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Aristoteles

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Aristoteles primera parte

Digamos, pues, resumiendo, pues toda noticia y toda elección a bien


alguno se dirige, qué es aquello a lo cual se endereza la ciencia de
república y cuál es el último bien de todos nuestros hechos. En cuanto al
nombre, cierto casi todos lo confiesan, porque así el vulgo, como los
más principales, dicen ser la felicidad el sumo bien, y el vivir bien y el
obrar bien juzgan ser lo mismo que el vivir prósperamente; pero en
cuanto al entender qué cosa es la felicidad, hay diversos pareceres, y el
vulgo y los sabios no lo determinan de una misma manera. Porque el
vulgo juzga consistir la felicidad en alguna de estas cosas manifiestas y
palpables, como en el regalo, o en las riquezas, o en la honra, y otros en
otras cosas. Y aun muchas veces a un mismo hombre le parece que
consiste en varias cosas, como al enfermo en la salud, al pobre en las
riquezas; y los que su propia ignorancia conocen, a los que alguna cosa
grande dicen y que excede la capacidad de ellos, tienen en gran precio. A
otros algunos les ha parecido que fuera de estos muchos bienes hay algún
bien que es bueno por sí mismo, por cuya causa los
demás bienes son buenos. Relatar, pues, todas las opiniones es trabajo
inútil por ventura, y basta proponer las más ilustres, y las que parece que
en alguna manera consisten en razón.
Pero habemos de entender que difieren mucho las razones que proceden
de los principios, de las que van a parar a los principios. Y así Platón, con
razón, dudaba y inquiría esto, si es el camino de la doctrina desde los
principios, o si ha de ir a parar a los principios; así como en la
corrida, desde el puesto al paradero, o al contrario. Porque se ha de
comenzar de las cosas más claras y entendidas, y éstas son de dos
maneras: porque unas nos son más claras a nosotros, y otras, ellas en sí
mismas, son más claras. Habremos, pues, por ventura, de
comenzar por las cosas más entendidas y claras a nosotros. Por tanto,
conviene que el que conveniente oyente ha de ser en la materia de cosas
buenas y justas, y, en fin, en la disciplina de república, en cuanto a sus
costumbres sea bien acostumbrado. Porque el principio es el ser,
lo cual si bastantemente se muestra, no hay necesidad de demostrar el por
qué es; y el que de esta suerte está dispuesto, o tiene, o recibe fácilmente
los principios; y el que ninguna de estas
cosas tiene, oiga lo que Hesíodo dice en estos versos:
Aquel que en toda cosa está instruido,
varón será perfecto y acabado;
siempre aconsejará lo más valido.
Bueno también será el que, no enseñado,
en el tratar sus cosas se rigiere
por parecer del docto y buen letrado.
Mas el que ni el desvío lo entendiere,
ni tomare del docto el buen consejo,
turbado terná el seso y mientras fuere,
será inútil en todo, mozo y viejo.

En el capítulo V refuta las opiniones de los que ponen la felicidad en el


regalo mostrando ser esta opinión más de gente servil y afeminada que
de generosos corazones. Ítem de los que piensan que consiste en ser
muy honrados y tenidos en estima. Porque ponen el fin de su
felicidad fuera de sí mismos y de su potestad, pues la honra más está en
mano del que la hace que del que la recibe. Asimismo la de los que
pretenden que consiste en la virtud, porque con la virtud se compadece
sufrir trabajos y fatigas, lo cual es ajeno de la felicidad. Al fin
reprehende a los que ponen la felicidad en las riquezas, pues la felicidad
por sí misma es de desear, y las riquezas por causa de otro siempre se
desean.
Capítulo V
Pero nosotros volvamos al propósito. Porque el bien y la felicidad
paréceme que con razón la juzgan, según el modo de vivir de cada uno.
Porque el vulgo y gente común por la suma felicidad tienen el regalo, y
por esto aman la vida de regalo y pasatiempo. Porque tres son las vidas
más insignes: la ya dicha, y la civil, y la tercera la contemplativa. El vulgo,
pues, a manera de gente servil, parece que del todo eligen vida más de
bestias que de hombres, y parece que tienen alguna excusa, pues
muchos de los que están puestos en dignidad, viven vida cual la de
Sardanápalo. Pero los ilustres y para el tratar las cosas aptos, la honra
tienen por su felicidad; porque éste casi es el fin de la vida del gobierno
de república. Pero parece que este fin más sumario es que no aquel que
inquirimos, porque más parece que está en mano de los que hacen la
honra, que no en la del que la recibe, y el sumo bien paréceme que ha
de ser propio y que no pueda así quitarse fácilmente. A más de esto, que
parece que procuran la honra para persuadir que son gente virtuosa, y
así procuran de ser honrados de varones prudentes, y de quien los
conoce, y por cosas de virtud. Conforme, pues, al parecer de éstos, se
colige ser la virtud más digna de ser tenida en precio que la honra, por
donde alguno por ventura juzgará ser ésta con razón el fin de la vida
civil. Pero parece que la virtud es más imperfecta que la felicidad,
porque parece que puede acontecer que el que tiene virtud duerma o
que esté ajeno de las obras de la vida, y allende de esto, que se vea en
trabajos y muy grandes desventuras, y al que de esta suerte viviere,
ninguno lo terná, creo, por bienaventurado, sino el que esté arrimado a
su opinión. Pero de esta materia basta; pues en las Circulares Cuestiones
bastante ya tratamos de ello. La tercera vida es la contemplativa, la cual
consideraremos en lo que trataremos adelante. Porque el que se da a
adquirir dineros, es persona perjudicial; y es cosa clara que el dinero no
es aquel sumo bien que aquí buscamos, porque es cosa útil y que por
respecto de otra se desea. Por tanto, quien quiera con más razón juzgará
por fin cualquiera de las cosas arriba ya propuestas, pues por sí mismas
se aman y desean. Pero parece que ni aquéllas son el sumo bien, aunque
en favor de ellas muchas razones se han propuesto. Pero esta materia
quede ya a una parte.
Lo que en el capítulo VI trata, más es cuestión curiosa y metafísica, que
activa ni moral [cuestión activa se llama la que trata de lo que se debe o
no debe hacer, porque consiste en actos exteriores, y por esto se llama
activa, como si es bien casarse o edificar], y para aquel
tiempo en que aquellas opiniones había, por ventura necesaria, pero para
el de ahora del todo inútil. Y así el lector pasará por ella ligeramente, y si
del todo no la entendiere, ninguna cosa
pierde por ello de la materia que se trata. Disputa, pues, si hay una Idea o
especie o retrato común de todos los bienes en las cosas. Para entender
esto así palpablemente, se presupone,
que por no haber cierto número en las cosas singulares, y porque de día
en día se van mudando y sucediendo otras en lugar de ellas, como en el
río una agua sucede a otra, y así el río perpetuamente se conserva,
nuestro entendimiento, como aquel que tiene la fuerza del
conocimiento limitada, no puede tener de ellas certidumbre, que esto a
solo Dios, que es el hacedor de ellas, pertenece; y así consideralas en una
común consideración, en cuanto son de naturaleza semejante; y a las que
ve que tienen tanta semejanza en su ser, que en cuanto a él no hay
ninguna diferencia entre ellas, hácelas de una misma especie o muestra;
pero a las que ve que en algo se parecen y en algo difieren, como el
hombre y el caballo, hácelas de un mismo género y de diversa especie, y
cuanto mayor es la semejanza, tanto más cercano tienen el género
común, y cuanto mayor la diferencia, más apartado; como agora digamos
que entre el hombre y el caballo mayor semejanza de naturaleza hay, que
no entre el hombre y el ciprés, y mayor entre el hombre y el ciprés, que
entre el hombre y los metales, pues el hombre y el caballo se parecen en
el sentido, de que el ciprés carece, y el hombre y el ciprés en el vivir,
nacer y morir, lo que no tienen los metales. Y así más cercano parentesco
o género o linaje habrá entre el ser del hombre y del caballo, que no entre
ellos y el ciprés; y más entre ellos y el ciprés, que entre ellos y los
metales, y esto es lo que llaman categoría o predicamento de las
cosas. Pero si ve que no convienen en nada, hácelos de género diverso,
como el hombre y la blancura, entre cuyo ser no hay ninguna semejanza.
Y de las cosas debajo de estas comunes consideraciones entendidas,
tiene ciencia nuestro entendimiento; que de las cosas así por
menudo tomadas (como arriba dijimos), no puede tener noticia cierta ni
segura, por ser ellas tantas y tan sujetas a mudanza. Esta filosofía los que
no entendieron cayeron en uno de dos errores, porque unos dijeron que
no se podía tener ciencia ni certidumbre de las cosas, como
fueron los filósofos scépticos, cuyos capitanes fueron Pirrón y Herilo, y
los nuevos Académicos dieron también en este error; otros, como
Parménides y Zenón, por no negar las ciencias, dijeron que las muestras
o especies de las cosas realmente estaban apartadas de las
cosas singulares, por cuya participación se hacen las cosas singulares,
como con un sello se sellan muchas ceras, y que éstas ni nacían ni
morían, sino que estaban perpetuamente, y que de ellas se tenía
ciencia. Pero esta opinión o error ya está por muchos refutado, y
también nosotros, en los comentarios que tenernos sobre la Lógica de
Aristóteles, lo refutamos largamente. Viniendo, pues, agora al propósito
de las palabras de Aristóteles: presupuesto que
hubiese ideas o especies de cada cosa, como decía Parménides, prueba
que no puede haber una común idea de todos los bienes, pues no
tienen todos una común naturaleza, ni todos se llaman bienes por una
misma razón, lo cual había de ser así en las cosas que tuviesen una
común idea. Y también que donde una cosa se dice primeramente de
otra y después por aquélla se atribuye a otra, no pueden las dos tener
una común natura. Como los pies se dicen primero en el animal, y
después por semejanza se dicen en la mesa y en la cama; los pies de la
mesa y de la cama no tenían una común idea con los del animal; y lo
mismo acontece en los bienes, que unos se dicen bienes por respectos
de otros, y así no pueden tener una común idea. Pero ya, en fin, dije al
principio, que esta disputa era fuera del propósito, y que no se
debe tener con ella mucha cuenta.

