en manos de un tribunal especial, creo que de él podemos salir adelante sin que
el rey se salva con la suya. Así es que lo primero que tendrás que hacer en cuanto Dios
amanezca, es dejar la Corte y partir para nuestra casa de Alba de Tormes, en donde estarás
hasta que yo te avise. Venga lo que viniere de doña Magdalena, tú lo dejarás sin
responder. Tampoco por ahora has de dar paso alguno en favor de la boda con tu prima,
y ni aun a las mismas personas de la familia darás satisfacción de esto si tuvieran la
curiosidad de venir a preguntarte. Yo te fío que, si el rey no se hubiera adelantado a recluir
a la Guzmán en un monasterio, yo la hubiese obligado a desaparecer de Madrid de modo
tan secreto que no hubiese forma de dar con ella. No salgas de esta habitación hasta rayar
el día y no te acuerdes de que hay rey que está sobre mí.
CAPÍTULO XIV
Obra de seis años llevaba doña Magdalena de Guzmán recluida en el monasterio de
la Santa Fe, de la ciudad de Toledo, y en todo este espacio de tiempo nada había
determinado el rey en el voluminoso proceso de sus fallidos amores.
Empleada España entera y las atenciones del monarca en los negocios de Flandes, no
había tenido Su Majestad tiempo ni humor para tornar la vista a cosas de tan poca monta
como remendar un matrimonio.
Impaciente la rica y olvidada hembra, y como el preso que solo sueña con el día lejano
de su libertad, no dejaba de escribir al rey, excitándole para que don Fadrique de Toledo
cumpliese la palabra que de esposa le tenía dada, y con ella viniera a restituirle la honra.
Las cartas de doña Magdalena quedaban todas sin respuesta, aunque las había tan
lastimosas y tiernas que a otro que no fuera aquel rey impenetrable y disimulado le
hubieran movido a dar algún consuelo o esperanza.
Ya un día parece que la reina (que como se sabe quería muy bien a la dama) se interesó
por que su esposo volviera a insistir al hastiado galán, pero este, en un momento de mal
aconsejado orgullo, respondió que nunca la casa de Alba había admitido por esposas las
que primero tuvo por mancebas, que fue aquella misma respuesta que diera a su padre
cuando por primera vez se habló de los propósitos del soberano. Se enojó este
sobremanera, y puso preso al insolente marqués en el castillo de Tordesillas.
Mientras, la junta creada para entender en este negocio consultaba sus acuerdos con
don Felipe, pero el tiempo se perdía y las partes de él casi estaban por darse a partido;
doña Magdalena a renunciar a la boda y don Fadrique a consentir en ella, mas de pronto
todo lo embrolló el diablo más de lo que estaba.
Se hallaba cierta mañana en su despacho el presidente de esta causa don Antonio de
Pazos y Figueroa cuando sin pedir licencia entró impetuosamente en el aposento el duque
de Alba, y sin saludar apenas a su Ilustrísima, le habló con tan descompuestas palabras
como las que van en los siguientes renglones:
Me duele, señor don Antonio, que malgastéis el tiempo con tan poco fruto en la
causa que seguís contra mi hijo.
—Pues ¿cómo así os atrevéis a discutir las determinaciones de Su Majestad? —le
preguntó con toda energía el presidente prelado.
A lo que respondió el de Aba:
—Porque nada habrá de lograrse, y todo será perder el tiempo y gastar papel. Poco
puede alcanzarse ya porque mi hijo ha celebrado sus bodas con mi sobrina doña María de
Toledo.
—¿Y con qué consentimiento? —preguntó el obispo consejero.
—Con una cédula real —replicó el duque— por la que se le alza el pleito homenaje
que tenía de no casarse sino con licencia expresa del monarca.
—Si es así —exclamó confuso Su Ilustrísima—, nada tengo que deciros por ahora,
pero eso es muy extraño y ya os responderé en su día.
Cuando fue consultado el rey sobre este particular no respondió con franqueza.
Siguiendo su costumbre solapada, tuvo palabras ambiguas. Dijo que en tiempo oportuno
declararía lo que hubiera de cierto, pero que por entonces continuara su curso el proceso.
—Vos, presidente —exclamó—, no creáis ni entendáis en otras cosas que aquellas y
en aquellas que yo ordene.
***
Secretamente no cesaban las averiguaciones de si el marqués de Coria estaba casado
o no con su prima doña María.
El rey, sin decir si había concedido la tal cédula, dejaba que la junta siguiese adelante
con el proceso, y, en tanto, se desesperaba y se marchitaba en reclusión doña Magdalena
de Guzmán.
