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CLASE 2 - (Obligatorio) Fernández - Los Cuerpos Del Derecho

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Los cuerpos del feminismo

Josefina Fernández

La entrada del concepto de género al dominio feminista constituyó un verdadero


giro interpretativo que otorgó al movimiento un firme escenario de lucha tanto teórica
como política. El cuestionamiento a la fórmula biología es destino formó parte
importante de un modelo teórico de explicación de las diferencias entre varones y
mujeres y dio un sostenido empuje a las estrategias feministas a partir de los años ‘60.
No obstante, el optimismo inicial derivado de entender estas diferencias como el
resultado de la producción de normas culturales, empezará a mostrar sus problemas con
la categoría Mujer, capaz de representar de manera indivisa a la totalidad del género
femenino. Las voces de las mujeres lesbianas y también las voces de las mujeres negras,
serán las primeras en denunciar a un feminismo que, tras esa categoría Mujer, no
reconoce la singularidad que asume la subordinación en virtud de la raza, la clase y/o la
elección sexual.
Así como en los primeros años de la década del ‘70, las lesbianas feministas
comienzan a cuestionar la homofobia del feminismo heterosexual, en los años ‘80 las
mujeres negras alertan sobre las actitudes racistas presentes en un movimiento cuyo
principal compromiso es eliminar la opresión sexista. Como señala bell hooks (1982),
buena parte de las feministas blancas dieron por supuesto que al identificarse como
oprimidas quedaban liberadas de ser opresoras. Los peligros de un proyecto político
que, descuidando las divisiones de clase y raza, mantiene intactos algunos aspectos de la
jerarquía social ya estaban planteados. La supuesta hermandad universal comenzaba a
mostrar su pies de barro y la identidad Mujer a dar cuenta de su carácter excluyente y,
por tanto, violento. Las fragmentaciones que en esta categoría introdujeron entonces las
feministas negras y las feministas lesbianas fueron antecedentes del posterior debate
teórico sobre la utilidad de la diferenciación entre sexo y género, situado ya en los años
‘90. Como dice Susan Bordo (1990), el rendimiento teórico y la productividad de la
categoría género comienza a ser motivo de desconfianza y escepticismo.

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Incluido en “Sexualidades Migrantes, Género y Transgénero”.
Maffia, Diana (ed.). Editorial Feminaria: Buenos Aires, Argentina 2003.
Pgs 138‐154
Aunque con cierto retraso respecto a los países centrales, este debate llega a
Argentina y se instala en los espacios académicos de estudios de género, quedando el
correspondiente al activismo prácticamente ajeno a él. La gradual visibilización que a
finales de los ‘90 adquieren en el país prácticas culturales como el travestismo y
transexualismo constituyó una oportunidad para una nueva interrogación al modelo
binario sexo/género, una invitación a revisar no sólo los usos de la categoría género sino
también la de cuerpo y la constitución misma del sexo.
Algunas activistas locales nos implicamos fuertemente en esta problemática y,
en ocasión de realizarse en el año 2000 un encuentro nacional feminista, propusimos la
incorporación en él de feministas travestis en un intento de empezar a discutir los temas
que, como señalé, circulaban hasta entonces por ámbitos académicos y sin diálogo con
las mismas travestis. Para quienes hicimos esta propuesta, el travestismo se presentaba a
nuestros ojos como aquel sujeto nómade del que nos habla Rosi Braidotti (1994), un
sujeto que no tiene pasaporte –o tiene muchos– que le habilite la entrada al sistema
sexo/género; una práctica cultural que se resiste al asentamiento en las maneras
codificadas socialmente de pensamiento y de conducta, a las representaciones del yo
dominantes. Las travestis llevan un cuerpo que no se ajusta a las normas del orden
corporal moderno y, en este sentido, transgreden los bordes del sexo y género
normativos. Se trata de un cuerpo no alineado claramente a las prescripciones del sexo,
del género y la elección sexual.
Pero la iniciativa de incorporar feministas travestis a dicho encuentro devino en
un fugaz debate electrónico que recogió finalmente el rechazo, casi mayoritario, a la
participación del grupo en cuestión. Las razones planteadas fueron diversas pero, en
términos generales, todas compartieron al menos un argumento: el peso de las
diferencias entre ser mujer y ser travesti. Estas diferencias, que no llegaron a detallarse,
condujeron a un concluyente “para ser una feminista habilitada a participar en estos
encuentros hay que ser mujer”. (1)
De alguna manera, la discusión trajo los sones de lo que fue uno de los más
tempranos y significativos debates de las mujeres feministas en EE.UU. e Inglaterra:
varones en el feminismo. Si bien para algunas, los varones podían unirse a nuestros
círculos bajo cumplimiento de una serie de condiciones, para la mayoría ellos no podían