Aristoteles segunda parte

En el libro primero ha mostrado Aristóteles ser el último fin de los


hechos la felicidad, y consistir la verdadera felicidad en el vivir conforme
a buen uso de razón, que es conforme a virtud perfecta, aunque para
mejor ponerla en uso se requiere tener favor de las cosas de
fortuna; y que toca a la disciplina de la república tratar de las virtudes,
como de aquellas que son medio para alcanzar la felicidad, y que, pues
son dos las partes del alma, una racional y
otra apetitiva, que hay dos maneras de virtudes de que se ha de tratar,
unas tocantes al entendimiento, y otras a los afectos y costumbres. En el
segundo disputa y considera otras
cosas tocantes en común a todas las virtudes, como es de dónde proceden
las virtudes, qué es lo que las estraga y destruye, en qué materia
consisten, cómo se alcanzan, y otras cosas como
éstas. En el primer capítulo demuestra cómo las virtudes del
entendimiento se alcanzan con
doctrina, tiempo y ejercicio, y las morales con ejercicios de actos
virtuosos.
Capítulo primero
Habiendo, pues, dos maneras de virtudes, una del entendimiento y otra
de las costumbres, la del entendimiento, por la mayor parte, nace de la
doctrina y crece con la doctrina, por lo cual tiene necesidad de tiempo y
experiencia; pero la moral procede de la costumbre, de lo cual
tomó el nombre, casi derivándolo, en griego, de este nombre: ethos, que
significa, en aquella lengua, costumbre. De do se colige que ninguna de
las morales virtudes consiste en nosotros por naturaleza, porque ninguna
cosa de las que son tales por naturaleza, puede, por costumbre, hacerse de
otra suerte: como la piedra, la cual, naturalmente, tira para abajo, nunca
se acostumbrará a subir de suyo para arriba, aunque mil veces uno la
avece echándola hacia arriba; ni tampoco el fuego se avezará a bajar de
suyo para abajo, ni ninguna otra cosa de las que de una manera son
naturalmente hechas, se podrá acostumbrar de otra diferente. De
manera que ni naturalmente ni contra natura están las virtudes en
nosotros, sino que nosotros somos naturalmente aptos para recibirlas, y
por costumbre después las confirmamos. A más de esto, en todas las
cosas que nos provienen por naturaleza primero recibimos sus facultades
o potencias, y después hacemos los efectos, como se ve manifiestamente
en los sentidos.
Porque no de ver ni de oír muchas veces nos vino el tenor sentidos, antes
al contrario, de tenerlos nos provino el usar de ellos, y no del usar el
tenerlos. Pero las virtudes recibímoslas obrando primero, como en las
demás artes. Porque lo que habemos de hacer después de
doctos, esto mismo haciéndolo aprendemos, como edificando se hacen
albañiles, y tañendo cítara tañedores de ella. De la misma manera,
obrando cosas justas nos hacemos justos, y viviendo templadamente
templados, y asimismo obrando cosas valerosas valerosos, lo cual se
prueba por lo que se hace en las ciudades. Porque los que hacen las leyes,
acostumbrando, hacen a los ciudadanos buenos, y la voluntad de
cualquier legislador es esta misma, y todos cuantos esto no hacen bien, lo
yerran del todo. Y en esto difiere una república de otra, digo la
buena de la mala. Asimismo toda virtud con aquello mismo con que se
alcanza se destruye, y cualquier arte de la misma suerte. Porque del tañer
cítara proceden los buenos tañedores y los malos, y a proporción de esto
los albañiles y todos los demás, porque de bien edificar saldrán
buenos albañiles o arquitectos, y de mal edificar malos. Porque si así no
fuese, no habría
necesidad de maestros, sino que todos serían buenos o malos. Y de la
misma manera acaece en las virtudes, porque obrando en las
contrataciones que tenemos con los hombres, nos hacemos unos justos y
otros injustos; y obrando en las cosas peligrosas, y avezándose a temer
o a osar, unos salen valerosos, y cobardes otros. Y lo mismo es en las
codicias y en las iras, porque unos se hacen templados y mansos, y otros
disolutos y alterados: los unos, de tratarse en aquéllas de esta suerte, y los
otros de esta otra. Y, por concluir con una razón: los hábitos
salen conformes a los actos. Por tanto, conviene declarar qué tales han de
ser los actos, pues conforme a las diferencias de ellos los hábitos se
siguen. No importa, pues, poco, luego donde los tiernos años
acostumbrarse de esta manera o de la otra, sino que es la mayor parte,
o, por mejor decir, el todo. En el capítulo II trata cómo las virtudes son
medianas entre excesos y defectos, y pruébalo por analogía o proporción
de las cosas corporales, pues vemos que, de exceso de
demasiadomantenimiento, vienen a estragar los hombres su salud, y
también de falta de el: y lo mismo es en las demás cosas.
Capítulo II
Pero por cuanto la presente disputa no se aprende por sólo saberla, como
las otras ciencias
(porque no por saber qué cosa es la virtud disputamos, sino por hacernos
buenos, porque en
otra manera no fuera útil la disputa), de necesidad habemos de considerar
los actos cómo se
han de hacer, porque, como habemos dicho, ellos son los señores y la
causa de que sean tales
o tales los hábitos. Presupongamos, pues, que el obrar conforme a recta
razón es común de
todas ellas. Porque después trataremos de ello, y declararemos cuál es la
recta razón y cómo
se ha con las demás virtudes. Esto asimismo se ha de conceder, que toda
disputa, donde se
trate de los hechos, conviene que se trate por ejemplos, y no vendiendo el
cabello, como ya
dijimos al principio, porque las razones se han de pedir conforme a la
materia que se trata,
pues las cosas que consisten en acción y las cosas convenientes, ninguna
certidumbre firme
tienen, de la misma manera que las cosas que a la salud del cuerpo
pertenecen. Y pues si lo
que se trata así en común y generalmente es tal, menos certidumbre y
firmeza terná lo que de
las cosas en particular y por menudo se tratare, porque las cosas menudas
y particulares no se
comprehenden debajo de arte alguna ni preceptos, sino que los mismos
que lo han de hacer
han de considerar siempre la oportunidad, como se hace en la medicina y
arte de navegar.
Pero aunque esta disciplina sea de esta manera, con todo esto se ha de
procurar de darle todo
el favor que posible fuere. Primeramente, pues, esto se ha de entender,
que todas las cosas de

