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PRESENTACIÓN
Al recorrer el "Vía Crucis" quedamos sobrecogidos por dos constataciones: la certeza del poder
devastador del pecado y la certeza del poder sanador del amor de Dios.
El poder devastador del pecado: la Biblia no se cansa de repetir que el mal es mal porque hace
mal; en efecto, el pecado es auto-lesivo, porque lleva dentro de sí la sanción. He aquí algunos
textos clarividentes de Jeremías: «Yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos» (2,5); «Que te
enseñe tu propio daño, que tus apostasías te escarmienten; reconoce y ve lo malo y amargo que
te resulta el dejar al Señor tu Dios» (2,19); «Todo esto lo trastornaron vuestras culpas, y vuestros
pecados os privaron del bien» (5,25).
Y dice también Isaías: «Por tanto, así dice el Santo de Israel: Por cuanto habéis rechazado vosotros
esta palabra, y por cuanto habéis fiado en lo torcido y perverso y os habéis apoyado en ello, por
eso será para vosotros esta culpa como brecha ruinosa en una alta muralla, cuya quiebra
sobrevendrá de un momento a otro, y va a ser su quiebra como la de una vasija de alfarero, rota
sin compasión, en la que al romperse no se encuentra una sola tejoleta bastante grande para
tomar fuego del hogar o para extraer agua del aljibe» (30,12-14). Y, haciéndose portavoz de los
sentimientos más genuinos del pueblo de Dios, el profeta exclama: «Somos como impuros todos
nosotros, como paño inmundo todas nuestras obras justas. Caímos como la hoja todos nosotros, y
nuestras culpas como el viento nos llevaron» (64,5).
Pero, al mismo tiempo, los profetas denuncian el endurecimiento del corazón que causa una
terrible ceguera y hace que ya no pueda percibir la gravedad del pecado. Escuchemos a Jeremías:
«Desde el más chiquito de ellos hasta el más grande, todos andan buscando su provecho, y desde
el profeta hasta el sacerdote, todos practican el fraude. Han curado el quebranto de mi pueblo a la
ligera, diciendo: "¡Paz, paz!", cuando no había paz. ¿Se avergonzaron de las abominaciones que
hicieron? Avergonzarse, no se avergonzaron; sonrojarse, tampoco supieron» (6,13-15).
Jesús, entrando en el entramado de esta historia devastada por el pecado, ha dejado que el peso y
la violencia de nuestras culpas hicieran mella en él; por eso, mirando a Jesús se percibe claramente
lo devastador que es el pecado y lo quebrantada que está la familia humana, es decir: ¡Nosotros!
¡Tú y yo!
Sin embargo -esta es la segunda certeza- Jesús ha reaccionado a nuestro orgullo con su humildad;
a nuestra violencia con su mansedumbre; a nuestro odio con el Amor que perdona: la cruz es el
acontecimiento a través del cual entra en nuestra historia el amor de Dios, se hace cercano a cada
uno de nosotros y se convierte en experiencia que regenera y salva.
No se nos puede pasar por alto un hecho: desde el comienzo de su ministerio, Jesús habla de «su
hora» (Jn 2,4), hora para la cual vino (cf. Jn 12,27), una hora que acoge con gozo, exclamando al
inicio de su pasión: «Ha llegado la hora» (Jn 17,1).
La Iglesia guarda celosamente el recuerdo de este hecho y, en el Credo, después de afirmar que el
Hijo de Dios «se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre», prosigue «y por nuestra causa fue
crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado».
« ¡Por nuestra causa fue crucificado!». Al morir, Jesús se sumergió en la experiencia dramática de
la muerte tal como ha sido configurada por nuestros pecados; pero, muriendo, Jesús ha llenado de
amor el morir y, por tanto, ha colmado a la muerte de la fuerza opuesta al pecado que la ha
generado: Jesús la ha llenado de amor.
