Teoría Del Bloom
Teoría Del Bloom
Teoría Del Bloom
A esta hora de la noche — Los grandes Veladores han muerto. Sin lugar a dudas, SE los ha matado. Esto
es al menos lo que creemos adivinar, nosotros que llegamos tan tarde, al aprieto que su nombre suscita aún en
algunos momentos. La tenue chispa de su solitaria testarudez incomodaba demasiado las tinieblas. Todo rastro
vivo de lo que hicieron y fueron ha sido borrado, al parecer, por la obstinación maníaca del resentimiento.
Finalmente, este mundo únicamente ha conservado de ellos un puñado de imágenes muertas que corona su
indecente satisfacción de haber vencido a quienes no obstante eran mejores que él. Henos pues aquí, huérfanos
de toda grandeza, abandonados en un mundo helado en el que ningún fuego señala el horizonte. Nuestras
preguntas deben permanecer sin respuesta, aseguran los ancianos, y después confiesan de todas maneras:
“Nunca ha habido una noche más oscura para la inteligencia”.
Hic et nunc — Los hombres de este tiempo viven en el corazón del desierto, dentro de un exilio
infinito que es al mismo tiempo interior. Sin embargo, cada punto del desierto se abre al entrecruce de un
sinnúmero de caminos, para quien sabe ver. Ver es un acto complejo; exige del hombre que se mantenga
despierto, que entre en sí mismo y parta de la nada que encuentre ahí. Con ello, los Veladores del alba próxima
adquirirán una familiaridad con eso mismo que el ejército en desbandada de nuestros contemporáneos no tiene
ninguna otra tarea que huir. Al igual que muchos otros antes que ellos, tendrán que sostener el veneno y el
rencor de todos los durmientes, sueño masivo de estos últimos que vendrán a perturbar, por medio de su
simple mirada. Conocerán el despotismo de los filisteos y SE rodeará sobre su sufrimiento una ceguera
voluntaria. Pues es en estos días más que nunca que “quienes no comprenden cuando han escuchado, quienes
parecen sordos y de los que atestigua el proverbio: estando presentes, están ausentes” (Heráclito) tienen para sí
a la mayoría y la potencia. Y es más probable que dichos hombres prefieran crucificar a aquellos que vienen a
disipar la ilusión de su seguridad, que a aquellos que la amenazan verdaderamente. No les basta con ser
indiferentes a la verdad. La quieren muerta. Día tras día, exponen su cadáver, pero éste no se corrompe en
absoluto.
Kairós — A pesar de la extrema confusión que reina en su superficie, y quizá en virtud de esto
precisamente, nuestro tiempo es de naturaleza mesiánica. A medida que la metafísica se realiza, vemos cómo lo
ontológico aflora en la historia, en su estado puro, y en todos los niveles. En estrecha relación con esto, vemos
aparecer un tipo de hombre cuya radicalidad al interior de la alienación precisa la intensidad de la espera
escatológica. Y al mismo tiempo que este término de hombre adquiere un sentido que hasta ahora sólo podía
tener bajo el aspecto de la idea en los sistemas más detestables, distinciones muy antiguas se desvanecen. La
soledad, la precariedad, la indiferencia, la angustia, la exclusión, la miseria, el estatuto de extranjero, todas las
categorías que el Espectáculo despliega para hacer el mundo ilegible desde el ángulo social, lo vuelven
simultáneamente límpido en el plano metafísico. Todas ellas recuerdan, aunque de manera diferenciada, el
completo desamparo del hombre en el momento en que la ilusión de los “tiempos modernos” acaba de volverse
inhabitable, es decir, en el fondo, en el momento en que viene el Tiqqun. Y es entonces que el Exilio del
mundo es más objetivo que la constante de gravitación universal fijada en 6.67259·10-11 N·m2/kg2.
“Cada uno es para sí mismo lo más ajeno” — SE ha colocado, entre nosotros y nosotros mismos, un
velo que nos aparta de la vida y la vuelve imposible. Esto ocurre idénticamente con el mundo, del que algo nos
separa, y nos prohíbe su acceso. Hagamos lo que hagamos, estamos arrojados al margen de todo. He aquí lo
esencial. Ya no hay más tiempo para hacer literatura con las diversas combinaciones del desastre.
Hasta aquí, se ha escrito mucho, pero pensado poco, a propósito del Bloom.
Aproximación al Bloom — Para el entendimiento, el Bloom puede ser definido como aquello que, en
cada hombre, permanece por fuera de la Publicidad, y que, por tanto, constituye de igual manera la forma de
existencia común de los hombres singulares al interior del Espectáculo, que es la retirada consumada de la
Publicidad. En este sentido, el Bloom es primeramente sólo una hipótesis, pero es una hipótesis que se ha
vuelto verdadera: la “modernidad” la ha realizado; una inversión de la relación genérica se ha producido
efectivamente en ella. El ser comunitario que, en las sociedades tradicionales, se afirmaba, además de como
hombre privado, como hombre singular, se ha vuelto para sí mismo un hombre privado que se afirma, además
de como ser comunitario, como ser social. La república burguesa puede vanagloriarse de haber entregado la
primera traducción histórica de envergadura, y en general el modelo, de esta notable aberración. En ella, de
manera inédita, la existencia del hombre en cuanto individuo viviente se encuentra formalmente separada de su
existencia en cuanto miembro de la comunidad. Mientras que, por un lado, no se le permite participar en los
asuntos públicos que abstrae de toda cualidad y de todo contenido propios, en cuanto “ciudadano”, por el
otro, y como una consecuencia necesaria del primer movimiento, “es precisamente aquí, donde pasa ante sí
mismo y ante los demás por un individuo real, que es una figura carente de verdad” (Marx, La cuestión judía),
por estar privado de Publicidad. La era burguesa clásica ha colocado así los principios cuya aplicación ha hecho
del hombre eso que conocemos: la agregación de una nada doble, la del “consumidor”, ese intocable, y la del
“ciudadano” (¿qué puede ser más ridículo, en efecto, que esa abstracción estadística de la impotencia que se
insiste en seguir llamando “ciudadano”?). Pero esta era corresponde únicamente a la fase final de la larga
gestación del Bloom, en la cual no ha sido conocido todavía como tal. Y con razón, hacía falta nada menos que
el derrumbamiento, de acuerdo con el concepto, de la totalidad de las instituciones burguesas y una primera
guerra mundial para parirlo. Es pues solamente con el advenimiento del Espectáculo, y la entrada en la
efectividad de la metafísica mercantil que le corresponde, que la inversión de la relación genérica toma una
significación concreta, extendiéndose al conjunto de la existencia. El Bloom designa a continuación el
movimiento igualmente doble mediante el cual, a medida que se perfecciona la alienación de la Publicidad y
que la apariencia se autonomiza de todo mundo vivido, cada hombre ve el conjunto de sus determinaciones
sociales, es decir, su identidad, volvérsele extrañas y ajenas, incluso cuando aquello que en él excede toda
objetivación social —su pura singularidad desnuda e irreductible— se despega como el centro vacío de donde
procede en adelante todo su ser entero. Tanto más la socialización de la sociedad arroja la intimidad bajo todas
sus formas a la Publicidad, tanto más lo que queda por fuera de ella —la parte maldita de lo innombrable— se
afirma como el todo de lo humano. La figura del Bloom revela esta condición de exilio de los hombres y de su
mundo común en lo irrepresentable como la situación de marginalidad existencial que les corresponde en el
Espectáculo. Pero por encima de todo, manifiesta la absoluta singularidad de cada átomo social como lo
absolutamente cualquiera, y su pura diferencia como una pura nada. Seguramente, el Bloom no es, como lo
repite incansablemente el Espectáculo, positivamente nada. Solamente, sobre el sentido de esta “nada”, las
interpretaciones divergen.
El Bloom y/es su mundo — El Bloom tiene en primer lugar el sentido de una situación existencial, de
un modo de ser y de sentir, lo que hay que entender en la manera eminentemente poco subjetiva en la que se
puede decir que los hombres de Kafka son la misma cosa que el mundo de Kafka. Con el Bloom, estamos en
presencia de una figura, de una potencia metafísica de indistinción que se ejerce sobre la totalidad de lo
existente e informa su materia. Pues “quien no es nada, afuera ya no encuentra nada” (Bloch, El espíritu de la
utopía), no porque todas las cosas se hayan desvanecido milagrosamente, sino porque para él ya no hay,
sencillamente, afuera. El Bloom ha pasado ese punto de extrañamiento hacia sí mismo donde toda distinción
entre su yo y el contexto inmediato que lo contiene se vuelve incierta. Su mirada es la de un hombre que no
reconoce. Todo fluye bajo su efecto y se pierde en la oscilación sin consecuencias de las relaciones objetivas,
donde “la vida se experimenta negativamente, en la indiferencia, la impersonalidad, la falta de cualidad”
(Cometti, Robert Musil). El Bloom vive en una suspensión infinita, tal, incluso, que sus propias emociones no
le pertenecen. Es por esta razón que es también el hombre que no puede ya defender nada de la trivialidad del
mundo. Librado a una finitud sin límites, expuesto en toda la superficie de su ser, sólo ha podido encontrar
refugio en un murmullo, pero en un murmullo que avanza. Su errancia lo lleva de lo Mismo a lo Mismo sobre
los senderos de lo Idéntico, porque adondequiera que vaya lleva consigo el desierto del que es eremita. Y si
puede jurar ser “el universo entero”, como Agripa de Nettesheim, o más ingenuamente “todas las cosas, todos
los hombres y todos los animales”, como Cravan, es porque no ve en todo más que la nada que él mismo es tan
plenamente. Pero esa nada es lo absolutamente real ante lo cual todo lo que existe se vuelve fantasmático.
Als ob — La abolición del yo significa de igual modo la abolición de lo real tal como se ordenaba hasta
entonces, pero tal vez se hablaría más precisamente, en uno y otro caso, de suspensión. Así como toda eticidad
armoniosa que podría proporcionar alguna consistencia a la ilusión de un yo “auténtico” hace falta de ahora en
adelante, así todo lo que podría hacer creer en la univocidad de la vida o en la positividad formal del mundo, se
ha disipado. Así, sin importar cuáles sean las pretensiones del Bloom para ser un hombre “práctico”, su
“sentido de lo real” es sólo una modalidad limitada de ese “sentido de lo posible que es la facultad de pensar
todo lo que podría ser ‘de igual manera’, y sin conceder más importancia a todo lo que es que a lo que no es”
(Musil, El hombre sin atributos). El Bloom dice: “Todo lo que hago y pienso es sólo Espécimen de mi posible.
El hombre es más general que su vida y sus actos. Está como previsto para más eventualidades de las que puede
conocer. Sr. Teste dice: Mi posible no me abandona jamás” (Valéry, Señor Teste). Todas las situaciones en que
se encuentra comprometido llevan en su equivalencia el sello infinitamente repetido de un irrevocable “como
si”. “Perdido en un sitio lejano (o incluso no), sin nombre, sin identidad, payaso” (Michaux, Payaso), el Bloom
es como si no fuera, vive como si no viviera, concibe el mundo como si no se encontrara él mismo en algún
punto del espacio y el tiempo, y juzga todo como si no fuera él mismo quien hablara. Cosa entre las cosas, el
Bloom se mantiene, sin embargo, fuera de todo, en un abandono idéntico al de su universo. Está solo con
cualquier compañía, y desnudo en cualquier circunstancia. Y es aquí que descansa, en la ignorancia cansada de
sí, de sus deseos y del mundo, donde su vida desgrana día a día el rosario de su ausencia. El Bloom ha
desaprendido la alegría al igual que ha desaprendido el sufrimiento. En él, todo está gastado, incluso la
desgracia. No cree que la vida sea digna de ser vivida, pero considera que suicidarse no vale la pena. No tiene el
apoyo de la duda ni de la certeza. Cierto sentido de la inutilidad teatral de todo ha hecho de él el espectador de
todo, incluido de sí mismo. En el eterno domingo de su existencia, el interés del Bloom permanece para siempre
vacío de objeto, y es por esto que él mismo es el hombre sin interés, “en el sentido en que él mismo carece de
importancia ante sus propios ojos. Aquí, el sentimiento de poder ser sacrificado ya no es expresión de un
idealismo individual, sino un fenómeno de masas” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo).