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Incluido en “Sexualidades Migrantes, Género y Transgénero”.
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ser realmente feministas. La diferencia sexual fue percibida como un obstáculo
insalvable para devenir una feminista “real”; se requiere para esto un tipo de cuerpo
sexuado. Entre este cuerpo y el ser feminista, está el género; sea usada esta categoría en
oposición al sexo, a lo que es biológicamente dado, o considerada como una
construcción social vinculada a la distinción masculino/ femenino que incluye al cuerpo
mismo. Buena parte de estos argumentos por medio de los cuales varón y feminista son
términos mutuamente excluyentes, se reactualizaron frente a la propuesta de incorporar
travestis al encuentro mencionado.
Si bien no es el objetivo de esta presentación tratar detalladamente los términos
de aquel debate electrónico, utilizaré esta situación como punto de partida para
reflexionar sobre el sexo, el género, el cuerpo. Las relaciones establecidas entre estas
categorías asumen, bajo diferentes perspectivas teóricas, compromisos ontológicos que
vale la pena revisar ya que son estas relaciones –y sus supuestos subyacentes– las que
habilitan o no las prácticas identitarias y las estrategias políticas admitidas por los
diferentes feminismos.
Corriendo un primer riesgo de reduccionismo, ordenaré dichas relaciones en
torno a dos perspectivas teóricas que, corriendo un segundo riesgo reduccionista, ligo
una al paradigma moderno y otra a la perspectiva deconstructivista.

La mirada moderna

El concepto moderno de cuerpo presenta a éste como una unidad orgánica


autónomamente integrada, que es como es por designio de la naturaleza. Congruente
con este supuesto, la sexualidad, el género y también la raza, son a menudo
considerados atributos de un cuerpo que se presenta a sí mismo como una superficie
pasiva, como un objeto prediscursivo con una estructura orgánica y jerárquica de
funciones. La diferencia sexual constituye la base sobre la cual se imprimen
significados culturales y éstos son diferentes según se trate de “machos” o “hembras”.
Lo sexual se mantiene en el orden de lo natural, como categoría biológica prediscursiva.
Esta perspectiva sobre el cuerpo –dependiente del modelo cartesiano– se
encuentra presente en buena parte del pensamiento feminista y Elizabeth Grosz (1994)

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nos muestra las consecuencias de ello. A juicio de esta autora, la oposición sexo/género
se ha mantenido en el feminismo demasiado “pegada” al dualismo mente/cuerpo. Esto
vale para dos grupos de feministas. En el primero de ellos, Grosz incluye a pensadoras
tan diversas como Simone de Beauvoir, Shulamith Firestone, Mary Wollstonecraft, a
feministas liberales y humanistas e incluso a ecofeministas.

En el segundo grupo Grosz enrola a las construccionistas sociales. En el primer


conjunto, la autora identifica una versión negativa y otra positiva del cuerpo femenino.
Por el lado negativo, dice, los cuerpos de las mujeres son considerados como una
limitación para el logro de la igualdad y la trascendencia. La naturaleza particular del
cuerpo femenino, sus ciclos corporales, impiden el acceso de las mujeres a los derechos
y privilegios de la cultura patriarcal. La propuesta es moverse más allá de los límites
del cuerpo desarrollando nuevos medios tecnológicos de regulación de la reproducción
y la eliminación de los efectos que la biología femenina tiene sobre las mujeres y sus
roles sociales, tal como lo sugiere, por ejemplo, Shulamith Firestone. Por el lado
positivo, el cuerpo femenino es un medio de acceso al conocimiento y a la vida, los
cuerpos y experiencias de las mujeres dotan a éstas de recursos especiales que los
varones no tienen.
Sea en su versión positiva o negativa, este grupo de feministas comparten
supuestos tales como: una noción de cuerpo determinado biológicamente y ajeno a
logros culturales e intelectuales; una distinción entre una mente sexualmente neutra y un
cuerpo sexualmente determinado; la idea de que la opresión de las mujeres es
consecuencia de llevar un cuerpo inadecuado; y una noción de que la opresión de las
mujeres está, en alguna medida, biológicamente justificada en tanto y en cuanto las
mujeres son menos capaces social, política e intelectualmente de participar como
iguales sociales a los varones cuando ellas cuidan o crían hijos. (2) La misma biología
será fuente de reivindicación o requerirá ser modificada y transformada. Ambas
perspectivas, sin embargo, parecen haber aceptado los supuestos misóginos, que
prometían discutir, acerca del cuerpo femenino: un obstáculo a ser superado o algo más
natural, menos separado, más comprometido y relacionado directamente a los objetos y
la vida que el cuerpo masculino.

