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Camille Oster - Una Esposa Ausente

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LADY MCGREGOR

SERIE LADIES 2

ARLETTE GENEVE
LADY MCGREGOR
SERIE LADIES 2
ARLETTE GENEVE
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40
CAPÍTULO 41
CAPÍTULO 42
CAPÍTULO 43
CAPÍTULO 44
CAPÍTULO 45
CAPÍTULO 46
CAPÍTULO 47
CAPÍTULO 48
CAPÍTULO 49
CAPÍTULO 50
CAPÍTULO 51
CAPÍTULO 52
EPÍLOGO
PRÓLOGO
Mansión de Findhorn Hall, Londres
Había llegado el momento, lady Rawhide, hija del marqués de Bell, iba
a aceptar su proposición. Era la mujer que él buscaba: atractiva, de carácter
sosegado, prudente con las palabras y mesurada en los actos, además, ya no
era una debutante pues hacía casi una década que había sido presentada en
sociedad.
Nicholas Cameron Worthington, cuarto conde de Blakwey, necesitaba
con urgencia una esposa. Conocía los apuros económicos del padre de Lily,
ya que su hijo primogénito adolecía de diversas adiciones, entre ellas el
juego, y en consecuencia había derrochado buena parte de la fortuna familiar,
por eso los Rawhide estaban al borde de la bancarrota. Nicholas estaba
dispuesto a renunciar a la dote de la dama con tal de conseguir su mano
porque Lily cumplía sus expectativas. Tenía una sonrisa encantadora, además
de un bonito cabello castaño, y le gustaba especialmente cuando lo miraba de
forma soñadora.
Estaba convencido de que era la mejor elección.
La mansión de Findhorn Hall resplandecía como nunca. Si él no supiera
los apuros económicos que vivía el marqués, podría pensar que su casa y su
fortuna no corrían peligro alguno, pero Lily se había sincerado tiempo atrás,
y le había explicado la gran tragedia de su vida que comprometía su futuro:
su hermano mayor Philip perdía cientos de libras en los antros de Docklands
cada semana, y por eso a ella le urgía contraer matrimonio para sanear la
precaria economía familiar.
El carruaje se detuvo en la amplia escalinata. Nicholas esperó a que el
palafrenero le colocara el escabel antes de saltar fuera. Desde el exterior se
podía escuchar los compases de la orquesta y el bullicio de los invitados. Se
caló el sombrero de copa, se ajustó la capa, y sujetó los guantes con la mano
derecha.
—No más tarde de las doce, Alfred —le dijo al cochero.
—Aquí estaré, milord —contestó el conductor al mismo tiempo que el
palafrenero subía al pescante de un salto.
El sirviente azuzó los caballos, y el carruaje comenzó su andadura.
Nicholas subió los escalones de dos en dos. Le entregó la capa, los guantes y
el sombrero al mayordomo, y le pidió que no lo anunciara pues quería pasar
desapercibido el mayor tiempo posible. Cruzó el amplio vestíbulo abierto a
exterior, y se quedó parado en el umbral de la puerta del salón de
recepciones. Las damas brillaban enjoyadas y los hombres conversaban en
círculos cerrados. Nicholas tensó el mentón sin proponérselo, porque esos
círculos estaban cerrados para él desde hacía mucho tiempo, aunque confiaba
que eso cambiara una vez se hubiera desposado con Lily.
—¡Nicholas! —exclamó la dama que venía directamente hacia él.
Iba colgada del brazo de su hermano Philip que ya llevaba en el cuerpo
varias copas de más. La mujer le ofreció una suave sonrisa.
—Está tan bella como siempre —le dijo haciéndole la venia, y
besándole la mano que la mujer le ofrecía.
—Estaba impaciente —respondió ella.
El hermano hizo un gesto de desdén, y logró que Nicholas entrecerrara
los ojos. Conocía la reticencia de la familia de ella sobre sus pretensiones,
pero Lily había sido persuasiva en ese aspecto. También influía en la dama
las escasas posibilidades que tenía de formalizar un compromiso porque ya
no era una debutante, y porque la ruina familiar espantaba a las fortunas más
conservadoras.
Lily pasó del brazo de su hermano al de su pretendiente.
—Confío que me habrá reservado el primer y último baile —le dijo él.
Ella sonrió coqueta.
—Salvo el de mi padre y el de mi hermano, todos mis bailes le
pertenecen.
Nicholas hinchó el pecho pues se sentía satisfecho. Lady Rawhide no
era una jovencita, pero él necesitaba una mujer madura, responsable, y sobre
todo paciente.
Un invitado le hizo un gesto de saludo con la cabeza, él correspondió
mientras caminaba con la dama cogida a su brazo hacia una esquina del
salón. Nicholas lo tenía todo preparado: bailaría con la dama, y después le
presentaría sus respetos al padre para pedirle formalmente su mano.
—Está muy atractivo, lord Worthington —le susurró ella al oído.
A Nicholas le brillaron los ojos divertido. Era consciente que su estatura
y complexión atraía las miradas de las damas, pero no se creía un adonis.
—Voy a ser la envidia de todas las mujeres casaderas —continuó ella.
—Me halaga, lady Rawhide.
La mujer soltó una risa cantarina que atrajo varias miradas sobre ellos.
La orquesta comenzó un vals, y Nicholas la tomó entre sus brazos.
Comenzaron a bailar perfectamente compenetrados. Los dos se sostenían la
mirada, y parecía que en el gran salón de Findhorn Hall no existía nadie más
salvo la mujer y el hombre que se miraban con arrobo. La música cesó, y los
invitados hicieron un círculo en torno a ellos apartándose. Dominic Rawhide,
marqués de Bell, estaba plantado frente a ellos. Tenía el rostro sombrío y los
puños apretados a sus costados. Nicholas se separó de la hija un paso, pero no
la soltó a pesar de que la música había concluido.
—¡Suelte a mi hija, desgraciado!
El insultó desató las murmuraciones de los invitados.
—¡Padre! —exclamó la hija escandalizada porque presentía lo que
vendría a continuación—. No provoque un espectáculo ahora.
—No es bienvenido en Findhorn Hall —contestó a la hija.
Nicholas tragó con fuerza.
—He sido invitado por lady Rawhide —se justificó.
El marqués crujió los dientes y obvió su respuesta.
—Ningún Rawhide osaría invitar al matanobles…
En el gran salón ya no se escuchó un murmullo quedo, se oyó una ola de
exclamaciones. El insultó merecía una respuesta, pero Nicholas no se la
ofreció a pesar de que tenía legítimo derecho a hacerlo.
—Le reitero, he sido invitado por su hija.
—Eso me ha quedado claro —siseó el marqués entre dientes.
Lily lo sujetaba de la manga de la levita y tiraba de ella para llamar su
atención, pero Nicholas no apartaba los ojos del padre.
—Pretendía mantener después una conversación con usted para pedirle
su aprobación a nuestra relación.
No había pretendido decírselo delante de los invitados, pero no le había
quedado más opción.
El marqués lo miró con ojos desorbitados. ¿Cómo se atrevía a pretender
a su única hija siendo un asesino despreciable? Su nombre y su título estaban
manchados con sangre, y ningún noble con sentido común lo invitaría a
ningún evento, y mucho menos a socializar.
—¡Márchese por las buenas o se irá por las malas!
La espalda de Nicholas se tensó. Estaba acostumbrado a los insultos, a
que le girasen el rostro y le negasen el saludo, pero el marqués estaba
cruzando una línea muy peligrosa, sobre todo para un hombre como él.
—Su hija me dio a entender… —el marqués lo cortó.
—¡Además de asesino, necio! —bramó el noble.
El mentón de Nicholas se endureció hasta casi parecer granito.
—Vigile sus palabras, milord, pues en modo alguno deseo cobrarme esta
afrenta.
Nadie de los invitados podía esperarse que el marqués golpease el rostro
del vilipendiado con un guante, pero eso fue justamente lo que sucedió.
—Mis padrinos le dirán el día y la hora —le espetó el marqués lleno de
rabia.
Nicholas no entendía tal animadversión hacia su persona, pero en modo
alguno iba a aceptar el desafío. No iba a aumentar la mala fama que ya tenía
enfrentándose al marqués de Bell.
—Aunque existe un honor que limpiar tras su acción, no pienso aceptar
su reto —le dijo al anciano para tranquilizarlo, y porque seguía pretendiendo
la mano de la hija.
Contra todo pronóstico, el marqués volvió a abofetearlo con el guante.
—¡Nicholas! —exclamó la hija porque sabía lo que significaba ese
segundo desafío—. No se lo tenga en cuenta, por favor, yo hablaré con él.
Nicholas respiró profundo para Serenarse.
—Ya no será necesario, lady Rawhide, yo me ocuparé de todo —el
conde se giró hacia el marqués, y lo taladro con la mirada—. Esperaré
impaciente la visita de sus padrinos.
Lily Rawhide se llevó la mano a la boca para contener una maldición.
Nicholas Worthington había aceptado finalmente el desafío de su padre,
como había aceptado decenas de desafíos en su larga trayectoria como
duelista.
Nicholas Cameron Worthington, cuarto conde de Blakwey, se giró
hacia el resto de invitados al mismo tiempo que les sonreía de forma cínica.
—Quedad con el diablo…
CAPÍTULO 1
Cocklawfoot, frontera con Inglaterra
La muchacha lloraba silenciosa en la estancia, pero ese llanto no
escondía pena sino una inmensa ira. Le parecía sumamente injusto que la
única reprobada fuera ella cuando en la pelea habían intervenido tres chicas
más. En el interior oscuro y cerrado del cuarto, rumiaba su mal carácter.
Se le había agotado la paciencia.
Estaba resignada, aunque estar en esa estancia que más parecía una celda
que una habitación de castigo aislada, era mejor que vivir en Ruthvencastle, y
no pensaba regresar nunca porque odiaba ese lugar con todas sus fuerzas, al
momento pensó en su madre, y se descorazonó. La amaba con toda su alma,
pero también la detestaba porque no había hecho nada por aliviar su creciente
infelicidad. Jamás se había enfrentado al laird de Ruthvencastle ni por ella
misma ni por sus dos hijos. Uno había terminado marchándose a las colonias,
y, ella, ella había sido encerrada en un lugar horrible del que había querido
escapar un día sí y otro también, salvo que no se lo habían permitido. Ahora,
residiendo en Lammermuir como huérfana sin familia, no era del todo
desgraciada pues había conseguido una verdadera amiga: la primera amiga en
sus diecisiete años.
Serena McGregor era ahora mucho más libre que en toda su vida
anterior.
Dejó de maldecir porque llevaba demasiado tiempo haciéndolo. De su
ira fraternal no se había librado nadie, pero sobre todo esa bestia sin corazón
al que tenía por padre.
Al principio de su encierro en Ruthvencastle, nada lo había conmovido,
ni sus lágrimas, ni su ofrenda de mostrarse obediente, por supuesto que el
laird conocía que ella no pensaba cumplir ninguna promesa que le hiciera
bajo coacción, pero al menos lo había intentado. En las semanas que estuvo
encerrada en ese odioso y miserable castillo, le había enviado varios mensajes
y cartas a Roderick Penword, pero él no había respondido ninguna. Serena
había creído que le gustaba lo suficiente como para que él decidiera
enfrentarse a todos por ella, pero se había equivocado por completo. Y lo
maldijo durante muchas noches con sus días porque ella había alentado esa
atracción, en primer lugar porque había descubierto que molestaba a su padre,
y en segundo lugar porque Roderick significaba para ella una vía de escape,
pero el príncipe resultó un sapo, y su padre un ogro despiadado que la había
encerrado en vida.
Ella detestaba Escocia, lo destetaba a él, y por ese motivo seguía en ese
lugar perdido de la mano de Dios con tal de que no la encontrara.
—¡Grace! ¿Estás bien?
En Lammermuir la llamaban por su segundo nombre. Tras la hoja de
madera escuchó la voz de su amiga del alma. Serena corrió hacia la voz y
pegó la oreja a la puerta.
—¡Roslyn! —contestó emocionada—. ¿Qué haces aquí?
Su amiga podía ser reprendida también por esa temeridad de querer
hablar con ella cuando no había finalizado el castigo.
—Tienes que controlar tu carácter —le aconsejó la otra.
Serena pifió de forma poco femenina.
—De verdad que lo intento, pero Megan me provoca cada día —
respondió con voz aguda.
Megan Culen junto a sus dos vasallas, Nessie y Elsie, le hacían la vida
imposible. El trío diabólico, como las había denominado ella, sometían a
cada muchacha nueva que llegaba a la escuela, y la obligaban a la
servidumbre, pero ella no era criada de nadie, y por eso se había convertido
en la enemiga a abatir. Cada vez que se le presentaba la ocasión, Megan la
provocaba y la inculpaba de acciones que ella misma causaba.
—Tienes que ignorarla, actuar como si no sucediera nada. Debes ser
dócil y tranquila, no responder a las provocaciones —le aconsejó Roslyn
sincera.
Serena masculló ofendida, eso era precisamente lo que hacía su madre
desde que ella tenía uso de razón, y se juró desde niña que jamás imitaría
semejante falta de carácter.
—Simplemente le he dado su merecido —replicó con voz firme.
Tras la puerta escuchó la risa de Roslyn.
—Le están dando tres puntos de sutura en la ceja —le informó—. Le
quedará una cicatriz bastante fea.
El pecho de Serena se insufló de ánimo. Megan se creía una beldad, y lo
cierto es que lo era, pero su vacua personalidad la superaba, porque además
era mentirosa, frívola, y, por si fuera poco, metomentodo. Hasta su llegada a
Lammermuir, Roslyn había sido la diana de sus insultos y golpes, pero
Serena cambió esa circunstancia. El primer día que la defendió, se ganó a tres
enemigas, pero también a una amiga incondicional.
—Yo no cogí los jabones perfumados de la señorita Giric.
Serena escuchó el suspiro largo de Roslyn.
—Lo sé, pero solo tenías que negarlo cuando te preguntó.
Llevaba tres meses haciendo precisamente eso, y ya estaba cansada: ella
no era una ladrona, ni iba a permitir que nadie la acusara de serlo.
—¡Señorita McAvoy! —Serena escuchó el gemido, y el ruido que hizo
su amiga al ser pillada por sorpresa—. ¿Busca meditar usted también en
completa soledad? —la voz era de Nerys Giric, la profesora que les daba
clases de comportamiento y también de música.
Serena se dijo que esa pregunta era un eufemismo.
—Simplemente quería saber si Grace se encontraba bien —se defendió
la amiga.
—¡Por supuesto que estoy bien! —exclamó la mencionada tras las
puerta cerrada.
—No es a ella a quién le están curando las heridas —trajo a colación la
profesora.
—Ya me iba —afirmó Roslyn a toda velocidad.
Serena oyó los pasos tras las baldosas del suelo, y se levantó de su
posición en cuclillas. Dio dos pasos hacia atrás cuando escuchó la llave en la
cerradura. Cuando Nerys Giric abrió la puerta, Serena parpadeó.
—Observo que la falta de compañía y de luz no menguan sus ansias de
problemas.
Esa era una acusación tonta pues ella no buscaba crearse dificultades,
pero tampoco podía dar la espalda a unas acusaciones, ni a unas entrometidas
que trataban de hacerle la vida imposible.
—Yo no cogí sus jabones perfumados —repitió firme.
La mujer de mediana edad terminó por entrar en la estancia oscura
donde no había ni ventana ni lámparas de gas que la iluminase.
—Eso debía de esclarecerlo la directora.
Serena tensó la espalda. Julie Scott, la directora, solía ser una mujer
justa que le había evitado más de un disgusto gracias a las credenciales que le
había facilitado Sienna McGregor.
—No llevo muy bien las acusaciones falsas —replicó.
Nerys Giric la miró de forma reprobadora, y Serena optó por guardar
silencio.
—La señorita directora desea mantener una charla con usted…
Serena se limpió las manos en la tela de su vestido pues las sentía
húmedas, y la siguió dócil. Las dos recorrieron los estrechos pasillos hasta
llegar a la planta superior. Todas las alcobas estaban abiertas pues era una de
las reglas del colegio orfanato. Las puertas no se cerraban ni cuando todas las
muchachas se encontraban acostadas en sus lechos. Era una forma de control
y de disuasión para que ninguna sintiera la tentación de hacer algo ilícito.
Cruzaron el salón principal, y llegaron al vestíbulo de entrada, cuando la
señorita Giric se paró frente a la puerta de la biblioteca, se giró hacia ella para
mirarla.
—Presumo que no le gustará lo que tiene que decirle —le dijo.
Serena ya se lo esperaba. La mujer tocó la puerta, y, esperó.
—Adelante.
Cuando escuchó el permiso, abrió la puerta y le permitió el paso. La
muchacha quedó plantada frente a una mujer de mediana edad, bajita, y
delgada. Tenía los caballos grises, y parecía mayor.
—Toma asiento, por favor.
En la voz de la mujer no había dureza ni enfado. Serena se sentó, y
observó los gestos de la directora al guardar algunos papeles. Ella ignoraba
que acababa de releer una carta enviada meses atrás por Sienna McGregor.
La directora le permitiría unos minutos en soledad para que elaborara una
explicación plausible a su comportamiento, y esos minutos de silencio los usó
Serena para recordar por qué motivo estaba en la escuela de señoritas
huérfanas de Lammermuir.
Cuando el laird de Ruthvencastle la escondió, primero en la Abadía de
Aberdeenshire, Serena desconocía los motivos que lo llevaron a ello, pero
meses después, su padre la llevó a otro lugar, a Mòrpradlann, con un familiar
que no conocía, pero que supuso un refrescante cambio en su vida. Serena
pasó del encierro de Ruthvencastle al de Aberdeenshire, pero después, en
Mòrpradlann, había sido realmente feliz por primera vez en mucho tiempo.
Sienna McGregor, hermanastra de su padre, resultó ser una mujer increíble:
fuerte, con una personalidad arrolladora, y con auténticas responsabilidades
pues manejaba una gran propiedad de la que dependían muchas familias. Era
una mujer a la que admirar, y la que le permitió vivir con la libertad que sus
propios padres le habían negado.
Serena no entendía por qué motivo su padre la había encerrado en dos
lugares diferentes, pero Sienna se lo explicó con todo detalle tiempo después.
Tras mantener una larga conversación con ella, se le cayó la venda de los
ojos. Su padre la había alejado del hogar que conocía y la había dejado en un
lugar extraño, porque temía que la secuestraran. Serena escuchó la palabra
secuestro, y perdió el color del rostro. Ella no quería que ningún escocés la
secuestrara y la obligara a un matrimonio forzado que la condenaría de por
vida a vivir en esos parajes malditos.
Sienna le explicó con sumo detalle lo que su padre y madre le habían
obviado durante toda su vida: el compromiso ineludible con un clan de las
Tierras Altas del norte. Le explicó cómo funcionaban los compromisos
adquiridos entre escoceses, y la libertad que como mujer perdería. Tras
escucharla, Serena tuvo muy claro que jamás iba a desposarse con un escocés
pues antes prefería la muerte, y entonces todo se complicó. Su familia jamás
regresó a buscarla, ni ella quería que lo hicieran, pero tiempo después el
familiar recién encontrado murió por culpa del hombre que la había hecho tan
desgraciada en el pasado, ella había escapado de puro milagro del incendio, y
del hombre que buscaba venganza.
Si ella no había tenido duda sobre los despreciables escoceses, ese
incidente se lo reafirmó, y llegó a detestarlos todavía más.
Días antes del momento fatídico, Sienna le había entregado una carta
lacrada con una dirección, una bolsa de piel con dinero, y una nueva
oportunidad para seguir escondida. Le había explicado sin saltarse ningún
detalle, que siendo tan joven no podría cruzar sola la frontera para ir a
Inglaterra como pretendía, tampoco podría viajar fuera del reino. Le aconsejó
que esperara unos meses hasta que todo se calmara, y que entonces regresara
a Ruthvencastle, pero Serena no pensaba hacerlo. Ella jamás regresaría a ese
lugar donde había sido tan desgraciada, y donde siempre viviría atemorizada
de que la secuestraran y la obligaran a un matrimonio no deseado con un
salvaje que la haría inmensamente infeliz.
La noche que llegaron los escoceses, Sienna logró esconderla fuera de
Mòrpradlann, y horas después la casa ardía hasta los cimientos. En la
mañana, llena de congoja y también asustada por todo lo ocurrido, pensó en
la carta, en la bolsa con el dinero, y se marchó de Mòrpradlann con rumbo a
Lammermuir: el mejor escondite que había encontrado Sienna para ella
porque estaba en el sur de Escocia: justo en la frontera con Inglaterra. Sienna
desconocía que ella no tenía intención de quedarse allí, tenía muy claro que
buscaría una oportunidad para cruzar la frontera y regresaría a Inglaterra, y
después al reino de España.
—Ya hemos hablado anteriormente de su comportamiento violento con
el resto de compañeras —Serena pensó que ella no mostraba un
comportamiento violento, pero no la contradijo—. Estás aquí para aprender a
ser una señorita educada, y para suavizar tu carácter —la directora inspiró
aire antes de continuar—. Se os está dando la oportunidad de prepararos para
afrontar un futuro que puede ser prometedor.
—Lo sé, señorita Scott —dijo Serena clara—, pero Megan Culen es una
auténtica víbora.
—¡Grace! —exclamó la directora.
Serena se arrepintió de inmediato de sus palabras.
—Lo lamento —dijo sincera—, pero me cuesta no responder a sus
provocaciones.
Julie Scott miró a la muchacha de diecisiete años con lástima. Esas
muchachas huérfanas no tenían a nadie que las protegiera. Habían vivido la
mayor parte de su vida con las querencias más básicas de afecto. En
Lammermuir ella trataba de ofrecerles, además de un lugar donde vivir, una
preparación que las ayudaría a salir adelante. Se les enseñaba modales,
comportamiento, cómo organizar una casa, y, lo más importante, a ser
complacientes con un futuro esposo.
—La violencia no está permitida en esta escuela.
Serena tuvo el atino de bajar los párpados.
—No estaba siendo violenta, me defendía —le explicó.
La directora entrecerró los ojos al escucharla. Ella era consciente de que
a Megan Culen le gustaba ser líder entre las muchachas, y, hasta la llegada de
ella, no había tenido problemas en serlo.
—Le quedará una cicatriz bastante fea que puede reducir
considerablemente sus posibilidades.
Esas palabras atrajeron su atención.
—¿Reducir sus posibilidades? —preguntó de forma retórica.
«Ya me gustaría», se dijo para sí misma.
—Lammermuir os prepara para que podáis tener vuestro propio hogar,
vuestra propia familia —eso ya lo sabía—. Las muchachas más bellas y
sumisas atraen a los mejores partidos.
Serena escuchaba la palabra sumisión y sentía deseos de maldecir.
—Una pequeña cicatriz no reducirá las posibilidades de Megan de
encontrar un buen hombre al que hacer un desgraciado.
Los ojos de la directora le indicaron que se había sobrepasado.
—Tienes que disculparte.
—¿Disculparme? —por el tono de voz parecía que Serena se había
tragado un sapo verde.
—No pienso permitir ni tolerar en mi escuela ninguna riña o altercado
entre mis pupilas —Serena se miró las manos que tenía entrelazadas en el
regazo—. Cuando surja cualquier problema, por ínfimo que sea, se me debe
de informar de inmediato.
Serena se dijo que la directora estaba siendo mucho más suave de lo
había pensado.
—Lo lamento —dijo al fin tras unos minutos de silencio.
—Megan también espera una disculpa por ese carácter que tendrás que
controlar a partir de este momento.
Los hombros de Serena se tensaron.
—Yo no robé los jabones —protestó con energía—. Me acusó
injustamente.
La directora soltó un suspiro largo.
—No estás aquí por los jabones —le aclaró—. Quiero creer que no los
cogiste, aunque deberías de haberme informado la verdad y no liarte a golpes
con una compañera —Serena la miró atónita.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —sabía la respuesta, aún así la
formuló.
—Estás aquí para aprender a controlar esa difícil naturaleza en tu
persona, y que muestras en cada ocasión que se te presenta.
Como la directora creía que era una huérfana criada en la calle, había
disculpado la mayoría de riñas que había tenido con Megan Culen, pero a la
vista estaba de que no iba a tolerar ningún enfrentamiento más.
—Me ofende que me acusen de ladrona —repitió en sus trece.
La directora echó la espalda hacia atrás y la miró fijamente. Tenía frente
así a una muchacha que era pura pasión además de inteligente. Era decidida,
deslenguada… cuando Sienna McGregor, su amiga de la infancia, contactó
con ella meses atrás y le habló de la huérfana que había tomado como pupila,
y que pretendía que ingresara en el colegio para protegerla, ella no podía
imaginarse la cantidad de problemas que le generaría la joven muchacha. ¿De
quién la quería proteger Sienna? ¿Le había dicho su amiga toda la verdad con
respecto a ella? ¿Por qué sentía que alrededor de esa historia había muchos
detalles que no encajaban?
—Sienna quería que te formaras como una señorita decente —le recordó
la directora.
Por el tono de su voz, Serena tenía claro que ambas mujeres habían sido
buenas amigas.
—Soy una señorita decente —protestó con energía.
Demasiado tarde Serena recordó que ella no estaba en el colegio como
hija de buena familia, sino como una muchacha criada en la calle: como todas
y cada una de las muchachas de Lammermuir. Si ella no le había informado a
la directora a qué familia escocesa pertenecía, era precisamente para
mantener su anonimato, porque no quería que la regresaran allí de donde
provenía. Si la señorita Scott descubría que no era una huérfana, ella tendría
que regresar a Ruthvencastle, y por su vida que no pensaba hacerlo.
—Sienna era amiga mía —dijo de pronto la directora—, me encargó tu
cuidado, y me encantaría poder ayudarte, pero solo podré hacerlo si tú me lo
permites.
En la mirada de la mujer se podía vislumbrar el respeto y el afecto que
sentía hacia Sienna.
—Me disculparé con Megan —aceptó sin un parpadeo.
Serena pensó que una disculpa bien valía la oportunidad de seguir en la
escuela, sobre todo hasta que pudiera huir hacia Inglaterra y llegar hasta
Dover donde embarcaría rumbo al reino de España. No sabía cómo iba a
lograrlo, ni cuándo, pero lo conseguiría aunque fuese lo último que hiciera en
su vida.
—Me alegra escuchar eso —dijo la directora con una suave sonrisa.
—¿Es todo, señorita Scott?
La mujer hizo un gesto con la cabeza y la despidió. Serena se levantó, le
hizo una ligera reverencia en señal de respeto, y salió decidida a no permitir
que Megan la provocara más, pero antes tendría que darle esa disculpa
inmerecida.
Cuando la muchacha cerró la puerta, Julie Scott se encontró
entrecerrando los ojos pensativa. Sienna no se lo había dicho de forma
directa, pero ella estaba convencida de que la muchacha debía ser su hija
ilegítima porque de otro modo no se explicaba todas las molestias que se
había tomado. Ella tenía la ardua tarea de educarla y proporcionarle una
buena familia. Si no lograba dominar ese carácter endiablado, dudaba que lo
consiguiese.
CAPÍTULO 2
Serena miraba el patio interior del edificio. Lo hacía sentada en el
alfeizar de la ventana, y con los brazos sujetando sus piernas. Era la hora de
descanso después de la clase de música y de cocina. Ella amaba la música y
no se le daba del todo mal la pianola, pero no le gustaba desplumar pollos y
despiezar corderos: el olor se le quedaba impregnada en la piel de las manos,
y ya no podía borrarla durante horas.
—¡Estás aquí! —la voz de Roslyn le hizo girar la cabeza hacia las
escaleras.
—¿Dónde iba a estar? —preguntó mirando de nuevo hacia el patio
interior.
—Ayudándome a descamar el salmón, como yo te ayudé a desplumar
las gallinas.
Al contrario que el resto de muchachas, Roslyn y ella se ayudaban en las
multitudinarias tareas que tenían que realizar en la escuela: lavado de ropa de
hogar, enceramiento de muebles, despiece de animales…
—He descubierto que no me gusta cocinar —afirmó Serena mirando a
una niña en el patio que no debía de tener más de ocho años.
Estaba tan delgada que la piel parecía papel sobre los huesos. Acababa
de ingresar en Lammermuir, y se mostraba asustada, también desconfiada, y
había despertado un sentimiento de protección en ella.
—No creas que a mí me gusta destripar pollos, pero es necesario porque
el día de mañana tendremos que hacerlo para nuestras propias familias.
Serena pensó en el anciano Ralph que era el mayordomo de
Ruthvencastle, y en su mujer Emmy que se encargaba de la cocina. Algunos
platos de los que cocinaba la mujer le gustaban especialmente, y su corazón
se enterneció al recordarlos.
Roslyn se percató perfectamente de la mirada melancólica que acudió a
los ojos de su amiga, y se preguntó qué la habría provocado.
—Si nos preparamos bien, jamás volveremos a pasar necesidad.
Serena giró el rostro y clavó los ojos en los de su amiga. Roslyn había
vivido en las calles de Edimburgo toda su vida. Había mendigado y robado
hasta que un sacerdote decidió rescatarla de la mendicidad, y la envió con la
señorita Scott. Antes, había hecho una colecta entre sus feligresas porque,
aunque Lammermuir era una escuela orfelinato para huérfanas de la calle, se
sustentaba con donativos de mujeres piadosas, también de alguna que otra
mecenas.
—Algún día Grace, no tendré que desplumar, descamar, ni encerar
ningún mueble, seré una dama con sirvientes para que hagan todo ese trabajo
que detesto.
Lo último que esperaba Roslyn era que su amiga estallara en carcajadas,
pero continuó:
—Bueno, es posible que no seamos nunca damas de alcurnia, pero
tendremos nuestra propia familia para cuidar, y lo haremos de buena gana.
Serena hizo un chasquido con la lengua muy poco femenino.
—¿Es a eso a lo que aspiras, Roslyn? —le preguntó aunque de forma
distraída.
—¿A qué aspiras tú?
Roslyn terminó por apoyarse en el alfeizar con lo que Serena tuvo que
bajar los pies.
—A no tener que preocuparme nunca más.
«Ni de seguir escondida de forma indefinida por culpa de un ogro», se
dijo para sí misma.
La amiga sonrió de oreja a oreja.
—¿Te imaginas casada con alguien importante?
Serena hizo una mueca de disgusto con los labios.
—Es que no quiero casarme.
Recordaba muy bien que su padre la había encerrado porque un clan del
norte quería secuestrarla para obligarla al matrimonio. También recordó que
su tía materna, Sienna, había muerto en el incendio provocado por el hombre
que tanto sufrimiento le había causado en el pasado, y que ella ahora estaba
escondida en un lugar perdido de la mano de Dios porque no quería regresar
a la vida que había llevado desde su infancia.
—Todas queremos casarnos —dijo la amiga con ojos brillantes.
Serena la miró muy seria.
—Yo no…
Roslyn escuchó su tono seco, y la miró con atención.
—Es la única salida decente para mujeres como nosotras.
Ahora se lamió el labio inferior con disgusto. Ella era nieta de conde,
sobrina de conde, sobrina nieta de duque, y, sin embargo, tenía que vivir
escondida por culpa de los escoceses, de esos bárbaros que no entendían de
progreso ni de negativas.
—Cuando sea libre —comenzó Serena—, cuando sea dueña de mi
propio destino, vendré a buscarte, y te llevaré allí donde yo esté —Roslyn no
podía ni imaginarse todos los planes que estaba haciendo Serena mientras
hablaba.
Se marcharía de Escocia, regresaría al reino de España, y le pediría
ayuda a su tío el conde de Zambra. Jamás volvería a pisar Inglaterra, y no
pensaba casarse: viviría en una casita soleada, con un gran jardín, y docenas
de animales domésticos…
—¡Despierta, amiga! —le dijo Roslyn mientras la zarandeaba
suavemente por el brazo—. Parece que vives en una nube.
No, no vivía en una nube, pero nadie podía decirle lo que podía soñar y
lo que no.
—Ahhh, Roslyn, pienso en tardes soleadas contemplando extensos
campos llenos de olivos…
—¿Olivos? —la interrumpió la amiga.
—Árboles frutales —contestó. Estaba claro que Roslyn no había visto
un olivo en su vida—. Días llenos de sol y sin lluvia —continuó—. De largos
paseos a caballo oliendo las flores del campo, el trino de los pájaros, el
sonido del agua cuando discurre mansa por el riachuelo…
Otra vez la interrumpió.
—Todo eso podrías tenerlo si te casas con un rico terrateniente del sur
de Inglaterra, dicen que las temperaturas allí son mucho más suaves, y que
apenas nieva.
Serena pensaba mucho más al sur, concretamente en Andalucía, de
donde era oriunda su madre.
—Tendré todo eso sin tener que casarme —respondió pensativa.
Roslyn amplió la sonrisa de su rostro, y Serena se dijo que era muy
bonita. Lo más llamativo de Roslyn era su rostro pecoso enmarcado por una
cascada de rizos rojos. Sus bonitos ojos lavanda brillaban siempre con afecto.
Era la amiga que cualquier mujer desearía tener.
—Pues yo espero encontrar al hombre que me amará y me cuidara, ¿y
sabes dónde? En el mercado navideño de Evertown.
Roslyn hablaba con tanta ensoñación que Serena hizo una mueca. La
escuela de señoritas huérfanas de Lammermuir asistía a ese mercado cada
año. Allí, una baronesa viuda y acaudalada, hospedaba en su mansión a las
muchachas en edad casadera, y ofrecía una fiesta navideña con baile a la que
asistían hombres que buscaban esposa. Todo bajo la atenta mirada de la
baronesa, de la directora Scott, y de la profesora Giric.
—Tengo entendido que los hombres que asisten al baile de la baronesa
son ancianos, viudos…
Roslyn la cortó.
—Hombres respetables que nos ofrecen una nueva vida. La oportunidad
de formar una familia…
Ahora fue Serena la que la cortó.
—No me inspiran ninguna confianza.
Roslyn la miró sorprendida.
—¿Quiere decir que no piensas asistir?
Serena soltó un suspiro largo.
—La directora mencionó que todas no podemos asistir al mercado ni a
la fiesta porque alguien tiene que cuidar a las más pequeñas, como aquella
niña solitaria.
Serena señaló un lugar en el patio. Los ojos de Roslyn siguieron la
indicación.
—¿Te refieres a la nueva, a Sophie Hunter?
Ella ignoraba cómo se llamaba la muchacha.
—Hay muchas niñas pequeñas a las que cuidar en Lammermuir.
—¿Y sacrificarías la oportunidad de tu vida por ellas?
No iba a sacrificar nada porque no tenía intención de conocer a ningún
viudo o anciano con fines matrimoniales. Ese no era su destino, sino el de
vivir con su tío Lorenzo lejos de la influencia de su padre.
—Yo aspiro a más, Rosliyn —susurró queda.
—¡Pero es que no puedes aspirar a más! —le dijo la otra—. Bueno, a
menos que tengas la enorme suerte de conocer a un noble venido a menos
que busque una esposa huérfana.
—Y sin tener un lugar dónde caerse muertas… —apostilló con burla.
Serena ya estaba cansada de esa charla que le parecía insustancial. Los
nobles, por muy venidos a menos que fueran, jamás buscaban muchachas
huérfanas y pobres para casarse con ellas.
—Rachel lo consiguió —dijo de pronto Roslyn—. Ahora es lady
Hawkins
—¿Hawkins? —preguntó Serena pero sin estar interesada, salvo que
Roslyn no se percató.
—Era una de nosotras, huérfana, pobre, y no tenía dónde caerse muerta
como bien has mencionado —utilizó su misma frase—, pero conoció a un
lord inglés en el mercado navideño de Evertown y se casó con él. Ahora es
lady Hawkins —Serena no sabía cómo lograr que Roslyn dejara de hablar
tonterías que no le interesaban lo más mínimo—. Y ten por seguro que si
asiste un noble al mercado, y luego a la fiesta de la baronesa, será para mí.
Me convertiré en la próxima lady.
—Buena suerte entonces —le deseó Serena.
Roslyn se enfadó por su comentario porque le pareció condescendiente.
—No te burles.
La mencionada giró el rostro hacia su amiga tras escucharla. Ella no se
burlaba, simplemente Roslyn estaba muy equivocada.
—No lo hago —respondió—. Es que no me gustaría que te llenaras la
cabeza de expectativas que no se cumplirán. Las decepciones son muy duras
de asimilar.
Roslyn se quedó pensativa. No era la primera fiesta de la baronesa a la
que asistía, pero ahora estaba lista para encontrar a un buen hombre que
quisiera hacerla su esposa. Ella quería abandonar Lammermuir, y casarse era
la única forma de hacerlo.
—¿Sabes, Grace? Con ese carácter serías una buena gobernanta en una
enorme mansión.
Fue escucharla, y soltar una carcajada. Roslyn era ingenua pero tenía
sentido del humor. Iba a contestarle cuando escucharon la campanilla, había
pasado el breve descanso.
—Soy una dulce y tranquila muchacha…
CAPÍTULO 3
Lumsdale Falls, condado de Norfolk, Inglaterra
—Lord Hawkins, milord —el conde se giró hacia la voz del
mayordomo.
—¿Jerome está aquí? —preguntó aunque de forma retórica—. Que pase
—el mayordomo hizo un gesto solemne con la cabeza antes de salir de la
biblioteca.
El noble se quedó pensativo tras el anuncio de la visita de su mejor
amigo. Ignoraba que había regresado de viaje.
—¡Nicholas! —exclamó el visitante que avanzó hacia él con una sonrisa
de oreja a oreja.
—Jerome —correspondió él—. Creía que seguías de viaje en Italia.
Jerome Hawins lo abrazó de forma efusiva a pesar de su gesto adusto.
—Rachel deseaba regresar pues no le ha gustado tanto el clima de
Venecia como yo imaginaba.
Nicholas le hizo un gesto con la mano para que tomara asiento.
—¿Un brandy? —le preguntó.
—No, gracias, acabo de tomar un refrigerio en el club.
Los ojos de Nicholas se entrecerraron. Si Jerome venía del club, estaría
al tanto de los últimos acontecimientos.
—Pues a mí me apetece beber, y no pienso hacerlo solo —Nicholas le
dio instrucciones al mayordomo para que trajera una botella de champán.
—Tan obcecado como siempre —le dijo Jerome.
Nicholas no se ofendió, pero le mostró una sonrisa sarcástica.
—Tu regreso bien vale un brindis.
El mayordomo regresó con una bandeja de plata que contenía una
botella descorchada de champán y dos copas.
—Yo lo serviré Sebastian —le dijo al mayordomo que se retiró tan
silencioso como había llegado.
Nicholas llenó dos copas, le tendió una a su amigo, y alzó la suya propia
en un brindis.
—Por tu regreso.
—Por tu último duelo —replicó el otro.
Nicholas hizo como si no lo hubiera escuchado, y se tomó el contenido
de un trago.
—Veo que te has enterado —respondió mientras se llenaba de nuevo la
copa.
—Me enteré en el club —respondió Jerome—. Ya sabes que los duelos
son ilegales —le recordó.
—Y todos los duelistas lo sabemos.
—Pero ello no evita que se sigan produciendo.
Nicholas se bebió un trago corto, y dejó la copa sobre la mesa.
—No pude negarme a la segunda provocación.
Jerome bajó la copa, apenas había bebido un trago. La depositó en la
mesa junto a la de él. No había sido insultos sino bofetadas de guante, una
diferencia más que significativa.
—Lamento no haber estado aquí cuando sucedió.
Jerome solía ser el padrino de Nicholas cuando tenía que enfrentar un
duelo.
—Solo le hice un rasguño —comentó de pasada—. Ese insolente se
merecía mucho más.
Nadie en el reino tenía mejor puntería que él, y, aunque podía haber
tirado a muerte, simplemente le había dado un escarmiento hiriéndolo en el
brazo. El marqués de Bell tardaría mucho tiempo en volver a sujetar un arma
y mostrarse tan orgulloso en proclamas.
—Imagino que la dama dio por finalizada vuestra relación.
Indudablemente ser refería a lady Rawhide.
—No hubo relación —admitió pensativo—. Creí que al no ser
debutante, sería más fácil que accediera a casarse conmigo, pero me
equivoqué.
Jerome lo miró con cierta tristeza. Nicholas era el cuarto conde de
Blakwey, era un hombre muy inteligente, de presencia imponente, y poseía
una de las mayores fortunas de Norfolk, sin embargo, ninguna dama lo
aceptaba como posible pretendiente por su escabroso pasado.
—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó. Nicholas no lo sabía. En diez
meses había recibido quince negativas, apenas le quedaban opciones—. De
verdad creía que lady Kisley aceptaría tu proposición —le dijo el amigo.
Lady Kisley era una viuda de treinta y cinco años que buscaba esposo,
pero había rechazado a Nicholas con cajas destempladas. Según palabras de
la propia dama: porque su mala fama le precedía allí por donde iba y cerraba
todas las puertas que ella pretendía mantener abiertas con un enlace
satisfactorio.
—Le importa demasiado su reputación como viuda de Kisley como para
arriesgarse a ser rechazada por la nobleza —resumió con voz seca.
—Imagino que te dio una negativa tajante.
—Insultante.
—¿Y ello no te anima a rendirte?
—¡Necesito una esposa! —exclamó con voz dura—. Ninguna institutriz
decente acepta el trabajo, da igual las libras que ofrezca. Nadie quiere trabajar
para mí ni residir en Lumsdale Falls.
—Nicholas, ya te comenté sobre el orfanato de Lammermuir en Escocia.
Nicholas lo miró. Sí, le había hablado sobre ello, pero él era noble, con
una herencia incuestionable, no podía elevar a cuarta condesa a una huérfana
de la calle. Como si Jerome le leyera el pensamiento agregó:
—Allí también hay muchachas de buena familia que se han quedado
huérfanas, de acuerdo que no son nobles, pero la vida ha sido muy dura con
ellas.
Nicholas no quería escucharlo. Algo muy dentro de él se removía, y le
provocaba un rechazo físico.
—Salvajes escocesas —susurró con los dientes apretados.
—¿Llamarías salvaje escocesa a mi dulce Rachel?
Ese había sido un golpe bajo.
—Indudablemente has tenido la única suerte que existe en el mundo.
Jerome soltó una sonora carcajada.
—Si allí no encuentras una esposa, es posible que encuentres…
Nicholas lo interrumpió.
—No deseo escucharte.
Jerome no le hizo caso.
—Son muchachas preparadas que no cuestionan nada, muchachas que
no tienen la cabeza llena de ideas hipócritas, que no se pasan la vida
pensando en joyas, vestidos y fiestas.
—¡Basta Jerome! —le ordenó.
Pero el amigo había cruzado la línea de la prudencia.
—Si no encuentras una esposa, es posible que encuentres una institutriz.
Allí, nadie conoce tu pasado.
No, Nicholas no quería una institutriz por un tiempo determinado. Desde
la muerte de su hermana había logrado contratar a tres, pero Samuel había
sufrido el abandono de todas ellas que se habían marchado poco después de
comenzar a trabajar. Lo había intentado con otras seis posibles candidatas,
pero todas habían rechazado su generosa oferta, por eso había entendido que
no necesitaba una institutriz sino una mujer que se quedara por tiempo
indefinido, y eso solo lo haría una esposa, salvo que no la encontraba. En un
principio había sido muy exquisito a la hora de escoger, pero tras recibir
negativa tras negativa, había tenido que bajar el listón, pero tampoco le había
servido de mucho. Ninguna dama de buena familia quería mezclarse con el
matanobles, y la mayoría de padres le habían dejado muy claro que no les
importaba su herencia, su título, ni su linaje.
—Vente a cenar a casa, Rachel se alegrará de verte.
Nicholas se tomó el resto de champán que quedaba en su copa antes de
servirse una tercera.
—No salgo últimamente —dijo de forma brusca.
Jerome creyó entender que se debía al último duelo que había
mantenido.
—Te ofrezco la oportunidad de que observes a mi esposa, su modales
impecables, su dulzura al hablar, y verás que mi consejo es bienintencionado.
Nicholas no lo ponía en duda. Había visto a Rachel en dos ocasiones:
cuando Jerome se la presentó el mismo día que la trajo de Escocia, y en una
cena privada en la casa de ellos.
—Me gustaría que la madrastra que tendré que escoger para mi sobrino
Samuel sea de sangre noble —dijo en voz baja, como para sí mismo.
Jerome alzó las cejas sorprendido.
—¿Prefieres a una de esas arpías para que lo cuide? —Nicholas pensó
que Jerome sabía dar bofetadas sin manos—. ¿Esas snob de cabeza hueca y
manos avariciosas que no dudarán en gastarse tu fortuna mientras tu sobrino
les importará un bledo?
—Pero serían de linaje incuestionable —replicó.
Jerome resopló.
—El linaje ya lo pones tú —le espetó agudo—. Ellas tienen que poner el
corazón… —Jerome calló un momento—. Samuel se merece una buena
persona de nobles sentimientos.
—Jerome, no insistas —le pidió.
Y tenía que pararlo porque su amigo estaba comenzando a abrir una
rendija en la armadura tradicional con la que se vestía.
—Son muchachas huérfanas, pero bien preparadas para llevar un hogar
—Jerome tomó aire—. Sin familia, sin obligaciones parentales, ¿qué hombre
puede desear más?
—Lo haces parecer tan fácil.
—¡Lo es! —exclamó el otro—. Dime que sí, y te concertaré una visita
en Evertown.
—¿La escuela está en Evertown?
Por primera vez Jerome vio cierto interés en los ojos de su amigo.
—En Cocklawfoot, en la frontera.
—¿En Cocklawfoot? —preguntó receloso—. ¿Cerca de Gretna Green?
—La Escuela Orfanato de Lammermuir, sí —los ojos de Nicholas
brillaron porque comenzaba a valorar la sugerencia de Jerome—. Las
muchachas tienen la protección de la baronesa de Everbay, una anciana
creyente y acomodada que se afana en buscarles maridos respetables, y, a ser
posibles, con cierta solvencia económica.
Nicholas caminó hacia las cristaleras que daban al jardín posterior de la
mansión. A él no le interesaba visitar a la mujer en cuestión porque era un
hombre de acciones directas y decisiones rápidas. No le gustaba dar rodeos
sino atajar por el camino más corto.
—¿Conoces a la directora del orfanato? —inquirió.
Jerome sonrió de oreja a oreja. Por primera vez en mucho tiempo
Nicholas iba a seguir su consejo.
—Si consigues una esposa, deberás hacer una donación de dos mil
libras.
Nicholas abrió los ojos de par en par.
—¿Es ese el dinero que has pagado por Rachel?
Jerome se ofendió, aunque admitió que no se había expresado bien.
—Ese lugar subsiste gracias a donativos desinteresados.
Nicholas medio sonrió de forma cínica. Él lo veía como un pago por una
mercancía, pero si Jerome tenía razón, él podría conseguir una cuidadora para
Samuel. Al momento masculló por lo bajo. ¿De verdad estaba tan loco como
para valorar esa posibilidad?
—Te acompañaré a Escocia…
CAPÍTULO 4
Esa tarde Serena se aburría soberanamente. ¿A quién podía importarle
los márgenes obtenidos por el precio de la venta de lana? Las explicaciones
de Ophelia Huntingdon, la profesora de cuentas, le parecían soporíferas.
Mencionaba que la lana de las ovejas de Gretna Gren eran las de mejor
calidad del reino.
—Señorita Huntingdon, ¿es cierto que además de la lana de ovejas,
Gretna Green es famosa por las bodas ilícitas que se ofician allí?
La pregunta de Nessie Lulach llamó su atención por primera vez en la
tarde.
—¿Por qué son ilícitas? —preguntó Roslyn un poco abochornada al
tener que pronunciar esa palabra.
—Es verdad que Gretna Green es famoso, además de su abundante y
preciosa lana blackface —remarcó la profesora—, porque ofrece la
posibilidad de contraer matrimonio sin el consentimiento de los progenitores.
En la estancia se escuchó un murmullo colectivo.
—¿Sin el consentimiento? —preguntó Roslyn más interesada todavía.
—¿Cuándo se celebró la primera boda sin consentimiento? —quiso
saber Nessie.
—La primera, lo ignoro, pero comenzaron a oficiarse bodas y hacerse un
nombre al otro lado de la frontera hace más de un siglo —explicó la
profesora haciendo memoria.
—¿Por qué se hizo famoso al otro lado de la frontera, es decir, en
Inglaterra? —preguntó Roslyn.
—Bueno, ya conocéis que en Inglaterra, porque os lo expliqué en otra
lección, si uno de los futuros esposos no tiene la mayoría de edad, necesita el
consentimiento del padre para contraer matrimonio.
—En Inglaterra no se pueden casar pero en Escocia sí —apuntó Nessie
pensativa.
—Ello es debido a que en Escocia los hombre pueden casarse a los
catorce años y las mujeres a los doce sin necesitar el consentimiento paterno.
Para Serena se abrieron infinidad de posibilidades. Ella tenía diecisiete
años, podría casarse sin el consentimiento de su padre, podría salir de
Escocia, al momento se descorazonó, podría hacerlo, sí, pero con un marido
que sería un estorbo, bueno, no lo sería si lo abandonaba a los pies del altar, o
si era lo suficientemente viejo como para morir en breve.
—Bueno, lo que sí sé —continuó la señorita Huntingdon—, es que la
vieja herrería se ha convertido en un lugar de celebración de bodas para los
ingleses, y Gretna Green en la cuna de la mejor lana del reino.
Serena seguía pensando. Quizás la conversación que había mantenido
días atrás con Roslyn no fuera tan descabellada. Ella quería marcharse de
Escocia para siempre, y, si lo hacía sola, su padre podría encontrarla pues
sabría dónde buscarla y obligarla a regresar, pero si se casaba con un hombre
lo suficientemente mayor, ella quedaría libre del yugo paternal, y podría
manejar el resto de su vida como quisiera.
En sus ojos verdes brilló el ansia de libertad por primera vez en meses.
—¿No te parece escandaloso? —le preguntó Roslyn.
Serena seguía inmersa en planes.
—¿Escandaloso? —preguntó a su vez.
—Que haya un lugar así de ilícito en nuestra tierra —contestó en voz
baja.
—A mí me parece interesante —contestó Serena.
—¿Por qué te parece interesante?
—Y romántico —dijo la palabra con una mueca de burla que logró que
Roslyn entrecerrara los ojos—. Muchachas que huyen por amor, y se alejan
de las obligaciones paternas.
—A veces tengo la sensación de que estás huyendo de algo.
En la cabeza de Serena se desataron todas las alarmas al escuchar a su
amiga.
—¿De qué podría estar huyendo?
Roslyn se quedó pensativa.
—Mencionas mucho la palabra libertad, controlar tu futuro, vivir sola.
Admite que cuanto menos parece sospechoso.
Serena atajó por la calle de en medio y soltó una carcajada.
—¿Te parezco una forajida? —le preguntó con burla.
Roslyn terminó por hacer un gesto negativo con la cabeza.
—De todas las que estamos en Lammermuir eres la más inteligente.
—¿Te parezco inteligente?
—Hablas una lengua que no he escuchado nunca —Serena parpadeó
asombrada—. Sobre todo cuando estás enfadada.
El rostro de Serena mostró cierta preocupación.
—Sé rezar en latín —se justificó.
—No maldices en latín —la contrarió la otra.
—Bueno, es cierto, de vez en cuando maldigo en una lengua que no
pertenece a las Highlands —admitió.
Roslyn la miró atentamente con una duda en los ojos.
—¿Eres una sassenach?
—Mi apellido es McGregor —le recordó Serena.
—Ya sabes que la palabra se usa para describir a los que no forman
parte de nuestro pueblo gaélico.
—Yo hablo gaélico —le recordó.
—Bueno, también se refiere a los escoceses de las Lowlands.
—Me parece cuanto menos un insulto que se diferencie a los escoceses
del sur con los del norte con esa palabra tan fea —dijo con el tono algo
elevado.
—También para referirnos a los forasteros.
Serena pensó que ella encajaba en todas las descripciones que había
hecho Roslyn.
—Sigue siendo insultante —se reafirmó.
—Señoritas —las llamó la profesora Huntingdon—, ¿desean aportar
algún dato de valor a la lección de hoy? —Serena negó con la cabeza en un
gesto casi imperceptible—. Entonces, continuemos.
Pero Serena ya no prestó atención a las explicaciones de la señorita
Huntingdon sino que siguió inmersa y dividida en sus propios pensamientos:
unos sobre Gretna Green, y otros sobre la palabra sassenach. ¿Por qué motivo
su padre nunca se había referido a su madre en ese término siendo extranjera?
Siguió cavilando y perdida, hasta que sonó la campanilla que anunciaba
el fin de la clase.
CAPÍTULO 5
Ruthvencastle, Tierras Altas, Escocia
Marina dedicó toda su atención a la oración que ofrecía en ese momento.
Estaba de rodillas en la pequeña capilla familiar del castillo, trataba de
esforzarse al máximo para que el sentimiento de pesar que le oprimía el
corazón no la doblegase.
Oró por su hijo muerto, por su padre muerto, y por su hija desaparecida.
Intentó contenerse, pero terminó estallando en sollozos amargos. Fue muy
duro enterrar a su pequeño cuando apenas tenías meses de vida. Su bebé se
durmió una noche, y ya no despertó por la mañana. Si no hubiese tenido el
apoyo de Ian y de Serena, no lo habría soportado. Ninguna madre estaba
preparada para la muerte de un hijo, y Marina rezaba para no perder también
a Serena. Habían pasado demasiados meses sin saber nada sobre ella. Era
como si el aire se la hubiera llevado muy lejos. Ni Ian ni Brandon habían
logrado encontrarla, y ella se había sumido en una desesperación completa.
Marina se levantó de su posición sumisa, y salió al exterior: hacia el
cementerio familiar donde estaba enterrado el pequeño Stephen. Ella había
ordenado colocar otra tumba junto a la de su pequeño, en la lápida estaba
esculpido el nombre de su padre: una tumba vacía de cuerpo, cierto, pero
necesaria en su vida. Su hermano Lorenzo le había permitido llevarse algunos
objetos personales del padre de ambos, objetos que ella había enterrado al
lado de su hijo muerto. Para ella era una forma de que el pequeño Stephen no
estuviera solo, y de poder rendirle honores póstumos al conde de Zambra en
ese lugar lejano.
Tragó con fuerza, y miró al frente. Las vistas desde esa parte del jardín
eran de una belleza sobrecogedora. Y Marina recordó su llegada a
Ruthvencastle tantos años atrás. En el largo recorrido había contemplado ríos
y colinas, campos de brezo, y bosques frondosos. El verde de la hierba la
deslumbró, y, cuando contempló los lagos que reflejaban el azul del cielo, se
preguntó, con el corazón en la mano, si no se habría equivocado por completo
en su decisión de vivir en Escocia. Marina no se consideraba una persona
débil de carácter, pero la pérdida de su hijo la había llenado de fría
inseguridad, y la había sumido en una fuerte depresión, depresión que se vio
agravada por el aborto que sufrió tiempo después.
El silencio de la tarde enfrió su ánimo todavía más.
Llegó al cementerio familiar, y se postró sobre la tumba de Stephen. Allí
ofreció una oración por el descanso de su alma. Volvió a llorar de nuevo.
Tiempo más tarde, se persignó, y miró las flores frescas que adornaban las
dos tumbas: ella las ponía a diario. Cuando se giró para marcharse, los ojos
de Marina se clavaron en Ruthvencastle, y la visión la dejó todavía más
descorazonada. Aunque su ubicación era espectacular, el castillo se veía
ruinoso. Ella había gastado casi toda su herencia en reformarlo, pero había
servido de muy poco, y, a pesar del tiempo transcurrido, todavía era incapaz
de distinguir si las piedras de los muros eran marrones o grises.
—Estás aquí —la voz de su marido le llegó por la espalda.
—Estaba rezando —fue su respuesta.
Brandon se dijo que su mujer se pasaba la vida rezando. La observó
atentamente, y lo que vio le puso el corazón en suspenso. Marina era la viva
imagen de la desesperación. Había perdido mucho peso, y la alegría se había
esfumado de su cuerpo. Sabía que lo culpaba de la desaparición de Serena, y
tenía razón.
—Ha llegado mensaje de Ian —Marina dejó de mirar el castillo para
clavar los ojos en su esposo—. Llegará a Ruthvencastle el sábado.
Brandon se había recuperado por completo del disparo, solamente le
quedaba una tenue vacilación cuando hablaba, y una ligera cojera al caminar.
El laird se dijo que la noticia de la llegada de Ian era buena, pero no lo
suficiente para animarla: parecía que Marina se había convertido en un
fantasma.
—¿Eso quiere decir que te marchas? —le preguntó ella.
Cada vez que Ian venía a Ruthvencastle, Brandon se marchaba. Ambos
se turnaban para buscar a Serena, y ninguno de los dos la encontraba.
—Me queda Arcaibh para buscarla.
Marina soltó un suspiro cansado. Las islas Arcaibh estaban mucho más
al norte, y se necesitaba embarcación para visitarlas.
—¿Piensas que Serena puede estar allí?
Brandon lo dudaba seriamente, pero ya no tenía margen donde buscarla.
Hacía mucho tiempo que se le había terminado el dinero para pagarle a los
diferentes rastreadores que había contratado en un principio. Marina quería
pedirle dinero a su hermano, pero él no se lo permitía porque estaba
convencido de que la encontraría, daría con su hija Serena sin la ayuda de
nadie, sobre todo sin la ayuda de ningún sassenach.
Marina iba a decir algo, pero lo pensó mejor.
—No me has perdonado —afirmó él que podía verlo en sus ojos.
Marina se dijo que él tenía razón, no podía perdonarlo porque su
intransigencia había logrado que Serena desapareciera. Se la había llevado de
su lado, y la había perdido.
—Me juraste que la encontrarías —le recordó.
Sí, esa había sido una de las muchas promesas que no había podido
cumplir a lo largo de su vida.
—La encontraré —dijo determinante.
A Marina volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.
—Mi hermano Lorenzo podría ayudarnos.
—Yo puedo encontrarla —reiteró.
—Mi primo Diego podría ayudarnos.
—¡Marina!
La mujer seguía llorando.
—No la encuentras, y no permites que otros lo intenten —lo acusó
amargamente.
—Es mi responsabilidad.
—Es… es mi niñita —se le quebró la voz.
—¡La encontraré!
Ahora Marina negó con la cabeza.
—No, no lo harás porque ella no desea que la encuentres.
Brandon entrecerró los ojos.
—¿Por qué dices algo así?
Marina había tenido muchos meses para pensar, y lo había hecho
valorando todas y cada una de las posibilidades.
—Porque te has ganado a pulso que tu propia hija te desprecie —le dijo
con voz ronca—. Tenías tus motivos para coartarle la libertad, eso puedo
concedértelo, pero tenías que habérselo explicado a ella, era tu deber no
mantenernos en la ignorancia a las dos.
—Lo hice para protegerla… para protegeros.
Marina apretó los labios con disgusto.
—Eres el peor padre que conozco —le echó en cara.
Brandon desvió la mirada porque esa era una verdad incuestionable.
Había sido un padre horrible en la infancia de Ian, y un padre todavía más
horrible en la adolescencia de Serena.
—Amo… amo… a mis… hijos —confesó con ese ligero tartamudeo que
siempre le sobrevenía cuando se sentía superado en emociones.
—Nunca he puesto en duda que los amaras —contestó con voz apagada
—, pero tienes una forma terrible de demostrarlo.
Brandon no podía contradecirla porque era verdad.
—He prometido cambiar.
Marina dejó de mirarlo.
—Puede que sea demasiado tarde —murmuró en voz baja.
Pero él la había oído.
—¿Por qué dices que es demasiado tarde? —la sola posibilidad le
parecía horrenda.
Marina decidió hablarle con la verdad, la verdad de lo que sospechaba,
la verdad de lo que sentía en su fuero interno, en su sensibilidad de madre.
—Porque no encontrarás a Serena si ella no desea que la encuentres.
Los ojos de Brandon llameaban.
—Eres muy injusta diciéndome algo así.
Marina estaba cansada de discutir, pero no podía callarse.
—Serena no desea que la encuentres, y por eso no podrás decirle cuánto
la amas, y cuánto te has equivocado en tu trato con ella.
—Y si piensas de esa forma, ¿por qué motivo no te quedaste en Zambra
con tu hermano?
La espalda de Marina se tensó. No era la primera vez que Brandon le
recriminaba algo así.
—Porque mantengo la esperanza de que Serena se ponga, de alguna
forma, en contacto conmigo.
Brandon entendió muchas cosas con esas palabras.
—¿Me ocultarías dónde se encuentra nuestra hija si lo supieras?
Marina tardó un tiempo en responder. Ella estaba convencida de que
Serena se estaba ocultando de ellos. Y lo sabía porque la había visto crecer
odiando todo lo que tenía que ver con Escocia, odiando el lugar donde tenía
que vivir, en definitiva, odiando al laird de Ruthvencastle.
Marina alzó la barbilla, y lo miró atentamente.
Por un momento, por un instante fugaz, el rostro de su esposa le recordó
a Brandon la Marina del pasado. Aquella que lo había defendido de los
bandoleros, que lo había seguido a Escocia, la Marina que él adoraba, y que
había perdido.
—Sí —afirmó rotunda—. Te lo ocultaría si ella me lo pidiese…
CAPÍTULO 6
Nicholas debía de estar loco. Debía de estarlo porque había permitido
que su amigo lo convenciera, pero estaba desesperado porque en Lumsdale
Falls lo esperaba Samuel, el hijo de su hermana Constance y de su esposo
George, y él tenía la obligación y la responsabilidad de educarlo en el
ambiente familiar apropiado para que en el fututo fuera una buena persona.
Lamentó la muerte de su hermana y la de su cuñado por culpa del incendio
que se había producido en el hogar de ambos, el fuego había comenzado con
una chispa en las cocinas, y había terminado por devorar toda la casa.
Milagrosamente Samuel se había salvado, pero sus padres no. Desde la
muerte de ambos, él se había hecho cargo del pequeño, pero su sobrino
necesitaba una figura materna que lo cuidase, que le diera la ternura que no
podría tener de su madre, y, ante la imposibilidad de encontrarle una niñera
cualificada por culpa de su mala reputación pasada, había decidido atajar por
la calle de en medio: si no le encontraba niñera, le encontraría una madrastra
dulce, paciente, y sobre todo entregada.
La vida de Nicholas había sido un cúmulo de errores y desaciertos que
había pagado muy caro con el desdén de la sociedad, e incluso con el silencio
de su propio padre que le había retirado la palabra hasta el mismo día de su
muerte. Su madre había muerto dando a luz a su hermana Constante, quizás
por eso él se había volcado en juergas y desmadres que su padre censuraba, y
que nadie comprendía. Demasiado pronto, Nicholas había aprendido que la
vida era muy corta para vivirla únicamente con normas y obligaciones, y por
eso su juventud la había pasado de juerga en juerga, de duelo en duelo, hasta
la muerte de su padre, y posteriormente de su hermana. Nicholas se había
quedado solo, solo no, con una criatura que cuidar. Él, que había sido la
persona más inmadura e irresponsable de todas, había quedado a cargo de una
vida inocente.
Nicholas lamentó tantos errores.
Rememorar todos esos recuerdos del pasado le provocaron una enorme
tristeza, pero había dado un paso enorme para remediarlo. Tras una larga
conversación con lady Hawkins, esposa de su mejor y único amigo, la mujer
le había ofrecido una posible salida. Realmente él no necesitaba a una
aristocrática llena de prejuicios, necesitaba una mujer sincera, cariñosa, y
sobre todo agradecida. Viendo la dulzura de Rachel, y el ánimo con el que se
había ganado a todos los familiares de Jerome, supo que él podría intentarlo.
—Disculpe la tardanza señor Worthington, pero ha sido un poco más
complicado de lo que creía elaborar una lista de las posibles candidatas que
se ajuste a sus demandas.
Nicholas no le había dicho a la directora que era noble sino un
comerciante que había acumulado fortuna propia. La mujer cruzó la estancia
y volvió a tomar asiento tras el escritorio.
Julie Scott había recibido previamente un mensaje de lord Hawkins
agradeciéndole todo lo que había hecho por conseguirle la mejor esposa del
mundo. Días después del mensaje, llegó un hombre que traía una
extraordinaria recomendación y un cheque de mil libras, el donativo
pertenecía al propio lord Hawkins, que no era el primer donativo que ofrecía
a la escuela. Cuando el hombre se presentó, Julie supo que podría obtener
otro benefactor para Lammermuir. Ella había pensado en varias candidatas
que se ajustaban a sus exigencias: joven huérfana, de agradable aspecto, de
modales impecables, y obediente.
—Me alegra saber que Rachel es muy feliz en Inglaterra —expresó la
mujer con una sonrisa sincera.
Durante dos horas, hombre y mujer habían mantenido una larga
conversación sobre el propósito de Lammermuir. Sobre las muchachas que
cuidaba, y de lo importante que era para ella encontrarles un buen hogar, o un
buen hombre con el que pudieran formar su propia familia.
—Estoy buscando exactamente otra Rachel —afirmó Nicholas sin un
parpadeo.
Julie se quedó pensativa. En Lammermuir no había ni una sola
muchacha tan bien dispuesta y cariñosa como Rachel, pero Megan Culen era
una buena opción, también había pensado en Roslyn, pero no la veía capaz
porque tenía un carácter muy inseguro: siempre dudando de sí misma. Si la
escuela orfanato volvía a triunfar con otra joven como lo había hecho con
Rachel, las recomendaciones correrían como la pólvora y ella dispondría de
más efectivo para ampliar el centro y remodelarlo. Necesitaba urgentemente
modernizarlo, y para eso necesitaba muchas libras.
—En la escuela tenemos un par de muchachas que se ajustan a sus
exigencias —respondió la mujer.
—Es imprescindible que posea un carácter tranquilo pues tendrá que
ocuparse de un niño pequeño, el único motivo que me ha traído hasta aquí.
—¿Su hijo? —quiso saber la directora.
—Mi sobrino —explicó renuente.
Y entonces Nicholas pasó a explicarle parte de la verdad: que había
pensado en una esposa mejor que en una institutriz porque quería darle a su
sobrino estabilidad emocional, y había pensado en una huérfana escocesa
porque no buscaba una muchacha con ideas románticas sobre el matrimonio,
y sobre los placeres mundanos. Quería una muchacha que se comportara
como la verdadera madre de su sobrino.
La directora le preguntó si no obtendría una mujer en Inglaterra que
cumpliera todas y cada una de sus expectativas. Nicholas hizo un gesto
ambiguo con los hombros, y, a continuación, paso a explicarle que su
decisión de visitar la escuela también se debía a que quería hacer una buena
acción y contribuir al futuro del resto de muchachas. La mujer se encontró
entrecerrando los ojos suspicaz, y, Nicholas, viendo que no lo creía del todo,
atajó: buscaba una huérfana porque quería dedicación exclusiva para su
sobrino.
Julie Scott tachó de la lista a Megan Culen, aunque era la más indicada
para superar con éxito el desafío, no le gustaban en absoluto los niños. Pensó
en Roslyn, en su dulzura, en su buen ánimo.
—Disculpe, regreso en seguida.
Nicholas se estaba cansando de tanta espera, aunque ignoraba que la
directora había ido en busca de la posible candidata. Como estaba hastiado de
estar sentado sin hacer nada, se levantó y caminó hacia la ventana, abrió la
hoja de madera porque le apetecía respirar el aire del exterior. El despacho
biblioteca daba a un extenso jardín. Nicholas se dispuso a contemplar los
árboles frutales y las flores, pero además de los frutales y de las flores estaba
lleno de muchachas, algunas reían, otras leían, y de pronto sus ojos divisaron
a una beldad de cabellos rubios. Era la única que no llevaba sombrero, y, se
sorprendió, porque aunque estaba a una cierta distancia podía ver con
claridad que tenía la piel del rostro y de las manos tostadas por el sol. Le
pareció exótica, y se dedicó a contemplarla.
***
—¡Grace! —Roslyn venía corriendo y emocionada hasta ella—. ¿Te has
enterado?
Serena hizo un gesto negativo con la cabeza al mismo tiempo que
apartaba una mariposa del cuaderno que leía. Detestaba los números, pero
había suspendido la última evaluación y tocaba repaso.
—Dime, ¿se han suspendido las clases de algebra? —Roslyn negó—.
¿Ha llegado por fin el verano que tanto ansiamos? —la otra volvió a negar—.
Pues entonces no me importa lo que haya ocurrido.
—¿Ni aunque se incendiara Lammermuir? —replicó la otra, la pregunta
la hizo sonreír.
Un fuego le daría un respiro con la álgebra.
—¿Qué te provoca tal resuello? —quiso saber.
—Ha llegado alguien importante —le explicó.
—Define alguien importante —Serena volvió su atención al cuaderno
que sostenía.
—Ha llegado un carruaje elegante —la aclaración no le despertó la más
mínima curiosidad—. En un principio llegué a creer que se trataba de Rachel,
pero el carruaje en el que se marchó era más pequeño y menos elegante.
—¿Y cómo sabes que ha llegado un carruaje?
—Porque estaba en los establos.
A Serena se le había olvidado que esa semana le tocaba a Roslyn la
limpieza de los mismos. Como en la escuela no había ni un solo hombre, les
tocaba a ellas la limpieza de los establos, y lo hacían por turnos semanales.
—Cuando termine de repasar te ayudaré —le ofreció.
Roslyn la había ayudado la semana anterior con las cocinas.
—Lo he visto… —Serena seguía sin prestarle la atención que Roslyn
quería, por eso continuó—. Al propietario del carruaje.
—¿Y cómo sabes que es el propietario? —como la mariposa seguía
revoloteando, Serena decidió cambiar de postura en el banco.
—Porque iba elegantemente vestido.
