Holmberg, Eduardo Ladislao - La Bolsa de Huesos
Holmberg, Eduardo Ladislao - La Bolsa de Huesos
Holmberg, Eduardo Ladislao - La Bolsa de Huesos
II
EL FRENÓ LOGO
Jamás había pensado que un esqueleto pudiera tener tanta influencia en mi carácter,
siquiera fuese por algún tiempo. Pero la sombra de aquel joven me perseguía, como si yo
hubiera tenido alguna parte en su triste suerte, y no sólo me asaltaban dolorosas reflexiones
cuando me encontraba en el escritorio, cerca de sus huesos, sino también fuera de allí, y aun
durante los sueños.
En el curso de mis estudios me fue necesario consultar cierta obra de que carecía.
Faltaba también en la Biblioteca Pública, en el Museo y en los gabinetes de las facultades, y
sólo una casualidad me permitió revisarla. Un joven médico, amigo mío, la citó en cierto artículo
que publicó en un diario, y esto me hizo pensar que él la tendría. Inmediatamente fui a visitarle,
y al poner mi tarjeta en manos de una criada que salió a recibirme, ella me dijo que el doctor
saldría dentro de un momento; que entrase en su gabinete y le esperara. Así lo hice.
Apenas hube colocado el sombrero en la percha, me entretuve en revisar los estantes, y
como mi amigo era metódico y todos sus libros se hallaban clasificados por materias, no me fue
difícil encontrar el que deseaba.
Pero el armario estaba con llave.
Entonces empecé a pasearme por el salón, mirando las figuras de la alfombra, lo cual es
un entretenimiento que impide al que espera impacientarse contra la persona esperada y
ocuparse de sus defectos antes que se sus virtudes.
En uno de esos movimientos de vaivén, levanté la mirada y observé un escaparate de
cristal, en el que había un esqueleto. Miré maquinalmente primero, como miramos siempre los
médicos tales conjuntos, y de pronto quedé perplejo. Me pareció que aquel esqueleto era el
mío, es decir, el que yo había dejado en la bolsa, en un rincón del escritorio. Era de hombre
joven y habría jurado que de unos 24 años, tenía dientes magníficos y una cabeza inteligente y
armónica, en la que resaltaban los caracteres frenológicos del cráneo conocido. Esto podría
haber pasado inadvertido, porque en aquel momento la preocupación mayor era la de la obra
por consultar; pero una circunstancia curiosa vino a sacudir en alto grado mis recuerdos y
preocupaciones anteriores y fue la de haber observado que la cuarta costilla izquierda no le
correspondía en el sentido individual, aunque sí en el anatómico.
Esa costilla era más oscura, no había sido suficientemente blanqueada y la curva externa
era un poco mayor.
En ese momento, entró mi amigo en el estudio.
- No deja de ser un milagro el verte por aquí – dijo, extendiendo la mano con franqueza.
- Los milagros están de moda.
- ¿Cómo le va?
- Ya lo ves.
- ¿Y qué andas haciendo?
- En tu último artículo has citado tal obra, y acabo de ver, en uno de los estantes
aquellos, que la tienes. Necesito consultarla.
- ¿Quieres que te la envíe a tu casa?
- No, la consultaré aquí.
El joven doctor abrió el armario y sacó el libro.
Un instante después, quedaba satisfecho.
- Bueno, mil gracias. Ahora, pasemos a otra cosa. ¿Tienes disponible media hora?
- Y más, si quieres.
- No; basta con media hora.
- Siéntate, pues.
Tomamos asiento.
- ¿Quieres decirme –le pregunté- cómo has conseguido ese esqueleto?
- Hombre, del modo más sencillo. Tú sabes que rara vez un médico conserva los huesos
en que estudió los primeros años, porque siempre hay estudiantes que los necesitan, ola
humana que perpetuamente se renueva, y que, al regresar satisfecha de su incursión, sólo
conserva el disgusto de no llevar un etmoides, porque ese hueso se inventó para ser robado.
Cuando me doctoré, me pareció que un esqueleto haría un papel distinguido en mi gabinete, y
pensaba mandar traer uno de Europa; pero el tiempo fue pasando y al fin me habitué a su falta.
Hace algunos meses vino a verme un amigo que estaba enfermo. Después de examinarlo y
recetarle me ofreció un esqueleto. - ¿Y de dónde puedes sacar uno tú?- le pregunté. –
Casualmente – dijo – una familia de mi relación tiene uno en su casa, donde lo dejó olvidado un
estudiante de medicina. Ignoran su paradero actual y tendrían un gran placer en verse libres de
tales huesos.
- – Mándamelo. – Algunas horas después, el esqueleto desarmado estaba en mi poder,
y aunque he empleado mucho tiempo en ello, me he entretenido en armarlo yo mismo.
- ¿Y la cuarta costilla izquierda?
- Le faltaba, y pedí una a un estudiante.
- Perfectamente. Has de saber que yo tengo uno, tan igual a ése, que, en el primer
momento, pensé fuera el mismo. También carece de la cuarta costilla.
- Es singular; mas no veo en ello nada de maravilloso.
- Tampoco yo; pero tu no has estudiado los caracteres individuales de ése esqueleto
porque, si lo hubieras hecho habrías encontrado lo mismo que yo. Un cráneo como ése no es
lo más vulgar sobre hombros humanos.
- Te prevengo que mi ignorancia en materia frenológica…
- Corre pareja con la mía.
- No es lo que quiero decir, porque tú eres un original y capaz de haber estudiado ciencia
de Gall y de Spurzheim.
- Puedes decir lo que quieras; pero he sido testigo de tales cosas, en lo que a esto
refiere, que me atrevo a sostener que nuestra ciencia médica, representada por sus dignos
sacerdotes, comete más errores en el diagnóstico o en el tratamiento que un amigo mío a quien
jamás le he visto cometer, como frenólogo, una sola equivocación.
- Nuestras facultades han rechazado siempre la frenología.
- Ni tú ni yo estamos llamados a modificar sus decisiones, porque, sin darles la razón,
nos han dominado con su indolencia al respecto.
- ¿De modo que piensas que en ella hay algo?
- Lo bastante para abrigar la convicción de que somos unos ignorantes en esa cuerda.
- ¿Necesitas este esqueleto?
- No; a ti es a quien necesito; pero no ahora, sino cuando llegue el momento.
Mi amigo frunció el entrecejo y me miró con cierto aire escudriñador, el mismo que yo
empleo cuando tengo la sospecha de que mi cliente está loco.
- No gastes tus miradas – le dije -, porque llegará un momento en que te harán mucha
falta para averiguar y aprender lo que ni tú ni yo sabemos en este momento.
- No me hables en ese tono misterioso. Dime más bien lo que piensas.
- Señor doctor, nadie debe ser más discreto que un médico. Disculpe si señoría la
advertencia y otra vez no me mire de ese modo.
- ¿Te has ofendido?
- No, porque te conozco, y sé que eres tan curioso como yo. Lo único que te pido es que
no hables una palabra de lo que hemos conversado.
- Pero me dejas en ayunas.
- Si te dijera algo más, quedarías autorizado para sospechar de la integridad de mis
facultades.
- Lucido voy a estar ahora.
- Ten paciencia. Antes de una semana volveré a visitarte, y entonces te podré comunicar
lo que me preocupa.
- Adiós, compañero.
- ¡Ah!, olvidaba algo. Hazme el servicio de decir a tu criada que si vengo a estudiar ese
esqueleto abra el escaparate, si no hay inconveniente.
- Absolutamente ninguno.
- Gracias; hasta pronto ¿eh?
Y después de estrecharnos afectuosamente la mano, me retiré, dejando al doctor Pineal
en la puerta de su estudio, pensativo, cejijunto y curioso.
No podía más.
Aquella coincidencia, tan trivial aparentemente, había incendiado mi cerebro con la fiebre
de la pesquisa, y lo que más me molestaba era mi ignorancia en un arte tan difícil para el que
no tiene el numen, ni la escuela especial, ni la obligación.
¿En qué laberinto iba a sumergir mis facultades? ¿Podía acaso contenerlas? Si ellas
querían averiguar algo, si tenían la inspiración de dirigirse por sendas desconocidas, ¿Por qué
habría de contrariarlas, provocando en ellas el tumulto? En vez del numen, tendrían la voluntad
a su servicio; en reemplazo de la escuela, el criterio que pondera los hechos; en lugar de la
obligación, la curiosidad insaciable y la prudencia. Con estos elementos podría no comprometer
ni a mi capricho ni a ninguna persona, evitando, en cuanto fuera posible, que la policía
interviniera en estas averiguaciones guiadas por el buen sentido y las espontaneidades de la
inducción y deducción, ya que no por la competencia.
Corrí a mi casa y escribí una tarjeta:
“Sr. D. Manuel de Oliveira Cézar. Si está desocupado véngase inmediatamente con la
persona que le entregará esta tarjeta. Se trata de algo muy interesante que no puede menos de
poner en juego su sagacidad y habilidades”.
Media hora más tarde, Manuel penetraba en mi escritorio, cuyas puertas cerré.
- Aquí tiene usted – le dije, después de saludarlo cordialmente – un esqueleto. Se trata
de un joven de 24 años aproximadamente. Necesito que usted me estudie el cráneo.
Diez minutos después de examinarlo, me dijo:
- Aquí veo la destructividad y el espíritu analítico muy desarrollados; la prudencia, la
veneración…
- No me diga parte por parte lo que encuentra. Lo que yo necesito es que me exprese de
una manera categórica y terminante de quién era ese cráneo.
- Este cráneo era de un estudiante de medicina o de un medico de vocación.
- Muy bien; vamos a ver otro.
El frenólogo quiso darme algunas explicaciones.
- Es inútil – le observé-; serán observaciones perdidas, porque, es este momento, no
debo distraer con ellas los rumbos de mis facultades.
Tomamos un carruaje, y dimos al cochero la dirección del doctor Pineal.
Algunos minutos después tocábamos un timbre eléctrico.
- El doctor ha salido; pero ya vuelve – dijo la criada.
- ¿No dejó dicho nada más?
- Sí, señor; que si usted venía, le hiciera entrar.
- ¿Nada más?
- Que abriera el armario del esqueleto.
- Vamos, pues.
El armario fue abierto, y la cabeza separada.
Manuel la tomó, y, después de examinarla, me miró con sorpresa.
- ¿Qué es esto? – dijo.
- No sé. Puede ser que así como hay familias que sirven de modelos a los artistas, haya
alguna que sirva para dejar esqueletos a los médicos.
- ¡No embrome! Usted ha encontrado alguna semejanza, cuando me ha traído para
estudiar éste también. ¿En qué averiguación andará metido?
- ¡Ah!, amigo; ahí está el busilis; pero ¡qué es en definitiva?
- El cráneo de un estudiante de medicina o de un medico por vocación.
- Perfectamente. Ahora, vamos a otra parte. Pero, como tengo que poner a usted en
antecedentes para que me ayude con la inspiración, le recomiendo que observe esta cotilla.
- No le pertenece. Es… ¿la cuarta izquierda… ?
-Muy bien. Desde este momento, si usted se asombra de algo o manifiesta de algún
modo indiscreto su sorpresa, no le confiaré ni una palabra.
Di unas palmadas, y llamé a la criada. Cuando vino, le dije:
- Dígale al doctor que le doy las gracias.
- Así se hará, señor.
- Adiós.
- Ustedes lo pasen bien.
Al subir otra vez al carruaje, dije al cochero:
- Calle Tucumán, número tantos.
Cuando el coche paró en la dirección señalada, echamos pie a tierra junto a una casa de
aspecto decente. El zaguán tenía puerta vidriera, y en el patio había tinas y macetas con
plantas: camelias, jazmines, rosales, unas cicas, filodendros, azaleas; en los hierros del aljibe y
en las paredes unas coronas de claveles del aire. En la pieza que daba a la calle sonaba un
piano bajo la presión de dedos juveniles y femeninos. Llamamos.
Salió a recibirnos una niña de 14 años, más o menos.
- Muy buenos días, señorita.
- Para servir a ustedes.
- ¿Vive aquí el señor Equis?
- Sí, señor; pasen ustedes adelante; voy a llamarlo.
- ¿Quiere usted entregarle esta tarjeta?
- Muy bien.
Y se alejó corriendo.
A los pocos minutos penetró en la sala un caballero como de 50 años, de estatura
mediana y aspecto grave.
Después de los saludos de estilo, nos invitó a sentarnos. Y anticipándome a sus
preguntas:
- Señor – le dije -, esta visita es la más curiosa que usted se pueda imaginar.
- En efecto; no se me ocurre a qué la debo. Sin embargo, sea cual fuere el motivo, para
mí es una satisfacción.
- Mil gracias. Si no le es inoportuna por el tiempo y si nos puede conceder media hora, le
quedaré muy grato.
- Todo el tiempo que usted quiera.
- Gracias, señor. A pesar de su amabilidad, me veré obligado a suspenderla, si el envío
de mi tarjeta no representa más que una banalidad social.
- No, doctor; usted no es para mí un desconocido. Soy uno de sus lectores más asiduos.
Sus primeros escritos me causaron sorpresa, la que fue mayor cuando le vi por vez primera,
porque pensaba que usted era alto, rubio, delgado, de ojos azules y anteojos, de un tipo así por
el estilo de Carlos Antonio Scotti, nuestro común amigo, y por el cual, con la recomendación,
pude leer su trabajo sobre La bota fuerte y el chiripá como factores de progreso.
- Scotti es un excelente amigo.
- Y ese trabajo despertó en mí una gran simpatía. Su última disertación sobre la
mentalidad del cangrejo es suya desde la primera línea hasta la última; pero, en el capitulo
final, El cangrejo en administración y política… ¡Ja, ja, ja!
- Pasatiempos, señor.
- Bonitos pasatiempos, los suyos. No quisiera yo figurar entre sus cangrejos.
- Me complace mucho lo que usted me dice, porque siempre había pensado que mi
cuerda era la sentimental.
- Ésa es obra pour la galerie.
- Sí, señor; créame. Por eso me dan la figura que usted ha descrito.
- Lo pensaré.
- De todos modos, sus afirmaciones me garanten lo que deseaba saber, y me autorizan a
pensar que puedo hablarle con toda confianza.
- Con la más absoluta confianza.
III
EL RETRATO
- Hace algún tiempo, vivió aquí un estudiante de medicina, el cual dejó olvidada una
bolsa de huesos.
- Es verdad, y Alberto me los pidió para usted, con lo cual nos prestó un gran servicio,
porque no sabíamos qué hacer con ellos.
- ¿Y el estudiante?
- No he vuelto a saber de él.
- Bien, señor. Tenga ahora la bondad de prepararse a escucharme con paciencia, y no
tome a mal que le ruegue no me interrumpa, precisamente para que usted vislumbre, en
presencia del conjunto, lo que yo no me atrevo a formular todavía.
Le referí entonces lo que el lector ya sabe. Cuando hube terminado, me miró con
asombro y dijo:
- ¡Pero yo no vislumbro sino que usted sospecha algo así como un crimen misterioso!
- Ahí está precisamente el error que yo temía. Aún no veo nada, y usted se anticipa de
ese modo, me va a hacer prejuzgar.
- Pero esto me extraña mucho. ¿Usted metido en esta clase de averiguaciones?
- ¿Y por qué no? ¿No le parece que, para usted, por el momento, es infinitamente mejor
que sea yo y no la policía quien ande en ellas?
- Pero, para mí, es absolutamente lo mismo.
- No lo pongo en duda.
- Y esto ¿tiene alguna proyección policial?
- ¿Proyección policial? ¿Qué tiene que ver la policía con las novelas que yo escribo?
- Pero… , no comprendo.
- Justamente; porque usted cree que es una pesquisa, y no es más que una novela.