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Bajo el rótulo de construccionistas sociales, Grosz incluye a la mayoría de las
teóricas actuales: Juliet Mitchell, Julia Kristeva, Michele Barret, Nancy Chodorow,
feministas marxistas, feministas psicoanalíticas y otras comprometidas con la noción de
construcción social de la subjetividad. Si antes la oposición cuerpo/mente era codificada
en términos de naturaleza/cultura, este grupo opondrá biología a psicología y opondrá
también los dominios de la producción/reproducción (cuerpo) a la ideología (mente).
Como el grupo anterior, las construccionistas sociales comparten una noción de cuerpo
biológicamente determinado, fijo y ahistórico y mantienen el dualismo mente/cuerpo.
La mente será considerada como un objeto social, cultural e histórico, un producto de la
ideología; el cuerpo se mantiene natural, precultural. Sus luchas políticas, no obstante,
difieren. Las propuestas de las construccionistas sociales estarán dirigidas hacia la
neutralización del cuerpo sexualmente específico a través, por ejemplo, de programas de
reorganización del cuidado infantil y socialización, como es el caso de Nancy
Chodorow. Así, mientras los cuerpos de varones y mujeres se mantienen irrelevantes,
los rasgos de género asociados a la masculinidad y la femineidad serán transformados e
igualados a través de una transformación en la ideología. En contraste con la posición
del primer grupo, lo que es opresivo desde el punto de vista del construccionismo no es
la biología per se sino los modos en los que el sistema social la organiza y le da
significado. La distinción entre el cuerpo biológico real y el cuerpo como objeto de
representación es un supuesto fundamental. De esta manera, la tarea es otorgar a los
cuerpos valores y significados diferentes. Para las construccionistas, la oposición
sexo/género, proyección de la distinción entre el cuerpo –biológico y natural– y la
mente –social, ideológica– aún es operativa. Bajo el supuesto de que la biología
o el sexo es una categoría fija, estas feministas ponen el foco en las transformaciones a
nivel del género.
En una dirección similar a la de Grosz se dirige Linda Nicholson (2000) cuando
califica al feminismo de la segunda fase como fundacionalista biológico, distinto del
determinismo biológico en la medida en que incluye algún elemento relativo a la
construcción social. Bajo el nombre fundacionalismo biológico, Nicholson incluye tanto
a feministas radicales como Janice Raymond y a otras más interesadas en describir y/o
explicar las diferencias entre varones y mujeres como Carol Gilligan o Nancy

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Chodorow. El fundacionalismo biológico establece un tipo de relación entre biología y
proceso de socialización en la que la primera es asumida como la base sobre la cual se
establecen los significados culturales. El cuerpo sexuado es el dado sobre el cual se
sobreponen características específicas; el sexo provee el lugar donde el género es
supuestamente construido. Nicholson utiliza la figura del perchero de pie para explicar
más precisamente la relación naturaleza/ cultura establecida por el feminismo de la
segunda ola. El cuerpo es visto como una percha, dice, sobre la cual se cuelgan diversos
tipos de artefactos relativos a la personalidad y al comportamiento.
Si bien esta relación parecía permitir explicar las diferencias no sólo entre
mujeres sino entre varones y las diferencias con quienes pueden ser considerados
varones o mujeres, el resultado es otro. El fundacionalismo biológico nos conduce a
pensar las diferencias entre mujeres, por ejemplo, como coexistentes y no como
intersectadas. El supuesto referido a que todo lo que tenemos las mujeres en común
debido al sexo, genera todo lo que tenemos en común en términos de género, explica la
tendencia a pensar el género como representativo de lo que las mujeres compartimos y
aspectos como la raza, la clase, etc., pasan a ser indicativos de lo que tenemos de
diferente. De ahí que, dirá Elizabeth Spelman (1988), la identidad sea entendida como
un collar de cuentas en el que todas las mujeres compartimos el género (una cuenta)
pero diferimos con relación a las otras cuentas que lleva ese collar. La cuenta género
tiene un lugar privilegiado: todas las mujeres somos oprimidas por el sexismo y algunas
lo somos además por la raza, la edad, etc. Este modelo, que Spelman llama aditivo, no
considera, por ejemplo, las importantes diferencias entre las mujeres blancas
y negras en sus experiencias con el sexismo. Un modelo que supuestamente podía
explicar las diferencias entre las mujeres, termina ocultándolas o subalternándolas. (3)
Ahora, si nos desplazamos por un momento de este aspecto crítico y pensamos
ya no en las diferencias entre mujeres sino entre éstas e identidades como la travesti, los
problemas ante los que nos encontramos son similares. En El imperio transexual (1979),
Janice Raymond, por ejemplo, sugerirá que lo que hay de común entre las relaciones
generadas por la posesión de genitales femeninos y, a su vez, de diferente con las otras
relaciones, es suficiente para garantizar que ninguna persona nacida con genitales
masculinos puede reivindicar alguna semejanza con aquellas nacidas con genitales

