Eros Lirica Griega
Eros Lirica Griega
Eros Lirica Griega
EDICIONES CLÁSICAS
Juan Antonio López Férez
(ed.)
EROS
EN LA LITERATURA
GRIEGA
EDICIONES CLÁSICAS
MADRID
ESTUDIOS DE FILOLOGÍA CLÁSICA (EFG)
Colección dirigida por Juan Antonio López Férez
Vol. 19
I.S.B.N. 978-84-7882-865-4
Depósito Legal: M-31879-2020
Impreso por CIMAPRESS
ÍNDICE
1. BREVE EXPLICACIÓN
––––––––––
1 Fue el Primer Simposio internacional de Filología Griega (UNED, 18-21 de febrero de
1998), organizado en la UNED, Madrid, Departamento de Filología Clásica, apoyado por el
Programa de enseñanza abierta de dicha Universidad y dirigido por el autor de esta nota.
Nuestro agradecimiento para todos cuantos nos apoyaron: los colegas que presentaron sus
trabajos, presidieron sesiones e intervinieron en los coloquios respectivos; los alumnos inscri-
tos y todos los participantes, en general, por su apoyo e interés constantes.
2 Las comunicaciones, leídas en su día y seguidas todas ellas de coloquio, fueron notable-
mente enriquecidas por sus autores en la redacción definitiva. Son las que, en el volumen,
llevan respectivamente los números 1, 4, 6, 9, 11, 12, 13, 17, 19, 22, 23, 26, 32, 33, 40, 43, 45.
Tres trabajos leídos en aquella ocasión no nos han sido remitidos para esta publicación.
NOTA PRELIMINAR X
(tirano de dioses y hombres), los peligros que surgen al oponerse al mismo, así como
la pasión erótica entendida como enfermedad, y, dentro de ella, la relación entre eros
y locura.
Nuestro objetivo fue recoger la mayor parte de los testimonios literarios griegos
que ofrecieran el concepto eros, desde el VIII a. C. hasta fines del V d. C., es decir,
desde los comienzos del periodo literario arcaico hasta casi el final del llamado im-
perial, lo que nos supuso tener que recorrer trece siglos de literatura griega.
El lector interesado tiene, antes de los índices, unos resúmenes en inglés del
contenido de cada aportación. Con todo me ha parecido oportuno resumir aquí al-
gunos puntos centrales: 1. Paul Wathelet, “La evocación del amor en la antigua
epopeya griega: reflejo de una sociedad”, 1-16, revisa eros en la épica homérica,
donde el concepto no suele apuntar a una realidad duradera, especialmente en el
plano divino, pues no faltan los celos e infidelidades, vistos siempre con humor e
ironía; 2. Alicia Esteban Santos, “Eros en Hesíodo y en los Himnos homéricos”, 17-
43, señala las menciones del dios y de otras divinidades relacionadas con él, sub-
rayando los epítetos correspondientes y las fórmulas respecto a la unión amorosa;
3. José Vela Tejada, “Notas eróticas en la épica griega perdida”, 45-58, observa que
las leyendas épicas presentan no pocos momentos de amor y sexo, no siempre des-
tinados a la procreación de la generación siguiente; 4. Emilio Suárez de la Torre,
“Eros en la lírica griega arcaica”, 59-76, examina el proceso amoroso, los efectos
del mismo en la persona amada, la satisfacción del deseo y la unión de los amantes;
XI NOTA PRELIMINAR
“El amor, de la elegía helenística a la novela”, 403-412, anota algunos rasgos nue-
vos de eros en los géneros examinados, indicando que hay una evolución en la re-
lación pederástica, alejada del modelo tradicional, y una tendencia hacia la pasión
heterosexual y la unión matrimonial; 24. Begoña Ortega Villaro, “Eros en la Anto-
logía Palatina”, 413-438, constata las variantes terminológicas relativas al proceso
amoroso, la presencia de Eros como divinidad, sus efectos sobre los humanos y los
diferentes remedios frente a la pasión erótica; 25. Ana C. Vicente Sánchez, “Eros
en los Amores apasionados de Partenio de Nicea”, 439-451, atendiendo a la diver-
sidad existente en los treinta y seis relatos respecto a edad, sexo, situación social
y origen, se fija en el campo semántico de eros y del deseo sexual, así como en los
numerosos tópicos de la literatura erótica; 26. Jesús Lens Tuero, “El amor en la
historiografía postclásica”, 453-458, recorre la importancia del amor y el erotismo
en los historiadores de ese periodo, deteniéndose en Ctesias, en quien señala lo
sucedido al medo Parsondas, la sexualidad insaciable de Semíramis y el amor no
correspondido de Estriangeo por Zarina; 27. F. Javier Campos Daroca, “Eros en la
filosofía de época helenística”, 459-488, constata la recepción de eros y sus peculia-
ridades en las diversas escuelas filosóficas helenísticas: académicos, aristotélicos,
estoicos y epicúreos; 28. David Hernández de la Fuente, “Las dos caras del amor:
erotismo homosexual y heterosexual en Nono de Panópolis”, 489-500, examina en
las Dionisiacas el simbolismo del amor homosexual en el caso de los dos jóvenes
amados por Dioniso, así como el del heterosexual referido a Ariadna, la esposa
oficial de la divinidad; 29. Míriam Librán Moreno, “Motivos amorosos de proce-
dencia elegíaca y epigramática en la “Escuela” de Nono de Panópolis: Museo, Co-
luto, Paulo el Silenciario”, 501-516, revisa en los autores indicados la presencia de
los dioses del amor y recoge los principales tópicos y motivos amorosos utilizados;
30. Mónica Durán Mañas, “El concepto de eros en Filón”, 517-544, observa en el
prolífico autor judío dos tipos de amor, positivo y negativo, muy ligados a los con-
textos pertinentes; 31. Ramiro González Delgado, “El amor en los tratados de re-
tórica y crítica literaria de época imperial: Dionisio de Halicarnaso, Pseudo-Lon-
gino y Pseudo-Demetrio”, 545-552, busca, dentro de esos especialistas en retórica,
el uso del tema erótico en todos sus aspectos; 32. Sven-Tage Teodorsson, “Puntos
de vista de Plutarco sobre el amor”, 553-564, recorre las obras plutarqueas, donde
prevalece el amor entre los cónyuges, esencial para alcanzar la idea de la Belleza,
y se deja de lado el amor pederástico heredero de la filosofía platónica; 33. José
Antonio Caballero López, “El amor en la época de la Segunda Sofística”, 565-574,
repasa, ante todo, el Banquete de los eruditos de Ateneo, en que se habla de la
naturaleza y efectos de Eros y Afrodita, la pedofilia, las relaciones eróticas entre
dioses o entre éstos y mortales, así como de importantes relatos sobre heteras; 34.