Las dos escucharon el llanto de la pequeña Sophie, Serena dejó el
cuaderno sobre el banco y caminó directamente hacia ella. La niña había
tropezado con otra alumna que terminó derribándola y tirándola al suelo. Con
ternura la levantó y le limpió el rostro, un instante después se giró hacia
Elsie.
—Lleva más cuidado la próxima vez —le recriminó—, y podrías
disculparte con Sophie por tirarla al suelo.
La aludida perseguía a otra alumna que le había quitado el sombrero de
la cabeza.
—Sophie siempre está en medio —vociferó la otra con burla.
La niña seguía llorando, y Serena la alzó en brazos. Era bastante alta,
pero como estaba tan delgada, no pesaba mucho.
—Vamos pequeña, siéntate conmigo y te contaré un cuento.
Sophie dejó de hipar. Roslyn las miraba a ambas con una ceja alzada.
—Tiene que aprender a defenderse —le dijo a Serena que había sentado
a la niña sobre su regazo—. No siempre vas a estar aquí para protegerla.
Serena acarició el rostro de la niña con dulzura.
—Tiene la edad que tendría… —se detuvo a tiempo.
Había estado a punto de confesar que Sophie tenía en ese momento la
edad que tendría su hermano Stephen si siguiera vivo. Ella tenía diez años
cuando murió, y todavía recordaba lo mucho que había sufrido su madre con
su muerte. Aquel incidente marcó un antes y un después en Ruthvencastle
pues Marina Del Valle nunca volvió a ser la misma. Se sumergió en una
melancolía de la que no se recuperó. Y por eso ella se había declarado la
cuidadora particular de Sophie, porque era como si pudiera desprenderse del
sentimiento de pérdida que le ocasionó el pequeño Stephen: la cuidaba a ella
como lo cuidaría a él si viviese.
—Señorita McAvoy —la llamó la directora.
Serena, con Sophie en brazos y callada, miró a la mujer que venía en
busca de Roslyn, y se preguntó por qué motivo no había enviado a la señorita
Giric o a la profesora de números a buscarla. Ella no tenía modo de saber que
de esa forma obtenía tiempo para pensar sin estar bajo la atenta mirada del
hombre que aguardaba en su despacho. Ir de un lugar a otro la centraba y la
ayudaba a tomar las decisiones más acertadas.
—Directora Scott —respondió Roslyn—. ¿Necesita algo?
La directora miró un breve instante a Serena, de todas las alumnas era la
más cariñosa con los más pequeños, pero el pensamiento fue muy breve, sus
ojos se clavaron nuevamente en Roslyn.
—Acompáñame, quiero comentarte algo.
La directora y Roslyn caminaron hacia el interior del edificio. Un
movimiento en la ventana del primer piso llamó la atención de Serena, pero
cuando alzó la mirada, no había nadie, y se dijo que lo habría imaginado.
—Cuando se termine el descanso iremos a que te curen ese rasguño en
la rodilla.
—Me duele —confesó la pequeña.
—Podríamos ir ahora, pero si esperamos un tiempo prudente podremos
saltarnos parte de la clase de álgebra.
Sophie la miró con adoración.
—No me gustan los números —dijo la pequeña.
Serena sonrió. Ella también los detestaba, pero tenía que aprenderse las
fórmulas para aprobar los ejercicios, o sería la única en todo Lammermuir
que no lo lograba.
***
Cuando la directora regresó de nuevo al despacho, Nicholas había
tomado una decisión. Desde su puesto privilegiado en la ventana sin que lo
vieran, había observado a una muchacha que derrochaba ternura con una niña
pequeña.
—Disculpe de nuevo, señor Worthington, pero en breve podrá conocer a
la persona idónea que está buscando. Estoy convencida de que le agradará.
El hombre seguía de pie al lado de la ventana abierta.
—Ya la he encontrado —contestó él.
Julie Scott mostró en la mirada la sorpresa que sintió al escucharlo.
—¿Cómo dice?
—Que ya la he encontrado —repitió—. Acérquese, y se la mostraré.
La directora caminó hacia donde estaba él de pie, un segundo después,
el hombre le señalaba un lugar determinado del jardín, justo donde estaba
sentada Serena con la pequeña Sophie. La muchacha acariciaba la cabeza de
la pequeña al mismo tiempo que le contaba un cuento. No podían oírla, pero
era indudable que le hablaba con mucha dulzura.
—Esa es la muchacha que deseo entrevistar.
—¿Se refiere a Grace?
A Nicholas le gustó el nombre.
—La he visto cómo trata a esa niña, y es lo que necesito para Samuel.
Julie Scott seguía atónita. Grace tenía buena mano con los más
pequeños, era cierto, pero su carácter era indomable a pesar de las
advertencias que recibía a diario.
—De verdad que no es la joven más apropiada según los requisitos que
usted ha mencionado —dijo entonces la mujer.
Nicholas se encontró entrecerrando los ojos.
—¿Es poco inteligente? —la directora negó deprisa—. ¿No tiene el
requisito de huérfana? —también negó—. ¿Entonces?
La directora buscó las palabras que explicaran su reticencia. Lo último
que deseaba era que la trajeran de vuelta si finalmente era la escogida, porque
eso crearía una mala fama para el centro de la que no podría reponerse.
—Grace no es tan aplicada como otras muchachas de Lammermuir.
Nicholas ni parpadeó.
—Pero tiene algo que me gusta, paciencia con los niños, y le recuerdo
que tengo un sobrino pequeño que necesitará mucha paciencia.
La directora carraspeó.
—Tiene una personalidad fuerte.
—Eso no es un defecto —matizó él—, pues en ocasiones se convierte en
una virtud.
La directora se rindió.
—Entonces tendríamos que preguntarle a la señorita McGregor.
Nicholas no era inculto ni estaba despistado. Escuchó el apellido de ella,
y su rostro mostró la confusión que sentía.
—McGregor es un apellido significativo en Escocia —respondió en un
tono seco—. Pertenece a uno de los clanes más importantes de las Tierras
Altas.
Era cierto, se dijo la directora.
—Grace McGregor es ilegítima, su madre murió de forma repentina
meses atrás, pero la chica no está registrada en la escuela como McGregor
sino como Aonar por deseo expreso de la madre. Me dejó las indicaciones
con respecto a su hija en una carta.
A Nicholas esa información le parecía relevante.
—¿La madre era armígera? —preguntó casi desafiante.
Así se conocían a los escoceses que no tenían laird. La directora se dijo
que el noble estaba muy informado sobre la historia de Escocia, y no le
faltaba razón. Nicholas se había informado muy bien antes de emprender el
viaje porque no quería llevarse o recibir una desagradable sorpresa.
—Lo era, además de madre soltera —afirmó la otra—. Aunque se
apellidaba McGregor, la muchacha no tiene más familia en el mundo que la
de Lammermuir —al escucharla, la preocupación se había esfumado del
rostro de Nicholas.
La directora decidió sincerarse y ofrecerle una información que el
hombre no le había pedido, como anteriormente había hecho él.
—La madre era amiga mía, y me envió una carta meses atrás, en ella me
encomendaba a la muchacha a la que tendría que dar cobijo y protección si
algo le ocurría a ella, y sucedió porque murió de forma inesperada en un
incendio poco tiempo después —Nicholas escuchó la palabra incendio, y
sufrió un escalofrío. Él no era muy dado a creer en el destino, pero la madre
de la muchacha había muerto de la misma forma que la madre de Samuel, y
él sabía ver la oportunidad que se le presentaba en ese momento—. En la
carta me pedía que la registrara en el centro con el apellido Aonar y no
McGregor, pues quería protegerla incluso después de muerta.
—¿De un familiar? —indagó Nicholas.
—De la vergüenza —respondió al mujer—. Ya le he mencionado que la
muchacha no posee más familia que la de Lammermuir.
Así que la muchacha era hija de madre soltera, madre que había muerto
de forma repentina, la muchacha no tenía más familia, era perfecta.
—La joven, ¿accederá a casarse?
La directora soltó un suspiro largo.
—Eso se lo tendremos que preguntar a ella, pero antes deseo que
conozca a otra muchacha, si finalmente no es lo que busca, accederé a
presentársela.
Nicholas no pudo decir nada porque en ese momento tocaron a la puerta.
Julie Scott caminó para abrirla, y, durante la siguiente hora, Roslyn McAvoy
estuvo respondiendo preguntas que la llenaron de dudas pero también de
esperanza.
La chica se dijo que en el despacho de la señorita Scott estaba el hombre
de su vida.
CAPÍTULO 7
Lo último que esperaba Serena cuando regresó a su alcoba, era ver la
puerta cerrada, y a Roslyn en el interior envuelta en llanto. Su amiga estaba
tirada boca abajo en el estrecho jergón. Tuvo que carraspear varias veces para
que la escuchara.
—No podemos cerrar la puerta, es un norma —le recordó.
—En este momento necesito que esté cerrada, por favor —le suplicó la
amiga.
Serena dudó, pero finalmente le hizo caso. Roslyn estaba tan desolada
que incumplir una norma para darle sosiego a su amiga, no tendría
importancia.
—¿Te ha reñido la directora? —le preguntó, pero Roslyn hundió el
rostro en la almohada todavía más—. Estás comenzando a preocuparme.
Unos minutos después, y cuando tenía el llanto controlado, Roslyn se
giró sobre sí misma y se quedó mirando el techo.
—Lo he estropeado —dijo con la voz quebrada.
Serena optó por sentarse en el lateral de la cama.
—No puede ser tan malo.
Ella creía que la directora le había dado una buena regañina cuando se la
llevó, quizás porque los establos no los había dejado tan limpios como debía.
—He perdido la oportunidad de mi vida —confesó con un hilo de voz.
—¿A qué te refieres, Roslyn?
La muchacha se reincorporó sobre el lecho y la miró fijamente.
—Me hizo muchas preguntas, varias no pude responderlas porque me
superó la timidez, y… y… lo estropee todo.
—¿Quién te hizo las preguntas?
Roslyn volvió a hipar, y Serena se temió lo peor: que volviera a estallar
en llanto.
—El hombre elegante que llegó en un carruaje de ensueño. Me siento
una estúpida, Grace —Serena no sabía cómo consolarla—. Cuando la
directora me despidió, Megan estaba fuera —le explicó—. Siento que he
perdido la gran oportunidad de mi vida: la que estaba esperando con todas
mis fuerzas pues sé que él escogerá a Megan.
Serena pensó que su amiga exageraba.
—Míralo por el lado bueno, si escoge a Megan, nos libraremos de ella.
Sus palabras tuvieron el efecto contrario, Roslyn rompió a llorar todavía
más fuerte.
—¡Por San Andrés, Roslyn! —exclamó Serena perdiendo la paciencia.
¿Cómo podía su amiga estar tan afectada por un individuo que había
visto solo un momento?
—Es que… es que ya me imaginaba viviendo en una casita preciosa
rodeada de comodidades… y … y estoy desolada.
Serena hizo lo único que se le ocurrió, la abrazó con fuerza.
—Tendrás más oportunidades —trató de consolarla.
Roslyn no lo creía posible. Sabía que no era hermosa pues estaba
demasiado delgada y apenas tenía curvas, y, para más infortunio, su
escandaloso pelo del color de la sangre la acomplejaba mucho. Ella había
pensado cubrírselo con polvo de carbón, pero todavía no se había decidido a
hacerlo.
—¿Quién va a desearme con lo fea que soy?
Serena medio se enfadó porque cuando Roslyn se deprimía, no existía
forma humana de consolarla.
—No eres fea —trató de decirle aunque sabía que no la escuchaba.
—Sí, lo soy —repitió la otra—. Estoy llena de pecas.
—Vamos, Roslyn, no permitas que un gañan te deprima así.
—No es un gañan —repitió—, es un hombre acaudalado que ha venido
a por una esposa, y no podré ser yo.
—Dudo que un rico se haya dignado visitar este lugar —dijo con lógica
aplastante—. Será un sirviente que no debe de tener los ojos en sus sitio
porque eres muy bonita.
Serena se mostraba práctica. Lammermuir estaba situado en un lugar
remoto, alejado de toda civilización, ¿quién querría conocer de forma
personal a unas huérfanas?
—Sé, que era él —volvió a lamentarse—. Era el hombre de mi vida.
Afortunadamente Roslyn hablaba en pasado. Estaría durante unos días
maldiciendo su suerte, pero se le pasaría.
—¿Y no se te ocurrió mentirle si tanto te importaba? —le preguntó.
Roslyn negó con vehemencia.
—Yo no tengo tu aplomo ni tu seguridad —se excusó—. Me puse
nerviosa, tartamudeé, y quise salir corriendo.
—Lamento lo que te ha ocurrido —le dijo sincera.
—Y lo que más me duele, lo que me molesta de verdad —reconoció
apesadumbrada—, es que Megan sabrá estar a la altura. Responderá a todas
sus preguntas con estilo, y es ¡tan guapa!
Serena sentía deseos de marcharse, cuando Roslyn se ponía así de
negativa, se volvía insufrible.
—Pues ya no hay remedio —le dijo seria—. Toca resignarse.
Fue decir esa última palabra y mascullar enojada porque detestaba su
significado.
Roslyn se mantuvo en silencio durante unos minutos.
—¿Qué quiere decir gañan?
Serena la miró afable. Le dolía verla tan afectada.
—Es una palabra que solía decir… —se detuvo a tiempo. Había estado a
punto de decir que era una palabra que solía usar su madre—. No sé, la
escuché por ahí.
Roslyn hipó.
—No la había oído nunca, y no sé qué significa.
—No tiene importancia —insistió Serena.
—¿Cómo he podido ser tan tonta? —volvió a lamentarse.
Serena siguió abrazándola porque era lo único que se le ocurría para
consolarla.
—No lo eres, pero si te sirve de consuelo te diré que si se me ofreciera la
oportunidad —comenzó a decirle—, le cantaría las cuarenta a ese
cantamañanas para decirle lo estúpido que es por no escogerte, pues tienes el
corazón más noble que conozco —concluyó para alentarla.
Y como si una fuerza espiritual la hubiese oído, alguien tocó a la puerta
de la alcoba para ofrecérsela.
—¿Por qué motivo está la puerta cerrada? —escucharon una voz firme
al otro lado—. Abre la puerta, tengo que hablar contigo.
Era la directora del colegio. Roslyn se limpió el rostro deprisa mientras
se levantaba del lecho. Serena se sorprendió de su rapidez.
—Un momento —le dijo antes de caminar hacia la puerta para abrirla.
Cuando lo hizo, deseó no haberlo hecho porque el rostro de la directora
no presagiaba nada bueno. La mujer se sorprendió de ver a Roslyn en la
alcoba de Serena, pero no dijo nada sobre ello porque era consciente de la
gran amistad que compartían ambas muchachas.
—Mantener la puerta abierta es una norma en Lammermuir —le recordó
severa.
—La he cerrado inconscientemente —mintió.
—¿Puedo hablar contigo un momento? —le dijo a Serena.
Ella se preguntó de qué querría hablarle.
—Por supuesto.
—A solas…
—Ya me voy —dijo Roslyn en voz baja.
Se marchó tan rápido que no le dio tiempo a despedirla.
—¿Qué le sucede a Roslyn? —quiso saber la mujer—, parece un alma
en pena.
—Lo que tanto temía, un desencanto —respondió brevemente.
Julie Scott pensó que eso era como reducir la línea a un punto. Estaba
claro que Roslyn estaba mucho más que desencantada. En la entrevista se
había mostrado cohibida, insegura, taciturna y poco atractiva, pero ello no era
motivo para mostrarse tan desamparada.
—Alguien desea conocerte —si quería sorprenderla, esas palabras lo
lograron.
Serena abrió los ojos de par en par.
—¿A mí? —estaba perpleja.
Y durante los siguientes veinte minutos, Serena volvió a escuchar el
propósito de que existiera un lugar como Lammermuir: que las chicas
encontraran un buen hombre para formar una familia. La directora le habló de
los éxitos logrados con varios matrimonios que habían supuesto un renombre
para la escuela orfanato, y lo imprescindible que era que mantuvieran o
ensalzaran el prestigio de la institución.
—¿Y por qué me cuenta todo esto? —quiso saber.
Julie Scott respiró hondo varias veces.
—Porque es posible que seas la próxima novia de Lammermuir.
Ahora estaba estupefacta.
—¿La próxima novia…? —no pudo continuar.
Y durante los siguientes minutos la directora le estuvo explicando la
importancia del hombre que buscaba una esposa. Y le enumeró todos y cada
uno de los requisitos que exigía.
—Yo no cumplo ninguno de esos requisitos —admitió franca.
La directora se llevó la mano a la frente y se la masajeó.
—Ya se lo he advertido, pero desea conocerte.
Ella pensó en Roslyn, en lo desdichada que se sentía, pensó en Megan,
en las ganas que tenía de perderla de vista.
—¿El hombre que desea conocerme es el mismo que ha hablado con
Roslyn y con Megan hace unos momentos? —quiso asegurarse.
Julie Scott hizo un gesto afirmativo. Y a Serena se le abrieron infinidad
de posibilidades: como curar el orgullo herido de Roslyn, darle a Megan de
su propia medicina soberbia, y poner en su sitio a un gañan que no dudaba en
herir los sentimientos de muchachas que solo veían en él una esperanza de
mejorar su futuro. Se insufló de dos partes de osadía y tres de necedad.
—Hablaré con él —aceptó muy seria.
El rostro de la directora se suavizó, como si con esa aceptación le
hubiera quitado un enorme peso de los hombros.
—Grace… —le advirtió cuando comenzaron a caminar hacia la planta
superior donde estaba situado su despacho—. Sé generosa al responder, y
cauta al decidir cómo hacerlo —le recomendó muy seria—. Recuerda que el
prestigio de Lammermuir depende ahora de ti.
Serena no respondió, pero le parecía injusto que cargara sobre sus
hombros una responsabilidad tan grande como la reputación del centro.
Mientras subían las escaleras, la mente de Serena se llenó de prejuicios
sobre el hombre que iba a ver en cuestión de minutos. Y se lo imaginó lleno
de defectos, incluso vicioso, porque, ¿quién en su sano juicio buscaría una
esposa de entre las huérfanas de Lammermuir cuando el reino estaba lleno de
muchachas en edad casadera, y que buscaban acaudaladas fortunas?
Cuando Julie Scott empujó la puerta de su despacho, no sabía qué iba a
encontrarse, pero desde luego no ese hombre que la dejó sin habla, y eso era
mucho decir. Ella había creído que sería un viudo de mediana edad o quizás
un anciano con quien tendría que tratar, pero se había equivocado por
completo.
—Señor Worthington, le presento a la señorita Grace, mi pupila.
A ella le gustó hasta el apellido de él: Worthington, estaba segura de que
no sabría cómo pronunciarlo de forma correcta. Lo miró de frente sin un
parpadeó, y sin desviar los ojos como marcaban las pautas más elementales
de cortesía. Se encontró con unos enormes ojos azules tan grandes y
luminosos que acapararon toda su atención. Era muy alto, casi como su
hermano Ian, pero menos recio. El cabello negro lo llevaba muy corto, y le
gustó especialmente la boca, pues para ser un hombre tenía los labios bien
remarcados, incluso con demasiado color. Tenía una sombra de barba que lo
hacía parecer muy interesante.
Cuando él le sonrió, se le desencajaron las ideas.
—Un placer.
El hombre le besó la mano, y Serena sintió una descarga. Se llamó
estúpida un montón de veces, el llanto de Roslyn debía de haberle ablandado
el cerebro porque de otra forma no se explicaba su atontamiento.
—Igualmente —logró responder.
La directora la invitó a sentarse, y ella obedeció. Cada uno ocupó su
lugar correspondiente en la estancia.
—Imagino que la señora Scott le habrá explicado mi visita a
Lammermuir, y mi interés por conocerla —comenzó él.
Serena ignoraba por qué motivo llamaba a la directora señora cuando no
estaba casada ni lo había estado.
—De forma muy breve —respondió.
Nicholas no se esperaba que una jovencita de diecisiete años le
sostuviera la mirada con tal decisión. No la veía nerviosa ni cohibida, y se
preguntó el motivo, aunque le gustó su templanza.
—Estoy buscando una esposa.
Serena estuvo a punto de soltar una risa, pero se contuvo a tiempo.
Frente a ella estaba plantado el hombre más atractivo que había visto después
de Roderick Penword, de su hermano Ian, de su tío Lorenzo, incluso de su
primo el duque de Arun… iba impecablemente vestido, sus ropajes eran de
buena calidad y tenían un corte excelente, también se fijó en la aguja de oro y
rubíes que sujetaba el nudo de su pañuelo. Todo él exudaba libras a raudales.
—No llego a imaginar como un hombre de su posición desea buscar una
esposa en Lammermuir.
La tos repentina de la directora acababa de indicarle que había cometido
un error.
—Estoy aquí por Rachel —respondió el hombre de forma franca—,
bueno, ahora lady Hawkins —rectifico serio—, quien me ha hablado
maravillas de este lugar, y de las muchachas que lo llenan de vida.
Esa era una afirmación sin réplica, se dijo Serena.
—No llegué a conocer a Rachel —reveló sin dejar de mirarlo.
Nicholas decidió disparar a bocajarro.
—Estoy buscando una esposa que me ayude a criar a mi sobrino
Samuel.
Esa revelación la desarmó pues ella esperaba otra explicación más
mundana y menos humanitaria.
—¿Y qué le hace creer que yo puedo ser esa persona que busca?
Nicholas se quedó un momento callado. Los ojos verdes de la muchacha
le decían muchas cosas diferentes a las que había esperado de una huérfana,
como la conformidad, pero en ese cuerpo deseable no había nada de
conformidad.
—¿Te gustan los niños?
Sí, le gustaban, pero no quiso admitirlo Por algún motivo que no llegaba
a comprender, supo que él sabría si le mentía, y decidió reservarse la
respuesta.
—¿Le gustan a usted señor Worthington? —le preguntó a su vez.
Para ella estaba claro que el sobrino de ese hombre debía de tener alguna
enfermedad importante porque él debía tener suficiente dinero para contratar
una legión de institutrices y niñeras, ¿por qué motivo buscaba una esposa
huérfana en Escocia?
—Adoro a mi sobrino Samuel.
A continuación comenzó a hacerle infinidad de preguntas. Cuando
Nicholas obtenía las repuestas, comenzaba a ponerle ejemplos de situaciones
complicadas, y a preguntarle cómo las solventaría. Antes de responder a
cualquiera de ellas, Serena miraba el rostro de la directora que no perdía de
talle de la insólita conversación que mantenían. Por su gesto complacido
entendió que le agradaba lo que oía de ella, pero lo que los dos ignoraban era
que Serena había aprendido muy temprano a lidiar con un padre controlador,
y había tenido que espabilarse para salirse de vez en cuando con la suya,
aunque habían sido muy pocas las ocasiones. Era muy buena ofreciendo
explicaciones, y también manipulando situaciones para que la favorecieran.
—¿Podría dejarnos un momento a solas, señora Scott?
La directora necesitó un momento para entender la pregunta que le
formuló el hombre.
—No es lo apropiado —protestó.
—Le prometo que su pupila está en buenas manos, y que no haré nada
que la incomode.
Julie Scott se resistía. Ella no tendría inconveniente en dejarlos a solas si
en el despacho estuviera otra alumna, pero se trataba de ella. Con su
asistencia se aseguraba de que la muchacha pensara cada respuesta que le
ofrecía, pero si se marchaba, ignoraba qué sería capaz de hacer o decir.
—Tranquila, señora Scott, le prometo que todo irá bien —insistió él.
Dudaba, pero sabía que debía ofrecerles un momento de privacidad para
que él le expusiera sus razones personales pues a ella le había contado lo
estrictamente necesario, si Serena aceptaba... no quiso especular más.
—Estaré al otro lado de la puerta —dijo la mujer finalmente e
impregnando en su aceptación un tono de advertencia.
CAPÍTULO 8
Cuando la puerta se cerró tras ella, Nicholas taladró a la joven durante
un momento largo, quería comprobar si lograba intimidarla con ese gesto
agresivo, así podría valorar su entereza, también su mesura, sin embargo, o la
muchacha era muy necia o muy valiente, porque le sostuvo la mirada sin un
parpadeo.
—¿Puedo llamarte Grace? —Serena asintió pues ya se había
acostumbrado a que la llamasen así—. Quiero que me muestres a la
verdadera Grace —comenzó él.
Ella parpadeó confusa.
—Está aquí, delante de usted —respondió cuando se repuso.
—No es cierto —le dijo—. Has respondido a todas y cada una de mis
preguntas de una forma que me hace sentir que no has sido sincera —por la
expresión de ella dedujo que había acertado en su conclusión—. ¿Qué me
ocultas?
—¿Por qué desconfía de mis respuestas? —le preguntó firme—. No
tengo ni la edad ni la experiencia para tratar con un hombre de su inteligencia
—continuó en un tono que mostraba admiración—. Dudo mucho que pudiera
engañarlo —Nicholas entrecerró los ojos al escucharla—. ¿Por qué busca una
esposa en Lammermuir?
La muchacha no vacilaba, seguía observándolo atentamente.
—Por un consejo bienintencionado de un amigo al que aprecio y
admiro, y porque nunca me engañaría.
Tanta franqueza debió hacerle mella porque la vio parpadear.
—¿Un hombre de su posición no tiene más opción que una huérfana? —
insistió.
Nicholas le hizo un gesto con los hombros bastante significativo. No
quería ahondar en el tema, pero por alguna razón supo que debía mostrarse
mínimamente franco con ella.
—Busco una muchacha sin responsabilidades familiares —Serena creyó
entender sin padres a los que tuviera que cuidar en el futuro—. Obediente, y
bien preparada.
Serena apretó los labios para contener una sonrisa. Le gustaba su
sinceridad.
—Entiendo —contestó sin desviar la vista del rostro atractivo.
—Puedo ofrecerte una vida de comodidades —continuó él—, una casa
enorme llena de sirvientes que se desvivirán por complacer hasta tu más
mínimo capricho.
La mención de la casa despertó todo su interés.
—¿Cómo es su casa?
El hombre no cabía en sí de asombro. Era la primera vez que veía interés
de verdad en el juvenil rostro.
—Lumsdale Falls es mi residencia oficial —respondió—. Es una gran
casa solariega situada en el condado de Norfolk —le explicó él de forma
suave, y sin dejar de mirarla—. Está rodeada de extensos y bellos jardines,
incluso poseo un parque con ciervos —los ojos de Serena se agrandaron
sorprendidos—. Está equipada con las últimas mejoras para las habitaciones
principales, y todavía más importante, dispone de áreas totalmente separadas
para el personal de servicio.
Serena no sabía dónde se encontraba Norfolk, y le daba vergüenza
preguntárselo.
—¿Hace frío en Lumsdale Falls?
A Nicholas le pareció cuanto menos curioso que ella le preguntara eso.
—Está completamente equipada para soportar tanto las heladas si
ocurren, como los días más calurosos del verano.
La palabra calor le hizo arder las mejillas como si estuviera frente a una
chimenea encendida. Ruthvencastle era el hogar más frío y desangelado en el
que ella hubiera estado nunca, y por ese motivo era tan importante conocer
como sería su futura casa si aceptaba casarse con ese hombre, porque estaba
sopesando seriamente aceptarlo. Era un hombre atractivo, al parecer sano, y
poseía fortuna propia. A su lado no pasaría ninguna necesidad básica, y, lo
más importante, estaría lejos de Escocia y de todo lo que detestaba.
—Deseo hacerle unas preguntas.
—Por supuesto —concedió él.
Y durante la siguiente hora, Serena inquirió sobre Lumsdale Falls, sobre
el pequeño Samuel, y sobre las responsabilidades que tendría como señora de
la casa. Nicholas respondió con calma cada pregunta que le formulaba, y con
cada respuesta que obtenía, la duda iba haciendo mella en ella porque
consideraba que todo parecía demasiado bueno para ser real.
—Te ofrezco la posibilidad de cambiar tu futuro aquí por uno
inmejorable en Inglaterra —le dijo muy serio.
La mirada de él cuando recorrió la estancia fue muy significativa. Serena
era joven pero no estúpida. Si no aceptaba esa oferta tan tentadora, solo le
quedaría seguir escondida indefinidamente, o regresar a Ruthvencastle donde
terminaría casada con un totalitario escocés igual o peor que su padre. Solo
de pensarlo, sufrió un escalofrío.
—Te ofrezco una vida llena de comodidades, pero a cambio espero
compromiso.
—¿Compromiso?
—Con mi sobrino Samuel —aclaró—, deseo para él una persona que sea
afectuosa, paciente, y que esté a la altura de la educación que estoy obligado
a ofrecerle como tutor.
La siguiente frase se la ofreció Serena en gaélico, en francés, y también
en latín.
—Soy buena con las lenguas, aunque no tanto con los números.
A Nicholas le agradó esa explicación. La muchacha había sido bien
instruida, y se la veía aplicada, además era muy hermosa. Le gustaba el
contraste que hacía su cabello rubio y sus ojos verdes con el color tostado de
su piel. Demasiado morena para esas tierras heladas del norte.
—También espero lealtad y fidelidad —Serena enrojeció hasta la raíz
del cabello porque era plenamente consciente de lo que significaban esas dos
palabras: lealtad como mujer, fidelidad como esposa—. Te daré esta noche
para que lo pienses —le dijo él muy serio—. Mañana a primera hora vendré
para conocer tu respuesta.
No le dio tiempo a decir nada. Nicholas se levantó de la silla y caminó
hacia la puerta. La abrió, y, como esperaba, se encontró de bruces con la
directora.
—La decisión está en las manos de ella —le dijo antes de que le
preguntara.
—Es una buena muchacha, y sabe que no tendrá otra oportunidad como
la que acaba de ofrecerle —respondió la directora.
El hombre le informó que se hospedaba en la posada de Kildrummy.
—Mañana por la mañana vendré a conocer su respuesta.
Antes de marcharse, sacó un sobre abultado del interior de una carpeta
de piel, y se lo ofreció a la directora.
—No importa la respuesta que mañana me ofrezca la señorita Grace,
esta es mi ayuda para la Escuela Orfanato de Lammermuir.
Cuando lord Worthington se marchó, Julie Scott abrió el sobre,
segundos después tuvo que sentarse para sobreponerse de la sorpresa que
sufrió: en el interior del sobre había cinco mil libras.
Miró detenidamente a Serena.
—Por San Andrés, eres la salvación de Lammermuir.
CAPÍTULO 9
—Me alegro de que seas tú —Serena giró el rostro para mirar a Roslyn,
y lo hizo en cierta forma precavida.
Su amiga estaba de rodillas a su lado. Serena se había pasado toda la
noche despierta valorando las opciones que se le presentaban.
—¿Qué haces que no estás dormida? —le preguntó.
La alcoba de Roslyn estaba frente a la suya.
—Te he visto dar vueltas en la cama, y me imaginé el motivo.
Serena terminó por sentarse en el lecho y subió las piernas hasta la
barbilla. Roslyn también se sentó en el filo del colchón.
—Me alegro de que te haya escogido a ti —reiteró.
Serena se echó la larga trenza dorada hacia atrás.
—Admito que es una gran oportunidad —aceptó.
—Lo es —insistió la otra.
—Pero algo en todo esto me inquieta.
—A mí también me alteraría —respondió Roslyn—: tener mi propia
casa, servicio, ropa elegante…
Serena había pensado mucho.
Ella era hija de un señor del norte, y no quería ser el premio en la reyerta
de los clanes por desposarla. Ella no quería quedarse en las Tierras Altas, ni
quería ser propiedad de un escocés, y si tenía que elegir, el señor
Worthington le parecía mucho más atrayente, además, se había informado
muy bien de donde estaba Lumsdale Falls. La señorita Ophelia Huntingdon le
había explicado que Norfolk estaba situado al sureste de Inglaterra, a más de
doscientas millas del condado de Hampshire donde tenía su residencia el
actual duque de Arun. A ella le aterraba pisar suelo inglés y encontrarse con
sus primos, pero ambas propiedades estaban muy lejos la una de la otra.
—Es la oportunidad de tu vida —Roslyn venía a poner palabras a sus
pensamientos—. Es un hombre en apariencia sano.
—Eso puede ser discutible —ironizó Serena.
—Y muy atractivo.
—Eso no puedo rebatirlo —susurró.
—Tiene una buena posición en la vida, quizás sea comerciante.
—Debería de habérselo preguntado —ironizó.
Roslyn no se daba por vencida.
—Vivirás en el sur de Inglaterra con inviernos templados y veranos
calurosos.
Ese era el punto flaco de Serena porque detestaba el frío, las extremas
temperaturas del norte, ella soñaba con un clima más cálido y lleno de luz.
—Aquí no tienes nada que te retenga —insistió la otra.
Si hubiese sido de día, Roslyn se habría percatado de la mirada de
remordimiento que asomó a los ojos de su amiga. Serena tenía una madre, un
hermano, y un padre en las Tierras Altas, también una responsabilidad en
forma de compromiso que no estaba dispuesta a asumir porque la aterraba.
—Ya no serás una huérfana sin nada, sino la señora Grace Worthington.
La muchacha pensaba a toda velocidad. Ella pasaría a tener un apellido
inglés, tendría un marido inglés, y una casa en Inglaterra. Ruthvencastle
quedaría muy lejos, y todos su miedos también.
—¿Y si estuviera huyendo de alguien? —preguntó Serena de pronto.
Roslyn la miró atenta.
—¿De un esposo? —le preguntó.
Serena huía de un padre y de un prometido, pero no dijo nada, se limitó
a negar con la cabeza.
—De un tirano que hizo de mi vida un infierno.
—Entonces, ¿estás huyendo?
Lo pensó durante un minuto largo, y decidió mentir.
—No —murmuró con voz muy queda—. Soy una huérfana como todas
las muchachas de Lammermuir.
Roslyn sonrió de oreja a oreja.
—No sé por qué motivo, pero la vida te está ofreciendo una oportunidad
que no deberías rechazar.
—Me asusta un poco lo atrevido de la oportunidad —admitió.
Roslyn la abrazó.
—Te juro que me cambiaría por ti —confesó—, que todas y cada una de
nosotras lo haría sin dudar un segundo —ella bien podía imaginarlo—.
Podemos aspirar a un viudo o un anciano, pero tú tienes la oportunidad de
desposarte con un hombre muy atractivo, adinerado, y que puede hacerte una
mujer muy feliz lejos de estos páramos que tanto detestas.
—Tengo motivos para aborrecerlos —se justificó.
De niña había visitado Andalucía en el reino de su madre, y nada en
Escocia podía compararse con aquello. Su tío Lorenzo era un nombre afable,
divertido, y derrochaba ternura en cada palabra que decía. Ella lo adoraba,
igual que adoraba su casa porque el palacio de Zambra irradiaba tanta luz
como alegría, pero un buen día su padre, sin darle una explicación, le
prohibió los viajes a la tierra de su familia materna. Tiempo después también
le prohibió visitar a sus primos ingleses. La vida de Serena se convirtió en
una dura prueba que le apagó el ánimo y la esperanza.
—Te reitero que tengo motivos para detestar este lugar —ella no se
refería a Lammermuir sino a Ruthvencastle.
—Pues comienza una nueva vida lejos de todo —le aconsejó la amiga.
La voluntad de Serena se tambaleaba escuchando a Roslyn. Ella
ignoraba que su amiga deseaba de verdad que aceptara al hombre porque
estaba convencida de que iba a ser muy feliz en Inglaterra.
—¿Vendrías conmigo, Roslyn? —le preguntó de pronto.
—Nada me gustaría más —aceptó la otra—, pero tengo que esperar en
Lammermuir mi oportunidad, porque estoy segura de que llegará… como ha
llegado la tuya.
Serena pensaba a toda velocidad. Como señora de Lumsdale Falls podría
organizar bailes donde podría escoger a los invitados varones. Suspiró
secretamente complacida. Ella tomaría el relevo de la baronesa viuda de
Everbay, buscaría hogares apropiados para las muchachas de Lammermuir,
salvo para Megan.
Si existía una sola razón para aceptar al señor Worthington, acababa de
encontrarla, porque aceptarlo le daría las herramientas que necesitaba para
lograr su propósito.
—Sí, lo aceptaré —confesó emocionada por primera vez en muchos
años.
—Amiga… —le voz de Roslyn había sonado contenida. Serena la miró
atentamente—. Si hay algo en tu vida pasada que no deseas que se conozca,
nunca hables sobre ello con nadie, jamás. Llévate tus secretos a la tumba.
Era el mejor consejo que podía recibir, y Serena pudo apreciar que
Roslyn era mucho más inteligente de lo que todos creían.
—Porque tus secretos son tuyos, no le pertenecen a nadie —insistió la
pelirroja.
—Lo son —admitió cabizbaja.
—Y ahora duerme porque lo necesitas.
Y Roslyn hizo algo impulsivo, se recostó tras la espalda de Serena y la
abrazó con fuerza.
—Gracias Roslyn, eres la mejor amiga del mundo.
—Yo me ocuparé de la pequeña Sophie —le prometió la otra—.
Contigo he encontrado la fuerza necesaria para no permitirle a ninguna otra
Megan que utilice su maldad con nadie, pero sobre todo con los más
pequeños e indefensos.
—Me apenará mucho dejaros —admitió Serena con un hilo de voz.
—Pues yo estoy muy contenta, de verdad —respondió la otra—. Estoy
deseando ver la cara de Megan cuando lo sepa.
Serena logró sonreír salvo que Roslyn no pudo verla.
—Prometo venir a Lammermuir vestida como una princesa para ti.
—Es lo mínimo que espero, y, si no la cumples, que te quedes calva.
Serena tuvo que contener un risa porque no podían despertar a nadie.
—¿Sabes? Mi palabra es lo más valioso que tengo —admitió con la voz
todavía más baja—. Y te lo he prometido. —Si las escuchaban, las
castigarían, pero la fuerza que le había insuflado Roslyn bien valía pasar un
día entero incomunicada—. Sabes que vendré a buscarte —insistió Serena.
—Sabes que espero que me escribas —respondió la otra.
Serena sujetó la mano de su amiga y la apretó junto a su corazón. Había
tomado una decisión muy importante que tenía que ver con su futuro. Cuando
hubiera pasado el tiempo, se pondría en contacto con su madre, pero solo con
ella, y le haría prometer que jamás revelaría dónde se encontraba, y lo haría
mediante su tío Lorenzo: el único hombre que le inspiraba seguridad pues
confiaba en él. Ella, Serena Gracia McGregor, iba a convertirse en Serene
Grace Worthington, una señora inglesa con nombre y apellido inglés.
Podía salir bien, ella pondría de su parte, sobre todo mostrando
paciencia y conformidad…
CAPÍTULO 10
Los había casado el párroco del pueblo de Annan, gran amigo de la
baronesa de Everbay, y los había unido en matrimonio en la capilla de
Lammermuir. Cuando ella le dio el sí quiero al señor Worthington, el hombre
decidió no esperar ni un día más en Escocia. Serena lo había aceptado a
primera hora de la mañana, y se había casado a primera hora de la tarde. En la
ceremonia supo que su actual esposo se llamaba Nicholas Cameron
Worthington, de la misma forma que él supo que ella se llamaba Serene
Grace McGregor.
Ahora, dentro del carruaje cerrado, el silencio parecía de plomo.
—Prometo compensarte por esta boda apresurada —le dijo sin apartar la
mirada del rostro serio. Ella seguía callada—. Pero no podía demorar más
este viaje, es por mi sobrino Samuel.
—Lo entiendo.
La baronesa de Everbay había puesto el grito en el cielo porque ella era
la primera huérfana que aceptaba una proposición de matrimonio y se casaba
pocas horas después. Y Serena había ofrecido los votos sin un vestido bonito
de novia, sin un ajuar adecuado. A su lado, en el mullido asiento de
terciopelo azul, llevaba una pequeña valija con sus pocas pertenencias. Todo
lo que tenía lo había dejado en Mòrpradlann, y se habían quemado en el
incendio. A Lammermuir había llevado lo puesto, pero Roslyn le había dado
parte de su vestuario, así de generosa era su amiga a la que iba a extrañar
muchísimo.
—Estás muy pensativa —le dijo Nicholas desde el asiento de enfrente.
—Estoy un poco inquieta —respondió.
Él, podía entenderlo. Era una preciosa muchacha de diecisiete años que
en el día de ayer estaba soltera, y en el día de hoy casada, pero él debía
dejarle las cosas claras. Nicholas había tenido muchas dudas para tomar la
decisión de viajar a tierras escocesas para buscar una madrastra para Samuel,
pero una vez que tomó la decisión, iba a ser consecuente con ella. Estaba en
verdad agradecido porque su esposa era mucho más bella y joven que todas
esas mujeres inglesas que lo habían rechazado por su pasado.
—Tendremos que consumar el matrimonio…
Serena enrojeció hasta la raíz del cabello. No era tonta ni estaba
desinformada sobre las relaciones íntimas entre un hombre y una mujer, pero
una cosa era la teoría y otra la práctica.
—Soy consciente —pudo decir un poco sofocada.
Nicholas había estado muy seguro de la decisión que había tomado, pero
en ese momento, viendo el brillo de desconfianza en los bonitos ojos verdes,
dudó. Había estado tan desesperado por Samuel que no había sido
plenamente consciente de lo joven que era.
—Soy diez años mayor que tú —ella no se lo había preguntado, pero
aún así se lo dijo.
—Contando que en Escocia los hombres pueden casarse a los catorce
años y las mujeres a los doce, la edad no me parece relevante.
—Eres muy joven —en el tono de voz se apreciaba un cierto pesar—.
Pero si no consumamos nuestro matrimonio, puede ser anulado por terceros.
El esposo venía a sumar más preocupaciones a las que ya sentía Serena.
Una cosa era pensar en huir de Escocia, y otra ser consciente de todo lo que
había mentido y engañado para lograrlo. Y lo último que deseaba era que su
padre pudiera frustrar sus planes obligándola a anular el matrimonio entre
ambos para arrastrarla de nuevo a Escocia.
—No voy a rehusar mis deberes como esposa —le aseguró ella.
Nicholas se sintió todavía más afectado. Él no tendría inconveniente en
darle todo el tiempo que ella necesitara para acostumbrarse a su persona, pero
no habían tenido una relación normal, ni una boda normal, y en su interior
sentía una cierta urgencia por consumar el matrimonio, aunque no se
explicaba el motivo: como si pudiera perder con la demora esa gran
oportunidad que había encontrado.
—En un mes cumpliré los dieciocho años —le informó ella que decidió
dejar de mirar por la ventanilla para clavar sus ojos en el rostro del que ahora
era su marido.
—Entonces tendré que pensar en un buen regalo.
Serena se molestó.
—No se lo he dicho por eso.
Nicholas sonrió al verla tan inquieta.
—Es hora de que me tutees —medio le ordenó.
—Como me ha parecido que te preocupas de forma excesiva por mi
edad, creí que te gustaría saberlo.
Que lo tuteara era lo más normal, además se lo había pedido, y a
Nicholas le agradó.
—Cuéntame cosas sobre ti —le pidió él—. Cómo era tu vida en
Mòrpradlann antes de que tu madre muriera e ingresaras en Lammermuir.
Los ojos de Serena se abrieron de par en par. ¿Por qué le decía que su
madre estaba muerta? ¿Qué le habría contado la directora?
—No deseo hablar sobre ello —respondió firme—. Me provoca tristeza.
—Pero tenemos que comenzar a conocernos —insistió él.
Serena le iba a contar el motivo principal que la había llevado a aceptar
su proposición.
—No me gusta Escocia, ni su frío, ni sus costumbres —dijo de forma
atropellada—. Es la única razón para que haya aceptado tu propuesta de
matrimonio.
Por su vehemencia al decirlo, Nicholas pensó que había algo más que la
muchacha no le contaba, pero se dijo que le daría tiempo hasta que confiara
en él.
—Mi sobrino Samuel es la única razón para que te haya propuesto
matrimonio.
Por algún motivo esa respuesta la molestó. Ella no había querido ser
brusca, pero parecía que a él le gustaba pagarle con la misma moneda, así que
se dijo que templaría su ánimo, también sus palabras.
—No pretendía que mi respuesta sonara descortés, ni quería mostrarme
desagradecida —se justificó.
Pero Nicholas ya no dijo nada más durante un buen rato. Siguió
pensativo, hasta que intentó de nuevo una conversación con ella.
—Escocia es una tierra hermosa —fue escucharlo y pifiar de forma poco
femenina.
Serena interiormente se amonestó. O comenzaba a comportarse de forma
madura, o estaría de vuelta en Lammermuir antes de llegar a Lumsdale Falls.
—Lo que sucede es que no llego a comprender del todo que sigan
manteniendo algunas costumbres que me parecen bárbaras —respondió ella
—. Entiendo que es una forma de protección hacia el pueblo por todo lo que
ha sufrido bajo el yugo de Inglaterra, pero las guerras sucedieron en mil
setecientos, y ahora estamos en mil ochocientos, deberían dejar de mirar el
pasado, y avanzar hacia el futuro —Serena se refería a la costumbre de los
escoceses de secuestrar muchachas para obligarlas al matrimonio.
Nicholas entendió la crítica hacia los ingleses, y el dominio que había
extendido sobre Escocia hasta el punto de prohibirles sus propias costumbres,
pero no se lo tomó en cuenta.
—¿Piensas que los ingleses no tenemos costumbres temerarias?
Serena se dijo que él hombre trataba de decirle algo o de advertirle sobre
algo, no estaba segura.
—No pienso nada —respondió controlando la voz—. Simplemente no
me gusta el frío, y me has hablado muy bien del calor de Lumsdale Falls.
—Te gustará Norfolk.
Esa afirmación la alertó. ¿Quería decir que esperaba que le gustara la
vida en sociedad de Norfolk? Pues estaba muy equivocado.
—Las huérfanas de Lammermuir no somos muy sociables pues no se
nos ha dado la oportunidad de serlo.
—Y eso quiere decir…
—Que no me gustan demasiado los eventos a los que asiste gente que no
conozco.
—Yo tampoco soy muy sociable —confesó él.
Pero no lo era, precisamente, por la opinión que tenía la sociedad de
Norfolk sobre él y sus andanzas pasadas.
—Pues me quitas un peso de encima porque me preocupaba tener que
organizar opíparos eventos para una cuantiosa familia.
Nicholas terminó por sonreír, y a ella le gustó las arrugas que se le
formaron en la comisura de los ojos cuando lo hizo.
—No tengo más familia que Samuel, y ahora tú.
Esa confesión la pilló por sorpresa.
—¿Cómo es posible? —preguntó.
—Mi madre murió dando a luz a mi hermana Constance —le explicó él
en un tono suave—. Mi padre murió poco tiempo después, cuando finalizaron
mis estudios universitarios —los ojos de Nicholas se ensombrecieron—. Y
mi hermana y su esposo en un incendio hace unos meses.
El rostro de Serena se descompuso.
—Lo lamento mucho —se condolió sincera.
—Mi padre era hijo único, y mi madre también, así que no tengo tíos, ni
primos, nadie salvo Samuel y tú —reiteró.
El corazón de Serena se encogió de pesar pues eso no era del todo cierto.
Casado con ella Nicholas adquiría la mayor familia de toda la cristiandad,
además de variopinta: escoceses, ingleses, españoles, y también algún francés
por parte de madre, afortunadamente para él, ella había renunciado a todos y
cada uno de ellos.
El carruaje se paró de súbito.
—Hemos llegado a la posada —le explicó él—. Debemos estar muy
cerca de Harrogate, aquí haremos un descanso antes de continuar nuestro
viaje a Norfolk.
Nicholas la ayudó a descender del vehículo, y Serena se encontró frente
a un patio adoquinado.
—Confío que te guste Killinghall —le dijo Nicholas.
Una vez dentro a Serena le aguardaba un laberinto de doce alcobas. La
posada estaba construida con materiales campestres, como robles,
rafias, tweeds, y mobiliario típicamente inglés. Como ella se fijó en las sillas,
la dueña le explicó que habían sido elaboradas por artesanos locales.
—Parece todo muy confortable —afirmó con una leve sonrisa.
La habitación que la mujer les había reservado estaba en el edificio
principal. Dada la composición de la vivienda, las alcobas diferían en tamaño.
La de ellos era doble y estaba decorada en tonos claros. A Serena le llamó la
atención el lino de las sábanas, la madera del suelo, y la lana galesa de las
mantas: otra aclaración de la dueña.
—Tienen reservado el pequeño comedor que da al jardín trasero —les
dijo la mujer.
—Mi esposa se adecentará un poco antes de bajar a cenar —respondió
Nicholas con esa seguridad que solo poseen los hombres hechos así mismos.
Cuando la mujer salió de la habitación, Nicholas la miró.
—¿Prefieres el lado de la ventana o de la puerta? —le preguntó.
Serena estaba sorprendida por la pregunta.
—La ventana —escogió ella.
—¿Para saltar por ella? —bromeó Nicholas.
En modo alguno pensaba que ella le respondería.
—No sería la primera vez —fue decir la frase y taparse la boca.
Serena había cometido un desliz, y mucho se temía que si no iba con
cuidado no sería el último.
—Yo también he saltado más de una vez por la ventana de Lumsdale
Falls.
Que él admitiera eso para hacerla sentir mejor mostraba la clase de
persona que era su esposo. Una criada traía en ese momento una jarra de
porcelana con agua templada y unos lienzos, y por eso se ahorró darle una
respuesta.
—¿Necesita ayuda, milady?
A punto estuvo Serena de soltar una carcajada. Que la llamara señora
podría entenderlo, pero, ¿milady?
—No, gracias, me bastaré yo sola.
El palafrenero acababa de dejar las dos valijas a los pies de la cama. La
de Nicholas era tan pequeña como la ella. Él, sacó del interior de la suya una
camisa limpia.
—Usaré el agua después de ti —le concedió él—. Esperaré que termines
tomando un brandy.
Serena vio que se marchaba y la dejaba sola. Nunca en su vida corrió
tanto en las abluciones como en ese momento, sin embargo, cuando sacó el
vestido del interior de la valija se descorazonó porque estaba muy arrugado,
pero al menos estaba limpio. Se soltó la larga trenza y se peinó el cabello,
segundos después lo volvió a trenzar, pero lo pensó mejor, con la trenza
parecía una niña y no una mujer casada, así que optó por tratar de hacerse un
moño. La tarea le resultó imposible porque lo tenía demasiado grueso y largo,
además le faltaban horquillas.
Con un chasquido de lengua lo volvió a trenzar y tuvo que volver a
mojarse el rostro porque se había acalorado con el esfuerzo. No veía la
chimenea, pero en la habitación hacía un calor de mil demonios. Serena
ignoraba que el hogar estaba en la habitación de al lado y en la misma pared
donde se encontraban las camas. Como ella había admitido que detestaba el
frío de Escocia, Nicholas había ordenado que la mantuvieran encendida y
avivada toda la noche.
Se miró en el espejo, hizo un encogimiento de hombros, y se dispuso a
bajar las escaleras en busca de su esposo. Tenía un hambre feroz. Una criada
la condujo hacia el comedor privado donde solo había una mesa y dos sillas.
—Por aquí, milady —a ella le hacía gracia que la llamaran así, y a punto
estuvo de corregirla, pero se dijo que no merecía la pena, a decir verdad
disfrutaba con ello.
—¿Y mi esposo?
—Lord Worthington se reunirá con usted en breve.
Serena pensó que los sirvientes creían que eran de la nobleza por el
carruaje elegante y las ropas vistosas de Nicholas.
—Gracias —le dijo a la mujer cuando le apartó la silla.
Un hombre robusto entró en el comedor llevando una enorme bandeja
que depositó en el aparador. El olor que desprendía le hizo rugir las tripas de
hambre. Había comido muy poco durante la cena y el desayuno.
—Gracias por esperarme —le dijo Nicholas que acababa de entrar en el
comedor en ese preciso momento.
Se había cambiado de camisa y desprendía un aroma que le gustaba más
que el del asado. El criado le apartó la silla, y comenzó a traer platos a la
mesa.
—Les gustará el asado pues está aderezado con las hierbas de nuestro
propio huerto —les dijo el hombre mientras le servía un gran trozo a cada
uno.
Nicholas partió el pan que crujía, y a ella se le hizo la boca agua.
—Por como miras el pan, deduzco que tienes hambre.
—Tengo buen apetito.
«Como yo», se dijo Nicholas sin dejar de mirarla. Su esposa llevaba un
vestido bastante feo y arrugado, pero tenía las mejillas sonrojadas. Y fue todo
un placer observarla cómo se alimentaba: parecía como si no hubiera comido
en su vida.
—Está muy rico —dijo con la boca llena.
Y la mirada de él la alertó. Ahora no era una muchacha que todos creían
huérfana, sino una mujer casada con un hombre adinerado y acostumbrado a
las buenas formas en la mesa. Serena enderezó la espalda y tensó los
hombros, tendría que comer como si estuviera en Crimson Hill bajo la atenta
mirada de su primo el duque. Y le costó un horror cortar trocitos pequeños de
carne magra y llevárselos a la boca de forma elegante. Los masticó despacio,
como si fueran trozos de carbón y no los sabrosos bocados que eran.
Cuando vio el postre, los ojos se le empañaron. La tarta de zanahoria la
preparaba Emmy de forma excepcional. Tuvo que contenerse para no darse
un atracón. La comida en Lammermuir era bastante básica y con pocos
dulces, todo lo contrario que de Zambra, la casa de su tío Lorenzo. En
Córdoba había probado los mejores dulces de su vida. Serena se dijo que en
menos de dos horas había pensado en su familia paterna y materna, y se dijo
si acaso significaría algo.
—Estás muy callada —le dijo Nicholas.
Serena parpadeó.
—Estaba pensando en un postre que comí hace mucho tiempo.
—¿En Mòrpradlann, tu hogar?
Tuvo que callarse para no mentirle. Mòrpradlann nunca había sido su
hogar sino un lugar de reclusión como Lammermuir. Aunque le había
gustado mucho conocer al pariente desconocido, y que su padre había
mantenido en el anonimato. Sienna le había confesado que ella misma no
quería que nadie supiera que era la sobrina bastarda del duque de Arun. Que
lo había escogido así, y que el laird McGregor lo había aceptado.
—Hace tanto tiempo que casi no recuerdo dónde fue, pero estaba muy
bueno.
—Confío que te guste entonces la comida que sale de las cocinas de
Lumsdale Falls.
Serena se dijo que con tal de no despiezar ella misma los animales, se
comería de buen gusto todo lo que le pusieran.
—Es hora de acostarse —le recordó Nicholas—. Mañana saldremos
temprano.
De repente, el rostro de Serena se puso rojo como las amapolas del
campo.
—¿Quieres decir... ha llegado el momento de… aquí?
Estaba claro que ella quería preguntar si consumarían el matrimonio en
la habitación de la posada. Nicholas le sonrió para tranquilizarla.
—Sube, yo te alcanzaré en un momento.
Serena se levantó de forma precipitada.
—Está bien, esperaré arriba.
Los minutos que siguieron a la llegada de ella a la habitación, a
desnudarse a toda prisa, a colocarse el grueso camisón de algodón y meterse
en la cama, fueron los más cortos de su vida. Serena temía quedarse dormida,
mantenerse despierta. Estaba nerviosa, le sudaban las manos, y se le revolvía
la comida en el interior del estómago.
Estaba casada con un extraño, se encontraba cruzando la mitad de
Inglaterra para poner la mayor distancia entre su padre y ella, y no sabía
cómo contener su ansiedad. Iba a compartir el lecho con un hombre que su
familia jamás aceptaría, e iba a permitir que un hombre que no fuera
Roderick Penword le hiciera el amor, y Serena comenzó a maldecir de forma
repentina. Había actuado mal, se había precipitado, pero ya no había remedio.
Nicholas le permitió el tiempo suficiente para que ella se desahogara.
Cuando horas después cruzó la puerta de la habitación, la encontró
hecha un ovillo, con las mantas revueltas, y los pies asomando desnudos por
entre las sábanas. Serena estaba dormida, pero Nicholas pudo ver la tensión
en su postura. Recolocó las mantas para taparla mejor, y le subió la sábana
hasta la mitad del rostro. Se desnudó, se metió en el lecho, y cerró los ojos. Si
ella estaba asustada, él estaba igual o peor, pero no lo admitiría aunque su
vida dependiera de ello. Casarse había sido necesario, ella era la mejor
opción, sin embargo, Nicholas no estaba tranquilo.
¿Qué le depararía el futuro junto a esa chiquilla? Lo ignoraba.
CAPÍTULO 11
La pared del cabecero de la cama parecía que ardía. Nunca Serena había
pasado tanto calor durante la noche. Se despertó empapada en sudor y con el
corazón agitado. Al abrir los ojos se percató que en la mesa junto al sillón
había encendida una lámpara de gas, aún así tuvo que parpadear para
aclararse la visión, y entonces vio a su esposo acostado de espaldas a ella. El
lecho no era muy grande, pero no se tocaban porque él dormía en el filo del
colchón. Se pasó la mano por el cuello en un intento de refrescarse, al intentar
tirar la manta hacia atrás lo destapó a él que se despertó con un sobresalto.
—Lo lamento, estoy acalorada y he tirado las mantas hacia atrás con
brusquedad, pero de forma inconsciente —se excusó.
Su marido dormía con una fina camisola que dejaba entrever los rizos
oscuros de su pecho.
—Ordené que mantuvieran la chimenea a pleno rendimiento durante la
noche para que no pasaras frío —respondió.
Como el cuerpo de ella estaba húmedo, el camisón se pegaba a su piel y
revelaba las curvas tentadoras de sus senos. Nicholas se levantó de la cama y
caminó hacia la jofaina que contenía agua templada. Mojó un lienzo y lo
llevó al lecho, con ademanes suaves lo pasó por el rostro femenino que estaba
acalorado.
—Olvidé que estás acostumbrada al frío del norte.
Eso no era cierto, se dijo Serena, porque las estancias de Ruthvencastle
jamás habían estado tan calientes como la de la posada. Él, seguía pasándole
el lienzo húmedo por el cuello.
—¿Mejor? —quiso saber.
Serena se lo quitó de las manos y se lo pasó por la nuca. Estaba tan
acalorada como cohibida, pero ante todo era una muchacha práctica. Estaba
casada, y tarde o temprano tendría que pasar por su noche de bodas, de lo
contrario, la regresarían a Escocia, así que se dijo que cuanto antes pasara el
mal trago, mejor.
—Me quedé dormida esperándote —susurró sin mirarlo.
Escuchó que él suspiraba.
—Necesité dos copas de brandy antes de decidirme a subir —que él
admitiera eso le provocó una ligera sonrisa—, y cuando llegué estabas
profundamente dormida, por eso no quise despertarte.
—Yo necesitaría todo el whisky de las Highlands para decidirme, y
todavía sería insuficiente —respondió ella con un humor que a él le resultó
curioso—. Pero siempre digo que los malos tragos hay que bebérselos de un
golpe.
Eran palabras de su madre Marina, al decirlas pensó en ella, y sus ojos
se oscurecieron por la pena. Allí estaban los dos, sentados en el lecho y
bromeando sobre alcohol a las cuatro de la madrugada.
—¿Sabes? Cuando se hace el amor por primera vez, solo es un mal trago
el primer sorbo —dijo Nicholas con voz suave y sin dejar de mirarla—. El
resto de tragos suelen ser muy placenteros.
—Pues dame ese primer sorbo de una vez —accedió ella pensativa.
—¿Estás segura?
No lo estaba, aunque no lo admitiría por nada en el mundo.
—Es que no quiero estar así de nerviosa cada noche preguntándome
cuándo tendré que tomarme ese mal trago.
Nicholas se preguntó cómo podía una muchacha tan joven mostrarse tan
práctica.
—Espera —le dijo mientras hacía algo inusual como levantarse de la
cama y caminar hacia la puerta—. Iré a por algo que te animará según tus
palabras.
Serena se quedó asombrada cuando se dio cuenta de que la había dejado
sola. Minutos después Nicholas regresaba con dos copas de licor. Se preguntó
si habría despertado a la posadera, o se habría tomado la libertad de cogerlas
por sí mismo. Nicholas se sentó de nuevo junto a ella que seguía teniendo la
misma postura, le tendió una de las copas.
—Whisky para mi esposa —Serena dudó en tomarla—. Brandy para mí,
así podremos brindar y tomarnos el mal trago al unísono.
Le sorprendió que él admitiera que mantener intimidad con ella también
lo considerara un mal trago. No pudo evitar una carcajada suave que a él le
sonó a música.
—Me parece bien —dijo ella sonriente—, mi primera vez con whisky, y
mi primera vez con un hombre.
—Tu primera vez, no con un hombre, sino con tu esposo.
Agarró la copa con firmeza y la sostuvo frente a él. Nicholas chocó la
suya y bebió un trago. Ella lo imitó, y, al primer sorbo, tosió con aspavientos.
—¿Demasiado enérgico? —él sonreía al verla.
—Bueno, ahora ya sé lo que me espera —dijo recuperándose.
Nicholas le quitó la copa y se pegó a ella, y, durante los siguientes
minutos, los dedicó a deshacerle la gruesa trenza. Ella miraba sus
movimientos hipnotizada. Segundos después deslizó la yemas de los dedos
por su cuello satinado y los detuvo en el nacimiento de sus pechos.
—¿Estás nerviosa de que te vea desnuda? —estaba hecha gelatina, pero
era valiente, y sabía que tenía que pasar por ello sí o sí—. También me verás
desnudo a mí.
Con delicadeza le subió el camisón y se lo quitó. Nicholas tuvo que
contener una exclamación porque la piel de ella era oro líquido. La recostó
hacia atrás antes de tomar posesión de la boca virgen, y durante los siguientes
treinta minutos Nicholas se dedicó a besarla y a acariciarla, pero la muchacha
era tan inexperta que se mantuvo laxa a su lado. Fue muy cuidadoso,
paciente, incluso tierno, pero no lograba que ella le respondiese.
—No estás preparada —le susurró al oído.
Y por primera vez en su vida, Nicholas se preguntó por qué no lograba
despertar ni unas simples cosquillas en el cuerpo voluptuoso que tenía a su
lado. Él ignoraba que ella estaba tan tensa porque se obligaba a no salir
corriendo de la cama, que concentraba todas sus energías en no suplicarle que
parara, y por eso no era consciente de lo que le hacía para despertar su deseo.
Nicholas separó su cuerpo, lo justo para deslizar la mano entre ellos y
alcanzar el mismo centro femenino. Ella apretó los muslos sin querer, pero él
no se rindió. Deslizó un dedo dentro de la apretada grieta para acariciarla.
Serena sintió la invasión pero no hizo nada por frenarla, y, al ver que ella no
impedía sus avances, Nicholas enterró un dedo en el interior de ella, pero
estaba seca. Lo sacó y lo lamió para humedecerlo con su propia saliva
mientras ella mantenía los ojos cerrados.
Si Serena lo hubiera visto habría sentido una convulsión.
Durante los siguientes minutos se esforzó al máximo para obtener una
respuesta física por su parte, y cuando al fin sintió que el dedo se empapaba
de su calidez interior, soltó un suspiro. Su esposa soltó un leve jadeo, tan
imperceptible, que a punto estuvo de no escucharlo de tan concentrado como
estaba.
Serena dejó de estar tensa cuando sintió que algo se removía dentro de
ella con la caricia de él. Con ese movimiento rítmico en su interior, una
espiral desconocida comenzó a subir desde su mismo centro, le recorría la
columna vertebral hasta vibrar en sus pechos: en las cimas que lo coronaban.
La boca de él abandonó los labios de ella para aferrar entre sus dientes el
tierno pezón, y lo mordió con una delicadeza de la que no se creía capaz de lo
excitado que estaba. Le había costado un esfuerzo soberano, pero ella estaba
más que lista para él, lo supo cuando su dedo quedó tan empapado que casi
parecía que lo había metido en un tarro de miel templada. Lo retiró de ella,
equilibró su peso en los codos y antebrazos, uno a cada lado, y la miró, ella
seguía teniendo los ojos cerrados. Tanteó su cuerpo con una mano y buscó su
pesado miembro, lo llevó hasta ella, y se deslizó en el interior satinado y
caliente casi sin esfuerzo, pero se mantuvo quieto para que ella se
acostumbrara. Retiró sus caderas un poco, y, de una fuerte estocada, se
hundió firmemente en su esposa hasta la misma raíz. El cuerpo de Serena se
tensó ante la invasión, y mucho más cuando rompió la barrera de su
virginidad, pero no protestó ni una vez.
Nicholas se dijo que era muy placentero estar así dentro de ella, en ese
canal estrecho que se ajustaba a su órgano viril como la vaina a una espada.
Había dedicado tanto tiempo a prepararla, que apenas podía aguantar un
segundo más sin derramarse en su interior. El pensamiento le estremeció el
cuerpo y lo urgió a hundirse en el cuerpo cálido una y otra vez.
Serena sentía fuego en el interior de sus entrañas. Hasta la invasión de
esa parte dura de él, lo que le había hecho anteriormente le había gustado
bastante, pero la fricción de su miembro en su interior le provocaba una
quemazón considerable. Serena se dijo que se estaba tomando más de un mal
trago, llevaba así como dos docenas, cada embestida de él, se lo tomaba ella
como un mal trago. Tensión, dolor, fuego, todo eso se concentraba en el
interior de su vientre mientras él seguía empujando una y otra vez. Colocó la
palma de sus manos en el pecho de él en una muda súplica para indicarle que
parara, pero no hizo falta pronunciar las palabras porque Nicholas empujó
una última vez, tensó todo su cuerpo al mismo tiempo que soltaba un gemido
gutural, y se quedó inmóvil sobre ella.
Minutos después, Nicholas tomó el lienzo húmedo con el que le había
limpiado anteriormente el rostro, y le limpió la sangre que ella tenía entre los
muslos. Fue metódico, sosegado. Serena no quería ni moverse, si se mantenía
quieta apenas le dolía la abrasiva invasión que sentía en su interior. Nicholas
la atrajo hacia sí, la abrazo con delicadeza, y suspiró sobre el cabello de su
nuca.
—Eres una muchacha muy valiente —le dijo muy quedo.
Serena se dijo que no lo era porque no pensaba tomarse un mal trago
más en su vida.
CAPÍTULO 12
Serena se pasó el resto del viaje en carruaje con un escozor en el interior
de las piernas que la incomodaba, pero ya no le dolía. Cuando se despertó por
la mañana, después de los malos tragos que se había tomado figurativamente,
su esposo no estaba en la habitación. Se sintió agradecida porque pudo
lavarse y esconder la sábana manchada de sangre entre las pertenencias de su
valija sin tener que sufrir la vergüenza de que la viera haciéndolo. Cuando
regresó, su esposo traía un vestido en las manos. Le dijo que lo había
conseguido de una de las criadas, la tela era basta, pero estaba bien cortado,
Serena se dijo que debía de ser el vestido con el que la mujer asistía los
domingos a misa, porque era muy recatado y en color oscuro, aunque estaba
limpio y sin arrugas.
Nicholas lamentó que ella no tuviera más ropa, y ella le confió que lo
había perdido todo en el incendio de Mòrpradlann.
Mirarlo después de lo que habían compartido, le tiñó las mejillas de
rosa, pero él actuaba como si no hubiera ocurrido nada la noche pasada.
Desayunaron abundantemente, y retomaron el viaje. Cuando divisó la ciudad
de Norfolk desde la ventanilla del carruaje, se emocionó, salvo Edimburgo,
Portsmouth, ella no había visto nunca una ciudad grande, pero no hicieron un
alto porque Nicholas estaba deseando llegar a su hogar.
Se removió inquieta por undécima vez cuando el carruaje dejó el camino
principal para continuar por uno privado. La alameda que conducía a la
construcción estaba formada por centenas de árboles que se extendían hasta
la casa.
—Lumsdale Falls ha cambiado muy poco en trescientos años —le dijo
Nicholas al ver el interés de ella en la propiedad—. Mi casa cuenta con el
invernadero de flores más antiguo del reino —Nicholas pudo ver un brillo en
sus ojos que no había visto hasta ahora—. Te va a encantar el salón de té para
los invitados.
—¿Un salón de té? —él, hizo un gesto afirmativo.
—La terraza que acompaña al salón de té tiene el arbusto de espinas de
Cristo más antiguo de Norfolk, y los nogales y los castaños en el patio
exterior actúan como refugios de anidación para centenas de pájaros. En
ocasiones arman tanto escándalo que me dan ganas de cazarlos a todos.
Ella lo escuchaba embobada.
—Creo que me gustará escucharlos.
Cuando el carruaje se detuvo al pie de la escalinata, Serena contuvo una
exclamación: no estaba frente a una casa como ella había creído sino frente a
una mansión de dos plantas. Era casi tan majestuosa como Crimson Hill, la
casa de su primo el duque. El ladrillo de la fachada parecía que sudaba sangre
de lo rojo que era, y, por si la casa no lograba impresionarla lo suficiente,
Serena se fijó en la doble fila que formaron los sirvientes. Era tan larga que
trastabillo al dar el primer paso.
—Bienvenido a Lumsdale Falls, milord —dijo el hombre que debía de
ser el mayordomo.
Nicholas la presentó al conjunto de la servidumbre como lady
Worthington, y fue en ese momento cuando ella supo que su esposo le había
ocultado algunos detalles que creyó importantes, pero estaba tan sorprendida
que fue incapaz de coordinar un saludo en respuesta. Subió los escalones
hacia el interior del vestíbulo con cierta acritud, y, cuando hubo entrado en el
interior, se encogió preocupada: Lumsdale Falls era más grande e imponente
que todas las mansiones que hubiera visto anteriormente.
—Lady Worthington, bienvenida —le dijo el hombre mayor.
Y ella se preguntó si Nicholas les habría explicado el motivo de su viaje
a Escocia, y su regreso con ella.
—Haremos que su estancia en Lumsdale Falls le resulte lo más
placentera posible.