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Incluido en “Sexualidades Migrantes, Género y Transgénero”.
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femeninos. Raymond encuentra en el construccionismo social un argumento para la
exclusión de travestis/transexuales, éstas no han compartido las experiencias
supuestamente comunes de crecer como mujer en el patriarcado y no son, por tanto,
mujeres auténticas. (4)
Para una mirada así, es claro que una travesti que dice abogar por el feminismo o
dice participar de los lineamientos políticos propios del feminismo, en la medida en que
carece de un cuerpo apropiado a tal fin, está en un error. La identidad feminista es
definida explícitamente con referencia a un tipo particular de cuerpo. Una travesti es
diferente, su cuerpo sexuado no se corresponde con los cuerpos femeninos y, debido a
esto, sus experiencias corporales y corporizadas serán de algún modo diferentes de
aquéllas de las mujeres.
La adhesión a este tipo de mirada merece algunas preguntas. Una que Nicholson
hace a Raymond y su idea respecto a que nadie que no haya nacido con genitales
femeninos puede tener experiencias comparables a aquéllas que nacimos con ellos, es:
¿cómo sabe Raymond que esto es así? Bien puede suceder que algunas familias
eduquen a sus hijos con una visión del vínculo entre biología y cultura más escindido de
lo que él está en las sociedades industrializadas contemporáneas, permitiendo ello
transmitir a los niños con genitales masculinos experiencias comparables a las de
aquellas nacidas con genitales femeninos.
Desde una perspectiva diferente, puede también cuestionarse el mismo concepto de
experiencia, muchas veces usado por elfeminismo como criterio de pertenencia y
membresía. Se atribuye a la experiencia un estatuto de autoridad tal que termina ella
reproduciendo los sistemas ideológicos en vez de impugnarlos o discutirlos. La
experiencia del género en un cuerpo femenino reúne de manera confusa lo atribuido, lo
vivido y lo impuesto y luego se le otorga a ella una autoridad sobre la cual todo está
dicho y no hay preguntas para hacer. Como lo ha indicado Joan Scott (1992) otorgar a la
experiencia un carácter unificador e integrador excluye dominios enteros de la actividad
humana dando como resultado la esencialización de las identidades. La experiencia del
género en un cuerpo femenino corre el riesgo entonces de ser el fundamento ontológico
de la identidad femenina. Estos planteos olvidan que la experiencia misma tiene un