Germán Santana Henríquez, “El amor en Dión de Prusa (Crisóstomo) y en Luciano
de Samósata”, 575-602, registra, por separado, las distintas variantes amorosas en
ambos prosistas. En el segundo subraya, entre otros, amores míticos, homosexua-
les (tanto masculinos como femeninos), históricos, relacionados con heteras, mues-
tras de zoofilia, los templos del amor, etc.; 35. Josep A. Clúa Serena, “Acotaciones
en torno al amor en Filóstrato, Alcifrón y Eliano”, 603-616, trabaja en las aparicio-
nes de eros y del verbo correspondiente (eráō) en las cartas de los autores indicados,
mostrando los tópicos y motivos literarios relacionados con aquellos; 36. José Luis
de Miguel Jover, “Eros en la Segunda Sofística del Bajo Imperio”, 617-638, señala
la importancia del motivo erótico en las grandes escuelas retóricas de Libanio, Te-
mistio e Himerio, pues, partiendo del modelo platónico, eros preside toda la vida
de los hombres, la política, la educación y las actividades humanas; 37. Lucía Ro-
dríguez-Noriega Guillén, “Santuarios, imágenes, relatos. Eros en la Descripción de
Grecia de Pausanias”, 639-647, alude a los numerosos santuarios, estatuas,
XIII NOTA PRELIMINAR
pinturas y ritos dedicadas a Eros, así como a las opiniones de Pausanias sobre esa
divinidad; 38. Lucía Rodríguez-Noriega Guillén, “Amor, erudición, humor. Eros en
el Banquete de los eruditos de Ateneo”, 649-665, señala las muchas referencias a
Eros y el amor en la obra de Ateneo, cuyo libro 13 está consagrado completamente
al tema erótico; 39. Lucía Rodríguez-Noriega Guillén, “Eros en la Colección de vi-
das y opiniones de filósofos de Diógenes Laercio”, 667-672, apunta las indicaciones
del mencionado sobre la concepción del amor según diversos pensadores y escuelas
filosóficas; 40. Esther Paglialunga, “El amor en la novela griega”, 673-685, tras
señalar los lugares comunes de las novelas −amor a primera vista, manifestaciones
del amor, separación de los amantes− se concentra en tres autores (Caritón, Longo
y Aquiles Tacio) en los que subraya los rasgos que los caracterizan; 41. Lourdes
Rojas Álvarez, “Eros en la novela griega”, 687-698, examina las novelas de Longo,
Jenofonte de Éfeso y Aquiles Tacio, mostrando cómo el amor pasional de los perso-
najes centrales es presentado como un lazo conyugal sometido a numerosas prue-
bas y dificultades y que evoluciona desde una pasión inicial devastadora hasta una
unión permanente, modélica para los lectores; 42. Lucía P. Romero Mariscal, “El
amor en las Efesíacas de Jenofonte”, 699-714, estudia dicha novela anotando los
tópoi eróticos (amor a primera vista de la pareja central, sufrimientos del amor, el
amor como fuego, la castidad y mutua fidelidad) y otros tipos de amor, como el que
consiste en la necrofilia; 43. Antonio Piñero, “Amor, sexo, matrimonio y celibato en
el Nuevo Testamento”, 715-726, observa que, frente a la valoración gozosa y posi-
tiva sobre el eros y el sexo humanos propia de griegos y romanos, el cristianismo
primitivo apenas contempla el sexo con ojos positivos y sólo cuando se trata de la
procreación de los hijos dentro del matrimonio; 44. Juan Antonio López Férez,
“Presencia de eros en Galeno”, 727-748, rastrea la aparición del término éros en el
médico, el cual, respecto a dicho vocablo, menciona a literatos anteriores, deduce
que el amor no es ninguna enfermedad divina y sostiene que no hay ningún tipo
de pulso propio del deseo erótico; 45. Rafael J. Gallé Cejudo, “El amor en la litera-
tura epistolar griega”, 749-766, delimita algunos de los problemas del corpus epis-
tolográfico y recoge los temas y motivos principales de la carta erótica; 46. Miguel
Herrero de Jáuregui, “Eros en la literatura órfica”, 767-776, indica que, en el pe-
riodo clásico, a los poetas órficos les interesa el Eros cosmogónico, dios primordial
(así se ve en la Teogonía Eudemia, el Papiro de Derveni y en otros textos de orien-
tación órfica: las Aves aristofánicas y el Fedro platónico), pero, dentro del periodo
helenístico tardío, las Rapsodias, teogonía del I. a. C, nos muestran un Eros iden-
tificado con Protógono-Fanes y con el propio Zeus; 47. Emilio Suárez de la Torre,
“Continuidad, innovación y contexto: Eros en los papiros mágicos griegos”, 777-
788, se detiene, entre otros, en dos pasajes de los papiros mágicos donde Eros apa-
rece como dios, verificando tanto la pervivencia de los poderes tradicionales propios
del mismo como la asignación de otros nuevos en relación con el mundo de la magia;
48. Juan Carlos Iglesias-Zoido, “Flavio Josefo y el éros sphagés en el asedio de Ma-
sada”, 789-795, se ocupa de un episodio de la guerra de Roma contra los judíos,
cuando, al final del asedio de Masada, los sitiados se convencieron de la necesidad
de matar a sus familiares y de inmolarse a sí mismos a continuación; 49. Inmacu-
lada Rodríguez-Moreno, “Eros y el Neoplatonismo: Plotino, Porfirio y Proclo”, 797-
812, observa la exegesis del mito platónico sobre Eros en esos tres representantes
del Neoplatonismo imperial, en los que Eros no es sólo una divinidad, sino un ser
demónico capaz de inspirar las virtudes más excelsas; 50. Mónica Durán Mañ as,
“Eros en Esopo y Babrio: ¿un amor de Fábula?”, 813-819, recorre las apariciones
del concepto en el corpus esópico y en las Fábulas de Babrio, advirtiendo no pocos
problemas textuales en las distintas versiones de determinadas fábulas donde el
vocablo presenta sentidos muy ligados al contexto y tan diversos como “amor”,
NOTA PRELIMINAR XIV
4. AGRADECIMIENTOS
5. LAMENTACIÓN
1. OBSERVACIONES PREVIAS.
Cuando hace unos años presenté la versión oral de este trabajo1, en el título figuraba la pala-
bra ‘amor’ en vez de eros. Ello me obligó a comenzar haciendo referencia al hecho de que ‘amor’
no es un término unívoco y que, por tanto, no es equivalente a un único término de la lengua
griega. Ahora he preferido sustituirlo por eros, pero me doy cuenta de que no he conseguido más
ventaja que la de dar la vuelta al problema de las equivalencias y que, por tanto, me voy a ver
obligado a decir que el espectro semántico del término griego es bastante amplio si lo queremos
verter al español2. No obstante, sí tiene la ventaja de que orienta el significado hacia la expresión
del deseo y a la atracción que otro ser despierta en nosotros, mientras que el valor menos acu-
ciante se deriva hacia los sustantivos philía, philótes o storgé (no exentos tampoco, por cierto, de
una semántica amplia). A su vez, es inevitable recalcar que los matices de ese acuciante deseo
pueden señalarse por medio de un cotejo de términos que, en algunos casos, al igual que el propio
nombre de eros) fueron convertidos también en divinidades por los propios griegos, como son hí-
meros, póthos o epithymía (el último con bastantes aplicaciones más allá de lo meramente erótico).
En la acepción aquí utilizada eros hace referencia al sentimiento de afección pasional hacia
otra persona, con independencia del sexo de ambos, tendente a una relación excluyente, completa
y placentera (en todos los sentidos). En el caso de la Grecia arcaica se trata de un sentimiento que
trasciende al propio individuo, es ajeno a su voluntad y tiene un origen divino. Forma parte de
una concepción sexualizada, pero de trasfondo religioso, de la naturaleza en general, de todo el
universo, y muy especialmente del entorno inmediato natural del hombre, en el que se integra.
La abundancia de referencias florales y vegetales en los contextos amorosos es mucho más que
un motivo estético. Es parte de la materialización natural de esa experiencia suprahumana.
