Juntos 7 Años Jack & Amy 3 - Josie Lloyd & Emlyn Rees
Juntos 7 Años Jack & Amy 3 - Josie Lloyd & Emlyn Rees
Juntos 7 Años Jack & Amy 3 - Josie Lloyd & Emlyn Rees
JUNTOS 7 AÑOS
A todos los lectores de Finalmente juntos.
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ÍNDICE
Agradecimientos .................................................................... 4
La crisis del séptimo año .................................................. 5
Capítulo 1 - Amy ............................................................... 6
Capítulo 2 - Jack ............................................................... 15
Capítulo 3 - Amy ............................................................. 31
Capítulo 4 - Jack ............................................................... 43
Capítulo 5 - Amy ............................................................. 58
Capítulo 6 - Jack ............................................................... 71
Capítulo 7 - Amy ............................................................. 86
Capítulo 8 - Jack ............................................................. 102
Capítulo 9 - Amy ........................................................... 120
Capítulo 10 - Jack ........................................................... 137
Capítulo 11 - Amy ......................................................... 151
Capítulo 12 - Jack ........................................................... 161
Capítulo 13 - Amy ......................................................... 169
Capítulo 14 - Jack ........................................................... 182
Capítulo 15 - Amy ......................................................... 193
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .............................................. 210
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Agradecimientos
En primer lugar, gracias a nuestros maravillosos agentes, Jonny Geller y
Vivienne Schuster, Carol Jackson y a todo el personal de Curtís Brown. También a
todas aquellas personas fabulosas de Random House que nos han apoyado, en
especial a Susan Sandon, Georgina Hawtrey-Woore, Claire Round y Cassie
Chadderton por el trabajo duro. ¡Felicitaciones a Kate y Faye! Como siempre,
estamos muy agradecidos por las valiosas sugerencias de nuestros amigos y el apoyo
constante de nuestras familias, especialmente de nuestros dos angelitos.
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Lo importante del fenómeno social conocido como «la crisis del séptimo año»
no es si este impulso a la infidelidad marital es universal, ni si es más o menos
probable que haga mella en los matrimonios al cabo de siete años, ni si uno cree en el
fenómeno. No, lo realmente importante es cómo reaccionas cuando te afecta:
¿decides capear la tempestad como un fanal incólume o te dejas arrastrar por el
oleaje revuelto?
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Capítulo 1
Amy
Las víboras
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del delineador de ojos corrido de ayer. No, todo en orden, pero ojálame hubiera
lavado la cabeza. Y teñido las raíces. Y ojalá no tuviera esta pinta ceñuda. Y, mientras
vuelvo a meter el libro en la bolsa del cochecito entre el rancio batiburrillo de pieles
de plátano y toallitas de bebé, ojalá no importara mi aspecto, pero hay reunión de
Víboras y sí importa.
La verdad es que con ellas todo resulta exagerado. Te pones unos zapatos de
tacón nuevos, y acaban siendo zancos. Te pintas los labios, y tienes una aventura. Y si
engordas un kilito, te conviertes en una foca.
Es como si se aplicaran sin cesar al juego de descubrir la diferencia entre dos
viñetas, y cada diferencia supusiera una condena o algún tipo de crítica. Por eso
vuelvo a sacar el libro y me retoco cuidadosamente el brillo de labios, para que
parezca que no llevo nada. Detesto salir de esas reuniones hecha polvo. Me dejan con
sensación de agobio, y creo que hoy no podría soportarlo.
Por supuesto que no siempre ha sido así. Al principio era maravilloso estar con
las Víboras porque, cuando me quedé embarazada, la euforia inicial al ver la rayita
azul de la prueba de embarazo desapareció enseguida, dando paso al pánico ante la
perspectiva de dar a luz.
Claro que sabía que no tenía que sentirme así. Lo normal era que me
transformara en una madraza orgullosa hasta la médula, pero por dentro me sentía
como Sigourney Weaver ante el babeante alien. Y a medida que engordaba, empecé a
verme como si en efecto me hubiera preñado un alien y sólo fuera cuestión de tiempo
que ese vástago se las arreglara para salir con un estallido.
Así que cuando me incorporé al grupo local de futuras madres y comprobé que
no era la única que padecía esos miedos, me agarré a ellas como a un bote salvavidas.
Me hacían sentir normal. Me hablaban como si aún tuviera cerebro y no fuera sólo
una yegua de cría andante. Al cabo de poco tiempo, ya nos unían esos horrores que
tratábamos de ocultar a nuestras parejas: varices que nos reptaban hasta la ingle
como gusanos lactantes, almorranas que harían enorgullecer a un babuino, una
barriga con más rayas que un mapa y un dolor de caderas que nos hacía cojear como
abuelitas. Por no hablar de las tetas, que rezumaban y dejaban regueros como esos
que se ven en los botes de leche condensada, de las verrugas y los lunares extraños
que picaban y del matojo indómito que asomaba por la línea del biquini (más cubano
que brasileño, estilo barba casuista).
Aprendimos a reírnos de todo aquello, así como de lo redonda que se nos había
puesto la cara y de cómo nos quedábamos encalladas en la bañera, asegurándonos
unas a otras que no habíamos engordado ni un kilo.
Después llegaron los partos en rápida sucesión y, pálidas, nos aferramos unas a
otras con necesidad renovada, contentas de no ser las únicas que se sentían como si
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La prueba de la fe
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Durante los últimos dos años y medio, hemos debatido muchos temas en estas
mismas mesas. Visto desde ahora, algunos resultan ridículos, como la interminable
discusión sobre el parto sin dolor frente al parto natural. Ahora da risa. En cuanto
empezaron los dolores del parto, todas pedimos drogas a gritos. La bañera de Abby
para dar a luz en el agua se quedó en el maletero del coche; Linda le propinó una
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patada a la máquina de masaje que había alquilado y la estampó contra la pared; Lan
le clavó a Phil las agujas de acupuntura en los testículos cuando éste le dijo que la
ayudarían a soportar el dolor, y Sophie se puso a gritar como una histérica mientras
escuchaba el casete Respiración yoga para el parto.
Los temas de conversación posparto de las Víboras se volvieron, por supuesto,
mucho más específicos. Hubo un mes de «¿le vas a dar biberón?», seguido de «¿cómo
sé si ya está preparado (o preparada) para empezar con las papillas?». Después
continuamos con «¿es demasiado pronto para que empiece con los potitos?» y con el
permanente debate «¿la abuela, la guardería o yo?».
Unos temas tan idiotas que me entran ganas de pegarme un tiro. Y el que nos
ocupa ahora no es muy diferente. Nos ponemos a hablar de retrasos en la regla y de
las razones para tener otro hijo. La gran pregunta es: ¿por qué volver a pasar por lo
mismo de nuevo?
—¿Y tú qué, Amy? —me pregunta Camilla al final—. Estás muy callada. ¿Qué
piensas de tener otro?
—¡Tendrás que quedarte embarazada también! —exclama Faith—. De lo
contrario, te expulsaremos del grupo.
Soy el centro de atención.
La verdad es que quiero otro hijo. Pero jamás confesaría ante las Víboras mis
razones, porque, para ser sincera, las principales son éstas:
1. Durante unos añitos más no tendría que preocuparme sobre qué demonios
voy a hacer con mi vida laboral, y me ahorraría la inevitable humillación de no
superar las entrevistas de trabajo. Ya han pasado cinco años desde que Friers, la
empresa de modas en que trabajaba, fue vendida y prescindieron de mis servicios, y
tres desde que dejé aquel trabajo monótono y estresante de encargada en una
agencia de venta de entradas.
2. Podría dejar lo de adelgazar para más adelante.
3. Podría postergar esos abdominales que me prometí empezar cualquier día de
éstos y tendría la excusa perfecta para mi tripa fofa la próxima vez que me pusiera
un biquini.
—Eh… Jack y yo aún no hemos hablado del tema —miento. (Hemos hablado.
Ni en sueños, ha dicho.)
Me percato de que he vuelto a caer en la vieja trampa de las Víboras. Han
conseguido que la reproducción se convierta en la actividad primordial del grupo, y
ahora me siento en el lado equivocado de la línea divisoria.
—A mí me encanta hablarlo con Ed —suelta Sophie—. Es muy diferente decidir
ir por el segundo, ¿no os parece? —Camilla, Lan y Sarah se muestran totalmente de
acuerdo—. Ni me imaginaba que me quedaría tan rápido. La verdad —añade con
una carcajada— es que estaba disfrutando bastante con todos los intentos.
Siento vergüenza ajena por el cliché, pero aun así el corazón se me acelera de
celos infantiles. Siempre he pensado que mi relación con Jack es mejor y más sana
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que la de todas éstas con sus parejas. Me molesta que hayan tomado la decisión de
volver a reproducirse (suponiendo que así sea) y que estén disfrutando de
maravillosas sesiones de sexo mientras tratan de concebir. Miro a Ben y advierto que
Camilla me observa.
—No digo que Jack y yo no queramos otro hijo —explico intentando no parecer
a la defensiva—, pero por el momento estoy disfrutando tanto de ser madre… Es tan
maravilloso que no quiero aguarle la fiesta a Ben. Además, la idea de volver a estar
embarazada…
—Ay, sí, es verdad —me interrumpe Faith—. Pobre Amy. ¿Te acuerdas de las
náuseas que tuviste la última vez?
Mira quién habla. Fue ella la que no paró de quejarse durante todo el embarazo,
no yo. Esta tía proyecta tanto que debería trabajar en un cine. Típico de ella: dar su
versión de la historia.
—Y supongo que deberíais trasladaros si tenéis otro hijo —añade Camilla con
su tono más comprensivo—. Tenéis un casita preciosa, pero no puede decirse que os
sobre mucho espacio.
Jack tiene razón: son unas brujas de lengua viperina.
—Ah, antes de que me olvide, Yitka está buscando trabajo por las noches —
anuncia Camilla—. Si alguna la necesita… Amy, ¿no dijiste la última vez que te hacía
falta una canguro?
—Pues… la semana que viene es nuestro aniversario de boda.
En cuanto lo digo, siento como si hubiera arrojado una pata de venado a una
manada de lobos hambrientos. Se desata una competición de alardes de
celebraciones de aniversarios, durante la cual nos enteramos de que Geoff, el marido
de Camilla, organizó para el último una comida «de temporada» en casa a cargo de
un chef famosillo, y que Craig, el marido de Faith, tiene la costumbre de regalarle
una rosa roja por cada año que llevan casados. Sophie explica que Ed piensa
llevársela a París de fin de semana, sin Ripley, claro, el mes que viene. Iba a ser una
sorpresa, pero el hotel George V de París mandó la confirmación de la reserva a la
dirección de casa por error, con los detalles del menu gastronomique. Qué pena.
Trato de restarle importancia a nuestros planes debido a que Jack y yo aún no
tenemos ninguno, y ni siquiera estoy segura de que se acuerde.
El año pasado, Jack, durante una de sus fases de concienciación social (rompió
la tarjeta de cliente del supermercado y por fin empezó a usar el cubo de basura de
reciclaje), anunció que había decidido adoptar una postura anticonsumista. Lo que
también era válido para el día de la Madre (una chorrada norteamericana), el del
Padre (ridículo) y los aniversarios de boda («¿por qué tiene que decidir nadie cuándo
debo ponerme romántico?»), y por último, pero no menos importante, el día de San
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Valentín (que ya no vale para nosotros porque ya no somos solteros). Hasta que lo
amenacé con dejarlo sin la Playstation 3 para su cumpleaños, no accedió a que los
cumpleaños fueran la excepción a su regla antipaparruchadas. Así que, aunque se
acuerde de nuestro aniversario, seguramente no haremos nada muy espléndido.
—Nos gustaría simplemente pasar la velada juntos —murmuro—. No sé, quizá
ir al cine…
—Estoy segura de que podéis hacer algo mucho más emocionante, pero, en
cualquier caso, os presto a Yitka —me interrumpe Camilla.
«Oh, gracias. ¿Me la prestas? Como si fuera un jersey, en vez de una chica con
una licenciatura en Psicología, que vive aquí, paga impuestos, habla inglés
perfectamente y encima es estupenda con los niños.» Pero, claro, no tengo el valor de
verbalizarlo.
—Bueno, a lo mejor Yitka está ocupada o tiene planes —indico en cambio.
—¿Planes? ¿Te refieres a vida social? —responde Camilla, mirándome perpleja.
Se ríe como si yo estuviera loca—. Yitka no tiene ningún plan. Ya te he dicho que es
una maravilla, muy trabajadora. No creo ni que tenga amigos.
¿Y para qué necesita amigos, con una jefa como Camilla?
—Pero hay que tener cuidado con ella —continúa—. Pretendía que le subiera a
siete cincuenta la hora.
A ver si lo he entendido bien. Camilla está encantada de confiar su precioso hijo
único a Yitka, de hacerla responsable de la seguridad, felicidad y educación del niño,
¿y luego quiere joderle quince peniques por hora?
Y todo esto de una mujer que justifica gastarse seiscientas cincuenta libras en un
vestido de cachemir de Matches, argumentando que sólo le saldrá a dos libras y
media cada vez que se lo ponga. Desde luego…
Por suerte, en ese momento Tyler abre los ojos y chilla tan fuerte que despierta
a Ben. Empieza el ajetreo de Tupperwares y pasamos media hora organizando el
reparto equitativo de incentivos y amenazas entre los niños. Y otros diez minutos
charlando sobre los nuevos dueños de la cafetería del parque, y sobre si hoy haremos
o no los honores a algún pastel. Sara, la gordi, nos mira como si estuviéramos
decidiendo respirar o no. El café con leche también está prohibido. Al parecer, la
cafeína dificulta la concepción.
Por fin vuelve la calma y llega el momento de ponernos al día sobre las
peculiaridades digestivas de cada niño. Es un asunto fascinante, de veras. Diálogos
ágiles y concisos, en serio. Es extraño que Spielberg no nos llame.
No tengo el valor de admitir que Ben está en huelga de hambre desde hace tres
días (salvo de patatas chips con sal y vinagre) y arroja contra la pared todo lo que le
doy.
—¡Mirad! —exclama Camilla—. Ahora que los veo a todos juntos me doy
cuenta de lo grande que está Tyler comparado con los demás. ¿Sabéis que ya usa una
talla cinco de Huggies?
Lo dice de la misma forma en que se jactaría una nudista de un marido muy
bien dotado. Todo el mundo se percata, pero ella sigue dale que te dale. De hecho,
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Capítulo 2
Jack
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plástico para pañales usados que sale del cuarto de Ben. El objeto de este fétido
invento satánico es envolver los pañales usados en un celofán con aroma alimón,
como si fueran una ristra de salchichas de caca. La utilidad de este invento, su
porqué, queda más allá de mi comprensión. Me refiero a por qué se le ocurriría a
alguien envolver la mierda. Se envuelven los regalos, pero esto no es algo que uno
enviaría a nadie acompañado de una tarjeta con la dedicatoria: «En cuanto lo vi,
pensé en ti.»
Pero ¡qué importa mi opinión! Fue mi suegra quien trajo este artilugio para
envolver pañales usados y, por tanto, no puedo hacer lo que me gustaría: tirarlo a la
basura, incinerarlo, donarlo a una organización humanitaria, o, mejor aún, volarlo
con una carga explosiva…
En cambio, debo vivir con ese trasto.
Y aceptarlo.
Igual que acepto otros olores en mi vida.
Porque, claro, esta peste no es culpa de nadie. Amy y yo limpiamos, sí. Pasamos
el aspirador y ventilamos. Barremos y fregamos. Pero a veces, sobre todo a la hora de
las comidas, del baño o los pañales, el olor se apodera del lugar, especialmente en
una casita de dos dormitorios como la nuestra.
En ocasiones me dan ganas de huir en busca de espacios amplios al aire libre
como hacía de niño, de correr con los brazos abiertos como un avión esperando, más
allá de toda esperanza, despegar y volar por el cielo.
Pero no lo hago porque no soy un niño. Y porque ahora sé lo que ignoraba
entonces: que hasta los aviones supersónicos tienen que aterrizar tarde o temprano.
Y yo aterricé aquí.
Así que me quito las botas embarradas, cierro la puerta a mis espaldas y me
digo: «Bueno, mi vida huele de vez en cuando, ¿y qué? También hay otras cosas
buenas, ¿no?»
Y entonces trato de encontrar la prueba que demuestre esta última afirmación.
Y soy afortunado porque no tengo que buscar demasiado. Después de abrirme
paso como un Houdini a través de la carrera de obstáculos del pasillo (sillita de
paseo volcada, el cochecito de madera y la cestita de juguetes), descubro que la
primera prueba de lo afortunado que soy en la vida está ahí, de espaldas a mí, al otro
lado de la puerta de la cocina…
Amy Rossiter: el yin de mi yang, el Moët de mi Chandon, la noche de mi día, la
Coca de mi Cola.
Lleva un top negro de algodón muy ceñido y el cabello recogido con un
pañuelo a cuadros azules y blancos que se ha atado a la altura de la nuca, donde el
pelo se hace tan suave que dan ganas de besarlo. Tiene el top ligeramente levantado
por encima del cinturón de los vaqueros, dejando a la vista una sensual franja
desnuda en la base de la columna.
No se vuelve, no me ha oído. Remueve una sartén de coliflor con queso que
chisporrotea y burbujea sobre el fuego como el Vesubio. El extractor está encendido y
el iPod suena a toda pastilla con Let's Get it On de Marvin Gaye.
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Quizá lo que enciende la chispa sea esa desnuda franja sensual, o el pañuelo en
la nuca, que, lo reconozco, confiere a la escena cierto aire de fantasía tipo Daisy Duke,
esa bomba sexual. O tal vez la canción… que al menos no es una de los Teletubbies,
que es lo que suele sonar últimamente cuando vuelvo a casa.
O, para variar, el trasero de Amy, prieto en los vaqueros, que empieza a
balancearse de un lado a otro suave e hipnóticamente…
Podría ser cualquier combinación de estos factores audiovisuales lo que dispara
mi libido aletargada, pero el resultado es el mismo: de pronto siento un deseo
irresistible de abalanzarme sobre ella, a pesar de que en los últimos tiempos es raro
que coincidan en mi vida el deseo irresistible y la posibilidad de satisfacerlo.
Esto se debe, sobre todo, a que Amy y yo casi nunca comemos juntos, y las
pocas veces que eso sucede, por lo general estamos tan cansados que la tentación de
echar una cabezadita supera a la de revolcarnos juntos en el sofá.
Hace tiempo que pasaron a la historia aquellos revolcones apasionados antes de
volver al trabajo sobre los que se cimentó nuestra relación. Aquellos encuentros
furtivos, frenéticos y picantes del mediodía, que sazonaban nuestra vida laboral, se
perdieron en la noche de los tiempos.
Las atrevidas escapadas de fin de semana, por rápidas autopistas hasta
encontrar alguna pensión barata en el campo, con colchones chirriantes y un fuego
cálido y acogedor, murieron para siempre.
Las lujuriosas y lascivas sesiones nocturnas, con bañera humeante y masajes
incluidos, ya no son más que un agradable recuerdo.
Amy y yo nos hemos convertido en el sultán y la sultana del sexo rápido, el
príncipe y la princesa de las guarradas pragmáticas, el rey y la reina de los polvitos
calculados.
Siempre y cuando no tengamos resaca (cosa no muy frecuente), intentamos
hacerlo el sábado por la mañana, mientras Ben aún duerme.
Siempre y cuando no estemos con amigos (cosa no muy frecuente), intentamos
hacerlo al mediodía del fin de semana, mientras Ben duerme la siesta.
Y siempre y cuando no tengamos resaca, estemos con amigos o completamente
rendidos (cosa no muy frecuente), intentamos hacerlo entre semana por la noche,
después de acostar a Ben y leerle Dónde está mi orinal (que, me parece, no es un texto
que los sexólogos recomienden especialmente por sus cualidades afrodisíacas).
En otras palabras, Amy y yo lo hacemos si podemos. La vida sexual que antes
fuera el menú degustación del chef, ahora se ha convertido en un bocadillo en el
metro. Es algo que haces a la carrera, entre otras ocupaciones y compromisos, y,
como toda comida rápida, aunque te llene y parezca sabrosa, en raras ocasiones
perdura el placer.
Pero en este momento —aquí en la cocina, después del trabajo—, lo que me está
sucediendo sólo puede calificarse de auténtica anomalía: de pronto se ha abierto una
puerta que consideraba tapiada hacía mucho tiempo.
Tan sorprendido estoy por la ausencia de mi hijo al lado de Amy, o de alguna
otra madre que haya venido con su niño a merendar, que no puedo evitar dar un
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violador en serie…»
Ben también logra que me calme, como siempre en cuanto lo veo, igual que yo
tranquilizaba a mi madre de niño. Mi hijo hace que me sienta sólido, parte de algo
más grande que yo. Logra que me distancie de mis problemas y me sienta fuerte y
seguro.
Me acerco y le beso la nariz, sin dejar de mirarlo.
Mi niño, mi pequeño, mi lucero del alba, el muchacho con quien espero jugar al
fútbol cuando cumpla siete años, o salir a tomar una cerveza a los diecisiete… el niño
que ilumina mi día, todos los días.
—Rin, rin —le digo apretándole la punta de la nariz como si fuera un timbre.
—Rin, rin, rin, rin —repite con una risita encantadora.
Ojalá los adultos fueran tan fáciles de complacer.
Pero una mirada a la ceñuda Amy me dice que no es así.
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señora Robinson.
—Aja —replico de pie, desnudo y con las manos en las caderas—. Así que se
trata de eso: no de lo que he hecho, sino de a quién se lo he hecho. No del crimen en
sí, sino del perfil de la víctima. Y te parece peor por la edad de Yitka.
—Yo no he dicho eso.
—Pues sí. Acabas de acusarme de ser una Anne Bancroft sin afeitar.
No replica porque no puede. Su lapsus freudiano ha dejado traslucir que el
hecho de que me haya restregado sin querer contra otra mujer no es nada comparado
con que esa mujer sea más joven que ella.
Tendría que reírme, qué ridiculez, pero en cambio me irrito y deprimo en igual
medida porque, en otra época de mi vida, habría sido perfectamente aceptable un
avance con una mujer de la edad de Yitka, pero parece que esa época ha pasado. A
ojos de mi mujer, ya he cruzado esa fina línea que separa al seductor del pervertido.
Dentro de un par de años sin duda seré promovido a la categoría de viejo verde (con
gabardina y suscripción a revista porno incluidas).
—Típico —añado.
—¿Típico de qué?
—De vosotras, las mujeres. De la actitud femenina respecto a los hombres y
mujeres más jóvenes. Claro, que Demi Moore salga con Ashton Kutcher o que Diane
Keaton se líe con Keanu Reeves os resulta de lo más normal. Pero si Michael Douglas
pone un dedo arrugado sobre Catherine Zeta-Jones, todas lo acusan de viejo verde.
—Que probablemente es lo que Yitka piense de ti.
—Qué tontería. —Cojo una toalla del respaldo de una silla—. Además, esa chica
tiene unos pocos años menos que yo.
—¿Unos pocos?
—Vale, algunos.
—Diecisiete, Jack, para ser exactos. Tú tienes treinta y cinco y ella, dieciocho.
Podrías ser su padre.
—Bueno, biológicamente supongo que sí.
—Y legalmente. Y normalmente. Hay mucha gente de treinta y cinco con hijos
de su edad.
Debo reconocer que esas frías estadísticas son como un mazazo, pero no dejaré
que me desvíen de mi camino.
—Razón por la cual deberías tomar lo que acaba de pasar en la cocina como un
halago.
—¿Como un qué?
—Bueno, es evidente que Yitka es una chica guapa. Así que haber confundido
su trasero de dieciocho años con el tuyo debería halagarte, ¿no crees?
—Ay, qué ingenua. Yo hubiera considerado halagador que alguien me dijera
que he tenido una idea brillante, o que hoy mi pelo tiene un aspecto espléndido…
Sólo ahora reparo en que se ha hecho mechas y cortado el pelo. Maldición.
—Hoy tienes el pelo precioso —corroboro rápidamente.
—Qué espontáneo, Jack. ¿Por qué no buscas la palabra en el diccionario? La
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Al final no vamos al cine, a pesar de que Amy compró las entradas por Internet.
Nos limitamos a caminar por Mortimer Road y esperar en la parada de Kensal
Rise el autobús 52, que nos llevaría al cine Electric en Portobello Road, junto a tres
adolescentes bocazas, de pantalones caídos y capuchas.
Y mientras aguardamos, miramos con envidia, como un par de indigentes
dickensianos ante la puerta de una confitería, a las parejas de la taberna de enfrente
cuyas siluetas se recortan contra un cálido resplandor ambarino de linterna mágica.
En silencio, vemos llegar el autobús. En silencio, vemos subir a los adolescentes.
En silencio, permanecemos inmóviles y vemos partir al bus.
Entonces, como dos colegiales haciendo novillos, cruzamos corriendo
Chamberlayne Road y nos metemos en el pub Greyhound.
Este cambio de destino, sin mediar palabra pero de común acuerdo, es habitual
para nosotros. Solemos comprar entradas para ir a algún sitio, al cine, a un musical o
al teatro, porque semejantes excursiones culturales justifican el gasto de una canguro
(cosa que no sucede con el pub, ya que la cogorza podemos pillarla tranquilamente
en casa).
«No aprovechamos Londres como deberíamos», nos lamentamos con
austeridad mientras estudiamos con aplicación webs de teatro y planeamos salidas
nocturnas. «Nos sometemos a todos los inconvenientes de la ciudad: el tráfico, los
impuestos, los metros repletos —declaramos con sensatez mientras llamamos a una
canguro—, y descuidamos su maravillosa riqueza cultural.»
Sin embargo, detrás de toda esa cháchara de automejora intelectual, existe el
acuerdo tácito de que en realidad no asistiremos a ninguno de esos espectáculos
culturales.
Sólo son justificaciones, excusas y medios para llegar a un fin.
Es decir, nos permiten salir de casa sin el niño, retroceder en el tiempo, volver a
sentirnos jóvenes e irnos de copas como hacíamos antes de que naciera Ben. En otras
palabras, es la mejor manera que conocemos de volver a ser «nosotros».
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como depuración o exfoliación, o al resto de los temas sobre los que nosotros no
hablamos, he de decir que no es porque no queramos, sino porque no sabemos cómo
hacerlo.
—¿Qué crees entonces que debemos comprarle? —me pregunta Amy.
—¿A quién?
—A Ben, por su cumpleaños.
—Ah. —Pienso en todos los juguetes que nos han sobrado de Navidad y que
Ben ni siquiera ha mirado—. No sé.
—Pues piensa. Es importante.
—¿Sí?
—¡Claro!
—Por si no te acuerdas, el último regalo que le hice, el camión de bomberos, lo
echó al váter y tiró de la cadena tantas veces que tuvimos que llamar a un fontanero
para que lo sacara.
—Ben creía que era un submarino —se pone a la defensiva, como siempre que
critico a nuestro pequeño—. No pretendía…
—Ya sé, ya sé, lo que quiero decir es que no me parece que le importen mucho
los regalos. Podríamos comprarle la casita de Bob el Albañil y la demolería, o el
muñeco de la Guerra de las Galaxias y lo decapitaría. Estaría igual de contento si le
diéramos una sartén del armario y una cuchara de madera para golpearla.
—O podríamos regalarle una cuchara de madera para que te golpeara a ti —
replica Amy, mirándome con esos ojos iracundos, los mismos que reserva para los
guardias urbanos y la gente que permite que su perro cague en la acera.
—Sólo expreso mi opinión.
—¿Cuál exactamente? ¿Que hemos de regalarle unos utensilios de cocina
usados para su cumpleaños?
—Si los envolvemos bien, Ben no notará la diferencia. —Ni que hubiera
sugerido que le diéramos una dosis de ántrax.
—No, Jack, los cumpleaños son algo especial. Tenemos que comprarle un regalo
especial, algo que recuerde toda la vida —me explica lentamente, como si el niño
fuera yo.
Mientras Amy se embarca en una tesis de sociología sobre la importancia de la
educación —no como nos educaron a nosotros sino cómo nos hubiera gustado que
nos educaran—, mi atención, una vez más, se aleja de ella como las olas sobre la
arena.
Empiezo a mirar a hurtadillas a una chica sentada en uno de los taburetes al
lado del televisor. Es más joven que Amy, unos cinco años menor quizá (por tanto,
no lo bastante joven como para ser mi hija, biológica o de otro tipo).
Observo sus ojos verdes, que brillan sensualmente en la penumbra del bar,
mientras la muchacha ríe alguna ocurrencia de su amiga. Cuando se levanta para
acercarse a la barra, diviso el borde del sostén de encaje (negro) debajo de la camisa
(blanca) de volantes bordada. Compruebo con aprobación que tiene el tipo de
piernas y culo con que estaría bien jugar a las carretillas toda la noche.
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Ya sé que está mal mirar así a una desconocida. Y peor, no me cabe la menor
duda, cuando estoy con mi mujer. Y aún peor, en nuestro aniversario de boda. Pero
todos los hombres miran a otras mujeres. Todos los hombres miran a todas las
mujeres. Desde que descubrimos por primera vez el vínculo existente entre las
erecciones y la observación del sexo opuesto, insistimos, nos asombramos y
evaluamos.
Sin duda es mejor disimular un comportamiento de este tipo. A mí,
personalmente, me gusta aparentar que estoy más allá de esa forma de sexualidad
primitiva, que soy un ser más evolucionado, que no me parezco en nada a esos
gorilas lascivos que te encuentras los fines de semana en los bares del West End
cogidos a una jarra de cerveza y riéndole las gracias a cualquier cosa con tetas.
Pero la verdad es que soy igual, sólo que un poco más sutil. Suelo echar una
ojeada en lugar de clavar la mirada.
Exactamente lo que estoy haciendo ahora.
Y me pregunto gratuita e inocentemente: si no estuviera casado, ¿qué pasaría si
me acercara a la chica y desplegara mis viejos encantos?
Quiero decir, ¿aún tengo lo que se precisa? ¿Podría montármelo con esta chica
de ojos verdes? ¿Y ella conmigo? ¿Esta noche? ¿O me llevaría más tiempo: flores,
cenas, chistes y sentimientos de verdad? En un universo paralelo, ¿acabaríamos
incluso enamorados?
¿O todas esas posibilidades ya se han esfumado?, me pregunto con melancolía.
En el gran surtido del supermercado sexual de la vida, ¿ya se me ha pasado la fecha
de caducidad? ¿Estoy en el estante de las ofertas junto con las salchichas baratas y los
yogures de marca blanca, con pocas posibilidades de que me escoja alguien con más
criterio que los borrachines y los jubilados cazadores de gangas?
Apuro la jarra y me obligo a prestar a atención a Amy.
—Se merece un regalo y un día especiales —está diciendo—. Y hay otro asunto
que quería hablar contigo… He pensado que estaría bien que el fin de semana
invitáramos a unos…
—Oye —la interrumpo—, y no quiero que te lo tomes a mal, pero…
—Pero ¿qué?
—¿No podemos hablar de otra cosa que no sean niños?
—No estamos hablando de niños.
—Pues sí.
—No; estamos hablando de un niño, del nuestro, que da la casualidad de que
este fin de semana cumple dos años.
Me reclino en la silla y cruzo los brazos.
—Antes hablábamos de otras cosas —digo.
—Y ahora también.
—¿Cuándo?
—Todo el tiempo.
—¿Y por qué en este momento no?
—¿Y de qué quieres hablar? —me suelta, mirándome con desconfianza.
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El tango horizontal
Hay cosas en la vida que combinan perfectamente. Por ejemplo, las voces de
John Lennon y Paul McCartney, el Gran Cañón y el amanecer, el café y la televisión,
las fresas con la nata, y el cuerpo de Amy contra el mío.
No se trata sólo de una buena sensación, sino que además quedamos muy bien.