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carácter discursivo. Lo que cuenta como experiencia, insiste Scott, no es ni autoevidente
ni es sencillo; es siempre debatible, siempre político.
Una mirada moderna, sea en su versión más esencialista o en la perspectiva
construccionista, fundamenta sus argumentos en los opuestos binarios: la primera,
celebrando la fijeza de la diferencia femenina y evaluando sus significados sociales, la
segunda, negando el carácter innato de la diferencia sexual y señalando que la diferencia
es un efecto de relaciones de poder históricas y sociales. Sin embargo, el dualismo está
presente en las dos posiciones. Como indica Diana Fuss (1989), incluso el uso que las
construccionistas sociales hacen de la categoría “género” constituye una apelación a
una comunidad de mujeres como un grupo con una única identidad que,
inevitablemente, asume una esencia amplia compartida.
Una mirada moderna, entonces, considera al cuerpo fijo, por naturaleza, en su
sexuación. La experiencia, historia, subjetividad y el cuerpo mismo, se corporizan de
manera diferente según sean nuestras características sexo-biológicas. Si esto es así, cabe
sumar a las preguntas de Nicholson y a las advertencias de Scott otras más
que la mirada moderna del feminismo aún no ha respondido. Por ejemplo, ¿es necesario
corporizar el cuerpo sexuado mujer para ser feminista?, ¿qué significa esa
corporización? y ¿cómo es ella asumida por las diferentes mujeres?, ¿existe una
corporización específica del cuerpo sexuado mujer? ¿todas las mujeres participamos
de la misma corporización?, ¿no fueron precisamente algunas mujeres las que dijeron
no ajustarse a esa Mujer construida por el feminismo, impugnando así esa misma
construcción que las excluía?, ¿no estamos suscribiendo rápidamente a un binarismo
cultural rígido que construye los cuerpos como ajustados consistente y
permanentemente a dos tipos sexuales exclusivos y exhaustivos, usando las normas
genéticas, gonadales y anatómicas de la cultura dominante?
El rechazo a la participación de feministas travestis al encuentro poco tuvo que
ver con cuestiones tales como la manera en que las travestis se definían feministas,
cómo ellas aparecían en público, cuáles eran sus reivindicaciones. De alguna manera,
las travestis que quisieron acceder al evento nos reflejaron, precisamente, las
concepciones y prácticas que habitualmente tenemos o usamos para atribuir categorías
de sexo y de género a los cuerpos. (5)

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La mirada deconstructivista

Si abandonamos ahora esta mirada que he llamado modernapor una que está más
cómoda con lo que Jacquelyn Zita (1998) llama una ontología posmoderna del sexo, ese
cuerpo sexuado fijo es abandonado. Las identidades de género y sexuales se desplazan
de su relación con la naturaleza dando lugar a nuevos sexos, sexualidades y géneros que
pueden dislocar los signos del género y la sexualidad de toda significación moderna
genital triunfante. Las categorías de género y sexualidad devienen terrenos corporales
abiertos a todo tipo de cuerpos y a varias comunidades de significación. El cuerpo
mismo es un campo abierto a diversas posibilidades interpretativas. Deja éste de ser
entendido como ahistórico, como lo dado biológicamente, materia pasiva sobre la
que se proyecta lo masculino y lo femenino. El cuerpo está entretejido y es constitutivo
de sistemas de significación y representación. Esta mirada sospecha de la distinción
sexo/género y tiende a transgredir el dualismo mente/cuerpo. La inquietud que reúne a
muchas de las teóricas que pueden ubicarse como deconstructivistas, gira en torno a
cómo pueden eliminarse los efectos del género (social) para ver luego las contribuciones
del sexo (biológico). En vez de ver al sexo como acultural, prelingüístico y al género
como una categoría construida, la mirada deconstructivista se dirige a socavar la
dicotomía. El cuerpo es objeto político, social y cultural, no una naturaleza pasiva
gobernada por la cultura.
En 1994 se publica en español el texto de Thomas Laqueur, La construcción del
sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, una obra en cuyas primeras
páginas ya podemos leer que el cuerpo, por más que se lo fuerce, no es fundamento del
sexo. El sexo –la diferencia sexual fisiológica y anatómica–, dirá Laqueur, es siempre
un efecto de los acuerdos de género de la sociedad. El género, como estructura social
que designa el lugar propio de los sujetos a lo largo del eje de diferenciación, determina
las percepciones del cuerpo como sexuado, determina lo que cuenta como sexo. Unos
cuantos años antes, Delphy (1984) advertía que más que ver el sexo como la base desde
la cual emerge el género, éste crea al sexo anatómico.