Por la fe y el bautismo nosotros entramos en contacto con la muerte de Cristo, es decir, con el
misterio del amor con el que Cristo la ha vivido y vencido..., y así comienza nuestro viaje de
retorno a Dios, un retorno que llegará a su plenitud en el momento de nuestra muerte vivida en
Cristo y con Cristo: esto es, en el amor.
En el recorrido del «Vía Crucis», déjate llevar de la mano de María: pídele una brizna de su
humildad y docilidad, para que el amor de Cristo crucificado entre dentro de ti y reconstruya tu
corazón a medida del corazón de Dios.
¡Buena andadura!
ORACIÓN INICIAL
V/. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
R/. Amén.
Señor Jesús, tu pasión es la historia de toda la humanidad: la historia en la que los buenos son
humillados; los pacíficos, agredidos; los honestos, pisoteados; y los puros de corazón, escarnecidos
con burla.
Señor Jesús, nosotros creemos que la última palabra eres Tú: en ti los buenos ya han vencido, en ti
los mansos ya han triunfado, en ti los honestos son coronados y los puros de corazón brillan como
estrellas en la noche.
Señor Jesús, esta tarde volvemos a recorrer el camino de tu cruz, sabiendo que es también nuestro
camino. Pero nos ilumina una certeza: el camino no termina en la cruz, sino que lleva más allá,
lleva hasta el Reino de la vida y el colmo de la alegría que nadie podrá arrebatarnos jamás (Jn
16,22; Mt 5,12).
Lector: ¡Oh, Jesús!, me detengo pensativo a los pies de tu cruz: también yo la he construido con
mis pecados. Tu bondad que no se defiende y se deja crucificar es un misterio que me sobrepasa y
conmueve mis entrañas.
Señor, tú has venido al mundo por mí, para buscarme, para traerme el abrazo del Padre: el abrazo
que tanto hecho en falta (cf. Lc 15,20). Tú eres el rostro de la bondad y de la misericordia: por eso
quieres salvarme.
Hay tanto egoísmo dentro de mí: ¡ven con tu caridad sin límites! Dentro de mí hay orgullo y
maldad: ¡ven con tu mansedumbre y humildad!
Señor, yo soy el pecador que ha de ser salvado: el hijo pródigo que debe volver, soy yo.
Señor, concédeme el don de lágrimas para recobrar la libertad y la vida, la paz contigo y la alegría
en ti.
PRIMERA ESTACIÓN
Pilato les preguntó: « ¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?». Contestaron todos: « ¡Que lo
crucifiquen!». Pilato insistió: «Pues, ¿qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban más fuerte: « ¡Que
lo crucifiquen!». Entonces le soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que
lo crucificaran.
MEDITACIÓN
Conocemos bien esta escena de condena: ¡es la crónica de todos los días! Pero nos quema en el
alma una pregunta: ¿por qué es posible condenar a Dios? ¿Por qué Dios, que es Omnipotente, se
presenta revestido de debilidad? ¿Por qué Dios se deja avasallar por el orgullo y la prepotencia de
la arrogancia humana? ¿Por qué Dios calla? Nuestro tormento es el silencio de Dios, es nuestra
prueba. Pero es también la purificación de nuestra prisa, es la cura de nuestro deseo de venganza.
El silencio de Dios es la tierra donde muere nuestro orgullo y brota la verdadera fe, la fe humilde,
la fe que no hace preguntas a Dios, sino que se entrega a él con la confianza de un niño.
ORACIÓN
Señor, ¡qué fácil es condenar! Qué fácil es tirar piedras: las piedras del juicio y la calumnia, las
piedras de la indiferencia y del abandono. Señor, tú has decidido ponerte de parte de los vencidos,
de parte de los humillados y condenados (cf. Mt 25,31-46). Ayúdanos a no convertirnos jamás en
verdugos de los hermanos indefensos, ayúdanos a tomar posturas valientes para defender a los
débiles, ayúdanos a rechazar el agua de Pilato porque no limpia las manos, sino que las mancha de
sangre inocente.
Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la
compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de
espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la
rodilla, se burlaban de él diciendo: « ¡Salve, Rey de los judíos!». Luego lo escupían, le quitaban la
caña y le golpeaban con ella en la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron
su ropa y lo llevaron a crucificar.
MEDITACIÓN
ORACIÓN
Señor Jesús, Tú has entrado en la historia humana y has visto que te era hostil (cf. Jn 1,10-11),
rebelde a Dios, enloquecida a causa de la soberbia, que hace creer al hombre que tiene una
estatura tan grande como su propia sombra. Señor Jesús, Tú no nos has avasallado, sino que te
has dejado doblegar por nosotros, por mí, por cada uno. Cúrame, Jesús, con tu paciencia, sáname
con tu humildad, devuélveme a la estatura de criatura: mi estatura de pequeño... infinitamente
amado por ti.
MEDITACIÓN
Según el modo de pensar humano, Dios no puede caer, y sin embargo cae. ¿Por qué? No puede
ser un signo de debilidad, sino sólo un signo de amor: un mensaje de amor por nosotros. Al caer
bajo el peso de la cruz, Jesús nos recuerda que el pecado pesa, el pecado abate y destruye, el
pecado castiga y hace daño: por esto el pecado es un mal (Jr. 2,5.9; 5,25). Pero Dios nos ama y
quiere nuestro bien; y el amor lo impulsa a gritar a los sordos, a nosotros que no queremos oír:
«Salid del pecado, porque os hace daño. Os quita la paz y la alegría; os aparta de la vida y hace que
dentro de vosotros se seque la fuente de la libertad y de la dignidad». ¡Salid! ¡Salid!
ORACIÓN
Señor, hemos perdido el sentido del pecado. Hoy se está difundiendo con engañosa propaganda
una enloquecida apología del mal, un absurdo culto a Satanás, un deseo loco de trasgresión, una
falaz e inconsistente libertad que exalta el capricho, el vicio y el egoísmo, presentándolos como
conquistas de civilización. Señor Jesús, ábrenos los ojos: haz que veamos el fango y reconozcamos
lo que es, para que una lágrima de arrepentimiento nos vuelva a dar la pulcritud y el espacio de
una verdadera libertad. ¡Ábrenos los ojos, Señor Jesús!
Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel
caigan y se levanten; será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos
corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma». Bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su
autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón.
MEDITACIÓN
Toda madre es transparencia del amor, es hogar de ternura, es fidelidad que no abandona, porque
una verdadera madre ama incluso cuando no es amada. ¡María es la Madre! En ella, la feminidad
no tiene sombras, y el amor no está contaminado por rebrotes de egoísmo que aprisionan y
bloquean el corazón. ¡María es la Madre! Su corazón permanece fielmente junto al corazón del
Hijo y sufre y lleva la cruz, y siente en la propia carne todas las llagas de la carne del Hijo. María es
la Madre, y sigue siendo Madre: para nosotros, por siempre.
ORACIÓN
Señor Jesús, todos necesitamos a la Madre. Tenemos necesidad de un amor que sea auténtico y
fiel. Necesitamos un amor que nunca vacile, un amor que sea refugio seguro para los momentos
de miedo, de dolor y de prueba. Señor Jesús, tenemos necesidad de mujeres, de esposas, de
madres, que devuelvan a los hombres el rostro hermoso de la humanidad. Señor Jesús, tenemos
necesidad de María: la mujer, la esposa, la madre que no deforma ni reniega jamás el amor. Señor
Jesús, te pedimos por todas las mujeres del mundo.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.
Jesús había dicho a sus discípulos: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que
cargue con su cruz y me siga».
