Bautismo, Concepción, Vida de Jesús
Bautismo, Concepción, Vida de Jesús
Bautismo, Concepción, Vida de Jesús
Nuevo Testamento
El orden cronológico de los textos impondría presentar primero el testimonio de san Pablo,
a continuación el de Marcos y el de Mateo, después el de Lucas, Evangelio y Hechos de los
Apóstoles, y, por último, el testimonio de Juan. Pero todos, y Pablo también, nos hablan de
Jesús, fuera del cual no existiría fundamento para nada (1Cor 3,11). Por consiguiente, es
legítimo e incluso conveniente sustituir un orden de realidades y anteponerlo a un orden de
redacción. Y dado que conocemos a Jesucristo esencialmente por los evangelios, es
legítimo y conveniente comenzar por ellos.
Los evangelios
El evangelio, es decir, la comunicación a los hombres del hecho de que las promesas de
salvación de Dios se cumplen en Jesús de Nazaret, comienzan con la llamada de Juan a la
conversión y con el bautismo de Jesús: cf. Mc 1,1ss 2. Aquí coloca Marcos el «comienzo
de la buena nueva». Es el comienzo de ese tiempo escatológico caracterizado por la
donación del Espíritu sobre un pueblo de Dios con vocación universal. En su bautismo por
Juan, Jesús es designado y consagrado como aquel por cuya palabra, sacrificio y acción el
Espíritu entra en nuestra historia como don mesiánico y, al menos en arras, como don
escatológico. Sin duda el Espíritu había actuado con anterioridad y ya en la disposición
antigua. Por su mediación, María concibió a Jesús mismo, al que Lc 1,35 nos presenta
como <<Hijo de Dios», refiriendo este título no a la preexistencia, sino a su concepción por
el Espíritu. Sin embargo, ni Lucas ni Mateo, que nos hablan del nacimiento de Jesús,
derivan de ese nacimiento el que Jesús actuara por el Espíritu y finalmente lo comunicara,
sino que lo relacionan con su bautismo. Antes de él, Jesús no aparece como obrando por la
fuerza del Espíritu y sus compatriotas de Nazaret no vieron anteriormente en él nada
excepcional 3. En consecuencia, el acontecimiento del bautismo no puede pasar por «una
manifestación subordinada al ciclo de la infancia>>4. Inaugura un nuevo capítulo. Es cierto
que Jesús era Hijo de Dios y estaba habitado por el Espíritu desde el seno de María. Pero,
como señala atinadamente F. Büchsel, p. 167, los evangelistas operan con la pneumatología
heredada del Antiguo Testamento y del judaísmo 5. Se tiene el Espíritu por un acto de Dios
que expresa su amor y engendra una unión correspondiente con él. Un primer envío del
Espíritu - santo Tomás habla de «misión» del Espíritu Santo - ha constituido «santo» e
«Hijo de Dios» (= Mesías) a este ser diminuto, a Jesús, suscitado en el seno de María 6. En
el acontecimiento del bautismo se lleva a cabo una nueva misión o comunicación. En ese
acontecimiento se constituye Jesús y, en todo caso, lo declara como mesías, como aquel
sobre quien reposa el Espíritu, aquel que obrará por el Espíritu, aquel que, glorificado y
constituido Señor, dará el Espíritu. Porque si es consagrado en su bautismo para el
ministerio profético, sólo cuando sea «exaltado a la de- recha de Dios» podrá derramar el
Espíritu (cf. Act 2,33).
La paloma no fue símbolo del Espíritu ni en el Antiguo Testamento ni en los rabinos. ¿Es
necesario buscar otra significación que la de un par de alas manifestando que un don viene
del cielo? A ve- ces, el don del Espíritu a los profetas estaba representado sensible- mente
por un mensajero celeste alado. La paloma es un mensajero. El mensajero es dado en las
palabras celestes (bath-quôl). Pero la paloma era un símbolo de Israel, pueblo elegido. Por
consiguiente, la paloma puede ser la representación, la presencia simbólica de este pueblo y
del movimiento de penitencia con el que Jesús ha querido solidarizarse porque él es el
nuevo Adán, representa y engloba al nuevo pueblo de Dios (Mt 3,14-15). Además, los
títulos <Hijo de Dios>> y <<Siervo» eran aplicados a todo el pueblo de Dios 10; la paloma
podía figurarlo también como pueblo al que estaba destinado el Espíritu por mediación del
Mesías.
En la tradición cristiana, la paloma será el símbolo del Espíritu Santo. Se pone esto de
manifiesto en la iconografía y en toda una serie de textos, incluidos los litúrgicos ¹1.
Sabemos el papel que соlumba desempeña en la eclesiología de san Agustín, donde es un
nombre de la Iglesia una y santa, al tiempo que lo es del Espíritu Santo 12.
Al igual que cuando tiene lugar el anuncio a María (Lc 1,35), la Palabra y el Espíritu vienen
juntos. Esta palabra, el testimonio del Padre, es dirigida a la muchedumbre y a Jesús según
Mateo y Lucas, a Jesús según Marcos, mientras que, en el cuarto evangelio, el Bautista
testimoniaba haberlo visto, como una paloma, descender y permanecer sobre Jesús, pero no
recoge palabra alguna del cielo. «Vemos a la paloma posarse sobre el cordero, escuchamos
al Padre, que ha enviado al Espíritu, proclamar a su Hijo amado» (un monje de la iglesia de
Oriente, en «Contacts», n.° 41, 1963).
Esa palabra es: «Éste es mi Hijo amado, en quien me he complacido» (Mt 3,17); o «Tú eres
mi Hijo amado; en ti me he complacido» (Mc 1,11). No se trata de un llamamiento como en
el caso de los profetas o de Pablo; estamos ante una declaración que resuena en la
conciencia de Jesús, es la confirmación de una condición que califica a Jesús en lo que es.
Esta palabra une un versículo del salmo 2,7, salmo real y mesiánico, «El Señor me ha
dicho: "Tú eres hijo mío, yo te he engendrado en este día"> -así relata Lc 3,22 la palabra
del Padre, al menos en la versión llamada occidental y el primer versículo del primer Canto
del Siervo, Is 42,1: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien se
complace mi alma. Puse mi Espíritu sobre él. Es el momento inaugural de la vocación y del
envío de Jesús como Mesías al que se presenta como realizando los rasgos de profeta, de
rey en la línea de David y de su casa (<él será mi hijo», 2Sam 7,14) y los rasgos del Siervo
también. Estos últi- mos trazos, evocados por la referencia a Is 42,1, quedan patentes en la
designación de Jesús como «cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), en
la declaración hecha por Jesús en la sina- goga de Nazaret (Lc 4,17-21), en el comentario
hecho por san Mateo a las curaciones realizadas por Jesús (11,16ss).