este jaez se pueden gastar y errarse por defecto y por exceso (porque en
lo que no se ve
ocularmente conviene usar de ejemplos manifiestos), como vemos que
acontece en la fuerza y
la salud. Porque los demasiados ejercicios, y también la falta de ellos,
destruyen y debilitan
nuestras fuerzas. De la misma manera el beber y el comer, siendo más o
menos de lo que
conviene, destruye y estraga la salud; pero tomados con regla y con
medida, la dan y
acrecientan, y conservan. Lo mismo, pues, acontece en la templanza y en
la fortaleza, y en
todas las otras maneras de virtudes. Porque el que de toda cosa huye y
toda cosa teme y a
ninguna cosa aguarda, hácese cobarde, y, por el contrario, el que del todo
ninguna cosa teme,
sino que todas cosas emprende, hácese arriscado y atrevido. De la misma
manera, el que a
todo regalo y pasatiempo se da, y no se abstiene de ninguno, es disoluto;
pero el que de todo
placer huye, como los rústicos, hácese un tonto sin sentido. Porque la
templanza y la fortaleza
destrúyese por exceso y por defecto, y consérvase con la medicina. Y no
solamente el
nacimiento y la crecida y la perdición de ellas procede de estas cosas y es
causa de ellas, pero
aun los ejercicios mismos consisten en lo mismo, pues en las otras cosas
más manifiestas
acaece de esta suerte, como vemos en las fuerzas, las cuales se alcanzan
comiendo bien y
ejercitándose en muchas cosas de trabajo, y el hombre robusto puédelo
esto hacer muy
fácilmente. Lo mismo, pues, acontece en las virtudes, porque
absteniéndonos de los regalos y
pasatiempos nos hacemos templados, y siendo templados nos podemos
abstener de ellos
fácilmente. Y de la misma manera en la fortaleza, porque
acostumbrándonos a tener en poco
las cosas temerosas y esperarlas, nos hacemos valerosos, y siendo
valerosos, podremos
fácilmente aguardar las cosas temerosas.
En el capítulo III propone la materia de los vicios y virtudes, la cual dice
ser contentos y
tristezas. Porque la misma acción que es pesada por su mal hábito al
vicioso, y por la misma
razón le causa tristeza, esta misma al virtuoso, por su buen hábito y
costumbre, le es fácil y le
da contento.
Capítulo III
Habemos de tener por cierta señal de los hábitos el contento o tristeza
que en las obras se
demuestra, porque el que se abstiene de los regalos y pasatiempos
corporales, y halla contento

en el abstenerse, es templado; pero el que del abstenerse se entristece, es


disoluto. Y el que
aguarda las cosas peligrosas y se huelga con aquello, o a lo menos no se
entristece de ello, es
valeroso; pero el que se entristece, dícese cobarde. Porque la moral virtud
en contentos y
tristezas se ejercita, pues por el regalo hacemos cosas malas, y por la
tristeza nos abstenemos
de las buenas. Por lo cual conviene, como dice Platón, que luego donde
la niñez se avecen los
hombres a holgarse con lo, que es bien que se huelguen, y a entristecerse
de lo que es bien
que se entristezcan, porque ésta es la buena doctrina y crianza de los
hombres. A más de esto,
si las virtudes consisten en las acciones y afectos, y en toda acción y
afecto se sigue contento
o tristeza, colígese de aquí que la virtud consiste en contentos y tristezas.
Vese claro esto por
los castigos que por estas cosas se dan, los cuales son como unas curas, y
las curas hanse de
hacer por los contrarios. Asimismo cualquier hábito del alma, como poco
antes dijimos, a las
cosas que lo pueden hacer peor o mejor endereza su naturaleza y consiste
en ellas, pues
manifiesto está que por los halagos del regalo y temores de la tristeza se
hacen cosas malas,
por seguir o huir de las que no conviene, o cuando no conviene, o como
no conviene, o de
cualquier otra manera que la razón juzga de estas cosas. Por esto definen
las virtudes ser unas
seguridades de pasiones y sosiegos del espíritu, pero no bien, por hablar
así generalmente y no
añadir, como conviene, y como no conviene, y cuando conviene, y todas
las demás cosas que
se añaden. Presupónese, pues, que la virtud esta de que se trata, es cosa
que en materia de
contentos y tristezas nos inclina a que hagamos lo mejor, y que el vicio
es lo que nos inclina a
lo contrario. Pero por esto que diremos se entenderá más claro. Tres
cosas hay que nos
mueven a elegir una cosa: lo honesto, lo útil, lo suave, y sus tres
contrarios a aborrecerla: lo
deshonesto, lo dañoso, y lo pesado y enfadoso; en lo cual el bueno
siempre acierta tanto
cuanto yerra el malo, pero especialmente en lo que al contento toca y al
regalo. Porque éste es
común a todos los animales, y a todo lo que elección de cosas hace le es
anejo. Porque lo
honesto y lo útil también parece suave y aplacible. A más de esto, base
criado donde la niñez
juntamente con nosotros, por lo cual es cosa dificultosa despedir de
nosotros este afecto, si
una vez en el alma está arraigado. Todos también, cuál más, cuál menos,
reglamos nuestras
obras con el contento y la tristeza, por lo cual hay necesidad que en esta
disputa se trate de
estas cosas, por lo que no importa poco el alegrarse o entristecerse para
el hacer las cosas bien
o mal. Asimismo es más dificultoso resistir al regalo que a la ira, como
dice Heráclito, y en las
más dificultosas cosas se emplea siempre el arte y la virtud, porque el
acertar en ellas es cosa
más insigne. De manera que, siquiera por esto, ha de tratar curiosamente
de los contentos y
desabrimientos o tristezas, así la disciplina moral como también la de
república, porque el que
bien de éstas usare, será bueno, y malo el que mal en ellas se empleare.
Ya, pues, está
declarado cómo la virtud consiste en contentos y tristezas, y cómo, lo
mismo que la causa, la
hace crecer y la destruye cuando de una misma manera no se hace, y
también cómo en los
mismos actos de donde nace, en aquellos mismos se ejercita.
En el capítulo IV propone una objeción que parece que se colige de lo
dicho, para probar que
los hábitos no nacen de los actos. Porque si el que adquiere hábito de
justicia ha de obrar
cosas de justicia para adquirirlo, ya, pues obra justicia, será justo, y, por
el consiguiente, terná
hábito de justicia. Esta objeción, fácilmente se desata con decir que los
actos del que no está
aún habituado son imperfectos, como se ve en el que aprende a tañer
vihuela o cualquier otro
instrumento, y por esto no bastan a darle nombre de perfecto en aquel
hábito o arte en que se
ejercitare.
Capítulo IV
Dudará por ventura alguno cómo se compadece lo que decimos, que
conviene que
ejercitándose en cosas justas se hagan justos, y empleándose en cosas de
templanza
templados. Porque si en cosas justas y templadas se emplean, ya serán
justos y templados, así
como, si hacen las cosas de gramática y de música, serán ya gramáticos y
músicos. O diremos
que no pasa en las artes de esta suerte, porque puede ser que acaso haga
uno una cosa tocante
a la gramática, o diciéndole otro cómo ha de hacerlo. Entonces, pues,
será gramático, cuando
como gramático hiciere alguna cosa tocante a la gramática. Quiero decir
conforme a la
gramática que en sí mismo tuviere. A más de esto, no es todo de una
manera en las artes y en
las virtudes, porque lo que en las artes se hace, en sí mismo tiene su
remate y perfección, de
manera que basta que se haga como quiera que ello sea; pero lo que se
hace en las cosas de
virtud, no de cualquier manera que se haga, justa y templadamente estará
hecho, sino que es
menester que el que lo haga de cierta manera esté dispuesto, porque
primeramente ha de
entender lo que hace. A más de esto halo de escoger de su propia
voluntad y por sólo fin de
aquello, y no por otra causa; terceramente, halo de hacer con firmeza y
constancia. Todas
estas cosas en las demás artes ni se miran ni se consideran, sino que basta
sólo el entenderlas.
Pero en las cosas de la virtud, lo que menos hace o nada al caso es el
