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Juntos 7 Años Jack & Amy 3 - Josie Lloyd & Emlyn Rees

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES

JACK & AMY, 3

JUNTOS 7 AÑOS
A todos los lectores de Finalmente juntos.

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ÍNDICE

Agradecimientos .................................................................... 4
La crisis del séptimo año .................................................. 5
Capítulo 1 - Amy ............................................................... 6
Capítulo 2 - Jack ............................................................... 15
Capítulo 3 - Amy ............................................................. 31
Capítulo 4 - Jack ............................................................... 43
Capítulo 5 - Amy ............................................................. 58
Capítulo 6 - Jack ............................................................... 71
Capítulo 7 - Amy ............................................................. 86
Capítulo 8 - Jack ............................................................. 102
Capítulo 9 - Amy ........................................................... 120
Capítulo 10 - Jack ........................................................... 137
Capítulo 11 - Amy ......................................................... 151
Capítulo 12 - Jack ........................................................... 161
Capítulo 13 - Amy ......................................................... 169
Capítulo 14 - Jack ........................................................... 182
Capítulo 15 - Amy ......................................................... 193
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .............................................. 210

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Agradecimientos
En primer lugar, gracias a nuestros maravillosos agentes, Jonny Geller y
Vivienne Schuster, Carol Jackson y a todo el personal de Curtís Brown. También a
todas aquellas personas fabulosas de Random House que nos han apoyado, en
especial a Susan Sandon, Georgina Hawtrey-Woore, Claire Round y Cassie
Chadderton por el trabajo duro. ¡Felicitaciones a Kate y Faye! Como siempre,
estamos muy agradecidos por las valiosas sugerencias de nuestros amigos y el apoyo
constante de nuestras familias, especialmente de nuestros dos angelitos.

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La crisis del séptimo año

Lo importante del fenómeno social conocido como «la crisis del séptimo año»
no es si este impulso a la infidelidad marital es universal, ni si es más o menos
probable que haga mella en los matrimonios al cabo de siete años, ni si uno cree en el
fenómeno. No, lo realmente importante es cómo reaccionas cuando te afecta:
¿decides capear la tempestad como un fanal incólume o te dejas arrastrar por el
oleaje revuelto?

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Capítulo 1
Amy

Las víboras

Cuando yo tenía ocho años, mi abuelo escribió en mi libro de recuerdos:


«Cuando tres o cuatro mujeres se juntan a charlar, que Dios proteja a la primera que
se marcha.»
Nunca entendí del todo la frase hasta que me incorporé a las Víboras.
Hoy es nuestra reunión quincenal y llego tarde. Yo no las veo como unas
víboras, sino más bien como un grupo de amigas y madres primerizas, pero Jack
siempre las llama así, o el Aquelarre, que para el caso es más o menos lo mismo.
Supongo que tiene razón. Mi pobre y sufrido marido es quien más padece el trabajo
de procesamiento que me veo obligada a realizar: pasar por alto los comentarios
velados y las insinuaciones cada vez que las Víboras se reúnen.
Jack, por supuesto, no entiende por qué sigo viéndolas; pero son como la Mafia:
cuando entras, ya no sales. Yo las conozco y ellas me conocen, estamos unidas por el
dolor y por escenas desagradables de emociones poco comunes. Si me fuera, sería
una eterna traidora, me rechazarían en el parque, no me invitarían a los cumpleaños,
y al poco tiempo me despertaría con la cabeza de un caballo decapitado en la cama…
o por lo menos con la de un pony.
Entro en Queen's Park deprisa y tomo el atajo que pasa junto a las pistas de
tenis. Es un día despejado de mayo y los castaños de Indias están cargados de flores,
pero no tengo tiempo de detenerme a contemplarlos. Sudo mientras el cochecito
traquetea sobre la hierba.
En una de las pistas hay un muchacho jugando al tenis con su entrenador. Tiene
las piernas bronceadas y se mueve con paso elástico y antiético. Su risa me llega con
la brisa y me recuerda cómo era Jack antes de que el exceso de trabajo, la paternidad
y nuestras permanentes crisis financieras lo volvieran tan serio.
En aquellos tiempos, Jack y yo siempre decíamos que íbamos a quedar una vez
por semana para jugar al tenis y luego comer juntos. Fue una de las razones por las
que compramos una casita lo más cerca del parque que pudimos permitirnos. Pero
en los tres años que llevamos viviendo aquí, no hemos quedado ni una sola vez para
almorzar, y mucho menos para una partida. Ahora ya ni siquiera hablamos de ello.
Antes de llegar a la zona de los columpios, me detengo y saco Buster se va a la
cama, el libro favorito de mi hijo Ben. Lo abro en la parte en que el protagonista se
lava los dientes. La ilustración tiene un espejo de papel de aluminio. Busco mi
imagen distorsionada a ver si quedan rastros del cruasán ilícito que me he comido o

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del delineador de ojos corrido de ayer. No, todo en orden, pero ojálame hubiera
lavado la cabeza. Y teñido las raíces. Y ojalá no tuviera esta pinta ceñuda. Y, mientras
vuelvo a meter el libro en la bolsa del cochecito entre el rancio batiburrillo de pieles
de plátano y toallitas de bebé, ojalá no importara mi aspecto, pero hay reunión de
Víboras y sí importa.
La verdad es que con ellas todo resulta exagerado. Te pones unos zapatos de
tacón nuevos, y acaban siendo zancos. Te pintas los labios, y tienes una aventura. Y si
engordas un kilito, te conviertes en una foca.
Es como si se aplicaran sin cesar al juego de descubrir la diferencia entre dos
viñetas, y cada diferencia supusiera una condena o algún tipo de crítica. Por eso
vuelvo a sacar el libro y me retoco cuidadosamente el brillo de labios, para que
parezca que no llevo nada. Detesto salir de esas reuniones hecha polvo. Me dejan con
sensación de agobio, y creo que hoy no podría soportarlo.

La gran conspiración femenina

Por supuesto que no siempre ha sido así. Al principio era maravilloso estar con
las Víboras porque, cuando me quedé embarazada, la euforia inicial al ver la rayita
azul de la prueba de embarazo desapareció enseguida, dando paso al pánico ante la
perspectiva de dar a luz.
Claro que sabía que no tenía que sentirme así. Lo normal era que me
transformara en una madraza orgullosa hasta la médula, pero por dentro me sentía
como Sigourney Weaver ante el babeante alien. Y a medida que engordaba, empecé a
verme como si en efecto me hubiera preñado un alien y sólo fuera cuestión de tiempo
que ese vástago se las arreglara para salir con un estallido.
Así que cuando me incorporé al grupo local de futuras madres y comprobé que
no era la única que padecía esos miedos, me agarré a ellas como a un bote salvavidas.
Me hacían sentir normal. Me hablaban como si aún tuviera cerebro y no fuera sólo
una yegua de cría andante. Al cabo de poco tiempo, ya nos unían esos horrores que
tratábamos de ocultar a nuestras parejas: varices que nos reptaban hasta la ingle
como gusanos lactantes, almorranas que harían enorgullecer a un babuino, una
barriga con más rayas que un mapa y un dolor de caderas que nos hacía cojear como
abuelitas. Por no hablar de las tetas, que rezumaban y dejaban regueros como esos
que se ven en los botes de leche condensada, de las verrugas y los lunares extraños
que picaban y del matojo indómito que asomaba por la línea del biquini (más cubano
que brasileño, estilo barba casuista).
Aprendimos a reírnos de todo aquello, así como de lo redonda que se nos había
puesto la cara y de cómo nos quedábamos encalladas en la bañera, asegurándonos
unas a otras que no habíamos engordado ni un kilo.
Después llegaron los partos en rápida sucesión y, pálidas, nos aferramos unas a
otras con necesidad renovada, contentas de no ser las únicas que se sentían como si

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hubieran sobrevivido por los pelos a un espantoso accidente de tráfico. («Vietnam.»


Así es como el cinéfilo de Jack había descrito el nacimiento de Ben. «Como pasar una
noche en Hamburguer Hill.» En cierto modo tenía razón. Nos sentíamos como
veteranas de guerra.)
Lo peor fue la traición, el descubrimiento de la «gran conspiración de las
mujeres». Supongo que existe para conservar la especie humana, pero lo cierto es que
nadie —y menos las otras mujeres— cuenta la verdad sobre el parto.
Nunca explican los horrores ginecológicos que hay que padecer para traer un
ser humano a este mundo. Nunca te preparan para el momento en que descubres que
estás hecha de carne y hueso, sin más, que eres peor que tus peores pesadillas y que
esta epifanía te ¡cambia para siempre.
Así que en las semanas siguientes a las experiencias de alumbramiento, las
Víboras nos consolamos mutuamente. Intercambiamos con susurros de espanto los
detalles truculentos de lo que habíamos pasado. Lloramos las unas en los hombros
de las otras mientras tratábamos de aceptar los puntos en el perineo, los pezones
agrietados y las noches sin dormir, y fingíamos ante el resto del mundo que
estábamos radiantes de serenidad maternal.
Pero el problema de cualquier grupo de mujeres (como cualquier mujer sabe) es
que con el tiempo se convierte en un avispero de competitividad encubierta. ¿Qué
pasó cuando nuestros bebés dejaron c ser recién nacidos? Entramos en las arenas
movedizas de la malicia Pasamos de cómo nos sentíamos a cómo nos iba.
Empezamos sopesarnos, a examinarnos y comparar nuestras respectivas habilidades
maternas, y descubrimos nuestros fallos respectivos.

La prueba de la fe

Respiro hondo y sonrío alegremente mientras me acerco a las mesas que


ocupamos siempre junto al cajón de arena del parque, esas de madera con bancos,
como de terraza de pub. Recuerdo que Jack tenía una en el jardín de la casa que
compartía con su mejor amigo, Matt. Pero éstas son mucho menos apetecibles porque
les faltan los cacahuetes y las cervezas heladas y les sobran los vasos de zumo
pringoso y los insulsos palitos de pan.
En el cajón de arena veo jugar a varios niños que conozco desde que nacieron.
Una de las mayores sorpresas de convertirse en madre es que, a pesar de todas las
bobadas que dicen por la tele, es una cuestión más de naturaleza que de crianza.
Todos estos críos nacieron con su propia personalidad. Los monos son muy monos
desde el principio, y los malos son malos sin remedio. No es algo que pueda decirse
en voz alta, como tampoco que detestas al hijo de otra.
No quiero que se me malinterprete, adoro a algunos de estos críos. Y hablo en
serio cuando digo que me gustaría bailar una canción lenta con alguno de ellos en su
vigésimo quinto cumpleaños. Pero entre todas tenemos ocho hijos, y alguno seguro

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que acabará siendo un repulsivo delincuente.


Las Víboras están todas presentes y debidamente rodeadas por un escudo
protector de cochecitos. Camilla recibe a la corte. Lleva una bonita falda de verano,
zapatillas Converse, y está sentada a horcajadas en el banco mientras mece con una
mano el Bugaboo (el cochecito más caro de toda la gama) donde, gracias a Dios,
duerme el demonio de Tyler. Su otra mano, adornada con un solitario de brillantes
(un regalo que recibió en la cama de la clínica privada donde dio a luz, obsequio de
su maridito Geoff, un ejecutivo de la BBC), descansa exhibiendo ostentosamente su
tripa hinchada. Ya está de dieciséis semanas. Le sonríe a Sophie.
Sophie es la mami apetitosa: guapa en plan pecoso y nariz respingona, toda
pantalones caqui, fulares y destellos de un estómago plano en el que asoma el borde
de un tatuaje. Útero Feroz, la llama siempre Jack con un brillo preocupante en la
mirada, el mismo que ilumina sus ojos cuando ve a la auténtica Angelina Jolie en la
pantalla. Pero eso no va a quitarme el sueño. Jack puede fantasear, pero no es de los
que pierden la cabeza. Al menos no últimamente.
A su lado está Faith, la entusiasta, que agita la mano en cuanto me ve. Faith, en
lo que respecta a la moda, parece haberse detenido en los noventa, con el pelo a lo
Rachel de Friends, aunque hoy me fijo en que también lleva unas Converse nuevas.
Me pasa por la cabeza que se ha comprado esas zapatillas para imitar a Camilla. O,
para decirlo de otra manera, no es Camilla la que la imita a ella.
—Ah, ya estás aquí —me saluda Camilla con una sonrisa.
Nos besamos todas y me siento junto a Faith.
De alguna forma, estaba esperando este día. Para ser franca, no hay tantas cosas
que me entusiasmen lo bastante como para anotarlas en mi agenda. En realidad, hay
tan pocas que ya ni siquiera llevo una agenda. Ocupo mi tiempo con las actividades
de siempre: llenar y vaciar el lavaplatos, hacer la compra, cambiar pañales, cocinar,
poner la lavadora. También está mi rutina con Ben: las clases de natación para bebés
los lunes, los conejitos Boogaloo los martes, los monitos musicales los miércoles,
juegos en el parque los jueves (los viernes, por supuesto, estamos histéricos).
Y también están estos encuentros ocasionales con las Víboras.
Recuerdo que cuando me incorporé al grupo, lo que más me molestó fue
descubrir que la maternidad nos hace a todas iguales. Puedo ser abogada o una
arquitecta brillante, incluso una diseñadora de moda famosa (como en una época
pensé que llegaría a ser), pero aquí no sirve de nada.
Aparentemente, lo que me hace igual a Faith es tener un hijo de la edad de su
hija. Y da lo mismo que se me acuse de esnob, pero Faith es bastante corta. Ser igual
que ella me desquicia y me incita a decir cualquier disparate, como que su
permanente amabilidad me parece de lo más hipócrita y sus fastidiosas suposiciones
sobre mi vida, estúpidas e inexactas. O que debajo de su fachada de mujer virtuosa se
esconde la víbora más venenosa de todas.
—Uy, todavía tiene ese sarpullido en la piel.
Es Faith quien abre el fuego señalando a Ben, que duerme retorcido después del
numerito que me ha montado hace unos momentos, con gritos a todo pulmón y

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lanzamiento de juguetes incluidos, porque lo metía en el cochecito. (Cualquiera


hubiera dicho que era un preso inocente al que arrastraban a la silla eléctrica.)
Alargo la mano y acaricio la cara angelical de mi hijo. Yo no diría que unas
manchas rojizas de rubor provocadas por una rabieta sean un «sarpullido en la piel».
Siento que mi corazón se llena de amor culpable por mi chiquitín. En el cuerpo a
cuerpo para embutirlo en el cochecito, ojalá no hubiera perdido la paciencia y no le
hubiera llamado «capullo» por hacerme llegar tarde.
—No le pasa nada —digo con un tono que espero corte en seco ese tema de
conversación, pero Faith es a la empatía lo que Stalin a las relaciones públicas.
—¿No habrá cogido la varicela? —conjetura.
Es evidente que le gustaría. A mí famas se me ocurriría meterme con su hija
Amalie, ni llevar la cuenta de sus males como si fueran debilidades. No me atrevería
a afirmar que Amalie parece —en palabras de Sarah— «un poco retrasadita».
—Aunque es comprensible, claro —continúa—. Seguramente el pobre Ben está
bajo de defensas después de esa tos terrible que tuvo y… que no acaba de írsele.
—A lo mejor tiene la gripe aviar —sugiero sonriendo lo más tontamente que
puedo—. Nunca se sabe…
Como es natural, espero que se tome el comentario por lo que es: una broma.
Pero no, no caerá esa breva.
—Tengo Tamiflu —me informa acercándose—. Hace meses que hago acopio. Te
puedo dar una o dos cajas. O si quieres te paso la web donde comprarlo.
No sé qué contestar. Se me ocurre que si Faith es el tipo de persona capaz de
sobrevivir a una pandemia, prefiero morir con las masas.
Por suerte nos distrae Camilla, que se inclina con pinta de conspiradora hacia la
embarazada Sophie agitando un frasco rosa de pastillas, lo que provoca risitas y
exclamaciones del grupo. Por eso Camilla y Sophie tienen ese aire de suficiencia.
Se produce un súbito torrente de confesiones personales, y me entero de que
Faith, Linda y Abby también están buscando activamente «el segundo». Lan se limita
a levantar las manos con el índice y el corazón entrelazados, y se mira la tripa
(aunque es tan pequeña que me sorprende que quepa algo más que una aceituna allí
dentro, mucho menos un feto). Camilla chilla de alegría y empieza a repartir
vitaminas de ácido fólico como una adolescente que trapichea con éxtasis.
Y se van.

La llegada del segundo

Durante los últimos dos años y medio, hemos debatido muchos temas en estas
mismas mesas. Visto desde ahora, algunos resultan ridículos, como la interminable
discusión sobre el parto sin dolor frente al parto natural. Ahora da risa. En cuanto
empezaron los dolores del parto, todas pedimos drogas a gritos. La bañera de Abby
para dar a luz en el agua se quedó en el maletero del coche; Linda le propinó una

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patada a la máquina de masaje que había alquilado y la estampó contra la pared; Lan
le clavó a Phil las agujas de acupuntura en los testículos cuando éste le dijo que la
ayudarían a soportar el dolor, y Sophie se puso a gritar como una histérica mientras
escuchaba el casete Respiración yoga para el parto.
Los temas de conversación posparto de las Víboras se volvieron, por supuesto,
mucho más específicos. Hubo un mes de «¿le vas a dar biberón?», seguido de «¿cómo
sé si ya está preparado (o preparada) para empezar con las papillas?». Después
continuamos con «¿es demasiado pronto para que empiece con los potitos?» y con el
permanente debate «¿la abuela, la guardería o yo?».
Unos temas tan idiotas que me entran ganas de pegarme un tiro. Y el que nos
ocupa ahora no es muy diferente. Nos ponemos a hablar de retrasos en la regla y de
las razones para tener otro hijo. La gran pregunta es: ¿por qué volver a pasar por lo
mismo de nuevo?
—¿Y tú qué, Amy? —me pregunta Camilla al final—. Estás muy callada. ¿Qué
piensas de tener otro?
—¡Tendrás que quedarte embarazada también! —exclama Faith—. De lo
contrario, te expulsaremos del grupo.
Soy el centro de atención.
La verdad es que quiero otro hijo. Pero jamás confesaría ante las Víboras mis
razones, porque, para ser sincera, las principales son éstas:

1. Durante unos añitos más no tendría que preocuparme sobre qué demonios
voy a hacer con mi vida laboral, y me ahorraría la inevitable humillación de no
superar las entrevistas de trabajo. Ya han pasado cinco años desde que Friers, la
empresa de modas en que trabajaba, fue vendida y prescindieron de mis servicios, y
tres desde que dejé aquel trabajo monótono y estresante de encargada en una
agencia de venta de entradas.
2. Podría dejar lo de adelgazar para más adelante.
3. Podría postergar esos abdominales que me prometí empezar cualquier día de
éstos y tendría la excusa perfecta para mi tripa fofa la próxima vez que me pusiera
un biquini.

—Eh… Jack y yo aún no hemos hablado del tema —miento. (Hemos hablado.
Ni en sueños, ha dicho.)
Me percato de que he vuelto a caer en la vieja trampa de las Víboras. Han
conseguido que la reproducción se convierta en la actividad primordial del grupo, y
ahora me siento en el lado equivocado de la línea divisoria.
—A mí me encanta hablarlo con Ed —suelta Sophie—. Es muy diferente decidir
ir por el segundo, ¿no os parece? —Camilla, Lan y Sarah se muestran totalmente de
acuerdo—. Ni me imaginaba que me quedaría tan rápido. La verdad —añade con
una carcajada— es que estaba disfrutando bastante con todos los intentos.
Siento vergüenza ajena por el cliché, pero aun así el corazón se me acelera de
celos infantiles. Siempre he pensado que mi relación con Jack es mejor y más sana

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que la de todas éstas con sus parejas. Me molesta que hayan tomado la decisión de
volver a reproducirse (suponiendo que así sea) y que estén disfrutando de
maravillosas sesiones de sexo mientras tratan de concebir. Miro a Ben y advierto que
Camilla me observa.
—No digo que Jack y yo no queramos otro hijo —explico intentando no parecer
a la defensiva—, pero por el momento estoy disfrutando tanto de ser madre… Es tan
maravilloso que no quiero aguarle la fiesta a Ben. Además, la idea de volver a estar
embarazada…
—Ay, sí, es verdad —me interrumpe Faith—. Pobre Amy. ¿Te acuerdas de las
náuseas que tuviste la última vez?
Mira quién habla. Fue ella la que no paró de quejarse durante todo el embarazo,
no yo. Esta tía proyecta tanto que debería trabajar en un cine. Típico de ella: dar su
versión de la historia.
—Y supongo que deberíais trasladaros si tenéis otro hijo —añade Camilla con
su tono más comprensivo—. Tenéis un casita preciosa, pero no puede decirse que os
sobre mucho espacio.
Jack tiene razón: son unas brujas de lengua viperina.

Tirar piedras sobre mi propio tejado

—Ah, antes de que me olvide, Yitka está buscando trabajo por las noches —
anuncia Camilla—. Si alguna la necesita… Amy, ¿no dijiste la última vez que te hacía
falta una canguro?
—Pues… la semana que viene es nuestro aniversario de boda.
En cuanto lo digo, siento como si hubiera arrojado una pata de venado a una
manada de lobos hambrientos. Se desata una competición de alardes de
celebraciones de aniversarios, durante la cual nos enteramos de que Geoff, el marido
de Camilla, organizó para el último una comida «de temporada» en casa a cargo de
un chef famosillo, y que Craig, el marido de Faith, tiene la costumbre de regalarle
una rosa roja por cada año que llevan casados. Sophie explica que Ed piensa
llevársela a París de fin de semana, sin Ripley, claro, el mes que viene. Iba a ser una
sorpresa, pero el hotel George V de París mandó la confirmación de la reserva a la
dirección de casa por error, con los detalles del menu gastronomique. Qué pena.
Trato de restarle importancia a nuestros planes debido a que Jack y yo aún no
tenemos ninguno, y ni siquiera estoy segura de que se acuerde.
El año pasado, Jack, durante una de sus fases de concienciación social (rompió
la tarjeta de cliente del supermercado y por fin empezó a usar el cubo de basura de
reciclaje), anunció que había decidido adoptar una postura anticonsumista. Lo que
también era válido para el día de la Madre (una chorrada norteamericana), el del
Padre (ridículo) y los aniversarios de boda («¿por qué tiene que decidir nadie cuándo
debo ponerme romántico?»), y por último, pero no menos importante, el día de San

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Valentín (que ya no vale para nosotros porque ya no somos solteros). Hasta que lo
amenacé con dejarlo sin la Playstation 3 para su cumpleaños, no accedió a que los
cumpleaños fueran la excepción a su regla antipaparruchadas. Así que, aunque se
acuerde de nuestro aniversario, seguramente no haremos nada muy espléndido.
—Nos gustaría simplemente pasar la velada juntos —murmuro—. No sé, quizá
ir al cine…
—Estoy segura de que podéis hacer algo mucho más emocionante, pero, en
cualquier caso, os presto a Yitka —me interrumpe Camilla.
«Oh, gracias. ¿Me la prestas? Como si fuera un jersey, en vez de una chica con
una licenciatura en Psicología, que vive aquí, paga impuestos, habla inglés
perfectamente y encima es estupenda con los niños.» Pero, claro, no tengo el valor de
verbalizarlo.
—Bueno, a lo mejor Yitka está ocupada o tiene planes —indico en cambio.
—¿Planes? ¿Te refieres a vida social? —responde Camilla, mirándome perpleja.
Se ríe como si yo estuviera loca—. Yitka no tiene ningún plan. Ya te he dicho que es
una maravilla, muy trabajadora. No creo ni que tenga amigos.
¿Y para qué necesita amigos, con una jefa como Camilla?
—Pero hay que tener cuidado con ella —continúa—. Pretendía que le subiera a
siete cincuenta la hora.
A ver si lo he entendido bien. Camilla está encantada de confiar su precioso hijo
único a Yitka, de hacerla responsable de la seguridad, felicidad y educación del niño,
¿y luego quiere joderle quince peniques por hora?
Y todo esto de una mujer que justifica gastarse seiscientas cincuenta libras en un
vestido de cachemir de Matches, argumentando que sólo le saldrá a dos libras y
media cada vez que se lo ponga. Desde luego…
Por suerte, en ese momento Tyler abre los ojos y chilla tan fuerte que despierta
a Ben. Empieza el ajetreo de Tupperwares y pasamos media hora organizando el
reparto equitativo de incentivos y amenazas entre los niños. Y otros diez minutos
charlando sobre los nuevos dueños de la cafetería del parque, y sobre si hoy haremos
o no los honores a algún pastel. Sara, la gordi, nos mira como si estuviéramos
decidiendo respirar o no. El café con leche también está prohibido. Al parecer, la
cafeína dificulta la concepción.
Por fin vuelve la calma y llega el momento de ponernos al día sobre las
peculiaridades digestivas de cada niño. Es un asunto fascinante, de veras. Diálogos
ágiles y concisos, en serio. Es extraño que Spielberg no nos llame.
No tengo el valor de admitir que Ben está en huelga de hambre desde hace tres
días (salvo de patatas chips con sal y vinagre) y arroja contra la pared todo lo que le
doy.
—¡Mirad! —exclama Camilla—. Ahora que los veo a todos juntos me doy
cuenta de lo grande que está Tyler comparado con los demás. ¿Sabéis que ya usa una
talla cinco de Huggies?
Lo dice de la misma forma en que se jactaría una nudista de un marido muy
bien dotado. Todo el mundo se percata, pero ella sigue dale que te dale. De hecho,

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nadie tiene la oportunidad de replicar, porque enseguida añade:


—Bueno, ¿cómo celebramos los cumpleaños de los niños este año?
¿Organizamos otra vez una fiesta conjunta?
Gruño. El año pasado elegimos una fecha intermedia entre el primer
cumpleaños y el último, pusimos a todos los críos juntos en un sofá y les sacamos
fotos, mientras Camilla se empeñaba en que nos sintiéramos agradecidas de estar en
su enorme mansión.
—Aunque el año pasado fue un lío lo de las dos fiestas —continúa.
Primera noticia para mí. Y dada a propósito, supongo, por la forma en que deja
caer el comentario. No tenía ni idea de que había celebrado otra fiesta, además de la
de las Víboras. Lo cierto es que no hubo invitación. Al menos no para mí.
—Lo mejor será que cada una organice la fiesta de su hijo. Es lo más fácil.
Y lo más competitivo.
—Ya he reservado en Pizza Teca para toda la tarde del veintisiete y Bella
Burbuja se ocupará de la animación —anuncia, confirmando mis sospechas.
Todas murmuran impresionadas.
—A ver… —calcula con los dedos—. Amy, el tuyo es el primero, ¿no?
Me percato demasiado tarde de que he tirado piedras sobre mi propio tejado.
He afirmado, en público, que no quiero tener otro hijo porque estoy disfrutando de la
maternidad. Así que confesarles la verdad —por ejemplo, que no pensaba organizar
una fiesta para Ben porque sólo tiene dos años y ni se acordará— no cuela con las
Víboras.
—Sí, el domingo próximo no, el otro —respondo con naturalidad, como si ya lo
tuviera todo planificado, mientras finjo rebuscar en el bolso—. Las invitaciones…
Vaya, me las he dejado en casa —miento—. De todas formas, espero que podáis
venir.
Asienten complacidas.
—¿Los maridos también? —pregunta Sarah con la boca llena de magdalena.
Accedo con simpatía y un nudo espantoso en el estómago.
La última vez Jack dijo que prefería clavarse un tenedor en la cabeza que pasar
un minuto en la misma habitación que Tory Rory, el marido de Sarah.
Ay, Dios mío, ¿qué he hecho?

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Capítulo 2
Jack

El Chico Boomerang se tira a la mantis religiosa

Cuando abro la puerta de casa y el olor me asalta, lo primero que recuerdo es el


viaje de intercambio que hice a Francia cuando tenía quince años.
Imágenes borradas desde hace mucho tiempo giran en mi cabeza: pain au
chocolat, cuchillos de picnic, petards, cigarrillos Gauloise Blonde… y una monada
llena de granos llamada Marianne —con unas tetas lo suficientemente grandes para
esquiar entre ellas y una sonrisa como para romperte el corazón—, que me enseñó el
secreto de esos besos con lengua como los de las películas y prometió que me
escribiría a Inglaterra, aunque nunca lo hizo.
Quizá fue una época estimulante, pero lo que más recuerdo es el olor del
dúplex suburbano en que me alojaba.
Los Legard eran carniceros. Madame Legard (cara de Brigitte Bardot madurita
y cuerpo de luchador de sumo entrado en años) tenía seis hijos, y se pasaba la vida
asando despojos y friendo cebollas, cociendo coliflores, cambiando pañales, haciendo
camas y preparando baños.
La casa olía a biberones, papillas, colada y alcantarilla. Era un olor
desmesurado, sofocante, que me mareaba y daba náuseas, me provocaba
claustrofobia y me agobiaba. Por eso me alegré —a pesar de los descomunales
encantos de Marianne— cuando mi breve estancia continental llegó a su fin.
Mientras respiraba el aire fresco del mar en el ferry que me llevaba de vuelta y
vomitaba el Martini Bianco que había comprado ilícitamente antes de embarcar,
agradecí a Dios que sólo hubiera sido un visiteur y que aún me quedara por delante
el resto de la vida.
Y aquí estoy… veinte años después, que han pasado en un abrir y cerrar de
ojos, y resulta que mi hogar huele exactamente igual que la casa de los Legard. Es
como si el círculo se hubiera cerrado, como si todo aquello de lo que huía en cierta
época de repente hubiera dado conmigo. Como si me hubiera convertido en el Chico
Boomerang.
Veo el pasillo repleto de cosas domésticas como si fuera el cañón de una
escopeta.
Junto con el efluvio empalagoso del caldo que sale de la cocina, un
nauseabundo pestazo a leche cortada impregna la tapicería a cuadros azules del
cochecito de paseo, que bloquea el paso.
Y por si fuera poco, se mezcla con el penetrante e intenso hedor del cubo de

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plástico para pañales usados que sale del cuarto de Ben. El objeto de este fétido
invento satánico es envolver los pañales usados en un celofán con aroma alimón,
como si fueran una ristra de salchichas de caca. La utilidad de este invento, su
porqué, queda más allá de mi comprensión. Me refiero a por qué se le ocurriría a
alguien envolver la mierda. Se envuelven los regalos, pero esto no es algo que uno
enviaría a nadie acompañado de una tarjeta con la dedicatoria: «En cuanto lo vi,
pensé en ti.»
Pero ¡qué importa mi opinión! Fue mi suegra quien trajo este artilugio para
envolver pañales usados y, por tanto, no puedo hacer lo que me gustaría: tirarlo a la
basura, incinerarlo, donarlo a una organización humanitaria, o, mejor aún, volarlo
con una carga explosiva…
En cambio, debo vivir con ese trasto.
Y aceptarlo.
Igual que acepto otros olores en mi vida.
Porque, claro, esta peste no es culpa de nadie. Amy y yo limpiamos, sí. Pasamos
el aspirador y ventilamos. Barremos y fregamos. Pero a veces, sobre todo a la hora de
las comidas, del baño o los pañales, el olor se apodera del lugar, especialmente en
una casita de dos dormitorios como la nuestra.
En ocasiones me dan ganas de huir en busca de espacios amplios al aire libre
como hacía de niño, de correr con los brazos abiertos como un avión esperando, más
allá de toda esperanza, despegar y volar por el cielo.
Pero no lo hago porque no soy un niño. Y porque ahora sé lo que ignoraba
entonces: que hasta los aviones supersónicos tienen que aterrizar tarde o temprano.
Y yo aterricé aquí.
Así que me quito las botas embarradas, cierro la puerta a mis espaldas y me
digo: «Bueno, mi vida huele de vez en cuando, ¿y qué? También hay otras cosas
buenas, ¿no?»
Y entonces trato de encontrar la prueba que demuestre esta última afirmación.
Y soy afortunado porque no tengo que buscar demasiado. Después de abrirme
paso como un Houdini a través de la carrera de obstáculos del pasillo (sillita de
paseo volcada, el cochecito de madera y la cestita de juguetes), descubro que la
primera prueba de lo afortunado que soy en la vida está ahí, de espaldas a mí, al otro
lado de la puerta de la cocina…
Amy Rossiter: el yin de mi yang, el Moët de mi Chandon, la noche de mi día, la
Coca de mi Cola.
Lleva un top negro de algodón muy ceñido y el cabello recogido con un
pañuelo a cuadros azules y blancos que se ha atado a la altura de la nuca, donde el
pelo se hace tan suave que dan ganas de besarlo. Tiene el top ligeramente levantado
por encima del cinturón de los vaqueros, dejando a la vista una sensual franja
desnuda en la base de la columna.
No se vuelve, no me ha oído. Remueve una sartén de coliflor con queso que
chisporrotea y burbujea sobre el fuego como el Vesubio. El extractor está encendido y
el iPod suena a toda pastilla con Let's Get it On de Marvin Gaye.

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Quizá lo que enciende la chispa sea esa desnuda franja sensual, o el pañuelo en
la nuca, que, lo reconozco, confiere a la escena cierto aire de fantasía tipo Daisy Duke,
esa bomba sexual. O tal vez la canción… que al menos no es una de los Teletubbies,
que es lo que suele sonar últimamente cuando vuelvo a casa.
O, para variar, el trasero de Amy, prieto en los vaqueros, que empieza a
balancearse de un lado a otro suave e hipnóticamente…
Podría ser cualquier combinación de estos factores audiovisuales lo que dispara
mi libido aletargada, pero el resultado es el mismo: de pronto siento un deseo
irresistible de abalanzarme sobre ella, a pesar de que en los últimos tiempos es raro
que coincidan en mi vida el deseo irresistible y la posibilidad de satisfacerlo.
Esto se debe, sobre todo, a que Amy y yo casi nunca comemos juntos, y las
pocas veces que eso sucede, por lo general estamos tan cansados que la tentación de
echar una cabezadita supera a la de revolcarnos juntos en el sofá.
Hace tiempo que pasaron a la historia aquellos revolcones apasionados antes de
volver al trabajo sobre los que se cimentó nuestra relación. Aquellos encuentros
furtivos, frenéticos y picantes del mediodía, que sazonaban nuestra vida laboral, se
perdieron en la noche de los tiempos.
Las atrevidas escapadas de fin de semana, por rápidas autopistas hasta
encontrar alguna pensión barata en el campo, con colchones chirriantes y un fuego
cálido y acogedor, murieron para siempre.
Las lujuriosas y lascivas sesiones nocturnas, con bañera humeante y masajes
incluidos, ya no son más que un agradable recuerdo.
Amy y yo nos hemos convertido en el sultán y la sultana del sexo rápido, el
príncipe y la princesa de las guarradas pragmáticas, el rey y la reina de los polvitos
calculados.
Siempre y cuando no tengamos resaca (cosa no muy frecuente), intentamos
hacerlo el sábado por la mañana, mientras Ben aún duerme.
Siempre y cuando no estemos con amigos (cosa no muy frecuente), intentamos
hacerlo al mediodía del fin de semana, mientras Ben duerme la siesta.
Y siempre y cuando no tengamos resaca, estemos con amigos o completamente
rendidos (cosa no muy frecuente), intentamos hacerlo entre semana por la noche,
después de acostar a Ben y leerle Dónde está mi orinal (que, me parece, no es un texto
que los sexólogos recomienden especialmente por sus cualidades afrodisíacas).
En otras palabras, Amy y yo lo hacemos si podemos. La vida sexual que antes
fuera el menú degustación del chef, ahora se ha convertido en un bocadillo en el
metro. Es algo que haces a la carrera, entre otras ocupaciones y compromisos, y,
como toda comida rápida, aunque te llene y parezca sabrosa, en raras ocasiones
perdura el placer.
Pero en este momento —aquí en la cocina, después del trabajo—, lo que me está
sucediendo sólo puede calificarse de auténtica anomalía: de pronto se ha abierto una
puerta que consideraba tapiada hacía mucho tiempo.
Tan sorprendido estoy por la ausencia de mi hijo al lado de Amy, o de alguna
otra madre que haya venido con su niño a merendar, que no puedo evitar dar un

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paso al frente y lanzar un «¡Grrrrr!» como si fuera un pervertido, acompañado de


una cariñosa embestida pélvica a las bien puestas nalgas de Amy.
Ella se estremece de sorpresa mientras mis brazos se deslizan mecánicamente
por su talle y mis manos reptan en busca de sus pechos.
Hay ciertas reacciones que uno espera después de semejante acometida
amorosa sobre la mujer que ama. Palabras como: «¡Dios mío, me has asustado! », o el
siempre optimista «¡A ver si creces de una vez!», o el «¡Mmm!» cargado de
excitación. Pero lo que escucho es:
—¿Qué coño haces?
Y la explicación a esta pregunta lanzada a viva voz se hace cristalinamente
evidente cuando se retuerce enfadada y se vuelve.
La mujer que tengo ante mí no es la que yo esperaba que fuera. Esta joven —
cuyo trasero acabo de frotar con mi entrepierna y cuyos pechos mis manos han
rodeado como buitres— es alguien a quien no he visto en mi vida.
Y por si hiciera falta otra prueba de lo espantoso y repugnante de mi acción,
Amy aparece en la puerta con Ben enganchado a horcajadas en la cadera.
La boca se me seca como si acabara de dar un mordisco a un saco de sal.
—¿Qué coño estás haciendo? —me pregunta Amy que primero me mira a mí y
después a la joven del pañuelo, roja como un tomate, que ahora me observa ultrajada
en silencio, como si acabaran de enchufarla a la electricidad.
Presa del pánico, sigo la mirada de la chica del pañuelo, que se clava primero en
mis manos, ahuecadas comprometedoramente con la forma de los pechos, y luego en
mis caderas, que, ahora me doy cuenta, siguen sacudiéndose de manera
espasmódica, autónomas del resto del cuerpo, como esos muñecos de Elvis que se
ponen en el salpicadero del coche.
Me recuerda a un documental que vi una vez en Discovery Channel sobre los
hábitos de apareamiento de la mantis religiosa, en que el abdomen del macho seguía
embistiendo mucho después de que la hembra se hubiera merendado la cabeza como
aperitivo en medio del coito.
Mis labios emiten un extraño gimoteo agudo. Dentro de los pantalones, mis
testículos llevan a cabo una asombrosa maniobra de contracción, como si se hubieran
transformado en dos ratoncillos que, ante un depredador mortal, echaran a correr
desesperados en busca de protección materna.
Me cruzo de brazos, carraspeo y dejo de mover las caderas.
—Lo siento —le digo a la chica. Y a Amy—: Puedo explicártelo. —Y a la chica—:
Pensé que eras Amy. —Y a Amy—: De verdad, creí que eras tú.
Las dos intercambian una mirada como para decidir si castrarme directamente
o pegarme un tiro primero. Y, tal como me siento, la segunda opción sería un alivio.
—Papi ja ja —dice Ben, y me sonríe con los ojos brillantes, como si yo fuera un
mono muy listo que acabara de realizar un truco muy gracioso. Ríe y me señala—.
Papi ja ja, mami —repite, sin dejar de reír.
Algo en su risa tranquiliza a la chica del pañuelo. Lo veo en su expresión, que
parece decir: «Bueno, si al crío le cae en gracia, a fin de cuentas no debe de ser un

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violador en serie…»
Ben también logra que me calme, como siempre en cuanto lo veo, igual que yo
tranquilizaba a mi madre de niño. Mi hijo hace que me sienta sólido, parte de algo
más grande que yo. Logra que me distancie de mis problemas y me sienta fuerte y
seguro.
Me acerco y le beso la nariz, sin dejar de mirarlo.
Mi niño, mi pequeño, mi lucero del alba, el muchacho con quien espero jugar al
fútbol cuando cumpla siete años, o salir a tomar una cerveza a los diecisiete… el niño
que ilumina mi día, todos los días.
—Rin, rin —le digo apretándole la punta de la nariz como si fuera un timbre.
—Rin, rin, rin, rin —repite con una risita encantadora.
Ojalá los adultos fueran tan fáciles de complacer.
Pero una mirada a la ceñuda Amy me dice que no es así.

El dedo arrugado de Michael Douglas

—¡No puedo creerlo! —exclama apoyada contra la puerta cerrada del


dormitorio, que tiene la pintura tan desconchada como un eucalipto mudando la
corteza. Me ha seguido desde la cocina, donde ha dejado a Ben con la chica del
pañuelo, que, ahora lo sé, no es otra que nuestra nueva canguro, Yitka.
—Ya te he dicho que fue un accidente —me excuso mientras me siento en el
borde de la cama para quitarme los calcetines sudados—. No tengo la culpa. Estaba
disfrazada.
—¿Disfrazada?
—Llevaba un pañuelo —le recuerdo.
—Ah, bueno, entonces la culpa es suya, ¿no?
Sé que Amy al final entrará en razón.
—Exactamente.
—Y para evitar posibles confusiones en el futuro —insiste—, tendría que
pedirle que se pusiera un cartel en la espalda, algo como: «Soy Yitka, no Amy, así
que por favor no me toquetees el culo ni me sobes las tetas.»
—No se las sobé —corrijo—, apenas se las acaricié.
La diferencia no parece importarle.
—Me sorprende que no haya salido a la calle dando gritos. Bueno, tampoco
podía —añade mirándome acusadoramente—, teniendo en cuenta que la apretabas
de esa manera con el paquete.
—¿Y si lo dejamos? —refunfuño mientras me desabrocho la camisa—. Sólo le
toqué el culo, ¿vale? Por equivocación. No me parece el crimen sexual del siglo.
Amy compone una mueca de disgusto mientras me quito los pantalones.
—Te restregaste contra ella como… como un perro en celo… Qué asco… ¡Pobre
chica! Habrá sido como… no sé, como verse agredida por la versión masculina de la

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señora Robinson.
—Aja —replico de pie, desnudo y con las manos en las caderas—. Así que se
trata de eso: no de lo que he hecho, sino de a quién se lo he hecho. No del crimen en
sí, sino del perfil de la víctima. Y te parece peor por la edad de Yitka.
—Yo no he dicho eso.
—Pues sí. Acabas de acusarme de ser una Anne Bancroft sin afeitar.
No replica porque no puede. Su lapsus freudiano ha dejado traslucir que el
hecho de que me haya restregado sin querer contra otra mujer no es nada comparado
con que esa mujer sea más joven que ella.
Tendría que reírme, qué ridiculez, pero en cambio me irrito y deprimo en igual
medida porque, en otra época de mi vida, habría sido perfectamente aceptable un
avance con una mujer de la edad de Yitka, pero parece que esa época ha pasado. A
ojos de mi mujer, ya he cruzado esa fina línea que separa al seductor del pervertido.
Dentro de un par de años sin duda seré promovido a la categoría de viejo verde (con
gabardina y suscripción a revista porno incluidas).
—Típico —añado.
—¿Típico de qué?
—De vosotras, las mujeres. De la actitud femenina respecto a los hombres y
mujeres más jóvenes. Claro, que Demi Moore salga con Ashton Kutcher o que Diane
Keaton se líe con Keanu Reeves os resulta de lo más normal. Pero si Michael Douglas
pone un dedo arrugado sobre Catherine Zeta-Jones, todas lo acusan de viejo verde.
—Que probablemente es lo que Yitka piense de ti.
—Qué tontería. —Cojo una toalla del respaldo de una silla—. Además, esa chica
tiene unos pocos años menos que yo.
—¿Unos pocos?
—Vale, algunos.
—Diecisiete, Jack, para ser exactos. Tú tienes treinta y cinco y ella, dieciocho.
Podrías ser su padre.
—Bueno, biológicamente supongo que sí.
—Y legalmente. Y normalmente. Hay mucha gente de treinta y cinco con hijos
de su edad.
Debo reconocer que esas frías estadísticas son como un mazazo, pero no dejaré
que me desvíen de mi camino.
—Razón por la cual deberías tomar lo que acaba de pasar en la cocina como un
halago.
—¿Como un qué?
—Bueno, es evidente que Yitka es una chica guapa. Así que haber confundido
su trasero de dieciocho años con el tuyo debería halagarte, ¿no crees?
—Ay, qué ingenua. Yo hubiera considerado halagador que alguien me dijera
que he tenido una idea brillante, o que hoy mi pelo tiene un aspecto espléndido…
Sólo ahora reparo en que se ha hecho mechas y cortado el pelo. Maldición.
—Hoy tienes el pelo precioso —corroboro rápidamente.
—Qué espontáneo, Jack. ¿Por qué no buscas la palabra en el diccionario? La

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encontrarás entre «espabilado» y «estúpido».


Se vuelve para marcharse, pero la cojo del brazo.
—Vamos —le digo bajando el tono—, no discutamos. Esta noche no.
Al ver que frunce el entrecejo, pienso que mi intento de hacer las paces ha
llegado demasiado tarde y que estamos a punto de pasar de una discusión a una
pelea abierta, algo que últimamente sucede con demasiada frecuencia y facilidad.
Pero su expresión se suaviza y afloja el brazo.
—Hueles a estercolero. Creo que necesitas una ducha —me dice con cariño,
arrugando la nariz.
Sonrió débilmente y me encojo de hombros. No puedo negarlo, en mi ropa de
trabajo e incluso debajo de mis uñas no muy cuidadas hay estiércol de caballo. He
pasado toda la tarde abonando los parterres de la señora Wilson. ¡Qué te parece!
¡Estiércol de primera traído directamente de una cabaña de sementales de Essex, a
libra el kilo!
Con esto (entre otras cosas) me gano la vida ahora: vendo mierda apersonas
más ricas que yo. O según lo definiera Amy una vez: «Ahora no sólo vas hecho una
mierda, sino que también la vendes.»
No es que se avergüence de lo que hago, pero preferiría que me dedicara a algo
más glamuroso. La verdad es que no me sorprende, teniendo en cuenta cómo nos
iban las cosas cuando nos casamos. Ella trabajaba en el negocio de la moda y yo aún
me las arreglaba para ganarme la vida decentemente vendiendo mis pinturas a
empresas de la ciudad. Pero entonces Amy se quedó embarazada y mis encargos
empezaron a disminuir.
A raíz de ello tuve una reunión de crisis con mi vieja amiga Chloe, que ahora
trabaja de asesora financiera en Brighton, y hablamos sobre mis posibilidades de
encontrar algo que me reportara ingresos. Desechó mi primera idea: una
sandwichería temática inspirada en la Mafia y llamada La Baguetería, pero le gustó
la segunda: paisajismo y jardinería.
Así que conseguí un crédito en el banco para seguir un curso de doce semanas y
después logré que me contrataran en Greensleeves, una empresa londinense que
diseña y cuida jardines de ricos. Trabajo para ellos cinco días a la semana, y luego
ayudo en la verdulería orgánica del Mercado de Agricultores de Queen's Park todos
los domingos.
En otras palabras, me dejo la piel, pero tengo que hacerlo: necesito el dinero.
Estamos hipotecados hasta las cejas y aún sigo pagando el crédito pedido para
el curso de jardinería, además de hacer malabarismos con las deudas de varias
tarjetas de crédito y los descubiertos.
Resumiendo, a final de mes no queda mucho, especialmente ahora que Amy no
trae ningún sueldo a casa. Pero nos arreglamos sin quejarnos, lo que me hace seguir
adelante y sentirme orgulloso.
Ese mismo orgullo que trasluce la sonrisa de Amy, que observa cómo me ciño la
toalla alrededor de la cintura y recojo la camisa y los pantalones para meterlos en la
cesta de la ropa sucia.

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Por lo general dejo la indumentaria de trabajo en la tienda de Greensleeves de


Queen's Park, donde suelo darme una ducha y frotarme bien, pero hoy tenía prisa
por llegar a casa.
Esta noche es especial. Es nuestro aniversario de boda. Hace siete años que me
casé con Amy Crosbie, el amor de mi vida y la madre de mi hijo. Hace siete años que
pronuncié las dos únicas palabras de veras inteligentes en mi vida: «Sí, quiero.»
—Date prisa y dúchate —me apremia Amy, que saca el carmín y se agacha para
pintarse delante del espejo de la mesilla de noche—. Tengo entradas para una
película y no podemos llegar tarde.
—¡Qué bien! ¡Qué ganas tengo de ir al cine!

Hablemos de sexo, nena

Al final no vamos al cine, a pesar de que Amy compró las entradas por Internet.
Nos limitamos a caminar por Mortimer Road y esperar en la parada de Kensal
Rise el autobús 52, que nos llevaría al cine Electric en Portobello Road, junto a tres
adolescentes bocazas, de pantalones caídos y capuchas.
Y mientras aguardamos, miramos con envidia, como un par de indigentes
dickensianos ante la puerta de una confitería, a las parejas de la taberna de enfrente
cuyas siluetas se recortan contra un cálido resplandor ambarino de linterna mágica.
En silencio, vemos llegar el autobús. En silencio, vemos subir a los adolescentes.
En silencio, permanecemos inmóviles y vemos partir al bus.
Entonces, como dos colegiales haciendo novillos, cruzamos corriendo
Chamberlayne Road y nos metemos en el pub Greyhound.
Este cambio de destino, sin mediar palabra pero de común acuerdo, es habitual
para nosotros. Solemos comprar entradas para ir a algún sitio, al cine, a un musical o
al teatro, porque semejantes excursiones culturales justifican el gasto de una canguro
(cosa que no sucede con el pub, ya que la cogorza podemos pillarla tranquilamente
en casa).
«No aprovechamos Londres como deberíamos», nos lamentamos con
austeridad mientras estudiamos con aplicación webs de teatro y planeamos salidas
nocturnas. «Nos sometemos a todos los inconvenientes de la ciudad: el tráfico, los
impuestos, los metros repletos —declaramos con sensatez mientras llamamos a una
canguro—, y descuidamos su maravillosa riqueza cultural.»
Sin embargo, detrás de toda esa cháchara de automejora intelectual, existe el
acuerdo tácito de que en realidad no asistiremos a ninguno de esos espectáculos
culturales.
Sólo son justificaciones, excusas y medios para llegar a un fin.
Es decir, nos permiten salir de casa sin el niño, retroceder en el tiempo, volver a
sentirnos jóvenes e irnos de copas como hacíamos antes de que naciera Ben. En otras
palabras, es la mejor manera que conocemos de volver a ser «nosotros».

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O al menos debería serlo.


Sin embargo, esta noche, dos horas después de entrar en el pub, ya no estoy
seguro de que siga siéndolo.
El problema no es el lugar en sí, que está bien. Hay mucha gente, un ambiente
animado y la comida es fantástica. Suena lo último de Gotan Project en el Bose
profesional y todos los clientes parecen contentos y relajados.
No, el problema aquí no es el ambiente, sino nosotros. Amy y yo, que ya no
encajamos. Antes adoptábamos tranquilamente el «modo-taberna» (charlas, ligoteo y
diversión), pero ahora nos quedamos atascados en el «modo-casa», como demuestra
nuestra conversación…
—¿Puedes creer que dijera eso? —me pregunta Amy—. ¿Puedes creer que usara
la expresión «de gremlin»? Es increíble.
—Me dejas de piedra —respondo, pero no porque no dé crédito a lo mala que
fue Faith al calificar así las orejas del hijo de Linda; no, mi incredulidad surge del
hecho de que Amy piense que vale la pena contármelo. Especialmente en el entorno
adulto de este pub. Y más aún en nuestro aniversario de boda, cuando falta menos de
una hora para que nuestra excursión estilo Cenicienta al mundo adulto llegue a su
fin.
Ella bebe otro sorbo de vino blanco y sigue explicándome lo que pasó después
entre Faith y Gremlin Madre, pero me cuesta prestarle atención.
No es que mi mujer sea una persona aburrida, en absoluto. (Intuyo que me
cuenta estos chismes domésticos en este momento porque cree que estoy
perdiéndomelos.) Y tampoco es que ella no me importe. (Me importa, igual que Ben,
apasionadamente.) Pero ocurre que la maternidad es un tema tan aburrido como un
coma inducido, al menos para mí (y sospecho que para cualquiera que no sea
madre).
Todo provoca un tedio infinito: la rutina diaria, las insignificantes rencillas del
parque, los pequeños progresos que mi hijo logra cada día… Estar sometido a esa
avalancha de detalles triviales es como que te obliguen de niño a ver el telediario o el
discurso de la reina en Navidad. Uno sabe que es algo importante, claro, pero ¿no
son mucho más divertidos los dibujos animados o una película de James Bond?
La mayoría de los padres que conozco siente lo mismo, por eso jamás nos
encontrarán en grupo hablando de la maternidad. O de la paternidad, para el caso. O
de nada relacionado con la crianza de los hijos. Si un padre pregunta a otro: «¿Qué
tal los niños?», la respuesta —salvo enfermedad grave o defunción— es siempre la
misma: «Bien.» Mientras que si una madre formula a otra la misma pregunta, la
respuesta siempre comienza con un «Pues…» y puede extenderse durante horas.
Y no porque los padres quieran menos a los hijos, sino porque sabemos menos
de ellos que las madres. La mayoría de los padres que conozco, lo son a tiempo
parcial o de forma eventual, buenos sustitutos para las raras emergencias, pero nada
más.
La cuestión, lisa y llanamente, es que no lo entendemos.
Y respecto a todos esos asuntos sobre los que conversa un grupo de mujeres,

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como depuración o exfoliación, o al resto de los temas sobre los que nosotros no
hablamos, he de decir que no es porque no queramos, sino porque no sabemos cómo
hacerlo.
—¿Qué crees entonces que debemos comprarle? —me pregunta Amy.
—¿A quién?
—A Ben, por su cumpleaños.
—Ah. —Pienso en todos los juguetes que nos han sobrado de Navidad y que
Ben ni siquiera ha mirado—. No sé.
—Pues piensa. Es importante.
—¿Sí?
—¡Claro!
—Por si no te acuerdas, el último regalo que le hice, el camión de bomberos, lo
echó al váter y tiró de la cadena tantas veces que tuvimos que llamar a un fontanero
para que lo sacara.
—Ben creía que era un submarino —se pone a la defensiva, como siempre que
critico a nuestro pequeño—. No pretendía…
—Ya sé, ya sé, lo que quiero decir es que no me parece que le importen mucho
los regalos. Podríamos comprarle la casita de Bob el Albañil y la demolería, o el
muñeco de la Guerra de las Galaxias y lo decapitaría. Estaría igual de contento si le
diéramos una sartén del armario y una cuchara de madera para golpearla.
—O podríamos regalarle una cuchara de madera para que te golpeara a ti —
replica Amy, mirándome con esos ojos iracundos, los mismos que reserva para los
guardias urbanos y la gente que permite que su perro cague en la acera.
—Sólo expreso mi opinión.
—¿Cuál exactamente? ¿Que hemos de regalarle unos utensilios de cocina
usados para su cumpleaños?
—Si los envolvemos bien, Ben no notará la diferencia. —Ni que hubiera
sugerido que le diéramos una dosis de ántrax.
—No, Jack, los cumpleaños son algo especial. Tenemos que comprarle un regalo
especial, algo que recuerde toda la vida —me explica lentamente, como si el niño
fuera yo.
Mientras Amy se embarca en una tesis de sociología sobre la importancia de la
educación —no como nos educaron a nosotros sino cómo nos hubiera gustado que
nos educaran—, mi atención, una vez más, se aleja de ella como las olas sobre la
arena.
Empiezo a mirar a hurtadillas a una chica sentada en uno de los taburetes al
lado del televisor. Es más joven que Amy, unos cinco años menor quizá (por tanto,
no lo bastante joven como para ser mi hija, biológica o de otro tipo).
Observo sus ojos verdes, que brillan sensualmente en la penumbra del bar,
mientras la muchacha ríe alguna ocurrencia de su amiga. Cuando se levanta para
acercarse a la barra, diviso el borde del sostén de encaje (negro) debajo de la camisa
(blanca) de volantes bordada. Compruebo con aprobación que tiene el tipo de
piernas y culo con que estaría bien jugar a las carretillas toda la noche.

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Ya sé que está mal mirar así a una desconocida. Y peor, no me cabe la menor
duda, cuando estoy con mi mujer. Y aún peor, en nuestro aniversario de boda. Pero
todos los hombres miran a otras mujeres. Todos los hombres miran a todas las
mujeres. Desde que descubrimos por primera vez el vínculo existente entre las
erecciones y la observación del sexo opuesto, insistimos, nos asombramos y
evaluamos.
Sin duda es mejor disimular un comportamiento de este tipo. A mí,
personalmente, me gusta aparentar que estoy más allá de esa forma de sexualidad
primitiva, que soy un ser más evolucionado, que no me parezco en nada a esos
gorilas lascivos que te encuentras los fines de semana en los bares del West End
cogidos a una jarra de cerveza y riéndole las gracias a cualquier cosa con tetas.
Pero la verdad es que soy igual, sólo que un poco más sutil. Suelo echar una
ojeada en lugar de clavar la mirada.
Exactamente lo que estoy haciendo ahora.
Y me pregunto gratuita e inocentemente: si no estuviera casado, ¿qué pasaría si
me acercara a la chica y desplegara mis viejos encantos?
Quiero decir, ¿aún tengo lo que se precisa? ¿Podría montármelo con esta chica
de ojos verdes? ¿Y ella conmigo? ¿Esta noche? ¿O me llevaría más tiempo: flores,
cenas, chistes y sentimientos de verdad? En un universo paralelo, ¿acabaríamos
incluso enamorados?
¿O todas esas posibilidades ya se han esfumado?, me pregunto con melancolía.
En el gran surtido del supermercado sexual de la vida, ¿ya se me ha pasado la fecha
de caducidad? ¿Estoy en el estante de las ofertas junto con las salchichas baratas y los
yogures de marca blanca, con pocas posibilidades de que me escoja alguien con más
criterio que los borrachines y los jubilados cazadores de gangas?
Apuro la jarra y me obligo a prestar a atención a Amy.
—Se merece un regalo y un día especiales —está diciendo—. Y hay otro asunto
que quería hablar contigo… He pensado que estaría bien que el fin de semana
invitáramos a unos…
—Oye —la interrumpo—, y no quiero que te lo tomes a mal, pero…
—Pero ¿qué?
—¿No podemos hablar de otra cosa que no sean niños?
—No estamos hablando de niños.
—Pues sí.
—No; estamos hablando de un niño, del nuestro, que da la casualidad de que
este fin de semana cumple dos años.
Me reclino en la silla y cruzo los brazos.
—Antes hablábamos de otras cosas —digo.
—Y ahora también.
—¿Cuándo?
—Todo el tiempo.
—¿Y por qué en este momento no?
—¿Y de qué quieres hablar? —me suelta, mirándome con desconfianza.

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—No me lo preguntes así.


—¿Así cómo?
—Ya sabes, como si tuviera un problema que necesitara contar, como si ésa
fuera la única razón por la que quiero hablar.
Me mira recelosa.
—Bueno, ¿tienes algún problema?
—No, ninguno.
—¿Sólo quieres hablar?
—Sí, de cosas.
—¿Siempre y cuando esas cosas no sean niños?
—Eso es, como hacíamos antes.
Amy echa un vistazo alrededor y suelta una risita. Se ruboriza, incómoda, como
si la hubieran pillado desnuda. Ese brillo en sus mejillas la vuelve muy sexy.
—¿Y de qué hablábamos antes? —pregunta—. Ya no me acuerdo.
—Yo tampoco —le sonrío—, lo que significa que hace tiempo que no lo
hacemos.
—Bueno, recuerdo que hablábamos. Nos quedábamos hasta tarde, tomábamos
unas copas, pero no me acuerdo de qué temas.
—Quizá estemos empezando a chochear —indico.
—Tal vez. O a lo mejor simplemente ya no sabemos relajarnos.
—Sé que hablábamos de una cosa…
—¿De qué?
—De sexo. Hablábamos de sexo, entre otras cuestiones.
—¿Quieres hablar de sexo? —Se ríe.
Apoyado contra el respaldo así como estoy, alcanzo a verle la curva de la
pantorrilla debajo de la mesa.
—Más que hablar me gustaría practicarlo.
—Espero que conmigo —me advierte.
—Bueno, eres la que tengo más cerca.
—Pues muchas gracias…
—Y la más guapa.
—Eso está mejor.
—Tan guapa y tan cerca… —se me acelera el corazón— que pensé que debía
darte esto… —Del bolsillo de la chaqueta saco el sencillo collar de plata que compré
en su joyería favorita hoy a la hora del almuerzo.
Rodeo la mesa y ella alza la barbilla mientras le pongo el collar y se lo abrocho.
Al besarla suavemente en la nuca, me pregunto cómo he podido confundir el cuello
de Yitka con el suyo. El de mi mujer es mucho más sensual.
—Gracias —dice, un poco ruborizada. Lo sujeta con delicadeza en la palma y
deja que los eslabones se deslicen como agua entre sus dedos—. Es precioso.
La beso.
—Como tú. —Y lo digo en serio, pues ahora, mirando a Amy, la chica de los
ojos verdes de pronto ya no existe.

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—Espero que no te haya costado mucho —murmura mientras vuelvo a mi silla.


Sí, me ha costado caro, pero no se lo digo. Además, puedo permitírmelo gracias
a las horas extras que haré en el trabajo. Me encanta que le guste.
—Eres un cabrón, Jack. Creía que habíamos dicho que nada de regalos de
aniversario. Y ahora me siento fatal. No te he comprado nada.
—Bueno, estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo…
Se ríe y me coge la mano mientras me reclino en la silla. Me mira a los ojos.
—¿Quieres que te seduzca?
—Pensaba que nunca ibas a preguntármelo —replico sonriendo.

El tango horizontal

Hay cosas en la vida que combinan perfectamente. Por ejemplo, las voces de
John Lennon y Paul McCartney, el Gran Cañón y el amanecer, el café y la televisión,
las fresas con la nata, y el cuerpo de Amy contra el mío.
No se trata sólo de una buena sensación, sino que además quedamos muy bien.
Como un cuadro espléndido, de forma y contenido gloriosos, en que cada pincelada
está donde debe, como tiene que estar para que el tableau funcione como un conjunto.
Es como si siempre hubiera sido así, con estas partes de mi cuerpo funcionando
en perfecta armonía con esas partes del suyo.
Y una vez más, como me sucede con un cuadro espléndido, nunca me canso de
mirarlo. Cada vez que lo veo, me sorprendo deslumbrado, fascinado por una faceta
nueva.
Amy es como una auténtica instrumentista, como Vanesa-Mae con el violín. O
como Blondie con el micrófono. O como Jethro Tull con la flauta… Alto ahí,
pensándolo bien, dejemos de lado la referencia a Jethro Tull y pensemos sólo en lo
que Amy está haciendo.
—Aah —gimo en voz baja.
Mientras levanto la mirada y veo las sombras proyectadas en el techo gracias a
las velas que ella ha encendido, pienso que podría quedarme así para siempre.
Pero, claro, esto sólo tiene que ver con mi placer.
Y se trata de recibir, pero también de dar.
Y es evidente que ella está pensando lo mismo, porque sin decir nada empieza
lenta y suavemente a recolocarse en la cama.
Nuestro cuerpos se realinean hasta llegar al 69.
Y me pregunto en silencio: ¿ha habido alguna vez una combinación de números
más perfecta? Míralos, uno al lado del otro. ¿Ha habido alguna vez una inversión
más perfecta y una perversión más deliciosa?
Supongo que es cuestión de gustos.
El tiempo fluye como una corriente cálida hasta que de pronto estamos
bailando el tango horizontal, una rutina que a estas alturas debería resultarme de lo

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más familiar, pero que aun así no deja de sorprenderme y sigue siendo
asombrosamente nueva.
Hay un breve instante de incomodidad cuando tengo que quitarme de debajo
de las nalgas la garra del osito que Ben ha dejado en la cama, pero aparte de eso todo
funciona a las mil maravillas. Somos como dos nutrias jugando.
Hasta que llega el momento en que Amy, montada sobre mí, va a puro galope
como si sólo faltaran un par de saltos para conseguir el gran premio.
—¡Así! —grita alentándome—. Sí, así. Ay, mmm…
—Mmm…
—Ay, Jack…
—Ay, Amy…
—Oh, Jack… así… sí…
—Oh, Amy… oh, mmm…
—Ay, Jack… Sí, así… Creo que voy a… que voy a…
—Ca… ca.
—¿Caca?
—Caca —confirma Ben desde la cuna del cuarto de al lado.
Estas dos sílabas pinchan el globo erótico como un alfiler. Una terrible
transformación se opera en nuestro entorno. La alcoba exóticamente iluminada en
que hacíamos el amor vuelve a convertirse en nuestro dormitorio cochambroso y
atestado de cosas, pero con velas. De repente el vuelo de nuestra imaginación se
desploma.
Las caderas de Amy dejan de frotarse contra las mías. Sus dedos me sueltan el
pelo y los hombros, de modo que me quedo con las manos cerradas sobre sus pechos,
como si estuviera realizándole un examen médico.
Durante casi diez segundos lo único que oigo es nuestra respiración, más corta
y rápida ahora, mientras rezamos para que el silencio dure, señal inequívoca de que
Ben ha vuelto a dormirse.
—¡Caca!
—Tengo que cambiarlo —masculla Amy frustrada.
—¿Por quién? ¿Por un mudo? —Ríe y empieza a separarse de mí—. Por favor,
no, casi estamos… —Es cierto. Nos acercábamos tambaleantes al borde del
Acantilado del Orgasmo, nos faltan unos pocos segundos para caer por el Gran
Cañón de las Endorfinas—. No le hagas caso, seguro que vuelve a dormirse. A lo
mejor ni siquiera es el pañal y sólo tenía una pesadilla.
—¿Con caca? —pregunta Amy, mirándome escéptica.
—Bueno, ¿por qué no? Es posible. A su edad, tampoco es que tenga una amplia
gama de temas de terror nocturno para escoger, ¿no? —Enumero—: Muerte por
avalancha de excrementos, muerte por ataque de osito de peluche, muerte por asfixia
entre los pechos… A ver, ¿qué más?
—¡Caca! —chilla Ben.
Amy me besa deprisa.
—Ahora vuelvo.

