Cristina Peri Rossi - Indicios Panicos
Cristina Peri Rossi - Indicios Panicos
Cristina Peri Rossi - Indicios Panicos
LOS NARRADORES
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editorial
NUESTRA
AMERICA
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C A S IL L A D E C O R R E O S 1 7 0 2
M O N T E V ID E O - U R U G U A Y
B A R T O L O M E M IT R E 1 4 1 4
editorial C O P Y R IG H T B Y
■ r NUESTRA N U E S T R A A M E R IC A
Q U E D A H E C H O E L D E P O S IT O
\ AMERICA Q U E M A R C A LA L E Y
INDICIOS
PANICOS
nuestra américa
Original from
D ig it iz e d b y ^ jO O g le --------- m UNIVERSITY OF MICHIGAN
"Señores: Es tiem po de decir que la policía no
debe ser solamente respetada, sino también
honrada.
Señores: Es tiem po de decir que el hombre, an
tes de recibir los beneficios de la cultura, debe
recibir los beneficios del orden. En cierto senti
do, se puede decir que el policía ha precedido,
en la historia, al profesor."
Benito M ussoiini.(1>
Por ejemplo, ¿qué tiene que ver ese milico que colocaron
en la puerta con el señor ese, mandamás, dueño de la puerta,
de la casa, de las otras casas, de las otras cosas, de los bal
nearios y los edificios de los balnearios, siendo, además, el due
ño de mi hambre y de mi libertad?
Por ejemplo, ¿qué tiene que ver esa puta rubia que ha
venido dos veces a mi casa a transpirar las sábanas con ese
poema que le he escrito, midiós, si en su vida leyó más que his
torietas y Selecciones y el día menos pensado me habla en yan
qui el yanqui del Dale Carnegie, me propone residir en Arkansas
y escribir libretos para las seriales?
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adquirido la peligrosísima costumbre de enfrentar a los soldados
con hojas caídas de los árboles, éstas han pasado a ser conside
radas por el gobierno como armas ofensivas contra la seguridad
del estado. Aunque mi conducta es irreprochable, mejor me
deshago de ellas: todos los días hay allanamientos y no quisiera
imaginar mi destino si las encuentran en mi cuarto. Ya no se
puede estar seguro en ningún lado.
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zados. Los ancianos solamente salen a tom ar el sol, ocupan los
lugares donde antes las madres solian pasear a sus hijos y son
como los habitantes de una oscura región de los infiernos
pálidos y sin luz, vueltos al pasado, balbuceando sus recuerdos
como una letania medio olvidada, cantada por un coro de
pastores ciegos. No se ven por las calles madres con sus niños
en brazos, ni vendedores ambulantes de juguetes o ropas in f a n
tiles y los circos ya no se detienen al pasar por nuestra p e q u e ñ a
región del m apa: somos los habitantes de un país ig n o rad o ,
acabado, consumido el fuego de la procreación por una larg a
desilusión sin consuelo. Los circos ya no se detienen p a ra in s
talar sus combas tiendas verdes, ni sus jaulas pintadas, n i su
procesión de luces, y los zoológicos agonizan en triste abandono:
los recorre nada más que el cuidador, repartiendo la m isera
comida entre elefantes y leones enflaquecidos, de ojos tristes
y expresión sombría. Algunas escuelas han cerrado sus p u e rta s;
otras, en cambio, se han transform ado en hogares de ancianos:
hay familias que ya no pueden ocuparse de sus viejos y los
colocan allí, donde, entre plantas y bancos de m adera, tr a n s
curren sus días, amarillos y lentos, idos de la razón y la m em oria.
Como más de la m itad de la población está en edad senil, los
jóvenes no dan abasto p ara m antener a los viejos. E fectiva
mente: el estado no se ocupa de ellos, ni ha previsto ninguna
m anera de asegurar la vejez de los hijos de la patria: las ju b i
laciones demoran más de veinticinco años en concederse y los
hospitales han cerrado sus puertas, porque el estado no tiene
dinero p ara medicinas, por lo cual, son los jóvenes quienes
deben ocuparse de los viejos, ya que si bien, nada producen,
aún consumen. Pero los jóvenes están muy cansados. P ara
poder m antener a los viejos deben trab ajar todo el día y les
resulta muy difícil hacerlo, en un país donde no existen fuentes
de ocupación y la única m anera de conseguir un em pleo es
siendo el protegido de un viejo rico o poderoso. Efectivam ente:
todos los puestos de jerarquía e im portancia están acaparados
por los hombres de edad, quienes, temerosos del futuro, d e la
revolución, de la m uerte, de los cambios, aferrados como única
salvación al pasado cada vez más pesado, se resisten a cu al
quier novedad, recelosos de los jóvenes, a quienes ni entienden
ni aman, y se vuelven, por eso, más hostiles a ellos.
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Siem pre imagino que mi m adre tiene nada más que vein
ticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací) de ahí
que m e enfurezca si la oigo arrastrar los pies cloquear toser,
pensar como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco
años le h a n salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven
se acuesta tan temprano.
Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es
una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual
trato inm ediatam ente de expulsar dicho conocimiento de la
luz de m i conciencia, de m anera que en seguida recupera sus
veinticinco años.
Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una
niña, p o r lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto
en crecer, porque sé que es inútil: p ara nosotras dos, el tiem
po se h a estacionado y ninguna cosa del mundo podría hacerlo
correr. M oriré de cinco años y ella de veinticinco; a nuestros
funerales asistirá una m uchedumbre de ancianos niños y de
niños que jamás llegaron a crecer.
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no tienen sábanas ni remedios para sus enfermos. Las-escuelas
están cerradas, las cárceles están llenas. ¿Q ué celebra, pues,
este ruido general ? Mis visceras locas crecen a la carrera,
como jóvenes que huyen de la guerra, del infierno de la ciu
dad. T an a prisa que mi piel no tiene tiempo de estirarse lo
suficiente, de manera que se rompe, y por las aberturas como
patios y ventanas, asoman rugientes y desbocados mis órganos
con olor a goma.
El ruido parece que bajara desde los infiernos.
Mi ruidito, en cambio, se eleva hasta el cielo.
He de m orir de crecimiento, cuando ya el tamaño de mi
cuerpo, el de mi piel, no alcance para contener mis órganos,
el peso y el largo de mis visceras desarrolladas.
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— H e leído su libro.
— ¿Q ué piensa de él?
— Es algo confuso.
(E n cambio, su alma, señora, es clara.)
— Lo siento mucho.
— Usted, quizás, pudiera explicarme qué quiso decir en él.
— No puedo contestarle. Si lo supiera, no lo hubiera escrito.
— Entonces, las letras, ¿son todas tinieblas?
— N o sé qué decirle. En esa misma época, m ucha gente moría
en las calles. Usted todavía podrá apreciar la cantidad enorme de
lisiados, de baldados que recorren la avenida, o piden limosna, o
e sp e ra n de la caridad pública un poco de piedad.
— Pero usted, en tanto, lo escribía.
— No señora: lo soñaba.
— Los sueños no siempre son fáciles de entender.
— Yo escribo, señora, como sueño.
— ¿N o cree que podría tener un poco más de respeto por
el lector?
— Lo respeto tanto, señora mía, que no quisiera nunca
tocar el sueño, tocar el libro, traicionar la magnífica alienación
de la metáfora.
— Y a no lo entiendo.
— Es comprensible.
