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Cristina Peri Rossi - Indicios Panicos

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Colección

LOS NARRADORES

2
w
f
editorial
NUESTRA
AMERICA

O riginal from
D igitized b y Goi> U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
C A S IL L A D E C O R R E O S 1 7 0 2
M O N T E V ID E O - U R U G U A Y
B A R T O L O M E M IT R E 1 4 1 4
editorial C O P Y R IG H T B Y
■ r NUESTRA N U E S T R A A M E R IC A
Q U E D A H E C H O E L D E P O S IT O
\ AMERICA Q U E M A R C A LA L E Y

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U N IV E R SIT Y O F M IC H IG A N
Cristina
peri rossi

INDICIOS
PANICOS

nuestra américa

Original from
D ig it iz e d b y ^ jO O g le --------- m UNIVERSITY OF MICHIGAN
"Señores: Es tiem po de decir que la policía no
debe ser solamente respetada, sino también
honrada.
Señores: Es tiem po de decir que el hombre, an­
tes de recibir los beneficios de la cultura, debe
recibir los beneficios del orden. En cierto senti­
do, se puede decir que el policía ha precedido,
en la historia, al profesor."
Benito M ussoiini.(1>

‘Pocos habrá que ignoren que Artigas obra co­


mo un fascineroso y su tropel es un ejército de
ladrones, de homicidas y de delincuentes deste-
lables q u e han cometido y cometen los horrores
más tremendos en los parajes que han tenido la
desgracia de sufrirlos.”
Gaceta de Montevideo, 10 de marzo de 1812.

1. Después de Mussoiini, muchos pensadores en América


Latina han sostenido la misma tesis, aunque llevándola a la
práctica quizás con más esmero aún. E ntre esos pensadores se
encuentran varios presidentes, muchos ministros, jefes de estado
y secretarios. La teoría ha sido especialm ente bien recibida po:-
los generales. — (N. del A.)

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
A D V E R T E N C IA S

Todas las historias que componen este volumen son rigu­


rosamente reales. Cualquier parecido o semejanza con perso­
najes, episodios y obras literarias es meramente casual e in­
voluntario.
Advertencia segunda: Las historias aquí reunidas integran la
prim era serie, pues el autor está convenci­
do que mientras viva, seguirán producién­
dose indicios pánicos.
Advertencia tercera: El autor agradece al gobierno,a la poli­
cía, a las llamadas “fuerzas del orden”, a
los hombres públicos en general y a todas
las instituciones, su valiosísima colabora­
ción en la gestación y producción diaria
de pánicos, que, humildemente, no ha po­
dido recoger todos aún; colaboración que
está seguro continuarán brindando por un
tiempo más.

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
SISTEM A POETICA DEL LIBRO

IN D ICIO S. Acción o señal que da a conocer lo oculto.


Indicios vehementes. Aquellos que mueven de tal modo a
creer o conjeturar una cosa, que ellos solos equivalen a
prueba o semiprueba.
SEÑALES. Notas o indicios para dar a entender una cosa.
Signo convenido entre dos o más personas para entenderse.

(Se usa también para el reconocimiento, especialmente en


¿pocas de guerra o de llanto, cuando no es posible que
las palabras solas digan lo que digan,
y el tormento,
entonces podemos obligar a las señales a reco­
nocemos.)

DAR SEÑALES. Manifestar las circunstancias individuales de


una cosa.

Los escritores suelen ser individualistas. Sin embargo,


están dotados para trasmitir lo general que encierra cada
caso individual. De ahí que se tom en peligrosos. A veces se
los persigue o se los encierra; más comúnmente enferman
y enloquecen, debido a razones que no es posible enumerar
aquí, pero que tienen que ver con leyes y ordenanzas de la
nación. Otros venden sus señales al enemigo, por lo cual
adquieren automóviles, lujosas cantantes, departamentos
en balnearios, estufas, calentadores de agua y hasta empre­
sas editoriales. Pueden publicar libros (muchos más de los
que ellos mismos escriben) en tirajes extraordinarios y

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usar grandes cantidades de papel en blanco, filigranas,
grabados en tacos originales, variedades de tipografía, d i­
versos colores de papel. Se hacen famosos.

SEÑAL. M arca que hay o se pone en las cosas para darlas a


conocer.

¿La finalidad de la literatura es dar a conocer algo? ¿E s


dar a conocer?

¿Qué es lo que hay que conocer? ¿Q U É ES?


Por tanto, ¿A Q U IÉN HAY Q U E DAR A C O N O C ER ?

—Escribo para mí.


—Escribo para los otros.
—Para todos, naturalmente. Claro que todos no leen.
—Para el lector en abstracto: un Ser inexistente, más allá
de los límites de la imaginación. Pero es real cuando lo pienso.
—Escribiría aunque nadie me leyera. La finalidad de la
literatura es expresar; la comunicación es secundaria.
—Para todos los hombres. Por el momento esta cantidad
se ve reducida en virtud de que la cultura es un privilegio y el
dinero, otro, de modo que sólo pueden leerme aquellos que
gozan de dos privilegios: el de la cultura y el del dinero. Des­
pués de la revolución realmente la cantidad será completa:
todos los hombres.
— Para ti que estás leyendo, quien quiera que seas.
—Ni hablar.
—Los siquiatras lo explicarían mejor.
—Para que los demás me admiren, mi mujer me ame más
y mis amigos sientan que están delante de un genio.
—Cuando escribo no pienso en nadie en concreto. Escribo
y nada más. Me olvido de todo. Es como la marihuana. De
manera que aprieto las teclas como un loco, salto de una a la
otra sin saber bien todavía qué es lo que pongo, pero estoy
contento, picando y picando el papel subo y bajo de una hilera
a la otra, suena el timbre, pero es el de la máquina y yo ya ni
lo siento embriagado como estoy, borracho para decirlo mejor
y es el acto más hermoso de la vida, ni el orgasmo se le parece,
empezando porque es más largo, siguiendo porque es de uno solo,

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no hay ningún otro que estar satisfaciendo, que esperar a ver
si termina con uno o no, ni nadie que te haga preguntas como
esta maldita que me has hecho y además, cuando terminas,
asunto liquidado, del orgasmo no te queda nada, a los diez
minutos ni te acuerdas, en cambio cuando escribes te quedan
una cantidad de hojas labraditas, llenas de puntos y de comas
y de letras sueltas y de patas de moscas
y a lo mejor,
quien te dice,
capaz que hasta escribiste algo sublime como Sha­
kespeare.

C O N O C IM IE N T O . Averiguar por medio de la inteligencia


la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas.

Por ejemplo, ¿qué tiene que ver ese milico que colocaron
en la puerta con el señor ese, mandamás, dueño de la puerta,
de la casa, de las otras casas, de las otras cosas, de los bal­
nearios y los edificios de los balnearios, siendo, además, el due­
ño de mi hambre y de mi libertad?

Por ejemplo, ¿qué tiene que ver esa puta rubia que ha
venido dos veces a mi casa a transpirar las sábanas con ese
poema que le he escrito, midiós, si en su vida leyó más que his­
torietas y Selecciones y el día menos pensado me habla en yan­
qui el yanqui del Dale Carnegie, me propone residir en Arkansas
y escribir libretos para las seriales?

SIGNO. Indicio inmaterial de una cosa. Vestigio o huella que


queda de algo. Aviso o llamamiento.

La literatura se aposenta sobre la enorme majestad de la


[palabra.
La palabra, esa balbuceadora.
La palabra, niña que camina mal.
La palabra, prestidigitadora.
La palabra, vanidosa.
La palabra, eyaculadora de prestigio.

II

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La palabra, descubridora. A su paso, nada queda oscuro, mas
sí en tinieblas, mas sí en penum bra
de la cual nace la ambigüedad,
o sea, la Poesía.
Lenguaje, hecho de signos. Y los signos son los apóstoles
del significado. Los m ártires de la expresión.
Palabra
fuente
registro
iluminación
clarividencia
pero oscura oscura es aún
y del trémolo de palabras
de su palpitación
de su diáspora
surge la poesía la poesía la poesía,
esa leída de nadie.

(Este sueño fue soñado por un escritor,


en una noche de hondo malestar,
cuando su sensibilidad y mala conciencia
le inspiraban sueños absurdos:)
Entonces los signos que estaban desde antiguo insta­
lados en los libros
(moraban allí como viejos residentes, como monjes
enclaustrados, como pájaros en sus jaulas, como cirios de g u a r­
dia, como aguas en sus frascos)
tomaron el fusil y fuéronse
a luchar por la justicia de todos los hombres
y se vio
que cada signo grabado sobre el papel
por linotipistas de antaño
cada signo
labrado por un poeta en los bordes llanos
[de las hojas
cada signo estampado por un artista muerto
cada signo escondido en el piélago de tintas
se irguió furiosamente

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
tomó el fusil y se fue a la tierra de los ricos
a reconquistar p ara el lector la ciudad prendada el oro
empeñado la justicia en paños menores la fraternidad desco­
nocida el am paro negado la difusión contam inada los unos y
los otros
y los signos fueron soldados.
La palabra, antología de signos.

SIGNO. Cosa que por su naturaleza o por convenio evoca en


el entendim iento la idea de otra.

En épocas de terribles luchas por el poder (o sea, cuando


la clase que lo posee no desea abandonarlo al requerimiento de la
clase que pretende apoderarse de él para usarlo un rato) la pala­
bra deja de nom brar directam ente las cosas para aludirlas,
en virtud de su capacidad de signar.
Entonces, en lugar de m ostrar, simboliza.
Elude y alude.
Conócense muchos ejemplos de esto. Cuando la pala­
bra ya no representa al objeto, sino que lo calla y lo esconde,
lo envuelve en su laberinto,
y va nombrándolo suavemente por la aureola que
lo nimba.
La palabra, baliza. La palabra, manifestación. L a palabra,
auspicio, augurio, agüero, alfil, predicción, síntoma, argumento,
huella, pliegue, cicatriz, vestigio, rastro, reliquia, testimonio,
la palabra, lunar y tatuaje,
santo y seña
m uestra m arca bandera reclamo signatura obelisco refugio
torre inclinada guía venora monumento pilar cepo
la palabra, índice, apoyatura, alarma, semáforo,
la palabra, intrigante.

PANICO. Miedo excesivo.

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1

Me interesa mucho la botánica. Puede decirse que soy un


autodidacto: tengo la pieza llena de hojas de diferentes formas
y colores, de distinta dentición y ramificaciones. Las hojas son
tantas que ya han comenzado a trepar las paredes, lamiéndoles
la cal. Hermosas hojas lanceoladas que apuntan hacia el suelo,
hojas escotadas, partidas; hojas aciculares, como agujas de cris­
tal. Si camino el suelo cruje, por las que han caído y están
secas. Todos los días rompo algunas, pero esto no constituye un
problema: por las calles se encuentran millones, antes que los
autos las destrocen o que los estudiantes las utilicen como pro­
yectiles contra los soldados. El otro día presencié un combate
entre los estudiantes y los soldados. Después un policía me llevó
a prestar declaración: quería que testimoniara cómo una hoja
de plátano lanzada por un joven fue a darle en la cara a un
cabo y al rozarle un ojo, lagrimeó un poco. El joven fue repri­
m ido violentamente por los demás soldados, quienes lo echaron
sobre el suelo y lo rociaron con nafta y gasolina. Después de
m ojado, cada soldado se acercaba a echar un fósforo. Ardió
d u ran te unos minutos. Después se hizo cenizas. De todos modos
el cabo tenía el ojo rojo, por lo cual el juez estaba muy preocu­
pado. “A alguien hay que castigar por esto” —decía—. “Esto
no puede quedar impune. ¿Q ué dirá su señoría el presidente si
no castigo a nadie?” Yo me negué a declarar, pretextando
resfrío: conozco varios testigos que después de declarar han
sido encarcelados, ante la ausencia del culpable. Nadie se ani­
m a a dejar una ofensa a la autoridad impune. Lo único que
lam en to es que uno de estos días tendré que desprenderme de
m i colección de hojas. Así me lo aconsejó un abogado amigo
m ío, entendido en la materia. Desde que los estudiantes han

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adquirido la peligrosísima costumbre de enfrentar a los soldados
con hojas caídas de los árboles, éstas han pasado a ser conside­
radas por el gobierno como armas ofensivas contra la seguridad
del estado. Aunque mi conducta es irreprochable, mejor me
deshago de ellas: todos los días hay allanamientos y no quisiera
imaginar mi destino si las encuentran en mi cuarto. Ya no se
puede estar seguro en ningún lado.

//»

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Vivo en un país de viejos. Nuestro índice de natalidad es


el más bajo del mundo y no es razonable esperar que suba en
los próximos años, dado que las pocas parejas jóvenes, en edad
de procrear, emigran hacia países más prósperos; esto no es de
extrañar, ya que ni cultivamos la tierra, ni instalamos fábricas,
ni levantamos casas. El turismo, que era la esperanza nacional,
h a fracasado estrepitosamente: nadie desea conocer un país
donde lo único que se ve por las calles son soldados y la paz
se ha perdido en los hoteles: los continuos allanamientos intran­
quilizan a los extranjeros, que, si tienen barba, inmediatamente
son tratados como sospechosos; en cuanto a las turistas hem­
bras, no soportan ser cacheadas cada vez que entran a una
oficina o a una tienda. El estado ha pedido disculpas varias
veces a sus vecinos, prometiendo que en pocos meses solucio­
nará las cosas, exterminará las bandas de delincuentes que
actúan en el país, pero como en tantos otros proyectos, la
solución se demora, no aparece por ningún lado, lo único que
aparecen son policías y soldados. Esto para mantener el or­
den, y además, como debido al desorden ya no tendremos
más elecciones nacionales, es necesario crear una nueva fuente
de trabajo para ocupar a los hijos de la patria, que ya no
podrán vivir de tram itar jubilaciones o repartir recomenda­
ciones. (He dicho que debido al caos no tendremos elecciones.)
No se ven niños en las calles, corriendo y jugando, como
en otros países; en los lugares donde antes solíamos distraer­
nos —quiero decir plazas y mercados, patios, parques y pra­
dos— ahora sólo se encuentran ancianos enjutos, encogidos y
llenos de arrugas, como papeles viejos, soldados que apuntan
con sus metralletas hacia la cúpula de la iglesia o el balcón de
un apartamento, policías que hacen a los automovilistas des­
cender de los vehículos para revisarlos y muchos particulares.
Los particulares, según se ha podido saber, son policías disfra-

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zados. Los ancianos solamente salen a tom ar el sol, ocupan los
lugares donde antes las madres solian pasear a sus hijos y son
como los habitantes de una oscura región de los infiernos
pálidos y sin luz, vueltos al pasado, balbuceando sus recuerdos
como una letania medio olvidada, cantada por un coro de
pastores ciegos. No se ven por las calles madres con sus niños
en brazos, ni vendedores ambulantes de juguetes o ropas in f a n ­
tiles y los circos ya no se detienen al pasar por nuestra p e q u e ñ a
región del m apa: somos los habitantes de un país ig n o rad o ,
acabado, consumido el fuego de la procreación por una larg a
desilusión sin consuelo. Los circos ya no se detienen p a ra in s­
talar sus combas tiendas verdes, ni sus jaulas pintadas, n i su
procesión de luces, y los zoológicos agonizan en triste abandono:
los recorre nada más que el cuidador, repartiendo la m isera
comida entre elefantes y leones enflaquecidos, de ojos tristes
y expresión sombría. Algunas escuelas han cerrado sus p u e rta s;
otras, en cambio, se han transform ado en hogares de ancianos:
hay familias que ya no pueden ocuparse de sus viejos y los
colocan allí, donde, entre plantas y bancos de m adera, tr a n s ­
curren sus días, amarillos y lentos, idos de la razón y la m em oria.
Como más de la m itad de la población está en edad senil, los
jóvenes no dan abasto p ara m antener a los viejos. E fectiva­
mente: el estado no se ocupa de ellos, ni ha previsto ninguna
m anera de asegurar la vejez de los hijos de la patria: las ju b i­
laciones demoran más de veinticinco años en concederse y los
hospitales han cerrado sus puertas, porque el estado no tiene
dinero p ara medicinas, por lo cual, son los jóvenes quienes
deben ocuparse de los viejos, ya que si bien, nada producen,
aún consumen. Pero los jóvenes están muy cansados. P ara
poder m antener a los viejos deben trab ajar todo el día y les
resulta muy difícil hacerlo, en un país donde no existen fuentes
de ocupación y la única m anera de conseguir un em pleo es
siendo el protegido de un viejo rico o poderoso. Efectivam ente:
todos los puestos de jerarquía e im portancia están acaparados
por los hombres de edad, quienes, temerosos del futuro, d e la
revolución, de la m uerte, de los cambios, aferrados como única
salvación al pasado cada vez más pesado, se resisten a cu al­
quier novedad, recelosos de los jóvenes, a quienes ni entienden
ni aman, y se vuelven, por eso, más hostiles a ellos.

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Y los viejos dan mucho trabajo. No solamente estorban
el paso en las calles, sino que se pasan curioseando todo el día,
fisgoneando, husmeando aquí y allá, deseosos de obtener el
m illón de recompensa que el estado ha prometido a quien dé
datos sobre actividades anticonstitucionales. Ellos, que en su
v ida han visto un millón, no renuncian a la posibilidad de ob­
tenerlo antes de morir, como en la lotería o en las carreras
de caballos, solamente que este nuevo deporte que el estado
h a favorecido los vuelve enemigos los unos de los otros. Todos
los días se ven por la calle peleas de viejos que intentan arre­
batarse datos, corridas de ancianos en procura de informacio­
nes, intentos de soborno y peregrinaciones a las iglesias, todo
p o r obtener el millón. Este entretenimiento tiene una ventaja
adicional para el estado: como los viejos andan todo el día
ocupados tratando de denunciar a los jóvenes que se dedican
a actividades anticonstitucionales, mueren más pronto, lo que
significa un gran alivio para el país, ya que ningún viejo soporta
las horas bajo la lluvia necesarias para comprobar cuándo se
retira su joven vecino de la casa de esa presunta amiga, y
después de perseguir durante un mes a un sospechoso, el ancia­
no muere de un ataque al corazón.
Siendo esta la situación de nuestro querido país, se com­
prende bien la resolución de las jóvenes parejas que se niegan
a tener hijos. No están dispuestos a crear más víctimas y pre­
fieren ahorrar para el aborto que ahorrar para el bebé. El
estado, por su parte, no se preocupa por la situación: los ase­
sores norteamericanos han asegurado al Señor Presidente que
cuanto menos niños nazcan, más posibilidades tiene de conser­
var el poder, de mantenerse indefinidamente en el gobierno,
por lo cual, en lugar de propiciar el nacimiento de más niños,
el Poder Ejecutivo ha creado un fuerte impuesto que deberán
pagar todas aquellas parejas que hagan uso de su fertilidad,
de manera que ahora un niño nuevo cuesta tan caro como un
auto. Por eso es que ya no nacen niños ni se ven autos nuevos.
No sé si a eso se debe, también, el alto índice de homosexuali­
dad que las estadísticas registran.
Los jóvenes, desilusionados del amor, se acarician entre
ellos.

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Hoy mi m ujer me ha dado la realidad en una bolsa de agua


caliente,
al acostarnos
y yo la he aprisionado bien entre las manos para no perderla.

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Ella me ha dicho: —Vamos a acostarnos.


Y cosa asombrosa: yo he ido con ella.

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Nunca he estado en V erm ont ni en Nueva York ni en Nebraska


Llevo treinta años en esta pieza que no conozco bien
y a veces cuando me inclino a dejar los zapatos
hago algún descubrimiento; descubro por ejemplo que ay er hemos
empapelado las paredes, que tendiste los pañuelos del respalde
de la cama o que las colillas del cigarrillo se han secado sobre
el suelo. Pienso entonces en el abismo infinito del espacio.

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N o hemos ido a la luna


nos hemos quedado adentro del ropero porque allí había tantas
[cosas que venían del pasado
de abuelas y de abuelos que dejaron rastros como sombreros
rastros como flores violetas disecadas una melena de muñeca y
o tra s cosas más que a veces nos entretienen.
F re n te a esos sueños el espacio es una mosca hambrienta.

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M i herm ano Luis hace más de veinticinco años que se está


m irando la suela del zapato. Es una suela nuevecita, porque
antes de esos veinticinco años solamente había andado una
cuadra. Lo que recogió en ese viaje —digo los restos que que­
daron adheridos al zapato— le ha alcanzado para m editar
durante ese lapso.
Yo todavía no he llegado al suelo: desde que nací estoy
por descender, pero el gesto de salir del vientre al suelo me
ha llevado tanto.

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Mi madre a veces me consuela de este lentísimo parto.


“N o te avergüences ni te lamentes —me dice— : no creas que
lo que existe afuera es muy variado. Otros motivos de dolores
la misma oscuridad y vagidos similares. Además afuera nadie
te protege. En cambio así tienes el sustento y el refugio ase­
gurados.”
Con esto yo me consuelo un tanto, pero al rato hago
nuevos esfuerzos por salir; me muevo, me revuelvo, doy vuel­
tas, me afirmo en los costados. No puedo decir que mi madre
m e niegue su colaboración: de vez en cuando suspira y puja
por expulsarme del fuego de sus entrañas. T anto trabajo nos
tiene rojos y un poco cansados. No sé qué existe afuera, pero
de todos modos me parece que lo correcto es salir. O lo que
corresponde.

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Estuve varios años acariciando estatuas.


Cuando me cansé, ellas estaban deshechas. En tanto sueño,
alguien las había pulverizado. La última que toqué se desin­
tegró en mis. dedos. Pensé que era una astronauta s a c r if ic a d a .
Cosas de esas se han visto en todos los tiempos. H abía perdido
la edad del vaticinio y de la respuesta. Había entrado en la
era de las máquinas. Salí del museo y huí para siempre de
la falsificación. El arte es grandilocuente.

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Siem pre imagino que mi m adre tiene nada más que vein­
ticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací) de ahí
que m e enfurezca si la oigo arrastrar los pies cloquear toser,
pensar como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco
años le h a n salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven
se acuesta tan temprano.
Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es
una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual
trato inm ediatam ente de expulsar dicho conocimiento de la
luz de m i conciencia, de m anera que en seguida recupera sus
veinticinco años.
Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una
niña, p o r lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto
en crecer, porque sé que es inútil: p ara nosotras dos, el tiem­
po se h a estacionado y ninguna cosa del mundo podría hacerlo
correr. M oriré de cinco años y ella de veinticinco; a nuestros
funerales asistirá una m uchedumbre de ancianos niños y de
niños que jamás llegaron a crecer.

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Ella me trajo apasionantes presentes que yo me preocupé


por ordenar y clasificar en una caja.
H abía un diente de su m adre, después de m uerta, alg o
amarillento, que olía a hierba seca. D entro de un pequeño
estuche, de extremos quemados, me trajo un día un helecho
muerto. Sobre la delirante separación de sus filamentos llo ­
ramos toda una tarde. Tam bién me regaló un lente antiguo
que pertenecía a su abuela: en el aro donde se apoyaría la
nariz una imponente cresta revelaba la deformidad de la a b u e ­
la, vuelta espectro desde un pavoroso accidente que peló, to r ­
ció, bifurcó su cara. De todas maneras continuó tejiendo. H abía
una hebra de esa lana: gruesa, ancha, abierta, de color sa n ­
griento, más parecida a una soga que a una lana. Ella jugaba
a ahorcarse los dedos con esa lana. Y dentro de una pecera
pequeña, el presente que ella valoraba más: el ínfimo feto de
su hermano, desprendida del útero de su m adre al ascender
una escalera, que ella recogió presurosa antes de que se escu­
rriera por la alfombra y conservó en cloroformo, para que no
se pudriera. Con el tiempo, de tanto tenerlo enfrente de la
cama, flotando en su agua celeste, llegué a verle unos ojos
pequeñísimos, los hombros como aletas y el dibujo de sus dos
piernas, que nunca llegaron a separarse.
Mi gato también lo m iraba con curiosidad.

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M e alcanza la bufanda y amorosamente me sonríe: tiene


la esperanza que al llegar a la esquina una ráfaga de viento
me ahorque o que yo decida suicidarme con la aguja con la
que me h a cosido la camisa. Tom o la bufanda y dejo la son­
risa: tal vez sea cierto que afuera hace frío.

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Contribuyo con un pequeño ruido a la baraúnda general.