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Le contesto con esa frase de Schwarzenegger en Terminator, la que usó Russell


Crowe en Gladiator, cuando necesitaba a sus tropas para seguir presentando batalla:
—¡Quédate conmigo! Aguanta.
Pero ella ya se ha ido.
Suspiro, me pongo de costado y tomo un sorbo de agua del vaso de la mesilla.
Tiene razón, por supuesto. Es inútil que tratemos de seguir adelante si Ben está
despierto. Su demanda de cambio de Dodotis no es precisamente la banda sonora
amorosa ideal. Como nada que tenga que ver con niños (por eso sin duda Prince no
se ganó su reputación de cachondo escribiendo canciones infantiles).
—Bueno, ¿ya está? —le dice Amy al cabo de unos minutos.
Ruego que esta pregunta tenga la mejor respuesta: silencio, porque eso
significaría que el pequeño cabalga de nuevo hacia la tierra de los sueños.
—Leche —contesta en cambio.
—Cariño, es de noche, muy tarde —replica su madre con firmeza—. Cierra los
ojos y vuelve a dormir.
—Leche.
Hay una pausa seguida de un hondo suspiro.
—De acuerdo —se resigna Amy—, voy a buscar el biberón.
—Ven —la llamo cuando pasa hacia la cocina, sabiendo que no me hará caso.
O mejor dicho, sabiendo que vendrá… dentro de unos veinte minutos, después
de tratar de dormir a Ben sin conseguirlo, cuando se acurruque entre él y yo en
nuestra cama, igual que sucede todas las noches.
Me incorporo mientras la polla se me viene abajo. Definitivamente, el momento
ha pasado.
Ben rompe a llorar, al principio con un suave maullidito que va cobrando
impulso. Acostumbra alcanzar volumen de sirena antiaérea antes de convertirse en el
aullido de un alma en pena a pleno pulmón.
Me levanto de la cama suspirando y tropiezo con la cuna plegable apoyada
contra la pared. Me muerdo el labio para aguantar el dolor y no maldecir a esa
porquería de trasto: más enervante que resolver el cubo de Rubik y más asqueroso
que poner de espaldas a un cerdo engrasado.
El llanto de Ben alcanza un nivel que provoca mayor dentera que el chirrido de
la tiza en la pizarra o el porexpán al romperse. Un escalofrío me recorre la columna.
Me apresuro a cogerlo en brazos y se calma mientras lo miro a los ojos.
Huele a mentol. Supongo que a Vicks Vaporub, lo que probablemente significa
que esos mocos que se sorbía por la mañana se han convertido en un resfriado en
toda regla por la noche.
Espero que no. Me horroriza que esté enfermo. Me hace sentir un fracasado
total que no debería estar criándolo en Londres, sino en un lugar más sano, a salvo
de gérmenes, como las islas Galápagos. O que debería haber seguido un curso de
primeros auxilios, ser médico o un farmacólogo ganador del Premio Nobel que
demuestra su amor paterno inventando drogas milagrosas para contrarrestar
cualquier aflicción que su hijo pueda padecer.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

En cambio, sólo puedo apretarlo contra mi pecho y decirle que lo quiero. Lo


oigo suspirar y me derrito.
La verdad es que he mejorado mucho en ese aspecto. Recuerdo la primera vez
que lo cogí en la sala de maternidad, con Amy al lado tumbada en la cama como una
muñeca hinchable desinflada. Estaba más desconcertado que un chimpancé en una
nave espacial que de repente oye: «Muy bien, chico, listos para partir rumbo a
Marte.»
A veces, cuando lo tengo en brazos como ahora y lo siento tan sólido y real, me
enloquece pensar en la posibilidad de que no hubiera existido, una posibilidad muy
real. Si Amy y yo no nos hubiéramos conocido o hubiéramos roto, Ben no estaría
aquí.
Menudo pensamiento. Horrible. Pero se me ocurre muchas veces y me deja con
una sensación de miedo. Quiero creer que no podía haber otro resultado: Amy y yo
teníamos que estar juntos. La mano del destino estaba allí, desde el principio.
Llevo a Ben a nuestro dormitorio y me acuesto con él.
Amy vuelve al cabo de unos minutos, nos mira y sonríe. Está preciosa a la luz
de las velas. Se queda ahí, sin decir nada, y luego va apagando las velas una por una
con un soplido.
—Lo siento —murmura mientras se mete en la cama a nuestro lado y acerca el
biberón a Ben, que lo coge y empieza a succionar.
—¿Por qué? —le pregunto acariciándole el brazo.
—Por tener que interrumpir todo de esta manera. Quizá nos equivocamos con
el segundo nombre. En lugar de ponerle Benjamin Matthew hubiera sido mejor
Benjamin Coitus Interruptus Rossiter.
—No es culpa tuya. Además, ¿sabes lo que dicen?
—¿Qué?
—Que medio polvo es mejor que ninguno.
—¿Quién lo dice?
—Sobre todo los padres, supongo.
Guarda silencio unos segundos y suelta una risita.
—Un pol —dice.
—¿Un qué?
—Un pol, o sea, medio polvo. Por lo menos podemos decir que hemos echado
un buen pol.
—Así es —respondo ya medio adormilado—. Y quién sabe, a lo mejor en algún
momento de esta semana podemos terminarlo con un vo.
Vuelve a reír.
—Si te portas bien, incluso puedo obsequiarte con una mam.
Esta vez soy yo quien ríe. Le aprieto la mano con fuerza. No supe lo que era
esta felicidad hasta que conocí a Amy. Cierro los ojos y la oscuridad me engulle.
Aquí estamos los tres, acostados juntos, respirando pausadamente mientras nos
dormimos y desaparecemos en mundos de sueños separados.

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Capítulo 3
Amy

Mañana de gloria

Buenos días. Escuchan ustedes Radio CapitalChat con Jessie Kay, que los acompañará
hasta las once y media. Acabamos de oír Waterloo Sunset por los Kinks, que seguro los ha
puesto de un humor excelente para afrontar esta mañana preciosa y soleada en la capital. Esta
semana inauguramos una nueva sección llamada «Mi queja». Creemos que ha llegado la hora
de que ustedes los oyentes puedan expresarse. Queremos que nos llamen a diario y nos
cuenten cómo son las cosas de verdad. Que se desahoguen. El tema de hoy son los padres que
trabajan. Llámenme al cero, ocho, siete, uno…

—Amy, ¿dónde están mis llaves?—grita Jack desde el dormitorio.


Son las nueve y media y estoy tratando de hacerle tragar unos cereales a Ben,
que está sentado en su trona en un extremo de la mesa de la cocina, decidido a
hacerme la pedorreta más larga de su vida.
Al menos parece estar un poco mejor, pienso mientras le toco la frente. Desde
nuestro aniversario la semana pasada, el pobre ha sufrido un resfriado espantoso y
acabado en nuestra cama todas las noches, que no es precisamente lo ideal. Lo habría
dejado llorar hasta que volviera a dormirse, pero al capullo del vecino de arriba, Tim
el Pasivo-Agresivo, le da por golpear el techo si nuestro hijo llora demasiado. (La culpa
es suya por poner ese parquet flotante que no aísla nada, como le explicamos en una
carta cuidadosamente redactada que no hizo más que empeorar las cosas.)
Pero por lo visto mis problemas no son nada comparados con los de Jack. Tengo
que lidiar con el niño toda la noche y aun así mostrarme alegre, simpática y
considerada con mi marido. Sí, a pesar de que sea un cabrón malhumorado.
Porque, damas y caballeros, no olvidemos que dormir mal le sienta mucho peor
a un hombre que a una mujer. Sí, parece que mucho, muchísimo peor. En realidad, es
asombroso que todavía no hayan realizado un estudio científico para demostrar que,
desde el punto de vista médico, resulta perjudicial para la salud de los hombres
ocuparse del cuidado de los niños por la noche.
—Amy… —insiste Jack, y bajo la radio.
¿Por qué demonios he de saber dónde están sus llaves? ¿Por qué supone que no
tengo nada mejor que hacer que llevar un registro de cada una de sus pertenencias
personales? Ya lo hago en mi caso y en el de Ben. ¿Acaso no se da cuenta del espacio
que ocupa eso en la cabeza? Pues ocupa ¡mucho!
—¡Mira en tu chaqueta! —le grito.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Ya lo he hecho.
—¿En la cesta de la ropa?
—No están.
Por su tono, juraría que está en medio del dormitorio maldiciéndome. Ni
siquiera las ha buscado.
Al cabo de un segundo, aparece en la cocina y me mira con gesto frenético.
Como no pudimos dormirnos hasta las cuatro, los dos despertamos tarde y Jack ya
tendría que estar en el trabajo. Lleva unos trocitos de papel higiénico manchados de
sangre pegados al cuello, donde se ha cortado por afeitarse deprisa. Lo tiene bien
merecido por usar mi Venus Ladyshave desafilada.
—Ay, ay, papi está enfadado conmigo —le digo a Ben acercándole a la boca una
cucharada de mejunje—. ¿Sabes una cosa? Mami se levantó en medio de la noche, le
sacó las llaves a papi del bolsillo de la chaqueta y… —me inclino hacia el niño y
arqueo las cejas como si fuera un cuento de miedo— ¡y las escondió!
—Amy, por favor, llego tarde.
Con esta frase consigue dar a entender que no sólo es culpa mía, sino que
además no lo tomo en serio. Y encima, su tiempo es más valioso que el mío. Tres
tantos en contra de Amy.
Sin embargo, sé por experiencia que es inútil pedirle que busque las llaves. Si lo
hace, se pondrá a arrasar toda la casa, a destrozar los cojines del sofá y vaciar los
cajones sobre la mesa sin parar de maldecirme.
En esas ocasiones, el noventa y nueve por ciento de las veces Jack encuentra lo
que busca (por lo general las llaves del coche, las gafas de sol, el teléfono o la cartera)
en su propia persona o donde lo dejó por última vez, es decir, en el bolsillo de la
chaqueta o tirado en el suelo.
Así que es una decisión difícil.
Por un lado, si cedo y doy con sus dichosas llaves, no sólo reforzaré su
incapacidad para encontrar algo sino que además volveré a comprometerme como
buscadora esclava, lo que no augura nada bueno, teniendo en cuenta que Ben, en ese
aspecto, empieza a volverse un pequeño Jack. Por el otro, si no lo ayudo a buscar las
dichosas llaves, tendré que pasarme el día ordenando el destrozo resultante.
El problema es que, de una forma u otra, Jack se pondrá hecho un basilisco.
Dejo los cereales en la sillita, suspiro hondo y me dirijo al dormitorio, directa a la
cesta de la ropa sucia. La chaqueta está tirada sobre una pila de prendas. La recojo y
busco en los bolsillos. Ni rastro de las llaves. Así que hurgo entre los calzoncillos y
otras prendas. Lo que pensaba.
Le entrego las llaves colgadas de mi dedo índice esperando, por lo menos, una
disculpa o un beso de arrepentimiento.
—¿Ves?, las habías escondido —dice en tono triunfal—. ¿Cómo iba a pensar en
buscar allí?
—Te lo dije, en la cesta de la ropa. Tienes que mirar debajo de las cosas, Jack.
Miro al techo exasperada y enfilo de nuevo hacia la cocina. Jack no insiste, por
una vez no exige tener la última palabra. Lo tomo como una especie de «gracias». Me

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pregunto si seguiremos igual dentro de cinco, diez o quince años. ¿Continuaré dando
vueltas en andador tras la pista de su cartilla de pensionista o su dentadura postiza?
Sospecho que sí.
—Mami, mira —dice Ben señalando el tazón de cereales, que está volcado y
cuyo mejunje ha salpicado la pared, observando esta curiosidad desde su trono como
si él no tuviera nada que ver.
—Bueno, me parece que tendré que limpiarlo, ¿no? —digo, a nadie en
particular, y vuelvo a subir la radio.
—¿Qué estás escuchando? —pregunta Jack entrando en la cocina. Coge mí taza
de té y toma un sorbo—. Es una mierda.
—Estaba aburrida de la otra.
Lo que no es estrictamente verdad. Boicoteo a mi emisora de siempre porque la
semana pasada me tuvieron esperando al teléfono veinte minutos cuando llamé al
programa de la tarde. Sabía todas las respuestas y habría podido llevarme una tele de
plasma y me jodió que encima la ganara una chica a quien el locutor ayudó. El hecho
de que no tengamos ninguna pared con espacio para poner una tele de plasma no
importa, es cuestión de principios.
«¿En qué están pensando nuestros oyentes? Ha llegado el momento de la queja.
Llamen a Jessie Kay y se sentirán mejor. Llamen. Hablaremos con nuestro primer
oyente después de…»
Empieza a sonar Morning Glory de Oasis.
—¿Quién es Jessie Kay? —pregunta Jack—. Habla como una furcia vieja.
—Pues a mí me parece simpática. Quizá fuera buena idea llamar —digo
mientras tiro a la basura un montón de papel de cocina lleno de cereales—. ¿Sabes?,
tengo muchas cosas sobre las que despotricar.
—¿Y por qué no lo haces?
Sacudo la cabeza y me aparto el flequillo de la frente.
—Porque sería una tontería. ¿A quién puede interesarle escuchar lo que tenga
que decir?
—Da igual lo que digas. Sólo los chiflados y las amas de casa aburridas oyen la
radio a estas horas. La gente de verdad está en el trabajo.
—¿La gente de verdad como tú, quieres decir? —replico, y le saco la lengua.
Quiere cabrearme a propósito y no se da cuenta de lo poco que falta. Me da un
beso y otro a Ben en la cabeza.
—Estoy bromeando, querida. Creía que te gustaba ser una dama ociosa.
Al cabo de un momento, cierra la puerta de entrada y yo descuelgo el teléfono.

Radio CapitalChat Tema: Mi queja


Llamada de: Amy de West London

Bien, Jessie, lamentablemente no trabajo, pero estoy a favor de los padres que sí lo hacen.
Mi amiga Ali es una madre trabajadora y fantaseo con ser como ella porque lleva todos los
días tacones en lugar de zapatillas de deporte, minifaldas muy sexys en vez de un pantalón de

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chándal manchado de yogur, y el bobo repleto de pintalabios y agendas digitales en lugar de


pañales y galletas mordisqueadas.
Cuando llega a la oficina, le preparan un té y los compañeros le cuentan chismes
interesantes, y hay gente que valora tanto sus opiniones que hasta pide hora para verla y
discutir cuestiones importantes, no las idioteces de los Teletubbies o las novedades respecto a
la última caca de la criatura. Madre mía.
Pero el problema es que yo, a diferencia de Ali, no tengo una profesión importante a la
que volver y ahora hace más de dos años que no trabajo. Además, me siento demasiado inútil
para que me tiente la idea. ¿Voy a pagar a alguien para que cuide a mi precioso hijo de dos
años mientras yo trabajo de recepcionista por un sueldo inferior al de la canguro?
Sí, es verdad que hay una guardería cerca, pero los vecinos la llaman el Orfanato
Rumano. Por algo será, ¿no?¿Y sabéis qué? Ni siquiera puedo dejarlo allí para que se golpee
la cabeza contra las paredes acolchadas porque no lo inscribí en la lista de espera cuando mi
marido acometía las últimas embestidas conceptivas.
Tendría que haberlo hecho. Debería haber cogido el teléfono y dicho: «Un momento,
querido, aquí tienes los Kleenex… A ver, ¿dónde está esa lista de espera de la guardería del
barrio?»
Así que no me queda otra que ser una madre que no trabaja. Y me digo que es mejor así,
ocuparme de mi hijo en su etapa formativa.
¿Por qué me siento inútil, entonces? ¿Y tan culpable? ¿Por qué me parece haber
renunciado a todos mis principios de feminista moderna? Esto no entraba en mis planes.
Perdón, pero ¿acaso yo no formaba parte de la generación a quien aseguraron que podía
tenerlo todo? Pues bien, la verdad es que era un timo.
Tal vez la única opción sea criar más vástagos.
Pero un momento: creo que me olvido de algo.
Ah, sí, que no podemos permitimos otro hijo porque yo no trabajo…

Que empiece el baile

Es martes, día de baile de conejitos Boogaloo en Notting Hill. Es un largo


trayecto en autobús, pero ¿qué otra cosa voy a hacer? Por hoy ya he disfrutado de
mis cinco minutos de fama. Jessie Kay tenía razón: despotricar por radio me ha
sosegado bastante.
Mientras vamos en el autobús, llamo a Jack para comentarle lo del programa.
—¿Qué tal? —le pregunto.
—¿Qué?
—¿Que qué tal? —repito. Quiero contarle que me siento mejor.
—Bien, Amy. —Parece confuso y fastidiado. Sospecho que está con los
compañeros de trabajo—. Me encuentro exactamente igual que hace una hora,
cuando salí de casa. ¿Querías algo en particular? Porque estoy hasta las cejas de
mierda. Literalmente.
—No, nada —miento, intentando ocultar mi desilusión—. Sólo decirte que voy

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a Notting Hill.
—Muy bien —replica con un matiz de exasperación—. Hasta luego, cariño.
Le gruño al teléfono. Después le mando un mensaje de texto a Ali para contarle
que la he mencionado esta mañana en la radio, pero al hacerlo me siento como una
pobre desgraciada. Ella está en el trabajo, un mundo increíblemente glamuroso, muy
lejos de mi realidad normalita y corriente.
No me apetece ir al baile de los conejitos, pero ya he pagado unas cuantas
sesiones y sé por las canguros que no van a devolverme el dinero. Además, de paso
puedo ver los escaparates de esas tiendas elegantes de Westbourne Grove y
entregarme a mis fantasías.
Y, lo más importante, me acercaré a la agencia donde siempre compro un billete
de lotería. Ésta en particular la conozco porque ha vendido dos premios importantes.
Yo seré el tercero. Con lo que gane, pienso comprar una casa de superlujo en la
colina, con un atelier para Jack y vistas fabulosas de todo Londres, y una segunda
vivienda en una isla del Caribe, donde pasaremos la mayor parte del año. También
contrataré a mucho personal. Camilla se morirá de envidia asfixiada en su rebeca de
cachemir. Tendré un entrenador personal de lo más cachas que me pondrá en forma
a latigazos y una niñera maravillosa para los críos (por lo menos tres más). Jack y yo
pasaremos los días juntos, comeremos lo que pesquemos en el embarcadero de casa,
haremos una siesta y luego el amor desenfrenadamente en nuestra suite de diseño,
arriba, donde los únicos vecinos serán los pájaros exóticos. Y, por supuesto, donde
los niños no podrán entrar.
Cuando bajo del autobús y trato de rodear con el cochecito una pila de Evening
Standard del quiosco, me llama Ali.
—No sé por qué me he reincorporado al trabajo —dice tras intercambiar
saludos y cuando ya me he percatado de que cuchichea porque está en el lavabo de
la oficina. Aun así, la voz le tiembla.
—¿Estás bien, Ali?
—No, qué va —dice con un hondo suspiro—, estoy espantosamente cansada
todo el día. Me levanto a las seis con Oscar y he de hacer un largo trayecto para
pasarme el día aquí. Además, me miran como si sólo hiciera media jornada porque
salgo a las seis y media. Luego, la mujer de la guardería me trata como una basura
porque recojo a Oscar tan tarde que ya está llorando y agotado. Para entonces estoy
hecha polvo, pero prepara el baño y acuéstalo. Después, por la noche, me veo
obligada a ponerme al día con el trabajo que no he podido hacer en la oficina…
—Pero creía que querías volver a la oficina, creía que…
—No tengo tiempo para nada, Amy. Y cuando digo nada es nada. Ni para
comprar, limpiar, lavarme la ropa o ver a los amigos. Ni me acuerdo de la última vez
que mantuve relaciones sexuales. Mi casa es una pocilga y encima me siento culpable
a cada momento, como si abandonara a todo el mundo. Soy un desastre en el trabajo,
y también como amiga, como esposa y como madre.
Su arrebato me deja helada y confundida, teniendo en cuenta mi queja
radiofónica matinal.

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—Pues no deberías sentirte culpable —digo—. La que se siente culpable soy yo.
Tú al menos eres útil para la sociedad.
—Sí, y como resultado jodo a mi hijo. No sé. Disfrútalo, Amy. No sabes la
suerte que tienes.
Sigo perpleja por la queja de Ali cuando entro en el vestíbulo. He ido a muchos
sitios de juegos para niños en los últimos dos años y todos son bastante espantosos.
Quizá mi amiga tenga razón: tal vez debería dejar de torturarme y disfrutar más de
la libertad de ir de acá para allá con Ben. Sin embargo, echo un vistazo al grupo de
conejitos Boogaloo y una vez más me enfrento a la evidencia de que aquí no pinto
nada.
Por un lado, hay un grupito cerrado de mamis ultraelegantes de Kensington y
Notting Hill. Todas con vaqueros de marca talla 36, anillos de brillante que les tapan
medio dedo e infiltraciones de Botox en la frente. Por el otro, las canguros, que
hablan entre sí en eslovaco pero al menos son amables (e inteligentes).
Los conejitos Boogaloo están dirigidos por Trish y su colega Magda, que sólo se
ocupa del aparato de música. Tiene un flequillo teñido a lo Cleopatra y cara de loca.
Me parece que está un poco ida.
Trish es un espectáculo que merece la pena contemplar. Hoy va con unos
calentadores fucsia de licra, sin duda un recordatorio de cuando acudía a los casting
de Fama, el musical. Lleva los ojos saltones muy maquillados y el pintalabios corrido
por las arrugas alrededor de la boca, pero su dedicación al trabajo es intachable.
Personalmente, creo que para trabajar con niños hay que carecer del gen de la
timidez. Hay un presentador de la tele que protagoniza pequeños intermedios para
niños entre programas y al cual Ben adora. Le parece lo más gracioso del mundo,
pero yo cada vez que lo veo, pienso: «¿Cómo puedes tener ese trabajo durante el día
y después llegar a casa de noche y follar con tu esposa?»
«Eh, chicos, adivinad dónde estoy. Sí, eso es, en la cama con mi mujercita. Y
mirad, aquí tenemos un precioso pezoncito rosado que se puede tocar con el dedo.
Os enseñaré una canción sobre un pezón. Cantad conmigo: "La canción del pezón,
que me alegra el corazón, lala lala la, el pezón, qué emoción, lala lala, la."»
Vamos, que el tipo es un completo imbécil, pero seguro que tiene
representantes, maquilladores y contables. ¿Se lo toman en serio? ¿De verdad cree
que se encuentra en el primer peldaño de la escalera que lo conducirá a los
programas televisivos serios? ¿Sueña con una gran aparición en Hollywood? ¿O con
tener un exitazo de crítica en el Teatro Nacional?
Para mí es un misterio cómo esta gente —el tipo de la tele y Trish, aquí en el
baile de los conejitos— puede llevar a cabo su trabajo. Me resulta insoportable
entonar esas idioteces de «Las mamis van en autobús, bus, bus» en público. Cada vez
que nos piden que cantemos con nuestros hijos, me convierto en una ex niña de seis
años enfurruñada. Mientras estoy sentada en el suelo con las piernas cruzadas, tengo
que reprimir las ganas de salir corriendo. Lo único que me hace aguantar es inventar
otra letra en mi cabeza: «¡Las mamis en el autobús, bus, bus, quieren Valium, Valium,
Valium! ¡Las mamis en el autobús, bus, bus, quieren Valium, Valium, Valium!»

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Magda aprieta un botón y Pat el Cartero estalla a volumen de discoteca. En el


centro del vestíbulo han armado un castillo hinchable y Ben sale disparado del
cochecito hacia allí; va a saltar todo lo que pueda y a practicar su nueva habilidad:
los cabezazos. Tiene puesta la vista en Jessica la Nena Bien, una niña seis meses mayor
que él que ya domina el doble pinchazo de ojos con las uñas, así que estará a la
altura. Me parece que Ben quiere ajustarle las cuentas.
Apenas tengo tiempo de quitarme las zapatillas y cruzar a trompicones la
colchoneta de lucha para interceptarlo, cuando de un cabezazo ya ha expulsado del
castillo a la compañera de Jessica. La madre me lanza una mirada asesina, bueno,
todo lo asesina que le permite la cantidad de Botox que le inmoviliza la frente.
¡Imbécil!
Hasta que empieza el baile transcurren unos veinte minutos de «juego suave»,
consistente en que yo trate de minimizar el daño que mi hijo causa como por
ensalmo al entorno de pequeñajos que semejan un equipo de rugby entrenándose
con cilindros de espuma. Todo lo cual no tiene, ni remotamente, nada de «suave».
En medio de llantos y escaramuzas, las adultas intentamos mantener
conversaciones superficiales. Jack cree que me paso el día holgazaneando con otras
mujeres como yo, riendo, cotorreando y chismorreando, vamos, una ^terminable
sucesión de bromas y comentarios divertidos, pero él, como el resto de los hombres
que conozco, jamás ha pisado una de estas ludotecas. De lo contrario sabría que, en
materia de relaciones sociales, equivalen a Siberia. La interacción adulta, como
mucho, es lamentable.
Los parámetros para mantener una conversación son ridículamente estrechos.
Para empezar, no hay ni «holas» ni «qué tal». La información personal debe
mantenerse al mínimo nivel posible, incluso reducida a los nombres de pila. Además,
como estamos allí en calidad de cuidadoras, tiene que parecer que mientras
hablamos también vigilamos a nuestros vástagos, por tanto no debe prestarse
atención a ninguna táctica para entablar conversación. Y los temas son bastante
difíciles. El decorado y el ambiente son tan sosos que no dan pie a ningún comentario
y, como la mitad de las mujeres no son inglesas, cualquier referencia al tiempo da
lugar a confusión. De modo que el único asunto que queda son los niños.
—¿Qué edad tiene tu hijo?
—Casi dos.
Inclinación de la cabeza. La siguiente.
Estas conversaciones empiezan y acaban en ninguna parte. Ése es el problema.
Aunque tuviera algo en común con alguna de estas mujeres, nunca podría
averiguarlo.
Trish nos pide que formemos un círculo.
Y habla en serio. Apaga el aire del castillo, que se deshincha en un rincón como
un borracho.
Estamos todas sentadas como es debido.
—¡A ver, todos los niños aquí, vamos! —chilla Trish alegremente, brincando en
el centro del círculo e indicándole a Magda que encienda el equipo de música. Pero

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suena la canción equivocada. Furiosa, haciendo señas a su compañera, Trish corre


hasta ella para decirle que la cambie. Por fin suena la música correcta—. Y cinco, seis,
siete, ocho… —anuncia con una amplia sonrisa mientras coloca a los niños en
formación para un baile de conga.
—No, mama, no —dice Ben, que gatea hasta mi regazo y oculta la cara en mi
hombro. Cuando está especialmente cariñoso siempre me llama mama. Huele que es
una delicia, a suavizante, champú para bebés y tostada.
El problema es que a mí me pasa lo mismo que a él. Trish tiene una pinta que
asusta, así que mejor ni pensar en el efecto que ejercerá en un niño de dos años.
—A casa —dice echándose atrás mientras me coge de los hombros con sus
manitas para mirarme con esos ojazos castaños de pestañas increíblemente largas.
Se me cae la baba. Una parte de mí quiere abrazarlo, llevárselo a casa y
protegerlo de los peligros de los otros niños, de la espantosa obligación de tener que
estar con ellos.
Tal vez todo sería más sencillo si lo dejara sentado en casa delante de la tele
hasta que llegara a la edad de ir a la escuela. Quizá eso fuera lo suficientemente
educativo. A fin de cuentas, ¿dónde está escrito que deba relacionarse socialmente?
¿Y por qué tiene que hacerlo con este grupo en particular? Tampoco es que sean una
compañía tan maravillosa para un adulto.
Pero no. Esto lo hago por él, por su bien. Y va a jugar con los demás le guste o
no. Además, ya he pagado.
—Vamos, cariño, ve a jugar. Mami está aquí —le digo, empujándolo con
suavidad.
Trish lo localiza y lo coge. Cuanto más la miro, más me convenzo de que tiene
algo de bruja malvada: sus uñas pintadas de rojo parecen garras en sus manos
arrugadas. Casi espero que aparezca una malvada horda de diablillos por alguna
parte.
Ben tiene los ojos desorbitados, llenos de miedo y lágrimas. Me mira como si lo
hubiera traicionado mientras la bruja mala lo aparta de mí. Como habría hecho
Dorothy en El mago de Oz si el perro Toto, antes de venderla por una lata de comida
para chuchos, se hubiera orinado en sus zapatillas rojas.
—¡No te quiero! —me grita.
Ay.

La debacle

Como es natural, al final de la sesión Ben está encantado y no quiere marcharse.


Tengo que arrastrarlo y cargarlo bajo el brazo para sacarlo de allí. Los niños son así.
Detestan lo que no conocen y les encanta lo conocido.
Al cruzar la calle hacia la parada del autobús, suena el móvil. Espero que sea
Jack, de modo que mientras tiro de Ben y el cochecito, me las arreglo para apretar el

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botón verde. En ese momento me percato de que es mi madre.


—Bueno, ¿y el cumpleaños de Ben…? —pregunta a modo de saludo, con el
mismo tono expectante que suele usar cuando está ligeramente ofendida, en este caso
porque aún no ha recibido una invitación hecha a mano (¿uno de los dibujos hechos
con patata de Ben, quizá?) por correo.
—¿El cumpleaños de Ben? —Le devuelvo la pregunta sin darme por enterada
de su insinuación. Levanto al niño y aguanto el teléfono con el hombro, mientras
consigo subir el cochecito al alto bordillo. Un coche me apremia tocando el claxon—.
¡Vete a la mierda! —le grito al tiempo que consigo levantar el dedo que me queda
libre.
—¿Qué has dicho? —pregunta mi madre.
—No era a ti, se lo decía a otro.
—¿A quién?
—No importa.
—Bueno, es evidente que sí importa, de lo contrario no usarías un lenguaje de…
Ben trata de darme un cabezazo.
—Basta —le advierto.
—No, no pienso parar —amenaza mi madre.
—No era a ti —repito exasperada—. ¡Ben!
—¿Ben está contigo? Pues razón de más para que no hables así.
Dios mío, dame fuerzas.
Suelto el cochecito y me llevo el dedo a los labios para que se esté calladito,
pero el asunto no le gusta e intenta una y otra vez darme cachetes.
—Mamá, estoy muy ocupada. ¿Tienes algo especial que…?
—Bueno, ¿cuándo es la fiesta? —pregunta, molesta porque la haya obligado a
hacerlo.
Siento a Ben en el cochecito.
—¿Cuándo es la fiesta? Eh… pues, verás, no pensaba celebrarlo con fiesta,
mamá —miento.
En realidad no he pensado en otra cosa desde que las Víboras me obligaron a
ello, pero de ningún modo pienso invitar a la familia. Eso superaría de lejos la
capacidad de nuestra casa y ya es tarde para pensar en alquilar algún sitio.
Especialmente ahora que no tenemos dinero para alquilar mucho más que un
DVD y que Jack me ha comprado ese collar. Me sentí muy mal por haber supuesto
que iba a olvidarse de nuestro aniversario. Me sentí tan asquerosamente escéptica
que, al día siguiente, revolví toda la casa hasta encontrar la factura del collar (ya sé,
una cochinada). Supongo que así esperaba lavar mi culpa, pero la factura no hizo
más que confirmar que Jack había tirado la casa por la ventana y me había comprado
la clase de regalo que sabía me encantaría, un regalo discreto-pero-sin-embargo-
inequívocamente-caro, como los que suelen recibir las chicas ricas (como Camilla).
Quiero a Jack por eso (aún no me he quitado el collar), pero, la verdad, nuestra
cuenta bancaria está tan sana como un cadáver. Y como me he equivocado tanto
respecto a nuestro aniversario, aún me ha dado más apuro contarle que he invitado a

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todas las Víboras, maridos y niños incluidos, al cumpleaños de nuestro hijo. Si


encima agravo mi espantoso error invitando también a mi madre, Jack se va a
desquiciar completamente.
Escucho una inhalación breve, mientras mamá sopesa lo espantoso que resulta
lo que acabo de decirle.
—Pero tienes que organizar una fiesta, querida. Piensa en el niño.
El niño. Siempre dice lo mismo. No tu hijo, mi nieto o incluso su nombre, no, en
las conversaciones importantes tiene que elevar la categoría de Ben o rebajar la mía:
es «el niño». Eso estaría bien si en lugar de vivir en el distrito 10 del noroeste de
Londres, viviera en Galilea y fuera la Virgen María; de ese modo me acostumbraría a
que la gente se refiriera a mi hijo como «el niño». Pero aquí y ahora me toca bastante
las narices.
—Pues claro que pienso en Ben, mamá —replico yendo al grano—. Pienso en
que tiene sólo dos años, que vivimos en una casa diminuta y que, en todo caso,
tampoco va a acordarse de nada…
—¿Cómo puedes decir algo así? ¡Claro que se acordará! Quiero decir, tal vez no
física, pero sí emocionalmente… Dicen que celebrar los cumpleaños con la familia del
niño tiene una gran repercusión…
Habla como si acabara de leerlo en un manual sobre educación de los hijos.
Aunque nunca he comprado ninguno, ella tiene una estantería llena con todos los
que ha ido adquiriendo mes tras mes desde que Ben nació.
Trato de pasar las correas del cochecito, pero Ben no me deja. Suelta un chillido
y las mejillas se le encienden.
—Por favor —mascullo. Otra vez no. Hoy no. Lo sujeto con el antebrazo y con
expresión tensa, lista para la guerra. Me agacho más—. Quédate quieto —lo
amenazo—. Si no…
Pero es demasiado tarde. Estamos en código rojo. Ben ha decidido que las
condiciones son las apropiadas para una rabieta a todo pulmón.
Enfadado. Sí, señor. Cansado. Sí, señor. La parada del autobús está llena de
curiosos aburridos que no tienen nada mejor que hacer que ofrecerse como público
cautivo de un berrinche. Sí, señor. Madre distraída. Sí, señor. No, aún mejor: madre
al teléfono con abuela. Sí, señor…
Ben arquea violentamente la espalda y me lanza un gancho a la nariz del que
Mike Tyson se enorgullecería.
—¡No! ¡Cochecito no! ¡COCHECITO NO! —grita retorciéndose.
—Ma… mamá, ¿puedo llamarte en otro momento? —pregunto tratando de no
perder la calma y llevándome la mano a la nariz. La cabeza me da vueltas. Me miro
la palma y tengo sangre. Es increíble, pero mi madre sigue hablando como si nada.
—Tengo las fotos de cada uno de tus cumpleaños en un álbum —dice—. Lo
llevaré. Tu segundo cumpleaños fue precioso. Alice, Richard y todo el viejo grupo
estaba allí.
Cree que eso le da un sobresaliente como madre, pero si tuviera un mínimo de
sensibilidad comprendería que estoy en medio de una crisis y dejaría de jugar a «soy

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mejor madre que tú».


Ben sigue retorciéndose. Grita tanto y se sacude con tal violencia que un ciclista
para, lo mira y después echa un vistazo alrededor en busca de alguna cámara oculta,
sospechando que se trata de un montaje.
¿Por qué diablos me he pasado toda la vida sudando tinta para aprobar
exámenes y pruebas a efectos de acumular toneladas de conocimientos inútiles y
poco prácticos? Cómo diseccionar una lombriz. Cómo pedir indicaciones en alemán
para encontrar un parking (Wo is das Parkplatz, bitte?). Cómo usar el Word Perfect o
esas teclas marrones de logaritmos en una calculadora. ¿Por qué no algo que se
acercara al menos remotamente a saber afrontar una rabieta de un niño pequeño?
Siento las miradas de los curiosos de la parada del autobús en la espalda. Noto
el peso de su expectativa.
Pero ¿cómo demonios voy a saber qué hacer?
Sé que debo tomar las riendas. A fin de cuentas es mi hijo, no puedo dejar que
me gane. Tiene menos de dos años. Si me dejo vencer, estaré perdida para siempre.
Me tomará por una débil. Dará por sentado que manda él y a continuación tendrá ya
catorce años, hará novillos, se tirará a la novia, se irá a la discoteca y volverá
borracho en la moto. Lo sé. Yo hice lo mismo.
Así que no voy a rendirme. De ninguna manera.
Lo inmovilizo en el asiento e intento otra vez cerrar el broche de las correas.
Pero me resulta muy difícil asumir el control. He sido ninguneada verbal y
físicamente, en público. ¿Ahora no debería llegar un enviado de los cuerpos de paz
de Naciones Unidas? Me vuelvo desesperada hacia los mirones, pero siguen ahí,
limitándose a contemplar el espectáculo. Está claro que nadie tiene intención de
ayudarme.
Alzo los ojos al cielo, desesperada. ¿Dónde está el helicóptero con una
escalerilla de rescate?
—¿Y bien? —dice mi madre.
Me veo obligada a una gestión de crisis urgente. No soy lo bastante fuerte para
hacer frente a dos generaciones a la vez. Odiándome y consciente de que voy a
arrepentirme, tomo una decisión al margen de los posibles daños a largo plazo y
claudico.
—De acuerdo, sí, te esperamos el domingo. Daremos una pequeña fiesta —le
espeto, encogida ante mi propia debilidad—. Ahora tengo que dejarte, creo que me
estoy quedando sin… —Y aprieto el botón rojo para colgar.
Arrojo el teléfono en el bolso y me centro en Ben. Lo inmovilizo en el cochecito
y me obligo a no insultarlo. Y, ¡aja!, por fin abrocho las correas.
Sin hacer caso de sus chillidos ensordecedores, echo a andar a buen paso por la
calle. Al infierno el autobús.
—Pobrecito —dice una señora que mira el cochecito y después a mí cuando
pasamos por la parada—. Seguramente sólo tiene hambre, querida.
Claro, ¿cómo no lo has pensado? Justo cuando menos lo necesitas, ¿quién
aparece? Pues una auténtica VE (Vieja Entrometida). Típico.

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A las VE una se las encuentra por doquier. Al principio, descubrir su existencia


me turbó un poco ya que, como mujer, nunca se me ocurriría dar consejos
veladamente críticos a una desconocida en evidente estado de tensión. Sencillamente
no se hace. Va contra todos los códigos de etiqueta social.
Bueno, siempre y cuando una no sea una VE. Las VE son una variedad propia y
las madres jóvenes resultan presa fácil para ellas. Te siguen y atacan cuando más
vulnerable estás. «¿Vas a dar de comer al bebé?» (en el pasillo de un supermercado
cuando Ben tenía dos semanas y estaba hiperventilando de rabia); «La temperatura
está insoportable; pobrecito, debe de tener un golpe de calor, por eso está tan
enfadado» (atascada en la línea de Piccadilly, al mediodía, durante una ola de calor).
Y la lista sigue.
Pero la regla de oro para tratar con las VE es no enzarzarse nunca con ellas,
porque de verdad están convencidas de que saben más sobre tu hijo que tú.
«¡Vade retro!, bruja», pienso mientras paso de largo empujando el cochecito, a
pesar de que noto su maldición sobre mí. Me siento fatal y deprimida.
Y sólo hay un remedio para eso: un chute de azúcar.
Voy al quiosco más cercano y compro una chocolatina. El envoltorio trae un
«Gane un viaje a Nueva York». Sí, claro, seguro que me toca. Aun así, leo el anuncio
de pie en la calle. Ben se ha quedado dormido. Me acabo el chocolate de un bocado y
voy a seguir mi camino cuando suena el teléfono.
Es Alex Murray, el productor del programa de Jessie Kay en Radio CapitalChat;
me quedo tan desconcertada que tardo en comprender lo que me dice. Al parecer, mi
queja de esta mañana ha suscitado una buena respuesta de las oyentes, que se sienten
exactamente como yo. Y ahora Jessie Kay cree que soy «la bomba» y me quiere otra
vez en su programa.
¡Aja!
«¿Ves, Jack?, no soy sólo un ama de casa aburrida o una chiflada», pienso
mientras me limpio la sangre de la nariz con un pañal. A fin de cuentas, soy una
persona real.

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Capítulo 4
Jack

El exorcismo de Amy Rossiter

Cambio la emisora de CapitalChat a XFM, me quito la chaqueta y bostezo. Es


sábado por la mañana, poco después de las once, y daría cualquier cosa por seguir en
la cama.
Por la ventana de la cocina veo que el sol tibio se filtra a través del eucalipto y
motea el jardín trasero, que tiene la misma forma y no es mucho más grande que una
tostada.
Las delicadas flores amarillas del jazmín salpican la hiedra de la pared del
fondo como luces navideñas. La madreselva se enreda por la gastada valla de
madera en racimos de capullos blancos, y el rosal trepador que planté el año pasado
para el cumpleaños de Amy está en flor y brilla donde acabo de regarlo.
Hace un buen día para la barbacoa que ha organizado mi mujer y ahora me
arrepiento de no haber invitado a algunos amigos. El problema es que la mayoría de
ellos no tienen hijos (como Ug, Chas y Mickey), lo que significa que las fiestas con
niños aún ocupan los primeros puestos de la lista de «cosas horteras que pueden
hacerse» (junto con, diría, levantarse antes del mediodía el fin de semana y quedarse
en casa un viernes por la noche escuchando a James Blunt).
Y en cuanto a mis amigos que tienen hijos… pues tampoco sería justo obligarlos
a venir. Por un lado, probablemente ya están bastante saturados de niños, y por el
otro, ninguno de ellos vive cerca. La paternidad los ha dispersado por todo el país.
Como si de la guerra se tratara, se han visto constreñidos a alistarse en las filas de
nuevas tribus sociales, en comunidades más seguras, con calles más limpias y
mejores escuelas.
—Mira, papi…
Me vuelvo y sonrío al niño del cumpleaños, sentado en su trona en un extremo
de la mesa de la cocina, con la cara manchada de mermelada. Lo beso en la frente y él
pronuncia mi nombre entre risitas.
—¿Y eso? —pregunta Amy, que viene de la habitación y ve las dos bolsas del
supermercado que acabo de dejar sobre la mesa.
Lleva vaqueros, sandalias y una blusa verde holgada. Está impresionante y
sexy, como siempre por las mañanas, antes de ducharse y peinarse.
—La compra —respondo.
—¿Y dónde está el resto?
—La más pesada en el coche. He comprado un poco más de bebida, vodka… ya

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sabes, por si… —Por si la fiesta de cumpleaños de Ben se convierte en algo divertido,
me digo, lo que es tan probable como que aparezcan Jim Carrey y Mike Myers para
ocuparse del entretenimiento infantil. Pero aun así, nunca se sabe…
—No; me refiero al resto de la comida.
—No hay resto, esto es todo.
—Pero… —Empieza a registrar las bolsas igual que un funcionario de aduanas
al que hubieran dado un soplo—. ¿Y los bocaditos de pollo orgánico? ¿Y la miel de
manuka? ¿Y las olivas turcas y los palitos de sésamo? ¿Dónde está el guacamole y el
halloumt? ¿Y… todo lo demás apuntado en la lista que te di?
Me mira exasperada, como si fuera yo, y no ella, el que de pronto hablara
marciano con fluidez.
—Ah, eso —respondo—. No lo he comprado.
—¿Qué?
—Me pareció una exageración.
—¿Una exageración? ¿Qué te pareció una exageración? Precisamente a ti, que te
has ocupado tanto de organizar esta fiesta…
—Venga, ya tenemos un montón de carne descongelándose para la barbacoa, y
casi todas las otras cosas que querías iban a acabar en la basura. Habría sido un
despilfarro.
No responde. O al menos no con palabras, pues se limita a gruñir. Es el tipo de
gruñido que podría emitir un rottweiler si alguien intentara quitarle su hueso
favorito, el tipo de gruñido que dice: «Atrás, tío, si no quieres cojear el resto de tu
vida.»
Observo perplejo cómo me arrebata tres cartones de leche y los mete en la
nevera, igual que si cargara con proyectiles un cañón.
Estoy a punto de señalar que su nivel de ira (7,9 en la escala de Amy-Richter)
constituye una reacción desproporcionada a mi sensata racionalización de su plan de
compra exageradamente ambicioso, cuando se me ocurre otra posibilidad.
—¿A cuánta gente has invitado? —pregunto.
—Ya te lo he dicho, algunos.
—¿Cuántos?
Da un portazo a la nevera, se yergue y se vuelve para encararme.
—Treinta.
—¿Treinta? Pero si ni siquiera conocemos a tantas personas.
—Ben sí.
La miro fijamente, asombrado de que la vida social de mi hijo de dos años casi
eclipse la mía.
—¿Quiénes son? —la desafío.
Y a medida que me va soltando los nombres, empiezo a gemir como un
asmático en pleno ataque.
Es como una versión monstruosa y al revés del programa Ésta es su vida. En
lugar de un desfile de seres muy queridos de mi pasado (cada uno con una anécdota
hagiográfica y casi cómica preparada, que rinden homenaje a esa maravilla que soy

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Yo), parece un panteón de muermos al azar, apenas conocidos (la mayoría ni siquiera
se acordará de mi nombre).
Sin embargo, Amy parece ajena a la incomodidad que me produce. Pasa junto a
mí como si yo no existiera y vacía ruidosamente el contenido de la primera bolsa
sobre la mesa. Mira los productos con la misma cara de pánico que un cirujano
militar novato ante el primer herido en el campo de batalla: «¿Por qué yo? —dice su
expresión—. ¿Por qué a mí? Nunca quise ser cirujano. Jamás quise ir a la guerra.»
El contenido de la bolsa del súper es el siguiente: un paquete de patatas
crujientes, seis botes de caramelos azul brillante, un paquete tamaño fiesta de
muñequitos de azúcar rosa, ocho bolsas de chucherías, un pastel Battenberg rosa y
amarillo y una lata de galletas de saldo, de Navidad, con personajes de dibujos
animados mal pintados en la tapa.
—Aquí hay suficiente grasa saturada para hundir un portaaviones —
diagnostica Amy.
Pero estoy preparado para el comentario, de modo que saco el contenido de la
segunda bolsa y señalo las dos zanahorias y la manzana que incluí para equilibrar un
poco las cosas.
—Podríamos cortarlas en bastoncillos —propongo amablemente—. Me refiero a
bastoncillos así… —Amy coge una bolsa de tamaño familiar de frutos secos salados y
la levanta como haría Hércules Poirot con una pistola cargada—. ¿Qué problema
hay?
—No pueden servirse frutos secos en una fiesta de niños, Jack. ¿No has oído
hablar del shock anafiláctico?
—¿El grupo de punk?
Resopla y coge el pastel Battenberg, que de repente no parece tan grande y
bonito como en el estante del supermercado. Empieza a romper el envoltorio con
caramelo adherido, pero de pronto se detiene. Hunde los hombros y mira al suelo
con gesto de abatimiento.
—No soy Jesús, Jack —gime—. ¿Cómo quieres que dé de comer a todos con
esto?
—Bueno, si me hubieras dicho la verdad sobre la gente que vendrá…
—¡Te habrías enfadado, igual que ahora! —grita cogida del borde de la mesa
como si estuviera en un barco en medio de la tormenta.
¿Enfadado? ¿Yo? Ella es quien tiene pinta de estar en un casting de El exorcismo
de Emily Rose. Le miro los oídos por si veo sangre o humo, pero arruga la frente
acongojada y empieza a darme pena.
—¡Dios mío! —solloza—. Mi madre va a pensar que soy un desastre…
Mi compasión se evapora como una gota de agua sobre la superficie del sol.
Ahora es mi turno de un poco de teatro.
—¡Vaya! —digo con la mano levantada como un guardia de tráfico—. ¿Tu
madre? ¿Tu madre también está invitada?
—Pues sí.
—¿Hoy?

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—No, Jack, el milenio próximo de los cojones.


—No, eso más bien es cuando piensa irse.
—Sólo estará aquí una hora.
—Una hora —repite mecánicamente Ben.
—Sí, claro, la última vez dijo lo mismo y se quedó tres días —le recuerdo.
Está bien, una tregua. Ya sé, sé que lo de la Maldita Suegra Condenada (MSC)
es un tópico, pero no hay fuego sin humo. Y la MSC es algo que existe. Lo digo
porque tengo una. Se las arregló para meterse en mi vida poco después de que yo me
las arreglara para meterme en las bragas de su hija. Y desde entonces sigue ahí.
—Esto no tiene nada que ver contigo, Jack —se queja Amy—. No es tu fiesta, es
la de Ben.
—Ben —dice nuestro hijo, como para recalcar la cuestión.
Pero no estoy de humor para que la tomen conmigo y ya estoy harto de que me
vilipendien. Me he levantado a las siete, he ido a hacer la compra, he accedido a
preparar la barbacoa y estoy aquí, ¿no? Colaborando, qué demonios.
—Nada de eso —digo, de pronto más cortante que una piraña con la regla—.
Tiene que ver contigo, con lucirte ante tus amigos y tu madre… Para luego poder
decir: «Miradme, ¿acaso no soy una madre maravillosa?»
Ben se echa a llorar.
—¡Mira lo que has hecho! —ladramos al unísono antes de lanzarnos sobre
nuestro hijo para reivindicar nuestra autoridad moral.
Qué rabia, Amy llega primero. Coge triunfante a Ben, lo besa en la cara rápida y
repetidamente y lo abraza contra su pecho en actitud melodramática, como si fuera la
dulce Nancy que trata de proteger a Oliver Twist de las garras asesinas del horrible
Bill Sikes.
—Papi malo —le dice a Ben—, que te hace llorar.
—Mami mala —replico—, que no para de gritar.
—Capullo —masculla Amy.
Abro la boca para devolverle el insulto (dudo entre «gilipollas», «cretina» o
«imbécil»), pero la cierro porque el camino de vuelta a la autoridad moral se abre
ante mí. No me hace falta responder a esas mezquinas vulgaridades, estoy por
encima de eso.
—No me insultes delante de nuestro hijo. Discúlpate ahora mismo —ordeno.
Pero mi valiente defensa de la educación y los valores familiares tradicionales
no hace mella en Amy.
—¡Vete a la mierda! —grita, y sale de la cocina enfadada como una adolescente
en plena revolución hormonal.
—¡Muy bien! ¡Huye, que asilo arreglarás todo! —le grito por el pasillo.
—¡No, Jack, seguro que no! —estalla—. ¡Pero al menos puedo ir a la tienda de la
esquina a comprar lo que debías haber traído tú!
Y entonces, en el momento en que se dispone a abrir la puerta, suena el timbre y
se queda petrificada.
—¿Quién será? —pregunta mirándome—. No tenía que llegar nadie hasta

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dentro de una hora…


—Vaya, quizá sea tu… —aventuro cruzándome de brazos y sonriendo.
—No sabes si es ella —replica con una velada advertencia en su mirada.
Pero se da la circunstancia de que lo sé, con la misma certeza que Harry Potter
percibe la proximidad de un dementor que pretende absorberle su fuerza vital…
Me pongo detrás de Amy cuando va a abrir y ambos comprobamos que tengo
razón.
La silueta de una mujer con una imponente cabeza se dibuja claramente al otro
lado del cristal no muy limpio de la puerta. Resulta evidente que sólo hay cinco
posibilidades: es Marge Simpson, Dusty Springfield, una de las dos chicas de B52 o…
la madre de Amy.

Apártate, proveedor de esperma

—¡Joder! —exclama Amy—. Entretenla, Jack, por favor. El envoltorio del


pastel… ¡lo verá y sabrá que no lo he preparado yo! Así que ahora me quiere como
aliado…
Por muy paranoica que parezca mi mujer, su pánico es fundado. Su madre, Jan,
es algo así como una prefeminista anclada en los años cincuenta que cree de verdad
que cualquier mujer que se precie debe saber tejer un chal, planchar una camisa,
ordeñar una vaca y, lo más importante, hornear y glasear un bizcocho. Cualquier
mujer que no alcance ese ambicioso listón es susceptible del desprecio y la
desaprobación de mi suegra, con independencia de qué otros grandes logros jalonen
su vida.
«Con esa actitud y esa ropa no me extraña que no se haya casado», la oí
comentar una vez, después de leer un artículo sobre la famosa escritora y feminista
Andrea Dworkin.
Amy, aterrorizada, deja a Ben en el suelo y trata de pasar entre yo y el maldito
cochecito azul a fin de llegar a la cocina. Pero yo, como Prometeo, no me muevo ni
un milímetro.
—Apártate —me ordena.
—¿Cuál es la palabra mágica? —respondo.
—¿La qué?
—Ya me has oído.
—Por favor —masculla mientras trata de abrirse paso apretujada contra mí.
Vuelve a sonar el timbre, pero sigo inmóvil.
—Me refiero a la otra palabra mágica, esa que se usa para disculparse con
alguien al que se ha llamado capullo delante de su hijo. —Como respuesta a mi
sensato pedido, Amy murmura algo que incluso a un murciélago con una trompetilla
le hubiera costado captar—. No te oigo muy bien.
—He dicho prona —repite apretando los dientes.

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—¿Prona? —Miro a Ben, que está detrás de ella chupándose el pulgar—. Creo
que no sé muy bien los que significa «prona». Ni siquiera estoy seguro de que exista
tal palabra. ¿Y tú, Ben? ¿Has oído alguna vez esa palabrita tan graciosa?
—¿Quién puerta, papi? —pregunta, pues el timbre suena por tercera vez.
Amy al fin me mira a los ojos y cede a regañadientes.
—Perdona.
—Muy bien. —Sonrío con benevolencia—. Ya está. ¿Ves que no era tan difícil?
Está tan furiosa que casi no puede contestar. Me aparto un paso, pero antes de
franquearle el paso del todo me resisto un poco porque se las arregla para soltarme
un «hijoputa».
Es la primera vez que uno de los dos se dirige al otro de esa manera, pero no
me da tiempo a devolverle el insulto (pese a que no sé cómo puede superarse un
«hijoputa»; quizá con un «hija de la gran cabrona»).
El timbre suena otra vez, ahora de manera continua, como si quien lo pulsa se
hubiera muerto de aburrimiento y desplomado sobre el botón. Sin embargo, al abrir
compruebo que mi suegra se encuentra en perfectas condiciones, huele ligeramente a
Don Limpio y masca con su habitual vigor un antiácido, igual que habría hecho en
otros tiempos Clint Eastwood con un puro.
—Hola, Jan —la saludo—. Qué alegría verte.
Dada su reacción, habría podido decirle: «Hola, Jan, enséñame las bragas»,
porque no me hace ni caso. No escucha. O por lo menos no a mí. Para ella soy el
señor Celofán, pura transparencia.
Le sonrío con torpeza pero ella me mira sin verme, como si yo fuera un mueble
carente de todo interés. El hecho de que no me dé los buenos días es una forma
fortuita de insulto a la que he ido acostumbrándome desde que se abriera paso a
empujones, como una luchadora profesional, cuando la saludé en la puerta de la
maternidad. «Apártate, proveedor de esperma. Tu trabajo ya ha acabado. Ya tenemos
tu ADN, así que no tienes nada más que hacer. Por ahora…»
En otras palabras, Jan no ha venido a verme, y ni siquiera estoy seguro de que
me vea, tan insignificante me he vuelto en su horizonte. Creo que hasta podría
tratarse de un trastorno médico, una forma virulenta de maleducancia brujilis miopus.
Su mirada recorre la zona que hay a mi alrededor, como si fuera el sistema de
lanzamiento de misiles de un helicóptero Apache, hasta que se posa en Ben. Al igual
que el Gollum de Tolkien, sólo tiene ojos para la Preciosidad, alias mi hijo, y
únicamente sonríe cuando lo divisa.
—Aquí está mi niño guapo —susurra embobada mientras me aparta de un
empujón, se agacha a la altura de Ben y hace una mueca con esa expresión de «Ven
aquí, pequeñín, y dame un beso en el bigote» que las abuelitas saben componer tan
bien.

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La universidad del abuelazgo

A veces me pregunto si hay una universidad donde se inscriben los abuelos en


el momento en que se enteran de que sus propios vástagos van a tener los suyos. Los
módulos del curso que se desarrollarían durante los meses previos al nacimiento del
nieto podrían ser los siguientes:

• MÓDULO 1: Poner cara de oler mierda. Popular método de desconfianza


utilizado por los abuelos para reforzar su condición de figuras de autoridad al
sospechar de la capacidad paternal de sus propios hijos. El abuelo novato aprenderá
diversos métodos para detectar pañales sucios a partir de un sencillo pero eficaz
movimiento de nariz, y luego empleará el infinitamente más elocuente del bufido y
las arcadas o incluso el olfateo profundo.
• MÓDULO 2: Ir de aquí para allá. Método expeditivo con que los abuelos nunca
pierden de vista al nieto, pero a la vez formulan críticas y dan consejos frecuentes,
aunque ningún tipo de ayuda práctica.
• MÓDULO 3: Repetir consejos desacreditados desde hace tiempo para ser buenos
padres. Por ejemplo, recomendaciones de los años cincuenta, sesenta y setenta, tipo:
«Lo que este niño necesita es engordar», «Un buen chorrito de vino en el biberón
siempre te hacía dormir» o «Un buen cachete nunca ha hecho daño a nadie».
• MÓDULO 4: Entregarse a la superioridad genética. Mediante ésta, todo rasgo
biológico atractivo del niño (ojos bonitos, nariz proporcionada) se atribuye de
inmediato a la superioridad del propio conjunto de genes. Por el contrario,
cualquier rasgo de carácter o peculiaridad física menos atractiva (tres tetillas, etc.) se
adjudica al turbio fluido genético del inútil cónyuge.

Si existiera una universidad de esta clase, Jan se titularía con honores sin
ningún esfuerzo.

El curioso incidente de la palabrota a plena luz del día

Sin embargo, no todo es tan malo. Mientras mi suegra da vueltas a la altura de


mi entrepierna para coger a Ben, que con un súbito ataque de vergüenza hace un
esfuerzo terrible por evadirse de las garras de Cruella de Vil agarrándose a mi pierna
como un perro en celo, advierto con alivio que la abuela no ha traído bolsa de viaje ni
folletos de una agencia inmobiliaria para comprar la casa de al lado (mi miedo más
terrible).
—Ven con la abuelita —gorjea poniendo morritos, lista para el asesinato.
Pero mi hijo no piensa picar, ya conoce las cosquillas de ese bigotito. Además,
es un niño. Yla madre de Amy, una divorciada amargada desde hace quince años, ha
olvidado cómo funcionan los varones. Cuanto más afecto nos demuestran, menos
probabilidades hay de que lo devolvamos.
Ben le dedica una sonora pedorreta y Jan me clava la mirada, como si el rechazo

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del niño fuera de alguna manera culpa mía.


—Mira quién está aquí —exclamo con ese falso tono cantarín que los padres
suelen dedicar a los hijos delante de los suegros—. ¡La abuelita! ¿Y qué se le dice a la
abuelita?
—Japuta —contesta Ben sonriendo.
El tiempo se detiene. La madre de todos los insultos. Posiblemente la última
palabra que queda en el idioma con la garantía de ofender, sobre todo cuando se la
suelta un niño de dos años el día de su cumpleaños a su abuela.
—Jabata, jabata, jabata —canturreo mientras sonrío estúpidamente a mi suegra,
como si el crío no hubiera dicho nada malo. Pero mi intento de distraer a Ben se me
vuelve en contra, porque me sigue con la misma voz cantarina:
—Puta, puta, puta…
Lo miro horrorizado. Ni siquiera sabe pronunciar bien su nombre, pero se las
ha arreglado para enunciar esta palabra selecta con toda la autoridad de un locutor
de radio.
Jan clava sus ojos en los míos, con una mirada, la única que me dedica
últimamente, que parece decir: «Sé muy bien dónde ha aprendido eso el niño.» Y en
ese instante, rojo de vergüenza, me doy cuenta de que Amy está oyéndonos desde el
umbral de la cocina, y nos echamos a reír a carcajadas.
Bueno, esto último sucede sólo en mi imaginación.
Amy y yo no nos echamos a reír inconteniblemente, pero es lo que me gustaría
que pasara. Ojalá ambos siguiéramos mostrando nuestra solidaridad delante de la
maldita censura de su madre, como diciéndole «Tranquila, tía, no pasa nada». Ojalá
ahora mismo me telefoneara Bill Gates para contarme que está harto de ser el hombre
más rico del universo, que ha escogido mi número al azar en una guía telefónica
internacional y que quiere cambiarme el sitio —y sobre todo canjear su extracto
bancario por el mío— para el resto de la existencia.
Pero, como digo, todo esto sólo sucede en mi mente.
Lo que ocurre en realidad es que mi suegra me espeta:
—Debería darte vergüenza. —Y de repente alza a Ben del suelo y lo acuna
protectoramente entre sus brazos, tal como Amy hizo apenas dos minutos antes.
La fulmino con la mirada mientras sigue a su hija a la cocina.
Y mientras permanezco allí, como un paria en mi propio recibidor, me digo: «Sí,
sé perfectamente dónde ha aprendido eso Amy…»

El orgasmo lento y sensual de Sharon Stone

No sé cuándo tuvo lugar esta renovada expansión de la brecha entre géneros.


Ignoro qué produjo este cambio sísmico que nos separó a hombres y mujeres.
Fue en la escuela primaria donde me enfrenté a ese abismo, y me negué a
cruzarlo. De modo que sólo me hacía amigo de otros niños y evitaba la compañía de

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las niñas con la excusa de que eran cursis, chismosas y no sabían golpear bien un
balón.
Pero después llegué a la pubertad y empecé a ver a las mujeres a través de un
prisma que las volvía muy atractivas, tanto que me pasé toda la adolescencia y los
inicios de mi segunda década tratando de darles coba y demostrarles que nosotros,
los chicos, a fin de cuentas no éramos tan diferentes. Desarrollé mi sensibilidad, mi
encanto y mi talento para escuchar. Me transformé en el hombro sobre el cual llorar,
en la mano que aferrar.
Incluso me convertí en uno más entre las mujeres. Después del trabajo
practicaba deporte con ellas y fingía que no importaba no saber patear recto una
pelota. Dejé de hablar de coches, fútbol y todas las paparruchadas que reservaba en
exclusiva para los hombres, y empecé a charlar sobre las personas y los motivos de
sus caracteres.
Y el esfuerzo valió la pena porque averigüé por qué las chicas eran cómo eran.
Y acabé teniendo muchas amigas y, lo que era igual de importante en aquel
momento, también muchas novias.
Sin embargo, ahora estoy en una fiesta a cargo de la barbacoa al fondo del
jardín, en medio de una marabunta de hombres, mientras las mujeres entran y salen
cloqueando de la cocina con los niños.
¿Igualdad de oportunidades? Eso no existe.
Y esta separación entre mamas y papas es permanente. Nos hemos vuelto agua
y aceite. Ya no necesitamos mezclarnos, como tampoco coquetear más: ya hemos
tomado las grandes decisiones acerca del sexo opuesto. Hemos encontrado pareja y
estamos criando.
De modo que, en lugar de mezclarnos, nos compadecemos unos de otros en
campos polarizados: las mamás con las mamás y los papás con los papás, como
miembros de un grupo de autoayuda: «Hola, me llamo Jack Rossiter y soy padre.»
Nos pasamos los porros a escondidas de los niños mientras hablamos de la falta
de sueño, los suegros entrometidos y las listas de espera en los colegios, evocamos
los pasados buenos tiempos, siempre los pasados buenos tiempos, cómo conocimos a
nuestras parejas y todas la locuras que cometíamos, y mencionamos a las ex y otros
viejos malos hábitos para recordarnos cómplicemente que no siempre fuimos tan
muermos.
—¡Qué buenos filetes! —exclama Rory (casado con Sarah y padre de Louis el
Empalagoso, pionero del moco permanente en el orificio de babor) mientras se zampa
un bocadillo rumiando como una vaca parlante de Disney.
Ed el Metrosexual (marido de Sophie y padre de Ripley) asiente con la cabeza.
Viste como recién salido de una sesión de fotoperiodismo en el centro de Bagdad y
lleva unas gafas tan grandes que le favorecerían en el casting de La mosca. No ha
pronunciado palabra desde su llegada, lo que me hace pensar que está colocado o
simplemente es trop chic pour moi.
—Gracias —digo con cautela a Rory.
Tuve la desgracia de haber conversado con Rory el Tory en otra ocasión, aunque

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«conversar» no es el término más adecuado, ya que este individuo tiene la costumbre


de hablar a la gente sin escuchar una palabra de lo que le dicen.
Aunque hoy sea un sábado de 2006 y no de 1986, viste un blazer azul con
botones dorados y unos vaqueros (Armani, planchados con raya) demasiado ceñidos,
dentro de los cuales ha ocultado la parte baja de la barriga, por lo que parece llevar
una bolsa de colostomía. Si el aspecto de Rory pudiera hablar, diría: «Mírame, soy un
pajillero.»
—¿Orgánica o normal? —me pregunta enseñándome un bocata de salchicha de
una manera que me hace desear ser vegetariano.
«¿Humanoide o humana?», tengo ganas de replicar, y contesto:
—Orgánica. —Por supuesto es mentira: las salchichas, de la gama más barata,
provienen del rincón más oscuro del congelador del supermercado y probablemente
contienen varios prepucios de cerdo por pieza, hecho que me alegra mientras lo
observo masticar.
—¿De carnicería o de mercado? —continúa con su indagación.
—De mercado —elijo.
—¿Del Borough o Queen's Park?
—Queen's Park.
—Me han dicho que tienes un puesto allí —comenta Geoff (marido de Camilla
y padre de Tyler, al que sin duda pusieron ese nombre en honor del psicópata de El
club de la lucha).
«Tienes», como si fuera mío (en vez de un lugar donde trabajo de empleado).
Podría corregirlo, pero no lo hago.
Geoff es un tipo larguirucho y pálido que hace no sé qué con contratos en la
BBC. (Sus responsabilidades tal vez se limiten a grapar los contratos, a juzgar por el
dinamismo y la personalidad de molusco que ha exhibido hasta el momento.)
—Así es —respondo.
En realidad, ahora mismo preferiría estar allí, trabajando como un poseso con
mis compañeros esclavos del salario de Greensleeves, Dom y Lee (Tweedle-Dom y
Tweedle-Lee, como los apodamos por la canción de Bob Dylan).
Pero en cambio estoy aquí. Pasándomelo bomba.
—Yo nunca he ido —comenta Danny con displicencia, un muchacho alto y
fornido de la City (casado con Abby, padre de Emily)—. Paso, me importa un
pimiento.
No me sorprende. Tiene los ojos rojos por falta de sueño y parece un zombi.
Desde que llegó ha estado balanceándose sobre los talones de forma inestable, lo que
me lleva a sospechar que necesita medicación o usa zapatos ortopédicos.
—A mí tampoco —dice Willbillphill—, prefiero la pizza.
Es la primera vez que veo a Willbillphill, pero parece un tipo afable. Tampoco
he entendido bien su nombre, ni sé quién es su mujer ni su hijo. A lo mejor ni
siquiera tiene y simplemente se ha colado, quizá sea un vecino espabilado que olió la
barbacoa y saltó el seto en busca de una comilona de gorra.
Pero tampoco importa mucho, ya que lo único que al parecer tengo en común

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con los demás hombres presentes es un esperma saludable. Gracias a Dios, aquí
todos somos desconocidos.
Y ninguno más que Rory.
—Los mercados están llenos de niños lloriqueando, joder —se queja—. Yo todo
eso lo delego en mi mujer. Especialmente los fines de semana. Para ser sincero,
prefiero quedarme en la cama y hacerme una paja.
—¿Una paja? —repito asombrado, y me pregunto por qué demonios un hombre
al que apenas conozco me cuenta eso.
—Exacto. Eso o miro algún partidito en Sky Plus, depende de la resaca que
tenga.
Geoff y Danny asienten comprensivos, como diciendo: «Sí, todos hemos hecho
lo mismo alguna vez.»
—Ya veo —digo y, por desgracia, visualizo con detalle y en tecnicolor la
espantosa imagen del rubicundo Rory el Tory meneándose con furia el cacho de carne
calloso delante de… ¿qué? ¿Una web? ¿Números viejos del Playboy o el Vogue? ¿Su
cartera de acciones o una foto firmada de la señora Cameron, la mujer del líder
conservador?
—A veces —continúa Rory con sus confidencias al grupo— también me la casco
mientras miro Sky Plus…
—¿Con el fútbol? —pregunto, confundido.
Él frunce la nariz como si acabara de picarle una avispa.
—No, qué asco. ¿Por quién me tomas? ¿Por un invertido roñoso?
¿Un invertido roñoso? ¿En qué siglo vive este hombre?
—No, joder —me ladra—. Me refiero a que puedo cascármela con alguna
película. No sé, como Instinto básico, donde la tía esa se pone cachonda con…
Vaya… Estoy seguro de que ahora mismo Sharon Stone está sentada en su casa,
tocándose para tener un orgasmo lento y sensual mientras piensa en ti, Rory…
Craig, el marido de Faith, ríe como una hiena con gas hilarante. Es obvio que
últimamente no sale mucho, por fortuna para el resto de la población.
De pronto, la conversación se ve interrumpida por mi suegra, que pasa entre
Craig y Rory sin decir más que hola, y coge una hamburguesa. Retrocede y se queda
allí de pie, dándonos la espalda. Su mirada se posa en Ben y comienza a canturrear
una canción infantil quedamente, lo que me confirma que mi suegra es la razón de
que se inventara el punk. No obstante, comparada con Rory y el resto es una santa y,
ahora mismo, siempre y cuando su presencia amordace la conversación previa,
prefiero que se quede todo el tiempo que quiera.
Al cabo de unos minutos, cuando propone a voz en cuello jugar al baile de las
sillas, aprovechó la oportunidad y le doy al iPod para que suene The End de los
Doors, a ver si algunos captan la indirecta y se largan.
Pero en ese momento veo a Matt en el umbral de la cocina. Por fin alguien con
quien hablar.
—Perdón —digo, pasándole las pinzas de la barbacoa a Craig como si fueran un
cáliz venenoso, y me alejo del grupo.