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En otros términos, pero igualmente inquietantes para el feminismo, Butler
(1990) se preguntará: la clara ganancia teórica que devino de la distinción sexo-género,
¿no paga el precio de una naturalización de lo sexual como prediscursivo?
Teresa de Lauretis (1989), apoyada en la noción de materialidad de Michel
Foucault, se refiere a la construcción de la identidad femenina como un complejo
proceso simbólico y material. El género es para esta autora un complejo mecanismo –
una tecnología– que define al sujeto como masculino o femenino en un proceso de
normalización y regulación orientado a producir el ser humano esperado, construyendo
así las mismas categorías que se propone explicar. De Lauretis argumenta que el género,
como un proceso de construcción del sujeto, elabora categorías como varón, mujer,
heterosexual, homosexual, pervertido, etc., y se intersecta con otras variables
normativas tales como raza y clase, para producir un sistema de poder que construye
socialmente a los sujetos “normales”. Como resultado de ello, de Lauretis exhorta a la
desestabilización de la normatividad de las formas dominantes de la identidad sexuada y
a la búsqueda de nuevas definiciones del sujeto femenino.
Judith Butler (1991) elabora un argumento similar. Ella dice que el sexo no
puede ser pensado como anterior al género si el género es la ley necesaria para pensarlo.
Según esta autora, el sexo como naturaleza es solamente el naturalizado a priori que el
género proyecta como su requisito anterior. Fiel a su formación foucaultiana, Butler nos
preguntará: ¿no se inscribe la noción de género en el mismo régimen de discurso que
pretende contestar? Las relaciones entre sexo y género en la conceptualización feminista
se encuentran demasiado recortadas por el par naturaleza/cultura, demasiado pegadas al
modelo jurídico del discurso productor de los cuerpos sexuados. Si el sexo es un
producto cultural en la misma medida en que lo es el género, o el sexo siempre es un
sexo generizado, la distinción entre uno y otro resulta no ser una distinción en absoluto.
No tiene sentido definir al género como interpretación cultural del sexo si el sexo
mismo es una categoría ya generizada.
Si el género femenino deviene de un sexo y el género masculino del otro y
opuesto, estamos suponiendo que sexo y género guardan una relación mimética tal (dos
sexos, dos géneros) que carece de sentido la diferenciación entre ambos. Por otro lado,
si el género, por ser construcción cultural del sexo, es independiente de éste, puede

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suponerse que masculino podría bien designar un cuerpo de mujer y femenino designar
un cuerpo de varón. La identidad de género no es un rasgo descriptivo de la experiencia
sino un ideal regulatorio, normativo; como tal, opera produciendo sujetos que se ajustan
a sus requerimientos para armonizar sexo, género y sexualidad y excluyendo a aquellos
para quienes esas categorías están desordenadas.
A diferencia de Teresa de Lauretis, más que construir nuestras propias versiones
del género, Butler insiste en que hay que desarrollar una estrategia para desnaturalizar
los cuerpos y resignificar las categorías corporales. La identidad de género no es más
que el conjunto de actos, gestos y deseos que producen el efecto de un núcleo interno,
pero nunca revelan el principio de organización de la identidad. Dichos actos, sostiene
Butler, son performativos en el sentido de que la esencia o la identidad que ellos se
proponen expresar son fabricaciones manufacturadas y mantenidas a través de signos
corporales y de otros medios discursivos. Que el cuerpo generizado sea performativo
implica que no tiene un status ontológico fuera de los numerosos actos que constituyen
su realidad. En otras palabras, actos y gestos, deseos articulados y representados,
crean una ilusión discursivamente mantenida para el propósito de la regulación de la
sexualidad dentro del marco obligatorio de la heterosexualidad reproductiva.
La matriz por medio de la cual la identidad genérica se hace inteligible requiere
que ciertos tipos de identidades no puedan existir, aquéllas en las que el género no se
deriva del sexo y en las que las prácticas del deseo no se derivan ni del sexo ni del
género. Una norma de inteligibilidad cultural es la norma heterosexual, la
heterosexualización del deseo instituye la producción de oposiciones asimétricas y
claras entre lo femenino y lo masculino, que se entienden como atributos expresivos del
varón y de la mujer.
Butler propone el redespliegue de las perfomances de género –aquellas
conductas y actividades que producen el género en la vida diaria y construyen como
varones y mujeres a los sujetos implicados en ellas– a través de repeticiones paródicas
que pongan en evidencia el carácter performativo (como opuesto a expresivo) del
género. Estas repeticiones desestabilizarían, en su opinión, las nociones recibidas sobre
la naturalidad del género como el corazón de la identidad, iluminando al mismo tiempo
la relación artificial del género a los cuerpos y a las sexualidades.