El ruido es el de mis costillas y mis órganos que crecen des­
mesuradamente, poseídos de la fiebre del crecimiento, dispuestos
a avasallar los tejidos superficiales y epidérmicos que constitu­
yen mi envoltura exterior. He consultado al médico acerca de
este extraño mal, pero no he tenido éxito: me ha contestado
que espere. No sé bien qué debo esperar, mientras todo dentro
de mí crece desmesuradamente y ya asoman las cabezas de
algunos órganos por las heridas que le han abierto a la piel.
El extremo de mi pulmón, por ejemplo, ha aparecido casi
sobre la cintura, ha anunciado su filo marrón en mi m itad y
yo ya no puedo ajustarme el cinturón, por temor a dañarlo.
También asoma su cabeza uno de los riñones, redondo como
un niño y golpea rítmicamente sobre mi espalda, como un
péndulo colocado allí por un constructor. Los músculos rom­
pen sus tensores y se precipitan por la piel como sobre un valle
de fácil deslizamiento, como por sobre una pista helada de
aterrizaje amerizaje alunizaje. Y estos selenautas, ávidos de
espacio, amenazan distorsionar mis movimientos, dado que aún
no he aprendido a dominar sus nuevas proporciones. En tanto
febrilmente crecen, mis órganos hacen una música que va a
sumarse a los ruidos ya existentes, componiendo en conjunto
una algarabía insoportable. ¿Q ué celebran? ¿Q ué celebran to­
dos estos ruidos? ¿Q ué se celebra? He visto tantos pobres
como siempre, tantos niños muertos de hambre, tantos desocu­
pados, tantos perseguidos; además, me he enterado del suici­
dio de un joven en la Catedral, como protesta por las inhuma­
nas torturas recibidas, y según me cuenta el médico, ya se
han registrado varias defunciones por inanición. Los hospitales

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no tienen sábanas ni remedios para sus enfermos. Las-escuelas
están cerradas, las cárceles están llenas. ¿Q ué celebra, pues,
este ruido general ? Mis visceras locas crecen a la carrera,
como jóvenes que huyen de la guerra, del infierno de la ciu­
dad. T an a prisa que mi piel no tiene tiempo de estirarse lo
suficiente, de manera que se rompe, y por las aberturas como
patios y ventanas, asoman rugientes y desbocados mis órganos
con olor a goma.
El ruido parece que bajara desde los infiernos.
Mi ruidito, en cambio, se eleva hasta el cielo.
He de m orir de crecimiento, cuando ya el tamaño de mi
cuerpo, el de mi piel, no alcance para contener mis órganos,
el peso y el largo de mis visceras desarrolladas.

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14

La habían traído del Perú en cuatro días de viaje en


ferrocarril. D urante la travesía vio los pastos, la a re n a roja,
el polvo, polvo polvo que se arrastraba por los cam inos y
quedaba suspendido del aire. Muchos indios en las estaciones,
callados y tenebrosos. Después otra vez el sol y la tierra . Luz
seca, hambre indio y polvo.
Ya en la ciudad, la pusieron en medio de un banco de
la plaza.
Cuando dos viejos se sentaron en el mismo, ella se corrió
gentil hacia un extremo. Quedó encantada con lo que vio
desde el banco de la plaza: la fuente, con sus ángeles verdes
de moho y cabezas de dragones silabantes entre las piernas,
palomas comilonas que ronroneaban como máquinas, los jue­
gos de los niños y los reflectores de noche, iluminando el perfil
del héroe montado a caballo, los días de fiesta. Se quedó en la
plaza, tranquilísima. Fue poniéndose azul, como las calles y la
niebla al caer la tarde, pero de todas maneras él volvía a colo­
carla en el banco de la plaza, cada mañana, mientras fumaba
y esperaba detenido en la esquina. Las medias que traía del
Perú quedaron violetas, moradas con el frío y el vestidito azul
plisado se puso un poco largo, un poco laxo, si vamos a ver,
pero ella conservaba su expresión de m uchacha emocionada
por el descubrimiento de la ciudad, y las dos trenzas flojas y
lacias que le caían a los costados con ingenuidad. Nunca nadie
la levantó del banco, pero él siguió poniéndola allí con insis­
tencia. Ella se conformaba con m irar mientras él, paciente como
indio que era, esperaba fumando en la esquina roma y redon­
da de la plaza. Le habían dicho que era negocio, que bastaba
con traerla a la ciudad y ponerla ahí, sentada como una palo-

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ma en la m ita d del banco y él lo creyó y lo seguía creyendo
aunque p o r una extraña razón no sucediera. Cuando se cansó
había pasad o m ucho tiempo. Las medias estaban completamen­
te violetas y sus manos moradac. Como un tornado el invierno
había caído sobre la ciudad, derrum bando cúpulas y carteles;
los papeles volaban por la plaza como estorninos en repliegue
y muy tem p ra n o el aire azul y neblinoso se hacía de la noche
como u n color que viniera desde el cielo esfumándolo todo,
convirtiéndolo en hielo.
E n ferrocarril volvieron al Perú, él fumando, ella soñando.

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15

Tengo un pequeñísimo apartam ento desde el cual oigo a


todos mis vecinos. Cuando he girado la llave en la c e rra d u ra
apenas puedo entrar, pues el espacio que hay entre la p a re d
y la puerta es tan escaso que no nos permite estar a mí ad en tro
y ella abierta al mismo tiempo. Si estoy de pie toco el techo con
las manos, y a veces me entretengo en eso, acariciando el techo
con las manos como si fueran las caderas de una mujer que hay
que acariciar con la mano abierta. Esta es una ventaja suple­
m entaria que tiene el apartamento. Si me canso, me acuesto
y mis pies llegan justo al borde de la ventana, por la cual
entra un poco de frío, aunque esté cerrada, porque el vidrio
es helado. El árbol en cambio es muy alto. El que está en
medio del edificio, porque el dueño no lo quiso cortar: él am a
mucho la naturaleza y le parecía un crimen sacrificarlo para
construir un block de apartamentos, que de todos modos iba
a alquilar, así que no importaba si tenían poco espacio. De
modo que cuando los inquilinos entramos o salimos de nues­
tros cubiles, nos topamos con el árbol. Un profesor de historia
natural amigo mío que mendiga todas las mañanas a la puer­
ta de la Catedral (ha obtenido el permiso correspondiente en
el municipio) me ha dicho que es un ciprés gigante. Cuando
entro de noche, tarde, a mi apartamento, suelo encontrar fila­
mentos de ciprés en el suelo, o en el techo, por el aire, que
llegan a molestarme, debido a la irritación que provocan en
mis ojos. De todas maneras, ésta no es la peor situación: el
inquilino del cinco debe dejar la ventana abierta todo el día,
porque el ciprés ha crecido una de sus ramas hacia ese lado,
metiéndosele por la ventana a la casa, y él no se anima a
cortarla, porque es seguro que si lo hace, el propietario lo
expulsará de su vivienda, y todos sabemos lo difícil que es
encontrar alguna libre. L a ram a del ciprés interrumpe el des­
plazamiento de todos en la pequeñísima casa, anteponiéndose al

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biberón que hay que darle al nene, metiéndose en la olla de
sopa que se cocina en el fuego, si es que hay viento, o revol­
viéndole el cabello a los invitados, cuando los hay. Para hablar,
es necesario correr la ram a hacia un lado o hacia otro, pero ella
insiste, vuelve, dando un suave ramalazo a quien esté adentro.
—Es un ciprés de la India —dice el profesor que mendiga.
Mendiga para poder comprar el m aterial con el que tiene
derecho a dictar las clases. Las clases nunca se las pagan, por­
que el estado piensa que es un privilegio dictar clases, y aquel
que aspira a hacerlo debe anotarse en una lista en el Ministerio
del Interior. Allí los aspirantes son rigurosamente analizados;
se investigan sus pensamientos, se los examina políticamente
remontándose a la ideología de sus antepasados: el estado no
puede permitirse el lujo de dejar la educación en manos de
elementos peligrosos para su seguridad. Solamente cuando se
ha eximido de culpas al aspirante —si efectivamente nunca
participó en una manifestación, si se hizo el sordo y el mudo,
si tiene algún pariente o amigo militar o policía, si jamás fir­
m ó declaración alguna, si merece la confianza de la clase diri­
gente— podrá disertar ante un público atento de alum­
nos deseosos de adquirir aquel aprendizaje que los capacitará
p a ra integrarse a la sociedad. Aunque muchos profesores han
m uerto de hambre, mueren con dignidad, seguros de que se
tr a ta de una muerte noble, la que el estado reserva para ellos,
com o piezas fundamentales de una organización tan vasta,
ta n compleja, tan perfecta. En algunos casos, cuando se trata
d e profesores de reconocida idoneidad en la materia, se les
p erm ite mendigar en las plazas, para subvenir a sus necesida­
des, pero de todas maneras mueren de hambre porque el pú­
blico es indiferente a sus súplicas: todo el mundo considera
ju sto y adecuado que un digno y honesto profesor m uera de
h am bre.
Yo a veces lo ayudo tirándole mendrugos por la ventana,
desde el día que lo vi disputar el pan a las palomas en la plaza,
p o r lo cual fue severamente amonestado. Él abre la boca bajo
m i ventana y yo le arrojo granos de maíz, migajas de pan,
restos de bizcochos y alguna pasa, según lo que haya conseguido
ese d ía en la oficina. Me lo agradece dándome clases de botá­
n ica por la noche. Nadie sabe que soy yo quien lo alimenta.

)i
16

Ella me ha entregado la felicidad dentro de una c a ja


bien cerrada, y me la ha dado, diciéndome:
—Ten cuidado, no vayas a perderla, no seas distraída, m e
ha costado un gran esfuerzo conseguirla: los mercados estaban
cerrados, en las tiendas no vendían y los pocos vendedores a m ­
bulantes que existían se han jubilado, porque tenían los pies
cansados. Ésta es la única que pude hallar en la plaza, pero es
de las legítimas. Tiene un poco menos brillo que aquella que
consumíamos mientras éramos jóvenes y está un tanto arru g a­
da, pero si caminas bien, no notarás la diferencia. Si la apoyas
en alguna parte, por favor, recógela antes de irte, y si decides
tomar un ómnibus, apriétala bien entre las manos: la ciudad
está llena de ladrones y fácilmente te la podrían arrebatar.
Después de todas estas recomendaciones soltó la caja y
me la puso entre las manos. M ientras caminaba, noté que no
pesaba nada pero que era un poco incómoda de usar: con ella
en 1m manos no podía tocar cosa alguna, ni me animaba a
dejarla depositada, mientras hacía compras. De manera que no
podía entretenerme, y menos aún, detenerme a explorar, como
era mi costumbre. A la m itad de la tarde tuve frío. Quería
abrirla, para saber si era de las legítimas, pero ella me dijo
que se podía evaporar. Cuando desprendí el papel, noté que
en la etiqueta venía una leyenda:
“Consérvese sin usar.”
Desde ese momento tengo la felicidad guardada en una
caja. Los domingos de mañana la llevo a pasear, por la plaza,
para que los demás me envidien y lamenten su situación; de
noche la guardo en el fondo del ropero. Pero se aproxima el
verano y tengo un temor: ¿cómo la defenderé de las polillas?

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17

Diálogo con el escritor

— H e leído su libro.
— ¿Q ué piensa de él?
— Es algo confuso.
(E n cambio, su alma, señora, es clara.)
— Lo siento mucho.
— Usted, quizás, pudiera explicarme qué quiso decir en él.
— No puedo contestarle. Si lo supiera, no lo hubiera escrito.
— Entonces, las letras, ¿son todas tinieblas?
— N o sé qué decirle. En esa misma época, m ucha gente moría
en las calles. Usted todavía podrá apreciar la cantidad enorme de
lisiados, de baldados que recorren la avenida, o piden limosna, o
e sp e ra n de la caridad pública un poco de piedad.
— Pero usted, en tanto, lo escribía.
— No señora: lo soñaba.
— Los sueños no siempre son fáciles de entender.
— Yo escribo, señora, como sueño.
— ¿N o cree que podría tener un poco más de respeto por
el lector?
— Lo respeto tanto, señora mía, que no quisiera nunca
tocar el sueño, tocar el libro, traicionar la magnífica alienación
de la metáfora.
— Y a no lo entiendo.
— Es comprensible.

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—Si no sabe lo que ha querido decir escribiendo y m e h a
creado esta inquietud, venga por lo menos y hágame el a m o r .
—No puedo, señora mía, disculpe usted; desde la ú l t i m a
manifestación pública reprimida por la policía he g en erad o u n
extraño proceso de impotencia: yo estaba en un café, le y e n d o
mi poesía y por casualidad vi estrellarse una granada c o n tr a
las piernas de una adolescente y la fachada de la B iblioteca
Nacional. El ruido interrumpió mi lectura, y aunque n o fui
molestado, el suceso me dejó una mala impresión que n o he
podido aún desterrar, como un intruso en mi jardín.
—Si no sabe lo que escribe y no es capaz de hacerle el
amor a una m ujer insatisfecha, ¿cómo es que vive aún?
— Por un decreto del estado: seré conservado como im agen
viva de un mundo en declinación. Seré expuesto en el m useo.
Conservado en refrigeración.
—Eso es muy triste. Le tengo una profunda lástima. P e r­
done si he sido un poco brusca.
—No tiene de qué. Yo la disculpo. Y en mi recuerdo, s ír­
vase una entrada: con ella podrá entrar todos los días al m u ­
seo, gratis.

3S

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18

H e abierto un libro
puesto la mano sobre su cavidad
he cerrado la boca de una letra bostezante
cambiando los signos
ya no queda nada
el libro como un náufrago alelado
haciendo señas
p ara quién
si ya no hay nadie.

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19

Viví durante años dentro de un frasco. Allí me colocó m i


madre no bien hube forzado dificultosamente las puertas de su
útero, para conservarme mejor. Ella renovaba el agua del fr a s ­
co cada dos días, de m anera que yo vivía en condiciones d e
perfecta higiene.
Me acostumbré a ver las cosas desde el vaso, a través del
vidrio. La apariencia de las cosas se volvía entonces inofensiva,
las presencias se hacían distantes, los colores adquirían m ayor
importancia, pero en cambio, yo era indiferente al calor y al
frío de los objeto*.
Con todo, estuve varias veces en peligro de muerte a causa
del gato. Aparecía inesperadamente por el costado izquierdo o
por el derecho y a través del grueso vidrio del frasco, sus patas
agazapadas, en acecho, eran como enormes columnas de m ár­
mol. Me olfateaba detrás del vidrio, y a veces raspaba su su­
perficie, queriéndome atrapar. “Raro animal este”, pensaría,
al mirarme. En cuanto lo veía cerca, yo me agitaba dentro del
frasco, lleno de angustia y de temor. Los ojos brillantes del
gato me acechaban, vigilaban cada uno de mis movimientos.
Casi siempre aparecía mi madre en el momento oportuno,
ahuyentándolo, corriéndolo lejos de raí; ella entonces se volvía
hacia mi agua y dulcemente me consolaba. Tomaba el frasco
entre sus manos (entonces yo era como un pez) y me paseaba
un poco por la casa, para hacerme olvidar el miedo, trasla­
dándome de la mesa al aparador, de la sala al dormitorio, de
la biblioteca al sillón. No me gustaba estar al lado de las flores,
porque su perfume contaminaba el agua. Las azucenas eran es­
pecialmente abrumadoras. Y los jazmines. A veces ella dejaba
caer una lágrima dentro del frasco, que conmovía la superficie

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del agua d e n tro de la cual yo me desplazaba, movida, llevada
por no sé qu é tristeza. L a lágrim a se deslizaba, yéndose final­
mente a m ezclar con el agua del frasco, después de diferentes
órbitas. Ese momento era especialmente emotivo para mí, cuan­
do ella, estrem ecida, dejaba caer de sus ojos celestes y un poco
evasivos u n a sola de sus purísimas lágrimas, la cual atravesaba
la superficie el lago del agua del frasco y llegaba hasta mí, que
dem oraba varias horas en bebérmela, lleno de unción y de
recogimiento, con solemnidad. No sé por qué lloraría mi madre:
acaso fu e ra por mi padre, explorador en lejanos planetas, ido
en travesía de cosmos, dejándola en la mayor pobreza, o por
mi herm an o m ayor m uerto (lo devoró el gato estando en la
cuna), p o r alguna vecina enferma, o por la luz, o por el espejo
roto que dib u jab a un lado solo de su cara. Lloraría por esto
o por lo o tro , y a mí me gustaba perseguir a nado su cicatriz,
esa p eq u e ñ a prueba de su llanto que era la lágrim a surcando
el agua del frasco. Cuando conseguía atrap arla me sentía muy
orgulloso y daba unas cuantas vueltas con ella bajo el brazo,
por el m a r del frasco, contento como un buceador con su per­
la; después me la ponía a beber, lenta calabaza de placer. La
bebía desde los extremos hacia el centro, consumiéndola con
delectación. E ra una lágrim a intensa y muy pesada. Después
de bebérm ela quedaba ahíto y satisfecho.
A hora que he salido del frasco y mi madre se ha metido
en él, nadie llora más. Hace años que no consigo una lágrima
de m adre. (Poner aviso en el periódico.)

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20

Cuando fui lo suficientemente m aduro como para abandonar


el frasco, mi m adre se metió en él. H acia tiempo que se había
cansado de vivir y me envidiaba un poco cada vez q u e me
veía nadando despreocupadamente en el vaso. Yo ya estaba bas­
tante crecido y ella era vieja. “—Hijo —leía en sus ojos muchas
veces— , qué cansada estoy. H ora sería de retirarm e de este m un­
do; desearía algo más descansado, mis ojos están hartos de
m irar y m irar, y mis oídos de oir pobrezas y castigos. Si encon­
trara un lugar descansado. . . ” y sé que m iraba mi frasco con
envidia. Ustedes no creerán que una m adre pueda sentir en­
vidia por sus hijos. En vuestro mundo, pánicamente pequeño,
todo está ordenado de tal m anera que los hijos son buenos hijos
los padres son padres los quehaceres cosas fundamentales y el
dinero la aspiración mayor. M undo para pocos, seguramente.
Vosotros desapareceréis con él y sin dejar huella. Mi madre, en
cambio, pertenece a otro mundo. En él, a causa de la miseria,
el ham bre y la pobreza, los hijos pueden envidiar a los padres
y viceversa. Mi m adre me envidiaba a mí el frasco, que era
todo lo que yo tenía, porque era algo más que la nada que
ella tenía. Entonces yo me replegaba como un crustáceo aferra­
do a las paredes del frasco y le advertía con gestos desespe­
rados que no lo intentara: ella había crecido mucho y si de­
cidía meterse en el frasco, moriríamos los dos, asfixiados: el
frasco era muy chico p ara ella. Yo imaginaba con pavor
el momento en que ella se sumergiera, desplazando hacia afuera,
hacia el vacío, una cantidad de agua directam ente proporcio­
nal al volumen de su cuerpo. Ya en el fondo sin agua, donde
ella se aplastaría como un gusano, entraríam os en repugnante
contacto carnal.

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
Yo la veía a veces, rondarm e como un cimbal, como un
ave avizora y guardiana, daba vueltas en torno a mi frasco. Me
preguntaba a menudo si ella podría esperar el tiempo sufi­
ciente como para que yo creciera y recién entonces, cuando
yo abandonara el frasco, ocupar mi sitio. Yo envejecería y ella
empequeñecería, hasta que, cuando nuestras proporciones fue­
ran exactam ente inversas a las de mi nacimiento (cuando yo
fuera grande como una m adre y ella pequeña como un hijo
recién nacido) por fin pudiera tom ar mi lugar.
C ada vez que se aproxim aba a mí en su am enazador es­
pionaje, yo tem blaba y me replegaba inquieto en el agua. Pen­
saba que se iba a lanzar sobre mí o que se m etería dentro del
frasco, ansiosa, aunque las piernas o los brazos le quedaran
afuera.
Sin embargo, yo disimulaba mi tem or y ella sosegaba sus
impulsos, sufría su cansancio, gastaba un poco más de pacien­
cia aguardando que yo llegara a ser suficientementé grande y
ella suficientemente pequeña.
C uando cumplí los cuarenta y cinco años me apoyé en el
vidrio verde, afirmé bien mis uñas en los bordes del frasco y
salí a la mesa. Ella, pequeña como una pasa, esperaba en una
silla. T a n chiquita que casi no se la veía. No bien me vio afue­
ra, sin decir una palabra, se abalanzó sobre el frasco y ganó
las aguas. Desde entonces está allí nadando. Ya no me saluda,
cuando entro o cuando salgo de la casa y cada día que pasa
yo la noto más pequeña, pero ella por fin descansa. Flotando
en el agua del frasco, parece un animál caído, un insecto m í­
nimo y am bulante. Pero yo sé que ahora es feliz. Hoy he ido
a la feria y comprado un pez rojo. Lo pondré en el frasco para
que le haga compañía. Así no estará tan sola, aunque cabe la
posibilidad de que el pez se la coma.

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21

El infierno son los pájaros sangrientos con las visceras des­


trozadas,
que todavía ululan.

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22

— Eres muy linda


— le dijo el hombre a la m uchacha que se había des­
nudado para él,
— pero yo estoy cansado de arar.

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23

No araré más
no cultivaré retoños
ni hijos
no volveré a subir
No cuajaré más tu vientre
volviéndose sombrío
no pasaré la azada por tu campo
tu tierra
tus piernas abiertas en exaltación
No cosecharé guiñapos
después de la estación.
Todo por no contribuir al fisco.

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24

En el gueto del vientre guardaba aún una semilla.


Una semilla, una semilla.
Y la semilla se puso a gritar, porque estaba desamparada.
Desam parada como medio mundo, como media hum anidad.
La semilla quería una eclosión
es terrible el instinto de las semillas
Cada cosa en su instinto es insistente.
La dejé secar.
La dejaré caer
asi no b ro tará más
Se secará la semilla.

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25

Soñé que estaba al borde del plato, sosteniéndome apenas


por las manos (¿o eran los dientes?) y era tan difícil ascender
al plato,

a la llanura lisa y blanca de la loza.

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26

LA D ESERC IO N

C u a n d o amaneció, había una m ujer colgada del techo.


De lejos parecía una estatua, de cerca se notaba que era
una m u je r desesperada. Él la llamó desde el suelo.
—Bájese de ahí —le dijo.
P reten d ió ser autoritario, porque estaba asustado y tenía
un miedo pavoroso de lo que estaba por ocurrir.
De lejos parecía una estatua, de cerca se notaba que era
una m u jer desesperada. En la cornisa, m irando hacia abajo,
proyectándose sobre el aire que caía hacia el suelo como la
sombra de una palm era, inclinada un poco contra el costado
de la azotea, parecía estar adherida a la pared y un poco tor­
cida, como esos adornos que los antiguos constructores coloca­
ban en los frisos, a modo de decoración.

—Reflexione. N ada ganará con su m uerte —gritó el hom­


bre, sin convicción.

Ella seguía quieta ahí, prendida con los dos brazos al bor­
de de la azotea, todo el cuerpo en el aire, a punto de caer. No
gritaba, ni lloraba, ni decía nada, esperaba que sus brazos se
^nsaran y entonces caer.
—Esto es horrible —dijo el hombre, en voz un poco más
baja.

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Horrible era lo que esperaban los dos; ella, p ren d id a al
pedazo de muro, él, imaginando ya cómo caería, cóm o el
cuerpo de la m ujer atravesaría el aire hasta estallar e n el
suelo, como una bolsa de carne, desparram arse entre las bal­
dosas y después correr, correr o recoger que, quizás u n za­
pato de la señora o un ojo que hubiera saltado o cualquiera
o tra porción de su cuerpo que estuviera suelta, vagando por
la calle.
—Usted no puede obligarme a eso — le gritó el hom bre.
Ella seguía impávida, tom ada aún de la cornisa de la p ared
que concluía en azotea. Sus dos brazos rodeaban la pequeña
masa de cal y de ladrillo, pero seguramente estaban por d ejar
de hacerlo ya.
— Piénselo nuevamente. No puede someterme a esto.
—Dijo el hombre todavía.
L a m ujer no decía nada. A lo mejor no oía tam poco. De
todas maneras, él consideró oportuno insistir. Se movía nervio­
samente alrededor de la franja de calle ensombrecida p o r la
m ancha de la m ujer proyectada sobre el suelo. R ecorría así
dos metros, yendo y viniendo, m irando de vez en cuando hacia
arriba, pero más a menudo m urm urando m ientras d ab a un
paso y otro, desesperados.
—Considere la oportunidad de hacerlo —gritó el hombre.
—No va a conseguir nada m ejor que esto —insistió.
La m ujer soltó una mano y quedó prendida por la otra.
El hombre tembló, traspiró, gritó, corrió hacia un lado, vol­
vió, corrió hacia otro, se apresuró, quedó en suspenso
la m ujer lentamente volvió a sujetarse con el brazo que había
soltado p ara quitarse un cabello de la frente.
—Seguramente se arrepentirá —proclamó el hombre, enro­
jecido y tembloroso, gritándole al aire a ella al espacio al solo
árbol a una nube depositada sobre la C atedral que m iraba.
T raería una escalera y subiría los diez pisos rápidamente
hasta tom arla por la cintura y obligarla a bajar, aunque ella

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n te n ta r a escurrirse y los ojos se le nublaran por efecto del
/estid o blanco con redondelitos violetas que ella tenía puesto,
/ después de obligarla a bajar la trasladaría hasta un hospital
donde seguramente el médico de puerta la atendería, le dis­
pensaría los cuidados del caso que correspondían a una enfer­
ma m ental, a una psicópata o a una paranoica como segura­
m ente era la mujer y después el médico la aplicaría el tra ta ­
m iento correspondiente, electro-shock, o lo que fuera, con lo
cual la mujer al poco tiempo sanaría, se reencontraría con su
esposo y sus hijos, volvería al trabajo y le agradecería a éi
que la había disuadido de aquella tentativa insensata.
U n viento muy fuerte sopló y él tuvo miedo que su fuer­
za, la presión del aire levantando el vestido de la m ujer y
em pujando las cosas al pasar, la lanzara violentamente contra
el suelo.
Pero el viento no alcanzó a despegarla.
— Estoy seguro de que encontraremos la solución. La vida
no es tan horrible —inmediatamente se sintió avergonzado por
lo que había dicho. Se arrepintió, como si hubiera cometido
una fa lta de pudor, como si sin querer hubiera hecho algo muy
ridículo, en desacuerdo con su edad y tuvo ganas de discul­
parse de esa mujer y de otras y de otros.
Si pudiera estar seguro de que ella no iba a lanzarse de
allí en cualquier momento, se correría unas cuadras, hasta el
quiosco policial, a solicitar el concurso de las fuerzas del orden
para disuadir a esa loca. Ellos debían saber qué hacer en estos
casos. O mejor, si ella esperara un poco, un instante tan solo,
cruzaría a una casa cualquiera y llamaría por teléfono a los
bomberos. Ellos llegarían con sus largas mangueras y sus redes
y la rescatarían aunque ella no quisiera. Claro que la mujer se
iba a asustar con el asunto de las redes; en esos momentos uno
está hipersensible y cualquier cosa lo ofende. ¿No querría ella
que la trataran como a un animal, colocándole una red abajo?
Era posible que la red la molestara. Bueno, pero quedaba el
recurso de la escalera todavía. U na escalera mecánica, enor­
me, impresionante. ¿Como las que se usan para conectar los
postes eléctricos? Y tocarla con mesura, con delicadeza, dar
rodeos para aproximarse a ella, como a un animal furioso, y

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
tratar de persuadirla con palabras suaves, como se les h a b la í
las fieras cuando se las trata de engañar, y acercársele cor
mucho cuidado, mintiéndole, hablándole de otras cosas, dei
tiempo, de la familia.
“Acérquese despacio, disimulando”, diría el oficial.
Y ellos la tomarían con guantes, le tocarían el vestido
provistos de guantes de goma, como si ella fuera un cable suel­
to, un cable desprendido de la gigantesca instalación de luz,
un cable rebelde, un cable salido, un cable deslizado, un de­
sertor, un ineficaz, uno que no ha cumplido su función, la que
estaba prevista, la que tenía asignada, la que le fuera a d ju ­
dicada en el gran reparto,
ella una rebelde
¿ella un adesertora?
De cualquier manera había que disuadirla.
Si tan sólo se anim ara a moverse de ahí abajo en tanto
ella, sin oírlo, con una absurda tranquilidad, con una fijeza de
piedra, simplemente se inclinaba, esperaba que sus brazos se
cansaran para caer, para desertar definitivamente, irse, desa­
parecer.
—Espere un minuto, espere un minuto, por favor —gritó
el hombre.
y comenzó a subir vertiginosamente los escalones del edifi­
cio hasta el ascensor, emplearía el ascensor para llegar antes,
abrió la puerta de hierro, vio las paredes rojas del aparato,
el espejito en el medio. “Estoy seguro que llego a tiempo”,
se dijo, en el confort del ascensor metálico.
ella comenzó a descender
descendió suavemente, sin ruido, desprendida de la cornisa
y se posó sobre el suelo, grande, abierta, desplegada como una
avenida.