Como un cuadro espléndido, de forma y contenido gloriosos, en que cada pincelada
está donde debe, como tiene que estar para que el tableau funcione como un conjunto.
Es como si siempre hubiera sido así, con estas partes de mi cuerpo funcionando
en perfecta armonía con esas partes del suyo.
Y una vez más, como me sucede con un cuadro espléndido, nunca me canso de
mirarlo. Cada vez que lo veo, me sorprendo deslumbrado, fascinado por una faceta
nueva.
Amy es como una auténtica instrumentista, como Vanesa-Mae con el violín. O
como Blondie con el micrófono. O como Jethro Tull con la flauta… Alto ahí,
pensándolo bien, dejemos de lado la referencia a Jethro Tull y pensemos sólo en lo
que Amy está haciendo.
—Aah —gimo en voz baja.
Mientras levanto la mirada y veo las sombras proyectadas en el techo gracias a
las velas que ella ha encendido, pienso que podría quedarme así para siempre.
Pero, claro, esto sólo tiene que ver con mi placer.
Y se trata de recibir, pero también de dar.
Y es evidente que ella está pensando lo mismo, porque sin decir nada empieza
lenta y suavemente a recolocarse en la cama.
Nuestro cuerpos se realinean hasta llegar al 69.
Y me pregunto en silencio: ¿ha habido alguna vez una combinación de números
más perfecta? Míralos, uno al lado del otro. ¿Ha habido alguna vez una inversión
más perfecta y una perversión más deliciosa?
Supongo que es cuestión de gustos.
El tiempo fluye como una corriente cálida hasta que de pronto estamos
bailando el tango horizontal, una rutina que a estas alturas debería resultarme de lo
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más familiar, pero que aun así no deja de sorprenderme y sigue siendo
asombrosamente nueva.
Hay un breve instante de incomodidad cuando tengo que quitarme de debajo
de las nalgas la garra del osito que Ben ha dejado en la cama, pero aparte de eso todo
funciona a las mil maravillas. Somos como dos nutrias jugando.
Hasta que llega el momento en que Amy, montada sobre mí, va a puro galope
como si sólo faltaran un par de saltos para conseguir el gran premio.
—¡Así! —grita alentándome—. Sí, así. Ay, mmm…
—Mmm…
—Ay, Jack…
—Ay, Amy…
—Oh, Jack… así… sí…
—Oh, Amy… oh, mmm…
—Ay, Jack… Sí, así… Creo que voy a… que voy a…
—Ca… ca.
—¿Caca?
—Caca —confirma Ben desde la cuna del cuarto de al lado.
Estas dos sílabas pinchan el globo erótico como un alfiler. Una terrible
transformación se opera en nuestro entorno. La alcoba exóticamente iluminada en
que hacíamos el amor vuelve a convertirse en nuestro dormitorio cochambroso y
atestado de cosas, pero con velas. De repente el vuelo de nuestra imaginación se
desploma.
Las caderas de Amy dejan de frotarse contra las mías. Sus dedos me sueltan el
pelo y los hombros, de modo que me quedo con las manos cerradas sobre sus pechos,
como si estuviera realizándole un examen médico.
Durante casi diez segundos lo único que oigo es nuestra respiración, más corta
y rápida ahora, mientras rezamos para que el silencio dure, señal inequívoca de que
Ben ha vuelto a dormirse.
—¡Caca!
—Tengo que cambiarlo —masculla Amy frustrada.
—¿Por quién? ¿Por un mudo? —Ríe y empieza a separarse de mí—. Por favor,
no, casi estamos… —Es cierto. Nos acercábamos tambaleantes al borde del
Acantilado del Orgasmo, nos faltan unos pocos segundos para caer por el Gran
Cañón de las Endorfinas—. No le hagas caso, seguro que vuelve a dormirse. A lo
mejor ni siquiera es el pañal y sólo tenía una pesadilla.
—¿Con caca? —pregunta Amy, mirándome escéptica.
—Bueno, ¿por qué no? Es posible. A su edad, tampoco es que tenga una amplia
gama de temas de terror nocturno para escoger, ¿no? —Enumero—: Muerte por
avalancha de excrementos, muerte por ataque de osito de peluche, muerte por asfixia
entre los pechos… A ver, ¿qué más?
—¡Caca! —chilla Ben.
Amy me besa deprisa.
—Ahora vuelvo.
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Capítulo 3
Amy
Mañana de gloria
Buenos días. Escuchan ustedes Radio CapitalChat con Jessie Kay, que los acompañará
hasta las once y media. Acabamos de oír Waterloo Sunset por los Kinks, que seguro los ha
puesto de un humor excelente para afrontar esta mañana preciosa y soleada en la capital. Esta
semana inauguramos una nueva sección llamada «Mi queja». Creemos que ha llegado la hora
de que ustedes los oyentes puedan expresarse. Queremos que nos llamen a diario y nos
cuenten cómo son las cosas de verdad. Que se desahoguen. El tema de hoy son los padres que
trabajan. Llámenme al cero, ocho, siete, uno…
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—Ya lo he hecho.
—¿En la cesta de la ropa?
—No están.
Por su tono, juraría que está en medio del dormitorio maldiciéndome. Ni
siquiera las ha buscado.
Al cabo de un segundo, aparece en la cocina y me mira con gesto frenético.
Como no pudimos dormirnos hasta las cuatro, los dos despertamos tarde y Jack ya
tendría que estar en el trabajo. Lleva unos trocitos de papel higiénico manchados de
sangre pegados al cuello, donde se ha cortado por afeitarse deprisa. Lo tiene bien
merecido por usar mi Venus Ladyshave desafilada.
—Ay, ay, papi está enfadado conmigo —le digo a Ben acercándole a la boca una
cucharada de mejunje—. ¿Sabes una cosa? Mami se levantó en medio de la noche, le
sacó las llaves a papi del bolsillo de la chaqueta y… —me inclino hacia el niño y
arqueo las cejas como si fuera un cuento de miedo— ¡y las escondió!
—Amy, por favor, llego tarde.
Con esta frase consigue dar a entender que no sólo es culpa mía, sino que
además no lo tomo en serio. Y encima, su tiempo es más valioso que el mío. Tres
tantos en contra de Amy.
Sin embargo, sé por experiencia que es inútil pedirle que busque las llaves. Si lo
hace, se pondrá a arrasar toda la casa, a destrozar los cojines del sofá y vaciar los
cajones sobre la mesa sin parar de maldecirme.
En esas ocasiones, el noventa y nueve por ciento de las veces Jack encuentra lo
que busca (por lo general las llaves del coche, las gafas de sol, el teléfono o la cartera)
en su propia persona o donde lo dejó por última vez, es decir, en el bolsillo de la
chaqueta o tirado en el suelo.
Así que es una decisión difícil.
Por un lado, si cedo y doy con sus dichosas llaves, no sólo reforzaré su
incapacidad para encontrar algo sino que además volveré a comprometerme como
buscadora esclava, lo que no augura nada bueno, teniendo en cuenta que Ben, en ese
aspecto, empieza a volverse un pequeño Jack. Por el otro, si no lo ayudo a buscar las
dichosas llaves, tendré que pasarme el día ordenando el destrozo resultante.
El problema es que, de una forma u otra, Jack se pondrá hecho un basilisco.
Dejo los cereales en la sillita, suspiro hondo y me dirijo al dormitorio, directa a la
cesta de la ropa sucia. La chaqueta está tirada sobre una pila de prendas. La recojo y
busco en los bolsillos. Ni rastro de las llaves. Así que hurgo entre los calzoncillos y
otras prendas. Lo que pensaba.
Le entrego las llaves colgadas de mi dedo índice esperando, por lo menos, una
disculpa o un beso de arrepentimiento.
—¿Ves?, las habías escondido —dice en tono triunfal—. ¿Cómo iba a pensar en
buscar allí?
—Te lo dije, en la cesta de la ropa. Tienes que mirar debajo de las cosas, Jack.
Miro al techo exasperada y enfilo de nuevo hacia la cocina. Jack no insiste, por
una vez no exige tener la última palabra. Lo tomo como una especie de «gracias». Me
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pregunto si seguiremos igual dentro de cinco, diez o quince años. ¿Continuaré dando
vueltas en andador tras la pista de su cartilla de pensionista o su dentadura postiza?
Sospecho que sí.
—Mami, mira —dice Ben señalando el tazón de cereales, que está volcado y
cuyo mejunje ha salpicado la pared, observando esta curiosidad desde su trono como
si él no tuviera nada que ver.
—Bueno, me parece que tendré que limpiarlo, ¿no? —digo, a nadie en
particular, y vuelvo a subir la radio.
—¿Qué estás escuchando? —pregunta Jack entrando en la cocina. Coge mí taza
de té y toma un sorbo—. Es una mierda.
—Estaba aburrida de la otra.
Lo que no es estrictamente verdad. Boicoteo a mi emisora de siempre porque la
semana pasada me tuvieron esperando al teléfono veinte minutos cuando llamé al
programa de la tarde. Sabía todas las respuestas y habría podido llevarme una tele de
plasma y me jodió que encima la ganara una chica a quien el locutor ayudó. El hecho
de que no tengamos ninguna pared con espacio para poner una tele de plasma no
importa, es cuestión de principios.
«¿En qué están pensando nuestros oyentes? Ha llegado el momento de la queja.
Llamen a Jessie Kay y se sentirán mejor. Llamen. Hablaremos con nuestro primer
oyente después de…»
Empieza a sonar Morning Glory de Oasis.
—¿Quién es Jessie Kay? —pregunta Jack—. Habla como una furcia vieja.
—Pues a mí me parece simpática. Quizá fuera buena idea llamar —digo
mientras tiro a la basura un montón de papel de cocina lleno de cereales—. ¿Sabes?,
tengo muchas cosas sobre las que despotricar.
—¿Y por qué no lo haces?
Sacudo la cabeza y me aparto el flequillo de la frente.
—Porque sería una tontería. ¿A quién puede interesarle escuchar lo que tenga
que decir?
—Da igual lo que digas. Sólo los chiflados y las amas de casa aburridas oyen la
radio a estas horas. La gente de verdad está en el trabajo.
—¿La gente de verdad como tú, quieres decir? —replico, y le saco la lengua.
Quiere cabrearme a propósito y no se da cuenta de lo poco que falta. Me da un
beso y otro a Ben en la cabeza.
—Estoy bromeando, querida. Creía que te gustaba ser una dama ociosa.
Al cabo de un momento, cierra la puerta de entrada y yo descuelgo el teléfono.
Bien, Jessie, lamentablemente no trabajo, pero estoy a favor de los padres que sí lo hacen.
Mi amiga Ali es una madre trabajadora y fantaseo con ser como ella porque lleva todos los
días tacones en lugar de zapatillas de deporte, minifaldas muy sexys en vez de un pantalón de
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a Notting Hill.
—Muy bien —replica con un matiz de exasperación—. Hasta luego, cariño.
Le gruño al teléfono. Después le mando un mensaje de texto a Ali para contarle
que la he mencionado esta mañana en la radio, pero al hacerlo me siento como una
pobre desgraciada. Ella está en el trabajo, un mundo increíblemente glamuroso, muy
lejos de mi realidad normalita y corriente.
No me apetece ir al baile de los conejitos, pero ya he pagado unas cuantas
sesiones y sé por las canguros que no van a devolverme el dinero. Además, de paso
puedo ver los escaparates de esas tiendas elegantes de Westbourne Grove y
entregarme a mis fantasías.
Y, lo más importante, me acercaré a la agencia donde siempre compro un billete
de lotería. Ésta en particular la conozco porque ha vendido dos premios importantes.
Yo seré el tercero. Con lo que gane, pienso comprar una casa de superlujo en la
colina, con un atelier para Jack y vistas fabulosas de todo Londres, y una segunda
vivienda en una isla del Caribe, donde pasaremos la mayor parte del año. También
contrataré a mucho personal. Camilla se morirá de envidia asfixiada en su rebeca de
cachemir. Tendré un entrenador personal de lo más cachas que me pondrá en forma
a latigazos y una niñera maravillosa para los críos (por lo menos tres más). Jack y yo
pasaremos los días juntos, comeremos lo que pesquemos en el embarcadero de casa,
haremos una siesta y luego el amor desenfrenadamente en nuestra suite de diseño,
arriba, donde los únicos vecinos serán los pájaros exóticos. Y, por supuesto, donde
los niños no podrán entrar.
Cuando bajo del autobús y trato de rodear con el cochecito una pila de Evening
Standard del quiosco, me llama Ali.
—No sé por qué me he reincorporado al trabajo —dice tras intercambiar
saludos y cuando ya me he percatado de que cuchichea porque está en el lavabo de
la oficina. Aun así, la voz le tiembla.
—¿Estás bien, Ali?
—No, qué va —dice con un hondo suspiro—, estoy espantosamente cansada
todo el día. Me levanto a las seis con Oscar y he de hacer un largo trayecto para
pasarme el día aquí. Además, me miran como si sólo hiciera media jornada porque
salgo a las seis y media. Luego, la mujer de la guardería me trata como una basura
porque recojo a Oscar tan tarde que ya está llorando y agotado. Para entonces estoy
hecha polvo, pero prepara el baño y acuéstalo. Después, por la noche, me veo
obligada a ponerme al día con el trabajo que no he podido hacer en la oficina…
—Pero creía que querías volver a la oficina, creía que…
—No tengo tiempo para nada, Amy. Y cuando digo nada es nada. Ni para
comprar, limpiar, lavarme la ropa o ver a los amigos. Ni me acuerdo de la última vez
que mantuve relaciones sexuales. Mi casa es una pocilga y encima me siento culpable
a cada momento, como si abandonara a todo el mundo. Soy un desastre en el trabajo,
y también como amiga, como esposa y como madre.
Su arrebato me deja helada y confundida, teniendo en cuenta mi queja
radiofónica matinal.
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—Pues no deberías sentirte culpable —digo—. La que se siente culpable soy yo.
Tú al menos eres útil para la sociedad.
—Sí, y como resultado jodo a mi hijo. No sé. Disfrútalo, Amy. No sabes la
suerte que tienes.
Sigo perpleja por la queja de Ali cuando entro en el vestíbulo. He ido a muchos
sitios de juegos para niños en los últimos dos años y todos son bastante espantosos.
Quizá mi amiga tenga razón: tal vez debería dejar de torturarme y disfrutar más de
la libertad de ir de acá para allá con Ben. Sin embargo, echo un vistazo al grupo de
conejitos Boogaloo y una vez más me enfrento a la evidencia de que aquí no pinto
nada.
Por un lado, hay un grupito cerrado de mamis ultraelegantes de Kensington y
Notting Hill. Todas con vaqueros de marca talla 36, anillos de brillante que les tapan
medio dedo e infiltraciones de Botox en la frente. Por el otro, las canguros, que
hablan entre sí en eslovaco pero al menos son amables (e inteligentes).
Los conejitos Boogaloo están dirigidos por Trish y su colega Magda, que sólo se
ocupa del aparato de música. Tiene un flequillo teñido a lo Cleopatra y cara de loca.
Me parece que está un poco ida.
Trish es un espectáculo que merece la pena contemplar. Hoy va con unos
calentadores fucsia de licra, sin duda un recordatorio de cuando acudía a los casting
de Fama, el musical. Lleva los ojos saltones muy maquillados y el pintalabios corrido
por las arrugas alrededor de la boca, pero su dedicación al trabajo es intachable.
Personalmente, creo que para trabajar con niños hay que carecer del gen de la
timidez. Hay un presentador de la tele que protagoniza pequeños intermedios para
niños entre programas y al cual Ben adora. Le parece lo más gracioso del mundo,
pero yo cada vez que lo veo, pienso: «¿Cómo puedes tener ese trabajo durante el día
y después llegar a casa de noche y follar con tu esposa?»
«Eh, chicos, adivinad dónde estoy. Sí, eso es, en la cama con mi mujercita. Y
mirad, aquí tenemos un precioso pezoncito rosado que se puede tocar con el dedo.
Os enseñaré una canción sobre un pezón. Cantad conmigo: "La canción del pezón,
que me alegra el corazón, lala lala la, el pezón, qué emoción, lala lala, la."»
Vamos, que el tipo es un completo imbécil, pero seguro que tiene
representantes, maquilladores y contables. ¿Se lo toman en serio? ¿De verdad cree
que se encuentra en el primer peldaño de la escalera que lo conducirá a los
programas televisivos serios? ¿Sueña con una gran aparición en Hollywood? ¿O con
tener un exitazo de crítica en el Teatro Nacional?
Para mí es un misterio cómo esta gente —el tipo de la tele y Trish, aquí en el
baile de los conejitos— puede llevar a cabo su trabajo. Me resulta insoportable
entonar esas idioteces de «Las mamis van en autobús, bus, bus» en público. Cada vez
que nos piden que cantemos con nuestros hijos, me convierto en una ex niña de seis
años enfurruñada. Mientras estoy sentada en el suelo con las piernas cruzadas, tengo
que reprimir las ganas de salir corriendo. Lo único que me hace aguantar es inventar
otra letra en mi cabeza: «¡Las mamis en el autobús, bus, bus, quieren Valium, Valium,
Valium! ¡Las mamis en el autobús, bus, bus, quieren Valium, Valium, Valium!»
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La debacle
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Capítulo 4
Jack
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sabes, por si… —Por si la fiesta de cumpleaños de Ben se convierte en algo divertido,
me digo, lo que es tan probable como que aparezcan Jim Carrey y Mike Myers para
ocuparse del entretenimiento infantil. Pero aun así, nunca se sabe…
—No; me refiero al resto de la comida.
—No hay resto, esto es todo.
—Pero… —Empieza a registrar las bolsas igual que un funcionario de aduanas
al que hubieran dado un soplo—. ¿Y los bocaditos de pollo orgánico? ¿Y la miel de
manuka? ¿Y las olivas turcas y los palitos de sésamo? ¿Dónde está el guacamole y el
halloumt? ¿Y… todo lo demás apuntado en la lista que te di?
Me mira exasperada, como si fuera yo, y no ella, el que de pronto hablara
marciano con fluidez.
—Ah, eso —respondo—. No lo he comprado.
—¿Qué?
—Me pareció una exageración.
—¿Una exageración? ¿Qué te pareció una exageración? Precisamente a ti, que te
has ocupado tanto de organizar esta fiesta…
—Venga, ya tenemos un montón de carne descongelándose para la barbacoa, y
casi todas las otras cosas que querías iban a acabar en la basura. Habría sido un
despilfarro.
No responde. O al menos no con palabras, pues se limita a gruñir. Es el tipo de
gruñido que podría emitir un rottweiler si alguien intentara quitarle su hueso
favorito, el tipo de gruñido que dice: «Atrás, tío, si no quieres cojear el resto de tu
vida.»
Observo perplejo cómo me arrebata tres cartones de leche y los mete en la
nevera, igual que si cargara con proyectiles un cañón.
Estoy a punto de señalar que su nivel de ira (7,9 en la escala de Amy-Richter)
constituye una reacción desproporcionada a mi sensata racionalización de su plan de
compra exageradamente ambicioso, cuando se me ocurre otra posibilidad.
—¿A cuánta gente has invitado? —pregunto.
—Ya te lo he dicho, algunos.
—¿Cuántos?
Da un portazo a la nevera, se yergue y se vuelve para encararme.
—Treinta.
—¿Treinta? Pero si ni siquiera conocemos a tantas personas.
—Ben sí.
La miro fijamente, asombrado de que la vida social de mi hijo de dos años casi
eclipse la mía.
—¿Quiénes son? —la desafío.
Y a medida que me va soltando los nombres, empiezo a gemir como un
asmático en pleno ataque.
Es como una versión monstruosa y al revés del programa Ésta es su vida. En
lugar de un desfile de seres muy queridos de mi pasado (cada uno con una anécdota
hagiográfica y casi cómica preparada, que rinden homenaje a esa maravilla que soy
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Yo), parece un panteón de muermos al azar, apenas conocidos (la mayoría ni siquiera
se acordará de mi nombre).
Sin embargo, Amy parece ajena a la incomodidad que me produce. Pasa junto a
mí como si yo no existiera y vacía ruidosamente el contenido de la primera bolsa
sobre la mesa. Mira los productos con la misma cara de pánico que un cirujano
militar novato ante el primer herido en el campo de batalla: «¿Por qué yo? —dice su
expresión—. ¿Por qué a mí? Nunca quise ser cirujano. Jamás quise ir a la guerra.»
El contenido de la bolsa del súper es el siguiente: un paquete de patatas
crujientes, seis botes de caramelos azul brillante, un paquete tamaño fiesta de
muñequitos de azúcar rosa, ocho bolsas de chucherías, un pastel Battenberg rosa y
amarillo y una lata de galletas de saldo, de Navidad, con personajes de dibujos
animados mal pintados en la tapa.
—Aquí hay suficiente grasa saturada para hundir un portaaviones —
diagnostica Amy.
Pero estoy preparado para el comentario, de modo que saco el contenido de la
segunda bolsa y señalo las dos zanahorias y la manzana que incluí para equilibrar un
poco las cosas.
—Podríamos cortarlas en bastoncillos —propongo amablemente—. Me refiero a
bastoncillos así… —Amy coge una bolsa de tamaño familiar de frutos secos salados y
la levanta como haría Hércules Poirot con una pistola cargada—. ¿Qué problema
hay?
—No pueden servirse frutos secos en una fiesta de niños, Jack. ¿No has oído
hablar del shock anafiláctico?
—¿El grupo de punk?
Resopla y coge el pastel Battenberg, que de repente no parece tan grande y
bonito como en el estante del supermercado. Empieza a romper el envoltorio con
caramelo adherido, pero de pronto se detiene. Hunde los hombros y mira al suelo
con gesto de abatimiento.
—No soy Jesús, Jack —gime—. ¿Cómo quieres que dé de comer a todos con
esto?
—Bueno, si me hubieras dicho la verdad sobre la gente que vendrá…
—¡Te habrías enfadado, igual que ahora! —grita cogida del borde de la mesa
como si estuviera en un barco en medio de la tormenta.
¿Enfadado? ¿Yo? Ella es quien tiene pinta de estar en un casting de El exorcismo
de Emily Rose. Le miro los oídos por si veo sangre o humo, pero arruga la frente
acongojada y empieza a darme pena.
—¡Dios mío! —solloza—. Mi madre va a pensar que soy un desastre…
Mi compasión se evapora como una gota de agua sobre la superficie del sol.
Ahora es mi turno de un poco de teatro.
—¡Vaya! —digo con la mano levantada como un guardia de tráfico—. ¿Tu
madre? ¿Tu madre también está invitada?
—Pues sí.
—¿Hoy?
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—¿Prona? —Miro a Ben, que está detrás de ella chupándose el pulgar—. Creo
que no sé muy bien los que significa «prona». Ni siquiera estoy seguro de que exista
tal palabra. ¿Y tú, Ben? ¿Has oído alguna vez esa palabrita tan graciosa?
—¿Quién puerta, papi? —pregunta, pues el timbre suena por tercera vez.
Amy al fin me mira a los ojos y cede a regañadientes.
—Perdona.
—Muy bien. —Sonrío con benevolencia—. Ya está. ¿Ves que no era tan difícil?
Está tan furiosa que casi no puede contestar. Me aparto un paso, pero antes de
franquearle el paso del todo me resisto un poco porque se las arregla para soltarme
un «hijoputa».
Es la primera vez que uno de los dos se dirige al otro de esa manera, pero no
me da tiempo a devolverle el insulto (pese a que no sé cómo puede superarse un
«hijoputa»; quizá con un «hija de la gran cabrona»).
El timbre suena otra vez, ahora de manera continua, como si quien lo pulsa se
hubiera muerto de aburrimiento y desplomado sobre el botón. Sin embargo, al abrir
compruebo que mi suegra se encuentra en perfectas condiciones, huele ligeramente a
Don Limpio y masca con su habitual vigor un antiácido, igual que habría hecho en
otros tiempos Clint Eastwood con un puro.
—Hola, Jan —la saludo—. Qué alegría verte.
Dada su reacción, habría podido decirle: «Hola, Jan, enséñame las bragas»,
porque no me hace ni caso. No escucha. O por lo menos no a mí. Para ella soy el
señor Celofán, pura transparencia.
Le sonrío con torpeza pero ella me mira sin verme, como si yo fuera un mueble
carente de todo interés. El hecho de que no me dé los buenos días es una forma
fortuita de insulto a la que he ido acostumbrándome desde que se abriera paso a
empujones, como una luchadora profesional, cuando la saludé en la puerta de la
maternidad. «Apártate, proveedor de esperma. Tu trabajo ya ha acabado. Ya tenemos
tu ADN, así que no tienes nada más que hacer. Por ahora…»
En otras palabras, Jan no ha venido a verme, y ni siquiera estoy seguro de que
me vea, tan insignificante me he vuelto en su horizonte. Creo que hasta podría
tratarse de un trastorno médico, una forma virulenta de maleducancia brujilis miopus.
Su mirada recorre la zona que hay a mi alrededor, como si fuera el sistema de
lanzamiento de misiles de un helicóptero Apache, hasta que se posa en Ben. Al igual
que el Gollum de Tolkien, sólo tiene ojos para la Preciosidad, alias mi hijo, y
únicamente sonríe cuando lo divisa.
—Aquí está mi niño guapo —susurra embobada mientras me aparta de un
empujón, se agacha a la altura de Ben y hace una mueca con esa expresión de «Ven
aquí, pequeñín, y dame un beso en el bigote» que las abuelitas saben componer tan
bien.
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Si existiera una universidad de esta clase, Jan se titularía con honores sin
ningún esfuerzo.
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las niñas con la excusa de que eran cursis, chismosas y no sabían golpear bien un
balón.
Pero después llegué a la pubertad y empecé a ver a las mujeres a través de un
prisma que las volvía muy atractivas, tanto que me pasé toda la adolescencia y los
inicios de mi segunda década tratando de darles coba y demostrarles que nosotros,
los chicos, a fin de cuentas no éramos tan diferentes. Desarrollé mi sensibilidad, mi
encanto y mi talento para escuchar. Me transformé en el hombro sobre el cual llorar,
en la mano que aferrar.
Incluso me convertí en uno más entre las mujeres. Después del trabajo
practicaba deporte con ellas y fingía que no importaba no saber patear recto una
pelota. Dejé de hablar de coches, fútbol y todas las paparruchadas que reservaba en
exclusiva para los hombres, y empecé a charlar sobre las personas y los motivos de
sus caracteres.
Y el esfuerzo valió la pena porque averigüé por qué las chicas eran cómo eran.
Y acabé teniendo muchas amigas y, lo que era igual de importante en aquel
momento, también muchas novias.
Sin embargo, ahora estoy en una fiesta a cargo de la barbacoa al fondo del
jardín, en medio de una marabunta de hombres, mientras las mujeres entran y salen
cloqueando de la cocina con los niños.
¿Igualdad de oportunidades? Eso no existe.
Y esta separación entre mamas y papas es permanente. Nos hemos vuelto agua
y aceite. Ya no necesitamos mezclarnos, como tampoco coquetear más: ya hemos
tomado las grandes decisiones acerca del sexo opuesto. Hemos encontrado pareja y
estamos criando.
De modo que, en lugar de mezclarnos, nos compadecemos unos de otros en
campos polarizados: las mamás con las mamás y los papás con los papás, como
miembros de un grupo de autoayuda: «Hola, me llamo Jack Rossiter y soy padre.»
Nos pasamos los porros a escondidas de los niños mientras hablamos de la falta
de sueño, los suegros entrometidos y las listas de espera en los colegios, evocamos
los pasados buenos tiempos, siempre los pasados buenos tiempos, cómo conocimos a
nuestras parejas y todas la locuras que cometíamos, y mencionamos a las ex y otros
viejos malos hábitos para recordarnos cómplicemente que no siempre fuimos tan
muermos.
—¡Qué buenos filetes! —exclama Rory (casado con Sarah y padre de Louis el
Empalagoso, pionero del moco permanente en el orificio de babor) mientras se zampa
un bocadillo rumiando como una vaca parlante de Disney.
Ed el Metrosexual (marido de Sophie y padre de Ripley) asiente con la cabeza.
Viste como recién salido de una sesión de fotoperiodismo en el centro de Bagdad y
lleva unas gafas tan grandes que le favorecerían en el casting de La mosca. No ha
pronunciado palabra desde su llegada, lo que me hace pensar que está colocado o
simplemente es trop chic pour moi.
—Gracias —digo con cautela a Rory.
Tuve la desgracia de haber conversado con Rory el Tory en otra ocasión, aunque
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con los demás hombres presentes es un esperma saludable. Gracias a Dios, aquí
todos somos desconocidos.
Y ninguno más que Rory.
—Los mercados están llenos de niños lloriqueando, joder —se queja—. Yo todo
eso lo delego en mi mujer. Especialmente los fines de semana. Para ser sincero,
prefiero quedarme en la cama y hacerme una paja.
—¿Una paja? —repito asombrado, y me pregunto por qué demonios un hombre
al que apenas conozco me cuenta eso.
—Exacto. Eso o miro algún partidito en Sky Plus, depende de la resaca que
tenga.
Geoff y Danny asienten comprensivos, como diciendo: «Sí, todos hemos hecho
lo mismo alguna vez.»
—Ya veo —digo y, por desgracia, visualizo con detalle y en tecnicolor la
espantosa imagen del rubicundo Rory el Tory meneándose con furia el cacho de carne
calloso delante de… ¿qué? ¿Una web? ¿Números viejos del Playboy o el Vogue? ¿Su
cartera de acciones o una foto firmada de la señora Cameron, la mujer del líder
conservador?
—A veces —continúa Rory con sus confidencias al grupo— también me la casco
mientras miro Sky Plus…
—¿Con el fútbol? —pregunto, confundido.
Él frunce la nariz como si acabara de picarle una avispa.
—No, qué asco. ¿Por quién me tomas? ¿Por un invertido roñoso?
¿Un invertido roñoso? ¿En qué siglo vive este hombre?
—No, joder —me ladra—. Me refiero a que puedo cascármela con alguna
película. No sé, como Instinto básico, donde la tía esa se pone cachonda con…
Vaya… Estoy seguro de que ahora mismo Sharon Stone está sentada en su casa,
tocándose para tener un orgasmo lento y sensual mientras piensa en ti, Rory…
Craig, el marido de Faith, ríe como una hiena con gas hilarante. Es obvio que
últimamente no sale mucho, por fortuna para el resto de la población.
De pronto, la conversación se ve interrumpida por mi suegra, que pasa entre
Craig y Rory sin decir más que hola, y coge una hamburguesa. Retrocede y se queda
allí de pie, dándonos la espalda. Su mirada se posa en Ben y comienza a canturrear
una canción infantil quedamente, lo que me confirma que mi suegra es la razón de
que se inventara el punk. No obstante, comparada con Rory y el resto es una santa y,
ahora mismo, siempre y cuando su presencia amordace la conversación previa,
prefiero que se quede todo el tiempo que quiera.
Al cabo de unos minutos, cuando propone a voz en cuello jugar al baile de las
sillas, aprovechó la oportunidad y le doy al iPod para que suene The End de los
Doors, a ver si algunos captan la indirecta y se largan.
Pero en ese momento veo a Matt en el umbral de la cocina. Por fin alguien con
quien hablar.
—Perdón —digo, pasándole las pinzas de la barbacoa a Craig como si fueran un
cáliz venenoso, y me alejo del grupo.
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El padrino
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son la prueba de una vida que derrocha risas, lo que no tiene nada de malo.
No obstante, ¿sigo pensando que es guapa? ¿Increíblemente guapa? Si no
conociera a Amy y Sophie y las viera por primera vez ahora mismo… Si (como a
Matt) sólo me interesara el sexo, ¿con cuál de ambas el mono que llevo dentro
elegiría preservar la especie? ¿Seguiría siendo Amy? ¿Seguro?
Antes de que la respuesta me venga a la mente, una barahúnda en un extremo
de la mesa me hace perder el hilo. La hija de Faith está vomitando sobre la manga y
el antebrazo de su madre. Ella se la endosa al invitado más cercano y viene derecha
hacia nosotros.
