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Selección Ortega y Gasset.

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Ortega y Gasset. La rebelión de las masas.

EL HECHO DE LAS AGLOMERACIONES

Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la
hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por
definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse
que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha
sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se
conoce su nombre. Se llama la rebelión de las
masas.
Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar desde luego a las palabras
«rebelión», «masas», «poderío social», etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida
pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa;
comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar.
Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una
experiencia visual, subrayando una facción de nuestra época que es visible con los ojos de la cara.
Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del
«lleno». Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de
huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de
transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy
extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser
problema empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio.
Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual? Vamos ahora a
punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderá ver cómo de él brota un surtidor
inesperado, donde la blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo su rico
cromatismo interior.
¿Qué es lo que vemos, y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal,
posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos
sorprendemos de nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades para que se
ocupen; por lo tanto, para que la sala esté llena. Y lo mismo los asientos del ferrocarril, y sus cuartos el
hotel. Sí; no tiene duda. Pero el hecho es que antes ninguno de estos establecimientos y vehículos solían
estar llenos, y ahora rebosan, queda fuera gente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico,
natural, no puede desconocerse que antes no acontecía y ahora sí; por lo tanto, que ha habido un cambio,
una innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento, nuestra sorpresa.
Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual.
Por eso su gesto gremial consiste en mirar al mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el
mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la delicia
vedada al futbolista, y que, en cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de
visionario. Su atributo son los ojos en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro
con los ojos siempre deslumbrados.
La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora?
Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo
número de personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería natural que ese número
fuese menor. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran
estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños
grupos, o solitarios, llevaban una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual -individuo
o pequeno grupo- ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la
gran ciudad.

Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera
muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente
refinada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías.
La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la
sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha
adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay
coro.
El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la
terminología sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad
dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos
especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se
entienda, pues, por masas, sólo ni principalmente «las masas obreras». Masa es el «hombre medio». De
este modo se convierte lo que era meramente cantidad -la muchedumbre- en una determinación
cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se diferencia de
otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué hemos ganado con esta conversión de la
cantidad a la cualidad? Muy sencillo: por medio de ésta comprendemos la génesis de aquella. Es
evidente, hasta perogrullesco, que la formación normal de una muchedumbre implica la coincidencia de
deseos, de ideas, de modo de ser, en los individuos que la integran. Se dirá que es lo que acontece con
todo grupo social, por selecto que pretenda ser. En efecto; pero hay una esencial diferencia.
En los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la coincidencia efectiva de sus
miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, que por sí solo excluye el gran número. Para formar una
minoría, sea la que fuere, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones
especiales, relativamente individuales. Su coincidencia con los otros que forman la minoría es, pues,
secundaria, posterior, a haberse cada cual singularizado, y es, por lo tanto, en buena parte, una
coincidencia en no coincidir. Hay cosas en que este carácter singularizador del grupo aparece a la
intemperie: los grupos ingleses que se llaman a sí mismos «no conformistas», es decir, la agrupación de
los que concuerdan sólo en su disconformidad respecto a la muchedumbre ìlimitada. Este ingrediente de
juntarse los menos, precisamente para separarse de los más, va siempre involucrado en la formación de
toda minoría. Hablando del reducido público que escuchaba a un músico refínado, dice graciosamente
Mallarmé que aquel público subrayaba con la presencia de su escasez la ausencia multitudinaria.
En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que
aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no.
Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se
siente «como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los
demás. Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales -al preguntarse si
tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en algún orden-, advierte que no posee ninguna cualidad
excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá «masa».
Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta
expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás,
sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias
superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer de la humanidad es ésta, en dos
clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las
que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin
esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva.
“7. Cabezas claras, lo que se llama cabezas claras, no hubo probablemente en todo el mundo antiguo
más que dos: Temístocles y César; dos políticos. La cosa es sorprendente, porque, en general, el
político, incluso el famoso, es político precisamente porque es torpe. Hubo, sin duda, en Grecia y Roma,
otros hombres que pensaron ideas claras sobre muchas cosas -filósofos, matemáticos, naturalistas-. Pero
su claridad fue de orden científica, es decir, una claridad sobre cosas abstractas. Todas las cosas de que
habla la ciencia, sea ella la que quiera, son abstractas, y las cosas abstractas son siempre claras. De
suerte que la claridad de la ciencia no está tanto en la cabeza de los que la hacen como en las cosas de
que hablan. Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital concreta, que es siempre única. El
que sea capaz de orientarse con precisión en ella; el que vislumbre bajo el caos que presenta toda
situación vital la anatomía secreta del instante, en suma, el que no se pierda en la vida, ése es de verdad
una cabeza clara. Observad a los que os rodean y veréis cómo avanzan perdidos por su vida; van como
sonámbulos dentro de su buena o mala suerte, sin tener la más ligera sospecha de lo que les pasa. Los
oiréis hablar en fórmulas taxativas sobre sí mismos y sobre su Contorno, lo cual indicaría que poseen
ideas sobre todo ello. Pero si analizáis someramente esas ideas, notaréis que no reflejan mucho ni poco
la realidad a que parecen referirse, y si ahondáis más en el análisis, hallaréis que ni siquiera pretenden
ajustarse a tal realidad. Todo lo contrario: el individuo trata con ellas de interceptar su propia visión de
lo real, de su vida misma. Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo
sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad y procura ocultarla con un telón
fantasmagórico, donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus «ideas» no sean verdaderas; las
emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad.

El hombre de cabeza clara es el que se liberta de esas «ideas» fantasmagóricas y mira de frente a la vida,
y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad -a
saber, que vivir es sentirse perdido-, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a
descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará
algo a que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz, porque se trata de salvarse,
le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo
demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde
inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad.

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