Jesús mismo toma entonces plenamente conciencia de ser «aquel a quien el Padre ha
consagrado y enviado al mundo» (Jn 10,36). Tocamos aquí un punto delicado, difícil de
poner en claro y de expresar, el del crecimiento, en el conocimiento humano de Jesús, de la
conciencia que tuvo de su calidad y de su misión. El acontecimiento de su bautismo, su
encuentro con Juan el Bautista, la venida del Espíritu sobre él, la Palabra que le acompaña,
representan ciertamente un momento decisivo en la explicación de la conciencia que él
tuvo, en su alma humana, de su calidad de elegido, enviado, Hijo de Dios y Siervo-cordero
de Dios. Actualmente parece llegarse a un consenso en este punto: por la unión hipostática,
el Verbo o Hijo de «Dios» es el principio de existencia de Jesús y el sujeto metafísico de
atribución de sus actos, pero deja a su verdadera y plena humanidad el juego de sus
facultades de conocimiento y de voluntad 13. La Escritura afirma expresamente que Jesús
creció en sabiduría y gracia delante de Dios (Lc 2,52), que ignoró determinadas cosas y que
tal vez se equivocó 14, que experimentó la dificultad de una perfecta obedien cia a su padre
15. Vivió su misión desde la infancia hasta la cruz bajo el régimen de la obediencia (Flp
2,6-8; cf. Rom 5,19), es decir en la carencia de control y en la ignorancia de la salida que
tendría lo que vivía. En cuanto a su cualidad ontológica misma del Hijo de Dios, ¿en qué
términos y cómo ha tenido conciencia de ella en el nivel de su experiencia humana? La
representación y la expresión «categoria- les>> se explicitaron según las experiencias, los
encuentros, las accio- nes que realizaba. Comprendió su misión ejerciéndola, de una parte
descubriéndola en la ley de Moisés, en los profetas, en los salmos 16; de otra parte
recibiendo del Padre las obras maravillosas y las pala- bras proféticas; viviendo en la
obediencia la voluntad de Dios sobre él: «En aquel momento, Jesús se estremeció de gozo
en el Espíritu Santo y exclamó: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla"» (Lc
10,21).
La tradición patrística
Para dar cuenta de la unción de Cristo en su bautismo, los padres se vieron expuestos a tres
datos del contexto en el que pensaban y se expresaban: 1.º el ambiente de la filosofía
estoica que veía el pneuma como fuerza que penetraba el universo y lo mantenía en
conjunción, de suerte que se asociaba al logos, al que se atribuía también una función
cósmica anterior a su papel en la economía de la salvación. 2.° La necesidad de mantener
que Cristo no comenzó a ser Hijo de Dios y Cristo en el momento de su bautismo. Es lo que
afirma ya san Justino en respuesta a Trifón (Dial., 87-88). Pero Justino no distingue entre
Logos y Pneuma; para él, Jesús posee su poder desde su nacimiento; la bajada del Espíritu
después de su bautismo no es más que un signo de su mesianidad 24. Algunos gnósticos
afirmaban que el Salvador había descendido de lo alto sobre Jesús en el momento de su
bautismo. Según ellos, esto era totalmente necesario ya que su nacimiento en la carne no
había hecho sino empañarlo 25.
San Ireneo los refuta 26. Admiramos la firmeza lúcida de Ireneo que afirma: Este Jesús,
humanidad del Verbo, «en cuanto Dios, recibe del Padre, es decir, de Dios, el trono de la
realeza eterna y el aceite de la unción.» Ireneo cita el Sal 45,7-8. Está apuntando a la
encarnación 27. Pero el Espíritu debía ser dado a todos nosotros 28. Por esta razón
descendió sobre Jesús en el momento de su bautismo, a fin de que él pudiera
comunicárnoslo. De esta manera, el Verbo se hizo Jesucristo:
San Mateo dice respecto del bautismo del Señor: «Se abrieron los cielos y vio al Espíritu de
Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que venía de los cielos
decía: Tú eres mi Hijo amado, en quien me he com- placido» (3,16-17). Porque no se dio
entonces una bajada de un supuesto «Cristo>> sobre Jesús ni puede pretenderse que uno
haya sido Cristo y otro Jesús; sino el Verbo de Dios, el Salvador de todos y el Señor del
cielo y de la tierra ese Verbo que no es otro que Jesús, tal como lo hemos señalado ya - por
haber asumido una carne y haber sido ungido con el Espíritu por el Padre, se convirtió en
Je- sucristo. Como lo había dicho Isaías: «Un vástago saldrá de la raíz de Jesé y una flor
brotará de sus raíces. Sobre él reposará el Espíritu de Dios (...)» (11, 1-4). Isaías había
anunciado en otra parte, y por adelantado, la unción y su Significación: «El Espiritu de
Dios está sobre mí porque me ha ungido para anunciar la buena nueva a los humildes...» (Is
61, 1-2) (...). Por consiguiente, fue el Espíritu de Dios quien descendió sobre él, el Espíritu
de ese Dios mismo que, por medio de los profetas, había prometido conferirle la unción a
fin de que seamos salvados nosotros mismos recibiendo de la sobreabundancia de esta
unción.
Con todo, los padres se sintieron impresionados por lo que la en- carnación de Dios en el
hombre Jesús aportaba por sí misma a la humanidad como gracia, salvación, divinización.
Ellos colocaron en el nacimiento el comienzo de la nueva creación, que es pascual y pen-
tecostal 34.
Un siglo después de Ireneo, Metodio de Filipo tiene las fórmulas que el Oriente repetirá sin
cesar: por la encarnación, el mortal se ha convertido en inmortal, el pasible en impasible
35... La lucha contra el arrianismo y sus derivados, el necesario y difícil desarrollo de la
reflexión cristológica, llevaron a situar la acción salutífera y santificante de Jesucristo no en
la venida del Espíritu sobre él en su bautismo, sino en una unión personal del Verbo con la
humanidad en Jesús. Así en san Atanasio: por la encarnación del Logos, la humanidad fue
ungida por el Espíritu Santo 37. Así san Gregorio Nazianceno y san Gregorio de Nisa
(muerto hacia el año 394 ) , san Agustín 40, san Cirilo de Alejandría: «Cristo llena todo su
cuerpo de la fuerza vivificante del Espíritu... No es la carne la que hace vivificante al
Espíritu, sino que la fuerza del Espíritu hace que la carne sea vivificante». Cuando están
terminando las grandes confrontaciones cristológicas, san Maximo el Confesor (580-662)
afirma que la unión hipostática es el fundamento de la divinización de la naturaleza
individual de Cristo.