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No hay coherencia ni contigüidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo en
el travestismo. Este parece ser un ejemplo de la repetición paródica del género en orden
a subvertir sus significados en la cultura contemporánea; parece denunciar, a través de
sus autorepresentaciones, el hecho de que, en realidad, el género no es otra cosa que la
construcción mimética del sexo. Como en el travestismo esta mimesis no se da, él es un
abyecto.
Este tipo de enfoque hace posible entonces un feminismo que incorpore travestis
que abogan o están alineadas políticamente con sus propuestas. Supone cambiar el
criterio por el cual el sexo del cuerpo está determinado y renombrarlo, de modo tal que
el cuerpo sea leído, interpretado y respetado como el sexo/género deseado por los
sujetos. Como señala Zita (1998), esto es un cambio ontológico en la categorización
sexual, no una mascarada como muchas teóricas han querido describirlo (1998).
Visto entonces desde una perspectiva deconstruccionista, el travestismo
desordena ese mundo de los géneros y los sexos y abre posibilidades identitarias que no
están predefinidas. No obstante, deben tomarse algunas precauciones con las hipótesis
deconstructivistas. Aquélla sobre la que más se ha discutido es la referida a la pérdida
del sujeto de emancipación del feminismo, problema al que han intentado ya dar
respuestas feministas como Nancy Fraser, Linda Nicholson, Linda Alcoff, entre otras.
Creo, sin embargo, que el problema con cierta mirada deconstructivista no
termina allí. Encuentro que propuestas como la de Butler tienen el mismo problema que
tuvo el Foucault de la última época, cuando opone al discurso del sexo y la sexualidad
una ética del cuidado de sí recortada según el talle de una estética capaz de revivir y
renovar las artes de la existencia individual. Butler apela a una política construida a
través de la estética de la parodia que desnuda el carácter ficcional de las identidades.
La capacidad deconstructiva de las performances paródicas abrirían el espacio para la
proliferación de identidades múltiples. Pero, si antes le preguntamos a Foucault ¿cómo
es que los cuerpos y los placeres escapan a las dificultades que plagaban el sexo-deseo,
por qué confiar en que ellos derroquen el régimen de verdad-poder instaurado
por el dispositivo de la sexualidad?, podemos también hacer a Butler una pregunta
similar: ¿qué nos hace suponer que estas identidades múltiples pierden el carácter
amenazante que tenían aquéllas definidas como fijas y fundacionalistas?

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Si las miradas modernas atribuyen a los cuerpos sexuados femeninos un libreto
único y válido para todas las mujeres, las miradas posmodernas son vulnerables de
transformar identidades como la travesti en el guión de una obra que trasciende a los
mismos sujetos. En este sentido, y como lo señalara en otro trabajo anterior, el modelo
de la representación y la performance corre el riesgo de estetizar prácticas como las
travestis y vaciarlas de todo contenido político. Corre el riesgo de ser una promesa de
formas de vida alternativas que apenas pueden tematizar los sufrimientos y las luchas
que enfrentan los que viven esta vida y hablan su lenguaje (2000).

Una reflexión final

El mayor atractivo que para mí tienen aquellas miradas de feministas enroladas


en el deconstructivismo es afirmar que el travestismo, como otras identidades nómades,
no sólo delata el pacto de poder sobre el que se levanta el orden bipolar y biocéntrico de
los géneros, sino que lo desordena y somete a exploración. En este sentido, las
identidades son devueltas al terreno de la política, en el sentido que Ranciere (1996) da
a este término. Retomando la diferencia foucaultiana entre policía y política, este autor
llama orden policial o simplemente policía al conjunto de procesos mediante los cuales
se efectúa la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los
poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta
distribución. La policía, dirá el filósofo, es un orden de los cuerpos que hace que tal
actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como
perteneciente al discurso y tal otra al ruido. De manera contraria, la política es una
actividad antagónica de la primera que desplaza a un cuerpo del sitio que le estaba
asignado, hace ver lo que no tenía razón para ser visto. La actividad política es un modo
de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial. El pasaje del
orden policial a lo político consiste en hacerse contar como seres parlantes y ello
implica participar de un proceso de subjetivación mediante el cual los lugares e
identidades, asignados al orden policial, son transformados en instancias de experiencia
de un litigio. La subjetivación política arranca a los sujetos de su propia evidencia y los
conduce a un nuevo escenario, ahora político. En este sentido, recuperar el carácter

