Historias
Historias
Historias
Una vez el sultán iba cabalgando por las calles de Estambul, rodeado de cortesanos y soldados. Todos los habitantes
de la ciudad habían salido de sus casas para verle. Al pasar, todo el mundo le hacía una reverencia. Todos menos un
derviche harapiento.
El sultán detuvo la procesión e hizo que trajeran al derviche ante él. Exigió saber por qué no se había inclinado como
los demás.
El derviche contestó:
– Que toda esa gente se incline ante ti significa que todos ellos anhelan lo que tú tienes : dinero, poder, posición
social. Gracias a Dios esas cosas ya no significan nada para mí. Así pues, ¿por qué habría de inclinarme ante ti, si soy
dueño de dos esclavos que para ti son tus señores?.
– ¿Qué quieres decir con eso?! yo soy sultán indiscutible de todas estas tierras, todo está bajo mis dominios y todos
responden ante mi!– gritó.
– Mis dos esclavos, que para ti son los señores que dominan tu vida, son la ira y la codicia.
Dándose cuenta de que lo que había escuchado era cierto, el sultán se inclinó ante el derviche.
Hace mucho tiempo existía un enorme árbol de manzanas. Un pequeño niño lo amaba mucho y todos los días jugaba
alrededor de el. Trepaba al árbol hasta el tope y él le daba sombra. Él amaba al árbol y el árbol amaba al niño. Paso el
tiempo y el pequeño niño creció y el nunca más volvió a jugar alrededor del enorme árbol. Un día el muchacho
regresó al árbol y escuchó que el árbol le dijo. – Estoy muy triste. – ¿Vienes a jugar conmigo? Pero el muchacho
contestó: – Ya no soy el niño de antes que jugaba alrededor de enormes árboles. – Lo que ahora quiero son juguetes y
necesito dinero para comprarlos. Lo siento, dijo el árbol. – Pero no tengo dinero – Te sugiero que tomes todas mis
manzanas y las vendas. De esta manera tú obtendrás el dinero para tus juguetes.
El muchacho se sintió muy feliz. Tomó todas las manzanas y obtuvo el dinero y el árbol volvió a ser feliz. Pero el
muchacho nunca volvió después de obtener el dinero y el árbol volvió a estar triste. Tiempo después, el muchacho
regresó y el árbol se puso feliz y le preguntó. – ¿Vienes a jugar conmigo? – No tengo tiempo para jugar. – Debo de
trabajar para mi familia. – Necesito una casa para compartir con mi esposa e hijos. – ¿Puedes ayudarme? – Lo siento,
pero no tengo una casa, pero… – Tú puedes cortar mis ramas y construir tu casa. El joven cortó todas las ramas del
árbol y esto hizo feliz nuevamente al árbol, pero el joven nunca mas volvió desde esa vez y el árbol volvió a estar
triste y solitario. Cierto día de un cálido verano, el hombre regresa y el árbol estaba alegre. – ¿Vienes a jugar
conmigo? -le preguntó el árbol. El hombre contesta. – Estoy triste y volviéndome viejo. – Quiero un bote para navegar
y descansar. – ¿Puedes darme uno? El árbol contesta. – Usa mi tronco para que puedas construir uno y así puedas
navegar y ser feliz. El hombre cortó el tronco y construyó su bote.
Luego se fue a navegar por un largo tiempo. Finalmente regresó después de muchos años y el árbol le dijo. – Lo siento
mucho, pero ya no tengo nada que darte ni siquiera manzanas. El hombre responde. – No tengo dientes para morder,
ni fuerza para escalar. – Ya estoy viejo. Entonces el árbol con lágrimas en sus ojos le dijo. – Realmente no puedo darte
nada… – La única cosa que me queda son mis raíces muertas. Y el hombre contestó. – Yo no necesito mucho ahora,
solo un lugar para descansar. – Estoy tan cansado después de tantos años… – Bueno… las viejas raíces de un árbol,
son el mejor lugar para recostarse y descansar. – Ven siéntate conmigo y descansa. El hombre se sentó junto al árbol
y este feliz y contento sonrió con lágrimas.
NACIMIENTO
Los antropólogos de la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, estiman que el hombre de Neanderthal, que
habitó la tierra hace más de cuatrocientos mil años, poseía el don de la palabra. Esta novedad podría contestar una
pregunta que hasta hoy no tenía respuesta.
Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal, una noche en especial. Los
hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan calor y celebran el fin de otra jornada. A la mañana de ese
mismo día, los hombres habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban a sus críos.
Ahora que el sol ya se fue, es tiempo de descanso y de contar las experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó
a la presa que perseguía. No sabe mentir.
Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su turno, no tiene proezas para contar.
Entonces decide inventarlas. Miente una cacería imposible. Lo hace con tal perfección que transforma esa mentira en
una historia bella y apasionante. Todos piden que la repita. Aquella noche, sin saberlo, ese anónimo hombre de
Neanderthal acababa de inventar la literatura.
EL MUNDO
Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos
chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco
que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con
tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.
EL ZAR Y LA CAMISA
Un zar estaba enfermo y dijo: - Daré la mitad de mi reino a quien me cure. Entonces, se reunieron todos los sabios y
empezaron a discutir cómo curar al zar. Nadie sabía que hacer. Sólo un sabio afirmó que se podía curar al zar. - Si se
encuentra a un hombre feliz -dijo-, se le quita la camisa y se le pone al zar, éste se curará. El zar mandó que buscaran
a un hombre feliz por todo su reino, pero por mucho que sus emisarios cabalgaron por todos sus territorios, no
pudieron encontrarlo. No había ni uno que estuviese satisfecho de todo. Uno era rico, pero estaba enfermo; otro
gozaba de buena salud, pero era pobre; otro era rico y gozaba de buena salud, pero su mujer era malvada, o bien sus
hijos; todos tenían algún motivo de queja. Un día, a última hora de la tarde, el hijo del zar pasaba junto a una
pequeña isba y oyó a alguien que decía: - Gracias a Dios he trabajado bastante, he comido cuanto necesitaba y ahora
me voy a la cama. ¿Qué más puedo pedir? El hijo del zar se alegró, ordeno que le quitasen la camisa a ese hombre,
que le diesen una cantidad de dinero a modo de compensación, todo el que quisiera, y que llevaran la camisa al zar.
Los emisarios fueron a ver al hombre feliz y quisieron quitarle la camisa; pero ese hombre feliz era tan pobre que ni
siquiera tenía camisa.