- ¿Y los datos recogidos?
- Son los que dan verdad a la cosa. Si llego a un desenlace, la publico; si no, la dejo
apolillar o la quemo.
- ¿Y a esto llama usted sentimentalismo? – preguntó.
- Sí, toda vez que usted no insista en que es policial.
- Pero, en todo caso, yo siempre podré probar, con más de cien testigos, que los huesos
que usted recibió eran de un estudiante, en cuya mesa de trabajo los han visto casi todos los
días.
- Pero, señor, ¿quién lo duda?
- Es que todo lo que usted ha referido me ha dejado un poco nervioso, y, si hubiera sido
de noche, me habría levantado para ver si las puertas estaban bien cerradas, saltando al
menor ruido.
- Usted elogia demasiado mi tare, señor… y sus nervios.
- Es porque estoy perplejo, y no sé si en este momento me envuelve usted con la
realidad o con la ficción.
- En parte depende de usted el que se trate de una o de otra cosa.
- ¿Cómo que de mí?
- Naturalmente; usted lo verá después. ¿Tiene algún retrato del estudiante que dejó aquí
los huesos?
- No; pero, si viese alguno, le diría en el acto si era o no.
- ¿Qué tipo tenía?
- Muy extraño. Era un joven como de veinte a veintidós años, fino, delgado, muy lindo; de
gran delicadeza en sus modales y costumbres; vestía correctamente, usaba pantalón ancho y
bota de charol; pie diminuto, andar resuelto y seco; su color era pálido, apenas trigueño; tenía
un bigotito que continuamente se acariciaba con la palma de los dedos de la mano izquierda.
- ¿Y los ojos?
- Nunca se los pude ver, porque gastaba unos anteojos muy grandes y oscuros. Lo que
no se borraba jamás era un ceño que parecía esculpido en su frente.
- ¿Y cómo vino a su casa?
- Por recomendación de un estudiante amigo nuestro. Fue en época en que mis asuntos
anduvieron mal, y nos vimos obligados a alquilar piezas amuebladas. Pero eso duró poco, y no
tuvimos más pensionista que él.
- ¿Y dónde está el que lo recomendó?
- No sé.
- Pero… usted dijo que era un amigo.
El señor Equis me miró con fijeza, apoyó el antebrazo derecho en una mesita que tenía a
su lado, y el puño izquierdo en la cadera, apretó los labios, y, balanceando luego la cabeza de
adelante hacia atrás, me dijo con voz sorda y bajando las cejas:
- Usted me horroriza con su novela.
- Pero usted se va interesando.
De pronto se puso de pie, salió a la puerta que daba al patio, y golpeó las manos.
- ¿Llamaste, papá? – preguntó la chicuela desde adentro.
- Dile a tu madre que venga un momento.
La señora Equis entró dos minutos después.
Mediaron las presentaciones, y nos volvimos a sentar, cuando la señora lo hubo hecho.
- Dime, Julia, ¿qué noticias ha habido de Mariano?
- ¿No decían que se había ido a Europa?
- Sí; pero de esto hace más de un año.
- Yo no he sabido nada.
- ¿Y la familia?
- Está en Montevideo.
- ¿Y no te ha escrito?
- Tú sabes que mi relación con ella es muy limitada, y a Mariano lo conocí cuando me lo
presentaste.
- Averíguame un poco… Mira, ¿por qué no escribes ahora mismo? Procura conseguirme
noticias de Mariano.
- ¿Nada más?
- Nada más.
- Entonces, caballeros, con permiso de ustedes…
- Señora…
La señora se retiró.
- Antonio vino a esta casa en el mes de mayo – dijo el señor Equis.
- ¿Antonio, se llamaba?
- Sí; y a Mariano no he vuelto a verlo desde principios del siguiente junio.
- ¿Qué carácter tenía el joven Mariano? – preguntó Manuel.
- El mismo que usted describió en esos dos cráneos que ha estudiado. ¡Esto parece
horrible! – dijo Equis.
- Señor; usted se anticipa demasiado. Cuando la familia conteste, podrá pensar cualquier
cosa; pero antes no, si me permite que se lo haga notar.
- Me parece que esta novela… de todos modos, usted me hará conocer el desenlace,
¿no es verdad?
- Sí, señor; si usted me hace una promesa.
- ¿Cuál?
- No intervenir en este asunto sino cuando le indique el momento.
- Se lo prometo.
- ¿Cómo era el apellido de Antonio?
- Antonio Lapas.
- ¿Y qué vida hacía?
- Muy simple. En invierno salía todas las mañanas, envuelto en una capa, e iba al
hospital, según pensábamos. En primavera y verano, se lo pasaba leyendo o
estudiando. Muy rara vez comía con nosotros. Era de una frugalidad extrema, y muy
de tarde en tarde fumaba un cigarrillo.
- ¿Nos permitiría, señor Equis, visitar el aposento que habitó el joven Antonio?
- Sin el menor inconveniente.
En el segundo patio vimos una patio vimos una pieza aislada, no muy grande. En un
rincón una cama, una mesa de noche al lado, una de escribir en medio del aposento, un
lavatorio, con los útiles complementarios, un ropero junto a una pared sin aberturas.
- ¿Ha habitado alguien este aposento después?
- Nadie, como que no hubo necesidad.
En aquel cuarto se sentía un perfume extraño, una reminiscencia e perfume; algo sutil,
como fantasma de una delicia, un perfume aristocrático, más tenue que un rato de luna, y muy
chocante al imaginarse uno a Antonio Lapas impregnado de él dentro de su aureola misteriosa.
- ¿Se puede abrir este armario, señor Equis?
- Cómo no. – Y lo abrió.
El perfume estaba mejor, encerrado allí; pero sólo menos tenue.
- ¿Y este olor?
- Es de un agua que Antonio usaba; pero, al pasar a su lado, no se le sentía más, ni
mejor que ahora. Nunca pudimos saber cómo lo obtenía, ni lo que era, y aseguraba solamente
que las sustancias de que se fabricaba venían del Perú, según le había dicho la persona que le
regalara un frasco.
- Dígame, Manuel, ¿por qué no procura hacer un retrato con los antecedentes que nos
ha suministrado el señor Equis y los que sin duda podría agregar?
- Veremos. Ahora, cuando pasemos a la sala, voy a hacer un croquis.
En efecto, así lo hizo. Primeramente trazó unas líneas blandas de contorno, dentro de las
cuales perfiló a poco los rasgos indecisos de una cara nunca vista, y provocando luego los
relieves con medias tintas esfumadas de lápiz, presentó su dibujo al señor Equis.
- No – dijo éste -, había más blandura; más fina la nariz; el bigotito era más corto.
El artista hizo las correcciones indicadas.
- Por ahí, por ahí – dijo el señor Equis.
- ¡Pero estos rasgos… ! – observó Manuel, retocando la curva de la frente.
- No lo sé, caballero; pero Antonio tenía algo de esto. Permítame.
Y volviendo a asomarse al patio, llamó a la señora.
- Dime, Julia, ¿le encuentras algo?
- Mucho, esta parte de aquí, bajo la oreja, era más delicada, sin embargo, y el bigote,
¿no recuerdas?, parecía que le entraba en la boca por los ángulos. Esta parte, entre la frente y
la sien, no era tan marcada… así… eso es.
La ceja muy fina; pero los anteojos muy grandes… de ese modo. No… no… esa parte
está muy bien. Vamos a ver si Julita lo conoce.
- Sí… pero… los niños… podrían reconocerlo por los anteojos.
- ¡Ave María! ¡Qué ocurrencia! No era tan chica la última vez que lo vio.
Y llamando a la niña, le dijo:
- Ven un momento, mira... ¿De quién es este retrato?
El artista le tapó los anteojos con una banda de papel, por si acaso.
- ¡Éste es Antonio!
- ¿No le decía, señor? Sáquele la venda ahora.
Hecho esto, la niña exclamo:
- Es él, es él mismo.
Entonces me puse de pie, invitando a mi compañero a retirarnos.
- Voy a hacer otro con colores – me dijo.
- Pero no vaya a alterar éste. Una vez que así lo reconocen, es suficiente.
- No hay cuidado.
En seguida nos de la familia Equis, con todas las cortesías que la urbanidad exige, y con
todas las expresiones de agradecimiento por los datos tan interesantes que se nos habían
suministrado.
Al poner el pie en el estribo del carruaje, dije al cochero:
- A la Facultad de Medicina.
Mientras el vehículo rodaba, mi compañero estaba inquieto.
No sabía qué hacer. Le parecía extraño todo aquello, que no se animaba a romper el
fuego de la conversación. Pero no pudo contenerse mucho, y al fin estalló.
- Me parece que usted va preocupado – me dijo-. Y mira a uno y otro lado de la calle
como si buscara algo que no es la Facultad.
- Tiene razón, amigo, voy muy preocupado; pero no se aflija, porque inmediatamente que
encuentre un taller fotográfico se me pasará.
- ¿Y para qué quiere taller fotográfico?
- Porque me estoy acordando del retrato de una linda sobrina suya, que usted retrató
idéntica de amazona, y a la cual, a fuerza de retocarlo, concluyó por darle la fisonomía de
Vélez Sársfield.
- Váyase al infierno con sus retoques.
- No; eso, no; si alguien lo merece es usted, porque usted es el pintor de las
inspiraciones; pero creo que ya no pule.
- ¿Cómo, que no pulo?
- Digo mal, pule demasiado, porque nunca está contento y sale de su cuerda. En estos
casos de evocaciones de un tipo desconocido, la media tinta, mi amigo, nada más que la media
tinta.
- Bonita recomendación la que me hace.
- ¿Y qué? ¿No le basta ser maestro en medias tintas?
- Pare, cochero.
Allí estaba el taller.
Al poner el pie en el umbral, mi compañero, echando la cabeza atrás, y mirándome por el
través del mismo medio de los anteojos que llevaba cerca de la punta de la nariz, me tomó del
brazo y me dijo:
- ¿Y si después de sus elogios no le diera yo el retrato?
- Tendría muchos medios para hacérmelo entregar.
- ¿A ver uno?
- Complicarlo en esta novela, obligándole, por lo menos, a declarar todo lo que ha visto u
oído desde que le mandé la tarjeta.
- Usted no haría semejante cosa.
- ¿Por qué? Una vez en plena investigación, las consideraciones se enfrían, y amanece
en el espíritu una especie de crueldad serena, que es como la justicia personificada.
- ¿A ver otro?
- Hacer yo un nuevo retrato, ya he visto el suyo.
- Me rindo; aquí está.
El fotógrafo atendió nuestro deseo, y nos preparó una tarjeta del tamaño de las comunes.
Una vez hecha, se adquirió el negativo, que fue inmediatamente inutilizado.
Y en marcha.
- ¿A que no se acuerda de una cosa?- Pregunté a Manuel.
- No sé a qué se refiere.
- ¿Qué hora es?
- Las dos y media.
- Y no hemos almorzado.
- ¡Diantre! Tiene razón.
- Y ahora vamos a almorzar en la Facultad.
- ¿En la Facultad?
- Dentro de dos minutos.
- ¿Y por qué?
- Porque allí tienen unos pastelitos de hojaldre muy jugosos y muy nutritivos; ahora lo
verá.
- ¡Pero, hombre!, ¡parece increíble! ¡Las dos y media!
Nos apeamos en la Facultad.
- ¿Está el secretario?
- Sí, señor; pase adelante.
- ¿A qué se debe su visita? – nos preguntó el secretario, después de los saludos y de
tomar asiento.
- A pedirle un dato. ¿Quiere usted decirme si ha figurado en los cursos de estos tres
últimos años un estudiante cuyo nombre es Antonio Lapas?
- ¿Qué Lapas, ni qué camarones? ¡Acaba de estar aquí el doctor Pineal y me ha
preguntado lo mismo! No sólo le dije que no conocía tal nombre, sino que me hizo revisar todos
los libros.
- ¿El doctor Pineal ha estado aquí con ese objeto?
- Como usted lo oye, mi querido doctor.
- Pues bien, mi querido secretario; el doctor Pineal sabe lo que hace. ¿Y para qué
preguntó tal cosa?
- ¿Qué sé yo? Me contó una historia de un estudiante Lapas, del cual pedía datos la
familia, que está fuera del país.
- ¿Eso dijo el doctor Pineal?
- Eso mismo.
- Pues entonces, señor amigo y colega, el doctor Pineal es un hombre prevenido y que
sabe tomar el rumbo. Eso mismo me trae a mí también.
- Siendo así, ya sabe lo que hay.
- ¡Ah! No; eso no. Yo no puedo firmar una carta con datos que se me han dado, sino con
datos recogidos por mí.
- ¿Y no es suficiente el que le doy?
- Ése es uno; pero yo quiero más.
- ¿Y qué otro puedo darle?
Saqué la cartera, y escribí en una hoja en blanco:
1º El señor secretario de la Facultad de Medicina no conoce al estudiante Lapas.
2º El señor secretario afirma que en los libros de la Facultad no existe tal nombre.
3º He revisado también los libros y no figura en ellos.
- Ahora bien: usted comprende, señor secretario, que, para enviar estas tres
afirmaciones, necesario es que usted me permita revisar los libros.
- Eso sí. Si quiere revisarlos, ahora mimo; y si los quiere desde la época en que usted era
estudiante, también.
- Perfectamente, al fin todo se reduce a leer unos cuantos cientos de nombres.
- Aquí están.
Manuel se había cruzado de brazos, y me miraba con cierto aire de misterio.
Revisé los libros. El nombre de Antonio Lapas no figuraba en ellos. Antonio Lapas no era,
ni había sido, pues, estudiante de Medicina en la Facultad de Buenos Aires, y , por lo tanto,
Antonio Lapas era un nombre supuesto, si es que era estudiante, o el joven Lapas no era tal
estudiante, y sí un impostor.
Llevé la mano al bolsillo y saqué la cartera. La abrí, y tomando la tarjeta fotográfica se la
hice ver al secretario.
- No conozco esta cara.
- ¿Está usted completamente seguro se ello?
- Completamente.
Entonces escribí:
4º El señor secretario no conoce, por el retrato, a Antonio Lapas.
- ¿Querría usted hacer llamar al portero?
- Ahora mismo.
Cuando el portero penetró en el despacho, le hicimos ver la tarjeta.
- ¿Conoce usted algún estudiante de este tipo?
- No, señor; ninguno.
Yo escribí:
5º El portero de la Facultad tampoco lo conoce.
Y dirigiéndome a Manuel:
- ¿No le dije, compañero, que aquí se almorzaban unos pastelitos de hojaldre muy
jugosos y nutritivos? ¿Qué le parecen estos libros?
- Demasiado jugosos. Lo que me extraña es la venida del doctor Pineal.
- A mí no, porque probablemente la familia le ha de haber escrito a él también. Pero
usted no ha visto una cosa que acabo de encontrar aquí: el nombre de Mariano N. en las listas
del año pasado. Dígame, señor secretario, ¿no preguntó el doctor Pineal por este estudiante
Mariano N.?
- No; preguntó solamente por Nicanor B.
Sentí como frío en la espalda, lo que atribuí a la circunstancia de encontrarme en ayunas.
- No he visto esos nombres en las listas de este año. El de Mariano N. no figura en las de
éste, y el de Nicanor B. ya no figura en las del año pasado.
- ¿Se han recibido?
- No; el último dejó en tercer año, y el otro en cuarto.
- ¿Y qué clase de estudiantes eran?
- Dos notabilidades; casualmente los he tratado. Nicanor B. era un insigne calculista, y
Mariano N. un músico distinguidísimo.
- ¡Es cierto!- dijo Manuel.
- ¿Los conoció usted, seño?- preguntó el secretario.
- No, señor –contestó, turbado-, pero he oído hablar de ellos.