En Occidente, los padres emplean los términos de gracia del Cris- to-Cabeza para expresar
esta consagración de Cristo por el Espíritu; consagración que le convierte en principio de
salvación y de santificación para su cuerpo. Esta visión recibió su formulación en el siglo
doce en la teología de Cristo-Cabeza y de su gracia capital, teología que santo Tomás
sistematizó con gran fuerza y coherencia. En esta teología, la santificación por el Espíritu y
la plenitud de la gracia se adquieren por la unión hipostática y son como su consecuencia
necesaria. Según los padres, la venida del Espíritu bajo la forma de paloma en el bautismo
de Jesús era un signo para el Bautista 44. Santo Tomás la llamará <misión visible»: tal
misión no es más que el signo, dado para los otros, de una misión invisible hecha
anteriormente en plenitud. La cuestión dedicada al bautismo de Jesús en la Suma nace de
una teología a la vez analítica y tipológica, sino metafórica, verdaderamente decepcionante
46. Santo Tomás de Aquino alimentó su cristología de los padres griegos (cf. el estudio de
I. Backes, Paderborn 1931), de san Agustín, de la primera escolástica. Las mismas fuentes
alimentaron la renovación teológica del siglo diecinueve en Möhler, la escuela romana y
Schee- ben. Todos ponen en relación la Iglesia con la encarnación y con la Trinidad, en
virtud de la unión hipostática 47. Esto es particularmente nítido en Scheeben, más
sistemático, a pesar de su teología de la in- habitación del Espíritu Santo. Llega a escribir:
«Al decir los padres que Cristo es ungido con el Espíritu Santo. Con ello sólo se significa
que el Espíritu Santo bajó a la humanidad de Cristo precisamente en el Logos del que
procede, y como efluvio o fragancia del ungüento que es el Logos mismo - unge y perfuma
esa humanidad. Mas sólo Dios Padre puede considerarse propiamente como fuente de la
unción de Cristo, porque es él quien comunica al Hijo la dignidad y naturaleza divinas, con
las cuales es ungida formalmente la humanidad asumida en su Persona (...) Cristo es ungido
no sólo mediante una misión divina para ejercer un ministerio, ni tampoco mediante la
efusión del Espíritu Santo en su gracia deificante, sino mediante la unión personal con el
principio del Espíritu Santo>> 48.
¿Es esto satisfactorio? Si para una teología analítica, no para una teología que surge de la
Biblia, concreta e histórica.
Desde hace una quincena de años, Heribert Mühlen, de Paderborn, ha renovado, a este
respecto, las perspectivas de la teología católica. Sus numerosos escritos toman una y otra
vez los mismos temas que se encadenan según la secuencia siguiente, progresiva e
incesantemente desarrollada: 1. En su relación con el Padre y el Hijo, puede presentarse al
Espíritu Santo como el «Nosotros en persona». Esta representación, válida al nivel de la
Trinidad esencial (intradivina), vale también para la Trinidad «económica», es decir, el
compromiso y la re- velación de las personas divinas en beneficio del mundo y de los
hombres. 2. Es preciso conceder la máxima importancia a la unción de Cristo, en el
momento de su bautismo, por el Espíritu Santo. 3. Precisamente hay que ver a la Iglesia no
como «la encarnación continuada», según una fórmula lanzada por Múhler y tomada
posteriormente por la escuela romana, sino como la presencia y acción, en «la Iglesia» del
mismo Espíritu personal que ha Ungido a Jesús como Mesías: «una sola persona, la del
Espíritu Santo, en muchas personas, Cristo y nosotros, sus fieles». Tal sería la fórmula
dogmática apta para «definir» el misterio de la Iglesia con el mismo rigor, precisión y
concisión con que ha podido «definirse» el misterio trinitario como «tres Personas en una
naturaleza» y el misterio de la encarnación como «una persona en dos naturalezas». Por
supuesto, se trataría de presencia (habitación) y acción en personas que retienen toda su
libertad, su pecabilidad; no se podría hablar de «encarnación» del Espíritu como existe
encarnación del Verbo en Jesús. 4, Múbhlen da otra fórmula de este misterio de la Iglesia,
la de un «gran yo» (Gross Ich) o «personalidad corporativa». No es el gran yo del Espíritu
Santo, sino de Cristo; porque el Espíritu es el Espíritu de Cristo, es comunicado por él y
anima el cuerpo de Cristo. 3, Por último, Múhlen ha aplicado sus concepciones
pneumatológicas y eclesiológicas a muchos grandes temas actuales: a) movimiento de la
renovación en el Espíritu, de la que hablaremos más adelante; h) al ecumenismo, tanto para
justificar un valor eclesiológico de otras Iglesias o comunidades eclesiales%, como para
interpretar la acción ecuménica en la perspectiva de un futuro (¿próximo?) concilio que
sería ecuménico también en este sentido de la palabra y sería un acto de unidad.
No podemos detenernos aquí a considerar estas últimas aplicaciones de la pneumatología ni
discutir la elaboración original de las relaciones intratrinitarias realizada por Miihlen en
categorias de relaciones interpersonales. Tendremos oportunidad de volver sobre el tema.
Nos limitaremos aquí a la teología de la unción de Cristo por el Espíritu en su relación con
la unión hipostática, es decir, la asunción de una naturaleza humana individual por la
persona del Verbo o Hijo de Dios.
Esto no presenta dificultad alguna si, bajo «Cristo-Mesías» se pone solamente una función
y un ministerio y si no atribuimos a esta «unción» más que la designación y el don de las
fuerzas necesarias para esta misión. Pero si esta misión es declarada en el momento del
bautismo —- Muúhlen habla de «promulgación» —Jesús está destinado a ella desde el
principio. No podemos separar el papel revelador y sotereológico de Cristo de aquello que
le constituye desde el principio. Así, el autor de los Hechos de los apóstoles llama a Jesús
«CristoMesías» desde el principio: implícitamente en el anuncio hecho a María (Lc 1,31-
33), expresamente en el anuncio a los pastores (2,11), en la seguridad dada a Simeón (2,26).
De suerte que, como señala W. Grundmann, cuando Pedro proclama «Dios ha constituido
Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (2,36), se trata, por parte de
Dios, de una revelación o manifestación en la cualidad de Cristo-Mesías, pero Jesús era tal
desde su concepción, Múbhlen afirma y fundamenta tanto en la teología trinitaria como en
la letra de la Escritura no que la santificación de Cristo no haya tenido lugar desde su
concepción; afirma y fundamenta que dicha santificación no se atribuye a la unión
hipostática como tal, es decir a la misión del Verbo, sino al Espíritu Santo. La misión de
éste es la continuación, en el tiempo, «en la plenitud de los tiempos», de su procesión
eterna «del Padre y del Hijo» como el término del amor mutuo de ellos y esto primero en el
seno de María y después en la
Iglesia cuya existencia sobrenatural está ligada al Espíritu de Jesús.
Esta visión está en perfecta consonancia con la dogmática del misterio que atribuye al
Verbo la unión hipostática, al Espíritu Santo la formatio corporis y la santificación del fruto
concebido por María (cf. Lec 1,35) 3, Esta santificación es el don, en plenitud absoluta de
las gracias creadas, plenitud llamada por la cualidad de Hijos de Dios en el sentido absoluto
del término. Santo Tomás habla en este sentido citando a Is 42,1 aplicado al Mesías:
«Mirad a mi siervo a quien sostengo, a mi elegido en quien se complace mi alma.