MEDITACIÓN
Simón de Cirene, tú eres un insignificante y pobre labrador desconocido, del que no hablan los
libros de historia. Y, no obstante, ¡tú haces la historia! Has escrito uno de los capítulos más
hermosos de la historia de la humanidad: tú llevas la cruz de otro, levantas el madero del patíbulo
e impides que aplaste a la víctima. Tú nos devuelves la dignidad a todos nosotros, recordándonos
que somos nosotros mismos sólo cuando no pensamos en nosotros mismos (Lc 9,24). Tú nos
recuerdas que Cristo nos espera en el camino, en el rellano, en el hospital, en la cárcel, en las
periferias de nuestras ciudades. ¡Cristo nos espera...! (cf. Mt 25,40). ¿Lo reconoceremos? ¿Lo
asistiremos? ¿O moriremos en nuestro egoísmo?
ORACIÓN
Señor Jesús, se está apagando el amor y el mundo se convierte en un lugar frío, inhóspito,
inhabitable. Rompe las cadenas que nos impiden correr hacia los demás. Ayúdanos a encontrarnos
con nosotros mismos en la caridad. Señor Jesús, el bienestar nos está deshumanizando, la
diversión se ha convertido en una alienación, una droga: y la publicidad monótona de esta
sociedad es una invitación a morir en el egoísmo. Señor Jesús, reaviva en nosotros la llama de
humanidad que Dios nos puso en el corazón al inicio de la creación. Líbranos de la decadencia del
egoísmo y recuperaremos de inmediato la alegría de vivir y las ganas de cantar.
No tenía figura ni belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres,
como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros.
Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del
Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?
MEDITACIÓN
El rostro de Jesús está empapado de sudor, regado de sangre, cubierto de salivazos insolentes.
¿Quién tendrá valor para acercarse? ¡Una mujer! Una mujer se adelanta manteniendo encendida
la lámpara de la humanidad y enjuga el Rostro: ¡y descubre el Rostro! ¡Cuántas personas sin rostro
hay hoy! ¡Cuántas personas se ven desplazadas al margen de la vida, en el exilio del abandono, en
la indiferencia que mata a los indiferentes! En efecto, sólo está vivo quien arde de amor y se
inclina sobre Cristo que sufre y que espera en quien sufre, también hoy. ¡Sí, hoy! Porque mañana
será demasiado tarde (cf. Mt 25,11-13).
ORACIÓN
Señor Jesús, bastaría un paso y el mundo podría cambiar. Bastaría un paso y podría volver la paz a
la familia; bastaría un paso y el mendigo ya no estaría solo; bastaría un paso y el enfermo sentiría
una mano que le estrecha su mano, para que ambos se sanen. Bastaría un paso y los pobres
podrían sentarse a la mesa, alejando la tristeza de la mesa de los egoístas que, solos, no pueden
hacer fiesta. Señor Jesús, ¡bastaría un paso! Ayúdanos a darlo, porque en el mundo se están
agotando todas las reservas de la alegría. Señor, ¡ayúdanos!
Tú llevas la razón, Señor, cuando discuto contigo; no obstante, voy a tratar contigo un punto de
justicia. ¿Por qué tienen suerte los malvados, y son felices todos los perversos?
No te exasperes por los malvados, no envidies a los que obran el mal: se secarán pronto, como la
hierba, como el césped verde se agostarán. Aguarda un momento: desapareció el malvado, fíjate
en su sitio: ya no está; en cambio, los sufridos poseen la tierra y disfrutan de paz abundante.
MEDITACIÓN
Nuestra arrogancia, nuestra violencia, nuestras injusticias pesan sobre el cuerpo de Cristo. Pesan...
y Cristo cae de nuevo para darnos a conocer el peso insoportable de nuestro pecado. ¿Pero, qué
es lo que hiere hoy de modo particular el cuerpo santo de Cristo? Ciertamente, una dolorosa
pasión de Dios es la agresión en lo que se refiere a la familia. Parece que hoy se esté dando una
especie de anti-Génesis, un anti-designio, un orgullo diabólico que piensa en aniquilar la familia. El
hombre quisiera reinventar la humanidad modificando la gramática misma de la vida tal como
Dios la ha pensado y querido (cf. Gn 1,27; 2,24). Pero ponerse en el lugar de Dios sin ser Dios es la
arrogancia más insensata, la más peligrosa de las aventuras. Que la caída de Cristo nos abra los
ojos y nos permita ver el rostro hermoso, el rostro auténtico y santo de la familia. El rostro de la
familia, de la cual todos tenemos necesidad.