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27

¿QUE ESTA PASANDO?

—V oy yo —dijo el hombre más viejo, moviéndose un poco


hacia el costado vacío del banco
de modo que las palomas que estaban de
ese lado, pese a ser unas viejas palomas de plaza acostumbra*
das, consideraron oportuno em prender un cortísimo semivuelo
para trasladarse un poco, no podían estar muy seguras, con
la edad estos viejos no ven nada y era posible sufrir un acci­
dente, que el viejo sin ver les pisara un ala o les diera un mal
golpe, to tal que se corrieron un poco, aunque el viejo no se
levantó.
—No, mejor voy yo —dijo el otro viejo, que era un poco
menos viejo, no mucho. Se sabía que era un poco menos viejo
porque tenía algunas arrugas de la cara menos acentuadas que
el otro, al cual las arrugas le entraban en la cara como tajos
que abrieran hasta el hueso, y porque respiraba un poco me­
jor, más acompasadamente, aunque de todas m aneras eran tan
viejos que la diferencia que pudiera existir en sus edades no
podía im portarle a nadie, salvo a ellos mismos. Por lo demás,
todos los viejos son iguales, como los recién nacidos: todos ba­
bean, todos tiemblan, todos ven poco, todos oyen de un solo
lado (algunos del derecho, otros del izquierdo) todos pierden
•a memoria, todos cam inan arrastrando los pies todos son tor-

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pes todos gimen todos dicen desear la m uerte todos se aferrar,
impúdicamente a la vida. Unos llevan bastón, otros no.
—Hoy me toca ir a mí —insistió el primero. Las palom as
comían. H acía años que estaban comiendo. Si no e ra n éstaí
las que comían hace muchos años, eran otras, pero d e todas
maneras, fueran las que fueran, siempre comían. Esto lo ha­
cían con esmero y m ucha importancia, con verdadera d e d ic a ­
ción, picoteando casi ininterrum pidam ente, hasta no d e j a r el
menor rastro de la miga de pan, hasta consumir íntegram ente
el bizcocho que el niño lanza del paquete. A ninguna se le
ocurre pensar qué sentido tiene comer tanto.
—He leído en los diarios que piensan exportar palom as
blancas —dijo una paloma a otra, sin dejar de comer. L o que
quiere decir que habló mientras subía y baja la cabeza a lte r­
nada y veloz y vorazmente.
—¿H acia dónde irán? —preguntó la otra, sin d e ja r de
comer: era una paloma azul, no se preocupaba m ayorm ente
por el asunto, dado que se tratab a de exportar las blancas.
Si le hubieran dicho que exportarían las azules, habría a rm a ­
do un gran revuelo.
—H acia la India —dijo la prim era, que estaba m e jo r in­
formada.
— Pero igual, aunque te toque a ti, iré yo —dijo el viejo
más joven, sin levantarse de su asiento. E ra una gran comodi­
dad, así las palomas podían continuar comiendo sin te n e r que
perder tiempo iniciando cortísimos vuelos, por los m ovim ien­
tos de los ancianos.
—Se trata de un país muy atrasado. Yo estuve en él la
pasada prim avera —comentó la paloma azul.
—Según dicen los diarios, las palomas blancas serán en­
viadas como carne fresca en envases de nvlon. Parece que en
la India la carne de paloma es muy gustada.
— ¿E ntrarán divisas por ese concepto?
—Supongo que sí —contestó la prim era paloma— . Por la
carne de paloma blanca envasada en bolsas de nylon que se
enviarán a la India los hindúes rem itirán un poco de petróleo.
con el que llenar algunos tubos y encender cincuenta lámpa­
ras. Así la economía progresa.

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— ¿ S e r á una operación segura?
— E so n o lo puedo afirm ar. Ya es la décima o centésima vez
que desde los Estados Unidos envían cereales y productos en
mal e sta d o ; como ellos no los consumen —son muy cuidado­
sos— los reg alan a los países más necesitados. Yo he probado
alguno d e esos granos. Tenían un gusto horroroso.
— ¿ H a y esperanza de que los hindúes sean más gentiles?
— N o estoy bien informada. ¿Es que la India es un im­
perio?
— M e parece que no. Lo único que conozco de la India
es el h a m b re . Estuve allí la últim a primavera. Jam ás volveré.
Creí q u e m oriría en el trayecto de regreso. Ni una pizca de
grano. Sólo se veían cadáveres por todos lados.
— ¿ T e n ía n buen gusto?
— N o ; eran amargos: ellos am an la paz y mueren flacos.
Los m u erto s flacos no tienen buen sabor.
— ¿ N o es martes hoy? — dijo el prim er viejo. El otro asin­
tió. —E ntonces me toca a mí —insistió el primero. Sin embargo,
no se movió. M iró con languidez el banco de enfrente. Había
un m uchacho sentado, que observaba el ir y venir de las pa­
lomas.
—T e digo que mejor voy yo. T ú debes estar cansado —re­
zongó el otro viejo, sin moverse.
Los niños corrían alrededor de la fuente. En ella, un ángel
mohoso orinaba desde tiempos inmemoriales.
U n a hoja de diario vino volando. Se le veía una estrelli-
ta inglesa culpable de la caída de un ministro y una fotogra­
fía de un lujoso yate donde algunos príncipes de la nobleza
europea tom aban el aire, apoyados en la baranda.
— ¿U sted no tiene frío? —dijo la m ujer que se paseaba
al joven sentado. Estaba sin medias, tenía la pollera de lana
estropeada muy corta y los labios morados.
—Es inútil —confesó el joven— : estoy sin un peso.
Ella lo miró desilusionada y resignada.
— ¿Q ué está pasando? —preguntó la m uchacha, sin es­
perar respuesta— . Yo tampoco tengo nada, si no, vendrías
gratis —-agregó, antes de irse caminando.
—No insistas: voy yo,
—dijo el prim er viejo, y se quedó sentado.

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28

Caminando, venía un error de mi juventud.


Yo le dije: — “Déme paso, voy muy apurado”— y el error
me respondió con hojas y libros en la mano. Las hojas, yo
las había olvidado. E ran papeles llenos de signos, papeles de
cervecerías y de cines donde yo, apresuradam ente, h abía di­
bujado citas y recuerdos, menudas residencias de palabras don­
de encerrar el instante vanidoso y pasajero, lleno de frío. Los
signos los reconocí como una vieja fábula medio olvidada lle­
na de polvo y de perfume que nos sacude con su secreto sim­
bolismo. Los libros, en cambio, los había olvidado por com­
pleto, desde que la Censura (la am ante estable del ministro)
desterrara de la república el uso y ejercicio de los libros, esos
soldados enemigos.
Desconcertado ante mi prisa, el error dejó caer
las hojas
los libros.

—Usted me prom etiera un día una felicidad más digna,


mayor, una mili ta n d a solemne. ¿Dónde ha quedado su com­
bate?

Yo me replegué, lleno de tristeza. Iba ligero, no quería


detenerme. No hubiera querido detenerme nunca a meditar.

—Usted se habrá enterado por los diarios —musité lleno


de vergüenza— : las prisiones preventivas, las destituciones, las
torturas policiales, los escarmientos, las sanciones, los destie­
rros . . . L a Censura tiene fiebre y sólo nos permite olvidar y
correr.

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Ella dejó ir los libros por la vereda, deslizarse.
— H a sido, por lo menos débil —me dijo, con melancolía,
y se perdió entre los árboles de la avenida.
Yo retrocedí un poco, para tom ar distancia. Estaba otra
vez a punto de echarme a correr, como de costumbre, pero
h a b ía olvidado hacia dónde era que corría.

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29

LOS TRAPECISTAS

Y ahora, M aría Teresa, hasta otro día.


No más flores en mi cuarto, M aría Teresa, esperando tu
venida. M aría Teresa en el álbum de las fotos es una som brita
corrida, una mancha de líquido que se ha secado dejando su
flor amarilla. Del líquido fijador que atestigua para siempre,
M aría Teresa, que tu mirada es la más tibia de las m iradas
que yo pueda recordar, evocar un día, que tu sonrisa de n ad a
se va al viento, porque eres noble y las señas de tu rostro allí
están reveladas p ara siempre, para que m añana tus nietos las
recojan entre risas “Fíjate que tiempos aquellos, qué risa las
polleras, la moda tan ridicula y las poses, todas prefabricadas”
o sea el Señor Comisario Encargado de Pesquisas el que venga
a requisar, entre los médanos de papeles que suben por m i
cuarto Las Huellas De Aquella M uchacha Q ue Usted cono­
cía, y descubran, entre recortes amarillos y ya inútiles, entre
recibos impagos y ensayos de teatro, entre programas de cine
y frascos de remedios, tus señas M aría Teresa que andan bus­
cando, tu rosto M aría Teresa, pasto de archivos, y me p re­
gunten qué has hecho, qué hemos hecho, qué hicimos aquel día
aquél aquél aquél, aquel día que ya no recuerdo que vimos
una película no me acuerdo cuál que nos metimos en un café
horrible donde nos bebimos una taza de no sé qué y yo no
diga no diga o les diga lo que no sé: donde estás qué hiciste
qué hicimos porque el viento y el tiempo y M aría Teresa y

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acaso si supiera dónde es que estás. M ejor, asi no les digo
nada. Y yo te tomé la fotografía sin que te dieras cuenta,
hice como que la m áquina estaba descargada porque triste­
mente in tu ía el presente, porque sabía que cada minuto era
un m inuto y pasajero entonces blandí la cám ara como en un
juego, el juego aquel que tristem ente deslizamos y oprimí el
disparador q u e no debía fijar nada y en el silencio cómplice
íntimo de la película —ella y yo hemanos— M aría Teresa
fuiste u n a flor, M aría Teresa, herm ana y amiga, fraterna y
amante, de pronto fuiste una instantánea, un pedazo de cinta
que se im presionó con la luz de tus ojos tu perfil y si tam ­
bién h u b iera sido una cinta sonora, ahora yo estaría viendo
no solam ente tu sonrisa sino que además hubiera registrado
tu voz, tu voz diciéndome en juego “Por favor no juegues”
tu voz diciéndom e “Esta tarde y esta tarde y esta tarde” M a­
ría Teresa diciéndome “Loco loco loco loquito” y “Eres tú
eres tú eres infinito” .
Q ué has hecho qué hemos hecho qué hicimos nosotros
dos, tú sola por separado, separándote de mí en cualquier
momento
Porque
Los días se cruzaban como ejércitos contrarios
y las noches eran venéreas
Noches de bálsamo y vigilia
de dicha y centinela
de vértigo y de celo
habíamos descubierto un nuevo romanticismo, éramos los
adelantados, los profetas del sentimiento moderno,
la gran hemorragia del Ego de pronto sustituida pol­
la vena siempre abierta del ustedes del nosotros del ellos.
Hundido el pequeño dios del yo erigimos el gran templo del
ustedes; a un vértigo sigue otro vértigo
a un m ártir cinco m ártires
todo cuestión de plaza y de volúmenes;
sustituir el circo y el león con el cristiano adentro
por cualquier calle el ejército y uno de nosotros al centro,
[bailando.

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O, en lugar de la cruz los clavos y el m artirio,
la cárcel la tortura y la muerte

La ergástula el gueto el flagelo


la selva el alam brado la picana
una muerte innominada, “desaparecido” , “ignórase su pa­
radero” , “accidental” “casual” “descuido” “involuntario” ;

lo mismo, M aría Teresa, pero vestido de o tra manera.

El mundo, ayer y hoy, arm ado con gran complicidad, con


la ayuda bendita de todos, algunos más o menos inocente, con
los Santos Oficios los Papas y el Opus Dei, T he New Yorker,
M cNam ara, La Falange, El Movimiento Por La Paz y La Fa­
milia, El Comité Internacional Por el M antenimiento de la
Propiedad, Jorge Luis Borges y las grandes rotativas; James
Bond, Briggitte Bardot y las alhajas de Liz Taylor, todo en la
misma arena, pero ten en cuenta,
siempre montado para que nada se conmueva y los
cristianos de ayer, bajo otro nombre y nuevas apariencias,
comparezcan en la arena del circo, bajo leones tan solemnes,
tan voraces, tan buenos funcionarios y padres de familia.

La lista, M aría Teresa, aún ya era extensa sin tu nombie.


por eso es posible que yo no me resignara a agregar el tuyo,
a regalarles graciosamente tu m irada, tu sonrisa, tu piel ca­
liente, la intim idad de tu cuerpo, la arrolladora comunión de
tu viente, los brazos largos y blancos, las lomas suaves de los
senos con su lago central, tus piernas dos remos suavemente
bogando a los costados,

M aría Teresa, yo 110 quise hacerles ese regalo,


tuve el deseo absurdo e imposible de cavar un hueco,
tuve el deseo absurdo e imposible de abrir un foso en medio
de la historia,
un hoyo, una hondonada,

construir un subterráneo donde apartarnos, donde esconderle,


donde guardarte y prometerte, donde tenerte olvidada
cuidada y agasajada

(<i)

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M a ría Teresa en una isla de la historia,
M a ría Teresa escapada del libro que enseña la lucha
[ininterrum pida
M a ría T eresa huida de la Biblia, del circo, de los leones,
del cepo de la to rtura, de la guerra, de la peste, del cerco,
M aría Teresa cavar para ti un margen donde
[sustraerte,
ios tiem pos no están buenos, hay muerte por todos lados
y yo tem ía de ti, temía de los otros estedeterminismo mortal
este ceñirse a las reglas que vienen cumpliéndose desde tiempos
[inmemoriales
reglas que son las alas de un pájaro implacable.
Voló voló voló
voló el pájaro una vez más, M aría Teresa, y con él
quedó
n u estra casa aturdida y levantada
n u estra casa revuelta y revisada,
niña desvestida,
nuestra casa morosamente registrada
se vino abajo,
cayó
como una impresionante catástroíe de niños
com o el derrumbe de un palacio sin sostén
sin cimientos
nuestra casa aturdida y desvariada
por perros que olisquearon sus paredes
como el sexo arañado de una niña desflorada
como una vagina arada.
N uestra casa hollada.
No es que llore sobre sus cenizas
como lloro
es que este tiempo duro
como un pan muy viejo que me niego a m asticar
va envolviéndome con su humo
en su dorm idera gris
en su menosprecio
Este tiempo y su destino
Es que me van enfermando

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tengo miedo, M aría Teresa, te lo digo, donde estés, a sollozar
a ponerme tierno y melancólico como joven que aún no hubiera
[conocido
mujer
tengo miedo de amanecer neurótico hipocóndrico
y que pronto vengan los anestesistas a convencerme
de que la vida no es tan m ala aún
de que siempre queda alguna cosa
alfil o m ujer
no sé qué
el fútbol o la posibilidad de escribir en verso
y tu fotografía, entonces, M aría Teresa,
sea el testimonio definitivo de la clausura de la historia.
T u fotografía su vago mensaje
hagan cementerio en mi corazón
tu fotografía
la sonrisa
m ontada
a
lomos
de tu partida
tu fotografía
y
el
Comisario
registrándome la casa los papeles los libros los recuerdos el
álbum el herbario la azotea el interior de los muebles la hela­
dera las revistas de cine y de fotografía la agenda con los
teléfonos la guía con los nombres subrayados los mapas de
aerolíneas la cubierta de los discos el fondo del televisor los
estuches de remedios el vientre de tus perros de peluche y el
elástico de la cama.
Miedo M aría Teresa del circo.

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30

SITIA D O

C uando regresé a casa, encontré cuatro enormes pájaros


azules m irándom e fijamente. C uatro enormes pájaros azules.
Era de noche, de modo que el uniforme azul del pájaro que
estaba a m i costado se perdía en el aire de la calle, también
azul. T ra té de apresurar mis pasos, p ara alejarme pronto de
allí, p ara que no me vieran. Así que incliné la cabeza hacia
el suelo, h u nd í mis manos en los bolsillos y traté de mirar
hacia otro lado. “Q ué m ala suerte. Justam ente ahora” estaba
pensando, porque comprendí que pese a mis esfuerzos, los
pájaros m e habían m irado fijamente, se habían consultado luego
con los ojos, y ya uno de ellos avanzaba hacia mí, sin apresu­
rarse, seguro de sí.

—S c h ttttttt ach ttt acrr acrrrrrrr acr.


Me detuve, ya resignado.

—¿A m í? —le dije, volviéndome hacia el pájaro que


avanzaba.

Comprendí inm ediatamente que mi suerte estaba echada:


el animal se dirigía a mí, dispuesto con la severidad de la
mirada y el giro vertiginoso de las alas a describir alrededor de
mi cuerpo un dédalo de caminos y de cercos. E ra una lástima

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que entre los diversos trapecistas trasegadores de la noche, me
hubiera elegido a mí, p ara sus giros. Pero antes aún d e estar
frente a ellos, comprendí que era mi turno, no por tra ta rse
especialmente de mí, sino por la sencilla razón de que hacía
rato los pájaros estaban posados en la pérgola del edificio,
oteando desde el m irador, bajo la arcada, sobre el pórtico de
bordes de metal. Seguramente llevaban horas en la com isa,
sintiéndose inútiles, aburridos, perezosos; habrían mirado varias
veces hacia el sur, hacia la calle sucia llena de papeles pero
solitaria (los últimos coches se replegaban silenciosos y y a casi
no quedaban trapecistas, si acaso alguno asomaba era conocido,
por lo tanto, invulnerable para los pájaros: trapecistas q u e los
saludaban desde la vereda, con aire fam iliar y perdonavidas,
aire de comandantes —hacia los cuales los pájaros reverenciosos
inclinaban la cabeza, un poco molestos por tener que respetar­
los— o algunas trapecistas, de las que solían tirarles granos a
los propios pájaros, de la cosecha que ellas burlaban p o r la
noche, busconas burlescas burlando). H abrían m irado hacia el
sur, después hacia el oeste, sin que nada apareciera capaz de
sacudirlos de la modorra, del vicio de vigilar sin resultado, de
la inactividad.
Cansados de cuidar el viejo edificio (las oficinas de un
diario de la noche al cual nadie había am enazado), los pájaros
perdían su tiempo, cuando decidieron ponerse en actividad con
el prim er trapecista indefenso que pasara. Esa resolución la
vi yo en sus ojos, mucho antes de estar frente a ellos, y aunque
quise soslayar la clara decisión de sus cuellos, la vibración
tumultuosa de sus alas, nada podía salvarme: ellos estaban
cansados de vigilar sin resultado y se lanzarían en formación
sobre el prim er transeúnte, para justificar su función y demos­
tra r su utilidad. Me sentí agitado y molesto: por lo menos si
la acción de las aves hubiera estado dirigida especialmente con-1
tra mí, luego de haber conocido y examinado las fichas de
cada trapecista, su ataque, al provenir de una selección, hubiera
significado algo p ara mí. Así, en cambio, me tocaba ser dete­
nido por los pájaros por motivos insignificantes y casuales, tales
como: haber tomado por esa calle y no por otra; la h o ra de la
noche; las ganas de graznar que tenía uno de los pájaros, que
llevaba horas de guardia, sin poder gañir a gusto por razones

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le servicio; los deseos de cam biar de posición del segundo,
íarto ya de e s ta r de pie y estático; la lujuria de poder del tercer
íájaro, u n esparaván azul muy orgulloso de su plum aje y de
nostrar sus poderosas zancas, el filo de sus garras y la dureza
le su pico ja ld o ; la arrogancia del cuarto, el más joven, ansioso
de exhibir sus habilidades p ara el rapto y obtener un ascenso,
simplemente, porque fui yo quien pasaba en el momento en
}ue ellos y a se habían aburrido y al divisarme concibieron la
posibilidad d e entretenerse un rato, como hubiera servido cual­
quier otro trapecista, simplemente porque pasé en el exactísimo
momento e n que decidieron jugar un rato, lucir sus alas, mos­
trar todo aquello que habían adquirido desde el día en que el
dueño del circo los eligió p ara m antener el orden, por eso fue
que al p a s a r frente a la fachada del viejo diario, los pájaros
levantaron vuelo, dirigiéndose hacia mí.
C uando uno de ellos estuvo cerca, me resigné a ser revisado.
—Sus docum entos— ordenó el pájaro primero. E ra un pá­
jaro ordinario: apenas un águila barbuda de plum aje lapizlázu-
li; cuando se inclinó hacia mí, seguro de que yo carecía de los
documentos, con lo cual ya tenía un pretexto suficiente como
para llevarm e en rápido vuelo a la gran jaula central, observé
su cutís: u n a tez m ate, verdeoliva, aceituna, llena de enormes
poros negros, abiertos como pozos de desagüe; por esos poros
se podía m ira r la ciénaga de su carne, maloliente y tosca, como
la resaca estancada en el fondo de un sucio lago; los ojos eran
negros, m uy juntos, de brillo maligno pero sin profundidad; el
pico duro y córneo, pétreo y aguilucho; el olor de sus plumas
era asqueante y nauseabundo; olían como el aceite usado y
rancio guardado en un barril, como la grasa vieja que se em­
plea para las herram ientas y como la brea que cubre las aguas
más cercanas al hocico del barco. Su olor y su aleteo me repug­
naron. Sus zancos eran duros y lustrosos como botas; algunas
plumas cortas le raspaban el comienzo de las patas terminadas
en terribilísimas garras, pero eran unas plumas opacas, enne­
grecidas, débilmente unidas al astil.
Cuando le entregué los documentos el pájaro ese hizo un
gesto de molestia e irritación, batió sus alas negras como ban­
deras de guerra y piratería y los examiné largam ente a la luz
de un farol. Los dio vuelta una y otra vez del costado y del

6.5

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revés; buscaba alguna falla, algo que facilitara su tarea, un
indicio de falsificación, y cuando, cansado, desistió, me los de­
volvió de malas ganas.
— ¿Q ué andaba haciendo a estas horas por la calle? —me
interrogó con inflexión imperiosa.
Yo miré el reloj, antes de contestarle. Eran las doce menos
cuarto.
—Fui a acom pañar a una amiga hasta la estación de óm­
nibus —declaré, lo que era completamente cierto. Si los pájaros
hubieran estado atentos, me habrían visto pasar un rato antes,
acom pañando a una hermosa trapecista m orena por esa misma
calle, delante del edificio del diario que nadie había amenazado,
de la estación de nafta vacía, del almacén cerrado, del quiosco
de revistas sin clientes, del teatro clausurado. De todas maneras,
era un alivio que los pájaros no hubiera visto pasar a m i tia-
pecista; es seguro que aburridos como estaban, cansados de vigi­
lar sin resultado a los posibles equilibristas desertores o rebeldes,
se habrían lanzado sobre ella sin pudor ni respeto, dichosos de
hincar sus picos y sus garras en una carne tanto más blanda,
tanto más dulce, tanto más luz, tanto más fresca, tan to más
fina, desde que los habían puesto a cuidar el circo. Historias de
esas circulaban todos los días por la ciudad, pese a la censura.
Cómo los pájaros habían violado a esta o aquella trapecista,
cómo habían sometido a trato infame a aquella otra, tenido
durante cuarenta y ocho horas de pie, los brazos en alto, sin
comer ni beber a una bailarina encinta, mientras ellos jugaban
a las cartas a su alrededor, picoteándola cada vez que uno
m arcaba un tanto.