—Jack, ¿podrías traerme un poco de papel de cocina? Eres un sol —dice,
girando despacio y con asco la manga de la blusa—. Hola —añade tendiéndole la
mano a Matt—. Mucho gusto, soy Faith.
Mi amigo mira con repugnancia la masa viscosa que se desliza sobre la mano de
Faith.
—Encantado. Matt Casto —responde dando un rápido paso atrás.
Entro en la casa y vuelvo con un rollo de papel, que Faith me arrebata sin decir
palabra para volver rápidamente al aquelarre.
—¿Desde cuándo algo así se ha vuelto socialmente aceptable? —me pregunta
Matt.
—¿Qué? ¿No dar las gracias?
—No, comportarse como si estar todo manchado de vómito careciera de
importancia.
—No lo sé, supongo que más o menos desde que se hizo socialmente aceptable
hablar en la mesa de los hábitos excretorios de los niños.
—¿También hacen eso?
—Sí, sí, jovencito, aún te queda mucho por aprender. —Sonrío—. Pareces
Anakin Skywalker en La guerra de las galaxias. —Matt me coge las manos y empieza a
mirármelas—. ¿Qué haces?
—Estoy comprobando si te has cortado las venas.
Nos quedamos mirando a las brujas del aquelarre y a sus crías volviendo a
disponerse en círculo (o incluso en forma de estrella de cinco puntas), en el momento
que empieza a tronar por los altavoces del iPod una espantosa cancioncilla infantil.
Veo mi reflejo en la puerta cristalera, una imagen informe con unos shorts
azules desteñidos y holgados y una camiseta blanca con las letras CTU en amarillo.
«Me he convertido en un fantasma del viejo Jack que vestía tan bien», pienso.
—Bonita camisa —le digo a Matt. Va muy bien vestido, como siempre, con un
modelito nuevo de Paul Smith y vaqueros japoneses, prelavados y rotos, para
evitarle la molestia de tener que gastarlos él.
—Yo todavía he de esforzarme en cuidarme.
Paso por alto la puñalada. Matt siempre dice que hay una relación
inversamente proporcional entre la duración de una relación y el esfuerzo que uno
hace para mantener una buena imagen. («Los casados lo tienen fácil. Pueden echar
polvos aunque vayan hechos una mierda», me dijo una vez.)
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—Hablando de esfuerzos… ¿Dónde está ella? Creía que ibas a traerla —digo.
«Ella», su nueva novia. Sólo es un ligue, me aseguró por teléfono, pero no hay duda
de que es un bombón, de lo contrario no se hubiera ofrecido a mostrarla.
—¿Te refieres a Honey?
La mirada de advertencia que me echa me desanima a preguntar lo evidente:
«¿Así que es del tipo dulce y pegajoso, como su nombre, o de las que se abren rápido
de piernas?» Pero no voy a gastarle la misma broma que seguro ha tenido que
soportar mil veces.
—Va a venir, ¿no? —me cercioro.
—Bueno, iba a venir —frunce el ceño incómodo—, pero estaba preocupada por
el vestido. Imagínate, se trata de un traje muy especial y, con todos estos niños, no
quería que se le manchara. Es que tenemos una fiesta más tarde.
—¿Te refieres a una fiesta de verdad? ¿Una fiesta de adultos, con comida para
adultos, música y conversaciones adultas?
—No seas así —replica Matt mirando alrededor—. Ésta también es divertida.
Observo a mi suegra, que va de un lado a otro sin parar.
—Amy —está diciendo—, cuidado, que podría…
Y miro a Amy, y a Ben, que se revuelca alegremente en la hierba con el traje de
Spiderman que le ha regalado su abuela (un regalo fantástico, he de reconocer, en
especial teniendo en cuenta que es probable que Jan ni siquiera sepa quién es
Spiderman).
Y contemplo el cielo despejado, y me digo que gozo de buena salud…
Pero a pesar de todo lo que tengo, siento un asomo de envidia cuando pienso en
que Matt sigue dando vueltas por ahí, en el ancho mundo de los soltero urbanos.
Supongo que se debe a que éramos colegas, él hacía de Frank y yo de Jesse James, él
de Sundance y yo de Butch. Pero que ahora mi Colt está en su pistolera y, en lugar de
montar a caballo, me limito a vender su estiércol mientras Matt sigue ahí fuera
asaltando bancos…
—No, no soy así —digo—, pero es que…
—¿Qué?
—No lo sé, pero tu vida ahora mismo parece bastante divertida. Tienes lugares
a donde ir… lugares mejores…
—Yo no he dicho eso.
—Tampoco te hacía falta decirlo.
—¡Amy! —grita mi suegra, que levanta a Ben con sus manazas y frunce el ceño
porque el niño huele a caca.
Matt saca el billetero y extrae unos billetes.
—Toma —dice.
—¿Qué es? —replico sin aceptarlos.
—El regalo de cumpleaños de Ben.
—¿Qué? ¿Quieres regalarle dinero?
—No, capullo, quería comprarle un juguete pero no sabía cuál. No sé lo que le
gusta.
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Capítulo 5
Amy
El dominó
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***
Radio CapitalChat
El tema del día de Jessie: ¿Es cierto que las mujeres tiene una mayor capacidad de
resistencia al dolor que los hombres? Llamada de: Amy de West London.
Jessie, creo que las mujeres sentimos el mismo dolor que los hombres. La diferencia es
que somos más maduras para afrontarlo. Sólo hay que mirar a los futbolistas para darse
cuenta de lo terriblemente cobardicas que son.
Los hombres hacen mucho teatro en lo que al dolor respecta. Cuando a mi marido le
duele la cabeza, no es un simple dolor sino una migraña. Cuando se golpea en el dedo, se ha
roto un hueso. Si tiene un resfriado, se trata de gripe, y si le ha entrado un bicho en el ojo, está
quedándose ciego…
Y además son muy hipocondríacos. Jack tiene una lista completa de dolencias que
pueden afligirlo en cualquier momento: la rodilla fastidiada (una vieja lesión que reaparece
con consecuencias devastadoras y todos los años es responsable de que no pueda participar en
la maratón de Londres)… Sin olvidar su tendón de Aquiles, el hombro crujiente, la vejiga
obstruida, psoriasis en la lengua o, lo peor de todo, una fiebre palúdica sin diagnosticar, pero
que casi seguro es paludismo, de la que curiosamente sufre la mañana siguiente a una noche
de juerga.
¿Sabes una cosa, Jessie? Creo que los hombres tienen un dolorómetro psicológico que
pueden subir o bajar a voluntad, por medio del cual un ataque de rodilla fastidiada, que deja a
Jack postrado en el sofá rodeado de botellas de vino e incapaz siquiera de levantar el mando de
la tele, puede convertirse súbitamente en algo menos doloroso si su mejor amigo lo llama para
ir al pub, pero es posible que se agrave y empeore deprisa, e incluso que lo obligue a guardar
cama de forma indefinida si, por ejemplo, mi madre nos invita a comer.
Pero claro, como mujeres, debemos ser comprensivas. Si flaqueamos en nuestra completa
devoción o damos un mero indicio de que no fos tomamos en serio o creemos que están
fingiendo, provocamos su más absoluta indignación.
Lo único que puedo decir es que me alegro de que los hombres no den a luz; de lo
contrario, la raza humana se extinguiría en una generación.
Me encanta hablar por la radio. Cuanto más lo hago, más me gusta, lo que no
supondría un problema si no estuviera enfermizamente chiflada por Alex Murray, el
productor, aunque sólo haya hablado con él por teléfono. Para mí es muy raro tener
fantasías con una persona real, en especial con alguien a quien ni siquiera conozco.
Por supuesto, hay varios chicos habituales que pueblan mis fantasías
ocasionales: George, Brad, Damien y, cosa rara, el presentador de las noticias de la
ITV, que es increíblemente sexy pero todos se hallan encerrados a buen recaudo en
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mi parque temático de la fantasía, con sus aceites para masajes, Jacuzzis a la luz de la
luna y aviones privados, esperando que los visite (cosa que, para ser sincera, no hago
con mucha frecuencia en los últimos tiempos).
Pero Alex es diferente. Pertenece al mundo real, el mundo de «antes». Hace que
me sienta como si aún formara parte de él y, a diferencia de los tipos de mi parque
temático, estimula una zona que hace mucho nadie toca: mi cerebro.
Tal vez tenga que ver con el hecho de que, aparte de Jack, mi rutina diaria está
compuesta casi en exclusiva de preocupaciones banales relacionadas con otras
mujeres y niños pequeños. Hablar con Alex es una pasada. Sé que no debería darle
tanta importancia, pero me hace reír y, cuando hablo con él, me vuelvo de lo más
espabilada e ingeniosa. Me halaga estúpidamente que en una ciudad tan grande
como Londres sea yo la oyente a quien llama.
—Está muy bien tener un programa que recibe llamadas —me explicó la última
vez que hablamos—, pero no sabes la cantidad de bichos raros que hay en el mundo.
Producir el programa de Jessie es una pesadilla, pero tú eres una bendición, Amy. Es
maravilloso haber encontrado a alguien digno de confianza y que responda de
manera inteligente y divertida.
Ésa soy yo: inteligente y divertida.
Y digna de confianza.
Sus palabras me dieron la seguridad que me faltaba.
—Pues me alegro de participar en el programa —le dije—. Incluso he estado
pensando que si alguna vez surge la oportunidad de un trabajo en CapitalChat…
Tengo ganas de cambiar de profesión y me encantaría entrar en la radio.
Asombrosamente, Alex no se rió, sino que me aseguró que lo tendría en cuenta
y, desde entonces, estoy entusiasmada con la idea de una inesperada oportunidad
laboral. Quiero que Alex mantenga su buena opinión sobre mí.
Después de mi intervención en directo, me quedo en línea y hablo con él.
—Ya sé que te parecerá raro, pero ¿podrías darme el número de teléfono de
Jack? Me he enterado de que Jessie está buscando un jardinero —comenta—. Acaba
de mudarse a una casa grande en Notting Hill y tú vives en West London, ¿no?
—Pues… sí. —En un sentido amplio, vivimos en esa zona, pero no en la parte
que todo el mundo se imagina cuando menciona West London.
—Podría recomendarlo, si a tu marido le interesa, claro…
¿Si le interesa? Le encantaría. Y yo siempre estoy apremiándolo para que trabaje
por su cuenta.
—Sería fantástico, Alex —respondo agradecida.
Lo digo en serio, salvo que ahora no sé cómo explicar a Jack que le he
conseguido un trabajo con Jessie Kay sin contarle mis intervenciones en su programa
radiofónico. He dicho muchas cosas de él y de nosotros. De nuestros trapos sucios.
Seguro que no le resultará tan divertido como a Alex.
De pronto, me sonrojo y me siento culpable.
Vaya, me había olvidado de lo complicados que pueden ser los secretos.
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Es domingo por la mañana y estoy en el café del parque con Ed, el marido de
Sophie. Es un encuentro puramente fortuito. Ripley y Ben se han visto y están
jugando junto al murete de fuera y acabo de toparme con Ed en la cola del café. No
creo que se acuerde de mi nombre.
A Sophie le daría un ataque si viera a Ripley balanceándose de forma precaria
sobre un parterre embarrado, pero Ed no parece registrar que su hija corre peligro de
ensuciarse, por no decir de hacerse daño. La niña chilla y salta como un chimpancé.
Una mancha de chocolate alrededor de su boca y el envoltorio que sujeta me hacen
sospechar que está colocada con la variedad más dura de crack infantil, llamada
también chocolatina Milky Way.
—¿Dónde está Sophie? —pregunto mientras me siento a una de las mesas
exteriores con mi café con leche.
—¿Soph? No creo que se levante hasta dentro de unas horas —responde Ed—.
Anoche nos corrimos una buena juerga.
—Ah, ¿sí?
—Sí, con amigos, una fiesta de fin de rodaje. Imagínate, una de esas noches un
poco descontroladas.
No, no me lo imagino, pero por lo visto Ed las conoce muy bien.
—La gente se marchó a eso de las cuatro o cinco —continúa mientras se quita
las gafas de sol y se frota los ojos enrojecidos.
Creo que voy entendiendo a qué tipo de fiesta se refiere. Con todo, no puedo
evitar sentirme excluida. Hace siglos que a Jack y a mí no nos invitan a una así, ni
nosotros celebramos ninguna, salvo la de Ben.
Ed bosteza ampulosamente y se despereza. La camiseta se le sube y entonces
reparo en la mata de vello que le sube hasta cerca del ombligo. Aparto la mirada
deprisa.
—¿Qué habéis cocinado? —pregunto, con la sensación de que debo darle
conversación. Me siento de lo más hortera. Parezco mi madre.
—Nada. Contratamos un catering. —Bosteza y mira hacia otro lado.
De repente me veo a mí misma con los ojos de Ed. Es evidente que para él soy
una de esas madres amigas de Sophie, una mujer sin maquillaje que viste vaqueros
sucios y camiseta gastada. Dudo que se le ocurra pensar en mí en un contexto sexual,
o que le guste secretamente como sospecho que Sophie le gusta en secreto a Jack.
Esta idea —que me he convertido en alguien del todo asexual— me hunde en la
depresión.
Está claro que a Ed no le interesa hablar del tiempo. Se reclina en la silla,
levanta la cara hacia el sol y cierra los ojos. La típica actitud del padre de domingo.
Miro alrededor. Reina la anarquía.
Hay un par de niños de cuatro años metiéndose bolsitas de azúcar en la boca.
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Jack sólo entendería cómo me siento si tuviera que quedarse diecisiete días
seguidos, la jornada entera, con un niño de dos años. Entonces se percataría de lo
necesario y vital que es disfrutar de un poco de tiempo libre. Pero eso es algo que
nunca va a pasar. Si dejara a Jack durante diecisiete días al cuidado de nuestro hijo, al
segundo ya habría contratado una canguro.
—Vamos —le digo a Ben—, vamos a ver a papi.
«Sí, Jack —pienso—, vamos a ir a despertarte, cabrón.»
—No, papi no. Columpios.
—No; vamos.
—Columpios —repite.
—No.
—¿Por qué no? —Inclina la cabeza con cara de decepción y curiosidad al mismo
tiempo, pero no tengo el valor de explicárselo.
—Bueno, vamos a los columpios, pero un ratito nada más.
—Mí también —dice Ripley.
—Tienes que preguntárselo a tu papi.
—Tengo caca —dice tocándose alegremente el culito. Qué suerte. La llevo
donde está Ed.
—Necesita que la cambies —le digo. El aire a nuestro alrededor no huele
precisamente a rosas.
Ed me mira y me resulta difícil decidir cuál es el niño, si Ripley o su padre.
—De acuerdo —dice incorporándose, pero no tiene ni idea de lo que hay que
hacer. Ni en un millón de años se le hubiera ocurrido traer pañales y toallitas
limpiadoras.
—Bueno, me voy a los columpios —me despido—. Hasta pronto.
—Amy. —Vaya, de pronto ha recordado mi nombre—. ¿No tendrás un pañal
extra o… como se llamen esas cosas? —Es como hablar con un extranjero. Miro en el
bolso y saco una braga pañal y unas toallitas—. ¿Y ahora? —pregunta Ed—. ¿Dónde
se hace? Quiero decir, ¿dónde están los baños? —Parece completamente desvalido.
«Aja. ¿A que ya no te sientes tan imponente y listo, Ed?», pienso disfrutando de
su incomodidad. Ojalá lo vieran ahora sus amiguetes.
Entonces miro a Ripley, que a su vez me mira. ¿Puedo dejarla en manos de un
hombre que no ha dormido y ni siquiera ha cambiado un pañal en su vida? Por no
hablar de una braga desechable. ¿Sabrá que primero tiene que quitarle los pantalones
y…?
—¿Quieres que la cambie? —me ofrezco. Por un momento, me da la impresión
de que se pondrá de rodillas y me besará los pies.
—¿Lo harías?
—Ven, tesoro —digo a Ripley tendiéndole la mano.
Después, vamos a los columpios y jugamos un rato. La niña está en el cajón de
arena y Ed con los pies sobre uno de los bancos con la visera de la gorra de béisbol
inclinada sobre la cara. Me enfurezco; tendría que haber dejado que la cambiara él.
Estoy a punto de irme cuando veo a Jack en la entrada del parque. Así que ha
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Calamity y Kate
Hace una semana que mi cuñada Kate está en casa y ya no aguanto más. No sé
muy bien qué historia lacrimógena le ha contado a Jack, pero no me parece muy
traumatizada por su ruptura con Tone. Empiezo a tener la impresión de que se
aprovecha de nosotros. Somos los parientes imbéciles, lo suficientemente crédulos
para alojarla gratis mientras espera que le salga una oportunidad de compartir algún
piso grande y elegante.
Sin embargo, Jack no quiere ni oír hablar del asunto. Aún la considera su
hermana pequeña y le gusta portarse como el gran protector, aunque desde que vive
con nosotros he descubierto que no necesita que la cuiden en absoluto. Kate la Segura
es lo que se dice una chica moderna.
Por mi parte, me percato de que en lugar de ganarme su estima, la he perdido.
A veces la descubro mirándome como horrorizada. Está claro que he perdido mi
estatus de tía enrollada del mundo de la moda que se casó con su hermano. A sus
ojos, carezco de todo estatus.
Y creo que me culpa de que Jack haya abandonado su carrera artística. No estoy
segura, porque no ha dicho nada, pero algo en su actitud me hace sospechar que lo
comentan a mis espaldas en conversaciones familiares. Ojalá me lo preguntara
directamente, porque entonces le aclararía las cosas.
Supongo que soy tan crítica porque, para ser sincera, estoy celosa de ella. Me
recuerda a mí a su edad, salvo que, por desgracia, es mucho más cool. Tiene ese
trabajo tan chic en publicidad en Noho y un armario (el de Ben) lleno de trajes
supermodernos y blusas muy sexys. Por lo que sé, ha cenado en todos y cada uno de
los restaurantes exclusivos de Londres a cargo de la empresa y no da ninguna
importancia a que la hayan invitado a los clubes privados nocturnos más de moda.
Me parece espantosamente ocupada consigo misma, de la manera en que sólo
puede estarlo alguien sin pareja, hijos ni casa que sacar adelante. Está obsesionada
con su vida social y parece unida quirúrgicamente a su BlackBerry. Es incapaz de
hablar contigo sin recibir y enviar por lo menos tres emails y otros tantos mensajes de
texto, la mayoría de los cuales provienen de, o están dirigidos a, hombres con
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Capítulo 6
Jack
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dije que iba a visitar a un posible cliente (y eso es verdad), pero me abstuve de
mencionar que Jessie Kay era una posible dienta «mía», no suya. De modo que
cualquier beneficio que se derive de mi reunión de hoy irá a parar directamente a mi
bolsillo. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, esta posibilidad de negocio me ha llegado a
través de Amy. ¿Por qué iba a compartirlo?
Por la dirección tan elegante que mi mujer garabateó en un trozo de papel,
espero que la casa de Jessie sea increíble. Si Notting Hill es un corazón que late, como
suele afirmar un agente inmobiliario que conozco, entonces podría decirse que Saint
Thomas Gardens es su marcapasos.
Giro por el típico paseo flanqueado de árboles lleno de mansiones georgianas
de cuatro plantas. Paso por casas que hasta tienen caminos privados… ¡caminos
privados!, que en esta parte superdesarrollada y carísima de Londres equivale a que
uno tuviera carruajes, algo tan ostentoso como tener un foso, un helipuerto o un
ejército privado.
Estamos en territorio Porsche, Bentleyy Lexus, y la mayoría de los modelos a la
vista valen más que nuestra casa (y un par de ellos incluso parecen más grandes).
Lo cual sirve para hacerme más consciente de mi propio medio de transporte.
Como lo que me trae aquí no es un encargo de Greensleeves, he venido con mi
propio coche (alias el Montacargas, el Papimóvil o el General Matusalén), que está hecho
polvo. Un Citroën familiar gris de veinte años, que huele a pan viejo y, cada vez que
uno se sienta, emite ruidos crujientes por la cantidad de trozos de galleta disecados
que Ben ha esparcido en el transcurso de su corta vida.
No tiene CD ni MP3, pero hay una radio conectada a un iTrip y a un iPod, por
la que escucho a The Go! Team para inspirarme.
Observo las mansiones a ambos lados de la calle mientras busco el número 5. El
espectáculo hace que me sienta como en un decorado de cine de los que aparecen en
las comedias inglesas, a tal punto que, cuando paro frente a la casa en cuestión, casi
espero ver salir por el camino a un perfecto ratón de biblioteca encarnado en Hugh
Grant, quien, tropezando y farfullando, se topa con la sofisticada Julia Roberts, que
lleva unas gafas Chanel y resulta ser una estrella norteamericana de incógnito —en
apariencia histérica e histriónica, pero en el fondo un ser solitario y necesitado de
afecto como todo el mundo— que se enamorará del apocado pero maravilloso Hugh
después de superar un montón de malentendidos graciosos e inverosímiles (con la
ayuda de varios amigotes de Hugh procedentes de Oxford y prodigiosamente
inteligentes). Lo cual permitirá que Hugh y Ju lleguen a la conclusión de que el amor
no sólo lo cambia todo, sino que también lleva a superar todas las barreras sociales,
culturales y económicas, revelación asombrosa que se produce justo antes de que
aparezca la palabra «fin» en tonos pastel y suene un éxito nostálgico recientemente
exhumado.
Pero lo que veo en realidad por la ventanilla llena de huellas dactilares del
Montacargas es a un hombre robusto de unos cuarenta y tantos, con traje oscuro y
gafas Ray-Ban Aviator, que sale por el camino privado perfectamente empedrado de
la casa del número 5 y guarda una bolsa de piel en el maletero de un Porsche negro
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brillante.
Hasta ahora, todo muy James Bond. Mi comedia romántica con Hugh y Ju se
esfuma, ya que hemos entrado en el terreno de un thriller, salvo por un elemento
surrealista: el hombre no lleva nada en los pies. Ni zapatos ni calcetines. Va estilo
Jesús. Y aún más raro, mientras cierra el maletero y abre la portezuela del conductor
para subir, aparenta completa indiferencia por este hecho.
Pero enseguida titubea y frunce el ceño como si se le encendiera una lucecita
roja. Y sólo entonces se mira los pies.
Por un segundo me da lástima, precisamente cuando hace una mueca, su barniz
de sofisticación se esfuma y se queda como un niño pequeño a punto de llorar.
Acto seguido aprieta los puños y adopta una expresión de determinación
beligerante. Se vuelve y mira el camino, saca algo del bolsillo —parece una petaca—,
bebe un par de sorbos y se da una palmada en la cabeza. Vuelve a guardarse la
petaca, se sécala boca con el dorso de la mano y echa otro vistazo al edificio.
«No, tío, no —lo animo mentalmente—. ¡No seas idiota! Vete de esa casa. Sube
a tu Porsche y huye. Vete de este maldito lugar mientras aún te quede un poco de
dignidad…»
Porque no hace falta ser Sherlock Holmes para deducir lo que está ocurriendo.
La evidencia habla por sí sola: una mente en semejante estado de distracción como
para salir de la casa sin zapatos, una bolsa de viaje, un coche preparado para la
fuga… Todo apunta a la misma conclusión desconsolada.
Este hombre no es un espía. Ni esto un thriller, y sin duda tampoco una comedia
romántica. No, nos encontramos ante una comedia romántica fallida. Una no-
comedia-romántica. Se trata de una ruptura, una separación, el final de un camino, y
este hombre está a punto de cometer un error propio de colegial. Está a punto de
volver a entrar, a pesar de haberse marchado. Y yo, como ex troubadour d'amour, sé lo
bastante para estar convencido de que nada bueno puede salir de algo así.
Porque siempre es igual.
Pero el Hombre Descalzo tiene otros planes. Vuelve a zancadas por el camino
empedrado, abre la puerta del número 5 y entra.
Los segundos van pasando mientras espero que salga de nuevo, ahora rojo de
vergüenza y humillado, pero no aparece.
Segundos que se convierten en minutos.
Vuelvo a comprobar la dirección que me ha dado Amy y, sí, ésta es la casa de
Jessie Kay. Lo que significa que si tengo razón en lo de la ruptura, entonces sus
protagonistas son Jessie y el Hombre Descalzo.
Llamo al teléfono que me ha dado Amy con la dirección, pero salta un buzón de
voz. Son las tres menos cuarto y ya llego quince minutos tarde a mi cita. Debería
dejar un mensaje y largarme, pero no se me va de la cabeza la imagen del tipo con los
puños apretados y su cara de enfado, cada vez un poco más distorsionada, cada vez
un poco más Norman Bates…
Bajo del Montacargas y escudriño la casa.
Si fuera poli, probablemente éste sería el momento para pedir refuerzos. «Hola,
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Hitch, soy Starsky. Llama a Huggy o Rigg, esto es una emergencia; una auténtica
bomba de relojería.»
Pero no soy poli, sino jardinero, y sé que ninguno de mis compañeros esclavos
de un salario de Greensleeves estaría dispuesto a sacrificar su tranquilidad en aras de
promover la armonía doméstica de unos perfectos desconocidos.
No, esto es algo a lo que tendré que enfrentarme solo.
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estudiada mientras, a través de las hojas de la planta que cuelga y al estilo de una
guerrera amazónica, clava sus ojos en mí.
Y, caramba, menuda mirada. Me siento como un caza TAI de La guerra de las
galaxias alcanzado por el rayo desintegrador de la Estrella de la Muerte. O un conejo
deslumbrado por los faros de un coche a toda velocidad. Sé que es una mirada
peligrosa, pero sencillamente no consigo moverme.
Es fascinante, exigente, irresistible…
—¿Cómo coño ha entrado este tipo? —pregunta Roland mientras se ata deprisa
los cordones—. ¿Por qué coño tiene llaves?
Espero que ella le diga la verdad (en un lenguaje llano y vulgar): que soy el
puto jardinero que está aquí para hablar del puto jardín. ¿Vale, cono?
Pero no lo hace.
En cambio, percibo un centelleo depravado en su mirada mientras apaga la
colilla en una maceta y suelta:
—¿Y a ti qué coño te importa quién es? No es problema tuyo a quién decido
ver, Roland, ya no lo es.
Vaya. ¿«A quién decido ver»? Esto tiene mala pinta.
Ya no soy el jardinero.
Me he convertido en una provocación sexual.
Me vuelvo hacia el hombre, que acaba de emitir el mismo siseo que una cobra
despertada de su siesta mediante un pisotón.
Mientras avanza hacia mí, lamento no llevar puesto el mono de Greensleeves
(que por cierto tiene las mangas verdes) o algún tipo de identificación fosforescente
como la de la policía de Los Ángeles.
«Está todo bien, señor. No hay de qué preocuparse. Jamás me he tirado a la
señora. Mi presencia aquí es de naturaleza estrictamente profesional, soy jardinero
paisajista titulado.»
—Tranquilo, macho. Me parece que te equivocas —digo en cambio.
—¿Me has llamado «macho»? —pregunta.
Comprendo su cinismo y, sí, su repugnancia a que se use ese término en
relación con él. Es decir, ni yo me creo que lo haya pronunciado. Nunca he llamado
«macho» a nadie. Ni siquiera sé por qué lo he hecho. Debo de estar más flipado de lo
que supongo.
—No era mi intención.
—Pues no lo hagas.
—No lo haré —prometo. Pero ya no me escucha. Ha vuelto a centrarse en la
mujer.
—Lo sabía —dice con las mejillas encendidas, igual que Ben cuando ensucia los
pañales—, sabía que también tenías a alguien, puta hipócrita.
«Quizá sería mejor que vuelva más tarde», me digo.
—Ni se te ocurra llamarla así, capullo. —Mi intención era sólo pensar la frase,
pero no, acabo de decirla en voz alta.
La razón por la que sólo quería pensarla es que, en este contexto (por ejemplo,
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una pelea cuando la mujer ya lo ha acusado de ser un niño de mamá con un rabito
marchito que se tira a putillas), no es justo considerar su vocabulario soez como una
escalada de las hostilidades verbales.
La razón por la que en realidad lo he llamado «capullo» es que la expresión
«puta hipócrita» era el dardo favorito que farfullaba mi padre borracho en aquel
período espantoso (y que cada vez empeoró más) durante el cual mis progenitores
vivieron como perro y gato, alimentado por una buena dosis de gin-tonics, poco
antes de que se marchara y «mejorara el nivel de prestaciones con una chavala más
joven» (según una reciente descripción con sus propias palabras).
En aquellos tiempos no tuve valor para hacerle frente, sobre todo porque yo era
un niño de ocho años y él un cabrón chulo y pendenciero. Aunque hemos mantenido
una relación civilizada durante la mayor parte de mi vida adulta, siempre me he
arrepentido de no haberle plantado cara. A tal punto que, ahora me doy cuenta, mi
subconsciente ha decidido intentar cerrar esa historia de alguna manera.
Y en este momento Roland es el principal blanco de mi transferencia. Me lleva
unos diez años, y es más bajo y fornido, igual que papá. Con la diferencia, advierto
ahora que lo tengo delante de mi cara, que el peso de mi padre se debía
principalmente a ingentes cantidades de cerveza Guinness, mientras que Roland se
ha esculpido a fuerza de gimnasio.
Ya es demasiado tarde para retroceder.
Y además, ¿hasta qué punto puede ser fuerte un tipo llamado Roland?
Si se llamara Gary, bueno, podría ser motivo de preocupación. Es un nombre
más canalla, más de la calle. Seguramente se habría criado en un barrio marginal y
sabría dar golpes peligrosos. Los nombres Dave o Tel también habrían hecho sonar
las alarmas, menudas piezas esos dos. Pero ¿Roland? ¿Roland? Si suena a pastelito de
crema… Desde luego, en la historia no hay ningún Roly el Empalador o Roly el
Destructor. (De hecho, los únicos Roland que se me ocurren son un tontorrón que
salía en una serie de la BBC de hace mil años y el borde ese de la banda Tears for
Fears, y lo único remotamente aterrador de este último era el tupé engominado que
llevaba.)
—¿Qué coño has dicho? ¿Qué coño has dicho?
De verdad que este hombre sabe repetir las cosas, no le basta con la primera
vez. O eso, o tiene algún defecto del habla que le obliga a repetirse, en cuyo caso
seguiremos oyéndolo durante un rato.
Una salpicadura de saliva me aterriza en la mejilla. Está tan cerca de mí que
hasta le veo las lentillas (teñidas de azul, menudo farsante) y le huelo el aliento (un
fétido olor a lasaña que me recuerda la bazofia rancia que nos servían la señora
Smith y la señora Davies, las empleadas del comedor de la escuela primaria, a la que
daban el ridículo nombre de «almuerzo»).
—¿Sabes una cosa? —digo tratando de sonar cortés y al mismo tiempo sereno—.
Eso de puta hipócrita no es nada bonito.
Me mira a los ojos.
—¿Quieres ver otra cosa que tampoco es bonita?
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«Bueno, tengo una lista completa —pienso—. Está la coliflor, los matones, el
aguacate, los callos, los callos con aguacate, los divorcios, los exámenes, las fiestas de
niños y, claro, también el aliento pestilente de Roland…»
Pero en ese momento comprendo que su pregunta es meramente retórica. Su
manera de pronunciarla lo delata. La ha ensayado, tal vez sacada de alguna película.
Un bodrio, seguro. Una con Chuck Norris, Sylvester Stallone o Vin Diesel, en la que
Chuck, Sly o Vin distraen a un memo crédulo con pura cháchara, un segundo antes
de llevar el puño hacia atrás y…
¡Plaf!
Giro en cámara lenta, como un bailarín de salón que alarga los brazos en busca
de su pareja, pero no hay nadie para cogerme y me desplomo ignominiosamente.
La galería se vuelve borrosa. Me zumba la cabeza, como si se hubiera hinchado
y multiplicado por diez, igual que una pelota de goma inflada con una bomba para
neumáticos de camión.