ORACIÓN
Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y lamentaban por él. Jesús se
volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros
hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: "dichosas las estériles y los vientres que no han
dado a luz y los pechos que no han criado". Porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el
seco?».
MEDITACIÓN
El llanto de las madres de Jerusalén inunda de piedad el camino del Condenado, mitiga la
ferocidad de una ejecución capital y nos recuerda que todos somos hijos: hijos nacidos del abrazo
de una madre. Pero el llanto de las madres de Jerusalén es sólo una pequeña gota en el mar de
lágrimas derramadas por las madres: madres de crucificados, madres de asesinos, madres de
drogadictos, madres de terroristas, madres de violadores, madres de dementes... ¡pero siempre
madres! Pero el llanto no basta. El llanto debe rebosar en amor que educa, en fortaleza que guía,
en severidad que corrige, en diálogo que construye, en presencia que habla. El llanto ha de
impedir otros llantos.
ORACIÓN
Señor Jesús, tú conoces el llanto de las madres, en cada casa, tú ves el recóndito lugar del dolor, tú
sientes el gemido silencioso de tantas madres heridas por los hijos: ¡heridas hasta morir...,
siguiendo vivas! Señor Jesús, tú deshaces los grumos de dureza que impiden la circulación del
amor en las arterias de nuestras familias. Haz que nos sintamos hijos una vez más, para dar a
nuestras madres -en la tierra o en el cielo- el orgullo de habernos engendrado y la alegría de poder
bendecir el día en que nacimos. Señor Jesús, enjuga las lágrimas de las madres, para que vuelva la
sonrisa al rostro de los hijos, al rostro de todos.
¿No eres tú, Señor, desde antiguo mi santo Dios que no muere? Tus ojos son demasiado puros
para mirar el mal, no pueden contemplar la opresión. ¿Por qué contemplas en silencio a los
bandidos, cuando el malvado devora al inocente?
«Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido. La visión espera su
momento, se acercará su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse».
MEDITACIÓN
Pascal ha hecho notar con agudeza: «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo; no hay que
dormirse durante este tiempo» (Pensamientos, 553). Más, ¿dónde agoniza Jesús en este tiempo?
La división del mundo en zonas de bienestar y en zonas de miseria... es la agonía de Cristo hoy. En
efecto, en el mundo hay como dos salas: en una se derrocha, en otra se perece; en una se muere
de abundancia y en la otra se muere de indigencia; en una se tiene miedo de la obesidad y en la
otra se implora la caridad. ¿Por qué no abrimos una puerta? ¿Por qué no formamos una mesa
sola? ¿Por qué no entendemos que los pobres son la cura de los ricos? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por
qué somos tan ciegos?
ORACIÓN
Señor Jesús, Tú has llamado necio al hombre que vive para acumular (cf. Lc 12,20). Sí, es necio
quien cree poseer alguna cosa, porque sólo uno es el Propietario del mundo. Señor Jesús, el
mundo es tuyo, solamente tuyo. Y Tú se lo has dado a todos para que la tierra sea una casa en la
que todos coman y que a todos cobije. Acumular, pues, es robar si el amontonar inútil impide a
otros vivir. Señor Jesús, haz que termine el escándalo que divide el mundo en palacetes y barracas.
Señor, ¡edúcanos en la fraternidad!
Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada
soldado. Y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo.
Y se dijeron: «No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quien le toca». Así se cumplió la
escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suertes mi túnica».