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El padrino

Matt es el padrino. Por supuesto, no me refiero al estilo don Corleone, aunque


sea moreno y guapo con un aire vagamente italiano y una vez estuviera en Sicilia
para un curso de gestión de dos semanas, cuando lo ascendieron en el bufete de
abogados de la City donde trabaja.
No, Matt es el padrino de Ben, un padrino especial, ya que el niño no está
bautizado ni pretendo que Matt cuide de él si nos pasara algo, pues no tiene hijos ni
pareja estable y su idea de una crianza sensata es atiborrar a Ben de chocolatinas a
mis espaldas y jugar con los muñecos de Action Man. (La última vez que se dejó caer
por casa, Amy encontró tres soldaditos casi desnudos en la mesa de la cocina
entregados a una escena homosexual de porno duro.)
Pero Matt no es gay, en absoluto, sino un inmaduro un poco retorcido con
tendencia a tomar un par de copas de más. Precisamente las tres razones por las que
sigue siendo mi mejor amigo desde hace mucho.
—¿Quién es toda esta gente? —me pregunta mirando alrededor—. Creo que no
los he visto en mi vida. —Gente del parque —le informo. Frunce el ceño, confundido.
—¿Indigentes, quieres decir? No sabía que era una fiesta de beneficencia.
—No; gente del parque.
—Ah, gente con bebés. —Repara en el rebaño de madres e hijos que cruzan la
sabana del jardín para pastar junto a la mesa, donde Amy ha servido patatas y cosas
para picar—. ¡Dios mío!, parecen langostas arrasando un cultivo. ¿Quién es la
teniente O'Neil?
—Sophie —respondo mientras miramos con admiración un culito respingón
enfundado en unos shorts de combate, mientras su dueña se inclina para alzar a su
hijo, que parece la abeja Maya.
—Entonces, ¿es posible?
—¿El qué?
—Seguir siendo guapísima después de tener un hijo.
—Pues claro —contesto a la defensiva, pues creo que ha dado a entender que el
resto de las madres presentes (incluida Amy) ya no son guapas.
Pero en su expresión no hay rastro de malicia, de modo que una de dos: o ha
sido un lapsus freudiano por su parte, o soy yo que interpreto un desaire inexistente.
Lo que significa que, inconscientemente, también debo de pensar lo mismo. Eso me
hace sentir culpable, pero no tanto como para mirar a Amy y Sophie y hacer
comparaciones.
Sé que es imposible ser objetivo con respecto a la persona que uno ama, pero
aun así lo intento. Y sí, me doy cuenta de que se ha echado unos kilitos, pero
supongo que yo también. Y es verdad que cuando sonríe se le marcan algunas
arrugas más, pero seguro que lo mismo puede decirse de mí. Además, las arrugas

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son la prueba de una vida que derrocha risas, lo que no tiene nada de malo.
No obstante, ¿sigo pensando que es guapa? ¿Increíblemente guapa? Si no
conociera a Amy y Sophie y las viera por primera vez ahora mismo… Si (como a
Matt) sólo me interesara el sexo, ¿con cuál de ambas el mono que llevo dentro
elegiría preservar la especie? ¿Seguiría siendo Amy? ¿Seguro?
Antes de que la respuesta me venga a la mente, una barahúnda en un extremo
de la mesa me hace perder el hilo. La hija de Faith está vomitando sobre la manga y
el antebrazo de su madre. Ella se la endosa al invitado más cercano y viene derecha
hacia nosotros.
—Jack, ¿podrías traerme un poco de papel de cocina? Eres un sol —dice,
girando despacio y con asco la manga de la blusa—. Hola —añade tendiéndole la
mano a Matt—. Mucho gusto, soy Faith.
Mi amigo mira con repugnancia la masa viscosa que se desliza sobre la mano de
Faith.
—Encantado. Matt Casto —responde dando un rápido paso atrás.
Entro en la casa y vuelvo con un rollo de papel, que Faith me arrebata sin decir
palabra para volver rápidamente al aquelarre.
—¿Desde cuándo algo así se ha vuelto socialmente aceptable? —me pregunta
Matt.
—¿Qué? ¿No dar las gracias?
—No, comportarse como si estar todo manchado de vómito careciera de
importancia.
—No lo sé, supongo que más o menos desde que se hizo socialmente aceptable
hablar en la mesa de los hábitos excretorios de los niños.
—¿También hacen eso?
—Sí, sí, jovencito, aún te queda mucho por aprender. —Sonrío—. Pareces
Anakin Skywalker en La guerra de las galaxias. —Matt me coge las manos y empieza a
mirármelas—. ¿Qué haces?
—Estoy comprobando si te has cortado las venas.
Nos quedamos mirando a las brujas del aquelarre y a sus crías volviendo a
disponerse en círculo (o incluso en forma de estrella de cinco puntas), en el momento
que empieza a tronar por los altavoces del iPod una espantosa cancioncilla infantil.
Veo mi reflejo en la puerta cristalera, una imagen informe con unos shorts
azules desteñidos y holgados y una camiseta blanca con las letras CTU en amarillo.
«Me he convertido en un fantasma del viejo Jack que vestía tan bien», pienso.
—Bonita camisa —le digo a Matt. Va muy bien vestido, como siempre, con un
modelito nuevo de Paul Smith y vaqueros japoneses, prelavados y rotos, para
evitarle la molestia de tener que gastarlos él.
—Yo todavía he de esforzarme en cuidarme.
Paso por alto la puñalada. Matt siempre dice que hay una relación
inversamente proporcional entre la duración de una relación y el esfuerzo que uno
hace para mantener una buena imagen. («Los casados lo tienen fácil. Pueden echar
polvos aunque vayan hechos una mierda», me dijo una vez.)

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—Hablando de esfuerzos… ¿Dónde está ella? Creía que ibas a traerla —digo.
«Ella», su nueva novia. Sólo es un ligue, me aseguró por teléfono, pero no hay duda
de que es un bombón, de lo contrario no se hubiera ofrecido a mostrarla.
—¿Te refieres a Honey?
La mirada de advertencia que me echa me desanima a preguntar lo evidente:
«¿Así que es del tipo dulce y pegajoso, como su nombre, o de las que se abren rápido
de piernas?» Pero no voy a gastarle la misma broma que seguro ha tenido que
soportar mil veces.
—Va a venir, ¿no? —me cercioro.
—Bueno, iba a venir —frunce el ceño incómodo—, pero estaba preocupada por
el vestido. Imagínate, se trata de un traje muy especial y, con todos estos niños, no
quería que se le manchara. Es que tenemos una fiesta más tarde.
—¿Te refieres a una fiesta de verdad? ¿Una fiesta de adultos, con comida para
adultos, música y conversaciones adultas?
—No seas así —replica Matt mirando alrededor—. Ésta también es divertida.
Observo a mi suegra, que va de un lado a otro sin parar.
—Amy —está diciendo—, cuidado, que podría…
Y miro a Amy, y a Ben, que se revuelca alegremente en la hierba con el traje de
Spiderman que le ha regalado su abuela (un regalo fantástico, he de reconocer, en
especial teniendo en cuenta que es probable que Jan ni siquiera sepa quién es
Spiderman).
Y contemplo el cielo despejado, y me digo que gozo de buena salud…
Pero a pesar de todo lo que tengo, siento un asomo de envidia cuando pienso en
que Matt sigue dando vueltas por ahí, en el ancho mundo de los soltero urbanos.
Supongo que se debe a que éramos colegas, él hacía de Frank y yo de Jesse James, él
de Sundance y yo de Butch. Pero que ahora mi Colt está en su pistolera y, en lugar de
montar a caballo, me limito a vender su estiércol mientras Matt sigue ahí fuera
asaltando bancos…
—No, no soy así —digo—, pero es que…
—¿Qué?
—No lo sé, pero tu vida ahora mismo parece bastante divertida. Tienes lugares
a donde ir… lugares mejores…
—Yo no he dicho eso.
—Tampoco te hacía falta decirlo.
—¡Amy! —grita mi suegra, que levanta a Ben con sus manazas y frunce el ceño
porque el niño huele a caca.
Matt saca el billetero y extrae unos billetes.
—Toma —dice.
—¿Qué es? —replico sin aceptarlos.
—El regalo de cumpleaños de Ben.
—¿Qué? ¿Quieres regalarle dinero?
—No, capullo, quería comprarle un juguete pero no sabía cuál. No sé lo que le
gusta.

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—¿Y quieres que se lo compre yo?


—Así es, y dile que es de mi parte. —Sigo sin aceptar el dinero—. No me mires
así. —Me lo mete en el bolsillo—. No es que no haya querido tomarme la molestia,
sino que… —mira el cielo azul en busca de las palabras apropiadas— bueno, que no
sé nada de niños. Es otro mundo, el tuyo, no el mío.

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Capítulo 5
Amy

El dominó

—¡No, a mí no me parece bien!


La hermana de Jack, Kate, llegó tarde a la barbacoa de Ben y soltó la noticia de
que acababa de romper con Tone, su novio desde hacía dos años. Y a Jack lo único
que se le ocurrió fue invitar a su maldita hermana a VIVIR con nosotros. ¡Y gratis!
—Vamos, Amy es mi hermana menor, no voy a cobrarle alquiler, no me parece
bien.
Sí, claro, veamos si te parece bien que se lo coma y beba todo de gorra. ¿Cómo
es posible?
Pero él no lo ve como un problema. Está en la bañera con la cabeza llena de
espuma esperando a que meta a Ben. Arrodillada sobre la alfombrilla del baño, estoy
quitándole un pañal asquerosamente sucio a nuestro hijo, que intenta practicar una
especie de breakdance para principiantes: se mueve hacia atrás y deja una mancha
marrón en la alfombrilla.
—Bueno, a fin de cuentas, ¿cuál es el problema? —pregunta Jack mientras
termino de limpiar a Ben y lo levanto para dárselo. Tengo caca en los brazos—. Ven
con papi —lo anima él con tono infantil y abraza al crío.
—El problema, Jack, es que vivimos en una casa que tiene el tamaño de un
condenado sello de correos, por si no te has dado cuenta. ¿Dónde piensas meter a tu
hermana?
—Puede dormir en el cuarto de Ben.
—¿Y que el niño vuelva a hacerlo con nosotros?
—¿A qué te refieres con que «vuelva»? Si ya duerme en nuestra cama todas las
noches —replica, y se incorpora para enjabonar la cabeza a Ben. El parecido entre
ambos es aterrador—. Ay, a tu mami se le cae la baba por ti, la tienes en el bolsillo.
¿Verdad, campeón?
Recojo el pañal sucio con un suspiro de frustración y lo tiro al pasillo antes de
llevarlo al apestoso cubo de los pañales, molesta por la insinuación de Jack de que
soy una blanda que consiento a nuestro hijo. ¿Cómo se atreve? No es él quien se
levanta en medio de la noche para calmar al crío, sino que sigue durmiendo
cómodamente, con tapones en los oídos.
—¿Preferirías que fastidiara al cabrón de arriba? —le espeto mirándolo por el
espejo mientras me lavo manos y brazos en la pila, como el cirujano agobiado de la
serie Urgencias.

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Pero Jack, en lugar de acobardarse, me devuelve la mirada.


Parece que se ha iniciado nuestra pelea estilo partida de dominó. Si uno de los
dos pone un uno sobre la mesa, el otro pone el siguiente, y así sucesivamente. Por
distintos caminos, podemos hacer que la discusión dure cuanto queramos, pero por
el camino habitual, en cuestión de minutos pasamos de la ficha con el uno (Ben llora
por la noche), a la del dos (necesitamos una casa más grande) y directamente al doble
seis (no me valoras).
Últimamente tenemos tan poco tiempo para nosotros que hasta las peleas deben
ser aceleradas y en taquigrafía.
Me aguanto las ganas de empezarla porque éste es el momento del baño, es
decir, la hora oficial para relajar a Ben. Respiro hondo y no insisto con el asunto de
mi cuñada y su inminente llegada. Lo que me interesa saber es cómo acabó Jack
ofreciéndole casa y comida gratis. ¿Es posible que la botella de vodka que trajo Kate a
la barbacoa influyera en su decisión? Pero Jack es todo inocencia y amor fraternal.
—Kate sólo se quedará un par de semanas —me explica—, hasta que se aclare.
Creía que te caía bien.
—Claro que me cae bien. Ésa no es la cuestión. Tendrías que habérmelo
consultado, eso es todo.
Jack suelta una risotada.
—Ya. ¿Como tú me preguntaste si me parecía bien invitar a todo el Aquelarre y
a tu madre el fin de semana? No sabía que tenía que pedirte permiso para todo. Tú
nunca me lo pides.
—De acuerdo, de acuerdo —cedo.
Empiezo a sentir cómo tiemblan las fichas de dominó. Si no tengo cuidado,
volveremos a las palabrotas, a mi madre y a esa pelea que empezamos y nunca
llegamos a concluir. Ambos sabemos que no podemos volver a pronunciar el término
delante de Ben.
—Vamos —dice Jack tratando de aplacarme—. ¿No ves que no podía negarme?
Kate es mi hermana, y ahora que mi madre se ha trasladado a España y mi padre está
en San Francisco, es el único miembro de mi familia al que vemos. Además, está todo
el día en el trabajo y me ha dicho que por la noche puede hacer de canguro para Ben
siempre que queramos. Nunca se sabe, a lo mejor llegamos por fin al cine.
El cine. Sé que es nuestra pipa de la paz, pero no puedo aceptarla. Así que me
voy a la habitación, me dejo caer sobre el edredón azul y me quedo allí sin ganas de
nada, como un barco inmóvil en medio del ancho mar.

Sólo otro cuerpo en mi cueva

Los hombres —es decir, los hombres heterosexuales— no comprenden lo que es


tener huéspedes. Probablemente porque la comodidad de su entorno nunca queda de
verdad registrada en su radar. En ese sentido, no les importa dormir en un sofá

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manchado de cerveza con ropa manchada también de cerveza durante semanas,


siempre y cuando tengan un techo bajo el que cobijarse. (Según mi experiencia, la
mayoría de las mujeres suelen rescatar a sus parejas de ese habitat natural
masculino.)
El problema, por supuesto, es que después de haber pasado años
reprogramándolos (para que se corten las uñas en lugar de mordérselas y tiren los
trocitos en el cubo de basura en vez de al lado de la pila; para que suban el asiento
del inodoro; para que coman comida de verdad en platos bonitos y no fideos
precocinados directamente de la sartén; para que después lleven esos platos bonitos
al lavavajillas, le pongan detergente y además lo enciendan…) son capaces de volver
a su estado natural de abandono y pereza en un santiamén. Y encima creen que ese
mismo principio es válido para todo el mundo.
Razón por la cual Jack se muestra tan displicente con el tema de la llegada de su
hermana. ¿Cuál es el problema? Es sólo una casa, ¿no?, una cueva. ¿Por qué tanta
historia por un cuerpo más en medio del mogollón?, se preguntará.
A lo que yo respondo: porque es una complicación de mil demonios, por eso.
Jack no tiene ni la menor idea de lo que implica en verdad haber invitado a su
hermana. Cree que para mí representa pasar un momento más la aspiradora y, si me
apuras, echar un chorro de lejía al váter. Eso es todo. Como he dicho, no tiene ni idea.
Pero es una cuestión de orgullo. Ésta es mi cueva, mi vida, y no estoy preparada
para que nadie —y menos un pariente— compruebe que la realidad de nuestra
existencia no se parece mucho al paradigma de la vida moderna que intentamos
aparentar cuando recibimos visitas.
Me daría el mismo apuro que cualquiera se quedara en mi casa, pero Kate,
como es mujer y encima pariente, me lo pone aún más difícil. Además de una
limpieza general antes de que llegue, como mínimo tengo que: comprar, lavar y
planchar una funda de edredón nueva, fundas de almohada y toallas, llevar a cabo
una puesta a punto completa del baño, que incluya quitar el moho de las juntas, tirar
los frascos vacíos del armario —porque mirará dentro, todas las chicas lo hacen—.
Luego, esconder las compresas gigantes, la bomba sacaleches eléctrica, los
cubrepezones y otros artículos que puedan aterrorizar a una veinteañera inocente;
lavar, secar y planchar las fundas de los sofás y las alfombras (que, con trozos de
galletas incrustados y vómito de bebé, no resultan muy bonitas), hacer sitio en el
armario de Ben (lo que implica encontrar un lugar donde meter todos los regalos de
cumpleaños que recibió, incluido un cochecito que le mandó el padre de Jack
embalado en una caja enorme —¡gracias, era lo único que nos faltaba teniendo en
cuenta que nos sobra espacio!—) y atacar la cocina, limpiar la nevera y hacer una
buena compra… Deben de quedar un par de pizzas congeladas y algo más para
casos de emergencia, pero no quiero que Kate descubra la cantidad de veces por
semana que consumimos comida preparada.
—¿Por qué no te tranquilizas? —me dice Jack desde el baño, cuando me oye
revolver los cajones de nuestro hijo en busca de un pijama limpio. Es evidente que
está buscando una reconciliación, ya que se ha ofrecido a bañar y acostar a Ben.

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¡Ja! Sí, Jack, ¿por qué no me tranquilizo?


Porque eres hombre y, por tanto, tu magnánima oferta de bañar a nuestro hijo y
acostarlo no incluye nada más que el baño y algunos mimos. Como oferta, es una
birria, está llena de letra pequeña. Ni siquiera he querido tumbarme en la cama a
leer, porque en cuanto me ponga cómoda empezarás a gritar: «Amy, ¿puedes sacar al
niño de la bañera? Amy, ¿dónde están los pijamas? Amy, ¿dónde están los pañales?
Amy, ¿dónde está el biberón?»
¿Por qué son tan inútiles los hombres a la hora de hacer varias cosas a la vez? Es
como pedirles que se masturben y sonrían al mismo tiempo.
Mientras refunfuño para mis adentros, vuelvo al baño. Jack está enseñándole a
Ben los ingredientes del champú Head and Shoulders.
—Polinaftalenosulfonato. Metilcloroisotiazolinona. Glicoldiestearato —dice.
—¿No crees que sería mejor enseñarle algo más sencillo? ¿Nombres de animales
o algo así?
—Jawohl, mein Führer! —Jack coge el libro de plástico para el baño y hojea las
páginas mojadas. Me señala y pregunta—: ¿Quién está aquí?
—Mami —dice Ben.
—¿Y qué es esto? —continúa, enseñándole un dibujo del libro.
—Muu, vaca.
—Muy bien —aprueba Jack—. Mami muu vaca.
—Mami muu vaca. Mami muu vaca. —Ben se muere de risa.
—Gracias, muy gracioso, Jack —digo mientras ambos ríen a carcajadas.

Sacar los trapos sucios al sol

Por primera vez en mi vida de casada tengo un secreto. De acuerdo, se trata de


uno pequeño, pero lo cierto es que no he contado a Jack lo de Radio CapitalChat. Y
ahora, cuanto más tiempo pasa, más me alegro de habérmelo callado.
Que yo recuerde, siempre le he contado todos los detalles de mi vida cotidiana,
pero ahora que tengo un secreto, de pronto pienso en todas las cosas que ignoro
sobre lo que hace Jack cuando está fuera y que ha «olvidado» contarme.
He intentado averiguarlo, de veras, pero cuando vuelve a casa no le apetece
hablar del trabajo. Asegura que es aburrido.
Sin embargo, el trabajo de Jack también es el mío, por poderes, ya que supone
mi sustento, así que me parece justo que me cuente los cotilleos interesantes sobre
sus compañeros. Y además, ¿qué tiene de malo que me interese? ¿Acaso no es mi
deber de esposa implicarme en todo lo de Jack? Creía que compartir nuestros
momentos íntimos formaba parte de estar casados.
Pero, según mi marido, no es así. Supongo que he de respetar su punto de vista
y no tomármelo como un rechazo, aunque me duele que no quiera compartir todo
conmigo como yo hago con él.
Bueno, ahora estoy pagándole con la misma moneda, pero aun así me resulta

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extraño contar lo que pienso a miles de desconocidos y no a él.


Mañana intervendré otra vez.

***

Radio CapitalChat
El tema del día de Jessie: ¿Es cierto que las mujeres tiene una mayor capacidad de
resistencia al dolor que los hombres? Llamada de: Amy de West London.
Jessie, creo que las mujeres sentimos el mismo dolor que los hombres. La diferencia es
que somos más maduras para afrontarlo. Sólo hay que mirar a los futbolistas para darse
cuenta de lo terriblemente cobardicas que son.
Los hombres hacen mucho teatro en lo que al dolor respecta. Cuando a mi marido le
duele la cabeza, no es un simple dolor sino una migraña. Cuando se golpea en el dedo, se ha
roto un hueso. Si tiene un resfriado, se trata de gripe, y si le ha entrado un bicho en el ojo, está
quedándose ciego…
Y además son muy hipocondríacos. Jack tiene una lista completa de dolencias que
pueden afligirlo en cualquier momento: la rodilla fastidiada (una vieja lesión que reaparece
con consecuencias devastadoras y todos los años es responsable de que no pueda participar en
la maratón de Londres)… Sin olvidar su tendón de Aquiles, el hombro crujiente, la vejiga
obstruida, psoriasis en la lengua o, lo peor de todo, una fiebre palúdica sin diagnosticar, pero
que casi seguro es paludismo, de la que curiosamente sufre la mañana siguiente a una noche
de juerga.
¿Sabes una cosa, Jessie? Creo que los hombres tienen un dolorómetro psicológico que
pueden subir o bajar a voluntad, por medio del cual un ataque de rodilla fastidiada, que deja a
Jack postrado en el sofá rodeado de botellas de vino e incapaz siquiera de levantar el mando de
la tele, puede convertirse súbitamente en algo menos doloroso si su mejor amigo lo llama para
ir al pub, pero es posible que se agrave y empeore deprisa, e incluso que lo obligue a guardar
cama de forma indefinida si, por ejemplo, mi madre nos invita a comer.
Pero claro, como mujeres, debemos ser comprensivas. Si flaqueamos en nuestra completa
devoción o damos un mero indicio de que no fos tomamos en serio o creemos que están
fingiendo, provocamos su más absoluta indignación.
Lo único que puedo decir es que me alegro de que los hombres no den a luz; de lo
contrario, la raza humana se extinguiría en una generación.

Me encanta hablar por la radio. Cuanto más lo hago, más me gusta, lo que no
supondría un problema si no estuviera enfermizamente chiflada por Alex Murray, el
productor, aunque sólo haya hablado con él por teléfono. Para mí es muy raro tener
fantasías con una persona real, en especial con alguien a quien ni siquiera conozco.
Por supuesto, hay varios chicos habituales que pueblan mis fantasías
ocasionales: George, Brad, Damien y, cosa rara, el presentador de las noticias de la
ITV, que es increíblemente sexy pero todos se hallan encerrados a buen recaudo en

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mi parque temático de la fantasía, con sus aceites para masajes, Jacuzzis a la luz de la
luna y aviones privados, esperando que los visite (cosa que, para ser sincera, no hago
con mucha frecuencia en los últimos tiempos).
Pero Alex es diferente. Pertenece al mundo real, el mundo de «antes». Hace que
me sienta como si aún formara parte de él y, a diferencia de los tipos de mi parque
temático, estimula una zona que hace mucho nadie toca: mi cerebro.
Tal vez tenga que ver con el hecho de que, aparte de Jack, mi rutina diaria está
compuesta casi en exclusiva de preocupaciones banales relacionadas con otras
mujeres y niños pequeños. Hablar con Alex es una pasada. Sé que no debería darle
tanta importancia, pero me hace reír y, cuando hablo con él, me vuelvo de lo más
espabilada e ingeniosa. Me halaga estúpidamente que en una ciudad tan grande
como Londres sea yo la oyente a quien llama.
—Está muy bien tener un programa que recibe llamadas —me explicó la última
vez que hablamos—, pero no sabes la cantidad de bichos raros que hay en el mundo.
Producir el programa de Jessie es una pesadilla, pero tú eres una bendición, Amy. Es
maravilloso haber encontrado a alguien digno de confianza y que responda de
manera inteligente y divertida.
Ésa soy yo: inteligente y divertida.
Y digna de confianza.
Sus palabras me dieron la seguridad que me faltaba.
—Pues me alegro de participar en el programa —le dije—. Incluso he estado
pensando que si alguna vez surge la oportunidad de un trabajo en CapitalChat…
Tengo ganas de cambiar de profesión y me encantaría entrar en la radio.
Asombrosamente, Alex no se rió, sino que me aseguró que lo tendría en cuenta
y, desde entonces, estoy entusiasmada con la idea de una inesperada oportunidad
laboral. Quiero que Alex mantenga su buena opinión sobre mí.
Después de mi intervención en directo, me quedo en línea y hablo con él.
—Ya sé que te parecerá raro, pero ¿podrías darme el número de teléfono de
Jack? Me he enterado de que Jessie está buscando un jardinero —comenta—. Acaba
de mudarse a una casa grande en Notting Hill y tú vives en West London, ¿no?
—Pues… sí. —En un sentido amplio, vivimos en esa zona, pero no en la parte
que todo el mundo se imagina cuando menciona West London.
—Podría recomendarlo, si a tu marido le interesa, claro…
¿Si le interesa? Le encantaría. Y yo siempre estoy apremiándolo para que trabaje
por su cuenta.
—Sería fantástico, Alex —respondo agradecida.
Lo digo en serio, salvo que ahora no sé cómo explicar a Jack que le he
conseguido un trabajo con Jessie Kay sin contarle mis intervenciones en su programa
radiofónico. He dicho muchas cosas de él y de nosotros. De nuestros trapos sucios.
Seguro que no le resultará tan divertido como a Alex.
De pronto, me sonrojo y me siento culpable.
Vaya, me había olvidado de lo complicados que pueden ser los secretos.

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Fácil como un domingo por la mañana

Es domingo por la mañana y estoy en el café del parque con Ed, el marido de
Sophie. Es un encuentro puramente fortuito. Ripley y Ben se han visto y están
jugando junto al murete de fuera y acabo de toparme con Ed en la cola del café. No
creo que se acuerde de mi nombre.
A Sophie le daría un ataque si viera a Ripley balanceándose de forma precaria
sobre un parterre embarrado, pero Ed no parece registrar que su hija corre peligro de
ensuciarse, por no decir de hacerse daño. La niña chilla y salta como un chimpancé.
Una mancha de chocolate alrededor de su boca y el envoltorio que sujeta me hacen
sospechar que está colocada con la variedad más dura de crack infantil, llamada
también chocolatina Milky Way.
—¿Dónde está Sophie? —pregunto mientras me siento a una de las mesas
exteriores con mi café con leche.
—¿Soph? No creo que se levante hasta dentro de unas horas —responde Ed—.
Anoche nos corrimos una buena juerga.
—Ah, ¿sí?
—Sí, con amigos, una fiesta de fin de rodaje. Imagínate, una de esas noches un
poco descontroladas.
No, no me lo imagino, pero por lo visto Ed las conoce muy bien.
—La gente se marchó a eso de las cuatro o cinco —continúa mientras se quita
las gafas de sol y se frota los ojos enrojecidos.
Creo que voy entendiendo a qué tipo de fiesta se refiere. Con todo, no puedo
evitar sentirme excluida. Hace siglos que a Jack y a mí no nos invitan a una así, ni
nosotros celebramos ninguna, salvo la de Ben.
Ed bosteza ampulosamente y se despereza. La camiseta se le sube y entonces
reparo en la mata de vello que le sube hasta cerca del ombligo. Aparto la mirada
deprisa.
—¿Qué habéis cocinado? —pregunto, con la sensación de que debo darle
conversación. Me siento de lo más hortera. Parezco mi madre.
—Nada. Contratamos un catering. —Bosteza y mira hacia otro lado.
De repente me veo a mí misma con los ojos de Ed. Es evidente que para él soy
una de esas madres amigas de Sophie, una mujer sin maquillaje que viste vaqueros
sucios y camiseta gastada. Dudo que se le ocurra pensar en mí en un contexto sexual,
o que le guste secretamente como sospecho que Sophie le gusta en secreto a Jack.
Esta idea —que me he convertido en alguien del todo asexual— me hunde en la
depresión.
Está claro que a Ed no le interesa hablar del tiempo. Se reclina en la silla,
levanta la cara hacia el sol y cierra los ojos. La típica actitud del padre de domingo.
Miro alrededor. Reina la anarquía.
Hay un par de niños de cuatro años metiéndose bolsitas de azúcar en la boca.

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Un chico, aparentemente sin padres, aterroriza a las palomas dando vueltas


frenéticas en una moto de juguete. Un bebé aúlla en un rincón, mientras dos
pequeñajos se dan tortazos. El padre, ajeno a la escena que tiene detrás, rebusca
monedas para pagar la montaña de golosinas pegajosas que acaba de comprar como
soborno.
En la zona de los juegos, los hombres leen el periódico sin enterarse de que sus
pequeños se deslizan cabeza abajo por el tobogán de la muerte.
Pero el más odioso de todos los padres aparece por la esquina cacareando: el
Sargento Mayor Papá. Viste ropa dominguera de paisano: pantalón caqui, zapatillas
náuticas y un polo rosa con el cuello alzado. Se dirige a paso de marcha hacia la
cafetería, mientras se arregla el flequillo y da órdenes a sus hijos.
—Toby, deja la moto. ¡Allí, niño, allí! Jonquin, abre la puerta, venga, deprisa.
Fútbol dentro de quince minutos, y si vais a comer bocadillos de beicon recordad que
tenéis que hacer la digestión.
Mientras el Sargento Mayor Papá mantiene la puerta abierta, la señora
Sueltacomentarios sale con un bebé en brazos. Es todo un estereotipo. Parece
afectada de una extraña variación del síndrome de Tourette por la cual el enfermo se
siente obligado a comentarle al bebé en tiempo real cuanto pasa.
—¿Ves?, ahora estamos saliendo de la cafetería y pasando entre las mesas, fíjate
el sol que hay. ¿Te ponemos el gorrito? Sí, ahora mismo te ponemos el gorrito, así el
señor sol…
Me levanto en silencio. No pienso quedarme cuidando de Ripley mientras Ed se
echa una cabezadita al sol. Me acerco a Ben para tenerlo vigilado. Le digo que dos
minutos más y que después nos vamos.
—Mira, mami, mira —dice Ben, y vuelve a encaramarse al murete.
—Muy bien, cariño.
Pero no estoy nada complacida. Se supone que esta mañana el niño tenía que
estar con Jack, dado que hoy sus compañeros Tweedle-Dom y Tweedle-Lee trabajan
en el puesto del mercado. Cuando me enteré de que Jack libraba, pensé que al fin
podría disponer de una mañana de domingo para darme un largo baño o quedarme
en la cama tranquila. Cualquier cosa que significara un paréntesis en la rutina de
lidiar con todos los caprichos de mi hijo de dos años, a pesar de que lo quiero con
locura.
Sin embargo, como de costumbre y pese a sus promesas, Jack no se ha
levantado y, una vez más, me ha tocado el turno del domingo. Sé que es terrible
llevar la cuenta, pero hoy es el décimo séptimo día seguido que he de ocuparme de
nuestro hijo por la mañana.
Pero, claro, Jack trabaja mucho para mantenernos, me digo, y es justo que se
quede durmiendo. A fin de cuentas, la presión económica de la familia recae sobre él.
Es quien tiene que levantarse e ir a trabajar cada día.
Sin embargo, estoy resentida. ¿O cuidar a Ben no supone también un trabajo? El
Daily Mail dice que sí, pero nadie parece dar importancia a la tarea del cuidado de los
niños y de ama de casa a jornada completa.

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Jack sólo entendería cómo me siento si tuviera que quedarse diecisiete días
seguidos, la jornada entera, con un niño de dos años. Entonces se percataría de lo
necesario y vital que es disfrutar de un poco de tiempo libre. Pero eso es algo que
nunca va a pasar. Si dejara a Jack durante diecisiete días al cuidado de nuestro hijo, al
segundo ya habría contratado una canguro.
—Vamos —le digo a Ben—, vamos a ver a papi.
«Sí, Jack —pienso—, vamos a ir a despertarte, cabrón.»
—No, papi no. Columpios.
—No; vamos.
—Columpios —repite.
—No.
—¿Por qué no? —Inclina la cabeza con cara de decepción y curiosidad al mismo
tiempo, pero no tengo el valor de explicárselo.
—Bueno, vamos a los columpios, pero un ratito nada más.
—Mí también —dice Ripley.
—Tienes que preguntárselo a tu papi.
—Tengo caca —dice tocándose alegremente el culito. Qué suerte. La llevo
donde está Ed.
—Necesita que la cambies —le digo. El aire a nuestro alrededor no huele
precisamente a rosas.
Ed me mira y me resulta difícil decidir cuál es el niño, si Ripley o su padre.
—De acuerdo —dice incorporándose, pero no tiene ni idea de lo que hay que
hacer. Ni en un millón de años se le hubiera ocurrido traer pañales y toallitas
limpiadoras.
—Bueno, me voy a los columpios —me despido—. Hasta pronto.
—Amy. —Vaya, de pronto ha recordado mi nombre—. ¿No tendrás un pañal
extra o… como se llamen esas cosas? —Es como hablar con un extranjero. Miro en el
bolso y saco una braga pañal y unas toallitas—. ¿Y ahora? —pregunta Ed—. ¿Dónde
se hace? Quiero decir, ¿dónde están los baños? —Parece completamente desvalido.
«Aja. ¿A que ya no te sientes tan imponente y listo, Ed?», pienso disfrutando de
su incomodidad. Ojalá lo vieran ahora sus amiguetes.
Entonces miro a Ripley, que a su vez me mira. ¿Puedo dejarla en manos de un
hombre que no ha dormido y ni siquiera ha cambiado un pañal en su vida? Por no
hablar de una braga desechable. ¿Sabrá que primero tiene que quitarle los pantalones
y…?
—¿Quieres que la cambie? —me ofrezco. Por un momento, me da la impresión
de que se pondrá de rodillas y me besará los pies.
—¿Lo harías?
—Ven, tesoro —digo a Ripley tendiéndole la mano.
Después, vamos a los columpios y jugamos un rato. La niña está en el cajón de
arena y Ed con los pies sobre uno de los bancos con la visera de la gorra de béisbol
inclinada sobre la cara. Me enfurezco; tendría que haber dejado que la cambiara él.
Estoy a punto de irme cuando veo a Jack en la entrada del parque. Así que ha

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leído mi nota, en la que fui de lo más sucinta: «En el parque.»


—¡Hola, corazón! —saluda viniendo a mi encuentro.
—¡Pa pa pa pa! —dice Ben, saltando hacia Jack como si éste fuera una especie
de superhéroe.
Me siento en una de las mesitas para niños y cruzo los brazos, molesta por el
grado de adoración que Ben reserva a su perezoso padre.
—¿Qué pasa? —me pregunta él sentándose a mi lado.
—Nada, sólo estoy un poco cansada.
—¿Por qué no vas a casa y duermes un rato?
—Porque ya estoy levantada y vestida y no tengo sueño.
—Creí que decías que sí.
—Hay una diferencia entre estar cansada y tener sueño.
—No me eches la culpa, pensaba que te habías quedado en la cama —dice,
confundido.
—Y yo pensaba que eras tú quien se había quedado.
—¿Y por qué te levantaste?
—Pues… quizá porque nuestro hijo estaba despierto.
—¿Y? ¿Y por qué no lo dejaste y listo?
—Porque no podía dejarlo «y listo». Llevaba una hora despierto.
—Si prefieres hacerte la mártir, adelante —resopla.
—No estoy haciéndome la mártir, Jack. No puedo dejarlo para que juegue solo;
tiene dos años. Además, habría armado mucho jaleo.
—Lo siento, estoy hecho polvo, no lo oí, pero podrías haberme despertado si
era tan importante para ti. He tenido una semana muy dura en el trabajo y…
—Ya lo sé, no hace falta que me lo digas.
Ben nos interrumpe con algo pegajoso y asqueroso en la mano, por lo que tengo
que limpiarlo con una toallita.
—Bueno, ¿qué quieres hacer? —me pregunta Jack antes de bostezar.
Es inútil enfadarme. Así que, con un esfuerzo de voluntad, me obligo a parecer
lo menos hostil posible.
—Pues, ya que estás aquí, podríamos quedarnos y pasar un rato en familia.
—Pero es muy temprano, eso no empieza por lo menos hasta las once y media.
—¿Once y media? ¿De dónde has sacado que las familias no se reúnen hasta las
once y media?
—Mira alrededor. Aquí sólo hay padres.
«Sí, claro, sólo hay padres porque las madres siguen en la cama», me dan ganas
de soltarle.
—No tiene sentido que nos quedemos los dos tan temprano continúa.
—Muy bien, vuelve a la cama —zanjo levantándome—, si eso es lo que quieres.
Me coge del brazo y me obliga a sentarme otra vez. Está tomándome el pelo,
pero no estoy de humor para jugar.
—¿Y bien? Entonces, ¿te vas tú?
Me coge por la cintura y finge sollozar.

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—Nooo, no vale la pena.


—¿Por qué?
—Porque te conozco —dice con el mejor acento de Tony Soprano—. Si me
fuera, me arrancarías los testículos.
—Sí, no lo dudes, te los arrancaría de un bocado —respondo enseñándole los
dientes y dando un mordisco al aire.
—Adelante —me anima sonriendo—, ¿a que no te atreves? No me vendría mal
un poco de acción.
Menuda cara tiene.

Calamity y Kate

Hace una semana que mi cuñada Kate está en casa y ya no aguanto más. No sé
muy bien qué historia lacrimógena le ha contado a Jack, pero no me parece muy
traumatizada por su ruptura con Tone. Empiezo a tener la impresión de que se
aprovecha de nosotros. Somos los parientes imbéciles, lo suficientemente crédulos
para alojarla gratis mientras espera que le salga una oportunidad de compartir algún
piso grande y elegante.
Sin embargo, Jack no quiere ni oír hablar del asunto. Aún la considera su
hermana pequeña y le gusta portarse como el gran protector, aunque desde que vive
con nosotros he descubierto que no necesita que la cuiden en absoluto. Kate la Segura
es lo que se dice una chica moderna.
Por mi parte, me percato de que en lugar de ganarme su estima, la he perdido.
A veces la descubro mirándome como horrorizada. Está claro que he perdido mi
estatus de tía enrollada del mundo de la moda que se casó con su hermano. A sus
ojos, carezco de todo estatus.
Y creo que me culpa de que Jack haya abandonado su carrera artística. No estoy
segura, porque no ha dicho nada, pero algo en su actitud me hace sospechar que lo
comentan a mis espaldas en conversaciones familiares. Ojalá me lo preguntara
directamente, porque entonces le aclararía las cosas.
Supongo que soy tan crítica porque, para ser sincera, estoy celosa de ella. Me
recuerda a mí a su edad, salvo que, por desgracia, es mucho más cool. Tiene ese
trabajo tan chic en publicidad en Noho y un armario (el de Ben) lleno de trajes
supermodernos y blusas muy sexys. Por lo que sé, ha cenado en todos y cada uno de
los restaurantes exclusivos de Londres a cargo de la empresa y no da ninguna
importancia a que la hayan invitado a los clubes privados nocturnos más de moda.
Me parece espantosamente ocupada consigo misma, de la manera en que sólo
puede estarlo alguien sin pareja, hijos ni casa que sacar adelante. Está obsesionada
con su vida social y parece unida quirúrgicamente a su BlackBerry. Es incapaz de
hablar contigo sin recibir y enviar por lo menos tres emails y otros tantos mensajes de
texto, la mayoría de los cuales provienen de, o están dirigidos a, hombres con

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quienes «más o menos» está saliendo.


Puedo pecar de antigua, pero salir «más o menos» con alguien se me antoja un
poco raro, aunque por lo visto ella no tiene prisa en sentar la cabeza y encontrar otro
novio estable. Dice que de momento le va bien ser exigente y salir con su grupo de
amigos tan modernos.
—¿Para qué voy a sentar la cabeza ahora si aún me quedan un montón de años
de diversión antes de tener niños? —me dijo—. Por lo menos diez.
Lo que me produce desconfianza son esas amistades tan enrolladas. Kate sigue
siendo muy amiga de Sally McCullen, la chica por la que Jacky yo estuvimos a punto
de romper para siempre, una auténtica furcia que se tira a cualquiera.
De acuerdo, han pasado casi diez años desde las perrerías de Jack y Sally y
ahora estamos felizmente casados y con un hijo, pero, tal como están las cosas,
Devorahombres McCullen podría plantarse en nuestra casa cualquier día de éstos,
especialmente desde que Jack ha decidido hacerse el chico de vida alegre con su
hermana. Por lo general se queda roque en el sofá a las once de la noche, pero desde
que Kate está con nosotros finge ser el alma de la fiesta y saca una botella de whisky
como si fuera un licor digestivo cada vez que ella llega de cualquiera de esos eventos
tan modernos a que acude.
Es miércoles por la mañana y Jack aún se encuentra fuera de combate después
de la última sesión golfa con Kate. Estoy a punto de ir al baño a vestirme, cuando
Kate entra bostezando en la cocina y me dice que se ha quedado dormida y que por
qué no la he despertado.
—¿Quieres una tostada? Acabo de hacerlas —le ofrezco.
—Ni hablar. Estoy muy gorda y el pan infla mucho.
¿De qué demonios habla? Cuando miro fotos mías a los veintitantos, recuerdo
lo preocupada que estaba por tener una barriga plana. ¡Ja! Si hubiera sabido entonces
lo que sé ahora, que nunca más iba a lucir tan poca tripa, habría ido todo el día en
biquini y me habría hecho un piercing en el ombligo para colgarme todo tipo de joyas
brillantes.
—¡Pero si tienes un tipo estupendo! —exclamo con sinceridad—. Aprovéchalo.
—Pues me siento gorda —dice, y añade con cara de fingida agonía—: Tengo
dolores de regla, quizá debería tomarme el día libre.
¿Dolores de regla? ¡No me digas! No me hables de hormonas o problemas
femeninos, porque después de haber pasado por un parto de cuarenta y ocho horas,
los dolores de regla son minucias. Primero prueba lo que es un útero dilatado, o una
episiotomía, y después ya podrás pedir compasión.
—Tengo analgésicos —le ofrezco.
Espero la llamada de Alex Murray, así que sencillamente no puede tomarse el
día libre. Esta mañana participo otra vez en el programa de Jessie para hablar de la
gente que acumula trastos y, como vivo con un hombre que alquila un trastero
porque posee un montón de cachivaches, creo que estoy capacitada para deshacerme
en elogios de Jack y el trapero que lleva dentro.
—Ay, no, tengo una comida —exclama Kate dándose una palmada en la

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frente—. He de ir, será mejor que me ponga en marcha.


Voy a preguntarle si le importa que yo entre primero en el baño, pero Ben me
distrae un momento y, cuando vuelvo a levantar la vista, Kate ha desaparecido y
oigo cerrarse la puerta del baño.
Empiezan a pasar los minutos. Luego media hora.
La época del baño privado para mí ya es cosa del pasado. No puedo ni
quitarme un pelo de la ceja sin que Jack o Ben irrumpan preguntando algo.
Pero ¿qué demonios está haciendo Kate allí dentro?
«Venga, date prisa.» Estoy desesperada por hacer pis. Llevo dos horas
levantada, de modo que hace casi diez que fui al lavabo por última vez, y mis
músculos pélvicos ya no son lo que eran. No creo que aguante mucho más.
Acerco el oído a la puerta del baño y percibo un tarareo desentonado. ¿No tiene
que irse? ¿No había quedado con alguien para comer? Creía que había dicho que
tenía prisa.
Al cabo de dos minutos estoy dando saltos por toda la casa. No me queda más
remedio, así que entro en la habitación de Ben y, sin mirar la ropa de marca de Kate,
me arrodillo y busco debajo de la cama el nuevo orinal de mi hijo, con el que
empezaré a entrenarlo el mes que viene.
Miro el brillante plástico azul. ¿Me he vuelto loca? ¿De veras voy a hacerlo? Sí,
qué diablos, pienso. Tengo unas ganas que me muero.
Me pongo en cuclillas sobre el orinal, cierro los ojos y enseguida me invade una
sensación de alivio y completa felicidad. Como suele decirse, no hay nada más
sobrevalorado que un mal polvo ni nada más subestimado que una buena meada.
—¡Dios mío, Amy! ¿Qué haces?
Abro los ojos de golpe y veo a Kate en la puerta envuelta en una toalla.
—Estaba… —Me siento tan mortificada que no puedo seguir con la explicación.
Cojo el orinal y me escabullo. En el pasillo me tropiezo con Jacky me salpico con
mi propio pis.
—¡Caramba! —exclama—. ¿Todo ese pis ha hecho el pequeño?

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Capítulo 6
Jack

Antes de que aparezca la palabra «fin» en tonos pastel

Me dirijo a ver a Jessie Kay de un humor excelente, como si hoy fuera el


principio de algo, como si las cosas empezaran a ponerse en su sitio, como si
cambiaran de cariz, como si la rueda de la fortuna comenzara a favorecerme.
Y todo gracias a Amy. Hace meses que insiste en que me ponga a trabajar por
mi cuenta, y ahora me ha conseguido una oportunidad concreta.
Y hablando de «casualidades», habría que mencionar su deseo de llamar a esa
basura de programa de radio, que yo la animara a hacerlo y que después no volviera
a acordarme del tema. Y que la otra noche me contara que al final llamó, que gustó y
que le piden que vuelva a participar siempre que quiera, para dar su opinión y cosas
por el estilo. Así que ha estado telefoneándoles de vez en cuando para explicar
chorradas de… ¿qué? Ah, sí, de moda y asuntos de mujeres.
Pero ¿qué tiene todo esto que ver conmigo?, podría preguntarse alguien. Pues
que la última vez que Amy llamó, el productor del programa le mencionó que la
ricacha de Jessie buscaba alguien que le rediseñara su jardín…
Lo que nos lleva justo hasta aquí. Y ahora… «¡Tachan, tachan! Entra en escena
Jack Rossiter, el Horticultor de las Estrellas…»
Supongo que tendría que haber escuchado el programa de Kay antes de ir a
verla. No por gusto, claro, porque hablan de estupideces sólo para tías, sino para
estar más informado. El problema es que lo emiten a una hora en que siempre estoy
en el trabajo y Rupert, nuestro jefe, no quiere que en el curro escuchemos música ni
la radio, ni siquiera con auriculares. «Da mala imagen», suele decir y, con los precios
que aplica, supongo que tiene razón. Hemos de dar la impresión de superlaboriosos
y profesionales todo el tiempo.
La misma imagen que hoy pretendo dar a Jessie Kay: bien afeitado, peinado, las
uñas cortadas, los pantalones planchados y una bonita camisa limpia.
Madre mía, más que a ganarme un trabajo, parece que acuda a una cita
amorosa. ¿Y qué? Hoy en día todo esfuerzo es poco y presiento que ésta es mi gran
oportunidad para lograr establecerme por mi cuenta, así que no debo estropearla.
Pensándolo bien, «Por mi Cuenta» puede ser un buen nombre para una empresa de
jardinería, si salgo adelante y consigo montar mi propio negocio.
Soy consciente de que no estoy obrando correctamente, ya que me encuentro en
horario de trabajo y sigo cobrando las diez libras por hora que me paga Greensleeves
(o Greenslaves, por lo de los esclavos, como suelo llamar a la empresa). A mi jefe le

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dije que iba a visitar a un posible cliente (y eso es verdad), pero me abstuve de
mencionar que Jessie Kay era una posible dienta «mía», no suya. De modo que
cualquier beneficio que se derive de mi reunión de hoy irá a parar directamente a mi
bolsillo. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, esta posibilidad de negocio me ha llegado a
través de Amy. ¿Por qué iba a compartirlo?
Por la dirección tan elegante que mi mujer garabateó en un trozo de papel,
espero que la casa de Jessie sea increíble. Si Notting Hill es un corazón que late, como
suele afirmar un agente inmobiliario que conozco, entonces podría decirse que Saint
Thomas Gardens es su marcapasos.
Giro por el típico paseo flanqueado de árboles lleno de mansiones georgianas
de cuatro plantas. Paso por casas que hasta tienen caminos privados… ¡caminos
privados!, que en esta parte superdesarrollada y carísima de Londres equivale a que
uno tuviera carruajes, algo tan ostentoso como tener un foso, un helipuerto o un
ejército privado.
Estamos en territorio Porsche, Bentleyy Lexus, y la mayoría de los modelos a la
vista valen más que nuestra casa (y un par de ellos incluso parecen más grandes).
Lo cual sirve para hacerme más consciente de mi propio medio de transporte.
Como lo que me trae aquí no es un encargo de Greensleeves, he venido con mi
propio coche (alias el Montacargas, el Papimóvil o el General Matusalén), que está hecho
polvo. Un Citroën familiar gris de veinte años, que huele a pan viejo y, cada vez que
uno se sienta, emite ruidos crujientes por la cantidad de trozos de galleta disecados
que Ben ha esparcido en el transcurso de su corta vida.
No tiene CD ni MP3, pero hay una radio conectada a un iTrip y a un iPod, por
la que escucho a The Go! Team para inspirarme.
Observo las mansiones a ambos lados de la calle mientras busco el número 5. El
espectáculo hace que me sienta como en un decorado de cine de los que aparecen en
las comedias inglesas, a tal punto que, cuando paro frente a la casa en cuestión, casi
espero ver salir por el camino a un perfecto ratón de biblioteca encarnado en Hugh
Grant, quien, tropezando y farfullando, se topa con la sofisticada Julia Roberts, que
lleva unas gafas Chanel y resulta ser una estrella norteamericana de incógnito —en
apariencia histérica e histriónica, pero en el fondo un ser solitario y necesitado de
afecto como todo el mundo— que se enamorará del apocado pero maravilloso Hugh
después de superar un montón de malentendidos graciosos e inverosímiles (con la
ayuda de varios amigotes de Hugh procedentes de Oxford y prodigiosamente
inteligentes). Lo cual permitirá que Hugh y Ju lleguen a la conclusión de que el amor
no sólo lo cambia todo, sino que también lleva a superar todas las barreras sociales,
culturales y económicas, revelación asombrosa que se produce justo antes de que
aparezca la palabra «fin» en tonos pastel y suene un éxito nostálgico recientemente
exhumado.
Pero lo que veo en realidad por la ventanilla llena de huellas dactilares del
Montacargas es a un hombre robusto de unos cuarenta y tantos, con traje oscuro y
gafas Ray-Ban Aviator, que sale por el camino privado perfectamente empedrado de
la casa del número 5 y guarda una bolsa de piel en el maletero de un Porsche negro

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

brillante.
Hasta ahora, todo muy James Bond. Mi comedia romántica con Hugh y Ju se
esfuma, ya que hemos entrado en el terreno de un thriller, salvo por un elemento
surrealista: el hombre no lleva nada en los pies. Ni zapatos ni calcetines. Va estilo
Jesús. Y aún más raro, mientras cierra el maletero y abre la portezuela del conductor
para subir, aparenta completa indiferencia por este hecho.
Pero enseguida titubea y frunce el ceño como si se le encendiera una lucecita
roja. Y sólo entonces se mira los pies.
Por un segundo me da lástima, precisamente cuando hace una mueca, su barniz
de sofisticación se esfuma y se queda como un niño pequeño a punto de llorar.
Acto seguido aprieta los puños y adopta una expresión de determinación
beligerante. Se vuelve y mira el camino, saca algo del bolsillo —parece una petaca—,
bebe un par de sorbos y se da una palmada en la cabeza. Vuelve a guardarse la
petaca, se sécala boca con el dorso de la mano y echa otro vistazo al edificio.
«No, tío, no —lo animo mentalmente—. ¡No seas idiota! Vete de esa casa. Sube
a tu Porsche y huye. Vete de este maldito lugar mientras aún te quede un poco de
dignidad…»
Porque no hace falta ser Sherlock Holmes para deducir lo que está ocurriendo.
La evidencia habla por sí sola: una mente en semejante estado de distracción como
para salir de la casa sin zapatos, una bolsa de viaje, un coche preparado para la
fuga… Todo apunta a la misma conclusión desconsolada.
Este hombre no es un espía. Ni esto un thriller, y sin duda tampoco una comedia
romántica. No, nos encontramos ante una comedia romántica fallida. Una no-
comedia-romántica. Se trata de una ruptura, una separación, el final de un camino, y
este hombre está a punto de cometer un error propio de colegial. Está a punto de
volver a entrar, a pesar de haberse marchado. Y yo, como ex troubadour d'amour, sé lo
bastante para estar convencido de que nada bueno puede salir de algo así.
Porque siempre es igual.
Pero el Hombre Descalzo tiene otros planes. Vuelve a zancadas por el camino
empedrado, abre la puerta del número 5 y entra.
Los segundos van pasando mientras espero que salga de nuevo, ahora rojo de
vergüenza y humillado, pero no aparece.
Segundos que se convierten en minutos.
Vuelvo a comprobar la dirección que me ha dado Amy y, sí, ésta es la casa de
Jessie Kay. Lo que significa que si tengo razón en lo de la ruptura, entonces sus
protagonistas son Jessie y el Hombre Descalzo.
Llamo al teléfono que me ha dado Amy con la dirección, pero salta un buzón de
voz. Son las tres menos cuarto y ya llego quince minutos tarde a mi cita. Debería
dejar un mensaje y largarme, pero no se me va de la cabeza la imagen del tipo con los
puños apretados y su cara de enfado, cada vez un poco más distorsionada, cada vez
un poco más Norman Bates…
Bajo del Montacargas y escudriño la casa.
Si fuera poli, probablemente éste sería el momento para pedir refuerzos. «Hola,

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Hitch, soy Starsky. Llama a Huggy o Rigg, esto es una emergencia; una auténtica
bomba de relojería.»
Pero no soy poli, sino jardinero, y sé que ninguno de mis compañeros esclavos
de un salario de Greensleeves estaría dispuesto a sacrificar su tranquilidad en aras de
promover la armonía doméstica de unos perfectos desconocidos.
No, esto es algo a lo que tendré que enfrentarme solo.

Igual que el caza TAI alcanzado por el rayo desintegrador

La puerta de la casa sigue tentadoramente entreabierta.


Pulso el timbre de bronce bruñido, pero no funciona.
Mas lo que oigo con toda claridad cuando entro en el amplio recibidor de
baldosas a cuadros negros y blancos son gritos. Y chillidos. Y hasta una especie de
mugido agonizante, como el de una vaca pariendo.
Me quedo inmóvil.
La casa es tan grande que en un primer momento es difícil saber de dónde
provienen esos ruidos dantescos.
También estoy desorientado por el brusco cambio de la brillante luz diurna a
esta fresca penumbra interior, y recuerdo el día que me perdí en el Museo de Historia
Natural durante una excursión escolar a los siete años y no lograba descubrir de
dónde me llamaba la profesora de Historia.
A medida que mis ojos se habitúan a la luz, distingo unas cristaleras dobles a
izquierda y derecha y una escalera de mármol enfrente. Una asombrosa araña de
cristal art déco pende del alto techo abovedado y en el ambiente flota un olor acre a
cera de muebles. Parece un lugar de otra época, repleto de mesas de anticuario y
espejos de marco dorado, pero un caos de cajas de mudanza a medio abrir
desparramadas por el suelo arruina cualquier efecto de esplendor.
Y también una botella de vino rota al pie de la escalera… Los gritos se
interrumpen un instante.
—¡Hola! —llamo, pues de alguna manera debo anunciar mi presencia;
técnicamente, estoy entrando en propiedad ajena y eso podría acarrearme un
problema gordo. En el improbable caso de que Hombre Descalzo sea un agente cero
cero, estaría en todo su derecho de liquidarme con su Walther PPK.
Pero la única respuesta que recibo es el eco de mi propia voz.
Mientras cruzo el vestíbulo las voces suenan más fuertes y retumban. Alcanzo a
escuchar «niño de mamá sin polla», «guarra psicótica», «lameculos alcohólico» y
«furcia llena de Botox» en rápida sucesión. Estas expresiones tan cariñosas vienen del
otro lado de una arcada que hay a la derecha, al pie de la escalera.
Se me acelera el corazón al oír un estrépito y un grito de mujer.
Me apresuro y cruzo la entrada, que resulta dar a una enorme galería; sin
embargo, enseguida me percato de que he sido demasiado atrevido.

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No era un grito femenino, sino masculino.


El Hombre Descalzo está ahora encogido delante de mí, detrás de un sofá de
mimbre, rodeado de cerámica hecha añicos. Parece un figurante condenado de
Platoon al que acaban de acribillar con una metralleta.
—¿Por qué no eres más razonable? —grita.
—¿Yo? —responde la voz de una mujer fuera de mi campo visual, a mi derecha,
en un recodo de la entrada—. ¡No te atrevas a decirme que sea razonable, Roland!
¿Como lo fuiste tú cuando le metiste tu puto rabito marchito a la putilla esa?
—Por el amor de Dios. Ya te he dicho que…
Me inclino para ver a la mujer que está reprendiendo a Roland, pero lo pienso
mejor cuando una maceta pasa volando rozándome la cabeza y va a estamparse
contra la pared detrás del sofá de mimbre, con la consiguiente lluvia de fragmentos
de cerámica y destrozo de una Aucuba japónica sobre el sitiado Roland.
—¡Ya está bien, cono! —bufa éste—. Esto es el colmo. Dame mis malditos
zapatos.
—¡Ven a buscarlos si te atreves! —le espeta la mujer.
Roland se vuelve a un lado y otro como si estuviera a punto de lanzar una
granada por encima del sofá y acto seguido se levanta para enfrentarse a su enemigo
como un hombre.
Ella efectúa dos lanzamientos.
Él agacha la cabeza.
Demasiado tarde.
El primer zapato (el izquierdo, creo) le da de lleno en la mandíbula. El segundo
le golpea la mano con que se protegía la cara.
Si fuera un episodio de dibujos animados estaría bien, pero este hombre es una
persona real que chilla de dolor mientras gatea por el suelo buscando a tientas sus
zapatos, como si fueran más resbaladizos que un pez.
Y lo menos divertido es que mientras se los pone, me descubre.
—¿Quién eres tú? —Es su primera línea de investigación—. ¿Y éste quién es? —
Es la segunda, dirigida a la mujer cuando ve que no respondo.
—¿Quién demonios es quién? —replica ella, aún fuera de mi vista. —Bueno,
yo… —contesto al fin, y me arriesgo a dar un paso al frente.
Sólo en ese momento tomo conciencia de la magnificencia de la galería. Cabrían
un par de autobuses de dos pisos y aún quedaría espacio para una mesa de billar,
pero en cambio está atestada de plantas enormes, gigantescas, tipo Parque jurásico, de
esas que de repente podrían inclinarse y comerte la cabeza.
Mis ojos van de la Pogonatherum saccharoideum a la Convolvulus y la Yucca
gloriosa antes de posarse por fin en la mujer. ¡Vaya!
Es como un anuncio de sostenes que de pronto cobrara vida. Una fantasía, debo
reconocer, a la que me he entregado varias veces, pero en este caso se ha vuelto real.
Real y alta. Una morena de cuarenta y pocos, con un tipazo y curvas muy peligrosas.
Además, sólo lleva un sostén blanco y medias.
Coge un cigarrillo encendido del cenicero y da una calada prolongada y muy

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estudiada mientras, a través de las hojas de la planta que cuelga y al estilo de una
guerrera amazónica, clava sus ojos en mí.
Y, caramba, menuda mirada. Me siento como un caza TAI de La guerra de las
galaxias alcanzado por el rayo desintegrador de la Estrella de la Muerte. O un conejo
deslumbrado por los faros de un coche a toda velocidad. Sé que es una mirada
peligrosa, pero sencillamente no consigo moverme.
Es fascinante, exigente, irresistible…
—¿Cómo coño ha entrado este tipo? —pregunta Roland mientras se ata deprisa
los cordones—. ¿Por qué coño tiene llaves?
Espero que ella le diga la verdad (en un lenguaje llano y vulgar): que soy el
puto jardinero que está aquí para hablar del puto jardín. ¿Vale, cono?
Pero no lo hace.
En cambio, percibo un centelleo depravado en su mirada mientras apaga la
colilla en una maceta y suelta:
—¿Y a ti qué coño te importa quién es? No es problema tuyo a quién decido
ver, Roland, ya no lo es.
Vaya. ¿«A quién decido ver»? Esto tiene mala pinta.
Ya no soy el jardinero.
Me he convertido en una provocación sexual.
Me vuelvo hacia el hombre, que acaba de emitir el mismo siseo que una cobra
despertada de su siesta mediante un pisotón.
Mientras avanza hacia mí, lamento no llevar puesto el mono de Greensleeves
(que por cierto tiene las mangas verdes) o algún tipo de identificación fosforescente
como la de la policía de Los Ángeles.
«Está todo bien, señor. No hay de qué preocuparse. Jamás me he tirado a la
señora. Mi presencia aquí es de naturaleza estrictamente profesional, soy jardinero
paisajista titulado.»
—Tranquilo, macho. Me parece que te equivocas —digo en cambio.
—¿Me has llamado «macho»? —pregunta.
Comprendo su cinismo y, sí, su repugnancia a que se use ese término en
relación con él. Es decir, ni yo me creo que lo haya pronunciado. Nunca he llamado
«macho» a nadie. Ni siquiera sé por qué lo he hecho. Debo de estar más flipado de lo
que supongo.
—No era mi intención.
—Pues no lo hagas.
—No lo haré —prometo. Pero ya no me escucha. Ha vuelto a centrarse en la
mujer.
—Lo sabía —dice con las mejillas encendidas, igual que Ben cuando ensucia los
pañales—, sabía que también tenías a alguien, puta hipócrita.
«Quizá sería mejor que vuelva más tarde», me digo.
—Ni se te ocurra llamarla así, capullo. —Mi intención era sólo pensar la frase,
pero no, acabo de decirla en voz alta.
La razón por la que sólo quería pensarla es que, en este contexto (por ejemplo,

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una pelea cuando la mujer ya lo ha acusado de ser un niño de mamá con un rabito
marchito que se tira a putillas), no es justo considerar su vocabulario soez como una
escalada de las hostilidades verbales.
La razón por la que en realidad lo he llamado «capullo» es que la expresión
«puta hipócrita» era el dardo favorito que farfullaba mi padre borracho en aquel
período espantoso (y que cada vez empeoró más) durante el cual mis progenitores
vivieron como perro y gato, alimentado por una buena dosis de gin-tonics, poco
antes de que se marchara y «mejorara el nivel de prestaciones con una chavala más
joven» (según una reciente descripción con sus propias palabras).
En aquellos tiempos no tuve valor para hacerle frente, sobre todo porque yo era
un niño de ocho años y él un cabrón chulo y pendenciero. Aunque hemos mantenido
una relación civilizada durante la mayor parte de mi vida adulta, siempre me he
arrepentido de no haberle plantado cara. A tal punto que, ahora me doy cuenta, mi
subconsciente ha decidido intentar cerrar esa historia de alguna manera.
Y en este momento Roland es el principal blanco de mi transferencia. Me lleva
unos diez años, y es más bajo y fornido, igual que papá. Con la diferencia, advierto
ahora que lo tengo delante de mi cara, que el peso de mi padre se debía
principalmente a ingentes cantidades de cerveza Guinness, mientras que Roland se
ha esculpido a fuerza de gimnasio.
Ya es demasiado tarde para retroceder.
Y además, ¿hasta qué punto puede ser fuerte un tipo llamado Roland?
Si se llamara Gary, bueno, podría ser motivo de preocupación. Es un nombre
más canalla, más de la calle. Seguramente se habría criado en un barrio marginal y
sabría dar golpes peligrosos. Los nombres Dave o Tel también habrían hecho sonar
las alarmas, menudas piezas esos dos. Pero ¿Roland? ¿Roland? Si suena a pastelito de
crema… Desde luego, en la historia no hay ningún Roly el Empalador o Roly el
Destructor. (De hecho, los únicos Roland que se me ocurren son un tontorrón que
salía en una serie de la BBC de hace mil años y el borde ese de la banda Tears for
Fears, y lo único remotamente aterrador de este último era el tupé engominado que
llevaba.)
—¿Qué coño has dicho? ¿Qué coño has dicho?
De verdad que este hombre sabe repetir las cosas, no le basta con la primera
vez. O eso, o tiene algún defecto del habla que le obliga a repetirse, en cuyo caso
seguiremos oyéndolo durante un rato.
Una salpicadura de saliva me aterriza en la mejilla. Está tan cerca de mí que
hasta le veo las lentillas (teñidas de azul, menudo farsante) y le huelo el aliento (un
fétido olor a lasaña que me recuerda la bazofia rancia que nos servían la señora
Smith y la señora Davies, las empleadas del comedor de la escuela primaria, a la que
daban el ridículo nombre de «almuerzo»).
—¿Sabes una cosa? —digo tratando de sonar cortés y al mismo tiempo sereno—.
Eso de puta hipócrita no es nada bonito.
Me mira a los ojos.
—¿Quieres ver otra cosa que tampoco es bonita?