Comprendí que el hecho de haber tenido mis documentos


en orden, en lugar de favorecerme delante de los pájaros, los
había irritado aún más, como si ahora tuvieran que imaginar
alguna otra cosa. No era así, porque ni siquiera estaban dis­
puestos a emplear una imaginación que no tenían, y bien se
sabe cuánto les cuesta pensar a los pájaros, aunque sea el más
elemental de los pensamientos o de las ideas. Solamente están
capacitados p ara obedecer, y en algunos casos —según la co­
rrupción de sus naturalezas—, p ara to rtu rar del modo más
grosero, menos sutil.

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—N o e stá perm itido transitar a estas horas por estos luga*
es— g raznó el p á ja ro segundo. H abia bajado volando por el
iré, sus e n o rm e s alas negras abriéndose en siniestro abanico
|ue ocultó el redondel de luz lanzado por el disco luminoso
»n el n o m b re d el diario.
Esa disposición era un invento presuntuoso del pájaro nú-
nero dos. P e ro desde que ellos se habían convertido en los guar-
lianes de las instituciones, las leyes y los decretos, ¿qué posibi-
idad h a b ía d e discutir con ellos? El diálogo hubiera sido una
Durla, d e la n te del sombrío poderío de la fuerza.
Con to d o , le mostré la hora en mi reloj.
—A ú n es tem prano, señor oficial— dije.
N oté sus ojos sobre mi reloj. Inm ediatam ente comprendí
que ese p á ja r o no había gozado nunca de la posesión de la
pequeña m á q u in a sobre su muñeca. Ese pájaro no tenía un
reloj donde m ira r la hora del día, la hora de sus hijos, de su
madre, de su muerte.
—N o m e im porta— me respondió con indignación— . Le he
dicho que n o se puede transitar por esta zona a esta hora.
—N o conozco esa disposición— argumenté, sabiendo que
era vano todo intento de defender mis derechos a cam inar
dentro de los límites del circo, si los pájaros no querían.

—Es m uy m uy peligroso an d ar a estas horas por la calle


—chilló un o de los pájaros, insistiendo sobre el sonido chirriante
del último muy.
—Algo grave podría pasarle— sentenció otro.
—Algo terrible— dijo el tercero.
—Irreparable— agregó el cuarto.

Yo miré hacia los costados. Ellos habían venido por el


aire a rodearme, de modo que tenía pocas posibilidades de
salvación.

—¿C uál es su ocupación? —me interrogó el pájaro pri­


mero. Sin duda era el de más jerarquía: sus plumas lustrosas

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despedían una gran fetidez. “C uanto más im portante, peor h u e ­
le” era la sentencia popular. H abía empezado a dar vueltas
alrededor mío, batiendo sus grandes alas como remos, que gol­
peaban m uy cerca de donde yo estaba. Abriéndolas y cerrán­
dolas levantaba un poco de viento y el olor de sus sobacos me
inundaba la nariz. L a nariz como un patio invadido por hojas
secas que arrastran el agua y la tormenta.
—Soy profesor— declaré en voz baja.
La danza del pájaro era torpe y ridicula, pero conseguía
marearme. Algunas fétidas plumas azules se le desprendían del
cuello lleno de botones, del uniforme sucio y arrugado.
—El señor es profesor y se pasea a estas horas de la noche
para tom ar aire, ¿no es así?

N a quise contestar, p ara evitar conflictos. Por el aspecto


de este pájaro se deducía fácilmente que intentaba provocarme,
a los efectos de aum entar mi castigo. Entre tanto, los otros
pájaros, seguramente subordinados, estaban quietos, posados
muy cerca de mí, en un poste telefónico.

Quise sacar un cigarrillo de mi bolsillo.


—No se mueva— me gritó el pájaro prim ero, hundiéndome
el pico en un costado. Sentí la tela del saco desgarrada, la tela
de la camisa, la piel erizada y en crispación. U n golpe sorpre­
sivo y traicionero en el brazo, dado por el pájaro núm ero dos,
me hizo tirar al suelo la carpeta que llevaba, con los originales
de un libro que estaba escribiendo acerca de la m etáfora del
cero en la estética budista. Las hojas, m anuscritas y dispersas,
saltaron sobre la calle, como papel molido, diseminándose en
varias direcciones. Sentí una violenta contrariedad. Q uise aga­
charm e p ara recoger las hojas, pero un picotazo del p ájaro nú­
mero dos me lo impidió. Algunas de ellas habían caído sobre
un charco de agua estancada y estaban mojándose, ensuciándose
con el barro y los residuos acumulados allí; desde que todos los
pájaros posibles están asignados a tareas de control y vigilancia
nadie se preocupa por asear las calles. Precisamente, reconocí
la hoja rosada que había empleado p ara ano tar los datos obte­
nidos en un libro m uy raro, cuyo único ejem plar había podido

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ver e n un archivo incendiado después, nadando en el estercolero
del cordón. N ada en el m undo —o quizás solamente la muerte
de m i m adre— podía dolerme como aquella hoja que iba
destilando en finos hilos de agua celeste los prolijos datos que
ya no obtendría jamás. Y nada podía hacer: mientras miraba
desesperado hacia el cordón, el agua estancada disolvía mansa,
im placablem ente el conjunto de símbolos, de signos y de cifras
que m e im portaban tanto. En ese mismo momento tres o cuatro
p ájaros de la misma especie aparecieron por la avenida, arras­
tran d o en aire triunfal a un pequeño grupo de personas que,
como yo, habíamos sido detenidos a esa hora de la noche, en
diferentes circunstancias y puestos todos a disposición del m al­
dito esparaván-jefe.
M iré por últim a vez, en agonía, las hojas de mi libro que
ya no vería más, desapareciendo por el desaguadero y, como
todos, subí al vehículo policial que aguardaba por nosotros,
equilibristas tan peligrosos. Dentro del coche no había venta­
nilla por donde m irar ni más quehacer que observamos entre
nosotros. Éramos cinco hombres y dos mujeres, mohínas, con
el a ire cansado de prostitutas viejas. Los hombres estaban calla­
dos, como yo, y resignados. Uno de ellos sangraba profusa­
m ente por la nariz y tenía un violento hematoma azul alrededor
del ojo. Aprendí rápidam ente la lección.
C uando llegamos, a empellones nos hicieron descender del
vehículo. Las mujeres protestaron un poco, a mí el golpe me
hizo perder el botón del cuello de la camisa.
— Este no es nadie— gritó uno de los pájaros que me había
detenido, al águila de guardia con un fusil en el ala.
Adentro, estuve de pie contra la pared verde oleaginosa.
H ab ía gente que gritaba, protestaba, mencionaba hipotéticos
derechos perdidos una tarde cualquiera, quién sabe dónde.
R eclam aban abogados, leyes, constituciones, nom braban a per­
sonajes conocidos, proclamaban su inocencia. Yo me estuve ca­
llado todo el tiempo, dejándome hacer. Tuve lástima de un
hombre, visiblemente agitado, nervioso, que parecía al borde
de un infarto; transpiraba en silencio, como yo; supuse que algo
im portante perdería en ese mismo momento, allí o en otro
punto de la ciudad; tal vez, como yo, estuviera perdiendo en

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ese mismo momento el libro que había escrito, tal vez su m adre
estuviera m uy enferma, moribunda, y él, en la prisa de ir a
verla, hubiera olvidado sus documentos, por lo cual ya n o lle­
garía a tiempo p ara besarla antes de m orir, ya no volvería
a verla; cuando saliera (cuando se les antojara dejarlo salir)
ella ya estaría enterrada, y nada del m undo podría hacer que
él la viera, volviera a m irarla, guardara como en un cofre la
últim a visión, mam á agonizante en el cuarto en penum bra aJ
lado de la mesita con los frascos de remedios y un vaso de agua
por si tenía sed, mam á con los ojos grises transparentes mirando
la últim a tierra del cuarto, m irando la Virgen en la pared con
una ram ita de olivo y dicicndole que la vida era así, que la
vida era eso, andar y llegar y abandonar lo suyo, lo querido,
mam á muriéndose debajo de la colcha alm idonada y todo tan
inevitable, estaba bien que uno se m uriera si era viejo y hasta
si era joven, pero ¿quién resistía el desconsuelo de no haber
llegado a tiempo, de haberse demorado, de haber olvidado los
documentos? Quizás el hom bre ese debía trasladarse en el mis­
mo momento a o tra ciudad, porque alguien lo esperaba, un
hijo o una am ante, ella estaría dos o tres horas aguardando
en el aeropuerto, m irando cómo los enormes aviones se posaban
sobre la pista, incrédula al principio, nerviosa después, y él no
bajaría ni del prim ero ni del segundo ni del quinto de los
aviones, y al final, decepcionada, se iría a alguna parte, a
alguna parte que él no podía imaginar porque no se le había
ocurrido preguntarle nunca dónde era que ella iba cuando
estaba desesperada y cuando saliera ya no podría tom ar más
aquel avión que debió tom ar y la chica pensando que él la
había abandonado, que era m entira el am or y el fin de semana
juntos y las promesas y el telegrama. O era su m adre que lo
esperaba en la casa, a punto de morirse, a punto de morirse
pero pidiendo por él, verlo una vez más.
T oda la noche estuvimos aguardando de pie contra la
pared, apoyándonos en ella como cascarudos, dejando que los
hombros rascaran las costras verdes de pintura y que las pier­
nas laxas se abrieran como puntas de compás sobre el piso de
m adera gastado. Yo hablaba poco p ara reservar energías; sabia
que lo más duro vendría con el interrogatorio, que esa larga
espera era el precio a pagar, el amansamiento, la deuda por la

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distracción, p o r haber pasado por esa calle, por haber llegado
tarde al v e lo rio de mamá. H asta me entredorm í afilado contra
la pared , tie so y duro, tratando de olvidar el presente perse­
guido, refu g ián d o m e en las lagunas calmas de los recuerdos de
mamá, en la s llanuras de su compañía, el silencio y la medi­
tación, la m e tá fo ra del cero, la estética zen, todo eso que había
perdido e n la s hojas desparram adas por el suelo, todo eso que
ahora e ra insignificante por la sencilla razón de que ya no
existía, y a n ad ie daría cuenta de ello, perdido, perdido. No
tendría m á s veinte años de vida p ara recuperar los datos arre­
batados, y d e tenerlos, quién haría el esfuerzo p ara perderlos
en un pozo d e agua, en un picotazo de esparaván. Estaba solo
y despojado, como había nacido, más el inconveniente de que,
después d e h ab er sido detenido, además, perdería mi puesto.
Pero q u é im p o rtab a ahora d ar clases de arte latino, algo había­
mos e n señ ad o mal si los pájaros volaban sobre nuestras cabe­
zas, desp arram ab an las hojas, nos picoteaban el costado, nos
impedían llegar al velorio de m am á, podían tenernos un tiempo
indefinido con tra la pared, y encima, se reían de nosotros. Algo
habíamos aprendido y enseñado mal. Iba a dedicar el resto
de la noche a exam inar cuál de mis enseñanzas había sido
confusa, q u é cosa había dejado ir en la lectura de los libros
o en la explicación de las cerámicas, p ara que los pájaros
estuvieran sobrevolando encima de mi cabeza.

Esa noche, no dejaron a nadie ir al baño ni usar el telé­


fono, y las protestas caían en el vacío socarrón y puedolotodo
de los funcionarios, porque si nosotros éramos los pájaros de
una noche atrapados en el arm adijo, caídos en el cepo, ellos
en cambio eran los cazadores habituales, frecuentes, los mon­
toneros nocturnos, los ojeadores, los batidores, los laceros, los
hurones consentidos que, provistos por los amos, arrastrarían
las ballestas, los perros, las redes, los lazos, las saetas, los cuer­
nos y las trompas p a ra lanzarse a perseguir a los ciervos que,
heridos, serían luego exhibidos en palacio, como trofeos, piezas
lábiles, escarapelas, galardones del poder.

Cuando llegó mi turno, estaba húmedo y transpirado. El


reloj me lo había arrebatado uno de los pájaros, que no tenía,
y esto me pareció bien: nada en el mundo podía confirmar

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mi derecho a poseer reloj y él no; en cambio, estaba com pleta­
m ente molesto por el asunto de la c a rp e ta Precisam ente, la
carpeta fue el centro del interrogatorio.
—Estos papeles no son nada claros —el pájaro inquisidor
había desplegado delante de su escritorio algunas de las hojas
que se habían salvado del desastre. E ran unas pocas páginas,
llenas de cifras y de símbolos obtenidos por una com putadora
luego de analizar varias metáforas orientales.
—Son datos obtenidos por una com putadora — expliqué,
sin esperanza.
— ¿Dónde está el permiso p ara investigar? —preguntó el
buitre, revolviendo entre los papeles.
—Señor— dije con hum ildad— : P ara este ejercicio de
estética no se necesita autorización alguna; se tra ta n ad a más
que de series de m etáforas donde aparece el cero y su posible
relación con la metafísica zen.
—No conozco nada que pueda ser investigado sin su corres­
pondiente permiso —gritó el ave. — ¿Dónde piensa que esta­
mos? Por o tra parte, no puedo creer en la inofensividad del
cero. N ada que haya sido inventado por los hombres es en sí
mismo inofensivo. Tengo la seguridad de que usado de deter­
m inada m anera, también el cero puede convertirse en u n ins­
trum ento subversivo, en un arm a de combate contra el pres­
tigio y la solidez de nuestras instituciones. Además —y aquí
el pájaro inquisidor hizo un gesto que yo interpreté como su
mayor posibilidad de suspicacia, — ¿por qué el cero?
¿Por qué el cero? Ésa era uná buena pregunta, y nunca
sabría el pájaro qué profundam ente me tocó. ¿Por qué el cero?
¿Por qué yo, entre todos los temas posibles, y m ientras los
pájaros destrozaban el circo con sus relámpagos vuelos, por qué
yo, m ientras tantos trapecistas caían de sus cuerdas, eran sal­
vajemente destruidos, desnucados, apaleados, terriblem ente fla­
gelados había elegido la m etáfora del cero? No podía expli­
carlo, y si podía, la respuesta no era adecuada para él.
— ¿Por qué el cero? —insistió el ave inquisidora. Estaba
contento: tenía la sensación de haber encontrado m i punto

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débil, vulnerable, la pregunta sin respuesta que me condenaría,
y todo había sido tan sencillo pese a la apariencia, pese a no
haber entendido uno solo de esos símbolos, de esos signos escri­
tos en las hojas, borroneados ahora por el agua estancada del
cordón, sin embargo, sin necesidad de la computadora ni de
estudios especializados había dado con la pregunta clave, sin
necesidad de torturarm e, ni de someterme a castigos, él sólo,
él sólito había dado con el argumento definitivo, la pregunta
que yo no podía contestar. Seguramente se ganaría un ascenso
por eso. Un ascenso o más.
— ¿N o puede responder satisfactoriamente?
Com o me quedara en silencio, el inquisidor hizo una mar-
q uita en mi libreta de educador. Así era, por suerte me estaba
exim iendo de explicar la presencia del cero en la estética budis­
ta, con un solo plumazo sobre mi sabiduría, sobre aquel carnet
que atestiguaba mi capacitación yo quedaba liberado de expli­
car la teoría del cero, el sistema binario y la representación
de los valores numéricos.
E l pájaro hizo una señal y entregó mi libreta de profesor
a u n tordo menor, bastante sucio, que sobrevoló encima del
escritorio.
— Elévelo a los superiores— ordenó el jefe.
— Desde este momento, queda inhabilitado para dictar
clases de cualquier tipo, públicas o privadas, para im partir
cualquier tipo de enseñanza, gratuita o paga, para distribuir
informaciones, para recibir visitas en su casa. Será estricta­
m ente vigilado. Le recuerdo que cualquier trasgresión a esta
condena, será castigada con la cárcel y el destierro.

Acepté en silencio la resolución. M iré con un poco de


melancolía una de las hojas de mi libro que todavía estaba
encima de la mesa del pájaro inquisidor. Pude leer una frase
casi completa: “Primera etapa: la idiotización al estado puro,
al pu ro balido” .

— ¿Puedo llevarme la carpeta?— pregunté, antes de re­


tirarm e.

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—De ninguna m anera, señor. Estas bonitas páginas h a n d e
ser analizadas por nuestros técnicos y especialistas, a los efectos
de descubrir qué hay detrás de toda esta teoría del cero. S e
estructurarán modelos de claves y se tra ta rá de investigar s i
hay algún mensaje oculto en las cifras y en los números. ¿ C ó ­
mo podemos saber que usted no es un agente del enemigo ?
Entre tanto, téngalo presente, habrá un funcionario p e rm a ­
nentemente a su lado, todo el día, y usted no podrá en trar o
salir de su casa, moverse en ninguna dirección, visitar a a l­
guien, sin comunicárselo por escrito al funcionario. Éste a u to ­
rizará sus paseos, sus entrevistas, sus citas, sus entradas y sus
salidas. Solamente cuando hayamos investigado totalmente sus
papeles, será sometido a juicio definitivo.
Por casualidad, el funcionario que me asignaron para vigi­
larme resultó ser un ex-alumno mío. Se trataba de un pobre
tordo algo lento, algo torpe, de corto vuelo, corto alcance,
sumamente obediente y respetuoso del orden. Supe de inme­
diato que jamás había comprendido una sola de mis lecciones,
pero que se había colocado del lado de los momentáneos triun­
fadores. Él me acompañó desde que salí de aquel recinto, y
si bien su trato era cortés y correcto, no por eso la vigilancia
era menos estricta. Solamente que nuestro antiguo conocimien­
to —yo había sido su profesor— me permitía a veces interro­
garlo. Por ejemplo,
— ¿C uánto tiempo cree usted que tardarán en devolverme
la carpeta? —le pregunté.

Él lentamente, con los dedos torpes de su pata, hizo un


cálculo.

—Unos cincuenta y dos años— concluyó, serenamente.


Conocía su oficio y estaba totalm ente cómodo en él. Como yo
dem ostrara cierto asombro por el número de años, cordial­
mente se avino a explicarme:

—H ay más de ochenta piezas llenas de papeles para ser


revisados. Libros, documentos y esas cosas. Se han obtenido
en los allanamientos. Los jefes dicen que nada debe ser descui­
dado en una verdadera democracia. Y la gente de laboratorios

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no p u ed e tr a b a ja r más rápido de lo que trabaja. Todos los
dias les lle g a n m ultitud de informes, p a ra cada caso hay que
hacer u n a fic h a , no dan abasto. Eso es.
L a explicació n me ha sido totalm ente satisfactoria. He
c o m p re n d id o que el destino me guardaba un tordo hasta el
final d e m is días. Ya casi me he acostum brado a él. Come de
mi m a n o , a veces me ayuda a lim piar la casa y es fácil de
eng añ ar: ja m á s descubrirá que en la mancolista que remito
d ia ria m e n te a filatelistas amigos, trasm ito la fórmula secreta
de u n a b o m b a que, una vez confeccionada, acabará por fin y
de u n a b u e n a vez por todas con esta terrible plaga continental
de p á ja ro s . Y a decir verdad, me resultaba mucho más diver­
tido q u e la teoría del cero.

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El ministro me llamó y yo volé apresurado por los corre­


dores. En un bazar habia com prado un p ar de alas con poco
uso, p ara emplearlas cada vez que con dos fuertes timbrazos
seguidos de uno más corto, el ministro me llamaba. No pude
comprarlas nuevas porque el sueldo apenas alcanza para co­
mer, pero de todas m aneras eran dos alas muy útiles, se ve
que el pájaro que las había usado antes las gastó poco o murió
joven, no sé decirlo, el promedio de vida va descendiendo cada
día debido al hambre, las enfermedades y la falta de higiene.
Hay gente muy sucia. Yo con esas alas me arreglaba bastante
bien, aunque no combinaban m ucho con el resto del atuendo:
el viejo uniforme de empleado que ya tenía más de treinta
años. Debía haberlo cambiado por otro, pero desde hace siglos
el presupuesto no alcanza p ara uniformes, así que hay que
usar el viejo, como esté. Si no puedo jubilar el viejo uniforme
mucho menos puedo jubilarm e yo: el trám ite lleva veinticinco
años, y como ya tengo sesenta, m oriría antes de cobrar mi pri­
mera paga.

Cuando abrí la puerta el ministro ya me estaba esperando


consultando su reloj:

—H a puesto un m inuto y cinco segundos. Tres segundos


más que el llamado anterior —me anunció fríamente.

—Señor —m urm uré avergonzado— : es que los corredores


son muy oscuros y yo no veo bien. Dos veces choqué con las
cortinas, buscando la salida, y en el patio, un guardián me
disparó, creyéndome tupa *.

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
El ministro se enojó mucho. Siempre es así: por más que
uno se cuide, cuando menos lo espera, ha dicho algo que lo
irrita.

— ¡ No adm ito crítica alguna a los funcionarios policiales


que están a mi servicio! —bramó la fiera—. Usted será gra­
vemente sancionado por su denuncia.

—Yo no quise denunciarlo —me apresuré a contestar—.


Jamás hablaría en contra de esos sacrificados funcionarios:
todo el día sirviendo a la patria y exponiendo su vida. Nadie
sabe todo lo que les debemos.

—Así me gusta. Ahora, tom aré asiento.

Se sentó al costado de las bayonetas, como era su cos­


tumbre. H abía bayonetas hasta encima del escritorio, como
ramos de flores. Yo me quedé de pie, esperando. El ministro
no soporta que otro se siente después que él se ha sentado.
En seguida, se puso a revisar unos papeles. Eran las cuentas
de gastos que le pasaba el cuerpo militar. Facturas de fiestas,
recepciones y banquetes. Servicios de confitería, orquestas y
alquileres de salones, cada vez más grandes, porque desde que
el señor ministro ha asumido el gobierno del país, para librar­
nos de la incompetencia de las Cámaras, mucho ha crecido
el cuerpo policial, hay tantas cosas que proteger y que cuidar,
por eso todos los días se nombran cientos de funcionarios po­
liciales.
De pie, estuve esperando casi dos horas. H abía replegado
las alas, que ya no necesitaba p ara volar, pero me picaba el
cuerpo debajo de la axila derecha y eso me tenía un poco
incómodo: estoy viejo y me duelen las piernas al estar de pie,
pero seguramente algo me había picado bajo el ala y no estaba
bien rascarse delante del M inistro de Defensa Nacional. Eso
ya me lo había advertido* el vendedor, cuando las compré:
como no eran alas de prim era mano (las alas de prim era mano
costaban mucho más caras), a veces, de tanto tiempo de estar
guardadas, algunos insectos se han abierto alas hasta el inte­
rior, hasta las pequeñas plumas que se pegan al cuerpo, y se
puede entonces sentir un poco de picazón.

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D igitized b y Gocv U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
El ministro seguía sentado leyendo papeles, sin ocuparse
de mí. Yo estaba frente a él, de pie, mirando hacia el suelo,
porque él no soporta que nadie lo mire de frente, ya ha su m a­
riado a muchos funcionarios por eso.
Cuando hubo terminado de revisar las cuentas de gastos
militares levantó la cabeza y me vio ahí.
— ¿Y usted qué está haciendo aquí parado? —me gritó
con fuerza. Con la violencia de su pregunta, mucho aire se le
escapó de la boca, y el aire movió un poco las plumas de mi
ala derecha, las plumas negras que se sacudieron dándom e frío.

Yo no le contesté en seguida: lo ponía furioso que contes­


taran sus preguntas. Dejé pasar un poco de tiempo sin levantar
la cabeza del suelo y comencé a retroceder lentam ente hada
la puerta: era necesario desaparecer poco a poco, sin que casi
se diera cuenta, p ara evitar su furia.

El último papel que tenía delante el ministro debía ser


una suma muy gruesa, porque term inaba en una gran cantidad
de ceros. E ra la cuenta del blindaje de su automóvil: lo había
mandado blindar a Norteamérica, como el presidente, para
que fuera resistente a las balas, a los insultos, a los salivazos,
a las pedreas y a las miradas del público. Esta medida se la
había sugerido el Encargado de Asuntos Latinoamericanos,
después de su gira. Cuando estaba disimuladamente por llegar
a la puerta para irme, un grito del ministro me detuvo.