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H e abierto un libro
puesto la mano sobre su cavidad
he cerrado la boca de una letra bostezante
cambiando los signos
ya no queda nada
el libro como un náufrago alelado
haciendo señas
p ara quién
si ya no hay nadie.
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Yo la veía a veces, rondarm e como un cimbal, como un
ave avizora y guardiana, daba vueltas en torno a mi frasco. Me
preguntaba a menudo si ella podría esperar el tiempo sufi
ciente como para que yo creciera y recién entonces, cuando
yo abandonara el frasco, ocupar mi sitio. Yo envejecería y ella
empequeñecería, hasta que, cuando nuestras proporciones fue
ran exactam ente inversas a las de mi nacimiento (cuando yo
fuera grande como una m adre y ella pequeña como un hijo
recién nacido) por fin pudiera tom ar mi lugar.
C ada vez que se aproxim aba a mí en su am enazador es
pionaje, yo tem blaba y me replegaba inquieto en el agua. Pen
saba que se iba a lanzar sobre mí o que se m etería dentro del
frasco, ansiosa, aunque las piernas o los brazos le quedaran
afuera.
Sin embargo, yo disimulaba mi tem or y ella sosegaba sus
impulsos, sufría su cansancio, gastaba un poco más de pacien
cia aguardando que yo llegara a ser suficientementé grande y
ella suficientemente pequeña.
C uando cumplí los cuarenta y cinco años me apoyé en el
vidrio verde, afirmé bien mis uñas en los bordes del frasco y
salí a la mesa. Ella, pequeña como una pasa, esperaba en una
silla. T a n chiquita que casi no se la veía. No bien me vio afue
ra, sin decir una palabra, se abalanzó sobre el frasco y ganó
las aguas. Desde entonces está allí nadando. Ya no me saluda,
cuando entro o cuando salgo de la casa y cada día que pasa
yo la noto más pequeña, pero ella por fin descansa. Flotando
en el agua del frasco, parece un animál caído, un insecto m í
nimo y am bulante. Pero yo sé que ahora es feliz. Hoy he ido
a la feria y comprado un pez rojo. Lo pondré en el frasco para
que le haga compañía. Así no estará tan sola, aunque cabe la
posibilidad de que el pez se la coma.
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No araré más
no cultivaré retoños
ni hijos
no volveré a subir
No cuajaré más tu vientre
volviéndose sombrío
no pasaré la azada por tu campo
tu tierra
tus piernas abiertas en exaltación
No cosecharé guiñapos
después de la estación.
Todo por no contribuir al fisco.
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LA D ESERC IO N
Ella seguía quieta ahí, prendida con los dos brazos al bor
de de la azotea, todo el cuerpo en el aire, a punto de caer. No
gritaba, ni lloraba, ni decía nada, esperaba que sus brazos se
^nsaran y entonces caer.
—Esto es horrible —dijo el hombre, en voz un poco más
baja.
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n te n ta r a escurrirse y los ojos se le nublaran por efecto del
/estid o blanco con redondelitos violetas que ella tenía puesto,
/ después de obligarla a bajar la trasladaría hasta un hospital
donde seguramente el médico de puerta la atendería, le dis
pensaría los cuidados del caso que correspondían a una enfer
ma m ental, a una psicópata o a una paranoica como segura
m ente era la mujer y después el médico la aplicaría el tra ta
m iento correspondiente, electro-shock, o lo que fuera, con lo
cual la mujer al poco tiempo sanaría, se reencontraría con su
esposo y sus hijos, volvería al trabajo y le agradecería a éi
que la había disuadido de aquella tentativa insensata.
U n viento muy fuerte sopló y él tuvo miedo que su fuer
za, la presión del aire levantando el vestido de la m ujer y
em pujando las cosas al pasar, la lanzara violentamente contra
el suelo.
Pero el viento no alcanzó a despegarla.
— Estoy seguro de que encontraremos la solución. La vida
no es tan horrible —inmediatamente se sintió avergonzado por
lo que había dicho. Se arrepintió, como si hubiera cometido
una fa lta de pudor, como si sin querer hubiera hecho algo muy
ridículo, en desacuerdo con su edad y tuvo ganas de discul
parse de esa mujer y de otras y de otros.
Si pudiera estar seguro de que ella no iba a lanzarse de
allí en cualquier momento, se correría unas cuadras, hasta el
quiosco policial, a solicitar el concurso de las fuerzas del orden
para disuadir a esa loca. Ellos debían saber qué hacer en estos
casos. O mejor, si ella esperara un poco, un instante tan solo,
cruzaría a una casa cualquiera y llamaría por teléfono a los
bomberos. Ellos llegarían con sus largas mangueras y sus redes
y la rescatarían aunque ella no quisiera. Claro que la mujer se
iba a asustar con el asunto de las redes; en esos momentos uno
está hipersensible y cualquier cosa lo ofende. ¿No querría ella
que la trataran como a un animal, colocándole una red abajo?
Era posible que la red la molestara. Bueno, pero quedaba el
recurso de la escalera todavía. U na escalera mecánica, enor
me, impresionante. ¿Como las que se usan para conectar los
postes eléctricos? Y tocarla con mesura, con delicadeza, dar
rodeos para aproximarse a ella, como a un animal furioso, y
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pes todos gimen todos dicen desear la m uerte todos se aferrar,
impúdicamente a la vida. Unos llevan bastón, otros no.
—Hoy me toca ir a mí —insistió el primero. Las palom as
comían. H acía años que estaban comiendo. Si no e ra n éstaí
las que comían hace muchos años, eran otras, pero d e todas
maneras, fueran las que fueran, siempre comían. Esto lo ha
cían con esmero y m ucha importancia, con verdadera d e d ic a
ción, picoteando casi ininterrum pidam ente, hasta no d e j a r el
menor rastro de la miga de pan, hasta consumir íntegram ente
el bizcocho que el niño lanza del paquete. A ninguna se le
ocurre pensar qué sentido tiene comer tanto.
—He leído en los diarios que piensan exportar palom as
blancas —dijo una paloma a otra, sin dejar de comer. L o que
quiere decir que habló mientras subía y baja la cabeza a lte r
nada y veloz y vorazmente.
—¿H acia dónde irán? —preguntó la otra, sin d e ja r de
comer: era una paloma azul, no se preocupaba m ayorm ente
por el asunto, dado que se tratab a de exportar las blancas.
Si le hubieran dicho que exportarían las azules, habría a rm a
do un gran revuelo.
—H acia la India —dijo la prim era, que estaba m e jo r in
formada.
— Pero igual, aunque te toque a ti, iré yo —dijo el viejo
más joven, sin levantarse de su asiento. E ra una gran comodi
dad, así las palomas podían continuar comiendo sin te n e r que
perder tiempo iniciando cortísimos vuelos, por los m ovim ien
tos de los ancianos.
—Se trata de un país muy atrasado. Yo estuve en él la
pasada prim avera —comentó la paloma azul.
—Según dicen los diarios, las palomas blancas serán en
viadas como carne fresca en envases de nvlon. Parece que en
la India la carne de paloma es muy gustada.
— ¿E ntrarán divisas por ese concepto?
—Supongo que sí —contestó la prim era paloma— . Por la
carne de paloma blanca envasada en bolsas de nylon que se
enviarán a la India los hindúes rem itirán un poco de petróleo.
con el que llenar algunos tubos y encender cincuenta lámpa
ras. Así la economía progresa.