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

«Bueno, tengo una lista completa —pienso—. Está la coliflor, los matones, el
aguacate, los callos, los callos con aguacate, los divorcios, los exámenes, las fiestas de
niños y, claro, también el aliento pestilente de Roland…»
Pero en ese momento comprendo que su pregunta es meramente retórica. Su
manera de pronunciarla lo delata. La ha ensayado, tal vez sacada de alguna película.
Un bodrio, seguro. Una con Chuck Norris, Sylvester Stallone o Vin Diesel, en la que
Chuck, Sly o Vin distraen a un memo crédulo con pura cháchara, un segundo antes
de llevar el puño hacia atrás y…

El efecto Florence Nightingale

¡Plaf!
Giro en cámara lenta, como un bailarín de salón que alarga los brazos en busca
de su pareja, pero no hay nadie para cogerme y me desplomo ignominiosamente.
La galería se vuelve borrosa. Me zumba la cabeza, como si se hubiera hinchado
y multiplicado por diez, igual que una pelota de goma inflada con una bomba para
neumáticos de camión.
Me quedo de espaldas y, a medida que se me empieza a aclarar la vista, veo el
cielo azul a lo lejos, recortado a través del variado follaje de la galería.
Ni siquiera vi venir el puñetazo, reflexiono aturdido. Incluso dudo que fuera un
puñetazo; por lo que sentí, podría haber sido la bala de un subfusil Uzi o incluso un
golpe con un bate de béisbol esgrimido por un gorila hinchado de esteroides.
Mis ojos están clavados en Roland, que se mueve de un lado a otro y me
fulmina con la mirada desde arriba.
—Al… —digo, frase que significa «Aléjate de mí, pedazo de testosterona fallida,
psicótico antisocial, sádico, cerdo del infierno», pero que ni mi cabeza revuelta logra
hilvanar ni mi boca pronunciar.
Sin embargo, no le impresiono. Sigue en la postura del boxeador que se entrena
ante el espejo, con sus manitas de uñas arregladas, apretadas en dos puños, y, lo que
más me impresiona, empieza a dar saltitos de un pie al otro con una cruel sonrisa de
satisfacción. Como un profesional, como si acabara de noquear al campeón en Las
Vegas y estuviera bajo los fogonazos de los flashes, mientras el árbitro comienza la
cuenta para descalificarme, antes de que aparezca una modelo en biquini que le
ponga la corona. Imbécil de mierda.
—No te muevas —gruñe, como si yo tuviera alternativa.
Los oídos me zumban y las piernas se me mueven débilmente, como si fuese
una mosca moribunda.
Pero en ese momento ella lo coge por detrás como una Ninja, con una llave de
pinza en el cuello, y le retuerce el brazo derecho a la espalda con una llave magistral.
Es como observar a un niño malo de un reformatorio al que un severo profesor
de educación física echa de una clase de rehabilitación. O el momento en que el flaco

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

karateca enmascarado Kendo Nagasaki pone contra la lona al aparentemente


invencible gigante barbudo en una lucha de pressing catch. O a Urna Thurman dando
una patada en el culo en Kill Bill.
En otras palabras, es fantástico, una maravilla.
Esta mujer es pura poesía en movimiento. Y en mí tiene a su admirador número
uno.
—Bravo, vamos —consigo farfullar como un fan adolescente, mientras ella lo
aparta por la fuerza y Roland desaparece de mi vista.
Si tuviera una bandera la haría ondear, y si fuera una animadora agitaría los
pompones. No es que esté orgulloso —soy partidario del amor, no de la guerra—,
pero esta mujer tiene nervios de acero. Estoy maravillado de su actuación. Y muy
agradecido de que haya neutralizado a Roland.
Una vez Jons, el ex novio de Sally la Innombrable, me arreó más fuerte, creo, pero
fue hace mucho tiempo, y últimamente no estoy en forma.
Al cabo de dos minutos, mi amazona en sostén y medias ya está de vuelta, me
ayuda a levantarme y me acompaña hasta el sofá de mimbre, donde me sienta con
suavidad.
Se aparta el ondulado cabello castaño de la cara y veo que tiene unos ojos azules
muy bonitos. Me recuerda a Rachel Welch en Hace un millón de años y el corazón me
da un vuelco.
Me observa con una expresión que fluctúa entre la lástima y la ira.
Por mi parte, trato de no mirar la impresionante hondonada de su escote, que
mi visión periférica ya ha detectado como absolutamente fenomenal y que tengo a
pocos centímetros. Para centrar mi atención en cualquier otra cosa, me palpo la boca
y me miro los dedos manchados de sangre.
—Te ha partido el labio —dice—, pero no te preocupes, no está muy mal. —
Ahora que no está soltando una sarta de insultos a nadie, advierto que tiene una voz
bonita, de niña bien, pero también de persona inteligente—. Voy a buscarte un poco
de hielo. Espera aquí.
«Justo cuando iba a perseguir a Roland para darle una lección…»
—Una pregunta —digo.
—¿Qué?
—Eres Jessie Kay, ¿no?
—Sí.
—Me alegro, porque sería una lástima dejar manchas de sangre en la casa
equivocada. Sonríe.
Al cabo de un minuto vuelve, por desgracia envuelta en una vaporosa bata
blanca. Me pone algo frío y duro contra el labio.
—¡Ay!
—Es un helado Magnum. La cara te quedará un poco pegajosa, pero rebajará la
hinchazón.
A pesar del dolor en la mandíbula, casi suelto una risita por el involuntario
doble sentido y cojo el helado.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Y yo que creía que lo apropiado eran los guisantes congelados —comento.


—No como verduras congeladas. Son muy ordinarias.
Esto se lo dice al muchacho que creía que las verduras crecían en bolsas de
plástico hasta que se fue de casa, pero se lo dejo pasar.
—Regento un puesto de hortalizas orgánicas en Queen's Park —digo. «Para mi
jefe», estoy a punto de añadir, pero lo pienso mejor. En lo que a Jessie respecta, soy
mi propio jefe.
—Perfecto. ¿Podrías traerme un pedido una vez por semana?
—Claro.
—Mitad fruta, mitad verdura.
—Ningún problema.
—Puedes dejarlo aquí la próxima vez que vengas.
El corazón me da un vuelco.
—¿Significa que quieres que trabaje para ti?
—Por supuesto. Deseo que te ocupes del jardín y de las plantas de interior.
—Pero aún no hemos hablado… Me refiero al tema dinero.
—No hace falta.
—¿No?
—No, sobre todo después de la forma en que has dado la cara por mí. Estoy
dispuesta a pagarte lo que sueles cobrar…
Naturalmente, no respondo. Pero, aunque me duele la boca, no puedo evitar
sonreír, porque al fin ha llegado: mi primer trabajo en solitario. Por mi Cuenta ha
empezado a crecer. Ya me parece visualizar la tarjeta de la empresa.
—Quítate la camisa —dice, y empieza a desabrochármela sin esperar respuesta.
—¿Qué?
—Está sucia de sangre. Si la mojo ahora, las manchas saldrán fácilmente.
De modo que no sólo es una pinchadiscos radiofónica muy bien pagada y una
experta en artes marciales, sino también una autoridad en prácticos consejos
domésticos. ¿Acaso los talentos de esta mujer no tienen límites?
Mientras me quita la camisa, noto que respiro inhibido y me yergo
mecánicamente. Soy consciente de que, como mínimo, es un comportamiento
inapropiado. Debería estar agradecido por recibir los atentos cuidados médicos de
mi nueva empleadora, en lugar de comportarme como un adolescente que saca
pecho en la playa por primera vez. Pero es que todo esto tiene algo de
exhibicionismo y sensualidad. Veo moverse los dedos de Jessie y no puedo evitar
pensar que es una mujer muy ducha en estas lides. Se mueven con la celeridad
eficiente de las pinzas de un cangrejo bajo el agua, como agujas de tejer y, al alzar la
vista, compruebo que no mira sus manos sino mi cara. Lo hace todo al tacto…
Al final se entretiene en el último botón, pero me parece que lo hace a
propósito, y una de sus uñas (pintadas de rojo vampiresa) roza la piel encima de mi
cadera, parte que Amy siempre acaba acariciándome distraída después de hacer el
amor.
Amy.

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Su nombre me golpea la mente como un latigazo y me estremezco.


—¿Estás bien?
—Sí, sólo es una punzada —disimulo frotándome la mejilla. «De culpabilidad»,
pienso. Es decir, si Amy entrara ahora, seguro que…
¿Qué? ¿Qué haría exactamente? ¿Qué podría hacer? De acuerdo, reconozcamos
que una mujer increíblemente guapa en este instante está quitándome la camisa, pero
también tengo sangre en el labio y la camisa. En otras palabras, hay pruebas
contundentes de que cuanto pasa aquí es estrictamente casto.
Por lo demás, que Jessie, con el sol que se filtra por su pelo y me da en la cara,
ahora mismo me parezca un ángel, probablemente sólo sea un síntoma de la leve
contusión que acabo de sufrir. O algún tipo de efecto Florence Nightingale. Lo que
significa que es normal que piense en ella con amabilidad. Muy normal. Y
perfectamente puro.
A fin de cuentas no hay nada de lo que culpabilizarme.
Jessie se queda observándome el torso desnudo.
—¿Vas mucho al gimnasio o sólo es el trabajo? —pregunta mientras me seca el
labio con un Kleenex que luego me da.
—Bueno… las dos cosas —miento. Para ser sincero, la última vez que fui al
gimnasio llevaba unas zapatillas Dunlop verdes fosforescentes, una banda tricolor en
el pelo tipo John McEnroe y The Human League aún estaba en las listas de éxitos.
Pero a juzgar por el asombroso físico de Jessie, es evidente que es una fanática
del gimnasio, e incluso yo sé que la regla número uno de las ventas es establecer
lazos con los posibles clientes, porque a todo el mundo le gusta hacer negocios con
gente afín.
—Gracias por interceder ante Roland.
—Habría hecho lo mismo por cualquiera —respondo con modestia.
—Tendrías que ponerle Sir Gawain a tu empresa de jardinería.
—¿Cómo en Sir Gawain y el Caballero Verde?
—Un jardinero con una educación clásica —comenta sonriendo—. Estoy de
suerte, ¿no?
—Más bien es que he visto muchas películas…
Podría contarle que la auténtica razón de mi postura heroica radica en la
relación con mi padre, no con ella, pero me contengo. ¿Por qué arruinar algo bueno?
¿Para qué reconocer que mi supuesto heroísmo no era más que un borbotón de rabia
freudiana espontánea? Jessie me ha tomado por su caballero de brillante armadura,
pero yo estoy acostumbrado a que Amy me considere un campesino metido hasta las
rodillas en el estiércol. Es una imagen muy distinta y no niego que podría llegar a
gustarme.
—En serio —dice—. Has sido muy galante. Roland es cinturón negro de
taekwondo.
Menudo imbécil.
—Tú tampoco lo has hecho nada mal —reconozco—. Si alguna vez te aburres
de la radio, podrías hacer carrera como portera o gorila. Una fugaz sonrisa aflora a su

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rostro.
—Fue él quien me convenció para que tomara clases de autodefensa personal.
¡Qué irónico que haya acabado usándolas contra él!
—¿Siempre es así Roland?
—¿Así cómo?
—Como alguien que necesita una orden de alejamiento —puntualizo,
limpiándome el labio con el pañuelo.
—No, y además creo que con lo de hoy ya ha tenido bastante para mantenerse
alejado. Sobre todo considerando el motivo de nuestra pelea. Le encontré una tarjeta
en el bolsillo. Mira. —Me pasa una pequeña tarjeta rectangular en que se ve a una
joven oriental vestida con un traje de gato de PVC, con un birrete en la cabeza y un
bastón en la mano. «CENTRO DE DETENCIÓN DE LA VIUDA AZOTAINA PARA
NIÑOS MALOS», reza la inscripción debajo, junto a un número de móvil—. Llamé y
pregunté qué servicios ofrecían, y tuve que buscar la mitad en Internet de tan raros
que eran…
—¿Y lo encaraste y se lo dijiste?
—Por supuesto. Nunca ha sabido mentir muy bien, y al final salió todo a la luz.
Había estado yendo de putas durante los seis meses que llevábamos juntos. El muy
cabrón.
Advierto unas lágrimas, que ella se enjuga.
—Si quieres ya volveré en otro momento —propongo.
—No, no te preocupes, estoy bien. Voy a vestirme y a buscarte una camiseta.
Ponte cómodo.
Mientras sale precipitadamente, no sé si está llorando o no.

11ODD

«Quien no malgasta, no pasa necesidades», pienso mientras le quito el papel al


Magnum y doy un mordisco.
Mmm… Tiene un sabor bastante raro: sangre y chocolate, sangrelate. No es una
combinación tan mala como parece. Los fabricantes de helados podrían añadirlo a su
carta de sabores.
Me encuentro bastante mejor y me arriesgo a levantarme. «Vaya —pienso al dar
unos pasos vacilantes—, sin duda estoy reponiéndome.»
Camino por la habitación para pasar el rato. La cocina de mi casa, la estancia
más grande con diferencia, tiene ocho pasos de largo. Ésta, calculo, tendrá
veintiocho. O sea, es el tipo de hogar que siempre soñé desde niño pero nunca
conseguí. No puedo evitarlo: siempre vislumbro esa otra vida que habría podido
disfrutar.
Cenas acompañado por bombas sexuales como Jude, Sienna y Keira y el resto
de la pandilla, los cuadros a medio pintar desparramados por el suelo, y mi mejor
amigo, una estrella de rock, inconsciente en un rincón después de una noche de

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

juerga. Además, por supuesto, mi regreso triunfal de la ceremonia de entrega de los


Premios Turnery la niñera que me conduce arriba para ver a los niños en su
dormitorio estilo Peter Pan, donde me esperan en fila para dar el cariñoso beso de
buenas noches a su papá, antes de que se marche otra vez al Ritz…
Pero antes de acabar de deprimirme por esta otra vida perdida, empiezo a
recoger las plantas rotas, acunándolas entre mis brazos como bebés, para
trasplantarlas a unas macetas vacías que hay en un rincón de la galería.
—No cabe duda de que eres padre —observa Jessie al regresar.
Si estaba llorando cuando se marchó, no queda ni rastro de sus lágrimas.
Aparece vestida como si fuera a alguna cena, con un top de tirantes negro,
pantalones blancos y sandalias de esparto.
—Sí, así es —admito—. ¿Y tú? ¿Tienes hijos?
—No; soy más del estilo de las mujeres entregadas a su profesión.
Me lanza una camiseta de Encuentros en la tercera fase, que me pongo. A
continuación me señala con la cabeza una puerta cristalera en un extremo de la
galería.
—Salgamos.
—De acuerdo. —La sigo—. Por cierto, es una casa maravillosa.
—Era de mi madre. Falleció el mes pasado, lo que significa que ahora es mía.
No sé nada de plantas. Roland decía que debía quitarlas y modernizar el jardín, pero
mi madre plantó cuanto hay aquí y me recuerdan a ella, por eso me gustaría
conservarlas. Además, Roland ya no está… qué demonios importa lo que piense.
El sol entra a raudales cuando abre la puerta de par en par. La sigo por el jardín,
que parece el Proyecto Edén de Cornualles, o una de esas ilustraciones del libro La
felicidad de vivir con la naturaleza que solía leer mi hermana de niña. El tipo de jardín
que para los habitantes de los barrios residenciales de las afueras o la campiña es lo
más normal del mundo, pero que aquí, en esta parte de la capital, vale su peso en
oro.
—Pues bien, ¿cuál es el pronóstico? —pregunta mientras damos una vuelta y
acaricio las plantas con los dedos—. ¿Tiene posibilidades el paciente?
Nos detenemos en un banco al lado de un cobertizo que, como el resto del
jardín, ha conocido mejores tiempos. Se sienta y parpadea de cara al sol del atardecer.
—Por supuesto —respondo—, lo sacaré adelante.
Jessie se levanta, se estira y, quitándose las sandalias, hace una cosa de lo más
extraña: un saludo al sol elegante y gracioso. El gesto tiene algo tan sereno y privado
que opto por apartar la mirada (aunque también podría deberse a que ese culo con
forma de melocotón está empinado a pocos centímetros de mí).
—Entonces, ¿te ocuparás de cuidar esto? —me pregunta con los brazos en jarras
mientras contempla el jardín.
—Por supuesto. —Hago un rápido cálculo mental y multiplico por dos mi
estimación—. Probablemente me llevará unas seis horas por semana tener todo bajo
control.
—¿Tanto? —Vacila un instante, antes de añadir—: Bueno, de acuerdo… nunca

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está de más que haya un hombre por aquí. Una nunca sabe cuándo podría necesitarlo
—concluye echándome una miradita. No sé qué decir, lo que parece divertirla—.
Ven, que te enseño la salida.
«Esto es lo que me encanta de este lugar», pienso mientras atravesamos la casa.
Si dijera lo mismo en la mía, sólo tendría que señalar la puerta. Aquí tardamos un
minuto en llegar a la salida.
—Muy bien —digo una vez fuera para cerrar el trato—. Me alegro de trabajar
para ti y espero que todo vaya bien.
—Yo también.
—Por cierto, soy un gran admirador de tu programa. Me mira enarcando las
cejas.
—Más bien eres un gran embustero. —Vaya, me ha calado—. No te preocupes
—añade—, mi programa no es para gente como tú, sino para personas aburridas que
están en casa.
Podría ser una frase de falsa modestia, pero es evidente que habla en serio.
Pienso en Amy y en el brillo de sus ojos cuando me contó cómo le gustaba participar
en el programa de Jessie, y me pregunto qué diría si la oyese ahora. Pero ni la ha oído
ni pienso contárselo. ¿Por qué voy a fastidiarle su diversión?
—Quiero disculparme otra vez por lo de antes —agrega—. Roland es un
hombre terriblemente celoso y creo que ver a un hombre joven y guapo en casa… en
fin, le hizo perder los estribos. —Me sonríe—. Pero has estado muy bien al no dejar
que te intimidara.
—No te preocupes.
—Encantada de conocerte, Jack —dice tendiéndome la mano con fingida
formalidad. Cuando nos las estrechamos siento algo frío en la palma y veo que se
trata de una llave Yale plateada—. Es la de la entrada lateral —me explica—. El panel
de control de la alarma está justo al lado, a la derecha.
—¿Cuál es el código? —pregunto, sorprendido y agradecido a la vez por esta
muestra de confianza.
—Ciento diez DD —responde sonriendo—, como la talla de mi sujetador. Ven
cuando quieras.
Le devuelvo la sonrisa y pienso deprisa. En Greensleeves suelo acabar sobre las
cinco.
—Seguramente me pasaré al final de la tarde. Como es verano, aún quedan
muchas horas de luz y es el mejor momento para regar las plantas.
—Perfecto, eso significa que te veré a menudo. El teléfono suena en la casa y
Jessie frunce el ceño. —Seguro que es él. Querrá hacer las paces. —¿Y qué vas a
decirle?
—«Que te jodan», eso voy a decirle, porque yo sin duda no lo haré más. Ya no.
—Y acto seguido, vuelve a entrar y cierra la puerta con indiferencia, sin volverse.
«Un hombre joven y guapo…» Las palabras me persiguen por el camino como
un suave susurro. Me meto la llave en el bolsillo y me dirijo al Montacargas con la
cabeza alta, como imagino que haría sir Gawain. Me siento bien, noble y valiente. Me

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noto en el camino del éxito. Al fin y al cabo, acabo de empezar a trabajar por mi
cuenta.
Sólo cuando subo a mi coche me percato de que aunque fue Amy quien nos
puso en contacto, Jessie no la ha mencionado ni una sola vez en nuestra
conversación.
Yo tampoco.

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Capítulo 7
Amy

Hasta las pulgas se lo montan de vez en cuando

Son la ocho y estoy reventada. Louis y Finny se han pasado la tarde aquí
jugando con Ben, y todos juntos han revuelto la casa entera. Han desparramado los
juguetes y la arena del cajón por cualquier parte, y llenado todo con los restos de una
batalla de comida. Estoy quitando los últimos pegotes de mermelada del patio,
cuando me percato de que Jack ya ha vuelto a casa y se ha acercado sigilosamente a
mí.
Me coge entre sus brazos con fuerza mientras me levanto, me doy la vuelta
metida en su abrazo y apoyo la cabeza contra su pecho. «Qué agradable sensación»,
pienso mientras dejo escapar un hondo suspiro. Siempre me olvido de lo bien que
abraza Jack y de lo bien que encajamos, como piezas de un rompecabezas. Estar entre
sus brazos siempre me hace sentir otra vez mujer, no una escoba y un recogedor
robótico. Escucho los latidos de su corazón y, por un instante en mi frenético día,
disfruto de paz auténtica.
Pero no puedo hacerla durar mucho, me muero de curiosidad por saber si ha
conseguido el trabajo. Así que me echo atrás para preguntárselo, cuando reparo en
su cara.
—¿Qué te ha pasado en la boca? —Tiene el labio superior hinchado, con restos
de sangre, como si lo hubieran golpeado.
—Ah, esto —dice tocándoselo—. Nada.
—¿Nada? A mí no me parece nada. ¿Qué ha pasado?
—Bueno, imagínate… —Frunce el ceño—. Gajes del oficio: pisé el rastrillo para
cogerlo y me dio en la cara.
Sonrío y le acaricio el pelo.
—Pobrecito. ¿Te dolió?
—Me pilló por sorpresa, la verdad. Fue culpa mía, una estupidez.
—Te has cambiado.
—Ah, ¿sí?
—¿De dónde sale? —pregunto señalando la camiseta amarilla con la inscripción
Encuentros en la tercera fase.
—Oh. —Jack me mira un momento—. La otra se me manchó de sangre y tuve
que comprarme una.
—No parece nueva.
—Ya… pero ahora las venden así, para que parezcan viejas, usadas. Es la moda.

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—Pero…
Se inclina hacia mí.
—Olvídalo —me dice poniéndome un dedo bajo la barbilla y levantándome la
cara—, no tiene importancia.
Siempre sentí debilidad por Jack cuando pintaba, me resultaba sexy verlo
manchado de pintura y con los ojos cansados, de lo más seductor con aquella
expresión concentrada. Me pasaba lo mismo cuando empezó a trabajar en
Greensleeves. Me gustaba cuando me seducía al volver del trabajo, sucio y con pinta
de duro, pero hace siglos que no lo hace. Me sorprende ahora verlo con esa mirada
inquisitiva.
Me besa. Sus labios están hinchados y tienen un sabor metálico. Me separo.
—Eh… tú no te vas a ninguna parte —dice atrayéndome de nuevo hacia sí.
—Jack…
—Chist. —Vuelve a besarme.
—Pero…
—¿Dónde está Ben? —musita.
—Durmiendo.
—¿Y Kate?
—Ha salido.
—Perfecto.
Me besa con mayor intensidad y le pongo las manos sobre el pecho.
—Un momento, para, para un minuto. ¿Lo has conseguido?
—¿El qué?
—El trabajo.
—Pues sí.
Chillo encantada y le echo los brazos al cuello. Estoy muy contenta.
—Tenemos que celebrarlo.
—Pues eso es exactamente lo que estoy haciendo, señora Rossiter —dice
mientras me levanta y me hace girar. Después me besa y me habla al mismo tiempo,
llevándome hacia atrás y tratando de quitarse las botas pisándose los talones. Me río.
—Pero… pero… ¿qué ha pasado? —pregunto entre besos. Necesito saber más,
quiero saberlo todo acerca de Jessie. Es muy emocionante.
—¿Cuándo?
—En casa de Jessie.
Se limita a aferrarme las nalgas y me estrecha con fuerza. No hay duda de lo
que tiene en la cabeza, y en los pantalones. Gruñe y vuelvo a reír.
—¿Cómo es su casa? —insisto.
—Está bien —responde con voz ronca, apremiante, sin prestar mucha atención.
—¿Bien y nada más? ¿Y ella? ¿La has conocido?
—Sí. —Me tira del cinturón y desabrocha la hebilla.
—¿Y? ¿Cómo es?
—Pues nada del otro mundo. Rellenita y madurita.
Vuelve a besarme. «Madurita» es su término favorito para describir a las

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mujeres mayores a quienes, según él, ya les pasó su mejor momento. Es un sexista
inclemente con la edad, pero a mí la palabra me encanta, sobre todo porque nunca la
usa refiriéndose a mí.
Me mete la mano bajo la camiseta y tantea hasta desabrocharme el sujetador.
Me río y lanzo otro grito mientras maniobra para llevarme al sofá de la sala.
—Voy a poseerte, esposa mía —bromea imitando el tono de un caballero—.
¡Prepárate!
Pero no estoy preparada. No puede arremeter así contra mí. Tengo que hacer
pis, cambiarme las bragas cómodas de mamá y ponerme algo más sensual. Además
de maquinarme, perfumarme y lavarme los dientes… Mi libido aún está
profundamente dormida. A pesar de lo complacida que me siento por sus avances
amorosos y que desearía corresponderle, me resulta más difícil que a él excitarme de
repente.
No quiero que se me malinterprete: me encanta hacer el amor con él, pero el
mero peso de las tareas domésticas cotidianas da al traste con mi sexualidad. Para
mí, el deseo sexual es incompatible con cambiar pañales, dar de comer al crío,
cocinar, hacer la compra y las interminables tareas de la limpieza. Constituye una
parte de mi personalidad que acaba perdida y sepultada cuando Ben se encuentra
cerca.
Jack me echa sobre el sofá y vuelvo a gritar porque algo se me clava en la
espalda. Mira debajo, saca un camión de juguete entre los cojines y lo lanza lejos.
—Ven aquí, preciosa —dice, esta vez con su voz normal.
Quiero sentirme excitada, de veras, lo deseo. Ser la chica que Jack cree que soy,
pero mi mente aún está funcionando en modo diurno.
Así que cuando se coloca sobre mí, sólo puedo pensar en si he puesto el
lavavajillas y en qué cenaremos. Me esfuerzo por tener ideas sensuales, pero no dejo
de ver escenas de Mira quién baila y Principal sospechoso, y después páginas de venta
por Internet. ¿Me compro esa blusita de Top Shop o me quedará ridícula?
Jack debe de notar que estoy con la cabeza en otra parte porque, al cabo de un
rato, para. Va a la cocina y vuelve con una botella de vino y dos copas.
Me siento en el sofá sobre las piernas dobladas y le sonrío.
—¿Qué ocurre? —pregunta, y sé que me conoce lo suficiente para darse cuenta
de lo que tengo en la cabeza. Descorcha la botella y me sirve.
—Me gustaría que me contaras cómo te ha ido, eso es todo.
—¿Qué quieres saber?
—Ya lo he dicho: todo.
En realidad, lo que quiero averiguar es si Jessie me mencionó. Si Jack está
enterado de mis intervenciones radiofónicas. Si le dio alguna pista sobre mis quejas
en su programa. Si así fue, Jack no parece muy molesto.
—¿Te habló del programa de radio?
—Un poco.
Me tiende una copa, se sienta a mi lado, empieza a acariciarme el vientre y yo,
instintivamente, retengo al respiración. Se inclina y me besa el cuello.

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—¿Y? ¿Qué te dijo?


—No quiero hablar de ella; ahora no, más tarde. En este momento me interesa
más lo que estábamos haciendo.
—De acuerdo —cedo mientras le beso la frente—. Pero primero… —añado
levantando mi copa— quiero brindar por ti, por ser el marido más fabuloso del
mundo. Estoy muy orgullosa de ti, querido Jack.
Entrechocamos las copas y se me encoge el estómago cuando nuestras miradas
se encuentran.
Y mi libido se pone en marcha.
Y soy toda suya.
Y de pronto, aquí estamos, tendidos sobre el sofá, desnudos, entrelazados y
sudorosos y… es una maravilla.
—Estaba pensando en… ¿Por qué no ponemos ese DVD? —murmura Jack.
—¿El porno que te dio Matt?
—¿Por qué no? —Sonríe y enarca una ceja.
—Ay… no sé. No soy muy…
—Vamos, no seas santurrona.
—No lo soy. —Lo que pasa es que ahora mismo no necesito ninguna
estimulación.
—Créeme, todo el mundo mira porno —asegura mientras se desliza entre mis
pechos y me besa a la altura de las costillas.
—Ah, ¿sí? ¿De veras? Pues no me imagino a Camilla o a Faith.
—Pues claro que lo hacen.
—Yo no conozco a nadie que lo haga.
—Eso es porque no lo dicen, es políticamente incorrecto. Nadie quiere pensar
que hace algo turbio o que apoya algo que se considere explotador, pero aun así
todos lo hacen.
—Pero…
—Venga, que nos divertiremos.
Me río y él salta del sofá, saca el DVD para ponerlo y vuelve a mi lado.
—Muy bien. Elige un número del uno al seis.
—Cinco.
—Aquí va. —Jack apunta el mando a distancia, pulsa selección de escenas y
empieza la acción. Luego se inclina y me besa.
Yo le devuelvo el beso pero me siento un poco ridícula, especialmente cuando
veo lo que sucede más allá de su cabeza.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Nada.
—Te has puesto tensa. ¿Qué ocurre?
—Es ese tipo.
—¿Cuál? —Se vuelve hacia la pantalla.
—El de la derecha… No, no, ahora está a la izquierda.
—¿Al lado de la morena? ¿Y qué le ocurre?

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—Bueno, es que tiene una…


—¿Una qué?
Me muerdo el labio.
—Una… bueno ya sabes… un pito.
Jack mira más de cerca la pantalla.
—¡Dios mío! ¡Es enorme!
—No, no es eso, es que… ¿No crees que se parece un poco a Yul Brynner con un
jersey negro de cuello vuelto?
Jack se echa a reír a carcajadas y cambia de posición, de estar sobre mí a
sentarse al lado. Nos miramos un instante y ladeamos la cabeza para seguir los
bandazos del ángulo de la cámara.
—Seguro que eso no es muy cómodo —comenta.
—A ella no parece importarle mucho.
—¿A la de las coletas?
—No, a la que está sentada sobre Yul Brynner. —Bebo un sorbo de vino—.
¿Crees que discuten las escenas?
—¿Qué?
—Lo que van a rodar. Me refiero al orden en que lo hacen y tal.
—¿Quieres decir si tienen un coreógrafo? —Se queda mirando el televisor un
momento—. No, me parece que es más bien improvisado.
—¿Hasta los diálogos? ¿Crees que no los escribe nadie?
—No, no, Rudi —dice Jack con una voz ridícula—, corten. Repite la toma. No es
una mamacita, lo que tienes que decir es «Ahora una mamadita». ¿De acuerdo?
—Y cuando terminan —pregunto riendo—, ¿crees que intercambian tarjetas, se
felicitan por el buen trabajo realizado y se despiden con un apretón de manos?
—No sé si se dan la mano o se hacen una manola…
Soltamos unas risitas como un par de colegiales.
—Por lo menos la banda sonora es muy pegadiza —comento—. ¿Se podrá
comprar en Amazon?
—Seguro que se llamará Los Cuatro Fantásticos o los Baltic Porno Songs, o algo
así.
Estamos riendo a carcajadas cuando oigo una llave en la cerradura de la
entrada.
—Hola —dice la voz de Kate, al tiempo que se oye la puerta al cerrarse.
Nos miramos aterrorizados. Ambos estamos desnudos.
—¡Mierda! ¡Joder! —exclama Jack y salta del sofá para apoyarse contra la puerta
de la sala.
Yo me las arreglo para ponerme los vaqueros y la camiseta al tiempo que le
lanzo la suya y unos shorts, y me precipito a la búsqueda del mando a distancia para
apagar el televisor un segundo antes de que entre Kate.
—¿Por qué está tan oscuro? —pregunta ella mientras enciende la luz y Jack
emerge de detrás de la puerta.
—¡Qué extraño! —exclama él—. Pensaba que se había quemado la bombilla,

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pero acabas de hacerla funcionar. —Me mira como un adolescente asustado y se


escabulle a la cocina.
—Hola, ¿qué tal? ¿Te lo has pasado bien? —pregunto con un gañido. Trago
saliva y acabo de flipar cuando veo que viene con un tipo. Es un poco calvo, pero
bastante guapo, y lleva un traje de rayas finas todo arrugado con camiseta y
zapatillas viejas. Me arreglo un poco el pelo con la mano. Debo de estar hecha un
asco.
—Éste es Simon —lo presenta Kate—. Me ha acompañado a casa.
—Encantada.
Mientras se adelanta para tenderme la mano, me seco a escondidas la mía en la
camiseta. Después se sienta en el sofá, al lado de Kate.
—Pues… eh… —carraspeo— estábamos tomando un poco de vino. Voy a
buscar unas copas…
Salgo pitando hacia la cocina. Jack está allí.
—¿Les has ofrecido una copa? —cuchichea—. ¿Por qué?
—No sabía qué hacer.
—¿Crees que Kate se ha dado cuenta de algo?
—Me parece que sí. Y el tipo está sentado sobre mis bragas.
—Ponles cualquier excusa y ven al dormitorio, te espero allí.
—No, no me dejes. Tú también tienes que volver —le ruego.
—No puedo. —Baja la vista y le sigo la mirada hasta los shorts. Lo comprendo.
Literalmente.
Pero me he comprometido a entretener a estas visitas no deseadas. Cojo otra
botella de vino, un par de copas y regreso al salón. Me molesta que Kate haya
definido mi hogar como su casa, pero así están las cosas.
—Así que… ¿trabajáis juntos? —pregunto con fingida tranquilidad, pero el
corazón me va a cien por hora. ¿Se darán cuenta de que estoy sudando? No llevo
sostén y sé que tengo la pinta de un fugado de Alcatraz.
—Sí, Simon es mi jefe. Trabajamos juntos en la nueva campaña de Adidas —
explica Kate, presumiendo de su amigo—. La que te comenté, ¿recuerdas?
No puedo pensar ni concentrarme. Me froto la frente.
—Eh… sí, creo que sí —logro decir.
—La pasan hoy. Espera un momento que enciendo la tele. Tal vez aparezca y
así la ves.
A cámara lenta, observo a Kate, que coge el mando a distancia y apunta a la
pantalla.
Aprieta el botón.
Y ahí lo tenemos.
En glorioso tecnicolor.
Goran y Rudi… ahora con un par de chicas de pechos imposiblemente inflados.
En primer plano y con efectos sonoros.
Todos nos quedamos inmóviles. Simon, Kate y yo mirando la pantalla.
Y a continuación, Simon, sin inmutarse, se lleva la mano a la nuca, se acomoda

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bien en el sofá y comenta:


—Creo que, técnicamente, eso se llama un francés.

Oye, amiga

Resulta extraño escuchar el programa de Jessie ahora que Jack la conoce. Le


estoy muy agradecida de que le haya dado una oportunidad, pues desde la
entrevista Jack está entusiasmado y decidido a crear Por mi Cuenta, su propia
empresa.
Sé que va a suponer que trabaje hasta más tarde y no esté a la hora de acostar a
Ben, pero cree que si las cosas salen bien pronto ganará lo suficiente para pagar una
canguro un par de mañanas a la semana. Lo que significa que ya puedo empezar a
pensar en lo que quiero hacer.
Es muy duro no tener con quién hablar de estas cosas. Se lo contaría a las
Víboras, les diría que pronto voy a disponer de un par de mañanas libres para
dedicarme a alguna actividad nueva, pero ya sé lo que opinan de las madres que
trabajan: son las rameras inmorales de Babilonia.
Tampoco puedo contarles que fantaseo en secreto con entrar a trabajar en la
radio, porque aunque Alex Murray «lo tiene en cuenta», sé lo inverosímil y lejano
que parece.
Pero el hecho de que Jack haya conocido a Jessie le da un cariz nuevo a todo.
Parece una mujer muy normal. Siempre me la había imaginado un poco vampiresa,
pero ahora que la ha descrito como rellenita y madurita me resulta diferente hablar
con ella. Y también me da lástima, debe de ser muy triste vivir sola en casa de su
madre con las plantas como única compañía.

Radio CapitalChat
Tema del día de Jessie: ¿Sigues siendo íntima de tus amigas?
Llamada de: Amy de West London

No lo sé, Jessie. Quizá sea porque hace tiempo que estoy casada o porque soy una madre
treintañera, pero el grado de intimidad que tenía con mis amigas, al igual que les sucede a
otras oyentes que han llamado esta mañana, hace tiempo que desapareció. Pero claro, ya no
necesito compartir cada detalle de mi vida sexual, o hablar a diario de mis problemas durante
cuatro horas por teléfono, y tampoco me queda tiempo para ir tranquilamente de tiendas con
ellas o salir de fin de semana. Ya no necesito que ninguna amiga me guarde los secretos
porque no tengo ninguno.
Por supuesto que me encantaría pensar que, si quiero, aún puedo salir todas las noches a
tomar unas copas con las chicas, pero la realidad es que después de pasarme el día cuidando de
Ben, la mayoría de las noches me quedo espachurrada con mi marido en el sofá mirando la
tele.

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Sé que es culpa mía que de vez en cuando me sienta aislada, como el Enmascarado
Solitario, pero… ¿acaso no todo el mundo se siente a veces así?
Por supuesto que Jack y yo tenemos amigos, no quiero que me malinterpretéis, pero nos
relacionamos sobre todo con otras parejas como nosotros. Yaparte de esas parejas amigas, las
personas a quienes más veo ahora son las Vi… son otras madres como yo, amistades de
conveniencia, diría. No reunimos porque vivimos cerca y tenemos hijos, pero ninguna de ellas
es amiga de verdad. Si algo en mi vida empezara a ir mal en serio, me refiero en el terreno de
las relaciones afectivas, no podría recurrir a ninguna de ellas.
Por suerte, nada ha ido especialmente mal en mi vida, porque de lo contrario estaría
destrozada, no tendría a nadie.

¿Un sofá blanco o un caballero blanco?

Bueno, eso no es exactamente cierto, pienso más tarde, porque podría contar
con Helen, que en teoría sigue siendo mi mejor amiga. Hace dos meses que tengo
apuntada en la agenda una cita con H, en el único hueco que ella tenía. Las dos nos
quejamos de que nunca nos vemos, sobre todo porque vivimos en la misma ciudad,
pero nuestras vidas no coinciden. Y más ahora que ella es una de las directoras de la
cadena de televisión en que entró a trabajar hace cinco años.
Me alegro de que le vaya tan bien, a pesar de que sé que le pesa la
responsabilidad y las muchas horas que trabaja. Tiene un piso estupendo en Borough
Market y va en un Mercedes descapotable personalizado —el coche con que ambas
siempre soñamos—, pero me entristece que nos hayamos alejado tanto.
Su casa está tan impecable que parece un hotel. Es la primera vez que vengo en
más de seis meses y, en ese tiempo, se ha comprado sofás, alfombras, lámparas
nuevas y todo está recién pintado. Es extraño que tome tantas decisiones sin
comentarlas siquiera conmigo.
En general le alabo el gusto mientras acaricio las suaves cortinas virginales y
hundo los dedos del pie en la mullida espesura de la alfombra blanca. Es el lugar
menos apto para niños que jamás he visto. ¿No nos ha invitado a visitarla porque
sospecha (con razón) que Ben podría destrozárselo?
Hay fotos de la vida de H alineadas sobre la repisa de la chimenea en elegantes
marcos plateados. Se la ve preciosa y feliz en todas. En la más grande estamos las dos
riendo el día de mi boda; paso la mano por encima.
Si yo fuera un hombre de visita en su casa, ni por un segundo pensaría que H
necesita un novio. Sin embargo, es justo lo contrario.
H mantuvo una relación sin futuro con Matt más o menos cuando me casé.
Duró unos seis meses y acabaron odiándose, y desde entonces no ha vuelto a tener
ninguna pareja más o menos seria.
—Bueno, ¿cómo va tu vida amorosa? —pregunto mientras descorcha una
botella de vino—. ¿Qué ha pasado con… como se llame?

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—Un burro absoluto —responde con una mueca.


—¡No me digas! Pensaba que estaba bien. ¿Y aquel otro…? ¿Greg?
—Un desastre. Un señorito. Lo de siempre… imagínate, con una fijación por su
mami y, además, sin dejar de hablar del internado privado, a pesar de que habían
pasado veinte años. Estaba claro que le habían dado por el culo en el pabellón de
criquet, pero era demasiado reprimido incluso para reconocerlo.
He de andarme con mucho cuidado con H. Sé que desea lo que tengo: un
marido, un hijo y un futuro compartido, pero cuanto más se atrinchera en su vida de
soltera, más lejano parece. Su vida es tan ordenada y cómoda que cualquier posible
don Perfecto tendría que ser un verdadero fenómeno para que ella se planteara
siquiera renunciar a alguna de estas comodidades. Y ése es el problema. Está
convencida de que encontrar el amor implica necesariamente algún sacrificio, y no
está muy segura de querer cambiar su sofá blanco por un caballero blanco.
Pero al cabo de un rato, cuando cenamos, se relaja, baja la guardia y vuelve a
ser mi compañera habitual. Cuando el perfil de Londres empieza a oscurecerse al
otro lado de los ventanales y la botella de vino vacía descansa sobre la barra que nos
separa, siento que somos las de siempre, las mejores amigas, que puedo contarle todo
y ella me escuchará.
—¿Y cómo van las cosas con tu chico? ¿Todo de perlas, para variar? ¿Incluso al
cabo de siete años?
¿Qué le digo? Hace tanto que nadie me pregunta cómo estoy o cómo va mi
relación que me siento vulnerable y frágil. No obstante, tengo ganas de abrirme, de
contarle que las cosas entre Jack y yo no son tan perfectas como me gustaría, que no
son fáciles. Que no lo veo mucho ni hacemos con frecuencia el amor y que ahora que
trabaja para Jessie Kay tiene ambiciones muy concretas, pero que yo no, lo que hace
que me sienta celosa y resentida.
Pero cuando estoy a punto de contárselo, algo me disuade. A fin de cuentas es
sólo una etapa. Jack y yo estamos bien. Sería un sacrilegio dejar a H entrar en el
sanctasanctórum de mi matrimonio… aparte de que tampoco me apetece
inspeccionar por ahí dentro.
Así que en lugar de hablar de Jack, empiezo a echar pestes contra Kate, lo que
me anima bastante.
—Me gustaría que algo me entusiasmase —reconozco al cabo—. Estoy un poco
cansada de la rutina. —Me inclino y le cojo la mano—. Lo que de veras necesito es
que te cases.
—¿Por mí o por la fiesta?
—Por la fiesta, naturalmente. —Río—. Estoy aburrida, hace siglos que no voy a
una buena fiesta a desmelenarme. Todo el mundo parece divertirse mucho más que
yo —me quejo, y en ese instante me doy cuenta de lo cierto que es.
—Bueno, sabes tan bien como yo que no necesito casarme para ser feliz, pero de
alguna manera esperaba que sucediera este año… —Se encoge de hombros—. No sé,
es tan difícil encontrar a alguien… Era más fácil cuando salíamos a bailar, ligábamos
con alguno y después analizábamos si nos gustaba o no. —Suspira.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Y qué te impide hacer lo mismo ahora?


—¿Cómo? ¿Yendo a ligar a una discoteca? No se me ocurre nada peor.
—Vamos, tampoco somos tan viejas —comento para animarla.
—Ni tan jóvenes. ¿No te acuerdas de que cuando salíamos mirábamos a las
mujeres de nuestra edad y nos parecían unos vejestorios? Decíamos que eran unas
carrozas disfrazadas de nenas y que era mejor que se quedaran bailando en alguna
fiesta de cumpleaños doméstica.
—¿Y qué pasa con esa web de que me hablaste?
—¿Cuál? ¿«Dame un macho punto com»?
Sé que H ha pagado una fortuna para inscribirse en una web de citas exclusiva.
—¿Se llama así? —me asombro.
—Pues sí —dice con una mueca mientras coge el ordenador portátil y lo
enciende.

Se conformaría con el noventa por ciento

Miro la pantalla y me engancho al instante. Esta historia de ligar por Internet es


un mundo nuevo para mí. ¿Cómo te resumes y te vendes a un posible candidato sin
parecer arrogante, digna de lástima o directamente desesperada?
Le pido que me enseñe el perfil que ha escrito sobre sí misma. Se inclina sobre
la pantalla y lo leemos.
—Tess y Jodie me ayudaron a redactarlo —me confía, mencionando a dos
amigas de quienes he oído hablar pero que no conozco. O «sus compañeras de usar y
tirar», como le gusta insinuar a Jack.
¿Cómo es posible que H practique tantas aficiones? Yo apenas dispongo de
tiempo para pintarme las uñas de los pies, y H además de tener un trabajo
importante aparentemente encuentra un momento para «ir a bailar salsa» y «buscar
carteles de películas viejas en los rastros». Por no mencionar que va «habitualmente a
ver películas en versión original» o que le gusta quedarse «tranquilamente soñando
en el spa».
¿Se referirá al supermercado Spar?, me pregunto escéptica, porque, que yo
sepa, es lo más cerca que ha estado de un gimnasio.
—Pero si no te interesan las artes, ni el ajedrez, y encima no eres paciente —
señalo mientras sigo leyendo.
—Sí que lo soy.
—No, qué va.
—Que sí, jolines.
—Y veo que te has olvidado de mencionar que eres una maniática del orden —
añado.
—No tiene nada de malo que te guste el orden —replica lanzándome una
mirada de advertencia.
Llego al final del perfil sin comentar que la conozco de toda la vida adulta y

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que, aparte de acudir a aquel extraño concierto en la parte empinada de Richmond


Park, que yo sepa jamás ha «escalado montañas» o tenido «afición por las músicas
étnicas» ni demostrado ningún «gran entusiasmo por la fauna», a menos que se
refiera a mirar a los chicos. Pero vaya, ¿quién soy yo para buscar defectos?
—Bueno, en la pantalla pareces fantástica. Yo misma me iría a la cama contigo
sin dudarlo —concluyo.
Agita un paño de cocina como para desechar mis halagos, pero está encantada.
—¡Ah, espera, que hay más!
Bajo por la pantalla hasta el largo apartado en que se detallan los criterios
esenciales de H para un posible candidato. Es desconcertante.
«Sensible y cariñoso, pero viril e independiente. Amante del ajetreo de la gran
ciudad, aunque aficionado también a la vida al aire libre. Alguien a quien le guste
quedarse en casa pero también viajar y que además sepa ser el alma de cualquier
fiesta. Que se cuide, pero que también le guste divertirse. Que le entusiasme la
política y el arte, que sea amante de discutir con conocimiento de causa, pero de
forma respetuosa. Que se acuerde de los cumpleaños y sepa preparar buenas
sorpresas. Que le guste la comida y el buen vino y aprecie la belleza.»
Etcétera.
Y etcétera…
Los hombres en el mundo real no son así; más bien habría que poner:
«Moderadamente sensible cuando se lo pidan, de vez en cuando la hostia de
ingenioso. Aficiones principales: rascarse la entrepierna y festejar la flatulencia.»
—¿De verdad esperas encontrar todo eso en un solo hombre?
—Me conformaría con el noventa por ciento —asegura.
—¿El noventa?
—De acuerdo, digamos el ochenta. Pero tiene que ser guapo para caerse de
espaldas.
Subo.
—Entonces será mejor que nos pongamos a buscar.

El efecto caja de bombones

Tras unas copas más de vino, empiezo a entrar de verdad en el juego. Veo que
esto puede volverse más adictivo que mirar las páginas web de inmobiliarias.
Es como salir a ver escaparates y fantasear con comprar. Cada cara nueva es un
sueño distinto.
—Joder, H, no puedo creer la cantidad de tíos que están como un tren.
—Vamos, Amy, no seas ingenua. Todo el mundo elige las fotos más
favorecedoras. La mayor parte de estos tipos no tiene esa pinta en la realidad.
Probablemente todos sean más viejos, más calvos o más gordos.
—Pero aun así… ¿Por qué no existía esto cuando estaba soltera? —Lo digo en
serio. El mundo ha avanzado y yo no me he movido.

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De repente, ante tanta elección, siento una rabia retrospectiva. Cuando estaba
soltera y conocí a Jack, me pareció la única opción. Vale, de acuerdo, me enamoré de
él, pero ¿acaso no fue porque estaba preparada para ello y dio la casualidad de que
Jack apareció en el momento apropiado?
La idea me desconcierta.
¿Qué habría pasado si me hubiera enamorado de otro? ¿Habría sido tan feliz?
¿Lo habría sido más?
Si hubiera dispuesto de una mayor selección de hombres donde elegir, como H
ahora, ¿no habría escogido a alguien más compatible? ¿Más conocedor del mundo y
culto? ¿Alguien que pudiera mantenerme a mí y a un montón de niños? ¿O que
quisiera quedarse en casa mientras yo emprendía una carrera fabulosa? ¿O algún
aristócrata que me llevara a navegar en su yate?
Porque es evidente que esas posibilidades están todas aquí, en la pantalla que
tengo delante y, por un instante, una parte de mí siente haberse conformado con una
tienda de chucherías, cuando a la vuelta de la esquina había una bombonería de lujo.
Quizá estoy un poco borracha. Parpadeo con fuerza, impresionada por haber
pensado algo tan desleal. Jack no es perfecto pero es mío. Lo que estoy haciendo es
para H, no para mí, me recuerdo.
Doy un paseo por la web durante un rato, mientras ella ordena la cocina.
Y entonces encuentro un perfil sin foto.
Estoy a punto de pasarlo por alto, pero me sorprendo leyendo lo que un tal
Tom afirma sobre sí mismo. Para empezar, me gusta la forma como explica que le
preocupa un poco estar en esta web, pero tras varias relaciones largas, sigue soltero y
con todos sus amigos casados. Cuanto más leo, más me gusta. Es bastante modesto y
divertido.
—¿De qué te ríes? —pregunta H.
—De éste. Tom. Es editor literario —digo, moviendo el portátil para que vea la
pantalla.
—Pero no tiene foto.
—Porque dice que no quiere que lo juzguen sólo por su aspecto.
—O porque es feo.
—O porque es guapísimo. En todo caso, estoy de acuerdo con él. El amor no
sólo tiene que ver con el aspecto de alguien, sino con cómo te hace sentir. Si quieres
mi opinión, creo que tendrías que liarte y casarte con este Tom y tener hijos con él.
—¡Señora Rossiter, creo que ese tipo le gusta! —exclama H sonriendo.
—Soy una mujer casada.
—Pero si no lo fueras, si aún estuvieras soltera, ¿te gustaría? —me pincha.
—Pues… supongo que si estuviera en tu lugar… pues sí.

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Cuando el gato no está, los ratones bailan

El viaje a casa, con una botella de vino blanco en el cuerpo, se me hace


larguísimo. Cuando abro la puerta, tras una hora de soporífera odisea en metro y
autobús nocturnos, de esos que hacen que te sientas como en una película de arte y
ensayo, estoy agotada.
Abro en silencio, esperando encontrarme a Jack dormido en el sofá, pero en
cambio me topo con música, humo, ruido de copas y risas.
Jack está en el jardín con Kate y tres amigos de ella: Bells, Max y otra chica,
guapa y absurdamente delgada, cuyo nombre no alcanzo a captar, algo cursi y finolis
tipo Perséfone o Paris.
—Si hubiera sabido que celebrabais una fiesta, habría vuelto antes —digo sin
poder contenerme.
El comentario mordaz va dirigido a Jack. Hace meses que no salgo sola y
esperaba que se tomara en serio lo de quedarse al cuidado de Ben. Creía que me
recibiría con un beso, un abrazo y me preguntaría cómo me lo había pasado.
Sinceramente dudo que haya acudido siquiera una vez a la habitación a echarle un
vistazo a nuestro hijo.
—Estábamos a punto de salir —anuncia Kate—. Pretesh toca en el Urban Wall.
Y a mí qué coño me importa. Miro por la ventana el reloj de pared de la cocina.
Es la una de la mañana.
—¿Cómo? ¿Ahora?
—Sí, la noche es joven —interviene Max.
—¿Te apetece venir? —pregunta Kate, pero por la manera en que lanza una
ojeada a Jack sospecho que es una pregunta trampa, que está todo ensayado.
—No, gracias. Estoy agotada, voy a acostarme.
Estoy a punto de poner las manos sobre los hombros de Jack para reivindicarlo
y entrar, cuando Kate pregunta:
—¿Puede venir mi hermano entonces? Si te vas a la cama no te importará.
No quiero dejar en ridículo a Jack delante de sus nuevos coleguis recordándole
que:

a. Tiene que levantarse temprano para ir a trabajar.


b. Es demasiado mayor para salir de marcha.
c. Es la una de la mañana y por lo menos hace tres horas que debería estar
durmiendo.

—Puede hacer lo que quiera. No soy su jefa.


Pero Jack, deliberadamente, se toma mi comentario al pie de la letra y se encoge
de hombros con expresión de «¿Qué voy a hacerle? Prácticamente me han obligado».
Suena el móvil de Kate.
—Será el taxi —dice—. Ah, no, es Sally —añade leyendo el mensaje—. ¿Alguien
ha visto su bolso? Cree que se lo ha dejado aquí.

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¿Sally?
Mejor que no sea quien yo creo. Sally McCullen. ¿El putón ese que trató de
tirarse a Jack cuando empezábamos a salir juntos? ¿Ha estado aquí? ¿En mi casa?
¿Un minuto después de que me marchara?
Jack me alcanza en el dormitorio.
—Sólo se ha quedado cinco minutos —me dice en voz baja, cogiéndome del
brazo.
—Ah, ¿sí? ¿De veras? —contesto soltándome de un tirón, tan celosa y furiosa
estoy.
—Vamos, Amy, no seas así. Ha venido a ver a Kate. ¿Qué querías que hiciera?
No es que yo la invitara.
—Bueno, no sería la primera vez.
—Joder, Amy por favor —replica, enfadado pero sin dejar de cuchichear. Ben se
revuelve en la cuna. Los dos lo miramos un momento, pero no parece que vaya a
despertarse—. ¿Te he dado alguna vez motivos para dudar de mí?
—Sí —le recuerdo—, una vez y con ella.
—Pero sabes que yo nunca… Me refiero a que estamos casados, ¿no? Ahora es
diferente.
—Exacto. Por eso deberías comprender cómo me siento.
—Pues no tienes por qué. Estás portándote de una manera ridícula.
Oigo a los otros en el pasillo.
—El taxi ya está aquí. ¿Vienes? —llama Kate.
Jack me mira y le devuelvo la mirada.
—Sal, y vete a la mierda —le suelto, con un tono que hasta a mí me parece
cruel.
—¿Sabes qué? —Levanta las manos—. Cuando te pones así, no se puede hablar
contigo —se exonera de culpa.
Y se da la vuelta y se marcha.
Cabrón.

Pero está tan desentrenado…

Estoy en la cama echando chispas. Un rayo de luna divide la habitación en dos


y veo la cara de Ben al otro lado, entre los barrotes de la cuna.
Me siento como si él estuviera fuera y yo en la cárcel.
Estoy llena de porqués.
¿Por qué Jack se comporta así?
¿Por qué no se da cuenta de que su hermana está actuando como una bruja?
¿Por qué no se pone de mi parte?
¿Por qué cree que está bien irse de marcha con Sally McCullen?
¿Por qué no confío en él?

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

No tengo respuestas y mi enfado se convierte en culpabilidad. ¿Y si Jack está


atravesando una especie de crisis de la madurez? ¿Será porque no lo hago feliz?
¿Porque le resulto aburrida? ¿Porque no tenemos demasiada vida sexual?
Es posible que se deba a que discutimos mucho. Tal vez tenemos un problema
de verdad. Y si así fuera, ¿significaría que tal vez esté pensando en acostarse con
otra? El pobre está tan desentrenado respecto a las mujeres que a lo mejor ni se
percata de que alguien como Sally McCullen intenta ligárselo… hasta que sea
demasiado tarde.
Siento un escalofrío de miedo.
Imágenes de Jack en la discoteca empiezan a darme vueltas en la cabeza como
luces estroboscópicas. Después todo se transforma en la película porno y Jack está
con Sally McCullen y otra, una guaperas de veintipocos con unas tetas perfectas y
nada de tripa, y yo estoy enferma de celos.
Trato de pensar en las virtudes de Jack y me veo a mí misma feliz en esa foto
enmarcada que tiene H en su casa. Observo a Ben en la cuna y pienso que es una
mezcla perfecta de nosotros dos. Miro alrededor, nuestra habitación. Hay un
desnudo mío que Jack pintó poco después de casarnos y un oso de peluche que me
regaló cuando me quedé embarazada. Dondequiera que ponga la mirada hay
recuerdos de nuestras vidas entrelazadas. ¿Por qué, entonces, no está aquí en la cama
entrelazado conmigo?
Ya es de día cuando llega. Lo oigo entrar en el cuarto dando bandazos y
tropezar. Me quedo inmóvil y finjo dormir.
Se mete bajo el edredón, por su lado de la cama, y aunque tengo la cabeza fuera,
en la cabecera, me envuelve un tufo a tabaco, alcohol y comida rápida que me
provoca náuseas.
Siento sus dedos trepando por mi muslo y sé lo que significa.
No puedo creerlo. ¿Quiere sexo?
¿Ahora?
Y a pesar de todos los miedos anteriores, me enfurezco.
Está cachondo. Y lo está porque se ha pasado la noche bailando con
discotequeras sexys medio desnudas, que probablemente le han hecho insinuaciones
lujuriosas, diciéndole que podían montárselo en el lavabo. No soy tonta.
¿Cómo se ATREVE?
Me acurruco y me vuelvo, apartándome de él.
Jack gruñe y respira pesadamente. Se deja caer en su lado de la cama, da un
tirón al edredón y me destapa.
Tiro hacia mi lado y él vuelve a tironear hacia el suyo.
Se lo arranco con todas mis fuerzas.
—Basta —mascullo.
—Ah, estás despierta.
Me alivia que haya vuelto, pero ahora que está aquí, estoy de nuevo enfadada.
No pienso contestarle. No voy a darle ese gusto. Además, sé que no hacerle caso le
molesta más que ninguna otra cosa.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Así que no piensas hablarme? —No, no pienso decirle ni una palabra. No


hasta que se disculpe por ser un cabrón desconsiderado—. Pues sólo para que conste,
Amy —dice inclinándose sobre mí (uf, qué aliento)—, he intentado darte una
oportunidad. Eres tú quien se comporta de manera infantil, no yo.
Dicho esto, da un tirón al edredón, me destapa completamente, lo mantiene de
su lado agarrado con fuerza y se queda dormido como un tronco.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Capítulo 8
Jack

El cadáver apaleado por el contratiempo de anoche

Estoy casi en la cima de Primrose Hill. Las cometas cortan el cielo y los niños
chillan mientras juegan con sus frisbees. Veo tanta gente tumbada en la hierba que
supongo que no hay ningún pub cerca.
Un ciclomotor pasa haciendo ruido y de un todoterreno cercano sale una
música electrónica atronadora. Los chillidos de los monos enjaulados del zoológico
de Londres llegan hasta aquí arriba. Y, la verdad, no quiero ni imaginar cómo se
sienten.
Es hora de comer y estoy tumbado junto a Amy sobre una manta escocesa
medio comida por las polillas. Estamos tan poco comunicativos como un par de
cadáveres recién embalsamados, con Ben acurrucado y dormido entre nosotros.
Soy Jack Rossiter, El Abominable Hombre de las Nieves. El sol pega con fuerza y,
con la resaca que tengo, me deja los sesos como una esponja en el Sahara. Siento
tanto calor que ojalá pudiera quitarme la piel.
Jack, hecho un perro…
Jack, castigado como un perro…
No es difícil ver la relación.
Razón por la cual he pedido a Amy que viniera durante mi hora del almuerzo y
después le obsequié con un picnic sorpresa con comida de esa tienda tan fina de
Primrose Hill Road, cerca de los jardines comunales de un elegantísimo edificio de
apartamentos de estilo Regencia, donde trabajo para Greensleeves.
El picnic era una disculpa porque anoche me porté como un borracho bruto,
autoevaluación a que he llegado esta mañana cuando desayunaba y una banda
militar rusa al compás del vodka Stolichna ya tocaba su estridente repertorio dentro
de mi cabeza, mientras Amy me miraba desafiante por encima de la caja de cereales,
como una francotiradora en pleno sitio de Stalingrado apuntando su mira telescópica
sobre su presa.
Ahora la observo con cautela mientras se quita una hormiga de la muñeca y
cambia de postura. Está boca arriba con las manos en la nuca y contempla a través
del follaje de un roble las evoluciones de las nubes.
También miro arriba y, como un adivino, busco en el cielo indicios de buenos
augurios; pero mientras las nubes siguen su lento camino por el cielo de la ciudad, de
Wembley a Canary Wharf, en lugar de ver caras sonrientes o esponjosos conejitos en
los cúmulos, sólo encuentro martillos pilones, buques de guerra y cañones.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Amy lleva unas gafas de espejo, por lo que no puedo saber lo que piensa. Lo
cual no está mal, reflexiono con pesar, porque seguramente estará preguntándose:
«¿Por qué me he casado con semejante imbécil?» Y si es eso lo que está pensando, he
de reconocer que tiene algo de razón. Bueno, bastante más que algo: me emborraché
como una cuba, la desprecié como un egoísta y me fui de juerga dejándola con el
niño, así que probablemente se merezca algo mejor que yo…
No es que ella me lo haya dicho, no lo necesita, sabe muy bien que su silencio
me hiere más que nada.
Desde que ha llegado, hace más de media hora, casi no ha pronunciado palabra.
Tampoco ha probado la comida, y eso que he comprado cosas que le gustan,
escogidas a conciencia y dispuestas con todo cariño sobre un papel de plata.
Me siento con el ánimo por los suelos, rechazado, hecho polvo, y empiezo a
temer que mi gesto de reconciliación tal vez estaba condenado desde un principio.
—Allí —dice Amy señalando el cielo—, esa nube parece un lechero gordo
agachado.
No veo esa bucólica figura en las nubes, pero estoy decidido a impedir que se
interrumpa esta frágil línea de comunicación.
—Y esa otra, detrás, me recuerda a un agricultor cachondo a punto de…
—Para, Jack —me dice, volviéndose y reconociendo al fin mi presencia—. Ben
ya sabe suficientes palabrotas, no hace falta que le…
Se sube las gafas y me sonríe inesperadamente. Es como ver salir el sol tras una
nube y en el acto mi corazón se colma de felicidad.
—Todavía no puedo creer que le haya dicho esa palabra a mi madre —comenta.
Se refiere al incidente de japuta en el cumpleaños de nuestro hijo, la ocasión de
nuestra última bronca. Quizá es un recuerdo desagradable, pero estoy encantado de
ver que su sonrisa lo eclipsa.
Una sonrisa dirigida a mí, lo que me encanta aún más. Porque significa que,
contra todo pronóstico, ha decidido perdonarme por lo de anoche. También significa,
supongo, que ya no está enfadada por mis torpes avances sexuales antes de
quedarme roque…
—¿Quieres…? —empiezo.
Pero Amy vuelve a bajarse las gafas más rápido que la visera de un caballero al
que acaban de desafiar a una justa.
—No, Jack, no quiero que hablemos de ello. Ahora no, y menos de algo que está
tan claro.
Iba a preguntarle si le apetecía probar un poco de paté de huevas de pescado,
pero dado el tono que ha empleado quizá ahora no sea el mejor momento de
señalarle su error.
—Estoy aquí, ¿de acuerdo? —Suspira hondo—. Me has pedido que venga y has
comprado todo esto. —Señala la comida del picnic—. Es suficiente —añade con
magnanimidad—. Lo único que quiero es que dejemos atrás lo que pasó anoche y
sigamos adelante.
—Hecho —declaro, pues no necesito que me lo repitan. Me siento como si

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

acabaran de despojarme de una mochila llena de piedras, pero reprimo una sonrisa.
Lo último que deseo es reavivar la pelea haciéndome el chulo.
Parece que lo pasado, pasado está. Gracias a Dios.
Amy gatea alrededor de Ben y, moviéndome como si fuera una almohada vieja,
me reacomoda contra el tronco del árbol para apoyarse sobre mí de cara al sol.
La cojo por la cintura y sonrío.
Es un gran alivio que haya decidido no desenterrar el cadáver apaleado por el
contratiempo de anoche, porque no sé muy bien de qué serviría sumirnos en el
debate de «por qué Jack no debería salir de marcha sin Amy».
Sobre todo, dado que sólo nos llevaría otra vez al tema de Ella, la Innombrable
(inútilmente, además, ya que Sally McCullen ni siquiera apareció anoche en el Urban
Wall). Y además porque en realidad creo que no hay justificación, aparte de mi
embriaguez y mi tendencia a la terquedad, para haber salido sin mi mujer de la
forma en que lo hice.
Por supuesto que tampoco lo reconocería nunca ante ella, y aduciría que ya soy
mayorcito y, por tanto, puedo ir donde quiera y cuando quiera. Pero aun así, me doy
cuenta de que me he comportado mal.

El debate de «por qué Jack no debería salir de marcha sin Amy»

Claro que me gusta coger una trompa y bailar en la pista de vez en cuando. ¿A
qué hombre de pelo en pecho no? Pero ¿sin Amy? ¿Yo solo, meneándome entre un
mar de desconocidos sudorosos? ¿Acaso esas ganas de salir no significaban: «quiero
hacer cochinadas con alguien que no sea mi esposa»?
Porque para eso son las discotecas, ¿no? Para ligar, para tirarse a alguna
desconocida. Por supuesto que fingimos que son para otra cosa: por la música, el
ejercicio, para emborracharse y descontrolarse un poco. Pero eso puede llevarse a
cabo en solitario. ¿Por qué uno no se ahorra la carrera del taxi y lo hace en casa?
Porque la verdadera razón es conocer gente nueva. Sí, más bien conocerla y después
follársela. Con ese volumen de música, nadie acude allí para hablar de filosofía…
Y si las discos son en realidad para ligar y practicar el sexo, entonces, ¿con qué
objeto va por su cuenta alguien como yo (alguien que no trata de tener una actividad
sexual extracurricular)?
Es como si un vegetariano reservara mesa en un asador. O como visitar
concesionarios de coches sin saber conducir. Si uno no piensa darse una vuelta con
ciertos modelos, ¿a qué va? ¿Sólo a mirar las relucientes carrocerías y a preguntarse
cómo se sentiría al conducirlos? Para lo único que sirven estas cosas es para dejarte
frustrado y ponerte nervioso, como un manantial que necesita brotar.
Y así acabé sintiéndome anoche mientras salía a trompicones del Urban Wall en
busca de un Kentucky Fried Chicken, antes de ir a casa a buscar un poco de amor…
Mientras me zampaba las mejores alitas de pollo del KFC en la parada del taxi, todas

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

las chicas guapísimas y disponibles que había visto en la discoteca seguían bañando
en mi cabeza ebria, donde se desarrollaban situaciones espectaculares. Me sentía
como si hubiera retrocedido en el tiempo, a mis épocas de soltería, cuando solía
frecuentar discotecas como ésa con una sola idea: volver a casa con una desconocida
y llevármela a la cama…
Fue esta regresión mental lo que me indujo al torpe intento de tirarme a Amy
cuando regresé a casa, porque, he de reconocerlo, no era con ella con quien me
apetecía tener sexo, en absoluto, sino con las chicas con quienes había bailado en la
discoteca. Esas imágenes se me habían quedado grabadas. Como si me controlaran a
distancia.
Ahora, a plena luz del día, no es algo de lo que me sienta orgulloso. Al
contrario, me avergüenza. Pero eso no lo hace menos real. Tampoco me vuelve mejor
persona que esos chulos que conozco, como Rory, que se pasan la noche en las salas
de striptease antes de volver a casa para que sus ingenuas y engañadas esposas
acaben el trabajo.
Aunque hubiera sido de forma inconsciente, el rechazo instintivo que Amy
mostró anoche fue justo. Era lo que me merecía. No obstante, admito que también es
posible que hubiera algún obstáculo de tipo sensorial, teniendo en cuenta que
seguramente apestaba como una colilla rebozada y frita, metida en un alambique de
vodka…

Algo así como un fenómeno

Pero el pasado, como dicen, pasado está.


Y los nuevos tiempos, me digo mientras sigo mirando entre las ramas del roble
el cielo de Primrose Hill, son como echar hojas nuevas. Y suponen la posibilidad de
cambios. Y la esperanza, imagino, de llegar a ser algún día todo lo perfecto que Amy
se merece.
Ahora, al comprobar que cualquier otra discusión sobre mis desventuras
nocturnas está considerada —afortunada, agradecida y maravillosamente— un tabú,
me parece justo que hablemos de la salida de anoche de Amy.
—¿Y qué tal está H? —me arriesgo a preguntar.
—De los nervios.
Acerco mi cabeza y huelo el aroma a champú de su pelo.
—¿Y por qué?
—Hombres.
—Ah…
La soltería intermitente de H, como la de Matt, es una fuente de fascinación
permanente para los casados como nosotros. Enterarnos de sus tribulaciones nunca
deja de entusiasmarnos con una mezcla de alivio y nostalgia, como un par de
excombatientes ávidos de recibir los partes del frente.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Con quién sale ahora? —pregunto.


