Hernandez-La Ciudad de Los Sueños
Hernandez-La Ciudad de Los Sueños
Hernandez-La Ciudad de Los Sueños
(Narrativa Completa)
JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ
PRIMERA PARTE
La casa de los Figueras, sus balcones de hierro que miran a la plaza
principal, rodeada de naranjos; la puerta de calle, el amplio zaguán, la verja,
la mampara de vidrios azules y rojos que divide el vestíbulo del primer
patio; el dormitorio de la abuela, la cómoda de caoba y encima la imagen
del Niño Dios en un fanal; el ropero de tres cuerpos; la cama de altos
espaldares de bronce: allí doña Brígida descansa aspirando con languidez
un pañuelo humedecido en agua de Colonia: “¿Qué hará Matilde levantada
a la siesta? Debería estar en su cuarto, acostada. Sobre que es carbonilla,
bonita se va a poner con el sol de afuera”.
El primer patio cubierto por un toldo; la galería lateral con piso de mosaico
ajedrezado; el juego de sillones de mimbre; las macetas donde crecen
palmeras enanas, begonias y helechos sombríos. Los padres de Matilde; sus
voces, apenas un susurro detrás de las persianas del cuarto en que descansan
a la hora de la siesta:
—¿A dónde vas, Florencia?
—A buscarte un vaso de agua con limón.
—Cuidado con pisar el cable del ventilador.
El dormitorio de la abuela, su rostro severo y macilento, las peinetas y
horquillas con las que sujeta el tirante rodete de pelo gris frente al espejo de
la cómoda:
“Apostaría a que está en el fondo, comiendo higos verdes.'¡Qué niña
traviesa! Se va a enfermar”.
El fondo de la casa, el gallinero disimulado por un cerco de ligustro, el
áspero follaje de una higuera entre cuyas ramas asoma la cabeza de un
chico que sonríe. Matilde:
—¿Quién sos? Mentiroso: el diablo no aparece de día.
Octubre de 1944
Hasta ahora nunca había pensado en llevar un diario, pero la carta que
recibí de Lila Cisneros abre un panorama diferente a mi vida desdichada.
¿Qué sentido habría tenido anotar en un cuaderno los tedios cotidianos de
este ambiente pueblerino? Escribir, por ejemplo: hoy me levanté a las doce;
almorcé con mi madre y mi abuela; después dormí otra vez hasta las seis.
Desperté de malhumor, con la cara abotagada. Me di una ducha fría y me
senté en el patio a leer una novela.
En casa podrán decir lo que quieran de Lila Cisneros: que siempre tuvo
fama de pizpireta, que se casó con un hombre de edad que podría ser su
padre, un divorciado, para colmo. Aquí la gente habla de envidia. Gracias a
su casamiento, Lila pudo escapar a esta chatura y obtener una posición en el
mundo elegante de la Capital. Yo la admiraba desde los tiempos del
secundario. Es cierto que entonces se excedía en imitar el peinado y los
gestos de una actriz de cine y que ese juego pueril acabó por ocasionarle
muchos disgustos. Lila Cisneros no ha olvidado la lealtad que supe
demostrarle en los momentos más difíciles de nuestra amistad: de inmediato
contestó a mi carta con otra, amabilísima, en la que me promete su ayuda.
Está convencida de que mis estudios de francés y la relación de su marido
con el gerente de la revista Élite, harán realidad mi sueño de vivir en
Buenos Aires.
He decidido ocultar a mi familia mi propósito de abandonar la provincia no
bien reciba la confirmación de un empleo de traductora en la revista. Mi
abuela, en especial, pondrá el grito en el cielo. Cuenta con mis clases de
francés para equilibrar nuestras finanzas quebrantadas por la muerte, mejor
dicho, por el entierro de papá. Pero nada hará cambiar mi voluntad. Tengo
veintiséis años, me sé físicamente poco atractiva y no ignoro que si
continúo en la provincia acabaré por parecerme a una de las tantas
solteronas que conozco, orgullosas del antepasado ilustre que sólo les dejó
en herencia su propio retrato al óleo, colgado en una sala ruinosa, o su
nombre perpetuado en una calle del suburbio. Sin fortuna, el abolengo
carece de importancia. Sobre este tema he discutido hasta el cansancio con
Alfredo Urquijo, que conoce al dedillo la genealogía de las antiguas
familias provincianas y porteñas. Trataré de ser más amable con él en lo
sucesivo. Después de todo, sus visitas hacen menos cansadores estos meses
de luto riguroso.
Alfredo Urquijo me prestó un libro de Paul Valéry, poeta que está de moda
en la Capital. No comprendo sus versos; me parecen fríos, rebuscados.
Prefiero los poemas de la condesa de Noailles que me ponen carne de
gallina. Dentro del libro de Valéry, un recorte de diario con la carta del
poeta francés a una señora porteña pidiéndole un par de zapatos. En
realidad, cada día me gusta menos la poesía. He vuelto a tomar el ejemplar
de La ciudad sin Laura, regalo de la hermanita que enseñaba literatura en el
colegio. “Estar enamorado”, aquel poema que tanto me emocionaba, me
deja ahora completamente fría.
En el horóscopo de Élite leí que hoy sería una jornada sumamente favorable
para las nacidas como yo bajo el signo de Capricornio. ¡Sumamente
favorable! Tiene que haberse deslizado un error de imprenta. Desfavorable,
o desagradable debió decir porque esta tarde vino a casa, de visita, mi prima
Teresita Rivadeneira.
Yo la había visto por última vez en el velorio de papá, circunstancia que
aprovechó para romper la tirantez que había entre nosotras desde los
tiempos del Colegio Santa Rosa.
Nunca olvidaré que le quitó el saludo a Lila Cisneros y que sus chismes
contribuyeron a que las monjas le negaran el ingreso al colegio. Han pasado
diez años de aquel episodio y Teresita continúa igual: el mismo aire
falsamente ingenuo, la mirada huidiza, la voz gangosa. En el colegio
gozaba de algún prestigio entre las chicas a causa de un viaje que había
hecho a Europa, pero en general la considerábamos medio lela. Entonces
Teresita llevaba flequillo; ahora, una permanente coronita que según dicen
está de moda.
Aniceta sirvió el té en el juego de porcelana china reservado para las visitas,
del que sólo quedan cuatro tazas, una lechera y un azucarero sin tapa. Como
de costumbre, Teresita sacó a relucir el consabido viaje a Europa; el
recuerdo de una tempestad en el barco; sus paseos por Madrid, por Roma.
Con toda intención interrumpí la descripción que hacía de la Capilla Sixtina
para preguntarle si había fijado la fecha de su casamiento. Nadie ignora que
hace cinco años que lo posterga y que ahora la madre del novio ha resuelto
casarlo con otra muchacha de una familia nada tradicional, pero más rica
que los Rivadeneira. Teresita parpadeó desconcertada; mordió una tostada
con manteca y bebió un sorbo de té. Después me contestó: “Apenas él se
reciba de abogado nos casaremos. Le faltan pocas materias. No se recibe de
puro haragán”.
Tal como suponía, en un momento de su visita Teresita se acercó a la vitrina
para mirar el abanico de nácar y seda que a su juicio debería pertenecer a su
familia. Funda esa pretensión en la letra R, bordada en oro sobre la seda del
abanico, inicial que corresponde al nombre de mi tatarabuela: Ramona
Carabajal Molina de Antuñano.
Al despedirme de Teresita, le recomendé una receta casera para el
enrojecimiento de la nariz, defecto que tanto la mortifica: compresas tibias
de agua de perejil.
La noticia agradable que anunciaba el horóscopo ocurrió esta mañana.
Carlota Vicentini reanudará la semana que viene sus clases de francés. El
dinero que cobraré por enseñarle me vendrá de perillas. Necesito ahorrar
unos pesos para los gastos que tendré que afrontar en Buenos Aires. En
primer lugar, debo comprarme allí un vestido de noche adecuado al medio
elegante que frecuenta Lila Cisneros. He visto un modelo en Elite que me
parece lindísimo: es de seda natural, cruda, con drapeados envolventes: se
lleva con nenúfares en el pelo. Hasta ahora, a escondidas de mamá y de mi
abuela, he comprado algunas prendas sencillas y prácticas: dos blusas de
verano para usarlas con mi traje sastre de brin, una pollera gitana, una
cartera blanca y un par de zapatos modernos, sin talón y sin puntera.
También un frasco de ese estupendo invento que son las medias líquidas.
La idea del viaje me ha quitado el sueño. Es casi medianoche; hace calor.
¿Por qué estas ganas de llorar? A menudo puedo convertir en furia mi
tristeza y de ese modo sobrellevar el tedio y la soledad en que vivo. Ahora
me siento incapaz de odiar. Las lágrimas que corren por mi rostro no son de
tristeza. ¿Tendré que resignarme a que el deseo asuma la imagen de quien
nunca me quiso? Este aire tibio, la fragancia de los jazmines. Querría
desnudarme, salir al patio y acariciar mi cuerpo bajo el cielo estrellado. Y
que me envuelva la dulzura del aire con su promesa de felicidad.
Día de los Santos Inocentes. El horripilante cuadro que sobre ese tema
bíblico había en el colegio. Al final me acostumbré a mirarlo con
indiferencia como si aquellas infelices criaturas degolladas por los soldados
de Herodes fuesen cabritos o conejos.
El cuadro era siniestro; por todas partes había cadáveres de niños.
Enloquecidas de dolor, algunas madres desgarraban sus ropas y ofrecían el
pecho desnudo a los verdugos de sus hijos.
La hermanita que enseñaba catecismo nos explicó que esa matanza formaba
parte de un plan divino. Se inmolaban a centenares de inocentes, pero el
recién nacido que afanosamente buscaban los soldados de Herodes no
estaba entre ellos; viviría para que más adelante lo asesinaran otros
verdugos. Misterios de la crueldad y de la inocencia. Como aquella imagen
religiosa extrañamente unida a la pérdida de la mía. La imagen estaba en un
fanal y tenía una pollerita escarlata. Creo que mi abuela la donó a la capilla
del Patronato.
Ayer, a la hora del té, se presentó en casa Alfredo Urquijo para enseñarme,
con gran alharaca, una nota sobre orígenes y linajes argentinos que apareció
en Elite. Al pie de la página, en un recuadro donde dice “descienden
también de don Saturnino Figueras y Arce y de doña Concepción Carabajal,
entre otras familias, las de...” hay una extensa lista que incluye los apellidos
de mis bisabuelos paternos.
Alfredo no quiso tomar el té con nosotros; iba apurado, de paso para su
oficina en la gobernación. Le pedí que me regalara la revista. Voy a
guardarla; puede que me resulte de utilidad en Buenos Aires.
En el mismo número de la revista, varias fotografías de un desfile en
beneficio del Centro Obrero de Barracas. ¡Con qué gracia Magdalena
Iturbide lleva su disfraz de Titania, reina de las hadas! También me
encantaron otras jovencitas caracterizadas de María Antonieta, Juana de
Arco y Petite Duchesse.
El disfraz de Titania me trae a la memoria las tristes fantasías de mi
adolescencia. ¡Si Aniceta, convertida en hada, me hubiera embellecido la
noche del baile de presentación en el Club! Sólo las hadas otorgaban ese
don; no eran como los santos odiosos de mi abuela que consideraban la
belleza por debajo de las virtudes del alma: un anzuelo del demonio, un
bien pasajero. La fiesta se inició con un vals que bailé con papá. Mientras
bailamos, todo el mundo estuvo pendiente de su gracia, de su apostura
varonil. Yo no existía: era una lombriz insignificante colgada de su hombro,
un pretexto para que el Inglés luciera su frac de corte impecable. Los
espejos del salón multiplicaron el perfil armonioso de papá, su cabeza
dorada en contraste con las otras oscuras, peinadas con gomina, como si
fuese Leslie Howard de incógnito en un baile de matacos endomingados. La
única muchacha digna de hacer pareja con papá habría sido Lila Cisneros,
pero ella, a causa de unas infames intrigas, se había visto obligada a
concluir su magisterio en la Capital. ¡El favor que le hicieron!
Me acuerdo que Pancho, su ex novio, bailó toda la noche con la menor de
las Gálvez, una especie de ratita con la que ese buen mozo acabaría por
casarse, y que Alfredo Urquijo no se cansó de ponderar el buen gusto de la
decoración de gladiolos rojos y la fastuosidad de las arañas que iluminaban
el salón. Todavía sigue comparando las arañas del Club con las que hay en
Versailles, lugar donde jamás ha estado. Versailles para Alfredo, Lourdes
para mi abuela. Yo me conformo con un empleo que me permita vivir en
Buenos Aires.
Con una hora de atraso ha venido hoy a tomar su primera clase de francés
Carlota Vicentini. ¿Qué se habrá pensado esa insolente? Ni siquiera me
pidió disculpa por la demora. ¿Creerá que el dinero de sus padres la
autoriza a tener los desplantes de esa norteamericana a quien llaman La
Niña de Oro?
Con gusto la habría puesto de patitas en la calle, pero me contuve pensando
en mi viaje.
Carlota Vicentini interrumpió la clase para decirme que sus padres acaban
de comprar la quinta Clodomira, que hasta hace poco era propiedad de los
Antuñano, parientes directos de mi abuela. Antes de noviembre tienen
pensado inaugurar allí una pileta de natación a la cual, por supuesto, estoy
invitada.
Mucho más agradable que esa invitación fue enterarme por Carlota de que
este fin de semana una amiga suya anunciará su casamiento con el novio de
mi prima Teresita Rivadeneira.
Comentario de mi abuela al saber que los Vicentini han comprado la quinta
de sus parientes: “Eso no les da derecho a esos taños a ocupar la bóveda de
la familia”.
Conversación con Alfredo Urquijo sobre el alma de las mujeres. Según él,
únicamente las mujeres somos capaces de albergar sentimientos nobles y
delicados. Almas bellas, ánforas de exquisitos perfumes y el consabido
verso “Mientras exista una mujer hermosa...” que siempre me pareció un
disparate. ¿Qué sabrá Alfredo del alma de las mujeres? Ni de lejos imagina
el infierno que hay en la mía. La cobardía, la envidia, la falsedad son los
sentimientos que albergamos con mayor frecuencia. Pagamos un precio
muy alto por esa aureola de perfección que los hombres colocan sobre
nuestras cabezas. Hijas perfectas, novias perfectas, esposas, madres
perfectas. ¿Y qué decir del ensañamiento de las mujeres hacia sus
semejantes que intentan apartarse del redil? Lo he padecido, no en carne
propia (mi insignificancia física me ponía al resguardo de los celos y la
envidia), sino a través de Lila Cisneros. Yo no ignoraba el riesgo que corría
al ponerme en contra de la corriente. Dios mío, ¡de cuántas bajezas son
capaces las salvadoras de la virtud! Anónimos perversos, insultos por
teléfono, apodos venenosos.
—Lila Cisneros.
—Sí, esa misma. Una agrandada. Me gustaría que fuese mi sobrina para
darle un buen sosegate. En primer lugar, le cortaba de un tijeretazo esas
mechas que le cubren un ojo. Qué afectación. No en vano tiene esa pésima
fama.
—¿Será cierto que la festeja el hijo de Amaina Dávila?
—No lo creo. Amalita, la conozco muy bien, es de las que apuntan alto. Si
fuese una de las Gálvez sería otro cantar.
—Y doña Brígida ¿se dignó aparecer en la retreta?
—Estás loca. Ella no cruzaría a la plaza aunque tocaran música gregoriana.
Desde la muerte de Plácido, que lo picó un bicho venenoso, se le ha dado
por el misticismo. A veces va al teatro, pero sólo cuando dan obras a
beneficio de la Acción Católica. Pienso que ahora ha de sentirse feliz con la
rosa celestial que el cardenal Copello le pidió a Santa Teresita para la
Argentina. Qué mujer santa.
—No tan santa. Hace algún tiempo tuvo sus ambiciones proferías.
Acordate. Entre ella y el Inglés arruinaron a la pobre Florencia.
—Me acuerdo. ¡Bastante caro que le costó a Florencia el querubín! Al irme
de la plaza me encontré con Alfredito Urquijo. Un encanto de muchacho,
aunque en Babia, como de costumbre.
—Así son los poetas. De tanto pensar en la luna, me supongo. Lo conozco.
Simpático, pero demasiado pedante para mi gusto.
—Alfredito Urquijo me acompañó a tomar el tranvía en la esquina de la
catedral. Parecía que iba a llover, pero después se limpió.
—Creo que es tu turno, Indalecia.
—Vos me dirás que es una ridiculez, pero a mí, qué querés, ese aparato
eléctrico me aterra. Tantos bigudíes, cablecitos y papelitos plateados.
¿Creés que valdrá la pena el sacrificio? He leído en Élite que este año se
pondrán de moda los turbantes.
—Resignación, querida. Il faut souffrir pour être belle.
Dejemos de lado esta digresión para decir que el paseo de anoche estaba
bellísimo. Estaban allí muchas de las hermosas, cuyos nombres han
prestado más de una vez brillo a la crónica social. Los ojos tenían en qué
deleitarse. Era el paseo un salón; pero un salón animado y brillante.