Esas palabras la cohibieron, aunque no se explicó el motivo.
Nicholas la sujetó del brazo y la ayudó a subir al primer escalón que
subía hacia la planta superior para que tuviera una mejor visión de todos los
sirvientes que se habían congregado en torno a ellos, entonces fue nombrando
a cada uno del personal de servicio para que le hicieran la venia
correspondiente.
El primero fue Sebastian, el mayordomo, la segunda fue Margaret, el
ama de llaves, la tercera fue Anne, la cocinera. Y siguieron el ayuda de
cámara, su doncella personal que se llamaba Blanche. Primer y segundo
lacayo, primera y segunda doncella, así como la ayudante de cocina.
—Ya conoces a Alfred, nuestro cochero, y a Billy, su ayudante y
palafrenero.
Serena carraspeó para encontrarse la voz.
—Estoy emocionada de estar aquí, en Lumsdale Falls —nunca una
respuesta suya había contenido tanta ambigüedad.
A continuación, la totalidad del servicio aplaudió sus escuetas palabras.
Y, de pronto, los ojos de Nicholas brillaron mirando un punto fijo tras su
espalda. Serena se giró un tercio, y descubrió la presencia de un niño muy
pequeño que bajaba por las escaleras agarrado a la mano de una mujer.
Estaba claro para ella que el niño había comenzado a andar hacía muy poco
porque sus pasos no eran muy seguros, y se preguntó porque la mujer no lo
llevaba en brazos.
—Te presento a mi sobrino Samuel, y a Lizzy, que te ayudará con su
cuidado.
El chiquillo era tan bonito como un ángel, también muy tímido pues
medio se escondía tras las faldas de la doncella.
—Bienvenida a Lumsdale Falls, milady —dijo la mujer.
Nicholas cogió a su sobrino en brazos y lo besó en la mejilla.
—¿Me has echado de menos? —el niño hizo un gesto apenas perceptible
con la cabeza.
—Su baño está preparado, milady —le dijo su doncella personal.
—He ordenado a tu doncella que te preparen algo de ropa de mi
hermana Constance —le dijo Nicholas—. Era un poco más baja que tú, pero
te servirá hasta que encarguemos un nuevo vestuario.
Serena se preguntó cómo había dado la orden si ambos habían llegado a
la casa al mismo tiempo. Nicholas la invitó con una mano a que subiera con
él a la planta superior, y ella obedeció en silencio.
La estancia que le habían preparado le quitó el aliento. Estaba decorada
en tonos rosas, blancos y amarillos. Los muebles estaban recién encerados y
olían a aceite de linaza. En medio de una pared había una puerta que daba a
otra habitación, y ella no dudó que seria la alcoba de el, y se preguntó si los
ingleses dormirían con sus esposas.
El frenesí dentro de la alcoba le provocó nerviosismo. Nicholas dejó al
niño en medio de la cama y la miró de frente.
—Estás muy callada.
—Estoy sorprendida.
—¿Por la casa?
Esa era una de las razones, pero no la principal.
—¿Por qué me llaman lady? —quiso saber aunque lo sospechaba.
Nicholas cruzó los brazos al pecho y la miró intensamente. Después de
un momento, optó por responderle.
—¿No lo has adivinado? Porque soy Nicholas Cameron Worthington,
cuarto conde de Blakwey. —Serena tuvo que inhalar profundo varias veces, y
terminó por sentarse a los pies del lecho. El niño la miraba con curiosidad—.
Y tú eres por matrimonio lady Worthington.
Ella seguía asimilando la sorprendente noticia. Ella ya era lady antes de
casarse con él porque era nieta de conde, y prima segunda de duque.
—Milady, ¿desea escoger el vestido antes de su baño? —le hablaba su
doncella personal, pero ella no la escuchaba.
—Samuel y yo te dejaremos para que te arregles. Nos veremos abajo, en
el comedor, aunque si estás muy cansada, puedes quedarte en tu alcoba y
cenar aquí.
El niño reptó hasta los brazos de su tío que los mantenía abiertos para él,
y sonrió cuando Nicholas lo alzó en brazos. Los dos abandonaron la estancia
en silencio, como muda se había quedado ella.
***
Cuando Serena despertó al día siguiente, escuchó el sonido de los
pájaros, debían de ser muchos porque el jaleo que formaban era considerable.
Las grandes cristaleras estaban abiertas de par en par, y desde la cama podía
ver la pequeña terraza que daba al jardín posterior de la mansión. Una terraza
para su uso y disfrute, además de una enorme habitación con chimenea que
habían mantenido encendida toda la noche.
Al pensar ahora en su situación, deseó llorar, pero no por preocupación
sino de agradecimiento. Disponía de su propia doncella personal, y había
tantos sirvientes en Lumsdale Falls que ella no tendría que encerar ningún
mueble ni despiezar ningún otro animal nunca más.
—¿Se encuentra bien, milady? —la pregunta de su doncella la pilló
desprevenida.
La mujer había abierto el armario y rebuscaba entre los vestidos, había
cogido tres mañaneros y los puso a los pies del lecho para que ella escogiera.
—Extraño un poco Escocia —mintió confiando que a la mujer le
pareciera una respuesta lógica que justificara su congoja.
—Aquí será muy feliz, milady, todos nos encargaremos de ello.
Y antes de levantarse para darse un baño lleno de espuma, Serena
rememoró su vida anterior en Ruthvencastle, y se dijo que si en algún
momento había sentido cierta duda por casarse con un desconocido, ahora se
daba cuenta de lo afortunada que había sido. Aunque la encontraran, su padre
no podría arrastrarla a ese infierno del que había escapado, y lo lamentaba por
su madre porque no se merecía su silencio, pero Marina Del Valle había
contribuido a su infelicidad. Ella creía firmemente que debió de plantarle cara
al marido cuando perdió al pequeño Stephen, y después cuando sufrió el
aborto, pero su madre se había dedicado a penar su tristeza olvidándose que
tenía una hija viva, y que la necesitaba más que nadie en el mundo.
Serena había llegado a Lumsdale Falls, y no pensaba regresar jamás a
Ruthvencastle.
—El baño está listo, milady.
Sumergirse en esa tina llena de espuma le supuso un placer olvidado
durante mucho tiempo. Su doncella le traía una taza con chocolate caliente.
Mientras le daba pequeños sorbos, pensó que era la mujer más afortunada de
toda la cristiandad. Jamás habría imaginado que casándose sería condesa, y
entendió por qué motivo su esposo Nicholas no había revelado su condición
aristocrática. Lammermuir habría temblado hasta los cimientos con las peleas
de las huérfanas por hacerse con el trofeo del esposo noble.
Y se prometió ser una buena esposa. Ser paciente, tranquila, y tratar a
ese niño que ahora era su sobrino de forma cariñosa. Serena tenía tanto amor
para dar que la alegría no le cabía en el cuerpo. Y estuvo un rato largo
disfrutando su baño, y de todas las comodidades que su rango como condesa
le ofrecía. Pensó en Nicholas, y se ruborizó.
Por él, porque le estaba sumamente agradecida, estaba dispuesta tomarse
todos los malos tragos que hicieran falta.
CAPÍTULO 13
Crimson Hill, condado de Hampshire, Inglaterra
Justin Clayton Penword terminó de leer la carta que tenía en sus manos.
Se la había enviado su hija Mary desde su residencia en Edimburgo. Lo que
le notificaba le preocupaba enormemente. Su hija le informaba que su cuñada
Serena llevaba desaparecida muchos meses, y que ni su suegro ni su esposo
lograban encontrarla. Los dos se turnaban para buscarla, pero con resultados
infructuosos.
Justin se preguntó por qué motivo su primo escocés no le había dicho
nada, aunque conociéndolo, no se extrañó en absoluto. Brandon siempre
había sido muy independiente, sobre todo de su familia inglesa. En cada
ocasión le había dejado claro que sus visitas a Crimson Hill le desagradaban,
y en los últimos años esas visitas se habían espaciado mucho en el tiempo.
Pensó en Mary, y apretó los labios. Su hija se sentía muy feliz de vivir en
Escocia, se lo repetía en las numerosas cartas que le escribía, pero la
extrañaba muchísimo.
Daría la mitad de su fortuna porque viviera cerca ellos.
Mary le pedía ayuda porque que su suegro no pensaba pedírsela, y ella
no deseaba que continuaran las largas ausencias de su esposo buscando a su
hermana. Justin se preguntó que diantre habría ocurrido que para la
muchacha no apareciera, y se preocupó por Roderick que se creía enamorado
de ella.
Justin se arrepentía de haberlo obligado a embarcar en el Revenge, sobre
todo porque su hijo se había enfadado terriblemente con él, y hasta el punto
de retirarle la palabra. El duque se dijo que la casa no era la misma sin la
presencia de sus hijos mayores.
—Me ha dicho el mayordomo que tenemos carta de Mary —la voz de
lady Penword le hizo levantar la mirada del papel.
Justin se la tendió cuando llegó a su lado. Aurora la tomó de sus manos
y se dispuso a leer el contenido.
—¿Cómo que Serena ha desaparecido? —apenas podía creerlo.
—Brandon me aseguró que estaba en un lugar seguro, y que de esa
forma la protegía —respondió el marido.
—¿Protegerla? —preguntó ella—. ¿De quién?
Y Justin pasó a narrarle los respectivos acuerdos matrimoniales que
Brandon y Violet habían incumplido con otros clanes de las Tierras Altas.
Aurora lo miraba sorprendida.
—No tenía a Brandon por un descerebrado —afirmó Aurora crítica—,
bueno, un poco sí —continuó—. Todavía recuerdo lo empecinado que se
puso con Marina Del Valle.
Justin seguía callado valorando opciones, y se decidió por una.
—Le enviaré un mensaje urgente al conde de Zambra.
Aurora entrecerró los ojos.
—¿Lo crees conveniente?
—Es el tío de la muchacha.
—¿Dónde puede estar Serena? —se preguntó ella.
Justin se sentía culpable. Él había sido muy duro con su hijo, y lo había
desterrado para que se olvidara de ella. Si a Serena le había ocurrido algo,
jamás se lo perdonaría.
Aurora supo exactamente lo que pensaba su esposo.
—Fuiste muy intransigente con nuestro hijo —le reprochó.
—Era necesario —afirmó mirándola de frente.
—Apartaste a un hijo de su madre —insistió—, y de la mujer de su vida.
Justin terminó apretando el mentón.
—Serena no era mujer para Roderick.
—Nuestro hijo la quiere…
Aurora calló porque no quería seguir con las recriminaciones. Cuando
Justin lo obligó a ingresar en la marina y a embarcar en el Revenge, se enfadó
terriblemente con él porque todos en Crimson Hill sufrieron esa decisión
arbitraria.
—Roderick es muy joven, Dawn, no sabe lo que quiere.
Ella terminó por apretar los puños a sus costados. Justin, como siempre,
tomaba y descartaba decisiones sin contar con los demás.
—De la misma forma que yo, Roderick sabe muy bien lo que quiere,
salvo que tú no puedes aceptarlo —le increpó.
—Tiene que olvidarse de Serena.
—¿Por qué? —quiso saber ella.
Justin suspiró.
—Porque no la ama —afirmó simple.
—¿Cómo puedes decir algo así? No eres Roderick y...
—Soy su padre —la cortó—. Y sé que Serena representa para él lo que
nunca podrá tener.
Aurora se quedó callada.
—¿Cómo qué? —le preguntó.
—Una vida sin responsabilidades.
Por primera vez, Aurora se preguntó si acaso Justin había visto algo que
a ella se le escapaba, pero lo descartó enseguida.
—Roderick ha sido el hijo más bueno del mundo —afirmó la madre sin
un parpadeo—. Nunca ha buscado problemas, ni tampoco ha tenido líos de
faldas —le recordó sin apartar la mirada de él—. Y si realmente pensabas que
no amaba en verdad a Serena, era tu obligación permitirle que lo descubriera
por sí mismo.
Esa era una verdad lacerante. Pero Justin había estado muy agobiado por
la muerte de su padre Devlin, por la boda de su primogénita, y había actuado
de forma autoritaria.
—Admito que me precipité —reconoció al fin.
Aurora apenas cabía en sí del asombro. Justin debía de estar en verdad
afectado por la desaparición de la hija de Brandon para admitir un error de tal
calibre.
—Roderick se alegrará de saberlo.
Justin terminó cruzando los brazos al pecho.
—¿Me estás dando órdenes?
Aurora resopló.
—Como si fueras a cumplir alguna…
Justin terminó sonriendo. De unos años a esta parte, le ganaba todas y
cada una de las partidas que jugaba con su esposa.
—¿Te apetece visitar a Mary?
Los ojos de la mujer se abrieron de par en par.
—Siempre.
Era la respuesta que esperaba.
—Os puedo dejar a ti y a los pequeños en Edimburgo, y yo marcharía a
Ruthvencastle con los gemelos.
Las cejas de Aurora se arquearon con humor.
—¿Piensas llevarte a Devlin y Hayden contigo a Ruthvencastle?
Ella no podía creérselo.
—¿Los prefieres contigo?
Aurora negó con la cabeza. Si Roderick era el ejemplo vivo del mejor
hijo del mundo, sus dos hermanos gemelos eran justo lo contrario: eran
juerguistas, impulsivos, enamoradizos, la desquiciaban. A ella le faltaba
paciencia con ellos igual que Justin que se pasaba la vida reprobándolos.
Devlin y Hayden se pasaban la mitad del tiempo castigados, sobre todo
cuando intervenían en duelos ilícitos.
—¿Avisarás a Brandon de que vamos?
Justin hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No —afirmó—. No pienso brindarle la oportunidad de que idee
cualquier excusa para plantarnos.
—Es que no me parece bien —dijo la mujer pensativa.
—Vamos a ver a nuestra hija —dijo el duque—. No necesitamos
invitación para hacerlo.
—Pero sí para visitar Ruthvencastle.
—Le llevaré a Marina un mensaje de su hermano Lorenzo —ese podía
ser un buen motivo—. Incluso de su primo Diego.
—Cuándo partimos —preguntó la esposa.
—Cuando reciba la respuesta de cualquiera de los dos.
—¿Le dirás a Roderick que Serena ha desaparecido?
Justin la miró con ojos entrecerrados, y supo exactamente lo que
pensaba su esposa.
—Te prohíbo expresamente que lo hagas —el esposo la conocía muy
bien.
Aurora alzó la barbilla en ese gesto altanero que tanto admiraba él.
—Llevo casi un año sin ver a mi hijo —protestó la madre.
—El Revenge se encuentra en las Bermudas —le informó Justin. La
mujer esperó a que continuara—. Se está fortificando el astillero porque se
teme un posible ataque.
—¿De mi reino? —preguntó ella.
Justin hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tu reino ahora es Inglaterra —la rectificó—. El ataque que se espera
es de las antiguas trece colonias del imperio.
Aurora se quedó pensativa. Inglaterra había sido derrotada por sus
antiguas colonias en la batalla de Yorktown que se independizaron del yugo
británico y formaron su propio estado.
—¿Pueden entrar en guerra?
Justin negó.
—No lo creo, pero Inglaterra desea asegurarse.
Aurora ya no pudo contestarle porque el mayordomo anunció la visita de
su padre, John Beresford.
CAPÍTULO 14
La vida en Lumsdale Falls era mucho más hermosa de lo que Serena
habría imaginado. Conquistar el corazón del pequeño Samuel no le había
supuesto casi esfuerzo, y el niño se había ganado su afecto por completo.
Dirigir una casa tan grande le había supuesto un verdadero desafío, pero
Serena era muy práctica y se había dejado aconsejar por el ama de llaves que
era quien mejor conocía el funcionamiento de la propiedad. Con ella había
supervisado la compra en el mercado, los menús diarios que se servían en
Lumsdale Falls. Había aprendido qué vajillas utilizar en los diferentes
eventos, aunque todavía no habían tenido ninguno. Con Sebastian, el
mayordomo, había aprendido a diferenciar la importancia de las diversas
invitaciones que recibían. La mayoría no eran importantes porque Nicholas
no mantenía contacto con la aristocracia de Norfolk, mucho menos con la de
Londres, lo que significaba un verdadero alivio para ella.
Una de las cosas que más disfruto Serena en su nueva faceta de casada,
fue cuando encargaron su precioso vestuario. Los vestidos estaban
confeccionados en sedas, tafetanes, rasos y terciopelos, por primera vez tenía
sombreros que no sabía si se pondría alguna vez. Chales maravillosos de
encaje, variados botines, y un largo etc.
Su vida discurría tranquila en ese hermosos paraje de Norfolk.
Tras varias semanas de matrimonio, Nicholas no había vuelto a hacerle
el amor, circunstancia que ella agradecía aunque imaginaba que su celibato
no duraría mucho porque su esposo era un hombre joven y sano. Durante las
primeras noches se preguntó cuándo acudiría de nuevo a su lecho, pero
después dejó de inquietarse, y se dispuso a disfrutar la generosidad que la
vida le estaba ofreciendo.
De pasar necesidades básicas en Ruthvencastle, ahora disfrutaba en
Lumsdale Falls como si fuera la misma reina de Inglaterra. Atrás quedaban
las discusiones con su padre, observar impotente el sufrimiento de su madre,
y el encierro permanente que había padecido de forma injusta. También había
logrado que Nicholas la llamara por su primer nombre. Cuando ella le pidió
que la llamara Serena, él le preguntó el motivo, ella le explicó una media
verdad: que alguien muy especial en su pasado la llamaba así. Nicholas no
tenía modo de saber que esa persona especial era su madre, y no hizo más
preguntas al respecto, había aceptado sin una replica su deseo.
Serena brillaba esos días tanto o más que la plata de Lumsdale Falls.
—Milady —Serena se giró a la llamada de Sebastian—. Ha llegado
correspondencia de Findhorn Hall.
La muchacha caminó unos pasos hacia el mayordomo que le tendía una
misiva lacrada.
—¿Findhorn Hall? —preguntó con interés.
—Es la residencia oficial del marqués de Bell.
Serena se puso a la defensiva. Era oír algo relacionado con la nobleza, y
se encrespaba.
—¿Es para Nicholas?
El mayordomo negó con la cabeza.
—Es para milady —respondió con ese rostro enjuto que lo hacía parecer
mucho más serio.
—No conozco a nadie de ese lugar —dijo pensativa.
—Imagino que será una invitación formal.
—¿Dónde se encuentra Findhorn Hall? —preguntó mientras cogía el
sobre lacado.
—En Walsingham —respondió el mayordomo.
Serena no tenía modo de saber dónde estaba ese lugar. Cuando hubo
recogido el sobre, Sebastian le hizo una venia y la dejó a solas. Ella dudaba
en abrir el sobre y leer el contenido. Finalmente se decidió, rasgó el sobre y
sacó la hoja de papel, como Sebastian había anticipado, era una invitación
formal, y Serena hizo lo que tantas veces anteriormente: la rompió en varios
trozos y la tiró al fuego. Las llamas devoraron el papel en cuestión de
segundos.
—Estás aquí —la voz de Nicholas la sobresaltó, como si la hubiera
pillado en una trampa.
Serena se giró y le sonrió.
—Había pensado leer un rato mientras Samuel duerme su siesta —
respondió algo precipitada.
Nicholas la observó atentamente. Vestía de seda azul y encaje. Su mujer
tenía una figura deliciosa, y que realzaba el vestuario que él le había
escogido. Vestida con las expertas creaciones de madame Lynn, Serena ya no
parecía una huérfana sino un dama de alta alcurnia.
—Mañana debemos hacer una visita a St Peter´s Church.
Era la parroquia donde iba a tener lugar el bautizo de Samuel.
—Pensaba que sería la próxima semana.
Nicholas hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Me ha parecido escuchar que había llegado una nueva invitación.
Serena tensó la espalda.
—Una de tantas —contestó evasiva.
Nicholas se acercó a ella. Serena era la muchacha más guapa y
espectacular que había visto nunca, y era su esposa. Le estaba permitiendo un
tiempo para que se acostumbrara a él antes de visitar su lecho pues se moría
por volver a hacerle el amor. Había consumado el matrimonio de forma
brusca y rápida porque deseaba que fuera suya, y no solo ante la ley, sino
ante el mundo entero. Pretendía que nadie cuestionara el matrimonio de
ambos.
—¿No te apetece asistir a ninguna fiesta de las muchas que celebran la
aristocracia de Norfolk? —Serena negó repetidamente—. Pensé que te
gustaría socializar con muchachas de tu edad.
—No tengo ningún deseo de relacionarme con nadie.
A él le gustaba esa actitud por su parte, pero Nicholas sabía que tarde o
temprano tendrían que dejar de dar evasivas y mostrarse ante todos, sobre
todo por el futuro de Samuel.
—Bien sabes que me gusta, pero no es bueno que vivas encerrada en
Lumsdale Falls.
Serena se dijo que Nicholas no debía conocer el significado de la
palabra encierro como ella.
—Samuel es muy pequeño, y no deseo dejarlo solo por asistir a algún
evento que me trae sin cuidado.
—Ahora eres la condesa de Blakwey, y se espera que asistas a diversos
eventos en la comunidad.
Ella lo tenía claro: salvo los orfanatos, los hospicios, las reuniones en la
parroquia, y el mercado, no pensaba tener en cuenta nada más.
—Me estás poniendo nerviosa —le dijo franca.
Nicholas alzó las cejas con sorpresa.
—¿Por pedirte que asistas a reuniones?
Serena negó, era por la forma tan particular que tenía de mirarla.
—Me miras de una forma extraña.
Ahora sí que lo sorprendió.
—Te miro como miraría a una mujer hermosa.
Serena se cohibía al escucharlo. ¿La consideraba bonita? Salvo Roderick
Penword, nadie le había dicho algo tan lindo.
—¿Quieres decir que mirarías a otras mujeres que consideres hermosas
como me estás mirando a mí? —por alguna extraña razón esa posibilidad la
molestó.
Nicholas se dijo que eso sería imposible. Desde que Serena vivía en
Lumsdale Falls y dormía en la alcoba adyacente a la suya, apenas podía pegar
ojo. Era consciente de lo bien que olía su cuerpo, de lo sabrosa que sabía su
piel pues la había probado…
—¿Te importaría si visito esta noche tu lecho?
Nicholas se espantó al escucharse. Había sido un pensamiento, y lo
había pronunciado en voz alta de forma inconsciente.
—No… no puedo negarme —la vacilación no había sido intencionada.
—¿Lo harías si pudieras? —insistió.
Serena estaba acostumbrada a encarar los problemas de frente, y se dijo
que la intimidad que tenía que compartir con su marido no iba a ser la
excepción.
—Sí —afirmó rotunda—. Aquella noche en la posadas pensé que tendría
que tomarme solo un mal trago, pero fueron demasiados, y quedé malherida.
Esa confesión le provocó a Nicholas cierto pesar. Las mujeres
funcionaban físicamente diferentes a los hombres, y, aunque él había tratado
de tener paciencia con ella, la verdad era que habían sido dos extraños
compartiendo intimidad. Para él había supuesto una maravilla, y por lo visto
para ella un tormento.
—Eso es porque eres muy estrecha —Serena pensó que se refería a su
forma de pensar, pero Nicholas se refería a su condición de virgen.
—No soy estrecha de miras —contestó algo brusca.
Nicholas terminó sonriendo.
—Me refería al aspecto físico —por la mirada que le dedicó Serena,
estaba claro que no lo había entendido—. Suele suceder con las vírgenes.
Se puso colorada al escucharlo.
—Creí que te referías a otras cosa —se disculpó.
Él, ya lo había imaginado.
—Puedo darte mi palabra de que ya no será doloroso como la primera
vez.
A ella le costaba creerlo porque él tenía una parte de su cuerpo
demasiado grande.
—Si deseas visitar mi lecho, no puedo negarme —terminó cediendo.
Nicholas la miró intensamente.
—No soy un desalmado —respondió en un tono bajo—. Puedo darte
más tiempo.
Para ella sería un alivio.
—¿No te importaría?
La mirada de él quemaba.
—¿Retrasar lo inevitable?
Tenía razón. Solo estaba posponiendo tomar otro mal trago, y Serena no
se consideraba una muchacha cobarde, así que tomó una resolución de forma
impulsiva y temeraria, como era habitual en ella.
—No necesito más tiempo —afirmó de pronto—. Puedes visitar mi
lecho esta noche.
Nicholas no podía más que admirarla.
—¿Deseas un aliciente?
Ella lo observó con sus enormes ojos verdes.
—¿Un…? —no fue capaz de terminar la pregunta.
—De lo que te aguardará esta noche con mi visita.
Serena no se esperó lo que su esposo hizo a continuación. La tomó entre
sus brazos, inclinó la cabeza al encuentro de ella, y tomó posesión de la boca
tierna. Lo primero que sintió fue sorpresa, segundo incertidumbre, pero
Nicholas sabía muy bien lo que hacía porque ella terminó quedándose floja
entre sus brazos y permitiéndole que hurgara en cada recoveco que
encontraba. Minutos después, Serena le echó los brazos al cuello, y comenzó
a imitar los movimientos de él: ahora posesivo, ahora dulce. Nadie nunca la
había besado así, y admitió que le gustaba mucho.
Cuando Nicholas se separó de ella, Serena mantenía los ojos cerrados.
—Esta noche tendrás muchos más de estos alicientes…
CAPÍTULO 15
Lorenzo Del Valle, conde de Zambra, estaba muy disgustado con su
hermana Marina. Tenía tal seriedad en su rostro, que su sobrino Ian que iba a
su lado en el carruaje, optó por tratar de calmarlo.
—Mi madre no tiene la culpa —dijo de pronto.
El conde entrecerró los ojos al mismo tiempo que crujía los dientes.
—Soy consciente de que el único culpable de toda esta situación es el
cabrón de tu padre.
Ian se tensó. Esa era una verdad que no podía discutir, pero no podía
permitir que insultara a su padre.
—Lo hizo por el bien de mi hermana.
Lorenzo resopló.
—Cuando encuentre a mi sobrina me la llevaré de Escocia —afirmó
rotundo.
Ian estaba cansado de las peleas entre sus padres, de buscar a su
hermana. Se sentía agotado por todo, y solo deseaba estar en su hogar junto a
su esposa Mary.
—No podrás hacerlo —contestó—, mi padre no te lo permitirá.
Lorenzo giró el rostro para que Ian no viera lo afectado que estaba.
—¿Piensas que puede impedírmelo?
El cansancio se reflejaba en el rostro de Ian que llevaba meses buscando
a su hermana de forma estéril.
—Si dejara marchar a Serena, sabe que mi madre la seguiría.
Lorenzo así lo esperaba. Cuando descubrió por la duquesa de Arun lo
desgraciada que había sido su hermana en Escocia, deseó matar a ese
engendro del diablo.
Cuando recibió la carta del duque de Arun, tardó un tiempo en asimilar
la información que le desgranaba porque no podía creerlo. Días después tomó
un barco desde Santander hacia Dover, una vez en Inglaterra alquiló un
carruaje para que lo llevara, primero a Crimson Hill para inquirir sobre su
hermana, y después a Ruthvencastle para enfrentar al cabrón de su cuñado,
pero cuando llegó al castillo, el laird no se encontraba allí sino buscando a su
hija en los confines de esas tierras. Marina se deshizo en llanto cuando lo vio,
y él maldijo al escocés mucho más: su hermana era un cadáver andante.
—Ya no me importa lo que tu padre piense —respondió agudo—. Ha
hecho de la vida de mi hermana un infierno, y eso es algo que no pienso
perdonarle.
Ian comenzó entonces a revelarle las enormes dificultades económicas
que habían pasado su padre por culpa de su abuelo paterno. Los McGregor
estaban empeñados hasta el tuétano, no podían hacer frente a las deudas que
habían contraído con los clanes Duncan y McQueen. Le dijo que su abuelo
fue un descerebrado que solo buscaba medrar en poder y riqueza, y que hizo
muy malos negocios con varios clanes del sur que llevaron a la familia a la
bancarrota después de su muerte. También le explicó que su abuelo había
hecho acuerdos matrimoniales con su padre y con su tía Violet, y que ambos
los habían incumplido. Ian hizo una defensa de su padre al asegurarle que no
se había vuelto un cabrón de la noche a la mañana, sino acuciado por los
acontecimientos y las deudas.
—Yo no habría sobrevivido en Ruthvencastle si no hubiera sido por
Marina, mi madre —le confesó Ian. El mentón de Lorenzo se apretó todavía
más—. Era el ángel que llegó para rescatarme.
—Y yo voy a rescatar a tu hermana.
Ian y Lorenzo se dirigían hacia la frontera con Inglaterra. Habían dejado
en Ruthvencastle a Marina porque en la última búsqueda de Ian se había
topado con una información inesperada: la Escuela Orfanato de Lammermuir.
Él había visitado ese lugar meses atrás, pero allí no estaba su hermana pues
no aparecía en los registros. La directora se había mostrado muy atenta con
él, y lo había ayudado en todo lo que pudo, pero Serena no estaba, y no podía
estarlo porque llegó al lugar tiempo después. Cuando Ian volvió a visitar la
Abadía de Aberdeenshire recabó una nueva información: una rica y viuda
baronesa ayudaba a muchachas huérfanas. Él dudaba de que supiera algo
sobre Serena, pero no perdía nada intentándolo, y por eso Lorenzo y él se
dirigían hacia el lugar donde vivía: justo en la frontera con Inglaterra.
—Si le ha pasado algo a mi sobrina, tu padre pagará por ello —le
advirtió el conde sin un parpadeo.
Ian no podía decir nada. Existía un motivo para que su padre hubiera
escondido a su hermana, sin embargo, censuraba que hubiera guardado
silencio. Marina estaba en su derecho de conocer sus sospechas, incluso él
mismo. ¿Cómo podían protegerla cuando desconocían lo que sucedía?
Además, la enemistad con el clan armígero Duncan por lo ocurrido con
Sienna años atrás, tenía que haberlo compartido con él. Ian tenía derecho a
saber todo lo que ocurría.
—Si algo le ha sucedido a mi hermana, puedo asegurarte que mi padre
no se recuperará.
Lorenzo optó por mirar de nuevo por la ventanilla del carruaje, y lo que
vieron sus ojos le provocó un vuelco en el estómago: veía un paisaje
accidentado y desolado de páramos muy poco poblados. Y lo peor de todo,
esa lluvia constante que no amainaba ni ofrecía un breve descanso al viajero.
—Es una tierra agreste pero hermosa —le dijo Ian que entendió
perfectamente la mirada del conde.
Bregar con las constantes lluvias del norte, resultaba muy difícil para un
hombre del sur como su tío.
—El clima es terrible —respondió Lorenzo confirmando los
pensamientos e Ian.
El sobrino podía entenderlo. Los verdes valles de Escocia eran de
singular belleza gracias a las lluvias torrenciales, pero esas lluvias
interminables podían suponer un problema para un hombre poco
acostumbrado.
—El verano es bastante bonito —lo intentó de nuevo Ian.
—¿No llueve en verano? —preguntó.
Ian sonrió.
—Cada día que amanece —afirmó el otro.
Lorenzo se desabrochó el lazo con el que cerraba la capa a su cuello.
—Mi hermana disfrutaba mucho cabalgando sobre Cabrón por la
serranía de Córdoba —Ian lo sabía, él mismo había disfrutado de largos
paseos en sus visitas a Zambra—. He visto al precioso semental en los
establos de Ruthvencastle, y no he visto a un pura sangre menos ejercitado
que el suyo.
Ian bajó los párpados. Desde el aborto, su madre no había vuelto a
montar a Cabrón, y el hermoso animal languidecía en los establos.
—Los años también pasan para un caballo.
Lorenzo tuvo que admitir que las palabras de Ian era ciertas. El tiempo
pasaba para todos.
—¿Queda mucho para llegar? —Lorenzo se impacientaba.
—Si seguimos a esta ritmo, unas tres horas —respondió Ian.
Ni español ni escocés volvieron a decir nada durante un buen rato.
CAPÍTULO 16
Roslyn McAvoy tenía que llegar hasta la frontera, debía avisar a la
baronesa de Everbay de lo que había sucedido en Lammermuir. La escuela
había sufrido la incursión y el ataque de un clan proscrito, y se las habían
llevado a todas, incluida a la señorita Scott. Ella había escapado de milagro, y
había sido testigo en la distancia de lo que sucedía. El miedo la había dejado
paralizada en la linde del bosque sin atreverse a dar un paso para ayudar o
socorrer a sus compañeras. Si ella no se hubiera quedado al resguardo y
oculta tras los árboles, la habrían visto, y habría sufrido la misma suerte.
El grupo de escoceses rondaban los cuarenta hombres. Por los colores,
ella sabía que pertenecían al clan proscrito de los Alltan. Unos forajidos
terribles y despiadados. Raube Philban fue el primer cabecilla: un malvado
hombre que asesinó a su propio padre, y que huyó de la justicia hacia las islas
del norte instalándose en una profunda cueva que resultaba inaccesible. La
cueva se encontraba en el acantilado de Kilt Rock, e incluso había logrado
reunir a un grupo de forajidos. Del asesinato de Carlin Philban habían pasado
quince años, pero el proscrito seguía sembrando el terror cada vez que salía
de su guarida para hacer una incursión. El clan de los Alltan no solo atacaban
propiedades, también asaltaba a los viajeros para robarles y asesinarlos. En
esta ocasión le había tocado a la Escuela Orfanato de Lammermuir, y se
habían llevado todo lo que respiraba vida.
Roslyn no quería ni imaginar el destino que le esperaba a todas y cada
una de las muchachas del orfanato, y, al pensarlo, estalló en llanto. Ella había
escapado de puro milagro porque no se encontraba en Lammermuir cuando
sucedió el ataque. Roslyn había cumplido su tarea semanal de recoger las
hierbas medicinales que les preparaba el médico de Evertown. El hombre les
dejaba un canasto en el interior de la parroquia de Pelknowe, pero Roslyn se
había entretenido demasiado charlando con las mujeres de la aldea que solían
contarle anécdotas jugosas sobre otras muchachas de los alrededores. Ahora
estaba muerta de miedo, pero tenía que llegar hasta la baronesa y avisarla de
lo que había ocurrido.
Era una mujer influyente, a ella la escucharían.
Cuando dejó atrás el bosque y salió a la planicie que conducía a la ruta
principal, Roslyn divisó el carruaje parado a un lado del camino. Estaba
precariamente ladeado hacia la izquierda. Desde la distancia en la que se
encontraba, Roslyn no pudo ver que una de las ruedas estaba completamente
metida en un profundo hoyo. Lanzó una plegaria porque ya no tendría que
seguir caminando. Tenía las botas embarradas igual que el bajo de su falda.
La capa se le había empapado por completo, y, aunque la cesta con las
medicinas pesaba bastante, Roslyn no la había soltado de su mano en todo el
tiempo que estuvo caminando.
El carruaje no tenía cochero ni palafrenero, pero como había comenzado
a llover más fuerte, ella decidió resguardarse en su interior. Esperaría al
cochero y le explicaría lo que había sucedido en Lammermuir. Con el sonido
de la lluvia no escuchaba nada, y dedujo que no había nadie en su interior.
Abrió la portezuela y subió con bastante dificultad porque no se había podido
apoyar en el pescante. Una vez en el interior se percató demasiado tarde de
que no estaba vacío. Un hombre le apuntaba con un arma, y le hablaba en un
idioma que no había escuchado nunca.
—¡Quieta! —lo escuchó decir segundos después en inglés.
Roslyn tragó con fuerza. Había pasado tanto miedo caminando sola bajo
la lluvia, que la prudencia que normalmente mostraba ante imprevistos, se le
debía de haber escurrido con el agua de lluvia. Estaba helada, tenía hambre, y
sobre todo miedo, pero hizo caso omiso de todos esos sentimientos, y se
metió en el interior seco y cálido.
—Necesito ayuda —dijo sentándose y escurriendo agua por todos lados.
Lorenzo Del Valle miraba a la intrusa con cierta precaución. Había
estado tan ensimismado pensando en la mala suerte que había tenido desde su
llegada a Escocia, que no la había escuchado llegar, bueno, eso y la fuerte
lluvia que no había parado en los días que llevaba buscando a su sobrina.
—¿Y usted es? —le preguntó sin bajar el arma.
Roslyn fue capaz de fijarse en el sassenach, y dedujo que no era un
bandido. Entre el miedo y las prisas había olvidado que le había hablado en
gaélico. Carraspeó, y entonces le habló en inglés.
—Necesito su ayuda —volvió a repetir.
Lorenzo la había entendido, pero a duras penas. El acento de la
muchacha era muy fuerte y su inglés muy pobre.
—¿Se ha perdido? —le preguntó.
—¿Puede dejar de apuntarme con eso? —le pidió ella.
Frente a Lorenzo había una muchacha que no debía de tener más de
quince años, y el hombre, precavido como era, la cacheó para comprobar que
no llevaba un arma escondida. Un segundo después le quitó la cesta y sacó el
contenido, pero no había nada salvo tisanas y hierbas.
—Necesitaba asegurarme de que no llevaba nada para atacarme.
Parecía una disculpa, y Roslyn la aceptó.
—Necesito ir a Evertown.
A Lorenzo le costaba mucho entenderla, pero decidió que la muchacha
no representaba peligro alguno. Debía de haberse desviado de su ruta, y a la
vista estaba de que había caminado mucho. Llevaba barro hasta en las
pestañas. Guardó su arma, y depositó la cesta en el suelo del carruaje.
—Tengo que ir a Evertown —reiteró la chica.
—Mi sobrino y el cochero han ido en busca de ayuda —respondió
Lorenzo muy despacio para que lo entendiera—. La rueda del carruaje ha
pisado un hoyo muy profundo y no hemos sido capaz de sacarla del barro.
Roslyn no había entendido la mitad de lo que le había dicho. De repente
estornudó.
—Lo lamento, estoy helada —confesó tragando con fuerza.
Lorenzo era ante todo un caballero, y la muchacha necesitaba ayuda.
Tomó su gruesa capa de viaje y se la ofreció. Roslyn estaba tan fría que si no
hacía algo para entrar en calor iba a pillar una neumonía.
—Gracias —le dijo agarrando la prenda que le ofrecía.
Con ademanes torpes se quitó la suya que estaba empapada, y se cubrió
con la masculina.
—Cuando venga el cochero podremos llevarla a su casa —le dijo
Lorenzo sin apartar la mirada del rostro pecoso.
Fuera seguía lloviendo con intensidad, pronto anochecería, por eso
apenas quedaba luz que alumbrara, pero él podía contemplar a la chica que se
veía nerviosa. Tenía lo ojos claros enrojecidos, aunque no supo que eran
debido al llanto.
—¿Vive muy lejos de aquí?
Roslyn hizo un gesto afirmativo. Había caminado durante seis horas:
horas en las que había maldecido, llorado, y también rezado.
—No me había dado cuenta de que el carruaje estaba accidentado.
—Yo estaba a punto de volverme loco por la espera —admitió él.
—¿Hacia dónde se dirige? —le preguntó la chica.
Como ninguno de los dos tenía nada mejor que hacer se dedicaron a
observarse con interés.
—Regreso a Ruthvencastle —contestó Lorenzo minutos después.
—Yo tengo que ir a Evertown —insistió.
Ni ella sabía donde estaba Ruthvencastle, ni él conocía a qué distancia
se encontraba el lugar que ella mencionaba.
Ahora que el cabello de la muchacha casi se había secado, Lorenzo
advirtió que era tan rojo como la sangre. La muchacha estaba tan delgada que
parecía que una brisa podría llevársela. Ella por el contrario se fijó en el
cabello de él, que de tan negro que lo tenía brillaba. Poseía un rostro apuesto,
aunque con unas ligeras arrugas en la comisura de sus labios, y también se
fijó en los ojos de color castaño. Miró sus ropas elegantes, aunque eran
demasiado finas para el fuerte clima escocés.
—Mi nombre es Roslyn McAvoy —le dijo presentándose.
El noble hizo lo propio.
—Lorenzo Del Valle y Linares —le correspondió.
Ella se preguntó qué edad tendría pues no era demasiado joven ni
tampoco parecía mayor. Tras unos momentos de silencio, ambos escucharon
el galope de un caballo.
—Debe de ser mi sobrino que ha regresado con ayuda.
Después de unos minutos el caballo se detuvo a la altura del carruaje.
Lorenzo asomó la cabeza por la ventanilla.
—¿Has conseguido ayuda? —le preguntó.
Ian hizo un gesto negativo con la cabeza.
—He contratado un nuevo carruaje —le dijo el escocés que desmontaba
del semental en ese preciso momento.
Ató las bridas del caballo junto a las otras monturas, abrió la portezuela
del carruaje y se dispuso a entrar cuando sus ojos se toparon con una
muchacha que estaba sentada frente a Lorenzo. Dudó antes de hacerlo, pero
llovía tanto que no lo pensó ni un segundo más.
—Te presento a Roslyn… —Lorenzo no había memorizado el apellido
de ella.
—Roslyn McAvoy —se presentó la otra.
Ian terminó sentado al lado de Lorenzo, y sin apartar la mirada de la
joven que estaba cubierta con la capa de él. Un segundo después, hombre y
mujer se enzarzaron en una conversación en esa lengua que Lorenzo no
entendía. A medida que hablaban, la mujer comenzó a llorar e Ian iba
perdiendo el color del rostro.
Lorenzo supo que algo grave ocurría, y se preguntó qué podría ser.
—Han atacado un orfanato —le explicó.
—¿Quién?
—Unos forajidos —Ian no quería explicarle que había sido un grupo de
escoceses proscritos por la justicia.
No quería aumentar la mala opinión que tenía Lorenzo Del Valle de los
escoceses.
—¿Hay heridos? —se interesó el noble.
—No —respondió Ian.
—Las han raptados a todas —le explico Roslyn entre sollozos.
La muchacha continuó narrándole por qué motivo ella no estaba en la
escuela cuando se produjo el ataque. Le señaló la cesta que estaba en el suelo
del carruaje.
—Cuando cambiemos de carruaje te llevaremos a Evertown —le dijo
Ian pensativo.
Les tocaba desviarse de la ruta, pero tenían que informar al sheriff de lo
que había ocurrido. No era la primera vez que ese clan proscrito atacaba, pero
nunca lo habían hecho tan cerca de la frontera con Inglaterra.
—Ya conozco ese lugar —reconoció Ian—. Estuve meses atrás
buscando a mi hermana, pero no la encontré —Ian no hablaba con ella sino
con Lorenzo que los miraba fijamente—. Informaremos al sheriff de lo
ocurrido, dejaremos a Roslyn en Evertown, y regresaremos a Ruthvencastle.
Roslyn miraba hipnotizada al escocés que hablaba con el sassenach. Era
tan guapo y educado, que se dijo que bien podría ser el hombre de su vida.
¿Por qué el sassenach había dicho que era su sobrino? No se parecían en
nada. El hombre era moreno de cabellos y de piel, el otro por el contrario, era
muy rubio y tenía la apariencia de un dios.
«Acabo de descubrir a mi futuro esposo», se dijo Roslyn. Y de repente
se dio cuenta de que no conocía el apellido de él, pero estaba dispuesta a
saberlo todo.
CAPÍTULO 17
Andar durante seis horas no suponía la misma distancia que hacerlo en
carruaje. Tuvieron que esperar una hora para que el nuevo vehículo que Ian
había alquilado en Canonbie llegara hasta el camino principal donde estaban
ellos resguardados de la lluvia. No les costó nada cambiar de vehículo ni
acomodarse. Ian había dejado indicaciones en Canonbie para que sacaran el
carruaje accidentado cuando cesara la lluvia. El cambio había supuesto
bastantes libras, pero Lorenzo había corrido con todos los gastos.
Cuando llegaron a Evertown, la casa de la baronesa estaba cerrada, y
Roslyn entró en pánico. Ignoraba qué podía hacer o a quién acudir para pedir
ayuda pues estaba sola en el mundo.
Ian trató de buscar respuestas, y las obtuvo en una de las viviendas
donde llamó. Allí, una pareja de ancianos le informaron que cuando llegaba
la temporada de lluvias, la baronesa regresaba a su antiguo hogar en
Inglaterra. Le explicaron, aunque no lo preguntó, que la mujer se había
casado con el barón de Everbay, y que el hombre había muerto poco después
de celebrarse el matrimonio.
—¿Qué haremos ahora? —le preguntó Lorenzo sin dejar de mirar a la
chica que se veía muy nerviosa.
—Iremos a Edimburgo para hablar con el sheriff —reveló Ian con voz
baja y mirada pensativa—. Tenemos que informarle de lo que ha ocurrido en
Lammermuir.
—¿Y después? —Lorenzo claramente se refería a la muchacha.
—La llevaremos hasta Ruthvencastle, mi madre sabrá qué hacer.
Antes de emprender el viaje, Ian le explicó a Roslyn lo que pensaban
hacer a continuación. Ella terminó aceptando porque no tenía ningún otro
lugar a dónde ir. Había creído que la baronesa se haría cargo de ella, pero se
había equivocado. Llegar a Edimburgo les llevó todo el día y parte de la
noche, pero al fin Ian había llegado al hogar.
El recibimiento de Mary fue como esperaba.
Deveron House le pareció a Roslyn un palacio. Ella, que se había criado
en las calles de Edimburgo, no reconocía la ciudad porque era muy niña
cuando la enviaron a Lammermuir. Y conocer a la esposa de ese escocés tan
guapo, le bajó el ánimo a los pies.
Lady McGregor le ofreció la hospitalidad de su casa. Ordenó que le
prepararan una de las habitaciones de invitados, y ella misma le prestó ropa
propia para que se adecentara. Hacía muchos años que Roslyn no disfrutaba
de un baño tan placentero, y aunque el vestido de la señora le quedaba
enorme porque ella estaba muy delgada, se sintió la muchacha más atractiva
del mundo.
Habían llegado a Deveron House a las tres de la mañana, pero Roslyn no
había dormido nada cuando se presentó a las siete en el comedor de la casa.
En el interior solo había un hombre: el sassenach.
—¿Tampoco ha podido dormir? —le preguntó.
Lorenzo bebía una taza de café sentado en un lado de la amplia mesa.
—Muy poco —contestó.
—Estoy muy preocupada, y tengo un nudo en el estómago —respondió
sincera.
El conde la observó detenidamente. Estaba tan delgada que la piel
parecía papel sobre los huesos. Tenía los pómulos demasiado sobresalientes y
profundas ojeras, aunque los ojos eran muy bonitos. El vestido que le había
prestado lady Penword, en ella se veía demasiado escotado, y dejaba ver
perfectamente su clavícula.
La muchacha era una explosión de pecas doradas.
Ella, por el contrario, lo encontraba muy atractivo. Iba impecablemente
vestido, y ahora que lo veía con bastante luz, le pareció más joven de lo que
había supuesto.
—¿De dónde es usted? —le preguntó mientras se removía en la silla del
comedor.
Lorenzo medio sonrió porque la pregunta de ella le hizo recordar su
hogar en Zambra.
—De muy lejos —respondió evasivo.
—¿De Inglaterra?
Fue escucharla y soltar una leve carcajada. ¿La muchacha creía que
Inglaterra estaba muy lejos? La risa debió de resultarle graciosa porque
Roslyn terminó sonriendo, y su delgado rostro se transformó.
—De mucho más lejos —respondió con humor—. ¿Quiere un poco de
café?
Ella no había tomado nunca café. En Lammermuir desayunaba té o
porridge.
—Nunca he probado el café.
Su respuesta logró que Lorenzo la mirara escéptico. Tocó la campanilla
que había sobre la mesa, y minutos después el mayordomo de Deveron House
acudió a la llamada, Lorenzo le pidió café para la invitada.
Roslyn no cabía en sí del asombro. El hombre exudaba autoritarismo y
seguridad por los cuatro costados. Ella no sabía quién era, ni de dónde
procedía, pero veía en él un medio para lograr su objetivo de escapar de un
futuro incierto.
—¿Está casado? —tenía que preguntarlo porque ya se había llevado un
chasco con el escocés joven.
A Lorenzo le sorprendió la pregunta de la chica. ¿Por qué motivo le
preguntaba algo tan personal?
—No suelo hablar sobre aspectos íntimos de mi persona con
desconocidos, aunque hayamos compartido carruaje —respondió algo brusco.
Roslyn se lamió ligeramente el labio inferior. Ella no estaba
acostumbrada a tratar con hombres como él.
—Pensé que la dama de este palacio podría ser su sobrina…
Las cejas de Lorenzo se alzaron, la miró atónito, un segundo después se
quedó pensativo. Había estado a punto de casarse con Doña Esperanza de
Guzmán, marquesa de Quintero, pero la mujer había muerto de tifus a los
cuatro meses de comprometerse con él. Tras la muerte de Esperanza, él se
había dedicado a viajar para emprender negocios en las antiguas colonias.
—No, Mary no es mi hija —admitió pero con voz muy baja.
El mayordomo traía en ese momento una bandeja con café. Le sirvió
uno a la invitada, y llenó de nuevo la taza que sostenía Lorenzo. Cuando se
quedaron a solas, Roslyn insistió en sonsacarle información que podría
resultarle provechosa.
—¿Y por qué un escocés lo llama tío?
Lorenzo tomó un sorbo caliente de su café. Ella seguía removiendo el
suyo con aire distraído.
—Porque mi hermana está casada con su padre —contestó breve.
Roslyn se tomó un trago demasiado largo creyendo que la bebida sería
suave como el té, y tosió con aspavientos cuando consiguió tragarlo.
Lorenzo, en verdad disfrutaba viendo los gestos que hacía ella para no
parecer maleducada.
—Es una bebida fuerte —le dijo el noble sin dejar de sonreír.
A Roslyn le parecía curioso, en cada sonrisa le parecía más joven. Cada
vez le gustaba más, sobre todo porque parecía un hombre sin apuros
económicos.
—Me pica la garganta y me arde el estómago —confesó apartando la
taza de ella.
Se le antojó una bebida diabólica.
—Los españoles pensamos que el café debe ser como el amor: fuerte,
caliente, y tomado a diario.
Roslyn abrió los ojos de par en par. Ahora sabía de dónde era el
sassenach.
—¿Español?
A él le hizo gracia esa pregunta, y Lorenzo se dijo que esa muchacha le
divertía. Ella tenía un acento marcado, el suyo no le iba a la zaga, y sin
embargo, allí estaban los dos conversando y riendo.
—Del reino de España, sí —reiteró.
En su andadura en las islas británicas, Lorenzo se había topado con
demasiados ingleses pendencieros que solían mirar por encima del hombro.
Roslyn se hizo infinidad de preguntas, como sus costumbres, sus formas
de pensar. De repente, el extranjero le pareció mucho más atractivo, aunque
en realidad estaba influenciada por una cultura que no conocía de nada y que
le parecía exótica.
—¿Y qué hace en Escocia? —le preguntó.
Pero Lorenzo no pudo responderle porque Ian acababa de entrar al
comedor seguido de cerca por el mayordomo que precedía a los sirvientes
que traían las bandejas con el desayuno.
—Buenos días, tío Lorenzo.
—Buenos días, Ian.
—Buenos días, Roslyn.
La muchacha lo miró y le sonrió almibarada.
—Buenos días —no se atrevía a llamarlo laird porque no sabía si lo era,
tampoco lord porque no lo parecía. En cambio, el sassenach sí parecía un
noble y no un rico comerciante. Y durante los siguientes minutos se dedicó a
soñar. Roslyn conocía el nombre de ambos y poco más, y por eso pudo
inventarse un mundo maravilloso sobre ellos.
—¡Buenos días! —la voz de la dama la trajo con brusquedad de nuevo
al presente.
Esposo y tío se levantaron en señal de respeto. Para ella, que nunca
había socializado con nadie salvo una vez en la casa de la baronesa, todo le
parecía increíble.
—¿Has dormido bien, Roslyn?
No, ella no había dormido nada, pero no se lo dijo porque le pareció
descortés.
—Todo ha sido perfecto —le agradeció—. Y me gusta mucho este
vestido.
Mary estaba acostumbrada a todas las comodidades que una mujer podía
desear, y por eso le enternecía conocer a una muchacha tan agradecida con lo
poco que había obtenido de ella. Pensó en una de sus doncellas que tenía más
o menos su talle, se dijo que hablaría con ella para que le prestara un par de
vestidos. Ella se lo retribuiría después.
—Le he dicho a Mary que me acompañarás a Edimburgo para hablar
con el sheriff sobre lo ocurrido en Lammermuir —dijo de pronto Ian antes de
tomar un sorbo de café.
Mary se encontraba untando un par de tostadas con mantequilla.
—¿Te has levantado con apetito, Roslyn? —le preguntó la dama.
Y la muchacha se quedó atónita cuando Mary le pasó las tostadas a ella.
Nunca nadie le había servido, y por ese gesto sintió ganas de llorar. El resto
del desayuno lo pasaron en silencio. Cuando Ian y Lorenzo partieron hacia la
ciudad para hablar con el sheriff, Mary le pidió que la acompañara. La llevó a
sus estancias privadas y le mostró prendas de ropa que había sobre la cama.
—Elige las que desees.
Roslyn se giró hacia ella con los ojos abiertos de par en par. Sobre la
cama había medias de seda, guantes, pañuelos, un par de sombreros, y varias
capas.
—Le he pedido a una de mis doncellas un par de vestidos para ti pues
tenéis el mismo talle.
Roslyn terminó echándose a llorar, y a Mary no le quedó más remedio
que consolarla.
CAPÍTULO 18
Serena abrió los ojos al sol de la mañana que la deslumbró. Se desperezó
de forma elegante, y se giró hacia la ventana que la doncella mantenía abierta
antes de despertarla con un chocolate caliente.
Pensó en la noche pasada, y se cubrió con la sábana hasta los ojos, como
si con ello pudiera cubrir el azoro que sentía. Estaba vestida de nuevo con el
camisón, pero sus pensamientos la hacían sentirse desnuda porque recordaba
vívidamente todo lo que le había hecho Nicholas. No tenía pulgada de piel
que él no hubiera acariciado, besado, lamido. Cuando su lengua la tocó, allí,
en el mismo centro de su ser, Serena estalló en miles de pedazos. Ahora sabía
y entendía la grandiosidad de que una mujer disfrutara íntimamente con un
hombre: estaban hechos el uno para el otro pues se acoplaban a la perfección.
—¿Está despierta, milady? —su doncella le traía una bandeja con el
chocolate, tras ella entró el pequeño Samuel.
Ahora caminaba mucho más seguro. Reptó por la cama, y, a gatas, se
desplazó hasta donde estaba ella que abrió la colcha para que se metiera
dentro. Lo abrazó con cariño.
—Buenos días tesoro —le dijo suave.
El niño recostó la cabeza sobre su pecho. La doncella dejó la taza con el
chocolate sobre la mesilla.
—¿Saldrá a cabalgar hoy, milady?
Serena se giró hacia Samuel y le sonrió.
—¿Te apetece cabalgar, Samuel?
El niño parpadeó, un segundo después afirmó con la cabeza. Todavía no
pronunciaba ninguna palabra, Nicholas le había informado que sus cuerdas
vocales habían sufrido mucho debido al humo del incendio que se llevó la
vida de sus padres. Pero Samuel y Serena se entendían muy bien. Los
primeros días, el niño se mostró desconfiado y asustadizo con ella, pero
Serena, con infinita paciencia, se lo fue llevando a su terreno. Comenzó
hablándole con dulzura, leyéndole cuentos, y ordenando que le prepararan los
dulces que más le gustaban. A la semana de su llegada a Lumsdale Falls,
Samuel terminó dormido en su cama, y ella no quiso llevarlo a la suya, y eso
marcó un antes y un después para los dos. Al niño le encantaba despertar con
ella a su lado, pero cuando llegó su hazaña a los oídos de Nicholas, la
reprendió: en su cama solo podía dormir él, bueno, eso no era del todo cierto
porque Nicholas nunca se quedaba después de hacerle el amor, bueno, eso
tampoco era del todo verdad porque le hacía el amor de un tiempo a esta
parte. Nicholas y ella llevaban varios meses casados, aunque compartían
intimidad desde hacía muy poco.
—¿Quieres un poco de chocolate? —le ofreció de su taza.
El niño se sentó y aceptó beber un sorbo.
—Blanche, ¿podrías traer un poco de chocolate para este niño precioso?
—¿Está segura, milady? —le preguntó la doncella—. Ya conoce la
opinión de lord Worthington al respecto.
Sí, lo sabía, Nicholas le había dado una lista larguísima de cosas que
Samuel no podía hacer ni tomar, pero estaba claro que le gustaba el chocolate
tanto como a ella, y se dijo que tomar un poco no podía ser malo.
—Prepara el baño, Blanche.
La doncella se dirigió hacia el baño, y ella aprovechó el momento para
darle un sorbo de chocolate de su taza.
—No se lo diremos al tío Nicholas, ¿verdad? —le preguntó al niño que
hizo un gesto muy elocuente con la cabeza.
—¿Qué no vais a decirme? —Serena se sobresaltó al escucharlo, y se
preguntó si habría sucedido algo porque Nicholas nunca aparecía por su
alcoba antes de su baño matutino.
Acababa de cruzar la puerta que comunicaban ambas estancias.
—Que pensamos cabalgar esta mañana.
El niño miró al tío y le sonrió. Nicholas vio el chocolate en la comisura
de sus labios. Se disgustó porque su esposa lo desobedecía, y no solo con el
asunto del chocolate. Samuel seguía durmiendo la mayoría de noches con
ella, y se estaba convirtiendo en una costumbre que le desagradaba porque le
parecía inapropiada. Los niños no debían dormir con los adultos, también
estaba el tema de la alimentación. Samuel era todavía un niño muy pequeño,
y no podía comer todo lo que se le antojara. Además, Nicholas quería
contratar a otra doncella para que Serena dispusiera de más tiempo para
dedicarlos a los diversos asuntos sociales en la parroquia y en el hospital para
veteranos, pero ella se había negado en redondo.
—Lo estás malcriando —le dijo al mismo tiempo que le dejaba unos
mensajes sobre el tocador.
Serena casi estuvo a punto de chasquear la lengua al escucharlo. No lo
malcriaba, simplemente le daba todo aquello que a ella le hubiera gustado
disfrutar en su niñez.
—El amor nunca malcría —susurró para que solo el niño lo oyera.
Nicholas la había escuchado.
—Te he dejado sobre el tocador unos mensajes que tienes que
responder, sobre todo el de la parroquia.
Nicholas era consciente de que si él no se ocupaba de entregarle esos
mensajes, terminarían ardiendo en la chimenea como otros anteriores.
—¿Son importantes? —le preguntó pero sin mirarlo porque le estaba
acariciando la espalda al niño.
A Samuel le encantaba que se la rascara, sobre todo porque Serena lo
hacía con infinita dulzura.
—De la hija del párroco, de la hija del boticario, y de la esposa de
Jerome —le informó Nicholas.
Niño y mujer estaban absortos mirándose. Se podía palpar el cariño que
se tenían mutuamente. Nicholas estaba muy satisfecho porque había hecho la
mejor elección para él.
—¿Me escuchas, Serena?
Ahora desvió la mirada hacia él. Nicholas iba vestido con traje de
montar, y se preguntó si habría concluido su cabalgata matutina. Estaba muy
elegante, bueno, siempre lo estaba porque tenía planta para vestir lo que
quisiera, fue pensarlo, y sonrojarse.
—El próximo viernes tenemos que viajar a Londres.
Nicholas le había explicado que ese viaje tenía una razón de ser: resolver
un asunto legal de la herencia de Samuel, y quería aprovechar el
desplazamiento para bautizar al niño en St Peter´s Church, que era uno de los
edificios religiosos más emblemáticos de la ciudad de Londres. La iglesia
estaba situada muy cerca de Buckingham Palace, concretamente en Eaton
Square. Nicholas le había explicado que en St Peter´s Church se habían
casado sus padres.
Serena iba a contestarle, pero su doncella se lo impidió.
—El baño está listo, milady.
—¿Te vas con el tío Nicholas mientras me baño? —le preguntó al niño.
Samuel hizo un gesto negativo con la cabeza porque quería quedarse con
ella.
—Vamos campeón, tienes tu desayuno preparado.
Los ojos del niño se entristecieron, y Serena lo lamentó por él. Cuando
Nicholas desayunaba en Lumsdale Falls, solo le permitía comer gachas de
avena, en cambio, cuando desayunaba solo con ella porque Nicholas se
encontraba fuera, le permitía tomar huevos pasados por agua, queso fresco, y
tostadas con mantequilla.
—Enseguida voy, tesoro.
Serena voló cuando Nicholas y Samuel abandonaron la alcoba. Se bañó
rápido, y se vistió todavía más rápido, aunque su doncella tardó un poco más
de lo habitual al recogerle el cabello en un elaborado moño.
—Creo que extraño mi práctica trenza —le dijo, pero no como una
queja.
Serena había pensado cortarse el cabello por la mitad de la espalda para
poder manejarlo mejor.
—No puede llevar una trenza como si fuera una mujer soltera —le
recordó Blanche.
Y Serena pensó en su madre mientras la doncella le trabaja el cabello.
Recordó sus manos trenzándole el pelo, y acariciando su cabeza. Esa era la
parte más dura de todas, no tenerla a su lado. Era consciente de que tenía que
ponerse en contacto con ella, pero había esperado hasta estar afianzada en
Lumsdale Falls, además, no confiaba del todo que su madre mantuviera el
secreto del lugar donde vivía escondida de todos. Le aterraba que pudiera
informar al laird de Ruthvencastle. Sin embargo, la añoraba cada día y la
tenía presente en sus oraciones. A medida que pasaban las semanas y los
meses, más la necesitaba a su lado, pero pesaba más en su corazón el rencor
que sentía hacia su padre que la necesidad que sentía de su madre.
La doncella percibió cuando se puso tensa.
—¿Le sucede algo, milady?
—No, es que estoy impaciente porque acabes.
Blanche le colocó las últimas horquillas de plata, y le tendió el espejo de
mano para que observase su trabajo bien realizado. Serena lo hizo muy
rápido, la doncella dudaba de que se hubiese mirado siquiera.
—Espero llegar antes de que se marche mi esposo —dijo al mismo
tiempo que se levantaba y se dirigía con pasos rápidos hacia la puerta.
Raramente Nicholas desayunaba en casa, normalmente lo hacía en el
club junto a su buen amigo lord Hawkis.
—Despacio, milady —le recordó la doncella.
Serena la obedeció al mismo tiempo que se amonestaba. Menos mal que
todos en la casa hacían causa común para recordarle sus formas impulsivas
porque se le olvidaba mostrarse sosegada. La mayor parte del tiempo su
conducta era impecable: se movía despacio, hablaba solo lo imprescindible, y
en un tono bajo, tanto, que casi ni se escuchaba ella misma. Vestía muy
decorosa, y nunca llevaba un cabello fuera de su sitio. Sus modales eran
ejemplares, sobre todo en presencia de Nicholas, pero con Samuel, y dentro
de la privacidad de la sala de juegos o en su propia alcoba, podía ser ella
misma: la Serena alegre y divertida, impulsiva y arrebatada. Al niño le
gustaba mucho esa parte retenida de su carácter porque cada vez que la
sacaba a relucir solía reír mucho y participaba en las locuras que se le
ocurrían.
Cuando Serena llegó al comedor, Nicholas se había marchado. Samuel
masticaba la última cucharada de gachas de avena resignado.
—¡Un día voy a obligar a tu tío a que se coma todas las gachas de
Inglaterra!
Samuel abrió los ojos como platos.
—¿Decía, milady? —le preguntó el mayordomo.
Serena pudo ver que su rostro era tan severo como siempre, incluso más.
Indudablemente no le habían gustado sus palabras.
—Una pequeña broma entre Samuel y yo —le guiñó un ojo al niño—.
¿Has terminado? —el pequeño asintió—. Entonces ha llegado la hora de salir
a cabalgar.
—Milady, no va adecuadamente vestida para hacerlo —le recordó el
mayordomo.
Ella se miró el vestido, y admitió que tenía razón. Como no le había
dicho nada a Blanche, su doncella había escogido un vestido mañanero.
—Bueno, solo será un pequeño trote por el jardín posterior para que
Samuel haga un poco de ejercicio en la mañana.
El pequeño le tendió los brazos para que lo cogiera entre los suyos.
—Lord Samuel tampoco va apropiadamente vestido para cabalgar.
—No nos mancharemos, ¿verdad, pequeño?
Serena hizo lo propio, sujetó al niño con sus brazos y salió del comedor
con él. Los dos se dirigieron a los establos, y Serena pidió al mozo de cuadra
que le ensillaran una yegua tranquila. Permitió que la ayudaran a montar, y,
cuando tuvo los pies bien apoyados en los estribos, le hizo un gesto al
hombre para que colocara al niño sobre la grupa.
—Debería montar al estilo amazona, milady.
—Al estilo jinete puedo sujetarlo mejor —le dijo al mozo.
—Puede caérsele, milady —insistió el mozo de cuadra.
No era la primera vez que Samuel y ella cabalgaban juntos.
—Eso nunca sucederá —afirmó rotunda.
Los dos cabalgaban en el mismo caballo porque Samuel era muy
pequeño para hacerlo solo. Con un suave toque de talones, azuzó la montura
y la dirigió hacia el jardín exterior por donde saldrían al parque. A Samuel le
gustaba mucho ver los ciervos, y los animales estaban mucho más receptivos
por la mañana pues salían a buscar comida.
Con el niño bien sujeto en su regazo, comenzó un suave trote que le
arrancó al pequeño carcajadas de dicha.
—Mañana podríamos ir hasta el horno para comprar unos bollos
calientes, ¿te gustaría? —Samuel alzó el rostro y la miró con sus grandes y
profundos ojos almendrados. Serena se dijo que se parecían bastante a los de
su tío—. Así compensaríamos un poco las gachas que tienes que comerte a
diario —Samuel le sonrió, e hizo un gesto afirmativo con la cabeza—.
¿Quieres volar sobre la montura, precioso? —el niño la entendió porque se
agarró más fuerte a las crines del caballo y se recostó sobre la grupa del
animal. Serena hizo lo propio para protegerlo con su cuerpo—. Volemos
pues…
CAPÍTULO 19
Cuando el carruaje se detuvo frente a la escalinata de Ruthvencastle,
Roslyn miró por la ventanilla, y parpadeó sorprendida. El castillo no se
asemejaba a nada que hubiese visto antes, y le encantó porque le pareció que
estaba envuelto en un halo de misterio. Parecía un castillo encantado.
—¡Ian! —exclamó una mujer que venía corriendo al encuentro de ellos.
El mencionado fue el primero en bajar, y la mujer se arrojó a sus brazos.
—¡Mi niño! ¡Cuanto me alegro de verte!
Lorenzo bajó también del carruaje, y, al verlo, la mujer se llevó la mano
al corazón.
—¡Dios mío, Lorenzo! —se le quebró la voz— ¿Sigues todavía en
Escocia? Pensé que después de Edimburgo embarcarías de regreso.
El sassenach camino hacia la mujer y la abrazo con cariño. Roslyn no se
perdía detalle de todo lo que ocurría.
—Hasta que no encuentre a Serena no me marcharé —le susurró al oído,
pero todos lo oyeron—. Te lo prometí.
—Traemos visita, madre.
Marina se giró hacia el carruaje. Una chica descendía con paso inseguro,
le pareció joven como su hija, y no pudo evitar echarse a llorar tanto por la
emoción de tener de nuevo a su hijo y a su hermano en Ruthvencastle, como
por el sentimiento de recordar a su pequeña.
—Soy Roslyn McAvoy —se presentó ella.
—Ahora te contaremos todas las dificultades a las que nos hemos
enfrentado en la frontera —le dijo Ian.
Ella le sonrió a la muchacha.
—Bienvenida a nuestro hogar —respondió emotiva.
Marina los precedió hacia el interior, cruzaron el patio de armas y
entraron a la torre del homenaje donde estaba situado el gran salón de
recepciones. Era la parte de la vivienda más confortable y caliente de
Ruthvencastle. Marina pidió a una doncella que trajera hidromiel templado
para todos, y unos bollitos para acompañar, y, durante la siguiente hora, Ian
le narró a su madre la búsqueda inútil de Serena en Lowlands, el asalto a
Lammermuir, y el encuentro con Roslyn. La muchacha no dejaba de mirar a
Lorenzo con un brillo de interés en sus ojos lavanda. El noble se veía
visiblemente afectado por el escrutinio, pero era demasiado caballeroso como
para hacérselo notar.
Marina se sentía horrorizada por el asalto al hogar de beneficencia.
—¿Lograrán encontrar a esas niñas? —en su voz se podía apreciar la
angustia que sentía—. Rezaré para que así sea.
Los tres se mantuvieron en silencio mientras la mente de Marina seguía
pensando en la información que le había dado su hijo. Ella no podía
comprender algunas de las costumbres bárbaras de los escoceses, como las
incursiones y el rapto de muchachas. En un siglo no habían cambiado nada,
aunque era consciente de la necesidad que tenían los clanes de aumentar en
número mediante los matrimonios e hijos, pero condenaba la forma de
obtenerlos, sobre todo porque esa bárbara costumbre había alejado a su hija
Serena de ella: por culpa de los Duncan, Brandon había sentido la necesidad
de esconderla, y ahora la habían perdido.
—Extraño a Mary —dijo Marina de pronto—. Me hubiera encantado
que os acompañara.
Ian giró el rostro hacia su madre al escucharla.
—Yo no me quedaré mucho tiempo —terminó admitiendo—. Se me han
complicado algunos asuntos en Deveron House.
—¿Cuándo regresa mi cuñado? —le preguntó Lorenzo a su hermana.
Marina no tenía la respuesta a esa pregunta porque se había marchado
hacia Arcaibh dos meses atrás, y desde entonces no sabía nada sobre él.
—Confío que pronto.