—Con nadie.
—¿Con nadie? —Cuesta creerlo, tratándose de una mujer a quien Matt
describiera una vez como «una loba hambrienta» en la cama.
—Bueno, con nadie en especial. Pero tiene muchos candidatos… potenciales.
—¿A qué te refieres?
—Está probando esa novedad de las citas por Internet.
—Ah, sí, he oído algo sobre ese fenómeno. Creo que funciona con un chisme
llamao ordenador que va con electricidá. —Y añado sin recurrir al acento de paleto—:
No es nada nuevo, querida, hace años que existe.
—Bueno, para mí es nuevo.
—Tal como lo dices parece que también hayas estado probándolo —bromeo—.
¿No estarás preparándote un amante secreto para seducirte?
—No, Jim, lo que digo es que se trata de ligar —explica poniendo su mejor voz
de Star Trek—, pero ahora es diferente, no como lo hacíamos nosotros.
—No me cabe duda. Solos, conectados a sus portátiles y con electrodos hasta en
el culo.
—Deja ya de hacerte el troglodita —me dice, propinándome un codazo en las
costillas—. Lo único que digo es que primero se conocen virtualmente y después se
ven en persona.
—Sigue pareciéndome raro.
—Pues no lo es. Se trata de una forma perfectamente normal de conocer gente.
—Sí, gente a quien le gusta conectarse electrodos en el culo.
Otro codazo.
—Hablo en serio. H me aseguró que es la vía del futuro.
—¿Y le vibraba el culo cuando te lo dijo?
—Jack, sólo pretende ser feliz, como todo el mundo, es lo único que está
buscando —comenta, y suspira.
—Pues no va a encontrarlo on line. Será un desastre.
—¿Por qué?
—Porque, para empezar, es como todo lo que hay on line: en realidad no sabes
para qué se han metido allí hasta que es demasiado tarde. No existe ningún control
de calidad.
—¿Control de calidad? Estoy hablando de personas, Jack, no de piezas de
fábrica.
—El control de calidad es aún más importante en cuestión de gente. Uno tiene
que ser capaz de diferenciar. Es lo primero que aprendes cuando empiezas a ligar en
el mundo real: a escoger, a diferenciar lo bueno de lo malo, lo divertido de lo
aburrido…
—O, en tu caso, las tetas grandes de las pequeñas…
—Quizá, ¿y qué? ¿Qué hay de malo en la forma tradicional de ligar? ¿Un tipo
que entra en un bar ve una chica que le gusta, se acerca y le pregunta si quiere
enrollarse?

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Muchas gracias, Pedro Picapiedra, por tu opinión tan considerada y


esclarecedora. Recuérdame que coja el primer autobús prehistórico para huir de la
ciudad la próxima vez que vea tu cara de cromañón acercarse a mí en un bar.
—Es demasiado tarde para eso —le recuerdo—. Hace mucho que me permitiste
que te llevara a rastras hasta mi cueva.
—Si la memoria no me falla, la que te arrastró fui yo…
—En eso tienes razón, Wilma, pero acuérdate de lo que te digo: ¿qué te
apuestas a que todos esos tipos con quienes H chatea son auténticos perdedores?
—Pues algunos de ellos me parecen bastante guapos.
—¿Y cómo lo sabes? —Se produce un silencio revelador—. ¿Quieres decir que
has estado mirando de verdad?
—¿Las fotos? Sí, claro, H me las enseñó. Quería saber mi opinión.
—¿Has estado eligiendo tíos con ella? —pregunto, y me río.
—Para ella. Hay una gran diferencia.
—Pero ¿aun así pensabas que algunos estaban buenos?
—Sí, supongo, pero…
—¿Pero? —El corazón me da un vuelco.
—Pues, no sé. Es todo ese mundo de la soltería… que te guste un
desconocido… acudir a una cita amorosa…
—Pasárselo de fábula en la cama…
—Y de vez en cuando hacerlo varias veces en una noche…
Ahora me toca a mí darle un codazo.
—Eh —digo—, estaba bromeando…
—Yo también. Pero todo eso es irrelevante en mi vida actual. Hace tanto tiempo
que casi no me acuerdo, como si le hubiera sucedido a otra persona, en otro
planeta…
—Sí —admito suspirando—, comprendo perfectamente lo que quieres decir.
—Bueno, tampoco tienes que ponerte tan nostálgico.
—No lo he hecho.
—Me parece que suspirar es una buena señal de nostalgia, Jack.
—¿He suspirado?
—Como el viento.
—No era mi intención.
—No te preocupes. No hay ninguna ley contra los suspiros o ponerse
nostálgico… —Se queda callada un momento y luego se quita las gafas para
mirarme—. ¿Qué es lo que echas de menos? De estar soltero, digo.
No sé si está provocándome, si intenta ser maliciosa o qué, y empieza a
preocuparme que el debate sobre «por qué Jack no debería salir de marcha sin Amy»
tal vez no esté tan enterrado como parecía.
—Nada. De veras, hablo en serio —recalco.
Pero esta negación no la disuade de mirarme fijamente a los ojos, como si
estuviera delante de una fuente y pidiera un deseo. Esa intensidad no me deja más
opción que una cobarde retirada. Me vuelvo y le doy la espalda.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Por qué? —contraataco—. ¿Hay algo que eches de menos tú?


—No —responde con franqueza.
Esta vez soy yo quien le busca la mirada. Ella ni parpadea.
—Pues qué bien —concluyo.
—Sí —responde apartándose de mí una vez más—, la verdad es que sí.
Guardamos silencio y le miro la cabeza con ganas de saber qué estará
pensando. También me pregunto por qué la respuesta que acabo de darle de pronto
se me antoja una gran mentira.

El altar peludo de Amy Crosbie

¿Echo de menos algo de estar soltero?


Cuando nos casamos, nunca se me ocurrió pensar en ello. En aquellos tiempos
era un firme partidario de una concisa teoría matemática:
2 tetas + 1 culo = 8
O sea, infinito, para siempre. Fue una de las muchas cosas que suscribí en mi
boda. (No con tantas palabras el día de la ceremonia religiosa, claro, pero por lo
menos en teoría.)
Y fue fácil. La monogamia tiene muchas ventajas. A saber, la realización
emocional, la garantía de por lo menos un buen regalo de cumpleaños anual, la
emoción de confiar y admirar a una mujer lo suficiente para querer que sea la madre
de tus hijos, la comodidad de una cama caliente en invierno y, por supuesto, los
factores decisivos: montones de mamadas, alguien que te besa aunque tengas la
gripe y, por último pero lo mejor de todo, el amor.
Pero la monogamia también tiene desventajas.
La principal es que debes mantener relaciones sexuales con una única mujer. Y,
vaya, el hombre por naturaleza —por lo menos todos los que conozco— es una
criatura voluble, libertina, pervertida incluso.
La necesidad de procrearse lo máximo posible es un elemento intrínseco a
nuestro código genético, pero a través de mi matrimonio he ido domesticando con
éxito este impulso, sobre todo porque quiero y respeto a Amy, pero también como
consecuencia de mi mayor conocimiento —gracias a una mezcla de observación
personal y a la diaria lectura del Sun— de que ir follando por ahí, y de que el
adulterio en particular, no conduce a ninguna parte.
Podría resumirse así: la promiscuidad sexual tiene que ver con la excitación de
ir más allá de los límites, pero el problema es que cuantos más límites traspasa uno,
más quiere cruzar, por aquello de que el hambre viene comiendo.
Si eres infiel una vez, lo más probable es que vuelvas a serlo. Si pruebas un trío,
después querrás una orgía, y a continuación te sorprenderás en un club de sexo duro
mirando cómo tu mujer orina sobre un enano, mientras un asesor fiscal llamado
Clive vestido de cuero negro va echándote despacio cera caliente en los testículos…

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

O eso he leído.
En otras palabras, ser un pendón puede dañar seriamente el matrimonio y la
salud.
Por eso un servidor, un hombre casado, nunca ha cruzado la calle de la
Fidelidad en dirección a la callejuela de la Tentación.
Valoro demasiado lo que tengo para arriesgarme a destrozarlo. Amy sigue
gustándome y, emocionalmente, supera a cualquiera. No hay otra con quien me
apetecería hablar ni a quien le haría ninguna confidencia (al margen de estas dudas,
por supuesto). Es la única a la que quiero, la única a la que siempre amaré. Por tanto,
es la única con quien voy tener relaciones sexuales el resto de mi vida. Y punto.
Aquel rabo mío que fuera un intrépido explorador, un aventurero, una especie
de Phileas Fogg fálico aparentemente destinado a dar la vuelta al mundo en ochenta
polvos, se ha convertido en un monje devoto de un único y exclusivo altar…
El altar peludo de Amy Crosbie.
Sin embargo, a pesar de esta conversión espiritual, lo que me preocupa de Falus
es que en realidad nunca salió a explorar, sino que se quedó esperando su
oportunidad, oculto bajo el austero hábito del monje…
Y ahora empieza a sentir cierta comezón por salir.
Y a causa de esta comezón —derivada de la crisis del séptimo año—, cuando
Amy me preguntó si había algo que echara de menos de la vida de soltero no pude
decirle la verdad.
Porque la verdad es la siguiente:
Por el momento, lo que más echo de menos de estar soltero son todas las otras
mujeres que podría tirarme…
Qué duda cabe de que no es una buena respuesta, ni para dar ni para pensar.
Es el tipo de contestación que incluso se merecería una bofetada.
Pero no puedo negarlo porque es evidente. Primero, por mi equivocación de no
haberme quedado cuidando a Ben en lugar de Amy… Después, por cómo miré a
aquella chica en el pub Greyhound… Más adelante, por toda esa carga de erotismo
que me subía por dentro como una anguila cuando Jessie me quitó la camisa… Y
anoche, por las chicas del Urban Wall y todos los «y si…» que empezaron a darme
vueltas en la cabeza.
En todo caso, no creo que la crisis del séptimo año sea un fenómeno real, pienso
más bien que la duración de mi matrimonio guarda relación meramente casual con
eso que está pasándome de que se me vayan los ojos detrás de las mujeres. No
obstante, es indudable que siento algún tipo de comezón.
Por tanto, debería andarme con cuidado.
Porque cuando a uno le pica algo lo que más desea es rascarse, y es lo único que
no debe hacer.
Debo estar alerta, esperar que se me pase la picazón y, mientras tanto,
esforzarme en considerar mi polla por lo que es: una bestia que quiere plantar su
semilla en tierra extraña, una bestia que, si puede, me traicionará.
O para decirlo de forma más elocuente:

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Esa quintacolumna
entre mis piernas,
el temerario sapo saltarín,
la salchicha de ajo
de voraz apetito,
mi varita mágica
de pura dinamita.

Que es parte de un poema que me mandó Matt por correo electrónico, escrito
por Duncan Forbes, un poeta galardonado, que sin duda sabe un par de cosas sobre
las pruebas a que nos somete la virilidad.

Estrictamente profesional

Es domingo por la noche y estamos en la cama tomando un chocolate caliente


en las tazas de la serie Mujeres desesperadas que le regalé a Amy por Navidad.
Nuestro viejo portátil Toshiba está arrancando en la mesilla de noche y tenemos un
DVD comprado en Amazon listo para poner.
Nos hemos quedado aquí porque Kate está con un tipo nuevo en la sala y pasan
alternativamente del zapping a meterse la lengua hasta la garganta («Como un par de
otorrinolaringólogos que llevan a cabo biopsias simultáneas», lo ha sintetizado
Amy).
Supongo que es extraño que nos veamos obligados a usar el dormitorio a modo
de salón principal, además de compartirlo con Ben, que duerme y ronca suavemente
en su cuna a los pies de la cama. La verdad, creo que de niño disponía de más
espacio para mí.
A pesar de la estrechez, estamos de razonable buen humor. Nos llevamos bien y
somos educados el uno con el otro, aunque de una forma un poco forzada, como una
pareja de los años cincuenta de aquellos anuncios gubernamentales.
No he cometido el error de volver a salir con Kate y compañía y tampoco nos
hemos peleado desde nuestra charla en Primrose Hill. En teoría, las cosas van mejor,
o al menos no han empeorado. Aun así, todavía hay cierta tensión que nunca
habíamos sentido, como si ambos supiéramos que sólo hemos tapado un poco las
grietas de la relación, sin rellenarlas de verdad. Y eso me hace sentir en régimen de
libertad condicional, receloso de que en cualquier momento todo vuelva a empezar.
—¿A qué hora crees que volverás mañana a casa? —me pregunta Amy en voz
baja para no despertar a Ben. Aparta el edredón y se mete en la cama—. Porque si
vas a llegar tarde, entonces seguramente llevaré a Ben a merendar a casa de Sophie.
—Como siempre, a las cinco —respondo, pero entonces me acuerdo—. No, a las
siete. Tengo que trabajar un par de horas en casa de Jessie.
—Ah, creía que no la verías hasta el miércoles.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Y no la veo, sólo veo el jardín. Me ha dado una llave.


—Vaya, eres su empleado de confianza.
Lo dice sin ninguna suspicacia. Claro, ¿por qué iba a recelar? He procurado
mantener mi relación con Jessie en términos estrictamente profesionales. Las dos
veces que he ido ella no estaba en casa y, en todo caso, tengo toda la buena intención
de que las cosas sigan así.
He pasado página y estoy decidido a hacer caso omiso de «la comezón».
Sin embargo, ahora que la mencionamos, me muevo incómodo en la cama
porque no he sido del todo sincero con Amy respecto a Jessie.
Para empezar, le mentí sobre cómo me lastimé el labio, el corte que sufrí
durante mi encontronazo con Roland en la galería, o durante mi «pelea en la jungla»,
como no puedo evitar calificarla ahora.
Le mentí también sobre la camiseta que Jessie me prestó.
Pero estas dos mentiras por lo menos eran desinteresadas, en la medida en que
las dije por nuestro bien. Si le hubiera contado la verdad sobre la pelea, Amy se
habría preocupado por mí y habría tratado de disuadirme de trabajar allí, lo que no
puedo permitirme. O habría abandonado sus intervenciones en el programa; una
locura, especialmente porque piensa que gracias a ellas a lo mejor consigue algo más
fijo, un trabajo remunerado…
No, no me arrepiento de esas mentiras piadosas. La falsedad que me fastidia es
la siguiente: le mentí sobre el aspecto de Jessie, le di a entender que era una foca.
Y lo hice instintivamente, sin pensar.
¿Por qué mi inconsciente me llevó a actuar así?
Sólo hay una respuesta: para ocultarle la verdad, es decir, que no pienso en
absoluto que Jessie sea una foca. Se lo dije para ocultarle la verdad: que lo que creo
en realidad es que Jessie está como un tren.
Y en cuanto lo pienso… ¡zas! En un santiamén me sorprendo imaginándome a
Jessie, y no precisamente en una imagen que uno encontraría en el suplemento
dominical del periódico, sino en una revista escondida bajo la cama de un
adolescente, con las páginas pringosas.
Pero todo sucede en un parpadeo y al cabo de un instante Jessie desaparece.
Y me alegro, porque cuando vuelvo a abrir los ojos, ahí está Amy, mi Amy, aquí
mismo, no en el espacio privado de mis fantasías, sino de carne y hueso, cien por cien
real…
Me apresuro a abrazarla.
—¿Y esto por qué?
—Porque sí —respondo y le acaricio el pelo.
—¿Crees que Jessie te recomendará a alguno de sus amigos? —pregunta
recostándose en las almohadas—. Debe de conocer montones de ricos con jardines
enormes.
—Todo es posible —digo mientras pongo el DVD y aprieto el play.
Se queda callada y miro nuestros albornoces tirados en una silla junto a la
puerta, con las mangas entrelazadas. Son viejos hurtos del hotel de Bangkok donde

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

pasamos la luna de miel. Eran esponjosos y de un blanco inmaculado, pero ahora


están ajados y llenos de manchas. Su visión me deprime más de lo que debería.
Me tapo con el edredón, me reclino y apoyo la cabeza contra la de Amy, para
que cada uno pueda usar un auricular del par que tenemos enchufado al ordenador.
Apago la luz de la mesilla.
La película se titula Contacto, con Jodie Foster, y trata de una científica que
manda señales electrónicas al espacio con la esperanza de establecer conexión con
alguien de algún otro planeta solitario.
Una hora y media más tarde, miro los créditos finales con ojos humedecidos,
mientras Amy, profundamente dormida, ronca con suavidad.

Como un toro en un campo al lado de la autopista

—¿Tienes tiempo para otra? —pregunta Jessie.


Está agachada como una tigresa delante de la nevera con dos botellas de
cerveza Asahi en la mano y lleva (como me informó más tarde a raíz de que le
comentara casualmente lo bien que le quedaba) un vestido de Diane von
Fürstenberg, gafas de sol Dolce y Gabbana y un pañuelo de época Hermès de Relic.
—No, mejor no —digo señalando las dos botellas vacías sobre la mesa—. Sería
pasarme un poco de la raya.
Es una respuesta de la que puedo estar orgulloso, sobre todo teniendo en
cuenta las imágenes de Jessie que me han asaltado la cabeza estos últimos días. Es
exactamente el tipo de contestación que debe dar un hombre que se resiste a «la
comezón».
—Pero creía que habías quedado con un amigo en el Portobello Gold —me
recuerda.
—Así es.
—Pues está sólo a cinco minutos a pie. Puedes dejar el coche aquí y pasas a
buscarlo mañana, ¿qué dices? —Me sonríe con picardía—. Vamos, así doy a mis
ruidosos vecinos algún motivo para cotillear. —Y sin más se levanta y cierra la
nevera con un experto balanceo de caderas. En lugar de irritarme, por minar mis
intenciones de marcharme, me sorprendo devolviéndole la sonrisa y pensando que
parece una niña—. ¿Qué? —pregunta al advertir cómo la miro, y vuelve a menear las
caderas para comprobar si el refrigerador ha quedado bien cerrado—. Ah, ¿esto? —
Se ruboriza apenas—. Es una costumbre infantil que debería quitarme, pero es uno
de los problemas de haberme mudado a casa de mis padres. Parece como un viaje en
el tiempo que me hace sentir otra vez adolescente —explica sonriéndome—, y me da
ganas de comportarme como tal.
Abre con pericia las dos botellas con el abridor magnético de la puerta de la
nevera, sin dejar de sonreír.
Le devuelvo la sonrisa. Es guapa y lo sabe. Igual que lo sabía yo de soltero, y

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Amy cuando la conocí. No es que ahora no sea guapa, al contrario, pero lo es de otra
manera. Es más bien una especie de «mira qué cómoda estoy con mi pinta», que el
«mira qué guapa y segura soy» que Jessie exhibe.
Es extraño que aunque Jessie sea mayor que Amy, de alguna manera me
parezca mucho más joven. Esa frente sin una sola arruga influye, pero también el
hecho de que se ría más y esté menos tensa. Es divertido estar con ella.
—Salud. —Se apoya en el borde de la vieja mesa de teca a la que estoy sentado
y deja una botella junto a mi mano.
Hoy es jueves y ya hace una semana del picnic con Amy en Primrose Hill. Es mi
quinta visita a esta casa, pero la segunda vez que nos encontramos.
Esta tarde, cuando llegué, ella estaba tomando el sol en una hamaca en el jardín.
Son las siete y llevo quince minutos sentado en la cocina, desde que acabé de trabajar
y empezó a oscurecer. La radio está encendida (sintonizada no en Radio CapitalChat
sino en la emisora que le hace la competencia más feroz, Emotion FM).
Jessie mira alrededor y yo sigo su mirada. La cocina tiene forma de L, da al
jardín por un extremo y al salón y la galería por el otro. Entiendo a lo que se refiere
cuando menciona lo de un viaje en el tiempo. No hay ningún elemento de acero
inoxidable a la vista. Los muebles de cocina, muy cuidados, son de estilo rústico de
los años ochenta, con puertas de madera. En un rincón hay una cocina económica
negra. Incluso el calendario de la pared, encima de la languideciente aspidistra de
otro rincón, está en la página de diciembre de hace tres años, como si ya nadie se
preocupara por el paso del tiempo.
Jessie nota que estoy analizando el entorno.
—Mi padre murió antes que mi madre, y después ella fue apagándose poco a
poco. Estaban muy enamorados, hasta el final.
—Tuvieron suerte.
—¿De morirse? —pregunta mirándome espantada.
—No… —empiezo, pero me percato de que está bromeando—. Suerte de estar
enamorados tanto tiempo…
—Creía que en eso consistía el matrimonio.
—Y así es.
—¿Para ti también?
La franqueza de la pregunta me desarma durante un instante.
—¿Con Amy, quieres decir?
—A menos que tengas más de una esposa…
—¿Eh? No. Sí, estamos muy bien.
—¿Y ahora dónde está?
—¿Te refieres a ahora mismo? —Asiente otra vez—. No sé… —Miro la hora en
el móvil—. En casa, bañando a Ben, supongo.
—Tu hijo…
—Claro, no va a ser el inquilino —bromeo—. Por cierto, le encanta participar en
tu programa —añado. Es la primera vez que mencionamos a Amy y lo menos que
puedo hacer es echarle un cable.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Sí, al productor le gusta que de vez en cuando salga gente normal. Cree que
así el programa tiene un pie en la realidad.
¿Gente normal? ¿Así ve a Amy? ¿Como si fuera menos que ella? ¿Así me
considera a mí? ¿Por eso habla ahora conmigo, para tener un pie en la realidad,
porque me ve como un bruto con las uñas sucias?
—Y creo que tiene razón. Está bien que haya alguien con un poco de
experiencia de la vida. Ya hay demasiados histéricos como yo acaparando la radio y
la televisión —explica como para tranquilizarme.
—Si tú lo dices…
—¿Estuviste con Amy cuando dio a luz?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque el otro día estuvo hablando de ese tema en el programa…
Vaya. No entiendo qué tiene que ver dar a luz con las intervenciones sobre
moda de Amy. Supongo que hablaría de ropa para embarazadas…
—¿Y cómo fue? —pregunta—. Me refiero desde tu punto de vista.
«Vietnam, la Revolución de Octubre, Waterloo», pienso.
—Impresionante —digo al fin.
Me mira por encima de la cerveza.
—¿Y qué pasó cuando volvisteis a casa? ¿Cómo fueron las cosas?
—Haces muchas preguntas.
—Soy periodista, es mi trabajo. Pero además me interesa. Siempre me ha
gustado saber cómo se las arregla la gente ante un cambio de vida tan radical.
Siempre me he preguntado cómo sería…
—Pues… —empiezo. Envalentonado quizá por la cerveza, o tal vez porque su
actitud franca empieza a resultar contagiosa, decido no darle la versión políticamente
correcta, sino contarle la verdad—. ¿Has oído hablar de la abducción de los
extraterrestres?
—Sí, pero no creo en nada de eso.
—Pues deberías creer. —Ríe—. Hablo en serio —añado—, porque es real. Le
pasa a diario a miles de mujeres embarazadas. Entran en la sala de maternidad
perfectamente cuerdas y salen cambiadas, momentáneamente alteradas… ya no son
ellas…
—Eso explicaría que el mayor experto en maternidad de todos los tiempos se
llamara doctor Spock, que es un nombre de personaje de película de ciencia ficción —
sugiere.
Sonrío y bebo otro trago de cerveza.
—Exactamente, y cuando Amy volvió a casa del hospital así era… Me sentía
como si observara a Amy a través del espejo o a. Amy en la dimensión desconocida, como
si se hubiera transformado en algo separado de mí, en un alien inmerso en un
mundo nuevo propio.
—Parece terrible.
—No, más bien raro, diferente. —Sé que debería sentirme culpable por contarle
esto a Jessie, pues es algo personal entre Amy y yo, pero no, ahora que he empezado,

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

no puedo parar.
—¿Tomaba medicamentos?
—No, pero se comportaba como si lo hiciera. Durante semanas. No dejaba de
mirar a Ben, y yo parecía transparente.
—Es natural, después de semejante trauma.
—Sí, «trauma» es la palabra apropiada, pero la gente no la usa. Y si uno la usa,
lo tratan de insensible. «Milagro», ésa es la palabra que quieren oír. El milagro del
nacimiento. Pero en realidad es un trauma. Para los hombres y las mujeres. Te
aseguro que he visto películas de terror con menos sangre.
—Vaya… quizá también deberíamos invitarte a nuestro programa…
—No, no quiero que Amy sepa nunca…
—¿Qué? ¿Cómo te sentiste?
—Sí, jamás se lo dije. ¿Cómo iba a contarle algo así?
—Si era ella quien había sufrido tanto dolor…
—Exacto. Me refiero a que yo conocía muy bien el papel que me correspondía.
Tenía que preocuparme, comprenderla, apoyarla, y lo hice. Y lo hago. Y realmente
respeto a Amy por haber gestado a Ben y haberlo parido, de la misma forma que le
agradezco que haya renunciado a su trabajo para cuidarlo, para que yo no tuviera
que dejar el mío. También reconozco que ocuparse de un niño es muy duro…
—Pareces un marido modélico.
—Además, si la hubiera acusado de ser una loca por efecto de las hormonas
después del parto… —replico sonriendo.
—No habría vuelto a hablarte nunca más.
—Exacto.
—Así que lo que estás diciendo es que ya no estás tan cerca de ella como
antes…
—No —frunzo el ceño—, no estoy diciendo eso.
—Lo siento —se disculpa levantando las manos—, son viejas costumbres de
presentadora, poner palabras en boca de los demás…
—Pero ¿has interpretado así lo que te he contado? —pregunto, notando una
punzada de miedo en el estómago.
—Un poco.
Nos quedamos en silencio.
—Creo que ya he hablado demasiado —digo al cabo.
—No te preocupes, sólo estábamos conversando, y la gente no suele contar
mucho de sus asuntos personales, ¿no crees?
—Supongo que no…
—A mí me pasa lo mismo.
—Vamos —sonrío incómodo—, si te ganas la vida en la radio hablando todo el
tiempo de temas personales.
—No me refiero a eso, que es todo falso, sino a hablar íntimamente, cara a cara,
como ahora.
Otra vez guardamos silencio.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Y tú? —le pregunto al cabo. Creo que ya he largado más que suficiente—.
¿Has pensado alguna vez en tener hijos?
—Soy demasiado egoísta y me gusta demasiado divertirme.
—Pero antes has dicho que siempre te habías preguntado…
—Qué memoria. —Pasa el dedo pensativa sobre el borde de la botella—.
Supongo que sí, es una idea que siempre está allí, como posibilidad. No es que crea
que una mujer deba tener hijos, ni que una esté de alguna manera incompleta si no es
madre.
—Tal vez aún no has encontrado al hombre adecuado.
—O tal vez simplemente me lo he pasado en grande mientras lo buscaba…
—Quizá…
—¿Y tú qué, Jack? —Me mira fijamente—. ¿Aún sigues buscando?
—Estoy casado.
—No te he preguntado eso.
Sus palabras, y la mirada que las acompaña, me dejan mudo. Bajo la vista al
suelo y sigo con el pie el ritmo de la música que suena por la radio, incapaz de
mirarla a los ojos.
Ya no estoy acostumbrado a que me miren como un objeto sexual —
suponiendo que se trate de eso—, sino a que las mujeres no me tengan en cuenta, lo
que de hecho viene sucediendo desde que me convertí en padre.
Las mujeres poseen un sexto sentido para la paternidad. Es como si olieran el
bebé en ti. Para ellas, te transformas en un toro viejo que rumia inofensivo en un
campo al lado de la autopista mientras ve pasar el mundo deprisa, un animal que ya
nada tiene que ver con el búfalo del que procedes.
Llevas el anillo en el dedo, pero es como si lo tuvieras en el morro. Eres un
animal domesticado, asexual. A tal punto han dejado de considerarte un depredador
que hablan de cosas que jamás se atreverían a mencionar delante de un soltero por
miedo a convertirse ellas en seres asexuales.
Recuerdo que una vez tuve la desgracia de estar sentado en un banco lleno de
cagarrutas de paloma junto al cajón de arena de Queen's Park, entre dos madres que
comentaban abiertamente los síntomas de una candidiasis vaginal muy virulenta que
sufría una de ellas, como si yo no existiera…
Al alzar la cabeza, descubro que Jessie sigue mirándome a la espera de una
respuesta.
Abro la boca, sin saber muy bien lo que quiere escuchar o, sencillamente, sin
saber qué decir.
Entonces suena el móvil y me apresuro a contestar. Es Matt.
—Me da igual lo que estés haciendo —suelta—. Acábalo y mueve el culo, que
ya llegas tarde.
—Dentro de cinco minutos estoy allí —respondo, y me encojo de hombros para
disculparme con Jessie.
—Bueno, parece que tendremos que seguir la conversación otro día —dice ella
mientras busco mi chaqueta—. Qué pena, porque estaba resultando muy

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interesante…
—Pues… —Me pongo la chaqueta.
—Salud. —Se lleva la botella a los labios—. Espero que no veamos pronto.

Un Casanova inveterado

Sentados a la mesa de siempre del rincón en el Portobello Gold, Matt está


perorando sobre por qué procede paso a paso con Honey (o, por lo menos, cucharada
de amor a cucharada…).
—Ya probé una vez hacerlo todo de golpe con H y no funcionó —me explica—.
Quería enamorarme, pero sólo conseguí que nos alejáramos. Y aprendí la lección. No
se puede planear enamorarse de alguien. Pasa lo mismo con la fidelidad, uno no
puede proyectar ser fiel a alguien. De pronto tienes que sorprenderte siéndolo. Así
sabes que estás con la persona adecuada. Como Amy y tú. —Ríe—. Quiero decir,
¿quién hubiera pensado que ibas a sentar la cabeza con una chica? Pero lo has hecho.
Te sucedió. Te llegó cuando no lo buscabas, ¿no? —Hace una pausa—. ¿No es así? —
repite para cerciorarse.
—Claro, por supuesto.
—Aún estás pensando en el trabajo. Relájate —dice, mirándome con curiosidad
y señalando mi copa—. Acábatela y te invito a otra.
Mientras lo observo alejarse con las jarras de cerveza vacías y mezclarse con el
gentío que hay en la barra, pienso de nuevo en Jessie. ¿Estaba insinuándoseme justo
antes de que llamara Matt? ¿Interpreté correctamente las señales? Tampoco he estado
con ella lo suficiente para tener claras sus intenciones. Y encima estoy fuera de forma.
Es como tratar de acordarme de los verbos irregulares franceses. Me parece que no
voy descaminado, pero a lo mejor me equivoco.
Razón por la cual no he de mencionarle nada de esto a Amy, decido. Tal vez no
haya nada que contar. Y aunque lo hubiera, pasé y me marché. Me marché de la vida
de Jessie y volví a la mía. En otras palabras, sea lo que sea, o lo que no sea, esté o no
pasando, estoy manejándolo bien, ¿de acuerdo?
De acuerdo.
Y la única razón por la que este asunto me estresa es porque estoy cansado.
Matt tiene razón, lo que necesito son unas cervezas para relajarme.
Para distraerme, cojo el móvil de Matt porque recuerdo que mencionó que
llevaba una foto de Honey como salvapantallas, pero incluso en un asunto tan tonto
como éste, compruebo que es el típico abogado que no se anda con rodeos: en la
pantalla sólo hay una parte de Honey, o dos partes para ser exacto. En lugar de la
foto de su novia que espero, o quizá de su cara cuando sonríe a Matt en una cena con
velas, lo que en realidad veo son un par de tetas.
Las tetas de Honey.
O al menos creo que son las suyas, porque la foto es un primer plano y no se le

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ve el rostro.
Los pechos, como consecuencia, resultan extrañamente asexuados y
descarnados, y me recuerdan esas postales viejas y cutres de las tiendas para turistas
de Piccadilly Circus, esas de tetas de mujeres pintadas como para que parezcan
personajes de dibujos animados, cachorros o cerdos… ¿Cómo se sentirán esas
modelos, posiblemente abuelas septuagenarias a estas alturas, con respecto a estas
curiosidades artísticas? «Ay, sí, qué risa. En aquel entonces salía con un motociclista
llamado Dave que usó un bote de betún para que mis tetas parecieran el Zorrillo
Apestoso…» También me pregunto cómo se sentirá Honey ante la idea de que Matt
lleve esa foto suya en el teléfono y la enseñe a sus amigos.
—Pervertido —le digo cuando vuelve con las cervezas.
Me arranca el móvil de la mano.
—No me culpes —protesta—, fue ella quien se hizo la foto y me dijo que la
usara como salvapantallas. Me manda fotos suyas, al trabajo, a reuniones. Parece que
eso la pone cachonda. Le gusta. Pero aun así —reflexiona mirando con gesto
aprobador el teléfono—, nadie puede superar un tetamen de veinteañera como éste,
¿no crees?
Bueno, sólo un tetamen espectacular de cuarentona. Mi inconsciente salta
automáticamente y, una vez más, arroja la imagen de Jessie la primera vez que la vi,
apuntalada por un Wonderbra y con un cigarrillo encendido en la mano… Sacudo la
cabeza para despejarme y doy un buen trago a mi cerveza.
—¿Quiénes son? —pregunto señalando a dos chicas muy atractivas, una rubia y
una morena, que acaban de entrar en el pub y saludan con la mano mientras se
acercan a nosotros.
—¿No te lo dije? —replica Matt, que se pone de pie y se afloja la corbata—. Le
he pedido a Honey que se pasara si no estaba ocupada, y parece que viene con una
amiga.
No me molesto en decirle que no, que no me lo dijo, ni en recordarle que la idea
de esta velada (su idea) era pasar una noche tranquila entre amigos.
—Honey, te presento a Jack —dice Matt orgulloso, y besa en los labios a la
rubia—. Honey trabaja en el mundo del arte —me explica.
Sin duda ella misma es una obra de arte.
—Encantado —digo sin apartar la mirada de sus ojos, inquebrantable en mi
decisión de no bajarla ni un centímetro debido al problema que tengo. El problema es
la foto del teléfono y el hecho de que mi cerebro no cese de sustituir el generoso
pecho de Honey enfundado en una camiseta por la dichosa foto.
—Mi compañera Carmen —dice Honey presentando a la morena, que esboza
una sonrisa amplia y fulgurante—. Cuidado con éste, Carmen. —Suelta una risita—.
Matt me ha contado que en sus buenos tiempos, antes de que lo engancharan, era un
Casanova inveterado…
¿En sus buenos tiempos?
¿Y ahora qué? ¿Va a empezar a referirse a mí con un «hola, papi» o a llamarme
«el carroza»?

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

No sé qué le habrá dicho Matt, pero parece que ha omitido el dato de que
ambos tenemos la misma edad.
—¿Así que casado? —dice Carmen mirando la alianza que llevo—. Qué lástima.
¡Una lástima…!
Siento un cosquilleo de gratitud y orgullo por el piropo. Parece que al viejo toro
aún le queda un poco de vidilla.
De hecho, me siento como ese toro viejo del chiste que está en lo alto de una
colina con un toro joven e impetuoso mirando el valle donde hay una manada de
vacas. «Bajaré para follarme una vaca», dice el joven. Y el viejo responde: «Y yo
bajaré para follármelas todas.»
No es que vaya a tirarme a nadie, por supuesto, pero es agradable saber que
quizá aún podría…
Así que el espaldarazo a mi ego me mueve a preguntar a las chicas qué quieren
tomar. Camino con brío cuando me dirijo a la barra, como si de repente hubiera
rejuvenecido varios años.
Mientras espero a que me sirvan, suena el móvil. Es Amy. Hay tanto jaleo que
sería inútil contestar… o ésa es la excusa que me doy. Lo cierto es que no quiero
contestar. Estoy contento y relajado y no deseo que nada estropee mi buen humor.
¿Qué tiene de malo? Sólo voy a tomar un par de copas. Así que apago el teléfono y
miro a Matt y las chicas.
De hecho, me han considerado un objeto sexual dos veces este mismo día…
¿Tengo a mi planeta de la suerte en el ascendente? ¿O es sólo una de esas
casualidades de la vida? ¿Serán estos vaqueros, que me quedan bien? ¿Mi pelo habrá
llegado a su nivel óptimo de largo y forma? ¿O soy todo yo, que de pronto estoy en
onda?
Aunque lo más probable, tomo nota de pronto con dolorosa conciencia, es que
tal vez empiezo a parecerme a Jodie Foster en esa película de la otra noche. ¿He
comenzado a lanzar señales al exterior y a esperar respuestas?

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Capítulo 9
Amy

Cuidado con el fricando de pollo

Estoy mirando las reposiciones de Willy Grace por televisión; el reloj del vídeo
indica la 1.38 de la madrugada. Me levanto y empiezo a pasearme por la sala. Vuelvo
a sentarme. Esto es ridículo. Debería calmarme, me digo. Jack ha llegado tarde
montones de veces. Ponerme nerviosa no hará que aparezca antes.
Cojo mi vaso vacío y lo llevo al fregadero. La casa está extrañamente en silencio.
Miro la cocina y me parece un agujero. Me embarga una depresión angustiosa.
Las cosas no han vuelto a la normalidad desde el picnic en Primrose Hill y
tampoco hemos hecho el amor desde que Kate y Simon nos sorprendieran en plena
acción. Ahora que lo pienso, de hecho no nos llevamos bien desde la barbacoa de
Ben.
No sé qué nos pasa, pero siempre estamos irritados y preparados para saltar y
culpar al otro, y últimamente le he sacado la lengua varias veces en cuanto se da la
vuelta, furiosa por su desconsideración. Tampoco ayuda que estemos viviendo con la
mujer a buen seguro más irrespetuosa e insensible del planeta, pero, a pesar de todas
las indirectas que suelto, Jack se niega a pedirle que se marche.
Pero esta noche íbamos a estar solos. Los dos solos. Kate está de viaje de trabajo
por unos días y Ben duerme. Lo acosté temprano, a pesar de sus protestas, para
poder prepararme. Iba a ser la noche en que todas las peleas y recriminaciones
cesarían y renacería el idilio que nos ha faltado las últimas semanas. Porque ambos
acordamos que necesitábamos un poco de tiempo para nosotros.
De modo que hoy me he ocupado de que desaparecieran las barreras.
Y todo ha sido en vano. El fricando de pollo sigue en la olla sobre la hornilla y
las verduras cortadas, en la tabla. En la mesa, las velas están sin encender, las
servilletas planchadas y aún dobladas y dos de nuestras mejores copas de cristal,
regalo de bodas, permanecen vacías.
Fuera está oscuro y puedo ver mi reflejo en la puerta cristalera de la cocina. Voy
despeinada y se me han soltados unos mechones de las horquillas. Llevo un jersey
escotado y el collar que me regaló Jack, pero en lugar de estar sexy y seductora como
hace siete horas, cuando esperaba que él llegara a casa, parezco ajada y cansada. Me
he tomado demasiados chupitos de vodka con tónica y estoy bastante mareada. Lo
único que me apetece es acostarme, dormir y olvidarme de todo, pero el nerviosismo
me lo impide.
Vuelvo a mirar el móvil y no hay mensajes nuevos. Jack me envió un mensaje

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para explicarme que iba a casa de Jessie, pero que había olvidado que después había
quedado con Matt para tomar algo. Cuando lo llamé, no contestó y después, a las
diez, me mandó otro mensaje para anunciarme que al final se quedaba con Matt y
que no vendría a cenar, que no lo esperara.
Estoy repasando todos los lugares a los que puede haber ido y preparando un
elocuente discurso sobre lo injusto que es que él salga solo a divertirse, cuando entra
sigilosamente en la cocina y deja las llaves en el aparador.
—¡Al fin has vuelto! —exclamo asustada y encendiendo la lámpara que tengo al
lado.
Se queda paralizado como un ladrón pillado in fragranti.
—¡Dios mío! Creía que estabas en la cama.
—Pues no soy Dios ni estoy en la cama.
—Es muy tarde.
Está borracho. Tiene los ojos inyectados en sangre y, aunque yo también me
noto achispada, no pienso dejar que se escape tan fácilmente, así que me despejo
deprisa, como si apretara el botón de rebobinado rápido.
—Sé muy bien que es muy tarde, Jack.
—Lo siento, cariño, no me había dado cuenta. Mi móvil se quedó sin batería.
¡Cree que va a librarse con eso!
—Ah, ¿sí?
Por fin se percata de que no estoy de muy buen humor.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
—Pues nada… nada en especial. Sólo que he pasado el día preparando una
comida especial para ti porque dijiste que vendrías a cenar y porque quedamos en
pasar una agradable velada juntos. «Disponer de un poco de tiempo para nosotros,
para volver a conectar», creo que fueron tus palabras.
Mira la mesa de la cocina preparada y al fin comprende.
—Ay, tendrías que habérmelo dicho.
—Era una sorpresa.
—La verdad es que no me acordé de que habíamos quedado. Podemos cenar
mañana —propone acercándose, pero me aparto de él y me apoyo contra el mueble,
de brazos cruzados—. Perdona, pero prometí a Matt salir con él y Honey dijo…
—¿Has salido con Matt y Honey? No me dijiste que también iba ella.
—Ah, ¿no?
—No.
Se me erizan los pelos de la nuca. No tengo ningún deseo de conocer a esa tal
Honey, sobre todo después de que se negara a venir al cumpleaños de Ben para no
ensuciarse el vestido. Pero ¿de dónde ha salido esa princesa? La sola idea de Jack,
Matt y Honey de juerga por los pubs toda la noche me llena de indignación. Solíamos
ser Matt, Jack y yo.
—¿Y cómo es? —pregunto mientras tamborileo sobre mi brazo.
—Normal. Rubia… tetona.
—Vaya, qué interesante.

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—Sí, y tiene un sentido del humor de lo más cochino. —Jack ríe y está a punto
de comentar alguna gracia de Honey, pero al fijarse en mi expresión rabiosa lo piensa
mejor y la sonrisa se le borra.
—Bueno, tendremos que invitarla a cenar —comento mordaz—. Siempre y
cuando le venga bien venir con su ropa de marca. —«Y si las tetas le pasan por la
puerta.»
—No es así, de veras. Es una chica muy normal. Ella y Carmen…
—¿Carmen? ¿Quién es Carmen?
—Su mejor amiga.
—¿Una chica?
—Sí.
«Ay, esto está poniéndose cada vez peor.»
—Ya veo. ¿Y por qué no la mencionaste?
—¿No lo hice?
—No, Jack, no lo hiciste.
Se acerca al fregadero, coge un vaso del armario y lo llena de agua de la jarra.
Incluso mirándolo de espaldas me doy cuenta de que está ocultando algo. Su
chaqueta irradia culpabilidad.
—Bueno, sí, Carmen llegó con Honey y tenía hambre. Por eso fuimos al
restaurante.
Lanzo una ojeada a la olla donde preparé con amor mi fricando de pollo.
—¿Fuisteis a un restaurante?
—Pues sí.
Aprieto los labios con tanta fuerza que me duelen. No puedo creer que haya
salido a cenar. Y menos aún que me haya esmerado en prepararle su postre favorito
y me quemara el dedo caramelizando la crema. Ojalá te hubiera caramelizado los
cojones.
—¿A cuál?
—Mmm… a ese lugar… ¿cómo se llama? En Park Lane. Ese tan elegante.
Es imposible que sea el que estoy pensando.
—¿Te refieres al Nobu?
—Sí, ése. Carmen trabaja allí y nos consiguió mesa. Qué suerte, ¿no?
Me cojo las sienes con el pulgar y el índice y las siento latir.
—A ver si lo he entendido bien: habéis ido al Nobu, mejor dicho, has ido al
Nobu, uno de los restaurantes más exclusivos de Londres, ¿sin mí?
Se vuelve y me mira. Toma un sorbo de agua y deja el vaso.
—No es lo que piensas. Ha invitado Matt, ha pagado él.
—¡Qué coño me importa quién ha pagado! Lo que me importa es que has ido al
Nobu sin mí, con una chica de mierda llamada Carmen.
—Como lo dices, parece que hubiera ido a ligar con ella.
—¿Y no fue así? Porque eso es lo que me parece. Una cena de parejitas: Matt y
Honey, Jack y Carmen. Qué íntimo y agradable.
—Fue una casualidad, salió así…

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Qué tal fue, Jack? ¿Cuatro besitos y un postre?


—¿Un postre? ¿Estás bromeando? Después del menú degustación del chef,
imposible, no nos entraba ni un alfiler.
—¡No te atrevas a hacer bromitas!
—Vamos, Amy. Era el Nobu… ¿Tú te habrías negado?
—¡Pues sí! —le grito.
—Amy, por favor, vamos, intenta razonar. No fue culpa mía…
—No, intenta razonar tú. La semana pasada saliste de marcha toda la noche con
Sally McCullen…
—Ella no estaba, te lo juro…
—Y ahora cenas en el restaurante al que siempre he querido ir, en el restaurante
al que prometiste llevarme, con una chica con nombre de bailarina de striptease.
—¿Estás cabreada por lo del restaurante? ¿Es eso? ¿Si hubiéramos cenado en el
pub te parecería bien?
—¡No, imbécil! —grito aún más, y los ojos se me llenan de lágrimas, que
reprimiría porque detesto emocionarme cuando trato de demostrar que tengo razón,
pero no puedo contenerlas.
Jack me mira mientras me desquicio totalmente. No tiene idea de por qué estoy
enfadada.
—Lo siento. ¿Es eso lo que quieres que diga?
—No, no quiero que lo digas por decir, sino que lo sientas de verdad.
—No sé por qué me gritas. No he hecho nada malo. Comer no es ningún
pecado.
Lo miro con fijeza y por un instante me parece un completo desconocido. ¿Le
importa todo esto? ¿Está tan seguro de tenerme que ni se da cuenta de cómo me
siento? Me vuelvo y apoyo las manos en el mueble de cocina. La sangre me hierve.
—Muy bien. Haz lo que quieras.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que es evidente que no te interesa pasar tu tiempo libre conmigo.
—¿Y cómo va a interesarme si sólo me echas broncas? —murmura, pero lo oigo
con la misma claridad que si lo hubiera gritado.
¿Cómo se ATREVE? Algo dentro de mí se quiebra.
Cojo la olla y la estrello con todas mis fuerzas contra el suelo, lo que provoca un
estrépito espectacular y que el pollo salpique por todas partes.
Me mira perplejo.
Al punto, en la habitación se oye el llanto de Ben. Aparto a Jack y voy al cuarto.
Abro la puerta, cojo al niño y lo acuno contra mi pecho. Estoy temblando.
—Pero ¿qué haces? —pregunta Jack desde la puerta.
—Kate no vendrá a dormir esta noche —le digo controlándome a duras penas,
la cara mojada de lágrimas—. Puedes dormir en la habitación de Ben.
—¿Qué?
—Lo que has oído.
—¿Estás echándome del dormitorio?

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—Como parece que has perdido todo respeto por mí, no veo por qué tendría
que compartir la cama contigo. ¡Pues sí, te echo!

Tomar partido

A la mañana siguiente, despierto con resaca y con la misma ropa de la noche


anterior. Cuando me miro en el espejo, los surcos de maquillaje me llegan hasta las
mejillas a lo Marilyn Manson. Si H me viese, sin duda recitaría nuestra frase favorita
de JR de Dallas: «Sue Ellen, eres una furcia, una borracha, un fracaso como madre,
precisamente lo que me dijo mi padre antes de morir.»
Voy al baño aprovechando que Ben aún duerme; no quiero asustarlo con la
pinta que llevo. Se remueve en la cuna mientras abro la puerta silenciosamente.
En el pasillo, trato de percibir algún indicio de la presencia de Jack. Camino con
sigilo hasta la habitación de Ben, que ahora usa Kate. La puerta está entreabierta y
espío por la rendija de las bisagras. La cama está hecha.
Voy a la sala y me detengo en el umbral. El sofá, sin cojines, está cubierto por
una pátina de pasas, juguetes, monedas y un pendiente que había perdido. La funda
y todos los almohadones están apilados en el suelo, como una casita de niños
desmontada, pero Jack ya no está.
La marca de su cabeza sobre los cojines me hace humedecer los ojos. No es que
me arrepienta de la reacción de anoche ni de haberlo echado de la habitación, pero
por primera vez desde que nos casamos hemos roto una de nuestras reglas sagradas:
no irnos a dormir en medio de una pelea. Esa marca implica la ausencia de Jack, y sé
lo que significa.
Significa que ha tomado partido.
Y cuando entro en la cocina y veo el fricando de pollo solidificado en el suelo, sé
exactamente que el partido que ha tomado es marcharse al País de los Tratados
Injustamente. No olvidemos que allí es un inmigrante ilegal, pero aun así allí se ha
ido.
A medida que avanza el día, y como no recibo noticias suyas, me siento cada
vez peor. Me debato en una lucha tan intensa que casi me paraliza. Ando perdida
por los pasillos del supermercado, se me quema la comida de Ben y, para colmo, la
colada blanca me queda teñida de gris. Eso antes del mediodía.
Sé que durante todo este tiempo Jack está en el trabajo, sin pensar seriamente en
mí. ¿Cómo puede desconectar sin más? ¿No le importa que hayamos caído tan bajo?
Hasta ahora nunca habíamos pasado por un período tan prolongado de peleas
constantes.
Al final, cuando Ben está durmiendo la siesta, cedo y lo llamo para ver si está
dispuesto a disculparse.
—Ah, eres tú —dice al oírme, con voz fría y distante.
Respiro hondo.

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—Oye, ¿podemos solucionar esto? ¿Podemos hablar más tarde? Creo que
deberíamos.
—Depende, Amy.
—¿De qué?
—De si serás capaz de comportarte de forma racional. A ver, ¿cómo puedo estar
seguro de que te comportarás de manera civilizada, de que no vas a volverte loca y
empezar a destrozarlo todo?
—Me…
—Porque anoche te comportaste de una manera totalmente fuera de lugar.
¿La manera como me comporté yo? ¡Qué cara! Si no hubiera sido por él, no
habría tirado el dichoso fricando, pero parece que se ha olvidado de que fue él quien
se comportó mal.
Ojalá no lo hubiera llamado.
Hay un largo silencio y tengo ganas de llorar.
—Bueno, nos vemos más tarde —digo.
—Quizá, no lo sé.

La mujer misteriosa

A la hora del almuerzo, voy a Gracelands. A Ben le encanta esta cafetería y,


como es viernes, seguro que me encuentro con alguna amiga. Salir de casa me calma
y me permite ver las cosas con mayor distancia, aunque mientras camino por la acera
todavía me siento deprimida. Es un día soleado y caluroso, pero experimento un frío
interior. Una brisa glaciar se ha instalado sobre nuestra relación y todo se ha
alterado.
Sin embargo, lo que más me molesta es la forma en que Jack da la vuelta a las
cosas, de modo que todo queda reducido al fricando de pollo.
¿De verdad fue una reacción exagerada por mi parte? La cabeza me dice que sí,
pero el corazón que no. Aún me siento herida por el hecho de que Jack piense que lo
único que le doy son problemas. Y si eso es lo que cree, haberlo echado del
dormitorio ha empeorado las cosas diez veces más. Cuanto más lo pienso, más me
confundo. Para él, quien está equivocada soy yo. Pero no lo estoy, sé que no.
La cafetería tiene techos altos, paredes de ladrillo, suelo de madera y mesas
rústicas. Detrás de la barra se alinea un amplio surtido de ensaladas, lasañas y
mousakas de aspecto delicioso, pero con esta resaca no puedo tragar nada.
Camilla y Faith están en una mesa en la otra punta. Me hacen señas y me
acerco. A pesar de la alegre bienvenida, me da la impresión de haberme colado en su
almuerzo. Tienen cierto aire de conspiración, como si mi presencia las hubiera
obligado a interrumpirse. Ben sale disparado para reunirse con Amalie y Tyler en la
zona de juegos.
—¡Qué bien verte por aquí! No te esperábamos —dice Camilla con una

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deslumbrante sonrisa mientras la camarera deposita dos platos en la mesa.


Pido un café doble.
Camilla no me mira, pero mi radar de cotilleos se ha activado. Tiene algo que
decir. Sobre mí.
—¿Qué? —le pregunto cuándo nuestras miradas por fin se encuentran.
—¿Así que has quedado con Jack para comer? —pregunta, echando un vistazo
a Faith.
—¿Con Jack? No. ¿Por qué?
—Ah, porque acabamos de verlo hace un minuto.
El corazón me da un vuelco. ¿Jack está aquí? ¿Ha venido a verme?
—¿Dónde? —pregunto.
—Iba en un coche.
—¿En un coche?
—Un coche impresionante, la verdad —interviene Faith. Le hace una seña a
Camilla y noto un brillo malévolo en su mirada—. Un flamante descapotable Lexus,
personalizado.
No conozco a nadie que tenga un coche así.
—No podíamos creerlo cuando los vimos pasar zumbando. Parecían muy
divertidos —comenta Camilla.
¿«Los vimos»?
—Debe de ser riquísima para permitirse un modelo así —añade Camilla.
¿Riquísima? Empiezo a sonrojarme.
—Ah, sí, ahora me acuerdo. Jack tenía que visitar a uno de sus clientes —
miento.
Ambas me miran.
—Irían a Jardilandia.
—Supongo —digo, sin tener la menor idea de adónde iba Jack ni con quién…

Contacto epidérmico accidental

La canción Suspicious Minds de Elvis suena a todo volumen mientras espero


sentada a H. Es jueves por la noche en el Soho y el pub está casi lleno.
Una canción de lo más apropiada. Jack y yo tampoco podemos seguir con estas
desconfianzas, como dice la letra. No sé qué hemos hecho para llegar a este punto
muerto. Nos comportamos civilizadamente por Ben, pero todo el afecto parece haber
desaparecido como quien cierra un grifo. Lo único que me llega de él son gotas de
amabilidad o remordimiento.
Dormimos en la misma cama porque Kate ha vuelto del viaje, pero Jack ni me
mira y mucho menos me toca. Además, a pesar de que nuestra casa es un horno, ha
empezado a ponerse su viejo pijama para dejar claro que el contacto epidérmico
accidental queda estrictamente prohibido.

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Aun así, apenas lo veo en toda la semana. Pasa muchas horas fuera, al parecer
sobrecargado de trabajo. Lo sé porque cuando está en casa se lo explica a Ben.
Cuanto menos caso me hace, más indignada me siento. Debería disculparse. Y
explicarse. ¿Quién es exactamente esa hermosa dienta suya? ¿Una dienta de
Greensleeves o alguien que le recomendó Jessie? ¿Alguna de sus amigas ricas?
¿Y por qué no deja de ir de aquí para allá a plena luz del día en un descapotable
cuando yo me siento tan mal?
Le preguntaría directamente sobre esa mujer misteriosa, pero la comunicación
entre nosotros atraviesa un mal momento.
Jamás hemos estado peleados tanto tiempo, y lo preocupante es que ahora,
técnicamente, ya no es una pelea. Se ha transformado en otra cosa, más bien en una
forma de tortura continua.
Tal vez así empiezan a funcionar mal los matrimonios. Ahora comprendo cómo
sucede. Te peleas, no arreglas las cosas y la vida sigue su curso. Al cabo de un
tiempo, has perdido el momento de recapitular y encontrar juntos el camino de
salida de los malentendidos y el sufrimiento. Y entonces ya no puedes recuperar las
emociones que sentías cuando empezó la pelea, porque se han concentrado y
evaporado hasta convertirse en una gota de veneno corrosivo que, como el ácido
sulfúrico, quema y agujerea todo lo que era bueno y verdadero.
Por eso necesito a H. Necesito que me diga que tengo razón en no ceder, que mi
estrategia de mantenerme firme hasta que Jack se venga abajo funcionará, pero
también tengo que saber cuánto durará, porque a este ritmo es muy probable que la
que se venga abajo sea yo. Y si no puedo conseguir que él se disculpe, entonces he de
idear un plan de rendición que minimice mis daños y no siente precedente.
Y lo más importante: me hace falta salir de casa. No logro hablar con Kate sobre
mis problemas con su hermano, a pesar de que se muere de ganas de que se lo
cuente. Ella me mira con ojos comprensivos y compasivos, y me entran ganas de
pegarle un tortazo. Me da rabia que se crea una experta en relaciones cuando ella
misma acaba de romper con su novio.
De modo que con H quedamos en vernos después del trabajo. La hora perfecta,
me aseguró. Me quería de carabina para la cita que tiene con Tom Sin Foto, el de la
web. Decidimos encontrarnos un rato antes de la hora que acordó con él, para así
poder hablar tranquilamente hasta su llegada, momento en que yo me retiraré. A
menos que resulte un adefesio, como sospecha H, en cuyo caso hemos pactado salir
por piernas las dos.
En teoría, un plan perfecto, salvo que estoy aquí y H no aparece. Llevo media
hora sentada sola como un hongo. Me he leído dos veces el periódico Metro y ahora,
mientras apuro la copa, me temo que la ventanilla para hablar de mis problemas con
H se ha cerrado.
¿Por qué se comporta así cuando más la necesito? Me hace falta desahogarme.
Necesito contarle sobre esa mujer misteriosa del descapotable Lexus. ¿Quién es?
¿Qué significa todo esto? ¿Tengo que preocuparme? ¿Cómo conseguiré quitarme de
la cabeza la imagen de Jack riendo con esa bella mujer, a la que ya veo como una

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mezcla de Grace Kelly y Jackie Onassis?


Miro alrededor. Hay grupos de personas que han salido del trabajo para
tomarse una copa, lo que me recuerda las noches en que salía con las chicas de Friers.
Siempre nos prometíamos tomarnos sólo una, pero acabábamos yendo de bar en bar
prácticamente a gatas. A veces se sumaba Jack e íbamos a comer a algún local barato.
Eso sí que eran noches, cuando a las siete estaba rebosante de vitalidad y no muerta
de cansancio como ahora. Noches en que no existía la presión de tener una canguro
esperando en casa. Noches en que me ponía cualquier prenda descarada y divertida
que me había comprado a la hora del almuerzo y salía a bañar hasta las dos.
De pronto esos buenos momentos espontáneos parecen haber sucedido hace
siglos.
Dondequiera que miro, todo el mundo parece divertirse. Todos tienen alguien
con quien hablar y reír. En la mesa de al lado celebran una despedida de soltera y las
mujeres cantan junto con Elvis mientras agitan las boas de plumas al compás de la
música.
Son todas mayores que yo y han vestido a la casadera con un traje de hada. De
brazos fofos, luce un tatuaje y no cesa de hacer payasadas con la varita mágica. Entre
las jarras de cerveza hay varios objetos fálicos desparramados. Tienen pinta de
mujeres de vida dura a quienes les importa un comino lo que piensen de ellas. Por lo
que he pillado de su conversación, todas fuman, todas siguen Gente del barrio por la
tele con devoción casi religiosa, y más tarde irán al bingo. Pero en cierto modo las
admiro porque saben estar contentas. Y seguro que ninguna de ellas se encontraría
nunca en un lío como el mío.
Ríen a carcajadas cuando acaba la canción.
—¿Qué? ¿Esperando al maridito? —me pregunta la que tengo más cerca; lleva
una boa de plumas azul celeste y los labios pintados de rosa con el contorno granate
oscuro. Tiene las mejillas arreboladas. Seguramente se dio cuenta de que las
observaba.
—No; a mi amiga —respondo.
—Ah, una reunión de chicas.
—Más o menos.
No puedo explicarlo. No puedo quedarme a hablar con un grupo de
desconocidas. Cojo el bolso para irme.

Guapo para caerse de espaldas

Pero cuando me dispongo a levantarme, veo a un hombre solo en la barra.


Recorre el local con la vista en busca de alguien. Nuestras miradas se encuentran y se
acerca a mi mesa.
—Hola —dice sonriendo. Tiene una dentadura perfecta y ojos verdes—. ¿Eres
Helen?

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Noto un nudo en la garganta y empiezan a sudarme las palmas. ¡Dios mío, es él,
Tom! ¡La cita de H!
La teoría de H acerca de los que no ponen foto es un fiasco. Mi instinto estaba
en lo cierto desde el principio. ¡Es increíblemente guapo, guapo para caerse de
espaldas! Alto, bronceado y con un buen cabello oscuro y lustroso. Lleva una camisa
blanca de lino de manga corta y unas bonitas gafas de sol en el bolsillo superior.
Irradia una especie de magnetismo que me impide articular palabra.
—Eh… pues soy…
—¿Te importa si me siento? —dice señalando el otro taburete.
Me he sonrojado, lo sé, pero no puedo evitarlo.
—¿Eres…?
—Tom —responde—. Tom Parry, pero los amigos me llaman Tommo.
Vuelve a sonreír y me tiende la mano para estrechar la mía. Una mano firme y
tibia. Su acento irlandés evoca montañas cubiertas de brezo y tardes perezosas en
pubs rurales.
—No soy H… Helen. No soy ella en persona… —balbuceo—. Bueno, más o
menos… quiero decir que soy una amiga. Tenía que encontrarme con ella e irme
cuando llegaras tú, pero no ha venido y…—Ah.
—Soy Amy.
—Bueno, Amy —vuelve a sonreír—, encantado de conocerte. ¿Te apetece tomar
algo mientras esperamos a H? —pregunta señalando mi vaso de gin-tonic vacío.
Esto no está bien. Tendría que negarme y dar una excusa, pero H seguramente
llegará enseguida y Tom parece tan tranquilo… Se comporta como si todo fuera de lo
más normal.
—Vamos, di que sí, no me dejes.
Echa una ojeada a las mujeres de la despedida de soltera que se lo comen
descaradamente con los ojos. Creo que se ha dado cuenta de que si se queda solo, se
lo van a merendar crudo.
—De acuerdo —acepto, volviendo a sentarme—. Sólo una. Gracias.
Coge mi vaso y va hasta la barra.
—No pierdes el tiempo, ¿eh? —me dice la de la boa celeste riéndose con las
otras.
—¡Dios mío, qué vergüenza! —digo y me tapo la cara.
—Madre mía, sírvete, no te cortes, que eso sí es un bombón —dice la casadera—,
y si no lo quieres, ya me lo como yo.
—¡Y yo! ¡Y encima repito! —salta una de las amigas, y todas se echan a reír.
Miro a Tom junto a la barra, que se vuelve y me sonríe.
Se me encoge el estómago.
¿Dónde está H? Es ella quien tendría que estar recibiendo esas sonrisas. Hace
veinte segundos que lo conozco, pero es fantástico, perfecto para ella. Tom es un
noventa por ciento.
Por lo menos.
Miro mi móvil. Hay un mensaje en el buzón de voz. Joder. ¿Cómo es posible

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que no haya oído el teléfono? Escucho el mensaje. Es de H.


«Cariño, lo siento, lo siento, lo siento, no puedo ir. Estoy atascada en medio de
una reunión. ¿Podemos vernos en otro momento? Perdona. Sé que vas a matarme. En
fin, como no contestas me imagino que estás de camino a casa. Si no es así y te
encuentras con el tal Tom, dile que me disculpe. Que le mandaré un mail más tarde
para quedar otro día.»
—No puedo creerlo. No viene —anuncio a Tom cuando vuelve con mi gin-
tonic—. H, Helen, quiero decir, dice que lo lamenta pero que está liada en el
trabajo…
—¿De veras? ¡Qué mala suerte! ¿Sabes?, es la primera vez. Nunca había
probado esto de las citas por Internet…
—Yo tampoco —digo, y me percato de la metedura de pata—. No es que yo…
—No es muy buen comienzo que a uno lo dejen plantado, ¿no? —Sonríe.
Las de la despedida de soltera se dan codazos y nos miran. La de la boa celeste
me lanza una mirada elocuente.
—Una reunión de chicas —comenta Tom levantando su jarra en dirección al
grupo, gesto que ellas reciben con un coro de halagadas risitas—. Salud —me dice
inclinándose hacia mí.
Noto que huele muy bien… un aroma a almizcle pero limpio. No como Jack,
que ya no huele a nada, por lo menos para mí, ya que ambos usamos el mismo
desodorante y el champú y el gel de Ben. Pero Tom huele diferente. A otro, a nuevo
y… no puedo negarlo, es increíblemente sexy.
—Parece que tu amiga no es muy fiable, ¿no? Nos ha dejado plantados a los
dos.
—Es fantástica, de veras, te va a caer bien —replico, rompiendo una lanza a
favor de H.
—Seguro.
Y él va a encantarle a H. Es guapo como un modelo, pero lo suficientemente
recio para satisfacer sus fantasías de hombre duro amante de la naturaleza.
—Acaban de darle un puesto importante en la televisión, de dirección —insisto.
—Ah. —No parece muy interesado—. ¿Y tú? ¿Qué haces? ¿Trabajas también en
televisión?—pregunta, pronunciando «televisión» como si lo considerara un trabajo
ridículo.
—Trabajaba en el negocio de la moda, pero tengo un niño pequeño, así que
ahora sólo soy madre…
—Felicidades —dice y me mira con ojos brillantes mientras bebe un sorbo de
cerveza—. Qué suerte tiene. Me refiero a tu marido.
Doy un trago a mi bebida.
—¿Así que tú eres editor literario?
—¿También has leído mi perfil? —replica enarcando las cejas.
—Sí, ayudé más o menos a H a elegir —confieso, dándome cuenta de lo mal
que suena. Como si fuera yo quien lo hubiera elegido. Me he puesto totalmente en
evidencia.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Pues… imagino que ser madre a jornada completa es una tarea dura —dice al
cabo de un instante y pasando por alto mi comentario.
Me topo con sus ojos picaros y risueños, que harían morir de envidia a George
Clooney.
—Sí, pero no es lo mismo que un trabajo de verdad.
—Eh, no te subestimes —se pone serio de repente—. Para mí es el trabajo más
importante del mundo y el menos valorado. La gente no se da cuenta del sacrificio
que entraña. Mi madre nos crió a todos y le tengo un respeto enorme por eso.
Quizá porque la crisis con Jack me ha privado de conversación desde hace una
semana y estoy desesperada por charlar con alguien, o tal vez porque Tom es muy
buen conversador, el caso es que de pronto estamos hablando como dos viejos
conocidos. Vamos directos al grano, sin pasar por los típicos preámbulos formales, y
abordamos directamente temas jugosos, interesantes.
Al cabo de un rato me he enterado de algunas cosas fascinantes sobre él: que
proviene de la costa noroccidental de Irlanda; que su última novia era música, se fue
a Nueva York a grabar un disco y lo dejó por un productor; que su abuelo tenía una
imprenta y de ahí le viene las pasión por los libros.
Después me cuenta cuánto le gustan los desafíos, que ayudó a organizar un
rally el año pasado y participó con un Bentley de época en el que cruzó toda Europa.
Su vida parece muy dinámica e interesante, repleta de aventuras estrafalarias.
—¿Y tú qué haces para distraerte y relajarte? —me pregunta.
—Pues últimamente no mucho, aparte de llamar a una emisora de radio por
puro gusto.
—Ah, ¿sí? ¿A cuál?
—Seguro que no la conoces.
—A ver.
—Es… es una radio bastante nueva, CapitalChat.
—¡No me digas! —exclama dejando la jarra sobre la mesa—. Me encanta esa
emisora, la pongo siempre.
—¿De veras? Mi marido, Jack, asegura que sólo la escuchan amas de casa
aburridas y chalados. Me alegro de que desapruebes su teoría. —Y lo digo muy en
serio.
—¿Y a quién llamas?
—Al programa de Jessie Kay. Me gusta mucho.
—A mí también. Me encantan esas adivinanzas y lo de la queja. Un momento —
dice señalándome con gesto inquisitivo—. ¿No serás… no serás Amy de West
London? —Me llevo las manos a la cara y asiento mientras noto un hormigueo en el
estómago—. Es una broma, ¿no?
—No puedo creer que me hayas oído. ¿De veras lo has hecho?
—Pues claro, y me pareces fabulosa. Siempre escucho ese programa por si sales.
Eso que explicaste de que los tíos que guardan porquerías… ¿Y lo del niño interno
patoso? Te cité todo el día.
—¿En serio?

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—Claro, me resultó muy gracioso… y muy cierto.