Rivalizaban allí las morenas y las rubias, de ojos negros y ardientes como
las mujeres árabes las unas, y de azules ojos las otras, azules como los de
las mujeres cantadas por Goethe. ¿Para qué hacer una vez más la
enumeración de todas las bellezas que hacías magnífico el paseo de la
noche? Todos tienen sus nombres en los labios, y muchos son, seguramente,
los que los tienen grabados en caracteres indelebles con los hilos de luz del
pensamiento.
El de hoy fue un día aburrido, como tantos otros. Para distraerme, he
mirado la plaza a través de los postigos de un balcón. He visto a Alfredo,
Urquijo que conversaba con un ordenanza, el mismo, creo, que lo saludó
cuando paseábamos por la avenida de los lapachos. He visto al doctor
Gálvez que salía del Club y a las mellizas Maldonado, tan altas y tiesas que
rozaban con la cabeza las ramas de los naranjos. Todo el mundo las
encuentra elegantísimas. Aire de ladies, dicen. A mí me parecen un par de
galgas presumidas y artificiosas. Qué diferencia, por ejemplo, con Lila
Cisneros. Ella sí que tenía un andar elástico, felino, gracias a los deportes
que practicaba para escándalo de la gente. Todo lo que ella hacía o decía era
objeto de censura, de comentarios malignos. Si jugaba al tenis o compraba
discos de Jean Sablón era por esnobismo, por afán de hacerse la moderna.
En el colegio la detestaban. Ni las monjas ni las muchachas feas toleraban
su carácter alegre y franco. Conociendo las intrigas que en torno de Lila se
tejían, a menudo yo le recomendaba discreción. Especialmente en el recreo,
cuando contaba a un grupo de amigas su flirt con Pancho Dávila, el
muchacho más buen mozo de entonces. En ese grupo se escondía la hiena
que robó la carta y la depositó en el escritorio de la superiora.
En la carta, totalmente imaginaria, Pancho Dávila comparaba a Lila con una
sirena.
¡Pancho Dávila! Siete años han bastado para que perdiera buena parte de
ese pelo tupido y lacio que el exceso de gomina convertía en un casco
apretado y reluciente. Hoy, mientras miraba la plaza, lo he visto pasar con
Chiquita Calvez, su mujer. Ella me dio risa: menuda y nerviosa, colgada del
brazo de aquel oso gigante que su familia le ha comprado.
¿Qué tal Ñato? Habla Pancho. Oíme: ¿tenes a mano los apuntes de
cosmografía?... Dejate de embromar. Pásamelos. A mí me dio flaca
tomarlos. Total para qué si hay olfas como vos que llevan un cuaderno bien
ordenadito como quiere el profe... No te enojes. Es una broma, hermano...
Bueno, empezá. Bolilla primera, aislamiento de la Fierra en el espacio.
Todos los astros sol estrellas planetas aparecen por el oriente describen un
arco y se ocultan por el occidente punto Si el observador se halla en el
hemisferio sur verá que algunas estrellas como las que forman la cruz del
sur permanecen constantemente sobre el horizonte y describen
circunferencias concéntricas alrededor del polo sur celeste y las estrellas
que describen esas circunferencias se llaman circumpolares punto De este
hecho surge la idea de que todas las estrellas describen circunferencias
análogas por lo tan to la Tierra y los demás astros se encuentran aislados en
el espacio hipótesis que se comprueba porque de día es posible ver estrellas
punto ¡Estrellas de día! Están todos chiflados. Mirá Ñato, si no fuera porque
el profe me tiene entre ojos y quiere llevarme a marzo me pasaría esa
materia por ya sabés dónde. La bronca le viene porque el coso anda caliente
con Lila. Quién no. Pero qué le vamos a hacer. Ella tiene un metejón
conmigo que te la voglio dire... Qué suertudo ni qué suertudo. La pinta,
queridito, la pinta. Dejame que te cuente. El otro día fuimos con la Lilita al
Capítol a ver no me acuerdo qué bodrio sobre María Estuardo con esa actriz
que me gusta: Norma Shearer... Tenés razón, María Antonieta. Un dramón.
Al final los franchutes le cortan la cabeza. Fijate que estábamos en plena
franela alevosa cuando de pronto se encienden las luces y ¿adiviná quién
estaba sentado al lado de nosotros?... El profe de cosmografía. Qué cagada.
Apenas apagaron las luces cambiamos de butaca... No, los dos solos.
Conseguimos despistar a la Matilde Figueras que es un pegote y anda detrás
de nosotros como sombra. Para mí que ella también está metida conmigo...
Te digo que sí. Vieras los ojos de cabrito degollado que pone cuando me
ve... Bueno, sigamos. Bolilla dos paralaje. La distancia de los astros se
determina en base a una magnitud angular llamada paralaje punto La
distancia genital ¿genital? Ah, cenital. De cénit, entiendo. Continuá... de un
astro del sistema solar medida desde la superficie de la Tierra no es igual a
la medida desde el centro de la Tierra distancia cenital concéntrica punto
Como el ángulo de la distancia cenital en la superficie es exterior al
triángulo que forma la distancia cenital concéntrica resulta que este último
ángulo es igual a la diferencia entre la distancia cenital en la superficie y el
ángulo opuesto al radio de la Tierra punto. Pará, pará por favor... No
entiendo un sorete. No sé para qué romperse el mate con esas idioteces.
Mandaría todo al carajo si no fuera porque llevarme cosmografía a marzo
me jode las vacaciones... ATotoral donde los viejos de Lila tienen una casa
pegada a la nuestra... No creas Ñato, no es nada fácil. Mucho beso, mucha
franela pero no afloja así nomás... Por supuesto... No me gusta alabarme
pero te juro que al principio no pero después si. Vieras el susto que se
llevó... No compares. Ya sabemos que con las siervas es distinto... Cuestión
de gustos. Tiempo al tiempo. Te aseguro que layegüita esa no se me va a
escapar. Anoche le escribí una carta que la va a dejar de cama. Oí el „
comienzo, me lo sé de memoria: Lila, mi diosa. He tenido en mis brazos tu
cuerpo desnudo y ondulante de sirena nacarada. Tus labios infundieron en
los míos, yertos, el sagrado fuego del amor y de la vida. Alrededor rugía la
tempestad... No te riás, Ñato. Es una carta poética en la que yo soy un
náufrago y Lila una sirena que me salva de morir ahogado... ¿Qué sabés?
Por ahí entre las escamitas tenía la cosita. Como te decía, la carta la va a
dejar de cama. Con lo engrupida que es. No es para menos. Un hembrón...
No, no saben nada. Mamá haría un escándalo de la madonna. Hace tiempo
que me hace gancho con la Chiquita Calvez... ¡Qué me importa la plata!
Vamos, Ñato, es idéntica a un monito tití... Bueno Ñato, me están llamando
a almorzar... Es el chinche del viejo, impaciente por sentarse a la mesa...
Voy, papá, voy... Chau, Ñato. Nos veremos luego, en el colegio. Chau, chau.
Discusión con mamá y mi abuela: ellas piensan que bajo ningún concepto
una señorita decente puede ir al cine o a! teatro hasta por lo menos ocho
meses después de la muerte de un pariente cercano. Les pregunté quién era
el autor de ese reglamento del luto y dónde estaba escrito. En el corazón de
las hijas que saben honrar la memoria de su padre como Dios manda,
contestó mi abuela con voz de melodrama. Resultado: quedaré sin ver la
película filmada en Acapulco que estrenarán mañana en el Majestic.
Me gastan las películas filmadas en lugares exóticos, como Huracán, Motín
a bordo, La buena tierra. Cuando éramos jovencitas íbamos mucho al cine
con lila Cisneros. Qué difícil resultaba ponemos de acuerdo en la elección
de un programa. A ella le encantaban las comedias norteamericanas,
especialmente las de Carol Lombard, con quien tenia algún parecido. Lila
no se perdía película de esa actriz; observaba atentamente su actuación para
después imitar su estilo lánguido y a la vez malicioso; su manera de
caminar, de encender un cigarrillo, de bajar una escalera. Yo en vano me
afanaba en encontrar una estrella a quien copiar. Creía, ingenuamente, que
allí estaba el secreto de la fascinación que Lila ejercía sobre los muchachos.
Conmigo, en la intimidad, era una chica corriente. Necesitaba de un público
masculino para ejercer aquel don de imitación con el que había trastornado
a Pancho Dávila. El hechizo de Lila provocaba al mismo tiempo la
trasformación de su enamorado. Pude comprobarlo una tarde en que las
monjas dieron asueto en el colegio con motivo de la fiesta de la Asunción.
Me acuerdo que Lila me rogó que fuese con ella al rosedal del parque
donde tenía una cita con Pancho. Mientras esperábamos a su novio,
sentadas en un banco de la glorieta, Lila empezó a contar anécdotas
divertidas del colegio. ¡Qué gracia tenia para los apodos! A la superiora,
que se llamaba Pilar, le decía madre Pilatos, a sor Amanda, la secretaria,
Samarcanda, y al capellán, un irlandés muy flaco y paliducho, Tallarín sin
Tuco. Entretenidas en nuestra charla no advertimos la llegada de Pancho
que junto a una columna de la glorieta nos observaba sin atreverse a
interrumpirnos. Al fin dijo: qué contentas están hoy las chicas, o algo por el
estilo. Entonces, con la rapidez del relámpago, Carol Lombard se posesionó
de Lila Cisneros, que con un brusco movimiento de su cabeza hizo caer el
consabido mechón de pelo sobre la frente; sus párpados se entrecerraron
voluptuosos, sus labios, húmedos de saliva, se abultaron con sensualidad. El
prodigio obró a su vez sobre Pancho Dávila que de inmediato torció la boca
hacia un costado, frunció el ceño y sonrió como lo hacía el actor que
acompañaba a Carol Lombard en la mayoría de sus películas.
SEGUNDA PARTE
Las Achiras, julio de 1946.
Querida Matilde:
Te escribo desde esta quinta en El Timbó, donde vinimos a pasar el fin de
semana con mi madre y a respirar un poco de aire puro en contacto con la
naturaleza que prodiga a manos llenas el oro de sus naranjales. En primer
lugar, te agradezco de corazón el ofrecimiento de trabajar en Elite, revista
que admiro desde mi juventud. Pero no puedo abandonar la provincia, entre
otros motivos, a causa de la salud delicada de mi madre que ha cumplido
los ochenta. Mi obligación moral como hijo único es permanecer a su lado
hasta que Dios se decida a llevarla. Ella, bien lo sabes, aunque bondadosa,
tiene un carácter difícil y no soporta los cuidados de una enfermera. Yo
mismo tengo que prepararle el caldo desgrasado, el arroz hervido y los
huevos pasados por agua que son sus únicos alimentos.
La salud de mi madre empeoró con los aciagos resultados de las elecciones.
¿Te enteraste de que no estoy más en la gobernación? No pude aguantar los
desplantes de esa gentuza encaramada en el poder, esa chusma que hoy
invade el Palacio de Gobierno, la plaza, las calles del centro. Presenté mi
renuncia indeclinable.
Ah oí a tengo un empleo en el estudio jurídico de Carlitos Elizondo (el
nombre quizá te suene: es sobrino nieto de Águeda Sepúlveda de Elizondo,
prima segunda de tu abuela).
A propósito, estuve con doña Brígida y Florencia: ambas me parecieron
resignadas a que trabajes y hagas tu vida en Buenos Aires, sobre todo en un
momento como este en que una pandilla de parvenus le cierran las puertas a
los auténticos hijos de la provincia.
Qué nobles y ejemplares me parecen ni abuela y tu madre, auténticas
señoras para quienes existen la palabra decencia, honradez, desinterés.
Viven apartadas, con modestia, pero decentemente. No como otras que
conocemos, llenas de ínfulas, pero que aceptaron colaborar en la colecta
oficial para las víctimas de la parálisis.
La situación aquí no puede ser más deprimente. El palacete de los Gálvez
fue comprado por el actual gobernador. ¿Te imaginás a ese chino, poco
menos que analfabeto, instalado entre muebles Luis XV, arañas de cristal y
coquetas salitas tapizadas de brocato rojo? Mi padrino tuvo la sensatez de
liquidar a tiempo sus acciones en el ingenio y partir al extranjero. No creo
que vuelva hasta que desaparezca la plaga que hoy carcome el cuerpo de la
República. En cuanto a mí, he dejado de escribir versos. (Por lo demás, no
me interesa colaborar en ese número especial de Elite, detesto el folldore.)
Leo, eso sí, constantemente, y compro libros de arte con reproducciones en
colores de los grandes maestros del Renacimiento. Cada día me interesan
más el dibujo artístico, la pintura. ¿Fías visto allá la última exposición de
Mariette Lydis?
Me preguntas, en tu carta, en qué empleo mis horas de ocio. Pues bien,
amiga mía, cuando la vulgaridad que me rodea me oprime demasiado, salgo
a caminar por los bulevares. Gracias a Dios, los lapachos siguen floreciendo
ajenos a la miseria y sordidez de los hombres. A la plaza no va ahora
ninguna persona decente. El paseo de la retreta ha desaparecido. En su
lugar, un enjambre de personas ordinarias se reúne allí para oír en los
altoparlantes discursos oficiales, o discos no menos insufribles y
chabacanos, como El hombre caimán. Infernal, sencillamente infernal.
Me alegra saber lo gentiles que son contigo Lila Cisneros y su marido, a
quien no tengo el gusto de conocer pero que imagino un hombre de mundo.
Por supuesto, me cuidaré de mencionarlos cuando vaya de visita a casa de
tu abuela. Otra cosa: lamento decírtelo, pero tu letra deja mucho que desear.
Por más esfuerzo que hago no logro descifrar el apellido de esa señorita que
trabaja también en Elite y a quien, en otra parte de tu carta, llamas con
familiaridad la Colorada.
¿Qué me dices de la foto de la mujer del presidente en un banquete? Se
necesita desparpajo para lucir tranquilamente, al lado del cardenal, ese
vestido de escote asimétrico que le deja un hombro desnudo. ¿A dónde
iremos a parar?
Te pido de antemano disculpas por inmiscuirme en tu vida privada, pero por
el tono de tu carta deduzco que ese señor distinguido que conociste en un
cóctel, te ha causado la mejor impresión. ¿Me equivoco? De cualquier
modo, me permitiré darte unos consejos como amigo y coprovinciano tuyo.
Desconfía y averigua por tu cuenta si ese señor tiene otro compromiso y lo
oculta, situación bastante común en una ciudad cosmopolita donde es
posible llevar una doble vida sentimental sin que nadie llegue a enterarse.
Aquí seria imposible. Hubo un caso ¿te acuerdas? El de la pobre Julita
García Espinel que perdió su juventud esperando casarse con el
sinvergüenza de Bernardo Tejerina que tenía mujer y dos hijos en Famaillá.
Antes de despedirme, una noticia que quizá te interese: Carlota Vicentini, tu
alumna de francés, consiguió atrapar al chico menor de los Usandivaras. El
día del casamiento, que fue en la catedral, los taños tiraron la casa por la
ventana. Me contaron que a la fiesta fueron Chiquita y Filomena Gálvez
con sus respectivos consortes. ¿A dónde iremos a parar?
Un abrazo de tu amigo que te recuerda y quiere.
Alfredo Urquijo
P.S. Por favor, no dejes de enviarme por correo Arnori et Dolori Sacrum,
libro que aquí está agotado y que deseo releer.
No te recomiendo La peste de Camus: me parece sumamente aburrido.
Mucho menos ese muestrario de escabrosidades que son Les chemins de la
liberté.
¡Cómo desearía hacerme una escapada a Buenos Aires para ver bailar
aTamara Griegorevna, que debe de ser fabulosa!
¿Será el flequillo este año la moda definitiva? De entre sus nuevas adeptas,
Laurita Goicochea lo lleva con un charme personalismo,
Élite, 1946.
Abril de 1946.
Varios meses sin abrir este cuaderno, aturdida por el ritmo de vida de
Buenos Aires, mi trabajo en la revista y mis continuas mudanzas de hotel.
Finalmente he conseguido uno bastante pasable que me recomendó la
Colorada Smith.
El Residencial Norte, tal es su nombre, es un edificio viejo de tres pisos,
oscuro y húmedo, pero felizmente el cuarto que ocupo tiene una ventana
que da a la calle: por allí entra algo de luz, un solcito raquítico que no logra
enderezar las hojas del gomero que languidece sobre la mesa en que
escribo.
La mayoría de los huéspedes son mujeres de edad, de buena familia, aunque
arruinadas o con rentas escasas. A mediodía, cuando vuelvo de la revista,
suelo verlas reunidas en el amplio hall de la planta baja; unas tejen
ensimismadas; otras juegan a las cartas o hacen complicados solitarios. Flay
quienes llevan embadurnada la cara de crema contra las arrugas; otras
conservan la faja elástica que las preserva del temido doble mentón, la
redecilla invisible que les marca el peinado.
Estas ancianas aburridas y amables, con aire de exiladas, reciben de vez en
cuando invitaciones de parientes o amigos de fortuna. Entonces no es raro
encontrarme con un par de ellas en el ascensor, ataviadas lujosamente y
maquilladas como mascaritas. Al bajar las veo hacer morisquetas frente al
espejo; quitarse con una servilleta de papel el exceso de rouge y de colorete;
ajustar temerosas el cierre de sus carteras. El ascensor es estrecho. A
menudo creo que voy a desmayarme con el olor penetrante de los perfumes
que usan esas viejas coquetas cuando salen de noche.