Seguramente, el hombre es algo que ha sido superado. Todos aquellos que amaban sus virtudes han perecido
— por ellas.
(Llegados a este punto, toda mente sana habrá concluido la imposibilidad constitutiva de una “teoría
del Bloom” cualquiera y seguirá, como tiene que ser, su camino. Los más malévolos escupirán un paralogismo
de la especie “el Bloom no es nada, ahora bien, no hay nada que decir de la nada, por lo tanto no hay nada que
decir del Bloom, QED”, y sin duda lamentarán haber abandonado por un instante su cautivador “análisis
científico del campo intelectual francés”. Para aquellos que, a pesar del evidente absurdo de nuestro propósito,
seguirán leyendo, no tendrán que perder de vista en ningún momento el carácter necesariamente vacilante de
todo discurso sobre el Bloom. Tratar sobre la positividad humana de la pura nada no deja otra opción que
exponer como cualidad la más perfecta falta de cualidad, como sustancia la insustancialidad más radical. Un
discurso así, si no quiere traicionar su objeto, deberá hacerlo emerger para, al momento siguiente, dejarlo
desaparecer nuevamente, et sic in infinitum.)
Pequeña crónica del desastre — Aunque se trate de la posibilidad fundamental que el hombre
contiene de toda eternidad, la posibilidad de la posibilidad, y que cada uno de sus aspectos separados haya sido,
por esta razón, descrito por muchos letrados y místicos en el curso de los siglos, el Bloom no aparece como
figura dominante en el seno del proceso histórico sino hasta el momento del acabamiento de la metafísica, en el
Espectáculo. Aquí, su reino ignora toda repartición. Hasta tal punto que es, desde hace más de un siglo, es
decir, desde la irradiación simbolista, el héroe cuasiexclusivo de toda la literatura: del Sengle de Jarry al Plume
de Michaux, de Pessoa mismo al hombre sin atributos, de Bartleby a Kafka, olvidando por supuesto El-
extranjero-de-Camus, que dejamos a los bachilleres. Aunque haya sido vislumbrado de manera más precoz por
el joven Lukács, es sólo en 1927, con el tratado Ser y tiempo, que se vuelve propiamente hablando, bajo el trapo
transparente del Dasein, el no-sujeto central de la filosofía (por lo demás, es razonable ver en el existencialismo
francés vulgar, que se impuso más tarde y más profundamente de lo que su corta popularidad le dejó imaginar,
el primer pensamiento para uso exclusivo de los Bloom). Así como el Espectáculo, del que es su hijo, el Bloom
ha sido numerosas veces presentido por los espíritus más lúcidos de su tiempo, y esto ha sido así durante todo el
florecimiento del capitalismo. Sus rasgos más sobresalientes han sido descritos con fuerza, precisión y
recurrencia, mucho antes de que apareciera. Así, la soledad en la muchedumbre, el sentimiento de una
irreparable indeterminación o la indiferencia con la que pueden intercambiarse en él todos los contenidos
vividos, no son nada que le pertenezca propiamente. Solamente le pertenece propiamente la articulación
unitaria de estos diferentes rasgos en su relación interna con el modo de develamiento mercantil. El nacimiento
del Bloom supone el nacimiento de un mundo, el mundo del Espectáculo, en el cual la metafísica que aniquila
toda diferencia cualitativa en la identidad del valor, que abstrae cada manifestación de la vida del conjunto en
que obtiene su rango y su sentido, y que no ve finalmente en cada hombre sino una repetición del tipo
genérico, accede a la efectividad. Si el momento de su parto fue tan estrepitoso como sus tormentas de acero, el
parto mismo fue algo tan sutil como el hecho de unirse al flujo de la muchedumbre, y del cual Valéry
pronuncia precisamente su carácter inconstante: “Experimentaba con un amargo y extraño placer la
simplicidad de nuestra condición estadística. La cantidad de individuos absorbía toda mi singularidad, y me
volvía indistinto e indiscernible.” Así que nada ha cambiado, al menos a detalle, y sin embargo nada continúa
igual.
Desarraigo — Cada desarrollo de la sociedad mercantil exige la destrucción de una determinada forma
de inmediatez, la separación lucrativa en una relación de aquello que estaba unido. Es esta escisión lo que la
mercancía llega a partir de entonces a invadir, lo que mediatiza y aprovecha, precisando día tras día la utopía de
un mundo donde cada hombre estaría, en todas las cosas, expuesto únicamente al mercado. Marx supo
describir admirablemente las primeras fases de este proceso, aunque solamente desde el punto de vista
prudhommesco de la economía: “La disolución de todos los productos y actividades en valor de cambio —
escribe en los Grundrisse— presupone tanto la descomposición de todas las rígidas (históricas) relaciones de
dependencia personales al interior de la producción, así como la sujeción recíproca universal de los productores
[…] La dependencia mutua y universal de los individuos recíprocamente indiferentes constituye su vínculo
social. Este vínculo social se expresa en el valor de cambio.” Resulta perfectamente absurdo tener el
asolamiento persistente de todo apego histórico, al igual que de toda comunidad orgánica, como un vicio
coyuntural de la sociedad mercantil, que apreciaría la buena voluntad que los hombres tienen para adaptarse.
El desarraigo de todas las cosas, la separación en fragmentos estériles de cada totalidad viviente y la
autonomización de éstos en el seno del circuito del valor, son la esencia misma de la mercancía, el alfa y el
omega de su movimiento. El carácter altamente contagioso de esta lógica autónoma toma, en los hombres, la
forma de una verdadera “enfermedad del desarraigo” que quiere que los desarraigados “se lancen a una
actividad que tiende siempre a desarraigar, con frecuencia mediante los métodos más violentos, a quienes no lo
están todavía o lo están solamente por partes… Quien está desarraigado desarraiga” (Simone Weil, El arraigo).
Corresponde a nuestra época el prestigio dudoso de haber llevado a su apogeo la febrilidad proliferante y
multitudinaria del “carácter destructivo”.
Somewhere out of the world — El Bloom aparece inseparablemente como producto y causa de la
liquidación de todo ethos sustancial, bajo el efecto de la irrupción de la mercancía en el conjunto de las
relaciones humanas. Él mismo es, por tanto, el hombre sin sustancialidad, el hombre vuelto realmente
abstracto, por haber sido efectivamente cortado de todo entorno, y después arrojado al mundo. El Bloom está
tan alejado de la historia como de la naturaleza, en el sentido de que no se deja aprehender en los términos de
una u otra de estas categorías. Por eso lo conocemos como ese ser indiferenciado “que no se siente en casa en
ninguna parte”, como esa mónada que no es de ninguna comunidad en un “mundo que no da a luz sino a
átomos” (Hegel). También es el burgués sin burguesía, el proletario sin proletariado, el pequeñoburgués
huérfano de la pequeña burguesía. Al igual que el individuo resultó de la descomposición de la comunidad, el
Bloom resultó de la descomposición del individuo, o, para ser más precisos, de la ficción del individuo. Pero nos
engañaríamos sobre la radicalidad humana que figura el Bloom si nos lo representamos bajo la especie
tradicional del “desarraigado”. En efecto, el sufrimiento al que expone ahora todo apego verdadero ha tomado
proporciones tan excesivas que ya nadie puede ni siquiera permitirse la nostalgia de un origen. Para sobrevivir,
también hizo falta matarlo en sí mismo. Por eso el Bloom es más bien el hombre sin raíz, el hombre que ha
tomado el sentimiento de estar en su casa en el exilio, que se ha arraigado en la ausencia de lugar, y para el cual
el desarraigo no evoca ya el destierro, sino por el contrario la madre patria. No es el mundo lo que ha perdido,
sino el gusto del mundo lo que tuvo que dejar atrás.
El relevo del tipo del Trabajador por la figura del Bloom — Las mutaciones recientes de los modos de
producción en el seno del capitalismo tardío han trabajado grandemente en la dirección del advenimiento del
Bloom. El período del asalariado clásico, que se consumó en el umbral de los años 70, había ya aportado a él
una noble contribución. El trabajo asalariado estatutario y jerárquico había sustituido efectivamente a la
totalidad de las otras formas de pertenencia social, en particular a todos los modos de vida orgánicos
tradicionales. También es el lugar en que la disociación del hombre vivo y su ser social comenzó: siendo todo
poder aquí ya sólo funcional, es decir, delegado del anonimato, cada “Yo” que procuraba afirmarse siempre
afirmaba únicamente, por tanto, dicho anonimato. Y si bien sólo hubo aquí, en el asalariado clásico, un poder
privado de sujeto y un sujeto privado de poder, la posibilidad permanecía, por el hecho de una relativa
estabilidad de los empleos, y de una cierta rigidez de las jerarquías, de movilizar la totalidad subjetiva de un gran
número de individuos, es cierto, poco dotados en materia de subjetividad. A partir de los años 70, la relativa
garantía de estabilidad en el empleo, que había permitido a la sociedad mercantil imponerse frente a una
formación social cuya principal virtud estaba constituida precisamente por dicha garantía de estabilidad,
pierde, con el aniquilamiento del adversario tradicional, toda necesidad. Es entonces llevado a cabo un proceso
de flexibilización de la producción, de precarización de los explotados en el cual nos encontramos todavía, y
que no ha llegado, hasta la fecha, hasta sus últimos límites. Hace ya tres décadas que el mundo industrializado
ha entrado en una fase de involución autotómica que viene a desmantelar, paso a paso, al asalariado clásico, y a
propulsarse a partir de este desmantelamiento. Asistimos desde entonces a la abolición de la sociedad salarial
sobre el terreno mismo de la sociedad salarial, es decir, en el seno de las relaciones de dominación que dirige.
