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1 BLOCH 1993.4.1 Apología para La Historia o El Oficio de Historiador CL BB

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LC HISTORIA

BLOCH 1993.IV.1 CL

LA FÓRMULA DEL viejo Ranke es célebre: la historia no se propone más

que describir las cosas “tal como sucedieron”, “uñe es eigentlich

gewesen”. Heródoto lo había dicho antes que él “ía eonta legein”,

“contar lo que fue”. En otros términos, se invita al estudioso a

desaparecer ante los hechos. Como muchas máximas, quizá ésta no

debe su fortuna sino a su ambigüedad. Modestamente podemos leer en

ello un consejo de probidad; sin duda ése fue el sentido que Ranke le

dio. Pero también, un consejo de pasividad. De suerte que aquí se

destacan dos problemas a la vez: el de la imparcialidad histórica y el de

la historia como tentativa de reproducción o como tentativa de análisis.

¿Existe, pues, el problema de la imparcialidad? Éste se plantea

porque, a su vez, la palabra es equívoca.

Hay dos maneras de ser imparcial: la del estudioso y la del juez.

Ambas tienen una raíz común: la honrada sumisión a la verdad. El

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científico registra, o mejor dicho provoca el experimento que, quizá,

trastocará sus más queridas teorías. Cualquiera que sea el secreto anhelo

de su corazón, el buen juez interroga a los testigos sin otra preocupación

que la de conocer los hechos tal como fueron. Esto es, para ambos, una

obligación de conciencia que no se discute.

Sin embargo, llega un momento cuando los caminos se separan. Una

vez que el científico ha observado y explicado, su tarea se termina. Al

juez todavía le falta dictar su sentencia. Imponiendo silencio a toda

inclinación personal ¿la pronuncia según la ley? Se creerá imparcial y

lo será en efecto, en el sentido de los jueces, pero no en el de los

científicos. Porque no se puede condenar o absolver sin tomar partido

por una tabla de valores que no pertenece a ninguna ciencia positiva.

Que un hombre haya matado a otro es un hecho eminentemente

susceptible de prueba. Pero castigar al asesino supone que el asesino es

considerado culpable; lo que después de todo no es sino una opinión en

la que no todas las civilizaciones se han puesto de acuerdo.

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Ahora bien, durante mucho tiempo el historiador pasó por ser una

suerte de juez de los Infiernos, encargado de distribuir a los dioses

muertos el elogio o la condena. Esta actitud responde probablemente a

un instinto poderosamente arraigado. Porque todos los maestros que

han corregido trabajos de estudiantes saben cuan difícil es para esos

jóvenes dejarse disuadir de jugar, desde lo alto de sus pupitres, el papel

de Minos o de Osiris. Más que nunca las palabras de Pascal se hacen

vigentes: “Al juzgar todo mundo hace de dios: eso es bueno o malo”.

Se olvida que un juicio de valor1 no tiene razón de ser sino como la

preparación de un acto y sólo tiene sentido en relación con un sistema

de referencias morales, deliberadamente aceptado. En la vida cotidiana,

las necesidades de la conducta nos imponen esa forma de etiquetar, por

lo común bastante sumaria. Ahí donde ya no podemos hacer nada, ahí

1 Tres hojas manuscritas, numeradas respectivamente IV-2, IV-3 y IV-4 contiene el


texto que aquí se reproduce, a partir de las palabras “que un juicio de valor” hasta el
título de la segunda sección del capítulo: “De la diversidad de los hechos humanos a la
unidad de conciencia” y sirvieron para la versión mecanografiada.

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donde los ideales comunes difieren profundamente de los nuestros, ya

no queda más que un problema. ¿Estamos tan seguros de nosotros

mismos y de nuestra época como para separar, en el conglomerado de

nuestros padres, a los justos de los condenados? Al convertir en

absolutos los criterios del todo relativos de un individuo, de un partido

o una generación, resulta una burla infligir sus normas a la manera como

Sila gobernó Roma o Richelieu los estados del muy cristiano monarca.

Como además nada es por naturaleza más variable que semejantes

sentencias sometidas a todas las fluctuaciones de la conciencia

colectiva o del capricho personal, la historia, al permitir tan a menudo

que los honores aventajen a la libreta de experimentos, gratuitamente

se ha dado el aire de la más incierta de las disciplinas: a las vacías

inculpaciones suceden otras tantas rehabilitaciones triviales.

Robespierristas, antirrobespierristas, por piedad, dígannos simplemente

quién fue Robespierre.

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Es más, si el juicio sólo siguiera a la explicación, el lector se

liberaría saltándose la página. Desafortunadamente, a fuerza de juzgar

uno termina, casi de manera fatal, por perder hasta el gusto por explicar.