Roslyn llevaba bebidos tres vasos de hidromiel templado. Lo encontraba
delicioso, aunque se sentía un poco mareada. Lo achacó al hambre que sentía,
e intentó contrarrestar comiendo un par de bollitos de mantequilla. Si el
hidromiel estaba bueno, los bollitos de mantequillas le hicieron cerrar los
ojos con auténtico deleite.
Lorenzo no era consciente, pero estaba disfrutando de ver todos y cada
uno de los gestos de placer que hacía la muchacha.
—¿Qué miras, gañan? —le preguntó Marina a su hermano.
No había escapado a su escrutinio el interés que demostraba Lorenzo por
la invitada.
Fue escuchar la palabra, y Roslyn abrió los ojos de par en par porque la
había escuchado anteriormente.
—A un paso está nuestra invitada de terminarse ella solita el plato de
bollos con mantequilla —se justificó Lorenzo.
—¿Qué significa esa palabra? —preguntó Roslyn.
Los tres la miraron con interés.
—¿Qué palabra? —le preguntó Marina.
—¿Ga..g…ñan? —trató de pronunciar—. La he escuchado antes.
El corazón de Marina se detuvo un segundo.
—¿¡Dónde!? —preguntó con un sonido agudo.
No era una palabra que se usara en las Highlands.
—Creo que se la escuché decir a Grace —Roslyn no era consciente del
sentimiento de aflicción que mostraba el rostro de Marina.
—¿Grace? —logró preguntar la mujer con un hilo de voz.
La muchacha tomó otro bollito de la bandeja.
—Era mi mejor amiga en Lammermuir —confesó.
Ian tenía los sentidos a flor de piel. ¿Podría ser que la chica hubiera
estado con Serena?
—¿Serene Grace McGregor? —le preguntó al mismo tiempo que su
madre contenía la respiración.
Roslyn se dio cuenta entonces de que las tres miradas estaban clavadas
en ella, y supo valorar qué mostraban cada una: esperanza, confusión,
sufrimiento.
—No se apellidaba McGregor —dijo al fin.
—¿Y cómo se apellidaba? —insistió Ian.
Roslyn hizo memoria, pero no recordaba el apellido de Grace.
—¿Cómo era tu amiga? —le preguntó Marina casi sin voz.
Tenía una corazonada y se aferró a ella como un náufrago a una tabla de
salvación.
Roslyn se preguntó porque su amiga despertaba tal interés, y al
momento parpadeó más que sorprendida. Ellos buscaban a una muchacha de
su edad, pero no podía ser Grace porque era huérfana.
—Dime, ¿tu amiga es rubia y de ojos verdes? —inquirió Marina sin
dejar de mirarla—. ¿Alta, y de piel tostada?
Roslyn se encontró haciendo un gesto afirmativo. Al verlo, Marina no
pudo contener un gemido de espanto. Su niña había estado en Lammermuir, y
el lugar había sufrido la incursión de un clan proscrito y muy peligroso.
—Deben de estar confundidos —trató de justificar la muchacha al
escuchar el sonido lastimero de la mujer—. Grace es huérfana…
—Tenemos motivos para creer que es la misma persona —trató de
explicar Ian.
Roslyn seguía pensando. Esa familia tan amable no podía ser la familia
de Grace porque ella no se lo habría ocultado, ¿o sí? Y de repente recordó
todas y cada una de las conversaciones sobre la libertad, escapar, y ser dueña
de su propio destino. ¿De qué huía Grace? Y, si era verdad, ¿por qué le había
mentido? Cuando regresó de sus pensamientos caóticos, se dio cuenta de que
la mujer lloraba desconsolada y que su hermano la consolaba.
—Grace no estaba en la escuela cuando ocurrió la incursión —trató de
explicar, pero la mujer no la escuchaba.
Marina necesitó un tiempo considerable en procesar la información que
había desgranado la muchacha, y, cuando iba a decir algo, Lorenzo se
adelantó a la pregunta que iba a formularle.
—¿Dónde estaba cuando ocurrió el ataque? —le preguntó con apremio.
Roslyn se encogió un tanto desaprensiva.
—Está en Inglaterra.
Los tres rostros seguían clavados en ella, pero la mujer había dejado e
llorar.
—¿En Inglaterra? —se adelantó Lorenzo.
Roslyn hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Se marchó con su esposo.
Marina estaba a punto del desmayo. ¿Qué sandeces estaba diciendo la
muchacha?
—¿Qué dices de un esposo? —inquirió con voz aguda.
—Madre, deja que se explique —la apremió el hijo.
Roslyn dejó sobre la mesa la mitad del bollito que se estaba comiendo.
Se le había pasado el apetito al ver la angustia de la mujer.
—Grace se casó con un rico mercader inglés. Creo que del sur.
Era una suposición porque Roslyn no sabía con seguridad si el mercader
vivía en el sur, en el centro o en el norte.
—Mi sobrina no puede estar casada, no, sin el consentimiento de sus
padres —le dijo Lorenzo a la muchacha.
Los ojos de Marina se entrecerraron con angustia y alivio a la vez. A su
hija no la había raptado un clan proscrito, pero se había casado con un inglés
si aceptaba la palabra de la chica.
—En Escocia es posible —reveló Ian—. Solo hace falta una declaración
de consentimiento entre ambos.
Lorenzo lo miró atónito.
—¿Qué costumbre bárbara es esa? —preguntó más sorprendido todavía
—. Ningún sacerdote aceptaría una unión sin el consentimiento de los padres.
—En Escocia no solo casan los sacerdotes —intentó explicarle Ian.
La joven intervino.
—Te puede casar el laird de un clan, el herrero de Gretna Green, incluso
el tabernero de la posadas de Edimburgo —explicó orgullosa de conocerse
las leyes y costumbres de su tierra. A Lorenzo apenas le salía la voz—. Pero a
Grace la casó el párroco de Annan.
—¿Y por qué aceptaría mi sobrina casarse con un completo
desconocido, inglés y del que ignoramos todo? —preguntó el tío tan afectado
como la hermana.
Marina respiró profundo antes de contestar.
—Para huir de Ruthvencastle —afirmó con la voz entrecortada.
Ian entendía al fin por qué motivo ni el ni su padre la habían encontrado
en las Highlands.
—Por favor, Roslyn —le pidió Ian—. Explícanos cómo conoció mi
hermana a ese mercader inglés, y por qué aceptó casarse con él.
Roslyn carraspeó antes de comenzar a relatarles todo lo que sabía de
Grace desde su llegada a Lammermuir hasta su partida.
CAPÍTULO 20
Embajada del reino de España, Belgrave Square, Londres
La embajada estaba situada Chesham Place, y había sido diseñada por el
arquitecto Henry E. Kendall. Su construcción había sido terminada
recientemente, y, por ese motivo, el nuevo embajador del reino de España,
acababa de tomar posesión de su cargo, y de su nueva residencia.
Andrew Robert Beresford había sido ayudante de sir Henry Bulwer
Lytton, anterior embajador de Gran Bretaña en el reino de España, el
diplomático había sido expulsado del reino por Ramón de Narváez y
Campos, duque de Valencia, por instigar levantamientos liberales contra el
gobierno del reino. Andrew había sido citado por el cuerpo diplomático
español en la embajada, y el noble conocía el motivo: Henry iba a ser
sustituido por Hobary Caradoc en el cargo de embajador de Gran Bretaña.
Las relaciones diplomáticas entre ambos reinos iban a renovarse con el
nombramiento del mismo. El carruaje se detuvo en el número 39. Andrew se
ajustó la capa, se colocó el sombrero, y esperó a que el palafrenero le abriera
la puerta. Bajó del vehículo con la elegancia que lo caracterizaba.
—No tardaré más de una hora —le dijo al cochero.
Después se dirigió hacia el edificio blanco, abrió la verja, y cruzó las
columnas que sostenían la planta superior. Esperó a que lo anunciarán,
cuando lo hicieron, Francisco Javier de Istúriz Montero, salió a su encuentro.
—Lord Andrew Beresford, bienvenido.
Andrew estrechó la mano del nuevo embajador del Reino de España en
Inglaterra.
—Gracias por su invitación, señor Istúriz —correspondió.
El embajador lo precedió hacia su despacho.
—Tome asiento por favor —Andrew así lo hizo.
Momentos después entraban al despacho Hobary Caradoc seguido del
secretario del embajador a quienes Andrew saludó cortésmente. El inglés
tomó asiento a su lado mientras que el secretario se sentó un tanto apartado
de la mesa. Tras las oportunas bienvenidas y presentaciones, el embajador
expuso el motivo de la citación de ambos hombres.
—El reino de España y Reino Unido desean retomar sus relaciones
diplomáticas como en el pasado —anunció Istúriz.
—Una noticia excelente —dijo Hobary en español aunque con acento
marcado.
—Así lo creo —afirmó Andrew en un español más fluido.
—Han sido años muy duros para la política del reino —dijo el
embajador.
—También para Inglaterra —apuntó lord Beresford—. La crisis del
comercio y la industria ha llevado a la quiebra a los grandes empresarios.
—No solo Inglaterra ha entrado en crisis —lo rectificó el embajador
español s in dejar de mirarlo—. Me atrevo a decir que toda Europa está
sumida en una crisis de la que nos costará recuperarnos.
Andrew trataba de entender las palabras del embajador. El duque de
Valencia había vuelto a ocupar la presidencia del Consejo de Ministros, y su
éxito en mantener al reino de España ajena a los movimientos revolucionarios
que sacudían Europa de un extremo a otro le había valido un enorme
prestigio a nivel internacional, de ahí que Inglaterra quisiera recuperar las
relaciones diplomáticas entre ambos reinos.
—Yo confío que todo se estabilice —apuntó Hobary.
—¿Cuándo tomará posesión de su cargo? —le preguntó el español.
Hobary no sabía responder a esa pregunta pues desconocía el día y la
hora en la que tomaría posesión de su nuevo cargo en la villa de Madrid.
—No puedo decirle una fecha concreta.
Istúriz desvió la mirada hacia Andrew Beresford.
—Como ayudante anterior de sir Bulwer Lytton, ¿tiene intención de
continuar en su cargo con el actual embajador? —le preguntó.
Andrew se quedó pensativo. Tras la expulsión de Henry Bulwer Lytton
del reino de España por el duque de Valencia, él había tenido que regresar
también a Inglaterra.
—Si el nuevo embajador desea que lo asista como traductor oficial en
sus viajes diplomáticos, no puedo ni debo negarme —confesó Andrew.
—Ya tengo traductor oficial —afirmó Hobary.
Al español no le gustó el tono de Hobary.
—Lord Andrew Beresford —comenzó el diplomático español—, ha sido
de una ayuda valiosa para Inglaterra, y también para el reino de España por
su imparcialidad al tratar asuntos de estado —Hobary se tensó en la silla—.
El reino vería con buenos ojos que su labor como traductor continuase.
Andrew no se esperaba esa defensa por parte del embajador español.
—Le corresponde al embajador escoger a sus colaboradores —le explicó
Hobary con voz tensa—. Y yo no voy a ser una excepción.
Francisco de Istúriz tenía muy claro la injerencia del anterior embajador
en los asuntos del reino por instigar levantamientos liberales contra el
gobierno del reino, y mucho se temía que Hobary iba a seguir la misma hoja
de ruta.
—Señor Hobary, la reunión ha concluido —dijo de pronto el embajador
levantándose de su asiento.
Andrew parpadeó atónito. Estaba claro como el agua que el español
había recibido de ambos las respuestas que esperaba, y en modo alguno le
había gustado la de Hobary. Uno no tenía que ser muy listo para comprender
la reticencia del reino de España al nuevo embajador.
Cuando Hobary salió de la embajada, Istúriz lo miró.
—Lamento que el nuevo cuerpo diplomático inglés en la villa de Madrid
no cuente con su experiencia y aptitudes.
El tono del español era sincero.
—Yo también lo lamento —y era cierto.
Andrew había prestado un gran servicio a la corona con su neutralidad.
—Confío verlo en la próxima recepción de la embajada.
Andrew había recibido la invitación.
—Estaré encantado de asistir.
El inglés se despidió del embajador y salió del edificio con paso rápido.
Su carruaje seguía esperando en una esquina de la calle, hacia allí dirigió sus
pasos. Antes de introducirse en el interior, miró al cochero.
—Hacia Buckingham Palace.
Había quedado en recoger a su cuñado el duque de Arun que tenía una
cita con la corona. El carruaje comenzó su recorrido, y, cuando iba a
desviarse por Lower Belgrave, se detuvo. Andrew asomó la cabeza por la
ventanilla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó al cochero.
—Debe de haber algún acontecimiento importante en St Peter´s Church
porque hay varios carruajes detenidos.
Andrew pensó si se trataría de algún accidente, y, de pronto, sus ojos se
clavaron en una muchacha rubia. La reconoció enseguida pues era Serena
McGregor. ¿Qué hacía en Inglaterra? ¿Y por qué motivo iba con un extraño?
Serena llevaba a un niño pequeño en brazos y se disponía a subir a un
carruaje. Andrew salió del interior del suyo, y cuando puso un pie en la
calzada, levantó la mano para llamar su atención.
—¡Lady McGregor! —gritó de pronto.
Viendo que ella no lo escuchaba, comenzó a caminar en dirección a la
iglesia.
—¡Serena! —volvió a insistir.
Por un segundo, por un instante, la mirada de ella se clavó en la suya, e
hizo como si no lo conociera. La mujer se introdujo con rapidez en el interior
del carruaje que comenzó su andadura en dirección opuesta a la de él.
Andrew estaba estupefacto. ¿Por qué motivo había actuado como si no lo
conociera? ¿Qué diantre ocurría? No había tenido tiempo de llegar hasta ella,
aunque Andrew se había fijado en el escudo del carruaje.
CAPÍTULO 21
—He visto a lady McGregor —le soltó lord Beresford al duque de Arun
en el mismo momento en el que se introdujo en el carruaje—. La he visto
saliendo de St Peter´s Church.
Justin lo miró perplejo.
—¿Has visto a Marina, aquí, en Londres?
Andrew negó con la cabeza.
—La dama que he visto era tu prima Serena.
Justin no cabía en sí del asombro.
—¿Qué dices, Andrew? —le preguntó—. ¿La visita al embajador
español te ha perturbado la visión?
—Que he visto a tu prima Serena meterse en un carruaje —insistió el
otro. Justin lo miró con ojos entrecerrados—. El carruaje tenía el escudo
Blakwey.
Y Andrew pasó a explicarle el motivo para que su carruaje se detuviera
frente a la iglesia, y que ella lo había mirado, y que lo había ignorado.
—Debes de estar equivocado —siguió diciendo el duque—. ¿Cómo has
podido ver el escudo en la puerta desde la distancia en la que te encontrabas?
—Tengo una vista estupenda, y una memoria mejor —le dijo el otro
ofendido de que dudase de su palabra.
La mente de Justin era un hervidero de especulaciones. Él sabía desde
hacía meses que su prima Serena no se encontraba en Ruthvencastle pues su
primo Brandon la había encerrado en un convento porque temía que la
secuestraran, y ahora estaba desaparecida.
—¿Estás seguro de que era Serena? —volvió a insistir.
Andrew tensó el mentón y crujió los dientes.
—No pienso volver a repetírtelo.
Pero Justin no lo escuchaba porque estaba haciendo memoria. El actual
conde de Blakwey era Nicholas Cameron Worthington.
—¿El matanobles? —preguntó para sí mismo, aunque en voz alta.
—¿Matanobles? —preguntó Andrew muy interesado por esa
descripción.
Justin tardó un minuto en responder.
—Hablo del actual conde de Blakwey.
Andrew no conocía al noble, pero estaba claro que el duque de Arun sí,
y se preguntó de qué o cómo.
—¿Por qué lo llamas el matanobles? —inquirió sin dejar de mirar el
rostro pensativo del duque.
—Porque no hay duelo en Inglaterra en el que no haya participado ni
rival que no haya sentenciado con su puntería —Andrew parpadeó al
escucharlo—. Por eso lo llaman el matanobles.
—¿Y no está en prisión?
Justin negó con la cabeza. Los duelos eran ilegales en el reino de un
tiempo a esta parte, pero cuando se producía alguno para limpiar el honor de
un vilipendiado, se hacía en la privacidad más absoluta. Después, el nombre
del vencedor saltaba de boca en boca, también la del caído, pero no había
pruebas para llevar a ningún vencedor ante la justicia.
—Escuché que su padre lo había desterrado —dijo Justin en voz baja.
—¿Conoces al matanobles? —le preguntó Andrew muy interesado.
Justin negó con la cabeza.
—He escuchado su nombre en cada duelo en el que ha participado, y
han sido unos cuantos.
Andrew se quedó pensativo.
—¿Qué lleva a un hombre a pasarse la vida batiéndose en duelos? —
quiso saber el noble—. ¿Asuntos de faldas, deudas?
—Eso tendríamos que preguntárselo a lord Worthington.
—¿Conoces dónde tiene su residencia?
—¿Aquí en Londres?, muy cerca de Hyde Park.
—¿Es su residencia habitual? —preguntó Andrew—. Porque podríamos
pasar a saludarlo, así te cercioraría de que es en realidad tu prima Serena la
dama que he visto a su lado.
Justin hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No es su residencia habitual.
—¿Dónde vive entonces? —insistió el noble.
—En Lumsdale Falls…
—¿Y eso está?
—En Norfolk.
Si Andrew se extrañó de que Justin conociera tanto sobre el conde, no lo
demostró.
—El hombre que vi junto a Serena debe de ser el matanobles, como tú
has mencionado, aunque me pareció muy joven, quizás de la edad de Ian o
Roderick, incluso menos —las conclusiones de Andrew eran las mismas a las
que había llegado Justin—. ¿Y cómo lo conoces tú?
Justin soltó el aire del interior de sus pulmones.
—No lo conozco personalmente —admitió el duque—, pero su fama lo
precede allí por donde va según mis hijos, Devlin y Hayden es una leyenda,
ya conoces que son muy dados a batirse en duelo como diversión.
Era cierto. Hayden y Devlin le provocaban más de un dolor de cabeza al
duque de Arun por los duelos en los que participaban.
—Si están aquí en Londres, podríamos visitarlo en Hyde Park.
Justin volvió a negar.
—Posiblemente hayan regresado a Lumsdale Falls en Norfolk.
—¿Por qué piensas así?
El duque tenía muy claros sus motivos.
—Porque si Serena realmente te ha visto, no querrá estar en Hyde Park,
sino a una distancia mayor entre ella y su padre.
Andrew ignoraba que Brandon McGregor había encerrado a su hija,
también que había desaparecido del lugar, y que desde entonces la estaban
buscando.
—¿Qué vas a hacer?
—Enviar un mensaje urgente a Ruthvencastle.
Y durante la siguiente hora, Justin le hizo a Andrew un relato amplio
sobre los últimos acontecimientos que habían azotado a su primo escocés. A
medida que escuchaba, los ojos de Andrew mostraban la sorpresa que sentía.
CAPÍTULO 22
Nicholas siguió mirando por las grandes cristaleras de la biblioteca de
Lumsdale Fall. Veía a su sobrino Samuel jugar, y sonrió satisfecho. Habían
pasado casi tres años desde la muerte de su hermana, años muy largos y muy
duros porque el niño era muy pequeño, pero parecía que todo terminaba
encauzándose.
Su vida había dado un giro de ciento ochenta grados, de ser considerado
un paria en el pasado en vida de su padre, ahora, tras ser el nuevo conde de
Blakwey tras su muerte, se le aceptaba en los círculos más selectos, salvo que
él ya no estaba interesado en pertenecer a una sociedad hipócrita, y además
falsa. Si no fuera por su sobrino, se habría marchado para siempre de
Inglaterra.
No soportaba a la gente, mucho menos a los nobles de la corte que
continuamente cambiaban de parecer como una mujer cambia de pañuelo.
Estaba harto de ese mundo frívolo y superficial, pero Serena había llegado a
su vida para quedarse, y Nicholas se había reconciliado con el mundo.
Siguió bebiendo de su copa sin apartar los ojos de la ventana.
Ahora era un hombre ecuánime y justo que llevaba su título con orgullo,
y cuidaba de su patrimonio con el mismo celo y rigor que lo había cuidado su
padre en vida, salvo que éste ya no podía verlo.
Una figura femenina salió de la sombra en el mismo momento que el
pequeño caía al suelo. La vio ponerse en cuclillas y mirar con atención la
rodilla del niño. No podía escuchar lo que le decía, pero sabía que le estaría
dando ánimos. Tras varios minutos de llanto, ella le secó las lágrimas, y lo
abrazó. Serena no había parado de ofrecerle consuelo, después, todo volvió a
la normalidad. Samuel siguió con sus juegos, ella se alzó de su posición y se
giró hacia donde estaba él. Sus ojos verdes miraron hacia la casa, pero él
sabía que no podía verlo porque el sol de la tarde daba de lleno en los
cristales. El delicado rostro se mantuvo alzado, de pronto sonrió, y, cuando él
vio los gruesos y apetitosos labios que se extendía en una hermosa sonrisa, el
pulso se le aceleró. Era la muchacha más bella que había visto nunca. La más
deseable, testaruda, e impulsiva de todas, pero era su mujer.
Ella alzó la mano en un saludo, y él terminó abriendo la ventana para
asomarse a devolvérselo.
—Hace una tarde estupenda —gritó la muchacha—. Ven a disfrutar con
Samuel y conmigo.
—Ahora no puedo —respondió.
Su esposa hizo un mohín con la boca como aceptando su declinación, un
segundo después, se giró para seguir los movimientos del niño. Nicholas
suspiró. Meses atrás se había sentido muy agobiado, casi al punto de la
depresión, pero entonces había decidido aceptar el consejo de su amigo
Jerome e ir en busca de una madre para Samuel. Serena había llegado a
Lumsdale Falls, y ya nada volvió a ser igual, sobre todo por el pequeño que
le profesaba verdadera devoción. Ella lo iluminaba todo con su sonrisa, con
esa inagotable energía y vitalidad, pero lo más importante era que Samuel la
quería. Se había ganado el cariño del niño por completo, y de él se había
ganado su gran admiración, también su deseo. Enseñarle los placeres de
alcoba le había resultado mucho más interesante de lo que había creído en un
principio. Nicholas no había tenido muchos encuentros con vírgenes porque a
él le gustaban las mujeres más experimentadas, pero su esposa era una delicia
que lo subyugaba por completo.
Sí, se sentía feliz por la elección que había hecho. Después de meses de
casados, ya no le importaba que fuera huérfana y plebeya.
—Lord Jerome Hawkins espera en el vestíbulo, milord —se escuchó la
voz del mayordomo.
Nicholas se giró sobre sus pasos. Dejó la ventana abierta y caminó para
tomar la tarjeta que el mayordomo le tendía, cuando la sostuvo entre sus
dedos, el sirviente cerró la ventana.
—Lo recibiré aquí en la biblioteca.
El mayordomo hizo un gesto con la cabeza y salió por la puerta, un
minuto después, el único amigo que conservaba de sus tiempos en la
universidad, hizo su aparición en la espaciosa biblioteca.
Los dos hombres se dieron un abrazo.
—¿Cuándo llegaste a Norwich? —le preguntó Nicholas.
—Ayer, a última hora de la tarde.
—¿Cómo se encuentra lady Hawkins?
—Rachel te envía sus saludos, lamenta no haberme acompañado, pero
las reformas de la casa no admiten demoras.
—Eres tú el que no las admite.
Jerome hizo un gesto sarcástico con la mano.
—¿Y lady Worthington? —preguntó el amigo.
—En el jardín con Samuel.
Nicholas le sirvió una copa de brandy a Jerome que la aceptó gustoso.
—Tienes el mejor brandy de toda Inglaterra.
—Lo sé —afirmó el otro, aunque en su tono no se advertía vanidad.
—¿Ya estás al día con los asuntos de la propiedad?
Le había llevado mucho tiempo ponerlo todo en orden, pero ya lo había
hecho.
—Mi padre nunca me dijo lo enfermo que estaba ni lo que había
descuidado nuestras propiedades.
—Eso, y sin contar las de tu sobrino, que también tienes que gestionar.
—Para un hombre como yo, no está nada mal.
La voz de Nicholas había sonado orgullosa.
—No le quites mérito a lady Worthington —Nicholas terminó por
sonreír al escuchar a su amigo—. Gracias a ella no pareces el mismo hombre
de hace dos años.
—Hace cuatro años de la muerte de mi padre, y casi tres de la muerte de
mi hermana y su esposo —Jerome miró atentamente a su amigo—. Ha sido
muy duro convertirme en padre y esposo al mismo tiempo, y, para un hombre
que antaño era la despreocupación personificada, son palabras mayores.
—Tu hermana estaría muy orgullosa de ti por lo bien que estás
educando a tu sobrino, tu padre también lo estaría por la forma excepcional
que llevas el condado, incluso diría que la corte está muy sorprendida por tu
cambio.
—A la mierda la corte —farfulló serio.
Nada le provocaba más rechazo que todos esos snobs aristocráticos.
—¿No te ha llegado la invitación del marqués de Bell? —no, no le había
llegado, y se alegraba.
Había llegado a oídos de la corona que ambos nobles se habían batido en
un duelo, donde el marqués había sido herido en un brazo por el conde. Ante
el escándalo suscitado, la corona había decidido intervenir, y les había
ordenado que limaran asperezas. Los había obligado a reunirse en una
recepción que iba a darse, precisamente, en la mansión de Findhorn Hall
donde el propio marqués había propiciado el enfrentamiento entre ambos.
—Temo que de esta invitación no podrás escaparte.
Nicholas rechazaba prácticamente todas las invitaciones, sobre todo las
que llegaban de Londres. A él no le apetecía en absoluto dejar Lumsdale Fall
ni por un par de días. Londres había dejado de existir para él hacía mucho
tiempo.
—Rachel está muy emocionada con esa recepción —dijo lord Hawkins
—, y temo que terminará por convencer a lady Worthington para que acepte
asistir, sobre todo si sigues negándote con ese empecinamiento a pesar de la
orden real.
—No deseo ser de nuevo el hazmerreir de todos esos hipócritas —
Jerome lo miró con atención—. No pienso tolerar ni una provocación más del
marqués.
—¿Y si lady Worthington desea asistir?
Nicholas no lo creía probable porque su esposa aceptaba todavía menos
invitaciones que él.
—Ya sabes que mi esposa detesta las fiestas, no creo que le apetezca
asistir a ninguna, sobre todo viniendo del marqués de Bell.
—¿Ella sabe lo de los duelos?
Nicholas se encontró apretando los labios.
—Ella conoce lo absolutamente necesario sobre mi vida.
Jerome no estaba de acuerdo. Parecía que en los meses que llevaban
casados, ambos se habían adaptado el uno al otro de forma admirable, pero
Nicholas guardaba demasiados secretos sobre su vida pasada.
—Algún día tendrás que mostrarla a la sociedad. Lady Worthington se
merece ocupar el lugar que le corresponde como condesa de Blackwey.
Eso era lo que más temía Nicholas, la falsa y estúpida sociedad que se le
echarían encima como depredadores. Cuando se enteraran de que se había
casado con una plebeya huérfana de las Tierras Altas, caerían sobre ella como
lobos, y por nada del mundo pretendía exponerla a semejante tortura.
—Además —continuó el amigo—. No puedes mantenerla encerrada en
Lumsdale Fall para siempre, sobre todo con esa hermosa propiedad que
posees en Hyde Park.
Nicholas terminó por cerrar los ojos.
—Nos gusta vivir en el campo.
Jerome ya no pudo contestar porque lady Worthington hizo su entrada
en la biblioteca en ese preciso momento. Llevaba en brazos al pequeño
Samuel.
—¡Lord Hawkins, qué sorpresa!
Jerome se giró hacia ella.
—Un placer, lady Worthington —el noble le hizo la venia y la besó en
la mano.
Nicholas cogió a su sobrino en brazos porque se había dormido.
—¿Qué le trae a Lumsdale Fall? —preguntó la mujer jovial mientras
tiraba de la cinta que llamaba al servicio.
—La invitación del marqués de Bell —dijo Jerome—. Rachel está muy
ilusionada por asistir.
—Pero ya le he dicho a mi amigo Jerome que nosotros no hemos
recibido la invitación —explicó Nicholas.
La cara culpable de su mujer resultó muy elocuente. Sí, la habían
recibido, pero ella la había echado al fuego. Desde que había visto a lord
Beresford cerca de St Peter´s Church cuando bautizaron a Samuel, no dormía
bien por las noches. Los primeros días habían sido un suplicio, después se
permitió un respiro. Serena creía que lord Beresford terminaría por aceptar
que se había confundido al verla. Serena no entendía cómo lograba dominar
su ansiedad y nerviosismo. En ocasiones pensaba que estallaría de un
momento a otro, pero lograba controlarse.
—No tengo ninguna intención de viajar a Londres —exclamó
vehemente.
Los dos hombres la miraron con atención porque vieron el miedo
reflejado en los bonitos ojos verdes. Nicholas se preguntó por primera vez a
qué se debía esa aversión por Londres que sentía su esposa. Salvo para el
bautizo de Samuel, ella no había querido pisar la ciudad.
—Es una ciudad donde se puede encontrar y comprar casi todo lo que
una dama desea —le dijo Jerome tratando de convencerla.
Nicholas percibió el nerviosismo de su mujer y su intriga aumentó. Y
recordó perfectamente lo pálida que se puso tras salir de la iglesia. ¿Qué le
sucedía? El mayordomo llegó con un lacayo que sujetó al niño sin que se
despertara. Salió con él en brazos y seguido por la mujer que parecía que
deseaba desaparecer de la biblioteca.
—¡Serena! —la detuvo Nicholas—. ¿Sucede algo?
Ella se giró, y Nicholas pudo apreciar que de tan nerviosa que estaba
parecía mucho más joven, casi una niña.
—Acostaré a Samuel y bajaré en un momento, lord Hawkins,
discúlpeme.
El hombre hizo una inclinación con la cabeza.
—Parece que he mencionado al diablo en lugar de Londres.
Nicholas seguía pensativo porque nunca la había visto tan nerviosa.
En el vestíbulo, la mujer se paró para tomar aliento. El mayordomo
subía por las escaleras junto con el lacayo, pero ella necesitaba unos
momentos. Serena no podía pisar Londres porque podían descubrirla. Tenía
demasiada familia y conocidos como para pasar desapercibida. Además,
estaba Andrew Beresford que trabajaba para el cuerpo diplomático, y que
vivía en Londres. No, ella jamás iba a pisar esa ciudad ni regresaría a las
Tierras Altas. Lo había jurado, y pensaba cumplir el juramento…
CAPÍTULO 23
Mansión de Findhorn Hall
Finalmente, Nicholas no había podido rechazar la segunda invitación
que había recibido del marqués de Bell. Serena había protestado porque no
deseaba asistir bajo ningún concepto, pero él se había mantenido firme al
respecto. Era la corona quién se había posicionado para que él asistiera
creyendo que de esa forma acabaría con cualquier resquicio de rivalidad entre
ambos nobles, salvo que se equivocaba.
El recibimiento en Findhorn Hall había sido frío, pero cortés. El
marqués se había encargado personalmente de recibirlo, y de decirle las
palabras comedidas de bienvenida, y que llegarían hasta la corona: el
verdadero motivo para la reunión de ambos lores. Los dos, como buenos
actores, se habían dedicado a interpretar su papel con suma corrección.
Nicholas esperaba que la noche terminara pronto porque estaba
deseando marcharse. Buscó con los ojos a Serena, pero no la veía por el salón
de recepciones. Su amigo Jerome, que no se separaba de su lado, lo
observaba preocupado.
—Hace mucho rato que no veo a Serena —confesó inquieto.
Jerome miró sobre el hombro de su amigo, pero tampoco veía a Rachel.
—Ahora que lo mencionas, tampoco veo a Rachel.
—Es posible que tu esposa y la mía estén disfrutando de las flores del
jardín, puedo asegurar que les resultará mucho más interesantes que
conversar con estas snob.
Jerome resopló al escucharlo.
—Que ninguna de estas damas te oiga o vetará la entrada de tu esposa y
futuras hijas a fiestas y eventos —Nicholas lo miró escéptico—. Sí, esas
aburridas fiestas donde las muchachas herederas consiguen a los solteros de
oro del reino —Nicholas estuvo a punto de lanzar una maldición—. Que ni tú
ni yo hayamos logrado conquistar a ninguna de esas ricas herederas, no
significa que nuestros descendientes no puedan hacerlo.
—Hoy estás de una voracidad verbal insufrible —le espetó el conde.
—Pero cierta —continuó el hombre—. Mi enfermedad mental, y tu
famoso pasado, han marcado nuestro futuro, pero no tiene por qué marcar el
de nuestros hijos.
A Nicholas se le borró la sonrisa del rostro. Su amigo padecía de
melancolía crónica, que se veía agravada por episodios epilépticos. En el
pasado había sufrido un accidente de caza, un disparo amigo le había dado en
la cabeza y casi lo lleva a la muerte. Las secuelas que padecía desde aquél
fatídico día eran irreversibles.
—Eres un hombre extraordinario —confesó Nicholas—, y Rachel muy
afortunada.
—Lo soy —admitió Jerome—. Pero todavía no me he recuperado de los
dolorosos rechazos que sufrí por mi enfermedad.
—No estás enfermo —aseguró Nicholas.
Jerome apretó los labios en un gesto amargo. Sí que lo estaba, sobre
todo cuando sufría esas convulsiones que lo dejaban durante días hecho
papilla. Cuando no era capaz ni de alimentarse ni de limpiar sus propias
evacuaciones, pero Jerome no pudo responderle porque Rachel venía hacia
ellos como alma que persigue el diablo.
—¡Lord Worthington, Jerome! —exclamó cuando llegó junto a ellos—.
Es… es… Serena.
Nicholas la miró expectante.
—¿Qué sucede con lady Worthington? —preguntó con más calma de la
que sentía.
—Se está peleando con lady Rawhide en el jardín.
Nicholas se encontró emprendiendo una carrera que siguió Jerome a la
par. Los dos cruzaron el amplio salón de recepciones sin detenerse a hablar
con los que se atrevían a preguntar por el motivo de tanta prisa, y que
consideraban imprudente. Cuando Nicholas llegó al jardín, un grupo de
invitados le impedía ver qué sucedía, pero podía escuchar perfectamente la
voz de Serena, y, por su tono, dedujo que no estaba diciendo lindezas. Se
abrió paso entre el gentío, cuando la vio, deseó que la tierra se lo tragase. Su
esposa tenía cogida por los cabellos a Lily, y le golpeaba la cabeza contra el
suelo del jardín, amén de que ambas estaban cubiertas de tierra y broza.
—¿¡Qué diantres sucede aquí!? —tronó su voz.
Pero Serena no se detuvo, siguió golpeando la cabeza de la mujer al
mismo tiempo que profería insultos en gaélico. Nicholas hizo lo único que
podía hacer, sujetó por la cintura a su esposa y la separó.
—¡Basta! —le ordenó.
—¡Voy a arrancarle la cabeza a esa arpía mal nacida! —bramó Serena
con voz aguda.
A lady Rawhide la ayudaron a levantarse del suelo, estaba en estado de
shock.
—¡Basta! —le ordenó Nicholas.
Serena se debatía entre sus brazos como una gata panza arriba, y a él le
estaba costando mucho sujetarla. ¿De dónde diablos sacaba semejante fuerza?
El marqués de Bell llegó para auxiliar a su hija, y, cuando vio el
lamentable aspecto que tenía, maldijo de forma grosera mirando a Serena y a
Nicholas. Tenía los ojos inyectados en sangre, y una mirada asesina.
—Qué alguien me explique este latrocinio —pidió el marqués con voz
de ultratumba.
La hija acababa de volver del estado de shock. Nicholas aflojó la presión
que hacía sobre su esposa.
—¡Quería matarme! —comenzó a explicar la mujer de forma
atropellada—. Fui amable y gentil con ella, y me golpeó.
—¡Serás rata mentirosa! —exclamó Serena que iba de nuevo al
encuentro de ella, pero en esta ocasión para arrancarle los ojos.
Nicholas pudo sujetarla a tiempo.
—La insultasteis, lady Rawhide —dijo Rachel de pronto.
La mujer tensó la espalda y endureció la mirada.
—Jamás se insulta diciendo la verdad.
Nicholas decidió echar tierra de por medio.
—Disculpad a mi esposa, lady Rawhide —dijo de pronto para sorpresa
de Serena—. A mi esposa le falta experiencia de trato con damas de su
alcurnia —Serena se giró hacia su esposo y lo miró estupefacta—. Discúlpate
con lady Rawhide —le ordenó.
A Serena le hervía la sangre en las venas. ¿Disculparse? La había
llamado pordiosera, puta escocesa, y unos cuantos descalificativos más.
—¿Disculparme con esa perra sarnosa?
Se escuchó un coro de exclamaciones por parte de los invitados que
miraban atónitos el espectáculo.
—¡Fuera! —gritó de pronto el marqués.
La hija hizo algo infantil, se echó en los brazos de su padre mientras
estallaba en llanto. Serena escuchó suspirar a Nicholas.
—Acepte mis más sinceras disculpas, lord Rawhide, ya nos marchamos.
El mayordomo les traía sus pertenencias.
—Nunca jamás vuelvan a pisar Findhorn Hall —les advirtió el marqués
con rostro cetrino—. Ni usted ni… ni… eso —dijo señalando con el dedo a
Serena.
El insulto sobre ella había sido demoledor, pero Serena había sufrido
raspones más fuertes.
—No se preocupe lord Rawhide —comenzó Serena mientras Nicholas le
colocaba la capa sobre los hombros—. Me han llamado cosas peores, y gente
mucho mejor que usted…
Rachel, al escucharla, se llevó la mano a la boca mientras Jerome la
empujaba lejos del gentío congregado en el jardín.
—Será mejor que nos marchemos nosotros también —decidió Jerome.
Nicholas hervía de furia mientras ofrecía una sonrisa de disculpa a los
invitados, al mismo tiempo que sujetaba el brazo de su esposa para guiarla
hacia la calle.
—Espero una buena explicación —le susurró entre dientes.
Serena intentó recomponerse la ropa, y, al hacerlo, comprobó lo
maltrecha que se veía. Tenía el vestido rasgado en el hombro y sucio de
tierra, además llevaba el cabello enmarañado. El carruaje no tardó ni un
minuto en recogerlos en la escalinata de entrada. Nicholas la ayudó a
introducirse en el interior. Cuando los dos estuvieron sentados frente a frente,
Nicholas la taladró con mirada fría como el hielo. Serena podía sentirla en sus
propias carnes.
—¿Me puedes explicar qué has hecho? —le preguntó a bocajarro.
Serena se acomodó en el sillón en un intento de calmarse. ¿Por qué
suponía que había sido ella la que dio comienzo a la pelea?
—Defender un insulto —trató de justificarse.
—¿Un insulto merecía esa salvaje respuesta por tu parte?
Si Nicholas hubiera escuchado todo lo que esa arpía le había dicho,
seguro que no pensaría de igual modo. Cuando instantes después procesó su
pregunta, el ánimo le bajó a los pies. ¿La había llamado salvaje? Se sintió
herida porque no lo esperaba de él, y mucho menos cuando lo había
defendido.
—Un insulto no, un honor ultrajado —respondió con voz baja.
Nicholas no podía creer tal desmesura.
—Esa no es una respuesta apropiada ni coherente para alguien de
tu posición como condesa —Serena se encrespó—. Debiste pensar en la
situación en la que me colocabas como invitado del marqués.
—No llevo bien que me ofendan —se justificó.
—¿Y por una ofensa la emprendiste a golpes con una dama? Y no una
dama cualquiera.
Serena apretó los labios porque lady Rawhide no solo la había insultado
a ella, también a Samuel a quien había llamado huérfano lelo. No era culpa
del pequeño que no pudiera hablar, y esa circunstancia no lo convertía en un
tonto.
—A diferencia de ti yo no puedo defender mi honor en un duelo, aunque
ya me gustaría —admitió altanera.
Serena era consciente de que nada de lo que dijera cambiaría la opinión
que Nicholas se había formado de ella. Semanas y meses de conducta
intachable por su parte, no valían nada porque había respondido a una
provocación. Si hubieran estado en las Tierras Altas, a esa arpía no le
quedaría un solo cabello sobre la cabeza.
—Una dama no se lía a golpes con otra dama —dijo Nicholas con voz
dura como el granito—, pero claro, se me olvidaba que tú no eres una dama.
Serena estuvo a punto de replicarle y decirle que era mucho más dama
que la consentida hija del marqués de Bell, pero no lo hizo, todo lo contrario,
apaciguó su ira antes de responderle:
—Me encanta cuando dices cosas tan obvias con la intensidad de quién
se cree superior —la voz le había temblado ligeramente—. Pero tienes razón,
no soy una dama como ella.
Nicholas la miró con censura porque advirtió crítica en sus palabras, ¿o
era burla?
—Lady Rawhide es superior a ti en rango —le dijo enojado—, y hoy
has barrido el suelo de Findhorn Hall con el mío.
Serena movió los hombros como si le pesaran.
—Pero es que nadie tiene la superioridad moral de insultar a otro sea
cual sea su rango o nacimiento —explicó dolida.
—Tendrás que disculparte con lady Rawhide.
Serena lo miró con espanto. ¿Rebajarse frente a ese esperpento? ¡Ni
loca!
—No haré tal cosa —afirmó con los dientes apretados en un claro gesto
de rebeldía.
—Ya lo creo que lo harás.
Y durante el viaje de regreso a Lumsdale Falls Serena escuchó una sarta
de sandeces sobre diferencias sociales. Disparidad entre nobles y plebeyos, y,
llegado a ese punto, Nicholas le dejó muy claro la gran diferencia que existía
entre ambos, aunque poco después la disculpó porque era una huérfana que
no podía entender el necesario engranaje de la aristocracia en la sociedad.
Serena lo miró de una forma extraña mientras la instruía, y, por primera
vez en meses, la mujer cerró con llave la puerta de su alcoba dejándole claro
lo que pensaba al respecto de toda esa cháchara que había escuchado hasta
que alcanzaron las tierras de Lumsdale Falls.
Durante días, Serena mantuvo su enojo, se mostró ofendida, y se negó a
mantener ninguna otra charla con Nicholas sobre su conducta. El esposo
estaba perdiendo la paciencia con ella.
Lady Hawkins le había explicado días más tarde a Nicholas, y con todo
lujo de detalles, que había sido lady Rawhide quien había provocado a
Serena, y que en un principio no le respondió, pero nada en la explicación de
Rachel logró cambiar la nefasta opinión que se había formado sobre su
esposa, hasta que Serena comenzó a dar muestras de que estaba arrepentida.
Su comportamiento fue exquisito, sus palabras suaves y dulces, y
nuevamente Nicholas pudo respirar aliviado creyendo que no estaba todo
perdido en lo concerniente a ella: la huérfana inculta que había elevado al
rango de condesa de Blakwey.
CAPÍTULO 24
Ruthvencastle, Tierras Altas, Escocia
Lorenzo Del Valle seguía ensimismado mirando un papel. Se encontraba
apoyado en la repisa de la chimenea del salón del castillo, pensaba en su
hermana Marina, y en lo mucho que había cambiado desde su matrimonio
con Brandon. La llegada de un mensaje urgente de Crimson Hill en
Inglaterra, la había devuelto a la vida pues había insuflado esperanzas a su
corazón. En el mensaje, el duque de Arun le informaba que creía saber dónde
se encontraba Serena. Marina no había querido esperar el regreso de su
esposo desde Arcahib para emprender la marcha, pero ante su negativa de
dejarla que viajara sola, Marina resolvió hablar con su hijo Ian para que la
acompañara.
Su hermana Marina había partido a Inglaterra a primera hora de la
mañana, y su esposo Brandon llegaba a Ruthvencastle a primera hora de la
tarde. Cuando Lorenzo le informó de las nuevas, el hombre no se detuvo ni a
comer algo. Emprendió el mismo camino de su esposa para llegar a Crimson
Hill ates que ella, e iba a lograrlo porque Marina iba a hacer un alto en la casa
de Ian en Edimburgo antes de continuar.
Lorenzo aguardaba en Escocia porque esperaba la llegada de un barco
que transportaba unos preciosos sementales: eran un regalo para Marina,
aunque, cuando había visto su caballo en las cuadras del castillo, casi se
arrepintió de traerlos, pero esa sensación negativa le había durado muy poco.
Su hermana podría criar excelentes sementales que le reportarían una
pequeña fortuna que podría invertir en el decadente castillo.
El mensaje que sostenía entre sus manos le avisaba de que estaba
prevista la llegada del barco a Edimburgo durante el transcurso de la mañana
siguiente.
—¿Podré acompañarlo a Edimburgo?
La voz de Roslyn lo sobresaltó. La muchacha venía acompañada de una
sirvienta que traía una bandeja con té.
—Voy por asuntos de negocios —respondió en un tono de voz
controlado para que no se ofendiera por su negativa.
Pero la muchacha no se dio por enterada.
—¡Oh, pero no importa! —exclamó con ánimo.
Lorenzo se preguntó si su inglés era tan malo porque no era capaz de
hacerse entender.
—Quizás en otra ocasión.
Roslyn lo miró con esos ojos color lavanda, y lo desarmó.
—Puede que yo no tenga otra ocasión.
Al mismo tiempo que hablaba le servía el té como una experta
anfitriona, y, por primera vez, Lorenzo se fijó en sus modales suaves, en su
proceder correcto. Nunca su voz sonaba altisonante, ni interrumpía
conversaciones. Se mostraba prudente en las opiniones, y callada en las
controversias, salvo en ese momento.
—Tengo que recoger unos sementales, y no sé cómo llegaran de
nerviosos por la travesía.
Los ojos de ella se iluminaron, y Lorenzo se vio sumergido en un campo
de lavandas.
—¡Adoro los caballos! —exclamó con deleite—, aunque soy una
pésima amazona —reconoció humilde.
—Me resisto a creerla —dijo Lorenzo bebiendo un trago de té.
Roslyn seguía moviendo el suyo con la cucharilla.
—No he tenido oportunidad de mejorar lo poco que aprendí.
Oyendo su tono lastimoso, Lorenzo se dijo que no perdía nada
llevándola consigo a Edimburgo, sobre todo porque a él le gustaba hacer
obras de caridad.
—Tendríamos que salir temprano.
A ella se le iluminaron los ojos.
—Estoy acostumbrada a madrugar.
De repente, Lorenzo se sintió incómodo, si la muchacha no fuera tan
joven, creería que lo estaba manipulando para salirse con la suya. Ella debió
de ver su gesto desconfiado porque se apresuró a cambiar de tema.
—¿Piensa que lady McGregor encontrará a su hija en Inglaterra?
Ese era un tema neutro.
—Lo deseo con toda mi alma —admitió Lorenzo mientras dejaba la taza
en la bandeja—. Mi hermana se merece algo de tranquilidad.
—Es una admirable mujer —dijo sincera.
A Lorenzo se le llenó la mirada de nostalgia: Marina galopando a lomos
de Cabrón, Marina enfrentándose al padre de ambos por su amiga Ágata.
—La quiere mucho —era una afirmación por parte de Roslyn.
—Es lo único que me queda…
La mirada de ella se entristeció.
—Debe de ser muy difícil estar separado de su hermana, y de su sobrina.
La muchacha no podía hacerse una idea de cuánto, se dijo Lorenzo.
—Sí, es muy duro —confesó—, y lo más difícil es que nos separa un
mar de distancia.
—Nunca he visto el mar —susurró la joven de forma nostálgica.
Lorenzo la miró sorprendido. ¿Cómo no había visto el mar si la habían
recogido de las calles de Edimburgo? Entonces se preguntó cómo de pequeña
sería para no recordarlo.
—En Córdoba tampoco tenemos mar.
Y durante la siguiente hora, Lorenzo comenzó a explicarle las
costumbres en Andalucía. Roslyn lo miraba embelesada porque ese hombre
hablaba sobre días y noches que podían ser eternamente cálidas. De hombres
valientes y mujeres todavía más. Le habló sobre los campos y las serranías,
de bandoleros y forajidos. A medida que Roslyn lo escuchaba, su corazón se
abría a los sentimientos. Y se preguntó cómo sería vivir en un lugar donde el
sol calentaba tanto que doraba la piel, y donde las mujeres se reunían en los
márgenes del río para lavar la ropa. Se preguntó si realmente la fruta sería tan
dulce como las palabras del sassenach…
—¿Crees que sería posible?
Roslyn parpadeó porque no sabía qué le preguntaba. Había estado tan
ensimismada soñando, que se había perdido en algún punto de su
conversación.
—¿Si sería posible?
—Comprar en Edimburgo ese licor escocés que he probado aquí en
Ruthvencastle.
Ella pensaba a toda velocidad. No sabía si se podía comprar whisky en
Edimburgo, pero conocía a alguien que posiblemente sí lo sabía: el párroco
de Greyfriars. El hombre visitaba de vez en cuando Lammermuir, sobre todo
cuando recogía a niñas pequeñas de las calles. Ella podría llevar al extranjero
a la iglesia, y le explicaría al párroco lo sucedido en Lammermuir.
—Conozco a alguien que puede saber dónde comprarlo —dijo
pensativa.
Lorenzo sonrió agradecido, y a ella se le aceleró el corazón.
CAPÍTULO 25
En los días siguientes había llegado una cierta calma a Lumsdale Falls
pues Serena volvía a ser la misma muchacha dulce y tranquila que él había
desposado. Reinaba la calma en la propiedad, y el corazón de Nicholas se
llenó de paz. Había luchado lo indecible por ofrecerle estabilidad a Samuel, y
no podía permitir que todo se fuera al traste porque su esposa no tolerase una
palabra despectiva hacia su persona por una de las herederas más
influenciables del reino.
Él, la había encumbrado como condesa por matrimonio, pero ello no le
daba carta libre para insultar y atacar a otras damas superiores en rango.
Serena no podía olvidar sus orígenes humildes. Si no sosegaba su actitud ni
controlaba sus acciones, Samuel sufriría en el futuro los desplantes de la
aristocracia porque lo ignorarían y no lo invitarían a ningún evento, Samuel
terminaría convirtiéndose en un paria, algo que Nicholas no podía permitir.
Ya le había ofrecido sus disculpas a lady Rawhide, pero la mujer no las
había aceptado. Mucho se temía que el marqués trataría de vengar la ofensa
sobre su hija. Nicholas no quería más duelos, sobre todo por el bien de su
sobrino, y Serena tendría que aceptar la superioridad por nacimiento que el
resto de damas nobles tenían con respecto a ella en los diversos eventos a los
que acudieran.
En ese momento Nicholas se preguntó si habría obrado bien desposando
a una huérfana de Lammermuir, y si podría disfrutar de la paz que tanto
ansiaba.
Caminó hasta la ventana y se asomó por ella, como era costumbre en
Serena, jugaba con Samuel en un banco del jardín, no podía escuchar lo que
le decía, pero el niño reía feliz. Nicholas admitió que estaba muy bonita
vestida de seda azul pues el color realzaba su hermoso cabello rubio y hacía
que su piel pareciera más dorada todavía.
—Ha llegado visita inesperada a Lumsdale Falls, milord —anunció el
regio mayordomo.
Nicholas dejó de mirar por la ventana y clavó la vista en el sirviente.
Visita inesperada quería decir en palabras de su mayordomo desconocidos.
—Desean ver a lady Worthington.
Nicholas se extrañó.
—¿Quién desea ver a mi esposa? —le preguntó.
—Una mujer —el sirviente dejó sobre la mesa una tarjeta—, dice que
tiene algo urgente que comunicarle.
Esas palabras despertaron la curiosidad del conde.
—¿Cómo se llama la mujer?
—No me lo ha mencionado —Nicholas alzó las cejas en clara muestra
de perplejidad—. Ni cuando he insistido, milord.
—Pues entonces échela a la calle —le ordenó.
—No creo que pueda hacerlo, milord —el conde estaba estupefacto
escuchando al mayordomo—. La acompañan dos hombres que parecen
peligrosos.
—Hay suficientes sirvientes en Lumsdale Falls para echarlos.
El mayordomo carraspeó incómodo.
—Como ordene, milord —Sebastian hizo una inclinación con la cabeza
y se giró para cumplir la orden.
Pero la curiosidad pudo con Nicholas. ¿Y si la mujer venía de
Lammermuir?
—Espera Sebastian, hazla pasar dentro de diez minutos.
***
Marina se retorcía las manos debido a la impaciencia que sentía. Cuando
Ian y ella llegaron a Crimson Hill, Brandon ya se encontraba en la propiedad
esperándolos. Lorenzo le había dado el mensaje sobre Serena. Ella se había
negado en redondo a que la acompañara a Norfolk, y se lo explicó con
detalle: su hija había desaparecido por su culpa, y ella no quería que huyera
de nuevo, además, la información sobre Serena podría estar equivocada. Ian
hizo apoyo común con su madre, y los dos obligaron al laird a prometer que
le dejaría a ella hacer las preguntas y ofrecer las explicaciones.
El temor más acuciante de Marina era que su hija huyera de nuevo, por
ese motivo no le había dicho su nombre al mayordomo cuando se lo
preguntó. No quería ofrecerla ni una sola remota posibilidad de escapar de
nuevo sin enfrentarla.
Miró el rostro de su esposo mientras esperaban en el amplio vestíbulo de
la mansión, y se descorazonó todavía más, Brandon contenía suficiente ira en
su interior como para no dejar piedra sobre piedra si se negaban a recibirlos.
—Puede pasar, lord Worthington la recibirá, pero solo a usted.
El gruñido de Brandon tensó la espalda del mayordomo. El hombre lo
miró como si lo creyera capaz de comérselo crudo. Marina se giró hacia su
esposo y lo taladró con la mirada.
—Todo esto es por culpa tuya —le recordó. Un segundo después miró a
su hijo Ian—. Vigila que tu padre no haga una sandez o juró que le arrancaré
el corazón.
Marina acompañó al mayordomo hacia la estancia donde la recibiría el
conde.
—La visita inesperada, milord —la anunció el mayordomo.
Con tantos nervios en el estómago como sentía, Marina casi sonrió al
escuchar al sirviente. Cuando el mayordomo se apartó del campo de su
visión, pudo ver al noble que la miraba desconfiado.
—Doña Marina Del Valle y Linares —se presentó obviando su apellido
de casada.
Nicholas reconocía a una dama nada más verla, y frente a él tenía a una,
pero no solo en el porte, sino en cada sílaba del nombre que había
pronunciado.
—No tengo el gusto de conocerla, señora Del Valle —a Nicholas le
costó pronunciar correctamente su apellido en español.
—Busco a mi hija, milord —comenzó Marina mientras daba un paso
hacia él.
Debía tener mucho cuidado con las palabras que elegía.
—¿Su hija es una sirvienta de Lumsdale Falls? —preguntó como si esa
fuera la única posibilidad que explicara la presencia de la mujer en la casa.
—Busco a Serene Grace McGregor —dijo pronunciando el nombre
completo de su hija en inglés.
En el rostro de Nicholas se reflejó la sorpresa que sentía, y, ella, al verlo,
supo que su hija estaba en la casa. Sintió tal alivio que casi se mareó. Pero
Nicholas se repuso de inmediato. Serena era huérfana, esa mujer debía de ser
una impostora o timadora por muy porte distinguido que tuviera.
—¿Podría hablar con ella?
No, Nicholas no pensaba permitirlo.
—En Lumsdale Falls no se encuentra su hija —respondió brusco.
Marina no pensaba irse con las manos vacías. Habían pasado
demasiados meses sin saber sobre Serena. Temiendo día y noche su posible
desgracia o muerte, no, ese hombre se equivocaba si pensaba que podría
despedirla con cajas destempladas. Marina se sacó un camafeo del interior de
su vestido, y lo abrió, cuando vio los retratos de su interior, sonrió con
dulzura, un instante después caminó hacia el conde con una determinación en
sus ojos. Cuando quedó a un paso de él, le tendió el camafeo.
—Mi hijo Stephen, y mi hija Serena.
Como un acto reflejo, el conde tomó entre sus dedos el camafeo que la
mujer le mostraba, cuando clavó la mirada en los retratos, sintió un vuelco en
el corazón. Nicholas parpadeó para aclararse al visión porque se le había
velado al ver la pintura.
—¡No puede ser! —exclamó estupefacto.
Nicholas estaba paralizado, sin poder reaccionar, y Marina escuchó la
risa de su hija tras la ventana abierta, caminó con paso inseguro y con miedo
de asomarse, pero lo hizo: Serena jugaba con un niño pequeño. Sintió el
impuso de llamarla, pero se lo impidió el nudo que sentía en la garganta.
Estaba viva, estaba bien, y disfrutando.
—Me dijo que era huérfana —escuchó decir al noble.
Un segundo después Nicholas rectificó: Serena nunca le había dicho que
era huérfana, lo había hecho la directora de Lammermuir.
—¿Por qué estaba encerrada en un hospicio? —preguntó atronador.
La voz fuerte de Nicholas llegó hasta Serena que alzó la mirada hacia la
ventana, y entonces la silueta que vio le heló la sangre en las venas, ¡era su
madre!
El niño la miró preocupado porque Serena se había parado de golpe, y se
había llevado la mano a la boca.
—¿Podría hablar con ella? —insistió Marina que no quería dar ninguna
explicación hasta que Serena ofreciera la suya.
La mujer dejó de mirar al conde, y giró el rostro de nuevo al patio. Su
hija estaba plantada mirando hacia la ventana y la veía. Serena estaba
hermosa, bien cuidada, y la felicidad que había contemplado en ella
momentos antes, le hizo preguntarse el por qué de su silencio. La vio correr
hacia le interior de la casa llevando al niño en brazos. Marina creyó que venía
en su busca, pero se equivocó. Serena dejó al niño con un sirviente y trató de
salir a la calle, salvo que no contaba que su padre y hermano estaban en el
vestíbulo de la casa esperando noticias e impidieron su huida.
Nicholas y Marina escucharon gritos, golpes y enseres que se rompían.
Los dos corrieron hacia el vestíbulo, Marina temiendo lo peor, y Nicholas
creyendo que se derrumbaba la casa.
CAPÍTULO 26
Brandon sujetaba a su hija que se revolvía como una gata salvaje. En los
intentos del padre de retenerla, ella había golpeado con los pies varios objetos
que se encontraba en el vestíbulo: un jarrón de porcelana china, un busto
griego, y algunos objetos más que iba recogiendo Ian al mismo tiempo que
trataba de separarlos sin conseguirlo. Serena era una mujer, pero estaba tan
llena de rabia que resultaba muy difícil sujetarla. Toda la ira que albergaba en
su interior aumentaba como si fueran tres mujeres y no una la que forcejeaba.
Si a Nicholas le pareció que la pelea que había mantenido Serena con
lady Rawhide había sido salvaje, en ese momento creyó que su esposa se
había vuelto completamente loca. Gritaba en una lengua extranjera, supo que
era gaélico, mientras un gigante trataba de sujetarle las manos que intentaba
arañarlo, pero Marina estaba equivocada, Nicholas estaba equivocado, ella no
atacaba sino que se defendía de su padre de quien trataba de huir.
—¡Serena! —gritó Nicholas logrando que su voz retumbase en el
amplio vestíbulo.
Al escucharlo, su esposa paró sus movimientos de golpe.
—¡Serena! —exclamó la madre al punto del llanto.
—Voy a retorcerte el pescuezo —la amenazó el padre.
Y Serena supo que ya no podría escapar como había querido en un
principio. Su peor pesadilla estaba de pie sujetándola en el vestíbulo de
Lumsdale Falls.
—¿Cómo me habéis encontrado?
Y se llamó estúpida infinidad de veces. ¡Lord Beresford!, y ella que se
había creído a salvo.
—Esta mujer dice ser tu madre, ¿lo es? —preguntó Nicholas en un tono
de voz duro como el granito.
El servicio de Lumsdale Falls no se atrevía a interrumpir tan inusual
escena. Se mantenían expectantes y aguardando las órdenes del señor de la
casa.
—¡Y yo soy su padre! —tronó la voz de Brandon que miró de frente a
Nicholas.
El conde, al ver los ojos del escocés, supo que Serena le había mentido
en muchas cosas porque eran exactamente iguales.
—¡Suéltela! —le ordenó Nicholas.
Brandon gruñó en respuesta, y siguió sujetándola en claro desafío.
—Suéltela, padre —le pidió Ian que ignoraba lo que haría su hermana a
continuación.
Todos estaban pendientes de Serena salvo Ian, que miraba fijamente a su
madre pues tenía el rostro blanco como la cera, parecía que iba a desmayarse
de un momento a otro. Brandon soltó a su hija reticente, y Serena ya no se
revolvió.
—Espero una explicación —le ordenó Nicholas sosteniéndole la mirada.
Pasaron unos segundos angustiosos para Serena que no sabía cómo iba a
salir de semejante lío.
—Yo no —dijo de pronto Marina que se había repuesto de la sorpresa,
del dolor, y de la sensación de fracaso que sentía.
Caminó hacia su hija que estaba parada en medio del vestíbulo sin saber
qué hacer o decir, se plantó frente a ella, y la miró con una decepción tan
profunda, que Serena no pudo sostenerle la mirada. Marina hizo algo
impulsivo, la abrazó con fuerza, como si la vida le fuera en ello. Olió sus
cabellos dorados, sintió la firmeza de su cuerpo entre el suyo, y la besó en la
mejilla con infinita ternura, un minuto después se separó de ella.
—Te amo con toda mi alma —le confesó con un hilo de voz. A
continuación la abofeteó—. Y esto por lo que me has hecho sufrir.
—¡Madre! —exclamó Serena mientras se llevaba la mano a la mejilla.
—No quiero volver a verte —afirmó Marina cediendo al llanto.
—¡Madre! —la llamó Ian al escuchar su sentencia.
Marina inspiró profundamente porque no podía contener los sollozos.
En esos breves momentos en los que Serena no sabía que ella la observaba
desde la ventana, había visto lo feliz que era, libre de preocupaciones. Vivía
feliz en Inglaterra en una casa muy diferente a Ruthvencastle, y ella pudo
entender muchas cosas. Serena había elegido. No quería que ellos la
encontraran, y la madre iba a respetar su deseo.
—Dejo Ruthvencastle —le dijo mirando a su esposo—. Regreso a
Zambra, de dónde nunca debí salir.
Brandon la miró estupefacto. Marina se giró hacia Ian con el amor
rebosando por el iris de sus ojos.
—Mi hijo ha encontrado su lugar y es muy feliz —ahora se giró hacia
Serena de forma lenta—. Mi hija ha encontrado el suyo, y también lo es —
repitió con voz desgarrada—. Mi presencia ya no es necesaria —Marina
tragó con fuerza porque tenía un nudo en la garganta que le impedía respirar,
aun así continuó—. Por amor me vine e Escocia —le dijo a los tres—, y por
amor me voy —pero antes de dar otro paso, se giró hacia el esposo de su hija
que apenas podía moverse de lo sorprendido que estaba, lo miró tan
intensamente que lo desconcertó—. Lord Worthington, debe saber algo muy
importante sobre mi hija —comenzó a decir la madre—. Serena nunca se
disculpa, nunca perdona, nunca olvida.
Marina los dejó a todos con la boca abierta al caminar hacia la puerta de
salida, abrirla, y salir por ella sin mirar atrás. Ian fue el primero en reaccionar.
—¡Vaya a por ella, padre! —lo urgió, pero Brandon estaba clavado al
suelo sin poder reaccionar en un sentido o en otro.
Serena, al procesar las palabras de su madre, sintió que se le partía el
corazón, pero era demasiado tarde para mostrar arrepentimiento o cambiar
sus acciones.
Marina se había ido.
Cuando Brandon se recuperó de la sorpresa, procesó las palabras de su
hijo, y logró salir al exterior, fue demasiado tarde, el carruaje que los había
llevado a Lumsdale Falls emprendía el regreso a Crimson Hill, y cuando pasó
el momento de pánico, se dijo que hablaría con ella cuando todo se calmase.
Afortunadamente Zambra estaba demasiado lejos, Marina tendría que
comprar un pasaje, tendría que esperar un tiempo, tiempo que él necesitaba
para hablar con Serena y el hombre con el que vivía.
Todavía sentía cólera en el corazón porque su hija se había portado
como si no lo fuera.
Cuando regresó al interior de la vivienda, ni su hija, ni su hijo, ni el
sassenach estaban en el vestíbulo. En ese momento estaba el servicio
recogiendo lo que su hija y él habían destrozado en la reyerta. El mayordomo
le hizo un gesto para que lo siguiera, y él así lo hizo. Lo llevó a una sala
donde se encontraban los tres hablando. Ignoraba qué habría confesado su
hija porque él había estado pendiente de ir tras Marina.
—¿Qué me he perdido? —casi gritó.
El semblante serio del conde de Blakwey no lo amedrentó en absoluto.
CAPÍTULO 27
Crimson Hill, Inglaterra
—Madre, estoy en casa —la voz de Roderick resonó con fuerza.
Aurora lo escuchó, y se llevó la mano al pecho. Hacía muchos meses
que no sabía nada de él. Salió corriendo del salón de costura, y se echó en
brazos de su primogénito y heredero que venía a su encuentro.
—¡Mi niño! ¡Qué cambiado estás!
Era cierto. La marina le había endurecido el cuerpo, y el mar había
tostado su rostro. El cabello castaño se le había aclarado bastante. Roderick
ya no era un niño sino todo un hombre.
—¡Cómo la he extrañado!
Al escuchar la voz de Roderick, sus hermanos acudieron en tropel, y los
siguientes minutos los pasó abrazando y besando a cada uno de ellos.
—¿No se encuentra padre en casa? —le preguntó a la madre.
Aurora negó con la cabeza sin poder contener el llanto de alegría.
—Se encuentra en Londres visitando a tu tío Andrew.
Cuando Marina salió del salón de costura para saludarlo, el corazón de
Roderick sufrió un sobresalto. ¿La presencia de Marina quería decir que
Serena estaba en Crimson Hill? Caminó hacia ella, y entonces vio su rostro
de sufrimiento, no necesitaba preguntar para saber que algo grave ocurría.
—Lady McGregor, ¿le ha sucedido algo a Serena? —inquirió.
Marina hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Serena está bien.
El joven oficial no sabía si creerla porque su voz había sonado desolada.
—Rodrigo, tenemos que hablar —le dijo la madre.
El hombre sonrió porque únicamente su madre lo llamaba así.
—Solo dispongo de un par días de permiso —contestó el hijo—. Y he
pensado viajar a Ruthvencastle para ver a Serena —Marina rompió a llorar de
pronto al mismo tiempo que desviaba la mirada del joven oficial.
—¿Solo un par de días? —preguntó la madre, y en su tono se advertía
cierta decepción.
—El Revenge partirá de Dover el próximo miércoles —le informó
Roderick sin dejar de mirar a Marina.
Sabía que algo sucedía. La mujer se dio la vuelta y regresó al salón de
costura de donde había salido momentos antes.
—¿Qué sucede?
Aurora pidió al resto de sus hijos que la dejaran hablar con el hermano
mayor. Todos protestaron, pero obedecieron. La madre tomó la mano del hijo
y lo llevó hacia la biblioteca. Pidió al mayordomo que les prepararan un té, y
se dispuso a pasar el peor trago del año: decirle que el amor de su vida se
había casado con otro.
—¿Está lady McGregor sola en Crimson Hill? —preguntó el.
Aurora hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Marina había llegado a la
mansión a primera hora de la tarde, sola, envuelta en llanto. Apenas le había
explicado lo que se había encontrado en Norfolk, ella tampoco había
insistido, tras unos momentos, Marina le contó lo primordial, que había
encontrado a Serena, que estaba casada, y que ella se había despedido para
siempre. Aurora había tratado de consolarla, de explicarle que no debía tomar
decisiones en caliente, sobre todo cuando no conocía los pormenores para
que Serena hubiera decidido casarse sin el consentimiento de ellos, pero
Marina se había cansado de sufrir y había decidido regresar al reino de
España. Tenía pensado partir hacia Ruthvencastle por la mañana, hablar con
su hermano Lorenzo, y volver con él. Aurora le había preguntado por Ian, por
Brandon, pero antes de que ella pudiera responderle, Roderick había llegado
a Crimson Hill.
—El primo Brandon y su hijo Ian se encuentran en Norfolk —respondió
la madre.
En los ojos de Roderick se advertía la ansiedad.
—¿Y Serena?
Aurora soltó un suspiro largo al mismo tiempo que maldecía a Justin y
su impulsividad. Si su esposo no se hubiera mostrado tan intransigente con su
primogénito, Serena no estaría casada con un desconocido. Marina no habría
sufrido tanto con su desaparición, y Roderick no tendría que recibir un golpe
demoledor.
—Lady Penword, permíteme que sea yo la que se lo explique —la voz
de Marina la sobresaltó.
No había sido consciente de que había entrado a la biblioteca tras el
mayordomo que traía la bandeja con el té que ella había pedido.
—¿Qué hay que explicar? —la voz de Roderick había perdido la firmeza
del principio.
—Siéntate, por favor —le pidió Marina.
—¿Estás segura? —le preguntó Aurora.
Marina la miró solemne.
—Soy la más indicada para hacerlo.
Roderick miraba a la una y a la otra confundido. Aurora tomó asiento en
el sofá, su hijo lo hizo en el sillón, Marina se mantuvo de pie.
—Serena se ha casado —soltó de sopetón.
Roderick saltó como un resorte del sillón al escucharla.
—¿Cómo que se ha casado? ¿Con el escocés? —preguntó con voz
aguda.
Marina hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Es una explicación muy larga —avanzó la mujer.
Roderick sentía que el corazón se le escapaba del pecho. Él le había
escrito a Serena una carta por semana, aunque nunca había recibido respuesta
por su parte. En las cartas le confesaba que la amaba, que había tenido que
partir obligado por su padre, pero que tenía pensado regresar con ella cuando
se hubiera cumplido el mínimo tiempo establecido para su instrucción en la
marina del reino.