Aquí, “el trabajo ya no actúa como poderoso sucedáneo de un tejido ético objetivo, no hace las veces de las
formas tradicionales de eticidad, vaciadas y disueltas desde hace tiempo” (Paolo Virno, Oportunismo, cinismo
y miedo). Todos las barreras intermediarias entre el individuo aislado, propietario de su sola “fuerza de trabajo”,
y el mercado donde tiene que venderla, han sido liquidadas hasta tal punto que, finalmente, cada quien se
encuentra en un perfecto aislamiento cara a la abrumadora totalidad social autónoma. Nada, desde entonces,
puede impedir a las formas de producción llamadas “posfordistas” el generalizarse, y con ellas la precariedad, la
flexibilidad, el flujo tendido, el “management por proyecto”, la movilidad, etc. Ahora bien, una organización
del trabajo de este tipo, cuya eficacia reposa sobre la inconstancia, la “autonomía” y el oportunismo de los
productores, tiene el mérito de hacer imposible toda identificación del hombre con su función social, o en otras
palabras, de ser altamente generadora de Bloom. Nacida de la constatación de la hostilidad general hacia el
trabajo asalariado que se manifestó luego del 68 en todos los países industrializados, dicha organización ha
elegido esta misma hostilidad como fundamento. Así, mientras que sus mercancías-faros —las mercancías
culturales— nacen de una actividad ajena al marco limitado del asalariado, su optimalidad total descansa en la
astucia de cada cual, es decir, en la indiferencia, incluso la repulsión, que los hombres experimentan hacia su
actividad (la utopía actual del capital es la de una sociedad donde la totalidad de la plusvalía provendría de un
fenómeno de “iniciativa” generalizada). Como se ve, es la propia alienación del trabajo la que ha sido puesta a
trabajar. En este contexto se traza una marginalidad de masas, en la que la “exclusión” no es, como SE querría
dejarlo entender, el desclasamiento coyuntural de una determinada fracción de la población, sino la relación
fundamental que cada quien mantiene con su participación en la vida social, y primeramente el productor con
su propia producción. “El trabajo ha dejado aquí de ser confundido con el individuo como determinación en
una particularidad” (Marx), ya sólo es percibido por los Bloom como una forma contingente de la opresión
social general. El paro en el trabajo es sólo la concreción visible de la extrañeza esencial de cada quien hacia su
propia existencia, en el mundo de la mercancía autoritaria. El Bloom aparece, por tanto, también como el
producto de la descomposición cuantitativa y cualitativa de la sociedad salarial. Es el tipo humano que
corresponde a las modalidades de producción de una sociedad que ha llegado definitivamente a ser asocial, y a
la cual ninguno de entre sus miembros se siente unido en forma alguna. La suerte que le es preparada de tener
que adaptarse sin tregua a un mundo en constante conmoción es también el aprendizaje de su exilio en dicho
mundo, en el cual debe no obstante pretender participar, a falta de cualquiera que pueda participar
verdaderamente en él. Pero, más allá de todos sus mentiras contraídas, el Bloom se descubre poco a poco como
el hombre de la no-participación, como la criatura de la no-pertenencia. A medida que se consume la crisis de la
sociedad industrial, la figura lívida del Bloom se asoma bajo la titánica amplitud del Trabajador.
El mundo de la mercancía autoritaria (“Es a latigazos que se lleva el ganado a pastar”, Heráclito) —
Existe para la dominación, en proporción a la autonomía que los hombres adquieren respecto a su rol en la
producción, una necesidad absoluta de nuevos requerimientos, de nuevos sujetamientos. Mantener la
mediación central de todo por medio de la mercancía exige la puesta bajo tutela de secciones cada vez más
amplias del ser humano. Desde esta perspectiva, es preciso observar con qué extrema diligencia el Espectáculo
ha dispensado al Bloom del pesado deber de ser, con qué rápida solicitud ha tomado a su cargo su educación así
como la definición de la panoplia completa de las “personalidades” conformes, y en fin, cómo ha sabido
extender su dominio a la totalidad de lo decible, del lenguaje y de los códigos a partir de los cuales se construyen
todas las apariencias y todas las identidades. Con el Biopoder, el Espectáculo incluso ha puesto bajo
dependencia de su semiocracia la “vida biológica” de los hombres, o al menos de todos aquellos que “valoran su
salud” como uno pudo, en el pasado, perseguir la salvación. (Es preciso admitir al respecto que la subjetividad
desfalleciente del Bloom no dejaba a la dominación apenas otro recurso que el de aplicar su fuerza de coacción
directamente al cuerpo, único objeto tangible que no ha eludido absolutamente su alcance.) Pero el mundo de
la mercancía autoritaria es antes que nada el mundo donde SE han colocado mecanismos de control de los
comportamientos tales que sólo SE tiene que tomar dominio del agenciamiento del espacio público, la
disposición del decorado y la organización material de las infraestructuras, para asegurarse del mantenimiento
del orden, y esto mediante la sola potencia de coerción que la masa anónima ejerce sobre cada uno de sus
elementos, a fin de que respete las normas abstractas en vigor. Basta con salir a una calle del centro de la ciudad,
o con circular en un pasillo del metro, para comprender que no existe ningún dispositivo de vigilancia más
operante y más invisible que esa objetivación viviente del estado alienado de explicitación pública que
representa la masa, a la que no le importan de ninguna manera más que sus miembros, a final de cuentas, sin
importar que la rechacen o la acepten, con tal de que exteriormente se sometan. ¡Intenten, pues, hablar de
metafísica con un amigo, a la hora pico, en un tren abarrotado de la línea 1 La Défense-Porte de Vincennes! El
mundo de la mercancía autoritaria es el lugar de ese Terror gris que reina a partir de ahora sobre la totalidad del
mundo común de los hombres, sobre toda la extensión de lo que subsiste todavía del dominio público. Pero sin
resultados, el Bloom, contra el cual SE ha desplegado todo este arsenal pesado, permanece desesperadamente
inaccesible a la dominación. Y ésta lo odia por ello, pues él es en cada uno el santuario interior, la parte opaca, el
vacío central e inasignable al que ella es incapaz de alcanzar. De esto se sigue una carrera de velocidad entre el
Bloom y la dominación que explica tanto el carácter dinámico de ésta como la aceleración del tiempo universal.
En esta aceleración, no puede haber ningún término, fuera del Tiqqun mismo. En efecto, cuanto más se
desboca la vida del Bloom en un movimiento autónomo y tiránico, tanto más su participación en el
metabolismo social general se hace imperativa, cuanto más se mueve en un simple predicado de su propia
fuerza de trabajo y de consumo, tanto más se encuentra apresado por el proceso de Movilización Total y más se
profundiza el hueco que contiene este apresamiento, que no es otro que el Bloom.
La mala sustancialidad (“Estando perdida la verdadera naturaleza todo deviene naturaleza”, Pascal) —
Sin importar cuán infatigables sean sus esfuerzos para reprimirlo y olvidarlo, el “hombre moderno” está
asentado sobre una pura nada, y el Bloom es su verdad. Pero reconocerlo implica de manera tan perfectamente
inmediata la ruina del conjunto de esta sociedad y el aniquilamiento del trasmundo que ésta persiste en
proporcionar como la “realidad”, que no hay nada de lo que UNO sea capaz para protegerse de esta evidencia.
¿Es posible imaginar las consecuencias que arrojaría la renuncia de nociones tan lamentables y caducadas como
las de individuo, unidad del yo o interés? Todo sucede como si el infierno mimético donde nos sofocamos fuera
juzgado como algo unánimemente preferible a la austera desnudez del Bloom. Por tanto, existe una fatalidad en
el arrebato febril de la producción industrial de personalidades en kit, de identidades desechables y otras
subjetividades histéricas. En vez de considerar la nada que toma el lugar de su ser, los hombres, en su mayoría,
retroceden ante el vértigo de una ausencia total de identidad, de una indeterminación radical, y por tanto, en el
fondo, ante el abismo de la libertad. Prefieren aún engullirse en la mala sustancialidad, hacia la cual, es cierto,
todo los empuja. Hace falta, entonces, contar con que ellos se descubran, al otro extremo de una depresión
desigualmente larvada, tal o cual raíz enterrada, tal o cual pertenencia natural, tal o cual incombustible
singularidad. Francés, excluido, artista, homosexual, bretón, racista, musulmán, budista o parado, todo es
bueno en la medida en que permita bramar de uno u otro modo, con los ojos parpadeando de emoción, un
milagroso “YO SOY…”. No importa cuál particularidad vacía y consumible, no importa cuál rol social esté en
cuestión, puesto que se trata únicamente de conjurar su propia nada. Y como toda vida orgánica hace falta a
estas formas premasticadas, éstas nunca tardan en entrar prudentemente en el sistema general de intercambio y
de equivalencia mercantil, que las mediatiza y las pilotea. Así pues, la mala sustancialidad significa que UNO ha
colocado toda su sustancia como depósito dentro del Espectáculo, y que este último funciona como ethos
universal para la comunidad celeste de los espectadores. Pero una cruel astucia quiere que esto no haga
finalmente sino acelerar aún más el proceso de pulverización de las formas de existencia sustanciales. Bajo el vals
de las identidades muertas de las que se vale sucesivamente el hombre de la mala sustancialidad, se expande
inexorablemente su abismo interior. Aquello que debería esconder una falta de individualidad no solamente
fracasa aquí, sino que llega a acrecentar todavía un poco más la labilidad de aquello que podía subsistir de ella.
El Bloom triunfa primero en aquellos que huyen de él.
Pez soluble — Aunque aparezca como la positividad misma, y por imponente que parezca su imperio,
la mala sustancialidad no cesa en ningún momento de ser nada. Carece de realidad propia y no dispone de
medios para producirse a sí misma. Al igual que la formación social que la produce, la pseudoidentidad del
Bloom carece de fundamento. No se halla en su seno ni siquiera en la familia, institución aparentemente
sustancial, que no funciona como un retransmisor difractado de las normas espectaculares. Nada tiene en sí su
razón. Una vez suspendidas sus condiciones inorgánicas de existencia, la identidad artificial no puede ya
encontrar el camino hacia sí misma, hacia eso que, en un mal sueño, ella creía ser, y de lo que ahora se despierta;
ya que, precisamente, no era nada más allá de esas frágiles condiciones de existencia. La mala sustancialidad
representa ella misma, por tanto, la absoluta insustancialidad.