- ¿Y desde el punto de vista médico?- pregunté.
- La vocación personificada.
- ¿Por qué abandonaron los estudios?
- No sabemos nada; y, lo que es peor, han desaparecido.
- ¡Desaparecido! ¿Y es posible que dos estudiantes de medicina desaparezcan,
especialmente dos tan distinguidos?
- ¡Si fueran esos los únicos!
Allí nos detuvimos.
Una pregunta más, y la novela perdía su carácter de tal.
IV
LA FIEBRE INVESTIGATRIZ
El coche volvió a andar. Mi compañero sonreía y se ponía serio alternativamente. El
sentimiento de haber cometido una chambonada le tenía inquieto.
Para que aquella no se repitiese, resolví que la herida se refrescara, así es que le hice la
breve alocución siguiente:
- Dígame un cosa: si esta novela fuese leída en el departamento de policía, en presencia,
por ejemplo, de mis amigos Otamendi y Udabe, ¿qué dirían ellos cuando llegáramos a un “¡Es
cierto!” emitido por un frenólogo, y en presencia nada menos que del secretario de la Facultad
de Medicina, en el momento en que se hablaba de dos estudiantes desaparecidos?
- Pero es que no he podido contenerme, porque es cierto que uno de los cráneos revela
el calculista y el otro, el músico.
- ¿Y ése es el modo como usted quiere interesar a los lectores?
Es decir, entonces, que, para usted, ya es cosa resuelta que esos dos cráneos
pertenecen respectivamente a las cabezas de Mariano N. y Nicanor B.?
- Haga usted todas las novelas que quiera; pero, para mí, eso es cosa resuelta.
- ¿Y si yo le dijera que esos cráneos son de mujeres?
- ¡Ah!
- Ya ve entonces que no hay que precipitarse en las deducciones. Este asunto no está
resuelto. Vea. Lo mejor es que ahora nos vayamos al centro en vez de irnos a nuestras casas.
Almorzaremos a vapor, y en seguida continuaremos enredando la trama, que ahora parece que
no necesita de nosotros para enredarse más.
Hicimos parar el coche en la primera “rôtisserie” que encontramos y nos propusimos
desquitarnos.
Al lector no le interesa el saber si el salón era lujoso o no.
Ahora quiere seguirnos como la sombra al cuerpo, como el rastro a la estrella errante,
como la consecuencia a las premisas.
- ¡Mozo!
- Voilà.
- Fiambres para los dos. Un bife con papas… ¿Y usted?
- Yo también.
- ¡Mozo! ¿Cuánto tiempo tardará el bife?
- Un cuarto de hora.
- ¡Oh! Tengo tiempo de ir al correo… bueno… usted continúe… ya vengo.
- ¡Pero, hombre!
- ¡Cochero, al correo!
Al cuarto de hora estaba de vuelta y me quedé sin fiambres. El bife estaba bien cocido y
las papas una delicia… hueca.
- ¿Y qué diablos ha ido a hacer al correo?
- Unos simples telegramas a las Facultadas de Medicina de Montevideo, de Córdoba y
de Santiago de Chile. Amigo, hay que averiguar mucho antes de decir: “¡Es cierto!” Usted
quiere convertir ya a ese pobre Lapas en un destripador, o despostador, sin fijarse en otra cosa
que en los cráneos estudiados.
- Hable lo que quiera; lo que es yo, no como el bife frío.
- ¡Mozo! Huevos al plato, y un mensajero.
- ¿Con manteca?
- Los huevos sí, y el mensajero pronto.
Vino este último.
- Toma; te vas corriendo, y esperas contestación.
- ¿Qué manda ahí?- preguntó Manuel.
- Una misiva para el doctor Pineal.
- ¿Diciéndole?
- “Te felicito. El secretario de la Facultad te manda recuerdos de mi parte. ¿Qué editor
has elegido? En este momento nos hallamos en la “rôtisserie” tal. Si no vienes, a las cuatro
estaremos en tu casa.”
- Me parece muy bien. ¿Y habrá conseguido algo?
- Seguramente. Es imposible que no haya seguido un procedimiento igual al mío. Ha
mandado llamar al que le hizo llevar los huesos, y con él se ha ido a la casa en que estaban.
Allí ha hecho preguntas, diciendo lo mismo que en la Facultad, más otras cosas que no son de
mi resorte.
- ¿Y después?
- Después ha resultado que el estudiante de medicina, que olvidó los huesos que él tiene,
se llamaba Antonio Lapas.
- ¿Pero entonces una parte de su tarea de usted queda realizada por el doctor Pineal?
- Es evidente.
- Bien; más lo que no comprendo es el motivo que le ha llevado a averiguar ese nombre.
- La curiosidad.
- ¿Entonces él sabe algo?
- Claro que sabe que ambos esqueletos tienen una complexión semejante, que en ambos
la cabeza revela lo mismo, y que en los dos falta la cuarta costilla, y lo sabe porque yo se lo he
dicho en la primera visita de la mañana.
- ¡Acabáramos! Y si usted sabía eso, ¿para qué me llamó?
- Para que examinara los cráneos.
- Pero usted ya los había examinado.
- Sí; pero yo puedo acertar al tanteo, mientras que usted es un maestro.
- Gracias por el elogio.
- Mire, compañero, empecemos por dejar a un lado los cumplimientos. Créame que, en
este asunto, sólo busco afirmaciones categóricas en pro o en contra y de ningún modo
pérdidas de tiempo. Si resulta un total cero o no, mi disgusto o placer se dividirán, y usted y yo
podremos felicitarnos o titearnos.
- Y en definitiva, ¿a qué podría llegar el doctor Pineal?
- A revelarme que es curioso o impaciente; pero a nada más.
Con lo que usted ha visto ya, o ha oído, puede decir que tiene la clave maestra de la
investigación; mientras que el doctor Pineal no podrá saber nada si usted o yo no le revelamos
todo lo que sabemos.
- Y ese papel que acaba de enviarle, ¿no podría comprometerlo?
- ¿A quién? ¿A mí?
- Sí.
- ¡Qué esperanza!
- Sin embargo, esa ambigüedad: te manda saludos de mi parte…
- Un error de redacción, en último caso, o un titeo.
- Es natural, porque los recuerdos esos…
- ¿Quién lo ha metido a apuntalarme en mi pesquisa? Una curiosidad infantil e
infecundaza, y nada más.
- Eran para la abuela, como usted comprende.
- ¿Y eso del editor?
- No ofrece mayor importancia. El doctor Pineal es un escritor de nota, y nada tiene de
particular que esté a punto de publicar algo
- Convenido; pero él comprenderá bien lo que se le quiere decir.
- Por supuesto. ¡Mozo! El café.
Eran las cuatro menos veinte de la tarde. Después de un momento, nos retiramos, y
dimos al cochero la dirección la casa del doctor Pineal.
Hacía un instante que había llegado, y se preparaba a salir para vernos cuando tocamos
el timbre de su puerta.
- ¡Estoy descubierto! – dijo ex abrupto - ¿Cómo le va, señor don Manuel?
- Medio desconcertado desde que he empezado a representar el papel de personaje de
novela.
- De novela, ¿eh?
- Así parece…
- En la Facultad de Medicina.
- Sí; donde se averigua algo de Antonio Lapas y de Nicanor B.
El doctor Pineal tosió sin ganas.
- Mira, compañero – le dije -, no te felicito, porque eres médico, y, como tal, no podías
seguir otro camino sin caer en un error grave.
Has hecho lo que debías hacer para consolarte en tu curiosidad; pero tu tarea es estéril,
en el sentido de que se corta al dar el primer paso.
- Oye – interrumpió-, si supieras el mal que me has hecho al iniciarme en una cuestión
misteriosa…
- ¡Misteriosa! ¿Y misteriosa por qué?
- Llámala como quieras; pero ya no gozaré de un momento de tranquilidad mientras no
saque algo en limpio de este asunto.
- ¿Quieres hacerte tú cargo de él?
- ¿Por qué me preguntas eso?
- Simplemente, porque tu impaciencia es mayor que la mía, y así como has averiguado el
nombre del estudiante Lapas, yendo a la casa de donde te enviaron los huesos, o haciéndolo
averiguar por el que te los proporcionó…
- Esto último.
- Bien; del mismo modo, podrás averiguar muchos otros puntos que se relacionan con
esto, llegando a alguna convicción como la que has adquirido hoy.
- ¿Cuál?
- La que Antonio Lapas no era estudiante.
- Me aflige lo que he hecho.
- Es que tu aflicción ha de ser mucho mayor, porque
seguramente no te has detenido en lo que yo sé que has hecho.
- Tienes razón.
- Bueno, dime, ¿qué has hecho?
- He ido a tu casa.
- ¿A buscarme?
- No, a averiguar de dónde procedía tu esqueleto.
- ¡Mi esqueleto!
- Bueno; la bolsa de huesos.
- ¿Y qué te dijeron en mi casa?
- Que no sabían nada de tal bolsa; que la única bolsa de que tenían noticia era una de
papas que estaba en la cocina.
- Es claro.
- Ya lo ves, de tal palo tal astilla. Me dejó tan desconcertado la cosa, que me volví a casa
para averiguar más, y arrepentido de lo que había hecho. Pero atiende, no embromes, pues.
Dime algo que me apacigüe la curiosidad.
- ¿Qué? ¡No faltaría más! Toma un poco de bromuro de estroncio. Estás nervioso y no
ves claro. ¿No hubiera sido mejor que, en vez de ir a mi casa, de la cual, por intermedio de mi
tarea, te habrían llegado noticias claras, te hubieras dirigido a las Facultades de Medicina de
Montevideo, Córdoba y Santiago de Chile?
- No hablemos más de esto. Desde ahora me morderé los labios y tendré paciencia. Mi
acción ha sido una niñería.
- Claro, pues, te imaginaste que había alguna relación entre Antonio Lapas y Nicanor B.
Llegaste al punto de pensar que el esqueleto aquel era el de este último joven, sin recordar que
Nicanor B. era un gran calculista, mientras que ese cráneo que está allí tiene hundidos los
órganos del cálculo.
Manuel hizo un movimiento brusco de impaciencia, lo que el doctor Pineal no tuvo
oportunidad de observar, porque, simultáneamente, dio media vuelta, y se dirigió a los
aposentos interiores.
- Pero amigo, usted está equivocado: éste es el cráneo del calculista. – me dijo Manuel
en voz baja.
- Váyase al diablo con sus afirmaciones, o yo me iré a los infiernos. ¿Por qué no se lo
dice al doctor Pineal? ¿Usted se imagina que este individuo es un tonto? ¿No sabe que si no
hubiera sido por la gran curiosidad que le ofusca, ya a estas horas, sabría tanto como
nosotros? ¿Qué me dice de la ida a mi casa? Si en vez de ser una de mis hijas quien le
contestó lo de la bolsa de papas, hubiera sido una sirvienta, le dice con toda naturalidad que
era Alberto quien la había mandado, y entonces se va a ver a éste, le pregunta por la casa, va
a lo del señor Equis, y abur.
- Tiene razón.
- Ya lo creo que la tengo. El doctor Pineal es un hombre inteligente y discreto; pero ahora
se ha ofuscado, y estando así no me conviene que intervenga en este asunto, porque lo vamos
a perder.
- Pero, ¿qué quiere que le haga? Yo también soy nervioso y me pareció que lo que usted
decía era un error o una mentira.
- Es natural, porque en una novela hay que mentir. Mire, mañana, antes de las ocho, el
doctor Pineal se habrá buscado un tratado de Frenología, una cabeza de yeso con las
regiones, y aunque no sepa contrabalancear los órganos, como usted lo hace, para deducir su
carácter, estoy seguro de que sabrá que en aquel cráneo las eminencias del cálculo no están
hundidas. Pero mañana será otro día, y el fracaso de hoy le contendrá en los límites de una
expectativa razonada y amistosa, porque hoy no ha procedido con la cortesía que le es
habitual.
En eso volvió el doctor.
- ¿Sabes una cosa? – le pregunté-. Yo he ganado mucho con tus andanzas de hoy.
- ¿Cómo así?
- Muy sencillamente. He adquirido la convicción de que, a estas horas, te encuentras
absolutamente persuadido de que el único móvil que me inspira en estas averiguaciones es la
curiosidad.
- Tienes razón.
- ¿Estás ocupado en este momento?
- No.
- ¿Quieres llevarnos a la casa de donde proviene aquel esqueleto?
- ¿No es suficiente lo que ya sabes?
- No lo es.
- ¿Y por qué no vas mañana?
- Porque puedo ir hoy.
- ¡Caramba, compañero! No voy a tener tiempo: dentro de media hora tengo una junta.
- Bueno; no hay que afligirse. Iré sin ti. ¿Quieres darme la dirección?
- Europa, numero tantos.
- ¡Fiiiú! ¡Está lejos! ¿Se anima, Manuel, a que vayamos hasta allá?
- Ya lo creo.
- Bueno, compañero; hasta mañana o pasado. Tranquilízate y te prometo comunicarte
muy pronto un resultado cualquiera. Que no se diga que un médico ha perdido su serenidad, y
especialmente a causa de un asunto que no le incumbe. Hasta mañana.
- Hasta mañana.
- Pues amigo, a pesar de sus afirmaciones, yo insisto en que ese esqueleto es el de
Nicanor B. – dijo Manuel cuando el carruaje echó a andar.
- Ya le he dicho que ese esqueleto es de mujer.
- No es de mujer.
- Bueno; no es de mujer, ni de mono tampoco.
- Con una salida semejante, me parece que no tiene más ni menos razón.
- Tengo la que me hace falta.
- ¡Bah! Puede ponerse tan serio como quiera, pero no me doy por vencido.
- Lo que yo desearía es que se diera con una piedra en los dientes. ¿Le parece que tres
visitas a lo del doctor Pineal, hoy, son un juguete?
- Para mí, no: pero como usted me dijo que iba a ponerme en el secreto de la cosa.
- Es que no me atrevo. Si tuviera sangre de pato, podría mirar con indiferencia lo que va
saliendo de todo esto; pero es que me he metido en un berenjenal, y los nervios me bailan de
impaciencia.
El frenólogo me miró, sonriendo por debajo del bigote, y dijo:
- No es impaciencia lo que tiene, es frío en el espinazo.
- No; ni tengo frío, ni me falta la serenidad suficiente para continuar esta investigación
hasta el fin.
- Mire, amigo: yo lo conozco bien, y en su cara he visto la convicción de que esos dos
esqueletos son lo que digo: el uno de Mariano N., y el otro de Nicanor B. En su lugar, yo me iría
a ver a uno de los jueces de instrucción, o a uno de los comisarios de pesquisas, y le diría todo
lo que ya he reunido.
- Me guardaría muy bien, porque estas investigaciones, llevadas a cabo con un fin
novelesco, podrían servir perfectamente para iniciar un sumario criminal, en el que tendríamos
que figurar a cada momento, y para cuyo desarrollo nos estarían llamando a cada instante.
- Pero, si eso es molesto para usted, mayor molestia será la de llevar a cabo la
indagación sin que intervenga la justicia oficial.
- Tampoco es exacto eso; porque, siguiendo mi tarea solo, será cuando me agrade o lo
juzgue oportuno; mientras que, entregándola a otros, me llamarán cuando se les ocurra y
quizás cuando no me convenga distraerme.
Además, el mecanismo de nuestra administración de justicia es muy complicado: no hay
un criterio definitivo en lo que se refiere a procedimientos, y
de aquí la frecuente discusión sobre prerrogativas o atribuciones usurpadas. Tengo
también un deseo vehementísimo de llegar a un resultado que espero tocar muy pronto; pero
no así nomás, precipitando las investigaciones y llevándolo todo por delante, sino en los
momentos oportunos, y con la reposada cadencia del canto llano. Por otra parte, una pesquisa
de esta clase es relativamente más fácil para un particular que para un empleado de policía,
porque a aquel se le tiene menos desconfianza. Y además, ¿quién le dice a usted que las
autoridades en cuyas manos coloca el manuscrito de mi novela no me darían con la puerta en
las narices en el momento que yo supiera que se había descubierto algo y que quisiera
conocerlo?