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— ¿ S e r á una operación segura?
— E so n o lo puedo afirm ar. Ya es la décima o centésima vez
que desde los Estados Unidos envían cereales y productos en
mal e sta d o ; como ellos no los consumen —son muy cuidado
sos— los reg alan a los países más necesitados. Yo he probado
alguno d e esos granos. Tenían un gusto horroroso.
— ¿ H a y esperanza de que los hindúes sean más gentiles?
— N o estoy bien informada. ¿Es que la India es un im
perio?
— M e parece que no. Lo único que conozco de la India
es el h a m b re . Estuve allí la últim a primavera. Jam ás volveré.
Creí q u e m oriría en el trayecto de regreso. Ni una pizca de
grano. Sólo se veían cadáveres por todos lados.
— ¿ T e n ía n buen gusto?
— N o ; eran amargos: ellos am an la paz y mueren flacos.
Los m u erto s flacos no tienen buen sabor.
— ¿ N o es martes hoy? — dijo el prim er viejo. El otro asin
tió. —E ntonces me toca a mí —insistió el primero. Sin embargo,
no se movió. M iró con languidez el banco de enfrente. Había
un m uchacho sentado, que observaba el ir y venir de las pa
lomas.
—T e digo que mejor voy yo. T ú debes estar cansado —re
zongó el otro viejo, sin moverse.
Los niños corrían alrededor de la fuente. En ella, un ángel
mohoso orinaba desde tiempos inmemoriales.
U n a hoja de diario vino volando. Se le veía una estrelli-
ta inglesa culpable de la caída de un ministro y una fotogra
fía de un lujoso yate donde algunos príncipes de la nobleza
europea tom aban el aire, apoyados en la baranda.
— ¿U sted no tiene frío? —dijo la m ujer que se paseaba
al joven sentado. Estaba sin medias, tenía la pollera de lana
estropeada muy corta y los labios morados.
—Es inútil —confesó el joven— : estoy sin un peso.
Ella lo miró desilusionada y resignada.
— ¿Q ué está pasando? —preguntó la m uchacha, sin es
perar respuesta— . Yo tampoco tengo nada, si no, vendrías
gratis —-agregó, antes de irse caminando.
—No insistas: voy yo,
—dijo el prim er viejo, y se quedó sentado.
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LOS TRAPECISTAS
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O, en lugar de la cruz los clavos y el m artirio,
la cárcel la tortura y la muerte
(<i)
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M a ría Teresa en una isla de la historia,
M a ría Teresa escapada del libro que enseña la lucha
[ininterrum pida
M a ría T eresa huida de la Biblia, del circo, de los leones,
del cepo de la to rtura, de la guerra, de la peste, del cerco,
M aría Teresa cavar para ti un margen donde
[sustraerte,
ios tiem pos no están buenos, hay muerte por todos lados
y yo tem ía de ti, temía de los otros estedeterminismo mortal
este ceñirse a las reglas que vienen cumpliéndose desde tiempos
[inmemoriales
reglas que son las alas de un pájaro implacable.
Voló voló voló
voló el pájaro una vez más, M aría Teresa, y con él
quedó
n u estra casa aturdida y levantada
n u estra casa revuelta y revisada,
niña desvestida,
nuestra casa morosamente registrada
se vino abajo,
cayó
como una impresionante catástroíe de niños
com o el derrumbe de un palacio sin sostén
sin cimientos
nuestra casa aturdida y desvariada
por perros que olisquearon sus paredes
como el sexo arañado de una niña desflorada
como una vagina arada.
N uestra casa hollada.
No es que llore sobre sus cenizas
como lloro
es que este tiempo duro
como un pan muy viejo que me niego a m asticar
va envolviéndome con su humo
en su dorm idera gris
en su menosprecio
Este tiempo y su destino
Es que me van enfermando
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SITIA D O
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despedían una gran fetidez. “C uanto más im portante, peor h u e
le” era la sentencia popular. H abía empezado a dar vueltas
alrededor mío, batiendo sus grandes alas como remos, que gol
peaban m uy cerca de donde yo estaba. Abriéndolas y cerrán
dolas levantaba un poco de viento y el olor de sus sobacos me
inundaba la nariz. L a nariz como un patio invadido por hojas
secas que arrastran el agua y la tormenta.
—Soy profesor— declaré en voz baja.
La danza del pájaro era torpe y ridicula, pero conseguía
marearme. Algunas fétidas plumas azules se le desprendían del
cuello lleno de botones, del uniforme sucio y arrugado.
—El señor es profesor y se pasea a estas horas de la noche
para tom ar aire, ¿no es así?
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ver e n un archivo incendiado después, nadando en el estercolero
del cordón. N ada en el m undo —o quizás solamente la muerte
de m i m adre— podía dolerme como aquella hoja que iba
destilando en finos hilos de agua celeste los prolijos datos que
ya no obtendría jamás. Y nada podía hacer: mientras miraba
desesperado hacia el cordón, el agua estancada disolvía mansa,
im placablem ente el conjunto de símbolos, de signos y de cifras
que m e im portaban tanto. En ese mismo momento tres o cuatro
p ájaros de la misma especie aparecieron por la avenida, arras
tran d o en aire triunfal a un pequeño grupo de personas que,
como yo, habíamos sido detenidos a esa hora de la noche, en
diferentes circunstancias y puestos todos a disposición del m al
dito esparaván-jefe.
M iré por últim a vez, en agonía, las hojas de mi libro que
ya no vería más, desapareciendo por el desaguadero y, como
todos, subí al vehículo policial que aguardaba por nosotros,
equilibristas tan peligrosos. Dentro del coche no había venta
nilla por donde m irar ni más quehacer que observamos entre
nosotros. Éramos cinco hombres y dos mujeres, mohínas, con
el a ire cansado de prostitutas viejas. Los hombres estaban calla
dos, como yo, y resignados. Uno de ellos sangraba profusa
m ente por la nariz y tenía un violento hematoma azul alrededor
del ojo. Aprendí rápidam ente la lección.
C uando llegamos, a empellones nos hicieron descender del
vehículo. Las mujeres protestaron un poco, a mí el golpe me
hizo perder el botón del cuello de la camisa.
— Este no es nadie— gritó uno de los pájaros que me había
detenido, al águila de guardia con un fusil en el ala.
Adentro, estuve de pie contra la pared verde oleaginosa.
H ab ía gente que gritaba, protestaba, mencionaba hipotéticos
derechos perdidos una tarde cualquiera, quién sabe dónde.