—Espere un momento— me ordenó. —Explíqueme esto:


—y me largó una nota por el aire. El papel se deslizaba por
el espacio y yo tuve que volar detrás de él, ante la mirada
divertida del ministro. Estoy viejo, ya no vuelo como antes.
El papel era liviano y daba vueltas; al final, cuando se estampó
en el suelo, pude recogerlo. E ra upa boleta funeraria: el mes
anterior había fallecido un antiguo funcionario del ministerio,
con más de cuarenta años de servicio. A su velorio, para salir
en los diarios, había asistido el señor ministro, rodeado de
innumerables policías. Protegido por su guardia personal y por
la del ministerio, había estado hasta diez minutos en el velorio.
L a oportunidad la aprovecharon los periodistas para hacerle

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una entrevista televisada, en la cual el ministru exaltó los ser­
vicios del funcionario m uerto y anunció que su gobierno, para
recom pensar modestamente la contracción y eficiencia del di­
funto, pagaría su ataúd.
Esa era la cuenta. Yo mismo había elegido el cajón, según
instrucciones del ministro. “Elija uno barato. N o estamos para
gastos” , me había dicho, al regreso del velorio. El funcionario
m uerto y su familia eran muy pobres, no se fijarían en esas
cosas. Se veía bien que la m adera era m uy m ala y los clavos
tan flojos, que se saldrían en seguida, pero p ara qué quería
el pobre estar guardado, la m uerte es la misma en cada caso
y los clavos no tienen importancia.
— Es la boleta de la funeraria del mes pasado, señor ministro
—expliqué humildemente.
— Pues envíela inm ediatam ente a sus familiares. Q ue la
paguen ellos. ¿Q ué se h a pensado? ¿Q ue el ministro no tiene
gastos? Q ue no vuelva a ver esa nota por aquí.
Inm ediatam ente recogí la boleta, em prendí vuelo y la
coloqué en un sobre, por correo, a la familia del funcionario
muerto. Ellos son pobres y están tan resignados que esto no
agregará nada a su dolor de siempre.
En cuanto a la televisión y a los diarios, no hay por qué
preocuparse: ellos hace tiempo que no atienden las denuncias
de los pobres.

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—¿Q ué haces? —le dije


—ella cultivaba amorosamente un niño en el erial
del vientre.
— ¿Q ué haces? —le dije
—ella apisonaba con tesón algunas gotas de sangre
y un poco de semen en una calabaza, revolviendo bien.
— ¿Q ué haces? —le dije
cuando vi que m achacaba el preparado, lo tomaba en
sus manos, hundía dos dedos en la masa, la unía y
separaba, la unía y separaba, regándola a veces con
sus lágrimas. Subía un violento olor a vid y viña, a
maceración de uva, a vino y orgasmo.
—¿Q ué haces? —le dije
—ella se afanaba amasando, agregando a la prepara­
ción el chorro blanco que m anaba de uno de sus senos
y la sangre roja de sus vasos abiertos de p a r en par-
como compuertas de los ríos.
Recién entonces se dignó mirarme.
—Lo preparo a Él, me dijo, EL SO B REVIVIENTE, si
llega a tiempo.
Lejos se oían los ruidos del combate.

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L a desobediencia y la cacería del oso

H e vacilado mucho tiempo antes de ponerle ti­


tulo a este cuento. Como comprenderá el lector
al leerlo, la desobediencia y la caceria del oso
son dos cosas diferentes (lo cual hacía imposible
em plear la conjunción “o” ), pero íntimamente
relacionadas, al punto de no poder emplear uno
solo de los miembros del título, sin perjuicio del
otro. M e he resuelto por m antener esta vincula­
ción a través de la conjunción “y” . Ésta se vuelve
así, curiosamente reveladora.
£1 que narra.

El prim er desacato se produjo cuando decidimos invadir el


césped de los canteros, frente a la C atedral y al Cine Club. En
ese momento un centenar de personas abandonaba la pequeña
sala con exhibiciones diarias donde pueden verse viejas pelícu­
las, y algunas de las prohibidas por la censura. Ese día, exhi­
bían un viejo film de Bergman, El Séptimo Sello. El film
habla bien a las claras de la situación en los actuales días: el
feudalismo como estructura social y económica de nuestros
países, los señores ricos, las masas pobres y los osos bailando
al centro, sobre la mesa de m adera abundante y bien servida.
Los osos son antiguos animales, de vigor y energías legenda­
rias, que los cazadores consiguen atrap ar con diversas tretas.
Pueden hacerlo porque ellos (los cazadores), son mucho más
numerosos que los osos, están bien armados, tienen equipos
para invierno, inedia estación y verano, los detectan desde lejos,

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con sus helicópteros que zumban como moscardones, con sus
largavistas que atraviesan llanuras, montes y m ontañas, y p o r
si fuera poco, cuentan con gran variedad de tram pas especial­
mente preparadas para cazar osos. H ay especialistas que se
han pasado la vida, los años, metidos en laboratorios, elabo­
rando armadijos p ara atrap ar osos. Entonces los señores feuda­
les (y algunos otros que no lo son, pero que secretamente desea­
rían serlo, por lo cual colaboran con ellos como si fueran en
realidad de la misma clase) abandonan sus residencias, sus
casas de invierno, sus casas de verano, sus salones de fiesta,
sus salas de pintura, sus museos, sus panteones familiares y
coinciden en una enorme cacería, cuya finalidad es conseguir
un oso. U n a vez que lo han individualizado (y en su búsqueda
y persecución, algunos por hambre, otros por envidia, colaboran
casi todos los demás animales de la creación), lanzan contra
él la más variada y mayor cantidad de arm as que están a
su alcance. Luego de haber empleado la dinamita, la pólvo­
ra, la trem entina, el dardo emponzoñado, el hacha, la pica, la
lanza, la alabarda, el mazo, la ballesta, si finalmente consi­
guen acorralar alguno, lo conducen como trofeo en triunfo al
palacio, a la casa de campo, a la casa de verano, donde lo
exhiben p ara espasmo de las damas de la corte. Éstas, al prin­
cipio, se repliegan, espantadas. U n animal tan fiero y tan ex­
traño, ¿cómo ha podido ser creado por Dios, el Supremo Ha­
cedor? ¿Este anim al entre nosotros? Después, alentadas por la
guardia severísima que rodea al animal, se animan a acercár­
sele, para examinarlo mejor. Incluso, algún soldado atento, de
esos complacientes que adivinan con sólo m irar a los ojos los
deseos de sus amos, es capaz de, apartando el enjambre de
pelos que cubre el rabo del oso, m ostrarle a la dama aspaven­
tada los mágníficos órganos sexuales del monstruo. La dama,
adm irada, finge pudores, pero no perm ite que los pelos del oso
vuelvan a su lugar, a cubrir sus intimidades, sino que suplica
al soldado que lo mantenga así, mientras corre e invita a sus
amigas a m irar lo que ella ha visto, tan prodigioso. Este es el
tem a del Séptimo Sello: la cacería del oso. Por eso es que tam­
bién, por todos lados vemos carteles asegurando una grata
recompensa p ara quien ubique un oso y brinde información
al amo más cercano. He visto gran cantidad de hormigas desti-

S2

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nadas p o r la reina a esa tarea. Si consiguieran localizar alguno,
es posible q u e sus trabajos se hubieran term inado p ara siempre.
Aparte del placer que sienten los seres inferiores por la dela­
ción: es u n a circunstancia única, el momento anhelado de p a r­
ticipar en algo, ellos que siempre están en el medio: no son
cazadores (n o participan de la nobleza, ni de la oligarquía) y
tampoco son osos. En el fondo prefieren que se los trague el
señor feudal a proteger un oso. Y además está la propaganda.
H e d ich o que el prim er desacato se produjo cuando deci­
dimos in v ad ir el césped de los canteros que rodean la plaza,
frente a la C atedral. Fue una decisión espontánea, surgida im­
previsiblemente en nuestro ánimo, como si la hubiéramos con­
certado desde hacía mucho tiempo. De pronto, el centenar
de personas que accidentalm ente atravesábamos la plaza, los
ancianos q u e habían ido a tom ar el sol sentados en los bancos
de m adera, las mujeres que tejían infinitos pulóveres de lana,
los oficinistas que la cruzaban p ara llegar al banco, los mensa­
jeros que conducían grandes bolsos llenos de mensajes, los
vendedores de revistas que iban de un puesto al otro, las can­
tantes, los solistas, un juez de fútbol, algunos rengos (hay que
tener en cuen ta la severidad de las represiones policiales de
los últimos tiem pos), todos decidimos, en un solo y único im ­
pulso, treparnos al césped de los canteros. E ra una pequeña
trasgresión a las ordenanzas municipales que impiden hacerlo,
pero como una vez que apoyamos nuestras suelas (las había
muy gastadas, de goma, de fibra vegetal y de hilo, y había
plantas de pies no más, así, a secas, como habían venido al
mundo y es m uy curioso que los hombres las llamemos “plan­
tas”, tratándose, como se trata, en definitiva, de lechos o de
nichos) sobre el bonito césped em parejado con una podadora
(ya que nuestro estado se cuida m uy bien de proteger el césped,
que es lo que se ve, porque los m uertos no hablan, no recitan
versos ni arengan a los viajeros, a los turistas que vienen a
engrosar u n poco nuestras desmayadas arcas), nada nos mo­
vió a descender, nada del m undo pudo convencernos de bajar,
de volver a pisar la tierra, el suelo, el juego de viejas losas de
la calle, nuestra actitud causó gran escándalo. Efectivamente,
tratábase de cien o cientodós personas (la prim era vez que nos
conté, la operación me dio el número de cien; para cerciorarme

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mejor, volví a sumar las mansas y discretas filas de cabezas q u
se erguían a mi alrededor desde el pasto, pero esta vez la c u e n t :
me dio cientodós; una de las veces, pues, me equivoqué, p e r<
es posible que haya contado a alguien más de una vez, o e i
su defecto, haya salteado a alguno en mi cálculo) correetam ent»
instaladas sobre el césped, mudas, quietas, con un aspecto d t
mesura y tranquilidad en el rostro, y parecían haber olvida.dc
por un instante sus tareas: la búsqueda del sol, todas las ta rd e s,
mientras manso, leve, el tiempo fluye; olvidado las ag u jas de
tejer, que, inofensivas, apuntaban hacia abajo, dejando c o rre r
por el desfiladero los puntos verdes, los puntos rojos; o lvidado
los telegramas urgentes (“M am á grave. T e necesitamos. ¿ Q u é
ataúd elijo?” “Felices nupcias al triángulo.” “Novedades de
Rusia. Hemos hallado un comunista.” “Papá bien. El p erro
se ahogó en el aljibe, siguiendo un pájaro. ¿Com pro la la n a ? ”
“C errar operación. El hilo, que sea dorado.” “Aceptar trueque.
Varios osos por un gusano solo.” “M am á: te envío las fo to g ra­
fías de Yolanda y de Marisa. No sé por cuál decidirme. Y olanda
tiene un aire familiar, se parece un poco a ti, digamos, en rasgos
generales. Esa pequeña deformación en el labio de M arisa, en
cambio, me trae nostalgias de nuestra hija Inés. Contéstame
pronto. M e repongo bien” ), los vendedores no voceaban las
revistas que, laxas, flojas, iban desprendiéndose hacia el suelo
como los puntos del tejido; las cantantes estaban m udas, los
solistas, solitarios, el juez de fútbol m iraba extasiado una esta­
tua de Afrodita, en un ángulo de la plaza y los rengos, quietos,
se apoyaban en una sola pierna, la que les quedaba buena,
después del asalto a la universidad, cuando los policías y los
soldados tiraron p ara todos lados.
Al principio, nada pareció sucedemos, pero en seguida
apareció un guardián municipal con su uniforme gris viejísimo,
lleno de agujeros, quien nos conminó a descender del césped,
blandiendo un cartel que en gruesos caracteres negros (versa­
lita) decía: “Prohibido pisar el césped”. Todos habíamos visto
el cartel, y aunque no lo hubiéramos visto en ese momento,
estábamos acostumbrados desde niños a esa disposición, que
prohibía hacerlo, desde los siglos de los siglos. Por lo menos,
desde que un señor feudal cualquiera inventó, creó las iglesias,
y con ellas, las plazas de enfrente, donde se reúnen las palomas,

84

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los an cian o s, los niños y las mujeres, como para recibir la comu­
nión. Desde ese mismo momento, en que un señor feudal, para
a g ra d e c e r un favor cualquiera (el restablecimiento de los tejidos
de su brazo, después de un combate singular, la adquisición de
tres esclavas morenas, en un país de rubios, la favorable comer­
cialización de su lote de manteca, de esclavos, de siervos o de
a ce ite, la finalización de su trám ite para adquirir pasaporte,
el exterm inio de la plaga del mildiu de sus campos, como reco­
m ie n d a Vassilis Vassilikos), había encomendado la construcción,
decoración e inauguración de una iglesia, y por lo tanto, de
\a plaza de enfrente, podíamos decir que se había abierto un
capítulo nuevo en el libro de las disposiciones municipales,
donde figuraba la ordenanza N® 14.578, que prohibía a cual­
quier ciudadano, cualquiera fuera su edad, así se tra ta ra de
un lactante (el cual difícilmente podría subir por sus propios
medios, pero bien podría hacerlo conducido por su m adre o
algún otro pariente, y aún, en el caso que nadie se prestase a
ello, podría llegar hasta allí a través del recurso del gateo),
un niño, un profesor o un anciano, cualquiera fuera su sexo
(hom bre o mujer, herm afrodita o abstinente), cualquiera fuera
su credo religioso (republicano u opositor) o su partido político
(aquí la ordenanza no hacía discriminaciones, ya que en cual­
quier estado, en cualquier de nuestros venturosos países civili­
zados, de uno o del otro lado del hemisferio, solamente existe
u n o : el de la clase de los señores feudales, que detentan
el p o d e r, clase que, curiosamente, en todas partes es la misma,
a u n q u e vestida según usanzas y costumbres vernáculas y siem­
p r e se dedican a la cacería del oso), prohibía, en todos los casos
y s in excepciones, pisar el césped de las plazas y paseos pú­
b lic o s . El número 14.578, que es el de esa ordenanza, perte­
n e c e al códice antiguo, ya que, como todos sabemos, al haberse
a c a b a d o los números disponibles, porque el infinito es una
p a lo m a , hubo que renum erar las disposiciones municipales, agre­
g á n d o le s ahora, para distinguirlas, una letra del alfabeto. Poi
e je m p lo , debe haber una ordenanza N9 14.578A, otra 14.578B,
e tc ., prohibiendo cada una de ellas al ciudadano común dife­
rentes cosas, de m anera de poder usar los mismos números
varias veces, uno por letra del alfabeto. Cuando se acaben las
posibilidades de combinar números con letras, el gobierno ya

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ha decidido emplear parejas de signos. Asi habrá, por e j e m ­
plo, una ordenanza que prohíba alguna cosa que tendrá c o m o
características: 14.578 A/B. Y otra, que llevará la sig u ien te
signatura: 14.578 A-B-C. Esto entretiene mucho a los c o n ­
tadores y a los abogados, con lo que se resuelve, de paso, el
problema de exceso de ellos que hay en el país.

El hecho de que el guardián blandiera el cartel que o r d e ­


naba no pisar el césped, no nos inmutó en lo mínimo. P o r el
contrario, permanecimos sobre él, serenos, mudos, como d is ­
frutando de un encantamiento. Tampoco nos conmovió q u e
el pobre guardián, acostumbrado a perseguir niños o palom as
que todo lo ensucian, especialmente los canteros de flores, de
m argaritones o siemprevivas, los canteros de pensamientos o
de malvones, hiciera sonar su silbato estruendosamente, a todos
los vientos, como si se tra ta ra de la sirena de un buque pi­
diendo auxilio o la retreta de la tarde. T an fuerte tocó que
un soldado del palacio arrió la bandera, pensando que se tr a ­
taba de la señal del centinela.

Al toque del prim er guardián, algunos otros acudieron,


de las proximidades, pero no muchos. H ay que tener en cuen­
ta que casi todos están cerca de los cien años y solamente se
interesan en suministrar datos sobre los osos (lo cual Ies ase­
guraría un entierro decoroso) o en perseguir los niños de sus
propias plazas. L a policía no pudo concurrir: estaba muy ocu­
pada persiguiendo unos cuatro osos que se habían internado
en la selva. No es que fueran osos muy importantes, ni siquiera
muy ofensivos, sino que uno de los señores feudales más ricos
del continente había ofrecido una gran recompensa en dólares
por la piel de alguno de ellos, tarea a la que se abocaron
todas las fuerzas vivas y arm adas del país. Para revestir el
acontecimiento de cierto prestigio oficial, del respaldo del es­
tado y la garantía de la ley, los señores feudales del palacio
(especialmente los que ocupaban las carteras de Educación y
C ultura, la de O rden y Progreso, Propaganda y Relaciona
Públicas), habían difundido varios eslóganes por la radio y |
televisión. E ra frecuente, por ejemplo, ver a una hermosa I<>-
cutora que ocupaba el centro de la pantalla, aproximara
al televidente y m urm urar, entre mohines “Asegure la vica

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de sus hijos. Los osos acechan su hogar. Colabore, aportando
pistas”. O si no, un impresionante dibujo de u n a catástrofe de
niños, con la siguiente leyenda: “Esta es la obra de los osos.
¿Permitirá u sted que devasten su patria, su hogar?” Tam bién
exhibían abu n d an tes fotografías de osos vistos en tal o cual
ocasión, d a b a n las características físicas de cada uno, que
permitirían identificarlos, así como indicaban las zonas más
sensibles de su cuerpo, donde era posible hacer blanco seguro.

L a segund a trasgresión consistió en sentam os en la calle,


pacíficamente, interrum piendo el tránsito. No es que nos hu­
biéramos cansado del pasto, sino que surgió así, espontánea­
mente. C u a n d o los guardias municipales, trastornados por
nuestra resolución, por la pertinaz perm anencia de nuestros
pies sobre el césped desaparecieron de las plazas, desentendién­
dose del desorden, nosotros descendimos pacíficamente de los
canteros y nos dirigimos con todo orden y serenidad hacia el
medio de la calle, entre los ómnibus, donde nos estacionamos,
sentándonos, sin temor a ensuciar nuestras ropas. Todo fue
tan sencillo y cordial como una visita a parientes o a amigos.
Incluso, h u b o algún joven que ayudó a sentarse a una anciana,
que tenía dificultades para hacerlo, porque sus huesos no es­
taban ta n jóvenes que perm itieran fácilmente las flexiones.
Todos nos sentamos, sin gesticulaciones ni efectos. Los que
descendían en último térm ino del césped, ocupaban m ansa­
mente su lugar en la calzada, con tranquilidad, sin apresu­
ramiento, cornos si tuvieran su lugar reservado en el cine o
en el teatro. Como si un acom odador los hubiera conducido
allí, con su linterna y su program a. Sentados, ocupábamos
hasta los bordes de la calle, allí donde la calzada se convierte
en acera. H abía una m uchacha dulce que se pintaba los labios,
sacando un espejo de su cartera donde mirarse, una niña que
chupaba un caramelo grande y redondo como una hostia de
colores, u n a señora gorda como una elefanta, dos ciclistas que
habían abandonado sus bicicletas en un árbol y un vendedor
de frankfurteres que no atendía a nadie, sino que, sentado
como nosotros, perm anecía inmóvil.

Esta transgresión fue más violenta, si nos atenemos al


escándalo que causó en los numerosos choferes que debieron

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detener la m archa de sus vehículos o aplastam os, en los pea­
tones que, furiosos (por no poder detenerse ellos mismos) mal­
decían nuestra presencia y continuaban su camino, verdade­
ram ente irritados; pronto, las bocinas de los ómnibus y de los
autos causaron un estruendo mayúsculo, como los truenos de
una torm enta, como el ejército, cuando atropella a la multi­
tud, y la hilera de coches detenidos esperando que nosotros nos
moviéramos era enorme. U na señora, sentada al lado m ío, muy
agitada, me confesó, en éxtasis:

—N unca hice nada semejante. Jam ás un acto mío desper­


tó una reacción igual. Estoy emocionada. Lo an o taré en mi
agenda.

Yo la miré con desprecio. Lam enté mucho que en su vida


no hubiera nada conmovedor; que ningún am or la hubiera
sacudido así, ningún roce secreto en el teatro o en el cine,
en la casa de una amiga, m ientras todos conversaban, la hu­
biera estremecido tanto, que ninguna idea escandalosa sus­
citara contra ella la expectativa y el señalamiento de las gentes.

U n chofer bajó indignado y comenzó a insultarnos. Nos


acusó de perturbar el orden público, de ser agentes de la se­
dición, de m antener secretas relaciones con enemigos del país,
de poseer ilegales vinculaciones con potencias extranjeras. Bajó
con un hierro que sacudía en el aire, como el guardián muni­
cipal blandía el cartel que indicaba no pisar el césped. Lo
agitó un rato en el aire, am enazadoram ente; todos miramos,
por compasión, hacia otro lado; la verdad es que con el
hierro golpeó a dos o tres de los nuestros, los cuales, con el
cráneo partido, no por ello se pusieron de pie y abandonaron
el lugar, como él seguramente pretendía, sino que, m uy poi
el contrario, se estiraron definitivamente sobre el suelo. Luego
de lo cual, com pletam ente decepcionado, el chofer se sentó
con nosotros. No podía hacer arran car el ómnibus, dado que
había sufrido un desperfecto en el m otor, de lo contrario, nos
aseguró, nos hubiera atropellado; estaba cansado, tenia mujer
e hijo, lo cual era una tragedia suplem entaria que todos com­
prendíamos, no había ninguna seguridad que la com pañía no
lo despidiera, a causa de la demora, ni se sabía cuándo era

8S

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que nosotros pensábamos arrancar, por todo lo cual, decidió
esperar sentado. Dijo filosóficamente que no otra cosa había
hecho en la vida, desde nacido, aunque en realidad se habia
movido m ucho y bien sabía él que ésta era la prim era opor­
tunidad q u e tenía de estar sentado. Pero la vida era eso.
La tercera etapa comenzó cuando una m uchacha empezó
a desnudarse. Quiero decir, a quitarse la ropa. Esto contra­
venía la ordenanza municipal N s 1- en todos los códices (o
sea, en las antiguas nomenclaturas y en las m odernas), ca­
pítulo I, “ C ontra vicios políticos y morales”, dado que siem­
pre hemos sido muy cuidadosos de la ética social. No perm i­
timos la difusión ni exhibición de películas inmorales o revo­
lucionarias; no dejamos vender en nuestras librerías títulos
pornográficos o que inviten a la rebeldía; censuramos previa­
mente to d a expresión oral o escrita, para evitar que peligro­
sos gérmenes de comunismo o de inm oralidad se infiltren en
nuestras líneas, en nuestras baterías. H ay un sinnúmero de
ordenanzas que legislan todo esto. Dicen lo que no se debe
hacer o decir en todos los casos, al punto que hemos reducido
nuestro lenguaje a bien pocas palabras, que son las que per­
miten nom brar las realidades a las que nos podemos referir
sin m ellar la m oralidad pública, el prestigio de las fuerzas
armadas o la estructura dem ocrática de nuestro estado. Cons­
cientes de que la única realidad es el lenguaje, hemos prohi­
bido el uso de varios términos nocivos p ara la salud y el bie­
nestar ciudadano: desnudo, revolución, homosexualidad, clan­
destino, lujuria, sedición, rebeldía, sensualidad, comunismo: son
todas palabras que hemos eliminado de nuestro idioma, segu­
ros así de eliminar, finalmente, el fenómeno. Por ejemplo, al
ver una pareja form ada por dos espléndidas muchachas, nadie
dice “lesbianas” u “homosexuales” : decimos pareja de m u­
chachas, decimos jóvenes que se am an, con lo cual el hecho
mismo deja de volverse culpable o inmoral, dado que, ¿hay
algo de particular o de ofensivo en una simple pareja de m u­
chachas? o ¿tiene algo de pecaminoso que dos jóvenes her­
mosas se am en? Por o tra parte, en esto hay una cuidadosa
imposición del idioma sobre el hecho: al dejar de pronunciar
una palabra agresiva y nom brar el hecho que designaba bajo
una expresión inofensiva, otra, cambiamos en realidad el valor

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ético del mismo, de manera que a la sustitución verbal co­
rresponde una real transformación moral del hecho discutido.
En la medida que olvidamos el antiguo signo, la vieja deno­
minación, cargada de connotaciones éticas despreciables y lo
sustituimos por otro, de valor y contenido diferente, presio­
namos para que el hecho pierda su antiguo significado obsceno
o peligroso, por lo cual éstos dejan de existir. Así, por ejemplo,
en nuestra cuidadosa sociedad ya no existen homosexuales,
sino “parejas de amantes” o “jóvenes que se am an” , y cuan­
do los vemos, cuando los advertimos por la calle, verdadera­
mente no son más que eso, una pareja de amantes, dos jó­
venes que se aman.

No he podido comprobar si en la esfera política sucede


lo mismo, ya que se han eliminado tantos términos, que, en
definitiva, solamente ha quedado la posibilidad de no hablar
de ella, ignorarla, desconocerla, hacer como que no existe.
Ningún término, al final, era posible de ser pronunciado sin
ser victima de una denuncia por transgredir tal o cual dispo­
sición, por lo cual, evitamos rozar los temas vinculados a ella.
De esta m anera, se ha obtenido también algo muy sutil: como
nadie puede hablar de política sin ser víctima de alguna san­
ción por pronunciar palabras prohibidas, solamente nos queda
la posibilidad de padecerla, y un padecimiento muy largo, in­
consciente, se vuelve hábito, una costumbre, una necesidad.
De tal forma, al no mencionarla nunca, la inmovilizamos, la
estancamos, la hacemos eterna, perdurable, bajo las actuales
apariencias que ha asumido. Puesto que no se la nombra ni
se la pronuncia, no se la puede modificar. Es la realización
del sueño de permanencia de los señores feudales. Siempre
admití que eran muy inteligentes.