Releo lo que escribí anoche. Soy injusta con Lila. Gracias a ella y al Petizo
pude conseguir un empleo en la revista. Por lo demás, hay momentos en
que ella vuelve a ser la de antes; ríe, bromea, se prueba innumerables
sombreros frente al espejo de su tocador. A veces me regala un modelo que
acepto y que jamás me decido a usarlo porque lo encuentro llamativo,
inadecuado a mi tipo.
Hago mal en ofenderme con Lila, en juzgarla una ingrata y una frívola. No
deja pasar una semana sin llamarme por teléfono al hotel e invitarme al cine
o al teatro. Pienso que prefiere mi compañía a la de cualquiera de sus
nuevas amigas, y que a menudo debe de sentirse harta del Petizo. La
comprendo: las carreras de caballo y las cotizaciones de la Bolsa son sus
únicos temas de conversación. Conmigo, Lila recupera su tonada
provinciana, mucho más agradable que la otra, imitada de la condesa de
Villafranco. Como de costumbre, Lila ignora los cambios sutiles de la
moda. La Colorada Smith, que es un águila en ese sentido, me ha dicho que
debo conservar mi acento provinciano, que ahora es el colmo de lo chic.
Almuerzo con Lila en su casa, tête a tête. Aprovechó que el Petizo estaba
afuera, en una estancia en Dolores, para preguntarme sobre la visita que
hizo a la revista un actor norteamericano, a quien ella encuentra sensacional
de buen mozo. No comparto, su gusto. He visto de cerca a su ídolo: tiene la
nariz respingada, las cejas espesas y renegridas, el mentón cuadrado. En
conjunto, un lindo hombre, pero de rasgos más bien ordinarios. Le conté
que el actor, al dejar la revista, fue asaltado por una multitud de mujeres
enardecidas que le arrancaron a jirones la corbata, el saco, los pantalones,
mechones de pelo. Tuvo que intervenir la policía para impedir que sus
admiradoras lo descuartizaran.
No soy una puritana pero me chocó el entusiasmo de Lila por la belleza del
actor. Le dije que exageraba, que pensándolo bien, ella, en la provincia,
había tenido un novio infinitamente más seductor que ese norteamericano:
Pancho Dávila. Lila se mordió el labio inferior; entrecerró los ojos. No
recordaba a su ex festejante. Después meditó: algo, un recuerdo de su
pasado del que me sentí dolorosamente excluida, acudió a su memoria. El
vacío absorto de su mirada se pobló de malicia y con una sonrisa
almibarada exclamó: “Ah, sí, Panchito. Estupendo mocoso. Me contaron
que no fue nada tonto, que se casó allá con la menor de las Gálvez”.
Cambié de conversación. La imagen conjurada por Lila, que adiviné teñida
de sensualidad, me llenó de turbación y de amargura. Por temor a llorar no
quise preguntarle si ella y Pancho habían sido amantes. Creo que la soledad
y el aislamiento en que vivo aumentan mi sensibilidad enfermiza. Debo
borrar la provincia, dejar de compadecerme por aquella Matilde que fui y
que a menudo evoco, soñadora y desvalida, pero a la vez llena de odio, de
deseos de venganza.
Primer día de intenso frío. He sacado el paquete con los zorros que me
regaló mi abuela. Con delicadeza fui quitando los alfileres del pape! de seda
que los envolvía. Algunas bolitas de naftalina han rodado por el suelo al
sacudirlos y ponerlos en el espaldar de la cama de donde cuelgan sus patas
fláccidas, sus anchas colas peludas. “Niña Matilde, venga, corra, que su
abuelita se ha puesto los zorros para ir al teatro”. Aniceta me alzaba en
brazos para que yo pudiera contemplar de cerca aquellos animales
fabulosos que se mordían los hocicos sobre el pecho de mi abuela.
No sé qué hacer con los zorros. La Colorada Smith dice que ahora nadie los
lleva, que son de museo.
He dudado entre ponerlos a la venta o llevarlos a una buena peletería que
aproveche la piel para adornar el ruedo y el cuello de un tapado moderno.
Ambas soluciones me parecen sacrílegas. Los zorros plateados eran el único
lujo que se permitía mi abuela. Me acuerdo que de chica yo tenía pesadillas
en las que veía a mi abuela correr despavorida por el patio: detrás de ella,
veloces, iban los zorros gruñendo con ferocidad.
Ventajas de ser poco agraciada: al menos puedo caminar sola por las calles
sin sufrir el asedio de las bonitas, obligadas a oír los piropos de tanto
porteño grosero con pretensiones de Don Juan.
Caminé por Florida hasta la Plaza de Mayo. Entré a una galería de arte
donde había una exposición de Mariette Lydis: cuadros con árboles secos,
cielos nublados, mujeres de boca triste y anchos ojos acuosos, a punto de
deshacerse en lágrimas. En una esquina, un joven diariero ponderaba con
otro los encantos físicos de una opulenta empleada de la Franco Inglesa.
Luego, en un banco de la Plaza de Mayo, he intentado leer un capítulo de
Madame Bovary, pero no pude hacerlo a causa del viento frío y de las
palomas que me rodeaban, hambrientas y confianzudas como mendigas. Me
deprimen esos pajarracos que parecen nacidos del hollín y la tristeza de la
reina del Plata.
Fatalidad de llevar una casa a cuestas, como el caracol. Más real que el
hotel en que vivo, mi memoria reproduce aquella otra de la provincia que
puedo evocar con pasmosa exactitud. Sin esforzarme demasiado, vuelvo a
ver el zaguán, los tres patios, el fondo con sus árboles frutales. Hasta
recuerdo nimiedades como una mancha de humedad que había en la pared
del comedor, semejante a un mapa de Italia, o el ruido del agua de la lluvia
que bajaba por canaletas para fluir, libremente, al pie de los arcos de la
galería. La casa que llevo conmigo es aquella donde nací. Una muchacha
desgraciada la habita desde siempre. Mi alma tiene el color de sus patios
sombríos, el tedio doloroso de sus tardes solitarias.
Doña Brígida que avanza hacia el cerco de ligustro detrás del cual está el
gallinero. El chico que trepa ágilmente por el tronco de la higuera y
desaparece detrás de la tapia de ladrillos del fondo.
—¿Con quién hablabas, Matilde?
—Con nadie, abuela.
Los caballeros de chaleco de impecable blancura encierran en su pecho los
más lúgubres y encenagados pensamientos. De seguro que la ruptura del
compromiso de la joven damita ha causado más de una alegría en la rueda
de clubmen que acaso, en la intimidad de su pensamiento, vislumbran una
esperanza de llegar a ser el candidato de acierto. En tanto... la figulina
morocha, de ojos negros, insondables, sigue su carrera vertiginosa en el
vaivén de la mujer del gran mundo. Cuando la miro, un malestar invade mi
espíritu. Es una mujer fatal. Si fuese hombre le temería. AFNE. (Revista
Ilustrada del Río de la Plata.)
Venus nacida de la espuma del mar ... Dijo que había resuelto cambiar el
grabado por otro moderno y que después se arrepintió. “Está tomado de un
cuadro de Botticelli. Los colores son tenues, delicados, ¿verdad que no
molestan?” Fue ingenuo de mi parte elogiar su robe de seda a lunares. “Pero
mi querida; es eterna. La compré en Brighton antes de la guerra. Mirá si
tendrá sus años”.
Me decepcionó la dedicatoria: A Mlle. Carmen Páez, Ana de Noailles,
París, 1927. La edición, eso sí, lujosísima. “La vi una vez en una reunión.
Preciosa mujer, aunque bajita y vestida de mamarracho. El libro se lo
dedicó a mi prima Carmen, la casada con Iriarte, que entonces estaba de
novia y escribía versos muy cursis. No, Matilde. Ni se te ocurra leer ahora”.
Con el segundo whisky perdí por completo la timidez que me dominaba. En
mi lugar, ¿cómo habría actuado la vampiresa de Lila Cisneros? Miré los
discos que había cerca del combinado. Que reste t-il de nos amours? Una
maravilla, Jorge. No sabía que te gustaba Trenet.
Bailamos en el cuarto en penumbra. Audazmente recosté mi cabeza en su
hombro, respirando con voluptuosidad la fragancia a Colonia y a tabaco
rubio que había en su ropa, en su bigote.
Como lo imaginé al entrar: el biombo ocultaba el escenario de sus
conquistas. Qué bien, con qué facilidad ocurre una aventura. ¿Cuántas
otras, antes que yo, en esta misma cama? Ningún misterio. Al levantarle la
pollerita, el Niño Dios era como todos los chicos. Yo sabía que estaba mal
hacerlo y sin embargo aquella siesta pudo más mi curiosidad. He vivido
atormentada con mi secreto; sentía vergüenza de mirarle los pantalones a
papá.
Qué raro, ahí también tiene canas. Pronto olvidó que yo era su reina egipcia
para llamarme en voz baja Negrita, los ojos vidriosos, la respiración
anhelante. “Perdóname. No sé lo que me pasa. Habré bebido demasiado”.
Le convendría sosegarse, pensé. Un infarto: he oído hablar de trágicas lunas
de miel que acabaron así. Lo que me faltaría. Se levantó de la cama. Una
verruga en la espalda, dicen que es suerte. Después el ruido de la ducha en
el cuarto de baño. Estuve a punto de vestirme y escapar del departamento.
Pero volvió, húmeda la pelambre del pecho y ensortijada como racimos de
caracoles.
Mi cuerpo besado, mi vientre besado. ¿Y a esto es lo que él llama hacer el
amor? Estoy envuelta en una madeja de saliva, en un sudario de
viscosidades. De chica me gustaba contemplarme desnuda en el espejo.
Flacona y desabrida, pero ya se quisieran muchas estas piernas.
Ser amada, admirada, como la joven y encantadora damita que luce un cutis
de pétalo de rosa. Los hombres se detienen a mirarme. Citrus que pasa... la
esbelta bañista de Masllorens. O como Ayesha que esperó dos mil años la
resurrección de su amante... Kalikatres, el amor, Pancho mío, querido: la
pequeña lucecita en las tinieblas del corazón. Y entonces, por encima del
asco de la vestal hipócrita, se alzó el rostro del muchacho que jamás me
quiso; sentí de nuevo la punzante fragancia de los jazmines que en la
provincia acompañaban mis solitarios desvaríos. Con un suspiro murmuré
su nombre y estreché como antes su imagen ilusoria entre mis brazos
mientras el otro, el intruso, se arrojaba a mi lado y se ponía a dormir como
un bendito... No, de las babas y las fauces de un viejo. Qué tristeza..
¿Para esto seguí los consejos de Miriam Wood? Negrita, me decía para
excitarse. Y yo echada ahí como una perra sumisa y temblorosa, esperando
a que le rasquen la barriga.
Está amaneciendo. Ya corren los primeros tranvías. No quiero pensar en las
ojeras que tendré luego en la revista. Carros de La Martona en la calle.
Como diría la Colorada Smith, la fiesta terminó exactamente a la hora del
lechero.
A José Bianco
—Yo sí. Tengo unos parientes en Villa Adelina. Mi esposo habla mal de los
porteños. Yo creo que allá hay de todo, como en cualquier parte.
Amalia se acercó a Manuel, que discutía con Justo Gramajo.
—Decime —exclamaba, enseñándole un fajo de billetes—, ¿cuándo nos
habían dado algo? ¿Cuándo teníamos para comprar zapatos? Ahora no nos
falta dinero en el bolsillo.
—Yo no digo que no —respondía Justo pero también hay injusticias como
antes.
Amalia tocó a su marido en el hombro.
—¿No querés bailar?
—No, dejame hablar tranquilo. Decile al Negro que te saque.
Amalia quedó sorprendida. Sabía que a Manuel no le gustaba que ella
bailara con otro.
—¡Vení, Negro! —gritó Manuel—. Bailá con mi señora.
Amalia bailó un tango con el Negro; bailó sin mirarlo a la cara,
atemorizada. Manuel no le prestaba ninguna atención. Continuaba
discutiendo con justo Gramajo, bebía clericó. Cuando se levantó a llenar
otra vez la jarra, Amalia le salió al encuentro:
—No tomés más. Oíme: quería contarte...
Pero Manuel la interrumpió:
—No me digas que no tome porque es peor —le dijo, apartándola con
violencia de la puerta de la cocina. Amalia quedó pensativa; nunca Manuel
había sido tan brusco con ella. Recordaba que antes, sus amigas
acostumbraban decirle: “Dichosa vos que tenes un hombre que no bebe, que
no anda detrás de las polleras”, ¿listará cansado de mí?, se preguntó. Debe
de ser el calor, se dijo para tranquilizarse. Con este tiempo la gente anda
como loca.
Cuando Manuel llenó por quinta vez la jarra, Simón y justo Gramajo se
habían ido con sus mujeres. Abregú dijo que no podía caminar y que
pensaba quedarse un rato más, pero Dora le echó sobre la espalda la
campera de gabardina:
—Vamos, no te pongas cargoso. Es hora cié dormir.
Abregú se acercó al Negro, que pinchaba con un palillo los pedacitos de
fruta del clericó.
—Vamos, Negro. La Dora te ha puesto un catre en el cuarto del fondo.
El Negro, incorporándose en la silla de lona, observaba detenidamente su
corbata.
—Que la parió —dijo—. La he manchado con vino. Era una corbata
nuevita.
Abregú, Dora y el Negro se fueron. Amalia comenzó a guardar las sillas en
la cocina.
—¿Qué haces? —le preguntó Manuel.
—Guardo las sillas por si llueve.
—Dejalas afuera. No va a llover.
Amalia terminó de guardar las sillas.
—Manuel, acostate —dijo—. Son las cuatro de la mañana.
—Dejame tranquilo —le contestó. Y llenó el vaso con el resto del clericó
que quedaba en la jarra.
Amalia entró en el dormitorio, se desvistió y apagó la luz. Tengo ganas de
comer algo dulce, pensaba. Desde esta tarde tengo ganas de comer algo
dulce y no sé qué es. Se adormeció un momento. Luego le pareció escuchar
la voz de Manuel que la llamaba, pero no se levantó.
Manuel entró en el cuarto.
—Encendé la luz —dijo—. ¿No has oído que te estoy llamando?
Amalia se incorporó en la oscuridad. No podía encontrar la perilla de la luz.
—No me siento bien —dijo—; estoy cansada.
—Para bailar con el Negro no estabas cansada.
—Yo no quería bailar con él. La idea fue tuya.
—Levantate —dijo Manuel acercándose a la cama—. De mí no te vas a
burlar.
Tropezó en la oscuridad con la mesa de mimbre y cayó al suelo un
costurero. Amalia se levantó; podía sentir el olor a sudor y a vino agrio que
se desprendía del cuerpo de su mar ido.
—Yo sé lo que digo —continuó—. No me toqués, no vas a conseguir nada.
Súbitamente, la golpeó con fuerza; un golpe seco y rápido en la boca.
Amalia quedó aturdida. Pasaron unos segundos antes de que reaccionara y
pudiera decirse, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas: “Es la
primera vez que me pega”.
—Para que aprendás a venir cuando te llamo —le dijo. Y salió del cuarto.
—¿A dónde vas, Manuel? No salgas, no te sentís bien.
Pero él ya estaba afuera.
Amalia encendió la luz y se miró la cara en el espejo del ropero. Voy a
ponerme un pedazo de carne cruda, pensó. Dicen que cura la hinchazón.
Estaba llorando. No sentía ninguna pena, pero no podía impedir que las
lágrimas brotaran de sus ojos y corrieran saladas, abundantes y cálidas. Se
recostó en la cama con un pañuelo sobre la boca. No me puede dejar, pensó.
¿Qué va a ser de mí?
Una ráfaga de aire abrió la ventana. Amalia sintió como si le quitaran un
peso de encima. Respiró hondo. Va a llover, pensó. Aguzó el oído: parecía
como si alguien estuviera arrojando piedritas sobre el techo de zinc. Unos
minutos después llovía a cántaros. “Al fin”, exclamó. “El calor me tenía
mal; hoy casi me descompongo junto a la diamela. Pero hay algo más. Sí,
algo más, estoy segura”.
Manuel entró tambaleándose, empapado. Se desnudó, arrojó la ropa en un
rincón del cuarto, se acostó al lado de Amalia y bostezó. Amalia no dijo una
palabra y apagó la luz. Sabía que él no podía quedarse afuera con esa lluvia.
Sintió una mano sobre su cadera.
—Ese negro es un consentido —murmuró Manuel—. Te apuesto cien pesos
a que lo bochan en Buenos Aires.
Después apoyó la cabeza en la almohada y terminó por dormirse. Amalia
tocó la mano que estaba floja sobre su cadera; aquella mano la había
golpeado: ahora descansaba. Con la punta de los dedos recorrió la trama de
las venas que palpitaban, vivas. Ese calor de la mano, ese olor, esa
respiración era Manuel, su marido. Cuando despierte, pensó, ni recordará lo
pasado. Estaba celoso: señal de que me quiere. Pero hay algo más, repitió
esperanzada. Sí, algo más.
De pronto volvió a sentir el apremio de aquel deseo y tuvo la certidumbre
de que jamás llegaría a satisfacerlo. Se resignaba a su condición secreta,
inalcanzable. Cerró los ojos y murmuró con un suspiro:
—No sé lo que es. Nunca sabré lo que es.