Me siento estúpida, desvergonzada e increíblemente halagada.
De pronto, por primera vez en mucho tiempo, noto que tengo una identidad,
que de verdad soy Amy de West London, una persona con opiniones y cosas que
decir que interesan a la gente.
El ambiente del pub se ha vuelto tan ruidoso que es casi imposible conversar.
Tom sugiere que nos vayamos. Antes de salir, Tom se acerca a la barra y habla con el
camarero, que le enseña una botella de champán. Tom asiente y saca dos billetes de
veinte libras. Acto seguido, el camarero lleva la botella a la mesa de la despedida de
soltera.
—¿Por qué las has invitado? —pregunto ya en la calle—. ¡Qué detalle!
—A veces hay que devolver a la gente la fe en la humanidad.
Y funciona. A mí me la ha devuelto, por no hablar de nuestras vecinas de mesa.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —me pregunta frotándose las manos.
Me percato de lo alto que es. Mucho más que yo y, además, está en muy buena
forma física. Se le marcan los músculos de los brazos.
Sé que debería irme a casa. Cada neurona del cerebro me grita que zanje ahora
mismo esto. Es demasiado tentador ser una pecadora absoluta.
—Tengo que irme… —murmuro sin convicción.
—Uy. Que te planten una vez ya es bastante malo, pero que lo hagan dos
empieza a resultar preocupante… Además, no acabo de creerme la suerte que he
tenido de conocer a Amy de West London. Así que…
—Déjalo…
—Mira, había hecho una reserva en un restaurante aquí cerca, por si acaso, ya
me entiendes, y estoy famélico. No me gusta cenar solo. ¿Qué dices?
—Es que… —dudo, pero su acento es irresistible.
—Vamos, ¿qué tiene de malo?
—Pero casi no te conozco.
—¿Y?
—Pues eso, que en general no hago este tipo de cosas.
—¿Qué? ¿Comer? —Río, turbada—. No te preocupes, por lo general me
comporto bastante bien en los restaurantes. Puedes fiarte.
Pienso en Jack en el Nobu con Matt, Honey y Carmen. A él le pareció que no
tenía nada de malo, ¿no? «Comer no es ningún pecado», dijo. ¿Por qué diablos
entonces no puedo divertirme un poco yo?

Mi primera cita de Internet

Resulta que el restaurante está en un club privado en una destartalada casa


adosada de Dean Street. Uno de esos lugares que nadie se imaginaría que se
encuentran precisamente allí a menos que esté en el ajo. La puerta tiene un letrero

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discreto y me recorre un escalofrío de emoción cuando llamamos al timbre.


Nos conducen por una desvencijada escalera de madera hasta un comedor muy
bonito, con manteles blancos impecables, velas y una araña preciosa. Hace años que
no piso un lugar de tan buen gusto.
—Aquí me conocen bastante —comenta Tom mientras nos acompañan a la
mejor mesa en un rincón. Es evidente que la camarera se derrite por él—. ¿Qué tal,
Anna?
—Bien, gracias, Tommo —responde ella sonriendo.
—¿Tenéis hoy el risotto con espárragos ingleses? —La camarera asiente—.
Entonces mi encantadora acompañante debe probarlo.
Anna me mira de arriba abajo con curiosa admiración.
Me siento radiante y me gusta que Tom me haya descrito como su encantadora
acompañante. Me agrada mucho su tranquila seguridad y ese talento para lograr que
todo parezca exclusivo y emocionante.
—Bueno, háblame de Jack —dice después de instalarnos en la mesa y de haber
pedido un vino blanco caro—. Debe de ser un gran tipo.
Niego con la cabeza. De pronto me siento como si estuviera ligando, y casi no
puedo soportarlo.
—¿No quieres hablar de él? —pregunta, percibiendo mi confusión.
—No. Sí, yo…
—Puedes hacerlo.
—¿De veras?
—Puedes contarme lo que quieras —me alienta con una mirada
tranquilizadora—. Me refiero a que lo más probable es que no volvamos a vernos, así
que… ¿qué puedes perder? Además, sé escuchar.
Es verdad. No me siento inhibida, pero, con todo, no menciono nuestra pelea en
curso ni el incidente del fricando de pollo. En cambio, le cuento que mi marido es
maravilloso, pero que trabaja muchas horas. Me sorprendo reconociendo que me
siento sola, que criar un hijo es duro y que Jack y yo nos hemos acostumbrado tanto
el uno al otro y tenemos una vida tan doméstica que apenas nos queda tiempo para
recordar que compartimos algo muy especial.
En otras palabras, le cuento demasiado.
—Ay, Dios, suena como si fuésemos unos desgraciados, y no es así. Es decir,
tenemos nuestras riñas, pero creo que somos felices.
—Bueno, por lo menos eso no interfiere en tus ligues de Internet.
Lo miro boquiabierta, pero sólo está bromeando. Uff.
—Todo esto debe de parecerte engorroso, Tom.
—No, sólo es el destino.
—¿El destino?
—¿Tan mal está apartarse de la propia vida de vez en cuando y hacer algo fuera
de lo común? ¿Soltarse un poco y vivir?
—¿No crees que debería sentirme culpable?
—No, en absoluto.

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Quizá tenga razón y sea el destino el que me lo ha enviado. Tal vez he topado
con este perfecto desconocido para que me ayude a ver las cosas más claras.
—No hay nada de malo —asegura—. Para ser sincero, te envidio. Me encantaría
tener niños. Paso mucho tiempo con ellos, pues tengo un montón de sobrinos y
sobrinas, voy a verlos por las mañanas y me los llevo. Montamos campamentos,
vivimos aventuras… —Por la forma en que lo explica parecería que ser padre es algo
fantástico, emocionante, como yo imaginaba antes—. Pero creo que el secreto es tener
muchos hijos —concluye después de describir lo que parece una vida perfectamente
idílica en la casa de campo de su familia en Galway—, un montón.
—Me encantaría tener más —confieso.
Tom se inclina sobre la mesa y me sonríe de esa manera suya encantadora.
—Hazlo, la gente tan hermosa como tú debería reproducirse lo máximo posible.

La hora de la Cenicienta

Son casi las doce cuando salimos del restaurante. Hemos hablado toda la velada
como dos viejos amigos que se reencuentran y el tiempo ha pasado volando. Hemos
abordado temas muy interesantes, entre ellos política, pintura y libros. Le he pasado
mi dirección de correo electrónico para que me mande algunas recomendaciones. Me
siento estimulada y despierta, como si mi cerebro de pronto hubiera recordado que
también sirve para empaparse de cuestiones culturales.
—Voy a coger la línea de Bakerloo —le digo mientras me pongo la chaqueta en
la acera. He bebido demasiado y tengo miedo de perder el último metro.
—Yo voy a Charing Cross a coger el tren. Podríamos ir juntos y tomas el metro
allí.
El aire de la noche es agradable. Veo los autobuses rojos y los taxis negros a lo
lejos, en Charing Cross Road. De pronto, decido que si pierdo el último metro, cogeré
un autobús nocturno. Nos miramos a los ojos.
—De acuerdo —digo al fin con el corazón palpitante.
Enfilamos hacia Trafalgar Square, bajamos la escalinata delante de la National
Gallery y pasamos entre las fuentes. Hay luna llena y la fachada del Big Ben brilla a
lo lejos. El reloj da las campanadas de la medianoche. La escena tiene cierta magia,
algo que me recuerda a Peter Pan.
—¿Qué estás pensando? —me pregunta, mirándome.
—Pues que es muy fácil desenamorarse de Londres, o de cualquier otro lugar,
cuando una se mueve sólo por una zona. Te olvidas de que hay muchas otras cosas
que te hacen sentir viva. Esta noche he recordado por qué me gusta tanto vivir aquí.
—¿Y por qué?
—Porque es un lugar lleno de posibilidades. —Bajo la mirada. ¿Le habrá
sonado provocativo? ¿Habrá tomado ese comentario como si me refiriera a nosotros?
¿Existe en realidad un nosotros?—. ¿Y a ti? ¿Por qué te gusta la ciudad? —pregunto,

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ansiosa por continuar la conversación o darle otro rumbo, aunque ya no sé cuál.


—La gente asegura que el campo es inspirador, pero yo diría que la ciudad es el
lugar para los sueños.
—Sí, supongo que sí.
—¿Cuáles son los tuyos?
—No lo sé. Me parece que ninguno, ya no.
—Los sueños nunca se acaban, ¿no crees?
—Siempre había soñado con casarme y tener hijos.
—¿Y qué más? ¿Qué quieres para ti misma?
—Sólo mantenerme a flote. Tratar de ser feliz.
—Pues digamos que eso ya lo tienes. ¿Qué más querrías?
Estar con Jack. Ésa es la respuesta que me dicta instintivamente el corazón, pero
al punto me acuerdo de lo que estamos pasando, de lo lejos que está la realidad de
mis fantasías. Y del hecho de que casi no hablamos entre nosotros.
Entonces le cuento a Tom que me gustaría hacer algo interesante con mi vida,
antes de que se me escape. Que me encantaría trabajar en el mundo de la radio, pero
que no tengo idea de cómo hacerlo. Y añado que me siento estúpida al imaginar que
podría encontrar un trabajo en ese sector, sin contar con ninguna experiencia… pero,
en lugar de coincidir conmigo, como Jack, Tom cree que tendría que intentarlo.
—Si tuvieras tu propio programa, lo escucharía todos los días —asegura.
Caramba, un programa propio. La idea me parece una locura. Una locura
maravillosa.
—¿Ves como a fin de cuentas también tienes un sueño? Lo sabía. —Y sonríe.
—Nunca se lo había contado a nadie, me daba vergüenza…
—Pues no deberías. ¿Por qué no ibas a conseguirlo? ¿Por qué no puedes tener
un golpe de suerte?
—Porque no soy una persona de mucha suerte.
—¿No?
—Bueno… aún no me ha tocado la lotería.
De alguna manera, mis reticencias me suenan huecas. Estar con Tom me ha
hecho sentir muy afortunada, como si fuera una especie de bendición. Hace mucho
tiempo que no mantengo una conversación de este tipo, que no contemplo la vida en
su conjunto ni pongo las cosas en su justa perspectiva. También hace mucho que no
conocía a nadie que viva como Tom, que aspire a las estrellas y encima llegue.
—Ojalá fuera como tú —farfullo—. Es decir, que hiciera lo que de verdad
quiero hacer, viajar y… No sé, da la impresión de que lo tienes todo controlado.
—No sé si lo tengo todo controlado, pero creo que uno se merece disfrutar de
una vida estimulante.
Hemos llegado a Charing Cross y nos paramos ante la entrada del metro.
Pienso que estamos exactamente en el punto central de la ciudad, que cuando uno va
por la autopista y ve el cartel de LONDRES 104, significa que está a ciento cuatro
kilómetros de aquí. Tengo la sensación de hallarme en el centro del universo.
La gente pasa deprisa alrededor, pero nosotros permanecemos inmóviles. Me

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

siento emocionada de una manera rara. No deseo despedirme. No quiero que esta
burbuja se rompa.
—Lo he pasado muy bien —le digo.
—Yo también, ha sido maravilloso.
—Bueno… pues adiós. —El corazón me late con fuerza y nuestras miradas se
encuentran; me siento intensamente viva—. Gracias por la cena.
Él asiente.
—¿Puedes volver tranquila a casa? —Sí, sin problema.
Pero no me muevo. Mis pies no se mueven. Nos quedamos allí, mirándonos.
Y es absurdo seguir negándolo. Lo que hemos tratado de pasar por alto toda la
noche de pronto es evidente y está ante mí.
Me gusta con locura.
Así de sencillo.
Me duele el cuerpo de tanto que lo deseo.
Y a él debe de pasarle lo mismo, porque me observa en un primerísimo primer
plano mientras se acorta el espacio que separa nuestros rostros.
Entonces siento sus labios sobre los míos y una especie de tornado en la cabeza.
Nos quedamos inmóviles, dándonos el más dulce de los besos, y noto como si
empezara a flotar sobre la acera. En ese momento me estrecha entre sus brazos y me
sumo en su olor, en su cuerpo. Estoy absolutamente extasiada.
Su lengua se abre paso en mi boca y el tornado me arrasa la cabeza. En ese
instante lo recuerdo todo.
Jack.
Yo.
Ben.
Me separo con torpeza.
—Lo siento —dice alzando las manos—. No era mi intención… —Estoy tan
nerviosa que tiemblo de pies a cabeza—. Está bien, lo comprendo.
Pero ¿cómo puede entender que me haya vuelto loca, que esto no debería… no
puede pasar?
—Nunca había sentido este tipo de conexión, eso es todo —se excusa.
Yo tampoco, por lo menos desde que besé por primera vez a Jack, pero no
puedo decírselo. Soy incapaz de articular palabra.
—No era mi intención… —repite.
Me llevo el índice a los labios y niego con la cabeza. Se me escapa un suave
gemido. Me siento como si estuviese bajo la luz de un foco.
Tom da un paso hacia mí y me coge del brazo.
—No sé si te das cuenta de lo maravillosa que eres, Amy, de lo hermosa que…
—Tom, por favor, no.
Lo miro a los ojos y tengo ganas de llorar por lo turbado y confundido que
parece. Como si algo más grande se hubiera apoderado de nosotros.
—Escucha, sé que es una locura, Amy, pero… ¿podría verte otra vez?

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Capítulo 10
Jack

Sobre el tejado

Estoy sudando como un caballo de carreras en el box del ganador después de


subir diez sacos de compost por diez tramos de escalera. Sin siquiera pararme a
tomar aire, me bebo una botella de agua helada y luego, poco a poco, exhalo.
Desde donde estoy veo el Parlamento y la parte superior de la Noria del
Milenio. Me encuentro en una azotea con un suelo de teca recién colocado en un
edificio de oficinas de ocho plantas de Covent Garden. El sol cae en picado sobre mi
espalda desnuda. Los aviones lejanos recorren el cielo despejado como si fueran
cuchillas de patinaje sobre un lago helado. El rumor constante del tráfico asciende
desde la calle mezclado con gritos y bocinazos ocasionales. De los bares de comida
rápida llegan vaharadas de pizza, ajo, pan, hamburguesas y patatas fritas…
Sin embargo, aquí donde estoy, parece más un oasis que el centro de una
ciudad de diez millones de almas.
La azotea está rodeada de una exuberante variedad de arbustos altos y
resistentes: laurel, bambú, palmito, evónimo del Japón e hibiscos, todos en jardineras
redondas y rectangulares. En el centro hay una especie de chiringuito con una barra
de madera con forma de tabla de surf.
Detrás de la barra hay dos neveras de puertas de cristal y fondo de espejos
repletas de bebidas, así que me entran ganas de ponerme unos shorts de surf,
prepararme un trago y pasarme el resto del día sin dar golpe.
En otras palabras, este lugar es de lo más enrollado y atractivo. Pero claro, lo
digo porque lo diseñé yo.
El edificio es propiedad de la agencia de publicidad Pep Talk, una empresa con
mucho estilo dirigida por un hawaiano bajito y rechoncho llamado James Peters, ex
compañero de internado de mi jefe Rupert.
James, o Slim Jim como perversamente le gusta que lo llamen, quería un trocito
de su tierra natal aquí en Londres para entretenimientos empresariales, y eso es justo
lo que le he dado. Hace diez minutos subió a ver el producto acabado y lo admiró
embelesado, y además me felicitó.
Lo que significa que Rupert también debería estar en deuda conmigo, y eso no
está nada mal, teniendo en cuenta que la semana próxima es la revisión salarial
anual. Quién sabe, a lo mejor me da una bonificación con la que podría pagar las
tarjetas de visita de mi empresa y hacer un leasing para una furgoneta…
Miro alrededor y me siento orgulloso, pero no tan eufórico como esperaba. Creo

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que porque no hay nadie conmigo para compartir el momento. O nadie importante.
Me refiero a Amy, la primera persona a quien querría enseñarle un logro así. Me
gustaría saber su opinión y si le parece cool. Porque eso haría que yo también me
sintiera cool.
Dom y Lee —dos veinteañeros sudafricanos de pelo largo y muy rubio— están
asomados a la barandilla mirando a las chicas de abajo mientras fuman tabaco de
liar.
—Eh, jefe —me llama Dom—, ven a ver a esta tía. Tiene un escote por el que
entraría limpiamente una lata de Coca-Cola…
Mmm… Una unidad mamaria de reciclado. Sin duda un concepto original e
interesante, pero no me imagino al ayuntamiento incorporándolo como parte integral
de su plan de eliminación de residuos.
—Y tiene un culo de melocotón maduro —añade Pete, colega también de
Greensleeves.
En otra circunstancia, estaría junto a ellos contemplando la vista alegremente.
Es patético, lo sé, pero todo hombre tiene un silbido interno que de vez en cuando ha
de dejar escapar.
Pero hoy no.
Hoy, el sexo ocupa el último lugar en mi lista de prioridades. De hecho, me
siento tan mal que si me dejaran en la mansión de Hugh Heffner con un montón de
conejitas ninfómanas dispuestas a satisfacer todos mis caprichos eróticos, les pediría
que volvieran a ponerse las medias con liguero y los sostenes con mirillas y me
quedaría solo con una buena taza de chocolate y un DVD del Inspector Morse.
Creo que para desear a alguien, primero uno tiene que sentirse deseado.
Y desde anoche me siento tan atractivo como unos calzoncillos manchados.
Anoche Amy fue a ver a H. En principio se trataba de pasar un rato con su
amiga y tomarse una copa rápida, pero no volvió hasta después de la medianoche.
Mientras estuvo fuera, no llamó ni una vez. Y cuando por fin llegó a casa, tampoco
nada. Ni un «hola», ni un «¿aún estás levantado?». Nada de nada.
Ni siquiera se desvistió delante de mí. Como una compañera de habitación
pudorosa en un viaje de estudios, se metió en el baño completamente vestida y yo
me quedé oyendo la ducha durante lo que me pareció un siglo. Salió enfundada en
un albornoz que no se quitó al acostarse, justo en el borde de la cama, lo más lejos
posible de mí.
¿Cómo puede durar tanto una riña? Eso me gustaría saber. Porque ésta no sólo
es larga, sino también ancha y profunda.
Solía considerar que mi relación con Amy era hermosa, como una montaña que
escalábamos juntos, pero ahora me siento resbalar cuesta abajo por un escarpado
pedregal, solo y con los dedos desollados por tratar de cogerme…
He estado esperando que Amy me ayudara a volver a subir. Pero no lo ha
hecho. Y no sé si conseguiré trepar de nuevo solo hasta la cima. Sobre todo porque no
estoy muy seguro de que ella siga queriendo que esté allí a su lado. Y si no me quiere
a su lado, entonces tampoco yo sé si la quiero a ella.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Si sólo rechazara el contacto sexual o el cariño físico, si me castigara con una


extraña y absurda penitencia estilo Victoriano, como la otra noche cuando me dijo
que durmiera en la otra habitación, podría soportarlo. También podría aguantar
discusiones fuertes, o que me insultara con todas las palabras del diccionario. Si
estuviera enfurruñada, lo sobrellevaría, porque al menos sabría que podría sacarla
del enfado con alguna broma, o que en algún momento aflojaría.
Pero no hay peleas, ni enfurruñamientos… Nos limitamos a coexistir, como
setas en una habitación a oscuras, o peces en una pecera. Eso es lo que no soporto: su
indiferencia. La forma en que me mira… como si ya no le importara y prefiriera estar
en otra parte.
Me hiere en lo más profundo y me dan ganas de devolverle el menosprecio, que
es justo lo que he estado haciendo. ¿Por qué no iba a hacerlo? Ella es quien estuvo
mal. Fue ella la que tiró el pollo al suelo de la cocina. Es ella quien no quiere ceder.
Así que el mensaje que he estado mandándole con mi actitud es el siguiente:
«Hola, Objeto Inflexible, soy Fuerza Imparable…»
Por eso, cuando suena el móvil y leo su nombre en la pantalla me sorprendo. Es
la primera vez que me llama al trabajo en muchos días.
—Hola —saludo.
—Tengo que verte. Necesito hablar de algo contigo.
No «¿Por qué no comemos juntos?» o «¿Te gustaría que nos viéramos un rato
para tomar un café?», algo despreocupado, informal, no. Al contrario, hace hincapié
en «necesito». Una forma de decir «es necesario, es algo que debemos hacer». Lo
quiera o no.
Se me eriza el vello de la nuca como a un puercoespín, ese mecanismo primitivo
de alerta que la naturaleza ha dispuesto para avisar de la proximidad de un tigre
hambriento, un rinoceronte feroz, un árbol que se cae u otros peligros mortales.
—¿Estás bien? —pregunto con el corazón en un puño.
—Sí.
Su tono es tenso. A continuación oigo llorar a nuestro hijo.
—¿Le pasa algo a Ben? —pregunto.
—No; sólo necesito hablar contigo, cara a cara.
¿Cara a cara? El corazón se me acelera.
Primero, «necesito hablar de algo contigo», y ahora, «cara a cara»… Incluso por
separado esas frases pondrían nervioso a cualquiera, así que una a continuación de la
otra… Es como juntar Smith y Wesson, Kung y Fu, Celine y Dion. Son absolutamente
desagradables y amenazadoras. O sea, no me gustan nada. Uno no llega a mi edad
sin haber adquirido un par de aptitudes de supervivencia, y reconocer el peligro
subyacente en esas frases es algo tan básico como no comer nieve para un esquimal.
Amy podría muy bien estar aquí, delante de mí, con una sonrisita desquiciada a
lo John Malkovich mientras carga una pistola con balas que llevan mi nombre.
Porque la cruda realidad es que «necesito hablar de algo contigo» y «cara a cara» van
seguidas indefectiblemente por un «porque», y éste raramente es agradable. Es muy
poco probable que sea un «porque quería decirte lo mucho que te quiero» o «porque

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

te he comprado este precioso gatito de peluche».


Por lo general es un «porque» más asqueroso, del tipo «porque Jane Sanders me
dijo que la toqueteaste en la excursión de la escuela al Museo Etnográfico la semana
pasada, cabrón mentiroso» (como me dijo Clare Fleming, mi novia de entonces y que
me duró dos semanas, en junio de 1987, un segundo antes de tirarme un helado de
frambuesa por la cabeza y espetarme que usaba más espuma para el pelo que una
chica). O: «Porque no quiero seguir saliendo contigo, pues quiero salir con Brian
Wilkinson que tiene una picha tamaño salchicha alemana y unos cojones grandes
como albóndigas y su padre acaba de regalarle un Renault 5. Y porque Clare Fleming
tiene razón: usas más espuma para el pelo que una chica» (como me dijo Jane
Sanders, mi novia de entonces y que me duró seis días, en julio de 1987, un momento
antes de subir al nuevo Renault 5 de Brian Hamburguesa Wilkinson y desaparecer de
mi vida).
—¿Y bien? ¿No vemos o no? —pregunta Amy.
Cansado —porque eso es lo que esta disputa está haciendo conmigo:
apoderarse de mi energía, como un vampiro que me chupara la sangre—, miro al
cielo en busca de relámpagos, un súbito eclipse de sol o una bandada de murciélagos.
Aguzo el oído en busca de unos acordes de piano melodramáticos que atronen un ¡ta
ta ta tan!
Pero ningunos de estos augurios de desgracia inminente están presentes, por lo
que accedo de mala gana.
A fin de cuentas, éste podría ser el paso decisivo que esperaba. A lo mejor, mi
mujer está a punto de reconocer su error.

Apaleado por una sucesión de golpes terribles

El temor se apodera de mí a medida que me acerco al parque de Saint James. En


lugar de estar dando un simple paseo para reunirme con mi familia en uno de los
jardines reales más bonitos de Londres, me siento como un pistolero solitario que
avanza nervioso por la polvorienta calle principal de un pueblo sin ley del Lejano
Oeste. ¿De dónde vendrá el primer tiro? ¿Sobreviviré hasta la puesta de sol o acabaré
en una tumba poco profunda?
Al cruzar la amplia explanada bordeada de árboles del Mall contemplo el
horrible palacio de Buckingham. Seguro que los príncipes Guillermo y Enrique no
caen en las redes de las artimañas femeninas así como así. Seguramente recurren a un
mayordomo o un criado fiel para que se encargue de sus líos emocionales: «Rapidito,
Jeeves, id a ver qué quiere esa obstinada muchacha y si insiste en joder con nos,
encerradla en la torre durante unos años, hasta que comprenda su error. Ah, sí, y
mientras tanto, Jeeves, traednos por favor un grupo de labriegas pechugonas en edad
de merecer y la vaina fornicaría con gemas incrustadas para nuestra verga real,
porque creemos que estamos majestuosamente salidos.»

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En el siglo XVIII, el parque de Saint James era un sitio famoso donde los
caballeros buscaban meretrices, pero últimamente está dedicado a actividades más
civilizadas. Paso junto a un grupo de jubilados flacos que practican tai-chi y a un tipo
gordo que jadea en el suelo mientras hace flexiones con una entrenadora personal
que le mete prisa y parece recién salida de la peluquería. A lo lejos, una mujer
tumbada en la hierba con un biquini rosa, como una Barbie olvidada después de un
picnic infantil.
Al acercarme a la cafetería donde he quedado con Amy, observo a las madres
forradas que desfilan con niños inmaculados en cochecitos elegantes, hasta que
diviso el cochecito azul de Ben, que desentona como un Sinclair C5 en la línea de
salida del Grand Prix.
Amy está a la sombra de un plátano gigante. Lleva una falda larga blanca, un
chaleco negro y el pelo recogido. Sonrío al ver a Ben, que va a trompicones tras una
ardilla, como un borracho persiguiendo un billete de diez libras arrastrado por el
viento.
Saludo con la mano, pero Amy parece no verme o, si me ve, prefiere no saludar.
Si fuera un meteorólogo y Amy un frente, mi previsión sería: heladas a primera hora,
con muchas probabilidades de vientos fuertes y tormentas eléctricas… En otras
palabras, estoy preparado para lo peor.
Espero enfrentarme a lo que en privado considero la «cara de Munch» de Amy,
debido a que guarda un asombroso parecido con El grito, el cuadro más famoso del
renombrado artista noruego. En la versión de Amy es la fugaz expresión de horror y
asco, que he notado varias veces en los últimos días, que pone al saludarme, justo
antes de volver a su acostumbrada máscara de indiferencia general.
Pero lo que me encuentro ahora es algo más ambivalente: menos Edvard
Munch y más Leonardo da Vinci. Más La Gioconda que El grito. Me embarga la
esperanza. ¿Es posible que eso que veo sea el indicio de una sonrisa? ¿Estamos a
punto de dejar atrás todo nuestro malestar y seguir adelante?
Entonces, de pronto, Amy sonríe, ya no tímidamente, no, sino con una sonrisa
de la que un burro estaría orgulloso. O, para ser más amable, una sonrisa de anuncio
de dentífrico para tener unos dientes perfectamente blancos, brillantes y sanos.
Debería devolvérsela. Lo intento, pero no me sale.
El problema es que, igual que con los anuncios de la tele, no puedo evitar
pensar que la de Amy tiene algo de falso. Es toda de dientes y nada de ojos. Trasluce
algo oscuro… una expresión que, si no conociera a mi mujer, tomaría casi por
miedo… No es la mirada propia de quien está a punto de pedir perdón o de ceder de
alguna manera.
—¡Papi, papi, mi papi!
Ben se abalanza sobre mí como un rinoceronte pigmeo, y verlo a esta hora del
día me alegra tanto que lo lanzo al aire y casi me olvido de Amy.
—¡Hola, mi Ben! —exclamo riendo, mientras el pequeñajo abre los brazos y las
piernas como un paracaidista en caída libre.
—¡Vuelo, papi! ¡Mira, mami, mira, vuelo!

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Papi también va a volar pronto.


—¿Y eso qué se supone que significa? —pregunto a la defensiva, porque suena
a amenaza.
—Te lo diré dentro de un minuto.
—Dímelo ahora.
—Primero deberías sentarte.
Los pelillos de la nuca se me erizan de nuevo y se ponen en alerta como hinchas
de fútbol ante una jugada de gol. No me sorprende, teniendo en cuenta que «primero
deberías sentarte» es una frase aún de peor agüero que «necesito hablar de algo
contigo» y «cara a cara». En realidad, costaría mucho encontrar en todo el repertorio
de expresiones de la lengua algo más ominoso (salvo «hoy es un buen día para
morir» o «eh, chico, el bruto de mi amigo Bubba dice que estás como un tren con esos
vaqueros», ninguna de las cuales, afortunadamente, se oyen a diario).
De hecho, el único motivo para que alguien te pida que te sientes antes de darte
una noticia es que creen que ésta podría provocarte un desmayo.
Dejo a Ben en el suelo y le cojo la manita para seguir a Amy hasta un banco de
hierro forjado, donde nos sentamos. Ella le da a Ben una caja de pasas y se vuelve
hacia mí.
—Tengo una noticia muy emocionante —anuncia.
La sonrisa ha vuelto a dibujarse en su rostro, con más intensidad incluso, con
un aire casi maníaco, como la de Jack Nicholson en El resplandor cuando deshace la
puerta del baño a hachazos.
—¿Estás embarazada? —pregunto, sintiéndome como si acabara de tragarme
una piedra.
Y de verdad voy a desmayarme si me contesta que sí. Que esté preñada es lo
peor que puede pasarnos ahora mismo. Estamos sin blanca y encima fatal entre
nosotros. La casa es pequeña, y una criatura no resolvería nada. Además…
Amy se echa a reír.
La miro desconcertado y al cabo de un momento la imito, pues caigo en la
cuenta de lo ridícula que es mi pregunta. Amy no sólo toma la píldora, sino que
respecto a nuestra vida sexual, si estuvieran monitorizándola con un cardiograma,
cualquier especialista observador predeciría que, salvo algunos picos esporádicos,
sólo era cuestión de tiempo que la línea se convirtiera en completamente plana.
—No —confirma.
—Entonces, ¿qué?
—He ganado un premio.
—¿Un qué?
—Un premio. Un viaje para ir de compras a Nueva York.
—¿Es una broma? —Frunzo el ceño con cara de no entender nada.
—Pues no.
—Vaya por Dios.
—¿Puedes creerlo?
—¿Y cómo ha sido?

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—Un concurso en el envoltorio de una chocolatina.


—Creía que esos concursos nunca los ganaba nadie —replico, sintiéndome
como un boxeador apaleado por una lluvia de golpes.
—Pues sí, lo he ganado yo y, por tanto, tú también.
—¿A qué te refieres?
—Es un viaje para dos.
—Pero has dicho que es para ir de compras…
La sonrisa de anuncio de dentífrico vuelve a brillar.
—Los hombres también pueden ir de compras. Ya sé que tú no lo haces, pero no
es difícil aprender.
Todo va muy rápido y no salgo de mi asombro.
—Pero… no… —balbuceo confuso—. Pero ¿no quieres… no sé… invitar a
alguien?
—¿A quién?
—A H por ejemplo.
—No; quiero ir contigo. —De pronto la sonrisa se esfuma—. ¿No te apetece
venir?
Sí, ya sé que debería estar saltando de alegría, o incluso chillando de felicidad,
como un niño que se despierta en una fábrica de chocolatinas. Semejante suerte no es
cosa de todos los días. Y claro que empiezo a entusiasmarme a medida que asimilo la
noticia, pero no puedo ni quiero permitirme volverme loco de alegría.
De hecho, está sentándome como un filete en el estómago de un vegetariano,
porque al margen de adonde vayamos gracias a este concurso, ¿qué pasa con dónde
estamos ahora mismo? En la calle de la Desolación de Sufrilandia, ahí es donde
estamos. En un edificio condenado al derribo, con los bulldozers esperando fuera…
Así que, en vez de gritar «¡Por supuesto!» y embarcarme en una interpretación
espontánea de «¡Yupi, yupi, qué alegría!» mientras bailamos el vals en el cuidado
césped del parque, digo:
—Pero…
Y esa única palabra es suficiente para revivir la «cara Munch» sólo por un
instante, y hacerme pensar que en realidad nunca desapareció del todo.
—¿Qué quieres decir con ese pero? No hay peros.
—Pero ¿qué hacemos con Ben?
—Ya lo he arreglado. Mamá se quedará con él. Sólo son tres días.
Las palabras fait y accompli cruzan por mi cabeza, así como las preguntas
«¿Cómo es posible que se lo haya contado a su madre antes que a mí? ¿Cree acaso
que mi opinión no vale un pimiento?».
—¿Tres días? —me cercioro.
—Sí.
Ni siquiera me molesto en valorar el riesgo de dejar al niño con su abuela
brujeril durante tanto tiempo (aunque es muy probable que se produzcan unos
niveles de lavado de cerebro, manipulación de afectos y reprogramación de lealtades
similares a El embajador del mal). Sólo me preocupa cómo nos afectará estar lejos de

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Ben esos tres días.


—Pero ¿no lo echarás de menos? —pregunto.
Yo desde luego que sí. La vez que más horas pasé separado de él fue una noche,
con motivo de la despedida de soltero de Ug en Swansea. Y aun así, cuando desperté
a las siete de la mañana mirando consternado el techo del dormitorio de la taberna
donde nos alojábamos, me sorprendí suspirando por mi hijo como una perra a la que
acaban de quitarle los cachorros.
—Vamos, Jack, se trata de unas vacaciones, unas vacaciones gratis. —Su
expresión de entusiasmo se diluye—. ¿O tal vez lo que te inquieta no son las
vacaciones, ni pasar tres días lejos de Ben? Tal vez lo que no quieres es estar tres días
conmigo.
—No he dicho eso.
—No, pero tampoco lo niegas.
Antes de tener ocasión de rectificar este lapsus freudiano que ha percibido, Ben
pregunta:
—¿Onde vas papi?
—Papi no va a ninguna parte.
—No puedo creer que rechaces esta maravillosa oportunidad —replica Amy
bruscamente—, que en lugar de estar en Nueva York prefieras que nos quedemos
asándonos en casa delante de la tele con tu hermana.
Espero a que se calme la onda expansiva de esta miniexplosión.
—Bueno —digo al cabo, tratando de mantener un tono tranquilo—, me refería a
que no me iba a ninguna parte ahora mismo. Supongo que, como Ben es demasiado
pequeño para tener un concepto del tiempo o los viajes internacionales, era eso lo
que me preguntaba. De todas formas, muchas gracias por comunicarme cómo ves
nuestra vida en Londres —concluyo.
—Lo siento —dice, mirando al suelo.
Parece como si fuera a echarse a llorar y de pronto noto un nudo en la garganta.
—Yo también —reconozco.
—¿El qué?
—No haberme mostrado más entusiasmado con este premio… Sólo que…
—¿Sólo qué?
—No quiero que crucemos el Atlántico sólo para comprobar que las cosas
siguen como aquí…
—¿Te refieres a nosotros?
—Claro. —Me da vértigo haber llegado a un punto en que me siento obligado a
hablar así.
—¿Y cómo están esas cosas?
—No lo sé. —Ahora me toca a mí mirar al suelo—. Monótonas.
—¿Monótonas?
—Bueno, es una manera de decirlo. —Y una forma más bonita que decir que
están hechas una mierda, que es como las definiría en este instante.
—Pues hagamos que no sean monótonas.

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Por su expresión, parece que habla en serio.


—¿Crees que podemos? —pregunto, porque tengo mis reservas. El amor no es
como un sifón, uno no puede abrir y cerrar el chorro a voluntad.
—Podemos intentarlo. Podemos hacer el esfuerzo. Yo lo haré.
—Entonces yo también —aseguro, pese a que, bien mirado, recelo de este
armisticio verbal, este inicio de acuerdo tan formal. En otra época nuestra relación
marchaba sola, sin necesidad de vigilarla, ponerla a punto y planificarla, pero ahora
me siento tentado de estrechar la mano a mi esposa.
En cambio, me obligo a sonreír. Y Amy me devuelve la sonrisa. Y esta vez no
parece la del anuncio, sino de verdad, preciosa y real.
—Muy bien, entonces hagámoslo, vayamos a Nueva York —acepto.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, vayamos y divirtámonos. Incluso hasta podrás enseñarme a ir de compras.
Vamos a comer algo y acordamos las fechas —propongo, tomándola de la mano para
que se levante.
Nos sentamos a una mesa de la terraza de la cafetería y pedimos bocadillos y
bebidas mientras Ben convida a las ardillas con patatas fritas.
Y por fin empezamos a arreglar las cosas.
—Será mejor que me vaya —dice Amy al cabo de media hora.
La agencia que organiza el viaje le ha dado varias fechas para elegir.
Escogeremos la que le viene bien a su madre para cuidar a Ben: el próximo fin de
semana.
Siento a Ben en el cochecito. Está medio dormido, cansado por el calor y la
actividad que ha desplegado.
—¿Cómo vuelves a casa? —pregunto.
—En metro.
—Te acompaño a la estación.
—De acuerdo.
Nos vamos de la cafetería por el sendero en dirección al Mall.
—¿Qué tal van las citas de Internet? —pregunto.
Amy casi tropieza con una piedra y se para de golpe.
—¿Qué?
—Las citas de Internet… —Se queda inmóvil y me mira como si le hubiera
dicho que tiene una araña en el pelo—. Ya sabes, todos esos tipos que H tenía
haciendo cola. No me digas que no te ha contado al respecto.
—Ah… Sí, me lo ha contado.
—¿Y? —pregunto mientras reanudamos la marcha.
—Bueno, como te he dicho, parece cosa de otro planeta.
—¿Y dónde acabasteis la otra noche?
—En un restaurante.
—¿En cuál?
—En el Zuma.
—Ah, sí, Matt lo mencionó el otro día. ¿Y qué tal?

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—Bien.
—¿Bien y nada más? ¿Qué comiste?
—Una cosa tailandesa…
—Pensaba que era japonés.
—Sí, pero…
—¿Y por qué sirven comida tailandesa? —pregunto riendo.
—¿Qué coño de interrogatorio es éste? —exclama de pronto, volviéndose hacia
mí.
Su inesperada reacción me golpea como un mazazo y me detengo en seco.
Confiado en la paz incipiente, he bajado la guardia sólo para recibir un puñetazo
demoledor. La ira se apodera de mí y reprimo el deseo de devolverle el golpe.
Cuento hasta cinco esperando que se me pase.
Y hago bien en aguardar.
—Perdona, no quería contestarte así —se disculpa cogiéndome la mano—.
Estoy cansada. ¿Vale?
—Vale. —Sigo empujando el cochecito y no la miro por si no me gusta lo que
veo, por si en realidad nada ha cambiado—. Olvidémoslo. Los dos estamos haciendo
un esfuerzo, ¿no?
—Sí.
Cuando llegamos al Mall, giro a la izquierda para ir a Trafalgar Square.
—¿Adónde vas? —me pregunta.
—A la estación Charing Cross.
—Pensaba coger el metro en Piccadilly.
—Charing Cross está más cerca y me queda de camino al trabajo.
A pesar de lo razonable de mi sugerencia, un incómodo silencio se reinstala
entre nosotros cuando echamos a andar. Pasamos por debajo del Admiralty Arch y
cruzamos la calle para tomar Trafalgar Square. Amy camina cabizbaja, como en una
hilera de presos, lo que me encoge el corazón. Espero que sólo esté cansada. Y que
los dos hagamos de verdad un esfuerzo para superar todo esto. Ojalá.
—Este lugar me encanta —comento mientras pasamos por la columna de
Nelson—. ¿Tomamos un helado para refrescarnos un poco?
—No —responde sin aflojar el paso.
Ni siquiera un «gracias».
Cruzamos la calle y caminamos por el Strand hacia Charing Cross y entonces
vuelvo a notar aquello que más temía: el desinterés. Al despedirnos la beso
fugazmente en los labios y descubro que en su mirada ha vuelto a posarse una
especie de velo.
No me mira a mí, sino a través de mí.
La observo alejarse hacia la estación con Ben y espero que se vuelva para
saludarme, o lanzarme un beso como solía hacer, pero nada, ni siquiera se gira, y
desaparece entre la gente.
Me quedo con una sensación de gran fragilidad, con la sensación de que en
cualquier momento nuestra pareja podría partirse en dos una vez más.

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El principio del fin

Amy ha salido, Kate aún está en el trabajo y yo estoy en casa con Ben,
disfrutando de cada minuto que paso con él.
He transformado la cocina en una guarida gigante con mantas y sábanas
tendidas sobre la mesa y las sillas. Mientras finjo ser un monstruo y camino a
zancadas, Ben corretea por debajo de la mesa chillando de miedo y felicidad.
En el equipo de música suena su canción favorita y la encimera de la cocina está
llena de helado de chocolate derretido, producto de la merienda que hemos
preparado hace un rato con un Häagen-Dazs acompañado de galletas y patatas.
Amy me pidió que antes de las cinco y media le diera unas verduras estofadas
que había en la nevera, pero a las cinco Ben me dijo «Teo hambre» y que no le
gustaban las «veduas tofaas», que en cambio quería «patatitas». Así que cedí. Lo que
no estuvo mal. A juzgar por la velocidad con que devoró las patatas y galletas, el
pobre crío debía de estar medio muerto de hambre.
Y parece que tampoco le ha hecho ningún daño, porque ahora, a las seis
pasadas, rebosa energía y está muy despierto, mientras que cuando yo llego del
trabajo casi siempre está medio dormido.
Creo que hay demasiada tontería con el tema de la ingesta de azúcar de los
niños. Me refiero a que los dientes van a caérseles de todas formas, ¿no? Así que, ¿a
quién le importa que tengan un poco de placa dental cuando los pierden?
Con todo, creo que es mejor no contarle a Amy lo que hemos hecho. La crianza,
a fin de cuentas, es un ámbito de su dominio y, a pesar de nuestra precaria tregua en
Saint James, nuestra relación no marcha precisamente viento en popa. No me
conviene echar más leña al fuego.
—¿En casa solo, por casualidad?
Doy un brinco del susto, y Ben chilla aún más fuerte creyendo que forma parte
del juego.
Kate está en el umbral de la cocina quitándose la chaqueta blanca del traje.
—Vaya, ¿por qué lo dices?—pregunto mientras miro el estropicio alrededor.
Alza la vista al cielo y se acerca al grifo para poner agua a hervir—. ¿Qué tal el día en
el trabajo?
—Más o menos.
Ben, con gran valentía, espía por un resquicio entre las sábanas y ve que es
Kate, no un monstruo carnívoro.
—¡Kate, Kate! —exclama y sale corriendo de debajo de la mesa para abrazarla.
—Hola, tesoro —lo saluda ella con un beso en la coronilla.
—¿Ver Tweenies? —me pregunta Ben con gesto muy serio, antes de meterse
otra galleta en la boca.
—Sí, ¿por qué no?

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Quieres un té? —pregunta Kate.


—Por favor.
Voy a la sala y enciendo la tele para Ben. Cuando vuelvo a la cocina, Kate ya ha
plegado las sábanas y mantas sobre una silla.
—¿Dónde está Amy? —pregunta.
—De compras, para el viaje a Nueva York.
Me tiende la taza de té y nos sentamos a la mesa.
—Ya, sólo faltan dos días… Debes de estar de lo más entusiasmado.
—No te lo imaginas. —Mi sarcasmo involuntario me deja perplejo y aclaro—:
Oye, no pretendía que pareciera que…
—¿Que no tienes ganas de ir?
—Así es, porque sí me apetece.
Kate me mira de la manera que sólo puede hacerlo una hermana que ha crecido
intercambiando gilipolleces contigo durante las tres últimas décadas, es decir, que no
cree ni una palabra.
Y tiene razón, porque estoy un tanto receloso con respecto al viaje y sigo
sintiéndome un poco secuestrado. Todo ha sucedido muy deprisa y de momento
tampoco ha servido para acercarnos ni para arreglar nada. La chispa que Amy
prometió nunca llegó. Me siento tan poco burbujeante como una botella de leche, y
más deprimido que eufórico por la idea de estar tres días con Amy «cara a cara».
Kate sopla el té y me mira por encima de la taza.
—¿Me equivoco si intuyo que las cosas no andan muy bien entre vosotros
últimamente?
Cuánto me gustaría contradecirla, decirle que se equivoca completamente,
reírme en su cara… Ojalá pudiera.
—¿Tanto se nota?
—Como un zurullo en una pastelería —dice, asintiendo con tristeza.
La seguridad de su afirmación me impresiona. Pensaba que había logrado
ocultarle todas mis preocupaciones y dudas, pero entonces se me ocurre que quizá
no sea yo quien esté descubriendo el pastel y un miedo nuevo se apodera de mí.
—¿Amy te ha dicho algo?
—No, pero… bueno, una siempre tiene una imagen de la gente. A papá, por
ejemplo, siempre me lo imagino con una jarra de cerveza en la mano. Y a mamá la
veo sin dejar de llorar tras la marcha de papá…
—Ya.
—Pues a Amy y a ti siempre os he imaginado riendo juntos, abrazados y
riendo.
Suspiro. Una imagen que coincide con la mía.
—Pero ahora casi ni os veo en la misma habitación —continúa Kate, que alarga
la mano para coger la mía—. Quiero que seas sincero. ¿Es por mí? ¿Porque estoy
aquí? Lo digo por la falta de espacio… Porque si es así, puedo trasladarme ahora
mismo a un hotel… Por nada del mundo quisiera empeorar las cosas.
Es una oferta digna de consideración, lo sé, pero me lo dice con una expresión

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

tan angustiosa que no puedo aceptar. Además, está esperando que quede libre una
habitación en casa de una compañera dentro de dos semanas. Admitir que se vaya
ahora sería como echarla a la calle.
—No, no tiene que ver contigo. —Al principio sí lo tuvo, pero ya no—. Soy yo
—reconozco—. Parece que a Amy le molesta cuanto hago. Si salgo, se enfada; pero si
me quedo, sale ella.
—Entonces, ¿aún no te ha perdonado haber ido al Nobu con Matt?
—Pues no.
—¿Y has probado a pedirle perdón?
—Perdón es una palabra que no significa nada —sentencio con un
encogimiento de hombros.
—Me refiero a pedirle perdón de verdad, no como una fórmula para poner fin a
una discusión.
—¿Hay alguna diferencia?
—Si fueras mujer, la notarías. Nosotras sabemos si nos lo dicen en serio o no.
—Lo tendré en cuenta, pero el problema no tiene que ver con pedir perdón. Va
mucho más allá. —Me froto los ojos, de pronto muy cansado—. Es que últimamente
no nos hacemos muy felices el uno al otro.
—Pues díselo, dile cómo te sientes.
—Gracias por el consejo, Billy Joel.
—Lo digo en serio.
—Lo sé, y lo he intentado. Cuando me anunció lo del viaje a Nueva York, le
comenté que nuestra relación no iba muy bien. Me aseguró que trataría de arreglarlo,
que los dos debíamos hacer un esfuerzo.
—Bueno, parece un signo positivo.
—Eso pensé en aquel momento, pero desde entonces… cada vez que le digo
algo es como… —busco las palabras— es como si le hablara a una operadora
telefónica. Uno hace una pregunta y le dan cierta información, pero no hay emoción
en el intercambio… Así estamos en estos momentos, manteniendo conversaciones
superficiales. Sobre sacar la basura, la programación de la tele o que Ben necesita
unos zapatos nuevos. Ella parece totalmente distraída. De verdad, Kate, es como si
fuéramos compañeros de trabajo… y encima de los que ni siquiera se caen bien. —
Meneo la cabeza entristecido—. No quiero que nuestro matrimonio se convierta en
un contrato laboral.
—No, claro que no, se trata de que os queráis y de que queráis a Ben.
Miro a mi hermana, a mi hermana pequeña, y veo que realmente está muy
preocupada.
—Es lo que siempre he pensado: Amy y yo contra el mundo. Nunca confié en
que fuéramos a ganar, porque el mundo al final acaba con todos, uno envejece o
enferma y con el tiempo todos morimos… pero tenía la esperanza de que no nos
dejaríamos vencer, de que no abandonaríamos.
—¿Así es como te sientes? ¿Como si os hubierais dado por vencidos?
—Lo ignoro, pero no vamos por el buen camino. Las parejas se pasan la vida

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

hablando de que todo mejorará el año próximo; y el siguiente, que todo irá bien
cuando tengan aquel trabajo: se mudarán a aquella casa e irán de vacaciones a
aquellos sitios fantásticos…
—Bueno, pero en eso consiste la mitad de la diversión.
—Sí, pero Amy y yo ya no hablamos de eso, hemos dejado de hacer planes. Es
como si en lugar de mirar adelante, estuviéramos estancados o miráramos atrás. Y no
sé qué es peor. —Me muerdo el labio—. Lo único que sé es que estamos fatal.
—Pero todas las relaciones tienen sus altibajos —señala Kate.
—No hablo de altibajos, sino de bajos y más bajos. Ya hemos pasado por
momentos malos en otras ocasiones, como cuando nació Ben, pero éste es otra cosa.
No me gústalo que nos está ocurriendo. Ni que me grite, pero más me disgusta que
sea contagioso, como bostezar, porque me entran ganas de gritarle también. —Sé que
es así: nos amamos y nos odiamos a la vez.
—Eso nos pasó a Tone y a mí al final, antes de que me dijera que cogiera mis
cosas y me largara.
—Vaya, ya veo que intentas animarme.
—Ay, Dios —exclama, y se tapa la boca con la mano—. Ha sonado fatal,
¿verdad? No digo que os vaya a pasar lo mismo —trata de enmendarse—. Vosotros
sois totalmente distintos, hace siglos que estáis juntos.
De repente me acuerdo de que la gente comentaba lo mismo de Zoe Thompson
y de mí, y me percato de que hace años que no pienso en ella, desde que nos
separamos en 1995, después de un noviazgo de dos años. Pero el motivo de que
piense ahora en ella es comprensible: Zoe y yo dejamos de hablar hacia el final, igual
que Amy y yo en estos momentos.
Se me encoge el estómago.
¿Será eso? ¿El principio del fin? ¿Estaremos empezando a representar una
relación en lugar de vivirla de verdad?
—Seguro que lo superaréis —me anima Kate—. Probablemente necesitáis un
cambio de decorado.
—Pues allá vamos, Nueva York. —Trato de aparentar optimismo—. O se
arregla o se desarregla del todo.
—Tómalo como un nuevo comienzo. Traza una línea debajo de todas estas
tonterías por las que estáis pasando. —Rodea la mesa, se pone detrás de mí y me
masajea los hombros—. Ya verás que lo superas, hermanote. No me cabe la menor
duda. —Me abraza y yo me apoyo contra ella.
—Lo sé —suspiro—, sólo estoy desahogándome contigo. Tienes razón: en
Nueva York las cosas se arreglarán.
Vuelve a abrazarme, esta vez con más fuerza. Levanto la vista y la miro a los
ojos. De pronto parece tan adulta y yo me siento tan pequeño…
—No te sientas solo porque no lo estás, siempre me tienes a mí.
Pero por la forma en que lo dice y me abraza, sé que piensa que mis miedos son
reales y que lo que más temía que pudiera pasar entre Amy y yo, en realidad ya está
ocurriendo.

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Capítulo 11
Amy

Unas manos que desafían la edad

Radio CapitalChat
Tema del día de Jessie: ¿Qué dirías que es lo más importante en una relación? Llamada
de: Amy de West London

—Como siempre, es muy interesante hablar contigo, Amy. Recapitulemos, pues, para
los oyentes: dices que la sinceridad es lo más importante en una relación.
—Sí, sea cual sea el problema o la dificultad, la sinceridad siempre es la mejor política.
—¿Y eres completamente sincera con Jack? ¿Siempre?
—Por supuesto.
—¿Y él es sincero contigo?
—Sí…
—¿No crees que quizá te haya dicho alguna vez una mentira piadosa?
—Pues… quizá… pero confío en él.
—Y él confía en ti, estoy segura. Bueno, me parece que estamos llegando a algunas
conclusiones. No quiero poner palabras en tu boca, Amy, pero tal vez estás diciendo que la
confianza es lo más importante. ¿Más importante, quizá, que la sinceridad? Ojos que no ven,
corazón que no siente… Ahora me gustaría que nos llamaran otros oyentes para expresar sus
opiniones. Después de la pausa publicitaria…

—Has estado fantástica —me felicita Alex por teléfono después de mi


intervención.
Pero me siento sucia, tramposa. Por primera vez he llamado sólo por salir al
aire en el programa, porque cuanto acabo de decir no son más que mentiras.
—Jessie me ha levantado los pulgares desde el estudio —continúa Alex—.
Tendrías que verla. Creo que hasta se ha rehecho las manos.
—¿Las manos? ¿A qué te refieres?
—Ya sabes, Botox o cirugía estética. Esas manos son demasiado perfectas para
ser reales. Todos pensamos lo mismo: que se las ha arreglado…
¿Botox? ¿Cirugía estética? ¿Jessie? Esa información no cuadra con la imagen de
una señora «madurita» que vive como una solterona en la vieja casa de su madre. ¿Y
por qué va a arreglarse las manos y el resto no? No tiene sentido.
—¿Así que te vas a Nueva York? —añade Alex—. ¡Qué emocionante! Ojalá

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

pudiera ir contigo para hacer una ED.


—¿Una ED?
—Emisión en directo.
—Creo que a Jack no le gustaría mucho.
Ni siquiera estoy segura de que Jack quiera ir. Y, para ser sincera, tampoco
estoy segura de querer ir yo. Es como si todo el mundo, excepto los implicados,
estuviera entusiasmado. Las Víboras enloquecieron cuando se lo conté ayer. Camilla
puso la directa y no paró de hablar de tiendas de diseñadores con rebajas. Y Faith,
que al parecer trabajó allí un par de años antes de casarse (un novedad para mí),
empezó a hacerme una lista de sugerencias. Y ahora también Alex me confirma la
suerte que tengo. Pero me siento fatal.
—Te encantará —continúa—, y encima ir de compras. ¿Está todo incluido en el
premio?
—Los vuelos, el hotel y mil dólares de gastos —explico, pero mi entusiasmo
suena falso.
—¡Chica afortunada! Podría gastarme eso en Nueva York en un minuto. Bueno,
tengo que dejarte. Jessie está agitando el látigo otra vez. Ése es su problema, Amy, se
cree Dios. En fin, hablamos cuando vuelvas. Adiós.
Cuelgo e inmediatamente llamo de nuevo a Radio CapitalChat y hablo con la
telefonista.
De repente quiero una foto de Jessie Kay.

Decirlo como es

Son las seis de la tarde cuando salgo del metro en Green Park. Las aceras están
atestadas de empleados de vuelta a casa y soy un cuerpo más en la multitud de
Piccadilly, pero aun así siento que llamo la atención como si una flecha de neón me
señalara la cabeza.
Giro en la esquina por las calles empedradas de Shepherd Market. La razón me
dice que no dé un paso más, pero algo que no comprendo, y que sin duda no puedo
reprimir, me obliga a seguir adelante. He tomado la decisión de hacerlo en persona
porque es lo que debo, lo correcto, lo decente. ¿O no? A fin de cuentas, opino que la
sinceridad es la mejor política. En todo caso, así lo afirmé por radio.
Lo veo enseguida, nada más acercarme a The Grapes, el pub donde hemos
quedado. Lleva pantalones de lino y una camisa holgada de color crudo y está
sentado a una mesa de la terraza, leyendo un libro. Lo rodean hombres de traje gris
que beben cerveza. A la luz del atardecer, Tom Parry parece casi un santo.
Por un momento estoy tentada de darme la vuelta y salir corriendo, pero, como
si me percibiera, él alza la vista, me saluda con la mano y me atrae hacia él como a un
pez que ha mordido el anzuelo.
—Amy de West London —sonríe poniéndose en pie—, ¡has venido!

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

No me toca, pero siento la energía de su cuerpo en mí. Me muerdo el labio y me


miro los pies con el bolso pegado a las rodillas. Me he puesto, para la ocasión, las
sandalias nuevas rojas de tacón. ¿Se dará cuenta del esfuerzo que he hecho para
arreglarme?
Pienso en todas las mentiras que he contado a Jack a fin de poder acudir a esta
cita. La ficticia salida al teatro con Ali, la entrada gratis que le sobraba en el último
momento. Como si todas las piezas encajaran para conseguir estar aquí ahora mismo.
—Espera, que te traigo algo de beber —dice sonriendo. Y levantando las manos
hacia mí, como si yo fuera una especie de criatura caprichosa, añade—: No te vayas,
¿eh?
Asiento con la cabeza. Me cuesta mirarlo, en particular sus labios. Los tengo
grabados en el beso de aquella medianoche. Me derrito sólo de pensarlo.
Estamos compartiendo una historia secreta, pienso, y eso de pronto me relaja,
me hace sentir decadentemente etérea y egoísta. Desde que conocí a Tom, por
primera vez en más de siete años me parece estar viviendo «mi» vida. La mía. Como
si me hubiera conectado a una parte de mí misma olvidada, la parte que no es
esposa, madre, hija o amiga. La parte que soy sólo yo.
Entonces me acuerdo de por qué estoy aquí.
He venido para explicarle cómo son las cosas.
Me siento en un extremo del banco y miro la mesa mientras oigo al grupo de
hombres trajeados que tengo detrás.
—Ah, ese lugar. La galería de arte. No sé si sabes que antes era un burdel —
comenta uno de ellos.
—¡Cómo han cambiado las cosas!
—No tanto, aún hay muchas putas por los alrededores.
—¡Chis!
Se produce un breve silencio y noto que me miran. ¡Dios mío! ¿Creen que soy
una puta? Espero que no, aunque he de reconocer que una parte de mí se siente así.
Me miro la falda roja. Tal vez tendría que haberme puesto la negra.
Tom vuelve con mi copa. Sonríe y me invade otra vez esa sensación etérea.
—¿Qué estás leyendo? —le pregunto señalando con la cabeza el libro que hay
sobre la mesa.
—Acabo de terminarlo. Mañana tengo que reunirme con el autor.
—¿Es bueno?
—Sí. ¿Por qué no te lo llevas? Me gustaría conocer tu opinión.
Empuja el libro sobre la mesa y alargo la mano. Sus dedos rozan ligeramente los
míos y una descarga eléctrica me recorre el cuerpo. Aparto la mano rápidamente.
¿Qué me pasa? Desde luego tengo los nervios de punta.
—Amy. —Tom me busca la mirada.
Sacudo la cabeza y bajo la vista obligándome a recordar el discurso ensayado.
—¿Recuerdas que te dije que no tenía suerte y que nunca me tocaba un premio?
—empiezo. Tom asiente—. Pues estaba equivocada. Acabo de ganar un viaje a
Nueva York para dos personas.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¡Vaya! ¿Vas a llevarme contigo? —bromea con expresión risueña—. Me


encanta Nueva York. Es una de mis ciudades favoritas. Podría enseñártela.
—No, no —replico, perpleja por la despreocupación con que ha hecho la
sugerencia—. No, es este fin de semana y voy con Jack. Vamos juntos.
Había preparado lo que iba a decirle a continuación, pero me quedo sin
palabras y con la sensación de que debería disculparme. Trago saliva.
—Pues bien, he venido a decirte…
—Amy…
Levanto la cara. Su mirada es tan intensa que no puedo apartar la vista.
—Por favor, no digas nada. Es suficiente con que hayas venido. —Esboza una
sonrisa luminosa.
De repente me percato de lo estúpida y boba que soy: mi ego está subyugado
por el hecho de que alguien tan atractivo como Tom me encuentre atractiva. Es lo
más estimulante que nunca le ha pasado a mi ego y, como una drogadicta, quiere
más y más y más.
Suspiro sin dejar de mirarlo y me rindo.
—Dios mío —digo sonriendo a mi pesar—. Oye, Tom, sea lo que sea esto, es
ridículo. Sólo nos hemos visto una vez y…
—A veces únicamente hace falta una vez para comprender que alguien te gusta
de verdad. Alguien me dijo que cuando uno lo sabe, lo sabe. Hasta ahora no lo había
creído, pero ahora veo que es así.
—Pero no puedes… Me refiero a…
—Escucha lo que voy a decirte. —Pone su mano sobre la mía encima de la
mesa.
—Pero Tom, estoy…
—Mira, no he podido dejar de pensar en ti ni un momento desde que te conocí.
Habla en serio. Meneo la cabeza, ruborizada y confundida. Tengo los ojos
humedecidos.
—No lo comprendes —digo.
—¿Qué no comprendo?
—Estoy casada con Jack. ¿Sabes lo que significa?
—Sí, pero no estás enamorada de él. Quizá lo estuviste, pero ya no. Las cosas
cambian, Amy. No es culpa de nadie; la gente madura y tiene otras necesidades.
Dejaste que te besara. Dejaste que te besara porque me deseabas.
Sacudo la cabeza otra vez. Sólo oír la palabra «beso» hace que aquel recuerdo se
torne más vivido que nunca.
—Por favor, Tom, no digas eso.
—De acuerdo, lo siento.
Retiro la mano.
—No sé muy bien por qué he venido. No tendría que haberlo hecho. —Respiro
hondo—. Pero quería decírtelo en persona. No podemos volver a vernos. No
tenemos ningún futuro. Por eso estoy aquí.
Bueno, ya está, lo he dicho. Le he explicado cómo son las cosas. He hecho lo que

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vine a hacer. Le he comunicado que esto es el fin.


Pero él sonríe.
—No voy a presionarte, por mucho que quiera… por mucho que quiera llevarte
a casa y hacer el amor contigo ahora mismo. Por mucho que ambos lo deseemos.
Porque tú también lo deseas, ¿no es así? ¿Acaso no has estado pensando también en
nosotros?
Me ruborizo de la cabeza a los pies, aterrada y conmocionada. Me levanto y
pienso en la ropa interior sexy que llevo. El conjunto nuevo de seda que me puse
para acudir a esta cita, queriendo creer que lo hacía para sentirme mejor, pero tal vez
Tom me conoce más que yo misma. De nuevo me quedo perpleja por su capacidad
para calarme.
—Me voy —anuncio.
Él también se pone en pie. Me coge el brazo y me mira desde arriba.
—No quería asustarte, pero comprendo que sí lo he hecho. Amy, espero que
entiendas que también para mí esto es algo serio.
—Adiós —digo apartándome—. Es una despedida de verdad.
Me bloquea el paso.
—Piénsalo mientras estés Nueva York —susurra—. Promételo, promételo antes
de irte.

Una dosis de amor duro

Estoy en el aparcamiento subterráneo de la oficina de H porque he acordado


una cita urgente con ella. Dispondré de su atención ininterrumpida desde el puente
de Londres hasta Islington, donde me dejará de camino a una cena en casa de un
amigo.
Apunta con la llave al coche y aprieta el botón del mando. El pitido resuena
entre las paredes y columnas de hormigón. Me sobresalto y doy un gritito. Tengo los
nervios a flor de piel.
Se baja del cabello las gafas de sol y me mira con severidad por encima de la
montura.
—Sube —dice.
Es evidente que los escasos detalles que le di acerca de por qué necesitaba verla
no fueron recibidos con la comprensión que esperaba.
Me acomodo en ese asiento tan bajo que me da claustrofobia y pongo las manos
entre las rodillas.
—Es una lástima, pero no funciona la capota —explica mi amiga, y le da al
contacto. La maciza pulsera de dijes que lleva tintinea al mover el volante—. Maldita
sea, la mandaré reparar la semana próxima.
Me siento como una masa de emociones revueltas mientras salimos a la calle y
ella se incorpora al tráfico.

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—Muy bien, quiero saberlo todo. Desembucha todos los detalles.


Así que respiro hondo y empiezo. Le cuento primero mi pelea con Jack y
después lo increíble que ha sido el encuentro con Tom. Le hablo de la cena, de cómo
me abrí con él y de la inyección de confianza que me dio. Le comento cada detalle de
la conversación y del romántico paseo a la luz de la luna. Lo suelto todo hasta que
queda sólo una cosa por decir.
Cuando paramos en un semáforo de la rotonda del puente de Londres, añado lo
del beso.
—¡Lo has besado! —exclama y me mira horrorizada. Me cubro la cara y
asiento—. ¡Joder, Amy!
—Ya sé, ya sé. Ay, H, estoy tan confundida y enferma de culpabilidad. Nunca
creí que sería infiel a Jack hasta que apareció Tom. Si Jack alguna vez…
—¿Jack? Él no tiene nada que ver con esto —afirma, lo que me despista—. ¿Qué
me dices de que me hayas birlado el ligue de Internet?
—No te lo he birlado.
—Pues sí. Te fuiste con él.
—Pues porque no apareciste.
—Perdóname por tener trabajo. —El semáforo se pone verde y H gira
bruscamente—. No puedo creer que me hayas hecho algo así —suelta ofendida. El
río se extiende a ambos lado y observo el azul de Tower Bridge brillar a la luz del
atardecer—. Bueno, en todo caso pensabas robármelo de todas formas —añade
meneando la cabeza con tono de indignación justificada.
—¿Qué? ¡No seas ridícula! Yo…
—Sí, te gustó desde el momento en que leíste su perfil en la web. No lo niegues.
—¡Vete al infierno! —Menuda ridiculez.
—No, vete tú al infierno.
Parecemos dos adolescentes a punto de arañarnos por un chico. Gracias a Dios
está conduciendo.
—No te olvides —me apunta con el dedo— de que tú no pagaste la suscripción
a esa web, sino yo. No es justo. Tom era mi única posibilidad.
Parece una detective hablando de un caso, no una mujer en busca de un posible
novio.
—Cálmate, por favor. Lo siento. Si pudiera volver atrás, lo haría.
—Pero no puedes, y además tampoco lo quiero. Ya no. Podré estar desesperada,
pero no necesito tus sobras, muchas gracias, no soy plato de segunda mesa.
La miro. ¿Se ha vuelto loca? ¿Cómo puede ser tan egoísta? Me dan ganas de
apearme, pero ya estoy hasta el cuello en todo esto y he hablado demasiado.
Además, podrá ser una imbécil celosa y retorcida, pero es lo único que tengo.
—Escucha, tienes que ayudarme a salir de este lío. Estoy muy confundida.
—Pobrecita.
—¡Por favor! Escúchame, porque hay más.
Así que le cuento lo del viaje a Nueva York y lo mal que estamos Jack y yo. Le
explico lo de la cita que acabo de tener con Tom en Shepherd Market, que en realidad

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era para zanjar la historia, pero que se me ha escapado de las manos y que ahora, en
lugar de haber acabado, él esperará mi regreso.
—¿Y qué esperabas? Le mandas toda clase de mensajes equivocados —me
recrimina con una mirada furibunda—. Te presentas vestida así —señala mi atuendo
con la cabeza y yo siento cada milímetro de mi desfachatez en el Wonderbra— para
decirle que no quieres volver a verlo. Vamos, abre los ojos. ¿Qué imaginabas que iba
a pensar él?
—Lo sé, pero…
—Si quieres joder tu matrimonio con mi ligue de Internet, adelante, pero no
esperes mi comprensión.
—¡H!
—Bueno, ¿qué quieres que diga? Por lo menos tienes dos hombres para sentirte
dividida.
—Oye, lo siento. No era mi intención que pasase esto.
—Bueno, ¿lo deseas o no? Decídete de una puñetera vez.
—Pensaba que había tomado una decisión, pero… no sé… Hay algo en Tom…
Quizá tenga razón. Quizá siempre quise que me besara, desde el primer momento
que lo vi. Y cuando dijo que no podía dejar de pensar en mí… Pues a mí también me
pasa lo mismo. Siento, no sé cómo explicarlo, una especie de conexión con él.
—¿Conexión? ¡Serás ingenua! Sólo es alguien que te presta atención por
primera vez en años y que quiere llevarte al huerto.
Vaya, qué cruel. Ojalá no se lo hubiera contado. Ojalá no le hubiera dicho nada.
—Despierta, Amy. ¿Crees que te sentirás igual de «conectada» cuando se lo
expliques a Jack? ¿O cuando se lo presentes a tu madre? ¿O, para el caso, a tu hijo?
¿Cuál es el plan? ¿Huir con él a algún pueblucho de Irlanda? ¿Olvidas que ya tienes
una vida?
—No es así, es… —Pero de pronto no sé nada, sólo que se trata de un
condenado lío.
—Muy bien, contéstame con franqueza: ¿ha mencionado o no el sexo?
—Ha hablado de hacer el amor…
—¡Qué cursilada! ¡Puaj! Pásame la bolsa para vomitar. Muy bien, pregunta
número dos: ¿está acostumbrado a salirse con la suya?
—Bueno, es un empresario de éxito, así que supongo que sí, si te refieres a eso.
—¿Y te ha dicho que le gustan los desafíos?
—Pues…
—¿Y crees que está bien que le tire los tejos a mujeres casadas? ¿Especialmente
a una con un hijo pequeño?
—No era su intención, ha sido el destino.
—¿El destino? ¿Crees que es la primera vez que suelta ese rollo? Vamos, está
tan trillado como decir «Que te planten una vez ya es bastante malo, pero que lo
hagan dos empieza a resultar preocupante». ¿A que lo dijo así? Seguro que lo has
citado textualmente. —Me da tanta vergüenza que me ruborizo. Ojalá no le hubiera
explicado todos los detalles—. Mira, Amy, éste es un caso claro de un hombre que se

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acerca a los cuarenta, que sigue soltero y al que evidentemente le aterra cualquier
tipo de compromiso a largo plazo, lo que queda demostrado por su trabajo metódico
con mujeres inapropiadas.
—Pero… pero si en la web se fijó en ti. ¿Qué estás diciendo? ¿Que tú también
eres inapropiada?
—En apariencia sí —gruñe—, pero esto ya no tiene que ver conmigo,
robahombres, sino contigo.
Me llevo las manos a la cabeza. No creo que Tom sea como lo describe, de
verdad, pero aun así empiezo a dudar. ¿Y si tiene razón? ¿Y si Tom me ha camelado
desde el principio?
—Lamento aguarte la fiesta —continúa; está disfrutando y se lo toma con
calma—, pero me parece el típico cabrón. Recuerda que antes de encontrar a Jack,
eras famosa por atraer como un imán a los cabrones. Hasta tu marido lo era cuando
os conocisteis. ¿Acaso te has olvidado de Nathan?
Tiemblo al recordar cómo me embaucó Nathan, lo guapo y atractivo que era,
además de hijo de puta. Cómo me tuvo colgada, y él sin comprometerse, siempre
infiel y mentiroso.
Pero mi amiga tiene razón: no fue el primero. Me impresiona que se acuerde de
mi pasado. Y también que me vea en el contexto de mis relaciones pasadas. Hace
mucho que no pienso en mí de esa forma… Creía que mi historia sentimental había
acabado cuando llegué al altar.
—Tom no me parece un hombre de esa clase —me obstino—. Es encantador, de
veras, encantador.
—La especialidad de los cabrones, naturalmente —replica satisfecha consigo
misma, como si acabara de resolver un rompecabezas.
Pero sigo sin creerlo.
—¿Así que no piensas que dijera en serio nada de lo que me dijo?—Está usando
una táctica sofisticada para llevarte a la cama porque, de momento, no puede tenerte.
Lo único que busca es que cedas, que te acuestes con él. De ese modo tendría un lío
con una tipa casada a quien se tira, pero que no se inmiscuye en su vida social ni se
va a vivir con él, ni nada de nada excepto pegar polvos a escondidas.
—No, no es así, no se trata de una aventura escabrosa. Me ha dicho que tome
una decisión, que elija entre Jack y él. Además, no se trata de él —aseguro, tratando
de alejar la conversación de la imposibilidad de tomar una decisión de este tipo—,
sino de mí, del hecho de que también lo deseo.
—No puedes evitar los movimientos de tus hormonas, querida, pero puedes
resistirte. No voy a negar que tirarse a un irlandés moreno, alto y guapo puede ser
maravilloso, pero ¿de verdad crees que se quedará contigo y con todo tu equipaje
una vez consiga sus turbios propósitos?
Me mira y guardo silencio. Cuando enfilamos hacia Farringdon, sigo buscando
argumentos para defenderlo, para imaginar una situación en que Tom es un héroe,
pero la breve e intensa pasión que sentía de pronto se esfuma como una estela de
humo.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Qué hago entonces?