- No es posible.
- ¡Bah! Y dígame, ¿cree usted que nadie sabe nada de esto? ¿Piensa acaso que la
desaparición de estos dos estudiante no ha movido todos los resortes disponibles de la justicia
ordinaria para dar con su paradero?
- Pero es que sería imposible no dar en el clavo una vez puesta la mano en él.
- No crea. Esta cuestión es de un carácter tal, que, si usted no la comienza desde el
principio, es imposible casi hallar un extremo y desenredar el ovillo.
- ¿Entonces a usted le parece que la justicia no sabe nada?
- No puedo tener opinión en tal caso; pero lo que es seguro, es que lo ignoro.
- Pues yo creo que algo saben.
- Es una ventaja el creer algo; y lo que es más interesante es que usted cree también que
esos dos esqueletos se llaman respectivamente Mariano y Nicanor.
- Y usted lo cree también.
- No es cierto.
- Pero lo sospecha.
- Eso es otra cosa. Además, usted sabe que haré de ellos lo que convenga a mi
argumento.
- ¿Y así va a ponerme en antecedentes, como me lo dijo, para que le ayudara con
inspiración?
- ¿Y qué más antecedentes quiere que los que ya conoce?
- No me bastan; necesito más.
- Pues, amigo, conténgase con la ración que ha recibido. Yo no sé nada, y mis
sospechas son tan extrañas, que sería ridículo se las comunicara. Vea: lo único que puedo
anticiparle, es esto, más que una sospecha, se va transformando en convicción: la bolsa de
huesos que yo tengo fue olvidada por Antonio Lapas en lo del señor Equis, y, según lo
averiguado por el doctor Pineal, el esqueleto que él tiene fue olvidado también, dentro de una
bolsa, en la casa a la cual vamos, por el mismo joven. Este doble olvido es una cosa muy
extraña.
- ¿Y la convicción?
- Lo que le digo: que es una cosa muy extraña.
- Pero entonces yo también la tengo.
- ¡Mejor! ¿Se imagina que haya tres personas en el mundo que la tengan en este
asunto?
- Bueno; usted habla en tono de broma.
- ¿Quiere entonces que me eche a llorar? Le voy a comunicar, sin embargo, una cosa. Si
llegara a adquirir una convicción definitiva respecto de Antonio Lapas, y a transformar en
certeza lo que ahora no es más que una posibilidad, me guardaría muy bien de comunicarlo a
nadie, porque para mí, es un tipo extraordinario que necesito conocer bien.
- Entonces, si usted llega a reservarse eso, yo también me reservaré una observación de
diferencia que existe en los dos cráneos, y que, más tarde, podría serle muy útil si la conociera.
- Lo cual sería una prueba de la inspiración con que me ayuda.
- ¡Cómo!
- Claro, pues; yo le he dado los antecedentes que le ofrecí, ¿qué más quiere? ¡Ah! A
propósito, ¿estudió usted el desenvolvimiento de la personalidad de los cráneos?
- ¿Entonces usted lo conocía?
- Eso no es una respuesta, por más que sea una contestación.
Paró el coche. Estábamos en la casa.
V
LA LETRA
Una vez allí, nos apeamos y golpeamos. Salió a recibirnos una negra joven, a la que
preguntamos por el dueño de casa.
- Aquí no hay dueño de casa, sino dueña.
- Muy bien, ¿se la puede ver?
- Voy a avisarle.
Un momento después, apareció en el patio una señora gruesa y entrada en años.
- ¡Adelante señores!
- Manuel – dije entre dientes-, usted, que es más amable, encárguese de averiguar de
esta señora lo que el doctor Pineal averiguó en la Facultad.
Mi compañero hizo una cortesía, y dijo:
- Señora: venimos a molestar a usted, y no hemos querido traer una presentación,
porque el objeto de nuestra visita no la reclama.
- Pasen ustedes a la sala.
- Como usted guste.
Penetramos en la salita, y la señora nos invitó a sentarnos.
- El caso es que hemos recibido cartas en las que se nos piden noticias de un joven,
estudiante de Medicina, el cual, según nos lo ha dicho el doctor Pineal, vivió en esta casa.
- ¿Cuál? ¿Nicanor B.?
- No, señora; Antonio Lapas.
- ¡Ah, sí; cómo no! Pero en las cartas que yo he recibido, me preguntan por Nicanor B.
Parece que ese mozo ha desaparecido, y era muy buen estudiante. ¿Saben ustedes algo de
él?
- No, señora.
- ¡Cuánto les agradecería que me dieran alguna noticia!
Porque se conoce que la familia está desesperada. La última vez que hablé con él, hace
como un año y medio, me dijo que pensaba irse a Europa; pero, como era bastante mentiroso,
no le hice caso.
- Pues, señora, será para nosotros un verdadero placer el comunicarle cualquier cosa
que llegue a nuestros oídos.
Mi compañero sabía que nunca le comunicaría nada.
- Les quedaría eternamente agradecida. ¡Ay! ¡Si vieran ustedes las cartas de la familia!
Pues han de saber ustedes que, de Antonio Lapas, tampoco tengo noticias. Vivió aquí unos
tres meses, y después no volvió más; pero, como era medio huraño, aunque muy atento, eso
sí, no le teníamos tanta simpatía como a Nicanor.
- ¿Qué edad podría tener?
- Jovencito, como de veintiún años.
- ¿Y el tipo?
- Lindísimo; tan lindo que las muchachas de nuestra relación se pirraban por él.
- Sin embargo, nos ha dicho una persona que lo conoció, que era antipático por el ceño
adusto y los anteojos negros.
- Vea, señor; para mí ese muchacho era un misterio. En cierta ocasión, estando en la
mesa, entraron algunas niñas al comedor, y le pidieron que se sacase los anteojos para verle
toda la cara.
- ¿Y consintió?
- ¿Qué había de consentir? Dijo que jamás haría tal cosa, porque tenía unos ojos tan
feos y repulsivos que solamente al vérselos le tomarían odio.
- ¿Entonces por eso los usaba?
- Mentira de él no más. Cierta mañana entré yo a su cuarto, y lo encontré dormido y sin
los anteojos; pero metí bulla en el laboratorio y despertó sobresaltado. El ceño era farsa y los
ojos, ¡qué cosa, señor! Yo no he visto ojos más divinos; eran como para enloquecer a cualquier
polla. Unos ojos grandes, negros, aterciopelados; la verdad es que no eran ojos para un
hombre.
Saqué la tarjeta fotográfica y se la hice ver.
- Sí – dijo-, por este estilo, así era; pero más lindo. En aquella ocasión que les dije, se
había olvidado de cerrar su cuarto y lo dejó abierto, así es que pude entrar y sin querer lo
desperté. En cuando se dio cuenta de lo que era, se puso los anteojos y marcó el ceño. Sí; ese
mocito debía tener historia. Ningún muchacho con los ojos tan lindos se los tapa. Pues ese
retrato está bastante parecido.
- ¿Está ocupado el cuarto que habitaba Antonio?
- En este momento, no.
- ¿Y lo ha estado después que él se retiró?
- Sí, señor; sucesivamente por dos personas.
- ¿Nos permitiría usted visitar ese cuarto?
- ¿Por qué no?
La señora nos llevó a un aposento interior amueblado con toda sencillez, tanto que la
única diferencia que ofrecía con el de la casa del señor Equis era que, en vez de armario, había
allí una cómoda.
- ¿Ustedes lo conocieron?
- No, señora; recién hace poco que hemos tenido noticias de él, con motivo de las cartas
de la familia.
- Pues vea usted lo que son las cosas: yo no sabía que tuviera familia; jamás lo oí decir
una palabra.
- Parece que era muy reservado, ¿verdad?
- A matarlo.
- ¿No era amigo de pasear?
- Jamás. Cuando vino a esta casa, recomendado por Nicanor, era a fines de invierno.
Salía temprano, envuelto en una capa, y decía que iba al Hospital. Volvía a eso de medio día,
se le llevaba de comer a su cuarto, y no salía más. Muy rara vez comía en familia. Fuera de su
carácter, lo único que nos llamaba la atención era un perfume exquisito que usaba.
- Es verdad; así nos lo han dicho. Y ¿a qué se parecía ese perfume?
- No sé a qué podría compararlo. Tenía de todo y de nada. Debe haber tenido sándalo,
porque en esa cómoda se conserva un poco de olor, pero muy poco. Ahora verán ustedes.
La cómoda era de cuatro cajones. La señora abrió el de arriba y nos acercamos. Era el
mismo olor que ya conocíamos, y la dueña de casa tenía razón, porque, a pesar de ser muy
tenue, ofrecía un poco de sándalo.
- ¿No se conservará mejor en los otros cajones?
- Puede usted abrirlos, si quiere; lo que es yo, no me animo, porque estoy muy vieja y
muy gruesa, y no me puedo agachar.
Al abrir el de abajo, vi un pedazo pequeño de papel, adosado a la tabla del frente y me
pareció que en él había algo escrito.
- ¿No tenía algunos cuadros en las paredes?
- Sí, verá usted.
Y mientras la señora se daba vuelta para señalar el sitio que ocupara un grabado que
representaba a Beethoven en casa de Mozart, hice un movimiento como para cerrar el cajón,
que se resistía con una habilidad extraordinaria, y poniendo en ejercicio el pañuelo, me
apoderé de aquel papelito.
- Allí había otro que representaba a un pianista; ¿cómo era que se llamaba? ¡Pero qué
memoria la mía!
- ¿Cómo era el cuadro, señora?
- El pianista está sentado, y una blanca figura, como de vapor, y con un arpa…
- Sí, el último pensamiento de Weber.
- Justamente. Los otros eran cuadros de tragedias, de hospital y de batalla.
- Dígame, señora, ¿en esa cómoda se ha guardado alguna ropa o algo que no fuera de
Antonio?
- No, señor; nunca.
- No extrañe usted la pregunta; se la he hecho porque me parecía que en uno de los
cajones había un perfume que no era el mismo.
- ¡Qué esperanzas! Jamás usó otro.
- Pues vea usted, señora: los datos que usted ha tenido la bondad de comunicarnos,
coinciden perfectamente con los que se nos han remitido, y es seguro que el joven, de que
usted nos ha hablado, es Antonio.
¡Cuánto le agradecemos todo, y cuánto le agradeceríamos las noticias que nos
comunicara!
- Pierdan ustedes cuidado. Por su parte, no se olviden de Nicanor, ¿eh?
- Señora, aquí están nuestras tarjetas, y sírvase disculpar la molestia que le hemos
causado.
- De ninguna manera.
- ¿Nos permite usted retirarnos?
- Son ustedes dueños.
- Mil gracias; señora, a los pies de usted.
- Pásenlo ustedes muy bien.
Cuando el carruaje volvió a andar, mi compañero estaba serio.
- Amigo – me dijo-, esto es muy interesante.
- Y para mí más; porque no sólo debo agradecerle sus datos frenológicos comunicados,
sino también los que me reserva.
- Déjese de embromar.
- No, es que ahora yo traigo mi pañuelo perfumado con el aroma que usaba Antonio
Lapas, y se me ocurre que un artista como usted podría solicitármelo para su colección.
- La verdad es que debe haber sido un agua exquisita. Pero, vamos a los serio.
- Lo más serio ha sido la cuestión del ceño falsificado, y los ojos negros del tamaño…
- De un plato. Mire, amigo; en estas ocasiones, los ojos deben abrirse del tamaño de una
sandía. ¿Vio usted cuando metí el pañuelo en el cajón?
- Sí.
- ¿Y no vio nada más?
- No.
- Pues sepa que yo recogí una prenda de Antonio.
- ¿Qué prenda?
- Una mina.
- ¿Es posible?
- Fíjese en este papelito.
- ¿Tiene algo escrito?
- ¿Pero cómo sabe que es de Antonio?
- ¿Observó usted alguna diferencia en el olor de los cajones?
- No.
- Yo tampoco; pero como la vieja no podía agacharse, seguramente no iba a meter en
ellos la nariz para averiguarlo. Lo único que me ha extrañado ha sido que usted no dijera
delante de ella que no había observado tal diferencia.
- Lucido me pone.
- Es que usted no ha comprendido mi pregunta. Al afirmar la señora que sólo había
habido ropa de Antonio Lapas en esa cómoda, yo he adquirido la seguridad de que este
papelito le pertenece.
- Tiene razón.
- Yo siempre creo tenerla… cuando la tengo…
- Es su peor defecto.
- Otros más irracionales que yo creen lo mismo, y a usted le consta que no la tienen.
- ¿Y qué dice el papelito?
- No lo sé. Lo veremos al llegar a casa.
- Pues, amigo, me ha hecho usted un flaco servicio al iniciarme en este asunto. Estoy
preocupado, afligido…
- Y curioso.
- También. De todas las maneras, si no fuese porque tengo la seguridad completa de que
esos dos esqueletos son los de los estudiantes Mariano N. y Nicanor B…
- Déle con la misma. Vea, vamos a transar. Dígame lo que ha observado en los cráneos,
y yo le diré después lo que pienso del asunto.
- Si usted me hubiera dejado presentarle mis observaciones con regularidad, ahora
sabría tanto como yo; pero no quiso sino que le diera mi opinión de conjunto y de un modo
categórico.
- Es muy natural, porque yo quería una síntesis para ese momento, y esperaba que
llegase otro para pedirle nuevos datos.
- Bueno: Mariano N. es el músico.
- Convenido.
- Nicanor b. es el calculista.
- Perfectamente.
- En Mariano, la personalidad soberana; ese individuo no sabe mentir, no sabe negarse,
no sabe ni siquiera disimular.
- Muy bien.
- Nicanor B. es un individuo…
- Diga: un cráneo.
- Vaya por el cráneo. Nicanor B. puede y sabe mentir porque es egoísta; pero su
personalidad no tiene, como el otro, los mismos vínculos con la benevolencia y con la
veneración; su emotividad es más animal; en el otro es más ideal; su astucia y su prudencia
equilibran de un modo admirable la destructividad; pero por la inteligencia y el cálculo.
- ¿No ve, amigo, cómo yo tenía razón al llamarle para queme estudiara esos cráneos?
No me diga más por ahora.
- Es que…
- Es que usted va a entusiasmarse y a olvidar que los dos cráneos son de mujeres.
- Váyase al infierno con sus dos cráneos de mujeres. Usted tiene la combatividad
desarrollada como un tigre, y por eso insiste en mortificarme con aquella afirmación.
- Pero la mía es una combatividad ideal.
- Qué ideal, ni qué música; es una idealidad de titeo.
- ¿Y quiere algo más ideal? El titeador más grande que ha habido fue Aristófanes, y sin
embargo, usted sabe lo que de él dijo Platón, ¿lo recuerda?
- Dijo que, desterradas un día las Musas del Parnaso, buscaron un asilo…-
Y lo hallaron…
- En el alma de Aristófanes.
- Ya ve, pues… Pero… vamos a llegar a casa, usted tiene razón. Yo también estoy
convencido de que esos dos esqueletos pertenecen respectivamente a Mariano N. y a Nicanor
B.
- Si tenía que caer al fin en eso, hombre.
- Pero debo prevenirle que, ¿eh? ni una palabra de todo esto.
Llegamos a casa y despachamos al cochero. Sin detenernos un instante, penetramos en
la sala y encendimos la luz.
Mi amigo tomó asiento, y, por mi parte, me acerqué a un mechero y examiné el pedazo
de papel que había secuestrado de al cómoda de Antonio.