TENORIOS
Era verano. Mercedes afilaba la hoja del cuchillo en la piedra del umbral de
la cocina mientras las moscas se amontonaban sobre el papel manchado de
sangre donde había estado envuelta la carne. El olor a lejía de la ropa blanca
puesta a secar, el olor a estiércol del gallinero, entraban por la persiana.
Mercedes volvió la cabeza: Lila movía la cola, los ojos clavados en la
carne. La perra caminaba con dificultad; seguramente tenía cachorros antes
de fin de mes. “Otra vez con hambre, desgraciada,” dijo Mercedes, y le
arrojó un pedazo de carne que Lila se apresuró a devorar.
Los animales contagiaban sarna y otras enfermedades; Mercedes no
simpatizaba con ellos. Sin embargo, para justificar la presencia de la perra
en la casa, decía que Lila era recatada y limpia como una señorita. Ahora no
podía seguir diciendo que fuese una señorita. “Como para no estar
hambrienta. Por lo menos, son ocho los críos que lleva adentro, y tan feliz
la zonza. Como nosotras: nunca aprenden ni escarmientan”.
Removió las brazas en la hornalla, puso la sartén al fuego y salió un
momento al patio. La violenta claridad del mediodía la encegueció. Con una
mano en la frente, a modo de visera, escudriñó los árboles. Por la sombra
redonda de un naranjo pensó que sería la una. José, su marido, iba a llegar
de un momento a otro. Salía temprano de la casa a buscar trabajo, pero
encontraba siempre en las obras el mismo letrero: “No hay vacantes”, y
debía resignarse a las consabidas changas: descargar ladrillos de un camión,
pegar azulejos o arreglar las goteras de algún techo. José llegaría sediento.
Era necesario que Víctor fuese a buscar al almacén un sifón de soda fresca.
Mercedes cruzó el patio; las baldosas recalentadas le quemaban las plantas
de los pies. Se detuvo a metros de la higuera. “¡Víctor!”, gritó. Un higo
picoteado por los pájaros cayó en la lata de dulce de membrillo llena de
agua donde bebían las gallinas. Ágilmente, el chico bajó de la higuera y
caminó en dirección a su madre.
Después del desayuno, Víctor había trepado a la higuera; a horcajadas en
una rama, curvando los dedos de ambas manos sobre un ojo para simular un
catalejo, recorría el horizonte en busca de piratas. El follaje del árbol,
mecido por el viento, era una carabela en medio del océano. Víctor jugaba
solo, forzosamente. Mario, su amigo preferido, estaba internado en una
colonia de menores; al Negro no lo veía desde que Mercedes supo que tenía
piojos y lo echó de la casa: “Es lo único que falta. En un barrio asfaltado,
chicos con piojos”, y por si acaso lo hizo rapar a Víctor con la máquina
cero.
También a Mario, en la Colonia de Menores, lo habían rapado como a los
conscriptos. Estar allí, pensaba Víctor, debe ser algo semejante a un castigo
o a una penitencia, porque bastaba que él cometiera la menor travesura para
que su madre le dijera en tono de amenaza: “Cuando vuelva tu padre le
cuento para que te envíe a la Colonia”.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, su madre empleaba con él otro
argumento para que la obedeciera: “¿Cómo, Víctor, vas a portarte así
cuando venga tu hermanito?”. El hermanito nacería para Navidad. Al
principio, Víctor temió que lo engañaran; esa fecha servía frecuentemente a
sus padres para eludir el cumplimiento de una promesa: regalarle un
juguete, o llevarlo al parque a dar vueltas en calesita. Si Víctor se ponía
cargoso y preguntaba por décima vez: “¿Cuándo van a comprarme el
mecano?”, el padre o la madre le respondían invariablemente: “Para
Navidad”.
Pero el nacimiento del hermanito parecía seguro. Recordaba que un mes
antes, durante el almuerzo, su madre arriesgó la posibilidad de que fuera
mujer. El padre dijo que ni por broma; que ya había hecho una apuesta (un
cajón de cerveza) con el capataz de la obra y que tenía la absoluta
certidumbre de que sería varón. “Lo llamaremos Joaquín”.
Joaquín, el padre de Mercedes, había muerto el verano pasado, en la misma
casa donde ellos vivían ahora. “El abuelo se fue al cielo”, le explicaron,
pero Víctor, aunque sabía que era mentira, simuló creer, como simulaba
creer en los Reyes Magos.
Desde entonces, su padre empleaba un tono respetuoso cada vez que se
refería al abuelo muerto. Antes era frecuente oírlo decir con fastidio: “No
me explico por qué don Joaquín desperdicia tanto terreno. Es un avaro.
Bien podría darnos un pedazo del fondo: haríamos allí una casita de
material para vivir como Dios manda”.
En aquel tiempo Víctor y sus padres vivían en dos piezas de madera
construidas sobre el terreno de un antiguo basural que una empresa,
contratada por el gobierno, había rellenado y parcelado para vender en
lotes.
José compró un lote cerca del camino de tierra donde un cartel anunciaba:
“Aquí se levantará el gran barrio Las Rosas”. Un año después el lugar
estaba colmado de viviendas, la mayoría de paredes de tablas y techo de
zinc; otras, las más pobres, de quincha, con una arpillera para cubrir la
entrada. En el nuevo barrio abundaban las matas de tártago y las ortigas; a
menudo, los chaparrones ponían al descubierto huesos de vaca y residuos
enterrados en el basural, por lo cual el nombre de barrio Las Rosas fue
reemplazado por el de Barrio Puchero.
“No será un paraíso —decía el padre—, pero quién sabe si de aquí a unos
años, cuando pavimenten el camino, el lotecito no adquiere valor”.
Mercedes, incrédula, alzaba las cejas; soportaba en silencio las
incomodidades del barrio: cada mañana tenía que hacer cola en la fila de
mujeres que sacaban agua de una bomba de mano comprada gracias al
dinero reunido por las familias de los lotes vecinos; el calor resecaba la
tierra, volvía rancios los alimentos guardados en la fiambrera; por todas
partes se abrían las enormes bocas de los hormigueros. Los días feriados, si
su marido no estaba en casa, ella cerraba con tranca la puerta por temor a
los borrachos que pasaban con una botella de vino en la mano, la otra
aferrada al manubrio de la bicicleta, en un alarde de equilibrio, como podía
demostrarlo el complicado zigzag dibujado por las ruedas en el camino de
tierra. A veces un hombre caía pesadamente de su bicicleta; intentaba
incorporarse, pero volvía a caer. Los perros acudían a olfatearle la ropa, a
pasarle la lengua por la cara; entonces el borracho comenzaba a insultarlos,
a maldecir de su suerte y después a llorar, hasta que acababa por dormirse
en el mismo sitio donde había caído.
Un día Víctor se enteró de que su abuelo Joaquín estaba enfermo.
—Fui a ver a papá —le dijo Mercedes a su marido, que se limpiaba la
pintura de los dedos con un trapo embebido en aguarrás—. El pobre anda
muy mal de salud.
—Nadie es eterno —contestó José con indiferencia, pero al advertir que su
mujer se cubría los ojos con las manos, se acercó a ella y la abrazó—. No te
pongas así. El viejo tiene para rato; es de quebracho.
Luego salieron a caminar. Anochecía. Con las últimas luces de la tarde
comenzó a oírse el canto de los coyuyos, ronco primero, melodioso
después, hasta que las voces unidas, en sucesivas etapas ascendentes,
alcanzaron el tono más agudo: un solo aullido vibrante y melancólico que
prolongó a lo lejos el incendio del cielo.
Víctor, solo en la casa, pensó en su abuelo enfermo. No lo quería, a pesar de
que el viejo le regalaba caramelos. Llegaba de visita cuando su padre
trabajaba en la obra. Al escuchar la voz del abuelo, Víctor corría a
esconderse debajo de la cama. No le gustaba que lo acariciaran aquellas
manos temblorosas, con manchas del color de la herrumbre. El abuelo lo
obligaba a salir del escondite. Aunque Víctor daba gritos y patadas para
escabullirse, el viejo lo sujetaba con fuerza, y él no podía zafarse ni eludir
los besos en las mejillas ni los tirones de orejas. Terminaba llorando,
mientras el abuelo reía a carcajadas. “Déjelo, papá; es un necio —
exclamaba Mercedes—. Ahí tiene su botella de cerveza”.
La última tarde que los visitó, en vez de mortificarlo, o de leer en voz alta
las noticias policiales de La Gaceta, don Joaquín permaneció sentado, con
la mirada absorta y la boca hundida, que entreabría levemente para dejar
escapar de vez en cuando un apagado quejido. “Si no se sentía bien, papá,
debió quedarse acostado”, le dijo Mercedes al ver que rechazaba la cerveza
y el plato de aceitunas negras.
Al cabo de un mes, se trasladaron a casa del abuelo. A Víctor le agradó la
nueva vivienda porque en el barrio Las Rosas su madre le prohibía tener
amigos. “Sólo malas mañas podrás aprender de esos gitanos”, le decía,
repitiendo las palabras de don Joaquín, que así llamaba a los chicos que
vendían naranjas y huevos frescos.
La casa del abuelo era de material: tres habitaciones con puertas altas y
estrechas que daban a la galería, un patio de baldosas y en el fondo unos
pocos árboles frutales y un gallinero. Víctor examinó cuidadosamente los
cuartos; halló en un baúl un manojo de llaves, una linterna y una gorra de
ferroviario. Se trepó a los árboles. La mujer del almacenero le regaló un
perro recién nacido que después resultó perra y que su madre bautizó con el
nombre de Lila. También hizo amistad con Mario, el hijo de la lavandera.
Pero la salud del abuelo empeoró durante el invierno. Aconsejados por el
médico, los padres decidieron llevarlo a la capital para que lo examinara un
especialista. Víctor, que había quedado en casa de unos vecinos mientras
ellos estuvieron ausentes, oyó comentar a los mayores en la rueda del mate:
“¡Qué ganas de tirar la plata! El viejo no tiene remedio”. Cuando volvieron
de la capital, el abuelo no se levantó más de la cama; con las manos
cruzadas sobre el pecho y la cabeza hundida en la almohada, dejaba oír un
continuo lamento. A veces, la enfermedad lo sacaba de quicio; entonces
insultaba al enfermero y de un manotazo arrojaba al suelo las cajas de
inyecciones y los frascos ordenados sobre la mesa de luz.
Desde su cuarto, Víctor escuchaba por las noches la respiración anhelante
del abuelo; después la respiración se convirtió en un ronquido sordo, y de
nuevo sus padres lo enviaron a pasar unos días con los vecinos. Fue
entonces cuando Mario le dijo que don Joaquín estaba agonizando.
De vuelta a su casa, el cuarto del abuelo se había transformado en comedor.
Pasó el tiempo, nadie habló más del muerto. Ahora el tema favorito era el
nacimiento de su hermano, que se llamaría Joaquín. Víctor hubiera
preferido cualquier otro nombre; el de su abuelo lo aterrorizaba.
El padre volvió de la calle y preguntó por Víctor.
—Salió a buscar un sifón de soda —dijo Mercedes—. No tardará en volver.
Sirvió la comida y se sentó frente a su marido. Después, en voz baja:
—José, me parece que debemos decírselo. No es justo engañarlo. Está tan
ilusionado...
—¿Para qué? —respondió el padre encogiéndose de hombros—. Son
ocurrencias tuyas. Dentro de unos días Víctor no pensará más en el asunto.
Así son los chicos.
Siguió comiendo despreocupadamente; el movimiento de las mandíbulas
era lento y acompasado; tenía la cara encendida, la frente empapada de
sudor. De pronto, a Mercedes la invadió un sentimiento de humillación
rencorosa. “¿Para qué hablar? Cuando le anuncié que había resuelto
hacérmelo sacar con la partera, me contestó que esas eran cosas de mujeres,
como si yo estuviera preñada del aire. Así son todos. Como traen dinero a la
casa, una tiene que prepararles la comida y echarse en la cama cada vez que
se les antoja”.
—A Víctor no se lo puede engañar —insistió—. Ya es bastante grandecito.
Momentos antes de ir a buscar el sifón, Víctor le había dicho: “Yo sé dónde
está el hermanito”. Ella lo miró sorprendida. Entonces Víctor alargó el
brazo y le apoyó la palma de la mano sobre el vientre. “Está ahí adentro.
Mario me lo contó”. “¿Qué sabe Mario? —exclamó Mercedes—. Es un
atrevido. Por eso lo mandaron a la Colonia de Menores. A vos te pasará lo
mismo si seguís repitiendo tonterías”.
La madre de Mario no tenía recursos para educar a su hijo. Lavaba ropa,
pero una eczema rebelde en las manos le impidió continuar trabajando.
Entonces tuve que resignarse a mandar a su hijo a la Colonia. Para
conseguir que lo admitieran le fue necesario solicitar a los vecinos, de casa
en casa, el testimonio firmado de su absoluta indigencia. “Usted es una
mujer con suerte —le había dicho a Mercedes—. Tiene un solo hijo, un
marido que trabaja y una casa heredada de su padre, que en paz descanse”.
Pero la casa estaba hipotecada. Ellos tomaron esa medida para cubrir los
gastos ocasionados por la enfermedad de don Joaquín.
—Los médicos fueron unos canallas —le dijo José a su mujer al poco
tiempo de morir el viejo—. Suerte que no vendí las casita de Las Rosas. En
todo caso, nos vamos de nuevo para allá.
—Nunca volveré a ese barrio —contestó Mercedes—. Antes prefiero
emplearme de sirvienta para ayudarte a pagar la hipoteca. No es por mí,
sino por Víctor. Pronto habrá que matricularlo en una escuela.
Después la situación se complicó más aún: su marido no encontraba trabajo.
Y también sus sospechas se confirmaron: ella estaba embarazada. “¿Qué
sentido tiene traer al mundo un hijo y darle una vida de tristeza?”, se dijo
Mercedes. Ella no quería correr la suerte de las mujeres del barrio Las
Rosas, que tenían un hijo todos los años, chicos que parecían gitanos, como
decía su difunto padre, con el pantalón sujeto a la cintura por un piolín. Era
la imagen de la miseria: criaturas enclenques y sucias, aguardando el jarro
de mate cocido para mojar en él un pedazo de pan duro; mujeres descalzas,
caminando por las calles soleadas con una toalla en la cabeza, o inclinadas
sobre el cuerpo de un borracho para levantarlo del suelo y arrastrarlo al
hogar. El hogar significaba la acumulación de objetos a lo largo de años y
años de pobreza: la cama matrimonial de bronce reluciente, único lujo en la
pieza de piso de tierra, la olla enlozada, el Sagrado Corazón de yeso
pintado, el jarrón de vidrio azul con azucenas de celuloide. Y todo aquello
no tenía sentido si faltaba el hombre de la casa, el marido a quien se
perdonan la borrachera, los insultos, los golpes y hasta la infidelidad
conyugal porque su sola presencia las justifica ante sí mismas y ante el
mundo cuando dicen: “Esta pulsera es un regalo de mi esposo”, o bien: “No
puedo atenderlo, señor, mi esposo ha salido”, con vos en que la ternura se
mezcla al desamparo.
“Quizá José tenga razón —pensó Mercedes—. Víctor se olvidará. Le
prometeremos cualquier cosa: un triciclo, por ejemplo, para Navidad”.
Mercedes despertó sobresaltada al sentir en sus pies un leve cosquilleo. Por
las noches, a causa del calor, ella y su marido dormían en un colchón sobre
el piso de la galería. También José abrió los ojos.
—No es nada —dijo Mercedes—. Es Lila, pobrecita.
La perra había apoyado las patas delanteras en el colchón y gemía
suplicante.
—No sé para qué sirve tener la perra en la casa —exclamó José
malhumorado—. Nunca debimos permitirle a Víctor que la aceptara. Las
perras son inmundas.
Mercedes se levantó y tomó a Lila en brazos. Luego puso una sábana vieja,
que usaba para planchar, dentro de un cajón de manzanas vacío, y en él
acostó a la perra. Empezaba a clarear. Mercedes permaneció al lado del
cajón, con las rodillas entumecidas. “Son seis —murmuró, mientras las
lágrimas corrían por sus mejillas—, seis y no ocho, como yo pensaba.
Desgraciada. Igual a nosotras: nunca aprenden ni escarmientan”.
El DISFRAZ
A las doce sonó el despertador, pero son las cuatro de la tarde y ella sigue
durmiendo. Ha puesto en una olla medio kilo de papas y espera, sentado en
un banco de la cocina, a que la comida esté lista. Papas hervidas con un
poco de aceite y sal. Además, su plato preferido: ensalada de achicoria.
Mientras el agua hierve ceba unos mates, agregándole a la yerba pedacitos
de cáscara seca de naranja. El pan flauta, de tres días atrás, rejuvenece en el
horno. Abre un libro de versos y lee:
¿A qué comparar la pura arquitectura de tu cuerpo?
Se parece a una muñeca absorta, a una criatura vestida de primera
comunión, piensa.
A veces, sorpresivamente, ella aparece en la cocina, busca una botella de
cerveza y sale, con el pelo revuelto, los párpados hinchados, a comprar
provisiones en el almacén. Cuando vuelve no le dirige la palabra; bebe, a
grandes sorbos, la mitad de la cerveza helada; jadea, come aceitunas negras.