Sua cuique persona — La cuestión de saber lo que, en la realidad presente, es máscara y lo que no lo es,
carece de objeto. Resulta sencillamente grotesco pretender establecerse por debajo del Espectáculo, por debajo
de un modo de develamiento en el que toda cosa se manifiesta de tal manera que la apariencia se ha vuelto en él
autónoma respecto a la esencia, es decir, como máscara. Su disfraz es, en cuanto disfraz, la verdad del Bloom, es
decir que no tiene nada tras de sí, o más bien, lo que abre horizontes de otro modo más desenvueltos, que tras
de sí reside la Nada. Que la máscara constituye la forma de aparición general en la comedia universal de la que
sólo hay tartufos que creen aún escapar, esto no significa que ya no haya verdad, sino que ésta se ha vuelto algo
sutil y estimulante. La figura del Bloom encuentra su expresión más alta, al mismo tiempo que la más
miserable, en el lenguaje de la adulación, y en este equívoco no hay lugar para gemir ni para regocijarse, sino
solamente para abrir la vía de la superación. “Sólo que aquí el Sí ve la certeza de sí mismo como tal como siendo
lo más inesencial, y la pura personalidad como siendo la absoluta impersonalidad. El espíritu de su gratitud es,
por tanto, un sentimiento tanto de esta profundísima abyección como también de una revuelta igual de
profunda. En cuanto el puro Yo mismo se mira a sí mismo fuera de sí y desgarrado, en este desgarramiento se ha
desintegrado y se va a pique a la vez todo lo que pueda tener continuidad y universalidad, todo lo que pueda
llamarse ley, bien o derecho” (Hegel). El reino del travestismo señala siempre el acabamiento de un reino. Así
pues, se estaría equivocado de hacer voltear la máscara hacia el lado de la dominación, porque ésta se ha sentido
todo el tiempo amenazada por la parte de noche, salvajismo e imprevisibilidad que introduce la irrupción de la
máscara. Lo que es malo en el Espectáculo es más bien que los rostros se hayan petrificado hasta el punto de
volverse ellos mismos semejantes a máscaras, y que una instancia central se haya erigido como amo de las
metamorfosis. Los vivos son aquellos que sabrán convencerse de las palabras del furioso que proclamaba,
tembloroso: “Dichoso aquel al que la saciedad de los rostros vacíos y satisfechos le lleve a cubrirse a sí mismo
con una máscara: será el primero en recobrar la embriaguez tempestuosa de todo lo que danza a muerte sobre la
catarata del tiempo.” (Bataille)
Que el Bloom es una criatura puramente metafísica — La experiencia fundamental del Bloom es la de
su propia trascendencia con respecto a sí mismo, es decir, la de la superioridad de la total privación de
contenido con respecto a todo contenido particular. Y cuanto más se perfecciona el Espectáculo, más adquiere
autonomía la apariencia, cuanto más se desprende su mundo de los hombres y se les vuelve ajeno y extraño, más
entra en sí mismo el Bloom, se profundiza y reconoce su soberanía interior vis-à-vis de la objetividad. Se
consolida él, más allá de toda efectividad, como pura fuerza de negación. A condición de que no se hunda en la
mala sustancialidad, un diálogo silencioso se entabla en él, en el cual se experimenta como concepto, como
diferencia en el seno de su identidad. A partir de entonces, su “Yo tiene un contenido que distingue de sí
mismo, pues es la negatividad pura o el movimiento del escindirse; es consciencia. Este contenido es en su
diferencia misma el Yo, pues es el movimiento del suprimirse a sí mismo, o la misma negatividad pura que es
Yo” (Hegel). Recordamos a Pessoa como a aquel que, entre todos, ha dado la más deslumbrante significación a
esta nueva situación del hombre en el mundo, y a sus posibilidades. Pocos de sus contemporáneos se hallan tan
adelantados como él respecto al camino de una superación del Bloom. Vemos como algo probable que en el
futuro los hombres no puedan ya responder a la pregunta “¿quién eres?” de una manera distinta que el
heterónimo Bernardo Soáres, quien se definía así: “Yo soy el intervalo entre lo que soy y lo que no soy.” Pero
estaríamos equivocados al creer que el carácter de simple esencialidad espiritual del Bloom se pierde en la mala
sustancialidad, sólo se pierde su aspecto activo. En este sentido, la mala sustancialidad no es más que el sueño
del concepto, la pasividad de la Idea. No hay nada más mediatizado por el Espíritu que el hipster, cuya
sustancia entera se reduce a una determinada cantidad de ser-para-sí objetivado, y que nunca ve las cosas, sino
sólo su precio, es decir, justamente su relación con el Espíritu, en su forma más raquítica. Incluso en la mala
sustancialidad, por tanto, los Bloom no están vinculados entre sí más que por el general intellect de la
mercancía, y no son más que este vínculo. Sin importar lo que diga y sin importar lo que haga, el Bloom se
encuentra irremediablemente fuera de sí, inscrito en lo Común. En una palabra, el ser-reconocido le es todo y
la nuda vida nada.
“Quienquiera que salga así de sí mismo será propiamente devuelto a sí mismo” (Eckhart) — Mas es en
la mala sustancialidad, en el consumo y las relaciones de dominación, es decir, en lo que está aparentemente
más alejado del hombre místico, que el Bloom está, según el concepto, más próximo, pues es aquí donde,
también, es lo más exterior a sí mismo. Así, todo lo que la idea de riqueza ha podido acarrear, a través de la
historia, de quietud burguesa, de familiar inmanencia con el aquí-abajo y de plenitud sustancial, es algo que el
Bloom puede apreciar, mediante la nostalgia por ejemplo, pero no aprehender. Con él, la felicidad se ha vuelto
una idea muy vieja, y no solamente en Europa. Así, al mismo tiempo que todo uso, y todo ethos, es la
posibilidad misma de un valor de uso lo que se ha perdido. El Bloom comprende únicamente el lenguaje
sobrenatural del valor de cambio. Gira hacia el mundo unos ojos que no ven nada, nada que no sea la nada del
valor. Sus deseos mismos sólo se fijan sobre ausencias, abstracciones, de las cuales la menor no es el culo de la
Jovencita. Incluso cuando el Bloom, en apariencia, quiere, él no cesa de no querer, pues quiere vacíamente,
pues quiere el vacío. Es por esto que la riqueza se ha vuelto, en el mundo de la mercancía autoritaria, una cosa
grotesca e incomprensible, aquello que se nombra todavía así no siendo ya desde hace mucho tiempo más que
la pura y simple avaricia, en el sentido bíblico de cupiditas. Ahora bien, todos saben, o al menos sienten, que
“ese dinero, que no es más que la figura visible de la sangre de Cristo que circula en todos sus miembros”, “lejos
de amarlo por los goces materiales de los que se priva, (el avaro) lo adora en espíritu y en verdad, como los
Santos adoran al Dios que les hace un deber la penitencia y una gloria el mártir. Lo adora por aquellos que no
lo adoran, sufre en el lugar de aquellos que no quieren sufrir por el dinero. ¡Los avaros son unos místicos! Todo
lo que hacen es con vistas a complacer a un Dios invisible cuyo simulacro visible y tan laboriosamente trabajado
les colma de torturas e ignominia.” (León Bloy, La sangre de los pobres) Es en esto que es preciso reconocer en
el Bloom la figura viva de la Pobreza, la cual revela, sin importar por dónde pase, la miseria, no coyuntural, sino
ontológica de todas las cosas.
Agápe — El Bloom es un hombre en el que todo ha sido socializado, pero socializado en cuanto
privado. Nada es más exclusivamente común que eso que él llama su “felicidad individual”. Lo único que
subsiste para distinguirlo de los demás hombres es su pura singularidad sin contenido. Al igual que su nombre,
al que el Bloom responde pero que no significa ya nada, su singularidad es mantenida en estado de forma vacía.
Todos los malentendidos acerca del Bloom se deben a la profundidad de la mirada con la que uno se
autorizamos observarlo. En cualquier caso, el premio a la ceguera corresponde a los sociólogos que, como
Castoriadis, hablan de “repliegue sobre la esfera privada” sin precisar que dicha esfera ha sido ella misma
enteramente socializada. En el otro extremo, encontramos a aquellos que han llegado a penetrar incluso en el
Bloom. Los relatos que traen de él se asemejan todos, de una u otra manera, a la experiencia del narrador de
Señor Teste cuando descubre la “casa” de su personaje: “Nunca he tenido de manera más fuerte la impresión de
lo cualquiera. Ésta era una vivienda cualquiera, análoga al punto cualquiera de los teoremas, — y quizá igual de
útil. Mi huésped existía en el interior más general.” El Bloom es por mucho ese ser que vive “en el interior más
general”, en quien toda diferencia sustancial con los demás hombres ha sido efectivamente abolida, quien es
cualquiera incluso en el deseo de singularizarse, pero que no lo sabe. Esto significa que la separación no subsiste
más que de una manera formal en el seno de la apariencia, con la frágil positividad de la dominación para
cualquier motivo. Es por consiguiente sólo en los lugares y circunstancias donde las relaciones que dirige la
dominación se encuentran temporalmente suspendidas, que se devela la verdad más íntima del Bloom: que
está, en el fondo, en la agápe. Una suspensión de este tipo se produce de manera ejemplar en la insurrección,
pero también en el momento en que nos dirigimos a un desconocido en las calles de la metrópoli, esto es, a final
de cuentas, en cualquier parte en que los hombres tengan que reconocerse, más allá de toda especificación, en
cuanto hombres, en cuanto seres finitos y expuestos. No resulta raro, entonces, ver a perfectos desconocidos
ejercer hacia nosotros su común humanidad, al cuidarnos de un peligro, al ofrecernos tres cigarros en lugar de
uno solo, como nosotros habíamos pedido, o al perder un cuarto de hora de ese tiempo que venden tan caro,
por lo demás, para conducirnos hasta la dirección que buscábamos. Tales fenómenos no son de ninguna
manera susceptibles de una interpretación en los términos clásicos de la etnología del don y el contradón, como
puede serlo, al contrario, alguna socialización de bar. Ningún rango está aquí en juego. Ninguna gloria es
buscada. Sólo puede dar cuenta de ello esa ética del don infinito que es conocida en la tradición cristiana bajo el
nombre de agápe. La agápe forma parte de la situación existencial del hombre que ha informado la sociedad
mercantil. Y es en este estado que ésta lo ha dispuesto haciéndolo hasta este punto ajeno y extraño a sí mismo al
igual que a sus deseos. Tan inquietante como esto pueda parecer, esta sociedad incuba una grave infección de
benevolado. A pesar de todas los signos contrarios, el Bloom sería más fácilmente un santo que un trobriandés.
“Sea diferente, sean ustedes mismos” (publicidad para una marca de prenda interior) — En muchos
aspectos, la sociedad mercantil no puede prescindir del Bloom. Sin él, no habría más mala sustancialidad, no
habría más Movilización Total y no habría más gobierno de las cosas. La entrada en la efectividad de las
representaciones espectaculares, conocida con el vocablo de “consumo”, está completamente condicionada por
la concurrencia mimética a la que el Bloom es empujado por su nada interior. El juicio tiránico del SE seguiría
siendo un artículo de burla universal, si “ser” no significara en el Espectáculo “ser diferente”, o por lo menos
esforzarse en ello. Así, no es tanto, como lo señalaba ese buen viejo Simmel, que “la acentuación de la persona
se realice por medio de un trato específico de impersonalidad”, sino más bien que la acentuación de la
impersonalidad sería imposible sin un trabajo específico de la persona. Naturalmente, lo que se refuerza con la
originalidad que SE presta al Bloom, no es nunca la singularidad de éste, sino el SE mismo, o en otras palabras, la
mala sustancialidad. Todo reconocimiento en el Espectáculo no es sino reconocimiento del Espectáculo. Sin el
Bloom, por tanto, la mercancía no sería nada más que un principio puramente formal, privado de contacto con
el devenir.
I would prefer not to — Al mismo tiempo, lo cierto es que el Bloom lleva consigo la ruina de la
sociedad mercantil. Encontramos en él ese carácter de ambivalencia que marca todas las realidades mediante las
cuales se manifiesta la superación de la sociedad mercantil sobre su propio terreno. En esta disolución, no son
los grandes edificios de la superestructura los que se encuentran atacados, sino por el contrario los cimientos
que el desastre roe sin tregua desde el fondo de sus tinieblas. Lo invisible precede lo visible, y es de manera
imperceptible como el mundo cambia de base. Así el Bloom se contenta con hacer expirar, en acto y sin fracaso,
todas las representaciones, y en particular toda la antropología sobre la que esta sociedad se erige. No declara la
abolición de eso cuyo fin arrastra; lo vacía justamente de significación, y lo reduce al estado de simple forma
residual, en espera de demolición. En este sentido, está permitido afirmar que el trastornamiento metafísico del
que él es sinónimo está ya detrás de nosotros, aunque la mayoría de sus consecuencias están todavía por venir.