La consideración global del fenómeno que aquí se aborda anula diferencias que en detalle
merecen un serio análisis pormenorizado: aludo a las de tipo social, histórico y genérico-literario
que envuelven los textos que comento. Me anticipo con una disculpa a lo que puede ser juzgado
––––––––––
1 Agradezco a Juan Antonio López Férez su invitación a participar entonces y su perseverancia para conseguir que las
intervenciones orales salgan ahora en letra impresa. Es un mérito más que se añade a su constante esfuerzo de dinamiza-
ción y circulación de los resultados de la investigación filológica, lo que habla también de sus cualidades científicas y hu-
manas.
Debo decir que apenas he introducido modificaciones o adiciones respecto a la versión oral presentada entonces (1998):
sigo pensando lo mismo sobre el tema y me disculpo de antemano por si parece que no presto atención detallada a publica-
ciones que aparecieron posteriormente, como la de Villarrubia, 2000 (en el volumen editado por este autor y por Máximo
Brioso), con enfoque muy distinto, pero con el que coincido sustancialmente en sus apreciaciones..
2 El término eros no se limita a la pasión sexual, es ‘deseo’ de alcanzar algo en general. En la Teogonía de Hesíodo
aparece por primera vez como designación del dios y con indudable referencia a la afección erótica (Hes. Th. 120-122; cf.
910-11, aquí como sustantivo común que describe la atracción erótica): obsérvese la presencia del epíteto lysimelés, “que
afloja los miembros”, que en Homero se refiere al sueño, y de la forma verbal dámnatai (que “domina” y sojuzga la razón y
cuerda decisión), motivos de larga tradición erótica. Véase Fasce, 1977, especialmente pp. 143-173 (con referencia a estos
términos y, en general, sobre el poder del dios).
Juan Antonio López Férez (ed.), Eros en la literatura griega, Madrid, Ediciones Clásicas, 2020.
60 Emilio Suárez de la Torre
como un tratamiento excesivamente ad hoc del tema. Además, la selección a que hace referencia
la expresión “lírica griega arcaica” impone límites cronológicos y genéricos, es decir, es un seg-
mento en una secuencia que, desde el punto de vista literario, empieza en Homero y, por decirlo
así, no acaba nunca (hablo de Grecia-Roma, pero también de la continuación y renovación de
motivos y tópicos en las tradiciones posteriores)3.
2. DIVINIDADES CULPABLES.
Será conveniente que empecemos por lo que puede separarnos más de la valoración del amor
y del sexo respecto de los griegos: su consideración desde una perspectiva religiosa, tal como he-
mos anticipado en el apartado anterior. La religión fue para los antiguos griegos su forma de
instalarse en el mundo y de explicarlo. Los límites entre lo tangible y lo intangible, lo concreto y
lo abstracto, lo animal, lo vegetal y lo humano, lo cotidiano y lo prodigioso tienen cabida en las
estructuras míticas que conforman esas explicaciones de fundamento religioso y en la verbaliza-
ción, poética o prosaica, de las mismas. Al menos detrás de Homero y (quizá aún más) de Hesíodo
apreciamos ese gran esfuerzo por explicarlo todo mediante ese código: desde el ‘Bostezo’ cósmico
inicial (gr. Chaos)4 al ritmo que rige las cosechas o la pesca. Los dioses son humanos en su grado
más extremo: brutales e infantiles, justos y despiadados, excelsos y ridículos. Son personas y a la
vez potencias, elementos de la naturaleza y seres de carne y hueso; la naturaleza se humaniza (el
cielo, la tierra, los mares, un río, una isla, un monte, una roca son también seres divinos) y los
hombres se bestializan o devienen de nuevo parte de la materialidad más elemental (el juego de
la metamorfosis). En este complejo y fascinante panorama también los sentimientos, las pasiones,
las virtudes, lo peor y lo mejor del hombre, puede concebirse en términos divinos (es el otro juego,
el de las personificaciones): llámese Justicia, Venganza, Discordia, Paz, Envidia, Opinión.
En este contexto se enmarca la concepción divina del irresistible dios Eros, quien ya en
Hesíodo aparece no sólo como divinidad primordial (en la secuencia Chaos–Gea–Tártaro–Eros)5,
sino con una caracterización que refleja sin duda el aspecto de la pasión erótica como su dominio
principal, con efecto tanto sobre los mortales como sobre las todas las divinidades6. No obstante,
frente a la peculiaridad hesiódica7, existen varias genealogías de Eros: Afrodita y Urano8, Afrodita
y Hefesto, Afrodita y Ares9, Afrodita (o Ártemis) y Hermes o simplemente hijo de Afrodita o de
Zeus. También de Urano y Gea10, de Iris y del Zéfiro11 o de Póros (Abundancia) y Penía (Pobreza),
en la conocida versión platónica12. A la hora de explicar el fenómeno de la pasión amorosa no está
solo, sino que se pone en movimiento un poderoso conjunto de divinidades en manos de las cuales
el hombre está inerme: la propia Afrodita, el Anhelo (Póthos), el Deseo (Hímeros), la Persuasión
Peithó). Pero sobre todo, Eros, cuya forma de actuar y de dominar a los seres humanos nos será
descrita con detalle por los poetas13. De hecho es en realidad la poesía, y más concretamente la
––––––––––
3 Para el caso de la literatura griega baste recordar el testimonio de los textos de Homero, Hesíodo y los fragmentos de
épica arcaica; el teatro (tragedia y comedia), los oradores, los episodios narrados por los historiadores, la filosofía, la epis-
tolografía, la poesía helenística (con atención especial a los epigramas) o la novela. Eros impregna la literatura griega,
como puede verse en el presente volumen y en los estudios dedicados al tema (remito al volumen de Brioso-Villarrubia
citado en nota 1).
4 Hes. Th. 116.
5 Hes. Th. 116-122. Cf. supra, nota 2.
6 Cf. vv. 120-122: “Eros, que es el más bello entre los inmortales dioses, que afloja los miembros y que de todos los dioses
y todos los hombres domeña en su pecho el sentido y la juiciosa decisión”. Remito a mi comentario en Suárez de la Torre,
2014, pp. 224-226. Sobre Eros en Hesíodo véase Most, 2013.
7 En la parodia de genealogía órfica que presenta Aristófanes en Aves 695 encontramos la secuencia Caos-Noche-Huevo-
and Birth of Eros at the Symposion” (pp. 171-197) ve en el desarrollo temprano de la figura de Eros un producto de la
confluencia de la homosexualidad masculina con el ámbito del simposio. Sobre la importancia del simposio para el desa-
rrollo de la poesía erótica cf. Suárez de la Torre, 2003 (no citado por Breitenberger), con otros matices.
15 Nacida de la espuma formada por los genitales de Urano (Hesíodo, Th. 194-206). pero también hija de Zeus y Dione
cuestión erótica, así como la importancia de su culto en el entorno de las ciudades griegas. Deben ponerse de relieve los
estudios de Pirenne-Delforge, 1994 (obra fundamental), 2010 y Pironti, 2007, 2010. En cuanto a los orígenes, sigue predo-
minando la tendencia a ver una procedencia o, al menos, una fuerte influencia de deidades femeninas del próximo Oriente:
cf. Breitenberger, 2007, 137-169.