MEDITACIÓN
Los soldados quitan a Jesús la túnica con la violencia de los ladrones e intentan quitarle también el
pudor y la dignidad. Pero Jesús es el pudor, Jesús es la dignidad del hombre y de su cuerpo. Y el
cuerpo humillado de Cristo se convierte en denuncia de todas las humillaciones del cuerpo
humano, creado por Dios como rostro del alma y lenguaje para expresar el amor. Más hoy se
vende y se compra frecuentemente el cuerpo en las calles de las ciudades, por las calles de la
televisión, en las casas convertidas en calle. ¿Cuándo entenderemos que estamos matando el
amor? ¿Cuándo entenderemos que, sin pureza, el cuerpo no vive ni puede generar la vida?
ORACIÓN
Señor Jesús, sobre la pureza se ha impuesto astutamente un silencio general: un silencio impuro.
Se ha difundido incluso la convicción -totalmente embustera- de que la pureza es enemiga del
amor. Es verdad todo lo contrario, Señor. La pureza es la condición indispensable para poder
amar: para amar de verdad, para amar fielmente. Además, Señor, si uno no es dueño de sí mismo,
¿cómo puede entregarse al otro? Sólo quien es puro puede amar. Sólo quien es puro puede amar
sin deshonrar. Señor Jesús, por el poder de tu sangre derramada por amor danos un corazón puro
para que renazca el amor en el mundo, el amor del que todos sentimos tanta nostalgia.
MEDITACIÓN
Aquellas manos que habían bendecido a todos ahora están clavadas en la cruz; aquellos pies que
habían caminado tanto para sembrar esperanza y amor, ahora están clavados al patíbulo. ¿Por
qué, Señor? ¡Por amor! (cf. Jn 13,1). ¿Por qué la pasión? ¡Por amor! ¿Por qué la cruz? ¡Por amor!
¿Por qué, Señor, no has bajado de la cruz respondiendo a nuestras provocaciones? No he bajado
de la cruz porque así habría consagrado la fuerza como dueña del mundo, mientras que el amor es
la única fuerza que puede cambiar el mundo. ¿Por qué, Señor, este precio tan alto? Para deciros
que Dios es amor, Amor infinito, Amor omnipotente. ¿Me creeréis? (cf. Jn 4,8.16).
ORACIÓN
Jesús crucificado, todos nos pueden engañar, abandonar, defraudar; tú, en cambio, nunca nos
defraudarás. Tú has dejado que nuestras manos te clavaran cruelmente en la cruz para decirnos
que tu amor es verdadero, es sincero, fiel, irrevocable. Jesús crucificado, nuestros ojos ven tus
manos clavadas y, a pesar de ello, capaces de dar la verdadera libertad; ven tus pies sujetos con
clavos y sin embargo aún capaces de caminar y de hacer caminar. Jesús crucificado, ha terminado
la quimera de una felicidad sin Dios. Volvemos a ti, única esperanza y única libertad, única alegría y
única verdad. Jesús crucificado, ¡ten piedad de nosotros, pecadores!
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María la
Magdalena. Jesús, al ver a su madre, y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer,
ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el
discípulo la recibió en su casa.
Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde
Jesús gritó: «Elí, Elí, lamá sabaktaní», es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
MEDITACIÓN
Neciamente, el hombre ha pensado: Dios ha muerto. Pero si Dios muere, ¿quién nos dará ahora la
vida? Si Dios muere, ¿qué es la vida? La vida es Amor. La cruz, entonces, no es la muerte de Dios
sino el momento en que se quiebra la frágil capa de humanidad, que Dios ha tomado, y comienza
a desbordarse el amor que renueva la humanidad (cf. Jn 19,30). De la cruz nace la vida nueva de
Saulo, de la cruz nace la conversión de Agustín, de la cruz nace la pobreza feliz de Francisco de
Asís, de la cruz nace la bondad expansiva de Vicente de Paúl, de la cruz nace el heroísmo de
Maximiliano Kolbe, de la cruz nace la maravillosa caridad de Madre Teresa de Calcuta, de la cruz
nace la valentía de Juan Pablo II, de la cruz nace la revolución del amor: por eso la cruz no es la
muerte de Dios, sino el nacimiento de su Amor en el mundo. ¡Bendita sea la cruz de Cristo!