entenderlas, sino que lo
más importante, o por mejor decir el todo, consiste en lo demás, pues del
ejercitarse muchas
veces en las cosas justas y templadas, proceden las virtudes. Entonces,
pues, se dicen las cosas
justas y templadas, cuando son tales, cuales las haría un hombre justo y
templado en su vivir.
Y aquél es justo y templado en su vivir, que no solamente hace estas
obras, pero las hace
como los hombres justos y moderados en el vivir las acostumbran hacer.
Bien, pues, y
conforme a razón se dice, que haciendo cosas justas se hace el hombre
justo, y ejercitándose
en cosas de templanza, templado en su vivir. Pero no ejercitándose, por
mucho que lo
considere, ninguno se hará bueno. Pero esto los más lo dejan de hacer, y
contentándose con
solo tratar las razones, les parece que son filósofos y que saldrán de esta
manera virtuosos. A
los cuales les acaece lo mismo que a los enfermos, que escuchan lo que
el médico dice
atentamente, y después no hacen nada de lo que él les manda. Y así como
aquéllos, curándose
de aquella manera, jamás tenían el cuerpo sano ni de buen hábito
dispuesto, de la misma
manera éstos, filosofando de esta manera, nunca tenían el alma bien
dispuesta.
Ya que Aristóteles ha declarado ser los buenos ejercicios la origen y
fuente de donde nacen y
manan las virtudes, inquiere agora la definición de la virtud, y procura
darnos a entender qué
cosa es la virtud. Y como toda definición consta de género y diferencia,
como los lógicos lo
enseñan, en el capítulo V prueba ser hábito el género de la virtud, y que
las virtudes ni son
facultades naturales ni tampoco son afectos, porque los afectos no nos
dan nombres de
buenos, ni malos, lo cual hacen las virtudes y los vicios, y la misma
razón vale para probar que
no son facultades naturales.
Capítulo V
Tras de esto habemos de inquirir qué cosa es la virtud. Y pues en el alma
hay tres géneros de
cosas solamente: afectos, facultades y hábitos, la virtud de necesidad ha
de ser de alguno de
estos tres géneros de cosas. Llamo afectos la codicia, la ira, la saña, el
temor, el atrevimiento,
la envidia, el regocijo, el amor, el odio, el deseo, los celos, la compasión,
y generalmente todo
aquello a que es aneja tristeza o alegría. Y facultades, aquellas por cuya
causa somos dichos ser
capaces de estas cosas, como aquellas que nos hacen aptos para
enojarnos o entristecernos o
dolernos.Pero hábitos digo aquellos conforme a los cuales, en cuanto a
los afectos, estamos
bien o mal dispuestos, como para enojarnos. Porque si mucho nos
enojamos o remisamente,
estamos mal dispuestos en esto, y bien si con rienda y medianía, y lo
mismo es en todo lo
demás. De manera que ni las virtudes ni los vicios son afectos, porque,
por razón de los
afectos, ni nos llamamos buenos ni malos, como nos llamamos por razón
de las virtudes y
vicios. Asimismo por razón de los afectos ni somos alabados ni
vituperados, porque ni el que
teme es alabado, ni el que se altera, ni tampoco cualquiera que se altera o
enoja comúnmente
así es reprehendido, sino el que de tal o de tal manera lo hace; pero por
causa de las virtudes y
los vicios somos alabados o reprehendidos. A más de esto, en el
enojarnos o temer no
hacemos elección; pero las virtudes son elecciones o no, sin elección.
Finalmente, por causa
de los afectos decimos que nos alteramos o movemos; pero por causa de
las virtudes o vicios
no decimos que nos movemos, sino que estamos de cierta manera
dispuestos. Por las mismas
razones se prueba no ser tampoco facultades; pues por sólo poder hacer
una cosa, ni buenos
ni malos nos llamamos, ni tampoco somos por ello alabados ni
reprehendidos. Asimismo las
facultades, naturalmente las tenemos, pero buenos o malos no somos por
naturaleza. Pero de
esto ya arriba se ha tratado. Pues si las virtudes ni son afectos ni tampoco
facultades, resta que
hayan de ser hábitos. Cuál sea, pues, el género de la virtud, de esta
manera está entendido.
Ya que en el capítulo V ha demostrado ser el hábito género de la virtud,
en el sexto demuestra
cuál es su diferencia, para que la definición de la virtud quede de esta
manera declarada.
Prueba, pues, la diferencia de la virtud, ser perfeccionar al hombre para
que su propio oficio
perfectamente haga, lo cual prueba por muchas virtudes y ejemplos.
Capítulo VI
No sólo, pues, conviene decir qué es hábito, sino también qué manera de
hábito. Esto, pues,
se ha de confesar ser verdad, que toda virtud hace que aquello cuya
virtud es, si bien
dispuesto está, se perfeccione y haga bien su propio oficio. Como la
virtud del ojo
perfecciona el ojo y el oficio de el, porque con la virtud del ojo vemos
bien, de la misma
manera la virtud del caballo hace al caballo bueno y apto para correr y
llevar encima al
caballero y aguardar a los enemigos. Y si esto en todas las cosas es así, la
virtud del hombre
será hábito que hace al hombre bueno y con el cual hace el hombre su
oficio bien y
perfectamente. Lo cual como haya de ser ya lo habemos dicho, y aun
aquí se verá claro si
consideramos qué tal es su naturaleza. En toda cosa continua y que puede
dividirse, se puede
tomar parte mayor y parte menor y parte igual, y esto, o en sí misma, o
en respecto nuestro.
Es igual lo que es medio entre el exceso y el defecto; llamo el medio de
la cosa, el que
igualmente dista de los dos extremos, el cual en todas las cosas es de una
misma manera; pero
el medio en respecto de nosotros es aquello que ni excede ni falta de lo
que conviene, el cual
ni es uno, ni el mismo en todas las cosas. Como agora si diez son muchos
y dos pocos, en
cuanto a la cosa será el medio seis, porque igualmente excede y es
excedido, y éste, en la
proporción aritmética, es el medio. Pero el medio en respecto nuestro no
lo habemos de
tomar de esta manera, porque no porque sea mucho comerse cien
ducados, y comerse veinte
poco, por eso el que gobierna los cuerpos les dará a comer sesenta;
porque por ventura esto
es aún mucho o poco para el que lo ha de recibir. Porque para uno como
Milón, poco sería,
pero para el que comienza a ejercitarse, sería demasiado; y lo mismo es
en los ejercicios de la
corrida y de la lucha. de esta manera todo artífice huye del exceso y del
defecto, y busca y
escoge lo que consiste en medianía; digo el medio, no el de la cosa, sino
lo que es medio en
respecto nuestro. De manera que toda ciencia de esta suerte hace lo que a
ella toca
perfectamente, considerando el medio y encaminando a él todas sus
obras. Por lo cual suelen
decir de todas las obras que están hechas como deben, que ni se les puede
quitar ni añadir
ninguna cosa; casi dando a entender que el exceso y el defecto estragan
la perfección de la
cosa, y la medianía la conserva. Y los buenos artífices, como poco antes
decíamos, teniendo
ojo a esto hacen sus obras. Pues la virtud, como más ilustre cosa y de
mayor valor que toda
cualquier arte, también inquire el medio como la naturaleza misma.
Hablo de la virtud moral,
porque ésta es la que se ejercita en los afectos y acciones, en las cuales
hay exceso y defecto, y
su medio, como son el temer y el osar, el codiciar y el enojarse, el
dolerse, y generalmente el
regocijarse y el entristecerse, en todo lo cual puede haber más y menos, y
ninguno de ellos ser
bien. Pero el hacerlo cuando conviene y en lo que conviene y con los que
conviene y por lo
que conviene y como conviene, es el medio y lo mejor, lo cual es propio
de la virtud.
Asimismo en las acciones o ejercicios hay su exceso y su defecto, y
también su medianía; y la
virtud en las acciones y afectos se ejercita, en las cuales el exceso es
error y el defecto afrenta,
y el tomar el medio es ganar honra y acertarlo; las cuales dos cosas son
propias de la virtud.
De manera que la virtud es una medianía, pues siempre al medio se
encamina. A más de esto,
Terecera parte