Con el Bloom, por ejemplo, la propiedad privada ha perdido todo contenido, ya que le hace falta la intimidad
consigo misma de la cual toma su sustancia. Desde luego, subsiste todavía, pero sólo de manera empírica, como
abstracción muerta flotando por encima de una realidad que se le escapa cada vez más visiblemente. Lo mismo
sucede en todos los dominios. En el derecho, por ejemplo, que el Bloom no pone en duda o reniega, sino más
bien depone. Y de hecho, no se ve cómo el derecho podría aprehender a un ser cuyos actos no se relacionan con
ninguna personalidad, y cuyos comportamientos no son más tributarios de las categorías burguesas de interés,
motivación e intención, que de pasión o responsabilidad. Ante el Bloom, por tanto, el derecho pierde toda
competencia para hacer la justicia, y con dificultad puede encomendarse al criterio policial de la eficacia de la
represión. Pues en el mundo de lo siempre-semejante, estando la vida por todos lados idénticamente ausente,
uno no se pudre apenas más en prisión que en el Club Méditerranée. De aquí que importe tanto, para la
dominación, que las prisiones se vuelvan de manera notoria lugares de tortura prolongada. Pero, de entre todos
estos crímenes de lesa servidumbre, el crimen que el mundo de la mercancía autoritaria está decidido a hacer
pagar más caro al Bloom, es el de haber hecho de la economía misma, y con ello toda noción de utilidad, crédito
o riqueza, una cosa del pasado. No hace falta buscar en otro lugar la razón de la reconstitución planificada y
pública de un lumpenproletariado en todos los países del capitalismo tardío: se trata con ello, en última
instancia, de disuadir al Bloom de abandonarse a su desapego esencial, y esto mediante la abrupta aunque
temible amenaza del hambre. Debemos con toda honestidad reconocer que este “hombre no-práctico” (Musil)
es en efecto un productor desastrosamente inhábil, y un consumidor bastante irresponsable. Idénticamente, la
dominación agradece poco al Bloom el haber hecho estragos adicionalmente el principio de la representación
política, en parte por defecto: no hay más puesta en equivalencia imaginable en el seno de lo universal que
elección senatorial entre las ratas —cada rata es, a un título igual e inalienable, un representante de su especie,
primus inter pares—, pero también en parte por exceso, puesto que el Bloom se mueve espontáneamente en lo
irrepresentable que él mismo es. Qué pensar, en fin, de las preocupaciones que este hijo ingrato causa al
Espectáculo, sobre el cual todos los personajes y todos los roles susurran en un murmullo que dice I would
prefer not to. Podríamos así proseguir hasta el infinito la enumeración de todo aquello en lo que esta criatura
esencialmente metafísica revoca el mundo de la mercancía autoritaria, pero éste es uno de esos ocios que nos
permitimos colmarnos.
Mane, Tecel, Fares — Adorno especulaba, en Prismas, que “los hombres que no existieran más que
para el prójimo, siendo el zoon politikón absoluto, habrían perdido desde luego su identidad, pero escaparían al
mismo tiempo a la empresa de la conservación de uno mismo, que asegura la cohesión del ‘mejor de los
mundos’ así como la del viejo mundo. La intercambiabilidad total destruiría la sustancia de la dominación y
prometería la libertad.” Mientras tanto, el Espectáculo ha tenido todo el tiempo para experimentar la exactitud
de estas conjeturas, pero también se ha dedicado victoriosamente a desviar esa incongruente promesa de
libertad. Con mucha seguridad, esto no ocurrió sin endurecimientos, y el mundo de la mercancía tuvo que
hacerse más brutal y despiadado. De “crisis” a “recuperaciones”, la vida en el seno del Espectáculo no ha dejado
de volverse más asfixiante, ni la atmósfera más oprimente. Como primera respuesta a esto, hemos visto cómo se
esparce entre los Bloom, al mismo tiempo que el odio a las cosas, el gusto por el anonimato y una cierta
desconfianza hacia la visibilidad. En resumen: una hostilidad metafísica vuelta hacia las formas que UNO les
impone, hostilidad que amenaza de ahora en adelante con estallar en cualquier instante y circunstancia. En la
raíz de esta inestabilidad se encuentra un desorden, un desorden que viene de la fuerza inempleada, de una
negatividad que no puede permanecer eternamente sin empleo, “bajo pena de destruir físicamente a quien la
vive” (Bataille, El culpable). La mayoría de las veces, esta negatividad permanece muda, si bien su contención se
manifiesta de manera regular a través de una formalización histérica de todas las relaciones humanas. Pero ya
hemos alcanzado la zona crítica donde lo reprimido lleva a cabo su retorno, un retorno fuera de toda
proporción, bajo la forma de una masa cada vez más compacta de crímenes, de actos extraños hechos de
violencias y degradaciones “sin motivos aparentes” (¿hace falta puntualizar que el Espectáculo llama “violencia”
a todo aquello que lo contradice, y que esta categoría sólo tiene validez en el seno del modo de develamiento
mercantil, en sí mismo sin validez, que hipostasia siempre el medio con relación al fin, o bien aquí el acto
mismo en detrimento de su significación inmanente?). Por eso, decidida a no dejar pasar semejantes brechas en
el control social de los comportamientos pero incapaz de prevenirlos, la dominación hace escuchar sus
habituales fanfarronadas sobre la videovigilancia y la “tolerancia cero” (¡como si el vigilante no tuviera que ser
él mismo vigilado!). Pero su bella confianza no ilusiona apenas. Así, cuando un carcelero socialista, con un alto
cargo en la burocracia de un sindicato cualquiera de docentes japoneses, se dirige hacia pequeños Bloom,
pronto se inquieta: “El fenómeno es tanto más preocupante porque los autores de estos actos de violencia son
con frecuencia ‘niños sin historia’. Anteriormente, localizábamos a un niño problemático. Hoy, la mayor parte
de ellos no se rebelan, pero tienen tendencia a fugarse de la escuela. Y si los reprendemos, la reacción es
desproporcionada: ellos explotan.” (Le Monde, jueves 16 de abril de 1998) Vemos trabajar aquí una dialéctica
infernal que desea que semejantes “explosiones” se vuelvan, a medida que se acentúa el carácter masivo y
sistemático del control necesario para su prevención, cada vez más frecuentes, más fortuitas y más feroces. Éste
es un hecho de experiencia poco cuestionado: la violencia de la deflagración crece con el exceso del
confinamiento. Así pues, como se ve, el Bloom causa ya muchas preocupaciones a la dominación. Esta última,
que había juzgado bueno, hace varios siglos ya, imponer la economía como moral basándose en que el comercio
hacía a los hombres gratos, previsibles e inofensivos, ve ahora su proyecto volcarse en su contrario: puesto a
prueba, parece que el “homo œconomicus”, en su perfección, es también aquel que deja sin vigencia a la
economía, al igual que aquello que, una vez que lo privó de toda sustancialidad, lo hizo completamente
impredecible. El hombre sin contenido tiene, en su conjunto, la mayor dificultad para contenerse. He aquí,
pues, la dominación en medio del desafío de controlar a un ser cuyos comportamientos no son ya justiciables
de ninguna previsión, pues son ignorantes de toda finalidad, un ser que ya no es, por tanto, en su esencia
controlable. ¡Cruel destino!
En qué aspectos todo Bloom es, en cuanto Bloom, un miembro del Partido Imaginario — Ante este
enemigo desconocido —en el sentido en que es posible hablar de un Soldado Desconocido, es decir, de un
soldado conocido por todos como desconocido— que no tiene ni nombre, ni rostro, ni epopeya propia, que
no se parece a nada, pero se mantiene por todos lados camuflado dentro del orden de la posibilidad, la
inquietud de la dominación vira poco a poco claramente hacia la paranoia. Por lo demás, la costumbre que la
dominación ha tomado en adelante de practicar por sí misma la decimación en sus propias filas, por si acaso,
aparece al ojo desatado como un espectáculo más bien cómico. Aunque nosotros no lo compartamos, no
pasamos ninguna pena por representarnos su disgusto. Hay algo objetivamente terrorífico en ese triste
cuarentón que permanecerá hasta el momento de la matanza como el más normal, llano e insignificante de los
hombres promedio. Nunca se le escuchó declarar su odio a la familia, al trabajo o a su suburbio
pequeñoburgués, hasta una madrugada en que se levanta, se lava, toma su desayuno mientras su mujer, hija e
hijo duermen todavía, carga su fusil de caza y discretamente les vuela a los tres la cabeza. Ante sus jueces, al igual
que ante la tortura, el Bloom permanecerá mudo sobre los motivos de su crimen. En parte, debido a que la
soberanía carece de razones, pero también debido a que presiente que la peor atrocidad que él puede hacer
pasar a esta sociedad radica en que lo deje inexplicado. Es así como él consiguió introducir en todas las mentes
la certeza envenenada de que hay durmiendo en cada hombre un enemigo de la civilización. Evidentemente, él
no tiene otro fin que el de devastar este mundo, y éste es incluso su destino, pero esto no lo dirá jamás. Porque
su estrategia consiste en producir el desastre, y alrededor de él el silencio.
“Porque lo que el crimen y la locura objetivan es la ausencia de una patria trascendental” (Lukács) —
A medida que las formas desoladas en las que SE pretende contenernos estrechan su tiranía, manifestaciones
muy curiosas llaman la atención. El amok se aclimata en pleno corazón de las sociedades más avanzadas, bajo
formas inesperadas, cargado de un nuevo sentido. En los territorios que administra la Publicidad autónoma,
tales fenómenos de desintegración forman parte de esas cosas raras que ponen al descubierto el verdadero
estado del mundo, el escándalo puro de las cosas. Al mismo tiempo que revelan las líneas de fuerza en el reino
de lo inerte, proporcionan las medidas de lo posible que nosotros habitamos. Y es por esto que nos son, en su
distancia misma, tan familiares. Hay en ellos una necesidad que es la del deber, un imperativo que es el del
Espíritu. Las huellas de sangre que dejan tras de sí marcan los últimos pasos de un hombre que cometió el error
de querer escapar solo del Terror gris donde se encontraba, a un gran costo, detenido. Nuestra facultad para
concebir esto mide lo que resta de vida en nosotros. Son unos muertos quienes sólo comprenden para sí
mismos en el momento en que el miedo y la sumisión alcanzan, en el Bloom, su figura última de miedo y de
sumisión absolutos —pues carece de objeto—, que la liberación de este miedo y de esta sumisión proclama la
liberación, igualmente absoluta, de todo miedo y de toda sumisión. Quien temía indistintamente todas las
cosas no puede ya, pasado este punto, temer nada. Hay, más allá de las landas más extremas de la alienación, una
zona clara y tranquilizada donde el hombre se ha vuelto incapaz de experimentar cualquier interés para su
propia vida, ni siquiera una sospecha de apego a su entorno. Toda libertad presente o futura que se exima, de
una u otra manera, de este desapego, de esta ataraxia, apenas sería capaz de enunciar algo más que los principios
de una servidumbre más moderna.