ORACIÓN
Señor Jesús, en el silencio de esta tarde se oye tu voz: «Tengo sed. Tengo sed de tu amor» (Jn
19,28). En el silencio de esta noche se oye tu oración: «Padre, perdónales. Padre, perdónales» (Lc
23,34). En el silencio de la historia se escucha tu grito: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). ¿Qué es lo
que se ha cumplido? «Os he dado todo, os he dicho todo, os he traído la más hermosa noticia:
Dios es amor. Dios os ama». En el silencio del corazón se siente la caricia de tu último don: «Ahí
tienes a tu madre, a mi madre» (Jn 19,37). Gracias, Jesús, por haber confiado a María la misión de
recordarnos cada día que el sentido de todo es el Amor: el amor de Dios plantado en el mundo
como una cruz. ¡Gracias, Jesús!
Y entregado a su Madre
Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde
Galilea para atenderle. Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era
también discípulo de Jesús. Éste acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se
lo entregaran...
Mientras Jesús y los discípulos recorrían juntos la Galilea, les dijo Jesús: «Al Hijo del hombre lo van
a entregar en manos de los hombres y lo matarán, pero resucitará al tercer día». Ellos se pusieron
muy tristes.
MEDITACIÓN
Se ha perpetrado el delito: nosotros hemos matado a Jesús (cf. Zc 12,10). Y las llagas de Cristo
arden en el corazón de María, mientras que un mismo dolor abraza a la Madre con el Hijo. La
Piedad. Sí, la Piedad grita, conmueve y hiere incluso a quien está acostumbrado a herir. La Piedad.
A nosotros nos parece que tenemos compasión de Dios, y, en cambio -una vez más- es Dios quien
tiene compasión de nosotros. La Piedad. El dolor ya no es desesperado y jamás lo será, porque
Dios ha venido a sufrir con nosotros. Y con Dios, ¿cómo se puede desesperar?
ORACIÓN
María, en el Hijo abrazas a cada hijo y sientes el desgarro de todas las madres del mundo. María,
tus lágrimas pasan de siglo en siglo y riegan los rostros y lloran el llanto de todos. María, tú
conoces el dolor... pero crees. Crees que las nubes no apagan el sol, crees que la noche prepara la
aurora. María, tú que has cantado el Magníficat (cf. Lc 1,46-55), entónanos el canto que vence el
dolor como un parto del que nace la vida. María, ruega por nosotros. Ruega para que llegue
también hasta nosotros el contagio de la verdadera esperanza.
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo
que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.
María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me
entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la
vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.
MEDITACIÓN
A veces la vida se asemeja a un largo y melancólico Sábado Santo. Todo parece haber terminado;
se diría que triunfa el malvado, que el mal es más fuerte que el bien (cf. Jr 12,1; Ha 1,13). Pero la fe
nos hace ver a lo lejos, nos hace vislumbrar la luz de un nuevo día más allá de este día. La fe nos
garantiza que la última palabra la tiene Dios: solamente Dios. La fe es verdaderamente una
lamparilla, la única que ilumina la noche del mundo: su llama humilde se funde con las primeras
luces del día: el día de Cristo Resucitado. La historia, pues, no termina en el sepulcro, sino que
brota en el sepulcro: así lo prometió Jesús (cf. Lc 18,31-33), así fue, y así será (cf. Rm 8, 18,23).