Me quedo de espaldas y, a medida que se me empieza a aclarar la vista, veo el
cielo azul a lo lejos, recortado a través del variado follaje de la galería.
Ni siquiera vi venir el puñetazo, reflexiono aturdido. Incluso dudo que fuera un
puñetazo; por lo que sentí, podría haber sido la bala de un subfusil Uzi o incluso un
golpe con un bate de béisbol esgrimido por un gorila hinchado de esteroides.
Mis ojos están clavados en Roland, que se mueve de un lado a otro y me
fulmina con la mirada desde arriba.
—Al… —digo, frase que significa «Aléjate de mí, pedazo de testosterona fallida,
psicótico antisocial, sádico, cerdo del infierno», pero que ni mi cabeza revuelta logra
hilvanar ni mi boca pronunciar.
Sin embargo, no le impresiono. Sigue en la postura del boxeador que se entrena
ante el espejo, con sus manitas de uñas arregladas, apretadas en dos puños, y, lo que
más me impresiona, empieza a dar saltitos de un pie al otro con una cruel sonrisa de
satisfacción. Como un profesional, como si acabara de noquear al campeón en Las
Vegas y estuviera bajo los fogonazos de los flashes, mientras el árbitro comienza la
cuenta para descalificarme, antes de que aparezca una modelo en biquini que le
ponga la corona. Imbécil de mierda.
—No te muevas —gruñe, como si yo tuviera alternativa.
Los oídos me zumban y las piernas se me mueven débilmente, como si fuese
una mosca moribunda.
Pero en ese momento ella lo coge por detrás como una Ninja, con una llave de
pinza en el cuello, y le retuerce el brazo derecho a la espalda con una llave magistral.
Es como observar a un niño malo de un reformatorio al que un severo profesor
de educación física echa de una clase de rehabilitación. O el momento en que el flaco
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rostro.
—Fue él quien me convenció para que tomara clases de autodefensa personal.
¡Qué irónico que haya acabado usándolas contra él!
—¿Siempre es así Roland?
—¿Así cómo?
—Como alguien que necesita una orden de alejamiento —puntualizo,
limpiándome el labio con el pañuelo.
—No, y además creo que con lo de hoy ya ha tenido bastante para mantenerse
alejado. Sobre todo considerando el motivo de nuestra pelea. Le encontré una tarjeta
en el bolsillo. Mira. —Me pasa una pequeña tarjeta rectangular en que se ve a una
joven oriental vestida con un traje de gato de PVC, con un birrete en la cabeza y un
bastón en la mano. «CENTRO DE DETENCIÓN DE LA VIUDA AZOTAINA PARA
NIÑOS MALOS», reza la inscripción debajo, junto a un número de móvil—. Llamé y
pregunté qué servicios ofrecían, y tuve que buscar la mitad en Internet de tan raros
que eran…
—¿Y lo encaraste y se lo dijiste?
—Por supuesto. Nunca ha sabido mentir muy bien, y al final salió todo a la luz.
Había estado yendo de putas durante los seis meses que llevábamos juntos. El muy
cabrón.
Advierto unas lágrimas, que ella se enjuga.
—Si quieres ya volveré en otro momento —propongo.
—No, no te preocupes, estoy bien. Voy a vestirme y a buscarte una camiseta.
Ponte cómodo.
Mientras sale precipitadamente, no sé si está llorando o no.
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está de más que haya un hombre por aquí. Una nunca sabe cuándo podría necesitarlo
—concluye echándome una miradita. No sé qué decir, lo que parece divertirla—.
Ven, que te enseño la salida.
«Esto es lo que me encanta de este lugar», pienso mientras atravesamos la casa.
Si dijera lo mismo en la mía, sólo tendría que señalar la puerta. Aquí tardamos un
minuto en llegar a la salida.
—Muy bien —digo una vez fuera para cerrar el trato—. Me alegro de trabajar
para ti y espero que todo vaya bien.
—Yo también.
—Por cierto, soy un gran admirador de tu programa. Me mira enarcando las
cejas.
—Más bien eres un gran embustero. —Vaya, me ha calado—. No te preocupes
—añade—, mi programa no es para gente como tú, sino para personas aburridas que
están en casa.
Podría ser una frase de falsa modestia, pero es evidente que habla en serio.
Pienso en Amy y en el brillo de sus ojos cuando me contó cómo le gustaba participar
en el programa de Jessie, y me pregunto qué diría si la oyese ahora. Pero ni la ha oído
ni pienso contárselo. ¿Por qué voy a fastidiarle su diversión?
—Quiero disculparme otra vez por lo de antes —agrega—. Roland es un
hombre terriblemente celoso y creo que ver a un hombre joven y guapo en casa… en
fin, le hizo perder los estribos. —Me sonríe—. Pero has estado muy bien al no dejar
que te intimidara.
—No te preocupes.
—Encantada de conocerte, Jack —dice tendiéndome la mano con fingida
formalidad. Cuando nos las estrechamos siento algo frío en la palma y veo que se
trata de una llave Yale plateada—. Es la de la entrada lateral —me explica—. El panel
de control de la alarma está justo al lado, a la derecha.
—¿Cuál es el código? —pregunto, sorprendido y agradecido a la vez por esta
muestra de confianza.
—Ciento diez DD —responde sonriendo—, como la talla de mi sujetador. Ven
cuando quieras.
Le devuelvo la sonrisa y pienso deprisa. En Greensleeves suelo acabar sobre las
cinco.
—Seguramente me pasaré al final de la tarde. Como es verano, aún quedan
muchas horas de luz y es el mejor momento para regar las plantas.
—Perfecto, eso significa que te veré a menudo. El teléfono suena en la casa y
Jessie frunce el ceño. —Seguro que es él. Querrá hacer las paces. —¿Y qué vas a
decirle?
—«Que te jodan», eso voy a decirle, porque yo sin duda no lo haré más. Ya no.
—Y acto seguido, vuelve a entrar y cierra la puerta con indiferencia, sin volverse.
«Un hombre joven y guapo…» Las palabras me persiguen por el camino como
un suave susurro. Me meto la llave en el bolsillo y me dirijo al Montacargas con la
cabeza alta, como imagino que haría sir Gawain. Me siento bien, noble y valiente. Me
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noto en el camino del éxito. Al fin y al cabo, acabo de empezar a trabajar por mi
cuenta.
Sólo cuando subo a mi coche me percato de que aunque fue Amy quien nos
puso en contacto, Jessie no la ha mencionado ni una sola vez en nuestra
conversación.
Yo tampoco.
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Capítulo 7
Amy
Son la ocho y estoy reventada. Louis y Finny se han pasado la tarde aquí
jugando con Ben, y todos juntos han revuelto la casa entera. Han desparramado los
juguetes y la arena del cajón por cualquier parte, y llenado todo con los restos de una
batalla de comida. Estoy quitando los últimos pegotes de mermelada del patio,
cuando me percato de que Jack ya ha vuelto a casa y se ha acercado sigilosamente a
mí.
Me coge entre sus brazos con fuerza mientras me levanto, me doy la vuelta
metida en su abrazo y apoyo la cabeza contra su pecho. «Qué agradable sensación»,
pienso mientras dejo escapar un hondo suspiro. Siempre me olvido de lo bien que
abraza Jack y de lo bien que encajamos, como piezas de un rompecabezas. Estar entre
sus brazos siempre me hace sentir otra vez mujer, no una escoba y un recogedor
robótico. Escucho los latidos de su corazón y, por un instante en mi frenético día,
disfruto de paz auténtica.
Pero no puedo hacerla durar mucho, me muero de curiosidad por saber si ha
conseguido el trabajo. Así que me echo atrás para preguntárselo, cuando reparo en
su cara.
—¿Qué te ha pasado en la boca? —Tiene el labio superior hinchado, con restos
de sangre, como si lo hubieran golpeado.
—Ah, esto —dice tocándoselo—. Nada.
—¿Nada? A mí no me parece nada. ¿Qué ha pasado?
—Bueno, imagínate… —Frunce el ceño—. Gajes del oficio: pisé el rastrillo para
cogerlo y me dio en la cara.
Sonrío y le acaricio el pelo.
—Pobrecito. ¿Te dolió?
—Me pilló por sorpresa, la verdad. Fue culpa mía, una estupidez.
—Te has cambiado.
—Ah, ¿sí?
—¿De dónde sale? —pregunto señalando la camiseta amarilla con la inscripción
Encuentros en la tercera fase.
—Oh. —Jack me mira un momento—. La otra se me manchó de sangre y tuve
que comprarme una.
—No parece nueva.
—Ya… pero ahora las venden así, para que parezcan viejas, usadas. Es la moda.
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—Pero…
Se inclina hacia mí.
—Olvídalo —me dice poniéndome un dedo bajo la barbilla y levantándome la
cara—, no tiene importancia.
Siempre sentí debilidad por Jack cuando pintaba, me resultaba sexy verlo
manchado de pintura y con los ojos cansados, de lo más seductor con aquella
expresión concentrada. Me pasaba lo mismo cuando empezó a trabajar en
Greensleeves. Me gustaba cuando me seducía al volver del trabajo, sucio y con pinta
de duro, pero hace siglos que no lo hace. Me sorprende ahora verlo con esa mirada
inquisitiva.
Me besa. Sus labios están hinchados y tienen un sabor metálico. Me separo.
—Eh… tú no te vas a ninguna parte —dice atrayéndome de nuevo hacia sí.
—Jack…
—Chist. —Vuelve a besarme.
—Pero…
—¿Dónde está Ben? —musita.
—Durmiendo.
—¿Y Kate?
—Ha salido.
—Perfecto.
Me besa con mayor intensidad y le pongo las manos sobre el pecho.
—Un momento, para, para un minuto. ¿Lo has conseguido?
—¿El qué?
—El trabajo.
—Pues sí.
Chillo encantada y le echo los brazos al cuello. Estoy muy contenta.
—Tenemos que celebrarlo.
—Pues eso es exactamente lo que estoy haciendo, señora Rossiter —dice
mientras me levanta y me hace girar. Después me besa y me habla al mismo tiempo,
llevándome hacia atrás y tratando de quitarse las botas pisándose los talones. Me río.
—Pero… pero… ¿qué ha pasado? —pregunto entre besos. Necesito saber más,
quiero saberlo todo acerca de Jessie. Es muy emocionante.
—¿Cuándo?
—En casa de Jessie.
Se limita a aferrarme las nalgas y me estrecha con fuerza. No hay duda de lo
que tiene en la cabeza, y en los pantalones. Gruñe y vuelvo a reír.
—¿Cómo es su casa? —insisto.
—Está bien —responde con voz ronca, apremiante, sin prestar mucha atención.
—¿Bien y nada más? ¿Y ella? ¿La has conocido?
—Sí. —Me tira del cinturón y desabrocha la hebilla.
—¿Y? ¿Cómo es?
—Pues nada del otro mundo. Rellenita y madurita.
Vuelve a besarme. «Madurita» es su término favorito para describir a las
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mujeres mayores a quienes, según él, ya les pasó su mejor momento. Es un sexista
inclemente con la edad, pero a mí la palabra me encanta, sobre todo porque nunca la
usa refiriéndose a mí.
Me mete la mano bajo la camiseta y tantea hasta desabrocharme el sujetador.
Me río y lanzo otro grito mientras maniobra para llevarme al sofá de la sala.
—Voy a poseerte, esposa mía —bromea imitando el tono de un caballero—.
¡Prepárate!
Pero no estoy preparada. No puede arremeter así contra mí. Tengo que hacer
pis, cambiarme las bragas cómodas de mamá y ponerme algo más sensual. Además
de maquinarme, perfumarme y lavarme los dientes… Mi libido aún está
profundamente dormida. A pesar de lo complacida que me siento por sus avances
amorosos y que desearía corresponderle, me resulta más difícil que a él excitarme de
repente.
No quiero que se me malinterprete: me encanta hacer el amor con él, pero el
mero peso de las tareas domésticas cotidianas da al traste con mi sexualidad. Para
mí, el deseo sexual es incompatible con cambiar pañales, dar de comer al crío,
cocinar, hacer la compra y las interminables tareas de la limpieza. Constituye una
parte de mi personalidad que acaba perdida y sepultada cuando Ben se encuentra
cerca.
Jack me echa sobre el sofá y vuelvo a gritar porque algo se me clava en la
espalda. Mira debajo, saca un camión de juguete entre los cojines y lo lanza lejos.
—Ven aquí, preciosa —dice, esta vez con su voz normal.
Quiero sentirme excitada, de veras, lo deseo. Ser la chica que Jack cree que soy,
pero mi mente aún está funcionando en modo diurno.
Así que cuando se coloca sobre mí, sólo puedo pensar en si he puesto el
lavavajillas y en qué cenaremos. Me esfuerzo por tener ideas sensuales, pero no dejo
de ver escenas de Mira quién baila y Principal sospechoso, y después páginas de venta
por Internet. ¿Me compro esa blusita de Top Shop o me quedará ridícula?
Jack debe de notar que estoy con la cabeza en otra parte porque, al cabo de un
rato, para. Va a la cocina y vuelve con una botella de vino y dos copas.
Me siento en el sofá sobre las piernas dobladas y le sonrío.
—¿Qué ocurre? —pregunta, y sé que me conoce lo suficiente para darse cuenta
de lo que tengo en la cabeza. Descorcha la botella y me sirve.
—Me gustaría que me contaras cómo te ha ido, eso es todo.
—¿Qué quieres saber?
—Ya lo he dicho: todo.
En realidad, lo que quiero averiguar es si Jessie me mencionó. Si Jack está
enterado de mis intervenciones radiofónicas. Si le dio alguna pista sobre mis quejas
en su programa. Si así fue, Jack no parece muy molesto.
—¿Te habló del programa de radio?
—Un poco.
Me tiende una copa, se sienta a mi lado, empieza a acariciarme el vientre y yo,
instintivamente, retengo al respiración. Se inclina y me besa el cuello.
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Oye, amiga
Radio CapitalChat
Tema del día de Jessie: ¿Sigues siendo íntima de tus amigas?
Llamada de: Amy de West London
No lo sé, Jessie. Quizá sea porque hace tiempo que estoy casada o porque soy una madre
treintañera, pero el grado de intimidad que tenía con mis amigas, al igual que les sucede a
otras oyentes que han llamado esta mañana, hace tiempo que desapareció. Pero claro, ya no
necesito compartir cada detalle de mi vida sexual, o hablar a diario de mis problemas durante
cuatro horas por teléfono, y tampoco me queda tiempo para ir tranquilamente de tiendas con
ellas o salir de fin de semana. Ya no necesito que ninguna amiga me guarde los secretos
porque no tengo ninguno.
Por supuesto que me encantaría pensar que, si quiero, aún puedo salir todas las noches a
tomar unas copas con las chicas, pero la realidad es que después de pasarme el día cuidando de
Ben, la mayoría de las noches me quedo espachurrada con mi marido en el sofá mirando la
tele.
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Sé que es culpa mía que de vez en cuando me sienta aislada, como el Enmascarado
Solitario, pero… ¿acaso no todo el mundo se siente a veces así?
Por supuesto que Jack y yo tenemos amigos, no quiero que me malinterpretéis, pero nos
relacionamos sobre todo con otras parejas como nosotros. Yaparte de esas parejas amigas, las
personas a quienes más veo ahora son las Vi… son otras madres como yo, amistades de
conveniencia, diría. No reunimos porque vivimos cerca y tenemos hijos, pero ninguna de ellas
es amiga de verdad. Si algo en mi vida empezara a ir mal en serio, me refiero en el terreno de
las relaciones afectivas, no podría recurrir a ninguna de ellas.
Por suerte, nada ha ido especialmente mal en mi vida, porque de lo contrario estaría
destrozada, no tendría a nadie.
Bueno, eso no es exactamente cierto, pienso más tarde, porque podría contar
con Helen, que en teoría sigue siendo mi mejor amiga. Hace dos meses que tengo
apuntada en la agenda una cita con H, en el único hueco que ella tenía. Las dos nos
quejamos de que nunca nos vemos, sobre todo porque vivimos en la misma ciudad,
pero nuestras vidas no coinciden. Y más ahora que ella es una de las directoras de la
cadena de televisión en que entró a trabajar hace cinco años.
Me alegro de que le vaya tan bien, a pesar de que sé que le pesa la
responsabilidad y las muchas horas que trabaja. Tiene un piso estupendo en Borough
Market y va en un Mercedes descapotable personalizado —el coche con que ambas
siempre soñamos—, pero me entristece que nos hayamos alejado tanto.
Su casa está tan impecable que parece un hotel. Es la primera vez que vengo en
más de seis meses y, en ese tiempo, se ha comprado sofás, alfombras, lámparas
nuevas y todo está recién pintado. Es extraño que tome tantas decisiones sin
comentarlas siquiera conmigo.
En general le alabo el gusto mientras acaricio las suaves cortinas virginales y
hundo los dedos del pie en la mullida espesura de la alfombra blanca. Es el lugar
menos apto para niños que jamás he visto. ¿No nos ha invitado a visitarla porque
sospecha (con razón) que Ben podría destrozárselo?
Hay fotos de la vida de H alineadas sobre la repisa de la chimenea en elegantes
marcos plateados. Se la ve preciosa y feliz en todas. En la más grande estamos las dos
riendo el día de mi boda; paso la mano por encima.
Si yo fuera un hombre de visita en su casa, ni por un segundo pensaría que H
necesita un novio. Sin embargo, es justo lo contrario.
H mantuvo una relación sin futuro con Matt más o menos cuando me casé.
Duró unos seis meses y acabaron odiándose, y desde entonces no ha vuelto a tener
ninguna pareja más o menos seria.
—Bueno, ¿cómo va tu vida amorosa? —pregunto mientras descorcha una
botella de vino—. ¿Qué ha pasado con… como se llame?
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Tras unas copas más de vino, empiezo a entrar de verdad en el juego. Veo que
esto puede volverse más adictivo que mirar las páginas web de inmobiliarias.
Es como salir a ver escaparates y fantasear con comprar. Cada cara nueva es un
sueño distinto.
—Joder, H, no puedo creer la cantidad de tíos que están como un tren.
—Vamos, Amy, no seas ingenua. Todo el mundo elige las fotos más
favorecedoras. La mayor parte de estos tipos no tiene esa pinta en la realidad.
Probablemente todos sean más viejos, más calvos o más gordos.
—Pero aun así… ¿Por qué no existía esto cuando estaba soltera? —Lo digo en
serio. El mundo ha avanzado y yo no me he movido.
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De repente, ante tanta elección, siento una rabia retrospectiva. Cuando estaba
soltera y conocí a Jack, me pareció la única opción. Vale, de acuerdo, me enamoré de
él, pero ¿acaso no fue porque estaba preparada para ello y dio la casualidad de que
Jack apareció en el momento apropiado?
La idea me desconcierta.
¿Qué habría pasado si me hubiera enamorado de otro? ¿Habría sido tan feliz?
¿Lo habría sido más?
Si hubiera dispuesto de una mayor selección de hombres donde elegir, como H
ahora, ¿no habría escogido a alguien más compatible? ¿Más conocedor del mundo y
culto? ¿Alguien que pudiera mantenerme a mí y a un montón de niños? ¿O que
quisiera quedarse en casa mientras yo emprendía una carrera fabulosa? ¿O algún
aristócrata que me llevara a navegar en su yate?
Porque es evidente que esas posibilidades están todas aquí, en la pantalla que
tengo delante y, por un instante, una parte de mí siente haberse conformado con una
tienda de chucherías, cuando a la vuelta de la esquina había una bombonería de lujo.
Quizá estoy un poco borracha. Parpadeo con fuerza, impresionada por haber
pensado algo tan desleal. Jack no es perfecto pero es mío. Lo que estoy haciendo es
para H, no para mí, me recuerdo.
Doy un paseo por la web durante un rato, mientras ella ordena la cocina.
Y entonces encuentro un perfil sin foto.
Estoy a punto de pasarlo por alto, pero me sorprendo leyendo lo que un tal
Tom afirma sobre sí mismo. Para empezar, me gusta la forma como explica que le
preocupa un poco estar en esta web, pero tras varias relaciones largas, sigue soltero y
con todos sus amigos casados. Cuanto más leo, más me gusta. Es bastante modesto y
divertido.
—¿De qué te ríes? —pregunta H.
—De éste. Tom. Es editor literario —digo, moviendo el portátil para que vea la
pantalla.
—Pero no tiene foto.
—Porque dice que no quiere que lo juzguen sólo por su aspecto.
—O porque es feo.
—O porque es guapísimo. En todo caso, estoy de acuerdo con él. El amor no
sólo tiene que ver con el aspecto de alguien, sino con cómo te hace sentir. Si quieres
mi opinión, creo que tendrías que liarte y casarte con este Tom y tener hijos con él.
—¡Señora Rossiter, creo que ese tipo le gusta! —exclama H sonriendo.
—Soy una mujer casada.
—Pero si no lo fueras, si aún estuvieras soltera, ¿te gustaría? —me pincha.
—Pues… supongo que si estuviera en tu lugar… pues sí.
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¿Sally?
Mejor que no sea quien yo creo. Sally McCullen. ¿El putón ese que trató de
tirarse a Jack cuando empezábamos a salir juntos? ¿Ha estado aquí? ¿En mi casa?
¿Un minuto después de que me marchara?
Jack me alcanza en el dormitorio.
—Sólo se ha quedado cinco minutos —me dice en voz baja, cogiéndome del
brazo.
—Ah, ¿sí? ¿De veras? —contesto soltándome de un tirón, tan celosa y furiosa
estoy.
—Vamos, Amy, no seas así. Ha venido a ver a Kate. ¿Qué querías que hiciera?
No es que yo la invitara.
—Bueno, no sería la primera vez.
—Joder, Amy por favor —replica, enfadado pero sin dejar de cuchichear. Ben se
revuelve en la cuna. Los dos lo miramos un momento, pero no parece que vaya a
despertarse—. ¿Te he dado alguna vez motivos para dudar de mí?
—Sí —le recuerdo—, una vez y con ella.
—Pero sabes que yo nunca… Me refiero a que estamos casados, ¿no? Ahora es
diferente.
—Exacto. Por eso deberías comprender cómo me siento.
—Pues no tienes por qué. Estás portándote de una manera ridícula.
Oigo a los otros en el pasillo.
—El taxi ya está aquí. ¿Vienes? —llama Kate.
Jack me mira y le devuelvo la mirada.
—Sal, y vete a la mierda —le suelto, con un tono que hasta a mí me parece
cruel.
—¿Sabes qué? —Levanta las manos—. Cuando te pones así, no se puede hablar
contigo —se exonera de culpa.
Y se da la vuelta y se marcha.
Cabrón.
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Capítulo 8
Jack
Estoy casi en la cima de Primrose Hill. Las cometas cortan el cielo y los niños
chillan mientras juegan con sus frisbees. Veo tanta gente tumbada en la hierba que
supongo que no hay ningún pub cerca.
Un ciclomotor pasa haciendo ruido y de un todoterreno cercano sale una
música electrónica atronadora. Los chillidos de los monos enjaulados del zoológico
de Londres llegan hasta aquí arriba. Y, la verdad, no quiero ni imaginar cómo se
sienten.
Es hora de comer y estoy tumbado junto a Amy sobre una manta escocesa
medio comida por las polillas. Estamos tan poco comunicativos como un par de
cadáveres recién embalsamados, con Ben acurrucado y dormido entre nosotros.
Soy Jack Rossiter, El Abominable Hombre de las Nieves. El sol pega con fuerza y,
con la resaca que tengo, me deja los sesos como una esponja en el Sahara. Siento
tanto calor que ojalá pudiera quitarme la piel.
Jack, hecho un perro…
Jack, castigado como un perro…
No es difícil ver la relación.
Razón por la cual he pedido a Amy que viniera durante mi hora del almuerzo y
después le obsequié con un picnic sorpresa con comida de esa tienda tan fina de
Primrose Hill Road, cerca de los jardines comunales de un elegantísimo edificio de
apartamentos de estilo Regencia, donde trabajo para Greensleeves.
El picnic era una disculpa porque anoche me porté como un borracho bruto,
autoevaluación a que he llegado esta mañana cuando desayunaba y una banda
militar rusa al compás del vodka Stolichna ya tocaba su estridente repertorio dentro
de mi cabeza, mientras Amy me miraba desafiante por encima de la caja de cereales,
como una francotiradora en pleno sitio de Stalingrado apuntando su mira telescópica
sobre su presa.
Ahora la observo con cautela mientras se quita una hormiga de la muñeca y
cambia de postura. Está boca arriba con las manos en la nuca y contempla a través
del follaje de un roble las evoluciones de las nubes.
También miro arriba y, como un adivino, busco en el cielo indicios de buenos
augurios; pero mientras las nubes siguen su lento camino por el cielo de la ciudad, de
Wembley a Canary Wharf, en lugar de ver caras sonrientes o esponjosos conejitos en
los cúmulos, sólo encuentro martillos pilones, buques de guerra y cañones.
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Amy lleva unas gafas de espejo, por lo que no puedo saber lo que piensa. Lo
cual no está mal, reflexiono con pesar, porque seguramente estará preguntándose:
«¿Por qué me he casado con semejante imbécil?» Y si es eso lo que está pensando, he
de reconocer que tiene algo de razón. Bueno, bastante más que algo: me emborraché
como una cuba, la desprecié como un egoísta y me fui de juerga dejándola con el
niño, así que probablemente se merezca algo mejor que yo…
No es que ella me lo haya dicho, no lo necesita, sabe muy bien que su silencio
me hiere más que nada.
Desde que ha llegado, hace más de media hora, casi no ha pronunciado palabra.
Tampoco ha probado la comida, y eso que he comprado cosas que le gustan,
escogidas a conciencia y dispuestas con todo cariño sobre un papel de plata.
Me siento con el ánimo por los suelos, rechazado, hecho polvo, y empiezo a
temer que mi gesto de reconciliación tal vez estaba condenado desde un principio.
—Allí —dice Amy señalando el cielo—, esa nube parece un lechero gordo
agachado.
No veo esa bucólica figura en las nubes, pero estoy decidido a impedir que se
interrumpa esta frágil línea de comunicación.
—Y esa otra, detrás, me recuerda a un agricultor cachondo a punto de…
—Para, Jack —me dice, volviéndose y reconociendo al fin mi presencia—. Ben
ya sabe suficientes palabrotas, no hace falta que le…
Se sube las gafas y me sonríe inesperadamente. Es como ver salir el sol tras una
nube y en el acto mi corazón se colma de felicidad.
—Todavía no puedo creer que le haya dicho esa palabra a mi madre —comenta.
Se refiere al incidente de japuta en el cumpleaños de nuestro hijo, la ocasión de
nuestra última bronca. Quizá es un recuerdo desagradable, pero estoy encantado de
ver que su sonrisa lo eclipsa.
Una sonrisa dirigida a mí, lo que me encanta aún más. Porque significa que,
contra todo pronóstico, ha decidido perdonarme por lo de anoche. También significa,
supongo, que ya no está enfadada por mis torpes avances sexuales antes de
quedarme roque…
—¿Quieres…? —empiezo.
Pero Amy vuelve a bajarse las gafas más rápido que la visera de un caballero al
que acaban de desafiar a una justa.
—No, Jack, no quiero que hablemos de ello. Ahora no, y menos de algo que está
tan claro.
Iba a preguntarle si le apetecía probar un poco de paté de huevas de pescado,
pero dado el tono que ha empleado quizá ahora no sea el mejor momento de
señalarle su error.
—Estoy aquí, ¿de acuerdo? —Suspira hondo—. Me has pedido que venga y has
comprado todo esto. —Señala la comida del picnic—. Es suficiente —añade con
magnanimidad—. Lo único que quiero es que dejemos atrás lo que pasó anoche y
sigamos adelante.
—Hecho —declaro, pues no necesito que me lo repitan. Me siento como si
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acabaran de despojarme de una mochila llena de piedras, pero reprimo una sonrisa.
Lo último que deseo es reavivar la pelea haciéndome el chulo.
Parece que lo pasado, pasado está. Gracias a Dios.
Amy gatea alrededor de Ben y, moviéndome como si fuera una almohada vieja,
me reacomoda contra el tronco del árbol para apoyarse sobre mí de cara al sol.
La cojo por la cintura y sonrío.
Es un gran alivio que haya decidido no desenterrar el cadáver apaleado por el
contratiempo de anoche, porque no sé muy bien de qué serviría sumirnos en el
debate de «por qué Jack no debería salir de marcha sin Amy».
Sobre todo, dado que sólo nos llevaría otra vez al tema de Ella, la Innombrable
(inútilmente, además, ya que Sally McCullen ni siquiera apareció anoche en el Urban
Wall). Y además porque en realidad creo que no hay justificación, aparte de mi
embriaguez y mi tendencia a la terquedad, para haber salido sin mi mujer de la
forma en que lo hice.
Por supuesto que tampoco lo reconocería nunca ante ella, y aduciría que ya soy
mayorcito y, por tanto, puedo ir donde quiera y cuando quiera. Pero aun así, me doy
cuenta de que me he comportado mal.
Claro que me gusta coger una trompa y bailar en la pista de vez en cuando. ¿A
qué hombre de pelo en pecho no? Pero ¿sin Amy? ¿Yo solo, meneándome entre un
mar de desconocidos sudorosos? ¿Acaso esas ganas de salir no significaban: «quiero
hacer cochinadas con alguien que no sea mi esposa»?
Porque para eso son las discotecas, ¿no? Para ligar, para tirarse a alguna
desconocida. Por supuesto que fingimos que son para otra cosa: por la música, el
ejercicio, para emborracharse y descontrolarse un poco. Pero eso puede llevarse a
cabo en solitario. ¿Por qué uno no se ahorra la carrera del taxi y lo hace en casa?
Porque la verdadera razón es conocer gente nueva. Sí, más bien conocerla y después
follársela. Con ese volumen de música, nadie acude allí para hablar de filosofía…
Y si las discos son en realidad para ligar y practicar el sexo, entonces, ¿con qué
objeto va por su cuenta alguien como yo (alguien que no trata de tener una actividad
sexual extracurricular)?
Es como si un vegetariano reservara mesa en un asador. O como visitar
concesionarios de coches sin saber conducir. Si uno no piensa darse una vuelta con
ciertos modelos, ¿a qué va? ¿Sólo a mirar las relucientes carrocerías y a preguntarse
cómo se sentiría al conducirlos? Para lo único que sirven estas cosas es para dejarte
frustrado y ponerte nervioso, como un manantial que necesita brotar.
Y así acabé sintiéndome anoche mientras salía a trompicones del Urban Wall en
busca de un Kentucky Fried Chicken, antes de ir a casa a buscar un poco de amor…
Mientras me zampaba las mejores alitas de pollo del KFC en la parada del taxi, todas
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las chicas guapísimas y disponibles que había visto en la discoteca seguían bañando
en mi cabeza ebria, donde se desarrollaban situaciones espectaculares. Me sentía
como si hubiera retrocedido en el tiempo, a mis épocas de soltería, cuando solía
frecuentar discotecas como ésa con una sola idea: volver a casa con una desconocida
y llevármela a la cama…
Fue esta regresión mental lo que me indujo al torpe intento de tirarme a Amy
cuando regresé a casa, porque, he de reconocerlo, no era con ella con quien me
apetecía tener sexo, en absoluto, sino con las chicas con quienes había bailado en la
discoteca. Esas imágenes se me habían quedado grabadas. Como si me controlaran a
distancia.
Ahora, a plena luz del día, no es algo de lo que me sienta orgulloso. Al
contrario, me avergüenza. Pero eso no lo hace menos real. Tampoco me vuelve mejor
persona que esos chulos que conozco, como Rory, que se pasan la noche en las salas
de striptease antes de volver a casa para que sus ingenuas y engañadas esposas
acaben el trabajo.