R eclam aban abogados, leyes, constituciones, nom braban a per
sonajes conocidos, proclamaban su inocencia. Yo me estuve ca
llado todo el tiempo, dejándome hacer. Tuve lástima de un
hombre, visiblemente agitado, nervioso, que parecía al borde
de un infarto; transpiraba en silencio, como yo; supuse que algo
im portante perdería en ese mismo momento, allí o en otro
punto de la ciudad; tal vez, como yo, estuviera perdiendo en
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ese mismo momento el libro que había escrito, tal vez su m adre
estuviera m uy enferma, moribunda, y él, en la prisa de ir a
verla, hubiera olvidado sus documentos, por lo cual ya n o lle
garía a tiempo p ara besarla antes de m orir, ya no volvería
a verla; cuando saliera (cuando se les antojara dejarlo salir)
ella ya estaría enterrada, y nada del m undo podría hacer que
él la viera, volviera a m irarla, guardara como en un cofre la
últim a visión, mam á agonizante en el cuarto en penum bra aJ
lado de la mesita con los frascos de remedios y un vaso de agua
por si tenía sed, mam á con los ojos grises transparentes mirando
la últim a tierra del cuarto, m irando la Virgen en la pared con
una ram ita de olivo y dicicndole que la vida era así, que la
vida era eso, andar y llegar y abandonar lo suyo, lo querido,
mam á muriéndose debajo de la colcha alm idonada y todo tan
inevitable, estaba bien que uno se m uriera si era viejo y hasta
si era joven, pero ¿quién resistía el desconsuelo de no haber
llegado a tiempo, de haberse demorado, de haber olvidado los
documentos? Quizás el hom bre ese debía trasladarse en el mis
mo momento a o tra ciudad, porque alguien lo esperaba, un
hijo o una am ante, ella estaría dos o tres horas aguardando
en el aeropuerto, m irando cómo los enormes aviones se posaban
sobre la pista, incrédula al principio, nerviosa después, y él no
bajaría ni del prim ero ni del segundo ni del quinto de los
aviones, y al final, decepcionada, se iría a alguna parte, a
alguna parte que él no podía imaginar porque no se le había
ocurrido preguntarle nunca dónde era que ella iba cuando
estaba desesperada y cuando saliera ya no podría tom ar más
aquel avión que debió tom ar y la chica pensando que él la
había abandonado, que era m entira el am or y el fin de semana
juntos y las promesas y el telegrama. O era su m adre que lo
esperaba en la casa, a punto de morirse, a punto de morirse
pero pidiendo por él, verlo una vez más.
T oda la noche estuvimos aguardando de pie contra la
pared, apoyándonos en ella como cascarudos, dejando que los
hombros rascaran las costras verdes de pintura y que las pier
nas laxas se abrieran como puntas de compás sobre el piso de
m adera gastado. Yo hablaba poco p ara reservar energías; sabia
que lo más duro vendría con el interrogatorio, que esa larga
espera era el precio a pagar, el amansamiento, la deuda por la
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no p u ed e tr a b a ja r más rápido de lo que trabaja. Todos los
dias les lle g a n m ultitud de informes, p a ra cada caso hay que
hacer u n a fic h a , no dan abasto. Eso es.
L a explicació n me ha sido totalm ente satisfactoria. He
c o m p re n d id o que el destino me guardaba un tordo hasta el
final d e m is días. Ya casi me he acostum brado a él. Come de
mi m a n o , a veces me ayuda a lim piar la casa y es fácil de
eng añ ar: ja m á s descubrirá que en la mancolista que remito
d ia ria m e n te a filatelistas amigos, trasm ito la fórmula secreta
de u n a b o m b a que, una vez confeccionada, acabará por fin y
de u n a b u e n a vez por todas con esta terrible plaga continental
de p á ja ro s . Y a decir verdad, me resultaba mucho más diver
tido q u e la teoría del cero.
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El ministro seguía sentado leyendo papeles, sin ocuparse
de mí. Yo estaba frente a él, de pie, mirando hacia el suelo,
porque él no soporta que nadie lo mire de frente, ya ha su m a
riado a muchos funcionarios por eso.
Cuando hubo terminado de revisar las cuentas de gastos
militares levantó la cabeza y me vio ahí.
— ¿Y usted qué está haciendo aquí parado? —me gritó
con fuerza. Con la violencia de su pregunta, mucho aire se le
escapó de la boca, y el aire movió un poco las plumas de mi
ala derecha, las plumas negras que se sacudieron dándom e frío.
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una entrevista televisada, en la cual el ministru exaltó los ser
vicios del funcionario m uerto y anunció que su gobierno, para
recom pensar modestamente la contracción y eficiencia del di
funto, pagaría su ataúd.
Esa era la cuenta. Yo mismo había elegido el cajón, según
instrucciones del ministro. “Elija uno barato. N o estamos para
gastos” , me había dicho, al regreso del velorio. El funcionario
m uerto y su familia eran muy pobres, no se fijarían en esas
cosas. Se veía bien que la m adera era m uy m ala y los clavos
tan flojos, que se saldrían en seguida, pero p ara qué quería
el pobre estar guardado, la m uerte es la misma en cada caso
y los clavos no tienen importancia.
— Es la boleta de la funeraria del mes pasado, señor ministro
—expliqué humildemente.
— Pues envíela inm ediatam ente a sus familiares. Q ue la
paguen ellos. ¿Q ué se h a pensado? ¿Q ue el ministro no tiene
gastos? Q ue no vuelva a ver esa nota por aquí.
Inm ediatam ente recogí la boleta, em prendí vuelo y la
coloqué en un sobre, por correo, a la familia del funcionario
muerto. Ellos son pobres y están tan resignados que esto no
agregará nada a su dolor de siempre.
En cuanto a la televisión y a los diarios, no hay por qué
preocuparse: ellos hace tiempo que no atienden las denuncias
de los pobres.
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nadas p o r la reina a esa tarea. Si consiguieran localizar alguno,
es posible q u e sus trabajos se hubieran term inado p ara siempre.
Aparte del placer que sienten los seres inferiores por la dela
ción: es u n a circunstancia única, el momento anhelado de p a r
ticipar en algo, ellos que siempre están en el medio: no son
cazadores (n o participan de la nobleza, ni de la oligarquía) y
tampoco son osos. En el fondo prefieren que se los trague el
señor feudal a proteger un oso. Y además está la propaganda.