18 Safo, 9
19 H. Homérico 6,18.
20 Pind., P. 9,9.
21 An. 357, 3.
22 Mimnermo, Nanno, fr. 7.
23 Safo 1,8.
24 Safo 1,1.
25 Pind. P. 6,1.
26 Pind. P. 4, 172.
27 Pind. fr. 307.
28 Safo, 106,6.
62 Emilio Suárez de la Torre
3. EL PROCESO AMOROSO.
3.1. La persona amada.
La lírica arcaica griega no deja dudas de que el fuego que enciende la pasión amorosa co-
mienza por la percepción de la belleza física. Su descripción es a veces directa, pero con más fre-
cuencia se hace a través de imágenes y de la mención de objetos que contribuyen a realzar esa
belleza.
Uno de los textos más antiguos de la lírica griega, el Gran Partenio de Alcmán (1) presenta
condensados casi todos estos rasgos. Las observaciones hechas al comienzo me eximen ahora de
justificar por qué un poema destinado a un contexto ritual es para nosotros un ejemplo funda-
mental de la expresión de la atracción erótica. Empezaré, pues, por él (selecciono la parte corres-
pondiente al elogio de la belleza de Agido y Hagesícora)
––––––––––
M. Norsa, ASNP II 6, 1937, 8 ss. Es el fr. 2 Voigt.
32
[Nota del editor. En este trabajo, Alc.=Alceo; Alcm.=Alcmán; An.=Anacreonte; Arqu.=Arquíloco; Ib.=Íbico; Pind.= Pín-
daro; S.=Safo; Sim. =Simónides; Te.=Teognis]
64 Emilio Suárez de la Torre
Pero yo canto
40 de Agido la luz: la contemplo
como al sol que ella
invoca para que se nos muestre
como testigo. Pero la ilustre guía del coro
no me deja ni elogiarla ni censurarla
45 de ninguna manera. Parece, desde luego, que ésta destaca
tanto como si entre las yeguas colocaras un caballo
recio, ganador de premios, de resonantes cascos
de los que surgen de ensueños bajo rocas.
_______
50 ¿Acaso no lo ves? Ahí va el corcel
Enético; pero la cabellera
de mi prima
Hagesícora florece
como oro puro;
55 y de su rostro argénteo
¿qué te diré con nítidas palabras?:
Sí, ésa es Hagesícora;
y ella, segunda tras Agido en la belleza,
cual caballo Colaxeo junto a un Ibeno correrá.
60 Porque ellas son Pléyades
que, mientras ofrecemos el manto a la diosa del Orto,
surgiendo como la estrella Sirio a través de la noche inmortal,
con nosotras rivalizan.
_______
Pues no basta para hacerles frente
la abundancia de la púrpura,
ni la serpiente bien labrada
de oro toda, ni la diadema
lidia, adorno
de las jóvenes de ojos de violeta,
70 ni la cabellera de Nano,
ni siquiera Areta, que parece una diosa,
ni Tilácide o incluso Cleesímbrota
ni podrás ir a casa de Enesímbrota a decir:
“¡Quisiera tener conmigo a Astáfide
75 y que me contemplaran Filila
y Damareta y la amorosa Viantémide!”
No: Hagesícora me consume,
________
pues ella, la de hermosos tobillos,
Hagesícora, no está aquí
80 y se queda junto a Agido
y con ella hace el elogio de la fiesta...
Con este espléndido ejemplo como trasfondo seleccionaré ahora los motivos más importantes
que convierten a una persona en objeto de deseo e inspiradora del amor.
(i) La descripción directa de la belleza física, centrada sobre todo en:
– El aspecto general de la persona, su belleza entendida como cúmulo de cualidades físicas
que merecen elogiarse. La mención sin más del kallos o del eidos (que se concreta ya en una
‘imagen’ externa) o de la morpha (cf. lat. ‘formosus’) y que supone ya una apreciación visual ex-
terna se da en la primera muestra de ‘encomio’ por encargo, el de Polícrates (Ib. 1), donde el
laudandus es elogiado tras el elenco de los más bellos héroes que a Troya fueron (Cianipo,
Troilo,etc.).
– La delicadeza o frescura de dicha belleza. En un poema de Safo (112) el elogio de la joven
que va a casarse comienza con la mención de su “agraciada hermosura” (charien eidos). La
Eros en la lírica griega arcaica 65
“belleza intachable” de la “hermosa doncella tierna” seducida por Arquíloco (196a), la “tierna”
belleza elogiada por Íbico (282c), o la hermosura que a todos atrae (himeroessa), provocada por la
charis que da Afrodita (Te. 1320) son variantes de este mismo motivo.
– El resplandor del rostro (S. 16,2); un rostro que lleva en sí toda la potencialidad del deseo
(himertós: S. 112,4; Arqu. 188).
– La mirada. La lírica griega está llena de miradas seductoras: no sólo la de las “jóvenes de
ojos de violeta”, en Alcmán. También puede ser la de los “ojos dulces” de la futura novia (S. 112,3)
o la del “muchacho de mirada virginal” al que canta Anacreonte (360), o la mirada de Equecráti-
das, “que de sus ojos derrama anhelo lleno de deseo” según Simónides (22) o los “rayos rutilantes
que brotan de los ojos de Teóxeno” (Pind. fr. 123,3), que hacían a Píndaro derretirse como la cera
(eso sí, de “sagradas abejas”). Aunque también la mirada, claro, cuando es de soslayo, pueda in-
dicarnos el desprecio (como la de la “yegua tracia”, que quería montar Anacreonte, 417).
– La sonrisa y la risa. El encanto que emana del rostro puede proceder de la mirada, pero
también se acompaña de una sonrisa dotada de charis (An. 380). A su vez, la risa puede suscitar
el deseo (gelasas himeroen, S. 31,5).
– La voz. De esta apreciación el modelo indiscutible es la oda 31 de Safo, en que la persona
loquens atribuye este placer de la audición a un tercero (“escucha tu dulce voz”). Arquíloco debió
de destacar en algún momento esta cualidad en Neobule, a juzgar por Luciano, Amores 3, donde
se dice: "dándole un toque de dulzura a la voz, igual que la hija de Licambes". En el contexto del
canto, la voz se elogia (quizá para nosotros con sorpresa) comparándola con la de los cisnes del río
Janto (Alcm. 1).
– El paso delicado: de nuevo Safo aporta el modelo, en la rememoración de Anactoria (S. 16,2).
– La tersura de la piel. De ella la lírica nos ha dejado más testimonios de lamentación por su
pérdida que de su alabanza positiva. Su contribución a la excitación erótica es evidente en la parte
final del epodo arquiloqueo “de Colonia” (196a), con referencia al pecho femenino (cf. infra). Por
la misma razón, la pérdida de esa lozanía es motivo de lamentación o de vituperio llegado el caso,
sobre todo porque en la tradición jonia se establece la relación entre el estado de la piel y la acti-
vidad sexual, aparte de los estragos de la vejez. En el llamado “segundo epodo de Colonia” se dice
expresamente “ya no conservas por igual la flor de tu delicada piel, pues se te ha secado el surco”34,
algo que se pone en relación con la vejez. Pero Neobule, sexualmente tan activa según Arquíloco,
se vuelve pasada como la fruta (pepeira), lo que supone la pérdida de todo encanto (charis)35 y en
Anacreonte (432) una mujer reprocha a su interlocutor haberse cubierto de arrugas y estar como
la fruta pasada por culpa de su lascivia. No es casualidad que una enfermedad de la piel sea una
de las manifestaciones del castigo de las Prétides, afectadas de desenfreno dionisíaco (entre otras
cosas) y a cuya machlosyne hace referencia un fragmento pseudo-hesiódico36. Por el contrario, las
arrugas desaparecen en el lugar de ensueño, casi escatológico, anhelado por Simónides en el
poema a Equecrátides (22, 14), rompiendo así el obstáculo de la diferencia de edad que provoca el
‘desequilibrio’ amoroso.