Luego se arroja a la cama, continúa durmiendo.
Así sucedió el martes pasado, pero a menudo él se va de la casa sin haberla
visto levantada. Ahora que ha conseguido un buen trabajo confía en que
todo cambiará. A fin de mes cobrará su primer sueldo, y se propone
comprar algunos objetos indispensables: antes que nada, una ducha
eléctrica. Los antiguos inquilinos se llevaron la que había, y tiene que
calentar el agua para lavarse en la misma olla donde hierven las papas. Está
solo, hace frío y ella duerme. No dan ganas de vivir en una casa tan triste.
Desde la ventana ve las baldosas del patio manchadas por la humedad: un
charco cubre el resumidero tapado. “Debió de llover toda la noche”, piensa.
“Olvidé recoger las camisas de la soga”.
Y también piensa que sería agradable escuchar el sonido de la lluvia sobre
las plantas, si hubiera plantas, como en el patio de la pensión donde vivía
antes de conocerla, con sus macetas llenas de helechos y aquella palmera
bulliciosa de gorriones. Pero la casa que han ocupado continúa desierta, a
pesar de los planes que hicieron el primer día. Y fue una suerte que hallaran
en el cuarto de servicio unas tablas y unos palos de escoba con los que
fabricó el banco de la cocina y un estante para que ella ordenara sus cremas
de belleza. Eso sí: las paredes del vestíbulo están adornadas con retratos de
hombres y mujeres que ella dibuja y que tienen su misma cara estática, sus
mismos ojos muertos. Todo lo que dibuja se le parece. Hasta los títeres
reproducen su expresión terca, desesperada.
Mira sus pantalones arrugados: duerme vestido, con guantes, desde que
comenzaron las primeras heladas, y se pregunta: ¿Cuándo acabará este
desorden?
Su ropa cuelga de unos clavos, las cucarachas salen de sus zaparos, las
babosas recorren por las noches las paredes de la cocina y dejan sus huellas
plateadas sobre los azulejos. Cuando era chico, alguien le dijo que las
babosas eran comestibles. “Son limpias, nacen de la humedad”,
argumentaron, pero él nunca se atrevió a probarlas.
Vuelve a su libro de versos; lee:
¡Oh mirada, oh blancura y oh aquel lecho donde estaba radiante la
blancura!
Quiere encontrar el encanto de los versos; los recita en voz alta. Pero la casa
huele a ropa sucia y ella duerme en el cuarto de al lado. Piensa: cuando me
peino, la caspa cae sobre mis hombros como si fuera una diminuta nevada.
Se siente deprimido. Necesita hablar con alguien, hablar a gritos. Con un
buen baño comenzará el orden, se dice; faltan sólo tres días para fin de mes.
No me haré mala sangre, todo se arreglará.
Entonces arranca una hoja del cuaderno, hace cálculos, suma, multiplica. El
resultado lo deja satisfecho. Según los números podrá comprar, además de
la ducha eléctrica, aquella begonia de interior que vieron una tarde, en el
centro, cuando la muñeca aún tenía cuerda y caminaba. Le pidió que entrara
al negocio a preguntar el precio de la planta, y él, que apenas tenía dinero
para cigarrillos y estaba furioso, lánguido de hambre, le dijo que dejara de
hacerse la artista, que sería más sensato adornar la casa con una planta de
tomates, por ejemplo, o un repollo. Ahora, no sabe por qué, siente un ligero
remordimiento. Se dirige hasta el cuarto cerrado donde la mujer duerme;
entreabre la puerta y le dice: “Son las cuatro y veinte. ¿Te alcanzo un
mate?”.
Ella respira profundamente, gruñe, y luego se cubre la cabeza con la
almohada.
Cuando la conoció, ella era una muchacha que andaba de un lugar a otro
con su teatro de títeres a cuestas, su álbum de dibujos y sus collares de
perlas rosadas. Fueron amantes, mejor dicho jugaron a serlo, porque alguna
vez, mientras daban funciones en pueblitos del interior, compartieron la
misma habitación del hotel, y aquello les resultaba cómodo; pero él no tardó
en arrepentirse. Todavía le parece estar viendo la escena: estaban en un
parque, solos, y ella, como de costumbre, había perdido una de sus alhajas,
los aros de cerámica, que eran recuerdo de alguien y le traían suerte, cuando
él la deseó con ternura, como nunca la había deseado hasta entonces. Ella
no se negó, pero le dio a entender que podía negarse, que le bastaba con
pronunciar un simple “no tengo ganas” para que él sufriera. Adivinó en su
mirada esa mezcla de desprecio e indulgencia con que a veces suelen
abandonarse ciertas mujeres, como diciendo: “¿Otra vez? Bueno, me
resigno; verte así me da lástima”. Se sintió acorralado y la aborreció,
aunque tuvo conciencia de haber sido él, por culpa de su nerviosidad, de su
fugaz ternura, el que había hecho trampa, el que jamás aprendería
debidamente el juego. No la volvió a tocar después de aquella noche.
Continuaron juntos como si nada hubiera ocurrido, dando funciones de
títeres en bibliotecas de barrio y hoteles de veraneo, lugares donde ella
encontraba con facilidad la gente necesaria para su juego. Hubo jóvenes, y
también viejos, con los que practicaba la impersonal gimnasia, pero los
jóvenes terminaban por amarla, y a los viejos les nacían sentimientos
paternales, es decir que hacían lo que ella más odiaba, y eran fatalmente
escarnecidos, abandonados. Por eso, cuando alquilaron la casa, decidió
dormir en un cuarto aparte, a pesar de convenirle acostarse con ella, que
ocupaba la única cama (él tenía un incómodo catre de campaña) y además
hacía frío por las noches.
Es mejor así, cada cual por su lado. Y sale de la casa a esperar el ómnibus
que lo lleve al trabajo.
Anoche, mientras se vestía para acostarse, escuchó ruido de pasos en el
corredor. Ella no tardó en asomar la cara blanca, de sonámbula, y le pidió
un cigarrillo. “Voy a salir le dijo. Tengo ganas de caminar”. Luego le
preguntó cuándo compraría la ducha eléctrica. “El sábado, a más tardar,
tendremos el agua de la resurrección”, dijo él. “¿Qué resurrección? No
entiendo nada, pero esto no puede continuar”, exclamó ella. “Hay que hacer
algo”, agregó. “Algo”, repitió. “Algo urgente”, y bostezó.
Salió a cambiarse de ropa, a buscar sus adornos guardados en una caja vacía
de caramelos Tofi. El sonreía satisfecho: al fin la crisálida rompía la cáscara
del letargo. Apagó la luz de su cuarto y se durmió.
Estaba acostumbrado a esos períodos de postración en los que ella se
hundía al cabo de un tiempo trascurrido sin practicar el juego, pero nunca
aquel sopor enfermizo había llegado al extremo de arrojarla a la cama
durante semanas enteras. Es cierto que también conocía una variante de su
postración, un aspecto contrario, en apariencia, pero igualmente maligno.
Hubo noches en que la encontraba en la cocina, poseída por una furiosa
actividad de orden doméstico, limpiando, con prolijidad de loca, la única
sartén de aluminio que había en la casa, o bien entregada a la tarea de poner
la ropa blanca en lavandina. “Mañana, si hace sol, la colgaré”, le decía. E
invariablemente la ropa quedaba en la pileta, en estado de gelatina, hasta su
próxima vigilia. Otras veces la sorprendía a las cinco de la mañana, vestida
con su traje sastre y su boina tejida: “Espero que sean las siete. Voy a cobrar
un dinero en el centro”. Jamás llegaba a cobrarlo porque aun sabiendo lo
que le ocurriría (“Un ratito nomás, mientras me hace efecto el colirio”), se
recostaba en la cama y el sueño la vencía. El la observaba dormir; miraba
atentamente la curiosa expresión de su boca: repugnada, satisfecha, algo
culpable.
Cuando él despertó le pareció ver en los vidrios de su puerta un reflejo de
claridad que provenía del cuarto de al lado. Pensó que ella, al salir, había
olvidado apagar la luz. Se puso una frazada sobre los hombros y avanzó por
el corredor. ¿Estaría sola? Se detuvo junto a la puerta. Le pareció oír el
ronquido de un hombre. Vaciló un momento y luego entró.
Envuelta en su abrigo de noche, el de puños y cuello de astrakán (la piel era
de un saco apolillado de su madre y los pedazos también sirvieron para
confeccionar el pelo de la negra Timotea, uno de los títeres), ella dormía
profundamente. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, apretaban una libreta
de direcciones. En puntas de pie se acercó a la cama. “Qué frío”, murmuró
ella sin abrir los ojos. “Apagante la luz, por favor”.
Volvió a su cuarto, tiritando. La crisálida, pensó, se ha dormido antes de
consumar sus bodas. Pero lo intentó; ya es algo.
Ayer, viernes, cobró su primer sueldo, y esta mañana ha comprado la ducha
en un negocio del centro. Está fascinado con el nombre escrito sobre la
caja; las letras rojas imitan el zigzag del rayo: Calefón Eléctrico Cosmos.
Instalar la ducha ha sido fácil; para hacerla funcionar basta con dar vuelta
una llave mientras el agua cae; minutos después el espejo del botiquín
queda empañado. El vendedor le dijo que si el calefón no andaba bien podía
devolverlo. “¿Qué pasa cuando no anda bien?”, le preguntó él. “Da un poco
de corriente”, dijo el vendedor. “Pero no se aflija, casi nada, como una
lluvia de alfileres sobre el cuerpo”. Ha preferido que ella sea la primera en
bañarse. Tuvo que arrancarla a tirones de la cama donde estaba pegada: “El
agua de la resurrección”, le dijo, y hace media hora que oye correr el agua,
y la voz de ella que canta. Pasa un cuarto de hora más. ¿Qué estará
haciendo?, se pregunta. Golpea el vidrio esmerilado de la puerta: “¿Te
sucede algo?”. Ella no contesta. Intrigado, apoya la cara contra el vidrio;
junto con el ruido de la ducha cree oír suspiros entrecortados, quejidos. Se
incorpora, sufriendo: algo, parecido al rencor, le oprime el pecho, mientras
piensa: “Soy un imbécil, lo único que falta es que me ponga a llorar”.
Súbitamente ella abre la puerta del baño y sale envuelta en vapores,
perfumada. “El mira la expresión tranquila de su cara, la voluptuosa fatiga
que revelan sus ojos. “¿Qué tal el agua?” le pregunta. Ella sonríe con
dulzura; luego entra en su cuarto como seguida por una nube de oro.
EL SUCESOR
Armando dice que tus ojos son parecidos a los míos. No se equivoca.
También se asemejan, en el color, a la piedra preciosa del anillo de mamá.
Voy a confiarte un secreto: tengo conmigo el anillo. ¿Hay algo más dulce
que la venganza, Mascota?
Desde que estoy enferma, la Chabela duerme en mi cuarto, al lado de mi
cama. Esta circunstancia me permite vigilar el sueño de mi enemiga. Si veo
dibujarse una sonrisa en sus labios de mulata, la despierto en seguida para
que no alimente vanas ilusiones. Después le pido por favor que me alcance
un vaso de agua fría, o de jugo de naranja. La Chabela se incorpora en el
catre, bosteza. Aborrezco la insolencia de sus dientes blanquísimos, las
zonceras que canta de mañana temprano cuando riega las macetas del patio
o limpia los azulejos del zaguán. Por suerte, hace varios días que la Chabela
anda menos alegre que de costumbre. La responsabilidad de cuidarme le ha
dado un aspecto taciturno que no la favorece. Además, el dormir poco
avejenta. Ese problema no existe para nosotras que dormimos a cualquier
hora del día, como reinas. Mi familia no se atreve a molestarme. “Reposo
absoluto”, dijo el médico, luego de quitarse los anteojos y apoyar su cabeza
en mi pecho y mis espaldas.
Gracias a esa oportuna enfermedad, no voy a la escuela. Armando me visita
por las tardes; me cuenta el argumento de una película, jugamos al ludo, a
las cartas. Antes de que llegue, busco el espejo que guardo en la mesa de
luz y ensayo una expresión inspirada en la imagen de una mártir a quien los
paganos le arrancaron los pechos con unas tenazas. Quiero que Armando se
compadezca. Le he mentido que la gran ilusión de mi vida era estudiar
danzas clásicas, y por poco se pone a llorar. Armando es muy sensible. Me
acuerdo del gorrión moribundo que encontró el verano pasado cuando me
llevó a pasear al parque Avellaneda. Lo alzó del suelo: había tanta ternura
en su rostro que anhelé convertirme en algo diminuto y sufriente, y que él
me cobijara en el hueco de su mano. El gorrión vivió un tiempo en una caja
de zapatos forrada de algodones. Yo cuidaba solícitamente de esa basura,
por amor a Armando. Hasta que lo descubriste, Mascota. Le dije que se
había volado. A él le hubiera entristecido la verdad. A mí, en cambio, me
encantó verte junto a la caja vacía, los ojos centelleantes de impiedad. Creo
que si tuvieras el tamaño de un tigre no vacilaría en ordenarte que saltaras
sobre la Chabela, esa intrusa que cometió la imprudencia de provocar a
Armando. En casa la creen un modelo de virtudes; alaban su carácter jovial,
su honradez, y hasta le regalan vestidos viejos que ella adorna con moños
de colores para ir, con otras sirvientas del barrio, a la plaza de la estación
repleta de conscriptos. Hay que verla entonces, muy emperifollada, con ese
ridículo peinado que le tira los pómulos hacia arriba y le da el aspecto de un
ídolo oriental. Cola de caballo. Cola de yegua loca que menea las ancas,
alborotada.
No me importa que la Chabela emplee sus artimañas con los ciclistas de la
calle, o con el verdulero, ese infeliz que la contempla embobado mientras
ella sonríe como si en vez de un repollo le ofrecieran un ramo de rosas.
Pero que deje en paz a Armando. El episodio del botón acabó por agotar mi
paciencia. Esta misma noche esconderé el anillo de mamá en la pieza del
fondo. La Chabela tendrá su merecido. ¿Qué necesidad tenía de ofrecerse a
pegar el botón de la camisa? Al principio Armando se negó, de puro
decente. “Con el nudo de la corbata bien ajustado, se acabó el problema”,
dijo. Ella insistió: “No es ninguna molestia, niño. Lo hago en un
momentito”. Y trajo de su pieza el costurero. Todo parecía muy natural
hasta que al dar la última puntada, la Chabela cortó el hilo de la aguja con
los dientes: sus labios rozaron la nuez de Adán de Armando que se
estremeció, como tocado por una alimaña ponzoñosa. En ese instante quedó
decidida la suerte de la Chabela. Pronto mamá descubrirá la desaparición
del anillo. Entonces, aprovechando que la Chabela está en el mercado, se
dirigirá como una flecha a la pieza del fondo; buscará el anillo debajo del
colchón (frío, frío), en el baúl de la ropa (tibio, tibio), en el costurero
(caliente, caliente, que se quema). Luego, pálida de furia, aguardará en el
vestíbulo la llegada de la ingrata. “No fui yo, señora, le juro que no fui yo”,
gemirá la Chabela. Y mamá: “Deje de lloriquear, farsante. Todas ustedes
son cortadas por la misma tijera. Cuando mejor se las trata, peor. Ahora
mismo se manda mudar de esta casa. Ladrona, desagradecida”.
Libre de la Chabela, iré recobrando poco a poco la salud. El amor obra
milagros. Estoy segura: de aquí a unos meses, apoyada en el brazo de
Armando, me dejaran ir al segundo patio. Allí nos sentaremos a conversar a
jugar a los novios, como dicen en casa. El y yo, los dos solos. Lo lamento,
Mascota, pero no voy a permitir que sigas interrumpiendo nuestro idilio con
tus empalagosas zalamerías. Armando te acaricia, compara tus ojos con los
míos. Una de nosotras necesita abdicar.
EL VIAJERO
—Yo me las pico —dijo Miguel—. A ver si todavía tengo que casarme con
esa loca. No quiero líos con la policía. A mí, que me dejen vivir en paz.
Desde el comienzo de nuestra amistad había observado que a Miguel lo
intranquilizaba la policía. A veces, cuando aburridos de estar encerrados en
el cuarto salíamos a caminar en dirección a la plaza, Miguel evitaba el
encuentro con los vigilantes de las esquinas; me tomaba del brazo y, sin
decir nada, me obligaba a cruzar de vereda. Al principio, este proceder de
Miguel me produjo cierto temor. ¿Cómo no desconfiar de alguien que gana
el mismo sueldo de uno y que sin embargo se hace cortar el pelo todas las
semanas y tiene, en un cajón del ropero, docenas de encendedores que valen
cientos de pesos? Porque Miguel sentía verdadera pasión por los
encendedores. No había noche que no apareciera con uno nuevo. “Este me
lo regaló un aviador italiano” decía. Y en otra oportunidad: prometieron
regalarme uno enchapado en oro que al apretar el resorte toca la
Marsellesa”. Con el tiempo se disiparon mis sospechas. Comprendí que a
las personas, frente a Miguel, no les quedaba más remedio que desprenderse
de sus encendedores. Si yo hubiera tenido uno se lo habría dado en el acto.