La madre de Serena comenzó su explicación, y, mientras la escuchaba,
el color iba desapareciendo de su atractivo rostro. La mujer le explicó el
temor del padre a que secuestraran a Serena, y por eso la decisión de
encerrarla en la Abadía de Aberdeenshire, también le reveló que después la
llevó a Mòrpradlann con un familiar del que ninguno conocía su existencia.
Le dijo que ignoraba cómo había llegado Serena a la Escuela Orfanato de
Lammermuir, ni el motivo por el que había decidido casarse con un completo
extraño.
Roderick la escuchaba con sumo respeto, pero no podía creerla, Serena
no podía ser tan insensata.
Marina le contó las penurias que había pasado cuando la creyó
desaparecida, la angustia al pensar que podría recuperarla, pero Serena ya no
era la misma y le había dejado muy claro que jamás iba a regresar a Escocia.
A medida que escuchaba, Roderick iba crispando los puños a sus costados.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó.
Pero Marina no tenía la respuesta. Reconoció que no se había quedado a
escucharla porque se sentía demasiado herida, también cansada.
—El matrimonio no puede ser legal —Roderick había expresado en voz
alta un pensamiento esperanzador—. Serena es menor de edad.
Marina no había pensado en ello.
—Será legal si se han casado en Escocia —apuntó Aurora que conocía
las leyes del otro lado de la frontera.
Roderick cerró los ojos. Había pasado los peores meses de su vida en la
marina porque no tenía vocación militar, pero su padre lo había castigado con
suma dureza por tener su corazón comprometido. Él, amaba a Serena, y su
ausencia había propiciado todo ese desastre.
—Mi padre estará contento con este resultado —masculló con voz
amarga.
Aurora contuvo la respiración al escucharlo.
—En modo alguno tu padre querría este desenlace —respondió la
madre.
Roderick comenzó a blasfemar con furia.
—¿Y qué buscaba enviándome lejos?
Aurora no sabía qué responderle, y Marina decidió intervenir.
—Ahora solo queda resignarse, lord Penword.
El hombre la miró atónito. ¿Su mundo se derrumbaba y tenía que
resignarse? Se levantó del sillón como alma que lleva el diablo. Su madre
hizo un intento de sujetarlo.
—¡Rodrigo! —lo llamó—. ¿Dónde vas?
El hijo la miró con una seriedad mortal.
—A Norfolk, a escuchar de boca de Serena esta afrenta a mis
sentimientos…
CAPÍTULO 28
Serena iba a volverse loca porque su padre y hermano seguían en
Lumsdale Falls hablando con Nicholas. Ella se había encerrado en su
habitación, se negaba a verlos pues no quería conversar con ninguno de los
dos. No iba a darles la oportunidad de que censuraran sus actos cuando todos
y cada uno de ellos había sido propiciados por sus decisiones.
A su padre solo le interesaba una cuestión: si el matrimonio era legal y
si había sido consumado. Ella lo maldijo mil veces. Ian, el traidor de su
hermano, trataba de convencerla de que hablara con él, pero ella no pensaba
hacerlo. Había huido de escocia, de todos esos años en los que había sido tan
desgraciada, y no le importó que la creyeran muerta porque todo le parecía
válido con tal de no regresar.
—Abre la puerta —al otro lado se escuchó la voz de su hermano.
—¡Vete! —le ordenó furiosa.
Ian se había marchado, primero a las colonias, después a España, y la
había dejado sola con el monstruo que tenían por padre.
—No me iré hasta hablar contigo.
—¡Pero yo no quiero hacerlo!
—Me lo debes.
Ian la escuchó maldecir como una verdulera. Seguía conmocionado por
todos los acontecimientos, pero era el único que podía poner un poco de
cordura en esa situación extrema. Le constaba que su hermana lo quería, y
pensaba aprovechar esa ventaja en su favor.
—Derribaré la puerta si no la abres —amenazó el hermano.
—Y yo te pegaré un tiro —respondió la hermana.
Como llevaba más de una hora tratando de convencerla de que
conversara cara a cara con él y no lo había logrado, Ian tomó una decisión,
con el hombro golpeó la puerta que terminó cediendo a su empuje y se
estrello contra la pared. La cerradura voló por los aires.
—Te dije que lo haría.
Serena estaba de pie en medio de la alcoba. Lo miraba con tanto
despecho, que Ian se preguntó que situaciones habría vivido ella en todos
esos meses para no querer hablar con ninguno.
—¿Ya estás satisfecho? —la pregunta era una recriminación.
—Debería desollarte viva por el sufrimiento que le has causado a madre.
Esa era la peor parte que llevaba Serena, y la acusación de su hermano le
dolió en el alma.
—¿Y no cuenta el que ella me causó a mí con su silencio ante la tiranía
de padre, y su resignación a las decisiones que tomaba?
Ian la taladró con la mirada.
—Nunca he querido golpear a una mujer, pero por San Andrés que
puedes ser la primera —Serena hizo un gesto altivo con la barbilla en
respuesta a esa amenaza que no la amedrentó en absoluto—. Padre está
hablando con tu esposo —no se dignó responderle—. Has liado una buena.
Serena respiró profundamente varias veces.
—Juré que me marcharía de Ruthvencastle —le recordó.
—¿Casándote con un completo desconocido? —a Ian todavía le costaba
digerir la noticia de que su hermana estuviera casada, y con un inglés.
—Nicholas era una vía de escape, y la aproveché.
—¿Y por qué no hablaste conmigo? ¡Yo te habría ayudado!
Los ojos de Serena se abrieron de par en par, un segundo después se
oscurecieron por el rencor.
—¿Y dónde estabas tú, desgraciado? Yo te lo diré. ¡Disfrutando de
libertad en las colonias! —le reprochó—. Y cuando regresaste y viste en qué
situación nos encontrábamos madre y yo, ¿qué hiciste? —su hermano
mantuvo silencio—. ¿Qué hiciste Ian?
—Llevé a madre a Zambra para que le rindiera honores a nuestro
difunto abuelo.
Serena hizo un gesto brusco con la mano.
—Y me dejaste sola con un monstruo.
Ian trató de explicarle los motivos que tenía el padre de ambos para
encerrarla. A Serena se le llenaron los ojos de lágrimas recordando las
penurias sufridas en la abadía, y luego en Lammermuir.
—Me importa un cardo sus motivos —respondió con voz dura, y
menospreciando el símbolo de Escocia.
—Padre se ha visto superado por las circunstancias —le recordó el
hermano.
Pero sus palabras no mejoraban el ánimo de su hermana, todo lo
contrario.
—Me encerró para evitar que me secuestraran, pero ello no garantizó mi
seguridad, y yo aborrezco todas vuestras costumbres salvajes, como la de
raptar a muchachas para obligarlas al matrimonio —le soltó con rencor.
—Tú también tienes sangre escocesa —le recordó el hermano.
Serena apretó los labios hasta convertirlos en una línea.
—Si pudiera me la arrancaría —contestó sin medir el tono ni las
palabras—. Me abriría las venas y la derramaría hasta que no quedara ni una
sola gota de sangre en mi cuerpo. No hay nada que odie más que esa maldita
tierra.
—¡Hija!
Los dos hermanos se giraron a la voz del padre que la había llamado con
el rostro contraído. Brandon caminó hasta ella, y se quedó a un solo paso de
su hija. En sus ojos había brillo, y Serena creyó que eran de cólera, pero
estaba equivocada. Tras la conversación mantenida con el conde de Blakwey,
había comprendido que todo estaba perdido con ella. Estaba legalmente
casada, y había formado su vida lejos de Escocia, él, no se conformaba, pero
debía aprender de Marina y aceptarlo. Si una madre era capaz de semejante
sacrificio, ¿por qué no él?
—Tienes que hablar con tu madre y hacerte perdonar por ella —le
ordenó.
—Las palabras se han terminado para mí —respondió la hija con una
terquedad igual o mayor que la del padre.
Brandon sintió un latigazo en el corazón.
—Un día te arrepentirás de haber pronunciado esas palabras.
—Pero eso no ha sucedido aquí y ahora —respondió más obcecada
todavía.
Brandon comprendió que el despecho que sentía su hija anulaba
cualquier otro sentimiento que albergara hacia ellos.
—¿De verdad no deseas arreglar esta situación con tu familia?
Serena apretó los labios y cerró los puños.
—Ahora mi única familia es Nicholas y Samuel —susurró.
Ian sujetó el brazo de su padre pues había captado sus intenciones:
abofetearla.
—No se lo tenga en cuenta —le aconsejó—. Están los ánimos
demasiado elevados para medir las palabras que pronunciamos —Brandon
miró a su primogénito, y se preguntó en qué había fallado—. Es mejor que
nos marchemos, démosle tiempo para que se apacigüe su ánimo, Serena
recapacitará.
—No hables como si yo no estuviera presente —soltó la hermana con
cólera resabiada.
Ian se giró hacia ella al mismo tiempo que entrecerraba los ojos.
—Bueno, ya nos tienes donde querías, ¿no es cierto? —Serena no sabía
a qué se refería su hermano—. Querías vengarte de padre y poco te ha
importado romperle el corazón a madre —le recriminó—. ¡Pero nosotros te
queremos sin importar lo que hagas!
La muchacha miró fijamente el rostro de su padre que se había
convertido en una máscara impasible.
—No se maltrata ni se ignora lo que se quiere.
Ian pensó que a testaruda no le ganaba nadie, ni el padre de ambos.
—Tienes en herencia Ruthvencastle —le dijo Brandon de pronto
pillándola por sorpresa.
Los ojos de Serena se abrieron de par en par. ¿¡Le dejaba en herencia
ese castillo que odiaba a muerte!?
—¡No lo quiero!
—Pues es tuyo.
—Si es mío entonces lo reduciré a ruinas.
Brandon soltó una carcajada que los descolocó a los dos.
—Te hago una promesa solemne, Serena, he de ver con mis propios ojos
como regresas a esa tierra que tanto desprecias.
—¡Jamás!
El rostro de Brandon ya no era una máscara.
—Vas a ser la señora del clan McGregor —le reveló de pronto con ojos
brillantes, su hija no supo si era de enfado o hastío—. ¿Vas a desentenderte
de todos y cada uno de ellos? —Serena no quería creer a u padre—. ¿De
Ralph y Emmy?
—Ian será señor de los McGregor.
Brando había colocado a su hija donde pretendía.
—Tu hermano será el laird del clan McGiver, como tú lo serás de los
McGregor.
—No seré tal cosa porque jamás regresaré a Escocia.
Brandon decidió no perder más tiempo en Lumsdale Falls.
—No olvides que en las Tierras Altas te espera Ruthvencastle y todos
los McGregor…
Serena contempló cómo su padre sujetaba el brazo de su hermano y lo
instaba con la cabeza a que se marcharan. Ian le ofreció una última mirada a
ella, y comenzó a caminar hacia el exterior de la alcoba siguiendo los pasos
del laird. Ella se quedó sola, en silencio, y rumiando la última venganza de su
padre sobre ella: que le dejara en herencia ese maldito castillo.
CAPÍTULO 29
Serena había pasado la noche más horrible de su vida. Tras la marcha de
su padre y hermano, había tratado de hablar con Nicholas, pero él se había
negado a hacerlo como ella se había negado a hacerlo con su familia. Y para
más desgracia, Samuel no estaba en Lumsdale Falls, Nicholas había ordenado
que lo llevaran junto a Rachel y Jerome.
Que lo apartara de ella se lo tomó como una venganza por su parte.
La mañana trajo más problemas todavía. No había terminado de tomar el
último sorbo de té cuando el mayordomo anunció una nueva visita, era
Roderick Penword que había cabalgado toda la noche para ir a su encuentro.
Serena le preguntó a Sebastian dónde se encontraba Nicholas, pero el
sirviente no supo responderle porque había partido muy temprano en la
mañana. El conde había ordenado que le ensillaran un caballo, y emprendió
el galope sin informar a nadie sobre su destino.
Serena se levantó cuando el mayordomo le apartó la silla.
—Lo recibiré en la biblioteca —le dijo.
—Se lo anunciaré, milady.
Los pocos pasos hasta la biblioteca le supusieron un calvario, como si
caminase directa al cadalso. Roderick no tenía la culpa, pero había sido el
más dañado por sus decisiones. Cuando quedó frente a él, casi no lo
reconoció. Estaba más alto, más fornido. Y sus ojos, sus preciosos ojos
dorados eran dos pozos de acusación. Estaba magnífico vestido de oficial de
la marina del reino.
—Buenos días, lady Worthington —su voz era de completa amargura.
—Hola, Roderick —le correspondió—. Qué sorpresa verte en Lumsdale
Falls.
El hombre no se anduvo por las ramas.
—¿De verdad te has sorprendido? Porque venir a Lumsdale Falls era lo
lógico y coherente por mi parte, ¿no piensas igual?
Serena suspiró. Comenzaban las recriminaciones.
—Esperé tu llegada en Ruthvencastle —lo reprobó seria.
La boca de Roderick se curvó en una sonrisa carente de humor.
—¿Qué esperaste mi llegada? —preguntó atónito—. ¿Cuánto tiempo?
¿Una semana, un mes… dos, cuatro? —ella tuvo el atino de sonrojarse ante la
respuesta ofrecida—. Llegué a creer que lo que sentías por mí era verdadero...
Roderick dejó la frase en el aire, confiaba que ella lo admitiera o lo
negara.
—Tenía que escapar de Ruthvencastle —afirmó la mujer en un tono
bajo y sin mirarlo—. Y tú te desentendiste.
Esa acusación lo hirió en los más profundo.
—Mi padre castigó mis sentimientos enviándome lejos —Serena ya lo
sabía, aunque no lo disculpaba.
—Podías haberte escapado, ir en mi búsqueda.
El hombre la miró atónito.
—Y habría acabado detenido y en prisión por desertor.
A Serena se le había olvidado que Inglaterra tenía distintas leyes a las
escocesas.
—Te necesitaba Roderick, y no estabas —lo acusó.
—No es lo mismo necesitar que querer —le trajo a colación.
Serena decidió atajar con la verdad.
—Es cierto —admitió un tanto avergonzada—. Alenté tus sentimientos,
primero porque molestaban a mi padre, y segundo porque quería escapar
como fuera de Ruthvencastle.
—¿No me amabas? —le preguntó porque no la creía.
Serena se sonrojó. Roderick era inocente en su lucha con el laird
McGregor.
—Sí que te quería Roderick, bueno, en cierta forma —admitió en voz
baja sin poder sostenerle la mirada—. Representabas para mí la libertad que
tanto ansiaba.
—¿Solo libertad? —la instó a que continuase a pesar de encontrarse
terriblemente mal con su confesión.
—No estaba enamorada de ti, te tenía afecto.
Esa declaración la sintió Roderick como un mazazo en el cráneo.
—Pues yo sí te amo, Serena, y, tanto, que traté de hacer las cosas de
forma correcta por el bien de los dos —a Serena le molestó que él no hablara
en pasado.
—Lamento el daño que te hice.
—Mientes —la acusó él.
—Pero me cansé de esperarte y busqué otras soluciones —confesó
contrita.
—¿Otra solución, como casarte con un completo extraño?
—Lo hice para salvarme, y porque sabía que jamás me rescatarías de ese
infierno en el que vivía.
—Pensaba hacerlo, pero no esperaste mi regreso —ella se quedó callada
un momento largo.
Serena optó por la verdad.
—Quería ser libre, y tú no estabas para conseguirlo.
Roderick sintió que sus palabras le daba un tajo en medio del pecho.
—Es muy duro conocer que me convertiste en un medio para alcanzar
un fin, sobre todo cuando yo te amo de verdad —le confesó.
La vio apretar los labios en un gesto brusco.
—Vete, Roderick, y olvídame —le ordenó—, como yo te olvidé hace
tiempo.
Pero él hizo todo lo contrario a sus palabras, caminó hasta ella, la sujetó
por los hombros y la zarandeó.
—¡Eres una insensata! ¡Te amo!
—Pero yo no —respondió al fin sosteniéndole la mirada—. Eras un
medio para alcanzar un fin como bien has dicho antes.
Roderick no se esperaba esa respuesta. La miró de forma larga y
penetrante tratando de encontrar en su mirada un resquicio que le indicase
que mentía, que lo amaba como él a ella, pero no lo encontró. Su decepción
no alcanzaba límites.
—Acabas de romperme el corazón —confesó tan herido que apenas le
salía la voz—. ¿Y sabes lo peor de todo? —le preguntó—. ¡Que mi padre
tenía razón!
Serena no podía sostenerle la mirada. La conmovía su sufrimiento, pero
no lo amaba como se merecía, y debía ser sincera.
—¿Y nuestro invitado es…?
La voz de Nicholas logró que Roderick la soltara.
—Es mi primo Roderick —se apresuró a decir ella.
Nicholas los miró con una ceja alzada. ¿Acaso su esposa lo tomaba por
estúpido? Había escuchado la confesión del joven. Una confesión aniñada y
carente de fondo.
—Ya… ya me marchaba —respondió Roderick de forma entrecortada.
Tenía el corazón roto, sus sentimientos hechos trizas, y no quería seguir
en esa casa un minuto más. Cuando pasó junto al inglés que le había robado a
Serena, detuvo sus pasos, y lo miró de forma fija.
Roderick era tan alto como los Penword, tan corpulento como los
McGregor, pero a Serena le parecía un adolescente al lado de Nicholas.
—Cuídela, o se las verá conmigo.
Dejó la casa tan abruptamente como las últimas palabras que había
mencionado.
—¿De verdad es un primo? Porque me ha parecido un enamorado
despechado.
Serena tragó con fuerza.
—Es uno de los muchos primos que tengo.
Nicholas apretó los labios enojado. La conversación mantenida con el
padre de ella el día anterior le había supuesto una debacle emocional. Ni
Serena era huérfana, ni estaba desvalida, ni sola en el mundo. Habían sido
tantas sus mentiras, que ahora no sabía cómo encauzar una conversación
ecuánime con ella.
—Tenemos que hablar —admitió finalmente.
A Serena casi se le sale el corazón por la boca al escucharlo.
—¿Dónde has estado?
Cuando creía que ya no iba a responderle, Nicholas lo hizo.
—En Norfolk, con mi abogado.
Esa respuesta no le había gustado nada.
—¿Con tu abogado? —casi temía preguntar.
—Nuestro matrimonio es una farsa —afirmó rotundo.
Los ojos de Serena brillaron al escucharlo.
—¿Por qué es una farsa? —se atrevió a inquirirle.
Nicholas soltó un suspiro largo y pesado.
—Demasiadas mentiras y engaños por tu parte.
—¿Cuándo te he mentido? —le preguntó seria—. ¿Cuándo te he
engañado lord Worthington? —insistió con voz aguda.
—El silencio y la omisión puede ser un engaño también —le dijo en un
tono de voz controlado—. Debiste sacarme de mi error en Lammermuir
cuando creí que eras una huérfana.
—Me sentía una huérfana —lo contradijo—. Había huido de un lugar
horrible, y no deseaba que me encontraran.
A Nicholas le afectó mucho ver con sus propios ojos el sufrimiento de la
madre de ella. Serena no podía ni imaginarse lo afortunada que era teniendo
un padre, una madre, y un hermano.
—Nada en la tierra y en el cielo justifica el sufrimiento de una madre
causada por un hijo —sus palabras la atizaron—. Créeme pues sé de lo que
hablo.
—Amo a mi madre —admitió—, pero nunca sentí que me protegiera, y
por eso estoy enfadada con ella.
—Tu padre me explicó el motivo que tenía para ocultarte.
—Encerrarme —lo corrigió.
Nicholas hizo caso omiso a su tajante respuesta.
—Me costó aceptar sus explicaciones, entender su preocupación, pero
me hizo ver que era tanta su angustia que te prefería encerrada a raptada.
Dicho así de esa forma Nicholas hacía parecer a su padre un santo, y
Brandon McGregor no lo era.
—¿Qué has hablado con tu abogado? —le preguntó a bocajarro.
Nicholas la miró detenidamente. Estaba plantada frente a él como una
altiva salvaje de las Tierras Altas.
—Voy a divorciarme de ti —Serena tragó con fuerza—. Y te regresaré a
tu familia.
La palabra regresar la odiaba tanto como la palabra resignación.
—¿Y si yo no quiero divorciarme?
Nicholas estaba cansado. Él, necesitaba a una mujer curtida y sin
responsabilidades para cuidar a Samuel a tiempo completo, pero Serena no lo
era. En la fiesta que el marqués de Bell había dado, pudo darse cuenta que le
faltaba experiencia, paciencia, y la madurez necesaria para enfrentar las
situaciones. Había cometido un error, y pensaba enmendarlo.
—Tu padre me dijo que serás a su muerte la señora del clan.
Serena sintió deseos de golpear algo.
—Eso jamás sucederá.
—Que muchos dependerán de ti —continuó—. Y no podrás darle la
espalda, aunque he podido comprobar cuanto te gusta desentenderte.
Ese había sido un golpe bajo.
—Mi hermano Ian será laird de los McGregor.
Cada vez que escuchaba ese nombre, Nicholas sentía estremecimientos.
—Tu vida y tu futuro está en Escocia —le anunció solemne—. Y el mío
y el de Samuel está en Inglaterra —concluyó.
—Jamás regresaré a Escocia—insistió más firme todavía.
—Poco importa lo que desees porque deberás hacer lo correcto.
Nicholas tenía muy claro todas y cada una de las palabras que el padre
de Serena le había confiado. Había esperado insultos, incluso amenazas por
su parte, pero el escocés no había actuado como él había esperado, sino como
un padre completamente desesperado. En la conversación que mantuvieron,
Nicholas entendió muchas cosas sobre el carácter de Serena.
—No voy a concederte el divorcio —le dijo ella.
Nicholas la miró como si la viera por primera vez.
—He acordado con mi abogado una compensación para ti de veinte mil
libras que podrás emplear o gastar a tu antojo.
La mirada de Serena quemaba.
—No deseo que me apartes de Samuel.
Ahora se cambiaron las tornas pues era la mirada de Nicholas la que
abrasaba.
—Esa es la peor parte —admitió con pesar—. El enorme dolor que le he
causado por tu culpa.
—No abandonaré Lumsdale Falls —aseguró ella sosteniéndole la
mirada.
Nicholas se mesó el pelo cansado de la discusión.
—Ordenaré que preparen tus cosas —continuó él—. O puedes dejar una
dirección donde enviártelas —Serena crujió los dientes al escucharlo.
Nicholas ya no dijo nada más. Abandonó la biblioteca tan silencioso
como había llegado.
CAPÍTULO 30
El carruaje ducal acababa de dejarlo frente a su mansión de Crimson
Hill. En su breve viaje a Londres había quedado concretada su participación
en la próxima sesión del parlamento. Como se habían retomado las relaciones
diplomáticas con el reino de España, se tenían que debatir algunos aspectos
esenciales sobre las futuras decisiones que se tomarían: como el
nombramiento del nuevo embajador de Gran Bretaña en Madrid.
El duque le entregó al mayordomo la capa, los guantes, y el sombrero, le
pidió que le llevara una copa de brandy al despacho, y hacia allí se dirigió.
Justin se llevó la sorpresa de su vida al ver sentado en el sillón de su
despacho a su primogénito. ¿Cuándo había llegado Roderick a la casa? ¿Por
qué nadie se lo había anunciado? Justin pensó que la razón debía ser lo
avanzado de la hora pues ya era de madrugada, todos en la casa dormían,
salvo ellos dos y el mayordomo.
El silencio de la estancia y la ausencia de claridad debían de haberlo
alertado de que sucedía algo, pero no fue así, era tanta la dicha de ver a su
primogénito que no pensó en nada más que abrazarlo.
—¡Roderick, qué sorpresa!
El joven oficial le ofreció una mirada fría, a Justin le extrañó su
comportamiento.
—La marina me ha concedido un breve permiso hasta que el Revenge
parta de nuevo, y lo hará a media tarde de hoy.
El padre caminó hacia él, pero la mirada de su hijo detuvo sus pasos.
Antes de hablar de nuevo, Justin encendió la lámpara de gas de la mesa.
—¿Por qué estás a oscuras?
Lo escuchó suspirar.
—Tenía mucho en que pensar, y suelo hacerlo mejor a oscuras.
Justin quería abrazarlo, inundarlo de preguntas, pero algo en la postura
de su heredero lo detuvo.
—Es raro que no esté tu madre aquí contigo cuando tanto te ha echado
en falta, sobre todo si tienes que marcharte tan pronto.
Esas palabras tensaron a Roderick. Él tenía por delante varios años en la
armada, si hablaban de extrañar a la familia, él tenía mucho que decir.
—He tratado de convencer a madre para que acompañe a lady
McGregor a Edimburgo, ya sabe lo deseosa que está de ver a Mary —Justin
lo escuchaba en silencio—. Pero ha rechazado mi sugerencia —continuó el
hijo—, teme que haga un disparate.
Justin comenzaba a preocuparse. El rostro de Roderick se veía
demasiado afectado a pesar de la poca iluminación que había en la estancia, y
se preguntó si su hijo hablaba de Marina o de él.
—¿Qué haga un disparate… quién?
Justin no se había sentado, no había dado la bienvenida a su
primogénito, estaba de pie con la extraña sensación de que su hijo quería
decirle algo que no le iba a gustar en absoluto.
—¿Está satisfecho, padre?
Justin soltó tomó aire.
—¿Por qué piensas que debería de estarlo?
Roderick se levantó al fin de la silla que ocupaba, y se quedó de pie
frente a su padre que ahora era un poco más bajo que él.
Justin pensó que el trabajo duro en el Revenge habían definido y
tonificado los músculos de su hijo hasta parecer un doble de su primo Ian. El
hombre, porque ya no era un adolescente, iba vestido con la mitad del
uniforme de marina, y llevaba la camisa blanca remangada hasta los codos.
—Se ha salido con la suya.
—¿Cómo es eso?
—Serena se casó con otro, como usted vaticinó.
En la voz de su hijo, Justin pudo apreciar el dolor y el desencanto que
sentía.
—Serena no era para ti.
Roderick apretó los labios al escuchar a su padre.
—Con su decisión, no solo me ha hecho un desgraciado a mí —lo acusó
el hijo sosteniéndole la mirada—, también a lady McGregor, su madre.
—El padre te quería lejos de ella —le reveló.
Roderick cerró los ojos y tragó con fuerza.
—Pues ha logrado lo que deseaba porque ya me tiene lejos, pero el laird
McGregor es un iluso porque más lejos la tendrá a ella. Serena se ha casado
con un inglés que la mantendrá separada de Escocia —Justin se quedó
callado durante unos segundos—. Si yo hubiera estado aquí, si no me hubiera
enviado lejos —Roderick calló un momento para tragar la saliva espesa y
caliente—, todo esto no habría ocurrido.
Su hijo lo acusaba, pero él tenía que defenderse.
—Tomé la mejor decisión en su momento.
Los ojos dorados de Roderick brillaron con ira.
—Yo detesto navegar —le confesó con amargura—, no deseo
mantenerme lejos de mi familia porque la necesito tanto o más que el aire que
respiro —continuó al punto de ceder al llanto—. Anhelo estar cerca de mi
madre, contemplar cómo crecen mis hermanos, pero eso a usted no le
importó.
—¡Roderick! —exclamó Justin inquieto porque el rostro de su hijo
enrojecía a medida que hablaba.
—Por su culpa no pude llorar en casa la muerte del abuelo, me perdí la
boda de mi hermana melliza —a Justin comenzaba a acelerarse el corazón—.
Y la mujer de mi vida se ha casado con otro.
—Entiendo cómo te sientes.
El joven negó con la cabeza.
—Jamás entenderá cómo me siento porque yo no soy como usted, ni
deseo serlo.
Justin se dijo que era cierto. Roderick era el mejor hijo del mundo, el
mejor hermano, el mejor amigo que se podía tener, y ahora comenzaba a
sentir que le había fallado como padre al tomar en su nombre una decisión
extrema, aunque no equivocada.
—¿Buscas una disculpa? —le ofreció en un tono bajo—. No tengo
intención de negártela.
—No quiero su disculpa —la despreció el hijo—. Me quedan todavía
cuatro años en la marina del reino gracias a usted —le recordó—, pero he
decidido no sufrir en solitario sus decisiones —Justin se preguntó qué trataba
de decirle su hijo con esas enigmáticas palabras—. Le anuncio que renuncio
al ducado —sentenció.
Justin sintió que se le detenían los latidos del corazón.
—No puedes renunciar, eres el heredero.
Escuchó que su hijo contenía el aire, y que luego lo soltaba muy
lentamente.
—Tengo cuatro hermanos varones, cualquiera de ellos podrá ser el
próximo duque de Arun porque yo no pienso serlo.
—No sabes lo que dices —y Justin tampoco porque estaba
conmocionado.
Roderick había tenido mucho tiempo para pensar. Toda su vida había
sido un hijo modélico, y le había servido de muy poco. Después de terminar
su instrucción en la marina pensaba establecerse en las colonias, quizás cerca
de su tío Arthur Beresford. Ya le había comunicado a su madre y a sus
hermanos que no regresaría a Crimson Hill cuando se licenciara de la marina.
—No pienso ser un hijo ejemplar nunca más —prometió—, pues de
nada me ha servido. De ahora en adelante me comportaré como un hombre
sin obligaciones, y sin responsabilidades —volvió a tomar aire—. Me
dedicaré a vivir la vida como me plaza, y tomar de ella todo lo que me
ofrezca.
—Te lo prohíbo terminantemente —le ordenó el padre refiriéndose a su
amenaza de renunciar a ser el heredero de Arun—. Tú no eres así.
Roderick terminó por soltar una carcajada ausente de amor.
—Los próximo cuatro años pertenezco a la marina, cuando ese contrato
acabe, seré mayor de edad y dueño de mi destino.
Justin no sabía cómo encauzar de nuevo la conversación, o de qué forma
hacerlo razonar para que depusiera su actitud extrema.
—Te estás portando como un niño —lo reprobó el padre—. Como
heredero regresarás a Crimson Hill a retomar tus obligaciones, y con el
tiempo buscarás una esposa adecuada que te de un heredero para continuar el
legado.
Roderick crujió los dientes.
—¡Jamás! —exclamó golpeando con los puños la mesa de escritorio
sobresaltando a su padre—. Si alguna vez siento la tentación de ahorcar mi
destino a una esposa —Roderick tenía en carne viva la herida que Serena le
había causado al hacerle creer que lo amaba—, le juro que será una salvaje de
las colonias, y que será tanto o más descerebrada que Serena: una mestiza
que lo cubrirá de vergüenza un día sí y otro también porque será un fiel
recordatorio de todos sus errores conmigo.
Justin perdió el color del rostro porque veía que su hijo hablaba muy en
serio.
—Te has vuelto loco —susurró apenas sin voz.
—Loco no —lo corrigió—, usted me ha obligado a beber de un trago la
hiel de la realidad, pero está en mi mano decidir cómo digerirla, y he
dispuesto que será lejos de usted y de Crimson Hill.
El joven oficial cogió la chaqueta de su uniforme, el cinto con el sable, y
la capa. Se lo puso todo con ademanes rápidos. Justin supo que se marchaba.
—¡Roderick, no puedes irte así! ¡No hemos terminado de hablar!
El hijo paró sus movimientos durante un instante. Era la primera vez que
veía a su padre tan perdido y fuera de lugar. Apretó los labios en un gesto de
ira poco habitual en él.
—¡Mire, y aprenda!
Acababa de soltarle las palabras preferidas de su madre Aurora.
Cuando el primogénito y heredero se fue, Justin necesito muchos
minutos para asimilar sus palabras, también para aceptar la decisión que le
había anunciado. Cuando el fuego de la discusión que habían mantenido
ambos se fue apagando en su corazón hasta el punto de no causarle un ahogo
físico, tomó la decisión de hablar de nuevo con él, y de hacerlo sin importar
el precio.
«Está demasiado afectado por lo de Serena», se dio Justin. «Esperaré a
que se templen sus ánimos, y entonces retomaremos de nuevo las
conversaciones». Tendría que esperar hasta el próximo permiso que tuviera
su hijo para hacerlo, pero lo haría.
Despacio, subió las escaleras hacia la planta superior de la mansión, y
entonces cayó en la cuenta de que el mayordomo no le había llevado el
brandy que le había pedido nada más llegar a la casa, Justin ignoraba que su
esposa se mantenía despierta, y que había sido ella quien le había dado una
contraorden al sirviente. El brandy lo tenía Aurora en la alcoba de los dos, y,
en ese preciso momento, se había terminado la segunda copa.
La mujer escuchó los pasos del esposo, y se secó deprisa las lágrimas de
los ojos. La decisión de Justin de enviar a Roderick a la marina le había
provocado un dolor enorme, y pensaba reclamárselo.
Justin empujó la puerta de la alcoba, y se sorprendió al ver a su mujer
sentada a los pies de la cama con una copa vacía en la mano, y con la botella
de brandy en la otra. Tenía los ojos rojos por el llanto, y se sintió todavía más
culpable.
—Veo que ya conoces la decisión que ha tomado Roderick —le dijo el
esposo.
Aurora sorbió al mismo tiempo que lo taladraba con la mirada.
—Todo esto es culpa tuya.
Lo era, y él se sentía tan afectado como ella.
—Dejaré que se enfríe su ira, y hablara de nuevo con él para traerlo al
sendero de la razón. ¡No puede renunciar al ducado!
—No te servirá de nada —le espetó ella dolida—. No conoces a mi hijo
como yo.
—Nuestro hijo —la rectificó.
Justin caminó directamente hacia su esposa y le quitó la botella de
brandy, a continuación, hizo algo impensable en un hombre de su posición:
bebió directamente de ella. Un segundo después dejó la botella en el suelo, y
le quitó a Aurora la copa vacía para dejarla sobre la mesita auxiliar, después,
abrazó a su mujer para consolarla, aunque se dijo que era él el que necesitaba
apoyo en esos delicados momentos.
—No te perdonaré por esto, Justin —le soltó su mujer con voz airada y
herida en el mismo porcentaje.
—Yo estoy tan afectado por su decisión como tú, pero lograré que
Roderick entre en razón, lo prometo —Aurora volvió a estallar en llanto—.
Está afectado por lo de Serena, pero Roderick es un hijo obediente, se le
pasará.
Ella conocía a su hijo mejor que nadie, y si Roderick había decidido irse
de Crimson Hill y renunciar al ducado, nada ni nadie le haría cambiar de
opinión.
—Te odio Justin Clayton Penword.
—No me odias, estás ebria —la corrigió él con ternura.
Aurora volvió a sorber por la nariz.
—Tenía dos opciones: beber o pegarte un tiro —le confesó.
—Pues me alegro de que hayas escogido la primera opción y no la
segunda.
—No cantes victoria pues le he ordenado al mayordomo que cargue las
armas de tu despacho y…
El esposo hizo lo único que se le ocurrió para callarla: besarla
profundamente. Y lo hizo desde el desasosiego que le había provocado la
conversación mantenida con su primogénito. La besó desde el sentimiento de
amor que compartía con su esposa por el hijo de ambos, y la besó todavía
más porque seguía tan enamorado de ella como el primer día.
CAPÍTULO 31
Serena no se había marchado de Lumsdale Falls ni pensaba hacerlo. Se
había casado precisamente para huir de Escocia, ¿de verdad pensaba Nicholas
que estaba tan loca como para volver? Tras la conversación que habían
mantenido, donde él le había dado un ultimátum, ella se mantenía en sus
trece: casada estaba, y casada seguiría. Ella no era un objeto que ora se cogía
ora se dejaba. Tenía su orgullo, y nada ni nadie iba a quebrarlo porque su
voluntad era más fuerte que la de todos juntos.
Nicholas se había marchado de Lumsdale Falls para darle espacio y
tiempo para su marcha, salvo que ella no pensaba irse. Serena pensó en su
esposo, y sintió deseos de maldecir. Qué pronto se olvidaba de las palabras
del sacerdote: lo que Dios a unido, que no lo separe el hombre, y en su caso
particular, su propia familia.
Serena quería a su madre, la adoraba, y se dijo que todo sería distinto si
Marina Del Valle hubiera resuelto abandonar Escocia. Ella la hubiera seguido
con ojos cerrados, pero no. Su madre era la resignación hecha persona, pero
Serena no porque estaba cincelada en un material muy diferente: terquedad
inamovible. No había nadie en todas las Highlands con un carácter ten
vehemente como el suyo.
—¿Tomará el té en la sala de costura, milady?
Sebastian había llegado a la biblioteca tan silencioso como una
serpiente, Serena se dijo que iba a colgarle un cascabel para escucharlo cada
vez que se acercara.
—Lo tomaré aquí —respondió.
Afortunadamente el servicio la seguían tratando con respetuosidad, y
como la dama que era, y lo seguiría siendo porque su tío abuelo paterno había
sido duque, su primo era duque, su abuelo materno conde, y, su padre, ese
ogro monstruoso de las Highlands, era laird del clan McGregor. Menos mal
que ella había tenido la precaución de no hablarle a Nicholas sobre su familia
de Londres, había creído que de esa forma le restaba munición que pudiera
utilizar contra ella. Bastante le costaba ya digerir que no era una huérfana
desvalida sino una mujer que sabía defenderse sola.
De repente, Serena lo escuchó. Acababa de llegar a Lumsdale Falls, y
hablaba con Sebastian. No tuvo que esperar mucho para que su presencia se
hiciera notable en la biblioteca, y, cuando sus ojos la descubrieron, mostraron
el disgusto que le provocaba.
—Yo también me alegro de verte —lo saludó ella aunque él no hubiera
dicho nada.
—Creí que ya no estarías en Lumsdale Falls.
A la vista estaba de que era lo esperaba, pero Serena tenía mucho que
decir al respecto: principalmente su desacuerdo sobre el tema.
—Esta es mi casa por esponsales, y he decidido que nada ni nadie me
echará de ella.
Fue escucharla, y el cuerpo de Nicholas se tensó, como si frente a él
estuviera uno de los muchos dualistas del pasado decidido a acabar con su
vida.
—Fui muy claro, Serena —en la voz de él no se apreciaba nada salvo
indiferencia.
—Soy lady Worthington —le recordó—, y no he decidido lo contrario.
Nicholas la miró fijamente, ella le sostuvo la mirada sin un parpadeo, lo
que realzo su afirmación.
—¿Buscas más dinero?
Esa pregunta se la tomó como un insulto.
—No voy a concederte el divorcio —afirmó obviando su pregunta.
Nicholas estaba cansado de lidiar con su pasado, con su presente, y no
pensaba lidiar con su futuro.
—Es que no tienes más opción, Serena.
—Lady Worthington —reiteró enfadada—. Y mi postura es firme.
Nicholas avanzó varios pasos hacia ella que se mantuvo de pie como si
fuera una reina delante de su súbdito.
—Dejarás de serlo por las buenas o por las malas —la amenazó.
Pero Nicholas ignoraba que Serena llevaba demasiados raspones en la
piel para que uno más le importase.
—Soy católica, nos casó un sacerdote de Arran en Escocia, créeme si te
digo que no puedo divorciarme. ¿Recuerdas a la reina Katherine? Porque le
hizo sudar sangre a vuestro rey Henry. Jamás le concedió el divorcio.
Nicholas parpadeó confuso porque en sus prisas por casarse con ella no
había reparado en ese importantísimo detalle: la religión. Se habían casado
bajo las leyes de Escocia, y con la protección de la iglesia católica.
—¿No tienes dignidad, muchacha? —esa pregunta la sintió como un
pellizco a su corazón—. Porque es una realidad que yo no deseo seguir
casado contigo.
Su voz no destilaba ira ni venganza, era comedida, ecuánime, y la
preocupó de verdad.
—Puedo estar encinta —le soltó a bocajarro. Serena iba a prender fuego
a todos los cartuchos que tuviera al alcance de su mano.
El corazón de Nicholas sufrió un sobresalto al escucharla.
—¿Lo estás? —le preguntó en un tono muy bajo—. Aunque lo
estuvieras, nada cambiaría mi decisión porque tu marcha es definitiva.
Serena sintió que se tambaleaba. Había creído que con esa posibilidad
sus circunstancias cambiarían.
—¿Aunque estuviera encinta del heredero de Blakwey? —insistió.
Nicholas se tomó su tiempo en responder. Se pasó la mano por el
cabello en un intento de ordenar sus pensamientos, y de priorizar sus ideas.
—Nunca tendría que haber ido a Lammermuir, ahora veo claro que fue
un disparate por mi parte —confesó—, pero tengo muy claro que no deseo
una persona como tú en la vida de Samuel, tampoco en la mía.
Esas palabras la hirieron profundamente.
—¿Una persona como como yo? —la voz femenina parecía que pendía
de un hilo.
—Impulsiva, salvaje, deslenguada, pero sobre todo con tan baja
consideración sobre la familia y el honor.
No hacía falta que continuase. Ella sabía que era todo eso y mucho más,
pero le dolió escucharlo de sus labios. Serena era ante todo decidida, dura, y
podrías ser muy vengativa si las circunstancias la obligaban a ello, y Nicholas
estaba haciendo todo lo posible por convertirse en su enemigo.
—No quiero regresar a Escocia —había expresado en voz alta su temor
más escondido.
Nicholas no podía entenderla. ¿De qué estaba hecha esa muchacha que
no le importaba su propia familia? Él no podía permitir que una persona tan
carente de valores se ocupara de la crianza de su sobrino. Había sido una
decisión difícil porque se había encariñado con ella, pero tenía sus principios
muy claros.
—No tienes más opción —le dijo finalmente.
Ella supo que estaba derrotada. Nada que dijera o hiciera conmovería la
piedra que tenía Nicholas por corazón.
—Aceptaría una casita en el sur de Inglaterra para criar a mi hija o hijo
si finalmente estoy encinta.
Nicholas se dijo que no lo estaba, y estaba tan seguro porque era
mentirosa y una aprovechada que no dudaría en usar el engaño para salirse
con la suya.
—Tendrás veinte mil libras, podrás hacer con ellas lo que desees.
Nicholas la despedía como si fuese una criada molesta y no la mujer que
había desposado. Serena le demandaba generosidad, salvo que ella no era
muy buena implorando migajas.
—Puedo ser una mujer muy vengativa —le advirtió.
La escuchó, y Nicholas estalló en carcajadas ausentes de humor.
—¡Ahhh, Serena! Ya lo creo que puedes ser muy vengativa, te recuerdo
que lo he visto en persona, pero ni te imaginas el rival que puedo llegar a ser
si me provocas.
Ella no le tenía miedo.
—Puedes echarme, gritarme, incluso golpearme, pero no me divorciaré.
Nicholas cerró los ojos con un gesto de cansancio.
—Es lo correcto —nuevamente su voz tenía ese tono ecuánime que
tanto la molestaba.
—Pensé, creí… que me tenías un cierto aprecio —la voz de ella sonó a
lamento.
Y era cierto, pero los sentimientos que Serena le despertaba como la
ternura, la pasión, y el afecto, se encontraban en lucha descarnada con los
sentimientos del deber, de la obligación, y de la responsabilidad.
—¿Deseas provocar mi lástima? ¿Buscas que te compadezca porque
piensas que me harás cambiar de opinión?
No, ella no pretendía eso, pero tenía muy presente todas y cada una de
las cosas que le había hecho en la intimidad de la alcoba. No tenía centímetro
de piel que no hubiera besado, acariciado, ¿cómo podía no sentir nada? Ella
sentía por él… sentía por él… ¡deseos de matarlo!
—Algún día, lord Worthington, haré que te arrepientas por esto.
A Nicholas no le extrañó su cambio de actitud. Un segundo antes
parecía toda sumisión, ahora, era como un volcán en erupción que lo arrasa
todo.
—Debo aclararte que me arrepentí al poco tiempo de casarme contigo.
Él, acababa de clavarle una puñalada en medio del corazón.
—¿Y si estoy encinta? —insistió.
Nicholas se dijo que otra vez volvían a lo mismo.
—Entonces, házmelo saber, y tomaré las medidas que sean necesarias
para que no le falte de nada.
Serena se preguntó si de verdad no le importaba nada que lo estuviera, si
estaba dispuesto a deshacerse de ella y de un futuro hijo con tal de echarla de
la casa y de su vida. Y entonces lo miró ardiente, de una forma que ninguna
mujer debería mirar a un hombre con el que ha compartido la más completa
intimidad carnal: lo miró con hondo desprecio.
—¿Y tú me acusas de no tener honor? —siseó entre dientes—. ¡Eres un
cabrón malnacido! —lo insultó.
—No quiero ser tu enemigo —le dijo como respuesta a su insulto—,
pero no te quiero en Lumsdale Falls ni en mi vida.
Serena crispó los puños.
—Si salgo por esa puerta —comenzó ella—, juro que no sabrás nunca
nada mas sobre mí.
Nicholas recordó, en ese preciso momento, las palabras que había
pronunciado la madre de ella, y ni se lo pensó.
—Y lo consideraré una bendición.
Si pretendía golpear su orgullo con esas palabras, lo consiguió. A Serena
se le tensaron los hombros, se le encogió el estómago, y la sangre se le volvió
hiel dentro de las venas.
—Todos los malos tragos que me has hecho beber bien se merecen
cincuenta mil libras —le escupió herida en su amor propio.
A Nicholas le parecía una cantidad irrisoria si se deshacía de ella para
siempre.
—Que sean cincuenta mil libras —concedió él—. Solo tienes que
decirme donde tengo que enviártelas.
Serena ya no respondió. Alzó la barbilla, y sujetó la tela de su
voluminoso vestido para darse la vuelta y salir de la estancia tan tiesa como la
vara de una lanza. Se había vestido especialmente para él, y se había peinado
de forma elegante para nada. Sin volverse, y, sin despedirse, le dijo:
—Mi abogado se pondrá en contacto con el tuyo.
Serena no miró a atrás. Nicholas no la detuvo. Que cada uno siguiera por
su lado era lo mejor para los dos, sobre todo para Samuel.
CAPÍTULO 32
Marina no había querido quedarse en Deveron House con Ian y Mary,
pero le había dejado claro a su esposo que mientras ella siguiera en
Ruthvencastle recogiendo sus pertenencias para macharse con su hermano,
no quería verlo. Y fue el laird quien se quedó en Edimburgo con la ansiedad
metida en el cuerpo. Había intentado hablar con ella, incluso le había
suplicado hasta la saciedad, pero Marina estaba decidida a regresar cuanto
antes al reino de España. Él, había insistido, y ella le había argumentado que
ya no tenía nada en Escocia que la retuviera. Su decisión era firme, y su hijo
Ian hizo apoyo común con ella porque sabía cuánto había sufrido su madre, y
lo mucho que se merecía vivir un tiempo en paz.
Ian mantuvo una larga conversación con su padre donde le hizo ver
todos y cada uno de los errores que había cometido en el pasado, y logró
convencerlo de que la dejara marchar porque era la mejor forma de
recuperarla. Nadie conocía a Marina Del Valle como Ian Douglas McGregor,
y el padre finalmente aceptó, aunque amenazó con ir tras ella, pero Ian se lo
prohibió tajantemente: su madre se iba precisamente porque no quería seguir
con él, porque su vida a su lado había sido un cúmulo de errores y
desaciertos, porque nadie había sufrido tanto como ella. Estaba cansada, creía
que ya no era necesaria, y tenían que respetar su decisión hasta que su
espíritu se serenase, hasta que la confianza regresara de nuevo a ella.
Brandon no estaba convencido, pero había aceptado dejarla marchar un
par de meses, después iría en su busca y lograría que ella quisiera regresar a
su lado. Ian lo tachó de imprudente y temerario, pero su padre había admitido
que su vida no tenía sentido sin ella. A él le gustó escuchárselo decir, pero
logró persuadirlo de que la siguiera, aunque ignoraba por cuánto tiempo.
***
El carruaje se detuvo en la escalinata que daba acceso al patio de armas.
A Marina le sorprendió el silencio del castillo, sobre todo que su hermano
Lorenzo no acudiera a recibirla. Había tan poco que hacer en Ruthvencastle,
que la llegada de un carruaje provocaba poco menos que una estampida.
—Entren el equipaje —le dijo al cochero y al palafrenero—. Yo les
abriré la puerta.
No había nadie en el salón de recepciones cuando ella entró a la torre del
homenaje. Ordenó a los sirvientes que dejaran el baúl en el suelo, y los
despidió a continuación porque el carruaje pertenecía al duque de Arun que
se lo había prestado para el largo viaje, y tenía que regresar a Crimson Hill.
—¿Dónde se han metido todos? —se preguntó Marina.
Extrañada de la soledad del castillo, subió a la primera planta y recorrió
las alcobas, todas estaban vacías, salvo la de Lorenzo que tenía la puerta
cerrada. Tocó con los nudillos.
—Lorenzo, ¿estás ahí?
Abrió la manivela y empujó la gruesa hoja de madera que chirrió.
Marina se dijo que debían engrasarla. Cuando fijó la vista en la cama se
percató de que había dos cuerpos en el lecho, era curioso que el sonido
horrible no los hubiera despertado. Caminó hacia la ventana, y, a medida que
avanzaba, sus ojos iban entrecerrándose, apenas había luz pero podía ver las
dos siluetas entrelazadas. De sopetón corrió la espesa cortina y la luz del
medio día inundó la estancia.
—¡Por Dios, Lorenzo! —exclamó ella estupefacta—. ¿Qué diantres has
hecho?
El hermano parpadeó sorprendido ante el grito agudo de su hermana.
—¡Silencio, Marina, me estalla la cabeza!
Cuando Lorenzo levantó la mano para pasársela por los ojos, se percató
de que tenía un lazo rojo atado a la muñeca, y con su movimiento, otra mano
se alzó junto a la suya.
—¿Qué demonios! —preguntó sorprendido.
Marina se llevó la mano a la boca para contener un gemido de espanto.
Ella sabía perfectamente qué significaba ese lazo que envolvía las dos manos.
—¡Madre mía, Lorenzo, madre mía! —exclamó la hermana superada en
emociones.
Junto a su hermano había un cuerpo joven boca abajo, solo veía su
escandaloso pelo del color de la sangre.
—¡Maldito licor escocés! —exclamó Lorenzo con voz inusualmente
ronca.
Trató de sentarse, y, al hacerlo, el cuerpo dormido junto al suyo se
movió, Marina supo que la muchacha había soportado los rigores del alcohol
peor que su hermano porque sus gritos no la habían despertado: seguía ajena
a todo.
—¿Eres consciente de lo que has hecho?
Lorenzo estaba a punto de sufrir un infarto porque solo recordaba la
fiesta. Había comprado cuatro cajas de licor escocés para llevárselo a
Zambra, habían abierto una, y lo habían celebrado. Mientras decidía las
palabras que iba a ofrecerle a su hermana, deshizo el nudo que ataba ambas
muñecas.
—¿Alguien sabe dónde está la cocina? —preguntó una voz tras la
espalda de Marina.
La mujer se giró, y vio a un completo desconocido que estaba plantado
en la puerta de la alcoba de invitados: la que ocupaba en ese momento su
hermano. Estaba claro para ella que el hombre no se había desvestido para
dormir, y por eso su aspecto se veía tan lamentable como el de su hermano.
Tras el hombre, Marina pudo ver que parte del servicio corría por el
pasillo en direcciones opuestas.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó, aunque no hacía falta que nadie
respondiera porque intuía muy bien lo que había ocurrido.
Marina se giró un tercio hacia la cama donde seguía su hermano que se
cubría en ese momento con la sábana.
—Te espero abajo, Lorenzo, y confío que tengas una buena explicación
que ofrecerme —Marina salió por la puerta rápido—. Sígame —le dijo al
desconocido que se apresuró a cumplir la orden.
En su vida Marina había pasado tanta vergüenza. En Ruthvencastle
había ocurrido una bacanal, porque de otra forma no se explicaba el
desaguisado que había por todas partes. Todos los sirvientes estaban con
resaca, como Lorenzo. Debían de haber bebido whisky hasta bien entrada la
madrugada.
Cuando Lorenzo bajó al salón poco después, caminaba con paso
inseguro. Tenía los párpados parcialmente hinchados y el cabello despeinado.
Llevaba puesta una bata de seda verde sobre un pantalón negro y una camisa
blanca, se había vestido muy deprisa.
—¿Quieres explicarme qué has hecho? —le preguntó la hermana.
Había poco que decir, pensó Lorenzo.
—Bebí demasiado de ese brebaje escocés —se justificó—. Me
aseguraron que era el mejor de toda Escocia, y me lo creí.
Marina soltó un suspiro largo tratando de serenarse.
—No te he preguntado cuánto bebiste, sino el motivo para que Roslyn
estuviera contigo en tu cama y desnuda —esa era la parte más difícil porque
no lo recordaba.
—No soy un díscolo, Marina, bebí demasiado, y no recuerdo qué
sucedió después.
—Que yo los casé —dijo el desconocido que regresaba de las cocinas.
Marina cerró los ojos porque la situación era en verdad desastrosa.
Lorenzo se giró hacia el enjuto hombre y lo reconoció: era el mismo que le
había vendido el whisky en Edimburgo.
—No es cierto —dijo el noble muy serio.
Marina no tuvo más remedio que sentarse porque le fallaban las piernas.
Lorenzo la imitó. El hombre se dirigió al patio, ella ignoraba si había
encontrado la cocina. Estaba tan conmocionada que poco le importaba que un
desconocido anduviera por Ruthvencastle como si fuera por su propia casa.
—Me va a estallar la cabeza —se quejó Lorenzo al mismo tiempo que se
masajeaba las sienes.
Su hermana se compadeció de él, pero solo un poco. Le ordenó a una de
las doncellas, que también tenía un aspecto horrible, que le trajera a su
hermano un té de cortezas de sauco.
—¿Te has casado con Roslyn? —le preguntó a bocajarro.
Lorenzo se sobresaltó al escuchar la voz de su hermana.
—¡Qué dices, Marina! ¡Es una muchacha!
—Muchacha que sigue en tu cama —le reprochó ella.
—Bueno, es cierto —admitió él—, pero desde ya te digo que no es
posible que la tratara de forma deshonesta porque estaba muy borracho —se
justificó el noble, pero con voz insegura—. Ignoro si pudo desmayarse, si
traté de llevarla a alguna alcoba y yo mismo me sentí impedido a lograrlo. Ya
me conoces, soy un caballero por excelencia.
Marina se colocó dos mechones de cabellos tras las orejas. Todo estaba
desbocado: su futuro, su hija, y ahora su hermano venía a sumar otra
complicación más a su vida.
—¿Sabes qué significa el lazo que tenías anudado en la mano junto a la
de Roslyn? ¿Lo sabes? —le preguntó.
Lorenzo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Qué trataba de protegerla de que se cayera de la cama y se golpeara
la cabeza en su estado de embriaguez? —a Lorenzo no se le ocurría otro
modo de tratar de superar su vergüenza que utilizar humor.
Marina lo escuchó y deseó abofetearlo. ¿Cómo podía bromear con algo
así?
—Es un ritual aquí en las Highlands y se llama Handfasting. La unión
de ambas manos con un lazo es una costumbre que simboliza la eternidad.
Los escoceses creen que el matrimonio es un acto muy importante en el que
no solo se unen dos personas, sino dos almas que...
Lorenzo la interrumpió.
—Calla, Marina, por Dios, ¿qué tratas de decirme?
—Que te has casado con Roslyn.
Lorenzo la miró estupefacto.
—¿Mediante un rito pagano?
—Es un ritual muy emotivo, y tiene mucho simbolismo.
—¡No me he casado con Roslyn! —protestó con energía.
Entre ambos hermanos se suscitó un silencio que fue interrumpido por
una tercera persona.
—Claro que se ha casado señor Del Valle —el hombre desconocido
acababa de entrar al salón donde ambos hermanos estaban conversando,
bueno, Marina conversaba porque Lorenzo deseaba que la tierra se lo tragara.
El desconocido traía una taza y bebía de ella.
Marina serenó su semblante.
—¿Y usted es?
El hombre tomó asiento al lado de ellos.
—El hombre que me vendió el whisky —dijo Lorenzo antes de que el
hombre respondiera.
Marina alzó las cejas con un interrogante.
—Mi nombre es Archibald Dunbar y soy el párroco de Greyfriars.
Ella conocía esa iglesia, estaba cerca de la Torre Vieja, y a pocos pasos
del mercado de Grassmark en Edimburgo. Lorenzo miró al hombre como si
se hubiera convertido en la maldita serpiente bíblica.
—¡No puede ser un sacerdote! —exclamó espantado.
Marina tenía que haberlo imaginado. Ahora entendía por qué motivo iba
por Ruthvencastle como si fuera por su propia parroquia.
—¡Fabrica y vende whisky! —siguió exclamando el noble con el horror
pintado en el rostro.
—Como la mitad de los hombres de Escocia —susurró Marina.
—¡Que no me he casado, joder! —volvió a exclamar—. Dejad de
decirlo.
De pronto, Marina estalló en carcajadas. Miró a su hermano, y volvió a
reír con ganas.
—Me están dando ganas de zarandearte —masculló Lorenzo entre
dientes.
—Los dos hermanos casado con dos escoceses —cantó y rio Marina al
mismo tiempo—. Te auguro una vida de casado tan complicada como la mía.
—¿Te has vuelto loca, mujer? —a Lorenzo no le llegaba la sangre al
corazón.
Él, no se había casado, porque lo recordaría. Había ido hasta Edimburgo
para recoger los sementales que en ese momento pacían tranquilos en las
cuadras de Ruthvencastle, y Roslyn lo había llevado hasta el lugar donde
conoció al hombre que le vendió el whisky. Después de comprarlo, los dos
habían regresado al castillo acompañados del hombre que ahora decía que era
párroco, el mismo que había traído las cajas de whisky en una carreta de su
propiedad. Ante tamaño gesto desinteresado, Lorenzo había abierto una de
las cajas y lo había invitado a beber, de hecho, habían bebido incluso los
sirvientes, y ya no recordaba nada más salvo las risas y las bromas que
surgieron después, y, como guinda, la voz de su hermana recriminándolo.
Marina se levantó con lentitud, y con un gesto de pesar en la boca.
—Mis felicitaciones por tu boda, conde de Zambra, el gañan más
ingenuo de la cristiandad.
CAPÍTULO 33
Mansión de Crimson Hill
—Lady Worthington, Su Excelencia —anuncio el mayordomo.
Justin dejó sobre el escritorio el documento que estaba leyendo.
—¿Lady Worthington? —preguntó extrañado—. ¡Serena! —exclamó al
recordar el apellido que le había mencionado Andrew Beresford en Londres,
cuando le informó de que había visto a la hija de McGregor meterse en un
carruaje con el sello del condado de Blakwey.
—Ya me he invitado yo sola, primo.
El duque miró a la hija pequeña de Brandon completamente atónito, y
que hacía su entrada en el despacho en ese preciso momento. Iba vestida de
forma muy femenina, incluso majestuosa, pero el brillo candente de sus ojos
verdes era lo que más llamaba la atención sobre su persona.
Serena le hizo la venia como correspondía a su título de duque.
—Su Excelencia —dijo con voz clara.
Justin se levantó y caminó hacia ella. Tomó la mano que le tendía, y se
la besó.
—¿Lady Worthington? —inquirió con ojos entrecerrados.
—Necesito su ayuda —le dijo ella obviando su pregunta.
Justin miró al mayordomo, y le pidió un té para ambos.
—Siéntate, Serena, menuda la que has armado.
Los dos primos se sentaron frente a frente, los separaba la enorme mesa
de despacho.
—Le he pedido al mayordomo que no anuncie mi visita a lady Penword.
—¿No deseas que mi esposa te salude? —le preguntó extrañado.
Serena hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Necesito un abogado —dijo la muchacha de pronto—. Uno muy
bueno que represente mis intereses.
Justin enarcó las cejas sin dejar de mirarla.
—Lo que necesitas es una buena azotaina, diría yo —respondió serio.
La vio apretar los labios, tensar la espalda, y mirarlo con cierto desdén
propio en jóvenes temerarios.
—Mi esposo desea divorciarse, yo no, pero no me ha dejado más opción
que la de aceptar su decisión arbitraria —le soltó de golpe.
El duque estaba tan perplejo que apenas podía decir palabra alguna.
—Necesito que me expliques todo —le pidió con voz controlada—,
antes de tomar cualquier decisión al respecto.
Serena estaba ansiosa por complacer su curiosidad.
—Mi esposo, lord Worthington y yo, nos casamos en Escocia bajo la
protección de la iglesia católica —comenzó ella—. Consumamos el
matrimonio, y puedo estar encinta.
A Justin le costaba digerir toda esa información soltada de golpe.
—¿Y aún así pretende divorciarse? —preguntó incrédulo.
Serena bajó los párpados para que el duque no viera su mirada turbada.
—Cree que le mentí, pero no es cierto —se justificó ella—. Jamás le he
dicho una falacia —continuó—, salvo el silencio sobre mi pasado y mi
familia.
Ahora llegaban al quid de la cuestión.
—¿Por qué, Serena? —le preguntó el noble sosteniéndole la mirada.
La joven se alisó una arruga del vestido antes de contestarle. Necesitaba
la ayuda de un hombre poderoso como su primo, y solo podía obtenerla con
la verdad.
—Porque desprecio a mi padre y odio Escocia —contestó sin un
parpadeo, y sosteniéndole la mirada—. Porque quería comenzar de nuevo
lejos de Ruthvencastle.
—Pero eres escocesa y… —ella lo interrumpió.
—¿Dónde nací, primo? ¿Dónde? —Justin terminó apoyándose en el
respaldo del sillón—. Siempre he sido muy feliz en mis estancias en Zambra,
hasta que mi padre me prohibió las visitas a mi tío Lorenzo —en ese
momento, se le quebró un poco la voz—. Y si esa imposición no fue
suficiente, incrementó mi desgracia privándome de visitar a mi familia
inglesa —los puños de Justin se cerraron bajo la mesa porque lo que le decía
Serena era la verdad—. Mi vida ha sido un infierno en las Tierras Altas.
Justin pasó a explicarle los motivos que tenía Brandon para actuar de la
forma en que lo hizo. Serena hizo un gesto negativo con la cabeza, pero no
pudo responder porque el mayordomo traía en ese momento una bandeja con
el té. A un gesto del duque la dejó en la mesita auxiliar, y se retiró en
silencio.
Serena volvió al ataque.
—Pude haber sido lady Penword en vez de lady Worthington, y hoy
estaría segura en Crimson Hill, y mi madre no habría sufrido tanto, ni yo
tampoco.
Justin entendió que lo acusaba.
—No amabas a mi hijo Roderick —la acusó—, y no podía permitir tal
descalabro en su vida, ni en la tuya.
Serena apretó los labios.
—Se aprende a amar —respondió aguda.
Justin soltó un suspiro largo.
—¿Conoces la diferencia entre amar y querer? —le preguntó de forma
directa.
Serena sí conocía la diferencia porque nunca había sentido por Roderick
lo que sentía por Nicholas, pero no lo admitiría ni aunque su vida pendiera de
un hilo. Su decisión de divorciarse de ella la había herido como nada en su
vida.
—Quería a Roderick —le tembló la voz al decirlo—. Y habría
aprendido a amarlo.
El duque se puso serio.
—¿A quién pretendes engañar? —continuó regañándola.
Serena alzó la barbilla, y lo miró con ojos entrecerrados.
—Me debe la ayuda, primo —le increpó.
Justin se enfadó con ella. Obviaba su título, y traía a colación el
parentesco de ambos a propósito para provocarle remordimientos.
—¿Por qué debería ayudarte cuando tú misma eres la única responsable
de lo sucedido?
Serena sentía deseos de marcharse, pero no lo hizo porque el duque de
Arun era el único que podía ayudarla. Aunque no lo pareciera en los gestos ni
en el tono, Serena suplicaba ayuda.
—Porque se lo debe a Roderick —susurró apenas sin voz.
—¡Serena! —exclamó Justin—. No metas a mi hijo en el resultado
obtenido por tus decisiones impulsivas.
La mujer bajó la mirada y destensó los hombros. Se tomó un tiempo en
preparar las palabras que iba a decir a continuación, y, cuando estuvo lista,
miró al duque con intensidad, y comenzó a narrarle su desdichada infancia,
su terrible adolescencia encerrada en Ruthvencastle sin conocer el motivo, su
andadura en su destierro en la abadía de Aberdeenshire, su estancia con un
familiar desconocido en Mòrpradlann, el tiempo pasado en Lammermuir
luchando por sobrevivir, y, finalmente en Lumsdale Falls donde había sido
feliz por primera vez en muchos años. Serena le abrió su corazón al duque de
Arun, y esperó comprensión por su parte.
Justin no era de piedra, y se compadeció de la única hija de su primo.
Para una muchacha tan voluntariosa como ella, que la encerraran por tanto
tiempo y sin conocer los motivos, debía de haber sido una prueba muy dura.
—Déjame que te explique por qué motivo tu padre actuó así —Serena
hizo ademán de levantarse, pero Justin se lo impidió—. Si deseas mi ayuda,
me escucharás.
Serena se posicionó mejor en el asiento.
—Está bien, lo escucho.
—Tu abuela Liana McGregor lideraba uno de los clanes más
importantes de las Tierras Altas, y tu abuelo Jack Penword, mi tío, cuando la
vio, quiso casarse con ella nada más conocerla —Justin tomó un poco de aire
antes de continuar con su relato.
Comenzó entonces a revelarle las enormes dificultades económicas que
habían pasado por culpa de su abuelo paterno. Los McGregor estaban
completamente empeñados, y no podían hacer frente a las deudas que habían
contraído con los clanes Duncan y McQueen. Le dijo que su abuelo fue un
descerebrado que solo buscaba medrar en poder y riqueza, y que hizo muy
malos negocios con varios clanes del sur que llevaron a Brandon a la
bancarrota después de su muerte. También le explicó que su abuelo había
hecho acuerdos matrimoniales con su padre y con su tía Violet, y que ambos
los habían incumplido.
Serena pensó en Diego, el esposo de su tía, y en su madre Marina.
—¿Y qué tiene eso que ver con mi encierro?
—Tu padre tenía que desposarse con una Duncan, y tu tía Violet con un
McQueen para que cesaran las hostilidades entre los clanes, y porque tu
abuelo Jack aceptó el dowry por el compromiso de su única hija. Por ese
motivo secuestraron a la mía, para obligar a Brandon a cumplir el acuerdo.
—¿Secuestraron a Mary? —preguntó horrorizada.
El silencio del duque fue muy elocuente.
—Los acuerdos en las Tierras Altas se cumplen por las buenas o por las
malas, por ese motivo tu padre decidió apartarte de Ruthvencastle, y actuó así
acuciado por las circunstancias.
Serena apretó los labios.
—¿Qué clan pretende hacer cumplir el acuerdo?
—Los Duncan.
Serena se quedó pensativa.
—¿Y por qué mi padre se lo ocultó a mi madre y a mí?
—Eso tendrás que preguntárselo a tu padre, pero desde ya te digo que
Brandon lo ha pasado muy mal porque su padre malgastó toda la fortuna de
los McGregor, incluso tu madre malgastó su dote intentado reformar
Ruthvencastle, y por eso no pudo devolver el dowry.
—¡Yo odio Ruthvencastle con todas mis fuerzas!
—Pues es tu herencia como McGregor.
Serena giró el rostro para que Justin no viera lo comprometida
emocionalmente que estaba. Eso mismo le había dicho su padre, pero era una
herencia que ella despreciaba.
—Nunca regresaré a Escocia.
Justin sentía pesar por Marina que no se merecía tanto sufrimiento, y por
eso decidió en el último momento no decirle nada sobre la herencia que había
recibido de su abuelo el conde de Zambra. Creyó prudente que fuera Brandon
o la propia madre quien se lo revelara, pero sí que le contó el intento de
asesinato hacia su padre por la rama bastarda de los Duncan. El duque hizo
especial hincapié en decirle que su padre estaba vivo de milagro. Serena
desconocía que lo habían herido, y que había pasado varios meses
desmemoriado, cuando Justin terminó de hablarle, ella se mantuvo en
silencio.
—¿Qué deseas Serena?
La muchacha soltó un suspiro largo.
—Seguir casada, vivir en Lumsdale Falls.
Había sido tan libre y tan feliz allí.
—¿Y si no puede ser?
—Entonces me gustaría vivir en Zambra —respondió firme.
Justin quería que ella llegara por sí misma a la única conclusión posible:
no podía abandonar a su madre ni a su hermano ni a su padre. Su lugar estaba
en Escocia, o muy cerca.
—¿Y si eso tampoco pudiera ser? Piensa en tu madre, en Ian…
Ella tardó un par de minutos en responder.
—Me conformaría con una casita solariega en el sur de Inglaterra, lejos
de clanes, lejos de todo —su voz sonó tan ansiosa y vehemente que Justin la
observó con atención—. Nicholas dice que me dará una compensación de
veinte mil libras por librarse de mí, creo que con ese dinero puedo comprar
una casa pequeña.
Justin parpadeó incrédulo. ¿Creía de verdad ese bastardo que podría
deshacerse de Serena con esa cifra ridícula?
—¿Piensas aceptar el dinero? —le preguntó.
Ella parpadeó con las pupilas brillantes, Justin sabía que su terquedad no
le permitiría ceder al llanto. En los años que la conocía, jamás la había visto
llorar.
—Nicholas no me ha dado más opción.
El duque de Arun tensó el mentón.
—Mis abogados le harán una visita.
Serena soltó un suspiro largo al comprender que iba a ayudarla.
—Gracias, primo.
—Tu padre podría ayudarte a… —ella lo interrumpió.
—¡No! ¡Jamás! Y le recuerdo, porque parece que lo ha olvidado, que he
solicitado la ayuda al duque de Arun, no la del laird McGregor.
Justin se quedó pensativo durante unos momentos.