Aunque hubiera sido de forma inconsciente, el rechazo instintivo que Amy
mostró anoche fue justo. Era lo que me merecía. No obstante, admito que también es
posible que hubiera algún obstáculo de tipo sensorial, teniendo en cuenta que
seguramente apestaba como una colilla rebozada y frita, metida en un alambique de
vodka…
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O eso he leído.
En otras palabras, ser un pendón puede dañar seriamente el matrimonio y la
salud.
Por eso un servidor, un hombre casado, nunca ha cruzado la calle de la
Fidelidad en dirección a la callejuela de la Tentación.
Valoro demasiado lo que tengo para arriesgarme a destrozarlo. Amy sigue
gustándome y, emocionalmente, supera a cualquiera. No hay otra con quien me
apetecería hablar ni a quien le haría ninguna confidencia (al margen de estas dudas,
por supuesto). Es la única a la que quiero, la única a la que siempre amaré. Por tanto,
es la única con quien voy tener relaciones sexuales el resto de mi vida. Y punto.
Aquel rabo mío que fuera un intrépido explorador, un aventurero, una especie
de Phileas Fogg fálico aparentemente destinado a dar la vuelta al mundo en ochenta
polvos, se ha convertido en un monje devoto de un único y exclusivo altar…
El altar peludo de Amy Crosbie.
Sin embargo, a pesar de esta conversión espiritual, lo que me preocupa de Falus
es que en realidad nunca salió a explorar, sino que se quedó esperando su
oportunidad, oculto bajo el austero hábito del monje…
Y ahora empieza a sentir cierta comezón por salir.
Y a causa de esta comezón —derivada de la crisis del séptimo año—, cuando
Amy me preguntó si había algo que echara de menos de la vida de soltero no pude
decirle la verdad.
Porque la verdad es la siguiente:
Por el momento, lo que más echo de menos de estar soltero son todas las otras
mujeres que podría tirarme…
Qué duda cabe de que no es una buena respuesta, ni para dar ni para pensar.
Es el tipo de contestación que incluso se merecería una bofetada.
Pero no puedo negarlo porque es evidente. Primero, por mi equivocación de no
haberme quedado cuidando a Ben en lugar de Amy… Después, por cómo miré a
aquella chica en el pub Greyhound… Más adelante, por toda esa carga de erotismo
que me subía por dentro como una anguila cuando Jessie me quitó la camisa… Y
anoche, por las chicas del Urban Wall y todos los «y si…» que empezaron a darme
vueltas en la cabeza.
En todo caso, no creo que la crisis del séptimo año sea un fenómeno real, pienso
más bien que la duración de mi matrimonio guarda relación meramente casual con
eso que está pasándome de que se me vayan los ojos detrás de las mujeres. No
obstante, es indudable que siento algún tipo de comezón.
Por tanto, debería andarme con cuidado.
Porque cuando a uno le pica algo lo que más desea es rascarse, y es lo único que
no debe hacer.
Debo estar alerta, esperar que se me pase la picazón y, mientras tanto,
esforzarme en considerar mi polla por lo que es: una bestia que quiere plantar su
semilla en tierra extraña, una bestia que, si puede, me traicionará.
O para decirlo de forma más elocuente:
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Esa quintacolumna
entre mis piernas,
el temerario sapo saltarín,
la salchicha de ajo
de voraz apetito,
mi varita mágica
de pura dinamita.
Que es parte de un poema que me mandó Matt por correo electrónico, escrito
por Duncan Forbes, un poeta galardonado, que sin duda sabe un par de cosas sobre
las pruebas a que nos somete la virilidad.
Estrictamente profesional
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Amy cuando la conocí. No es que ahora no sea guapa, al contrario, pero lo es de otra
manera. Es más bien una especie de «mira qué cómoda estoy con mi pinta», que el
«mira qué guapa y segura soy» que Jessie exhibe.
Es extraño que aunque Jessie sea mayor que Amy, de alguna manera me
parezca mucho más joven. Esa frente sin una sola arruga influye, pero también el
hecho de que se ría más y esté menos tensa. Es divertido estar con ella.
—Salud. —Se apoya en el borde de la vieja mesa de teca a la que estoy sentado
y deja una botella junto a mi mano.
Hoy es jueves y ya hace una semana del picnic con Amy en Primrose Hill. Es mi
quinta visita a esta casa, pero la segunda vez que nos encontramos.
Esta tarde, cuando llegué, ella estaba tomando el sol en una hamaca en el jardín.
Son las siete y llevo quince minutos sentado en la cocina, desde que acabé de trabajar
y empezó a oscurecer. La radio está encendida (sintonizada no en Radio CapitalChat
sino en la emisora que le hace la competencia más feroz, Emotion FM).
Jessie mira alrededor y yo sigo su mirada. La cocina tiene forma de L, da al
jardín por un extremo y al salón y la galería por el otro. Entiendo a lo que se refiere
cuando menciona lo de un viaje en el tiempo. No hay ningún elemento de acero
inoxidable a la vista. Los muebles de cocina, muy cuidados, son de estilo rústico de
los años ochenta, con puertas de madera. En un rincón hay una cocina económica
negra. Incluso el calendario de la pared, encima de la languideciente aspidistra de
otro rincón, está en la página de diciembre de hace tres años, como si ya nadie se
preocupara por el paso del tiempo.
Jessie nota que estoy analizando el entorno.
—Mi padre murió antes que mi madre, y después ella fue apagándose poco a
poco. Estaban muy enamorados, hasta el final.
—Tuvieron suerte.
—¿De morirse? —pregunta mirándome espantada.
—No… —empiezo, pero me percato de que está bromeando—. Suerte de estar
enamorados tanto tiempo…
—Creía que en eso consistía el matrimonio.
—Y así es.
—¿Para ti también?
La franqueza de la pregunta me desarma durante un instante.
—¿Con Amy, quieres decir?
—A menos que tengas más de una esposa…
—¿Eh? No. Sí, estamos muy bien.
—¿Y ahora dónde está?
—¿Te refieres a ahora mismo? —Asiente otra vez—. No sé… —Miro la hora en
el móvil—. En casa, bañando a Ben, supongo.
—Tu hijo…
—Claro, no va a ser el inquilino —bromeo—. Por cierto, le encanta participar en
tu programa —añado. Es la primera vez que mencionamos a Amy y lo menos que
puedo hacer es echarle un cable.
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—Sí, al productor le gusta que de vez en cuando salga gente normal. Cree que
así el programa tiene un pie en la realidad.
¿Gente normal? ¿Así ve a Amy? ¿Como si fuera menos que ella? ¿Así me
considera a mí? ¿Por eso habla ahora conmigo, para tener un pie en la realidad,
porque me ve como un bruto con las uñas sucias?
—Y creo que tiene razón. Está bien que haya alguien con un poco de
experiencia de la vida. Ya hay demasiados histéricos como yo acaparando la radio y
la televisión —explica como para tranquilizarme.
—Si tú lo dices…
—¿Estuviste con Amy cuando dio a luz?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque el otro día estuvo hablando de ese tema en el programa…
Vaya. No entiendo qué tiene que ver dar a luz con las intervenciones sobre
moda de Amy. Supongo que hablaría de ropa para embarazadas…
—¿Y cómo fue? —pregunta—. Me refiero desde tu punto de vista.
«Vietnam, la Revolución de Octubre, Waterloo», pienso.
—Impresionante —digo al fin.
Me mira por encima de la cerveza.
—¿Y qué pasó cuando volvisteis a casa? ¿Cómo fueron las cosas?
—Haces muchas preguntas.
—Soy periodista, es mi trabajo. Pero además me interesa. Siempre me ha
gustado saber cómo se las arregla la gente ante un cambio de vida tan radical.
Siempre me he preguntado cómo sería…
—Pues… —empiezo. Envalentonado quizá por la cerveza, o tal vez porque su
actitud franca empieza a resultar contagiosa, decido no darle la versión políticamente
correcta, sino contarle la verdad—. ¿Has oído hablar de la abducción de los
extraterrestres?
—Sí, pero no creo en nada de eso.
—Pues deberías creer. —Ríe—. Hablo en serio —añado—, porque es real. Le
pasa a diario a miles de mujeres embarazadas. Entran en la sala de maternidad
perfectamente cuerdas y salen cambiadas, momentáneamente alteradas… ya no son
ellas…
—Eso explicaría que el mayor experto en maternidad de todos los tiempos se
llamara doctor Spock, que es un nombre de personaje de película de ciencia ficción —
sugiere.
Sonrío y bebo otro trago de cerveza.
—Exactamente, y cuando Amy volvió a casa del hospital así era… Me sentía
como si observara a Amy a través del espejo o a. Amy en la dimensión desconocida, como
si se hubiera transformado en algo separado de mí, en un alien inmerso en un
mundo nuevo propio.
—Parece terrible.
—No, más bien raro, diferente. —Sé que debería sentirme culpable por contarle
esto a Jessie, pues es algo personal entre Amy y yo, pero no, ahora que he empezado,
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no puedo parar.
—¿Tomaba medicamentos?
—No, pero se comportaba como si lo hiciera. Durante semanas. No dejaba de
mirar a Ben, y yo parecía transparente.
—Es natural, después de semejante trauma.
—Sí, «trauma» es la palabra apropiada, pero la gente no la usa. Y si uno la usa,
lo tratan de insensible. «Milagro», ésa es la palabra que quieren oír. El milagro del
nacimiento. Pero en realidad es un trauma. Para los hombres y las mujeres. Te
aseguro que he visto películas de terror con menos sangre.
—Vaya… quizá también deberíamos invitarte a nuestro programa…
—No, no quiero que Amy sepa nunca…
—¿Qué? ¿Cómo te sentiste?
—Sí, jamás se lo dije. ¿Cómo iba a contarle algo así?
—Si era ella quien había sufrido tanto dolor…
—Exacto. Me refiero a que yo conocía muy bien el papel que me correspondía.
Tenía que preocuparme, comprenderla, apoyarla, y lo hice. Y lo hago. Y realmente
respeto a Amy por haber gestado a Ben y haberlo parido, de la misma forma que le
agradezco que haya renunciado a su trabajo para cuidarlo, para que yo no tuviera
que dejar el mío. También reconozco que ocuparse de un niño es muy duro…
—Pareces un marido modélico.
—Además, si la hubiera acusado de ser una loca por efecto de las hormonas
después del parto… —replico sonriendo.
—No habría vuelto a hablarte nunca más.
—Exacto.
—Así que lo que estás diciendo es que ya no estás tan cerca de ella como
antes…
—No —frunzo el ceño—, no estoy diciendo eso.
—Lo siento —se disculpa levantando las manos—, son viejas costumbres de
presentadora, poner palabras en boca de los demás…
—Pero ¿has interpretado así lo que te he contado? —pregunto, notando una
punzada de miedo en el estómago.
—Un poco.
Nos quedamos en silencio.
—Creo que ya he hablado demasiado —digo al cabo.
—No te preocupes, sólo estábamos conversando, y la gente no suele contar
mucho de sus asuntos personales, ¿no crees?
—Supongo que no…
—A mí me pasa lo mismo.
—Vamos —sonrío incómodo—, si te ganas la vida en la radio hablando todo el
tiempo de temas personales.
—No me refiero a eso, que es todo falso, sino a hablar íntimamente, cara a cara,
como ahora.
Otra vez guardamos silencio.
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—¿Y tú? —le pregunto al cabo. Creo que ya he largado más que suficiente—.
¿Has pensado alguna vez en tener hijos?
—Soy demasiado egoísta y me gusta demasiado divertirme.
—Pero antes has dicho que siempre te habías preguntado…
—Qué memoria. —Pasa el dedo pensativa sobre el borde de la botella—.
Supongo que sí, es una idea que siempre está allí, como posibilidad. No es que crea
que una mujer deba tener hijos, ni que una esté de alguna manera incompleta si no es
madre.
—Tal vez aún no has encontrado al hombre adecuado.
—O tal vez simplemente me lo he pasado en grande mientras lo buscaba…
—Quizá…
—¿Y tú qué, Jack? —Me mira fijamente—. ¿Aún sigues buscando?
—Estoy casado.
—No te he preguntado eso.
Sus palabras, y la mirada que las acompaña, me dejan mudo. Bajo la vista al
suelo y sigo con el pie el ritmo de la música que suena por la radio, incapaz de
mirarla a los ojos.
Ya no estoy acostumbrado a que me miren como un objeto sexual —
suponiendo que se trate de eso—, sino a que las mujeres no me tengan en cuenta, lo
que de hecho viene sucediendo desde que me convertí en padre.
Las mujeres poseen un sexto sentido para la paternidad. Es como si olieran el
bebé en ti. Para ellas, te transformas en un toro viejo que rumia inofensivo en un
campo al lado de la autopista mientras ve pasar el mundo deprisa, un animal que ya
nada tiene que ver con el búfalo del que procedes.
Llevas el anillo en el dedo, pero es como si lo tuvieras en el morro. Eres un
animal domesticado, asexual. A tal punto han dejado de considerarte un depredador
que hablan de cosas que jamás se atreverían a mencionar delante de un soltero por
miedo a convertirse ellas en seres asexuales.
Recuerdo que una vez tuve la desgracia de estar sentado en un banco lleno de
cagarrutas de paloma junto al cajón de arena de Queen's Park, entre dos madres que
comentaban abiertamente los síntomas de una candidiasis vaginal muy virulenta que
sufría una de ellas, como si yo no existiera…
Al alzar la cabeza, descubro que Jessie sigue mirándome a la espera de una
respuesta.
Abro la boca, sin saber muy bien lo que quiere escuchar o, sencillamente, sin
saber qué decir.
Entonces suena el móvil y me apresuro a contestar. Es Matt.
—Me da igual lo que estés haciendo —suelta—. Acábalo y mueve el culo, que
ya llegas tarde.
—Dentro de cinco minutos estoy allí —respondo, y me encojo de hombros para
disculparme con Jessie.
—Bueno, parece que tendremos que seguir la conversación otro día —dice ella
mientras busco mi chaqueta—. Qué pena, porque estaba resultando muy
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interesante…
—Pues… —Me pongo la chaqueta.
—Salud. —Se lleva la botella a los labios—. Espero que no veamos pronto.
Un Casanova inveterado
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ve el rostro.
Los pechos, como consecuencia, resultan extrañamente asexuados y
descarnados, y me recuerdan esas postales viejas y cutres de las tiendas para turistas
de Piccadilly Circus, esas de tetas de mujeres pintadas como para que parezcan
personajes de dibujos animados, cachorros o cerdos… ¿Cómo se sentirán esas
modelos, posiblemente abuelas septuagenarias a estas alturas, con respecto a estas
curiosidades artísticas? «Ay, sí, qué risa. En aquel entonces salía con un motociclista
llamado Dave que usó un bote de betún para que mis tetas parecieran el Zorrillo
Apestoso…» También me pregunto cómo se sentirá Honey ante la idea de que Matt
lleve esa foto suya en el teléfono y la enseñe a sus amigos.
—Pervertido —le digo cuando vuelve con las cervezas.
Me arranca el móvil de la mano.
—No me culpes —protesta—, fue ella quien se hizo la foto y me dijo que la
usara como salvapantallas. Me manda fotos suyas, al trabajo, a reuniones. Parece que
eso la pone cachonda. Le gusta. Pero aun así —reflexiona mirando con gesto
aprobador el teléfono—, nadie puede superar un tetamen de veinteañera como éste,
¿no crees?
Bueno, sólo un tetamen espectacular de cuarentona. Mi inconsciente salta
automáticamente y, una vez más, arroja la imagen de Jessie la primera vez que la vi,
apuntalada por un Wonderbra y con un cigarrillo encendido en la mano… Sacudo la
cabeza para despejarme y doy un buen trago a mi cerveza.
—¿Quiénes son? —pregunto señalando a dos chicas muy atractivas, una rubia y
una morena, que acaban de entrar en el pub y saludan con la mano mientras se
acercan a nosotros.
—¿No te lo dije? —replica Matt, que se pone de pie y se afloja la corbata—. Le
he pedido a Honey que se pasara si no estaba ocupada, y parece que viene con una
amiga.
No me molesto en decirle que no, que no me lo dijo, ni en recordarle que la idea
de esta velada (su idea) era pasar una noche tranquila entre amigos.
—Honey, te presento a Jack —dice Matt orgulloso, y besa en los labios a la
rubia—. Honey trabaja en el mundo del arte —me explica.
Sin duda ella misma es una obra de arte.
—Encantado —digo sin apartar la mirada de sus ojos, inquebrantable en mi
decisión de no bajarla ni un centímetro debido al problema que tengo. El problema es
la foto del teléfono y el hecho de que mi cerebro no cese de sustituir el generoso
pecho de Honey enfundado en una camiseta por la dichosa foto.
—Mi compañera Carmen —dice Honey presentando a la morena, que esboza
una sonrisa amplia y fulgurante—. Cuidado con éste, Carmen. —Suelta una risita—.
Matt me ha contado que en sus buenos tiempos, antes de que lo engancharan, era un
Casanova inveterado…
¿En sus buenos tiempos?
¿Y ahora qué? ¿Va a empezar a referirse a mí con un «hola, papi» o a llamarme
«el carroza»?
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No sé qué le habrá dicho Matt, pero parece que ha omitido el dato de que
ambos tenemos la misma edad.
—¿Así que casado? —dice Carmen mirando la alianza que llevo—. Qué lástima.
¡Una lástima…!
Siento un cosquilleo de gratitud y orgullo por el piropo. Parece que al viejo toro
aún le queda un poco de vidilla.
De hecho, me siento como ese toro viejo del chiste que está en lo alto de una
colina con un toro joven e impetuoso mirando el valle donde hay una manada de
vacas. «Bajaré para follarme una vaca», dice el joven. Y el viejo responde: «Y yo
bajaré para follármelas todas.»
No es que vaya a tirarme a nadie, por supuesto, pero es agradable saber que
quizá aún podría…
Así que el espaldarazo a mi ego me mueve a preguntar a las chicas qué quieren
tomar. Camino con brío cuando me dirijo a la barra, como si de repente hubiera
rejuvenecido varios años.
Mientras espero a que me sirvan, suena el móvil. Es Amy. Hay tanto jaleo que
sería inútil contestar… o ésa es la excusa que me doy. Lo cierto es que no quiero
contestar. Estoy contento y relajado y no deseo que nada estropee mi buen humor.
¿Qué tiene de malo? Sólo voy a tomar un par de copas. Así que apago el teléfono y
miro a Matt y las chicas.
De hecho, me han considerado un objeto sexual dos veces este mismo día…
¿Tengo a mi planeta de la suerte en el ascendente? ¿O es sólo una de esas
casualidades de la vida? ¿Serán estos vaqueros, que me quedan bien? ¿Mi pelo habrá
llegado a su nivel óptimo de largo y forma? ¿O soy todo yo, que de pronto estoy en
onda?
Aunque lo más probable, tomo nota de pronto con dolorosa conciencia, es que
tal vez empiezo a parecerme a Jodie Foster en esa película de la otra noche. ¿He
comenzado a lanzar señales al exterior y a esperar respuestas?
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Capítulo 9
Amy
Estoy mirando las reposiciones de Willy Grace por televisión; el reloj del vídeo
indica la 1.38 de la madrugada. Me levanto y empiezo a pasearme por la sala. Vuelvo
a sentarme. Esto es ridículo. Debería calmarme, me digo. Jack ha llegado tarde
montones de veces. Ponerme nerviosa no hará que aparezca antes.
Cojo mi vaso vacío y lo llevo al fregadero. La casa está extrañamente en silencio.
Miro la cocina y me parece un agujero. Me embarga una depresión angustiosa.
Las cosas no han vuelto a la normalidad desde el picnic en Primrose Hill y
tampoco hemos hecho el amor desde que Kate y Simon nos sorprendieran en plena
acción. Ahora que lo pienso, de hecho no nos llevamos bien desde la barbacoa de
Ben.
No sé qué nos pasa, pero siempre estamos irritados y preparados para saltar y
culpar al otro, y últimamente le he sacado la lengua varias veces en cuanto se da la
vuelta, furiosa por su desconsideración. Tampoco ayuda que estemos viviendo con la
mujer a buen seguro más irrespetuosa e insensible del planeta, pero, a pesar de todas
las indirectas que suelto, Jack se niega a pedirle que se marche.
Pero esta noche íbamos a estar solos. Los dos solos. Kate está de viaje de trabajo
por unos días y Ben duerme. Lo acosté temprano, a pesar de sus protestas, para
poder prepararme. Iba a ser la noche en que todas las peleas y recriminaciones
cesarían y renacería el idilio que nos ha faltado las últimas semanas. Porque ambos
acordamos que necesitábamos un poco de tiempo para nosotros.
De modo que hoy me he ocupado de que desaparecieran las barreras.
Y todo ha sido en vano. El fricando de pollo sigue en la olla sobre la hornilla y
las verduras cortadas, en la tabla. En la mesa, las velas están sin encender, las
servilletas planchadas y aún dobladas y dos de nuestras mejores copas de cristal,
regalo de bodas, permanecen vacías.
Fuera está oscuro y puedo ver mi reflejo en la puerta cristalera de la cocina. Voy
despeinada y se me han soltados unos mechones de las horquillas. Llevo un jersey
escotado y el collar que me regaló Jack, pero en lugar de estar sexy y seductora como
hace siete horas, cuando esperaba que él llegara a casa, parezco ajada y cansada. Me
he tomado demasiados chupitos de vodka con tónica y estoy bastante mareada. Lo
único que me apetece es acostarme, dormir y olvidarme de todo, pero el nerviosismo
me lo impide.
Vuelvo a mirar el móvil y no hay mensajes nuevos. Jack me envió un mensaje
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para explicarme que iba a casa de Jessie, pero que había olvidado que después había
quedado con Matt para tomar algo. Cuando lo llamé, no contestó y después, a las
diez, me mandó otro mensaje para anunciarme que al final se quedaba con Matt y
que no vendría a cenar, que no lo esperara.
Estoy repasando todos los lugares a los que puede haber ido y preparando un
elocuente discurso sobre lo injusto que es que él salga solo a divertirse, cuando entra
sigilosamente en la cocina y deja las llaves en el aparador.
—¡Al fin has vuelto! —exclamo asustada y encendiendo la lámpara que tengo al
lado.
Se queda paralizado como un ladrón pillado in fragranti.
—¡Dios mío! Creía que estabas en la cama.
—Pues no soy Dios ni estoy en la cama.
—Es muy tarde.
Está borracho. Tiene los ojos inyectados en sangre y, aunque yo también me
noto achispada, no pienso dejar que se escape tan fácilmente, así que me despejo
deprisa, como si apretara el botón de rebobinado rápido.
—Sé muy bien que es muy tarde, Jack.
—Lo siento, cariño, no me había dado cuenta. Mi móvil se quedó sin batería.
¡Cree que va a librarse con eso!
—Ah, ¿sí?
Por fin se percata de que no estoy de muy buen humor.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
—Pues nada… nada en especial. Sólo que he pasado el día preparando una
comida especial para ti porque dijiste que vendrías a cenar y porque quedamos en
pasar una agradable velada juntos. «Disponer de un poco de tiempo para nosotros,
para volver a conectar», creo que fueron tus palabras.
Mira la mesa de la cocina preparada y al fin comprende.
—Ay, tendrías que habérmelo dicho.
—Era una sorpresa.
—La verdad es que no me acordé de que habíamos quedado. Podemos cenar
mañana —propone acercándose, pero me aparto de él y me apoyo contra el mueble,
de brazos cruzados—. Perdona, pero prometí a Matt salir con él y Honey dijo…
—¿Has salido con Matt y Honey? No me dijiste que también iba ella.
—Ah, ¿no?
—No.
Se me erizan los pelos de la nuca. No tengo ningún deseo de conocer a esa tal
Honey, sobre todo después de que se negara a venir al cumpleaños de Ben para no
ensuciarse el vestido. Pero ¿de dónde ha salido esa princesa? La sola idea de Jack,
Matt y Honey de juerga por los pubs toda la noche me llena de indignación. Solíamos
ser Matt, Jack y yo.
—¿Y cómo es? —pregunto mientras tamborileo sobre mi brazo.
—Normal. Rubia… tetona.
—Vaya, qué interesante.
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—Sí, y tiene un sentido del humor de lo más cochino. —Jack ríe y está a punto
de comentar alguna gracia de Honey, pero al fijarse en mi expresión rabiosa lo piensa
mejor y la sonrisa se le borra.
—Bueno, tendremos que invitarla a cenar —comento mordaz—. Siempre y
cuando le venga bien venir con su ropa de marca. —«Y si las tetas le pasan por la
puerta.»
—No es así, de veras. Es una chica muy normal. Ella y Carmen…
—¿Carmen? ¿Quién es Carmen?
—Su mejor amiga.
—¿Una chica?
—Sí.
«Ay, esto está poniéndose cada vez peor.»
—Ya veo. ¿Y por qué no la mencionaste?
—¿No lo hice?
—No, Jack, no lo hiciste.
Se acerca al fregadero, coge un vaso del armario y lo llena de agua de la jarra.
Incluso mirándolo de espaldas me doy cuenta de que está ocultando algo. Su
chaqueta irradia culpabilidad.
—Bueno, sí, Carmen llegó con Honey y tenía hambre. Por eso fuimos al
restaurante.
Lanzo una ojeada a la olla donde preparé con amor mi fricando de pollo.
—¿Fuisteis a un restaurante?
—Pues sí.
Aprieto los labios con tanta fuerza que me duelen. No puedo creer que haya
salido a cenar. Y menos aún que me haya esmerado en prepararle su postre favorito
y me quemara el dedo caramelizando la crema. Ojalá te hubiera caramelizado los
cojones.
—¿A cuál?
—Mmm… a ese lugar… ¿cómo se llama? En Park Lane. Ese tan elegante.
Es imposible que sea el que estoy pensando.
—¿Te refieres al Nobu?
—Sí, ése. Carmen trabaja allí y nos consiguió mesa. Qué suerte, ¿no?
Me cojo las sienes con el pulgar y el índice y las siento latir.
—A ver si lo he entendido bien: habéis ido al Nobu, mejor dicho, has ido al
Nobu, uno de los restaurantes más exclusivos de Londres, ¿sin mí?
Se vuelve y me mira. Toma un sorbo de agua y deja el vaso.
—No es lo que piensas. Ha invitado Matt, ha pagado él.
—¡Qué coño me importa quién ha pagado! Lo que me importa es que has ido al
Nobu sin mí, con una chica de mierda llamada Carmen.
—Como lo dices, parece que hubiera ido a ligar con ella.
—¿Y no fue así? Porque eso es lo que me parece. Una cena de parejitas: Matt y
Honey, Jack y Carmen. Qué íntimo y agradable.
—Fue una casualidad, salió así…
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—Como parece que has perdido todo respeto por mí, no veo por qué tendría
que compartir la cama contigo. ¡Pues sí, te echo!
Tomar partido
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—Oye, ¿podemos solucionar esto? ¿Podemos hablar más tarde? Creo que
deberíamos.
—Depende, Amy.
—¿De qué?
—De si serás capaz de comportarte de forma racional. A ver, ¿cómo puedo estar
seguro de que te comportarás de manera civilizada, de que no vas a volverte loca y
empezar a destrozarlo todo?
—Me…
—Porque anoche te comportaste de una manera totalmente fuera de lugar.
¿La manera como me comporté yo? ¡Qué cara! Si no hubiera sido por él, no
habría tirado el dichoso fricando, pero parece que se ha olvidado de que fue él quien
se comportó mal.
Ojalá no lo hubiera llamado.
Hay un largo silencio y tengo ganas de llorar.
—Bueno, nos vemos más tarde —digo.
—Quizá, no lo sé.
La mujer misteriosa
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Aun así, apenas lo veo en toda la semana. Pasa muchas horas fuera, al parecer
sobrecargado de trabajo. Lo sé porque cuando está en casa se lo explica a Ben.
Cuanto menos caso me hace, más indignada me siento. Debería disculparse. Y
explicarse. ¿Quién es exactamente esa hermosa dienta suya? ¿Una dienta de
Greensleeves o alguien que le recomendó Jessie? ¿Alguna de sus amigas ricas?
¿Y por qué no deja de ir de aquí para allá a plena luz del día en un descapotable
cuando yo me siento tan mal?
Le preguntaría directamente sobre esa mujer misteriosa, pero la comunicación
entre nosotros atraviesa un mal momento.
Jamás hemos estado peleados tanto tiempo, y lo preocupante es que ahora,
técnicamente, ya no es una pelea. Se ha transformado en otra cosa, más bien en una
forma de tortura continua.
Tal vez así empiezan a funcionar mal los matrimonios. Ahora comprendo cómo
sucede. Te peleas, no arreglas las cosas y la vida sigue su curso. Al cabo de un
tiempo, has perdido el momento de recapitular y encontrar juntos el camino de
salida de los malentendidos y el sufrimiento. Y entonces ya no puedes recuperar las
emociones que sentías cuando empezó la pelea, porque se han concentrado y
evaporado hasta convertirse en una gota de veneno corrosivo que, como el ácido
sulfúrico, quema y agujerea todo lo que era bueno y verdadero.
Por eso necesito a H. Necesito que me diga que tengo razón en no ceder, que mi
estrategia de mantenerme firme hasta que Jack se venga abajo funcionará, pero
también tengo que saber cuánto durará, porque a este ritmo es muy probable que la
que se venga abajo sea yo. Y si no puedo conseguir que él se disculpe, entonces he de
idear un plan de rendición que minimice mis daños y no siente precedente.
Y lo más importante: me hace falta salir de casa. No logro hablar con Kate sobre
mis problemas con su hermano, a pesar de que se muere de ganas de que se lo
cuente. Ella me mira con ojos comprensivos y compasivos, y me entran ganas de
pegarle un tortazo. Me da rabia que se crea una experta en relaciones cuando ella
misma acaba de romper con su novio.
De modo que con H quedamos en vernos después del trabajo. La hora perfecta,
me aseguró. Me quería de carabina para la cita que tiene con Tom Sin Foto, el de la
web. Decidimos encontrarnos un rato antes de la hora que acordó con él, para así
poder hablar tranquilamente hasta su llegada, momento en que yo me retiraré. A
menos que resulte un adefesio, como sospecha H, en cuyo caso hemos pactado salir
por piernas las dos.
En teoría, un plan perfecto, salvo que estoy aquí y H no aparece. Llevo media
hora sentada sola como un hongo. Me he leído dos veces el periódico Metro y ahora,
mientras apuro la copa, me temo que la ventanilla para hablar de mis problemas con
H se ha cerrado.
¿Por qué se comporta así cuando más la necesito? Me hace falta desahogarme.
Necesito contarle sobre esa mujer misteriosa del descapotable Lexus. ¿Quién es?
¿Qué significa todo esto? ¿Tengo que preocuparme? ¿Cómo conseguiré quitarme de
la cabeza la imagen de Jack riendo con esa bella mujer, a la que ya veo como una
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Noto un nudo en la garganta y empiezan a sudarme las palmas. ¡Dios mío, es él,
Tom! ¡La cita de H!
La teoría de H acerca de los que no ponen foto es un fiasco. Mi instinto estaba
en lo cierto desde el principio. ¡Es increíblemente guapo, guapo para caerse de
espaldas! Alto, bronceado y con un buen cabello oscuro y lustroso. Lleva una camisa
blanca de lino de manga corta y unas bonitas gafas de sol en el bolsillo superior.
Irradia una especie de magnetismo que me impide articular palabra.
—Eh… pues soy…
—¿Te importa si me siento? —dice señalando el otro taburete.
Me he sonrojado, lo sé, pero no puedo evitarlo.
—¿Eres…?
—Tom —responde—. Tom Parry, pero los amigos me llaman Tommo.
Vuelve a sonreír y me tiende la mano para estrechar la mía. Una mano firme y
tibia. Su acento irlandés evoca montañas cubiertas de brezo y tardes perezosas en
pubs rurales.