Pues la virtud consiste en los afectos y en las obras, y las alabanzas y


reprehensiones consisten
asimismo en cosas voluntarias, y en las forzosas el perdón, y aun algunas
veces duelo y
compasión, por ventura que a los que tratan de cosa de virtud les es
necesario definir cuáles
cosas son forzosas y cuáles voluntarias. Esles asimismo útil a los
legisladores para tasar las
honras y castigos. Aquellas cosas, pues, parecen ser forzosas, que por
violencia se hacen o por
ignorancia. Violento es aquello cuyo principio procede de fuera, de tal
suerte que no pone de
suyo cosa alguna el que lo hace ni el que lo padece, como si el viento
llevase algo a alguna
parte, o los hombres que son señores de ello. Mas las cosas que se hacen
por temor de
algunos males mayores, o por causa de algún bien, como si un tirano le
mandase a uno que
hiciese alguna cosa fea, teniéndole en rehenes sus padres y sus hijos, de
tal suerte que si lo
hace se librarán, y si no lo hace morirán, hay disputa si son cosas
voluntarias o forzosas. En
las cuales acontece lo mismo que en las tormentas y borrascas de la mar,
cuando se alivian en
ellas los navíos. Porque allí ninguno de su voluntad echa al hondo su
hacienda, pero hácenlo
todos los que buen seso tienen, por salvar su vida y las de los que van
con ellos. Son, pues, los
hechos semejantes mezclados, aunque más parecen voluntarios, porque
cuando se hacen,
consisten en nuestra mano y elección. Pero el fin de la obra consiste en la
ocasión, y hase de
decir así lo voluntario como lo forzoso cuando se hace. Y hacelo
voluntariamente, pues las
partes que son instrumento de aquel movimiento y su principio en las
tales acciones, están en
el mismo que lo hace, y cuando en el que lo hace está el principio del
hacerlo, también está en
mano del mismo el hacerlo o dejarlo de hacer. De manera que las tales
obras son voluntarias.
Aunque generalmente hablando, por ventura son forzosas, pues ninguno
por sí mismo
aceptaría el hacer ninguna cosa como aquellas. Aunque en hechos
semejantes algunas veces
son alabados los que alguna cosa torpe o triste sufren, por causa de
algunos grandes bienes, y
si lo contrario hacen son reprehendidos. Porque sufrir cosas muy feas, si
no es por razón de
algún grande o mediano bien, es, cierto, hecho de ruines. Pero en algunos
hechos de éstos noalabamos a los que los hacen, antes nos dolemos de
ellos, cuando por causa de esto hace uno
lo que no debería, y lo que a la natura humana excede, y lo que, en fin,
ninguno sufriría.
Porque cosas hay a que los hombres no han de ser forzados, antes han de
morir sufriendo los
más graves tormentos del mundo. Porque en aquel Almeon de Eurípides
son dignas de risa
las cosas que dice que le habían forzado, a matar a su madre. Es, cierto,
algunas veces cosa
dificultosa juzgar cuál se ha de escoger antes que cual, y cuál antes que
cual habemos de sufrir,
y más dificultoso el sufrirlo después que se entiende. Porque por la
mayor parte acontece que
lo que nos parece hacedero sea cosa triste y pesada, y a lo que nos
fuerzan cosa fea y
afrentosa. De do procede que los que se dejan o no se dejan vencer, son
vituperados o
alabados. ¿Qué cosas, pues, habemos de confesar ser violentas?
¿Generalmente no diremos
que lo son aquellas cuya causa viene de fuera, y el que las hace no pone
nada de su casa? Pero
las cosas que de suyo son forzosas y violentas, pero en comparación de
otras son más de
escoger, y cuyo principio está en mano de quien las hace, ¿no diremos
que de suyo cierto son
forzosas y que en respecto de otras son voluntarias? Aunque más parecen
cierto voluntarias,
porque los tales hechos consisten en cosas particulares, las cuales son
voluntarias. No es,
pues, fácil cosa determinar cuál cosa primero que cuál habemos de
aceptar, porque en esto
hay en las cosas particulares muy gran diversidad. Mas si alguno quiere
decir que las cosas
apacibles y buenas son forzosas, pues estando fuera del alma nos
competen, estará obligado a
confesar que por la misma razón todas las cosas son forzosas, porque
todos los que algo
hacen, lo hacen por alguno de estos fines. Y los que por fuerza y contra
su voluntad lo hacen,
entristécense de aquello; mas los que obran lo malo, por razón de su
dulzura, hácenlo con
contentamiento. Es cosa, pues, de risa dar la culpa a las cosas de defuera,
y no a sí mismo, de
que así tan fácilmente se deje cazar de cosas semejantes de las cosas
buenas por sí mismo y de
las deshonestas por su suavidad. Aquello, pues, parece ser forzoso, cuyo
principio y origen
está defuera, no poniendo de suyo nada el que es forzado. Pero de las
cosas que por
ignorancia se hacen, no son todas voluntarias, mas aquellas en que el
haberlas hecho da
tristeza y causa arrepentimiento, son forzosas. Pero el que hace por
ignorancia alguna cosa y
de haberla hecho no se duele, no diremos que la hizo voluntariamente,
pues no lo sabía, mas
tampoco diremos que la hizo forzosamente, pues no le pesa de ello. De
manera que de lo que
por ignorancia se hace, lo que causa arrepentimiento forzoso parece, mas
el que no se
arrepintió, pues es diferente de éste, es no voluntario; porque, pues es
diferente, mejor es que
tenga su nombre propio. Pero parece cosa diferente el hacer una cosa por
ignorancia del hacerla ignorantemente. Porque el borracho o el colérico
no parece que por ignorancia hacen
lo que hacen, sino por alguna otra causa de las ya tratadas; pero tampoco
lo hacen a
sabiendas, sino ignorantemente. Cualquier malo, pues, ignora lo que
hacer debe y de lo que le
conviene guardarse, y por semejante error se hacen injustos y perversos.
No se debe, pues,
decir forzoso, si uno no entiende lo que le conviene, porque la ignorancia
en la elección o
aceptación no es causa de lo que es forzoso, sino de la perversidad y
tacañería; ni tampoco la
ignorancia universal (que también se vitupera), sino la que acontece en
una cosa particular, en
la cual y acerca de la cual se ha de emplear nuestro oficio. Porque en
tales el que lo hace, más
es digno de misericordia y de perdón, pues el que tal cosa ignora, la hace
contra su voluntad y
forzosamente. No es, pues, cosa por ventura la peor de todas tratar de
todo esto, qué cosas
son y qué, tan grandes, y quién, y qué, y acerca de qué, y en qué lo hace,
y aun algunas veces
con qué como con instrumento, y por qué, como por salvar la vida, y
cómo, si despacio o con
prisa y fervor. Todas, pues, estas cosas el que algún juicio tiene no las
ignora, cuanto más el
que las hace. Porque, ¿cómo ha de tener ignorancia de sí mismo? Pero
puede acaecer que uno
ignore lo que hace. Como los que oran suelen decir, o que se les escapó
algo de la lengua, o
que no sabían que aquello era cosa que se había de callar, como le
aconteció a Esquilo en las
ceremonias de Ceres, o que queriéndolo mostrar se le cayó o soltó, como
el que suelta una
ballesta. Alguno también habrá que a su propio hijo lo tome por otro y
piense que es su
enemigo, como le acaeció a Merope; otro que le parezca que la lanza
tiene la punta roma
teniéndola aguda, o que la piedra es tosca; otro que hiriendo a uno, por
curarle, lo mate; otro
que queriendo hacer de sí demostración, hiera, como acaece a los que
luchan con las puntas
de los dedos. Habiendo, pues, lugar de ignorancia en todas las cosas de
esta suerte en que
haya obras, el que algo de esto hizo no entendiéndolo, forzosamente
parece haberlo hecho, y
señaladamente en las más principales obras, cuales parecen ser aquellas
en las cuales consiste
la obra y el fin de ella. Pero aunque lo que por semejante ignorancia se
haga, se diga ser
forzoso conviene con todo eso que la obra le dé pena y se arrepienta de
haberla hecho. Si lo
forzoso, pues, es lo que por violencia o ignorancia se hace, aquello se
entenderá ser
voluntario, cuyo principio y origen consiste en el mismo que lo hace, y
que entiende
particularmente las cosas, en que las tales obras consisten y se emplean.
Porque no es por
ventura bien decir que lo que por enojo o por codicia se hace, es forzoso
y violento. Porque
cuanto a lo primero, ninguno de los otros animales se puede decir, que
obra de su voluntad,
ni menos los muchachos, si no esto, ¿cómo diremos que obran? Pues ni
tampoco se puede bien decir que lo que por codicia o por enojo hacemos,
lo hacemos de nuestra voluntad.
¿Diremos, pues, que lo bueno hacemos de nuestro grado y voluntad, y lo
malo por fuerza y
contra voluntad? ¿O es hablar de gracia y sin fundamento decir esto,
siendo una misma la
causa? Cosa, pues, por ventura parece fuera de razón decir que las cosas
que se han de desear
son violentas y forzosas, y vemos que por algunas cosas conviene que
nos enojemos, y que
algunas cosas deseemos, como la salud y la doctrina. Asimismo parece
que las cosas forzosas
nos son tristes y pesadas, pero las que apetecemos somos suaves y
aplacibles. Finalmente,
¿qué diferencia hay entre ser forzosas las cosas que se yerran por
deliberación o las que se
yerran por enojo, pues ambas a dos maneras de cosas son de aborrecer?
Y pues las pasiones y
afectos que son fuera de razón no menos parece que hayan de ser
humanos que los otros, y
las obras del hombre también proceden de enojo y de codicia, cosa, pues,
es fuera, de razón
decir que tales cosas sean violentas y forzosas.
Ya que en el primer capítulo ha declarado cuál obra se ha de llamar
forzosa y cuál voluntaria,
y ha mostrado cuál manera de ignorancia hace la obra forzosa y cuál
viciosa, y asimismo ha
probado que lo que se hace por turbación de ánimo, no se puede llamar
verdaderamente
forzoso, en el capítulo II, por cuanto la virtud, como ya está dicho,
consiste en elección y
libre aceptación de nuestra voluntad, trata de la elección, que es lo que
vulgarmente llamamos
libre albedrío, y prueba ser éste propio del hombre, y que no es todo uno
ser voluntario y
proceder de libre albedrío. Ítem que no es todo uno voluntad y elección.
Capítulo II
Ya que habemos determinado cuál cosa se ha de decir voluntaria y cuál
forzosa, síguese el
tratar de la elección o aceptación, porque más propio oficio parece que es
de la virtud juzgar
de las costumbres, que no de las obras. La elección, pues, cosa clara es
que consiste en las
cosas voluntarias, pero no es lo mismo que ellas; antes lo voluntario es
cosa más general.
Porque los niños y los demás animales participan de las acciones
voluntarias, pero no de la
elección. Y las cosas que repentinamente hacemos y sin deliberación,
bien decimos que son
voluntarias, mas no decimos que proceden de elección. Los que dicen
que la elección es
codicia, o que es enojo, o querer a cierta opinión, no me parece que lo
aciertan. Porque la
elección no es cosa común a los hombres y a los animales que carecen de
razón, y eslo la
codicia y el enojo, y el disoluto hace sus obras con codicia, mas no con