Entonces tuve oportunidad de observar que era un final de carta, de la que sólo
quedaban algunas palabras, y de estas una mina, un tesoro, una revelación, ¡un nombre!
- ¿Me da usted su palabra de honor de no confiar a nadie ni siquiera un gesto de lo que
debemos reservar, especialmente lo que voy a contarle?
- Se la doy.
- Vea este papel, y particularmente lo que dice.
Manuel quedó estupefacto. Sólo le había faltado adivinar aquello.
- ¿Qué es?, ¿qué es?- pregunta un lector impaciente.
Es un documento de prueba. Con otro semejante, la novela toca a su fin. Pero falta.
Cuando Manuel se repuso de la sorpresa, convinimos en no hablar más del asunto hasta que
llegara la oportunidad.
- Tome nota – le dije- de lo que he observado en los cráneos; pero desígnelos como M. y
N. o con 1 y 2, para no consignar nombres. Este asunto toca ya a su desenlace y conviene usar
de la mayor discreción posible.
En aquel momento me entregaron dos sobres cerrados. Eran telegramas que venían de
Montevideo, Córdoba y de Santiago de Chile. En ninguna de las tres facultades conocían el
nombre de Antonio Lapas.
Pasamos al comedor para ocupar dos asientos, reservándonos para más tarde. Al
terminar, fuimos al escritorio, y tomamos allí el café. No tuvimos tiempo de ocuparnos del
asunto, porque entraron visitas, y la conversación rodó de tema en tema, como sucede casi
siempre. Uno de ellos fue la fractura de una pierna que había sufrido una persona de nuestra
relación.
- ¿Es grave?- preguntó uno.
- Mucho más que si hubiera sido en la canilla.
- ¿Dónde fue?
- En el cuello del fémur. Parece, por la contracción, que ha sido un pico de flauta o de
clarinete y que las dos porciones cabalgan.
- No comprendo – dijo uno de los presentes-, ¿tienes aquí un fémur para que me lo
expliques?
- Espera un momento.
Y acercándome a la bolsa de huesos, saqué un fémur, y expliqué al curioso lo que
deseaba.
Como era la primera vez que aquel individuo tocaba un hueso humano, lo tomó, y
acercándose a un pico de gas, empezó a examinar las impresiones y agujeros de vasos, las
estrías de las inserciones y las superficies.
- ¡Pero, hombre! –dijo de pronto-, este hueso lleva escritos los nombres de las partes,
porque supongo que las palabras trocánter, cuello anatómico, cabeza, cóndilo, le
corresponden.
Sin grande aparato, me acerqué al amigo, y tomando el fémur lo examiné.
- En efecto, le corresponden.
La letra que estaba escrita en aquel fémur era la misma del papel hallado en la cómoda.
No habrá remedio. Era forzoso aceptar que Antonio lo había escrito.
VI
OTRA VÍCTIMA
Más tranquilo ya, y, resuelto para mí el problema casi definitivamente, es decir,
satisfecha hasta cierto punto la curiosidad que me había consumido y pensando que era
necesario encontrar a Antonio Lapas en alguna parte, para arrancarle su secreto, y con la
semiconvicción de que Mariano N. y Nicanor B., estudiantes de medicina, estaban
representados por los esqueletos que ya conocemos, pude entregarme a las tareas habituales,
tanto más cuanto que era necesario no distraerme de ellas por algún tiempo y terminar la
comenzada obra de viaje, pues los colaboradores habían dado fin a sus monografías y sólo
faltaba mi parte para que el libro fuese a la estampa.
Cierto día, sin embrago, vino Manuel a verme. Traía un manuscrito que leí con interés:
sus investigaciones sobre los cráneos. En el fondo, no discrepan de lo que ya me había dicho;
pero ampliaba el estudio de los caracteres y señalaba algunas observaciones importantes,
particularmente relativas a Nicanor B.
- ¿Y qué novedades hay por esos mundos?- le pregunté después de examinar sus
papeles.
- Fuera de las que traen los diarios, poca cosa. Lo único que sé es que esta mañana ha
muerto un estudiante de medicina cerca de mi casa.
- ¿Lo conocía usted?
- No; pero he oído hablar de él. Dicen que era muy aventajado.
- ¡Diantre! Esto tiene cola.
- ¿Sabe que no se me había ocurrido?
- ¿Ha tenido asistencia?
- Superior. Lo han visto varios médicos.
- ¿Y el de cabecera?
- El doctor Varolio.
- Pero ¿ha visto qué casualidad? Ya van dos nombres cerebrales para este legajo.
- ¿Cómo cerebrales?
- La glándula pineal y el puente de Varolio, partes del cerebro.
- No deja de ser curioso.
- Más curioso sería que este otro estudiante hubiese tenido relaciones con Antonio
Lapas. Vamos a visitar al doctor Varolio; tengo amistad con él.
Y nos pusimos en marcha.
El doctor Varolio estaba en casa, y nos recibió con su habitual cortesía.
- Vengo a verte con motivo de un estudiante de medicina que falleció esta mañana. ¿De
qué ha muerto?
- De una enfermedad al corazón.
- ¿Consecutiva o inicial?
El doctor Varolio miró a mi acompañante de cierto modo, que me obligó a decirle:
- Puedes hablar delante del señor con toda confianza.
- No es que me falte; pero como estas cosas sólo se conversan entre médicos…
- Doctor – dijo Manuel-, si es por prudencia, me retiraré; y si es por la oscuridad de los
términos, adivinaré lo que no entienda.
- No, señor; no es necesario. Pues mira – agregó-, las opiniones no han estado
uniformes. El enfermo ha sido visitado por varios médicos y estudiantes de los cursos
superiores, los que, como sabes, se encuentran, como nosotros, en aptitud de juzgar.
- Es evidente. ¿Y en qué ha consistido la discrepancia?
- Unos piensan que se trata de una afección cardiaca, y los otros cerebral.
- ¿Y los estudiantes qué opinan?
- Estaban divididos…
- Como siempre.
- De modo que los grupos se componían respectivamente de estudiantes y de médicos.
- ¿Y en eso se han detenido?
- No; uno ha manifestado que, cualquiera que haya sido el órgano enfermo, él se
inclinaba a pensar que se trataba de un envenenamiento.
- ¡De un envenenamiento! ¿Y es posible que un envenenamiento haya sido sospechado
recién después de la muerte, cuando precedían dos opiniones tan encontradas?
- Es que ninguno de nosotros ha observado los efectos de cualquier veneno conocido, ni
siquiera hemos podido referir los síntomas a un grupo o forma general.
- ¿Y?
- Ahora, sin embargo, todos nos inclinamos ante la posibilidad de que el estudiante tenga
razón, y se hará la autopsia.
- Es claro. ¿Cuántos días hace que la víctima enfermó?
- Una semana.
- ¿Y cayó en cama?
- No. Hasta ayer salió; pero, a la tarde, todo el cuadro sintomático tuvo un
recrudecimiento tal, y fueron tan graves las manifestaciones, y tan violentas, que murió a
nuestra vista sin que pudiéramos hacer otra cosa que atestiguar la defunción.
El doctor Varolio trazó a grandes rasgos la historia clínica que completaba sus datos;
pero, cuando terminó, le pedí una relación más circunstanciada de todo aquello que se refería
al sistema nervioso.
Después de oírle, continué callado.
- ¿Qué piensas? – me preguntó al fin.
- Estaba coordinando los datos, y me parece tan difícil llegar a un diagnóstico preciso,
como lo ha sido para ustedes. Creo también que debe hacerse la autopsia.
- ¿No te parece – preguntó el doctor – que, admitiendo la acción de un veneno, se
encuentre algo de acumulación, como sucede con la estricnina?
- No, no veo tal acumulación; lo que veo es que ningún veneno de los conocidos produce
el cuadro que con tanta claridad has presentado a mi entendimiento. Esa historia es digna de
ser escrita, y, una vez terminada, debes leerla a los médicos y estudiantes que hayan visitado a
la víctima durante su enfermedad, para que ellos te la observen, agregando cualesquiera datos
que se te hubiesen escapado, y publicarla junto con los resultados de la autopsia. ¿Sería
posible ver el cadáver?
- ¿Por qué no?
- ¿Tenía familia?
- Sí; pero no estaba, ni está, en Buenos Aires. Cuando quieras nos ponemos en marcha.
Y el doctor Varolio penetró en las piezas interiores, donde oí su voz.
Aprovechando aquella oportunidad, dije a Manuel que tuviera mucho cuidado y que no
me hiciera observación de ninguna especia; que todos los datos que reuniera los guardara para
más tarde, y que, sobre todo, procurara no dar señal alguna de sorpresa.
Salimos con el doctor Varolio.
Al cabo de algunos minutos llegamos a una casa próxima a la estación Centroamérica. El
patio estaba lleno de jóvenes, seguramente estudiantes, compañeros del muerto. Después de
saludar a los conocidos, conversamos algunas palabras con ellos, preguntándoles algo sobre
su carácter, y todos estuvieron conformes en cuanto a sus condiciones intelectuales y morales.
Saturnino había sido un modelo de aplicación, y de una claridad mental envidiable. Confiado en
extremo, y de un optimismo de novela, más de una vez había sido víctima de los mal
intencionados; pero jamás se le oyó un reproche, ni una frase destemplada.
Aquellos excelentes muchachos estaban afligidos. En unos palpitaba la lágrima en los
ojos; en otros palpitaba el sollozo.
Penetramos en la cámara mortuoria.
Y los estudiantes, olvidando hasta la curiosidad habitual en ellos para agregar un dato
más a lo que ya saben, permanecieron en el patio, y sólo quedaron tres, que ya estaban en el
aposento.
Me acerqué a Manuel, y en voz baja, como se hace siempre en estos casos, le invité a
que estudiara el cráneo.
Mientras el frenólogo ejecutaba su investigación, llevé la mano a la región precordial del
muerto. La cuarta costilla estaba en su lugar.
- ¿Buscas algo? – preguntó el doctor Varolio.
- Absolutamente. Ha sido un movimiento casi instintivo. Dime una cosa, ¿fue siempre
sano este joven?
- Muy sano.
- ¿Ningún microbio travieso?
- Jamás.
- Vamos a examinarlo un poco. Me llama mucho la atención, como debe llamarte a ti, la
circunstancia de que los fenómenos nerviosos estaban presididos por ciertos nervios de la base
del cerebro y de un modo perfectamente simétrico, como si la causa determinante hubiera sido
electiva o hubiese estado localizada en ellos. ¿No te parece?
- Es verdad.
- Y hay esto, además. En los datos que me has comunicado faltan por completo los de un
carácter cerebral puro.
- Eso ha sido observado, y precisamente por tal motivo me incliné a pensar que la causa
de la muerte estaba en el corazón, y no en el cerebro.
- Eso es.
El doctor Varolio separó la colcha y una sábana, y el cuerpo quedó visible, sólo con la
camisa.
Ni un rasguño, ni una cicatriz, ni una mancha en aquel cuerpo joven.
Examinamos el pecho. Fuerte y bien constituido.
Pero, al llegar al costado izquierdo, me pareció que había una raya, como cicatricial. Lo
dimos vuelta un poco, y así pudimos examinarlo mejor. Corría a lo largo de la cuarta costilla y
tendría unos diez centímetros. Era una incisión, cicatrizada ya, pero en la que todavía se
conservaban algunas escamitas muy finas, lo que permitía atribuirle una fecha reciente, y
parecía, la obra de un maestro: seca, firme y resuelta. La muerte de aquel joven quedaría
envuelta en el misterio. En ella veía yo la mano de Antonio, y la veía pesada, fatal, vengativa,
como una maldición que gravitara sobre todas las cabezas que en algo se parecieran a la de
Nicanor B.
Mis últimas preguntas al doctor Varolio habían sido triviales, y servido solamente para
distraer el efecto de mi acción al palpar la cuarta costilla.
Yo sabía que Saturnino había muerto envenenado, y que la autopsia no revelaría el
veneno, porque este, veinticuatro horas “post mortem”, cuando le practicaran la autopsia,
estaría descompuesto, y no quedaría de él el mínimo rastro.
Era un veneno vegetal, un producto extractivo de una de esas familias de plantas que
tantas sorpresas guardan todavía para el químico y para el fisiólogo, y que, ejerciendo una
acción electiva sobre ciertos nervios de la base, envuelven al corazón y lo matan.
De aquí las dificultades y vacilaciones en el diagnóstico. Pero era un veneno
desconocido, es decir, uno de esos que han escapado a la ciencia todavía.
Oí hablar de sus efectos, por primera y única vez en Salta y a un salteño, hace algunos
años ya, y me habló de ellos de tal manera, que preferí relegarlo al dominio de la fábula y no
hacer de él mención ni siquiera en las conversaciones.
Por ahora, en presencia de aquel cuadro clínico, de aquellos fenómenos ambiguos, de
aquellos nervios irritados primero y relativamente paralizados después, para volverse a irritar y
morir, recordé lo que había oído, y el fabuloso producto se encarnó en la realidad.
- Yo no había visto esta cicatriz – dijo el doctor Varolio sorprendido.
- Ni era conocida – observó uno de los tres estudiantes.
- ¿Y a qué podría responder? – preguntó el primero.
- Algún rasguño, alguna herida involuntaria, algún tajo de pelea – dijo el estudiante.
- En fin, de todos modos, es seguro que esta cicatriz no tenía parte en el mal – agregó el
doctor.
Pero el mal era mucho más hondo, y la cicatriz tenía mucha parte en él.
- Sea cual fuere el resultado de la autopsia – insinuó el doctor Varolio – es evidente que
existe una conveniencia real en estudiar con toda prolijidad los nervios lesionados.
- ¡Ah! Eso cae de su peso.
Dirigiéndome entonces a los estudiantes que nos habían acompañado, y que, por la
severidad de sus rostros, parecían los más afectados, les pregunté:
- ¿Qué vida hacía este joven?
- La vida que hace un estudiante juicioso: los estudios, las clases, las clínicas, alguna
que otra vez al teatro, y, de tarde en tarde, una cana al aire – contestó uno.
- Muchas canas al aire – observó otro.
- Hace unos dos meses – agregó el tercero – se había asentado bastante. Nos
acompañaba rara vez; pero salía, y el objeto de sus salidas quedaba reservado para nosotros.
Como al fin no éramos sus tutores, nada teníamos que averiguarle. Pensábamos, sin embargo,
que tuviera por ahí algún nido.
- ¿Y sus relaciones?
- Muy limitadas, con excepción de los estudiantes. Visitaba dos o tres familias conocidas,
y nada más.
- A quien iba a ver con frecuencia – dijo el primero que había hablado – era a un joven
Lapas, al parecer estudiante; pero nunca lo hemos conocido, y no sólo no sabemos dónde vive,
sino ni siquiera qué tipo tiene.
- ¿Y no ha venido a verle durante su enfermedad o después de su muerte?
- No lo creo, porque todos los que han venido hasta ahora son personas que conocemos.
- Pues preguntaba esto, porque, según los datos muy prolijos que me ha dado el doctor
Varolio y de acuerdo también con presunciones suyas y mías, es verosímil que este joven haya
tenido alguna afección sobre la cual guardaba el secreto.
- Difícilmente, porque nosotros los habríamos sabido.
- Convenido; pero usted sabe que muchos jóvenes ocultan, en ciertos casos, y lo mejor
que pueden, las enfermedades y la pobreza.
- Sí; pero él nos lo hubiera dicho.
- Perfectamente.
Encendimos cigarrillos y salimos al patio. El doctor Varolio, médico distinguido y profesor
de la Faculta, fue rodeado poco a poco, y Manuel y yo nos encaminamos a la puerta de calle.
- Y, compañero, ¿qué encuentra?