—No soy H… Helen. No soy ella en persona… —balbuceo—. Bueno, más o
menos… quiero decir que soy una amiga. Tenía que encontrarme con ella e irme
cuando llegaras tú, pero no ha venido y…—Ah.
—Soy Amy.
—Bueno, Amy —vuelve a sonreír—, encantado de conocerte. ¿Te apetece tomar
algo mientras esperamos a H? —pregunta señalando mi vaso de gin-tonic vacío.
Esto no está bien. Tendría que negarme y dar una excusa, pero H seguramente
llegará enseguida y Tom parece tan tranquilo… Se comporta como si todo fuera de lo
más normal.
—Vamos, di que sí, no me dejes.
Echa una ojeada a las mujeres de la despedida de soltera que se lo comen
descaradamente con los ojos. Creo que se ha dado cuenta de que si se queda solo, se
lo van a merendar crudo.
—De acuerdo —acepto, volviendo a sentarme—. Sólo una. Gracias.
Coge mi vaso y va hasta la barra.
—No pierdes el tiempo, ¿eh? —me dice la de la boa celeste riéndose con las
otras.
—¡Dios mío, qué vergüenza! —digo y me tapo la cara.
—Madre mía, sírvete, no te cortes, que eso sí es un bombón —dice la casadera—,
y si no lo quieres, ya me lo como yo.
—¡Y yo! ¡Y encima repito! —salta una de las amigas, y todas se echan a reír.
Miro a Tom junto a la barra, que se vuelve y me sonríe.
Se me encoge el estómago.
¿Dónde está H? Es ella quien tendría que estar recibiendo esas sonrisas. Hace
veinte segundos que lo conozco, pero es fantástico, perfecto para ella. Tom es un
noventa por ciento.
Por lo menos.
Miro mi móvil. Hay un mensaje en el buzón de voz. Joder. ¿Cómo es posible
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—Pues… imagino que ser madre a jornada completa es una tarea dura —dice al
cabo de un instante y pasando por alto mi comentario.
Me topo con sus ojos picaros y risueños, que harían morir de envidia a George
Clooney.
—Sí, pero no es lo mismo que un trabajo de verdad.
—Eh, no te subestimes —se pone serio de repente—. Para mí es el trabajo más
importante del mundo y el menos valorado. La gente no se da cuenta del sacrificio
que entraña. Mi madre nos crió a todos y le tengo un respeto enorme por eso.
Quizá porque la crisis con Jack me ha privado de conversación desde hace una
semana y estoy desesperada por charlar con alguien, o tal vez porque Tom es muy
buen conversador, el caso es que de pronto estamos hablando como dos viejos
conocidos. Vamos directos al grano, sin pasar por los típicos preámbulos formales, y
abordamos directamente temas jugosos, interesantes.
Al cabo de un rato me he enterado de algunas cosas fascinantes sobre él: que
proviene de la costa noroccidental de Irlanda; que su última novia era música, se fue
a Nueva York a grabar un disco y lo dejó por un productor; que su abuelo tenía una
imprenta y de ahí le viene las pasión por los libros.
Después me cuenta cuánto le gustan los desafíos, que ayudó a organizar un
rally el año pasado y participó con un Bentley de época en el que cruzó toda Europa.
Su vida parece muy dinámica e interesante, repleta de aventuras estrafalarias.
—¿Y tú qué haces para distraerte y relajarte? —me pregunta.
—Pues últimamente no mucho, aparte de llamar a una emisora de radio por
puro gusto.
—Ah, ¿sí? ¿A cuál?
—Seguro que no la conoces.
—A ver.
—Es… es una radio bastante nueva, CapitalChat.
—¡No me digas! —exclama dejando la jarra sobre la mesa—. Me encanta esa
emisora, la pongo siempre.
—¿De veras? Mi marido, Jack, asegura que sólo la escuchan amas de casa
aburridas y chalados. Me alegro de que desapruebes su teoría. —Y lo digo muy en
serio.
—¿Y a quién llamas?
—Al programa de Jessie Kay. Me gusta mucho.
—A mí también. Me encantan esas adivinanzas y lo de la queja. Un momento —
dice señalándome con gesto inquisitivo—. ¿No serás… no serás Amy de West
London? —Me llevo las manos a la cara y asiento mientras noto un hormigueo en el
estómago—. Es una broma, ¿no?
—No puedo creer que me hayas oído. ¿De veras lo has hecho?
—Pues claro, y me pareces fabulosa. Siempre escucho ese programa por si sales.
Eso que explicaste de que los tíos que guardan porquerías… ¿Y lo del niño interno
patoso? Te cité todo el día.
—¿En serio?
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Quizá tenga razón y sea el destino el que me lo ha enviado. Tal vez he topado
con este perfecto desconocido para que me ayude a ver las cosas más claras.
—No hay nada de malo —asegura—. Para ser sincero, te envidio. Me encantaría
tener niños. Paso mucho tiempo con ellos, pues tengo un montón de sobrinos y
sobrinas, voy a verlos por las mañanas y me los llevo. Montamos campamentos,
vivimos aventuras… —Por la forma en que lo explica parecería que ser padre es algo
fantástico, emocionante, como yo imaginaba antes—. Pero creo que el secreto es tener
muchos hijos —concluye después de describir lo que parece una vida perfectamente
idílica en la casa de campo de su familia en Galway—, un montón.
—Me encantaría tener más —confieso.
Tom se inclina sobre la mesa y me sonríe de esa manera suya encantadora.
—Hazlo, la gente tan hermosa como tú debería reproducirse lo máximo posible.
La hora de la Cenicienta
Son casi las doce cuando salimos del restaurante. Hemos hablado toda la velada
como dos viejos amigos que se reencuentran y el tiempo ha pasado volando. Hemos
abordado temas muy interesantes, entre ellos política, pintura y libros. Le he pasado
mi dirección de correo electrónico para que me mande algunas recomendaciones. Me
siento estimulada y despierta, como si mi cerebro de pronto hubiera recordado que
también sirve para empaparse de cuestiones culturales.
—Voy a coger la línea de Bakerloo —le digo mientras me pongo la chaqueta en
la acera. He bebido demasiado y tengo miedo de perder el último metro.
—Yo voy a Charing Cross a coger el tren. Podríamos ir juntos y tomas el metro
allí.
El aire de la noche es agradable. Veo los autobuses rojos y los taxis negros a lo
lejos, en Charing Cross Road. De pronto, decido que si pierdo el último metro, cogeré
un autobús nocturno. Nos miramos a los ojos.
—De acuerdo —digo al fin con el corazón palpitante.
Enfilamos hacia Trafalgar Square, bajamos la escalinata delante de la National
Gallery y pasamos entre las fuentes. Hay luna llena y la fachada del Big Ben brilla a
lo lejos. El reloj da las campanadas de la medianoche. La escena tiene cierta magia,
algo que me recuerda a Peter Pan.
—¿Qué estás pensando? —me pregunta, mirándome.
—Pues que es muy fácil desenamorarse de Londres, o de cualquier otro lugar,
cuando una se mueve sólo por una zona. Te olvidas de que hay muchas otras cosas
que te hacen sentir viva. Esta noche he recordado por qué me gusta tanto vivir aquí.
—¿Y por qué?
—Porque es un lugar lleno de posibilidades. —Bajo la mirada. ¿Le habrá
sonado provocativo? ¿Habrá tomado ese comentario como si me refiriera a nosotros?
¿Existe en realidad un nosotros?—. ¿Y a ti? ¿Por qué te gusta la ciudad? —pregunto,
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siento emocionada de una manera rara. No deseo despedirme. No quiero que esta
burbuja se rompa.
—Lo he pasado muy bien —le digo.
—Yo también, ha sido maravilloso.
—Bueno… pues adiós. —El corazón me late con fuerza y nuestras miradas se
encuentran; me siento intensamente viva—. Gracias por la cena.
Él asiente.
—¿Puedes volver tranquila a casa? —Sí, sin problema.
Pero no me muevo. Mis pies no se mueven. Nos quedamos allí, mirándonos.
Y es absurdo seguir negándolo. Lo que hemos tratado de pasar por alto toda la
noche de pronto es evidente y está ante mí.
Me gusta con locura.
Así de sencillo.
Me duele el cuerpo de tanto que lo deseo.
Y a él debe de pasarle lo mismo, porque me observa en un primerísimo primer
plano mientras se acorta el espacio que separa nuestros rostros.
Entonces siento sus labios sobre los míos y una especie de tornado en la cabeza.
Nos quedamos inmóviles, dándonos el más dulce de los besos, y noto como si
empezara a flotar sobre la acera. En ese momento me estrecha entre sus brazos y me
sumo en su olor, en su cuerpo. Estoy absolutamente extasiada.
Su lengua se abre paso en mi boca y el tornado me arrasa la cabeza. En ese
instante lo recuerdo todo.
Jack.
Yo.
Ben.
Me separo con torpeza.
—Lo siento —dice alzando las manos—. No era mi intención… —Estoy tan
nerviosa que tiemblo de pies a cabeza—. Está bien, lo comprendo.
Pero ¿cómo puede entender que me haya vuelto loca, que esto no debería… no
puede pasar?
—Nunca había sentido este tipo de conexión, eso es todo —se excusa.
Yo tampoco, por lo menos desde que besé por primera vez a Jack, pero no
puedo decírselo. Soy incapaz de articular palabra.
—No era mi intención… —repite.
Me llevo el índice a los labios y niego con la cabeza. Se me escapa un suave
gemido. Me siento como si estuviese bajo la luz de un foco.
Tom da un paso hacia mí y me coge del brazo.
—No sé si te das cuenta de lo maravillosa que eres, Amy, de lo hermosa que…
—Tom, por favor, no.
Lo miro a los ojos y tengo ganas de llorar por lo turbado y confundido que
parece. Como si algo más grande se hubiera apoderado de nosotros.
—Escucha, sé que es una locura, Amy, pero… ¿podría verte otra vez?
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Capítulo 10
Jack
Sobre el tejado
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que porque no hay nadie conmigo para compartir el momento. O nadie importante.
Me refiero a Amy, la primera persona a quien querría enseñarle un logro así. Me
gustaría saber su opinión y si le parece cool. Porque eso haría que yo también me
sintiera cool.
Dom y Lee —dos veinteañeros sudafricanos de pelo largo y muy rubio— están
asomados a la barandilla mirando a las chicas de abajo mientras fuman tabaco de
liar.
—Eh, jefe —me llama Dom—, ven a ver a esta tía. Tiene un escote por el que
entraría limpiamente una lata de Coca-Cola…
Mmm… Una unidad mamaria de reciclado. Sin duda un concepto original e
interesante, pero no me imagino al ayuntamiento incorporándolo como parte integral
de su plan de eliminación de residuos.
—Y tiene un culo de melocotón maduro —añade Pete, colega también de
Greensleeves.
En otra circunstancia, estaría junto a ellos contemplando la vista alegremente.
Es patético, lo sé, pero todo hombre tiene un silbido interno que de vez en cuando ha
de dejar escapar.
Pero hoy no.
Hoy, el sexo ocupa el último lugar en mi lista de prioridades. De hecho, me
siento tan mal que si me dejaran en la mansión de Hugh Heffner con un montón de
conejitas ninfómanas dispuestas a satisfacer todos mis caprichos eróticos, les pediría
que volvieran a ponerse las medias con liguero y los sostenes con mirillas y me
quedaría solo con una buena taza de chocolate y un DVD del Inspector Morse.
Creo que para desear a alguien, primero uno tiene que sentirse deseado.
Y desde anoche me siento tan atractivo como unos calzoncillos manchados.
Anoche Amy fue a ver a H. En principio se trataba de pasar un rato con su
amiga y tomarse una copa rápida, pero no volvió hasta después de la medianoche.
Mientras estuvo fuera, no llamó ni una vez. Y cuando por fin llegó a casa, tampoco
nada. Ni un «hola», ni un «¿aún estás levantado?». Nada de nada.
Ni siquiera se desvistió delante de mí. Como una compañera de habitación
pudorosa en un viaje de estudios, se metió en el baño completamente vestida y yo
me quedé oyendo la ducha durante lo que me pareció un siglo. Salió enfundada en
un albornoz que no se quitó al acostarse, justo en el borde de la cama, lo más lejos
posible de mí.
¿Cómo puede durar tanto una riña? Eso me gustaría saber. Porque ésta no sólo
es larga, sino también ancha y profunda.
Solía considerar que mi relación con Amy era hermosa, como una montaña que
escalábamos juntos, pero ahora me siento resbalar cuesta abajo por un escarpado
pedregal, solo y con los dedos desollados por tratar de cogerme…
He estado esperando que Amy me ayudara a volver a subir. Pero no lo ha
hecho. Y no sé si conseguiré trepar de nuevo solo hasta la cima. Sobre todo porque no
estoy muy seguro de que ella siga queriendo que esté allí a su lado. Y si no me quiere
a su lado, entonces tampoco yo sé si la quiero a ella.
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En el siglo XVIII, el parque de Saint James era un sitio famoso donde los
caballeros buscaban meretrices, pero últimamente está dedicado a actividades más
civilizadas. Paso junto a un grupo de jubilados flacos que practican tai-chi y a un tipo
gordo que jadea en el suelo mientras hace flexiones con una entrenadora personal
que le mete prisa y parece recién salida de la peluquería. A lo lejos, una mujer
tumbada en la hierba con un biquini rosa, como una Barbie olvidada después de un
picnic infantil.
Al acercarme a la cafetería donde he quedado con Amy, observo a las madres
forradas que desfilan con niños inmaculados en cochecitos elegantes, hasta que
diviso el cochecito azul de Ben, que desentona como un Sinclair C5 en la línea de
salida del Grand Prix.
Amy está a la sombra de un plátano gigante. Lleva una falda larga blanca, un
chaleco negro y el pelo recogido. Sonrío al ver a Ben, que va a trompicones tras una
ardilla, como un borracho persiguiendo un billete de diez libras arrastrado por el
viento.
Saludo con la mano, pero Amy parece no verme o, si me ve, prefiere no saludar.
Si fuera un meteorólogo y Amy un frente, mi previsión sería: heladas a primera hora,
con muchas probabilidades de vientos fuertes y tormentas eléctricas… En otras
palabras, estoy preparado para lo peor.
Espero enfrentarme a lo que en privado considero la «cara de Munch» de Amy,
debido a que guarda un asombroso parecido con El grito, el cuadro más famoso del
renombrado artista noruego. En la versión de Amy es la fugaz expresión de horror y
asco, que he notado varias veces en los últimos días, que pone al saludarme, justo
antes de volver a su acostumbrada máscara de indiferencia general.
Pero lo que me encuentro ahora es algo más ambivalente: menos Edvard
Munch y más Leonardo da Vinci. Más La Gioconda que El grito. Me embarga la
esperanza. ¿Es posible que eso que veo sea el indicio de una sonrisa? ¿Estamos a
punto de dejar atrás todo nuestro malestar y seguir adelante?
Entonces, de pronto, Amy sonríe, ya no tímidamente, no, sino con una sonrisa
de la que un burro estaría orgulloso. O, para ser más amable, una sonrisa de anuncio
de dentífrico para tener unos dientes perfectamente blancos, brillantes y sanos.
Debería devolvérsela. Lo intento, pero no me sale.
El problema es que, igual que con los anuncios de la tele, no puedo evitar
pensar que la de Amy tiene algo de falso. Es toda de dientes y nada de ojos. Trasluce
algo oscuro… una expresión que, si no conociera a mi mujer, tomaría casi por
miedo… No es la mirada propia de quien está a punto de pedir perdón o de ceder de
alguna manera.
—¡Papi, papi, mi papi!
Ben se abalanza sobre mí como un rinoceronte pigmeo, y verlo a esta hora del
día me alegra tanto que lo lanzo al aire y casi me olvido de Amy.
—¡Hola, mi Ben! —exclamo riendo, mientras el pequeñajo abre los brazos y las
piernas como un paracaidista en caída libre.
—¡Vuelo, papi! ¡Mira, mami, mira, vuelo!
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—Bien.
—¿Bien y nada más? ¿Qué comiste?
—Una cosa tailandesa…
—Pensaba que era japonés.
—Sí, pero…
—¿Y por qué sirven comida tailandesa? —pregunto riendo.
—¿Qué coño de interrogatorio es éste? —exclama de pronto, volviéndose hacia
mí.
Su inesperada reacción me golpea como un mazazo y me detengo en seco.
Confiado en la paz incipiente, he bajado la guardia sólo para recibir un puñetazo
demoledor. La ira se apodera de mí y reprimo el deseo de devolverle el golpe.
Cuento hasta cinco esperando que se me pase.
Y hago bien en aguardar.
—Perdona, no quería contestarte así —se disculpa cogiéndome la mano—.
Estoy cansada. ¿Vale?
—Vale. —Sigo empujando el cochecito y no la miro por si no me gusta lo que
veo, por si en realidad nada ha cambiado—. Olvidémoslo. Los dos estamos haciendo
un esfuerzo, ¿no?
—Sí.
Cuando llegamos al Mall, giro a la izquierda para ir a Trafalgar Square.
—¿Adónde vas? —me pregunta.
—A la estación Charing Cross.
—Pensaba coger el metro en Piccadilly.
—Charing Cross está más cerca y me queda de camino al trabajo.
A pesar de lo razonable de mi sugerencia, un incómodo silencio se reinstala
entre nosotros cuando echamos a andar. Pasamos por debajo del Admiralty Arch y
cruzamos la calle para tomar Trafalgar Square. Amy camina cabizbaja, como en una
hilera de presos, lo que me encoge el corazón. Espero que sólo esté cansada. Y que
los dos hagamos de verdad un esfuerzo para superar todo esto. Ojalá.
—Este lugar me encanta —comento mientras pasamos por la columna de
Nelson—. ¿Tomamos un helado para refrescarnos un poco?
—No —responde sin aflojar el paso.
Ni siquiera un «gracias».
Cruzamos la calle y caminamos por el Strand hacia Charing Cross y entonces
vuelvo a notar aquello que más temía: el desinterés. Al despedirnos la beso
fugazmente en los labios y descubro que en su mirada ha vuelto a posarse una
especie de velo.
No me mira a mí, sino a través de mí.
La observo alejarse hacia la estación con Ben y espero que se vuelva para
saludarme, o lanzarme un beso como solía hacer, pero nada, ni siquiera se gira, y
desaparece entre la gente.
Me quedo con una sensación de gran fragilidad, con la sensación de que en
cualquier momento nuestra pareja podría partirse en dos una vez más.
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Amy ha salido, Kate aún está en el trabajo y yo estoy en casa con Ben,
disfrutando de cada minuto que paso con él.
He transformado la cocina en una guarida gigante con mantas y sábanas
tendidas sobre la mesa y las sillas. Mientras finjo ser un monstruo y camino a
zancadas, Ben corretea por debajo de la mesa chillando de miedo y felicidad.
En el equipo de música suena su canción favorita y la encimera de la cocina está
llena de helado de chocolate derretido, producto de la merienda que hemos
preparado hace un rato con un Häagen-Dazs acompañado de galletas y patatas.
Amy me pidió que antes de las cinco y media le diera unas verduras estofadas
que había en la nevera, pero a las cinco Ben me dijo «Teo hambre» y que no le
gustaban las «veduas tofaas», que en cambio quería «patatitas». Así que cedí. Lo que
no estuvo mal. A juzgar por la velocidad con que devoró las patatas y galletas, el
pobre crío debía de estar medio muerto de hambre.
Y parece que tampoco le ha hecho ningún daño, porque ahora, a las seis
pasadas, rebosa energía y está muy despierto, mientras que cuando yo llego del
trabajo casi siempre está medio dormido.
Creo que hay demasiada tontería con el tema de la ingesta de azúcar de los
niños. Me refiero a que los dientes van a caérseles de todas formas, ¿no? Así que, ¿a
quién le importa que tengan un poco de placa dental cuando los pierden?
Con todo, creo que es mejor no contarle a Amy lo que hemos hecho. La crianza,
a fin de cuentas, es un ámbito de su dominio y, a pesar de nuestra precaria tregua en
Saint James, nuestra relación no marcha precisamente viento en popa. No me
conviene echar más leña al fuego.
—¿En casa solo, por casualidad?
Doy un brinco del susto, y Ben chilla aún más fuerte creyendo que forma parte
del juego.
Kate está en el umbral de la cocina quitándose la chaqueta blanca del traje.
—Vaya, ¿por qué lo dices?—pregunto mientras miro el estropicio alrededor.
Alza la vista al cielo y se acerca al grifo para poner agua a hervir—. ¿Qué tal el día en
el trabajo?
—Más o menos.
Ben, con gran valentía, espía por un resquicio entre las sábanas y ve que es
Kate, no un monstruo carnívoro.
—¡Kate, Kate! —exclama y sale corriendo de debajo de la mesa para abrazarla.
—Hola, tesoro —lo saluda ella con un beso en la coronilla.
—¿Ver Tweenies? —me pregunta Ben con gesto muy serio, antes de meterse
otra galleta en la boca.
—Sí, ¿por qué no?
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tan angustiosa que no puedo aceptar. Además, está esperando que quede libre una
habitación en casa de una compañera dentro de dos semanas. Admitir que se vaya
ahora sería como echarla a la calle.
—No, no tiene que ver contigo. —Al principio sí lo tuvo, pero ya no—. Soy yo
—reconozco—. Parece que a Amy le molesta cuanto hago. Si salgo, se enfada; pero si
me quedo, sale ella.
—Entonces, ¿aún no te ha perdonado haber ido al Nobu con Matt?
—Pues no.
—¿Y has probado a pedirle perdón?
—Perdón es una palabra que no significa nada —sentencio con un
encogimiento de hombros.
—Me refiero a pedirle perdón de verdad, no como una fórmula para poner fin a
una discusión.
—¿Hay alguna diferencia?
—Si fueras mujer, la notarías. Nosotras sabemos si nos lo dicen en serio o no.
—Lo tendré en cuenta, pero el problema no tiene que ver con pedir perdón. Va
mucho más allá. —Me froto los ojos, de pronto muy cansado—. Es que últimamente
no nos hacemos muy felices el uno al otro.
—Pues díselo, dile cómo te sientes.
—Gracias por el consejo, Billy Joel.
—Lo digo en serio.
—Lo sé, y lo he intentado. Cuando me anunció lo del viaje a Nueva York, le
comenté que nuestra relación no iba muy bien. Me aseguró que trataría de arreglarlo,
que los dos debíamos hacer un esfuerzo.
—Bueno, parece un signo positivo.
—Eso pensé en aquel momento, pero desde entonces… cada vez que le digo
algo es como… —busco las palabras— es como si le hablara a una operadora
telefónica. Uno hace una pregunta y le dan cierta información, pero no hay emoción
en el intercambio… Así estamos en estos momentos, manteniendo conversaciones
superficiales. Sobre sacar la basura, la programación de la tele o que Ben necesita
unos zapatos nuevos. Ella parece totalmente distraída. De verdad, Kate, es como si
fuéramos compañeros de trabajo… y encima de los que ni siquiera se caen bien. —
Meneo la cabeza entristecido—. No quiero que nuestro matrimonio se convierta en
un contrato laboral.
—No, claro que no, se trata de que os queráis y de que queráis a Ben.
Miro a mi hermana, a mi hermana pequeña, y veo que realmente está muy
preocupada.
—Es lo que siempre he pensado: Amy y yo contra el mundo. Nunca confié en
que fuéramos a ganar, porque el mundo al final acaba con todos, uno envejece o
enferma y con el tiempo todos morimos… pero tenía la esperanza de que no nos
dejaríamos vencer, de que no abandonaríamos.
—¿Así es como te sientes? ¿Como si os hubierais dado por vencidos?
—Lo ignoro, pero no vamos por el buen camino. Las parejas se pasan la vida
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hablando de que todo mejorará el año próximo; y el siguiente, que todo irá bien
cuando tengan aquel trabajo: se mudarán a aquella casa e irán de vacaciones a
aquellos sitios fantásticos…
—Bueno, pero en eso consiste la mitad de la diversión.
—Sí, pero Amy y yo ya no hablamos de eso, hemos dejado de hacer planes. Es
como si en lugar de mirar adelante, estuviéramos estancados o miráramos atrás. Y no
sé qué es peor. —Me muerdo el labio—. Lo único que sé es que estamos fatal.
—Pero todas las relaciones tienen sus altibajos —señala Kate.
—No hablo de altibajos, sino de bajos y más bajos. Ya hemos pasado por
momentos malos en otras ocasiones, como cuando nació Ben, pero éste es otra cosa.
No me gústalo que nos está ocurriendo. Ni que me grite, pero más me disgusta que
sea contagioso, como bostezar, porque me entran ganas de gritarle también. —Sé que
es así: nos amamos y nos odiamos a la vez.
—Eso nos pasó a Tone y a mí al final, antes de que me dijera que cogiera mis
cosas y me largara.
—Vaya, ya veo que intentas animarme.
—Ay, Dios —exclama, y se tapa la boca con la mano—. Ha sonado fatal,
¿verdad? No digo que os vaya a pasar lo mismo —trata de enmendarse—. Vosotros
sois totalmente distintos, hace siglos que estáis juntos.
De repente me acuerdo de que la gente comentaba lo mismo de Zoe Thompson
y de mí, y me percato de que hace años que no pienso en ella, desde que nos
separamos en 1995, después de un noviazgo de dos años. Pero el motivo de que
piense ahora en ella es comprensible: Zoe y yo dejamos de hablar hacia el final, igual
que Amy y yo en estos momentos.
Se me encoge el estómago.
¿Será eso? ¿El principio del fin? ¿Estaremos empezando a representar una
relación en lugar de vivirla de verdad?
—Seguro que lo superaréis —me anima Kate—. Probablemente necesitáis un
cambio de decorado.
—Pues allá vamos, Nueva York. —Trato de aparentar optimismo—. O se
arregla o se desarregla del todo.
—Tómalo como un nuevo comienzo. Traza una línea debajo de todas estas
tonterías por las que estáis pasando. —Rodea la mesa, se pone detrás de mí y me
masajea los hombros—. Ya verás que lo superas, hermanote. No me cabe la menor
duda. —Me abraza y yo me apoyo contra ella.
—Lo sé —suspiro—, sólo estoy desahogándome contigo. Tienes razón: en
Nueva York las cosas se arreglarán.
Vuelve a abrazarme, esta vez con más fuerza. Levanto la vista y la miro a los
ojos. De pronto parece tan adulta y yo me siento tan pequeño…
—No te sientas solo porque no lo estás, siempre me tienes a mí.
Pero por la forma en que lo dice y me abraza, sé que piensa que mis miedos son
reales y que lo que más temía que pudiera pasar entre Amy y yo, en realidad ya está
ocurriendo.
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Capítulo 11
Amy
Radio CapitalChat
Tema del día de Jessie: ¿Qué dirías que es lo más importante en una relación? Llamada
de: Amy de West London
—Como siempre, es muy interesante hablar contigo, Amy. Recapitulemos, pues, para
los oyentes: dices que la sinceridad es lo más importante en una relación.
—Sí, sea cual sea el problema o la dificultad, la sinceridad siempre es la mejor política.
—¿Y eres completamente sincera con Jack? ¿Siempre?
—Por supuesto.
—¿Y él es sincero contigo?
—Sí…
—¿No crees que quizá te haya dicho alguna vez una mentira piadosa?
—Pues… quizá… pero confío en él.
—Y él confía en ti, estoy segura. Bueno, me parece que estamos llegando a algunas
conclusiones. No quiero poner palabras en tu boca, Amy, pero tal vez estás diciendo que la
confianza es lo más importante. ¿Más importante, quizá, que la sinceridad? Ojos que no ven,
corazón que no siente… Ahora me gustaría que nos llamaran otros oyentes para expresar sus
opiniones. Después de la pausa publicitaria…
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Decirlo como es
Son las seis de la tarde cuando salgo del metro en Green Park. Las aceras están
atestadas de empleados de vuelta a casa y soy un cuerpo más en la multitud de
Piccadilly, pero aun así siento que llamo la atención como si una flecha de neón me
señalara la cabeza.
Giro en la esquina por las calles empedradas de Shepherd Market. La razón me
dice que no dé un paso más, pero algo que no comprendo, y que sin duda no puedo
reprimir, me obliga a seguir adelante. He tomado la decisión de hacerlo en persona
porque es lo que debo, lo correcto, lo decente. ¿O no? A fin de cuentas, opino que la
sinceridad es la mejor política. En todo caso, así lo afirmé por radio.
Lo veo enseguida, nada más acercarme a The Grapes, el pub donde hemos
quedado. Lleva pantalones de lino y una camisa holgada de color crudo y está
sentado a una mesa de la terraza, leyendo un libro. Lo rodean hombres de traje gris
que beben cerveza. A la luz del atardecer, Tom Parry parece casi un santo.
Por un momento estoy tentada de darme la vuelta y salir corriendo, pero, como
si me percibiera, él alza la vista, me saluda con la mano y me atrae hacia él como a un
pez que ha mordido el anzuelo.
—Amy de West London —sonríe poniéndose en pie—, ¡has venido!
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era para zanjar la historia, pero que se me ha escapado de las manos y que ahora, en
lugar de haber acabado, él esperará mi regreso.
—¿Y qué esperabas? Le mandas toda clase de mensajes equivocados —me
recrimina con una mirada furibunda—. Te presentas vestida así —señala mi atuendo
con la cabeza y yo siento cada milímetro de mi desfachatez en el Wonderbra— para
decirle que no quieres volver a verlo. Vamos, abre los ojos. ¿Qué imaginabas que iba
a pensar él?
—Lo sé, pero…
—Si quieres joder tu matrimonio con mi ligue de Internet, adelante, pero no
esperes mi comprensión.
—¡H!
—Bueno, ¿qué quieres que diga? Por lo menos tienes dos hombres para sentirte
dividida.
—Oye, lo siento. No era mi intención que pasase esto.
—Bueno, ¿lo deseas o no? Decídete de una puñetera vez.
—Pensaba que había tomado una decisión, pero… no sé… Hay algo en Tom…
Quizá tenga razón. Quizá siempre quise que me besara, desde el primer momento
que lo vi. Y cuando dijo que no podía dejar de pensar en mí… Pues a mí también me
pasa lo mismo. Siento, no sé cómo explicarlo, una especie de conexión con él.
—¿Conexión? ¡Serás ingenua! Sólo es alguien que te presta atención por
primera vez en años y que quiere llevarte al huerto.
Vaya, qué cruel. Ojalá no se lo hubiera contado. Ojalá no le hubiera dicho nada.
—Despierta, Amy. ¿Crees que te sentirás igual de «conectada» cuando se lo
expliques a Jack? ¿O cuando se lo presentes a tu madre? ¿O, para el caso, a tu hijo?
¿Cuál es el plan? ¿Huir con él a algún pueblucho de Irlanda? ¿Olvidas que ya tienes
una vida?
—No es así, es… —Pero de pronto no sé nada, sólo que se trata de un
condenado lío.
—Muy bien, contéstame con franqueza: ¿ha mencionado o no el sexo?
—Ha hablado de hacer el amor…
—¡Qué cursilada! ¡Puaj! Pásame la bolsa para vomitar. Muy bien, pregunta
número dos: ¿está acostumbrado a salirse con la suya?
—Bueno, es un empresario de éxito, así que supongo que sí, si te refieres a eso.
—¿Y te ha dicho que le gustan los desafíos?
—Pues…
—¿Y crees que está bien que le tire los tejos a mujeres casadas? ¿Especialmente
a una con un hijo pequeño?
—No era su intención, ha sido el destino.
—¿El destino? ¿Crees que es la primera vez que suelta ese rollo? Vamos, está
tan trillado como decir «Que te planten una vez ya es bastante malo, pero que lo
hagan dos empieza a resultar preocupante». ¿A que lo dijo así? Seguro que lo has
citado textualmente. —Me da tanta vergüenza que me ruborizo. Ojalá no le hubiera
explicado todos los detalles—. Mira, Amy, éste es un caso claro de un hombre que se
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acerca a los cuarenta, que sigue soltero y al que evidentemente le aterra cualquier
tipo de compromiso a largo plazo, lo que queda demostrado por su trabajo metódico
con mujeres inapropiadas.