elección, y el
templado, al contrario, obra con elección, mas no cierto con codicia. Y la
codicia es contraria
a la elección, mas una codicia a otra no es contraria. A más de esto la
codicia consiste en lo
suave y en lo triste, pero la elección ni en lo triste ni en lo suave.
Pero .menos es la elección
enojo, porque lo que con enojo se hace, en ninguna manera parece ser
hecho por elección.
Mas ni tampoco es querer, aunque le parece mucho. Porque la elección
no consiste en cosas
imposibles, y si se entendiese que une, las elige, nos parecería que está
fuera de juicio. Pero la
voluntad bien puede desear cosas imposibles, como si desease ser
inmortal. Asimismo la
voluntad bien se puede emplear en las cosas que el mismo hombre no las
hace, como si yo
quiero que algún representante gane la joya, o algún luchador; pero tales
cosas ninguno las
elige, sino las cosas que entiende él mismo haberlas de hacer.
Finalmente, la voluntad
enderézase al fin más particularmente, pero la elección consiste en las
cosas que pertenecen
para el fin. Como el tener salud querémoslo, más las cosas con que
conservemos la salud,
escogémoslas. También el vivir prósperamente querémoslo y lo decimos
así que lo queremos,
mas no cuadra bien decir que lo escogemos. En fin, generalmente
hablando, la elección
parece que consiste en las cosas que están en nuestra mano. Tampoco es
opinión la elección,
porque la opinión en todas las cosas parece que se halla, y no menos en
las cosas perpetuas y
en las imposibles, que en las que están en nuestra mano. Y la opinión
divídese en verdadera y
falsa, y no en buena y mala, mas la elección más se distingue con estotras
diferencias.
Ninguno, pues, creo dirá ni creerá ser todo uno opinión y elección. Mas
ni tampoco es la
elección particular especie de opinión. Porque por razón de elegir lo
bueno o lo malo somos
tales o tales, mas por creerlo no lo somos. También la lección consiste en
escoger una cosa o
huir de ella, o en cosa como ésta, mas la opinión en el entender qué cosa
es, o a quién le
cumple, o de qué manera. Mas en el tomar o dejar no consiste tanto
nuestra opinión.
Asimismo la elección es alabada por ser hecha en lo que más conviene, o
por ser bien hecha,
más la opinión por: ser verdadera. Por la misma razón escogemos
aquellas cosas que sabemos
ser mejores, pero pensamos ser así lo que de cierto no sabemos. Parece
también que no son
todos unos los que eligen las cosas mejores y los que las creen ser tales,
sino que algunos hay
que juzgan bien de ellas, y por su vicio eligen lo que no les cumple. Ni
importa disputar si la
opinión precede a la elección o si se sigue, porque aquí no consideramos
eso, sino si es lo
mismo elección que opinión particular. ¿Qué diremos, pues, que es, o
qué tal es, pues ninguna cosa de las ya tratadas es? Cosa voluntaria ya se
ve que, es, pero no toda cosa voluntaria es
eligible, sino aquella que está primero consultada. Porque la elección con
razón se hace y con
entendimiento, lo cual el nombre que en griego tiene nos lo significa,
porque prohereton
quiere decir: cosa que es a otra preferida.
Estas materias morales van unas de otras dependiendo. Porque de la
felicidad dependió el
inquirir la virtud. De ser la virtud hábito voluntario, dependió el inquerir
qué cosas son
voluntarias y qué forzosas. Del ser las cosas voluntarias, las que
consisten en nuestra
aceptación o elección, salió el tratar de la elección. Del decir que no toda
cosa voluntaria tiene
elección, sí no es primero consultada, nace agora el tratar de la consulta.
Trata, pues, en este
tercer capítulo Aristóteles de la consulta de nuestro entendimiento, y
declara cuáles cosas
vienen en consulta y cuáles hombres son aptos para consulta, y cómo la
consulta es de cosas
que pueden acaecer de varias maneras. Ítem que las consultas no son de
los fines, sino de los
medios, y cómo el verdadero consultar es inquirir primero el fin, y
después buscar los medios
para alcanzarlo; asimismo como sean de contraria manera la consulta y la
ejecución; porque lo
que en la consulta es lo primero, es en la ejecución lo postrero; y lo que
allá lo postrero, en
ésta lo primero, como se ve en el que edifica.
Capítulo III
Es de considerar si hay consulta en todas las cosas, y si se puede toda
cosa consultar, o si hay
algunas cosas que no admiten consulta. Aquello, pues, se ha de decir que
cae en consulta, no
lo que consulta un necio, ni lo que un furioso, sino lo que consultaría un
hombre de juicio y
entendimiento. Primeramente, pues, ninguno consulta de las cosas
perpetuas, como digamos
del mundo, o de cómo tenían proporción en un cuadrado el diámetro y el
lado. Ni de las
cosas que consisten en movimiento, y que siempre se hacen de una
misma manera, ora por
necesidad, ora por naturaleza, ora por otra cualquier causa como de los
solsticios o términos
del sol, o de sus salidas. Ni tampoco de las cosas que en diversas partes
acaecen de diversas
maneras, como de las sequedades o lluvias. Ni menos de las cosas que
consisten en fortuna,
como del hallarse un tesoro. Pero ni aun de todas las cosas humanas,
como agora ningún
lacedemonio consulta de qué manera los scitias gobernarían bien su
república. Porque
ninguna cosa de éstas está a nuestra disposición ni gobierno.
Consultamos, pues, o deliberamos de aquellas cosas que toca a nosotros
el haberlas de hacer, porque éstas son las
que restan por decir. Porque la naturaleza, y la necesidad, y la fortuna, y
también el
entendimiento, parecen tener ser de causas, y todo lo que tiene ser
mediante el hombre, y
cada cual de los hombres delibera de las cosas que a él toca el hacerlas y
tratarlas. En las
ciencias, pues, que son manifiestas, y que ellas para sí mismas son
bastantes, no hay consulta;
como en el escribir de las letras (porque nunca disputarnos cómo se han
de escribir las letras),
sino en aquellas que de nuestra deliberación dependen. Aunque no
siempre de estas cosas de
una misma manera consultamos, como de las cosas de la medicina, o del
arte de hacer
moneda, y tanto más consultamos del arte de navegar que del arte de
luchar, cuanto menos
cierta es aquélla que ésta; y de las demás de la misma suerte. Y en las
artes consultamos más
que no en las ciencias; porque más dudamos en ellas que no en éstas, y el
consultar acaece en
las cosas que por la mayor parte son así, pero en alguna manera inciertas,
y que, en fin, no hay
en ellas cosa firme y cierta, y tomamos consejeros en las cosas graves, no
confiando de
nuestros propios juicios como de no bastantes para entenderlo bien.
Consultamos, pues, no
de los fines, sino de las cosas que para ellos se requieren. Porque nunca
el médico consulta si
ha de sanar, ni el retórico si ha de persuadir, ni el gobernador de la
república si ha de poner
buenas leyes, ni, en fin, otro ninguno jamás consulta del fin, sino que,
propuesto algún fin,
consultan de qué manera y por qué medios lo alcanzarán. Y si parece que
se puede alcanzar
por muchos medios, deliberan por cuál medio más fácilmente y mejor se
alcanzará, y si en un
medio se resuelven, deliberan cómo se alcanzará por éste. Finalmente,
aquella consulta, ́¿por
qué medio?ª hasta tanto la. tratan, que lleguen a la primera causa, la cual
en la invención era la
postrera. Porque el que consulta, parece que inquiere y resuelve de la
manera que está dicho,
así como en la geometría una descripción. Pero parece que no toda
cuestión es consulta,
como las cuestiones matemáticas, mas toda consulta es cuestión, y lo que
es lo último en la
resolución, es lo primero en la ejecución. Y si en la consulta topan con
alguna cosa imposible,
no pasa adelante la consulta. Como si son menester dineros, y de ninguna
parte se pueden
haber. Mas si pareciere posible haberse, pónenlo por obra; llamo posible
lo que podemos
hacer nosotros, porque, lo que con favor de amigos hacemos, en cierta
manera, nosotros
mismos lo hacemos; pues el principio de ello está en nuestra mano.
Muchas veces
consultamos de los instrumentos, y otras veces del uso de ellos. Y de la
misma manera en
todo lo demás, unas veces se delibera por qué medio, otras de qué
manera, y otras con cuyo
favor. En todo lo cual, como habemos dicho, el hombre parece ser el
principio de las obras, y
la consulta es de lo que el hombre ha de hacer, y las obras siempre se
hacen por otro fin. De
manera que nunca el fin se pone en consulta, sino lo que conviene para
alcanzar el fin.
Tampoco se consultan las cosas particulares, como si esto es pan o si está
cocido o hecho
como debe. Porque estas cosas con el sentido se juzgan. Porque si
siempre hubiésemos de
estar consultando, sería nunca acabar; lo que se consulta, pues, y lo que
se elige todo es una
misma cosa; sino que lo que se elige ya es cosa determinada, porque lo
que en la consulta se
determina que se haga, aquello es lo que se escoge. Porque cuando uno
reduce a si mismo el
principio, y todo lo que precedió, para en él deliberar cómo lo ha de
hacer, porque esto fue lo
que escogió; véese esto claramente, por los antiguos gobiernos de
república, que Homero
imitó en sus poesías, en las cuales introduce a los reyes que dan razón al
pueblo de las cosas
en que se han determinado. Y, pues, lo que se elige es cosa que cae en
consulta y deliberación,
y que entre las cosas que a nuestro cargo y gobierno están, es digna de
ser apetecida, la
elección será un apetito consultado en las cosas que tocan a nosotros.
Porque por haber de
esta manera juzgado en la consulta, sucede que apetecemos conforme a
la consulta. Qué cosa
es, pues, elección, y en qué cosas la hay, y cómo consiste en lo que
pertenece para el fin,
quede así sumariamente declarado.
Porque en lo pasado se ha dicho que la elección no es voluntad, pues ya
está tratado de la
elección, trata brevemente en el capítulo IV de la voluntad; llamamos
voluntad en romance,
no sólo la potencia del querer, que en griego se llama thelema, sino el
mismo acto también del
querer, que los griegos llaman bulesin, y en nuestra lengua, por no tener
tanta diferencia de
vocablos, lo uno y lo otro, llamamos de una misma manera. Declara,
pues, cómo el querer o
voluntad tira al fin, y cómo todo lo que queremos lo queremos por razón
de ser bueno, o a lo
menos, por parecernos a nosotros ser tal.
Capítulo IV
Que la voluntad o querer sea propio del fin, ya está dicho arriba. Pero
hay algunos que tienen
por opinión, que la voluntad va enderezada siempre a lo que es bueno, y
otros que no, sino a
lo que ella le parece bueno. Y los que dicen que a lo bueno, han de
confesar de necesidad que
no es querido lo que quiere el que buena elección no ha hecho. Porque si
querido fuese, sería
bueno, y era, si acaso así acaeció, malo. Mas los que dicen que lo que se
quiere es lo que se

