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Agustín Caldaroni

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Hotel Pelícano.

Quisiera arrancar con una cita: Las cosas que olemos son, en realidad, pequeñas moléculas
liberadas por las sustancias que nos rodean. Cuando respiramos estas moléculas, ellas estimulan
las células sensoriales especializadas en lo profundo de la nariz. Cada una de estas células
sensoriales tiene un solo tipo de receptor de olor — una estructura en la célula que se prende de
manera selectiva en respuesta a un solo un tipo de molécula "aromática" específica. En el ambiente
hay más olores que receptores de olores hay en la nariz. Pero una determinada molécula puede
estimular una combinación de estos receptores y así crear una representación única en el cerebro
de un olor en particular. Se estima que la cantidad de olores que puede detectar una persona va de
entre 10.000 y 100 mil millones, o incluso más. En la nariz tenemos diferentes combinaciones de
células detectoras de olores, por lo que cada persona tiene una sensibilidad a los olores muy
diferente.

Apenas terminé de leer el libro de Agustín, me senté en la computadora a googlear sobre el sentido
del olfato y me encontré con esta información que me sorprendió. Parece entonces que tenemos un
número limitado de receptores de olor en las células sensoriales pero la combinación de estos
receptores puede dar un número casi infinito de olores que pueden ser detectados por un ser
humano. La manera en que cada uno huele es absolutamente singular, es decir la manera en la que
cada uno combina y recombina esas moléculas sueltas en el aire es absolutamente singular. Esto me
llevó directamente a pensar en la escritura. Tenemos un número determinado de letras en el
alfabeto, la manera de combinar letras y formar palabras y frases y párrafos y libros es singular, de
cada uno.

Agustín tiene una manera particular de oler y una manera particular de escribir. Escribe con el oído
puesto en los olores, absolutamente atento a lo que ocurre dentro y fuera de su cabeza, adentro y
afuera son lo mismo para él, sabe que la realidad miente y que la verdad tiene estructura de ficción
y para él la realidad está contenida en eso que anota, en los detalles con los que va armando un
ritmo, su propio ritmo, sus colores, sus visiones, su sintaxis.
¿Qué olor tiene la infancia? ¿Y el primer amor? ¿El miedo? ¿Las pesadillas? ¿Cómo huele la
cercanía de la muerte? ¿La sorpresa? ¿La fascinación?

¿Se pueden extrañar las cosas que todavía no perdimos?

Entonces: en el principio era el olfato, el sentido más primitivo, más cercano al animal que somos,
el que nos recuerda de golpe y porrazo lo que muchas veces queremos olvidar, justamente eso: que
somos animales. En el principio era el olfato, y él parece una rata olfateando terreno desconocido.
Después vinieron las palabras que fueron construyendo imágenes alrededor de esos perfumes
hechos de una materia indescifrable, como la de los fantasmas. Espectros de la percepción, de la
memoria, de uno mismo, de la razón, del deseo.

En la primera página nos cuenta que la fantosmia es la capacidad de oler cosas que no están
presentes.

Cuando uno ve un fantasma lo que está viendo no es el espíritu de un muerto, sino la presencia de
un vivo en otro plano temporal. Presencia/ausencia, vida/muerte, pasado/presente reunidos en una
figura que no se termina de configurar. Para Libertella en la arquitectura del fantasma, fantasma es
el elemento extraño a un edificio que paradójicamente justifica, define y realiza su estructura. El
vacío que no puede faltar.

Fantasma ¿cómo encuentra el camino a través del tiempo y el espacio? Escribiendo. La famosa
madalena son los olores que resuenan en una combinación de letras en un puro presente de las
manos de Agustín aplastando teclas.

Y ojo que para Proust no cuenta solo la madalena, están el olor a moho, el sonidito que hace el agua
en las cañerías, los adoquines desiguales de un patio, el arranque de un libro, algo que nos
sorprende, nos resuena, nos pone en estado de pérdida, nos manda a escribir sin garantías de ningún
tipo.

A Agustín la charla con ese personaje surgido del pasado le deja una fragancia en el cuerpo justo un
día en que vuelve al barrio en busca de refugio. Es un cabrón el pasado, se mezcla con la
ensoñación, dice Celine.

Fantasmas contra zombies o corderos. El mundo viejo contra el nuevo. La realidad tuneada contra
el flanco hediondo de las cosas. El neón contra el farol. El deseo contra el deber ser. La alegría de
encontrar una palabra. De sentir como suena en la boca y escribirla.
Un furancho es un lugar, un espacio en el presente que permite que el pasado resucite y conviva con
él, un lugar donde se come, se toma, se canta, se cuenta.