—Pero… pero si en la web se fijó en ti. ¿Qué estás diciendo? ¿Que tú también
eres inapropiada?
—En apariencia sí —gruñe—, pero esto ya no tiene que ver conmigo,
robahombres, sino contigo.
Me llevo las manos a la cabeza. No creo que Tom sea como lo describe, de
verdad, pero aun así empiezo a dudar. ¿Y si tiene razón? ¿Y si Tom me ha camelado
desde el principio?
—Lamento aguarte la fiesta —continúa; está disfrutando y se lo toma con
calma—, pero me parece el típico cabrón. Recuerda que antes de encontrar a Jack,
eras famosa por atraer como un imán a los cabrones. Hasta tu marido lo era cuando
os conocisteis. ¿Acaso te has olvidado de Nathan?
Tiemblo al recordar cómo me embaucó Nathan, lo guapo y atractivo que era,
además de hijo de puta. Cómo me tuvo colgada, y él sin comprometerse, siempre
infiel y mentiroso.
Pero mi amiga tiene razón: no fue el primero. Me impresiona que se acuerde de
mi pasado. Y también que me vea en el contexto de mis relaciones pasadas. Hace
mucho que no pienso en mí de esa forma… Creía que mi historia sentimental había
acabado cuando llegué al altar.
—Tom no me parece un hombre de esa clase —me obstino—. Es encantador, de
veras, encantador.
—La especialidad de los cabrones, naturalmente —replica satisfecha consigo
misma, como si acabara de resolver un rompecabezas.
Pero sigo sin creerlo.
—¿Así que no piensas que dijera en serio nada de lo que me dijo?—Está usando
una táctica sofisticada para llevarte a la cama porque, de momento, no puede tenerte.
Lo único que busca es que cedas, que te acuestes con él. De ese modo tendría un lío
con una tipa casada a quien se tira, pero que no se inmiscuye en su vida social ni se
va a vivir con él, ni nada de nada excepto pegar polvos a escondidas.
—No, no es así, no se trata de una aventura escabrosa. Me ha dicho que tome
una decisión, que elija entre Jack y él. Además, no se trata de él —aseguro, tratando
de alejar la conversación de la imposibilidad de tomar una decisión de este tipo—,
sino de mí, del hecho de que también lo deseo.
—No puedes evitar los movimientos de tus hormonas, querida, pero puedes
resistirte. No voy a negar que tirarse a un irlandés moreno, alto y guapo puede ser
maravilloso, pero ¿de verdad crees que se quedará contigo y con todo tu equipaje
una vez consiga sus turbios propósitos?
Me mira y guardo silencio. Cuando enfilamos hacia Farringdon, sigo buscando
argumentos para defenderlo, para imaginar una situación en que Tom es un héroe,
pero la breve e intensa pasión que sentía de pronto se esfuma como una estela de
humo.
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Capítulo 12
Jack
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Señala la ventana con la cabeza—. He estado mirando cómo trabajabas ahí fuera. Está
quedando muy bien.
—Gracias. —Sigo su mirada y reparo en una planta de marihuana en el alféizar,
de unos treinta centímetros de altura. Jessie lo advierte—. Por lo visto, tú también has
estado practicando un poco la jardinería.
—Ah, eso; es de Roland. Bueno, era de Roland. No sé ni cómo cosecharla. Eso
también era suyo —añade señalando una bolsita transparente sobre el escritorio;
contiene un librillo de papel de fumar y un puñado de hierba—. Lo encontré en el
cajón de la mesilla de noche y me pareció una lástima dejar que se echara a perder…
Como para demostrarlo, coge del cenicero un porro medio fumado y lo
enciende. Exhala el humo hacia mí y sonríe despacio, con aire felino.
—¿Quieres?
—Si está mezclado con tabaco no. Dejé de fumar cuando Amy se quedó
embarazada y prometí no volver a tocar un cigarrillo.
—Tranquilo, es puro.
Acepto receloso, pues últimamente lo mío no es el hash, fumo muy poco. Y a
juzgar por lo mal liado que está, ella tampoco es una gran fumadora. Además, no
parece colocada, lo que significa que no es un porro cargado. Así que me digo:
bueno, qué demonios, y doy unas caladas.
—Gracias.
Mientras ella vuelve a sonreírme, noto que parece más baja que de costumbre y
veo que va descalza; sin duda se ha vestido al estilo hippy. Lleva una falda color
ciruela que deja a la vista unas pantorrillas bronceadas y una esclava en el tobillo. Le
queda fenomenal. Está estupenda.
Vuelve a dejar el porro en el cenicero que, ahora me percato, descansa sobre un
folio en que el otro día esbocé a lápiz una pérgola para la casa. Creo que quedaría
fabulosa al fondo del jardín, entre el roble y el banco color cobre.
—¿Has tenido ocasión de ver el boceto? —pregunto.
—¿Qué? Ah, sí.
—¿Y?
—Me encanta —dice sacando la hoja de debajo del cenicero, igual que un mago
que retirara de golpe el mantel de la mesa. Lo levanta y ladea la cabeza,
evaluándolo—. Dibujas muy bien, ¿sabes?
—Gracias. —Empiezo a notar los efectos del porro.
—¿Has aprendido?
—Sí, en casa hace años que no hago pis en la alfombra —bromeo.
Se sujeta el pelo con las gafas y me mira.
—No; me refiero a si has estudiado en alguna escuela de arte. —Y se sienta en el
sillón.
Yo hago lo propio en el borde del escritorio y la pongo al corriente de mi
historial. Le explico que trabajé en una galería, le hablo de los cuadros que vendí y de
cómo todo aquello se fue al traste.
—Ya ves, no había dinero, o por lo menos no conseguía ganarlo. Supongo que
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color crema: un par de vaqueros del revés, un vestido blanco arrugado y unas bragas
negras. En medio de las sábanas revueltas del sofá cama veo un ejemplar de Vogue. Y
en el escritorio escolar del rincón hay un ordenador Amstrad lleno de telarañas.
Jessie abre la puerta contigua al escritorio y sale a una amplia terraza rodeada
por una barandilla. La acompaño y miro los tejados del oeste de Londres mientras el
sol se pone a lo lejos.
—Una vista muy bonita —comento.
—Quería que me aconsejaras sobre esta terraza. Me gustaría empezar a hacer
mis ejercicios de yoga aquí arriba, pero necesito plantas que me tapen porque me
gusta practicarlos desnuda.
Enumero una serie de plantas que podrían servir, más o menos las mismas que
usé para el terrado de Slim Jim en Covent Garden, de follaje denso y recio. Ella no
parece prestar mucha atención, así que volvemos a entrar.
—Menuda galería fotográfica tienes aquí —comento ante las paredes cubiertas
de fotos.
Coge una enmarcada y me la tiende. Es una imagen en blanco y negro de una
pareja de novios.
—Mis padres —dice.
—Tu madre era muy guapa.
—¿En serio?
—Sí.
—Siempre me han dicho que soy igual a ella.
Sonrío, incómodo por la forma en que ha convertido mis palabras en un piropo.
—¡Bonito conjunto! —bromeo al ver una foto de una Jessie de veintipocos con
una chaqueta roja y negra de enormes hombreras en punta, medias de red y botas de
terciopelo rojas. Su figura no ha cambiado nada—. Pareces un figurante sacado de
Thriller, el videoclip de Michael Jackson —digo, y se ruboriza.
—La manga de murciélago estaba muy de moda en aquellos tiempos.
—¿Y éste quién es? —Señalo a un chico muy guapo de pie a su lado en otra
foto, donde Jessie parece aún más joven, de unos dieciocho años.
—Duncan Musgrove.
—¿Un antiguo novio?
—El primero. O el primero de verdad. Con él perdí la virginidad.
—Ah.
—Aquí.
—Ah.
—En este mismo colchón —me informa, sentándose en el sofá cama.
—Aja.
—Justo delante de ese espejo de pared —añade echando un vistazo a su
imagen.
—¿Es cierto?
Me guiña el ojo.
—¿No creerás que eres el primer chico que meto de contrabando aquí arriba?
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de verdad? ¿Puedo tocarlos? Con un tono muscular así, apuesto a que tu chichi es
pura dinamita.» Desde luego no pronuncio ninguna, pero me encantaría.
Jessie se levanta para ir al lavabo y, en su ausencia, el efecto del porro parece
remitir, como si se me hubieran destapado los oídos al aterrizar en un avión, y el
hechizo también se rompe.
Me levanto y vuelvo a mirarme en el espejo. ¿Cuánto falta para que yo mismo
empiece a verme viejo? Porque sin duda sucederá. El principio de la mediana edad
lleva al fin de la madurez. Y, de ahí en adelante, cuesta abajo hasta el día en que me
vea canoso, o calvo, la piel como un pergamino, los testículos flácidos y la polla con
aspecto de habano a medio fumar.
Este pensamiento debería deprimirme, pero en cambio me revitaliza, porque
aún soy joven. Todavía tengo lo que hace falta, aún forma parte de mí. Lo que
significa que debería estar follando cada vez que tuviera la oportunidad y mientras
pueda. Esta época es preciosa y no debería malgastarla. No deseo acabar sentado en
una residencia de ancianos arrepintiéndome de lo que me perdí, sino sonriendo,
sabiendo que lo pasé lo mejor que pude.
Y aquí me encuentro bien, muy bien. Sonrío a mi imagen en el espejo. Estoy
ligando y me siento de maravilla. Es como ejercitar un viejo músculo: cuanto más lo
muevo, más fácil me resulta. Es como si acabara de diplomarme en la Academia de la
Seducción, como si tuviera a esta mujer en mi mano.
Pero a continuación se me borra la sonrisa y me desplomo en el sofá cama,
porque también sé que estar aquí no está bien. En realidad está muy mal. Ya no soy
un agente sexual libre, sino Jack Rossiter, marido de Amy y padre de Ben.
Tengo que irme antes de hacer algo de lo que más tarde me arrepentiré.
Me incorporo para levantarme, pero me quedo a mitad del movimiento,
paralizado porque Jessie ha vuelto.
Está en la puerta con las manos en la cintura, y estoy tan pasmado por el
espectáculo que la idea de una rápida retirada se desvanece, sustituida por tres cifras
y dos letras: 110DD.
El misterio ha quedado resuelto. Desde que Jessie me dijo que el código de la
alarma era igual que su talla de sujetador, he estado dudando si era verdad o sólo
bromeaba.
Ya no necesito preguntármelo más.
Puedo comprobarlo por mí mismo.
Y lo que tengo delante (¡vaya delantera!) es a Jessie como vino al mundo:
desnuda, apetitosa y guapísima.
Es verdad que algunas de sus redondeces resultan demasiado perfectas para ser
auténticas, pero ¿y qué? Si estuviera aquí el cirujano plástico no tendría más
alternativa que felicitarlo por el trabajo realizado.
Y no soy el único impresionado: Falus acaba de enamorarse de una brasileña.
Huelga decir que la «comezón» está que arde.
—¿Qué haces? —pregunto.
—¿Y a ti qué te parece?
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Capítulo 13
Amy
—Me siento como en una película —comenta Jack mientras el taxi amarillo se
detiene ante el hotel de Thompson Street.
—¡Aquí estamos, Gran Manzana! —exclamo.
Me apeo y miro la fachada del hotel, que se alza hacia el cielo ceniciento, y todo
mi cansancio y ansiedad se desvanecen.
—Buenas noches, amigos, y bienvenidos a Nueva York. Me llamo Stephan y me
ocuparé de su equipaje. Un segundo, por favor.
Jack y yo nos quedamos mirando al portero increíblemente guapo que acaba de
recibirnos. Lleva un pendiente y un traje negro de lo más elegante.
—Bueno, gracias —murmuro.
—De nada, señora —replica con una sonrisa fulgurante.
La recepcionista nos recibe como si fuéramos amigos a los que no veía hace
mucho. Mide más de un metro ochenta y tiene los ojos más verdes y el cutis más
inmaculado que he visto jamás. Camina con porte majestuoso delante de nosotros y
observo cómo Jack, los ojos bien abiertos, contempla hechizado las piernas
imposiblemente largas de la chica.
El vestíbulo del hotel es una maravilla y exuda riqueza por todos los rincones.
Suena música funky, todo es tope chic y tope grande, hasta los arreglos florales están
hechos con ramas enteras de cerezos en flor. Mientras aguardamos en el mostrador
de recepción, veo a un grupo de modelos apoltronadas en los sofás de diseño,
bebiendo café después de una sesión de fotos. Jack me aprieta la mano, tan
asombrado y entusiasmado como yo.
Enseguida nos acompañan al último piso en un brillante ascensor negro y de
ahí a nuestra suite. Jack da una propina a Stephen, que nos ha traído el equipaje, y se
las arregla para mantenerse serio hasta que se marcha. Cierra la puerta con suavidad
y al cabo de un instante lanza un grito. Nos miramos y empezamos a chillar como
niños.
—¡Qué maravilla! —exclama.
La suite es más grande que nuestra casa. Jack se quita las botas y ambos nos
ponemos a saltar en la cama, de un tamaño como nunca he visto. Nos tumbamos y
empezamos a rodar juntos hasta acabar muertos de risa.
Es lo más cerca que he estado de él en mucho tiempo. Nos miramos de pronto
turbados por la intimidad. Durante un segundo pienso que vamos a perderla otra
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vez y a retraernos cada uno en su caparazón, como hemos estado viviendo durante
semanas.
Pero entonces él sonríe.
Y yo le correspondo.
Y sé que la cosa va a funcionar, que ambos vamos a dar de verdad una
oportunidad a nuestra relación y todo se arreglará.
Me besa y ríe.
—¿Y si lo celebramos? —propone.
Salta de la cama, abre el minibar y saca una minibotella de Laurent Perrier,
mientras yo voy abriendo los cajones y armarios.
—¡Madre mía! Mira todo esto. —Hay montones de objetos de tocador de todo
tipo. Abro el frasco de aceite para masaje de aromaterapia—. Huele esto.
—Mira —dice Jack mientras abre una bolsa de plástico con los dientes—. ¡Vaya,
vaya! ¡Es una bolsa de folleteo! En serio —ríe—, aquí lo pone. —Saca preservativos,
una bolsita pequeña etiquetada como gel estimulante del clítoris, una vela
perfumada, un paquetito en forma de bomba para un baño erótico y un CD de
música chill-out para la cama—. ¡Impresionante!
—Probémosla —le digo tras abrir la bomba y olería—. Cariño, creo que tenemos
el tiempo justo para refrescarnos antes de tomar el cóctel de cortesía en el bar
privado de la terraza —le recuerdo con mi mejor acento neoyorquino, mientras me
sirvo champán y cojo un bombón que Jack me ofrece.
Me siento eufórica, mareada de entusiasmo. No me he sentido así desde… pues
desde la noche de bodas.
Me llevo la bomba erótica al baño.
—¡Madre mía! ¡Ven a ver esto! —lo llamo.
Hay una cabina de ducha con chorros que salen de todos los ángulos, además
de un jacuzzi con capacidad para diez personas, así como dos lavabos gemelos y una
pila de toallas blancas inmaculadas junto con dos albornoces mullidos, colgados de la
pared de azulejos entre marrones y negros. No veo ningún pato de plástico, ni una
bañera decorada con letras de esponja rotas ni el agua de un baño por vaciar, ni
botellas de champú para niños, ni submarinos o barcos de juguete.
En otras palabras: es el paraíso.
Tardo un minuto en descubrir cómo llenar la bañera. Luego me acerco a los
espejos, rodeados de lámparas como en los camerinos de las estrellas. Hay un neceser
con maquillaje de cortesía, así que abro el lápiz de cejas y empiezo a probarlo.
Jack aparece en la puerta con un papel en la mano.
—¿Qué es eso?
—La lista de precios —responde muy serio.
Nuestras miradas se encuentran en el espejo.
—Hasta ahora, en los siete minutos y medio que hemos estado en este hotel,
llevamos gastados… doscientos ochenta y cinco dólares.
—¡Joder!
Lo sigo a la habitación y lo veo apurar la copa de champán de un trago. No sé
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qué está pensando, pero intuyo el inicio de una nueva pelea. Sé la desconfianza que
ha sentido todo el tiempo respecto a nuestro viaje «gratis», pero yo he insistido en
que no se preocupara, que todo saldría bien.
Creo que no soportaría que volvamos a discutir. Desde que hablé con H, he
estado haciendo un esfuerzo sobrehumano. Cada vez que empezábamos a virar hacia
la tensión, cambiaba de rumbo. No me quejé el día que tardó horas en salir de casa y
llegamos tarde a la de mi madre. Tampoco dije nada cuando me acusó de haberme
olvidado su iPod, ni al regañarme porque me dieron las indicaciones equivocadas
para el aparcamiento del aeropuerto. Y hasta me aguanté cuando en el avión me
pidió que dejara de hablar de Ben.
Así que ahora, si en nuestro momento de diversión empieza a montar un
numerito, creo que no tendré fuerzas para volver a hacer equilibrios en la cuerda
floja.
—Bueno, no importa, lo mejor es que disfrutemos —dice en cambio,
tendiéndome mi copa—. Supongo que el chocolate podemos llevárnoslo a casa para
Ben.
—Ay, Jack, ¿crees que el niño estará bien? —pregunto de pronto, cogiendo la
copa. El tiempo me confunde ahora que estamos tan lejos de Ben. Estuve con él hoy
mismo hace unas horas en la cocina de mi madre, pero me parece que ya ha pasado
un mes.
—No; creo que no —bromea.
—No seas así, que me resulta muy difícil. —Siento la separación de mi hijo
como un dolor físico—. Es la primera vez que lo dejo tanto tiempo.
—Cálmate, por favor. Tu madre va a malcriarlo y echar a perder todo nuestro
buen trabajo educativo. Ahora mismo ya lo tendrá comiendo de su mano.
—¿Tú crees? —Visualizo a Ben en la despedida, llorando sin consuelo, agarrado
a mí y chillando que no lo dejáramos.
—Venga —me sonríe Jack—, hemos venido a divertirnos, ¿te acuerdas? Es
viernes por la noche en Nueva York. Olvidémonos del baño y subamos a ese bar del
terrado. ¿Qué te parece?
Abro los ojos y veo que el sol se filtra por la ventana de la habitación. Jack está
sentado en el alféizar y los crecientes ruidos de Nueva York llegan a través de la
cortina de gasa.
El corazón me da un vuelco. Por primera vez en mucho tiempo, mi marido está
haciendo algo asombroso: dibuja. Se encuentra tan absorto que no se percata de que
he despertado.
Observo cómo le da el sol en la cara.
Mi Jack.
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Sonrío y recuerdo la noche pasada. El paseo cogidos de la mano por las calles
de SoHo hasta un steak house con manteles a cuadros rojos y blanco, donde nos
sirvieron la comida más abundante que he visto nunca. Después dimos otra vuelta y
entramos en un bar donde bebimos tequila, jugamos al billar y conocimos unos
chicos que nos llevaron a un club de jazz, donde bailamos hasta caer rendidos al
amanecer.
Nos divertimos más en una noche que en los últimos cinco años.
Me siento anonadada, perpleja cuando pienso en el error que podía haber
cometido con Tom. Ahora que todo se ha acabado, me veo como un pez que asomó
la cabeza por encima de su cómodo arrecife y casi se lo comió un tiburón.
¿Cómo pude ser tan tonta?
Ahora me parece absurdo, incomprensible, pero no quiero seguir pensando en
ello. No voy a permitir que ocupe un lugar en mi cabeza. Ya es pasado. H tenía
razón: era sólo una señal, un aviso. Éste es un nuevo amanecer de mi relación con
Jack.
Bostezo y me desperezo con deleite bajo la sábana de algodón indio.
—¿Qué hora es? —pregunto.
Jack se vuelve y me sonríe.
—Temprano, pero no importa. Qué maravilla, ¿no?
Se acerca, se tumba en la cama y me coge la mano mientras oímos el rumor del
tráfico allá abajo, las bocinas de los taxis y las voces de la gente.
—Qué extraño, tan urbano y tan tranquilo al mismo tiempo.
—Me encanta. Es la primera vez en siglos que me despierto sin tener a Ben
saltándome en la cabeza, ni que vaciar el lavavajillas, ni preparar cereales, ni recoger
o encontrar zapatos…
Ruedo sobre la cama y lanzo gritos de júbilo a la almohada mientras pataleo.
—Pobre Amy —dice Jack, riendo y acariciándome la espalda—, a veces debe de
resultarte una monotonía sin sentido, ¿no es así?
Me vuelvo y lo miro. Es la primera vez que parece reconocer mi vida cotidiana.
Creía que ni siquiera era consciente de ella.
—Sé que me he comportado bastante mal —continúa—. Cuando volvamos a
casa, prometo que ayudaré más y cuidaré de Ben muchas veces. ¿Sabes una cosa?
Ahora que está lejos lo echo mucho de menos.
Me estiro y le doy un beso.
—¿De veras?
—Sí, es raro estar sin él. Agradable pero raro.
—¿Llamamos?
Marco el número de mi madre y los dos juntamos la cabeza sobre el auricular
cuando mi madre pone a Ben al teléfono. Suena una vocecita de bebé confundido.
—¿Te portas bien? —le pregunto.
—No —responde, y Jack ríe.
Mi madre despacha la llamada rápidamente, casi sin informarme de cómo se las
arregla nuestro hijo sin mí.
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—Es una llamada internacional —me recuerda casi a gritos, aunque el sonido es
muy nítido, así que cuelgo.
—¿Lo ves? —dice Jack—. Te dije que estaría bien. —Yo arrugo la nariz—. ¿Qué
pasa? —pregunta, acomodándome el cabello detrás de la oreja.
—Nada —digo y me tapo la boca mientras unos lagrimones empiezan a
resbalarme por las mejillas—, estoy bien.
Jack me abraza.
—No te preocupes, es normal que lo eches de menos… Pero se me ocurre una
idea excelente para animarte.
Tras una hora de sexo matinal fabuloso, sensual, satisfactorio e ininterrumpido,
dispongo de media hora completa para mí en el baño, donde escucho música y me
maquillo. Luego logro salir de la suite en menos de un minuto, gracias a que no
tengo que llevar pañales ni zumo, ni elegir un camión de juguete en particular, así
que me siento perfectamente fresca cuando llegamos a la calle.
He señalado casi todas las páginas de la guía Time Out que me dejó Faith antes
de venir. Estoy sorprendida de lo bien que conoce ella Nueva York. No me la
imagino viviendo aquí, y mucho menos yendo a bailar o de copas a todos los lugares
que me recomendó, pero supongo que la he subestimado. Si yo hubiera disfrutado de
una vida anterior tan emocionante, me habría asegurado de que Camilla y el resto de
las Víboras conocieran cada detalle sobre ella, pero Faith se lo tenía bien calladito.
Jamás me la habría imaginado en un puesto de trabajo internacional. A fin de
cuentas, a lo mejor no es tan corta.
Tengo una larga lista de tiendas para visitar: Bloomingdales, Saks, los
MacShops, Kheils, Donna Karan… Pero Jack, desdeñando mi faceta de compradora
compulsiva, propone ver la colección Frick, el Guggenheim y el edificio Fait Iron.
Imposible que podamos hacer todo.
Salimos del hotel y caminamos asombrados por la acera soleada. He planeado
una ruta con todos los negocios que quiero visitar, pero él tiene hambre, así que
desayunamos bagelsy zumos sin interrumpir nuestro paseo, y muy pronto nos
perdemos.
Por una vez, no importa. Estar en Nueva York me transmite una agradable
sensación de tranquilidad. Llevo mi vestido de tirantes favorito y mis gafas de sol
nuevas, que parecen de marca pero son una ganga de Tesco. Jack va con pantalones
pirata, chancletas y una gorra de béisbol que se compró anoche en una tienda.
Es tan infrecuente que paseemos juntos durante el día, que al ver nuestra
imagen en un escaparate, cogidos de la mano, me sorprende que formemos tan
buena pareja.
Cada vez que giramos una esquina, hay un nuevo espectáculo y pasan cosas.
Me siento en plena efervescencia ante esa espontaneidad. Me encantan los taxis
amarillos y los edificios viejos con sus escaleras de incendios zigzagueantes y
también los letreros de las calles, con un tipo de letra diferente del de Londres. Me
gusta toda la gente con su deslumbrante despliegue de ropa y la exuberante mezcla
de razas y acentos.
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En la ancha acera de Spring Street hay puestos por todas partes. Jack me
compra una cinta para el pelo de motas plateadas a juego con mi vestido. Nos
paramos y contemplamos los cuadros en venta en la calle. Me gusta una pintura
impresionista del perfil de la ciudad, un óleo denso, pero Jack frunce el ceño.
—Eso puedo hacerlo yo —dice, y me arrastra al siguiente puesto.
Me encanta que lo diga porque es verdad, podría pintarlo.
Los precios de los vendedores callejeros le parecen escandalosos.
—¿Te acuerdas de aquel espantoso Estudio en amarillo que pinté para el
despacho de mi padre? Pues es mejor que cualquiera de éstos.
—Diez veces mejor, por lo menos —convengo—. Ojalá no lo hubieras dejado. Sé
por qué lo hiciste, pero me apena que no seas artista.
—Oye, podríamos venirnos aquí —sugiere sonriendo—. Piénsalo. Podríamos
tener un pequeño loft en el SoHo y tener una vida bohemia. —Me río y bebo un sorbo
de zumo—. Podría vender telas grandes a los turistas y tú diseñarías una ropa
fabulosa para esas boutiques glamurosas. Ah, y también podríamos mantener Por mi
Cuenta y cobrar una fortuna por poner unas macetas en las ventanas de nuestros
clientes.
—Me parece fantástico, pero ¿no olvidas algunos detalles? ¿Cómo haremos
para matricular a Ben en una escuela y para subir el cochecito tantos pisos?
—Sí, tienes razón —reconoce alicaído—. Supongo que estamos demasiado
mayores.
—¡Pero nunca digas nunca jamás! —exclamo—. ¿Por qué demonios no
podemos cometer una locura y vivir en un lugar diferente? No quiero quedarme en
nuestra casa de Kensal Rise para siempre. ¿Y tú?
—¿Te trasladarías? ¿Dejarías a todas tus amigas? —pregunta mirándome.
—¿A quiénes? ¿A las Víboras? No son amigas, Jack.
—Pero pareces… no sé, muy arraigada.
—Pues no, qué va. ¿Por qué crees que juego a la lotería todas las semanas?
Porque si gano nos iríamos al día siguiente.
—¿De veras?
—¡Por supuesto! Siempre soñé con vivir un montón de aventuras. Siempre
pensé que éramos el tipo de personas indicadas para tener una vida excitante… un
vida así, como ésta todo el tiempo —añado señalando alrededor.
—¿Y no es así?
—No he dicho eso —respondo; al parecer lo he ofendido.
—Pero lo has insinuado. Me esfuerzo mucho, ya lo sabes.
Suspiro. No quiero discutir.
—No estoy criticándote. —Le cojo la mano—. Lo único que digo es que nos
merecemos disfrutar de una vida estimulante. ¿No crees?
Jack me mira extrañado.
—¿Y eso de dónde lo has sacado?
—¿El qué?
—Por lo general no sueles hablar así.
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Turistas
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—No.
—¿Por qué? Seguro que hago cosas que te ponen de los nervios. —Se sienta a
mi lado y alarga la mano—. Lo digo en serio. A ver.
—No sabría por dónde empezar.
Ríe nervioso.
—No te preocupes, tenemos todo el día. Este lugar es tan bueno como cualquier
otro. Dispara.
Lo miro y a continuación observo el amplio y profundo recinto y a los miles de
desconocidos que van a alguna parte, y las estrellas pintadas en el techo. Y tiene
razón. Estamos en el lugar perfecto para hacer algo así. Las pequeñas cosas que me
fastidian en casa, en un espacio de este tamaño resultan insignificantes.
—De acuerdo —cedo—. Las digo sin ningún orden especial. Primero, siempre
me obligas a buscar cosas tuyas, lo que me molesta.
—Pero a ti se te da mejor encontrar cosas. Eres una gran buscadora. Además,
siempre cambias de lugar lo que busco…
—Jack, no tienes que ponerte ala defensiva. Sólo es un comentario.
—De acuerdo.
—Y nunca me cuentas nada de tu trabajo.
—¿Eh?
—Camilla me contó que te vio en un coche deportivo con una mujer —digo sin
pensar. Hace tiempo que quería preguntárselo y ahora acabo de hacerlo como si
fuera lo más normal del mundo. ¡Qué alivio!—. ¡Y no sé quién es! Es decir, supongo
que será alguna dienta, pero como no me dijiste nada, me hizo sufrir, pues terminé
pensando lo peor…
Me mira sin comprender, como si acabara de preguntarle el número pi con
quince decimales.
—No sé de qué estás hablando.
—Camilla me juró que eras tú. En un descapotable Lexus.
—Pues lo mejor que podría hacer Camilla es no meter las narices en la vida de
los demás, cosa que también le diré a ella la próxima vez que la vea. ¡Esa foca
metomentodo!
—No, por favor, olvídalo —suplico, asombrada por la virulencia de su
reacción—. Sólo ha sido un error.
—Sí, un error que te ha dejado «pensando lo peor». ¿Y qué es lo peor, Amy?
¿Que tenga una aventura?
Se me acelera el pulso ya que, sí, eso fue lo que pensé. O por lo menos sospeché
algo… no sé qué. Ahora que se muestra tan categórico sobre su inocencia, me siento
aún más culpable de haber dudado. Y cuando vuelvo a mirarlo, lo único que se me
ocurre es que él es el fuerte y yo, en cambio, soy patética. Recuerdo la promesa que
hice a H y me juro que Jack jamás debe enterarse de lo de Tom.
—No, nunca pensaría eso porque sé que no lo harías.
—De acuerdo —dice, palideciendo un poco—, trataré de ser más
comunicativo… pero, mira, a veces el tono en que preguntas…
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King Kong
Después de esa charla, todo es perfecto y no hay más que risas y besos. Nos
reencontramos de una manera que me recuerda al inicio de nuestra relación.
Almorzamos tranquila y perezosamente y después vamos a Macy's, hasta que me
doy cuenta de que Jack está aburrido, de modo que subimos a un taxi y vamos a
explorar el viejo barrio de los mataderos, el Meat Packing District, y paramos a
tomarnos unas cervezas en The Spotted Pig.
El tiempo pasa volando. Por la noche nos duchamos juntos y nos acordamos de
la primera vez que lo hicimos en una pensión de Brighton e inundamos todo el
cuarto. Rememorar nuestros primeros tiempos nos hace reír, y de excelente humor
nos vamos a ver la actuación de un cómico. Más tarde, nos damos un festín de
medianoche en la cama, sentados como niños pequeños con las piernas cruzadas,
mientras compartimos bocadillos de mantequilla de cacahuete y galletas. Me parece
estar viviendo la mejor aventura de mi vida.
Por la mañana tomamos un brunch en Greenwich Village; nos zampamos unos
crepes con sirope de arce y salchichas con beicon, mientras charlamos con la
camarera, una norteamericana de pura cepa que no para de servirnos café. Cuando la
chica menciona que tiene un hijo pequeño, reparo en que no he pensado en Ben en
toda la mañana, y aunque por un lado siento una punzada de culpabilidad, por otro
es como si una parte de mí hubiera vuelto a ponerse en su sitio.
Después, Jack gana a cara o cruz y decide que nuestra próxima parada será el
Empire State.
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tocando fondo. Creía que podría dejar atrás el asunto de Tom, que podría olvidarlo,
que sólo «me había servido de experiencia», como dijo H. Y lo he intentado, vaya si
lo he hecho, pero en vano.