– La cabellera. Inseparable a veces del elogio de la piel es el de los cabellos. En Alcmán (3,70-
71) se dice que en la cabellera de las niñas “se asienta” la charis de Cíniras. En la descripción
arquiloquea (31) de una hetera (según la fuente37) se destaca de forma impresionista la cabellera:
. . . y su cabellera
cubría con su sombra sus hombros y su espalda.
Anacreonte se lamenta en dos fragmentos de que un muchacho se haya cortado los cabellos;
en uno se evoca la cabellera “que antes cubría con su sombra el suave cuello” del interlocutor, a
la vez que se detalla la pérdida de la misma a manos del peluquero, lo que sume en la pena a la
––––––––––
34 Arqu. fr. 188, 1.
35 Arqu. fr. 196a, 27.
36 Véase Suárez de la Torre, 1999.
37 Sinesio, Elogio de la calvicie, 11, p. 75b.
66 Emilio Suárez de la Torre
persona loquens (An. 347). En otro se hace referencia al corte “de la irreprochable flor de la suave
cabellera” (An. 414).
De especial aprecio goza el cabello rubio (o, mejor dicho, xanthos, color que puede invadir zo-
nas de nuestra clasificación del ‘rojo’ y hasta del ‘verde’ por el otro extremo), elogiado en varios
fragmentos. El cabello dorado se alinea con el oro y el fuego en el simbolismo de valores muy
diversos. Establecido el canon ya en la épica y fijado de forma paradigmática en el plano divino y
en el heroico, persiste con fuerza en toda la literatura griega. Las heroínas de los mitos de la lírica,
como Helena y Atalanta, son rubias. La joven ensalzada en el partenio de Alcmán, Hagesícora,
posee una cabellera que “está en flor como oro puro” (1, 51-54). Rubia es la cabellera que agita la
joven que entona el “partenio de Astimelesa” (Alcm. 3,9) y rubia es la poeta Megalóstrata, de
cuyos encantos también se prendó Alcmán, según Ateneo (Alcm. 59). Rubio es Equecrátidas en el
nuevo fragmento de Simónides (22). Esta estimulación erótica del pelo rubio resulta evidente en
la descripción de la eyaculación más célebre de la literatura arcaica, la que se produce al tiempo
que el varón “roza la rubia cabellera”38 de la joven (de donde algunos deducen que no se trata de
la melena). La clasificación griega del espectro de colores y su plasmación en el nivel léxico per-
mite comparar el color del cabello con el de una llama o afirmar que supera en intensidad al de
una antorcha (S. 98,5-6).
En todo ello hay sin duda bastante de convención poética. A veces la cruda realidad se entre-
cruza en la expresión lírica. La mención de los cabellos negros es más frecuente cuando se quieren
contrastar con las canas (cf. An. 420). El hecho de que los cabellos “de negros se tornen blancos”
(incluidas las sienes) acompaña a otros rasgos de pérdida de lozanía poco apreciados en la lírica
(S. 58,14; An. 395). Con el pelo blanco se corre el riesgo de que una lesbia dirija su boca abierta
hacia otra cabellera (An. 358). Su mención suele ser además simultánea con la de la decrepitud
de la piel antes comentada y se alinea con la larga serie de lamentaciones por la vejez.
(ii) Las imágenes que describen el atractivo de la persona amada.
El fragmento citado por extenso de Alcmán nos ilustra desde fecha muy temprana sobre el
recurso a la imagen equina para alabar la belleza y lozanía juveniles. Es, quizá uno de los ejemplos
más extensos y notables. Es la imagen probablemente más abundante (para el fin indicado) tanto
en la lírica como en otros géneros y destaca por la variedad de matices y diversidad de realizaciones
que muestra. En el ejemplo citado de Alcmán subraya la gracia y agilidad de la persona elogiada,
mientras que en Anacreonte (417) puede tener una connotación crudamente sexual:
Yegua tracia ¿por qué con mirada esquiva
me rehuyes sin piedad
y crees que yo carezco de toda habilidad?
Has de saber que sabría bien ponerte el freno
y con las riendas en la mano
alrededor de la meta te haría girar.
Pero ahora pastas por los prados
y entre saltos ligeros vas retozando,
pues no tienes un experto jinete que te monte.
No menos explícito, pero combinado con el recurso al “jardín del amor”, es un conocido frag-
mento de la Colección Teognídea (1249-52):
Muchacho, tú, del mismo modo que un caballo,
una vez que te hartaste de cebada,
volviste a mis establos, porque al buen jinete añorabas,
y el prado hermoso, el arroyo fresco y los bosques sombríos.
La comparación que puede parecer más sorprendente es sin duda la que asimila al hombre a
dioses y héroes. El “más bello de los mortales” es, en un fragmento de Íbico, “equiparable a los
inmortales en belleza” (282A), mientras que Safo contempla a una joven cuya belleza no igualaría
Hermíone39 y que, a su vez, es equiparable a la de la rubia Helena (23). Todos recordamos además
––––––––––
38 Arqu. fr. 196a, 53.
39 Hija de Helena.
Eros en la lírica griega arcaica 67
que a Safo se le mostraba “igual a los dioses” aquel hombre sentado frente a aquella mujer, los
personajes anónimos que tanto nos han enseñado sobre la experiencia griega del amor40.
Íbico es quien nos ha legado las más sentidas descripciones del modo en que un muchacho
adquiere la belleza divina: es porque ha sido criado entre flores por Afrodita y las Gracias (S257a):
Gracia, entre cálices de rosas lo [escol. “al muchacho”] criaste
en torno al templo [de Afrodita];
menester es que yo llame perfumada
a la corona de flores con que ella ungió
al niñito entre arrumacos. Y las diosas le concedieron
delicada belleza.
Pero Persuasión puede contribuir a dotar al joven de irresistible atractivo (288)41:
Euríalo, retoño de las Gracias de ojos verdes,
preocupación de las Horas de hermosa cabellera:
la Cípride y Persuasión, la de dulce mirada,
entre rosas te criaron.
Reconozco que la inclusión de estos fragmentos en un apartado de imágenes traiciona el sen-
tido de las descripciones griegas. El mundo griego del amor, como ya he señalado, no se entiende
sin los jardines de Afrodita. Es el espacio del amor por naturaleza, lugares reales de culto que se
prolongan como estructura imaginaria que se mueve en los límites de la realidad.
Por otra parte, la metáfora floral tiene muy diversas manifestaciones en la lírica griega y en
absoluto exclusivas del género, pero como imagen de la lozanía de la juventud y con referencia al
destinatario de un poema la lírica no presenta tantos ejemplos como quizá cabría esperar (aunque
hay cierta abundancia en Píndaro). Suelen aparecer, además, cuando se reflexiona sobre la bre-
vedad de su duración o se destaca su pérdida y no tanto como expresión del atractivo (ya que
queda subsumido su efecto en las manifestaciones de la charis). Arquíloco recurre a ella en el
discurso de persuasión del interlocutor masculino de 196a con referencia a Neobule, quien “ha
perdido la flor de la doncellez” (junto con otros síntomas antes comentados), lo mismo que ocurría
con la piel de la mujer a quien se dirige el “segundo epodo”42.
de la pasión amorosa, irresistible y casi dolorosa. A ello debemos añadir una constante en todas
las descripciones de este sentimiento: su carácter reiterativo, como una fiebre que periódicamente
nos ataca (deute)45.