Los poseídos del Welgeist — Bajo el aplastamiento de todo existen pocas salidas. Extendemos los
brazos, pero éstos no encuentran nada. SE ha alejado el mundo de nuestras manos, SE lo ha puesto fuera de
nuestro alcance. Pocos de entre los Bloom consiguen resistir a la desmesura de esta presión. La omnipresencia
de las tropas de ocupación de la mercancía y el rigor de su estado de emergencia condenan a corto plazo la gran
mayoría de los proyectos de libertad. Por eso, en cualquier parte en que el orden parece firmemente establecido,
la negatividad prefiere volverse contra sí misma, como enfermedad, como sufrimiento o como servidumbre
desquiciada. No obstante, existen algunos casos inestimables en los que algunos seres aislados toman la
iniciativa sin esperanza ni estrategia de abrir una brecha en el curso regulado del desastre. El Bloom que llevan
se libera violentamente de la paciencia en la que SE quisiera hacerlo languidecer eternamente. Y, puesto que el
único instinto que educa una presencia tan escandalosa de la nada es el instinto de la Destrucción, el gusto por
lo Totalmente Otro asume el aspecto del crimen, y se experimenta en la indiferencia apasionada en la que su
autor consigue mantenerse cara a cara de él. Esto se manifiesta de la manera más espectacular por medio del
número creciente de Bloom que, pequeños y grandes, ansían, a falta de algo mejor, el hechizo del acto
surrealista más simple (recordémoslo: “el acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver
en cada mano y disparar al azar, tanto como se pueda, sobre la muchedumbre. Quien no haya sentido ganas,
por lo menos una vez, de acabar así con el despreciable sistema de envilecimiento y de cretinización en vigor
tiene su lugar claramente señalado en esa muchedumbre, con el vientre a la altura del cañón” (Breton);
recordemos también que esta inclinación se mantuvo entre los surrealistas, como muchas otras cosas, como
una teoría sin práctica, al igual que su práctica contemporánea sigue careciendo la mayoría de las veces de
teoría). Estas irrupciones individuales que están condenadas a multiplicarse, constituyen, para los que no han
perdido completamente el oído verdadero, llamamientos a la deserción y a la fraternidad. La libertad que dichas
irrupciones afirman no es la libertad de un hombre particular, que se ordena a sí mismo un fin determinado,
sino la libertad de cada uno, la del género: “Un solo hombre basta para demostrar que la libertad no ha
desaparecido aún.” (Jünger, Sobre la línea) El Espectáculo no puede metabolizar rasgos portadores de tantos
venenos. Puede relacionarlos, pero jamás los despojará completamente de su núcleo de inexplicable, de
indecible y de pavor. Se tratan de los Bellos Gestos de este tiempo, una forma desengañada de propaganda por
medio de lo hecho, cuyo carácter inquietante y oscuramente metafísico es acrecentado por su mutismo
ideológico.
Paradojas de la soberanía — En el Espectáculo, el poder está en todas partes, es decir que todas las
relaciones son en última instancia relaciones de dominación. Por esta razón, también, en él nadie es soberano.
Es un mundo objetivo donde cada cual debe primero someterse para someter a su vez. Vivir conforme a la
aspiración fundamental del hombre a la soberanía es aquí imposible, fuera de un instante, fuera de un gesto. Es
por esto que “quien no hace más que jugar con la vida necesita el gesto, para que su vida se haga más real que un
juego orientable hacia todas las direcciones” (Lukács, El alma y las formas). En el mundo de la mercancía, que
es el mundo de la reversibilidad generalizada, donde todas las cosas se confunden y se transforman unas en
otras, donde todo no es sino equívoco, transición, efímero y mezcla, únicamente el gesto rebana. Recorta en el
esplendor de su necesaria brutalidad el “después”, insoluble en su “antes”, que con pena SE tendrá que
reconocer como definitivo. Abre una herida en el caos del mundo, y fija en el fondo de ella su esquirla de
univocidad. En vano le buscaríamos otra motivación que la de “establecer tan unívoca y profundamente las
cosas juzgadas diferentes en su diferencia que lo que las ha separado no pueda ser nunca más borrado por
ninguna posibilidad” (Lukács, El alma y las formas). Ahora bien, el nihilismo consumado no consumó otra
cosa que la disolución de toda alteridad en una inmanencia circulatoria sin límites. Aquí, ya no queda nada que
manifieste la trascendencia, nada que desmienta la demencia de este proyecto, aparte de LA MUERTE, y no la
muerte en cuanto fallecimiento de una persona singular, sino en cuanto tal, en cuanto que deja la vida de ser
evidente al hacer contacto con ella. Incapaz de poder vencerla, el Espectáculo nunca ha escatimado sus
esfuerzos para volverla invisible, ocultarla y poner en duda, finalmente, su existencia. Pero está tan lejos de
haberlo conseguido, que ella forma de manera cada vez más sensible el centro oscuro en torno al cual se
arremolina el movimiento frenético de este mundo de entretenimientos. El deber de decisión, que sanciona
toda vida propiamente humana, siempre ha tenido alguna parte vinculada a las proximidades de tal abismo. A
partir de ahora, ignora cualquier otra relación. Si hay algo que contraríe la dominación en el Bloom, es sin duda
constatar que, aun desposeído de todo, el hombre dispone aún, en su desnudez, de una incoercible facultad
metafísica de repudiación: la de dar la muerte, tanto a los demás como a sí mismo. En el mundo de la mercancía
autoritaria, prácticamente no queda nada de la soberanía humana, pero lo que resta de ella es inalterable. Así, la
noche anterior del día de marzo de 1998 en que masacrará a cuatro Bloom-estudiantes y a un Bloom-profesor,
el pequeño Mitchell Johnson declaraba a sus camaradas incrédulos: “Mañana yo decidiré quién vivirá y quién
morirá.” Aquí, nos hallamos tan lejos del erostratismo de Pierre Rivière como de la histeria fascista. Nada es
más sorprendente, en los informes de las matanzas de un Kipland Kinkel o de un Alain Oreiller, que su estado
de frío dominio de sí, de desapego vertical respecto al mundo. “Yo ya no comento nada bajo sentimientos”, dijo
Alain Oreiller al ejecutar a su madre. Hay algo de tranquilamente suicida en la afirmación de una no-
participación, de una indiferencia y de un rechazo a sufrir tan omnilaterales. A menudo, el Espectáculo
aprovecha esto para hablar de actos “gratuitos” —calificativo genérico mediante el cual el Espectáculo oculta las
finalidades que no quiere comprender, mientras saca provecho de esta muy bella ocasión para revitalizar una de
las falsas antinomias favoritas de la metafísica mercantil—, cuando estos gestos no surgen de odio ni de razones,
para quien no pierde aquí la vista. Únicamente “aquí, el odio mismo queda indiferenciado, libre de toda
personalidad. La muerte se introduce en lo universal del mismo modo en que procede de lo universal, está
exenta de cólera.” (Hegel, El sistema de la eticidad) No entra en nuestra visión el prestar cualquier significación
revolucionaria a tales actos, y apenas el conferirles un carácter ejemplar. Antes bien, se trata de comprender
aquello cuya fatalidad expresan y de apropiárselo para sondear las profundidades del Bloom. Cualquiera que
siga este camino verá que el Bloom no es NADA, pero que esta NADA es la nada de la soberanía, el vacío de la
pura decisión. “‘Yo no soy NADA’: esta parodia de la afirmación es la última palabra de la subjetividad
soberana, liberada del imperio que ella quiso —o que debió— darse sobre las cosas… porque yo sé que en el
fondo soy esta existencia subjetiva y sin contenido.” (Bataille, La soberanía) La contradicción, por un lado,
entre la impotencia, el aislamiento, la apatía y la insensibilidad del Bloom y, por el otro, su tajante necesidad de
soberanía, sólo pueden traer más de esos gestos absurdos y mortíferos, pero necesarios y verdaderos. Lo
importante es saber en lo sucesivo acogerlos en los términos justos. Como los de Igitur, por ejemplo: “Uno de
los actos del universo acaba de ser cometido aquí. Nada más; permanecía el aliento; fin de palabra y gesto
unidos — sopla la vela del ser, por la cual todo ha sido. Prueba.”
La época de la perfecta culpabilidad — No está dada a los hombres la elección de no combatir, sino
sólo la elección del campo. La neutralidad no es nada neutra, es incluso ciertamente el más sanguinario de entre
todos los campos. Por supuesto, el Bloom, tanto el que dispara las balas como el que las sucumbe, es inocente.
¿Acaso no es cierto, después de todo, que él no se pertenece, que sólo es una dependencia del Espectáculo
central donde su sustancia está debidamente consignada? ¿Eligió, él, vivir en este mundo, cuya edificación y
perpetuación son la obra de una totalidad social autónoma, y hacia la cual él se siente cada día más extraño y
ajeno? ¿Cómo podría hacer otra cosa, como liliputiense extraviado frente al Leviatán de la mercancía, que
hablar el lenguaje del ocupante espectacular, comer de la mano del Biopoder y participar a su manera en la
producción y reproducción del horror? He aquí de qué manera el Bloom desearía ser capaz de aprehenderse:
como extranjero, como exterior a sí mismo. Pero en esta defensa no hace otra cosa que admitir que en él mismo
se halla la parte viva que vela por la alienación del conjunto de su ser. Poco importa que el Bloom no pueda ser
tenido como responsable de ninguno de sus actos: sigue sin ser menos fundamentalmente responsable de su
irresponsabilidad, frente a la cual le es ofrecido a cada instante pronunciarse. A causa de que consintió, al
menos negativamente, a sólo ser ya el predicado de su propia existencia, el Bloom forma objetivamente parte de
la dominación, y su inocencia es ella misma la perfecta culpabilidad. El hombre del nihilismo consumado, el
hombre del “¿y eso para qué?”, que se apoya en el brazo del “¿qué puedo hacer al respecto?”, está muy
equivocado al considerarse virgen de toda culpa con motivo de que no ha hecho nada y de que ningún hombre
ha pronunciado sentencia alguna en contra suya. Pues hay sentencias más altas que las de los hombres, y son
estas últimas las que ejecutan invisiblemente los poseídos del Weltgeist. Que todos los hombres de este tiempo
participen de igual manera en el crimen que dicho tiempo constituye sin recursos, es algo que incluso el
Espectáculo ha tenido que reconocer, él que conviene de manera tan regular que el asesino era “un hombre
ordinario” o un “alumno como los demás”. Pero si la dominación bien puede admitir su culpabilidad ante la
amenaza, nada le hará admitir su responsabilidad, ni siquiera una promesa de clemencia por parte del
Weltgericht.Como el caso de los operadores de las cámaras de gas de Auschwitz nos lo ha enseñado, “el miedo a
la responsabilidad no es únicamente más fuerte que la conciencia; es, en ciertas circunstancias, más fuerte que
el miedo a la muerte” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén). Pero esto no cambia en nada el asunto, cuyo
enunciado es de otra manera más consecuente: cuando un mundo no resuena ya sino clamores silenciosos de
una tiranía de la servidumbre que ha llegado a ser universal, cuando el SE hace crecer la impudencia hasta
proclamar la subordinación del Espíritu ante el orden zoocrático de la nuda vida, entonces el acto surrealista
más simple no está gobernado por nada salvo el antiguo deber del tiranicidio.
Homo sacer (“Uno u otro día, las bombas comenzarán a caer para que se crea finalmente eso que se
rechaza admitir, a saber, que las palabras tienen un sentido metafísico”, Brice Parain, El agobio de la elección)
— No está dado a las almas muertas el abrazar la significación verdadera de semejantes actos extraños, cuya
naturaleza excesivamente concreta y, en este caso, metafísica, trata groseramente toda limitación. Por eso, no es
de la breve interrupción que ellos imponen dentro del sueño de la mala sustancialidad de donde proviene su
carácter propio de iluminación, sino antes bien de que arrojan el sentido último de la condición del Bloom. Y
este sentido, cuyas consecuencias nuestros asesinos comienzan por arrojar, se resume de la siguiente manera: el
Bloom es sacer, en el sentido en que lo entiende Giorgio Agamben, es decir, en el sentido de una criatura que
no tiene cabida en ningún derecho, que no puede ser juzgado ni condenado por los hombres, pero al que
cualquiera puede matar sin siquiera haber cometido un crimen. La insignificancia y el anonimato, la separación
y la extrañeza, no son circunstancias poéticas que la proclividad melancólica de algunas subjetividades tiende a
exagerarse: el alcance de la situación existencial así caracterizada, el Bloom, es total, y política primordialmente.