H e d ich o que el prim er desacato se produjo cuando deci
dimos in v ad ir el césped de los canteros que rodean la plaza,
frente a la C atedral. Fue una decisión espontánea, surgida im
previsiblemente en nuestro ánimo, como si la hubiéramos con
certado desde hacía mucho tiempo. De pronto, el centenar
de personas que accidentalm ente atravesábamos la plaza, los
ancianos q u e habían ido a tom ar el sol sentados en los bancos
de m adera, las mujeres que tejían infinitos pulóveres de lana,
los oficinistas que la cruzaban p ara llegar al banco, los mensa
jeros que conducían grandes bolsos llenos de mensajes, los
vendedores de revistas que iban de un puesto al otro, las can
tantes, los solistas, un juez de fútbol, algunos rengos (hay que
tener en cuen ta la severidad de las represiones policiales de
los últimos tiem pos), todos decidimos, en un solo y único im
pulso, treparnos al césped de los canteros. E ra una pequeña
trasgresión a las ordenanzas municipales que impiden hacerlo,
pero como una vez que apoyamos nuestras suelas (las había
muy gastadas, de goma, de fibra vegetal y de hilo, y había
plantas de pies no más, así, a secas, como habían venido al
mundo y es m uy curioso que los hombres las llamemos “plan
tas”, tratándose, como se trata, en definitiva, de lechos o de
nichos) sobre el bonito césped em parejado con una podadora
(ya que nuestro estado se cuida m uy bien de proteger el césped,
que es lo que se ve, porque los m uertos no hablan, no recitan
versos ni arengan a los viajeros, a los turistas que vienen a
engrosar u n poco nuestras desmayadas arcas), nada nos mo
vió a descender, nada del m undo pudo convencernos de bajar,
de volver a pisar la tierra, el suelo, el juego de viejas losas de
la calle, nuestra actitud causó gran escándalo. Efectivamente,
tratábase de cien o cientodós personas (la prim era vez que nos
conté, la operación me dio el número de cien; para cerciorarme
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los an cian o s, los niños y las mujeres, como para recibir la comu
nión. Desde ese mismo momento, en que un señor feudal, para
a g ra d e c e r un favor cualquiera (el restablecimiento de los tejidos
de su brazo, después de un combate singular, la adquisición de
tres esclavas morenas, en un país de rubios, la favorable comer
cialización de su lote de manteca, de esclavos, de siervos o de
a ce ite, la finalización de su trám ite para adquirir pasaporte,
el exterm inio de la plaga del mildiu de sus campos, como reco
m ie n d a Vassilis Vassilikos), había encomendado la construcción,
decoración e inauguración de una iglesia, y por lo tanto, de
\a plaza de enfrente, podíamos decir que se había abierto un
capítulo nuevo en el libro de las disposiciones municipales,
donde figuraba la ordenanza N® 14.578, que prohibía a cual
quier ciudadano, cualquiera fuera su edad, así se tra ta ra de
un lactante (el cual difícilmente podría subir por sus propios
medios, pero bien podría hacerlo conducido por su m adre o
algún otro pariente, y aún, en el caso que nadie se prestase a
ello, podría llegar hasta allí a través del recurso del gateo),
un niño, un profesor o un anciano, cualquiera fuera su sexo
(hom bre o mujer, herm afrodita o abstinente), cualquiera fuera
su credo religioso (republicano u opositor) o su partido político
(aquí la ordenanza no hacía discriminaciones, ya que en cual
quier estado, en cualquier de nuestros venturosos países civili
zados, de uno o del otro lado del hemisferio, solamente existe
u n o : el de la clase de los señores feudales, que detentan
el p o d e r, clase que, curiosamente, en todas partes es la misma,
a u n q u e vestida según usanzas y costumbres vernáculas y siem
p r e se dedican a la cacería del oso), prohibía, en todos los casos
y s in excepciones, pisar el césped de las plazas y paseos pú
b lic o s . El número 14.578, que es el de esa ordenanza, perte
n e c e al códice antiguo, ya que, como todos sabemos, al haberse
a c a b a d o los números disponibles, porque el infinito es una
p a lo m a , hubo que renum erar las disposiciones municipales, agre
g á n d o le s ahora, para distinguirlas, una letra del alfabeto. Poi
e je m p lo , debe haber una ordenanza N9 14.578A, otra 14.578B,
e tc ., prohibiendo cada una de ellas al ciudadano común dife
rentes cosas, de m anera de poder usar los mismos números
varias veces, uno por letra del alfabeto. Cuando se acaben las
posibilidades de combinar números con letras, el gobierno ya
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ha decidido emplear parejas de signos. Asi habrá, por e j e m
plo, una ordenanza que prohíba alguna cosa que tendrá c o m o
características: 14.578 A/B. Y otra, que llevará la sig u ien te
signatura: 14.578 A-B-C. Esto entretiene mucho a los c o n
tadores y a los abogados, con lo que se resuelve, de paso, el
problema de exceso de ellos que hay en el país.
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de sus hijos. Los osos acechan su hogar. Colabore, aportando
pistas”. O si no, un impresionante dibujo de u n a catástrofe de
niños, con la siguiente leyenda: “Esta es la obra de los osos.
¿Permitirá u sted que devasten su patria, su hogar?” Tam bién
exhibían abu n d an tes fotografías de osos vistos en tal o cual
ocasión, d a b a n las características físicas de cada uno, que
permitirían identificarlos, así como indicaban las zonas más
sensibles de su cuerpo, donde era posible hacer blanco seguro.
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detener la m archa de sus vehículos o aplastam os, en los pea
tones que, furiosos (por no poder detenerse ellos mismos) mal
decían nuestra presencia y continuaban su camino, verdade
ram ente irritados; pronto, las bocinas de los ómnibus y de los
autos causaron un estruendo mayúsculo, como los truenos de
una torm enta, como el ejército, cuando atropella a la multi
tud, y la hilera de coches detenidos esperando que nosotros nos
moviéramos era enorme. U na señora, sentada al lado m ío, muy
agitada, me confesó, en éxtasis:
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que nosotros pensábamos arrancar, por todo lo cual, decidió
esperar sentado. Dijo filosóficamente que no otra cosa había
hecho en la vida, desde nacido, aunque en realidad se habia
movido m ucho y bien sabía él que ésta era la prim era opor
tunidad q u e tenía de estar sentado. Pero la vida era eso.
La tercera etapa comenzó cuando una m uchacha empezó
a desnudarse. Quiero decir, a quitarse la ropa. Esto contra
venía la ordenanza municipal N s 1- en todos los códices (o
sea, en las antiguas nomenclaturas y en las m odernas), ca
pítulo I, “ C ontra vicios políticos y morales”, dado que siem
pre hemos sido muy cuidadosos de la ética social. No perm i
timos la difusión ni exhibición de películas inmorales o revo
lucionarias; no dejamos vender en nuestras librerías títulos
pornográficos o que inviten a la rebeldía; censuramos previa
mente to d a expresión oral o escrita, para evitar que peligro
sos gérmenes de comunismo o de inm oralidad se infiltren en
nuestras líneas, en nuestras baterías. H ay un sinnúmero de
ordenanzas que legislan todo esto. Dicen lo que no se debe
hacer o decir en todos los casos, al punto que hemos reducido
nuestro lenguaje a bien pocas palabras, que son las que per
miten nom brar las realidades a las que nos podemos referir
sin m ellar la m oralidad pública, el prestigio de las fuerzas
armadas o la estructura dem ocrática de nuestro estado. Cons
cientes de que la única realidad es el lenguaje, hemos prohi
bido el uso de varios términos nocivos p ara la salud y el bie
nestar ciudadano: desnudo, revolución, homosexualidad, clan
destino, lujuria, sedición, rebeldía, sensualidad, comunismo: son
todas palabras que hemos eliminado de nuestro idioma, segu
ros así de eliminar, finalmente, el fenómeno. Por ejemplo, al
ver una pareja form ada por dos espléndidas muchachas, nadie
dice “lesbianas” u “homosexuales” : decimos pareja de m u
chachas, decimos jóvenes que se am an, con lo cual el hecho
mismo deja de volverse culpable o inmoral, dado que, ¿hay
algo de particular o de ofensivo en una simple pareja de m u
chachas? o ¿tiene algo de pecaminoso que dos jóvenes her
mosas se am en? Por o tra parte, en esto hay una cuidadosa
imposición del idioma sobre el hecho: al dejar de pronunciar
una palabra agresiva y nom brar el hecho que designaba bajo
una expresión inofensiva, otra, cambiamos en realidad el valor
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ético del mismo, de manera que a la sustitución verbal co
rresponde una real transformación moral del hecho discutido.
En la medida que olvidamos el antiguo signo, la vieja deno
minación, cargada de connotaciones éticas despreciables y lo
sustituimos por otro, de valor y contenido diferente, presio
namos para que el hecho pierda su antiguo significado obsceno
o peligroso, por lo cual éstos dejan de existir. Así, por ejemplo,
en nuestra cuidadosa sociedad ya no existen homosexuales,
sino “parejas de amantes” o “jóvenes que se am an” , y cuan
do los vemos, cuando los advertimos por la calle, verdadera
mente no son más que eso, una pareja de amantes, dos jó
venes que se aman.