Como dije, nuestra tercera trasgresión comenzó cuando


una joven de las que había permanecido sentada con nosotros
se levantó en medio de la calle y comenzó lenta, morosa, me­
ditada, estudiada, cuidadosamente a desvestirse. Nadie lo es­
peraba, ni éste era un espectáculo organizado. Nosotros mis­
mos fuimos los primeros sorprendidos, cuando ella comenzó
quitándose el pulóver, luego la pollera, más tarde los zapatos,
y cuando sus admirables senos quedaron al descubierto, ya nos

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habíamos dispersados y empezado a desvestirnos cada uno de
nosotros, en lugares diferentes de la plaza pero no m uy ale­
jados entre sí. Los había muy entusiastas que, para exhibirse
mejor, elegían sitios muy espectaculares, visibles desde varios
ángulos, como quien se encaramó a una columna y se desa-
crochó la camisa, el pantalón, y fue arrojándolos hacia la calle,
o la o tra muchacha, aquella rubia de grandes senos rojos
que se desnudó sobre un banco de la plaza. Eso sí, tuvimos
algunas contemplaciones: una anciana solicitó eximirse de qui­
tarse la ropa interior, pues no la había lavado, y temía
críticas acerca de su higiene; un sacerdote salesiano conservó
su cam isa, ya que había hecho voto de no quitársela en todo
el verano y, finalmente, una m ujer a quien el cirujano le había
amputado un seno y no deseaba dar un triste espectáculo,
por lo cual conservó el sutién. Algunos espectadores aplaudían;
otros, huían, espantados; los más nos contemplaban, indecisos,
sorprendidos, incapaces de reaccionar. Ésta era una triste en­
fermedad que les venía desde la infancia: progresivamente, y
debido a un nefasto envilecimiento de nuestros cromosomas
hereditarios, la pasividad de los padres se encarnaba en los
hijos, en los hijos de los hijos de aquéllos y así sucesivamente,
hasta convertim os en un pueblo de mansos. Los más solícitos,
nos avisaron cuando de lejos, divisaron las primeras furgo­
netas policiales. A esa altura estábamos todos desnudos, ob­
servándonos nuestras propias pieles con el regocijo, la alegría
y la curiosidad que debieron sentir, en un prim er momento,
Adán y Eva. Yo, por ejemplo, era la prim era oportunidad que
tenía de observar a una m ujer enteram ente desnuda. Mi espo­
sa, cumpliendo las consignas del estado, se niega a desnudarse
en nuestra intim idad, sosteniendo que se tra ta de un acto
pecaminoso y repudiable, solamente justificable en el caso de
la procreación, y hay que tener en cuenta que nuestro gobier­
no ha adoptado el plan de control de la natalidad, por el cual,
de cada diez parejas, solamente una está habilitada para pro­
crear, y necesita reunir tantas condiciones que, en la práctica,
solamente una de cada veinte podrá en realidad reproducirse.
Demás está decir que no he sido agraciado con ese permiso;
el útero de mi m ujer, en cambio, ha sido adornado con un
anillo que evita toda posible contaminación con mis esperma-

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tozoides paridores. Ésa era la prim era vez que veía una m ujer
realmente desnuda, por lo cual me senti muy feliz de con­
templarnos a plena luz del día. No solamente eso, sino que
advertí que ella se sentía también muy complacida de poder
mirarme a mí. Hubiéramos querido comenzar a bailar y a
danzar, como se nos ocurrió allí mismo, pese a todas las o r­
denanzas que lo prohíben, si no fuera que la policía irrum pió
en ese momento, provista de las órdenes severas im partidas
por los señores feudales, y comenzó, desde posiciones muy fa­
vorables, a disparar sus fusiles y revólveres contra nuestros
cuerpos desnudos. Fue un violento estallido de carnes blancas,
un jironamiento de miembros que saltaban desprendidos de
sus troncos, de senos flotantes y despavoridos, de piernas trun­
cas. L a últim a imagen que guardé en los ojos fue la de esa
muchacha que vi completamente desnuda y cuya visión fuera
tan grata para mí.

P. D. Se ha comprobado una última trasgresión.


Después de haber sido fehacientemente muertos por
la policía, todos los manifestantes se negaron a asis­
tir a sus propios entierros, de manera que, en cada
caso, fueron velados catafalcos vacíos. Algunos pa­
rientes, temorosos de provocar la indignación y la
represalia de los magistrados, los policías, los hom­
bres de gobierno, los señores feudales, los banqueros,
los industriales, los ejecutivos, los militares, los falan­
gistas, los jóvenes demócratas y del estado soberano,
sustituyeron los cadáveres mutilados por muñecos de
paño. Sin ningún éxito: esos muertos no engañan a
nadie.

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34

LA E S T A T U A

T u m arid o vino a interrogarm e y yo balbuceé algunas


inconexas explicaciones a su cuestionario. Me preguntó cuál
era tu color preferido y yo dije el rojo; si efectivamente amabas
la música y yo respondí que solias por las noches cantar un
aria (“É rase el viejo rey de Thulé y hasta la tum ba yo lo
seguiré; a sus recuerdos y a su pena le seré fiel; era lleno
de gracia y siempre lo am aré” ) y sabias casi de memoria
(quiero d ecir junto al piano) una pequeña pieza de Satie, todo
lo cual no confirm aba tu am or a la música sino ciertos estre­
mecimientos a los cuales era afecta tu alma.
“Ése es un término desmonetizado” me respondió tu exi­
gente m arido que sin embargo no sabía cómo me estaba do­
liendo el alm a desde hacía unos días. “Es un dolor bajo —le
expliqué— como un do grave en el órgano. Grave y profundo,
que podría ubicarse tal vez en las postrimerías de la faringe”
— ¿Q ué cosa se lo ha provocado?
Recordé los amores con mi herm ana, pero tal vez no
fuera eso, no fuera el recuerdo de mi herm ana al salir de las
claras fuentes del baño, su esposa, no fuera mi herm ana mi­
rándome a la hora de la cena en tanto los gatos se trepaban
a las sillas y eran tan negros como su vestido, tal vez no fuera

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el recuerdo de nuestros juegos en la chimenea, la m anera de
acercar subrepticiamente una m ano al libro abierto que es­
peraba junto a la cama, sino fuera otra cosa. O tra cosa que
yo no podía averiguar ni investigar.
—Tengo hambre, tengo sed, tengo sueño— le dije a tu
marido que escarbaba los ceniceros, buscando huellas de ci­
garrillos que te delataran.
En media hora dio vuelta todos los ceniceros y aún hun­
dió sus manos en las bocas abiertas de los floreros, que, cosa
curiosa, no pestañearon.
— ¿Su actor preferido? — continuó interrogándome,
mientras revisaba la casa como un inspector.
— Peter O ’Toole — repetí, de memoria, yo, que te había
estudiado y aprendido como una lección m uy querida que
nos enseña a hablar, a dormir, a cam inar, a recitar, a anda:
por la casa, a sentarnos a la mesa, a ventilarnos, de manera
que cuando uno quería hilvanar una frase, de m anera que
cuando uno ansiaba soñar, de m anera que cuando uno salía
a recorrer los parques, a atravesar el viento, de m an era que
cuando uno quería sentarse a la mesa, debía llevarte en los
labios, tú la oración, tú la contraseña, tú el verbo, tú el abecé,
tú mi paso, tú la ventana de la casa que dejo abierta, a ver
si vienes.

Él buscaba pruebas. Me interrogaba con la precisión de


un pesquisante.

— ¿El sol?

—Rojo. Le gusta tomarlo como una espléndida lagarta


echada en la arena. Todos los poros tiemblan, se abren a la
caricia y respiran, se inundan, se bañan. El sol interviene en
ella, la va penetrando por todas esas bocas, por esos orificios
desde los cuales magnificas ciudades podrían edificarse, en los
cimientos de sus huesos.

—En los cimientos de sus huesos— respondió tu marido


mecánicamente.

9-f

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— Es mi m ujer— declaró, en un acto de singular valentía,
afirm ando aquello que todos los días le negabas. Yo pensé
en ti y en tu pelo, en los sábados de noche que no estás con­
migo, en las m adrugadas, y en el cine, mientras telas m ila­
grosas se desarrollan en las pantallas y yo, por pura nostalgia
(nostalgia de herm ano a herm ana) acaricio la m ano de la
desconocida que ocupa tu lugar, la mano, la pierna, el muslo,
y pequeñas comunicaciones tienen lugar, pequeños movimien­
tos en la platea, la desconocida eres tú cuando nos escondía­
mos en la despensa y m am á cantaba en el jardín y papá era
solamente un retrato.
Después, él, cansado de los ceniceros, pasó a revisar mis
esculturas. Pequeñas m aquettes y filtros. G randes construccio­
nes de acero. Todas se parecían a ti, tenían algo de lo tuyo,
algo de tu pelo, de tu sonrisa,. especialmente algo de tus
gestos. Si habías venido allí alguna vez, una tarde sustraída
al cuenteo del tiempo, una venida fugaz, un tiempo estrecho,
todo lo que figuraba figuraba de ti por mí. Tallas en m etal, en
madera, en piedra, en hierro forjado, gritos, gritos de ti.
— Siempre se escribe el mismo libro y se construye la
misma estatua— dijo, exam inando fríam ente algunas repre­
sentaciones.
— H ay algunas variedades— me defendí, exhausto. —Esta
mole, por ejemplo — Le señalé un enorme móvil en la m itad
del cuarto. —Aquí no existe la figura femenina. Representa
la m asacre del pueblo durante una manifestación. Usted re­
cordará. Cientodós muertos y miles de heridos. Nunca se
conocieron las cifras exactas.
Contem pló escéptico la mole.
—No tiene importancia. El poder, las fechas, excavacio­
nes. H e visto cómo te m iraba la últim a noche —continuó.
L a últim a noche tú llevabas puesto un buzo celeste y yo
pensé en todas las cosas celestes que recordaba en el m undc
y nada era tan celeste como tu buzo, como mi memoria de ti,
ni siquiera los celestes con los que yo había imaginado llegá­
bamos a la luna, nos desprendíamos de la atmósfera, una

95

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calma de lagos quietos, los mares que no pesan, que no tienen
gravedad y el aire es un silencio continuo y las manos que
se tocan se abren como pasos que yo estuviera dando sobre tu
cuerpo. L a luna un buzo celeste un paso que no se da los
lagos calmos. L a últim a noche tú me miraste y a mí se me
cayó un vaso que derram ó su agua en la mesa y yo me im a­
giné todos los peces que estábamos ahogando y acabábamos
de hundir y los relojes palpitaban como sienes de niños con
fiebre y yo tenía un miedo único de morirme así, y más
miedo aún de sobrevivirme. L a últim a noche tú me m iraste y
yo confundí los tiempos, quiero decir atropellé los días, los
meses, los años, di una cosa no vivida por vivida, y la vivida,
por no vivida. L a última noche fueron dos velas encendidas
en el aniversario de mamá y la pequeña pieza de bronce
en la mano. Y tú la tocaste y la toqué yo y al tocarla
nos tocamos, la pieza, la mano, mamá, tú y yo. L a última
noche fue el recuerdo del entierro de mamá y nos rozamos
al tapar el ataúd y nos rozamos sin querer al vaciar las flores,
las numerosas flores que habían llegado, recuerdo de los ami­
gos; la últim a noche tenías un vestido negro y la estatua
número 100 estaba inacabada porque no pudimos concluir
la conversación del día antes. La última noche m am á dejó
la casa y nos quedamos solos, solos y sin visitas, de manera
que nos fuimos a la despensa y allí tú creciste, aunque yo te
pedí que no lo hicieras, porque corríamos peligro.

—Recuerdo bien cómo te miró la últim a noche. Ella nun­


ca me ha mirado así —insistió tu marido.

La última noche llegaste con él y ambos se sentaron a


la mesa, a comerse el recuerdo, el cadáver frío de mamá. Fes­
tejábamos al aniversario de su muerte, supongo, y tú, para la
solemnidad, te pusiste el vestido negro. T e hubiera preferido
de rojo, como te dije tantas veces. Resulta que has olvidado
el vestido rojo en algún lugar de la casa y yo no lo encuentro.
La escultura número 100 estaba inacabada. M iraste con in­
terés y sin piedad la noventa y nueve. Sabías que por una
vez yo me había escapado del modelo habitual. Quiero decir
que invité una m uchacha a casa, la desnudé y estuve traba­
jando sobre ella días enteros. Por eso la miraste con despre-

<Y>

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ció. “E s la noventa y nueve”, te expliqué con humildad. Tú
pasaste la m ano sobre ella, que todavía no estaba seca y la
vulneraste con un cincel. Después comimos el asado. No es­
tabas enterada de nada. De lo que pasaba afuera, quiero
decir, más allá del jardín de tu casa, afuera del taller donde
cimbro, cincelo, araño tu carne, tu talle, te como, como a
una fru ta, te macero, te acalambro, te estructuro, te modelo,
te doy vueltas y después te pongo de pie.
—L a noventa y nueve es un atraso —dijiste, al postre.
Tu postre favorito, que él detesta. Con el café, te entretu­
viste en una talla muy verde, muy pequeña, que quisiste
llevarte a tu casa. T e la di y sin querer me tocaste cuando
serví el café.
— U na m irada así, nunca es casual.
E n el parque nos reuníamos y todo transcurría en silen­
cio, un ceremonial de verdes y de grises, m ientras jugabas con
los niños aparentes que andaban entre nosotros, simuladores,
extraños. Yo te necesitaba p ara concluir la número cíen.
Fuimos al taller. Allí, entre moles huecas de aspecto im ­
ponente, te precipitaste sobre ella. Era un hierro retorcido,
perforado, que m ostraba un grandioso vientre al descubierto,
donde un pájaro había posado sus alas. El sexo del ave se
había introducido dulcemente en la cavidad femenina.
Él la miró fascinado.
— ¿Cóm o se llama ésta? —me preguntó.
Yo respondí de inmediato:
— L a herm ana.

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35

La poseí a los ocho años, en medio de nuestros juego?


infantiles. Desde entonces no he dejado de hacerlo, con re­
gularidad, durante tanto tiempo. Si llueve, la poseo despacio,
para arm onizar su rum or (el de sus piernas recogidas sobre
la sábana) al de la lluvia que cae. Si el día es templado,
la poseo con violencia p ara dejarla completa y term inada,
como un cuadro.
Entonces, a los ocho años, la tomé sin querer, estre­
chándola en un juego. M i mano fue como un insecto hora­
dando un laberinto. Y qué sorpresa de patios y desvanes. El
premio fue el agua dulce que le manó entre las piernas y
mojó las enredaderas, la enam orada del m uro y las cam pá­
nulas, como una lluvia inesperada y saludable. No he dejado
nunca de beber en esa fuente: ella me ha ofrecido su jugo
todos los días.
A los ocho años yo le regalé una luciérnaga, y ella me
dio una flor. L a luciérnaga la conservó en una caja, junto
a una ram a de pino; la flor la guardé en las páginas de un
libro, donde dibujó un redondel aroma. Desde que la po­
seí por prim era vez a los ocho años no he d ejada de hacerlo.
A menudo ella me dice:
—M e hubiera gustado que me poseyeras a los ocho años,
en medio de nuestros juegos. Y que desde entonces no dejaras
de hacerlo nunca, colocando tu suave m ano sobre mi vientre,
allí donde term ina en hondonada. Y me hubieras alcanzado
animales pequeños en sus cajas, como testimonio de tu amor
y cubrieras mi cuerpo desnudo de hojas lanceoladas recogidas

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del jardín, que fueran dejándome por las estaciones de la piel
su olor y su humedad. Sobre las cuales pasarías tu lengua,
para arrancármelas, cuando ellas se me hubieran fijado a)
cuerpo.
Entonces la vuelvo a poseer, como si tuviéramos ocho años.

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36

DESPEDIDA DE MAMA

Y ahora, en la hora de la m uerte, m am á, cuéntam e his­


torias de amores incestuosos, amores de esos, en la hora de
la m uerte, m am á, tenme presenta con un ram ito d e flores,
un m uerto es un m uerto y nada más; un cuerpo q u e se va
diluyendo, amores incestuosos y sublimes, me contaron, como
la historia por ejemplo de D. H. Lawrence, dicen q u e estaba
enam orado de su madre, que su m adre era m aestra rural,
había nacido —él— en Eastwood pero ocupaba el lecho de
su padre —de él— del m arido que estaba tan alejado en
espíritu de la m adre, lejano en la sensibilidad, entonces a él
le tocaba ser el am ante, pero no un am ante cualquiera, oca­
sional, sino EL AM A N TE, por excelencia, el que le consa­
graba los versos los poemas las cartas las horas las flores los
lirios los suspiros los recuerdos las nostalgias el nom bre de
las plantas y de los ríos.

— ¿Alguna vez una m adre enam orada te ha explicado


a ti el nombre de los ríos? No sabes cómo es eso, no sabes
cómo es oir esos nombres pronunciados por una m adre ena­
m orada que te m ima como hijo y como am ante, así que te
toca por partida doble, am or-am or-am ante-hijo; dicen que el
de Lawrence era un am or refinado como corresponde a alguien
nacido en Eastwood, Inglaterra, 1885, y m uerto en Vence,

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Francia, 1930. Lawrence encontró en ella el estímulo para el
am or y para el arte, y esto hizo que se enam orara de ella,
porque fíjate que no es fácil encontrar ambas cosas reunidas,
o te falta la m adre y tienes el estímulo espiritual, o tienes la
am ante y te falta la madre, o tienes el modelo pero careces
de la gracia de la concepción. En una palabra, ella estuvo
a la altu ra de sus posibilidades, enam orando al hijo, el hijo
enam orando a la madre. En esencia, era la misma cosa. Ma-
dre-hijo-am ante-am ada, los dos am aban la naturaleza y se iban
a p asea r a la orilla del río, con qué regocijo m am á m irarían
las aguas, recogerían sus siluetas reflejadas, imagínate la dul­
zura de aquellos paseos, los dos bien vestidos, las cestas llenas
de alimentos y el am or entre los dos, y algunas hojas descol­
gándose y todo el mundo admirándolos, lo bien que se lleva­
ban m adre e hijo, imagínate los paseos en bote, él cuidándola,
con tem or que un vaivén del bote pudiera agitarla, hacerla
caer, naufragar, ella cuidando que él no se cansara remando,
mirándolo a los ojos, contemplando el paisaje en ellos, sin­
tiéndose tan íntimos y cordiales que se diría una real parej-i.
Y qué decir del bosque, lleno de murmullos de cosas inespe­
radas, las cortezas secas enredándoseles en los pies y amb'is
considerando el amor y el bosque como lo mejor de todo, ol­
vidados de las formas de gobierno, olvidados de la mono­
gam ia, los sistemas económicos y todo eso. Y cuando llueve
am bos se refugian debajo de los árboles y juegan a tocarse.
Y cuando están hartos de la sociedad que viven, sociedad que
to d av ía tiene iglesias y compañías de seguros y cobradores de
im puestos y máquinas de calcular y constituciones y estatu­
tos, deciden abandonar el lugar e irse a vagar por la tierra,
re c o rre r territorios, generación en generación, locos de conten­
to s, y a veces se le suma Frida, que recogieron en el camino
c u a n d o el inspector les dijo que no podían inscribirse como
a m a n te s en el hotel si eran madre e hijo, entonces recogieron
a F rid a que era una provinciana sin escrúpulos, quiero decir
u n a m ujer universal, y mientras ellos dos — Lawrence y su
m a d re —• dormían juntos, hacían el amor, Frida los acompa­
ñ a b a , demostrando en todos los casos una enorme considera­
ción y respeto por aquellas ceremonias tan cordiales, hermo­
sas y elegantes.

]0¡

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Después los psicoanalistas tejieron hipótesis terribles, de
las que a Lawrence se le importó un comino, porque él seguía
muy feliz viviendo con su m adre, dijeron que era un hombre
insaciable, la verdad era que ella necesitaba a los dos, al hijo
y al am ante, tejía ropa y bufanda p ara los dos, a veces
tam bién p ara Frida, que se había sumado a la p a re ja con
total conformidad, sin hacer problemas de dinero, conform án­
dose con aquellos restos de placer que resultaban del placer
que experim entaban Lawrence y su m adre o Law rence y su
am ante, como prefieran. Frida estaba m uy conforme, porque
en cualquier lado que ellos tres se instalaran había u n a her­
mosa atmósfera familiar. Siempre estaban la m adre, el hijo
y ella, que era como la invitada de honor, y nunca faltaba
un gato que se sentara cerca del fuego y un libro q u e leer,
de amores cam ales, que en una sociedad m ecanicista e inhu­
m ana como ésta, resultaban un verdadero refrigerio. Law­
rence era un hom bre que se enam oraba a prim era vista. Así
fue como se enamoró de su madre. No necesitó com pararla
con otras mujeres, ni someterla a análisis alguno. Su cuerpo
era perfecto —pese al parto del cual él había resultado—
sus razonamientos eran juiciosos, y en cuanto a su carácter,
tenía la dulzura natural que las madres experim entan hacia
sus hijos, cuando se tra ta de madres de clase alta. D esde que
la conoció, Lawrence quedó enamorado de ella y decidió que
su m adre sería suya y de nadie más. La figura del padre
no había contado nunca, ni la de nadie, de m anera que no
tenía enemigos a la vista. Claro que ella —la m adre o la
am ante, como prefieran— tuvo que abandonar poco p a ra se­
guirlo. Estaba cansada de mediocridades y la vida con Law­
rence prom etía una aventura continua. No era hom bre de
medianías. H asta lo más insignificante, como p rep arar una
comida, se volvía magnífico, novedoso y trascendente si él
estaba a su lado. O tra cosa im portante era recordar el pa­
sado. Ella le contaba con lujo de detalles todos y cada uno
de los instantes y trances de su gestación y Lawrence así
repetía las delicias de su nacimiento: los primeros dolores y
los últimos, los abatimientos, el paseo que dio por el jardín
aquella noche cuando lo sintió vivir y se prometió que él se­
ría hermoso, atrevido, y cómo colocó delicadamente su mano

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sobre el vientre p ara acariciarlo —de lo cual Lawrence de­
ducía que la sensualidad le llegaba de allí— y se prometió
amarlo con esta intensidad. Después de nacido, se encontra­
ron el uno al otro, sin vacilaciones. Se comprendieron oscura,
sanguíneamente, como si nadie hubiera osado cortar aquel
delicado filam ento carnal por el cual habían quedado unidos
antes de su nacim iento. Ya no podían separarse para nada.
H asta a las compras más pequeñas iban juntos, m adre
e hijo, am an te y am ada. El prim er acoplamiento fue lento y
difícil, como todos. Lawrence estaba tan excitado que no a ti­
naba a proceder con el tacto y la gracia que se esperaban
de él. Ella, por su parte, consumida por la expectativa, la
abstinencia y la larga esperanza, anhelaba su contacto como
una bendición, como la lluvia añorada desde tiempos tan an­
tiguos, inmemoriales. Se am aron por prim era vez debajo de
un retrato de John M iddleton M urry, y como recuerdo, nun­
ca quisieron desprenderse de esa fotografía.
Los acoplam ientos siguientes, en cambio, fueron de una
ductilidad y versatilidad maravillosas. Frida apartó la angus­
tia de la casa dejando sin comida a los gatos, que la espantaron
sin problemas, y en aquel sensualísimo silencio, m adre e hijo
conocieron placeres tan singulares que creyeron ser inm orta­
les. El único dolor que experim entaba Lawrence era no poder
ser parido nuevamente. No estaba muy seguro de que el hiio
que resultara de sí y de su m adre, fuera o tra vez él mi«nv»,
por lo cual desistió del proyecto.
U n d ía los tres se fueron a México: Frida, Lawrence y
su madre. Él había oído decir que las noches de México eran
ideales p a ra amarse libremente, ella estaba segura de que el
viaje le rejuvenecería el cutis, y Frida no podía olvidar al úl­
timo gato. H abía concebido un am or incestuoso por él.

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Tocaba la flauta con un suizo. (L a flauta barroca, 110


la travesera.)

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Com encé a sentir tu ausencia una pavorosa tarde de junio


y desde entonces.
Te habias ido a alguna parte y no era el caso andar bus­
cándote p o r cines y librerías,
no e ra el caso salir a la calle,
no e ra el caso visitar a los amigos,
preguntando levemente (disimuladamente) cosas de ti,
que quién eras,
que cuántos hijos tenías,
en qué lugar nocturno solías em borracharte, cantar para
los amigos, volverte tierna y sensual, pública y violenta,

no e ra el caso
y no lo fue,
y como un agente de la C.I.A. disimulado entre los árboles,
con documentos tan fieles, con arm as tan secretas, con co­
laboradores tan eficientes y discretos
ponerse —es un decir—
a averiguar tu biografía,
a rastrear tus vicios y tus señas,
aprender en crucigrama tu carácter.
Piazzolla componía tangos que hablaban de ti, es cierto,
del año 3001 y otras cosas,
yo tenía, también, diezmil discos que empezaron a echar
[mensajes,
mensajes que venían de la sierra contándome de ti
y decidí ver un psiquiatra el día que también todos los libros

/"i

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—te aseguro que absolutamente todos— tenían m ujeres
[como tú,
por no decir que tú eras la m ujer de todos los libros.
Alguien que te conocía seguramente mejor que yo
me habló de un p ar de piernas, de senos algo flotantes
de alguna enfermedad en la piel y en los labios,
de la necesidad de ver las cosas como son,
de la existencia comprobada de trescientas mil mujeres más
que caminaban por la calle,
se desvestían por lo menos una vez al día
y era fácil encontrarlas al pie de una vidriera,
en los cines, en las tiendas y supermercados,
pero yo no lo oí,
estaba muy ocupado enviando rosas diarias a un presunto
[domicilio
que alguien me hubiera dado.
Las rosas las recibió emocionada otra señora, supe al tiempo,
porque hacía meses te habías mudado nadie sabía adonde,
o si alguien lo sabía, yo lo ignoraba.
No sé qué habrá pensado esa señora de las rosas,
la pobre m ujer llenó la casa y los rincones.
saludaba al mensajero por la calle y estaba segura de asistir
a un error confuso y complicado. Para lavarse de posibles culpas
(lo prohibido e incestuoso)
terminó depositando las flores en un altar de la Virgen Castellana,
pero no sé bien,
parece que cuando reparé el error
(dejé de enviar ramos de rosas a tu dirección olvidada,
a la casa donde estuviste un tiempo,
a tu antiguo domicilio)
algo extrañó,
se puso rara,
necesitaba flores todo el día.