- Pues, amigo, este cráneo es medio complicado. Ofrece los rasgos principales de los
otros; pero tiene mucha credulidad y mucha amatividad.
- ¡Magnífico! ¿Le vio los dientes?
- Superiores. Éste no fumaba.
Durante un largo rato permanecimos allí conversando. La tarde había caído, y la noche
insinuaba sus sombras. Ya no se distinguían las caras de los que pasaban por la vereda de
enfrente. Estábamos indecisos sobre permanecer más tiempo o retirarnos, cuando un individuo
pasó a nuestro lado. Su presencia habría sido para nosotros como la de los demás; pero, en el
momento de darle paso, tomé aquel olor extraordinario y suave, el olor de aquel perfume
maravilloso que habíamos reconocido en las casas de las calles Tucumán y Europa.
Era Antonio.
Con paso resuelto, penetró en la cámara mortuoria, a la cual le seguimos.
- ¡Es evidente! – dijo Manuel en voz baja –. Esto nos ofrece la menor duda. No hay vuelta
que darle; este es un drama, y un drama espeluznante. ¡Si fuéramos de la policía!
- Estaríamos como gatos. ¿Por qué no le pregunta todo lo que desea saber? En el
momento le diría todo.
- Vaya a freír buñuelos.
Antonio se acercó al lecho de Saturnino, estuvo dos minutos de pie al lado y le tomó la
mano; luego sacó un pañuelo, y, por debajo de los anteojos, se enjugó una lágrima, real o
ficticia, o aparentó enjugarla.
Saludó luego, y salió con paso más seco y firme, si era posible, que al entrar.
Me despedí de Manuel con un gesto significativo y diciéndole que más tarde iría a verle.
Seguí luego a Antonio de la manera más disimulada que pude.
- ¡Ahora te tengo, jilguerito mío! – pensaba al caminar a cierta distancia detrás de él –.
Ahora me vas a explicar qué has hecho de las costillas de Mariano y de Nicanor, y tu veneno
peruano, y tu perfume endiablado, y tu paso, y tus anteojos, y tu ceño. – Y veía, como
imágenes flotantes, el fémur con inscripciones, y el ángulo de una carta, fragmento descuidado
y desconocido que parecía un documento clave, una inscripción trilingüe, una piedra de
Roseta.
Llegó a una cuadra en la que dos grandes jardines cercados de verja, uno frente a otro,
alejaban a las casas. La luz era poca. Precipité el paso y me coloqué cerca de él. Con voz
enérgica entonces, pero sin acritud, llamé:
- ¡Señorita Clara!
VII
MEJORES O PEORES
He visto seres humanos a los que la bala o el acero desplomaron hiriéndolos en el
corazón; he visto fulminados por el aneurisma o por el rayo; pero me faltaba observar una
víctima de la sorpresa en su grado extremo.
Al oír su nombre, Clara dio un rugido sordo, y levantando los brazos los dejó caer de
pronto, mientras daba una media vuelta rápida, y, con las rodillas flojas, tocaba casi la tierra.
Un movimiento de resorte la hizo levantarse instantáneamente.
Ya estaba yo a su lado.
Muda de asombro, y pálida como el cadáver de Saturnino, se apoyó contra un pilar de la
reja y miró a todos lados.
- ¿Me conoce usted? – le dije-
- ¡Sí! – respondió haciendo un esfuerzo.
- ¿Me cree capaz de traicionarla o de venderla?
- ¡No!
- Sigamos su camino. Ha llegado el momento de que conversemos de asuntos que nos
interesan a los dos.
- Llámeme Antonio mientras llegamos a casa.
- No es necesario que la llame de ningún modo, porque nada tengo que decirle en la
calle.
Seguimos viaje juntos, y a las dos cuadras penetró en una casa de aspecto lujos.
Al poner el pie en el umbral ofendí mentalmente a Clara, pensando que sería
conveniente recordarle algo relativo a mi seguridad personal, pero todo pasó como un
relámpago, y la seguí.
Aquella mujer extraordinaria no podía caer en la vulgaridad de disparar sobre mí, y a
traición, un arma de fuego. Si me conocía, como lo había dicho, no podía temer una celada, ni
tampoco pensar que estuviera solo, en el caso inverosímil de que, cambiando de papel mi vida,
me hubiera convertido en un agente policial, porque mi muerte sólo habría complicado su
situación, demasiado grave ya en aquel momento. Por lo demás, ignoraba el motivo de mi
interpelación, y por lo mismo que no me había apoderado de ella al demostrarle que la conocía,
y que, conociéndola en la casa de Saturnino, la había dejado libre, su propio interés la obligaba
al respeto y a la consideración.
Cuando estuvimos en el patio, me dijo:
- Tenga a bien esperarme un momento; voy a abrir la sala.
Abrió la puerta del aposento que seguía y encendió la luz. Un minuto después, vi que se
iluminaba la sala. Sonaron las fallebas y penetré allí.
- Señorita – le dije antes de tomar asiento –, mi espíritu goza en este instante de una
claridad extraordinaria; pero siento el corazón oprimido, y temo que, para desarrollar el tema
que me ha obligado a incomodarla, no sea éste el mejor aposento de la casa. Mi voz no es
suave como el perfume que usted usa, y los acentos de la pasión la elevan a tonos de una
resonancia que puede transparentarse por ventanas que dan a una calle no situada en el
desierto.
- Es verdad. Permítame usted correr estas cortinas, y pasaremos a la pieza inmediata.
- ¿Nadie podrá oírnos desde el patio?
- Nadie.
Atravesamos una puerta que cerró, luego penetramos en la antesala.
Allí había un armario y un piano. En las paredes, los dos cuadros de Beethoven y Weber
que ya conocemos. En un armario-biblioteca, muchos libros, en cuyos lomos, casi
disimuladamente, leí nombres de autores científicos. Un pequeño sofá de ébano, con tela de
damasco aterciopelado, algunas sillas, un estante con cuadernos de música. En el atril del
piano, abierto en la primera página, el Clair de lune de Beethoven. Sobre una mesita, flores de
la estación, y en las cortinas, en el aire, en la luz, el perfume revelador, aquel perfume que,
apenas más perceptible, habría podido embalsamar todos los ensueños nacidos en cerebros
del Oriente.
Me invitó a tomar asiento; pero no me senté.
- La confianza que le demuestro al dejarme encerrar en su casa, sin saber quién vive en
ella, ni cuál es el carácter de usted, le prueba que he adivinado el secreto de su vida
misteriosa, y que, a pesar de ser su prisionero, en la apariencia, deseo conservar mi libertad de
acción y voluntad. Vaya usted y cámbiese de traje. Yo quiero hablar con la mujer, no quiero
hablar con la máscara.
La sorpresa no se pintó en su semblante, porque no tenía dónde pintarse. Su espíritu
altanero se rebeló contra aquella orden, y permaneció en el sitio que ocupaba.
- Le he dicho que se mude de traje. Yo quiero hablar con la mujer, con toda la mujer;
quiero leer en sus grandes ojos negros la impresión de mis palabras. ¡Yo lo quiero!
Rendida o sugestionada, obedeció.
Pasó a la pieza inmediata, y oí el ruido de agua y de cepillos, el chirrido de un ropero que
se abría, tacos que sonaban al caer, roce de seda, y luego choque de frascos.
Algunos minutos después sentí que todas las inserciones musculares parecían
desprenderse de sus respectivos asientos, y que todas las auroras me enviaban soplos de vida
joven y fresca, en la plenitud de un esplendor que se remontaba sobre los sueños y las
ilusiones.
¡Qué soberana belleza vieron mis ojos asombrados!
Me pareció que si las tristes víctimas de una catástrofe adivinada, volvieran a recuperar
su animación, retornarían contentas a la sombra del sepulcro, exclamando:
- Tu los has hecho; gracias siempre por tu amor.
Y justifiqué a aquel personaje de Hoffmann que vendió su reflejo en una noche de San
Silvestre; y huyeron para siempre, como palomas aterradas por el gavilán, las imágenes de
todos los suicidas y criminales y locos que se quedaron sin conciencia por las seducciones de
la hermosura.
- A una inteligencia como la suya – le dije –, no puede pasar inadvertida la impresión que
me ha causado el verla como deseaba, y debe creer que mis sentimientos me imponen la
convicción de que, poseedora de una belleza semejante, no puede ser criminal. Mientras le
decía esto, me palpé la cuarta costilla y ella llevó la mano a la cabeza para arreglarse alguna
nada del tocado, que le hacía cosquillas en la nuca, y que disimulaba la falta de cabellera.
Tenía un casquetín de blondas negras y vestía un traje de satén de igual color. En el cuello, un
tul blanco plegado, y una gruesa cadena de oro, en la que estaba suspendido un relicario de
rubíes.
Habría jurado que en aquel relicario estaba el veneno.
No sabía por dónde comenzar.
Friné, vestida, se presentaba sin abogado.
Y, ¡cómo!, después de tanta pesquisa, de tantas averiguaciones, ¿me iba a avasallar
aquella mujer?
La ofuscación había pasado, y ella rompió el silencio.
- Usted sabe mi nombre, y eso me indica que usted sabe todo.
Su voz había cambiado, y era dulce como un caramelo, y blanda y voluptuosa como sus
ojos.
- Si no todo, una gran parte a lo menos. He sido llevado de la mano por la curiosidad y
por el acaso.
Me pareció que le hablaba con bastante energía. Que mi voz no tenía esa resonancia
que iba a atravesar las ventanas, y que algunos vocablos nacían como súplicas en vez de
retorcerse como órdenes.
- Vengo, señorita, para salvarla. Su secreto ya no le pertenece, ni a mí tampoco, porque
otras personas han tomado parte en esta investigación.
Al regresar de un largo viaje, un amigo me regaló una bolsa de huesos que un estudiante
de medicina dejó olvidada en la casa del señor Equis. Estudié esos huesos. Un frenólogo
estudió el cráneo. La casualidad queso que el doctor Pineal tuviera un esqueleto semejante, el
cual procedía de una casa de la calle Europa.
El frenólogo estudió también el cráneo y halló lo mismo que en el otro. En ambas casas
había vivido Antonio Lapas; en ambas había muebles que conservaban cierto perfume
exquisito; en ambas el estudiante era un modelo de discreción y de prudencia; en ambos
esqueletos faltaba la cuarta costilla; en la carne, y sobre la misma, Saturnino presentaba una
incisión cicatrizada; los tres tenían inteligencia brillante y eran estudiantes de medicina; en la
Facultad ignoraban la existencia de Antonio Lapas, lo mismo que en la de Montevideo, en la de
Córdoba y en la de Santiago de Chile; peor en los libros de la nuestra quedaba constancia de la
época de desaparición de Nicanor B. y de Mariano N., como queda, en el espíritu de los
médicos, la convicción de que Saturnino ha sido envenenado con cierta sustancia que no se
conoce, que yo sé que procede de un vegetal del Perú y que ataca los nervios de la base del
cerebro, terminando por paralizar el corazón. Pero yo sé también que en cierta cómoda hallé un
final de carta en el que se leían algunas palabras cariñosas, al pie de las cuales se veía el
nombre de Clara T., y que la letra de esa carta era la misma que la que había en cierto fémur
procedente de la calle Tucumán.
Clara sollozaba.
- ¡Estoy descubierta! ¡Estoy perdida!
- Sí, señorita; está descubierta, porque cuando la ciencia puede llegar a decir “este
esqueleto es de Mariano N. y este de Nicanor B.”, es porque la ciencia no ha agotado el tesoro,
no ha extinguido aún las fuentes ni las formas de la investigación.
- ¡Estoy descubierta! ¡Estoy perdida!
- ¡Sí! Porque usted a confiado mucho en su habilidad y muy poco en la curiosidad
inteligente de los demás.
- ¡Estoy descubierta! ¡Mi obra está terminada!
- Sí, señorita; y es una felicidad que así sea, porque su obra, además de cruel, era
injusta, y su venganza implacable ha castigado a los inocentes después de castigar al que la
engañó.
- ¡Cómo! – exclamó incorporándose a semejanza de una leona herida –. No satisfecho
con el desdén, ¿todavía me ha vendido el miserable?
- También es injusta en eso; nadie la ha vendido. El estudio del cráneo es quien ha
revelado que Nicanor B. era capaz de faltar a su palabra.
- La frenología no puede llegara tanto.
- Usted sabe matar y transformar los cadáveres en objetos indiferentes de estudio; pero
usted no sabe frenología, y la prueba de que ésta puede llegar a tanto, es que usted ha
comprobado, en su enojo, que alguien la había desdeñado.
- Yo no puedo creer que usted me engañe, y el conjunto de los antecedentes recogidos
me prueba que el descubrimiento tenía que hacerse, y que no podía ser de otro modo. Estoy
descubierta; todo lo que usted ha dicho es exacto.
Juntó las manos en actitud de plegaria y las elevó, lo mismo que los ojos.
Me di vuelta.
- ¡Adiós! ¡Adiós! – exclamó repetidamente, y cayendo de rodillas derramó un torrente
de lágrimas.
Aquel “¡adiós!” me obligó a mirarla.
Y lo repetía, besando con vehemencia el relicario.
- No ha llegado todavía el momento de las lágrimas, porque con ellas no podría usted
enjugar una sola de las que arrancó a los corazones de los padres y hermanos de sus victimas.
- Sí, ha llegado – dijo levantándose y tomando asiento otra vez –; ha llegado, porque
lloro, y hacía mucho tiempo que me faltaba desahogo.
- Yo no he venido aquí a provocar escenas de drama, sino a salvarla.
Después de algunos minutos de llanto y de sollozos, me pidió le explicara el
procedimiento que había seguido hasta encontrarla.
Y le referí, como lo deseaba, todo lo que ya sabemos.
Su asombro fue sincero.
- ¿De manera que si usted no se hubiese fijado en que faltaba la cuarta costilla del
esqueleto que tiene en su casa, como faltaba en la del doctor Pineal, no se descubre nada?
- ¡Nada! Vea, señorita: ahora no puedo hacer otra cosa que felicitarme por haber dado
término a su obra; porque, se lo juro, su venganza, digna de Schariar, o de cualquier bárbaro
semejante, ha concluido. ¡Qué bien dijo Napoleón I al afirmar que todas las mujeres eran
mejores o peores que los hombres! Sí; ha concluido.
- ¿No ve usted que estoy serena ya? – dijo sonriendo. ¡Qué barbaridad! ¡Qué dientes!
¡Irradiaban luz sobre el carmín de los labios!
- Entonces me permitirá usted que le haga algunas preguntas.
- Las que usted quiera.
- ¿Cuál fue su primera víctima?
- Nicanor. Pero, ¿para qué quiere usted hacerme preguntas si ya lo ha reconstruido
todo?
- ¿Qué veneno ha usado usted?
- Un alcaloide de una planta del Perú.
- ¿Su nombre?
- Cryptodynama purpúrea.
- ¿Y es posible que esa planta contuviera tal veneno y escapara a las investigaciones de
los químicos y de los fisiólogos?
- Eso es más de lo que yo sé; pero es un hecho.
- ¿Cuánto tiempo han durado sus relaciones con Nicanor?
- Dos años; y el muy pérfido me abandonó cuando su presencia me era necesaria. Tres
meses después, lo atraje con mis redes… ¿Cree usted que yo poseía redes con qué atraerle?
– preguntó con una coquetería más natural que estudiada.
- Pero un cuerpo no se hace desaparecer así no más, porque se quiere, ¿verdad?
Clara me explicó sus procedimientos, que me guardaré muy bien de revelar, no sea que
algún travieso quiera imitarla, aunque sea por vía de ensayo. Por lo demás, ella era mucho más
interesante que su explicación.
- Comprendo su venganza en Nicanor; ¡pero en los otros!