—Llevo ofreciéndole mi ayuda a tu padre desde hace mucho tiempo, y
nunca me ha escuchado —Justin calló un momento pensando en sus propias
palabras, en la actitud de su primo que perjudicaba a sus propios hijos—.
Tendrás mi ayuda, pero quiero pedirte algo a cambio —ella lo miró atenta—.
Ve a Ruthvencastle, y habla con tu madre.
—¡Jamás regresaré allí!
—Tu madre tiene decidido volver a Zambra, no permitas que se vaya
con semejante tristeza en su corazón.
—No deseo ver a mi padre —confesó con voz dura.
—Tu padre está en Edimburgo, con Ian y mi hija Mary —a ella le costó
un tiempo entender las palabras de su primo—. Tu madre está decidida a
abandonarlo.
Parpadeó atónita.
—¡Ahora! ¡Ahora! —repitió sin poder creerse las palabras—. ¡Maldita
sea! ¡Yo quería que lo hiciese hace mucho tiempo! —exclamó a punto de
golpear algo.
Serena hizo algo inusual en ella, se cubrió el rostro con las manos y
respiró varias veces de forma profunda. Justin supo que no iba a llorar, era
tanta su fuerza de voluntad que no podía sino admirarla.
—Te ofrezco la hospitalidad de Crimson Hill hasta que encuentres una
casa que te guste, puede ser cerca de aquí, o más al sur, lo dejaré a tu
elección.
El corazón de Serena se aceleró.
—¿No tendré que quedarme en Ruthvencastle? —le preguntó con duda.
Justin hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Solo si lo deseas, Serena, pero hablarás con tu madre antes de que se
marche de Escocia, tienes mi carruaje a tu disposición, y dispondrás de cinco
mil libras para tus gastos y manutención hasta que mis abogados lleguen a un
acuerdo con lord Worthington —Serena parpadeó incrédula—. Es mi regalo
por tu boda.
—No sé qué decir al respecto, primo.
—Que arreglarás los asuntos con tu madre antes de que se marche.
Era tan poco lo que pedía, y, tan necesario para ella, que aceptó de
inmediato. Serena quería ver a su madre, necesitaba hablar con ella, pero
lejos de la influencia de su padre.
—¿Y si no se encuentra en Ruthvencastle?
Justin hizo un gesto negativo.
—Está en Ruthvencastle, créeme —le dijo—, y tu tío Lorenzo también.
Adquirí para ambos un pasaje en el Olimpia que partirá desde Dover a
Santander dentro de tres semanas, además, les informé de que les enviaría el
carruaje para que se desplazaran hasta la ciudad portuaria, y el carruaje está
listo para partir a primera hora de la mañana.
Serena cerró los ojos y dio Gracias a Dios.
CAPÍTULO 34
Ruthvencastle, Tierras Altas
Marina ya lo tenía todo empaquetado. Incluso había convencido a
Lorenzo de que se fuera primero a Dover para comprarle un pasaje a su
flamante esposa. Su hermano estaba metido en un buen lío porque la boda
había sido real. Roslyn McAvoy era ahora la condesa de Zambra. Como su
hermano aseguraba que no habían consumado el matrimonio, pensaba buscar
la anulación, pero ambos eran católicos, y tenían que buscar la ayuda del
obispo de Córdoba que era amigo de Lorenzo. Marina sabía que le esperaba a
su hermano un camino lleno de espinas. Pero Roslyn no podía quedarse
desamparada en Escocia, y Lorenzo había accedido a llevarla a Zambra de
momento.
Marina miro en derredor. Se llevaba solo lo imprescindible, el resto
estaba perfectamente empaquetado y dispuesto para que Ian lo enviará a
Zambra en unas semanas. Había despedido a Emmy y a Ralph, también a las
doncellas que Mary había contratado para que la ayudaran, si Brandon quería
servicio, tendría que buscarlo él mismo.
Escuchó el sonido de un caballo y se extrañó porque lord Penword le
había prometido el carruaje ducal para que se desplazara hasta Dover, pero
ella solo oía una montura. Se giró hacia la puerta y salió al patio de armas.
Minutos después vio que su hijo desmontaba. Su rostro era de total
preocupación.
Marina se llevó la mano al corazón.
—¿Serena? —le preguntó antes de que la abrazara.
—Es Mary —en la voz de su hijo se advertía la angustia.
—¿Qué le sucede a Mary? —lo interrogó.
La madre se separó del hijo y lo miró con ansiedad.
—Está sangrando mucho —Marina se llevó la mano a la boca para
contener un gemido de angustia—. Está perdiendo al bebé, y estoy asustado.
—¿Está encinta? —preguntó asombrada. Ian hizo un gesto afirmativo
con la cabeza—. ¿Desde cuándo está sangrando?
El rostro de Ian estaba contraído.
—Desde primera hora de la mañana.
—¿Has llamado al doctor?
Ian asintió.
—Perdimos un bebé hace seis meses, y creo que también vamos a perder
el que viene.
—¿Y cómo no me dijisteis nada? —le recriminó—. Un segundo
embarazo y yo ignorando incluso el primero.
Ian soltó un suspiro largo. La primera vez discutió mucho con Mary,
pero ella se había mantenido firme. No quería preocupar a nadie, porque
todos y cada uno de ellos tenía más problemas de los que podían asumir.
—Usted bastante tenía con Serena y con padre, no quería sumar más
complicaciones a su vida.
—¡Ian! —la madre lo abrazó con ternura—. La familia está para
cuidarse los unos a los otros.
El hombre miró en derredor.
—¿No hay nadie en Ruthvencastle? —preguntó atónito.
El castillo se alzaba como una sombra fantasmal.
—Mi hermano Lorenzo se encuentra rumbo a Zambra, lo acompaña
Roslyn.
El hijo miró a la madre con asombro.
—¿Roslyn McAvoy? —preguntó con sorpresa.
Marina suspiró cansada.
—Es una larga historia, te iré contando por el camino.
—¿Y los sirvientes? —insistió el hijo.
—No hay razón para que sigan aquí cuando ya no esté, y ya conoces la
opinión de tu padre sobre mantener a los criados cuando apenas podemos
mantenernos a nosotros mismos —respondió la madre—. Vamos, no
perdamos más tiempo.
El hijo cerró los ojos porque en sus prisas no había llevado más montura
que la propia.
—¿Podrá cabalgar a Cabrón? Solo he traído un caballo.
En las cuadras de Ruthvencastle no solo estaba el precioso caballo de
ella, también los sementales que su hermano había traído de Andalucía.
Marina había hecho arreglos para que ingresaran en las hermosas cuadras de
Crimson Hill pues le había pedido al duque de Arun que los cuidara hasta que
Ian y Serena tuvieran hijos. Marina pensaba obsequiárselos a sus nietos
cuando los tuviera.
—Hace muchos años que no cabalgo —confesó la mujer.
Ian se recriminaba no haber pensado en eso, pero había sido tanta su
desesperación, que no había pensado en nada más que en Mary y en el bebé
que de nuevo perdían.
—Lo lamento —se disculpó el hijo—. Ha sido un descuido
imperdonable por mi parte.
Marina le sonrió con afecto.
—Pero podemos llegar hasta Invernes y contratar allí un carruaje de
alquiler —le dijo de pronto—, además, tenemos que enviarle un telegrama a
lady Penword, lo haremos desde allí, debe de estar con su hija en estos
momentos tan difíciles.
A Ian le pareció una idea excelente aunque era consciente de que Mary
se enfadaría.
—Mary no quiso avisarla la primera vez que sucedió.
Marina lo miró de forma reprobadora.
—Pues era lo correcto.
—Ya conoce a Mary, es muy protectora con los suyos.
Ian se dirigió a las cuadras y observó los hermosos sementales.
—No pueden quedarse aquí solos —susurró para sí mismo, pero Marina
lo había escuchado.
—Pensaba llevarlos a Crimson Hill —respondió mientras le señalaba a
su hijo la silla de montar que quería—. Esperaba el carruaje del duque de
Arun de un momento a otro.
—¿A Crimson Hill? —le preguntó Ian.
Marina asintió con un gesto.
—Mi hermano Lorenzo hizo una locura al traerlos desde tan lejos,
aunque le agradecí que lo hiciera porque serán un bonito regalo para mis
nietos.
La mujer sujetó las bridas y sacó el semental de la cuadra, entonces se
giró hacia Ian.
—Tengo unas mudas en un pequeño bolso de viaje, será suficiente de
momento.
Marina dejó su montura frente a la de Ian en el patio de armas.
—¿Y qué pasará con el resto de su vestuario? —quiso saber él.
—Tendrás que hacer arreglo para que me lo envíen a Deveron House,
desde allí será más fácil desplazarme a Crimson Hill, y después a la ciudad
portuaria de Dover desde donde embarcaré —le dijo mientras entraba al
castillo.
Ian esperó a que ella saliera, y, cuando lo hizo, la vio cerrar la puerta con
llave, caminó unos pasos y la enterró en un macetero, después se giró hacia él
y le ofreció el bolso para que lo atara tras la silla de montar.
—Es una mala costumbre dejar la llave de la puerta al alcance de
cualquiera —le dijo Ian.
Marina hizo un encogimiento de hombros.
—Es buen método si eres algo olvidadizo, o si alguien de la familia se
presenta de improviso y no estamos en el castillo.
—¿Qué pasa con los sementales? —quiso saber Ian.
—Nos llevaremos el resto de monturas —respondió Marina mientras
apoyaba el pie en el estribo.
Ian la ayudó a subir.
—Espere aquí, las traeré —le dijo a la madre.
Ian entró de nuevo a las cuadras y sacó los tres sementales, los enlazó a
su propia montura, y los guio fuera del castillo.
—Iremos más lentos —se quejó Marina viendo el doble trabajo que
tenía que hacer el hijo.
—No se preocupe, madre, en Invernes los ataremos al carruaje de
alquiler, y más adelante haré arreglos para que ingresen en las cuadras de
Crimson Hill como es su deseo.
Madre e hijo emprendieron el viaje hacia Deveron House.
CAPÍTULO 35
Serena se llevó la sorpresa de su vida cuando llegó a Ruthvencastle y no
la recibió nadie. La puerta estaba cerrada con llave, pero ella conocía donde
la guardaba su madre cuando salía. Regresó sobre sus pasos hasta la puerta de
entrada que estaba custodiada por dos enormes maceteros de piedra, en ellos
crecía la flor típica de las Tierras Altas, el cardo. Rebuscó entre la tierra y
encontró la llave.
El cochero y el palafrenero la miraban atentos, pero antes de dirigirse
hacia la puerta del castillo, caminó hacia las cuadras, no había ningún caballo
en ellas.
—Cabrón no está, imagino que mi madre habrá salido a cabalgar.
Sin delicadeza metió la llave y la giró, cuando empujó la pesada puerta,
la oscuridad y el silencio la recibieron. Serena se fijó en los baúles cerrados
que había en el vestíbulo, y soltó al aliento aliviada.
—¡Madre! —la llamó de todos modos.
El palafrenero traía cargado al hombro la valija de ella. El vestuario de
Serena seguía en Lumsdale Falls, pero no estaba preocupada porque en
Ruthvencastle tenía sus ropas de soltera.
—Déjela ahí —le ordenó.
—Parece que no hay nadie, milady —le dijo el hombre.
El cochero tenía que llevar el carruaje hasta Invernes porque uno de los
caballos había perdido una herradura. Los caminos de las Tierras Altas eran
muy complicados.
—Mi madre estará cabalgando —respondió aunque le costaba aceptarlo
porque su madre no había vuelto a subirse a un caballo desde que perdió al
bebé que esperaba.
—Si queremos salir mañana por la mañana, tenemos que herrar de
nuevo al caballo —le dijo el palafrenero.
—Sí, lo sé —respondió Serena—. Vayan hasta Invernes, y háganlo
cuanto antes, yo los esperaré aquí.
—Pero no puede quedarse sola, milady.
—No se preocupe que están Ralph y Emmy —respondió ella segura—,
y deben herrar al caballo antes de que anochezca o no podremos salir mañana
como tengo previsto.
El hombre dudó porque en el castillo parecía que no había nadie, y el
duque de Arun había sido muy tajante al darles la orden de que la protegieran
en todo momento hasta que regresara de nuevo a Crimson Hill.
—Milady… no estoy seguro —comenzó el sirviente.
—Estaré bien —insistió ella—. Mi madre debe de estar a punto de
regresar.
El hombre no lo tenía tan claro, pero debían llevar el caballo para que lo
herrasen o no podría regresar a Inglaterra.
—Está bien, milady, regresaremos nada más termine el herrero.
Ella volvió a darle indicaciones de dónde estaba la herrería, aunque
Invernes no era una ciudad grande.
Cuando el sirviente se marchó, ella se quedó varios minutos plantada en
el salón de Ruthvencastle. Miró las piedras, el hogar sin ascuas, escuchó el
silencio, y se preguntó dónde estaban todos. Después de un tiempo, decidió
subir a su alcoba llevando consigo la pequeña valija de viaje. Cuando empujó
la puerta de su antigua estancia, soltó un suspiro largo: era todavía más tétrica
de lo que recordaba, y arrugó el ceño sin percatarse.
Ruthvencastle comparado con Lumsdale Falls se veía ruinoso. Dejó la
pequeña maleta de viaje sobre los pies de la cama, y giró sobre sí misma para
mirar la estancia donde había pasado tantos años recluida. Como la
habitación daba al norte, nunca entraba el sol, Serena maldijo, en las Tierras
Altas apenas brillaba el sol, y recordó sus viajes a Zambra donde la luz
deslumbraba, donde el calor invitaba a nadar en el río, y donde los paseos a
caballo eran inolvidables.
Se dirigió al armario y abrió una de las hojas, en el interior tenía casi la
totalidad de su vestuario de soltera. Tomó uno y acarició la tela, lo había
confeccionado su madre con mucho cariño. Se llevó el tejido al rostro para
olerlo, y su corazón se llenó de añoranza. Visionó a su madre sentada junto al
gran hogar encendido del salón dando puntaditas pequeñas. Rozó con la
yema de los dedos los bordados diminutos de flores de las mangas, y apretó
los labios con ira.
Comparó el vestido que le había hecho su madre con el que llevaba
puesto, y era como comparar la noche con el día. Nicholas no había
escatimado en gastos para vestirla con las mejores sedas, en cambio su madre
tenía que controlar cada penique que gastaba porque la economía familiar era
muy precaria, aunque ahora conocía el motivo. Su abuelo había derrochado la
herencia, y su padre había tenido que hacer galimatías para poder sacarlos
adelante, aunque no lo justificaba. Si el laird de Ruthvencastle le hubiera
pedido ayuda a su tío el duque, ni su madre, ni su hermano ni ella habrían
pasado necesidades.
Serena dejó el vestido en el interior del armario y se dedicó a recorrer la
totalidad de las alcobas: la de sus padres, la de su hermano Ian, y de repente
le extrañó el orden de todas porque no había ni una sola prenda u objeto fuera
de lugar. Con un cosquilleo de desconfianza, se dirigió hacia la planta baja,
dirigió sus pasos hacia las cocinas, y cuando vio que no había ni un solo cazo
o sartén en el fuego apagado, se inquietó. Caminó hacia la despensa y miró
las lejas, no había nada. Todo estaba vacío y limpio. No había nada de
comida en el interior, y ella estaba muerta de hambre.
Serena comenzó a temer lo peor.
«No puede haberse marchado», se dijo preocupada. «Sus pertenencias
está en los baúles del vestíbulo», siguió diciéndose así misma. «¿Dónde estás,
madre?»
La muchacha hizo lo único que se le ocurrió, encender el hogar para que
cuando llegara su madre de cabalgar, el salón no estuviera demasiado frío.
Cuando logró que el fuego prendiera, tomó asiento frente a la chimenea, y se
dedicó a esperarla. Y paso una hora, y luego otra, y otra. Cuando al fin
comprendió que su madre se había marchado de Ruthvencastle, la ira bulló en
sus venas. Había hecho un viaje muy largo para verla, para hablar con ella,
para hacerle comprender por qué motivo había actuado de la forma en que lo
hizo. Quería decirle que la quería, pero estaba sola en un lugar que no le
gustaba en absoluto.
Cuando fue consciente de que era demasiado tarde para hablar con su
madre, soltó un rugido de rabia, y, presa del enfado que sentía, comenzó a
golpear los objetos que adornaban la repisa del hogar encendido.
—¡Te odio Ruthvencastle! ¡Te reduciría a cenizas!
Y como si la locura se hubiera apoderado de ella, Serena se encontró
lanzando cosas al fuego: la pipa de su padre, el bastidor con el que bordaba
su madre, el óleo que ella había pintado del jardín posterior del castillo.
Tiraba enseres al fuego al mismo tiempo que gritaba. Y con cada objeto que
lanzaba era como si se arrancara una espina del corazón: el encierro de su
padre, la resignación de su madre, el abandono de Ian, las palabras hirientes
de Nicholas sobre ella.
—¡Voy a reducirte a cenizas! —gritó llena de rabia.
Serena cogió el tartán que adornaba la silla presidencial del salón y
caminó decidida hacia la chimenea.
—Yo no lo haría —la voz grave detuvo sus pasos—, puede ser
peligroso.
Había estado tan centrada quemando todo lo que veía, que no se había
dado cuenta de los dos hombres que habían entrado sin aviso y sin invitación
al gran salón.
—¿Y quienes son ustedes! —frente a ella estaban plantados dos
escoceses, uno de ellos tenía una mirada fiera en el rostro—. Nadie los ha
invitado a entrar en una propiedad privada. ¡Fuera! —les gritó.
Los ojos de ella no mostraban miedo. Estaba despeinada, sofocada por el
esfuerzo físico que había realizado. Su pecho subía y bajabas tratando de
recuperar la respiración, pero les sostuvo la mirada desafiante.
—Pertenecemos al clan Duncan —fue escuchar el nombre y palideció
de inmediato—. Hemos seguido el carruaje desde la frontera.
—¿Me han seguido hasta Ruthvencastle? —preguntó atónita.
—Hemos venido a cobrar una deuda.
Serena parpadeó asombrada porque frente a ella tenía precisamente al
clan que pretendía secuestrarla, y, con su visita a Ruthvencastle para hablar
con su madre, se lo había puesto en bandeja.
—No os tengo miedo —les dijo con voz más segura de lo que sentía.
Uno de los dos hombres, el que parecía más mayor y avezado, le sonrió.
—A tenor de los rumores que te preceden, lady McGregor, no esperaba
que lo tuvieses —la tuteó de pronto.
—¡Fuera! —los echó sin contemplaciones—. Antes de que lo haga yo
de una patada en el culo.
Los amenazó Serena mientras buscaba algo para defenderse si
pretendían atacarla.
—No esperábamos menos de la hija del laird McGregor.
Los dos hombres soltaron una carcajada.
Serena inspiró hondo, abrió los ojos, y, cuando fue a replicarles que se
fueran al infierno, sufrió un vahído, se le oscureció la vista, y cayó al suelo.
CAPÍTULO 36
Castillo de Knockfarrel, Tierras Altas
Serena abrió los ojos, y vio el rostro arrugado de mujer inclinado sobre
el suyo. Trató de tragar la saliva que se le había acumulado en el cielo de la
boca, y entonces se percató del sabor amargo: como si hubiera tomado una
infusión de semillas de amapolas. Hizo amago de levantarse, pero le fallaron
las fuerzas. Era la primera vez en su vida que se sentía tan débil, y se
preguntó el motivo.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó—. ¿Dónde estoy?
Serena volvió a dejarse caer sobre el lecho al mismo tiempo que cerraba
los ojos.
—Estás a salvo —dijo una voz de hombre.
—No respondas por mí —escuchó que le decía la mujer.
Serena abrió de nuevo los ojos, afortunadamente, la sensación de mareo
iba remitiendo.
—¿Qué me habéis dado? —preguntó apenas con un hilo de voz.
Ella recordaba a los dos hombres que habían llegado de improviso a
Ruthvencastle, la amenaza que les profirió, y el intento de lanzarles algo para
intimidarlos, luego la oscuridad.
—Un tónico de toronjil —respondió el hombre.
Ella conocía que era una hierba muy potente que solían tomar las
personas que tenían problemas con el sueño.
Serena se pasó la lengua por los labios porque los sentía resecos.
—¿Me encuentro entre los Duncan? —preguntó con voz pastosa.
Escuchó la risa aguda de la mujer, y abrió los ojos de golpe.
—¡Ya quisieran esos desgraciados! —exclamó la anciana.
Serena giró el rostro y la miró.
—Ya has despertado, ahora levántate —le ordenó brusca.
Era lo que intentaba hacer desde que abrió los ojos por primera vez, pero
su cuerpo no le respondía.
—Es un efecto del tónico —dijo el hombre como si hubiera escuchado
sus pensamientos—. Pasará en unas horas.
Serena escuchó que una puerta se abría, y que se cerraba un segundo
después.
—Será mejor que te levantes —le sugirió él—, o la dragona se comerá
vivo tu corazón.
Pero hacerlo no estaba en su poder porque su cuerpo seguía sin
obedecerle.
—¿Me habéis dado mucho de ese tónico? —preguntó un poco nerviosa.
Escuchó que el hombre suspiraba.
—Apenas un trago.
Pues debía de ser muy potente.
—Te rescatamos de los Duncan justo cuando habían terminado de
maniatarte a una de sus montura para llevarte a sus tierras —ella no lo
recordaba—, tuvimos que darte un poco de tónico porque liaste una buena
cuando despertarte —eso lo recordaba pero confuso—. Pensé que te habían
golpeado.
—Me duele todo —se quejó ella.
—El motivo quizás sea que tuve que sujetarte fuerte para que no te
escurrieras de la montura —respondió él.
Al fin pudo levantarse y mirar al hombre de mediana edad a los ojos.
—¿Quién eres? —le preguntó sin apartar la mirada del rostro barbudo.
—Fearghas McGiver.
Debía de haber oído mal.
—¿McGiver? —preguntó ella—. ¿Estoy en… en…? —no pudo
terminar.
El hombre lo hizo por ella.
—Estás en Knockfarrel.
Un segundo después, el hombre secundó a la anciana, y salió por la
puerta de la alcoba. Serena se había quedado sin capacidad de reacción. Los
McGiver eran la familia materna de Ian. ¿Cómo había terminado ella en el
castillo de la abuela de su hermano? ¿Por qué la habían rescatado de los
Duncan?
Bajó los pies del lecho y buscó sus zapatos, pero no estaban, tampoco el
precioso vestido que le había regalado Nicholas y con el que había llegado a
Ruthvencastle. Sobre la silla había un tartán con los colores del clan
McGiver, y como quería obtener respuestas y no deseaba hacerlo medio
desnuda, se lo colocó sobre la enagua blanca a modo de manto.
No le apetecía andar descalza, pero ignoraba dónde estaban sus
pertenencias. Tenía que encontrarlas y marcharse de inmediato porque el
carruaje del duque de Arun iría a buscarla a Ruthvencastle, y ella no estaría
allí cuando llegaran.
Salió vacilante al corredor, y se quedó plantada en medio escuchando.
Por los gritos de los hombres no tenía duda de dónde se encontraba el salón,
y hacia allí se dirigió. Cuando empujó la gruesa hoja de madera, se hizo el
silencio absoluto. Parecía que en salón no cabía un hombre más, pero sus
posturas eran amenazantes, como si ella representara un peligro. Una anciana
de cabellos largos y plateados se encontraba sentada en una silla frente al
fuego. La mujer, con un gesto brusco de la mano, la invitó a que se acercara a
ella. Serena así lo hizo, y, durante un momento largo, ambas mujeres se
escudriñaron a conciencia: la anciana la miró con desaire, Serena tan
insolente en la media sonrisa como retadora en la mirada.
—¡Eres igual que tu padre! —le soltó la anciana con desdén.
—¿Se refiere al laird Brandon McGregor? —la provocó con su pregunta
porque conocía por su hermano Ian que la anciana detestaba a su padre tanto
o más que ella.
La mujer, al escuchar el nombre, escupió en el fuego, y Serena se
encontró entrecerrando los ojos al observar su gesto grosero. Como la mujer
seguía en silencio, ella se dedicó a mirar tanto el salón como los hombres que
la contemplaban sin un parpadeo. Knockfarrel no era tan ruinoso y frío como
Ruthvencastle, al menos lo que había visto desde que había despertado. El
salón era enorme y parecía acogedor.
—¿Qué hago aquí? —preguntó después de un momento largo.
—Mostrarnos agradecimiento —dijo un hombre de entre la multitud, el
resto estalló en carcajadas.
—¡Silencio! —los increpó la anciana sin despeinarse un cabello.
A Serena le pareció cuanto menos interesante que todos la obedecieran
sin rechistar.
—¿Quién es usted? —le preguntó a bocajarro.
—¿No me conoces? —quiso saber la mujer.
—¿Debería? —respondió sin dejar de mirarla.
Serena era una muchacha muy lista y sabía reconocer a un líder, y la
mujer lo era porque exudaba poder por los cuatro costados.
—Soy Morgana McGiver —respondió la otra con acritud.
Serena mostró al fin un atisbo de sorpresa.
—¡La abuela de mi hermano! —exclamó.
La anciana volvió a escupir en el fuego, y Serena se preguntó por qué
motivo lo hacía. Se acercó tanto a la anciana que casi podía tocarla.
—Me alegro de conocerla al fin, abuela.
Al escucharla, la mujer volvió a escupir en el fuego.
—¡No soy tu abuela, desgraciada!
Los ojos de Serena se abrieron de par en par porque tenía frente a ella
una mujer sin pelos en la lengua, irreverente, maleducada, y que sin embargo
provocaba respeto en todos y cada uno de los hombres que estaban en el
salón. De repente, se sintió cómoda a su lado, aunque no se explicó el
motivo. Tendría que mostrar prudencia, sobre todo porque desconocían sus
intenciones, pero esa mujer no le inspiraba miedo sino mucha curiosidad.
—Morgana, no sabe la suerte que tiene de no serlo —ahora fue Serena
la que escupió en el fuego, lo que despertó una risotada entre los hombres.
La mujer la miró atentamente porque había entendido una amenaza en
las palabras de la joven, y le pareció cuanto menos curioso. Otra muchacha
estaría temblando de pánico, haciendo cábalas sobre su estancia en
Knockfarrel, pero esa deslenguada no, y para colmo se había atrevido a
escupir en su presencia.
—¿No tienes miedo de estar aquí? —le preguntó ya sin acritud en la
voz. En los ojos arrugados se atisbaba un brillo de interés.
Serena miró en derredor suyo. En el salón había por lo menos unos
treinta hombres con mirada amenazadora, y, sin embargo, no sentía temor.
—Si quisieran hacerme daño, ya me lo habrían hecho —respondió con
lógica.
—Los Duncan sí te lo habrían hecho —respondió la mujer que miraba
atentamente a uno de los hombres del salón.
—Lo dudo mucho —respondió sincera—. Pretendían raptarme, obligar
de ese modo a mi padre a que cumpliera el acuerdo pactado con ellos, pero
habría sido inútil porque ya estoy casada.
La mujer ni parpadeó, como si conociera todo sobre ella.
—Y preñada —afirmó la anciana.
Serena soltó un suspiro largo. Lo estaba, lo sabía con certeza desde
hacía dos meses aunque hacía cuatro que no tenía sus sangrados menstruales.
Había querido preparar una sorpresa para darle la noticia a Nicholas, pero la
visita de sus padres a Lumsdale Falls lo había estropeado todo, y luego el
muy desgraciado la había echado de la casa sin un solo remordimiento. No lo
conmovió ni la posibilidad de que estuviera encinta porque siguió
despreciándola a voluntad con sus gestos y con las palabras. Fue pensar en él,
y sentir un resquemor en su interior como nunca en su vida. Sintió un
impulso, y se encontró llevándolo a cabo, Serena escupió en el fuego, como
si quisiera con ese gesto deshacerse del veneno que la hacía sentir, y, para
sorpresa suya, sintió alivio de inmediato, entonces entendió el motivo para
que la abuela de su hermano lo hiciera.
—Necesito regresar a Ruthvencastle.
En el salón se escucharon todo tipo de improperios. La anciana volvió a
callarlos.
—Eso no será necesario —respondió la anciana—. No hay nadie en ese
maldito lugar —Serena la miró estupefacta.
—Está mi madre —apenas le salía la voz.
La anciana hizo un gesto negativo con la cabeza.
—La sassenach se encuentra en Edimburgo con mi nieto —le informó
—. Esa desgraciada me lo quitó.
Ahora entendía por qué motivo no estaba el semental de su madre en las
cuadras, ni había criados en el castillo.
—Entonces tengo que ir a Invernes a encontrarme con el cochero y el
palafrenero de mi primo el duque de Arun.
Serena escuchó un murmullo generalizado.
—El carruaje que te llevó a tierras de los McGregor regresó ya a esa
infesta Inglaterra —respondió Fearghas que estaba de pie a su derecha.
—¿Y me han dejado aquí sola? —no podía creérselo—. ¿Cómo
regresaré a Ruthvencastle? —se preguntó en voz baja.
—No puedes ni debes hacerlo —le escuchó decir a la anciana aunque no
la miraba—. Porque en el momento que salgas de la protección de
Knockfarrel, te raptarán.
Serena sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿Y cómo sabrá mi familia que me encuentro en Knockfarrel?
El hombre barbudo se posicionó más cerca de ella.
—Escribiéndoles un mensaje que yo mismo me encargaré de hacerles
llegar.
Serena valoró los pros y contras de esa opción, y llegó a la conclusión
que el mensaje debía enviarlo al duque de Arun porque no quería que su
padre ni su hermano supieran donde se encontraba.
—Lo escribiré enseguida —afirmó pensativa.
—Mientras vienen en tu busca —le dijo la anciana—, acepta la
hospitalidad de Knockfarrel —Serena hizo un gesto afirmativo—. Jess,
acompaña y ayuda a la hermana de mi nieto —una muchacha salió de la nada
y se plantó frente a ella—. Jess te preparará un baño, después te acompañará
al comedor para la cena.
La mencionada le pidió que la acompañara, Serena así lo hizo. Cuando
ambas mujeres abandonaron el salón, Fearghas se plantó frente a su cuñada y
la miró hosco.
—Deberías decirle el verdadero motivo por el que está aquí en
Knockfarrel —le dijo el hombre.
Morgana entrecerró los ojos al escucharlo. Había sido un golpe de suerte
que varios de sus hombres avistaran a los hombres del clan Duncan cuando
seguían el carruaje del duque inglés. Ella no tenía ninguna duda de cuál era
las intenciones de ellos, sin embargo, ella tenía las suyas propias. Cuando sus
hombres trajeron a Knockfarrel el cuerpo inconsciente de la muchacha, creyó
que estaba muerta, por eso hizo llamar a la curandera para que la examinara,
y su sorpresa fue enorme cuando le dijo que la muchacha estaba encinta.
Morgana no podía creerse su buena suerte.
—Lo sabrá a su debido tiempo —respondió con voz muy baja.
—El laird McGregor puede tomárselo muy mal —le advirtió Fearghas.
Morgana soltó una carcajada ausente de humor.
—Eso es precisamente lo que espero —contestó de forma cínica.
—La madre no tiene la culpa —insistió el hombre.
Morgana entrecerró los ojos con inmensa ira.
—Esa puta sassenach me robó a mi nieto, es de justicia que yo le robe al
suyo.
Fearghas no estaba de acuerdo con las maniobras de su cuñada, pero era
la líder del clan, y nadie le discutía sus decisiones.
—Puede que lo que alumbre la muchacha no sea un niño —le advirtió.
Morgana se permitió el lujo de sonreír.
—Y ni te imaginas cuánto me alegraría.
CAPÍTULO 37
Lumsdale Falls, Norfolk, Inglaterra
Aunque no lo admitiera, Nicholas extrañaba a Serena. Lumsdale Falls
carecía de alegría sin ella, y Samuel había perdido el interés por todo. Sabía
que había hecho lo correcto porque ella pertenecía a otro mundo muy
diferente al suyo, pero se sentía terriblemente mal porque había sido
despreciable en sus actos y ofensivo en las palabras que le había dicho. De
tan enojado que estaba, había olvidado que Serena era una muchacha de
dieciocho años, vulnerable, inmadura, y también parte inocente en las
costumbres bárbaras de su tierra.
—Lord Hawkins, milord —anunció el mayordomo.
Nicholas levantó la vista del documento que trataba de leer sin
conseguirlo, porque su pensamiento regresaba una y otra vez a Serena.
—Lo recibiré aquí —contestó rápido.
Jerome hizo su entrada solemne en el despacho, y lo saludo cordial.
—Recibí tarde tu mensaje —le dijo el amigo.
Nicholas lo invitó a sentarse.
—Voy a llevar a Samuel a Bath.
—¿Está enfermo? —se interesó Jerome.
Nicholas bajó los ojos al suelo.
—De melancolía —admitió con pesar—. El doctor dice que puede ser
bueno un cambio de aires.
Jerome había tenido su primera discusión con Nicholas cuando le
confesó que había echado a Serena de Lumsdale Falls, y que pensaba
divorciarse. Él, no podía entenderlo. Lady Worthington no tenía la edad
necesaria ni la madurez propicia para comportarse tan vilmente como
Nicholas creía. Y tratando de hacérselo entender, había provocado la primera
pelea entre ambos. Rachel también había salido en defensa de Serena, pero
Nicholas estaba ciego y sordo a todo razonamiento.
—¿De verdad creías que tus actos no te pasaría factura? —le recriminó.
—Hice lo correcto —se defendió Nicholas.
—Tenemos una opinión muy diferente de lo que significa hacer lo
correcto.
—Te envié un mensaje porque deseo que te ocupes de un asunto en mi
nombre.
Jerome entrecerró los ojos.
—¿Piensas estar mucho tiempo ausente?
Nicholas hizo un gesto negativo.
—Un par de semanas como mucho.
El amigo cruzó una pierna sobre la otra. Nicholas amaba a su sobrino,
pero actuaba de forma equivocada. Tratando de protegerlo, lo estaba
perjudicando.
—¿Sabes lo que necesita Samuel? —le preguntó Jerome.
—No lo digas —le advirtió.
—Pero es la verdad —insistió.
Nicholas se encontró desviando la mirada.
—Ambos tenemos una opinión muy diferente de lo que es la verdad.
Le había devuelto sus mismas palabras, pero Jerome no pudo contestarle
porque el mayordomo anunciaba otra visita.
—Lord Penword, duque de Arun, desea una reunión con milord.
Nicholas parpadeó porque no conocía al noble en cuestión.
—¿El duque de Arun? —preguntó Jerome extrañado—. ¿Lo conoces?
Nicholas lo miró.
—No lo conozco personalmente, pero sé que es un noble muy influyente
en la corte además de un par del reino.
Jerome silbó de forma intencionada.
—Entonces me marcho para que atiendas tan memorable visita.
Nicholas, lo último que necesitaba, era el sarcasmo de su amigo.
—Le dejaré a uno de mis abogados los papeles de la naviera para que
los vayas revisando en mi ausencia —le dijo antes de anunciarle al
mayordomo que aceptaba la visita del duque, pero que lo haría después de la
marcha de Jerome.
—¿Acaso van mal los negocios? —le preguntó el otro serio.
—Me está dando muchos quebraderos de cabeza, y estoy pensando en
venderla, pero ya te lo explicaré otro día con más detenimiento.
—Bueno, me marcho, dale un beso a Samuel de mi parte.
Jerome se despidió y salió presuroso, minutos después hizo su entrada
en el salón de Lumsdale Falls el duque de Arun, que iba acompañado de dos
hombres a los que ordenó que esperaran fuera hasta que él requiriera su
presencia. A Nicholas le llamó la atención la marcialidad del duque, lo invitó
a tomar asiento después de ofrecerle el saludo que le correspondía por rango.
—Bienvenido a Lumsdale Falls.
El visitante le mostró una sonrisa que en modo alguno era amistosa.
—¿Le apetece un brandy? —le ofreció el conde para limar asperezas.
Justin hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, aunque se lo agradezco.
—No tengo el placer de conocerlo —comenzó Nicholas.
Justin se permitió el lujo de mirarlo con insolencia. Deseaba hacerlo
sentir incómodo por el trato injusto que le había dado a Serena.
—Pero conoce a un familiar mío —le dijo de pronto.
Nicholas lo miró con atención.
—Presumo que está equivocado —contestó cortés—. No conozco a
ningún Penword.
—Vengo en representación de mi joven prima, Serena Gracia
McGregor. Su abuelo y mi padre eran hermanos.
Al escuchar el nombre, el conde palideció.
—¿Viene en representación de..? —no pudo continuar la pregunta de lo
sorprendido que estaba.
—Lady Worthington —apuntó Justin sin dejar de mirarlo con atención.
Desde su conversación con Serena, Justin tenía mucha curiosidad por
conocer al individuo que la había tratado tan mal. Si Brandon no le había roto
la crisma al cretino, él, sí tenía intención de hacerlo.
—¿Qué sucede con Serena? —logró preguntarle al fin.
—¿Con lady Worthington? —insistió el duque para dejarle muy claro el
rango que ostentaba su prima como su esposa—. ¿A parte de su execrable
comportamiento con ella?
Nicholas se removió inquieto en el sillón.
—Puedo imaginar que le llegó con falacias —trató de defenderse.
Justin sonrió todavía más.
—Serena es una muchacha inteligente, en modo alguno chismosa, y una
dama de la cabeza a los pies.
El duque hacía referencia al hecho de que él la había creído huérfana e
indigente.
—Detalle que tuvo a bien ocultarme —se justificó.
—Por necesidad —respondió el otro sosteniéndole la mirada.
Nicholas, por primera vez en su vida, se sentía incómodo bajo el
escrutinio de otro noble, y se puso a la defensiva.
—¿Y cómo es posible que el familiar de un par del reino viviera como
huérfana en Lammermuir? —Nicholas tiró a matar—. Porque esa verdad no
dice mucho en su honor.
Justin apoyó la espalda en el sillón sin perder ni un ápice su flema ducal.
—Y eso lo dice el matanobles, el desterrado por su propio padre, y el de
reputación sin mácula —respondió con voz dura como el granito.
El tono del duque cortaba más que el filo de una espada.
—Yo desposé a la que creía una huérfana, pero no lo era, y descubrirlo
me hizo sentir engañado.
—¿Lady Worthington no le explicó sus motivos para ocultarle su linaje?
—Sí, lo hizo —admitió el noble.
—¿Y aún así se atrevió a despreciarla? —la pregunta quemaba de
intención.
—Desprecié sus mentiras, sus engaños.
—Enuméreme, por favor, cada mentira que le dijo Serena.
Nicholas no podía hacerlo.
—¿Cuál es el motivo de su visita? —Nicholas trataba de desviar el tema.
—Obtener justicia para mi joven prima.
Esas palabras le hicieron crujir los dientes.
—¿Piensa entonces retarme a duelo? —se atrevió a preguntarle—.
¿Retaría al matanobles? —se burló echándole en cara el infame apodo que le
habían puesto tantos años atrás—, porque creo que conoce mi reputación
como rival, ¿o me equivoco?
Justin hizo un gesto bastante elocuente con los hombros.
—Si no trata a mi prima con el respeto que se merece, y le da lo que le
pertenece por ley, le anuncio que tengo la intención de arruinarlo económica
y socialmente.
Nicholas tragó con fuerza. Esa era una amenaza a tener en cuenta.
—¿Qué desea Serena? —preguntó en un tono agrio.
Justin se mantuvo en silencio un par de minutos.
—Desde luego, no la pírrica cifra de cincuenta mil libras que le ofreció
como limosna.
Nicholas veía claro que Serena buscaba su ruina económica.
—¿Y entonces? —inquirió aunque creía saber la respuesta.
Justin no se hizo de rogar.
—Mi prima es y seguirá siendo condesa de Blakwey —Nicholas iba a
protestar, pero Justin no se lo permitió—. No habrá divorcio, ¿hace falta que
le recuerdo que Serena es católica, y que se casó bajo las leyes de Escocia?
—el duque tomó aire antes de continuar—. Recibirá una indemnización de
cien mi libras por abandonar voluntariamente Lumsdale Falls, más una renta
anual de diez mil libras, además de la casa que posee en Londres, que pasará
a ser la vivienda oficial de ella.
Nicholas parpadeó estupefacto.
—En modo alguno puedo aceptar esos términos —protestó con energía.
El conde disponía de numerosas propiedades, pero no podía hacer frente
al pago en metálico de tal cantidad, y menos de forma inmediata porque
estaba perdiendo mucho dinero con la naviera, además le parecía
desmesurado.
Justin volvió a sonreír.
—Puede vender Lumsdale Falls —le sugirió—. Obtendría un buen
beneficio por la propiedad.
Nicholas nunca se había enfrentado a un hombre de las cualidades del
duque, ni a las artimañas de una arpía como su prima.
—Me cuesta creer que Serena sea tan mercenaria —le dijo colérico.
—Mi prima es tan inocente e ingenua que iba a aceptar sus treinta
monedas de plata.
Esa referencia a Judas no le gustó en absoluto a Nicholas.
—Cincuenta mil libras no es una cifra despreciable —le recordó.
—¿Para la hija de un laird de las Tierras Altas, para la prima de un
duque inglés, además de nieta de un conde español? —le preguntó con una
mirada irónica—. Créame que sí.
Nicholas ignoraba que Serena estaba tan bien emparentada. ¿Había
dicho conde español? Era lo último que necesitaba saber, y ahora entendía
por qué su físico le parecía exótico. Serena había heredado la mejor genética
de las tierras del norte y de las del sur.
—Ahora, indíquele a su mayordomo que haga pasar a mis abogados,
ellos se encargaran de cerrar todos y cada uno de los acuerdos de separación
de la forma correcta.
—¿Separación?
Justin ya se levantaba, pero se quedó de pie mirándolo.
—Como católica, mi prima no puede divorciarse, creo que ya se lo he
mencionado, pero aceptará la separación sin renunciar por ello al titulo de
condesa de Blakwey.
Nicholas también se levantó al mismo tiempo que miraba al hombre con
deseos de revancha. Tenía intención de darles largas a los abogados del
duque para ganar tiempo hasta que pudiera consultar con los suyos las
exigencias del primo de Serena.
—Si no me divorcio de Serena, no podré tener un heredero legítimo.
Ahora Justin lo miró con desprecio.
—Un final más que justo para un hombre de su calaña.
—¿Un hombre de mi calaña? —le preguntó Nicholas—. Palabras muy
duras para alguien que no tiene el placer de conocerme.
—Ni intenciones tengo de hacerlo —le replicó el otro.
Nicholas tensó los hombros al mismo tiempo que miraba al duque con
insolencia.
—Serena no me dejará en la ruina, no lo permitiré —afirmó decidido.
Justin le mostró una sonrisa sarcástica.
—Siempre le quedará la opción de intentar hacerse perdonar por mi
prima, de suplicarle clemencia, aunque desde ya le informo que no lo
conseguirá.
Nicholas recordó entonces la advertencia de la madre de ella: «Serena
nunca pide disculpas, nunca perdona, nunca olvida».
Justin no esperó a que el mayordomo lo acompañara a la puerta, ni se
despidió del conde. Había llevado a lord Worthington justo donde pretendía:
al borde del precipicio, y solo Serena tenía en su mano la potestad de
empujarlo o no.
CAPÍTULO 38
Deveron House, Edimburgo
Lady Penword no había perdido el bebé, pero su salud era muy delicada.
El doctor había hablado claramente con Ian, le había informado que la madre
no podía hacer ningún esfuerzo físico, y que tendría que guardar cama hasta
el nacimiento de la criatura.
El futuro padre estaba desolado porque a Mary le encantaba dar largos
paseos a caballo. Ir hasta el mercado de Edimburgo, y escoger las mejores
piezas de carne para la casa.
Marina le había asegurado a su hijo que ella iba a estar con ellos el
tiempo que hiciera falta.
—Tenemos que hablar —la voz de Brandon la sobresaltó.
Marina se encontraba en la cocina dándole indicaciones a la cocinera
para que prepara una cocción de hierbas para Mary.
—No deseo hablar contigo —respondió en voz baja para que no la
escuchara el servicio.
Brandon sentía deseos de maldecir. Se había llevado una sorpresa
cuando en la mañana Ian se marchó de Deveron House sin decir nada, y en la
noche llegó acompañado de Marina. Nadie le había dicho que iba a ser
abuelo, y todavía se encontraba digiriendo la noticia.
—Esta familia necesita recomponerse —le dijo Brandon.
Como estaba claro que no iba a cejar en su empeño de hablar con ella
sin importarle quién estuviera presente, Marina decidió salir al jardín, y lo
hizo de forma intempestiva, el laird salió tras ella.
Marina clavó la mirada en él.
—¿Cómo tengo que decirte que no deseo mantener ninguna
conversación contigo?
Él, no se dio por aludido.
—Nuestros hijos nos necesitan —alegó serio.
Marina desvió el rostro y miró un punto indefinido.
—Llevan necesitándote toda la vida, salvo que has estado ciego y sordo
para ellos.
—Me alegra que estés aquí —le dijo en un tono suave.
Marina apretó los labios.
—Estoy aquí porque estamos a punto de perder otro nieto, y eso no
debería alegrarte —le espetó dolida.
—No he querido decir eso —se excusó le laird—. Eres justo lo que
Mary necesita, también lo que necesito yo.
Marina clavó una mirada dura en su esposo.
—¿Y mis necesidades, Brandon? ¿Dónde quedan?
El laird se mostró avergonzado.
—Te prometí que cambiaría.
Ahora soltó un suspiro de frustración.
—He tenido que perder a tres hijos para escucharte decir eso —Marina
hacía referencia al pequeño Stephen que murió apenas con unos meses, al
aborto que sufrió, y que la imposibilitó de tener más hijos, y a Serena. Ya no
tenía fuerzas para enfrentarse a nada más, y mucho menos a un terco,
soberbio y arrogante laird de las Tierras Altas.
—Te necesitamos —insistió él.
Marina sonrió sin humor.
—No, ya no me necesitáis porque Serena está felizmente casada con un
noble inglés. Vive en un lugar muy hermoso y donde no le faltará de nada.
Marina se sentía en verdad feliz por su hija, porque ella sola había
encauzado su vida de la forma que quería. Tenía una casa preciosa en un
lugar maravilloso, un esposo que podría darle toda la felicidad que se
merecía, y en el futuro tendría hijos que harían su vida mucho más
placentera.
La esposa miró de nuevo al esposo.
—Ian también es muy feliz con la maravillosa Mary que pronto le dará
un hijo, y tú, y tú… —no encontraba las palabras adecuadas—. Tú me
importas lo que un comino o cardo, como prefieras —Brandon se encontró
apretando los dientes porque Marina estaba irreconocible.
Ninguno de los dos se daba cuenta de que Ian los observaba desde la
ventana de la alcoba de Mary, y de que su mirada era desolada viéndolos
discutir.
—Quiero quedarme en Deveron House —le dijo Brandon.
Ahí estaba el quid de la cuestión porque Marina había decidido quedarse
para cuidar a su nuera hasta el final, y no quería que su esposo estuviese en la
casa incordiándola un día sí y otro también.
—Tú regresarás a Ruthvencastle —le ordenó sosteniéndole la mirada.
—¡Marina! —exclamó el esposo—. No me apartes de tu lado.
Ahora lo miró con tanto dolor, que el corazón de Brandon sufrió un
sobresalto.
—¿Como tú apartaste a mi hija del mío? —le echó en cara—. ¿Cómo
me apartaste de mi padre y hermano? ¿De mi primo Diego?
—Ya te expliqué mis motivos.
Sí, lo había hecho, pero todavía no podía aceptarlos.
—Tengo la obligación de cuidar a Mary, pero no podré hacerlo tranquila
si te encuentras aquí hostigándome.
Que lo viera así lo hirió en lo más profundo.
—¡Madre! —gritó Ian desde la ventana abierta.
Los dos alzaron la mirada al unísono.
Marina entendió que el hijo pretendía que terminara la discusión que
mantenía con el padre. Brandon, por el contrario, entendió que el hijo lo
privaba de otra oportunidad para convencerla.
—Iré enseguida —respondió Marina.
Cuando se giró para ir en dirección a la casa, Brandon la sujetó del brazo
y la detuvo.
—No me marcharé de Deveron House —le dijo llanamente—. Ni pienso
separarme de ti.
Marina bajó los párpados y soltó un suspiro suave.
—Deveron House es lo suficientemente grande para que no tropezarnos
el uno con el otro.
Brandon no quería escucharla, y no quería hacerlo porque Marina estaba
construyendo un muro infranqueable entre ambos.
—Eres mi esposa, la madre de mis hijos —le dijo de pronto—. Jamás
permitiré que me abandones.
Marina alzó la mirada y la clavó en él.
—¿Y si yo no deseo seguir viviendo en las Tierras Altas?
Brandon ya tenía preparada la repuesta a esa pregunta, y se la ofreció de
buena gana.
—Serena me reemplazará como laird de los McGregor.
Marina no conocía esa decisión, y, de repente, estalló en carcajadas.
Comenzó, y ya no pudo parar. Brandon se encontró mirándola atónito por su
estallido.
—¿Pero te estás escuchando? —le preguntó al marido—. Serena es
condesa de Blakwey, se ha atado a Inglaterra, jamás regresará a Escocia.
Brandon la miró de una forma enigmática.
—Conozco a nuestra hija —le confió de pronto—. Sé la sangre que
corre por sus venas, y créeme si te digo que se convertirá en la mejor señora
que puedan tener los McGregor.
Marina parpadeó incrédula.
—Estás loco —contestó todavía conmocionada por la noticia—. Serena
liderando a los McGregor.
A Brandon no le hacía gracia las palabras de Marina.
—Es cierto que todavía no puede hacerse cargo del clan, pero cuando
esté preparada, tú y yo nos marcharemos a Zambra, y viviremos nuestros
últimos años disfrutando del sol y de la tranquilidad.
La boca de Marina se abrió estupefacta.
—¿De verdad te lo crees? —le preguntó con voz ronca—. Si le entregas
Ruthvencastle a Serena, lo reducirá a ruinas.
Brandon hizo un gesto con la boca al escucharla porque esas mismas
palabras se las había dicho Ian meses atrás.
—Ignoro la fuerza que posee Ruthvencastle, pero se te mete en la sangre
de forma imparable —respondió Brandon—. Cuanto más lo odias, más
dependes de sus muros.
—¿De verdad te lo crees? —le preguntó Marina al punto de la risa
histérica.
—¡Desmiéntelo! —la provocó él.
No, Marina no podía hacerlo porque ella sí sentía afecto por esa
construcción antigua. Apreciaba su valor y el significado de su historia.
—Yo aprendí a respetar sus muros porque te amaba a ti.
Brandon chasqueó la lengua al escucharla.
—¡No hables en pasado! —exclamó—. Todavía me amas.
Marina tenía que subir para ver a Mary, aunque no quería cortar la
conversación con Brandon de forma brusca.
—Que te ame no significa que quiera vivir contigo.
—Pero lo harás —Marina deseó golpearlo. Era tan arrogante, que la
superaba en cada discusión que mantenían—. Y nuestra hija aprenderá a
valorar esas piedras que son tan duras como los McGregor.
—Buena suerte entonces —le deseó ella.
Brandon no quiso soltarla, la sujetó más fuerte e hizo algo impulsivo: la
beso larga y profundamente.
***
—¿Siguen discutiendo? —preguntó Mary.
Ian seguía de espaldas a ella y mirando tras la ventana abierta.
—Mi padre la está besando —respondió Ian con una media sonrisa, pero
Mary no podía verla.
—Sufro por ti —admitió la futura madre que estaba acostada de lado.
Ian se dio la vuelta, y la miró con inmenso amor. Mary iba a hacer un
sacrificio enorme para poder alumbrar al hijo de ambos.
—Mi padre está decidido a reconquistar el cariño de mi madre —le
confesó caminando hasta el lecho—. Y mi madre va a hacer que pierda toda
su arrogancia por el camino.
Mary se removió inquieta. Cuando Ian llegó a su lado, le puso otro
almohadón tras la espalda, a continuación, se sentó en el borde.
—Vaya desastre de familia, ¿verdad? —las palabras de Mary le hicieron
entrecerrar los ojos.
—Mi padre está haciendo verdaderos esfuerzos por recomponerla.
Los ojos grises de Mary brillaron el escucharlo.
—Serena casada con un inglés —susurró todavía conmocionada por la
noticia sobre su cuñada—. Y tu tío Lorenzo casado con una escocesa, madre
mía Ian, ¡una huérfana sin familia como condesa de Zambra! —Mary seguía
sin poder digerir los últimos acontecimientos.
Ian hizo un gesto impotente con los hombros.
—Roslyn es una buena muchacha —contestó sereno— Aunque creo que
mi tío terminará divorciándose de ella.
—Tu tío es católico igual que Roslyn, y dudo mucho que obtenga la
dispensa papal para la disolución del matrimonio entre ambos —apuntó Mary
que conocía las leyes de la iglesia.
Ian giró el rostro de nuevo hacia la ventana.
—Si no hay consumación, la iglesia permite la separación —la corrigió
Ian que también las conocía.
Mary hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Pero si hay separación, tu tío no podrá volver a casarse, y no podrá
tener el heredero que necesita el condado de Zambra —ella acababa de poner
palabras a sus pensamientos.
—Menudo lío de familia, ¿verdad? —Ian terminó por mostrar una
sonrisa.
Su tío Lorenzo no había vuelto a comprometerse después de que su
prometida falleciera por una enfermedad. Una vez le había confesado que no
le preocupaba realmente volver a comprometerse porque el primer hijo de
Serena podría ser su heredero, pensaba arreglar los asuntos para que fuera
posible, y le confió que ya había mantenido contactos con la corona sobre ese
asunto.
—Deseo que mi tío sea capaz de ver las ventajas de estar casado con una
muchacha como Roslyn —concluyó Ian pensativo.
Mary ya no pudo responder pues ambos escucharon que se abría la
puerta de la alcoba. Marina cruzó el umbral trayendo en las manos una taza
que humeaba. Ian apretó los labios porque en Deveron House había
suficientes criados para que su madre no tuviera que hacer ningún esfuerzo,
pero demasiados años ocupándose de Ruthvencastle sola, lograba que lo
olvidara.
Marina acercó la taza a la mesilla y le sonrió a su nuera.
—Esta infusión de hinojo silvestre te evitará espasmos musculares —le
dijo Marina.
Mary sabía que su suegra tenía amplios conocimientos de cocción de
hierbas medicinales. Ella iba a seguir a rajatabla las indicaciones del doctor,
pero se había entregado por completo a los cuidados de Marina. Nada más
llegar a Deveron House le preparó una cocción, tras tomarla, dejó de sangrar,
por ese motivo confiaba tanto en ella.
—Hijo, debes de hablar con tu padre —le dijo Marina mientras
observaba que Mary tomaba pequeños sorbos de la infusión.
—No me escuchará —respondió el hijo—. Ya sabe que está decidido a
reconquistarla.
Marina miró al hijo de forma elocuente.
—No me refería a que le hablaras sobre mí, sino sobre tu hermana
Serena —Ian bajó los ojos algo turbado—. Está decidido a que sea la señora
del clan McGregor, y el señor del clan debes de serlo tú.
—Yo lo seré del clan McGiver —respondió el hijo.
Mary se había tomado la tisana, y le tendió la taza vacía a la suegra que
la tomó con una mirada de cariño. Marina quería de verdad a su nuera.
—Serena es feliz en Norfolk, y mi deseo es que siga así.
Marina pensaba en la vida de comodidades que tendría su hija como
condesa de Blakwey. Ella no quería que Serena renunciara a nada de eso.
—¿Piensa despedirse de ella antes de partir a España? —quiso saber el
hijo, pero Marina ya no respondió porque los tres escucharon la llegada de un
carruaje.
—Creo que lady Penword ha llegado —susurró Marina.
El rostro de Mary se iluminó.
—Iré a recibir a mi suegra —respondió Ian que se levantó del lecho con
mucho cuidado—. Regresaré enseguida con tu madre —le dijo a su esposa al
mismo tiempo que se inclinaba sobre su cuerpo y la besaba en la frente.
Cuando se quedaron a solas, Mary miró a su suegra con cariño.
—Yo hablaré con mi suegro, y le pediré que regrese a Ruthvencastle.
Para nada esperaba Marina esas palabras.
—¡Pero eso no será necesario! —exclamó la suegra de pronto.
Mary la miró con sorpresa.
—Ni mi esposo ni yo queremos que se sienta incómoda en Deveron
House por su presencia —trató de explicarle.
Marina seguía plantada frente a ella sosteniendo entre sus manos la taza
vacía.
—Yo puedo encargarme del laird McGregor —respondió en voz muy
baja, pero Mary la había oído—. Tú no te preocupes por nada, y ahorra todas
tus energías en cuidar el bebé que esperas.
CAPÍTULO 39
Castillo de Knockfarrel, Tierras Altas
Los días pasaban lentamente, y Serena se desesperaba por momentos.
Nunca había sido la paciencia una de sus virtudes, ni la serenidad un rasgo de
su carácter. Había enviado cuatro mensajes a Crimson Hill, pero el duque de
Arun no había respondido a ninguno. Seguía como invitada del clan McGiver
que la trataban con suma cortesía, pero ella quería regresar.
En su estancia en Knockfarrel, Serena se mostraba impaciente porque
había insistido en marcharse a Ruthvencastle, pero la habían convencido de
lo contrario. Ella no sentía temor alguno, pero tampoco pretendía tentar al
diablo. Había aceptado la hospitalidad de los McGiver, pero iba a ser por
poco tiempo.
Sentada sobre un promontorio elevado, tenía una vista increíble sobre el
valle Glen Dee que significaba salvaje. A ella le gustaría pintarlo como de
niña había pintado diferentes paisajes de Ruthvencastle. El valle daba acceso
a Ben McDui, que era la segunda montaña más alta de Escocia, aunque ella
lo desconocía hasta que se lo dijo Fearghas que estaba sentado tras ella en
silencio. Desde su llegada a Knockfarrel se había convertido en su protector,
así como los otros dos guerreros que se mantenían apartados de ellos.
Siempre que salía fuera de los muros protectores del castillo, tres hombres la
acompañaban.
—Esta parte de Escocia es muy bonita —admitió ella.
Fearghas hizo un gesto de manos habitual en él.
—Toda las Tierras Altas son de increíble belleza —respondió.
Serena lo miró atenta. El cuñado de Morgana tenía mucha paciencia con
ella, no así la abuela de Ian que se mostraba irascible, altanera, y sumamente
gruñona. Los primeros días ambas mujeres habían mantenido varias
discusiones de las que Serena había perdido todas y cada una de las
dialécticas verbales. Nunca en su vida, Serena había conocido a una mujer de
trato tan radical, y que sin embargo admiraba. La había visto manejar una
espada igual que un hombre, y no le había temblado la mano ni por la edad ni
por la indecisión. Lideraba los asuntos de Knockfarrel con guante de hierro, y
le parecía interesante que cada uno de los hombres del clan aceptaran sus
decisiones casi con sumisión.
—Pero hace un frío de mil demonios —respondió ella con una sonrisa.
Los otros dos hombres que se mantenían apartados, soltaron sendos
gruñidos al escucharla.
Por primera vez en meses, Serena se sentía tranquila. La alimentaban
bien, la cuidaban, y le suministraban todo lo que necesitaba. Como no tenía
un hogar donde regresar salvo Ruthvencastle, tenía que esperar paciente en
Knockfarrel la respuesta a sus mensajes del duque de Arun. Serena no tenía
modo de saber si los abogados de su primo habían recibido las cincuenta mil
libras que había acordado que le daría Nicholas, y si con ellas el duque habría
comprado por fin la casita que quería. Tanta espera le consumía el ánimo,
pero en el castillo de Morgana estaba tranquila.
—Bueno, muchacha, es cierto que en Escocia el agua de las playas está
siempre fría —admitió Fearghas—, y que el clima es tan húmedo que parece
que llueve cada día, sin embargo, las Tierras Altas no tienen parangón con
ningún otro lugar que yo conozca.
Serena giró el rostro para mirarlo.
—Yo conozco otros lugares maravillosos —le dijo al mismo tiempo que
acariciaba la tela bajo ella.
Fearghas había extendido su tartán para que ella no se sentara
directamente sobre la fresca hierba.
—Admito que hablo así porque estoy enamorado de nuestro verde
insultante, de nuestra extraordinaria hospitalidad, de nuestras vacas gordas y
peludas —Serena soltó una suave risa al escucharlo—. ¿Dónde has visto tú
vacas peludas? —inquirió él.
—Si no hiciera tanto frío no sería necesario su pelaje —argumentó ella.
—Eres demasiado quisquillosa.
—No soy quisquillosa —se defendió—, es que detesto el frío.
—Este clima, con sus antiguos castillos, sus playas salvajes y profundos
lagos, además de los bosques frondosos y los prados de color esmeralda, son
los que forjan leyendas y moldean a hombres como nosotros.
Serena pensó en su padre y sintió deseos de escupir como lo hacía
Morgana. ¿Por qué motivo el laird McGregor era tan diferente al resto de
guerreros que iba conociendo?
—Pues yo siempre tengo frío.
Fue decirlo, y se ajustó el mantón a la cintura.
—Estás muy bonita con los colores de nuestro clan —le dijo Fearghas
de pronto.
Serena se pasó la mano por el hombro para ajustar el broche sobre el
tartán de los McGiver que llevaba puesto. El de los McGregor era rojo con
rayas azules.
—Si me viera mi padre con los colores McGiver, sufriría un shock.
Fearghas terminó por soltar una carcajada al escucharla, y ella lo imitó
aunque más comedida. Durante años había tratado de molestar a su padre de
todas las formas posibles. Lo desobedecía para sacarlo de quicio, e incluso se
mostraba pendenciera y contestona porque sus decisiones le habían
perjudicado seriamente, y, en ese momento, Serena se preguntó el motivo
para que su padre nunca escuchara el resto de opiniones de la familia, y
también se preguntó por qué sentía ella la necesidad de mostrarse rebelde en
su presencia.
—El tartán es un símbolo característico de cada clan, pero su verdadero
significado es el de la protección —le informó Fearghas—. Nadie osará
hacerte daño vistiendo nuestros colores.
—¿Sin importar en qué lugar de las Tierras Altas me encuentre?
Fearghas hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sin importar el lugar…
—Entonces un tartán me protege más que una espada —murmuró ella,
pero Fearghas la había oído.
—Sobre todo el tartán McGiver —dijo uno de los escoceses que se
mantenía apartado de ellos.
—¿Por qué motivo se mantienen separados de nosotros? —quiso saber
Serena.
Fearghas los miró a ambos.
—Es por tu condición de McGregor.
El hombre le había contado la enemistad entre los dos clanes por el
acuerdo incumplido de su padre y de su tía Violet. Ambos habían sido
prometidos, y los dos habían despreciado ese pacto y habían propiciado
hostilidades. Serena ahora entendía muchas cosas.
—Además, nos guardan las espaldas —respondió Fearghas.
La muchacha alzó las cejas en un perfecto arco.
—¡Imposible! ¿Acaso no me protege el ancestral tartán McGiver? —
argumentó rápida.
Ferghas soltó otra risotada. La hija de Brandon McGregor era muy
aguda en las respuestas. A él le hubiera gustado tener una hija como ella,
incluso se atrevería a afirmar que la soberbia Morgana estaba encantada con
la hija de su yerno, porque parecía que todos habían olvidado que Brandon
McGregor había desposado a la hija de Morgana.
—¿Por qué motivo aceptaste a un sassenach? —le preguntó Fearghas de
pronto.
Serena se encontró entrecerrando los párpados, quizás para que el
hombre no viera lo turbada que sentía con su pregunta. Entre ambos se había
creado un vínculo de confianza, y no era la primera vez que el hombre trataba
con ella temas personales que Serena no habría compartido con nadie.
—Para huir de Escocia —respondió sincera.
Fearghas se golpeó el muslo como si ella hubiera dicho una sandez.
—No se huye de Escocia, chiquilla —respondió.
—Podría decir que estoy de acuerdo contigo Fearghas, pero eso
significaría que estaríamos los dos equivocados —Serena inspiró hondo y
soltó después el aire de forma lenta—. Yo me marché —afirmó—, y cuando
mi primo venga a buscarme, me iré para siempre.
Serena escuchó maldecir en gaélico a los dos hombres que les guardaban
las espaldas como había mencionado Fearghas.
—Deberías de tener a tu hijo aquí. Debe de ser escocés.
Esa misma frase se la había repetido varias veces en los días pasados.
—Lo que nazca de mi vientre será inglés, porque su padre es inglés, y
porque fue concebido en Inglaterra.
Ahora el que masculló fue Fearghas.
—Si conocieras lo que Inglaterra le ha hecho a nuestro pueblo, no serías
tan condescendiente con ellos.
Pero Serena sí que conocía su historia. Las guerras, las matanzas, las
prohibiciones, y ahora también conocía el papel que su abuelo había
desempeñado.
—Eso pasó hace siglos, y es hora de enterrar el pasado.
Fearghas la miró detenidamente.
—Deberías pagar a ese sassenach todo lo que te ha hecho.
Como lamentaba haberle contado a Fearghas algunas cosas sobre ella: el
motivo de su visita a Ruthvencastle. La decisión de Nicholas de echarla de
Lumsdale Falls porque la había creído una huérfana e indigente, y había
descubierto que no lo era, pero Fearghas tenía la capacidad de hacer que ella
confiara en él.
Serena se sentía segura a su lado.
—Me gustaría acompañarte la próxima vez a Dornoch —le pidió ella
con mirada seria—. Quiero enviarle personalmente el mensaje a mi primo.
Fearghas la miró con atención.
—¿Dudas de que le envíe cada mensaje que le escribes? —la voz del
highlander había sonado ofendida.
—No —respondió rápida—, pero no tengo nada mejor que hacer en
Knockfarrel.
La mirada azul de Fearghas se iluminó.
—Morgana estaría encantada de mantenerte bien ocupada —le dijo
divertido.
—¿En las cocinas de Knockfarrel? —contestó mordaz.
Fearghas hizo un gesto con la cabeza muy significativo.
—Morgana te enseñaría a ser la señora de un gran clan.
Serena soltó un abrupto.
—Soy la señora de una gran casa.
Sin darse cuenta, le había ofrecido munición a Fearghas para que se
burlara de su afirmación anterior.
—¿De la misma casa que te echó de una patada el sassenach?
Escuchar la burla la hirió porque era cierto.
—Ya no deseo hablar sobre ello.
Serena se levantó con brusquedad, y lo taladró con la mirada. El hombre
siguió hostigándola.
—Tienes la piel tan delicada que apenas aguanta la rozadura de un
guante de seda.
Serena se encontró sonriendo a su pesar.
—¿Guante de seda? —preguntó—. Mi madre diría que tengo la piel tan
delicada como el pellejo de una breva —Fearghas la miró sin comprenderla al
mismo tiempo que sacudía su tartán—. Es un fruto muy delicado —le explicó
Serena—, no resiste la más ligera fricción.
—Como vuestra merced —replicó Fearghas.
—¿Regresamos? —preguntaron los otros dos escoceses cansados ya de
la cháchara que mantenían Fearghas y la McGregor.
Los cuatro emprendieron el regreso a Knockfarrel.
CAPÍTULO 40
Morgana miraba desde la distancia a la hija del laird McGregor, y se
encontró reduciendo los ojos a una línea. Todo estaba saliendo según lo
planeado. Ella quería tener a su nieto Ian a su lado, y, para lograrlo, tenía que
conseguir que esa muchacha se hiciera cargo del clan McGregor. Además, si
lo que iba a alumbrar era una hembra, iba a hacer todo lo posible por
comprometerla con el clan McGiver.
Sonrió satisfecha. Había conseguido que la primera hija de su nieto y de
lady Penword fuera destinada al clan, y estaba a punto de lograrlo con la otra
hija del laird McGregor.
—Pareces la gata que se ha comido la crema de la despensa.
Morgana escuchó la voz de Fearghas, y endureció el mentón.
—La fresca sangre McGiver y McGregor dará nuevos bríos al clan.
Esa respuesta no se la esperaba el cuñado.
—Estás encendiendo un fuego peligroso —le advirtió el hombre que
siguió con la mirada la de su cuñada que estaba clavada en Serena.
—¿Qué tal en Dornoch? —le preguntó la mujer.
—Tranquilo y bullicioso a la vez, y lady McGregor pudo enviar el
mensaje para su primo el duque —Morgana escupió al escucharlo—. Ya
sabes que me disgusta que hagas eso —la reprendió el cuñado al verla.
—Es para limpiar la boca de malos humores.
—¿Sabes Morgana? Me extraña que no hayan respondido a los mensajes
que Serena les envía —Morgana hizo un rictus con la boca—. ¿Qué sabes
que no me has contado? —inquirió el escocés.
Morgana se tomó un tiempo antes de contestar. Ella tenía espías no solo
en las Highlands, también en Inglaterra, y por eso conocía los asuntos y las
políticas que se sucedían en el reino.
—El laird McGregor se encuentra en Edimburgo —respondió ella.
Fearghas la miró con verdadero interés—. Y el sassenach inglés sigue en su
casa de Norfolk.
Fearghas se dijo que nada había cambiado desde la llegada de Serena a
Knockfarrel.
—¿Y el duque no ha recibido los mensajes que le enviamos?
Morgana hizo un gesto negativo con la cabeza apenas perceptible.
—La esposa de mi nieto está enferma —Fearghas esperaba que su
cuñada le explicara más sobre el tema, pero no fue así—. Los duques de Arun
se encuentran en Edimburgo, y dudo que regresen pronto a Crimson Hill.
Ahí estaba la respuesta al silencio de lord Penword.
—¿Y no piensas decírselo a ella?
Morgana miró a su cuñado como si le hubiera salido un cuerno en la
frente.