(a) El gozo de los dones de Afrodita.
La expresión más célebre de la relación entre juventud y placer erótico es sin duda la de
Mimnermo, cuando en la Nanno (fr. 7) contrastaba sus delicias con los estragos de la vejez:
¿Qué vida puede existir o qué placer sin la dorada Afrodita?
¡Quédeme yo muerto, cuando ya nada de esto me interese:
ni el amor a escondidas ni sus dulces dones ni la unión en el lecho!
Alcmán (59a 2) nos ha legado una de las escasas descripciones positivas de los efectos del amor
como puro sentimiento, sin referencia explícita a su consumación física:
Amor de nuevo, por voluntad de Cípride,
con su dulce efusión da gozo a mi corazón.
Ese efecto cálido y delicioso, como el del dulce licor que se derrama en el pecho, acerca a Eros
a Dioniso (como en otros testimonios), a quien ya Anacreonte dirigía una plegaria, para conseguir
los favores de Cleobulo (An. 357). A este respecto es interesante recordar que en el propio Ana-
creonte se encuentran dos referencias a la “borrachera de amor”. El amor, en efecto, se bebe (erota
pinon An. 450) y puede uno quedar “ebrio de Eros” (methyon eroti An. 376)46.
(b) El terrible poder del amor.
La pasión amorosa se muestra como una fuerza que sorprende por su misma violencia. Un
verbo que en la épica significa “asustar” expresa en la lírica este sobrecogimiento, esta impresión
inicial. Dicha excitación puede producirse de forma inesperada, como reacción a un estímulo vi-
sual. Es un ‘golpe’ que se registra en el corazón (kardia) o en el thymos, dentro del pecho (S. 22,14;
31,6; Alc. 283,3; An. 346). A veces el poeta precisa la naturaleza de esa fuerte impresión: es el
aguijón de Afrodita que nos ataca con violencia (Sim. 541,8-10).
Ese primer sobrecogimiento nos anuncia que estamos en manos de Eros. El dios se presenta
siempre con violencia: agita (etinaxe) los corazones como el viento las ramas de los árboles (S. 47);
nos sacude (donei) con fuerza animal hasta aflojar nuestros miembros (S. 130,1).
A partir de este momento estamos en sus manos. Eros (o Afrodita o ambos) nos sojuzgan
(damnemi) y aprisionan, directamente (S. 1; Eros es damales An. 357, 1) o por mediación del deseo
de la persona amada (S. 102,2). Un atenazamiento que se experimenta en el thymos y en las
phrenes (cf. supra) y que afecta incluso a los más cuerdos. Eros, ya lo vimos, puede llevar a las
redes de Afrodita (Ib. 4,287). La diosa utiliza fuertes ligaduras (An. 505c 5), que nos atan como
poseídos por un embrujo. Estamos bajo su yugo (Te. 1357) y quien ha despertado nuestra pasión
lleva las riendas del alma (An. 360,3-4). En ese cautiverio Eros es el inflexible guardián (phylas-
sei, Ib. 286,11-12)47.
Las consecuencias en el individuo de esa posesión erótica pueden manifestarse como una do-
lencia física (lo que se convertirá en el arraigado tópico de la “enfermedad del amor”, de larga
tradición literaria48, cuyos síntomas nos han dejado plasmados Arquíloco y Safo en celebérrimos
versos que me permito recordar. Las palabras del jonio nos llegan fuera de situación, pero nos
dan la instantánea luminosa del pathos por el pothos:
Inconsolable yazgo en mi deseo,
inánime, por voluntad de los dioses terribles dolores
perforan mis huesos. (Arqu. 196).
Safo expresa el efecto de ese anhelo (producido en general por la ausencia de la persona
amada) como un sentimiento de consunción interna: el pothos (que puede revolotear como ave de
presa alrededor de la víctima, S. 22.12) devora nuestro corazón (‘diafragma’; 96, 17). Más célebre
––––––––––
45 Cf. el uso de deute en Safo 1,15, 16, 18; 22,11; 127; 130, 1; An. 358,8.
46 Cf. Suárez de la Torre, 2003.
47 Sigo la lectura defendida por Gentili, 1984.
48 Véase, por ejemplo, la monografía de Cyrino, 1995.
Eros en la lírica griega arcaica 69
aún es la patología49 que Safo nos describe (31) a propósito de una situación cuya delimitación
precisa resultaría fundamental para la comprensión de todos los síntomas:
Comparable a los dioses se me muestra
el hombre aquél que frente a ti
sentado está y escucha de cerca
tu dulce voz
5 y tu risa deseable. Esto ha sobresaltado
mi corazón dentro del pecho,
pues con sólo contemplarte un instante,
ni una sola palabra ya decir puedo:
mi lengua se quiebra y un leve fuego
10 al momento corre por debajo de mi piel,
con mis ojos nada veo
y me zumban los oídos;
el sudor de arriba a abajo me brota, el temblor
de mí entera se apodera, más verde que la hierba
15 estoy y a mí misma me parece
que poco me falta para estar muerta.
La particularidad del ambiente del grupo sáfico hace que nuestro vocablo “celos” resulte insu-
ficiente para abarcar la compleja dimensión de esta descripción, aunque es quizá el más próximo;
pero no es necesariamente una reacción ni a la insatisfacción ni al despecho, sino que se explica
sustancialmente por la propia concepción del amor en su manifestación patológica más extrema50.
Un punto de convergencia claro con las atribuciones de otro dios es el que se establece con
Dioniso a través del vínculo léxico del término mania. La locura es exactamente equiparable a la
pasión amorosa, como se ve en el paralelo establecido por Anacreonte (428):
Amo de nuevo y no amo
loco estoy y no estoy loco.
Ya hemos visto que las Maniai son nodrizas de Eros y que son su juguete e instrumento. Es
una locura que reseca como un viento cálido (Ib. 286 10-11), que invade nuestro pecho y trastorna
nuestro thymos (S. 1,18). El exceso sexual puede explicarse por esta “posesión” (Arqu. 196a 30); y
sólo por ella se comprende que Helena se trastornara (Alc. 283,3).
(c) Sufrimiento, infidelidad, adikia.
Motivo habitual en toda tradición de poesía amorosa es el de la lamentación cuando este sen-
timiento no es correspondido. En el caso de la lírica griega los testimonios son abundantes y va-
riados. Me limitaré a enumerar las tres modalidades más frecuentes que adopta.
–No exclusiva de la poesía homoerótica masculina, pero sí especialmente frecuente en ella, es
la lamentación por el obstáculo que supone la diferencia de edad entre erasta y erómeno. En la
relación heterosexual esta queja puede manifestarse como añoranza por la juventud perdida y
como lamento por sentir una intempestiva pasión (Ib. 287).
–En la colección teognídea abundan los ejemplos de lamentación por la falta de corresponden-
cia, junto a las llamadas a la fidelidad (pistis) y al respeto a los sentimientos; de hecho este tipo
de poesía se mueve entre los dos polos que Calame ha definido muy bien como “asimetría consti-
tutiva” y “compromiso recíproco”, inherentes a la propia institución pederástica51. Su expresión
va desde el consejo moderado a la manifestación de un claro despecho. Para prevenir esta situa-
ción, abundan los consejos de conducta fiel, muy propios de una colección de esta naturaleza. Pero
el amante joven tiende a ser inconstante, porque tiene la naturaleza del milano (Te. 1261, 1302).