—Ya has cruzado una línea con él —me advierte—. Una vez me dijiste que hay
un abismo entre besar a alguien y no besarlo, y un paso muy pequeño entre besarlo y
acostarse con él.
—Ah, ¿sí?
—Sí, me lo dijiste. De modo que tienes que pensar muy bien en qué puede
acabar este asunto. Toda esa cháchara sobre lo que sientes no es más que eso:
palabras. La cosa todavía no ha llegado muy lejos y estás a tiempo de frenar.
Tiene razón, claro. Acostarme con Tom sería como tirar una bomba atómica en
mi propia vida. No puedo ni imaginarme los efectos de la explosión. Y tampoco me
imagino en la cama con él. Me refiero a que… ¿de verdad deseo acostarme con él?
Ahora no estoy muy segura. Sólo quiero que me haga la corte, que me seduzca, y eso
no es lo mismo.
Hace tanto que no me acuesto con un desconocido… ¿Tan fantástico sería?
Podría resultar embarazoso, incómodo e incluso espantoso. ¿Y si siguiera a ciegas ese
camino y el destino decidiera que el sexo con él no vale nada? Entonces, ¿qué? ¿O si
el sexo resultara fabuloso, pero él no? ¿Y si fuera otro Nathan disfrazado? A fin de
cuentas no lo conozco en absoluto.
Y lo más importante, la pregunta del millón: ¿qué significaría para mi
matrimonio que me fuera a la cama con Tom? La respuesta surge imponente como
un rascacielos, como el letrero de Hollywood iluminado: un completo desastre.
De pronto, tengo náuseas.
—Ay, Dios mío, H —gimo—, ¿qué he hecho?
—Bueno, no me extraña que entraras dentro del alcance de su radar. Estás fuera
de onda, y esto es una selva.
Me siento como si hubiera estado bajo el efecto de las drogas y acabara de
volver a la realidad. Abro los ojos y veo el tráfico, los autobuses, los anuncios. Todo
parece muy real, duro y ajeno.
—Pero era todo tan… no sé… como un cuento de hadas. Todo tan romántico…
—Romántico sensiblero, diría yo. ¿No has pensado que es muy fácil mostrarse
romántico cuando la realidad no está de por medio? Es una fantasía, Amy.
Me embarga un enorme pesar y estoy a punto de llorar.
—Ya lo sé, pero era algo que deseaba, que necesitaba.
—Todo el mundo necesita un poco de romanticismo y a todos nos gusta caer en
la tentación. Por eso el chocolate se vende tanto.
¿Cómo puede ser tan cínica? ¿Tan… práctica?
—Pero ¿cómo es posible que me haya tentado tanto si Jack…?
—¿Y a Jack no le pasa? —me interrumpe—. ¿Cómo lo sabes?
Guardo silencio. Sí, reconozco que no sé nada de Jack, ya no. De nosotros.
Suena el teléfono y H atiende. La conversación se oye por los altavoces del
coche, pero no la escucho. Pienso en Jack en aquel Lexus descapotable, con aquella
mujer. ¿También se enfrenta a un dilema? ¿Es posible que se haya metido en una
situación parecida a la mía? La sola idea, la mera posibilidad, me deja helada,

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aterrada. No, no lo haría. Jack sería incapaz.


¿De veras?
Miro el cielo crepuscular y los edificios que vamos dejando atrás. Toda esa
gente… todos viviendo su vida. ¿Vidas tan complicadas como la mía? ¿Por qué me
pasa esto? ¿Por qué nos pasa?
Mi amiga cuelga y me palmea la rodilla.
—Venga, ánimo, que no es el fin del mundo.
—¿No?
—Hazte un favor.
—¿Cuál?
—No vuelvas a ver a Tom.
—No lo haré.
—Y por favor, joder, prométeme que nunca se lo contarás a Jack. Lo hecho,
hecho está. No puedes retroceder y no dar ese beso, pero puedes fingir que nunca
existió. Y no te sientas culpable ni te dejes llevar por los remordimientos, ni empieces
a dar la lata con la sinceridad. Por una vez en tu vida, Amy, sé práctica.
—Prometido —digo apartándome el pelo de la cara.
—Y será mejor que no rompas esta promesa. Si se lo cuentas a Jack, todo se irá
por la borda. Arruinarás tu matrimonio para siempre. Los hombres no perdonan esas
cosas. Son muy territoriales, como los perros. Cuéntale lo de Tom y se convertirá en
la pelea más espantosa que puedas imaginarte. Tendrás que guardártelo para ti y
pensar que te ha servido de experiencia. Tómalo como una señal.
—¿Una señal?
—Bueno, como un aviso de que debes buscar las respuestas más cerca de casa.
Jack y tú formáis una pareja estupenda.
—¿De veras?
—Claro, al menos antes. Así que, amiga, resolved vuestros problemas y
recuperad esa magia.
Hemos llegado a Islington. Aparca al lado de la estación de metro de Ángel, se
vuelve y me abraza.
—Gracias por los consejos y por traerme —digo.
—Cortesía de la casa.
—Hablo en serio. Gracias. —Me embarga la emoción—. Creo que acabas de
salvarme la vida.
—Eso te enseñará a no birlarles los ligues a las demás. Vete a casa, haz las paces
con Jack y pásatelo bien en Nueva York.

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Capítulo 12
Jack

Enamorado de una brasileña

Llamo a la puerta del estudio de Jessie Kay.


—¡Adelante! —responde ésta.
En cuanto entro, lo huelo: eau d'Amsterdam, parfum de Portobello Road, hierba,
costo, chocolate, llámalo como quieras.
Está sentada a un escritorio de época. Habla por teléfono, así que me hace señas
de que entre y me indica con el dedo un sillón de piel marrón junto a la doble
ventana del mirador que da al jardín. Lleva unas gafas Gucci y una camisa nacarada
translúcida con dos botones desabrochados que dejan a la vista un collar de coral
negro.
Esa ropa tan bonita me hace pensar en Amy, que hoy está en el West End. Ha
ido a ver un espectáculo con Ali y después a comprar unas camisetas y bisutería. La
verdad, no sé por qué va de compras justo cuando estamos apunto de marcharnos a
Nueva York. ¡Mujeres! Tienen algunos comportamientos que nunca entenderé.
Me siento y contemplo los árboles por la ventana. Tomo nota mentalmente de
podar la enredadera, ya que está invadiendo la ventana y le roba luz.
La atmósfera de la habitación resulta agradable y tranquila, tal vez por el olor a
porro, pero también por el aire a mundo antiguo que rezuma. Al igual que la cocina,
Jessie aún no ha tenido ocasión de redecorarla.
Contemplo un par de viejos cuadros de barcos en medio de la tormenta,
pinturas en la estela de William McTaggart, que me gusta, y que necesitan
desesperadamente una buena limpieza. Las estanterías son estrictamente PG (pre-
Google), atestadas de enciclopedias, diccionarios, atlas y otros libros de consulta,
junto con una docena de antiguos ejemplares encuadernados de la revista Punch.
En el estéreo Bang & Olufsen suena America de Simon y Garfunkel, así que
presto atención a la música para no escuchar la conversación de Jessie, que trata del
trabajo y los ingresos por publicidad de su programa. Sin embargo, la oigo llamar
«gilipollas» y «carroza» a su interlocutor y enseguida cuelga bruscamente.
—El imbécil de Alex, el productor —se queja—. De verdad, me pone de los
nervios.
Me levanto en cuanto ella se me acerca.
—¿Qué tal, cielo? —pregunta y me besa en ambas mejillas—. Perdona que no
haya salido a saludarte, pero he estado aquí encerrada toda la tarde lidiando con
unos tremendos idiotas. —Me sonríe—. Ya basta de hablar de mí. ¿Cómo estás? —

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Señala la ventana con la cabeza—. He estado mirando cómo trabajabas ahí fuera. Está
quedando muy bien.
—Gracias. —Sigo su mirada y reparo en una planta de marihuana en el alféizar,
de unos treinta centímetros de altura. Jessie lo advierte—. Por lo visto, tú también has
estado practicando un poco la jardinería.
—Ah, eso; es de Roland. Bueno, era de Roland. No sé ni cómo cosecharla. Eso
también era suyo —añade señalando una bolsita transparente sobre el escritorio;
contiene un librillo de papel de fumar y un puñado de hierba—. Lo encontré en el
cajón de la mesilla de noche y me pareció una lástima dejar que se echara a perder…
Como para demostrarlo, coge del cenicero un porro medio fumado y lo
enciende. Exhala el humo hacia mí y sonríe despacio, con aire felino.
—¿Quieres?
—Si está mezclado con tabaco no. Dejé de fumar cuando Amy se quedó
embarazada y prometí no volver a tocar un cigarrillo.
—Tranquilo, es puro.
Acepto receloso, pues últimamente lo mío no es el hash, fumo muy poco. Y a
juzgar por lo mal liado que está, ella tampoco es una gran fumadora. Además, no
parece colocada, lo que significa que no es un porro cargado. Así que me digo:
bueno, qué demonios, y doy unas caladas.
—Gracias.
Mientras ella vuelve a sonreírme, noto que parece más baja que de costumbre y
veo que va descalza; sin duda se ha vestido al estilo hippy. Lleva una falda color
ciruela que deja a la vista unas pantorrillas bronceadas y una esclava en el tobillo. Le
queda fenomenal. Está estupenda.
Vuelve a dejar el porro en el cenicero que, ahora me percato, descansa sobre un
folio en que el otro día esbocé a lápiz una pérgola para la casa. Creo que quedaría
fabulosa al fondo del jardín, entre el roble y el banco color cobre.
—¿Has tenido ocasión de ver el boceto? —pregunto.
—¿Qué? Ah, sí.
—¿Y?
—Me encanta —dice sacando la hoja de debajo del cenicero, igual que un mago
que retirara de golpe el mantel de la mesa. Lo levanta y ladea la cabeza,
evaluándolo—. Dibujas muy bien, ¿sabes?
—Gracias. —Empiezo a notar los efectos del porro.
—¿Has aprendido?
—Sí, en casa hace años que no hago pis en la alfombra —bromeo.
Se sujeta el pelo con las gafas y me mira.
—No; me refiero a si has estudiado en alguna escuela de arte. —Y se sienta en el
sillón.
Yo hago lo propio en el borde del escritorio y la pongo al corriente de mi
historial. Le explico que trabajé en una galería, le hablo de los cuadros que vendí y de
cómo todo aquello se fue al traste.
—Ya ves, no había dinero, o por lo menos no conseguía ganarlo. Supongo que

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no era muy bueno. —Ya estoy agradablemente colocado y no me molesto en


justificarme.
—Que no hayas podido ganarte la vida pintando no significa que no fueras
bueno, Jack —me justifica ella—. Hay muchos artistas famosos, como Modigliani o
Toulouse-Lautrec, que en vida nunca consiguieron un céntimo.
—Sí, y los dos se suicidaron, pues acabaron pobres, deprimidos y adictos a la
absenta. Por muy atractiva que resulte esa perspectiva, al final decidí seguir un
camino más convencional. Además, mientras tanto, me casé y tuve un hijo. Dada la
alternativa, tomé la única decisión posible.
—Pero todas las decisiones pueden deshacerse —asegura apuntándome con el
dedo—. Todas… —repite, y ya no sé si en realidad estamos hablando de pintura.
Miro por la ventana y pienso en que debería llegar a casa temprano. Veo a Amy
en nuestra cocina diminuta preparando la merienda de Ben y me pregunto de qué
humor estará. Veo el frío saludo con que me recibirá y, de repente, quedarme aquí
me parece una opción mucho más placentera.
—¿Te importa? —Cojo el porro para volver a encenderlo.
Doy una calada larga y profunda y observo a Jessie, que cruza la habitación y se
detiene delante de un gran espejo ovalado de madera.
Se quita las gafas del pelo, se lo echa hacia atrás y su imagen me sonríe.
—Nunca me han hecho un retrato.
—¿No?
—¿Crees que sería buena modelo? —pregunta observándose.
—Por supuesto.
—¿Por qué?
—Bueno —sonrío, incómodo de que me ponga en semejante aprieto—. No sé…
porque tienes una cara interesante…
—¿Interesante?
—Eh… pues sí, un rostro expresivo…
—¿Quieres decir que te parezco atractiva?
—Bueno, sí… Sí, sí, claro —admito riendo.
Se vuelve hacia mí.
—¿Me pintarías?
—¿Pintarte?… No, no podría.
—¿Por qué?
En otras circunstancias no se lo contaría, pero el hash me ha aflojado la lengua y
le suelto la historia de Sally McCullen la Innombrable. Fue la última mujer que retraté.
Ocurrió al principio de mi relación con Amy. Cuando ésta se enteró de que Sally
posaba desnuda para mí, le dio un ataque. Pero no fue nada comparado con el que
tuvo cuando reconocí que Sally me había atacado oralmente mientras dormía,
indiscreción que ocurrió por accidente y no fue culpa mía, lo juro.
—Entonces no has sido siempre tan buen chico —comenta, más seria y
entornando los ojos.
¿Tan buen chico como qué? Pero me abstengo de preguntarlo, temeroso del

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

rumbo de la conversación. He de ir con pies de plomo, pues el peligro ya está aquí:


Jessie me pega un descarado repaso mirándome de arriba abajo y yo vuelvo a sentir
«la comezón», al tiempo que Falus empieza a despertarse.
—Creo que es hora de volver a casa —digo, poniéndome de pie en un equilibrio
algo inestable. De repente me siento bastante colocado.
—Bueno, si no quieres pintarme, tal vez puedas darme un consejo —replica.
—Claro.
—Está arriba.
—¿Qué?
—La cosa sobre la que necesito consejo… —Abre la puerta y me hace señas con
el índice—. Vamos, no seas tímido…
—De veras, he de irme…
Pero ya ha desaparecido, así que me dirijo al recibidor de baldosas a cuadros.
—¿Puedes dejar los zapatos abajo? —me pide desde la escalera de mármol—. Es
que ayer vinieron los de la moqueta.
En realidad llevo chancletas, pero obedezco, me las quito en el pasillo y voy a
su encuentro dispuesto a excusarme otra vez, pero ella ni siquiera me da la ocasión,
porque en cuanto subo vuelve a desaparecer. La sigo a paso rápido.
Arriba apesta a pintura y dos habitaciones tienen el suelo cubierto con plásticos.
Subimos otro tramo de escalera, hasta el piso más alto, y continuamos por un largo
pasillo blanco que da al jardín, aún más espléndido visto desde aquí.
—Éste era mi cuarto de niña —me explica cuando llegamos a una empinada
escalera de madera y seguimos el ascenso—. He instalado aquí mi campamento
mientras los decoradores trabajan en las habitaciones principales de abajo.
Poco antes de llegar arriba, se detiene sin avisar y choco con su trasero, pero ella
recula más y me veo obligado a bajar un escalón.
—¡Uy! —Ríe y reemprende la marcha.
«¿En qué estás metiéndote? Tendrías que haberte largado —me digo—. No
deberías haber subido.» Busco excusas, un motivo para dar la vuelta aquí mismo,
pero me cuesta concentrarme. El porro me ha dejado disperso y el dobladillo de la
falda de Jessie queda a la altura de mis ojos, revelando un trasero con forma de
melocotón.
En lo alto de la escalera hay una puerta llena de pegatinas para adolescentes y
un cartel que reza: ¡NO ENTRAR! ¡ME REFIERO A TI!
—¡Tachán! —dice ella mientras la abre.
La sigo y entro en la típica habitación de adolescente con posters de la revista
Smash Hits de los años ochenta en las paredes, de grupos como Kajagoogoo, Duran
Duran, The Belle Stars y otros por el estilo.
Se acerca a una foto de Simon le Bon y lo besa en los labios.
—Qué gracioso, ¿no? —comenta—. Es lo que te comenté antes: toda esta casa
parece una máquina del tiempo, y esta habitación aún más. Para mí es como
retroceder a la adolescencia…
Asiento mientras miro alrededor. Hay ropa tirada sobre una raída moqueta

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

color crema: un par de vaqueros del revés, un vestido blanco arrugado y unas bragas
negras. En medio de las sábanas revueltas del sofá cama veo un ejemplar de Vogue. Y
en el escritorio escolar del rincón hay un ordenador Amstrad lleno de telarañas.
Jessie abre la puerta contigua al escritorio y sale a una amplia terraza rodeada
por una barandilla. La acompaño y miro los tejados del oeste de Londres mientras el
sol se pone a lo lejos.
—Una vista muy bonita —comento.
—Quería que me aconsejaras sobre esta terraza. Me gustaría empezar a hacer
mis ejercicios de yoga aquí arriba, pero necesito plantas que me tapen porque me
gusta practicarlos desnuda.
Enumero una serie de plantas que podrían servir, más o menos las mismas que
usé para el terrado de Slim Jim en Covent Garden, de follaje denso y recio. Ella no
parece prestar mucha atención, así que volvemos a entrar.
—Menuda galería fotográfica tienes aquí —comento ante las paredes cubiertas
de fotos.
Coge una enmarcada y me la tiende. Es una imagen en blanco y negro de una
pareja de novios.
—Mis padres —dice.
—Tu madre era muy guapa.
—¿En serio?
—Sí.
—Siempre me han dicho que soy igual a ella.
Sonrío, incómodo por la forma en que ha convertido mis palabras en un piropo.
—¡Bonito conjunto! —bromeo al ver una foto de una Jessie de veintipocos con
una chaqueta roja y negra de enormes hombreras en punta, medias de red y botas de
terciopelo rojas. Su figura no ha cambiado nada—. Pareces un figurante sacado de
Thriller, el videoclip de Michael Jackson —digo, y se ruboriza.
—La manga de murciélago estaba muy de moda en aquellos tiempos.
—¿Y éste quién es? —Señalo a un chico muy guapo de pie a su lado en otra
foto, donde Jessie parece aún más joven, de unos dieciocho años.
—Duncan Musgrove.
—¿Un antiguo novio?
—El primero. O el primero de verdad. Con él perdí la virginidad.
—Ah.
—Aquí.
—Ah.
—En este mismo colchón —me informa, sentándose en el sofá cama.
—Aja.
—Justo delante de ese espejo de pared —añade echando un vistazo a su
imagen.
—¿Es cierto?
Me guiña el ojo.
—¿No creerás que eres el primer chico que meto de contrabando aquí arriba?

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Debería decirle que estas revelaciones de su currículum sexual no me parecen


adecuadas en el contexto de nuestra relación empleadora-empleado, y luego
marcharme. Pero no hago ninguna de ambas cosas. Porque estar aquí me hace
sentir… no sé… bien, tranquilo… todo es fácil y agradable, como si yo también fuera
un adolescente. Resulta muy refrescante.
Me acerco al espejo. Tal vez sea un efecto del porro, pero el Jack que me
devuelve la mirada de pronto me parece distinto, lo que me lleva a preguntarme si
he cambiado, si las personas cambian. A medida que nos hacemos mayores,
¿evolucionamos, maduramos y a veces nos distanciamos? Y si he cambiado de
verdad, ¿no es posible que Amy también lo haya hecho? Pero ¿y si no hemos
cambiado en tándem? ¿Y si hemos tomado rumbos opuestos? ¿Y si ya no formamos
parte de lo mismo?
Porque siento como si Amy estuviera a millones de kilómetros de distancia…
—Duncan era mayor que yo —continúa Jessie—. ¿Has estado alguna vez con
alguien mayor que tú, Jack? Pues te lo recomiendo, resulta muy instructivo. Deberías
probarlo por lo menos una vez. —No respondo y me pongo a mirar de nuevo las
fotos—. No me digas que estás cortado.
—No es eso.
—¿Quieres saber qué era lo más raro de Duncan?
—¿Qué?
—Que tenía una picha con forma exacta de champiñón. Idéntica, con el
sombrerito justo en la punta. —Y suelta una risotada contagiosa.
Sin duda ese porro era más fuerte de lo que me temía, porque de repente ambos
estamos riendo hasta las lágrimas sentados en el sofá cama.
Acto seguido comenzamos a intercambiar secretos como una pareja de agentes
dobles de la guerra fría. Le cuento que perdí mi virginidad con Mary Rayner y duré
menos de veinte embestidas. Ella me confiesa que se acostó con el novio de su mejor
amiga cuando tenía diecisiete años, y con el marido de la misma mujer el año pasado.
Y seguimos de esa guisa un buen rato, hasta que queda muy poco que
contarnos.
Pero aun así, e incluso una vez acabada nuestra glasnost sexual, la conversación
continúa fluyendo incesante, como el río cuando llega a las cataratas del Niágara.
Como si fuéramos personajes de ciencia ficción metidos en una especie de Vórtice de
Amistad Acelerada. Las cosas entre nosotros ya no volverán a ser como antes.
En parte se debe al hachís, por supuesto, pero también a otra cosa.
Con Amy ya no disfruto de este tipo de intimidad fresca. Aquí todo es nuevo,
como hundir la cuchara en la lámina de aluminio de un bote de café recién abierto,
mientras que con Amy es igual que rascar el fondo de un frasco de Nescafe.
Amy y yo nos conocemos demasiado, no queda nada por descubrir. Mientras
que esto me recuerda a cuando ligaba. Me siento joven… y también me pone
cachondo.
Frases completamente inapropiadas empiezan a rondarme la cabeza (como
haciendo cola para saltar a la piscina): «Tienes unos melones que rajan la tierra. ¿Son

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de verdad? ¿Puedo tocarlos? Con un tono muscular así, apuesto a que tu chichi es
pura dinamita.» Desde luego no pronuncio ninguna, pero me encantaría.
Jessie se levanta para ir al lavabo y, en su ausencia, el efecto del porro parece
remitir, como si se me hubieran destapado los oídos al aterrizar en un avión, y el
hechizo también se rompe.
Me levanto y vuelvo a mirarme en el espejo. ¿Cuánto falta para que yo mismo
empiece a verme viejo? Porque sin duda sucederá. El principio de la mediana edad
lleva al fin de la madurez. Y, de ahí en adelante, cuesta abajo hasta el día en que me
vea canoso, o calvo, la piel como un pergamino, los testículos flácidos y la polla con
aspecto de habano a medio fumar.
Este pensamiento debería deprimirme, pero en cambio me revitaliza, porque
aún soy joven. Todavía tengo lo que hace falta, aún forma parte de mí. Lo que
significa que debería estar follando cada vez que tuviera la oportunidad y mientras
pueda. Esta época es preciosa y no debería malgastarla. No deseo acabar sentado en
una residencia de ancianos arrepintiéndome de lo que me perdí, sino sonriendo,
sabiendo que lo pasé lo mejor que pude.
Y aquí me encuentro bien, muy bien. Sonrío a mi imagen en el espejo. Estoy
ligando y me siento de maravilla. Es como ejercitar un viejo músculo: cuanto más lo
muevo, más fácil me resulta. Es como si acabara de diplomarme en la Academia de la
Seducción, como si tuviera a esta mujer en mi mano.
Pero a continuación se me borra la sonrisa y me desplomo en el sofá cama,
porque también sé que estar aquí no está bien. En realidad está muy mal. Ya no soy
un agente sexual libre, sino Jack Rossiter, marido de Amy y padre de Ben.
Tengo que irme antes de hacer algo de lo que más tarde me arrepentiré.
Me incorporo para levantarme, pero me quedo a mitad del movimiento,
paralizado porque Jessie ha vuelto.
Está en la puerta con las manos en la cintura, y estoy tan pasmado por el
espectáculo que la idea de una rápida retirada se desvanece, sustituida por tres cifras
y dos letras: 110DD.
El misterio ha quedado resuelto. Desde que Jessie me dijo que el código de la
alarma era igual que su talla de sujetador, he estado dudando si era verdad o sólo
bromeaba.
Ya no necesito preguntármelo más.
Puedo comprobarlo por mí mismo.
Y lo que tengo delante (¡vaya delantera!) es a Jessie como vino al mundo:
desnuda, apetitosa y guapísima.
Es verdad que algunas de sus redondeces resultan demasiado perfectas para ser
auténticas, pero ¿y qué? Si estuviera aquí el cirujano plástico no tendría más
alternativa que felicitarlo por el trabajo realizado.
Y no soy el único impresionado: Falus acaba de enamorarse de una brasileña.
Huelga decir que la «comezón» está que arde.
—¿Qué haces? —pregunto.
—¿Y a ti qué te parece?

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Levanto las manos mientras se acerca.


—¡Un momento! —exclamo.
—No seas tonto. Sé que también tienes ganas.
—No quiero —miento, porque quiero pero no puedo.
Se para delante de mí, se inclina y empieza a acariciarse los muslos.
—No te creo —susurra—, sobre todo después de lo que acabas de contarme.
—Pero son… son cosas del pasado… He cambiado.
—Nadie deja el pasado del todo atrás, Jack —asegura mientras se arrodilla—,
especialmente alguien como tú, que ha sido un chico tan malo… —Me empuja otra
vez al sofá cama y coge mi cinturón—. No te preocupes —añade con un guiño—, te
prometo que no muerdo…
Ahora mismo, si algo sé a ciencia cierta es que esa promesa sólo podría sonar
menos convincente si la formulara un león.

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Capítulo 13
Amy

Bombas eróticas de baño

—Me siento como en una película —comenta Jack mientras el taxi amarillo se
detiene ante el hotel de Thompson Street.
—¡Aquí estamos, Gran Manzana! —exclamo.
Me apeo y miro la fachada del hotel, que se alza hacia el cielo ceniciento, y todo
mi cansancio y ansiedad se desvanecen.
—Buenas noches, amigos, y bienvenidos a Nueva York. Me llamo Stephan y me
ocuparé de su equipaje. Un segundo, por favor.
Jack y yo nos quedamos mirando al portero increíblemente guapo que acaba de
recibirnos. Lleva un pendiente y un traje negro de lo más elegante.
—Bueno, gracias —murmuro.
—De nada, señora —replica con una sonrisa fulgurante.
La recepcionista nos recibe como si fuéramos amigos a los que no veía hace
mucho. Mide más de un metro ochenta y tiene los ojos más verdes y el cutis más
inmaculado que he visto jamás. Camina con porte majestuoso delante de nosotros y
observo cómo Jack, los ojos bien abiertos, contempla hechizado las piernas
imposiblemente largas de la chica.
El vestíbulo del hotel es una maravilla y exuda riqueza por todos los rincones.
Suena música funky, todo es tope chic y tope grande, hasta los arreglos florales están
hechos con ramas enteras de cerezos en flor. Mientras aguardamos en el mostrador
de recepción, veo a un grupo de modelos apoltronadas en los sofás de diseño,
bebiendo café después de una sesión de fotos. Jack me aprieta la mano, tan
asombrado y entusiasmado como yo.
Enseguida nos acompañan al último piso en un brillante ascensor negro y de
ahí a nuestra suite. Jack da una propina a Stephen, que nos ha traído el equipaje, y se
las arregla para mantenerse serio hasta que se marcha. Cierra la puerta con suavidad
y al cabo de un instante lanza un grito. Nos miramos y empezamos a chillar como
niños.
—¡Qué maravilla! —exclama.
La suite es más grande que nuestra casa. Jack se quita las botas y ambos nos
ponemos a saltar en la cama, de un tamaño como nunca he visto. Nos tumbamos y
empezamos a rodar juntos hasta acabar muertos de risa.
Es lo más cerca que he estado de él en mucho tiempo. Nos miramos de pronto
turbados por la intimidad. Durante un segundo pienso que vamos a perderla otra

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vez y a retraernos cada uno en su caparazón, como hemos estado viviendo durante
semanas.
Pero entonces él sonríe.
Y yo le correspondo.
Y sé que la cosa va a funcionar, que ambos vamos a dar de verdad una
oportunidad a nuestra relación y todo se arreglará.
Me besa y ríe.
—¿Y si lo celebramos? —propone.
Salta de la cama, abre el minibar y saca una minibotella de Laurent Perrier,
mientras yo voy abriendo los cajones y armarios.
—¡Madre mía! Mira todo esto. —Hay montones de objetos de tocador de todo
tipo. Abro el frasco de aceite para masaje de aromaterapia—. Huele esto.
—Mira —dice Jack mientras abre una bolsa de plástico con los dientes—. ¡Vaya,
vaya! ¡Es una bolsa de folleteo! En serio —ríe—, aquí lo pone. —Saca preservativos,
una bolsita pequeña etiquetada como gel estimulante del clítoris, una vela
perfumada, un paquetito en forma de bomba para un baño erótico y un CD de
música chill-out para la cama—. ¡Impresionante!
—Probémosla —le digo tras abrir la bomba y olería—. Cariño, creo que tenemos
el tiempo justo para refrescarnos antes de tomar el cóctel de cortesía en el bar
privado de la terraza —le recuerdo con mi mejor acento neoyorquino, mientras me
sirvo champán y cojo un bombón que Jack me ofrece.
Me siento eufórica, mareada de entusiasmo. No me he sentido así desde… pues
desde la noche de bodas.
Me llevo la bomba erótica al baño.
—¡Madre mía! ¡Ven a ver esto! —lo llamo.
Hay una cabina de ducha con chorros que salen de todos los ángulos, además
de un jacuzzi con capacidad para diez personas, así como dos lavabos gemelos y una
pila de toallas blancas inmaculadas junto con dos albornoces mullidos, colgados de la
pared de azulejos entre marrones y negros. No veo ningún pato de plástico, ni una
bañera decorada con letras de esponja rotas ni el agua de un baño por vaciar, ni
botellas de champú para niños, ni submarinos o barcos de juguete.
En otras palabras: es el paraíso.
Tardo un minuto en descubrir cómo llenar la bañera. Luego me acerco a los
espejos, rodeados de lámparas como en los camerinos de las estrellas. Hay un neceser
con maquillaje de cortesía, así que abro el lápiz de cejas y empiezo a probarlo.
Jack aparece en la puerta con un papel en la mano.
—¿Qué es eso?
—La lista de precios —responde muy serio.
Nuestras miradas se encuentran en el espejo.
—Hasta ahora, en los siete minutos y medio que hemos estado en este hotel,
llevamos gastados… doscientos ochenta y cinco dólares.
—¡Joder!
Lo sigo a la habitación y lo veo apurar la copa de champán de un trago. No sé

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qué está pensando, pero intuyo el inicio de una nueva pelea. Sé la desconfianza que
ha sentido todo el tiempo respecto a nuestro viaje «gratis», pero yo he insistido en
que no se preocupara, que todo saldría bien.
Creo que no soportaría que volvamos a discutir. Desde que hablé con H, he
estado haciendo un esfuerzo sobrehumano. Cada vez que empezábamos a virar hacia
la tensión, cambiaba de rumbo. No me quejé el día que tardó horas en salir de casa y
llegamos tarde a la de mi madre. Tampoco dije nada cuando me acusó de haberme
olvidado su iPod, ni al regañarme porque me dieron las indicaciones equivocadas
para el aparcamiento del aeropuerto. Y hasta me aguanté cuando en el avión me
pidió que dejara de hablar de Ben.
Así que ahora, si en nuestro momento de diversión empieza a montar un
numerito, creo que no tendré fuerzas para volver a hacer equilibrios en la cuerda
floja.
—Bueno, no importa, lo mejor es que disfrutemos —dice en cambio,
tendiéndome mi copa—. Supongo que el chocolate podemos llevárnoslo a casa para
Ben.
—Ay, Jack, ¿crees que el niño estará bien? —pregunto de pronto, cogiendo la
copa. El tiempo me confunde ahora que estamos tan lejos de Ben. Estuve con él hoy
mismo hace unas horas en la cocina de mi madre, pero me parece que ya ha pasado
un mes.
—No; creo que no —bromea.
—No seas así, que me resulta muy difícil. —Siento la separación de mi hijo
como un dolor físico—. Es la primera vez que lo dejo tanto tiempo.
—Cálmate, por favor. Tu madre va a malcriarlo y echar a perder todo nuestro
buen trabajo educativo. Ahora mismo ya lo tendrá comiendo de su mano.
—¿Tú crees? —Visualizo a Ben en la despedida, llorando sin consuelo, agarrado
a mí y chillando que no lo dejáramos.
—Venga —me sonríe Jack—, hemos venido a divertirnos, ¿te acuerdas? Es
viernes por la noche en Nueva York. Olvidémonos del baño y subamos a ese bar del
terrado. ¿Qué te parece?

Otra vez en mi cómodo arrecife

Abro los ojos y veo que el sol se filtra por la ventana de la habitación. Jack está
sentado en el alféizar y los crecientes ruidos de Nueva York llegan a través de la
cortina de gasa.
El corazón me da un vuelco. Por primera vez en mucho tiempo, mi marido está
haciendo algo asombroso: dibuja. Se encuentra tan absorto que no se percata de que
he despertado.
Observo cómo le da el sol en la cara.
Mi Jack.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Sonrío y recuerdo la noche pasada. El paseo cogidos de la mano por las calles
de SoHo hasta un steak house con manteles a cuadros rojos y blanco, donde nos
sirvieron la comida más abundante que he visto nunca. Después dimos otra vuelta y
entramos en un bar donde bebimos tequila, jugamos al billar y conocimos unos
chicos que nos llevaron a un club de jazz, donde bailamos hasta caer rendidos al
amanecer.
Nos divertimos más en una noche que en los últimos cinco años.
Me siento anonadada, perpleja cuando pienso en el error que podía haber
cometido con Tom. Ahora que todo se ha acabado, me veo como un pez que asomó
la cabeza por encima de su cómodo arrecife y casi se lo comió un tiburón.
¿Cómo pude ser tan tonta?
Ahora me parece absurdo, incomprensible, pero no quiero seguir pensando en
ello. No voy a permitir que ocupe un lugar en mi cabeza. Ya es pasado. H tenía
razón: era sólo una señal, un aviso. Éste es un nuevo amanecer de mi relación con
Jack.
Bostezo y me desperezo con deleite bajo la sábana de algodón indio.
—¿Qué hora es? —pregunto.
Jack se vuelve y me sonríe.
—Temprano, pero no importa. Qué maravilla, ¿no?
Se acerca, se tumba en la cama y me coge la mano mientras oímos el rumor del
tráfico allá abajo, las bocinas de los taxis y las voces de la gente.
—Qué extraño, tan urbano y tan tranquilo al mismo tiempo.
—Me encanta. Es la primera vez en siglos que me despierto sin tener a Ben
saltándome en la cabeza, ni que vaciar el lavavajillas, ni preparar cereales, ni recoger
o encontrar zapatos…
Ruedo sobre la cama y lanzo gritos de júbilo a la almohada mientras pataleo.
—Pobre Amy —dice Jack, riendo y acariciándome la espalda—, a veces debe de
resultarte una monotonía sin sentido, ¿no es así?
Me vuelvo y lo miro. Es la primera vez que parece reconocer mi vida cotidiana.
Creía que ni siquiera era consciente de ella.
—Sé que me he comportado bastante mal —continúa—. Cuando volvamos a
casa, prometo que ayudaré más y cuidaré de Ben muchas veces. ¿Sabes una cosa?
Ahora que está lejos lo echo mucho de menos.
Me estiro y le doy un beso.
—¿De veras?
—Sí, es raro estar sin él. Agradable pero raro.
—¿Llamamos?
Marco el número de mi madre y los dos juntamos la cabeza sobre el auricular
cuando mi madre pone a Ben al teléfono. Suena una vocecita de bebé confundido.
—¿Te portas bien? —le pregunto.
—No —responde, y Jack ríe.
Mi madre despacha la llamada rápidamente, casi sin informarme de cómo se las
arregla nuestro hijo sin mí.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Es una llamada internacional —me recuerda casi a gritos, aunque el sonido es
muy nítido, así que cuelgo.
—¿Lo ves? —dice Jack—. Te dije que estaría bien. —Yo arrugo la nariz—. ¿Qué
pasa? —pregunta, acomodándome el cabello detrás de la oreja.
—Nada —digo y me tapo la boca mientras unos lagrimones empiezan a
resbalarme por las mejillas—, estoy bien.
Jack me abraza.
—No te preocupes, es normal que lo eches de menos… Pero se me ocurre una
idea excelente para animarte.
Tras una hora de sexo matinal fabuloso, sensual, satisfactorio e ininterrumpido,
dispongo de media hora completa para mí en el baño, donde escucho música y me
maquillo. Luego logro salir de la suite en menos de un minuto, gracias a que no
tengo que llevar pañales ni zumo, ni elegir un camión de juguete en particular, así
que me siento perfectamente fresca cuando llegamos a la calle.
He señalado casi todas las páginas de la guía Time Out que me dejó Faith antes
de venir. Estoy sorprendida de lo bien que conoce ella Nueva York. No me la
imagino viviendo aquí, y mucho menos yendo a bailar o de copas a todos los lugares
que me recomendó, pero supongo que la he subestimado. Si yo hubiera disfrutado de
una vida anterior tan emocionante, me habría asegurado de que Camilla y el resto de
las Víboras conocieran cada detalle sobre ella, pero Faith se lo tenía bien calladito.
Jamás me la habría imaginado en un puesto de trabajo internacional. A fin de
cuentas, a lo mejor no es tan corta.
Tengo una larga lista de tiendas para visitar: Bloomingdales, Saks, los
MacShops, Kheils, Donna Karan… Pero Jack, desdeñando mi faceta de compradora
compulsiva, propone ver la colección Frick, el Guggenheim y el edificio Fait Iron.
Imposible que podamos hacer todo.
Salimos del hotel y caminamos asombrados por la acera soleada. He planeado
una ruta con todos los negocios que quiero visitar, pero él tiene hambre, así que
desayunamos bagelsy zumos sin interrumpir nuestro paseo, y muy pronto nos
perdemos.
Por una vez, no importa. Estar en Nueva York me transmite una agradable
sensación de tranquilidad. Llevo mi vestido de tirantes favorito y mis gafas de sol
nuevas, que parecen de marca pero son una ganga de Tesco. Jack va con pantalones
pirata, chancletas y una gorra de béisbol que se compró anoche en una tienda.
Es tan infrecuente que paseemos juntos durante el día, que al ver nuestra
imagen en un escaparate, cogidos de la mano, me sorprende que formemos tan
buena pareja.
Cada vez que giramos una esquina, hay un nuevo espectáculo y pasan cosas.
Me siento en plena efervescencia ante esa espontaneidad. Me encantan los taxis
amarillos y los edificios viejos con sus escaleras de incendios zigzagueantes y
también los letreros de las calles, con un tipo de letra diferente del de Londres. Me
gusta toda la gente con su deslumbrante despliegue de ropa y la exuberante mezcla
de razas y acentos.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

En la ancha acera de Spring Street hay puestos por todas partes. Jack me
compra una cinta para el pelo de motas plateadas a juego con mi vestido. Nos
paramos y contemplamos los cuadros en venta en la calle. Me gusta una pintura
impresionista del perfil de la ciudad, un óleo denso, pero Jack frunce el ceño.
—Eso puedo hacerlo yo —dice, y me arrastra al siguiente puesto.
Me encanta que lo diga porque es verdad, podría pintarlo.
Los precios de los vendedores callejeros le parecen escandalosos.
—¿Te acuerdas de aquel espantoso Estudio en amarillo que pinté para el
despacho de mi padre? Pues es mejor que cualquiera de éstos.
—Diez veces mejor, por lo menos —convengo—. Ojalá no lo hubieras dejado. Sé
por qué lo hiciste, pero me apena que no seas artista.
—Oye, podríamos venirnos aquí —sugiere sonriendo—. Piénsalo. Podríamos
tener un pequeño loft en el SoHo y tener una vida bohemia. —Me río y bebo un sorbo
de zumo—. Podría vender telas grandes a los turistas y tú diseñarías una ropa
fabulosa para esas boutiques glamurosas. Ah, y también podríamos mantener Por mi
Cuenta y cobrar una fortuna por poner unas macetas en las ventanas de nuestros
clientes.
—Me parece fantástico, pero ¿no olvidas algunos detalles? ¿Cómo haremos
para matricular a Ben en una escuela y para subir el cochecito tantos pisos?
—Sí, tienes razón —reconoce alicaído—. Supongo que estamos demasiado
mayores.
—¡Pero nunca digas nunca jamás! —exclamo—. ¿Por qué demonios no
podemos cometer una locura y vivir en un lugar diferente? No quiero quedarme en
nuestra casa de Kensal Rise para siempre. ¿Y tú?
—¿Te trasladarías? ¿Dejarías a todas tus amigas? —pregunta mirándome.
—¿A quiénes? ¿A las Víboras? No son amigas, Jack.
—Pero pareces… no sé, muy arraigada.
—Pues no, qué va. ¿Por qué crees que juego a la lotería todas las semanas?
Porque si gano nos iríamos al día siguiente.
—¿De veras?
—¡Por supuesto! Siempre soñé con vivir un montón de aventuras. Siempre
pensé que éramos el tipo de personas indicadas para tener una vida excitante… un
vida así, como ésta todo el tiempo —añado señalando alrededor.
—¿Y no es así?
—No he dicho eso —respondo; al parecer lo he ofendido.
—Pero lo has insinuado. Me esfuerzo mucho, ya lo sabes.
Suspiro. No quiero discutir.
—No estoy criticándote. —Le cojo la mano—. Lo único que digo es que nos
merecemos disfrutar de una vida estimulante. ¿No crees?
Jack me mira extrañado.
—¿Y eso de dónde lo has sacado?
—¿El qué?
—Por lo general no sueles hablar así.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Me quedo muda, mordida por la culpabilidad, como si al citar la frase de Tom


lo hubiera traído aquí, entre nosotros. De pronto mi secreto se convierte en algo tan
tangible, que parece que sea Tom, y no Jack, quien esté a mi lado.
Levanto la mano de Jack y observo mis dedos entrelazados con los suyos y la
alianza que destella al sol.
—Déjalo —le digo—. Mira, esa señal indica la estación Grand Central. Vamos a
echar un vistazo.

Turistas

Camino de la estación, Jack va nombrando todas las películas en que ha visto su


espléndido vestíbulo, pero cuando entramos lo único que reconozco es la parte que
sale en Madagascar, los dibujos animados para niños.
Me pone delante de la escalera con intención de sacarme una foto para Ben.
Después se acerca un poco y me pide que me siente en los escalones. Quiere hacerme
un primer plano, pero tarda una eternidad, como siempre.
—Amy, no hagas eso, ¿vale? —dice enfocándome con la cámara.
—¿El qué?
—Poner cara de foto.
—¿Tengo cara de foto?
—Sí, y no me gusta. Cada vez que te saco una, te sale esa sonrisa artificial.
—¿De veras?
—Sí. Pon cara normal.
Trato de hacerlo, pero ya no tengo ganas de sonreír. La gente pasa a mi lado por
la escalera y me siento agobiada ahí en medio, incómoda.
—Ya está —dice Jack mirando la pantalla—, ya te tengo.
—A ver —digo alargando la mano—. ¡Horrible! Estoy muy fea. —Y es verdad,
parezco una imagen de cartón, del todo inexpresiva.
—No; estás muy bien.
—Bórrala —insisto, pero él me arrebata la cámara.
—Te preocupas demasiado por tu aspecto.
—No es cierto.
—Sí lo es. Eres muy dura contigo misma. Siempre empiezas esas dietas poco
realistas y te quejas sin cesar de que tienes una barriga fofa y arrugas. Entonces, ¿qué
magia me reservas a mí?
Me cruzo de brazos. Creo que está riñéndome.
Jack me los descruza.
—No te pongas a la defensiva. Sólo soy sincero.
—Pero estás tomándola conmigo.
—De acuerdo, dime entonces lo que no te gusta de mí. Así estaremos
empatados —sugiere, y suspira.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—No.
—¿Por qué? Seguro que hago cosas que te ponen de los nervios. —Se sienta a
mi lado y alarga la mano—. Lo digo en serio. A ver.
—No sabría por dónde empezar.
Ríe nervioso.
—No te preocupes, tenemos todo el día. Este lugar es tan bueno como cualquier
otro. Dispara.
Lo miro y a continuación observo el amplio y profundo recinto y a los miles de
desconocidos que van a alguna parte, y las estrellas pintadas en el techo. Y tiene
razón. Estamos en el lugar perfecto para hacer algo así. Las pequeñas cosas que me
fastidian en casa, en un espacio de este tamaño resultan insignificantes.
—De acuerdo —cedo—. Las digo sin ningún orden especial. Primero, siempre
me obligas a buscar cosas tuyas, lo que me molesta.
—Pero a ti se te da mejor encontrar cosas. Eres una gran buscadora. Además,
siempre cambias de lugar lo que busco…
—Jack, no tienes que ponerte ala defensiva. Sólo es un comentario.
—De acuerdo.
—Y nunca me cuentas nada de tu trabajo.
—¿Eh?
—Camilla me contó que te vio en un coche deportivo con una mujer —digo sin
pensar. Hace tiempo que quería preguntárselo y ahora acabo de hacerlo como si
fuera lo más normal del mundo. ¡Qué alivio!—. ¡Y no sé quién es! Es decir, supongo
que será alguna dienta, pero como no me dijiste nada, me hizo sufrir, pues terminé
pensando lo peor…
Me mira sin comprender, como si acabara de preguntarle el número pi con
quince decimales.
—No sé de qué estás hablando.
—Camilla me juró que eras tú. En un descapotable Lexus.
—Pues lo mejor que podría hacer Camilla es no meter las narices en la vida de
los demás, cosa que también le diré a ella la próxima vez que la vea. ¡Esa foca
metomentodo!
—No, por favor, olvídalo —suplico, asombrada por la virulencia de su
reacción—. Sólo ha sido un error.
—Sí, un error que te ha dejado «pensando lo peor». ¿Y qué es lo peor, Amy?
¿Que tenga una aventura?
Se me acelera el pulso ya que, sí, eso fue lo que pensé. O por lo menos sospeché
algo… no sé qué. Ahora que se muestra tan categórico sobre su inocencia, me siento
aún más culpable de haber dudado. Y cuando vuelvo a mirarlo, lo único que se me
ocurre es que él es el fuerte y yo, en cambio, soy patética. Recuerdo la promesa que
hice a H y me juro que Jack jamás debe enterarse de lo de Tom.
—No, nunca pensaría eso porque sé que no lo harías.
—De acuerdo —dice, palideciendo un poco—, trataré de ser más
comunicativo… pero, mira, a veces el tono en que preguntas…

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿A qué te refieres?


—A veces, cuando estoy cansado y me haces un montón de preguntas parece
un interrogatorio.
Lo comprendo. Tiene razón. En ocasiones lo agobio.
Este ejercicio es liberador. Me siento como si nos comunicáramos por primera
vez en siglos… Y ahora que sé que toda esa historia sobre Jack y la mujer del coche es
una idiotez, estoy aún más decidida a dejar esas ideas atrás.
Sentados en la escalera, repasamos varios asuntos: desde mi exagerada obsesión
por planchar al hecho de que él consienta demasiado a Ben. Después hablamos de las
discusiones que tenemos en el coche: siempre me grita pidiéndome indicaciones y
después no hace caso de las que le doy. Decidimos que, cuando podamos
permitírnoslo, compraremos un GPS.
—Vayamos a comer ostras y beber champán para celebrarlo —propone Jack al
final.
—¿Celebrar qué?
—Que te incordio tanto, pero que aun así sigues conmigo.
Nos miramos un instante y nos echamos a reír. Luego me besa.

King Kong

Después de esa charla, todo es perfecto y no hay más que risas y besos. Nos
reencontramos de una manera que me recuerda al inicio de nuestra relación.
Almorzamos tranquila y perezosamente y después vamos a Macy's, hasta que me
doy cuenta de que Jack está aburrido, de modo que subimos a un taxi y vamos a
explorar el viejo barrio de los mataderos, el Meat Packing District, y paramos a
tomarnos unas cervezas en The Spotted Pig.
El tiempo pasa volando. Por la noche nos duchamos juntos y nos acordamos de
la primera vez que lo hicimos en una pensión de Brighton e inundamos todo el
cuarto. Rememorar nuestros primeros tiempos nos hace reír, y de excelente humor
nos vamos a ver la actuación de un cómico. Más tarde, nos damos un festín de
medianoche en la cama, sentados como niños pequeños con las piernas cruzadas,
mientras compartimos bocadillos de mantequilla de cacahuete y galletas. Me parece
estar viviendo la mejor aventura de mi vida.
Por la mañana tomamos un brunch en Greenwich Village; nos zampamos unos
crepes con sirope de arce y salchichas con beicon, mientras charlamos con la
camarera, una norteamericana de pura cepa que no para de servirnos café. Cuando la
chica menciona que tiene un hijo pequeño, reparo en que no he pensado en Ben en
toda la mañana, y aunque por un lado siento una punzada de culpabilidad, por otro
es como si una parte de mí hubiera vuelto a ponerse en su sitio.
Después, Jack gana a cara o cruz y decide que nuestra próxima parada será el
Empire State.

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—¿Y Bloomingdales qué?—pregunto.


—No ir al Empire sería un pecado.
Estoy demasiado feliz para discutir.
Dentro, topamos con una larga cola en zigzag y nos quedamos en silencio
mirando la gente. Pienso que ninguno de ellos puede estar tan contento como yo.
Anoche, cuando salimos del espectáculo, Jack propuso que enumeráramos todo
lo que nos gustaba del otro, aquello que nos hacía feliz. Al principio resultó
incómodo y embarazoso, demasiado parecido a una terapia, pero al final fue
maravilloso. Mientras contemplo a la gente que nos rodea, pienso que de no haber
hecho ese ejercicio tan sencillo tal vez nunca hubiera llegado a decirle que prepara el
mejor chile del mundo, o que me derrito cuando le canta una canción a Ben por la
noche, o que me encantan los garabatos que dibuja cuando habla por teléfono.
Él, a su vez, me dijo que le gusta oírnos a Ben y a mí jugar, y que su olor
favorito es el mío después de darme un baño, y que cuando va a trabajar siempre me
besa los párpados antes de que me despierte.
Son sólo tonterías, pero decírnoslas me demostró que aún me queda mucho por
descubrir de él y que, además, todavía me tiene en cuenta.
Le aprieto la mano y suspiro. Siento una felicidad absoluta.
Y entonces, de pronto lo veo en el ascensor del Empire State.
Por un segundo estoy segura de que es él y el estómago se me encoge como si
cayéramos en picado los ciento dos pisos por el hueco del ascensor, pero cuando el
hombre se vuelve, no es Tom sino alguien que se le parece. Suspiro. La sensación de
que Tom se halla bajo la superficie, acechando en las sombras, aún sigue ahí.
Quiero que se vaya, quiero quitármelo de la cabeza.
«No lo he besado —me digo para tranquilizarme—. Estuve a punto, pero no lo
hice. No llegué al final. No me pegué ningún lote. No tengo por qué sentirme
culpable. ¡Vete! Deja ya de fastidiarme. ¡Vete a hacer puñetas!»
Salimos a la plataforma de observación. Jack se pone detrás de mí para
protegerme del gentío mientras miramos Manhattan a nuestros pies. Es espectacular.
—Qué extraño es estar aquí. Siempre me lo imaginé a partir de KingKong.
—Espero que no me lleves en volandas hasta arriba del todo y te golpees el
pecho —bromeo.
Sonríe.
—¿Por qué no? Es un lugar fantástico para una escena de amor, ¿no crees? Muy
épico —comenta.
—¿A pesar de que haya tanta gente?
—La gente no importa.
Me estrecha por detrás y hunde la cara en mi cuello. Cruzo los brazos sobre los
suyos y nos quedamos en silencio, contemplando la vista durante una eternidad.
Aquí estamos, los dos solos, en el techo de mundo. Soy consciente de que ésta
es una experiencia memorable, uno de los cinco mejores momentos de los anales de
mi historia.
El problema es que, de repente, no me siento en el techo del mundo, sino

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

tocando fondo. Creía que podría dejar atrás el asunto de Tom, que podría olvidarlo,
que sólo «me había servido de experiencia», como dijo H. Y lo he intentado, vaya si
lo he hecho, pero en vano.
Ahora que he recordado y reavivado lo bueno de mi matrimonio, estoy
atormentada por el miedo y la culpa. Estar aquí con Jack hace que el corazón se me
acelere y, por mucho que trate de convencerme de lo contrario, cuando pienso en mi
aventura con Tom no la percibo como una infidelidad insignificante y fugaz, sino
como una traición. No una deslealtad a Jack, sino a mí misma, a los dos, a lo que
somos.
—Te quiero, Amy —susurra Jack mientras me aprieta con más fuerza—. Te
quiero mucho, mucho.
Cierro los ojos. No puedo pronunciar palabra.

Milords y Miladies

Cuando salimos del Empire State ya es tarde y nos vamos al Guggenheim, pero
no tenemos ganas de otra cola, así que acabamos dando una vuelta por Central Park.
Es extraño estar en un parque sin el cochecito. Caminamos un buen rato y nos
paramos a escuchar unos músicos de jazz y ver a un patinador. Al final, nos
tumbamos junto al lago a saborear el último sol de la tarde. Estoy con la cabeza sobre
el regazo de Jack mirando el cielo y los párpados me pesan de cansancio.
—Cuéntame uno de tus recuerdos más felices —pido mientras le acaricio la
mano.
—¿Por qué?
—No sé, por simple curiosidad.
—Cuando Ben dijo por primera vez «papá». Fue increíble. Y… en fin, ahora
mismo soy bastante feliz.
—¿Te acuerdas de nuestras primeras vacaciones en Grecia? —pregunto, sin
reparar en que se trata de terreno resbaladizo. Es un tema tabú entre nosotros porque
aquellas vacaciones acabaron fatal. Jack chocó con el ciclomotor y confesó haber
pasado la noche con Sally McCullen. No sé por qué he sacado el tema.
—Claro que me acuerdo.
—Recuerdo estar mirando el cielo en la playa y sentirme tan feliz como ahora
—le digo para suavizar las cosas, como si ahora pudiéramos hablar tranquilamente
del asunto, cosa de la que no estoy muy segura.
—Me acuerdo muy bien de esa playa —asegura, metiéndome la mano por el
escote.
—Jack, para —protesto con una risita—, que pueden vernos.
—Venga, volvamos al hotel.
Sin embargo, cuando llegamos me siento grogui, como si tuviera resaca. Creo
que el jet Zagal fin ha hecho acto de presencia.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Preparo una bañera con la bomba erótica y trato de ponerme sexy, pero
acabamos dándonos un revolcón mecánico y familiar, muy poco satisfactorio.
Después dormitamos un poco. Despierto con dolor de cabeza y con sensación
de agotamiento, pero me obligo a levantarme.
—¿Por qué no probamos ese restaurante que marcaste en la guía? Balthazar,
¿no? La brasería francesa.
A pesar de mis esfuerzos por alegrarnos, parece que Jack ha sucumbido a uno
de sus estados inquietantes. Llegamos al restaurante, pero de alguna manera no
encajamos y él se pasa la mayor parte del tiempo hablando con el camarero de
grupos de música ingleses, mientras yo me bebo casi todo el vino.
Después, en el paseo de vuelta al hotel, paramos en un bar llamado Milady a
tomar la última copa. Jack pide un sol y sombra, muy apropiado para su humor.
Ni siquiera sé muy bien cómo empieza la discusión. Tal vez ambos estamos
muertos de cansancio y un poco borrachos, pero no me corto y me quejo de que ha
hablado más con el camarero que conmigo, aunque sé que va a enfadarse.
—Pues si te interesara un poco más la cultura popular, también podrías haber
intervenido en la conversación —me reprocha.
¿Cómo se atreve a ser tan pedante? Leo la revista Grazia todas las semanas. Sé
más de cultura popular que él. ¿Acaso Jack sería capaz de nombrar a los ganadores
de Gran hermano? No, seguro que no. Así que ya puede ahorrarse la lección.
—Lo único que digo es que no he venido hasta tan lejos para pasarme la noche
hablando con alguien a quien no voy a volver a ver.
—¿Por qué no? ¿Por qué eres tan criticona? ¿Acaso porque es un camarero no
puede tener opiniones válidas?
—No estoy diciendo eso.
—Quizá piensas lo mismo de los jardineros…
—No, Jack, no.
—Por lo menos tiene trabajo.
Empiezo a enfurecerme; los dos sabemos que eso ha sido una puñalada trapera.
—Sólo quería una propina extra.
—¿Y qué? No me importa dejar propina a alguien que me interesa, que se toma
la molestia de interesarse en mis preferencias.
—O sea, que yo no te intereso. ¿Es eso lo que quieres decir? —He levantado la
voz y el murmullo de voces alrededor ha bajado de volumen. Se me encienden las
mejillas.
Jack suspira y se frota la cara.
—Basta —dice con hastío. Nos miramos—. Lo único que hacemos es discutir y
ya estoy harto. Dijimos que haríamos lo posible por arreglar las cosas, pero no han
mejorado. Están peor.
Ojalá se retracte. Tengo la sensación de que acaba de romper algo, una especie
de pacto.
—¿Cómo puedes hablar así? Estamos mejor. Nos lo pasamos muy bien. Ayer y
hoy nos hemos divertido mucho.

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—¿Y por qué estamos peleando ahora? —No sé qué responder porque tiene
razón. Estamos riñendo. Ha sido muy fácil, demasiado sencillo, caer en una
discusión—. Y en todo caso, no me refiero ni hoy ni a ayer ni a estar aquí, en Nueva
York. Todo el mundo puede pasárselo bien de vacaciones. Me refiero a nuestra vida
real, no a una vida de fantasía ganada en una chocolatina. A la semana que viene, al
mes que viene, a los próximos diez años. —Hace una pausa—. Las cosas tienen que
cambiar, Amy —asegura con un hondo suspiro.
—¿Cómo? —pregunto mirándolo a la cara, y asustada por la forma en que lo ha
dicho.
Me da miedo el rumbo que está tomando la conversación. Ojalá la hubiéramos
mantenido dos semanas o un mes antes, en lugar de ahora. Me siento paralizada.
¿Cómo puede hablar de mejorar nuestra relación si ni siquiera se da cuenta del
estado de ésta? ¿Si ignora lo sucedido? ¿Si no sabe —y no podrá saber nunca— nada
sobre Tom?
—Quiero que volvamos a ser los de antes. Aquellas dos personas que salían
como estamos haciendo aquí, en Nueva York, que les encantaba estar juntos y
divertirse. Esas personas que siempre se contaban la verdad. —Me mira a los ojos—.
Me gustaría saber si de verdad eres sincera y me dices lo que piensas realmente.
—¿Qué quieres decir? —boqueo mientras el pulso se me acelera. ¿Es tan
evidente? ¿Se ha dado cuenta de lo de Tom? ¿Lo ha sospechado todo el tiempo?
—Porque yo no estoy siendo sincero contigo.
—¿No?
—No —asegura con voz quebrada.
—¿A qué te refieres?
—Pues… tengo que contarte algo… sobre Jessie y yo.

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Capítulo 14
Jack

Tengo que contarte algo… sobre Jessie y yo

Cuando esta frase venenosa y traidora se me escapa, sé que no habrá vuelta


atrás. Me cuesta respirar y la cabeza me da vueltas, como si mis propias palabras
estuvieran estrangulándome. En ese momento, como un soldado que se detiene para
vaciar la vejiga en el fragor de la batalla, empiezo a oscilar enloquecidamente entre el
miedo y el alivio.
El alivio proviene de haber empezado a confesar, lo que significa que pronto
habré acabado de exorcizar ese terrible secreto culposo que tuve enquistado todo el
fin de semana.
He elegido buscar la salvación anteponiendo mi relación a todo y la enarbolo
como una antorcha que alumbra mi camino. Voy a hacer lo que Amy haría en mi
lugar: contar la verdad.
Pero tengo miedo. ¿Y si me equivoco? ¿Y si se equivoca ella? ¿Y si la verdad no
es la gran sanadora, como suele repetir Amy, sino un verdugo implacable? ¿Y si mi
confesión, en lugar de actuar como tónico revitalizador que saque nuestra relación de
su actual estado bipolar —en que pasamos de la felicidad al odio en un santiamén—,
resulta un espantoso acto de autodestrucción similar a meterme una granada en la
boca y tirar de la anilla?
Me mira fijamente. Detrás de ella resuenan las bolas de billar.
Ojalá fumara todavía, porque éste sería el momento perfecto para salir a
comprar un paquete de Marlboro… y no volver nunca.
De pronto me siento increíblemente débil.
—¿Jessie y tú? —pregunta Amy.
—Aja.
—¿Jessie Kay?
Asiento con la cabeza. Tengo la garganta tan seca como si acabara de tragar un
puñado de polvo.
—Ay, Jack. —Gime y me coge la mano—. No me digas que te ha echado…
Su gemido es de lástima, no de ira. Gime por mí, no por ella… No porque se
haya imaginado lo peor, sino porque yo tal vez haya perdido mi única dienta y
fuente de recomendaciones. Gime porque cree que Por mi Cuenta acaba de
desaparecer sin haber nacido.
Éste es un ejemplo de su generosidad de espíritu, aunque ahora mismo resulta
incongruente. ¿Por qué no saca un poco de mala leche? ¿O me insulta? ¿Por qué no

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tiene un resto de espinaca entre los dientes? ¿O un grano en la punta de la nariz?


¿Por qué ha de ser tan buena y tan guapa? ¿Por qué demonios he elegido este preciso
momento para empezar a sufrir por amor?
—No, no me ha echado.
—Entonces, ¿qué?
—Lo siento… —digo mirándola a los ojos, con un tono grave producto del
dolor que me embarga. Somos lo bastante mayorcitos para saber que cualquier
historia que empieza con un «Lo siento» termina casi seguro con lágrimas. Así que
no es de extrañar que me pregunte con desconfianza:
—¿Qué es lo que sientes?
Uno de los jugadores de billar que tiene detrás levanta la mirada de su taco y
sonríe: dos dientes de oro brillan en la penumbra. Se me encoge el pecho, como si me
hubieran atado con alambre de espino, y el sudor perla mi frente.
—No era mi intención que pasara nada —me excuso, pero en un tono que no
parece el mío, sino el de un niño.
Amy frunce el ceño. El resplandor de su mirada se apaga como un fuego con un
pis.
—¿A qué te refieres?
—Te aseguro que nada fue premeditado. Tienes que creerme, Amy, por favor…
—¿De qué coño estás hablando? —me espeta, retirando bruscamente su mano
de la mía.
Sus palabras son como dardos de curare y temo que vaya a darme un puñetazo
a lo Rocky Balboa.
Un camarero aparece por ensalmo y me mira con desconfianza.
—¿Todo bien? —pregunta a Amy, pero suena un poco al capitán del Titanic
queriendo saber: «¿Alguien más ha sentido la sacudida?»
—Sí —responde ella, y mientras lo mira alejarse su cara entera parece
descomponerse—. Pero no comprendo… —dice como si hablara en sueños—. Nunca
pensé… ni por un segundo… —Me mira confundida, como si yo fuera un
desconocido que acaba de sentarse en su mesa—. Me dijiste que era rellenita… y
madura…
—Mentí.
—¿Qué mentiste?
Percibo su tono de pena y no me atrevo a seguir mirándola. Ojalá pudiera salir
corriendo y volver convertido en otra persona, alguien mejor. Ojalá pudiera meterme
en una cabina telefónica y salir como Superjack, y volar alrededor del mundo lo
suficientemente rápido como para retroceder en el tiempo y cambiar los hechos.
Ojalá pudiera deshacer este entuerto.
—Dime qué ha pasado, Jack, cuéntamelo todo —exige—. Ahora mismo, joder.
Y así lo hago. Porque esta conversación fue idea mía. Porque nuestra relación
ha sido tan complicada, confusa y enmarañada últimamente que seguir mintiendo
sólo empeoraría las cosas.
Porque no me queda alternativa.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Porque, como el sujetador de una modelo de segunda en una sesión de fotos, es


algo que he de quitarme del pecho.