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habíamos dispersados y empezado a desvestirnos cada uno de
nosotros, en lugares diferentes de la plaza pero no m uy ale
jados entre sí. Los había muy entusiastas que, para exhibirse
mejor, elegían sitios muy espectaculares, visibles desde varios
ángulos, como quien se encaramó a una columna y se desa-
crochó la camisa, el pantalón, y fue arrojándolos hacia la calle,
o la o tra muchacha, aquella rubia de grandes senos rojos
que se desnudó sobre un banco de la plaza. Eso sí, tuvimos
algunas contemplaciones: una anciana solicitó eximirse de qui
tarse la ropa interior, pues no la había lavado, y temía
críticas acerca de su higiene; un sacerdote salesiano conservó
su cam isa, ya que había hecho voto de no quitársela en todo
el verano y, finalmente, una m ujer a quien el cirujano le había
amputado un seno y no deseaba dar un triste espectáculo,
por lo cual conservó el sutién. Algunos espectadores aplaudían;
otros, huían, espantados; los más nos contemplaban, indecisos,
sorprendidos, incapaces de reaccionar. Ésta era una triste en
fermedad que les venía desde la infancia: progresivamente, y
debido a un nefasto envilecimiento de nuestros cromosomas
hereditarios, la pasividad de los padres se encarnaba en los
hijos, en los hijos de los hijos de aquéllos y así sucesivamente,
hasta convertim os en un pueblo de mansos. Los más solícitos,
nos avisaron cuando de lejos, divisaron las primeras furgo
netas policiales. A esa altura estábamos todos desnudos, ob
servándonos nuestras propias pieles con el regocijo, la alegría
y la curiosidad que debieron sentir, en un prim er momento,
Adán y Eva. Yo, por ejemplo, era la prim era oportunidad que
tenía de observar a una m ujer enteram ente desnuda. Mi espo
sa, cumpliendo las consignas del estado, se niega a desnudarse
en nuestra intim idad, sosteniendo que se tra ta de un acto
pecaminoso y repudiable, solamente justificable en el caso de
la procreación, y hay que tener en cuenta que nuestro gobier
no ha adoptado el plan de control de la natalidad, por el cual,
de cada diez parejas, solamente una está habilitada para pro
crear, y necesita reunir tantas condiciones que, en la práctica,
solamente una de cada veinte podrá en realidad reproducirse.
Demás está decir que no he sido agraciado con ese permiso;
el útero de mi m ujer, en cambio, ha sido adornado con un
anillo que evita toda posible contaminación con mis esperma-
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tozoides paridores. Ésa era la prim era vez que veía una m ujer
realmente desnuda, por lo cual me senti muy feliz de con
templarnos a plena luz del día. No solamente eso, sino que
advertí que ella se sentía también muy complacida de poder
mirarme a mí. Hubiéramos querido comenzar a bailar y a
danzar, como se nos ocurrió allí mismo, pese a todas las o r
denanzas que lo prohíben, si no fuera que la policía irrum pió
en ese momento, provista de las órdenes severas im partidas
por los señores feudales, y comenzó, desde posiciones muy fa
vorables, a disparar sus fusiles y revólveres contra nuestros
cuerpos desnudos. Fue un violento estallido de carnes blancas,
un jironamiento de miembros que saltaban desprendidos de
sus troncos, de senos flotantes y despavoridos, de piernas trun
cas. L a últim a imagen que guardé en los ojos fue la de esa
muchacha que vi completamente desnuda y cuya visión fuera
tan grata para mí.
LA E S T A T U A
— ¿El sol?
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ció. “E s la noventa y nueve”, te expliqué con humildad. Tú
pasaste la m ano sobre ella, que todavía no estaba seca y la
vulneraste con un cincel. Después comimos el asado. No es
tabas enterada de nada. De lo que pasaba afuera, quiero
decir, más allá del jardín de tu casa, afuera del taller donde
cimbro, cincelo, araño tu carne, tu talle, te como, como a
una fru ta, te macero, te acalambro, te estructuro, te modelo,
te doy vueltas y después te pongo de pie.
—L a noventa y nueve es un atraso —dijiste, al postre.
Tu postre favorito, que él detesta. Con el café, te entretu
viste en una talla muy verde, muy pequeña, que quisiste
llevarte a tu casa. T e la di y sin querer me tocaste cuando
serví el café.
— U na m irada así, nunca es casual.
E n el parque nos reuníamos y todo transcurría en silen
cio, un ceremonial de verdes y de grises, m ientras jugabas con
los niños aparentes que andaban entre nosotros, simuladores,
extraños. Yo te necesitaba p ara concluir la número cíen.
Fuimos al taller. Allí, entre moles huecas de aspecto im
ponente, te precipitaste sobre ella. Era un hierro retorcido,
perforado, que m ostraba un grandioso vientre al descubierto,
donde un pájaro había posado sus alas. El sexo del ave se
había introducido dulcemente en la cavidad femenina.
Él la miró fascinado.
— ¿Cóm o se llama ésta? —me preguntó.
Yo respondí de inmediato:
— L a herm ana.
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DESPEDIDA DE MAMA
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Después los psicoanalistas tejieron hipótesis terribles, de
las que a Lawrence se le importó un comino, porque él seguía
muy feliz viviendo con su m adre, dijeron que era un hombre
insaciable, la verdad era que ella necesitaba a los dos, al hijo
y al am ante, tejía ropa y bufanda p ara los dos, a veces
tam bién p ara Frida, que se había sumado a la p a re ja con
total conformidad, sin hacer problemas de dinero, conform án
dose con aquellos restos de placer que resultaban del placer
que experim entaban Lawrence y su m adre o Law rence y su
am ante, como prefieran. Frida estaba m uy conforme, porque
en cualquier lado que ellos tres se instalaran había u n a her
mosa atmósfera familiar. Siempre estaban la m adre, el hijo
y ella, que era como la invitada de honor, y nunca faltaba
un gato que se sentara cerca del fuego y un libro q u e leer,
de amores cam ales, que en una sociedad m ecanicista e inhu
m ana como ésta, resultaban un verdadero refrigerio. Law
rence era un hom bre que se enam oraba a prim era vista. Así
fue como se enamoró de su madre. No necesitó com pararla
con otras mujeres, ni someterla a análisis alguno. Su cuerpo
era perfecto —pese al parto del cual él había resultado—
sus razonamientos eran juiciosos, y en cuanto a su carácter,
tenía la dulzura natural que las madres experim entan hacia
sus hijos, cuando se tra ta de madres de clase alta. D esde que
la conoció, Lawrence quedó enamorado de ella y decidió que
su m adre sería suya y de nadie más. La figura del padre
no había contado nunca, ni la de nadie, de m anera que no
tenía enemigos a la vista. Claro que ella —la m adre o la
am ante, como prefieran— tuvo que abandonar poco p a ra se
guirlo. Estaba cansada de mediocridades y la vida con Law
rence prom etía una aventura continua. No era hom bre de
medianías. H asta lo más insignificante, como p rep arar una
comida, se volvía magnífico, novedoso y trascendente si él
estaba a su lado. O tra cosa im portante era recordar el pa
sado. Ella le contaba con lujo de detalles todos y cada uno
de los instantes y trances de su gestación y Lawrence así
repetía las delicias de su nacimiento: los primeros dolores y
los últimos, los abatimientos, el paseo que dio por el jardín
aquella noche cuando lo sintió vivir y se prometió que él se
ría hermoso, atrevido, y cómo colocó delicadamente su mano
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sobre el vientre p ara acariciarlo —de lo cual Lawrence de
ducía que la sensualidad le llegaba de allí— y se prometió
amarlo con esta intensidad. Después de nacido, se encontra
ron el uno al otro, sin vacilaciones. Se comprendieron oscura,
sanguíneamente, como si nadie hubiera osado cortar aquel
delicado filam ento carnal por el cual habían quedado unidos
antes de su nacim iento. Ya no podían separarse para nada.