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político de las prácticas identitarias supone deshacer las divisiones que regulan
policialmente el orden de los cuerpos que distribuyen los modos de hacer, de ser y de
decir.
El problema ante el que nos pusieron las travestis que quisieron participar en el
encuentro feminista tiene dos caras. Por un lado, identidades como la travesti nos
muestran que el género no es expresión del sexo y deshacen con ello ese núcleo interno
organizador de las identidades, ese orden policial en el sentido de Ranciere. Por el otro
lado, ellas nos revelan cómo los atributos de la identidad sexual, el género, cuerpo y
sexo son establecidos en nuestra cultura. La membresía a categorías socio sexuales está
determinada por representaciones de género y actos sexuales, a través de significaciones
impuestas sobre el cuerpo y sus funciones, a través de las lecturas sobre el cuerpo o el
sexo del cuerpo y a través de la esencialización de la anatomía genital como texto clave
para sexualizar/generizar el cuerpo. Y sabemos ya que el abanico de interpretaciones
vividas por el cuerpo está menos determinado por la anatomía que por las
interpretaciones y prescripciones dadas a esa anatomía. En todo caso, la
desencialización de identidades propone al feminismo al menos cuatro cuestiones: que
las categorías sexuales mismas son menos estables y unificadas de lo que pensamos,
que la identidad sexual puede ser experimentada como transitiva, liminal y discontinua,
que la supuesta estabilidad de la identidad sexual es un proceso continuo que depende
de contextos y prácticas sociales particulares y, por tanto, que los criterios de
membresía a las categorías sexuales pueden y deben ser debatidos.
Sin duda el género fue una operación que abrió las puertas a un proceso de
subjetivación política, arrancándonos a las mujeres de nuestra propia evidencia y
llevándonos al terreno político, pero temo que nos ha hecho sus rehenes, nos ha dejado
atrapadas en ese orden policial del que en algún momento consiguió evadirse.
Si los cuerpos impiden su incorporación a un modelo singular universal,
entonces las mismas formas que toma la subjetividad no son generalizables. La
subjetividad no puede elaborarse conforme a los ideales universalistas del humanismo,
no hay concepto de lo “humano” que incluya a todos/as los/as sujetos sin violencia, sin

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olvido o de manera residual. Liberar al cuerpo de los enfoques biológicos y pseudo
naturalistas con que se lo ha pensado es una tarea que aún nos queda por hacer a las
feministas. No es un trabajo sencillo. Como dice Grosz, dentro de nuestra herencia
intelectual no hay siquiera lenguaje disponible con el que poder referirnos a una
subjetividad corporizada que se resista al dualismo y que elabore alternativas a él.
Necesitamos metáforas diferentes a las que han dominado la historia de la filosofía,
necesitamos empezar a pensar en el cuerpo como un campo plural, múltiple y
abandonar aquél que funciona como el delegado o representante de otros. Un campo
como espacio discontinuo, no homogéneo, no singular, un espacio que admita las
diferencias.
Para quienes nos sentimos interpeladas por identidades como las travestis nos
llegó el momento de empezar a pensar cómo proyectar estos debates en una política
menos excluyente y más emancipadora.

Notas
1 Es oportuno notar que luego de este incidente, los siguientes encuentros
feministas agregaron la palabra mujer en sus convocatorias. En adelante, tanto el
encuentro del año 2001 como el correspondiente a este año, la convocatoria es a un
encuentro nacional de mujeres feministas.
2 Es la real vulnerabilidad o fragilidad del cuerpo femenino lo que conduce a la
subordinación de las mujeres y no el contexto social e histórico del cuerpo, los límites
sociales impuestos sobre un cuerpo autónomo.
3 Desde esta perspectiva, dirá Nicholson, no fue extraño que, en los años ‘80,
Chodorow fuera criticada por feministas lesbianas como A. Rich, quien calificó su
análisis como heterosexual; que Carol Gilligan y Mary Daly fueran acusadas de hablar
desde una perspectiva básicamente blanca, occidental y de clase media por
feministas negras como Lorde y la misma Spelman.
4 Raymond va incluso más lejos al afirmar: “Nosotras sabemos quienes somos.
Conocemos lo que son las mujeres que nacen con cromosomas y anatomía femenina, y
aunque seamos o no socializadas para ser mujeres normales, el patriarcado nos ha
tratado y nos tratará como mujeres. Los transexuales no tienen ni tendrán esta

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misma historia” (1994:114).
5 Aún cuando algunas feministas entienden el género como la organización
social de la diferencia sexual, un tipo de conocimiento que establece significados a las
diferencias corporales, el sexo prevalece en la teoría feminista como aquello fijo, fuera
de la cultura y la historia, aquellos que le da marco a la diferencia masculino/femenino.
Si el género tiene un carácter normativo tal que construye incluso la diferencia sexual de
manera jerárquica y opresiva, ¿por qué seguir sus normas y rechazar el debate con
quienes no se han sujetado a él?

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