Puse mi espíritu sobre él.» Tomás ve aquí dos momentos sucesivos no en el tiempo, sino
lógicamente y por naturaleza. El primero surge de la asunción de una humanidad por el
Verbo; el segundo del Espíritu que llena a este hombre-Dios con los dones de gracia 5, ¿No
deberíamos reconocer una secuencia análoga en la Iglesia y consigulentemente, recuperar la
parte de verdad, descuidada por Muhlen, de una religación de la Iglesia a la encarnación
como tal? ¿No se dio primero la institución de los doce por Jesús (cf. Mc 3 14) y después la
santificación y animación de los apóstoles por el Espíritu de Pentecostés? ¿Y la institución
de los sacramentos, la entrega del mensaje evangélico y, posteriormente, la actualización de
estos dones de la alianza por el Espíritu? Tenemos ahí un esquema patrístico perfectamente
conocido (cf. supra n. 2). Volveremos sobre él posteriormente. Veremos que tiene sus
aplicaciones en teología sacramental por ejemplo en el bautismo-confirmación, en la
consagración de los dones eucarísticos por las palabras de la institución y la epiclesis. Lo
esencial es honrar las dos misiones del Verbo y del Espíritu según su sucesión que dimana
de las procesiones intratrinitarias. Pero, por supuesto, nosotros hablamos de estas cosas
como buenamente podemos
San Pablo
Los Hechos de los apóstoles cuentan una experiencia del Espíritu Santo sin convertirla en
objeto de enseñanza. Pablo y Juan nos comunican también una enseñanza. Es a todas luces
imposible, y desbordaría nuestro objetivo, examinar todos los pasajes donde Pablo emplea
la palabra pneuma (146 empleos, de los cuales 117 en las grandes cartas). Nos limitaremos
a los más importantes y significativos organizándolos lógicamente. Pensamos que es un
procedimiento legítimo ya que, tratándose de estas grandes cartas, parece que el
pensamiento de Pablo no ha evolucionado verdaderamente.
1. San Lucas presenta al Espíritu que ungió a Jesús, después de Nazaret y especialmente del
bautismo del Jordán, enviado a la Iglesia 3para darle vida, para empujarla en el testimonio
y en la misión, San Pablo anuncia el evangelio de Dios que, objeto de promesa en la
antigua disposición, se ha convertido en realidad y concierne «a su Hijo, nacido del linaje
de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu santificador,
a partir de su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro» (Rom 1,3-4; ef.
8,11).
Pablo no conoció a Cristo según la carne. Por supuesto, tuvo noticia de la encarnación (cf.
Flip 2,6s) y de la cruz, que es la condición de todo el proceso de salvación. Y si conoció la
Iglesia salida de Pentecostés, no hace alusión alguna a ello. Su experiencia del Espíritu está
ligada entera e inmediatamente al acontecimiento de la pascua, a la resurrección y
glorificación de Jesús como Cristo y Señor.
2. Este don del Espíritu, en dependencia de la redención por la cruz, realiza la promesa
hecha a Abraham, promesa ligada a la fe de Abraham y que se realiza en la economía de la
fe, no de la ley: capítulo 3 de la carta a los Gálatas. «Y esto (la cruz) para que Hegue en
Cristo Jesús a los gentiles la bendición de Abraham; a fin de que por medio de la fe
recibamos la promesa del Espíritu» (v. 14). Esto sólo se realiza «en Jesucristo», pero nos
toma en él, «la descendencia» de Abraham (v. 168), de manera que somos «hijos» en él (v.
26) y herederos. Nuestra herencia de hijos es justamente el contenido de la promesa (v. 18 y
29). Esto se realiza por la fe y cuando, «bautizados en Cristo», nos revestimos de Cristo (v.
27).
3. Esta bendición de Abraham, este Espíritu objeto de la promesa, viene de Dios, pero
Mega a los gentiles por la predicación que suscita la fe. El Espíritu actúa, en primer lugar,
en este anuncio del evangeiio. Pablo da testimonio aquí de su experiencia: «... de ser
respecto a los gentiles un ministro de Cristo Jesús, ejerciendo una función sacerdotal en
servicio del evangelio de Dios, de modo que los gentiles sean ofrenda aceptable,
consagrada por el Espíritu Santo» (Rom 15,16). He aquí el testimonio de Pablo:
«Porque nuestro Evangelio no llegó a vosotros sólo con palabras, sino, además, con poder y
con el Espíritu Santo y con profunda convicción (...). Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo
y el del Señor, acogiendo la palabra entre tanta tribulución, con alegría del Espíritu Santo»
(1Tes 1,5-6; la primera carta de Pablo). , «Mi palabra y mi predicación no consistían en
hábiles discursos de sabiduría, sino en demostración de espíritu y de poder; de suerte que
vuestra fe se base, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios (...). Nuestro
lenguaje no consiste en palabras enseñadas por humana sabiduría, sino en palabras
enseñadas
pora. Espíritu, expresando las cosas del espíritu con lenguaje espiritual» (1Cor
2.4-5.13).
. ¡Oh insensatos gálatas! ... Sólo esto quiero saber de vosotros: ¿recibisteis el Espíritu por
las obras de la ley o por la aceptación de la fe? (Gál 3,1-2). Desde el comienzo, Dios es
principio absoluto del ser cristiano. Es norma, es fuente. El hombre tiene que abrirse a su
acción; permitir a la fuente y a la norma hacer su obra. Esto se realiza por la fe y, en cuanto
al ministro de la palabra, vaciándose de su propia sabiduría, para que todo sea de Dios.
4. Por la fe y el bautismo *, el creyente comienza una vida en y por el Espíritu, «bajo el
régimen del Espíritu» (Rom 7,6; 8.2). Es un entrar y caminar en el camino santo: «Dios os
ha escogido como primicias para la salvación del Espíritu y por la fe en la verdad» (Tes
2,13; 1Tes 4,7-8; cf. 5,23). El capítulo 8 de la carta a los Romanos describe esta vida bajo
el imperio del Espíritu. Es una vida de hijos de Dios. «Porque todos los que se dejan guiar
por el Espíritu de Dios, éstos son hijos suyos. Y vosotros no recibisteis un espíritu que os
haga esclavos y os lleve de nuevo al temor, sino que recibisteis un Espíritu que os hace
hijos adoptivos en virtud del cual exclamamos: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu mismo da
testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos;
herederos de Dios, y coherederos de Cristo...» (Rom 8,14-17; Gál 4,5-7). Evidentemente,
nuestra herencia es escatológica. Se nos dio el Espíritu precisamente como «arras de
nuestra herencia, para la redención del pueblo que Dios adquirió para sí» (Ef 1,14; cf. 4,30).
«Y el que nos dispuso para esto mismo es Dios, que nos dio la fianza del Espíritu» (2Cor
5,5; 2,21-22).
Prenda real, arras fecundas si somos capaces de hacerlas fructificar. «Si vivimos por el
Espíritu, caminemos también por el Espíritu» (Gál 5,25). Habiendo comenzado por el
Espíritu, podría terminarse en la vida de la carne (3,3). Precisamente en las cartas en que
más habla de la justificación por la fe es donde Pablo desarrolla el tema de la lucha entre la
carne y el Espíritu como entre dos opciones y dos formas de existencia. «Caminad en el
Espíritu, y no dejéis que se cumplan los deseos de la carne. Pues la carne desea contra el
Espíritu; y el Espíritu contra la carne. Ambos se hacen la guerra mutuamente» (Gál 5,16-17
y cf. 23-25; Rom 7,5-6; 8,1.17). San Pablo detalla los frutos respectivos de la carne y del
Espíritu“. A la cabeza de los frutos del Espíritu se encuentra el amor. Éste es más que el
primero en una enumeración; es el principio generador y envolvente, es el todo. El que
ama, cumple la totalidad de la ley (Rom 13,8). Pero hay más. La vida santa es una
comunicación de la santidad de Dios. No se trata de un amor cualquiera, sino del de Dios
«que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado»
(Rom 5,5). Este Espíritu nos constituye en hijos de Dios.