H asta a las compras más pequeñas iban juntos, m adre
e hijo, am an te y am ada. El prim er acoplamiento fue lento y
difícil, como todos. Lawrence estaba tan excitado que no a ti
naba a proceder con el tacto y la gracia que se esperaban
de él. Ella, por su parte, consumida por la expectativa, la
abstinencia y la larga esperanza, anhelaba su contacto como
una bendición, como la lluvia añorada desde tiempos tan an
tiguos, inmemoriales. Se am aron por prim era vez debajo de
un retrato de John M iddleton M urry, y como recuerdo, nun
ca quisieron desprenderse de esa fotografía.
Los acoplam ientos siguientes, en cambio, fueron de una
ductilidad y versatilidad maravillosas. Frida apartó la angus
tia de la casa dejando sin comida a los gatos, que la espantaron
sin problemas, y en aquel sensualísimo silencio, m adre e hijo
conocieron placeres tan singulares que creyeron ser inm orta
les. El único dolor que experim entaba Lawrence era no poder
ser parido nuevamente. No estaba muy seguro de que el hiio
que resultara de sí y de su m adre, fuera o tra vez él mi«nv»,
por lo cual desistió del proyecto.
U n d ía los tres se fueron a México: Frida, Lawrence y
su madre. Él había oído decir que las noches de México eran
ideales p a ra amarse libremente, ella estaba segura de que el
viaje le rejuvenecería el cutis, y Frida no podía olvidar al úl
timo gato. H abía concebido un am or incestuoso por él.
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no e ra el caso
y no lo fue,
y como un agente de la C.I.A. disimulado entre los árboles,
con documentos tan fieles, con arm as tan secretas, con co
laboradores tan eficientes y discretos
ponerse —es un decir—
a averiguar tu biografía,
a rastrear tus vicios y tus señas,
aprender en crucigrama tu carácter.
Piazzolla componía tangos que hablaban de ti, es cierto,
del año 3001 y otras cosas,
yo tenía, también, diezmil discos que empezaron a echar
[mensajes,
mensajes que venían de la sierra contándome de ti
y decidí ver un psiquiatra el día que también todos los libros
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UNA GRAN FA MI LI A
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Nosotros no, porque no tenemos feriados. El presidente nos
llamó a todos y nos dijo que era por el bien de la patria
que n o íbamos a tener licencias ni feriados. Q ue el servicio
de la p a tria era sacrificado pero también un honor. Ellos
tampoco deben tener feriados. En eso nos parecemos; ¿quién
se im agina a uno de ellos paseando a su hijo por el parque,
el día domingo, comprándole cartuchos de maníes y lleván
dolo a a n d a r en bote? Hijos tienen, como todo el mundo,
pero no pueden llevarlos a pasear. Todos los reflectores ilu
minaban el frente del edificio, una casita gris como todas las
casitas grises de la zona, m anchadas de hum edad, aunque to
davía no había caído la noche, pero no era cosa de hacer
la operación a oscuras. L a noche cae como se derrum ba un
piso, so b re la vereda, aplastando los árboles y la gente. La
voz ad v irtió a los presentes que no se acercaran a la zona
rodeada, y a los vecinos de la casa ocupada por los delin
cuentes que no se asomaran p ara nada y que estuvieran lejos
de las pu ertas y de las ventanas. A los de la casa, no les dijo
nada. T o d o s apuntábam os nuestras armas en dirección a la
puerta de m adera que permanecía cerrada. La mía es una
M-l recién traída de N orte América; el gobierno las consi
guió vendiéndoles la carne que no comíamos en la mesa, por
que prohibió el abasto interno por seis meses; con la carne
compró las arm as que nos dieron para luchar mejor, porque
los jefes se quejaban todos los días; el arm a tiene una ins
cripción en la base que no sé leer, porque no entiendo in
glés, pero igual, no necesito leerla porque el arm a es tan
buena que se dispara sola. A todos no nos tocaron M -l,
porque dicen que de los trescientos cajones que envió el go
bierno de Estados Unidos llegaron solamente doscientos; los
otros cien se los quedaron entre los jefes, p ara venderlos más
caros en el extranjero, ya que a ellos no les costaron nada.
Así que aunque muchos no comieron carne, igual las armas
no alcanzaron p ara todos. Cuando la voz dejó de escucharse
hubo como un estremecimiento; todos esperábamos órdenes, pe
ro las órdenes no vinieron en seguida. Eso es un golpe sico
lógico, como dicen los jefes. A los jefes les gusta mucho esa
clase de golpes; van expresamente a Estados Unidos a apren
derlos, porque dicen que son mucho mejor todavía que las
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M -l; yo no creo que haya nada mejor que las M -l, pero es
muy cierto que hay tipos que van a la Luna y son norteam e
ricanos, y si los norteamericanos van a la Luna, por qué no
creerles el asunto de las armas sicológicas. Claro que este tipo
de armas no es p ara uso de cualquiera; hasta los niños apren
derían a tirar con una M -l, pero ningún niño ni nosotros po
dríamos andar con las armas sicológicas; hay que ser m uy vivo
para eso, hay que ser un jefe.
Igual me di cuenta que el problema eran los vecinos; si
disparábamos todos hacia la casa sitiada, podíamos causar
destrozos en las próximas, y quizás también muertos. Y a más
de una vez al tirar contra el enemigo le hemos dado a es
pectadores o a curiosos, a vecinos o a transeúntes; después
es muy difícil arreglar las cosas, porque aunque se les a tri
buyan a ellos las victimas, siempre hay algún juez que se
mete a preguntar. Pero cada vez hay menos y me han dicho
que no quedará ninguno, porque el gobierno los va a jubi
lar a todos; cuando se está en guerra no se pueden tener con
templaciones ni consideraciones, ni con jueces ni con vecinos
ni nada. Yo estaba medio asustado esta vez, porque en esa
zona vivían unos tíos míos y aunque no me acordaba bien
cuál era el número de su casa, me imaginé que con los tiros
a lo mejor les tocaba a ellos, y después, si le daba a mi tío
o a mi tía, ¿cómo quedo con la familia? Al jefe no podía
decirle nada, porque él ni lo oye a uno cuando no pasa nada,
menos iba a oírme en este caso. Así que al único que le dije
fue al que estaba al lado mío. Le dije: “Allí no más al lado
viven mis tíos. Tienes que tirar con cuidado. No vayamos a
darle”, y él se rió, me dijo: “Si yo no le doy algún otro les
d ará” y apretó su M -l, que a él también le tocó una, no
por verdaderos méritos, sino porque su primo tiene un club
político. Así que me incliné hacia el del otro lado, que es
medio chambón, y le dije: “M ira bien adónde tiras. Tengo
un tío y una tía que viven al lado”, y él se rió, porque como
es medio chambón, siempre anda tirando p ara los costados.