Cuando las pasiones del pasado mezclan sus reflejos con los prejuicios

del presente, la mirada se turba sin remedio y, lo mismo que el mundo

de los maniqueos, la realidad humana se convierte en un cuadro en

blanco y negro. Montaigne ya nos lo había advertido: “Cuando el juicio

se inclina hacia un lado no podemos dejar de deformar y torcer la

narración hacia ese sesgo”. Además, para penetrar una conciencia

extraña separada de nosotros por el intervalo de las generaciones,

resulta casi necesario despojarse del propio yo. Para decirle sus

verdades, basta con ser uno mismo. Sin lugar a dudas el esfuerzo es

menos pesado. ¡Cuánto más fácil es escribir a favor o en contra de

Lutero que escudriñar su alma; creer al papa Gregorio VII en vez de al

emperador Enrique IV o a Enrique IV contra Gregorio VII que

desentrañar las razones profundas de uno de los dramas más grandes de

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la civilización occidental! Véase también, fuera del plano individual, la

cuestión de los bienes nacionales. Rompiendo con la legislación

anterior, el gobierno revolucionario resolvió venderlos en parcelas y sin

subastas, lo cual sin duda comprometía seriamente los intereses del

Tesoro. Algunos eruditos de nuestros días se han levantado

vehementemente contra esa política. ¡Qué valor si como miembros de

la Convención hubieran hablado en ese tono! Lejos de la guillotina, esta

violencia sin peligro es divertida. Más valdría investigar lo que

realmente querían los hombres del año 3. Deseaban, sobre todo,

favorecer la adquisición de la tierra por la gente del pueblo; por encima

del equilibrio presupuestal preferían aliviar las necesidades de los

campesinos pobres para garantizar su fidelidad al nuevo orden. ¿Tenían

razón o se equivocaban? ¿Qué importa al respecto la tardía decisión de

un historiador? Sólo le pediríamos que no se dejara hipnotizar por su

propia elección al punto de no poder concebir que antaño se pudo optar

por otra. La lección del desarrollo intelectual de la humanidad, no

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obstante, está clara: en la práctica, las ciencias siempre han resultado

más fecundas y, por consiguiente, más útiles a la práctica, cuando de

manera deliberada han abandonado el viejo antropocentrismo del bien

y del mal. Actualmente nos reiríamos de un químico que separara los

gases malos de los buenos, el cloro del oxígeno. Pero si en sus inicios

la química hubiera adoptado esta clasificación, se hubiera

empantanado, en gran detrimento del conocimiento de los cuerpos.

Sin embargo, cuidémonos de no insistir demasiado en la analogía.

La nomenclatura de una ciencia de los hombres siempre tendrá sus

rasgos particulares. La de las ciencias del mundo físico excluye el

finalismo. Palabras como éxito o fracaso, torpeza o habilidad no

podrían desempeñar en ellas sino el papel de ficciones, siempre

peligrosas. Por el contrario son términos que pertenecen al vocabulario

normal de la historia. Porque la historia tiene que ver con seres, por

naturaleza, capaces de perseguir fines conscientemente.

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Podemos admitir que el jefe de un ejército que entabla una batalla

generalmente se esfuerza por ganarla. Si la pierde cuando las fuerzas de

ambas partes eran más o menos similares, será perfectamente legítimo

decir que maniobró mal. ¿Eso le sucedía a menudo? No saldremos del

más escrupuloso juicio de hecho al observar que probablemente no era

un buen estratega. O imaginemos una mutación monetaria, cuyo fin era,

supongo, favorecer a los deudores a costa de los acreedores. Calificarla

de excelente o deplorable sería tomar partido en favor de uno de los dos

grupos; por consiguiente transportaríamos arbitrariamente al pasado

una noción del bien público del todo subjetiva. Pero supongamos que,

por casualidad, la operación destinada a aligerar el peso de las deudas,

en la práctica –se ha visto– haya dado el resultado contrario. “Fracasó”,

decimos sin hacer otra cosa que constatar una realidad. El acto fallido

es uno de los elementos esenciales de la evolución humana. Como de

toda psicología.

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Hay más. ¿Por casualidad nuestro general llevó voluntariamente sus

tropas a la derrota? No se dudará en afirmar que traicionó, porque

llanamente así se denomina el hecho. Habría de parte de la historia una

delicadeza un poco pedante al rechazar el recurso del léxico simple y

directo del uso corriente. Quedará por averiguar lo que la moral común

de la época o del grupo pensaba de un acto parecido. La traición puede

ser, a su manera, un conformismo: los condotieros de la vieja Italia dan

cuenta de ello.

Para decirlo todo, una palabra es la que domina e ilumina nuestros

estudios: “comprender”. No digamos que el buen historiadores ajeno a

las pasiones; cuando menos tiene ésta. No hemos de disimularlo, se

trata de una palabra cargada de dificultades, pero sobre todo de

esperanzas. Una palabra, sobre todo, cargada de amistad. Hasta en la

acción juzgamos demasiado. Es cómodo gritar: “¡Al paredón!” Nunca

comprendemos lo suficiente. Quien difiere de nosotros –extranjero o

adversario político– pasa, casi necesariamente, por un malvado. Hasta

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para conducir las inevitables luchas sería necesaria una poca más de

inteligencia en el alma, con mayor razón para evitarlas cuando aún es

tiempo. La historia, a condición de que renuncie a sus falsos aires de

arcángel, debe ayudarnos a salir de este mal paso. La historia es una

vasta experiencia de variedades humanas, un largo encuentro entre los

hombres. La vida, como la ciencia, lleva todas las de ganar si este

encuentro es fraternal.

FICHA BIBLIOGRÁFICA

BLOCH, M. (póstumo). Apología para la historia o el oficio de


historiador. (inconcluso). Edición anotada por Etienne Bloch (1993) Cap.
IV: «El análisis histórico. 1. ¿Juzgar o comprender?», pp. 139-143.
México: Fondo de Cultura Económica (2001), 181 págs.

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