Confesiones: infierno en el ático

—Nadie deja el pasado del todo atrás, Jack —me aseguró mientras se
arrodillaba—, especialmente alguien como tú, que ha sido un chico tan malo…
Me empujó otra vez en el sofá cama y cogió mi cinturón.
—No te preocupes —añadió con un guiño—, te prometo que no muerdo…
En aquel momento, si algo sabía a ciencia cierta era que esa promesa sólo
podría sonar menos convincente si la hubiera formulado un león.
Jessie no tenía pensado morderme. Quería comerme crudo.
Miré aquella piel tan cuidada, los músculos firmes, el cabello peinado, las uñas
pintadas, el pubis recortado, los pechos perfectamente redondeados y
quirúrgicamente esculpidos, y una lengua lasciva y lujuriosa que apenas asomaba
por unos labios con forma de corazón.
Empezó a desabrocharme el pantalón con la misma destreza con que me
desabotonara la camisa manchada de sangre la primera vez que nos vimos.
Falus se retorcía como un hurón atrapado en un saco, presionando contra mis
vaqueros con ánimo de desgarrarlos.
En cualquier momento cruzaríamos el rubicón sexual y no habría vuelta atrás.
Mis legionarios seminales estaban listos para la batalla y sólo era cuestión de tiempo
que atravesaran triunfantes las puertas de Roma.
Jessie abrió el botón de mis vaqueros y yo me oí gemir.
Ya había fantaseado con esa situación, con ella. Me había imaginado la escena
montones de veces, y ahora mi fantasía erótica estaba a punto de hacerse realidad. Y
tenía ganas. La deseaba. Quería hacerlo en aquel mismo instante.
Mi «comezón» quemaba como la picadura de un mosquito pidiendo que la
rasquen.
¿Qué hombre podría resistirse?
Tarde sólo un instante en tomar una decisión, y supe que me afectaría el resto
de mi vida.
—No lo hagas —le dije cogiéndole la muñeca.
—¿Qué? —preguntó, levantando la vista sobresaltada. Pero enseguida sonrió
maliciosamente—. Ah, ya veo, quieres aguantar un poco más, ¿eh? —Se echó atrás y
soltó una risita expectante mientras me miraba el paquete—. Adelante, muchacho,
veamos qué clase de arma escondes ahí debajo…
—No lo comprendes —dije apartándome a un lado—. No quiero aguantar ni
quiero hacer nada.
Me gustaría decir que el motivo de mi inesperada reticencia fue haber tomado
repentina conciencia de cuáles eran mis auténticas lealtades. Por ejemplo, que

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

visualicé a Ben esperándome en casa. O que la alianza de bodas lanzó un súbito


destello al sol del atardecer. O cualquier otro escrúpulo honroso y noble.
Pero no puedo.
También me gustaría decir que en el último momento intervino un
remordimiento que hizo saltar mis fusibles eróticos y, por tanto, el suministro de
hormonas y endorfinas a la entrepierna quedó interrumpido y Falus se vio obligado a
hundirse de nuevo en su oscura cueva.
Pero tampoco puedo.
Seguía teniendo ganas de follar con Jessie. No sólo quería saltar sobre ella, sino
también hacerle cosquillas en las amígdalas con mi lengua y juguetear con sus
melones. Y repasar mis habilidades lingüísticas brasileñas. Por no hablar de tirármela
contra el espejo y sobre el escritorio y en el balcón, por detrás, como perros.
No, la razón de mi súbita reticencia no fue un exceso de escrúpulos ni falta de
deseo, sino el porro, que me tenía embotado y confuso. Además, me horrorizaba la
idea de tomar cualquier decisión —mucho más una de tipo emocional, o alguna que
requiriera sopesar racionalmente pros y contras, o que me hiciera elegir entre lo
correcto y lo incorrecto.
Lo que pasó fue lo siguiente: estaba aterrorizado y recurrí a lo único que me
quedaba: el instinto. Y éste me decía que dejara a Falus en su cueva y me largara de
allí a toda castaña.
Pero el plan de acción de Jessie era radicalmente distinto.
—¿Dónde te crees que vas? —me preguntó.
—Me voy.
—¿Adónde?
—A cualquier parte. A casa. Lo siento. No es culpa tuya.
Me habría disculpado mil veces si ésa era la condición para que me dejara
marchar. De repente me sentía atrapado en una pesadilla. «¡Dejadme salir! ¡Dejadme
salir!», gritaba una vocecilla en mi interior.
Pero cuanto más me desplazaba a un extremo del sofá cama, más se arrastraba
Jessie hacia el mismo lado por el suelo. Hasta que nos miramos a los ojos, por encima
del cinturón desabrochado, como dos cangrejos que mantienen la distancia frente a
un trozo de carne.
—Ya es demasiado tarde para pensarlo, Jack —me advirtió.
—Mira, ya te he pedido disculpas, y tendría que haber dicho algo antes, pero de
verdad que debo irme.
—¿Antes de qué? —repuso con una media sonrisa—. ¿Antes de que apareciera
desnuda?
Miré el techo; de repente deseaba que estuviera vestida.
—Sí.
—¿O antes de tumbarte aquí conmigo para hablarme de tu vida sexual?
Miré la puerta.
—Sí, también.
—¿O antes de fumarte el porro y empezar a tontear?

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

Miré la ventana.
—Sí, también antes de eso.
—¿Así que reconoces que has estado tirándome los tejos?
—Sí, pero…
—Bien, porque me molestaría mucho haberte malinterpretado cuando me
comentaste que te resultaba atractiva. O haber entendido mal tus intenciones cuando
te restregaste contra mí en la escalera…
—Eh, un momento —protesté mirándola—. Fuiste tú quien…
—Pero sobre todo, Jack, me molestaría haber malinterpretado ese bulto en tus
pantalones ahora mismo, cuando trataba de desabrocharte los botones…
Le brillaban los ojos, como al que acaba de ganar una discusión y está a punto
de salirse con la suya. Pero se equivocaba, porque aquello no era un debate sobre
proezas, ni seguía ningún tipo de lógica; sólo tenía que ver con lo que me dictaba mi
instinto. Y éste seguía diciéndome que saliera por piernas.
Traté de ponerme de pie, pero me empujó hacia atrás.
—No vas a ninguna parte —amenazó—. Vamos a terminar lo que empezamos y
además vas a agradecérmelo, porque sé que es lo que deseas…
A pesar de mi inmovilidad, el corazón me latía como si corriera para coger el
autobús.
Entonces me moví muy rápido. Me escurrí por el sofá y salí a la carrera hacia la
puerta.
—¡Vuelve! —gritó ella.
Ni hablar. Huía para salvarme.
Tropecé en el umbral y casi me caí, y a continuación acometí el primer tramo de
escalera con tal ímpetu que aterricé abajo y me doblé el tobillo. Entonces Jessie
apareció en lo alto de la escalera, como una villana en una película de navajeros. Me
miraba con odio mientras yo aullaba de dolor.
—Mírate, das lástima. ¿Y tú te crees un hombre?
Con el porte de una gladiadora que se dispone a asestar el golpe de gracia a su
oponente herido, empezó a bajar la escalera. En aquel momento recordé cómo se
había enfrentado a Roland y que era una reina del taekwondo. Seguro que podía
partirme en dos.
—¿Cómo te atreves a irte sin echarme un polvo? —preguntó con los brazos en
jarras.
—Fuiste tú quien me colocó con ese porro —gemí con gesto de dolor, tratando
de apoyar el peso de mi cuerpo sobre el pie derecho—. No es culpa mía. Ya me he
disculpado. ¿Qué más quieres?
Pero no me escuchaba.
—Y ni se te ocurra decirme que prefieres marcharte con ese estúpido adefesio
de mujer que tienes y su estúpida vida hortera, porque no te creeré. —Me fulminaba
con la mirada de desprecio y arrogancia de una modelo de pasarela.
La única ventaja del dolor de tobillo era que me había despejado súbitamente,
lo que a su vez me permitía darme cuenta de que Jessie se comportaba más o menos

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como Glenn Close en Atracción fatal.


Encima, estaba faltándole el respeto a mi mujer.
—No hables así de Amy.
—A la mierda con Amy, y a ti que te jodan. ¿Y sabes qué? Mejor que te quedes
con ella porque, ahora que te miro bien, no sé lo que ve ti. Ni siquiera eres guapo. Y
además, estás quedándote calvo y apestas a sudor.
La rabia que sentí hizo que desapareciera cualquier intención de salir de la
situación con dignidad y educada tranquilidad. ¿Quería convertirlo en algo
personal? Pues muy bien. Para bañar el tango hacen falta dos, así que taekwondo o
no taekwondo, ahora me tocaba a mí.
—Ah, ¿sí? —repliqué, y le solté el insulto más elaborado que fui capaz de urdir
en tan poco tiempo—. Pues tu coño parece un palito de bacalao.
Se puso morada. «Sí, pichona, bienvenida a mi mundo —pensé—. Ahora verás
lo que pasa cuando te lías con un gamberro…»
—¡Sal inmediatamente de mi casa, cabrón! —gritó señalando el pasillo.
—Sí, claro, me voy —respondí, y eché a andar cojeando—. ¡Y tienes razón, tu
programa me parece una mierda! —le espeté.
—Tu aliento es apestoso y tienes unos dientes asquerosos —masculló cuando
me alcanzó al final del segundo tramo de escalera.
Me volví en redondo y me encaré a ella.
—Sí, y tú deberías demandar a tu cirujano plástico, porque esas tetas están
desparejas.
—Mentiroso de mierda.
—No, qué va. Mírate. La izquierda es más grande que la derecha, y se ven las
cicatrices. —Lo cual era una falsedad, pero logré mi objetivo.
—¡Pajillero! —aulló la señora Tetas, mientras me precipitaba hacia la escalera de
mármol.
—¡Foca!
Corrió detrás de mí y se detuvo.
—¡Estás despedido!
—No, no lo estoy, porque me voy sólito, ¿te enteras?
Mientras nos fulminábamos con la mirada, jadeantes, pensé que, desde que en
1979 Aaron Wilson rompiera de un mordisco uno de mis soldaditos en el parque y
me dijera que mis zapatos olían a pipí, nunca me había enzarzado en un intercambio
de insultos tan virulentos.
Entonces Jessie masculló con los ojos entornados de rabia:
—¡Niño de mamá sin polla!
Exactamente la misma frase con que había descrito a Roland el fatídico día que
nos conocimos. Una expresión castradora, para poner a un hombre de rodillas y
despojarlo de su virilidad.
En aquel momento lo comprendí con absoluta claridad: nada de lo ocurrido
tenía que ver conmigo, sino con ella. Era yo quien estaba allí, sí, pero podía haber
sido cualquier otro. Se trataba del modus operandi de Jessie. Siempre procedía de igual

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modo.
Jessie Kay era una manipuladora de hombres, una titiritera, y yo, su último
títere.
Y como me negaba a complacerla, me echaba de su catre.
Lo que significaba que Roland ya no era mi enemigo mortal, sino un compañero
de armas.
Podía haber utilizado algunas de las lindezas que le había soltado Roland
(«guarra psicótica», por ejemplo, me pareció muy apropiada para la descarga inicial),
pero al final decidí mantener la boca cerrada.
A fin de cuentas, ¿qué importaba? Yo no era Roland sino Jack Rossiter, y Jessie
no era mi novia sino mi jefa. Y aunque habíamos intimado un poco —por desgracia,
demasiado—, no había hecho nada con ella. De modo que ni tenía motivos para
seguir discutiendo ni para aguantar su mierda.
En otras palabras, nada me impedía darme la vuelta y largarme cojeando.
Así que eso fue lo que hice.
No dije ni una palabra y cerré los oídos a la sarta de insultos que disparó como
una metralleta y que me persiguieron por el pasillo, la puerta de entrada y el camino
hasta la calle. Seguí andando y no me detuve hasta llegar al Montacargas, aparcado
justo enfrente. Entonces fruncí el ceño, como si en mi mente se hubiera encendido
una alarma. Miré el suelo y, sí, iba descalzo, sin calcetines ni zapatos. Como Roland.
Había dejado las chanclas en la casa.
Me había convertido en el Hombre Descalzo.
Miré hacia la puerta de entrada, que se veía entreabierta.
Empecé a desandar lo andado, pero de repente me detuve.
Estaba a punto de cometer el mismo error garrafal que Roland. A punto de
volver a entrar, una vez que ya me había largado. Si mi corta relación con Jessie Kay
me había enseñado algo era, primero, que hay cosas en la vida por las que no vale la
pena volver, y segundo, que hay cosas que vale la pena dejar atrás para siempre.
Mientras me alejaba en el coche, recordé de nuevo aquella frase que a mi amigo
agente inmobiliario le gusta repetir: «Si Notting Hill es un corazón que late, entonces
podría decirse que Saint Thomas Gardens es su marcapasos.»
En fin, ahora me doy cuenta de que durante el tiempo que estuve allí sólo me
comporté como un imbécil.

Acabó con un beso

Miro desesperado a Amy al otro lado de la mesa del Milady.


Noto una descarga de adrenalina y siento que los pulmones se me contraen,
faltos de aire. Toda la mierda que le he contado, toda la mierda que estoy tratando de
dejar atrás, me hace sentir como si intentara escapar a nado de un tiburón y Amy
fuera mi única esperanza. Si no me tiende la mano, si no me perdona, entonces se

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

acabó, estaré jodido y mi vida no valdrá nada.


—¿Quieres decir que en realidad no hiciste nada? —pregunta, mirándome con
ojos llorosos.
—Eso no es lo importante. Deseaba hacerlo y casi lo hice. Y una vez te prometí
que nunca te sería infiel, nunca más, después de lo de Sally McCullen. ¿No lo
comprendes? Pensaba que tenía a Falus bajo control, pero me equivocaba. Y…
—¿Quién demonios es Falus?
Hago una mueca; estoy un poco borracho y confundido, atónito de haberlo
nombrado en voz alta.
—Nadie.
—¿Quién es?
—No tiene importancia. —Pero por la expresión de Amy, es evidente que sí la
tiene—. Mi polla —admito.
—¿Tu polla?
—Sí.
—¿Tiene nombre?
—No, no específicamente… bueno, sí, creo…
—¿Me lo cuentas ahora, después de siete años de casados? —exclama,
pasmada—. Pero ¿quién te crees que eres? ¿Un D. H. Lawrence de mierda?
¿D. H. Lawrence de mierda? Supongo que no se refiere a ningún actor porno,
sino al famoso novelista y poeta que escribió El amante de lady Chatterly, donde los
dos protagonistas suelen referirse a sus genitales con apodos.
—No, claro que no —replico.
—Pero ¿de veras llamas Falus a tu pene?
—En realidad no lo llamo, no, no en voz alta. Sería ridículo, por no decir
esquizofrénico. Pero sí, a veces pienso así en él.
—¿En él?
—Bueno, no va a ser en ella…
—En fin —masculla—, lo que tú digas. Mira, ya basta de Penis…
—Falus.
—Por favor, ¿puedes dejar de hablar de él, o de lo que sea, por un minuto y
concentrarte en los hechos?
—Claro.
—Bien. Te pusiste en una situación terrible con Jessie seguramente porque
estabas colocado, pero aun así conseguiste retirarte, guiarte por tu instinto y volver a
mí. —Me mira con la misma mezcla de determinación, ansiedad e incomodidad que
un estudiante de veterinaria que mete por primera vez la mano por el culo de una
vaca.
La observo anonadado. ¿Por qué se muestra tan comprensiva? Si la situación
fuera al revés, yo enloquecería…
—¿Quieres decir que no te parece mal? ¿Que no te importa?
—Bueno, no es que salte de alegría, claro, pero no hay nada que perdonar. Has
aprendido una lección, Jack, y todo el mundo mete la pata de vez en cuando. Todo el

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mundo.
«Todo el mundo menos tú», pienso. No la merezco, de verdad.
El corazón se me desboca y le aferró las manos.
—¡Ay, Dios, cómo te quiero! —exclamo en voz baja.
La alegría y el alivio me recorren a la par, como dos enamorados por un campo
de tréboles en verano. Al fin lo he dicho, me lo he quitado de encima, ya no tengo
nada que ocultar. Mientras la miro agradecido a los ojos, pienso que Amy tenía
razón. Siempre la tiene. La verdad es sanadora, no rompe nada, sino que mejora las
cosas.
Trago saliva y se me humedecen los ojos. Ahora que la he recuperado, no
quiero perderla nunca más.
—No deseo volver a acercarme jamás a la posibilidad de estropear las cosas
entre nosotros —le digo—. Por eso, algo tiene que cambiar. Debemos empezar a
cuidarnos más, pase lo que pase y cueste lo que cueste. Hemos de convertir otra vez
nuestra vida en algo maravilloso. Y te juro que si alguna vez me veo tentado de
cometer una estupidez, te lo diré directamente. —Le aprieto la mano—. Deseo ser un
buen marido, Amy, y un buen padre. No quiero acabar como el mío y que Ben
termine odiándome. Deseo pasar el resto de mi vida contigo, hacerte feliz y darte
cuanto te mereces —aseguro para que se sienta bien. En cambio, veo que se echa a
llorar—. ¿Qué pasa? —pregunto asustado, pero no me mira—. Dijiste que no te
importaba… que…
—Yo… —trata de explicarse, pero la emoción se lo impide.
—Perdóname. —Me odio por lastimarla de esta manera—. Perdóname, Amy,
no llores, por favor… —Se tapa la cara con las manos y sus hombros se sacuden con
cada sollozo—. Te quiero. Te quiero y todo irá bien de nuevo. Te prometo que haré…
—Basta —zanja alzando los ojos irritados—. No lo comprendes. No eres tú
quien ha metido la pata, sino yo. —Parpadea y una lágrima resbala por su mejilla—.
¿No te das cuenta, Jack? Soy yo. —Parece a punto de vomitar—. Soy yo quien lo ha
echado todo a perder.
—¿De qué estás hablando? —pregunto, y de pronto el lugar parece quedarse
sin aire.
Lo que dice, lo dice rápido. Las palabras caen unas encima de otras como las
monedas del premio de una máquina tragaperras. Menciona una cita de Internet, a
un tipo llamado Tom que trabaja en el mundo editorial, Trafalgar Square por la
noche, un beso, y después un segundo encuentro donde trató de romper con él pero
no pudo.
De repente me asfixio. Oigo un rosario de promesas y juramentos. Idioteces que
no quiero escuchar.
Amy hizo lo que jamás hice yo: besó a otra persona.
El resto no me importa.
Me levanto y me balanceo como un hombre en la cubierta de un barco que se
hunde. La miro y reparo en que sigue hablando y llorando, pero ni escucho ni siento
nada. Ni siquiera sé quién es.

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Me encamino hacia la puerta.


No me molesto en mirar si me sigue, porque no quiero verla.

Ahuecar el ala

En cuanto salgo, echo a correr. Paso junto a bares y cafeterías. La música suena
por todas partes. La gente ríe y bebe sentada en las terrazas. Unos muchachos juegan
al baloncesto en una cancha iluminada. Los coches van y vienen con los altavoces a
tope. Y sigo corriendo por las aceras hasta que siento los pulmones a punto de
estallar.
Llego a la entrada de una cafetería. En ese momento veo un taxi y levanto la
mano. Subo.
—¿Ande va, señor? —me pregunta el taxista mexicano.
Sólo veo una franja de su cara en el retrovisor, como si me mirara a través de un
buzón.
—No lo sé. Sólo conduzca.
—¿Qué? ¿Como en las películas? —bromea.
—Sí, igual.
—Muy bien, amigo, lo que usted diga. —Se encoge de hombros.
Nos internamos en el tráfico y me acurruco en el asiento trasero.
Estoy mareado, como si me hubieran golpeado la cabeza con un mazo repetidas
veces. No puedo creer lo que ha hecho Amy, no logro entenderlo. ¿Cómo es posible
que haya ocurrido? ¿Cómo me ha engañado de esa manera? Y yo, que creí todo el
tiempo que mi conducta amenazaba a nuestra familia, cuando en realidad era la
suya.
Pienso en Ben.
Pienso en Amy.
Y en mí.
Pero no puedo pensarnos a todos juntos, ya no.
Observo mi imagen reflejada en la ventanilla, las luces de neón de las tiendas de
Nueva York. Todas esas personas desconocidas. Lo extraño de todo esto.
Cuando tomamos por Times Square, evoco a John Voigt en Cowboy de
medianoche y cómo se sentía recién llegado a la ciudad. Así estoy yo ahora, sólo que
bastante menos guapo y sin sombrero. Pero igual de perdido en un lugar que me
sobrepasa. Estoy perdido, como él.
El taxi deja atrás una estación de metro, lo que me recuerda el cuestionario de
satisfacción de los clientes que rellené en el tren camino al aeropuerto de Heathrow
antes de llegar aquí. En la casilla de edades me tocó pasar a un nuevo grupo de edad:
de 25-34 a 35-50. Pues bien, quizá todo esto signifique que ésta es la última fase de mi
vida y el comienzo de la próxima.
Me enjugo la frente con el dorso de la mano y veo la alianza de boda. En la

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penumbra del taxi parece un surco abierto en el dedo justo hasta el hueso.
Estoy tan mareado que siento náuseas. No puedo dejar de pensar en los hechos,
y los hechos son diáfanos: ella me falló y yo no le fallé. No hay más que hablar.
Nada de nada.
Para ser un hombre casado con poco o nada de dinero, sin equipaje y con un
billete gratis de vuelta a casa en el hotel en que se aloja con su esposa, hago una cosa
muy extraña. Pero en mi opinión, después de lo sucedido, es lo único que puedo
hacer.
—Dé la vuelta —pido al taxista tras comprobar que llevo la cartera y el
pasaporte en el bolsillo.
—¿Volvemos al SoHo?
—No, lléveme al aeropuerto, al Kennedy.
Porque me voy a casa.
O en todo caso, a Londres.
Pues ya no sé lo que significa la palabra «casa».

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Capítulo 15
Amy

El Everest de la autoridad moral…

Es martes y estoy en la cocina de mi madre, muerta de cansancio. No sé muy


bien cómo me las he arreglado para llegar hasta aquí, pero durante las últimas
veinticuatro horas he demostrado que soy más resistente de lo que creía.
Vine del aeropuerto directamente, en tren y taxi. No he dormido —salvo alguna
que otra cabezada en el avión— desde que Jack me dejó en el Milady el domingo por
la noche. Lo que parece haber ocurrido en un universo paralelo.
Al principio, cuando él se largó, pensé que había ido a correrse una buena
borrachera. Así que volví a la habitación del hotel y lo esperé sentada en la cama,
mirando fijamente la puerta. «Seguro que me odia por lo que he hecho —me decía—,
pero tampoco puede odiarme eternamente, ¿no?»
Sin embargo, a la mañana siguiente, mi miedo por el futuro de nuestro
matrimonio se había transformado en otra clase de miedo. A la hora de la comida,
estaba convencida de que le había ocurrido algo que le impedía volver al hotel, un
accidente o una agresión. A media tarde, ya lo habían asesinado brutalmente en el
Bronx, así que comuniqué mis temores al personal del hotel, que a su vez llamó a la
policía.
Cuando me disponía a cancelar mi vuelo del lunes por la noche y el agente
Delancy iba a dar curso a la denuncia de persona desaparecida, Matt llamó para
informarme que Jack había regresado al Reino Unido, de modo que no estaba muerto
ni herido.
Y entonces me enfadé.
No lo consideraba capaz de comportarse así, que fuera tan estúpido y egoísta
para actuar de esa manera. Que tuviera la desfachatez de dejarme plantada en otro
país.
Aparte de la terrible vergüenza por tener que explicar la situación al personal
del hotel y disculparme con la policía, todavía estoy indignada porque Jack no me
haya dado la oportunidad de explicarme. Después de mostrarme tan comprensiva
con lo suyo, lo menos que podía hacer era escucharme.
Quizá haya sido estúpida e ilusa respecto a Tom, pero que Jack me haya dejado
tirada en Nueva York es peor, muchísimo peor.
¿Cómo se atrevió a largarse sin mí?
¿Cómo se atrevió a arruinar así nuestro viaje?
Debo de serla única persona en el mundo que ha ganado un viaje a la Meca de

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las compras y no ha comprado nada. Hasta he vuelto a casa con dólares.


Así que estoy pasmada de que Jack se atribuya autoridad moral, y me refiero a
una autoridad moral similar a la de haber escalado el Everest, cuando ni siquiera
tiene derecho a reivindicar haber llegado al campamento base.
Y para añadir una ofensa a mi dolor, el tan ansiado reencuentro con Ben
también ha sido un desastre total.
—¿Onde ta papi? —me preguntó a modo de saludo. Y cuando fui a levantarlo
en brazos, me pegó y chilló—: ¡Quieo con papi!
—Papi no está aquí, cariño —le dije sujetándolo por las muñecas—. ¿No le das
un besito a mami?
—No.
Me quedé agachada en el suelo con los brazos extendidos hacia él, pero el crío
salió corriendo al jardín.
Así que me eché a llorar.
Mi madre entró inmediatamente en modo acción, razón por la cual estoy ahora
sentada a la mesa de su cocina con una taza de té y un paquete de Kleenex sobre el
mantel de hule floreado.
—Volverá —asegura mientras deja la tetera—. Y no te preocupes, Ben sólo está
tratando de castigarte por dejarlo tanto tiempo. Tienes suerte de que no te haya
mordido. Algunos niños muerden a sus padres, ¿lo sabías?, cuando éstos se separan
de ellos.
Detecto una ligera nota de satisfacción en su tono por el hecho de que mi hijo
me haya rechazado.
—Imagino que te sentirás agotada —añade—. Ya que estás aquí, ¿por qué no
echas una cabezadita, querida? Puedo prepararte tu vieja cama…
—No, mamá, gracias de todas formas, pero he de irme a casa.
Ben está en el jardín del fondo, en el tobogán que mi madre le ha comprado, al
lado de un enorme cajón de arena. Intuyo que se lo ha pasado en grande y que no me
ha echado de menos en absoluto.
¿Tan prescindible soy?
Por lo visto sí, o por lo menos eso piensan los hombres de mi vida. Me
abandonan en manada.
—Dale unos días —aconseja mi madre— y para el fin de semana ya te habrá
perdonado.
—No te preocupes, mamá, no estoy disgustada por lo de Ben. Es que… han sido
unos días frenéticos, eso es todo.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí y no.
Hay un silencio mientras tomo un sorbo de té. No quiero contárselo, estoy
decidida a no implicarla. Ya le he mentido diciéndole que Jack no vino porque tuvo
que irse directamente al trabajo, pero ahora mi determinación flaquea. La necesidad
de tener a alguien de mi parte, de que sienta lástima por mí, es muy fuerte.
—Así que… ¿no quieres contarme lo ocurrido? —pregunta con tacto.

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Me sueno la nariz. El agotamiento me ha dejado débil y sin defensas contra su


mirada inquisitiva.
—Jack y yo tuvimos una pelea tonta en Nueva York. Eso es todo. Y… él decidió
volver a Londres… —Y le resumo los acontecimientos del día anterior.
Se lleva la mano a la boca.
—¡Oh, Dios mío! ¿De veras? De todas las cosas crueles, cobardes y poco
caballerosas que…
—Mamá, por favor.
—Pero… pero… podría haberte pasado una desgracia. ¿No le importaba?
—Bueno, mamá, soy una mujer adulta, y no ha pasado nada —miento.
Viendo la reacción de mi madre, el comportamiento de Jack parece aún peor,
todavía más indefendible, más imperdonable.
No obstante, creo que todavía debo dar marcha atrás. Al delatarlo me he
retirado del equipo Jack-Amy para alinearme con mi madre, y ya estoy muy
mayorcita para eso. Además, he destrozado la frágil relación de Jack con su suegra,
que nunca lo perdonará. Lo veo en su cara.
—No quiero que te preocupes, mamá, no es nada. Jack sólo quiere… sólo
necesita estar solo un tiempo.
Pero la verdad es que no sé lo que quiere ni necesita. De momento, ningún
contacto conmigo ni con su hijo. Parece que ha montado su campamento en casa de
Matt y tirado su móvil. Hace veinticuatro horas que está en Inglaterra y ni se ha
molestado en ir a recoger a Ben.
—Hay otra mujer, ¿eh? —suelta mi madre.
—¡Mamá, no es eso!
—Tu padre era igual, un mujeriego. Sé muy bien lo que es…
—Jack no…
—¡Abandonarte en Nueva York! ¡Qué barbaridad! ¿A qué está jugando? ¡Eres la
madre de su hijo!
Se lleva la mano al pecho y mira con expresión apenada a Ben. Alzo la vista al
techo. Éste es el resultado de años viendo culebrones.
—No ha sido Jack, sino yo —confieso al fin—. Le conté algo que me había
pasado con otro hombre… y, bueno, no reaccionó muy bien.
Me mira fijamente tratando de asimilar mis palabras. No puedo sostenerle la
mirada. Se inclina y me coge la mano.
—¿Te ha pegado?
—¿Qué?
—Si Jack te ha pegado… Si es así, dímelo. Querida, la violencia doméstica es
algo muy común. No serías la primera mujer que busca consuelo en los brazos de
otro hombre. La hija de Angela Dixon, la de la esquina…
Me restriego la cara y suspiro.
—Mamá, por favor, estás empeorando las cosas. No se trata de eso.
Bebe un sorbo de té y me mira. No me había percatado de lo mayor que está.
¿Tendré pronto su mismo aspecto? ¿Cualquier día de éstos me sorprenderé con esas

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patas de gallo? ¿Va a arrugárseme la frente con esa expresión de desconfianza


permanente en el sexo opuesto? ¿Acabaré como mi madre?
—Tú y ese otro hombre… ¿hace mucho que os veis? —pregunta sucintamente,
como quien no quiere la cosa, de la misma forma que una vez me preguntó cuánto
tiempo llevaba acostándome con mi primer novio, ante esta misma mesa. La
experiencia me ha enseñado que es mejor no contestar.
—No, mira, no ha sido nada. No tendría que haberle contado nada. Por favor,
no te preocupes por nosotros. Jack y yo hemos pasado unos meses difíciles y…
—No me sorprende que tengáis una vida dura en ese cuchitril de Londres. Sería
mucho mejor que os vinierais a vivir aquí cerca. Podríais disfrutar de una casa como
es debido. Ben ha mejorado mucho con este aire puro y un jardín grande…
—Ya te he dicho que ahora no podemos permitirnos mudarnos…—Pero si
vivierais aquí cerca, podrías trabajar medio jornada y yo cuidaría de Ben.
Lo tiene todo planeado. No puedo creer que me encuentre en la crisis
matrimonial más grande de mi vida y mi madre tenga el descaro de intentar sacar
partido.
—Aquí no podría conseguir la clase de trabajo que me gusta. —Desecho su
aterradora propuesta—. Mamá, no hay problema, me gusta cuidar a mi hijo. Creía
que también querías que lo hiciera.
—Por supuesto, pero me molesta verte tan pendiente del dinero y haciendo
economías. Si ese marido tuyo tuviera un buen trabajo, en lugar de hacer el tonto con
la jardinería por cuatro cuartos…
—No hace el tonto y no es por cuatro cuartos —replico con los nervios a flor de
piel. Pensaba que le gustaba que Jack trabajara en Greensleeves—. Renunció a sus
sueños de pintor para mantenernos a Ben y a mí. No puedo pedirle más sacrificios.
—Me levanto—. Y te agradecería que no aprovecharas esta oportunidad para meter
cizaña en nuestro matrimonio, porque, para tu información, estoy muy contenta con
él.
—Pues no lo parece. Tal vez te moleste oírlo, Amy, pero algunas cosas no llegan
porque sí. Quizá cometiste ciertos errores, pero ¿por qué? Eso es lo que tienes que
preguntarte. Tal vez porque ese marido tuyo, supuestamente brillante, no te
dedicaba suficiente atención, por eso.
—¿Puedes dejar de hacer suposiciones?
—¿Y crees que se toma la paternidad en serio? ¡Ya me dirás!
No hay manera de pararla, está lanzada.
—¡Cállate, mamá! Jack es un padre excelente y Ben lo adora.
—¿Pues dónde está ahora? ¿Dónde está cuando lo necesitas?
Me tiembla la barbilla mientras las lágrimas se deslizan por mis mejillas. Jaque
mate. La odio.

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Plantar cara al enemigo

Es evidente que mi madre no ha seguido ninguna de mis instrucciones durante


nuestra ausencia. Ha dado al traste con la rutina de Ben, que se duerme de camino a
casa, aunque sea la hora de merendar.
Jack debe de estar en casa, me repito, a pesar de que ya he llamado cinco veces
y sólo me ha respondido el contestador automático.
Ojalá esté allí, ojalá haya recobrado el juicio y se haya marchado de casa de
Matt. Abro la puerta forcejeando con mi bolso y Ben, que es como un peso muerto
sobre mi hombro. Hace años que no cargo tanto y mis músculos gimen agonizantes.
El ruido de la puerta que se cierra a mis espaldas me devuelve a mi mundo de
siempre y Nueva York desaparece de golpe como un madero a la deriva.
—¡Jack! —llamo.
Estoy exhausta.
Lo necesito.
A estas alturas ya se habrá calmado. Debe de saber lo mal que me siento y
estará desesperado por ver a Ben.
Aguzo el oído ansiando oír mi nombre, que la histeria de Nueva York y los
malentendidos desaparezcan, que vuelvan la cordura y la normalidad.
La casa está vacía.
Acuesto a Ben en la cuna de nuestra habitación. Se remueve pero no despierta.
Me inclino y le acaricio la cara. Me alegra estar en casa y tener a mi hijo de vuelta en
su hogar.
Miro la habitación y de pronto noto que el despertador de la mesilla de Jack ha
desaparecido, junto con una foto enmarcada de Ben, mi favorita. Abro el armario y
me quedo helada: se ha llevado la mayor parte de su ropa. Sólo ha dejado el traje de
boda.
Cojo la manga y me la paso por la cara. Trago saliva. Tengo la garganta seca y
áspera.
Entonces todo esto es real. No he regresado a la normalidad. Jack se ha
marchado.
Empiezo a registrar frenéticamente el resto del piso. Ni siquiera encuentro una
nota, nada de nada, sólo un mensaje de Kate en el contestador en que me anuncia
que está fuera, pero que se ha enterado de lo ocurrido y vendrá mañana a hablar.
Como si necesitara su consejo.
Hojeo la pila de cartas que hay sobre la mesilla del recibidor y, en medio de un
montón de publicidad de pizza para llevar, veo un sobre dirigido a mí.
Lo abro y me encuentro con una foto firmada.
La que pedí a Radio CapitalChat, de Jessie Kay.
Me quedo mirándola durante una eternidad, asqueada. Sonríe y sus ojos
sensuales transmiten una inteligencia cómplice. Aparece perfectamente maquillada,
le brilla el cabello, tiene unos dientes perfectos y la línea del cuello se precipita en un
vertiginoso escote. Y haber tenido la cara dura de describirla como «rellenita y

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madurita»… Es guapísima, el tipo de mujer que hace babear a los hombres de todas
las edades.
Levanto la vista y veo mi imagen en el espejo de pared. En contraste, estoy
arrugada y pálida. Tengo manchas de maquillaje en el rabillo de los ojos inyectados
en sangre, subrayados por profundas ojeras góticas. Llevo el pelo sucio y recogido y
una mancha de ketchup en la camiseta. Inspiro y compruebo que ese olor
desagradable en la casa proviene de mí.
¿Acaso Jack se ha arrepentido y por eso está enfadado? ¿Está mosqueado por no
haber hecho nada con Jessie? ¿Por haber tenido la oportunidad de tirarse a una mujer
de bandera y haber renunciado? Quizá ahora se siente un gilipollas y lamenta
haberse cortado, porque sabe que mientras él no la besaba yo estaba besando a otro.
Por eso tal vez no está aquí. Quizá ha decidido vengarse saliendo en busca de
alguien con quien ser infiel, igual que la mentirosa y tramposa de su mujer. Quizá ha
vuelto a ver a Jessie. Tal vez ahora mismo esté con ella.
Estoy demasiado triste para comer, y además nada de lo que hay en la nevera
me apetece. Abro una botella de vino y me sirvo un vaso colmado.
Me siento a la mesa de la cocina. Sin Jack, éste no parece mi hogar, sino una
pequeña jaula repleta de cosas. Suspiro y apoyo la cabeza sobre la mesa. Es
insoportable.
Voy a buscar la foto de Jessie Kay, cojo un rotulador de Ben y le pinto un bigote.
Después la rompo en pedazos y la tiro a la basura.
No sé por qué la odio tanto. No sé qué es peor: que tratara de seducir a Jack o
que no lo consiguiera. Porque el hecho de que no lo lograra, a diferencia de Tom,
implica que Jack es más fuerte que yo… Esta idea me atormenta, pero él nunca dejará
que la olvide.
Enciendo el portátil. Como sospechaba, tengo un mensaje de Tom en el buzón
de entrada. «Amy de West London, ¿ya has vuelto? ¿Has tenido ocasión de pensar?
Me encantaría volver a verte.» Siento una oleada de asco y fastidio. Este tipo es como
un cachorro empalagoso. Y H tiene razón: apenas me conoce. Cómo se atreve a
suponer que voy a ceder. Si no fuera por él, no estaría metida en este lío.
«No hay nada que pensar —escribo—. Discúlpame si te he confundido o te he
mandado señales equivocadas, pero no soy la chica para ti.»
Lo releo, cambio «chica» por «mujer» y luego, para estar segura de no dar lugar
a ningún tipo de maniobra, añado: «No vuelvas a escribirme.»
Pulso send y después borro su dirección de mi lista de contactos. Así desaparece
en el ciberespacio.

¡A sus puestos de combate!

Al cabo de unas horas, H camina de un lado a otro de mi cocina. Me he


desahogado con ella contándole lo sucedido.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¡Te lo advertí! —dice exasperada.


—No creía que fuera a cortar así, de esta manera. Pensaba… —Me interrumpo.
¿Qué pensaba? ¿Acaso pensé? Sin duda en ningún momento sopesé las
consecuencias de mi ingenua sinceridad. Me sentí tan mal después de la confesión de
Jack que no pude evitar la mía. Pero parece que H tenía razón. Lo único que conseguí
fue acabar de liarlo todo.
—Eres una idiota, Amy, una estúpida. —Suspira y menea la cabeza. Después
me mira y, al ver mis lágrimas, pone cara de lástima.
—Tienes que ayudarme a recuperarlo, H. Conmigo no querrá hablar, pero
contigo sí.
—¿Dónde está?
—Se ha instalado en casa de Matt, pero debe de saber que ya estoy aquí. Sabía
qué vuelo cogía.
La miro y rezo para que no se niegue. Sé que no desea volver a ver a Matt.
Desde que acabaron su atormentada relación no han hecho más que despellejarse
mutuamente. Pero, para mi sorpresa, accede.
—Vamos —dice.
Bendita la hora en que conocí a esta bendita mujer. Con ella a mi lado me siento
más fuerte.
Me trago el orgullo y llamo a Camilla para pedirle que me preste a Yitka.
Camilla me deja muy claro que se trata de un favor enorme y no me queda más
remedio que adularla un poco. Al cabo de diez minutos, llega la canguro para cuidar
a Ben y me marcho con H.
—¿Preparada? —me pregunta.
Asiento y bajo del coche.
Llamamos a la puerta, pero nadie responde.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Llamaré a Matt —dice H. Me sorprende que aún conserve su teléfono.
Hay luces encendidas.
—Jack —llamo—, Jack, soy yo. Abre, tengo que hablar contigo. —Me agacho y
miro por la rendija del buzón—. Sé que está ahí —digo—, lo sé.
—Matt vendrá enseguida —anuncia mi amiga cerrando su móvil—. A ver si
acabamos de una vez con todo esto.
Nos sentamos en la escalinata y miramos el tráfico. Solía ser un lugar muy
tranquilo, pero desde que el barrio se ha aburguesado hay más movimiento.
—¿Piensas alguna vez en Matt?
—A veces.
—¿Y te arrepientes?
—No; los dos lo intentamos, pero no era el momento oportuno. Yo quería pasar
a la siguiente etapa y él volver al pub.
—¿Estás nerviosa por verlo de nuevo?
—No; sólo me fastidia no llevar un buen anillo de compromiso para metérselo
por la garganta.

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En ese momento, Matt llega en su BMW. Le echo una mirada a H, que, en lugar
de mostrarse rencorosa, parece una colegiala cohibida. Nos levantamos.
Matt está tan fardón como siempre, con un traje Paul Smith de supermoda y las
gafas de sol sobre la frente. Se acerca sonriendo.
—Vaya, H, estás muy guapa. —Se detiene y la mira; ella le devuelve la mirada.
—Gracias.
—Vaya, vaya —comenta él, de pronto incómodo. Con todo, siguen mirándose.
—Hola —saludo.
—Ah… sí, Jack —dice Matt, como si acabara de reparar en mi presencia—.
Espero que te lo lleves a casa. No lo quiero aquí. Adelante —añade mientras abre la
puerta.
Hacía siglos que no venía aquí. Ha redecorado su piso y echo de menos el
aspecto destartalado de antaño, pero aun así el olor del lugar —la avalancha de
recuerdos de cuando Jack y yo empezamos a salir juntos— es como un bofetón.
Matt sube a la planta de arriba y H y yo nos quedamos en la sala. La barra sigue
allí y también la diana de los dardos.
Me pregunto si H también sufre un acceso de nostalgia. Pasa la mano por el
respaldo del gastado sofá de piel, pero no dice nada.
Matt vuelve al cabo de un momento.
—No quiere salir de su cuarto —anuncia.
—¡Venga ya! ¡Por favor! —interviene H—. Dile que crezca de una vez, hazlo
salir.
—No puedo, no contesta y la puerta está cerrada con llave.
—¿Y qué coño hace allí dentro?
—Lo habitual, supongo, escuchar una música de mierda y beberse mi bar,
rasguear la guitarra y convertirse en un depresivo. Está así desde que volvió. Hace
exactamente lo mismo que en los viejos tiempos cada vez que rompía con alguna…
—H lo fulmina con la mirada—. Eh… quería decir cada vez que se peleaba con
alguna.
—Déjame hablar con él —pido. Matt hace ademán de acompañarme—. A solas.
—Claro, claro, por supuesto. Adelante.
Subo hasta la vieja habitación de Jack y llamo a la puerta.
—¡Jack! ¡Jack! Soy yo. —Nada. Apoyo el oído contra la puerta y oigo una radio
encendida. Me lo imagino sentado en su vieja cama, oyéndome, a poco pasos de
distancia—. Sé que me oyes y lo único que quiero es que me escuches. —Apoyo la
frente contra la puerta. Esto es muy difícil—. Quiero que vuelvas a casa, Jack. Te lo
pido por favor, por mí y por Ben. Por todos nosotros… —Nada. Suspiro—. Escucha,
sé que estás disgustado y enfadado, pero toda esa historia con el otro… con Tom…
Ojalá hubieras dejado que te lo explicara en Nueva York. No tienes motivo para
enfadarte tanto, ¿sabes? Sé que cometí un error, lo supe casi instantáneamente.
Nunca fue mi intención que pasara, te lo juro. —Es raro mantener este monólogo con
Jack. Me anima absurdamente el hecho de poder explicarme sin que, por una vez, me
interrumpa—. Quizá sucedió porque nos habíamos alejado demasiado, pero ahora sé

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que no quiero que vuelva a pasar algo así nunca más, que haré lo posible para que
volvamos a estar bien. —Las lágrimas se deslizan por mis mejillas. Por favor, que
abra la puerta—. Los dos hemos cometido estupideces, Jack… Sé que estás enfadado
y herido… —Me enjugo las lágrimas—. Pero los días en Nueva York, antes de que
nos peleáramos, fueron unos de los mejores momentos de mi vida y me recordaron
lo bien que estamos juntos, lo bien que nos llevamos…
—Amy…
El corazón me da un vuelco.
Pero lo han pronunciado detrás, no delante. Es Matt, que está en el extremo del
pasillo. Le hago señas para que se marche. ¿Cómo puede ser tan insensible? Vuelvo a
apoyar la frente contra la puerta, dispuesta a abrirla.
—Tú eres la persona con quien deseo envejecer, Jack…
—Amy…
Le hago señas más vigorosas. ¿No se da cuenta de que estoy en medio de la
conversación más importante de mi vida?
—Lo único que quiero es que abras esa puerta —pido sollozando— y que
construyamos un futuro juntos. Jack, por favor. ¿Recuerdas? El futuro que siempre…
—Amy…
—Vete —mascullo antes de percatarme de que Matt está a mi lado.
—No está aquí —susurra, y acto seguido carraspea y dice en tono normal—: Me
refiero a que Jack no está aquí.
—¿No? —Miro la puerta. La puerta a la que acabo de abrir mi corazón—. ¿Y
dónde está?
—En Dartmoor.
—¿Dónde?
—En Dartmoor.
—¿Y qué hace allí?
—Pescar.
—¿Pescar?
—Sí, está de acampada. Dejó una nota —explica pasándome un papel—. Acabo
de encontrarla. Dice que necesita tiempo para pensar. Se fue, de verdad. Se llevó su
tienda de campaña y la caña de pescar.
—No sabía que tuviera una tienda.
—Sí, uno de los muchos trastos que dejó aquí antes de trasladarse. Sí, se le daba
muy bien el rollo boy scout antes de conocerte. Solíamos ir de acampada juntos por
lo menos una vez al año. Le encantaba, siempre decía que lo ayudaba a pensar.
Supongo que por eso se marchó, porque tiene mucho que pensar… —Trato de
reprimir el llanto y asiento. Él me abraza—. Eh, no te preocupes. A lo mejor cree que
es un gran aficionado a la naturaleza, pero no aguanta mucho tiempo su propia
compañía. Durará un par de días. Además —añade con una sonrisa—, pronostican
un tiempo de mierda.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

El juego de la espera

Al día siguiente, mi hijo rebosa energía pero yo apenas puedo funcionar. A


pesar de las agoreras predicciones de mi madre, Ben está muy cariñoso y mimoso, lo
que me hace sentir más la falta de Jack.
No puedo creer que se haya ido a Dartmoor solo. Me lo imagino sentado a
orillas del río con la caña de pescar, muerto de frío y soledad bajo la lluvia, sin dejar
de pensar que su mujer lo ha traicionado, que el lazo de confianza que nos unía se ha
roto para siempre.
Después voy al supermercado Sainsbury y a Ben le da una rabieta. Mientras
batallo con mi hijo, que se tira al suelo y escupe, que en la caja se niega a sentarse en
el carrito, imagino a Jack al borde del río al atardecer, y esta vez mentalmente le doy
un empujón.
¡Cómo se atreve a dejarme así!
Tampoco he hecho nada que justifique este castigo. Se está pasando de la raya.
Las guerras empiezan así, con una imposición de venganza desproporcionada. Me
refiero a que no sé hasta dónde piensa seguir. ¿Acabaremos colgados de una araña,
como en La guerra de los Rose, sin conformarnos hasta que nos matemos el uno al
otro?
Cuando la cajera está pasando por el escáner los yogures de cereza que he
comprado para Jack, le digo que no los quiero. Refunfuña, pero no me importa. ¡Que
se compre él sus yogures de mierda!
Al llegar a casa, me encuentro con que Kate ya está aquí. Juega con Ben
mientras guardo la compra. Después pongo un DVD de los Teletubbies y sigo a mi
cuñada a la habitación del niño. Está preparando su equipaje.
—¿Adónde vas? —le pregunto.
—He decidido que es mejor para vosotros que me vaya. Me quedaré unos días
en casa de Simon. No quiero interponerme en vuestro camino.
—¿Interponerte en el camino de qué? Aquí solo estamos Ben y yo.
—No, de verdad, lo mejor es que me largue. Necesitas tu espacio personal.
Hace una semana esta afirmación magnánima, con su fina ironía, me habría
resultado irritante, pero ahora no.
Nunca creí que me pasaría, pero ahora que Jack no está, prefiero que Kate no se
vaya, para no tener que arrostrar otra noche sola.
Hay un silencio incómodo.
—Ben te echará de menos, le gusta que estés aquí. Eres muy buena con él…
—Es fácil cuando es el hijo de otra.
—Sí, claro, pero algún día serás una madre estupenda.
Kate ríe y me mira como si estuviera loca.
—No pienso tener hijos, ni hablar —afirma meneando la cabeza—. Y ahora que
lo pienso, que yo sepa ninguna de mis amigas quiere.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—¿Nunca? —pregunto. Se encoge de hombros—. Pero tener un hijo es


experimentar la forma más poderosa de amor que existe.
—Si eso es lo que sientes, ¿por qué no dejas de quejarte de lo duro que es?
Su comentario me golpea como una catedral que se desplomara en medio de la
sala.
—¿Me quejo?
Asiente con la cabeza.
Dios mío, seguro que tiene razón. Soy una quejica espantosa. Y no sólo me he
quejado de Ben, sino también de Jack. Y en la radio, ante miles de oyentes.
¿Acaso Jessie Kay le tiró los tejos porque dedujo que yo no lo quería? ¿Se
compadeció de él al ver lo desagradecida que era yo como esposa? Claro, con
aquellos comentarios de que era un hipocondríaco… y cosas peores… Si Kate tiene la
impresión de que no me gusta ser la madre de Ben, ¿por qué Jessie Kay no iba a
pensar que me desagradaba ser la mujer de Jack?
—Mira —dice—, espero que Jack y tú… espero de verdad que podáis arreglar
lo vuestro.
—¿Y cómo vamos a lograrlo si ni siquiera me habla?
—Tienes que encontrar la manera de que te escuche. Es tozudo como una mula,
siempre lo fue. Nadie de la familia entiende cómo lo aguantas. ¡Qué paciencia! Pero
si no te escucha o no quiere verte, has de buscar otra forma de llegar a él.
Entonces se me ocurre. ¡Hay otra forma!
Cojo el teléfono y llamo a Matt. Le digo que apunte la frecuencia de una
emisora de radio y que se la pase a Jack cuando vuelva, a tiempo para mi próxima
aparición en el programa de Jessie.

No temo hablar con franqueza

Radio CapitalChat
Tema del día de Jessie: ¿Qué significa estar casada?
Llamada de: Amy de West London

—Creo que estar casada es maravilloso, pero una no se da cuenta hasta que tiene una
familia y pasa por dificultades. Y la gente… la gente como tú, Jessie Kay, debería respetar más
a las personas casadas, porque a veces es difícil saber lo mucho que un miembro de la pareja
significa para el otro. No se trata sólo de andar diciendo por ahí cuánto quieres a tu esposo.
Me refiero a que la gente lleva camisetas con los lemas «Amo Nueva York» o «Amo el
chocolate», pero nadie lleva una en que se lea «Amo a mi marido». Y los casados ya no nos
pegamos el lote en público. Entonces la gente piensa que estamos aburridos y llevamos una
vida monótona. Y sí, a veces tenemos la culpa de aburrirnos, de no cuidar la relación, de
olvidarnos de hacer cosas emocionantes de vez en cuando.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Un momento… ¿Eres Amy? ¿Amy de West London?


—Tal vez parezca un poco exaltada, pero después de siete años de matrimonio, seque mi
mayor logro es la relación afectiva con mi marido.
—Amy, éste es un programa de radio y estamos debatiendo la validez de la institución
del matrimonio en la sociedad actual. No vamos a centrarnos en rencillas maritales. Me temo
que éste no es el sitio adecuado para resolver tus problemas personales…
—¿Eres Jessie? Bueno, lo siento, pero ¿acaso no lo convertiste en algo personal cuando
trataste de tirarte a mi marido?
—Muuuuchas gracias, Amy, por llamar. Y ahora… un poco de música…
—Porque trataste de seducirlo, ¿no es así, Jessie? ¿En tu casa? ¿No te desnudaste y le
aplastaste tus tetonas de silicona en la cara?
—¡Alex! ¡CORTA LA LLAMADA Y SÁCALA DEL PROGRAMA!
—Pero ¿sabes qué? No quiso hacérselo contigo, Jessie. ¿Y sabes por qué? Porque tiene
algo que tú nunca tendrás: integridad. Jack, si estás escuchándome, no puedes imaginarte
cómo te respeto por eso, y quiero que sepas que lo siento. Estoy verdadera y profundamente
arrepentida por haberte decepcionado, por habernos decepcionado a los dos. Haría cualquier
cosa por enmendar lo que he hecho.
—Alex, ¿me has oído?
—Pero quiero que sepas que no he dejado de quererte, Jack, ni un segundo desde que
estamos juntos.
—Pido perdón a los oyentes, pero parece que el productor no está disponible. Amy,
cuelga y deja libre la línea. ¡Ahora mismo!
—Ay, no te pongas nerviosa que se te meterá el tanga donde no debe. Ya me voy. He
dicho cuanto tenía que decir, pero queda una última cosa, Jessie Kay: ¡que te jodan!

Cuelgo el teléfono; estoy temblando.


Casi de inmediato vuelve a sonar. El corazón me da un brinco. Es Jack, lo sé.
—¿Sí?
—¡Fantástico, Amy, has estado increíble! Hace siglos que esperaba que alguien
pusiera en su sitio a esta bruja. Todo el equipo de producción está saltando de
alegría.
—¿Alex?
—Se ha vuelto loca —ríe—, está completamente histérica.
—Lo siento. Sé que ha estado fuera de lugar. ¿Vas a tener problemas por…?
—Era mi responsabilidad haber cortado tu llamada, pero Jessie Kay se merece
todo eso y más. Hace años que me trata como una mierda…
—Lo siento mucho.
—Oye, tengo que dejarte, pero una cosa más…
—¿Qué?
—Te llamo la semana que viene, ¿vale? Ahora no tengo tiempo de contarte,
pero me voy a otra emisora de radio, a una nueva que está poniendo en marcha un
amigo. Creo que podría interesarle alguien como tú. Me refiero a formar parte del
equipo. No he olvidado tu interés en trabajar en la radio. Necesito alguien sincero,

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que sepa calar a la gente y no tema hablar con franqueza.


—¿Hablas en serio?
—Ahora mismo no te prometo nada y antes tengo que comentarlo con otras
personas, pero sí, espero que podamos arreglar algo. ¿Te llamo entonces?
—Sí, por supuesto. Y gracias por todo.
—De nada. Una cosa, Amy: quiero que me cuentes cómo acaba la historia con
Jack. Mi novio, Linus, se muere por saber qué va a pasar.
Cuelgo y me quedo mirando el vacío, aturdida.

Hay que tener fe

Pero no pasa nada.


Deambulo por casa. Me sobresalto cada vez que oigo un coche. Miro el teléfono
y me paso la mañana comprobando si hay mensajes, pero al final ya no aguanto más.
Llevo a Ben al parque. Nos dirigimos al cajón de arena y mi hijo se pone a jugar
con los otros niños. Hoy el lugar está repleto de gente, pero nadie sabe nada sobre mi
terrible crisis matrimonial.
Miro alrededor y me noto completamente aislada. Como siempre, no hay
hombres, sólo mujeres. De pronto siento pánico.
¿De veras Jack no va a perdonarme?
Me resisto a creer que haya pasado lo inimaginable. Estoy en un lugar muy
conocido y sin embargo me siento como una extraterrestre. Todo ha cambiado.
Acabo de efectuar un aterrizaje forzoso en mi futuro, y no es en absoluto como me lo
imaginaba, sino que se trata de un lugar inhóspito, solitario y vasto.
En ese momento, cuando me parece que ya no puedo sentirme peor, veo a
Faith, que me hace señas con la mano. Con tantas personas que hay en el mundo,
¿por qué tenía que encontrarme hoy con ella?
—Hola, Amy —saluda mientras me dejo caer en el banco a su lado—. ¡Qué mal
aspecto tienes!
—Gracias.
—¿Qué tal Nueva York?
—Mejor no me preguntes.
—¿Qué ha pasado?
—¿De veras quieres saberlo? —Ay, Faith, te encantará y me lo restregarás por
las narices el resto de mi existencia—. Pues bien, ¿sabes qué? Estás aquí y necesito
una amiga, así que tendrás que escucharme.
—No te entiendo.
Respiro hondo y me recorre un escalofrío.
—Pues creo que mi marido acaba de abandonarme.
Se queda mirándome boquiabierta y guardamos silencio. Y de repente, como
salido de la nada, un lloriqueo balbuceante e incontrolado se apodera de mí. Faith me

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

pone la mano en el hombro y después me abraza.


—Lo siento —me excuso al cabo, mientras me sueno y enjugo las lágrimas—. Lo
he hecho todo fatal, muy mal. Lamento haberme desahogado así contigo…
Faith me sonríe y acaba soltando una risita.
—Ay, Amy, qué suerte, joder.
—¿Qué suerte? —Su reacción me sorprende.
—¿No te das cuenta? —replica cogiéndome de la muñeca.
—¿De qué?
—De que a fin de cuentas tienes emociones, gracias a Dios. Eres normal, no
como las otras.
—¿Como quienes?
—Ese estúpido grupo de brujas.
—¿Te refieres a las Víboras?
—¿Las llamas así? Muy apropiado. Vaya, me hacen sentir como una inepta.
—A mí también —reconozco.
—Bueno, pues creía que eras como ellas. En realidad me parecías la más imbécil
—me suelta con expresión amable.
—¿Yo?
—Me daba la impresión de que eras perfecta, que nunca te salía nada mal y que
te las arreglabas perfectamente siempre.
Me enjugo los ojos y sonrío.
—Pues no.
—¿Sabes una cosa? He intentado con todas mis fuerza dedicarme a la
maternidad. Pensaba que sería fácil, pero es muy difícil ser tan… tan idiota.
—No te menosprecies, Faith, que se te da muy bien ser idiota —digo mientras
sonrío y lloro a la vez.
—Ojalá pudiéramos ser sinceras entre todas —comenta riendo—, como ahora.
Si te sirve de consuelo, mi vida tampoco es ninguna maravilla.
—Ah, ¿no? Siempre me pareció que tenías todo bajo control.
—Tonterías. No controlo nada. Y a veces estoy con el ánimo por los suelos, a
veces no aguanto la tarea de ser madre, no soporto a la persona en quien me he
convertido.
Me cuesta asimilarlo.
Al mirarla, la veo diferente: más como una aliada que como una enemiga.
—¿De veras? ¿También te sientes así?
Asiente. Vuelvo a sonarme y, de pronto, me noto mucho más fuerte.
—¿Qué pasó con Jack? —me pregunta con dulzura—. No estás obligada a
contármelo, pero a lo mejor te ayuda.
Entonces le explico lo de Tom y lo que le dije a Jessie Kay esta mañana en la
radio. Me escucha con atención y me asegura que hice lo debido. Poder desahogarme
con Faith me hace sentir más entera. Tengo ganas de abrazarla por ser tan buena
amiga.
—Vaya, por lo menos me alegro de que ahora sepas que no soy como Camilla

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—comento después de mi confesión.


—La mitad del tiempo tengo ganas de matar a esa idiota —reconoce—. La
forma en que provoca rencillas entre nosotras, la forma en que nos mete a todas en el
mismo saco… El hecho de que hayamos sido madres más o menos al mismo tiempo
no significa que debamos tener otras cosas en común.
Y nos ponemos a hablar de cuanto nos molesta de las Víboras, lo que me
divierte bastante.
—¿Sabes, Faith? Tal vez podríamos compartir de alguna manera el cuidado de
los niños —propongo—, porque me gustaría volver a trabajar.
—¡Qué buena idea! Estoy pensando en lo mismo. Creo que trabajar me ayudará
a mantenerme cuerda. Cuidar de Amalie a jornada completa empieza a volverme
loca.
Por primera vez en varios días, mientras Faith y yo hablamos de nuestros
planes, me siento casi normal.
Entonces, de repente lo veo.
Camina hacia la zona de los toboganes como en cámara lenta. Me pongo de pie
y echo a correr a su encuentro.
Ben también lo ve, y ambos corremos hacia él.
Jack levanta a Ben, le da un beso y vuelve a dejarlo en el suelo.
Nuestro hijo vuelve corriendo hacia donde está Faith, que me hace una seña
nada sutil con los pulgares hacia arriba y coge al niño para llevarlo al tobogán.
Miro a Jack a los ojos y cuanto hay alrededor desaparece: la gente, el alboroto
de los chiquillos que chillan, ríen y lloran… todo… hasta que sólo quedamos él y yo,
cara a cara.
Mi hombre…
Creo…
No estoy segura de que realmente haya vuelto a mí, no sé si se trata de eso. Lo
único que sé es que entre las nubes ha surgido una pequeña grieta por donde el sol
empieza a filtrarse.
—Te he escuchado en el programa de Jessie Kay —me dice.
—¿De verdad? No sabía si lo escucharías.
—Matt no me dio opción. Me encerró en mi antigua habitación y me dijo que
pusiera la radio y el motivo. Me amenazó con que si no lo hacía me encerraría allí y
tiraría la llave al retrete.
—¿En serio?
—Sí, y le creí. Ya sabes lo tozudo que puede ser. —Capta algo en mi expresión y
se ruboriza—. Casi tan tozudo como yo…
No sé qué decir. Ya lo he dicho todo en el programa y él lo ha oído. Ahora
quiero escuchar que me ha perdonado —yo también lo he perdonado—, que todo ha
pasado, que podemos empezar de nuevo, juntos.
—¿Te contó Matt adonde me marché? —pregunta.
—A Dartmoor, a pescar. ¿Qué tal fue?
—Fatal. El tiempo, la pesca, el campamento… todo una mierda.

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

—Lo siento.
—Fue una mierda porque no estabas tú ni Ben —asegura con los ojos clavados
en los míos—. Estaba solo, empantanado en una ciénaga de estúpidas palabras y
razones. ¿Y sabes una cosa?
—¿Qué?
—Al cabo de un rato me percaté de que nada de eso importaba. Comprendí que
había actuado impulsivamente y que en el fondo no tenía razón.
—¿De veras?
—Porque lo único que me importaba, lo único que quería, era volver a estar
contigo y Ben para siempre. —Suspira—. Sólo que después de haberte dejado tirada
en Nueva York, no sabía si me aceptarías de vuelta…
—Ay, Jack.
—Por favor, dime si de verdad piensas lo que dijiste por la radio.
—Oh, cariño, ¡sí, claro que sí! —exclamo echándome a su cuello, presa de
súbitos sollozos.
Me coge entre sus brazos, me levanta en el aire y me sonríe.
—En ese caso… ahora verás lo que es pegarse el lote en público.
Y lo que viene a continuación es el beso más bonito y sensual de mi vida.
Indecente, majestuoso, maravilloso y lo suficientemente prolongado para que las
mujeres que rodean el cajón de arena empiecen a aplaudir. Cuando acabamos, miro
alrededor y veo a Faith de pie, también aplaudiendo.
—Vamos —dice Jack con una risita. Le brillan los ojos y tiene las mejillas
encendidas—. Creo que es hora de volver a casa.

Y ahora aparece la palabra «fin» en tonos pastel

—¿Y a esto llamas diversión? —le grito a Jack.


—¡Créeme, ya verás qué divertido!
—No parece que te divierta mucho.
—Sí, me divierte; ésta es la cara que pongo cuando me divierto.
—No lo parece, más bien tienes cara de «estoy a punto de vomitar».
—Bueno, sí, da un poco de miedo. Pero lo que vamos a hacer es algo simbólico.
Eso es lo importante. Prometimos que íbamos a hacer cosas más emocionantes, y no
puedes decir que esto sea algo aburrido.
Siento un golpecito en el hombro.
—¿Preparados?
Jack me coge de la mano.
Miro fuera por la trampilla de la avioneta. La tierra está lejos, muy lejos. Pienso
en Ben allá debajo, con Matt y H en el aeródromo donde asistimos al curso de
paracaidismo.
—Te quiero —le digo a Jack. Lo beso y le sonrío. Nuestras gafas protectoras

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

chocan con un tintineo.


—Yo también te quiero, señora Rossiter.
—Adelante, a la de tres.
—Quiero decirte algo más —añado mientras nos acercamos despacio a la
trampilla abierta.
—¿Qué?
—Tengo un retraso.
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes lo que es un retraso, pues un retraso. No quise decírtelo antes, pero
creo que a lo mejor estoy…
Pero de repente estamos cogidos de la mano, y nos miramos volar en caída libre
hacia la inmensidad de lo desconocido.

***

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

JOSIE LLOYD & EMLYN REES


Josie Lloyd se crió en Essex y vive en Londres. Estudió Literatura y Arte
Dramático en el Goldsmith College, y en 1998 publicó su primera novela, It could be
you (Podrías ser tú). Emlyn Rees nació en Gales y también vive en
Londres. Su primera novela, The book of dead authors (El libro de los
autores muertos), se publicó en 1997. Emlyn y Josie se conocieron
casualmente en una agencia literaria, cuando ambos soñaban con ser
escritores. Empezaron a salir, se hicieron amigos y, en una noche de
juerga, tuvieron la feliz idea de escribir Finalmente juntos. El libro
saltó de inmediato a los primeros puestos de las listas del Reino
Unido, convirtiéndose en el éxito más inesperado del año. También la
versión española, publicada en 1999 por esta editorial, conquistó enseguida la
atención de los jóvenes lectores. Pero el resultado de esta obra a cuatro manos no sólo
fue una de las novelas preferidas por el público (sus obras se han traducido a 26
idiomas), sino que también marcó el principio de una historia de amor que ha
convertido a los dos autores en una feliz pareja. A raíz de su propia boda, Emlyn y
Josie decidieron escribir una nueva novela, Juntos otra vez, y el éxito volvió a
sonreírles, consolidando la carrera de esta singular pareja. En la actualidad, Emlyn y
Josie viven en Londres con sus tres hijas.
SE ENROLLARON EN FINALMENTE JUNTOS, SE CASARON EN JUNTOS
OTRA VEZ, Y AHORA SE ENFRENTAN A LA FATÍDICA CRISIS DE LOS SIETE
AÑOS.

JUNTOS 7 AÑOS
Amy y Jack, los jóvenes londinenses que nos hicieron tronchar de risa en
Finalmente juntos, ya no tienen veinte años. En teoría, siguen siendo la pareja ideal,
pero muchas cosas han cambiado; por ejemplo, son padres de un niño de dos años y
no han tenido más remedio que hacer frente a la odiosa madurez. Y ahora, tras los
consabidos siete años de matrimonio, se encuentran nadando esforzadamente en el
proceloso mar de la paternidad, las tareas domésticas, la escasez de intimidad y el
distanciamiento de los amigos. La vida en casa se ha vuelto aburrida y monótona,
poblada de desencuentros, discusiones y malentendidos. Sin embargo, no todo está
perdido. Ahí fuera sigue habiendo un mundo vivo y activo, un lugar lleno de
posibilidades y tentaciones difíciles de resistir. Por ejemplo, un ligue por Internet
puede despertar en Amy alguna fibra íntima y adormecida de su corazón. O tal vez

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JOSIE LLOYD & EMLYN REES JUNTOS 7 AÑOS

el poderoso embrujo de una mujer de bandera puede distraer a Jack en su cotidiana


batalla por sacar adelante un negocio de diseño y mantenimiento de jardines. En un
plis-plas, las alarmas de los remordimientos y la culpa se disparan, y el matrimonio
hace agua peligrosamente. ¿Podrán arreglarse las cosas con una romántica escapada
a Nueva York? La realidad no suele mostrarse magnánima con las ilusiones de los
humanos, pero nunca hay que perder las esperanzas.

JACK & AMY


1. Come Together - Finalmente juntos
2. Come Again - Juntos otra Vez
3. The Seven Year Itch - Juntos 7 años

***

Traducción del inglés de Silvia Komet Dain


Título original: The Seven Year Itch
Ilustración de la cubierta: Colin Thomas
© Josie Lloyd y Emlyn Rees, 2007
Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2009
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.
ISBN: 978-84-9838-228-0
Depósito legal: B-26.262-2009
1ª edición, julio de 2009
Printed in Spain
Impresión: Romanyà-Valls

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