Quienes se acantonan en dicha situación se exponen a todas las arbitrariedades. No ser nada, permanecer fuera
de toda Publicidad, no tener un nombre o presentarse como la pura individualidad no-política sin
significación, son tantos de los sinónimos de ser sacer. Lo deviene instantáneamente toda persona que deserte,
o quien deserta, la trascendencia concreta de la pertenencia a la comunidad. Por muy elocuentes que sean las
letanías de la misericordia —añoranzas eternas, etc.—, la muerte de uno de estos hombres no destacará jamás
más que algo irrisorio e indiferente, sin concernir a final de cuentas más que a aquel que desaparece, es decir,
lógicamente, a nadie. Análoga a su vida enteramente privada, su muerte es un no-acontecimiento tal que todos
pueden suprimirlo. Es por esto que las protestas de aquellos que, con un sollozo en la voz, deploran que las
víctimas de Kipland Kinkel no “merecían morir” son inadmisibles, pues tampoco merecían vivir. En la medida
en que se encontraban ahí, eran unos muertos vivientes a merced de toda decisión soberana, sea la del Estado o
la del asesino. “Ser ya únicamente un espécimen de una especie animal llamada Hombre, he aquí lo que sucede
a los que han perdido toda cualidad política distintiva y se han convertido en seres humanos y en nada más que
esto… La pérdida de los derechos del Hombre sobreviene en el instante en que una persona se convierte en un
ser humano en general —sin profesión, sin ciudadanía, sin opinión, sin actos por los que identificarse y
particularizarse— y aparece como diferente en general, representando exclusivamente su propia individualidad
absolutamente única que, en la ausencia de un mundo común donde pueda expresarse y sobre el cual pueda
intervenir, pierde todo significado.” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo) El exilio del Bloom
cuenta con un estatuto metafísico, lo cual quiere decir que es efectivo en todos los dominios. Expresa su
situación real, respecto de la cual su situación legal carece de verdad. Que pueda ser abatido como un perro por
un desconocido sin la menor justificación, o simétricamente que sea capaz de asesinar “inocentes” sin el menor
remordimiento, no es una realidad sobre la que una jurisdicción cualquiera sea capaz de hacer frente. Nadie
salvo los espíritus débiles y supersticiosos puede abandonarse a creer que una condena solemne o un veredicto
republicano bastan para abandonar tales hechos a los limbos de lo nulo y sin valor. A lo sumo, la dominación es
libre para dar testimonio de la condición del Bloom, por ejemplo declarando un estado de excepción apenas
enmascarado, como lo pudieron hacer los Estados Unidos al adoptar en 1996 una ley llamada “antiterrorista”
que permite detener a “sospechosos” sin cargos ni límite de duración, sobre la base de informaciones secretas.
Así pues, existe un cierto riesgo físico a ser metafísicamente nulo. Es sin duda como un pronóstico de las
radiantes eventualidades que prepara tal nulidad que fue adoptada, el 15 de octubre de 1978 en la Casa de la
Unesco, la muy consecuente Declaración Universal de los Derechos del Animal que estipula, en su artículo 3°:
“1 — Ningún animal será sometido a malos tratos ni a actos crueles. 2 — Si es necesaria la muerte de un
animal, ésta debe ser instantánea, indolora y no generadora de angustia. 3 — El animal muerto debe ser tratado
con respeto.”
“Tu non se’ morta, ma se’ ismarrita / Anima nostra, che sì ti lamenti” (Dante, Convivio) — Que la
bondad del Bloom tenga todavía que expresarse en algunos partes con el asesinato es señal de que la línea está
próxima, pero también de que no ha sido atravesada. Pues en las zonas gobernadas por el nihilismo que se
acaba, donde los objetivos faltan todavía mientras que los medios superabundan ya, “la bondad es una posesión
mística”. En ella, el deseo de una libertad sin condiciones tiende a formulaciones singulares y presta a las
palabras un valor pleno de paradojas. De esta manera, “la bondad es salvaje, cruel, ciega y aventurera. El alma
del bondadoso se ha vaciado de todo contenido psicológico, de las causas y los efectos. Su alma es una hoja en
blanco sobre la cual el destino escribe su dictado absurdo. Y ese dictado es llevado a cabo ciega, osada y
cruelmente. Que esta imposibilidad devenga acto, que esta ceguera devenga iluminación, que esta crueldad se
convierta en bondad, esto es el milagro, la gracia” (Lukács, Acerca de la pobreza de espíritu). Pero al mismo
tiempo que estas irrupciones manifiestan una imposibilidad, por su incremento, anuncian el ascenso del curso
del tiempo. La inquietud universal, que tiende a subordinarse cantidades cada vez más grandes de hechos cada
vez más ínfimos, incita hasta la incandescencia, en cada hombre, la necesidad de la decisión. Ya, aquellos para
los que esta necesidad significa su propio aniquilamiento hablan de apocalipsis, mientras que la mayoría se
contenta con vivir por debajo de todo en los placeres abyectos de los últimos días. Sólo los que conocen el
sentido que darán a la catástrofe conservan la calma y la precisión en sus movimientos. “Por el género y las
proporciones del pánico al que se deja arrastrar un espíritu, es que se reconoce su rango. Ésta es una marca que
vale no sólo ética y metafísicamente, sino también en la praxis, en el tiempo.” (Jünger, Junto al muro del
tiempo)
El destino del Bloom — Esta sociedad tiene que ser considerada, hasta en sus más miserables detalles,
como un formidable dispositivo agenciado con el designo exclusivo de eternizar la condición del Bloom, que es
una condición de sufrimiento. En su principio, el Entretenimiento no es otra cosa que la política convenida
para dicho fin: eternizar la condición del Bloom comienza por distraerlo de ella. Llegan a continuación, como
en cascada, la necesidad de contener toda manifestación del sufrimiento general, que supone un control cada
vez más absoluto de la apariencia, y la de maquillar los efectos excesivamente visibles de ésta, a lo cual responde
la inflación desmesurada del Biopoder. Ya que en el punto de confusión al que las cosas han llegado, el cuerpo
representa, a escala genérica, el último intérprete de la irreductibilidad humana respecto a la alienación. Es a
través de sus enfermedades y disfuncionamientos, y sólo a través de ellos, que la exigencia de la consciencia de sí
sigue siendo para cada uno una realidad inmediata. Esta sociedad no habría declarado una guerra a ultranza de
este tipo contra el sufrimiento del Bloom si éste no constituyera en sí mismo y en todos sus aspectos una
intolerable puesta en tela de juicio del imperio de la positividad, si no tuviera consigo una revocación sin
demora de toda ilusión de participación en su inmanencia florida. La disposición a escuchar el lenguaje del
cuerpo sufriente marca a partir de hoy quiénes son los vivos, y quiénes los muertos. Toda la embriagadora
maldición que llena nuestra época está contenida aquí: en el modo inédito en que se unen en ella la consciencia
y la vida. Nos hallamos en el extremo de un mundo que se promete a sí mismo un fin próximo. Con él
perecerán todos aquellos que le estén vinculados, y perecerán por este vínculo. Es por tanto de la liberación de
todo vínculo con el Espectáculo y su metafísica que depende, en adelante y de manera unívoca, la confianza de
sobrevivir a él. Nosotros llamamos consciencia de sí al ejercicio de abandono del yo, de desapego de toda
identificación y de purificación de todas las pertenencias consolantes que prodiga la mala sustancialidad,
ejercicio mediante el cual el Bloom deviene lo que es. En esta ascesis, el Bloom se reconoce en su desnudez de
ser finito, finito en cuanto mortal y finito en cuanto separado, como puro y simple ser-para-la-muerte. Con
ello, retoma y prosigue en sí mismo su no-pertenencia al mundo de la mercancía en una pertenencia superior,
íntima y fundamental a la comunidad humana. En otras palabras, la consciencia de sí carece completamente de
un proceso intelectual, y es por el contrario una experiencia interior de la comunidad. Ha de significar la
resolución a desertar esta sociedad y así encontrar a los hombres. Ha de afirmar la naturaleza política de toda
existencia. Y si no, no amerita el nombre de consciencia de sí. La tesis según la cual “un hombre que no es nada
más que un hombre ha perdido precisamente las cualidades que hacen posible a los demás tratarlo como a su
semejante” (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo) no es solamente falsa, es de una falsedad
imperdonable, pues revela una falta completa de sentido histórico. No ser nada más que un hombre significa
no ser nada más que una virtualidad política, nada más que una facultad metafísica que persigue un mundo
común en el cual actualizarse. Y dicha virtualidad puede y debe acceder a la existencia en cuanto tal, por el
hecho de volverse pública, de exponerse como tal; y es entonces solamente que la falta de particularidad del
Bloom se transforma en universalidad. El Partido Imaginario nombra esa constitución del Exilio en patria, esa
conversión de la común soledad en comunidad política. Es, en el orden metafísico, la única vía que arranca
definitivamente al Bloom de la condenación del homo sacer. El alcance práctico de la consciencia de sí
sobreviene en este punto. Ya que al mismo tiempo que el Bloom se experimenta íntimamente como nada, él
descubre, mientras le hace frente, la alienación de toda apariencia en el Espectáculo. Y es esta radical frustración
de Publicidad lo que le devela que ser es ser en común, ser expuesto, ser público, que su apariencia y su esencia
son idénticas entre sí, pero no idénticas a él. Por medio de la consciencia de sí, el Bloom surge como enemigo
del Espectáculo porque entrevé al interior de esta organización social eso que le desposee de todo ser. Y admite
consecuentemente como suyo el imperativo de comunidad, la necesidad de liberar un espacio común de la
dominación mercantil. Ahora bien, puesto que el gesto de reunir o fundar la comunidad abre al Bloom al
mundo, es decir, a sus posibilidades propias, la consciencia de sí tiene el sentido de una transfiguración: “Como
la consciencia no es aquí la consciencia referente a un objeto que le es opuesto, sino la consciencia de sí del
objeto, el acto de toma de consciencia conmociona la forma de objetividad de su objeto.” (Lukács, Historia y
consciencia de clase) La comunidad es eso que convierte la Pobreza en radicalidad. Es el sitio donde el Bloom,
que era una vida más acá de toda forma, accede con un salto a la vida más allá de las formas, a la vida viviente.
Por su mero contacto, el vacío interior donde el Bloom se abismaba infinitamente regresa como vacío positivo,
como caos profuso de virtualidades; la nada de su impotencia se manifiesta como la nada de la pura potencia,
de la cual todo procede; su falta de determinación deviene aquí trascendencia con respecto a toda
determinación y su yo inexistente se revela como pura facultad de subjetivación y desubjetivación. La
comunidad es el lugar de la reapropiación de lo Común y el tener-lugar de dicha reapropiación. Nada está más
alejado de la consciencia de sí que la simple asunción de sí como nulidad, que tiende en estos días a esparcirse
como lenguaje de la adulación. La posición del yo como forma vacía que flota por encima de todos los
contenidos posibles en la falsa plenitud de su indeterminación, no es más que el momento unilateral de la
libertad formal. El ser que se mantiene en su falta de ser no sale de sí mismo, y su universalidad permanece
como algo puramente abstracto, sobre lo cual el nihilismo mercantil se acomoda maravillosamente. El lenguaje
de la adulación evoluciona en este desgarro, del que extrae toda su estridente vacuidad. Hay que mencionar
aquí la forma sutil y reflexiva de mala sustancialidad que constituye la proclamación reciente de la nulidad del
Espectáculo por parte de algunos de sus sirvientes, y del gusto que éstos tienen por ella; aquí, singularmente,
UNO se instala más aún en la separación cuando UNO confiesa la más perfecta conformidad. También está el
budismo, esa repugnante y sórdida sensiblería de espiritualidad para asalariados agobiados, que observa como
una ambición ya por mucho excesiva el enseñar a sus maravillados y estúpidos fieles el arte peligroso de
chapotear así en su propia nada. No hace falta decir que el houllebecq, el budista o el hipster decepcionado sólo
permanecen de manera formal junto a sí mismos, y son incapaces de superarse en cuanto Bloom. Ahora bien, el
Bloom es algo que debe ser superado. Es una nada que debe autoaniquilarse. Precisamente porque es el hombre
del nihilismo consumado, el destino del Bloom consiste en operar la salida del nihilismo, o perecer.