Esta precisión reviste importancia suma. Se trata de lo que la tradición patrística llamará
nuestra «deificación». Los textos bíblicos, incluidos los de san Pablo mismo, tienen una
fuerza que no podemos esquivar: Cristo es todo en todos (Col 3,11), él es quien vive en
nosotros (cf. Gál 2,20; Flp 1,21); todos vosotros sois hijos de Dios, os habéis revestido de
Cristo (Gál 3,26-27); finalmente, Dios será todo en todos (1Cor 15,28). Tenemos que
admitir que nosotros somos y seremos el sujeto de una cualidad de existencia y de actos que
derivan de la esfera de existencia y de operaciones de Dios. Éste es el contenido final de la
promesa. Éste es el fruto propio del Espíritu, principio de nuestra vida escatológica: cf.
1Cor 15,44s.
5. La vida en Cristo —o él en nosotros— es eclesial. El Espíritu realiza una tarea decisiva
en la construcción de la Iglesia. «Todos fuimos bautizados en un solo Espíritu para formar
un solo cuerpo» (1Cor 12,13). Lejos de existir una oposición entre Espíritu y cuerpo, se
reclaman mutuamente %, Porque si el «cuerpo» (de Cristo) del que habla san Pablo es una
realidad visible, no se trata de un cuerpo físico, material. El que se une al cuerpo glorioso
de Cristo, totalmente penetrado por el Espíritu, por la fe viva, el bautismo, el pan y la copa
de la última cena, se convierte realmente, de manera espiritual, en miembro de Cristo:
forma un cuerpo con él en el plano de la vida filial que prometa la herencia de Dios, A esta
visión concreta, teóricamente poco construida, las cartas de la cautividad añaden una
teología del Cristo glorificado — cabeza de este cuerpo que es la Iglesia (Ef 1,20-23) — e
incluso del Cristo que goza de una primacía cósmica absoluta (Col 1,15-20).
Este cuerpo de Cristo que los fieles forman sobre la tierra exige ser construido: 1Cor 3,9; Ef
2,20; 4,12. Lo que es construido así, es «una morada de Dios por el Espíritu» (Ef 2,22), una
«casa espiritual», un templo donde se ofrece a Dios un culto espiritual (1Pe 2,5ss; Flp
3,3). 4¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?»
(1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16). En este tema tan rico y tan profundo de la habitación del
Espíritu Santo en nuestros cuerpos y en la comunidad que formamos, encontramos el
equilibrio de una teología que afirma la inmanencia evitando la confusión. El Espíritu
puede ser principio de comunicación y de comunión entre Dios y nosotros, entre todos
nosotros porque, como Espíritu, es soberano y sutil, único en todos; porque une las
personas sin profanar su interioridad ni poner acotaciones a su libertad; cf. 2Cor 13,13,
koinonia tou hagiou pneumatos (genitivo subjetivo, es la comunión de la que el Espíritu es
el principio).
De la misma manera, Cristo está en mí, es mi vida, pero continúa siendo él y yo continúo
conservando mi individualidad. Esta habitación, esta inmanencia pone de manifiesto la
profundidad de su intimidad en la afirmación de que el Espíritu es enviado a los corazones.
Pablo compara el fruto de su apostolado a una carta de Cristo «escrita no con tinta, sino con
el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones de carne» (2Cor
3,2-3), Contrapone un ministerio del Espíritu y su fruto eclesial a un ministerio de la letra...
Esto confiere un contenido escatológico al ministerio cristiano: apunta a lo definitivo, a lo
absoluto de la comunicación que Dios nos hace de sus bienes y de él mismo. Es lo que
compromete al ministro a ser pura transparencia, medio puro de una acción que va más allá
de sus fuerzas y supera, incluso, la medida de lo que él comprende, Este ministerio del
Espíritu es, en primer lugar, el del apóstol, que pone el fundamento: 1Cor 3,10; Rom 15,20.
Entre los ministros que Dios suscita o «pone», san Pablo coloca siempre en cabeza a los
apóstoles: ¡Cor 12,28; Ef 4,11. A continuación, los profetas. Luego, diferentes «dones»,
«ministerios» o «modos de acción» (TOB) u «operaciones» (BJ); tales son los términos,
prácticamente equivalentes, que Pablo emplea refiriéndose al único Espíritu, al único
Señor, al único Dios, en 1Cor 12,4ss. Pero Pablo relaciona especialmente con el Espíritu los
diversos dones que manifiestan su acción «con miras al bien de todos». Este capítulo
vuelve a encontrar una verdad y actualidad notabilísimas en la Iglesia de nuestros días. Por
esta razón, tocaremos el tema en otra parte de nuestro trabajo. Pero conviene decir aquí una
palabra sobre la situación de la Iglesia de Corinto.
7. San Pablo traza las fronteras al nivel de la práctica y de las verdades fundamentales sin
disminuir para nada las manifestaciones exuberantes del Espíritu. No existe la Iglesia del
Espíritu ni de un individualismo de la inspiración ni de un gozo personal y glotón de los
dones del Espíritu. El Apóstol relaciona todo, en primer lugar, con Cristo, que es el todo del
cristianismo y al que se dirige toda la acción del Espíritu y constituye el criterio misme de
su presencia actuante: «... nadie que habla en Espíritu de Dios dice: * ¡Maldito sea Jesús!; y
madie puede decir: ¡Jesús es el Señor!, sino en el Espíritu Santo» (12,3). En segundo lugar,
al Espíritu mismo como sujeto soberano. Estos corintios se aferran más a los dones del
Espíritu de los que gozan que al Espíritu mismo, sujeto trascendente que, más allá de toda
«experiencia espiritual» personal, prosigue, por sus dones, la construcción de la Iglesia
como cuerpo de Cristo. En tercer lugar, Pablo relaciona los dones del Espíritu y su
utilización con la utilidad común (12,7), con la construcción del cuerpo por la diversidad de
dones variados de la gracia (ekhontes de kharismata kata ten kharin... diaphora: Rom 12,6).
Pablo desarrolla esto en nuestro capítulo 12, destaca el alma de la caridad en el capítulo 13,
cuyo lirismo, en este contexto, no debe hacer olvidar su pizca de crítica, ya que se refiere de
nuevo a los pneumatika, a los que los corintios daban preferencia, al hablar en lenguas y
«profecía» (cap. 14). Da los criterios para una utilización sana. En el fondo, se atribuye un
valor excesivo a las formas extraordinarias de las manifestaciones del Espíritu en su
experiencia individual e inmediata. Pablo quiere poner las cosas claras en este punto. Hay
que tener presente que se trata de unos dones entre otros muchos; deben ser apreciados de
acuerdo con el criterio de utilidad común: el hablar en lenguas es lo que menor importancia
tiene. Es preciso usar ese don como personas responsables. Concretamente, esto se traduce
en tres exigencias: a) la disciplina comunitaria (14,27-33); b) la preocupación de resultar
inteligible para los otros (14,14ss); la lengua no tiene por finalidad la expresión de sí misma
tan sólo, sino la de una palabra inteligible, útil a la comunidad; c) el discernimiento “3.