- En él, y en todos los que se le parecieran.
- Y respecto de Mariano y de Saturnino, ¿cómo procedió usted?
- Me trataron como a un hombre, y cuando menos lo pensaron, porque utilizaban mis
conocimientos de medicina, ajenos a los de ellos, lo que generó la confianza y la amistad,
apareció de pronto la mujer.
- ¡La mujer! ¿Tal como está ahora?
- Lo mismo.
- ¿Exactamente lo mismo?
- Exactamente.
- Entonces me explico. ¿Y al conocerla como tal?
- Se aturdieron, se marearon y vivieron en mi atmósfera como esclavos, sin voluntad y
sin ideas. – Eres una Circe, Clara – me decía Mariano con frecuencia. La única voluntad fue la
mía, y las promesas de un amor eterno se me prodigaron entonces hasta el exceso; y cuando
pensaron que mi corazón se ablandaba, que era sensible, les demostré que se equivocaban…
y murieron.
El hombre enamorado, y como lo estaban ellos, parece un cretino. Mujer, pasé también
por lo mismo, y ahora, víctima de un amor excesivo, mi fin puede estar más o menos próximo;
pero no distante.
- Dígame, señorita, ¿qué se proponía usted al eliminarles la cuarta costilla izquierda?
- No sé; era un vértigo, un ensañamiento, una neurosis.
- Pero esa neurosis dejó una cicatriz en Saturnino.
- Se quejó cierto día de una neuralgia, y yo le propuse, como remedio heroico que
conocía, cortarle algunas fibras del nervio intercostal dolorido; y ciego, anulado, cretinizado,
aceptó. El cloroformo produjo su efecto, y al llevar a cabo la operación propuesta…
- ¡Se le fue la mano!
- Casi. Pero era un vértigo, y pronto me di cuenta de lo que iba a hacer. ¡Quería
arrancarle vivo el corazón!
- ¿De modo que si yo mañana debiera jurar que era un vértigo… ?
- Júrelo; y si ha de caer una maldición, ahora o después, caiga sobre mí, que la recibiré
sin temor al perjuicio.
Antes de formular un juicio sobre tus semejantes, ¡oh paciente lector!, examina tu
conciencia, y, si no eres médico, no formules nada, porque las neurosis no tienen explicación,
ni tienen principio ni fin, son como la eternidad y el infinito; y si a todo trance quieres limitarlas,
imagínate que comienzan por la permutación de un complejo indefinible, se desarrollan sin
conocimiento de su origen y terminan cuando terminan… porque sí.
Esto, y muchas otras cosas que podrían ser tan razonables como la mayor parte de
nuestras reflexiones cuando no tenemos cosas más graves de qué ocuparnos, me distrajo el
pensamiento, pero no los ojos.
- ¿Y cómo era posible?
Aquella mujer tan linda, que por vez primera contemplaba, que no volvería jamás a ver,
penetraba en mis pupilas como rayos de una luz para siempre, como la evocación de una
imagen complementaria y soñada que iba a perderse en el crepúsculo en que se confunden las
últimas realidades de los ensueños.
Tomé una de sus manos, blanda y tibia, y la miré en el fondo de los ojos.
- ¡Antes de veinticuatro horas, la policía debe estrellarse en sus pesquisas!
Clara se estremeció.
- Doble dosis para usted…
- ¡Y estoy perdida!
- ¡Salvada!
VIII
EL RELICARIO DE RUBÍES
El doctor Pineal estaba impaciente, como de costumbre.
- ¿Nada de nuevo? – me preguntaba en una tarjeta postal.
- ¿Hay algo? – en otra.
- ¿Cuándo vienes? – por carta.
Al fin sus nervios se tranquilizaron, y la correspondencia, cada vez más apaciguada,
calmó de pronto. Los diarios tuvieron la culpa, como se verá luego.
Manuel me buscó por todas partes.
Sus estudios frenológicos, realizados a vapor en el primer momento, se completarían,
andando el tiempo, de un modo definitivo, con un nuevo examen de los dos cráneos. El éxito
llegaría a ser asombroso, determinando no sé cuántas aptitudes inadvertidas hasta entonces, y
las facultades de Mariano y de Nicanor, investidas, tamizadas hasta lo impalpable, sólo
reclamaría la resurrección de los cuerpos para ratificar sus afirmaciones.
Cuando nos volvimos a encontrar al día siguiente y le referí mi entrevista con Clara, su
rostro quedó iluminado.
- ¿Quiere hacerme el servicio de transportarse mentalmente conmigo, y por un instante,
a la Grecia antigua? – me preguntó.
- Es mi deseo; pero ya sin ilusión.
- Usted agregará a la Antología lo que voy a decirle.
- De mil amores.
- No le escriba mi nombre al pie; déle un pseudónimo.
- Escucho.
- Mientras Nicandro, lleno de amor por Nidia, se revuelve en ayunas en el triclinio,
disertando sobre el ideal, Erotófilo la enjuga al salir del baño, más fresca y sonrosada que
Afrodita.
Estreché su mano.
- Si Planudio viviera, le engarzaría esa perlita en su ramillete.
En la Antología se recuerdan pensamientos menos expresivos. El suyo es de corte
helénico, mas peca por la base: no se ha enjugado a nadie.
Las cartas del señor Equis no adelantaban un punto. La familia de Mariano estaba
desesperada; pero como Mariano era un poco fantástico, creía que se hubiera ido a Japón para
formar colecciones de crisantemos. ¡El otoño tiene su nota de colores!, ¡y el Japón está tan
lejos!
- ¿Y qué hacemos con esa pobre señora de calle Europa? Dígale que Nicanor se ha ido
con Mariano.
- Pero hombre, dejemos las bromas a un lado. Hace tiempo que deseo hacerle unas
preguntas.
- Aquí me tiene.
- ¿Cómo diablos ha hecho usted para llegar a un resultado tan curioso? ¿Se trazó usted
un plan antes de lanzarse en estas averiguaciones?
- Me extrañan sus preguntas. Nadie mejor que usted conoce la marcha sucesiva de los
hechos, desde su origen hasta su desenlace. El caso es muy simple. Suponga usted que, en
vez de dos esqueletos semejantes no hubiese habido más que uno. El único problema se
reduciría entonces a averiguar quién era el estudiante que lo olvidó, cómo se llamó en vida el
esqueleto y por qué motivo la perdió el cuerpo el cuerpo que antes integraba. El plan es
sencillo: identificar al estudiante, encontrarle y preguntarle cómo consiguió el esqueleto.
Contesta que se lo compró en tal año al sepulturero cual; averigua usted si es verdad, y resulta
que el sepulturero ha muerto. Un juez instructor hábil, interroga, sin embargo, al presunto
criminal, y éste no se inmuta, no cae en contradicciones y nadie le acusa. Se acabó el asunto.
Pero no es estudiante. Lo mismo da. No está prohibido tener esqueletos. Pero el sepulturero no
ha muerto, y confiesa que efectivamente lo vendió. Entonces dirá de qué parte lo extrajo, y
buscamos en los libros de la administración del cementerio, se identifica, si es posible, el
nombre del esqueleto. Se castiga al sepulturero según las condiciones sociales que aquel tuvo
en vida, y el estudiante queda en libertad. Nuestro caso era distinto. Se trataba de dos
esqueletos semejantes, olvidados del mismo modo, por la misma persona misteriosa. Hay que
identificar a la persona. Desde las primeras investigaciones, sospecho que se trata de una
mujer; se me ocurre un drama pasional, lo sigo y llego al desenlace. Es una mujer. Pero soy yo
quien hace la pesquisa, como novelista, como médico, con espíritu romántico – la mujer me
interesa, y me propongo salvarla – y la salvo, es decir, la salvo de la garra policial; pero para
eso es necesario que tome una dosis doble de veneno.
- Pero usted es culpable, usted es criminal, como instigador de un suicidio.
- Bueno. ¿Sabía usted quién era Clara? ¿Sabía usted lo que importaba sustraerla a sus
jueces naturales? Usted no sabe nada de eso, ni lo sabrá jamás. Ahora se interpone el secreto
médico.
- ¡Pero hombre desgraciado! Usted será víctima de su curiosidad.
- Convenido. Esto no impedirá que continúe pensando que el secreto médico se
sobrepone a las demás leyes sociales. Pasemos a otra cosa.
Supongamos que en este asunto hubiera caído en manos de un pesquisante policial.
Nada tendría de extraño. Más entendido que nosotros dos en la constitución de un plan, y con
más recursos (se entiende que con todos los antecedentes reunidos por mí y en la misma
forma) habría llegado más pronto al momento aquel de “¡Señorita Clara!”. ¿Qué habría
sucedido? Al a comisaría, y después el juez instructor, en seguida al juez del crimen y ala
penitenciaria con ella. Una vez identificada en forma, gran escándalo social; mientras que
ahora, todo pasa sin gallos y a medianoche.
- Y entonces ¿cómo se va a publicar su novela?
- Muy sencillamente; desfiguro los nombres, modifico los hechos, dejo la trama, y permito
que cada cual le dé el nombre que quiera. Unos dirán que es novela, otros que es cuento, otros
narración, algunos pensarán que es una pesquisa policial, muchos que es mentira, pocos que
es verdad. Y así nadie sabrá a qué atenerse. Pero, si el pesquisante aquel se hubiere
apoderado de Clara, ésta habría negado todo; se habría encerrado en el más absoluto silencio,
porque la mujercita es de una pieza, y entonces no conoceríamos nada respecto de la planta
que da maravilloso veneno, destinado, pronto lo verá usted, a producir una revolución
terapéutica.
- Pero usted, antes de alejarse de ella, debió pedirle un poco de su veneno.
- Sí, como quien pide una narigada de rapé.
- ¡Pfeh, de todos modos… !
- Usted comprende que, si va a juzgar mi diálogo con ella por lo que le he referido, tiene
derecho para mandarme a Flandes, porque debí hacerle muchas preguntas relativas a cosas
que interesarían a la estadística; pero no a un lector de novelas. ¿Qué va usted a ganar con
saber qué edad tiene, dónde nació, quiénes eran sus padres, si yo sabía todo eso?
- ¿Cuánto tiempo estuvo usted en su casa?
- Tres horas.
- ¡Amigo! En tres horas se conversa mucho.
- Y se hacen muchas preguntas.
- Y se dan muchas respuestas.
- Sí, pero ésas las reservo para cuando me envíen del Perú la Cryptodynama purpúrea.
- ¿Y el perfume?
- ‘Qué le importa a usted el perfume? Si todavía pudiéramos desterrar con él esas aguas
inmundas y hasta hediondas que algunas personas usan en Buenos Aires, para dominar con él
hasta el olor del tabaco. ¡Ah! Valiera más todavía que resucitara el patchulí.
- Bueno, amigo, me voy; siga escribiendo. Con que ¿era linda la muchacha, eh?
- Vamos; modérese. Tenía más nervios que el simpático. Para poder contemplar esa
belleza, necesario es que se apodere de ella el abandono de la confianza, y el que quiera
arrancar de esa arpa una nota que llegue al fondo, no debe apretar mucho las clavijas. ¡Pobres
muchachos! ¡Cómo no habían de caer!
- Lo que hubiera yo deseado observar habría sido la cara que pondrían ellos al ver la
transformación del grave estudiante en una mujer como me pinta usted a Clara.
- Pondrían cara de imbéciles.
- Bueno, adiós. ¿Cuándo publica la novela?
- Muy pronto. ¿No ve? Ya voy a concluir. Con la tinta fresca todavía la mandaré a la
imprenta.
- ¿Y el pulido?
- Eso vendrá.
- ¿Y el éxito?
- No sé.
- Pero si se trata de un escándalo, de varios crímenes.
- No, señor; se trata de la aplicación de los principios generales de la medicina legal, que
es una ciencia, y de demostrar que la ciencia puede conquistar todos los terrenos, porque ella
es la llave maestra de la inteligencia. La ciencia conquistará al hombre, que no han conquistado
aún la religión no la política. “La novela – me decía no ha mucho uno de mis amigos más
espirituales – es la epopeya moderna en prosa”. Y bien, sí. Y la epopeya es la ciencia de la
antigüedad. El templo más esplendoroso que tuvo Minerva fue el cerebro de Homero.
- Así me gusta verlo: descubriendo la doctrina en un arrebato de enojo.
- ¡Enojo! El entusiasmo que se apodera de mí en el momento de cumplir la promesa que
hice al señor Equis.
- Hasta pronto.
- No se pierda.
Dos días después de ese diálogo con mi amigo, los diarios de la mañana, en castellano,
en alemán, en francés, en inglés y en italiano, ofrecían a sus lectores la siguiente noticia
policial:
“Sorpresa. En una casa de la calle tal, cerca de la estación Centroamérica, ha sido
hallado muerto en su cama, un joven que pasaba por estudiante de medicina, y que no lo era,
según las averiguaciones llevadas a cabo por el comisario de la sección. Al examinarlo el
médico de la policía ha quedado perplejo, por haber encontrado, bajo un disfraz masculino, la
mujer más sobrenaturalmente linda que han visto ojos humanos. Al suprimirle un pequeño
bigote postizo que velaba su labio superior, ha quedado al descubierto una boca delicada que
modelaba las curvas de un beso. Al separarle unos grandes anteojos oscuros todos los
circundantes se han estremecido, declarando que en la vida se habían soñado ojos iguales.
Negros, profundos y aterciopelados, invitaban a asomarse por ellos, como suele curiosearse en
los abismos. Más que muerta, parecía hallarse en éxtasis. “Así estaba Saturnino”, dijo un
caballero involuntariamente, y el comisario le pidió su dirección.
“Con la mano izquierda, crispada e invencible, apretaba un relicario de rubíes.
“En un armario había ropas de mujer. “Su nombre era Antonio Lapas, y muchos han
creído que fuera un nombre de batalla, como el de Julián Martel o el de Julián Gray. Sobre una
mesita, dos cartas”.
Una de esas cartas era para el comisario. La otra era para mí.
- Si en las vicisitudes de la vida encuentra usted un niño desconsolado, o más tarde un
joven afligido, y por último un hombre sin esperanza, colóquele la franca mano en la cabeza y
despierte en su alma el rayo de la voluntad que no vacila. Yo lo quiero.
¡Pobre Clara! ¡Tan linda y tan perversa!
Ignoro qué consecuencias podrá desenvolver el contenido de aquella carta; pero el seño
Equis, al que bien pronto le serán develados todos los horrores que él sospechaba, ha tenido la
bondad de anunciarme que una circunstancia inesperada le ha convertido en tutor de un
precioso niño de grandes ojos negros, aterciopelados, al que una nodriza joven, fuerte y
rosada, prodiga, de dos en dos horas, el abundante jugo dulce que necesita para vegetar.
El niño ya sonríe, y cuando muerde los pezones con el único par de dientes de ratón que
asoman en su mandíbula, sonríe también la nodriza, y le distrae con un relicario de rubíes que
contiene un retrato del mismo infante.
El estado civil de esa criatura lo conoce y lo reserva el señor Equis.
Antes que los jueces, en el ejercicio de sus nobles deberes, tomen conocimiento de la
autopsia de Saturnino, de la muerte de Clara y sus consecuencias, conviene que descargue mi
espíritu del peso de los compromisos que me atan con el doctor Pineal, con Manuel y con el
señor Equis.
Así es que me apresuro a publicar el resultado de mis investigaciones, como lo había
prometido. Mi situación, al terminar esta novela, es mucho más grave que lo que yo pensaba al
darle comienzo; pero abrigo la esperanza de no permanecer mucho tiempo bajo llave, si acaso
he faltado de algún modo a las leyes de mi país por haberme inmiscuido en pesquisas que no
eran de mi competencia, y esa esperanza se funda en el concepto elevadísimo que tengo del
criterio de los jueces en cuyas manos coloque la ley, porque ellos saben mejor que nadie que
en la naturaleza no hay hechos solitarios, sin vínculos que los aten a los demás, sino una
armonía perfecta, una serie de eslabones sin solución de continuidad, un nudo eterno y fatal
que no se desata como el gordiano, porque representa el mundo complejo alrededor del cual
giran las leyes, y los sentimientos, y las razones.