– Rasgo particular de la concepción griega de las relaciones amorosas, como ya he anticipado
más arriba, es la calificación de adikia para designar la descompensación cuando la pasión no es
compartida. La oda 1 de Safo marca sin duda la pauta, como hemos visto. El término se encarna
––––––––––
49 En Di Benedetto, 1985, puede verse un excelente análisis de las coincidencias de las manifestaciones expresadas por
Safo con las que luego encontraremos en textos médicos, especialmente el Corpus Hippocraticum, junto a interesantes
observaciones sobre el propio texto sáfico.
50 La bibliografía sobre el fragmento es muy abundante. Me limito ahora a remitir a D’Angour, 2013.
51 Calame, 1992, 16-10.
70 Emilio Suárez de la Torre
en una concepción amplia de la dike como equilibrio que rige el cosmos, la naturaleza (muy espe-
cialmente el mar) y las relaciones humanas, con esta peculiar aplicación al amor, concebido, en
palabras de Gentili52 “como reciprocidad, como microuniverso que hermana en un constante equi-
librio a amante y amado”. De ahí que la ruptura de ese equilibrio se defina como injusticia.
(d) El poder de la rememoración.
El recuerdo de las situaciones placenteras es uno de los recursos habituales tendentes a la
persuasión del interlocutor o interlocutora. En la lírica (y casi exclusivamente en Safo) es parte
de un código amoroso que trata de establecer una continuidad de sentimientos a través de la
rememoración de experiencias idénticas. Con todo su vigor se nos muestra el antecedente literario
del tópico epistolar del contraste apon/paron53. En él la carta cobra la importancia del sustituto
imperfecto del diálogo frente a frente. Aquí el poema se entona sin esperanza de ser recogido por
el destinatario invocado. Cuando Safo añora la ausencia de una joven lo expresa ante otras, que
ahora comparten lo mismo que compartió aquella ausente. Es un triángulo con una ausencia,
cubierta por la palabra que evoca.
Con más frecuencia la experiencia recordada es de la propia poeta (o presentada como tal). El
recuerdo se convierte en una afirmación contundente del anhelo amoroso. La célebre oda 16 ilus-
tra con destreza la fuerza de la pasión con acertada dosificación de los recursos poéticos. La pria-
mel inicial, en la que frente a ejércitos ecuestres, de infantes o contingentes navales, se antepone
“aquello que uno ama”, se recupera en anillo al final del poema, pero con la expresión ya perso-
nalizada de la persona amada:
... ahora recordando a Anactoria, que no está presente.
Preferiría yo ver su deseable caminar
y el resplandor brillante de su rostro
antes que los carros Lidios y sus infantes armados.
En medio, el mito que mejor sintetiza la locura de amor. El de Helena de Troya, la más bella
mortal que borró de su mente a su esposo (el hombre más distinguido) y a sus hijos para irse
hasta Troya con Paris, víctima del desvarío.
Ciertos detalles adquieren especial relevancia, como son los que reconstruyen verso a verso el
entorno natural de esas experiencias. Safo (S. 94) evoca una despedida en la que, para contra-
rrestar la pena de la muchacha que parte, le pide que recuerde las hermosas experiencias com-
partidas, sintetizadas en una descripción delicadamente sensual cuyo centro es el contacto en el
lecho:
Pusiste a mi lado muchas coronas
a la vez de violetas y de rosas
y de flores de azafrán,
y muchos collares
hechos de flores entrelazadas
colgaste alrededor de tu garganta,
con mucho perfume
costoso [...] y regio te ungiste
y sobre blando lecho
te libraste de tu anhelo
por las tiernas [muchachas]...
Y ningún [...] ni santuario hubo
del que nos apartáramos
.........
ni bosque sagrado... coro
...sonido...
Tengo la sospecha de que en este poema Safo invierte intencionadamente el código que se
desentraña en el poema arquiloqueo de Colonia (con el que hay coincidencias estructurales y
––––––––––
52Gentili, 1996, 94.
53 Es decir, el dolor de la ausencia queda paliado con el recuerdo placentero. En las cartas se subraya que éstas sirven
para hacer de alguna manera presente al ausente a través del mensaje compartido. Cf. Suárez de la Torre, 1979 y 1987.
Eros en la lírica griega arcaica 71
formularias). Una reivindicación de la femineidad y de una distinta y dignificada concepción de
la relación amorosa (frente a la brutalidad yámbica) en el momento en que la otra persona se ha
de ausentar (para entrar en el reino del varón): frente a la tristeza que lleva a desear la muerte y
que hace exclamar “qué terrible desgracia soportamos” (os deina peponthamen), Safo ofrece el
recuerdo de la felicidad que se recupera entre perfumes y colores, en el recuerdo de cómo el con-
tacto físico alejaba el pothos, en la evocación de “qué hermosa fue nuestra experiencia” (kal’
epaschomen).
En este magnífico juego de los espejos de la rememoración, Safo (96) describe en un poema
consolatorio para Átis (o Arignota, según otra lectura) la supuesta actividad de la mujer ausente,
en cuyos pensamientos se nos introduce: Safo imagina que cuando ella (a la que describe como
una segunda Afrodita) recorra los campos floridos (lo cual debe de hacer referencia a actos de
culto) le vendrá a la memoria el recuerdo de Atis y sentirá que el deseo devora su diafragma
(phren). Pero esta misma evocación se dirige intencionadamente a quien al punto sentirá el
mismo deseo, que sólo podrá calmarse con la compañía de Safo, aunque ella no tenga la “ansiable
belleza de una diosa” (vv. 15-17).
asimetría que la poesía homoerótica masculina tanto lamenta se diluye aquí en virtud de un
efecto mágico que elimina la barrera que supone la evidencia física de la decrepitud. Un ejemplo
de vino añejo en odres nuevos.
El último nivel que nos deparan los líricos no es ya ni el recuerdo ni el anhelo ni la ensoñación,
sino la descripción de la unión amorosa. Omito ahora las referencias a los ejemplos míticos, a las
numerosas uniones entre seres divinos o de éstos con mortales, aunque quiero destacar la ten-
dencia en esos casos a una referencia rápida y no exenta de cierto pudor. La presencia del verbo
misgo, del sustantivo mixis y de algunos sinónimos es a veces la única indicación de la consuma-
ción de la unión. Cuando se dan detalles acerca del lugar en que el hecho acaece, reaparece el
motivo vegetal y floral ya comentado. Sólo cambian los protagonistas.
La tradición yámbica nos obsequia con descripciones muy variadas. Se da también la expresión
del simple deseo o anhelo (Arqu. 118): “¡Ay, si me fuera posible tocar a Neobule en la mano así...!”
Aunque en esta tradición poética la continuación de esta exclamación puede ofrecer
un brutal contraste. Los editores continúan con este otro fragmento (Arqu. 119):
¡. . . y caer sobre su odre dispuesto a la faena y acoplar
vientre sobre vientre y muslos con muslos!
En esta línea realista, alguna escena vivaz de Hiponacte (86 Degani) nos anticipa situaciones
de la comedia. La narración no deja lugar a dudas y la interpretación pública de estos poemas
tenía sin duda un efecto demoledor, ya que se involucraba a personas conocidas (independiente-
mente de la realidad del hecho):
Nos desnudábamos...
nos mordíamos y nos besábamos,
mientras mirábamos a través de la puerta...
para que no nos sorprendiera...