Miguel terminó de acomodar su valija. Le ofrecí una taza de café que
aceptó al mismo tiempo que disimulaba un bostezo. Apenado por su
partida, le pregunté si necesitaba dinero. “Gracias”, me contestó. “Tengo
algunos ahorros”. Insistí en que no era nada fácil encontrar una pensión;
que le convenía, para su bien, hacer las paces con la Francesa y seguir
viviendo conmigo. Miguel volvió a bostezar, esta vez abiertamente. Vi su
paladar rosado, sus muelas poderosas; después se relamió como un gato que
terminara de comer una sardina. “Ya encontraré algo por ahí”, murmuró con
los ojos soñolientos, turbios de lágrimas. “Yo no me aflijo por nada. Como
decía mi viejo, lo que ha de ser, será”. Luego me dio un abrazo de
despedida, arrojó la llave de la puerta de calle sobre la cama y se marchó.
Horas más tarde, en la tienda, recapacité en la frase del padre de Miguel.
Quizá, me dije, la sabiduría consiste en saber abandonarse a nuestra buena o
mala estrella, ser una bala perdida en un mundo insensato y perdido. ¿Qué
habría pensado mi abuela sobre estas reflexiones aparentemente triviales?
Para ella, abandonarse equivalía a condenarse. Por eso vivió lúcida y
aislada en aquella provincia tediosa, entregada al ayuno, a sus santos, a su
misal negro. Mi abuela pensaba que la muerte no existía: la muerte era un
sueño profundo. Alguna vez todos despertaríamos de ese sueño para asistir
a la definitiva salvación o condenación de los cuerpos y las almas. Creo que
mí abuela se equivocó, como también se equivocó al identificar el mal con
la gordura; ella no resucitará, y la gordura de un vecino no estaba
necesariamente reñida con la santidad.
Comenté la frase de Miguel con la cajera de la tienda, una señorita bastante
culta que tiene pasión por el cine sueco. La cajera me dijo: “Es un proverbio
fatalista, probablemente oriental”.
Cuando volví a la pensión no me importó que la Francesa me acusara de
estar complicado en el ultraje de su sobrina, que me llamara degenerado y
tísico. Tampoco protesté cuando por la noche me hizo enviar a mi cuarto,
con la mucama, un bife carbonizado. Sabía que su enojo era pasajero. ¿A
quién iba a engañar con el cuento de la sobrina violada? Según me
aseguraron los demás pensionistas, no era la primera vez que Irma utilizaba
la treta de la Limonada Roger. También me dijeron que la Francesa piensa
casar a su sobrina (virgen o no) con un ingeniero. Lo conseguirá, no me
cabe la menor duda. Esa mujer consigue cuanto se propone. A pesar de las
várices que como una red violeta trepan por sus piernas lechosas, no se está
quieta un minuto; anda por toda la casa con los ovillos de lana en el delantal
de costura y las agujas de tejer cruzadas en el rodete. Una vez dio muerte a
una rata con una de sus agujas. La rata había quedado atrapada en la jaula
del canario. La Francesa descolgó la jaula para darle lechuga al pajarito;
entonces vio la rata, y con la mayor sangre fría la traspasó con la aguja de
tejer. “Comió mi pipi”, fue todo lo que dijo después de sus certeras
estocadas. “Merecía morir”.
Ahora la Francesa se ha propuesto amargarme la vida. Este infeliz revienta
o se va, habrá pensado. Por eso, entre los pensionistas que hubieran podido
ocupar el lugar de Miguel, eligió al Payo Ramírez que vivía debajo del
tanque de agua del altillo, en un cuartito en donde apenas cabe una cama y
que la Francesa llama la Tour. Conoce mi instintiva antipatía por esta
miniatura de compadrito porteño, lúbrico y bochinchero. Puede ser que
Miguel me consiga un cuarto en la casa donde vive; a juzgar por la
conversación que tuvimos por teléfono, aquello es el paraíso.
Tener un cuarto propio, un jefe bondadoso, una motoneta, conquistar el
afecto de una señora, dormir hasta mediodía, serán para mí, lo sé, bienes
inalcanzables. Debo admitir que con las señoras adineradas no carezco de
alguna posibilidad: van a la tienda donde trabajo, con sus caras desdeñosas
y miopes, sus pieles, sus diamantes. Yo hago lo imposible por mostrarme
simpático con ellas; sumiso, las acompaño hasta la puerta del negocio, con
el corte de tela en los brazos, para que vean el color del estampado a la luz
del día. Allí abren sus carteras, se cambian de anteojos, observan la caída de
la tela, la trama del tejido, vacilan, piden otra que en vez de lunares tenga
rombos, o en vez de rombos, lunares. A mi solicitud y cortesía responden
con un desconfiado: “¿Pero no encogerá al lavarse?”. O bien: “No insista,
joven, el verde no me sienta”.
Las señoras ricas no reparan en mí; nadie me regaló nunca un encendedor;
ningún jefe me dio el trato afectuoso de un padre. La única persona que me
quiso fue mi abuela, que era macilenta y pobre. Vistió siempre de negro: no
recuerdo haberla visto con otro traje que el que llevó toda su vida y con el
cual la enterraron. Estaba orgullosa de su extremada flacura, a la que
atribuía virtudes sobrenaturales. “Dormir poco, comer menos y rezar”,
acostumbraba decir. Según ella, ese era el secreto de los santos y de otras
ánimas benditas. Su vida transcurrió entre el temor de Dios y el odio a su
vecino de enfrente, un sargento cuyo nombre no me atrevo a pronunciar.
Una tarde la encontré sentada en una silla de la galería, con el rosario entre
los dedos rígidos. Alcé en brazos su cuerpo liviano como un costurero de
mimbre, lloré por esa muerta inmaterial, casi traslúcida, que me había
criado. Yo tenía entonces catorce años; muerta mi abuela, volví al lado de
mi padre que se había casado en segundas nupcias con una maestra
jubilada. No quise continuar mis estudios. Mi madrastra y mi padre, que
eran avaros, comenzaron a tomarme entre ojos a causa de mi silencio y mi
pasividad. Me llamaban inútil, pollo raquítico incubado por una vieja beata,
cara de escapulario, y otras maldades. Un día, cansado de soportar
humillaciones, robé los ahorros de mi madrastra guardados entre las páginas
de Lo que el viento se llevó, su libro favorito. Así fue como hace
aproximadamente diez años llegué a esta ciudad y comencé a peregrinar de
pensión en pensión, con el recuerdo de mi abuela a cuestas, mis ojeras y mi
contagiosa antipatía. Aquí moriré, atravesado por la aguja de tejer de la
Francesa, o convertido en otra mancha de humedad de la pared.
A veces pienso que debí casarme, ir a la Patagonia como quería la familia
de mi novia, labrarme un porvenir. Pero no puedo cambiar mi carácter.
Carezco de ambiciones. Con mi empleo en la tienda me basta; no diré que
me sobra porque mentiría. Llego a fin de mes sin un centavo. El sueldo se
me va en créditos y en el alquiler del cuarto. Antes, por lo menos, tenía la
casa de mis futuros suegros, comida gratis los domingos; algunas noches,
con mi novia, cuando volvíamos del cine, nos besábamos en la oscuridad
del zaguán. Al recordarlo quiero correr al teléfono, llamarla. Pero sé que no
debo hacerlo: es mejor para ella, para los dos.
Desde la ventana de mi cuarto veo las cornisas del edificio del Correo
donde trabaja el Payo Ramírez; al fondo, una larga cinta del color de la
suciedad: el río, el río más ancho del mundo, como decía el libro de la
escuela. A Miguel y a mí nos gustaba mirar el ir y venir de las palomas por
las cornisas, cuando el amor les hincha el buche tornasolado y trepan una
sobre otra, rumorosas, lujuriosas. El Payo las aborrece: dice que no lo dejan
dormir, les tira piedras, las insulta. La cajera de la tienda también odia a las
palomas. “Son un mal ejemplo para los niños”, dice. “No conozco animal
más indecente”. Yo sabía por mi abuela que la paloma es el símbolo del
Espíritu Santo, pero no me atrevía a repetírselo porque la cajera —es medio
quiromántica, como creo haber dicho— una vez aseguró, delante de todos
los empleados, que yo tenía la línea de la vocación religiosa. “Usted debió
haber ingresado en un seminario. Su mano es la de un místico”. Desde
entonces les empleados de la tienda me llaman el Curita, en vez de el
Faquir, apodo este último que me dieron el primer día que entré a trabajar
en el negocio.
Anoche conocí la casa en que vive Miguel. Un tranvía me dejó cerca de las
barrancas de Belgrano, en una calle oscura, bordeada de árboles. La casa,
un chalet con verja de hierro, tiene un pequeño jardín con enanos de
mampostería que asoman entre los macizos de hortensias; en el centro del
jardín hay una palmera. No bien toqué el timbre, Miguel me hizo señas
desde la ventana del primer piso. Esperé un momento. Después abrió la
puerta de la verja y me estrechó en sus brazos. Pasamos a la sala, un
cuartito elegante, con muebles dorados, donde Miguel me presentó a la
dueña de casa, la señora de Rivas, y a su cuñada, la señorita Helena. Altas,
obesas, las dos mujeres parecían hermanas; tenían la misma mirada
lánguida, bovina, el mismo pelo canoso, crespo, sin brillo, como de estopa.
Aunque el tiempo estaba fresco, se abanicaban y se secaban con un pañuelo
de encajes las comisuras de la boca, la frente, las sienes. “Miguel nos habló
mucho de usted”, dijo la señora de Rivas con voz de extremada fatiga.
“Helena, por favor, avisá a la mucama que ya puede servir la comida”.
Mientras la mucama terminaba de poner la mesa, subí con Miguel hasta su
dormitorio, donde deshizo el paquete con el pantalón que yo había retirado
el día antes de la tintorería. Miguel se puso una camisa de nylon, se
perfumó el pelo. Observé con envidia su dormitorio. ¡Qué diferencia con el
cuarto que compartíamos en la pensión de la Francesa! Con su mosquitero
de tul celeste, su cama de bronce, sus lamparitas de colores, el dormitorio
parecía arreglado para una novia. En la mesa de tocador, junto a un Niño
jesús de loza, resplandecía la colección de encendedores. Aproveché que
estábamos solos para contarle mis dificultades y de paso insinuarle si podía
hacer algo para conseguirme un lugar en esa casa tan ordenada y lujosa.
Miguel entornó los párpados, se mordió el labio inferior.
—Me parece difícil que acepten otro pensionista —dijo—. La verdad es
que ellas no necesitan dinero. A mí me tomaron simpatía de entrada... Estas
señoras tienen sus manías... Yo les sigo la corriente. Por la tarde cuando
vuelvo del estudio, tomamos el té en la sala. La señorita Helena toca el
piano y la señora de Rivas canta. Los domingos, las ayudo en la cocina a
pelar frutas para hacer dulce. El único problema que tengo es que quieren
que venda la motoneta.
Entonces me explicó que la señora de Rivas y su cuñada temían que sufriera
un accidente, pero que él por nada del mundo se desprendería de Tito,
nombre que le había dado a la motoneta en agradecimiento a la generosidad
del abogado. Agregó:
—Desde el día que fue a visitarme y que te enojaste porque no le acepté la
caja de chocolatines, Tito está hecho una seda conmigo. Me invitó a pasar
este fin de semana en Mar del Plata.
Volví a hablarle de la pensión, del odio de la Francesa, de los ronquidos y la
falta de aseo del Payo Ramírez. Para halagar su vanidad le dije que Irma
continuaba enamorada de él, que desde su partida había dejado de pintarse y
que suspiraba continuamente. Miguel me interrumpió:
—Irma no me importa. Como decía mi viejo, lo pasado, pisado. Luego me
confió en voz baja:— Aquella noche no pudimos hacer nada. La culpa fue
mía; cuando Irma se desnudó, me dio un ataque de risa.
Al preguntarle yo algunos detalles sobre la señora de Rivas, Miguel adoptó
un tono distante:
—Es una mujer viuda, muy rica —dijo—. Protege a su cuñada, que toca el
piano y arregla los canteros del jardín.
La mucama nos avisó que la mesa estaba servida. Bajamos al comedor.
Durante la comida me esforcé por conquistar la simpatía de la señora de
Rivas; conté el argumento de una película, elogié el centro de mesa, un
cisne de plata con flores artificiales, aseguré que el cuadro con rifles y
perdices que colgaba encima del aparador era una obra de arte, pero tal vez
porque el espíritu de mi abuela comenzó a sugerirme que, en el fondo, todo
ese bienestar era corrupción, mi locuacidad era completamente ineficaz. La
señora de Rivas y la señorita Helena me escuchaban distraídas, con la
mirada lánguida posada en un vaso o en un plato. Pero cuando la mucama
apareció con el postre amarillo, traslúcido, salpicado de nueces, dentro de
una enorme dulcera de cristal, las dos mujeres cambiaron de expresión y
revelaron ser las eternas enemigas de mi difunta abuela. Engullían el dulce,
se relamían, se atragantaban, sofocadas, obscenas. Miguel, el acólito rubio
de la ceremonia, volvió a sumergir la cuchara en la dulcera y nos sirvió otra
porción. Comprendí que esta ceremonia les prestaba nuevas energías; las
dos mujeres, bien alimentadas, se retirarían luego a la sala. Allí,
adormecidas, segregarían almíbar, sopor, comodidad. Terminé mi porción
de dulce con la impresión de haber cometido un sacrilegio.
—Exquisito —dije en voz alta.
Por primera vez la señora de Rivas sonrió.
—Es una antigua receta de familia —se dignó a contestar—. Le diré a la
mucama que prepare un frasco para que lo coma con el desayuno. A ver si
consigue ponerse tan fuerte como Miguel.
Tuve ganas de responderle que nunca sería como Miguel, que la culpa de
mi color enfermizo era de mi abuela, pero que intentaría con toda el alma
comer el dulce perverso porque amaba la vida, aunque la vida fuese un
contagio, una enfermedad.
Al pie de la escalera me despedí de la señora de Rivas y de la señorita
Helena; ambas tenían de nuevo apacible expresión bovina; quizá, como mi
abuela, asomarían de tarde al balcón de la calle, pero en vez de censurar la
conducta del vecino, mugirían melancólicas al oír el silbido de los trenes.
En la puerta, la mucama me entregó el frasco de dulce casero. Miguel, que
bostezaba todo el tiempo, se ofreció a llevarme en su motoneta, proposición
que no acepté. Preferí caminar hasta la parada del tranvía. La noche estaba
fresca, silenciosa. Miguel prometió ocuparse de mi pedido; haría lo
imposible para que la señora de Rivas me alquilara una pieza; estaba seguro
de que accedería: ¿acaso él no le daba todos los gustos? “Ella y su cuñada”,
me dijo, “son como dos criaturas. Se pelean por jabonarme el pelo cada vez
que me baño”.
Al despedirme tuve la certeza de que Miguel no me llamaría nunca por
teléfono, de que me borraría de su memoria, como a Irma, como a su padre,
como al resto de los peces chicos que lo estorbaban en su camino.
Sonriente, Miguel ascendería con el tiempo hasta la apoteosis ciudadana del
coche propio y el departamento céntrico.
Iba entregado a estas reflexiones cuando al pasar por un baldío vi un gato
muerto arrojado sobre un montón de basura; el animal estaba hinchado y le
faltaba un ojo, pero el ojo que le quedaba resplandecía como una joya. Me
acerqué: hedía. Entonces, con el olor del gato pronuncié mentalmente el
nombre del personaje que alimentó durante años el odio de mi abuela: el
sargento Elpidio Flores. Mi abuela me había prohibido mencionarlo. Una
vez que por distracción se me escapó el nombre del sargento, me amenazó
con ir a buscar una brasa de la cocina y quemarme la boca si yo volvía a
repetirlo delante de ella. El sargento Flores, que vivía enfrente de nuestra
casa mucho antes de que yo naciera, había sido novio de mi abuela en su
juventud. Cuando lo conocí era un viejo gordo y calvo que se emborrachaba
y salía a la puerta de calle en paños menores con el pretexto de que hacía
calor. Mi abuela, indignada, dejó de saludarlo y clausuró los postigos de su
balcón. Según ella, el sargento se mostraba en calzoncillos para ofenderla.
En realidad, nunca le perdonó que por su culpa tuviera que privarse del
balcón, sitio desde el cual vigilaba los acontecimientos del barrio. Cuando
el sargento murió (“Reventó”, dijo mi abuela. “Doscientos kilos amasados
con desvergüenza y alcohol”) pudo volver a su balcón al fin, pero su odio
por el sargento no había disminuido. Todas las mañanas me llevaba al
cementerio. “Vamos a ver cómo apesta”, me decía. Y cuando estábamos
frente a su tumba levantaba un puño airado y murmuraba entre dientes:
“Púdrete y apesta, Elpidio Flores, hasta el día del juicio en que despertarás
convertido en lo que siempre fuiste: un cerdo que hiede”. Así fue como mi
abuela, con el correr de los años, llegó a identificar el mal con la gordura
del sargento, y temerosa comenzó a adelgazar, a consumirse con cristiano
fervor de momia.