Don Fadrique, entendiendo que el monarca no daba gran importancia a su encierro,
como más que como preso estaba en el castillo como huésped del alcaide, el primer día
que halló ocasión propicia se puso en libertad, yendo a buscar asilo en la casa de su padre.
No tardó en conocerse la nueva en Palacio. El rey juzgó burlada su autoridad y desde
el primer instante pensó en tomar venganza.
Aquella misma noche, que era la del 10 de enero de 1579, el secretario de Estado don
Martín Gaztelu, se personó en casa del viejo caudillo en Flandes. Los manteles estaban
puestos y el prócer y los suyos se disponían para sentarse a la mesa.
Así como el enviado del Rey se halló ante Su Excelencia, le emplazó para que en
término de cuatro días saliese de Madrid desterrado a la villa de Uceda, de la que no
habría de salir sin su licencia y mandado, bajo graves penas.
El duque, que de suyo era altanero y levantisco a pesar de que tan a sangre y fuego
solía hacer respetar a los rebeldes la voluntad del rey su amo, trató al pronto de eludir el
mandato pretextando hallarse enfermo de gota, mas el secretario le atajó en tono amistoso:
—Obedezca vuecencia y todo se allanará, pues ya sabe que no es el rey hombre que
sufra réplicas. En cuanto a vuestro hijo —prosiguió dirigiéndose al marqués de Coria—
algo más dura es la decisión que me manda tomar Su Majestad. Desde este momento
queda detenido, y al amanecer saldrá en un coche de camino para el castillo de la Mota,
en Medina del Campo, en el cual quedará incomunicado y con mayores seguridades que
la vez pasada. Asimismo, dispone que se constituyan en prisión cuantos en esta casa
tuvieran conocimiento de la llegada de don Fadrique, y más que todos, vuestros íntimos
don Esteban Ibarra y don Francisco Albornoz.
—Decid a Su Majestad —respondió altaneramente el azotador de los Países Bajos—
que con tanta pleitesía y respeto acojo su mandato, que no ya consiento en los cuatro días
que me da de término para extrañarme de la Corte, sino que esta misma noche, y al tiempo
que mi hijo, saldremos la duquesa y yo para Uceda. Un Dios hay en el cielo que nos
juzgará a todos,
***
A punto de amanecer pararon dos coches de camino en la puerta de la casa de Alba.
Un piquete de soldados de la Lancilla servía de escolta a cada uno.
Salió primero el que partía hacia Medina del Campo. En seguida tomó el otro su ruta.
Triste y desconsolador trance era aquel para el terrible caudillo.
CAPÍTULO XV
Como rosa de invierno que cada día pierde un aroma y un matiz iba doña Magdalena
de Guzmán perdiendo los encantos de su juventud y el anhelo de sus esperanzas en los
claustros del monasterio de la Santa Fe.
Ya comenzaba a ver claro que nunca se casaría con el verdugo de su honra, y ansiaba
cuando menos recobrar la libertad perdida. En este sentido escribió varias cartas al
prelado presidente de aquella famosa junta, quien la respondió que, así como haría bien
en renunciar al matrimonio, no mostraría menos cordura en abrazar la vida monástica,
puesto que ya no podría volver a Palacio, porque estaba vieja para dama y muy moza
para dueña.
El rey fue de esta misma opinión, y dispuso que la mártir de amor, ya que no encontró
esposo en la tierra, lo hallaría en el cielo, que Cristo es marido complaciente, y no para
en que sus esposas estén enteras o empezadas.
EPÍLOGO
De tan triste y oscura manera finaron aquellos ardientes amores.
Un día no lejano necesitó de la espada del duque de Alba y como buen egoísta no tuvo
inconveniente en acudir a ella. Portugal alborotaba alrededor del místico y romántico rey
don Sebastián, desparecido en los morunos campos de Alcazarquivir, y había que prevenir
una mano recia que le sellara la boca y le domara las energías. ¿Quién mejor que la que
estaba a punto de acabar con Flandes?
Como buen vasallo que era Su Excelencia, y esclavo ante todo de sus deberes miliares,
apenas recibió la orden de partir, se puso en camino. Entendió asimismo que allí finaba
la pena de destierro que con tanto rigor le fue conminada, y al dirigirse a Extremadura
para pasar a Portugal, quiso pasar por la corte para saludar al monarca, pero cuando ya le
faltaba poco espacio para entrar en la coronada villa, recibió una orden de aquel
recordándole que estaba proscripto de los sitios reales, y que por tanto retrocediera en su
camino.
—Bien está —respondió el duque—. El rey me envía encadenado a conquistarle
reinos.
Con las victorias allí conseguidas, de las que tan satisfecho se mostró Felipe II, se da
fin a este cuento histórico, que comenzó el Amor y acabó el Hastío.