Un furancho es un refugio que invita a los fantasmas a presentarse sin miedo. En el corazón del
furancho parece estar la salvación de Agustín. Lo dice bien clarito desde el principio: yo quería
contar. Contar y cantar las visiones que le aparecen y se le meten por la nariz y por el oído porque
de eso está hecha su memoria, de perfumes y canciones, de palabras deletreadas, de sonidos que
forman imágenes imborrables, encriptadas y Agustín, agobiado por el ruido y las presiones de la
realidad, con el cerebro frito, su cuerpo secándose como un palo, anestesiado, necesita volver a
apropiarse de esa memoria. Como un loco, como un desquiciado, busca hacer pie, apropiarse de
sus recuerdos, fundirlos con el presente para poder respirar. Olfatea como un perro en busca de un
olor espeso, hondo, remotísimo y familiar, un caldo donde se cocinaba la carne de su juventud. Un
olor fantasma, para ser más precisa.

Olfatea y luego: escribe, como Goldie: comenzó a garabatear en un cuaderno…quería escribir algo
y no sabía qué. Se tomó su café y escribió: mierda cómo amé este lugar.

Los furanchos para Agustín son el Rabo del Raposo, el café Pombo, la vieja casa de los Morgan, el
cuadro Los Pastorcitos en la casa de sus abuelos, El Hotel Pelícano, el burdel de Goldie, la madame
más prestigiosa de Storyville, la casa de la infancia donde ocurrían esas comilonas eternas, un antro
en Tokyo donde un músico boliviano había tocado en su primer viaje y al que vuelve enamorado de
los olores fuertes que lo hacen sentir vivo.

En esos furanchos se toma cerveza y se habla de la vida, se pica algo, se aguza el oído para que se
arrime el olor indomable de una canción, y en ese olor hay colores verde, oro, viejo, ocre, óxido,
violetas, sombras azuladas, hay adoquines, lamparitas naranjas, melenas húmedas y revueltas,
plantas salvajes, el agua fresca de una pileta, el perfume de un cuerpo, la textura de una piel, las
máquinas de una fábrica apagándose con un resoplido luego de un día arduo de trabajo mientras el
metal se enfría despacito ye los ladrillos negros del baño despiden un fuerte olor a meo y shampoo
cítrico.

Y si te animás a cruzar el umbral, a pegar un salto, te prendés en el juego y la memoria se hace viva,
hay mil puertas alrededor, hay que elegir, hacer la experiencia, ¿por cuál arrancamos perrito?, dice
Lúa. Y se mandan. Algo vuelve y es nuevo a la vez, ¿son los mismos ojos? ¿el mismo olor? Es lo
mismo y a la vez no.
Las cosas suceden en ese bordes ahí, en lo que titila, en la sensación nueva, en lo que no se sabe
pero resuena, donde se cruzan la memoria y la invención. Agustín hace algo ahí.

Visiones clavadas en el cerebro como mariposas en un telgopor. Sensaciones, fantasías, una


determinada luz, una palabra, parcelas de eternidad. Cada tanto ocurren iluminaciones, se puede
extrañar las cosas que todavía no perdí y entonces aparece el miedo a la muerte, el dolor, el placer,
hay epifanías, por ejemplo la que tiene cuando descubre que la música no era solo armonía, que los
libros de ficción no contenían simples historias, que al cuerpo y al espíritu no le alcanzaba con
estar en calma, lejos del dolor y el peligro. Hay algo más, algo indescifrable que empuja y empuja
y Agustín no puede dejar de buscarlo y de escribir esa búsqueda, flotar unos meses en una casa sin
tiempo ni rutina hasta aburrirse de estar feliz, descubrir el cine, el asco, el olor de la sangre y las
vísceras al sol que enceguece, dejar las marcas anotadas, la primera vez que se siente pánico, el
vértigo del primer amor, el descubrimiento del sexo, el no entender nada pero seguir, dejarse llevar,
e insistirle a una japonesa que no entiende ni jota lo que Papirri le pregunta, y aunque no entienda
insistir, insistir con la pregunta: ¿qué es ese olorcito que me está volviendo loco? Qué es qué es qué
es esa presencia que cada tanto impregna todo y después se va.

Algún día meteremos esa noche en nuestra memoria, pensé. Ese cielo paceño fosforeciendo como el
azul fundido de los glaciares, mañana, tal vez sea menos majestuoso, apenas un óleo celeste hecho
del material gaseoso de los sueños, o vuelva exagerado con la fuerza de un mito.

Volverá, y ahí estará Agustín dispuesto a profanar lo más puro de la memoria, desatarla, manosearla
hasta sacarle todo el jugo y dejarlo escrito.

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