—¿Y perder la ventaja que tengo sobre lady McGregor?
—Es una buena muchacha —a la vista estaba de que Fearghas se había
encariñado con ella.
—Terca, desobediente, impulsiva… —iba diciendo la mujer cuando
Fearghas la cortó.
—Valiente, disciplinada, audaz…
Morgana parpadeó varias veces.
—Tal parece que ha conquistado el corazón duro y rocoso de Fearghas.
El hombre no podía desmentirlo porque era cierto.
—¡Ahhh! ¿pero no decías que no tenía corazón? —respondió con
humor.
Morgana mantuvo unos minutos el silencio.
—¿Está preparada?
Fearghas se dijo que esa la parte más difícil. Su cuñada le había
encargado la honrosa tarea de manipular los sentimientos de la muchacha en
favor del clan McGiver.
—No —respondió con sinceridad.
—¡Se nos agota el tiempo! —protestó Morgana.
Fearghas giró el rostro y miró a Serena.
—Es muy joven, pero tiene las ideas muy claras.
La cuñada chasqueó la lengua en un sonido de fastidio.
—El sassenach la ha desdeñado, el padre no tiene control sobre ella, es
el momento perfecto para convencerla de que acepte lo que el destino le tiene
preparado.
Fearghas se sentía incómodo de haberle revelado parte de las
conversaciones privadas que él había mantenido con Serena. La comprendía,
y sabía mejor que nadie lo mucho que había sufrido en las Tierras Altas
porque su espíritu no se conformaba con encierros ni silencios.
—Ahora ya no detesta tanto las Highlands —afirmó Morgana pensativa.
Fearghas se dijo que era el mayor avance que habían logrado con ella.
—Mañana la llevaré conmigo al consejo —reveló la anciana.
—¿Lo crees prudente?
—Y necesario —contestó la mujer.
Fearghas miró a su cuñada y entrecerró los ojos.
—¿Qué es lo que temes, Morgana?
La anciana miró el fuego, y se sentó con brusquedad. Fearghas lo hizo
frente a ella.
—Mi nieto me dio su palabra de que se ocupará del clan McGiver
cuando yo falte, pero presiento que llegado el momento, el clan McGregor
pesará en su ánimo y variará su decisión —reveló en voz baja—. Por ese
motivo tengo que hacer de esa muchacha una auténtica líder, y tú tienes que
ayudarme a lograrlo —la mujer calló un momento antes de continuar—. El
clan McGregor la tendrá a ella, y el clan McGiver tendrá a Ian, el hijo de mi
hija, ¡mi sangre!
Fearghas resopló.
—No haría falta que te ayudase si tuvieras un carácter menos irascible y
más cercano —fue escucharlo, y escupir en el fuego—, y, por cómo miras a
la muchacha, bien puedo discernir que te gustaría que fuera ella la portadora
de la sangre McGiver.
Si las miradas quemasen, Fearghas habría terminado carbonizado en el
suelo del salón con la mirada que le dedicó Morgana.
—¡Desmiéntelo si puedes! —la retó el hombre.
Finalmente la mujer relajó los hombros, y se permitió el lujo de mostrar
en sus labios una ligera sonrisa.
—Detesto que me conozcas tan bien —fue su respuesta al desafío.
Los ojos de Morgana dejaron de mirar a Fearghas para clavarlos en la
hija de laird McGregor.
—Mírala, apenas tiene dieciocho años, y ya está esperando su primer
hijo —dijo en voz baja—. Es fuerte, decidida… y voy a hacer de ella un
auténtico jefe —en la voz de Morgana, Fearghas podía atisbar admiración
hacia Serena. Estaba tan asombrado que no le salía réplica alguna—. Me
aseguraré de que mi nieto no tenga opción a negarse y lideraros.
—La promesa de un escocés en inquebrantable —le recordó el cuñado.
Pero Morgana pensaba de forma muy diferente. Si su nieto se hubiera
criado con ella, no tendría duda alguna, pero había sido criado por una
sassenach que lo había convertido en un pusilánime. Ian se tendría que haber
casado con una auténtica escocesa, y no con esa inglesa que no podía ni
alumbrar a sus hijos.
—¿Y si mi nieto no tiene heredero? —se preguntó en voz baja, pero
Fearghas la había escuchado.
—No pienses en ello, Morgana —le aconsejó.
La anciana seguía los movimientos de la hija de Brandon, Serena estaba
aprendiendo todo sobre las runas, Blake McGiver era el encargado de
enseñarle, por como la miraba, estaba claro que el hombre se había prendado
de la muchacha.
La mente de Morgana era un cúmulo de especulaciones.
—¿Y si la dejamos viuda? —le preguntó al cuñado.
Fearghas la miró atónito.
—¡No somos asesinos! Además, según nuestras costumbres, si ella
renuncia a su esposo inglés voluntariamente, volverá a ser libre para casarse
de nuevo.
Morgana tomaba y descartaba opciones a la velocidad del rayo.
—Mírala que bien se encuentra junto a Blake, sería perfecto para ella.
Fearghas se encontró clavando la mirada en el hombre de veinticinco
años que no le quitaba la vista de encima a la muchacha. Era el hijo
primogénito de Gavin McGiver, que era el encargado de reunir las rentas,
además de actuar como administrador de las propiedades, y determinar el uso
de la tierra. Gavin prestaba las semillas y las herramientas, y además
organizaba el traslado de ganado hacia las Tierras Bajas para su venta. Su
primogénito, Blake, se encargaba del importante papel militar de movilizar al
clan tanto para la guerra como para las comitivas de bodas y funerales. Y no
menos importante, las batidas de caza.
—¿Qué trama esa cabeza? —se atrevió a preguntar.
Morgana no quería compartir con su cuñado la idea que iba moldeando
en su mente. Compartía con él algunas de sus decisiones, pero ella era la que
tenía la última palabra en todo, bueno, y el consejo de ancianos también.
—Nada, pensamientos míos —dijo la anciana.
Pero no engañó a Fearghas que la conocía muy bien.
—Déjalo estar Morgana —le aconsejó—. El padre y la madre de la
muchacha viven, y no llevarán bien que la manipulemos en favor del clan.
Morgana lo miró con ojos que acuchillaban.
—La moldearemos precisamente para el clan McGregor —le recordó
con voz aguda—. Pero no descartó que el hombre que le caliente el lecho sea
un McGiver…
CAPÍTULO 41
Deveron House, Edimburgo
Los duques de Arun acompañaron a su hija en las semanas más
peligrosas del embarazo. Justin mantenía contacto semanal con sus abogados
a los que había encargado el cuidado del ducado y de las propiedades hasta
que regresara de nuevo a Inglaterra. Lady Penword se había desvivido por su
hija, incluso había llamado a un médico amigo de la familia porque buscaba
una segunda opinión además del diagnóstico del doctor escocés.
El día que Mary se levantó del lecho y desayunó en el comedor de la
casa, en Deveron House se desató una auténtica euforia, una alegría que iba
unida al caos que generaba el acoso y derribo al que el laird McGregor
sometía a Marina porque los enfrentamientos entre ambos causaban diversión
en todos. Y, si a ello se le sumaba los hermanos pequeños de Mary que
corrían por la casa como si estuvieran en el campo, Deveron House no
parecía una casa sino un circo.
—No debes esforzarte —la reprendió la madre.
Mary sonrió porque estaba mareada. Después de semanas guardando
cama sentía flojedad en las piernas, pero estaba muy feliz. Se tomaba a diario
varias infusiones diferentes, algunas de ellas muy amargas, y seguía al pie de
la letra todas y cada una de las indicaciones que le habían dado ambos
médicos. Pero su bebé crecía dentro de ella fuerte y sano, y Mary no podía
sentirse más feliz.
—¿Cuándo os marcháis? —le preguntó la hija a la madre.
Aurora la miró desolada.
—Tengo intención de quedarme hasta el nacimiento —respondió seria.
Mary bajó los ojos al suelo al mismo tiempo que se acomodaba en el
balancín. Su madre se lo había traído desde Crimson Hill, en esa silla había
amamantado a todos y cada uno de sus hermanos, ella incluida.
—Padre está desquiciado —le recordó la hija.
Esa era una verdad innegable, pero Aurora se dijo que nada ni nadie la
movería de Deveron House hasta que naciera su primer nieto.
—Ya le he dicho a tu padre que puede regresar a Crimson Hill cuando
lo deseé, pero no creo que lo haga.
—Padre no se marchará sin usted —le dijo la hija.
Pero la madre no pudo responderle porque Marina venía acompañada de
la hija pequeña de Aurora que la seguía a todas partes.
—Hemos cocinado unos bollitos de mantequilla muy sabrosos —dijo
con risa alegre.
La pequeña traía en su mano uno de esos bollos. Se lo dio a su hermana
mayor con una sonrisa.
—¿Dónde está Justin? —preguntó Aurora.
Lo había dejado en el comedor tras el desayuno, y ahora se percataba
que no le había dicho si pensaba cabalgar, o ir hasta las dependencias de
sheriff de Edimburgo.
—Brandon y Justin están conversando en el jardín.
Aurora ignoraba como el laird y el duque aguantaban tanto tiempo
juntos sin arrancarse la cabeza mutuamente, sobre todo porque en el pasado
las broncas entre ambos habían sido descomunales. Como si Marina hubiera
leído sus pensamientos le dijo:
—Como están todavía digiriendo el trago de ser abuelos, ya no les queda
energías para nada más.
Aurora soltó una carcajada llena de humor.
—¡Se hacen viejos! —exclamó sin apartar los ojos de Marina.
La mujer la secundó.
—Si los nietos significan suavizar las aristas gruñonas del carácter de
ambos, bienvenidos sean, y que sean multitud.
Mary decidió intervenir.
—No me agobiéis pidiendo más nietos —protestó con verdadero humor
—, que todavía no he alumbrado el primero.
Aurora miró a su hija con un amor profundo. Estar tantas semanas en
cama no le había sentado nada bien, pero Mary era muy valiente, y estaba
dispuesta a cualquier sacrificio por el bien de su bebé.
Y las tres mujeres siguieron conversando animadamente mientras la
pequeña Penword daba buena cuenta de los bollos que había en la bandeja, y
que había traído Marina.
***
Brandon miraba a su primo Justin algo preocupado pues lo veía
nervioso, y creía conocer el motivo: la larga estancia en Deveron House y los
asuntos desatendidos en Crimson Hill.
—Ya podéis marcharos a vuestro hogar —le dijo Brandon—. Marina y
yo nos ocuparemos de cuidar a Mary.
Pero el nerviosismo de Justin iba por otros derroteros. Con la angustiosa
noticia del primer aborto de Mary, y lo delicado de su salud con el segundo
embarazo, Justin se había olvidado por completo de Serena, que le había
prometido ir hasta Ruthvencastle para hablar con su madre. No sabía nada de
ella, ni tenía noticias tampoco del conde de Blakwey. Sus abogados le
enviaban información casi a diario del estado de sus propiedades y finanzas,
pero no le habían remitido información sobre los asuntos legales de Serena.
—Brandon —comenzó Justin—, tengo que decirte algo.
El laird lo miró con algo parecido al pesar, y creyó que la inquietud del
conde tenía que ver con los hijos de ambos: Roderick y Serena.
—Que lamentas como yo que nos hayamos interpuestos en el romance
de nuestros dos hijos menores.
Justin lo miró asombrado por sus palabras. ¿Lo culpaba a él de su
decisión intransigente?
—De ese tema solo tú eres el responsable —le espetó colérico—, pues
bien te informé de que podía ser algo pasajero.
Justin estaba pagando muy caro la conversación que mantuvo con su
primogénito sobre Serena, porque el Revenge había atracado en Liverpool
semanas atrás, y su hijo no se había presentado en Crimson Hill ni sabían
nada sobre él. El duque se estaba tomando muy en serio su amenaza de
desentenderse del ducado y de la responsabilidad sobre la familia. Justin
estaba haciendo indagaciones para conocer las rutas del Revenge porque tenía
pensado esperar a su hijo en alguno de los puertos donde se abastecía. Era
imperioso que hablara con su primogénito. Hacerlo razonar, y ofrecerle la
disculpa que se merecía.
—Es sobre Serena —dijo finalmente Justin.
Fue escuchar el nombre de su hija, y Brandon se puso alerta.
—¿Qué sucede con Serena?
Justin comenzó entonces a relatarle la visita de Serena a Crimson Hill
para pedirle ayuda. A medida que Brandon escuchaba, el fuego del infierno
asomó por sus ojos.
—Voy a matar a ese hijo de puta —siseó entre dientes.
Justin pasó a contarle su visita a Lumsdale Falls, y las amenazas que le
había proferido al conde. Brandon parpadeó atónito cuando Justin terminó.
—¿Cien mil libras? —preguntó incrédulo.
Y se alegraba de que Justin hubiera amenazado al conde porque ese
cabrón se merecía mucho más.
—También le pedí una renta anual de diez mil libras, y la casa que posee
Hyde Park en Londres que será la residencial oficial de tu hija.
La mente de Brandon era un hervidero de especulaciones. Si su primo
Justin había visitado a lord Worthington para amedrentarlo por echar de la
casa a Serena, ¿dónde diablos estaba su hija?
—¿Está Serena en Crimson Hill aguardando la respuesta de ese cretino
mal nacido? —le preguntó al primo con voz de hielo.
Justin hizo gesto negativo con la cabeza.
—Le ofrecí mi ayuda a cambio de que fuera a Ruthvencastle y hablara
con Marina. Sé lo mucho que tu esposa ha sufrido con todo este asunto, y
Serena accedió.
Brandon parpadeó atónito. Él, había creído a su hija a salvo en Norfolk,
pero no estaba allí.
—¿Y me lo dices ahora, desgraciado?
Justin se disculpó, pero había estado tan pendiente de la salud de Mary,
que se había olvidado de todo. Brandon no esperó que su primo respondiera
al insulto que le había proferido.
—Ni una palabra de esto a Marina —le ordenó tajante.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó el duque.
Pero Brandon se giró de golpe y se adentró en Deveron House. Iba a
partir de inmediato a Ruthvencastle porque necesitaba saber dónde se
encontraba su hija.
Justin vio su partida con cierto agobio: si algo le sucedía a Serena, él
sería el único responsable.
CAPÍTULO 42
Lumsdale Falls, Inglaterra
Nicholas se masajeó el cuello porque sentía los músculos tan tensos
como las cuerdas de un violín. A los problemas financieros que ya tenía con
la naviera, se sumaban las exigencias del duque de Arun para Serena, y, para
colmo de males, Samuel no había mejorado en salud con la visita a Bath.
Apenas tenía apetito, y había perdido mucho peso. Él sabía lo que sucedía, y
cómo podía atajar el problema, pero se resistía a considerarlo siquiera.
A los abogados del duque les daba largas porque antes de sentarse a
negociar con ellos pretendía vender la naviera, pero no encontraba
comprador. Había sido una inversión pésima que le estaba haciendo perder
muchas libras.
—Lord Hawkins, milord —anunció el mayordomo.
Nicholas clavó los ojos en el sirviente.
—¿Jerome está en Lumsdale Falls? —lo había creído de viaje de
negocios en Stafford—. Hazlo pasar —le ordenó al mayordomo.
El amigo no tardó ni dos minutos en presentarse ante él. Nicholas le
estrechó la mano con afecto.
—¡Cómo me alegro de verte! —le dijo emocionado—. Siéntate, por
favor.
Desde que su marcha a Bath con el pequeño Samuel, no lo había visto.
—Acabo de regresar, y no sabes los hermosos caballos que he adquirido
para mis cuadras —le dijo el amigo una vez que estuvo sentado frente a él.
—Samuel y yo regresamos hace un par de semanas de Bath.
—¿Y qué tal? —se interesó—. ¿Ha mejorado de su apatía?
Nicholas hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Apenas prueba el alimento —le informó—. El doctor dice que tendrá
que ingresarlo en el hospital.
Jerome soltó un suspiro largo. Nicholas vivía por y para ese niño, y sin
pensar en nada más.
—Yo te puedo decir la medicina que necesita Samuel —respondió muy
serio.
—¡Joder, Jerome, lo sé! Pero todo se ha complicado mucho.
El amigo lo miró sorprendido. Y Nicholas pasó a explicarle el viacrucis
en el que se encontraba por culpa de la naviera, por las amenazas del duque
de Arun, y por la salud de Samuel.
—Te dije que te equivocabas —le espetó el amigo muy serio.
—Pues así estamos —respondió Nicholas—. Estoy intentando vender la
naviera para reunir las libras que necesito para pagarle a Serena que...
Jerome lo interrumpió.
—Pero ese sacrificio no te librará de ella porque seguirá siendo
legalmente tu esposa.
—Estoy en un verdadero problema —admitió Nicholas.
Fue terminar de decirlo, y Jerome estalló en carcajadas.
—¡A fe mía que es cierto!
—Veo que te divierten mis problemas —Jerome siguió riendo al mismo
tiempo que se golpeaba el muslo.
—¿Por qué no la convences de que vuelva? —le preguntó con hilaridad.
Nicholas lo miró con un brillo de advertencia.
—Imagina que fueras ella, ¿te convencería que lo intentara?
Nuevamente el amigo volvió a estallar en risotadas que molestaban a
Nicholas.
—Si yo fuera Serena, ¡ni por asomo! —exclamó.
Nicholas lo miró como diciendo, «entonces tengo razón».
—Pero yo no soy lady Worthington —concluyó Jerome.
—Muchas veces he pensado en hablar con ella y… —el amigo lo cortó
de nuevo.
—Sobre todo desde que has descubierto que no es una huérfana a la que
se pueda esquilmar ni desechar como si fuera un objeto en desuso —los ojos
de Nicholas quemaban al escucharlo.
—Eso que dices me ofende —protestó Nicholas.
—Pero es cierto, sobre todo desde la visita de su primo el duque para
recordarte por las buenas que no te podrás ir de rositas, ni casarte de nuevo,
ni tener al heredero deseado con alguna de esas damas aborrecibles y que
tanto te han despreciado durante toda tu vida —Jerome le decía verdades
como puños, y las sentía como golpes en su estómago—. Aún no me explico
que el padre de ella no te partiera la cabeza.
Nicholas soltó un suspiro largo.
—Estaba demasiado concentrado en explicarme que lo mejor para
ambos era que la dejara marchar.
Jerome lo miró pasmado.
—El padre no pudo decirte algo así cuando tanto perjudicaría esa
decisión a su propia hija.
Pero era cierto. El laird había hecho mucho hincapié en las
responsabilidades que tendría su hija como futura señora y jefa del clan
McGregor. No le dijo explícitamente que la dejara marchar, pero Nicholas
entendía muy bien las insinuaciones.
—Créeme que lo hizo, y yo atendí su ruego.
—¡Cuánta generosidad por tu parte! —exclamó Jerome.
—¡Deja de burlarte!
Jerome se puso serio de inmediato. Ambos amigos se miraban de frente
sin un parpadeo.
—Si yo fuera tú —comenzó Jerome—. Cogería a Samuel y me
marcharía un tiempo a las Tierras Altas.
Nicholas lo escuchó y parpadeó atónito.
—¡Te has vuelto completamente loco!
—Y concentraría todos mis esfuerzos en reconquistar su afecto.
Ahora apretó los labios airado.
—Me reitero, has perdido la cabeza.
Jerome lo miró de forma larga y penetrante.
—¿De verdad no sientes nada por tu esposa?
Claro que sentía, pero le había costado aceptar que había estado perdido
demasiado tiempo.
—Estaba tan pendiente de su juventud, de que fuera la persona que creía
que necesitaba Samuel, que no presté atención a todo lo que me hacía sentir.
Era la primera vez que Nicholas hablaba sobre sus sentimientos más
recónditos.
—¿Y qué te hacía sentir? —insistió el amigo.
—Ternura, entusiasmo, enojo, diversión…
—¿Y amor?
Nicholas desvió la mirada cohibido. ¿Cómo habían terminado por hablar
sobre lo que sentía por Serena?
—Nunca he estado enamorado —admitió en voz baja.
Jerome masculló al escucharlo.
—¿No te hervía la sangre al mirarla? —le preguntó—. ¿No se te
aceleraba el corazón cuando cada noche se retiraba a su alcoba para esperar
tu llegada y atender tus reclamos sexuales? —Nicholas optó por no
responderle—. Porque si pienso en Rachel ahora, es posible que sufra una
fuerte erección, imagina cuánto la deseo.
—Desear no es amar —respondió el conde.
Jerome parpadeó al escucharlo.
—¿Y cómo sabes la diferencia si has admitido que nunca has estado
enamorado?
—Quería hacer de Serena una gran señora.
Los ojos de Jerome se entrecerraron.
—Lo es por linaje —le recordó el amigo—, y, según tus palabras,
liderará en el futuro un gran clan de las Tierras Altas.
—¿Y dónde encajaríamos Samuel y yo?
Ahora comenzaba a entender Jerome el caos de sentimientos que sentía
su amigo.
—Habla con ella, Nicholas, Samuel la ama, y me consta que ese amor es
recíproco porque lo he visto con mis propios ojos.
—Serena es lo más cerca de una madre que ha tenido mi sobrino, pero
debe vivir en Escocia —le recordó.
Jerome soltó un improperio.
—Si tu hermana viviera, ahora estarías en las colonias, ¿no es cierto?
Pensabas vivir lejos de Inglaterra y nombrar a Samuel tu heredero. ¿Hace
falta que te lo recuerde?
Era cierto. Nicholas había llegado a detestar tanto la sociedad de
Inglaterra, que había valorado seriamente vivir en otro lugar como las
colonias.
—Las Tierras Altas están muy lejos de Norfolk —susurró para sí
mismo.
—No tan lejos como las colonias.
—No conozco nada sobre los escoceses, mucho menos sus costumbres,
aunque lo que he oído sobre ellos amedranta a cualquiera.
—Ofrécele a Serena vivir parte del año en Escocia, y el resto en
Lumsdale Falls si eso es lo que realmente deseas —Nicholas seguía pensativo
—. Creo, amigo mío, que tu mayor temor es que te rechace.
Nicholas tenía muy presente las palabras de la madre de ella sobre que
nunca olvidaba ni perdonaba, y él había sido implacable.
—Aunque es una opción, creo finalmente que reuniré el dinero que su
primo el duque me reclama —casi susurró, pero Jerome lo había escuchado.
—¿Prefieres quedarte en la ruina antes de hablar de nuevo con ella? —
Jerome podía ver la duda en los ojos de su amigo, y se compadeció de él—.
Tienes la mayor baza que puedas desear —le dijo, y Nicholas lo miró sin
comprender—. Tienes el amor que Samuel siente por tu esposa.
Nicholas se ofendió.
—¡Jamás utilizaría a mi sobrino de forma tan mezquina! —exclamó
dolido de que lo creyera con tan bajos principios.
—¿Qué puedes perder que no vayas a perder de todos modos?
Desde luego que Jerome sabía dar golpes certeros.
—Lo haría por Samuel —terminó aceptando.
Jerome le mostró una sonrisa afectuosa.
—Sé de lo que eres capaz de hacer por tu sobrino —le recordó el amigo
—, como casarte con una completa extraña a la que creías huérfana.
Nicholas terminó por soltar una sonrisa.
—Y yo pensando en seguir de nuevo tu consejo —le espetó con falso
enojo.
—¿Sabes dónde encontrarla? —le preguntó Jerome.
Nicholas negó en un gesto muy elocuente.
—Pero sé quién lo sabe —contestó poniéndose de nuevo serio—. Su
Excelencia el duque de Arun.
CAPÍTULO 43
Castillo de Knockfarrel, Tierras Altas.
Fearghas le estaba enseñando a manejar la espada. Le había conseguido
una menos pesada y más adecuada a su tamaño, y, aunque la barriga le había
crecido exponencialmente, se desenvolvía bastante bien con ella. Integrada en
el clan McGiver, Serena se había relajado esperando noticias de Crimson
Hill. Morgana la mantenía tan ocupada, que el tiempo se había detenido para
ella, y cuando caía por la noche en el lecho, se dormía de inmediato sin
pensar en nada ni en nadie.
Durante días se había convencido de que su primo Justin no había
recibido las libras que le había prometido Nicholas, y como no tenía lugar
donde ir salvo Ruthvencastle, había decidido esperar en Knockfarrel, sobre
todo ahora que no podía correr, ni saltar, ni hacer nada más que comer y
dormir. Como pasaban las semanas, y su ánimo decaía ante su futuro incierto,
Fearghas le había prometido que él mismo la acompañaría a Inglaterra
cuando naciera su bebé, y ella lo creyó: el afecto nacido entre ambos era más
que evidente para el resto del clan. Además, Serena se sentía halagada por la
atención constante de Blake. No había deseo suyo que no fuera cumplido por
él, y, para ella, que había masticado los constantes desprecios de Nicholas,
recibir las intenciones de un hombre tan apuesto y viril como Blake, le
recomponía su orgullo herido.
—No puedo levantar la espada así —se lamentó ella—, porque me tira
de este lado del costado. De esta forma no podré golpear nada.
Fearghas dejó descansar la suya propia junto a su muslo.
—Hasta ahora lo ibas haciendo muy bien —la animó.
Serena tenía la frente bañada en sudor, y los mechones de cabello rubio
se le habían adherido al cuello. El hombre se dijo que la muchacha McGregor
era en verdad excepcional. Estaba en avanzado estado de gestación, pero no
se quejaba por duro que fuese cualquier esfuerzo que realizara. Acompañaba
con asiduidad a Morgana al consejo de ancianos. Estaba presente en cada
decisión que tomaba, y, cuando ella le pidió que la enseñara a manejar una
espada, Fearghas se negó, sin embargo, la anciana había insistido en ello, y él
había aludido al embarazo de la joven, pero la mujer no se dejó convencer. Si
había una incursión, si se declaraba una guerra, ningún embarazo cambiaría
esa circunstancia, y la muchacha tenía que aprender a defenderse, sobre todo
si tenía que liderar un clan.
—¿Por qué deseas aprender a luchar?
Los dos escucharon la pregunta de Blake que miraba el entrenamiento
con ojos entrecerrados. Estaba plantado de pie con los brazos cruzados al
pecho, varios hombres se ejercitaban levantando piedras muy pesadas.
—Porque estoy decidida a no permitir que nadie me obligue a hacer algo
que no deseo —respondió ella al mismo tiempo que se secaba el sudor de la
frente con el tartán—, ni que maltrate a ninguno de los míos.
—Yo jamás permitiría que te hicieran daño —respondió Blake—.
Aplastaría al que lo intentara.
Ella le dedicó una sonrisa tierna.
—Además —continuó Serena—. El clan McGregor tiene demasiados
ancianos que no son capaces de defenderse por sí mismo, y si alguna vez
necesitan que los proteja, lo haré.
Tanto Blake como Fearghas la miraron boquiabiertos. Ni ella misma era
consciente de la admisión que acababa de hacer: proteger a los McGregor.
—Eso que dices no es nada halagüeño —le dijo Fearghas. Serena
pensaba en Ralph y en Emmy, en todos los ancianos que vivían cerca de
Ruthvencastle—. Si yo fuera un McGregor, me sentiría muy ofendido por tus
palabras.
Serena tardó un tiempo en procesar la respuesta de Fearghas.
—¿Por qué todos los hombres jóvenes y fuertes de las Tierras Altas se
encuentran en Knockfarrel? —le preguntó.
—Porque somos el mejor clan —respondió Blake orgulloso.
Fearghas había entendido perfectamente la pregunta de Serena, y se dio
cuenta de que ella ignoraba todo sobre los McGregor.
—¿De verdad no conoces a los hombres fuertes de tu clan? —le
preguntó muy interesado—. ¿A Bruce, a Kendrick, y a Banner? —siguió
preguntando.
Serena se encontraba mirando su espada, y por ese emotivo no se
percató del brillo de interés en los ojos del hombre que la preparaba.
—Conozco a Ralph y Emmy, a los Craig, a los Bryson…
Esos no eran McGregor sino armígeros acogidos por el clan, y por eso
vivían en la aldea cercana a Ruthvencastle, salvo que Serena no lo sabía.
—¿Tu padre nunca te ha llevado a Beinn Dearg?
Ella lo miró al fin.
—Desconozco qué lugar es ese.
Fearghas no podía creérselo.
—Ruthvencastle, tu hogar, se encuentra en el término de las tierras
McGregor, el clan está agrupado en Beinn Dearg que es el centro del
territorio —era la primera vez que ella tenía noticias sobre ello—. Tu padre
decidió vivir separado del corazón del clan por deferencia a la sassenach con
la que se desposó, y porque Ruthvencastle hace frontera con los clanes
Campbell, Murray, McPherson, y Fraser —estaba tan asombrada que apenas
podía tragar.
Ahora entendía las ausencias de su padre. El laird McGregor se
ausentaba de Ruthvencastle dos de cada cuatro semanas.
—¿El clan McGregor posee guerreros tan bien preparados como
vosotros?
La pregunta de Serena era de incredulidad pues recordaba perfectamente
el bosque que rodeaba Ruthvencastle, y el pequeño poblado lleno de
ancianos.
—Pero no tan apuestos como los McGiver —respondió Black en
nombre de Fearghas—. Y por cierto que va siendo hora de que conozca el
golpe barbilla.
El comentario iba dirigido a Fearghas.
—¿Qué golpe es ese? —quiso saber Serena.
—¿Me permites, Fearghas? —preguntó Black.
El hombre hizo un gesto afirmativo al mismo tiempo que se apartaba
unos pasos. Black se posicionó tras ella.
—Es una técnica que te permitirá deshacerte de un atacante que trate de
sujetarte por detrás.
Black la posicionó de espaldas, le pasó el brazo por los hombros y
cuello, y la atrajo hacia su pecho mientras con la otra mano le cogía el brazo
y se lo inmovilizaba tras la espalda.
—Así no puedo moverme —afirmó Serena.
Black estaba disfrutando mucho de sujetarla, de oler su cabello. La
McGregor le gustaba muchísimo.
—Si en alguna ocasión te encuentras así de inmovilizada, no podrás usar
las manos, pero sí los pies y la fuerza de tu nuca —ella no comprendía
porque no podía mirarlo—. Levanta tu pie derecho y trata de pisar a tu
oponente todo lo fuerte que puedas —le aclaró—, el dolor hará que eche su
cuerpo hacia adelante con lo que dejará su barbilla a la distancia idónea de tu
cabeza, entonces cogerás impulso y darás un golpe de efecto hacia atrás, y lo
dejarás noqueado. Como mínimo le romperás la nariz.
—Entiendo —Serena levantó el pie e hizo como si le diera un pisotón.
—Podrías incluso romperle los dedos de los pies —le susurró—, y
provocarle un dolor horrible.
El aliento de él le provocó a Serena un escalofrío que la recorrió de la
cabeza a los pies, pensó en Nicholas y se descorazonó. Pasaba el tiempo y
ella seguía sufriendo por él, pero luego recordaba lo injusto que se había
portado con ella, y entonces sentía ganas de arrancarle el hígado y echárselo a
los cerdos. Nicholas le provocaba sentimientos encontrados, pero que
mantenía a buen resguardo dentro de su corazón herido.
—No importa lo fuerte que te sujeten, porque tu cabeza actuará como un
martillo de yunque…
Desde la postura en la que Black la instruía y ella asentía, no parecía que
él le estuviera enseñando una técnica de defensa, más bien parecía que
compartían una abrazo íntimo, y que él le susurraba lindezas al oído.
—¡Serena McGregor!
La voz le hizo dar un respingo y soltar la espada que cayó al suelo con
un golpe sordo, pero no pudo girarse porque Black la seguía sujetando por los
hombros, como si la protegiera.
—¡Deteneos! —oyó que ordenaba Fearghas—. No deis un paso más si
apreciáis vuestra vida —les advirtió—. ¿Quién os ha dado permiso para
entrar en Knockfarrel?
Como Serena estaba frente a él, la había visto palidecer al escuchar su
nombre en boca del McGregor.
Tras unos segundos que parecían eternos, Black la soltó, y ella pudo
girarse al fin, y, cuando lo hizo, se quedó conmocionada pues su padre estaba
de pie mirándola estupefacto, a su lado Nicholas la observaba con ojos
entrecerrados. Sostenía en sus brazos al pequeño Samuel que la miraba con
ojitos de cordero.
—Morgana nos ha permitido el paso —explicó Brandon—, y me
informó donde podría encontraros.
Serena se preguntó qué demonios hacían su padre y su esposo en
Knockfarrel, pero fue incapaz de decir nada porque solo podía mirar al
pequeño que estaba mucho más delgado y tan pálido que parecía enfermo.
—¡Samuel! —exclamó sobrecogida.
Black seguía sosteniéndola por los hombros, y Fearghas temía un
enfrentamiento en el patio de armas, pero no con el sassenach que parecía
esmirriado, sino con los dos McGregor que protegían la espalda de su laird.
—Fearghas —dijo uno de ellos.
—Banner —correspondió en el saludo.
El gigante posicionó sus pies en una postura de defensa que Fearghas
entendió muy bien.
—¿Qué hacéis en Knockfarrel? —preguntó Serena al fin.
Brandon no podía apartar la vista del rostro de su hija, como su esposo
no podía apartar la mirada del vientre redondeado de ella, pero fue el pequeño
Samuel el que decidido por todos: extendió sus bracitos y gimió para que ella
lo sostuviera. Serena no pudo negarse a la petición, y, mientas avanzaba hacia
él, miraba el rostro de Nicholas.
—¿Qué te sucede, tesoro? —le preguntó con infinita ternura.
Cuando se quedó a un escaso paso de su esposo, tendió los brazos para
que le pasara al niño. Nicholas lo hizo sin una protesta porque estaba sin
capacidad de reacción. No se encontraba la voz, y solo pudo entregarle al
pequeño que se abrazó a ella al mismo tiempo que comenzaba a llorar.
Ninguno supo si era de emoción o de sufrimiento.
—Podría matarte por esto —le susurró a Nicholas enojada.
Claramente se refería a Samuel que se abrazaba muy fuerte a su cuello.
El niño pesaba menos que una pluma.
—Y yo también, lady Worthington, y yo también —respondió utilizando
el título que ella poseía como su esposa, y para que nadie de los presentes lo
olvidara, sobre todo el salvaje que la había sujetado de forma íntima en un
reto que él había entendido a la perfección.
CAPÍTULO 44
En el salón de Knockfarrel, todo era silencio por parte de los hombres, y
malas caras por parte de Morgana, que no le gustaba tener en sus dominios a
ningún sassenach por muy cuñado que fuese de su único nieto. Sin embargo,
estaba obligada a ofrecerles hospitalidad a los McGregor si no quería
propiciar un enfrentamiento entre ambos clanes.
Serena había decidido atender a Samuel que se encontraba agotado por
el viaje. Una vez que entró con él en el gran salón, no le dedicó ni una
palabra a su padre ni a su esposo. Los dejó con Morgana sin un solo
remordimiento. El pequeño había sufrido los avatares de recorrer los caminos
escoceses que no se parecía en nada a los de Inglaterra, ni en el paisaje, ni en
el terreno rocoso. El niño estaba sudoroso, hambriento, y ella se dedicó a
atenderlo como mejor sabía: con amor.
—¿Por qué se encuentra mi hija en Knockfarrel? —le preguntó Brandon
a su suegra.
La mujer escupió en el fuego. Nicholas miró el acto con atención. Era la
primera vez en su vida que visitaba las Tierras Altas, y todavía no se había
aclimatado al brusco clima ni a los rudos escoceses, sobre todo a la mirada
ardiente de uno de ellos al que llamaban Black.
—Enviamos varios mensajes al duque de Arun, pero no recibimos
ninguna respuesta —contestó Fearghas por ella.
Brandon apretó los labios. Cuando mantuvo con su primo la
conversación sobre Serena, se horrorizó de que su hija hubiera ido por su
cuenta y riesgo a Ruthvencastle, y cuando llegó al castillo, no la encontró
entre sus muros. No tuvo que sumar mucho para saber lo que había sucedido,
y los culpables eran los Duncan. El causante de la muerte de su hermanastra
Sienna estaba preso en Edimburgo, y, aunque Brandon había creído que todo
estaba concluido entre ambos clanes, se dio cuenta de que no era cierto. Por
ese motivo dejó Ruthvencastle y se adentró en tierras McGregor para pedir
ayuda a sus hombres. Con Banner y Kendrick había llegado hasta
Blackcastle, y allí le habían informado que la joven McGregor había sido
raptada por el clan McGiver.
Brandon no podía creerles, y por eso les había dado una última
advertencia: si volvían a poner un pie en territorio McGregor, reduciría a
ruinas no solo Blackcastle, sino que mataría de una maldita vez a todos y
cada uno de los armígeros Duncan.
Brandon había decidido hacer un alto en Ruthvencastle para tomar
provisiones antes de emprender el viaje hacia Knockfarrel, y su sorpresa fue
enorme cuando en la puerta del castillo se encontró con el carruaje del conde
de Blakwey, y en su interior a su yerno inglés y a su sobrino. Brandon y
Nicholas habían llegado a la par al castillo.
—Acechábamos a los Duncan cuando seguían el carruaje donde viajaba
lady McGregor—continuó informándole Fearghas—. Evitamos que la
secuestraran, y una vez a salvo en Knockfarrel, le enviamos varios mensajes
al duque, vuestro primo, salvo que no recibimos respuesta por su parte.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó Brandon con voz seca.
El laird se refería al hecho de verla con los colores McGiver.
—Prepararla —contestó Morgana con voz más dura que la del laird.
Brandon la miró con atención.
—¿Vistiéndola con vuestros colores? —inquirió en un tono cada vez
más peligroso.
Fearghas decidió ponerlo en su sitio.
—Necesitaba protección después de quemar los suyos.
Fearghas no había estado presente cuando Serena intentó quemar el
tartán McGregor, pero ella se lo había confesado en una de las muchas
conversaciones que mantuvieron, y le encantó poder restregárselo al padre en
ese momento tenso.
Nada les gustaba más a los McGiver que provocar a los McGregor.
—Retira lo que has dicho —le ordenó Banner McGregor.
Banalizar sobre el tartán McGregor equivalía a lanzar un reto de lucha.
Nicholas observaba toda la discusión con profundo interés aunque no
entendía ni una palabra porque no hablaban en inglés. ¿Serena tenía que
liderar en el futuro a hombres como esos? Y prestaba atención precisamente a
todo lo que sucedían en el gran salón para no pensar en su silueta, en el
vientre que crecía y que él había desdeñado. Casi había sufrido una
conmoción al verla, menos mal que sostenía al pequeño Samuel que lo había
sacado del apuro reclamando la atención de ella.
Serena había estado pendiente del niño y no de la debacle en él.
—¿Puedo ir con mi esposa? —le preguntó a Brandon.
—¡NO! —gritaron varios hombre a la vez y en inglés, quizás para que
no tuviera ninguna duda de lo que pensaban.
Y Nicholas se encontró replegándose en sus proclamas. Era el mejor
tirador de toda Gran Bretaña, y tenía una reputación a considerar, pero era
consciente que no resistiría un duelo de puños con esos bárbaros si él insistía
en ir con ella y su sobrino, y el resto de hombres se mostraban en desacuerdo.
—Sassenach —le dijo Morgana—. Manténgase en silencio si no desea
que alguno de estos hombres le arranquen las tripas, y cocinen haggis con
ellas.
Desde luego que Nicholas alucinaba con la hospitalidad escocesa, pero
optó por aceptar la sugerencia tan amablemente ofrecida. A partir de las
palabras de la anciana, toda la conversación discurrió en inglés.
—¿Qué hacía mi hija con una espada? —insistió Brandon.
Fearghas dio un paso adelante.
—Quería aprender a defenderse —respondió en un tono neutro porque
ya se le había pasado el enfado.
—A nuestras mujeres les enseñamos a defenderse de raptos, y también
de indeseables —respondió Black que miraba atentamente al inglés que le
sostenía la mirada con superioridad.
Iba impecablemente vestido comparado con el atuendo de los hombres
de las Tierras Altas, además llevaba el cabello muy corto y el mentón
rasurado. Sobresalía en el salón de Knockfarrel como una mosca en un
cuenco de leche.
—No me extraña que necesiten protección —susurró Nicholas para sí
mismo.
—¿Qué barbullas, inglés? —lo provocó Black.
Nicholas observó al hombre insolente. Era bastante alto y fornido, y le
devolvía una mirada tan acerada como el filo de una espada. El color gris de
sus ojos provocaba desconfianza, y optó por no responder a su provocación
porque estaba en clara desventaja y dudaba de que el padre de Serena lo
ayudase.
Brandon se preguntaba por qué motivo su hija tardaba tanto en bajar al
salón. Cada vez que daba un paso, dos hombres McGiver lo seguían, él
conocía que era una forma de intimidación, y no le gustaba en absoluto.
—Si estuvierais en tierras McGregor, como laird os ofrecería cuanto
menos una cerveza.
Morgana cedió al fin y ordenó que abrieran un barril de cerveza y que
trajeran whisky. Para ella estaba claro como el agua que Serena iba a tomarse
todo el tiempo del mundo en bajar al salón, quizás para ofender a su padre,
quizás para vengarse del esposo, o quizás porque le daba la gana.
Pero lo que todos ignoraban era que Serena había bañado al pequeño
Samuel, lo había alimentado, y lo había acostado en su cama como
anteriormente lo había hecho en Lumsdale Falls. Serena estuvo cantándole
una canción que le gustaba, se acurrucó amorosa junto al pequeño cuerpecito,
cerró los ojos un momento, y dos segundos después se quedó profundamente
dormida.
Abajo, en el gran salón, los hombres bebían cerveza esperándola, pero
ella se había entregado a los brazos de Morfeo, como Samuel.
CAPÍTULO 45
Serena no quería bajar al salón. Ahora que había recuperado fuerzas, se
daba cuenta del error que había cometido al dejar a su padre y a su esposo
plantados y a merced de Morgana. Pero había recostado la cabeza hasta que
se durmiera Samuel, y ella también había sucumbido al sueño. Miró al niño
que seguía dormido, y se fijó otra vez en lo delgado que estaba, clavó la vista
en las profundas ojeras bajos sus ojos. Tenía la piel macilenta, y su cabello no
tenía brillo. No parecía enfermo, ahora sabía que lo estaba. La preocupación
por Samuel le hizo decidirse a hablar con Nicholas. Tenía que preguntarle
qué le sucedía.
Samuel abrió los ojos y la miró, un segundo después le sonreía de oreja
a oreja.
—Buenos días, cielo —le dijo con cariño.
El pequeño seguía sin pronunciar palabra, pero ella entendía su mirada.
—No traes más ropa que la puesta, ¿verdad? —le preguntó.
El niño hizo un encogimiento de hombros.
—¿Tienes apetito? —quiso saber.
Samuel asintió con vehemencia.
—Te lavo el rostro, te peino, y bajamos al comedor —el niño se sentó
en el lecho—. Esa mirada quiere decir que nada de gachas, ¿verdad?
No tardaron mucho tiempo en adecentarse. Serena le colocó los zapatos
y le tendió la mano.
—Estás tan delgado que una simple brisa podría llevarte.
Cuando Serena y Samuel salieron al corredor, Knockfarrel ardía de
actividad. A su lado pasaron sirvientes con prisa, ella les permitió el paso.
Bajaron las escaleras con cuidado, y se dirigieron hacia el comedor. Serena
ignoraba donde se encontraba su padre y Nicholas, se preguntó que tipo de
conversación habrían mantenido con los McGiver, y que noticias tendrían de
lord Penword.
¿Estaba Nicholas en Escocia porque no quería pagar las cincuenta mil
libras que habían acordado? Y ahora la había visto embarazada, ¿cambiaría la
cifra? ¿Por qué motivo había llevado a un niño tan pequeño a un lugar tan
alejado?
«Si hubiera hablado anoche con él, ahora no tendría tantos
interrogantes», se dijo enfadada.
Pasó de largo el gran salón, y se dirigió directamente al comedor,
empujó la hoja de madera, y se detuvo de golpe. Sentado junto a la mesa
estaba su padre, pero no Nicholas. Iba a saludarlo cuando la mirada de él la
contuvo.
—Vamos Samuel —animó al niño.
Serena buscó un par de cojines para colocarlos bajo el niño. La mesa era
muy alta, y no tenían silla apropiada para el. Cuando logró su objetivo,
caminó directa hacia las bandejas del aparador. En Knockfarrel no había
mayordomo, ni criados que sirvieran, cada uno cogía lo que le apetecía. Ella
llenó un plato con salchichas, bacón, pudding, champiñones, y lo llevó a la
mesa.
—Lamento que no haya chocolate —le dijo a Samuel.
En la mesa había una tetera caliente, un cesto con tostadas de las que
ella cogió dos y se las preparó a Samuel con mantequilla y mermelada.
Brandon miraba los movimientos de su hija con atención mientras bebía
de una jarra, Serena se imaginó que sería cerveza.
—¿No piensas hablarme? —le preguntó el padre.
—Ni te imaginas lo que podría decirte —masculló ella—, pero no lo
haré delante de Samuel.
Al niño le costó tragar los trozos de tostada que mordía porque el pan
estaba muy duro. Llevaba mucho tiempo sin alimentarse bien porque tras la
marcha de ella había perdido el apetito por completo.
—Veo que te has adaptado muy bien a los McGiver —la hostigó el
padre.
Brandon tenía la facultad de provocar a su hija solo con la mirada.
—¿Qué hace Nicholas en las Tierras Altas? —le preguntó obviando su
comentario anterior.
—Quiere llegar a un acuerdo contigo.
El rostro de Serena se soliviantó. Ella había tenido razón, Nicholas
quería negociar las libras que había acordado darle. ¿Se las habría negado al
duque de Arun?
—Cuando lo vi a las puertas de Ruthvecastle, sentí deseos de golpearlo,
pero entonces el niño asomó la cabeza por la ventanilla del carruaje, y tuve
que contener mis ganas —le explicó a la hija—. Luego mantuvimos una
conversación larga y franca, y, aunque no estoy de acuerdo con el hombre
que has elegido, aceptaré tu decisión al respecto —Serena seguía tragando
trozos de tostada, pero no respondió—. Podrías haberme informado de que
iba a ser abuelo —le recriminó el padre.
Serena no quería mirarlo, si lo hacía, su voluntad se iría al traste y
terminaría gritándole como una loca, como cada vez que se enfrentaban el
laird de Ruthvencastle y su inconformidad.
—Esto es algo que me atañe solo a mí —contestó queda, y tratando de
que Samuel no advirtiera lo tensa que respondía.
El niño había dejado el pan, y estaba dando buena cuenta de las
salchichas.
—¿Y piensas que lord Worthington no tiene nada que decir al respecto?
Porque te equivocas —continuó enfrentándola.
A Serena se le llenaron los ojos de lágrimas, por culpa del embarazo
estaba muy emotiva, y todo le provocaba llanto, salvo que tenía mucho
cuidado de que nadie lo viera.
—Se deshizo de mí —le había temblado la voz al decirlo.
Brandon lo sabía por Justin. Cuando llegó a Ruthvencastle y lo vio,
sintió deseos de matarlo, pero lord Worthington le ofreció todas y cada una
de las respuestas que le exigió. Ahora conocía toda la historia desde que su
hermana Sienna había intentado proteger a Serena, pero necesitaba
escucharlo de labios de su propia hija.
—Hay muchas cosas que ignoras —le dijo el padre que acababa de darle
el último trago a su jarra.
La dejó sobre la mesa y se limpió los labios.
—No deseo saberlo —se apresuró a decir ella.
Serena escuchó suspirar al padre, y sintió un ramalazo de
remordimiento, pero duro muy poco. Ambos estaban hechos con el mismo
material imperecedero: obstinación.
—Tu cuñada Mary sufrió un aborto, y a punto ha estado de perder a su
segundo bebé —las palabras de su padre la obligaron a mirarlo—. Tu madre
se encuentra en Deveron House cuidándola, y se alegrara de saber que estás
bien, y que la harás abuela más pronto que tu hermano —Serena guardó
silencio—. Tu madre no se ha marchado a Zambra como prometió por Mary,
aunque no ignoro que desearía perderme de vista de una vez por todas —
ahora la vio sonreír de medio lado—. Pero estoy decidido a que no lo
consiga.
—¿Cómo está Mary? —le preguntó en voz baja.
Brandon se dijo que era un comienzo.
—Ha tenido que guardar reposo desde el principio, pero ahora ya puede
levantarse un poco para tomar el sol. También la cuida lady Penword que se
desplazó a Edimburgo con el resto de su familia.
—¿También el duque? —su padre hizo un gesto afirmativo con la
cabeza.
Ahora entendía Serena su silencio. ¿Cómo iba a responder a sus
mensajes si no se encontraba en Crimson Hill? Y se alegró de corazón que la
salud de su cuñada mejorara, Mary era una mujer increíble, y amaba
profundamente a su hermano
—¿No vas a perdonarme? —le preguntó el padre a bocajarro, pero ella
mantuvo silencio.
No era el momento ni el lugar para comenzar a echarle en cara acciones
censurable. Giró el rostro y se dio cuenta que Samuel iba a empacharse con
las salchichas.
—Ya está cielo, ahora un poco de leche templada —al padre le dolió su
desaire, aunque ya estaba acostumbrados—. ¿Dónde está Nicholas?
Serena pretendía cambiar de tema.
—¡Ahhh! El sassenach no es tan fuerte como creía —ella ignoraba a qué
se refería su padre—. Cuando se dio cuanta de que no pensabas presentarte
en el salón, aceptó el trago de whisky que le ofreció Fearghas, y luego se
tomó otro, y otro, y otro. Cuando despierte creerá que ha descendido a los
infiernos.
Serena parpadeó incrédula.
—¿Y no le advertiste de lo fuerte que es el fuego de las Highlands?
Brandon rio en respuesta. Se guardó que Black McGiver lo había
provocado hasta el punto de que Nicholas terminó respondiendo. Entre los
dos hombres se dieron más golpes que el martillo de un yunque forjando una
espada, pero Nicholas había salido peor parado que el escocés que estaba
acostumbrado a las peleas con puños.
—Ya te contaré el lío en el que está metido tu tío Lorenzo por culpa del
whisky de las Tierras Altas —le dijo enigmático.
Entre padre e hija se suscitó un silencio largo.
—¿El tío Lorenzo? —preguntó, pero el padre ya no le dijo nada más.
—¿Vas a regresar conmigo? —le preguntó de pronto Brandon.
—¿A Ruthvencastle? —le respondió la hija con otra pregunta, aunque
no precisaba respuesta.
Serena ya había tenido suficiente conversación con su padre, pero no
hizo falta que dijera nada más porque Morgana acababa de hacer su entrada
en el comedor.
—Llegamos tarde —fue el saludo que le ofreció.
Brandon desvió los ojos del rostro de su hija al de su suegra.
—Samuel nos acompañará —le informó la joven.
La mujer gruño, pero sabía que el tío del niño estaba hecho unos zorros
en el salón junto a los hombres McGregor y Fearghas que no se había movido
del sitio. A su manera protegía al extranjero del resto del clan, aunque no
había evitado que Nicholas y Black se enzarzaran en una pelea de gallos.
—Pues tendrás que llevarlo en tu montura —le advirtió la mujer
Serena miró al niño, y le sonrió.
—No sería la primera vez, ¿verdad, precioso?
El niño hizo un gesto solemne con la cabeza.
—¿Dónde se supone que vais? —quiso saber Brandon.
Pero si la suegra era una arpía y se comportaba como tal, su hija no le
iba a la zaga porque ignoró su pregunta. Se dijo que tendría que sentarla
sobre sus rodillas y darle una buena zurra, al momento chasqueó la lengua
porque recordó que esa tarea ya no le pertenecía, ahora su hija tenía un
esposo: un flamante marido que sufriría sus cambios de humor y su mal
genio.
Antes de salir por la puerta, Serena miró a su padre con ojos
inquisitivos.
—Dígale a Nicholas que hablaremos cuando regrese.
Brandon hizo un gesto leve con la cabeza.
***
Cuando Nicholas abrió los ojos, sintió que había descendido a los
infiernos. Tenía un ojo morado y el labio inferior partido. Le dolía el costado
izquierdo, y tenía sangre reseca en los nudillos. El salvaje le había dado una
buena tunda, pero el escocés también había recibido lo propio. Se juró que
iba a meterle una bala de plomo entre ceja y ceja antes de que terminara el
día.
Cuando se sentó, hizo una mueca dolorosa, había dormido en el banco
de madera porque nadie le había ofrecido una cama, aunque de tenerla
tampoco habría llegado a ella porque había terminado borracho por el
alcohol, y malherido por la pelea.
—Esto te ayudará —Brandon le ofrecía una jarra.
Nicholas la tomó pensando que sería alguna infusión que le ayudaría a
templar el estómago, cuando le echó un trago, se percató de que era cerveza,
pero una muy diferente.
—Necesito un café bien cargado —respondió al mismo tiempo que se
lamía el labio inferior y dejaba la jarra de cerveza amarga sobre la mesa de
madera.
En el salón estaba Fearghas y los dos McGregor que los acompañaban.
Del resto de McGiver, nada.
—¿Dónde está Serena? —le preguntó a su suegro.
Brandon optó por sentarse al lado de Banner.
—Ignoro dónde se encuentra en estos momentos, aunque puedo decirte
que no está en el castillo.
Nicholas lo miró con ojos entrecerrados.
—¿Y mi sobrino?
Brandon miró a Fearghas que no se había movido de su postura en toda
la noche.
—Desayunaron juntos y después se marcharon.
—¿Solos? —Nicholas apenas podía creerlo.
—Ambos acompañaban a Morgana —respondió Brandon—. Pero no
debes preocuparte por el niño porque no le sucederá nada.
—No me preocupa su seguridad —contestó el noble—, pero esperaba
hablar esta mañana con Serena.
—Tenemos que esperar su regreso.
—¿Aquí? ¿En este lugar tan acogedor? —preguntó sarcástico.
Brandon hizo una mueca con la boca.
—Sí.
Brandon ya no le explicó nada más. Nicholas se masajeó el cuero
cabelludo y se tocó el chichón. Debía de haberse golpeado cuando uno de los
puñetazos del salvaje lo lanzó al suelo.
—¿Es válido el duelo en las Tierra Altas? —le preguntó al laird.
Brandon lo miró con curiosidad.
—Aquí todo es válido, ¿por qué?
Nicholas le mostró una sonrisa sapiente.
—Porque pienso retar a ese salvaje —contestó como para sí mismo.
Pero todos oyeron sus palabras.
—¡Sassenach! —exclamó Fearghas—. Cuidado con las amenazas en
Knockfarrel.
El resto del tiempo, Nicholas se mantuvo en silencio.
CAPÍTULO 46
Serena y Samuel se pasaron todo el día fuera de Knockfarrel lo que
aumentó la tensión en Nicholas, no así en Brandon que conocía
perfectamente a qué ritmo caminaba todo en las Tierras Altas. Nicholas se
arrepentía de haber seguido el consejo de Jerome pues para él estaba claro
que ese lugar no era apropiado para un niño tan pequeño como Samuel.
Además, como el carruaje lo habían dejado en Ruthvencastle por la dificultad
del camino para llegar a Knockfarrel, apenas había podido traer una muda de
ropa. Se sentía sucio, y deseaba más que nada darse un buen baño. Si al
menos estuvieran en el castillo del padre de Serena podría adecentarse, pero
seguía esperando en ese lugar hostil la llegada de ella.
Uno de los momentos más complicados para él fue cuando tuvo que
comerse lo que le pusieron en el plato: haggis acompañados de cerveza negra.
El resto de hombres atacaron la comida como lobos hambrientos, pero a él le
supuso un verdadero esfuerzo porque estaba acostumbrado a exquisiteces, y,
aunque los haggis no estaban malos, le supuso un verdadero esfuerzo tragar
cada bocado por la cantidad de especias y picante que contenía.
Pasaron las horas de forma lenta y a la vez agobiante porque los
McGiver menospreciaban el término hospitalidad. Siguieron con su rutina e
ignoraron la presencia del laird McGregor y la de él en el gran salón.
Cuando faltaba poco para que anocheciera, Serena y Samuel hicieron su
entrada en el salón. Nicholas se quedó espantado al ver a su sobrino vestido
con pantalones de piel, y arropado con una capa de pelo que debía oler peor
que los haggis que se había comido. Cuando el niño caminó hacia él,
Nicholas le ofreció una mirada tierna.
Lo aupó en brazos y lo apretó contra su pecho.
—¿Has disfrutado del día? —le preguntó.
El niño asintió con la cabeza, y, contrariamente a lo que había pensado
Nicholas, la capa de pelo no olía mal, todo lo contario, su sobrino olía a
limpio. Estaba bañado, y por el color de sus mejillas, dedujo que habría
cenado ya.
—Se nos complicó la mañana —se excusó Serena al mismo tiempo que
tomaba asiento frente al hogar encendido—, y la tarde se nos fue en un
suspiro.
Nicholas le ofreció silencio.
—¿Dónde fuisteis? —le preguntó el padre.
Pero Serena no pudo responder porque Morgana hizo su entrada en el
salón en ese preciso momento.
—Tenemos que hablar —le dijo Nicholas en voz baja.
Serena lo miró. Estaba de pie tres pasos separado de su padre, y con la
espalda hacia la pared. Tenía un ojo morado, y el labio inferior hinchado,
además se fijó en sus nudillos que tenían marcas de pelea.
—Veo que te has divertido —le dijo irónica.
—Tenemos que hablar —insistió él.
—Pues habla —contestó ella.
Nicholas la miró estupefacto. Morgana acababa de tomar asiento
preferente en el hogar encendido. Fearghas seguía en la misma postura del
día anterior, y el salón se iba llenando de McGiver atraídos por la
conversación que iban a mantener la hija del laird McGregor y el sassenach.
—¿Aquí? —preguntó molesto—. ¿Delante de todos estos extraños?
Serena hizo un barrido con la mirada. En el gran salón estaba su padre y
los dos McGregor que lo acompañaban. Estaba Fearghas, Morgana, Black, y
otros cuatro McGiver.
—¿Por qué no? —quiso saber ella.
El conde no podía creérselo.
—¿Pretendes humillarme? —le preguntó Nicholas.
Serena soltó un suspiro largo. Humillarlo no era su intención, pero en
modo alguno iba a quedarse a solas con él para que volviera a decirle todas
las cosas horribles que le dijo en Lumsdale Falls cuando la echó de su vida.
—Bueno, como ya ha quedado clara tu postura en este asunto, ahora te
mostraré la mía —le dijo él.
Nicholas sujetó a su sobrino fuertemente y se dispuso a abandonar el
salón de Knockfarrel. Brandon le hizo un gesto a su hija para que
reaccionara, pero Serena se quedó quieta, y no le ofreció respuesta.
Fearghas entonces se posicionó en la puerta de salida y le impidió el
paso.
—Es una hora tardía para salir de la protección de estos muros —le dijo.
A Nicholas le importaba muy poco esa circunstancia. Iba a coger la montura
que le había prestado el laird McGregor, e iba a regresar a Ruthvencastle
donde le esperaba su carruaje y los dos sirvientes que lo acompañaban—. Te
perderías antes de llegar al siguiente poblado —le informó Fearghas.
Serena reaccionó al fin.
—¡Sassenach! —le gritó—. Las humillaciones que tengas a bien
decirme, las puede escuchar mi padre y todos los que están aquí.
Nicholas se giró hacia ella.
—¿Humillaciones? —preguntó atónito.
Samuel se había quedado dormido sobre su hombro. Brandon se levantó
de la silla, caminó hacia él, y le tendió los brazos para que se lo diera.
—Está agotado —le dijo Brandon—. Yo lo sostendré mientras hablas
con mi hija.
Nicholas dudó, pero al mirar el rostro decidido de su suegro, le entregó
el niño que no se despertó con el cambio de brazos. Brandon regresó a su
lugar y se sentó con el pequeño sobre su regazo. Serena miraba la escena
frente a sus ojos de forma crítica. Nicholas separó las piernas, y puso las
manos en jarra sobre sus caderas.
—No pienso hablar contigo delante de todos —afirmó con el mentón
apretado.
Serena se plantó frente a él.
—Y yo no pienso sufrir una sola vez más el castigo de tus palabras —se
defendió.
—Ignoro a qué te refieres —le espetó él.
Black estaba disfrutando mucho con la incomodidad del forastero, pero
en los ojos de ella veía algo que el estúpido no apreciaba: verdadero
sentimiento.
—¿Has hablado con mi primo el duque? —le preguntó ella.
Nicholas afirmó con la cabeza.
—¿Y entonces? —insistió.
—Ya te he mencionado que no pienso hablar delante de todos.
Brandon bajó los ojos porque su hija era pésima negociando. Estaba en
clara ventaja, pero no sabía verlo.
—Hija, ve a hablar con tu esposo a otra estancia —le aconsejó el padre
—. Si cuando terminéis las negociaciones no estás de acuerdo con ellas, el
sassenach no saldrá vivo de estos muros.
Brandon le había hablado en gaélico, y fue como un pistoletazo de
salida: todos tomaron la vez para aconsejarla, y Serena se agobió mucho.
—Es que no quiero darle esa ventaja —dijo en un susurro.
—Mira a tu alrededor —la voz de Brandon era ardiente—. Aquí todos te
protegemos, y la ventaja la tienes tú.
No hizo falta que le dijera nada más. Serena se levantó al fin y le hizo un
gesto con la cabeza a Nicholas para que la acompañara. Él, lo hizo renuente
porque no le gustaba en absoluto las miradas de los hombres. Tenía muy
claro que a una palabra de ella, su vida valdría menos que una mota de polvo.
Serena lo llevo a la alcoba que ocupaba durante su estancia en
Knockfarrel, pero no cerró la puerta. Al ver sus intenciones, Nicholas la cerró
por ella. Serena se veía incómoda, fuera de lugar, porque estaba claro que
conversar con él era lo último que deseaba.
—¿Qué haces aquí?
—Venir a buscarte.
—¿Hablaste con mi primo? —volvió a preguntarle.
—Sí —afirmó Nicholas que apoyó la espalda en la puerta.
Serena se preguntó si ese gesto era una medida disuasoria o intimidante.
—¿Y? —lo animó ella.
—No voy a cumplir sus términos —confesó al fin.
Serena parpadeó varias veces.
—Entiendo —¿había hecho un viaje tan largo solamente para decirle
que no iba a pagarle las cincuenta mil libras que le había prometido?
—¿Piensas que no valgo ese dinero? —le preguntó con mirada que
quemaba.
—No es eso, Serena —comenzó él—. Ahora todo ha cambiado.
—¿Qué ha cambiado? —le preguntó ella.
Los ojos de Nicholas se clavaron en su vientre.
—Que estás encinta.
A ella se le hicieron nudos las entrañas.
—En Lumsdale Falls no te importó, y me echaste a la calle.
—Me equivoqué —contestó serio.
Serena parpadeó confundida.
—¿Qué te equivocaste? —gritó ofendida hasta la médula.
Ella había pasado por un infierno, y ahora le venía con esa excusa.
Nicholas supo que no lo estaba encarando bien. Se masajeó el cuello que lo
sentía muy tenso.
—Me centré tanto en Samuel que me olvidé de mí mismo.
—Pero fuiste a mí a quien dejaste en la calle —le reprendió vengativa.
—Mi comportamiento ha sido execrable.
—Lo ha sido.
—Y por eso he venido hasta este remoto lugar perdido para pedirte
perdón.
Serena entrecerró los ojos.
—¿Vienes a pedir mi perdón para no pagarme las libras que acordamos?
—No estoy hablando de dinero, Serena.
Ahora se cuadró con lo que su vientre fue más visible.
—¿Y de qué hablamos entonces?
—De perdón y de nuevas oportunidades.
—No pienso perdonarte todo el sufrimiento que me has causado —le
reprochó dolida.
—¿Ni por nuestro hijo?
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, pero giró la cabeza a tiempo
para que no la viera.
—Te haré saber el lugar donde me encuentro para que te encargues de
que no le falte de nada —citó echándole en cara sus palabras.
—No estoy hablando de libras —siguió él.
Serena respiró profundo.
—Pero es que yo sí hablo del dinero que me debes, y quiero hasta la
última libra.
Nicholas la miró duro.
—No te creía tan mercenaria.
¿Se atrevía a insultarla?
—Ni yo tan falto de palabra y de honor.
Los dos se lanzaban puñales, salvo que los de Serena eran más certeros.
—Me equivoqué, Serena, ya te lo he mencionado.
—¿Y porque te equivocaste pretendes dejarme sin lo que me merezco?
—¡Me quedaré en la ruina! —exclamó Nicholas.
Serena no podía comprenderlo. ¿Por pagarle cincuenta mil libras se iba a
quedar en la quiebra
—¿Qué excusa es esa?
Nicholas abandonó su lugar en la puerta, y caminó hacia ella.
—Podría hacer frente al pago de cien mil libras si vendo Lumsdale Falls
porque no dispongo de ese dinero en efectivo —Nicholas tomó aire—, pero
tendría que irme con Samuel a vivir a la casa de Londres, pero no podré
hacerlo porque será tu residencia oficial —continuó él—. Y apenas me
quedaría dinero para vivir con la renta de diez mil libras anuales que tendría
que pasarte…
Serena lo miró atónita. ¿Había dicho cien mil libras, además de la casa
de Londres, y una renta de diez mil libras anuales? ¡Ella creía que hablaban
de cincuenta mil libras! Pensó en su primo Justin, y sonrió.
—Veo que te place suponerme en la ruina —masculló apesadumbrado.
Ahora veía la ventaja que le decía su padre. ¿Le habría contado el duque
lo que había negociado para ella?
—No sabía que eras tan pobre —lo hostigó burlona.
—Es difícil hacer frente a un pago tan elevado cuando tengo problemas
con uno de mis negocios que me está provocando infames pérdidas.
—Lumsdale Falls vale más de cien mil libras —dijo ella pensativa.
—Podría obtener por ella diez veces más, pero a largo plazo. Las prisas
siempre son negativas para una venta, además, me resisto porque es la casa
de mis ancestros.
Serena sabía que tenía la sartén por el mango, y pensaba disfrutar de
verlo agobiado, como ella lo había estado anteriormente.
—¿Y qué me ofreces a cambio?
—Que regreses conmigo.
Serena sintió deseos de reír.
—En vez de cien las mil libras, una casa en Londres, y una renta de diez
mi libras anuales, me ofreces que regrese contigo —dicho así parecía en
verdad patético—. ¿Te estás burlando de mí? —Serena lo vio apretar los
labios.
—Que haya llegado hasta este lugar debería indicarte otra cosa.
—¿Qué temes quedarte en la ruina? —le preguntó sarcástica.
—Me merezco esas palabras.
Desde luego que se las merecía, pero ella quería verlo sangrar.
—No voy a regresar contigo —le dijo ella—, pero voy a mostrarme
magnánima.
Nicholas no sabía lo que venía a continuación.
—¿Vas a ser magnánima?
—Aceptaré Lumsdale Falls como pago, y consideraré que nuestra deuda
ha sido saldada —Nicholas parpadeó atónito—. Podrás vivir en la casa de
Londres, pero Samuel se quedará conmigo.
CAPÍTULO 47
—Lumsdale Falls es tuyo —aceptó Nicholas.
Esa respuesta la dejó sin capacidad de reacción. ¿Cedía en sus
proclamas tan rápido?
—¿Lo dices en serio? —preguntó extrañada.
Nicholas no quería pelear con ella, además, Serena parecía olvidar que
estaba embarazada de su hijo, la casa y toda su fortuna iba a ser su herencia
de todos modos.
—Acepto tu reclamación y me mudaré a Londres en breve.
Serena no podía creerlo.
—¿Así tan fácil? —le preguntó con voz atónita.
Él, la miró perplejo.
—¿Qué esperabas? —desde luego que ella no esperaba esa rendición
que le sabía a derrota—. Pero Samuel no es negociable porque es mi sobrino.
Serena tenía que pensar, estaba segura de que había algún fallo que se le
escapaba en esa concesión.
—Por él te casaste conmigo —le recordó Serena.
—Y por él te perdí —admitió Nicholas—. Pero de su educación tengo
que encargarme yo como tutor, aunque le dejaré pasar contigo largas
temporadas. Sé que te quiere y que te necesita.
Serena temía moverse o hablar porque todo le parecía irreal. ¿Tan rápido
lo había vencido? Ella estaba acostumbrada a peleas mucho más largas y
descarnadas, sobre todo con su padre.
—¿Hablas en serio? —volvió a preguntarle.
—¿Qué otra opción me dejas? —inquirió él—. No deseas regresar
conmigo, y no puedo hacer frente al resarcimiento económico que me pides.
—Pensaba que te resistirías más —admitió en voz baja.
—Soy un hombre inteligente —le dijo—, sé cuando tengo que retirarme.
—¿Cómo en un duelo? —lo provocó ella.
Nicholas sonrió sin humor.
—Ahí tiraría a matar —contestó serio—. Pero tú no eres un enemigo a
batir —le confesó—. Y luego está tu padre, tu primo, y quién sabe cuántos
hombres más para velar por tus intereses.
—¿Cómo Black McGiver?
El rostro de Nicholas se transformó.
—Esa es una pregunta mal intencionada —respondió serio—. Pero soy
consciente de que he cometido tantos errores contigo, que he perdido el
derecho a reclamarte nada sobre ello —sus palabras la sobrecogieron—. Te
eché de mi vida, justo es que recompongas las tuya como mejor creas.
Serena no estaba acostumbrada a hombres como Nicholas, y por cierto
que la aventajaba en astucia y estrategia porque ella ahora mismo se
encontraba perdida en esa parte de la negociación.
—Como no puedo divorciarme, no puedes volver a casarte —le trajo a
colación ella.
Había algo oculto en la aceptación de Nicholas, pero ignoraba el qué.
—Lo sé.
—¿Y no te importa?
Nicholas descendió la mirada del rostro de ella a su vientre.