acontece errar unas veces porque se teme lo que no conviene, otras


porque no como
conviene, y otras porque no cuando conviene, y otras cosas de esta
manera. Y de la misma
manera habemos de juzgar de cosas de osadía. Aquel, pues, que aguarda
y que teme lo que
conviene, y por lo que conviene, y como conviene, y de la misma manera
osa cuando
conviene, aquel tal se dice hombre valeroso. Porque el valeroso sufre y
obra conforme a su
honra, y conforme a lo que la buena razón le dicta y aconseja; y el fin de
toda obra es alcanzar
el hábito; y la valerosidad y fortaleza de ánimo del hombre valeroso es el
bien, y por la misma
razón el fin; porque cada cosa se define por el fin; y el valeroso, por
causa del bien, sufre y
hace lo que toca a su valor. Pero de los que exceden, el que excede en no
temer no tiene
nombre (y ya habemos dicho en lo pasado, que muchas cosas hay que no
tienen propio
vocablo), mas puédese decir hombre loco y sin sentido, y tonto, el que
ninguna cosa teme: ni
el terremoto, ni las crecidas de las aguas, como dicen que lo hacen los
franceses. Mas el que
en las cosas de temer excede en el osar, dícese atrevido o arriscado.
Parece, pues, el arriscado
hombre fanfarrón, y que quiere mostrarse valeroso; porque de la misma
manera que el
valeroso se ha en las cosas de temer, de esta misma quiere mostrarse el
atrevido; de manera
que lo imita en lo que puede. Y así hay muchos de ellos juntamente
arriscados y cobardes.
Porque en semejantes cosas son atrevidos, y las cosas temerosas no las
osan aguardar. Y el
que en el temer excede llámase cobarde, porque le es anexo el temer lo
que no conviene, y
como no conviene, y todas las demás cosas de este género. Falta, pues, el
cobarde en el osar,
pero más se muestra exceder en las cosas de molestia. Es, pues, el
cobarde un desesperado,
porque todas las cosas teme; en lo cual es al revés el valeroso, porque el
osar, de buena
esperanza procede. De manera que así el cobarde como el atrevido, y
también el valeroso,
todos se emplean en unas mismas cosas; pero hanse en ellas de diferente
manera, porque
aquéllos o exceden o faltan; pero el valeroso trátase con medianía y
como conviene. Y los
atrevidos son demasiadamente anticipados, y que antes del peligro ya
muestran querer estar
en él, y cuando están en él retíranse. Mas los valerosos en el hacer son
fuertes, y antes de el
moderados y quietos. Es, pues, la valerosidad o fortaleza (como está
dicho) una medianía en
las cosas de osadía, y de temor en las cosas que están dichas, las cuales
escoge y sufre por ser
cosa honesta el hacerlo y afrentosa el dejarlo de hacer. Pero el matarse
uno a sí mismo, por
salir de necesidad y pobreza, o por amores, o por otra cualquier cosa
triste, no es hecho de
hombre valeroso, sino antes de cobarde. Porque es gran flaqueza de
ánimo el huir las cosas de
trabajo y muerte, no por ser cosa honrosa el morir, sino por huir del mal.
Es pues, la fortaleza
de ánimo tal cual aquí la habemos dibujado.
Cosa es averiguada lo que Aristóteles dice en el principio de las
Reprensiones de los sofistas,
que unas cosas hay que de suyo son tales, y otras que, no siéndolo,
quieren parecer ser tales.
Como la mujer que de suyo no es hermosa, y con afeites quiere
parecerlo. Y como el alatón,
que no siendo oro, parece serlo, y como algunos hombres, que siendo
bofos y de mal hábito
de cuerpo, parece que están gordos. Y no sólo es esto verdad en las cosas
exteriores, pero aun
en las del ánimo; porque la malicia y astucia quiere imitar a la prudencia,
y la crueldad a la
justicia y otras cosas de esta manera. Enseña, pues, Aristóteles en este
octavo capítulo cómo
discerniremos la verdadera fortaleza de ánimo de la que, no siendo,
quiere parecerlo, y
muestra no haberse de decir fuerte el que por temor es fuerte; como los
que en la guerra
temen de desamparar la orden militar por el castigo, o los que lo son por
vergüenza, o los que
con saña o cólera hacen cosas peligrosas. Todos éstos y los que de esta
manera fueren, no son
fuerte, ni valerosos, porque no obran por elección ni lo hacen por fin
honesto.
Capítulo VIII
Hay también cinco maneras de obras que se dicen tener nombre de
fortaleza. La primera de
las cuales es la fortaleza o valerosidad civil, la cual las parece más que
otra ninguna a la
verdadera fortaleza. Porque los ciudadanos parece que aguardan los
peligros por las penas
estatuidas por las leyes, y por las afrentas y honras. Por lo cual aquella
nación se señala sobre
todas las otras en fortaleza, donde los cobardes en ningún precio ni honra
son tenidos, y los
valerosos son muy estimados. Tales nos los pinta Homero en su poesía,
como a Diómedes y a
Héctor. Porque dice Héctor así:
Porque haciendo eso, el mismo Polidamas
Verná por me afrentar luego el primero.
Y Diómedes, en el mismo Homero, de esta manera:
Héctor, que es el mejor de los Troyanos,
Dirá, si eso yo hago, que a las naves
Huigo por escaparme de sus manos.
Es, pues, esta manera de fortaleza en esto muy semejante a la primera de
que se ha tratado: en
que procede de virtud; pues procede de vergüenza y de apetito o deseo de
la honra, que es
uno de los bienes, y del aborrecimiento de la afrenta, que es cosa
vergonzosa. Contaría
también entre éstos alguno a los que son forzados por los capitanes a ser
fuertes. Mas éstos
tanto peores son que aquéllos, cuanto no lo hacen de vergüenza, sino de
temor, y queriendo
evitar, no la afrenta, sino el daño. Porque los fuerzan a hacerlo los que
tienen el gobierno,
como en Homero, Héctor:
Al que ir de la batalla huyendo viere,
Mostrando al enemigo cobardía,
A los buitres y perros, si lo hiciere,
Daré a comer sus carnes este día.
Lo mismo hacen los que tienen el gobierno o oficio militar, hiriéndoles si
se apartan de la
orden; y los que delante de alguna cava, o algunos otros lugares
semejantes, ordenan algún
escuadrón; porque todos hacen, en fin, fuerza. Y el que ha de ser
valeroso, no lo ha de ser por
fuerza, sino porque el serlo es ilustre cosa. Pero parece que la experiencia
de las particulares
cosas es una manera de fortaleza. Por lo cual tuvo Sócrates por opinión
que la fortaleza
consistía en ciencia. Porque en otras cosas otros son tales, y en las cosas
de la guerra los
soldados, pues hay muchas cosas que comúnmente tocan a la guerra, en
las cuales éstos más
particularmente están ejercitados; y porque los otros no entienden qué
tales son, por esto ellos
parecen valerosos. A mas de esto, por la destreza que ya tienen, pueden
mejor acometer y
defenderse, y guardarse, y herir; como saben mejor servirse de las armas,
y las tienen más aventajadas para acometer y para defenderse. Pelean,
pues, con los otros como armados con
desarmados, y como esgrimidores con gente que no sabe de esgrima;
pues en semejantes
contiendas no los más valerosos son más aptos para pelear, sino los más
ejercitados y los más
sueltos de cuerpo. Hácense, pues, cobardes los soldados cuando el
peligro es excesivo y se
ven ser inferiores en número y en bagaje, y ellos son los primeros al huir.
Mas la gente de la
tierra muestra rostro y muere allí, como le acaeció a Hermeo en el pueblo
Corone a de
Beocia. Porque la gente de la tierra, teniéndolo por afrenta el huir,
quieren más morir que con
tal vergüenza salvarse. Pero los soldados, al principio, cuando pretenden
que son más
poderosos, acometen; mas después, entendiendo lo que pasa, huyen,
temiendo más la muerte
que la vergüenza. Mas el hombre valeroso no es de esta manera. Otros