Pero como no podía decirles a todos, uno por uno, que tu
vieran cuidado con mi tío y con mi tía, me quedé quieto.
Ya me había dado cuenta de que si todavía no nos habían
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H e venido en tren
he gozado de los panoram as
al pie de tu ciudad
te digo:
hay un aire gris de cataclismo
atmósfera de desastre
plenilunio de catástrofe
H ay
por tu ciudad
un vigésimo niño que mendiga
y óleos de musgo cuelgan
de los viejos edificios
hay
u na incertidum bre
vástaga tragedia
hay
un olor a rencor y muertos
que me asfixia
o será este silencio de diez de la noche por la calle
la ciudad sin autos
la ciudad con miedo
y mil y un refugiados que se esconden en los bosques
de tus perímetros balnearios
y quince mil presos políticos
gimen en pesebres
H ay
una lucha subterránea
un miedo opaco
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AVISOS U R G E N T E S A LQS N A V EG A N TE S
24 R Río Uruguay:
Apagada la luz de la poesía, por efecto de
una nube cargada de ministros. Todos se queman en el mismo
reverbero, se acabó la edad de la inocencia, sólo quedan peces
lentos y solitarios, un diente de aviador y tres cronistas literarios.
Éstos escriben al viento.
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35® latitud este. C anal Exhortación. 18 km. al sur de la Bahía
de los Ensueños.
Se halla apagada la luz de la inteligencia entre
los hombres, desde el río se los ve desintegrarse, luchar por restos
de com ida y desperdicios, hundirse en nichos de piedra y cre
m atorios. Cuando hayan terminado de destruirse entre sí, fu
m igarem os la zona que ocuparon, a fin de limpiarla de microbios
y de insectos.
23 R R ío de la Plata. Cabo General.
H undida la chata de los sueños, solamente quedan máquinas
de calcular. ¿Las volamos todas?
23 de noviembre:
Hoy he visto un pájaro.
Situación latitud 36s. 3 minutos longitud 25 km. aproximados.
Casco a pique llevando a los ministros. Algarabía general.
44 R R ío de los Pájaros Inquietos. Longitud 64 km.
El Presidente Vitalicio ha desaparecido entre unas matas.
Talarem os todo el bosque, hasta hallarlo y encerrarlo en una
jaula. Com o no somos rencorosos, luego buscaremos una mona
para que le haga compañía.
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El C o n tra to Social
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n istro s, secretarios, se colocaban delante del monumento y pro
n u n c ia b a n sus discursos. Con el tiempo, el caballo se los apren
dió d e memoria, y además, casi todos eran iguales, de manera
q u e eran fáciles de aprender hasta p ara un caballo.
— ¿Cree que si me bajo un rato se notará? —preguntó el
h éro e.
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frases que él había pronunciado una vez, pero algo había p a s a d o
con su frase, que ahora no gustaba; durante años la había o í d o
repetir como un sonsonete en todas las ceremonias oficiales q u e
tenían lugar frente a su monumento, pero ahora se veía q u e
había caído en desuso, en sospecha o algo así. A lo m ejor e ra .
que pensaban que en realidad él no la había pronunciado, q u e
era falsa, que la había inventado otro y no él. “Fui yo, fui y o ,
la dije, la repito” tuvo ganas de gritar, pero quién lo iba a o í r ,
mejor no la decía, era seguro que si se ponía a gritar eso er»
medio de la calle term inaba en la cárcel, como el pobre m u c h a
cho de la fotografía. ¿Y qué hacía su retrato, su propio r e tr a to
estampado en la puerta de ese ministerio? Eso no estaba d is
puesto a permitirlo. U n ministerio acusado de tantas cosas y
su retrato, el único legítimo, el único que le hacía justicia co lo
cado en la puerta. . . Esta vez los los políticos habían co lm ad o
la medida. Estaba dispuesto a que su retrato encabezara las
hojas de cuaderno, las tapas de los libros, mejor aún le p a re c ía
que apareciera en las casas de los pobres, de los humildes, p e ro
en ese ministerio, no. ¿Ante quién podría protestar? Ahí e sta b a
la dificultad. E ra seguro que tendría que presentar la rec lam a
ción en papel sellado, con timbres de biblioteca en u n a d e
esas enormes y atiborradas oficinas. Luego de algunos años es
posible que algún jerarca se ocupara del caso, si él le prom etía
algún ascenso, pero bien se sabía que él no estaba en condicio
nes de ofrecer nada a nadie, ni nunca lo había estado en su
vida. Dio unos pasos por la calle y se sentó en el cordón de
la vereda, desconsolado. Desde arriba, nunca había visto la
cantidad de pobres y mendigos que ahora podía encontrar en
la calle. ¿Q ué había sucedido en todos estos años? ¿Cóm o se
había llegado a esto? Algo andaba m uy mal, pero desde arrib a
no se veía bien. Por eso es que lo habían subido allí. P a ra
que no se diera cuenta de nada, ni se enterara de cómo eran
las cosas, y pudieran seguir pronunciando su nombre en los
discursos en vano, ante la complacencia versallesca de los hipó
critas extranjeros de turno.
Cam inó unas cuantas cuadras y a lo largo de todas ellas
se encontró con varios tanques y vehículos del ejército que
patrullaban la ciudad. Esto lo alarm ó muchísimo. ¿Es que esta
ría su país —su propio país, el que había contribuido a forjar—
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a punto de ser invadido? L a idea lo excitó. Sin embargo, se
dio cuenta de su error: había leído prolijam ente el diario de la
m añana y no se hablaba de eso en ninguna parte. Todos ios
países —por lo menos aquellos de los que se sabía algo—
m antenían buenas relaciones con el suyo, claro que uno explo
taba a casi todos los demás, pero esto parecía ser natural y
aceptado sin inconvenientes por los otros gobiernos, los gobier
nos de los países explotados.
Desconcertado, se sentó en un banco de o tra plaza. No le
gustaban los tanques, no le gustaba pasearse por la ciudad
— una vez que se había anim ado a descender del monumento—
y hallarla así, constantem ente vigilada, m aniatada, oprimida.
¿D ónde estaba la gente, su gente? ¿Es que no habría tenido
descendientes ?
Al poco tiempo, un muchacho se sentó a su lado. Decidió
interrogarlo, le gustaba la gente joven, estaba seguro que ellos
sí podrían responder todas esas preguntas que quería hacer des
de que había bajado, descendido de aquel monstruoso caballo.
—¿ Para qué están todos esos tanques entre nosotros, joven ?
— le preguntó al muchacho.
El joven era amable y se veía que había sido recientemente
rapado.
—Vigilan el orden— contestó el muchacho.
— ¿Q ué orden? —interrogó el procer.
—El orden oficial— contestó rápidam ente el otro.
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INDICE
Advertencias 8
Sistema poética del libro 9
1 15
2 17
3 20
4 21
5 22
6 23
7 24
8 25
9 26
10 27
11 28
12 29
13 30
14 32
15 34
16 36
17 Diálogo con el escritor 37
18 39
19 40
20 42
21 44
22 45
23 46
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S E T E R M IN O
D E I M P R I M I R E L D IA
4 D E D IC IE M B R E D E 1 9 7 0
EN T A L L E R E S G R A F I C O S ,,3 3 ” S.
P I E D R A S 5 2 2 . M O N T E V ID E O