Volveremos a topar con estas cuestiones cuando hablemos de la renovación actual en el
Espíritu.
Con todo, conviene precisar desde ahora el sentido de kharisma en san Pablo. Si
exceptuamos 1Pe 4,10, sorprendentemente consonante con Pablo, los 17 empleos de este
término en el Nuevo Testamento aparecen en los escritos paulinos y se dan casi totalmente
en 1Cor y Rom. Se ha escrito mucho sobre los carismas, El autor de la presente obra ha
leído decenas y decenas de publicaciones. Gran número de ellas adolecen de dos defectos:
de una parte, la equivocada oposición, convertida en falsa problemática, entre «carismas» e
«institución» o funciones institucionalizadas. Esta problemática proviene de Harnack, de
Sohm y también de Troeltsch”?*. Son la degeneración de los problemas teológicos de la
penumatología y eclesiología en sociología de la religión. Por otra parte — pero las dos
malformaciones van unidas— el pensar que el carisma está constituido por un don
particular del Espíritu que representaría, por consiguiente, un registro especial de
actividades. Nosotros mismos hemos compartido a veces esta concepción que M.-A.
Chevalier llama la «teoría de los carismas». O, como señala el mismo autor, «afirmar, como
lo hace aquí Pablo con fuerza, que los carismas son dones del pneuma jamás quiso decir
que la palabra carisma signifique “dones del pnenma”»*, Efectivamente, si los carismas
aparecen en 1Cor 12,4-11 relacionados con el Espíritu Santo, se refieren, ante todo, por su
misma designación, a la kharis o gracia de Dios. 1Cor 1,7; Rom 5,15; 12,6 señalan
expresamente la relación entre kharis y kharisma. Rom 12,6 resulta especialmente
esclarecedor: «ekhontes de kharismata kata ten kharin dotheisan hemin diaphora» (teniendo
dones [carismas] diferentes según la gracia que nos ha sido dada). Los carismas son los
dones diversos en dependencia de una gracia que es una. Son los dones de la salvación y de
la vida cristiana (cf. también Rom 5,15-16;
1ICor 3,10), de la vida eterna (Rom 6,23). Y dado que corresponden a la vocación de cada
uno, se hallan muy cercanos de lo que se llama «gracia de estado» si es que incluimos aquí
una idea de vocación (cf. 1Cor 7,7,
Respecto de estos dones o talentos que vienen de la gracia de Dios,nos dice san Pablo: 1)
que son distribuidos por el Espíritu «según voluntad»; 2) que son diversos; da diversas
listas de ellos que no coinciden entre sí ni pretenden ser exhaustivas; 3) que el Espíritu los
da diferentes con vistas al bien de todos; es decir, para que sirvan a la construcción de la
comunidad eclesial o a la vida del cuerpo de Cristo. Por último, 4) coloca el don o carisma
del amor por encima de todos los restantes y sitúa en su justo lugar dos «dones del
Espiritu» o pnreumatika (12,1; > 14,1) altamente apreciados por los corintios: el hablar en
lenguas y la profecía ”.
Esta manera de entender los carismas como dones variados de la gracia para la construcción
de la Iglesia (cf. 1Pe 4,10) se ha mantenido en el vocabulario de los padres apostólicos”, de
san Juan Crisóstomo ”, de la liturgia, de algunos teólogos de nuestra edad media él, Con
todo, demasiado pronto, y la idea ha sobrevivido hasta nuestros días, se vio en los carismas
las gracias gratis datae en el sentido de la tradición escolástica 2 e incluso dones
extraordinarios como el de hacer milagros o curaciones. Así ya los apologistas de los siglos
11 y 1, Irenes y Orígenes $, Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto a finales del siglo 1v y
primera mitad del siglo v%, Cuando León Xur, muy cercano a nosotros, habla de carismas,
se trata de dones extraordinarios y milagrosos. Por esas fechas, la crítica protestante
alemana había impuesto la falaz rivalidad — por no decir oposición— entre carismas libres
y funciones institucionalizadas.
7. El Pneuma y Cristo:
a) El Pneuma, tal como nos ha sido dado, está completamente relacionado con Cristo. San
Pablo está de tal manera entregado a Cristo, tan lleno de él, que podría —señala Bichsel (p.
303) — presentar lo que constituye su vida sin mencionar al Espíritu. Se trata de creer,
después de confesar, con la boca y con la vida, que Jesús es el Señor (Rom 10,9). Es lo que
el Espíritu nos empuja a realizar: «Nadie que habla en Espíritu de Dios, dice: ¡Maldito sea
Jesús!; y nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor!, sino en el Espíritu Santo»
(1Cor 12,3). Es éste un texto capital sobre el que tendremos que volver. El Espíritu hace
conocer, reconocer y vivir a Cristo, No se trata únicamente de una proposición doctrinal; es
algo existencial que viene de un don y que compromete toda la vida. No hay un «cuerpo del
Espíritu Santo», sino un cuerpo de Cristo. ¿Acaso el Espíritu no es el Espíritu de Cristo
(Rom 8,9; Flip 1,19), del Señor (2Cor 3,17), «Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6)? Como dice
san lreneo, el Espíritu opera la «communicatio Christi (commutatio, escribe Sagnard), la
intimidad de unión con Cristo». Desde el punto de vista del contenido, no se da una
autonomía; y, mucho menos aún, disparidad de una obra del Espíritu respecto de la de
Cristo.
b) Frecuentemente, se ha señalado también que se atribuye un gran número de efectos
indistintamente a Cristo y al Espíritu y que tros muchos textos unen, en el mismo
enunciado, a Cristo y al Espíritu: 1Cor 6,11; 12,13; Rom 9,1. Pero es necesario ir más lejos.
Nos ayudarán a ello cuatro textos:
Acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con
poder. Según el espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos,
Jesucristo nuestro Señor (Kyrios), Rom 1,34. El primer hombre, Adán, fue ser viviente; el
último Adán, espíritu vivificante
(1Cor 15,45).
Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que
resucitó u Cristo Jesús de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales
por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros (Rom 8,11). A este Jesús Dios lo
resucitó... Elevado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo ha
derramado... (Act 2,32-33). Nos encontramos en el orden y en ei nivel de la escatología, Su
culminación es la maravillosa perspectiva abierta por Pablo: «Y cuando se le hayan
sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo sometió
todo; para que Dios sea todo en todos» (1Cor 15,28). El medio para llegar a este punto es
que Jesús sea glorificado en su humanidad, de forma que tenga una humanidad y una
acción de Hijo de Dios, asumidas por una condición divina a, El Espíritu, término y
contenido de la promesa, don escatológico, constituye a «Jesús» —-Cristo en su humanidad
crucificada -— en la condición de «Hijo de Dios con poder», en la plena cualidad de
Kyz.5s. Lo penetra y hace de él un Pnreuma zoopoioun, un ser espiritual que da la vida. Así
podemos comprender que san Pablo atribuya las operaciones y frutos de la vida cristiana
tanto a Cristo como al Espíritu. Hasta el punto de que parece identificar a los dos.
c) Escribe Pablo: «Cuantas veces uno se vuelve al Señor, se quita el velo [de los ojos de los
discípulos de Moisés]. El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, hay
libertad» (2Cor 3,1617). Ingo Hermann ha estudiado este texto en una monografía completa
e, Elimina las interpretaciones según las cuales el Espíritu sería el Señor (porque el Señor
es Cristo) o el Señor (Jesús) estaría hecho de espiritu, como la sustancia de la que estaría
formado. Afirma el autor que es preciso entender este enunciado en el sentido de una
experiencia existencia]: nosotros sentimos o experimentamos al Señor Jesús como Espíritu.