hay que la cólera la
atribuyen a la fortaleza, porque los airados y coléricos parece que son
valientes, como las
fieras, que se arremeten contra los que las han herido, y esto porque los
hombres valerosos
también son, en alguna manera, coléricos. Porque la cólera es una cosa
arriscada para los
peligros. Por lo cual dice Homero:
Dio riendas a la cólera y esfuerzo
Y despertó la ira adormecida.
Y en otra parte:
La furia reventó por las narices,
La sangre se encendió con saña ardiente.
Porque todo esto parece que quiere dar a entender el ímpetu y
movimiento de la cólera. Los
valerosos, pues, hacen las cosas por causa de lo honesto, y en el hacerlas
acompáñales la
cólera; pero las fieras hácenlo por el dolor, pues lo hacen o porque las
han herido, o porque
temen no las hieran. Pues vemos que estando en los bosques y espesuras
no salen afuera. No
son, pues, valerosas porque salgan al peligro movidas del dolor y de la
cólera, ni advirtiendo el peligro en que se ponen. Porque de esa manera
también serían los asnos, cuando están
hambrientos, valerosos, pues no los pueden echar del pasto por muchos
palos que les den. Y
aun los adúlteros, por satisfacer a su mal deseo, se arriscan a hacer
muchas cosas peligrosas.
No son, pues, cosas valerosas las que por dolor o cólera se mueven al
peligro. Mas aquella
fortaleza que, juntamente con la cólera, hace elección, y considera el fin
porque lo hace,
aquélla parece ser la más natural de todas. Y los hombres, cuando están
airados, sienten pena,
y cuando se vengan, quedan muy contentos. Lo cual, los que lo hacen,
hanse de llamar
bregueros o cuistioneros, mas no cierto valerosos: porque no obran por
causa de lo honesto,
ni como les dicta la razón, sino como les incita la pasión. Casi lo mismo
tienen los que por
alguna esperanza son valientes; mas no por tener buena esperanza son los
hombres valerosos.
Porque los tales, por estar vezados a vencer a muchos y muchas veces,
son osados en los
peligros. Mas en esto parecen semejantes los unos y los otros a los
valerosos, que los unos y
los otros son osados. Pero los valerosos sonlo por las razones que están
dichas; mas los otros,
por presumir que son más poderosos, y que no les verná de allí mal
ninguno, ni trabajo. Lo
cual también acaece a los borrachos. Porque también éstos son gente
confiada. Mas cuando el
negocio no les sale como confiaban, luego huyen. Mas el oficio propio
del hombre valeroso
era aguardar las cosas que al hombre le son y parecen espantosas, por ser
el hacerlo cosa
honesta, y vergonzosa el dejarlo de hacer. Por lo cual más valeroso hecho
parece mostrarse
uno animoso y quieto en los peligros que repentinamente se ofrecen, que
no en los que ya
estaban entendidos porque tanto más aquello procede de hábito, cuanto
menos en ellos
estaba apercebido. Porque las cosas manifiestas puede escogerlas uno por
la consideración y
uso de razón; mas las repentinas por el hábito. Los ignorantes también
parecen valientes, y
parecen mucho a los confiados, aunque en esto son peores, que no tienen
ningún punto de
honra, como los otros. Y así, los confiados, aguardan por algún espacio
de tiempo; pero los
que se han engañado, si saben o sospechan ser otra cosa, luego huyen.
Como les aconteció a
los argivos cuando dieron en manos de los lacedemonios creyendo ser
los sicionios. Dicho,
pues, habemos cuáles son los verdaderamente valerosos, y cuáles, no
siéndolo, quieren
parecerlo.
En el capítulo nono hace comparación entre el osar y el temer, y muestra
ser más propia
materia suya 1as cosas de temor, que las de osadía.
Capítulo IX
Consiste, pues, la fortaleza en osadías y temores pero no en ambas cosas
de una misma
manera, sino que, principalmente en las cosas de temer. Porque el que en
estas cosas no se
altera, sino que muestra el rostro que conviene, más valeroso es que no el
que lo hace en las
cosas de osadía. Porque por aguardar las cosas tristes, como está dicho,
se dicen ser los
hombres valerosos. Y por esto la fortaleza es cosa penosa, y con mucha
razón es alabada.
Porque más dificultosa cosa es esperar las cosas tristes, que abstenerse de
las aplacibles. Pero
con todo esto, el fin de la fortaleza parece dulce, sino que lo oscurecen
las cosas que le estan a
la redonda, como les acontece a los que se combaten en las fiestas;
porque a los combatientes
el fin porque se combaten dulce les parece, que es la corona y premios
que les dan; pero el
recibir los golpes, dolorosa y triste cosa les es, pues son de carne, a la
cual le son pesados
todos los trabajos. Y porque los trabajos son muchos y el premio por que
se toman poco,
parece que no contienen en sí ninguna suavidad. Y si lo mismo es en lo
que toca a la virtud de
la fortaleza, la muerte y las heridas cosa triste le serán, y contra su
voluntad las recebirá; pero
aguárdalas por ser cosa honesta el esperarlas, o porque el no hacerlo es
cosa vergonzosa. Y
cuanto más adornado estuviere de virtudes y más dichoso fuere, tanto
más se entristecerá por
la muerte. Porque éste tal vez era más digno de vivir, y éste sabe bien de
cuán grandes bienes
se aparta por la muerte. Esto, pues, es cosa triste; mas con todo eso no es
menos valeroso;
antes, por ventura, mas, pues en la guerra precia más lo honesto que no a
ellos. Ni aun en
ningún otro género de virtudes se alcanza el obrarlas con gusto y
contento, hasta que se
alcanza el fin en ellas. Pero bien puede ser que los que son tales no sean
los mejores soldados
de todos, sino otros que no son tan valerosos, y que otro bien ninguno no
tengan sino éste.
Porque estos tales son gente arriscada para todo peligro, y por bien
pequeño provecho ponen
sus vidas en peligro. Hasta aquí, pues, habemos tratado de la fortaleza,
cuya propiedad
fácilmente se puede entender como por ejemplo, por lo que está dicho.
No poca falta le hizo al filósofo, para el tratar bien esta materia de la
fortaleza, el no entender
las cosas del siglo venidero, y de la inmortal vida, que por la luz de la fe
los cristianos tenemos
entendida. Porque si esto él entendiera, no dijera un tan grave error como
arriba dijo: que
después de la muerte no había bien ni mal alguno, ni ahora lo acrecentara
diciendo que el
hombre valeroso muere triste, entendiendo los bienes que deja; porque
no los deja, antes los cobra por la muerte muy mayores; y así vemos que
aquellos valerosos mártires iban a la
muerte, no tristes, como este filósofo dice, sino como quien va a bodas,
certificados por la fe
de los bienes que por medio de aquella fortaleza de ánimo habían de
alcanzar. Y así parece
que en esto de la inmortalidad del alma y del premio de los buenos y
castigo de los malos, este
filósofo anduvo vacilando como hombre, y nunca dijo abiertamente su
parecer. Más a la clara
habló en esto su maestro Platón, y más conforme a la verdad cristiana,
que en los libros de
República confesó infierno y purgatorio, y cielo y premios eternos,
aunque no tan claramente
como nuestra religión cristiana nos lo enseña con doctrina celestial. Esto
he querido añadir
aquí, porque cuando el cristiano lector topare con cosas semejantes, lo
atribuya a que no
tenían aquéllos luz de Evangelios, y que su doctrina era, en fin, de
hombres, y dé gracias al
Señor, que esta cristiana filosofía así le quiso revelar: que entienda más
de esto un simple
cristiano catequizado o instruido en la fe, que todos juntos los filósofos
del mundo.

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