—Ya tengo heredero —respondió en un tono neutro.
—O heredera —lo rectificó.
—No voy a pelear contigo, Serena, eres mi esposa, serás la madre de mi
hijo, y dispondrás del uso y disfrute de todos mis bienes como si estuvieras a
mi lado.
A Serena le provocaba recelos tanta aceptación.
—Es que no me creo este cambio de actitud por tu parte.
Ya lo suponía él, pero Serena ignoraba que si aceptaba Lumsdale Falls
viviría en Inglaterra, cerca de Samuel, y no en las Tierras Altas. Él tendría
mucho tiempo para preparar un acoso y derribo para llevarla de nuevo a su
terreno. Si ella se quedaba en Escocia, eso sería imposible.
—En Lumsdale Falls te dije palabras muy duras, y que no te merecías.
—Sí, lo hiciste.
—Y por ello te pido perdón ahora —Serena parpadeó incómoda porque
no estaba acostumbrada a que se disculparan—, y espero algo parecido por tu
parte.
Nicholas hizo una alzamiento de cejas como para animarla.
—A diferencia de ti yo no he hecho nada por lo que deba pedir
disculpas.
—Si me hubieras dicho que no eras huérfana... —ella lo interrumpió.
—No te habrías casado conmigo.
Esa era una vedad aplastante.
—Habría escogido otra muchacha de Lammermuir —reveló él.
De pronto, y de forma inesperada, la visión de Nicholas haciéndole el
amor a Roslyn o a Megan le encendió la sangre en las venas. Sintió ira y
dolor en el mismo porcentaje. A Nicholas no le importaría que ella rehiciera
su vida con otro, pero desde luego que a ella sí le importaba que él lo hiciera
con otra.
—Tengo que pensar —susurró queda.
Nicholas avanzó un paso hacia ella que no retrocedió. Siempre le
asombraba su capacidad para no mostrar flaqueza.
—Ya te he dicho que tendrás Lumsdale Falls.
Pero es que la casa no era suficiente para ella. Serena quería más, lo
quería todo: al conde de Blakwey. En su estancia en las Tierras Altas había
tenido mucho tiempo para pensar. Gozar de la hospitalidad en Knockfarrel le
había enseñado muchas cosas, la primera, que ella también pertenecía a esas
tierras, y que la sangre era más espesa que el agua. Había estado tantos años
enfadada con su padre, que había hecho sufrir a su madre un martirio aunque
sin ser consciente. Recordaba vívidamente la bofetada que le dio en
Lumsdale Falls cuando se despidió de ella, y entonces Serena comprobó que
le había roto el corazón a la persona más importante de su vida. En ese
momento culminante, y de decisiones transcendentes, había querido arreglar
los asuntos con Nicholas antes de hacerlo con su madre, pero su esposo había
cambiado esa circunstancia al presentarse en las Tierras Altas. Ella detestaba
Ruthvencastle porque lo sentía como una prisión y no un hogar, pero en
Knockfarrel había aprendido a valorar otras muchas cosas: su familia, su
matrimonio con Nicholas, el pequeño Samuel.
Además, Morgana le había abierto un apetito que desconocía que
tuviera, el poder. Su padre le había dicho que en el futuro lideraría al clan
McGregor, y ella lo estaba valorando seriamente.
—¿Qué estás pensando?
La voz de Nicholas le llegó lejana, y le costó un tiempo regresar de ese
lugar donde consideraba los pros y contras de aceptar el encargo de su padre.
Primero tenía que hablar con su hermano, quería conocer de su boca que él
lideraría a los McGiver, después… Serena miró a Nicholas, después tendría
que lograr que él quisiera acompañarla en esa aventura.
—Regresaremos a Ruthvencastle —le dijo de pronto.
—Fearghas cree que es demasiado tarde para hacerlo ahora.
Era verdad. Aunque los acompañaban los hombres de su padre, era ya
de noche, y los caminos peligrosos, además estaba el pequeño Samuel.
—Lo haremos a primera hora de la mañana.
—¿Eso quiere decir que tendré que dormir de nuevo en el banco del
salón? —la pregunta de Nicholas tenía un deje de frustración.
Serena lo miró con un brillo caliente, y un amago de sonrisa.
—También puedes dormir en el establo, aunque te recomiendo que si lo
haces no te acerques a mí por la mañana —Nicholas la miró en silencio,
esperando que ella se retractara de su sugerencia—. Acompáñame, le
daremos la noticia a mi padre.
—¿Qué noticia? —quiso saber.
—Que finalmente he aceptado.
Nicholas creyó que se refería a Lumsdale Falls, pero se equivocaba.
***
La mirada del padre cuando ella le comunicó su decisión, habría
despertado una pelea entre ambos tiempo atrás porque Brandon tenía la
capacidad de molestarla cuando la miraba condescendiente, o cuando le
ofrecía esa mueca burlona con los labios.
Morgana no se lo puso tan fácil, porque antes de que partieran, mantuvo
una conversación privada con ella y el laird McGregor. Al escuchar su
petición, Brandon montó en cólera, y Fearghas tuvo que sacarlo de la estancia
antes de que le retorciera el cuello a la anciana, pero Serena se quedó con
ella, se lo debía. Durante semanas había gozado de su hospitalidad, de su mal
genio, de sus malas caras, escupitajos, y un largo etc., pero ella creía
comprenderla. Era una mujer que sabía enfrentar las dificultades y liderar a
unos hombres que la seguirían hasta la muerte. Le mostraban respeto, la
obedecían, y ella había aprendido de sus decisiones con el consejo de
ancianos, de su capacidad para elegir lo mejor para su clan. Morgana le había
abierto los ojos, y la había lanzado a un mundo salvaje, hostil, y del que no se
creía capaz de resistir, pero lo haría, como líder del clan McGregor.
Y entonces Serena hizo lo mismo que su abuelo y su padre en el pasado,
y también su hermano Ian, aceptó prometer a una futura hija a los McGiver.
¿Si lo había aceptado su cuñada Mary, por qué no ella?
—¿Y qué dirá el sassenach cuando lo sepa? —le pregunto la mujer.
El acuerdo era verbal pero Morgana lo quería por escrito. Fuera se
escuchaban los gritos del padre de ella, y a Fearghas que trataba de calmarlo.
—Mi hermano y yo cumpliremos los acuerdos que mi padre y mi tía
obviaron, cuando le explique a Nicholas las razones, lo aceptará.
Morgana sabía que la muchacha no le mentía, y se alegró del tiempo que
había dedicado a instruirla y prepararla porque había logrado de ella que
acepara liderar a los suyos, así su nieto quedaba libre para liderar a los
McGiver.
—¿Y si no lo hace?
—Lo hará, porque al echarme de su vida perdió todo poder sobre mí.
La anciana hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—En dos semanas nos encontraremos en Ruthvencastle —le anunció
con voz aguda—. Prepara al laird, y a tu esposo.
CAPÍTULO 48
El viaje de Knockfarrel a Ruthvencastle lo hicieron padre e hija en
silencio. Nicholas llevaba en la montura a Samuel que disfrutaba de la
cabalgata ajeno a las dificultades de los adultos. Kendrick precedía la marcha
seguido del laird, le seguía Nicholas con Samuel, tras el esposo iba Serena, y
Banner cerraba la comitiva.
Cuando Serena salió de hablar con Morgana, la mirada que le dedicó el
padre fue de pesadilla. Nicholas no entendía qué había ocurrido, pero estaba
tan pendiente de la comodidad de su sobrino que apenas prestaba atención a
nada.
Y durante el recorrido, Serena comenzó a hacerle preguntas a Banner
sobre el clan, sobre Beinn Dearg, el consejo, y Banner la complació. Cuando
llegaron a las puertas de Ruthvencastle Serena tenía una idea bastante
completa del clan McGregor y su funcionamiento que era exactamente igual
al de los McGiver. En el patio de armas los recibieron los dos sirvientes que
habían acompañado a Nicholas y que esperaban su regreso, y, para sorpresa
de Serena, también estaban Ralph, el mayordomo, y su esposa Emmy, la
cocinera, además de las dos criadas que había contratado su cuñada Mary
cuando se desposó con Ian. La enorme chimenea del salón de recepciones
estaba encendida, y de las cocinas emanaba aroma a lechón asado que le
provocó un hambre canina.
—¡Lady McGregor! ¡Lady McGregor! —Emmy corría a su encuentro
con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Está sana y salva! —exclamó la mujer.
Serena se dejó abrazar y le devolvió el beso que recibió.
—He vivido muchas aventuras, Emmy, ya te contaré con más
tranquilidad.
La mujer miró su vientre y rompió a llorar.
—¡Oh, mi niña! ¿Qué le hicieron?
Brandon la reprendió porque estaba ofreciendo un espectáculo
lamentable delante de los invitados, y ella le dedicó una mirada que habría
hecho temblar a un titán. Estaba claro como el agua que el laird estaba
terriblemente enfadado, y Serena conocía el motivo: el acuerdo que ella
pretendía firmar con Morgana McGiver.
—Tiene el baño listo —le dijo Emmy—. La doncella la ayudará.
Serena le tendió la mano a Samuel que se alejó del tío para seguirla.
—Bajaremos a cenar cuando estemos listos —le dijo al padre y al
esposo.
Brandon hizo arreglos para que se quedaran Kendrick y Banner en el
castillo, pero los dos rehusaron porque deseaban regresar a Beinn Dearg,
aunque aceptaron quedarse para el almuerzo. Nicholas necesitaba un baño
con urgencia y mudarse de ropa. Sabía que Samuel estaría muy bien atendido
por Serena, y por eso no se preocupó. Con el olor del asado se le hacía la
boca agua.
Una de las doncellas lo llevó a la habitación de invitados que también
tenía la chimenea encendida y una bañera preparada. La muchacha le dijo que
Ralph subiría para ayudarlo, pero él respondió que no sería necesario, que
uno de sus sirvientes podría hacerle de ayuda de cámara.
La criada le hizo una reverencia y se marchó.
Horas después, y cuando todos estaban sentados en larga mesa del
comedor de Ruthvencastle, Brandon taladró con la mirada a su hija que lo
ignoraba a propósito. Estaba hecho una furia. ¿Cómo iba a cometer Serena el
mismo error que su padre y su abuelo? ¿Cómo se atrevía a desafiar la
autoridad del padre de la criatura no nacida al desdeñarlo en el acuerdo?
¿Qué se habían dicho esos dos en la intimidad de Knockfarrel para la
transformación que había sufrido su hija? Brandon conocía las intenciones
del inglés, pero en absoluto conocía las de Serena, y ese desconocimiento lo
exasperaba.
—¿Le has hablado a lord Worthington, conde de Blakwey, de tus
intenciones?
Serena bajó los parpados. Que su padre mencionara el título de su
esposo era una clara indicación de que buscaba bronca, y ella no quería
romper la armonía familiar… fue pensar en esa frase, y soltar una ligera risa
pues en la mesa estaban los hombres de su padre: dos gigantes de aspecto
fiero, el laird de Ruthvencastle, la esposa repudiada, y el sassenach, cada vez
le gustaba más esa palabra. ¿Qué le había hecho pensar en la palabra familia
para describir a ese conjunto anacrónico de personas alrededor de una mesa?
Ralph estaba colocando en el centro el rico asado, y ello evitó que le
respondiera. Como señora del castillo en ausencia de su madre, ella les hizo a
los comensales un gesto con la cabeza para que comenzaran a comer.
Nicholas no paraba de mirarla, y ella le sostuvo la mirada, se había cambiado,
y estaba muy elegante. Ella se había puesto uno de los vestidos de su madre
porque no le cabía ninguno propio debido al embarazo. Su padre vestía el
tartán McGregor bajo el kilt y la camisa clara.
—Dime, ¿se lo has dicho? —insistió Brandon.
Serena terminó por soltar un suspiro.
—No hay nada que decir —respondió en voz baja.
Ahora no tenía tan claro que excluir a Nicholas de las negociaciones con
los McGiver fuera una buena idea. Pero él se había desentendido de su
embarazo en Lumsdale Falls, aunque ahora en las Tierras Altas quisiera
firmar un armisticio. Estaba hecha un lío, sobre todo cada vez que el posaba
su mirada en ella.
¡La de cosas que le hacía sentir!
—¡Serena, por San Andrés! —exclamó el padre—. No le hablo a uno de
los muros de Ruthvencastle sino a mi hija.
Ella regresó de sus pensamientos.
—Tengo claro que está decidido a crear problemas, bien, desde ya le
digo que mi hermano y yo cumpliremos los acuerdos que usted y tía Violet
incumplieron —le espetó la hija al padre, un segundo después giró el rostro
hacia su esposo—. Ya lo sabes Nicholas.
El conde miró perplejo los tiras y aflojas entre padre e hija.
—¿Qué acuerdo? —preguntó el conde.
—¡Ahhh! Pero si no se lo has contado —se burló Brandon.
Serena inclinó el rostro para que su padre no viera cuánto la molestaba
que la hostigara.
—Es costumbre en las Tierras Altas prometer a las hijas con los clanes
aliados.
Banner y Kendrick carraspearon a la vez.
—Pero no con cualquier clan —dijo Banner muy suave.
—Te tendría que sentarte sobre mis rodillas y darte la azotaina que te
mereces por obstinada —la amenazó el padre.
Serena hizo algo propio en ella, tiró la servilleta con ira sobre la mesa en
un intento de calmar las ansias que sentía de lanzarle un plato de asado a la
cabeza de su padre.
—Sus acciones pasadas nos condicionan a mi hermano y a mí misma en
el presente, ¿hace falta que se lo recuerde?
Le echó en cara.
—Si tu esposo fuera escocés lo entendería —le recriminó el padre con el
tono y la mirada—, pero por Dios que tiene algo que decir al respecto.
—¿Qué acuerdo? —volvió a preguntar Nicholas.
Ni padre ni hija lo miraron, estaban demasiado absortos laminándose
con la mirada mutuamente.
—Si Serena alumbra una niña —comenzó a decir Brandon—, será
prometida al clan McGiver porque ella así lo ha decidido —Nicholas miró a
su esposa con ojos entrecerrados—. Por supuesto en contra de mi voluntad y
de todo el clan McGregor.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Nicholas.
—Que por lealtad debería prometerla al clan McGregor —aclaró
Banner.
Nicholas comenzaba a entender. ¿Había prometido Serena a la hija de
ambos sin consultarle? ¿Y si no tenían una hija?
—¿Con qué autoridad has hecho algo así? —le preguntó a ella.
Serena dejó de mirar al padre para mirar al esposo.
—Con la de esposa repudiada e hijo al que no le faltaría de nada siempre
que me mantuviera lejos de ti y de Lumsdale Falls, ¿lo has olvidado querido
esposo? —ahí estaba la venganza de Serena, se dijo Nicholas, esa que
esperaba y que no sabía cuándo iba a llegar—. Te recuerdo que me dejaste
sola y desamparada.
Que le recordara eso en la mesa, y delante de invitados, lo molestó.
—Pero no puedes tomar una decisión tan importante sin consultarme —
su tono fue conciliador a pesar de las circunstancias.
Serena bufó de forma poco femenina.
—Pensabas divorciarte de mí y me dejaste en la calle —exclamó ella sin
controlar la voz ni la mirada—. No tenía casa, ni libras... —calló un momento
—. ¿Y tienes el descaro de reclamarme decisiones?
Brandon veía dolor en la mirada de su hija y lamentó sus palabras, pero
estaba tan furioso con las manipulaciones de Morgana sobre sus hijos, que
sentía ganas de golpear algo. Además, no era correcto que el inglés ignorara
los acuerdos que estaba formalizando Serena sobre su hija nonata.
—Es mi deber informarte que antes de casarte eras dueña de tu propia
casa, y de tu propia herencia gracias a tu abuelo Álvaro.
Serena miró a su padre interrogante.
—¿El abuelo Álvaro?
—Sí —reiteró el otro—, te dejó una propiedad muy cerca de Zambra,
además de una pequeña fortuna en reales.
Serena sintió que el corazón se le encogía. ¡Era dueña de una casa y
tenía dinero propio! Un resquemor le subió desde el estómago hasta la
garganta y le estalló en cielo de la boca. Un segundo después le lanzó una
copa de vino a su padre que la esquivó con soltura. Nicholas miró a su
esposa pasmado, estaba claro que no era la primera vez que Serena le lanzaba
algún objeto a su padre con intenciones poco amistosas, pero, ¿por qué
motivo lo permitía él?
—No le perdonaré esto. ¿Tengo mi propia herencia y no me lo dijo?
Brandon soltó un suspiro largo.
—Pensaba decírtelo, pero todo se complicó, y tuve que esconderte.
—Encerrarme —lo corrigió.
Brandon decidió sincerarse con su hija de una vez por todas.
—Había reunido las libras que mi padre le debía a los armígeros
Duncan, pero los McQueen escucharon que los Duncan pensaban hacer
efectivo el convenio que tu abuelo Álvaro pactó con ellos, y decidieron
cobrarse el acuerdo que yo había contraído y que no cumplí porque me
enamoré de tu madre —le confesó.
—¿Para los Duncan y los McQueen yo era el premio? —preguntó la hija
en voz baja.
—Pero no podías mostrar paciencia ni obedecer una sola de mis
órdenes, ¿verdad? ¡Yo te estaba protegiendo! —bramó el padre.
Serena apretó los labios. Todo eso ya lo conocía, pero en cambio
Nicholas no, y los miraba a ambos cada vez más inquieto.
—Por ese motivo Ian y yo cumpliremos los acuerdos pactados por
nuestro abuelo e incumplidos por nuestro padre —afirmó Serena.
—¡Hija! No puedes decidir por tu esposo —le dijo Brandon.
—No, no puedes decidir por mí —reiteró Nicholas.
Serena estaba cansada. Era una muchacha fuerte, pero estaba encinta.
Habían cabalgado desde muy temprano en la mañana, se había ocupado del
pequeño Samuel, y no tenía fuerzas para seguir discutiendo. Empujó la silla
hacia atrás con fuerza, y se levantó.
—Idos los dos al infierno —le dijo al padre y al esposo.
Un segundo después se marchó del comedor sin mirar atrás.
—Es demasiado irascible —dijo Nicholas dejando también la servilleta
sobre la mesa.
El asado estaba muy bueno, mucho más con el hambre que traía, pero la
discusión entre padre e hija había logrado que no disfrutara en absoluto.
—Me irrita su genio, me desquicia la pasión que le pone a todo, pero es
un justo castigo porque es igual a mí —admitió el padre resignado.
—Hablaré con ella —se ofreció Nicholas.
—No te servirá de nada —afirmó el padre.
—Estoy convencido de ello, pero al menos lo intentaré.
Suegro y yerno no se dijeron nada más. El conde se disculpó, y se retiró
a la estancia que le habían destinado, el laird se quedó hablando con sus
hombres, y dándoles indicaciones antes de que se marcharan a Beinn Dearg.
CAPÍTULO 49
Serena había evitado a Nicholas en el desayuno, pero no pudo hacerlo en
el jardín posterior del castillo, ¿cómo sabía dónde encontrarla? ¡Claro, su
padre!
—He mantenido una conversación muy interesante —le dijo cuando
llegó hasta ella.
Serena cogió el cesto de hierbas aromáticas, y lo levantó, en dos pasos
dejó de pisar el huerto. Ese trabajo le correspondía a Emmy, pero estaba muy
mayor para acuclillarse y recoger las hierbas para las cocciones.
—¿Con mi padre? —preguntó de pasada.
—Con Ralph.
Ella lo miró curiosa.
—¿Con el mayordomo de Ruthvencastle?
—Ni te imaginas lo que he aprendido sobre vuestras costumbres gracias
a él.
—¿Nuestras costumbres? —le preguntó irónica.
Nicholas le quitó el cesto para llevarlo creyendo que pesaba más.
—Los clanes, los pactos, acuerdos, consejo… la lista es interminable.
—¿Piensas establecerte aquí en las Tierras Altas y por eso estás
aprendiendo a conocerlos? —claramente bromeaba.
—Ahora entiendo por qué motivo debes ser la líder del clan —reveló él
con cierta admiración en sus ojos azules—. Por cierto, ¿por qué motivo no
hay una palabra en femenino para laird? —era la primera vez que Serena
pensaba en ello—. Rey, reina, duque, duquesa, conde, condesa, laird…
Ella lo cortó.
—Líder —señaló con voz alta y clara.
—Era solo una curiosidad —le dijo tierno.
A ella la descolocaba su actitud pues no sabía qué pensar al respecto.
—Mi hermano Ian será laird de los McGiver cuando llegue el momento
—le aclaró ella sin un parpadeo—, y yo lo seré de los McGregor.
—Pero tu hermano es también McGregor —le recordó él.
—No tenemos la misma madre —le aclaró.
—¿Cuándo tendrías que ocuparte del clan?
Serena meditó durante unos segundos.
—Cuando muera mi padre.
A Nicholas le gustó esa respuesta porque el laird McGregor era un
hombre de gran fortaleza física y de notable salud.
—Para eso aún faltan muchos años —respondió pensativo.
—No, si yo le arranco la cabeza antes —murmuró la hija.
Nicholas la escuchó, y, a continuación soltó una carcajada.
—Al principio creí que de verdad odiabas a tu padre —comentó
mirando un punto indeterminado del patio—, pero eso es imposible porque
eres igual a él.
Serena se giró de golpe y lo taladró con la mirada.
—¿Deseas nublarme el soleado día?
—Sabes que tengo razón —insistió—, y por eso albergo esperanzas
contigo.
—¿Es un jeroglífico?
Nicholas estaba disfrutando como hacia tiempo que no lo hacia. Al
despertarse, escuchó el trino de los pájaros, y sintió una paz increíble. Estaba
alejado de los problemas de Londres, y creyó que podría aclimatarse sin
problema al clima del norte. Serena parecía que odiaba a todos, pero sobre
todo a su padre, y, en esos días, tan lejos de todo lo que conocía, había
comprendido que era una coraza que protegía su corazón, porque era
indudable que los amaba de forma completa. Serena era una muchacha
increíble, lo había visto con sus propios ojos en Knockfarrel cuando le
hablaba con respeto a una mujer, que según el padre no lo merecía porque era
una arpía taimada que hacía y deshacía a su antojo.
—No me guardas rencor, ¿verdad?
Por primera vez Serena no se escudó en su genio, ni usó el ataque como
protección.
—Me costó lo mío, créeme —admitió sincera—, pero cuando entendí
tus razones, se diluyeron las mías.
—¿Y qué razones entendiste?
Serena suspiró suave.
—Lo que mi padre te explicó en Lumsdale Falls sobre mi futuro en las
Tierras Altas —le aclaró—. El laird McGregor puede ser muy persuasivo, y
no dudo que te llenó de la cabeza de motivos para que me concedieras la
libertad, aunque bien diría que me empujaste a obtenerla, y con malas
argucias.
El corazón de Nicholas latió a un ritmo más rápido al escucharla.
—¡Regresa conmigo, Serena! —le imploró él—. Vuelve a Lumsdale
Falls con Samuel, conmigo, al menos hasta que tengas que ocuparte de tu
clan.
Ella lo miró con un brillo extraño.
—¿Qué me estás ofreciendo que ya no tenga?
Serena recordaba perfectamente que ahora disponía de una propiedad
suya y de nadie más gracias a su abuelo el conde, y de una pequeña herencia
a la que sumaría las cinco mil libras que el primo Justin le había obsequiado
por su matrimonio, y las multiplicaría. Gracias a Morgana había aprendido a
doblar cada libra. ¿Por qué su madre no le había enseñado todo eso? Se
preguntó, y un segundo después se respondió así misma que Marina Del
Valle era una noble a la que su padre habría protegido y mantenido apartada
del clan, de las costumbres y decisiones que debía tomar.
—Me estoy ofreciendo a mí mismo —respondió él.
Esa respuesta no se la esperaba.
—Solo regresaría por un motivo —admitió Serena.
Nicholas no se tenía por un hombre estúpido, y creía entender lo que ella
necesitaba.
—¿Regresarías por amor?
Serena casi da un traspié al oírlo, pero se controló. La voz de Nicholas
había cambiado, su mirada también, y, el tacto de sus dedos en su brazo para
detener la marcha, los sentía como hierros candentes.
—¿Y tú me lo preguntas?
La mirada de Nicholas la abrasaba.
—¿Qué nombre le pondrías al hecho de que esté en tus tierras, te hable
de entregarte mi hogar, e incluso a mi propio sobrino? —Serena se lamió el
labio inferior—. Samuel fue el motivo de buscarte, y quiero que sea la razón
de que te quedes.
Serena no pensaba ponérselo tan fácil. Había deseado durante muchos
días escuchar esa declaración que le parecía incompleta.
—¿Me amas, Nicholas?
El conde soltó un suspiro largo.
—Cuando vi a Black tocarte, deseaba arrancarle las entrañas y cocinar
haggis con ellas.
Serena hizo una mueca al escucharlo. Se estaba adaptando muy bien al
lenguaje de las Tierras Altas.
—Eso puede ser un sentimiento de posesión, pero no de amor —
respondió muy suave.
Nicholas hizo como si no la hubiera escuchado.
—Pero luego comprendí que quería tu felicidad por encima de la mía, de
la de él, de la de todos, y aceptaría lo que tú escogieras —¿todo eso había
pensado Nicholas? Se preguntó ella—. ¿Qué nombre le podrías a lo que me
haces sentir? —ella no podía responderle.
—Y por eso la emprendiste a golpes con él —lo acusó.
—Puede dar gracias de que no tenía un arma a mano —respondió
sincero.
Ella lo había provocado, y se merecía esa respuesta.
—Parece que te llevas muy bien con mi padre.
Nicholas se dijo que Serena escurría el bulto.
—Y esa circunstancia debería alegrarte —contestó, pero ella seguía en
un silencio que le pesaba—. Necesitas tiempo para pensar en mi proposición,
lo entiendo, y estoy dispuesto a esperar.
No necesitaba tiempo, pero iba a tomárselo porque lo había pasado muy
mal, y porque quería que él le dijera que la amaba. Ese era el quid de la
cuestión. Serena se había enamorado casi desde el mismo principio del conde
de Blakwey. Iba a responderle cuando escuchó la voz de su madre en el
interior del salón. Se le aceleró el pulso, se le encogió el estómago. Tenía que
hablar con ella, y los dioses se la enviaban.
Le sonrió a su esposo con un cariño que no iba dirigido a él sino a su
madre.
—Está bien —le dijo sin un parpadeo—. Estaremos un tiempo en
Ruthvencastle, y después te daré una respuesta.
A Nicholas le parecía un trato justo.
—¿De cuánto tiempo hablamos? —quiso saber él.
—Hasta el nacimiento de nuestro hijo.
Ahora parpadeó incrédulo.
—Para eso faltan varias semanas —argumentó.
Serena hizo un encogimiento de hombros.
—Bienvenido a las Tierras Altas…
CAPÍTULO 50
—Bueno, ya me tienes aquí —dijo Marina Del Valle a su esposo
mientras se quitaba la capa de viaje—. ¿Qué asunto de vida o muerte tengo
enfrentar o resolver? Porque tu mensaje fue en extremo alarmante, y te
recuerdo que la salud de Mary sigue siendo delicada, y no tengo intención de
ausentarme mucho tiempo de Deveron House.
Brandon miró a Marina, y la deseó como nunca en su vida. Se moría por
besarla, por estrecharla entre sus brazos y hacerle el amor como un loco.
¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que compartieron
intimidad? Meses, unos meses largos y fríos.
—Te amo —le dio de improviso.
Marina apretó los labios al escucharlo.
—¿Y para eso me has hecho venir desde Edimburgo?
Brandon se la comía con los ojos.
—Tenemos visita —respondió.
Brandon trató de controlar la emoción en su voz.
—Ya he visto el carruaje en el patio —respondió ella—. ¿De quién es?
¿Y por qué se necesita mi presencia en Ruthvencastle?
—¡Madre!
Marina estaba de espaldas a la ventana que daban al jardín, por ese
motivo no había visto a Serena que caminaba hacia el salón, ni que cruzaba la
puerta de acceso. Al escuchar su voz, su corazón se detuvo, se giró
lentamente, y clavó los ojos en el rostro de su hija, después descendió la
mirada hacia su vientre abultado. Se llevó la mano a la boca, quizás para
ahogar un grito de espanto o de alegría.
—¡Serena! —logró exclamar.
El inglés la seguía de cerca, y Marina no supo qué pensar. ¿Qué hacía un
noble de su talante en un lugar tan remoto como Ruthvencastle? Y por su
aspecto parecía que no había dormido bien en días.
—Te creía en Norfolk —dijo cuando se recuperó de la sorpresa de ver a
su hija en avanzado estad de gestación.
Serena se había acercado mucho, estaba apenas a un paso de su madre,
pero no se lanzó a besarla porque se sentía cohibida.
—Quiero hablar con usted —respondió la hija.
Serena tuvo que respirar profundo para recuperarse de la impresión que
había recibido.
—Acompáñame, Nicholas —dijo Brandon de pronto—, te enseñare los
dominios de Ruthvencastle.
El conde accedió, Serena debía hablar con su madre, y tenía mucho que
decirle. Cuando se quedaron a solas, Serena se permitió la debilidad de llorar
en público. Marina sufrió otra conmoción todavía mayor porque su hija jamás
lloraba, no pedía disculpas, y nunca olvidaba, ni perdonaba. Su corazón de
madre se enterneció al contemplar su aflicción.
—Mi vida, ¿qué te sucede?
Esa pregunta fue lo que necesitaba Serena para lanzarse a los brazos
amados y buscar su consuelo.
—¡Perdóneme, madre! ¡Perdóneme todo el daño que le he causado!
Marina la abrazó fuerte al mismo tiempo que lloraba con ella.
—¡Todo eso ya está olvidado! —exclamó sin rencor alguno en la voz.
Serena se admiraba de la capacidad de clemencia que tenía su madre.
—Estaba tan rabiosa con padre, tan llena de despecho, que no pensé en
usted cuando vi la oportunidad de vengarme de él.
—Tu padre te quiere —la calmó la madre—. Todos te queremos.
Y Marina pasó a explicarle a la hija el intento de asesinato por los
armígeros Duncan que mantuvo entre la vida y la muerte a su padre. Le contó
que había perdido la memoria, y la capacidad de moverse con soltura, y que
por ese emotivo no habían podido ir a buscarla, porque ni ella ni su hermano
sabían donde encontrarla. Le reveló, que después de recuperar la memoria,
Brandon había recorrido durante meses todos los rincones de las Tierras
Altas.
No la habían encontrado porque estaba en Norfolk. Pero todo eso ya lo
sabía porque se lo había contado el duque de Arun, sin embargo, la escuchó
atenta.
—Tu padre tiene un carácter difícil, obstinado… como tú.
—Ignoraba por qué motivo me encerraba.
—Ya conoces al laird McGregor, no es ducho en palabras tiernas ni en
acciones mesuradas.
Serena podía aceptar el agobio de su padre ante los problemas
económicos que lo acuciaban, pero seguía sin comprender por qué motivo
nunca le había pedido ayudada a su tío en vida, o a Justin en el presente.
—Fui una hija horrible y llena de resentimiento.
—Calla, Serena, porque por mi parte ya está olvidado —siguió
consolándola la madre—, y presumo que por parte de tu padre también.
Y durante mucho tiempo madre e hija estuvieron abrazadas la una a la
otra y llorando al unísono. Un par de horas después, Emmy les llevó una
bandeja con té y bollitos de mantequilla. Serena entonces comenzó a
explicarle sus aventuras en Mòrpradlann junto a Sienna. El incendio que le
costó la vida a la mujer, su huida hacia Lammermuir donde la acogieron
porque Sienna había hecho arreglos con la directora. Le habló de la visita de
Nicholas buscando una esposa huérfana para ayudarlo en la crianza de su
sobrino. Llegados a ese punto, Marina le preguntó por qué motivo aceptó su
propuesta de matrimonio cuando no tenía ni la edad ni la madurez para
hacerlo, y mucho menos sin estar enamorada. Serena le contó que ella estaba
decidida a tener una vida mejor porque no soportaba el frío de Escocia, y que
Ruthvencastle era todo menos un hogar. Y le reveló que Nicholas le ofreció
Lumsdale Falls donde sería la gran señora con una lista de sirvientes
interminables. ¿Qué mujer en su sano juicio despreciaría una oportunidad
así?
Marina le hizo ver que desear comodidades no era suficiente motivo
para contraer matrimonio. Y Serena la contradijo porque Nicholas
representaba la libertad de la esclavitud que ella había vivido en
Ruthvencastle.
Marina era capaz de entender lo que su hija trataba de explicarle, sobre
todo porque había visto con sus propios ojos lo feliz que era en Inglaterra.
Serena también le habló de las semanas que había pasado en
Knockfarrel con Morgana. Marina le preguntó el motivo para que fuera a ese
lugar tan horrible, y entonces la hija le explicó las dificultades que habían
surgido con el esposo gracias a la visita de ellos a Lumsdale Falls. Suavizó
bastante las broncas que había tenido con Nicholas porque no quería que su
madre le cogiera inquina. Le reveló que terminó rogándole ayuda al duque de
Arun, y que Justin le pidió que hablara con ella, a lo que Serena accedió, por
ese motivo había llegado hasta Ruthvencastle, pero se encontró el castillo
vacío, y su desolación aumentó. Los hombres Duncan aprovecharon que no
había nadie para secuestrarla, pero que el acto vil lo impidieron los hombres
McGiver.
Marina sentía deseos de persignarse a medida que escuchaba todos y
cada uno de los avatares por los que había pasado su pequeña en todo ese
tiempo. Serena también le contó que había decidido aceptar el reto de ser la
líder de los McGregor, siempre que Ian le asegurara que él no lo haría.
—¡Pero esa decisión te liga a las Tierras Altas! —exclamó la madre
realmente sorprendida por la confesión de la hija.
Serena era consciente. Ella que tanto había despreciado su lugar, ahora
lo aceptaba, y se dijo que su padre debía de estar encantado, y además
deseoso de echarle en cara todos y cada uno de los juramentos que había
lanzado en el pasado.
—Nicholas quiere que viva tranquila en Lumsdale Falls hasta que padre
ya no pueda liderar a los McGregor, y, para que llegue ese momento, todavía
falta mucho tiempo porque padre es fuerte y goza de buena salud.
Marina parpadeó para barrer el brillo de las lágrimas porque ya había
derramado demasiadas.
—¿Estás segura, Serena? —le preguntó la madre.
Le reveló también que conocía la herencia que le había dejado el abuelo
Álvaro.
—Siempre has deseado vivir en mi tierra, junto al tío Lorenzo.
Sí, porque ella adoraba el sol andaluz y las fértiles tierras de Zambra.
Todavía no había hablado con Nicholas sobre visitar a menudo el reino de
España, tampoco le había dicho de forma clara las intenciones que tenía de
regresar con él, Serena pretendía atormentarlo un poco más, hasta arrancarle
la confesión que esperaba.
—Cuando llegue el tiempo, mi hijo será grande, y podrá ocuparse del
condado de Blakwey, y Nicholas y yo regresaremos a las Tierras Altas.
—Deberías hablar con los McGregor y tantear si ellos estarán de
acuerdo con todas esas decisiones —Serena no había pensado en ello—. ¿Y
si tienes una hija?
Nicholas necesitaba un heredero, y ella estaba dispuesta a concebirlo
porque ello la uniría al destino de su esposo y a Lumsdale Falls de forma
irremediable.
—Ian y yo vamos a cumplir con los acuerdos que padre y tía Violet
incumplieron.
Y lo harían después de cumplir primero con los McGiver.
—Y yo que pensaba pasar mis últimos años en un lugar soleado y
tranquilo como Zambra —murmuró Marina.
—¡No se lo permitiré! —exclamó Serena—. Ni padre tampoco.
Marina miró a su hija con atención.
—¿Piensas que sería capaz de marcharme ahora que me necesitarás
tanto tú como mis nietos? —Serena terminó por ofrecerle una sonrisa grande
y emotiva—. ¿Piensas que voy a permitir que ese rudo escocés que tienes por
padre los controle?
Serena soltó una carcajada.
—Pero es mi mayor deseo que viva conmigo en Lumsdale Falls rodeada
de las comodidades que se merece —Serena no había hablado de ello con
Nicholas, pero se dijo que no podría negarse—. No se quedará aquí en
Ruthvencastle.
Marina se dijo que no importaba donde viviera si sus hijos eran felices.
—Ya hablaremos de eso más adelante —le dijo la madre—. Ahora
vamos a prepararte la estancia de Ian y Mary para ti y para tu esposo porque
es más espaciosa y soleada. El pequeño Samuel puede ocupar la tuya.
Ese era un inconveniente que Serena no había previsto. Por supuesto que
su madre pensaba que todo estaba solucionado entre ella y Nicholas, y se
mordería la lengua antes de admitir lo contrario.
—Estoy grande, pesada, y me molesta todo —Serena trajo a colación su
embarazo para evitar contarle a su madre que todavía no había resuelto todos
los asuntos con su esposo—. Y no deseo arrebatarle la alcoba a mi hermano
porque esté casada. Porque si fuera al contrario, me parecería muy injusto.
—¿No deseas dormir junto a tu esposo?
Serena no sabía cómo salir del lío en el que se había metido ella solita.
—Ahora me molesta todo —le explicó—. Hasta el sonido de una
respiración. Prefiero dormir en mi alcoba, y que Nicholas lo haga en la
habitación de invitados.
Marina entrecerró los ojos, pero no dudó de la palabra de su hija.
—Está bien, como desees, ahora ordenaré al carruaje del duque de Arun
que regresen a Deveron House después del almuerzo.
Serena recordó algo de pronto.
—¿Qué le ha sucedido al tío Lorenzo? —le preguntó.
Marina respiró hondo y soltó el aire lentamente.
—Que se casó por el rito católico y escocés.
Serena parpadeó estupefacta.
—¿Con una mujer escocesa? —preguntó la hija.
—Con apenas una muchacha —reveló la madre—. Madre mía, Serena,
una huérfana sin preparación y forastera como condesa de Zambra.
La mente de Serena era un hervidero de especulaciones. Su tío había
decidido no casarse tras perder a su prometida, al menos eso le había contado
su hermano cuando regresaban de una visita a Zambra.
—¿Cómo se llama la mujer, o la muchacha que ha desposado mi tío?
Marina volvió a respirar. Tenía que decírselo, aunque obviaría contarle
el ataque perpetrado al orfanato por el clan proscrito, esa información debía
desgranársela su hermano Ian, que la conocía de primera mano.
—La muchacha se llama Roslyn McAvoy…
CAPÍTULO 51
Serena se puso de parto antes de tiempo, y coincidió con la llegada de
Morgana a Ruthvencastle con sus hombres para firmar el acuerdo. Ella había
tenido varias conversaciones con Nicholas sobre lo beneficioso que sería
respetar los acuerdos si ella tenía que liderar en el futuro a los McGregor.
Nicholas no estaba muy contento, pero había aceptado que ella regresaría a
Lumsdale Falls, y que le daría el heredero que necesitaba el condado si lo que
alumbraba finalmente era una niña.
Como faltaban todavía unas semanas para el parto, no habían preparado
nada, pero Brandon había solventado esa dificultad yendo él mismo en busca
del doctor McLean.
Marina le recriminó a su esposo que la hija de ambos se había puesto de
parto antes de tiempo por su culpa, por llevarla a conocer los dominios de los
McGregor incluido Beinn Dearg sin tener en cuenta que era una muchacha
embarazada de su primer hijo. Durante días había ido de un lugar a otro sin
que al resto le importara en absoluto su salud, y su bienestar.
Morgana, al contrario de todos, estaba satisfecha, se dijo que el
inminente nacimiento era una ocasión perfecta para concretar el acuerdo.
Marina quiso echarla con cajas destempladas de Ruthvencastle ante su
indiferencia al sufrimiento de su hija que gritaba en las estancias superiores.
Ante la tardanza del médico, y llena de impotencia, Marina le pidió
ayuda a Morgana para que la asistiera en el parto, la mujer accedió. Mientras
tanto, Nicholas esperaba agobiado en el gran salón, Fearghas trataba de
animarlo con la mirada, igual que el resto de la servidumbre que traían a
menudo licor y té para todos.
—Serena es una muchacha fuerte —dijo Fearghas en un intento de restar
tensión al momento.
Nicholas se paseaba inquieto frente al hogar encendido.
Arriba, en las estancias superiores, Marina discutía con Morgana que
tenía un punto de vista muy diferente de cómo se debía encarar un parto, y
Serena maldecía por todo.
—¡Le arrancaré los ojos a ese malnacido! —exclamó Serena cuando
Morgana la obligó a levantarse del lecho.
—No seas quejica y coopera en traer tu hijo al mundo —la hostigó la
anciana.
Serena estaba empapada en sudor, y con cada dolor sentía que la partían
en dos. Ella no iba a pasar por lo mismo una segunda vez.
—Apenas tiene fuerzas para mantenerse en pie —argumentó la madre
con energía.
Morgana la miró con ojos entrecerrados. Como le gustaría apretar el
cuello de la sassenach con fuerza hasta que expulsara el último aliento.
¿Cómo se atrevía a darle órdenes a ella?
—De pie el bebé descenderá mejor —contestó firme.
Las doncellas traían agua hirviendo y lienzos limpios. La parturienta
aprovechó que estaba de pie para soltar una serie de improperios que la
dejaron sin fuerzas. Su madre pensó que así era ella, Serena había venido al
mundo gritando, e iba a traer a su hijo de la misma forma. Marina rompió uno
de los lienzos, enrollo un trozo y se lo puso a su hija en la boca.
—Cuando venga otra oleada de dolor, aprieta el trapo pero no malgastes
fuerzas gritando. No querrás que los hombres piensen que estamos
destripando un cerdo en vez de traer un hijo al mundo.
Marina miró a su madre con los ojos abiertos de par en par, a ella le
importaba bien poco lo que pensaran esos desgraciados que hacían sufrir a las
mujeres.
—¡Juro que le sacaré las ojos a Nicholas si vuelve a acercárseme!
—Pues bien que has disfrutado de sus atenciones libidinosas.
Ahora miró a Morgana que se limitaba a dar órdenes a diestro y
siniestro, y lo siguiente que hizo fue escupir en la chimenea ardiente. Su
madre la reprendió, pero en ese tira y afloja con Morgana, la parturiente no
pensaba en el dolor.
—¿Por qué está la chimenea encendida? —preguntó mientras se
masajeaba los riñones.
Serena pensó que iba a cocerse con tanto calor.
—La habitación tiene que estar caliente para cuando tu hijo haga su
entrada en el mundo.
La muchacha volvió a cerrar los ojos cuando un nuevo dolor la taladró
desde el vientre hasta el pecho. Creyó que iba a desmayarse. Escuchó que su
madre volvía a discutir con Morgana, y les gritó a ambas.
Marina maldijo las Tierras Altas porque todo estaba lejos de todo. No
había doctor, ni comadrona, si el parto se complicaba, su hija y su bebé
podrían morir, fue pensarlo y sentir escalofríos. Cuando el doctor llegó dos
horas después, Serena había alumbrado a un varón de casi seis libras de peso,
gracias a Dios que se había adelantado el parto, porque de nacer en su
tiempo, Marina dudaba que su hija lo hubiera conseguido. Cuando Serena
tuvo a su bebé en brazos, todo el sufrimiento pasado se esfumó en un
segundo. Fue mirarlo, y sentir un profundo amor por él.
Morgana estaba muy decepcionada porque era niño y no niña lo que
había nacido en Ruthvencastle, con lo que el acuerdo quedaba pospuesto. Y
Marina le agradeció la ayuda prestada, aunque la mujer se había limitado a
impartir órdenes a ella y al servicio, pero su nieto había nacido bien, y eso era
lo único que importaba.
Las doncellas lavaron a la parturienta que estaba tan agotada que solo
quería dormir, Marina lavó a su nieto y le puso la camisa de batista en color
claro que le había cosido y bordado días atrás. También le había
confeccionado un diminuto kilt con los colores McGregor, había sido una
debilidad, y, durante los siguientes minutos, lo vistió con mimo.
Morgana seguía los movimientos de la abuela con atención.
—Debes presentarlo al laird —le dijo a Marina.
—Es costumbre en mi reino que el padre suba a la alcoba para ver a su
esposa y conocer a su hijo.
Morgana farfulló.
—Mira a tu hija, ¿crees de verdad que tiene ganas de visita?
Marina miró a Serena que se había quedado dormida. El parto había sido
largo y doloroso porque, aunque le bebé había nacido antes de tiempo, era
bastante grande. Finalmente hizo caso de Morgana. Envolvió a la criatura en
el tartán del abuelo, y bajó con el niño al salón donde esperaban los hombres.
Cuando cruzó la puerta, todo quedó en silencio, no se escuchaba ni el sonido
del vuelo de una mosca. Caminó directamente hacia Nicholas, y le mostró al
bebé.
—Mi hija a alumbrado un varón, lord Worthington, aquí tiene al
heredero del condado de Blakwey.
Ralph y Emmy rompieron en aplausos como el resto de la servidumbre.
Brandon les pidió whisky y cerveza para celebrarlo. Cuando Marina le
entregó el bulto, Nicholas lo tomó con sumo cuidado. Era perfecto, de rostro
redondo, y la pelusilla que cubría su cabeza era completamente blanca.
—Es hermoso —balbuceó emocionado.
Durante las horas que había durado el parto, Nicholas pensó en
demasiadas cosas, y ninguna agradable. Había llegado a creer que perdería a
Serena, y el corazón se le llenó de un dolor como no había conocido nunca.
Si ella le faltara, Nicholas querría morir, y entonces se dio cuenta de cuánto la
necesitaba y quería.
—¿Puedo ya conocer a mi nieto? —preguntó Brandon impaciente.
Pero Nicholas ya no soltó a su hijo, caminó directamente hacia el laird
para mostrárselo. Marina lo seguía de cerca.
—Junior, te presento a tu abuelo.
Brandon lo miró perplejo.
—¿Qué nombre es ese para un primogénito?
Marina temía lo que vendría a continuación, pero entonces Nicholas
sonrió, así que lo estaba provocando, se dijo la mujer. Brandon quería
sostenerlo, pero Nicholas no pensaba dejárselo, por eso Marina decidió
intervenir. Se acercó a los dos, y destapó el tartán para que Brandon viera el
kilt que le había confeccionado con tanto cariño.
—¡Ahhh! ¡Es un auténtico escocés! —exclamó orgulloso.
Nicholas deseó bajarles los humos soberbios.
—El heredero de Blakwey, mi hijo —presumió.
Morgana miraba la escena con las cejas alzadas. Ahí estaban el abuelo y
el padre cacareando como gallos en un corral.
—Lo llevaré con la madre —dijo Marina.
Nicholas puso al bebé en brazos de la abuela.
—¿Cuándo podré verla? —preguntó ansioso.
Marina iba a decirle que esperara un tiempo hasta que a Serena se le
olvidara el mal trago que había pasado alumbrando al hijo de ambos porque
podría perder los ojos, pero se abstuvo.
—Ahora está descansando, ha pasado por una dura prueba.
El abuelo brindaba con los hombres de Morgana, incluso le ofreció una
copa de whisky, pero la mujer se limitó a rechazarlo. Cuando el laird se lo
reprochó, Morgana escupió en el fuego. Marina decidió dejar a los escoceses
en el salón pues ella prefería quedarse con su hija, y con su precioso nieto.
***
Cuando Serena abrió los ojos, Nicholas estaba sentado a su lado
mirándola.
—Es un niño precioso —fue lo primero que dijo.
Serena trató de moverse, y se quejó. Sentía como si le hubiera pasado
por encima un carruaje de seis caballos.
—No quiero más tragos como este —fue la respuesta que le ofreció.
Nicholas terminó por sonreír de forma franca.
—¿Y la niña que necesitamos para cumplir los acuerdos?
Ella lo miró enojada.
—Es el momento más apropiado para que me recuerdes mis palabras.
Nicholas cogió la mano de ella, y se la besó.
—Soy el hombre más feliz del mundo, pero he pasado mucho miedo.
Serena lo observó sorprendida. ¿Había pasado miedo?
—¿De qué tenías miedo?
Nicholas no soltó su mano.
—De perderte.
—Solo es un parto —se atrevió a decir emocionada.
—Cada segundo allí abajo, era un paso hacia el cadalso —confesó con
el rostro muy serio—. Estaba aterrado, sentía escalofríos, y una angustia
indescriptible.
—Entonces casi lo has pasado tan mal como yo…
Nicholas no pudo responderle porque lady McGregor venía acompañada
de su sobrino Samuel. Caminó hasta la pequeña cuna, y destapó el tartán para
que el niño conociera a su primo.
—Ven, pequeño Samuel —lo llamó Marina.
El niño caminó hasta ella, y subió a la cama no sin cierta dificultad.
Nicholas seguía sin moverse del lado de ella. Marina había cogido al bebé de
la cuna y se lo llevó a su hija, cuando lo dejó en sus brazos, Samuel se sentó
en cuclillas para verlo mejor.
—¿Qué te parece tu primo? —le preguntó—. Es un poco pequeño, pero
crecerá, ya lo verás, y será tu mejor amigo. Casi puedo asegurar que seréis
más hermanos que primos —aventuró.
Samuel le mostró una sonrisa que enterneció el corazón de Serena.
—Cuando me reponga, regresaremos a Lumsdale Falls —le dijo tanto al
esposo como al sobrino.
—Ya lo estoy deseando —confesó Nicholas—. Porque tu padre es
implacable, como todo en las Tierras Altas.
Serena miraba embelesada a su primogénito. Era tan perfecto, que sentía
ganas de llorar. Y pensó en Roslyn y en su tío Lorenzo, y deseó para ellos la
misma paz y felicidad que disfrutaba en ese momento.
«Mi mejor amiga casada con un conde, como siempre había soñado», se
dijo Serena para sí misma. «Y no uno cualquiera. Nada más y nada menos
que el conde de Zambra, mi tío». Con el último pensamiento lanzó una leve
carcajada.
—¿Por qué ríes? —le preguntó Nicholas.
Los ojos de Serena brillaban.
—Porque mi mejor amiga se ha convertido en mi tía —susurró.
Nicholas no conocía al tío ni a la mejor amiga de Serena, pero se alegró
de verla tan feliz. Marina había regresado a la alcoba de su hija para llevarse
al esposo y al sobrino. Serena tenía que alimentar a su hijo, y luego
adecentarse y bajar al gran salón porque acababan de llegar los guerreros
McGregor para conocer al heredero, y brindar con el laird la buena nueva.
CAPÍTULO 52
Mansión Lumsdale Falls, Norfolk, Inglaterra
Nicholas se despertó cuando el dedito gordo de un pie se movió por el
interior de su boca. Con la lengua lo empujó hacia afuera. Abrió los ojos y
comprobó que las cortinas estaban abiertas, y que el brillo de la luna
iluminaba la alcoba donde dormía con Serena. A ella le gustaba la luz, y por
eso no cerraba las cortinas por la noche.
Nicholas Keith Worthington, su primogénito de seis años, dormía a
pierna suelta en el lateral de su lecho, pero al revés: con la cabeza mirando
hacia los pies. Se giró con cuidado, y se tropezó con otros piececitos, eran los
de su hija Rosa Constance de cuatro años. La pequeña estaba atravesada en
los almohadones, y tenía los dedos enrollados en el cabello de su madre,
como era su costumbre. En medio de él y de Serena dormía Samuel de ocho
años, y sujetaba con cuidado al más pequeño de todos los Worthington que
dormía plácidamente con una pierna sobre la cadera de su madre, y la otra
sobre la de su primo. Como el pequeño Ian Lawrence solo tenía dos años,
estaba claro que había sido Samuel quien lo había sacado de su cuna para
llevarlo con ellos.
A Nicholas no le gustaba la costumbre que tenían los niños de
abandonar sus propios lechos para dormir en el de los padres, pero la culpa la
tenía Serena que era demasiado condescendiente.
—Ayúdame a llevarlos a sus camas.
Nicholas la había sujetado del brazo para despertarla. Serena lo hizo
protestando.
—¡Nicholas! ¿Y para eso me despiertas? —le preguntó en voz baja al
mismo tiempo que desenrollaba los deditos de la pequeña Constance de su
cabello—. Ya sabes que es una tontería porque volverán a venir.
—¡No es correcto que duerman en nuestro lecho! ¡Míralos!
Serena se reincorporo un poco, y contempló cómo dormían de placido
los cuatro. Sonrió sin querer.
—Duermen felices —respondió al mismo tiempo que quitaba la pierna
del pequeño Ian de la cadera de Samuel y lo giró hacia ella.
—Esto tiene que terminar de una vez —le advirtió Nicholas que sujetó a
su primogénito con cuidado de no despertarlo para llevarlo a su propia
alcoba.
Nicholas hizo cuatro viajes para acostar a cada uno de sus hijos y
sobrino en sus respectivos lechos, cuando regresó y se introdujo de nuevo en
la cama, Serena estaba prácticamente dormida, pero se giró hacia él buscando
su calor.
—De verdad que esto debe de terminar —siguió Nicholas, y en su tono
se apreciaba una advertencia.
Serena sonrió de forma más amplia.
—No le des tanta importancia.
—No podemos dormir los seis en el lecho —susurró enfadado y cansado
al mismo tiempo.
Acababan de llegar de un largo viaje pues habían pasado una larga
estancia en Ruthvencastle. Los niños habían disfrutado mucho con los
abuelos, sobre todo con los mimos de Ralph y Emmy.
—Necesitamos un lecho más grande —bromeó ella que se le había
pasado el sueño gracias a su esposo gruñón—. Ya sabes que los niños se han
acostumbrado a dormir con nosotros porque en Ruthvencastle hace
demasiado frío, y no tengo corazón para negarles el calor de nuestros
cuerpos.
—Necesitan comprender que ya son mayores para dormir con los
adultos.
—Necesitamos una cama más grande —repitió ella.
Nicholas la atrajo hacia su pecho, y la encerró entre sus brazos.
—Me gusta dormir a solas contigo —le informó besando su cuello
satinado.
—Tenemos que comprar un lecho más grande.
Nicholas se impacientó.
—Deja de repetir eso, no vamos a comprar un lecho más grande. Los
niños aprenderán a dormir en sus camas.
Serena se dijo que había llegado la hora de sorprender a su esposo.
—Estoy de nuevo encinta —le susurró al oído.
Nicholas se apoyó en el codo, y la miró con sorpresa, un segundo
después la besó en la boca de forma profunda. Serena se dejó besar, sobre
todo porque le encantaba todo lo que venía después.
—¡Por San Jorge! Espero que no sea otra niña —le dio sin dejar de
besarla.
—¿Por qué? —quiso saber ella.
—Porque no quiero más acuerdos con clanes.
Nicholas tenía muy presente los acuerdos que Serena tenía que cumplir
con los clanes de las Tierras Altas.
—¿Decías en serio lo de acondicionar Ruthvencastle? —le preguntó
muy interesada—. Mi madre agotó su herencia en reformarlo, y ya has
comprobado lo poco que ha servido porque sigue tan frío como siempre.
—Estoy ganando mucho dinero con la naviera, y pienso que si en el
futuro tenemos que pasar largas temporadas allí, es justo que lo
acondicionemos para nuestra comodidad.
—Estás ganando mucho dinero con la naviera gracias a mi primo el
duque y sus contactos —le recordó ella.
Era cierto, Nicholas era consciente de la ventaja de estar casado con una
dama tan bien relacionada como su esposa. Todavía sentía emoción cuando el
duque de Arun, ahora su primo por esponsales, organizó un evento en
Londres donde invitó a toda la nobleza del reino, incluso asistió la corona. En
la fiesta, Serena y él estuvieron arropados por duques de Arun, el marquesado
de Whitam, el condado de Zambra, y quedó plantado el nuevo estatus que
ambos disfrutarían desde ese momento y en el futuro. Atrás había quedado
olvidado su reputación como matanobles, y Serena le había dado una lección
soberbia a la hija del marqués de Bell, y de otras snobs como ella.
—Estoy decidido a dejar Ruthvencastle tan confortable y cálido como
Lumsdale Falls —afirmó mientras acariciaba la cadera de su esposa—. Voy a
lograr que esos cuatro tunantes no abandonen sus propios lechos para meterse
en el nuestro.
—Me encanta dormir con ellos.
Nicholas ya lo sabía, y sonrió complacido. No había niños más felices y
malcriados que los suyos por culpa de los padres de ella, y por la propia
Serena.
—Ya me gustaría que nuestros hijos se metieran en la cama de tus
padres ya que tanto los consienten.
Serena no pudo ocultar una carcajada. La relación problemática de sus
padres en el pasado se había arreglado al fin, aunque Marina se lo hizo pagar
muy caro al laird de Ruthvencastle. Durante meses había mantenido una
postura inamovible, pero Brandon había derribado todas y cada una de las
defensas que Marina levantaba frente a él. Ahora parecían una pareja de
recién casados, y por eso entendía el comentario de Nicholas sobre que los
niños comenzaran a dormir en el lecho de los abuelos.
—¿Eres feliz de ser de nuevo madre? —le preguntó sujetándola de la
barbilla.
Serena estaba muy hermosa. Había madurado, y Lumsdale Falls
resplandecía con ella y con los hermosos hijos que le había dado.
—¿Sabes? Pienso superar a la duquesa de Arun que le ha dado siete
hijos a mi primo Justin —respondió acariciando el torso duro de su marido.
Nicholas se mantenía en perfecta forma física. Tres hijos y un sobrino
requerían mucho esfuerzo, y no menos paciencia.
—¡Por Dios que me estás asustando! —el tono de voz de Nicholas
desmentía sus palabras.
—Además, el parto de Constance y del pequeño Ian, fueron mucho más
fáciles que el parto de nuestro primogénito.
Nicholas la miró con adoración.
—Deja de hablar y bésame —pidió el esposo.
Y Serena se entregó a ello, pero lo que Nicholas ignoraba, era que ella
había encargado una cama el doble de grande que la que ocupaban al mejor
ebanista de Londres. Esperaba con ansia el momento que la viera su esposo,
iba a sufrir una conmoción.
—Te amo lairda mía.
Esa palabra inventada por él se había convertido en un adjetivo cariñoso,
y que le decía a menudo cuando se sentía feliz, estaba claro para Serena que
la noticia de su nuevo embarazo lo había complacido, y le encantaba
escuchárselo decir.
Los dos se fundieron en un abrazo como si fuesen uno solo.
EPÍLOGO
—Capitán Bumblebee —lo llamó el segundo de abordo—. Los
prisioneros ya están distribuidos en las bodegas del barco —el capitán
terminó de anudarse el lazo que sujetaba su cabello castaño claro—. Pero la
dama no está muy de acuerdo con la decisión, y pide ocupar un camarote
acorde a su rango y necesidades.
Ya podía imaginarlo. Que su barco se encontrara con El Despiadado,
había sido un golpe de suerte, sobre todo con el botín que guardaba en el
interior de sus entrañas.
—¿Tratas de decirme que no le gusta compartir espacio con el pescado
seco? —se burló mientras se arremangaba las mangas de la camisa hasta el
codo—. Igual prefiere compartir espacio con los piratas capturados.
—Esa parte de la bodega huele especialmente fuerte —aclaro el otro.
—¿Peor que los portugueses? —preguntó el capitán—, permíteme que
lo dude.
—Mathew y yo podríamos compartir camarote —le sugirió el hombre.
El capitán alzó las cejas y miró atónito a su segundo de abordo.
—La mujer y su criada se quedarán en la bodega —afirmó mientras
comenzaba a caminar hacia proa.
—Pero capitán —el oficial lo interrumpió.
—En esa parte de la bodega están a salvo —respondió—, y no tengo
nada más que decir al respecto.
—¡Capitán! —exclamó el vigía—. ¡Barco a estribor!
El capitán caminó a grandes zancadas hacia el puente, se asomó por la
barandilla, y se fijó en la bandera del barco que se aproximaba a gran
velocidad.
—No lleva bandera pirata —dijo el segundo de abordo que lo había
seguido en la carrera.
El capitán apretó los labios y mantuvo el silencio. Estaban en aguas
portuguesas, y no dudaba de que el barco navegaba en auxilio del
Despiadado al que remolcaban.
—Cortad los amarres del Despiadado, lo dejaremos a la deriva y en la
línea de su rumbo —ordenó a uno de los marineros.
—Pero capitán, perderemos las ganancias de su venta.
—Lo sé, no obstante, ganaremos en velocidad —explicó el capitán—, y
ahora es lo más importante.
—¿Viramos? —preguntó otro de los marineros.
El capitán hizo un gesto afirmativo.
—Pondremos rumbo a Roques de Anaga.
El segundo de abordo masculló al escucharlo.
—Roques de Anaga es un punto peligroso para la navegación —le
recordó el hombre—. Las corrientes marinas y a los bajíos han provocado
varios naufragios.
Esa era una formación rocosa sumergida compuesta de dos islotes. Uno
de ellos era de mayor tamaño y el más cercano a tierra. Bumblebee tenía
pensado dejar El Caronte a buen resguardo, y aprovecharían la bajamar, que
era cuando el islote se encontraba unido a la tierra por una fina lengua de
arena, para entrar en la isla donde tenía uno de sus refugios.
—Conozco Roques de Anaga —explicó el capitán—. Allí podremos
resguardarnos y abastecernos.
Los marineros miraron fijamente a su capitán. Su experiencia como
marino estaba más que demostrada pues había participado en la carrera de
indias logrando una gran fortuna gracias a la inversión de los beneficios que
obtenía. El capitán Bumblebee había participado en intervenciones de otros
reinos apresando piratas y destinando los buques que capturaban para su
venta. Su nombre ya alcanzaba fama y prestigio, además, su elevada estatura
y su enorme atractivo físico, lo envolvían en un halo de romanticismo. Su
nombre iba acompañado de leyendas que lo relacionaban con islas remotas,
tesoros ocultos, y amores tórridos e ilícitos que habían provocado duelos y
muertes de los que había salido victorioso.
Su participación en la carrera de indias había comenzado cinco años
atrás, periodo en el que fue dueño y capitán de la fragata Osado, navío con el
que navegó desde el puerto de Dover hasta el de La Habana. Esa misma ruta
la había realizado en diferentes ocasiones. Sus conocimientos sobre los
medios de transporte y de las mercancías exportadas le permitían escoger la
bandera sobre la que quería navegar.
—¿Y qué pasa con la demanda de la prisionera? —insistió el segundo de
a bordo.
El capitán miró al marinero con ojos entrecerrados.
—Me ocuparé de la dama cuando hayamos dejado atrás el peligro.
***
Blanca Beresford ya no estaba asustada, todo lo contrario, estaba
enojada. Su doncella le había aconsejado que mostrara mansedumbre, que
contuviera la lengua, pero ya no era posible. El Diablo Negro, el velero de su
abuelo John, había sido capturado con ella a bordo. Su padre y abuelo habían
creído que el viaje que ella tenía que realizar hasta el reino de España para
formalizar su compromiso matrimonial con el heredero de Marinaleda, iba a
ser más seguro por mar, pero los dos se equivocaron. Cuando bordeaban la
costa de Portugal fueron interceptados por un navío pirata portugués, que
hizo prisioneros a todos los ocupantes. El precioso velero de tres mástiles
terminó hundido en el fondo del mar, y los pasajeros junto con el capitán
fueron capturados. Los piratas iban a pedir por ella un suculento rescate, pero
lo harían desde Port Royal que era una de las mayores guaridas piratas de
todo el Caribe, y donde los bucaneros se sentían a salvo.
Blanca había temido por su integridad física, sin embargo, y para
sorpresa suya, el pirata Da Silva conocía a su familia materna, sobre todo a su
tío, el duque de Alcázar, y convenció a sus hombres de que ella valía más
viva que muerta. El Despiadado se encontraba camino de Port Royal cuando
fue interceptado por otro navío mucho más ligero, El Caronte, ella volvió a
ser apresada, pero en esta ocasión por un pirata de las colonias.
¿Cómo podían capturarla dos veces?, se preguntó. Blanca era consciente
de que podía ser un jugoso botín como heredera, y porque su linaje como
descendiente Lara era de los más importantes del reino de España. Blanca
maldijo al destino que la había puesto en manos de corsarios ávidos de oro,
porque mantener la soberbia cuando estaba en juego la propia vida, resultaba
temerario además de una pérdida de tiempo, pero ella no podía evitarlo
porque había sido educada desde la cuna para mostrar la flema de la estirpe
Lara, y, aunque la despellejaran viva, aunque la colgaran de los pulgares del
palo de mesana, Blanca iba a portarse como la dama que era. No pensaba
mostrar mesura en las palabras ni prudencia en los actos, sobre todo desde
que la habían encerrado en ese estrecho habitáculo. Los gruesos barrotes que
la separaban de la libertad protegían tanto la comida como la pólvora.
Era la segunda vez que la apresaban, y se juró que sería la última.
—¿Mi humilde hospitalidad no se merece un agradecimiento?
Blanca se giró de golpe. Había estado las últimas dos horas cuidando a
su doncella enferma. Ella estaba acostumbrada a navegar con fuerte
marejada, pero Martha no. Cuando clavó la mirada en el corsario que tenía
frente a ella, su corazón sufrió un sobresalto. El hombre era muy alto y
corpulento. A pesar de la escasa luz que había en la bodega, pudo distinguir
el brillo de sus ojos color ámbar: un color muy extraño para un pirata.
Llevaba el cabello recogido en una coleta, y, a pesar de la barba castaña que
cubría la mitad de su rostro, se veía muy apuesto. Vestía camisa clara, y había
enrollado las mangas hasta los codos en un gesto despreocupado. Sus fuertes
piernas estaban enfundadas en un pantalón negro muy ajustado, y un fajín
rojo sobre la cintura sujetaba la espada y el puñal a su estrecha cadera.
—Mi doncella no resistirá el viaje encerrada aquí abajo —le dijo con
voz suave, pero firme—. Ni yo tampoco.
La voz de ella era suave, aterciopelada, con una tonalidad que le gustaba
mucho al capitán que se acercó todavía más a los toneles de agua. La mujer
quedó a escasos pasos: los separaba únicamente los barrotes que protegían la
pólvora. Plantada frente a él, y mirándolo de forma insolente, tenía a una de
las herederas más codiciadas del reino de España. Él conocía la fama de su
tío, el duque de Alcázar, también conocía a su padre, el hijo menor del
marqués de Whitam. Si no hubiera escuchado a su doncella llamarla por su
nombre: lady Beresford, no la habría reconocido. ¿Cuántos años habían
pasado desde la última vez que la vio, diez, doce?, se preguntó. ¿Y qué mujer
en el mundo podía llamarse Blanca teniendo un cabello tan negro como el ala
de un cuervo, una piel tan fina como el alabastro, y unos ojos del color del
cielo en verano? Solo ella.
—Eres una prisionera —le dijo con voz ronca—, y, aunque seas valiosa,
esta será tu estancia hasta que lleguemos a tierra.
Los hombros de Blanca se tensaron cuando él le mostró la llave que
cerraba los barrotes, y que tenía anudada en una cinta a la cadera.
—Deduzco que me conocéis —se negaba a devolverle el favor del tuteo
—, y que me encerráis para protegeros de mí —lo provocó.
El capitán sonrió, y el corazón de Blanca latió más lentamente. Era el
pirata con la sonrisa más bonita que había visto nunca.
—Tal parece. ¿Quién no conoce al temido y despiadado Alonso de Lara,
duque de Alcázar? —respondió él—. Y no dudo que si Da Silva te apresó, es
porque esperaba obtener por ti un gran botín en oro.
La vio alzar la barbilla y entrecerrar los ojos.
—Soy inglesa —le informó con voz controlada—. Mi padre es inglés.
Blanca valoró que sería menos valiosa si la creían la hija de un lord
inglés que la sobrina de un duque español pues su tío tenía sobrados
enemigos de uno a otro confín del reino, pero el pirata la conocía, y jugaba
con ventaja.
—Eres demasiado exótica para ser inglesa —contestó con una mueca
burlona que sacó a Blanca de sus casillas—, y tan osada como una española.
El capitán miró el vestido de ella que realzaba su espléndida figura, la
tela moldeaba sus pechos de una forma que le provocó una sacudida en el
estómago. Tuvo que carraspear para aclararse la voz. La cautiva le aceleraba
el pulso, también, que hacía semanas que no pisaba tierra seca ni se
acurrucaba en el regazo de una mujer hermosa.
—Mi doncella necesita respirar aire fresco —le recordó Blanca
sosteniéndole la mirada—. Tras estos barrotes estamos condenadas si el barco
zozobra y termina yéndose a pique —le recordó.
A Blanca no le había gustado en absoluto el descarado escrutinio sobre
su persona, pero no le tenía miedo. El capitán dio un paso más hacia ella que
no retrocedió.
A él le admiraba que no buscase su propia comodidad sino la de su
criada, pero estaba plantada de pie frente a él, y lo miraba como si fuese el
diablo reencarnado. Veía desprecio en sus bonitos ojos, y la mujer no se hacia
ni una idea de cuánto lo molestaba la arrogancia de quien se cree superior.
—Si valoras tu vida, aceptarás mantenerte en esta parte de la bodega, y
no rechistarás —le aconsejó.
Y ya no esperó una respuesta por su parte. El capitán giró sobre sí
mismo, y se marchó tan silencioso como había llegado. Blanca no supo qué
pensar al respecto. Ignoraba hacia dónde se dirigían y bajo qué bandera
navegaban. Se dijo que el pirata hablaba su idioma, cierto, pero con un
marcado acento de las colonias. De nuevo miró a su doncella que tenía los
ojos cerrados. Había vomitado hasta el primer trago de leche de su infancia,
no tenía color en el rostro, ni alimento en el estómago. Resignada se inclinó
hacia ella, y volvió a limpiarle el rostro con el paño húmedo.
Les esperaba una travesía muy larga…

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