Ahora que he recordado y reavivado lo bueno de mi matrimonio, estoy
atormentada por el miedo y la culpa. Estar aquí con Jack hace que el corazón se me
acelere y, por mucho que trate de convencerme de lo contrario, cuando pienso en mi
aventura con Tom no la percibo como una infidelidad insignificante y fugaz, sino
como una traición. No una deslealtad a Jack, sino a mí misma, a los dos, a lo que
somos.
—Te quiero, Amy —susurra Jack mientras me aprieta con más fuerza—. Te
quiero mucho, mucho.
Cierro los ojos. No puedo pronunciar palabra.
Milords y Miladies
Cuando salimos del Empire State ya es tarde y nos vamos al Guggenheim, pero
no tenemos ganas de otra cola, así que acabamos dando una vuelta por Central Park.
Es extraño estar en un parque sin el cochecito. Caminamos un buen rato y nos
paramos a escuchar unos músicos de jazz y ver a un patinador. Al final, nos
tumbamos junto al lago a saborear el último sol de la tarde. Estoy con la cabeza sobre
el regazo de Jack mirando el cielo y los párpados me pesan de cansancio.
—Cuéntame uno de tus recuerdos más felices —pido mientras le acaricio la
mano.
—¿Por qué?
—No sé, por simple curiosidad.
—Cuando Ben dijo por primera vez «papá». Fue increíble. Y… en fin, ahora
mismo soy bastante feliz.
—¿Te acuerdas de nuestras primeras vacaciones en Grecia? —pregunto, sin
reparar en que se trata de terreno resbaladizo. Es un tema tabú entre nosotros porque
aquellas vacaciones acabaron fatal. Jack chocó con el ciclomotor y confesó haber
pasado la noche con Sally McCullen. No sé por qué he sacado el tema.
—Claro que me acuerdo.
—Recuerdo estar mirando el cielo en la playa y sentirme tan feliz como ahora
—le digo para suavizar las cosas, como si ahora pudiéramos hablar tranquilamente
del asunto, cosa de la que no estoy muy segura.
—Me acuerdo muy bien de esa playa —asegura, metiéndome la mano por el
escote.
—Jack, para —protesto con una risita—, que pueden vernos.
—Venga, volvamos al hotel.
Sin embargo, cuando llegamos me siento grogui, como si tuviera resaca. Creo
que el jet Zagal fin ha hecho acto de presencia.
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Preparo una bañera con la bomba erótica y trato de ponerme sexy, pero
acabamos dándonos un revolcón mecánico y familiar, muy poco satisfactorio.
Después dormitamos un poco. Despierto con dolor de cabeza y con sensación
de agotamiento, pero me obligo a levantarme.
—¿Por qué no probamos ese restaurante que marcaste en la guía? Balthazar,
¿no? La brasería francesa.
A pesar de mis esfuerzos por alegrarnos, parece que Jack ha sucumbido a uno
de sus estados inquietantes. Llegamos al restaurante, pero de alguna manera no
encajamos y él se pasa la mayor parte del tiempo hablando con el camarero de
grupos de música ingleses, mientras yo me bebo casi todo el vino.
Después, en el paseo de vuelta al hotel, paramos en un bar llamado Milady a
tomar la última copa. Jack pide un sol y sombra, muy apropiado para su humor.
Ni siquiera sé muy bien cómo empieza la discusión. Tal vez ambos estamos
muertos de cansancio y un poco borrachos, pero no me corto y me quejo de que ha
hablado más con el camarero que conmigo, aunque sé que va a enfadarse.
—Pues si te interesara un poco más la cultura popular, también podrías haber
intervenido en la conversación —me reprocha.
¿Cómo se atreve a ser tan pedante? Leo la revista Grazia todas las semanas. Sé
más de cultura popular que él. ¿Acaso Jack sería capaz de nombrar a los ganadores
de Gran hermano? No, seguro que no. Así que ya puede ahorrarse la lección.
—Lo único que digo es que no he venido hasta tan lejos para pasarme la noche
hablando con alguien a quien no voy a volver a ver.
—¿Por qué no? ¿Por qué eres tan criticona? ¿Acaso porque es un camarero no
puede tener opiniones válidas?
—No estoy diciendo eso.
—Quizá piensas lo mismo de los jardineros…
—No, Jack, no.
—Por lo menos tiene trabajo.
Empiezo a enfurecerme; los dos sabemos que eso ha sido una puñalada trapera.
—Sólo quería una propina extra.
—¿Y qué? No me importa dejar propina a alguien que me interesa, que se toma
la molestia de interesarse en mis preferencias.
—O sea, que yo no te intereso. ¿Es eso lo que quieres decir? —He levantado la
voz y el murmullo de voces alrededor ha bajado de volumen. Se me encienden las
mejillas.
Jack suspira y se frota la cara.
—Basta —dice con hastío. Nos miramos—. Lo único que hacemos es discutir y
ya estoy harto. Dijimos que haríamos lo posible por arreglar las cosas, pero no han
mejorado. Están peor.
Ojalá se retracte. Tengo la sensación de que acaba de romper algo, una especie
de pacto.
—¿Cómo puedes hablar así? Estamos mejor. Nos lo pasamos muy bien. Ayer y
hoy nos hemos divertido mucho.
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—¿Y por qué estamos peleando ahora? —No sé qué responder porque tiene
razón. Estamos riñendo. Ha sido muy fácil, demasiado sencillo, caer en una
discusión—. Y en todo caso, no me refiero ni hoy ni a ayer ni a estar aquí, en Nueva
York. Todo el mundo puede pasárselo bien de vacaciones. Me refiero a nuestra vida
real, no a una vida de fantasía ganada en una chocolatina. A la semana que viene, al
mes que viene, a los próximos diez años. —Hace una pausa—. Las cosas tienen que
cambiar, Amy —asegura con un hondo suspiro.
—¿Cómo? —pregunto mirándolo a la cara, y asustada por la forma en que lo ha
dicho.
Me da miedo el rumbo que está tomando la conversación. Ojalá la hubiéramos
mantenido dos semanas o un mes antes, en lugar de ahora. Me siento paralizada.
¿Cómo puede hablar de mejorar nuestra relación si ni siquiera se da cuenta del
estado de ésta? ¿Si ignora lo sucedido? ¿Si no sabe —y no podrá saber nunca— nada
sobre Tom?
—Quiero que volvamos a ser los de antes. Aquellas dos personas que salían
como estamos haciendo aquí, en Nueva York, que les encantaba estar juntos y
divertirse. Esas personas que siempre se contaban la verdad. —Me mira a los ojos—.
Me gustaría saber si de verdad eres sincera y me dices lo que piensas realmente.
—¿Qué quieres decir? —boqueo mientras el pulso se me acelera. ¿Es tan
evidente? ¿Se ha dado cuenta de lo de Tom? ¿Lo ha sospechado todo el tiempo?
—Porque yo no estoy siendo sincero contigo.
—¿No?
—No —asegura con voz quebrada.
—¿A qué te refieres?
—Pues… tengo que contarte algo… sobre Jessie y yo.
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Capítulo 14
Jack
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—Nadie deja el pasado del todo atrás, Jack —me aseguró mientras se
arrodillaba—, especialmente alguien como tú, que ha sido un chico tan malo…
Me empujó otra vez en el sofá cama y cogió mi cinturón.
—No te preocupes —añadió con un guiño—, te prometo que no muerdo…
En aquel momento, si algo sabía a ciencia cierta era que esa promesa sólo
podría sonar menos convincente si la hubiera formulado un león.
Jessie no tenía pensado morderme. Quería comerme crudo.
Miré aquella piel tan cuidada, los músculos firmes, el cabello peinado, las uñas
pintadas, el pubis recortado, los pechos perfectamente redondeados y
quirúrgicamente esculpidos, y una lengua lasciva y lujuriosa que apenas asomaba
por unos labios con forma de corazón.
Empezó a desabrocharme el pantalón con la misma destreza con que me
desabotonara la camisa manchada de sangre la primera vez que nos vimos.
Falus se retorcía como un hurón atrapado en un saco, presionando contra mis
vaqueros con ánimo de desgarrarlos.
En cualquier momento cruzaríamos el rubicón sexual y no habría vuelta atrás.
Mis legionarios seminales estaban listos para la batalla y sólo era cuestión de tiempo
que atravesaran triunfantes las puertas de Roma.
Jessie abrió el botón de mis vaqueros y yo me oí gemir.
Ya había fantaseado con esa situación, con ella. Me había imaginado la escena
montones de veces, y ahora mi fantasía erótica estaba a punto de hacerse realidad. Y
tenía ganas. La deseaba. Quería hacerlo en aquel mismo instante.
Mi «comezón» quemaba como la picadura de un mosquito pidiendo que la
rasquen.
¿Qué hombre podría resistirse?
Tarde sólo un instante en tomar una decisión, y supe que me afectaría el resto
de mi vida.
—No lo hagas —le dije cogiéndole la muñeca.
—¿Qué? —preguntó, levantando la vista sobresaltada. Pero enseguida sonrió
maliciosamente—. Ah, ya veo, quieres aguantar un poco más, ¿eh? —Se echó atrás y
soltó una risita expectante mientras me miraba el paquete—. Adelante, muchacho,
veamos qué clase de arma escondes ahí debajo…
—No lo comprendes —dije apartándome a un lado—. No quiero aguantar ni
quiero hacer nada.
Me gustaría decir que el motivo de mi inesperada reticencia fue haber tomado
repentina conciencia de cuáles eran mis auténticas lealtades. Por ejemplo, que
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Miré la ventana.
—Sí, también antes de eso.
—¿Así que reconoces que has estado tirándome los tejos?
—Sí, pero…
—Bien, porque me molestaría mucho haberte malinterpretado cuando me
comentaste que te resultaba atractiva. O haber entendido mal tus intenciones cuando
te restregaste contra mí en la escalera…
—Eh, un momento —protesté mirándola—. Fuiste tú quien…
—Pero sobre todo, Jack, me molestaría haber malinterpretado ese bulto en tus
pantalones ahora mismo, cuando trataba de desabrocharte los botones…
Le brillaban los ojos, como al que acaba de ganar una discusión y está a punto
de salirse con la suya. Pero se equivocaba, porque aquello no era un debate sobre
proezas, ni seguía ningún tipo de lógica; sólo tenía que ver con lo que me dictaba mi
instinto. Y éste seguía diciéndome que saliera por piernas.
Traté de ponerme de pie, pero me empujó hacia atrás.
—No vas a ninguna parte —amenazó—. Vamos a terminar lo que empezamos y
además vas a agradecérmelo, porque sé que es lo que deseas…
A pesar de mi inmovilidad, el corazón me latía como si corriera para coger el
autobús.
Entonces me moví muy rápido. Me escurrí por el sofá y salí a la carrera hacia la
puerta.
—¡Vuelve! —gritó ella.
Ni hablar. Huía para salvarme.
Tropecé en el umbral y casi me caí, y a continuación acometí el primer tramo de
escalera con tal ímpetu que aterricé abajo y me doblé el tobillo. Entonces Jessie
apareció en lo alto de la escalera, como una villana en una película de navajeros. Me
miraba con odio mientras yo aullaba de dolor.
—Mírate, das lástima. ¿Y tú te crees un hombre?
Con el porte de una gladiadora que se dispone a asestar el golpe de gracia a su
oponente herido, empezó a bajar la escalera. En aquel momento recordé cómo se
había enfrentado a Roland y que era una reina del taekwondo. Seguro que podía
partirme en dos.
—¿Cómo te atreves a irte sin echarme un polvo? —preguntó con los brazos en
jarras.
—Fuiste tú quien me colocó con ese porro —gemí con gesto de dolor, tratando
de apoyar el peso de mi cuerpo sobre el pie derecho—. No es culpa mía. Ya me he
disculpado. ¿Qué más quieres?
Pero no me escuchaba.
—Y ni se te ocurra decirme que prefieres marcharte con ese estúpido adefesio
de mujer que tienes y su estúpida vida hortera, porque no te creeré. —Me fulminaba
con la mirada de desprecio y arrogancia de una modelo de pasarela.
La única ventaja del dolor de tobillo era que me había despejado súbitamente,
lo que a su vez me permitía darme cuenta de que Jessie se comportaba más o menos
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modo.
Jessie Kay era una manipuladora de hombres, una titiritera, y yo, su último
títere.
Y como me negaba a complacerla, me echaba de su catre.
Lo que significaba que Roland ya no era mi enemigo mortal, sino un compañero
de armas.
Podía haber utilizado algunas de las lindezas que le había soltado Roland
(«guarra psicótica», por ejemplo, me pareció muy apropiada para la descarga inicial),
pero al final decidí mantener la boca cerrada.
A fin de cuentas, ¿qué importaba? Yo no era Roland sino Jack Rossiter, y Jessie
no era mi novia sino mi jefa. Y aunque habíamos intimado un poco —por desgracia,
demasiado—, no había hecho nada con ella. De modo que ni tenía motivos para
seguir discutiendo ni para aguantar su mierda.
En otras palabras, nada me impedía darme la vuelta y largarme cojeando.
Así que eso fue lo que hice.
No dije ni una palabra y cerré los oídos a la sarta de insultos que disparó como
una metralleta y que me persiguieron por el pasillo, la puerta de entrada y el camino
hasta la calle. Seguí andando y no me detuve hasta llegar al Montacargas, aparcado
justo enfrente. Entonces fruncí el ceño, como si en mi mente se hubiera encendido
una alarma. Miré el suelo y, sí, iba descalzo, sin calcetines ni zapatos. Como Roland.
Había dejado las chanclas en la casa.
Me había convertido en el Hombre Descalzo.
Miré hacia la puerta de entrada, que se veía entreabierta.
Empecé a desandar lo andado, pero de repente me detuve.
Estaba a punto de cometer el mismo error garrafal que Roland. A punto de
volver a entrar, una vez que ya me había largado. Si mi corta relación con Jessie Kay
me había enseñado algo era, primero, que hay cosas en la vida por las que no vale la
pena volver, y segundo, que hay cosas que vale la pena dejar atrás para siempre.
Mientras me alejaba en el coche, recordé de nuevo aquella frase que a mi amigo
agente inmobiliario le gusta repetir: «Si Notting Hill es un corazón que late, entonces
podría decirse que Saint Thomas Gardens es su marcapasos.»
En fin, ahora me doy cuenta de que durante el tiempo que estuve allí sólo me
comporté como un imbécil.
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mundo.
«Todo el mundo menos tú», pienso. No la merezco, de verdad.
El corazón se me desboca y le aferró las manos.
—¡Ay, Dios, cómo te quiero! —exclamo en voz baja.
La alegría y el alivio me recorren a la par, como dos enamorados por un campo
de tréboles en verano. Al fin lo he dicho, me lo he quitado de encima, ya no tengo
nada que ocultar. Mientras la miro agradecido a los ojos, pienso que Amy tenía
razón. Siempre la tiene. La verdad es sanadora, no rompe nada, sino que mejora las
cosas.
Trago saliva y se me humedecen los ojos. Ahora que la he recuperado, no
quiero perderla nunca más.
—No deseo volver a acercarme jamás a la posibilidad de estropear las cosas
entre nosotros —le digo—. Por eso, algo tiene que cambiar. Debemos empezar a
cuidarnos más, pase lo que pase y cueste lo que cueste. Hemos de convertir otra vez
nuestra vida en algo maravilloso. Y te juro que si alguna vez me veo tentado de
cometer una estupidez, te lo diré directamente. —Le aprieto la mano—. Deseo ser un
buen marido, Amy, y un buen padre. No quiero acabar como el mío y que Ben
termine odiándome. Deseo pasar el resto de mi vida contigo, hacerte feliz y darte
cuanto te mereces —aseguro para que se sienta bien. En cambio, veo que se echa a
llorar—. ¿Qué pasa? —pregunto asustado, pero no me mira—. Dijiste que no te
importaba… que…
—Yo… —trata de explicarse, pero la emoción se lo impide.
—Perdóname. —Me odio por lastimarla de esta manera—. Perdóname, Amy,
no llores, por favor… —Se tapa la cara con las manos y sus hombros se sacuden con
cada sollozo—. Te quiero. Te quiero y todo irá bien de nuevo. Te prometo que haré…
—Basta —zanja alzando los ojos irritados—. No lo comprendes. No eres tú
quien ha metido la pata, sino yo. —Parpadea y una lágrima resbala por su mejilla—.
¿No te das cuenta, Jack? Soy yo. —Parece a punto de vomitar—. Soy yo quien lo ha
echado todo a perder.
—¿De qué estás hablando? —pregunto, y de pronto el lugar parece quedarse
sin aire.
Lo que dice, lo dice rápido. Las palabras caen unas encima de otras como las
monedas del premio de una máquina tragaperras. Menciona una cita de Internet, a
un tipo llamado Tom que trabaja en el mundo editorial, Trafalgar Square por la
noche, un beso, y después un segundo encuentro donde trató de romper con él pero
no pudo.
De repente me asfixio. Oigo un rosario de promesas y juramentos. Idioteces que
no quiero escuchar.
Amy hizo lo que jamás hice yo: besó a otra persona.
El resto no me importa.
Me levanto y me balanceo como un hombre en la cubierta de un barco que se
hunde. La miro y reparo en que sigue hablando y llorando, pero ni escucho ni siento
nada. Ni siquiera sé quién es.
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Ahuecar el ala
En cuanto salgo, echo a correr. Paso junto a bares y cafeterías. La música suena
por todas partes. La gente ríe y bebe sentada en las terrazas. Unos muchachos juegan
al baloncesto en una cancha iluminada. Los coches van y vienen con los altavoces a
tope. Y sigo corriendo por las aceras hasta que siento los pulmones a punto de
estallar.
Llego a la entrada de una cafetería. En ese momento veo un taxi y levanto la
mano. Subo.
—¿Ande va, señor? —me pregunta el taxista mexicano.
Sólo veo una franja de su cara en el retrovisor, como si me mirara a través de un
buzón.
—No lo sé. Sólo conduzca.
—¿Qué? ¿Como en las películas? —bromea.
—Sí, igual.
—Muy bien, amigo, lo que usted diga. —Se encoge de hombros.
Nos internamos en el tráfico y me acurruco en el asiento trasero.
Estoy mareado, como si me hubieran golpeado la cabeza con un mazo repetidas
veces. No puedo creer lo que ha hecho Amy, no logro entenderlo. ¿Cómo es posible
que haya ocurrido? ¿Cómo me ha engañado de esa manera? Y yo, que creí todo el
tiempo que mi conducta amenazaba a nuestra familia, cuando en realidad era la
suya.
Pienso en Ben.
Pienso en Amy.
Y en mí.
Pero no puedo pensarnos a todos juntos, ya no.
Observo mi imagen reflejada en la ventanilla, las luces de neón de las tiendas de
Nueva York. Todas esas personas desconocidas. Lo extraño de todo esto.
Cuando tomamos por Times Square, evoco a John Voigt en Cowboy de
medianoche y cómo se sentía recién llegado a la ciudad. Así estoy yo ahora, sólo que
bastante menos guapo y sin sombrero. Pero igual de perdido en un lugar que me
sobrepasa. Estoy perdido, como él.
El taxi deja atrás una estación de metro, lo que me recuerda el cuestionario de
satisfacción de los clientes que rellené en el tren camino al aeropuerto de Heathrow
antes de llegar aquí. En la casilla de edades me tocó pasar a un nuevo grupo de edad:
de 25-34 a 35-50. Pues bien, quizá todo esto signifique que ésta es la última fase de mi
vida y el comienzo de la próxima.
Me enjugo la frente con el dorso de la mano y veo la alianza de boda. En la
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penumbra del taxi parece un surco abierto en el dedo justo hasta el hueso.
Estoy tan mareado que siento náuseas. No puedo dejar de pensar en los hechos,
y los hechos son diáfanos: ella me falló y yo no le fallé. No hay más que hablar.
Nada de nada.
Para ser un hombre casado con poco o nada de dinero, sin equipaje y con un
billete gratis de vuelta a casa en el hotel en que se aloja con su esposa, hago una cosa
muy extraña. Pero en mi opinión, después de lo sucedido, es lo único que puedo
hacer.
—Dé la vuelta —pido al taxista tras comprobar que llevo la cartera y el
pasaporte en el bolsillo.
—¿Volvemos al SoHo?
—No, lléveme al aeropuerto, al Kennedy.
Porque me voy a casa.
O en todo caso, a Londres.
Pues ya no sé lo que significa la palabra «casa».
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Capítulo 15
Amy
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madurita»… Es guapísima, el tipo de mujer que hace babear a los hombres de todas
las edades.
Levanto la vista y veo mi imagen en el espejo de pared. En contraste, estoy
arrugada y pálida. Tengo manchas de maquillaje en el rabillo de los ojos inyectados
en sangre, subrayados por profundas ojeras góticas. Llevo el pelo sucio y recogido y
una mancha de ketchup en la camiseta. Inspiro y compruebo que ese olor
desagradable en la casa proviene de mí.
¿Acaso Jack se ha arrepentido y por eso está enfadado? ¿Está mosqueado por no
haber hecho nada con Jessie? ¿Por haber tenido la oportunidad de tirarse a una mujer
de bandera y haber renunciado? Quizá ahora se siente un gilipollas y lamenta
haberse cortado, porque sabe que mientras él no la besaba yo estaba besando a otro.
Por eso tal vez no está aquí. Quizá ha decidido vengarse saliendo en busca de
alguien con quien ser infiel, igual que la mentirosa y tramposa de su mujer. Quizá ha
vuelto a ver a Jessie. Tal vez ahora mismo esté con ella.
Estoy demasiado triste para comer, y además nada de lo que hay en la nevera
me apetece. Abro una botella de vino y me sirvo un vaso colmado.
Me siento a la mesa de la cocina. Sin Jack, éste no parece mi hogar, sino una
pequeña jaula repleta de cosas. Suspiro y apoyo la cabeza sobre la mesa. Es
insoportable.
Voy a buscar la foto de Jessie Kay, cojo un rotulador de Ben y le pinto un bigote.
Después la rompo en pedazos y la tiro a la basura.
No sé por qué la odio tanto. No sé qué es peor: que tratara de seducir a Jack o
que no lo consiguiera. Porque el hecho de que no lo lograra, a diferencia de Tom,
implica que Jack es más fuerte que yo… Esta idea me atormenta, pero él nunca dejará
que la olvide.
Enciendo el portátil. Como sospechaba, tengo un mensaje de Tom en el buzón
de entrada. «Amy de West London, ¿ya has vuelto? ¿Has tenido ocasión de pensar?
Me encantaría volver a verte.» Siento una oleada de asco y fastidio. Este tipo es como
un cachorro empalagoso. Y H tiene razón: apenas me conoce. Cómo se atreve a
suponer que voy a ceder. Si no fuera por él, no estaría metida en este lío.
«No hay nada que pensar —escribo—. Discúlpame si te he confundido o te he
mandado señales equivocadas, pero no soy la chica para ti.»
Lo releo, cambio «chica» por «mujer» y luego, para estar segura de no dar lugar
a ningún tipo de maniobra, añado: «No vuelvas a escribirme.»
Pulso send y después borro su dirección de mi lista de contactos. Así desaparece
en el ciberespacio.
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En ese momento, Matt llega en su BMW. Le echo una mirada a H, que, en lugar
de mostrarse rencorosa, parece una colegiala cohibida. Nos levantamos.
Matt está tan fardón como siempre, con un traje Paul Smith de supermoda y las
gafas de sol sobre la frente. Se acerca sonriendo.
—Vaya, H, estás muy guapa. —Se detiene y la mira; ella le devuelve la mirada.
—Gracias.
—Vaya, vaya —comenta él, de pronto incómodo. Con todo, siguen mirándose.
—Hola —saludo.
—Ah… sí, Jack —dice Matt, como si acabara de reparar en mi presencia—.
Espero que te lo lleves a casa. No lo quiero aquí. Adelante —añade mientras abre la
puerta.
Hacía siglos que no venía aquí. Ha redecorado su piso y echo de menos el
aspecto destartalado de antaño, pero aun así el olor del lugar —la avalancha de
recuerdos de cuando Jack y yo empezamos a salir juntos— es como un bofetón.
Matt sube a la planta de arriba y H y yo nos quedamos en la sala. La barra sigue
allí y también la diana de los dardos.
Me pregunto si H también sufre un acceso de nostalgia. Pasa la mano por el
respaldo del gastado sofá de piel, pero no dice nada.
Matt vuelve al cabo de un momento.
—No quiere salir de su cuarto —anuncia.
—¡Venga ya! ¡Por favor! —interviene H—. Dile que crezca de una vez, hazlo
salir.
—No puedo, no contesta y la puerta está cerrada con llave.
—¿Y qué coño hace allí dentro?
—Lo habitual, supongo, escuchar una música de mierda y beberse mi bar,
rasguear la guitarra y convertirse en un depresivo. Está así desde que volvió. Hace
exactamente lo mismo que en los viejos tiempos cada vez que rompía con alguna…
—H lo fulmina con la mirada—. Eh… quería decir cada vez que se peleaba con
alguna.
—Déjame hablar con él —pido. Matt hace ademán de acompañarme—. A solas.
—Claro, claro, por supuesto. Adelante.
Subo hasta la vieja habitación de Jack y llamo a la puerta.
—¡Jack! ¡Jack! Soy yo. —Nada. Apoyo el oído contra la puerta y oigo una radio
encendida. Me lo imagino sentado en su vieja cama, oyéndome, a poco pasos de
distancia—. Sé que me oyes y lo único que quiero es que me escuches. —Apoyo la
frente contra la puerta. Esto es muy difícil—. Quiero que vuelvas a casa, Jack. Te lo
pido por favor, por mí y por Ben. Por todos nosotros… —Nada. Suspiro—. Escucha,
sé que estás disgustado y enfadado, pero toda esa historia con el otro… con Tom…
Ojalá hubieras dejado que te lo explicara en Nueva York. No tienes motivo para
enfadarte tanto, ¿sabes? Sé que cometí un error, lo supe casi instantáneamente.
Nunca fue mi intención que pasara, te lo juro. —Es raro mantener este monólogo con
Jack. Me anima absurdamente el hecho de poder explicarme sin que, por una vez, me
interrumpa—. Quizá sucedió porque nos habíamos alejado demasiado, pero ahora sé
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que no quiero que vuelva a pasar algo así nunca más, que haré lo posible para que
volvamos a estar bien. —Las lágrimas se deslizan por mis mejillas. Por favor, que
abra la puerta—. Los dos hemos cometido estupideces, Jack… Sé que estás enfadado
y herido… —Me enjugo las lágrimas—. Pero los días en Nueva York, antes de que
nos peleáramos, fueron unos de los mejores momentos de mi vida y me recordaron
lo bien que estamos juntos, lo bien que nos llevamos…
—Amy…
El corazón me da un vuelco.
Pero lo han pronunciado detrás, no delante. Es Matt, que está en el extremo del
pasillo. Le hago señas para que se marche. ¿Cómo puede ser tan insensible? Vuelvo a
apoyar la frente contra la puerta, dispuesta a abrirla.
—Tú eres la persona con quien deseo envejecer, Jack…
—Amy…
Le hago señas más vigorosas. ¿No se da cuenta de que estoy en medio de la
conversación más importante de mi vida?
—Lo único que quiero es que abras esa puerta —pido sollozando— y que
construyamos un futuro juntos. Jack, por favor. ¿Recuerdas? El futuro que siempre…
—Amy…
—Vete —mascullo antes de percatarme de que Matt está a mi lado.
—No está aquí —susurra, y acto seguido carraspea y dice en tono normal—: Me
refiero a que Jack no está aquí.
—¿No? —Miro la puerta. La puerta a la que acabo de abrir mi corazón—. ¿Y
dónde está?
—En Dartmoor.
—¿Dónde?
—En Dartmoor.
—¿Y qué hace allí?
—Pescar.
—¿Pescar?
—Sí, está de acampada. Dejó una nota —explica pasándome un papel—. Acabo
de encontrarla. Dice que necesita tiempo para pensar. Se fue, de verdad. Se llevó su
tienda de campaña y la caña de pescar.
—No sabía que tuviera una tienda.
—Sí, uno de los muchos trastos que dejó aquí antes de trasladarse. Sí, se le daba
muy bien el rollo boy scout antes de conocerte. Solíamos ir de acampada juntos por
lo menos una vez al año. Le encantaba, siempre decía que lo ayudaba a pensar.
Supongo que por eso se marchó, porque tiene mucho que pensar… —Trato de
reprimir el llanto y asiento. Él me abraza—. Eh, no te preocupes. A lo mejor cree que
es un gran aficionado a la naturaleza, pero no aguanta mucho tiempo su propia
compañía. Durará un par de días. Además —añade con una sonrisa—, pronostican
un tiempo de mierda.
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El juego de la espera
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Radio CapitalChat
Tema del día de Jessie: ¿Qué significa estar casada?
Llamada de: Amy de West London
—Creo que estar casada es maravilloso, pero una no se da cuenta hasta que tiene una
familia y pasa por dificultades. Y la gente… la gente como tú, Jessie Kay, debería respetar más
a las personas casadas, porque a veces es difícil saber lo mucho que un miembro de la pareja
significa para el otro. No se trata sólo de andar diciendo por ahí cuánto quieres a tu esposo.
Me refiero a que la gente lleva camisetas con los lemas «Amo Nueva York» o «Amo el
chocolate», pero nadie lleva una en que se lea «Amo a mi marido». Y los casados ya no nos
pegamos el lote en público. Entonces la gente piensa que estamos aburridos y llevamos una
vida monótona. Y sí, a veces tenemos la culpa de aburrirnos, de no cuidar la relación, de
olvidarnos de hacer cosas emocionantes de vez en cuando.
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—Lo siento.
—Fue una mierda porque no estabas tú ni Ben —asegura con los ojos clavados
en los míos—. Estaba solo, empantanado en una ciénaga de estúpidas palabras y
razones. ¿Y sabes una cosa?
—¿Qué?
—Al cabo de un rato me percaté de que nada de eso importaba. Comprendí que
había actuado impulsivamente y que en el fondo no tenía razón.
—¿De veras?
—Porque lo único que me importaba, lo único que quería, era volver a estar
contigo y Ben para siempre. —Suspira—. Sólo que después de haberte dejado tirada
en Nueva York, no sabía si me aceptarías de vuelta…
—Ay, Jack.
—Por favor, dime si de verdad piensas lo que dijiste por la radio.
—Oh, cariño, ¡sí, claro que sí! —exclamo echándome a su cuello, presa de
súbitos sollozos.
Me coge entre sus brazos, me levanta en el aire y me sonríe.
—En ese caso… ahora verás lo que es pegarse el lote en público.
Y lo que viene a continuación es el beso más bonito y sensual de mi vida.
Indecente, majestuoso, maravilloso y lo suficientemente prolongado para que las
mujeres que rodean el cajón de arena empiecen a aplaudir. Cuando acabamos, miro
alrededor y veo a Faith de pie, también aplaudiendo.
—Vamos —dice Jack con una risita. Le brillan los ojos y tiene las mejillas
encendidas—. Creo que es hora de volver a casa.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
JUNTOS 7 AÑOS
Amy y Jack, los jóvenes londinenses que nos hicieron tronchar de risa en
Finalmente juntos, ya no tienen veinte años. En teoría, siguen siendo la pareja ideal,
pero muchas cosas han cambiado; por ejemplo, son padres de un niño de dos años y
no han tenido más remedio que hacer frente a la odiosa madurez. Y ahora, tras los
consabidos siete años de matrimonio, se encuentran nadando esforzadamente en el
proceloso mar de la paternidad, las tareas domésticas, la escasez de intimidad y el
distanciamiento de los amigos. La vida en casa se ha vuelto aburrida y monótona,
poblada de desencuentros, discusiones y malentendidos. Sin embargo, no todo está
perdido. Ahí fuera sigue habiendo un mundo vivo y activo, un lugar lleno de
posibilidades y tentaciones difíciles de resistir. Por ejemplo, un ligue por Internet
puede despertar en Amy alguna fibra íntima y adormecida de su corazón. O tal vez
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