Cuando volví al laboratorio después de unas breves va­


caciones fui al Registro:
quizás allí tuvieran tu nuevo domicilio,
pero un antiguo amigo tuyo (de esos que olvidaste sin pena
y a su vez pasó por ti sin mayores glorias)

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me dijo que eras algo descuidada,
ni pensar en el Registro,
y entonces me puse frenético a recorrer los sitios de la noche,
los lugares
donde
entre vino y canto
se establecen los vínculos íntimos y secretos.
Había u n a muchacha que hacía strip-tease manteniendo tiesa
una m ariposa blanca en uno de los pechos,
y después de finalizado
se iba a su casa a hacer dorm ir al bebé,
otra que solamente se entregaba contra la pared y si eras rápido,
desgarrándole el vestido,
y los que solamente iban a beber y a jugar,
a fum ar y hablar con los amigos, tan borrachos como ellos,
y cuando salían
el día am anecía, era venido,

extraña cosa esa,


entrar de noche
y salir de día para dorm ir en el cuarto
y una cierta fraternidad de condenados,
una solidaridad de gueto
repeliendo ferozmente al extranjero.

Supe que ésos habían sido tus amigos de noche y humo,


de baile, sueño drogadicto y días pasados en la cueva oscura.

Un bañista me dijo que ibas a la playa los días de invierno,


a caminar no sé cuántas arenas p ara m antener la silueta;
la costa era muy extensa,
las aguas remaban hacia la orilla una infernal caravana de
[peces muertos,
entre sus cadáveres te imaginé vestida de invierno
pasando el pie por el contorno azul de las escamas abiertas
con una lujuria funeral de sensuales cementerios;
pasando el pie desnudo, la escama azul, la boca abierta:
entre hileras largas de peces muertos
intenté encontrar tu huella confundida con los leves signos
[que los pájaros dejan en la arena;

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en mi m archa, estoy seguro, debo haber peregrinado detrás
[de algún ave de mar
de ésas que se posan en la playa solamente cuando está vacía
y el olor, el rumor del hombre se ha alejado;
seguidor de peces, de pájaros,
no hallé la sombra de ti ni de otra mujer,
más que un madero medio hundido que ap u ntaba su cara
[de perro
hacia los primeros edificios
y un bote viejo —abandonado— lleno de liqúenes y de aguas
[donde un pequeño pez blandam ente flotaba.
Dejé de buscarte en la playa y en los lupanares.
A veces, dormido, creía escuchar el sonido de tus pasos por
[la escalera
o esperaba verte descender de ese coche que estacionaba frente
[a la ventana
y nunca estuve —por precaución— muy lejos del teléfono,
respondiendo frenético desde el prim er llamado,
vaya a saber, quizás eras inconstante y no insistías.
Apesadumbrado, me hice socio del club de filatelistas
y me aburría largas horas detrás de una pieza escasa,
de una emisión defectuosa o una plancha con errores.
Compré muchos sellos con la ilusión de m ostrártelos un día,
lado a lado, como niños que contemplan un álbum de
[ animales.

La pieza más difícil se la compré a un coleccionista es­


crupuloso, que iba al club todas las tardes. Era un hombre
con algunas penas, algo grueso, de poco pelo, am able y dis­
creto en el trato. Para salirse de sus normas, nos emborra­
chamos juntos en un salón de la esquina. D urante tres horas
me mostró los sellos más raros que yo había visto, mientras
lagrimeaba por el alcohol, por los conflictos de su gremio y
sus problemas sentimentales. Finalm ente, extrajo tu fotogra­
fía del bolsillo, donde estabas en el jardín de su casa entre
dos niños sin gracia, algo toscos como el padre.

Me dijo que estaba casado y reconoció tus dotes de buena


[cocinera.
tus bondades en el trato con los niños,

IOS

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t u orden en la administración de la casa,
p e r o me aseguró que eras propensa a las discusiones y tenías
[mal carácter.
É l se había provisto de una amante, m ujer modosa y tierna,
p e r o sufría por la suerte de los niños.
Lo acompañé hasta tu casa y me recibiste con un té frío.
N o te acordabas de mí, seguramente nunca me habías visto,
te hablé de la boite ‘'Melancolique”
c re o que dijiste no conocerla,
tu m arido se había dormido en el sofá,
te pregunté si aún solías desnudarte escuchando a la Makeba,
m e dijiste que no sabías quién era esa negra,
en tra ro n los niños con deseos de comer,
te dije “T e espero toda la noche en «El Pastor»”
dijiste “Este hombre está loco”
y cosa increíble, no fuiste.

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En el bar de la esquina encontré a Elizabeth Taylor


apoyada en el m ostrador, tom ando whisky y fum ando, aun­
que su aspecto no era feliz.
— ¿Sabe cuánta gente comería con uno solo de sus bra­
zaletes? —le pregunté.
— Zas —dijo ella— . O tro predicador. Ya me he conver­
tido a varias religiones, ¿qué me propone ahora? — m e pre­
guntó, m ientras con el rabillo del ojo vigilaba a R ichard
Burton que, con m irada obscena y senil perseguía a u n a ni-
ñita rubia de cuatro años que corría alrededor de las mesas
como un fox-ter acechado por un bull-dog.
—Richard, déjala en paz —le dijo, sin m ucha convic­
ción. —No tiene remedio —me comentó— y eso que le he
comprado tantas muñecas. ¿Decía usted?
—Escúcheme, con una sola de sus alhajas se resolvería
el ham bre de muchas familias —insistí.
—No termino de entender cuál es su religión. ¿M usul­
m án? ¿M orm ón?, ¿zoroástrico?, ¿idólatra?
En ese instante R ichard Burton se acercó a llenar su
vaso. Por un momento, en gesto idéntico, ambos, ella y yo,
recorrimos la habitación con inquietud, ¿dónde había queda­
do la niña? Con alivio, la divisamos bajo la escalera, chu­
pándose un dedo con aire de sorpresa.
—Tiene la nariz chata, no me interesa —comentó Ri­
chard Burton, m ientras se servia otro whisky.
— Puedo regalarle alguna de las alhajas que ya no uso
—me ofreció Elizabeth Taylor. — Estoy aburrida de ellas y
usted sabrá cómo emplearlas. Pero insisto, no me convertiré
a ninguna secta nueva.

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— ¿Quiénes son las oficiantes? —preguntó R ichard Bur­
lón, interesado por el tema. Ella le lanzó una cáscara de li­
món que le dio en el ojo. El ojo de R ichard Burton que está
asegurado en cien mil dólares, es un ojo m uy im portante.
—Esto no es una religión. Es el problema más grave del
mundo —dije con solemnidad.
— ¿T ra b a ja p ara algún program a de televisión? —pre­
guntó R ichard Burton. — No concedemos entrevistas que no
han sido solicitadas con un año de andcipación.
La niña comenzó a llorar en un rincón. Todos miramos
hacia ese lado.
—¿Q uieres adoptarla? —preguntó Elizabeth T aylor con
aire de resignación.
—Y a te he dicho que tiene la nariz un poco chata —con­
testó él. E n seguida se volvió hacia mí y agregó:
—E n cuanto a usted, le veo condiciones de libretista ci­
nematográfico. Tráigam e cualquier guión, que tenga lugar pa­
ra nosotros dos y p ara alguna niña, naturalm ente —agregó.
—Le prom eto que haré algo por usted.

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40

Cuando los alfiles se rebelaron, el campo quedó sembrado


de peones desvanecidos; las torres corrieron a refugiarse en
los tam arindos y un caballo, despavorido, vagaba p o r el ca­
mino, ciego de los dos ojos y perdiendo sangre por los oídos.
Los peones restantes prepararon en vano una celada: murie­
ron junto al arroyo y solamente el otro caballo parecía resis­
tir. El último em bate enemigo dio por tierra con el rey que
huía —como casi todos los reyes— dando la espalda. Cuando
la reina, majestuosa y trágica, quedó sola en el cam ino, uno
de los alfiles se le subió a la espalda y el otro, con u n toque
de lanza, la derrumbó. Sobre ella gozaron toda la mañana,
hasta que, aburridos, la abandonaron junto a la casilla nú­
mero cinco.

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4-1

UNA GRAN FA MI LI A

C uando llegaron los refuerzos, rodeamos la m anzana e


instalamos los reflectores y las ametralladoras. Aunque sola­
mente había dos hombres dentro de la casa, pedimos ayuda
a las fuerzas del ejército: es hora de que ellos también se
muevan, cobrando todos los meses y sin hacer nada. Entre
ellos y nosotros, éramos entonces, más de ochocientos. El gran
despliegue había suscitado la atención de los vecinos que, si­
lenciosos y alarmados, se movían detrás de los camiones como
sombras entontecidas, llenas de frío. Por eso el jefe dio la
orden de detener a unos cuantos: de esa m anera se acentua­
ba la tensión y los curiosos restantes se sentirían menos pro­
pensos a hacer comentarios, después de term inada la opera­
ción, cuando los periodistas y los jueces los interrogaran. Los
metimos en los carros azules, en los que recién compró el
gobierno; el jefe nos pidió que no los m altratáram os, total,
estarían un día o dos detenidos, nada más, averiguando. El
procedimiento surtió efecto inmediato: no bien se habían lle­
vado a cinco o seis vecinos de los que andaban curioseando,
el resto de la gente se alejó un poco, p ara poder m irar a
la distancia: nadie quería arriesgar el empleo, la familia, si
ios llevábamos un día o dos en averiguaciones.
Los otros dos seguían adentro de la casa, y ni se los
veía. El jefe podía haber dado la orden de arresto de in-

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mediato, pero él no tenía apuro y quería esperar: m ien tras
esperábamos y pasaba el tiempo la expectativa aum entaba,
llegaban más refuerzos y daba la sensación de ser un o p e ra ­
tivo muy im portante, con todos los canales de televisión fil­
m ando y las radios haciéndonos reportajes. A nosotros no, a
los jerarcas. Pero es lo mismo, porque somos una gran f a ­
milia. Los jefes, el ejército, el presidente y nosotros, todos
una gran familia, porque defendemos lo mismo y son los
mismos nuestros enemigos. Aunque no podíamos hablar en tre
nosotros (las órdenes son muy severas) me di cuenta que
el gran despliegue que estábamos m ontando alrededor de la
casa sitiada nos confundía a nosotros mismos, que, excitados
por las armas, el movimiento de los jefes, los altoparlantes
y las luces, ya habíamos olvidado que se tratab a de dos cons­
piradores poco importantes, casi desconocidos, y actuábam os
y esperábamos con un ardor y una tensión tales como si,
dentro de la casa, estuvieran escondidos los ansiados jefes
nunca vistos del movimiento. Adentro de la casa, entre los
muebles seguramente llenos de polvo, los jarrones de barro
y las camas, porque ellos duermen como nosotros, comen,
se alimentan, tienen frío y se sientan a la mesa, cosa curiosa.
Con los preparativos, la llegada del ejército, los carros con
las sirenas, todos nos habíamos excitado un poco y a n d áb a­
mos locos de ganas de hacer salir las balas. H asta yo m is­
mo parecía haberme olvidado de quiénes eran los de aden­
tro, cosas del espectáculo, como si no supiera.

Al fin, alguien habló por uno de los altoparlantes. Al­


gún jefe, no pude saber quién era, seguramente del ejército,
porque desde hace un tiempo tenemos que cederles las cosas
importantes a ellos. Así es. Nosotros hacemos el trabajo, ellos
los discursos. Debió ser del ejército el que habló, si no, le
hubiera conocido la voz. Todos los reflectores estaban diri­
gidos hacia la fachada de la casa, pero iluminaban mucho
más que la casa en sí, iluminaban otras casas que eran las
de los vecinos asustados detrás de las puertas trancadas y
las ventanas cerradas. La casa hacia la cual todos teníamos
la vista fija también tenía una ventana, y nada se movía
allí, como si todos estuvieran muertos o se hubieran ido de
fiesta o de paseo, como la gente se va en los días feriados.

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Nosotros no, porque no tenemos feriados. El presidente nos
llamó a todos y nos dijo que era por el bien de la patria
que n o íbamos a tener licencias ni feriados. Q ue el servicio
de la p a tria era sacrificado pero también un honor. Ellos
tampoco deben tener feriados. En eso nos parecemos; ¿quién
se im agina a uno de ellos paseando a su hijo por el parque,
el día domingo, comprándole cartuchos de maníes y lleván­
dolo a a n d a r en bote? Hijos tienen, como todo el mundo,
pero no pueden llevarlos a pasear. Todos los reflectores ilu­
minaban el frente del edificio, una casita gris como todas las
casitas grises de la zona, m anchadas de hum edad, aunque to­
davía no había caído la noche, pero no era cosa de hacer
la operación a oscuras. L a noche cae como se derrum ba un
piso, so b re la vereda, aplastando los árboles y la gente. La
voz ad v irtió a los presentes que no se acercaran a la zona
rodeada, y a los vecinos de la casa ocupada por los delin­
cuentes que no se asomaran p ara nada y que estuvieran lejos
de las pu ertas y de las ventanas. A los de la casa, no les dijo
nada. T o d o s apuntábam os nuestras armas en dirección a la
puerta de m adera que permanecía cerrada. La mía es una
M-l recién traída de N orte América; el gobierno las consi­
guió vendiéndoles la carne que no comíamos en la mesa, por­
que prohibió el abasto interno por seis meses; con la carne
compró las arm as que nos dieron para luchar mejor, porque
los jefes se quejaban todos los días; el arm a tiene una ins­
cripción en la base que no sé leer, porque no entiendo in­
glés, pero igual, no necesito leerla porque el arm a es tan
buena que se dispara sola. A todos no nos tocaron M -l,
porque dicen que de los trescientos cajones que envió el go­
bierno de Estados Unidos llegaron solamente doscientos; los
otros cien se los quedaron entre los jefes, p ara venderlos más
caros en el extranjero, ya que a ellos no les costaron nada.
Así que aunque muchos no comieron carne, igual las armas
no alcanzaron p ara todos. Cuando la voz dejó de escucharse
hubo como un estremecimiento; todos esperábamos órdenes, pe­
ro las órdenes no vinieron en seguida. Eso es un golpe sico­
lógico, como dicen los jefes. A los jefes les gusta mucho esa
clase de golpes; van expresamente a Estados Unidos a apren­
derlos, porque dicen que son mucho mejor todavía que las

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
M -l; yo no creo que haya nada mejor que las M -l, pero es
muy cierto que hay tipos que van a la Luna y son norteam e­
ricanos, y si los norteamericanos van a la Luna, por qué no
creerles el asunto de las armas sicológicas. Claro que este tipo
de armas no es p ara uso de cualquiera; hasta los niños apren­
derían a tirar con una M -l, pero ningún niño ni nosotros po­
dríamos andar con las armas sicológicas; hay que ser m uy vivo
para eso, hay que ser un jefe.
Igual me di cuenta que el problema eran los vecinos; si
disparábamos todos hacia la casa sitiada, podíamos causar
destrozos en las próximas, y quizás también muertos. Y a más
de una vez al tirar contra el enemigo le hemos dado a es­
pectadores o a curiosos, a vecinos o a transeúntes; después
es muy difícil arreglar las cosas, porque aunque se les a tri­
buyan a ellos las victimas, siempre hay algún juez que se
mete a preguntar. Pero cada vez hay menos y me han dicho
que no quedará ninguno, porque el gobierno los va a jubi­
lar a todos; cuando se está en guerra no se pueden tener con­
templaciones ni consideraciones, ni con jueces ni con vecinos
ni nada. Yo estaba medio asustado esta vez, porque en esa
zona vivían unos tíos míos y aunque no me acordaba bien
cuál era el número de su casa, me imaginé que con los tiros
a lo mejor les tocaba a ellos, y después, si le daba a mi tío
o a mi tía, ¿cómo quedo con la familia? Al jefe no podía
decirle nada, porque él ni lo oye a uno cuando no pasa nada,
menos iba a oírme en este caso. Así que al único que le dije
fue al que estaba al lado mío. Le dije: “Allí no más al lado
viven mis tíos. Tienes que tirar con cuidado. No vayamos a
darle”, y él se rió, me dijo: “Si yo no le doy algún otro les
d ará” y apretó su M -l, que a él también le tocó una, no
por verdaderos méritos, sino porque su primo tiene un club
político. Así que me incliné hacia el del otro lado, que es
medio chambón, y le dije: “M ira bien adónde tiras. Tengo
un tío y una tía que viven al lado”, y él se rió, porque como
es medio chambón, siempre anda tirando p ara los costados.
Pero como no podía decirles a todos, uno por uno, que tu­
vieran cuidado con mi tío y con mi tía, me quedé quieto.
Ya me había dado cuenta de que si todavía no nos habían

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
d a d o la orden de tirar un poco era por el espectáculo y otro
p o c o por el lío de las casas vecinas y los canteros de flores.
Eso mismo deberían estar pensando los otros, los dos que
e s ta b a n del lado de adentro de la casa sitiada, porque de
p r o n to vimos que asomaban la cabeza detrás del vidrio, mi­
r a n d o hacia nosotros, toda la m anzana rodeada, todos los que
é ra m o s, los camiones del ejército, los trasmisores rodantes, las
am etrallado ras de pie arrodilladas en el suelo, el montón de
soldados, los altoparlantes, y después de habernos m irado a
todos, rápidam ente se volvieron a ocultar y la casa otra vez
se hundió en el silencio, como una tum ba y con el silencio
de la casa el terror mudo y atónito de los vecinos.
Entonces ellos decidieron salir, porque aparecieron por la
p u erta cerrada que se abrió para darles paso, los dos juntos,
aparecieron los dos juntos con las manos y las armas en alto
y un pañuelo blanco colgado de la punta del rifle, eran dos
muchachos, tendrían mi edad, y cuando todos los vimos apa­
recer, pantalones oscuros y camisa blanca, las manos en alto,
el fusil con el pañuelo colgado, el jefe dio la orden y entonces
al unísono, como un solo hombre, disparamos una ráfaga vio­
lenta que los derrumbó en el suelo, ellos dos, las flores, mi
tío y mi tía.

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42

Aquella aparente falta de sentido no los im presionaba


para nada: m orir por aquellos que no sabían que m o ría n
por ellos.

US

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43

Yo estaba saboreando un helado en la Plaza M atriz cuan­


do Juan Carlos O netti se sentó en el borde de la vereda y
me saludó:
—Buenas tardes, m’hija —-me dijo.
En ese momento pasaba un transeúnte rengo, mutila-lo
por el ejército durante una manifestación: le faltaba una pier­
na entera y algunos dedos del otro pie. Me sonrió tím idamente
y a m anera de despedida me dijo:
—Yo sé que el arte es inmortal.
Juan Carlos O netti tenía un poco de caspa y yo un poco
de tos, pero igual nos miramos cómplicemente alrededor de
las huellas que dejaban los vasos sobre el m antel y las tres
huellas, en form a de pato, de los pasos desiguales del baldado.
—El arte es inm ortal, le digo —farfulló Juan Carlos O ne­
tti—. U na palom a le había mojado el sombrero.

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44

Selene I

A veces pienso que ella no existe, que la he inventado


en una noche de hastio pensando en cosas muy tenues, muy
tristes,
que no la veré más recorrer los patios,
no estará allí m irándom e dándome la m ano
ni andará por los balcones,
lacia, blanca,
viéndome vivir
y esa duda — la sospecha de que no exista— alcanza para
volverme loco.
A veces pienso que ella no existe; que la he inventado
en una noche de insomnio, por hacer algo, por tener en que
creer. Entonces, aunque la vea venir en los pies de mis versos
preferidos, su duda,
—esta malicia de no creerle—
nos vuevie
desgraciados. A mí, que incrédulo la pienso sin anim arm e a
desafiarla; a ella que, — triste de mi infidelidad— se aleja
del cuarto, abre la puerta de los últimos árboles. Y yo la
veo irse en el hechizo con ganas de detenerla, esperando hasta
m añana, día en que quizás, fam iliar y perdonadora, ella vuel­
va a mí.

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45

Sel ene 11

Contigua y distante, dadora de luz, dueña de un m ar en


perm anente calma, de una tristeza fría y gris, de un polvo
q u e es inconsistente y no vuela, todo en reposo serenísimo,
m ares próximos, fugaces promontorios derretidos por la luz,
celeste y selene, próxima, contigua.

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46

H e venido en tren
he gozado de los panoram as
al pie de tu ciudad
te digo:
hay un aire gris de cataclismo
atmósfera de desastre
plenilunio de catástrofe
H ay
por tu ciudad
un vigésimo niño que mendiga
y óleos de musgo cuelgan
de los viejos edificios
hay
u na incertidum bre
vástaga tragedia
hay
un olor a rencor y muertos
que me asfixia
o será este silencio de diez de la noche por la calle
la ciudad sin autos
la ciudad con miedo
y mil y un refugiados que se esconden en los bosques
de tus perímetros balnearios
y quince mil presos políticos
gimen en pesebres
H ay
una lucha subterránea
un miedo opaco

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u n césped seco
u n a sensación de resentimiento
y u n silencio agorero
negro pájaro de muerte
q u e anuncia por todos lados
la venida de otros tiempos.

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47

AVISOS U R G E N T E S A LQS N A V EG A N TE S

163 R Río de la Plata. Latitud 34*, 5 m.


Urgente: 167 sirenas avanzan hacia el este.

Cabo Colón, Estría Sur, longitud 26 km. aproximados.


Veo venir un buque fantasm a, ¿qué hago?

193 R Canal Rosario, latitud 53s, 22 minutos.


Perdida doncella azul, piel fosforescente, lm t. 59 de estatura,
arboladura mayor, tiene un lunar en el brazo derecho. Por favor,
encuéntrenla pronto. Me siento muy solo.

Canal de los Argonautas, Río de los Arboles, 435 latitud este:


Desaparecido el argonauta Cabo, a la segunda hora de la noche,
que bogaba en paños y sueños menores. Se lo busca con baliza
verde y promesas de regreso. Se lo oía lam entar en remos. Se
siente mucho su ausencia.

24 R Río Uruguay:
Apagada la luz de la poesía, por efecto de
una nube cargada de ministros. Todos se queman en el mismo
reverbero, se acabó la edad de la inocencia, sólo quedan peces
lentos y solitarios, un diente de aviador y tres cronistas literarios.
Éstos escriben al viento.

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35® latitud este. C anal Exhortación. 18 km. al sur de la Bahía
de los Ensueños.
Se halla apagada la luz de la inteligencia entre
los hombres, desde el río se los ve desintegrarse, luchar por restos
de com ida y desperdicios, hundirse en nichos de piedra y cre­
m atorios. Cuando hayan terminado de destruirse entre sí, fu­
m igarem os la zona que ocuparon, a fin de limpiarla de microbios
y de insectos.
23 R R ío de la Plata. Cabo General.
H undida la chata de los sueños, solamente quedan máquinas
de calcular. ¿Las volamos todas?
23 de noviembre:
Hoy he visto un pájaro.
Situación latitud 36s. 3 minutos longitud 25 km. aproximados.
Casco a pique llevando a los ministros. Algarabía general.
44 R R ío de los Pájaros Inquietos. Longitud 64 km.
El Presidente Vitalicio ha desaparecido entre unas matas.
Talarem os todo el bosque, hasta hallarlo y encerrarlo en una
jaula. Com o no somos rencorosos, luego buscaremos una mona
para que le haga compañía.

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El C o n tra to Social

Llegué allí acompañado


—protegido—
por mi abogado y mi analista.
U na grosera procesión de hierros negros alineados en fila
cerraron nuestro paso, una vez que fuimos llegados.
Ni una música, ni un sentimiento en el largo campo verde.
E ra un lugar adecuado p ara colocar alguna de mis estatuas, d e
[mis geom etrías,
pero es cierto que le había prometido al analista no insistir c o n
[eso.
Olvidarm e de mi oficio,
tan extraño, tan único e increíble de modelar.
D ejar de pensar en ellas —las estatuas—
los mármoles blancos, el dulce alabastro
con que d ar forma a las rodillas, a las lomas del vientre,
a los senos encadenados como montes vecinos, perfumados.
No citar mi profesión, especialmente, no nombrarla.
Al oficio asistía —además de mi analista y mi abogado—
un oscuro oficial 4to., encargado de sellar los papeles
y el empresario, uno de esos simios mediocres
a quienes el triunfo de la Conspiración había dado el poder.
El aire era seco, negro, funeral. ¿Dónde estaba la m u ltitud?