ORACIÓN
Señor Jesús, el Viernes Santo es el día de las tinieblas, el día del odio insensato, el día de la muerte
del Justo. Pero el Viernes Santo no es la última palabra: la última palabra es la Pascua, el triunfo de
la Vida, la victoria del Bien sobre el mal. Señor Jesús, el Sábado Santo es el día del vacío, el día del
miedo y del desconcierto, el día en que todo parece haber terminado. Pero el Sábado Santo no es
el último día: el último día es la Pascua, la Luz que se enciende de nuevo, el Amor que derrota
todos los odios. Señor Jesús, mientras se concluye nuestro Viernes Santo y se repite la angustia de
tantos Sábados Santos, danos la fe inquebrantable de María para creer en la verdad de la Pascua;
danos su límpida mirada para ver los reflejos que anuncian el último día de la historia: «un cielo
nuevo y una tierra nueva» (Ap. 21,1), ya comenzada en ti, Jesús Crucificado y Resucitado. Amén.
Hemos acompañado a Jesús en el Vía Crucis. Lo hemos acompañado aquí, por el camino de los
mártires, en el Coliseo, donde tantos han sufrido por Cristo, han dado la vida por el Señor; donde
el Señor mismo ha sufrido de nuevo en tantos.
Así hemos comprendido que el Vía Crucis no es algo del pasado y de un lugar determinado de la
tierra. La cruz del Señor abraza al mundo entero; su vía crucis atraviesa los continentes y los
tiempos. En el Vía Crucis no podemos limitarnos a ser espectadores. Estamos implicados también
nosotros; por eso, debemos buscar nuestro lugar. ¿Dónde estamos nosotros?
En el Vía Crucis no se puede ser neutral. Pilatos, el intelectual escéptico, trató de ser neutral, de
quedar al margen; pero, precisamente así, se puso contra la justicia, por el conformismo de su
carrera.
En el espejo de la cruz hemos visto todos los sufrimientos de la humanidad de hoy. En la cruz de
Cristo hoy hemos visto el sufrimiento de los niños abandonados, de los niños víctimas de abusos;
las amenazas contra la familia; la división del mundo en la soberbia de los ricos que no ven a
Lázaro a su puerta y la miseria de tantos que sufren hambre y sed.
Pero también hemos visto «estaciones» de consuelo. Hemos visto a la Madre, cuya bondad
permanece fiel hasta la muerte y más allá de la muerte. Hemos visto a la mujer valiente que se
acerca al Señor y no tiene miedo de manifestar solidaridad con este Varón de dolores. Hemos visto
a Simón, el Cireneo, un africano, que lleva la cruz juntamente con Jesús. Y mediante estas
«estaciones» de consuelo hemos visto, por último, que, del mismo modo que no acaban los
sufrimientos, tampoco acaban los consuelos.
Hemos visto cómo san Pablo encontró en el «camino de la cruz» el celo de su fe y encendió la luz
del amor. Hemos visto cómo san Agustín halló su camino. Lo mismo san Francisco de Asís, san
Vicente de Paúl, san Maximiliano Kolbe, la madre Teresa de Calcuta... Del mismo modo también
nosotros estamos invitados a encontrar nuestro lugar, a encontrar, como estos grandes y valientes
santos, el camino con Jesús y por Jesús: el camino de la bondad, de la verdad; la valentía del amor.
Hemos comprendido que el Vía Crucis no es simplemente una colección de las cosas oscuras y
tristes del mundo. Tampoco es un moralismo que, al final, resulta insuficiente. No es un grito de
protesta que no cambia nada. El Vía Crucis es el camino de la misericordia, y de la misericordia que
pone el límite al mal: eso lo hemos aprendido del Papa Juan Pablo II. Es el camino de la
misericordia y, así, el camino de la salvación. De este modo estamos invitados a tomar el camino
de la misericordia y a poner, juntamente con Jesús, el límite al mal.
Pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser «contagiados» por su misericordia. Pidamos
a la santa Madre de Jesús, la Madre de la misericordia, que también nosotros seamos hombres y
mujeres de la misericordia, para contribuir así a la salvación del mundo, a la salvación de las
criaturas, para ser hombres y mujeres de Dios. Amén.