“El ser jamás es yo solo, es siempre yo y mis semejantes” (Bataille) — “Nosotros, los hombres”: ¿qué
empresa de emasculación del pasado no ha enarbolado, en alguno u otro momento, esta locución para justificar
sus llamados a la resignación, desde el infame cristianismo de las Iglesias, pasando por el humanismo mocoso de
la era burguesa, hasta su síntesis presente en el Biopoder? En esta interrogación existe una espesura de
banalidad que no le cede nada al de la objeción que generalmente le responde y que hace notar que no existe un
proyecto de emancipación que, incluso en el pasado, no haya apelado a la misma locución. Pero nosotros
estamos cansados de esos debates. La tradición de los oprimidos no es algo de lo que UNO hable, es algo que se
vive. El polvo rendiría aún más un homenaje excesivo a toda la retórica convencida y a todas las controversias
risibles que se disputan la carroña de proyectos de emancipación que han fracasado, todos. Lo sentimos, pero
nosotros no aceptamos ninguna herencia de dicho pasado, ya que se ha dejado vencer por un mundo que
conocemos y cuya indigencia sabemos. Contra los arrepentidos, contra los hastiados, contra los ateridos y
contra todos aquellos que hablan de la historia como si se tratara de algo más que la epopeya grotesca de la
dominación actual, nosotros decretamos los tiempos mesiánicos, nosotros decretamos la reabsorción del
elemento del sentido dentro del elemento del tiempo. Nuestro presente es un hombre que camina en línea
recta sobre el futuro con el recuerdo de aquello que no ha sido como su guía. Nosotros no libramos ninguna
protesta con referencia al pasado — el pasado somos nosotros. Incluso la fealdad inmensa de la época donde
discurrimos, nos conviene, pues está ahí para que nosotros la destruyamos. Adicionalmente, ella es la época del
acabamiento de la metafísica, lo cual quiere decir que el “nosotros, los hombres”, que había figurado por tan
largo tiempo en el arsenal del enemigo, nos es desvuelto al fin. Y nos es devuelto como un estandarte que, al
volver al campo de fuerzas de la negación, se ha despojado de todo lo que se estancaba en él de apatía, mesura y
lamentación. Desplegado contra el Espectáculo, “Nosotros, los hombres” significa “Nosotros que estamos
solos frente a la muerte, pero que esta soledad arranca cualquier limitación, cualquier contingencia, cualquier
sujetamiento”; “Nosotros que somos seres finitos que lloran por ello, pero cuya finitud es más amplia que el
infinito”; “Nosotros que un exceso de posible consume a tal punto que nos es preciso perdernos”; “Nosotros
los configuradores de mundo”; “Nosotros que nos reconocemos como hermanos sin familia”; “Nosotros que
UNO ha desposeído de todo”; “Nosotros, que vivimos alzados y nunca olvidamos que somos hijos de reyes”. Es
en cada ocasión que este “nosotros” se insinúa que el Partido Imaginario afronta al Espectáculo. Este
“nosotros” es el de la comunidad verdadera. A contrapelo de la nostalgia que un cierto romanticismo se
complace en cultivar incluso en sus adversarios, es preciso considerar que no ha habido, que no ha habido
jamás, antes de nuestra época, comunidad. El pasado no encierra la menor viruta de plenitud, ya que no se
conocía como plenitud. Más acá del Bloom, más acá de “la separación consumada”, más acá del abandono sin
reservas que es el nuestro, más acá, por tanto, del perfecto asolamiento de todo ethos sustancial, toda
“comunidad” sólo podía ser un humus de mentiras y una fuente de limitación, de lo contrario, por otra parte,
no habría sido aniquilada. Sólo una alienación radical de lo Común ha sido capaz de hacer sobresalir lo Común
originario de tal manera que la soledad, la finitud y el estar-en-el-mundo, es decir, el único vínculo verdadero
entre los hombres, aparezcan también como el único vínculo posible entre ellos. Lo que en la actualidad se
califica, con la mirada en el pasado, como “comunidad”, es algo que ha compartido evidentemente aquello
Común originario, pero secundariamente ya que lo hizo de manera no-consciente. Por eso nos corresponde a
nosotros hacer por primera vez la experiencia de la comunidad verdadera, la que reposa sobre la consciencia
clara de la separación, la exposición y la finitud, y que por esta razón es también la más viva y temible, la que
permite a los hombres mantenerse hasta el final en el nivel de intensidad de la muerte. La radicalidad de la
época quiere que dicha experiencia sea además la única experiencia a nosotros abierta. Pues todo lo que es, en el
Espectáculo, es contra el Espectáculo y es comunidad (esto se explica negativamente por el hecho de que el
Espectáculo es el imperio de la nada triunfante, y positivamente por el hecho de que lo Común es lo que hace
ser). Ahora bien, la comunidad figura ciertamente hic et nunc, en su simple actualidad, una contestación de la
dominación, pero también, dado que no es reducible a esta negación derivada, un más allá, un afuera del
Espectáculo. Testimonia esto que el Partido Imaginario se reforme tan rápidamente en todos los intersticios
que el enemigo deja desocupados. La comunidad se opone en cuanto práctica de la libertad a la concepción de
un proceso de liberación distinto de la existencia de los hombres, devuelve a sus pupitres todos los doctos
proyectos de liberación, y todo el trabajo paciente que dirigen. El Espectáculo es el período histórico donde
toda comunidad deviene en cuanto tal portadora de una política de la finitud que metamorfosea no solamente
el sentido de la comunidad, sino también el de lo político, que ha llegado a ser idéntico a lo metafísico. Al
abrirse a la comunidad, el Bloom se abole como Bloom, se desapega de su desapego y encuentra el camino del
ser. Pero el mundo en el que él nace es un mundo en guerra cuyo deslumbramiento entero depende de la
verdad afilada de su partición en amigos y enemigos. La designación del frente participa del paso de la línea
pero no lo cumple. Esto, nada salvo el combate puede hacerlo. No tanto porque éste incita a la grandeza como
porque es la experiencia más profunda de la comunidad, la misma que va de la mano permanentemente del
aniquilamiento y no se mide más que en la extrema proximidad del riesgo. Vivir juntos en el corazón del
desierto con la misma resolución a no reconciliarse con él, tal es la prueba, tal es la luz.
La identidad como juego, como santidad y como tragedia — El hombre que ha atravesado las zonas de
destrucción y que no se detuvo en ellas, es la sede de un desgarro lúcido y sin recursos a la cual se ata un dolor
magnífico. A menos que consienta inmediatamente a su putrefacción, la comunidad no puede ser aquello que
tranquilice este desgarro, sino sólo el sitio donde éste se encuentre deliberadamente puesto en común. Pues al
mismo tiempo que su consciencia de sí le hace apercibir el infinito de los posibles que él encierra, el hombre
lleva consigo una exigencia de ser tan explosiva que únicamente la muerte da sus medidas. Ir hasta el final de un
posible expresa el principio de la vida viviente, que excede cualquier forma precisamente porque reconoce en la
forma “al juez supremo de la vida […], un imperativo categórico de grandeza y de cumplimiento de sí” (Lukács,
El alma y las formas), y que ella la realiza. De este modo, y sólo de este modo, el hombre se relaciona con la
eternidad. La comunidad no es, por tanto, otra cosa que el compartir de este insalvable deseo de grandeza:
“Vivir un posible hasta el final exige un intercambio entre varios, asumiéndolo como un hecho que les es
exterior y que no depende ya de ninguno de ellos.” (Bataille, Sobre Nietzsche) Así como los hombres la
necesitan para mantenerse a la altura de la muerte, danzando con el tiempo que los mata, la comunidad necesita
la muerte, la cual constituye únicamente un disolvente de todas las reificaciones suficientemente potente como
para hacer posible algo como el amor o la amistad. Es pues por esencia el lugar de la soberanía, donde los
hombres desafían su finitud en el juego de la gloria. La certeza de que el último acto será sangriento, y de que
todo será perdido por bella que sea la parte en todo el resto, no está hecha para alejar a los jugadores; al
contrario, dicha certeza ejerce sobre éstos la más imperiosa fascinación. Nuestra vida no es más que una tarea
intemporal a ser cumplida en el tiempo, y cuyo valor no depende sino del contacto que hemos sabido establecer
en él con una tradición, en el sentido en que Benjamin entiende esta palabra, es decir, como “discontinuum del
pasado” opuesto al “continuum de los acontecimientos” de la historia universal. Pero el esplendor de nuestra
tragedia sería poco si nosotros no experimentáramos con una tan perfecta intensidad el sentimiento de su
vanidad. Pues el Bloom que se suprime como Bloom y que, en la comunidad, se reapropia su apariencia y su
Publicidad, se los reapropia como tales, es decir que la distancia que la ha separado un día de ellos no es abolida,
sino que permanece para siempre como consciencia de dicha distancia. El Bloom conoce su esencia como eso
que está fuera de él, como eso que está puesto en juego en la comunidad, como eso que arruina, en el fondo, su
integridad. Se sabe expuesto, sabe que no es nada fuera de su ser-expuesto, y se sabe distinto de ese ser-expuesto.
En toda lo que él es, conserva la posibilidad de no serlo. Que la comunidad verdadera sea aquella donde esta
exposición misma queda expuesta, no disminuye en nada la seriedad consumante de su deber de ser.
(Naturalmente, cuando Nietzsche exalta al hombre que se compone una existencia completa de actor hecha de
roles efímeros, sólo exalta su propia debilidad y su virulenta voluntad de impotencia. Pues se trata de ser, de ser
lo más posible y por esto, de ser perfectamente. Nuestra fuerza sólo mide nuestro grado de reabsorción en lo
esencial.) El que los hombres reconstituyan entre sí mismos el mundo común del que habían sido desposeídos
es algo que no pone fin a la separación. Y por sincera que sea la figura que nos damos, no podremos llegar a
comunicarnos enteramente más que en la muerte: únicamente ahí coincidimos con nosotros mismos. Por eso,
en la medida en que no actuemos conforme a nuestro más íntimo deseo de calcinación, nos es preciso
encomendarnos a la Palabra, y asumir el lenguaje no como “el elemento perfecto en el que la interioridad es tan
exterior como la exterioridad es interior” (Hegel), sino como la regla de nuestra existencia. “Una vez que hemos
hablado, nos mantenemos lo más cerca posible de aquello que hemos dicho, para que nada quede
efectivamente en el aire: las palabras de un lado, nosotros del otro, y el remordimiento de las separaciones.”
(Brice Parain, Sobre la dialéctica)