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Esa m a sa abigarrada, vulgar, cuyo pensamiento no es más
[sólido que el ala de un picaflor,
ni m á s largo que el largo de un alfiler,
ni m á s coherente que una cantidad de eslóganes metidos en
[un sombrero,
del c u a l sacar, con gesto de sorpresa, un interés particular
[parecido a una idea.
H a b ía un hueco en el m undo donde la m ultitud no estaba,
ni estaría, era seguro, por muchos siglos.
Y o debía juram entarm e,
cerem o n ia esta inevitable, desde que renuncié al suicidio
lu eg o de molestos fracasos, débiles fracasos,
y allí estaba el G erente General (me refiero a esta empresa
[particular, El Estado),
el oficial cuarto,
el abogado y mi analista, actuando de testigos.
E n prim er lugar, debí estam par mis huellas, mis señales, en una
h o ja perforada.
E r a curioso, nunca había advertido esas señales con las que
[pretendían distinguirme.
E sta b a acostumbrado a pensarme diferente en virtud de otras
[cosas,
p e ro allí lo que im portaba absolutamente era mi dedo,
este pulgar ordinario, ordinario desde que ha dejado de cavar la
m a te ria , darle forma, volverla intensa, expresiva, otra.
A dem ás de mi pulgar, pareció interesarles mi firma.
Y o le aseguré al analista que podía firm ar de mil maneras
[distintas,
to d as igualm ente estimadas por mí, que ya podía escribir hacia
[un lado o hacia otro,
h a c ia la izquierda o la derecha,
a n u d a n d o una letra a otra por imperceptibles eslabones de
[tinta,
o y a , si quisiera, escribir las letras separadas, como si verdaderos
[océanos y mares de escritura separaran una o de su ele.
P e ro estas habilidades no entretuvieron a mi analista,
el cual, por el contrario,
m e recomendó que no citara estas condiciones, estas posibi­
lid a d es

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
y me lim itara a firm ar de alguna de las maneras, recomen-
[ dándome
que insistiera acerca de que se trataba, para mí, de la única
[posible.
Siempre me ha molestado mentir,
pero desde que el analista, a pedido de mi familia
y de un representante del Estado, me ha tomado a su cargo,
con la tarea de integrarm e a la sociedad en que vivimos,
la m entira se ha vuelto un recurso ineludible a los efectos de
[cum plir este penoso trám ite de integración.
He comprendido que la m entira, así como el ejército y la
televisión y la iglesia, son los pilares de la sociedad. Hubiera
sido muy sencillo explicármelo desde el principio.
Sin embargo, he sido yo quien ha entendido mal. En la escuela,
recuerdo bien, se me enseñó claram ente que no debía mentir
jamás. Dado que esto era una m entira, puesto que ni el
ejército, ni la televisión, ni la iglesia, ni la sociedad, dicen
la verdad, yo debí hacer la reflexión oportuna, y hubiera lle­
gado a la conclusión adecuada: Para hacernos entender que
debíamos m entir, como ellos,
debieron decirnos que no era bueno mentir. De lo cual, se
deducía que la m entira era nuestra principal form a de
[educación.
No haber extraído la conclusión correcta de las enseñanzas
[que me brindaron,
produjo, ciertam ente, este penoso desajuste que hace necesaria
la presencia casi continua del analista a mi lado,
como una segunda madre, claro que sin sus senos y sin sus labios.
Él asegura que pronto estaré bien,
o sea, integrado,
no padeceré más estos desajustes,
todo me parecerá normal y correcto,
todo justo y adecuado. Será como colocarme lentes.
Unos lentes que me adecúen la visión,
me cambien el mundo, me vuelvan sordo a las súplicas que
[ahora escucho
insensible a los dolores que me acosan,
unos lentes p ara no ver ni saltar, p ara no llorar ni crecer,
unos lentes p ara ser otro.

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
Después que hube firmado,
el G erente General hizo una seña al oficial cuarto,
y éste comenzó a traer papeles.
Al principio no me preocupé mucho; estoy acostumbrado a
ver grandes cantidades de papel en todas las oficinas del
[Estado.
Nos empapelamos, como paredes. Se hace un infierno tan
[grande de papeles,
que luego nadie puede hallar nada,
con lo cual se ha obtenido la finalidad principal del Estado,
que es hacernos desaparecer. Por una curiosa paradoja,
son los papeles destinados a fijar nuestros nombres y apellidos,
lugar de nacimiento, domicilio actual,
son los papeles, destinados, aparentemente, a señalarnos para
[siempre,
quienes term inan por reducirnos al olvido, al desconocimiento,
[a la inexistencia.
Recuerdo a un pequeño señor que conocí una vez en un parque.
Estaba m uy preocupado. Yo no sabia qué le sucedía. Imaginé
que había m uerto su madre, o que su madre ya no lo que­
ría, que lo engañaba con algún perro o algún gato, pero
[no, no se trataba de estas tragedias.
El hom bre andaba medio enloquecido debido a un extravío
[de papeles.
Era un hom bre inexistente. Efectivamente, como en las ofi-
[nas del Estado
habían extraviado toda la documentación acerca de su per­
sona, el pobre no figuraba en las listas necesarias para vivir:
la de ciudadanos de la patria,
la de soldados de reserva,
la de miembros de la sociedad,
la de ex-alumnos de los padres salesianos,
la de miembros del partido blanco
la de miembros del partido amarillo
la lista de los delatores condecorados,
la lista de ojos y vigías del palacio,
la lista de aspirantes a la guardia personal delsoberano,
la lista blanca (donde figuran los nombres detodos aquellos

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
respetables ciudadanos que no están todavía en la lista n e g r a )
la lista de los que tienen derecho a vivir,
y no figurando en ninguna de estas listas, le e r a a b ­
solutam ente imposible obtener algo de lo que n e c e ­
sitaba p ara continuar existiendo, sin lo cual, s i n i e s ­
tram ente, se cumplía lo que su ausencia de p a p e l e s
señalaba: él no estaba vivo, no existía, sin darse c u e n ­
ta, se había muerto.
Dije que al principio no me preocupé por la c a n t i d a d
de papeles que acopiaba el funcionario. Sin embargo, lu e g o
de un rato de incesantes idas y venidas, nuestro esp acio se
fue reduciendo tanto, que pronto estábamos todos r e u n id o s ,
como p ara observar algo muy pequeño, hacia el c e n tro d e
la sala.
Los papeles empezaron a treparnos los zapatos, a s c e n d ie ro n
[por los pies hasta las piernas,
teníamos papeles sobre la cabeza, en los bolsillos y e n la s
[manos tensas como mesas,
hasta que al fin, p ara evitarnos problemas, nos subimos e n -
[cim a de los archivos y de los esc rito rio s.
Cuando aquel funcionario dejó de traer papeles, respiré a liv ia d o .
El Gerente General me acercó nuevamente la lapicera y m e
dijo, entregándome una boleta:

—Firme aquí, notificándose de todas las obligaciones a


las que queda sujeto desde este momento, y cuyo texto f ig u r a
en los papeles. Ah, —agregó— y le informo que la ig n o ra n cia
de la ley no es excusa.

Yo miré a mi analista que sonreía beatíficamente, co n te n to


de que todo estuviera tan bien, tan ordenado, fuera tan fácil,
los carriles por los que me querían hacer andar fueran unos c a ­
rriles tan habituales, tan bien conocidos.
—N unca tendré tiempo de enterarm e de todas las cosas
que me están prohibidas— m urm uré, m irando desalentadora-
mente a mi alrededor.
Mi abogado era un ser compasivo.

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— Podrá venir todos los días a la oficina, de 15 a 16 horas
y leer un fragmento de cualquiera de estas disposiciones. Por
lo dem ás, habrá una gran cantidad de funcionarios a su lado,
desde este momento, que sin necesidad de nada, le irán infor­
m ando de sus nuevas obligaciones. Tienen mucha experiencia
en esta clase de casos y nada le pasará. V erá qué eficientemen­
te funciona todo. — Me informó.
Yo manoteé al azar alguno de los contratos. Ese, por
ejemplo, que me obligaba a em peñar un tercio de mi tiempo
diario en una tarea que no me im portaba, que me molestaoa,
permitiéndome libertad solamente los domingos y los sábados
por la tarde. Lo arrojé lejos, violentamente. ¿Dónde se había
visto algo tan lesivo?
¿Y cómo se me recompensaría por un dispendio de tiempo
tan sacrificado? Mi abogado me informó en seguida: a cambio
del tercio de mi vida que yo debería disponer para cumplir
tareas que me desagradaban, recibiría una tarjeta amarilla y
otra verde. Con la amarilla, podría com prar un poco de carne
por sem ana, harina y algunas manzanas. No me eran necesa­
rias. Yo me alimentaba de sueños.
C on la verde, en cambio, tenía acceso a los espectáculos
oue el Estado patrocinaba, es decir, podría ver alguna de lus
películas que el Estado dejaba exhibir, por inofensivas, asistir
a alguna función de ballet, de patín en el hielo, o comprar
alguno de los libros parmitidos. Esto también me era innece­
sario; las películas me aburrían, el ballet era anticuado y los
libros que estaban permitidos leer no interesaban a nadie.
Además, me di cuenta que en el tercio de tiempo que debía
disponer graciosamente p ara el Estado, no estaban incluidos los
minutos que perdería esperando locomoción, la comida, ni
incluía tampoco los gastos de ropa. Nada eso figuraba en
las tarjetas. Evidentemente, yo había hecho un mal negocio.
Otro de los papeles que recogí al azar, indicaba las sanciones
a las que me vería sometido en caso de llegar tarde al trabajo,
que iban desde el descuento de una película, a la prisión por
desacato. En ningún caso se preveía el despido, castigo que
yo hubiera anhelado ardientemente.
Enfermo por tantas obligaciones, salí de la sala deseando
respirar aire fresco. El analista acababa de firm ar mi alta, con

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
lo cual quedaba yo sujeto a todas estas disposiciones y regla­
mentaciones. Era el final de mi libertad. De cualquier m anera
ahora estaba sujeto, prisionero, acorralado. En casa me espe­
rarían los parientes, dispuestos a celebrar mi integración al
mundo en que vivimos. Esto me abatió más. Imaginé algunos
postres confeccionados en base a tarjetas amarillas y u n a pe­
lícula de tarjeta verde; imaginé a mis tíos bailando un tango y
me acordé repentinamente de mamá, que se enfriaba en el
cementerio.
Por suerte, cuando me despedía del analista, ansiando no
[volverlo a ver,
divisé a lo lejos al hombrecito del parque.
Me dirigí a él resueltamente. El hombre daba vueltas
alrededor de los árboles, la cabeza inclinada hacia abajo,
como buscando en el suelo alfombrado de hojas, su identidad
perdida. Tenía los ojos grises y yo pensé en los pequeños pájaros
de las plazas y en esas damas de mármol que solían esperarnos
en el paseo. Sus ojos picotearían el suelo, buscando los papeles
perdidos, aquellos que le aseguraran por un tiempo la sobre­
vivencia.
Despacio me acerqué y le extendí mi flam ante tarje ta de
integrado.
Él no entendió al principio.
Hube de explicarle brevemente.
Le hablé de m am á, de las estatuas en los parques, de la
m anera cómo podía, de una piedra, hacer nacer una mujer.
Él no entendía nada pero estaba entusiasmado con lo de la
tarjeta.
Finalmente se la di, y me marché camino al cementerio.
De todos mis suicidios, solamente uno no había probado: ence­
rrarm e en la cripta con mamá. Estaba seguro de no fallar.

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E ra un enorme caballo con un héroe encima. Los visean­


tes y los numerosos turistas solían detenerse a contemplan-, .s.
L a majestuosidad del caballo, su tam año descomunal, la per­
fección de sus músculos, el gesto, la cerviz, todo era motivo de
adm iración en aquella bestia magnífica. H abía sido construido
p o r un escultor profesional subvencionado varias veces por el
gobierno y que se había especializado en efemérides. El caballo
e r a enorme y casi parecía respirar. Sus magníficas ancas susci­
ta b a n siempre el elogio. Los guías hacían reparar al público
en la tensión de sus músculos, sus corvas, el cuello, las m andí­
bulas formidables. El héroe, entre tanto, empequeñecía.

—Estoy harto de estar aquí— le gritó, por fin, una m a­


ñ an a. M iró hacia abajo, hacia el lomo del caballo que lo sos­
te n ía y se dio cuenta cuán mínimo, diminuto, disminuido, insig­
nificante había quedado él. Sobre el magnífico animal verde,
él parecía una uva. El caballo no dio señales de oírlo: continuó
en su gesto aparatoso, avanzando el codo y el remo, en d o ->í -
ción de m archa. El escultor lo había tom ado de u n libro ¡lus­
tra d o que relataba las hazañas de Julio César, y desde que el
caballo se enteró de cuál había sido su modelo, trataba de
e sta r en posición de m archa el mayor tiempo posible.

—S c h tttttttttttt —llamó el procer.


El caballo miró hacia arriba. Arqueó las cejas y elevó ios
ojos, un puntito negro, m uy alto, muy por encima de él parecía
moverse. Se lo podía sacudir de encima apenas con uno de esos
estremecimientos de piel con los cuales suelen espantarse las
moscas y los demás insectos. Estaba ocupado en m antener el

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
remo hacia adelante, sin embargo, porque a las nueve de la
m añana vendría una delegación nipona a depositar una o fre n d a
floral y tom ar fotografías. Esto lo enorgullecía mucho. Ya h a b ía
visto varias ampliaciones, con él en prim er plano, ancho, h e r ­
moso, la plataform a del monumento sobre el césped muy verd e,
la base rodeada de flores, flores naturales y flores artificiales
regaladas por los oficiales, los marineros, los ministros, las a c tr i­
ces francesas, los boxeadores norteamericanos, los bailarin es
checoslovacos, el em bajador pakistano, los pianistas rusos, la
misión Por L a Paz y L a Amistad de los Pueblos, la C ruz R o ja ,
Las Juventudes Neofascistas, el M ariscal del Aire y del M a r
y el Núcleo de los Pieles Rojas Sobrevivientes.

Esta interrupción en el momento justo de ad elan ta r el


remo le cayó m uy mal.
—S ch tttt —insistió el héroe.
El caballo al fin se dio por aludido.
— ¿Q ué desea usted? —interrogó al caudillo con tono im ­
perioso y algo insolente.
—-Me gustaría bajar un rato y pasearme por ahí, si fu e ra
posible— contestó con hum ildad el procer.
—H aga lo que quiera. Pero le advierto —le reconvino el
caballo— que a las nueve de la m añana vendrá la delegación
nipona.
—Ya lo sé. Lo he visto en los diarios —dijo el caudillo— .
Pero tantas ceremonias me tienen un poco harto.
El caballo se negó a considerar una respuesta tan poco
protocolar.

—Es por los huesos, ¿sabe? —se excusó el héroe— . M e


siento un poco duro. Y las fotografías, ya no sé qué gesto
poner— continuó.

—La gloria es la gloria— filosofó baratam ente el caballo.


Estas frases tan sabias las había aprendido de los discursos ofi­
ciales. Año a año los diferentes gobernantes, presidentes, mi-

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n istro s, secretarios, se colocaban delante del monumento y pro­
n u n c ia b a n sus discursos. Con el tiempo, el caballo se los apren­
dió d e memoria, y además, casi todos eran iguales, de manera
q u e eran fáciles de aprender hasta p ara un caballo.
— ¿Cree que si me bajo un rato se notará? —preguntó el
h éro e.

L a pregunta satisfacía la vanidad del caballo.


— De ninguna m anera. Yo puedo ocupar el lugar de los
dos. Además, en este país, nadie m ira hacia arriba. Todo el
in u n d o anda cabizbajo. Nadie notará Ja au>.encia de un procer;
t n todo caso, debe estar lleno de aspirantes a subirse a su lugar.

Alentado, el héroe descendió con disimulo y dejó al caba­


llo solo. Ya en el suelo, lo prim ero que hizo fue m irar hacia
a rrib a —cosa que nadie hacía en el país—, y observar el lugar
al que durante tantos años lo habían relegado. Vio que el caba­
llo e ra enorme, como el de Troya, pero no estaba seguro si tenía
guerreros adentro o no. En todo caso, de una cosa estaba segu­
ro: el caballo estaba rodeado de soldados. Éstos, armados hastí»
los dientes, form aban dos o tres hileras alrededor del monu­
m ento, y él se preguntó qué cosa protegerían. ¿Los pobres?
¿E l derecho? ¿L a sabiduría? T antos años en el aire lo tenían
\n poco mareado: hasta llegó a pensar que lo habían colocad"
lejos del suelo p ara que no se diera cuenta de nada 'J-
q u e sucedía allí abajo. Quiso acercarse para interrogar a uno
de los soldados (¿C uál es su función? ¿A quién sirve? — le
p reguntaría) pero no bien avanzó unos metros en esa dirección,
los hombres de la prim era fila apuntaron todos hacia él y com­
p rendió que lo acribillarían si daba un paso más. Desistió de
su idea. Seguramente, con el tiempo, y antes de la noche, ave­
riguaría por qué estaban allí los soldados, en la plaza pública,
q u é intereses defendían, al servicio de quién estaban. Por un
instante tuvo nostalgias de su regimiento, integrado volunta­
riam ente por civiles que se plegaron a sus ideas y avanzaban
con él, peleando hasta con las uñas. En una esquina compró
u n diario pero su lectura le dio asco. Él pensaba que la policía
estaba para ayudar a cruzar la calle a los ancianos, pero bien
se veía en la foto que traía el diario a un policía apaleando a
un estudiante. El estudiante esgrimía un cartel con una de ias

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frases que él había pronunciado una vez, pero algo había p a s a d o
con su frase, que ahora no gustaba; durante años la había o í d o
repetir como un sonsonete en todas las ceremonias oficiales q u e
tenían lugar frente a su monumento, pero ahora se veía q u e
había caído en desuso, en sospecha o algo así. A lo m ejor e ra .
que pensaban que en realidad él no la había pronunciado, q u e
era falsa, que la había inventado otro y no él. “Fui yo, fui y o ,
la dije, la repito” tuvo ganas de gritar, pero quién lo iba a o í r ,
mejor no la decía, era seguro que si se ponía a gritar eso er»
medio de la calle term inaba en la cárcel, como el pobre m u c h a ­
cho de la fotografía. ¿Y qué hacía su retrato, su propio r e tr a to
estampado en la puerta de ese ministerio? Eso no estaba d is ­
puesto a permitirlo. U n ministerio acusado de tantas cosas y
su retrato, el único legítimo, el único que le hacía justicia co lo ­
cado en la puerta. . . Esta vez los los políticos habían co lm ad o
la medida. Estaba dispuesto a que su retrato encabezara las
hojas de cuaderno, las tapas de los libros, mejor aún le p a re c ía
que apareciera en las casas de los pobres, de los humildes, p e ro
en ese ministerio, no. ¿Ante quién podría protestar? Ahí e sta b a
la dificultad. E ra seguro que tendría que presentar la rec lam a ­
ción en papel sellado, con timbres de biblioteca en u n a d e
esas enormes y atiborradas oficinas. Luego de algunos años es
posible que algún jerarca se ocupara del caso, si él le prom etía
algún ascenso, pero bien se sabía que él no estaba en condicio­
nes de ofrecer nada a nadie, ni nunca lo había estado en su
vida. Dio unos pasos por la calle y se sentó en el cordón de
la vereda, desconsolado. Desde arriba, nunca había visto la
cantidad de pobres y mendigos que ahora podía encontrar en
la calle. ¿Q ué había sucedido en todos estos años? ¿Cóm o se
había llegado a esto? Algo andaba m uy mal, pero desde arrib a
no se veía bien. Por eso es que lo habían subido allí. P a ra
que no se diera cuenta de nada, ni se enterara de cómo eran
las cosas, y pudieran seguir pronunciando su nombre en los
discursos en vano, ante la complacencia versallesca de los hipó­
critas extranjeros de turno.
Cam inó unas cuantas cuadras y a lo largo de todas ellas
se encontró con varios tanques y vehículos del ejército que
patrullaban la ciudad. Esto lo alarm ó muchísimo. ¿Es que esta­
ría su país —su propio país, el que había contribuido a forjar—

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a punto de ser invadido? L a idea lo excitó. Sin embargo, se
dio cuenta de su error: había leído prolijam ente el diario de la
m añana y no se hablaba de eso en ninguna parte. Todos ios
países —por lo menos aquellos de los que se sabía algo—
m antenían buenas relaciones con el suyo, claro que uno explo­
taba a casi todos los demás, pero esto parecía ser natural y
aceptado sin inconvenientes por los otros gobiernos, los gobier­
nos de los países explotados.
Desconcertado, se sentó en un banco de o tra plaza. No le
gustaban los tanques, no le gustaba pasearse por la ciudad
— una vez que se había anim ado a descender del monumento—
y hallarla así, constantem ente vigilada, m aniatada, oprimida.
¿D ónde estaba la gente, su gente? ¿Es que no habría tenido
descendientes ?
Al poco tiempo, un muchacho se sentó a su lado. Decidió
interrogarlo, le gustaba la gente joven, estaba seguro que ellos
sí podrían responder todas esas preguntas que quería hacer des­
de que había bajado, descendido de aquel monstruoso caballo.
—¿ Para qué están todos esos tanques entre nosotros, joven ?
— le preguntó al muchacho.
El joven era amable y se veía que había sido recientemente
rapado.
—Vigilan el orden— contestó el muchacho.
— ¿Q ué orden? —interrogó el procer.
—El orden oficial— contestó rápidam ente el otro.

—No entiendo bien, discúlpeme —el caudillo se sentía un


poco avergonzado de su ignorancia— ¿por qué hay que m an­
te n e r ese orden con los tanques?

—De lo contrario, señor, sería difícilmente aceptado— res­


pondió el muchacho con suma amabilidad.

— ¿Y por qué no sería aceptado?— el héroe se sintió pro­


tagonista de una pieza absurda de Ionesco. En las vacaciones
h a b ía tenido tiempo de leer a ese autor. Fue en el verano,

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cuando el gobierno trasladaba sus oficinas y sus ministros hacia
el este, y por suerte, a nadie se le ocurría venir a decir discursos
delante del monumento. Él había aprovechado el tiempo p a ra
leer un poco. Los libros que todavía no habían sido decomisados,
que eran m uy pocos. L a m ayoría ya habían sido o estaban a
punto de ser censurados.
— Porque es un orden injusto— respondió el joven.
El héroe se sintió confundido.
—Y si es injusto, ¿no sería mejor cam biarlo? Digo, revi­
sarlo un poco, para que dejara de serlo.
—J a —el joven se había burlado por prim era vez— U sted
debe estar loco o vivir en alguna isla feliz.
—H ace un tiempo me fui de la patria y recién he regre­
sado, discúlpeme —se turbó el héroe—.

—La injusticia simpre favorece a algunos, eso es — ex ­


plicó el joven.

El procer había comprendido para qué estaban los ta n ­


ques. Decidió cam biar de tema.

— ¿A qué se dedica usted?— le preguntó al m uchacho.

—A n ad a— fue la respuesta tajante del joven.

— ¿Cómo a nada?— el héroe volvió a sorprenderse.

— Antes estudiaba —accedió a explicarle— pero ahora el


gobierno ha decidido clausurar indefinidamente los cursos en
los colegios, los liceos y las universidades. Sospecha que la edu­
cación se opone al orden, por lo cual, nos ha eximido de ella.
Por otra parte, p ara ingresar a la adm inistración sólo será nece­
sario aprobar examen de integración al régimen. Así se provee­
rán los puestos públicos; en cuanto a los privados, no hay pro­
blemas : jam ás emplearán a nadie que no sea de comprobada
solidaridad con el sistema.

— ¿Q ué harán los otros? —preguntó alarm ado el héroe.

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—H uirán del país o serán reducidos por el hambre. Hasta
ahora, este último recurso ha sido de gran utilidad, tan fuerte,
quizás, y tan poderoso, como los verdaderos tanques.
El caudillo deseó ayudar al joven; pensó en escribir una
recomendación para él, a los efectos de obtenerle algún empleo,
pero no lo hizo porque, a esa altura, no estaba muy seguro de
que una tarjeta con su nombre no enviara directam ente al joven
a la cárcel.
—Ya he estado allí— le dijo el joven, que leyó la palabra
cárcel en el pensamiento de ese hombre m aduro vuelto a su
patria. — Por eso me han cortado el pelo— añadió.
— No le entiendo bien. ¿Q ué tiene que ver el pelo con la
cárcel ?
— El cabello largo se opone al régimen, por lo menos eso
es lo que piensa el gobierno.
—T oda mi vida usé el cabello largo— protestó el héroe.
—Serían otras épocas —concluyó serenamente el joven.
Hubo un largo silencio.
— ¿Y ahora qué hará? —interrogó tristemente el viejo.
—Eso no se lo puedo decir a nadie— contestó el joven; se
puso de pie, lo saludó con la m ano y cruzó la plaza.
Aunque el diálogo lo había llenado de tristeza, la últim a
frase del joven lo animó bastante. Ahora estaba seguro de que
h ab ía dejado descendientes.

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INDICE
Advertencias 8
Sistema poética del libro 9
1 15
2 17
3 20
4 21
5 22
6 23
7 24
8 25
9 26
10 27
11 28
12 29
13 30
14 32
15 34
16 36
17 Diálogo con el escritor 37
18 39
19 40
20 42
21 44
22 45
23 46

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U N IV E R SIT Y OF M IC H IG A N
24 47
25 48
26 La deserción 49
27 ¿Q ué está pasando? 53
28 56
29 Los trapecistas 58
30 Sitiado 63
76
32 80
33 L a desobediencia y la cacería del oso 81
34 L a estatua 93
35 98
36 Despedida de mam á 100
37 104
38 105
39 110
40 112
41 U n a gran familia 113
42 118
43 119
44 Selene I 120
45 Selene II 121
46 122
47 Avisos urgentes a los navegantes 124
48 El contrato social 126
49 133

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