O también: lo que experimentamos como Espíritu es, en realidad, el Señor Jesús
glorificado. La inmensa mayoría de los exegetas reconoce que no existe identificación o
confusión alguna el Señor y del Pneuma. La prueba es que Pablo habla del «Espíritu del
Señor»: «Si el y. 17 distingue kyrios (Señor) de pneuma, pone claramente de manifiesto
que el v. 17% no afirma la identidad de las dos personas, sino que define, con la palabra
pneuma, el modo de existencia del kyrios. Cuando se habla de pneuma kyriou, se define su
modo de existencia, el poder en el que viene al encuentro de su comunidad»!, Pablo señala
la esfera de existencia y de acción del Señor glorificado. Es, escatológica y divina, la del
Espíritu. De manera que, desde un punto de vista funcional, el Señor y su Espíritu hacen la
misma obra en la dualidad de sus funciones respectivas.
San Pablo, que tiene unas cuarenta fórmulas ternarias, e incluso trinitarias, no precisa, en el
plano dogmático, la trinidad de personas en la unidad de sustancia. Si se quiere pensar la
cuestión en plano y categorías del dogma trinitario (¡y del dogma cristológico!) habrá que
recurrir, 1) a la noción bíblica (san Juan), tan importante, de consustancialidad y de
circumincesión; las Personas divinas están la una en la otra*!; y 2), a la teología de la
elevación de la humanidad de Jesús, por su glorificación, a la calidad de Señor y de Hijo de
Dios con poder. Algo dijimos de esto con anterioridad.
8. ¿Personalidad del Espíritu? Biichsel consagra una parte de su capítulo xvi a esta
cuestión. Para san Pablo, el Espíritu no es una simple fuerza; es Dios mismo en cuanto
comunicado, presente y activo en otros. Es Dios como amor activo en nosotros (cf. Rom
5,5). ¿Podemos ir más lejos y reconocer, en esta manifestación y comunlcación trinitaria de
Dios, indicios en el sentido de una personalidad del Espíritu? El pasaje siguiente, que
traducimos de V. Warnach (op. cit., p 185-186), reúne estos indicios dándoles el mayor
valor que puede reconocérseles:
Dios (1Cor 2,10-14), funda una comunión entre Dios y los hombres, entre los hombres
(2Cor 13,13), testimonia a nuestro espíritu que somos hijos de Dios (Rom 8,16), grita en
nosotros ¡Abba! ¡Padre! (Gál 4,6) e interviene ante Dios en favor nuestro (Rom $8,26ss).
Expresiones que no pueden ser entendidas en un sentido puramente simbólico; un sujeto
que actúa de esa manera debe de ser una persona autónoma y libre. Este carácter personal
aparece claramente señalado en 1Cor 12,11, donde Pablo presenta al Espíritu distribuyendo
los dones de la gracia «como él quiere». Concibe también el Pneuma divino como una
persona cuando habla de su habitación en los fieles (1Cor 3,16; 6,19). Dios está presente en
el Pneuma como en el Hijo porque él es Dios mismo (1Cor 3,16; <f. 14-25). Como Espíritu
«que viene de Dios» (1Cor 2,12), es para nosotros «don» (Rom 5,5), pero no como una
cosa, sino como alguien que dona, porque Dios se entrega a sí mismo en el Pneuma (1Tes
4,8). Por último, las fórmulas de tríada en las que el Pneuma se presenta en igualdad con
Dios (ho Theos = el Padre) y Cristo (sobre todo 1Cor 12,4-6; 2Cor 13,13) no indican una
simple comunidad de acción, sino una igualdad de tres Personas en el ser.
Los Hechos, de san Lucas ! Todos los evangelistas ponen de relieve la existencia de una
continuidad dinámica entre Cristo y la Iglesia, Es la continuidad del plan de gracia de Dios,
consumación de lo que había sido prometido con anterioridad 1%, Esta continuidad aparece
particularmente reflejada en la obra de san Lucas. Nos la presenta este autor bajo el signo
del Espíritu Santo. El Espíritu que suscitó a Jesús en el seno de María, dará a luz la Iglesia;
al igual que condujo a Jesús en su ministerio después de la unción en su bautismo, anima el
apostolado «desde Jerusalén hasta los confines de la tierra». El punto central de esta
historia es la entrada de los gentiles en la Iglesia, entrada sancionada por el concilio de
Jerusalén. Con Cornelio y su familia, con las misiones de san Pablo, los gentiles se
convierten en pueblo de Dios, los ethne se han transformado en laos (15,14). Las naciones
— realidades terrestres, «carnales»— se han convertido en pueblo, realidad que pertenece
al orden de la economía de la salvación. :
Para los Hechos de los apóstoles, el Espíritu Santo es esencialmente el principio dinámico
del testimonio que asegura la expansión de la Iglesia. Por esta razón, irrumpirá en
pentecostés. Esa fecha marcará, efectivamente, un comienzo. San Lucas redactó el relato de
ese inicio asumiendo una tradición que había interpretado el acontecimiento refiriéndolo a
valores vividos en la fiesta judía de pentecostés: _fiesta de la recolección cuyas primicias
habían sido ofrendadas el día siguiente de la pascua, con lo que ambas fiestas quedaban
unidas como fiestas de la donación de la ley. Lo que nos enseña Qumrán lo que conocemos
por las lecturas utilizadas en la liturgia judía de la fiesta, los textos de los Jubileos y de
Filón: todo ello suministra una base al tema de pentecostés, fiesta de la donación de la ley
en el monte Sinaí, y permite establecer relaciones significativas 105, La tablas de la ley
fueron escritas por el dedo de Dios (Ex 31 18 En adelante, ese dedo será el Espíritu Santo
(Le 11,20). En Así como el nuevo santuario no es otro sino Jesucristo, abierto a todas las
naciones, la ley nueva será el Espíritu que da testimonio de Jesús en todos los pueblos. El
signo de las lenguas profetiza la catolicidad del testimonio. Los apóstoles (¿todos los
discípulos?) hablan la lengua de otros pueblos, anuncian en esas lenguas las maravillas de
Dios. Los padres, los exegetas y, sin duda, san Lucas h visto en este milagro la inversión de
la dispersión de Babel (cf. Gén
11,1-9) 10%, No se trata únicamente de un hecho de extensión, de universalización. La
peculiaridad del Espíritu consiste en estar en todos — permaneciendo único e idéntico—
sin borrar la originalidad de las personas ni de los pueblos, de su talante peculiar, de su
cultura; consiste en lograr que cada uno exprese las maravillas de Dios en su lengua, . Al
principio, los cristianos celebraron pentecostés como el final de una pascua de cincuenta
días. Se consideraba el misterio pascual como un todo: resurrección, glorificación
(ascensión). vida de hijos de Dios comunicada por el Señor mediante el envío de su
Espíritu.