Al recordar las palabras de mi abuela me invadió una instintiva repulsión y
arrojé al baldío el frasco de dulce casero que me había regalado la señora de
Rivas. Comprendí el miedo de mi abuela, pero la recompensa que esperaba,
y espera todavía, acostada en su cajón de tercera clase, ¿justificaba la
soberbia de su alma, su continuo rencor? Conforme. Obtuvo lo que quería:
se consumió. Pero ni salvada ni condenada: sencillamente muerta. Nunca
entendió que ella misma, liviana como un corcho, y el sargento, pesado
como un elefante, representaban cada cual a su manera la ciega, acongojada
fuerza destinada al fracaso de toda encarnación. De ahora en adelante —
pensé— debo ser práctico y olvidar las supersticiones con que mi abuela
envenenó mi niñez. ¿De qué sirve haber tenido una abuela perfecta en esta
ciudad de cuarteles, pensiones y pizzerías? Como diría Miguel Altolabelli,
los muertos estorban. En el caso de tener la fe de mi abuela, preferiría
despertar el día de la resurrección al lado de aquellos que vivieron sin
preocuparse por el castigo o la recompensa final, en la inmoralidad, el
sueño y la ternura. Después de todo, creo que el juicio ya llegó y que el
mundo está condenado: unos años más y caerá al vacío, como una fruta
podrida.
LA CULPA
A Esmeralda Almonacid
A Marcia Bastos
Dirán lo que quieran pero Jacinto no era un chico como los demás. A
Camila, su madre, yo la llamaba tía aunque fuera la viuda de mi único
hermano que murió, como todos saben, mientras cumplía con su deber Esa
desgracia la obligó a refugiarse en mi casa. Jacinto dormía conmigo; ella y
la Tránsito en la pieza del fondo.
Mi casa es grande, pero los dos cuartos que dan a la calle fueron
transformados en taller de costura cuando mi padre se fue a Italia, pocos
meses después de mi nacimiento. Debí sacrificar mi comodidad y hacer un
sitio en mi cama para Jacinto.
La Tránsito, una vieja amiga de mi madre (fueron compañeras en la escuela
de corte y confección), se opuso a que Camila y su hijo vivieran con
nosotros. Yo estaba aquella tarde con mi madre, ayudándola en la tarea de
armar el esqueleto de alambre de un mosquitero. La Tránsito, que terminaba
de barrer el zaguán, entró con el telegrama. “Dos bocas más”, fue el
comentario que hizo después de leerlo.
Mi madre le aseguró que Camila ayudaría en el taller. “Tiene dedos de hada
para el bordado”, dijo. “Puede ser” contestó la Tránsito, “pero no opinabas
así cuando fuimos a Concepción para el bautismo del chico”. Mi madre no
recordaba. Siete años era demasiado tiempo. La Tránsito, que tenía una
memoria de sorda, le hizo acordar que mi hermano andaba con las camisas
a la miseria, que había cascaras de naranja debajo de los sillones, que las
sábanas olían a pis de gato, y que ella estaba arrepentida de haber aceptado
ser la madrina del chico. “Las dos opinábamos lo mismo, agregó, dándose
aire con una pantalla de palma. “Sí, no lo niegues, Camila era una dejada”.
Mi madre dijo una frase conmovedora: “Sea como fuere, su hijo es sangre
de mi sangre”. La víbora de la Tránsito dijo en voz baja: “Vaya uno a
saber”. Siempre la Tránsito estaba insinuando maldades, pero en Camila
encontró la horma de su zapato. Compartieron el mismo cuarto; Camila,
que odiaba las imágenes religiosas, descolgó el Corazón de Jesús que había
encima de la cama y puso en su lugar la fotografía de un actor de cine.
—Soy una mujer moderna —me decía—. Si encuentro un tipo que me
convenga, me volveré a casar Quiero un hogar para Jacinto. Luego, con una
mano en la cadera, agregaba: —¿Te parece que aún puedo gustar a los
hombres?
La verdad es que era bastante llamativa. Se imponía por su estatura, su
andar de reina y sus dientes numerosos, blanquísimos. Jacinto, en cambio,
había salido a mi hermano y pasaba inadvertido.
En los primeros tiempos, a mi madre y a mí nos llamó la atención que
Camila dijera de su hijo: “Es la piel de Judas”. Parecía tan juicioso, sentado
en un rincón del patio, con su libro de lectura y su colección de papel de
chocolatines, que hubiéramos afirmado lo contrario. Cuando Jacinto volvía
de la escuela, sacaba su triciclo y daba vueltas por el patio, esquivando
graciosamente las macetas. Imitaba a la perfección la bocina de un auto, el
ruido del tranvía o el de un avión en picada. Todos convinimos en que
Jacinto era encantador.
—No se engañen —nos decía Camila—. Esperen a que tome confianza: ya
verán.
El día que Jacinto tomó confianza estábamos reunidos en el taller. La
Tránsito salió a buscar unas brasas para aumentarle a la plancha. Volvió con
el rostro descompuesto, temblorosa. Traía a Jacinto de la mano.
—¡Miren la gracia del ahijado! —nos dijo.
—¡Mis begonias! —exclamó mi madre.
Camila se incorporó en la silla:
—¿Por qué has hecho eso?
Jacinto sonreía
—¿Por qué? —gritaba Camila—. ¡Te voy a cortar las manos, dañino!
A Jacinto le brillaban los ojos.
—¡Peor que las hormigas, peor! —aulló Camila fuera de sí—. ¡Y todavía
me mira, se burla, no le importa nada!
Yo estaba estupefacto. Esa mujer, pensé, es el verdadero incendio que mi
hermano nunca pudo apagar. Camila se precipitó sobre Jacinto, le retorció
una oreja.
—Pida perdón a la abuela —dijo.
—Perdón, abuela —murmuró Jacinto.
—Repita: No volveré a romper las plantas.
—No volveré a romper las plantas —dijo.
Súbitamente, Camila se aplacó:
—Bueno, ahora deme un besito y vaya a jugar a la pelota en la vereda.
Después, con la cara congestionada por los últimos efluvios de la ira,
suspiró: —Cosas de chicos. Y continuó pegando botones.
La Tránsito observó que si Jacinto fuera su hijo lo obligaba a tragarse las
begonias.
—¿Qué quiere que haga? —le contestó Camila—. ¿Que lo mate?
Mi madre dijo que con eso no revivirían sus begonias, que lo mejor era
dejar en paz a Jacinto.
Yo entonces tuve la mala idea de proponer una solución de la cual no
tardaría en arrepentirme. El patio, expliqué, era un peligro; cualquier día el
chico se llevaba por delante la maceta del helecho serrucho y quedaba
convertido en puré. ¿Por qué no jugaría en el terreno del fondo?
Aceptaron mi sugerencia. Todas las mañanas, después del desayuno, Jacinto
era llevado detrás del alambre tejido, donde permanecía hasta la hora de ir a
la escuela.
Pero a la semana se acabó la tranquilidad. Jacinto le arrancó la cola a Jóse
Mojica, el gallo negro de la Tránsito.
—¡Hereje, hereje! —gritaba la Tránsito, y pedía al cielo un rayo que
acabara con Jacinto. Luego, llorando, entró a su cuarto y guardó las
hermosas plumas en su cofre de recuerdos.
No tardamos en descubrir que Jacinto también comía las mandarinas
verdes, jugaba al tiro al blanco con los higos (así adquirió su maravillosa
puntería) y que una mañana, harto del barullo de una clueca, la había
mandado de un certero puntapié, por encima de la tapia, a la huerta del
vecino. El resultado de estos escándalos fue la vuelta de Jacinto al patio de
baldosas y la sucesiva desaparición de todas las begonias de mi madre.
Recuerdo que una noche, después de acostarme, Jacinto, que nunca dejaba
de recitar el Ángel de la Guarda, me preguntó candorosamente:
—¿Hay ángeles, tío?
—Sí.
—¿Cómo son?
—Rubios y altos, como tu mamá. ¿No has visto el que tiene la Tránsito en
su dormitorio?
—¿Cuál? ¿Uno que toca la guitarra?
—No se llama guitarra; se llama laúd.
—Tío —volvió a preguntarme—, ¿quiénes son las madres de los ángeles?
No supe qué contestarle; había olvidado el catecismo y la única frase que
conservaba en la memoria: “Dios creó el mundo con su voluntad
omnipotente, lo conserva con su poder y lo gobierna con su providencia”,
no le hubiera aclarado nada. Cambié de tema; le dije:
—Jacinto, ¿por qué le arrancaste la cola a Jóse Mojica?
—Porque sí.
—Porque sí no es una respuesta. Si te gustaban las plumas, con arrancarle
dos o tres era suficiente. ¿Por qué la cola entera?
Jacinto quedó pensativo un momento; luego me dijo en voz baja:
—Yo sé por qué ponen huevos las gallinas. Las espié. Todos mienten: sólo
papá me decía la verdad.
—¿Qué verdad?
—Tío, no se haga el tonto.
Poco faltó para que le diera una cachetada. Pero me contuve y le dije:
—A ver, el vivo, dígame la tabla del siete y la del nueve que le pidieron en
la escuela. Vamos, rápido.
Las dijo sin equivocarse, a la perfección. Es el demonio, pensé. La Tránsito
hace bien en persignarse cuando lo ve.
Después de cada almuerzo, la Tránsito y mi madre se complacían en
escuchar por centésima vez el relato de la muerte de mi hermano. Camila
suspiraba, se humedecía los labios con la lengua; luego reconstruía la
escena utilizando los cubiertos y demás objetos de la mesa. Algunas veces
mi hermano era una cuchara; otras, un tenedor. El plan flauta era el camión
de los bomberos; la botella de vino, el edificio en llamas. Mi madre repetía:
“Yo tuve el presentimiento al ver la fotografía que me envió cuando le
dieron el uniforme”. Esta frase y “Cuando tu padre regrese de Italia todo
cambiará”, llegaron con el tiempo a no tener ningún sentido para mí.
Después Camila enseñaba la medalla de oro que los bomberos le regalaron
en homenaje al heroico comportamiento de su marido. La Tránsito miraba
la medalla hasta ponerse bizca, la tocaba. “Son más de cincuenta gramos”,
decía. Yo estaba enterado de la verdadera historia del accidente por un
recorte del diario de Concepción que jamás mostré a nadie para salvar la
memoria de mi hermano. Los vecinos nos envidiaban: era como tener un
procer en la familia. Camila, que debió de conocer los hechos, también
prefería ocultarla. El incendio había sido provocado por una plancha
eléctrica que dejaron enchufada en un altillo. El hilo de humo que salía por
la ventana entusiasmó a la gente, que empezó a señalar el lugar del
siniestro. Pronto hubo una multitud de hombres y mujeres aguardando la
aparición de las llamas. Era el primer incendio que se registraba en
Concepción. Llegaron los bomberos a estrenar el flamante equipo.
Demasiado tarde: el incendio se había apagado solo. Con todo, los
bomberos hicieron un vistoso despliegue a manera de ejercicio o simulacro.
Mi hermano, que estaba en la punta de una escalera, sufrió un mareo y se
cayó al vacío. “Fractura de cráneo” decía la crónica de la mañana siguiente.
Y en grandes letras que ocupaban el ancho de la página: “Falleció en el
cumplimiento de su deber”. Yo estaba seguro de que Camila, seducida por
los colores brillantes del uniforme, fue la responsable de que mi hermano
abrazara tan arriesgada profesión. No le guardo ningún rencor por ello: mi
hermano, a decir verdad, era poco simpático. Cuando vivía con nosotros,
antes de casarse, se pasaba el santo día en el café, se emborrachaba; robaba
los ahorros de la Tránsito. A mí, que tenía entonces la edad de Jacinto, me
obligaba a lustrarle sus zapatos de charol, a inflar las ruedas de su bicicleta.
Sin embargo, la Tránsito lo quería, o simulaba quererlo para fastidiarme. “A
tu edad”, me decía, “tu hermano ya usaba pantalones largos”. O bien
pasando al lado de la silla de lona donde yo tomaba sol “Miren al mosquito;
el otro sí que tenía piernas como Dios manda”. Con los primeros calores de
septiembre, Camila empezó a aliviarse el luto; dejó de llevar medias
oscuras, resucitó un turbante amarillo; ahora se ponía colorete en las
mejillas. La Tránsito dijo que aquello era indecente, que una viuda debe
andar siempre de negro, y que además eran una vergüenza sus coqueteos
con el cobrador de la luz. Calumnias de la Tránsito, como se verá más
adelante. Ni el cobrador de la luz, que apenas le llegaba a la rodilla, ni el
gordo Humberto, el dueño de la gomería, eran hombres para Camila. Fue
otro, por desgracia, el que la cautivó. Ya entonces la Tránsito, que era
medio bruja, le había dicho a mi madre: “¿No te parece raro que Camila
consiga siempre los mejores tomates?”. En el acto comprendí la suspicacia
de la Tránsito. A menudo yo iba al mercado en compañía de Camila. Ella
era una especie de diosa que manoseaba las verduras, metía su dedo en el
ojo de un pescado, o pellizcaba las uvas sin que el vendedor pusiera el grito
en el cielo. También provocaba la furia de esas mujeres que miran los
huevos al trasluz después de habérselos acercado a la oreja y de sacudirlos
como si fueran sonajeros. El vendedor, hechizado por Camila, sacaba de
atrás del mostrador la caja de huevos frescos, especiales para nosotros. Pero
ninguno le demostraba tanta solicitud y galantería como el turco Salonia, el
verdulero. Daba risa verlo cuando llegábamos con Camila: corría a ponerse
brillantina en el pelo, a enjuagarse la boca; ruborizado, no sabía qué hacer
con sus manos velludas y tatuadas de azul; sin atreverse a levantar la
mirada, nos llenaba de verduras el bolso. Yo, entretanto, comía puñados de
naranjitas japonesas, de dátiles. El turco, distraído, no advertía el robo. Un
día sacó el lápiz que llevaba en la oreja y lo encendió pensando que era un
cigarrillo; otro, envolvió las zanahorias en su pañuelo a lunares. Bastó una
leve insinuación de Camila (“Usted parecería tanto más joven”) para que el
turco se afeitara los bigotes, medida que no lo favoreció porque
descubrimos que había mucha distancia entre su nariz y el labio superior,
como en los monos, y que tenía varios dientes de oro. Este último detalle
fascinó a Camila, que era loca por el lujo. Para mí no fue una sorpresa que
Camila se fugara con el turco Salonia. No en vano ella tomaba por las
mañanas una cucharada de magnesia para adelgazar, se depilaba las piernas,
hacía gestos románticos.
Me parece estar viendo la mañana del escándalo. La Tránsito daba alaridos;
mi madre buscaba un sillón de mimbre donde desmayarse. Jacinto las
miraba con aire culpable, como preguntándose: ¿En qué nueva travesura me
habrán descubierto? La Tránsito me enseñó un papel escrito por Camila en
el que explicaba su determinación: No me busquen. Con el tiempo
perdonarán a una mujer enamorada. Adiós. Al pie de la carta, con letra de
imprenta, había agregado: Cuando pueda les enviaré dinero para los gastos
de Jacinto.
Mi madre, vuelta del desmayo, exclamó: “Quiere comprar la tranquilidad
de su conciencia. Que se guarde su inmundo dinero”. La Tránsito decía:
“No, que pague esa arrastrada, que le cueste. Es la ley de la vida”. Jacinto,
que hasta ese momento no había dicho una palabra y nos miraba con sus
grandes ojos brillantes, sacó del bolsillo la medalla de oro de Camila y
comenzó a jugar con ella, tirándola por el aire. La Tránsito enmudeció,
como hipnotizada:
—¿De dónde sacaste eso?
Jacinto explicó que Camila se la había regalado.
—¿Cuándo? —inquirió la Tránsito.
—Ayer.
—¿Y qué más te regaló?
—Nada más, pero me dijo que se iba, que la vería más adelante, que tuviera
paciencia.
Tránsito se arrodilló y tomó a Jacinto por la cintura.
—No la verás nunca, hijito —le dijo—, nunca —repitió con voz ahogada,
esperando tal vez que Jacinto llorase. Pero Jacinto sonrió:
—Sí, la veré. Cuando yo sea grande, me voy a casar con ella.
Á
—Ángel de Dios —dijo la Tránsito conmovida—, venga con su madrina, le
daré unas estampitas para que juegue. ¿O quiere la paloma alcancía? ¿Sí?
Bueno, se la doy
Y lo llevó a su cuarto. Cuando reaparecieron, Jacinto no tenía la medalla.
Fue una suerte que mi madre no estuviera en casa el día que se presentó la
mujer legítima del turco. La Tránsito, asumiendo una actitud de dama
ofendida, la recibió en el vestíbulo y me llamó para que yo fuera testigo de
la conversación. La mujer de Salonia parecía muy serena. Dijo que ya
estaba acostumbrada a las infidelidades de su marido, pero que él no
tardaría en volver al hogar. De pronto gritó, excitada por algún recuerdo, al
mismo tiempo que sacaba un peine de la cartera y se lo pasaba por el
flequillo:
—¿Dónde está? ¿Dónde se ha escondido ese miserable?
La Tránsito, impávida, le señaló la puerta de calle:
—Vayase —le dijo—, basta de escándalos. Ella será una arrastrada, pero él
no era precisamente un santo.
Después de esa tormenta, la casa recuperó poco a poco su tranquilidad.