(15) desnudos...
y ella se apresuraba...
mientras yo copulaba... y ...
mientras yo arrastraba hasta la punta (el prepucio?)
como si frotara una salchicha.
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero es evidente que ya no estamos en el terreno de la
expresión del sentimiento amoroso, sino ante ejemplos de utilización de la relación erótica y del
sexo como instrumento del vituperio yámbico. Algo distinto de lo anterior, pero ineludible de tra-
tar en el panorama de la poesía presidida por Eros. Esta tradición poética, también de funda-
mento ritual, tiene su modelo indudable en Arquíloco (cuya huella hemos apreciado en la poesía
lesbia y en la monodia jonia). El ‘Epodo de Colonia’ tiene una importancia extraordinaria, entre
otras cosas porque nos ofrece un espléndido ejemplo antiguo del nacimiento de la expresión poé-
tica no épica recreando la lengua de esta tradición, porque nos permite ver surgir estructuras de
verso lírico originales, porque ilustra la evolución de modelos descriptivos situacionales ya pre-
sentes en la épica, porque nos ayuda a comprender el trasfondo religioso ritual del yambo de
forma más profunda, etc. Se trata del primer ejemplo de descripción de relación erótica heterose-
xual no protagonizado por seres divinos o heroicos, sino por ciudadanos de carne y hueso. De entre
las notables características de esta composición quiero traer ahora a colación sólo la que enlaza
más directamente con algunos de los motivos analizados. Selecciono, pues, la parte final, en que
la unión amorosa se consuma en un jardín de amor que, sin embargo, no es el de Afrodita, sino,
paradójicamente (si las hipótesis al respecto son acertadas) el de Hera, diosa conyugal por exce-
lencia: un motivo más de escarnio y oprobio contra la familia atacada. Frente a la decrepitud que
se atribuye a Neobule, Arquíloco goza de la lozanía de esta otra joven (196a):
y tomé a la joven
y la hice echarse entre esplendorosas flores.
La cubrí con mi suave manto
mientras rodeaba su cuello con mis brazos,
45 agitada de temor cual cervatillo,
y puse mis manos con dulzura sobre sus pechos,
Eros en la lírica griega arcaica 73
[por donde] dejó ver la frescura de su piel,
encanto de su juventud,
y abrazando su hermoso cuerpo,
expulsé mi blanco vigor, al tiempo que rozaba su rubio [cabello].
4. EPÍLOGO.
Entre los numerosos motivos que aún quedarían por desarrollar (véase, por ejemplo, que no
me he detenido en las figuras míticas que protagonizan la relación amorosa en la lírica) mencio-
naré para concluir sólo dos, sin cuya consideración el perfil de la concepción del amor en la lírica
arcaica quedaría incompleto.
Uno es la relación entre el amor y la muerte. Su proximidad la hemos visto en las descripciones
del amor como una enfermedad que consume; otras veces se plantea como la única escapatoria
para quien padece “mal de amores”. Precisamente de esta elemental relación, junto con complejas
creencias míticas que pueden tener una base indoeuropea54, surge el particular mito de la roca de
Léucade y de un personaje llamado Faón, por el que Safo sintió una pasión que la llevó a arrojarse
desde allí, igual que hasta la misma Afrodita se habría arrojado desde esa roca apasionada por
Adonis55. En dicho lugar existía un santuario de Apolo, desde el que se arrojó también Céfalo,
enamorado de Pterelas56. Las concepciones subyacentes parecen confluir en la creencia de que
mediante un ritual de esa naturaleza se traspasa el umbral de la inmortalidad. Al mismo tiempo
la vejez, que tanto preocupa como enemiga del amor, queda definitivamente esquivada. El mito
debió de quedar como mero símbolo de la desesperación amorosa, ya que Anacreonte “se arrojó”
más de una vez (deute) “ebrio de pasión” (376). Pero no es ésta la única relación entre amor y
muerte que tiene algo que ver con la lírica. Con más frecuencia se busca el contraste entre el
mundo del más allá y la vida. A Anacreonte (395) la inminencia de la muerte le hace pensar en lo
que supone tener que ir ad inferos en estos términos (con un posible doble sentido):
Por eso sollozo con frecuencia,
asustado por el Tártaro,
pues terrible es de Hades la caverna
y doloroso el descenso
hasta él, ya que al que allí baja le espera
no volver a... remontar.
El último motivo que mencionaré es una relación no siempre explícita y constantemente im-
plícita57. Es la importancia de la palabra, la música y el canto en el mundo del amor. Por la pala-
bra se transmite la confidencia amorosa (ya desde Hesíodo), los sentimientos, se consigue la per-
suasión, la seducción y la rememoración de lo que fue grato. Canto y música completan las des-
cripciones de los momentos placenteros. Y, por añadidura, el elogio de la persona amada se trans-
forma en una forma alternativa de inmortalización. Quien no participa de las rosas de Pieria,
será una oscura sombra en el Hades (sobre un paisaje que ya no es de rosas, sino sólo de lotos, S.
95,12); una sombra de la que nadie se acordará. La palabra poética mantiene el recuerdo del amor
y de la belleza más allá de la muerte (S. 55).
BIBLIOGRAFÍA
Nota: La presente selección incluye los trabajos citados en el cuerpo del texto, pero también otros con los que
ahora sólo pretendo aportar información sobre los estudios dedicados a la lírica arcaica (y que me han sido
igualmente útiles), aunque no haga referencia específica a los mismos a lo largo del trabajo.
1. EDICIONES Y TRADUCCIONES.
––––––––––
54 Remito al análisis de Nagy, 1990, 223-262, con detalle de fuentes y análisis de los temas aquí interrelacionados.
55 La referencia a Afrodita aparecía en la obra del historiador Ptolomeo Queno (en su libro VII), según informa, según
informa Focio en su Biblioteca (152-153).
56 La mención de Safo se encuentra en un fragmento de Menandro (258K), perteneciente a la comedia La leucadia. El
fragmento se nos ha transmitido por Estrabón (10,2,9). El mismo texto de Estrabón habla del amor de Céfalo por Pterelas.
57 Visto así ya por Calame, 1992, 36-37.
74 Emilio Suárez de la Torre
Para simplificar el sistema de citas he utilizado la numeración de la edición de D. Page, Poetae melici Graeci,
Oxford, University Press, 1962 (reimpr. 1983) y del Supplementum Lyricis Graecis, Oxford, University Press
1974) en aquellos fragmentos y autores en que era posible. Asimismo he tenido en cuenta las siguientes
ediciones:
J. M. Bremer et alii, Some Recently Found Greek Poems, Leiden / New York / København / Köln (Brill) 1987.
C. Calame, Alcman, Roma, Ateneo, 1983.
D. A. Campbell, Greek Lyric, I-V, Cambridge, Mass. / London (Loeb Classical Library) 1982-1993.
M. Davies, Poetarum Melicorum Graecorum Fragmenta. I Alcman, Stesichorus, Ibycus, Oxford, University
Press 1991.
E. Degani, Hipponax. Testimonia et fragmenta, 2ª ed. Leipzig, Teubner, 1991.
C. Gallavotti, Empedocle. Poema fisico e lustrale, Fondazione Lorenzo Valla, Arnoldo Mondadori Editore,
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