Pero hacia finales del siglo IV, se comienza a celebrar separadamente cada uno de los
momentos de este misterio único, Sin embargo, pentecostés no se convierte en una fiesta
(de la persona) del Espíritu Santo. No existe una fiesta de las personas de la Santísima
Trinidad. Pentecostés permanece siendo una fiesta pascual. No hay más que un ciclo
litúrgico, que es cristológico y pascual. Por la alabanza, se celebra el misterio cristiano; es
decir, se actualiza por la fe y el sacramento.
Según los Hechos, el papel del Espíritu consiste en actualizar y extender la salvación,
lograda en y por Cristo, por medio del testimonio. Siempre se atribuye la salvación a Cristo.
Se nos comunica «en nombre» de Cristo, es decir, por su virtud 1%; él es quien la realiza.
El Espíritu anima a sus discípulos para anunciarla. Guía su testimonio hasta en el detalle de
sus planes e itinerarios II, «Los Hechos conciben la acción salvífica de Cristo realizándose
constantemente en las comunidades. La comunicación del Espíritu a los discípulos no es,
pues, una sustitución total de Cristo, sino la transmisión de su misión profética —en el
sentido pleno de la palabra —, que consiste en ser portavoz del mensaje de Dios (...)
Sintetizando, podríamos decir que Cristo transmite a sus apóstoles la asistencia del Espíritu
que él había recibido en el Jordán l Espíritu interviene en cada uno de los momentos
decisivos de la realización del plan salvífico de Dios. Como ha señalado Swete, pentecostés
no fue suficiente para dar de un solo golpe a los apóstoles la inteligencia de la universalidad
de la llamada a la fe. Fue preciso un tiempo y nuevas intervenciones. Existe toda una
historia de las venidas del Espíritu. En consonancia exacta con su plan, san Lucas (cf. 1,8)
coloca una especie de pentecostés sucesivos: en Jerusalén (2; 4,25-31), en Samaría (8,14-
17), el que pone en marcha la aventura misionera con Cornelio y el acontecimiento de
Cesarea (10,44-48; 11,15-17) e incluso el episodio de Éfeso (19,1-6). En cada uno de estos
grandes momentos, se da un signo de la intervención del Espíritu: expresar en lenguas una
alabanza de Dios y «profetizar» UB,
Jesús había anunciado esta venida del Espíritu como el don de un poder que haría testigos
llenos de confianza (la parresia), como un bautismo no de agua, sino en el Espíritu Santo
(1,5; 11,16). Parece que los doce, y los 120 discípulos mencionados por Lucas, jamás
recibieron el bautismo de agua; si acaso, solamente el de Juan.
Fueron como sumergidos en el Espíritu que vino sobre ellos. A partir de ese momento, ellos
practicaron un bautismo de agua en nombre de Jesús, es decir, en referencia — por la fe—
a su pascua salvadora y a su poder de Señor: bautismo acompañado del don del Espíritu.
Todos los textos dan prueba del lazo existente entre los dos. Si exceptuamos el caso de
Cornelio, donde el Espíritu tiene la iniciativa total, el don del Espíritu sigue al bautismo de
agua, sin que el rito bautismal aparezca como el medio (digamos la causa instrumental)
inmediata de este don 1”, A veces, otro rito sirve de instrumento, la imposición de las
manos de los apóstoles 1é, Podríamos preguntarnos si el don del Espíritu del que se trata en
Hechos — del que se dice que es el mismo que el de pentecostés (11,17)— es el del
Espíritu como principio de santificación interior y personal o del Espíritu como principio de
un testimonio dinámico, acompañado de una seguridad que corrobora la experiencia del
hablar en lenguas.
La diferencia entre los Hechos y san Pablo, como señala G. HayaPrats 1%, invita o autoriza
a plantear la cuestión. He aquí la explicación cuyo resumen toma de P. Giáchter: a) Los
Hechos cuentan la intervención del Espíritu en el desarrollo de la Iglesia hacia el exterior,
mientras que Pablo lo considera en cuanto concierne a cada miembro interiormente. b) En
los Hechos, la acción del Espíritu es constatable, carismática; es una experiencia normal de
cualquier cristiano; para Pablo, la acción del Espíritu es objeto de fe al menos tanto como
de experiencia, y sabe él que gran parte de los cristianos no tiene esa experiencia. c) Según
los Hechos, Cristo envía el Espíritu a los discípulos para realizar su obra; según Pablo, el
Espíritu realiza en cada cristiano su ser en Cristo.
Es correcto afirmar que Lucas —a diferencia de Pablo— no tiene una teología de los
efectos y frutos del Espíritu en la vida del cristiano. Se limita a mostrar el dinamismo de la
fe, el crecimiento de la Iglesia. Incluso cuando afirma que Cristo da el Espíritu (2,33), se
refiere a la línea de la misión y de la profecía (2,17ss), no a la línea de la vida nueva. El
Antiguo Testamento anunciaba las dos (de un lado Joel 3 y de otro Ez 36,26ss; Jer 31,31-
34). Lucas se confina al testimonio misionero. Pero ¿puede separarse de tal manera los
impulsos para la misión y la vida «espiritual» de los discípulos? ¿No significa esto hacer
que prevalezca el tema textual sobre la realidad? Se ha señalado certeramente que el
sumario célebre de Act 2,42 — que resume toda la vida eclesial— y, en este sumario, la
koinonia (comunión) no son relacionados expresamente con el Espíritu Santo. Es exacto.
Pero, desde el punto de vista real, Act 2,42 ¿no describe la vida de la comunidad eclesial tal
como derivaba de pentecostés? Si la Iglesia fue lanzada al mundo por el acontecimiento del
Espíritu Santo, ¿no anima éste tanto su vida externa como interna? ¿No corremos el riesgo
de emparejar a san Lucas con una concepción veterotestamentaria del Espíritu, concepción,
por consiguiente, parcial?
Tal vez se dé alguna proximidad, pero no podemos reducirlo a ella.
Cuando aparece la expresión: el Espíritu Santo, incluso con artículo, a veces repetidos dos
veces, ¿es en Lucas la Persona del Espíritu Santo? No podemos atribuir a Lucas la
profesión expresa del dogma del segundo concilio ecuménico (Constantinopla, 381), pero
Lucas sobrepasa el estadio veterotestamentario, donde es «Dios» quien da su Soplo. En
diversos momentos, el Espíritu mismo es quien actúa.
Podemos hacer nuestra la conclusión de Haya-Prats al final de su $
11, p. 82-90: «El libro de los Hechos permite apreciar un progreso notable hacia la
personalización del Espíritu Santo, progreso que sobrepasa la simple personificación
literaria. La atribución constante al Espíritu de una serie bien determinada de
intervenciones importantes en la historia de la salvación parece indicar que es concebido en
la práctica como sujeto de atribución divino y diferente, en alguna manera, de Yahveh, sin
que se plantee, sin embargo, el problema de la distinción.»
En el cuarto evangelio, Jesús aparece, ante todo, como el que da el Espíritu; después, en los
discursos de la última cena, como el que anuncia el envío del Paráclito.