Jacinto traía excelentes notas de la escuela, era mimado por todos, apenas si
recordaba a Camila. Pero un mediodía, cuando estábamos sentados a la
mesa, mi madre me pidió el frasco de sacarina que estaba en el último
estante del aparador. Puse una silla para alcanzar el frasco. Jacinto, que
tomaba la sopa, dijo:
—Mamá no hubiera necesitado la silla. Con sólo levantar el brazo
alcanzaba los higos más altos. Papá la llamaba jirafa. “Venga la jirafa con
su enanito”, le decía.
—¿Dónde está mamá? Quiero irme con ella.
La Tránsito palideció:
—Basta de charla —dijo—. Tu mamá andará por ahí dándose la buena vida,
mientras nosotras nos pelamos los ojos enhebrando agujas. Pero tendrá su
castigo. No habré de morirme sin haberla visto como se merece, hecha una
piltrafa, sin un diente. No se roba un marido ni se deja tirado un hijo así
nomás. Todo se paga en esta vida. Cuando seas mayor comprenderás. Y
termina de una vez la sopa que se enfría. Seguramente que tu mamá ni se
acuerda de su querido Jacinto.
Quedé perplejo ante la severidad de la Tránsito. Mi madre dijo que el
angelito no tenía ninguna culpa, que si no quería tomar la sopa se fuera al
patio a jugar y que para el bien de todos era preferible no tocar ese tema.
Jacinto se había quedado pensativo; las lágrimas le corrían por las mejillas,
se mordía el labio inferior. Hubo un silencio de tumba. La Tránsito,
inquieta, comenzó a parpadear. De pronto, rojo de furia, Jacinto le gritó:
—Mentirosa. Mamá se acuerda de mí. Cuando yo sea grande viviré con
ella. Mamá era bonita, tenía muchos dientes, tenía turbantes de colores.
Antes de irse me regaló la medalla de oro. Venderé la medalla y compraré
un auto de verdad. A usted nunca la llevaré a pasear en auto. ¡Devuélvame
la medalla!
La Tránsito sonrió con desdén:
—¿Qué medalla? —dijo. Jacinto exclamó fuera de sí:
—¡La mía! ¡Devuélvamela, ladrona! Y le arrojó el cuchillo del pan.
Estoy seguro de que si la Tránsito hubiera podido agregar unas palabras,
habría dicho, como de costumbre: “Querida, cría cuervos y te sacarán los
ojos. ¡Qué carácter, igual al tío!”. Pero no tuvo tiempo de articular ni una
sílaba. Jacinto lloraba a mares: debí llevarlo en brazos y encerrarlo en su
cuarto hasta que se callara. Cuando volví, esperaba encontrar a mi madre
desvanecida en el piso del comedor. Pero, qué curioso, mostró una gran
presencia de ánimo. Me dijo: “Hagamos una taza de café. Luego
pensaremos con calma el asunto”. Decidimos que no valía la pena
explicarles a los vecinos lo sucedido: nunca entenderían que Jacinto no era
un chico como los demás. Esa misma noche la Tránsito murió de un síncope
repentino. Tuvimos la suerte de que doña Julia, la vecina de al lado, contara
que la Tránsito, días antes, le había pedido azahares para hacer una infusión.
“Ya andaría mal, la pobre”, dijo. Al oscurecer llegó el doctor Paz con su
característico olor a tabaco y ginebra. Después de escuchar en silencio
nuestro relato, extendió el certificado sin hacer ninguna cuestión. También
recetó un purgante para Jacinto y una taza de tilo, “una taza bien cargada, al
acostarse. Y si el chico sigue caprichoso, denle un baño de agua fría”, nos
aconsejó. Durante el velorio, Jacinto permaneció encerrado en su cuarto. Lo
vi un momento cuando entré a ponerme la corbata negra. Parecía no tener la
menor idea de lo sucedido (o fingía ignorarlo: no lo sé). Con la venta de la
medalla, guardada con llave en el cofre de los recuerdos junto a las plumas
del gallo, compré una corona de calas para la Tránsito. Antes de que
cerraran el cajón me acerqué a mirarla por última vez: pálida,
malhumorada, como si estuviera dormida, la Tránsito apretaba entre las
manos el devocionario de tapas de nácar y un rosario de semillas. Sus orejas
me parecieron enormes, las cintas de los escapularios y el pañuelo de seda
que mi madre anudó con un precioso moño, disimulaban la herida de su
cuello delgado, como el de un pájaro.
EXCESOS
A Silvina Ocampo
Casi todos los días, antes de almorzar, paseamos con Marcelo por la Plaza
del Bajo. De allí salen los ómnibus que van a la campaña. Los pasajeros,
que han llegado a la ciudad con el primer ómnibus, recorren desde muy
temprano los negocios próximos a la plaza, donde hábiles y ojerosos
comerciantes (el metro de hule enroscado al cuello, el lápiz o la tiza de
color en la oreja) les ofrecen sus variadas mercaderías.
Apoyados en la puerta de sus tiendas (un cartel, en lo alto, anuncia la
sorprendente liquidación) los vendedores declaman una lista de fugaces
artículos rebajados de precio. Imposible evitar su exaltación sincera, sus
gestos, su bigote. Los clientes son arrastrados entre mimos y halagos al
interior del negocio. Por último se detienen frente a la desdeñosa patrona
que juega con sus pulseras de oro, detrás de la caja registradora, y acaban
por entregarle los manoseados billetes.
Pero también la Plaza del Bajo es el lugar preferido por los vendedores
ambulantes que aparecen con sus monos sabios, sus víboras amaestradas,
sus loros adivinos. Vociferan entre una multitud de hombres y mujeres que
aguardan atónitos la demostración del prodigio; de pronto, sin darse cuenta,
han comprado la birome dorada o la pipa sacacorchos, y antes de que la
víbora baile, el loro vaticine, o el mono toque la guitarra.
En uno de nuestros paseos por la plaza descubrimos al hombre del turbante.
Era moreno y delicado, con ojos de expresión melancólica. Sus dedos
sostenían unas bolsitas de papel azul. Apenas se oía su voz aguda y
entrecortada, como de rata. Tuvimos que acercarnos para saber qué decía.
Pensé que era un vendedor poco diestro: necesitaba algo más llamativo que
un simple turbante para anunciar su mercadería.
Con excepción de Marcelo, yo, y dos o tres chicos lustrabotas que estaban
sentados en el suelo comiendo laponias, nadie hacía caso del hombre del
turbante ni de las bolsitas azules que mostraba. Con los débiles sonidos que
salían de su boca pudimos componer las siguientes frases: “Hierbas de
Oriente. Curan toda clase de enfermedades. Se toman con la comida. Por un
peso, un solo peso moneda nacional”. Repitió varias veces las frases,
equivocándose en el orden. Parecía no tener mucho interés en la venta
porque en seguida se fatigó y comenzó a guardar las bolsitas en una valija
adornada con signos cabalísticos. Nos dio tanta pena el hombre del turbante
con su aire de palúdico y su mirada entre afiebrada y piadosa, que Marcelo
y yo decidirnos juntar las monedas que teníamos y comprarle dos bolsitas
azules. De paso, le aconsejaríamos algo más eficaz para anunciar su
mercadería: por ejemplo, atravesarse la lengua con una aguja, hipnotizar a
un gallo, tragarse un hisopo encendido en nafta. El hombre sonrió al
escuchar nuestras sugerencias. Antes, en los buenos tiempos, nos dijo,
vendía cientos de bolsitas, pero el negocio era un fracaso desde que el
Inspector le había prohibido trabajar con ella. Preguntamos quién era ella.
¿Queríamos conocerla? Estaba ahí, en la valija, agregó, y se llamaba Anita,
la querida Anita. Nos miramos con recelo pensando que el pobre estaba
loco. El hombre abrió la valija, sacó una caja de alambre tejido, del que se
utiliza en las fiambrerías, y dijo:
—Salga, Anita. Aquí hay dos jóvenes que quieren conocerla.
Entonces, del interior de la caja, saltó la araña pollito. Retrocedimos
deslumbrados. La araña, grande como una mano, tenía el color de la miel de
caña.
—Salude a los jóvenes, Anita. No sea mal educada.
La araña, posada en el hombro del vendedor de hierbas orientales, levantó
dócilmente una patita peluda; luego, por voluntad propia, trepó al turbante
donde se escondió. Intentamos sonreír. Marcelo, con su manía de
coleccionar animales (tiene mariposas y un ciempiés disecado sobre su
escritorio), le preguntó cuánto quería por Anita. Se la compraba en el acto.
(Yo adivinaba su pensamiento: la quería para ahogarla en un frasco de
formol.) El hombre le contestó que no se desprendería de ella por todo el
oro del mundo.
—Usted puede conseguir otra —dijo Marcelo.
—No como Anita.
—Le doy quince pesos.
—No.
—Treinta.
(Pensé: ¡Qué farsante! ¿De dónde los va a sacar?)
—No.
—Cincuenta —insistió Marcelo con descaro. El hombre del turbante vaciló;
luego pidió que le enseñara el dinero. Marcelo no lo tenía, por supuesto.
—Si espera media hora se los traeré.
—No —dijo el hombre, y guardó la araña. Marcelo quedó decepcionado.
Íbamos a cruzar la plaza para tomar el tranvía, cuando el hombre nos llamó:
—Está bien —dijo—, se la dejo por ese anillo.
Y señaló mi mano derecha. Le di mi anillo, un anillo de oro con iniciales,
regalo de mi abuela.
—Pero se la vendo sin el estuche —aclaró.
Aceptamos y fuimos hasta un almacén donde nos dieron una caja de
galletas vacía. Allí metimos a la araña. Marcelo estaba radiante de felicidad.
Yo le previne que de ninguna manera aceptaría que Anita formara parte de
su colección, que la quería viva.
—Pero Anita será de los dos, ¿no?
—Sí, de los dos.
Antes de marcharse, el hombre del turbante nos dijo que la araña era muy
cariñosa e inofensiva, que se le partía el alma de tristeza al abandonarla, que
no olvidáramos darle su ración de moscas, ni su platito de agua limpia.
Cuando volvimos a casa, mi abuela, por suerte, había salido. Entramos a mi
cuarto. Marcelo, que también es artista, dibujó sobre la caja de galletas
(antes hicimos unos agujeros en el cartón para que Anita no se asfixiara)
una calavera. No porque la araña significara un peligro como el polvo de
estricnina, tan parecido al talco, pero que tiene la virtud de inmovilizar a los
gatos en lo alto de las comisas de donde se desploman al patio, y es
divertido mirar sus ojos vidriosos, dilatados por el veneno. Anita era
inofensiva. Así nos aseguró el hombre del turbante que conocimos en la
Plaza del Bajo, hace un mes. La calavera de la tapa, pintada con tinta china,
la dibujó Marcelo con un propósito meramente decorativo.
Al poco tiempo descubrimos que el hombre del turbante era un impostor. La
cariñosa Anita resultó una araña malhumorada que se negaba a saludar y
permanecía encogida en el fondo de la caja. La verdad es que habríamos
muerto de susto si se le hubiera ocurrido repetir el salto espectacular del
primer día. Cuando golpeábamos un lado de la caja, Anita despertaba.
Tomados de la mano (la de Marcelo, helada) sentíamos el vértigo de
observar su cuerpo peludo, sus ojitos brillantes, sus patas complicadas.
Aveces, para sorprendemos, Anita movía rítmicamente las ocho patas. Por
nosotros corría un ligero estremecimiento, nos abrazábamos nerviosos,
dábamos saltos alrededor de la caja.
A Marcelo, una siesta, mientras estábamos encerrados en mi cuarto
fumando los cigarrillos de mi abuela, se le ocurrió aquella atrevida idea.
Tiramos a cara o cruz. Perdió él. Al principio estuvo dispuesto (además, le
correspondía: él había inventado el juego) pero luego desistió. Le dije que
era un miedoso. Para humillarlo me acosté en la cama y le pedí que me
volcara la caja destapada. Marcelo dijo que así no era gracia, que antes me
quitara la camisa. Me quité la camisa y esperé. Anita, como una mano de
felpa, cayó sobre mi pecho. Se me paró el corazón. Marcelo salió corriendo
del cuarto. Yo me apresuré a guardar la araña pollito que había subido por el
respaldar de la cama y estaba inmóvil junto a la llave de la luz.
Sé que fui injusto con Marcelo después de aquel incidente. Para
mortificarlo paseaba por la vereda con el ruso Natalio, que le había ganado
la última carrera de ciclismo. Un día me llamó por teléfono. Simulé la voz
de mi abuela y le dije que estaba en el techo, arreglando la antena de la
radio. Debió de advertir el engaño porque no volvió a llamar. Marcelo
andaba triste y aburrido. Yo lo miraba desde la terraza de mi casa, oculto
entre los jarrones de mampostería, dar vueltas y más vueltas alrededor de la
manzana, en su Raleigh amarilla, esperando el momento en que me asomara
a la puerta de calle para comprar un helado, y entonces dirigirme la palabra
como si nada hubiera sucedido. Utilizaría el pretexto de siempre: “¿Me
prestarías una llave para ajustar una tuerca, o el inflador para la rueda de
atrás que está en llanta?”
No es que me pareciera una cobardía imperdonable el susto que se llevó
aquella siesta, sino que, por culpa de Anita, o mejor dicho del anillo que me
costó, mi abuela me había suprimido el dinero de los domingos. Mentí que
había perdido el anillo en la escuela.
—Un día vas a perder la cabeza —dijo—. No hay cine hasta fin de mes.
El verdadero motivo de mi enojo era que a Marcelo, enterado del rigor de
mi abuela, no se le hubiera ocurrido compartir mi desgracia y continuara
yendo al cine mientras yo quedaba encerrado en mi cuarto, muerto de
envidia, en compañía de la taciturna Anita.
Pero una mañana, cuando le estaba dando de comer a la araña, escuché
música, tambores y una voz que anunciaba por un altoparlante el debut del
Circo Primavera. Salí del cuarto y me precipité a mirar el desfile. Me
pareció decepcionante. El elefante tenía las orejas desflecadas, a la jirafa le
faltaba un ojo, los leones, marchitos, bostezaban en sus jaulas. Me sacó de
aquel estado de depresión el alarido de mi abuela. En el acto comprendí lo
sucedido: había dejado abierta la puerta de mi dormitorio y ella, con esa
maldita costumbre que tiene de entrar, apenas me descuido, a revisarme los
papeles o a hurgar en los bolsillos de mis pantalones (“entré a ventilar el
cuarto”, dice), había descubierto a Anita sobre la almohada. Llegué a
tiempo para evitar el desastre. Mi abuela, armada de una escoba y una pava
de agua hirviendo, corría a la araña que ahora trepaba ágilmente por la
pared. Le dije que era una araña inofensiva, que Marcelo y yo la habíamos
comprado por indicación de la maestra con el propósito de estudiarla y
dibujar una lámina en colores para la clase de zoología. No hubo forma de
tranquilizarla.
—La araña se va ahora mismo de esta casa, o me voy yo —dijo.
Ese día reanudé mi amistad con Marcelo. El tiene un altillo donde nadie
sube: era el lugar más seguro para Anita.
Anoche fui a casa de Marcelo para visitar a Anita. Había pasado una
semana sin verla y la extrañaba. Marcelo, sentado en un sillón de mimbre
de la galería, hojeaba unas revistas. Subimos al altillo. El foco de luz, que
Marcelo pintó de rojo con el esmalte para las uñas de su tía, parpadeaba de
vez en cuando.
—Es la instalación que está vieja —dijo.
Y se acostó en la cama. Saqué la caja de galletas donde estaba Anita,
encima del ropero, me quité la camisa y me acosté a su lado. Marcelo dijo
que tenía vergüenza de lo que sucedió aquella siesta.
—No es nada, yo también tuve miedo.
—Repitamos el juego.
—¿Para qué?
—Sí, tiremos una moneda.
Volvió a perder. Me di cuenta de que estaba pálido.
—No importa —le dije—. Jugaremos otro día.
—No, ahora mismo.
—No vas a resistir.
—Sí, vamos.
—Te permito cerrar los ojos.
—Bueno, dale.
Destapé la caja de galletas y arrojé la araña sobre su pecho. Marcelo apretó
los labios, se quedó inmóvil. Anita se deslizaba suavemente hacia su
ombligo. Miré a Marcelo: no abría los ojos y un hilo de saliva brillante
comenzaba a bajarle de la boca.
—Marcelo —le dije—, abrí los ojos y dejate de bromas. Mirá lo que hago
con Anita.
Alcé la araña y me la puse en la cabeza.
—Mirá, Marcelo, no es nada, es inofensiva. Vamos, abrí los ojos.
Tomé un vaso con agua que había sobre la mesa y se lo derramé en la cara;
después le di algunas palmadas en las mejillas. Al fin abrió los ojos.
—¿Y Anita? —preguntó.
Yo tenía flojas las piernas, me temblaban las manos.
—Basta de Anita —le dije.
Entonces vi a la araña que trepaba por los cables de la luz en dirección al
foco. Hubo una pequeña explosión, unas chispas azules, y el cuarto quedó a
oscuras. Encendimos un fósforo. Marcelo se echó a reír como un loco: no
había manera de hacerlo callar. Súbitamente me abrazó, llorando. Anita
estaba muerta al lado de la cama.
LA CRECIENTE
A Pepe Lamarca