Adivinada desde el primer momento, ¿cómo iba a permitir que la justicia ordinaria
tendiera su mano severa e implacable sobre los actos de una mujer de belleza irresistible, de
una pobre enferma, de una infeliz neurótica, que impulsaron a la venganza los extravíos de un
amor impaciente?
Como esos niños a los que asusta el nombre del diablo, mi corazón artístico se
estremece todavía al recordar la belleza de Clara, y cuando la ley escrita, desenterrada de
algún código apolillado, me fulmine una sentencia por ocultación, o, como decía Manuel, “por
instigación al suicidio”, gritaré a los jueces desde el fondo de mi celda:
- ¡Envidiosos! Con todas sus leyes, no han podido verla en su esplendor radiante e
inmortal.
Pero no es verosímil.
Un juez envidioso solamente puede figurar en una novela.
Éstas son fantasías.
¡Cuando yo creía que, al besar el relicario de rubíes, Clara tenía oculto en él su veneno
maravilloso, ni siquiera se me ocurrió pensar que en él guardaba el retrato de su hijo!
Así sucede con todas las cosas.
Por eso es un inconveniente grave el dejarse subyugar por las armonías del viento
cuando canta en la ventana.
APÉNDICE
Origen del género policial.
El policial es una literatura que se atiene a los lados inquietantes de la vida urbana. No le
importa determinar tipos, muestra las funciones de la masa en la gran ciudad.
Las historias de detectives, cuyo interés reside en una construcción lógica,
aparece por primera vez en Francia al traducirse los cuentos de Poe: El misterio de Marie
Rogêt, Los crímenes de la calle Morgue, La carta robada. Poe fue el primero en intentar la
narración científica, la cosmogonía moderna, la exposición de manifestaciones patológicas.
El contenido social originario de las historias detectivescas es la difuminación de las
huellas de cada uno en la multitud de la gran ciudad.
Desde Luis Felipe, encontramos en la burguesía el empeño por resarcirse de la pérdida
del rastro, de la vida privada en la gran ciudad.
Desde la Revolución Francesa una extensa red de controles había ido coartando cada
vez con más fuerza a la vida burguesa. La numeración de las casas da apoyo a la
normatización, se hizo obligatorio en la época napoleónica. En los barrios proletarios esto
encontró resistencia, la gente prefería llamar a la casa donde vivía por su nombre y no por un
número. Medidas técnicas vinieron en ayuda del proceso de control; aparece la determinación
de la firma, los primeros cuerpos de policía y el invento de la fotografía, reteniendo las huellas
de un hombre.
La historia detectivesca surge en este instante en que se asegura esta conquista,
tematizando el trabajo policial, la criminalidad y la concepción burguesa de propiedad.
El policial procesa la tensión que genera angustia en la sociedad. La vida de la gente
está llena de incertidumbre y este género resuelve peripecias de forma lógica ayudando al
público a salir de la experiencia cotidiana del infortunio.
El cuento de Poe El hombre de la multitud es como la radiografía de una historia
detectivesca. El “flaneur”, personaje del siglo XIX parisino, es el paseante, mezcla de bohemio
y vagabundo que recorre las calles de la ciudad. Sujeto contemplador y reflexivo de su entorno.
En su rol de observador despreocupado establece una particular relación con la ciudad, la
habita como si fuera su propia casa. El recorrido del flaneur no coincide con el del resto de la
multitud. Lo que para el transeúnte es un camino predeterminado, para el flaneur es un
laberinto que cambia de forma con cada paso (o con cada golpe de vista); se deja llevar por el
color de una fachada, las huellas de una medianera, la uniformidad de una ventana. Este
personaje es para Poe el hombre que en su sociedad no se siente seguro y busca la multitud.
Poe difumina la diferencia entre “flaneur” y asocial. Un hombre se hace más sospechoso en la
masa cuando se hace difícil encontrarlo.
A mediados del siglo XIX hay un desarrollo de la novela, el crecimiento de la prensa
comercial y la apertura del folletín a la literatura de ficción (la apertura de la zona del periódico
destinada a la publicación de temas no informativos o políticos. Una serie de relatos largos que
se podían leer en forma continua o con cada entrega) incrementan el hábito de la lectura.
Aparecen nuevos públicos como la pequeña burguesía en ascenso.
Las necesidades de la prensa (captación de clientes), modelos e ideas de la época
(patrones románticos), producen una narrativa muy peculiar llamada novela de folletín o novela
popular, atendiendo al vehículo de difusión y a lo dilatado y novedoso del mercado. La literatura
se viste de una racionalidad de mercado. Los lectores se integran al consumo literario por la
creciente laicización de la cultura, los cambios socioeconómicos provocados por el crecimiento
del capitalismo. El género policial encuentra, en sus inicios, lugar en este tipo de literatura.
El arquetipo del policial es Sherlock Holmes, en su rasgo científico y psicológico.
La difusión de la novela policíaca en la sociedad se debe a una razón psicológica. Sería
una manifestación de rebeldía contra la mecanización y la estandarización de la vida moderna,
para evadirse de la rutina cotidiana. Cuando la existencia se hace más racional y organizada, la
disciplina social es más férrea, se reduce el margen de aventura. En el mundo moderno, la
racionalización coercitiva de la existencia golpea las clases medias e intelectuales, la aventura
se asocia a la precariedad de la existencia y al convencimiento que la mayor utopía de la
humanidad es la religión.
Según Jaime Rest en la literatura europea hay un gradual reconocimiento de lo irracional
que culmina con la llegada del Romanticismo. Esto se traduce en la proliferación de la
anécdota de misterio y horror, que adquiere en un primer momento la consolidación al
instaurarse el ciclo de la novela gótica inglesa. El hecho de crear fantasmas, vampiros
resucitados, entra en conflicto con la impronta de secularización y racionalidad del pensamiento
moderno. Como resultado de tal contradicción se busca una selección dialéctica a través de
varios tipos de síntesis poéticas. En la novela policial la dialéctica se establece entre la
magnitud del misterio y la habilidad del investigador para solucionarlo. Hay un juego de intriga y
rompecabezas. El lector se siente seducido por el misterio pero exige una solución verosímil
articulada sobre los datos de la narración. Una buena historia de misterio debe exhibir la
preescisión lógica que conduzca a una solución en apariencia necesaria. El detective nunca
muestra todas las claves al lector. También puede desorientarlo refiriendo lo que el detective ha
observado y deducido pero demostrar que esas deducciones son incorrectas, de modo que
conducen a una sospecha elaborada que aparece en el último capítulo.
La trampa más eficaz para despistar al lector es robustecer la destreza e inteligencia del
criminal, creando su propia coartada y consiguiendo desviar las sospechas.
La clase del misterio siempre es compleja porque hay varias pistas constituidas por
factores circunstanciales. Lo importante no radica en lo que el texto muestra sino en los
motivos de que algo haya quedado oculto.
La novela detectivesca se origina en dos elementos: el misterio y al solución verosímil y
racional del misterio.
El misterio tiene variedades: misterioso es aquel suceso de características insólitas que
irrumpe en la existencia humana, y no permite que lo reduzcan a términos cotidianos, pero
también lo es cualquier hecho desacostumbrado o tremendo cuya naturaleza y circunstancia, al
ser descubierta pueden llegar a integrarse en lo cotidiano (enigma policial clásico). Este
misterio fue una constante en la novela del siglo XIX especialmente los de folletín: casas con
pasillos y habitaciones secretas, personajes con doble vida, etc.
Hay tres escuelas que han señalado distintas variantes del género. Se desarrollaron en
diferentes países: Estados Unidos, Inglaterra y Francia.
La escuela inglesa practica la novela de enigma y pone el acento en el juego lógico que
conduce al desenlace. Su apogeo está en el período entre las dos guerras mundiales. El
detective suele ser un amateur o un policía retirado que se distrae en la resolución de crímenes
misteriosos, es un perfecto caballero, casi siempre soltero con conocimiento enciclopédico y
educación universitaria. Su adversario no es un delincuente profesional, comete un solo crimen
o una serie por única vez, con gran inteligencia que confunde a la policía y el detective amateur
es el único que lo excede en astucia. Los sucesos ocurren en la alta clase media, en casas de
campo, aldeas rurales, trenes o aviones de pasajeros.
La escuela norteamericana se orienta hacia la llamada “serie negra”, en la que los
hechos delictivos son remontados hasta procesos que permiten el envejecimiento social o el
estudio psicológico. Se consolida después de la crisis de 1929. El detective es un investigador
privado al que se contrata para investigar una desaparición, pero sobrepasa los límites del
trabajo y pone al descubierto la aguda descomposición de la sociedad. El área donde se
desarrolla es la ciudad, preferentemente en la costa californiana.
Frecuentes episodios de violencia y una calculada dosis de sexo.
En la escuela francesa el inspector suele ser un funcionario oficial que lucha con
malhechores. Este protagonista no se destaca ni por su refinamiento o método indagatorio sino
por su sencillez, comprensión de sus actitudes personales. Esta escuela tendió hacia fórmulas
en que prevalecen el suspenso y las aventuras o en que se confiere relieve al mecanismo de
las reparticiones oficiales que reprimen el delito. La escuela norteamericana, encaminada hacia
la novela dura, se especializa en explorar aspectos del profesionalismo criminal que llevan a
plantear la inserción de gángster.
La escuela inglesa ha permanecido fiel a las convenciones clásicas del juego de enigma
y desciframiento y un rigor metodológico del detective. En la narración detectivesca la trama se
reduce a: ? Se comete un asesinato misterioso. ? Se realiza una indagación para resolver el
enigma. ? Se descubre al criminal y se explican sus procedimientos. El crimen no interesa
como hecho de violencia sino como movimiento inicial de un
juego, el descubrimiento y la explicación final entrarían el desenlace de un
entretenimiento que exige una demostración razonada. El criminal permanece a la vista
del lector pero se halla confundido con los personajes inocentes hasta que el detective lo
desenmascara.
El protagonista es un aficionado a resolver enigmas y descifrar los métodos utilizados por
el asesino.
El relato es expuesto por un narrador que nos da sólo un punto de vista, postergando
hasta el final la sospecha de la resolución del caso. El misterio puede ser artificioso pero su
desciframiento tiene que apuntarse a la verosimilitud lógica. El propósito ha sido conservar el
interés del lector hasta el término de la exposición, cuando se esclarece el enigma al
investigarse los datos que eran relevantes.
Médicos o policías.
Walter Benjamín asocia la creación del género policial con la preocupación de la
sociedad burguesa por la seguridad en las grandes urbes de la segunda mitad del siglo XIX;
advierte la coincidencia entre la irrupción del género y el desarrollo de los métodos de
identificación de las personas, la numeración de las casas, el desarrollo de la fotografía.
Antonio Gramsci escribe algo semejante más o menos para la misma época desde una cárcel
italiana (un Isidro Parodi algo previo que investiga desde la cárcel el género policial). El juego
del relato detectivesco no es del todo armonía gratuita, como quiere Borges, sino un exorcismo
laico y racional en el sentido que propone Jaime Rest, en el que la incertidumbre del enigma, la
amenaza de lo desconocido, se conjuran mediante un método racional que tranquiliza por
partida doble: es método y es racional, es una manera sistemática de hacer las cosas, de
averiguar, entonces, quién es el criminal y es racional, es decir, está disponible, no depende de
la unción de un mago o brujo a quien se le haya otorgado su ejercicio. Si los detectives de las
novelas son especialmente talentosos no es menos cierto que al final de cada caso nos
expliquen cómo lo hicieron y lo entendemos todos: Watson, los burgueses asustados y
nosotros también, siempre. Por eso los dos últimos capítulos finales y el segundo desenlace de
Holmberg son excesivos, porque desafían al género y la ley. La condición iterativa del género
así de codificado expresa la búsqueda reiterada del criminal oculto en la muchedumbre, la
obsesiva necesidad de identificar al trasgresor, la ratificación ritual de una certeza metodológica
que debe ser afirmada frente a la renovación de las amenazas. Pero algo no está en duda: la
voluntad represiva de la sociedad y que todo esto se hace para estar seguros de que es posible
mantener el orden.
Así y todo Holmberg defiende sus dos capítulos genéricamente improbables. Dice de la
pretensión punitiva del Comisario Otamendi: “He consignado esto porque envuelve para mí el
mayor elogio: ¡Insistir con enfado el jefe de la oficina de pesquisas de la policía de Buenos
Aires en llevar a la cárcel un fantasma de novela! Nunca soñé un éxito semejante”.
Sustrae a su personaje del castigo estatal alegando su condición ficticia pero, devuelto al
texto el criminal de novela aquél afirma verosímil y por este camino vuelve a salirse del género
en tanto “texto creíble, posible, probable; texto de cuya veracidad no hay razón para dudar” (M.
Moliner). Los capítulos clandestinos vuelven a meterse con la sociedad de la que huían de la
mano de su autor que, insistente, otra vez protegido dentro de la ficción, alega en su defensa la
condición de médico, el deber del secreto profesional y su tarea de curar:
“Pero amigo, soy yo, doctor en medicina de la Facultad de Buenos Aires,
quien hace la pesquisa; son el derecho y el deber del secreto médico que abren ante mi
curiosidad un corazón al que aplico el remedio”.
Holmberg convoca ahora en su defensa a otro amigo, un médico esta vez. “Es más
humana, más suya, más propia de un médico” dice de la historia de Clara. El amigo médico se
reconoce mal juez y le concede al autor que no tiene las obligaciones de la policía, que puede
permitirse no llevar sus personajes a la cárcel. Holmberg insiste en que no podría hacerlo de
ninguna manera ya que “salen del tintero”. La disputa entre los dos desenlaces está separada
por los roles sociales, el de la justicia y de la policía por un lado, el de los médicos por otro. Se
trata de delincuentes o enfermos, de represión o curación. Para Holmberg el delito es una
cuestión de médicos y no de policías. Pero así y todo Holmberg no se alza contra la autoridad
de la ley; de última, sus personajes son sólo eso, personajes, seres del papel. Pero desde el
papel del relato instala la criminología vigente. “Mientras que para ésta – dice Beatriz Ruibal –
el delito es un hecho antijurídico susceptible de ser castigado en tanto expresa una maldad
intencional por parte del delincuente, el positivismo deja de lado el libre albedrío, y de este
modo las conductas son vistas como producto de las determinaciones sociales y
psicobiológicas más que como hechos derivados de la voluntad y la conciencia. El delito
adquiere para el positivismo, el carácter de una enfermedad”. El investigador amateur del
policial clásico no lo es en el caso de La bolsa de huesos; se trata en cambio de un dúo muy
profesional que domina las ciencias convenientes: la medicina y la frenología, la dupla perfecta
para identificar y curar al delincuente, ya que es tarde para prevenir como las nuevas doctrinas
criminológicas hubieran deseado. La sociedad debe defenderse del crimen como un
organismo, separando los elementos susceptibles de cometer delitos, de infectar el cuerpo
social. Esta concepción de higiene social y prevención delictiva “vislumbra el estado peligroso
de los degenerados que aún no han cometido ningún delito pero que lo cometerían si se los
abandonara a sí mismos” (Paz Anchorena, 1918). “Los individuos deberían en función de su
estado peligroso – dice Ruibal – ser apartados de la sociedad, con el fin de ser clasificados y
tratados”. Tarea, como se ve, más propia de médicos que de jueces y de policías.